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abril 08, 2010
Cántico por Leibowitz (primero el cuento, luego la novela) bastaron para situar a Walter M. Miller Jr. en la cúspide del universo de la SF. Sin embargo, la carrera de este autor ha sido extremadamente corta. Iniciada en 1950, conseguía su primera resonancia mundial en 1955 al obtener un Hugo con su relato corto The Darfstetler (Actor, ND 36), y su consagración definitiva en 1960 al obtener otro Hugo con su Cántico, tras lo cual simplemente dejó de escribir, salvo para revisar la reedición de algunas de sus obras anteriores. Su carrera de autor de SF, por lo tanto, se inscribe toda dentro de la década de los cincuenta, con una cincuentena de relatos como máximo, aunque de una calidad media realmente estimable. Como este Yo te hice, que aborda un tema al parecer querido de este autor, ya que ha dado origen a varios de sus relatos más conocidos: el de las relaciones—y enfrentamientos—de la máquina con su creador, todo ello teñido del nostálgico escepticismo no exento de esperanza que dio su principal cualidad a su obra maestra.
Había aniquilado al enemigo, y estaba cansado. Era de noche. Instalado sobre la escarpada ladera de la montaña, huraño helado, herido, permanecía inmóvil bajo el negro cielo, atentó al paisaje que se extendía a sus pies. Solo sus oídos en forna de copa giraban lentamente, escrutando la superficie, escrutando el cielo. El silencio lo dominaba todo. Nada se movía, a excepción de la débil criatura que arañaba las paredes de la caverna. Nada se movía, afortunadamente. Odiaba el ruido y el movimiento. Era algo innato en él. Y hasta el amanecer no podía hacer nada en relación con la cosa que había en la caverna. Estaba murmurando:
—¡Ayúdenme! ¿Están todos muertos? ¿Nadie me oye? Aquí Sawyer. Sawyer al habla. Sawyer llamando a quien sea. A quien sea...
Los murrnullos eran irregulares, incoherentes. Los ignoraba, se negaba a escucharlos. El frío aumentaba. El sol había desaparecido y, desde hacía doscientas cincuenta horas, la oscuridad era casi total, rota tan solo por la pálida luminosidad del globo celeste que no proporcionaba ningún alimento y por el brillar de las estrellas que le permitían medir el paso del tiempo.
Herido, firme en su puesto en la escarpada ladera de la montaña, aguardaba al enemigo. El enemigo había atacado su mundo, surgiendo del no-mundo a última hora de la tarde. Había atacado audazmente, sin maniobras defensivas ni barrera ofensiva. No había sido difícil destruirlo... primero el gran enemigo que avanzaba pesadamente sobre sus chirriantes ruedas, luego el pequeño enemigo que avanzaba precipitadamente tras brotar de la reventada carcasa. Lo había abatido, uno tras otro. Completamente, excepto aquel espécimen que se había arrastrado hasta la caverna y se había ocultado más allá de la falla, dentro en el túnel.
Aguardaba a que la cosa volviera a salir. Desde su puesto de observación, podía vigilar el terreno en kilómetros a la redonda, los cráteres, los espolones rocosos, las grietas, la polvorienta y desnuda llanura que se extendía al oeste y la cuadrada silueta del lugar santo, cerca de la torre que era el centro del mundo. La caverna se abría al pie de un farallón al sudeste, a menos de un kilómetro de la escarpadura. Sus pequeños eyectores cubrían su entrada, y toda retirada quedaba cortada tras el último enemigo.
Soportaba el murmullo de la odiada cosa al igual que soportaba el sufrimiento de sus heridas: pacientemente, aguardando el momento de la remisión. El sufrimiento estaba con él desde hacía muchos amaneceres, y sus heridas aún no habían sido reparadas. Embotaban algunos de sus sentidos y paralizaban algunos de sus activadores. Ya no podía seguir el intermitente rayo de energía que le permitiría atravesar con toda seguridad el no-mundo y llegar hasta el lugar de la creación. Ya no podía distinguir las pulsaciones que diferenciaban al enemigo del medicador. Ahora ya no había más que el enemigo.
—Coronet Aubrey, Sawyer al habla. ¡Respóndame! Estoy aprisionado en un almacén auxiliar. Creo que todos tos demás están muertos. Nos cazaron apenas nos acercamos. Sawyer a Aubrey. Sawyer a Aubrey. Respóndame. No me queda más que una botella de oxígeno. ¿Me oye? ¡Responda, coronel!
Tan solo vibraciones en la roca... un detalle irritante que turbaba su éxtasis en el mundo que vigilaba como centinela. Todo el enemigo había sido destruido, a excepción de este remanente que permanecía en la caverna. Pero estaba neutralizado, no se movía.
I
Una sombría irritación lo invadía a causa de sus heridas. Se sentía incapaz de interrumpir la emisión de las señales de alerta que sus dañados miembros seguían transmitiéndole, pero no podía realizar lo que aquellas obsesivas llamadas le pedían que hiciera. Inmóvil sobre la escarpadura, sufría y odiaba.
Odiaba la noche porque la noche no traía consigo alimento. Durante todos los días devoraba el sol, ahitándose de fuerza en previsión de la larga e interminable vela nocturna, pero cuando llegaba el alba estaba de nuevo débil, y el hambre era en él una pasión salvaje y desgarradora. Por ello era bueno que durante la noche reinara la paz: así podía conservarse y proteger sus entrañas del frío. Si el frío atravesaba las capas aislantes, los receptores térmicos lanzarían sus señales de alarma y entonces la tortura se intensificaría. El sufrimiento era ya múltiple. Y, excepto en la batalla, no había otro placer más que devorar el sol.
Defender el lugar santo, restablecer la estasis del mundo, matar al enemigo... tales eran las alegrías de la batalla. Las conocía muy bien.
Y conocía la naturaleza del mundo. Conocía cada centímetro de terreno hasta el doloroso perímetro más allá del cual no podía moverse. Y había aprendido a conocer la fisonomía externa del semi-mundo que se extendía tras aquella frontera explorándola a través de sus sentidos de largo alcance. El mundo, el semi-mundo y el no-mundo exteriores constituían el universo.
—¡Auxilio! ¡Auxilio! Aquí el capitán John Harbin Sawyer, del cuerpo de autocibernética, sección instrucción-programación, destacado en la Expedición de Asistencia Lunar número 16. ¿Hay todavía alguien con vida en la Luna? Escuchen... ¡Escúchenme! Estoy enfermo. Llevo no sé cuanto tiempo encerrado en mi escafandra. Es una infección. ¿Saben lo que representa no poderse quitar la escafandra durante días y más días? Estoy enfermo. ¡Sáquenme de aquí!
El enemigo habitaba el no-mundo. Si franqueaba el límite exterior, debía matarlo. Era una verdad básica que conocía desde el día de su creación. Solo los medicadores podían ir y venir impunemente por toda la superficie del suelo, pero ahora ya no venían. Y él, debido a sus heridas, era incapaz de llamarles y de reconocerles.
Conocía su propia naturaleza. La había aprendido por introspección, estudiando sus deterioros y explorándose. Solo él poseía "el ser". Todo lo demás pertenecía al exterior. Conocía sus funciones, sus habilidades, sus limitaciones. Escuchaba el suelo a través de sus pies. Barría su superficie con ayuda de sus múltiples ojos. Auscultaba el cielo gracias a una parpadeante sonda. Captaba bajo el suelo débiles seísmos y sonidos incoherentes. En la superficie veía la débil luminosidad de las estrellas, la pérdida de calor que ascendía desde el frío suelo y las pulsaciones reflejadas de la torre. En el cielo no distinguía más que las estrellas, y no oía más que las frecuencias del eco enviado de vuelta por el difuso globo de la Tierra. El antiguo dolor le carcormía, y aguardaba el alba.
Tras una hora, la cosa en la caverna empezó a reptar. Captó los débiles crujidos que se propagaban a través de la roca y los escuchó, bajando un captor más sensible. El último representante del enemigo se arrastraba lentamente hacia la abertura de la caverna. Apuntó un pequeño eyector hacia la negra falla que se abría al pie de la escarpadura bañada por el claro de Tierra. Un cegador haz de rastreadores rebotó alrededor de la entrada de la caverna, como brillantes y silenciosos rayos trazando su camino en el inexistente aire.
—¡Déjame, inmundo monstruo repugnante! ¡Maldito leviatán! Soy Sawyer. ¿No se acuerdas de mí? Hace diez años yo era uno de tus instructores. ¡Ja! Tú no eras más que un azut bajo mis órdenes... apenas un autociber idiota... con la potencia de fuego de un regimiento. ¡Déjame salir! ¡Maldita sea, déjame salir!
El rastro enemigo reptó de nuevo hacia la entrada de la caverna, e inmediatamente brotó otra ráfaga, obligando al fragmento hostil a retroceder. La roca vibró de nuevo...
—Soy tu amigo. La guerre ha terminado. Hace meses que terminó... meses terrestres. ¿Comprendes, Gruñón? Gruñón... así era como te llamábamos al principio. Antes de que te enseñara a matar. Control de fuego autocibernético móvil... Vamos, muchacho, ¿ya no reconoces a tu padre?
Aquellas vibraciones escocían. Bajo el impulso de una repentina rabia, giró sobre sí mismo, graciosamente pese a su masa, y abandonó su puesto, trepando hasta la cresta con un gruñido de sus motores y girando de nuevo una vez llegado a ella para dejarse deslizar pesadamente por la ladera. Atravesó a velocidad de carga la plana extensión de la llanura, y frenó a unos cincuenta metros de la excavación. Géiseres de polvo brotaron de debajo de sus orugas, cayendo como chorros de agua en la noche desprovista de aire. Escuchó de nuevo. En la caverna todo era silencio.
Luego, al cabo de un momento, las vibraciones se dejaron oír de nuevo:
—Vamos, muchacho, tárgate. Deja a papá reventar en paz.
Apuntó el pequeño eyector al centro de la oscura abertura, y soltó doscientos proyectiles rastreadores. Luego aguardó. Nada se movía ya en el interior de la caverna. Pensó en lanzar una granada radiante, pero su arsenal se agotaba rápidamente. Escuchó aún durante un cierto tiempo, atento a cualquier sonido. Era cinco veces más grande que la minúscula cosa de carne que se acurrucaba en aquel antro. Finalmente se alejó y, rehaciendo el camino, regresó a su observatorio sobre el pitón rocoso. Unos movimientos lejanos, más allá de las fronteras del semi-mundo, se estremecían débilmente en el umbral de su consciencia, pero eran demasiado distantes como para incomodarle.
La cosa en la caverna volvió a chirriar.
—Mi traje ha sido perforado. ¿Me oyen? ¡Perforado! Un fragmento de roca lo ha desgarrado. La fuga es pequeña, pero un parche no será suficiente para contenerla. ¡Mi escafandra! Sawyer llamando a Aubrey. Sawyer llamando a Aubrey. Módulo lunar 16 llamando a control central. Mensaje terminado. Hay que respetar los procedimientos de contacto, ¿no? ¡Ja! ¡Me ha disparado! ¡Mi traje ha resultado perforado! ¡Ayuda!
La cosa emitió unos ruidos quejumbrosos antes de proseguir:
—De acuerdo, solo se trata de mi pierna. Bombearé agua a mi bota y la dejaré congelarse. Ya está... perderé mi pierna, pero la fuga ha sido eliminada. ¡Tomaros todo el tiempo que necesitéis, maldita sea!—Los sonidos quejumbrosos se dejaron oír otra vez.
Se instaló de nuevo en el pitón. Sus activadores bajaron su nivel de funcionamiento, sumergiéndolo en un estado letárgico convulsionado por un sufrimiento constante. Pacientemente, aguardó el alba.
Los movimientos se amplificaban al sur, titilando al borde del semi-mundo. Finalmente, se hicieron irritantes. Sin ruido, una perforadora emergió de sus entrañas y perforó profundamente la roca, retrayéndose luego. Un captor sensible se introdujo en el orificio, y escuchó con atención.
Un sordo rugido se mezclaba con las quejumbrosas sonoridades procedentes de la caverna. Comparó aquel zumbido con sus registros de memoria. Recordó haber oído zumbidos semejantes. Aquellos ruidos estaban producidos por un aparato que se desplazaba rodando, muy lejos desde el sur. Intentó enviar impulsos preguntando: "¿Eres amigo o enemigo?", pero el órgano emisor no funcionaba. Así pues, era un enemigo. Pero estaba aún fuera de alcance de las armas de que disponía por el momento.
Furor difuso, sed de batalla... Se agitó impaciente, sin dejar por ello de vigilar la caverna. De pronto, otro canal sensitivo reaccionó en respuesta a vibraciones idénticas a las que emanaban de la anfractuosidad, pero esta vez las vibraciones se propagaban desde la superficie a través del vacío en la banda de las ondas largas.
—Vehículo de reconocimiento del cuartel general a módulo lunar 16. Establezcan contacto. Corto.
Silencio.
Aguardó la respuesta de la caverna, puesto que sabía que las unidades del enemigo intercambiaban a menudo vibraciones entre sí. Pero la respuesta no llegaba. Quizá la energía de las ondas largas no consiguiera penetrar en la caverna y alcanzar la cosa agazapada en ella.
—Módulo 16, aquí Aubrey. ¿Qué diabtos tes ha ocurrido? ¿Me reciben? Corto.
Escuchaba, rígido. El zumbido se interrumpió cuando el enemigo se detuvo, luego volvió a sonar.
Activó un oído emisario a veinte kilómetros al sudoeste y le ordenó que se pusiera a la escucha para transmitirle las modalidades del zumbido. Dos tomas de sonido le permitieron determinar con exactitud la posición y la velocidad del enemigo. Este avanzaba hacia el norte en la periferia del semi-mundo. La difusa cólera fue sustituida por una llamarada de rabia. Sus motores empezaron a girar a pleno régimen. Se preparó para la batalla.
—Aubrey a módulo 16. Imagino que su emisor está averiado. Si me oyen, escúchenme: nos dirigimos hacia el norte. Nos detendremos a siete kilómetros del límite del radio de acción de las magnaputtas y lanzaremos hacia la zona Doble Rojo un cohete autociber cuya ojiva irá equipada con un transcriptor radio-sonar. Si tienen ustedes un sismógrafo en estado de funcionamiento, el transcriptor actuará como relé. Corto.
Dejando de prestar atención a la sucesión de vibraciones, revisó su panoplia. Comprobó sus reservas de energía y verificó sus activadores de armamento. Activó un ojo emisario, que salió del lugar santo arrastrándose como un cangrejo y, doce minutos más tarde, tomó posición en las proximidades de la entrada de la caverna. Si el vestigio enemigo intentaba salir, el ojo emisario al acecho lo señalaría, y una granada lanzada por la catapulta de largo alcance destruiría aquella cosa de carne.
El zumbido que agitaba el suelo se acentuaba. Listo para el combate, se dejó deslizar hasta la parte baja del promontorio y se alejó rugiendo hacia el sur a su velocidad de crucero. Pasó ante la reventada carcasa del módulo, cuyas orugas apuntaban al cielo. La explosión del misil magnapultado había partido al vehículo en dos. Los restos de varios elementos bípedos del enemigo estaban diseminados por los alrededores, restos minúsculos esparcidos a la palidez del claro de Tierra. Sin prestarles apenas atención, siguió implacablemente su camino en dirección al sur.
Una luz desgarró de pronto la oscuridad ante él, luego un punto llameante describió una parábola en el cielo. Se detuvo y analizó su trayectoria. Un cohete... Finalizaría su recorrido en algún lugar en la parte media de la zona Doble Rojo, y no tenía tiempo de prepararse para destruirlo en pleno vuelo. Aguardó. Llegó a la conclusión de que el proyectil estallaría sin provocar daños en un sector desprovisto de importancia vital.
Transcurrieron algunos segundos. El misil alcanzó el apogeo de su curva, se inmovilizó, e inició su descenso. Desapareció tras un promontorio rocoso. Ninguna explosión siguió al aterrizaje, ninguna actividad se manifestó en la zona de impacto. Ordenó a un oído emisario que rastreara el lugar para escuchar, y prosiguió su camino hacia el doloroso perímetro.
Las vibraciones sobre la onda larga se reanudaron:
—Aubrey a módulo 16. Acabamos de lanzar el relé sismoradio en Doble Rojo. Si se hallan ustedes a menos de ocho kilómetros de él, tendrían que poder escucharlo.
El oído emisario a la escucha del suelo cerca de la torre registró casi inmediatamente la respuesta procedente de la caverna:
—¡Oh, Dios mío, gracias! Sí... sí... ¡gracias!
Simultáneamente, la misma sucesión de ondas largas empezó a radiar a partir del punto de impacto del misil. Se detuvo de nuevo, desconcertado, tentado de descargar su cólera lanzando una bomba magnapultada contra el punto de impacto. Pero el oído emisario no señalaba ninguna actividad física por aquel lado. Era al sur donde se hallaba el origen de aquellas perturbaciones secundarias. Eliminando al enemigo principal, podría eliminar al mismo tiempo las otras ondas. Reanudó su marcha en dirección al sur, deteniéndose de tanto en tanto para escuchar las vibraciones carentes de sentido que emitía el enemigo.
—Aubrey a módulo 16. Le recibo muy débil. ¿Quién es?
—¡Aubrey! Una voz... una auténtica voz... ¡a menos que esté empezando a volverme loco!
—Aubrey a 16, Aubrey a 16. Deje de decir tonterías e identifíquese. ¿Qué ha ocurrido? ¿Han conseguido inmovilizar a Gruñón?
La única respuesta fue un suspiro estrangulado.
—Aubrey a 16. Tranquilícese. Escuche, Sawyer. Sé que es usted. ¡Ahora tranquilícese, por el amor de Dios! ¿Qué ha ocurrido?
—Muertos... todos están muertos. Excepto yo..
—¡DEJE DE REIR COMO UN IDIOTA!
Tras una prolongada pausa, la voz casi inaudible de Sawyer dijo:
—De acuerdo. Me estoy dominando. ¿Es realmente usted, Aubrey?
—Sí, no soy ninguna alucinación. Estamos patrullando la zona Rojo. Infórmeme de la situación. Hace ya no sé cuantos días que estamos intentando contactarle.
—Gruñón nos dejó penetrar quince kilómetros en el interior de la zona Doble Rojo, luego nos lanzó una bomba magnapultada.
—¿El identificador de usted es no funcionaba?
—Sí, es el suyo el que está averiado. Tras hacer saltar el vehículo, se lanzó en persecución de los supervivientes. El... él... ¿Ha visto usted alguna vez a un tanque Sherman persiguiendo a un ratón, coronel?
—¡Ya basta, Sawyer! ¡Ríase de nuevo de esta manera, y voy a despellejarle vivo!
—¡Vengan a buscarme! ¡Mi pierna! ¡Rescátenme!
—Lo intentaremos. ¿Cómo está la situación?
—Mi escafandra tiene una pequeña fuga. He tenido que bombear agua en mi bota y dejarla helarse. Ahora mi pierna está muerta. No podré aguantar mucho tiempo.
—¡La situación, Sawyer! ¡La situación! Sus pequeños problemas personales no me interesan.
Las vibraciones continuaban. Las filtró provisionalmente y, cortando sus motores, escuchó los lejanos movimientos del enemigo, al sur. El perímetro doloroso empezaba al pie de la colina donde estaba. Recibía aún débiles y desgarradoras señales de advertencia procedentes de la torre que se erguía a treinta kilómetros a sus espaldas, en el centro del mundo. Estaba en comunión con ella. Si se aventuraba más allá de la línea de demarcación, la comunión se desfasaría, se produciría un cegador sufrimiento y una detonación.
El enemigo, que había reducido su marcha, avanzaba hacia el norte a través del semi-mundo. Si su stock de cohetes no estuviera agotado, podría aniquilarlo fácilmente. El alcance de la magnapulta estaba limitado a veinticinco kilómetros. Sus pequeños eyectores eran capaces de alcanzar al enemigo, pero su grado de precisión era casi nulo a aquella distancia. Había que esperar pues a que el enemigo estuviera más cerca.
Inmóvil en la cima de la colina, se abandonó a un furor salvaje.
—Veamos, Sawyer... si el identificador de Gruñón está descompuesto, ¿por qué no ha disparado ya contra mi vehículo de reconocimiento?
—Esto es lo que nos perdió también a nosotros, coronel. Penetramos en la zona Rojo sin que ocurriera nada. O está escaso de proyectiles de largo alcance, o se vuelve prudente. Probablemente las dos cosas.
—Hummm... En este caso será mejor que nos detengamos y pensemos en algo.
—Sólo hay una cosa que se puede hacer, coronel: ordenar a la base que lance un misil teledirigido.
—¿Para destruir a Gruñón? ¡Ha perdido usted la cabeza, Sawyer! Si él salta, es todo el sector de prospección el que saltará... ¡porque no podemos permitir que caiga en manos del enemigo! ¡Y usted lo sabe muy bien!
—¡Al infierno con todo ello!
—¡No grite así, Sawyer! Esas minas son lo más precioso que tenemos en la Luna. No podemos permitirnos el sacrificarlas. Si saltan, me veré ante una corte marcial antes de que sus restos hayan vuelto a depositarse en el suelo.
La respuesta fue un gruñido entrecortado por sollozos:
—¡Ocho horas de oxígeno! Es todo lo que me queda... ocho horas de oxígeno, ¿comprende?
El enemigo se había inmovilizado a veintiocho kilómetros al sur de la colina... y tan solo a tres mil metros del alcance límite de la magnapulta.
Un llamear de odio sanguinario... Frustrado, se balanceó con inciertos movimientos, en una especie de danza monstruosa, triturando las rocas bajo sus orugas, y el polvo cayó al valle como una lluvia. En un momento dado, cargó directamente en dirección
al perímetro doloroso, y no retrocedió hasta que el sufrimiento se hizo insoportable. Regresó a lo alto de la colina. Su reserva de energía se iba agotando, y sentía ya el peso de la fatiga.
Analizó la situación. Elaboró un plan.
Poniendo de nuevo sus motores en marcha, dio lentamente la vuelta al promontorio y se deslizó majestuosamente a lo largo de la ladera septentrional de la colina. Cubrió a pleno régimen unos ochocientos metros de llanura y luego, reduciendo su velocidad, se introdujo en una grieta donde había ocultado unas baterías auxiliares. Habían sido recargadas antes de la anterior puesta de sol. Avanzó en marcha atrás y adaptó a su toma los cables de alimentación.
Mientras absorbía vorazmente la energía, escuchaba de tanto en tanto, pero el enemigo seguía inmóvil. Iba a necesitar toda aquella energía hasta el último ergio para llevar a cabo su plan. Vació enteramente el stock auxiliar. Mañana, cuando el enemigo ya no existiera, arrastraría la unidad hasta los generadores centrales para recargar las baterías apenas se elevara el sol. Había instalado varias de aquellas reservas en lugares estratégicos por toda la extensión de su dominio, a fin de no encontrarse nunca desprevenido y ser siempre capaz de actuar durante la larga noche lunar. Y, metódicamente, recargaba aquellas baterías a intervalos regulares.
El ruido del enemigo seguía estando presente:
—No sé realmente lo que podemos hacer por usted, Sawyer. Es imposible correr el riesgo de destruir a Gruñón, y no hay otro equipo autociber. Me voy a ver obligado a reclamar nuevos efectivos de la Tierra. No puedo enviar ningún hombre a la zona Doble Rojo si Gruñón está bajo un acceso de locura asesina.
—Por favor coronel...
—Escuche, Sawyer... usted es el autocibernético, ¿no? Usted participó en la instrución de Gruñón. ¿No puede encontrar algún medio de ponerlo fuera de banda sin hacer saltar el sector minado?
El silencio se eternizó. Nuevamente ahíto de energía, salió de la grieta y avanzó unos metros hacia el oeste. Cuando tuvo una franja de terreno llano entre él y la colina, se detuvo. El perímetro doloroso empezaba ochocientos metros más allá. Activó varios oídos emisarios para determinar las coordenadas del enemigo con la máxima precisión. Una tras otra, rindieron su informe.
—¿Y bien, Sawyer?
—Mi pierna... ¡me duele a morir!
—¿No se le ocurre ninguna idea?
—Si, pero ¿para qué? No viviré lo suficiente como para aprovecharme de ella.
—Suéltela de todos modos.
—Inutilice sus reservas de energía auxiliares y hágale correr toda la noche hasta que se descargue por completo.
—¿Cuánto tiempo hará falta para que quede a cero?
—Horas... después de que haya descubierto y hecho saltar todas sus baterías de reserva.
Analizó los informes transmitidos por los oídos emisarios y calculó la posición exacta del enemigo. El vehículo de reconocimiento se hallaba a dos mil setecientos metros del límite máximo de la magnapulta... de acuerdo con el concepto que la creación había tenido del máximo. Pero la creación era imperfecta, incluso al interior.
Fijó un proyectil al brazo de la magnapulta y, contrariamente a lo que había previsto la creación, lo dejó sujeto al portacargas. lba a ser doloroso, pero de este modo el misil permanecería fijo durante los primeros microsegundos antes de que se cerrara el circuito, durante los cuales el campo magnético no habría alcanzado aún su intensidad optima. No iba a liberar la carga hasta que el campo magnético hubiera adquirido toda su fuerza. De este modo el empuje energético a la partida se vería ligeramente incrementado. Había imaginado aquel método por sí mismo: había superado a la creación.
—Si no tiene usted otra idea, Sawyer...
Las vibraciones aullaron:
—¡SÍ TENGO OTRA! ¡Ordene que le arrojen un misil teledirigido! ¿No lo comprende, Aubrey? ¡Gruñón ha matado a ocho de sus hombres!
—Fue usted quien le enseñó cómo hacerlo, Sawyer.
Hubo un largo, un inquietante silencio. Allá abajo, en la llanura al borde de la colina, ajustó la altura de la magnapulta, conectó el mando de disparo a un giroscopio, y se preparó para cargar. La creación había calculado el alcance máximo del arma cuando
estaban en posición estable.
Las vibraciones de la cosa acurrucada en la caverna resonaron:
—El... él... él...
Puso sus motores en marcha, y aferró las palancas direccionales; luego avanzó a toda velocidad hacia la colina. Fue ganando velocidad a medida que avanzaba, y la muerte estaba en su garganta. Los motores forzados al máximo chirriaban. Avanzaba hacia el sur como un animal furioso.
Alcanzó su velocidad máxima al llegar a la base de la colina. Trepó por la ladera. Cuando la magnapulta describió un arco corrector para contrarrestar el cambio de altitud, el giroscopio cerró el circuito.
Con un chorro de energía liberada, el campo de fuerza se cerró como un puño sobre el misil, lo arrancó d~ la plataforma portacargas, y lo proyectó contra el enemigo. Se detuvo en lo alto de la colina.
—Lo siento, Sawyer, pero no hay nada que...
Un sordo crujido, y la voz del enemigo se cortó. Un resplandor fulgurante incendió el horizonte al sur, luego se apagó.
—El... él... él...—gimió la cosa acurrucada en la caverna.
Aguardó .
BROOOOM... La onda de choque hizo estremecer las rocas.
Cinco oídos emisarios ocupando distintas posiciones retransmitieron la deflagración que habían registrado- Analizó los informes. La explosión se había producido a menos de cincuenta metros del vehículo de reconocimiento enemigo. Satisfecho, dio lentamente media vuelta y partió en dirección norte, de vuelta al centro del mundo. Todo iba bien.
—Aubrey, se ha cortado la comunicación—gruñó la cosa en la caverna—. Hábleme, maldito cobarde... hábleme. Quiero estar seguro de que me oye.
El sismógrafo captó el ruido traído por las ondas lo reinyectó en forma de vibraciones en la roca.
La cosa gritó en la caverna. Registró su grito, y lo reemitió varias veces.
—Aubrey... ¿Dónde infiernos está, Aubrey? ¡AUBREY! ¡No me abandone! ¡No me deje aquí!
La cosa acurrucada en la caverna se había callado.
La noche era apacible. Las estrellas llameaban en las tinieblas, y la fantasmagórica y pálida luz del creciente de Tierra acariciaba el torturado suelo. Nada se movía. Era bueno que nada se moviera. El lugar santo se erguía serenamente sobre el mundo privado de aire. Era la bendita estasis.
La cosa se agitó solo una vez en la caverna. Tan lentamente que el ruido era casi imperceptible, se arrastró hasta la abertura y se inmovilizó, contemplando al monstruo de acero que montaba guardia sobre el pitón rocoso.
Su débil suspiro se propagó por las rocas.
—Yo te hice, ¿comprendes? Soy un hombre. Yo te fabriqué...
La cosa emergió de la caverna. Una de sus piernas colgaba inerte. Se arrastró bajo el claro de Tierra y se giró como para ver el pálido creciente que relucía en el cielo. Le invadió el furor. La negra boca de un lanzagranadas se abrió.
El sonido incoherente repitió:
—Yo te hice...
Odiaba el ruido y el movimiento. Era innato en él odiarlos. El lanzagranadas ladró furiosamente. Y la bendita estasis reinó hasta el final de la noche.
FIN