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abril 08, 2010
No me gustan los niños, nunca me gustaron. Son demasiado raros, misteriosos. Para empezar, sus ojos no tienen fondo. No han aprendido a bajar sus telones mentales, como hacen los adultos. Y, por otra parte, ¡es tanto lo que no saben! Y el no saber las cosas les hace saber muchísimas otras que los adultos no pueden conocer. Todo esto parece confuso, y lo es. Pero hay que verlo de este modo. Cada vez que le enseñamos a un niño una cierta cosa, le estamos enseñando también que un centenar de otras son imposibles, precisamente porque dicha cosa es como es. Cuando nos hacemos mayores, nuestro mundo está tan acotado y vallado de imposibilidades que es sorprendente que lleguemos jamás a intentar nada nuevo.
De todos modos, no me gustan los niños, así que supongo que no hay nada de malo en que me haya quedado soltero.
Fijémonos ahora en Tadeo. Tadeo no me cae bien. Bueno sí, es un chiquillo estupendo, más despierto que la mayoría (Tadeo es mi sobrino) pero es demasiado joven. Empezará a caerme bien uno de estos días, cuando cumpla los diez u once años. No, todavía será demasiado joven. Supongo que me caerá fenomenal cuando empiece a cambiarle la voz y comience a echarse brillantina o fijador en el pelo. La adolescencia acaba con más cosas de las que inicia.
La primera vez en que verdaderamente me familiaricé con Tadeo fue en la Navidad en que cumplió los tres años. Era entonces un niño muy seriecito, que apenas si dejó escapar una sonrisa en todo el día, a pesar de la avalancha de todo cuanto puede causar emoción a un chiquillo. Nada más empezar el día de Navidad, ya me hizo sentir desazón. Se quedó allí plantado, en medio del grupo de mozalbetes chillones que se apiñaban en torno al árbol, en la sala delantera de la casa de mis parientes.
El chaval sostenía con las dos manos una gran pelota de goma con la mirada puesta en el árbol, los ojos como platos, admirado. Estaba yo sentado en la butaca, justo a su lado, y le dije:
—¿Qué, Tadeo, lo pasas bien?
Volvió hacia mí sus ojazos solemnes, y durante largo tiempo, todo cuanto pude ver fueron los reflejos profundos, muy profundos, del resplandor y la gloria del árbol de Navidad, y un fulgor especial que tenía su origen muy atrás, allá, lejos, dentro de sus propios ojos. Al fin, parpadeó lentamente y dijo con gravedad:
—Estupendamente.
Entonces, el enjambre de chiquillos le arrastró al avanzar a paso de carga para reclamar el regalo del abuelo, colocado al pie del árbol. Cuando, por fin, la multitud se disolvió y dispersó por toda la casa, allí quedó Tadeo, tranquilamente sentado en el suelo con el vagoncito rojo, de esos de arrastrar, que le había tocado. Lo escrutó con atención, centímetro a centímetro, aunque solamente con la mirada. Allí estaba, en cuclillas, con las manos prensadas entre las rodillas y el pecho.
—Bueno, Tadeo. —La voz de su madre era un poco forzada—. Ve a jugar con tu carrito. ¿Es que no te gusta?
Tadeo alzó el rostro hacia ella en esa forma ciega, invidente, en que lo hacen los niños pequeños.
—Claro —dijo, y al levantarse hizo gesto de coger su vagoncito en brazos.
—¡Por amor de Dios! —dijo su madre entre risas—. Los carritos no son para llevarlos en brazos, Tadeo. —Y haciendo un aparte para nosotros:
—A veces no sé qué pensar. ¿Creéis que le faltará algún tornillo? ¿No nos habrá salido medio lelo este chaval?
—Venga, Jean, no te metas con el niño —dijo nuestro hermano Clyde, retrepándose en su silla—. Anda, Tadeo, llévate afuera el carrito.
Y entonces, Tadeo echó a andar hacia la puerta, al tiempo que por encima del hombro decía dirigiéndose a la vagoneta:
—Vamos, Carrito.
Clyde soltó una carcajada.
—No es tan fácil, enanito. En este mundo, para salir adelante hay que tirar.
Así que Jean enseñó a Tadeo cómo tenía que hacer y el niño salió arrastrando el carrito en pos de sí, mirando el asa con perplejidad, absorbiendo esta última regla, para comportarse como un niño mayor.
Jean se sentía incómoda, lo mismo que todos los padres cuando sus hijos no actúan de la forma habitual ante otras personas.
—En serio. Se pensaría que no ha visto una vagoneta en toda su vida.
—Y nunca la ha visto —dije yo perezosamente—. Al menos, no como suya propia. —Y tuve la impresión de haber dicho algo profundo, aunque no estaba del todo seguro de qué.
Todo el asunto se me habría ido completamente de la cabeza de no haber sido por otro pequeño incidente más. Estaba yo en la parte de fuera del establo, esperando a mi padre. Mi madre le estaba haciendo cambiarse de pantalones antes de que me enseñara el tractor nuevo. Vi a Tadeo cargando piedras en su vagoncito rojo. Pude ver que más allá del montón de piedras había comenzado una casa de juguete o un rancho o algo por el estilo, porque estaba disponiendo las piedras para hacer cuartos o corrales o lo que fuese. Terminó de cargar el carrito y cogió otra piedra más, tan grande que tuvo que alzarla con los dos brazos; después bajó la vista al carrito.
—Vamos, Carrito. —Y echó a andar con el pedrusco hacia su lugar de juego. Y el carrito fue tras él, dando tumbos por el terreno desigual, siguiéndole los talones como un perrillo.
Guiñé los ojos e hice rápido inventario de cuánta era la «alegría navideña» que había libado. Como explicación, resultaba claramente insuficiente. Sentí reptar sobre mí una especie de cosa fría y sobrenatural.
Entonces Tadeo descargó la vagoneta y ambos volvieron a buscar más piedras. Iba justo a repetir la jugada cuando un primo grandote pasó por allí y se rió de él.
—¡Eh, Tadeo! ¿Cómo vas a tirar de la vagoneta si tienes las dos manos ocupadas? ¡Pues como no tires tú, ella no va a ir sola!
—Oh —dijo Tadeo; y se quedó mirando al primo, que se dirigía hacia el porche trasero a por más tarta.
Así que Tadeo dejó caer el pedrusco que llevaba en brazos y volvió la mirada al carrito. Tras luchar con algún profundo pensar, volvió a recoger la piedra y enganchó con un dedito el asa de la vagoneta.
—Vamos, Carrito —dijo, y echaron juntos a andar a trompicones, con el asa del vagón todavía inclinada hacia atrás sobre la carga mientras Tadeo rezongaba a su lado con su pesada carga en brazos.
Me alegré de que papá llegase justo en aquel momento, mientras se enganchaba el último tirante de sus pantalones listados de faena. Nos dirigimos juntos hacia el establo. Volví la mirada hacia Tadeo. Al parecer, había dictaminado que en la siguiente carga iba a tener necesidad de su dedito, por lo que se encontraba acuclillado junto al carro, absorto con un pedazo de endeble hilo rojo de los regalos navideños. Se había enrollado uno de los extremos en tomo a la muñeca y se hallaba concentrado en la tarea de atar el otro extremo al asa del vagón rojo.
No fue en realidad que yo rehuyese a Tadeo después de aquello. En realidad, a los mayores no les resulta difícil evitar mezclarse con los chiquillos. Después de todo, es absolutamente cierto que viven en dos mundos diferentes. Sea como fuere, no tuve mucho que ver con Tadeo durante algunos años después de aquella Navidad. Estaba, por otra parte, la cuestión de un viaje no voluntario al Pacífico Sur, donde incluso yo aprendí que existen ciertas imposibilidades de adulto que no son siempre absolutas. Vino después una temporada en el hospital, donde hube de esperar a que mis piernas volvieran a estar en una sola pieza. Tuve más suerte que la mayor parte de mis camaradas. La familia me escribía con frecuencia y regularidad y me mantenía al tanto de toda la cháchara de mi casa. Nada espectacular, nada especial, pura y simplemente los temas de siempre, que son los que hacen de tu casa, tu hogar, y de la familia, tu familia.
No había pensado en Tadeo desde hacía tiempo. No era mucho el que yo había estado entre chicos, y a menos que uno trate con ellos, los olvida pronto. Pero sí me acordé mucho de él cuando recibí la carta de papá contándome lo de la recién nacida de Jean. El bebé llegó con dos semanas de retraso, y cuando por fin se decidió, Bert, el marido de Jean, se encontraba fuera de la granja, estudiando con papá un negocio de tierras que había estado planeando. El bebé vino tan rápido que Jean no tuvo tiempo de llegar siquiera al hospital y cuando mamá llamó a Bert, papá y él salieron hacia la ciudad disparados.
«Condenado me vea si no tuve que sujetarme el pelo en su sitio —escribió papá—. Me parece que no tocamos el suelo más de dos veces en todo el camino hasta la ciudad. Estuvimos a punto de romper la valla cuando por fin echamos a subir colina arriba para ir a su casa. Tadeo estaba fuera, jugando frente a la casa y casi le pasamos por encima. Le hicimos astillas el triciclo. Vi el manillar sobresalir de debajo de la rueda delantera cuando seguí a Bert para entrar en la casa. Entonces me puse a pensar que iba a tener un pinchazo con el coche subido en todo aquel metal, por lo que fui a moverlo. Fue suerte que lo hiciera. Bert debió olvidarse de echar el freno. Condenado sea si el coche no se dirigía directamente a Tadeo. El chico iba caminando justamente delante del coche. Incluso tenía la mano apoyada en el parachoques, y el condenado chisme rodando tras él. Le grité y salí corriendo hacia el coche. Pero, cuando llegué allí, el coche estaba parado y Tadeo, sentado en cuclillas junto a los restos de su triciclo. ¿Qué supones que dijo el niño? "El viejo coche ha roto mi triciclo. Le hice apartarse."
«¿Qué te parece, eh? A los chicos se les ocurren las ideas más condenadas. Aunque fue una suerte que no hubiera mucha pendiente. De seguro que habría resultado herido.
Permanecí echado con la carta sobre el pecho y sentí frío. Papá había olvidado que «subieron colina arriba» y que el coche tenía que haber rodado cuesta arriba para apartarse del triciclo de Tadeo.
Aquella noche desperté a toda la sala del hospital, gritando:
—¡Vamos, Carrito!
No volví a ver a Tadeo hasta varios meses después. Él y otra media docena de sobrinas, y la pertinaz sobrinilla, estaban que se morían de prisa para ir a no sé qué otro sitio y casi nos arrastraron consigo a papá y a mí cuando salieron a todo vapor de la casa con las manos y las bocas llenas de pastas y golosinas. Todos se detuvieron lo suficiente para echarme un vistazo y dispararme una ráfaga de ametralladora con mis muletas, y enseguida desaparecieron cuesta abajo en sus bicis, bajas las cabezas, altas las popas, cada uno de ellos un bombardero gritando a pleno pulmón.
Apenas tuve tiempo de observar que Tadeo había dado un estirón y que era un chico más mientras me sonreía cautivadoramente luciendo los dos huecos de los incisivos.
—¿Nunca has encontrado nada raro en Tadeo? —dije, mientras sacaba la petaca y el papel de fumar.
—¿En Tadeo? —Papá alzó la mirada hacia mí, después de encender su fatigada pipa de arcilla—. Nada en particular. ¿Por qué?
—Ah, no es nada. —Pasé la lengua por el papelillo y terminé de pegar el cigarrillo—. Sencillamente, es que siempre me ha parecido como diferente.
—Bueno, sí que ha sido algo tardón para algunas cosas. No es que sea bobo. En cuanto coge el tranquillo, es tan listo como cualquiera, pero sin duda ha hecho algunas cosas curiosas.
—Dame un ejemplo —dije, preguntándome si aún se acordaría del asunto del triciclo.
—Verás, hace un par de años estábamos asando salchichas vienesas y él andaba a vueltas por ahí con una cosa envuelta en una servilleta de papel. Jean le vio metérsela en el bolsillo y pensó que seguramente sería una rana muerta o un escarabajo o algo por el estilo, así que se lo hizo sacar. Ella desplegó la servilleta, y condenado me vea si no había una gran brasa de carbón dentro. La condenada cosa se le incendió justo en la mano. Tadeo berreaba como un ternero. Dijo que quería llevárselo a casa porque era bonito. Cómo se las apañó para llevarlo por ahí sin prenderse fuego es lo que todavía no entiendo.
—Ese es Tadeo, no cabe duda —dije yo—. Un chico raro.
—Sí —papá estaba encendiendo su pipa por enésima vez. Lanzó al suelo la cerilla quemada, que fue a reunirse con la docena o así ya dispersas junto a la baranda del porche—. Supongo que podríamos decir que es un chico singular. Pero se le pasará al crecer. Ha pasado mucho tiempo sin hacer ninguna otra por el estilo.
—Sí, se le pasará al crecer —dije yo—. Gracias a Dios. —Y me parece que fue una verdadera oración. A mi no me gustan los chicos.— Y, por cierto, ¿dónde está Clyde?
—Allá en Pasto Este, arando. Oye, ese tractor que me compré las últimas navidades que pasaste en casa es robusto como un oso. Me ha durado todo este tiempo sin tener que tocarlo para nada. Clyde está trabajando con él ahora.
—Cuando se tiene un buen tractor, se tiene un buen tractor —dije yo—. Me parece que voy a bajar a ver a ese viejo hijo de un cañón, a Clyde, quiero decir. Hace un siglo que no le veo. —Eché mano de mis muletas.
Papá se puso en pie.
—Más vale que me dejes bajarte en la camioneta. De todos modos, he de ir a ver a Jesperson.
—Vale —respondí—. No tardaré mucho en poder librarme de estos chismes. —Así que nos montamos en el camión y nos dirigimos a Pasto Este.
Los chicos nos tendieron una emboscada junto al rincón de la bomba y fuimos muertos de diversas formas por aviones P—38, bombas atómicas, artillería antiaérea y el «seis tiros» del Llanero Solitario. Después bajamos las manos, que habíamos tenido en alto todo el tiempo. Papá alargó el brazo y cogió por el cuello de la camisa al sobrino más cercano.
—Ven con nosotros, Enano Saltarín. Esa condenada vaca frisona ha vuelto a escaparse. Sácala de la alfalfa y mira de averiguar por dónde se ha colado esta vez.
—¡Voy volando! —El chico, que evidentemente era Tadeo, se encaramó a la caja de la camioneta—. ¡Condenada vaca!
Arrancamos con brusquedad y yo me volví a medias en mi asiento para mirar a Tadeo, que estaba detrás.
—¿Te acuerdas de la vagoneta roja? —le grité para que me oyera por encima del traqueteo.
—¿La vagoneta roja? —preguntó Tadeo también a gritos. Se le iluminó el rostro—. ¿La vagoneta roja?
Me di cuenta de que había recordado y, entonces, con tanta claridad como si lo hubieran maquillado, los ojos se le tomaron sombríos y gritó:
—Si, bastante. —Y se volvió para agitar violentamente la mano en saludo a los chicos que acabábamos de dejar atrás y que no estaban prestando atención.
«Tal parece —pensé—, que al crecer lo está superando.» Y entonces me pasé el resto del corto viaje pensando qué era exactamente lo que estaba superando.
Papá bajó a Tadeo en el campo de alfalfa y prosiguió. Cruzó el canal y me dejó junto a la cancela de los pastos.
—Volveré dentro de una hora. Te lo digo por si quieres esperar. Es lo mejor que puedes hacer.
—Posiblemente me vuelva andando —dije yo—. Me irá bien estirar las piernas otra vez.
—Echaré un vistazo cuando vuelva. —Y se alejó traqueteando, rodeado por la sempiterna nube de polvo.
Me costó bastante abrir la cancela. Era uno de esos artilugios de alambre que se abren sacando un bucle de lo alto de un poste y alzándolo para sacar la parte baja de otro bucle similar. Éste estaba apretado y resultaba difícil de manejar. Acababa apenas de soltarlo cuando Clyde dio media vuelta en la esquina más alejada del campo y se puso en marcha dirigiéndose hacia mí, mientras el arado que arrastraba el tractor iba rizando en pos de sí cintas rojas y pardas. Era la última vuelta para terminar el campo.
Grité:
—¡Hola! —e hice señal de saludo con una muleta.
Él me devolvió el saludo con otro grito. Lo que aconteció después fue demasiado rápido y estaba demasiado lejos de mí para poder estar seguro de lo verdaderamente sucedido. Todo lo que recuerdo fue un resoplar y un rugido y el tractor cabeceó y medio volcó. Se oyó un breve grito de dolor de Clyde y el chirrido de los alambres al ser arrancados de los postes de la cerca, seguido por un silencio asfixiante.
No sé qué ocurrió entonces. Lo siguiente que sé es que me encontraba jadeando a medio camino del tractor, con las muletas hundiéndose exasperantemente en la tierra blanda, recién arada. Al cabo de lo que parecía una pesadilla larga como un año me encontré arrodillado junto al tractor atascado, gritando:
—¡Eh, Clyde!
Clyde alzó los ojos hacia mí, con media sonrisa, media mueca de dolor en su rostro manchado de tierra.
—Hola. Quítame de encima este trasto, ¿quieres? Me hace falta esa pierna. —Y entonces puso los ojos en blanco y se desmayó.
El tractor le había lanzado del sillín y le había pasado por encima. Después se había desviado hacia la valía y se había detenido en ella por fin, con una de sus enormes ruedas enterrando a medias la pierna de Clyde en la tierra blanda, dejándole atrapado contra uno de los postes de la valla. La enorme mole de la máquina se hallaba en equilibrio sobre el puro borde de la nada, y parecía como si un suspiro fuese a hacerla caer; y entonces, que Dios se apiadara de Clyde. No fue de gran ayuda observar que la tierra rojo pardusca se iba tornando cada vez más roja en torno a la pierna aprisionada.
Me arrodillé allí, paralizado por el pánico. No había nada que pudiera hacer. No me atrevía arrancar el tractor; si lo tocaba podía muy bien volcar del todo. Papá estaría fuera una hora. Y a pie, yo no podría llegar a tiempo a la casa.
Entonces, de repente, oí un «¡Ahí va!» de sorpresa y allí estaba Tadeo con los ojos saliéndose de las órbitas en la orilla de la acequia.
Algo hizo explosión con un relámpago de luz dentro de mi cabeza y murmuré para mis adentros:
—Con calma. No asustes al chico, no le sobresaltes.
—¡Ahí va! —repitió Tadeo—. ¿Qué ha ocurrido?
Inspiré profundamente:
—El viejo tractor le ha pasado por encima al tío Clyde. Quítalo de ahí.
Tadeo no parecía oírme. Estaba concentrado en hacerse cargo de toda la situación.
—Tadeo —dije—. quita de ahí el tractor.
Tadeo me miró con aquella mirada ciega, invidente. que solía tener. Oré en silencio. Que no sea ya demasiado viejo. ¡Oh Dios, que no sea demasiado viejo! Y Tadeo saltó sobre la acequia. Trepó ágilmente por la cerca del alambre de espino y se sentó en cuclillas junto al tractor, con las manos sujetas entre el pecho y las rodillas. Inclinó la cabeza hacia adelante y yo me quedé mirando con urgencia el suave y vulnerable nacimiento del cuello. Al cabo, volvió de nuevo hacia mí aquellos ojos ciegos suyos.
—El tractor no quiere.
Sentí que un alarido se me subía por la garganta, pero lo atrapé a tiempo. No asustes al niño, pensé. No le asustes.
—Haz que Tractor se vaya como sea —dije con voz todo lo neutra que fui capaz—. Le está haciendo daño al tío Clyde.
Tadeo se volvió y miró a Clyde.
—No grita.
—No puede. Está inconsciente. —Tenía las manos resbaladizas por el sudor.
—Oh. —Tadeo examinó con curiosidad el rostro tranquilo del tío Clyde—. Nunca había visto inconsciente a nadie.
—Tadeo —mi voz se había vuelto tajante—. Haz—que—Tractor—se—aparte.
Tal vez hablé demasiado alto. Tal vez utilicé palabras indebidas; el caso es que Tadeo volvió la mirada hacia mí y vi cerrarse las contraventanas allá en el fondo de sus ojos. Sus ojos se alzaron hacia mí, azules, someros y brillantes.
—¿Quieres decir que arranque el tractor? —Habló con voz viva mientras se ponía en pie—. ¡Ahí va! El abuelo nos dijo a los niños que dejásemos el tractor en paz. Es peligroso para los niños. Yo no sé si sabré...
—No, no era eso lo que quería decir —le solté, aguda la voz, al borde de la desesperación—. Haz que se quite de encima del tío Clyde. Se está muriendo.
—¡Pero no puedo! No se puede hacer que el tractor haga nada él solo. Hay que guiarlo. —Se le estaba contrayendo el rostro, a punto de brotar las lágrimas.
—Podrías tú si quisieras —le discutí, sabiendo cuán inútil era—. El tío Clyde se morirá si no lo haces.
—¡Pero si no puedo! ¡No sé cómo se hace! ¡Te juro que no! —Tadeo se restregó un pie descalzo en la tierra arada, sorbiéndose tristemente las lágrimas.
Me arrodillé al lado de Clyde y deslicé mi mano por dentro de su camisa sucia de sudor y polvo. Saqué la mano y me froté la palma manchada contra la pernera del pantalón.
—No te preocupes —dije sin la menor delicadeza—, ahora ya no importa. Ha muerto.
Tadeo empezó a llorar a gritos, pero no de dolor sino de desconcierto. Sabía que yo estaba enfadado con él, y no sabía por qué. Encorvó el brazo sobre los ojos y se apoyo contra uno de los postes de la cerca, sollozando ruidosamente. Me desplacé a lo largo del surco hasta que mi sombra protegió el rostro tranquilo de Clyde del ardiente sol de primera hora de la tarde. Cerré las manos palma contra palma entre las rodillas y esperé a que llegara papá.
Me di perfectamente cuenta de que en otro tiempo Tadeo podría haber resuelto la situación. ¿Por qué no pudo entonces, cuando tan urgente era la necesidad? Bueno, es posible que su singularidad se hubiera desvanecido al crecer. Podría ser también que en realidad no pudiera hacer nada debido, sencillamente, a que Clyde y yo éramos adultos. De haber sido otro chico, quizá...
A veces me entra miedo tratando de averiguarlo. Especialmente cuando tengo por respuesta que los chicos y los adultos viven en mundos tan ajenos y diferentes que es imposible saltar el abismo que los separa, ni siquiera para salvar una vida. Sea cual sea la respuesta, siguen sin gustarme los niños.
FIN