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abril 08, 2010
Nuestra vida
es la senda futura y recorrida
Mario leía una y otra vez los versos, tratando de encontrarles un sentido, mientras se dejaba arrastrar por el viejo tren hacia su destino.
Acababa de terminar su carrera de Medicina y corría, despacio, le parecía a él, la tercera década del siglo. Había cumplido así el mayor deseo de su padre, médico también, que inconscientemente quería alargar sus propias ilusiones en la vida de su hijo. No estaba el nuevo galeno por la labor, así que, cuando el patriarca le propuso entrar en el hospital como ayudante suyo, se negó, alegando unos motivos que no eran del todo ciertos, pero que sabía ablandarían el corazón, profundamente cristiano, del cabeza de familia. Para su sorpresa, no fue tan sencillo. Una cosa es la generosidad en teoría y otra muy distinta llevarla a la práctica en el futuro de un vástago. Pero en fin, después de varios discursos sobre "la entrega a los necesitados" y "la caridad", entonces todavía no existía la solidaridad, Mario consiguió librarse de la constante evaluación y el control paternos y salió, ebrio de libertades, hacia su primer empleo en un pueblo de las montañas.
Desde la ciudad había una distancia de apenas treinta kilómetros, pero el viaje sería accidentado y problemático, ya que el tren pasaba por el pueblo vecino y, desde allí, habría de ingeniárselas para llegar a la pequeña aldea.
Partió en una gélida tarde de finales de octubre. La máquina renqueaba, haciendo estremecer las maderas de los frágiles vagones. Pronto el frío se hizo insoportable. Mario se arropó lo mejor que pudo, envolviéndose en el cálido abrigo, que siempre hacía girar la cabeza a las gentes con las que se cruzaba. No era corriente disponer de una prenda así. En la capital, sólo los ricos podían permitírselo y entre los aldeanos, nadie. Había sido un regalo de su madre, por haber terminado con brillantez sus estudios. Al padre le pareció pretencioso, pero la mujer le hizo callar, como casi siempre, con una antigua máxima: "según te ven, así te tratan". Y ella quería que a su pequeño le trataran muy bien..... Y así fue en verdad. Nada más apearse del tren, un campesino se ofreció a llevarle en su carro hasta el pueblo vecino. Aunque..."mejor se quedaría el señor médico aquí, que es villa más grande e importante y además tenemos un galeno, ya viejo, que lo único que hace es gritar que bebemos demasiado; como si él no lo hiciera....".
Cuando entraron en la aldea ya era oscurecido. Su benefactor, que había utilizado los escasos kilómetros de camino para adquirir un doctorado en medicina, informándose de todos los diagnósticos probables a sus achaques, a más de los posibles remedios, dijo que le acercaría hasta la casa del alcalde.
-Sí señor, sí -dijo el regidor, estrechando desmañadamente la mano tendida-. Sabíamos que vendría, pero no cuándo. Con estas lluvias.... Voy a darle un vasito de vino caliente. ¡Se le ve cárdeno! -exclamó algo alarmado, aunque quiso tranquilizarse a sí mismo, aclarando-. Es natural, con este tiempo...
Luego, mientras Mario tragaba, un poco indeciso, el extraño brebaje, que le abrió surcos de calidez en el pecho, le aseguró.
-Le acompañaré en "ca" la Encarna. Allí le alojarán hasta que se instale definitivamente. Es viuda ¿sabe usted?. No le vendrán mal unos cuartos.
Le acogieron con timidez. Le cedieron la habitación matrimonial. "Total, para lo que me sirve...", había dicho la mujer, con un mohín de fingida indiferencia y un encogimiento de hombros.
-Ésta es mi hija -Le presentó a una adolescente, que le miraba, con furtivos golpes de pestaña, desde una esquina-. Se llama Selena. ¿Raro, verdad ?. Yo no quería ponerle un nombre que no hubiera pertenecido a mi familia, pero "el mi hombre" era así....
La Encarna se había callado después de un titubeo, tratando de encontrar una palabra que pudiera definir a su marido. La chica, sin levantar la cabeza, seguía observando en silencio. Mario la miró a su vez. A pesar de las prendas gastadas y antiguas que vestía, adivinó la belleza del cuerpo. El cabello rojizo, trenzado con torpeza, se escapaba en ricitos que parecían enmarcar el rostro. Era hermosa la joven, sí, decidió el médico, perdido en el extraño verdor de sus ojos.
Al día siguiente, temprano, visitó el local que le cedían para la consulta. Había pertenecido a sus antecesores y ahora hacía más de un año que no se usaba. El polvo, los ratones y las telas de araña eran los señores del lugar. Al verlo, después de varios minutos forcejeando con la llave en la puerta, dejó caer los brazos, desilusionado. Nunca conseguiría adecentar aquello.
- Si quiere puedo ayudarle a limpiarlo.
Se volvió esperanzado. Allí, con el sol naciente a la espalda, inflamando sus cabellos, Selena le miraba. No volvió a separarse de él.
- Necesito un ayudante -justificó al alcalde.
- Ningún doctor lo ha tenido -defendió el regidor su escaso pecunio-. No podríamos pagarle....
-Yo -aventuró Mario- lo hago sobre todo por ustedes. Si la chica es lista, que sí lo creo, puedo enseñarle unas cuantas cosas. De ese modo, cuando yo enferme o me vaya, no tendrán que desplazarse al pueblo vecino a curar una cortada o poner una cataplasma. Pero -galleó- si usted no quiere....
El cerebro del alcalde trabajó deprisa. En los meses que habían estado sin médico, él mismo se había caído dos veces del caballo, su mujer había parido mellizos y a su padre se le había inflamado un diente y....
-Bien, haremos un esfuerzo. Pero habrá de conformarse con unos pocos reales.
Selena empezó a cuidarse de todo. En pocas semanas, se hizo imprescindible. Era de inteligencia rápida y continente tranquilo. Nunca miraba al doctor a la cara, pero entendía sus mínimos gestos, adelantándose a sus deseos. Mario sí que la observaba. A veces, en momentos críticos, se sorprendía actuando mecánicamente, con su atención en ella. Era bella, sí, pero ¡tan rara....!
Una mañana se sorprendió de no verla venir con el caldero de leche recién ordeñada para el desayuno. La madre le sirvió, lejana y tímida como siempre. El tazón, lleno del espumoso líquido, apareció sobre la mesa. No pudo contenerse y preguntó:
-¿ Y Selena ? -y luego, temiendo extrañar a la madre, aclaró -Es que la necesito para sajar el brazo del panadero, que anoche vino del campo con él hinchado. Lo dejé unas horas, a ver como evoluciona, pero no creo que se libre...
Su posadera detuvo un momento el movimiento para mirarle. Él bajó los ojos al tazón y se fingió ocupadísimo, atascándolo de migas.
- Vendrá enseguida -siguió la mujer su quehacer con parsimonia-. Ha ido a recoger sus hierbas.
-¿ Qué hierbas ? -insistió el médico, curioso, al tiempo que empujaba el pan con una cuchara.
- Las que su padre le enseñó a emplear. Esta noche hubo luna llena -quiso justificar la madre, tirando del pañuelo, que se empeñaba en deslizarse por los negros cabellos.
Cuando el médico acabó el desayuno, tomó sus cosas y salió.
- Si regresa, dígale que estoy en casa del panadero.
Apenas había andado unos pasos hacia el establo para tomar su caballo, cuando sintió los ruidos. Entró y escuchó para situar el tejemaneje, ya que en el recinto sólo los animales le contemplaban. En el altillo donde se guardaba la hierba, Selena colgaba de las paredes manojos verdes, presumiblemente para secar.
A partir de aquel día, el aprendizaje fue mutuo. Los dos jóvenes compartieron conocimientos populares y científicos. Y una tarde, después del trabajo, cuando recogían el material empleado, sucedió. Sus manos se encontraron sobre el mismo frasco y, contrariamente a lo habitual, no se separaron. El cerró la suya, grande y cálida, sobre la de ella, pequeña y fría. El contacto duró sólo unos segundos, pero el chispazo se extendió por los cuerpos, llenando la habitación y el universo entero. Selena alzó los ojos y retiró despacio los dedos prisioneros. Mario la dejó ir, con el dolor de perder un miembro propio, pero siguió la orden que adivinó en la salvaje mirada, con esperanza.
No hablaron. La mujer continuó sistemática su labor diaria. Él no pudo. Pateó el cuarto de un extremo a otro, con movimientos incontrolados, que sirvieron para incrementar el desorden. Cuando todo estuvo limpio y en su lugar, Selena, sin una palabra, abrió la puerta. Desde allí, se volvió hacia él y el hombre entendió su mudo mensaje. La chica salió silenciosa y rauda, caminando hacia el sol poniente. El médico la siguió como un autómata, decidido a acatar los dictados de la naturaleza sin cuestiones ni dudas.
Marcharon buscando el bosque, hasta internarse en él. Cerca del riachuelo, el campamento gitano bullía al atardecer. Los "churumbeles" corrían entre los árboles centenarios, destruyendo su misterio. Los hombres, con parsimonia, fumaban en corro, estudiando sus problemas con expresiones parcas. Un grupo de muchachas hacía revolotear faldas, lanzando sus risas hasta los jóvenes, que, murmurando entre dientes, mohínos unos, alegres otros, las contemplaban cerca.
Cuando Selena y el médico llegaron, precedidos de los aullidos de los canes, la vida pareció detenerse por unos segundos. Luego, las matronas, después de buscar mejor espacio en el asiento con sus anchas posaderas, siguieron revolviendo el guiso, con cucharas largas de madera. La chica saludó a todo el mundo y hasta besó a una vieja, que sonrió mostrando los huecos de su boca. Luego, se sentó junto a la hoguera e invitó a Mario a hacer lo propio. Aceptó este un poco cohibido e incluso amoscado. Su deseo le pujaba desde dentro y el entorno le sobraba.
Pronto comenzó la cena y el guisote, fuerte y sabroso, se regó de vino abundante. Apenas trasegados los últimos bocados, surgió la música de una guitarra escondida y el baile llenó el claro del bosque. El galeno, prendido en la magia de la luna, se dejó arrastrar y mezcló sudores y deseos, en un frenético compás. El ansia se prolongó y creció, hasta impregnar la tierra y las sombras. Cuando Selena le tomó la mano y le separó del resto, apenas sintió su cuerpo, el placer le llenó de pinchazos la lengua. Luego, más lento, más profundo, una vez y otra y otra .... , la noche se desbocó entre las nubes....
La pasión les cegó durante meses. El bosque y los gitanos fueron los cancerberos de su amor. Nadie, ni siquiera la madre de Selena, que la creía en los montes recogiendo hierbas, supo nunca de las ardientes noches de la pareja, que no oía las voces calés narrar, al compás de la guitarra, viejos odios, nuevas miserias o grandes esperanzas, ni los aullidos de las fieras, ni el susurro del bosque, ni el raspar de las nubes por el inevitable camino de la luna...
Enseguida llegó la guerra. Mario hubo de viajar a la ciudad. " Volveré para hacerte mi esposa....".
Fue una larga conflagración. Tres años.... Cuando acabó, el dolor, la sangre y el odio lo llenaban todo. "Hijo. Es momento de elegir. Hay que reconstruir la vida". " Ya tengo mujer". "¡Bah!. Una gitana... Juegos de juventud... Yo te hablo de una esposa ".
El médico volvió al pueblo. " No. Se fueron a Madrid a poco de empezar la guerra. Por aquí dijeron que la chica se había liado con algún miliciano de las montañas. No, no se sabe nada de ellas".
Las palabras del alcalde le abrieron un agujero en el estómago, por donde sintió escapar las ilusiones. Luego, la vida se impuso. Su padre le eligió una esposa y un puesto en el hospital. Vinieron los hijos y crecieron deprisa. Murió la mujer y el se hizo viejo y senil. Para entonces, ya vivían en Madrid y sus descendientes, ocupados en no dejarse aplastar por su propia vida, decidieron internar al padre en una residencia de ancianos.
Mario tenía pocos ratos lúcidos. En esos momentos, su mente regresaba a los recuerdos más queridos, que parecían enquistados, fuera del tiempo y del espacio. No tenían nada que ver con su vida y familia y mucho menos con el humillante momento presente. Aquellos pocos meses justificaban su existencia. Allí, en el bosque, en los caminos de la montaña, en el consultorio miserable, paliando el dolor de las gentes sencillas.. Si, allí había sido él mismo. Luego, sólo una marioneta adaptable a lo que se le había exigido. Su alma se expandía al ver el pueblo, los robles centenarios, los gitanos, Selena..... Selena, joven y hermosa. Selena, cálida y dulce. Selena.... perdida.... Mas muy pronto, su yo íntegro huía. Se alejaba su memoria y sólo quedaba el instante presente, para un ser vulnerable y vacilante, incapaz de relacionar o indagar.
Una mañana, paseando bajo el cálido sol de junio, trataba, friolero, de asimilar algo de la potente energía que vivificaba la tierra. Enseguida se sintió fatigado y buscó, entrecerrando los ojos, un lugar donde descansar. Al lado de los rosales amarillos, que lucían ya delicados capullos, vio un banco. Le molestó que estuviese ocupado por una mujer. Pero como estaba sentada en una esquina, pensó que, si él se instalaba en la opuesta, no tendría que soportar la charla insulsa y conocida, de lo buenos que eran los hijos de cada quien y el maravilloso trato que daban a todos los padres internados.
Mientras se acercaba, sonreía para sí, al darse cuenta de lo poco que echaba de menos a los suyos y de lo bien que se encontraba, sin tener que pedir permiso para todo.
Al llegar al asiento saludó educadamente a la anciana, que, con la cabeza baja, contemplaba las palmas de sus manos, abandonadas sobre el regazo. Levantó la vista para mirarle y sus extraños ojos verdes, apenas empañados por la vejez, removieron las entrañas de Mario, quien, sin saber por qué, olvidó su resolución anterior y se sentó junto a ella, comentando enseguida lo agradable que estaba la mañana.
Permanecieron unas dos horas juntos. Hasta el momento del almuerzo. Cuando se separaron, Mario ya sabía que Selena -¿ Por qué demonios le resultaba familiar ese nombre?- había amado a un hombre en su juventud, del que había tenido un hijo, pero que la guerra los había separado. Ella estaba allí porque, al parecer, tenía algunos problemas mentales que complicaban la vida a sus familiares. Pero se encontraba bien y cuando, como hoy, era capaz de recordar sus experiencias, podría decirse que casi feliz.
Durante el almuerzo no dejaron de observarse, a pesar de que la distancia entre sus mesas les hacía entrecerrar los ojos. Al acabar, como respondiendo a una llamada, volvieron a juntarse. Se miraron y hablaron. Se comprendieron y, sin reconocerse, volvieron a amarse.
Se sucederán los días. Algunas mañanas habrá suerte y se podrá salir al jardín, o al salón de juegos si está lloviendo. Allí, apenas la mirada verde se cruce con la suya, Mario acudirá, como atraído por un imán. Volverá a escuchar las confidencias de la mujer, a disfrutar con sus movimientos, a saborear su sonrisa que, a pesar de la dentadura recompuesta y los labios tristes, él, sin saber por qué, imaginará jugosa. Y tornará a quedar prendido de los ojos verdes y del misterio y, por unas horas, le parecerá recobrar el dominio sobre su cuerpo y el mundo, sobre la vida y la muerte, sobre el alma y Dios. Luego, la caída del sol, con el sueño, borrará el placer y el recuerdo.
Tal vez mañana siga la oscuridad. Mario ya no puede leer versos. Su mente nebulosa no se pregunta por el significado de ninguno, porque ya los ha entendido todos y los ha olvidado. Si el amanecer trae al viejo convertido en un suspiro temblón y babeante, no habrá paseo, ni posibilidad de encuentro. No verá los ojos verdes y nadie podrá salvarle de navegar en la noche, creada para él con sus propios ingredientes. Pero, no. Tal vez mañana haya suerte y pueda volver a enamorarse, aunque él ni siquiera sea capaz de esperarlo.
FIN