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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
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    ESTILOS:
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    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
    No Ocultar
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    Colocar imagen en Header
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    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
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    B6
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    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
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    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    CABALLO DE TROYA (J. J. Benítez)

    Publicado en mayo 23, 2010
    A Gabriel Del Barrio García,
    Un noble y veterano socialista
    Que me precederá en el Reino de los Cielos

    (En representación de los muchos amigos
    que me ayudaron durante los cien días
    que permanecí sumergido en la realización
    de Caballo de Troya..

    Hay otras muchas cosas que hizo Jesús.
    Si se escribiesen una por una, creo que le
    mismo mundo no podría contener los libros
    escritos.


    WASHINGTON

    Mi reloj señalaba las tres de la tarde. Faltaban dos horas para que el Cementerio Nacional de Arlington cerrara sus puertas. Yo había consumido la casi totalidad de aquel lunes, 12 de octubre, frente a las tres tumbas de los soldados desconocidos y a la minúscula y perpetua llama anaranjada que da vida al rústico enlosado gris bajo el que reposan los restos del presidente John Fitzgerald Kennedy.
    Aunque a fuerza de leerla había terminado por aprendérmela, consulté una vez más la clave que me había entregado el mayor.
    Por enésima vez escruté el macizo sarcófago de mármol blanco que se levanta en la cara este del Anfiteatro Conmemorativo y que constituye el monumento inicial y más destacado de la Tumba al Soldado Desconocido. En la cara Oeste han sido esculpidas tres figuras que simbolizan la Victoria, alcanzando la Paz a través del Valor. Pero aquel panel no parecía guardar relación con mi clave...
    Lentamente, como un turista más, bordeé el cordón que cierra la reducida explanada rectangular y fui a sentarme frente a la cara posterior de la tumba central, en las escalinatas de un pequeño anfiteatro. Exhausto, repasé cuanto había anotado. Frente a mí, a cinco metros de las tumbas, un soldado de infantería del Primer Batallón de la Vieja Guardia, con sede en Fort Myer, paseaba arriba y abajo, fusil al hombro, luciendo el oscuro uniforme de gala.
    Aunque la cadena de seguridad me separaba unos diez metros de esta parte de la tumba, la leyenda grabada en el mármol podía leerse con comodidad: «Aquí reposa gloriosamente un soldado de los Estados Unidos que sólo Dios conoce.» «¿Estará ahí la clave?», me pregunté con nerviosismo.
    El solitario centinela, enjuto y frío como la bayoneta que remataba su brillante mosquetón, se había detenido. Tras una breve pausa, giró, cambiando el arma de hombro. Segundos después volvía sobre sus pasos, deteniéndose frente a la tumba. Allí repitió el cambio de posición de su fusil y, girando de nuevo, reinició su solemne desfile.
    Mi amigo el mayor norteamericano si hacía referencia al soldado que monta guardia día y noche en el cementerio de los héroes, en Washington.
    «El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual de Arlington», rezaba la primera frase de su postrera carta...

    MÉXICO D. F.

    Pero justo será que, antes de proseguir con esta nueva aventura, cuente cuándo y en qué circunstancias conocí al mayor y cómo me vi envuelto en una de las investigaciones más extrañas y fascinantes de cuantas he emprendido.
    En el mes de abril de 1980, y por otros asuntos que no vienen al caso, me encontraba en México (Distrito Federal). Hacia escasos meses que había escrito mi primer libro sobre los descubrimientos de los científicos de la NASA sobre la Sábana Santa de Turín y recuerdo que en.
    una de mis intervenciones en la televisión azteca -concretamente en el prestigioso y popular programa informativo de Jacobo Zabludowsky-, yo había comentado algunos pormenores sobre las aterradoras torturas a que había sido sometido Jesús de Nazaret. Ante mi sorpresa y la del equipo de Televisa, esa noche se registró un torrente de llamadas desde los puntos más dispares de la República e, incluso, desde Miami y California.
    Al regresar a mi hotel, la operadora del Presidente Chapultepec me dio paso a una llamada que no olvidaré jamás.
    -¿El señor J. J. Benítez?
    -Sí, dígame...
    -¿Es usted J. J. Benítez?
    -Sí, soy yo... ¿Quién habla?
    -Le he visto en el programa del señor Zabludowsky y me sentiría muy honrado si pudiera conversar con usted.
    -Bueno, usted dirá -respondí casi mecánicamente, al tiempo que me dejaba caer sobre la cama. En aquellos primeros instantes confundí a mi comunicante con el típico curioso. Y me dispuse a liquidar la conversación a la primera oportunidad.
    -Como habrá adivinado por mi acento, soy extranjero... Sinceramente, al escucharle me ha impresionado su interés por Cristo.
    -Disculpe -le interrumpí, tratando de saber a qué atenerme-, ¿cómo me ha dicho que se llama?
    -No, no le he dicho mi nombre. Y si usted me lo permite, dada mi condición de antiguo piloto de las fuerzas aéreas norteamericanas, preferiría no dárselo por teléfono.
    Aquello me puso en guardia. Me incorporé e intenté ordenar mis ideas.
    No sé cuál es su plan de trabajo en México -continuó en un tono sumamente afable- pero quizá pueda ser de gran interés para usted que nos veamos. ¿Qué le parece?
    -No sé -dudé-; ¿dónde se encuentra usted?
    -Le llamo desde el estado de Tabasco. ¿Tiene previsto algún viaje a esta zona?
    -Francamente, no; pero...
    Una vez más me dejé llevar por la intuición. ¿Un antiguo piloto de la USAF? Podía ser interesante...
    La experiencia como investigador me ha ido enseñando a aceptar el riesgo. ¿Qué podía perder con aquella entrevista?
    -¿puede usted adelantarme algo? -insinué sin reprimir la curiosidad.
    -No... Créame. No puedo por teléfono... Es más: no deseo engañarle y le adelanto ya que en esa primera conversación, si es que llega a celebrarse, probablemente no saque usted demasiadas conclusiones. Sin embargo, insisto en que nos veamos...
    -Está bien -corté con cierta brusquedad-. Acepto. ¿Dónde y cuándo nos vemos?
    -¿Puede usted desplazarse hasta Villahermosa? Yo estaré aquí hasta el sábado. ¿Conoce usted la ciudad?
    -Sí, por supuesto -respondí un tanto contrariado.
    Si la memoria no me fallaba, en julio de 1977 Raquel y yo habíamos visitado la zona arqueológica de Palenque, en el estado de Chiapas, y las colosales cabezas olmecas de Villahermosa. Pero yo me encontraba ahora en el Distrito Federal, a mil kilómetros de la tórrida región tabasqueña.
    -¿Le parece bien el viernes, día 18?
    -Un momento. Permítame que vea mi agenda...
    La verdad es que yo sabía de antemano que no existía compromiso alguno para dicho viernes. Pero el hecho de tener que viajar basta Tabasco, sin garantías ni referencias sobre la persona con la que pretendía entrevistarme, me había irritado. Y busqué afanosamente alguna excusa que me apeara de tan descabellado viaje. Fueron segundos tensos. Por un lado, el instinto periodístico tiraba de mí hacia Villahermosa. Por otro, el sentido común había empezado a zancadillear mi frágil entusiasmo. Por fortuna para mí, el primero se impuso y acepté:
    -Muy bien. Creo que hay un vuelo que sale de México a primera hora de la mañana. ¿Dónde puedo verle?
    -¿Conoce usted el Parque de la Venta?
    El hombre debió de percibir mis dudas y añadió:.
    -El de las cabezas olmecas...
    -Sí, lo conozco.
    -Le estaré esperando junto al Gran Altar...
    -Pero, ¿cómo voy a reconocerle?
    -No se preocupe.
    Aquella seguridad me dejó fascinado.
    Lo más probable -concluyó- es que yo le reconozca primero.
    -Está bien. De todas formas llevaré un libro en las manos...
    -Como guste.
    -Entonces... hasta el viernes.
    -Correcto. Muchas gracias por atender mi llamada.
    -Ha sido un placer -mentí-. Buenas noches.
    Al colgar el auricular me vi asaltado por un enjambre de dudas. ¿Por qué había aceptado tan rápidamente? ¿Qué seguridad tenía de que aquel supuesto extranjero fuera un piloto retirado de la USAF? ¿Y si todo hubiera sido una broma?
    Al mismo tiempo, algo me decía que debía acudir a Villahermosa. El tono de voz de aquel hombre me hacía intuir que estaba ante una persona sincera. Pero, ¿qué quería comunicarme?
    Pensé, naturalmente, en esa enigmática información. «Lo más lógico -me decía a mí mismo mientras trataba inútilmente de conciliar el sueño es que se trate de algún caso ovni protagonizado por los militares norteamericanos. ¿O no?» «¿Por qué citó mi interés por Cristo? ¿Qué tenía que ver un veterano militar con este asunto?» A decir verdad, cuanto más removía el suceso, más espeso e irritante se me antojaba. Así que opté por la única solución práctica: olvidarme hasta el viernes, 18 de abril.

    TABASCO

    A las 10.45, una hora escasa después de despegar del aeropuerto Benito Juárez de la ciudad de México, tomaba tierra en Villahermosa. Al pisar la pista, un familiar hormigueo en el estómago me anunció el comienzo de una nueva aventura. Allí estaba yo, bajo un sol tropical, con la inseparable bolsa negra de las cámaras al hombro y un ejemplar de mi libro El Enviado entre las manos.
    «Veremos qué me depara el destino», pensé mientras cruzaba la achicharrante pista en dirección al edificio terminal. Aquella situación -para qué voy a negarlo- me fascinaba. Siempre me ha gustado jugar a detectives...
    Por ello, y desde el momento en que abandoné el reactor de la compañía Mexicana de Aviación que me había trasladado al estado de Tabasco, fui fijando mi atención en las personas que aguardaban en el aeropuerto. ¿Estaría allí el misterioso comunicante?
    Si hacia caso al timbre de su voz, mi anónimo amigo debía rondar los cincuenta años. Quizá más, si consideraba que era un piloto retirado del servicio activo.
    Sujeté el libro con la mano izquierda, procurando que la portada quedara bien visible, y despaciosamente me encaminé al servicio de cambio de moneda. Sí el norteamericano estaba allí tenía que detectarme.
    Cambié algunos dólares, y con la misma calma me dirigí a la puerta de salida en busca de un taxi.
    Nadie hizo el menor movimiento ni se dirigió a mí en ningún momento. Estaba claro que el extranjero no se hallaba en el aeropuerto, o al menos no había querido dar señales de vida..
    Pocos minutos después, a las 11.15 de aquel viernes, 18 de abril de 1980, un empleado del Parque Museo de la Venta me extendía el correspondiente boleto de entrada, así como un sencillo pero documentado plano para la localización de las gigantescas esculturas olmecas.
    El parque parecía tranquilo.
    Consulté el mapa y comprobé que el Gran Altar -nuestro punto de reunión- estaba enclavado justamente en el centro de aquel bello museo al aire libre. El itinerario marcaba un total de 27 monumentos. Yo debía llegar al enclave número cinco. Si todo marchaba bien, allí debería conocer, al fin, a mi informador.
    Sin pérdida de tiempo me adentré por el estrecho camino, siguiendo las huellas de unos pies en rojo que habían sido pintadas por los responsables del parque y que constituían una simpática ayuda para el visitante.
    A los pocos metros, a mi izquierda, descubrí el monumento número 1. Se trataba de una formidable cabeza de jaguar semidestruida, con un peso de treinta toneladas.
    Proseguí la marcha, adentrándome en un espeso bosquecillo. El corazón empezaba a latir con mayor brío.
    A unos ochenta pasos, a la derecha del camino, aparecieron las esculturas de un mono y de otro jaguar. Eran los monumentos números 2 y 3. Frente al jaguar, el plano marcaba la figura de un manatí, tallado en serpentina. Era el número 4.
    Avancé otra treintena de metros y al dejar atrás uno de los recodos del sendero reconocí entre la espesura el enclave número 4 bis: otro pequeño jaguar, igualmente tallado en basalto.
    El siguiente era el Gran Altar Triunfal.
    Aquellos últimos metros hasta la pequeña explanada donde se levanta el monumento número cinco fueron singularmente intensos. Hasta ese momento no había coincidido con un solo turista. Mi única compañía la formaban mis pensamientos y aquella loca algarabía del sinfín de pájaros multicolores que relampagueaba entre las copas de los corpulentos huayacanes, parotas y cedros rojos.
    Al entrar en el calvero me detuve. El corazón me dio un vuelco. El Gran Altar estaba desierto. Bajo el ara, en un nicho central, un personaje desnudo y musculoso empuñaba una daga en su mano izquierda. Con la derecha, la estatua sujetaba una cuerda a la que permanecía amarrado un prisionero.
    El furioso sol del mediodía me devolvió a la realidad.
    «¿Dónde está el maldito yanqui?», balbucí indignado.
    La sola idea de que me hubiera tomado el pelo me desarmó. Avancé desconcertado hacia el Gran Altar, sintiendo el crujir del guijo blanco bajo mis botas.
    «Quizá me he adelantado», pensé en un débil intento por tranquilizarme.
    De pronto, alertado -supongo- por el ruido de mis pasos sobre la grava, un hombre apareció por detrás de la gran mole de piedra. Ambos permanecimos inmóviles durante unos segundos, observándonos. Jamás olvidaré aquellos instantes. Ante mí tenía a un individuo de considerable altura -quizá alcanzase 1,80 metros-, con el cabello cano y vistiendo una guayabera y unos pantalones igualmente blancos.
    Respiré aliviado. Sin duda, aquél era mi anónimo comunicante.
    -Buenos días -exclamó, al tiempo que se quitaba las gafas de sol y dibujaba una amplia sonrisa-. ¿Es usted J. J. Benítez?
    Asentí y estreché su mano. Suelo dar gran importancia a este gesto. Me gusta la gente que lo hace con fuerza. Aquel apretón de manos fue sólido, como el de dos amigos que se encuentran después de largo tiempo.
    -Le agradezco que haya venido -comentó-. Creo que no se arrepentirá de haberme conocido.
    Ni en esta primera entrevista ni en las que siguieron en meses posteriores pude averiguar la edad exacta de aquel norteamericano. A juzgar por su aspecto -huesudo y con un rostro acribillado por las arrugas- quizá rondase los sesenta años. Sus ojos claros, afilados como un sable, me inspiraron confianza. No sé la razón, pero, desde aquel primer encuentro al pie del Gran Altar en el Museo de la Venta, se estableció entre nosotros una mutua corriente de confianza.
    -Conozco un restaurante donde podemos conversar. ¿Tiene hambre?
    No sentía el menor apetito, pero acepté. Lo que me consumía era la curiosidad.
    Al cabo de unos minutos nos sentábamos en un sombreado establecimiento, casi al final de la calle del Paralelo 18. En el trayecto, ninguno de los dos cruzamos una sola palabra. Supongo que mi nuevo amigo hizo lo mismo que yo: tratar de descubrir en el otro hasta los más nimios detalles... Después de aquel saludo en el museo de las gigantescas cabezas negroides, la certeza de que me encontraba ante una posible buena noticia había ido ganando terreno.
    -Usted dirá -rompí el silencio, invitando a mi acompañante a que empezara a hablar.
    -En primer lugar quiero recordarle lo que ya le dije por teléfono. Es posible que se sienta decepcionado después de esta primera conversación.
    -¿Por qué?
    -Quiero ser muy sincero con usted. Yo apenas le conozco. No sé hasta dónde puede llegar su honestidad...
    Le dejé hablar. Su tono pausado y cordial hacía las cosas mucho más fáciles.
    -… Para depositar en sus manos la información que poseo es preciso primero que usted me demuestre que confía en mí. Por eso -y le ruego que no se alarme- necesito probar y estar seguro de su firmeza de espíritu y, sobre todo, de su interés por Cristo.
    El americano se llevó a los labios un jugo de naranja y siguió perforándome con aquella mirada de halcón. Debió captar mi confusión. ¿Qué demonios tenía que ver mi firmeza de espíritu con Cristo, o, mejor dicho, con mi interés por Jesús?
    -Permítame un par de preguntas, señor...
    -Si no le molesta -repuso con una fugaz sonrisa- llámeme mayor. Por el momento, y por razones de seguridad, no puedo decirle mi verdadero nombre.
    Aquello me contrarió. Pero acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer si de verdad quería llegar al fondo de aquel enigmático asunto?
    -Está bien, mayor. Vayamos por partes. En primer lugar, usted dice ser un oficial retirado de las fuerzas aéreas norteamericanas. ¿Estoy equivocado?
    -No, no lo está.
    -Bien. Segunda pregunta: ¿qué tiene que ver mi interés por Cristo con esa información que usted dice poseer?
    El camarero situó sobre el mantel rojo sendas bandejas con postas de robalo y mole verde, quesadillas y un inmenso filete de carne a la tampiqueña.
    El mayor guardó silencio. Ahora estoy seguro de que aquélla fue una situación difícil para él.
    Mi amigo debió luchar consigo mismo para contenerse.
    -Cuando usted conozca la naturaleza de esa información -puntualizó- comprenderá mis precauciones. Es preciso que antes que eso suceda, yo esté convencido de que usted, o la persona elegida, será capaz de valorarla y, sobre todo, de que hará un buen uso de ella.
    -No termino de entender por qué se ha fijado en mí...
    El mayor sostuvo aquella mirada penetrante y preguntó a su vez:
    -¿Cree usted en la casualidad?
    -Sinceramente, no.
    -Cuando le vi y le escuché en televisión hubo una frase suya que me impulsó a llamarle.
    Usted tuvo el valor de reconocer públicamente que ahora, a partir de sus investigaciones sobre los descubrimientos de los científicos de la NASA, había «descubierto» a Jesús de Nazaret.
    Usted no parece avergonzarse de Cristo...
    Sonreí.
    -¿Y por qué iba a hacerlo si de verdad creo en Él?
    -Eso fue lo que usted transmitió a través del programa. Y eso, ni más ni menos, es lo que yo busco.
    No pude contenerme y le solté a quemarropa:
    -Disculpe. ¿Es usted miembro de alguna secta religiosa?
    El mayor pareció desconcertado. Pero terminó por sonreír, aportándome un nuevo dato sobre su persona.
    -Vivo solo y retirado. Soy creyente y no puede sospechar usted hasta qué punto... Sin embargo, he huido de cualquier tipo de iglesia o grupo religioso. Tenga la seguridad de que no se encuentra ante un fanático...
    Creí percibir unas gotas de tristeza o melancolía en algunas de sus palabras. Hoy, al recordarlo, y conforme fui desentrañando el enigma del mayor norteamericano, no puedo evitar un escalofrío de emoción y profundo respeto por aquel hombre.
    -¿Dónde vive usted?
    -En el Yucatán..
    -¿Puedo preguntarle por qué vive solo y retirado?
    Antes de que respondiera traté de acorralarlo con una segunda cuestión:
    -¿Tiene algo que ver con esa información que usted conoce?
    -A eso puedo responderle con un rotundo sí.
    El silencio cayó de nuevo entre nosotros.
    -¿Y qué desea que haga?
    El mayor extrajo de uno de los bolsillos de su guayabera una pequeña y descolorida libreta azul. Escribió unas palabras y me extendió la hoja de papel. Se trataba de un apartado de correos en la ciudad de Chichén Itzá, en el mencionado estado del Yucatán.
    -Quiero que sigamos en contacto -respondió señalándome la dirección-. ¿Puede escribirme a ese apartado?
    -Naturalmente, pero...
    El hombre pareció adivinar mis pensamientos y repuso con una firmeza que no dejaba lugar a dudas:
    -Es preciso que ponga a prueba su sinceridad. Le suplico que no se moleste. Sólo quiero estar seguro. Aunque ahora no lo comprenda, yo sé que mis días están contados. Y tengo prisa por encontrar a la persona que deberá difundir esa información...
    Aquella confesión me dejó perplejo.
    -¿Está usted diciéndome que sabe que va a morir?
    El mayor bajó los ojos. Y yo maldije mi falta de tacto.
    -Perdone...
    -No se disculpe -prosiguió el oficial, volviendo a su tono jovial-. Morir no es bueno ni malo. Si se lo he insinuado ha sido para que usted sepa que ese momento está próximo y que, en consecuencia, no está usted ante un bromista o un loco.
    -¿Cómo sabré si usted ha decidido o no que yo soy la persona adecuada?
    -Aunque espero que volvamos a vernos en breve, no se preocupe. Sencillamente, lo sabrá.
    -No puedo disimularlo más. Usted sabe que yo investigo el fenómeno ovni...
    -Lo sé.
    -¿Puede aclararme al menos si esa información tiene algo que ver con estas astronaves?
    -Lo único que puedo decirle es que no.
    Aquello terminó por desconcertarme.
    Dos horas más tarde, con el espíritu encogido por las dudas, despegaba de Villahermosa rumbo a la ciudad de México. Yo no podía imaginar entonces lo que me deparaba el destino.

    YUCATÁN

    A mi regreso a España, y por espacio de varios meses, el mayor y yo cruzamos una serie de cartas. Por aquellas fechas, mis actividades en la investigación ovni habían alcanzado ya un volumen y una penetración lo suficientemente destacados como para tentar a los diversos servicios de Inteligencia que actúan en mi país. Era entonces consciente -y lo soy también ahora- de que mi teléfono se hallaba intervenido y de que en muy contadas ocasiones, dada la naturaleza de algunas de esas indagaciones, los sutiles agentes de estos departamentos (civiles y militares) de Información, habían seguido muy de cerca mis correrías y entrevistas. Lo que nunca supieron estos sabuesos -eso espero al menos- es que, en previsión de que mi correspondencia pudiera ser interceptada, yo había alquilado un determinado apartado de correos, aprovechando para ello la complicidad de un buen amigo, que figuró siempre como legitimo usuario de dicho apartado postal. Esta argucia me ha permitido desviar del canal «oficial» aquellas cartas, documentos e informaciones en general que deseaba aislar de la malsana curiosidad de los mencionados agentes secretos. Naturalmente, por lo que pudiera pasar y dada la antigua profesión y la nacionalidad del mayor, sus misivas siguieron siempre este conducto confidencial. Ni siquiera Raquel, mi mujer, supo de la existencia de este nuevo amigo ni de mis sucesivos contactos con él.
    Por otra parte, y aunque las cartas del mayor hubieran caido en manos de los servicios de Inteligencia, dudo mucho que el contenido de las mismas pudiera llamarles la atención. Por más que presioné, jamás logré que deslizara una sola pista sobre la información que decía poseer.
    Sus amables escritos iban enfocados siempre hacia un más intenso y extenso conocimiento de mi forma de pensar, de mis inquietudes y, especialmente, de mis pasos e investigaciones en torno a la pasión y muerte de Cristo. Recuerdo que una de sus cartas estuvo dedicada por entero a interrogarme sobre la última parte de mi libro El Enviado. Al parecer, mi supuesta entrevista con Jesús de Nazaret, que cierra dicha obra, le causó un especial impacto.
    Y llegó el otoño de 1980. En honor a la verdad, mis esperanzas de obtener algún indicio sobre el impenetrable secreto del mayor se habían ido debilitando. Hubo momentos difíciles, en los que las dudas me asaltaron con gran virulencia. Creo que mi escaso entusiasmo hubiera terminado por apagarse de no haber recibido aquella lacónica carta - asi telegráfica- en la que mi amigo me rogaba que «lo dejara todo y volara hasta la ciudad de Mérida, en el estado del Yucatán». Durante varios días -no voy a negarlo- me debatí en una angustiosa zozobra. ¿Qué debía hacer? ¿Es que el mayor se había decidido a hablarme con claridad? Tentado estuve de escribirle una vez más y pedirle explicaciones. Pero algo me contuvo. Yo intuía que aquélla podía ser otra prueba; quizá la definitiva.
    Al fin tomé la decisión de volar a América e inicié un sinfín de gestiones para tratar de subvencionar en todo o en parte el costoso viaje. En contra de lo que muchos puedan pensar, mis recursos económicos son siempre escasos y aquel súbito salto al otro lado del atlántico terminó por desnivelarlos, providencialmente, mi amigo y editor José Manuel Lara aceptó la idea de presentar mis últimos libros en América, y con esta excusa aterricé en Bogotá.
    Aquel rodeo, aunque retrasó algunos días mi entrevista con el mayor, se me antojó sumamente prudencial. No estaba dispuesto a conceder el menor respiro a los servicios de Inteligencia y así se lo anuncié a mi amigo en una carta que me precedió y en la que, por supuesto, le señalaba el día y el vuelo en el que esperaba tomar tierra en Mérida.
    Al concluir mis obligaciones en Colombia me las ingenié para cancelar mis compromisos en Caracas, volando en el más riguroso incógnito -vía Belmopán- hasta Yucatán.
    Al cruzar la aduana y antes de que tuviera tiempo de buscar al mayor, me di de manos a boca con un cartel en el que había sido escrito mi primer apellido. El escandaloso cartón era sostenido por un hombre recio, de espeso bigote negro y tez bronceada. Al presentarme se identificó como Laurencio Rodarte, al servicio del mayor.
    -Él no ha podido venir a recibirle -se excusó mientras pugnaba por hacerse con mi maleta-.
    Si no le importa, yo le conduciré hasta él.
    Mi instinto me hizo desconfiar. Y antes de abandonar el aeropuerto traté de averiguar qué papel jugaba aquel individuo y por qué razón no había acudido el mayor.
    Laurencio debió captar mi recelo y, soltando la maleta, resumió:
    -El mayor está enfermo.
    -¿Dónde se encuentra?
    -Lo siento pero no estoy autorizado para decírselo. Él me ha enviado a recogerle y...
    -Mire, Laurencio -le interrumpí tratando de calmar mis nervios-, no tengo nada contra usted.
    Es más: le agradezco que haya venido a recibirme, pero, sí usted me dice dónde está el mayor, yo iré por mis propios medios.
    El hombre dudó.
    -Es que mis órdenes...
    -No se preocupe. Dígame dónde me espera el mayor y yo iré a su encuentro.
    El tono de mi voz era tan firme que Laurencio terminó por encogerse de hombros y preguntó de mala gana:
    -¿Conoce Chichén Itzá?
    -Sí.
    -El mayor me ordenó que le llevara hasta el cenote sagrado.
    Laurencio señaló mi reloj y puntualizó:
    -Usted deberá estar allí a las cuatro.
    Y dando media vuelta se encaminó a la puerta de salida. Consulté la hora local y comprobé que tenía dos horas escasas para llegar hasta el pozo sagrado de los mayas. Yo había visitado en otras oportunidades el recinto arqueológico de la recóndita población de Chichén Itzá, al este de Mérida, y en plena selva de la península del Yucatán. Conocía también los dos famosos cenotes -el sagrado y el profano- situados a corta distancia de la ciudad y que, según los arqueólogos, pudieron ser utilizados por los antiguos mayas como depósitos naturales de agua y, en el caso del cenote sagrado, como centro religioso en el que se practicaban sacrificios humanos.
    Al ver alejarse el Toyota negro que conducía Laurencio, me concedí un respiro, tratando de poner en orden mis ideas. Por supuesto, no tardé en reprocharme aquella seca y radical actitud mía para con el emisario del mayor. En especial, a la hora de regatear con los taxistas que montaban guardia al pie del aeropuerto...
    Después de no pocos tira y afloja, uno de los chóferes aceptó llevarme por 850 pesos. Y a eso de las dos de la tarde -sin probar bocado y con la ropa empapada por el sudor- el taxi enfiló la ruta número 180, en dirección a Chichén.
    Tal y como había prometido, el taxista cubrió los 120 kilómetros que separan Mérida de Chichén Itzá en poco más de hora y media. Tras una vertiginosa ducha en el hotel de la Villa Arqueológica, me dirigí al lugar elegido por el mayor. A las cuatro en punto, a paso ligero y con el corazón en la boca, dejé atrás la impresionante pirámide de Kukulcán y la plataforma de Venus, adentrándome en la llamada Vía Sagrada, que muere precisamente en un cenote u olla de casi sesenta metros de diámetro y cuarenta de profundidad.
    Antes de alcanzar el filo del pozo sagrado distinguí a dos personas sentadas al pie de una frondosa acacia de florecillas rosadas. Al verme, una de ellas se incorporó. Era Laurencio.
    Reduje el paso y mientras me aproximaba sentí una incontenible oleada de vergüenza. Una vez más me había equivocado.
    Pero aquel sentimiento se esfumó a la vista de la segunda persona. Quedé atónito. Era el mayor, pero con veinte años más de los que aparentaba cuando le conocí en Villahermosa.
    Permaneció sentado sobre la plataforma de piedra del viejo altar de los sacrificios, observándome con una mezcla de incredulidad y emoción. Lentamente, en silencio, dejé resbalar la bolsa de las cámaras, al tiempo que Laurencio le ayudaba a incorporarse. El mayor extendió entonces sus largos brazos y, sin saber por qué, dejándome arrastrar por mi corazón, nos abrazamos.
    -¡Querido amigo! -susurró el anciano-. ¡Querido amigo!...
    Sus penetrantes ojos, ahora hundidos en un rostro calavérico, se hablan humedecido. Algo muy grave, en efecto, había minado su antigua y gallarda figura. Su cuerpo aparecía encorvado y reducido a un manojo de huesos, bajo una piel reseca y salpicada por corros marrones de melanina. Una barba blanca y descuidada marcaba aún más su decadencia.
    Intenté esbozar una disculpa, estrechando la mano de Laurencio, pero éste, sin perder la sonrisa, me rogó que olvidara el incidente del aeropuerto.
    El mayor, apoyándose en mi hombro, me sugirió que caminásemos un poco hasta el prado que rodea a la pirámide de Kukulcán.
    Con paso vacilante y un sinfín de altos en el camino, fuimos aproximándonos al castillo o pirámide de la Serpiente Emplumada. Así, en aquella primera jornada en Chichén Itzá, supe de labios del propio mayor que su fin estaba próximo y que, en contra de lo que pudiera imaginar, su muerte fijaría precisamente el comienzo de mi labor.
    Supe también que tal y como me había insinuado en otras ocasiones- su «enfermedad» era consecuencia de un fallo no previsto en un proyecto secreto llevado a cabo años atrás, cuando él todavía pertenecía a las fuerzas aéreas norteamericanas. Cuando le interrogué sobre dicho proyecto, sospechando que podía guardar una estrecha relación con la información que había prometido darme, el mayor me rogó que siguiera siendo paciente y que esperase un poco más.
    Durante dos días, mi vida transcurrió prácticamente en la pequeña casita de una planta, a las afueras de Chichén y muy próxima a las grutas de Balankanchen, en la carretera que discurre en dirección a la Valladolid maya. Allí, Laurencio y su mujer venían cuidando a mi amigo desde hacía seis años.
    Ni que decir tiene que aproveché aquella magnífica oportunidad para bucear en la medida de lo posible en el pasado y en la identidad del mayor. Sin embargo, mis pesquisas entre las diversas autoridades policiales y las gentes de Chichén no fueron todo lo fructíferas que yo
    hubiera deseado. Por un mínimo de delicadeza hacia mi amigo, y porque había empezado a estimarle, al margen incluso de la prometida información, opté por suspender los tímidos y disimulados sondeos. Cada vez que me lanzaba a la operación de rastreo, un sentimiento de repugnancia hacia mí mismo terminaba por embargarme. Era como si estuviera traicionándole...
    Decidí cortar tales maniobras, prometiéndome a mí mismo que sería implacable, si llegaba el caso de que la supuesta información secreta acababa por fin en mi poder.
    Sin embargo, y gracias a aquellas primeras averiguaciones, confirmé como positivos algunos de los datos que el mayor me había facilitado sobre su persona: era, efectivamente, de nacionalidad norteamericana, su pasaporte aparecía en regla y había pertenecido a la USAF.
    Aunque él quizá no lo supo nunca, antes de regresar a España yo sabía ya su verdadera identidad, así como otros pequeños detalles sobre su limpia y apacible vida en el Yucatán. Todo esto, como es lógico, me tranquilizó e hizo crecer mi curiosidad e interés por esa información de la que tanto me había hablado el mayor.
    Antes de partir, al anunciarle al ex oficial mi intención de volver a mi país, le expuse con toda claridad mi inquietud ante su deteriorado estado de salud y la no menos inquietante circunstancia, al menos para mí, de no haber obtenido ni la más mínima pista sobre el celoso secreto que decía tener.
    El mayor rogó a Laurencio que le acercara un sobre blanco que descansaba en uno de los anaqueles de la alacena del pequeño salón donde conversábamos. Con gesto grave lo puso en mis manos y comentó:
    -Aquí tienes la primera entrega. El resto llegará a tu poder cuando yo muera...
    Examiné el sobre con un cierto nerviosismo.
    -Está cerrado -apunté-. ¿Puedo abrirlo?
    -Te suplicaría que lo hicieras lejos de aquí... Quizá en el avión.
    Mientras lo guardaba entre las hojas de mi pasaporte, mi amigo adoptó un tono más relajado:
    -Gracias. Es preciso que comprendas que tu búsqueda empieza ahora.
    -¿Mi búsqueda?... pero, ¿de qué?
    El mayor no respondió a mis preguntas.
    -Sólo te pido que sigas creyendo en mi y que empeñes todo tu corazón en descifrar la clave que te conducirá a mi legado.
    -Sigo sin comprender...
    -No importa. Ahora, antes de que nos abandones, tienes que prometerme algo.
    El mayor se puso en pie y yo hice lo mismo. En un extremo de la estancia, Laurencio asistía a la escena con su proverbial mutismo.
    -Prométeme -me anunció el anciano, al tiempo que levantaba su mano derecha- que, ocurra lo que ocurra, jamás revelarás mi identidad...
    A pesar de mi creciente confusión, levanté también mi mano derecha y se lo prometí con toda la solemnidad de que fui capaz.
    -Gracias otra vez -murmuró el mayor mientras se dejaba caer lentamente sobre la silla-.
    Que Dios te bendiga...

    ESPAÑA

    Aquella fue la segunda y última vez que vi con vida al mayor. Al regresar a España, y mientras mi avión sobrevolaba los cráteres del Popocatepetl, tomé en mis manos el misterioso sobre que me había dado el norteamericano. Lo palpé lentamente y, con sorpresa, adiviné algo.
    duro en su interior. La curiosidad, difícilmente contenida durante aquellos días, se desbordó y procedí a abrirlo con todo el cuidado de que fui capaz.
    Al asomarme a su interior, la decepción estuvo a punto de provocarme un paro cardíaco.
    ¡Estaba vacío! O, mejor dicho, casi vacío.
    Minuciosamente pegada a las paredes del sobre, mediante una transparente tira de cinta adhesiva, había una llave.
    La arranqué sin poder contener mi desencanto y la fui pasando de una a otra mano, sin saber qué pensar, procuré tranquilizarme, engañándome a mí mismo con los más dispares argumentos. Pero la verdad desnuda y fría seguía allí -frente a mí- en forma de llave. Para colmo, aquella pieza de cuatro centímetros escasos de longitud no presentaba un solo signo o inscripción que permitiera algún tipo de identificación. Había sido usada, eso estaba claro. Pero, ¿dónde?
    Durante horas me debatí entre mil conjeturas, mezclando lo poco que me había adelantado el mayor con un laberinto de especulaciones y fantasías propias. El resultado final fue un serio dolor de cabeza.
    «Aquí tienes la primera entrega...» ¿Qué misterio encerraba aquella frase? Y, sobre todo, ¿en qué podía consistir «el resto»?
    «... El resto llegará a tu poder cuando yo muera.» Lo único claro, o medianamente claro, en todo aquel embrollo era que la información en cuestión (o lo que fuera), debía de guardar alguna relación con aquella llave. Pero, ¿cuál?
    Era absolutamente necesario esperar, a no ser que quisiera volverme loco. Y eso fue lo que hice: aguardar pacientemente.
    Durante la primavera y el verano de 1981, las cartas del mayor fueron distanciándose cada vez más en el tiempo. Finalmente, hacia el mes de julio, y con la consiguiente alarma por mi parte, el fiel Laurencio fue el encargado de responder a mis escritos.
    ...El mayor -me decía en una de las últimas misivas- ha entrado en un profundo estado de postración. Apenas si puede hablar...
    Aquellas letras auguraban un rápido y fatal desenlace. Mentalmente, incluso me preparé para un nuevo y postrer viaje al Yucatán. Por encima de mi innegable y sostenido interés, llamémosle periodístico, había prevalecido, gracias a Dios, un arraigado afecto hacia aquel anciano prematuro. Bien sabe Dios que hubiera deseado estar junto a él en el momento de su muerte. Pero el destino me reservaba otro papel en esta desconcertante historia.
    ¿Fue casualidad? Sinceramente, ya no sé qué pensar...
    El caso es que aquel 7 de septiembre de 1981 -fecha de mi cumpleaños- llegó a mi poder una nueva carta procedente de Chichén Itzá. En unas lacónicas frases, Laurencio me anunciaba lo siguiente:
    ..Tengo el doloroso deber de comunicarle que nuestro común hermano, el mayor, falleció el pasado 28 de agosto. Siguiendo sus instrucciones, le adjunto un sobre que sólo usted deberá abrir...
    Aunque la noticia no me cogió por sorpresa, debo confesar que la desaparición de mi amigo me sumió durante varios días en una singular melancolía, comparable quizá con la tristeza que me produjo un año después el fallecimiento de otro entrañable maestro y amigo: Manuel Osuna.
    Aquella misma tarde del 7 de septiembre, con el ánimo encogido, conduje mí automóvil hasta los acantilados de Punta Galea. Y allí, frente al azul y manso Cantábrico, recé por el mayor.
    Allí mismo, en medio de la soledad, quebré el lacre que protegía el sobre y extraje su contenido.
    Curiosamente, en contra de lo que yo mismo hubiera imaginado semanas atrás, en aquellos instantes mi alocada curiosidad y el desenfrenado interés por desentrañar el misterio del mayor pasaron a un segundo plano. Durante más de dos horas, la ansiada segunda entrega permaneció casi olvidada sobre el asiento contiguo de mí coche..
    Verdaderamente yo había estimado a aquel anciano.
    Pero al fin, como digo, se impuso mi curiosidad. El sobre contenía dos grandes hojas, de papel recio y cuadriculado. Reconocí de inmediato la letra puntiaguda del mayor.
    Uno de los folios era una carta, escrita por ambas carillas. ¡Estaba lechada en el mes de agosto de 1980! Eso significaba -por pura deducción- que el mayor había tomado la decisión de confiarme su secreto poco después de mi primer encuentro con él, ocurrido el 18 de abril de 1980.
    La carta, que aparecía firmada con sus nombres y apellidos, era en realidad una postrera recomendación para que procurara mantenerme en el camino de la honradez y del amor hacia mis semejantes. En el último párrafo, y casi de pasada, el mayor hacia referencia a la famosa segunda entrega, explicándome que para llegar a la información que tanto deseaba, deberla primero descifrar la clave que me adjuntaba en hoja aparte.
    Por último, y con un tosco pero llamativo subrayado, me rogaba que hiciera un buen uso de dicha información.
    …Mi deseo es que con ella puedas llevar un poco más de paz a cuantos, como tú y como yo, estamos empeñados en la búsqueda de la Verdad.
    El segundo papel, igualmente manuscrito por el mayor, presentaba un total de cinco frases, en inglés, que a primera vista resultaban absurdas e incongruentes.
    He aquí la traducción:

    «El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual de Arlington.»
    «Llave y ritual conducen a Benjamín.»
    «Abre tus ojos ante John Fitzgerald Kennedy.»
    «El hermano duerme en 44 - W. La sombra del níspero le cubre al atardecer.»
    «Pasado y futuro son mi legado.»

    El mayor, una vez más, parecía disfrutar con aquel juego. ¿O no se trataba de un juego? Me pregunté mil veces por qué tantos rodeos y precauciones. Si mi amigo había muerto, lo lógico es que me hubiera facilitado la traída y llevada información sin necesidad de nuevas complicaciones.
    Pero las cosas estaban como estaban y mi única alternativa era de despejar aquella cada vez más enredada madeja.
    Como supondrá el lector, pasé horas con los cinco sentidos pegados a aquellas frases.
    Tentado estuve de acudir a algunos de mis amigos, en busca de ayuda. Pero me contuve. Me hubiera visto forzado a ponerles en antecedentes de tan larga e increíble historia y, sobre todo, conforme fue pasando el tiempo, lejos de desanimarme, encajé el asunto como un reto personal. Y los que me conocen un poco saben que ésa es una de mis debilidades.
    De entrada, lo único que estaba claro es que la llave que me diera el mayor guardaba una indudable y estrecha relación con la segunda frase. Esa llave debería «conducirme» o llevarme hasta Benjamin. Pero, ¿qué o quién era «Benjamin»?
    Una y otra vez, por espacio de casi tres semanas, desmenucé frase por frase y palabra por palabra. Llevé a cabo los más disparatados cambios y saltos en las frases, buscando un sentido más lógico. Fue inútil.
    A fuerza de bucear en la clave terminé por aprendérmela de memoria. Aquel mes de septiembre, y parte del siguiente, viví por y para aquel mensaje cifrado. Pasaba los días deambulando sin norte alguno y con la mirada extraviada, ajeno prácticamente a cuanto me rodeaba. Fueron mis hijos y especialmente Raquel quienes padecieron con más crudeza mis aparentemente absurdos e inexplicables cambios de carácter, mis continuas depresiones y hasta una injusta irascibilidad. Espero que ahora, al leer estas líneas, puedan comprenderme y perdonarme.
    Llegué incluso a consultar con expertos cerrajeros, que examinaron la misteriosa llave desde todos los ángulos posibles. El resultado era siempre idéntico: aleación corriente; dientes rutinarios... todo ordinario.
    Pero aquella situación -que empezaba a rozar los poco deseables límites de la obsesión- no podía continuar. Y un buen día hice balance. ¿Qué tenía realmente entre las manos? ¿A qué conclusiones había llegado.?.
    Desgraciadamente podían limitarse a un par de pistas.
    1ª.» Arlington es un cementerio norteamericano. Yo sabía que se trataba del célebre camposanto de los héroes de guerra de aquella nación.
    Me documenté cuanto pude y comprobé, en efecto, que en dicho lugar existe una tumba que guarda los restos de un soldado desconocido. Por pura lógica deduje que dicha tumba estaría custodiada o vigilada por alguna guardia de honor.
    ¿Podía referirse el mayor a dicho centinela?
    2.ª También en el Cementerio Nacional de Arlington está enterrado el presidente Kennedy.
    Pero, ¿por qué debía «abrir mis ojos ante John Fitzgerald Kennedy»?
    Estos eran los únicos puntos en común que yo había sido capaz de trenzar.
    El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual de Arlington. Esta primera frase me tenía trastornado. No hacía falta ser muy despierto para comprender que una de las piezas claves tenía que residir en la palabra «ritual». Una prueba de ello es que el mayor se había encargado de repetirla en la segunda secuencia.
    ¿Cuál era ese ritual? ¿Por qué debía ser el centinela quien me lo revelara? ¿Es que tenía que preguntárselo? Pero, de ser así, ¿a quién debía acudir?
    No había vuelta de hoja: el primer paso tenía que ser el desciframiento del maldito ritual.
    Sólo así podría saber -eso pensaba yo entonces- qué o quién era «Benjamín» En cuanto a las dos últimas frases de la clave, sinceramente, prescindí temporalmente de ellas.
    Poco me faltó para llamar a mi buen amigo Chencho Arias, en aquellas fechas director de la Oficina de Información Diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores español. Con toda seguridad, y merced a sus contactos en Washington, me hubiera despejado parte del camino.
    Pero lo pensé dos veces y aparqué la idea. Después de todo, hubieran quedado cuatro frases más por aclarar...
    No había otra solución: tenía que volar a Estados Unidos y enfrentarme al problema a cuerpo descubierto.

    WASHINGTON

    A las 11.50 horas del domingo 11 de octubre, el vuelo 903 de la compañía norteamericana TWA despegaba del aeropuerto de Barajas, alcanzando su nivel de crucero -33 000 pies- en poco más de 16 minutos.
    Nuestra próxima escala -Nueva York- quedaba a miles de millas. Había tiempo de sobra para planificar la estrategia a seguir una vez en Washington, así como para saborear una fría cerveza y cambiar impresiones con los colegas y amigos que ocupaban buena parte de aquel reactor.
    Era curioso. Sencillamente increíble...
    Por aquellas fechas, mientras yo me estrujaba el cerebro pujando por desentrañar la enigmática clave del mayor, otro suceso vino a enredar aún más las cosas. En un espléndido articulo en ABC, el escritor Torcuato Luca de Tena ofrecía a los españoles la primicia sobre unos fantásticos descubrimientos en los ojos de la Virgen de Guadalupe, en la ciudad de México. Fue como un escopetazo. Aquel nuevo «cebo» a 10.000 kilómetros precipitó mi decisión de saltar nuevamente al continente americano.
    Aquello justificaba doblemente mi viaje. Sin embargo, por enésima vez tuve que hacer frente al siempre prosaico pero inevitable capitulo del dinero. Mi plan estaba claro: primero Washington. Después, México. Esta vez, no obstante, la fortuna me sonrió rápidamente. ¿O no fue la fortuna? El caso es que, antes de que pudiera complicarme la existencia, una providencial llamada telefónica desde Madrid me puso al corriente del inminente viaje de SS. MM. los Reyes de España a Estados Unidos. Yo había acompañado a don Juan Carlos y a doña Sofía en otras visitas de Estado y sabía que aquélla era una oportunidad que no podía dejar escapar. Entre otras importantes razones, porque ese tipo de viajes resulta siempre muy asequible a la modesta economía de los profesionales del periodismo.
    Así fue como aquel 11 de octubre de 1981, y en compañía de una treintena de periodistas españoles, un segundo reactor de la TWA -el vuelo 407- me situaba en el aeropuerto nacional de la capital federal de los Estados Unidos. Eran las 17.58 (hora local de Washington).
    A pesar de mi creciente inquietud y nerviosismo, mi ansiada visita al Cementerio Nacional de Arlington tuvo que ser demorada hasta el día siguiente, lunes. Aquel mes de octubre, el camposanto de los héroes norteamericanos cerraba sus puertas a las cinco de la tarde. Y amparándome en el cansancio del viaje, decliné la invitación de mis entrañables amigos Jaime Peñafiel, Giani Ferrari y Alberto Schommer para visitar la ciudad, encerrándome a cal y canto en la habitación 549 del hotel Marriot, sede y cuartel general de la prensa española. Ellos, por supuesto, eran ajenos a los verdaderos objetivos de mi viaje.
    Hasta altas horas de la madrugada permanecí enfrascado en el posible «plan de ataque». Un plan, dicho sea de paso, que, como siempre, terminaría por experimentar sensibles variaciones.
    Pero trataré de ir por partes.
    A las nueve de la mañana del día siguiente, 12 de octubre, con mis cámaras al hombro y un inocente aire de turista despistado, me acercaba hasta las oficinas del Temporary Visitors Center, a las puertas del Cementerio Nacional de Arlington. Allí, una amable funcionaria - lano en mano- me señaló el camino más corto para localizar la Tumba del Soldado Desconocido. Una leve y fresca brisa procedente del río Potomac había empezado a mecer las ramas de los álamos y abetos que se alinean a ambos lados del drive o paseo de McClellan. A los pocos minutos, y temblando de emoción, divisé las plazas de Wheaton y Otis e inmediatamente detrás la tumba a la que, sin duda, hacía referencia el mensaje de mi amigo el mayor.
    Aunque el cementerio había abierto sus puertas hacía escasamente una hora, un nutrido grupo de turistas se repartía ya a lo largo de la cadena que aísla la pequeña explanada de grandes losas grises en la que se encuentra el gran mausoleo de mármol blanco en el que reposan los restos de un soldado norteamericano caído en los campos de batalla de Europa, y otras dos sepulturas -a derecha e izquierda del anterior- en las que fueron inhumados otros dos soldados desconocidos, muertos en la segunda guerra mundial y en la de Corea, respectivamente.
    Allí estaba el centinela; el único, según me informaron en el Centro de Visitantes, que monta guardia permanente en Arlington.
    «El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual...» Mis primeros minutos frente a la tumba fueron una indescriptible mezcla de aturdimiento, confusión y absurda prisa por asimilar cuanto me rodeaba.
    Y en mitad de aquel caos mental, la primera frase del mayor:
    «El centinela que vela...» Después de dos horas de observación, con los ánimos algo más reposados, saqué mi cuaderno de «bitácora» y comencé una frenética anotación de cuanto había sido capaz de percibir.
    El centinela -punto central de mis indagaciones- era relevado cada hora. Eso significaba 60 minutos... La verdad es que, conforme iba escribiendo, muchas de aquellas observaciones me parecieron ridículas. Pero no estaba en condiciones de despreciar ni el más nimio de los detalles.
    También hice una exhaustiva descripción de su indumentaria: guerrera azul oscura, casi negra, pantalón igualmente azul (algo más claro), con una raya amarilla en los costados, ocho botones plateados, guantes blancos y gorra negra de plato. Al hombro, un mosquetón con la bayoneta calada...
    Observo -seguí anotando- que el centinela, al llegar al final de su corto y marcial desfile ante las tumbas, cambia siempre el arma de hombro. Curiosamente, el fusil nunca aparece enfrentado al mausoleo.
    Pero, ¿qué tenía que ver todo aquello con el dichoso ritual?
    El corto paseo del soldado frente a los sepulcros discurría monótona y silenciosamente.
    Estaba claro que el centinela no podía hablar. Como es fácil de comprender, no me hice ilusiones respecto a la remota posibilidad de interrogarle sobre el «ritual de Arlington». En aquella primera frase de su oscura clave, el mayor tampoco afirmaba que dicho soldado pudiera transmitirme, de viva voz, el citado ritual. La expresión «te revelará» podía ser interpretada de muy diversas formas, aunque casi desde el principio descarté la de un hipotético diálogo con el miembro de la Vieja Guardia. El secreto tenía que estar en otra parte. Seguramente, y considerando que un ritual es una ceremonia, habría que concentrar las fuerzas en todo lo concerniente a dicho rito.
    Un tanto aburrido, y por aquello de no levantar sospechas ante mi prolongada presencia en la plaza este del anfiteatro, procure repartir la mañana y parte de la tarde entre el siempre concurrido recinto del Soldado Desconocido y la lápida del malogrado presidente Kennedy, ubicada a poco más de 300 metros, en la falda oriental de la colina que rematan precisamente las mencionadas tres tumbas de los norteamericanos desconocidos.
    Abre tus ojos ante John Fitzgerald Kennedy, rezaba la tercera frase del mensaje.
    Pero, por más que los abrí, mi mente siguió en blanco. Sumé, incluso, los números de sus fechas de nacimiento y muerte (1917-1963), sin resultado alguno. Por pura inercia, jugué con la edad del presidente, montando un sinfín de cábalas tan absurdas como estériles. Creo que lo único positivo de aquellas largas horas frente a la sepultura de Kennedy y de las de los dos hijos que fallecieron antes que él fue el padrenuestro que dejé caer en silencio, como un modesto reconocimiento a su trabajo.
    A las tres de la tarde, hambriento y medio derrotado, me dejé caer sobre las pulcras y blancas escalinatas del minúsculo anfiteatro que se levanta frente a las tres sepulturas. En mi cuaderno; plagado de números, comentarios más o menos acertados y hasta dibujos de los diez centinelas que había visto desfilar hasta ese momento, sólo había espacio ya para la desilusión.
    «Creo que voy a desfallecer -escribí-. No soy lo suficientemente inteligente...» El centinela número seis, tras una de aquellas monótonas pausas pasó su mosquetón al hombro contrario y reanudó el paso. De la forma más tonta, atraído probablemente por el brillo de sus botines, comencé a contar cada una de las zancadas, al tiempo que las hacía coincidir con un improperio, premio a mi probada ineptitud.
    «…Tres (idiota)... cuatro (imbécil)... siete (necio)... veinte (mentecato)... veintiuno (iluso).» El soldado se detuvo. Nueva pausa. Giró. Cambió el fusil. Nueva pausa. Y prosiguió su desfile.
    Dos (merluzo)... cuatro (burro)... doce (calamidad)... veinte (paranoico)... veintiuno...» ¿Veintiuno? El último insulto fue sustituido por un escalofrío. ¿He contado bien?
    El centinela había dado 21 pasos. Mi decaimiento se esfumó. Me puse en pie y volví a contar.
    «…diecinueve, veinte y ¡veintiuno!» No me había equivocado. Aquella nueva pista hizo resucitar mi entusiasmo. ¿Cómo no me había dado cuenta mucho antes?
    Avancé hacia la cadena de seguridad y, reloj en mano, cronometré el tiempo que consumía el soldado en cada desplazamiento.
    ¡21 segundos! ¿Veintiún pasos y veintiún segundos?
    Hice nuevas pruebas y todas -absolutamente todas- arrojaban idéntico resultado.
    ¿Qué significaba aquello? ¿Se trataba de una casualidad?
    Picado en mi amor propio me propuse contabilizar hasta el más insignificante de los movimientos del centinela.
    Fue entonces, al contar el tiempo invertido por el soldado en cada una de sus pausas, cuando mi corazón comenzó a acelerarse: ¡21 segundos!
    «No puede ser -me dije a mí mismo, temblando por la emoción-, seguramente estoy en un error...» Pero no. Como si se tratase de un robot, el centinela caminaba 21 pasos, empleando en ello 21 segundos. Se detenía exactamente durante 21 segundos, girando y cambiando el arma de posición. La nueva pausa, antes de proseguir con el desfile, duraba otros 21 segundos y así sucesivamente.
    Anoté «mi» descubrimiento y releí la clave del mayor con una especial fruición.
    El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual de Arlington. «No puede ser una casualidad», me repetía obsesivamente. «Pero, ¿porqué 21? ¿Qué significa el número 21?».
    Con el fin de asegurarme, esperé los dos últimos cambios de la guardia y repetí los cálculos.
    Los soldados números siete y ocho se comportaron exactamente igual.
    Abstraído con aquella cifra a punto estuve de quedarme encerrado en el cementerio.
    Con una extraña alegría volví a refugiarme en el hotel, sumiéndome en un sinfín de cavilaciones.
    A la mañana siguiente, y después de una noche prácticamente en vela, me uní a la comitiva de periodistas. Aunque mis pensamientos seguían fijos en la Tumba del Soldado Desconocido y en aquel misterioso número 21, opté por aprovechar aquella irrepetible oportunidad de visitar el interior de la Casa Blanca y contemplar de cerca al presidente Reagan, al general y secretario de Estado, Haig y por supuesto a los reyes de mi país.
    Después de soportar un sinfín de controles y registros, me situé con mis compañeros en el mimadísimo césped que se extiende frente a la famosa Casa Blanca.
    A las diez en punto, y coincidiendo con la llegada de don Juan Carlos y doña Sofía, las baterías situadas a un centenar de metros atronaron el espacio con las salvas de ordenanza.
    Alguien, a mi espalda, había ido llevando la cuenta de los cañonazos e hizo un comentario que nunca podré agradecer suficientemente:
    -¡Veinte y veintiuno!
    Me volví como movido por un resorte y pregunté:
    -¿Es que son 21?
    El periodista me miró de hito en hito y exclamó como si tuviera delante a un estúpido ignorante:
    -Es el saludo ritual... 21 salvas.
    Al regresar al Marriott tomé el teléfono, dispuesto a solventar mis dudas de un plumazo.
    Marqué el 6931174 y pregunté por míster Wilton, encargado de Relaciones Públicas y Prensa en el Cementerio Nacional de Arlington.
    El buen hombre debió quedar atónito al escuchar mi problema.
    -Mire usted, soy periodista español y deseaba preguntarle si el número 21 guarda relación con algún ritual...
    -¿Se refiere usted a la Tumba del Soldado Desconocido?
    -Sí.
    -Efectivamente -puntualizó míster Wilton-, el ritual de Arlington se basa precisamente en ese número. Como usted sabe, el saludo a los más altos dignatarios se basa en el número 21.
    -Disculpe mi insistencia, pero ¿está usted seguro?
    -Naturalmente.
    Al colgar el auricular me dieron ganas de saltar y gritar. Abrí mi cuaderno de anotaciones y repasé la clave del mayor.
    Si el ritual de Arlington es el número 21, la segunda frase -llave y ritual conducen a Benjamín- empezaba a tener cierto sentido. Estaba claro que mi llave y el número 21 guardaban una estrecha relación y que, si era capaz de descubrir quién o qué era «Benjamin», parte del misterio podrían quedar al descubierto.
    Pero, ¿por dónde debía empezar?
    En buena ley, aquella pequeña llave tenía que abrir algo. ¿Una vivienda quizá? Las reducidas dimensiones de la misma no parecían encajar, sin embargo, con las llaves que se utilizan habitualmente en las casas norteamericanas.
    Descarté momentáneamente aquella posibilidad y me centré en otras ideas más lógicas.
    ¿Podía haber guardado el mayor su información en algún banco o en un apartado postal?
    ¿Se trataba por el contrario de una taquilla en algunos de los servicios de consigna en una estación de ferrocarril?
    Sólo había un medio para descifrar a «Benjamin»: armarse de paciencia y repasar -una por una- las guías de teléfonos, de correos y de ferrocarriles de Washington.
    Si esta primera exploración fallaba, tiempo habría de profundizar en otras direcciones.
    Pero aquella laboriosa búsqueda iba a quedar súbitamente suspendida por una llamada telefónica. A pesar de mi intensa dedicación al asunto del mayor norteamericano, yo no había olvidado el tema de los fascinantes descubrimientos de los científicos de la NASA en los ojos de la Virgen de Guadalupe. Nada más pisar los Estados Unidos, una de mis primeras preocupaciones fue llamar a México y averiguar si el doctor Aste Tonsmann, uno de los más destacados expertos, se hallaba en el Distrito Federal, o si, como me habían informado en España, podía encontrarse en Nueva York, donde trabaja como profesor de la universidad de Cornell. Era vital para mí localizarlo, con el fin de no hacer un viaje en balde hasta la República Mexicana.
    Aquella misma mañana del martes 13 de octubre rogué a la telefonista del hotel que insistiera -por tercera vez- y que marcara el teléfono de domicilio del doctor Tonsmann. Y a media tarde, como digo, el aviso de la amable telefonista iba a trastocar todos mis planes. Al otro lado del hilo telefónico, la esposa de José Aste me confirmaría que el científico tenía previsto su regreso a México, procedente de Nueva York, los próximos miércoles o jueves.
    Después de algunas dudas, se impuso mi sentido práctico y estimé que lo más oportuno era congelar mis investigaciones en Washington. Tonsmann era una pieza básica en mi segundo proyecto y no podía desperdiciar su fugaz estancia en México. Después de todo, yo era el único que poseía la clave del secreto del mayor y eso me daba una cierta tranquilidad.
    Y antes de que pudiera arrepentirme, hice las maletas y embarqué en el vuelo 905 de la Easter Lines, rumbo a las ciudades de Atlanta y México (D. F.). Aquel miércoles, 14 de octubre de 1981, iba a empezar para mí una segunda aventura, que meses más tarde quedaría reflejada en mi libro número catorce: El misterio de Guadalupe.
    A mí me suelen ocurrir estas cosas...
    Durante horas había permanecido ante la tumba del presidente Kennedy, incapaz de atisbar el secreto de aquella tercera frase en la clave del mayor.
    Abre tus ojos ante John Fitzgerald Kennedy.
    Pues bien, mis ojos se abrieron a 10.000 metros de altura y cuando me hallaba a miles de kilómetros de Washington.
    Mientras el reactor se dirigía a la ciudad de Atlanta, nuestra primera escala, tuve la ocurrencia de intentar encajar el número 21 en las tres últimas frases del mensaje.
    Debí cambiar de color porque la guapa azafata de la Easter, con aire de preocupación y señalando la taza de café que oscilaba al borde de mis labios, comentó al tiempo que se inclinaba sobre el respaldo de mi asiento:
    ¿Es que no le gusta el café?
    -Perdón...
    -Le pregunto si se encuentra bien., -¡Ah! -repuse volviendo a la realidad-, sí, estoy perfectamente... La culpa es del número 21...
    La azafata levantó la vista y comprobó el número de mi asiento.
    -No, disculpe -me adelanté, en un intento por evitar que aquel diálogo para besugos terminara en algo peor-, es que últimamente sueño con el número 21...
    La muchacha esbozó una sonrisa de compromiso y colocando su mano sobre mi hombro, sentenció:
    -¿Ha probado a jugar a la lotería?
    Y desapareció pasillo adelante, convencida supongo, de que el mundo está lleno de locos.
    Por un instante, las largas piernas de la auxiliar de vuelo lograron sacarme de mis reflexiones.
    Apuré el calé y volví a contar las letras que formaban el nombre y apellidos del fallecido presidente norteamericano. No había duda. ¡Sumaban 21!
    Aquel segundo hallazgo -y muy especialmente el hecho de que ambos apuntaran hacia el número 21- confirmó mis sospechas iniciales. El mayor tenía que haber guardado su secreto en algún depósito o recinto estrechamente vinculados con dicha cifra y, obviamente, con la llave que me había entregado en Chichén Itzá. Consideré también la posibilidad de que «Benjamín» fuera algún familiar o amigo del mayor, pero, en ese caso, ¿qué pintaban en todo aquello el número y la llave?
    Durante mi prolongada estancia en México, tentado estuve de hacer un alto en las investigaciones sobre la Virgen de Guadalupe y volar al Yucatán para visitar a Laurencio. Pero mis recursos económicos habían disminuido tan alarmantemente que, muy a pesar mío y si de verdad quería rematar mis indagaciones en Washington, tuve que desistir y posponer aquella visita a Chichén para mejor ocasión..
    Un año después, en diciembre de 1982, al retornar a México con motivo de la presentación de mi libro El misterio de la Virgen de Guadalupe, comprobé con cierto espanto que de haber viajado en aquellas fechas al Yucatán mi visita habría sido estéril: según me confirmaron las autoridades locales, Laurencio y su mujer habían abandonado la ciudad de Chichén Itzá poco después del fallecimiento del mayor. Y aunque no he desistido del propósito de localizarlos, hasta el momento sigo sin noticias del fiel compañero del ex oficial de las fuerzas aéreas norteamericanas. Ni que decir tiene que mis primeros pasos en aquel invierno de 1982 fueron encaminados a la localización de la tumba de mi amigo. Allí, frente a la modesta cruz de madera, sostuve con el mayor mi último diálogo, agradeciéndole que hubiera puesto en mis manos su mayor y más preciado tesoro...
    Al pisar nuevamente Washington, mi primera preocupación no fue «Benjamín». Sentado sobre la cama de la habitación de mi nuevo hotel -en esta ocasión, mucho más modesto que el Marriot-, extendí sobre la colcha todo mi capital. Después de un concienzudo registro, mis reservas ascendían a un total de 75 dólares y 1500 pesetas.
    Aunque la tragedia parecía inevitable, no me dejé abatir por la realidad. Aún tenía las tarjetas de crédito...
    Durante aquellos días limité mi dieta a un desayuno lo más sólido posible y a un vaso de leche con un modesto emparedado a la hora de acostarme. La verdad es que, enfrascado en las pesquisas, y puesto que tampoco soy hombre de grandes apetitos, la cosa tampoco fue excesivamente dolorosa. Mi gran obsesión, aunque parezca mentira, fueron los taxis. Aquello si mermó -¡y de qué forma! mi exiguo capítulo económico.
    «Llave y ritual conducen a Benjamín.» Esta segunda frase en el código cifrado del mayor fue una cruz que me atormentó durante cuatro días. En ese tiempo, tal y como tenía previsto antes de mi partida de Washington, me empleé en cuerpo y alma en la revisión de las enciclopédicas guías telefónicas de la capital federal, así como en las correspondientes visitas a las estaciones de ferrocarril, central de correos y los aeropuertos Dulles y National.
    Les servicios de consigna de las estaciones fueron tachados de mi lista, a la vista de la sensible diferencia entre las llaves utilizadas en dichos depósitos y la que obraba en mi poder.
    Por su parte, los aeropuertos carecían de semejantes taquillas por lo que mi interés terminó por centrarse en las cajas de seguridad de los bancos y en los apartados postales. Estas dos últimas alternativas parecían más lógicas a la hora de guardar «algo» de cierto valor...
    Y empecé por los bancos.
    Repasé el centenar largo de centrales y sucursales financieras de la ciudad, no hallando ni una sola pista que hiciera mención o referencia al nombre de «Benjamin».
    Por otra parte, y según pude comprobar personalmente, si el mayor hubiera encerrado su información en una de las cajas de seguridad de cualquiera de estos bancos, ni yo ni nadie hubiera podido tener acceso a la misma, de no disponer de la correspondiente documentación que le acreditase como legítimo propietario o usuario de la caja. En algunos casos, incluso, estas medidas de seguridad se veían reforzadas con la existencia de una segunda llave, en posesión del responsable o vigilante de la cámara acorazada del banco. No obstante, y por apurar hasta el último resquicio, inicié una última y doble investigación. Yo conocía la identidad del mayor y comencé a pulsar una serie de resortes y contactos -a nivel de Embajada Española y del propio Pentágono, a fin de esclarecer si el fallecido militar norteamericano conservaba algún pariente en Washington. Aquélla, a todas luces, fue mi mayor imprudencia, a juzgar por lo que sucedería dos días después...
    El segundo frente, al que gracias a Dios concedí mayor dedicación, consistió en chequear las direcciones de las dos centrales y cincuenta y ocho sucursales de correos en la ciudad. En la U.
    5. Postal Service (Head Quarters), que viene a ser el cerebro central del servicio de correos de todo el país, un amable funcionario extendió ante mí la larga lista de estaciones postales radicadas en Washington D.C.
    Al echarme a la cara la citada relación, en busca de algún indicio sobre el refractario nombre de «Benjamin», mis ojos no pudieron pasar de la primera sucursal. Pegué un respingo. En la lista aparecía lo siguiente:
    Box Nos. - 1-999. - Benjamin Franklin. Sta. (Washington D.C.20044)..
    Anoté los datos, sin poder evitar que mi mano temblara en una mezcla de emoción y nerviosismo. Prendí un nuevo cigarrillo, buscando la manera de calmarme. Tenía que estar absolutamente seguro de que aquélla era la ansiada pista. Y recorrí las sesenta direcciones con una meticulosidad que ni yo mismo logro explicarme.
    Con sorpresa descubrí que el nombre de Benjamin Franklin se repetía tres veces más: en los puestos 14, 19 y 33 de la mencionada relación. En el resto de las oficinas de correos de Washington el nombre de Benjamin no figuraba para nada.
    Pero había algo que no terminaba de comprender. ¿Por qué cuatro servicios de correos en la misma calle de Benjamín Franklin? En el situado en el lugar número 14, el encabezamiento venía marcado por los números 6100-6199. El que ocupaba el puesto 19 en la lista registraba las cifras 7100-7999 y el último, en el número 33, era precedido por la numeración 14001- 14999.
    Me dirigí nuevamente al funcionario y le rogué que me explicara el significado de aquella numeración. La respuesta, rotunda y concisa, disipó mis dudas:
    -Son cuatro secciones, correspondientes a otros tantos P. Box o apartados de correos. En la primera de la lista, como usted ve, figuran los comprendidos entre los números 1 y 999, ambos inclusive...
    Supongo que aquel empleado de correos no había recibido hasta ese día un thank you tan efusivo y feliz como el mío...
    Salté de tres en tres las escalinatas de la gigantesca U. 5. Postal Service y me colé como un meteoro en el primer taxi que acertó a pasar. Eran las doce del mediodía del 4 de noviembre de 1981.
    Mientras me aproximaba a la calle Benjamin Franklin, dispuesto a aprovechar aquella racha de buena suerte, volví sobre la clave del mayor. Ahora empezaba a ver claro. «Mi llave y el "ritual" -es decir, el número 21- conducen a Benjamin.» «Casualmente», de las 60 oficinas de correos de todo Washington, sólo una se encuentra en una calle con el nombre de Benjamin. Y curiosamente también, en esa -y sólo en esa- sucursal se hallaba el apartado de correos número 21. Si tenemos en cuenta que las sesenta oficinas sumaban en 1981 más de 24000 apartados, ¿a qué conclusión podía llegar?
    Pero, a medio trayecto, mi gozo se vio en un pozo. ¡Había olvidado la llave en el hotel!
    En este caso, mi franciscana prudencia me había jugado una mala pasada. Consulté la hora.
    No había tiempo de volver al hotel y salir después hacia la sucursal de correos. Malhumorado, entré en las oficinas, dispuesto al menos a echar un vistazo.
    Pregunté por la venta de sellos y, con la excusa de escribir algunas tarjetas postales, merodeé durante poco más de quince minutos por las inmensas y luminosas salas. En la primera planta, adosados en una pared de mármol negro, se alineaban cientos de pequeñas puertecitas metálicas, de unos 12 centímetros de lado, con sus correspondientes números. Allí estaba mi objetivo.
    Afortunadamente para mí, el trasiego de ciudadanos era tal que el policía negro que vigilaba aquella primera planta no se percató de mis movimientos. Antes de abandonar la sucursal hice una rápida inspección de los casilleros, deteniéndome unos segundos frente al número 21. Por un momento tuve la sensación de que era el blanco de decenas de miradas. El orificio de la cerradura parecía corresponder -por su reducido tamaño- al de una llave como la que yo guardaba...
    Al reemprender el camino hacia el hotel, me di cuenta que las tarjetas postales seguían entre mis sudorosas manos. Ni Ana Benítez, ni mis padres, ni Alberto Schommer, ni Raquel, ni Castillo, ni Gloria de Larrañaga llegaron a recibir jamás tales recuerdos.
    Aquella tarde, en un último esfuerzo por relajarme, acudí al Museo del Espacio, en el paseo de Jefferson. A pesar de lo inminente, y aparentemente sencillo, de la fase final de la búsqueda de la información del mayor, las dudas se habían recrudecido. ¿Y si estuviera equivocado? ¿Y si aquel apartado de correos no fuera lo que buscaba con tanto empeño?
    La verdad es que estaba llegando al límite de mis posibilidades. Aquéllas -estaba seguro- eran mis últimas horas en los Estados Unidos. Si no conseguía resolver el dilema, debería olvidarme del asunto durante mucho tiempo. Sentado en el hall del museo, inevitablemente solo y con una angustia capaz de matar a un caballo, eché de menos a alguien con quien compartir aquellos momentos de tensión. En el centro de la sala, una larga fila de turistas y curiosos aguardaba pacientemente su turno para pasar ante la urna en la que se exhibe un fragmento de roca lunar, no más grande que un cigarrillo. Un segundo trozo, mucho más reducido, había sido incrustado al pie de la vitrina. Y como si se tratara de una reliquia sagrada, cada visitante, al cruzar frente a la urna, pasaba sus dedos sobre la negra y desgastada piedra.
    Por pura inercia abrí mi cuaderno de notas y fui describiendo cuanto observaba. Y, naturalmente, terminé cayendo sobre la clave del mayor. Pero esta vez me detuve en el original, en la versión inglesa.
    Mi pésima costumbre de subrayar, dibujar y trazar mil garabatos sobre los libros o apuntes que manejo, estaba a punto de sacudirme aquella profunda tristeza.
    En realidad, todo empezó como un juego; como un simple e inconsciente alivio a la tensión que soportaba. Sé de muchas personas que, cuando hablan por teléfono, meditan o, sencillamente, conversan, acompañan sus palabras o pensamientos con los más absurdos dibujos, líneas, círculos, etc., trazados sobre cualquier hoja de papel. Pues bien, como digo, en aquellos instantes me dediqué a recuadrar -sin orden ni concierto- algunas de las palabras de cada una de las cinco frases que formaban el mensaje cifrado.
    La fortuna -¿o no sería la suerte?- quiso que yo encerrara en sendos rectángulos, entre otras, las primeras palabras de cada una de las frases de la clave. A continuación, siguiendo con aquel pasatiempo, me entretuve en atravesarlos con otras tantas líneas verticales.
    Al leer de arriba abajo aquel aparente galimatías, una de las absurdas construcciones me dejó de piedra. Las cinco primeras palabras de cada frase, leídas en este sentido vertical, encerraban un significado. ¡Y qué significado!: «La llave abre el pasado.» El resto de las frases así confeccionadas, sin embargo, no tenía sentido.
    Antes de dar por buena la nueva pista, repasé el mensaje, trazando y uniendo las palabras de arriba abajo, de izquierda a derecha y hasta en diagonal. Pero fue inútil. Las únicas que arrojaban algo coherente -«casualmente»- eran las cinco primeras...
    The guard -rezaba el mensaje en inglés- who keeps the vigil in front of the Tomb will reveal the ritual ofArlington Cementery to you.
    Key and ritual leadyou to Benjamin.
    Open your eyes before John Fitzgerald Kennedy.
    The brother lies to rest in 44-W. The shadow of the medlar tree covers him in the late afternoon.
    Past and future are my legacy.
    ¿Qué había querido decir el mayor con esta sexta pista? Intuitivamente ligué la nueva frase con la última del mensaje: Pasado y futuro son mi legado. ¿Qué relación podía existir entre la llave, el pasado y el futuro?
    Animado por aquel súbito descubrimiento, aunque impotente -lo reconozco- para despejar tanto misterio, me dispuse a esperar las primeras luces de aquel jueves, que presentía particularmente intenso...
    Al apearme aquel jueves, 5 de noviembre de 1981, frente a la sucursal de correos de la calle Benjamin Franklin, noté que las rodillas se me doblaban. En mi mano derecha, cerrada como un cepo, la pequeña llave que me entregara el mayor en el Yucatán aparecía ligeramente empañada por un sudor frío e incómodo. Inspiré profundamente y crucé el umbral, dirigiéndome con paso decidido hacia el muro donde relucía el enjambre de casilleros metálicos.
    Había sido un acierto, sin duda, esperar a que el reloj marcara las diez de la mañana.
    Decenas de personas se afanaban en aquellos momentos en las diferentes dependencias de correos. Al situarme frente al apartado número 21, un nutrido grupo de ciudadanos, especialmente personas de edad, procedía a abrir sus respectivos depósitos, indiferentes a cuanto les rodeaba.
    Pasé la llave a mano izquierda y, en un gesto mecánico, sequé el creciente sudor de la palma derecha contra la pana de mi pantalón gris. Volví a respirar lo más hondo posible y recobré la pequeña llave, llevándola temblorosamente hasta la cerradura. Pero los nervios me traicionaron. Antes de que pudiera comprobar siquiera si entraba o no en el orificio, la llave se me fue de entre los dedos, cayendo sobre el pulido embaldosado blanco. El tintineo de la pieza en sus múltiples rebotes sobre el pavimento me hizo palidecer. Me lancé como un autómata tras la maldita llave, furioso contra mí mismo por tanta torpeza. Pero, cuando me disponía a recogerla, una mano larga y segura se me adelantó. Al levantar la vista, un hilo de fuego me perforó el estómago El servicial individuo era uno de los policías de servicio en la sucursal. En silencio, y con una abierta sonrisa por todo comentario el agente extendió su mano y me entregó la llave. Dios quiso que supiera corresponder a aquel gesto con otra sonrisa de circunstancias y que, sin abrir siquiera los labios, diera media vuelta en dirección al casillero número 21.
    Ahora tiemblo al pensar en lo que hubiera podido ocurrir si aquel representante de la ley me hubiera hecho alguna pregunta...
    Con el susto todavía en el cuerpo, tanteé el orificio con la punta de la llave. El corazón brincaba sin piedad.
    «¡Por favor, entra...! ¡Entra...!» Dulcemente, como si me hubiera oído, la llave penetró hasta la cabeza.
    Me dieron ganas de gritar. ¡Había entrado! En realidad no era mi mano derecha la que sujetaba la llave. Era mi corazón, mi cerebro y todo mi ser...
    Antes de proseguir, miré cautelosamente a izquierda y derecha. Todo parecía normal.
    Tragué saliva e intenté abrir. Por más que tiré hacia afuera, la portezuela metálica no respondió. Sentí cómo otra ola de sangre golpeaba mi estómago. ¿Qué estaba pasando? La llave había entrado en la ranura... ¿Por qué no conseguía abrir el apartado?
    En mitad de tanto nerviosismo y ofuscación comprendí que estaba forzando la cerradura en un solo sentido: el izquierdo. Giré entonces hacia la derecha y la portezuela se abrió con un leve chirrido.
    Me hubiera gustado poder detener el tiempo. Después de tantos sacrificios, angustias y quebraderos de cabeza, allí estaba yo, a las 10.15 del jueves, 5 de noviembre de 1981, a punto de esclarecer el «misterio del mayor»...
    En aquellos instantes, aunque parezca increíble, antes de proceder a la exploración del apartado, sentí no disponer de una cámara fotográfica. Pero un elemental sentido de la prudencia me hizo dejar el equipo en el hotel.
    Alargué la mano y tanteé la superficie metálica del casillero. En la semipenumbra medio adiviné la presencia de un par de bultos. Estaban al fondo del estrecho nicho rectangular. Al palparlos los identifiqué con algo parecido a tubos o cilindros. Extraje uno y vi que se trataba de una especie de cartucho de cartón, de unos treinta centímetros de longitud, perfecta y sólidamente protegido por una funda de plástico o de papel plastificado. Su peso era muy liviano. No presentaba inscripción o nombre alguno, excepción hecha de un pequeño número (un «1»), dibujado en negro y a mano sobre una pequeña etiqueta blanca, pegada o adherida a su vez sobre una de las caras circulares del cilindro. Todo ello, como digo, bajo un brillante material plástico, cuidadosamente fijado al cartucho.
    Me apresuré a sacar el segundo bulto. Era otro cilindro, gemelo al primero, pero con un «2» en otra de sus caras.
    De pronto comencé a experimentar una extraña prisa. Tuve la intensa sensación de que era observado. Pero, dominando el deseo de volverme, introduje la mano en el apartado haciendo un tercer registro. Mis dedos tropezaron entonces con un sobre. Lo situé en la boca del nicho y, antes de retirarlo, me aseguré que el casillero quedaba vacío. Repasé, incluso, las paredes superior y laterales. Una vez convencido de que el box número 21 había quedado totalmente limpio, eché mano de aquel sobre blanco y, sin examinarlo siquiera, procedí a cerrar la puerta.
    Aparentando naturalidad, guardé la llave y me dirigí a la salida de la sucursal.
    Por un momento me dieron ganas de correr. Pero, sacando fuerzas de flaqueza, me detuve a medio camino. Prendí uno de los últimos ducados y aproveché aquella fingida excusa para volverme. La verdad es que no aprecié nada sospechoso. El intenso movimiento de ciudadanos había disminuido ligeramente, aunque aún se apreciaban pequeños grupos frente a las mesas de mármol, en los distintos mostradores y junto a los bloques de los apartados. Algo más sosegado, y suponiendo que aquel presentimiento podía deberse a mi excitación, crucé el umbral, alejándome de la oficina de correos.
    Tres cuartos de hora más tarde colgaba en el pomo de la puerta de mi habitación el cartel verde de: No molesten. Deposité ambos cartuchos sobre el cristal de la mesita que me servía de escritorio y retrocedí un par de pasos..
    «¡Lo había conseguido!» Durante algunos minutos, con el sobre entre las manos, disfruté de aquel espectáculo. No podía sospechar siquiera lo que contenían aquellos cilindros de cartón, pero eso -en aquellos instantes- era lo de menos.
    «¡Lo había conseguido...!» Lo daba todo por bien empleado: tiempo, dinero, soledad...
    Me dejé caer sobre el entarimado y, como si se tratase de una película, fui recordando los pasos que había seguido en aquellos meses.
    Pero, finalmente, la curiosidad se impuso y rasgué el sobre. En el exterior no había una sola palabra o indicación. Nada más sacar la hoja de papel que contenía identifiqué la letra picuda y agitada del mayor.
    Estaba fechada el 7 de abril de 1979, en Washington D.C. En ella, simplemente, hacía constar que su hermano... en el «gran viaje» había fallecido dos años atrás -en 1977- y que, siguiendo los impulsos de su propia conciencia, ese mismo 7 de abril de 1979 daba por concluido el diario de dicho viaje...
    El breve mensaje finalizaba con las siguientes palabras:
    Sólo pido a Dios que nuestro sacrificio pueda ser conocido algún día y que lleve la paz a los hombres de buena voluntad, de la misma forma que mi hermano... y yo tuvimos la gracia de encontraría.
    Al pie de la nota, el mayor suplicaba que la persona que tuviera acceso al diario y a la presente misiva, respetara el anonimato de ambos.
    Por esta razón he suprimido la identidad de la persona a la que hace mención el mayor, denominándole «hermano» suyo. Puedo aclarar -eso sí- que no se trata en realidad de un hermano de sangre, sino de una calificación puramente espiritual...
    Mi primera reacción al leer la esquela fue consultar la clave. Aquella confesión del fallecido oficial de la USAF parecía encajar de lleno en la cuarta y no menos misteriosa frase:
    El hermano duerme en 44-W. La sombra del níspero le cubre al atardecer.
    De nuevo brotó en mí el nombre de Arlington.
    «Sí, ahora si puede tener sentido -me dije a mí mismo-. Ahora empiezo a comprender...» Había que visitar de nuevo el cementerio. En realidad, tal y como pude verificar al leer el diario del mayor, las dos últimas frases de su mensaje cifrado no eran otra cosa que una confirmación -para la persona que llegara hasta su legado- de la realidad física de su compañero en el «gran viaje» y, obviamente, de la naturaleza del referido diario.
    En honor a la verdad, después de conocer aquella increíble información que había sido encerrada en los cilindros, tampoco era vital la localización del fallecido compañero de mí amigo. Los que me conocen un poco saben, sin embargo, que me gusta apurar las investigaciones y con mayor motivo si -como en aquellos momentos- me hallaba tan cerca del final.
    Pero las sorpresas no se habían terminado en aquel imborrable jueves... Antes de proceder a la solemne apertura de los cartuchos de cartón, coloqué el sobre junto a los cilindros y los fotografié a placer. Acto seguido, y tras comprobar que el plástico protector no ofrecía el menor resquicio por donde empezar la labor de extracción, tomé una de mis cuchillas de afeitar y, delicadamente, separé el círculo que cubría una de las caras del cilindro. Precisamente, la opuesta a la que presentaba aquella pequeña etiqueta con el número «1».
    Nerviosamente palpé el cartón. Parecía muy sólido. Después de un minucioso -casi me atrevería a llamarlo microscópico- examen, me vi obligado a sajarlo por su circunferencia. Una hora después, la pertinaz tapadera (de cinco milímetros de espesor y diez centímetros de diámetro) saltaba al fin, dejando al descubierto el interior del tubo.
    Segundos después aparecía ante mí un mazo de papeles, perfectamente enrollados. Había sido introducido en una funda de plástico transparente, herméticamente grapada por la parte superior. Tuve que valerme de un pequeño cortauñas para hacer saltar las diecisiete grapas.
    Con una excitación difícil de transcribir, eché una primera ojeada a los documentos y comprobé que habían sido mecanografiados a un solo espacio y en lo que nosotros conocemos como papel biblia. Cada folio (de 20 X 31 centímetros), hasta un total de 250, había sido firmado y rubricado en la esquina inferior izquierda por el mayor. Era la misma letra y yo diría que la misma tinta que figuraba al pie de la misiva que había retirado del apartado de correos número 21 y que acababa de abrir.
    El texto, en inglés, me arrebató desde el momento en que fijé mis ojos en él. Y creo que no hubiera podido despegarme de su lectura, de no haber sido por aquella inesperada llamada telefónica...
    Hacia las 13 horas, como digo, el teléfono de mi habitación me devolvió a la cruda realidad.
    -¿Señor Benítez...?
    -Soy yo... Dígame.
    -Dos señores preguntan por usted... Están aquí...
    -¿Dos señores? -pregunté a mí vez, desconcertado ante la súbita visita-. ¿Quiénes son?
    -Un momento -dudó el empleado del hotel-, no lo sé...
    ¿Quién podía tener interés en verme? Es más -pensé con un extraño presentimiento-, ¿quién sabe que estoy en Washington?
    -Uno de ellos -me anunció el recepcionista a los pocos segundos- afirma ser del FBI...
    -¡Ah! -exclamé con un hilo de voz-. Bueno..., ahora mismo bajo...
    Todo había sido tan rápido e imprevisto que, al poco de colgar el auricular, comencé a palidecer. No era lógico ni normal que el FBI se interesara por mí. ¿Qué podía haber ocurrido?
    ¿En qué nuevo lío me había metido?
    De pronto recordé. Días atrás yo había cometido la torpeza de interesarme cerca de la Embajada Española y del Pentágono por los posibles familiares del mayor. Mientras recogía precipitadamente los cilindros y el sobre, ocultándolos en el fondo de la bolsa de mis cámaras, un torbellino de temores, hipótesis y contrahipótesis embarullaron aún más mi cerebro.
    Con la llave de mi habitación entre las manos y muerto de miedo, me presenté en el hall.
    Dos individuos de fuerte complexión y pulcramente trajeados se levantaron de los butacones situados frente a la puerta del ascensor. No tuve oportunidad siquiera de aproximarme al mostrador de recepción y preguntar por mis insólitos visitantes.
    Con una sonrisa un tanto forzada, uno de ellos me salió al paso extendiendo su mano.
    -¿El señor Benítez?
    Al presentarme, el que había estrechado mi mano en primer lugar y que parecía llevar la voz cantante, me invitó a sentarme con ellos.
    No se preocupe -anunció con un evidente deseo de tranquilizarme-, se trata de una simple rutina...
    Yo también me esforcé en sonreír, al tiempo que les rogaba que se identificaran.
    -Por teléfono -añadí- me han dicho que uno de ustedes es agente del FBI. ¿Podría ver sus credenciales?
    Instantáneamente, y como si aquella petición mía formara parte de un ceremonial igualmente rutinario y habitual, ambos sacaron del interior de sus chaquetas sendas carteras de plástico negro. En la primera -perteneciente al que me había identificado nada más verme en el hall- pude leer, con caracteres que destacaban sobre el resto, las palabras Federal Bureau of Investigation. Aquello, en efecto, correspondía a las famosas siglas FBI u Oficina Federal de Investigación.
    En la segunda credencial -que no fue retirada de mi vista con tanta rapidez como la del agente del FBI- pude leer, en cambio, lo siguiente: Departamento de Estado. Oficina de Prensa y algo así como una dirección: 2201 «C» Street... (Washington D.C.) y un número que empezaba por (202) 632….
    -Muchas gracias -repuse con más miedo, si cabe-. Ustedes dirán...
    -Sabemos quién es usted y conocemos igualmente su condición de periodista español - explicó el miembro del FBI, al tiempo que abría una pequeña libreta y rechazaba amablemente uno de mis cigarrillos-, y se nos ha comunicado que el pasado martes, a las 11.15 de la mañana, usted se interesó por los posibles parientes del mayor...
    «¡Joder qué tíos! -pensé-. ¡Vaya servicio de información!» Pues bien -prosiguió el agente, indicándome las notas que aparecían en su block-, en primer lugar queríamos averiguar si estos datos son correctos.
    -Efectivamente. Lo son....
    -En ese caso, nos gustaría saber por qué tiene usted ese interés por la familia del mayor.
    Mi cerebro, despierto a causa -digo yo- del miedo, fue buscando las respuestas con una frialdad que aún me asusta.
    -Bueno, es una vieja historia. Conocí al mayor en uno de mis viajes a México y entablé con él una sincera amistad. Nos escribimos y hace unas semanas -mentí- al visitar nuevamente aquel país, supe que había fallecido.
    Sin pestañear, sostuve la desconcertada mirada del yanqui. Quizá esperaba otra versión y, al comprobar que le decía la verdad (cuando menos, parte de la verdad), se mostró indeciso. Ese fue su primer error.
    Antes de que acertara a formular una nueva pregunta, aproveché aquellos segundos y tomé la iniciativa:
    -Ustedes sabrán también que yo soy investigador y escritor del fenómeno ovni...
    El agente sonrió.
    -En cierta ocasión -seguí improvisando- el mayor me dio a entender que sabía de cierta información... relacionada con este tema. Y me dio el nombre de un compañero que reside en los Estados Unidos... Él me daría los datos, siempre y cuando yo supiera esperar a que falleciera el mayor...
    Mi interlocutor, tal y como yo deseaba, mordió el anzuelo.
    -¿Puede decirnos el nombre de esa persona?
    Fingí una cierta resistencia y añadí:
    -La verdad es que no me gustaría perjudicar a nadie...
    -No se preocupe...
    -Está bien. No tengo inconveniente en darles el nombre de esa persona que busco, siempre y cuando ustedes me mantengan al margen y respondan a una pregunta...
    Los dos personajes cruzaron una mirada de complicidad y el funcionario del Departamento de Estado, que no había abierto la boca hasta ese momento, preguntó a su vez:
    -¿De qué se trata?
    -¿Podrían ustedes proporcionarme una pista sobre algún familiar del mayor o sobre ese amigo al que trato de localizar?
    Antes de que su compañero tuviera tiempo de responder el agente del FBI intervino de nuevo:
    -Trato hecho. Díganos: ¿cómo se llama esa persona con la que usted debe contactar?
    Al tomar nota del nombre y primer apellido del «hermano de viaje» del mayor, el agente, titubeó y cruzó una nueva y fugaz mirada con su acompañante. Ese fue su segundo error.
    Aquella casi imperceptible vacilación terminó por alertarme. En ese instante -por primera vez- comencé a tomar conciencia de que me había aventurado en un asunto sumamente peligroso. Aquellos individuos -eso saltaba a la vista- sabían mucho más de lo que decían. Pero lo peor no era eso. Lo dramático es que -por esas casualidades del destino- tenía en mi poder una información que empezaba a quemarme entre las manos y por la que los servicios de Inteligencia de los Estados Unidos hubieran sido capaces de todo.
    -¿Y qué hay de esa pista? -presioné con fingido aire de satisfacción.
    El agente del FBI guardó silencio y, tras escribir algo en una de las hojas de su libreta, la arrancó, poniéndola en mis manos.
    -Es todo lo que podemos decirle -masculló con desgana-. Creemos que se trata de uno de los parientes del mayor...
    En el papel pude leer el nombre de la ciudad de Nueva York y dos apellidos.
    Simulé una cierta contrariedad.
    -Pero, ¿no pueden decirme algo más?
    Los individuos se pusieron en pie y, tras desearme suerte, se alejaron hacia la puerta de salida. Sin quererlo, aquellos «gorilas» me habían brindado la mejor de las excusas para salir de Washington a toda prisa.
    Antes de regresar a mi habitación tuve el acierto de asomarme disimuladamente por la puerta giratoria del hotel y ver cómo los agentes se introducían en un coche azul metalizado, aparcado a veinte o treinta metros de donde me encontraba. Me interné de inmediato en el hall, dirigiéndome hacia el ascensor y notando sobre mí el peso de la curiosa mirada del recepcionista..
    Antes de cerrar la puerta de mi habitación volví a colgar el anuncio de No molesten y eché la cadena de seguridad. Las rodillas empezaron entonces a temblarme y tuve que dejarme caer sobre la cama. Supongo que mi perturbación se debía en parte a aquella -digamos- «delicada» visita y, sobre todo, a lo que contenía aquel primer cilindro.
    No sé el tiempo que permanecí tumbado en la cama, con la vista perdida en la penumbra de mi habitación. Una cosa sí estaba clara en todo aquel embrollo: ahora más que nunca tendría que actuar con pies de plomo. Si el FBI había tomado cartas en el negocio era porque, lógicamente, estaba al corriente del «gran viaje» que habían realizado el mayor y su «hermano». No hacía falta ser un águila para percibir que los servicios de Inteligencia norteamericanos no estaban dispuestos a que aquella información secreta se filtrara a la prensa.
    De momento, la exquisita prudencia del mayor me había proporcionado una cierta ventaja. Y estaba dispuesto a utilizarla, naturalmente. Si el FBI y el Departamento de Estado -que sabían muy bien del fallecimiento de los dos veteranos de la USAF-, seguían creyendo que yo sólo trataba de localizar al «amigo» del mayor, quizá mi salida del país fuera más fácil de lo previsto. Esta, en síntesis, fue la resolución más importante que terminé por adoptar en aquel mediodía del jueves 5 de noviembre de 1981: volver a España de inmediato... y con mi tesoro, por supuesto.
    Salté de la cama y me dispuse a poner en práctica la última fase de mi plan: la visita al Cementerio Nacional de Arlington. Aunque, repito, la confirmación de la muerte del compañero y «hermano» de mi amigo no revestía ya una especial importancia, en mí fuero interno necesitaba cerrar aquel misterioso círculo que constituía la clave.
    Preparé las cámaras y consulté mi reloj. Eran las dos de la tarde. Aún me restaban otras tres horas para que el camposanto cerrara sus puertas al público.
    Pero, cuando me disponía a abandonar la habitación, un elemental sentido de la prudencia me obligó a asomarme a la ventana. Por un momento no reaccioné. Aparcado junto a la acera de la fachada del hotel, en el mismo lugar en que yo lo había visto a eso de las 13.30 horas, seguía el turismo de color azul metalizado de los agentes que me habían visitado.
    Instintivamente me eché atrás y cerré la ventana. No podía tratarse de una casualidad. Aquél era el vehículo del FBI. Estaba claro que había subestimado a los agentes...
    «Si me arriesgo a salir ahora -reflexioné, buscando una solución-, ¿qué puede ocurrir?» Cabía la nada fantástica posibilidad de que fuera discretamente seguido, o lo que podía ser mucho peor, que aprovecharan mi ausencia para registrar la habitación. Esta última idea me llenó de espanto. ¿Qué podía hacer?
    Tampoco me resignaba a permanecer enclaustrado entre aquellas cuatro paredes...
    De pronto me vino a la memoria la escalera de incendios.
    «Sí -me dije a mí mismo, tratando de animarme- ahí puede estar la salida.» Prendí la televisión y, procurando hacer el menor ruido posible, abrí lentamente la puerta. El pasillo aparecía desierto. Rápidamente me situé al fondo del corredor, frente a la salida de emergencia. A diferencia de lo que suele ocurrir con los hoteles españoles, los norteamericanos procuran que estas puertas permanezcan permanentemente abiertas. Al asomarme al exterior, desde la plataforma metálica o descansillo que une la escalera con la sexta planta en la que me encontraba, comprobé que aquella salida conducía directamente a una calle estrecha y poco transitada. En las inmediaciones no había un solo vehículo. Eso me tranquilizó.
    A los pocos minutos cerraba de nuevo la puerta de mi habitación y me preparé para la fuga.
    Lo más importante era no levantar sospechas. Así que, siguiendo un metódico plan, telefoneé al room service y solicité un frugal almuerzo. A continuación me desnudé, enfundándome el pijama. Marqué el número de conserjería y adoptando un tono lento y cansino, le expliqué al empleado de turno que estaba muy fatigado y que deseaba dormir. Por último, y tras insistir en que no me pasara ninguna llamada, le rogué que me despertara a las seis y media de la tarde.
    Si, como yo sospechaba, los responsables del hotel tenían órdenes de vigilar y comunicar mis entradas y salidas, ésta podía ser una buena coartada.
    A los quince minutos, un camarero llamaba a la puerta. Empujó el carrito con la comida y, tras depositar en su mano una sustanciosa propina, le anuncié que no se molestara en regresar para recoger la pequeña mesa rodante.
    «Yo mismo la sacaré al pasillo cuando me despierte», remaché..
    El hombre pareció conforme y desapareció corredor adelante, mientras yo volvía a colgar el cartel de No molesten.
    Me vestí en segundos, pellizqué uno de los panecillos y cargué con la bolsa de las cámaras, en cuyo fondo había depositado los cartuchos de cartón y la carta del mayor. Mi reloj señalaba las 14.45.
    Tras asegurarme que la puerta de mi habitación quedaba perfectamente cerrada, guardé la llave y, como un fantasma, salvé los treinta pasos escasos que me separaban de la salida de urgencia. Al cerrarla tras de mí dediqué unos segundos a una exhaustiva exploración de la calle y de los tramos que debía descender. Todo se hallaba tranquilo.
    Sin perder un minuto más, me precipité escaleras abajo, procurando pisar con las puntas de las botas. Al alcanzar el penúltimo descansillo me detuve. El corazón no me cabía en el pecho...
    Lancé una ojeada y, tras comprobar que el camino seguía expedito, continué con un exceso de optimismo. Y hago esta observación porque, al encararme con los últimos peldaños, a punto estuve de romperme la crisma. Yo no había contado con un pequeño-gran obstáculo: la escalera de incendios moría a una considerable altura sobre el suelo.
    Me asomé y comprendí con angustia que, sí pretendía mantener mi fuga, primero debería saltar aquellos dos o tres metros. (La verdad es que nunca supe con certeza a qué distancia me hallaba del pavimento.) Tenía que actuar con rapidez: o regresaba a la sexta planta o me lanzaba. Mi posición al final de aquella escalera de incendios era francamente comprometida.
    Cualquier viandante que acertara a pasar en aquellos instantes podía descubrirme.
    Tragué saliva y pegué la bolsa a mi vientre, rodeándola con ambos brazos. Después, en un acto de pura inconsciencia, salté.
    A pesar de la flexión de piernas, el golpe fue respetable. En mi afán por proteger el equipo fotográfico, me incliné en exceso hacia un costado, rodando cuan largo soy por el duro cemento.
    Pocas veces me he incorporado a tanta velocidad. Mi única preocupación -la verdad sea dicha era que alguien hubiera podido verme saltar. Pero la fortuna parecía aún de mi lado. La callejuela seguía solitaria. Limpié la chamarra con un par de palmetazos y salí pitando hacia el cruce que se adivinaba al fondo. Si todo funcionaba como yo deseaba, al otro lado de la manzana y en dirección opuesta a la que yo había tomado, debería continuar el turismo del FBI.
    Veinte minutos más tarde -cuando mi reloj estaba a punto de señalar las tres y media- un taxi me situaba en el Memorial Drive, a las puertas mismas del cementerio.
    Aunque en mi rápido desplazamiento hasta Arlinglon yo no habla apreciado -a pesar de mis constantes miradas hacia atrás- que nos siguiera el temido vehículo azul, en esta nueva visita al cementerio de los héroes norteamericanos evité el ingreso por la puerta principal. Caminé por el paseo de Schley y a los cinco minutos me presenté ante el mostrador del Temporary Visitors Center.
    Sinceramente, mientras le explicaba a una de las funcionarias que mi propósito era localizar la tumba de un viejo amigo, mis esperanzas -a la vista de los escasos datos que poseía- no eran muy sólidas. La mujer tomó nota del nombre y apellidos, así como del año del supuesto fallecimiento (1977), y sin más, como si aquella consulta fuera una de tantas, dio media vuelta y se dirigió a un monitor de televisión, situado a la izquierda de la sala. Le vi teclear y a los pocos segundos en la pantalla del terminal del ordenador surgieron unos signos y palabras de color verde que no alcancé a descifrar. Acto seguido, la funcionaria tomó uno de los pequeños mapas que yo ya conocía y escribió en rojo el primer apellido y el nombre de «mi amigo» y en la línea inferior, en negro y en los espacios destinados a la grave (tumba) y a la section (sección), los números correspondientes a cada una de ellas.
    -¿Conoce el cementerio? -me preguntó.
    -No mucho...
    -Bien, es fácil -añadió con su tono monótono-. Nosotros estamos aquí Con el rotulador rojo marcó el Temporary Visitors Center y a continuación trazó una línea sobre el paseo de L'Enfant y de Lincoln. Con una precisión que me dejó estupefacto señaló un punto en la sección 43, concluyendo:
    -Aquí hallará la lápida. Si va a pie son diez minutos...
    -Muchas gracias..
    Es posible que la señorita interpretara aquel agradecimiento y mí larga sonrisa como un sentimiento lógico al poder ubicar tan rápidamente a la persona que buscaba. Pero los tiros iban en otra dirección...
    Mientras caminaba hacia el punto indicado en el plano, mi excitación fue en aumento. El hecho de que la computadora de Arlington hubiera respondido afirmativamente -declarando que allí, en efecto, había sido sepultado el «hermano» del mayor-, me había hecho vibrar de emoción, olvidando momentáneamente mis pasados sinsabores.
    En el cruce de L'Enfant Drive con el Lincoln Drive me detuve. Si las indicaciones de la funcionaria no estaban equivocadas, debía encontrarme a poco más de 300 metros de la sepultura. Al repasar el mapa advertí otro detalle que precipitó mi alegría: ¡las coordenadas 44 y W confluían matemáticamente en aquella área de la sección 43! Esto despejaba la primera parte de la cuarta frase de la clave del mayor: El hermano duerme en 44-W.
    El pequeño sendero asfaltado me condujo hasta una pradera en la que se alineaban cientos de lápidas blancas, de apenas medio metro de altura. Consulté el número de la tumba y, tras varios paseos por el cuidado césped, el nombre y apellidos del también oficial de la USAF surgieron ante mí casi como un milagro.
    Una pequeña cruz encerrada en un circulo, había sido grabada -como en el resto de las sepulturas de Arlington-, en la parte superior de la piedra. Debajo, la identidad del fallecido, su graduación, el Ejército al que había pertenecido y las fechas de su nacimiento y muerte, respectivamente. Eso era todo.
    Sentí una mezcla de rabia y tristeza. Aquel hombre, al igual que mi viejo amigo, el mayor, había sido inhumado sin una sola alusión a la fascinante misión que había llevado a cabo en vida. Y lo peor es que su propio país -al menos los servicios de Inteligencia- estaba empeñado en que dicho «viaje» siguiera clasificado como «secreto y confidencial»...
    En el horizonte, difuminado entre el verde, el amarillo y el rojo de los árboles del Cementerio Nacional, el blanco monolito erigido a la memoria del primer presidente de los Estados Unidos señalaba paradójicamente a los cielos...
    Me arrodillé y juré que lucharía hasta el final. Nada ni nadie me detendría ante aquel compromiso de difundir el legado de aquellos hombres.
    A las cuatro y media, después de fotografiar la lápida, y cuando me disponía a retirarme, una sombra me sobresaltó. Parte de la inscripción había empezado a oscurecerse. Levanté la vista y reparé en un arbolillo. ¡Era un níspero!
    La sombra del níspero -recordé la última parte de la cuarta frase del mensaje del mayor- le cubre al atardecer.
    Quedé absorto, contemplando cómo la cimbreante sombra de aquel humilde compañero de soledad iba robando la luz de la piedra, segundo a segundo. Al observar la pradera caí en la cuenta que aquél era el único árbol que crecía junto a esta sección del camposanto. Ya no había duda: la clave estaba resuelta.
    Recogí algunas de las níspolas que habían caído sobre el césped y las guardé en mi bolsa.
    Por último, corté una pequeña rama y la deposité al píe de la lápida.
    Poco a poco, con un sol moribundo a mis espaldas, fui alejándome de aquel lugar. No he vuelto a ver el frágil níspero de hojas verdes y diminutas que acompaña al héroe norteamericano, pero ambos sabemos que aquella tarde, parte de mi corazón quedó en Arlington.
    En mi plan original de fuga yo no había previsto, ni mucho menos, que el regreso fuese precisamente por la puerta principal del hotel. Ahora que lo pienso con una cierta perspectiva, de haber sabido entonces que no existía posibilidad de acceso desde la callejuela posterior a la escalera de incendios, lo más seguro es que no me hubiera jugado el todo por el todo por aquella innecesaria comprobación en el Cementerio Nacional de Arlington. Pero ya no podía echarme atrás. Soy hombre que acepta los riesgos y, además, encantado.
    El crepúsculo había empezado a adormilar los colores de la gran ciudad cuando el taxi se detuvo frente a la puerta giratoria de mi hotel. Mientras abonaba la carrera, respiré aliviado al reconocer frente a mí, a una veintena de pasos, el turismo de mis perseverantes guardianes. O mucho me equivocaba, o aquellos individuos me creían durmiendo a pierna suelta. Pronto iba a comprobarlo....
    Salté del taxi y crucé la acera, mirando de reojo hacia mi izquierda. Aunque fue cuestión de segundos, pude percibir cómo uno -el que permanecía al volante- se agitaba, tocando con precipitación el hombro de su compinche, que se hallaba leen o un periódico. No sé qué pudo suceder después. Me colé en el hall como una exhalación, evitando el ascensor. Gracias al cielo, el recepcionista se encontraba de espaldas y presumo que no me vio desaparecer escaleras arriba.
    Jadeando y maldiciendo el tabaco irrumpí en mi habitación, en el momento preciso en que sonaba el teléfono. Traté de recobrar el pulso y lo dejé sonar un par de veces. Al descolgarlo reconocí la voz del recepcionista:
    Disculpe, señor -anunció el empleado en un tono muy poco convincente-, ¿me dijo usted que le llamara a las cinco y media o a las seis y media...?
    Me dieron ganas de ponerle como un trapo. Pero disimulé, dando por sentado que junto al recepcionista debía encontrarse alguno de los agentes, sino los dos...
    -A las seis y media, por favor -respondí con voz seca y cortante.
    -Disculpe, señor... Ha sido un error.
    Acepté las disculpas y, por lo que pudiera ocurrir, me desnudé, dando buena cuenta del olvidado almuerzo. Eran las cinco y media de la tarde. Si el FBI tragaba el cebo y estimaba que todo había sido una confusión y que yo no me había movido para nada de mi habitación, quizá aquellas últimas horas en Washington no fueran demasiado difíciles. Pero, ¿y si no era así?
    Había que salir de dudas.
    Y empecé a maquinar un nuevo plan. Era necesario que averiguase hasta qué punto creían en mis palabras...
    Mi preocupación, como es fácil adivinar, estaba centrada en los documentos. Tenía que ponerlos a salvo a cualquier precio. Pero, ¿cómo? Pasé más de media hora reconociendo y explorando hasta el último rincón de la habitación. Sin embargo, ninguno de los posibles escondites me pareció lo suficientemente seguro. Llegué, incluso, a desenroscar la alcachofa de la ducha, considerando la posibilidad de enrollar y ocultar parte del diario del mayor en el tubo que sobresalía algo más de 35 centímetros de la pared del baño. Gracias a Dios, el instinto o la intuición -o ambos a un mismo tiempo- me hicieron recelar y, finalmente, me decidí por la solución más simple... y arriesgada. Perforé cuidadosamente el segundo cilindro y extraje otro paquete de folios, igualmente protegido en una funda de plástico transparente y minuciosamente grapada.
    Arrojé todas las grapas en el interior de la botella de vino, que había quedado medio vacía, y con la ayuda de varias tiras de cinta adhesiva, sujeté ambos mazos de folios a mi pecho y espalda, respectivamente.
    Después me vestí cuidadosamente, procediendo a rellenar los cartuchos de cartón con rollos de fotografía, aún sin estrenar. Los deposité en el fondo de la bolsa de las cámaras y retiré las películas de ambas máquinas, sustituyéndolas por otras, aún vírgenes.
    Mi propósito era salir del hotel, a cuerpo descubierto y dejar el campo libre a los tipos del FBI. Corría el gravísimo peligro de que, en lugar de registrar mi habitación, optaran por seguirme y cachearme. En este segundo supuesto, los documentos habrían volado en cuestión de minutos. En previsión de que esa delicada circunstancia llegara a hacerse realidad, guardé los rollos de TRI-X y de diapositivas que había obtenido en mi reciente investigación en México, así como las imágenes de Arlington, en los bolsillos de la chamarra y del pantalón. «En caso de registro -pensé- siempre es mejor que localicen primero las películas. Quizá se den por satisfechos y se olviden del resto...» No es que aquella estratagema me convenciera excesivamente pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
    Corté las colas de las películas de una decena de rollos, todavía sin emplear, y los alineé sobre el reducido escritorio, simulando que se trataba del fruto de mi trabajo gráfico en aquellos últimos días.
    A las seis y quince minutos tomé una hoja de papel, con el membrete del hotel, y escribí con trazos descuidados:
    Viernes (6-XI-81)... llamar a D. Garrón a las 13 horas (teléfono 6525783)..
    Rasgué la hoja en trozos pequeños y los dejé caer en la papelera metálica, separando previamente uno de los cuadraditos de papel en el que podía leerse el siguiente fragmento:
    teléfono 6525. Deposité esta parte del escrito en el suelo de la habitación, muy cerca de la papelera, como si en la maniobra -al lanzar los papeles-, uno de ellos hubiera caído fuera del recinto.
    Después vacié uno de los ceniceros en la citada papelera y procedí a desordenar la cama, arrugando minuciosamente las sábanas.
    A las seis y treinta, tal y como esperaba, sonó el teléfono. El empleado, en un tono mucho más amable, me recordó la hora.
    -Muchas gracias -repuse, aprovechando la oportunidad para rematar mi plan-. Por cierto, quisiera ir al cine... ¿Sabe si hay alguno por aquí cerca?
    -Sí señor... ¿Qué tipo de película desea ver el señor...?
    -Bueno, si es tan amable, vaya mirándolas usted mismo. Ahora bajo.
    Al colgar me froté las manos. A pesar de los pesares, aquello resultaba electrizante...
    Por último, y antes de abandonar la habitación, envolví cuidadosamente mi cuaderno de notas en un par de periódicos, escondiendo entre sus páginas la carta que había rescatado del box número 21. Comprobé que llevaba el pasaporte, los billetes -todavía «abiertos»- de mi viaje de regreso a España, vía Nueva York, y mis últimos treinta dólares y, abriendo la puerta, empujé el carrito del almuerzo hasta el pasillo. Retiré el cartel de No molesten y cerré. Al encaminarme hacia el ascensor pasé ante una bandeja -con algunos restos de comida- que había sido depositada en el piso, junto a otra de las habitaciones. De pronto recordé las grapas y, retrocediendo, tomé mi botella de vino, cambiándola sigilosamente por la de aquel huésped.
    Una vez en el hall conversé sin prisas con el recepcionista, que, gentilmente -y a petición mía- me acompañó hasta la calle, señalándome el camino más corto para llegar al cine elegido.
    Simulé no haber comprendido bien y el hombre repitió sus indicaciones con todo lujo de detalles. Tanto él como yo observamos furtivamente el coche azul metalizado, que continuaba aparcado a corta distancia. Aquella comedia, en realidad, formaba parte de la segunda fase de mi plan. Deseaba que quedara perfectamente establecido que, en el transcurso de las dos horas siguientes, yo iba a tratar de disfrutar pacíficamente de una película. Y, naturalmente, era vital hacerse notar...
    Con las manos en los bolsillos y el «dietario de campo» bien sujeto bajo el brazo, camuflado entre los periódicos, fui alejándome con aire distraído, como quien inicia un apacible paseo. El peso de los folios -en especial los del tórax- empezaba a lastimarme.
    Con dos o tres paradas, aparentemente casuales, frente a otros tantos comercios, fue más que suficiente como para comprobar que los agentes no se habían movido del interior del turismo. Con aquel paso igualmente displicente desaparecí de la calle 17, en busca de la populosa avenida de Pennsylvania, entre cuyos restaurantes, galerías comerciales y cinematógrafos siempre resulta más fácil pasar inadvertido.
    Adquirí un boleto y a las siete y media penetraba en una de las salas de proyección. Pero mi intención no era ver una película. A los 15 minutos, y ante la indiferencia del portero, abandoné el cine, dirigiéndome a una cabina telefónica.
    Aunque me hallaba muy cerca de la calle 14, estimé que era mucho más prudente llamar primero a la oficina de la agencia Efe en Washington. Uno de los periodistas -viejo amigo- iba a jugar un papel decisivo en esta última parte del plan. Como era de esperar, el primer número comunicaba sin cesar. Marqué el segundo -3323120- y, al fin, logré hablar con la redacción.
    No me vi forzado a darle demasiadas explicaciones. El compañero y colega, cuya identidad no puedo revelar, por razones obvias, intuyó que me ocurría algo fuera de lo normal y aceptó verme de inmediato.
    A eso de las ocho y media de la noche retrocedí hasta McPherson Square y, convencido de que nadie me seguía, me deslicé rápidamente hacia el vetusto ascensor del National Press Building, en la mencionada calle 14 del sector NW de la ciudad. Mi amigo me aguardaba en el departamento 969, sede de la agencia Efe.
    Una hora después, con el mismo aire de despreocupación, empujaba la puerta giratoria del hotel. De buen grado, y sin hacer demasiadas preguntas, el periodista me había prometido su ayuda. A las diez de la mañana del día siguiente -tal y como habíamos acordado- se presentaría en mi hotel...
    Mi intuición no falló esta vez. Al aproximarme a la puerta principal del hotel descubrí que el coche azul metalizado había desaparecido.
    Al reclamar mi llave en conserjería observé que los empleados eran otros. Y aunque últimamente los dedos se me hacían huéspedes, comprendí que se trataba de un nuevo turno.
    Di orden para que me despertasen a las 8.30 del viernes y con un preocupante hormigueo en el estómago, tomé el camino de la sexta planta. No podía borrar de mi mente la sospechosa circunstancia de que el vehículo del FBI no se encontrara ya frente al hotel. ¿Qué podía haber sucedido en estas tres horas?
    No necesité mucho tiempo para averiguarlo. Nada más cerrar la puerta de mi habitación, mis ojos se clavaron en el pequeño escritorio. ¡Los rollos vírgenes que yo había alineado de forma premeditada sobre la lámina de cristal que cubría la mesa habían desaparecido! Antes de proceder a una rigurosa inspección general, abrí la bolsa de las cámaras, comprobando con alivio que mis máquinas seguían allí. Sin embargo, tal y como había supuesto, también los rollos -a medio impresionar- que yo había sustituido en el último momento habían sido extraídos (posiblemente rebobinados) de las respectivas cajas. El resto del equipo seguía intacto. Los cilindros de cartón, repletos de película, no parecían haber llamado la atención de los intrusos. Seguían en el fondo de la bolsa, cubiertos por las minitoallas verdes que yo suelo «tomar prestadas» en los hoteles donde acierto a cobijarme y que, siguiendo la costumbre de mi maestro y compadre Fernando Múgica, suelo utilizar para evitar los choques y roces entre cámaras y objetivos.
    Tampoco las cuatro o cinco níspolas que yo había recogido en Arlington habían sido sustraídas por los agentes. Porque, a estas alturas, y tal y como pude confirmar minutos más tarde, saltaba a la vista que mi habitación había sido registrada por el FBI. (Por una vez en mi vida había acertado de pleno.) En un primer chequeo pude deducir que el resto de mis enseres -maleta, ropa, útiles de aseo, etc.- seguía donde yo los había dejado. El individuo o individuos que habían irrumpido en la estancia habían sido sumamente cuidadosos, procurando no alterar el rígido orden que siempre impongo a mi alrededor.
    Aquellos tipos buscaban información -cualquier dato que pudiera estar relacionado con el mayor o con el «amigo» que yo decía estar buscando- y no iba a tardar en confirmarlo.
    Algo más tranquilo después de aquel rápido inventario, me situé frente a la papelera en la que había arrojado los trocitos de papel, así como las colillas de uno de los ceniceros.
    Los papelillos seguían en el fondo del recipiente, excepción hecha del que dejé caer intencionadamente sobre el entarimado de la habitación. Este, en un lamentable error del agente, fue encontrado por mí en el fondo de la papelera, junto a sus hermanos... Conociendo como conozco, a los servicios de Información, yo sabía que uno de los lugares donde siempre miran es precisamente en las papeleras. La trampa había dado resultado. El agente, después de reconstruir la hoja de papel que yo había troceado, la devolvió a la papelera, procurando que las 28 partes cayeran íntegramente en el cubo de metal.
    Aquel torpe representante del FBI había dejado, además, sobre el cristal del escritorio, otro rastro de su paso. Como habrá imaginado el lector, el hecho de vaciar uno de los ceniceros en la papelera -y más concretamente sobre los papelillos- no fue un gesto de higiene, aunque ésa pueda ser la primera impresión...
    Aquella maniobra estuvo perfectamente calculada. Y ahora, al examinar el vidrio sobre el que, a todas luces, había sido minuciosamente reconstruida la hoja de papel, no tardé en detectar, como digo, la huella del intruso.
    Al ir encajando los pedacitos de papel, el agente no se percató de que una mínima porción de ceniza -pero suficiente para mis propósitos- caía sobre el cristal de la mesa.
    Una vez desvelado el rompecabezas, el individuo restituyó los restos a su correspondiente lugar, no teniendo la precaución de limpiar la superficie sobre la que había trabajado.
    Con la ayuda de una minúscula lupa, Agfa Lupe 8x, que siempre me acompaña y que resulta de gran utilidad para el examen de diapositivas, localicé al instante numerosas partículas blancogrisáceas, que no eran otra cosa que parte de la ceniza con la que había cubierto los papelillos.
    Si los agentes -como era fácil suponer- habían tomado buena nota de lo que estaba escrito en dicha hoja, había una alta posibilidad de que cayeran en una nueva trampa....
    Antes de acostarme, y en previsión de que mi teléfono estuviera intervenido, marqué el número de la Cancillería Española, haciéndole saber a la persona que me atendió que era amigo del señor Garzón, consejero de Información, y que, por favor, le dejara escrito que le telefonearía hacia las 13 horas del día siguiente. De esta forma, y en el más que probable supuesto de que mi conversación hubiera sido grabada, el FBI recibía así la confirmación a lo que, sin duda, habían leído en mi habitación.
    Dejé prácticamente hecha la maleta y me dispuse a descansar. Pero al ir a cepillarme los dientes, recibí otra sorpresa. Aquellos malditos agentes habían perforado -de parte a parte y por tres puntos- el tubo de la pasta dentífrica. Al revisar la crema de afeitar, tal y como me temía, encontré el tubo igualmente agujereado.
    «¿De qué habrán sido y de qué serán capaces estos "gorilas"?», empecé a preguntarme con inquietud.
    Aquella noche, y por lo que pudiera acontecer, eché la cadena de seguridad y apuntalé la puerta con la única silla existente en la habitación. Como última precaución, decidí no despegar los documentos de mi pecho y espalda. En contra de lo que yo mismo podía suponer, aquella incómoda carga no fue óbice para que el sueño terminara por rendirme. Tenía gracia. Era la primera vez que dormía con un «alto secreto»..., entre pecho y espalda.
    De acuerdo con el plan trazado la tarde anterior en la sede de la agencia de noticias Efe, a las diez en punto de la mañana del viernes deposité la llave de mi habitación en la conserjería, dirigiéndome seguidamente a uno de los taxis que aguardaban a las puertas del hotel.
    Tras desayunar en la habitación, había procedido a rellenar los cartuchos de cartón con parte de mi ropa sucia -pañuelos y calcetines, fundamentalmente-, cerrándolos nuevamente y escribiendo en cada uno de ellos mi nombre, apellidos y dirección en Vizcaya. Y aunque el tiempo en Washington D. C. era fresco y soleado, me enlundé una gabardina color hueso.
    Con las cámaras al hombro y los cilindros del mayor entre las manos me introduje en el taxi, pidiéndole que me llevara hasta el Main Post Office o Central de Correos de la ciudad.
    Si el FBI seguía mis movimientos, aquellos cartuchos y mi colega, el periodista, me ayudarían a darles un buen esquinazo.
    A las 10.30 horas, el taxista detenía su vehículo frente al edificio de correos. Con la promesa de una excelente propina, le rogué que esperase unos minutos; el tiempo justo de franquear y certificar ambos paquetes. El hombre accedió amablemente y yo salté del coche, al tiempo que observaba cómo un turismo de color negro rebasaba el taxi, aparcando a unos ochenta o cien metros por delante.
    Con el presentimiento de que los ocupantes de aquel vehículo tenían mucho que ver con los que habían irrumpido y registrado mi habitación la noche anterior, me adentré en la concurrida central. Gracias a Dios, mi amigo esperaba ya en el interior. A toda velocidad, y ante los atónitos ojos de una jovencita que rellenaba no sé qué impresos en la misma mesa donde me había reunido con el reportero de Efe, me quité la gabardina y se la pasé a mi compañero.
    Escribí la matrícula del taxi en uno de los formularios que se alineaban en los casilleros y, al entregarle el papel, le advertí -en castellano- que tuviera cuidado con el turismo que había visto aparcar a escasa distancia del taxi.
    Siguiendo el plan previsto, mí colega se embutió en la gabardina, mientras yo me confundía entre el gentío, en dirección a la ventanilla de facturación de paquetes. Si todo salía bien, a los cinco minutos, el periodista debería introducirse en el taxi que esperaba mi retorno. Con el fin de hacer aún más difícil su identificación, le pedí que acudiera hasta la oficina de correos con una bolsa del mismo color y lo más parecida posible a la que yo cargaba habitualmente.
    Cuando el funcionario guardó los cilindros de cartón, me dirigí hacia la puerta y, desde el umbral, comprobé que el taxi y el turismo negro habían desaparecido.
    Sin perder un minuto, me encaminé hacia la boca del metro de Gallery Place. Desde allí, siguiendo la línea Mcpherson-Farragut West, reaparecí en la estación de Foggy Bottom. Eran las 11.30.
    Una hora después, otro taxi me dejaba en el aeropuerto nacional de Washington. O mucho me equivocaba, o los agentes del FBI estaban a punto de llevarse un solemne «planchazo»... A las 13.25 de aquella agitada mañana, el vuelo 104 de la compañía BN me sacaba -al fin- de la capital federal..
    Difícilmente puedo describir aquellas últimas cuatro horas en el aeropuerto de Nueva York. Si mi amigo no había logrado engañar a los empecinados agentes norteamericanos, mi seguridad -y lo que era mucho peor: mi tesoro- corrían grave riesgo.
    A las cuatro en punto de la tarde, tal y como habíamos convenido, marqué el teléfono de Efe en Washington. Mi cómplice -al que nunca podré agradecer suficientemente su audacia y cooperación- me saludó con la contraseña que sólo él y yo conocíamos:
    -¿Desde Santurce a Bilbao...?
    Voy por toda la orilla -respondí con la voz entrecortada por la emoción. Aquello significaba, entre otras cosas, que nuestro plan había funcionado.
    En cuatro palabras, mi enlace me puso al corriente de lo que había ocurrido desde el momento en que se introdujo en el taxi. Mis sospechas eran fundadas: aquel turismo de color negro, que se habla estacionado a corta distancia de la fachada principal de la oficina de correos, reanudó su discreto seguimiento. Los agentes, tres en total, no podían imaginar que mi amigo había ocupado mi puesto y que todo aquel laberinto no tenía otro objetivo que permitir mi fulminante salida del país.
    Siguiendo las indicaciones del nuevo pasajero, el taxista -que vio incrementado el importe de su carrera con una súbita propina de cincuenta dólares (propina que, según mi colega, le volvió temporalmente mudo y sordo)- y ante la presumible desesperación de los hombres del FBI, condujo su vehículo hasta el interior de la Cancillería Española, en el número 2700 de la calle 15. Allí permanecieron ambos hasta las 13.30. A esa hora, uno de los vuelos regulares despegaba de Washington, situándome, como ya he referido, en la ciudad de Nueva York.
    El desconcierto de los «gorilas» -que habían esperado pacientemente la salida del taxi- debió de ser memorable al ver aparecer el citado vehículo, pero con otros dos ocupantes en el asiento posterior. Mi amigo, que había abandonado la gabardina y la bolsa en el interior de la cancillería, se encasquetó una gorra roja y se hizo acompañar por uno de los funcionarios y amigo.
    El FBI mordió nuevamente el cebo y, creyendo que yo seguía en el interior de la embajada, siguió a la espera.
    « Es posible -comentó divertido el reportero de Efe- que aún sigan allí...» A las 19.15 horas, con los documentos sólidamente adheridos a mi pecho y espalda y -por qué negarlo- al borde casi de la taquicardia, el vuelo 904 de la TWA me levantaba a diez mil metros, rumbo a España.
    Al día siguiente, sábado, una vez confirmado mi aterrizaje en Madrid-Barajas, el colega se personó en el hotel, recogiendo mi maleta y saldando la cuenta. Por supuesto, y tal como sospechaba, los cilindros de cartón que había certificado en Washington, jamás llegaron a su legítimo destino....
    ¡Qué equivocado estaba! Mis angustias no terminaron con el rescate del diario del mayor.
    Fue a partir de la lectura de aquellos documentos cuando mi espíritu se vio envuelto en toda suerte de dudas...
    Durante dos años, siempre en el más impenetrable de los silencios, be desplegado mil diligencias para intentar confirmar la veracidad de cuanto dejó escrito el fallecido piloto de la USAF. Sin embargo -a pesar de mis esfuerzos-, poco he conseguido. La naturaleza del proyecto resulta tan fantástica que, suponiendo que haya sido cierto, la losa del «alto secreto» lo ha sepultado, haciéndolo inaccesible. Algo a lo que soviéticos y norteamericanos -dicho sea de paso- nos tienen muy acostumbrados desde que se empeñaron en la loca carrera armamentista. No hace falta ser un lince para comprender que, tanto en la conquista del espacio como en el desarrollo del potencial bélico, unos y otros ocultan buena parte de la verdad y -lo que es peor- no sienten el menor pudor a la hora de mentir y desmentir. Tampoco es de extrañar, por tanto, que haya caído una cortina de hierro sobre el proyecto que relata el mayor en su legado.
    En el presente trabajo he llevado a cabo la transcripción -lo más fiel posible- de los primeros 350 folios del total de 500 que contenían ambos cilindros. Aunque no voy a desvelar por el momento el contenido del resto del proyecto, puedo adelantar -eso sí- que responde a un denominador común: «un gran viaje», tal y como los define el propio mayor. Un «viaje» que haría palidecer a Julio Verne...
    No soy tan necio, por supuesto, como para creer que con el hallazgo y posterior traslado de estos documentos fuera de los Estados Unidos han desaparecido los riesgos. Al contrarío. Es precisamente ahora, con motivo de su salto a la luz pública, cuando los servicios de Inteligencia pueden «estrechar» su cerco en torno a este inconsciente periodista. Es un peligro que asumo, no sin cierta preocupación...
    Pero, como hombre prevenido vale por dos, después de una fría valoración del asunto, yo también he tomado ciertas «precauciones». Una de ellas -la más importante, sin duda- ha sido depositar los originales del mencionado proyecto en una caja de seguridad de un banco, a nombre de mi editor, José Manuel Lara. En el supuesto de que yo fuera «eliminado», la citada documentación sería publicada ipso facto.
    Naturalmente, nada más pisar España, una de mis primeras preocupaciones -amén de poner a buen recaudo ambas documentaciones originales- fue fotocopiar, por duplicado, los 500 folios que había sacado de Washington. Con el fin de evitar en lo posible el riesgo de «desaparición» de dicho diario, una de las reproducciones ha sido guardada -junto con los documentos oficiales que me fueron entregados en 1976 por el entonces general jefe del Estado Mayor del Aire, don Felipe Galarza - en otra caja de seguridad, a nombre de un viejo y leal amigo, residente en una ciudad costera española.
    A lo largo de estos dos años, como digo, y tras conocer el «testamento» del mayor, he llevado a cabo numerosas consultas -especialmente con científicos y médicos- intentando esclarecer, cuando menos, la parte de ficción que destilan ambos «viajes». Vaya por delante -y en honor a la verdad- que los primeros se han mostrado escépticos en cuanto a la posibilidad de materialización de semejante proyecto. A pesar de ello, y antes de pasar al diario propiamente dicho, quiero dejar sentado que mi obligación como periodista empieza y concluye precisamente con la obtención y difusión de la noticia. Será el lector -y quién sabe silos hombres del futuro, como ocurrió con Julio Verne- quien deberá sacar sus propias conclusiones y otorgar o retirar su confianza a cuanto encuentre en las próximas páginas.
    En todo caso -y con esto concluyo- si el «gran viaje» del mayor fue sólo un sueño de aquel hombre extraño y atormentado, que Dios bendiga a los soñadores..


    EL DIARIO

    Hoy, 7 de abril de 1977, al año de mi retiro voluntario a la selva del Yucatán, una vez conocida la muerte de mi hermano... y al cuarto año de nuestro regreso del «gran viaje», pido humildemente al Todopoderoso que me conceda las fuerzas y vida necesarias para dejar por escrito cuanto sé y contemplé -por la infinita misericordia de Dios- en Palestina.
    Es mi deseo que este testimonio sea conocido entre los hombres de buena voluntad - creyentes o no- que, como nosotros, caminan a la búsqueda de la Verdad.
    Sé desde hace más de un año -como también lo supo mi hermano en el «gran viaje»- que mi muerte está cercana. Por ello, siguiendo sus reiteradas peticiones y los cada vez más firmes impulsos de mi propia conciencia, he procedido a ordenar mis notas, recuerdos y sensaciones.
    Espero que la persona o personas que algún día puedan tener acceso a este humilde y sincero diario hagan suya mi voluntad de permanecer, como mi hermano, en el más riguroso anonimato. No somos nosotros los protagonistas, sino «ÉL».
    No es fácil para mi resumir aquellos años previos a la definitiva puesta en marcha del «gran viaje». Y aunque nunca ha sido mi propósito desvelar los programas y proyectos confidenciales de mi país, a los que he tenido acceso por mi condición de militar y miembro activo -hasta 1974- de la OAR (Oflice of Aerospace Research) , entiendo que antes de ofrecer los frutos de nuestra experiencia en Israel, debo poner en antecedentes a cuantos lean este informe de algunos de los hechos previos a aquel histórico enero de 1973.
    Debo advertir igualmente que, dada la naturaleza del descubrimiento efectuado por nuestros científicos y las dramáticas consecuencias que podrían derivarse de una utilización errónea o premeditadamente negativa del mismo, mis aclaraciones previas sólo tendrán un carácter puramente descriptivo. Como he mencionado antes, no es el medio lo que importa en este caso, sino los resultados que gozosamente tuvimos a bien alcanzar. Descargo así mis escrúpulos de conciencia y confío en que algún día -si la humanidad recupera el perdido sentido de la justicia y de los valores del espíritu- sean los responsables de este sublime hallazgo quienes lo den a conocer al mundo en su integridad.
    Fue en la primavera de 1964 cuando, confidencialmente y por pura casualidad, llegó hasta mis oídos la existencia de un ambicioso y revolucionario proyecto, auspiciado por la AFOS! y la AFORS y en el que trabajaba desde hacía años un nutrido equipo de expertos del Instituto de Tecnología de Massachusetts.
    Yo había sido seleccionado en octubre de 1963, con otros trece pilotos de la USAF, para uno de los proyectos de la NASA. En mi calidad de médico e ingeniero en física nuclear, y puesto que seguía perteneciendo a la OAR, me encomendaron un trabajo específico de supervisión del llamado VIAL o Vehículo para la Investigación del Aterrizaje Lunar. En la mencionada primavera de 1964, dos de estas curiosas máquinas voladoras -en las que se iniciaron los primeros ensayos para los futuros alunizajes del proyecto Apolo- llegaron al fin al lugar donde yo había sido destinado: el Centro de Investigación de Vuelos de la NASA, en la base de Edwards, de las fuerzas aéreas norteamericanas, a ochenta millas al norte de Los Angeles.
    En aquel paisaje desolado -en pleno corazón del desierto Mojave- permanecí hasta últimos de 1964, en que concluyeron con éxito las pruebas preliminares de vuelo de los VIAL.
    No tengo que repetir que aquellas pruebas y otros proyectos -en especial los de la USAF- habían sido calificados como «altamente secretos». El ingreso en el recinto de la base y en el de las experiencias en particular era limitado al personal especialmente acreditado.
    Durante meses conviví con otros candidatos a astronautas, oficiales, científicos y técnicos - todos ellos en posesión de la top secret security clearance llegando a mis oídos un fantástico proyecto: la Operación Swivel ("Eslabón").
    Una vez finalizado mi trabajo en Edwards, la NASA estimó que debía incorporarme al Centro Marshall, de vuelos espaciales. Mi verdadera vocación ha sido siempre la investigación.
    Concretamente, el joven «mundo» de la teoría unificada de las partículas elementales. Sin embargo, mis inquietudes en aquel mes de diciembre de 1964 discurrían por otros derroteros.
    Los costos de la NASA habían empezado a dispararse y el Centro Marshall trabajaba día y noche para encontrar nuevos sistemas o fuentes de energía, que abaratasen las costosas baterías «químicas» de los proyectos Explorer, Mercury y Geminis.
    Una semana antes de Navidad, y por motivos de mi trabajo, tuve que volar nuevamente a la base de Edwards. Durante uno de los almuerzos con el personal especializado conocí al nuevo jefe del proyecto Swivel, el general..., un hombre sereno y de brillante inteligencia, que supo escuchar pacientemente mis disquisiciones y lamentos sobre la miopía mental de algunos altos cargos de la NASA, que habían rechazado una y otra vez mis sugerencias sobre la necesidad de sustituir las anticuadas baterías químicas por células de carburante o por baterías atómicas.
    El general pareció interesarse por algunos de los detalles de las pilas atómicas y yo -lo reconozco- me desbordé, saturándole con la lluvia de datos e información en torno a las excelencias del plutonio 238, del curio 244 y del prometio 147... Antes de retirarse de la mesa, el general me hizo una sola pregunta: «¿Quiere trabajar conmigo? » Gracias al cielo, mi respuesta fue un fulminante: «Sí.» De esta forma, en enero de 1965 abandonaba definitivamente la NASA, para incorporarme al módulo de experiencias de la USAF, en Mojave. Yo había conocido a buena parte de los científicos y militares que se afanaba en aquel fantástico proyecto durante mi anterior etapa en la base de Edwards. Esto facilitó las cosas y mi definitiva integración en la Operación Swivel fue rápida y total.
    Durante los primeros meses, mi papel -de acuerdo con los deseos del general que me había contratado y al que de ahora en adelante llamaré con el nombre supuesto de «Curtiss»- se centró en una frenética investigación en torno a un sistema auxiliar de abastecimiento de energía mediante una batería atómica llamada SNAP-9A, que son las siglas de Systems for Nuclear Auxiliary Powers .
    En esas fechas, el proyecto había superado ya las primeras y obligadas fases de experimentación. Estas habían tenido lugar -siempre en el más férreo de los secretos- entre 1959 y 1963. Nunca supe -y tampoco me preocupó en exceso- quién o quiénes habían sido los promotores o descubridores del sistema básico que había permitido concebir semejante aventura. En algunas de mis múltiples conversaciones con el general Curtiss, este insinuó que -aunque en el equipo inicial habían participado algunos de los veteranos científicos del proyecto Manhattan, que «dio a luz» la bomba atómica- «el cambio de criterios en relación con la naturaleza de las mal llamadas partículas elementales o subatómicas procedía de Europa». Al parecer, y a través de la CIA, las fuerzas aéreas norteamericanas habían recibido -procedentes de Europa occidental- una serie de documentos en los que se hablaba de un brusco cambio de 180 grados en la interpretación de la física cuántica.
    En esencia, ya que no es mi intención aquí y ahora alargarme excesivamente en cuestiones puramente técnicas, ese «sistema básico» que había impulsado la operación consistía en el descubrimiento de una entidad elemental -generalizada en el cosmos- en la que la ciencia no había reparado hasta ese momento y que ha resultado, y resultará en el futuro, la «piedra angular» para una mejor comprensión de la formación de la materia y del propio universo.
    Esa entidad elemental que fue bautizada con el nombre de swivel puso de manifiesto que todos los esfuerzos de la ciencia por detectar y clasificar nuevas partículas subatómicas no eran otra cosa que un estéril espejismo. La razón -minuciosamente comprobada por los hombres de la operación en la que trabajé- era tan sencilla como espectacular: un swivel tiene la propiedad de cambiar la posición u orientación de sus hipotéticos «ejes» transformándose así en un swivel diferente.
    El descubrimiento dejó perplejos a los escasos iniciados, arrastrándolos irremediablemente a una visión muy diferente del espacio, de la configuración íntima de la materia y del tradicional concepto del tiempo.
    El espacio, por ejemplo, no podía ser considerado ya como un «continuo escalar» en todas direcciones. El descubrimiento del swivel echaba por tierra las tradicionales abstracciones del «punto», «plano» y «recta». Estos no son los verdaderos componentes del universo. Científicos como Gauss, Riemann, Bolyai y Lobatschewsky habían intuido genialmente la posibilidad de ampliar los restringidos criterios de Euclides, elaborando una nueva geometría para un «n-espacio».
    En este caso, el auxilio de las matemáticas salvaba el grave escollo de la percepción mental de un cuerpo de más de tres dimensiones. Nosotros habíamos supuesto un universo en el que los átomos, partículas, etc., forman las galaxias, sistemas solares, planetas, campos gravitatorios, magnéticos, etc. Pero el hallazgo y posterior comprobación del swivel nos dio una visión muy distinta del Cosmos: el Espacio no es otra cosa que un conjunto asociado de factores angulares, integrado por cadenas y cadenas de swivels. Según este criterio, el cosmos podríamos representarlo -no como una recta-. Sino como un enjambre de estas entidades elementales. Gracias a estos cimientos, los astrofísicos y matemáticos que habían sido reclutados por el general Curtiss para el proyecto Swivel fueron verificando con asombro cómo en nuestro universo conocido se registran periódicamente una serie de curvaturas u ondulaciones, que ofrecen una imagen general muy distinta de la que siempre habíamos tenido.
    Pero no quiero desviarme del objetivo principal que me ha empujado a escribir estas líneas.
    A principios de 1960, y como consecuencia de una más intensa profundización en los swivels, uno de los equipos del proyecto materializó otro descubrimiento que, en mi opinión, marcará un hito histórico en la humanidad: mediante una tecnología que no puedo siquiera insinuar, esos hipotéticos ejes de las entidades elementales fueron invertidos en su posición. El resultado llenó de espanto y alegría a un mismo tiempo a todos los científicos: el minúsculo prototipo sobre el que se había experimentado desapareció de la vista de los investigadores. Sin embargo, el instrumental seguía detectando su presencia...
    A partir de entonces, todos los esfuerzos se concentraron en el perfeccionamiento del referido proceso de inversión de los swivels. Cuando yo me incorporé al proyecto, el general me explicó que, con un poco de suerte, en unos pocos años más estaríamos en condiciones de efectuar las más sensacionales exploraciones... en el tiempo y en el espacio.
    Poco tiempo después comprendí el verdadero alcance de sus afirmaciones.
    Al multiplicar nuestros conocimientos sobre los swivels y dominar la técnica de inversión de la materia, apareció ante el equipo una fascinante realidad: «más allá» o al «otro lado» de nuestras limitadas percepciones físicas hay otros universos (las palabras sólo sirven para amordazar la descripción de estos conceptos) tan físicos y tangibles como el que conocemos (?). En sucesivas experiencias, los hombres del general Curtiss llegaron a la conclusión de que nuestro cosmos goza de un sinfín de dimensiones desconocidas. (Matemáticamente fue posible la comprobación de diez.) De estas diez dimensiones, tres son perceptibles por nuestros sentidos y una cuarta -el tiempo- llega hasta nuestros órganos sensoriales como una especie de «fluir», en un sentido único, y al que podríamos definir groseramente como «flecha o sentido orientado del tiempo».
    En ese raudal de información apareció ante nuestros atónitos ojos otro descubrimiento que cambiará algún día la perspectiva cósmica y que bautizamos como nuestro cosmos «gemelo» A mí, personalmente, al igual que al general jefe del proyecto, lo que terminó por cautivarnos fue el nuevo concepto del « tiempo». Al manipular con los ejes de los swivels se comprobó que estas entidades elementales no «sufrían» el paso del tiempo. ¡Ellas eran el tiempo!
    Largas y laboriosas investigaciones pusieron de relieve, por ejemplo, que lo que llamamos «intervalo infinitesimal de tiempo» no era otra cosa que una diferencia de orientación angular entre dos swivels íntimamente ligados. Aquello constituyó un auténtico cataclismo en nuestros conceptos del tiempo .
    No fue muy difícil detectar que -por uno de esos milagros de la naturaleza- los ejes del tiempo de cada swivel apuntaban en una dirección común... para cada uno de los instantes que podríamos definir puerilmente como «mi ahora». Al instante siguiente, y al siguiente y al siguiente -y así sucesivamente- esos ejes imaginarios variaban su posición dando paso a distintos «ahora». Y lo mismo ocurría, obviamente, con los «ahora» que nosotros llamamos pasado. Aquel potencial -sencillamente al alcance de nuestra tecnología- nos hizo vibrar de emoción, imaginando las más espléndidas posibilidades de «viajes» al futuro y al pasado .
    A partir de esos momentos (1966), el proyecto se subdividió en tres ambiciosos programas.
    Aunque estrechamente vinculados, los tres equipos se afanaron en la puesta a punto de otros tantos módulos que nos permitieran la exploración -sobre el «terreno»- en tres direcciones bien distintas:
    En primer lugar, con un «viaje» a otro marco dimensional dentro de nuestra propia galaxia .
    En segundo término, y forzando los ejes del tiempo de los swivels hacia adelante, trasladar todo un laboratorio -con astronautas incluidos- a nuestro propio futuro inmediato.
    Por último, y siguiendo un proceso contrario, situar otro módulo o laboratorio en el pasado de la Tierra.
    Yo fui asignado a este tercer proyecto -bautizado como Caballo de Troya- y a él, y a cuanto le rodeó hasta que fue consumado en enero de 1973, me referiré en esta primera parte del diario.
    Desde 1966 a 1969, nuestro módulo -bautizado entre los miembros del equipo como la «cuna» a causa de su parecido con dicho mueble- experimentó sucesivas modificaciones, hasta alcanzar un volumen lo suficientemente grande como para albergar a dos tripulantes.
    La atención del reducido grupo de científicos que fuimos seleccionados para la Operación Caballo de Troya estuvo fija durante muchos meses en la consecución de un sistema que permitiera una total y segura manipulación de los ejes del tiempo de los swivels de toda la «cuna», tanto manual como electrónicamente.
    Finalmente, y con la colaboración de la Bell Aerosystems Co., de Niagara Falls -la misma empresa que diseñó y construyó el ML o módulo lunar para el proyecto Apolo- nos hicimos con un laboratorio de diez pies de alto, con cuatro puntos de apoyo extensibles, de trece pies cada uno y un peso total de 3000 libras.
    A diferencia del módulo del primero de los proyectos que he citado -cuya operación fue bautizada como Marco Polo- el nuestro no precisaba de un sistema de propulsión. La operación de inversión de todas las subpartículas atómicas de la «cuna», incluido el recinto geométrico del mismo, sus ocupantes y la totalidad de los gases, fluidos, etc., que lo integran, podía efectuarse «en seco»; es decir, sin que el habitáculo y sus pies de sustentación tuvieran que moverse del lugar elegido. Nuestro hábitat de trabajo en todos aquellos años (el corazón salitroso del desierto de Mojave) reunía, además, otro requisito de gran importancia para las primeras y decisivas experiencias dé la Operación Caballo de Troya. Los informes geológicos nos tranquilizaron sobremanera al asegurarnos que aquella zona -a pesar de hallarse en el filo de la placa tectónica norteamericana, de gran actividad telúrica- no había sufrido grandes cambios desde finales del período jurásico, hace más de 135 millones de años, cuando se produjo la llamada «perturbación Nevadiana». A pesar de todo y como medida complementaria, la «cuna» fue provista de un equipo auxiliar de propulsión, consistente en un motor gemelo al del VIAL en el que yo había trabajado en el año 1964. General Electric nos proporcionó un motor principal (de turbina a chorro CF- 00- V), que fue montado verticalmente y que permitía un rápido y seguro movimiento ascensional .
    Estas medidas de seguridad, que fueron muy poco utilizadas, revisten sin embargo una gran importancia. Una de nuestras obsesiones, mientras iba perfilándose el primer «gran viaje» del proyecto Caballo de Troya, era acertar con la orografía del terreno elegido para el salto hacia atrás en el tiempo. Si nuestros informes técnicos erraban en lo que a la configuración física y geológica del punto de contacto se refería, la inversión de los ejes del tiempo de los swivels podía resultar catastrófica. La «cuna», por ejemplo, posada en pleno siglo XX en una planicie, podía quedar desintegrada si «aparecía» -por error- en el interior de una montaña y que en el pasado podía haber ocupado ese espacio que hoy estábamos utilizando como punto de contacto.
    Por tanto, después de infinidad de cálculos y estudios, los hombres del general Curtiss aceptamos de buen grado que -salvo contadas excepciones- la fase de inversión debía provocarse siempre en el aire, en estado estacionario. Una vez localizado electrónica y visualmente el punto de contacto, la «cuna» podría ser aterrizada con toda comodidad y sin riesgo alguno de choque o desintegración.
    Las primeras pruebas de vuelo de la «cuna», cuyo equipo de inversión de masa fue suprimido en aquellas fechas por elementales razones de seguridad, fueron llevadas a cabo por el entonces piloto-jefe de investigaciones del Centro de la NASA en Edwards, Joseph A. Walker, ya fallecido, y que en los años 1964 y 1965 dirigió y tomó parte en más de 24 vuelos experimentales del VIAL. Él conocía bien los sistemas de propulsión de los simuladores del módulo de aterrizaje lunar y su veredicto fue positivo: la «cuna» -a pesar de su destartalado aspecto- respondía con docilidad.
    En 1969, con un centenar de ensayos altamente satisfactorios, el equipo fijó definitivamente en ochocientos pies la altitud ideal para proceder a la inversión de masa. El tiempo medio consumido en la operación de despegue y estacionario, antes de la fase de inversión, fue fijado en cinco minutos.
    Al fin, en el otoño de 1969, el general dio luz verde y cuatro de aquellos singulares astronautas que formábamos el primer equipo de «vuelo al pasado», tuvimos la fortuna de experimentar hasta un total de seis retrocesos en el tiempo. Todos ellos ejecutados siempre por parejas y en el estacionario fijado (ochocientos pies de altura), en pleno desierto Mojave.
    Ocuparme ahora de estas fascinantes experiencias me llevaría muy lejos de mi verdadero propósito. Prescindiré, por tanto, de su descripción, porque, además, quedaron minuciosamente registradas en otros tantos informes, actualmente en poder de la Air Force Office of Special Investigations y, desgraciadamente, de la DIA (Defense Intelligence Agency).
    Si apuntaré, no obstante, que el delicado sistema de retroceso y ajuste de los ejes del tiempo de los swivels en las fechas programadas por el equipo resultaron asombrosamente precisos, gracias a la revolucionaria red de computadores que había servido desde un comienzo para la localización de los swivels y que fueron incorporados al sistema de inversión de masa.
    Como es natural, de poco hubiera servido aquel gigantesco esfuerzo si nuestra tecnología no hubiera sido capaz de modificar los haces de los swivels -y concretamente los ejes del tiempo- forzándolos a los nuevos ángulos. La red de ordenadores, por un complejo procedimiento, llegó a afinar ese «traslado» de los «ejes» y, en definitiva, del módulo> con un error de «más-menos dos horas» en las fechas deseadas.
    Y al fin llegó el gran día. El general Curtiss nos convocó a una reunión de urgencia.
    Los hombres de la Operación Caballo de Troya -siempre bajo el mando de Curtiss- perfilaron media docena de «viajes», a cual más fascinante. Sin embargo, la lógica y un estricto sentido del orden hacían poco recomendable la puesta en marcha de varios proyectos a un mismo tiempo. Había que decidirse por una primera exploración, sin relegar por ello al olvido el resto de las proposiciones. Tras muchas horas de debate, y por unanimidad, la cumbre de científicos y especialistas -en sesión de urgencia en la base de Edwards- eligió tres «momentos» de la historia de la humanidad como posibles e inmediatos candidatos para una elección final. Era el 10 de marzo de 1971.
    Los tres objetivos en cuestión fueron los siguientes:
    1.º Marzo-abril del año 30 de nuestra era. Justamente, los últimos días de la pasión y muerte de Jesús de Nazaret.
    2.º El año 1478. Lugar: Isla de Madera. Objetivo: tratar de averiguar si Cristóbal Colón pudo recibir alguna información confidencial, por parte de un predescubridor de América, sobre la existencia de nuevas tierras, así como sobre la ruta a seguir para llegar hasta ellas.
    3 .º Marzo de 1861. Lugar: los propios Estados Unidos de América del Norte. Objetivo:
    conocer con exactitud los antecedentes de la guerra de Secesión y el pensamiento del recién elegido presidente Abraham Lincoln.
    Cada uno de los proyectos había sido preparado exhaustivamente, hasta en sus más mínimos detalles. Yo encabezaba y defendí enconadamente el segundo de los «viajes». A través de numerosas lecturas y contactos con expertos de la universidad de Yale, había llegado al convencimiento de que Colón no fue el primer descubridor de las tierras americanas y aquélla era una magnífica oportunidad de conocer la verdad. Pero, tanto el «viaje» a la guerra de Secesión como a la isla portuguesa de Madera terminaron por ser aparcados, en beneficio del primero: el traslado en el tiempo al año 30 de nuestra era. A pesar del natural disgusto de los defensores de los proyectos eliminados, todos reconocimos que el nivel de riesgos era sensiblemente inferior en el «gran viaje» a la Jerusalén de Cristo que a la guerra de Secesión estadounidense o al siglo XV. En el caso de la exploración en tiempos de Lincoln, los astronautas elegidos podían correr evidentes peligros físicos y ni el general Curtiss ni el resto de los componentes de la Operación Caballo de Troya estábamos dispuestos a poner en juego la seguridad de nuestros hombres. En cuanto al «viaje» que yo propugnaba, la falta de precisión en la fecha exacta en que el «prenauta» pudo arribar con su carabela a la isla de Madera fue determinante. Nuestra aportación histórica, aunque rigurosa, arrojaba un inevitable margen de error .
    Como un solo hombre, a partir de aquella decisiva y final determinación, los 61 miembros del equipo Caballo de Troya -de «exploración al pasado»- nos volcamos en la puesta a punto de la que iba a ser nuestra primera aventura oficial en el tiempo.
    No voy a negar que en aquellas semanas que siguieron a mí elección por el general Curtiss para tripular la «cuna» y «descender» en el tiempo de Jesús de Nazaret, mi estado de ánimo se vio profundamente alterado. A pesar de la innegable alegría que supuso el formar parte de la primera pareja de «exploradores» a otro tiempo, la responsabilidad de tan compleja operación me abrumó y fueron necesarios muchos días para lograr adaptarme y asimilar serenamente mi compromiso.
    Nunca supe con exactitud por qué el jefe del proyecto Swivel me designó para aquel «gran viaje». Es muy posible que, a la hora de valorar conocimientos y condiciones personales, otros compañeros deberían haber ocupado mi puesto por un amplio margen de méritos. Curtiss, en una de las múltiples entrevistas que celebré con él a raíz de mi nombramiento, dejó entrever que la naturaleza de la exploración exigía, fundamentalmente, la presencia de un hombre escéptico en materia religiosa. Al contrario de otros muchos miembros del equipo, yo no militaba en iglesia o movimiento religioso alguno, siendo patente mi carácter agnóstico. Por mí rígida educación científica y militar, y aunque siempre procuré respetar las creencias e inclinaciones religiosas de los demás, yo no había sentido jamás la menor necesidad de refugiarme o de buscar aliento en ideas trascendentales.
    ¡Qué poco podía imaginar lo que me reservaba el destino! Y tuve que reconocer con el general que, en efecto, la objetividad era una de las condiciones básicas para desempeñar aquella «observación» de la historia con un mínimo de rigor.
    Mi trabajo en aquel «traslado» al año 30 -al igual que el de mi compañero- exigía la aceptación y cumplimiento de una norma, que se había convertido en regla de oro para la totalidad del equipo del proyecto Caballo de Troya: los exploradores no podían -bajo ningún concepto, ni siquiera el de la propia supervivencia- alterar, cambiar o influir en los hombres, grupos sociales o circunstancias que fueran el objetivo de nuestras observaciones o que, sencillamente, pudieran surgir en el transcurso de las mismas. Cualquier vacilación a la hora de asumir esta premisa principal era motivo de una fulminante expulsión del grupo de exploradores. Este hecho inviolable presuponía ya una absoluta objetividad en los observadores. No obstante, el general, en un rasgo de sutil prudencia, prefirió que -en nuestro caso- la objetividad fuera de la mano de una especial asepsia en materia religiosa.
    Como es fácil comprender, un medio tan poderoso como la manipulación de los ejes del tiempo de los swivels podría ser sumamente peligroso, de caer en manos de individuos sin escrúpulos o con una visión fanática y partidista de la historia. En las seis primeras inversiones de masa que fueron practicadas con carácter puramente experimental en el desierto de Mojave pudo comprobarse que el trasvase del módulo y de los pilotos a otras fechas remotas no afectaba a la naturaleza física de los mismos ni tampoco al psiquismo o a la memoria de los tripulantes. Estos, mientras duró el «salto hacia atrás», fueron conscientes en todo momento de su propia identidad, recordando con normalidad a qué época pertenecían. En el grupo se discutió a fondo y con toda honestidad las gravísimas repercusiones que hubiera entrañado para una persona, o para una colectividad, la trágica circunstancia de que «alguien» de una época pasada pudiese resultar muerto en un enfrentamiento, por ejemplo, con alguno de nuestros exploradores. Si el principio causa- efecto respondía a una realidad, los resultados históricos podían ser funestos.
    De ahí que nuestra misión -por encima de todo- sólo podía aspirar a la observación y análisis de los hechos, personajes o épocas elegidos. Y no era poco...
    Por fortuna para el proyecto Caballo de Troya, nuestras relaciones con el Estado de Israel eran inmejorables, en especial a partir de la guerra de los Seis Días. Era primordial para la ejecución del «gran viaje» que la «cuna» pudiera ser trasladada a Palestina y ubicada en el «punto de contacto» elegido. Todo ello -además- sin levantar sospechas. Pero poco puedo referir sobre estas gestiones, que pesaron íntegramente sobre las espaldas del general Curtiss. Sólo al final, cuando apenas faltaban dos meses para la cuenta atrás, los más allegados al jefe del proyecto supimos de los obstáculos surgidos, de las duras condiciones impuestas por el Gobierno de Golda Meir y de los fallidos pero irritantes intentos de la CIA por hacerse con el control de la operación.
    Aquellos combates en la oscuridad de los despachos y de la burocracia estatal pasaron inadvertidos para mi y para el resto del equipo, enfrascados en la última fase de los preparativos de la aventura. (Ahora doy gracias al Cielo por esta supina ignorancia...) El resto de 1971, así como la casi totalidad de 1972, mi centro de operaciones cambió notablemente. Durante esos dos años, mi tiempo se repartió entre el pueblecito de Malula, la universidad de Jerusalén y la base de Edwards. La Operación Caballo de Troya contemplaba dos fases perfectamente claras y definidas.
    Una primera, en la que el módulo sufriría el ya conocido proceso de inversión de masa, forzando los ejes del tiempo de los swivels hasta el día, mes y año previamente fijados. En este primer paso, como es lógico, mi compañero y yo permaneceríamos a bordo hasta el «ingreso» en la fecha designada y definitivo asentamiento en el Punto de contacto.
    La segunda -sin duda la más arriesgada y atractiva- obligaba al abandono de la «cuna» por parte de uno de los exploradores, que debía mezclarse con el pueblo judío de aquellos tiempos, convirtiéndose en testigo de excepción de los últimos días de la vida de Jesús el Galileo. Ese era mi «trabajo».
    Este cometido -en el que no quise pensar hasta llegado el momento final- me obligó durante esos años a un febril aprendizaje de las costumbres, tradiciones más importantes y lenguas de uso común entre los israelitas del año 30.
    Buena parte de esos 21 meses los dediqué a la dura enseñanza de la lengua que hablaba Cristo: el arameo occidental o galilaico. Siguiendo los textos de Spitaler y de su maestro en la universidad de Munich, Bergsträsser, no fue muy difícil localizar los tres únicos rincones del planeta donde aún se habla el arameo occidental: la aldea de Ma’lula, en el Antilibano, y las pequeñas poblaciones, hoy totalmente musulmanas, de Yubb'adin y Bah'a, en Siria .
    Y aunque el árabe ha terminado por saltar las montañas del Líbano, contaminando el lenguaje de los tres pueblos, la fonética y morfología siguen siendo fundamentalmente arameas.
    Una oportuna documentación que me acreditaba como antropólogo e investigador de lenguas muertas por la universidad de Cornell, me abrió todas las puertas, pudiendo completar mis estudios en la universidad de Jerusalén. Allí contrasté mis conocimientos del arameo galilaico, aprendido entre las sencillas gentes del Antilíbano, con otras fuentes como el Targum palestino y el arameo literario de Qumrán, el nabateo y palmireno.
    Por último -como complemento- mi preparación se vio enriquecida con unas nociones básicas pero suficientes del griego y el hebreo míshnico, que también se hablaban en la Palestina de Cristo.
    Recorrí infinidad de veces los llamados por los católicos Santos Lugares, aunque era consciente de que aquel reconocimiento del terreno de poco iba a servirme a la hora de la verdad...
    Tampoco quise profundizar excesivamente en los textos bíblicos en los que se narra la pasión, muerte y resurrección del Salvador. Por razones obvias, preferí enfrentarme a los hechos sin ideas preconcebidas y con el espíritu abierto. Si mi obligación era observar y transmitir la verdad de lo que ocurrió en aquellos días, lo más aconsejable era conservar aquella actitud limpia y desprovista de prejuicios.
    Al retornar a la base de Edwards, a finales de 1972, todo eran caras largas. Pronto supe -y la confirmación final llegó de labios del propio Curtiss- que, a pesar de las gestiones, al más alto nivel, el Gobierno israelí no daba su autorización para la entrada en su país de la «cuna» y del resto del sofisticado equipo. Lógicamente, tenían derecho a saber de qué se trataba y el jefe del proyecto Caballo de Troya tampoco había dado facilidades para solventar este extremo de la cuestión.
    El más estricto sentido de la seguridad, sin embargo, hacia inviable que el general pudiera advertir a los israelitas sobre la auténtica naturaleza de la operación. ¿Qué podíamos hacer?
    Después de un agitado diciembre -en el que, sinceramente, llegamos a temer por el éxito del «gran viaje»- el Pentágono, siguiendo las recomendaciones de Curtiss, planeó una estrategia que doblegó a los judíos. Desde 1959, tanto la Unión Soviética como nuestro país venían desarrollando un programa secreto de satélites espías destinados a una mutua observación de todo tipo de instalaciones militares, industriales, agrícolas, urbanas, etc. Estos «ojos volantes» fueron ganando en penetración, especialmente a partir de los llamados «satélites de la tercera generación» en 1966. En una cuarta generación, el Pentágono con la colaboración de empresas especializadas en fotografía (la Eastman Kodak, la Itek Corporation y la Perkin-Elmer) había conseguido situar en órbita un nuevo modelo de satélite (la serie Big Bird), cuyo instrumental era capaz de fotografiar, a 150 kilómetros de altura, los titulares del periódico de un hombre que estuviera sentado en la plaza Roja de Moscú. A pesar de la gran reserva del National Reconnaissance Office -un departamento especializado y responsable de este tipo de informaciones, con sede en el propio Pentágono- algunas de las características del Big Bird terminaron por filtrarse entre los servicios de Inteligencia de otros países. El Gobierno de Golda Meir había presionado en numerosas ocasiones para que la precisa red de nuestros satélites espías pudiera proporcionarles información gráfica de los movimientos de tropas, asentamiento de rampas, nuevas construcciones, etc., de los países árabes. Pues bien, aquélla fue nuestra oportunidad.
    Desde hacia aproximadamente año y medio -desde comienzos de 1971- el Pentágono había empezado a trabajar en un nuevo diseño de satélites Big Bird: el KH II.
    Curtiss, previa autorización del Alto Estado Mayor del Ejército de los Estados Unidos y tras entrevistarse personalmente con el presidente Nixon y el secretario de Estado Kissinger, voló nuevamente a Jerusalén. Esta vez si ofreció a la primer ministro, Golda Meir, y a su ministro de la Guerra, el legendario Moshe Dayan, una explicación «satisfactoria»: dentro del más riguroso de los secretos, EE.UU. deseaba colaborar con el país amigo -Israel- montando un laboratorio de recepción de fotografías para sus Big Bird. De esta forma, los judíos podían disponer de un rápido y fiel sistema de control de sus enemigos y mi país, de una nueva y estratégica estación, que ahorraba tiempo y buena parte de la siempre engorrosa maniobra de recuperación de las ocho cápsulas desechables que portaba cada satélite y que eran rescatadas cada quince días en las cercanías de Hawai. Desde un punto de vista puramente militar, la Operación resultaba, además, de gran interés para los Estados Unidos, que podían así fotografiar a placer franjas tan «inestables» (políticamente hablando) como las de las fronteras de la URSS con Irán y.
    Afganistán y otras zonas de Pakistán y del Golfo Pérsico, pudiendo recibir cientos de negativos en la nueva estación «propia» (la israelita), a los tres minutos de haber sobrevolado dichas áreas .
    Gracias a este sutil engaño, el general Curtiss y parte del equipo del proyecto Caballo de Troya, conseguían aterrizar a primeros de enero de 1973 en Tel Aviv. Para evitar sospechas, y de mutuo acuerdo con el Mossad (servicio de Inteligencia israelí), la USAF acondicionó un avión Jumbo, en el que habían sido eliminados los asientos, cargando en sus cabinas diez toneladas de instrumental «altamente secreto». Del falso reactor de pasajeros, camuflado, incluso, con los distintivos de la compañía judía El Al, descendió un nutrido grupo de aparentes y pacíficos turistas norteamericanos. Era el 5 de enero.
    Lo que nunca supieron los sagaces agentes del servicio de Inteligencia israelí es que mezclada con el material para la estación de recepción de fotografías vía satélite, viajaba también nuestra «cuna» El plan de Curtiss era sencillo. En un minucioso estudio elaborado en Washington por el CIRVIS (Communication Instruction for Reporting Vital Intelligence Sightings) , con la colaboración del Departamento Cartográfico del Ministerio de la Guerra de Israel, la instalación de la red receptora de imágenes del Big Bird debía efectuarse en un plazo máximo de seis meses, a partir de la fecha de llegada del material. Los especialistas debían proceder -en una primera etapa- a la elección del asentamiento definitivo. Los militares habían designado tres posibles puntos: la cumbre del monte Olivete o de los Olivos -a escasa distancia de la ciudad santa de Jerusalén-; los Altos del Golán, en la frontera con Siria, o los macizos graníticos del Sinaí.
    Astutamente, el general Curtiss había hecho coincidir la primera de las posibles ubicaciones de la estación receptora con nuestro punto de contacto para el «gran viaje». Mucho antes de que el Gobierno de Golda Meir obstaculizara la marcha de nuestra operación, los especialistas del proyecto Caballo de Troya habían estimado que el referido monte Olivete era la zona apropiada para la toma de tierra de la «cuna». Su proximidad con la aldea de Betania y con Jerusalén la habían convertido en el lugar estratégico para el «descenso». Y aunque los israelitas mostraron una cierta extrañeza por la designación de aquella colina, como la primera de las tres bases de experimentación, parecieron bastante convencidos ante las explicaciones de los norteamericanos. Israel se veía envuelto aún en numerosas escaramuzas con sus vecinos, los egipcios y sirios. De haber iniciado la instalación de la estación receptora por el Sinaí o por el Golán, los riesgos de destrucción por parte de la aviación enemiga hubieran sido muy altos.
    Era necesario ganar tiempo y -sobre todo- adiestrar a los judíos en el manejo de los equipos con un amplio margen de seguridad y sin sobresaltos.
    Una vez localizado el asentamiento ideal, verificados los numerosos controles e instruidos los israelitas, el laboratorio entraría en la fase operativa, compartido siempre por ambos países.
    Eso suponía, según todos los indicios, un plazo de tiempo más que suficiente para nuestro trabajo.
    Los judíos, en suma, aceptaron con excelente sumisión los consejos de los norteamericanos y colaboraron estrechamente en el transporte y vigilancia de los equipos.
    Los hombres de la Operación Caballo de Troya estaban de acuerdo desde mediados de 1972 en que el «punto de contacto» debía ser la pequeña plazoleta que encierra la mezquita octogonal llamada de la Ascensión del Señor. El alto muro que rodea la reliquia de la época de las cruzadas era el baluarte perfecto para esquivar las miradas de los curiosos. Curtiss, con el resto del grupo, habían previsto hasta los más insignificantes detalles. La experiencia fue fijada inexcusablemente para el día 30 de enero de 1973. Era el momento perfecto por varías razones: en primer lugar, porque el montaje de los equipos electrónicos de la estación receptora del Big Bird debería iniciarse entre el 20 y 25 de ese mismo mes de enero. En segundo término, porque, en esas fechas, la afluencia de peregrinos a los Santos Lugares experimentaría un notable descenso. Por último, porque el grupo deseaba honrar así la memoria de uno de los hombres más grandes de la humanidad: Mahatma Gandhi. Justamente en ese 30 de enero de 1973 se celebraría el 25 aniversario de su muerte.
    Por supuesto, la razón primordial era la primera. Caballo de Troya necesitaba una semana para el ensamblaje y chequeo general de la «cuna». El general Curtiss, a la hora de redactar el proyecto de instalación del laboratorio receptor de fotografías vía satélite, había impuesto una condición que fue entendida y aceptada por Golda Meir y su gabinete: dado el carácter altamente secreto de los scanners ópticos utilizados y de algunos elementos electrónicos, el montaje del instrumental debería correr a cargo -única y exclusivamente- de los norteamericanos. La seguridad y vigilancia interior de la estación, mientras durase esta fase, sería misión ineludible de los Estados Unidos. El Gobierno de Israel tendría a su cargo la protección exterior, pudiendo participar en el proyecto una vez ultimado dicho ensamblaje. Esta argucia no tenía otra justificación que mantener alejados a los judíos, permitiéndonos así el desarrollo completo de nuestro verdadero programa.
    El salto en el tiempo -programado, como digo, para el martes, 30 de enero- había sido limitado a un total de once días. Caballo de Troya disponía, por tanto, de un máximo de tres semanas para la puesta a punto de la «cuna», para la ejecución de la aventura propiamente dicha y para el no menos delicado retorno.
    Varios días antes de que el falso grupo de turistas norteamericanos partiese de EE. UU. con destino a Tel Aviv, Moshe Dayan había dado las órdenes oportunas para que su servicio secreto activase una minioperación, de escasa envergadura, pero vital para la «toma de posesión» de la citada mezquita de la Ascensión. Era preciso que nuestros técnicos pudiesen trabajar en el interior de dicha plazoleta, sin levantar sospechas entre la población y mucho menos entre los musulmanes, responsables del culto en el tabernáculo octogonal que se levanta en el centro del recinto.
    En aquellos días, tanto la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), como los servicios secretos egipcios (el Mukhabarat el Kharbeiyah), en perfecta conexión con los agentes soviéticos que todavía operaban en El Cairo, habían desplegado una intensa oleada terrorista en Israel. Las bombas «postales» estaban de moda y raro era el día en que no se detectaba o estallaba uno de estos mortíferos artefactos en Jerusalén, Tel Aviv o en el resto del país.
    (Justamente la víspera de nuestra operación -29 de enero- se recibieron en distintas dependencias y organismos de la ciudad de Jerusalén un total de nueve de estas bombas «postales».) El plan del eficacísimo servicio secreto israelí (El Mossad) se consumó en la tarde del 1 de enero. Una pareja de jóvenes agentes, con todo el aspecto de turistas, «olvidó» un sospechoso maletín junto a los recios muros del tabernáculo de la Ascensión. El propio Mossad se encargó de dar la alarma y en cuestión de minutos, la plazoleta y el octógono fueron desalojados, mientras un equipo de especialistas en desactivación de explosivos se encargaba de «inspeccionar» y hacer estallar allí mismo el paquete-bomba de los supuestos terroristas. El suceso, dada la naturaleza del lugar y previo acuerdo con los responsables de la custodia de los Santos Lugares, fue ocultado a los medios informativos.
    Tal y como habían previsto los israelitas de Dayan, la explosión apenas si provocó daños en las paredes exteriores de la mezquita. Sin embargo, en una rutinaria pero obligada inspección del resto del octógono, agentes del Mossad -haciéndose pasar por arquitectos de la División de Zapadores del Ejército- «descubrieron» y enseñaron a los custodios del lugar unas placas o radiografías de los cimientos de la cara este de la mezquita, seriamente afectados por el atentado. Aquello dejó confundidos a los musulmanes. Pero El Mossad lo tenía todo previsto. En un gesto de «buena voluntad» -y ante el desconcierto de los árabes- el vicepresidente judío, Ygal Allon, convocó a los responsables de la mezquita, informándoles que el Gobierno había tomado la decisión de reparar los daños, «como muestra de buena fe». La inminente proximidad de la Pascua judía y de la Semana Santa católica justificó a las mil maravillas las inusitadas prisas del Gobierno de Golda Meir por acometer la reparación del monumento. Nadie podía sospechar que, bajo aquella oportuna y aparente maniobra política de los judíos, se amparaba una doble intención.
    La comedia resultó sencillamente perfecta. Aunque los cimientos de la mezquita se hallaban intactos, nadie se atrevió a poner en duda los informes de los supuestos arquitectos.
    A las cuarenta y ocho horas de la explosión, una «división especial», integrada por arqueólogos y expertos de la universidad de Jerusalén, de la Escuela Bíblica y Arqueológica francesa de la Ciudad Santa y del Museo de Antigüedades de Amman, inició los trabajos de excavación en torno al perímetro de la pequeña mezquita, ante el beneplácito de los árabes.
    Sinceramente, nunca supimos cómo el Servicio Secreto israelí se las ingenió para «embarcar» a dicho grupo en semejante labor de restauración. En algunos momentos, incluso, llegamos a sospechar que aquellos discretos y diligentes arqueólogos no eran otra cosa que hombres del Mossad.
    El caso es que, cuando el general Curtiss y el resto del proyecto Caballo de Troya giramos una primera visita de inspección a la plazoleta de la Ascensión, los obreros habían abierto zanjas junto a la mezquita, levantando dos grandes barracones; uno a cada lado del octógono y de acuerdo con las medidas previamente facilitadas por Curtiss al ejército de Dayan. Los 71 pies de diámetro de la plazoleta, cercada por un muro de piedra de otros nueve píes de altura, eran más que suficientes para nuestros propósitos y, por supuesto, para la instalación del laboratorio receptor de fotografías.
    Desde el 7 de enero, de una forma escalonada y aprovechando las constantes entradas y salidas de material, los israelitas y norteamericanos se las arreglaron para introducir en los barracones la totalidad del material secreto.
    Una semana después, con el lógico regocijo de Curtiss y de la totalidad de los científicos y militares que habíamos tomado parte en el transporte del instrumental, todo estaba dispuesto para el supuesto ensamblaje de la estación receptora del Big Bird. Aquello significó un adelanto de casi siete días en el programa.
    A partir del 15 de enero, el jefe del proyecto Caballo de Troya comunicó a las autoridades militares israelitas que los ingenieros norteamericanos se disponían a iniciar los trabajos de montaje del laboratorio y que, en consecuencia y de acuerdo con lo pactado, el acceso a los barracones quedaba rigurosamente prohibido a la totalidad del personal no americano. Los judíos se retiraron al exterior del recinto, manteniéndose, no obstante, un pasillo neutral por el que pudieran circular los «arqueólogos», cuyo cometido no debía ser suspendido bajo ningún concepto. Si los árabes llegaban a intuir que aquellas obras de reparación de su mezquita no eran otra cosa que una «tapadera» para ocultar otros objetivos puramente militares, Caballo de Troya y la propia ubicación de la estación receptora se habrían visto en una situación muy comprometida.
    Los equipos de restauración, por tanto, prosiguieron con su misión, a los pies de los muros del octógono, mientras nosotros desembalábamos el material, entregándonos a una frenética tarea de montaje de la «cuna» Pero la alegría del general y también la nuestra iban a sufrir un súbito revés.
    Los venenosos tentáculos de la CIA -nunca supimos cómo- habían tocado y detectado la operación conjunta judionorteamericana y la Defense Intelligence Agency estaba presionando para que Kissinger les pusiera al corriente. Las sucesivas negativas del secretario de Estado crearon fuertes tensiones entre la CIA y los reducidos círculos militares del Pentágono que estaban al tanto de la misión. La situación fue tan insostenible que el general Curtiss fue reclamado a Washington, a fin de apaciguar los ánimos e intentar hallar una solución.
    Mientras tanto, el resto del equipo Caballo de Troya siguió en su empeño, aunque con los ánimos encogidos por la cercanía de la siempre peligrosa sombra de la CIA.
    En este caso, la manifiesta habilidad de Curtiss no sirvió de gran cosa. El director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), Richard Helms, no estaba dispuesto a ceder. Ante la gravedad de los acontecimientos, y por sugerencia expresa de Kissinger, el presidente Nixon «aconsejaría» pocos días después que Helms dimitiera como director de la CIA. Con el fin de reforzar la confianza del Pentágono, el 4 de enero era designado el general e intimo colaborador de Curtiss, Alexander Haig, como vicejefe del Alto Estado Mayor del Ejército de los Estados Unidos. Los periódicos publicaron entonces que la dimisión del director de la CIA se debía a «profundos desacuerdos de Helms con Kissinger en asuntos relacionados con la seguridad del Estado». No iban descaminados, aunque nunca supieron las verdaderas razones de aquella drástica «operación quirúrgica» en la cúspide de la Agencia Central de Inteligencia y del Alto Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos.
    Una vez capeado el temporal, Curtiss regresó a Jerusalén, reincorporándose a los últimos preparativos de la que -sin duda- iba a ser una de las más grandes aventuras de la Historia de la Humanidad.
    El 25 de enero de 1973, la «cuna» reposaba ya en el centro del barracón principal. Había sido montada en su totalidad, excepción hecha de los cuatro puntos de apoyo. Estos, por elementales razones de prudencia, no serían ensamblados hasta pocas horas antes del despegue. Un hábil dispositivo hidráulico permitía una total apertura de la techumbre del improvisado hangar en el que se desarrollaban nuestras operaciones. De esta forma, y según lo previsto, el lanzamiento del módulo en la noche del 30 de enero no tendría por qué presentar especiales dificultades.
    Supongo que la persona que lea este diario se preguntará cómo un artefacto de las características de nuestra «cuna» podía elevarse sobre el monte Olivete sin llamar la atención de la población y del ejército israelita. Mucho antes de poner en marcha esta operación, el proyecto Swivel había incorporado a sus módulos -como condición básica para todas o casi todas las misiones futuras- un sistema de emisión permanente de radiación infrarroja. La «cuna», en el caso que me ocupa, disponía de una especie de «membrana» exterior que recubría la totalidad del vehículo y cuyas funciones -entre otras que no puedo especificar- eran las siguientes :
    1.ª Apantallamiento del módulo, mediante un «escudo» o «colchón» de radiación infrarroja (por encima de los 700 nanómetros).
    Esta fuente de luz infrarroja hacía invisible la totalidad del aparato, pudiendo maniobrar por encima de cualquier núcleo humano sin ser vistos. Como apuntaba anteriormente, este requisito era del todo imprescindible para nuestras observaciones, no lastimando así el ritmo natural de los individuos que se pretendía estudiar o controlar.
    2.ª Absorción -sin reflejo o retorno- de las ondas decimétricas, utilizadas fundamentalmente en los radares. (En el caso de las pantallas militares israelitas, estos dispositivos de seguridad fueron previamente ajustados a las ondas utilizadas por tales radares: 1 347 y 2 402 megaciclos.) Este sencillo procedimiento anulaba la posibilidad de localización electrónica del módulo, mientras era elevado a 800 pies, punto ideal para la inmediata fase de inversión de masa.
    3.ª La «membrana» que cubre el blindaje exterior de la «cuna» (cuyo espesor total es de 0,0329 metros) debía provocar una incandescencia artificial que eliminase cualquier tipo de germen vivo y que siempre podían adherirse a su superficie. Esta precaución evitaba que tales gérmenes resultaran invertidos tridimensionalmente con la nave. Un involuntario «ingreso» de tales organismos en otro «tiempo» o en otro marco tridimensional hubiera podido acarrear imprevisibles consecuencias de carácter biológico.
    En cuanto al inevitable rugido del motor a chorro J85, que debía situarnos en el «estacionario» ya mencionado, los científicos habían logrado reducirlo a un afilado silbido, mediante la incorporación de potentes silenciadores.
    Otra cuestión -imposible de solventar hasta ese momento- era el «trueno» provocado en el instante de la inversión de masa de la «cuna». Afortunadamente para nosotros, ese estampido podía ser atribuido a cualquiera de los cazas israelitas que evolucionaban día y noche sobre el territorio y que al cruzar la barrera del sonido desequilibraban las moléculas del aire, dando lugar a lo que en términos aeronáuticos se conoce como un «bang sónico» .
    Como había ocurrido en las seis pruebas precedentes, en el desierto de Mojave, el cada vez más cercano lanzamiento del módulo alteró nuestros ánimos. Curtiss procuró que mi compañero de viaje y yo nos apartáramos durante un par de días de la mezquita de la Ascensión Pero nuestros pasos terminaban siempre por conducirnos hasta el hangar.
    Tres días antes del inicio del «gran viaje», el jefe de Caballo de Troya nos convocó a una última reunión, en la que repasamos las líneas maestras de la operación. Curtiss parecía obsesionado por nuestra seguridad. Ambos conocíamos nuestras respectivas obligaciones, pero la insistencia del general nos inquietó. ¿Qué podía estar ocultando el director del proyecto Swivel? Meses después de aquella experiencia, mi «hermano» y yo tuvimos ocasión de conocer la verdadera razón de su inquietud...
    La estrategia a seguir en el «descenso» al tiempo de Jesús de Nazaret había sido meditada a fondo. Una vez en tierra, y tras varias horas de revisión de controles, mi compañero de módulo -a quien de ahora en adelante llamaré «Elíseo»- deberla permanecer durante los once días de exploración al mando de la «cuna». Sólo en caso de alta emergencia podría abandonar la nave.
    Mi papel, como creo que ya he insinuado, exigía el desembarco a tierra y la aproximación al Maestro de Galilea, a quien debería seguir y observar durante todo el tiempo que me fuera posible.
    Con el fin de evitar una posible tentación por parte de los exploradores de rebasar el tiempo fijado para la operación, el ordenador central de la «cuna» había sido previamente programado -sin posibilidad alguna de prórroga o anulación de dicho programa- para el despegue automático y el retorno de los ejes del tiempo de los swivels a las 7 horas del 12 de febrero de 1973. En esos instantes, todo estaría preparado en el recinto de la mezquita de la Ascensión para el reingreso del módulo y su fulminante desmantelamiento.
    Mientras durase la aventura, los hombres de Curtiss darían por concluido, en el segundo barracón, el montaje del laboratorio receptor de fotografías del Gran Pájaro. Esto permitiría una rápida evacuación del material de Caballo de Troya, así como la entrada del personal israelí en los hangares.
    Antes de levantar aquella última sesión de trabajo, Curtiss nos comunicó que -de conformidad con el Pentágono y, por supuesto, con Kissinger- 24 o 36 horas antes del despegue la atención mundial seria centrada a miles de millas de Jerusalén, reforzando así las medidas de seguridad de nuestro salto hacia el siglo I.
    Efectivamente, tal y como había anunciado el general, el 28 de enero de 1973, y después de «intensos esfuerzos por ambas partes», los Estados Unidos y Vietnam firmaban en París el definitivo acuerdo que prometía poner fin a la trágica guerra...
    El 30 de enero, Elíseo y yo apenas si salimos del hangar. La casi totalidad de la jornada transcurrió en el interior de la «cuna», revisando los equipos. Mi compañero tuvo que someterse a una última y delicada operación: la inserción en el recto de una reducida sonda, dispuesta para recoger las heces fecales. Éstas, tratadas previamente con unas corrientes turbulentas de agua a 38 grados centígrados, serian succionadas durante los once días de su obligada permanencia en el módulo por un dispositivo miniaturizado que fue acoplado a sus nalgas. De esta forma, las heces son descompuestas en sus elementos químicos básicos. Parte de éstos son gelificados y transmutados en oxígeno e hidrógeno, sirviendo así para la obtención sintética de agua, que es recuperada y devuelta al ciclo orina-agua para la ingestión. El resto de los elementos es convertido en lodo y expulsado en forma gaseosa al exterior. En mi caso, este dispositivo para la defecación no era aconsejable, ya que una de las normas básicas de conducta para los exploradores que debían trabajar en el exterior era la de portar el equipo mínimo imprescindible y siempre oculto a la vista de los posibles observadores.
    Sí debía llevar, sin embargo, lo que en el argot de Caballo de Troya llamábamos la «piel de serpiente». Mediante un proceso de pulverización, el explorador cubría su cuerpo desnudo con una serie de distintos aerosoles protectores, formando una epidermis artificial y milimétrica, capaz de proteger zonas vitales tanto de una posible agresión mecánica como bacteriológica.
    Aunque esta segunda piel podía adherirse a la totalidad del cuerpo, en razón a la indumentaria que debía vestir, el jefe del proyecto estimó que la coraza -transparente y de extrema elasticidad- debía ser limitada desde los órganos genitales a las respectivas áreas del cuello que protegen a ambas arterias carótidas.
    Este eficacísimo traje protector -que algún día resultará de gran utilidad a nuestros astronautas, submarinistas, etc.-, puede resistir, a la manera de los anticuados chalecos antibala, impactos como el de un proyectil (calibre 22 americano), a veinte pies de distancia, sin interrumpir por ello el proceso normal de transpiración y evitando, como digo, la filtración a través de los poros de agentes químicos o biológicos.
    El proyecto Swivel había desarrollado -en especial para los astronautas de la fascinante operación Marco Polo- otros dispositivos que harían palidecer de envidia a los técnicos de la NASA. He aquí algunos de los más sugestivos:
    Los ojos y boca de los exploradores a otros marcos tridimensionales de nuestra galaxia pueden ir protegidos con un sistema absolutamente revolucionario. Los primeros, por ejemplo, van equipados con un sistema óptico -formado por lentes de gas- que, perfectamente controladas por un ordenador, permiten la adecuación de la visión tanto en un medio atmosférico adverso como en el vacío de los espacios siderales.
    Los oídos de los astronautas, por otra parte, pueden llevar incorporadas sendas cápsulas acústicas miniaturizadas, excitadas por un equipo receptor por ondas gravitatorias. Estos dispositivos sirven para transmitir cortos mensajes entre los componentes de un grupo o, como en nuestro caso, para sostener una permanente comunicación durante los once días que iba a durar la aventura. Gracias a estas «cabezas de cerillas» -fácilmente ocultas en el interior del oído- tanto Elíseo como yo pudimos saber el uno del otro, sin necesidad de cargar con incómodos aparatos de radio, que hubieran quebrantado, por otra parte, la estricta pureza de la exploración.
    En cuanto a la alimentación, en el caso de viajes de larga duración, los astronautas son dotados de un doble tubo que conduce, por un extremo, a un dispositivo especial ubicado en la región lumbar y, por el otro, a un mecanismo sumamente frágil y sujeto al labio inferior. El tubo está preparado en su interior con una red de cilios mecánicos que impulsan lentamente unas cápsulas que encierran diversos alimentos concentrados. Estas son de sección elíptica y van protegidas por una delgadísima película gelatinosa muy soluble en la saliva. El párpado del astronauta, abierto y cerrado una serie secuencial de veces, envía una señal codificada al equipo de la zona lumbar y las cápsulas son impulsadas hasta la boca.
    La otra conducción transporta un suero nutritivo, con diferentes concentraciones reguladas.
    Por último, unas cápsulas alojadas en las fosas nasales generan oxígeno y nitrógeno, partiendo de transmutación del carbono puro. Además, el C02 es captado por el mismo dispositivo y descompuesto en sus elementos básicos: carbono y oxígeno y convertidos, el primero con liberación energética que se utiliza para el caldeo de la epidermis.
    Aunque nuestro módulo iba preparado con estos equipos, en realidad apenas si fueron utilizados, a excepción de la «piel de serpiente» y del sistema de transmisión auditiva. La «cuna» había sido dotada con una reserva especial de agua y alimentos, suficiente para ambos expedicionarios durante un período de tiempo algo superior a los catorce días. Por mi parte, el problema de la dieta alimenticia no revestía excesivas complicaciones. En mi intenso entrenamiento durante los dos años precedentes, había aprendido los esquemas del régimen alimenticio de los judíos, así como el de los gentiles que convivían en aquellos tiempos con los pobladores de la Judea. Como extranjero -mi atuendo y costumbres habían sido fijados por Caballo de Troya como los de un comerciante griego en vinos y madera-, sabia perfectamente cuáles eran mis limitaciones en este sentido, No obstante, en el supuesto de una emergencia, siempre existía el recurso por mi parte de un retorno al módulo.
    Mi única salida fuera del hangar fue al atardecer de aquel inolvidable martes. Sin saber por qué, sorteé el andamiaje de los arqueólogos que venían trabajando en la restauración de la mezquita y me introduje en el interior del octógono.
    Era extraño. Allí, solitario frente a las tres pequeñas velas que alumbran la piedra en la que -según la piadosa imaginación de los peregrinos católicos- aún se ve la huella de un pie que se eleva, me pregunté por qué Caballo de Troya había elegido precisamente la mezquita de la Ascensión de Cristo a los cielos como nuestro punto de partida para aquella otra ascensión...
    En silencio, Eliseo y yo abrazamos a Curtiss y al resto de los compañeros. No hubo muchas palabras en aquella despedida. Todos éramos conscientes del momento histórico que protagonizábamos y de los oscuros peligros que podían aguardarnos al «otro lado».
    -Hasta el 12 de febrero... -murmuró el general con un punto de emoción en sus palabras.
    -¡Suerte! -añadieron los hombres de Caballo de Troya.
    Y a las 23 horas (G.M.T., hora Greenwich), la «cuna» comenzó a elevarse hacia un firmamento blanqueado por las estrellas.
    En treinta segundos alcanzamos la cota de 800 pies, llevando a cabo el estacionario del módulo. Todos los sistemas funcionaban según el plan previsto.
    Aunque nuestra nave no iba a viajar por el espacio -tal y como ocurriría meses después con los expedicionarios del proyecto Marco Polo- Eliseo y yo, siguiendo las especificaciones del jefe de la Operación Swivel, teníamos la misión de probar uno de los trajes espaciales, especialmente diseñados para los procesos de inversión de ejes de los swivels y para una mejor resistencia en las fortísimas aceleraciones .
    A las 23 horas y 3 minutos, el computador central accionaba electrónicamente el sistema de inversión axial de las partículas subatómicas de la totalidad de la «cuna», así como de la capa límite de la membrana exterior, empujando los ejes del tiempo de los swivels a unos ángulos equivalentes al retroceso deseado: 709 137 días. En otras palabras, al 30 de marzo del año 30.
    Décimas de segundo después de la sustitución de nuestro antiguo sistema referencial de tres dimensiones por el nuevo tiempo, y según nos explicaron los hombres de Caballo de Troya a nuestro regreso, una fortísima explosión se dejó sentir sobre la cumbre del monte de los Olivos, con la consiguiente alegría de nuestros compañeros y el desconcierto de los israelitas.

    30 DE MARZO, JUEVES

    Fue quizás el instante de mayor tensión. Eliseo y yo, enfundados en nuestros trajes espaciales, percibimos cómo nuestros corazones aceleraban su frecuencia, hasta el umbral de las 150 pulsaciones. El ordenador marcaba las 23 horas, 3 minutos y 22 segundos del jueves, 30 de marzo del año 30. Habíamos «retrocedido» un total de 17 019 289 horas.
    Poco a poco recuperamos el control de la frecuencia cardíaca centrándonos en la operación de mantenimiento del estacionario y en la revisión general de los sistemas. Nada parecía haber cambiado. La fuente exterior de luz infrarroja seguía apantallándonos y los altímetros marcaban los primitivos valores: cota de 800 pies sobre el terreno y oscilación nula en el módulo. Durante el proceso infinitesimal de inversión de masa, la pila nuclear SNAP-10A había seguido alimentando el motor principal de turbina a chorro CF 200-2V. Nuestra posición en el espacio, por tanto, no había variado.
    Una vez chequeados los circuitos principales, Eliseo y yo efectuamos un primer contacto visual de la zona. Al Oeste de nuestra posición, y a poco más de 1000 pies, divisamos un extenso núcleo luminoso. A pesar de las muchas horas de entrenamiento, la emoción nos dejó sin habla. Los radares confirmaban el perfil de un asentamiento humano, con un sin fin de construcciones de baja estructura y dos edificaciones de superior envergadura: una ubicada en la cara este de la ciudad -mucho más voluminosa-y otra al suroeste. Luego supimos que se trataba del gran complejo del templo y la torre Antonia y el palacio de Herodes, respectivamente. Nuestras suposiciones -a pesar de la cerrada oscuridad- eran correctas:
    aquellas luces amarillas y parpadeantes correspondían a la ciudad santa de Jerusalén. La totalidad del núcleo urbano aparecía cerrado por una muralla. Un segundo muro, de características muy similares al que constituía el perímetro de la población dividía Jerusalén por su tercio norte, justamente desde la cara oeste del templo a la fachada norte del palacio herodiano.
    Al este-sureste de nuestro módulo se apreciaban igualmente otros dos grupos de luces mortecinas, infinitamente más pequeños que el primero y situados prácticamente en la falda del monte sobre el que nos encontrábamos estacionados y que presumíamos como el Olivete.
    Los equipos de ondas de 740 milímetros de longitud remitieron unas primeras y confusas imágenes de estos núcleos humanos, no siendo posible confirmar si -como sospechábamos- se trataba de las aldeas de Betania y Betfagé.
    Tras aquel primer rastreo de nuestros inmediatos alrededores, mi hermano de exploración y yo ejecutamos la segunda fase del plan: una nueva inversión de masa, con el fin de polarizar los ejes de los swivels hasta la hora límite, que nos serviría de auténtico punto de partida para un posterior descenso sobre la cumbre del Olivete. A las 23 horas y 33 minutos, el módulo «retrocedió» en el tiempo, «apareciendo» 15 horas antes. Aunque el caudal del generador atómico nos hubiera permitido el mantenimiento de la nave en estacionario hasta el amanecer del día siguiente, 31 de enero, los objetivos de la exploración recomendaban esta segunda inclinación de los ángulos del tiempo de los swivels hasta alcanzar las 8 horas y 33 minutos del 30 de enero del año 30. Aunque no deseo adelantar acontecimientos, nuestras fuentes informativas previas apuntaban al viernes, 31 de enero, como la fecha en que el Maestro de Galilea entró en Betania, procedente de la vecina ciudad de Jericó, situada a unos 34 kilómetros de la citada población de Betania, donde residía la familia de Lázaro. Si todo discurría con normalidad, yo debería estar allí con una antelación aproximada de veinticuatro horas.
    ¿Cómo poder describir aquel amanecer del 30 de enero sobre la vertical del monte de los Olivos?.
    El sol naciente había apagado las antorchas de Jerusalén, ofreciendo a nuestros atónitos ojos un inmenso racimo de casitas blancas y ocres, apretadas las unas contra las otras y rotas en mil direcciones por quebradas callejuelas. Y destacando sobre aquel mosaico, una formidable fortaleza rectangular, levantada en la cara este de la ciudad. Era el templo erigido por Herodes el Grande, con inmensas columnatas limitando espaciosos patios y atrios. Tal y como había descrito el historiador Flavio Josefo, una brillante cúpula - correspondiente al santuario- resplandecía cual «montaña cubierta de nieve».
    De norte a sur, al pie de la muralla este de Jerusalén, divisamos el cauce seco y afilado de una torrentera que identificamos como el Cedrón.
    Hacia el este-sureste, ligeramente difuminada por una calina, se perdía en el horizonte la hoya del mar Muerto. Su superficie azul espejeaba tímidamente, resaltando como un milagro sobre las resecas y cenicientas ondulaciones del desierto de Judá. Mucho más al fondo, perdidas en un verdiazul inverosímil, las estribaciones de Moab.
    Alborozados, Eliseo y yo descubrimos junto al vértice sur de las murallas de la ciudad santa el diminuto rectángulo de aguas marrones que, según nuestras cartas, tenía que corresponder a la piscina de Siloé. En esa misma dirección, y a escasa distancia de los muros, una ladera moría en el lecho del Cedrón. En ese paraje conocido como la tierra marchita de Hakeldama- debería ocurrir el trágico final de Judas Iscariote.
    Y bajo el módulo, un promontorio que se estiraba en paralelo a la gran muralla este de Jerusalén. Se trataba, efectivamente, del monte Olivete, repleto de olivares.
    Las primeras inspecciones, mediante sistema de ecosonda, confirmaron la abundancia de un terreno calcáreo en un amplio radio alrededor de Jerusalén. Los equipos de análisis de entornos -basados en un procedimiento estereográfico muy similar a los rayosX- ratificaron la presencia de vegetación en un cinturón aproximado de 16,650 kilómetros. Toda la franja norte y noroeste de la ciudad presentaba una extraordinaria abundancia de huertos y plantaciones de árboles frutales. Al sur y sureste -especialmente en la masa del Olivete- eran mucho más frecuentes los olivares, destacando aquí y allá alineaciones de viñedos. Estos crecían sobre todo en la colina occidental del valle del Cedrón y, más exactamente, al sur de la explanada del templo.
    Como detalle curioso diré que nuestros dispositivos detectaron al suroeste de la ciudad un pequeño núcleo urbano (luego supimos que se trataba de la aldea de Erebinthon), en cuyo entorno crecían amplias plantaciones de garbanzos.
    Un camino polvoriento rodeaba la cara oriental del monte de los Olivos, uniendo los poblados de Betfagé y Betania con Jerusalén. Los aledaños de estas aldeas se veían igualmente cuajados de palmeras, higueras y sicomoros. En mitad de aquel espléndido vergel nos llamó la atención la sequedad del citado torrente del Cedrón y, concretamente, un débil hilo de «agua» roja que brotaba al fondo del talud que se derrama bajo las murallas y a escasa distancia del no menos célebre pináculo del templo. (En una de mis incursiones al interior de la ciudad santa tendría la ocasión de desentrañar el misterio de aquel hilo de «agua» roja.) Antes de proceder al descenso definitivo sobre la cumbre del Olivete, mi compañero y yo terminamos las mediciones topográficas. Algunos de estos cálculos, sinceramente, desbordaron nuestra capacidad de asombro.
    Las medidas del templo, por ejemplo, eran portentosas.
    Aquel rectángulo -que ocupaba algo más de la quinta parte de la superficie de la ciudad- aparecía cerrado por robustas murallas de 150 pies de altura. Su cara norte, conocida como el atrio de los Gentiles, y a cuyo extremo más occidental se hallaba adosada la torre Antonia, media novecientos pies de longitud. Frente al Olivete, la fachada este del templo - toda ella en mármol blanco- alcanzaba los 1285,5 pies. La muralla occidental era prácticamente de las mismas dimensiones que la anterior y, por último, la cara sur, que cerraba el recinto sagrado y en la que se distinguían desde el módulo dos amplias puertas , arrojó 801 pies de longitud.
    En cuanto al templo de Herodes propiamente dicho -que se levantaba en el centro de aquel gran rectángulo- los equipos nos proporcionaron 578,4 pies de longitud por 417,6 pies de anchura.
    La fortaleza o torre Antonia, residencia del representante del César durante las fiestas más sobresalientes de los judíos, se elevaba sobre una cota de 2220 pies sobre el nivel del mar. Era otra soberbia construcción de 450 por 384 pies, flanqueada en sus cuatro esquinas por sendas y poderosas torres de 105 pies de altura cada una.
    Al Oeste de la ciudad, en la cota más alta de Jerusalén (2280 pies), la familia Herodes había emplazado su residencia fortaleza. El palacio y los jardines reales ocupaban una franja de terreno, junto a la mencionada muralla más occidental de la ciudad santa de 900 x 300 pies. La edificación sobresalía por sus tres espigadas torres, de 120, 90 y 75 pies, respectivamente .
    Desde el ala norte del palacio herodiano -tal y como nuestros radares habían detectado la noche anterior- se extendía otra muralla hasta la mitad, poco más o menos, de la cara oeste del templo, dividiendo a la ciudad en dos sectores.
    Las dimensiones, en definitiva, de Jerusalén eran las siguientes: longitud máxima (desde la torre Antonia hasta el vértice sur), 3696 pies. En este ángulo sur de la ciudad -junto a la piscina de Siloé- detectamos la cota más baja del terreno: 1980 pies.
    La anchura de la ciudad santa, contando desde el muro exterior occidental (correspondiente al palacio de Herodes) hasta el pináculo del templo, 667,6 pies.
    La inexpugnable muralla que guardaba Jerusalén se levantaba a 225 pies sobre la superficie del valle. (El curso del Cedrón oscilaba entre los 1860 pies, en su cota más baja, frente a Hakeldama y al espolón que forman las murallas al sur de la población, y los 2040 pies, a su paso frente al huerto de Getsemaní, en la falda occidental del Olivete.) El ordenador computó la longitud total de la muralla exterior de la ciudad, registrando en pantalla 11 378,1 pies . Por su parte, el muro que cruzaba entre las viviendas, dividiendo a Jerusalén en dos ciudades perfectamente diferenciadas como tendría ocasión de comprobar en persona- tenía una longitud aproximada de 1446,6 pies.
    En nuestra vertical, el monte de los Olivos ofrecía dos cotas máximas: 2 220 pies frente a la piscina de Siloé; es decir, al sur de la ciudad y 2454 pies (elevación máxima), frente al templo.
    El huerto de Getsemani -localizado en una cota inferior a ésta- se hallaba a una distancia de 739,2 pies (en línea recta desde la ladera al muro oriental del templo).
    Aquella cota máxima del Olivete (2454 pies sobre el nivel del mar), estaba situada a unos 180 pies por encima del templo. Esto, unido a la localización por nuestros equipos de una pequeña formación rocosa que despuntaba en dicha cima, entre un mar de olivos, nos decidió establecer nuestro punto de contacto sobre el reducido calvero de dura piedra caliza.
    A las 10 horas y 15 minutos, el módulo se posó -al fin- sobre la cumbre del monte de los Olivos. En un primer «tanteo», los cuatro pies extensibles de la «cuna» se hundieron ligeramente entre las lajas rocosas. Finalmente, la nave quedó estabilizada y nosotros procedimos a la desactivación del motor principal.
    Aunque el descenso no podía ser visualizado por los habitantes de Jerusalén o de sus alrededores, un observador relativamente cercano a nuestro punto de contacto sí hubiera podido descubrir un súbito remolino de polvo y tierra, provocado por el choque de los gases contra el suelo, en la operación final de frenada del módulo. Por fortuna, aquella polvareda desapareció en poco más de sesenta segundos, así como el agudo silbido del reactor.
    A pesar de todo, Eliseo y yo nos mantuvimos alerta por espacio de casi media hora, atentos a cualquier inesperada emisión de radiaciones infrarrojas, provenientes de seres humanos, que pudieran irrumpir en el campo de seguridad de nuestro vehículo, fijado en un radio de 150 pies.
    Cualquier individuo o animal que penetrase en dicha franja de terreno sería automáticamente visualizado en los paneles del módulo. En caso de un presunto ataque, el tripulante que permanecía en el interior de la «cuna» estaba autorizado a desencadenar un dispositivo especial de defensa -ubicado en la «membrana» exterior del fuselaje- que proyectaba a 30 pies de la nave una pared de ondas gravitatorias en forma de cúpula. Aunque esta semiesfera protectora no podía ser visualizada, el intruso o intrusos que trataran de cruzaría hubieran recibido la sensación de estar avanzando contra un viento huracanado. (Como ya comenté en su momento, ninguno de los expedicionarios podía ocasionar daño alguno, y mucho menos matar, a ninguno de los integrantes de la red social a observar.) Hacia las 11 horas, tras verificar la temperatura en superficie (11,6 grados centígrados), la humedad relativa (57 por ciento), la dirección e intensidad del viento (ligera brisa del noroeste) y otros valores más complejos -de carácter biológico-, inicié los últimos preparativos para mi definitiva salida al exterior.
    Mientras Eliseo seguía vigilando nuestro entorno, me desnudé, procediendo a una meticulosa revisión de mi cuerpo. Debía desembarazarme de cualquier objeto impropio en aquella época:
    reloj de pulsera, una cadena con una chapa de identidad, obligatoria en las fuerzas armadas y una pequeña sortija de oro que siempre había llevado en el dedo meñique izquierdo.
    Acto seguido me sometí a la pulverización -mediante una tobera de aspersión- del tronco, vientre, genitales, espalda y base del cuello y nuca, enfundándome así en la obligada defensa que llamábamos «piel de serpiente». Como ya he referido en otro momento, esta segunda epidermis era una fina película cuya sustancia base la constituye un compuesto de silicio en disolución coloidal en un producto volátil. Este liquido, al ser pulverizado sobre la piel, evapora rápidamente el diluyente, quedando recubierta aquélla de una delgada capa o película opaca porosa de carácter antielectrostático. Su color puede variar, según la misión, pudiendo ser utilizada, incluso, como un código, cuando se trabaja en grupo. Sin embargo, y con el fin de evitar posibles y desagradables sorpresas, yo preferí ajustarme una «epidermis» absolutamente transparente...
    Caballo de Troya había estudiado con idéntica escrupulosidad el atuendo que llevaría durante aquellos once días. Puesto que debía hacerme pasar por un honrado conferenciante extranjero -griego por más señas- los expertos habían preparado un doble juego de vestiduras: una falda corta o faldellín (marrón oscuro); una sencilla túnica de color hueso; un cíngulo o ceñidor trenzado con cuerdas egipcias que sujetaba la túnica y un incómodo manto o ropón, susceptible de ser enrollado en torno al cuerpo o suspendido sobre los hombros. La engorrosa chlamys, que a punto estuve de perder en varios momentos de mi exploración, había sido confeccionada a mano, al igual que la túnica, con la lana de las montañas de Judea y teñida con glasto basta proporcionarle un discreto color azul celeste. Para la confección de ambas túnicas, los expertos habían contratado los servicios de hábiles tejedores de Siria, herederos del antiguo núcleo comercial de Palmira, que aún manipulaban el lino bayal.
    En previsión de un eventual fallo del dispositivo de transmisión auditiva -que llevaba incorporado en el interior de mi oído derecho - Curtiss había ordenado que la chlamys dispusiera de una hebilla de cinco centímetros con la que poder sujetar el pallium o manto sobre mi hombro izquierdo. Esta hebilla de bronce encerraba un microtransmisor, capaz de emitir mensajes de corta duración mediante impulsos electromagnéticos de 0,0001385 segundos cada uno. De esta forma quedaba garantizada una eficaz y permanente conexión con la base.
    En cuanto al calzado, habían sido diseñados dos pares de sandalias, con suela de esparto, trenzado en las montañas turcas de Ankara. Cada ejemplar fue perforado manualmente, incrustando en los bordes de las suelas sendas parejas de finas tiras de cuero de vaca, convenientemente empecinadas. Cada cordón -de cincuenta centímetros- permitía sujetar el rústico calzado, con holgura suficiente como para poder enrollarlo en cuatro vueltas a la canilla de las piernas.
    Un mes antes del lanzamiento -con el fin de simplificar mi aseo diario durante el «gran viaje»- dejé crecer mi barba de forma desordenada.
    Aquel ropaje y mi crecida barba desencadenaron el buen humor de Eliseo, viéndome sometido durante aquellos últimos minutos en el módulo a todo tipo de bromas y chanzas.
    Aquellos momentos de diversión resultaron altamente relajantes, haciéndonos olvidar momentáneamente dónde estábamos y lo que me reservaba el destino.
    Siguiendo una de las costumbres populares en la Palestina de aquellos tiempos, impregné mis cabellos con unas gotas de aceite común. De esta forma quedaron más suaves y sedosos.
    Por último, colgué del cinturón una pequeña bolsa de hule impermeabilizado en la que Caballo de Troya había depositado una libra romana en pepitas de oro . La evidente dificultad de conseguir monedas de curso legal, de las manejadas en Jerusalén en el año 30, había sido suplida por aquellos gramos de oro, extraídos especialmente de los antiquísimos filones de Tharsis, en las estribaciones de la sierra ibérica de Las Camorras. Según nuestros datos, no tendría por qué ser difícil cambiarlos por denarios de plata y monedas fraccionarias como el as, óbolo o sextercios .
    Eliseo verificó por enésima vez los sistemas de transmisión, ampliando la banda inicial de recepción desde los 10 500 pies a 15 000. Antes de la toma de tierra, los equipos electrónicos habían medido la distancia existente entre Betania y la ciudad santa -siguiendo el curso del camino que rodea la cara este del Olivete- arrojando un resultado de 8325 pies .
    El escenario donde debía moverme en aquellos días había sido limitado justamente entre ambas poblaciones -Betania y Jerusalén, con el pequeño poblado de Betfagé a corta distancia de la aldea de Lázaro-, por lo que, presumiblemente, mi distancia máxima respecto a la «cuna» (que se hallaba en un enclave equidistante de ambos núcleos urbanos) nunca debería ser superior a los mil pies. El margen establecido para la transmisión y recepción auditiva entre Eliseo y yo era, por tanto, más que suficiente.
    A las doce horas, tras un emotivo abrazo, mi compañero accionó la escalerilla de descenso y yo salté a tierra.
    Mi primera preocupación al caminar sobre aquella tierra blanqueada por el sol del mediodía fue comprobar mi posición sobre el Olivete. Al avanzar unos pasos hacia el bosquecillo de olivos que se derramaba en dirección sur me di cuenta de aquel gran silencio, apenas roto por el ronroneo de las libélulas. Me detuve y, tras cerciorarme, abrí la comunicación «auditiva» con Eliseo. A juzgar por el trayecto que había recorrido desde aquel grupo de rocas amarillentas sobre las que se había posado el módulo, debía encontrarme a poco más de noventa pies de Eliseo. Las palabras del hermano sonaron claras y fuertes en mis oídos:
    -Es muy posible que la razón de ese silencio -argumentó Eliseo- se deba a la presencia de la «cuna»... A pesar del apantallamiento, algunos animales han podido detectar las emisiones de ondas...
    Algo más tranquilo proseguí mi detallada localización de puntos de referencia, vitales para un posible y precipitado retorno hasta la nave. Aunque el microtransmisor de la hebilla actuaba al mismo tiempo como radiofaro omnidireccional (con señales VHF de ultra-alta frecuencia), haciendo posible de esta forma que uno de los radares de a bordo pudiera recibir mi «eco» ininterrumpidamente y en un radio estimado de cincuenta millas, yo no estaba autorizado a portar un sistema de localización del invisible módulo. La naturaleza de mi misión había desaconsejado a los responsables de Caballo de Troya la inclusión en mi escasa impedimenta de una de las «balizas» -de tipo manual- que operan en frecuencia de 75 megaciclos, y que hubiera resultado utilísima para mi reencuentro con la « cuna». Debería valerme, en suma, de mi sentido de la orientación, al menos hasta el límite de la zona de seguridad de la nave, a 150 pies de la misma. Una vez dentro de ese círculo, Eliseo podía «conducirme» mediante el transmisor incorporado a mi oído.
    Gracias a Dios, el «punto de contacto» se hallaba en una de las cotas máximas del Olivete.
    Esta circunstancia, unida a la presencia del reducido calvero pedregoso, hacía relativamente cómoda la ubicación del asentamiento de nuestro vehículo, tanto si se ascendía por la ladera oriental (que muere en Betania) o por la occidental, que desemboca en la barranca del Cedrón.
    Revisé fugazmente mi atuendo y con paso cauteloso me adentré en el olivar. A mi derecha, entre las epilépticas ramas de añosos olivos, se distinguía la dorada cúpula del templo y buena parte de las murallas de Jerusalén. Pero, a pesar de mis intensos deseos de aproximarme hasta el filo occidental de la «montaña de las aceitunas» (como también llamaban los israelitas al Olivete) y disfrutar de aquel espectáculo inigualable que era la ciudad santa, me ceñí al plan previsto e inicié el descenso por la vertiente sur, a la búsqueda del camino que habíamos divisado desde el aire y que me conduciría hasta Betania.
    De pronto, al inclinarme para esquivar una de las frondosas ramas, advertí con cierto sobresalto lo llamativo de mi calzado, sospechosamente pulcro como para pertenecer a un andariego e inquieto comerciante extranjero. Sin dudarlo, me senté en una de las raíces de un vetusto olivo y, después de echar una mirada a mi alrededor, agarré varios puñados de aquella tierra ocre y esponjosa, restregándola contra el esparto y las ligaduras.
    El inesperado alto en el camino fue registrado en el módulo y Eliseo se interesó por mi seguridad.
    -¿Algún problema, Jasón?
    A partir de mi salida de la «cuna», aquél iba a ser mi indicativo de guerra. El nombre de «Jasón» había sido tomado del héroe de los tesalios y beocios, jefe de la famosa expedición de los Argonautas, cantada por el poeta griego Apolonio de Rodas y por el vate épico latino Valerio Flaco. Yo había aceptado tal denominación, aunque era consciente de que jamás había tenido madera de héroe y que mi misión en Caballo de Troya no era precisamente la búsqueda del vellocino de oro, en el que tanto esfuerzo había puesto el bueno de Jasón.
    Tras explicar a Eliseo aquel momentáneo contratiempo, reanudé la marcha, atento siempre a mi posible primer encuentro con los habitantes de la zona.
    Cuando había caminado algo más de 300 pasos dejé atrás el olivar. Frente a mí se abría una pradera, sombreada por dos corpulentos cedros de casi cuarenta metros de altura.
    El corazón me golpeó en el pecho. Bajo aquellos árboles habían sido plantadas cuatro grandes tiendas.
    Durante algunos segundos no supe cómo reaccionar. Me quedé quieto. Indeciso. Bajo las lonas oscuras de las tiendas se agitaban numerosos individuos.
    Presioné mi oído derecho y Eliseo apareció al instante:
    ¿Qué hay...? -preguntó mi compañero.
    -Primer contacto humano a la vista... Al parecer se trata de mercaderes... Veo algunos rebaños de ovejas junto a varias tiendas.
    Eliseo consultó la memoria histórico-documental del ordenador central instalado en la «cuna» y me trasladó el informe aparecido en pantalla:
    -Santa Claus en afirmativo. Según el libro de las Lamentaciones (R.2,5 sobre 2,2 (44ª 2) y el escrito rabínico Ta c anit IV 8,69ª 36 (IV/1,191) en ese extremo de la falda sur del Olivete, donde te encuentras ahora, se instalaba tradicionalmente un grupo de tiendas en las que se vendía lo necesario para los sacrificios de purificación en el Templo. Según estos datos, bajo uno de esos dos cedros deberás encontrar también un mercado de pichones para los sacrificios.
    Volumen aproximado: 40 s e ) ah mensual... Es decir, unas 40 arrobas o 600 kilos de pichones, si lo prefieres... Santa Claus menciona también un texto de Josefo (Guerras de los Judíos, V 12,2/505) en el que se describe un muro edificado por Tito cuando puso cerco a Jerusalén. Este muro conducía al monte de los Olivos y encerraba la colina hasta la roca llamada «del palomar». Es muy probable que en los alrededores encuentres palomares excavados en la roca...
    -Recibido. Gracias... Voy hacia ellos.
    -Un momento, Jasón -intervino nuevamente Eliseo-. Estos informes pueden resultarte útiles... Santa Claus añade que, según el escrito rabínico Menahot (87ª), estos carneros procedían de Moab; los corderos, del Hebrón, los terneros de Sarón y las palomas de la Montaña Real o Judea. El ganado vacuno procede de la llanura costera comprendida entre Jaffa y Lydda. Parte del ganado de carne llega de la Transjordania (posiblemente los carneros).
    Idiomas dominantes entre estos mercaderes: arameo, sirio y quizá algo de griego...
    -O. K.
    -¡Suerte!
    Conforme fui aproximándome a las tiendas, mi excitación fue en aumento. Aquélla podía ser mi primera oportunidad, no sólo de entablar contacto con los israelitas, sino de practicar mi arameo galilaico o griego.
    Al entrar entre las tiendas, un tufo indescriptible -mezcla de ganado lanar, humo y aceite cocinado- a punto estuvo de jugarme una mala pasada. Tres de las tiendas habían sido acondicionadas como apriscos. Bajo las carpas de lona renegrida y remendadas por doquier se apiñaban unos 150 corderos y carneros. En la cuarta tienda se alineaban grandes tinajas con aceite y harina. Al amparo de esta última, un grupo de hombres, con amplias túnicas rojas, azules y blancas formaban corro, sentados sobre sus mantos. A corta distancia, fuera de la sombra de la lona, varias mujeres -casi todas con largas túnicas verdes- se afanaban en torno a una fogata. Junto a ellas, algunos niños semidesnudos y de cabezas rapadas ayudaban en lo que supuse se trataba del almuerzo común. Una olla de grandes dimensiones borboteaba sobre la candela, sujeta por un aro y tres pies de hierro tan hollinientos como la panza de la marmita.
    Varias jovencitas, con el rostro cubierto por un velo blanco y sendas diademas sobre la frente, permanecían arrodilladas junto a unas piedras rectangulares. Mecánicamente, cada muchacha tomaba un puñado de grano de un saco situado junto al grupo y lo depositaba sobre la superficie de la piedra, ligeramente cóncava. A continuación asían con ambas manos otra piedra estrecha y procedían a triturar el puñado de trigo. Una de las mujeres hacía pasar la harina por un cedazo con aro de madera, depositando el resultado de la molienda en una especie de lebrillo.
    Permanecí algunos minutos absorto con aquel espectáculo. El grupo había reparado ya en mi presencia y, tras intercambiar algunas palabras que no llegué a captar, uno de ellos se puso en pie, dirigiéndose hacia mí.
    El mercader -posiblemente uno de los más viejos- señaló a los rebaños y me preguntó si deseaba comprar algún cordero para la próxima Pascua. Al hablar, el hombre mostró una dentadura diezmada por la caries.
    Sonreí y en el mismo arameo popular en que me había preguntado le expliqué que no, que era extranjero y que sólo iba de paso hacia Betania. Al percatarse, tanto por mi acento como por mi atuendo, que, en efecto, era un gentil, el hebreo lamentó haberse levantado y, con un mohín de disgusto por la presencia de aquel «impuro» dio media vuelta, incorporándose de nuevo al resto de los vendedores .
    Un elemental sentido de la cautela me hizo alejarme del lugar, pendiente abajo, en busca del ansiado camino. Al cruzar frente al segundo cedro -en el que, tal y como había «vaticinado» el computador, había sido plantada una quinta tienda, bajo la que se apilaban numerosas jaulas con palomas- apenas si me detuve. Aunque mi ánimo había recobrado la confianza al comprobar que no había tenido grandes dificultades para entender y hacerme entender por aquel israelita, tampoco deseaba tentar a la suerte.
    El sol seguía corriendo hacia poniente, recortando peligrosamente mi tiempo en aquel jueves, 30 de marzo. Debía darme prisa en entrar en Betania. A las 18 horas y 22 minutos, el ocaso pondría punto final a la jornada judía. Para ese momento yo debería tener resuelto mi contacto con la familia de Lázaro.
    Apreté el paso y pronto me situé en la cornisa de un pequeño terraplén. Allí terminaba la falda del Olivete. A mis pies, a unos cinco o seis metros, apareció el camino que unía Jerusalén con Jericó, pasando por Betania. Desde mi improvisada atalaya se distinguían grupos de caminantes que iban y venían en uno y otro sentido. Eran, en su mayoría, peregrinos que acudían a la ciudad santa o que salían del recinto amurallado, camino de sus campamentos. A ambos lados de la polvorienta calzada -perdiéndose en el horizonte- se extendía una abigarrada masa de tiendas e improvisados tenderetes.
    Me deslicé hasta el camino y comuniqué al módulo mi intención de iniciar la marcha en dirección Este; es decir, en sentido opuesto a Jerusalén.
    Pronto comprobé que aquellas gentes eran, casi en su totalidad, galileos llegados en sucesivas caravanas y que, de acuerdo con una ancestral costumbre, solían acampar a este lado de la ciudad. La fiesta de la Pascua, una de las más solemnes del año, reunía en Jerusalén a cientos de miles de israelitas, procedentes de las distintas provincias y del extranjero. Aquel año, además, la solemnidad era doblemente importante, al coincidir dicha Pascua en sábado .
    El alojamiento en Jerusalén debía ser harto difícil y los peregrinos terminaban por acomodarse en los alrededores.
    Entre las tiendas distinguí a decenas de mujeres y niños, ocupados en animadas conversaciones o afanados en el arreglo de sus frágiles pabellones de pieles y telas multicolores. A pesar de no estar obligados a participar en la fiesta, estaba claro que las familias judías acudían en su totalidad hasta la ciudad santa. Y allí permanecían durante los días y noches previos a los sagrados ritos de la ofrenda y de la cena pascual.
    Mientras caminaba entre aquella multitud alegre, variopinta y parlanchina empecé a intuir cómo pudo ser -cómo iba a ser- la entrada triunfal de Jesús de Nazaret en las primeras horas de la tarde del domingo en Jerusalén...
    Con gran contento por mi parte, ninguno de los acampados o de los peregrinos que se cruzaban conmigo mostraban el menor asombro al verme. Sin embargo, mi inquietud creció al divisar al fondo del camino un grupo de jinetes, perteneciente a la guarnición romana en Jerusalén, que regresaba seguramente a sus acuartelamientos en la fortaleza Antonia. Como medida precautoria, y fingiendo cansancio, me senté al borde del sendero, al pie de una de las tiendas. Instintivamente me llevé la mano al oído y bajando el tono de mi voz comuniqué a Eliseo la proximidad de la patrulla.
    Mi hermano, previa consulta al ordenador, me proporcionó algunos datos sobre los soldados:
    Puede tratarse de una pequeña unidad -una turmae- formada por unos treinta y tres jinetes.
    La legión con base en Cesarea dispone de 5600 hombres, de los que 120 pertenecen a la caballería. La presencia de una de las cuatro turmae en Jerusalén puede significar que Poncio Pilato se ha trasladado ya a su residencia en la torre Antonia para administrar justicia durante la Pascua... ¡Atención! -añadió Eliseo-. Santa Claus especifica que estos jinetes pueden proceder de las tierras germánicas. Su extracción social es muy baja y su comportamiento especialmente agresivo para con los judíos. Cada una de estas unidades está mandada por tres oficiales -decuriones- cabezas de fila.
    La advertencia de Santa Claus era acertada. Los jinetes avanzaban al paso, apartando a los descuidados con las afiladas bases de hierro de sus pilum o lanzas. En total llegué a contar 33 soldados perfectamente uniformados con oscuras cotas de malla, cascos dorados y relucientes, grebas, largas espadas al cinto y escudos hexagonales, orlados con un borde metálico. La totalidad de los caballeros vestían unos pantalones rojizos, bastante ajustados, y hasta la mitad de la pierna.
    Marchaban de tres en fondo, ocupando prácticamente la totalidad del camino. Al pasar a mi altura advertí con asombro que, a excepción de los jefes o decuriones, todos eran muy jóvenes; quizá entre los dieciocho y treinta años. Naturalmente, tampoco podía conceder demasiado crédito a aquella impresión. En el año 30, el promedio de vida podía oscilar alrededor de los cuarenta años...
    Cerraba el grupo armado un trío de soldados a lomos de caballos tordos sobre cuyas grupas habían sido amarrados sendos haces de jabalinas, algo más cortas que los pilum que portaban en la diestra y que posiblemente superaban los dos metros de longitud.
    A pesar de estar viéndolo con mis propios ojos, ¡qué difícil me resultó en aquellas primeras horas hacerme a la idea de que había retrocedido en el tiempo y que lo que verdaderamente tenía a mi alrededor era la Palestina del emperador Tiberio!
    Cuando me disponía a levantarme y reanudar el camino, sentí la leve presión de una mano en mi hombro. Al volver el rostro me encontré con un niño de tez morena y profundos ojos negros. Vestía una corta túnica de amplias mangas y color indefinible. En su mano izquierda sostenía una escudilla de madera con agua. Sin pronunciar una sola palabra, dibujó una sonrisa y me tendió el oscuro recipiente. Mojé mis labios en el agua y le devolví la vasija, agradeciéndole el gesto.
    -¿De dónde vienes? -le pregunté acariciándole su cráneo rapado.
    El pequeño se volvió hacia un pequeño grupo de hombres y mujeres que descansaban en el interior de una tienda. Una de las mujeres -posiblemente su madre- le animó con un gesto de su mano para que respondiera.
    -Somos de Magdala, señor.
    -Eso está cerca del lago, ¿no?
    El niño asintió con la cabeza.
    -¿Has oído hablar de Jesús el Nazareno?
    Antes de que mi joven amigo llegara a responder, uno de los hombres se adelantó hasta nosotros. Aparentaba unos treinta y cinco o cuarenta años. Lucía una abundante barba negra.
    Tomó al pequeño por el brazo y preguntó:
    -¿Es que eres seguidor del tekton?
    Aquella palabra me dejó confuso.
    -Perdóneme, amigo -le respondí-. Soy extranjero y no sé el significado de esa palabra.
    El hombre soltó al niño y, cruzando los brazos entre los pliegues de su manto, añadió:
    -Nosotros conocimos a su padre como José, el carpintero y herrero. Y así llamamos también a su hijo.
    Tentado estuve de unirme a aquella familia de galileos y retrasar mi entrada en Betania.
    Pero lo pensé dos veces y comprendí que nadie mejor que Lázaro y sus hermanas para hablarme del Maestro...
    Mientras proseguía mi camino, pregunté a Eliseo si podía obtener información sobre aquella nueva definición de Jesús. Santa Claus fue muy conciso: «El Galileo, efectivamente, recibía el sobrenombre de tekton -como carpintero, constructor o herrero- de acuerdo con la versión que sobre dicho término hacia el escrito rabínico Shabbat, 31.ª También Marcos hace alusión a tekton en 6,3.» Es posible que llevase andado algo más de la mitad del camino entre Jerusalén y Betania cuando dejé atrás el apretado campamento de los peregrinos israelitas. A partir de allí, las tiendas eran mucho más escasas. Si no fuera porque podría equivocarme, habría jurado que en el acceso a la ciudad santa se habían plantado más de un millar de improvisados albergues.
    Esto podía significar -a un promedio de seis o siete personas por tienda- unos seis mil o siete mil peregrinos.
    En aquel último kilómetro no observé, sin embargo, una disminución del intenso tráfico de gentes y bestias de carga. Grupos de judíos, con asnos y algunos camellos, seguían fluyendo en uno y otro sentido, transportando haces de leña, pesados y puntiagudos cántaros o arreando rebaños de cabras.
    La vegetación, a ambos lados del camino, se había hecho más floreciente. A mi izquierda, la ladera oriental del Olivete aparecía cerrada por los olivares, cedros y algunos sicómoros. A mi derecha, junto a palmeras e higueras me llamó la atención una serie de cinamomos, con sus incipientes racimos de flores violetas y extraordinariamente olorosas.
    El hecho de no poder llevar reloj me preocupaba. No resultaba fácil para mí averiguar en qué momento del día me encontraba. El sol se había lanzado ya hacia el Oeste, pero ignoraba cuanto tiempo había transcurrido desde que abandonara la «cuna». Por otra parte, deseaba acostumbrarme lo antes posible a mi nueva situación y ello me obligaba a prescindir, en la medida de lo posible, de la conexión auditiva con Eliseo. A juzgar por el camino recorrido y los altos efectuados, debían ser las 13.30 horas cuando, al salir de la única curva del sendero, divisé a la izquierda un minúsculo grupo de casas. Al fondo, y a la derecha, descubrí también otra aldea, aparentemente más grande que la primera. Entusiasmado, aceleré el paso. Aquellos poblados tenían que ser Betfagé y Betania, respectivamente.
    Conforme fui aproximándome al primer poblado, mi desencanto fue en aumento. Betfagé no era otra cosa que un mísero conglomerado de pequeñas casas de una planta. Las paredes habían sido levantadas con piedras -posiblemente basálticas- y los intersticios, malamente.
    tapados con cantos y barro. La mayoría de las techumbres de aquella media docena de viviendas -a excepción de una o dos terrazas- habían sido cubiertas con ramas de árboles, reforzadas con varias capas de juncos y paja.
    Los alrededores aparecían repletos de higueras y pequeños huertos en los que deambulaban un sinfín de gallinas. Las últimas e intensas lluvias de enero y febrero habían convertido las «calles» en un barrizal.
    Decepcionado, salí nuevamente al camino, informando a Eliseo de mi paso por la mísera Betfagé y de mi inminente llegada a Betania. La distancia entre ambas aldeas no era superior a los setecientos u ochocientos metros.
    El lugar de residencia de Lázaro y su familia presentaba, en cambio, un aspecto mucho más sólido y esmerado. Las casas, aunque modestas, disponían de terrazas, y sus paredes -casi todas encaladas- habían sido construidas con piedras labradas.
    Al penetrar en la aldea me sorprendió ver algunas de las calles pavimentadas a base de guijarros. Otras, sin embargo, seguían siendo estrechas torrenteras, ahora polvorientas y malolientes.
    El núcleo principal de Betania se extendía a la derecha del camino que lleva de Jerusalén a Jericó. Al otro lado del sendero, un grupo más reducido de casas se apoyaba en la ladera del Monte de los Olivos. Algunas de estas viviendas se hallaban prácticamente empotradas en la falda de la montaña.
    La animación en la aldea era considerable. Numerosos grupos de judíos iban y venían por entre sus casas, formando tertulias a las puertas de las viviendas o a la sombra de los entramados de cañas y ramas por los que trepaba la hiedra o descansaban desnudas e interminables parras.
    No tardé en averiguar que aquella agitación venia siendo habitual en Betania desde que el Maestro de Galilea realizase el prodigio de resucitar de entre los muertos a su amigo Lázaro. La noticia había corrido como reguero de pólvora por todo el reino, llegando, incluso, a la vecina Siria y a las costas de la Fenicia. Desde entonces, una corriente interminable de simpatizantes, seguidores de Jesús o amigos de Lázaro acudían hasta la casa del resucitado, con el único afán de satisfacer su curiosidad. Este torrente de curiosos se había visto seriamente incrementado en aquellos días, con motivo de la próxima celebración de la Pascua. El camino entre Jerusalén y Betania podía cubrirse, a buen paso, en poco más de una hora y ello justificaba aquel agotador trajín por las calles de la hasta ese momento apacible localidad.
    No fue muy difícil llegar hasta la casa de Lázaro. Me bastó con seguir a uno de los grupos de judíos que acababa de entrar en Betania. A los pocos minutos me encontraba frente a una hacienda levantada casi a las afueras del núcleo principal de la población. En la fachada, pulcramente blanqueada, se abría una puerta con los dinteles y jambas trabajados con piedras labradas. Delante de la casa se extendía un pequeño jardín de cinco o seis metros de largo por otros seis o siete de ancho. En él, sobre un banco de piedra y a la sombra de una frondosa higuera, estaba sentado un hombre. Vestía una túnica con franjas verticales rojas y azules y largas y amplias mangas. Una treintena de hombres le rodeaba por doquier. Algunos, incluso se habían situado a sus pies. Absortos, aquellos judíos escuchaban y contemplaban a aquel hombre de cuerpo enjuto y rostro picado de viruela. ¡Era Lázaro!
    Un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza. Intenté abrirme paso, pero fue inútil.
    Nadie estaba dispuesto a ceder su sitio. Lázaro se había convertido en la máxima atracción de aquellos días.
    Con voz cansada -como si repitiese el suceso por enésima vez- fue desgranando su «aventura» y respondiendo a cuantas preguntas le formulaban.
    Alzándome sobre las cabezas de los curiosos observé que se trataba de un hombre relativamente joven (posiblemente no había cumplido los 40 años), aunque la palidez de su rostro y unas pronunciadas ojeras le envejecían notablemente.
    A los pocos minutos, ante mi desesperación, Lázaro se incorporó, despidiéndose de los allí reunidos.
    Lo vi desaparecer en la penumbra de la casa, mientras los hebreos se desperdigaban, gesticulando y comentando cuanto habían visto y oído.
    Y allí me quedé yo, abrumado y solitario frente a la pequeña cerca de madera que rodeaba el jardín. ¿Qué debía hacer? ¿Entraba en la casa? ¿Esperaba? Pero ¿a qué y para qué?.
    Me dejé caer sobre la polvorienta plazuela que se abría frente a la morada del amigo de Jesús y procuré cubrirme con el manto. Empezaba a sentir el fresco del atardecer. Me di cuenta entonces que no había probado bocado y que, a juzgar por la posición del sol, debíamos estar en lo que los israelitas llamaban la hora nona; es decir, las tres de la tarde. En ese momento comprendí por qué Lázaro había dado por zanjada aquella animada tertulia. Era el momento de la comida principal: lo que nosotros llamamos la cena.
    Pero no me dejé arrastrar por el abatimiento. Caballo de Troya había previsto que yo intentara una entrevista con Lázaro en aquella jornada del jueves y así debía ser. Esperaría.
    Pensé en aprovechar aquellos minutos -mientras la familia reponía fuerzas- para comprar algunas provisiones, pero pronto desistí. En mi precipitación por llegar a Betania no había tenido la precaución de entrar en Jerusalén y tratar de cambiar algunas de las pepitas de oro por monedas. Por otra parte, eso me hubiera retrasado considerablemente. A decir verdad, no era el hambre lo que me obsesionaba en aquellos instantes. Mis ojos, fijos en la puerta, estaban pendientes de la posible aparición de alguno de los miembros de la familia de Lázaro.
    La intuición no me traicionó. No había transcurrido media hora cuando, procedente de la parte posterior de la casa, irrumpió en el jardín una mujer con el rostro cubierto con el velo tradicional. Le acompañaban dos adolescentes. Sobre la cabeza de la voluminosa matrona se balanceaba levemente un cántaro rojizo. Al verme debió Sorprenderse. Yo sabía que las buenas costumbres en la red social judía no permitían que un hombre se entretuviera a solas con una mujer, ni que éstas sonrieran o hablaran con desconocidos. Así que, venciendo mi natural inclinación por saludarla o ponerme en pie, me mantuve en silencio, dejando que pasara frente a mí. La buena mujer desvió su mirada y aceleró el paso, perdiéndose por uno de los ramales que desembocaba en la plazoleta.
    Supongo que algo extraño debió notar en mi presencia porque, a los pocos minutos, uno de los muchachos volvía a la carrera, entrando en la casa como un meteoro. De inmediato aparecieron en el umbral del jardín dos hombres y el jovencito que, sin duda, les había alertado sobre aquel extranjero que permanecía sentado junto a las blancas estacas de la cerca.
    Me puse en pie y esperé. Los hombres, arropados en gruesos mantos color canela, se aproximaron hasta mí.
    -¿Qué buscas, hermano? -me preguntó el que parecía llevar la voz cantante.
    El tono de su voz me tranquilizó. Había una gran dulzura en su semblante.
    -Me llamo Jasón y soy de Tesalónica. Estoy aquí porque busco al rabí de Galilea...
    -El no está aquí.
    Simulé gran contrariedad y, mirando fijamente a los ojos de mi interlocutor, pregunté con vehemencia:
    -¿Dónde puedo encontrarle...?
    -¿Para qué le quieres?
    -Soy extranjero, pero he oído hablar de él desde Antioquía a Corfú. Llevo recorridas muchas leguas porque soy hombre a quien no satisfacen los dioses romanos ni griegos y porque desearía conocer la nueva doctrina del rabí al que llaman Jesús.
    -¿Por qué le buscas aquí, frente a la casa de Lázaro?
    -Desde mi llegada a las costas de Tiro no he oído hablar de otra cosa que del último prodigio del rabí: dicen que devolvió a la vida a su amigo Lázaro, muerto cinco días antes...
    -Eran tres días los que mi señor llevaba sepultado -me corrigió el siervo.
    -Luego es verdad -añadí mostrando una intencionada alegría.
    Antes de que pudiera intervenir de nuevo, le supliqué si podía ser recibido por Lázaro.
    -Quizá él sepa dónde puedo hallar al Maestro...
    Los hombres intercambiaron una rápida mirada.
    -Aguarda aquí -concluyeron-. El amo no está repuesto del todo...
    Asentí mientras los siervos desaparecían en el interior de la hacienda.
    Ante la inminente posibilidad de una primera entrevista con Lázaro, aproveché aquellos segundos de soledad para informar al módulo de cuanto estaba sucediendo.
    Debí causar buena impresión a los criados de Lázaro. A los pocos minutos era invitado a entrar en la casa.
    Traspasé el umbral con una mezcla de timidez y emoción. Lo que yo había supuesto como la fachada de la casa era en realidad la pared de un atrio o pequeño patio interior. La hacienda, por lo que pude observar, era mucho más extensa de lo que había imaginado. En el centro de este atrio rectangular y abierto a los cielos se abría un estanque de unos tres metros de lado. El piso, cubierto con ladrillos rojos, aparecía ligeramente inclinado y acanalado, de forma que las aguas pluviales pudieran caer desde los aleros de los edificios situados a izquierda y derecha hasta el recinto central. Ambas estancias tenían la misma altura que la pared de la fachada: unos metros, aproximadamente. Luego supe que la de la derecha era en realidad una cuadra y que la de la izquierda se destinaba a depósito de aperos, arneses y rejas para el arado.
    Al fondo del patio, a unos siete metros del portalón por donde yo había entrado, se abría otra puerta, casi frente por frente a la principal. Allí me esperaba el hombre que yo había visto una hora antes al pie de la higuera. Junto a él, otros tres judíos, todos ellos arropados en sendos ropones de colores llamativos. Tal y como había observado entre muchos de los peregrinos galileos, llevaban una banda de tela arrollada en torno a la cabeza, dejando caer uno de sus extremos sobre la oreja derecha. Tenían todos una barba poblada, pero con el bigote perfectamente rasurado. Lázaro, en cambio, mantenía la cabeza despejada, con un cabello liso y corto y prematuramente encanecido.
    Los siervos me invitaron a aproximarme hasta su señor. Al llegar a su altura, poco me faltó para tenderles mi mano. Lázaro y sus acompañantes permanecieron inmóviles, examinándome de pies a cabeza. Fue un momento difícil. Más adelante comprendería que aquella frialdad estaba justificada. Desde su resurrección, los enemigos de Jesús -en especial los fariseos y otros miembros destacados del Gran Sanedrín- venían mostrando una preocupante hostilidad contra el vecino de Betania. Si el Nazareno constituía ya de por sí una amenaza contra los sacerdotes de Jerusalén, Lázaro -con su vuelta a la vida- había revolucionado los ánimos, erigiéndose en prueba de excepción del poder del Maestro. Era lógico, por tanto, que la familia desconfiase de todo y de todos.
    Aquella tensa situación se vería aliviada -afortunadamente para mi- en cuanto mis anfitriones se percataron de lo duro de mi acento, que me delataba como extranjero.
    -¿Me buscabas? -intervino Lázaro con gesto grave.
    -Vengo de tierras extrañas, en busca del leví de Nazaret, de quien cuentan que es hombre sabio y justo. Al desembarcar he sabido que tú eres su amigo. Por eso estoy aquí, en busca de tu comprensión...
    Lázaro no respondió. Con un gesto me invitó a seguirle. Y al trasponer aquella segunda puerta me encontré en un espacioso patio porticado, igualmente abierto, pero cuadrangular.
    Aquella, sin duda, era la parte principal de la hacienda. Un total de catorce columnas de piedra de poco más de dos metros de altura apuntalaban un segundo piso, todo él construido en ladrillo. La fachada inferior de la casa (la situada bajo el pórtico) había sido levantada con grandes piedras rectangulares. Pude contar hasta siete puertas, todas ellas de sólida madera color ceniza. En el centro del patio había sido excavada una segunda cisterna. De sus cuatro vértices partían otros tantos canalillos de piedra por los que supuse que recogerían las aguas de lluvia. La piscina se hallaba prácticamente llena, con un agua de dudoso colorido. Casi la mitad del patio se hallaba cubierto con un tejadillo de cañizo sobre el que descansaban los vástagos de dos parras traídas por el padre de Lázaro desde la lejana Corinto, en las costas de Grecia. El fruto de esta vid -de una casta muy preciada- tenía la particularidad de dar uvas sin granos.
    Durante mi estancia en Betania tuve la oportunidad de saber que Jesús de Nazaret sentía una especial predilección por el fruto de aquellas parras.
    Lázaro y sus amigos cruzaron el empedrado piso del patio y se dirigieron a una de las puertas de la izquierda. Al pasar bajo el soportal reparé en cuatro mujeres, sentadas en uno de los dos bancos de piedra adosados en cada una de las cuatro fachadas existentes bajo el claustro. Todas ellas vestían cumplidas túnicas de colores claros -generalmente verdosos-, con las cabezas cubiertas por sendos pañolones. Ninguna, sin embargo, ocultaba su rostro.
    Guardaré siempre un grato e imborrable recuerdo de aquella sala rectangular a la que me había conducido el amigo de Jesús. Allí transcurrirían algunos de los momentos más apacibles de mi incursión en Betania...
    Se trataba de la sala «familiar». Una especie de salón-comedor de unos ocho metros de largo por cuatro y medio de ancho. Tres ventanas estiradas y angostas, practicadas en el muro opuesto a la puerta, apenas si dejaban entrar la claridad. Una blanca mesa de pino presidía el centro de la estancia, cuyo suelo había sido revocado con mortero.
    En una de las esquinas chisporroteaban algunos troncos, alimentados por el fuerte tiro del hogar. El fogón cumplía una doble misión. De una parte, servir de calefacción en los rudos meses invernales y, por otra, permitir la preparación de los alimentos. Para ello, los propietarios habían levantado a escasa distancia de la chimenea propiamente dicha un murete circular de unos treinta centímetros de altura, formado por cuatro capas en las que alternaban el barro y los cascotes. En su interior, entre las brasas, se depositaban los pucheros, así como unas bateas convexas que servían para cocer tortas hechas con masa sin levadura. Cuando se deseaba cocinar sin la aplicación directa del fuego, las mujeres depositaban unas piedras planas sobre la candela. Una vez caldeadas, las brasas eran apartadas y el guiso se realizaba sobre las piedras.
    En casi todas las paredes habían sido dispuestas alacenas y repisas de madera en las que se alineaban lebrillos, bandejas, soperas y otros enseres, la mayoría de barro o bronce.
    En el muro opuesto al fogón, y enterradas como una cuarta en el piso, se distinguían dos grandes y abombadas tinajas, de una tonalidad rojiza acastañada. Alcanzaban algo más de un metro de altura y, según me comentaría Marta días después, eran destinadas al consumo diario de grano y vino. Una de ellas, en especial, era tenida en gran aprecio por Lázaro y su familia.
    Había sido rescatada muchos años atrás en las cercanías de la ciudad de Hebrón y había pertenecido -según el sello real que presentaba una de sus cuatro asas- a los viñedos reales. En una minuciosa inspección posterior pude corroborar que, en efecto, la tinaja en cuestión presentaba un registro superior con las letras «lmlk», que significaban «perteneciente al rey».
    Su capacidad -sensiblemente inferior a la de la tinaja destinada al trigo- era de dos «batos» israelitas . Siempre permanecía herméticamente cerrada con una tapa de barro, sujeta a su vez con bandas de tela.
    El techo del aposento, situado a dos metros, estaba cruzado por seis vigas de madera, probablemente coníferas, muy abundantes en los alrededores. Otras partes techadas de la casa, excepción hecha de las terrazas, presentaban una construcción menos sólida. La cuadra y el almacén de los aperos propios del campo, por ejemplo, habían sido cubiertos con materiales muy combustibles: paja mezclada con barro y cal. Este tipo de techumbre - según me explicó Lázaro- tenía un gran inconveniente. Cada vez que llovía era necesario alisaría de nuevo, con el fin de consolidar el material de la superficie y evitar las goteras. Para ello se valían de pequeños rodillos de piedra de unos sesenta centímetros de longitud.
    Lázaro y los restantes hebreos se situaron en torno al crepitante luego y tomaron asiento sobre algunas de las pieles de cabra que alfombraban el piso. Yo hice otro tanto y me dispuse al diálogo.
    En ese momento, una mujer entró en la sala. Llevaba en su mano izquierda una frágil astilla encendida. Sin decir palabra fue recorriendo las seis lámparas de barro que colgaban a lo largo de las blancas paredes y que contenían aceite. Tras prenderías, tomó una lucerna - también de arcilla- e introdujo la llama de su improvisada antorcha por la boca del campanudo recipiente.
    Al instante brotó una llamita amarillenta. La mujer, con paso diligente, situó aquella lámpara portátil sobre el extremo de la mesa más próximo al grupo. A continuación se acercó al hogar y arrojó sobre las brasas los restos de la astilla y dos bolitas de aspecto resinoso. Las cápsulas de cañafístula -un perfume empleado con frecuencia entre los hebreos- prendieron como una exhalación, invadiendo el recinto un aroma suave y duradero.
    De pronto, sin apenas crepúsculo, la oscuridad llenó aquel histórico aposento.
    -Te rogamos excuses nuestro recelo -solicitó uno de los amigos de Lázaro. Desde que el sumo sacerdote José ben Caifás y muchos de los archiereis del Sanedrín acordaron poner fin a la vida del Maestro, todas nuestras precauciones son pocas...
    -Sabemos que los betusianos y esbirros de Ben Bebay -terció otro de los asistentes a la reunión- tienen órdenes de prender a Jesús. La fiesta de la Pascua está cercana y nuestros informantes aseguran que los bastones y porras de la policía del Gran Sanedrín estarán dispuestos para caer sobre el rabí. Sólo aguardan una oportunidad.
    -¿Por qué? -intervine, mostrando vivos deseos de comprender-. El Maestro, según tengo entendido, es hombre de paz. Nunca ha hecho mal a nadie...
    Lázaro debió notar una especial vibración en mi voz. Aquél fue el primer paso hacia la definitiva apertura de su corazón.
    -Tú eres griego -respondió el resucitado, dándome a entender que yo ignoraba muchas de las circunstancias que rodeaban al rabí de Galilea-. No sé si conoces la profecía que acaricia y contempla nuestro pueblo desde tiempos remotos. Un día nacerá en Israel un Mesías que hará libres a los hombres. Pues bien, la casta sacerdotal cree y ha hecho creer al pueblo que ese Salvador tendrá que ser, primero y sobre todo, un sumo sacerdote.
    -¿El Mesías deberá ser miembro del Gran Sanedrín?
    -Eso dicen ellos. Los largos años de dominación extranjera han fortalecido la esperanza de ese Mesías, convirtiéndolo en un 'efe político que libere a Israel del yugo romano. Los sacerdotes saben que el Maestro predica otro tipo de «liberación» y por eso lo consideran un impostor. Esto seria suficiente para terminar con la vida de Jesús. Pero hay más...
    Lázaro seguía observándome con los ojos brillantes por una progresiva e incontrolable cólera.
    Esos sepulcros encalados -como los llamó el Maestro- no perdonan que Jesús les haya ridiculizado públicamente. Es la primera vez en muchos años que alguien les planta cara, minando su influencia sobre el pueblo sencillo. Jesús, con sus palabras y señales, arrastra a las muchedumbres y eso multiplica su envidia y rencor Por eso han jurado matarle...
    -Pero no lo conseguirán -apostilló otro de los hebreos.
    Interrogué a Lázaro con la mirada. ¿Qué querían decir aquellas rotundas palabras?
    El amigo amado de Jesús desvió la conversación.
    -Por favor, disculpa nuestra descortesía. A juzgar por el polvo de tus sandalias y la fatiga de tu rostro, debes de haber caminado mucho Te suplico que -como hermano nuestro- aceptes mi hospitalidad...
    Aquel brusco giro en la conducta de Lázaro me desconcertó. Pero le dejé hacer.
    El hombre abandonó la estancia, regresando a los pocos minutos, en compañía de una mujer.
    -Marta, mi hermana mayor -explicó Lázaro refiriéndose a la hebrea que le acompañaba- te lavará los pies...
    El corazón me latió con fuerza. Y sin cerciorarme del error que estaba cometiendo, me puse en pie. El resto del grupo permaneció sentado. Era demasiado tarde para rectificar. Procuré serenar mis nervios. No podía negarme a los requerimientos de mi anfitrión. Hubiera sido considerado como un insulto al arraigado sentido oriental de la hospitalidad. Así que, colocando mis manos sobre los hombros del resucitado, le sonreí, agradeciéndole su delicadeza lo mejor que supe.
    No tuve casi tiempo de fijarme en Marta, la «señora», puesto que éste es el verdadero significado de dicho nombre. Antes de que su hermano hubiera terminado de hablar, ya había traspasado el umbral de la sala, perdiéndose en el patio porticado.
    Lázaro me rogó que tomara asiento sobre uno de los pequeños y desperdigados taburetes de cuatro patas y asiento de mimbre que rodeaban la mesa.
    A los cinco minutos, la figura de Marta se recortaba nuevamente en la puerta. Sujetaba en las manos un lebrillo vacío y de su antebrazo izquierdo colgaba un largo lienzo blanco. Le seguía un niño con una jarra de bronce llena de agua.
    Como si se tratara de un hábito de lo más rutinario, la hermana mayor de Lázaro depositó el barreño a mis pies, ciñéndose lo que hoy llamaríamos toalla. Me apresuré a soltar las tiras de cuero que formaban los cordones de mis sandalias, mientras la mujer vaciaba parte del contenido de la jarra en el lebrillo. Al introducir los pies en la ancha vasija de barro experimenté una reconfortante sensación. EI agua estaba caliente!
    -Gracias... -murmuré-. Muchas gracias...
    Marta levantó el rostro y sonrió, dejando al descubierto un hilo de oro que servía para sujetar algunos dientes postizos. Aquel era otro signo inequívoco de la acomodada posición de la familia.
    Mientras la mujer procedía a la limpieza de mis doloridos pies (las cuatro vueltas de los cordones habían dejado otras tantas marcas rojizas en la piel), procuré observarla con detenimiento. Sin duda, Marta era mayor que Lázaro. Aparentaba entre 45 y 50 años. Sus manos, robustas y encallecidas, reflejaban una intensa y larga vida de trabajo. Era de una talla muy similar a la de su hermano -alrededor de 1,60 metros-, pero más gruesa y con un rostro redondo y curtido. Deduje que sus cabellos -cubiertos por un velo negro que caía hasta la espalda- debían ser negros, al igual que sus ojos y las cejas.
    Una vez concluido el lavatorio, Marta envolvió mis pies en el lienzo con el que se ceñía la cintura y fue presionando el suave tejido (probablemente de algodón) hasta que ambas extremidades quedaron completamente secas. Tomó las sandalias y, ante mi sorpresa, se las pasó al muchachito. Guardé silencio, imaginando que la buena mujer trataba de asearlas.
    Cuando pensaba que la operación había terminado, Marta me rogó que arremangara las mangas de mi túnica. Obedecí y con suma delicadeza tomó mis manos, situándolas sobre el lebrillo. Vertió sobre ellas el resto del agua que contenía la jarra, invitándome a que las frotara enérgicamente. Por último, las secó, retirando a un lado el barreño. En ese instante, la « señora» de la casa -que seguía arrodillada frente a mí- echó mano de un cordoncito que rodeaba su cuello, extrayendo de entre sus pechos una bolsita de tela, color azabache. La abrió, volcando el contenido sobre la palma de su mano izquierda. Se trataba de un puñado de suaves y diminutos gránulos -con forma de lágrimas- que destelleaban a la luz de los candiles.
    Marta trotó aquella sustancia de aspecto gomorresinoso sobre cada uno de mis pies. Después hizo otro tanto con mis manos, devolviendo el oloroso producto a la bolsa.
    No pude contener mi curiosidad y le pregunté el nombre de aquel perfume.
    -Es mirra.
    En los días que siguieron a mi salida del módulo, pude saber que muchas de las mujeres israelitas -en especial las de las clases media y alta- llevaban bajo su túnica, al igual que Marta, sendas bolsitas con mirra. Ello les proporcionaba una permanente y gratísima fragancia. Tanto la mirra como el áloe, la hierba del bálsamo y otras resinas aromáticas eran consumidos con gran profusión por el pueblo judío, que las utilizaba, no sólo para aromatizar los templos, sino en el aseo personal, en el hogar e incluso en el lecho .
    Marta y el niño abandonaron la estancia y yo, agradecido y aliviado, me incorporé al grupo.
    Lázaro atizaba el fuego. En mi mente bullían tantas preguntas que no supe por dónde reanudar la conversación. Deseaba conocer la doctrina y la personalidad del Maestro de Galilea, pero también sentía una aguda curiosidad por aquel ejemplar único: un hebreo devuelto a la vida después de muerto y enterrado. Como tampoco era cuestión de desperdiciar aquella inmejorable ocasión -programada, además, en el esquema de trabajo del general Curtiss-, rogué a mi amable anfitrión que me sacara de algunas dudas en torno al conocido milagro de Jesús. En mi calidad de médico, y a pesar de los textos evangélicos y de los numerosos comentarios que había recogido hasta ese momento, me resultaba muy difícil imaginar siquiera que aquel hombre hubiera sufrido lo que hoy conocemos por muerte clínica y que, para colmo, varios días después de su fallecimiento, otro «hombre» le hubiera rescatado del sepulcro.
    -¿Qué es lo que deseas conocer? -repuso Lázaro sin dejar de remover el fogón.
    Aun a riesgo de parecer impertinente, planteé mi primera duda con la suficiente astucia como para provocar la locuacidad de los allí reunidos.
    ¿No pudo suceder que estuvieras dormido?
    Lázaro olvidó la chimenea y, mirándome con dureza, replicó:
    -Es mejor que sean éstos quienes respondan a esa cuestión...
    Sus amigos guardaron silencio. Por un momento llegué a pensar que había forzado la situación. Pero, finalmente, uno de ellos, en tono comprensivo, tomó el hilo de la conversación.
    -Es natural que dudes. Tú, como otros muchos, no estabas aquí cuando, en los últimos días de febrero, nuestro hermano Lázaro fue presa de intensas fiebres. A pesar de los cuidados de sus hermanas y de las prescripciones de los sangradores venidos de Jerusalén, el mal fue en aumento. Su debilidad llegó a tal extremo que no era capaz de sostener una escudilla de leche entre las manos.
    Ni siquiera el médico del templo, Ben Ajía , pudo remediarle. El Maestro no se encontraba en aquellas fechas en Judea y la familia, a la vista de tan grave dolencia, tomó la decisión de enviar un mensajero para rogarle que sanara a su amigo. Sin embargo, a las pocas horas de la partida del jinete, Lázaro murió.
    -¿Recordáis la fecha? -intervine.
    -¿Cómo olvidar el día del fallecimiento de un amigo? El duelo cayó sobre esta casa en las últimas horas de la tarde del domingo 5 de marzo.
    -Eso significa interrumpí de nuevo a mi interlocutor- que el mensajero llegó hasta Jesús cuando Lázaro ya había muerto...
    -Efectivamente. El rabí se encontraba entonces en la ciudad de Bethabara, en la Perea y aunque el emisario cabalgó toda la noche, Jesús no recibió la noticia hasta el día siguiente, lunes.
    -Hay algo que no entiendo. ¿El mensajero tenía orden de rogar al Maestro que acudiera a Betania?
    -No. Las hermanas de Lázaro tienen la suficiente fe en el rabí como para saber que no era necesaria su presencia. Ellas eran conscientes de que Jesús se hallaba predicando y que bastaría una sola palabra suya para sanar a su hermano. Por eso, al morir Lázaro poco después de la partida del mensajero, todo el mundo comprendió y aceptó que era demasiado tarde.
    »Lo que sí resultó incomprensible, incluso para Marta y María -prosiguió mi relator con la voz trémula por el triste recuerdo de aquellos momentos- fue la respuesta de Jesús al emisario. Cuando éste regresó a Betania en la mañana del martes, aseguró una y otra vez que había oído decir al rabí que «aquella enfermedad no llevaba a la muerte». Todos, como te digo, creyentes o no, quedamos desconcertados. Nadie acertaba a comprender por qué Jesús, el gran amigo de la familia, no daba señales de vida.
    »Al conocerse la noticia de la muerte de Lázaro, muchos de sus familiares y amigos de las aldeas próximas, así como de Jerusalén, se pusieron en camino y acompañamos a las hermanas en tan triste momento. Cumplida la primera parte de la normativa sobre el luto , nuestro amigo fue sepultado junto a sus padres, en la tumba familiar existente al final del jardín.
    -Un momento -intervine de nuevo-. ¿Lázaro fue enterrado, aquí, en su propia casa?
    -Si, en el panteón de sus mayores.
    Aunque mi pregunta debió parecer intrascendente, para mí encerraba un indudable valor.
    Según todos los textos bíblicos por mi consultados antes de la Operación Caballo de Troya, el sepulcro de Lázaro había sido ubicado por los exegetas fuera del pueblo y concretamente en la falda oriental del monte Olivete. A la mañana siguiente, la hermana mayor de Lázaro, a petición mía, me conduciría hasta la gruta natural que se abría al pie de un peñasco de unos diez metros de altura, a poco más de cuatrocientos metros de la parte posterior de la casa y en el fondo del frondoso huerto que formaba la hacienda. Aquella comprobación despejó mis dudas, fortaleciendo mi primera impresión sobre la desahogada posición económica de la familia, que había heredado de sus padres amplias zonas de viñedos y olivos. El hecho indiscutible de disponer, incluso, de su propio panteón familiar dentro del recinto de su casa, hablaba por sí solo de la riqueza de los hermanos.
    -¿Qué día fue sepultado Lázaro?
    -El jueves 9 de marzo, por la mañana. Al cumplirse los tres días establecidos por la ley, la familia y amigos depositamos los restos de Lázaro en uno de los lechos de piedra excavado en la gruta y procedimos a cerrar la boca con la losa...
    Mis informantes se refirieron a continuación a la difícil situación por la que atravesaban las hermanas del fallecido. A pesar de los numerosos amigos y parientes que habían acudido a consolarlas, María y la «señora» se hallaban sumidas en un profundo dolor. Algo, sin embargo, las diferenciaba: mientras María parecía haber perdido toda esperanza, Marta siguió aferrada a una idea: «el Maestro tenía que aparecer de un momento a otro». Y aunque no sabía muy bien qué podía hacer el rabí a estas alturas, con su hermano muerto y amortajado, la «señora» vivió aquellos casi cuatro días con el ferviente deseo de ver aparecer a Jesús. Su fe en el Maestro era tal que aquella misma mañana del jueves, cuando la tumba fue cerrada, pidió a una vecina de Betania que se situara en lo alto de una colina, al este de la aldea, con el fin de vigilar el camino que conduce a Jericó y por el que debería llegar el rabí de Galilea. A las pocas horas, la joven irrumpió en la casa de Lázaro advirtiendo en secreto a Marta de la inminente llegada de Jesús y sus discípulos.
    Poco después del mediodía, la «señora» se reunió con el Nazareno en lo alto de la colina.
    Marta, al ver a Jesús, se arrojó a sus pies, dando rienda suelta a sus lágrimas, al tiempo que exclamaba entre grandes gritos: «¡Maestro, de haber estado aquí, mi hermano no hubiera muerto!» Jesús, entonces, se inclinó y tras levantarla le dijo: «Ten fe y tu hermano resucitará.» Y Marta, que no se había atrevido a criticar la aparentemente incomprensible actuación del Maestro, contestó: «Sé que resucitará en la resurrección del último día y desde ahora creo que nuestro Padre te dará todo aquello que le pidas.» El rabí colocó sus manos sobre los hombros de la mujer y mirándola fijamente a los ojos le dijo: «¡Yo soy la resurrección y la vida!» Las lágrimas seguían corriendo por las mejillas de la hermana de Lázaro y Jesús prosiguió:
    «Aquel que crea en mí vivirá a pesar de que muera. En verdad te digo que quien viva creyendo en mí, nunca morirá realmente. Marta, ¿crees esto?
    La mujer asintió con la cabeza y tras secarse los ojos añadió:
    «Sí, desde hace mucho tiempo creo que eres el Libertador, el Rijo de Dios vivo..., el que tiene que venir a este mundo.» Los compañeros de Lázaro prosiguieron su relato, exponiendo la extrañeza del Maestro al no ver a María junto a su hermana. La «señora», que había recuperado ya su temple habitual, explicó a Jesús el profundo y doloroso trance por el que atravesaba María. Y el Nazareno le rogó que fuera a avisaría.
    Marta entró de nuevo en la casa y, tomando aparte a su hermana, le dio la noticia de la llegada del Maestro.
    Mis interlocutores debieron notar mi extrañeza ante este gesto de la hermana mayor de Lázaro y, adentrándose a mis pensamientos, aclararon:
    -Entre las numerosas personas que habían acudido hasta esta casa se contaban algunos enemigos de Jesús; Marta, procurando evitar cualquier incidente, estimó oportuno no hablar en público de la reciente llegada a Betania del rabí. Es más: su intención fue permanecer en la casa, con los amigos y familiares, mientras María acudía en busca de Jesús. Pero la súbita e impetuosa salida de la hermana menor alarmó a los presentes, que la siguieron, creyendo que María se dirigía a la tumba de su hermano.
    »Cuando Maria llegó hasta el Maestro, se arrojó igualmente a sus pies, exclamando: "¡De haber estado tú aquí, mi hermano no hubiera muerto!" El grupo, al ver a Jesús con las dos hermanas, permaneció a una prudencial distancia En aquellos momentos, mientras el rabí las consolaba, muchos de los amigos y parientes reanudaron sus lamentaciones y gemidos.
    »El sol había empezado ya a desplazarse hacia el oeste cuando Jesús preguntó a Marta y a María : «¿Dónde está?» La «señora» le respondió: «Ven y verás.» Y las hermanas le condujeron hasta la hacienda, atravesando el huerto. Cuando estuvieron frente a la gran peña, Marta le señaló la losa que cerraba el panteón familiar mientras María -presa de un nuevo ataque- se arrodillaba a los pies del Galileo, sollozando y hundiendo el rostro en la tierra. Se hizo un gran silencio y los que estábamos cerca del rabí vimos cómo sus ojos se humedecían y varias lágrimas corrieron por sus mejillas. Uno de los amigos de Jesús, al verle llorar, exclamó:
    «Ved cómo le quería. Aquel que ha abierto los ojos a los ciegos, ¿no podría impedir que este hombre muera?» »Pero otros de los allí congregados, implacables detractores del Maestro, aprovecharon aquella oportunidad para ridiculizar a Jesús, diciendo: «Si tenía en tan alta estima a este hombre, ¿por que no ha salvado a su amigo? ¿De qué sirve curar en Galilea a extraños si no puede salvar a los que ama?... » »Jesús, sin embargo, permaneció en silencio. Entonces, levantando a María, la estrechó entre sus brazos, aliviando su aflicción.
    -¿Qué hora era?
    -Faltaba muy poco para la nona. En ese momento, el rabí, dirigiéndose a algunos de sus discípulos, les ordenó: «¡Levantad la piedra!» Pero Marta, adelantándose hacia el Maestro, le preguntó:
    «¿Debemos mover la piedra de costado?» Interrogué a los amigos de Lázaro sobre el significado de aquella pregunta de la «señora».
    Sinceramente, no terminaba de comprender. ¿Qué había querido decir?
    -Marta, al igual que el resto de los allí presentes -me explicaron- entendimos que Jesús deseaba ver a Lázaro por última vez. Aunque todos creíamos en la resurrección de los muertos, ninguno (ni siquiera Marta) imaginamos cuáles eran en realidad las verdaderas intenciones del rabí. Por eso la «señora» creyó que sería suficiente con retirar parcialmente la losa. De esta forma, el Maestro hubiera podido asomarse a la sepultura y contemplar el cadáver de su amigo.
    »La hermana mayor de Lázaro, sin embargo, intentó persuadir a Jesús, diciéndole: «Mi hermano ha muerto hace ya cuatro días... La descomposición del cuerpo se ha iniciado...» »Los cinco hombres que se disponían a desplazar la piedra miraron a Marta sin saber qué hacer. Pero Jesús, que se había situado frente a ellos, y en un tono que no dejaba lugar a dudas, reprochó la lógica insinuación de la «señora»:
    »-¿No os he manifestado desde el principio que esta enfermedad no era mortal? ¿No he venido a cumplir mi promesa? Y después de haberos visto, ¿no he dicho que si creéis veréis la gloria de Dios? ¿Por qué dudáis? ¿Cuánto tiempo necesitáis para creer y obedecer?
    »Marta miró fijamente al Maestro y, en uno de sus típicos arranques, animó a los apóstoles y vecinos de Betania que se habían brindado a separar la piedra para que abrieran la caverna.
    »El espeso silencio quedó roto por el gemido de la losa circular al rozar sobre la roca y por los entrecortados gritos de aliento que proferían los voluntarios, en su esfuerzo por echar a un lado el pesado cierre. Al cuarto o quinto intento, la boca de la tumba quedó al descubierto.
    »Nuestro rabí levantó entonces los ojos hacia el azul de aquel atardecer y exclamó de forma que todos pudiéramos oírle:.
    »-Padre... , te agradezco que hayas oído mi ruego. Sé que siempre me escuchas, pero a causa de los que están junto a mí, hablo contigo para que crean que me has enviado al mundo y sepan que intervienes conmigo en el acto que nos disponemos a realizar.
    »Acto seguido clavó su rodilla izquierda en tierra y asomándose a la galería que conduce a la cámara funeraria gritó con fuerza:
    «¡Lázaro!... ¡Acércate a mí!» »EI eco resonó en el interior de la cueva, mientras las cuarenta o cincuenta personas que allí estábamos sentimos un escalofrío.
    Algunos de los más próximos al Maestro nos asomamos a la tumba y percibimos, en la penumbra del foso, la forma de Lázaro, fuertemente fajado con tiras de lino blanco y reposando en el nicho inferior derecho del panteón.
    »María, asustada, se abrazó a su hermana. Nunca un silencio fue tan dramático.
    »Durante un corto espacio de tiempo, todos contuvimos la respiración. Aunque muchos de nosotros habíamos sido testigos de otros prodigios del rabí, la palpable y cruda realidad de aquellos cuatro días de enterramiento nos hacía dudar.
    »¿Qué iba a suceder?
    »Aquel desacostumbrado silencio se había propagado incluso a los alrededores. Las primeras y familiares golondrinas habían desaparecido del cielo y hasta el fuerte viento, tan propio de esta época, se había calmado inexplicablemente.
    »De pronto, el Maestro dio un paso atrás. Por las escaleras que conducen a la boca de la cueva apareció un bulto. María lanzó un grito desgarrador y cayó desmayada. Instintivamente, todos retrocedimos.
    »Un hombre cubierto por un lienzo pugnaba por salir al exterior. Pero sus manos y pies estaban atados con vendas y esto dificultaba su marcha.
    »De la sorpresa se pasó al terror y la mayoría de los hombres y mujeres huyeron por el jardín, entre alaridos y caídas.
    »¡Era Lázaro!
    »A duras penas, apoyándose en sus codos y manos, aquel bulto fue arrastrándose por las húmedas escalinatas de piedra hasta alcanzar los últimos peldaños. Allí se detuvo, jadeante, mientras un sudor frío nos recorría el rostro.
    »Pero nadie -ni siquiera Marta- se atrevió a dar un solo paso hacia el resucitado.
    »Jesús comprendió nuestro pánico y dirigiéndose a la «señora» ordenó que le quitáramos la tiras de tela y que le dejáramos caminar.
    »Con los ojos arrasados en lágrimas, Marta se aproximó valientemente, procediendo a desatar primero las vendas que oprimían sus muñecas. A continuación, sin esperar a liberarle de las ataduras de los tobillos, rasgó la sábana y dejó al descubierto el rostro de su hermano.
    Tenía los ojos muy abiertos y la faz blanca como la cal.
    »Una vez liberado, Lázaro saludó al Maestro y a sus discípulos, interrogando a su hermana Marta sobre el significado de aquellas ropas funerarias y por qué se había despertado en el jardín. Mientras la «señora» le refería su muerte, enterramiento y resurrección, Jesús dio media vuelta y con su habitual serenidad se inclinó, levantando el cuerpo de María. La muchacha no había recobrado aún el sentido y el Maestro, olvidándose por completo de Lázaro y de nosotros, la condujo entre sus brazos hasta la casa.
    »Poco después, los tres hermanos se postraron ante el rabí, agradeciéndole cuanto había hecho. Pero Jesús, tomando a Lázaro por sus manos, le levantó, diciendo: «hijo mío, lo que te ha sucedido, ocurrirá igual a todos aquellos que crean en el evangelio, pero resucitarán bajo una forma más gloriosa. Tú serás el testigo viviente de la verdad que he proclamado: yo soy la resurrección y la vida. Ahora vayamos a tomar el alimento para nuestros cuerpos físicos. Esto es todo lo que podemos decirte».
    Lázaro me observaba fijamente. Supongo que con menor curiosidad de la que yo sentía por él.
    -Si me lo permites -intervine dirigiéndome al resucitado-, quisiera hacerte una última pregunta.
    El amigo de Jesús asintió con la cabeza.
    -¿Qué recuerdo guardas de esos días en los que gustaste la muerte?
    -Nunca he hablado de ello -repuso Lázaro-, pero no es mucho lo que puedo decirte.
    Aquella pregunta y la insinuación del propietario de la casa sorprendieron al grupo.
    Curiosamente, nadie se había preocupado de averiguar qué había visto o sentido Lázaro durante los cuatro días en los que había permanecido muerto.
    -Hubo un momento -supongo que en el instante de mi muerte- en el que mi cabeza se llenó de un extraño ruido... Fue algo así como el zumbido de un enjambre de abejas. Después, no sé por cuanto tiempo, experimenté una sensación desconocida: era como si me precipitara por un estrecho y oscuro pasadizo...
    »Cuando volví a abrir los ojos todo era oscuridad. No sabia dónde estaba ni lo que había sucedido. Sentí frío en la espalda. Me di cuenta entonces que yacía sobre un lecho de piedra.
    Traté de incorporarme pero noté que me hallaba maniatado y cubierto por un lienzo Intenté gritar, pero un pañolón anudado sobre la cabeza sujetaba fuertemente mi mandíbula.
    Inmediatamente comprendí que estaba en una de las cavidades subterráneas que sirven para enterrar a nuestros muertos. Sin embargo, en contra de lo que puedas creer, no sentí miedo. Al contrario. Una gran paz se apoderó de mi y, lentamente, como pude, fui arrastrándome hacia la columna de luz que se distinguía al fondo de la cámara. El resto ya lo conoces.
    No sé cómo pudo venirme a la memoria pero, de pronto, recordé que en el relato de la resurrección se habla mencionado una sábana.
    -Abusando de tu hospitalidad -le expuse- me gustaría saber si aún conservas los lienzos funerarios.
    -Sí, así es.
    -¿Podría examinarlos?
    Aquel inusitado interés mío por la mortaja confundió a los presentes. Pero Lázaro accedió, rogando a uno de los amigos que fuera por ellos. Minutos más tarde, el hebreo ponía en mis manos un rollo de tela. Con la ayuda del propio Lázaro, y a petición mía, extendimos la sábana de lino sobre la mesa. Providencialmente, las hermanas habían optado por guardar el lienzo y las vendas tal y como fueron retirados del cuerpo de Lázaro. Y aunque la rigurosa ley judía prohibía todo contacto con cadáveres o con objetos que, a su vez, hubieran permanecido junto a los restos de hombres o animales , la singularidad del suceso -que rompía todos los esquemas legales- y el talante liberal de estos fieles seguidores de la doctrina de Jesús, habían hecho posible que las vestiduras fúnebres no fueran destruidas y que la familia las manejara sin escrúpulos de conciencia.
    Al pasar una de las lámparas de aceite sobre el tejido pude observar un desgarro en el centro mismo de la sábana; justamente en la parte que debió cubrir la cabeza. Al examinar detenidamente la tela comprobé la existencia de unos plastones de color marrón, producto de las mezclas de ungüentos que habían sido utilizados en el embalsamamiento.
    Como médico, presté especial interés a la detección de posibles señales o huellas que pudieran delatar el natural proceso de putrefacción. Según mis cálculos, y a juzgar por las informaciones de mis amigos, Lázaro había fallecido unos 25 días antes, en el atardecer del domingo, 5 de marzo. A pesar del aislamiento de la cueva sepulcral, de la baja temperatura de la misma y de la posible acción retardadora de los aceites y áloes, la advertencia de Marta a Jesús sobre el olor del cadáver era, sin duda, un síntoma claro de que su hermano debía presentar ya, cuando menos, la llamada «mancha verde» abdominal, primer signo de descomposición. (Esta mancha suele aparecer hacia las 24 horas del fallecimiento y Lázaro, en el momento de abrir la tumba, debía llevar alrededor de noventa horas muerto.) Sin embargo, por más que exploré el lienzo, no pude encontrar resto alguno de líquidos procedentes, por ejemplo, de la ruptura de ampollas en la epidermis. Lo que sí percibí, al oler algunas de las áreas del tejido, fue un inconfundible tufo a sulfídrico, emanación muy propia en la putrefacción de la materia orgánica. Aunque no se trataba, obviamente, de una prueba definitiva, aquello me dio cierta idea sobre la posible causa de la muerte de Lázaro:
    probablemente un proceso infeccioso agudo y generalizado. (A título personal, y después del «gran viaje», me interesé por todos los textos, apócrifos o no, tradiciones, etc., en los que pudiera hablarse de la suerte que corrió Lázaro en años posteriores. Los escasos datos que encontré apuntaban hacia el hecho de que el amigo de Jesús fallecería por segunda vez a la edad de 64 años y, curiosamente, como consecuencia de la misma dolencia que le condujo al sepulcro en el año 30. Pero estas informaciones, lógicamente, no han podido ser comprobadas.) Lo que sí me llamó poderosamente la atención fue comprobar cómo el testimonio de Lázaro y sus amigos encajaba plenamente con la tradición judía sobre la muerte. En general, los hebreos creían que «la gota de hiel en la punta de la espada del ángel de la muerte empezaba a obrar al final del tercer día». Al cuarto, por tanto, la descomposición del cadáver era ya un hecho incuestionable. De acuerdo con la información de la familia de Lázaro, el Maestro recibió la noticia de la grave dolencia de su amigo cuando aquél llevaba ya once horas muerto; es decir, en la mañana del lunes, 6 de marzo. Jesús conocía esta creencia judía sobre la muerte y, sabiamente, esperó hasta el martes para ponerse en camino, llegando hasta Betania cuando los restos de Lázaro llevaban ya sin vida alrededor de 96 horas. Un tiempo más que suficiente como para que todos los judíos que sabían del fallecimiento no pudieran dudar sobre el prodigio que estaba a punto de consumar.
    En las horas que siguieron, merced a éstas y a otras informaciones, alcancé a entender en su verdadera medida por qué la aristocracia sacerdotal judía -encabezada en aquellos años por la saga del ex sumo sacerdote Anás- buscaba la muerte de Jesús de Nazaret. A las pocas horas de la resurrección de Lázaro, los jefes del templo -y por supuesto, el yerno de Anás- tuvieron cumplida cuenta de cuanto había ocurrido en el cementerio de Betania. Mientras la inmensa mayoría de los amigos del resucitado, que habían sido testigos excepcionales del suceso, se hacían lenguas del mismo, pregonando a los cuatro vientos la portentosa señal del Maestro de Galilea, otros judíos -muchos menos, aunque de torcido corazón- se apresuraron a informar a la casta de los fariseos, que gozaba entonces de gran primacía sobre el resto de los sacerdotes y levitas.
    Es casi seguro que si el milagro hubiera tenido lugar en otro momento del año judío -y no en vísperas de la solemne Pascua- y con un protagonista menos acaudalado y prestigioso entre los dignatarios de Jerusalén, la obra del leví quizá hubiera ido a engrosar, a título de «inventario», la ya larga lista de prodigios. Pero el Nazareno había sacado de entre los muertos -potestad reservada únicamente al Divino- a Lázaro de Betania. (Demasiado cerca, demasiado espectacular y demasiado importante como para olvidarlo o condenarlo al silencio.) El hecho adquirió tales proporciones que -según me contaron Lázaro y sus amigos-, Jerusalén sufrió una conmoción. La circunstancia de que entre los testigos de su resurrección se contaran algunos miembros del templo y distinguidos judíos, amigos de la familia de Lázaro, precipitó aún más los acontecimientos. Y el Sanedrín, inquieto por la noticia, celebró una asamblea urgente a la una del mediodía del día siguiente, viernes. El tema único podía resumirse en la siguiente frase: «¿Qué hacemos con el impostor?" Aunque la suprema asamblea de Israel había discutido ya en otras oportunidades la posibilidad de detener y juzgar a Jesús de Nazaret, acusándole de blasfemo y transgresor de las leyes religiosas, esta vez fue distinto.
    Uno de los fariseos llegó a proponer una resolución por la que se dictase la inmediata captura del Galileo y su ejecución sin juicio previo. Esto provocó agrias discusiones entre los 71 miembros del Sanedrín, en especial entre algunos «ancianos» o representantes de la «nobleza laica» (caso de José de Arimatea) y los fariseos. Aquellos consideraban ilegal y abominable tal decisión.
    Tras dos horas de debate, y en vista del escaso éxito de los que pretendían que el proceso contra Jesús se desarrollase bajo la más estricta ortodoxia, catorce miembros de la gran asamblea judía se levantaron, presentando allí mismo su dimisión. Dos semanas después, cuando el Sanedrín aceptó estas dimisiones, el consejo relevó de sus cargos a otros cinco destacados miembros, bajo la acusación de «reflejar sentimientos de amistad hacia el Nazareno». Estas circunstancias despejaron el camino del Sanedrín, que tomó la decisión casi unánime de prender y ajusticiar al Maestro.
    Lázaro y su familia no se equivocaban al creer que la suerte de Jesús estaba echada. El odio del Sanedrín contra el rabí era tal que aquella misma tarde del viernes, 10 de marzo, los policías del templo recibieron la orden de buscar y capturar a Jesús, «allí donde se encontrase». Pero la inminente entrada del sábado (al atardecer del viernes) salvaría al Nazareno. Aunque todo Jerusalén sabía de la presencia de Jesús en Betania, los levitas decidieron aguardar al domingo para ejecutar la orden de caza y captura. Los amigos del Maestro se apresuraron a comunicarle el grave acuerdo del Sanedrín, apremiándole para que huyera. Pero Jesús no hizo caso y siguió en Betfagé hasta la mañana del domingo, 12 de marzo. Tras despedirse de Lázaro y sus hermanas, el rabí y su grupo partieron hacia su campamento de la ciudad de Pella .
    Pocos días después de la marcha del Maestro, el burlado Sanedrín centró sus iras en el resucitado. Lázaro y su familia fueron llamados a declarar a Jerusalén y los sacerdotes tuvieron que rendirse a la evidencia del milagroso acto de Jesús. En este sentido, el testimonio del médico del templo, Ben Ajía, que había asistido al vecino de Betania durante su fulminante enfermedad y comprobado con sus propios ojos el ritual del embalsamamiento, fue decisivo.
    Sin embargo, el torcido corazón de Caifás y de sus partidarios hizo registrar en los archivos del Sanedrín que «aquel prodigio tenía su origen en el maléfico poder del príncipe de los demonios, aliado del rabí de Galilea». Esta resurrección -insisto en ello-, lejos de abrir el alma de los representantes religiosos del pueblo hebreo, envenenó aún más sus sentimientos hacia Jesús.
    El sumo sacerdote y los jefes del templo se encargaron de convencer al resto del tribunal de que, de seguir por aquel camino, todo el pueblo de Israel terminaría por acatar la doctrina del Galileo, pudiendo conducir a la nación a una catástrofe. En cierto modo, el Sanedrín tenía razón, ya que muchos hebreos -entre los que figuraba buena parte de sus propios discípulos- consideraban al Mesías como un libertador político, un revolucionario que expulsaría a los romanos de Israel.
    Fue precisamente en una de aquellas reuniones del Sanedrín -según me informó Nicodemo -cuando Caifás hizo alusión, por primera vez, al antiguo adagio judío, repetido con posterioridad, que rezaba: «Más vale que un hombre muera, antes de ver perecer a una comunidad.» Pero los problemas de la suprema asamblea de Israel no terminaban en Jesús. El Sanedrín se había dado perfecta cuenta de que era menester eliminar también a Lázaro . ¿Qué conseguían apresando y ajusticiando al Maestro si continuaba con vida el máximo exponente de su poder? La popularidad del resucitado había alcanzado tal grado que Caifás y los fariseos decretaron igualmente la eliminación de Lázaro.
    Los planes del Sanedrín terminaron por filtrarse y el amigo de Jesús fue puntualmente informado. Esta dramática situación había sumido a la familia de Betania en una permanente angustia. Ahora empezaba a comprender su natural desconfianza cuando, pocas horas antes, yo había solicitado entrevistarme con Lázaro...
    Quizá, en mi opinión, otro de los graves errores del Sanedrín fue no detener primero al resucitado. Al comprobar que Jesús había desaparecido, los sacerdotes olvidaron temporalmente a Lázaro y dieron órdenes expresas a Yojanán ben Gudgeda, portero jefe, así como al resto de los levitas o policías al servicio del templo, para que, en el caso de que el Nazareno hiciera acto de presencia, fuera capturado de inmediato. Uno de los comentarios más extendidos en aquellos días previos a la celebración de la Pascua -y que yo había tenido ocasión de escuchar desde mi llegada a Betania- era precisamente si el Nazareno tendría el suficiente coraje como para acudir a Jerusalén y celebrar, como cada año, los sagrados ritos. Este rumor popular había desquiciado a los sacerdotes, hasta el extremo de trasladar el «problema Lázaro» a un segundo plano.
    Así discurrió mi primer encuentro con el amigo amado de Jesús, interrumpido finalmente por la entrada en la sala de Marta. En una bandeja de madera me ofreció un refrigerio, que agradecí nuevamente con todo mi corazón. Después del relato de los hebreos que me acompañaban, mi admiración por la «señora» había crecido sensiblemente. Y supongo que ella, con su gran intuición femenina, debió notarlo. Al entregarme la comida, Marta bajó los ojos, sonrojándose.
    -Te ruego, hermano Jasón -habló Lázaro- que tengas a bien aceptar este humilde alimento.
    Sabemos que lo necesitas. Y te suplico igualmente que te consideres en tu casa. Esta noche, y cuantas precises, éste será tu techo...
    Traté de disuadirle, pero fue inútil. Lázaro y sus amigos habían descubierto que -en verdad- mi actitud era limpia y noble.
    Las emociones del día me habían abierto el apetito y, ante la mirada complacida de mis nuevos amigos, no tardé en dar buena cuenta del grano tostado, de los higos secos, los dátiles, miel y del cuenco de leche de cabra que formaron mi cena.
    Bien entrada la noche, el propio Lázaro me condujo hasta una de las estancias del piso superior. En ella había sido dispuesto un catre de los llamados «de tijera», con un lecho de tela y cuerdas entrelazadas. El armazón de la cama había sido construido a base de dos largueros de madera de pino, cada uno sólidamente amarrado a dos patas que se cruzaban en forma de aspa y que no levantaban más de cuarenta centímetros del suelo.
    Por todo mobiliario, el reducido dormitorio rectangular (de 1,80 X 2,50 metros) presentaba un arcón de sólida madera de acacia (la misma que debió de servir para construir la legendaria arca de la alianza) de un metro de altura. Sobre él, Marta había colocado mis sandalias, pulcramente lavadas; una jofaina, una jarra de metal con agua, un lienzo y un pequeño ramo de romero de fragantes flores azuladas. Sobre la cabecera del lecho, colgando de la blanca pared y a corta altura del piso de ladrillo rojo, alumbraba una sencilla lamparilla de aceite con forma de concha.
    Al cerrar la puerta y quedarme solo me asomé a la estrecha tronera que hacía las veces de ventana y mis ojos se humedecieron al contemplar aquella legión de estrellas, idénticas a las que yo solía ver en el desierto de Mojave.
    Tras una larga conexión con el módulo, caí rendido sobre el catre.
    En realidad, mi agitada exploración no había hecho más que empezar...

    31 DE MARZO, VIERNES

    Al alba, un ruido ronco y monótono me despertó. Al asomarme por la ventana, comprobé sorprendido que aquel sonido parecía salir de la totalidad de la aldea. No lograba explicármelo..
    Tras un rápido aseo, establecí contacto con la «cuna», pero Eliseo tampoco supo darme información al respecto.
    Intrigado, descendí las escaleras de piedra que conducían hasta el patio central de la hacienda. Al llegar a las pilastras, aquel irritante ronroneo creció. Noté que partía de la estancia donde había permanecido buena parte de la tarde anterior y hacia allí me encaminé. El fuego del hogar se elevaba vigoroso sobre unos leños recién depositados en el fondo de la chimenea.
    Al pie del murete circular del fogón, Marta y una de las sirvientas procedían con ímpetu a la molienda del trigo, sobre una piedra muy parecida a las que yo había visto la mañana anterior, en mi descenso por la cara sur del monte de los Olivos. A diferencia de aquéllas, este triturador era negro y muy pulimentado. Al acercarme a las mujeres y saludarías comprobé que se trataba de una piedra basáltica de casi medio metro de longitud y treinta centímetros de anchura muy desgastada por su parte superior como consecuencia de la diaria y vigorosa fricción. En un instante, mis dudas se disiparon. Ya partir de aquel día, aprendí a identificar el cotidiano despertar de Betania y de la propia Jerusalén con aquel sonido obligado y generalizado en todas las casas -poderosas y humildes- de la molienda del grano. Como me contaron los ancianos de la aldea de Lázaro, si algún día se dejaba de oír el rumor de la muela, convirtiendo el trigo en harina, es que la ruina y la desolación - como había escrito Jeremías- habían llegado a Israel.
    Por supuesto, no había sido el primero en levantarme. Desde mucho antes del amanecer, las mujeres de la casa se afanaban ya en las tareas domésticas. Mientras Marta se encargaba de la compra del pan en el horno comunal de la aldea, María y otras jovencitas acarreaban el agua y terminaban de adecentar la hacienda. Los hombres, por su parte, ultimaban los preparativos para el duro trabajo en los campos. El padre de Lázaro -rico hacendado- había dejado a sus hijos la tierra suficiente como para vivir sin estrecheces, permitiendo holgadamente en cada cosecha que los pobres pudieran recoger una de las esquinas de sus campos, tal y como ordenaban los viejos preceptos .
    Cuando entré en el salón-comedor, la diligente e incansable Marta preparaba la harina para cocer unas pequeñas tortas sin levadura. Al verme se incorporó, rogándome excusase a su hermano. Lázaro había tenido que acompañar a sus operarios hasta uno de los campos próximos, donde se venía trabajando en lo que llamaban la «siembra tardía»; es decir, el cultivo de productos como el mijo, sésamo, lentejas, melones, etc., y que debían plantarse necesariamente entre enero y marzo.
    Antes de que pudiera reaccionar, Marta me suplicó que me sentara a la mesa. En un abrir y cerrar de ojos situó ante mí un ancho cuenco de madera sobre el que vertió leche caliente.
    Siempre en silencio, mientras su compañera seguía triturando el grano, cortó varias rebanadas de una hogaza de pan moreno que posiblemente pesaría más de tres libras. Dos generosas porciones de queso y miel completaron mi desayuno.
    Desde la hora tercia (las nueve de la mañana, aproximadamente), grupos de peregrinos procedentes de Galilea, de la Perea, viejos conocidos de la familia, parientes de Jerusalén y muchos curiosos, habían ido llegando hasta las puertas de la casa de Lázaro. Como casi todos los días, aquellos hebreos habían aprovechado su obligada presencia en la ciudad santa para «distraerse» viendo y escuchando al resucitado. Al verlos sentados en el jardín e invadiendo, incluso, el atrio y el patio central, sentí una cierta rabia. ¿Es que Lázaro no se daba cuenta que la mayoría de aquellos individuos sólo buscaban un motivo para el comadreo?
    Comprendí que el paciente amigo de Jesús hubiera preferido quitarse de en medio...
    Al consultar a Marta sobre el camino que debía seguir para encontrar a su hermano, la «señora» abandonó gentilmente sus quehaceres y me rogó que la siguiera a través del espacioso huerto situado a espaldas de la casa y en el que se alineaban numerosos árboles frutales. Apenas si habíamos caminado trescientos pasos cuando, al desembocar en una pequeña explanada, me detuve sobresaltado. Frente a mí se levantaba una enorme peña de caliza blanda. Al pie de aquella mole grisácea, salpicada en algunas de sus grietas superiores por los nidos de barro de las primeras golondrinas, distinguí una piedra circular.
    Marta comprendió el motivo de mi sorpresa y, con un gesto de su mano, me invitó a acercarme al sepulcro familiar.
    En silencio inspeccioné el cierre de la boca de la cueva. Se trataba de una losa perfectamente labrada, de un metro escaso de diámetro y apenas treinta centímetros de grosor. Aquella piedra, muy semejante a las muelas de molino, constituía el cierre de una entrada que, a juzgar por las dimensiones, era bastante angosta. El frente de la peña, en una superficie de dos metros -a partir del suelo- por otros tres de ancho, había sido esculpido a manera de fachada y revocado en blanco.
    Yo sabía que retirar la losa constituía una falta de respeto hacia los muertos. Así que, sin hacer comentario alguno, olvidé aquel impulso que me llevaba a pedirle a la hermana de Lázaro que me permitiera desplazar la roca. Por otra parte, lo más probable es que, aunque Marta hubiera accedido, ni ella ni yo juntos hubiéramos sido capaces de mover aquellos trescientos o quinientos kilos que debía pesar el cierre.
    Minutos después salía del jardín, tomando una de las veredas que corría en dirección oeste y que, según la «señora», me llevaría al encuentro de su hermano.
    La temperatura a aquellas horas de la mañana era todavía fresca: «diez grados centígrados y un moderado viento del norte de diez nudos», me confirmaría Eliseo. La noche anterior, el cilómetro especial de la «cuna» --en base a un haz de luz láser- había detectado una barrera de nubes tormentosas (cumulonimbus) de unos trescientos kilómetros de longitud, que se levantaba a seis mil pies sobre el perfil de la costa fenicio-israelita. De momento, estas amenazantes nubes de desarrollo vertical parecían frenadas en su avance hacia Jerusalén por una corriente de aire frío procedente del norte.
    «No hay que descartar, sin embargo -me anunció mi compañero-, que puedan cambiar las condiciones y que en 24 o 48 horas se registren lluvias sobre nuestra área.» Me arropé en la «chlamys» y proseguí por el tortuoso camino, entre los ondulantes campos de cebada. Algunos campesinos habían iniciado ya la siega. Los segadores tomaban los tallos con la mano derecha y con la otra los cortaban a escasa distancia de la base de las espigas. Las hoces consistían en pequeñas hojas curvadas de hierro, sólidamente engastadas con remaches a una empuñadura de madera. La trilla se realizaba en una era próxima al camino. Las mujeres cargaban los haces, esparciéndolos sobre el suelo. Después separaban el grano de la paja, bien a mano o con la ayuda de los bueyes. En este último caso -el más frecuente, según pude comprobar- los animales pisaban la cebada. Después, los hombres pasaban el trillo por encima, tirado por estos mismos bueyes. Los más comunes estaban construidos con una tabla plana en cuya cara inferior habían sido incrustados pequeños trozos de pedernal. Otros eran simples rodillos, también de madera.
    En una segunda operación, las mujeres aventaban la paja, cerniendo el grano y guardándolo finalmente en sacos. Varios asnos y algunos carros se encargaban del transporte de los mismos hasta la aldea, donde era trasvasado a silos o grandes tinajas de barro como la que había visto en la casa de Lázaro.
    No tardé en encontrar al resucitado y a sus obreros. Lázaro se alegró al verme pero rechazó de plano mi idea de ayudarles en las labores de siembra. Nos encontrábamos en pleno forcejeo dialéctico cuando algunos de los servidores llamaron nuestra atención. Procedente de la aldea se acercaba un jinete.
    Lázaro colocó su mano izquierda a manera de visera y observó atentamente. De pronto, sin hacer el menor comentario, soltó el sementero que colgaba de su hombro y salió a la carrera hacia la vereda. El jinete llegó al trote hasta mi amigo y, descabalgando, abrazó a Lázaro. Un instante después volvía a montar, alejándose hacia Betania. El resucitado hizo señales para que me acercara. Al llegar junto a él su rostro aparecía iluminado.
    -¡Viene el Maestro! -me soltó a bocajarro, con una alegría incontenible-. Al fin podrás conocerlo... Vamos, tenemos mucho qué hacer.
    -Pero, ¿dónde está?… ¿Ha llegado ya? -comencé a preguntarle atropelladamente, mientras trataba de seguirle. Pero Lázaro no me respondió.
    Antes de que pudiera reaccionar, me había sacado medio centenar de metros de ventaja. A pesar de su aparente debilidad, corría como un gato salvaje.
    Al entrar en la casa me di cuenta de que la noticia había alterado a la familia y amigos.
    Marta, sobre todo, corría de un lado para otro, sonriente y nerviosa. Al vernos se abrazó a Lázaro, confirmándole la buena nueva:
    -¡Viene!... ¡Viene Jesús!....
    El hermano intentó calmarla, preguntándole algunos detalles. Dicen que está a unos diez estadios de Betania -añadió la «señora».
    Hice un rápido cálculo mental. Eso significaba que el rabí se hallaba a unos 1 860 metros de la aldea.
    Puedo jurar que, a pesar de mi intensa preparación, de los largos años de entrenamiento y de mi condición de escéptico, la familia de Lázaro consiguió contagiarme su nerviosismo. Sin poder evitarlo, un escalofrío me sacudió la columna vertebral. Inexplicablemente, mi garganta se había quedado seca. Pero, en un esfuerzo por serenarme, lo atribuí a la loca carrera desde los campos. (Una vez más me equivocaba...) Siguiendo los consejos de Lázaro, permanecí en la casa. Mi primera intención fue salir al encuentro del Nazareno, pero el resucitado me sugirió que era mucho mejor aguardarle allí.
    -El viene siempre a nuestro hogar... Además -insinuó-, la noticia habrá llegado ya a Jerusalén y dentro de poco no se podrá caminar por las calles de Betania.
    -Entonces -comenté con preocupación- el Maestro ha aceptado el reto y pasará la Pascua en la ciudad santa...
    Mi amigo no quiso responder. Sin embargo, adiviné en su mirada un velo de pesadumbre.
    Ellos presentían que aquélla podía ser la última Pascua de Jesús de Nazaret... Ni que decir tiene que el sumó sacerdote y sus secuaces podían estar ya enterados de la presencia del impostor en la vecina aldea. Y eso, como sabía muy bien Lázaro y sus hermanas, era peligroso.
    Poco después de la hora nona -quizá fuesen las cuatro o cuatro y media de la tarde- la agitación entre las numerosas personas que se hallaban en el patio porticado de la hacienda se disparó súbitamente. Marta y María se precipitaron hacia el atrio y desaparecieron entre los grupos de hombres y mujeres que taponaban prácticamente la entrada principal.
    Mi corazón se aceleró. Desde el exterior se oía un rumor de voces, gritos y saludos. Sin saber por qué, sentí miedo. Retrocedí unos pasos, ocultándome detrás de una de las columnas del ala derecha del patio. Las palmas de mis manos habían empezado a sudar. Presioné disimuladamente mi oído y, en voz baja, informé a Eliseo de la inminente llegada de Jesús.
    A los pocos minutos, los servidores, amigos y familiares de Lázaro fueron apartándose y un nutrido grupo de hombres irrumpió en el patio.
    Entre risas, besos y mantos multicolores mis ojos quedaron clavados de pronto en un individuo que sobresalía muy por encima de los demás... ¡Aquél tenía que ser Jesús!
    Su extraordinaria talla -en un primer momento la calculé en algo más de 1,80 metros- lo convertía, al lado de la casi totalidad de los allí reunidos, en un gigante. Vestía un manto color «burdeos», fajando el tórax y con los extremos enrollados en torno al cuello y cayendo sobre unos hombros anchos y poderosos. Una larga túnica blanca de amplias mangas le cubría casi hasta los tobillos. No le vi ceñidor o cinturón alguno. Traía un lienzo blanco arrollado sobre la frente, que caía sobre el lado derecho de sus cabellos.
    Ni siquiera en el instante de la inversión de la masa del módulo, en aquella noche del 30 de enero de 1973, experimenté una aceleración cardíaca como la que estaba soportando en aquellos momentos.
    El gigante caminó despacio hacia el centro del patio. Su brazo derecho descansaba sobre el hombro de Lázaro. A su alrededor, Marta y María gesticulaban y daban palmas, entre el alborozo general.
    Era, sin duda, un hombre blanco, de rostro alto y estrecho, propio de los pueblos caucásicos.
    El cabello, lacio y de una tonalidad ligeramente acaramelada, le caía sobre los hombros. Poco después, al soltarse la banda de tela que llevaba arrollada sobre la frente y que portaban también casi todos los hombres de su grupo, comprobé que se peinaba con raya en medio.
    Presentaba un bigote y una fina barba, partida en dos, de un color oro viejo, similar a los cabellos. El bigote, aunque pronunciado, no llegaba a ocultar los labios, relativamente finos. La nariz me desconcertó. Era larga y ligeramente prominente.
    Desde su entrada en la casa, Jesús no había dejado de sonreír, mostrando una dentadura blanca e impecable, muy distinta a la que padecía la mayoría de los hebreos.
    El Maestro fue a sentarse al filo de la piscina central, sobre uno de los taburetes que alguien había rescatado del «comedor». Los hombres, mujeres y niños se arremolinaron a su alrededor.
    Los rayos de sol incidieron entonces sobre su rostro y quedé maravillado. El contraste con.
    aquellas caras endurecidas, sembradas de arrugas y avejentadas de sus amigos y seguidores, era sencillamente admirable. Su piel aparecía curtida y bronceada.
    Tímidamente fui asomándome por detrás de la pilastra. Jesús, a poco más de cuatro o cinco metros, levantó repentinamente su rostro y me perforó con su mirada. Una especie de fuego me recorrió las entrañas. Ante la sorpresa general, el rabí se levantó, abriéndose paso entre las personas que habían empezado a sentarse sobre los ladrillos rojos del pavimento. Las rodillas empezaron a temblarme. Pero ya no era posible escapar. Aquel gigante estaba frente a mí...
    Jamás olvidaré aquella mirada. Los ojos del Galileo -ligeramente rasgados y de un vivo color de miel- tenían una virtud singular: parecían concentrar toda la fuerza del Cosmos. Más que observar, traspasaba. Unas pestañas largas y tupidas le proporcionaban un especial atractivo.
    La frente, despejada, terminaba en unas cejas rectas y suficientemente separadas. No pestañeó. Su faz, apacible y tibiamente iluminada por el sol, infundía un extraño respeto.
    Levantó los brazos y depositando unas manos largas y velludas sobre mis hombros, sonrió, al tiempo que me guiñaba un ojo.
    Un inesperado calor me inundó de pies a cabeza. Traté de responder a su gesto, pero no pude. Estaba confuso y aturdido, emocionado...
    Sé bien venido.
    Aquellas palabras, pronunciadas en griego, terminaron por desarmarme. Había tal seguridad y afecto en su voz que necesité mucho tiempo para reaccionar.
    El rabí volvió junto a la cisterna, mientras sus amigos le contemplaban en un mutismo total.
    Algunos de los discípulos rompieron al fin el silencio y preguntaron al resucitado quién era yo.
    El joven, con indudable satisfacción, les explicó que era su invitado: «Un extranjero llegado expresamente desde Tiro para conocer a Jesús.» Yo permanecí inmóvil -como petrificado- tratando de ordenar mis pensamientos. «No puede ser -me repetía una y otra vez-. Es imposible que haya adivinado... ¿Cómo puede?...» Por más vueltas que le di, siempre llegaba a la misma encrucijada. Si nadie le había hablado de mí -por qué iban a hacerlo- ¿cómo podía saber quién era y por qué estaba allí? En el patio había medio centenar de personas. A muchos los conocía -eso estaba claro-, pero a otros no.
    Este era mi caso y, sin embargo, había caminado hasta mí...
    Nunca, ni siquiera ahora, cuando escribo estos recuerdos, estuve seguro, pero sólo un ser con un poder especial podría haber actuado así.
    Para qué voy a mentir. El resto de la tarde fue para mí como un relámpago que rasga los cielos de Oriente a Occidente. Apenas si me percaté de nada. Sé que Marta, al igual que hiciera conmigo, lavó los pies del Nazareno y que los frotó con mirra. Recuerdo vagamente -entre saludos constantes- cómo Jesús salió de la casa, acompañado por Lázaro y un nutrido grupo.
    Marta me informaría después que las habitaciones de la hacienda estaban totalmente ocupadas por los amigos y familiares que habían ido acudiendo hasta Betania y que -de común acuerdo con Simón, un anciano incondicional del Maestro y viejo amigo de la familia- Jesús pernoctaría en la casa de este antiguo leproso.
    Al principio, muchos de los habitantes de Betania y de los peregrinos llegados hasta la aldea discutieron entre sí, creyendo que el rabí entraría esa misma tarde del viernes en Jerusalén, como desafío al decreto de prendimiento que había promulgado el Sanedrín. Pero se equivocaban. Jesús y su gente se dispusieron a pasar la noche en la casa de Simón, así como en otros hogares de amigos y parientes de la familia de Lázaro. Todos -esa es la verdad- hicieron lo posible para que el Maestro se sintiera feliz durante su estancia en la pequeña población.
    Según Marta, Simón había querido agasajar convenientemente a Jesús y había anunciado un gran banquete para el día siguiente, sábado. Eso significó un nuevo ajetreo en ambas casas, ya que -de acuerdo con las estrictas prescripciones de la ley judía- el día sagrado para los hebreos comenzaba precisamente con el crepúsculo del día anterior.
    Durante el resto de la jornada, el Maestro de Galilea recibió a infinidad de amigos y visitantes, departiendo con todos.
    Al anochecer, Jesús regresó a la casa de Lázaro y allí, en compañía de sus íntimos y de la familia del resucitado, repuso fuerzas, mostrándose de un humor excelente.
    Lázaro me rogó que les acompañara. Los hombres tomaron asiento en torno a la gran mesa rectangular del «comedor» y las mujeres -dirigidas por Marta- comenzaron a servir. En un.
    primer momento me mantuve prudentemente al amor de la chimenea. Pero Lázaro insistió y me vi obligado a compartir con ellos las abundantes viandas: algo de caza, judías, legumbres, frutos secos y vino. Me sorprendió comprobar que en ninguna de las comidas se probaba el agua. Esta era sustituida habitualmente por vino.
    Antes de iniciar la tardía «cena», el Maestro y las catorce o quince personas que compartían los alimentos se pusieron en pie, entonando un breve cántico. Yo hice otro tanto, aunque permanecí lógicamente en silencio. Al terminar, Marta -en una de las presurosas idas y venidas- me explicó que aquel himno, titulado Oye, Israel, era en realidad una oración. Me sorprendió ver cómo el rabí, a pesar de sus públicas y acusadas diferencias con los doctores de la ley, respetaba las viejas costumbres de su pueblo. No sé si he mencionado que el Maestro había hecho gala durante toda la tarde de un contagioso sentido del humor, riendo y haciendo bromas por cualquier cosa. Aquél iba a ser -al menos en los días que precedieron al jueves, 6 de abril- otro de los aspectos que me sorprendieron de Él. ¡Qué lejos estaba de esa imagen grave, atormentada y lejana que se deduce al leer muchos de los libros del siglo XX!... Jesús de Nazaret era una mezcla de niño y general; de ingenuo pastor y concienzudo analista; de hombre que vive al día y de prudente consejero. Pero, sobre todo, se le notaba feliz. Mucho más alegre y despreocupado que sus propios discípulos y amigos, visiblemente alterados por las amenazas del sumo sacerdote.
    Acto seguido, Jesús -que presidía la mesa junto a Lázaro- se hizo cargo de una de las hogazas de pan y, según su costumbre, lo troceó y distribuyó entre los comensales.
    Apenas si habíamos comenzado cuando, de pronto, el Maestro se dirigió a uno de los hombres del grupo. Al llamarlo por su nombre, el corazón me dio un respingo. ¡Era Judas Iscariote!
    El discípulo se levantó lentamente y, aproximándose al rabí, le entregó algo. Después regresó a su puesto. Permanecí como hipnotizado, contemplando a aquel individuo flaco y larguirucho, de algo más de 1,70 metros de estatura y cabeza pequeña. Su nariz aguileña destacaba sobre una piel pálida, casi macilenta, dándole el clásico «perfil de pájaro» que yo había estudiado en la clasificación tipológica de Ernest Kretschmer. (El gran psiquiatra se hubiera sentido muy satisfecho al saber que su definición del «tipo leptosomático» coincidía de lleno, en este caso, con el temperamento «esquizotímico» de Judas: serio, introvertido, reservado, poco sociable y hasta esquinado. La verdad es que conforme fui conociendo el carácter de este hombre, me percaté que se trataba en realidad de un gran tímido que no había tenido oportunidad de desarrollar su inmenso caudal afectivo. Su cabello negro, fino y abundante, contrastaba con su rostro prácticamente imberbe.
    Al aproximarse a Jesús noté que su túnica, en lugar del simple cordón o ceñidor, iba sujeta por la cintura con una hagorah o faja oscura, de la que había extraído aquella pequeña bolsa de cuero. Al parecer, por lo que pude ir verificando, la mencionada faja servía, sobre todo, para guardar el dinero o pequeños objetos, amén de las armas. Judas portaba una pequeña espada, sujeta en su costado derecho. En aquellos instantes, sin embargo, no me percaté de un hecho singular: al igual que el Iscariote, otros discípulos ocultaban también sendas espadas bajo sus mantos y hagorahs.
    El rabí rogó a las hermanas de Lázaro que se aproximaran a Él. María fue la primera en abandonar los enseres que estaba manejando junto al fogón, situándose en una de las esquinas de la mesa, junto al Galileo. Al poco entraba Marta, secándose las manos en el delantal. La luz de una de las dos grandes lámparas o lucernas portátiles que habían sido colocadas sobre la mesa ponían al descubierto el atractivo perfil de María. Una espesa mata de pelo negro y cuidadosamente cardado le caía por la espalda, casi hasta la cintura. Sobre la frente, María, sujetando parte de los cabellos, lucía una cinta celeste que resaltaba sobre su cutis aceitunado.
    Tenía las facciones pequeñas y delicadas, propias de sus dieciséis o diecisiete años.
    Ni una sola vez había logrado hablar con ella y, no obstante, sus interminables ojos negros revelaban un corazón singularmente sensible.
    Jesús puso la bolsita en las manos de María y, dirigiéndose a ambas, les pidió que aceptaran aquel pequeño obsequio. Mientras María se ruborizaba, Marta, presa de la curiosidad, arrebató el regalo de entre las manos de su hermana, abriéndolo con presteza. Desde mi asiento apenas si llegué a distinguir unos gránulos. Después supe que se trataba de semillas de bálsamo, compradas por el propio rabí a su paso por Jericó.
    Ante el regocijo general, María -siempre en silencio- se aproximó a Jesús, estampándole dos sonoros besos en las mejillas.
    Poco a poco, sin embargo, el tono alegre y desenfadado de aquella comida fue decayendo, por obra y gracia de algunos de los hombres del Cristo. Saltaba a la vista que estaban seriamente preocupados por la dirección que iban a tomar los próximos pasos de su Maestro y que ellos, sin lugar a dudas, ignoraban totalmente. No tardó en surgir el asunto de la orden de captura de Jesús por parte del sumo sacerdote y las medidas que debían adoptarse para salvaguardar la seguridad del rabí, en primer lugar, y del resto del grupo al mismo tiempo.
    Uno de los más fogosos y radicales era un discípulo de barba encanecida y bigote rasurado, prácticamente calvo y de ojos claros. Su cabeza redonda destacaba sobre un cuello grueso.
    Aquel hombre de rostro acribillado por las arrugas -yo estimé que era uno de los de más edad (quizá rondase los 40 o 45 años)- no era partidario de la entrada en Jerusalén . Temía, lógicamente, por la vida del rabí y trató, por todos los medios a su alcance, de convencer al grupo de lo peligroso del empeño.
    Jesús asistió impasible y serio a toda la discusión. Dejaba hablar a unos y otros, sin pronunciar palabra. Hasta que en un momento álgido de la controversia, el Maestro dejó oír su voz grave. Y dirigiéndose al apóstol de los ojos azules, sentenció:
    - Pedro, ¿es que aún no has comprendido que ningún profeta es recibido en su pueblo y que ningún médico cura a los que le conocen?...
    Después, fijando aquellos ojos de halcón en los míos, añadió:
    Si la carne ha sido hecha a causa del espíritu, es una maravilla. Si el espíritu ha sido hecho a causa del cuerpo, es la maravilla de las maravillas. Mas yo me maravillo de esto: ¿cómo esta gran riqueza se ha instalado en esta pobreza?
    Un silencio denso quedó flotando en la estancia. Y el Maestro, levantándose, se retiró a descansar.
    Aquella noche, y las siguientes, los discípulos -temerosos de todo y de todos- montaron guardia por parejas a las puertas de la casa de Simón, «el leproso». Tanto Judas Iscariote como Pedro, su hermano Andrés, Simón, llamado «el Zelotes» y los sorprendentes hermanos gemelos Judas y Santiago de Alfeo, iban armados con unas espadas cortas, prácticamente idénticas a los gladius de los legionarios romanos: la conocida gladius Hispanicus o espada española, como la definió Polibio. Eran unas armas de sesenta a setenta centímetros de longitud, de hoja ancha y doble filo, con una punta que las hacía temibles Los discípulos de Jesús procuraban esconderías bajo los mantos -generalmente en el costado derecho- y dentro de una vaina de madera.
    Jesús no ignoraba que algunos de sus más cercanos seguidores llevaban armas. Sin embargo, salvo en el triste momento de su captura en la noche del jueves, en la finca de Getsemaní, jamás les hizo mención o reproche alguno.

    1 DE ABRIL SÁBADO

    A diferencia de las restantes jornadas, aquel amanecer del sábado no fui despertado por el rumor de la molienda del grano. La aldea parecía dormida, extrañamente silenciosa. Los hebreos -amos, sirvientes e, incluso, sus animales de carga- paralizaban prácticamente la vida, a partir de lo que ellos denominaban la vigilia del sábado; es decir, desde el crepúsculo del viernes. La Ley prohibía todos los trabajos mayores, los grandes desplazamientos, hacer el amor, sacar agua de los pozos y hasta encender el fuego... Aquellas abrumadoras normas de origen religioso trastornaban por completo el ritmo diario de la vida social de los judíos. Y lo que en un principio debería haber sido un motivo de alegría y merecido descanso, había terminado por deformarse, convirtiéndose en un enmarañado código de disposiciones, en su mayoría absurdas y ridículas.
    Lázaro y su familia, siguiendo el ejemplo de Jesús, adoptaban una postura mucho más liberal. Esa misma tarde tendría oportunidad de comprobar los muchos disgustos y quebraderos de cabeza que arrastraban, como consecuencia de la sincera puesta en práctica de la doctrina que venía predicando el rabí de Galilea.
    A pesar de todo, quedé francamente sorprendido al ver -desde primeras horas de la mañana- un incesante gentío que, procedente de Jerusalén y del campamento levantado junto a sus murallas, pretendía saludar a Lázaro y al hombre que había sido capaz de desafiar al Gran Sanedrín. Según mis informaciones, uno de estos preceptos sabáticos especificaba que el hombre de la casa debía dar tres órdenes cuando comenzaba a oscurecer (es decir, en la tarde del viernes): «¿Habéis apartado el diezmo?» . «¿Habéis dispuesto el erub»? Por último, el cabeza de familia debía ordenar que se prendiera la lámpara.
    Pues bien, si la distancia de Jerusalén a Betania era de unos quince estadios (casi tres kilómetros), ¿cómo es que aquellos judíos incumplían una de las normas más severas del sábado: caminar más de los dos mil codos fijados por la Ley? .
    Lázaro, con una sonrisa maliciosa, vino a explicarme que, también en aquellos tiempos, «hecha la ley, hecha la trampa....» Los israelitas, para aligerar esta disposición de los dos mil codos, habían «inventado» el erub.
    Si una persona, por ejemplo, colocaba en la vigilia del sábado (el viernes) alimentos como para dos comidas dentro de ese límite de los dos mil codos o mil metros, aquello -el erub- era considerado como una «residencia temporal», pudiendo entonces caminar otros dos mil codos en cualquier dirección .
    Esto explicaba la masiva presencia de peregrinos y vecinos de Jerusalén en Betania, que - según mi amigo- podían haber situado uno o dos erub en el mencionado sendero que une las tres poblaciones: Jerusalén, Betfagé y la aldea en la que me encontraba.
    Mi condición de extranjero y gentil me proporcionó, al fin, una oportunidad para ayudar a la familia que me había acogido bajo su techo. Hasta la hora tercia (nueve de la mañana), y después de vencer la resistencia de Marta, me ocupé del transporte del agua, así como de alimentar el fuego de la chimenea, recoger los huevos del gallinero y de la limpieza y puesta a punto de un ingenioso artilugio que llamaban antiki y que no era otra cosa que una especie de calentador metálico, con un recipiente para las brasas. El descanso sabático prohibía retirar las cenizas del mismo y, por supuesto, volver a cargarlo. Aquel utensilio, provisto de un tubo interior en contacto con el fuego, era de gran utilidad para calentar agua. Al no ser judío, yo estaba liberado de aquellas normas y ello, como digo, me permitió compensar en parte la gentileza y hospitalidad de mis amigos.
    Pero mi corazón ardía en deseos de salir al encuentro de Jesús. Marta, con su finísimo instinto, me sugirió que lo dejara todo y que fuera en busca del Maestro. Poco antes, en una de sus visitas a la casa de su vecino, Simón, con motivo de la preparación del festín que los habitantes de Betfagé y Betania querían ofrecer al rabí, había tenido ocasión de verle en el jardín.
    Cuando me disponía a salir de la casa, la «señora» me recordó que yo también había sido invitado y que, si así lo consideraba, ella misma me conduciría hasta el lugar que se me había asignado. Yo sabía muy bien que en aquella cena iba a producirse un acontecimiento «especial». Lo que no podía imaginar entonces era la gravísima repercusión que entrañaría para el Maestro...
    La hacienda de Simón, el hombre más rico e importante de Betania desde la muerte del padre de Lázaro, se levantaba a escasa distancia y también en el núcleo oriental de la población. La única diferencia sustancial con la casa de mi amigo era el frondoso jardín cuajado de cipreses, algarrobos y palmeras- perfectamente cercado por un muro de piedra de dos metros de altura. En Jerusalén, excepción hecha de la rosaleda, los jardines estaban prohibidos.
    Aquella norma, en cambio, no obligaba a las restantes ciudades. Simón, fervoroso creyente y seguidor del Cristo, era, además, un enamorado de las plantas, pasando buena parte de su ya avanzada ancianidad entre sus rosas, gálbanos, luminosos y perfumados estoraques de flores blancas, jaras y los curiosos tragacantos, de cuyas ramas y troncos fluye una preciada goma blanquecina, altamente medicinal.
    A las puertas de la hacienda se apiñaba una silenciosa muchedumbre, a la espera de poder ver al Maestro. Como si se tratase de un estadista del siglo XX, varios discípulos de Jesús permanecían apostados junto al portón, con las espadas ocultas por la faja y el manto controlando las entradas y salidas de los amigos, familiares y servidores de la casa: los únicos autorizados a traspasar el umbral.
    No tuve el menor problema para cruzar ante los hombres del Galileo. Mi amistad para con Lázaro y el oportuno gesto de Jesús, saludándome la tarde del día anterior, habían hecho que me ganara las simpatías y confianza de los apóstoles. Al verme, uno de los discípulos - Judas de Santiago, gemelo del otro Alfeo- me preguntó si buscaba a alguien en particular. Le dije que a Jesús y se brindó encantado para acompañarme. Al traspasar la puerta principal me encontré ante el cuidado y dilatado jardín. Un estrecho camino, adoquinado con piedras blancas (caliza, sin duda), nos condujo en línea recta hasta la explanada abierta al pie mismo de la escalinata de mármol que daba acceso a la casa.
    No fue necesario que Judas me señalara a su Maestro. El gigante se hallaba rodeado de una decena de niños, ¡jugando!
    Aquel espectáculo me fascinó de tal forma que, en silencio, casi de puntillas, rodeé la pequeña explanada, sentándome en los primeros peldaños de la escalinata. Y allí permanecí, absorto, disfrutando como los pequeños.
    Jesús se había desembarazado de su manto. Su espléndida túnica blanca aparecía esta vez ceñida por un cordón. Entre la algarabía de los pequeñuelos, destacaba a ratos su risa, limpia y rotunda como aquella luminosa mañana. En verdad, lo que más me emocionó fue comprobar cómo aquel hombre hecho y derecho -capaz de desafiar a los sumos sacerdotes o de resucitar a los muertos- saltaba, corría o caía por los suelos, entregado por completo a las exigencias de aquella gente menuda.
    Algunas mujeres se asomaban disimuladamente por el atrio, contemplando la escena y escabulléndose a continuación entre risas mal contenidas.
    Uno de aquellos juegos era especialmente curioso. El Galileo se situaba de espaldas al grupo de niños y lanzaba un palitroque hacia atrás, de forma que cayera lo más cerca posible de la chiquillería. Los muchachos se disputaban la posesión del palo hasta que uno de ellos -generalmente el que más saltaba- se hacía con él. En ese instante, tanto Jesús como el resto corrían en todas direcciones mientras el «propietario» del «testigo» se esforzaba por perseguir v tocar con el palo a cualquiera de los jugadores. No era casualidad que todos los niños pretendieran «cazar» al rabí. Pero éste, lejos de dar facilidades, los volvía locos, esquivándolos y burlándolos entre los árboles y arbustos.
    No sé cuánto tiempo duró aquello. Quizá una o dos horas...
    Súbitamente me asaltó un presentimiento. O mucho me equivocaba o aquellos iban a ser los últimos juegos de Jesús de Nazaret.
    De pronto, cuando más punzante era aquella inexplicable melancolía, el Maestro detuvo el juego. Retiró de sus ojos la venda de tela con la que jugaba a la «gallinita ciega» y acarició a los pequeños, dando por terminada la diversión.
    Aunque Jesús había tenido múltiples oportunidades de verme allí, sentado, fue en ese momento cuando dirigió su mirada hacia mí. Los niños se desperdigaron por el jardín y el Maestro avanzó hacia las escalinatas. Traté de ponerme en pie, pero el rabí extendió su mano, indicándome que no me moviera.
    Se sentó a mi lado, con la respiración aún agitada y la frente empapada por el sudor.
    -Jasón, amigo, ¿qué te sucede?
    Aquel descubrimiento volvió a sumirme en la confusión. El Maestro, sin mirarme siquiera y sin esperar una respuesta -¿qué clase de respuesta podía haberle dado?- prosiguió con un tono de complicidad que adiviné al instante.
    Tú estás aquí para dar testimonio y no debes desfallecer.
    -Entonces sabes quién soy...
    Jesús sonrió y pasando su largo brazo sobre mis hombros, señaló hacia la puerta del jardín, donde aún montaban guardia sus discípulos.
    -Pasará mucho tiempo hasta que ésos y las generaciones venideras comprendan quién soy y por qué fui enviado por mi Padre... Tú, a pesar de venir de donde vienes, estás más cerca que ellos de la Verdad.
    -No comprendo, Maestro, por qué tus hombres van armados. Muy pocos lo creerían... en mi tiempo.
    -Los que están conmigo -respondió con un timbre de tristeza- no me han entendido.
    -Señor, ¡hay tantas cosas de las que desearía hablarte!...
    -Aún tenemos tiempo. Bástele a cada día su afán.
    Era irritante. Tanto tiempo aguardando aquella oportunidad y ahora, mano a mano con El, no sabía qué decir ni qué preguntar...
    -Antes me has preguntado qué me ocurría -le comenté intrigado- ¿Cómo has podido darte cuenta?
    -Levanta la piedra y me encontrarás allí. Corta la madera y yo estoy allí. Donde hay soledad, allí estoy yo también...
    -¿Sabes?, toda mi vida me he sentido solo.
    Jesús replicó de forma fulminante:
    -Yo soy la luz que está sobre todos. Hay muchos que se tienen junto a la puerta, pero, en verdad, te digo que sólo los solitarios entrarán en la cámara nupcial.
    -Me tranquiliza saber que también los que dudamos tenemos un rincón en tu corazón...
    El gigante sonrió por segunda vez. Pero esta vez sus ojos brillaron como el bronce pulido.
    -El mundo no es digno de aquel que se encuentra a si mismo...
    -Mil veces me he hecho la misma pregunta: ¿por qué estamos aquí?
    -El mundo es un puente. Pasad por él pero no os instaléis en él.
    -Pero -insistí- no has respondido a mi pregunta...
    -Sí, Jasón, si lo he hecho. Este mundo es como la antesala del Reino de mi Padre. Prepárate en la antesala, a fin de que puedas ser admitido en la sala del banquete. ¡Sé caminante que no se detiene!
    -Pero, Señor conozco a muchos que se han «instalado» en su sabiduría y que dicen poseer la Verdad...
    -Dime una cosa, Jasón. ¿Dónde crece la simiente?
    -En la tierra.
    -En verdad te digo que la verdadera sabiduría sólo puede nacer en el corazón que ha llegado a ser como el polvo... El sabio y el anciano que no duden en preguntar a un niño de siete días por el lugar de la Vida, vivirán. Porque muchos primeros serán últimos y llegarán a ser uno.
    -Tú hablas de la Verdad, pero ¿dónde debo buscarla?
    -Si los que os guían os dicen: «Mirad, el Reino está en el cielo»; entonces, los pájaros del cielo os precederán. Si os dicen que está en el mar, entonces los peces del mar os precederán.
    Pero yo te digo que el Reino de mi Padre está dentro y fuera de vosotros. Cuando os conozcáis seréis conocidos y sabréis que sois los hijos del Padre viviente. Más si no os conocéis, estaréis en la pobreza y vosotros seréis la pobreza.
    El rabí debió notar mi confusión. Y añadió:
    -¿Alguna vez has escuchado a tu propio corazón? Asentí sin saber a dónde quería ir a parar.
    -El secreto para poseer la Verdad sólo está en mi Padre. Y en verdad te digo que mi Padre siempre ha estado en tu corazón. Sólo tienes que mirar «hacia adentro»... Bienaventurado el que busca, aunque muera creyendo que jamás encontró. Y dichoso aquél que, a fuerza de buscar, encuentre. Cuando encuentre, se turbará. Y habiéndose turbado, se maravillará y reinará sobre todo.
    -Señor, yo miro a mi alrededor y me maravillo y entristezco a un mismo tiempo...
    -Yo te aseguro, Jasón, que todo aquel que sabe ver lo que tiene delante de sus ojos recibirá la revelación de lo oculto. No hay nada oculto que no será revelado.
    Mi timidez inicial se fue disipando. El calor y la cordialidad de aquel Hombre terminaban por quebrar los muros más inexpugnables. Pero nuestra conversación se vio súbitamente interrumpida por varios de los discípulos. La multitud que se agolpaba a las puertas de la casa de Simón reclamaba al rabí y los hombres del Nazareno se sentían impotentes para contenerlos.
    Cuando el Maestro se alejó me juré a mí mismo que buscaría nuevas oportunidades para conversar con El y exponerle mis interminables dudas.
    Me fui tras Él. La multitud que yo había visto a las puertas del jardín de la casa de Simón estalló al ver al Maestro. Pero Jesús no se movió del portalón. Allí, flanqueado por sus discípulos, saludó a los peregrinos. Pero éstos, enterados del milagro que había hecho con Lázaro, no se contentaron con verle y empezaron a pedirle una señal. Yo no salía de mi asombro. A juzgar por sus gritos, aquellos hebreos -galileos en su mayoría- no pretendían escuchar al Nazareno. Lo único que verdaderamente les importaba era asistir a otro prodigio...
    Jesús, con evidentes muestras de desilusión, alzó sus brazos y se hizo el silencio. Un silencio expectante. Y muchos de los allí congregados comenzaron a sentarse en el suelo, convencidos de que su larga caminata no sería estéril y que pronto contemplarían otro «espectáculo». Pero el Maestro, en tono enérgico, les dijo:
    « ¡Necios!... Yo aparecí en medio del mundo y en la carne fui visto Por ellos. Y hallé a todos los hombres ebrios, y entre ellos no encontré a ninguno sediento... Mi espíritu se dolió por los hijos de los hombres, porque son ciegos de corazón y no ven.» Y antes de que ninguno de los presentes pudiera reaccionar dio media vuelta, perdiéndose a paso ligero en dirección a la mansión de su anfitrión.
    Sinceramente, me alegré. Aquella turba, sedienta de emociones y prodigios, no se merecía otra cosa. Poco a poco fui dándome cuenta que las multitudes apenas si habían asimilado el mensaje de aquel Hombre. Ni siquiera los más cercanos -tal y como comprobaría al día siguiente, con motivo de la entrada triunfal en Jerusalén- habían distinguido a aquellas alturas del ministerio de Cristo de qué «reino» hablaba el Maestro. Empezaba a comprender el verdadero alcance de aquellas frases del rabí, pronunciadas poco antes, en las escalinatas:
    «Los que están conmigo no me han entendido...» Hacia las tres de la tarde, en compañía de Lázaro y sus hermanas, entraba por primera vez en el patio porticado de la casa de Simón. El anciano iba recibiendo en el centro del recinto al medio centenar largo de comensales. Todos -conocidos o no del jefe de la casa- eran saludados con el ósculo o beso de la paz. Inmediatamente, los familiares y servidores del antiguo leproso, acompañaban a los invitados hasta los puestos que se les había asignado, en torno a una mesa muy baja y en forma de U. A diferencia del patio de la casa de Lázaro, el de Simón aparecía cubierto en su totalidad por un toldo o lona, sujeto por sogas a los capiteles de las columnas que rodeaban el hermoso lugar. La cisterna central había sido cubierta con tablas, de tal forma que en el Centro de la U quedaba un espacio más que sobrado como para permitir el movimiento de los servidores.
    Al llegar frente a Simón, Lázaro se encargó de presentarme al anciano. Al besarle comprobé cómo su mejilla derecha conservaba aún las profundas cicatrices de su enfermedad. Parte del ojo, así como esa misma zona del labio superior se hallaban prácticamente rotas y deformadas.
    La barba blanca y abundante no terminaba de ocultar la huella del terrible mal. La mano izquierda había quedado mutilada en las últimas falanges de los tres dedos centrales.
    Sin embargo, el venerable anciano parecía haber olvidado aquellos años difíciles y ahora se mostraba feliz y satisfecho, luciendo sus mejores galas: una túnica de lino, teñida en púrpura y un manto de brillante seda a franjas azules y escarlatas..
    Cuando Lázaro y yo acudimos hasta nuestros respectivos puestos en la mesa, comprobé con alivio que el resucitado había sido asignado a mi lado. Instintivamente miré a Marta, que permanecía de pie junto al resto de las mujeres, y sonrió maliciosamente.
    Siguiendo la costumbre, tuve que reclinarme sobre mi costado derecho . Aunque los judíos comían habitualmente sentados en sillas o taburetes, en las grandes ocasiones -y aquélla era una fiesta en la que ambas aldeas, Betania y Betfagé, rendían un sincero homenaje al Maestro- los hebreos habían ido adoptando la tradición helenística de almorzar reclinados sobre cómodos cojines y esteras.
    La única excepción, en este caso, fue Jesús. Como invitado de honor ocupaba el centro de la U, habiendo sido preparado una especie de diván bajo, que apenas sobresalía de la mesa.
    Aunque todos los invitados habían recibido en la mañana del viernes la correspondiente invitación, con los nombres, incluso, de los restantes comensales, de acuerdo con una arraigada tradición, el dueño de la casa había enviado aquella misma mañana del sábado otros tantos mensajeros a los domicilios de sus amigos, recordándoles el lugar y la hora del banquete.
    Respetuosamente, olvidando incluso la gran amistad que unía a ambas familias, Lázaro había esperado esta segunda y última comunicación del mensajero. Sólo en ese momento partimos de la casa.
    Al subir las escalinatas de la hacienda de Simón me llamó la atención una tela blanca, colgada a las puertas del atrio. Lázaro me explicó que aquel lienzo daba a entender que aún era tiempo de entrar en la cena. El «aviso» sólo era retirado después de haber servido el tercer plato.
    Jesús y sus discípulos -los doce- estaban ya en el patio cuando mi amigo y yo fuimos recibidos por el anfitrión. Por lo que pude apreciar, el rabí parecía haber olvidado el desagradable percance con la multitud que le había pedido un milagro, y reía abiertamente, demostrando un humor envidiable. Sus hombres, en cambio, a pesar de haber prescindido de sus espadas, no reflejaban demasiada alegría. Les noté nerviosos y adustos. En seguida comprendí la razón. Entre los invitados se hallaban cuatro o cinco sacerdotes, de una de las comunidades de fariseos: mortales enemigos del Maestro. A las puertas permanecían algunos de los policías del templo -levitas en su mayoría- que habían acudido hasta Betania con la sospechosa misión de escoltar a los altos dignatarios del sacerdocio de Jerusalén. Lázaro me comentó por lo bajo que había una cierta incertidumbre sobre los auténticos propósitos de aquellos fariseos. Era muy posible que -siguiendo las órdenes de Caifás- aquel mismo atardecer, una vez finalizado el sábado, los hombres del Sanedrín prendieran a Jesús. Pero los «separados» o los «santos» -como se conocía también a los fariseos- no hicieron ademán alguno que pudiera alertar a los seguidores de Cristo. Al contrario: aunque en ningún momento se acercaron al grupo en el que dialogaba Jesús, tras recogerse las amplias mangas de sus túnicas, dejaron que las mujeres procedieran al obligado lavatorio de manos y pies, reclinándose en sus puestos con vivas muestras de satisfacción. Supongo que su cordialidad podía obedecer a las magníficas viandas que habían empezado a circular ya sobre la mesa. Los servidores de Simón habían dispuesto una especie de tazones de fina cerámica (hoy conocida como terra sigillata), compactos y de cuidada forma, fabricados en barro rojo y -según me señaló Lázaro- procedentes de Italia. Al levantar mi tazón pude ver en la base del mismo el sello del fabricante: un tal Camurius, conocido alfarero de Arezzo. (Memoricé aquel nombre y en la tarde del lunes cuando, al fin, pude regresar al módulo, Santa Claus confirmó que el citado artesano italiano había vivido y trabajado en tiempos de Tiberio y Claudio, desde los años 14 al 54 después de Cristo.) Simón, siguiendo las costumbres, había contratado a un cocinero de Jerusalén.
    Curiosamente, si las cosas salían mal y los invitados se mostraban disgustados con el menú, el «jefe» de cocina debía reparar la afrenta, pagando de su bolsillo los gastos, en una proporción que siempre dependía de la categoría social del anfitrión y de sus comensales.
    No fue éste el caso. La verdad es que todo resultó exquisito. (Al menos para los hebreos.) Tras el caldo, a base de verduras y hierbas aromáticas, único plato en el que se utilizó la cuchara, los invitados disfrutaron lo suyo con las bandejas de bronce y plata, repletas de pescado cocido y cordero asado, hábilmente condimentados a base de cebollas, puerros y ajos.
    El cuarto o quinto «plato» consistió en frutos secos, especialmente uvas pasas, dátiles y miel silvestre. Todo ello, naturalmente, generosamente rociado -desde el principio al fin- por un vino del Hebrón, servido en altos vasos de cristal primorosamente tallados. Al costado de cada comensal había sido dispuesta una jofaina de metal, con el fin de ir lavando las manos. (La costumbre judía establecía que los alimentos debían ser tomados con los dedos.) Al llegar a los postres, el alborozo general aumentó sensiblemente. Algunos de los servidores y músicos contratados por Simón comenzaron a tañer sus instrumentos - fundamentalmente flautas y citaras- y las mujeres, que habían permanecido de pie o sentadas en un grupo aparte, pendientes de los invitados, se unieron a la música, batiendo palmas por encima de sus cabezas y siguiendo el ritmo con su cuerpo.
    Jesús -que había comido con gran apetito- apuró su tercera copa de vino y sonrió al grupo, en el que destacaba María. La hermana menor de Lázaro, al igual que el resto de sus compañeras, había cambiado su indumentaria de diario y lucía una llamativa túnica, teñida con la célebre púrpura de Tiro y Sidón. (Nuestras informaciones apuntaban hacia el hecho de que el célebre molusco de las playas de Fenicia -el «murex»- era la materia prima del que se obtenía la púrpura. Este gasterópodo segrega una tinta que, al contacto con el aire, se torna de color rojo oscuro. Los fenicios lo descubrieron y supieron comercializarlo.) María -tal y como ordenaban las normas sabáticas- había prescindido de su habitual cinta sobre la frente y dejaba flotar su negra y larga cabellera.
    En aquel momento, mientras los servidores retiraban las bandejas, daba comienzo en realidad lo que nosotros conocemos por la «sobremesa». Los comensales, eufóricos por los vapores del vino, se enzarzaban en las más dispares e interminables polémicas. Jesús y Simón, al frente de la mesa, dialogaban sobre el mítico Josué y de cómo fueron derribadas las murallas de Jericó. Los discípulos, por su parte, permanecían extrañamente sobrios y callados, pendientes tan sólo del grupo de fariseos, que no dejaban de apurar copa tras copa.
    Ante mi sorpresa, algunos de los comensales comenzaron a eructar sin el menor pudor.
    Aquello se convirtió pronto en algo colectivo. Nadie parecía dar excesiva importancia al hecho, a excepción del anfitrión y de mí mismo. Pero las razones de Simón -que correspondía a cada uno de los groseros gestos con una leve inclinación de su cabeza- obedecían a otra escala de valores. Aquellos eructos venían a demostrar públicamente la satisfacción de cada uno de los invitados por la espléndida comida y el trato recibidos. Por supuesto, tuve que esforzarme en eructar, «agradeciendo» a mi nuevo amigo su sabiduría y delicadeza gastronómicas.
    Cuando terminaron de servirse los postres, varias doncellas fueron pasando junto a cada uno de los comensales, ofreciendo unas minúsculas bolitas o cápsulas transparentes y blancoamarillentas. Ante mi duda, Lázaro me animó a coger una o dos de aquellas «lágrimas» e introducirlas en la boca. Se trataba de una especie de «goma de mascar», muy refrescante y aromática. Según mi amigo, eran extraídas de los lentiscos que poblaban a millares toda Palestina. Para los hebreos, aquellas bolitas reforzaban los dientes y la garganta, proporcionando, además un aliento más fresco y agradable.
    En los días siguientes -y gracias a las «lágrimas» de lentisco que me proporcionaría Lázaro- mi falta de aseo dental se vio notablemente aliviado.
    Pero, aunque todo parecía transcurrir dentro de la más sana e intensa alegría, no iba a tardar en estallar el «escándalo»...
    Creo que todos, o casi todos los presentes -distraídos con la música y la agradable tertulia- tardamos algunos minutos en reparar en aquella doncella que, salida sigilosamente del corro de las mujeres, se había arrodillado a espaldas de Jesús. Era María.
    Un latigazo interno me puso sobre aviso. Estaba a punto de asistir a la escena de la unción.
    Sin poder remediarlo me incorporé y, ante el desconcierto de Lázaro, me deslicé por detrás de la mesa, hasta situarme en una de las «esquinas» de la U, a pocos metros de los invitados de honor.
    Progresivamente, los comensales fueron guardando silencio, atónitos ante lo que estaba sucediendo. La hermana menor, con su habitual mutismo, había abierto una «botella» de unos treinta centímetros de altura y de forma ahusada. Parecía hecha de un material sumamente translúcido (después supe que se trataba de alabastro oriental).
    Y ante la mirada complacida de Jesús, la adolescente vertió buena parte del contenido sobre los cabellos del Maestro. Un líquido color «coñac» fue impregnando lenta y dulcemente el pelo acastañado del rabí, mientras un penetrante aroma fue llenando el recinto. María cerró el recipiente y, tras depositarlo entre sus piernas, procedió a extender el perfume entre los sedosos cabellos del Galileo. Aquella unción fue hecha con tanta sencillez y amor que los ojos del gigante se humedecieron.
    Una vez concluida la operación, María volvió a abrir la jarra, vaciando la esencia de nardo sobre los desnudos pies del Maestro. Untó el líquido a lo largo de sus tobillos, calcañares y dedos, proporcionando a Jesús unos suaves y prolongados masajes hasta que el líquido quedó perfectamente extendido .
    A esas alturas de la unción, algunos de los comensales habían empezado a murmurar entre sí, lamentando aquel despilfarro. En uno de los extremos de la mesa, varios de los discípulos -entre los que destacaba Judas Iscariote por sus aparatosos ademanes y palabras subidas de tono- apoyaban con sus comadreos a los invitados que se mostraban abiertamente molestos por el gesto de la joven.
    Ni María ni Jesús se alteraron ante aquellos cuchicheos. Al contrario: la bellísima hermana de Lázaro -que había adornado las uñas de sus manos y pies con un polvo rojo-amarillento - echó atrás su cabeza y pasando las manos sobre la nuca se inclinó sobre los pies del rabí, arrojando por delante su espesa cabellera. Después, sin prisas, fue enjugando con su pelo los pies del Maestro, hasta que quedaron secos y brillantes.
    Los comentarios, desgraciadamente, habían ido agriándose. Judas, incluso, con una manifiesta indignación, acudió hasta Andrés -el hermano de Pedro- preguntándole de forma que todos pudieron oírle:
    -¿Por qué no se vendió este perfume y se donó el dinero para alimentar a los pobres?... Debes hablar al Maestro para que la reprenda por esta pérdida... .
    María, asustada por el cariz que habían tomado los acontecimientos, intentó levantarse, pero Jesús la detuvo. Y poniendo su mano izquierda sobre la cabeza de la joven, se dirigió a los asistentes con voz reposada pero firme:
    -¡Dejadle en paz todos vosotros!... ¿por qué le molestáis por esto, si ella ha hecho lo que le salía del corazón? A vosotros, que murmuráis y decís que este ungüento debería haber sido vendido y el dinero dado a los pobres, dejadme deciros que siempre tenéis a los pobres con vosotros para que podáis atenderles en cualquier momento en que os parezca bien... Pero yo no siempre estaré con vosotros. ¡Pronto voy a mi Padre!
    A continuación, centrando aquella mirada -a la que no parecía escapar ni el cimbreo de las llamas de las lámparas- en los ojos de Judas Iscariote, arreció, con un timbre mucho más enérgico:
    -Esta mujer ha guardado mucho tiempo este ungüento para mi cuerpo en su enterramiento.
    Y ahora que le ha parecido bien hacer esta unción como anticipación a mi muerte, no se le debe negar tal satisfacción. Al hacer esto, María os ha reprobado a todos, en cuanto que con este hecho evidencia fe en lo que he dicho sobre mi muerte y la ascensión a mi Padre del cielo. Esta mujer no debe ser condenada por esto que ha hecho esta noche. Más bien os digo que en los tiempos venideros, dondequiera que se predique este evangelio por todo el mundo, lo que ella ha hecho será dicho en memoria suya.
    María desapareció del patio y yo me retiré a mi lugar. Lázaro parecía entristecido. Tanto él como Marta sabían que su hermana había ahorrado durante mucho tiempo para comprar aquel costoso perfume: La familia, al contrario de lo que venía observando entre sus propios discípulos, si habían entendido el fondo del problema e intuían que aquélla podía ser la última Pascua de Jesús.
    Los murmullos decrecieron, pero algunos de los apóstoles siguieron comentando el suceso, moviendo negativamente la cabeza, en señal de desacuerdo con el rabí. Judas Iscariote había caído en un impenetrable silencio. Sus ojos me asustaron. Destilaban un odio sordo y contenido. Saltaba a la vista que había tomado aquellas palabras de Jesús como un reproche personal e, indudablemente, se había sentido ridiculizado ante los demás. En mi opinión, debió ser a raíz de aquel incidente cuando el traidor comenzó a tramar su venganza contra el Galileo.
    Dudo mucho que Judas pensase en aquellos momentos en la entrega del Maestro a los miembros del Sanedrín. No tenía sentido, ya que la propia policía del templo había recibido órdenes concretas de apresarle. Sin embargo, su espíritu vengativo vio abierto así un camino para tratar de humillar a Cristo y resarcirse.
    Estaba ya próxima la vigilia del domingo cuando algunos de los fariseos, que habían permanecido en un prudente silencio, se dirigieron a Jesús y, prescindiendo de la valiosa naturaleza del perfume, le recriminaron por haber consentido que aquella mujer hubiera violado las sagradas leyes del descanso sabático. Según acerté a entender, una de las normas establecía que una mujer «no podía salir de su casa con una aguja que tuviera agujero (es decir, apta para coser), ni con un anillo que tuviera sello, ni con un gorro en forma de caracol, ni con un frasco de perfume». Si infringía este código, estaba obligada a pagar y ofrecer un sacrificio, en compensación por su pecado.
    Jesús observó divertido a los sacerdotes.
    -Decidme -les preguntó- ¿de dónde venís?
    -De Jerusalén -afirmaron.
    -¿Y cómo es posible que condenéis a una mujer que ha caminado menos de un estadio, habiendo recorrido vosotros más de quince?
    Recordé entonces que los hebreos hacían una trampa para poder salvar los dos mil codos o un kilómetro, que era el trayecto máximo permitido en sábado. Jesús sabía que, aunque el pueblo sencillo ponía en práctica el erub, los «santos» o «separados» presumían públicamente de su extrema pureza, no dudando en cambio en infringir estas leyes cuando estaba en juego una buena comilona.
    Los fariseos se revolvieron inquietos. Pero el Cristo no estaba dispuesto a concederles cuartel. La casi totalidad de los 5000 miembros de las comunidades o hermandades de fariseos de Israel eran comerciantes, artesanos o campesinos, carentes de la sólida formación de los escribas y que, en base a sus estrictas normas para con la pureza y el pago del diezmo, se habían elevado por encima de los ammê ha' -ares o gran masa del pueblo de Israel. Este engreimiento y dureza de corazón era algo que no soportaba el rabí de Galilea. Y no tardó en proclamarlo en sus propias narices, para regocijo de unos y nerviosismo de otros; en especial de sus más allegados, que temían la ira de los que se autoproclamaban como el «partido del pueblo».
    -¡Ay de vosotros, fariseos! -lanzó Jesús valientemente-. Sois como un perro acostado en el pesebre de los bueyes: ni come él, ni deja comer a los bueyes.
    -¿Quién eres tú -esgrimieron los representantes de Caifás con aire de suficiencia- para enseñarnos dónde está la Verdad?
    -¿Para qué salisteis al campo? -arremetió el Nazareno-. ¿Para ver quizá una caña agitada por el viento?... ¿Para ver a un hombre con vestidos delicados? Vuestros reyes y vuestros grandes personajes -vosotros mismos- os cubrís de vestidos de seda y púrpura, pero yo os digo que no podrán conocer la Verdad...
    -Veinticuatro profetas han hablado en Israel y nosotros seguimos su ejemplo...
    Los comensales volvieron sus rostros hacia Jesús. Pero el Galileo seguía imperturbable. Su dominio de la situación había crispado los ánimos de los fariseos.
    -¿Vosotros habláis de los que están muertos y estáis rechazando al que vive entre vosotros?
    -Dinos quién eres para que creamos en ti contestaron.
    -Escrutáis la superficie del cielo y de la tierra y no habéis conocido a aquel que está entre vosotros...
    Y volviendo su mirada hacia mi, añadió:
    No sabéis escrutar este tiempo...
    Una oleada de sangre ascendió desde mi vientre..
    Los fariseos optaron por levantarse, renunciando a seguir con aquella batalla dialéctica.
    Entre expresivas muestras de indignación, lavaron sus manos en sendas jofainas. Pero Jesús no había terminado. Y antes de que pudieran abandonar el recinto les espetó:
    -¡Ay de vosotros, fariseos!. Laváis el exterior de la copa sin comprender que quien ha hecho el exterior hizo también el interior...
    Empezaba a estar muy claro para mí por qué las castas de sacerdotes, escribas y fariseos se habían conjurado para prender y dar muerte a aquel Hombre.
    La borrascosa cena culminó prácticamente con la salida de los sacerdotes. Cuando los invitados se despedían ya de Simón, Pedro se aproximó a su Maestro y, con aire conciliador, le propuso que María fuera apartada del grupo, «ya que las mujeres comentó- no son dignas de la Vida». El Nazareno debió de quedar tan perplejo como yo. Y en el mismo tono, respondió al impulsivo discípulo:
    -Yo la guiaré para hacerla hombre, para que ella se transforme también en espíritu viviente semejante a vosotros, los hombres. Porque toda mujer que se haga hombre entrará en el Reino de los Cielos.
    Esa noche, al retirarme a mi habitación y establecer la conexión con el módulo, Eliseo me anunció que el frente frío había penetrado ya por el Oeste y que, muy probablemente, la entrada de Jesús en Jerusalén -prevista para el día siguiente, domingo- se vería amenazada por la lluvia.

    2 DE ABRIL,DOMINGO

    Aquella noche del sábado necesité tiempo para conciliar el sueño. Habían sido demasiadas emociones... Pero, sobre todo, había algo que me preocupaba. ¿Por qué Jesús había hecho aquella manifestación sobre las mujeres? Después de mucho cavilar sólo pude llegar a una conclusión: el Nazareno era consciente de la deprimente situación social de la mujer y se había propuesto reivindicaría. En los estudios que habían precedido a la Operación Caballo de Troya, yo había tenido la oportunidad de comprobar que, en la casi totalidad del Oriente e Israel no era una excepción- el papel de la mujer en la vida pública y social era nulo. Pero los textos y documentos que yo había manejado en mi preparación distaban mucho de la realidad. Por lo poco que llevaba observado, el desprecio de los hombres por sus compañeras era algo que clamaba al cielo. Cuando la mujer judía, por ejemplo, salía de su casa -no importaba para qué- tenía que llevar la cara cubierta con un tocado que comprendía dos velos sobre la cabeza, una diadema sobre la frente con cintas colgantes hasta la barbilla- y una malla de cordones y nudos. De este modo no se podían conocer los rasgos de su rostro. Entre los hebreos se contaba el sucedido de un sacerdote importante de Jerusalén que no llegó a conocer a su propia esposa al aplicarle el procedimiento prescrito para la mujer sospechosa de adulterio. (Pocos días después tendría la magnífica ocasión de asistir a una triste y fanática tradición que los judíos denominaban «las aguas amargas», comprendiendo un poco mejor la revolucionaria postura de Jesús para con las hebreas.) La mujer que salía de su hogar sin llevar la cabeza cubierta ofendía hasta tal punto las buenas costumbres que su marido tenía el derecho y -según los doctores de la ley- hasta el deber de despedirla, sin estar obligado a pagarle la suma estipulada para el caso de divorcio.
    Pude advertir que, en este aspecto, había mujeres tan estrictas que tampoco se descubrían en su propia casa. Este fue el caso de una tal Qimjit que -según se cuenta- vio a siete hijos llegar a sumos sacerdotes, lo que se consideró una recompensa divina por su austeridad. «Que venga sobre mí esto y aquello -decía la púdica--si las vigas de mi casa han visto jamás mi cabellera.» Sólo el día de la boda, si la mujer era virgen y no viuda, aparecía en el cortejo con la cabeza al descubierto.
    Ni qué decir tiene que las israelitas -especialmente las de la ciudad- debían pasar inadvertidas en público. Uno de los escribas.
    -Yosé ben Yojanán- había llegado a decir hacia el año 150 antes de Cristo: «No hables mucho con una mujer. Esto vale de tu propia mujer, pero mucho más de la mujer de tu prójimo.» Las reglas de la buena educación prohibían, incluso, encontrarse a solas con una hebrea, mirar a una casada o saludarla. Era un deshonor para un alumno de los escribas hablar con una mujer en la calle. Aquella rigidez llegaba a tal extremo que la judía que se entretenía con todo el mundo en la calle o que hilaba a la puerta de su casa podía ser repudiada, sin recibir el pago estipulado en el contrato matrimonial.
    La situación de la mujer en la casa no se veía modificada, en relación a esta conducta pública. Las hijas, por ejemplo, debían ceder siempre los primeros puestos -e incluso el paso por las puertas- a los muchachos. Su formación se limitaba estrictamente a las labores domésticas, así como a coser y tejer. Cuidaban de los hermanos más pequeños y, respecto al padre, tenían la obligación de alimentarlo, darle de beber, vestirlo, cubrirlo, sacarlo y meterlo cuando era anciano, y lavarle la cara, las manos y los pies. Sus derechos, en lo que se refiere a la herencia, no era el mismo que el de los varones. Los hijos y sus descendientes precedían a las hijas. La patria potestad era extraordinariamente grande respecto a las hijas menores antes de su boda. Se hallaban en poder de su padre. La sociedad judía de aquel tiempo distinguía tres categorías: la menor (hasta la edad de «doce años y un día»), la joven (entre los doce y los doce años y medio), y la mayor (después de los doce años y medio). Hasta esa edad de los doce años y medio, el cabeza de familia tenía toda la potestad, a no ser que la joven -aunque menor- estuviese ya prometida o separada. Según este código social, las hijas no tenían derecho a poseer absolutamente nada: ni el fruto de su trabajo ni lo que pudiese encontrar, por ejemplo, en la calle. Todo era del padre. La hija -hasta la edad de doce años y medio- no podía rechazar un matrimonio impuesto por su padre. Se llegó a dar el caso de ser casadas con hombres deformes. El escrito rabínico Ketubot hablaba, incluso, de algunos padres atolondrados que llegaron a olvidar a quién habían prometido sus hijas...
    El padre podía vender a su hija como esclava, siempre que no hubiera cumplido los doce años. Los esponsales solían celebrarse a una edad muy temprana. Al año, generalmente, la hija celebraba la boda propiamente dicha, pasando entonces de la potestad del padre a la del marido. (Y realmente, no se sabía qué podía ser peor.) Después del «contrato de compra- venta», porque eso era en el fondo la ceremonia de esponsales y matrimonio, la mujer pasaba a vivir a la casa del esposo. Esto, generalmente, significaba una nueva carga, amén del enfrentamiento con otra familia extraña a ella que casi siempre manifestaba una abierta hostilidad hacia la recién llegada. A decir verdad, la diferencia entre la esposa y una esclava o una concubina era que aquélla disponía de un contrato matrimonial y la última no. A cambio de muy pocos derechos, la esposa se encontraba cargada de deberes: tenía que moler, coser, lavar, cocinar, amamantar a los hijos, hacer la cama de su marido y, en compensación por su sustento, hilar y tejer. Otros añadían incluso a estas obligaciones las de lavar la cara, manos y pies y preparar la copa del marido. El poder del marido y del padre llegaba al extremo de que, en caso de peligro de muerte, había que salvar antes al marido.
    Al estar permitida la poligamia, la esposa tenía que soportar la presencia y las constantes afrentas de la o las concubinas.
    En cuanto al divorcio, el derecho estaba única y exclusivamente de parte del marido. Esto daba lugar, lógicamente, a constantes abusos.
    Por supuesto, desde el punto de vista religioso, la mujer israelita tampoco estaba equiparada al hombre. Se veía sometida a todas las prescripciones de la Torá y al rigor de las leyes civiles y penales -incluida la pena de muerte- no teniendo acceso, en cambio, a ningún tipo de enseñanza religiosa. Es más: una sentencia de R. Eliezer decía que «quien enseña la Torá (la ley) a su hija, le enseña el libertinaje». Este «eminente» doctor -que vivió hacia el año 90 después de Cristo- decía también: «Vale más quemar la Torá que transmitirla a las mujeres.» En la casa, la mujer no era contada en el número de las personas invitadas -tal y como había tenido oportunidad de comprobar en el banquete ofrecido por Simón, «el leproso»- y tampoco tenía el derecho a prestar testimonio en un juicio. Sencillamente, «era considerada como mentirosa... por naturaleza».
    Era muy significativo que el nacimiento de un varón era motivo de alegría, y el de una niña se veía acompañado de la indiferencia, incluso de la tristeza. Los escritos rabínicos Qiddushin (82 b) y hasta el Nidda (31 b) afirmaban: «¡Desdichado de aquel cuyos hijos son niñas!».
    Sólo conociendo este deplorable entorno social en el que malvivía la mujer judía, uno podía alcanzar a entender en su justa medida el valor de Jesús al rodearse de mujeres, conversar con ellas e instruirías y tratarlas como a los hombres. Quedé muy sorprendido al comprobar que el rabí de Galilea no sólo había escogido a doce varones, sino que también había procurado rodearse de otro grupo de mujeres (llegué a contar hasta diez), que seguían al Maestro allí donde iba. Este hecho, como otros que poco a poco iría descubriendo, no había sido incluido con claridad en los Evangelios canónicos que conocemos.
    Tal y como me había anunciado Eliseo en la última conexión auditiva, aquella mañana del domingo, 2 de abril, amaneció nublada. Una fina lluvia refrescó sensiblemente la temperatura, sacando un brillo especial a las campiñas y perfumando Betania con un agradable olor a tierra mojada.
    En cuanto me fue posible me trasladé a la casa de Simón. El Maestro, madrugador, había llamado a sus hombres y mujeres, reuniéndose con ellos en el jardín. Allí, el gigante -que presentaba un semblante más serio que en la jornada anterior- les dio instrucciones concretas, de cara a la próxima celebración de la Pascua. Insistió especialmente en que no llevaran a cabo manifestación pública alguna mientras permaneciesen en el interior de la ciudad santa y que, sobre todo, no se movieran de su lado.
    Una vez más, los discípulos asociaron aquellas medidas precautorias con la orden de captura dictada por el Sanedrín. Jesús, como creo que ya he mencionado, sabía que algunos de sus hombres iban permanentemente armados. Sin embargo, no hizo alusión alguna a sus espadas.
    Cuando Jesucristo comenzó a hacer un repaso de lo que había sido su ministerio, desde su ordenación en Cafarnaúm, hasta ese día, observé cómo Judas el Iscariote haciendo oídos sordos, dedicaba toda su atención al recuento de la bolsa común. Poco después abandonó el grupo, entrando en la casa. Esa misma mañana, muy de madrugada, David Zebedeo le había entregado los fondos conseguidos por la venta del campamento que habían instalado semanas antes en la ciudad de Pella, en la orilla oriental del Jordán y como a unas cuarenta millas del mar Muerto.
    La bolsa común debía ser lo suficientemente importante como para que Judas la depositase aquella misma mañana en poder del anciano anfitrión. Al parecer, la inminente entrada de Jesús en Jerusalén no hacía aconsejable que el «administrador» del grupo llevara encima tanto dinero. Era en realidad en aquellas fechas de la Pascua cuando los israelitas venían obligados por una antiquísima ley a satisfacer lo que llamaban el «segundo diezmo». En otras palabras: una vez apartados el importe de la ofrenda que se hacía en el templo y el primer diezmo , cada hebreo tenía la obligación de consumir o gastar dentro de Jerusalén -esto era imprescindible- el citado «segundo diezmo» de acuerdo con sus posibilidades económicas. Si el judío, como digo, vivía lejos de la ciudad santa podía convertir el «segundo diezmo» en dinero y llevarlo hasta Jerusalén, donde tenía la obligación de gastarlo en alimentos y bebidas, precisamente durante la fiesta de la Pascua. (La Misná dedica cinco capítulos a lo que se puede y lo que no se puede hacer con dicho «impuesto».) Judas conocía perfectamente esta obligación y, presumiblemente, al hacer el «balance» de los fondos generales, había separado ya el dinero que debía ser consumido en Jerusalén, en concepto de «segundo diezmo». El hecho, sin embargo, de que lo dejara en manos de Simón daba a entender que Jesús y sus hombres tardarían aún unos días en acudir a Jerusalén para celebrar la tradicional cena pascual. Aunque sólo se trata de una presunción muy personal - a que nunca traté de averiguarlo- cabe la posibilidad de que Cristo hubiera cambiado ya impresiones con Judas, como responsable del dinero, fijando, incluso, el día para dicho rito.
    Al visitar en los días sucesivos Jerusalén pude darme cuenta de la gran importancia que tenía para los residentes habituales de la ciudad santa la presencia de aquellos miles de peregrinos -llegados de todas las provincias y del extranjero- y, sobre todo, el beneficio económico que les representaba el hecho de que cada hebreo tuviera que gastar durante la Pascua una parte de sus ingresos anuales. Un dinero que siempre resultaba considerable, si tenemos en consideración que ese «segundo diezmo» era extraído de las ganancias globales de las ventas del ganado, de los frutales y de los viñedos de cuatro años, amén de los trabajos artesanales.
    El Nazareno terminó su plática, adelantándoles que «aún les dejaría muchas consignas y lecciones..., antes de volver al Padre». Pero los discípulos no terminaron de comprender a qué se refería.
    Al final, ninguno se atrevió a hacer una sola pregunta.
    Una vez concluida la «conferencia», Cristo tomó aparte a Lázaro, que me había acompañado hasta la casa de Simón, y le recomendó que hiciera los preparativos precisos para dejar Betania. Jesús, el propio resucitado y todos nosotros sabíamos que -después del milagro- el Sanedrín había discutido y llegado a la conclusión de que Lázaro debía ser también eliminado.
    «¿De qué servía prender y ajusticiar al Galileo si quedaba con vida su amigo, testigo de excepción del milagroso suceso?» Este planteamiento -no carente de lógica- había movido a los sacerdotes a planear una acción paralela, que culminase con el arresto de Lázaro.
    Mi amigo obedeció y pocos días más tarde huía a la población de Filadelfia, en la zona más oriental de la fértil Perea. Cuando los policías del Sanedrín acudieron a prenderle, sólo Marta, María y sus sirvientes permanecían en la casa.
    El resto de la mañana -hasta la una y media de la tarde, en que el gigante dio la orden de partida hacia Jerusalén- el rabí prefirió retirarse a lo más frondoso del jardín de Simón.
    Esa misma noche, de regreso a Betania, tuve el valor de preguntarle por qué había elegido aquella forma de entrada en la ciudad santa. El Maestro, perfecto conocedor de las Escrituras, me respondió escuetamente:
    «Así convenía, para que se cumplieran las profecías...» Efectivamente, tanto en el Génesis (49,11) como en Zacarías (9,9) se dice que el Mesías liberador de Jerusalén vendría desde el monte de los Olivos, montado en un jumentillo.
    Zacarías, concretamente, dice: «¡Alegraos, grandemente, oh hija de Sión! ¡Gritad, oh hija de Jerusalén! Mirad, vuestro rey ha venido a vosotros. Es justo y trae la salvación. Viene como el más bajo, montado en un asno, en un pollino, la cría de un asno.» Hacia la hora sexta (las doce del mediodía), tras un frugal almuerzo, Jesús -que había recobrado el excelente buen humor del día anterior- pidió a Pedro y a Juan que se adelantaran hasta el poblado de Betfagé.
    -Cuando lleguéis al cruce de los caminos -les dijo- encontraréis atada a la cría de un asno.
    Soltad el pollino y traedlo.
    -Pero, Señor -argumentó Pedro con razón-, ¿y qué debemos decirle al propietario?
    -Si alguien os pregunta por qué lo hacéis, decid simplemente:
    «El Maestro tiene necesidad de él.» Pedro, muy acostumbrado ya a estas situaciones desconcertantes, se encogió de hombros y salió hacia Betfagé. El joven Juan -un muchachito silencioso, casi taciturno (debería andar por los 16 o 17 años), enjuto como una caña y de ojos negros como el carbón- permaneció aún unos instantes contemplando a su ídolo. En su mirada se adivinaba la sorpresa y un cierto temor. ¿Qué estaba tramando el Maestro?
    De pronto cayó en la cuenta de que Pedro se encaminaba ya hacia la puerta de salida y, dando un brinco, salió a la carrera en Persecución de su amigo.
    Para entonces, David Zebedeo -uno de los más activos seguidores de Cristo- sin contar para nada con el Maestro ni con los doce, había tenido la genial intuición de echarse al camino de Jerusalén y, en compañía de otros creyentes, comenzó a alertar a los peregrinos de la inminente llegada de Jesús de Nazaret. Aquella iniciativa -como quedó demostrado después- iba a contribuir decisivamente a la masiva y triunfal entrada del Maestro en la ciudad santa.
    Además de los cientos de hebreos que, como cada día, habían acudido hasta Betania, otros miles de habitantes de Jerusalén y de los recién llegados a la Pascua, tuvieron cumplida noticia de la presencia de aquel galileo -hacedor de maravillas- y con los suficientes arrestos como para plantar cara a los sumos sacerdotes.
    No fue preciso esperar mucho tiempo. A eso de la una y media de la tarde, Pedro y Juan se reunieron con el resto de la comitiva, que les esperaba ya a las afueras de la aldea de Lázaro.
    Tal y como había pronosticado el Maestro, cuando el voluntarioso Pedro llegó a Betfagé, allí estaban los animales: un asno y su cría.
    La verdad es que, conociendo el poblado y a sus gentes -todas ellas fervientes seguidores de Jesús-, encontrar en sus calles a los mencionados jumentos y convencer a su dueño para que prestara uno de ellos al rabí tampoco debía ser considerado como un hecho milagroso. Ésa, al menos, fue mi impresión. Si en algo se distinguían Betania y Betfagé del resto de las poblaciones de Israel era precisamente en eso: en el profundo afecto y en la férrea fe de sus habitantes por el Cristo. Lázaro me confesó que estaba convencido de que aquel milagro del Nazareno -posiblemente uno de los más extraordinarios de cuantos llevó a cabo durante su vida pública- había tenido por escenario Betania, no para que las gentes de ambas aldeas creyesen, sino más bien porque ya creían. La teoría no era mala. Ciudades y pueblos mucho más importantes -caso de Nazaret, Cafarnaúm, Jerusalén, etc.- habían rechazado a Jesús...
    El caso es que, según contó Pedro, cuando éste se disponía a soltar el jumento, se presentó el propietario. Al preguntarle por qué hacían aquello, el discípulo le explicó para quién era y el hebreo, sin más, respondió:
    -Si vuestro Maestro es Jesús de Galilea, llevadle el pollino.
    Al ver el asnillo -de pelo pardo, apenas de un metro de alzada y posiblemente de la llamada raza «silvestre» (muy común en Africa y en Oriente)- casi todos los presentes nos hicimos la misma pregunta: ¿Para qué podía necesitar el Maestro aquella dócil cría de asno? Jesús siempre había trillado los caminos con la única ayuda de sus fuertes piernas, que hoy serian envidiadas por muchos corredores de maratón... Poco después, al verle desfilar entre la muchedumbre que se agolpaba en el camino y en las calles de Jerusalén -a lomos del jumentillo- empecé a sospechar cuáles podían ser las verdaderas razones que habían impulsado a Jesús a buscar el concurso de aquel pequeño animal.
    El Maestro, sin más demoras, dio la orden de salir hacia Jerusalén. Los gemelos, en un gesto que Jesús agradeció con una sonrisa, dispusieron sus mantos sobre el burro, sujetándolo por el ronzal mientras aquel gigante montaba a horcajadas. El Nazareno tomó la cuerda que hacia las veces de riendas y golpeó suavemente al asno con sus rodillas, invitándole a avanzar.
    La considerable estatura del rabí le obligaba a flexionar sus largas piernas hacia atrás, a fin de no arrastrar los pies por el polvo del camino. Con todos mis respetos hacia el Señor, su figura, cabalgando de semejante guisa sobre el jumento, era todo un espectáculo, mitad ridículo, mitad cómico. Poco a poco, como digo, me fui dando cuenta que aquél, precisamente, era uno de los efectos que parecía buscar el Maestro. La tradición -tanto oriental como romana- fijaba que los reyes y héroes entrasen siempre en las ciudades a lomos de briosos corceles o engalanados carros. Algunas de las profecías judías hablaban, incluso, de un rey -un Mesías- que entraría en Jerusalén como un aguerrido libertador, sacudiendo de Israel el yugo de la dominación extranjera.
    Pero, ¿qué clase de sentimientos podía provocar en el pueblo un hombre de semejante estatura, a lomos de un burrito? Indudablemente, una de las razones para entrar así en la ciudad santa había que buscarla en una intencionada idea de ridiculizar el poder puramente temporal. Y Jesús iba a lograrlo....
    Al principio, tanto los hombres de su grupo, como las diez o doce mujeres elegidas por Jesús -y que se habían unido a la comitiva- quedaron desconcertados. Pero el Maestro era así, imprevisible, y ellos le amaban por encima de todo. Así que encajaron el hecho con resignación.
    El propio Jesús, con sus constantes bromas, contribuyó -y no poco- a descargar los recelos de sus fieles seguidores. Yo mismo me vi sorprendido al observar cómo el Nazareno se reía de su propia sombra.
    Aquel ambiente festivo fue intensificándose conforme nos alejamos de Betania. Una muchedumbre que no sabría calcular se había ido agrupando a ambos lados del camino, saludando, vitoreando y reconociendo al Cristo como el «profeta de Galilea».
    Los doce, que rodeaban al rabí estrechamente (tanto Pedro como Simón, el Zelotes, Judas Iscariote e incluso el propio Andrés, habían adoptado precauciones y sus espadas habían vuelto a las fajas, estaban estupefactos. Su miedo inicial por la seguridad de su jefe y del resto del grupo fue disipándose conforme avanzábamos.
    Cientos -quizá miles- de peregrinos de toda Judea, de la Perea y hasta de Galilea parecían haberse vuelto repentinamente locos. Muchos hombres se despojaban de sus ropones y los extendían sobre el polvo del sendero, sonriendo y mostrándose encantados ante el paso del jumentillo. Como un solo individuo, las mujeres, niños, ancianos y adultos gritaban y repetían sin cesar «¡Bendito el que viene en nombre del Divino!...» «¡Bendito sea el reino que viene del cielo!...» Tal y como suponía, las gentes no gritaron los conocidos hosanna, por la sencilla razón de que esta exclamación era una señal o petición de auxilio, según la etimología original de la palabra judía .
    Quiero creer que aquel mismo escalofrío que me recorrió la espalda y que me hizo temblar, fue experimentado también por los apóstoles cuando, espontáneamente, muchos de aquellos hebreos cortaron ramas de olivos, saludando al Maestro, lanzando a su paso las flores violetas de los cinamomos y quemando, incluso, las ramas de este árbol, de forma que un fragante aroma se esparció por el ambiente.
    Sinceramente, ninguno de los seguidores del Cristo podía esperar un recibimiento como aquel. ¿Dónde estaban las amenazas y la orden de captura del Sanedrín?
    Algunas mujeres levantaban en vilo a sus niños, poniéndolos en brazos del Nazareno, que los acariciaba sin cesar. El corazón de Jesús, sin ningún género de dudas, estaba alegre.
    Pero, ante mi sorpresa, cuando todo hacía suponer que la comitiva seguiría por el camino habitual -el que yo había tomado para dirigirme a Betania- Jesús y los doce giraron a la derecha, iniciando el ascenso de la ladera oriental del Olivete. Yo no había reparado en aquella empinada y pedregosa trocha que, efectivamente, servía para atajar. A los pocos metros, Jesús saltaba ágilmente del voluntarioso jumentillo, prosiguiendo a pie el ascenso hacia la cumbre de la «montaña de las aceitunas». La lluvia hacía rato que había cesado, aunque el cielo seguía con unas negras y amenazantes nubes.
    Mientras el grupo se estiraba, caminando prácticamente en fila de a uno entre las plantaciones de olivos, el corazón me dio un vuelco. Aunque el módulo se hallaba en la cota más alta del Olivete y sobre unos peñascos donde no habíamos advertido sendero alguno, siempre cabía la posibilidad de que los participantes en aquella agitada manifestación de júbilo pudieran penetrar en la franja de seguridad de la «cuna».
    Instintivamente me aparté del camino y advertí a Eliseo de la aproximación de la comitiva.
    Al alcanzar la cumbre, el Maestro se detuvo. Respiré aliviado al comprobar que el «punto de contacto» del módulo se hallaba mucho más a la derecha y como a unos trescientos pies de donde nos habíamos detenido.
    Jerusalén, desde aquella posición privilegiada, aparecía en todo su esplendor. Las torres de la fortaleza Antonia, del palacio de Herodes y, sobre todo, la cúpula y las murallas del Templo se habían teñido de amarillo con la caída de la tarde, destacando sobre un mosaico de casas y callejuelas blanco-cenicientas.
    Un repentino silencio planeó sobre la comitiva, apenas roto por el rumor de abigarrados grupos de israelitas que corrían desde las puertas de la Fuente y de las Tejoletas -al sur de las murallas- advertidos de la llegada del profeta.
    El semblante de Cristo cambió súbitamente. De aquel abierto y contagioso buen humor había pasado a una extrema gravedad. Los discípulos se percataron de ello pero, sencillamente, no entendían las razones del rabí. Todo estaba saliendo a pedir de boca...
    El silencio se hizo definitivamente total, casi angustioso, cuando los allí reunidos comprobamos cómo Jesús de Nazaret, adelantándose hasta el filo de la ladera occidental del Olivete, comenzaba a llorar. Fue un llanto suave, sin estridencia alguna. Las lágrimas corrieron mansamente por las mejillas y barba del Nazareno. Yo sentí un estremecimiento y en mi garganta se formó un nudo áspero.
    Con los brazos desmayados a lo largo de su túnica, el Cristo, sin poder evitar su emoción y con voz entrecortada, exclamó:
    -¡Oh Jerusalén!, si tan sólo hubieras sabido, incluso tú, al menos en este tu día, las cosas pertenecientes a tu paz y que hubieras podido tener tan libremente... Pero ahora, estas glorias están a punto de ser escondidas de tus ojos... Tú estás a punto de rechazar al Hijo de la Paz y volver la espalda al evangelio de salvación... Pronto vendrán los días en que tus enemigos harán una trinchera a tu alrededor y te asediarán por todas partes Te destruirán completamente, hasta tal punto que no quedará piedra sobre piedra. Y todo esto acontecerá porque no conocías el tiempo de tu divina visita... Estás a punto de rechazar el regalo de Dios y todos los hombres te rechazarán.
    Obviamente, ninguno de los que escucharon aquellas frases podía intuir siquiera el trágico fin que acababa de profetizar el rabí. Treinta y tres años más tarde, desde el 66 al 70, el general romano Tito Flavio Vespasiano primero caería sobre Israel con tres legiones escogidas y numerosas tropas auxiliares del Norte. Su hijo Tito remataría la destrucción del Templo y de buena parte de Jerusalén, en medio de un baño de sangre. Más de ochenta mil hombres, integrantes de las legiones 5.ª, 10.ª 12.ª y 15.ª, reforzadas por la caballería, llegarían poco antes de la luna llena de la primavera del año 70 ante la murallas de la ciudad santa. En agosto de ese mismo año, y después de encarnizados combates, los romanos plantaban sus insignias en el recinto sagrado de los judíos. En septiembre, tal y como había advertido Jesús, no quedaba piedra sobre piedra de la que había sido la ciudad «ombligo del mundo». Según los cálculos de Tácito, en aquellas fechas se habían reunido en Jerusalén -con el fin de celebrar la tradicional Pascua- alrededor de seiscientos mil judíos. Pues bien, el historiador Flavio Josefo afirma que, durante el sitio, el número de prisioneros -sin contar a los crucificados y a los que lograron huir- se elevó a 97000. Y añade que, en el transcurso de tres meses, sólo por una de las puertas de la ciudad pasaron 115000 cadáveres de israelitas. Los que sobrevivieron fueron vendidos como esclavos y dispersados.
    Las lágrimas y los lamentos del Nazareno estaban más que justificados...
    El joven Juan, uno de los discípulos más queridos por Jesús -sin duda por su inocencia y generosidad se aproximó hasta el Maestro y con el alma conmovida le tendió un pañolón, de los usados habitualmente para quitar el sudor del rostro y que solían guardar anudado en cualquiera de los brazos. Cristo, sin pronunciar una sola palabra más, se enjugó las lágrimas y volvió a montar en el jumento, iniciando el descenso hacia la ciudad.
    La riada de gente que habíamos visto desde la cima subía ya por la ladera, arreciando en sus vítores.
    Jesús, fuertemente escoltado por sus hombres, correspondía a aquellas manifestaciones de afecto, avanzando cada vez con mayores dificultades. El gentío que salía a raudales por las murallas de Jerusalén no se contentaba sólo con aclamarle a ambas orillas del camino. Muchos de ellos, especialmente los niños y adolescentes, se arremolinaban en torno al borriquillo, obligando a los discípulos a abrir paso entre empujones y gritos. ¡Era el delirio!
    El bullicio había conmovido de tal forma a los hebreos de la ciudad y de los campamentos levantados en su entorno que, al poco, cuando la comitiva pujaba por cruzar bajo el arco de la puerta de la Fuente, en el vértice sur de Jerusalén, un grupo de fariseos y levitas - alertados por el tumulto y que, según los indicios, salía precipitadamente con idea de prender al impostor- hizo su aparición entre la muchedumbre. Los policías del templo, armados con espadas y mazas, permanecieron a la expectativa, esperando la orden de los sacerdotes. Pero el entusiasmo y el clamor de aquellos miles de judíos eran tales que debieron pensarlo con más calma y, prudentemente, dejaron pasar a Jesús y a sus seguidores. El rabí, con una envidiable astucia, había evitado su tumultuosa entrada por la zona nororiental de Jerusalén. Desde la cumbre del Olivete, el ingreso en la ciudad santa hubiera resultado mucho más rápido, salvando el cauce seco del Cedrón y penetrando por la llamada Puerta Probática o por la del Oriente, en el costado oriental de las murallas. Aquella maniobra, sin embargo, entrañaba un riesgo latente: pasar muy cerca de la fortaleza Antonia, sede y cuartel general de las fuerzas romanas de ocupación. Por otra parte, al planear la entrada triunfal por la zona más meridional, Jesús se veía obligado a cruzar por algunas de las calles más populosas de la parte baja y vieja de la capital. Aunque tampoco llegué a preguntárselo jamás, al contemplar aquella imponente manifestación del pueblo judío, volcado con y por Jesús , tuve la certidumbre de que el Maestro quiso dirigir sus pasos a través de aquel sector de Jerusalén, precisamente con una doble intención: permitir así un más prolongado y caluroso recibimiento que -de paso- le protegiera a El y a sus hombres contra la orden de caza y captura dictada por el Sanedrín. Aquel estallido fue tan sincero y clamoroso que, como ya he mencionado, los sacerdotes no se atrevieron a consumar el prendimiento.
    Al entrar en las calles de Jerusalén, la multitud se volvió tan expresiva que muchos de los jóvenes y mujeres, al alcanzar la rosaleda (único jardín permitido en la ciudad santa), arrancaron decenas de flores, arrojándolas al paso de Cristo.
    Aquel gesto desbordó los perturbados ánimos de los fariseos y escribas que habían ido saliendo al encuentro del «impostor» y algunos de ellos -los más audaces- se abrieron camino a codazos y empellones, cerrando la marcha del Nazareno.
    Alzando sus voces por encima del tumulto, los sacerdotes le gritaron a Jesús:
    -¡Maestro, deberías reprender a tus discípulos y exhortarles a que se comporten con más decoro!
    Pero el rabí, sin perder la calma, les contestó:
    -Es conveniente que estos niños acojan al Hijo de la Paz, a quien los sacerdotes principales han rechazado. Sería inútil hacerles callar... Si así lo hiciera, en su lugar podrían hablar las piedras del camino.
    Los fariseos, desalentados y rabiosos, dieron media vuelta y con la misma violencia, se perdieron en la cabeza de la manifestación, camino sin duda del templo, donde -según pude verificar poco después- el Sanedrín celebraba uno de sus habituales consejos. Estos sacerdotes dieron cuenta a sus colegas de lo que estaba sucediendo en las calles del barrio viejo de Jerusalén. José de Arimatea, miembro de este Sanedrín y buen amigo de Jesús, relataría a la mañana siguiente a Andrés y al resto de los apóstoles cómo los fariseos irrumpieron con los rostros desencajados en la sala de las «piedras talladas» (lugar de sesiones del Sanedrín), exclamando:
    «¡Mirad, todo lo que hacemos es inútil! Hemos sido confundidos por ese galileo. La gente se ha vuelto loca con él... Si no paramos a esos ignorantes, todo el mundo le seguirá.» La triunfal comitiva prosiguió su marcha por las estrechas y empinadas callejas de la ciudad.
    Las gentes se asomaban a las ventanas o le saludaban desde los terrados y muchos -que veían en realidad al Nazareno por primera vez- preguntaban: «¿Quién es este hombre?» La propia multitud y los discípulos se encargaban de responder a voz en grito: «¡Este es el profeta de Galilea! ¡Jesús de Nazaret!» A eso de las tres y media o cuatro de la tarde, llegamos al largo muro oeste del hipódromo.
    Una vez allí, al sur del gran recinto del templo, Jesús descendió definitivamente del jumento, pidiendo a los gemelos Alfeo que regresaran a Betfagé y devolvieran el burrito a su dueño.
    Atraídos por el incesante griterío de los judíos, algunos de los miembros del Sanedrín se asomaron por entre los altos arcos del acueducto que unía el vértice suroccidental de templo con la zona alta de la ciudad, contemplando atónitos cómo la multitud solicitaba a gritos que Jesús hablase y que fuese proclamado rey. En el ánimo general -incluyendo a los más íntimos del Nazareno- flotaba la creencia de que aquél era el libertador esperado. Por un momento me dejé llevar por la fantasía e imaginé qué hubiera podido ocurrir si el rabí hubiera accedido a las incesantes peticiones del pueblo...
    Pero no eran esas -ni mucho menos- las intenciones del Galileo. Muy al contrario. Haciendo caso omiso de las sugerencias de sus propios discípulos, que le suplicaban que se dirigiera a la muchedumbre, Jesús de Nazaret, en silencio y con su peculiar paso rápido, dejó a la gente plantada, entrando a la gran explanada del templo por la llamada puerta Doble.
    Los diez apóstoles y las mujeres recordaron las órdenes de Cristo de no dirigirse públicamente a los hebreos y, a regañadientes y malhumorados, siguieron al Maestro hasta el interior del recinto. Yo permanecí unos instantes al pie del imponente muro sur del templo, observando cómo parte de los que le habían venido aclamando se dispersaba, mientras otros cientos se decidían finalmente por acompañar al Mesías.
    Al penetrar en la gran explanada que rodeaba el santuario -y a pesar de haber visto aquel formidable «rectángulo» desde el aire- quedé sobrecogido por la magnificencia de la obra.
    Herodes se había jugado el todo por el todo en la construcción de aquel templo. Enormes bloques de piedra -meticulosamente escuadrados y encajados (los mayores de 4,80 x 3,90 metros)- constituían las hiladas inferiores de los sillares. El inmenso patio de los Gentiles, que rodeaba totalmente el santuario propiamente dicho, había sido cercado con una soberbia columnata. Una balaustrada aislaba el templo de la zona destinada a los no judíos (el mencionado atrio de los Gentiles). Sobre dos de sus trece puertas de acceso al interior, y en las que montaban guardia los levitas o policías al mando de siete guardianes permanentes, pude leer sendas advertencias -en griego- que, naturalmente, respeté en todo momento. Decían textualmente: «Ningún extranjero puede penetrar dentro de la cerca y muralla en torno al santuario. Todo el que sea sorprendido violando esta orden será responsable de la pena de muerte que de ahí se seguirá.» Realmente, los historiadores como Josefo o Tácito no habían exagerado al describir aquella maravilla. Al ingresar en el gigantesco «rectángulo» -daba igual el acceso que se utilizase para ello- uno quedaba deslumbrado por el lujo. Todas las puertas -tanto la Probática como la Dorada o los pórticos Doble, Triple y el Real- habían sido recubiertas con planchas de oro y plata. (Sólo había una excepción, aunque no me fue posible verificarlo ya que se hallaba en el centro mismo del templo. Era la denominada Puerta de Nicanor. Según Josefo y la Misná, «todas las puertas que allí había estaban doradas, exceptuada la puerta de Nicanor, pues en ella había sucedido un milagro; según otros, porque su bronce relucía como el oro». A aquellas horas del atardecer, con la luz solar incidiendo oblicuamente sobre Jerusalén, las agudas puntas que sobresalían en el tejado -enteramente bañadas en oro- relucían y destellaban, proporcionando al conjunto un halo casi mágico y fascinante.
    El patio de los Gentiles -en especial toda la zona próxima a las columnatas del llamado Pórtico Regio- presentaba un movimiento inusitado. Buena parte de esta área sur del gran «rectángulo» del templo se encontraba atestada de tenderetes, mesas y jaulas con palomas.
    Teniendo en cuenta que dicha explanada media en su parte más estrecha justamente al pie de la columnata del Pórtico Regio) 735 pies , es fácil hacerse una idea del volumen de puestos de venta que -en tres o cuatro hileras- habían sido montados en la mencionada explanada. No llegué a sumarías en su totalidad, pero dudo mucho que las mesas de los vendedores bajasen de trescientas o cuatrocientas.
    En su mayoría se trataba de «intermediarios», que comerciaban con los animales que debían ser sacrificados en la Pascua. Allí se vendían corderos, palomas y hasta bueyes. En muchos de los tenderetes, que no eran otra cosa que simples tableros de madera montados sobre las propias jaulas o, cuando mucho, provistos de patas o soportes plegables, se ofrecían y «cantaban» al público muchos de los productos necesarios para el rito del sacrificio pascual: aceite, vino, sal, hierbas amargas, nueces, almendras tostadas y hasta mermelada. Y en mitad de aquel mercado al aire libre pude distinguir también una larga hilera de mesas de los llamados «cambistas» -griegos y fenicios en su mayoría- que se dedicaban al cambio de monedas. La circunstancia de que muchos miles de peregrinos fueran judíos residentes en el extranjero había hecho poco menos que obligada la presencia de tales «banqueros». Allí vi monedas griegas (tetradracmas de plata, didracmas áticos, dracmas, óbolos, calcos y leptones o «calderilla» de bronce), romanas (denarios de plata, sextercios de latón, dispondios, ases o «assarius», semis y cuadrantes) y, naturalmente, todas las variantes de la moneda judía (denarios, maas y pondios -todos ellos en plata- y ases, musmis, kutruns y perutás, en bronce, entre otras).
    Estos «cambistas» ofrecían, además, un importante servicio a los hebreos, ya que les proporcionaban -«in situ»- el cambio necesario para poder satisfacer el obligado tributo o contribución al tesoro del templo. Su presencia en el lugar, por tanto, era tan antigua como tolerada. Y hago estas puntualizaciones previas porque, al día siguiente, lunes -3 de abril-, yo iba a ser testigo de excepción de un hecho histórico -la mal llamada «expulsión de los mercaderes del templo por Jesús»- que, a juzgar por lo que pude ver, no había sido descrita correctamente por los evangelistas.
    Mientras el Maestro y sus discípulos paseaban por entre los puestos de venta, contemplando los preparativos para la Pascua, yo aproveché para cambiar algunas de mis pepitas de oro por moneda romana y hebrea, a partes iguales. En total, y después de no pocos regateos con uno de aquellos malditos especuladores fenicios, obtuve cuatrocientos denarios de plata y varios cientos de ases o moneda fraccionaria por casi la mitad de mi bolsa.
    Al contemplar al rabí de Galilea, rodeado de sus amigos, departiendo pacíficamente con aquellos cientos de mercaderes, me asaltó una inquietante duda: ¿cómo podía mostrarse Jesús tan tranquilo y natural con aquellos «cambistas» e «intermediarios», cuando el evangelio afirma que, en una de sus múltiples visitas al templo, la emprendió a latigazos con ellos, haciendo saltar por los aires las mesas? La explicación -lógica y sencilla- llegaría, como digo, al día siguiente...
    Poco a poco, la multitud que le había seguido, incluso, hasta la gran explanada que rodea el Santuario, fue olvidando al Nazareno, y el Maestro, en compañía de sus discípulos, penetró en el templo por el Pórtico Corintio, perdiéndose en su interior. Yo no tuve más remedio que esperar en el atrio de los Gentiles. Esta circunstancia me impediría estar presente en el conocido suceso de la viuda que, en aquellos momentos, debió acudir hasta uno de los «cepillos» donde los judíos depositaban su contribución para el sostenimiento del templo. A la salida del grupo, Andrés me refirió la lección que acababa de darles Jesús y que, en esencia, ha sido correctamente narrada por los evangelistas. Lo que yo no sabia es que esos «cepillos», en número de trece, estaban estratégicamente situados en una sala que rodeaba el atrio de las mujeres. (Las hebreas no podían salir de ese recinto y entrar en los patios de los hombres o de los sacerdotes.) Eran recipientes en forma de trompeta -estrechos por su boca y anchos en el fondo- para protegerlos de los ladrones. El tercero de estos «cepillos» estaba al cargo de un tal Petajia, responsable de los sacrificios de las aves y que controlaba el dinero que se depositaba en dicho tercer «cepillo». (En lugar de realizar la ofrenda de los animales, el judío podía entregar el equivalente en dinero.) Pues bien, este Petajía -cuyo verdadero nombre era Mardoqueo- había recibido este mote a causa de su extraordinaria facilidad como políglota:
    ¡sabía setenta lenguas! (La palabra pataj significa «abría»; es decir, «abría» las palabras al interpretarlas.) Aquella alusión de Andrés iba a resultar altamente provechosa para mí, ya que -días después- el tal Petajía iba a jugar un papel destacado en una de las negaciones de Pedro...Mientras aguardaba la salida del grupo del interior del Santuario, me senté muy cerca de los mercaderes y pude asistir a un fenómeno que, al parecer, era frecuente en la compra-venta.
    Muchos de los «intermediarios» abusaban cruelmente de los hebreos más humildes, llegando a venderles una tórtola por nueve y diez ases. (Si tenemos en cuenta que el precio normal de estas aves en Jerusalén era de 1/8 de denario o 3 ases, las ganancias de estos usureros resultaban desproporcionadas.) .
    Pero lo más irritante es que aquel saneado negocio era propiedad de la poderosa familia de Anás, ex sumo sacerdote. Esto sí explicaba la tolerancia del comercio de animales para el sacrificio en aquel lugar, a pesar de la santidad del mismo. (También aquella observación iba a resultar importante para comprender lo que sucedería al día siguiente.) Indignado con aquellas miserables actitudes de los «intermediarios», procuré distraerme, lijando un máximo de detalles de cuanto tenía a mi alrededor. Conté, incluso, el número de columnas del Pórtico Regio: 162 esbeltas pilastras de estilo corintio. Las balaustradas habían sido trabajadas en piedra. Una de ellas -de tres codos de altura (157,5 centímetros)- separaban el atrio interior y el exterior, accesible a nosotros, los paganos. En algunas zonas de esta balaustrada exterior habían sido grabadas también las mismas advertencias que yo había leído sobre varias de las puertas de acceso al templo. Los pórticos que rodeaban esta inmensa explanada -cuidadosamente enlosada con piedras de diferentes colores- estaban cubiertos con artesonados de madera de cedro, traída posiblemente de los bosques del Líbano.
    Cuando vi aparecer a los primeros discípulos, un grupo de griegos que había llegado en aquellos días a Jerusalén y que, por supuesto, habían oído hablar de Jesús, se acercaron a Felipe y le expusieron su deseo de conocer al Maestro. Jesús no había salido aún del templo y el discípulo fue a consultar al apóstol que, hasta después de la resurrección del Galileo, ostentaría la autoridad moral del grupo: Andrés, el hermano de Pedro. Este pescador me había llamado la atención desde un primer momento por su seriedad. Casi siempre aparecía silencioso, como preocupado y distante. Quizá esa introversión se debiera a su cultura rudimentaria o a su acentuada timidez. Era algo más delgado que su hermano, más o menos de la misma estatura (1,60 metros, aproximadamente), cabeza pequeña y cabello fino y abundante, a diferencia de Pedro, que sufría una extrema calvicie. Aparecía siempre pulcramente afeitado. Es de suponer que fuera algo mayor que Pedro, aunque la calvicie de aquél le hacia parecer más viejo.
    Andrés escuchó en silencio el mensaje de su compañero y, tras observar al grupo de griegos, regresó con Felipe al interior del Santuario. Al poco aparecía Jesús quien, gustosamente, departió con aquellos gentiles.
    Algunos de los griegos sabían del misterioso anuncio del rabí sobre su muerte y le interrogaron sobre ello. Jesús les respondió:
    -En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo arrojado a la tierra no muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto...
    -¿Es que es preciso morir para vivir? -preguntó uno de los gentiles visiblemente extrañado ante las palabras del Maestro.
    -Quien ama su vida -le contestó Jesús-, la pierde. Quien la odia en este mundo, la conservará para la vida eterna.
    -¿Y qué nos ocurrirá a nosotros -preguntaron nuevamente los griegos- si te seguimos?
    -El que se acerca a mí, se acerca al fuego. Quien se aleja de mí, se aleja de la vida.
    Uno de los que escuchaban interrumpió al Galileo, replicándole que aquellas palabras eran similares a las de un viejo refrán griego, atribuido a Esopo: «Quien está cerca de Zeus, está cerca del rayo.» -A diferencia de Zeus -comentó el Maestro- yo sí puedo daros lo que ningún ojo vio, lo que ningún oído escuchó, lo que ninguna mano tocó y lo que nunca ha entrado en el corazón del hombre. Si alguno de vosotros quiere servirme -concluyó- que me siga. Donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguien me sirve, mi Padre lo honrará...
    Pero los griegos no parecían muy dispuestos a ponerse a las órdenes del rabí y terminaron por alejarse.
    Jesús, sin poder disimular su tristeza, comentó entre sus discípulos: «Ahora, mi alma está turbada... ¿Qué diré? Padre, ¡líbrame de esta hora!...» Sin embargo, el Cristo pareció arrepentirse al momento de aquellos pensamientos en voz alta y añadió, de forma que todos sus seguidores pudieran oírle:
    -Pero para esto he venido a esta hora...
    Y levantando su rostro hacia el encapotado cielo de Jerusalén, gritó:
    -¡Padre, glorifica tu nombre!
    Lo que aconteció inmediatamente es algo que no sabría explicar con exactitud. Nada más pronunciar aquellas desgarradoras palabras, en la base -o en el interior- de los cumulonimbus que cubrían la ciudad (y cuya altura media, según me confirmó Eliseo, era de unos seis mil pies) se produjo una especie de relámpago o fogonazo. De no haber sido por la potente y metálica voz que se dejó oír a continuación, yo lo habría atribuido a una posible chispa eléctrica, tan comunes en este tipo de nubes tormentosas. Pero, como digo, casi al unísono de aquel «fogonazo», los cientos de personas que permanecíamos en la gran explanada pudimos escuchar una voz que, en arameo, decía:
    -Ya he glorificado y glorificaré de nuevo.
    La multitud, los discípulos y yo mismo quedamos sobrecogidos. Al fin, la gente comenzó a reaccionar y la mayoría trató de tranquilizarse, asegurando que «aquello» sólo había sido un trueno. Pero todos, en el fondo de nuestros corazones, sabíamos que un trueno no habla...
    Los hebreos volvieron a agolparse en torno al Maestro y éste les anunció:
    -Esta voz ha venido, no por mi, sino por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo: ahora va a ser expulsado el príncipe de este mundo. Y yo, levantado de la tierra, atraeré a todos los hombres hacia mí...
    Pero, tal y como me temía, aquella turba no entendió una sola palabra. Los propios discípulos se miraban entre sí, como diciendo: «¿de qué está hablando?» Algunos de los sacerdotes que habían salido del santuario al escuchar aquella enigmática voz, le replicaron «que ellos sabían por la Ley que el Mesías viviría siempre». Jesús, sin inmutarse, se volvió hacia los recién llegados y les contestó:-Todavía un poco más de tiempo estará la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis la luz y que no os sorprenda la oscuridad: el que camina en la oscuridad no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz...

    -Somos nosotros, los sacerdotes -arremetieron los representantes del templo, tratando de ridiculizar a Jesús-, quienes tenemos la potestad de enseñar la luz y la verdad a éstos...
    El rabí, señalando con su mano derecha a la muchedumbre, replicó:
    -¡Ciegos!... Veis la mota en el ojo de vuestro hermano, pero no veis la viga en el vuestro.
    Cuando hayáis logrado quitar la viga de vuestro ojo, entonces veréis con claridad y podréis quitar la mota del ojo de éstos...
    Jesús, entonces, cruzó las murallas del templo, seguido por sus más allegados.
    La noche no tardaría en caer y el Maestro, tal y como tenía por costumbre, cruzó el barrio viejo de Jerusalén, en dirección a la puerta de la Fuente, con el fin de descansar en Betania.
    Durante la entrada triunfal del Nazareno en la ciudad la aglomeración había sido tal que, francamente, apenas si tuve oportunidad de fijarme en las calles y edificaciones. Ahora, en cambio, fue distinto. Al dejar atrás los 195 metros del muro exterior del hipódromo, el grupo se deslizó por las estrechísimas callejas -casi todas en declive- de la ciudad vieja. Jerusalén se dividía entonces en dos grandes núcleos: este sector por el que ahora circulábamos (conocido también como sûq-ha-tajtôn o Akra) y la zona alta o sûq-haelyon, ubicada al noroeste. Ambas «ciudades» estaban separadas por una depresión o valle: el Tiropeón. Aquella raíz -sûq- designaba la naturaleza de ambos lugares. Esta palabra significa «bazar». Y eso es lo que pude ver en este y en sucesivos recorridos por Jerusalén: un sinfín de «bazares» en los que se vendía de todo.
    Cada uno de los sectores de la ciudad estaba cruzado por sendas calles principales, adornadas con columnatas: la gran calle del mercado, en la zona alta. Y la pequeña calle del mercado, en la ciudad vieja . Estas dos «arterias» comerciales estaban unidas por un enjambre de calles transversales que constituían un laberinto. En esa red de callejuelas -la mayoría sin empedrar y sumidas en un pestilente olor, mezcla de aceite quemado, guisotes y orines arrojados al centro de las vías- se hacinaban miles de viviendas, casi todas de una sola planta y con las paredes desconchadas.
    Pero el grupo, encabezado siempre por Jesús, evitó aquellas incómodas y oscuras callejas, dirigiendo sus pasos por una de las calzadas más anchas de esta parte baja de Jerusalén. Ante mi sorpresa, entramos de pronto en una calle de casi ocho metros de ancho, perfectamente empedrada, que desembocaba junto a la piscina de Sibé.
    Las antorchas y lucernas -estratégicamente situadas sobre los muros de las casas- empezaban ya a alumbrar la noche de la ciudad santa. Sin embargo, y a pesar de las súbitas tinieblas, el tráfico de peatones era incesante. A las puertas de los edificios de aquella calle, de más de doscientos metros de longitud, observé numerosos artesanos, enfrascados por entero en sus labores o en interminables regateos con los posibles compradores. En aquella zona baja o vieja se habían afincado las profesiones más nobles y consideradas de Jerusalén. Los paganos, prosélitos e «impuros», en cambio, tenían sus dominios en la parte alta. El fanatismo de los judíos en este sentido había llegado a tal extremo que, por ejemplo, el esputo de un habitante de la ciudad alta era considerado como impuro; cosa que no ocurría con las expectoraciones de los residentes en esta área de la ciudad. Andrés me explicó que, en el fondo, todo había arrancado a raíz de la instalación de los «bataneros» o blanqueadores de tejidos en dicha zona alta. Estos aparecían entre las profesiones «despreciables» de la comunidad israelita.
    Junto a las más variadas tiendas o janûyôt se alineaban -siempre en la calle- sastres, barberos, médicos o sangradores, fabricantes de sandalias carpinteros, zapateros, vendedores de lámparas y de utensilios propios de cocina, artesanos del cobre y hasta fabricantes de vestidos de Tarso, sin olvidar a los solicitados vendedores de perfumes y de ungüentos.
    Aquello, en definitiva, constituía un espectáculo único, en el que los pregones de las mercancías, gritos infantiles, risas y el aroma de las frituras terminaban por envolverle a uno, cautivándole.
    Fue en uno de aquellos puestos al aire libre donde, súbitamente, decidí adquirir un hermoso frasco de esencia de nardo. Sin ocultar su extrañeza, el bueno de Andrés -que me sirvió de oportuno mediador- consiguió una sustancial rebaja, pagando un total de 250 denarios por la preciada jarra. La vasija en cuestión había sido primorosamente labrada, por el antiquísimo procedimiento que los hebreos llamaban del «decantado de líquidos», de pulimento circular. El engobe y el bruñido habían reducido la porosidad de los vasos, con un pulimento tan brillante que, a primera vista, daba la impresión de un proceso de vidriado.
    Alcanzamos al Maestro y a los restantes discípulos cuando pasaban bajo el arco de la puerta de la Fuente, en el extremo meridional de Jerusalén. Yo sabia que la ciudad, en especial en aquellos días previos a la Pascua, era un «nido» de mendigos, pero, al cruzar las murallas quedé impresionado. Decenas de leprosos se disponían a pasar la noche, envueltos en sus mantos y harapos, mientras una legión de cojos, lisiados, hinchados, contrahechos y ciegos nos salían al paso, suplicándonos una limosna. De no haber sido por Andrés, que tiró de mi sin contemplaciones, lo más probable es que mis 150 denarios restantes hubieran ido a parar a manos de aquellos supuestos desdichados. Y digo «supuestos» porque -según el hermano de Pedro- la inmensa mayoría eran simuladores «profesionales», que aprovechaban la fiesta para conmover los corazones de los forasteros y «no dar golpe...».
    Creo que no me percaté bien del desconcierto general de los discípulos de Cristo hasta que hubimos caminado algo más de un kilómetro, rumbo a Betania. El Maestro, silencioso, encabezaba el grupo, tirando de los diez con sus características zancadas.
    Ni uno solo abrió la boca en todo el trayecto. Aquellos galileos parecían confusos, deprimidos y hasta malhumorados. Pronto deduje cuál era la razón. Después de la apoteósica e inesperada recepción tributada al Maestro, 105 apóstoles no habían comprendido por qué Jesús no había aprovechado aquella magnífica oportunidad para proclamarse rey e instalar, definitivamente, su «reino» en Judea, extendiéndolo después a las restantes provincias. Al ver sus rostros no era difícil imaginar cuáles eran sus pensamientos.
    Andrés, preocupado por su responsabilidad como jefe del grupo, era quizá el que menos valoraba aquel estallido popular en torno al Maestro.
    La verdad es que, en los días sucesivos, algunos de los íntimos -en especial Pedro, Santiago, Juan y Simón Zelotes- tuvieron que hacer considerables esfuerzos para asimilar tantas emociones...
    Simón Pedro fue posiblemente uno de los más afectados por la manifestación popular. Y, más que por el excitante recibimiento, por el incomprensible hecho de que el Maestro no se hubiera dirigido a la multitud o, cuando menos, que les hubiera permitido hacerlo a ellos. Para Pedro, aquélla había sido una magnífica oportunidad... perdida.
    Mientras caminaba hacia Betania le noté afligido y triste. Sin embargo, su pasión por Cristo era tal que supo encajar el extraño comportamiento del Nazareno sin el menor reproche o signo de disgusto.
    Los sentimientos de Santiago, el Zebedeo, eran muy parecidos a los de Simón Pedro. Su miedo inicial había ido esfumándose conforme bajaban por la ladera del Olivete. La vista de aquella multitud que aclamaba a su Maestro le había hecho concebir esperanzas de poder e influencia. Pero todo se había venido abajo cuando Jesús descendió del jumentillo, perdiéndose en el templo. ¿Cómo podía renunciar así, tan graciosamente, a una oportunidad de oro como aquélla?
    Por su parte, Juan Zebedeo había sido el único que había intuido las intenciones de Jesús. El recordaba que el Maestro les había hablado en alguna ocasión de la profecía de Zacarías y, no sin dificultades, asoció aquella entrada triunfal con las verdaderas intenciones de Jesús. Aquello le salvó en buena medida de la depresión general que ocasionó el traumatizante final. Su juventud y ciego amor por el Nazareno le impedía, además, sospechar o imaginar siquiera que el Maestro se hubiera equivocado...
    Felipe, el «intendente» y hombre «práctico» del grupo, había sufrido otro tipo de preocupación. Al ver aquella riada humana pensó por un momento que Jesús podía pedirle - como ya había hecho en otras oportunidades- que les diera de comer. Por eso, al verle abandonar la procesión y pasear tranquilamente por el recinto del templo, sintió un profundo alivio.
    Cuando aquellos temores desaparecieron de su mente, Felipe se unió a los sentimientos de Pedro, compartiendo el criterio de que había sido una lástima que Jesús no hubiera aprovechado aquella ocasión para instalar definitivamente el reino. Aquella noche, sumido en las dudas, se preguntó una y otra vez qué podían querer decir todas aquellas cosas. Pero su fe en el Galileo era sólida y pronto olvidaría sus incertidumbres.
    Mateo, hombre cauto, aunque de una fidelidad extrema, quedó maravillado ante aquel estallido multicolor en torno al rabí. Sin embargo, su natural escepticismo se sobrepuso y no tardaría en olvidar aquellas emociones de la tarde del domingo. Sólo hubo un momento en el que Mateo estuvo a punto de perder su habitual calma. Ocurrió en plena explosión popular, cuando uno de los fariseos se burló públicamente de Jesús, diciendo: «Mirad todos. Ved quién viene: el rey de los judíos sobre un asno.» Aquello estuvo a punto de sacarle de sus casillas y poco faltó -según me confesó días después- para que saltara sobre el sacerdote.
    A la mañana siguiente, como digo, Mateo había superado la crisis general, mostrándose tan alegre como siempre. Después de todo, era un perdedor que sabía tomarse la vida con filosofía...
    Tomás, como Pedro, caminaba aturdido. Su profundo corazón no terminaba de encontrar la razón de aquel festejo, absolutamente infantil, según su criterio. Jamás había visto a Jesús en un enredo como aquél y eso le había desorientado. Por un momento, el práctico y frío Tomás llegó a suponer que todo aquel alboroto sólo podía obedecer a un motivo: confundir a los miembros del Sanedrín, que como todo el mundo sabía- intentaban prender al Maestro. Y no le faltaba razón...
    Otro de los grandes confundidos por aquel acontecimiento fue Simón el Zelotes. Su sentido del patriotismo le había hecho concebir todo tipo de sueños respecto al futuro político de su país. El acariciaba la idea de liberar a Israel del yugo romano y devolver al pueblo su soberanía.
    Y Jesús, por supuesto, debía ocupar el derrocado trono de David. Al asistir a la entrada triunfal en Jerusalén, su corazón tembló de emoción y se vio ya al mando de las fuerzas militares del nuevo reino. Al descender por el monte de los Olivos imaginó, incluso, a los sacerdotes y simpatizantes del Sanedrín ajusticiados o desterrados. Fue, sin lugar a dudas, el apóstol que gritó con más fuerza y que animó constantemente a la multitud. Por eso, a la caída de la tarde, era también el hombre más humillado, silencioso y desilusionado. Tristemente, no se recuperaría de aquel «golpe» hasta mucho después de la resurrección del Maestro.
    Con los gemelos Alfeos no existió problema alguno. Para ellos, despreocupados y bromistas, fue un día perfecto. Disfrutaron intensamente y guardaron aquella experiencia «como el día que más cerca estuvieron del cielo». Su superficialidad evitó que germinara en ellos la tristeza.
    Sencillamente, aquella tarde culminaron todas sus aspiraciones.
    En cuanto a Judas Iscariote, nunca llegué a saber con exactitud cuáles fueron sus verdaderos sentimientos. En algunos momentos me pareció notar en su rostro signos evidentes de desacuerdo y repulsión. Es posible que todo aquello le pareciese infantil y ridículo. Como los griegos y romanos, consideraba grotesco y despreciable a todo aquel que consintiese cabalgar sobre un asno. No creo equivocarme si deduzco que Judas estuvo a punto de abandonar allí al grupo. Pero posiblemente le frenó el hecho de ser el «administrador» de los bienes. Eso significaba una permanente posibilidad de disponer de dinero y Judas sentía una especial inclinación por el oro.
    Quizá uno de los momentos más dramáticos para el vengativo Judas fue poco antes de llegar a las murallas de Jerusalén. De pronto, un importante saduceo -amigo de la familia de Jesús- se acercó a él y, dándole una palmadita en la espalda, le, dijo: «¿Por qué ese aspecto de desconcierto, mi querido amigo? Anímate y únete a nosotros, mientras aclamamos a este Jesús de Nazaret, el rey de los judíos, mientras entra por las puertas de la ciudad a lomos de un burro.» Aquella burla debió de herirle en lo más profundo. Judas no podía soportar aquel sentimiento de vergüenza. Esa pudo ser otra razón de peso para acelerar su plan de venganza contra el Maestro. El apóstol tenía tan incrustado el sentido del ridículo que allí mismo se convirtió en un desertor.
    Salvo muy contadas excepciones, los discípulos de Cristo demostraron en aquel histórico acontecimiento -a pesar de sus tres largos años de aprendizaje y convivencia con el Mesías- que no habían entendido nada de nada.
    Comprendí y respeté el duro silencio de Jesús, a la cabeza de aquellos hombres hundidos y perplejos. Se hallaba a un paso de la muerte y ninguno parecía captar su mensaje...

    3 DE ABRIL, LUNES

    Según mis noticias, fueron muy pocos los discípulos que lograron conciliar el sueño en aquella noche del domingo al lunes, 3 de abril. Salvo los gemelos, el resto permaneció rumiando sus pensamientos. Aquellos galileos se hallaban tan fuera de sí que ni siquiera establecieron los habituales turnos de guardia a las puertas de la casa de Simón, donde se alojaban Jesús, Pedro y Juan.
    Al despedirse, cada uno siguió en silencio hacia sus respectivos refugios.
    El rabí tampoco despegó los labios. Por supuesto, debía conocer el estado de ánimo de sus amigos y, posiblemente, con el objeto de evitar mayores tensiones, prefirió cenar en la casa de Lázaro. A pesar de lo avanzado de la hora, Marta y María se desvivieron nuevamente por atendernos. Lavaron nuestras manos y pies y, en compañía de su hermano, comimos algo de queso y fruta. Ni el Maestro ni yo sentíamos demasiado apetito. Durante un buen rato, Jesús permaneció encerrado en un hermético mutismo, con sus ojos fijos en las rojizas y ondulantes llamas de la chimenea.
    Antes de que se retirara a descansar, le rogué a María que aceptara el frasco de esencia de nardo que había comprado aquella misma tarde en compañía de Andrés. Me costó trabajo pero, finalmente, lo aceptó. Aquel gesto pareció animar al Maestro, que salió de su enigmático aislamiento, uniéndose plenamente a la sosegada tertulia que sosteníamos Lázaro y yo.
    Durante el frugal refrigerio había ido explicando al resucitado y a sus hermanas el espléndido acontecimiento que hablamos vivido pocas horas antes. Lázaro, al contrario de los apóstoles, se percató de inmediato de la trascendencia del acto de Jesús. Sin olvidar la simbología, aquella multitud no había hecho otra cosa que «proteger» al rabí de las garras del Sanedrín. No me cansaré de repetir este aspecto de la cuestión. En los Evangelios que yo había estudiado, en ningún momento se habla de ello y, sinceramente, a cualquiera con sentido común y un mínimo de información sobre lo que estaba sucediendo en aquellas últimas semanas, no se le hubiera podido pasar por alto que dicha «maniobra» fue una jugada maestra por parte del Galileo.
    Como se dice en nuestro tiempo, «mató varios pájaros de un solo tiro».
    Al comprobar que Jesús de Nazaret se ofrecía gustosamente al diálogo, aproveché la ocasión y le pregunté su opinión sobre aquella tarde.
    -He estado en medio del mundo y me he revelado a ellos en la carne. Les he encontrado a todos borrachos. No he encontrado a ninguno sediento. Mi alma sufre por los hijos de los hombres, porque están ciegos en su corazón; no ven que han venido vacíos al mundo e intentan salir vacíos del mundo. Ahora están borrachos. Cuando vomiten su vino, se arrepentirán...
    -Esas son palabras muy duras -le dije-. Tan duras como las que pronunciaste sobre el Olivete, a la vista de Jerusalén...
    -Tal vez los hombres piensan que he venido para traer la paz al mundo. No saben que estoy aquí para echar en la tierra división, fuego, espada y guerra... Pues habrá cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; el padre contra el hijo y el hijo contra el padre. Y ellos estarán solos.
    -Muchos, en mi mundo -añadí procurando que mis palabras no resultaran excesivamente extrañas para Lázaro- podrían asociar esas frases tuyas sobre el fin de Jerusalén como el fin de los tiempos. ¿Qué dices a eso?
    -Las generaciones futuras comprenderán que la vuelta del Hijo del Hombre no llegará de la mano del guerrero. Ese día será inolvidable: después de la gran tribulación -como no la hubo desde el principio del mundo- mi estandarte será visto en los cielos por todas las tribus de la tierra. Esa será mi verdadera y definitiva vuelta: sobre las nubes del cielo, como el relámpago que sale por el oriente y brilla hasta el occidente...
    -¿Qué será la gran tribulación?
    -Vosotros podríais llamarlo un «parto de toda la Humanidad...» Jesús no parecía muy dispuesto a revelarme detalles.
    -Al menos, dinos cuándo tendrá lugar.
    -De aquel día y de aquella hora, nadie sabe. Ni los ángeles ni el Hijo. Sólo el Padre.
    Únicamente puedo decirte que será tan inesperado que a muchos les pillará en mitad de su ceguera e iniquidad.
    -El mundo, del que vengo -traté de presionarle-, se distingue precisamente por la confusión y la injusticia...
    -Tu mundo no es mejor ni peor que éste. A ambos sólo les falta el principio que rige el universo: el Amor.
    -Dame, al menos, una señal para que sepamos cuándo te revelarás a los hombres por segunda vez...
    -Cuando os desnudéis sin tener vergüenza, toméis vuestros vestidos, los pongáis bajo los pies como los niños y los pateéis, entonces veréis al hijo del Viviente y no temeréis.
    Lázaro, afortunadamente, seguía identificando «mi mundo» con Grecia. Eso me permitió seguir preguntando al Maestro con un cierto margen de amplitud.
    -Entonces -repuse- mi mundo está aún muy lejos de ese día. Allí, los hombres son enemigos de los hombres y hasta del propio Dios...
    Jesús no me dejó seguir.
    -Estáis entonces equivocados. Dios no tiene enemigos.
    Aquella rotunda frase del Nazareno me trajo a la memoria muchas de las creencias sobre un Dios justiciero, que condena al fuego del infierno a quienes mueren en pecado. Y así se lo expuse.
    Cristo sonrió, moviendo la cabeza negativamente.
    -Los hombres son hábiles manipuladores de la Verdad. Un padre puede sentirse afligido ante las locuras de un hijo, pero nunca condenaría a los suyos a un mal permanente. El infierno -tal y como creen en tu mundo- significaría que una parte de la Creación se le ha ido de las manos al Padre... Y puedo asegurarte que creer eso es no conocer al Padre.
    -¿Por qué hablaste entonces en cierta ocasión del fuego eterno y del rechinar de dientes?.
    -Si hablando en parábolas no me comprendéis, ¿cómo puedo enseñaros entonces los misterios del Reino? En verdad, en verdad os digo que aquel que apueste fuerte, y se equivoque, sentirá cómo rechinan sus dientes.
    -¿Es que la vida es una apuesta?
    -Tú lo has dicho, Jasón. Una apuesta por el Amor. Es el único bien en juego desde que se nace.
    Permanecí pensativo. Aquellas palabras eran nuevas para mí.
    -¿Qué te preocupa? -preguntó Jesús.
    -Según esto, ¿qué podemos pensar de los que nunca han amado?
    -No hay tales.
    -¿Qué me dices de los sanguinarios, de los tiranos?...
    -También esos aman a su manera. Cuando pasen al otro lado recibirán un buen susto...
    -No entiendo.
    -Se darán cuenta que -al dejar este mundo- nadie les preguntará por sus crímenes, riquezas, poder o belleza. Ellos mismos y sólo ellos caerán en la cuenta de que la única medida válida en el «otro lado» es la del Amor. Si no has amado aquí, en tu tiempo, tú solo te sentirás responsable.
    -¿Y qué ocurrirá con los que no hemos sabido amar?
    -Querrás decir, con los que no habéis querido amar.
    Me sentí nuevamente confuso.
    -…Esos, amigo -prosiguió el rabí captando mis dudas-, serán los grandes estafados y, en consecuencia, los últimos en el Reino de mi Padre.
    -Entonces, tu Dios es un Dios de amor...
    Jesús pareció enojarse.
    -¡Tú eres Dios!
    -¿Yo, Señor?...
    -En verdad te digo que todos los nacidos llevan el sello de la Divinidad.
    --Pero, no has respondido a mi pregunta. ¿Es Dios un Dios de amor?
    -De no ser así, no sería Dios.
    -En ese caso, ¿debemos excluir de su mente cualquier tipo de castigo o premio?
    -Es nuestra propia injusticia la que se revela contra nosotros mismos.
    -Empiezo a intuir, Maestro, que tu misión es muy simple. ¿Me equivoco si te digo que todo tu trabajo consiste en dejar un mensaje?
    El Nazareno sonrió satisfecho. Puso su mano sobre mi hombro y replicó:
    -No podías resumirlo mejor...
    Lázaro, sin hacer el menor comentario, asintió con la cabeza.
    -Tú sabes que mi corazón es duro -añadí-. ¿Podrías repetirme ese mensaje?
    -Dile a tu mundo que el Hijo del Hombre sólo ha venido para transmitir la voluntad del Padre: ¡que sois sus hijos!
    -Eso ya lo sabemos...
    -¿Estás seguro? Dime, Jasón, ¿qué significa para ti ser hijo de Dios?
    Me sentí nuevamente atrapado. Sinceramente, no tenía una respuesta válida. Ni siquiera estaba seguro de la existencia de ese Dios.
    -Yo te lo diré -intervino el Maestro con una gran dulzura-. Haber sido creado por el Padre supone la máxima manifestación de amor. Se os ha dado todo, sin pedir nada a cambio. Yo he recibido el encargo de recordároslo. Ese es mi mensaje.
    -Déjame pensar... Entonces, hagamos lo que hagamos, ¿estamos condenados a ser felices?
    -Es cuestión de tiempo. El necesario para que el mundo entienda y ponga en práctica que el único medio para ello es el Amor.
    Tuve que meditar muy bien mi siguiente pregunta. En aquellos instantes, la presencia del resucitado podía constituir un cierto problema.
    -Si tu presencia en el mundo obedece a una razón tan elemental como la de depositar un mensaje para toda la humanidad, ¿no crees que «tu iglesia» está de más?
    -¿Mi iglesia? -preguntó a su vez Jesús que, en mi opinión, había comprendido perfectamente-. Yo no he tenido, ni tengo, la menor intención de fundar una iglesia, tal y como tú pareces entenderla.
    Aquella respuesta me dejó estupefacto..
    -Pero tú has dicho que la palabra del Padre deberá ser extendida hasta los confines de la tierra...
    -Y en verdad te digo que así será. Pero eso no implica condicionar o doblegar mi mensaje a la voluntad del poder o de las leyes humanas. No es posible que un hombre monte dos caballos ni que pase por dos arcos simultáneamente. Y no es posible que un criado sirva a dos señores, honrará a uno y ofenderá al otro. Nadie que bebe un vino viejo desea al momento beber vino nuevo. No se vierte vino nuevo en odres viejos, para que no se rasguen, ni se trasvasa vino viejo a odres nuevos para que no se estropee, ni se cose un remiendo viejo a un vestido nuevo porque se haría un rasgón. De la misma forma te digo: mi mensaje sólo necesita de corazones sinceros que lo transmitan; no de palacios o falsas dignidades y púrpuras que lo cobijen.
    -Tú sabes, que no será así...
    -¡Ay de los que antepongan su permanencia a mi voluntad!
    -¿Y cuál es tu voluntad?
    -Que los hombres se amen como yo les he amado. Eso es todo.
    -Tienes razón -insinué-, para eso no hace falta montar nuevas burocracias, ni códigos ni jefaturas... Sin embargo, muchos de los hombres de mi mundo desearíamos hacerte una pregunta...
    -Adelante -me animó el Galileo.
    -¿Podríamos llegar a Dios sin pasar por la iglesia?
    El rabí suspiró.
    -¿Es que tú necesitas de esa iglesia para asomarte a tu corazón? Una confusión extrema me bloqueó la garganta. Y Jesús lo percibió.
    -Mucho antes de que existiera la tribu de Leví, hermano Jasón, mucho antes de que el hombre fuera capaz de erguirse sobre sí mismo, mi Padre había sembrado la belleza y la sabiduría en la Tierra. ¿Quién es antes, por tanto: Dios o esa iglesia?
    -Muchos sacerdotes de mi mundo -le repliqué- consideran a esa iglesia como santa.
    -Santo es mi Padre. Santos seréis vosotros el día que améis.
    -Entonces -y te ruego que me perdones por lo que voy a decirte- esa iglesia está de sobra...
    -El Amor no necesita de templos o legiones. Un hombre saca el bien o el mal de su propio corazón. Un solo mandamiento os he dado y tú sabes cuál es... El día que mis discípulos hagan saber a toda la humanidad que el Padre existe, su misión habrá concluido.
    -Es curioso: ese Padre parece no tener prisa.
    El gigante me miró complacido.
    -En verdad te digo que El sabe que terminará triunfando. El hombre sufre de ceguera pero yo he venido a abrirle los ojos. Otros seres han descubierto ya que es más rentable vivir en el Amor.
    -¿Qué ocurre entonces con nosotros? ¿Por qué no terminamos de encontrar esa paz?
    -Yo he dicho que a los tibios los vomitaré de mi boca, pero no trates de consumir a tus hermanos en la molicie o en la prisa. Deja que cada espíritu encuentre el camino. El mismo, al final, será su juez y defensor.
    -Entonces, todo eso del juicio final...
    -¿Por qué os preocupa tanto el final, si ni siquiera conocéis el Principio? Ya te he dicho que al otro lado os espera la sorpresa...
    Tengo la impresión de que Tú resultarías excesivamente liberal para las iglesias de mi mundo.
    -Dios es tan liberal, como tú dices, que permite, incluso, que te equivoques. ¡Ay de aquellos que se arroguen el papel de salvadores, respondiendo al error con el error y a la maldad con la maldad! ¡Ay de aquellos que monopolicen a Dios!
    -Dios... Tú siempre estás hablando de Dios. ¿Podrías explicarme quién o qué es?
    El fuego de aquella mirada volvió a traspasarme. Dudo que exista muro, corazón o distancia que no pudiera ser alcanzado por semejante fuerza.
    -¿Puedes tú explicarles a éstos de dónde vienes y cómo? ¿Puede el hombre apresar los colores entre sus manos? ¿Puede un niño guardar el océano entre los pliegues de tu túnica?
    ¿Pueden cambiar los doctores de la Ley el curso de las estrellas? ¿Quién tiene potestad para devolver la fragancia a la flor que ha sido pisoteada por el buey? No me pidas que te hable de Dios: siéntelo. Eso es suficiente...
    -¿Voy bien si te digo que lo siento como una... energía?
    No me daba por vencido y Jesús lo sabía.
    -Vas muy bien.
    -¿Y qué hay por debajo de esa «energía»?
    -Es que no hay arriba y abajo -atajó el Nazareno, saliendo al paso de mis atropellados pensamientos-. El Amor, es decir, el Padre, lo es Todo.
    -¿Por qué es tan importante el Amor?
    -Es la vela del navío.
    -Déjame que insista: ¿qué es el Amor?
    -Dar.
    -¿Dar? Pero, ¿qué?
    -Dar. Desde una mirada hasta tu vida.
    -¿Qué podemos dar los angustiados?
    -La angustia.
    -¿A quién?
    -A la persona que te quiere...
    -¿Y si no tienes a nadie?
    El Maestro hizo un gesto negativo.
    -Eso es imposible... Incluso los que no te conocen pueden amarte.
    -¿Y qué me dices de tus enemigos? ¿También debes amarles?
    -Sobre todo a ésos... El que ama a los que le aman, ya ha recibido su recompensa.
    La conversación se prolongaría aún hasta bien entrada la madrugada. Ahora sé que mi escepticismo hacia aquel hombre había empezado a resquebrajarse...
    Cuatro horas más tarde, con el alba, Eliseo me despertó. La víspera, el Maestro había dado órdenes precisas a sus discípulos para salir temprano hacia Jerusalén. Hacia las siete (dos horas antes de la tercia), me personé en la casa de Simón, «el leproso». Jesús y los doce se hallaban reunidos en el jardín. Esta vez, las indicaciones del rabí fueron mucho más concisas: nada de ostentaciones y manifestaciones en público. Los apóstoles salvo los gemelos Alfeo, no se habían recuperado de la experiencia del día anterior. Permanecían mudos, como abstraídos. Para ser sinceros ninguno conocía las intenciones de Jesús y éste, por otra parte, tampoco se mostraba excesivamente explícito. Acudir a la ciudad santa constituía en aquellos momentos una caja de sorpresas. El Sanedrín seguía acechante y los íntimos del Galileo no sabían qué podía reservarles el destino. Hacía las ocho de la mañana nos pusimos en camino. Jesús, como siempre, marchaba a la cabeza.
    Mientras ascendíamos por la ladera del Olivete, traté de sonsacar a los discípulos. ¡Qué distinta fue aquella caminata! La alegría y entusiasmo del domingo anterior se habían transformado en temor, expectación y confusionismo. Había un pensamiento común en aquellos hombres: «¿Qué debían hacer: seguir con el Maestro o renunciar y retirarse?» Pero ninguno tenía el valor suficiente como para enfrentarse a Jesús y exponerle sus inquietudes.
    A eso de las nueve, el grupo entraba en Jerusalén. A juzgar por el trasiego de peatones, el número de peregrinos había aumentado considerablemente. El Maestro, sin pérdida de tiempo, se encaminó hacia el templo.
    La proximidad de la Pascua mantenía la explanada de los Gentiles en plena ebullición. Los puestos y tenderetes aparecían mucho más concurridos que en la tarde del domingo. Cientos de judíos, de todas las clases sociales, se afanaban en comprar o cambiar sus monedas, preparándose así para las obligadas ofrendas, para el pago del tributo al tesoro del santuario o, simplemente, disponiendo la elección de una víctima sin mancha para la cena pascual.
    Gradualmente, a causa de los abusos de los sacerdotes, la gente común había terminado por acudir hasta aquellos «intermediarios», comprando allí sus corderos y aves. La astucia y avaricia de aquellos servidores del templo habían llegado a tales extremos que cualquier animal comprado fuera de aquel recinto podía ser rechazado, por causas «técnicas». En otras palabras, los encargados de los sacrificios -que tenían la obligación de revisar previamente cada una de las víctimas- podían echar atrás un cordero o una pareja de tórtolas, por el simple hecho de estimar que el color del animal no era el adecuado. Esto representaba la vergüenza pública y, lo que era peor, tener que adquirir una nueva víctima. Curándose en salud, los hebreos acudían hasta este mercado, procurándose así unos animales de «total garantía». Como ya apunté anteriormente, esta argucia iba siempre acompañada de un sobreprecio que resultaba tan deshonesto como ruinoso para las familias más humildes.
    Para colmo, el «impuesto» o tributo que cada hebreo debía satisfacer al templo había sido fijado en una moneda común: el siclo (una pieza del tamaño de diez centavos, pero de un grosor doble). Un mes antes de la Pascua, los «cambistas» oficiales instalaban sus mesas en las diferentes ciudades de Palestina, suministrando así a los peregrinos el dinero necesario para tal menester. Ni que decir tiene que, en cada operación, estos «banqueros» se quedaban con una comisión, que oscilaba entre un cinco y un quince por ciento del valor de lo cambiado. Si la moneda objeto del cambio era más alta, estos usureros podían quedarse con una comisión doble. Finalmente, cuando la fiesta era ya inminente, los «cambistas» se dirigían a Jerusalén, estableciendo su «cuartel general» en la mencionada explanada de los Gentiles.
    Este negocio venía reportando grandes beneficios a los verdaderos propietarios del ganado, de las mesas de cambio y de la multitud de ingredientes y enseres que debían ser utilizados en el sacrificio pascual. Esos «propietarios», como dije, no eran otros que los sacerdotes y, muy especialmente, los hijos de Anás.
    Jesús conocía esta situación y también el resto del pueblo. Pero el poder y la tiranía de estos individuos era tal que nadie osaba levantar su voz contra aquella profanación de la Casa de Dios.
    En este ambiente, entre gritos, discusiones, regateos y el incesante ir y venir de cientos de hebreos, el Nazareno -tal y como tenía por costumbre- se dispuso aquella mañana del lunes, 3 de abril, a dirigir su palabra a los numerosos creyentes y seguidores que habían ido congregándose junto a los puestos de los vendedores y «cambistas».
    El Maestro inició su predicación pero, al poco, su potente voz se vio sofocada por dos hechos que iban a precipitar los acontecimientos. En una de las mesas de cambio, muy próxima a la escalinata sobre la que se había sentado el rabí, un judío de Alejandría comenzó a discutir acaloradamente con el responsable del cambio. El peregrino, con razón, protestaba por la abusiva comisión que pretendía cobrarle el «cambista». La cosa subió de tono y la gente fue arremolinándose en torno a los vociferantes hebreos.
    Por si no fuera suficiente con aquel tumulto, en esos momentos irrumpió en la explanada una manada de bueyes -algo más de un centenar- que era conducida, a través del atrio, hasta los corrales situados en el ala norte, junto a la Puerta Probática. Aquellos animales, propiedad del templo, estaban destinados a ser quemados en los próximos sacrificios y, en consecuencia, eran encerrados habitualmente en unos establos, anexos al atrio de los Gentiles. Jesús, a la vista de aquellos bramidos y de la cada vez más exaltada conducta del «cambista», del judío y de cuantos apoyaban a éste, optó por hacer una pausa y esperar. Sus discípulos permanecían retirados, como a unos 15 o 20 pasos, y en silencio. Pero aquella violenta situación, lejos de amainar, fue a más. El apretado gentío hacia poco menos que imposible que el joven pastor pudiera hacerse con el dominio de los bueyes, que se habían desperdigado por entre las mesas.
    En eso, mientras el Nazareno esperaba impasible, un tercer suceso vino a provocar la chispa final. Entre los judíos que pretendían oír a Jesús se hallaba un galileo, antiguo amigo del Maestro. (Después supe que se había entrevistado con el rabí durante su estancia en Iron.) Este humilde granjero había empezado a ser molestado por un grupo de peregrinos procedentes de la Judea. Entre empujones y codazos, los engreídos individuos se burlaban de él por su credulidad. Cuando el gigante se percató de esta última escena, ante el asombro de sus discípulos y de cuantos nos encontrábamos presentes, soltó su manto y, dejándolo caer sobre la escalinata, salió al encuentro del pastor, arrebatándole el látigo de cuerdas. Con una seguridad inaudita, el Galileo fue reuniendo a los astados, sacándolos del templo entre sonoros gritos y secos y potentes golpes de látigo sobre el embaldosado de la explanada. Cuando la muchedumbre vio al Maestro dirigir al ganado quedó electrizada. Pero eso no fue todo. Una vez concluida la operación de « limpieza», Jesús de Nazaret, en silencio, se abrió paso majestuosamente entre la multitud, dirigiéndose a grandes zancadas y con el látigo en la mano izquierda hacia los corrales situados al otro lado del atrio de los Gentiles, al pie de la fortaleza Antonia.
    Aquello era nuevo para mí y corrí tras Él. Al llegar a los establos, el Maestro con una frialdad que me dejó sin habla- fue abriendo, uno tras otro, todos los portalones, animando a los bueyes, machos cabríos y corderos a salir de sus recintos. En un instante, cientos de animales irrumpieron en el atrio. Y el rabí, con la misma decisión y destreza con que había sacado del templo a la primera manada, dirigió aquellos asustados animales en dirección a las mesas y puestos de venta de los «cambistas» e «intermediarios». Como era de suponer, la estampida provocó el pánico de los hebreos que, en su atropellada huida hacia los pórticos de salida, derribaron un sinfín de tenderetes. Los bueyes, por su parte, terminaron por pisotear el género, derramando numerosos cántaros de aceite y de sal.
    La confusión fue aprovechada por un nutrido grupo de peregrinos que se desquitó volcando las pocas mesas que aún quedaban en pie. En cuestión de minutos, aquel comercio había sido materialmente barrido, con el consiguiente regocijo de los miles de judíos que odiaban aquella permanente profanación. Para cuando los soldados romanos hicieron acto de presencia, todo aparecía tranquilo y en silencio.
    Jesús de Nazaret, que no había tocado con el látigo a un solo hebreo ni había derribado mesa alguna -de ello puedo dar fe, puesto que permanecí muy cerca del Maestro- volvió entonces a lo alto de las escalinatas y, dirigiéndose a la multitud, gritó:
    -Vosotros habéis sido testigos este día de lo que está escrito en las Escrituras: «Mi casa será llamada una casa de oración para todas las naciones, pero habéis hecho de ella una madriguera de ladrones.» Mi sorpresa llegó al máximo cuando, antes de que el rabí concluyera sus palabras, un tropel de jóvenes judíos se destacó de entre la muchedumbre, aplaudiendo a Jesús y entonando himnos de agradecimiento por la audacia y coraje del Galileo.
    Aquel suceso, por supuesto, no tenía nada que ver con lo que se cuenta en los Evangelios y en los que -dicho sea de paso- el Mesías aparece como un colérico individuo, capaz de golpear y azotar a las gentes. Como ya he mencionado, Jesús había predicado otras muchas veces en aquella misma explanada del templo y jamás se había comportado de aquel modo. El conocía perfectamente el cambalache y el robo que se registraban a diario en el atrio de los Gentiles y, no obstante, jamás se manifestó violentamente contra tal situación. Si en la mañana de aquel lunes provocó la estampida del ganado fue, en mi opinión, como consecuencia de una situación concretísima e insostenible.
    Quienes no podían faltar, obviamente, eran los responsables del templo. Cuando los sacerdotes tuvieron conocimiento del incidente acudieron presurosos hasta donde se hallaba Jesús, interrogándole con severidad:
    -¿No has oído lo que dicen los hijos de los levitas?
    Pero Jesús les contestó:
    -En las bocas de los niños y criaturas se perfeccionan las alabanzas.
    Los jóvenes arreciaron entonces en sus cánticos y aplausos, obligando a los fariseos a retirarse del lugar. A partir de ese momento, grupos de peregrinos se situaron a las puertas de acceso al templo, impidiendo que pudiera restablecerse el cambio de monedas y la venta normal de los «intermediarios». Los jóvenes no consintieron siquiera que fuera transportada una sola vasija por la explanada.
    Quizá lo más triste y desconsolador de aquel suceso fue la actitud de los doce. Durante la fogosa intervención de su Maestro, el grupo permaneció poco menos que acurrucado en un rincón, sin levantar una mano para ayudar o proteger a Jesús. Esta nueva y sorprendente acción del Galileo les había sumido en un total desconcierto.
    Pero, si notable era la confusión de los discípulos de Cristo, la de los jefes del templo, escribas y fariseos no era menor. Aquello había sido la gota de agua que colmaba su paciencia.
    Aprovechando que José de Arimatea, Nicodemo y otros amigos de Jesús no se hallaban presentes, el Sanedrín celebró una reunión de emergencia, analizando la situación. Había que detener al impostor sin pérdida de tiempo. Pero, ¿cómo y dónde? Los escribas y el resto de los sacerdotes, se daban cuenta que la multitud estaba de parte del Galileo. Había, además, otro factor que no podían perder de vista: la presencia del procurador romano Poncio Pilato en Jerusalén. Si el prendimiento de Jesús se materializaba a la luz del día y a la vista de los miles de peregrinos llegados desde todos los rincones de Palestina y del extranjero, la captura podía dar lugar a una revuelta generalizada. Eso hubiera significado, con toda seguridad, una violenta represión por parte de las fuerzas romanas acuarteladas en la Torre Antonia y en el campamento temporal levantado por los soldados en la zona noroeste de la ciudad, en las inmediaciones de las piscinas de Bezatá. ¿Qué podían hacer entonces?
    Durante horas, los miembros del Sanedrín discutieron sobre la fórmula ideal para capturar a Jesús. Pero al final, no llegaron a un acuerdo. La única resolución válida fue crear cinco grupos de «expertos» -especialmente escribas y fariseos- que siguieran los pasos del Galileo y trataran de confundirle y ridiculizarle en público, diezmando así su prestigio e influencia entre las gentes sencillas.
    Siguiendo esta consigna, hacia las dos de la tarde, uno de estos grupos se abrió paso hasta el lugar donde Jesús había seguido su plática. Y con su característico estilo -soberbio y autoritario- le preguntaron al Maestro:
    -¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?
    Ellos sabían que el Nazareno no había pasado por las obligadas escuelas rabínicas y que, por tanto, sus enseñanzas y el propio título de «rabí» que muchos le atribuían no eran correctos, desde la más estricta pureza legal y jurídica.
    Pero Jesús -con aquella brillantez de reflejos que le caracterizaba- les respondió con otra interrogante:
    -También me gustaría a mí haceros otra pregunta. Si me contestáis, yo os diré igualmente con qué autoridad hago estos trabajos. Decidme: el bautismo de Juan, ¿de dónde era?
    ¿Consiguió Juan esta autoridad del cielo o de los hombres?
    Los escribas y fariseos formaron un corro entre ellos y comenzaron a deliberar en voz baja, mientras Jesús y la multitud esperaban en silencio.
    Habían pretendido acorralar al Galileo y ahora eran ellos los que se veían en una embarazosa situación. Por fin, volviéndose hacia Jesús, replicaron:
    -Respecto al bautismo de Juan, no podemos contestar. No sabemos...
    La razón de aquella negativa estaba bien clara. Si afirmaban que «del cielo», Jesús podía responderles: «¿Por qué no le creísteis entonces?» Además, en este caso, el Maestro podía haber añadido que su autoridad procedía de Juan. Si, por el contrario, los escribas respondían que «de los hombres», aquella muchedumbre -que había considerado a Juan como un profeta- podía echarse encima de los sacerdotes...
    La estrategia de Cristo, una vez más, había sido brillante y rotunda. Y el rabí, mirándoles fijamente, añadió:
    -Pues yo tampoco os diré con qué autoridad hago estas cosas... Los hebreos estallaron en ruidosas carcajadas, ante la impotencia de los «máximos maestros» de Israel, rojos de ira y de vergüenza.
    Jesús dirigió entonces su mirada hacia los que habían tratado de perderle y les dijo:
    -Puesto que estáis en duda sobre la misión de Juan y en enemistad con la enseñanza y hechos del Hijo del Hombre, prestad atención mientras os digo una parábola. Cierto gran y respetado terrateniente -comenzó el Galileo su relato- tenía dos hijos. Deseando que le ayudaran en la dirección de sus tierras, acudió a uno de ellos y le dijo: «Hijo, ve a trabajar hoy en mi viña.» Y este hijo, sin pensar, contestó a su padre: «No voy a ir.» Pero luego se arrepintió y fue. Cuando el padre encontró al segundo le dijo: «Hijo, ve a trabajar a mi viña.» Y este hijo, hipócrita y desleal, le dijo: «Sí, padre, ya voy.» Pero, cuando hubo marchado su padre, no fue. Dejadme preguntaros: ¿cuál de estos hijos hizo realmente la voluntad de su padre?
    La gente, como un solo hombre, contestó:
    -El primer hijo.
    Jesús replicó entonces mirando a los sacerdotes:
    -Pues así, yo declaro que los taberneros y prostitutas, aunque parezcan rehusar la llamada del arrepentimiento, verán el error de su camino y entrarán en el reino de Dios antes que vosotros, que hacéis grandes pretensiones de servir al Padre del Cielo pero que rechazáis los trabajos del Padre. No fuisteis vosotros, escribas y fariseos, quienes creísteis en Juan, sino los taberneros y pecadores. Tampoco creéis en mis enseñanzas, pero la gente sencilla escucha mis palabras a gusto.
    Aquella segunda ridiculización pública obligó a los escribas y fariseos a dar media vuelta, entrando en el santuario. Y el Maestro siguió predicando en paz, haciendo las delicias de la multitud.
    Por José de Arimatea supimos que la cólera de los sacerdotes había llegado a tal paroxismo que poco faltó para que los levitas rodearan aquella misma mañana a Jesús, procediendo a su captura. Pero la entrada en juego de los saduceos que constituían mayoría en el Sanedrín, retrasó nuevamente los planes de los enemigos de Cristo. Esta casta sacerdotal había encajado pésimamente el desmantelamiento de los «cambistas» e «intermediarios» y, por primera vez, apoyaron los planes de los fariseos y escribas para eliminar a Jesús. Eso significó mayoría absoluta a la hora de decidir y condenar al rabí de Galilea.
    Mientras tanto, Jesús había desarrollado una segunda parábola -la del rico propietario que llegó a enviar a su propio hijo para convencer a los rebeldes trabajadores de su viña de que le entregaran su renta- preguntando a los asistentes qué debería hacer el dueño de la viña con aquellos malvados arrendatarios.
    -Destruir a esos hombres miserables -contestó la multitud- y arrendar su viñedo a otros granjeros honestos que le den sus frutos en cada estación.
    Muchos de los presentes comprendieron el sentido de la parábola de Jesús y expresaron en voz alta:
    -¡Dios perdone a quienes continúen haciendo estas cosas!
    Pero algunos fariseos no se daban por vencidos y regresaron hasta el lugar donde predicaba Jesús. El Maestro, al verlos, les dijo:
    -Vosotros sabéis cómo rechazaron vuestros hermanos a los profetas y sabéis bien que estáis decididos a rechazar al Hijo del Hombre. -Tras unos instantes de silencio, su mirada se hizo más intensa y añadió-: ¿Nunca leísteis en la Escritura sobre la piedra que los constructores rechazaron y que, cuando la gente la descubrió, hicieron de ella la piedra angular?... Una vez más os aviso. Si continuáis rechazando el Evangelio, el reino de Dios será llevado lejos de vosotros y entregado a otra gente, deseosa de recibir buenas nuevas y llevar adelante los frutos del espíritu. Yo os digo que existe un misterio sobre esa piedra: quien caiga sobre ella, aunque quede roto en pedazos, se salvará. Pero, sobre quien caiga dicha piedra angular, será molido hasta quedar hecho polvo y sus cenizas serán desperdigadas a los cuatro vientos.
    En esta ocasión, los escribas y jefes ni siquiera intentaron replicar. Y el Maestro prosiguió sus enseñanzas, refiriendo una tercera parábola: la del festín de bodas.
    Cuando hubo terminado, Jesús se puso en pie y se dispuso a despedir a la multitud. En ese instante, uno de los creyentes alzó su voz e interrogó al rabí:
    -Pero, Maestro, ¿cómo sabremos estas cosas? ¿Qué signo nos darás por el que sepamos que tú eres el Hijo de Dios?
    Se hizo un nuevo y espeso silencio. Los fariseos aguzaron sus oídos y, cuando consideraban que el impostor había caído en su propia trampa, el Galileo -con voz sonora y señalando con su dedo índice izquierdo hacia su propio pecho- afirmó:
    -Destruid este templo y en tres días lo levantaré.
    Jesús dio por terminada su plática y descendió por las escalinatas, invitando a los discípulos a que le siguieran.
    La muchedumbre comenzó a dispersarse, sumida en multitud de comentarios.
    Evidentemente -por lo que pude escuchar- no habían comprendido el verdadero significado de aquella última y lapidaria frase de Cristo.
    -¿Casi cincuenta años ha estado este templo en construcción -se decían unos a otros- y aún dice que lo destruirá y levantará en tres días?
    Por supuesto, tampoco sus apóstoles captaron la intención del rabí. Sólo después -mucho después de su resurrección- se hizo la luz en sus corazones.
    Hacia las cuatro de la tarde, el grupo salía nuevamente de Jerusalén, rumbo a Betania.
    Mientras ascendíamos por la falda occidental del monte de los Olivos, haciendo así más corto el camino hacia la aldea de Lázaro, Jesús dio instrucciones a Andrés, Tomás y Felipe para que, a partir del día siguiente, martes, los discípulos preparasen un campamento en las cercanías de la ciudad santa.
    Aquello significaba que el Nazareno tenía la intención de instalar su lugar habitual de reposo -hasta ese momento en Betania- en los aledaños de Jerusalén. Pero, ¿por qué? ¿Qué nos reservaba el destino en aquellos dos días -martes y miércoles-, tan escasamente conocidos en lo que a las actividades del Maestro se refiere?
    La inesperada decisión de Jesús -no prevista, lógicamente, en nuestro programa de trabajo, ya que los textos evangélicos canónicos y apócrifos no hacen mención de este «campamento»-, iba a precipitar mi retorno al módulo, fijado por Caballo de Troya para el atardecer del martes, 4 de abril.
    Pocas horas después, precisamente en el anochecer de dicho martes, y a la vista de lo que aconteció, empecé a comprender por qué el rabí de Galilea había dado aquella orden...
    Por segunda vez, mientras caminábamos hacia Betania, tuve oportunidad de comprobar cómo la casi totalidad de los doce hombres de confianza de Jesús no había entendido el mensaje ni las intenciones del Nazareno. Sus comentarios y, sobre todo, sus silencios reflejaban una profunda confusión. La majestuosa acción de su Maestro a lo largo de esa mañana del lunes, arruinando el sacrílego comercio de los cambistas e intermediarios del templo, les había devuelto las esperanzas en un Jesús poderoso, capaz de instaurar un «reino terrenal y político» en Israel. Pero, al llegar la tarde, el rechazo por parte de los sacerdotes judíos de sus enseñanzas les hizo caer de nuevo en la incertidumbre. Aquellos hombres presentían algo. A pesar de su escaso nivel cultural, el permanente contacto con la tensa realidad de aquellos días y las repetidas advertencias de Jesús de Nazaret sobre su próximo final les hacía intuir una catástrofe.
    Agarrotados por el miedo y las dudas, los discípulos se dirigieron a sus respectivos lugares de descanso, aunque -según comprobé a la mañana siguiente- muy pocos fueron los que lograron conciliar el sueño.
    Y aquella noche del lunes, 3 de abril del año 30, tras despedirme temporalmente de Lázaro y su familia, abordé la «cuna», iniciando los preparativos de la segunda fase de la exploración.
    Sin duda, la más trágica y apasionante de cuantas haya emprendido hombre alguno.
    La oscuridad era total cuando inicié el ascenso del Olivete por su cara oriental. Yo había advertido ya a Eliseo de mi inminente retorno al módulo, como consecuencia del cambio de planes por parte del Maestro de Galilea. Tentado estuve de hacerme con una antorcha, a fin de caminar con mayor seguridad por la trocha que discurría entre los olivares. Pero un elemental sentido de la prudencia me hizo desistir.
    El eco del microtransmisor instalado en la hebilla de mi manto llegaba nítidamente hasta la «cuna». Eso me tranquilizó. Mi objetivo en aquellos momentos era alcanzar la cota superior del monte de «las aceitunas», situada a la derecha de la vereda. Una vez localizado el calvero pedregoso donde se hallaba posado el módulo, Eliseo se encargaría de conducirme mediante la «conexión auditiva». Una hora antes, cuando regresábamos hacia Betania, yo había procurado quedarme rezagado, anudando en una de las ramas de un acebuche - justamente en la cumbre del Olivete- el pequeño lienzo blanco que me servía para secar el sudor y que, como el resto de los hebreos, llevaba permanentemente arrollado en la muñeca derecha.
    Tal y como presumía, y con el consiguiente respiro por mi parte, no llegué a cruzarme con un solo caminante. Al distinguir la tela, ondeando suavemente al viento, aceleré el paso. Y tras retirarla del olivo silvestre, abandoné el camino, internándome entre la maleza en dirección norte. A mi izquierda, en la lejanía, se divisaban las luces amarillentas y parpadeantes de Jerusalén. Una media luna surgía a intervalos entre las compactas bandas de nubes, facilitando considerablemente mi aproximación a la nave. A los pocos minutos me asomaba al calvero, localizando el suave promontorio pedregoso sobre el que debía encontrarse posado el módulo.
    Eliseo, en permanente conexión, había ido supervisando mis pasos, corrigiendo a través de la pantalla de radar algunas de mis inevitables desviaciones en el rumbo. Al penetrar en la zona de seguridad del módulo -a unos 150 pies del «punto de contacto»-, mi compañero me anunció que procedía a la desconexión parcial del apantallamiento infrarrojo, con el fin de hacer visibles los pies de sustentación de la «cuna», haciendo así más rápido mi ingreso en la nave.
    De pronto, en mitad de la oscuridad y como clavados en las rocas, aparecieron cuatro largos tubos, apuntando como fantasmas azulados hacia la inmensidad del cielo. Simultáneamente, y con un suave resoplido, el sistema hidráulico hizo descender la escalerilla de aluminio. Sin pérdida de tiempo me introduje entre el tren de aterrizaje de la «cuna», subiendo al interior del módulo. Supongo que si alguien hubiera podido verme en aquellos momentos, ascendiendo por una escalerilla que, aparentemente, no conducía a ninguna parte, y desapareciendo progresivamente -primero la cabeza, hombros y brazos y a continuación el resto del tronco, vientre, piernas, etc.-, el susto hubiera sido considerable, creyendo quizá que había presenciado una visión divina...
    Mi encuentro con Eliseo fue especialmente intenso y emotivo.
    Una vez en la «cuna», mi compañero apantalló de nuevo el tren de sustentación y, tras verificar que todo seguía en calma en torno a la nave, nos dispusimos a la revisión y ejecución de la segunda fase de la operación.
    Mi ingreso en el módulo se había registrado a las 20 horas y 5 minutos. Eso significaba que disponía de unas nueve horas antes de mi incorporación al grupo de Jesús, prevista según Caballo de Troya para las 6,30 horas de la mañana del día siguiente, martes, 4 de abril.
    Después de asearme y cambiar mis ropas -no así el calzado-, Eliseo me hizo entrega de lo que, familiarmente, conocíamos como la «vara de Moisés»: el único instrumental autorizado fuera de la «cuna» y que iba a jugar un papel fundamental en mi siguiente exploración; en especial a partir del prendimiento del Nazareno en la noche del jueves, 6 de abril. Obviamente, en un «viaje» de aquella naturaleza, los hombres del general Curtiss habían previsto -al menos para las horas de máxima tensión- la filmación de los principales sucesos: noche del llamado Jueves Santo, Viernes y Domingo de Resurrección.
    Además de la citada filmación, Caballo de Troya tenía especial interés en el exhaustivo seguimiento -minuto a minuto- de las torturas que iba a sufrir el Nazareno, así como de sus horas en la cruz. El seguimiento sería mantenido desde una doble vertiente: por un lado, mi propio testimonio personal y, de otro, sin duda más importante, a través de un sofisticado equipo técnico, capaz de filmar y chequear, desde un ángulo estrictamente médico, a un mismo tiempo.
    Como es natural, estas delicadas operaciones no podían efectuarse abiertamente. Ello habría ido en contra de los principios básicos del proyecto. Era inviable, por tanto, que yo hubiera cargado con una cámara de cine o con los complejos aparatos de «rastreo» de las constantes vitales de Jesús de Nazaret. Y como, naturalmente, tampoco era posible la implantación de cables o dispositivos electrónicos en el cuerpo del Maestro de Galilea que nos permitieran un control de sus funciones orgánicas, ritmos arterial, cardíaco, etc., Caballo de Troya diseñó y fabricó un complejo sistema, minuciosamente camuflado en lo que llamábamos la «vara de Moisés».
    Este ingenio -que iré detallando de una forma progresiva- consistía en un simple cayado de madera de pinsapo de 1,80 metros de longitud por tres centímetros de diámetro, con el correspondiente remate superior, en forma de arco . Para un observador cualquiera, ajeno a nuestras intenciones, no debería presentar mayor interés que el de cualquier vara común y corriente, como las utilizadas habitualmente por los caminantes y peregrinos.
    En su interior, sin embargo, había sido dispuesto un delicadísimo equipo. A 1,60 metros rotando siempre desde la base del bastón-, se hallaban cuatro «canales» de filmación simultánea, con los objetivos distribuidos en «cruz», de forma que pudiera rodarse a un mismo tiempo cuanto sucedía en los 360 grados de nuestro entorno. Las cuatro «bocas» de filmación -de 15 milímetros de diámetro cada una- habían sido disimuladas mediante un «anillo» de tres centímetros de anchura, formado por un cristal semirreflectante, de forma que sólo permitía la visión de dentro hacia afuera. Esta especie de abrazadera, primorosamente trabajada por nuestros técnicos, de forma que aparentase una sencilla banda de pintura negra sobre la blanca madera, había sido reforzada y adornada con dos hileras de clavos de cobre que la sujetaban firmemente. Estos clavos, de ancha cabeza, habían sido trabajados, de acuerdo con las antiquísimas técnicas de la industria metalúrgica descubiertas por Nelson Glueck en el valle de la Arabá, al sur del mar Muerto, y en Esyón- uéber, el legendario puerto marítimo de Salomón en el mar Rojo. En evitación de hipotéticos problemas, los hombres de Curtiss habían seguido al pie de la letra las normas de la Misná o tradición oral judaica que, en su Orden Sexto -dedicado a las prescripciones sobre purezas e impurezas- específica que un bastón puede ser susceptible de impureza «si ha sido adornado con tres hileras de clavos». Uno de estos clavos, de un color verdoso más intenso que el resto, y ligeramente separado de la superficie del cayado, podía ser pulsado manualmente, iniciándose así -de manera automática- la filmación simultánea. Bastaba una nueva presión para que el «clavo» volviera a su posición inicial, interrumpiéndose la grabación.
    También con ocasión del «gran viaje», Caballo de Troya prescindió de los objetivos comúnmente utilizados en las cámaras de filmación, ajustando en las «bocas» de cine un sistema revolucionario que, estoy seguro, algún día se impondrá en la actual técnica fotográfica. Dada la extrema miniaturización de los sistemas, resultaba muy difícil el cambio de objetivos en las cámaras, que hubiera permitido la toma de diferentes planos. Mediante una técnica sumamente compleja, las lentes de vidrio fueron reemplazadas por lo que podríamos denominar «lentes gaseosas», susceptibles de transformarse (sin necesidad de cambio de objetivos) en grandes angulares, teleobjetivos, lentes de aproximación, etc. .
    Como digo, este dispositivo de lentes gaseosas iba a resultar de suma utilidad. A lo largo de los intensos y dramáticos jueves y viernes, el cambio instantáneo de un gran angular a teleobjetivo, por ejemplo, me permitiría filmar detalles de extrema importancia, especialmente durante las horas que duró la crucifixión. Aunque prefiero referirme a ello más adelante, el proceso de filmación se hallaba íntimamente ligado a otro sistema de «exploración» médica: la emisión infrarroja, igualmente dispuesta en la «vara de Moisés», aunque en un mecanismo alojado en la zona superior del cayado, a 1,70 metros de la base.
    Tanto el equipo de filmación como el de infrarrojos, así como otro de ultrasonidos, eran sostenidos por el ya mencionado microcomputador nuclear, estratégicamente encerrado en la base de la vara. Su complejidad era tal que, además de las funciones de control automático de la filmación, acumulación de película (capaz para 150 horas de filmación), regulación de las emisiones, recepción y proceso de las ondas ultrasónicas y radiación infrarroja, «traduciéndolas» a imágenes y sonidos, alimentador de los generadores de ultrafrecuencia, etc., su memoria de titanio le capacitaba incluso para controlar en cada instante hasta los movimientos de turbulencia en cada uno de los puntos de las cuatro cámaras gaseosas de cine, corrigiéndolos y consiguiendo una perfecta estabilidad óptica.

    4 DE ABRIL, MARTES

    A las 5.42 horas de aquel martes, con el alba, descendí del módulo, iniciando el camino de regreso a Betania. El cielo había recobrado su hermoso azul celeste y la temperatura, aunque ligeramente más baja que en días anteriores (la «cuna» registró once grados centígrados en el momento de mi despedida de Eliseo), resultaba soportable.
    Aquel breve período en el módulo, además de permitirme un corto pero profundo descanso y un aseo completo, había servido para satisfacer un pequeño capricho, intensamente añorado en aquellos cinco primeros días de exploración: poder desayunar «a la antigua usanza» (aunque en este caso tan especial quizá habría que decir «a la futura usanza»...), tal y como tenía por costumbre en los Estados Unidos. Así que bajo la mirada divertida de mi compañero, yo mismo preparé los huevos revueltos, el tocino, las tostadas con mantequilla y dos generosas tazas de café humeante.
    Y con el ánimo dispuesto, tomé mi nuevo e inseparable «compañero» -la «vara de Moisés»-
    guardando en la bolsa de hule un diminuto micrófono, las lentes de contacto «crótalos», dos esmeraldas, una cuerda de colores y la «carta» de un supuesto amigo de Tesalónica. Todo ello, como iremos viendo, de suma importancia para el desarrollo de mi misión.
    Conforme me aproximaba a Betania, siguiendo la misma vereda que había tomado la noche anterior para mi regreso a la «cuna», una creciente curiosidad fue apoderándose de mí. ¿Qué me depararía el destino en aquellos dos días -martes y miércoles- de los que apenas si se habla en las crónicas evangélicas? ¿Qué haría Jesús de Nazaret durante las horas que precedieron a su prendimiento?
    Aquella inquietud me hizo acelerar el paso.
    Cuando me hallaba a un tiro de piedra del camino que conduce de Jerusalén a Jericó, y que atravesaba Betania, un espeso matorral me llamó la atención. Se trataba de bellos racimos de juncias -de la especie «sultán»-, muy apreciadas por las mujeres judías. Yo sabía que las hebreas gustaban de adornar sus cabellos con manojos de estas olorosas flores, extrayendo también de sus pequeños tubérculos ovoideos (algo menores que las avellanas) una especie de refrescante licor, de un sabor muy similar a la horchata.
    Contento por mi descubrimiento, arranqué un copioso ramo y proseguí la marcha.
    Al llegar a la aldea, el familiar ruido de la molienda del grano me puso sobre aviso: los habitantes de Betania hacía tiempo que se afanaban en sus quehaceres y, presumiblemente, el Maestro de Galilea -consumado madrugador- habría iniciado ya su jornada. No tenía tiempo que perder.
    Al entrar en la casa de Lázaro, la familia me saludó con vivas muestras de alegría, ofreciéndome el tradicional beso en la mejilla. Marta, en especial, parecía mucho más nerviosa y feliz que el resto por mi nueva visita. Pero su turbación llegó al límite cuando, inesperadamente, puse en sus manos el racimo de juncias. Sus profundos ojos negros se clavaron en los míos. Y al instante, en uno de sus peculiares arranques, se separó del grupo, refugiándose a la carrera en una de las estancias del patio central. María y Lázaro no pudieron contener las risas.
    Pero mis pensamientos estaban centrados en Jesús e interrogué de inmediato a Lázaro sobre el paradero del Maestro. Aquel interés mío por el Galileo debió llenarle de satisfacción y atendiendo mi ruego se brindó a acompañarme hasta la mansión de Simón, «el leproso».
    Por la posición del sol debían ser la siete de la mañana cuando, tras cruzar el jardín, me reincorporé al grupo de discípulos que conversaba con el rabí al pie de las escalinatas donde yo había sostenido mi primera conversación con el Maestro.
    Prudentemente me mantuve al fondo de la nutrida reunión, observando que, además de los doce hombres de confianza, asistían una decena de mujeres -elegidas igualmente por Jesús al principio de su ministerio-, así como veinte o veinticinco discípulos, todos ellos muy amigos del Galileo, amén del propietario de la casa: el anciano Simón.
    Por el tono de su voz, más grave de lo habitual, comprendí que aquella reunión encerraba un sentido muy especial. No me equivoqué. Jesús, ante los atónitos ojos de sus amigos, fue diciéndoles adiós. En aquel instante pulsé disimuladamente el clavo de cobre, activando la filmación simultánea. Nadie se percató de la maniobra. Sin embargo, y así creo que debo registrarlo en honor a la verdad, en el momento en que inicié la grabación, el gigante que se hallaba de espaldas y conversando con el grupo de mujeres giró súbitamente la cabeza, fijando primero su mirada en mí y, acto seguido, en la vara que yo sujetaba con mi mano derecha. Una oleada de sangre ascendió desde mi vientre. Pero el Maestro, en cuestión de segundos, terminó por esbozar una ancha sonrisa a la que creo que correspondí, aunque no estoy muy seguro... Por un momento creí que todo se venía abajo.
    Los apóstoles y discípulos, que seguían todos y cada uno de los movimientos del Maestro, asociaron aquella mirada y la inmediata sonrisa con mi presencia, no concediéndole más trascendencia que la de un cálido saludo hacia un gentil que venía demostrando un abierto y sincero interés por la doctrina del rabí.
    Acto seguido, Jesús se dirigió a sus doce íntimos, dedicando a cada uno de ellos unas cálidas palabras de despedida.
    Y empezó por Andrés, el verdadero responsable y jefe del grupo de los apóstoles.
    En uno de sus gestos favoritos, colocó sus manos sobre los hombros del hermano de Pedro, diciéndole:
    -No te desanimes por los acontecimientos que están a punto de llegar. Mantén tu mano fuerte entre tus hermanos y cuida de que no te vean caer en el desánimo.
    Después, dirigiéndose a Pedro, exclamó:
    -No pongas tu confianza en el brazo de la carne, ni en las armas de metal. Fundamenta tu persona en los cimientos espirituales de las rocas eternas.
    Aquellas frases me dejaron perplejo. Casi inconscientemente asocié las palabras de Jesús con aquellas otras, vertidas por el evangelista Mateo en su capítulo 16, en las que, tras la confesión de Pedro sobre el origen divino del Maestro, éste afirma textualmente:
    «...Bienaventurado tú, Simón Bar Jona..., y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia...» Al estudiar los Evangelios canónicos, durante mi preparación para la operación Caballo de Troya, había detectado un dato -repetido en diferentes pasajes- que me produjo una cierta confusión. Algunos parlamentos del Nazareno o sucesos relacionados con su nacimiento y vida pública sólo eran recogidos por uno de los evangelistas, mientras que los otros tres no se daban por enterados. Este era el caso del citado párrafo de San Mateo que sostiene la creencia entre los católicos de que Jesús de Nazaret quiso fundar una Iglesia, tal y como hoy la entendemos. Y desde el primer momento nació en mi una duda: ¿cómo era posible que una afirmación tan decisiva por parte de Jesús no fuera igualmente registrada por Marcos, Lucas y Juan? ¿Es que el Maestro de Galilea no pronunció jamás aquellas palabras sobre Pedro y la Iglesia? ¿Pudo ser esta parte de la llamada «confesión de Pedro» una deficiente información por parte del evangelista? ¿O me encontraba ante una manipulación muy posterior a la muerte de Cristo, cuando las enseñanzas del rabí habían empezado a «canalizarse» dentro de unas estructuras colegiales y burocráticas que exigían la justificación -al más «alto nivel»- de su propia existencia?
    Los acontecimientos que iba a tener ocasión de presenciar en la tarde y noche de ese mismo martes, 4 de abril, confirmarían mis sospechas sobre la pésima recepción, por parte de los apóstoles, de muchas de las cosas que hizo y que, sobre todo, dijo Jesús. Y aunque nunca negaré la posibilidad de que el Galileo pudiera haber pronunciado esas palabras sobre Pedro y su Iglesia, al escuchar aquella despedida personal del Maestro a Pedro, en el jardín de Simón, «el leproso», mi duda sobre una posible confusión por parte de san Mateo creció sensiblemente.
    Pedro, al escuchar aquellas emocionadas palabras y en un movimiento reflejo que le traicionó, trató de ocultar con su ropón la empuñadura de la espada que escondía entre la túnica y la faja. Pero Jesús, simulando no haber visto dicho gesto, se colocó frente a Santiago, diciéndole:
    -No desfallezcas por apariencias exteriores. Permanece firme en tu fe y pronto conocerás la realidad de lo que crees.
    Siguió con Nathaniel y en el mismo tono de dulzura afirmó:
    -No juzgues por las apariencias. Vive tu fe cuando todo parezca desvanecerse. Sé fiel a tu misión de embajador del reino.
    Al imperturbable Felipe -el hombre «práctico» del grupo- le despidió con estas palabras:
    -No te sobrecojas por los acontecimientos que se van a producir. Permanece tranquilo, aun cuando no puedas ver el camino. Sé leal a tu voto de consagración.
    A Mateo, seguidamente, le habló así:
    -No olvides la gracia que recibiste del reino. No permitas que nadie te estafe en tu recompensa eterna. Así como has resistido tus inclinaciones de la naturaleza mortal, desea permanecer resuelto.
    En cuanto a Tomás, su despedida fue así:
    -No importa lo difícil que pueda ser: ahora debes caminar sobre la fe y no sobre la vista. No dudes que yo puedo terminar el trabajo que he comenzado.
    Aquellas palabras a Tomás -el gran escéptico- fueron especialmente proféticas.
    -No permitáis que lo que no podéis comprender os aplaste -les dijo a los gemelos-. Sed fieles a los afectos de vuestros corazones y no pongáis vuestra fe en grandes hombres o en la actitud cambiante de la gente. Permaneced entre vuestros hermanos.
    Después, llegando frente a Simón Zelotes, el discípulo más politizado, prosiguió:
    -Simón, puede que te aplaste el desconcierto, pero tu espíritu se levantará sobre todos los que vayan contra ti. Lo que no has sabido aprender de mí, mi espíritu te lo enseñará. Busca las verdaderas realidades del espíritu y deja de sentirte atraído por las sombras irreales y materiales.
    El penúltimo apóstol era el joven Juan. El Maestro tomó sus manos entre las suyas, diciéndole:
    -Sé suave. Ama incluso a tus enemigos. Sé tolerante. Y recuerda que yo he creído en ti...
    Juan, con los ojos humedecidos, retuvo las manos de Jesús, al tiempo que exclamaba con un hilo de voz:
    -Pero, Señor, ¿es que te marchas?
    A juzgar por las expresiones de sus rostros, estoy seguro que todos se habían formulado aquella misma pregunta. Sin embargo, sus ánimos estaban tan maltrechos y confusos que ninguno, excepto el sincero y valiente Juan, se atrevió a expresarla en voz alta.
    Por último, el Maestro se aproximó al larguirucho Judas Iscariote. Desde el primer momento, la compleja y atormentada personalidad de aquel hombre me había atraído de forma especial.
    En la medida de mis posibilidades, procuré no perderle de vista. Y puedo adelantar ya que las motivaciones que le empujaron a traicionar a Jesús no fueron -como se insinúa en los Evangelios- las del dinero. Para un hombre como él, la consideración de los demás y la vanagloria personal estaban muy por encima de la avaricia...
    -Judas -le dijo el Galileo-, te he amado y he rezado para que ames a tus hermanos. No te sientas cansado de hacer el bien. Te aviso para que tengas cuidado con los resbaladizos caminos de la adulación y con los dardos venenosos del ridículo.
    Jesús, evidentemente, conocía muy bien el carácter del traidor.
    Cuando hubo terminado de despedirse, el Maestro, con una cierta sombra de tristeza en su rostro, tomó a Lázaro por el brazo y se alejó del grupo, adentrándose en el jardín. Sólo después de su muerte, cuando faltaban escasas horas para mi regreso al módulo, Marta me confesaría cuál había sido el tema de aquella conversación privada entre Jesús de Nazaret y su hermano.
    Jesús recobró con presteza su habitual buen humor. Y después de ordenar a los discípulos que dispusieran aquella misma mañana el campamento en el Olivete, rogó a Pedro, Andrés, Juan y Santiago que se adelantaran con él a Jerusalén.
    Mi elección no ofrecía duda y en compañía de un reducido grupo de discípulos seguí los pasos de aquellos cinco hombres.
    Como era ya costumbre, el Nazareno, con una envidiable forma física, cubrió la empinada vertiente oriental del Monte de los Olivos en poco más de media hora. Cuando, al fin, alcanzamos la cima, Jesús y los apóstoles -lejos de detenerse a descansar- se alejaban ya, colina abajo, en dirección al torrente seco del Cedrón.
    Pero, contra lo que imaginaba, el Maestro no parecía tener excesiva prisa por entrar en la ciudad santa. Y se detuvo en la citada falda occidental del Olivete, en una explanada en la que se apretaban decenas de tiendas, la mayoría ocupadas por peregrinos procedentes de Galilea, así como por comerciantes de lanas y vendedores de animales para los sacrificios rituales.
    Por lo que pude comprobar, algunas de aquellas familias conocían de antiguo al Galileo y le rogaron que se sentara junto a ellos.
    El Maestro aceptó con gusto, acariciando a los niños y mostrándose encantado cuando una de las hebreas le presentó un cuenco de barro con leche de cabra recién ordeñada, según dijo. Al instante, otra mujer colocaba sobre la estera de paja sobre la que había tomado asiento el rabí una bandeja de madera con un puñado de dátiles y una especie de torta de color blanco amarillento y que, según uno de mis acompañantes, era conocida por el nombre de «pan de higos» .
    Sonriente, el Nazareno apartó con su mano izquierda las numerosas moscas que trataban de posarse en la leche y, tomando el recipiente con ambas manos, se lo llevó a la boca, bebiendo lenta y placenteramente. Poco después, tras despedirse de sus anfitriones, realizó otras dos visitas.
    Hacia la hora tercia (las nueve de la mañana), el grupo prosiguió su camino hacia Jerusalén.
    Fue entonces cuando Pedro y Santiago, que llevaban varios días enzarzados en una polémica sobre las enseñanzas de su Maestro en relación con el perdón de los pecados, decidieron salir de dudas. Y Pedro tomó la palabra:
    -Maestro, Santiago y yo no estamos de acuerdo respecto a tus enseñanzas sobre la redención del pecado. Santiago afirma que tú enseñas que el Padre nos perdona, incluso, antes de que se lo pidamos. Yo mantengo que el arrepentimiento y la confesión deben ir por delante del perdón. ¿Quién de los dos está en lo cierto?
    Algo sorprendido por la pregunta, Jesús se detuvo frente a la muralla oriental del templo y, mirando intensamente a los cuatro, respondió:
    -Hermanos míos, erráis en vuestras opiniones porque no comprendéis la naturaleza de las íntimas y amantes relaciones entre la criatura y el Creador, entre los hombres y Dios. No alcanzáis a conocer la simpatía comprensiva que los padres sabios tienen para con sus hijos inmaduros y a veces equivocados.
    »Es verdaderamente dudoso que un padre inteligente y amante se ponga alguna vez a perdonar a un hijo normal. Relaciones de comprensión, asociadas con el amor impiden, efectivamente, esas desavenencias que más tarde necesitan el reajuste y arrepentimiento por el hijo, con perdón por parte del padre.
    »Yo os digo que una parte de cada padre vive en el hijo. Y el padre disfruta de prioridad y superioridad de comprensión en todos los asuntos relacionados con su hijo. El padre puede ver la inmadurez del hijo por medio de su propia madurez: la experiencia más madura del viejo.
    »Pues bien, con los hijos pequeños, el Padre celestial posee una infinita y divina simpatía y comprensión amorosa. El perdón divino, por tanto, es inevitable. Es inherente e inalienable a la infinita comprensión de Dios y a su perfecto conocimiento de todo lo concerniente a los juicios erróneos y elecciones equivocadas del hijo. La divina justicia es tan eternamente justa que incluye, inevitablemente, el perdón comprensivo.
    »Cuando un hombre sabio entiende los impulsos internos de sus semejantes, los amará. Y cuando ames a tu hermano, ya le habrás perdonado. Esta capacidad para comprender la naturaleza del hombre y de perdonar sus aparentes equivocaciones es divina. En verdad, en verdad os digo que si sois padres sabios, ésta deberá ser la forma en que améis y comprendáis a vuestros hijos; incluso les perdonaréis cuando una falta de comprensión momentánea os haya separado.
    »El hijo, siendo inmaduro y falto de plena comprensión sobre la profunda relación padre- hijo, sentirá frecuentemente una sensación de separación respecto a su padre. Pero el verdadero padre nunca estará consciente de esta separación.
    »EI pecado es la experiencia de la conciencia de la criatura; no es parte de la conciencia de Dios.
    »Vuestra falta de capacidad y de deseo de perdonar a vuestros semejantes es la medida de vuestra inmadurez y la razón de los fracasos a la hora de alcanzar el amor.
    »Mantenéis rencores y alimentáis venganzas en proporción directa a vuestra ignorancia sobre la naturaleza interna y los verdaderos deseos de vuestros hijos y prójimo. El amor es el resultado de la divina e interna necesidad de la vida. Se funda en la comprensión, se nutre en el servicio generoso y se perfecciona en la sabiduría.
    Los cuatro amigos de Jesús guardaron silencio. Posiblemente, Santiago y Juan sí comprendieron parte de las explicaciones del Maestro. No así los hermanos pescadores. Pedro, rascándose nerviosamente la bronceada calva, siguió los pasos del Galileo, sumido en un sinfín de cavilaciones.
    Hacia las nueve y media de la mañana, Cristo y sus discípulos cruzaron bajo la llamada Puerta Oriental, en la muralla este del templo, dirigiéndose hacia las escalinatas del atrio de los Gentiles, lugar habitual de sus discursos y enseñanzas.
    Los cambistas y vendedores de corderos y demás productos propios de la Pascua habían vuelto a instalar sus mesas y tenderetes, aprovechando las primeras luces del alba. Todo aparecía tranquilo. Ninguno de aquellos intermediarios hizo el menor gesto de desaprobación cuando vieron entrar al rabí de Galilea y al reducido grupo de seguidores. Jesús, por su parte, se dio perfecta cuenta de que aquel comercio sacrílego había vuelto por sus fueros. Pero, tal y como ocurriese en otras muchas ocasiones, no prestó mayor atención. Aquella postura por parte del Maestro confirmó mi convencimiento de que lo sucedido en la mañana del día anterior se había debido fundamentalmente a una situación límite.
    Muchos de los habitantes de Jerusalén, así como de los peregrinos que iban engrosando día a día la población de la ciudad santa y alrededores, esperaban ya impacientes la aparición del rabí de Galilea. La mayor parte, movida por una morbosa curiosidad, a la vista de los graves acontecimientos registrados en la mañana del lunes en la explanada del templo y expectante por la actuación que pudiera seguir el Sanedrín. Era un secreto a voces que Caifás y el resto del gran consejo de justicia judío habían tomado la decisión de prender y ajusticiar a Jesús. Pero, ¿se atreverían a hacerlo en público? El propio rabí, a través de algunos de los «ancianos» y fariseos que habían presentado su dimisión en el Sanedrín, estaba al corriente de estas intrigas y de la oscura amenaza que se cernía sobre él. Por ello, muchos de los hebreos aplaudían en secreto el valor del Nazareno, que no manifestaba temor o nerviosismo, mostrándose y avanzando serena y majestuosamente entre los levitas o policías del templo y, sobre todo, a la vista de los sacerdotes.
    Sin más preámbulos, y en mitad de aquella expectación, Jesús comenzó sus palabras. Pero, apenas si había empezado cuando, un grupo de alumnos de las escuelas de escribas, destacándose entre el gentío, interrumpió al Maestro, preguntándole:
    -Rabí, sabemos que eres un enseñante que está en lo cierto y sabemos que proclamas los caminos de la verdad y que sólo sirves a Dios, pues no temes a ningún hombre. Sabemos también que no te importa quiénes sean las personas. Señor, sólo somos estudiantes y quisiéramos conocer la verdad sobre un asunto que nos preocupa. ¿Es justo para nosotros dar tributo al César? ¿Debemos dar o no debemos dar?
    En aquel instante, uno de los sirvientes de Nicodemo -que profesaba desde hacía tiempo la doctrina de Jesús- hizo un comentario en voz baja, recordándonos que aquella impertinente interrupción formaba parte del plan, trazado en la fatídica reunión del Sanedrín del día anterior.
    Los fariseos, escribas y saduceos, en efecto, habían unido sus votos para, en principio, formar grupos «especializados» que tratasen de ridiculizar y desprestigiar públicamente al Galileo.
    Aquel típico silencio -propio de los momentos de gran tensión- fue roto por el Nazareno quien, en un tono irónico -como si conociese a la perfección la falsa ignorancia de aquellos muchachos, entre los que se hallaba una especial representación de los «herodianos» les preguntó a su vez:
    -¿Por qué venís así, a provocarme?
    Y acto seguido, extendiendo su mano izquierda hacia los estudiantes, les ordenó con voz firme:
    -Mostradme la moneda del tributo y os contestaré.
    El portavoz de los alumnos le entregó un denario de plata y el Maestro, después de mirar ambas caras, repuso:
    -¿Qué imagen e inscripción lleva esta moneda?
    Los jóvenes se miraron con extrañeza y respondieron, dando por sentado que el rabí conocía perfectamente la respuesta:
    -La del César.
    -Entonces -contestó Jesús, devolviéndoles la moneda-, dad al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios y a mí, lo que es mío...
    La multitud, maravillada ante la astucia y sagacidad de Jesús, prorrumpió en aplausos, mientras los aspirantes a escribas y sus cómplices, los «herodianos», se retiraban avergonzados.
    Instintivamente, mientras Jesús contemplaba aquel denario, extraje de mi bolsa una moneda similar y la examiné detenidamente. En una de sus caras se apreciaba la imagen del César, sentado de perfil en una silla. A su alrededor podía leerse la siguiente inscripción: Pontif Maxim.
    En la otra cara la efigie de Tiberio, coronado de laurel, con otra leyenda a su alrededor: Ave Augustus Ti Caesar Divi .
    Aquella nueva trampa pública había sido muy bien planeada. Todo el mundo sabía que el denario era el máximo tributo que la nación judía debía pagar inexorablemente a Roma, como señal de sumisión y vasallaje. Si el Maestro hubiera negado el tributo, los miembros del Sanedrín habrían acudido rápidamente ante el procurador romano, acusando a Jesús de sedición. Si, por el contrario, se hubiese mostrado partidario de acatar las órdenes del Imperio, la mayoría del pueblo judío hubiera sentido herido su orgullo patriótico, excepción hecha de los saduceos, que pagaban el tributo con gusto.
    Fueron estos últimos precisamente quienes, pocos minutos después de este incidente, y siguiendo la estrategia programada por el Sanedrín, avanzaron hacia Jesús -que intentaba proseguir con sus enseñanzas- tendiéndole una segunda trampa:
    -Maestro -le dijo el portavoz del grupo-, Moisés dijo que si un hombre casado muriese sin dejar hijos, su hermano debería tomar a su esposa y sembrar semilla por el hermano muerto.
    Entonces ocurrió un caso: cierto hombre que tenía seis hermanos murió sin descendencia. Su siguiente hermano tomó a su esposa, pero también murió pronto sin dejar hijos. Y lo mismo hizo el segundo hermano, muriendo igualmente sin prole. Y así hasta que los seis hermanos tuvieron a la esposa y todos pasaron sin dejar hijos. Entonces, después de todos ellos, la propia esposa falleció. Lo que te queríamos preguntar es lo siguiente: cuando resuciten, ¿de quién será la esposa?
    Al escuchar la disertación del saduceo, varios de los discípulos de Jesús movieron negativamente la cabeza, en señal de desaprobación. Según me explicaron, las leyes judías sobre este particular hacía tiempo que eran «letra muerta» para el pueblo. Amén de que aquel caso tan concreto era muy difícil de que se produjera en realidad, sólo algunas comunidades de fariseos -los más puristas- seguían considerando y practicando el llamado matrimonio de levirato .
    El rabí, aun sabiendo la falta de sinceridad de aquellos saduceos, accedió a contestar. Y les dijo:
    -Todos erráis al hacer tales preguntas porque no conocéis las Escrituras ni el poder viviente de Dios. Sabéis que los hijos de este mundo pueden casarse y ser dados en matrimonio, pero no parecéis comprender que los que se hacen merecedores de los mundos venideros a través de la resurrección de los justos, ni se casan ni son dados en matrimonio. Los que experimentan la resurrección de entre los muertos son más como los ángeles del cielo y nunca mueren. Estos resucitados son eternamente hijos de Dios. Son los hijos de la luz. Incluso vuestro padre, Moisés, comprendió esto. Ante la zarza ardiente oyó al Padre decir: «Soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.» Y así, junto a Moisés, yo declaro que mi Padre no es el Dios de los muertos, sino de los vivos. En él, todos vosotros os reproducís y poseéis vuestra existencia mortal.
    Los saduceos se retiraron, presa de una gran confusión, mientras sus seculares enemigos, los fariseos, llegaban a exclamar a voz en grito: «¡Verdad, verdad, verdad Maestro! Has contestado bien a estos incrédulos.» Quedé nuevamente sorprendido, al igual que aquella multitud, por la sagacidad y reflejos mentales de aquel gigante. Jesús conocía la doctrina de esta secta, que sólo aceptaba como válidos los cinco textos llamados los Libros de Moisés. Y recurrió precisamente a Moisés en su respuesta, desarmando a los saduceos. Pero, desde mi punto de vista, los fariseos que aplaudieron las palabras del Maestro, no entendieron tampoco la profundidad del mensaje del Nazareno, cuando aludió con voz rotunda « a los que experimentan la resurrección de entre los muertos». Los «santos» o «separados» -como se les llamaba popularmente a los fariseos- creían que, en la resurrección, los cuerpos se levantaban físicamente. Y Jesús, en sus afirmaciones, no se refirió a este tipo de resurrección...
    El Maestro parecía resignado a suspender temporalmente su predicación y esperó en silencio una nueva pregunta. La verdad es que llegó a los pocos momentos, de labios de aquel mismo grupo de fariseos que había simulado tan cálidos elogios hacia el rabí. Uno de ellos, señalando a Jesús, expuso un tema que conmovió de nuevo al gentío:
    -Maestro -le dijo-, soy abogado y me gustaría preguntarte cuál es, en tu opinión, el mayor mandamiento.
    Sin conceder un segundo siquiera a la reflexión -y elevando aún más su potente voz-, el gigante repuso:
    -No hay más que un mandamiento y ése es el mayor de todos. Es éste: ¡Oye, oh Israel! El Señor, nuestro Dios, el Señor es uno. Y lo amarás con todo tu corazón y con toda tu alma, con toda tu mente y con toda tu fuerza. Este es el primero y el gran mandamiento. Y el segundo es como este primero. En realidad, sale directamente de él y es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos. En ellos se basa toda la Ley y los profetas.
    Aquel hombre de leyes, consternado por la sabiduría de la respuesta de Jesús, se inclinó a alabar abiertamente al rabí:
    -Verdaderamente, Maestro, has dicho bien. Dios, ¡bendito sea!, es uno y nada más hay tras él. Amarle con todo el corazón, entendimiento y fuerza y amar al prójimo como a uno mismo es el primero y el gran mandamiento. Estamos de acuerdo en que este gran mandamiento ha de ser tenido mucho más en cuenta que todas las ofrendas y sacrificios que se queman.
    Ante semejante respuesta, el Nazareno se sintió satisfecho y sentenció, ante el estupor de los fariseos:
    -Amigo mío, me doy cuenta de que no estás lejos del reino de Dios...
    Jesús no se equivocaba. Aquella misma noche, en secreto, aquel fariseo acudió hasta el campamento situado en el huerto de Getsemaní, siendo instruido por Jesús y pidiendo ser bautizado.
    Aquella sucesión de descalabros dialécticos terminó por disuadir a los restantes grupos de escribas, saduceos y fariseos, que comenzaron a retirarse disimuladamente.
    Al observar que no había más preguntas, el Galileo se puso en pie y, antes de que los venenosos sacerdotes desaparecieran, les lanzó esta interrogante:
    -Puesto que no hacéis más preguntas, me gustaría haceros una:
    ¿Qué pensáis del Libertador? Es decir, ¿de quién es hijo?
    Los fariseos y sus compinches quedaron como electrizados mientras un murmullo recorría aquella zona de la explanada..
    Los miembros del Templo deliberaron durante algunos minutos y, finalmente, uno de los escribas, señalando uno de los papiros que llevaba anudado a su brazo derecho y que contenía la Ley, respondió:
    -El Mesías es el hijo de David.
    Pero el Nazareno no se contentó con esta respuesta. Él sabía que existía una agria polémica sobre si él era o no hijo de David -incluso entre sus propios seguidores- y remachó:
    -Sí el Libertador es en verdad el hijo de David, cómo es que en el salmo que atribuís a David, él mismo, hablando con el espíritu, dice: «El Señor dijo a mi señor: siéntate a mi derecha hasta que haga de tus enemigos el escabel de tus pies.» Si David le llama Señor, ¿cómo puede ser su hijo?
    Los fariseos y principales del templo quedaron tan confusos que no se atrevieron a responder.
    Hacia la hora quinta (las once de la mañana, aproximadamente), Jesús dio por concluida su estancia en el Templo y, puesto que era el tiempo de la comida, se encaminó con sus discípulos hacia la Puerta Triple con el fin -según me comentó el propio Pedro- de dirigirse a la casa de José de Arimatea, en la ciudad baja. Al descubrir cómo me quedaba atrás, dispuesto a no alterar, en la medida de lo posible, la intimidad del grupo, Andrés retrocedió y me invitó a compartir con ellos la segunda comida del día. Mientras tanto, Jesús y los demás habían cruzado ya entre las mesas de los cambistas y mercaderes, perdiéndose por la soberbia puerta del muro sur del Templo.
    Estaba a punto de aceptar, naturalmente, cuando un tumulto procedente de la cara más oriental del Santuario nos hizo volver la mirada. Entre gritos desgarradores, una mujer estaba siendo prácticamente arrastrada por las escalinatas de acceso al Pórtico Corintio. Una patrulla de la policía del Templo (los levitas), posiblemente de los destacados en el atrio de las Mujeres, se dirigía a través de la explanada donde nos encontrábamos, en dirección al Pórtico de Salomón y, más concretamente, hacia la Puerta Oriental. Dos de los levitas de esta «guardia de día» sujetaban a la hebrea por las axilas, mientras un tercero había hecho presa en sus pies, soportando a duras penas los violentos movimientos de la muchacha. Detrás, medio ocultos entre un enjambre de curiosos, marchaban uno de los guardianes de turno del Templo y varios sacerdotes.
    La multitud que se hallaba entre los puestos de los vendedores corrió al instante hacía la patrulla, lanzando gritos de «¡adúltera!... adúltera!», como si aquel suceso fuera algo común y hasta festejado por la turba.
    Interrogué a Andrés con la mirada y el jefe del grupo, con expresión grave, lamentó aquella sombría coincidencia, resumiendo el lamentable espectáculo con la siguiente frase:
    -Son las «aguas amargas».
    Recordé al instante que en una de mis investigaciones en los textos bíblicos Números (5,11- 31) , Yavé especificaba el procedimiento a seguir con la mujer sospechosa de adulterio. Cuando el marido creía que su esposa le era infiel, llevaba a ésta hasta el sacerdote, obligándola a confesar. Si se negaba a reconocer su culpa, la desdichada tenía que pasar por la prueba (una especie de «juicio de Dios») de las «aguas amargas». El sacerdote preparaba un brebaje especial -compuesto, según reza en la Biblia, por tierra del Tabernáculo y la tinta con la que escribía el ritual de las maldiciones, previamente diluida en agua- y, entre ceremonias religiosas, daba a beber dicha poción a la sospechosa. La creencia judía enseñaba que, si la mujer era realmente culpable, el misterioso líquido atacaba sus entrañas, matándola. Por el contrario, si era inocente, las «aguas amargas» no alteraban su organismo .
    Para una mente racional, aquella prueba dejaba mucho que desear en cuanto a su posible objetividad. Pero, a decir verdad, lo que avivó mi curiosidad fue la «fórmula» de aquella pócima. ¿Qué podía contener?
    Estaba ante una oportunidad única y supliqué a Andrés que me acompañara. Quería presenciar la ejecución de la sentencia y, si fuera posible, hacerme con una muestra de la tinta utilizada para la fabricación de las «aguas amargas». Andrés comprendió a medias mi aparentemente morboso deseo y a regañadientes consintió en concederme unos minutos.
    Cruzamos bajo el arco de piedra de la Puerta Oriental, abriéndonos paso entre el gentío que rodeaba ya a la patrulla. Varios levitas habían formado un círculo o cordón de seguridad de unos diez metros de diámetro. En el centro, la mujer, siempre sujeta por los policías del Templo, permanecía en pie, sollozando. Había sido vestida con una túnica negra y despojada de todos sus adornos.
    Mi compañero me explicó que aquélla era la última fase de un proceso que se había iniciado en la mañana del pasado lunes. (Los jueces del Gran o Pequeño Sanedrín se reunían precisamente los lunes y jueves de cada semana, para despachar los asuntos pendientes.) Este caso de supuesto adulterio había sido llevado por el Pequeño Sanedrín, formado por 23 jueces.
    A petición de su marido, la sospechosa -una joven que no rebasaría los 20 años- había sido conducida aquella mañana del lunes, 3 de abril, ante el tribunal de Justicia y allí, interrogada y atemorizada con fórmulas como la siguiente: «Hija mía, mucho pecado aporta el vino, mucho la risa, mucho la juventud, mucho los malos vecinos; hazlo (reconoce la verdad) por el nombre de Dios, que está escrito con santidad para que no sea borrado con el agua.» Pero, a juzgar por lo que estaba sucediendo, la infeliz se había declarado inocente y el Pequeño Sanedrín dictaminó que debía someterse a la prueba de las «aguas amargas». Cuando interrogué a Andrés sobre la suerte de aquella hebrea, en el caso de que se hubiera declarado culpable, el apóstol me insinuó que no sabía qué podía ser peor. Si la mujer judía decía ante el Tribunal «soy impura», se le obligaba a firmar la renuncia a su dote, procediéndose entonces a la consumación del libelo de divorcio. Como bien apuntaba Andrés, en estas circunstancias, la esposa quedaba en la más absoluta miseria, tenía que abandonar el hogar y a sus hijos, siendo despreciada de por vida. Aquellas leyes establecían el derecho al divorcio, única y exclusivamente de parte del hombre . Esto se prestaba a constantes abusos, caprichos e injusticias. Si el marido deseaba quedarse con la dote que la mujer aportaba al matrimonio y, al mismo tiempo, recobrar su soltería, sólo tenía que acusar a la esposa de infidelidad. Una de dos: o la mujer fallecía a causa de las «aguas amargas» o cargaba con la supuesta culpa, con las consecuencias ya mencionadas.Tal y como sospechaba, era sumamente raro que la víctima sobreviviera a la ingestión de aquel brebaje.
    En suma, que aquella desgraciada, tras declarar que «era pura», había sido conducida a través de la Puerta de Nicanor -tal y como marcaba la tradición- hasta la estrecha explanada existente al pie de la muralla oriental del Templo, al mismo lugar donde se llevaban a cabo las ceremonias de purificación de leprosos y parturientas.
    Uno de los sacerdotes se destacó entonces de entre la muchedumbre y con paso decidido se situó frente a la joven, asiendo su túnica con la mano izquierda y a la altura del vientre.
    Después, de un fuerte tirón, desgarró la vestidura, dejando al descubierto unos pechos blancos y pequeños. El grito de la esposa fue ahogado prácticamente por el bramido de la multitud, excitada ante la contemplación de aquellos hermosos senos. Inmediatamente, el mismo sacerdote se colocó a espaldas de la mujer, procediendo a soltar su larga cabellera negra.
    Andrés, nervioso y disgustado, hizo ademán de retirarse. Tratando entonces de ganar tiempo y de aprovechar aquel lógico deseo de mi amigo de evitar tan lamentable suceso, tomé mi bolsa de hule y puse en su mano dos denarios de plata. Andrés me miró sin comprender.
    -Deseo pedirte un nuevo favor -le dije-. Es importante para mí adquirir una muestra de la tinta con la que ha sido escrita esa maldición...
    El galileo quedó perplejo. Y adelantándome a sus pensamientos, añadí:
    Confía en mí. Sabes que no puedo entrar en el Santuario y tratar de comprarla personalmente.
    Bastará con una pequeña cantidad: quizá sea suficiente con una décima de log .
    Seguí mirando fijamente a Andrés, intentando trasmitirle un mínimo de confianza. La fortuna volvió a sonreírme y el discípulo encogiéndose de hombros, accedió, rogándome que no me moviera del lugar.
    Mientras Andrés volvía a penetrar en el recinto del Templo, me reincorporé a la marcha de los acontecimientos. El sacerdote que había desgarrado la túnica de la mujer se hallaba ahora deliberando con el resto de los miembros del Templo. De vez en cuando volvían la cabeza hacia aquella infeliz, enzarzándose en nuevas y encendidas polémicas. Uno de ellos dejó el corrillo y caminó unos pasos, situándose a un palmo de la sospechosa de adulterio. Sin inmutarse ante las lágrimas de la mujer, se inclinó ligeramente, inspeccionando de cerca los pequeños y oscuros pezones. Al cabo de unos minutos retornó al centro de la reunión, iniciándose una nueva y aún más áspera controversia.
    Al final, y tras llegar a un acuerdo, otro de los sacerdotes tomó un cinturón egipcio formado por cuerdas entrelazadas y se dirigió hacia la muchacha. Cubrió su torso ciñendo la tela por encima de sus pechos, de forma que la túnica no pudiera bajarse.
    A una orden del guardián del Templo y jefe de la patrulla de levitas, uno de los hebreos que permanecía junto a los sacerdotes, y que resultó ser el marido, avanzó hasta el centro del círculo, depositando a los pies de su mujer un cesto de paja con unos tres o cuatro kilos de harina de cebada . Después, con la misma frialdad, se retiró. Por un momento creí que el querellante iba a situar el pequeño cesto en las manos de la condenada pero, por indicación de uno de los levitas que sujetaba a la mujer, terminó por colocarlo en tierra. A mi regreso al módulo, en la mañana del domingo, la computadora me aclararía este extremo: La tradición bíblica especificaba que la ofrenda del marido -la «efá» de harina de cebada- debía ser colocada sobre las manos de la víctima. El sacerdote, entonces, ponía su mano bajo las de la mujer, agitando el recipiente de forma ritual. A continuación, lo acercaba al altar, cogía un puñado y lo quemaba. El resto era destinado a la alimentación de los sacerdotes del Templo.
    La peligrosa resistencia de la infeliz -que no podía ser liberada del firme control de los policías- hizo aconsejable en este caso que el sacerdote pasase por alto aquella parte del ritual.
    De pronto, y por la zona más próxima a la muralla, los judíos fueron abriendo un pasillo, dando paso a otro sacerdote, estrechamente escoltado por seis levitas. Un murmullo se levantó entre el gentío al descubrir que aquel sacerdote transportaba algo entre sus manos. El objeto en cuestión -bastante liviano, a juzgar por el escaso esfuerzo desarrollado por el hebreo- aparecía cubierto por un lienzo blanco. Imaginé al instante que podía tratarse del recipiente que contenía las «aguas amargas». Desgraciadamente no tuve que aguardar mucho tiempo para despejar mis dudas. La recién llegada escolta se situó en torno a la mujer y a los policías que la sujetaban, formando un segundo cordón de seguridad.
    El sacerdote retiró el lienzo y apareció a la vista de los presentes un pequeño cuenco de arcilla rojiza, con una capacidad aproximada de un litro. Al verlo, la esposa sufrió un nuevo ataque de desesperación, convulsionándose violentamente y profiriendo unos alaridos que hicieron levantar el vuelo de las numerosas palomas que se hallaban posadas sobre los torreones y cúpula del Templo.
    Un silencio total -roto únicamente por los aullidos de la prisionera- cayó poco a poco sobre el lugar. El sacerdote que portaba la vasija de barro levantó entonces su voz, conminando a la mujer a que, por última vez, se declarara culpable o inocente.
    El gentío aguardó expectante. Pero la hebrea entre gemidos cada vez más apagados, sólo acertó a pronunciar dos palabras fatídicas: «Soy pura.» El miembro del Templo, que parecía tener una incomprensible prisa, volvió la cabeza hacia uno de los levitas, musitándole algo al oído. El policía dejó entonces su puesto, uniéndose a los tres compañeros que retenían a la joven. Y situándose a espaldas de la víctima la sujetó por la espesa mata de pelo, tirando de los cabellos hacia abajo y obligándola a mantener el rostro cara al cielo. Los gritos arreciaron. Mientras la patrulla afianzaba sus pies sobre el áspero terreno, sujetando con nuevos bríos los brazos y piernas de la mujer, otros dos policías se situaron a escasos centímetros de ella, cada uno frente a un costado. Y como si aquella operación hubiera sido largamente estudiada o practicada, mientras el levita del flanco izquierdo cerraba con sus dedos la nariz de la «adúltera», el del costado derecho situó sus manos a escasa altura de la cara, esperando a que el peligro de asfixia obligara a abrir la boca a la judía. Entre sollozos y resoplidos mal contenidos, la muchacha terminó por aspirar aire.
    Como movidas por un resorte, las manos del policía se hundieron en el interior de la boca, separando violentamente la mandíbula inferior. En décimas de segundo, el sacerdote que portaba el cuenco dio un paso hacia adelante, vertiendo su contenido en la boca de la víctima.
    A pesar de los seis policías que tomaban parte en la inmovilización de la hebrea, ésta consiguió ladear levemente la cabeza, haciendo que parte de aquel líquido negruzco se derramara por sus mejillas, cuello y túnica.
    Una vez apurado el brebaje, el sacerdote retrocedió, al tiempo que los levitas de los costados dejaban libres nariz y boca. El que tiraba del cabello, sin embargo, al igual que los tres que aprisionaban sus brazos y piernas, siguió en su puesto.
    A pesar de mi preparación para esta misión, una oleada de indignación me conmovió de pies a cabeza. Sin embargo, tal y como estaba establecido por Caballo de Troya, yo no podía hacer otra cosa que asistir impasible a aquel trágico suceso. Ahora reconozco que fue una prueba decisiva para asimilar mi misión y poder asistir -con toda frialdad- a las no menos dramáticas horas del Viernes Santo...
    No habrían transcurrido ni cinco minutos cuando la mujer comenzó a sufrir una serie de espasmos. Sus rodillas se doblaron, mientras los levitas trataban de mantenerla erguida.
    (Después, al analizar la muestra de tinta, comprendí que aquella actitud de los policías tenía un único y bien estudiado objetivo: evitar que, al caer al suelo y flexionar el abdomen, la condenada pudiera vomitar las «aguas amargas», anulando así sus efectos.) Lentamente, la joven esposa fue perdiendo fuerza. Su rostro adquirió un tinte amarillento y sus ojos -muy abiertos y fijos en aquel azul infinito del cielo de Jerusalén- se abultaron, al tiempo que las grandes arterias del cuello se hinchaban de forma alarmante.
    Evidentemente, el veneno había surtido efecto. Los sacerdotes lo sabían y, al apreciar aquellos síntomas, ordenaron a la patrulla que soltara a la mujer. Al liberarla, ésta cayó desplomada a tierra, mientras las decenas de curiosos comenzaban a desfilar en silencio, cruzando de nuevo la muralla o alejándose ladera abajo, hacia el Cedrón.
    Fue la voz de Andrés, llamándome desde el arco de la Puerta Oriental, la que me sacó de la triste contemplación de aquel cuerpo desmayado, o quizá sin vida, rodeado por la policía del Templo. Mi amigo debió advertir en seguida mi desolación y, tomándome por el brazo, me condujo a través del Atrio de los Gentiles, en dirección a la ciudad baja. Una vez fuera del Templo, el discípulo sacó disimuladamente de entre sus ropas un pequeño jarrito (de unos 17 centímetros de altura), provisto de una sola asa y con la reducida boca circular perfectamente cerrada por un «tapón» de tela. Sin más explicaciones, puso el recipiente de barro rojo en mis manos, al igual que uno de los dos denarios que yo le había entregado. Andrés no hizo una sola pregunta y yo agradecí doblemente su eficacia y discreción.
    Días más tarde, cuando fue posible analizar el contenido de aquel recipiente, mis sospechas se vieron confirmadas. La tinta en cuestión contenía cuatro sustancias principales: añil, carbonato potásico, ácido arsenioso y cal viva. Todo ello, diluido en agua común. La circunstancia clave de que -según rezaba el Antiguo Testamento-, la tinta debía ser susceptible de disolverse en agua, redujo considerablemente el panel de tintas utilizadas presumiblemente en el siglo I en Israel.
    Este importante requisito de la disolución de la tinta en agua, y el no menos decisivo hecho de que provocara en el ser humano los ya referidos efectos, nos condujo casi irremisiblemente a la llamada «tinta azul». Nuestros técnicos descubrieron igualmente que uno de sus ingredientes -el ácido arsenioso- no formaba parte en realidad de las sustancias primigenias y necesarias para la composición de la tinta. Junto al añil, al carbonato potásico y a la cal viva aparecía el sulfuro de arsénico, pero nunca el ácido arsenioso. ¿Cómo podía ser esto? La explicación era elemental: los israelitas utilizaban el tipo denominado «sulfuro amarillo de arsénico», que se daba espontáneamente en la Naturaleza, en masas compuestas de láminas semitransparentes, de color amarillo-oro, inodoras, insípidas, insolubles en agua y volátiles al fuego . Este «sulfuro amarillo de arsénico» no es tóxico. Ello explicaba que pudiera ser manipulado sin problemas.
    Sin embargo, en su interior se albergaba un veneno muy activo: el ácido arsenioso puro, de efectos muy enérgicos. Los judíos conseguían la disolución de este veneno (insoluble en agua, como ya comenté anteriormente), merced a otras sustancias que sí aparecían en la composición de la «tinta azul»: el carbonato potásico y la cal viva, ambos de fuerte poder alcalino .
    Probablemente, el sacerdote encargado de la «fabricación» de las «aguas amargas» hervía las cuatro primeras sustancias -añil, carbonato potásico, sulfuro amarillo de arsénico y cal viva-, consiguiendo una disolución total. A continuación, tras filtrar el líquido resultante, le añadía una pequeña porción de goma arábiga pulverizada -hallada por nuestros especialistas en la «tinta azul» y en una proporción idéntica a la cal viva-, resultando un brebaje doblemente útil: como tinta y como veneno.
    En cuanto al sabor amargo, que dio nombre a la pócima, podría deberse a la presencia del carbonato potásico, de fuerte sabor acre .
    Dado el carácter «sagrado» de esta «tinta», lo más lógico es que no fuera compuesta hasta poco antes de su empleo. La Misná, en su Orden Tercero (dedicado a las mujeres), explica que el sacerdote llenaba un cuenco nuevo de barro con una cantidad que oscilaba entre un cuarto y medio «log» de agua del pilón (es decir, entre 125 y 250 gramos de agua común). A continuación «entraba en el Santuario y se dirigía hacia la derecha, donde había un lugar de un codo cuadrado (unos 45 centímetros cuadrados) con una mesa de mármol y un anillo fijado a ella. Después de alzaría cogía la ceniza que había bajo ella y la ponía en el cuenco, de tal modo que se hiciese perceptible en el agua, tal como está escrito: «de la ceniza que haya en el pavimento del santuario tomará el sacerdote y la pondrá en el agua».
    Por último, el sacerdote se hacía con la «tinta» y escribía las fórmulas rituales. Yavé -tal y como especifica el libro sagrado (Números 5,23) ordenaba que se escribiera sobre «un libro».
    En otras palabras, en un rollo. Tampoco debía utilizar goma, vitriolo ni ninguna otra sustancia que quedase fija. Lógicamente, silo que se perseguía era que la acusada bebiese el veneno contenido en la «tinta», ésta debía ser perfectamente soluble en el agua.
    Después de aquellas verificaciones, una serie de dudas -más intensas y fascinantes, si cabe - quedaron flotando en el espíritu de los hombres del proyecto Caballo de Troya.
    En primer lugar, si la salida de los judíos de Egipto se registró hacia el año 1290 antes de Cristo, ¿cómo es posible que el pueblo hebreo conociese el ácido arsenioso y su funesta acción sobre el organismo humano, si las primeras noticias sobre dicho ácido empezaron a difundirse por el mundo en el siglo IX de nuestra Era? . Y si ellos no fueron los descubridores o creadores de semejante fórmula, ¿quién lo hizo? La conclusión inmediata sólo puede ser una: Yavé. Pero, aceptando esta hipótesis, ¿quién era este Yavé, capaz de transmitir unas fórmulas químicas tan precisas, adelantándose, además, a los tiempos? Y, sobre todo, ¿por qué un ser que se autodefinía como Dios establecía procedimientos tan injustos y horrendos a la hora de dilucidar la culpabilidad de una persona? Según los especialistas en toxicología y medicina legal, la mujer que ingería una sustancia de las características citadas en las aguas amargas» sufría un cuadro gastroenterítico. En realidad, con una dosis de 120 miligramos de este ácido arsenioso podía provocarse la muerte de la mujer. A los pocos minutos se presentaban los signos típicos: sed muy intensa, vómitos, deposiciones, calambres y facciones alteradas, provocando una muerte «asfíctica». Otros expertos en venenos opinaron que quizá las «aguas amargas» podían contener, en lugar del ácido arsenioso, otro potente tóxico, extraído de la víbora del desierto conocida por «Gariba». En este caso, y para hacer efectivo tan mortífero veneno, los sacerdotes introducían en la pócima la cal viva, que quemaba y desgarraba las mucosas internas de la desdichada, haciendo activo el veneno de la víbora, inocuo por vía oral .
    Si las «aguas amargas» eran preparadas con este último veneno, siempre existía la posibilidad de «obrar el milagro». Bastaba con suprimir el tóxico producido por la «Gariba» o Echis Carinatus -muy frecuente en los desiertos de la península del Sinaí- para que la supuesta adúltera no sufriera daño alguno. Naturalmente, este «truco» -enseñado también por el sospechoso «Yavé»- se prestaba a numerosas manipulaciones de la ignorante multitud y -¡ cómo no!-, a posibles chantajes por parte de los responsables de las mencionadas «aguas amargas».
    Un asunto digno de un estudio en profundidad...
    Con ciertas prisas, justificadísimas por supuesto, Andrés me fue conduciendo por las estrechas callejuelas de la parte baja de Jerusalén, hasta llegar a una casa situada entre la Sinagoga de los Libertos y la Piscina de Siloé, en el extremo meridional de la ciudad santa. La fachada, enteramente de piedra labrada, ostentaba sobre el pétreo dintel un escudo circular con una estrella de cinco puntas. En el hermoso altorrelieve, desgastado por el paso del tiempo, pude leer la palabra «Jerusalén», formada por las cinco letras hebreas, cada una de ellas situada entre las puntas de la no menos famosa estrella de David.
    José, el de Arimatea, noble decurión (una especie de asesor del Sanedrín, en virtud de su riqueza y estirpe noble: su familia procedía, como la de Jesús, del mítico rey David), era un personaje de gran prestigio en la ciudad santa. Su talante liberal, fruto, sin duda, de sus viajes por Grecia y el imperio romano, le había arrastrado desde un principio hacia las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Y aunque él había nacido en la aldea de Arimatea (hoy Rantís, al nordeste de Lidda), su infancia y juventud habían transcurrido casi por completo en Jerusalén. Aquella casa -según me contó a lo largo de aquel almuerzo- había sido levantada por sus antepasados, justamente sobre los restos de la antigua «Ciudad de David», en el promontorio llamado Ofel.
    Su considerable fortuna -amasada principalmente con los negocios de la construcción- le había permitido acondicionar aquella mansión con los más refinados lujos, notándose en toda su decoración una clara influencia helenística. Aquella profesión suya -y este fue uno de los aspectos que más me atrajo de José- le había permitido, además, un estrecho contacto con el procurador romano, Poncio Pilato. A su llegada a Judea, por orden del emperador romano Tiberio, Pilato desplegó una gran actividad. Una de sus primeras obras fue la construcción de un acueducto de unos 300 estadios (casi 50 kilómetros) . Pues bien, José de Arimatea fue uno de los principales suministradores de plomo y argamasa.
    Andrés conocía bien la casa y me guió directamente al espacioso patio -a cielo abierto- donde se hallaban el Maestro, sus discípulos, una treintena de griegos (los mismos que abordaron a Jesús en las primeras horas de la tarde del domingo y que, al parecer, habían recapacitado, buscando de nuevo al Maestro) y José, el de Arimatea, con los 19 miembros del Sanedrín que habían presentado su dimisión ante las graves irregularidades del supremo tribunal para con Jesús. La comida, consistente fundamentalmente en caza y legumbres, transcurría ya por el tercer plato cuando tomé asiento en un extremo de la mesa.
    El Nazareno, en tono cansino, parecía dirigirse a aquellos extranjeros de Alejandría, Roma y Atenas:
    -… Sé que mi hora se está acercando y estoy afligido. Percibo que mi gente está decidida a desdeñar el reino, pero me alegro al recibir a estos gentiles, buscadores de la verdad, que vienen hoy aquí preguntando por el camino de la luz. Sin embargo -prosiguió Jesús-, el corazón me duele por mi gente y mi alma se turba por lo que está ante mi...
    El Maestro hizo una pausa y los comensales se miraron entre sí, desconcertados ante aquella idea obsesiva que el rabí venía manifestando día tras día.
    Al entrar en el patio, yo había procurado apoyar mi vara sobre una de las paredes de mármol blanco, pulsando el clavo que ponía en marcha la filmación. Y a decir verdad, el tiempo que permanecí en la casa de José, mi atención estuvo más pendiente del cayado -y de que no fuera derribado por el sin fin de siervos que entraban y salían con los manjares- que de mi anfitrión y sus invitados.
    -… ¿Qué puedo decir -continuó Jesús- cuando miro hacia adelante y veo lo que va a ocurrirme?
    Pedro clavó sus ojos azules en su hermano Andrés, pero, a juzgar por el gesto de sus rostros, ninguno terminaba de comprender.
    -… ¿Debo decir: sálvame de esa hora horrorosa? ¡No! Para este propósito he venido al mundo e, incluso, a esta hora. Más bien diré y rogaré para que os unáis a mí: Padre, glorificad su nombre. Tu voluntad será cumplida.
    Al terminar la comida, algunos de los griegos y discípulos se levantaron, rogando al Maestro que les explicase más claramente qué significaba y cuándo tendría lugar la «hora horrorosa».
    Pero Jesús eludió toda respuesta.
    Mientras recogía mi vara, me llamó la atención un espléndido vaso de cristal, encerrado junto a una reducida colección de pequeñas piedras ovoides y esféricas en una vitrina de vidrio.
    José debió percatarse de mi interés por aquellas piezas y, aproximándose, me explicó que se trataba de un valioso vaso de diatreta, recubierto con filigranas de plata. Había sido hallado en la Germania y constituía un ejemplar único en el difícil arte del vidrio, tan magistralmente practicado por los romanos. En cuanto a las piedras -de unos cinco centímetros cada una-, formaban parte de otra colección singular. Eran antiguos proyectiles de honda, de pedernal y caliza, utilizados -según los antepasados de José- por la tropa «especial» de 700 soldados benjaministas zurdos, «capaces de disparar contra un cabello sin errar el golpe», tal y como cita el libro de los Jueces (20,16).
    -Es muy posible -insinuó José- que David utilizase una piedra similar en su lucha contra Goliat.
    Aquel breve encuentro con el venerable José -que debería rondar ya los sesenta años- fue de gran utilidad para los planes que Caballo de Troya había dispuesto para mi. Uno de mis objetivos, antes del anochecer del jueves, era justamente entablar contacto con el procurador romano en Jerusalén. Cuando le expuse mi deseo de celebrar una entrevista con Poncio Pilato, José se mostró dubitativo. Traté entonces de ganarme su confianza, explicándole que había trabajado como astrólogo al servicio de Tiberio y que, aprovechando mi corta estancia en Israel, sería de sumo interés para Pilatos que pudiera conocer los graves acontecimientos señalados en los astros.
    José, tal y como yo esperaba, manifestó una aguda curiosidad y prometió concertar la entrevista para la mañana del día siguiente, miércoles, siempre y cuando él pudiera estar presente. Accedí encantado.
    Hacia las dos de la tarde, Jesús se despidió de José, el de Arimatea, subiendo por las empedradas calles hacia el muro sur del templo. En el camino advirtió a sus amigos que aquél iba a ser su último discurso público. Pero sus hombres de confianza no hicieron comentario alguno. En realidad, sus corazones se hallaban sumidos en una profunda confusión. ¿Es que el Maestro, que había escapado siempre de las garras del Sanedrín, iba a dejar que lo capturasen?
    Una vez en la explanada de los Gentiles, el rabí se acomodó en su lugar habitual -las escalinatas que rodeaban el Santuario- y en un tono sumamente cariñoso comenzó a hablar:
    -Durante todo este tiempo he estado con vosotros, yendo y viniendo por estas tierras, proclamando el amor del Padre para con los hijos de los hombres. Muchos han visto la luz y, por medio de la fe, han entrado en el reino del cielo. En relación con esta enseñanza y predicación, el Padre ha hecho cosas maravillosas, incluida la resurrección de los muertos.
    Muchos enfermos y afligidos han sido curados porque han creído. Pero toda esa proclamación de la verdad y curación de enfermedades no ha servido para abrir los ojos de los que rehúsan ver la luz y de los que están decididos a rechazar el evangelio del reino.
    »Yo y todos mis discípulos hemos hecho lo posible para vivir en paz con nuestros hermanos, para cumplir los mandatos razonables de las leyes de Moisés y las tradiciones de Israel. Hemos buscado persistentemente la paz, pero los dirigentes de esta nación no la tendrán. Rechazando la verdad de Dios y la luz del cielo se colocan del lado del error y de la oscuridad. No puede haber paz entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte, entre la verdad y el error.
    »Muchos de vosotros os habéis atrevido a creer en mis enseñanzas y ya habéis entrado en la alegría y libertad de la consciencia de ser hijos de Dios. Seréis mis testigos de que he ofrecido la misma filiación con Dios a todo Israel. Incluso, a estos mismos hombres que hoy buscan mi destrucción. Pero os digo más: incluso ahora recibiría mi Padre a estos maestros ciegos, a estos dirigentes hipócritas si volviesen su cara hacia él y aceptasen su misericordia...
    Jesús había ido señalando con la mano a los diferentes grupos de escribas, saduceos y fariseos que, poco a poco, fueron incorporándose a los cientos de judíos que deseaban escuchar al rabí de Galilea. Algunos de los discípulos, especialmente Pedro y Andrés, se quedaron pálidos al escuchar los audaces ataques de su Maestro.
    -… Incluso ahora no es demasiado tarde -continuó Jesús- para que esta gente reciba la palabra del cielo y dé la bienvenida al Hijo del Hombre.
    Uno de los miembros del Sanedrín, al escuchar estas expresiones, se alteró visiblemente, arrastrando al resto de su grupo para que abandonara la explanada. Jesús se dio perfecta cuenta del hecho y levantando el tono de la voz, arremetió contra ellos:
    -… Mi Padre ha tratado con clemencia a esta gente. Generación tras generación hemos enviado a nuestros profetas para que les enseñasen y advirtiesen. Y generación tras generación, ellos han matado a nuestros enviados. Ahora, vuestros voluntariosos altos sacerdotes y testarudos dirigentes siguen haciendo lo mismo. Así como Herodes asesinó a Juan, vosotros igualmente os preparáis para destruir al Hijo del Hombre.
    »Mientras haya una posibilidad para que los judíos vuelvan su rostro hacia mi Padre y busquen la salvación, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob mantendrá sus manos extendidas hacía vosotros. Pero, una vez que hayáis rebasado la copa de vuestra impertinencia, esta nación será abandonada a sus propios consejos e irá rápidamente a un final poco glorioso...
    El arraigado sentido del patriotismo de los hebreos quedó visiblemente conmovido por aquellas sentencias de Jesús. Y la multitud, que escuchaba sentada sobre las losas del Atrio de los Gentiles, se removió inquieta, entre murmullos de desaprobación.
    Pero el Nazareno no se alteró. Verdaderamente, aquel hombre era valiente.
    -… Esta gente había sido llamada a ser la luz del mundo y a mostrar la gloria espiritual de una raza conocedora de Dios... Pero, hasta hoy, os habéis apartado del cumplimiento de vuestros privilegios divinos y vuestros líderes están a punto de cometer la locura suprema de todos los tiempos...
    Jesús hizo una brevísima pausa, manteniendo al auditorio en ascuas.
    -… Yo os digo que están a punto de rechazar el gran regalo de Dios a todos los hombres y a todas las épocas: la revelación de su amor.
    »En verdad, en verdad os digo que, una vez que hayáis rechazado esta revelación, el reino del cielo será entregado a otras gentes. En el nombre del Padre que me envió, yo os aviso:
    estáis a un paso de perder vuestro puesto en el mundo como sustentadores de la eterna verdad y como custodios de la ley divina. Justo ahora os estoy ofreciendo vuestra última oportunidad para que entréis, como los niños, por la fe sincera, en la seguridad de la salvación del reino del cielo.
    »Mi Padre ha trabajado durante mucho tiempo por vuestra salvación, y yo he bajado a vivir entre vosotros para mostraros personalmente el camino. Muchos de los judíos y samaritanos e, incluso, de los gentiles han creído en el evangelio del reino. Y vosotros, los que deberíais ser los primeros en aceptar la luz del cielo, habéis rehusado la revelación de la verdad de Dios revelado en el hombre y del hombre elevado a Dios.
    »Esta tarde, mis apóstoles están ante vosotros en silencio. Pero pronto escucharéis sus voces, clamando por la salvación. Ahora os pido que seáis testigos, discípulos míos y creyentes en el evangelio del reino, de que, una vez más, he ofrecido a Israel y a sus dirigentes la libertad y la salvación. De todas formas, os advierto que estos escribas y fariseos se sientan aún en la silla de Moisés y, por tanto, hasta que las potencias mayores que dirigen los reinos de los hombres no los destierren y destruyan, yo os ordeno que cooperéis con estos mayores de Israel. No se os pide que os unáis a ellos en sus planes para destruir al Hijo del Hombre, sino en cualquier otra cosa relacionada con la paz de Israel. En estos asuntos, haced lo que os ordenen y observad la esencia de las leyes, pero no toméis ejemplo de sus malas acciones.
    Recordad que éste es su pecado: dicen lo que es bueno, pero no lo hacen. Vosotros sabéis bien cómo estos dirigentes os hacen llevar pesadas cargas y que no levantan un dedo para ayudaros. Os han oprimido con ceremonias y esclavizado con las tradiciones.
    »Y aún os diré más: estos sacerdotes, centrados en sí mismos, se deleitan haciendo buenas obras, de forma que sean vistas por los hombres. Hacen vastas sus filacterias y ensanchan los bordes de sus vestidos oficiales. Solicitan los lugares principales en los festines y piden los primeros asientos en las sinagogas. Codician los saludos y alabanzas en los mercados y desean ser llamados rabís por todos los hombres. E, incluso, mientras buscan todos estos honores, toman secretamente posesión de las viudas y se benefician de los servicios del templo sagrado.
    Por ostentación, estos hipócritas hacen largas oraciones en público y dan limosna para llamar la atención de sus semejantes.
    En aquellos momentos, cuando Jesús lanzaba sus primeros y mortales ataques contra los sacerdotes y miembros del Sanedrín, los apóstoles que se habían encargado de la instalación del campamento en la ladera del monte Olivete hicieron acto de presencia en la explanada, uniéndose al grupo de los discípulos. Fue una lástima que no hubieran escuchado la primera parte del discurso de Jesús. En especial, Judas Iscariote. A título personal creo que si el traidor hubiera sido testigo de aquellas primeras frases, ofreciendo misericordia, quizá hubiese cambiado de parecer. Pero, por lo que pude deducir en la tarde del miércoles, la última mitad de la plática del Maestro en el templo fue decisiva para que aquél desertara del grupo. Su sentido del ridículo y su negativo condicionamiento al «qué dirán» estaban mucho más acentuados en su alma de lo que yo creía.
    -… Y así como debéis hacer honor a vuestros jefes y reverencias a vuestros maestros - continuó el rabí-, no debéis llamar a ningún hombre «padre» en el sentido espiritual. Sólo Dios es vuestro Padre. Tampoco debéis buscar dominar a vuestros hermanos del reino. Recordad: yo os he enseñado que el que sea más grande entre vosotros debe ser sirviente de todos. Si pretendéis exaltaros a vosotros mismos ante Dios, ciertamente seréis humillados; pero, el que se humille sinceramente, con seguridad será exaltado. Buscad en vuestra vida diaria, no la propia gloria, sino la de Dios. Subordinad inteligentemente vuestra propia voluntad a la del Padre del cielo.
    »No confundáis mis palabras. No tengo malicia para con estos sacerdotes principales que, incluso, buscan mi destrucción. No tengo malos deseos contra estos escribas y fariseos que rechazan mis enseñanzas. Sé que muchos de vosotros creéis en secreto y sé que profesaréis abiertamente vuestra lealtad al reino cuando llegue la hora. Pero, ¿cómo se justificarán a sí mismos vuestros rabís si dicen hablar con Dios y pretenden rechazarle y destruir al que viene a los mundos a revelar al Padre?.
    »¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! ¡Hipócritas...! Cerráis las puertas del reino del cielo a los hombres sinceros porque son incultos en las formas. Rehusáis entrar en el reino y, al mismo tiempo, hacéis todo lo que está en vuestra mano para evitar que entren los demás.
    Permanecéis de espaldas a las puertas de la salvación y os pegáis con todos los que quieren entrar.
    »¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! ¡Sois hipócritas! Abarcáis el cielo y la tierra para hacer prosélitos y, cuando lo habéis conseguido, no estáis contentos hasta que les hacéis dos veces más malos que lo que eran como hijos de los gentiles.
    »¡Ay de vosotros, sacerdotes y jefes principales! Domináis la propiedad de los pobres y exigís pesados tributos a los que quieren servir a Dios. Vosotros, que no tenéis misericordia, ¿podéis esperarla de los mundos venideros?
    »¡Ay de vosotros, falsos maestros! ¡Guías ciegos! ¿Qué puede esperarse de una nación en la que los ciegos dirigen a los ciegos? Ambos caerán en el abismo de la destrucción.
    »¡Ay de vosotros, que disimuláis cuando prestáis juramento! ¡Sois estafadores! Enseñáis que un hombre puede jurar ante el templo y romper su juramento, pero el que jura ante el oro del templo permanecerá ligado. ¡Sois todos ciegos y locos...!
    Jesús se había puesto en pie. El ambiente, cargado por aquellas verdades como puños que todo el mundo conocía pero que nadie se atrevía a proclamar en voz alta y mucho menos en presencia de los dignatarios del templo, se hacía cada vez más tenso. Nadie osaba respirar siquiera. Los discípulos, cada vez más acobardados, bajaban el rostro o miraban con temor a los grupos de sacerdotes.
    Pero el Nazareno parecía dispuesto a todo...
    -… Ni siquiera sois consecuentes con vuestra deshonestidad. ¿Quién es mayor: el oro o el templo?
    »Enseñáis que si un hombre jura ante el altar, no significa nada. Pero si uno jura ante el regalo que está ante el altar, entonces permanece como deudor. ¡Sois ciegos a la verdad!
    ¿Quién es mayor: el regalo o el altar que santifica al regalo? ¿Cómo podéis justificar tanta hipocresía y deshonestidad?
    »¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! Os aseguráis de que traigan diezmos, menta y comino y, al mismo tiempo, no os preocupáis de los asuntos más pesados de la fe, misericordia y justicia. Con razón debéis hacer lo uno, pero sin olvidar lo otro. ¡Sois ciertamente maestros ciegos y sordos! Rechazáis al mosquito y os tragáis el camello...
    »¡Ay de vosotros, escribas, fariseos e hipócritas! Sois escrupulosos para limpiar la parte exterior de la taza y de las fuentes, pero dentro permanece la mugre de la extorsión, de los excesos y de la decepción. Sois espiritualmente ciegos. Reconoced conmigo que sería mejor limpiar primero el interior de la taza. Entonces, lo que desbordase de ella limpiaría el exterior.
    ¡Malvados réprobos! Hacéis que los actos exteriores de vuestra religión sean conformes a la letra mientras vuestras almas están empapadas de iniquidad y asesinatos.
    »¡Ay de vosotros, todos los que rechazáis la verdad y desdeñáis la misericordia! Muchos de vosotros sois como sepulcros blanqueados. Por fuera parecen hermosos pero, por dentro, están llenos de huesos de hombres y de toda clase de falta de limpieza. Aún así, vosotros, los que rechazáis a sabiendas el consejo de Dios, aparecéis ante los hombres como santos y rectos, pero, por dentro, vuestros corazones están inflamados por la hipocresía.
    »¡Ay de vosotros, falsos guías de la nación! A lo lejos habéis construido un monumento a los profetas martirizados por los antiguos, mientras que vosotros conspiráis para destruir a aquél de quien ellos hablaron. Adornáis las tumbas de los rectos y os halagáis a vosotros mismos diciendo que, de haber vivido en tiempos de vuestros padres, no hubierais matado a los profetas. Y con este pensamiento tan recto os preparáis para asesinar a aquel de quien hablaron los profetas: el Hijo del Hombre. ¡Adelante, pues, y llenad hasta el borde la copa de vuestra condena!
    »¡Ay de vosotros, hijos del pecado! Juan os llamó en verdad los vástagos de las víboras. Y yo me pregunto: ¿cómo podéis escapar al juicio que Juan pronunció sobre vosotros?
    El Nazareno guardó unos segundos de silencio, mientras los miembros del Sanedrín -rojos de ira- iban tomando notas en los rollos o «libros» que solían portar en sus brazos. Aquel hecho me trajo a la mente otra realidad que, tal y como venía comprobando, resultaría lamentable.
    Ninguno de los apóstoles o seguidores de Jesús tornaba jamás una sola nota de cuanto hacía y, sobre todo, de cuanto decía su Maestro. Dadas las múltiples enseñanzas del rabí de Galilea y su considerable extensión -como el discurso que pronunciaba en aquellos momentos, iba a resultar poco menos que imposible que sus palabras pudieran ser recogidas en el futuro con integridad y total fidelidad. Era una lástima que ninguno de aquellos hombres se hubiera propuesto la importantísima misión de ir recogiendo las pláticas y hechos que protagonizó el Nazareno. Aquella misma noche, en el campamento del Olivete, tendría ocasión de comprobar que no estaba equivocado en mis apreciaciones personales...
    -… Pero yo os ofrezco en nombre de mi Padre misericordia y perdón. Incluso ahora -añadió Jesús en un tono más suave y conciliador- os ofrezco mi mano. Mi Padre os envió a los profetas y a los sabios. A los primeros los matasteis y a los segundos los perseguís. Entonces apareció Juan, proclamando la venida del Hijo del Hombre y a él le destruisteis, a pesar de que muchos habían creído en sus enseñanzas. Y ahora os preparáis para derramar más sangre inocente.
    ¿Comprendéis que llegará un día terrible en el que el Juez de toda la tierra os pedirá cuentas por la forma en que habéis rechazado, perseguido y destruido a estos mensajeros del cielo?
    ¿Comprendéis que debéis rendir cuenta de toda esta sangre honrada, desde el primer profeta, asesinado en los tiempos de Zechariah entre el Santuario y el altar? Y yo os digo más: si proseguís con esta conducta malvada, esa cuenta puede ser exigida, incluso, a esta misma generación.
    »¡Oh, Jerusalén e hijos de Abraham! Vosotros, que habéis apedreado a los profetas y asesinado a los maestros, incluso ahora reuniría a vuestros hijos como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas... ¡Pero no queréis!
    »Ahora os voy a dejar. Habéis oído mi mensaje y tomado vuestra decisión. Los que han creído en mi evangelio están salvados. Los que habéis elegido rechazar el regalo de Dios no me veréis más enseñar en el templo. Mi trabajo está hecho.
    »¡Tened cuidado ahora! Yo sigo con mis hijos y vuestra casa queda desolada...
    Las crudas denuncias de Jesús de Nazaret habían cerrado toda posibilidad de reconciliación con los dirigentes del Sanedrín y de la clase sacerdotal de Jerusalén. Al terminar sus palabras, el Maestro ordenó a sus discípulos que le siguieran y todos salimos del templo, en dirección al campamento del Olivete. Pero en el ambiente de la ciudad santa quedó flotando una pregunta: «¿Qué suerte le aguardaba al rabí de Galilea?»

    Cuando nos disponíamos a salir, uno de los doce -Mateo, que recordaba la profecía de su Maestro en la cima del monte de las Aceitunas- se aproximó a Jesús y señalándole los pesados sillares de la muralla del Templo, le comentó con evidente incredulidad:
    -Maestro, observa de qué forma está construido esto. Mira las piedras macizas y los hermosos adornos. ¿Cómo puede ser que estas edificaciones vayan a ser destruidas?
    El rabí, sin aminorar su marcha por las calles de la ciudad, rumbo a la puerta de la Fuente, le dijo:
    -¿Habéis visto esas piedras y ese templo macizo? Pues en verdad, en verdad os digo que llegarán días muy próximos en los que no quedará piedra sobre piedra. Todas serán echadas abajo.
    Y el gigante guardó silencio. El resto del grupo se enzarzó entonces en interminables polémicas, considerando que era muy difícil que aquella fortaleza pudiera ser demolida. «Ni siquiera el fin del mundo -llegaron a insinuar algunos de los apóstoles- podría ocasionar la destrucción del Templo.» El día apuntaba ya hacia el ocaso y Jesús, tratando de evitar a la muchedumbre de peregrinos que iban y venían por el valle de Kidrón, sugirió a sus discípulos que dejaran el camino que conducía a Betania, tomando uno de los senderos que discurre por la ladera sur del Olivete, en dirección norte.
    Al alcanzar una de las cimas, Jerusalén surgió de pronto a nuestra izquierda, majestuoso y bañado en oro por los últimos rayos solares. En el santuario y en las callejas habían empezado a encenderse las primeras lámparas de aceite. Aquel espectáculo hizo detenerse al grupo, mientras uno de los discípulos -señalando a la ciudad santa- preguntaba a Jesús:
    -Dinos, Maestro, ¿cómo sabremos que estos acontecimientos están a punto de ocurrir?
    El grupo terminó por sentarse sobre la hierba y el rabí, de pie y sin prisa, les fue diciendo:
    -Sí, os contaré algo sobre los tiempos en que esta gente habrá llenado la copa de su iniquidad y la justicia caerá sobre esta ciudad de nuestros padres....
    »Estoy a punto de dejaros. Voy a mi Padre. Cuando os deje, tened cuidado de que ningún hombre os engañe. Muchos vendrán como libertadores y llevarán a muchos por el mal camino.
    Cuando oigáis rumores sobre guerras, no os consternéis. Aunque todo eso ocurra, el fin de Jerusalén no habrá llegado aún. Tampoco debéis preocuparos cuando seáis entregados a las autoridades civiles y seáis perseguidos por el evangelio...
    Los apóstoles se miraron con el miedo reflejado en los semblantes.
    -… Seréis despedidos de la sinagoga y hechos prisioneros por mi causa. Y algunos de vosotros morirán. Cuando seáis llevados ante gobernadores y dirigentes será como testimonio de vuestra fe y para que mostréis firmeza en el evangelio del reino. Y cuando estéis ante jueces, no tengáis angustia de antemano sobre lo que debáis decir: el espíritu os enseñará en ese mismo momento lo que debéis contestar a vuestros adversarios. En esos días de dolor, incluso vuestros parientes, bajo la dirección de aquellos que han rechazado al Hijo del Hombre, os entregarán a la prisión y a la muerte. Por cierto tiempo seréis odiados por mi causa pero, incluso en esas persecuciones, no os abandonaré. Mí espíritu no os dejará desamparados. ¡Sed pacientes! No dudéis que el evangelio del reino triunfará sobre todos los enemigos y, a su tiempo, será proclamado por todas las naciones.
    El Maestro guardó silencio mientras miraba a la ciudad. Y yo, sentado con los demás, quedé maravillado ante la precisión de aquellas frases. Ciertamente, cuarenta años más tarde, cuando las legiones de Tito cercaron y asolaron Jerusalén, ninguno de los apóstoles se hallaba en la ciudad. De no haber sido advertidos por el Maestro hubiera sido más que probable que algunos, quizá, hubieran perecido o hechos prisioneros.
    El silencio fue roto por Andrés:
    -Pero Maestro, si la ciudad santa y el templo van a ser destruidos y si tú no estás aquí para dirigirnos, ¿cuándo deberemos abandonar Jerusalén?
    Jesús, entonces, procuró ser extremadamente claro y preciso:
    -Podéis quedaros en la ciudad después de que yo me haya ido, incluso en esos tiempos de dolor y amarga persecución. Pero, cuando finalmente veáis a Jerusalén rodeada por los ejércitos romanos tras la revuelta de los falsos profetas, entonces sabréis que su desolación está en puertas. Entonces debéis huir a las montañas. No dejéis que nadie os detenga ni permitáis que otros entren. Habrá una gran tribulación. Serán los días de la venganza de los gentiles. Cuando hayáis huido de la ciudad, esa gente desobediente caerá bajo el filo de las espadas de los gentiles. Entretando os aviso: no os dejéis engañar. Si algún hombre viene a deciros: «Mira, éste es el Libertador» o «Mira, aquí está él», no le creáis. Saldrán muchos falsos maestros y otros serán llevados por el mal camino. No os dejéis engañar. Ya veis que os lo he advertido de antemano.
    ¡Qué rotundas y proféticas sonaron aquellas palabras en mis oídos! Los apóstoles y discípulos no podían sospechar siquiera la sublime realidad de aquella profecía. Para cualquiera que haya estudiado, aunque sólo sea someramente, la aproximación de los ejércitos romanos a Jerusalén poco antes de la luna llena de la primavera del año 70, la advertencia del Maestro tiene que resultar lapidaria. Tal y como acababa de anunciar el Galileo, Israel se convertiría en un infierno entre los años 66 y 70. En aquel tiempo, el partido de los zelotes o «fanáticos», armados hasta los dientes, terminaron por sublevar a toda la comunidad judía. En mayo del año 66, la guarnición romana es arrollada, como consecuencia de la petición del procurador Floro, que exigió 17 talentos del tesoro del Templo. Los judíos toman Jerusalén y prohíben el sacrificio diario en honor al Emperador. Aquello colma la paciencia de Roma, que envía una legión, a las órdenes del gobernador de Siria, Cestio Gallo. Pero las revueltas han encendido el país y los romanos se ven obligados a retirarse.
    La nación judía se prepara para la guerra v fortifica sus ciudades, siendo nombrado generalísimo de sus ejércitos el que después sería historiador, Flavio Josefo.
    Y, en efecto, Nerón confía tres legiones a Tito Flavio Vespasiano quien, acompañado de su hijo Tito, cae sobre Galilea, machacándola. Pero Nerón se suicida y Tito Flavio tiene que regresar precipitadamente a Roma. Su hijo se encargaría de ultimar la gran venganza de Roma.
    Los hebreos quedan sobrecogidos al ver pasar hacia Jerusalén miles de soldados, pertenecientes a las legiones 5.ª, 10.ª, 12.ª y 15.ª, a acompañados de fuerzas de caballería y tropas auxiliares, así como un pesado equipo de asalto y demolición. En total: 80000 hombres que, tal y como profetizó Jesús en el año 30, fueron tomando Posiciones y cercando la ciudad santa. Jerusalén, repleta de peregrinos, se ve sometida a fuertes tensiones internas, a la locura de súbitas apariciones de «libertadores» que tratan de arrastrar a las masas y al miedo. Pero, para cuando los hombres de Tito comienzan los ataques, los apóstoles de Jesús, que recordaron aquellas palabras pronunciadas en la tarde del martes, 4 de abril del año 30, frente a Jerusalén, ya habían escapado de la ciudad. Pocos meses después, la artillería romana -capaz de arrojar piedras de un quintal de peso a 185 metros de distancia- arrasaría Jerusalén, no dejando piedra sobre piedra.
    Pedro, a pesar de su buena voluntad, no parecía comprender lo que Jesús les estaba anunciando. Por sus comentarios deduje que asociaba aquella destrucción con el «fin del mundo» y no con la caída de Jerusalén. Al formular su pregunta al rabí me convencí plenamente:
    -Pero Maestro -apuntó Pedro-, todos sabemos que estas cosas pasarán cuando los nuevos cielos y la nueva tierra aparezcan. ¿Cómo sabremos entonces que tú vienes para traer todo esto?
    El gigante le miró con infinita compasión, comprendiendo que su fogoso amigo no había captado su mensaje. Y le dijo:
    -Pedro, siempre yerras porque siempre tratas de relacionar la nueva enseñanza con la vieja.
    Estás decidido a malinterpretar mi enseñanza. Insistís en interpretar el evangelio, de acuerdo con vuestras creencias establecidas. Sin embargo, trataré de explicaros.
    »¿Por qué sigues buscando que el Hijo del Hombre se siente en el trono de David y esperas que se cumplan los sueños materiales de los judíos? Las cosas que ahora aprecias van a finalizar y será un nuevo comienzo, a partir del cual el evangelio del reino llegará a todo el mundo. Cuando el reino llegue a su pleno cumplimiento, estad seguros de que el Padre del cielo no dejará de visitaros. Y así seguirá mi Padre manifestando su misericordia y mostrando su amor, incluso a este oscuro y malvado mundo. Y así, después de que mi Padre me haya investido de todo poder y autoridad, yo también seguiré vuestros destinos, guiándoos en los asuntos del reino con la presencia de mi espíritu, que pronto será vertido sobre toda la carne.
    Estaré por tanto presente entre vosotros en espíritu y prometo que alguna vez volveré a este mundo, en el que he vivido esta vida de la carne y tenido la experiencia de revelar simultáneamente Dios al hombre y llevar al hombre a Dios. Muy pronto he de dejaros y realizar la obra que el Padre ha confiado en mis manos, pero tened coraje: volveré alguna vez. Entretanto, mi espíritu de verdad os confortará y guiará.
    Sin esperarlo, Jesús había pasado de la profecía sobre la destrucción de Jerusalén a un extremo que me interesaba profundamente y que yo había tratado ya con él: su anunciada y confusa segunda venida a la Tierra. Así que todos mis sentidos se centraron en aquellas palabras, tan mal interpretadas y peor transmitidas en el futuro por sus seguidores.
    -… Ahora me veis en la debilidad y en la carne. Pero, cuando vuelva -remachó el rabí desviando su mirada hacia mí-, será con poder y espíritu. El ojo de la carne ve al Hijo del Hombre en carne, pero sólo el ojo del espíritu contemplará al Hijo del Hombre glorificado por el Padre y apareciendo en la tierra con su propio nombre.
    »Pero los tiempos de la reaparición del Hijo del Hombre sólo son conocidos por los "consejos del paraíso". Ni siquiera los ángeles saben cuándo ocurrirá esto. Sin embargo, debéis comprender que, cuando este evangelio del reino haya sido proclamado por todo el mundo para la salvación de los hombres y cuando la plenitud de la época haya llegado, el Padre os enviará otro otorgamiento de designación divina, o el Hijo del Hombre volverá para cerrar la época. Al escuchar aquellas revelaciones quedé perplejo. Y tentado estuve de tomar la palabra e interrogar a Jesús sobre ese misterioso «cierre» de una época. Sin embargo, mí condición de estricto observador me mantuvo al margen de la conversación.
    Y ahora, en relación con el dolor de Jerusalén, en verdad os digo que ni esta generación transcurrirá sin que se cumplan mis palabras. En cuanto a la nueva venida del Hijo del Hombre, nadie en la tierra ni en el cielo puede pretender hablar.
    Como si el rabí hubiera leído mis pensamientos, prosiguió con estas palabras:
    -… Debéis ser sabios en relación con la madurez de una época. Debéis estar alerta para discernir los signos de los tiempos. Sabéis que cuando la higuera muestra sus tiernas ramas y adelanta sus hojas, el verano está cerca. De igual forma, cuando el mundo haya pasado el largo invierno de la mentalidad material y veáis la venida de la primavera espiritual, entonces debéis saber que ha llegado el verano para mi nueva visita.
    De todas las enseñanzas del Nazareno, ninguna, en mi opinión, resultó tan confusa como aquélla para las mentes de sus apóstoles y simpatizantes. Cuando uno lee lo que fue escrito lustros después de su muerte respecto a esta segunda venida y a la destrucción de Jerusalén, y conoce, como yo, el verdadero sentido del discurso de Jesús en aquel atardecer del martes, no puede por menos que sentir una gran desolación. Al menos en esta parte, los evangelios canónicos fueron pésimamente construidos. Pero, desgraciadamente, no iba a ser éste el único pasaje ignorado o mal interpretado por los evangelistas...
    Una luna casi llena se levantaba ya por el este cuando el grupo reemprendió el camino.
    Jesús, a la cabeza, continuó por la accidentada cima del Olivete, siempre en dirección norte. Al llegar a las proximidades del campamento público, donde se habían instalado los peregrinos procedentes de Galilea, el Maestro se desvió hacia la derecha, procurando rodear las tiendas y el sinfín de hogueras que se distinguían a corta distancia, en la ladera occidental del monte.
    Evidentemente, el rabí no deseaba un nuevo encuentro con sus paisanos y amigos. Minutos más tarde, cuando nos hallábamos frente al santuario del templo, comenzamos a descender hacia el Cedrón, cruzando una de las veredas que lleva desde Jerusalén a Betania. La oscuridad no me permitía distinguir con claridad el entorno pero deduje que no debía encontrarme muy lejos del «punto de contacto», donde reposaba el módulo. (Quizá fueran 1000 o 1500 pies lo que nos separaba de Eliseo.) El grupo penetró entonces en una de las plataformas naturales que tanto abundaban en la falda Oeste del monte de las Aceitunas. Aunque a la mañana siguiente pude explorar el terreno con mayor comodidad, observé que se trataba de una explanada de unos sesenta a ochenta metros de largo, por otros treinta a cuarenta de lado, perfectamente cercada por un murete de piedra de un metro escaso de altura. En uno de los lados del rectángulo, y muy próxima a la cancela de entrada, distinguí una enorme cuba de piedra de metro y medio de altura. Al fondo, confundidos en la oscuridad, se alineaban unos olivos de gruesos y torturados troncos.
    Jesús y los discípulos se dirigieron directamente hacia la derecha del olivar. A muy pocos pasos, y aprovechando el muro, los hombres del Nazareno habían montado dos rudimentarias tiendas o albergues. Varias piezas de tela embreadas y ensambladas a base de cuerdas constituían la techumbre. Las lonas, de unos cuatro metros de profundidad por otros tres de anchura, aparecían apuntaladas por dos rugosas ramas de conífera en su parte frontal y por una tercera, situada en el centro de la tienda. La techumbre terminaba en el cercado de piedra.
    Allí, las telas habían sido tensadas y aseguradas mediante gruesas piedras. Los laterales, a su vez, estaban formados por otras dos bandas de paño y pieles de cabra, pésimamente cosidas entre sí. La entrada, de unos dos metros de altura sobre el terreno rojizo y polvoriento, carecía de protección.
    A la luz de la fogata que se levantaba frente a los dos refugios pude observar que el suelo de las tiendas había sido cubierto con mantos y esteras. Al fondo de las mismas percibí algunos bultos que supuse se trataba de enseres y útiles para cocinar. Pero, como digo, la oscuridad era tan densa que preferí posponer para el día siguiente un más exhaustivo reconocimiento del terreno y de cuanto formaba aquel huerto, propiedad del viejo Simón, «el leproso».
    El reencuentro con el resto de los discípulos levantó los decaídos ánimos de los hombres que acompañaban a Jesús. Y muy pronto nos vimos sentados en torno al fuego. La temperatura había descendido notablemente y los apóstoles, apretados los unos contra los otros, se habían envuelto en sus pesados ropones. Allí, entre los reflejos rojizos de las ramas de nogal e higuera (de las que Felipe, el encargado de los suministros, había hecho abundante acopio), chisporroteando bajo un cielo estrellado, conocí por primera vez a un muchachito de unos doce o trece años, de cabeza rapada y acusadas ojeras, que no pronunció una sola palabra y que seguía las enseñanzas y gestos del Maestro con un interés y devoción como no había visto hasta ese momento. Su nombre era Juan Marcos e iba a jugar un importante papel en las ya próximas horas del jueves.
    La conversación de Jesús con sus apóstoles mientras regresábamos al campamento de Getsemaní trascendió de inmediato entre los discípulos y, muy a pesar del rabí, el asunto de su partida no tardó en aparecer en mitad de aquellos hombres rudos y lentos de pensamiento.
    Tomás, tomando la palabra, se dirigió al Maestro, preguntándole:
    -Puesto que vas a volver para terminar el trabajo del reino, ¿cuál debe ser nuestra actitud mientras estés fuera, en los asuntos del Padre?
    Jesús, sentado al otro lado de la hoguera, jugueteaba con un palo, removiendo la candela.
    Aquellas altas llamas daban a su rostro una extraña majestad. Con una paciencia envidiable, el Nazareno miró a Tomás por encima del fuego, respondiéndole:
    -Ni siquiera tú, Tomás, aciertas a comprender lo que he estado diciendo. ¿No os he enseñado que vuestra relación con el reino es espiritual e individual? ¿Qué más debo deciros?
    La caída de las naciones, la rotura de los imperios, la destrucción de los judíos no creyentes, el fin de una época e, incluso, el fin del mundo, ¿qué tienen que ver con alguien que cree en este evangelio y que ha cobijado su vida en la seguridad del reino eterno? Vosotros, que conocéis a Dios y creéis en el evangelio, habéis recibido ya la seguridad de la vida eterna. Puesto que vuestras vidas están en manos del Padre, nada os debe preocupar. Los ciudadanos de los mundos celestiales, los constructores del reino, no deben preocuparse por las sacudidas temporales o perturbarse por los cataclismos terrestres. ¿Qué os importa a vosotros si las naciones se hunden, las épocas finalizan o todas las cosas visibles caen, si sabéis que vuestra vida es un regalo del Hijo y que está eternamente segura en el Padre? Habiendo vivido la vida temporal con fe y habiendo entregado los frutos del espíritu como prueba de servicio por vuestros semejantes, podéis mirar adelante con confianza.
    »Cada generación de creyentes debe llevar adelante su obra, con vistas al posible retorno del Hijo del Hombre, exactamente igual a como cada creyente particular lleva adelante su vida, con vistas a la inevitable y siempre pronta muerte natural. Cuando os hayáis establecido como hijos de Dios, nada más debe preocuparos. ¡Pero no os equivoquéis. Esta fe viva pone de manifiesto -cada vez más- los frutos de aquel divino espíritu que fue inspirado por primera vez en el corazón humano. El que hayáis aceptado ser hijos del reino celestial no os salvará de conocer el rechazo persistente de esas verdades que tienen que ver con los frutos progresivos espirituales de los hijos encarnados de Dios. Vosotros, que habéis estado conmigo en los asuntos del Padre en la tierra, podéis, incluso, abandonar ahora ese reino. Si veis que no os gusta la forma del servicio de la humanidad al Padre, como individuos y como creyentes, oídme mientras os digo una parábola...
    Sin querer, al escuchar aquellas últimas frases de Jesús, desvié mi mirada hacia Judas Iscariote. El hombre que ya había desertado en su corazón seguía las palabras de su Maestro con una frialdad que me produjo escalofríos.
    -… Hubo cierto hombre -prosiguió el Nazareno- que, antes de marchar para un largo viaje a otro país, llamó a todos sus sirvientes de confianza y les entregó todos sus bienes. A uno le dio cinco talentos , a otro dos y al tercero, uno. A todos les confió sus bienes, según sus distintas habilidades. Cuando el señor hubo marchado, sus sirvientes se pusieron a trabajar para sacar beneficios de la fortuna que les había sido confiada. Inmediatamente, el que había recibido cinco talentos comenzó a comerciar con ellos y muy pronto hizo un beneficio de otros cinco talentos. De igual modo, el que había recibido dos talentos pronto ganó otros dos. Y así lo hicieron todos los sirvientes, acumulando nuevas ganancias para su amo, excepto el tercero.
    Este se marchó e hizo un agujero en la tierra, escondiendo el dinero. Pero el señor volvió inesperadamente y llamó a sus criados. El que había recibido cinco talentos se adelantó hasta su señor y, entregándole los diez le dijo: "Señor me distes cinco talentos y me complace presentarte otros cinco." Entonces, el señor le dijo: "Bien hecho, buen y fiel sirviente. Te haré mayordomo de muchos." Entonces, el que había recibido dos talentos, avanzó diciendo: "Señor, entregastes en mis manos dos talentos. Mira, he ganado otros dos." Y su señor le dijo: "Bien hecho, buen y fiel sirviente. Tú también has sido fiel y ahora te pondré por encima de otros." Por último, llegó al recuento el que había recibido un solo talento. "Señor -le dijo-, te conocía y me di cuenta de que eres un hombre astuto porque esperabas ganancias cuando tú, personalmente, no habías trabajado. Por tanto yo temía arriesgar lo que me habías confiado..
    Yo guardé tu talento a salvo en la tierra y aquí está. Ahora tienes lo que te pertenece." Pero su señor contestó:
    "Eres un criado indolente y perezoso. Por tus propias palabras has confesado que sabías que te iba a pedir cuentas con beneficio razonable, como tus compañeros lo han hecho. Sabiendo esto deberías, al menos, haber colocado mi dinero en manos de los banqueros para que, a mi vuelta, yo pudiera recibir mi dinero con interés." "Entonces, el señor dijo al jefe de los criados: "Quitad el talento a este sirviente y dádselo al que tiene diez." »A todo el que tiene, le será dado mucho más y tendrá abundancia. Pero, al que no tiene, incluso, lo poco que tenga le será quitado. No os podéis quedar quietos en los asuntos del reino eterno. Mi Padre exige que todos sus hijos crezcan en gracia y en conocimiento de la verdad.
    Vosotros, que conocéis estas verdades, debéis producir el incremento de los frutos del espíritu y manifestar una devoción creciente en el generoso servicio a vuestros compañeros sirvientes.
    Y recordad que lo que deis al más pequeño de mis hermanos lo habréis hecho en servicio mío.
    "Y así debéis hacer la obra del Padre, ahora y más adelante. Continuad hasta que yo venga.
    »La verdad es la vida. El espíritu de la verdad siempre dirige a los hijos de la luz a nuevos reinos de realidad espiritual y divino servicio. No se os da la verdad para que la cristalicéis en formas hechas, seguras y honorables.
    »¿Qué pensarán las generaciones futuras de aquellos depositarios de la verdad, si les oyen decir?: "Aquí, Maestro, está la verdad que nos confiaste hace cientos o miles de años. No hemos perdido nada. Hemos preservado fielmente todo lo que nos diste. No hemos permitido cambios en lo que nos enseñaste. Aquí está la verdad que nos diste." »Libremente habéis recibido. Por tanto, libremente debéis dar la verdad del cielo. En verdad, en verdad os digo que entonces, esa verdad se multiplicará e irradiará nueva luz. Incluso, cuando la administréis vosotros.
    Bien entrada ya la noche, el grupo se levantó, repartiéndose entre las tiendas. Jesús, sin embargo, siguió solo, frente a la hoguera, sumido en sus pensamientos. Yo me instalé al pie de uno de los añosos olivos, envolviéndome en el manto. Y antes de que el Nazareno se retirara a descansar a una de las tiendas, el sueño terminó por doblegarme.

    5 DE ABRIL, MIÉRCOLES

    Poco antes que las madrugadoras golondrinas despertaran al campamento con sus negros v tumultuosos vuelos, Eliseo me había alertado ya, mediante la «conexión auditiva», de la proximidad del amanecer.
    -… La «cuna» registra 9 grados centígrados. Ligero descenso de la humedad relativa...
    Parece que el viento se ha incrementado. Se prevén algunas rachas de 20 a 40 nudos, especialmente durante la tarde... Suerte!
    Elíseo no se equivocaba. Aquellos primeros momentos del día se me antojaron especialmente fríos. El celeste de mi manto aparecía salpicado por un sinfín de gotitas de rocío. Otro tanto sucedía con la escasa hierba que lograba despuntar al pie de algunos olivos.
    Conforme fue clareando, un lejano y misterioso castañeteo comenzó a intrigarme. Parecía nacer en alguna parte, al fondo del campo donde me encontraba. Me incorporé y tras echar una ojeada al campamento comprobé que todo se hallaba en calma. Los discípulos dormían en el interior de las tiendas. Otros, envueltos en sus ropones, descansaban al pie del muro de piedra o, como yo, bajo la primera hilera de olivos. Frente a los albergues, en el pequeño claro existente en la entrada del huerto, se distinguían las cenizas de la hoguera. El Maestro -supuse- debía estar durmiendo.
    Pero aquel castañeteo seguía llenando la cada vez más luminosa mañana, rompiendo el profundo silencio de Getsemaní. No lo dudé más. Tomé la «vara de Moisés» y me dirigí hacia el interior de la finca, siguiendo el cercado de piedra. Aquella propiedad de Simón, el vecino de Betania, estaba dedicada exclusivamente al cultivo del olivar. Desde el lugar donde habían sido plantadas las tiendas, el terreno iba elevándose ligeramente. Al llegar al fondo del huerto había contabilizado medio centenar de viejos olivos, alineados de cuatro en fondo. Algunos de aquellos árboles me impresionaron por su envergadura. Uno de ellos, en especial, debía alcanzar los ocho metros de circunferencia. De sus nudosos y torturados troncos fluía una sustancia de color pardo-rojiza, formando reguerillos brillantes al incipiente sol que avanzaba ya por detrás de la cima del Olivete.
    Los últimos metros del rectángulo que constituía el huerto de Los Olivos -donde iba a tener lugar la famosa oración de Jesús- experimentaban una elevación más acusada. El misterioso
    ruido se había hecho más claro e intenso. Dejé atrás el olivar y a poco más de diez metros apareció ante mí una masa pétrea de unos cinco metros de altura, con una entrada más ancha que alta (tuve que inclinarme para penetrar en ella), que conducía al interior de una gruta natural. Frente a la cueva se derramaban otras formaciones de caliza blanca, muy erosionadas por la lluvia y el viento. La presencia de la mole rocosa y de las piedras -de escasamente 30 o 40 centímetros de altura- que ocupaban aquel extremo del huerto explicaban por qué Simón no había podido aprovechar el lindero norte en el cultivo del olivar. A la derecha de la cueva, y casi pegado a la roca, crecía un corpulento árbol. Al levantar la vista, el insólito castañeteo quedó explicado. Se trataba de un cañafístula. Aquel hermoso ejemplar -muy parecido al nogal- estaba siendo mecido sin cesar por el viento y sus largos frutos, al chocar entre sí, emitían aquel penetrante castañeteo. Entre el árbol y el murete de piedra, adosado en aquel punto a la cara este de la cueva, descubrí una pequeña plantación de gálbano y tragacanto, ambos de reconocidas virtudes medicinales.
    La gruta, prácticamente sumida en la oscuridad, tenía unos 19 metros de profundidad por otros 10 de anchura. Su techo, muy bajo en los primeros metros de la entrada, se hacia bastante más alto en el interior. Las paredes habían sido encaladas. En uno de sus laterales, el que quedaba orientado hacia el este- aparecían dos prolongaciones o grutas más pequeñas. En una de ellas había una prensa de madera, destinada, sin duda, a la trituración de la aceituna, a juzgar por el olor y los restos de aceite que, medio reseco, impregnaban aún el interior de la prensa. Una larga viga, que hacía las veces de brazo de la prensa, se incrustaba en una pequeña cavidad situada a poco más de un metro, en la pared meridional de la gruta.
    Al fondo, en la cara norte, sobre una estera, descansaban varios sacos. Dos de ellos contenían trigo y los tres restantes, higos secos, legumbres de diferentes tipos, cebollas, puerros, ajos, etc. (Después supe que se trataba del suministro que Felipe había comprado en la mañana del día anterior y que constituía la dieta básica de los hombres que formaban el campamento.) Inspeccioné también la parte exterior de la gruta, comprobando cómo por su cara norte -en el extremo opuesto a la entrada- había sido practicado un canalillo que descendía hasta una especie de pila de depuración. Simón había excavado la cima de la enorme roca, aprovechando así las aguas de lluvia que descenderían por el citado canalillo hasta la pila. De allí, una vez filtrada, el agua era acumulada en una concavidad inferior, practicada también en la roca.
    Una vez satisfecha mi curiosidad, retorné al campamento, siguiendo esta vez el muro occidental. Al llegar a la entrada del huerto, algunas de las mujeres del grupo de Jesús se afanaban ya en torno a un incipiente fuego. Mientras dos de ellas molían el grano, preparando la harina de trigo, otras acarreaban agua, llenando varios lebrillos. A la derecha de la cancela, y pegada al muro, se hallaba la gran cuba de piedra que yo había visto la noche anterior. Se trataba de una vieja almazara o molino de aceite de unos cuatro metros de diámetro, perfectamente circular y con un parapeto de 80 o 90 centímetros de altura. Estaba vacía. Un pesado tronco, totalmente ennegrecido e insertado por uno de sus extremos en un nicho abierto en el muro de piedra, descansaba en el centro geométrico de la cuba. Aquella viga había sido provista de grandes losas circulares y planas, sujetas al segundo extremo mediante gruesas sogas que las atravesaban por sendos orificios centrales. Por lo que pude deducir, cuando la almazara se llenaba de aceituna, este enorme peso en la punta del madero debía actuar como prensa, machacando el fruto. En el fondo de la cuba se amontonaban también grandes capazos de esparto, utilizados posiblemente para el transporte de la aceituna.
    Me encontraba aún inspeccionando la cuba cuando, a eso de las siete, vi aparecer en el claro a Jesús de Nazaret. Era el primero en abandonar la tienda destinada a los hombres. Me quedé quieto. El gigante, que se había desembarazado del manto, estaba descalzo. Caminó unos pasos hacia la fogata y, tras saludar a las mujeres, aproximó las palmas de sus largas manos al fuego, procurando entrar en calor. Después, levantando el rostro hacia el azul del cielo, cerró sus ojos, llevando a cabo una profunda inspiración. Su piel bronceada se iluminó con la caricia de aquellos tibios rayos solares.
    Una de las mujeres sacó al Maestro de aquellos placenteros momentos, indicándole que tenía listo el lebrillo de barro con el agua para su aseo. Jesús correspondió a la discípula con una sonrisa y, con toda naturalidad, tomó su túnica blanca por el amplio cuello, sacándola por la cabeza. Bajo aquella vestidura, el rabí cubría sus nalgas y bajo vientre con una especie de taparrabo, también de color blanco. La pieza consistía en una sencilla banda de tela, posiblemente de algodón, de unos 30 centímetros de anchura y cosida en uno de sus extremos a un cordón que se anudaba alrededor de la cintura. Esta parte (la que se hallaba cosida al delgado cinto) caía cubriendo las nalgas y pasaba después entre las piernas para terminar en otros dos cordones más cortos, cada uno situado en una esquina de la tela. Esta última franja del taparrabo era anudada al cordoncillo de la cintura, tapando así los genitales y parte del vientre de Jesús.
    Una vez desnudo, el Galileo se arrodilló junto a la ancha vasija. Introdujo sus manos en el agua y comenzó a bañar su rostro, pecho, axilas y brazos. En cuestión de segundos, aquel cuerpo musculoso -sin un gramo de grasa- quedó cubierto por el agua. Acto seguido, el gigante echó mano de una pastilla cuadrangular de color hueso y comenzó a frotarse con energía. No tardó en aparecer una débil espuma blanca.
    Cuando el Maestro consideró que había quedado suficientemente enjabonado, se inclinó de nuevo sobre el lebrillo, procediendo al aclarado. Minutos más tarde, el Galileo se incorporaba y la misma mujer que le había preparado el agua le entregaba un lienzo muy similar al que yo había visto en la casa de Lázaro y con el que Marta había enjugado mis manos y pies. Jesús tomó aquella especie de toalla y fue secando su cuerpo. Al concluir echó la cabeza hacia atrás, sacudiendo sus cabellos. Pero, antes de enfundarse nuevamente su túnica, el rabí extendió sus manos. Y la mujer vertió sobre sus palmas unas gotas de un líquido aceitoso . Tal y como era costumbre en aquella época, el Nazareno extendió la esencia por sus axilas, cuello, torso y cabellos, cubriéndose seguidamente. Por último, arremangando el filo de la túnica, entró en el recipiente, lavando sus pies.
    Mientras Jesús terminaba de calzarse las sandalias con cintas de cuero, Felipe, Andrés y otros discípulos comenzaron a salir de la tienda. En ese instante vi aparecer en el campamento al pequeño Juan Marcos, cargando una cesta. Sin mediar palabra se la entregó a una de las mujeres, sentándose después junto a la hoguera. Sus ojos no perdieron ya de vista a Jesús.
    Algunos de los apóstoles imitaron al Maestro y, tras las abluciones, ocuparon también un lugar alrededor de las llamas, dispuestos a desayunar.
    Las mujeres comenzaron a distribuir leche caliente. Una de ellas retiró el paño que cubría la cesta de Juan Marcos y, con vivas muestras de alegría, enseñó a los discípulos dos enormes hogazas de pan. Felipe se hizo cargo de ellas y, tras cortarlas en rebanadas, fue repartiéndolas.
    Yo aproveché aquellos momentos para aproximarme al lebrillo donde se había aseado el Señor y sus hombres y examiné la pastilla cuadrangular de jabón. Al olerlo percibí de inmediato un gratísimo perfume a romero. Una de las mujeres, al verme tan ensimismado con el jabón, se adelantó hasta donde yo estaba y, soltando una carcajada, me advirtió: Jasón, eso no se come...
    La buena mujer no tuvo inconveniente en detallarme cómo confeccionaban aquel jabón.
    Cuando no tenían a mano sebo, utilizaban tuétano de vaca. Una vez fundido en agua caliente lo mezclaban con aceite, añadiéndole esencia de romero -como en este caso- o diferentes perfumes, tales como tomillo, azahar o zumo de limones. Después, todo era cuestión de vertir el líquido en unos rudimentarios moldes de madera o de hierro y esperar. Cuando el grupo tenía tiempo y dinero, las mujeres preferían perfumar el jabón con láudano. Algunos pastores se dedicaban a su venta. Al parecer les resultaba bastante fácil de obtener: bastaba con que tuvieran paciencia para peinar las barbas de las cabras que pastaban en los jarales. La resma en cuestión impregnaba los mechones de pelo de los animales y los pastores, como digo, sólo tenían que retirarla.
    Atento a las explicaciones de la mujer no caí en la cuenta de que alguien se hallaba a mi espalda. Al volverme recibí una nueva sorpresa. Era Jesús. Traía un humeante cuenco de leche en su mano izquierda y una rebanada de pan en la derecha. Al ver mi cara de asombro, sonrió maliciosamente, haciéndome un nuevo guiño e invitándome a que aceptara la colación. Al tomar el pan y el recipiente, mis dedos rozaron su piel y noté alarmado cómo mi corazón multiplicaba su bombeo. ¡Qué difícil era conservar la objetividad ante aquel extraordinario ejemplar humano...!
    No podía entenderlo muy bien. ¿Por qué los discípulos de Jesús de Nazaret se hallaban tan silenciosos? Aquel desayuno fue tenso. Nadie parecía dispuesto a abrir la boca. Ciertamente, los acontecimientos de los últimos días y, sobre todo, el fantasma del decreto del Sanedrín contra la persona del Maestro, planeaban sobre los corazones de aquellos hombres. Sin embargo, resultaba chocante que el Nazareno fuera el menos atormentado del grupo. Las espadas seguían al cinto de algunos de los doce y aquella noche, como en la anterior, se establecería el rutinario servicio de guardia a las puertas del campamento.
    Judas Iscariote fue el último en salir de la tienda. Por sus ojos enrojecidos y su semblante demacrado tuve la impresión de que no había dormido gran cosa. Apuró su ración y, como sus compañeros, permaneció sentado, como distraído.
    El Maestro, al fin, rompió el silencio, diciendo:
    -Hoy quiero que descanséis. Tomaros tiempo para meditar sobre todo lo que ha ocurrido desde que vinimos a Jerusalén. Reflexionad sobre lo que está a punto de llegar...
    La decisión de Jesús sorprendió un poco a los asistentes. Todos creían que el rabí entraría nuevamente en el templo y que se dirigiría a las masas. Sin embargo, el Galileo -puesto en pie-, confirmó su decisión, haciendo saber al jefe del grupo que pensaba retirarse durante toda la jornada y que, bajo ningún pretexto, deberían traspasar las puertas de la ciudad santa. Andrés asintió con la cabeza y Jesús se retiró al interior de la tienda.
    Aquello -lo confieso- me desconcertó tanto o más que a los discípulos aunque por razones bien distintas. ¿Qué pretendía el Nazareno? ¿A dónde pensaba dirigirse? Mi misión era seguir los pasos de Jesús de Nazaret, allí donde fuera o estuviera y siempre y cuando mi presencia no motivara una alteración de los hechos históricos. Por otro lado, Caballo de Troya me había asignado la difícil e inaplazable tarea de conectar con el procurador romano. Era vital que Poncio Pilato supiera de mi; que me conociera personalmente. Ello facilitaría mi ingreso en la Torre Antonia en la mañana del próximo viernes. Además, esa cita -en manos de José, el de Arimatea- estaba prevista inicialmente para esta misma mañana del miércoles. ¿Qué debía hacer?
    Para colmo, un pensamiento comenzó a hostigarme: «¿Qué maquinaba el cerebro de Judas?» Algo en lo más profundo de mi ser me decía que aquella jornada iba a ser decisiva en los planes y decisiones del traidor. Y yo debía estar al corriente. Judas, como ya he dicho en otras ocasiones, me atraía especialmente. En el fondo era el único que se rebelaba contra todo aquello.
    Me hallaba sumido en estas graves dudas cuando Jesús se presentó a la puerta de la tienda.
    Había tomado su manto y anudado en torno a su cabeza un pañolón o «sudario». Aquello significaba que se proponía caminar y bastante.
    En ese momento, David Zebedeo -uno de los discípulos más corpulentos y rápido de pensamiento y que jugaría un papel extraordinariamente práctico y eficaz durante las terribles jornadas del viernes, sábado y domingo-, salió al paso del gigante, exponiéndole lo siguiente:
    -Bien sabes, Maestro, que los fariseos y dirigentes del templo buscan destruirte. A pesar de ello, te preparas para ir solo a las colinas. Esto es una locura. Por tanto, mandaré contigo tres hombres armados para que te protejan.
    El Galileo miró primero a David Zebedeo y, a continuación, observó a los tres fornidos sirvientes del impulsivo discípulo, que esperaban a cierta distancia.
    Y en un tono que no admitía réplica o discusión alguna contestó, de forma que todos pudiéramos oírle:
    -Tienes razón, David. Pero te equivocas también en algo: el Hijo del Hombre no necesita que nadie le defienda. Ningún hombre me pondrá las manos encima hasta esa hora en la que deba dar mi vida, tal y como desea mi Padre. Estos hombres no van a acompañarme. Quiero ir y estar solo para que pueda comunicarme con mi Padre.
    Al escuchar a Jesús, David Zebedeo y sus guardianes se retiraron y yo, sintiendo que algo se quebraba en mi interior, comprendí también que no podía seguir al protagonista de mi exploración. Por alguna razón que no había querido detallar, el Maestro tenía que permanecer solo. Pero, cuando ya daba por perdida aquella parte de la misión, ocurrió algo que me hizo recobrar las esperanzas y que, por suerte, me permitiría reconstruir parte de lo que hizo Jesús en aquel miércoles. Cuando el rabí se dirigía ya hacia la entrada del huerto, dispuesto a perderse Dios sabe en qué dirección, el muchacho que había traído la cesta con las hogazas de pan surgió de entre los discípulos y corrió tras el Maestro. Al verle, el rabí se detuvo. Juan Marcos había llenado aquella misma cesta con agua y comida y le sugirió que, si pensaba pasar el día en el monte, se llevara al menos unas provisiones.
    Jesús le sonrió y se agachó, en ademán de tomar la cesta. Pero el niño, adelantándose al Galileo, agarró el canasto con todas sus fuerzas, al tiempo que insinuaba ron timidez:
    -Pero, Señor, ¿y si te olvidas de la cesta cuando vayas a rezar... Yo iré contigo y cargaré la comida. Así estarás más libre para tu devoción.
    Antes de que Jesús pudiera replicar, el muchachito intentó tranquilizarle:
    -Estaré callado... No haré preguntas... Me quedaré sentado junto a la cesta cuando te apartes para orar...
    Los discípulos que presenciaban la escena quedaron atónitos ante la audacia de Juan.
    Y el Maestro volvió a sonreír. Acarició la cabeza del niño y le dijo:
    -Ya que lo ansías con todo tu corazón, no te será negado. Nos marcharemos solos y haremos un buen viaje. Puedes preguntarme cuanto salga de tu alma. Nos confortaremos y consolaremos juntos. Puedes llevar el cesto. Cuando te sientas fatigado, yo te ayudaré.
    Sígueme… Y ambos desaparecieron ladera arriba.
    Nadie hizo el menor comentario. Los rostros de los apóstoles reflejaban una total consternación. Era doloroso que un simple niño les hubiera ganado la partida. Supongo que todos los allí presentes -exceptuando al Iscariote- ardían en deseos de acompañar a su Maestro. Sin embargo, ninguno había sido capaz de abrir su corazón y hablarle a Jesús con la sinceridad de Juan Marcos. Y de la sorpresa fueron pasando a un mal disimulado disgusto. A los pocos minutos, varios de los íntimos se habían enzarzado ya en una agria disputa sobre la conveniencia de que el rabí se dedicara a caminar por los montes de Judea sin escolta y con un chico de «los recados» por toda compañía.
    Aquella discusión empezaba a fascinarme. Todos aportaban argumentos más o menos válidos pero ninguno parecía dispuesto a reconocer públicamente la verdadera causa por la que se habían quedado solos.
    La discusión iba caldeándose poco a poco cuando, de pronto, vi salir de la tienda a Judas.
    Sigilosamente se encaminó hacia la entrada del huerto, alejándose en dirección a la barranca del Cedrón. No lo dudé. Tras recordar a Andrés mi cita con José de Arimatea, anunciándole que regresaría en cuanto pudiera, crucé el recinto de piedra, procurando no perder de vista al Iscariote. Este había descendido por una de las estrechas pistas que conducía a un puentecillo sobre el cauce seco del Cedrón y que unía la explanada este del templo con el monte de los Olivos. Judas, con paso decidido, atravesó el lugar donde yo había asistido a la prueba de las «aguas amargas», deteniéndose bajo el transitado arco de la Puerta Oriental del templo.
    Confundido entre los numerosos peregrinos que iban y venían pude ver cómo el traidor besaba a otro hebreo. Y ambos entraron en el Atrio de los Gentiles.
    Adoptando toda clase de precauciones me adentré también en el Templo. Llegué justo a tiempo de comprobar cómo Judas y su acompañante subían las escalinatas del santuario, desapareciendo por la puerta del Pórtico Corintio.
    Maldije mi mala estrella. Aquél, justamente, era uno de los pocos lugares de Jerusalén donde no podía entrar un gentil. El santuario era sagrado. Allí no cabía estratagema alguna. Y mucho menos con mi aspecto de mercader extranjero...
    ¿Qué podía hacer para seguir los pasos de Judas?
    Me dejé caer en las escalinatas donde habitualmente se sentaba el Maestro e intentaba buscar una fórmula para descubrir la razón que había llevado al apóstol al interior del santuario, cuando uno de los saduceos, amigo de José de Arimatea, y que había participado en el almuerzo ofrecido por aquél a Jesús en la mañana del martes, vino a simplificar mis problemas.
    El hombre me reconoció, interesándose por mi salud y preguntándome a qué obedecía aquella mirada mía tan apesadumbrada. Después de medir las posibles consecuencias de la idea que acababa de nacer en mi cerebro, me decidí a hablarle. Tras rogarle que mantuviera cuanto iba a contarle en el más estricto secreto -a lo cual accedió el saduceo en un tono que parecía sincero-, le expliqué que tenía fundadas sospechas sobre la falta de lealtad de uno de los discípulos del rabí de Galilea. Añadí que acababa de ver entrar a Judas en el santuario y que temía por la seguridad de Jesús. El ex miembro del Sanedrín (aquel saduceo era uno de los 19 que habían presentado la dimisión ante Caifás) procuró tranquilizarme, asegurándome que aquello no era nuevo. «Somos muchos -repuso- los que sabemos que Judas, el Iscariote, no comparte la forma de ser y de actuar del Maestro.» A pesar de sus palabras, simulé que no quedaba satisfecho y le supliqué que entrara en el Templo y tratara de informarse sobre los planes de Judas. Pero, antes de contestar a mi petición, el sacerdote -que compartía en secreto la doctrina de Jesús- me interrogó a su vez, buscando una explicación a mi extraña conducta.
    -Yo también creo en el Maestro -le mentí- y no deseo que sea destruido.
    Mis palabras debieron sonar con tal firmeza que el saduceo sonrió y, dándome una palmadita en la espalda, accedió a mis deseos.
    Antes de separarnos le anuncié que estaba citado aquella misma mañana con José y que, si le parecía oportuno, podríamos volver a vernos antes de la puesta del sol, en el hogar de su amigo, el de Arimatea.
    -Sobre todo -insistí con vehemencia-, y por elementales razones de seguridad, esto debe quedar entre nosotros.
    Mi nuevo amigo quedó conforme y yo, algo más descargado, reanudé mi camino hacia la ciudad baja. Pero, mientras me aproximaba a la casa de José, me asaltó una incómoda duda:
    ¿le había mentido en verdad al saduceo al afirmar que yo también creía en Jesús de Nazaret?
    José, el de Arimatea, me recibió con cierta inquietud. Las incidencias en el campamento de Getsemaní y el seguimiento de Judas retrasaron un poco mi llegada a la casa del anciano. Sin pérdida de tiempo, el enjuto amigo de Jesús se envolvió en un lujoso manto de lana, teñido en rojo fuego, cargando un ánfora de mediano tamaño (aproximadamente 1/8 de «efa» o 5,6 litros). La cita con el procurador romano había sido concertada para la hora quinta (alrededor de las once de la mañana) y, al igual que a mí, a José no le gustaba esperar ni hacer esperar.
    Al salir de la mansión rogué al venerable miembro del Sanedrín que me permitiera cargar aquella jarra. José consintió gustoso y aunque sentía curiosidad por saber el contenido de la misma, el mutismo de mi acompañante me inclinó a no formular pregunta alguna sobre el particular.
    El camino hasta la fortaleza Antonia, situada al noroeste de la ciudad, era relativamente largo. Aunque el cuartel general romano disponía de una entrada por el ángulo más occidental del Templo (como creo que ya cité en su momento, esta fortificación se hallaba adosada al inmenso rectángulo que constituía el Santuario y su atrio), José de Arimatea - supongo que por mera prudencia- evitó en todo momento el recinto del Templo.
    Dejamos atrás el intrincado laberinto de las callejuelas de la ciudad baja, salvando después la breve depresión del valle del Tiropeón, separación natural de los dos grandes y bien diferenciados barrios de Jerusalén: el bajo y el alto.
    El gran teatro apareció a nuestra izquierda y, poco después, desembocamos en la calle principal de aquella zona alta de Jerusalén. Al igual que la que yo había visto en la ciudad baja, esta calzada -que discurría desde el palacio de Herodes, en el extremo más occidental de la urbe, hasta el muro oeste del templo, en las proximidades de la explanada de Sixto- aparecía adornada con gruesas columnas .
    En sus pórticos se alineaban los bazares de los vendedores considerados impuros: desde fabricantes de todo tipo de objetos artísticos (alfareros, herreros, perfumistas, etc.), hasta sastres, comerciantes de lana, etc. El griterío, confusión y «sinfonía» de olores eran idénticos a los del barrio bajo o Akra.
    José aceleró el paso al cruzar bajo la puerta del Pez, en la intersección de la segunda muralla septentrional con la depresión o valle del Tiropeón. Nunca supe si aquellas prisas del anciano se debían a la presencia junto a la citada puerta de un grupo de mercaderes tirios que vendían todo tipo de pescado o a la proximidad de la fortaleza Antonia.
    El caso es que, al fin, ambos nos encontramos ante el muro de piedra de metro y medio de altura que cercaba íntegramente el impresionante «castillo», sede de Poncio Pilato mientras durasen las fiestas de la Pascua.
    Aunque ya había tenido la oportunidad de contemplar a una cierta distancia a los legionarios que fueron enviados precisamente desde la Torre Antonia para poner orden en la explanada de los Gentiles, cuando Jesús de Nazaret provocó la estampida de los bueyes, la presencia de los centinelas romanos a las puertas de aquel muro me conmovió.
    José se dirigió en arameo a uno de ellos. Pero el soldado no comprendía la lengua del israelita. Un tanto contrariado, el del Arimatea le habló entonces en griego. Sin embargo, el legionario siguió sin entender. En vista de lo penoso de la situación, el joven romano - supongo que no tendría más de 20 o 25 años- nos hizo una señal para que esperásemos y, dando media vuelta, se encaminó hacia el interior. El segundo centinela permaneció mudo e impasible, cerrando el paso con su largo pilum o lanza. Bajo su brillante y verdoso casco de hierro y bronce, los ojos del legionario no nos perdían de vista. El soldado vestía el habitual traje de campaña: una cota trenzada por mallas de hierro y enfundada como si fuera una túnica corta (hasta la mitad del muslo) y que protegía la totalidad del tronco, vientre y arranque de las extremidades inferiores. Esta coraza, de gran flexibilidad y solidez, se hallaba en contacto directo con un jubón de cuero de idénticas dimensiones y forma que la cota de mallas. Por último, el pesado atuendo descansaba a su vez sobre una túnica de color rojo, provista de mangas cortas y sobresaliendo unos diez o quince centímetros por debajo de la armadura, justamente por encima de las rodillas.
    Unas sandalias, de gruesas suelas de cuero, protegían los pies con un engorroso sistema de tiras -también de cuero- perfectamente cosidas a todo el perímetro del calzado. (En una oportunidad posterior, al examinar una de aquellas concienzudas sandalias, conté hasta 50 tiras de piel de vaca curtida.) El soldado cerraba estos cordones por la parte superior del pie y a la altura de los tobillos. Pero fue después, ya en el patio de la fortaleza, cuando tendría la ocasión, como digo, de descubrir una de las temidas características de esta prenda.
    Completaba su atuendo un cinturón de cuero, de unos cinco centímetros de anchura, revestido de un sinfín de cabezas de clavo. Desde el centro caían ocho franjas, igualmente de cuero, cubiertas por pequeños círculos metálicos. Este adorno tenía, sobre todo, la misión de proteger el bajo vientre del legionario. En su costado derecho colgaba la famosa espada, tipo «Hispanicus», de 50 centímetros, perfectamente envainada en una funda de madera con refuerzos de bronce. En el costado opuesto, la «semispatha» o puñal, de una longitud aproximada a la mitad del «gladius Hispanicus».
    Apoyados sobre una de las esquinas de la puerta del muro observé los escudos de ambos centinelas. Eran rectangulares y de unos 80 centímetros de altura. Presentaban una ligera convexidad y en el centro, un «umbón» o protuberancia circular de metal, decorado con una águila amarilla que resaltaba sobre el fondo rojo del resto del escudo. Aparecían orlados con un borde metálico y primorosamente pintados en su zona central por cuatro cuadrados concéntricos (de menor a mayor: negro, amarillo, negro y amarillo). Los ángulos del más grande habían sido sustituidos por sendas esvásticas o cruces gamadas, también en negro. Las empuñaduras las formaban dos correas: una para el brazo y la otra para la mano.
    Pero, lo que sin duda me fascinó de aquel equipo de combate fue la lanza. Aquel pilum debía medir algo más de dos metros, de los cuales, al menos la mitad correspondía al hierro y el resto al fuste. Este, de una madera muy liviana, no tenía un diámetro superior a los 30 milímetros. El asta había sido empotrada en el hierro. En la zona media del arma observé un refuerzo cilíndrico, muy breve, que servía de empuñadura y, posiblemente, para regular el centro de gravedad de la jabalina. Conforme fui conociendo la vida y organización de aquel ejército comprendí cómo y por qué había llegado tan lejos en sus conquistas...
    El legionario captó mi mirada -absorta en el acero reluciente de la punta de flecha en que terminaba su lanza- y, con una sonrisa maliciosa, inclinó el pilum hasta que el afilado extremo quedó a un palmo de mi pecho. José se asustó. Por un instante traté de imaginar qué habría sucedido si el soldado hubiera intentado clavarme el arma. Probablemente, el susto del centinela, al ver que su pilum se quebraba o que no penetraba en mi torso, hubiera sido mayor que el mío. La «piel de serpiente» que cubría mi cuerpo estaba perfectamente diseñada para resistir un embate de ese tipo.
    Lejos de echarme atrás o de mostrar inquietud, correspondí a la sonrisa del legionario con otra más intensa, dándole a entender que sabia que se trataba de una broma.
    Aquel gesto, que el soldado interpretó como un rasgo de valor, y que me valió su respeto, iba a resultarme -sin yo proponérmelo- de suma utilidad durante el prendimiento del Galileo en la noche del día siguiente.
    En ese momento, el centinela que había acudido al interior de la fortaleza, reclamó nuestra presencia desde el portalón de la torre. José y yo salvamos los diez o quince metros de terreno baldío que separaba el muro o parapeto exterior de piedra de un profundo foso, de 50 codos (22,50 metros), excavado por Herodes cuando mandó reedificar una antigua fortaleza de los macabeos y a la que dio el mencionado título de Antonia, en honor de Marco Antonio. Este foso, seco en aquella época, rodeaba la residencia del procurador romano en todo su perímetro, excepción hecha de la cara sur que, como ya expliqué, se hallaba adosada al muro norte del Templo. Sus cimientos eran una gigantesca peña, alisada íntegramente en su cima y costados.
    Herodes, en previsión de posibles ataques, había cubierto estos últimos con enormes planchas de hierro, de forma que el acceso por los mismos resultase impracticable. Y sobre esta sólida base se levantaba un magnifico baluarte, construido con grandes piedras rectangulares. Allí tendrían lugar los sucesivos interrogatorios de Pilato a Jesús, así como el salvaje castigo de la flagelación.
    Al cruzar el puente levadizo -de unos cinco metros de longitud y construido a base de gruesos troncos sobre los que se había fijado una espesa cubierta de metal- no pude resistir la tentación de levantar la mirada. La pétrea fachada gris-azulada, de cuarenta codos de altura, se hallaba dividida en dos secciones simétricas y perfectamente almenadas. Cada uno de estos bloques, de unos cincuenta metros de longitud, presentaba tres hileras de ventanas (las correspondientes a la primera planta en forma de troneras). Y en el centro, entre las dos alas que formaban la fachada, una especie de terraza o mirador, de unos veinte metros, con los prismas de la almena algo más pequeños que los de las zonas superiores. Los cuatro ángulos del «castillo» habían sido reforzados por otras tantas torres, igualmente fortificadas. Yo conocía por Flavio Josefo las dimensiones de las mismas , pero, al contemplarlas a tan corta distancia, se me antojaron mucho más airosas.
    En la boca del túnel que constituía la entrada principal a la fortaleza nos aguardaban el centinela que habíamos encontrado junto al muro exterior y un oficial.
    Al descubrir en su mano derecha un bastón de madera de vid comprendí que me hallaba ante un centurión. Su estatura era algo superior a la media normal de los legionarios, pero quizá se debía al penacho de plumas rojas que adornaba su casco.
    Tras saludarle, José se identificó ante el jefe de centuria, manifestándole que era amigo del procurador y que había sido concertada una audiencia para aquella mañana. El centurión - también en griego- correspondió al saludo y me rogó que me identificara. Después, dirigiéndose a uno de los soldados que montaba guardia a la puerta de una estancia situada a la derecha del túnel, le pidió algo. El legionario se apresuró a entrar en lo que debía ser el «cuarto de guardia» y regresó al momento con una tablilla encerada. En aquella especie de «pizarra» habían sido escritos algunos nombres. Del ángulo superior izquierdo del marco de la tablilla colgaba una corta y manoseada cuerda a la que había sido atado un clavo de bronce de unos ocho centímetros de longitud y que, a juzgar por los trazos de la superficie encerada, hacía las veces de buril o «stylo».
    El centurión leyó el contenido y devolvió la tablilla al legionario, que desapareció nuevamente en el interior de la sala. Para entonces, varios de los soldados que formaban la «excubiae» o guardia de día en aquel sector de la fortaleza, y que descansaban en uno de los bancos de madera del interior del cuarto, se habían asomado a la puerta, observándonos con curiosidad.
    -¿Qué contiene esa jarra? -preguntó de improviso el centurión.
    Gracias al cielo, José se adelantó:
    -Es vino de las bodegas subterráneas de Gabaón... Sé que al procurador le gusta...
    -Tendrán que abrirla -repuso el oficial, al tiempo que hacía una señal a uno de los soldados que contemplaba la escena.
    Crucé una rápida mirada con José y éste, sin inmutarse, tomó el ánfora, retirando la tapa de barro que la cerraba. El legionario se hizo cargo del recipiente, llenando un cacillo de latón.
    Después de oler el contenido se llevó el rosado líquido a los labios, bebiendo.
    El centurión dio por buena la comprobación y nos rogó que entregáramos las armas. El de Arimatea le explicó que éramos hombres de paz y que no portábamos espada. Pero el oficial, sin prestar demasiada atención a las palabras del anciano, ordenó a dos de los centinelas que registraran nuestro atuendo. Después de palpar costados, cintura, pecho y brazos, los legionarios movieron negativamente sus cabezas. En ese instante, el concienzudo oficial se fijó en mi vara.
    -Deberás dejarla al cuidado de la guardia -me dijo.
    Y antes de que pudiera reaccionar, otro de los romanos me arrebató la «vara de Moisés». El corazón me dio un vuelco. Aquello no estaba previsto. Y aunque el cilindro de madera había sido acondicionado para soportar los más violentos vaivenes y encontronazos, el solo pensamiento de que pudiera ser dañado o extraviado me sumió en una profunda inquietud.
    Aquello, además, significaba no poder filmar la entrevista con Poncio Pilato.
    Por otra parte, saltaba a la vista que el centurión no estaba dispuesto a dejarme pasar con el cayado. Si verdaderamente quería llevar adelante el proyecto de Caballo de Troya tenía que resignarme y confiar en la fortuna. Guardé silencio, tratando de no conceder demasiada importancia a mi vara. Lo contrario hubiera despertado recelos y suspicacias nada deseables en aquella irrepetible oportunidad.
    El centurión hizo entonces una señal con su mano, indicándonos que le siguiéramos.
    Salimos del túnel abovedado y nos encontramos en un espacioso patio cuadrangular -a cielo abierto- de unos cincuenta metros de lado y pavimentado con losas de caliza dura de un metro cuadrado cada una. Un sinfín de puertas, coronadas por dinteles de madera, formando arcos de medio punto, se alineaban en los laterales, bajo otros tantos pórticos sustentados por columnatas. Aquella fortaleza, como pude verificar conforme fui adentrándome en ella, había sido edificada con todo esmero.
    Por aquel gran patio, al que desembocaban los dormitorios, las caballerizas y algunos almacenes, iban y venían numerosos legionarios. Muchos de ellos -libres de servicio- vestían tan sólo la corta túnica granate de lana, ceñida por un cinturón muy liviano.
    El centurión que nos guiaba cruzó por el centro del patio, rodeando una fuente circular sobre cuyo centro se erigía una hermosa representación, también en piedra y a tamaño natural, de la diosa Roma. La estatua vestía una túnica con múltiples pliegues, dejando al descubierto el pecho derecho de la diosa. En la diestra sujetaba una lanza y sobre la mano izquierda sostenía una esfera de la qué brotaba un chorro de agua. Esta iba almacenándose en el estanque circular que constituía la parte baja de la fuente. Varios soldados de la caballería romana se hallaban lavando y cepillando media docena de caballos. A diferencia de los infantes, los jinetes vestían una chaquetilla morada de manga larga y un pantalón rojo, muy ajustado, que se prolongaba hasta la espinilla.
    Al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, con nuestros ejércitos occidentales, ninguno de aquellos soldados se cuadró o saludó al paso del centurión. Este, siempre, con su «uitis» o vara de sarmiento en su mano derecha y recogiéndose la holgada toga o capa de color púrpura sobre el brazo izquierdo, proseguía su camino hacia el fondo del patio.
    A derecha e izquierda, y especialmente bajo los pórticos, otros legionarios atendían a la limpieza de sus armas o sandalias. En una de las esquinas, un concurrido grupo de soldados formaba corro en torno a algo que ocurría sobre el pavimento. A pesar de mi curiosidad no pude aproximarme. El oficial, que no volvió la cabeza ni una sola vez, seguía a buen paso hacia las escalinatas que se divisaban ya en la zona este del patio.
    Antes de abandonar aquel recinto me llamó la atención otra escena. A nuestra derecha, e inmóvil sobre el enlosado, uno de los legionarios cargaba sobre su nuca y hombros un pesado saco. La carga obligaba al infante a mantener el tronco y la cabeza ligeramente inclinados hacia el suelo. Junto a él, otro legionario, con su vestimenta y armas reglamentarias, no perdía de vista al compañero. A mi regreso de la entrevista con el procurador romano iba a tener cumplida explicación de todo aquello....
    Nada más pisar la pulida escalinata de mármol blanco, que arrancaba del filo mismo del patio, intuí que nos adentrábamos en la parte noble del edificio. Aquellas escaleras -de escasa pendiente- nos situaron en una especie de vestíbulo rectangular, todo él revestido de finísimos mármoles que, a juzgar por los sutiles veteados grises y azulados, debían haber sido importados por Herodes el Grande desde Chipre y Carrara.
    Frente a la escalinata que conducía a aquella primera planta de la torre Antonia se abría una puerta doble de casi cinco metros de anchura, primorosamente labrada con palmeras, flores y querubines de entalladura. Allí se veía, una vez más, la mano de los artesanos y constructores fenicios que, posiblemente, se encargaron de la construcción de la fortaleza.
    A ambos lados de la puerta montaban guardia sendos infantes, cruzando sus pilum en forma de aspa. El centurión se dirigió a uno de ellos, advirtiéndole -supongo- que estábamos en la lista de las audiencias de Poncio Pilato. Segundos después daba media vuelta, y tras levantar su brazo en señal de saludo, desapareció escalinatas abajo.
    Evidentemente teníamos que esperar.
    José se dirigió entonces a uno de los laterales del hall, sentándose en una de las sillas en forma de X, sin respaldo y con asiento de cuero, situada sobre una esponjosa alfombra babilónica. A su espalda, por dos espigadas y desnudas ventanas, entraba la claridad y la fría brisa del norte.
    Procuré imitar a mi acompañante, mientras intentaba fijar en mi memoria los detalles más sobresalientes de aquella estancia. A ambos lados de la puerta se alineaban cuatro grandes esculturas (dos en cada uno de los paños). Las más próximas a los centinelas eran sendos bustos, en mármol igualmente blanco. Las otras sí pude reconocerlas: se trataba de una réplica de las amazonas que se guardan actualmente en el Museo Capitolino de Roma.
    Los bustos, en cambio, me resultaron irreconocibles. Y sin poder contener mi curiosidad, pregunté a José por el significado de aquellas cabezas, sostenidas sobre magníficos pedestales cilíndricos.
    El de Arimatea hizo un gesto de disgusto. Y casi a regañadientes me explicó que eran los bustos del César. Uno, situado a la izquierda de la puerta, representaba a Tiberio adolescente. El otro, al Emperador en la actualidad.
    … Esas estatuas -continuó José- fueron motivo, hace ya algunos años, de grandes lamentos y dolor para mi pueblo. Nada más llegar a Judea, Poncio Pilato -según el testimonio del anciano- situó dichas imágenes en Jerusalén, aprovechando la oscuridad de la noche. El pueblo judío no aceptaba la presencia de imágenes, ni siquiera las del Emperador romano, y aquello provocó una revuelta.
    Miles de hebreos acudieron a Cesarea, la capital de los invasores, suplicándole al procurador que retirara las estatuas y que respetase así la tradición y las creencias de la nación judía. Pero Pilato no prestó atención, negándose a quitar las imágenes de Tiberio. Durante cinco días y cinco noches, los judíos permanecieron en torno a la casa del procurador. En vista de la situación, Poncio convocó a la multitud y, cuando todos creían que el gobernador romano se disponía a ceder, las tropas rodearon a los hebreos. El procurador les advirtió entonces que, si no recibían las imágenes, aquellos tres escuadrones les despedazarían. Y a una orden de Pilato, los legionarios desenvainaron sus espadas. La muchedumbre, desconcertada, se echó rostro en tierra, gimiendo y gritando que preferían morir a ver profanada su ciudad santa. Pilato, conmovido y maravillado por esa actitud, terminó por consentir, ordenando que los bustos del César fueran retirados de Jerusalén y trasladados al interior del cuartel general romano: la torre Antonia.
    Sin poder evitarlo, me levanté del asiento y, pausadamente, me acerqué al primer busto.
    Pero aquel rostro aniñado, con un flequillo perfectamente recortado sobre la frente, no me dijo nada. Y me dirigí entonces a la segunda efigie. Al pasar frente a los legionarios, ambos me siguieron con la mirada.
    Aquel segundo busto representaba a un Tiberio adulto, de unos cincuenta años (el Emperador fue designado César en el año 14 de nuestra Era, cuando contaba 55 años de edad), pero sumamente favorecido. En mi adiestramiento previo a esta misión y de cara sobre todo, a la entrevista que estaba a punto de celebrar con Poncio Pilato, yo había recibido una exhaustiva información sobre la figura y la personalidad de Tiberio . Allí, siguiendo lógicamente las pautas de los artistas de la época, que ocultaban los defectos de las personas a quienes inmortalizaban en piedra o bronce, no aparecían las múltiples úlceras que cubrían su rostro, ni su calvicie, ni tampoco la ligera desviación hacia la derecha de su nariz o el defecto de su oreja izquierda, más despegada que la del otro lado. (Estos dos últimos defectos aparecen con claridad en el llamado busto de Mahón, realizado cuando Tiberio no era aún Emperador.) Sí se observaba, en cambio, una boca caída, consecuencia de la pérdida de los dientes.
    Excepción hecha de estas «concesiones», el artista sí había plasmado con exactitud la cabeza de aquel polémico e introvertido César: un rostro triangular, de frente ancha y barbilla puntiaguda y breve. En su conjunto, aquel busto emanaba el aire filántropo, resentido y huidizo que caracterizó a Tiberio y que iba a jugar un papel decisivo en la voluntad de su procurador en la Judea a la hora de salvar o condenar a Jesús de Nazaret. (Pero dejemos que sean los propios acontecimientos los que hablen por sí mismos.) De pronto se abrió la gran puerta. José, como yo, acudió presuroso hasta el umbral. Como si hubiera actuado sobre ellos un resorte mecánico, los soldados retiraron sus lanzas, dejando paso a un individuo que vestía la toga romana de los plebeyos. Apenas si tuve tiempo de fijarme en él. Al otro lado, un centurión sostenía la hoja de la puerta. En su mano izquierda sostenía una tablilla encerada, idéntica a la que había visto en el puesto de guardia. Pronunció nuestros nombres y, con una sonrisa, nos invitó a entrar.
    Aquel salón, más amplio que el vestíbulo, me dejó perplejo. Era ovalado y con las paredes totalmente forradas de cedro. El piso, de madera de ciprés, crujió bajo nuestros pies mientras nos aproximábamos, siempre en compañía del oficial, al extremo de la sala donde aguardaba un hombre de baja estatura: Poncio Pilato.
    Al vernos, el procurador se levantó de su asiento, saludándonos con el brazo en alto, tal y como siglos más tarde lo harían los alemanes de Hitler. Al llegar junto a la mesa, José hizo una ligera inclinación de cabeza, procediendo después a presentarme. Instintivamente repetí aquella ligera reverencia, sintiendo cómo el gobernador de la Judea me perforaba con sus ojos azules y «saltones» . Poncio volvió a sentarse y nos invitó a que hiciéramos lo mismo. El centurión, en cambio, permaneció en pie y a un lado de aquella sencilla pero costosa mesa de tablero de cedro y pies de marfil. No llevaba casco, pero si portaba sus armas reglamentarias: espada en su costado izquierdo (al revés que la tropa), un puñal y, por supuesto, la cota de mallas. Su atuendo era muy similar al de los legionarios, a excepción de su capa y del casco.
    Mientras el anciano de Arimatea le hablaba en griego, ofreciéndole el ánfora de vino, Pilato -que no me quitaba ojo de encima- tuvo que notar que la curiosidad era mutua. Sinceramente, la imagen que yo había podido concebir de aquel hombre distaba mucho de la realidad. Su escasa talla -quizá 1,50 metros- me desconcertó. Era grueso, con un vientre prominente, que el procurador intentaba disimular bajo los pliegues de una toga de seda de un difuminado color violáceo y que caía desde su hombro izquierdo, envolviendo y fajando el abdomen y parte del tórax. Bajo este manto, Poncio lucía una túnica blanca hasta los tobillos, igualmente de seda y con delicados brocados de oro a todo lo largo de un cuello corto y grueso.
    Desde el primer momento me sorprendió su cabello. No podría asegurarlo pero casi estoy seguro que había recurrido a un postizo para ocultar su calvicie. La disposición del pelo - cayendo exagerada y estudiadamente sobre la frente- y el claro contraste con los largos cabellos que colgaban sobre la nuca en forma de «crines», delataban la existencia de una peluca rubia. Poco a poco, conforme fui conociendo al procurador, observé un afán casi enfermizo por imitar en todo a su Emperador. Y el postizo parecía ser otra prueba. La calvicie - según todos los historiadores- era una de las características de los «claudios». Tiberio había perdido el cabello desde su lejana juventud, utilizando al parecer pelucas rubias, confeccionadas -según Ovidio- con las matas de pelo de las esclavas y prisioneras de los pueblos bárbaros. Otros emperadores, como Julio César y Calígula, presentaban esta enfermedad. Séneca describe magistralmente el grave complejo de Calígula como consecuencia de su calvicie: «Mirarle a la cabeza -dice el español- era un crimen...» Por supuesto, y curándome en salud, procuré mirar lo menos posible hacia el postizo de Pilato...
    Una caries galopante había diezmado su dentadura, salpicándola de puntos negros que hacían aún más desagradable aquel rostro blanco, hinchado y redondo como un escudo. Poncio, consciente de este problema, había tratado de remediar su malparada dentadura, haciéndose colocar dos dientes de oro en la mandíbula superior y otro en la inferior. Aquellas prótesis, además, denunciaban su privilegiada situación económica. Pilato lo sabía y observé que -aunque no hubiera motivo para ello- le encantaba sonreír y enseñar «sus poderes» .
    A pesar de su apuradísimo rasurado y del perfume que utilizaba, su aspecto, en general, resultaba poco agradable. También -creo yo- la descripción física de Poncio Pilato encajaba con la clasificación tipológica que había hecho Ernest Kretschmer. Al menos, desde un punto de vista externo, coincidía con el llamado tipo «pícnico». Pero lo que realmente me interesaba era su forma de ser. Era vital poder bucear en su espíritu, a fin de entender mejor sus motivaciones y sacar algún tipo de conclusión sobre su comportamiento en aquella mañana del viernes, 7 de abril.
    El procurador agradeció el obsequio de José y, cayendo sobre mí, me preguntó entre risitas:
    -¿Y cómo sigue el «viejecito»?
    Yo sabía que el carácter áspero y la extrema seriedad de Tiberio -ya desde su juventud- le habían valido este apelativo. Y traté de responder sin perder la calma:
    -En mi viaje hacia esta provincia oriental he tenido el honor de verle en su retiro de la isla de Capri. Su salud sigue deteriorándose tan rápidamente como su humor...
    -¡Ah! -exclamó el procurador, simulando no conocer la noticia-. Pero, ¿es que ha vuelto a Capri?
    Aquello terminó de alertarme. Pilato, con aquellas y las siguientes preguntas, trataba de averiguar si yo formaba parte del grupo de astrólogos que rodeaba a Tiberio y que Juvenal (años más tarde) calificaría irónicamente como «rebaño caldeo». La suerte estaba echada. Así que procuré seguirle la corriente...
    Como medida precautoria, Caballo de Troya habla establecido que, mientras durase mi reunión con Pilato, la conexión auditiva con el módulo fuera prácticamente permanente. La información auxiliar de Santa Claus, nuestro ordenador, podía resultar de gran utilidad. De ahí que, durante toda la entrevista, yo permaneciese con la mano derecha pegada a mi oreja, simulando dificultad para oír a mi interlocutor. En realidad, como ya expliqué, esta argucia permitía que las voces de los allí reunidos pudieran llegar con nitidez hasta Eliseo...
    -Comprendo que las noticias te lleguen con demora -fingí-, y que aún no estés informado del retiro voluntario del Emperador en Capri. Allí permanece en la actualidad en compañía de su amigo y maestro de astrólogos, el gran Trasilo.
    Poncio no se daba por vencido. Aquella delicada situación parecía divertirle.
    -Entonces -repuso el procurador sin abandonar aquella falsa sonrisa- habrá llevado consigo a su médico personal, Musa...
    La nueva trampa de Pilato tampoco dio fruto. Yo sabía que Antonio Musa había sido el galeno de su antecesor, Augusto. Pero, ¿cómo podía rectificar al supremo jefe de las fuerzas romanas en la Judea sin herir su retorcido ánimo?
    -No, procurador. Sé que Tiberio admiró los cuidados de Musa para con su padrastro, pero el Emperador ha preferido llevarse al no menos prudente y eminente Charicles. Según mis noticias, Tiberio le llama de vez en cuando a cualquiera de las doce villas de Capri donde habita.
    Pilato empezó a juguetear con el pequeño falo de marfil que colgaba de su cuello. Aquel adorno -tan corriente en la Roma imperial- vino a demostrarme algo que ya sospechaba: aquel romano era profundamente supersticioso. La presencia de falos eh todo tipo de adornos, collares, anillos, muebles, pinturas, etc. estaba motivada por el afán de los ciudadanos romanos de atraer a la fortuna y evitar la desgracia .
    -Sí -murmuró con un cierto desprecio en sus palabras-, Tiberio siempre ha sido un hombre enfermizo... Y todos padecemos a veces su irritabilidad. Supongo, Jasón, que su debilidad será cada vez mayor...
    En aquellos comentarios había parte de verdad. Pero, entre esas verdades a medias, también se ocultaban nuevos ataques a mi profesionalidad como supuesto astrólogo y, en definitiva, a mi conocimiento del César.
    -Puedo asegurarte -repuse- que Tiberio conserva toda su fuerza. Es capaz, como tú muy bien sabes, de perforar una manzana verde con el dedo. Su senectud (Tiberio contaba en el año 30 unos 73 años) no ha disminuido su fuerza, aunque sí su vista... Y en algo sí estoy de acuerdo con tu sabia opinión. El Emperador es un hombre atormentado por su destino. No supo elevarse por encima de las adversas circunstancias del divorcio que le impuso Augusto. Jamás olvidará a su gran amor: Vipsania. Esto, el carácter posesivo y la ambición de su madre, Livia, y esas repulsivas úlceras que afean su rostro han terminado por transformarle en un hombre tímido, resentido y huidizo.
    (En ese instante intervino Eliseo, comunicándome que, según Plinio el Viejo, en su Historia Natural específica que Tiberio era uno de los hombres con mejor vista del mundo. Era capaz de ver en las tinieblas -como las lechuzas-, aunque durante el día sufría de miopía. Esta fue -según Dión (Historia de Roma)- una de las razones que alegó para no aceptar el imperio.) -… Tímido, resentido, huidizo y cruel -remató Pilato con gesto grave, al tiempo que cruzaba una mirada con su centurión.
    En mi opinión, el procurador se daba por satisfecho con mi «representación». Desde ese momento, sus preguntas y comentarios no fueron ya tan venenosos. Sin embargo, aquellas afirmaciones habían empezado a arrojar luz sobre el comportamiento de Poncio respecto al Emperador y, especialmente, a su criterio personal en relación con Tiberio y sus acciones. Por un lado, como tuve oportunidad de verificar, Poncio Pilato gustaba de imitar a su César. Por otro, le odiaba y temía con la misma intensidad. Aquellos últimos años de Tiberio, desde poco antes de su retiro a Capri, fueron de auténtico terror. Suetonio lo describe, asegurando que «el furor de las denuncias que se desencadenó bajo Tiberio, más que todas las guerras civiles, agotó al país en plena paz».
    Se espiaban todos y todo podía ser motivo de secreta delación al César. El carácter desconfiado de Tiberio alimentó -y no poco- esta oleada de denuncias. Y cuando algún hombre valeroso -como fue Calpurnio Pisón- levantaba su voz, protestando por esta situación, el César se encargaba de aniquilarlo. Tiberio veía traidores y traiciones hasta en sus más íntimos amigos y colaboradores. El terror tiberiano llegó a tales extremos que, según cuenta Suetonio, «se espiaba hasta una palabra escapada en un momento de embriaguez y hasta la broma más inocente podía constituir un pretexto para denunciar».
    Esta gravísima situación -de enorme trascendencia, en mi opinión, a la hora de juzgar el comportamiento de Pilato con Jesús de Nazaret- queda perfectamente dibujada con el suceso protagonizado por Paulo, un pretor que asistía a una comida. Séneca lo cuenta en su obra La Beneficencia: El tal Paulo llevaba una sortija con un camafeo en el que estaba grabado el retrato de Tiberio César. Pues bien, el bueno de Paulo, apremiado por una necesidad fisiológica, cometió la imprudencia de coger un orinal con dicha mano. El hecho fue observado por un tal Maro, uno de los más conocidos delatores del momento. Pero un esclavo de Paulo advirtió que el delator espiaba a su amo y, rápidamente, aprovechándose de la embriaguez de éste, le quitó el anillo del dedo en el momento mismo en que Maro tomaba a los comensales como testigos de la injuria que iba a hacerse al emperador, acercando su efigie al orinal. En ese instante, el esclavo abrió su mano y enseñó el anillo. Aquello salvó al descuidado Paulo de una muerte segura y de la pérdida total de sus bienes que -según la «ley» de Tiberio- iban a parar siempre a manos del delator. Esto y los viejos odios eran las causas más comunes en todas las delaciones.
    Poncio Pilato, naturalmente, conocía estos hechos y temía -como cualquier otro ciudadano de Roma- ser el blanco de los muchos delatores profesionales o aficionados que pululaban entonces. En el escaso tiempo que permanecí cerca de él intuí que Pilato no era exactamente un cobarde. El hecho de representar al César en una provincia tan difícil y levantisca como Israel le presuponía ya, al menos teóricamente, como un hombre de cierto temple . Y, aunque fue un error político, bien que lo demostró negándose a retirar las imágenes del César situadas en Jerusalén, u apropiándose del tesoro del templo para la construcción de un acueducto. Creo, en honor a la verdad, que aquel procurador podía sentir -y así ocurriría el viernes- miedo de la situación que padecía en aquellos años el imperio, no de la verdad, cuando ésta surge limpia y directamente entre dos hombres. Pilato se presentaba ante mí como un hombre inestable emocionalmente, pero no como un cobarde, tal y como se ha pretendido siempre. (Este, como veremos, más adelante, debería ser otro concepto a revisar, en especial por la Iglesia Católica.) -Tímido, resentido, huidizo y cruel -repitió el procurador, sumido en pensamientos inescrutables.
    El silencio cayó como un fardo sobre la estancia. José, que parecía no dar crédito a cuanto llevaba escuchado, se removió nervioso en su silla de cuero.
    Aquel mismo y violento silencio debió sacar a Pilato de las profundidades de su mente y, adoptando un tono más conciliador, preguntó de nuevo:
    -Pero, cuéntame, Jasón: ¿a qué se dedica ahora el emperador...? ¿Qué hace...?
    Como ya te he comentado, entiendo que Tiberio ha escapado de Roma..., huyendo de sí mismo.
    Intencionadamente hice una pausa. Los ojos de Poncio chispearon. Y asintió con la cabeza...
    -… Su mortal enemigo -proseguí- es su resentimiento o su falta de generosidad. Y los astros -deslicé con toda intención-, anuncian hechos que conmoverán al Imperio. Ahora se dedica a pasear en solitario, como siempre, por los abruptos acantilados de Capri. No habla con nadie, a excepción de sus astrólogos y puedo asegurarte que su desconfianza e inestabilidad senil son tales que, incluso, está asesinando a mis compañeros.
    -¿Está matando a sus astrólogos? -me interrumpió el gobernador con un rictus de incredulidad. Aquella noticia, al parecer, no había llegado aún a la remota Palestina. Y procuré aprovecharlo.
    -Así es, procurador. Su demencia está comprometiendo a cuantos le conocen. Cada tarde, Tiberio recibe a un astrólogo. Lo hace en la más alta de las doce villas que mandó construir en la isla y que, como sabes, están dedicadas a otros doce dioses. Pues bien, si el emperador cree que el astrólogo de turno no le ha dicho la verdad en sus presagios, ordena al robusto esclavo que le acompaña que, a su regreso del palacio, arroje al caldeo por los acantilados...
    Pilato sonrió maliciosamente y, señalándome con su dedo índice, preguntó sin rodeos:
    -¿Y tú...? ¿Cómo es que sigues con vida?
    -Procuré seguir los consejos de mi maestro, Trasilo, y los que me dictó mi propio corazón. Es decir, la dije la verdad al Emperador...
    (Eliseo me transmitió entonces el texto de una leyenda que circuló en aquella época y que - e ser cierta- pone de manifiesto la ya citada dureza de carácter de Tiberio. «Cuando Trasilo fue llamado por el César para que le anunciara su porvenir, aquél, palideciendo, le advirtió valerosamente que le amenazaba un gran peligro. Tiberio, confortado con su lealtad, le besó, tomándole como el primero de sus astrólogos.») Pilato no pudo contener su curiosidad y estalló:
    -¿Y cuáles son esos hechos que -según tú- conmoverán a todo el Imperio?
    -Hemos leído en los astros y éstos auguran un gravísimo suceso, que afectará, sobre todo, al Emperador...
    Yo gozaba en aquellos momentos de la enorme ventaja de conocer la Historia. Estábamos en el año 30 y procuré centrar mis «predicciones» en el futuro inmediato.
    -¡Sigue!, ¡sigue...! -me apremió Poncio, empujándome simbólicamente con sus manos cortas y regordetas, entre cuyos dedos sonrosados destacaba el sello de ónice de su procuraduría.
    -Sejano...
    Al oír aquel nombre, pronunciado por mí con una bien estudiada teatralidad, del procurador palideció. En aquel tiempo -y especialmente desde que el César se había retirado a Capri (año 26 d. J. C.)-, Aelio Sejano, comandante en jefe de las fuerzas pretorianas de Roma y hombre de confianza de Tiberio, era el auténtico «emperador». La mal disimulada ambición de este general y su influencia sobre Tiberio le habían convertido en un segundo horror para los ciudadanos del Imperio. Su poder era tal que su imagen llegó a figurar, junto a la del César, en los puestos de honor de la ciudad, en las insignias de las legiones y hasta en las monedas . Sus verdaderas intenciones -llegar a sustituir a Tiberio en el Imperio- le condujeron a todo tipo de desmanes, intrigas y asesinatos. Intentó, incluso, casarse con una de las nietas de Tiberio (posiblemente con Julia Livila, hija de Germánico), pero el César le dio largas, truncando así las esperanzas de Sejano de borrar el origen oscuro y humilde de su cuna. Hombre frío y calculador, el lugarteniente de Tiberio fue eliminando a los posibles sucesores del Emperador, iniciando una brutal ofensiva contra Agripina (nieta de Augusto) y sus hijos (Nerón I, Druso III, Caio -más conocido por Calígula-, Agripina II, Drusila y Julia Livila). Estos ataques de Sejano empezaron por dos prestigiosos representantes del partido de Agripina: Silio y Sabino. El suicidio del primero, gran militar, en el año 24 después de Cristo para no ser ejecutado, y el proceso y posterior asesinato del segundo (año 28 d. J.C.), sumieron a Roma y a sus provincias en la angustia. Tácito confirma estos hechos: «Jamás -dice- la consternación y el miedo reinaron como entonces en Roma.» Poncio Pilato y el centurión que nos acompañaba sabían muy bien quién era Sejano y cuál su poder. La Historia, como ya cité, y muy especialmente la Iglesia Católica, deberían haber explicado al mundo, o cuando menos, a los que se dicen creyentes, el funesto influjo que ejercía sobre todo el Imperio (precisamente en aquellos cruciales años) el primer ministro de Tiberio.
    Sólo así -conociendo el férreo y despótico gobierno de Sejano y la no menos cruel actitud del César- puede empezar a intuirse por qué Pilato iba a «lavarse las manos» en el proceso contra el Maestro de Galilea. Todos los gobernadores romanos de provincias -y no digamos Poncio- sabían que sus cargos y vidas pendían de un simple hilo. El menor escándalo, murmuración o denuncia les llevaba irremisiblemente a la destitución, destierro o ejecución. Como veremos en su momento, el procurador romano en Israel -ante la amenaza de los judíos de acusarle ante el César de permitir que uno de aquellos hebreos se proclamase «rey»- prefirió doblegarse, evitando así un enfrentamiento con el implacable Sejano o con Tiberio, a cual más intransigente...
    Estimo, por tanto, que dadas las circunstancias sociales, políticas y de gobierno de aquel año 30 en el Imperio, el acto de Pilato no fue de cobardía, sino de «diplomática prevención». Entre ambos términos, creo, hay una clara diferencia que -aunque no justifica la determinación del representante del César (o de Sejano en este caso)- sí ayuda a comprenderle mejor.
    -¿Qué tiene que ver ése -preguntó Pilato en tono despectivo- con tus augurios?
    Caballo de Troya había sopesado minuciosamente aquella entrevista mía con el procurador romano. Y aunque estaba previsto que intentara ganarme su confianza y amistad -de cara, sobre todo, a obtener una mayor facilidad de movimientos por el interior de la Torre Antonia en la mañana del viernes-, los hombres del general Curtiss habían estimado que no era recomendable advertir a Poncio Pilato de la trágica caída de Sejano en el año 31. Si el procurador llegaba a creer a pie juntillas esta «profecía» (que se cumpliría, en efecto, el 18 de octubre de dicho año), su miedo a Sejano podía desaparecer en parte, pudiendo cambiar así su decisión de ejecutar a Jesús. Esto, lógicamente, iba en contra de la más elemental ética del proyecto. Éramos simples observadores y cualquier maniobra que pudiese provocar una alteración de la Historia nos estaba rigurosamente prohibida.
    Así que me limité a exponerle una parte de la verdad.
    -Los astros se han mostrado propicios -le dije, adoptando un aire solemne- a Sejano. Su poder se verá incrementado por el nombramiento de cónsul... .
    Pilato, tal y como suponía, concedió crédito a mis augurios. Al escuchar el «vaticinio» abandonó la mesa, situándose de cara al extenso ventanal que cerraba aquel arco del salón. Así permaneció durante algunos minutos, con las manos a la espalda y la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante.
    -Así que cónsul... -murmuró de pronto. Y sin volverse, me rogó que prosiguiera.
    -Pero eso no es lo más grave -añadí, fijando mi mirada en la del centurión-. Los astros señalan una grave conjura contra el Emperador...
    No pude seguir. Pilato se volvió, fulminándome con la vista.
    -¿Lo sabe Tiberio?
    -Mi maestro, Trasilo, se encargó de anunciárselo poco antes de mi partida de Capri.
    -Bueno -recapacitó el procurador-, las cohortes de Siria están inquietas por culpa de Sejano... Pero no hace falta ser astrólogo para esperar que un día u otro...
    -Es que los astros -le interrumpí utilizando toda mi capacidad de persuasión- han señalado un nombre...
    Pilato no dijo nada. Recogió su larga túnica y se sentó muy lentamente, sin dejar de observarme.
    Yo miré al centurión, simulando una cierta desconfianza por la presencia de aquel oficial pero Poncio -captando mi actitud- se apresuró a tranquilizarme:
    -No temas. Civilis es mi primipilus . Toda la legión está bajo su mando. Habla con entera libertad... Aquí -argumentó Poncio señalando el salón donde nos encontrábamos- no hay agujeros artificiosamente preparados, como ocurrió con el ingenuo Sabino... Sejano...
    -¿Ese bastardo? -prorrumpió el procurador, soltando una sonora carcajada .
    Y en uno de aquellos bruscos cambios de carácter, Pilato golpeó la mesa con su puño, haciendo saltar algunos de los pergaminos y papiros, perfectamente enrollados y apilados sobre una bandeja de madera. Algunos de aquellos documentos o cartas de piel de cabra, ternero o cordero -que los romanos llamaban «membrana»- rodaron por el tablero, cayendo a los pies del oficial. Éste se apresuro a recogerlos, mientras el procurador, nervioso y evidentemente confundido, se aferraba a su marfileño amuleto fálico.
    -¿Estás seguro? -balbuceó Poncio.
    Pero antes de que tuviera oportunidad de responderle, miró al centurión, interrogándole a su vez:
    -¿Qué sabes tú?
    El oficial negó con la cabeza, sin despegar siquiera los labios.
    -Una conjura contra Tiberio...
    Pilato hablaba en realidad consigo mismo. Se llevó los dedos a la cara, acariciándose el mentón en actitud reflexiva y, al fin, levantando los ojos hacia el techo, me preguntó como si acabara de pillarme en un error:
    -A ver si lo he comprendido... La astrología dice que los dioses están de parte de Sejano...
    Pero tú acabas de anunciar también que prepara una conjura contra el César... Si eso fuera así, y puesto que dices que Tiberio está informado, ¿cómo es posible que el jefe de los pretorianos siga gozando de la confianza del Emperador? ¡Responde!
    Pilato había vuelto a mirarme de frente. Y con una fiereza que hizo temblar a José de Arimatea.
    Pero yo sostuve su mirada. Tal y como habíamos previsto, el procurador romano había mordido el anzuelo.
    Con toda la calma de que fui capaz entré directamente en busca de lo que realmente me había llevado hasta allí.
    -Existe un plan...
    Poncio se apaciguó. Ahora estoy seguro que mi imperturbable serenidad le desarmó.
    -¡Habla...!
    -Pero antes -repuse-, quisiera solicitar de ti un pequeño favor...
    -¡Concedido!, pero habla. ¡Habla...!
    -Sabes que, además de mis estudios como astrólogo, me dedico al comercio de maderas.
    Pues bien, un rico ciudadano romano de Tesalónica ha sabido del maravilloso sistema de calefacción subterránea que Augusto mandó construir bajo el suelo de su triclinium (comedor imperial). Toda Roma está enterada de tu exquisito gusto y de que has mandado colocar bajo tu triclinium otro sistema parecido. He recibido el encargo expreso y encarecido de este amigo mío de Grecia de consultarte -si lo estimas prudente- algunos detalles técnicos sobre su instalación. Soy portador de una carta, en la que te ruega me permitas hacer algunas consultas al respecto...
    Y acto seguido rescaté de mi bolsa de hule el pequeño rollo de pergamino, meticulosamente lacrado y confeccionado por los hombres de Caballo de Troya . Se lo extendí a Pilato que, a decir verdad, no salía de su asombro.
    Después de leer el mensaje de mi inexistente amigo lo dejó caer sobre la mesa, visiblemente satisfecho por tanta adulación.
    -No sabía que en Roma conocieran...
    Asentí con una sonrisa.
    -Bien, concedido. Mañana mismo podrás hacer todas las preguntas que creas conveniente...
    -Mañana, estimado procurador -le interrumpí- no podré acudir a la fortaleza Antonia. Pero sí el viernes.
    -No se hable más: el viernes.
    -No deseo abusar de tu consideración -forcé-, pero, tú sabes lo difícil que resulta el acceso a tu residencia. ¿Podrías proporcionarme una orden o un salvoconducto, que facilitara mi trabajo?
    Poncio empezaba a perder la paciencia. Y con un gesto de desgana indicó al centurión que le acercase uno de los rollos que se alineaban en un amplia estantería, empotrada a espaldas del oficial y que, a simple vista, debía reunir un centenar largo de rollos. El procurador enderezó el papiro y, tomando una pluma de ganso, garrapateó una serie de frases con una letra casi cuadrada y en latín.
    -Aquí tienes -comentó un tanto molesto, mientras me hacía entrega de la orden-. El viernes, cuando presentes esta autorización, deberás preguntar por Civilis... Y ahora, por todos los dioses!, habla de una vez.
    «¡Bravo!» La exclamación de mi compañero Eliseo desde el módulo me hizo recobrar el ánimo.
    -Cuanto voy a relatarte -repuse bajando un poco el tono de la voz- es sumamente secreto.
    Sólo el Emperador y algunos de sus íntimos en Capri, entre los que se encuentra mi maestro, Trasilo, lo saben. Espero que tu proverbial prudencia sepa guardar y administrar cuanto voy a revelarte.
    »Tiberio, como te dije, no es ajeno a esa conjura. Él sabe, como tú, de las intrigas de Sejano y de su responsabilidad en las muertes y destierro de Agripina y de sus hijos. Pero ha dado órdenes secretas para que Antonia y su nieto Calígula viajen hasta Capri y se pongan bajo su protección...
    Poncio Pilato permaneció boquiabierto, como si estuviera viendo a un fantasma. Al fin, casi tartamudeando, acertó a expresar:
    -¡Calígula...! Claro, el bisnieto de Tiberio... ¡El «Botita»!... . Entonces, si los planes del César se cumplen -comentó dirigiéndose a su jefe de centuriones-, ya podemos imaginar quién será su sucesor...
    Después, como si todo aquello resultase sumamente confuso para su mente, volvió a interrogarme:
    -Pero, ¿qué dicen los astros sobre la vida de Tiberio? ¿Durará mucho?
    Mi respuesta -tal y como yo pretendía- desarboló el incipiente entusiasmo del procurador, que parecía soñar con la desaparición del rígido y cruel Tiberio.
    -Lo suficiente como para que aún corra mucha sangre...
    (Yo sabía, obviamente, que la muerte del César no se produciría hasta el año 37.) La súbita irrupción de uno de los sirvientes del procurador en el salón oval -anunciándole que el almuerzo se hallaba a punto- vino a interrumpir aquella conversación. Yo, sinceramente, respiré aliviado.
    Pero Pilato, entusiasmado y agradecido por mis revelaciones, nos rogó que le acompañásemos. José y yo nos miramos y el de Arimatea -que no había abierto la boca en toda la entrevista- accedió con gusto.
    (Yo no podía sospechar que, esa misma tarde, tendría la ocasión de presenciar un hecho que resultaría sumamente ilustrativo para comprender mejor el oscuro suceso de la huida de los guardianes de la tumba donde iba a ser sepultado Jesús de Nazaret.) Algo más relajados, los cuatro nos dirigimos hacia el extremo opuesto donde habíamos mantenido la entrevista. El procurador, adelantándose ligeramente, nos fue conduciendo hacia un recogido triclinium, separado del «despacho» oficial por unas cortinas de muselina semitransparente.
    La rapidez con que habíamos sido introducidos en aquel salón oval y la circunstancia de haber permanecido todo el tiempo en el sector norte, de espaldas al resto, me habían impedido observarlo con detenimiento. Mi misión en la mañana del próximo viernes me obligaba a conocer lo más exactamente posible la distribución del mismo. Así que aproveché aquellos instantes para -simulando un interés especial por un busto alojado en un amplio nicho practicado en el centro de la pared que albergaba también la biblioteca de Pilato- «fotografiar» mentalmente cuantos detalles pude.
    Poncio se detuvo al ver que me quedaba rezagado. Me incliné ligeramente sobre aquel pequeño busto de bronce, reconociendo con sorpresa que se trataba de una efigie idéntica (quizá fuera la misma) a la que yo había contemplado durante mi entrenamiento en el Gabinete de Medallas de la Biblioteca de París. En este busto del emperador Tiberio se apreciaba en su boca el característico rictus de amargura del César.
    -¡Hermoso! exclamé.
    Y el romano, con una irónica sonrisa, preguntó:
    -¿Quién? ¿El César o el busto?
    -La escultura, por supuesto. En mi opinión -añadí señalando el gesto de la boca- es uno de los pocos que le hacen cierta justicia...
    -Me gusta tu sinceridad, Jasón -repuso el procurador, acercándose hasta mí y golpeando mi espalda con una palmadita.
    -¿Sabes? Me gustaría adivinar qué dirá la Historia de este tirano...
    -Eso -le respondí-, precisamente eso: «Aquí yace un déspota cruel y un tirano sanguinario...» Poncio Pilato no podía sospechar siquiera que yo le estaba anunciando el epitafio que sus biógrafos escribirían sobre su tumba en el año 37. Aunque también es cierto -y en esto comparto la opinión del gran historiador Wiedermeister- que si Tiberio hubiera nacido en el año 6 antes de Cristo, la Historia le hubiera dedicado una frase muy distinta: «Aquí yace un gran estratega.» -Yo, en cambio, haría cincelar su frase favorita: «¡Después de mi, que el fuego haga desaparecer la tierra!» Pilato llevaba razón. Tal y como recogen Séneca y Dión, ésa era la frase más repetida por Tiberio.
    A derecha e izquierda del busto del César, clavadas en sendos pies de madera, habían sido situadas la enseña de la legión y el signo zodiacal de Tiberio, respectivamente. La primera: un águila metálica (probablemente en bronce dorado), con las alas extendidas y un haz de rayos entre las garras. El segundo, un escorpión, igualmente metálico y con un intenso brillo dorado.
    Estas sagradas insignias romanas aparecían montadas sobre sendas astas de más de dos metros de longitud y provistas de conteras metálicas, con el fin de que pudieran ser clavadas en tierra o, como en este caso, en una base cuadrangular de madera rojiza.
    Siguiendo esa misma pared, el salón presentaba una puerta mucho más sobria y reducida que la del acceso por el vestíbulo. Por allí había hecho su aparición el sirviente y por allí - supuse- podría llegarse hasta las habitaciones privadas del procurador.
    El resto del salón se hallaba prácticamente vacío. En total, contabilizando el reducido comedor que cerraba aquella estancia elipsoidal, el lugar debía medir alrededor de los 18 metros de diámetro superior, por otros nueve de diámetro inferior o máxima anchura. El techo, de unos 13 metros, y totalmente abovedado, me pareció una muestra más del alarde y concienzudo trabajo llevado a cabo por Herodes en aquella fortaleza.
    Pero mi sorpresa fue aún mayor cuando, al separar las cortinas que dividían el triclinium del «despacho», una cascada de luz nos inundó a todos. En lugar de un ventanal gemelo al existente en el otro extremo del salón, los arquitectos habían abierto en el techo un tragaluz rectangular de más de tres metros de lado, cerrado con una única lámina de vidrio. El sol, en su cenit, entraba a raudales, proporcionando a la acogedora estancia una luminosidad y un tibio calor que agradecí profundamente. En el centro se hallaba dispuesta una mesa circular, de apenas 40 centímetros de alzada, cubierta con un mantel de lino blanco, y presidida por un centro de fragantes flores de azahar, casi todas de cidro y limonero. Alrededor de la mesa, y esparcidos por el suelo, se amontonaban un buen número de cojines o almohadones, repletos de plumas, que servían habitualmente de asiento o reclinatorio.
    El ábside que constituía la pared del triclinium -igualmente forrada con madera de cedro- presentaba media docena de lucernas o lámparas de aceite (ahora apagadas). Y en la zona que no era otra cosa que la prolongación de la pared donde yo había contemplado el busto del César descubrí una estrecha puerta, magistralmente disimulada entre las vetas de los paneles de cedro. Por allí, precisamente, fueron apareciendo cuatro o cinco esclavos, todos ellos ataviados con cortas túnicas de color marfileño. Al parecer, procedían de Siria, excepción hecha de un galo de larga melena rubia. En el transcurso de la comida, Pilato me confesaría que aquel bello mancebo era una «joya». Después de no pocos regateos había conseguido comprarlo en el mercado de esclavos de Jerusalén por la nada despreciable suma de mil sestercios (unos 250 denarios de plata).
    Cada uno de aquellos sirvientes era portador de un barreño o lavapiés de cobre, con un pequeño apoyo de madera en el interior, que servía para situar la planta del pie, haciendo así más cómodo el lavado.
    Después del obligado ritual, Poncio me sugirió que no calzara mis sandalias. El y el centurión habían hecho otro tanto. Al principio no comprendí, pero Pilato, sonriendo y señalando el entarimado del piso, aclaró el por qué de aquella sugerencia:
    -Así tendrás la oportunidad de experimentar por ti mismo las excelencias de mi sistema subterráneo de calefacción, que tanto te preocupa...
    Al posar mis pies sobre la madera de ciprés empecé a sentir, en efecto, un calor muy sutil y reconfortante. Sinceramente, quedé maravillado. El circuito de agua caliente que discurría bajo el piso transmitía al suelo la suficiente energía calorífica como para templar la estancia, sin necesidad de chimeneas o incómodas estufas.
    Naturalmente, y conociendo un poco la especial psicología de mi anfitrión, no dudé en hacer grandes elogios de aquel «revolucionario» e ingenioso artilugio, prometiéndole hablar de ello a cuantos dignatarios y cortesanos tuviera la oportunidad de conocer.
    Y mientras los esclavos iban situando sobre la mesa las diferentes viandas, yo aproveché aquellos primeros instantes del almuerzo para -tal y como tenían por costumbre los ciudadanos romanos- obsequiar a Pilato y a Civilis con sendas pequeñas esmeraldas, obtenidas por Caballo de Troya de las minas de Muzo . El proyecto, como ya expuse en su momento, había planeado simplificar mi acceso hasta el procurador romano, mediante este regalo. En principio, la misión me había hecho entrega de dos únicas piedras de «fulgor verde» -como las definió Plinio- que deberían ser obsequiadas a Pilato. Pero, sospechando que mi libertad de movimientos en la jornada del viernes por la Torre Antonia se vería muy condicionada por la voluntad del jefe de los centuriones, decidí sobre la marcha ganarme igualmente su aprecio. Y nada mejor que hacerle entrega de una de aquellas bellísimas esmeraldas, las piedras más cotizadas por el mundo romano después de los diamantes y las perlas .
    Fue la primera -y la única- vez que vi dibujarse una fugaz sonrisa en el rostro casi pétreo de Civilis. Pilato, en cambio, se mostró generoso en aspavientos, jurándome por sus antepasados que no olvidaría mi rostro ni mi nombre. (En realidad me contentaba con que aquel espíritu voluble me recordara, al menos, hasta el viernes...) Y aunque el procurador trataba de imitar al César en muchas de sus formas y actuaciones -especialmente en aquellas que tenían una resonancia pública-, a la hora de comer, en cambio, distaba mucho de la extrema sobriedad de Tiberio.
    El «refrigerio» que habían empezado a servir los esclavos constaba, entre otras «minucias», de erizos de mar y ostras traídas expresamente desde los criaderos artificiales del lago Lucrina; de pollas cebadas y engrasadas sobre empanadas de ostras y otros mariscos como los llamados por Poncio «bellotas de mar» (negras y blancas). Y todo esto, como «entrada».
    El cuarto, quinto y sexto platos fueron aún más sofisticados: solomillo de corzo, pájaros rebozados en harina y algo que no había visto jamás: ubre y empanadas de ubre de cerda. Y, como final, morena procedente del Estrecho de Gades (Cádiz) y dátiles sumergidos en un negro y dulce caldo de las viñas sicilianas.
    Aquel banquete estuvo permanentemente regado con el vino que habla traído José, así como por otros no menos estimables de Lesbos y Chios.
    Dada la época del año y el largo viaje que habían soportado las ostras y el resto de los mariscos, procuré no probarlos, excusándome ante Poncio con una supuesta y aguda dolencia estomacal. Como contrapartida, me vi en la penosa obligación de degustar aquellas ubres de cerda...
    Entre risas y bromas, Pilato me preguntó si había tenido ocasión de paladear manjares como aquellos en la mesa de Tiberio, en Capri. Naturalmente -y con gran regocijo por su parte- le comenté que la frugalidad del César estaba matando de hambre a sus amigos y astrólogos.
    (En una oportuna y rápida intervención del módulo, mi hermano completó mi información, recordándome algunos de los platos favoritos de Tiberio y que Santa Claus había extraído de la Historia Natural de Plinio el Viejo (XIX, 23 y 28): «Casi exclusivamente vegetales y en especial, unos espárragos y pepinos que su jardinero cultivaba en cajones con ruedas para trasladarlos al sol o a la sombra, según el tiempo. También comía unos rábanos que hacía transportar desde la Germania. Estos vegetales fueron motivo de frecuentes disputas con su hijo Druso II porque éste se negaba a probarlos. El Emperador era igualmente un fanático de la fruta. Las peras eran sus favoritas. Tiberio se vanagloriaba de tener en su villa del Tíber el árbol más alto del mundo. Su sobriedad llegaba al extremo de beber -ya en su vejez- un vino agrio de Sorrento, parecido al chacolí vasco.») Cuando fui exponiéndole estos pormenores de la dieta diaria del César, Poncio Pilato --que no estaba muy bien informado sobre este particular- exclamó tras soltar un largo y cavernoso eructo:
    -¡Por Júpiter...! Tiberio bebe vinagre. Ahora comprendo por qué no necesita de médicos. Yo había oído hablar de su sentido del humor, pero no imaginaba que, además, le gustara sufrir...
    Y soltando una de aquellas grasientas empanadas de ubre de cerda, comenzó a reír a carcajadas, al tiempo que hacía una señal al esclavo galo para que le acercara un aguamanil. El mancebo esperó a que su amo hubiera lavado sus manos y, como si se tratase de una costumbre habitual, se inclinó sobre el procurador, ofreciéndole su larga y sedosa cabellera.
    Pilato, sin mirarle siquiera, fue secándose con el pelo del esclavo.
    José y yo cruzamos una mirada de repugnancia.
    Pero Poncio había centrado el tema de la conversación en el conocido sentido del humor de su Emperador y me rogó que le contara algunos de los últimos chistes y anécdotas protagonizados por Tiberio.
    Aquello me pilló tan de improviso que a punto estuvo de costarme un serio percance con el procurador. Y aún sabiendo que lo que iba a relatarle se debe más a la leyenda e invención popular que al rigor histórico, eché mano de una anécdota que circuló por Capri en aquellos años de destierro voluntario del César.
    -Se cuenta -comencé, esperando que Eliseo me ofreciera nueva documentación- que no hace mucho, el Emperador fue asustado por un pescador de la isla, cuando éste se le aproximó para regalarle un pez. Tiberio, con la crueldad que le caracteriza, mandó que le refregaran la cara con el pescado. Y, entre ayes de dolor, el pescador -que debía tener un humor tan especial como el del César- se felicitó por no haberle ofrecido una langosta...
    »Al oír esto, el Emperador -siguiendo el humorístico comentario de su súbdito- hizo que trajeran una langosta con un caparazón erizado de púas, refregándoselo por la cara.
    Pilato asintió con la cabeza, exclamando:
    -Ese es Tiberio...
    Para ese momento, Santa Claus había memorizado ya otros sucesos; algunos, fiel reflejo del profundo desprecio que sentía Tiberio César por sus semejantes.
    Y aún a riesgo de que Poncio los conociera, procedí a relatárselos:
    -Se cuenta también, admirado procurador, que, en cierta ocasión, el Emperador recibió a unos embajadores de Troya, que habían acudido a expresarle su pésame por la muerte del hijo del César. Como estos troyanos llegaron con bastante retraso, Tiberio les respondió: «Yo, a mi vez, os doy el pésame a vosotros por la muerte de vuestro gloriosísimo ciudadano Héctor... » Pilato apuró su enésima copa de vino, reclinándose aún más en los mullidos almohadones de plumas y haciéndome una señal para que prosiguiera.
    -En Roma circula también otra anécdota. Tiberio dio una vez un banquete y los invitados, al entrar en el triclinium observaron que sobre la mesa sólo había medio jabalí. El César, entonces, les hizo ver «que medio tenía el mismo sabor que un jabalí entero»...
    Tal y como empezaba a suponer, los vapores del vino y la comilona no tardaron en hacer efecto. Y Poncio, que intentaba sostener su cabeza sobre la palma de la mano derecha, comenzó a dar súbitas cabezadas.
    En un tono algo más bajo conté el que sería el último suceso:
    -Hubo veces en que ese humorismo disfrazaba una terrible crueldad. Este fue el caso de un acontecimiento ocurrido al poco de ser nombrado Emperador. Como sabéis -proseguí sin perder de vista los cabeceos del gobernador-, cuando Augusto murió dejó en su testamento un importante legado económico, que Tiberio fue repartiendo poco a poco. Pues bien, cierto día acertó a pasar un entierro por delante del Capitolio. Y uno de los presentes se acercó al cadáver, simulando que le hablaba al oído. Tiberio se extrañó y le preguntó por qué había hecho aquello. El bromista le dijo que le había pedido al muerto que le transmitiera a Augusto que él no había cobrado todavía. Tiberio enrojeció de ira y dio orden de que lo matasen, «para que fuera él mismo quien llevase el recado al fallecido emperador Augusto» .
    Al concluir mi exposición, Poncio Pilato yacía ya -boca arriba-, sumido en un profundo sueño.
    Y sigilosamente, por consejo del centurión, abandonamos el comedor, mientras uno de los sirvientes -siguiendo, al parecer, otra rutinaria obligación- iniciaba una más que penosa tarea: hurgar con una pluma en las fauces de su señor, a fin de provocarle el vómito... y pudiera disfrutar de las delicias de la siguiente comida.
    Ya en el vestíbulo, y cuando nos disponíamos a despedirnos de Civilis, otro centurión nos salió al paso. En latín y casi al oído le comunicó algo. El jefe de los centuriones no respondió a las palabras de su compañero. Dudó un instante y, por fin, volviéndose hacia nosotros, trató de excusarse, informándonos que el tribuno de la legión -destacado también con él y sus hombres desde Cesárea- le aguardaba para proceder a la ejecución de una sentencia.
    Aquello era igualmente nuevo para mí y experimenté una gran curiosidad. Pero, aunque no llegué a despegar los labios, Civilis -que parecía leer los pensamientos de cuantos le rodeaban- debió captar mis deseos y, dirigiéndose a José, le hizo saber con un aire de ironía y desprecio hacia su condición de judío:
    -Si así lo deseáis, ahora podéis presenciar una prueba más de la justicia del pueblo romano...
    Ni el anciano ni yo teníamos idea del asunto. Pero la voz del centurión había sonado casi como una orden y nos apresuramos a seguirle. En compañía del otro oficial, Civilis descendió por las escaleras, de mármol, dirigiéndose hacia la derecha del patio porticado. Este se hallaba desierto, con la excepción de aquel legionario que seguía cargando un pesado saco sobre su cuello y hombros y la del centinela que permanecía a su lado. ¿Dónde estaba el resto de la tropa?
    Pronto iba a salir de dudas.
    Al cruzar una de las puertas del ala norte del patio nos encontramos de pronto en una explanada, también al aire libre, de algo más de 300 pies de longitud por otros 150 de anchura.
    Aquel lugar, totalmente cubierto por arena blanca y muy fina, se hallaba dentro del recinto de la fortaleza, ocupando buena parte de su cara norte. El recinto aparecía perfectamente cercado por el muro exterior de la Torre Antonia y por el complejo de edificios de la sede romana en sus restantes alas. En el extremo más oriental se alineaban una decena de tiendas de campaña, ocupando la totalidad de aquel lado del rectángulo al que nos había conducido el oficial y que -según me fue explicando- no era otra cosa que un campo de entrenamiento. Las tiendas, confeccionadas con pieles de cabra y teñidas en un amarillo terroso, presentaban un techo con dos vertientes . Por debajo de estas cubiertas traslucía una serie de listones que constituían el armazón de cada una de estas barracas, capaz para diez hombres. Según Civilis, la afluencia de aquellos miles de hebreos a la fiesta anual de la Pascua les obligaba a reforzar la guarnición de Antonia. Aquellas tiendas de campaña cubrían perfectamente las necesidades de los legionarios que se trasladaban con él desde Cesárea.
    Frente a los «papilio» (nombre que le daban a estas tiendas por la semejanza de sus cortinas, recogidas en la puerta de entrada, con las alas de las mariposas), el ejército romano había plantado media docena de postes de algo más de metro y medio de altura. Todos ellos cargados de muescas, consecuencia de los mandobles que llovían sobre los citados troncos en los entrenamientos. Algunas de las espadas y lanzas, con un peso que doblaba el de los pilum y gladius normales, se hallaban clavadas en la arena. Los escudos y cascos reposaban apoyados sobre aquéllas.
    Varios cientos de legionarios -todos ellos libres de servicio a juzgar por su indumentaria- se habían ido congregando en la explanada, formando corrillos y cambiando impresiones en voz baja.
    Al ver a Civilis, los soldados se apresuraron a abrirle paso, adoptando un respetuoso silencio.
    El jefe de los centuriones se detuvo frente a los postes de entrenamientos, saludando al tribuno y a los centuriones allí reunidos. El primero, mucho más joven que Civilis y que el resto de los oficiales, constituía un mando intermedio, responsable, más que del mando táctico de la legión (que era potestad del jefe de los centuriones), de la jefatura del régimen interior de la misma. En aquella época, sin embargo, su importancia había decrecido notablemente. Una de sus funciones, precisamente, era la de iniciar la ejecución de una pena capital. Su vestimenta era prácticamente la misma que la de los centuriones, si bien su toga o capa era violácea y, generalmente, no portaba armas.
    Los oficiales sostuvieron un brevísimo consejo y, acto seguido, uno de ellos dio la orden para que el reo fuera conducido a la arena. De pronto los legionarios comenzaron a arremolinarse alrededor de otros dos soldados que acababan de entrar en el campo de adiestramiento. Cada uno cargaba sobre sus brazos un buen número de palos de un metro de longitud. Entre empujones, protestas y todo tipo de imprecaciones, medio centenar de romanos se hizo al fin con los bastones. Y el silencio cayó de nuevo sobre aquella masa de energúmenos.
    Al poco, y por la misma puerta por donde habíamos penetrado en la explanada, vimos aparecer a un hombre joven, cubierto con la típica túnica roja de los legionarios, escoltado por dos centinelas.
    Al llegar frente a los centuriones, Civilis le saludó con el brazo en alto. El condenado respondió al saludo y, sin más preámbulos, el jefe de las centurias ordenó a la custodia que le despojaran de su vestimenta. Desde mi posición, a espaldas de los oficiales observé cómo Civilis entregaba su bastón al tribuno.
    Mientras uno de los centinelas sostenía la lanza de su compañero, éste, haciendo presa en el escote de la túnica, dio un fuerte tirón, desgarrándola hasta la cintura. Inmediatamente, el soldado tomó la prenda por la parte baja del desgarrón, abriéndola en su totalidad con otro certero golpe. Arrojó la túnica a la arena, procediendo después a despojar al desdichado de su taparrabo. Una vez desnudo, la guardia y los centuriones retrocedieron unos pasos, dejando al reo en mitad del círculo que habían ido formando los 40 o 50 legionarios que habían conseguido una de aquellas varas. Ante mi sorpresa, aquel infeliz no se movió siquiera. Su rostro había palidecido y sus ojos, desencajados por un creciente terror, parecían ausentes.
    El tribuno se acercó entonces al sirio, tocándole suavemente con el sarmiento que le había cedido Civilis. Y al instante, como impulsados por un odio salvaje e irracional, los legionarios saltaron sobre la víctima, golpeándole entre alaridos e insultos. El joven se llevó instintivamente los brazos a la cabeza, pero la lluvia de golpes era tal que no tardó en doblar las rodillas, con la frente, rostro y orejas materialmente machacados y cubiertos de sangre. Una vez caído, aquellas bestias humanas, sudorosas y jadeantes, arreciaron en sus bastonazos hasta que el legionario terminó por hacerse un ovillo, hundiendo el rostro en la arena. En ese instante, Civilis hizo una señal a uno de los centuriones. Y aquel coloso -de casi dos metros de altura y la envergadura de un oso- se abrió paso a empellones entre la enloquecida chusma. Al verle, los legionarios cesaron en sus acometidas. Y el silencio, apenas roto por las agitadas respiraciones de los apaleadores, reinó nuevamente en el lugar. Aquel centurión -llamado Lucilio y a quien las legiones de Pannonia habían bautizado con el apodo de «cedo alteram» , porque apenas rompía una verga en las espaldas de un soldado pedía otra y otra, diciendo siempre «cedo alteram»-, cuya imagen resultaría ya difícil de borrar de mi mente, jugaría un destacado papel en la flagelación del Maestro de Galilea...
    Lucilio se situó a un metro del reo. Le arrebató el palo a uno de los soldados y levantándolo por encima de su cabeza, descargó un golpe seco y preciso en la nuca del condenado. Al recibir aquel impacto, la cabeza del legionario se dobló y el cuerpo, sin vida ya, se desplomó sobre uno de sus costados.
    El «apaleamiento» -fórmula habitual de ejecución en las legiones romanas- había concluido.
    Mientras los soldados devolvían los bastones y se retiraban lentamente del campo de entrenamiento, uno de los médicos se arrodilló ante la víctima, procediendo a tomar su pulso.
    Pero el golpe de gracia del gigantesco «cedo alteram» había sido decisivo, acortando sin duda los sufrimientos de aquel desertor.
    Civilis, que no parecía alterado en lo más mínimo por aquel sangriento espectáculo, respondió a mi pregunta sobre la causa de aquella ejecución, explicándome que aquel legionario había cometido uno de los peores delitos en que puede incurrir un soldado: el abandono de su puesto de guardia . Después de un consejo sumarísimo, los tribunos y oficiales habían decretado su muerte.
    Aquel trágico suceso -como ya referí anteriormente- me hizo meditar sobre lo que yo había leído, en relación con el supuesto abandono de la guardia por parte de los legionarios que vigilaban la tumba de Jesús. Y un presentimiento empezó a flotar en mi cerebro...
    Si los centinelas romanos sabían qué clase de suerte les aguardaba, en el supuesto que desertaran de la misión que se les encomendaba, ¿cómo encajar entonces aquellos comentarios de numerosos exégetas católicos que afirman «que los centinelas que guardaban el sepulcro huyeron aterrorizados»? (Una vez más, los hechos registrados en aquel amanecer del domingo no iban a coincidir con estas «justificaciones teológicas», tan apresuradas como faltas de rigor.) Al pasar nuevamente por el patio porticado y ver a aquel legionario, con el pesado fardo a cuestas, no pude resistir la tentación e interrogué al centurión, que nos acompañaba ya hacia el túnel de salida de la Torre Antonia. Civilis me aclaró que se trataba de la «ignominia» o castigo menor. A causa de alguna falta -que el oficial no me detalló-, aquel soldado había sido castigado a permanecer durante todo un día con una carga de tierra sobre sus espaldas. (Elíseo me confirmaría que aquel tipo de penalizaciones había sido «inventado» por el anterior emperador Augusto.) La soldadesca había vuelto a sus faenas habituales. Algunos, sentados en bancos de madera de pino, se afanaban bajo los pórticos en la limpieza de sus cinturones y espadas o repasaban sus sandalias. Recuerdo que al ver el calzado de uno de aquellos soldados me llamó la atención la suela. Tomé una de las sandalias y, ante la atónita mirada de su propietario, conté los clavos que habían sido incrustados en la cara externa de la misma. ¡Catorce! Formaban una «S», arrancando desde el tacón y llenando prácticamente la totalidad de dicha suela. (Como también apunté, aquel mortífero calzado iba a ocasionar dolorosas lesiones en el cuerpo de Jesús de Nazaret.) Debían ser las tres de la tarde cuando, tras recuperar mi «vara de Moisés» y saludar a Civilis, José y yo cruzamos el puente levadizo, dando por concluida aquella agitada e instructiva visita a la sede de Poncio Pilato.
    Al vernos entrar en la mansión de José, el saduceo a quien yo había rogado que siguiera los pasos de Judas, el Iscariote, y que nos esperaba desde poco después de la hora sexta (las doce del mediodía), nos besó en la mejilla en señal de bienvenida.
    Ismael ben Phiabi I, descendiente del que fuera sumo sacerdote Simón V también saduceo -y al que nunca podré agradecer lo suficiente su lealtad e información- se acomodó en el patio donde había tenido lugar el almuerzo con Jesús y los griegos y, tras poner a José en antecedentes de la misión que le había encomendado, pasó a relatarnos lo sucedido en el templo. (El de Arimatea -tal y como me había referido Ismael en la explanada de los Gentiles- era otro de los amigos y discípulos de Jesús que, por supuesto, conocía las «irregularidades» de Judas como administrador del grupo, así como su cada vez más abierta oposición a las ideas sobre la naturaleza del reino que predicaba el Maestro.) En el fondo, Ismael reconoció que aquel encuentro conmigo había sido cosa de la Providencia. Mientras se dirigía al interior del templo, en busca de información, el saduceo fue madurando un plan que, al exponérselo a José, éste aprobó al instante. La dimisión de aquellos 19 miembros del Sanedrín -entre los que se encontraba- había sido, quizá, una medida muy precipitada. Los seguidores del Maestro conocían el decreto de «caza y captura» de Jesús y no tardaron en lamentar aquel masivo abandono del supremo órgano de Justicia. Sin un hombre de confianza que pudiera seguir desde dentro los pasos del Sanedrín, la seguridad del rabí de Galilea y de todo el grupo se veía gravemente comprometida. Era menester que alguien simulara el reingreso en el consejo de los 71, actuando como confidente. Y aquélla -meditó Ismael- podía ser la ocasión de oro para estrechar la vigilancia de José, alias «Caifás», y de sus partidarios.
    -Así que, armándome de valor -prosiguió Ismael-, me dirigí a los aposentos del sumo sacerdote, solicitando una entrevista con él. Pero antes, y conociendo como conozco la extrema vanidad y codicia de Caifás, me procuré una copa de oro y plata .
    »No fue muy difícil -sobre todo después de poner en sus manos aquel rico presente- convencer a Caifás de mis «honestas intenciones» de volver al seno del Sanedrín. «Después de profundas reflexiones -le dije- he terminado por comprender que la razón te asiste: resulta blasfemo que este galileo vaya pregonando la resurrección de los muertos...» El sumo sacerdote se alegró de esta decisión mía, encomendándome que abogara cerca del resto de los disidentes para que siguieran mi ejemplo.
    »Gracias a esta argucia, queridos amigos, pude tener acceso esta misma mañana a una reunión informal de Caifás con el Sanedrín y en la que, sin yo imaginarlo, Judas iba a ser uno de los protagonistas...
    Ismael hizo una pausa y tomando mis manos entre las suyas añadió:
    -Y todo te lo debemos a ti, hermano Jasón. Que Dios, bendito sea su nombre, te bendiga.
    En lo más profundo de mi ser empezó a brotar, sin embargo, una incómoda incertidumbre:
    ¿Qué era lo que había ocurrido aquella mañana en el templo? ¿Por qué Ismael agradecía tan efusivamente mi idea de seguir a Judas?
    -Una hora después de la tercia (hacia las diez de la mañana), como os decía, la casi totalidad del Sanedrín se reunió en la sala de las piedras talladas. Durante un buen rato, los allí congregados discutieron la naturaleza de los cargos contra Jesús y, especialmente, la forma del prendimiento y la fórmula a seguir para conducirle hasta la autoridad romana y garantizar la ejecución de la sentencia de muerte, Este último punto es el que todavía preocupa a Caifás y a los escribas y fariseos. Saben que el procurador no es hombre fácil y no han terminado por ponerse de acuerdo sobre los argumentos jurídicos que deben plantearle.
    Según averiguó Ismael, la noche anterior -la del martes y mientras Jesús y sus discípulos regresaban al campamento de Getsemaní-, el Sanedrín había vuelto a reunirse, analizando aquel último discurso del Galileo en la explanada del templo. Todos -por unos u otros motivos- ratificaron las anteriores decisiones del Consejo, apremiando a Caifás para que procediera de inmediato y sin más demoras al arresto de Jesús de Nazaret. Sospechando que el rabí de Galilea no haría acto de presencia en el templo al día siguiente, miércoles, el sumo sacerdote y los consejeros cursaron una nueva y más precisa orden a los levitas para que la captura tuviera lugar antes del viernes. Sin embargo, una pregunta quedó flotando en el aire: ¿cómo prender al impostor sin alterar a las masas y, sobre todo, sin provocar a la guarnición romana, responsable del orden en Jerusalén? El grupo de los saduceos se mostró mucho más radical que el de los escribas y fariseos: votaron por el asesinato del rabí. Sin embargo, los fariseos rechazaron la propuesta por considerarla muy arriesgada.
    -Dices que en la asamblea de esta mañana -interrumpí al saduceo- se han vuelto a exponer los cargos contra el Maestro...
    -Así es.
    -¿Podrías concretármelos?
    -Para los fariseos, los motivos son distintos a los de los saduceos. Aquellos se basan en lo siguiente:
    »Primero: temen a Jesús porque son muy conservadores y no desean que la gente les retire su viejo prestigio como' maestros en religión".
    »Segundo: sostienen que Jesús es un infractor de la Ley. Aseguran que ha violado el sábado y otras muchas ceremonias sagradas.
    »Tercero: consideran una blasfemia que se autoproclame como Hijo del Divino.
    »Y cuarto y último: se sienten ofendidos por esa última denuncia del rabí en el templo.
    »En cuanto a los saduceos, sus deseos de ver muerto a nuestro Maestro se basan en esto:
    »Primero: temen que la creciente simpatía del pueblo por Jesús ponga en grave peligro la existencia de la nación. Los romanos, dicen, no aceptarán jamás un movimiento revolucionario como el que parece predicar Jesús.
    »Segundo: esa extraña doctrina del rabí de Galilea, pregonando la hermandad entre todos los hombres, les parece un insulto. Son ellos los únicos responsables del orden social y tiemblan ante semejante corriente filosófica.
    »Y tercero: la "limpieza" del templo por parte del Maestro, provocando el derribo de las mesas de los cambistas y su retirada del atrio, ha colmado su paciencia. Según mis noticias, sus pérdidas económicas han sido muy cuantiosas... Como supongo que sabes, tanto Caifás como su suegro, Anás, tienen parte en el negocio de los intermediarios y cambistas de monedas... Aunque el Maestro fuera el auténtico libertador de Israel, el sumo sacerdote tiene su corazón ahogado por el odio y el resentimiento y no cejará hasta eliminarlo.
    Ismael miró a José con una profunda tristeza y añadió:
    -Su suerte está echada.
    Traté de no desviar más la conversación y supliqué al saduceo que nos informara sobre lo registrado aquella misma mañana.
    -Pues veréis: Según mis averiguaciones, durante el martes, Judas celebró una reunión con algunos de sus amigos y parientes. Entre los primeros se hallaban saduceos, íntimos de la familia de su padre. Y fueron éstos los que le animaron a dar el paso que, fatídicamente, acaba de dar. El Iscariote les había dicho que, después de mucho meditar, había llegado a la conclusión de que su permanencia en el grupo de Jesús había sido un error.
    -¿Por qué? -volví a interrumpirle, ardiendo en deseos de conocer las verdaderas razones que habían empujado a Judas.
    -Según dijo, el Maestro era sólo un idealista; un soñador bienintencionado, pero no el esperado libertador de Israel. Y añadió que su obsesión era encontrar el modo de retirarse de aquel movimiento de una forma satisfactoria. Esta confesión de Judas fue hábilmente aprovechada por los saduceos, que envolvieron su corazón, asegurándole que su renuncia sería muy bien acogida por los dignatarios sacerdotales. Y llegaron a prometerle, incluso, grandes honores y un reconocimiento público, suficiente como para elevar su prestigio entre los hebreos y borrar esa «desafortunada asociación con los poco ilustrados galileos»...
    (Aquella trampa fue la perdición de Judas. Conociendo su agudo sentido del ridículo y su irrefrenable ambición, las promesas de honores, dignidades y reconocimiento públicos desencadenaron irreversiblemente su ya antigua decisión de desertar del grupo de Jesús.
    Curiosamente -y creo que este punto es de suma importancia-, Judas no pensó en el oro a la hora de vender a su Maestro. Eso fue una mera consecuencia. Puestos a pensar con objetividad, ¿qué podían importarle las 30 monedas de plata cuando él, justamente, era el tesorero del grupo y venía manejando y disponiendo desde hacía tres años del dinero de todos?
    Debo recordar a este respecto que, antes de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, en la mañana del domingo, el Iscariote -en un rasgo de indudable honradez- puso la bolsa común en manos de Simón, «el leproso». Si Judas hubiera acariciado la idea del dinero como única razón de su traición, lo más lógico es que, con su huida, se hubiese apoderado de todo -o parte- del fondo económico del movimiento del que era administrador. Como iremos viendo, las motivaciones del apóstol eran muy distintas y mucho más profundas.) Judas confesó a sus parientes y amigos que estaba convencido que la misión de su Maestro no podía prosperar. Enfrentarse así a los poderosos miembros del Sanedrin sólo podía ocurrírsele a un loco y él, según sus propias palabras, no quería perecer con el resto a manos de la justicia judía o romana.
    »En el fondo -comentó Ismael, que conocía muy bien la tortuosa personalidad del traidor-, lo que Judas no parece soportar es que se le identifique algún día con un movimiento fracasado...
    A estas manifestaciones del saduceo me atreví a añadir un hecho -ya comentado por mí anteriormente- que, también, en opinión de mis amigos, había sido fulminante a la hora de entender el comportamiento de Judas. Me referí al incidente del frasco de perfume que derramó María sobre Jesús y a la dura crítica de que fue objeto el Iscariote por parte del Maestro, y tanto José como Ismael -repito- se mostraron de acuerdo en que, ya en esos momentos, la mente del susceptible discípulo empezó a maquinar la forma de vengarse.
    Sí -repuso José-, Judas es un hombre resentido. En mi opinión, jamás perdonó al Maestro que no le distinguiera del resto, tal y como ha hecho con Juan, Pedro y Santiago. Es probable -lamentó el anciano- que los torcidos ánimos de Judas vayan tanto en contra de Jesús como de esos tres compañeros.
    -El caso es que, después de la reunión del Sanedrín -continuó el saduceo-, Caifás ordenó la entrada en la sala de Judas y de uno de sus familiares. Según entendí, se trataba de un primo suyo. Este, a petición del Consejo, fue el primero en hablar. Presentó a Judas, aburriéndonos a todos con una larga perorata, en la que quiso justificar la decisión de su primo de abandonar el grupo del Galileo. Afirmó que Judas había descubierto su error y que deseaba hacer pública renuncia de su asociación con Jesús. A cambio, solicitaba el perdón, la confianza y la amistad de los altos dignatarios allí congregados. Y como prueba de su sinceridad, el portavoz de Judas explicó que su pariente estaba dispuesto a facilitar el arresto silencioso y secreto del Nazareno, evitando así el peligro del levantamiento de la multitud y un nuevo y posible retraso en su captura, como consecuencia de la inminente fiesta de la Pascua.
    »Aquellas últimas afirmaciones del primo de Judas animaron extraordinariamente a los miembros del Sanedrín, que veían así una nueva luz para proceder al apresamiento del impostor.
    »Caifás, entonces, invitó a Judas para que se ratificase en lo que acabábamos de oír. Y el traidor, dando unos pasos hacia la presidencia, respondió con tanta firmeza como frialdad:
    "Haré todo cuanto ha prometido mi primo. Quiero que Jesús quede bajo vuestra custodia. A cambio, os pido un reconocimiento público..." (Aquella palabra -«custodia»-, repetida varias veces por Ismael, iba a resultar de suma trascendencia para Judas. Su reiteración a la hora de exigir la «custodia» del Maestro no era gratuita. Como veremos en su momento, amén de la profunda desilusión del traidor respecto a los sacerdotes, Judas no pensó jamás que su Maestro fuera ejecutado, sino simplemente encarcelado o custodiado.) Creo que el traidor -prosiguió Ismael visiblemente decepcionado- no captó la mirada de desprecio de Caifás. Si Judas hubiera caído en la cuenta de la trampa que le estaban tendiendo, probablemente no hubiera aceptado aquella situación...
    »Pero el ladino Caifás no dejó traslucir sus verdaderas intenciones y evitando los planteamientos de Judas, le respondió: "Tú deberás acordar con el jefe de los levitas la forma de traernos a ese galileo esta misma noche o, a lo sumo, mañana jueves, después de la puesta de sol. Cuando nos haya sido entregado, recibirás tu recompensa.
    »Al escuchar las palabras del sumo sacerdote, los ojos de Judas brillaron con una luz especial. Se sentía satisfecho y así lo manifestó públicamente. Después salió de la sala, celebrando una larga entrevista con el jefe de la policía del Templo. Yo no pude retirarme del consejo del Sanedrín, pero, al rato, supe que los levitas, siguiendo las instrucciones del traidor, habían fijado la detención del Maestro para la noche de mañana, jueves, una vez que los peregrinos y vecinos de Jerusalén se hayan retirado a sus hogares. Por el propio Judas, los levitas habían sabido que el Nazareno se hallaba ausente del campamento de Getsemaní y que, en consecuencia, al no poder conocer con exactitud el momento del regreso del Maestro, su captura había sido aplazada hasta la noche siguiente. Con el fin de concretar aún más los detalles sobre el lugar y momento adecuados del apresamiento, el jefe de la policía judía había pedido a Judas que se personase en el Templo durante la mañana del día siguiente.
    Ultimada la secreta captura de Jesús, los sacerdotes allí reunidos respiraron aliviados, felicitándose mutuamente por la inesperada y providencial presencia de aquel renegado. Y allí mismo, después de una corta discusión, Caifás fijó ya el precio de la «compra» de Jesús: treinta «seqel» de plata . Algunos de los saduceos, creyendo que el Sanedrín iba a cumplir su promesa de glorificar a Judas, estimaron que aquel dinero era excesivo. Pero el sumo sacerdote les hizo ver y comprender que no eran esas sus intenciones...
    Un desolador silencio puso punto final a aquella reunión en casa de José, el de Arimatea.
    Como muy bien había señalado Ismael, la suerte del Maestro estaba echada..., a no ser, claro, que aquellos dos hombres actuaran de inmediato.
    Antes de partir hacia el campamento de Getsemani, José e Ismael se enzarzaron en una discusión que me hizo temblar. Por primera vez en el transcurso de mi misión, mi intervención -a pesar de todas las precauciones- estaba a punto de provocar algo irremediable. Tanto el de Arimatea como el saduceo estimaban que había que denunciar a Judas y alertar a la totalidad del grupo. Su afán era totalmente comprensible. Sin embargo, y en un último esfuerzo por no alterar los acontecimientos, traté de hacerles comprender que aquélla no era la actitud más inteligente.
    -Estoy conforme -les dije- con vuestro recto deseo de advertir al Maestro, pero ¿qué ganáis con hacer pública la traición del Iscariote?
    Ni el anciano ni Ismael parecían comprenderme. Y me vi obligado a recurrir a un argumento que terminó por ser aceptado por ambos.
    -Sabéis de la vieja enemistad y de los celos de Judas hacia hombres como Juan, Pedro y Santiago. Si éstos llegasen a sospechar siquiera lo que acaba de planear su compañero, ¿que creéis que ocurriría...?
    Mis amigos asintieron con su silencio.
    -Hablad en secreto con el Maestro -proseguí-, si así lo estimáis, pero no carguéis el ya enrarecido ambiente del grupo. Dejad que sea Jesús -remaché- quien hable con Judas, si lo considera prudente. El rabí ama también al Iscariote y sabrá lo que debe hacerse...
    Tras una encendida discusión, Ismael y José aceptaron mi propuesta y los tres, aprovechando las últimas luces del día, nos encaminamos hacia la falda del monte de los Olivos. El anciano y el saduceo, con la única y exclusiva finalidad de hablar con Jesús de Nazaret, y yo, con el alma encogida ante la posibilidad de que mi exceso de celo por seguir los pasos de Judas pudiera provocar una catástrofe.
    Cuando entramos en el campamento, las mujeres habían preparado una reconfortante hoguera. Jesús no había regresado aún y los discípulos, inquietos y malhumorados, iban y venían, reprochándose mutuamente su falta de decisión por no haber escoltado al Maestro.
    Pedro, más alterado que el resto, llegó a proponer que un grupo de hombres armados saliera en su búsqueda. Pero Andrés -con su habitual serenidad- les recordó las palabras del rabí, haciéndoles ver que si él había dicho que «ningún hombre le pondría sus manos encima antes de que hubiera llegado su hora», así debería ser.
    Mientras aguardábamos el retorno de Jesús y Juan Marcos, David Zebedeo se unió al grupo que formábamos José, el de Arimatea, Ismael ben Phiabi y yo, y con gran sigilo nos comunicó que sus «agentes» en Jerusalén le habían informado ya del complot que se estaba fraguando para acabar con la vida del Maestro. Nos miramos sin saber qué hacer. Pero José conocía de antiguo la especial discreción que distinguía a aquel astuto discípulo y nos tranquilizó. Con gran alivio por mi parte, la reunión de Judas con el Sanedrín había ido filtrándose poco a poco y los hombres que trabajaban para el Zebedeo no tardaron en informarle. Desde hacía años, el grupo de Jesús disponía de una curiosa red de «correos» o emisarios -organizados y dirigidos por David Zebedeo- cuyo trabajo era la transmisión de noticias. De esta forma, los numerosos amigos, familiares y simpatizantes del movimiento estaban al tanto de los mensajes y consignas que emanaban de Jesús o de sus hombres. David había ido viendo cómo las relaciones de su Maestro con los miembros del Sanedrín se deterioraban paso a paso y, por propia iniciativa, aquel miércoles había decidido montar en el campamento de Getsemaní un «cuerpo» especial de mensajeros. Al igual que Lázaro y sus hermanas, aquel judío de mente clara y gran valentía, parecía haber entendido mucho mejor que los apóstoles cuál iba a ser el fin de Jesús. Sin embargo, jamás le vi exponer estos temores ante el resto de los íntimos del Nazareno. Y siguiendo esta misma y sigilosa conducta, David nos comunicó sus pesimistas impresiones, haciéndonos saber igualmente que en previsión de males mayores- uno de sus «correos», enviado por él varios días antes a la población de Beth-Saida (al norte del lago de Genazaret), había llevado recado a su madre y a María, la madre de Jesús, para que viajasen de inmediato a Jerusalén. Ese mensajero había regresado hacia las cuatro de la tarde de aquel miércoles, comunicándole a Zebedeo que las mujeres y parte de la familia del Galileo estaban ya en camino y que quizá entrasen en el campamento esta misma noche o, a lo más tardar, por la mañana del jueves. José agradeció en nombre de todos la confianza que había demostrado David al ponernos al corriente de estos pormenores y, en compensación y suplicándole que mantuviera la boca cerrada, confirmó las noticias del Zebedeo sobre la traición de Judas.
    Pero nuestra conversación se vio súbitamente interrumpida por una creciente agitación entre los discípulos que deambulaban por el huerto. Andrés se precipitó sobre nosotros, soltándonos a bocajarro:
    -Ha corrido la noticia de que Lázaro ha huido de Betania.
    David sonrió irónicamente. Y cuando Andrés se hubo alejado, comentó con pesadumbre:
    -No os alarméis. Ha sido uno de mis mensajeros quien ha llevado a Lázaro la noticia de que el Sanedrín se disponía a prenderle hoy mismo. Tiene órdenes de dirigirse a Filadelfia y refugiarse en la casa de Abner.
    No consideré oportuno preguntar quién era el tal Abner, aunque imaginé que se trataba de uno de los seguidores de Jesús en la Perea, al otro lado del Jordán.
    José quedó muy impresionado. Estimaba mucho al resucitado y al conocer lo sucedido empezó a valorar -en toda su dimensión- la gravísima resolución de Caifás y de sus sacerdotes de arrestar al Maestro. Pero, sobreponiéndose, aguardó pacientemente a que llegara Jesús.
    Muy cerrada ya la noche, el gigante y Marcos irrumpieron en el campamento, tan solos como habían marchado. Jesús soltó el lienzo que había anudado en torno a sus cabellos y, mostrándose de un humor excelente, saludó a sus amigos, sentándose junto al fuego, tal y como tenía por costumbre.
    Pero la acogida no fue muy calurosa. Aquellos hombres estaban demasiado asustados y confusos como para seguir las bromas de su Maestro. En el fondo se habían acostumbrado a su presencia y aquella jornada, sin él, les había resultado extremadamente larga y vacía. Jesús notó en seguida el ambiente tenso y las caras largas. Sin embargo, nadie se atrevió a preguntarle. Ni uno solo tuvo valor para contarle el rumor sobre la precipitada huida de Lázaro...
    A pesar de ello, el Galileo trató por todos los medios de borrar aquella atmósfera cargada y, durante un buen rato, se interesó por las familias de los discípulos. Al llegar a David Zebedeo, Jesús fue mucho más concreto, interrogándole sobre su madre y hermana menor. Pero David, bajando los ojos hacia el suelo, no respondió. Estaba claro que el jefe de los «correos» -que no cesaban de entrar y salir del campamento- había preferido no lastimar a Jesús, anunciándole que había dado órdenes para que María y el resto de su familia se personaran en Jerusalén. En aquel instante al observar la suma delicadeza del discípulo, sentí una gran simpatía hacia él.
    Aquel sentimiento terminaría por transformarse en admiración, a la vista de su comportamiento en las duras horas que siguieron al prendimiento de Jesús. Aquel hombre, precisamente, y su cuerpo de mensajeros, iban a constituir durante las negras jornadas que se avecinaban el «corazón» y el «cerebro» del maltrecho grupo...
    En vista de que aquellas últimas horas no estaban resultando tan íntimas y familiares como deseaba el Maestro, éste, tomando la palabra, les dijo:
    -No debéis permitir que las grandes muchedumbres os engañen. Las que nos oyeron en el Templo y que parecían creer nuestras enseñanzas, ésas, precisamente, escuchan la verdad superficialmente. Muy pocos permiten que la palabra de la verdad les golpee fuerte en su corazón, echando raíces de vida. Los que sólo conocen el evangelio con la mente y no lo experimentan en su corazón no pueden ser de confianza cuando llegan los malos momentos y los verdaderos problemas.
    "Cuando los dirigentes de los judíos lleguen a un acuerdo para destruir al Hijo del Hombre, y cuando tomen una única consigna, entonces veréis a esas multitudes como escapan consternadas o se apartan a un lado en silencio.
    »Entonces, cuando la adversidad y la persecución desciendan sobre vosotros, llegaréis a ver cómo otros (que pensábais que aman la verdad) os abandonan y renuncian al evangelio. Habéis descansado hoy como preparación para estos tiempos que se avecinan. Vigilad, por tanto, y rogad para que, por la mañana, podáis estar fortalecidos para lo que se avecina.
    Al oír aquellas últimas palabras, Judas -que había regresado al campamento poco antes que nosotros- levantó la vista, mirando fijamente a Jesús. Pero, a excepción de David Zebedeo y de nosotros tres, ninguno de los discípulos asoció aquella advertencia con la inminente deserción del Iscariote.
    Y hacia la medianoche, el Galileo invitó a sus amigos para que se retiraran a descansar.
    -Id a dormir, hermanos míos -les dijo con una especial dulzura- y conservad la paz hasta que nos levantemos mañana... Un día más para hacer la voluntad del Padre y experimentar la alegría de saber que somos sus hijos.

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