Publicado en
abril 08, 2010
Título original: The House Gun
Para Oriane y Hugo
El crimen es el castigo.
Amos Oz, Fima
PRIMERA PARTE
Ha sucedido algo terrible.
Están mirándolo en la pantalla, después de cenar, con las tazas de café a su lado. Es Bosnia, o Somalia, o el terremoto que, como si fuera un perro, ha sacudido entre sus dientes apocalípticos una isla japonesa; uno cualquiera de los desastres de aquel momento. Cuando zumba el interfono, se miran el uno al otro con cordial reticencia; vas tú, te toca a ti. Forma parte del compromiso para vivir juntos. Hace poco que han tomado la decisión de dejar la casa y trasladarse a este conjunto residencial rodeado de cuidados jardines comunes, con la entrada vigilada por monitores de seguridad, y todavía no están acostumbrados o, para ser más precisos, tienden a olvidar momentáneamente que no es el ladrido de Robbie y el anticuado tintineo de la campanilla de la puerta principal lo que ahora los reclama. No se permiten animales de compañía en la urbanización pero, por suerte, el suyo ha podido ir a vivir con su hijo, que tiene una casita con jardín.
Él, ella; un atisbo de sonrisa, él se levantó con languidez dedicada a ella y fue a coger el auricular más cercano. Quién es, le oyó decir a medias mientras escuchaba a medias el comentario que acompañaba a las imágenes. Quién es. Podía ser alguien que deseara convertirlos a alguna secta religiosa, o la notificación oficial de una multa de aparcamiento, lo hacían trabajadores ocasionales, fuera de horas de trabajo. Él dijo algo más que ella no entendió, pero oyó el ronroneo del botón para abrir la puerta.
¿Sabes quién puede ser un tal Julián Nosequé? ¿Un amigo de Duncan?, dijo él entonces.
Él, ella: no lo sabían, ninguno de los dos. Nada raro, Duncan, de veintisiete años, tenía su propio círculo de amigos, igual que sus padres tenían el suyo, y la intersección entre ambos se producía en raras ocasiones, cuando sus intereses, que sus padres habían inculcado en él cuando era niño, coincidían.
¿Qué quiere?
Ha dicho que hablar con nosotros.
Los dos sintieron al mismo tiempo una descarga eléctrica de alarma. Qué hay que temer, definido en el contexto conocido de un individuo de veintisiete años en esta ciudad: un accidente de coche, un atraco callejero, un asalto a su casa. Los dos permanecieron de pie junto a la puerta, enfrentándose a todo eso, enfrentándose al rumor de los pasos que oían acercarse por su sendero particular pavimentado, bajo las espadas cruzadas de las hojas de ave del paraíso, a la señal del segundo zumbido y a ese chico, ¿enviado por?, ¿a causa de? Duncan. Miraban hacia el suelo cuando él entró, de modo que no pudieron leer en él. Se sentó sin decir una palabra.
Él, ella: a quién le toca.
¿Ha habido un accidente?
Ella es médico, ve lo que traen las ambulancias a cuidados intensivos. Si algo está roto, ella puede estimar si es posible unirlo de nuevo.
El tal Julián aprieta los labios sobre los dientes y mantiene la boca sellada, durante un momento.
Una especie de... ¡No, Duncan no! ¡No! Alguien ha recibido un disparo. Está detenido. Duncan.
Los dos se ponen de pie.
Por el amor de Dios; pero qué dices; qué es todo esto: cómo que detenido, detenido por qué...
El mensajero es atacado, adopta una actitud casi hosca, incapaz de soportar lo que tiene que decir. La abominable palabra le brota avergonzada. Asesinato.
Todo se ha detenido. Podría entenderse un accidente de coche, un atraco callejero, un asalto a su casa.
Él/ella. Él da una zancada y apaga el televisor. Y expulsa el aire con violencia. Mientras nadie se ha movido, nadie ha dicho nada, la palabra y el acto que ésta encierra no han podido entrar en la habitación. Ahora, al tocar el interruptor y exhalar el torrente de aire, se abre un nuevo calendario. El viejo gregoriano no puede registrar este día. No existe en él este tipo de medida.
El tal Julián les cuenta que han llamado al juez de guardia (da el detalle con el peso de su urgente gravedad) para formular la acusación en la comisaría y se le ha negado la libertad bajo fianza. Éste es el objetivo concreto de su visita: Duncan dice, Duncan dice, el mensaje de Duncan es que no vale la pena que vayan, no vale la pena que intenten la libertad bajo fianza, comparecerá ante el tribunal el lunes por la mañana. Tiene su propio abogado.
Él/ella. Ella ha escrito la fecha en las recetas de los pacientes una docena de veces desde la mañana, pero busca una pregunta que dé algún tipo de respuesta a esa palabra pronunciada por el mensajero. Grita.
¿Qué día es hoy?
Viernes.
Fue un viernes.
Tal vez ninguno de los Lindgard había estado nunca ante un tribunal. Durante las cuarenta y ocho horas del fin de semana de espera, examinaron todas y cada una de la posibles explicaciones, dado que no podían hablar con él, su hijo, él. Debido a lo absurdo de la acusación, tenían la sensación de que debían respetar la orden de no visitarlo; seguramente, eso indicaba que todo aquello era ridículo, eso es, horrible-mente ridículo, un asunto personal y ridículo que pronto se resolvería, mejor no confirmarlo con la visita alarmada de mamá y papá que llegan a una cárcel acompañados de su abogado, situaciones de gran emoción, etcétera. Así es como se convencieron de que debían interpretar su orden; como una mezcla de consideración hacia ellos —no era necesario mezclarlos en el asunto— y de la independencia propia de la juventud, independencia dada y declarada por mutuo acuerdo desde que era adolescente.
Sin embargo, el temor acompaña a lo desconocido. El temor les llegó como una droga, aunque no procedente del botiquín de ella; caminaron con calma sin nada que decirse por los pasillos de los juzgados, Harald dejó pasar a Claudia con la cortesía de un desconocido cuando encontraron la puerta, entraron y avanzaron de lado torpemente para sentarse en los bancos.
Incluso el olor del lugar era como el de un país extranjero al que hubieran sido deportados. El olor a barreras de madera pulidas y suelo encerado. Las ventanas coronaban la pared hasta el techo, como reflectores inclinados. Los uniformes los llevaban unos hombres con la impersonalidad de los miembros de un culto, todos ellos intercambiables. Había unas pocas figuras sentadas ahí cerca, el mismo tipo de gente que mira desde los bancos de los parques o se tiende boca abajo en los jardines públicos. El pensamiento huye de lo que tiene delante, como hace un pájaro que ha entrado volando en un espacio cerrado, debe de haber algún agujero por donde salir. Harald se dio de bruces con la presencia del colegio, demasiado lejano para recordarlo de modo consciente; el olor institucional y la madera dura bajo las nalgas. Incluso topó con el nombre de un maestro; nada del pasado podía ser más remoto que este presente. Desvió la atención y observó que Claudia salía de su inmovilidad para desconectar el mensáfono que la mantenía en contacto con su consulta. Ella advirtió su distracción y volvió la cabeza para leer su mirada tangencial: nada. Le dirigió la sonrisa rígida con la que uno saluda a alguien que no está muy seguro de conocer.
Sale de la caja de una escalera entre dos policías. Duncan. ¿Es posible que sea él? Deben reconocerlo en un personaje que no le pertenece, tal como lo conocen, como siempre lo han conocido, ¿y quién podría identificarlo mejor? Lleva unos tejanos negros y una camiseta negra de algodón. El tipo de ropa que acostumbra a llevar, pero el pulcro cuello de una camisa blanca asoma doblado bajo el cuello de la camiseta. Los dos se dan cuenta, un foco de atención tácito; ése es el detalle, muestra de sumisión a los convencionalismos esperados por un tribunal, lo que establece el vínculo de realidad entre el que conocían, él, y ese otro, flanqueado por policías.
Un estallido de calor invadió a Harald, una confusión similar a la ansiedad o la rabia, pero no era ninguna de las dos cosas. Un tipo de reacción que nunca había tenido ocasión de aparecer hasta ese momento.
Duncan, sí. Los miró, reconociéndose. Claudia le sonrió alzando la cabeza, para que todos lo vieran. Y él contestó con un gesto de asentimiento. Pero no volvió a mirar a sus padres directamente durante los trámites que siguieron, excepto cuando su mirada, controlada, casi pensativa, se deslizó por encima de ellos al recorrer la galería del público situada más allá de los dos jóvenes negros con las piernas extendidas cómodamente ante sí, el anciano blanco sentado e inclinado hacia delante, con la cabeza entre las manos, y el grupo familiar que, probablemente, se había metido ahí, despistado, a la espera de que llegara el caso que le concernía, y hablaba en susurros sobre sus asuntos.
El juez entró en escena, todos se pusieron en pie de un brinco y se dejaron caer de nuevo. Era alto o bajo, calvo o no: qué más daba. Sacudió los hombros bajo la voluminosa toga, encorvado sobre los papeles que le entregaban, hizo unos breves comentarios con tono de interrogación al estrado, donde daban la espalda a la galería quienes, seguramente, serían el fiscal y el abogado defensor.
Bajo las inclinadas escaleras de luz, unos policías entraron y salieron llevando recados y deliberando entre sí con roncos susurros, y terminó la rutina de los trámites. Se dictó auto de procesamiento contra Duncan Peter Lindgard por asesinato. Se rechazó la segunda petición de libertad bajo fianza.
Se acabó. En realidad, empezaba. Los padres se acercaron a la barrera situada entre la galería y el estrado de la sala, y no se les impidió establecer contacto con su hijo. Los dos lo abrazaron mientras él mantenía el rostro vuelto hacia un lado.
¿Necesitas algo?
Esto todavía no ha empezado a juzgarse, estaba diciendo el joven abogado, voy a presentar una protesta por la denegación, ahora mismo, Duncan. No dejaré que el fiscal se salga con la suya. No te preocupes.
Esto último lo dijo dirigiéndose a ella, la doctora, en el mismo tono tranquilizador que ella utilizaba para dirigirse a un paciente cuando no estaba segura de su diagnóstico.
El hijo tenía un aire de impaciencia, la mirada huidiza propia del que desea que se marchen los bienintencionados; una necesidad urgente de atender alguna preocupación, un asunto propio. Podían interpretarlo como señal de confianza; en su inocencia, por supuesto; o podía ser una máscara ante el terror, similar al terror que ellos habían sentido, para ocultar su terror por orgullo, para que no se uniera al suyo. Ahora estaba acusado oficialmente, aparecía registrado como tal. El acusado tiene derecho a sentir terror, ¡quién lo duda!
¿Nada?
Yo me encargaré de todo lo que Duncan necesite; el abogado apretó el hombro de su cliente mientras mecía su maletín y se marchó.
Si no había nada, entonces...
Nada. ¿No podían preguntar nada, qué está pasando aquí, qué hiciste, qué se supone que has hecho?
Su padre se armó de valor: ¿De verdad es buen abogado? Podríamos encontrar otro. Cualquiera que haga falta.
Un buen amigo.
Me pondré en contacto con él más tarde, averiguaré qué ha pasado con el fiscal.
El hijo sabe que su padre se refiere al dinero, estará dispuesto a proporcionar la garantía para la contingencia que —imposible creerlo— ha surgido entre ellos, el dinero para la fianza.
El se aparta —el preso, eso es lo que ahora es— antes de que los policías se muevan para ordenárselo, no quiere que lo toquen, tiene voluntad propia, y la mano de su madre apenas puede asir el extremo de sus dedos cuando él se aleja..
Ven cómo lo llevan escaleras abajo en dirección a lo que haya bajo el juzgado. Cuando se disponen a salir de la sala B17, se dan cuenta de que el otro amigo, Julián, el mensajero, ha permanecido de pie tras ellos, deseoso de tranquilizar a Duncan con su presencia, pero sin querer intervenir en la conversación con quienes tienen los más íntimos derechos. Lo saludan y salen juntos, pero no hablan. Él se siente culpable por su misión, aquella noche, y se escabulle.
Cuando la pareja emerge al vestíbulo de los juzgados, vasta y elevada catedral en la que resuenan los susurros de los diversos suplicantes congregados, Claudia se aparta repentinamente y desaparece siguiendo la señal que indica la dirección de los aseos. Harald la espera entre esas pacientes personas que pasan por un momento difícil, no pueden hacer otra cosa, él es uno de ellos, las mujeres, mandos, padres, novios, hijos de falsificadores, ladrones y asesinos. Mira su reloj. Todo el proceso ha durado exactamente una hora y siete minutos.
Ella vuelve y se marchan de ese lugar.
Tomemos un café por ahí.
Oh... hay pacientes en la consulta, esperándome.
Que esperen.
No tuvo tiempo de llegar al retrete y vomitó en el lavabo. Sin previo aviso; cuando salía en tropel con todas aquellas personas que pasaban por un momento difícil, formando parte de los inquietos y aturdidos andares, de repente sintió una presión en la barriga y supo lo que iba a suceder. No se lo dijo, cuando volvió junto a él, y debió de dar por hecho que había ido a aquel lugar con el objetivo habitual. Desde un punto de vista médico, había una explicación para un vómito repentino sin náuseas. La tensión extrema podía desencadenar la tensión de los músculos. «Echó los hígados»: era la expresión que utilizaban algunos de sus pacientes cuando describían el síntoma. Siempre lo había escuchado con frialdad, como algo tremendamente inexacto.
Que esperen.
Él le estaba diciendo que se fueran al infierno, los pacientes, ¿cómo pueden compararse sus dolores, molestias y embarazos con esto? Todo se detuvo, aquella noche; todo se ha detenido. En la cafetería, un camarero andrógino con largo cabello rizado atado en una coleta y bíceps de tenista canturreaba su contento acompañando el hilo musical. En el depósito de cadáveres, yacía el cuerpo de un hombre. Pidieron un café filtrado (Harald) y un cappuccino (Claudia). El del hombre que recibió un disparo en la cabeza, que encontraron muerto. ¿Por qué iba a resultar sorprendente que fuera un hombre? ¿No era ya un modo de admitirlo todo, de dar crédito a que pudiera haber sucedido? Asumir que el cadáver fuera el de una mujer —lo más común, un crimen pasional sacado de las páginas de sucesos de los periódicos del do-mingo— era aceptar la posibilidad de que se hubiera cometido, introducirlo en el contexto de una vida. La de él. La violencia fortuita de las calles nocturnas que habían esperado leer en el rostro desconocido del mensajero formaba parte de los riesgos posibles en aquel lugar, junto con otros más generales, como el de contraer una enfermedad, no realizar una ambición, perder el amor. Aquellos que son responsables de una existencia admiten que la exponen a todo esto. Matar a una mujer en un arrebato de pasión celosa; el mero hecho de que se les ocurriera —con vergüenza, aceptando su banalidad periodística— suponía permitir incluso que la misma naturaleza de esos actos pudiera romper los límites de ese contexto vital.
Seguimos sin saber nada.
Ella no contestó. Sus cejas se alzaron cuando estiró el brazo para coger los sobres de azúcar. La mano le temblaba ligeramente, privadamente, tras la reciente convulsión violenta de su cuerpo. Si él se dio cuenta, no comentó nada.
Ahora entendían lo que habían esperado de él: una sensación de ultraje ante aquello, ante aquella acusación absurda contra él. Ante su presencia allí, entre dos policías, delante de un juez. Esperaban que se abalanzara al verlos —eso era para lo que estaban preparados— para decirles ¿qué cosa? Lo que pudiera, dentro de los límites impuestos por aquella sala con los policías merodeando, los funcionarios reuniendo papeles y los curiosos perdiendo el tiempo. Que era un disparate que estuviera allí, que tenían que sacarlo de ahí inmediatamente, los oficiales inoportunos protestarían, ¿de qué? Díselo, díselo. Alguna explicación. Cómo podía nadie pensar que aquella situación era posible. Un buen amigo.
El abogado, un buen amigo. Y eso era todo. Su espalda cuando bajaba por las escaleras, un policía a cada lado. Ahora, mientras Harald estiraba una pierna para poder coger las monedas del bolsillo, él estaba en una reclusión que ellos no habían visto nunca, en una celda. El cuerpo de un hombre estaba en un depósito de cadáveres. Harald dejó una propina para el joven que canturreaba. Los mezquinos rituales de la vida forman una aturdida continuidad sobre lo que se ha detenido.
Esta tarde insistiré en llegar al fondo de todo esto.
Anduvieron hacia su coche a través de la monótona extensión de la ciudad, separados y unidos de nuevo por la acera que se ensanchaba y estrechaba en función de otras personas que vivían su vida, de las mercancías esparcidas de los vendedores, apiladas en pequeñas pirámides de verdura, chicles, gafas de sol y ropa de segunda mano, los fogones de gas en que se freían salchichas como fragmentos curvos de tripas humanas.
Por la tarde, no pudo dejar que esperaran. Era el día de la visita mensual a un hospital. Se suponía que los médicos como ella, dedicados a la medicina privada, tenían que hacer frente a las necesidades de algunos barrios de la ciudad, en lo que habían sido zonas residenciales de blancos donde, en los años recientes, se había producido un flujo, un gran incremento en número y variedad de la población. Había desempeñado esta obligación regularmente; ahora, la conciencia la aguijoneó e hizo que pasara por encima de lo que había detenido; se dirigió al hospital en lugar de acompañar a Harald al abogado. ¿Tal vez también lo hacía para convencerse de que lo que había sucedido no podía haber pasado? No era día para analizar motivos; sólo para seguir los pasos fijados en la agenda. Se puso la bata blanca (es funcionaría, como el juez, encorvado bajo la toga) y entró en el dominio institucional que le era familiar, el esterilizador humeante, con su batería de instrumentos de precisión para cada uso, la coreografía de la eficiencia de la joven enfermera, con su cofia de muñeca, blanca y almidonada, sujeta sobre su peinado rasta. Algunos de los pacientes no tenían palabras, en inglés, para expresar qué desarreglo sentían en su interior. La enfermera traducía cuando era necesario, transmitiendo las preguntas de la doctora, cambiando con facilidad de una lengua materna a otra que compartía con aquellos pacientes, y transmitiendo sus respuestas.
La procesión de carne se expuso ante la doctora. Era el medio en que trabajaba, los abundantes muslos negros separados reticentemente con pudor (la enfermera bromeaba con las mujeres, mama, la doctora es una mujer como tú), los pechos con vello blanco de los ancianos que auscultaba. Las tiernas barrigas de los niños que se deslizaban bajo la palma de su mano, lágrimas de terrible reproche sobresalían de los infantiles ojos cuando tenía que introducir la aguja en la suave almohadilla de su brazo, donde el músculo todavía no se había desarrollado. Lo hacía de la misma manera que cualquier otra actividad necesaria, con toda su habilidad para evitar el dolor.
¿No era ése el objetivo?
Hay muchos dolores que surgen de dentro; esta mujer con un tumor que le crece en el cuello, fácil de palpar para unos dedos experimentados, y la habitual procesión de pensionistas trabados por la artritis.
Pero el dolor viene de fuera: la violación de la carne, un niño quemado por una olla de agua hirviendo que se ha vertido, o una navaja clavada. Una bala. Este atravesar la carne, la fuerza, el émbolo de una bala que ha entrado muy hondo, una aleación de acero que rompe el hueso como si destrozara una taza de té; ella no es cirujano, pero en esta violenta ciudad ha visto cavar en busca de esas pepitas y levantarlas con una palanca en las mesas de operaciones; conservan la forma aerodinámica de la velocidad misma, no hay elemento en el cuerpo humano que pueda resistir, ni siquiera mellar, una bala, y los que sobreviven recuerdan el dolor de modo diverso, pero todos coinciden: un asalto. El dolor que es producto del cuerpo mismo, de su mal funcionamiento, forma parte de uno; de alguna manera, un misterio que la ciencia médica no puede explicar, el cuerpo es responsable. Pero esto... La bala: el asalto puro del dolor.
El objetivo de la vida de un médico es defender la vida frente a la violencia del dolor.
Ella está al otro lado de la línea divisoria que la separa de los que lo causan. La línea divisoria definitiva, entre la muerte y la vida.
El cuerpo cuyo interior está explorando con una mano enguantada en goma —como si fuera un zahori que, instintivamente, es conducido a una fuente escondida— tiene un feto, tres meses de vida dentro de él.
Se lo digo de verdad. Con los otros, nunca estuve tan mala. Todas las mañanas, mareada como un pato.
Echar los hígados por la boca.
¿Cree que eso significa que es niño, doctora? La paciente adopta la timidez burlona que las mujeres emplean muchas veces ante un médico, la consulta es su escenario y ofrece la rara oportunidad de una pequeña actuación. Bueeeno, mi marido se pondría como loco de contento. Pero yo le digo, si esta vez no viene, no sé tú, pero yo lo dejo.
La doctora ríe con ella cortésmente.
Podríamos hacer una prueba sencilla si quiere conocer el sexo de la criatura.
Oh, no. Es la voluntad de Dios.
Después pasa una sucesión de las habituales dolencias de corazón e infecciones bronquiales. La vida avanza con dificultad movida por los cansados bramidos de los pulmones de los viejos y palpita suavemente de modo visible entre las costillas de un niño esquelético. Algunos de los que aparecen esta semana, como todas las semanas, tienen los ojos achicados por el grueso tejido de su rostro y otros siguen presentando las infecciones cutáneas características de la desnutrición. Comen demasiado o tienen demasiado poco para comer. Es relativamente fácil recetar a los primeros, porque tienen el remedio en sí mismos. Para los segundos, lo que se les receta se lo niegan circunstancias ajenas a su control. Verduras y fruta fresca: son demasiado pobres para permitirse el lujo de estos remedios, lo que han ido a buscar a la consulta es un frasco de medicinas. La doctora lo sabe, pero tiene preparado un montón de hojas que proponen platos hechos con diversas legumbres como sustitutos de lo que deberían poder comer. Le tiende una hoja con gesto alentador a la mujer que ha traído a sus dos nietos al médico. Las piernas grisá-ceas y llenas de cicatrices de los niños están desnudas, pero, a pesar del calor, miran a la doctora desde debajo de gruesas gorras de lana que cubren las llagas de la cabeza y les llegan hasta las cejas.
La mujer no necesita que la enfermera haga de intérprete, sabe leer el papel y lo estudia lentamente, sujetándolo con el brazo extendido, tal como hacen las personas mayores que empiezan a perder vista de cerca. Lo dobla con cuidado. Su tiempo ha terminado. Conduce a los niños hasta la puerta. Da las gracias a la doctora. No sé qué podré conseguir de todo esto. Quizá pueda intentar comprar algunas de estas cosas. El padre sigue en la cárcel. Mi hijo.
Lista de los acusados. Acta de acusación. Harald se mantenía algo distante con una fría atención para separar lo que eran pruebas de la interpretación de esas pruebas. Indiciarias: ese día, esa tarde, viernes, 19 de enero de 1996, un hombre fue encontrado muerto en una casa que compartía con otros dos hombres. David Baker y Nkululeko Dladla, Khulu. Estos llegaron a casa a las siete y cuarto de la tarde y encontraron el cadáver de su amigo Cari Jespersen en el cuarto de estar. Tenía una herida de bala en la cabeza. Estaba tendido parcialmente sobre el sofá, como si (interpretación) le hubieran disparado por sorpresa y hubiera intentado levantarse. Llevaba sandalias de las que sujetan el dedo gordo con una tira, una de las cuales estaba retorcida y colgaba del pie, y bajo el albornoz estaba desnudo. Había unos vasos sobre un tambor africano junto al sofá. Uno de ellos contenía los restos de lo que parecía haber sido una mezcla conocida con el nombre de Bloody Mary: una lata vacía de zumo de tomate y una botella de vodka estaban sobre el televisor. Los otros vasos, por lo que parecía, no habían sido utilizados; había una botella de whisky cerrada y un cubo de hielo medio fundido sobre una bandeja situada en el suelo, junto al tambor. (Pruebas mezcladas con interpretaciones.) La habitación no se encontraba en un estado de desorden fuera de lo común; es una vivienda informal de soltero. (Interpretación.) La habitación estaba a oscuras, con la única excepción de la luz del equipo reproductor de discos compactos, que nadie había apagado después de que se acabara el disco. La puerta principal de la casa estaba cerrada, pero las cristaleras que comunicaban el cuarto de estar con el jardín permanecían abiertas, como lo estaban en verano, incluso cuando había ya oscurecido.
En el jardín -al que se hace referencia- hay una casita. Ésta está ocupada por Duncan Lindgard, un amigo mutuo del fallecido y de los dos hombres que lo descubrieron, y éstos corrieron a buscarlo tras descubrir el cadáver de Jespersen. El perro de Lindgard estaba dormido fuera de la casita y, apa-rentemente, no había nadie en ella. La policía llegó veinte minutos más tarde. Un hombre, un ayudante de fontanero llamado Petrus Ntuli, que ocupaba una edificación anexa a la propiedad a cambio de su trabajo en el jardín, fue interrogado y dijo que había visto a Lindgard salir a la terraza de la casa y dejar caer algo mientras cruzaba el jardín en dirección a la casita. Ntuli pensó en devolver aquello, fuera lo que fuere, pero no encontró nada. Llamó a Lindgard, pero éste había entrado en la casita. Ntuli no tenía reloj. No podía decir qué hora era, pero el sol estaba bajo. La policía registró el jardín y encontró un arma en un macizo de helechos. Baker y Dladla la identificaron de inmediato como el arma que guardaban en la casa como protección ante los ladrones; ninguno pudo recordar a cuál de los tres nombres estaba la licencia. La policía se dirigió a la casita. No hubo respuesta cuando llamaron a la puerta, pero Ntuli insistió en que Lindgard estaba dentro. La policía forzó la puerta de la cocina y se encontró con que Lindgard estaba en el dormitorio. Parecía aturdido. Dijo que había estado durmiendo. Preguntado si sabía que su amigo Cari Jespersen había sido atacado, palideció (interpretación) y preguntó: ¿está muerto?
A continuación protestó por la invasión de la casita por parte de la policía e insistió en que se le permitiera hacer varias llamadas telefónicas, una de las cuales dirigió a su abogado. El abogado, evidentemente, le aconsejó que no se resistiera a la detención y se reunió con él en la comisaría, donde las pruebas de las huellas dactilares no permitieron llegar a ninguna conclusión porque el macizo de helechos había sido regado recientemente y las huellas del arma estaban casi borradas por el barro.
Esto no es una historia de detectives.
Harald tiene que creer que el tipo de acontecimientos que ese género describe es real.
Ésta es la secuencia de actos a través de la cual ha llegado una acusación de asesinato. Cuando le cuenta a Claudia lo que le ha dicho el abogado, ella mueve la cabeza de un lado a otro a cada nuevo nivel de detalle y no le interrumpe. Él tiene la sensación de que espera a que termine para hacer algún comenta-rio; sin embargo, al final, no dice nada. Del silencio de ella, él deduce que no ha dicho nada; no ha traído nada que pueda explicar lo ocurrido. Duncan salió de la casa de aquel hombre y dejó caer algo en el jardín en el camino de regreso a la casita. Se encontró un arma. Duncan dijo que estaba durmiendo y no había oído a sus amigos ni a la policía cuando llamaron a la puerta. Nada de esto revela nada más, da más explicación que la que obtuvieron cuando se vieron cara a cara en la barrera de la sala. Su breve abrazo mientras tenía el rostro vuelto hacia otro lado. Su respuesta a cualquier necesidad: nada. Harald ve, informado por la presencia de Claudia, que lo que ha contado, a él mismo y a ella también, es un simple acertijo: quién lo hizo.
La petición de libertad condicional hecha por el amigo abogado tan seguro de sí mismo había sido rechazada de nuevo.
Pero ¿por qué? ¿Por qué? Todo lo que se le ocurre a Claudia es el razonamiento, que por lo general se acepta sin cuestionar, que afirma que una persona que podría cometer otro crimen no puede quedar libre con la única garantía del dinero. ¡Duncan, un peligro para la sociedad! Por el amor de Dios, ¿por qué?
El fiscal ha recibido alguna información insinuando que podría desaparecer: escaparse.
¿Del país?
Ahora se encuentran en la categoría de los que consiguen escapar al castigo por dinero, porque pueden permitirse pagar la fianza y seguir libres. Él no sabía si ella entendía esta implicación de la negativa, para su hijo y para sí mismos.
¿De dónde venía esa idea?
La chica ha sido llamada para ser interrogada, parece que ha dicho que él estaba amenazándola con aceptar un trabajo que le han ofrecido en Singapur. No sé, para sacudírsela, parece. Ella dejó caer el comentario, tal vez intencionadamente. Quién puede adivinar qué estaba pasando entre ellos.
Si Claudia está insatisfecha con lo poco que Harald ha aclarado con esta explicación, ¿acaso ella habría podido conseguir algo más? Bueno, que lo intente entonces.
Un preso a la espera de juicio tiene derecho a recibir visitas. Es el turno de Claudia: me gustaría hablar con ese Julián Comosellame, antes de que vayamos.
Harald sabe que ambos sienten un rechazo irracional a establecer de nuevo contacto con el joven: no matéis al mensajero, la amenaza es el mensaje.
Claudia no es la única mujer con un hijo en la cárcel. Lo ha entendido esta tarde. Ya no es la que reparte el consuelo o sus placebos para los desastres de los demás, mientras ella está a salvo, intocable, en otra clase. Y no se trata de las justas leyes que han traído consigo esta forma de igualdad; es algo distinto. No hay nada sentimental en esto tampoco y, por ese motivo, no hablará de ello con nadie, ni siquiera con quien es el padre de un hijo que está en la cárcel; podría ser mal interpretado.
Claudia telefoneó al abogado para conseguir el número de teléfono del mensajero que se había presentado ante la puerta de seguridad del adosado y había entrado a la hora del café, después de la cena. Fue inflexible, Harald la oyó hablar cuando localizó al mensajero; le dijo que debía volver aquella tarde. Y no mañana. Ahora.
En esta ocasión, cuando abrió la puerta al mensajero, Harald le tendió la mano: Julián Verster. Claudia había apuntado el nombre.
¿Qué pensaba de ellos? La ocasión no tenía precedente al que atenerse; una ocasión social, una inquisición, una llamada: qué clase de hospitalidad es ésta, qué medidas son adecuadas, por ejemplo el té o las bebidas preparadas, la colocación de ceniceros y la disposición de una butaca cómoda marcan la naturaleza de otras ocasiones. Todo estaba en su lugar habitual en la habitación; lo que era, en sí mismo, inadecuado, incluso raro.
La actitud de ambos hacia él había cambiado, vencida por la necesidad. Veían en ese joven la posibilidad de obtener algunas respuestas, incluso podrían leer en su aspecto algo sobre el contexto en que pudo suceder lo sucedido. Todo el mundo lleva el uniforme de cómo se ve a sí mismo o de cómo se disfraza. Voluminosas zapatillas de deporte con complicados adornos, lengüetas altas y suelas gruesas, de las que llevan ahora tanto los ministros como los funcionarios y los estudiantes, y lleva también el propio Harald, en su tiempo libre; mejillas horadadas con las marcas tribales del acné adolescente, ojos separados, de un castaño perruno, oscurecidos por densas cejas que contradicen con autoridad las incertidumbres de una boca que inicia varios gestos antes de hablar. Un rostro que sugiere una personalidad sumisa y leal: el miembro ideal de una peña de amigos. En su trabajo, Harald está acostumbrado a observar estas cosas cuando se reúne con futuros socios.
—Siento haber interrumpido así tus planes para esta tarde, pero cuando viniste la otra noche nos quedamos... No sé... no pudimos decir gran cosa. Fue difícil asimilarlo todo. Como amigo de Duncan, supongo que te pasaría algo parecido: tuvo que ser duro para ti tener que venir a vernos. Nos damos cuenta.
El joven asiente con un gesto hacia abajo de la comisura de los labios que es, a su vez, su manera de tender una mano a Harald.
—Me sentí fatal por haberlo hecho tan mal: pero no se me ocurrió otra manera. Fatal. Y él me lo había pedido, me lo encargó.
Ahora estaban sentados formando un grupo cerrado. Claudia estaba vuelta hacia él, compartían el sofá, y Harald había acercado una butaca, para hablar.
—Por qué no nos llamó él.
Pero era una afirmación más que una pregunta.
—Harald..., es evidente.
—Estaba muy afectado, ya podéis imaginar.
—¿Fue desde la comisaría?
—No, desde su casa; me localizó en el móvil y di media vuelta en mitad de la calle... él todavía estaba con la policía en la casita.
Las rodillas y las manos de Claudia se juntaron con fuerza, las manos sobre las rodillas.
—Fuiste a la casa.
—Sí. Lo vi. No podía creérmelo.
Para ellos, lo que vio fue el hombre del depósito de cadáveres (Claudia conoce el procedimiento de la autopsia: a veces guardan el cadáver durante días antes de que se realice el proceso). Pero —se ve en su rostro— para este tal Julián Verster, lo visto era su amigo Duncan, ya que Duncan es su amigo. El que se den cuenta de eso permite que empiecen a decirle qué quieren de él. Por un acuerdo instintivo, ninguno de los dos tiene más derecho que el otro, lo interrogan alternativamente; han encontrado una fórmula o, por lo menos, cierta estructura que han elaborado para sí sin que exista precedente.
—¿Podrías darnos alguna idea de cómo Duncan puede haberse visto metido en todo esto? ¿En qué medida su... cómo podría decirlo... su posición como algo así como inquilino, su relación con los hombres de la casa, esos amigos, podría haberle llevado a las pruebas indiciarías que parece haber contra él? Hoy he ido al abogado. Tú formas parte de ese grupo de amigos, ¿verdad? En realidad, no conocemos a ninguno...
Claudia se volvió hacia Harald, pero intervino con ojos bajos y distantes.
—Excepto a la chica, su novia, la ha traído una vez o dos. Pero, por lo que parece, el viernes no estaba allí. No la han mencionado.
—¿Podrías decirnos algo sobre esa amistad? Más o menos comparten la finca, debían de llevarse bien, si decidieron eso, vivir tan cerca, ¿qué pudo llevar a que Duncan haya sido acusado de semejante horror? Como verás, mi mujer y yo, padres e hijo, hemos vivido como tres adultos independientes, tenemos una relación estrecha, pero no pretendemos meter la nariz en todo lo que hace. Relaciones distintas. Nosotros tenemos una relación con él, él tiene la suya con otros. Hasta ahora todo ha ido bien. Pero cuando algo como esto te cae encima, te das cuenta de lo que este... llamémoslo respeto mutuo puede implicar. No sabemos nada de lo que necesitamos saber. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué tenía que ver Duncan con él? ¡Seguro que lo sabes! No podemos ir a ver a Duncan mañana y preguntárselo, ¿no? ¿En la sala de visitas de una cárcel? Con vigilantes y demás...
—Hace bastante tiempo que somos todos amigos. Dave, desde luego; estudió arquitectura con Duncan, y yo también: trabajo con Duncan en la misma empresa. Pero no me uní a ellos cuando alquilaron juntos la casa y la casita. Khulu es periodista, creo que Duncan lo conoció a él primero, cuando Khulu quería trasladarse a la ciudad desde Tembisa. Cari, Cari Jespersen —es difícil hablar de él, oír hablar de él, en el tono en que se da una información anodina, un hombre tendido en el depósito de cadáveres—, Jespersen llegó hace unos dos años, con un equipo danés de filmación, o a lo mejor noruego, y, no sé por qué, no volvió. Trabaja, trabajaba, en una agencia de publicidad. Los tres alquilaron la casa principal y Duncan se quedó con la casita. Pero más o menos lo llevan todo juntos. Quiero decir que yo voy por ahí muchas veces, es una casa abierta, hemos pasado muy buenos ratos.
Hay que superar sus inhibiciones; su lealtad, la preciosa confidencialidad depositada en el mensajero, gracias al privilegio de la amistad con una persona que él admira o que, tal vez, profesionalmente es más hábil que él. Lo que emerge es un dato marginal: la naturaleza de su relación con su hijo. Es difícil no impacientarse.
—Así que todos se llevaban bien, estupendo. ¿No sabías nada sobre, alguna tensión? Tenían que ser muy graves, si tenemos que creer que Duncan, ¡Duncan...! ¡Da lo mismo el arma, da lo mismo lo que diga que vio el hombre del jardín! ¿No hay nadie más que tenga lo que considere un motivo para atacar a Jespersen? ¿Por qué iba a hacerlo Duncan? ¿Conoces a alguien...?
La línea de pensamiento de Harald se cruzaba con la de ella.
—Y la chica. ¿Dónde estaba el viernes? ¿Se ha terminado la relación, ya no eran amantes?
El joven ha de hacer un esfuerzo para comunicarse con un padre que no necesita el eufemismo «novia», tal como acostumbra a ser necesario en la comunicación con los padres.
—Siguen juntos. Si ya lo sabéis... estaba allí. El día antes, el jueves por la noche. Cenamos todos en la casa. Cari y David prepararon la comida para todos.
¿No había nada más que decir? ¿Nada más que extraerle? Él es el mensajero, no debe saber nada más que el texto que se le ha confiado. Claudia deja caer las manos a los lados; los dedos se agitan.
—Por favor, cuéntanoslo.
Harald se levanta.
El joven los miró alternativamente, como pidiendo clemencia, y empezó de la única manera que pudo, con el tono monótono y apagado de quien narra las circunstancias de un accidente de tráfico en el que nadie resultó herido: el tono prosaico que defiende a la emoción acorralada.
—El año pasado, en junio, Cari encontró trabajo para ella en la agencia de publicidad y empezaron a ir al trabajo en el coche de ella todos los días. O, algunas veces, en el de él. No sé qué acuerdo tenían. De manera que muchas veces comían juntos también. Pero todo iba bien.
—¿Qué quieres decir? —Harald lo mira desde arriba.
—A Duncan no le importaba. No tenía motivo para preocuparse.
—¿No le importaba que su amante pasara todo el día con otro hombre?
—Bueno, Cari y David eran pareja. Los tres de la casa son homosexuales, Khulu también. Los homosexuales muchas veces son muy buenos amigos de las mujeres y no suponen una amenaza para los novios de éstas, claro está. Cari, Duncan y Natalie son grandes amigos. Amigos muy especiales, dentro del grupo que pulula por la casa. Lo eran...
—Entiendo.
Pero Harald, consciente de que su reacción es la habitual en un hombre heterosexual, no entiende cómo a Duncan no le molestaba que su mujer pasara el día entero con otro varón, al margen de cuál fuera el sexo que resultara atractivo a ese varón. Su breve respuesta abre el camino, tanto para él como para Claudia, para que regrese el terror, el terror que vino cuando se pronunció el primer mensaje, esa noche; ese viernes.
—Por favor, cuéntanoslo.
Las palabras de Claudia son un toque de difuntos.
—El jueves, nos quedamos todos en la casa hasta bastante tarde. Había más gente, una pareja de amigos de Khulu. Cuando nos fuimos, Khulu se había ido ya con sus amigos, y volví con Duncan a la casita. Natalie se había ofrecido a ayudar a Cari a fregar los platos, David había bebido un poco de más y se fue a la cama. Pero, cuando parecía que todo estaba recogido en la cocina, Natalie no fue a la casita. Duncan se despertó hacia las dos y vio que no estaba allí con él. Se asustó, pensando que podía haberle pasado algo al cruzar el jardín a oscuras, y se dirigió a la casa. Sí. Cari estaba haciendo el amor con ella en el cuarto de estar. Duncan no fue a trabajar el viernes por la mañana y me llamó al estudio. Me lo contó. Dijo que los había encontrado en el sofá: ese sofá, ya sabéis. En fin: no era la primera vez que Natalie tenía algún lío con otro. Todos le conocemos un lío, por lo menos. Ella es así, pero creo que lo quiere, a Duncan. A su manera. Y él... él le es absolutamente fiel, completamente posesivo, las otras mujeres no existen para Duncan. Recriminaciones y lágrimas, lo de siempre, y ella vuelve con él. Pero esta vez... fue Cari. Un hombre al que no le gustan las mujeres, pero se siente atraído por Natalie. Para decirlo crudamente. Natalie es para él una excepción, deja a su amante dormido en la habitación y hace el amor a Natalie en ese sofá. Duncan estaba... no puedo describirlo, destrozado. Ella no volvió a la casita, supongo que tenía miedo de él. Se marchó. Subió a su coche, se marchó en plena noche y tampoco volvió el viernes. No estaba allí cuando sucedió lo que sucedió. Esto es todo lo que sé y no estoy diciendo con esto que Duncan haya hecho lo que se supone que ha hecho, no estoy implicando nada, no quiero que penséis que lo que os he contado es definitivo, yo no estaba allí, no lo vi; aunque conozco bien a Duncan, vuestro hijo, no sé qué pasó dentro de él...
Ahora están los tres de pie como si, de nuevo, fuera a suceder algo para lo que no existe preparación posible. De la misma manera que la ansiedad puede hacer que el cuerpo rompa a sudar, ellos reproducen la presión atmosférica de aquella casa en la que Duncan entra —el otro hombre está solo en aquel sofá bebiendo un Bloody Mary— y ésta los abruma. Pero no pueden admitirlo; deben transformarla en algo comprensible, controlable. El mensajero se dispone a hacer que su corcel gire en redondo y partir: eso es. No puede soportar más su necesidad, ya tiene bastante.
—No te vayas —le pide Claudia, aunque él no se ha movido. De modo que queda aceptado; lo que iba a suceder era que él iba a abandonarlos. Ella abre las manos señalando el lugar donde estaban sentados y vuelve a ocupar su sitio.
Para retenerlo con ellos, pasan a discutir temas prácticos. La posibilidad de pedir una vez más la libertad bajo fianza cuando el caso comparezca en una primera vista; las condiciones en las que se encuentra un preso a la espera de juicio. Podrían seguir preguntado muchas cosas, él y ellos lo saben, y él podría seguir contando sobre aquella casa con sofá, sobre la casita y la vida que su hijo llevaba allí, pero les parece evidente que el joven se encuentra en un conflicto entre lo que es una obligación para con ellos y la traición a los códigos de la amistad. Lo más cerca que pueden llegar de esa zona es preguntándole si, últimamente, Duncan parecía tener algún problema, pongamos, en el trabajo (que no es un contexto íntimo). ¿Lo habían notado? Eso era lo máximo que Harald podía acercarse a cualquier estado mental enloquecido que hubiera podido darse en la casita.
—Duncan es una persona fuerte.
Esto podría satisfacer a Harald, pero Claudia apartó la vista de los dos hombres con un gesto brusco.
—Trabajas con él en el mismo despacho, ¿quieres decir que, sencillamente, oculta su estado de ánimo, sus sentimientos? ¿Incluso a ti? Te llamó, habló contigo, el viernes.
—Si nos apetece hablar de algo, lo hacemos; si uno de nosotros no quiere, no lo hacemos. Lo dejamos correr.
—Siempre ha sido una persona reservada. Tal vez habría sido mejor si hubiera hablado antes.
—¿Reservado? Cómo puedes decir eso, Harald: siempre ha sido abierto y afectuoso; no ibas a esperar que hablara de sus asuntos amorosos contigo.
Hablaban de su hijo, el amigo de Julián Verster, como si estuviera muerto. Estar en la cárcel es estar muerto a la conexión con la conciencia exterior, existir en ella sólo en pasado. Un silencio horrorizado los interrumpió. Harald miró a Claudia con la expresión que, según los signos familiares entre ellos, sugería que deberían ofrecer una bebida al joven. Ella parecía atónita, inabordable. Harald cogió unos vasos y botellas, latas de soda y zumo de frutas, el hábito usual de la hospitalidad. Los vasos llenos les dieron algo que hacer con las manos; si no podían hablar, por lo menos podían tragar.
—No recuerdo haberlo visto beber nunca whisky.
Siguieron el razonamiento de Claudia: hasta la botella de whisky, el vaso sin usar y el cubo de hielo junto a ese sofá.
Antes de irse, pareció prudente preguntarle si, como amigo (íntimo, como resulta evidente) Julián Verster podía sugerir algo en concreto para llevarle a la visita del día siguiente.
Nada, claro. Nada.
Por la noche, insomnes, ponen en escena lo que podría suceder. En el lugar de los paisajes oníricos, la oscuridad da forma a la cárcel, las rejas de acero, las llaves (quizás ahora haya un sistema de segundad controlado electrónicamente, como los ojos verdes o rojos que autorizan o impiden entrar o salir por las puertas de un banco). Si nunca han estado ante un tribunal, menos aún dentro de una cárcel. La estructura procede de la perspectiva de pasillos cada vez más estrechos sacada de escenas de películas de la televisión, ojos a través de las mirillas, con una banda sonora de ecos pesados, puesto que de todo el murmullo de la vida ordinaria, la conversación de los pájaros, los humanos, el tráfico, sólo quedan los gritos y el estallido de las botas contra los suelos de hormigón. No es necesario soñar a los portadores de las botas; los han encontrado ya en la sala B17; jóvenes con rostros curtidos por la intemperie que permanecen de pie con imperturbable falta de atención y aire de estar satisfechos con su vida privada mientras se decreta el crimen y el castigo. La celda... Pero los visitantes de la cárcel no verán las celdas, habrá una sala de visitas, las celdas serán como todo aquello a lo que se ha enfrentado el preso bajo el estrado de la sala: desconocido. No hay intimidad más inviolable que la del preso. Visualizar la celda donde él está pensando, llegar a lo que sólo él sabe; es un hueco en la oscuridad.
Tú tampoco puedes dormir.
Junto a ella, él no contesta. Pero ella sabe por su respiración —no tiene el ritmo familiar— que Harald no está dormido. En la oscuridad, su atención está demasiado concentrada para responder. Eso es todo. Él, también, tiene una intimidad inviolable: está rezando. Harald es lo que se conoce como un gran lector, lo que significa que busca algo ambiciosamente llamado la verdad; él sería el primero en admitir, divertido, la precariedad de ambos conceptos. A lo largo de los años ha intentado, a través de las distintas formulaciones que ha ido encontrando, explicarle a Claudia lo que es rezar de modo que fuera comprensible para alguien sin fe religiosa, y lo más cerca que ha llegado ha sido gracias a la definición de Simone Weil de la plegaria como forma elevada de concentración inteligente. Cuando ella puso en cuestión la condición de «inteligente» —¿de qué otro modo podría ser la concentración?—, él satisfizo su incertidumbre señalando que existe la posibilidad de una concentración pasmada en algo banal, que no implica inteligencia en el sentido religioso y filosófico. La oración como una forma de concentración inteligente queda secularizada de manera tal que Claudia ha tenido que aceptarla. Lo ha hecho separando la concentración inteligente de aquel o aquello a lo que va dirigido; entonces no es una comunicación con un Dios supuestamente existente, sino un modo elevado de comunicarse con los propios recursos para buscar algo que nos guíe a través de los miedos, fracasos y penas.
Harald está rezando. Su oración introduce la puesta en escena de lo que tendrá lugar mañana. Ella está acostada a su lado en la oscuridad. ¿Por qué reza? ¿Reza para que su hijo no haya hecho aquello de que lo acusan? Si Harald necesita rezar por eso, ¿significa que cree en lo que no puede decir? ¿Que su hijo ha matado a un hombre?
Se levantaron más temprano de lo que lo habrían hecho rutinariamente en un día laborable. Les sobró tiempo antes de que se iniciara el horario de visitas. Pasaron las páginas del periódico hacia delante y hacia atrás, leyendo la continuación de las crisis cuyos primeros episodios estaban mirando cuando llegó el mensajero. Para él, la fotografía de un niño agarrándose al cuerpo de su madre muerta y el reportaje sobre una noche de fuego de mortero que enviaba a personas anónimas, al azar, al refugio de paredes destrozadas y los sótanos que se hundían, pasó a ser de repente parte de su propia vida, ya no como algo externo, sino dentro de los parámetros del desastre. La noticia era su noticia. Para ella, aquellos acontecimientos quedaban más lejos, incluso más alejados de lo que lo habían estado por la distancia, más distantes de lo que lo habían estado en relación con su vida, debido al mensaje que los había interrumpido: el desastre personal aleja del resto del mundo.
Él salió y dio vueltas por el pequeño jardín que les correspondía, vallado y mantenido, dentro de la ajardinada urbanización; el sendero de intrincado pavimento situado bajo las aves del paraíso se recorría en unos pocos pasos, adelante y atrás. No había adonde ir. Allí donde se detuvo, el rayo tangencial del sol encendía las flores, colgadas como pájaros, en llamaradas naranjas y azules. Ella estaba en la cocina, entreteniéndose con algo. Cuando llegó el momento, apareció con un cuenco de plástico tapado con papel de aluminio que depositó a los pies del asiento delantero. Mientras él conducía, ella sostenía el cuenco entre sus pies calzados con sandalias.
Supongo que nos dejarán pasar esto.
Él meneó la cabeza con gesto de duda. Estaban a la espera de juicio, a lo mejor sí.
Es sólo una ensalada y un poco de queso.
Claro. Las mujeres, y sólo las mujeres, tienen este tipo de recursos. Piensan en cómo mejorar las cosas. De manera subliminal, advirtió cierta ternura mezclada con burla; no hacia ella, sino hacia todas ellas, pobrecillas; dignas de envidia.
En aquel lugar, la cárcel, al que se dirigieron de manera inevitable, fueron recibidos con esa clase de cortesía que se aprende en los cursillos de relaciones públicas para las nuevas fuerzas policiales, destinados a borrar la tradición de autoritarismo racista y brutal de otros tiempos pasados. De todos modos, el funcionario encargado es un afrikáner, hombre de mediana edad con todo lo que eso implica de hijos adultos, cargas parentales, sentimientos familiares, etc., que tendrá en común con una pareja blanca. Adelante, señala el cuenco con comida.
—Pero no se preocupen, tiene una buena dieta, de todo. Y pueden llevarse su ropa sucia y todo eso, neee.
La cárcel es un lugar normal. Eso es lo que ellos no saben; el funcionario tiene un ordenador y varios tipos de teléfonos, normales y móviles, sobre su escritorio, y hay un cesto lleno de plantas de flor de interior con su puñado de cintas de plástico que, sin duda, jalonó un aniversario u otra celebración. Los pasillos llenos de ecos de la oscuridad de la noche están ahí, pero no pasarán por ese camino; son conduci-dos por las fuertes nalgas de un joven policía negro hasta una sala cercana. Es cierto que no hay nada que distinga a esa habitación; si lo hay, no lo ven. Es el espacio, alejado de todo lo que resulta reconocible en la vida, donde se sientan en dos sillas situadas ante una mesa, al otro lado de la cual está su hijo. Duncan. Es Duncan, procedente de los pasillos llenos de ecos, procedente de la celda, procedente de lo que contempla en sí mismo, allí. Sus manos abiertas golpean la mesa cuando ellos entran, como si tocara acordes en un piano, y sonríe con un gesto de advertencia, nada de sentimentalismos. Las señales vuelan como murciélagos por la habitación. No me preguntéis. Sólo queremos saber qué hacer. Necesito veros. Si no nos cuentas. No quiero veros. En cualquier caso: hay que saber. No podéis saber. Por lo menos cómo fue. No tenéis que mezclaros. No puedes mantenernos al margen. No preguntéis lo que no podréis aceptar. Venid. Quiero veros. No vengáis.
Incluso allí —ese lugar que no puede existir para los tres— debe haber una premisa sobre la que pueda producirse la comunicación oral. Hay que hacer que los murciélagos vuelvan a la oscuridad de la que proceden, la celda, la noche insomne. Sólo puede haber una premisa, sentada por los padres: él no lo hizo. Él es inocente, según el vocabulario de la ley, aunque están preparados para creer, ahora deben saber, no es inocente en relación con el contexto del terrible suceso, la clase de medio en el que pudo suceder. Porque el mero hecho de que haya sucedido implica que tienen que poner orden en la vida de esa casa y esa casita de jóvenes amigos, tal como ellos la han descrito, ordenar los muebles de las relaciones humanas, Duncan con amigos compatibles, alejado sólo por un pequeño trozo de agradable jardín, viviendo con una chica en lo que podría convertirse o no en una relación permanente.
Duncan no es inocente, pero no puede ser culpable. Así pues, la cuestión crucial es el abogado; debe ser el mejor abogado. No están dispuestos a dejarle a él esta decisión, serán inflexibles con esto, madre y padre.
El abogado, el buen amigo, lo conocieron en la sala B17, ha remitido los datos a un abogado importante, alguien, dice, de la categoría de Bizos y Chaskalson: Hamilton Motsamai.
Eso es todo lo que dice su hijo, no los tranquiliza; sólo les asegura que lo defenderá quien ellos querían, el individuo más capaz que puedan encontrar. No les dice otra cosa; no les dice que estará a salvo porque no es culpable de la muerte del hombre del sofá. Este se ha convertido en un asunto delicado que no puede salir a la luz, como si fuera una pregunta indiscreta sobre la vida sexual de un hijo. Y, en realidad, lo es, en lo que respecta a la chica; claro que el tema de la chica no puede mencionarse, aunque seguro que ella podría dar un testimonio valioso en algún sentido, debe de saber que no merece la pena que maten por ella; ese tipo de acto no forma parte de la gama basada en el control emocional sobre la que se formó el carácter de su hijo, o de la ética contemporánea que afirma que los hombres no son dueños de las mujeres.
Sin embargo, no puede haber sucedido. Un arma en el barro. Alguien la tira allí. Un jardinero piensa que Duncan ha tirado algo, quizá fuera una colilla, y la policía encuentra un arma. Lo que arden en deseos de preguntar a su hijo es: ¿sabe él por qué motivo fue asesinado aquel hombre? Pero no pueden preguntárselo, eso tampoco, por distintos motivos: el vigilante, el policía, está allí, igual que las tres sillas y la mesa, pero hay que recordar que el vigilante oye aunque su rostro mantenga el hosco distanciamiento de la incomprensión: cualquier respuesta podría utilizarse como prueba en contra; la naturaleza de algún círculo —cómo pueden saberlo— en el que se mueve el hijo. Cualquier cosa se convierte en sospechosa en cuanto rodea un acto de violencia.
Por lo menos, como médico, ella tiene algo que decir.
—¿Cuánto ejercicio haces? ¿Consigues dormir bien?
Sea para dejarlos satisfechos o para desafiarlos, se toma el asunto a la ligera.
—Bueno, no es precisamente el hotel de cinco estrellas que yo recomendaría —dice, echándose a reír.
Esta sala no está acostumbrada a la risa; las paredes la devuelven como un grito.
—Hay una especie de patio por el que ando dos veces al día. Ah, el perro. Supongo que Khulu o alguien le estará dando de comer, pero...
—Porque podría hablar con el funcionario médico y recetarte una pastilla suave para dormir. Y más facilidades para hacer ejercicio.
— No lo hagas. No hace falta. ¿Te ocuparás del perro?
Esto va dirigido a su padre; estos padres piden cosas que hacer.
—Encontraré una solución; me lo llevaré. ¿Y libros?
—Philip me ha traído unos cuantos y puedo comprar los periódicos. Pero podríais traerme alguno de los míos. De la casita. Y ropa.
—¿Y la llave?
—Khulu.
El tiempo debe de estar a punto de acabarse, eso hace que los tres vuelvan a sentirse muy incómodos: el terror ante su regreso por los pasillos de hormigón y acero, y ante su partida dejándolo allí abandonado; y la vergonzosa impaciencia por que se termine la visita.
El vigilante hace una señal. Los padres no saben si demorarse un poco o partir enseguida; cuál es el protocolo en este tipo de despedida, qué es lo que la hace soportable. Lo abrazan y su padre siente cómo una mano le aprieta tres veces el omoplato. Mientras se llevan a su hijo, se produce un aparte que retrasa durante un momento al vigilante que lo acompaña.
—No me traigáis nada que estuviera leyendo.
¡Qué debe de pensar de nosotros!
¿Pensar de nosotros?
Bueno, ¿qué le hemos dicho? Tan frío todo, tan práctico.
Él echó un vistazo, apartando la vista de la carretera que tenía delante, y la vio con las manos en el regazo, la uña de un pulgar giraba bajo las cortas uñas de la otra mano.
¿Qué podía decirse?
Con el vigilante ahí de pie. Tendremos que averiguar si podremos verlo a solas con el abogado, los abogados tienen el privilegio de reunirse en privado con la persona a la que representan.
No es eso.
La cápsula en la que estaban contenidos mientras se desplazaban entre lo irreconciliable, la cárcel y la vida, de repente se llenó con sus voces, que se expresaban libremente.
Lo cierto es que no sabemos de qué deberíamos haber hablado. No sabemos lo involucrado que está en este terrible... asunto: no nos da ninguna pista. Dice que va a defenderlo un abogado de primera, pero no tenemos ni idea de qué información va a darle a éste; qué línea de defensa podrá seguir el abogado, qué va a probar, cuando lo defienda.
Y qué pasa con el abogado.
Lo han oído al mismo tiempo, sobresaltados por su nombre; ha escogido un negro. Ella no es uno de esos médicos que, en su trabajo, tocan la piel negra igual que la blanca pero conservan prejuicios liberales contra la capacidad intelectual de los negros. No obstante, ahora sí se lo plantea, y él también; en el lodo en que ahora se ahogan, donde se ha cometido el crimen, los viejos prejuicios todavía reptan hacia la superficie. Considerando desde este punto de vista la elección de alguien llamado Motsamai, Harald puede encontrar una respuesta.
Tal vez suponga una ventaja. Si en el estrado se encuentra uno de los jueces negros.
El tono de voz de Harald es seco: por pensar así. Avergonzado. Y por qué tendría que ocurrírsele semejante cálculo: un juez negro predispuesto a favor de un acusado porque ha escogido a un abogado negro, cuando no estamos hablando aquí de que quien aparece ante él sea un criminal, un asesino. ¡De dónde viene semejante idea, por el amor de Dios!
¿Pero sabes algo de él? Quizá sea sólo otro buen amigo.
Podemos enterarnos. Hablaré con uno de los abogados más importantes del país, lo he visto algunas veces, supongo que lo entenderá, aunque imagino que no es frecuente esperar que un abogado opine sobre otro.
Y qué más da lo que es frecuente. Intento pensar. ¿Qué más podríamos hacer, Harald? Quedarnos sentados, charlando. Charlando. Por lo menos, podrías haberle asegurado que pagaríamos los abogados, lo que fuera necesario. ¿Cómo podemos saber si la minuta ha intervenido en su elección? Estos abogados de prestigio cobran una fortuna diaria. Si cree que tendrá que encontrar el dinero por su cuenta, eso puede ser grave.
Él sabe que no es una cuestión de dinero. Sabe que puede depender de nosotros. No era momento ni lugar para hacer una especie de anuncio magnánimo.
Pensé que dirías... su padre... bueno, vale, no sobre el dinero, sino algo...
Y a ti lo único que se te ocurrió fue recetarle una pastilla para dormir.
Ya lo sé. Bueno, por lo menos era una especie de mensaje diciéndole que si no lo trataban bien, me encargaría de hacer valer cierta influencia con quien sea el funcionario médico. Por lo menos, hacer algo.
Eres tú quien me dice lo que tendríamos que haberle dicho.
Ella se da un golpe en los muslos con los puños.
Que le creemos.
¿Cuando dice qué cosa? No ha dicho nada. No sabemos nada. He leído el expediente de las pruebas indiciarias. El hombre está muerto. Un arma en el barro. ¿Qué quiere decir esto?
Mientras él habla, ella repite mentalmente sus palabras, como un martilleo. ¡Que creemos en él!¡Que creemos en él! ¡Que no existe la posibilidad, jamás, en este mundo, de que no lo hagamos! Eso es lo que ahí no apareció, lo que no se dijo...
Él se detuvo, obedeciendo a un semáforo. Su mano bajó para poner punto muerto y ella se movió ligeramente para evitar el contacto con la mano. El esperó, con la luz roja, y después habló.
¿Creer?
Ya sabes.
No hubo respuesta.
Que creemos que no ha podido hacer nada semejante y tenemos razón en ello.
El fue arrastrado por el tráfico, como si el coche anduviera solo. Su mente se agitaba, casi serpenteaba, envuelta en un conflicto que no podía compartir, una reticencia intolerable.
Claudia... sabía que debía añadir a su nombre algún calificativo íntimo, pero los viejos epítetos, los diminutivos y las palabras cariñosas quedaban fuera de lugar ante lo que había que decir, tan difícil. Vuelta a empezar.
Ni siquiera sabemos si acepta que creamos en él.
¿Aceptar? ¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Y eso qué tiene que ver?
Él no puede permitir que se haga real pronunciándolo, la voz del padre enunciándolo a la madre, pero está ahí, oculto en el coche entre ellos, mientras él llega a las puertas de seguridad de la urbanización: porque sabe que él hizo aquello. Ése es el motivo de que no se dijera nada durante la media hora de visita en la cárcel; la premisa en la que se basaba nuestra presencia ahí no existe. Eso es lo que nuestro hijo nos ocultaba. Eso es lo que hay que creer.
El pulsa el adminículo electrónico que les permite entrar en su casa pero no les da refugio.
La dirección de su empresa cuenta con un importante despacho de asesores jurídicos, uno de los cuales forma parte de ésta. Harald le consulta su opinión en todas las cuestiones legales.
En circunstancias normales. Pero ahora puede hacer lo que no le parecería adecuado en circunstancias normales. Puede recurrir a su contacto superficial en cenas públicas para importunar a una figura prestigiosa en la abogacía y pedirle su opinión confidencial sobre la competencia, reputación y consideración del abogado Motsamai. No tiene escrúpulos en ser atrevido. Qué importan ahora los convencionalismos habituales en su vida.
Naturalmente, el hombre conoce la historia, todo el mundo la conoce, ha sido un regalo para los periódicos del domingo. Pero en qué estará pensando mientras escucha la reiteración de los hechos: mi hijo está acusado de asesinato, se ha tomado la decisión de poner el caso en manos del abogado Hamilton Motsamai. Mi esposa y yo no conocemos a esta persona, no tenemos nada a favor o en contra de él, lo único que nos preocupa es si se trata del mejor profesional posible para defender a nuestro hijo.
¿Interpreta, bajo uno de los familiares silencios de los abogados, traduce el idioma privado de lo que no se ha dicho: ese abogado es negro? ¿Es así?
Aunque, por el momento, el tema no debe plantearse entre ellos. En primer lugar, para proteger al hablante de observaciones contrarias a la ética profesional, debe hacerse una rectificación:
—Habría toda una serie de abogados que podríamos considerar «los mejores posibles», supongo que lo entiendes. No me atrevería a colocar a ninguno por encima de los demás. Pero Motsamai es conocido como alguien muy capaz. Y con mucha experiencia. En los cuatro años transcurridos desde que regresó al país ha intervenido con éxito en una serie de casos difíciles. Políticos, sí, pero también de otras clases. Tiene el tipo de talante agresivo, aunque controlado, por supuesto, por una gran inteligencia, que da muy buen resultado en el interrogatorio de los testigos de la parte contraria. Muy hábil; algunos dirían que excepcional.
Harald no necesita la opinión general, que puede darse sin faltar a la imparcialidad; debe saber lo que piensa de veras este hombre. No hay tiempo, no hay espacio entre los muros de una celda para las peligrosas reservas de hablar con «toda imparcialidad».
—¿Y tú? ¿Tú qué piensas?
Debe de ser imposible encontrarse ante Harald Lindgard en este momento y no sobresaltarse —y el sobresalto está siempre a un paso del miedo— ante lo que puede suceder a un hombre como él; como uno mismo. ¡La última vez que se habían visto estaban con una bebida en la mano, discutiendo con el viceministro de Finanzas sobre los pros y los contras de eliminar los controles de cambio de moneda extranjera! Aunque aquel hombre no conocía a Lindgard más íntimamente, tuvo que poner a un lado su profesionalidad como si se quitara la toga negra que llevaba en el tribunal.
—Mira, no soy muy dado a los calificativos exagerados, pero puedo asegurarte que el individuo es fuera de serie. ¿No sabes nada de él? No recuerdo en qué zona del país se crió: es la historia de siempre, un muchacho pobre, hijo de padres sin instrucción, que consiguió llegar a la universidad de Fort Haré y licenciarse en derecho a finales de los sesenta. Después se mezcló en la actividad política del Youth Group, fue detenido. Cuando lo pusieron en libertad, se marchó a Inglaterra y de alguna manera, con becas, siguió estudiando ahí derecho. Antes de que volviera en los años noventa, había sido aceptado en Gray's Inn y trabajó como defensor en el Old Bailey. De modo que difícilmente podrían haberse puesto objeciones a su admisión en el colegio de abogados de aquí. Francamente, ya puedes imaginar, después de tantos años en que la capacidad intelectual de los negros no gozaba de consideración alguna entre los abogados, ahora existe un deseo ferviente de mostrarles aprecio cuando se lo ganan. En realidad, Motsamai es una figura providencial... hacía falta una estrella y apareció en nuestra constelación... Es lo que la prensa popular llamaría un personaje muy solicitado.
Afortunadamente, no es sólo una muestra de acción afirmativa. No, no...
Ésta podía ser la frase final que llevarse en el recuerdo; pero Harald siente un peso que le impide marcharse.
—No acabas de ver claro que la defensa de tu hijo la lleve un hombre negro.
Ahí está. Ante ellos, ante Harald y su distinguido abogado. Pero se ha presentado como era de esperar, como una, simple regresión, eructada tras las cenas que compartieron en el pasado.
—No tenemos por qué atribuir esta duda a los prejuicios raciales, porque es un hecho, un hecho incontrovertible, que, debido a los prejuicios raciales de los viejos regímenes, los abogados negros han tenido mucha menos experiencia que los blancos, y la experiencia es lo que cuenta. Han tenido menos oportunidades para ponerse a prueba; ésa es su desventaja, y no estarías dando muestras de tener prejuicios raciales al considerar esta desventaja como propia si confiaras tu defensa a la mayoría de ellos. Si me dijeras que, a pesar de todo, preferirías tener un abogado blanco, eso ya sería una cosa distinta. No tendría nada que comentar. Tú eres quien lleva la carga. Sólo puedo decir: con Motsamai estás en buenas manos. Si puedo hacer algo más... Harald se siente como algunas veces cuando sale a la calle, al mundo, después de comulgar; una calma meditabunda, una especie de certeza, por lo menos, antes de hacer aquello para lo que ésta es necesaria.
Pudieron pasar los primeros días con la atención fija en algo muy concreto: la cita para conocer al prestigioso abogado contratado, Hamilton Motsamai.
Llegaron por separado a Advocates Chambers; ella, de su consulta; él, zafándose de una reunión de la dirección de la compañía de seguros de la que era uno de los directores. Se saludaron con aire ausente; sólo cuando se sentaron juntos, al otro lado de la larga y ancha extensión de la imponente mesa de despacho del abogado, se convirtieron en la pareja, la madre y el padre, el vínculo ominoso. Motsamai era como su bufete: un individuo bien equipado. Mostraba una enorme confianza en sí mismo a través del modo en que combinaba los signos del éxito en una profesión prestigiosa: la indicación dada a su secretaria por el intercomunicador para que no le pasara llamadas, las fotografías de grupo con dis-tinguidos colegas de Gray's Inn en Londres, la biblioteca de libros de leyes con trocitos de papel que sobresalían de entre sus hojas, señalando las consultas frecuentes, la placa de regalo situada en la bandeja de los accesorios del despacho; por no hablar del mechón de pelillos en el extremo de la barbilla, siguiendo un estilo africano tradicional específico, otro tipo de dignidad y distinción. Su inglés fluido y entrecortado tenía un fuente acento, conservaba las vocales abiertas y largas de los idiomas africanos, y afirmaba el derecho a los reverberantes murmullos de bajo habituales en el discurso de éstos, frente a las conjunciones mudas, los «hums» y los «ahs» de los hablantes blancos. Una nueva forma de sofisticación nacional. En su elegante traje gris, aparece como un hombre que lo ha dominado todo, todas las contradicciones que el pasado le impuso. Mientras hojea los papeles (aparentemente, las notas que ha tomado sobre el caso que ha aceptado) mira de vez en cuando al hombre y la mujer que tiene delante; el blanco de sus ojos (incluso se quita las gafas un momento y las balancea) destaca con nitidez en su pequeño rostro caoba, como los ojos de cristal que se colocaban en las estatuas antiguas. Es un rostro hecho por la disciplina de la mente, los rasgos están unidos por la concentración, incluso la boca, que se mueve ligeramente mientras atiende mentalmente al texto, ha reducido en cierto modo su generosidad. Lo estudian; ambos dependen de lo que están viendo como ninguno de los dos ha dependido de nadie.
La atención intermitente que les había prestado era una especie de ensayo sobre cómo abordar lo que tenía que decirles. El buen amigo Philip le había informado —no sólo como abogado— sobre esos clientes, de modo que sabía que no eran unos don nadie: uno de los directores de una gran compañía de seguros, con una política pragmática y sin prejuicios hacia los negros, y la esposa, evidentemente, médico. Personas instruidas a las que podía hablar con claridad para que entendieran su posición: es decir, la limitación de sus posibilidades en el caso.
—He hablado con su hijo. Naturalmente, lo veré de nuevo, en varias ocasiones. Ejeee... No es un joven fácil de entender. Pero estoy seguro de que eso ya lo saben.
El padre estaba a punto de hablar, pero la madre se adelantó.
—No. Siempre hemos tenido una buena relación.
—¿Se refiere usted a ahora? ¿A que no es fácil de entender ahora?
El abogado asentía con la cabeza, tamborileaba con la yema de los dedos extendidos produciendo un pequeño repiqueteo para mostrar su acuerdo con el padre.
—Exactamente, a eso me refiero. Pero es sólo el principio. Con frecuencia... siempre hay dificultades cuando un individuo está en un momento difícil, se encuentra en estado de shock. ¿Sabe? (dice, dirigiéndose a ella), es como cuando alguien va a verla tras un accidente, con un trauma: es igual.
—Que te digan que tu amigo ha muerto y te acusen de ello. Sí.
El abogado sabe que la madre del acusado lo está acusando a él: de ser demasiado comedido. Está acostumbrado a este tipo de reacción, a que el miedo se convierta en resentimiento. En el caso de ella, exacerbado sin duda por el hecho de que está acostumbrada, tal como él le ha recordado, a ser el asesor profesional y no la víctima. Él aparta la vista, aleja con un gesto rápido la sombra inoportuna.
—Por desgracia... por desgracia, tengo que decirles que cuando él —gesto amplio— se abre, cuando empieza a cooperar conmigo, en ese momento concreto se muestra en cierto modo hostil, ¿saben? Cuando él y yo tenemos que tratar la cuestión fundamental... —Hizo una pausa para calibrar si estaban preparados—. Tengo que decirles que las pruebas son abrumadoras. Definitivas. Con la excepción única del arma, por la cuestión de la suciedad, ¿saben?, el barro: las huellas dactilares. Pero el informe final todavía tiene que emitirse y hay procedimientos capaces de encontrar las pruebas adecuadas. Es zurdo, ¿verdad? Si se encuentran huellas y encajan, la cosa se pondrá muy seria. Muy, muy seria. ¿Entienden? Dejará listo el caso de la acusación. Tenemos que actuar dando por hecho que eso es lo que va a suceder. Su hostilidad no es una buena señal. Según nuestra experiencia, significa que hay algo, todo, que esconder. La persona no quiere cooperar con el abogado porque no cree que el abogado pueda hacer nada por ella.
—Es culpable.
El abogado recibió la intervención del padre con el gesto de aprobación de un instructor ante un discípulo.
—La persona cree o sabe que es culpable, eso es.
Este hombre tiene tendencia a utilizar palabras grandilocuentes y vacías: «en ese momento concreto» cuando quiere decir «entonces», evasivas generalizadas; Harald no acepta la versión impersonal de sus palabras: «la persona» es su hijo.
—Es culpable. Duncan. Eso es lo que usted está diciendo, señor Motsamai.
—Espere un momento, caballero. Eso no es en absoluto lo que estoy pensando. Corresponde al tribunal decidir si un acusado es culpable o no, no a sus abogados, ni siquiera a sus padres. Lo que les pido que entiendan es que yo, nosotros, el otro abogado y yo, tenemos que preparar nuestra defensa para tal contingencia.
»Desde esta óptica, todas las circunstancias, el pasado, incluso la infancia, el temperamento, el carácter del joven, son de una importancia vital. Cualquier detalle puede ser útil para nosotros; por eso, si pueden franquear, con calma, la barrera de hostilidad que muestra hacia mí... Es decir, estoy seguro de que no la emplea con ustedes; si pueden influir en él para que diga a sus abogados todo lo que sabe sobre sí mismo, sus amigos, todo ello... Es esencial. Debe entender que no hay nada que no pueda contarnos.
—Hostilidad... No sé si podría decirse que no da muestras de hostilidad hacia nosotros. En realidad, lo que muestra... Pero cómo podemos acercarnos a él, su padre o yo, como siempre, como antes, como si nada hubiera ido mal, cuando lo vemos en una sala con un vigilante que oirá todo lo que digamos. Ni siquiera dijo nada de la locura que era todo aquello. Del hecho de estar allí. No protestó. Sólo hizo una especie de broma, poco menos, sobre el lugar donde está encerrado. Nos quedamos sentados como si nos hubieran cortado la lengua. No había posibilidad alguna de que dijera qué había pasado. No se me ocurre cómo podemos hacer lo que nos pide si lo vemos en estas circunstancias.
Comprendo perfectamente, entiendo perfectamente, repitió el abogado en distintas fórmulas, desarrollando lo que los abogados denominan sus alegatos. Ejeee... Pero no podían hablar con su hijo en privado; ésa era la norma. Sin embargo, de ninguna manera perjudicaría a nadie que le indicaran, abiertamente, en presencia de los vigilantes, que estaban convencidos, en su interés en aquel momento concreto, que debía confiar en sus abogados por completo, que contara a sus abogados todo lo que había que contar. La mirada de cristal y mármol destelló de nuevo, como si no fuera casi necesario pronunciar lo obvio.
—De todos modos, el vigilante difícilmente entenderá lo que digan. La mayoría de esos tipos todavía son un residuo de otros tiempos. Trabajo seguro para los hijos retrasados de los bóers.
Lanza un comentario poco prudente porque sabe que no resultará inadecuado con esa gente.
—Nuestro gobierno considera que no se puede cambiar el sistema penitenciario de la noche a la mañana: ni siquiera en varias noches. Ejeee...
Durante esos primeros días, parecen repetir un ritual inevitable de separación del mismo encuentro forzoso que los deja a ambos esperando que el otro hable. Y ambos recelan del tipo de interpretación que podría revelar el otro; que podría situar el encuentro en un lugar alto o bajo en una escala de utilidad, de esperanza, para ellos. Mientras dura el silencio, en esta ocasión, no tienen que enfrentarse en el otro con lo que el abogado, el asesor jurídico Motsamai, había dicho que tenían que afrontar. Es mejor romper el silencio de modo oblicuo, del modo más suave que, dentro de la devastación general, son capaces.
¿Qué piensas de él?
Ella deja caer la mandíbula hacia el pecho un momento; levanta la cabeza para hablar bajo la avalancha todavía persistente de la reunión. Pagado de sí mismo. Algo arrogante. Se supone que debe sacarnos del lío en que estamos. No sé.
Probablemente, lo que parece arrogancia es la presencia imponente que impresiona en un tribunal. Los propios jueces tienen fama de tener este tipo de presencia. A mí tampoco me ha gustado mucho. Pero tengo claro que eso no tiene importancia, no está aquí para caernos bien, sino para hacer su trabajo.
Y él ha decidido cuál es.
Para eso ha sido contratado. Por su pericia.
Y ha decidido que Duncan mató. No puedo, no puedo ni siquiera oírme decirlo. No puedo decirme Duncan mató, Duncan ejecutó un acto patológico. Duncan no es un psicópata, reconocerás que sé lo suficiente sobre estados patológicos como para decirlo. Y no estoy involucrándonos en esto, no baso mi incredulidad en ninguna idea orgullosa de que eso no puede ser porque es nuestro hijo, no es eso lo que un hijo nuestro haría. Hablo de Duncan, no de nuestro hijo. Debe de haber alguna explicación de cómo se produjeron estas «pruebas indiciarias». Ese hombre no lo sabe, pero ¿qué es lo que está preparando? Prepara su defensa basándose en que esta «prueba indiciaria» indica que Duncan mató. Duncan mató porque esa putilla con la que se había juntado, que se iba con cualquiera, cosa que él toleraba, se dio un revolcón en un sofá con uno de sus amigos. Estoy segura de que no fue la primera chica en la vida de Duncan, acuérdate de las otras: Alyse o como se llamara, una estudiante de medicina que me ayudaba hace dos años, fue la favorita durante una temporada.
Por qué Duncan no habla.
No puedo decírtelo. No lo sé. Quizá porque los abogados lo agobian con la «prueba indiciaria», de modo que no tiene fe en que prevalezca la verdad, no se puede ganar contra las pruebas indiciarias, un jardinero te ve cruzar el césped y más tarde la policía recoge un arma. Un hombre que ni siquiera tiene reloj, ni siquiera puede decir qué hora era. Si no puedes demostrar tu inocencia, eres culpable, ¿no es eso a lo que ha llegado Duncan?
Por qué no habla.
Bueno, ésa es la única cosa positiva que dijo el hombre, me parece a mí. Tenemos que intentar que confíe en el abogado, aunque no quiera hacerlo en ti o en mí. Y no me preguntes por qué no quiere.
Ella y él.
¿Y qué le van a hacer si, en ese conflicto, él no los necesita? Él, Harald, tiene que mantener los ojos fijos en la carretera, alejados de ella, porque de repente están inundados de lágrimas, como si un esfínter hubiera sido presionado hasta reventar. Esos trayectos. Esos trayectos, de regreso del desastre.
Harald estaba en la casita. Había ido, de entrada, al alojamiento situado al final del jardín donde vivía el ayudante de fontanero y jardinero a tiempo parcial. Un candado en una puerta de cuadra; la finca era antigua, el hombre ocupaba lo que en otros tiempos debió de alojar un caballo.
Harald había evitado la casa con la intención de enviar al hombre a buscar la llave de la casita, aunque había un coche en el camino de entrada, indicando que había alguien en casa. Cuando llamó con los nudillos, un rostro vagamente familiar apareció en la ventana y Khulu Dladla se dirigió a la puerta. Había visto a Dladla varias veces; de vez en cuando, Duncan invitaba a sus padres a tomar unas copas en el jardín —no esperaban de él que se molestara en darles de comer— y normalmente alguno de sus amigos de la finca se les sumaba. Harald consiguió la llave de Khulu; el voluminoso joven salió caminando descalzo con pesados pasos para ir a buscarla; el procesador de textos que utilizaba cuando fue inte-rrumpido brillaba como un ojo verde ácido en aquel cuarto de estar; aquel sofá. Dejó a Harald sólo con el mueble. Los sentimientos del joven, mientras le tendía la llave de la casita, dieron a sus rasgos el doloroso ceño de quien está apretando un tornillo.
—Puedo ir contigo, si quieres.
No. Harald se sintió conmovido por la torpe amabilidad que, de repente, hizo que se sintiera más cerca de aquel hombre, pero no debía haber testigos de lo que implicaba la ausencia de Duncan de la casita.
Harald estuvo en la habitación donde dormía Duncan. Y la chica. Había un frasco de crema facial entre los paquetes de cigarrillos, en la mesilla de noche de la izquierda. No quiso mirar, por respeto, el aspecto de la habitación; cogió camisas, calzoncillos y calcetines de un armario sin fijarse en nada más de lo que se guardaba allí, no era asunto suyo.
No me traigas nada de lo que estaba leyendo.
Los libros aplastaban una desvencijada mesa de bambú situada a la derecha de la cama; pero él se inclinó, los cogió, leyó los títulos, que le resultaban familiares o desconocidos, con la conciencia de ser observado por la habitación vacía. La mesa tenía un estante inferior lleno de revistas de arquitectura y periódicos que se desparramaban por el suelo. Le pareció como si las hubieran dejado caer allí, ese día, cuando el ocupante de la cama estaba echado escuchando cómo golpeaban su puerta. Puso una rodilla en tierra y las colocó bien, pero el estante se combó y se esparcieron de nuevo, y entre ellas había un cuaderno de esos baratos que utilizan los colegiales. Lo puso en equilibrio sobre la pila. ¿Para qué?, ¿Para que Duncan pudiera cogerlo cómodamente cuando volviera a dormir en esa cama? Como si él se engañara pensando que iba a hacerlo pronto.
Cogió el cuaderno y lo abrió. A medida que pasaba las páginas, iba sintiendo cómo se apoderaba de su nuca la mezquindad de lo que estaba haciendo, la traición a lo que el padre había enseñado al hijo, debes respetar la intimidad de los demás, no se leen las cartas ajenas, no se debe leer nada personal que no esté destinado a ti. Todo era normal, inofensivo: la fecha en que el coche había pasado la revisión por última vez, cálculos de dinero con una finalidad u otra, una dirección escrita en diagonal, la anotación de un número atrasado de alguna publicación sobre arquitectura; no era un diario, sino un cuaderno de notas para inquietudes que le pasaban por la cabeza de vez en cuando. No obstante, garabateado en la última página escrita, había un pasaje copiado de algún lugar; Harald le había transmitido su amor a la lectura cuando era todavía pequeño. Le bastaron las primeras palabras para reconocerlo.
Dostoievski, sí, cuando Rogozhin habla de Nastasia Filipovna. «Se habría ahogado hace mucho tiempo si no me hubiera tenido; ésa es la verdad. Tal vez no lo hizo porque yo soy más terrible que las aguas.»
Mientras se está a la espera de juicio, en un caso de asesinato no hay actuaciones con las que los periódicos puedan suministrar algo sensacional a sus lectores. Cuando se publicaron los primeros reportajes contando que el hijo de Lindgard había sido acusado de matar a un hombre, en el momento de la llegada del miembro de la dirección a su despacho se produjo un silencio tácito. Dieron la vuelta a los periódicos para que no se vieran los titulares o se apartaron del lugar donde los ojos de Lindgard y los de los demás podrían cruzarse. El presidente no sabía si, en la intimidad de la sala de juntas, debería manifestarse una expresión formal de comprensión y preocupación hacia un colega tenido en alta estima y hacia su esposa, que estaban pasando por un momento difícil —ésa era la expresión que habría utilizado—, o si era más útil y discreto eludir toda atención oficial, tratarlo como algo que se tendría presente pero no aparecería en las actas de la reunión, lo que sería una especie de condena e iría contra Lindgard, como padre, por lo menos en sentido biológico, de un crimen. Se decidió que la dirección no haría ninguna declaración. Los miembros encontraron, a título individual, un momento adecuado para mostrar su condolencia brevemente, para reducir a dos interlocutores la tensión del momento. La actitud general que había que adoptar era la de mostrarle que, naturalmente, todo aquello era absurdo, un error espantoso. Él les dio las gracias, sin asentir; ellos lo tomaron como que, simplemente, no quería hablar de aquel error espantoso. La mayoría de ellos tenían hijos e hijas para los que un acto semejante sería igualmente imposible.
El período de prisión preventiva fue enfocado según el único modelo que Lindgard y sus colegas conocían: como una remisión en una enfermedad sobre cuyo diagnóstico es mejor no preguntar.
Un día, en el aseo de hombres, un colega con el que trabajaba desde joven, más preocupado por la franqueza en los sentimientos humanos que por mantener convencionalismos sobre la dignidad, le dijo mientras orinaban, como si se aliviara doblemente:
—Si hay algo que yo pueda hacer... No tengo ni idea de qué podría ser... pero no lo dudes ni un momento, bajo ningún concepto. Debes de estar pasando por un infierno. Nunca sé si hablar de ello o no, Harald; si te molestará. Sea cual sea ese montaje, debe de ser una tortura hacerle frente, sabiendo que no puede ser, que está fuera de toda duda.
Lindgard se había lavado las manos. Estaba tirando meticulosamente de la toalla enrollada para obtener un trozo seco. Y habló en aquel enclave alicatado, destinado a las humildes funciones humanas.
—No está fuera de toda duda.
Su colega se enderezó, pasmado. Ahí no se había dicho nada. Uno no debe oír algunas cosas, y quien las diga lamentará de inmediato haberlo hecho.
Se dirigió rápidamente hacia la puerta, se dio la vuelta, volvió junto a él y le puso la palma de la mano sobre el omoplato, exactamente en el mismo lugar donde el hijo la posó, en un único gesto de comunicación, la primera vez que fueron a la sala de visitas.
Pocos de los pacientes de la doctora la relacionaron con uno de los casos de violencia sobre los que tal vez habían leído algo. Había tantos; en una región del país donde la ambición política de un líder había llevado a asesinatos que, a su vez, se habían convertido en vendettas fomentadas por él, el total diario de muertes formaba parte de la rutina, al mismo nivel que el parte meteorológico. En cualquier sitio, los ta-xistas se pegaban tiros por los clientes; en las peleas de las discotecas, las armas decían la última palabra. La violencia del Estado bajo el antiguo régimen, el anterior, había acostumbrado a sus víctimas a ella. La gente había olvidado que hubiera otra manera de resolver los problemas.
Ella no trabajaba dentro de un grupo, con colegas que tuvieran que adoptar una actitud hacia la situación que la distanciaba de los demás. Sólo estaba Queen, la alegre belleza preocupada por su propia autoridad como enfermera jefe en el hospital, y, en la consulta privada, la señora February —cuyos antepasados habían recibido como apellido el nombre del mes en que fueron comprados en el mercado de esclavos— permanecía sentada ante el escritorio de la recepción con los ojos lúgubres propios de la actitud tradicional y digna de quien pasa por una situación difícil, representando el papel que correspondía a la doctora. Era una delicada expresión de empatía que no necesitaba intercambio de torpes palabras. En el hospital y en sus horas de consulta, la doctora se encontraba dentro de una parcela inalterada de su vida, en un lugar seguro; las personas rodeadas por un peligro invasor pueden protegerse precariamente, durante un tiempo, en zonas definidas por quienes son ajenos a la amenaza, agentes de la misericordia. Sin embargo, le costaba sostener un interés personal por la vida de los pacientes, cosa que siempre había considerado esencial para la práctica de la curación. La identificación primera con otra persona cuyo hijo estaba en la cárcel pronto desapareció en la multitud de los desafortunados; en cuanto uno es empujado, se convierte en uno más entre ellos, aparece la sensación de que si yo he tenido que escuchar tu problema, tú tendrás que escuchar el mío.
Empaquetó, junto con comida, la ropa que Harald había llevado a casa, volviéndola a doblar.
¿Por qué no has traído un pijama?
Los hombres jóvenes no llevan, ¿no te acuerdas? No había. ¿No te acuerdas de cuando todavía vivía en casa?
¿Cómo iba a saber yo con qué dormía?
¿No lo viste nunca circulando en calzoncillos? En verano muchas veces desayunaba así.
Claro, y ella también ordenaba la ropa limpia, arreglaba los armarios de los hombres de la familia, como esposa y madre servicial que se esperaba que fuera, también, la doctora.
No dedicaba todo mi tiempo a los calzoncillos.
Me parece que debe de haber muchas cosas. Muchas que no recordábamos. Que no recordamos.
Me gustaría que dijeras claramente lo que quieres decir.
Es ya bastante difícil... hablar, saber lo que estamos diciendo. Tengo la sensación de que, en cierto modo, recelas de mí. Estás intentando pillarme, hacer que yo te lo explique, porque yo soy su madre, yo debería saberlo, debería saber por qué. ¡Y yo soy su padre! ¡Debería saberlo!
Se acostaron tan tarde como pudieron para acortar la noche anterior a la visita en la cárcel. Al azar, él puso una cinta de vídeo de una película de Woody Allen. Cuando el lúgubre rostro apareció, Claudia comentó que la cinta se la había dejado Duncan y no se la habían devuelto. Quizá fuera un intento, patético o irónico, de afirmar que recordaba algo, un cabo suelto, entre ellos y su hijo. Se oyeron mutuamente reír en diversos fragmentos de la película; hasta que se terminó, la luz de la pantalla se encogió sobre sí misma, se desvaneció en el súcubo de la oscuridad. En la cama, permanecieron acostados en esa misma oscuridad. Harald le rodeó la cintura con un brazo, pero no le tomó los pechos con la mano; ésta quedó ahí, abierta. Harald y Claudia no habían hecho el amor desde la noche en que llegó el mensajero. No podían. Tal vez habría sido bueno, tal vez habría ayudado —al fin y al cabo, habían sido capaces de reír—, pero un testigo, desde la celda de una cárcel, cerraba el cuerpo de Claudia, hacía im-potente a Harald.
Él pensó, al amparo de la oscuridad, que podría contarle lo que había leído en la última página del cuaderno. Al amparo de la oscuridad: el lugar adecuado para entender, para que entendieran lo que Dostoievski había revelado sobre su hijo, y a su hijo sobre sí mismo. Claudia leía revistas médicas, probablemente nunca había leído a Dostoievski, él no se lo reprochaba, en su interior; ella curaba mientras que él podía garantizar —asegurar— sólo dinero como compensación ante el dolor y el desastre; pero cómo podía esperar que ella fuera capaz de interpretar un fragmento de las profundidades de una mente con cuyo funcionamiento no estaba en absoluto familiarizada.
En la oscuridad, Harald pudo disfrazar la idea que le rondaba conviniéndola en una cuestión práctica, necesaria; la única acción posible para ellos consistía en encontrar lo que debían hacer a continuación.
Tenemos derecho a esperar que ella venga a vernos. Tenemos que ver a la chica.
Harald se había quedado con la llave que Khulu le diera, volvió a la casita y cogió, en el silencio del dormitorio abandonado, el cuaderno. Leyó de nuevo el fragmento que su hijo había encontrado —¿qué?— tan devastador, un juicio inapelable; aunque también podía hacer suyo el texto como una confirmación del ego, de poder, alardear de él, vivir de acuerdo con él. Guiarse por él.
Harald hojeó de nuevo las páginas. Había unas pocas líneas que se le habían pasado por alto la primera vez, entre anotaciones banales. Otras citas, pero nada que él pudiera identificar. Garabateadas con una escritura amplia y superpuesta, producto de un recuerdo escrito a tientas, a oscuras, adormilado. «Soy la llama de una vela que oscila en corrientes de aire que no puedes ver. Tienes que ser quien me aquiete para arder.» Había un guión, la inicial «N». Una muestra de dramatización adolescente, probablemente dividida en las líneas rotas del verso libre en el original, lejos de la categoría digna de ser apreciada junto con Dostoievski. Se llevó el cuaderno al despacho y lo guardó bajo llave en un cajón de su escritorio; era confidencial, entre él y su hijo, en su calidad de amantes de la literatura de la familia, conscientes de que el terrible genio de la literatura autoriza a algunas cosas. Su hijo no sabía nada sobre esta confidencialidad. No sabía que su padre se había metido a hurtadillas en su intimidad de adulto y había robado sus crípticas notas con la intención de descifrarlo a él.
Hamilton Motsamai estaba ya en contacto con la chica, naturalmente. Se estiró, detrás de su escritorio, y convirtió un reluciente bostezo en sonrisa, en un gesto tolerante ante el hecho de que los legos ignoraran que los abogados deben pensar un paso por delante de ellos.
—No conocemos a esta señorita. ¿La han visto en varias ocasiones? No se ha puesto en muy buen lugar, dada su actitud aquella noche. Habrá cierta reticencia, imagino, en... ejeee... —aleteó en el aire con las manos abiertas— llevar su pequeña actuación en el sofá ante un tribunal, somos conscientes. Así que no me molesta en absoluto que el fiscal la haya puesto en la lista de testigos de la acusación. Eso significa que yo podré hacerle preguntas después que él. ¿Me siguen? No podría hacerlo si la citara yo como testigo de la defensa. Pero también he hecho una petición al fiscal que no ha sido rechazada. Va a permitirme tener acceso a ella, para que venga aquí a hablar. Por el momento, él no sabe si va a utilizarla o no, pero estoy seguro de que, al final, lo hará. Seguro. De manera que volverá a pedir permiso después de que yo la vea, pero no pasa nada, está bien. Ella, para cubrir su jugada, podría intentar algunas alegaciones dañinas contra el modo de ser de Duncan que podrían ser útiles a la acusación. Aunque espero conseguir de ella todo lo que quiero cuando la tenga en el estrado de los testigos. Es muy importante su actitud hacia su hijo. ¿Todavía siente algo por él? O tal vez tenga resentimiento hacia él, de manera que intentará parecer libre de toda culpa en la provocación que lo condujo a ese acto, pasando por alto el sofá. Qué sabemos de su carácter. Lo único que conocemos es su nombre, Natalie James, ha trabajado en un instituto de estudios de mercado, ha sido azafata en un barco de crucero por las islas griegas, fue secre-taria de un catedrático de universidad por ahí y ahora se describe como trabajadora free lance. No sé en qué. En qué campo. También escribe poemas. Le he dicho que ustedes quieren verla. Dice que sólo les verá aquí, conmigo, pero no en su casa...
Claudia está sentada de lado mientras habla Motsamai, de la misma manera que podría cerrar los ojos para concentrarse mejor en lo que está diciendo.
—¿Le ha hablado a Duncan sobre ella?
—Él dice que vivían juntos, pero que «cada uno vivía su propia vida», textualmente.
Fijaron un día y una hora para encontrarse con la chica en el bufete del abogado. Esa mañana, Claudia telefoneó a Harald al despacho desde su consulta. Estaba con él un representante de la Comisión de Vivienda del Gobierno; estaban discutiendo un acuerdo de préstamos a bajo interés que diera pared y techo a miles de pobres; se produjo una larga negociación sobre si debían llegar a una conclusión o arries-garse a verlo retrasado una vez más.
Harald, no voy a ir. No hace falta que la veamos si el abogado ya está tratando con ella. No quiero verla. Deberíamos dejárselo a él.
Como si lo hubieran sacudido y lo hubieran arrastrado de la cama en plena noche; durante un momento, Harald no reconoció qué era lo que le estaba recordando, su capacidad de comprensión estaba dividida en dos. El hombre de la Comisión recogió sus papeles para demostrar que no estaba escuchando. Harald se sintió ferozmente irritado con ella, Claudia, con su intromisión, el que le recordara la intromi-sión en su vida que había desplazado monstruosamente a todo lo demás, sus cincuenta años, que había eclipsado el sol y aislado el aire de todo lo que había aprendido, la comprensión que creía haber alcanzado en el conocimiento de los seres humanos y las costumbres que había analizado, la satisfacción en el trabajo y los placeres de las emociones aceptadas, el amor entre hombre y mujer, entre padres e hijo, la tranquilidad de la amistad; una irritación que se fue hinchando y alcanzó incluso a su hijo, Duncan, que había ido a parar a la cárcel. ¡Sí! Unas fuerzas vociferantes luchaban para apoderarse de sus entrañas, fuerzas que si se dejaban salir al exterior libremente podían llegar a ser violentas. No podía hablar, ni siquiera pronunciar una respuesta de rechazo indirecta, frases tranquilizadoras para ella que, sin embargo, tuvieran relación con una situación totalmente remota para el otro hombre que estaba en la habitación, alejado, inocente. Le colgó el teléfono en mitad de la frase.
Natalie-Nastasia. Motsamai dijo que ya había llegado, estaba en el cuarto de baño de señoras.
Cuando entró, fue recibida por los ojos de un padre: encajaba con la joven que Duncan había llevado a la casa una o dos veces. Era ella, de acuerdo. Estaba cerrando la puerta con una mano curvada con gracia a su espalda, Motsamai le agradeció el detalle con una sonrisa. Así pues, Motsamai, él también, sentía la atracción que, por lo que parecía, ejercía sobre algunos —muchos— hombres.
Los mismos hombros caídos de una modelo de Modigliani (y había una reproducción de un desnudo de Modigliani, inadvertido hasta aquel momento, en el dormitorio que había saqueado). Harald no era de los que se fijaban mucho en la ropa de las mujeres, sólo en el efecto que producía, pero le pareció que llevaba el mismo tipo de ropa que en otras ocasiones, piernas perfiladas por algo parecido a las mallas de una bailarina y una camisa ancha desabrochada sobre la gran uve de una garganta moteada por el sol. El cabello era algo distinto —tal vez antes fuera de otro color, pero ahora era negro como el betún—, pero los ojos, la mirada que le dirigió, eran reconocibles, sin duda. Quizá había un lugar en la memoria donde existiera un álbum de fotos barato con todas las novias de Duncan, aunque nunca lo hubiera abierto. Ésa fue la impresión que le produjo: ojos oscuros con destellos amarillos (los colores del pisapapeles de ojo de tigre del escritorio de Motsamai), secretos tras unas pestañas muy espesas, arriba y abajo, que se enmarañaban en los extremos externos. Y estos extremos de los ojos caían ligeramente, fuera debido a sus músculos faciales o por la expresión que adoptaba permanentemente; los ojos eran una afirmación legible, según quien la recibiera: podían ser perezosamente, vulnerablemente atractivos o calculadores, vigilantes.
Cuando Duncan llevaba chicas —sus mujeres— al adosado del conjunto residencial, no era (en el fondo) como si las trajera «a casa», ellos dejaron su «casa» cuando él creció, «casa» era el edificio que vendieron, que abandonaron porque se había convertido en una carga que ya no era necesaria. Que apareciera por ahí a comer o a cenar acompañado de una chica no significaba que la presentara a sus padres como si tuviera con ella un compromiso serio, pero tampoco quería decir que fuera un pasatiempo pasajero; si éstos existían, no justificaban el grado de intimidad que implicaba ser admitido, aunque fuera de modo informal, en la zona de su vida que compartía, comprometido por el pasado, con Harald y Claudia. La habría llevado, aunque sólo fuera por eso, porque consideraba que tenía una personalidad interesante; en realidad, eso era lo que él, Harald, pensaba del criterio que seguía un hijo cuando presentaba una amante a sus padres.
¿Y qué pensaba Claudia de todo aquello? Se había referido a la chica como «esa putilla que se había juntado con Duncan». Cómo podía haberse formado esa opinión en las pocas veces que Duncan había traído a la chica al adosado; ah, más una ocasión en que Duncan compró entradas para el teatro y los cuatro fueron a ver una obra juntos, ocasión en que escucharon y miraron, y no hablaron demasiado. Las mujeres se ven mutuamente unos rasgos que uno no puede atribuirles si no pertenece a su sexo, sean o no justas dichas atribuciones. Fuera lo que fuere esa chica, Claudia la había juzgado la causa de las terribles consecuencias que había acarreado el que Duncan se hubiera mezclado en su vida.
Pero cómo creer, Claudia, al mismo tiempo, que Duncan no podía haber cometido aquel acto, el acto final de todos los actos humanos, el irreparable, el irreversible, y, a la vez, que aquella chica, aquella putilla, fuera lo bastante importante para él como para que la conducta de ella lo convirtiera en sospechoso de haber cometido ese acto. La inquietud torturadora que aquella idea causaba a Harald estaba fuera de lugar en aquel momento y situación: había dejado de prestar atención a lo que estaba sucediendo mientras los tres, él, la chica, Motsamai, estaban sentados juntos en el bufete del abogado. ¿Qué acababa de decir Motsamai? Como es obvio, el señor Lindgard y su esposa están interesados en conocer su versión de lo que sucedió aquel jueves por la noche.
Manos finas entrelazadas, dedos con las puntas respingonas, apoyadas con calma sobre sus muslos.
—Ya se lo he dicho a usted. Puede darles esa información.
Respondía al abogado, pero se había dirigido al padre de Duncan; bajo los mechones del flequillo que se movían sobre su frente, aquellos ojos lo miraban sin apartar la vista. Si tenía que haber una maldición, vendría de ella. Rechazó aquel contexto rápidamente.
—No nos interesa tu conducta aquella noche. Sólo tus observaciones. Sobre el estado de ánimo de Duncan. Hasta aquella noche, ¿cómo estaba últimamente? Tú vivías con él, ¿qué clase de relación era ésa?
Y su rostro desnudo ante su mirada decía, entre ellos dos: ¿qué eres tú, qué le hiciste?
—Fue él quien me pidió que me fuera a vivir con él. Fue él quien lo decidió.
—Eso no basta. ¿Por qué fuiste?
—No lo sé. Él parecía ser una solución. Estoy segura de que no quieren oír la historia de mi vida.
Aunque allí la acusada era ella, no el que estaba en una celda, dijo esto último con un tono encantador que sedujo a los dos hombres, sus interrogadores.
—Sólo en la medida en que pueda ayudar al señor Motsamai en la defensa de Duncan. No sé si sabes que Duncan corre un grave peligro, ¡estamos hablando aquí como si tú fueras una desconocida para él, pero estabas viviendo con él, acostándote en la misma cama! ¡Por el amor de Dios! Para ser francos, tu vida es tuya, es cierto, pero lo que hiciste esa noche no pudo suceder porque sí. Algo habría en vuestra re-lación, alguna cosa habría, lo que hiciste tuvo que ser consecuencia de algo. ¿Estabais peleados? ¿Fue una crisis o sólo un incidente más que ambos habíais aceptado en otras ocasiones? ¿No te das cuenta de que esto es importante?
Escuchaba atentamente, pensativa, como si se tratara de una voz confusa en otra longitud de onda.
—Duncan se apodera de los demás. Los fuerza. No puede dejarlos en paz. Le gusta manipular, no puede evitarlo. Y se pone muy desagradable cuando te resistes, y considera que resistes cuando lo que él hace, lo que te ofrece, no es lo que tú quieres. Y cuanto más fracasa, peor se pone. Creo que no sabe cómo es. —Escenificó un estremecimiento.
—Pero te quedaste con él. Te quedaste con él hasta que te subiste a tu coche, te marchaste y lo dejaste solo esa noche, y no volviste.
Ella seguía mirándolo en plena cara, con las manos todavía entrelazadas con calma.
Cerró los ojos un momento. Las negras pestañas presionaron sus mejillas.
—Yo era libre.
—Así que tenías miedo de mi hijo.
—Él me tenía miedo.
Después de que se fuera, Harald permaneció sentado en el bufete de Motsamai, mirando los estantes llenos de libros jurídicos con sus papelitos indicando las páginas importantes que podrían determinar un resultado, aunque no sería la justicia; ya no podía pensar en la justicia como antes. La ley como juego de pistas cuyas cláusulas subsidiarias podrían conducir a través del bosque. Motsamai pidió café a través del intercomunicador y, a continuación, sin dar una explicación a su cliente, anuló la orden. Salió de detrás de su escritorio y se dirigió a un armario con tiradores de latón. En él había hileras de archivos y, en un compartimiento interior, unas copas colgaban de la base por una ranura, como en un bar elegante. Levantó en una mano una botella de whisky y, en la otra, una de coñac, ¿preguntando? Harald hizo un gesto con la cabeza señalando la de coñac. Motsamai sirvió a ambos un buen trago. Era una pequeña muestra de tacto, amable, silenciosa, inesperada en aquel hombre. Harald fue capaz de decirle:
—Así que ella cree que Duncan mató al hombre que vio follársela en el sofá.
—Ella sabe qué clase de mujer es. Nos toca a nosotros ir más allá.
Motsamai encogió la lengua para saborear el coñac; hete aquí un hombre que disfruta con la boca, ha conseguido mantener la avidez con la que el recién nacido ataca el primer alimento en el pecho.
-¿SÍ?
—A ver: ella lo provocó más allá de lo soportable, lo sacó de quicio, no sólo esa noche, con su exhibición, sino durante el año o los dos años anteriores. Que culminaron en esto.
—Eso no es lo que ella dice. Dice que era él. Que era él quien... cómo ha dicho... quien se ponía muy desagradable.
—Ah, pero usted lo ha dicho: ella se quedó. Y lo ha oído: él me tenía miedo. Esa ha sido su respuesta cuando usted ha preguntado, después de todas sus quejas, de sus acusaciones contra él, si tenía miedo de su hijo. Ella se quedó, ¡se quedó!
Porque él era más terrible que las aguas, distinguido abogado. Pero ese juicio del acusado sobre sí mismo no estaba destinado al oído de los abogados; todavía no, si es que alguna vez llegaba a estarlo. Cuando se prepara un caso se produce un proceso de criba del que un lego debía aprender; Harald tenía cierta experiencia en atrapar matices en un contexto muy distinto, en las reuniones de la dirección a las que asistía y que, en algunas ocasiones, presidía. Algunos hechos serían útiles para el abogado, otros irían en contra de su argumentación, ¿cómo actuar?
Motsamai se deslizó entre su majestuosa butaca tapizada en cuero castaño y su escritorio para sentarse de nuevo. Lo que tenía que decir debía ser dicho desde ahí y no desde la informal postura de una copa compartida.
—Mira, Harald: va a dar lo mismo que se descubran o no huellas dactilares bajo la suciedad del arma. Me lo ha dicho mi cliente.
—Duncan lo ha dicho.
—Sí, Duncan me lo ha dicho.
—Te lo ha dicho. Y te ha dicho que nos lo digas.
—Sí. Ejeee...
Ese sonido procedente del pecho puede ser, es cualquier cosa: un reconocimiento, un lamento. Al oír que aquel hombre lo tuteaba y lo llamaba por su nombre de pila, por primera vez, Harald entendió lo que se expresaba en ese momento en un sonido más antiguo que las palabras, situado más allá de éstas.
—Entonces, esto es el final.
—No, esto no es el final. Aquí empieza nuestro trabajo.
—El tuyo y el del buen amigo, el abogado ayudante.
Un hormigueo le recorre todo el cuerpo, la droga de una emoción desconocida inyectada en esta sala bien arreglada donde se ha anunciado una condena; una sala cuyo significado sustituye ahora el de cualquier otra morada en esta tierra, en esta vida.
—¿Un abogado está obligado a encargarse del caso de una persona que ha dicho que es culpable? ¿Que ya se ha juzgado a sí misma? ¿Qué puede defender?
—¡Claro que un abogado puede encargarse de un caso así! El individuo tiene derecho a ser juzgado de acuerdo con muchos factores en relación con el acto confeso. Las circunstancias pueden afectar de manera vital el peso de las pruebas indiciarias. El acusado puede juzgarse, pero no puede sentenciarse. Sólo puede hacerlo el juez. Sólo según el veredicto del tribunal.
»En relación con el tipo de sentencia que es probable que se le imponga, esto sólo es el principio del caso, ¡vamos! El que nos centremos en un aspecto u otro garantizará que la sentencia no sea ni un día más larga, ni un grado más severa de lo que permitan los atenuantes. Se ha abierto, Harald: ahora tu hijo me habla, hay aspectos del caso que la defensa debe seguir, ¡todavía hay defensa!
La visita en la cárcel a un asesino.
Cuando regresó del bufete del abogado y se lo contó a Claudia, el rostro de ésta se fragmentó en parches de color escarlata, como si sufriera una feroz alergia, era raro verlo. Como algo indecoroso. Deseó con angustia que llorara para poder abrazarla.
Repasaron lo que había dicho el abogado sobre su caso, su tarea. Se había desmoronado el principio legal, inocente hasta que se demuestre la culpabilidad, que ellos respaldaban, junto con todos los que creen que sus transgresiones nunca irán más allá de la infracción de tráfico. En la polvareda que levanta, el desconcierto aisla; ambos hablaron en primera persona, sin conseguir llegar al otro.
Seguro que otra mujer habría llorado, habría emitido un lamento fúnebre por su hijo, y él habría sabido qué hacer, la habría abrazado y se habría sumado a ella.
Harald dijo vacilante, hablando de sí mismo: Sabemos menos que antes. Motsamai no le preguntó la única cosa que importa. A mí. A nosotros. No se trata de por qué, eso es lo único que a Motsamai le preocupa, en eso se basa la defensa. También se trata del cómo. Cómo pudo hacerlo. Duncan pudo llegar a hacerlo, coger un arma y matar. El es tú y yo, ¿no es cierto?, y nosotros no podemos saberlo. No porque Duncan no se lo vaya a contar a Motsamai ni a nosotros ni a nadie, sino porque es algo que no se puede «contar». Tiene que estar en uno. En él.
Claudia fue a la cocina a buscar comida porque aquélla debía de ser más o menos la hora en que acostumbraban a comer. Él no prestaba atención a las cosas de la casa. La siguió, movido por una especie de cortesía que, en su situación, era lo único que les quedaba. No había nada más que decir; tal vez había dicho ya demasiado. Lo que Claudia estuvo pensando, lo que estuvo forjándose en el silencio de madriguera de la cocina, apareció al día siguiente cuando caminaban juntos por el sendero en dirección al garaje, de camino a la cárcel. Una de las hojas rígidas y espatuladas del ave del paraíso quedó atrapada en su cabello, ella se echó a un lado, interrumpiendo su avance inevitable, y él se volvió para ver qué era lo que la retenía. Una sonrisa transformó rápidamente el rostro de ella y desapareció con igual rapidez. Aquella noche creíste que podía haberlo hecho. ¿Verdad? Lo decidiste. No necesitabas esperar ninguna confesión hecha a un abogado.
Al principio, al otro lado de la mesa de la sala de visitas de la cárcel, se encontraba el personaje de un preso; aquel día se encontraba el personaje de un asesino, acusado por sí mismo, definido por sí mismo como tal. Duncan. Claudia, su madre, administró la media hora recurriendo al formato de su profesión, una seguridad que ninguna calamidad podía arrebatarle; la confesión de culpa como un diagnóstico.
De nuevo se planteó la cuestión del abogado. ¿El paciente estaba completamente satisfecho con la competencia del encargado de su caso, estaba lo bastante impresionado con Motsamai, ahora que había hablado con él? ¿Desearía pedir otra opinión? Había muchos abogados con experiencia, ¿no merecería la pena? La naturaleza del diagnóstico mismo, esa terrible malignidad declarada, no está en discusión. Su padre confirma:
—Yo también he podido hablar con Motsamai. Creo que es un hombre hábil. Y él sabe que vas a necesitar a un hombre hábil. Creo que deberíamos dejar que él decida si quiere consultar con alguien. Si hay alguien cuya experiencia particular en algún tipo de caso quiera utilizar.
El hijo de ambos —en su nuevo personaje— está ahí, vestido con una de las camisas que su padre cogió de la casita; su hijo, que ha matado a un hombre. Ya no está observándolos atentamente como hizo durante las visitas anteriores, cuando podían representar para él la fantasía que su presencia postulaba de que no había hecho lo que había hecho, encontrarían a alguien que hubiera lanzado el arma a un macizo de helechos.
Está distraído, ojos y manos inquietos. Ella incluso le pregunta si tiene fiebre, es todo lo que sabe, pobre madre abnegada, pobrecilla.
Qué podría recetar para una fiebre como ésa.
—Motsamai es un gilipollas pedante, pero está bien. Me entiendo con él. Así que habéis estado con él. Sabéis lo que hay que saber.
—No. No sabemos lo que hay que saber. Sólo tu decisión. Y que él la acepta. No hay alternativa. Duncan.
Bruscamente, Duncan extiende una mano, la mano de un hombre que se ahoga, haciendo un gesto desde las profundidades, y coge la de su padre a través de la mesa. Su mirada oscila entre Harald y Claudia.
—Si no hubierais vuelto, lo habría entendido.
Eso es lo más cerca que llega Duncan de admitir lo que les ha hecho.
El hombre del sofá no es la única víctima. Ahora, Harald y Claudia albergan, cada uno de ellos, en su interior, un resentimiento maligno contra su hijo que parecería tan imposible en ellos como la capacidad para matar en él. El resentimiento es vergonzoso. Lo que es vergonzoso no puede compartirse. Lo que es vergonzoso separa. Pero la manera de hacer frente al resentimiento llegará, tiene que llegar, de manera individual para ambos. El resentimiento es vergonzoso: porque ¿qué le han hecho ellos a él? ¿Es ahí donde hay que encontrar —¿por qué?, ¿por qué?— la respuesta? Harald se inspira en los jesuitas; Claudia, en Freud.
Es necesario concebir el hijo otra vez, volver a gestarlo.
Se divirtieron mucho haciéndolo, Harald lo sabe bien. Es difícil recordar la emocionante frescura de la transformación de la personalidad en el primer amor sexual: no sólo se rompe el himen, también se abre la crisálida para liberar las alas plegadas de la emoción y la identificación con todas las criaturas vivas. Harald fue el primer amante de Claudia, cuando ella era la estudiante de medicina más joven de su clase, y él se encontraba indeciso sobre si cambiar los estudios de ingeniería por los de económicas. La arrogante confianza de estar enamorado le dio valor para decepcionar a su padre y abandonar la tradición de una línea de ingenieros que se remontaba hasta el bisabuelo que emigró de Noruega.
El padre de Claudia era cardiólogo y los juegos de ésta durante su infancia consistían en jugar a que era médico con un viejo estetoscopio; no decepcionó a nadie, puesto que su madre era una maestra de escuela cuyo incipiente feminismo deseaba una carrera más ambiciosa para su hija.
Harald y su chica, Claudia y su chico (así es cómo sus padres pensaban de ellos en la década de los sesenta) fueron amantes cuando eran demasiado jóvenes para casarse, pero se casaron cuando ella quedó embarazada. Se divirtieron al hacerlo. A medida que una pareja se conoce a lo largo de los años no sólo cambia la perspectiva sobre lo cautivador del primer apareamiento, la atracción compulsiva por el compañero; ese comienzo también revela algo más, algo que estaba ya allí pero nadie vio. Claudia, tan joven, ya entonces estaba convencida de que sanar el cuerpo era lo que le satisfacía, no sólo perso-nalmente, sino también con respecto a sus posibles obligaciones humanas: era un destino, si se quería utilizar un término pomposo y pasado de moda. Harald, incapaz de comprometerse con ninguna definición similar de sí mismo, escogió una ocupación que le interesó por la influencia que ejercía sobre su propia existencia, dedicado ya a extraer distintos sentidos a la vida como si fueran capas de pintura vieja. Ninguno de los dos se sintió atraído por los hippies de la época. Hacer el amor..., hacer el amor era algo exclusivo y serio: es imposible entender ahora lo que significaba entonces para ellos. Cómo podían, al mismo tiempo, ser conscientes de la singularidad que los separaba, incluso cuando sus cuerpos se unían en gozosa revelación. Y habían superado, también —no, dominado— estas incompatibilidades a través de las distintas etapas, en el matrimonio, en el amor que se tenían, como algo diferente de estar enamorado; incompatibilidades ignoradas en el momento de la concepción: pero presentes. El hijo nació de todo ello.
El movimiento reptante del espermatozoide y su recepción por el óvulo, lo que se une en la concepción es lo que los padres son y lo que son sus dos series de antepasados. Pero uno podría remontarse hasta Adán y Eva buscando indicios de ello. Hamilton Motsamai, a quien se le ha confiado la vida de su hijo —y la suya—, sin duda puede repasar sus antepasados a través de la lengua hablada, la leyenda oral, canciones y ceremonias vividas en la misma tierra natal. Para aquellos cuyos antepasados salieron de la suya para conquistar, o la dejaron debido a la persecución y la pobreza, su linaje empieza con los abuelos que emigraron. Hay un País Viejo y un País Nuevo; la herencia de quien es concebido aquí empieza con el País Nuevo, con los diversos mestizajes que se han producido. El abuelo noruego era protestante, pero el padre de Harald, Peter, se casó con una católica de origen irlandés, por ello Harald tiene nombre escandinavo pero fue educado —era deber de su madre hacerlo, según su fe— en la religión católica. Los padres de Claudia fueron a Escocia sólo una vez en su vida, en unas vacaciones que pasaron en Europa, pero su padre, el médico del que era discípula, recibió su nombre de un abuelo escocés, llamado Duncan, que emigró en fecha olvidada, y por ello el hijo de Claudia ha recibido el nombre codificado genéticamente de Duncan Peter Lindgard.
Un anzuelo en el dedo.
Cuando algunas cosas entran, se abren paso hasta lo heredado, ¿no pueden ser extraídas?
Duncan hizo más cosas con su padre, compartió más actividades. Ella supone que es natural, cuando el hijo es varón. Así pues, el padre tiene una responsabilidad particular. Su padre se lo llevó consigo, a pescar, y el anzuelo se clavó en la suave almohadilla del anular, tal vez tendría unos seis años. O menos. Fue llevado a casa, a su madre médico, para que le quitara el anzuelo suavemente, como ella sabía, haciéndole el menor daño posible, un ejemplo temprano para él. El cuerpo humano no debe lastimarse deliberadamente.
Cuando era niño, poseía el equilibrio perfecto de un pájaro en la más alta fronda de un árbol.
La imagen acudió a Harald procedente de la época en que lo llevaba a observar a los pájaros. Ella ponía excusas para no ir, era demasiado lento para ella, la larga espera para que se posara algo, mientras barrían el cielo vacío en pos de una silueta recortada que cruzara los gemelos; entre tanto, el chico buscaba la ilustración pertinente en el manual de ornitología con aire de importancia, incluso cuando era demasiado pequeño para leer el texto.
Procedente del tiempo, se le acercó una imagen, como las lentes de los gemelos hacen con lo distante: la luz del sol tocaba con sus dedos el bosque larguirucho (dónde, qué año) y rayaba su figura, como si fuera un pequeño animal, mientras se movía con cuidado, para no molestar a ninguna criatura de la naturaleza; qué respeto por la vida.
Cuando hubo que sacrificar al perro —sola, claro, cómo podía no volver a analizarlo— fue ella quien tuvo que hacerlo porque él le rogó que no dejara que lo hiciera el veterinario. El tenía diez u once años, quería que lo hiciera su madre médico porque confiaba en que lo haría sin dolor, que «hiciera dormir» (lo protegieron del asesinato con ese eufemismo) al animal que, mientras él era cada vez más alto y fuerte, se había vuelto demasiado viejo para andar. Ella lo hizo sin demora porque él dudaba, con una indecisión casi adulta, sobre si debía quitar la vida al viejo animal; y, después, en su rostro abatido, se reflejaba lo que decía su conciencia por haberlo hecho, su reproche hacia ella por haber sido su cómplice; los adultos deberían saber cómo hacer que las criaturas vivieran para siempre, abolir la muerte.
Cada uno de ellos, Harald y Claudia, observa con recelo en el otro esta búsqueda sentimental en el pasado de lo que era Duncan; no porque busquen la debilidad del consuelo en el otro, sino porque podría revelarse algo vulnerable que incriminara a uno de los dos. Debe de haber alguien a quien culpar. Si Duncan dice que es culpable. A veces, a uno de ellos se le escapa algo que indica la existencia de esa búsqueda: mientras sacan el perro a pasear (han decidido desafiar la norma que impide tener animales en el conjunto residencial, es lo mínimo que pueden hacer: por su hijo), ella hace una repentina observación sobre el modo en que se expresaba el niño, especialmente cuando estaba intrigado por lo que acababa de aprender. «El papel es árboles, la lluvia es el agua que viene de la tierra cuando el sol la calienta. Entonces todo es otra cosa. ¿Y las lágrimas, cuando lloro?, ¿qué son?»
No recuerdo que tuviera nunca muchos motivos para llorar. Un niño feliz. Nunca recibió lo que podría llamarse un castigo.
Ella recordó su rostro, cuando era pequeño, alterado por un paroxismo escarlata, el contorno de la boca completamente blanco.
Porque eso me lo dejabas a mí.
Así que tú provocabas las lágrimas.
Contestar a eso equivalía a entrar en combate. Dejó que el perro, atado con la correa, tirara de ella hacia delante. Tanto el padre como la madre estaban preocupados por la conservación de la vida. Incluso él, en cierto modo, asegurando (con beneficio para él, sí; pero también le pagaban a ella por la mayoría de sus servicios) que la gente recibiera una compensación por las desgracias que pudieran acontecerle y, últi-mamente, aportando dinero para que las personas sin techo tuvieran casa. El ejército: el ejército. Sin duda, ahí fue donde la ética de la vida que el hijo había absorbido de sus padres cambió por completo. Cuando hizo el servicio militar le enseñaron a matar; ya fuera bajo capa de un desfile, de unas maniobras, de unas prácticas de tiro (el calibre del arma encontrada en el macizo de helechos se ha averiguado ya), lo que le dieron fue la licencia para provocar la muerte. Le dijeron que hay circunstancias en las que está justificado por la ley, tanto la del hombre como la de Dios, aunque la supuesta sanción de Dios tal vez no hubiera llegado hasta él, hasta Duncan, porque, aunque Harald había hecho de él un lector, ¿había conseguido hacer de él un creyente?
La guerra, el derecho a arrebatar la vida: una perogrullada.
Si Harald saca el tema, es también él quien lo entierra bajo sus pies.
¿Llegó a ver alguna acción bélica? Sabemos que no, damos gracias a Dios de que así fuera.
Tú le dijiste que el ejército sería una experiencia embrutecedora.
De acuerdo. ¿Qué alternativa podíamos haber tomado? No querías que lo enviáramos fuera, ¿no? Fuera del país. Una experiencia embrutecedora, una confusión moral: pero millones de individuos la han resuelto. El sólo disparaba al blanco.
Nos dijo que tenía forma humana.
Ha sucedido algo terrible.
Queridos mamá y papá:
Ha sucedido algo terrible. Fue el domingo, estábamos jugando al fútbol, jugaba el segundo equipo, el mío. Un niño de la escuela de los pequeños entró en el gimnasio a coger algo y de repente lo oímos gritar, oímos los gritos hasta en el campo. Vio a alguien que colgaba de la viga en la que se cuelga el saco de arena. Era Robertse, de la clase 5. Estaba colgado del cuello. El viejo McLeod y los otros maestros entraron, pero a nosotros nos echaron. Pero los vimos sacar algo en una manta. Vino una ambulancia y la policía. Pero nos dijeron que debíamos quedarnos en nuestra habitación o en la sala común.
La segunda página de la carta se ha perdido, aunque Claudia debió de guardar la carta como algo cuya importancia trascendería la época del colegio, la infancia. Estaba entre la documentación de la protección que los padres dan a un hijo, los compromisos que asumen por él. Las sucesivas dosis de la vacuna de la polio, la ficha del tratamiento de ortodoncia, el resguardo de la vacuna antitetánica y contra la hepatitis, como precauciones que tomaron cuando fue a un campamento del colegio en Zimbabue. Claudia se acordó de la carta y la buscó entre otros trozos de papel que, tal vez, no había motivo para conservar.
Cuando Harald y Claudia recibieron esa carta, se sintieron extrañamente inquietos; Claudia veía ahora que ésa era la otra vez que había olvidado, la primera vez que fueron invadidos por un acontecimiento que no tenía cabida en el tipo de vida que llevaban, el tipo de vida que creían haber garantizado a su hijo. (Una educación liberal: de un liberalismo que no abarcaba a los negros, como Motsamai, ahora se daban cuenta.) ¿Qué pudo ser lo que llevó a un colegial, a un compañero de su propio hijo, protegido en el mismo ambiente, con la propia experiencia cuidadosamente limitada, las mismas costumbres y convenciones selectivas y civilizadas —no habrían llevado a Duncan a ningún colegio partidario de los castigos corporales—, qué pudo ser lo que llevó a un chico a ponerse una soga alrededor del cuello? Reflexionar sobre ello producía horror. La incomodidad que sintieron procedía de la súbita conciencia de que hay peligros, inherentes, en los jóvenes mismos; peligros procedentes de la misma existencia. No hay segregación posible de ellos. Y nadie puede conocer, a través de la experiencia ajena, aunque sea la del propio hijo, qué son estas desesperaciones e impulsos primarios, destructivos. Harald y Claudia: podrían haber sido los padres del chico, eran los clones de éstos, pagaban las mismas facturas escolares, aprobaban la filosofía educativa progresista del mundano equipo docente, habían escogido un colegio mixto para que un muchacho varón sin hermanas se mezclara de modo natural con el otro sexo. Lo que los asaltó fue el miedo: miedo de que amenazara a su hijo algo que desconocieran, contra lo que nada pudieran hacer. Le escribieron —¿escribió ella?— o fueron a verlo. Claudia se oyó decir: Harald, quiero que digas a Duncan que, le pase lo que le pase, haga lo que haga, no importa lo que sea, puede acudir a nosotros. No hay nada que no puedas decirnos. Nada. Estaremos siempre contigo. Siempre. Y así sintieron que Duncan estaba seguro. Ellos lo habían colocado en un lugar seguro.
Te acuerdas de aquella vez, cuando pasó lo del chico llamado Robertse, lo que le dijiste a Duncan.
Recuerdo que fuiste tú quien se lo dijo, nos dieron permiso para llevárnoslo a comer. Estábamos en un restaurante con jardín por ahí: no había otro sitio adonde ir. No era el lugar más adecuado. Qué más da.
No, no, lo habíamos pensado detenidamente, decidimos que teníamos que decirle algo que no olvidara nunca, y fuiste tú.
¿Por qué iba a ser yo? Fue su madre, eso sería lo más obvio.
Porque tú eres el hombre y él era el niño. Quizá por la idea de que compartíais —yo qué sé— algún tipo de experiencia masculina, algún tipo de expectativa que yo no tenía.
Qué importaba quién pronunciara el ruego; lo hicimos los dos. Ese fue el documento que sacó cuando dijo en la sala de visitas de la cárcel: si no hubierais vuelto, lo habría entendido.
Cuando a uno le toca una desgracia que parece sobrepasar toda medida, ¿no hay que recitarla en voz alta?
La dependencia de Harald de los libros se convirtió en eso exactamente, en el sentido patológico: la sustancia de las explicaciones literarias de los escritores sobre el misterio humano hacía posible que él, tras leer hasta altas horas de la noche, se levantara por la mañana y se presentara en la sala de juntas. Volvió a los viejos libros para releerlos; la mise en scéne en otra situación lo sacaba de un presente en el que su hijo estaba a la espera de juicio por asesinato. Pero, igual que su hijo, encontraba sus propios fragmentos que serían omnipresentes en él, aunque no los copiara junto con otros en el cuaderno guardado bajo llave en su despacho: «... El hombre es como desea ser y como, hasta su último aliento, no ha cesado nunca de desear ser. Se ha recreado en dar la muerte y no lo paga demasiado caro si muere. Que muera, pues, porque ha satisfecho el deseo más profundo de su corazón.
»—¿El deseo más profundo?
»—El deseo más profundo.
»—Es absurdo que el asesino sobreviva al asesinado. Los dos, juntos y solos, juntos como sólo lo están en otra relación humana mientras uno actúa y el otro lo sufre, comparten un secreto que los une para siempre. Se pertenecen.»
El Naphta de Thomas Mann hablaba con Harald en los silencios que lo acompañaban a todas partes: los silencios acusatorios, protectoramente hostiles, entre él y su esposa; los silencios que él ocupaba, incluso cuando Harald llamaba la atención sobre anomalías en decisiones examinadas en reuniones de negocios o comentaba el efecto de las nuevas políticas fiscales en la financiación de los títulos hipotecarios; susurros en el cerebro como si tuviera un zumbido en el oído. Los bruscos modales de la chica, en el bufete del abo-gado, cuando Harald dijo: Tenías miedo de él, y después —en lo que era casi una fanfarronada—, ella contestó: Él me tenía miedo. ¿Miedo uno del otro? En una situación que da miedo, sin duda siempre hay alguien que amenaza y alguien que tiene miedo. ¿Cómo puede igualarse una amenaza? Con el empate; y así será, a muerte; de manera que, si su hijo hubiera matado a Natalie/Nastasia, habría habido una respues-ta: se pertenecen. El lado opuesto de la concepción del amor sexual definido románticamente como el gozoso estado de unión al que la hermosa y anticuada ceremonia del matrimonio da la bendición de Dios como una sola carne. Pero él no le había hecho daño a ella; fue el hombre quien quedó tendido, con un tiro en la cabeza, en el sofá, y los amigos, el abogado, aparentemente todo el mudo sabía que no era el primer hombre ni el único por el que ella se había acostado en el sofá, cualquiera de ellos podría haber servido de víctima al amante al que ella pertenecía en la intimidad de la amenaza. En algunas ocasiones, Harald sentía el impulso de buscar otra vez a la chica, pero Motsamai, que sabía dónde encontrarla, le quitó la idea.
—No puedo permitir que se mosquee, Harald, ya me entiendes; ella piensa que tú y tu mujer le echáis la culpa.
—Cómo podríamos echarle la culpa a ella. Él hizo lo que hizo.
—Porque a alguien hay que echársela. Tu hijo está en una situación difícil. Así es la naturaleza humana, ¿neee...? ¡Porque también yo tengo que echar la culpa a alguien! El abogado de Duncan tiene que demostrar circunstancias causales que repartan la culpa para que la carga recaiga sobre otros que nunca comparecerán ante el juez.
En la oleada de silencio que lo acompaña, allí, en la habitación familiar donde la inocencia y la culpa aparecen anotadas en tiritas de papel dentro de los tomos —ese despacho y la sala de visitas de la cárcel son ahora extensiones de su adosado—, Harald lo sabe: nosotros. Sobre nosotros. Harald y Claudia, que lo hicieron: los pájaros y las abejas no roban juguetes de otro, no leen nunca las cartas de los demás, no ma-tarás.
—Tengo una política muy especial para con ella, por supuesto. Ejeee... —Los labios de Motsamai combaten contra algo parecido a la diversión y la satisfacción—. Con las mujeres, ya sabes lo que pasa: son muy astutas. Y ella empieza a chorrear encanto como si fuera un grifo cuando se siente acorralada. Tengo que dirigirla con paciencia, sin que se dé cuenta, para que se condene mientras cree que está hablándome de él. Hay que saber tratar a estas mujeres. Tan pronto son pobrecitas víctimas como se ponen a presumir de cómo pueden dominar a cualquiera en cualquier situación. El sexo débil nos da muchos problemas a los abogados, te lo aseguro.
Harald debe rechazar el desagrado que le produce el que suponga que, como si fuera un aparte confidencial entre varones, va a compartir una generalización condescendiente sobre las mujeres. Ahora no importa lo que ese hombre piense sobre cualquier cosa que no sea el caso que dice defender. Los prejuicios parecen carecer de importancia. A Duncan le enseñaron a no tener prejuicios contra los negros, judíos, indios, afrikáners, creyentes, no creyentes, todos los pecados fáciles presentes en el país donde nació.
—Qué te ha dicho.
—No te tomes muy en serio lo que dice. Dice que es un crío mimado. Ésas son sus palabras: un crío mimado. También utiliza palabras grandilocuentes, neee: «sobreprotegido», así que no está acostumbrado a ningún tipo de oposición, a nada que amenace su voluntad, el modo en que piensa que deberían ser las cosas. Sus normas son las válidas. Lo puse en duda: sugerí que el tipo de esquema que tiene esta gente joven es que no hay normas excepto las más básicas, ya sabes, quién tiene derecho a coger la cerveza de la nevera... y, naturalmente, tenían a aquel hombre negro, Petrus Ntuh, para que les hiciera el trabajo sucio. No, dice ella, sus normas eran para sí mismo, eso no quiere decir que fueran la clase de normas convencionales que podría pensar alguien como yo, un abogado. Entonces, ¿en qué consistían? Bien, pues eran sobre quién iba con quién y así. Relaciones sexuales, deduzco; pero ella insistió en que también hacían referencia a la amistad, el grupo que vivía en esa finca parecía tener amistades, lo que llamaríamos lealtades, complicadas. Él «estaba de acuerdo» con el modo en que todos vivían en la finca, pensaba que coincidía con sus ideas, sus normas, si prefieres, pero, al mismo tiempo, él era el «niño mimado» que no podía consentir que este estilo, inventado por él mismo, claro, entrara en conflicto con las otras normas de las que él se había liberado. Procedentes de la generación anterior. La vuestra. Ella dice que estas normas seguían vigentes en él, aunque él creía que no. Dijo algo más: ahora él está en la cárcel, pero nunca ha sido libre. Y, naturalmente, implica que ella sí es libre, claro.
—Eso no nos dice mucho sobre lo que sucedió entre ellos. De lo que me dices, se deduciría que ella no tiene nada que ver con la pareja que estaba en el sofá.
—¡Eso es! ¡Eso es! De un modo u otro, se distancia. Ejeec.Y no parece sentir nada, por así decirlo, por el hombre que murió como consecuencia de su acto con él esa noche. No da muestra de sentir ninguna pena... por algo tan terrible. Lo que, naturalmente, es muy bueno para mi caso, excelente.
Cuando me toque a mí hacerle preguntas. Pudo haber muerto ella, ¿por qué no? Ni siquiera se lo plantea ¿Por qué no? Si no quieren dos... Sin embargo, no siente remordimientos por haber sido, por lo menos, la mitad de la causa de la muerte del hombre, si damos por hecho que él era consciente de que estaba con la novia de su amigo. Es difícil entender su distanciamiento. Como si estuviera convencida de que no habría podido ser ella la víctima. Me doy cuenta de que hay cosas que no le podré sacar, seguramente, ni siquiera con mis medios.
Suelta una breve carcajada, como un fogonazo, celebrando su habilidad y de inmediato regresa a la seriedad en la que el rostro del padre, clavado en el suyo, puede confiar.
Contar lo sucedido en una reunión como ésa con el abogado significa que Harald, que informa, y Claudia, que escucha, deben empezar diciéndose de nuevo, como muchas otras veces, cada día, que Duncan ha matado a alguien. Aceptarlo. El hombre estuvo en el depósito de cadáveres, se realizó una autopsia que confirmó que la muerte la provocó una bala en la cabeza y fue enterrado en un funeral dispuesto por los amigos con los que compartía la casa. Su cadáver no se ha enviado de regreso a Noruega; el hombre al que Duncan ha matado todavía está allí, bajo la tierra natal de Duncan.
Harald encontró a Claudia hablando por teléfono, haciendo preguntas y comentarios preocupados sobre la vida de otra persona; uno de los amigos cariñosos que se dedicaban a llamar regularmente a los Lindgard para demostrarles que seguían formando parte de la sociedad, aunque algo terrible los hubiera colocado fuera de sus límites. Ella lo mira fijamente mientras sigue hablando y sonriendo como si el amigo pudiera verla, sin ser consciente de lo que dice; quiere algo que él no tiene, que no puede dar. La contradicción entre la sonrisa y la mirada refleja una angustia tal que Harald debe endurecerse para observarla. Va a la cocina y mira cómo el agua desborda el vaso que sostiene como medida del tiempo. Cuando regresa, ella está en la terracita, esperándolo.
¿Hasta dónde ha llegado?
Qué sentido tiene la agresión de ella; como si él fuera responsable, con el abogado, de la petición de retraso del juicio para preparar las pruebas.
Hemos hablado de la chica casi todo el rato. El encuentra que tiene un carácter complicado. Ella no dice ni una palabra buena sobre Duncan —es un «crío mimado»—, pero Motsamai parece pensar que eso supone una ventaja. Para nosotros, es difícil seguir este tipo de razonamiento legalista. Él cree que va a conseguir que ella se condene con sus propias palabras, o algo parecido.
¡Condenarse, si no es ella a quien se juzga! Motsamai quiere demostrar lo hábil que es. ¿Y te has quedado tan contento con esto? ¡Eso es todo lo que hace!
Lo único que pasa es que la considera un testigo clave para la acusación. Tenemos que confiar en él, citó un montón de precedentes para el tipo de caso que está preparando. Ni tú ni yo sabemos nada sobre estas cosas. No tenemos ninguna experiencia, como mucho, hemos podido leer algo en los periódicos o hacer como si no existieran... De todos modos, está de acuerdo contigo, aunque no lo dice igual. Es una zorra. Cuanto más la induce a hablar, más claras están las «circunstancias atenuantes». Dice que se muestra totalmente fría en relación con el hombre que ha muerto, no tiene conciencia, ni siquiera la sensación de que habría podido ser ella. Parece tan segura de sí misma, de que no le pasaría nada hiciera lo que hiciera. Dios sabrá por qué.
Porque Duncan estaba enamorado de ella.
Ante lo que ella acaba de decir, Harald siente una oleada de desagrado, una tristeza que no puede reprimir.
Así pues, crees que existe este tipo de amor, ¡ella folla con otro y su amante lo mata! Prueba de amor. Pensaba que tenías mejor opinión de tu propio sexo, las mujeres sois responsables de vuestros actos, igual que los hombres. Y llamas a eso amor. ¡De dónde sacaría él ese amor!
Sólo intento entenderlo, Harald. ¿No has estado enamorado?
Qué pregunta más imbécil. Y tú me lo preguntas. He estado enamorado de ti. Pensaba que podría morir por ti, aunque supongo que eso era una fantasía juvenil, consciente de que no era fácil que fuera necesario. Pero de ahí a imaginar que podría haber matado a alguien... O a mí mismo... No. El amor es vida, es procreador, no puede matar. Si lo hace, no es amor. No soy capaz, no soy capaz de imaginarme lo que sentía por esa mujer.
Entonces, quizá la odia. La castigó por hacerlo con quien le daba la gana. Si la matas, le ahorras sufrimiento.
No estamos hablando de un debate médico acerca de la eutanasia. Como si él no supiera que si ella pierde un hombre, encontrará otro.
Estábamos enamorados, estabas enamorado de mí, con locura, decías, ¿y si me hubieras encontrado como la encontró a ella?
Claudia. Cómo voy a saberlo. No puedo sentir ahora lo que habría sentido entonces. Me habría alejado de ti, no habríamos estado aquí, no habría Duncan: esto es lo que te puedo decir ahora.
O quizá te habría reclamado y te habría follado yo, cómo puedo saber lo que habría hecho, enamorado. Crío mimado o no, ese tipo de amor no lo ha heredado de mí. No le habría quitado la vida a nadie.
Puedes decir esto porque ahora sabemos que uno tiene que sobrevivir a cualquier desastre.
¿Podrías haberlo hecho tú? Hay mujeres que dicen que han matado «por amor». Pero qué cosas te pregunto, a ti, que pasas la vida manteniendo viva a la gente. Qué insulto, preguntártelo.
Pero parecía una burla.
Hay mujeres que, cuando tienen algo que decir que nunca debiera decirse, alzan la voz, lanzan las palabras, y hay otras mujeres que la bajan, como si se comunicaran consigo mismas y los demás las oyeran sin querer. Claudia es una de éstas.
Ahora me doy cuenta de que nunca he estado enamorada así. Locamente, como tu dirías. Nunca.
Aunque se paren los relojes y se cierren las puertas, en cada noche de verano se repite el arrebol que antes salían a contemplar cuando llenaba el cielo con la luz de la hoguera del día. Otro día; esperando. Todavía salen. Esperando el juicio. Se ceden el periódico como individuos que no se conocen lo bastante para hablarse, pero sí para reconocer la presencia del otro. Allí están, no hay remedio. Cuando se producían las habituales decepciones y contratiempos de la vida —pequeños, pequeños, reducidos a lo trivial— iban a casa y hundían la cabeza en el otro, en la cama. Él bebe su ración de alcohol nocturna mientras los pájaros (tejedores de cara negra, propios de la región) charlan como extranjeros en un bar.
Crío mimado.
Ella levantó la vista al oírle repetir la frase.
Oh, eso es sacudirse la responsabilidad de adulto por lo que uno hace. El síndrome de aprendizaje del uso del retrete. Nunca habría tolerado que un hijo mío fuera mimado.
«Mimado.» Consentido. Chocolate y juguetes. Pero la palabra tiene otro sentido en inglés: estropear algo para siempre. Como una quemadura en la alfombra.
Tú lo sabes todo, lo has leído todo, ¿la gente comete crímenes por odio hacia uno mismo? ¿Es cierto? ¿No es otra de las explicaciones que da la gente? ¿Por qué iba a odiarse? ¿Qué había hecho que lo hiciera capaz de hacer lo que hizo?
Él le pasó otra sección del periódico y regresó a las páginas que tenía. Pensar —pensaba— en cosas a las que antes dedicaba una pizca de atención: una persona inteligente lee de forma selectiva, no tiene verdadero interés en seguir las aventuras sexuales de las estrellas del pop o los crímenes morbosos que deben de haber cometido individuos trastornados. Pero ahora, ahí estaba esa mujer que ató a sus hijos pequeños en los asientos de segundad del coche, salió y dejó que cayera por un embarcadero hasta el agua, ahogándolos.
¡Otras personas! ¡Otras personas! Esas cosas horribles les suceden a otras personas.
Qué más da de quién fueran estos pensamientos, de Harald o de Claudia; estaban en el aire vespertino de la terraza, estaban en las habitaciones del adosado como el olor perenne del humo del cigarrillo queda en las cortinas y la tapicería.
Él se daba cuenta de que él y ella pensaban en esas cosas como algo que sucede al autor del crimen, no a la víctima: como si el motivo, la voluntad, viniera del exterior. Pero venía de dentro. «El hombre es como desea ser, ha satisfecho el deseo más profundo de su corazón.»
Claudia fue sola a la cárcel. Harald asistía como delegado a una conferencia de banqueros y agentes de seguros convocada por el Ministro de Desarrollo Económico; no podía seguir subordinando su agenda a los susurros de su mente: sin el desempeño de las ocupaciones normales, la vida no podía mantenerse, ni siquiera materialmente. El abogado Hamilton Motsamai, el desconocido al que estaba unido en los procesos de la ley, costaría seis mil rands diarios cuando estuviera ante el tribunal y la mitad durante el tiempo que trabajara en el caso en su bufete.
Claudia dudaba sobre qué debía ponerse; como si, sin Harald, se produjera una concentración en su presencia por la que sus ropas revelaran una actitud —hacia su hijo—, su actitud. En invierno, llevaba pantalones, blusa y jersey bajo la bata blanca de los días laborables; en verano, una falda de algodón con lo que estuviera en las tiendas ese año, le gustaba seguir la moda, en tanto que su profesión era tan vieja como la historia humana. La persona dedicada a curar no tiene por qué carecer de estilo; los antiguos, como los sangomas y los chamanes de ahora, llevaban cuentas y plumas. Si iba a la cárcel en ropa de trabajo, en cierto sentido sería un disfraz; esa mañana no estaría en la consulta. Si se ponía el tipo de traje que llevaba cuando asistía a algún congreso (igual que Harald llevaba un traje negro para su conferencia) o iba a un restaurante con Harald, invitados por alguno de los colegas de éste, parecería dar muestras de un excesivo respeto hacia la autoridad del lúgubre lugar que retenía a su hijo. Si llevaba los téjanos de sus fines de semana de descanso (un eufemismo, su busca de médico podía hacer que los pacientes la re-clamaran a cualquier hora del día o la noche), podría parecer un torpe recordatorio de que fuera de allí, más allá de los muros y puestos de vigilancia con vigilantes armados, la gente caminaba sobre la hierba y bajo los árboles, las aves del paraíso en flor colgaban sobre la terraza del adosado donde sus padres se sentaban en verano, el hombre llamado Petrus Ntuli estaba regando el macizo de helechos. Al final, se vis-tió sin darle mayor importancia, sólo para gustarle. Para ser el tipo de madre que él querría; sin representar los convencionalismos sentenciosos de la generación de sus padres ni intentando proyectarse en la suya, llegar hasta él intentando parecer más joven, ya que ella sabía que, en ocasiones, se aprovechaba de modo poco prudente del hecho de no aparentar los cuarenta y siete años que tenía para escoger ropa destinada a mujeres más jóvenes. Lo que llevaba debía confirmar: suceda lo que suceda, hagas lo que hagas, siempre puedes venir a mí.
Duncan no hizo ningún comentario sobre la ausencia de Harald; como si la esperara a ella. Claudia fue quien mencionó la circunstancia de que su padre se había visto obligado a asistir a la invitación de un ministerio. Te envía un abrazo. Era la línea garrapateada en último momento al final de una carta, aunque nadie hubiera pedido que se enviara el supuesto mensaje.
Él dijo que había oído algo sobre la conferencia, por la radio. Esta tenue conexión le pareció un poco desconcertante, como si alguien encerrado en una nave espacial recibiera una débil voz procedente de la tierra. No podía imaginarse cómo alguien podría estar sentado —no, no habría ninguna silla en una celda—, tendido sobre un colchón en el suelo y escuchar a los vivos en su rutina diaria. Fuera.
No se había dado cuenta, en las visitas previas a la cárcel, que Duncan abría y cerraba los párpados, lentamente, mientras los demás —ella y Harald— le hablaban. No era exactamente un parpadeo. Era un movimiento de abanico paciente, distante, estoico. Nos escucha atentamente, hasta el final. Claudia lo observaba con mayor atención y claridad que en las ocasiones precedentes. Cuando Harald estaba allí, ella y Harald tenían unos sensores invisibles extendidos entre ambos, como los pelos tiesos de algunos animales para captar los impulsos de otros hacia ellos, y eso hacía que no observaran a su hijo. Estaban tensos ante las posibles reacciones del otro hacia Duncan; había interferencias en la recepción de las señales procedentes del hijo.
Harald no estaba allí; tras varias visitas, como Motsamai había dicho, la presencia del vigilante era como la de la madera de la mesa marcada con cicatrices. Sobre ésta, Claudia, de repente, fue capaz de coger las manos de Duncan entre las suyas. Siempre había admirado sus manos, tan distintas de las suyas, con sus nudillos prominentes y la piel lavada de los médicos y las lavanderas; cuando él era un niño pequeño, ella le separaba los dedos, los largos pulgares, y se los enseñaba a Harald, mira, tiene tus manos (y reía orgullosa), me aseguré de que no tuviera las mías. Claudia les dio la vuelta, la palma hacia arriba, con el mismo gesto que antes, pero él las apartó y cerró los puños sobre la mesa, echando la cabeza hacia atrás.
Claudia se horrorizó ante la posibilidad de que él hubiera pensado que aquel gesto estaba destinado a recordarle lo que había hecho con aquellas manos. Allí, en ese lugar, no podía explicarle que era uno de esos recuerdos femeninos, sentimentales, indulgentes, que la progenie adulta considera, con razón, una atadura inoportuna y un fastidio. Era el momento de levantarse y salir de una habitación. Pero aquella habitación no era como las otras. Si salías, no podías volver a entrar. No podías volver hasta el siguiente día de visita. Esto no es casa, donde más tarde puedes encontrar alguna explicación para un malentendido.
Lo irreparable hizo que se comportara de modo temerario.
—Le has dicho que eres culpable. Al abogado. No puedo creerte.
—Ya sé que no puedes. —Mueve la cabeza de un lado a otro, un lado a otro, midiendo las cuatro paredes, encerrándose en las paredes de la sala de visitas de los presos. Ella no ha visto nunca la celda donde está preso, pero él lleva sus dimensiones consigo.
—¿Quieres que te crea?
—Algunas veces. Pero sé que es imposible. Otras veces no pienso en ello, porque lo aceptes o no...
Algo terrible ocurrió. No puede recordarle la carta que él escribió hace tanto tiempo y la promesa que ella —¿su padre?—, que ellos le hicieron.
—¿No sería mejor que intentaras contarme algo ahora, en lugar de que Harald y yo lo oigamos, oigamos cosas, cuando tengas que contestar ante el tribunal? —Él sigue moviendo la cabeza y Claudia no lo puede soportar—. Ahora puedo decirte, te lo digo ahora, que no importa lo que haya sucedido, lo que hayas hecho, puedes acudir a nosotros.
Él la miró fijamente y una profunda tristeza inundó su semblante cambiando su expresión ante los ojos de Claudia, la nariz se afiló entre los surcos que cortaban las mejillas a ambos lados, hasta la boca. Mejor no me pidas nada, madre mía.
Duncan no necesitaba decirlo.
Despacio, con cuidado, ella le cogió de nuevo una de las manos.
—Recuérdalo, mientras estés encerrado aquí. Constantemente.
Él no retiró la mano.
—Puedes imaginar todo lo que queremos preguntarte. Harald y yo. —Evitó referirse a él como «tu padre»; cualquier recuerdo de esa identidad, con sus connotaciones autoritarias, llenas de juicios morales (Harald con Nuestro Padre que estás en los cielos) podía destruir aquel frágil contacto—. ¿Puedo decir algo sobre la chica?
—Natalie.
Más que apuntarle el nombre, lo afirmó. Como si dijera: ése es el nombre que la representa; y qué tiene que ver eso con lo que es.
—No tuve la sensación de que tu relación con ella fuera especialmente seria, me refiero a las pocas veces en que la vi contigo. Y puedo decirte que no me cayó muy bien. Pero, probablemente, ya lo viste. Mamá siendo cuidadosamente amable cuando, en realidad, no le gusta nada. Naturalmente. —Una leve sonrisa indica que la tensión entre ambos se relaja—. Me parecía que la otra, la anterior, se acercaba más al tipo de mujer adecuado para vivir contigo. Esta, la observé sin que lo notara y me di cuenta de que tenía los modales infantiloides de muchas mujeres promiscuas. Son cazadoras, ¿cómo lo diría? Depredadoras que parecen presas. Veo a muchas de ésas en mi trabajo, negras y blancas, todas tienen los mismos modales. No la desapruebo por lo de la promiscuidad, ya lo sabes. Mi única objeción se basaría en lo que ésta puede provocar en los cuerpos que tengo que tratar. Siempre he supuesto que has tenido muchas experiencias. Cuando Harald y yo éramos jóvenes, sólo había enfermedades que podían curarse con unas pocas inyecciones. Ahora existe una que no puedo curar con nada. Me traen crios a la consulta del hospital que han empezado a morir de ella en el mismo momento en que han nacido. Pero pensaba... bueno, supon-go que todas las personas de clase media como Harald y yo tenemos esta idea clasista... Pensaba que te mezclarías con mujeres tan..., bueno, tan escrupulosas como tú. Cuidadosas con sus parejas. No fue la promiscuidad lo que me cayó mal, sino los modales, el disfraz, el aire infantil. Según mi experiencia, debajo hay algo muy distinto. Y debo decirte algo más. Harald la vio en el bufete de Motsamai y su personalidad salió a la luz. Y no era nada infantil.
—Qué quieres saber de ella.
—Cualquier cosa que me digas.
—Natalie tuvo un crío, no mío, y lo dio en adopción en cuanto nació; cuando intentó recuperarlo, fracasó y tuvo una crisis nerviosa. Entonces fue cuando yo la conocí. Se recuperó, estaba llena de alegría de vivir, de regreso a la vida. Vino a vivir conmigo a la casita. Tiene una energía que no puede contener, ni siquiera querría intentarlo.
—¿Lo sabías?
—Supongo que sí. Lo sabía y no lo sabía. Pero si preguntas sobre ella, también tendrás que preguntar sobre mí.
El vigilante se movió como un perro guardián dormido. Nerviosa, alzó la mano para mirar la hora. ¿Había tiempo? ¿Había habido tiempo alguna vez para esto? Los años habían pasado y los habían separado, la sangre no cuenta para nada.
—Le dijiste al abogado que eras culpable.
—¿Podrías traerme más libros? Pídeselos a Harald. No hace falta que esperéis a la semana que viene, podéis dejarlos en la oficina del comisario.
Pero la abrazó, a través de la mesa, ella se llevó en su mejilla el roce de lo que debía de ser la barba de varios días; encerrado allí, hacía lo que hacen los hombres para cambiar la imagen de sí mismos: se dejaba crecer la barba. No habría espejos en una cárcel, los fragmentos de cristal son un arma, pero podía alzar la mano y palpar la imagen.
Mientras conducía de regreso al conjunto residencial, se sentía atormentada por lo que no había conseguido preguntarle. Por haber perdido una oportunidad que probablemente no se repetiría, no volvería a estar sola con él; una conexión que se había roto, pero que había llegado a establecerse brevemente, de manera irresistible, de eso no cabía duda. ¿Pensó él —no pensó— en las consecuencias? ¿Cómo podía no saber que estaría donde estaba ahora?
Quizá había tenido la intención de matarse, después de lo que había hecho. Nadie lo había pensado. Se tendió en la cama en la casita y esperó a que vinieran a buscarlo. La única resistencia era dormir o parecer dormido, como si no los hubiera oído cuando golpearon la puerta. ¿No pensó en lo que le sucedería a él? A ella. A Harald.
A la espera del juicio. Se ha retrasado la fecha.
Cuando Harald dice a su secretaria que no irá a trabajar esa tarde, en la compañía todo el mundo sabe que debe de ser el día de visita en la cárcel. Si su ausencia debe comentarse entre sus iguales —entre las formalidades rutinarias de las reuniones de la dirección está la lectura de las disculpas de los ausentes—, los rostros adoptan un aire solemne, como si observaran un respetuoso momento de silencio; las secreta-rias ante los ordenadores y los empleados ante los archivadores comentan que es una pena: nadie hace comentarios ofensivos sobre el señor Lindgard por el acto criminal de su hijo; expresan una mezcla de pesar y lamento contra lo injusto de que estas cosas puedan suceder a tan agradable caballero, a un mandarrias como él.
Harald y Claudia tenían amigos íntimos, antes. Aunque éstos están ansiosos por ser útiles, por prestar apoyo, no pueden hacerlo. Harald y Claudia saben que ahora tienen poco en común con ellos. Ella soporta con paciencia las llamadas telefónicas; sin necesidad de haberse puesto de acuerdo, ambos evitan las invitaciones, hechas con sincero cariño: esos pocos buenos amigos, sorprendidos y sinceramente preocupados por lo que ha sucedido, sienten que los excluyen de su responsabilidad en la vulnerabilidad humana, del instinto de agruparse para defenderse apiñándose en una especie de refugio construido entre todos, un sótano para otro tipo de guerra, contra las bombas de la existencia.
La única persona con la que tienen algo en común es el abogado Motsamai; Hamilton. Sin molestarse en pedirles permiso, ha empezado a tutearlos. En realidad, bastaba con que quisiera hacerlo: él tiene la autoridad, tiene autoridad sobre todo lo que incluye su situación. Motsamai, el desconocido procedente del otro lado de un pasado dividido. Están en la rosada palma de sus negras manos.
Los Lindgard no eran racistas, si por ello se entiende sentir repugnancia por la piel de otro color, creer o querer creer que cualquiera que no sea de tu mismo color, religión o nacionalidad es intelectual y moralmente inferior. Sin duda, Claudia encontraba pruebas de que la carne, la sangre y el sufrimiento son los mismos, bajo cualquier piel. Sin duda, Harald encontraba en la fe la prueba de que todos los seres humanos son criaturas de Dios, hechas a imagen de Cristo, sin que unas estén por encima de otras. Sin embargo, ninguno de los dos había formado parte de movimientos, había protestado, se había manifestado abiertamente, había alzado la voz en defensa de estas convicciones. Pensaban que no eran de esa clase de personas; como si se tratara de una determinación inmutable, como el grupo sanguíneo, y no de simple falta de valor.
El no arriesgó su posición en la empresa. Claudia trabajó en la consulta del hospital para restañar las heridas que abría el racismo; ella no arriesgó la piel con el contacto, fuera del íntimo trato profesional, con los hombres y mujeres negros que trataba, ni siquiera ofreciéndoles asilo cuando había deducido que eran activistas que huían de la policía, ni actuando como conducto entre revolucionarios, cosa que sus idas y venidas entre distintas comunidades habría hecho posible. Reconocía la necesidad de lo que esa gente llamaba la lucha, reconocía su coraje cuando leía en los periódicos noticias sobre sus acciones; pero se mantenía lejos de ellos fuera del hospital y las horas de consulta. Estaba centrada en su propia lucha contra la enfermedad y contra el daño que causaban otras personas; sin embargo, eran esas otras personas las que lanzaban gases lacrimógenos y echaban a los perros sobre los negros, los desalojaban de sus casas y los arrojaban a casuchas desde las que le traían ancianos muriendo de neumonía y niños que no crecían debido a la desnutrición. También se había mantenido alejada de estos otros.
Los domingos por la mañana, Harald la dejaba durmiendo y se iba a la catedral a comulgar. Estaba situada en el extremo oriental de la ciudad, ahí donde la zona comercial se mezclaba con los clubes de puertas cerradas donde se vendía droga y los hoteles de aire viciado que alquilaban habitaciones por horas. En la congregación no había nadie que lo pudiera reconocer con las comprensivas sonrisas de saludo que habría tenido que recibir en la iglesia de la parroquia de su zona residencial. Estaba solo con su Dios. No era asunto de Claudia. No era culpa de nadie, sino sólo suya, que no se diera cuenta, cuando se casaron, de que ella no podría cambiar nunca, de que era ignorante, con un analfabetismo congénito en esa dimensión de la vida en la que ahora podrían estar juntos ante una catástrofe imprevista. La congregación anónima contenía toda la gradación de color y rasgos. Señoras ancianas, blancas como el papel, venidas de hogares de jubilados; chicas adolescentes con ojos negros como la cáscara del mejillón y mejillas tersas y oscuras como bellotas; delgados hombres negros, perdidos dentro de ropas procedentes de centros de caridad; mujeres de pesados pechos vestidas de negro para ir a la iglesia; hombres jóvenes de la calle con cabezas afro como representaciones medievales del sol. Febo enmarcado por enmarañadas aureolas de cabello y barba. Se puso en la fila tras un hombre de la edad de su hijo cuyo aliento olía a la bebida de la noche anterior y que se rascaba el cuero cabelludo cubierto con fieltro. Cogió la hostia humedecida en vino, igual que ese otro hombre al que la creación había dado lo que, hasta hacía poco, era una desgracia, cuando la ley maldecía la mezcla de ambas pieles, el sufrimiento del negro y la apostasía del blanco.
La religión de Harald lo protegía del pecado de la discriminación. Era cierto que nunca había hecho nada para cuestionar a los que discriminaban; por lo menos, hasta que la ley cambió la sociedad haciendo que eso fuera seguro y legal para él. Había dedicado todos esos años, tal como dice la frase de encomio de la empresa privada, «a ascender en la escala profesional», había aceptado sin preguntas que no podían concederse créditos hipotecarios a los negros; no podían hacer frente a los pagos. Un riesgo excesivo. Así eran las cosas. El gobierno del momento debía darles casa: de modo que votó contra ese gobierno porque no cumplía con su obligación. Hasta ahí llegaba su responsabilidad. Ahora, las nuevas leyes estaban corrigiendo muchos de los factores que habían hecho de la pobreza la condición de los negros, de la misma manera que lo era el color de su piel. Él se contaba entre los que no iniciaron el proceso, pero pudo reaccionar; era un personaje destacado entre los miembros de las compañías de seguros y las financieras que trabajaban con bancos; éstos se encontraban bajo una obligación similar de aceptar el riesgo de poner un techo sobre las cabezas de unas personas cuya única garantía era la necesidad. Le producía cierta satisfacción pensar que podía ser útil para mejorar la vida de su prójimo, aunque no hubiera sido capaz de seguir las enseñanzas de Cristo en lo que respecta a la destrucción de los templos de su sufrimiento. Formaba parte de una comisión integrada por representantes del nuevo Gobierno y del mundo de las finanzas. Entre sus miembros había negros y blancos, naturalmente; ahora compartían el riesgo. Por lo menos, en el caso de que nada más los uniera, coincidían en su filosofía de los negocios.
En cambio, con Motsamai es muy diferente. Hamilton.
Los amos llamaban a los criados por su nombre de pila y, ahora, todo el mundo sabe que era algo intrínsecamente despectivo. No obstante, esta utilización del nombre de pila de un hombre negro no es un signo de igualdad, eso no basta, sino señal de aceptación, de que él te da permiso para que accedas a su poder sin sentirte intimidado. Una vez comprendido el vocabulario adecuado y las referencias comunes, han dado por hecho la igualdad entre ellos y la relación ha llegado a un equilibrio cómodo, pero todavía es sensible a los ecos del pasado: les asusta saber que están en sus manos. Hamilton. Todo lo que existe, en los silencios entre Harald y Claudia, es el hecho de la vida de su hijo. Cualquier otra circunstancia de la existencia es mecánica (excepto en lo que respecta a las oraciones de Harald; al resentimiento escéptico que siente Claudia cuando advierte que está rezando). Debido a los viejos condicionamientos, al fantasma que surge de algún lado, tienen la sensación de que la posición que se estableció en los primeros días de su existencia se ha invertido: uno de esos marginados desconocidos procedentes del Otro Lado ha pasado al suyo y dependen de él. El hombre negro actuará, hablará en su lugar. Y son ellos quienes se han convertido en los que no pueden hablar, actuar por sí mismos.
La relación entre el abogado y sus clientes no se parece a ninguna relación profesional que Harald haya conocido, si bien el mejor abogado disponible está muy bien pagado por sus servicios. Claudia debería entenderlo mejor; ha de ser parecida a la que existe entre un paciente y un médico cuando a aquél lo amenaza algún tipo de invalidez. En cambio, se quedó consternada ante la sugerencia del abogado de que Harald y ella fueran a su casa: para hablar con tranquilidad, le repitió Harald.
No podía contarle lo que le había dicho Hamilton.
—Me parece que la doctora Lindgard, Claudia, y yo, todavía no nos llevamos del todo bien. Mira, no veo que confíe en lo que estamos haciendo los abogados. Ejeee... Sí. Quiero que me conozca fuera de aquí, esta habitación le recuerda lo que le está sucediendo a Duncan, este sitio huele a tribunal, ¿verdad? ¿Neee...? Quiero hablar con ella relajadamente, conseguir que me diga el tipo de cosas que las mujeres saben sobre sus hijos y que nosotros no sabemos, amigo mío... Lo veo con mis chicos. Corren hacia su madre. Nosotros, los hombres, nos llevamos el trabajo a casa en la cabeza, incluso cuando no lo llevamos en la cartera; no parecemos tan comprensivos, ya me entiendes. Cualquier trauma infantil me es útil en este tipo de defensa, en la que no se trata de demostrar la inocencia en un crimen, no tenemos opción, sino de demostrar por qué el acusado fue empujado más allá de lo que podía soportar. Sí. Hasta cometer un acto contrario a su naturaleza. Ejeee... Cualquier cosa. Cualquier cosa que recuerde la madre que pueda respaldar, por decirlo así, que el acusado posee un carácter afectuoso y leal. Cualquier cosa que demuestre hasta qué punto le ha hecho daño esa mujer llamada Natalie. Cómo ella traicionó estos atributos y destru-yó deliberadamente los controles naturales de su conducta: ¡piensa en la escena del sofá! ¡Pero bueno, es que ni siquiera se fueron a una habitación! Ella sabía que podía entrar cualquiera y ver lo que era capaz de hacer; sabía, estoy convencido, que él podía volver a buscarla ¡y encontrarse con aquello!
Un breve adelanto de la elocuencia que Motsamai desplegaría en el juicio en representación de sus clientes.
Harald tuvo que admitirlo con un gesto.
—Claudia pasaba con él tanto tiempo, o tan poco tiempo, como yo. Un médico también trae preocupaciones a casa y ni siquiera tiene un horario regular. Y él estaba en un internado... No creo que sepa nada sobre Duncan que yo no sepa.
—Lo siento, pero me parece que tengo razón. Estoy trabajando sobre Natalie, estoy satisfecho con eso, y lo que busco en la madre de Duncan es la otra cara de la historia, lo que era el muchacho antes de que esa muchacha lo pillara.
Harald ha aprendido que cuando Motsamai tiene algo que decir que es probable que suscite emoción y desaliento, utiliza como táctica desarrollar el tema deprisa para que no se produzca ninguna pausa de advertencia en la que se pueda especular con aprensión sobre lo que podría venir más adelante. Y ahora lo hace sin cambiar el tono ni la intensidad de la voz.
—He pedido que Duncan sea sometido a observación psiquiátrica. La verdad, ése es el motivo de que no haya discutido el retraso. Entre otros motivos... Necesito tiempo, necesito un informe psicológico completo para mi alegato. Es absolutamente esencial. Tengo que saberlo todo sobre Duncan. Como te he dicho: que me contestes tú, Claudia. Y necesito saber lo que ninguno de los dos sabéis y lo que no le sacaré nunca a él. Habrá un psiquiatra por parte de la acusación y otro que nombraremos nosotros. He contratado a uno de primera, tu mujer habrá oído hablar de él. Duncan irá a Sterkfontem; sí, es un psiquiátrico estatal. Ejeee... No te alarmes. Sé que no os gusta la idea. Estará allí unas pocas semanas: bueno, cuatro semanas. Y es mejor que no vayáis de visita. No os preocupéis. Es un procedimiento rutinario en un caso como éste. ¡Tu hijo no está loco, claro que no! ¡No es eso lo que digo en mi alegato!, ¡por supuesto! Es otra cosa: lo que impulsó al acusado a actuar como lo hizo.
Duncan, Duncan. Una vez más, desciende el hierro de marcar.
—Es culpable. En su sano juicio.
—No, no, Harald. Se declara «no culpable». Ése es el procedimiento. Aunque admitimos que hay hechos materiales que demuestran la culpa, alegamos una pérdida momentánea de capacidad para distinguir entre el bien y el mal.
Vuestro hijo no está loco.
—Sólo pasará allí unas pocas semanas. Y eso nos favorece, desde el punto de vista de los plazos. El juicio... Sí... Ejeee... Tengo mis fuentes.
El blanco brillante de sus ojos indica una rápida sonrisa, para sí mismo, no dirigida al hombre que pasa por un momento difícil.
—Sería útil averiguar qué jueces formarán los tribunales durante ese período. Los abogados seguimos una vieja norma, bueno, llamémoslo dicho, que dice que debes enfrentarte al juez en un clima moral que le es propio. Quiero un juez cuyo clima moral sea el que espero encontrar en este caso excepcional.
Tu hijo no está loco, ha dicho. Ella, Claudia, lo entiende. Lo esperaba, dice ella.
Qué clase de lugar es ése.
Bastante desagradable, dice ella.
Eso es todo lo que dice.
Con la distancia del teléfono, Harald dijo al abogado que Claudia estaba estresada y quería descansar durante todo el fin de semana. Motsamai no pareció ofendido, pero le pidió a Harald que fuera a su bufete cuando pudiera, esa misma tarde.
Por parte de Harald, seguía siendo necesario demostrar que no pretendían ofenderlo: al fin y al cabo, el hombre había ofrecido su hospitalidad, aunque fuera por un motivo profesional.
—Claudia se ha vuelto inabordable.
Pero Motsamai entendió que Harald no sabía lo que decía, no sabía que su frase era una enfadada petición de ayuda en lugar de una advertencia al abogado de que no tendría éxito con su esposa. Motsamai estaba acostumbrado a las actitudes erráticas de los clientes —personas que pasaban por un momento difícil—, que oscilaban entre las confidencias y la desconfianza, la dependencia y el resentimiento.
—La persona que está en tu misma barca no es siempre aquella con la que puedes hablar. No sé por qué. Pero es así, lo veo con frecuencia. No te preocupes si no quiere comunicarse contigo. No te inquietes, Harald.
Ejeee... En el silencio resonó su tranquilizador cuasi suspiro; algunas veces parecía un ronroneo humano; otras, un gruñido que uno no podía expresar.
Y, de inmediato, Harald sintió otra rabia nueva; contra sí mismo, por haber revelado su intimidad. Demasiado tarde para recordar la imagen que debería haber quedado entre él y su esposa, para rechazar lo que acababa de admitir (por una vez, la urbanidad se expresaba con torpeza) esta tercera parte para la que nada debía ser privado porque podría ser útil. No había intimidad para nadie, en lo que había sucedido, en lo que estaba sucediendo.
Pronto los médicos romperían la completa intimidad del aislamiento del preso. Los ojos entrometidos descubrían notas nocturnas en la mesilla de noche.
—De todos modos, quiero tener una buena charla con ella. Fijaremos una cita para un día en que tú estés ocupado por ahí. Quizá debería dejarme caer en su consulta, al final del día.
—Que tengas suerte.
Él no sabía que aquél era el día en que el abogado había decidido visitarla. Claudia no tenía hora fija de vuelta por la tarde, las llamadas de urgencia del busca podían retrasarla en cualquier momento; entró arrastrando una bolsa del supermercado de la que asomaba el erizado tocado de una piña. El inició el ademán de levantarse para ayudarla, pero Claudia estaba entrando ya en la cocina.
Harald le sirvió un gin tonic, recuerdo de aquellas tardes en que les gustaba sentarse en la terraza, contemplando desvanecerse en el cielo los colores de la mezcla de vapor y contaminación, y escuchando la ronca queja de los ibis de plumaje tornasolado, posados, inseguros, en las copas del recinto ajardinado.
¿Lo quieres aquí?
Ella entró en la habitación con la piña en la mano y le hizo un gesto con la cabeza para que dejara el vaso en una mesa. Más que no hacerle caso, estaba preocupada; dudó, dejó la piña en el hueco que había hecho en un cuenco con manzanas, después la cogió de nuevo y regresó lentamente a la cocina.
Una de las manzanas desplazadas cayó y rodó hasta el suelo; se detuvo a sus pies, ahí donde estaba sentado de nuevo.
¿Qué iba a hacer Claudia con la maldita piña? ¿Decidir que no debían comerla? Él se veía privado de todo lo que comían, bebían, de todo lo que hacían, del aire que respiraban; ellos tenían todo aquello mientras él se quedaba sin, se lo quitaban porque se permitían esas cosas mientras él, su hijo, Duncan, iba a ser encerrado entre esquizofrénicos y paranoicos. Ella haría que Motsamai entregara la piña en esa otra clase de cárcel, quizá le permitieran aceptarla. Quizá la examinarían para ver si había, escondido en su interior, un cuchillo adecuado para suicidarse o una lima para escapar; estos trucos de detective barato para crear tensión, en realidad, están destinados a nosotros. Si no es una piña, es una ensalada que hay que envolver en plástico, un racimo de uva, un queso de cabra ¿sabe ella lo irritante que resultan estos intentos fútiles de llevar nuestro tipo de vida a la de él?
Dios mío, dame paciencia con ella. Esa noche, mientras ella esté acostada a su lado, con su ignorancia.
¿Le dijiste a Motsamai que viniera a verme?
Claudia ha vuelto y ha cogido su bebida. Hace repiquetear el hielo en el vaso y su mirada vaga por la habitación.
¿Por qué iba a hacerlo? No.
Sobre Duncan.
Fue idea suya, quería hacerlo. No podía decirle en tu nombre que no lo hiciera, ¿no? Te correspondía a ti decir si querías verlo o no. Me limité a decirle que no te apetecía ir a su casa el fin de semana, dije algo cortés y verosímil.
¿Por qué conmigo? ¿Cuál es la diferencia entre hablar a solas conmigo y hacerlo juntos?
Pero si ha hablado conmigo solo, ¿no? Las veces que tú no has ido. Y no me dijiste que os habíais puesto de acuerdo en que viniera a verme hoy a la consulta. No sé por qué no me lo dijiste, algún motivo tendrías.
Está mirando fijamente a Harald con gran concentración, como si esperara detectar algún movimiento en él.
No te entiendo, Claudia.
Quiere saberlo todo, la infancia de Duncan, su adolescencia: que yo se lo cuente todo. Como si lo hubiera tenido yo por partenogénesis. Yo sola.
Tonterías. No es eso. Sabes el motivo por el que nos tiene que hacer preguntas a los dos, todo lo que recordemos, todo lo que sepamos... Es nuestro hijo, ¡quién va a saberlo! Así podrá demostrar qué terribles presiones tuvieron como resultado que hiciera lo que hizo. Contra su naturaleza, contra su formación. Lo que nuestro hijo dice que hizo. Aunque Motsamai tiene cierta actitud condescendiente hacia las mujeres, de manera que tú...
No me ha parecido condescendiente.
Entonces, ¿cuál es el problema?
Que si cuando era pequeño era feliz en el colegio; que, si en casa, fue agresivo alguna vez, si confiaba en mí. ¡Claro que era feliz! Qué otra cosa podía ser, dado que lo queríamos. Esta pregunta sólo puede plantearla alguien cuyos hijos reciben palos.
Claudia busca las palabras adecuadas. Él intenta encontrárselas.
Tiene la idea de que las mujeres son más accesibles que los hombres, los niños se vuelven hacia la madre: evidentemente, eso viene de cómo son las cosas en su casa. Seguro que es toda una autoridad en su casa. Es el estilo de la gente como él.
Claudia ha dado con algo.
Si el chico tuvo una educación religiosa. Si iba a la iglesia.
Harald sonrió. Y qué le has dicho.
Que tú eras católico y lo llevabas contigo pero que, por lo que yo sabía, dejó de ir cuando fue lo bastante mayor para decidir por sí mismo. No intenté influir en él en ningún sentido.
Bueno, dejemos esa cuestión para otro momento.
Y que si cree en el bien y el mal. Si cree en Dios.
¿Cree en Dios?
Sabes que este tipo de tema no se planteaba entre Duncan y yo.
Harald levanta las manos rígidas y se coloca las palmas ahuecadas sobre la nariz, los labios, la barbilla; siente la respiración regular y cálida en la yema de los dedos.
Ninguno de los dos sabe si el hombre, Duncan, cree en un ser supremo, cuyo juicio está por encima del juicio del tribunal, que lo juzgará al final.
Aparta la barrera de las manos.
Quizá Motsamai esté jugando a ponernos uno en contra del otro. Tal vez tenga que hacerlo. De manera que lo que no recuerda uno (Harald se censura rápidamente y no dice «aquel que no quiere recordar») lo saca del otro. Eso es todo.
El adosado es un tribunal, un lugar donde sólo hay acusadores y acusados. Ella se recuesta en la butaca, con los brazos extendidos sobre los de ésta, preparándose, blindándose.
¿Qué le he hecho yo a Duncan que tú no hicieras?
Naturalmente, lo que el abogado persigue, lo que quiere, es poder convencer al juez de que el asesino confeso es un individuo al que, debido a su formación como católico devoto, su propio crimen resulta abominable. Sin duda, la confesión misma es un punto fuerte; confiesa su pecado, a través de la más alta ley secular del país, a la ley de Dios. Se pone a merced de la misericordia de Dios. Jesucristo murió por los demás, matar a otro es una aberración contra la ética cristiana en la que el chico fue educado y que sigue viva en él.
Y quizá si ella —sentada al otro lado de la habitación, paseando al perro por la calle, colgando la ropa delante de la cama, acostada a su lado con el busca a mano (que se vayan al infierno)—, si ella hubiera podido ir más allá de la capacidad de comprensión del microscopio y de los hallazgos del patólogo y comprender que hay muchas cosas que existen pero no pueden conocerse ni demostrarse en un tubo de ensayo o mediante la comparación con otros resultados con placebo... Si ella no se hubiera atrofiado en esta dimensión de la existencia, el chico podría haber sido un hombre que, a los veintisiete años, fuera incapaz de matar, de haberse convertido en alguien más terrible que las aguas. «No intenté influir en él en ningún sentido.» Pero ¿no era esta afirmación su auténtica postura? Ahí radicaba el poder de su actitud. Mamá podía ser perfectamente una madre cariñosa, cuidar y hacer el bien a los demás curando a los enfermos. Podía cuidar de sí misma. Resultaba evidente que no necesitaba rendir cuentas a nadie para controlar ninguna tentación; todos los niños y adolescentes las conocen: la de mentir, hacer trampas, agre-dir para conseguir lo que uno quiere. «Se vuelven hacia la madre.» De manera que lo que encontraba en ella era una autosuficiencia materialista —y eso incluye su labor de médico, la preocupación experta por la carne— que, si era suficiente para ella, no lo era para él. Si es que se conformó con eso cuando dejó de ir a la iglesia.
Dejó de ir; bueno, eso no significa necesariamente que dejara de creer, que perdiera a Dios. Eso es algo que este padre no sabe, como tampoco lo sabe su madre. A pesar de que —mientras recibe la comunión no sólo con Dios, sino con los desconocidos que lo rodean en la catedral, en el extremo malo de la ciudad, una comunión con la vida que lo protege contra la posibilidad de hacer daño a nadie, a ninguno de ellos, al margen de lo que sean— sabe que hay hombres y mujeres que permanecen cerca de Dios sin compartir el ritual delante de un cura. Tal vez su hijo todavía crea, a pesar de ella; mi hijo.
También hay otra capacidad de comprensión especial: la del abogado, el mejor que se puede conseguir. Él sí sabe lo que quiere, lo que será útil. Podría ser que quisiera presentar, no una, sino dos influencias morales; la fe religiosa del padre, el humanismo secular de la madre. Dos esquemas de preceptos morales en los que todo el mundo confía —qué otra cosa hay— para mantener a raya nuestro instinto tendente a la violencia, a poner bombas, a prender fuego, a imponer la voluntad de uno sobre la de otro en todo tipo de violación, no sólo la de la vagina y el ano, sino de la mente y las emociones, a coger un arma y matar a un amigo, con el que convives, de un tiro en la cabeza. En qué poderoso argumento para la defensa podría convertir todo esto un dramaturgo como Motsamai: cuánta debía ser la fuerza de perversión y de mal de la mujer llamada Natalie para llevar a este acusado a tirar en un macizo de helechos los sólidos principios de los que estaba imbuido; uno, el sagrado mandamiento: no matarás; dos, el código secular: la vida es el más alto valor que hay que respetar.
Una visita antes de que vaya de un destino a otro que también se ha ganado; de la cárcel al manicomio.
La dócil caminata por los pasillos, donde siempre hay algún preso negro arrodillado puliendo, puliendo; el lugar donde se tiene en cuarentena a toda la suciedad y corrupción de la vida debe mantenerse obsesivamente limpio. Como si los desinfectantes lavaran el dolor, el de las víctimas y el de sus criminales, allí retenidos. ¿En qué está pensando Claudia? ¿Que él no pudo hacerlo? ¿Todavía se aferra a esa idea? Muy útil. Nos servirá de mucho.
En una casa, en el despacho de un director ejecutivo, en una consulta, cuando uno vuelve a entrar, nada está igual que el día anterior. Una flor en un jarro ha dejado caer algunos pétalos. El fragmento del día de ayer que contenían las papeleras ha sido vaciado, un cenicero ha sido sustituido. Han entregado los informes del patólogo.
La sala de visitas, la mesa, las dos sillas y las paredes vigilantes son siempre exactamente iguales. Los dos vigilantes, uno a cada lado del acusado, son los mismos individuos anónimos; sólo Duncan es el elemento que está fuera de sitio, no pertenece a ese lugar. Duncan es Duncan, su rostro, el timbre de su voz, el mismo ángulo de sus orejas. La atención del visitante lo rodea con un nimbo, la realidad de su presencia en otro lugar, como debe ser si hay alguna continuidad en estar vivo, en los lugares de la ciudad que lo conocen, en el adosado, al que iba a comer algún domingo; en esa casita. Ellos traen consigo al propio Duncan; dado que nunca han conocido la cárcel, no saben qué es lo que un preso recibe de las visitas.
Está bien, sí; están bien, sí. Su madre le pasa la mano ligeramente por la mejilla, indicando la presencia de la barba que ha crecido fuerte y rojiza, como los filamentos de una bombilla. Superado el preámbulo.
No se menciona el lugar al que Motsamai lo envía para que lo observen y valoren en relación con su capacidad para saber lo que ha aprendido de ellos, para distinguir el bien del mal. Se refieren a ese sitio con rodeos, de modo tangencial.
—El abogado ha venido a verme a la consulta. Todo un interrogatorio. Me ha preguntado todo sobre cómo eras, de pequeño y de mayor.
—Sí.
Harald hace un gesto, como si fuera a hablar. Madre e hijo hacen caso omiso de ese intento de interrupción.
—Duncan, ¿tú crees que he tenido alguna influencia concreta sobre ti? ¿Lo tuvo algo que hice?
—Eres mi madre, claro. Los dos habéis tenido influencia en mi vida, no podría ser de otro modo. No se trata de eso. Todo lo que habéis hecho. Y los motivos por los que lo habéis hecho. ¿Qué quieres que te diga? Me habéis querido. Ya lo sabéis. Yo lo sé.
Este tipo de afirmación nunca se haría en otro lugar, sólo en esta trastornada sala de espera de su vida.
Él los mira a los dos y los ve esperar una acusación o un juicio procedente de él.
—La carta.
Es lo único que dice Duncan. Pero es como si, con su habilidad para trazar líneas arquitectónicas, hubiera dibujado las que confinan a los tres en un triángulo.
—Así que te acuerdas de cuando tu padre y yo fuimos a verte al colegio después de lo que sucedió.
—Pero primero escribisteis una carta. Incluso es posible que todavía la tenga en algún sitio.
—¿Te acuerdas de quién la firmó?
—Papá... hace tanto tiempo.
—Pero te acordabas de la carta.
De repente, se mostró cariñoso con su madre.
—El otro día, cuando viniste, ¿no te acuerdas?, me repetiste lo que decía la carta.
—El abogado... nos ha preguntado si creías en Dios. —Claudia aborda el tema.
Pero él sonríe (es siempre inquietante y extraordinario que sonría en ese lugar, una indiscreción ante las dos figuras ajenas de los vigilantes) y ella puede sonreír con él.
—Sí. Nada es irrelevante para Motsamai. Es un hombre muy meticuloso.
—Tuve la sensación de que estaba buscando algo concreto. Esperaba encontrarlo, conmigo. Bueno, hace ya tiempo que eres adulto.
Como otras veces, él se dirigió a su padre para decirle que estaba quedándose sin libros, fue su forma de despedirse también en esa ocasión.
—Los necesitaré, en ese sitio.
—Por lo que parece, nos piden que no te visitemos, aunque, como médico, no pueden prohibírmelo. Acuérdate de eso. Si cualquier cosa va mal, cualquier cosa, insiste en tu derecho a llamarnos.
—¿Has leído a Thomas Mann? Te traeré La montaña mágica.
En el coche, Harald dice:
No te ha contestado.
¿A qué pregunta?
Pero él sabe que ella lo sabe.
Fe. Dios.
Ha quedado muy claro. Si «nada es irrelevante» para Motsamai, esta llamémosla cuestión sí lo es para Duncan, no existe en su vida.
Así es como tú quieres entender el que haya soslayado la pregunta que le has soltado de repente, sin avisar. La pregunta más personal que se puede hacer. Lo has puesto en tu banquillo de acusados.
Pero Harald tampoco ha contestado la que ella le ha hecho, en otro momento. Eso debe de significar que él cree que ella tiene mayor responsabilidad que él en lo que le ha sucedido a Duncan, en lo que se ha convertido Duncan. Ella sigue este razonamiento en voz alta: en lo que se ha convertido Duncan, sea lo que sea, ninguno de nosotros quiere admitir lo que podría ser. Quiero decir que cómo puede nadie, cómo puede esperarse que nosotros...
Él, gran lector, corrige su imprecisión con su vocabulario superior.
Demasiado ingenuos en nuestra seguridad.
Claudia resiste el impulso de decir muchas gracias; la falta de aprecio por uno mismo es mala para la salud, que le aproveche.
Durante toda su vida, deben de haber considerado —definido— la moral como aquello que domina las pasiones. Lo que las controla. Tanto si esta creencia inconsciente viniera de las enseñanzas de la palabra de Dios o de un principio de contención que el racionalista se impone a sí mismo. Y esto puede seguir así, sin que se ponga en cuestión en absoluto, hasta que sucede algo en el límite de la transgresión, de la rebelión: la catástrofe que se encuentra en el destrozado límite de toda moralidad, la indescriptible pasión que quita la vida. Las cosas que han puesto a prueba su moral —cada uno de ellos conoce las del otro— son ridículas: si Harald debía permitir que su contable desgravara los gastos de representación, si el médico debía dar una carta certificando una ausencia del trabajo por enfermedad cuando el paciente había cedido ante la tentación de un día de vacaciones. Pero ¿dónde deja de ser trivial lo que se halla en un extremo de la escala? No han necesitado pensar en ello, durante toda su vida, ninguno de los dos, porque este dominio nunca ha tenido que ser puesto a prueba. ¡No, Dios mío (el Dios de él), claro que no! ¿Dónde empiezan de veras los tabúes? ¿A partir de qué punto su hijo atravesó los límites de sus padres para ir más allá de lo que ellos pudieran nunca prever? ¡Oh!, ahora sienten que son dueños de él, como si fuera de nuevo el niño pequeño que formaban mediante el precepto y el ejemplo, mediante lo que ellos mismos eran. Padres. Puesto que estuvieron juntos en esta conspiración adulta, ninguno de los dos puede absolverse de que su hijo haya ido más allá de sus límites, como tampoco pueden absolverse de las acusaciones que se hacen a sí mismos. Por separado, han perdido todo interés y concentración en sus actividades, y están atados por grilletes, aunque se sienten solos, en una proximidad inevitable que les produce rozaduras. Se sienten atacados por observaciones fuera de lugar en conversaciones con otras per-sonas que afectan, naturalmente, al mundo normal en el que se mueven sin derecho. Heridos, llevan esos ataques a casa, al adosado, y desde el silencio, por encima del ruido de la cubertería, sobre los platos o la voz del locutor declamando en la pantalla del televisor, lanzan afirmaciones fuera de contexto.
Tienes un importante paquete de acciones de empresas tabacaleras ¿verdad? Y conoces gente que ha muerto de cáncer de pulmón. Y en vuestras oficinas no hay señales de que nadie fume. Pero los dividendos están muy bien.
Hay un contexto; están en él. Él nunca habría creído que ella pudiera llegar a ser una mujer rencorosa. Se prepara, aunque no está seguro del tema exacto, debe de pertenecer al único tema que tienen.
Harald se ríe. Cansado y desanimado. Estamos comiendo un pollo que has comprado tú. Supongo que será uno de esos criados en granjas en crueles condiciones. Enjaulados.
La última palabra pone el dedo en la llaga. Qué importan los pollos cuando tienes que hablar con tu hijo dentro de las cuatro paredes de una cárcel.
Me gustaría saber, resulta que me interesa, si matar es el único pecado que admitimos.
Es el máximo, ¿no? Eso es lo que quieres decir.
No, no es eso.
Mentira, robo, falso testimonio, traición...
Sigue: adulterio, blasfemia, tú crees que existe el pecado. Me parece que yo no. Sólo creo en el daño; no hagas daño a los demás. Eso fue lo que se le enseñó, eso es lo que sabe, lo que sabía. Así pues, ¿quitar la vida es el único pecado que admite la gente como yo? Los no creyentes. No como tú.
Claro que no. He dicho: es el máximo. No hay nada más terrible.
Ante Dios. Ella lo empuja.
Ante Dios y ante el hombre.
Creía que para los creyentes existía la salida de la confesión, el arrepentimiento, el perdón de allá arriba.
Para mí, no.
¡Ah! ¿Y por qué? Claudia no quiere dejarlo escapar.
Porque no hay recompensa para la persona a la que le han arrebatado la vida. No tiene nada. El único que recibe la gracia es el que mató.
En este mundo. ¿Y qué pasa con el otro? Harald, no aceptas tu fe.
No, en este tema, no.
De manera que pecas con tus dudas. ¿Sólo en este caso? La mirada de Claudia es explícita.
No, siempre. Tú no lo sabes porque nunca ha sido posible hablar contigo de estas cosas.
Lo siento mucho, lo único que he podido hacer ha sido respetar tu necesidad de este tipo de creencias. No podía seguir una argumentación sobre algo que estoy convencida de que no existe. De todos modos, tú te has permitido la misma libertad que yo tengo para decidir lo que importa y lo que no. Incluso con tu Dios detrás.
¡Oh, déjame en paz! Soy un asesino porque ves gente que muere de cáncer de pulmón.
¿En qué punto esta permisividad se convierte en algo serio, Harald?
Si Dios te permite perdonarte tantas cosas, ¿cómo convences, a quien no quiere seguir el ejemplo, de que tú no tienes que seguir las normas porque la gente que te ha enseñado a seguirlas tampoco lo hacía? Claro está, saben cuándo detenerse. Porque nada en su vida va más lejos. Están seguros. Hacen dinero con cigarrillos, eso no es pecado para un buen cristiano.
Claudia no lo mira mientras habla. Tiene la cabeza vuelta hacia otro lado. Si fuera para controlar las lágrimas, rompería la tensión que es, al mismo tiempo, hostil y excitante; el corazón de Harald brota como un geiser en su pecho, contra ella. Ella no ofrece lágrimas; no quiere mirarlo. Lo sucedido ha traído al orden del adosado algo que no estaba previsto que contuviera; ella tiene razón en esto: la vida que llevaban juntos no estaba preparada para llegar tan lejos, hasta este límite. La gente ambiciona que sus hijos lleguen más lejos de lo que ellos han llegado; el suyo ha hecho de este propósito un horror.
Claudia ha dicho en una ocasión, ¿qué le he hecho yo que tú no hicieras? Ahora, Harald quería decir, con la mesurada voz que podía utilizar con la fuerza de un grito: ¿Y qué es lo que yo no he hecho por él que tú tampoco has hecho? ¿Por qué me lo preguntas a mí? Porque yo soy el hombre. Ese repentino recurso a una táctica femenina. Te pones la piel de cordero de la debilidad cuando te conviene. Yo soy el hombre y por lo tanto soy responsable, compro acciones cuyos beneficios tú gastas, dinero que mata, hice de él un asesino, un pollo muerto y un hombre con la cabeza atravesada por una bala, ¡al infierno!
La hostilidad ha succionado toda comunicación hacia su vacío. Si él hubiera abierto la boca, Dios sabe lo que habría salido de ahí.
De manera que Harald es capaz de creer que su hijo lo hizo y que debe ser castigado. No es posible cambiar la confesión (ya hecha), el arrepentimiento, por perdón. Menuda compasión la del Dios de Harald y su Único Hijo, concebido, no mediante la penetración y el esperma (porque eso es humano y sucio), sino por quien asumió todo pecado humano para limpiar a todos los demás que pecan. Menuda fe religiosa que había seguido el padre, en su superioridad moral, yendo a rezar y a confesarse (¿de qué?) cada semana, llevándose al niño con él a fin de darle una guía para su vida, el amor fraterno y la compasión decretadas desde arriba mientras la madre daba una vuelta en la cama y seguía durmiendo. Ella llevó dentro de sí la maldita apostasía del padre como había llevado el feto que él le había implantado cuando ella tenía diecinueve años.
El gran ojo del sol estaba empañado tras una catarata de nubes: el resplandor difuso confundía los planos del rostro, de manera que, durante unos instantes, Harald y Claudia no estuvieron seguros de cuál era aquella cara negra. Estaban en el aparcamiento, entre camionetas de la policía; Harald había cerrado el coche con el mando electrónico, por rutina, y miraban hacia la fortaleza. La expresión de reconocimiento les dio la bienvenida; ellos y el hombre se acercaron a través del espacio, que siempre parecía tan largo, comprendido entre el punto de llegada y las puertas de entrada. Khulu. Dladla. De la finca en donde estaba la casita. De la casa, el sofá. Se marchaba después de hacer una visita a Duncan. Duncan volvía a estar en una celda, después de ir al manicomio. Ellos iban a ver a Duncan. Un arrebol cálido y extraño acompañó a su coincidencia. Harald no lo había visto desde que esperó en la casa, contemplado por aquel otro ojo, el ordenador; Claudia probablemente no lo había vuelto a ver desde que alguna vez lo invitara su hijo a la casa, en un tiempo anterior a lo que había sucedido. Ella no había encontrado ningún motivo, nada que aprender del enfrentamiento con el lugar, sería como si la obligaran a mirar la tumba donde, tras una autopsia debidamente hecha, se hubiera metido a un hombre para relegarlo al olvido. La víctima desaparece, el perpetrador permanece. Tras lo que había presenciado, aquel lugar sólo podía suscitar su revulsión y no podía arriesgarse a sentir tal revulsión contra quien afirmaba haber cometido aquel acto.
Nkululeko Dladla, Khulu. Él también había llevado a la cárcel lo que faltaba, al propio Duncan, que existía en algún lugar del exterior. Cualquier evocación de la casa que llevara consigo se había evaporado en el resplandor de la gravilla de la cárcel; sentían hacia él cierta gratitud. No tenían a nadie más; sólo a Hamilton.
En la abertura de una camisa desabrochada, sobre el amplio pecho, el diente curvo de algún felino, engarzado en oro, se enmarañaba con una adornada cruz etíope. Junto con la sofisticación del brillo de los gemelos y un anillo con una piedra roja, aparecía el convencionalismo antimaterialista de los tejanos raídos y las zapatillas de deporte: era la normalidad, una forma de cotidianidad contemporánea, de libertad, que aparecía en la esterilidad de ese espacio ante los muros ciegos, como una margarita abriéndose paso entre las piedras.
—Qué va, está bien. Claro que sí. De verdad. Habría venido antes, pero no sabía si le gustaría. Verme y tal. Está bien.
Él era uno de los dos amigos que habían encontrado a su otro amigo con la sandalia colgando del pie por la correa, muerto por una bala procedente de un arma que, sin que eso tuviera mayor importancia, pertenecía a todos los que utilizaban la casa, compartida fraternalmente, como los paquetes de cigarrillos que había por ahí y las bebidas de la cocina. Él era uno de los dos amigos que corrió a la casita para decir a su otro amigo que había sucedido algo terrible.
Y, de repente, mientras estaban de pie tan juntos, protegidos, delante de la cárcel de la que él acababa de salir y en la que ellos estaban a punto de entrar, su rostro, muy cerca de ellos, luchó para evitar un cambio de tensión en los músculos, y sus ojos, horrorizados por lo que le sucedía, se abrieron, llenos hasta el borde. Sorbió las lágrimas por la nariz sin vergüenza alguna, como un niño.
Claudia le puso una mano en el brazo.
Pero un hombre no puede ser tratado con condescendencia ni humillado por el silencio de otro hombre: también Harald había quedado cegado de esa manera un día, cuando volvía conduciendo de la cárcel, cuando empezó la espera del juicio.
—Estoy seguro de que se ha alegrado de verte. Has sido muy amable al venir. Gracias.
La actitud de Duncan impidió que sus labios expresaran su preocupación sobre cómo había transcurrido la dura prueba del escrutinio entre esquizofrénicos y locos. Y no les dijo que había pasado un visitante antes que ellos. Tenía una lista preparada de cosas que quería que hicieran, y el tiempo se le echaba encima; ya sabían tan bien como él lo pronto que los vigilantes cambiaban el peso de un pie al otro: de vuelta a la celda. Su forma de expresión tenía un carácter práctico que resultaba distante. Como si las pruebas de los médicos lo hubieran sacado de un estado de estupor, allí, en ese lugar donde se expone la mente humana en todas las alarmantes distorsiones de su complejidad. Tenían que ponerse en contacto con Julian Verster (¿sabrían cómo hacerlo? Si no estaba en casa, en el trabajo, el estudio de arquitectos) y pedirle que cogiera lo que todavía estaba en su mesa de dibujo, en la de Duncan. Planos. El trabajo que estaba haciendo.
—Puedo hacerlo aquí. No pueden impedírmelo. Motsamai lo ha arreglado. Y decidle a Julian que me traiga todo lo que necesito, todo, hasta el último lápiz. Motsamai ha arreglado lo de la mesa.
Harald anotó los pagos que había que hacer: el plazo había vencido. El tiempo debía de haberse destruido con todo lo demás en la vida de Duncan y ahora debían tener en cuenta otra vez el sentido de todo lo que había pasado, lo que se había detenido en seco en el momento de cometer el acto. El seguro del coche. Y habría que ponerlo sobre unos bloques. Para proteger los neumáticos. Desconectar la batería. A menos que ella quiera usarlo: durante un momento, el hijo se dio cuenta de su presencia, recordó, como si hubiera que tomar en serio el entusiasmo de su madre cuando intentó en una ocasión conducir el deportivo italiano de segunda mano; un vehículo para transportar la vida anterior de un hombre joven.
—La póliza debería de estar en un cajón. En el dormitorio. Un archivador con otras cosas.
Harald no necesita apuntarlo, ya ha estado allí, mirando lo que no estaba destinado a sus ojos.
Había cartas que echar al correo. Las autoridades de la cárcel permitían que se las entregara, cuando se está allí a la espera de juicio todavía quedan algunos derechos personales, y Harald puso los sobres bajo la solapa del bolsillo de su chaqueta sin mirarlos. Su hijo miró las cartas guardadas, como si fuera un barco que desapareciera de su horizonte; no hay horizonte dentro de las paredes de una cárcel. Y sabe que los dos mirarán a quien ha escrito las cartas, una vez que estén fuera de ese lugar. Y querrán saber, querrán saber desesperadamente qué hay dentro, qué tiene que decir alguien como él a esos nombres que reconocen o no. (Todo el mundo quiere saber qué hay dentro de él, todo el mundo.) Querrán saber porque lo que piensa es lo que escribirá y lo que piensa en la celda es lo que él es, el misterio que es él para ellos, mi pobre madre y mi pobre padre.
Prometieron a un niño de doce años que, hiciera lo que hiciera, cualquier cosa, fuera lo que fuere, siempre estarían con él. Y allí están, sentados delante de él en la sala de visitas de la cárcel.
Plano.
El plano que su hijo va a dibujar en la celda de una cárcel —un edificio de oficinas, un hotel, un hospital—, lo que sea, habla de algo que sucederá. Más adelante. Confianza. Acero, cemento y cristal, bajo esta forma; sin embargo, también es la asunción de un futuro.
Mensajeros.
La secretaria del asesor jurídico envió el mensaje por fax, y la secretaria de Harald Lindgard le llevó la misiva al despacho. Entró sin hacer ruido, como muestra de respeto, y lo dejó delante de él como habría hecho con una carta para que la firmara pero, naturalmente, sabía a qué hacían referencia esos mensajes. El señor Motsamai había dedicado a Harald y Claudia «las horas de la tarde», de las tres y media en adelan-te. Como de costumbre, el vigilante del garaje subterráneo del bufete les reservaba sitio para su coche si la secretaria del señor Lindgard llamaba para dar el número de la matrícula. Cualquiera que sea el augurio que lleven los mensajeros, no tienen ninguna responsabilidad, no pueden ayudar; todo lo que podía hacer ella era llamar al guarda con la información necesaria que, naturalmente, memorizaba como parte de su trabajo.
Harald recogió a Claudia en la consulta. Aunque el mensaje había llegado con poco tiempo: oyó a su recepcionista, oyó la pregunta de la señora February sobre qué debía hacer con las horas concertadas con los pacientes, cuándo estaría de vuelta la doctora, y cómo Claudia la despachaba con unas palabras. Esta vez fue Claudia: que se vayan al infierno. Aunque él, con imparcialidad, lo juzgó como un deterioro de su personalidad, porque sin la ética de su profesión ella no tenía dónde apoyarse.
¿De qué hablaron en el coche? Ninguno de los dos lo recordaría. Quizá no hablaron de nada, lo prefirieron así. Estaban ya sentados en la habitación cuando Motsamai —Hamilton— entró trayendo consigo la animación de una larga comida, como un actor se retira entre bastidores tras dejar a un público apreciativo.
—¡Me han entretenido!
Dejó caer una gabardina, alzó y separó las manos con una sonrisa que parecía acompañar las últimas bromas y ocurrencias cruzadas a la puerta de un restaurante. Quizá también había algo de vino.
Era como si hubiera olvidado por qué motivo los había llamado. Se relajó mientras actuaba como si no existieran, hojeando papeles que habían llegado a su mesa en su ausencia. Y, de repente, fue verdaderamente consciente de su presencia; se dio la vuelta y estrechó la mano de Harald, con las dos manos, tapando el puño, y saludó a Claudia poniéndose firme ante ella.
—Té. Quizá os apetezca un té. ¿O mejor un zumo de fruta?
Se trajo la bandeja y se siguió el ritual obligatorio como preparación ¿de qué? «Las horas de la tarde.» Parte considerable de su tiempo dedicado a lo que tuviera que decirles.
—Habéis visto a vuestro hijo esta semana, ¿no? Tengo la sensación de que aguanta bien.
—Vete a saber lo que significa eso.
Ella tal vez no lo sepa, pero él, Harald, impaciente, sí lo sabe: ¡por qué fingir!
—Está decidido a terminar el plano en que estaba trabajando, deduzco que lo has arreglado todo. No sé qué pensará la empresa.
—Bueno, todavía está en nómina. ¡Eso espero, caramba! Se meterían en un lío si le prohibieran ejercer su profesión antes de ser juzgado. Os aseguro que yo no lo permitiría.
—Si el hombre en cuestión no espera a ser juzgado y considerado culpable.
—Vamos, Harald. Te he dicho una y otra vez que ése no es el principio correcto. El tribunal todavía tiene que examinar los hechos, verificarlos. Debéis tener en cuenta que hay casos en los que un acusado puede cargar con la culpa de otro, por mucho dinero o, incluso, sobre todo cuando se trata de un caso de pena capital, un asunto amoroso, en el que una parte haría cualquier cosa para proteger a la otra.
—Tú no crees que ése sea el caso, ¿no?
Claudia no pregunta, se adelanta con dureza para no hacerse ilusiones sin fundamento.
—No, no creo. No. Reitero, desde otro punto de vista, que sabemos que nuestro caso descansa sobre... circunstancias. Circunstancias que se revelarán en el juicio. Tal como ya lo he hablado con vosotros. Tal como he estado estudiando en el informe psiquiátrico. Tal como he ido siguiendo en las charlas que he mantenido con la gente que hice venir la semana pasada. Verster. David Baker y demás. La gente de la casa y los que la frecuentaban. Lo que debemos y lo que no deberíamos esperar del interrogatorio por ambas partes. Si creo necesario llamar a éste o a aquél como testigos.
—Sólo está el hombre ese, el jardinero. Si se puede decir que lo que dice que vio y no encontró es un testimonio.
Harald contrajo las pantorrillas contra la butaca para controlar su irritación contra Claudia. El abogado estaba preparándolos para decirles algo, fuera lo que fuera; lo indicaba el modo en que se echó hacia atrás y después adelantó el cuerpo, por encima del escritorio que lo mantenía a una distancia profesional de ellos, su gente, que pasaba por un momento difícil; una intimidad que, al mismo tiempo que inspira la confianza de ellos dos, debe permitir que su mente despejada quede por encima de ellos. Podría habérselo resumido así: la definición del mejor abogado disponible es aquel que piensa por los que no saben qué pensar.
—Los he tenido a todos en esta habitación, uno por uno. Con la excepción de Baker, el amante de Jespersen, no parecen sentir nada especialmente violento contra Duncan, y debo admitir que eso me ha sorprendido. Aunque creyeran que me lo estaban ocultando, soy capaz de ver a través de las expresiones que adopta la gente. Después de todo, uno de ellos ha muerto, se podría esperar que rechazaran absolutamente a Duncan, que no quisieran volver a verlo nunca. Ejeee...
—Uno de ellos ha ido a ver a Duncan. Nos tropezamos con él fuera.
Motsamai inclinó la cabeza hacia Claudia confirmándolo; debió de enviarlo él allí.
—Ejeee. Era necesario que fuera alguien. De la casa, los dos hombres que quedan del grupito que vivía en la finca. Algo así como una familia. No importa lo que haya podido suceder en la casa.
—No nos habló de Dladla, que acababa de estar con él.
—Supongo que fue una sorpresa. Pero también le dará valor, ya me entendéis. Más tarde. Cuando consiga pensar en ello, allí dentro. Uno tiene tanto tiempo, tantas horas, cuando está allí dentro... Bueno. Dladla estuvo conmigo la semana pasada y también ayer. Hemos hablado. Largas charlas. Me ha contado lo que Duncan no me contó y lo que no conseguí sacar a la chica. La señorita Natalie James no me contó los detalles de su relación con Duncan. Dladla dice que ella intentó matarse después de dar a luz. No sé exactamente qué hizo, si fueron pastillas, si se metió en el mar. Fue en Durban, dice, pero Duncan la encontró y la llevó al hospital. La devolvió a la vida. Literalmente. Le debe la vida a Duncan; o quizá se lo reprocha. Depende de cómo ella lo considere. Por la impresión que me ha causado, diría que podría castigarlo por ello. A eso pudo deberse la exhibición sexual del sofá. Claro. En una mujer como ella, de demostrado carácter inestable. Ya lo he dicho antes: sospecho que quería que él la descubriera. Y ahora resulta que existe otro motivo por el que podría escoger ese modo concreto para atacarlo.
El discurso va haciéndose más lento. Como si los tres estuvieran juntos en un vehículo temerario y éste fuera frenando a medida que se acerca al final de una cuesta peligrosa tras la cual tendría que producirse un nuevo movimiento.
—Bueno. Dladla, ayer. Sí. Estábamos hablando. En inglés y también, ayer, en nuestra lengua, cuando hay cosas difíciles de decir es mejor utilizar las palabras más cercanas.
Motsamai se dio una palmada en el pecho.
—Me contó muchas cosas. Yo creía que lo tenía todo claro tras las sesiones con Duncan, pero este hombre me contó más cosas. Me contó algo más. Creo que vosotros no lo sabéis, me lo habríais dicho, os habríais dado cuenta de que yo necesitaba saberlo.
Los mira a los dos con la compasión condescendiente de un adulto que sospecha que un niño no ha sido totalmente sincero. Tiene la cabeza inclinada hacia delante, pero el brillo de sus ojos bajo la frente arrugada refulge hacia ellos.
No sabían nada. Nada. ¡Eso era, así era! Era una acusación; no del abogado, sino del uno al otro, Harald, Claudia, otro asesinato, una vida normal atravesada por una lanza, derribada: tú, un padre que no sabía nada sobre su hijo, dejas que comparta un arma como si fuera un paquete de seis cervezas; tú, madre que no sabía nada sobre su hijo, dejas que la dispare.
Pero Hamilton, su Hamilton Motsamai, no participaba en estos feroces fogonazos de animosidad entre ellos aunque, en tanto que diagnosticador-sacerdote-confesor, podría haberlo captado, haber traído del Otro Lado este tipo especial de presciencia a modo de lengua materna.
—Khulu sabe algo más. —Los lanza, a los tres, por la empinada pendiente, no puede detenerlos. Que nadie hable—. Natalie no era la única pareja de Duncan que estaba en el sofá. Khulu dice que Duncan y Cari Jespersen habían sido amantes. Fue Jespersen quien rompió la relación, no Duncan. Khulu dice que Duncan lo pasó muy mal. No se fue de la casita, aunque el otro, Jespersen, que había vivido allí con él, volvió a vivir a la casa. Pero estaba dolido, Khulu dice que él se dio cuenta. Deprimido. Aunque quería demostrar que no era menos libre que los demás: «nosotros consideramos que la gente puede cambiar de pareja, sin problemas, seguir siendo amigos», así lo dice este individuo. En el fondo, Duncan no tenía la misma facilidad, la misma actitud. Y entonces sucedió que fue a la costa y encontró a la chica y la salvó. Se salvó a sí mismo. Khulu sugiere eso. No sabe si Duncan la conocía de antes, cree que es posible, en algún sitio, cuando ella estaba todavía con el otro hombre, el padre del crío que tuvo. De manera que volvió enamorado de una mujer y la llevó a aquel tinglado. A nadie le importó, no tenían prejuicios, era libre de hacer lo que quisiera, y todo va bien, la señorita Natalie James encaja muy bien. La pareja heterosexual vive en la casita del jardín, y el trío homosexual, en la casa. David Baker y Cari Jespersen son amantes, el lío de Jespersen con Duncan pertenece al pasado, tanto para Duncan como para los demás.
Y entonces... entonces... Jespersen es, precisamente, quien hace el amor con la mujer. La mujer de Duncan. Una esposa, diría yo, que vive allí, en la casita, como una pareja normal. ¡Ah!, nos dicen que ella tuvo otras aventurillas. Pero ésta es con Cari Jespersen. Quien primero rechaza al hombre y después hace el amor con la mujer de éste. ¡Ahí lo encuentra, encima de ella (disculpa, Claudia), en el sofá de la habita-ción donde son tan buenos amigos!
Motsamai oye los aplausos, la animación le agita los hombros bajo las hombreras de la americana que lo mantienen tan elegantemente anguloso. Una generación antes, de acuerdo con lo que la ley decretaba como su Lado, no habría tenido más recurso para su espíritu que el pulpito. Los ha dirigido de modo tan completo que ni siquiera han podido interrumpirlo; ahora espera que digan algo. Pero todo lo que hay en esa sala, familiarizada con las muchas emociones de las personas que pasan por situaciones difíciles, es su retórica; y el distanciamiento de sus clientes, que tampoco desean admitir ninguna reacción ante el otro.
Al final, fue Harald quien habló. Las palabras eran como piedras que caían una a una.
—Y qué importancia tiene a cuál de sus dos amantes disparara.
En la atención absoluta que prestaban, que magnificaba cada detalle de su actitud, ambos vieron cómo los músculos de Motsamai se relajaban bajo la americana, el cuello de la camisa y el nudo de la corbata.
—¡Ah!, me alegro de que os lo toméis así. Harald, Claudia. —Los llamó a los dos, formalmente—. Así debe ser. Estoy impresionado. Eso es lo que necesitamos si tengo que actuar de acuerdo con el interés de mi cliente, eficazmente, sin tonterías. Debo tomar decisiones difíciles. ¡Porque sí tiene importancia! ¡Podría tener una importancia crucial, este factor! El fiscal no tiene por qué llamar a los amigos: ¿como testigos de qué? Para él, el caso se basa en la confesión. Eso es suficiente. Es decisión de la defensa colocar a Dladla en el estrado para que haga de testigo. Dladla no recibirá preguntas sobre este aspecto a menos que la defensa decida sacarlo a la luz. Lo que importa es la decisión mía y de mis colegas. Así es como hay que mirar lo que acabamos de oír. Eso es lo que importa. Sois sensatos, os lo aseguro. Muy sen-satos.
Harald se puso de pie como si alguien le hubiera hecho una seña, de manera que Claudia se volvió hacia la puerta. Por dónde, por dónde.
Claudia se levantó. Motsamai —Hamilton— se acercó amablemente para acompañarlos.
—No habléis de esto con nadie.
Claudia se apartó un mechón de pelo de la frente y lo colocó detrás de la oreja mientras miraba al abogado.
—Si llamas a Dladla a testificar, qué efecto va a causar en el juez. Cómo puedes saber su actitud ante este tipo de complicación.
—¡Oh!, como la vuestra y la mía, todo el mundo es consciente de la clase de tinglado que, por lo que parece, había en esa casa. Hombres con hombres. Nada especial, nada vergonzoso ni condenado, actualmente: la nueva Constitución reconoce su derecho a escoger. Así es. Eso dice la ley.
Se hundían.
Mientras se hundían en el ascensor, estaban solos. Encerrados juntos.
Qué lío.
Iban pensando en ello, como si aquello hubiera sucedido, por azar, en la vida de otra persona.
¿Lo decías en serio eso de que no importa a cuál de sus dos amantes disparara?
La tela de su manga y la de él se tocaban.
Lo decía en serio. ¿Por qué se embarcó en un tipo de vida, en un tipo de emociones a las que no es capaz de hacer frente? ¿Quién se creía que era?
Harald puede decir lo que piensa, a Claudia.
Claudia se encogió de hombros; estuvo a punto de soltar una tonta risita que le habría avergonzado. Hamilton creía que nos preocuparía más la homosexualidad que lo sucedido.
Quizá para él la sodomía sea un acto criminal.
La caja cubierta de espejos que atrapaba sus imágenes privadas desde todos los ángulos, con una cámara que los identificaba, se detuvo con un estremecimiento y Harald dio un paso atrás en un exagerado gesto de cortesía convencional para que ella lo precediera.
En el coche, él accionó el cierre contra los ladrones; se ataron el cinturón de seguridad. Eso es lo que pregunté sobre el juez.
Estaba pensando en la vieja guardia, en los buenos cristianos de la Iglesia Reformada Holandesa, seguro que algunos de ellos siguen en la judicatura. De todos modos, un juez negro sería casi lo mismo, llegado el caso.
Un lío es aquello ante lo cual uno no sabe por dónde empezar: a qué dar la vuelta, qué coger primero, sólo para dejar el fragmento de nuevo, tal vez en un lugar que no le corresponde. Este «descubrimiento» de Hamilton no podía hacer daño donde el golpe de aquel viernes había dado ya con puño de hierro; después de eso, todo lo demás no son más que secuelas. Como lo fue la visión de Duncan llegando a la sala del tribunal entre dos policías, como lo fue la primera visita. Qué más puede suceder después de que haya sucedido algo terrible; qué puede compararse con ese hecho. Por la noche, hablaron con voz queda, aunque no había nadie que pudiera oírlos en el adosado; la cara construcción de las paredes estaba a prueba de la curiosidad de los vecinos. Acostados en la oscuridad, roto el aislamiento. Buscaban orden en un lío. Uno no puede hacer eso solo.
Eso es lo que andaba buscando Motsamai cuando vino a verme a la consulta.
No lo creo. Entonces no lo sabía. Era antes de que hubiera visto a Dladla. Aunque a lo mejor le rondaba la idea, después de todas las veces que ha estado sondeando a Duncan. Sabe cómo sonsacar a los demás cosas que ni siquiera saben que están revelando. Eso dice. Alardea de ello, pero hay algo de verdad, es como el ojo clínico que tienen unos médicos y otros no.
Podían retomar el tema ahí donde lo habían dejado; durante el fin de semana; cualquier noche. En el cuarto de estar, Harald dio vueltas, puso la alarma antirrobo antes de irse a la cama, se detuvo delante de un cuadro, se plantó ante el armario donde guardaban los licores y empezó a mover las botellas, golpeándolas entre sí. Encontró una relegada al fondo, en la que quedaba un dedo de algún licor. Vertió el líquido incoloro en un vaso del tamaño de un dosificador de medicamento y lo olfateó. El resto —puso la botella al revés para vaciarla hasta la última gota— fue a parar a otro vaso; se lo tendió a ella, pero Claudia lo rechazó con un movimiento de la cabeza.
Pudo haberlo probado en el colegio. En los colegios de chicos es difícil resistirse. Pero yo habría pensado... —¡claro que lo pensamos!— que, en un colegio como aquél, las primeras experiencias serían con chicas. Había bastantes chicas disponibles... Educación sexual. Las chicas ya tomarían la píldora en aquel tiempo, ¿no?
Se acercó a ella con el vaso y ella lo cogió. Bebieron e hicieron una mueca ante la potencia de una destilación procedente del helado Norte de sus antepasados. Ahora, el único vínculo con el Norte era la identidad del individuo muerto de un tiro en el sofá.
¿Tú crees que era un experimento? ¿Era eso?
Bueno, siempre se ha sentido atraído por las mujeres, ¿no? Si juzgamos por los enamoramientos que presenciamos cuando sólo tenía quince o dieciséis años, las horas colgado del teléfono, cómo se arrullaban, él y aquellas rubitas con las que me encontraba si entraba en su habitación inoportunamente.
Claudia buscó a tientas el vaso situado a su lado, en la mesa, y bebió el licor a sorbos. «Arrullarse» pertenecía al vocabulario de su juventud, la suya y la de Harald; procedente del modo en que se comunican algunos pájaros durante el juego amoroso, de esas danzas de apareamiento que Harald tuvo la paciencia de enseñar a admirar a su hijo a través de los gemelos.
Eso es lo que vimos. Eso es lo que quisimos ver, pero pudo haber algo más. Quizá él quería tener un secreto. Cuando uno crece —me acuerdo bien—, parte del proceso lleva consigo tener una zona de tu vida en la que nadie puede mirar, aunque sólo fuera para decir, asumiéndolo: «Está bien si así eres feliz, hijo mío».
Pero estaba locamente enamorado de una mujer. Esa mujer. Es indiscutible. Verster nos contó lo suficiente. Un compromiso serio. Toleraba sus juegos, nadie sabe qué más. Por lo que parece, estaba colado por ella. En el terreno sexual, debía de haber algo muy fuerte entre ellos, incluso destructor, tal como imagino que debe de ser si... Ese asunto con un hombre, antes que ella. ¿No se debería a que estaba fascinado por el grupo que vivía en la casa? Ha sido casi una moda, en esta generación, la idea de que la homosexualidad es la verdadera liberación, la sugerencia de que te coloca en un nivel de superioridad sobre la vulgar rutina. ¿Por qué decidió vivir con esos hombres? Resulta que no se quedó con la casita por la chica. Se fue con ellos a la finca porque su libertad pretende ir más allá de las viejas ataduras entre hombres y mujeres, matrimonios y divorcios, niños llorones.
No tuvo que aguantar ningún ejemplo de divorcio ni de niño llorón con nosotros.
Quería ser uno de los chicos. De esos chicos. Emancipado. Superior. Libre.
O quería probarlo todo. Quién sabe. Tengo pacientes que son así. Se sienten atraídos por las drogas. No es que tiendan a la adicción por naturaleza, por alguna predisposición fisiológica o genética, sino que se atreven a todo por deseo de tener esa experiencia. Y, después, menudo lío.
Una lasitud, como una droga benigna, se había apoderado de ellos, tanto en la cama como cuando se movían por el adosado, como si fuera un paréntesis. Se veían a sí mismos, Harald, Claudia, Duncan, con apatía, desde lejos. Ella iba a su hospital, él iba a su sala de juntas. Duncan estaba en la cárcel. Descubrir algo no supone el final. Sólo es un nuevo misterio.
Cuando se sentaban en la sala de visitas, ya no tenían la angustia de que no les contara nada, aunque existía aquel compromiso, siempre podría acudir a ellos... excepto en caso de asesinato; qué importaba aquella relación sexual. Sin embargo, al sentarse delante de él y los vigilantes, sintieron verdadera repulsión hacia él, como la persona que había cometido semejante acto: había matado. El resentimiento fugaz del momento de confusión inicial volvió, corroyendo lo que se conoce como sentimientos naturales.
Otro descubrimiento. Ambos lo sentían en el otro, como una conspiración; no debía ser revelado al abogado que creía poseer todas sus confidencias. Su pecado era el rechazo que les inspiraba su propio hijo, y lo habían cometido los dos. Los sellos de los silencios que había habido entre ellos estaban rotos; se encerraron en el adosado y hablaron; fueron en coche al campo y caminaron con el perro mientras, acompasadamente, añadían las dudas de uno a las del otro en relación con las tendencias observadas que no comentaron en su momento, en el niño, el adolescente, el adulto. El encanto que el niño había utilizado para dominar a sus amigos: todos los juegos tenían que ser los suyos, escogidos e impuestos por él, tendencia que no terminó allí; la falta de valor físico escondida tras la bravuconería: ¿en la vida de adulto, el único escape para aquellos que tienen miedo ha de ser estallar una sola vez, en un ataque de violencia? Su indecisión, ya como joven adulto, en el momento de escoger una carrera: ¿qué quería ser? ¿Qué quieres ser? Así que optó por la arquitectura, una carrera con ideas de gran magnitud (que su madre médico acogió como rasgo heredado de su cultivado padre, un directivo fuera de lo común), y, afortunadamente, del mismo modo que había resultado encantador, resultó poseer talento, ser más hábil que el colega del estudio que se convertiría en su mensajero, Verster. Qué quería ser. Era un error interpretarlo, como se hacía generalmente, como algo referido tan sólo a una carrera profesional.
Aparentemente, no sabía qué quería ser. Entendía Claudia que esta observación cómplice se refería a la sexualidad de su hijo. Ni siquiera en esa extraña nueva intimidad que había sustituido a la otra (revitalizada de un modo que no debía analizarse), él podía decirle qué era lo que estaba pensando: «... el hombre es como desea ser y como, hasta su último aliento, no ha cesado nunca de desear ser. Se ha recreado en darla muerte».
Las afirmaciones que parecen haber sido vaciadas de todo significado tras innumerables repeticiones son las más ciertas. La sabiduría convencional es la más demostrable: la vida sigue. No se detuvo aquel viernes por la tarde; eso no era posible, nunca lo es. Harald tuvo que aceptar esa imposibilidad, si no como voluntad de Dios en su sabiduría, por lo menos como el destino del hombre; también Claudia, desde su experiencia racional, que decía que bajo algunas condiciones que parecen terminales persiste cierta apariencia de vida. Hamilton dijo que estaba satisfecho con la preparación de los puntos del alegato y que, de camino a su casa, podía pasar por la de sus clientes y ponerlos al día, por qué no, no era ninguna molestia. De manera que sacaron una bandeja con vasos, hielo, soda y botellas. A Hamilton le gusta tomar una copita de coñac. Unos días antes, mientras esperaba en un semáforo, Claudia hizo un gesto mecánico a un hombre que brincaba sosteniendo un candelabro de lirios rojos y compró flores otra vez, como acostumbraba a hacer de regreso de la consulta. Las lámparas con pantalla iluminaban la habitación. Hamilton entró en aquella puesta en escena que ilustraba el fluir de la vida como lo hacía en la igualmente bien amueblada sala de su bufete; como si cualquier lugar estuviera dispuesto para su presencia. Agradeció algo para beber; probó el coñac, chasqueó la lengua y se levantó de la butaca que había escogido para servirse un chorro de soda.
—La noticia que traigo es que se ha fijado la fecha. Será dentro de un mes justo.
—¿No podía ser antes?
—Ya sé que parece mucho, pero Duncan lo entiende. Y el juez es el que yo esperaba. Así que...
—¿Qué es lo que Duncan entiende, Hamilton? —Harald no quería que lo engatusara y lo convenciera de las ventajas del retraso—. No hemos conseguido sacarle casi nada. Pero ya lo sabes, lo hemos comentado muchas veces. ¿Comprende Duncan que confías en que la chica deje claro que fue ella quien lo llevó hasta el límite de la locura y que eso hizo posible que hiciera lo que hizo? ¿Lo dirá ella, con sus propias palabras? Quiero decir que si él lo cree así: que fue ella. Que él, en cierta medida, estaba poseído. No veo cómo esta manera de utilizarla podría ayudar a Duncan si él no quiere aceptar esta maniobra de..., no sé cómo llamarla..., justificación.
—No, no; no me refiero al acto en sí, sino al estado mental, el estado mental, Harald. No fue algo premeditado. Él estaba en una situación límite y fue ella quien lo puso allí, ¡fue ella! ¡En el sofá con Jespersen! ¡Fue ella!
Motsamai estaba sentado con los muslos muy separados, inclinado hacia ellos, movido por el énfasis de su cuerpo, tal como lo hacía desde detrás de la mesa en su bufete; el brillo de los esfuerzos del día relucía en la obsidiana de su rostro, su negrura tenía el sello de la autoridad en la habitación.
—El dice que es culpable. Eso es todo. Voy a demostrar por qué. Voy a demostrar quién es también culpable. Cómo es posible.
—Así que, ahora, la odia. Esté dispuesto o no a echarle la culpa por lo que hizo. La odia por lo que él vio. —Claudia miró a Harald.
Motsamai contestó dirigiéndose a ambos, pero reflexionó primero.
—No habla sobre ella. No quiere pensar en ella, ésa es la impresión que tengo. En esta dirección no he tenido éxito con él. Así que deduzco que lo deja en mis manos. Sabe que yo también la interrogaré.
—La odia. O la quiere.
La lacónica disyuntiva que plantea Claudia carece de importancia para Motsamai.
—Naturalmente, sabe también que citaré a Khulu Dladla. Ejeee...
—Para lo de la aventura con Jespersen.
—Oh, claro. Claro que lo haré, Harald. Jespersen tiene... tuvo también influencia en el estado mental, naturalmente. Mu-chí-si-ma influencia. El, y también la chica. Una combinación fatal. ¿No hay motivos para pensar que, no contento con dejar plantado a su amante, buscó un placer suplementario al acostarse con la mujer de su ex amante? Quizá fue por desprecio o algún tipo de venganza: el amante ha abandona-do al grupo de la casa y, por así decir, ha cambiado de bando sexual. ¡Preferir a las mujeres! Quién puede seguir estas variaciones bisexuales. Los dos eran amantes de Duncan. Quizá los dos tenían algún resentimiento contra él, ya sabéis cómo son estas cosas, incluso en las cuestiones amorosas corrientes. Dios mío, si conocierais algunos de los motivos con los que tropiezo en mis casos. ¡Pero bueno! Esa pare-ja de sinvergüenzas pudo haber actuado por resentimiento, para divertirse con ello. Desde luego, no podía habérseles ocurrido mejor manera de herir, humillar y empujar a un hombre como él a la autodestrucción. Una confesión de culpabilidad puede ser una especie de suicidio. Eso es lo que veo en este caso y mi trabajo es salvar a mi cliente de ello. Por eso voy a interrogar yo también a la señorita Natalie James y voy a llamar como testigo al señor Nkululeko Dladla.
Suicidio. Pero no volvió el arma contra sí mismo en la casita, la tiró.
Claudia y Harald se encuentran de nuevo ante esa escena.
Suicidio. El Estado puede hacerlo por ti si eres declarado culpable de asesinato. Harald habla en nombre de los dos.
—No hemos hablado nunca de la sentencia. Qué pasa si los atenuantes son tenidos en cuenta. O si no lo son.
El rostro de Hamilton Motsamai y el ronco, tierno y grave, ejeee... mejee..., los envolvieron en un abrazo.
—Sé en qué estáis pensando. Pero la pena máxima hace tiempo que no se aplica, hay una moratoria, como sabréis, desde 1990, cuando se hizo inevitable descartar la vieja Constitución. Ahora depende del Tribunal Constitucional. En realidad, el primer caso que se verá allí es la cuestión de su ilegalidad bajo la Constitución provisional. La pena de muerte. Confío en que el Tribunal determine que es inconstitucional. Será abolida. Estará liquidada y despachada antes de que se dicte nuestra sentencia. Ejeee... Sigue en la legislación del país sólo temporalmente.
Cómo sabéis, ha dicho el asesor legal. Pero en qué medida se habían preocupado por ello, más allá de lo que lo hacía la gente civilizada —dudando en su interior que el crimen pudiera ser desterrado sin la disuasión del castigo máximo— apoyando concienzudamente los derechos humanos y las políticas sociales progresistas que habían sido violados en el pasado del país—. Hubo tanta crueldad en nombre del Estado en el que habían vivido, tantas palizas letales, interrogatorios mortales, un moribundo llevado mil kilómetros, desnudo, en una camioneta de la policía, presos comunes que habían pasado la noche cantando antes de que llegara la mañana de la ejecución, ahorcamientos en Pretoria mientras la segunda rebanada de pan saltaba del tostador.... Pero la pena que cumplían los individuos desconocidos no era comparable con el crimen estatal. Nada de aquello tenía que ver con ellos. Asesinos, violadores y maltratadores de niños; si la doctora Lindgard había tenido, en una o dos ocasiones, contacto profesional con las víctimas y había contado a su esposo el daño hecho, ni él ni ella habían tenido en su órbita, ni siquiera remotamente, ninguna posibilidad de conocer a los autores de esos crímenes. (Y, tal vez, después de todo, ¿no sería mejor eliminarlos por el bien general?)
La pena de muerte. Incluso ahora, seguía pareciendo que no tenía nada que ver con ellos, con su hijo. Habían estado preocupados obsesivamente por el motivo por el cual hizo lo que hizo; cómo él, uno de ellos, su hijo, podía haber llevado a cabo un acto de horror: habían sido incapaces de reflexionar sobre nada más, sólo de manera abstracta, confusa, habían pensado rápidamente en qué tipo de castigo podría recibir. El castigo había parecido ser la celda de la cárcel que no habían visto, no podían ver, y la sala de visitas que era el único lugar donde, para ellos, Duncan tenía existencia material. Incluso Harald, que, en su fe religiosa, se preguntaba por el acto en relación con el perdón de Dios y cometía la herejía de negar que su gracia existiera para el que actúa de esta manera: «No va conmigo.» La pena de muerte: destilada en el fondo de la botella relegada al fondo del armario.
Hamilton Motsamai se ha ido. La puerta se ha cerrado tras él, los pasos se han hecho inaudibles, el coche debe de haberse alejado a través de las puertas de seguridad del conjunto residencial de adosados. El era lo que los separaba de la pena de muerte. No sólo había llegado él del Otro Lado; todo les había llegado del Otro Lado, la desnudez ante el desastre final: la impotencia, la indefensión ante la ley. La ra-ra sensación que Harald había tenido mientras esperaba a Claudia en la catedral secular del vestíbulo de los juzgados, la de ser uno más entre los padres de ladrones y asesinos, se confirmaba ahora. La reacción de ir a la catedral para rendir culto entre la gente de la calle, que le había parecido una manera de evitar la amabilidad de sus acomodados congéneres, en realidad había sido el sistema para ocupar su lugar entre los resignados a la desgracia. Lo cierto de todo aquello era que él y su esposa pertenecían ahora a la otra cara del privilegio. Ni su blancura, ni la observancia de las enseñanzas del Padre y el Hijo, ni la piadosa respetabilidad del liberalismo, ni el dinero, que los habían mantenido en un lugar seguro —esa otra forma de segregación—, podrían cambiar su posición social. A su manera, la nueva situación era tan definitiva como los cambios forzosos del antiguo régimen; no era posible quedarse donde habían estado, sobrevivir tal como eran. Ni siquiera el dinero; que sólo podía pagarles el mejor abogado disponible. Podía pagar a Motsamai. Las circunstancias atenuantes de Motsamai se interponían entre ellos —Duncan, Harald, Claudia— y la decisión de otro tribunal, un tribunal que tomaría una decisión que no se basaría en las circunstancias atenuantes del acto de un individuo, sino en la moralidad colectiva de una nación, que es la sustancia de una Constitución: el derecho de un individuo a la vida, aunque ese individuo haya quitado la vida a otro, y aunque el Estado tenga derecho a convertirse en asesino, quitándole la vida a su víctima, colgándola del cuello a primeras horas de la mañana en Pretoria.
Pena de muerte.
Motsamai confía en que sea abolida. «Liquidada y despachada» (dado que es polígloto, probablemente lo que él tenía en la punta de la lengua era el expresivo giro utilizado en el slang inglés-afrikaans, «finished and klaar»). Sin embargo, mientras el hombre asesinado en ese sofá está bajo tierra, bajo los cimientos del adosado y de la cárcel, y Duncan está en una celda, aparece en la legislación del país, es el derecho de la ley, el derecho del Estado: el derecho a matar.
De la misma manera que Harald y Claudia se planteaban la amplia y abstracta cuestión de la moralidad de una nación civilizada, cuando ni se imaginaban que tuviera nunca una relación concreta con ellos ni con su propia moral, esa noche aquella vaga cuestión no tenía lugar en la cegadora inmediatez: Duncan en una celda, esperando a que se dictara sentencia. Eran dos criaturas atrapadas en los faros de una catástrofe. No había nada entre Duncan y el juez que dictaba la sentencia, excepto Motsamai y su confianza en sí mismo. El abrazo de su confianza ¿no era expresión del hombre, más que del abogado? Ahora, la compasión se encontraba en el otro lado —el lado interno— de su mando condescendiente, la cáscara del ego que había tenido que bruñir para llegar hasta donde había llegado, considerado el mejor abogado disponible para aquel caso, entre otros abogados blancos.
Ninguno de los dos podía dejar de pensar en la repulsión que habían sentido, sin poder rehuirla, al ver a Duncan, ante su situación entre dos vigilantes, en la última ocasión que lo vieron en la sala de visitas, esa sala despojada de todo lo que no fuera confrontación. En la cárcel, todo era confrontación, todo: el autor del crimen se enfrentaba al carcelero, se convertía en víctima de éste y no tardaba en traicionar el amor que sus padres le habían dado; los padres traicionaban el compromiso que habían adquirido con él. El desagrado que habían sentido repentinamente en aquella ocasión; no, en las últimas ocasiones, ante él, en la sala de visitas. Era el rechazo lo que los había unido. Rechazo contra su propio niño, su hijo, su hombre —no importa lo que haya hecho—, engendrado por una antigua, primera pasión de apareamiento. Les inspiraba pesar su vergonzosa degeneración; náuseas la conspiración de rechazo que había revitalizado el matrimonio hundido por la pena. Acostados, él la rodeó con los brazos, con la espalda y las piernas de Claudia contra las suyas, sus pies tocándose como manos, en lo que a ella le gustaba llamar posición de cuchara y tenedor, y permanecieron mudos. Imposible decirlo: sentenciado a muerte. Pasaron mucho rato acostados así. Al final, ella notó que él se había quedado dormido, la mano que tenía sobre ella se movía en una aflicción sumergida, como las patas del perro cuando soñaba que escapaba corriendo. Harald ya no reza. De repente, ella se dio cuenta; y fue terrible. Lloró, con cuidado para no despertarlo, con la boca abierta en un grito ahogado, las lágrimas rodando hacia ella.
Plano.
Duncan tiene una mesa, una regla para trazar paralelas, un cartabón ajustable, un escalímetro y una plantilla de círculos en la celda de la cárcel y, mientras espera el juicio y la sentencia que llegarán dentro de un mes justo, dibuja un plano. ¿Entiende que tal vez vaya a morir? ¿Supone eso un desafío —un plano, un futuro— precisamente porque lo entiende? O se debe a que tiene alguna idea enloquecida, una fe inexpresable y desesperada en que saldrá de ese lugar y volverá a su vida. Se liberará de lo que ha contado, aunque lo ha contado: que mató a un hombre. El tiempo se rebobinará, deslizándose como una de esas cintas de vídeo que él y la chica debían de ver desde la cama por la noche: estaban en la mesa de bambú junto con los periódicos y el cuaderno, y la diversión de ese jueves terminará de manera no muy distinta de otras veces.
Un muerto, tal como ha dicho Harald, no está presente para recibir perdón; un muerto no tiene ningún plano.
Todo está cambiado. De manera que a Harald no le parece extraño que haya cambiado de carácter ese viejo edificio que domina una de las crestas que discurren hacia el norte desde la meseta donde se asienta la ciudad, con su fachada rojiza, como el rostro de los padres imperialistas que lo hicieron construir con una amplia entrada y frisos de madera en las galerías. Mientras se acerca, contempla la fachada del viejo Hospital de Infecciosos, pero no es ya un lugar de aislamiento para los que podrían contagiar la enfermedad entre la población, sino la sede del Tribunal Constitucional. Albergará la antítesis de la confusión y la desorientación propias de la mente febril: formará parte de una ampliación del territorio de la justicia ponderada que existe en otros lugares, un tribunal al que cualquier ciudadano puede llevar cual-quier ley que le afecte para que se examine en relación con los derechos individuales, tal como los consolida la nueva Constitución. El Tribunal Constitucional, el Juicio Final, será el árbitro postrero de la conducta humana en la ciudad, en todo el país. Su justicia se basará en la moralidad del Estado mismo, tierra y cobijo, libertad de expresión, de movimiento, de trabajo: sin duda, en esto se basarán algunos de los recursos presentados ante el Tribunal, pero son sólo componentes del derecho definitivo al que se consagra este tribunal como ningún otro puede estarlo: el derecho a la vida. El derecho a la vida: está grabado en el documento fundacional del Estado, es el valor nacional por excelencia; allí está, en la Constitución. Es el territorio de la salud y no de la enfermedad; de la vida, y no de la muerte.
La primera petición que verá el Tribunal, la primera vez que se convoque, es la de dos hombres que esperan su ejecución en sendas celdas de Pretoria. Existen gracias a la moratoria. No saben cuándo terminará ésta, ni siquiera si terminará nunca; la pena de muerte sigue vigente en las leyes del país. Ninguno de los dos ha cometido un crimen castigado con la pena de muerte por una causa más importante que él mismo, como medio para un objetivo político; ambos son lo que se conoce como un preso común, y este preso común ha sido condenado por asesinato en conformidad con el debido proceso en un tribunal. Él no dice que no sea culpable, sino que rechaza el derecho del Estado a asesinarlo a su vez. Su alegato se basará en que la pena de muerte contraviene la Constitución. El derecho a la vida.
Harald ha leído todo esto en los periódicos. Acude, como si se tratara de una cita clandestina, al viejo Hospital de Infecciosos. Es una cita para él; sube los escalones rápidamente y en el vestíbulo no sabe a qué zona enmoquetada debe acudir. El lugar debe de haber sido renovado por completo, tiene una elegancia gubernamental y no queda el menor tufillo a desinfectante: una hilera de ascensores tras un suelo con un rompecabezas de piedra de colores, palmeras en maceta. La atmósfera se parece menos a la del acceso a la sala B17 que a la de los seminarios de negocios en los centros de conferencias de los hoteles de grandes cadenas. Hombres y mujeres, funcionarios menores, cruzan y vuelven a cruzar el vestíbulo con esa mirada que no ve que cultivan los camareros que no quieren ser llamados. Pero alguien que es miembro de consejos de administración tiene una presencia física tan palpable como si fuera un traje del que no pudiera despojarse, aunque él mismo piense que no acaba de caerle bien; una mujer joven la percibe y consiente en prestarle atención suficiente para indicarle el piso y la sala correctos.
En el destino que ha encontrado, la gente se mueve de un lado a otro con aires de importancia; no cabe duda de que ha llegado pronto. Últimamente se dedican a enviarlo de un lugar desconocido a otro: éste es un submarino bien arreglado, con un techo bajo iluminado sobre un estrado elíptico donde unas vacías butacas oficiales de alto respaldo están dispuestas a cada lado de una imponente butaca presidencial. Tras la tarima, un telón parece disimular una entrada de uso restringido. Delante de todo esto, hay unos pulidos paneles y mesas con instrumentos de grabación para los escribas y, acordonadas por una barandilla simbólica de madera (ha aprendido ya que ésos son los muebles típicos de los edificios de la ley), hay hileras de asientos para el público que ha acudido allí a oír cómo se administra la justicia final; o, como él, por otros motivos.
Los asientos están vacíos, pero le piden que se vaya del que ha escogido, ni demasiado cerca ni demasiado lejos de delante, porque alguien está colocando tarjetas de «reservado» en su fila. Debe evitar las columnas que sostienen el techo; duda antes de escoger otro sitio y tiene la misma sensación que si estuviera en una especie de teatro y tuviera que poder seguir la actuación sin obstáculos. Un funcionario trae jarras de agua a la mesa curva situada delante de las butacas oficiales; un micrófono sometido a prueba gargariza y chilla; los funcionarios se dan unos a otros órdenes amistosas en una mezcla de inglés y afrikaans... el pensamiento vaga... así que este nivel del funcionariado (y el de los vigilantes que permanecen de pie a cada lado del preso en la sala de visitas) todavía es el coto cerrado de estos hombres y mujeres blancos, en otros tiempos gentes escogidas, viejos que terminan sus días resollando como conserjes, los hombres y mujeres más jóvenes de la última generación a la que, cuando salía del colegio, el Estado garantizaba un empleo, una sinecura reservada a los blancos. Se apresuran de un lado a otro, delante y detrás de Harald; todas las mujeres jóvenes parecen llevar un uniforme por un acuerdo tácito, una especie de conjunto con algunas variaciones según la fantasía y el deseo de realzar el atractivo sexual de cada una. En blanco y negro, como las figuras de la sala de un tribunal en las reproducciones de las litografías de Daumier que él y Claudia encontraron en los puestos de libros callejeros de París; deberían dárselas a Hamilton, era justo lo que faltaba en los iconos de prestigio legal de aquella sala, con su brillante extensión —el escritorio— y el armarito resucitador del que saca el coñac que ofrece con amabilidad, en el momento adecuado, a un hombre que se ahoga en lo que acaba de revelarle. Harald recuerda su situación en aquel momento mientras mira el reloj. Y la gente está empezando a llegar y a ocupar asientos a su alrededor.
No conoce a nadie, aunque reconoce una o dos expresiones vistas en las fotografías de los periódicos o los debates de la televisión: se trata de un público que acude movido por sus principios, gente que pertenece a organizaciones defensoras de los derechos humanos o está comprometida políticamente en posturas a favor o en contra de temas como el que se va a abordar. Él y su esposa nunca han formado parte de los que convierten sus opiniones privadas en una expresión pública, en lo que él supone que es la transformación de opiniones en convicciones: ahora está allí, entre esos hombres y mujeres. A su derecha, surge repentinamente un aroma a linos, una mujer perfumada se acomoda con una mirada cortés a modo de saludo dirigida a un vecino que, sin duda, será un aliado de un tipo u otro: si no, ¿por qué otro motivo podría estar presente? La mujer tiene el cabello largo y rojizo, y es consciente de su abundancia, porque repite varias veces el gesto gracioso de levantárselo de la nuca mientras busca algo en una carpeta que tiene sobre las rodillas. Al otro lado, un hombre negro permanece sentado durante unos minutos, dirige la vista alternativamente hacia abajo, en dirección a sus brazos cruzados, y levanta la cabeza para mirar a izquierda y derecha, y, cuando se levanta, un anciano blanco ocupa su asiento y se desparrama en él con su obesidad y sus voluminosas ropas. Harald, ajeno al medio en donde semejante código de vestimenta es significativo, no puede saber si es pobre o si los tejanos grandes y desteñidos en las rodillas y en las zonas que sobresalen, la camisa a cuadros de obrero y el chaleco de piel ajada son su expresión de indiferencia por las cosas materiales. Sin embargo, se aparta un poco para no molestar al hombre. Así es como pasan los minutos; no pensar, no pensar por qué motivo, él, Harald, está allí. Se da cuenta de lo extraordinario de su presencia entre aquella gente por un motivo que ellos ignoran.
Está solo como nunca lo ha estado en su vida.
Y ahora empiezan a desfilar en dirección a las butacas oficiales situadas tras la brillante palestra, sonriendo y charlando en voz baja unos con otros mientras buscan el lugar que les corresponde: ahí están los hombres y mujeres que van a ser los jueces. No todos ellos son jueces en los tribunales ordinarios, pero todos ellos reciben ese título en este tribunal. Es imposible —debido al pasado y, todavía más, debido a los cambios del presente— no fijarse de entrada en el color de su piel. Una mujer negra con los pómulos altos y la boca firme de los de su raza que han conseguido triunfar pese a tenerlo todo en contra, un hombre negro con la pesada cabeza sobre anchos hombros de dignidad tradicional transformada en académica (sólo él —Hamilton— ha dejado de parecer en su retina interior, la de la mente, como negro; la dependencia de él ha hecho que su personalidad se imponga sobre su color). Hay una mujer blanca y enérgica, con un familiar apellido irlandés, que podría ser una de las ejecutivas feministas que empiezan a aparecer en la dirección de las empresas; un indio pálido con los ojos semientornados y la curva sardónica en los labios que se asocian con una mente crítica. Un anciano juez blanco emana distinción, un rostro paciente que ha oído todo lo que puede decir la gente que pasa por un momento difícil; otro de aire aniñado con las cejas levantadas en gesto de interrogación mientras coloca su micrófono y la jarra, aunque debe de ser de mediana edad, contemporáneo de Harald (pero Harald ahora no tiene contemporáneos). Otros toman asiento sin captar su atención, excepto uno, un hombre moreno (¿italiano o judío?) con una sonrisa entre cicatrices y unos ojos peculiares, uno oscuro y brillante, otro nublado y ciego, del que emana con descaro una vitalidad radiante, ya que gesticula con un muñón en el lugar de un brazo. Todos llevan togas verdes con fajines negros y cintas rojas y negras en las mangas, una especie de traje de judo con una pechera blanca con volantes que debió de estar diseñada para distinguir a este tribunal de cualquier otro. Por fin aparece el juez presidente por la división entre las cortinas y sólo él es una conexión con la vida pasada, alguien a quien Harald ha conocido —o, mejor dicho, le han presentado— entre la ecléctica lista de invitados de la recepción de un consulado extranjero. Es un hombre con uno de esos rostros que escasean —es fácil olvidar que existen— que no presentan ninguna proyección del ego para imponérsela a los demás, al mundo. Parece atractivo, aunque quizá no lo sea; es la calma sin solemnidad lo que da a sus rasgos la armonía que produce este efecto. Mira hacia el público, reconociendo que es uno de ellos. No sonríe, pero sus ojos, tras los cristales, tienen una expresión sonriente; más aún, compasiva; pero tal vez sea el distanciamiento de las gruesas gafas lo que le sugiere a Harald que ahí está ese sentimiento, y lo conmueve.
En cierto modo, es una vista extrañamente abstracta. Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu —ésos son los nombres de los asesinos— no están presentes. Están en las celdas de los condenados a muerte. Los abogados que los representan han hecho una solicitud junto con asociaciones llamadas Abogados por los Derechos Humanos, la Asociación para la Abolición de la Pena de Muerte, e incluso con el Gobierno mismo; un Gobierno que desafía las leyes del país, paradoja que se produce como consecuencia de los vestigios de la legislación del antiguo régimen. Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu ¿quiénes son? Eso no importa a este tribunal, quiénes son, qué hicieron, asesinos de cuatro seres humanos; son un caso de prueba para el principio moral más importante de la existencia humana.
Aquel antiguo mandato. No matarás.
En la concentración situada bajo el cercano techo, sólo hay un individuo presente para el cual estas medidas no se encuentran en el elevado plano de la justicia abstracta. Sin embargo, la elocuencia de los argumentos algunas veces arrastra a Harald al plano elevado, en una atmósfera de vivo debate, en la que los abogados de los abolicionistas basan su punto de vista en los fragmentos que citan de la declaración de derechos de la Constitución (en el aura de lirios, la joven de su derecha garrapatea lo que él lee de reojo: «Artículo 9 garantiza el derecho a la vida Artículo 10 protección de la dignidad humana Artículo 11 proscribe el trato o castigo cruel inhumano o degradante.» La espalda del abogado abolicionista, que es todo lo que puede verse de él desde la quinta fila mientras se dirige a los jueces, oscila convencida mien-tras da su interpretación del artículo 9: el primer principio es el derecho a no ser matado por el Estado. El abogado partidario de mantenerla interpreta el mismo artículo como la obligación del Estado de proteger la vida conservando la pena de muerte como medida eficaz contra el crimen violento que arrebata la vida. Apela a la emoción citando una carta de un miembro del público: «la única manera de limpiar nuestra tierra es con la pena capital». Los jueces interrumpen, hacen preguntas hábiles y exponen sus puntos de vista; el punto de vista a favor de la conservación de la pena de muerte parece llegar a un punto sin respuesta en el momento en que el juez que perdió un brazo y un ojo cuando un agente del régimen anterior intentó matarlo no respalda la ley del brazo por brazo, ojo por ojo; no expresa ningún deseo de ver al hombre colgado. Sólo el juez que preside se contiene, reflexivamente, presta total atención a todo lo que se dice y retoma la discusión cuando ésta adquiere un cariz demasiado discursivo. Existe cierta cláusula en el artículo 33 que permite la limitación de los derechos constitucionales, con lo que pone en cuestión el Juicio Final (ella garrapatea otra vez: «sólo en la medida en que sea razonable y en una sociedad democrática y abierta basada en la libertad y la igualdad». El abogado partidario de la abolición se abre camino por el discurso sobre las cláusulas discrecionales y argumenta que, aunque existiera una postura «mayoritaria» en favor de mantener la pena de muerte, eso no significaría necesariamente que fuera la postura correcta: recuerda al tribunal con acritud que la cuestión que debe debatir es si la pena de muerte es constitucional y no si está justificada por la demanda popular.
El tribunal se ha levantado para el descanso de mediodía. En cuanto el juez presidente se ha deslizado entre las cortinas, el ambiente se vuelve informal. Los grupos se reúnen y bloquean el paso entre las hileras de los asientos del público. Uno de los jueces vuelve del lugar en donde estén descansando para coger algún documento que le trae un mensajero, sonríe y levanta la mano en dirección a unos amigos, pero cuando éstos avanzan hacia él, mueve la cabeza y desaparece: no es adecuado que los jueces discutan el caso con nadie. El perfume a lirios se desplaza por la hilera con una apresurada disculpa, declarando ya por encima de Harald, en dirección a alguien que espera: ¡Pero qué gente sedienta de sangre...! La gente pregunta si hay algún lugar en el edificio donde se pueda tomar una taza de café, una mujer guapa de cabeza imperiosa, con mechones blancos, abre una bolsa y saca un tentempié de agua mineral y fruta para sus compañeros, y se muestra divertidamente grosera con el funcionario que le dice que está prohibido comer o beber en la sala. Todo esto se arremolina alrededor de Harald y se esfuma.
Han ido en busca del lugar donde satisfacer sus necesidades —aseos, comida, bebida—, como en cualquier otra interrupción. Sentado, solo entre las hileras vacías, ya no pasa inadvertido; es el centro de atención del brillante escenario, el vacío semicírculo de butacas oficiales se identifica ahora con las características de los hombres y mujeres a los que han sido asignadas. Se levanta, baja por las escaleras en lugar de coger el ascensor, sale a la irrealidad de la luz del sol y al contrapunto de voces de los hombres negros que trabajan en un agujero donde alguna instalación, de agua o electricidad, queda expuesta para ser reparada. Sol y mano de obra, eso es, han sido el clima de la ciudad, lo humano y temporal con-siderado eterno junto con lo eterno. Estarán siempre allí cavando y cantando. Durante unos pocos minutos, desconcertado por el sol, es fácil tener la ilusión de que no ha cambiado nada. Esos nombres, Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu, dos criminales negros, están en las celdas; el joven arquitecto está en las oficinas de su empresa en algún lugar de la ciudad viva, dibujando planos.
La pena de muerte es un tema adecuado para discutir a la hora de cenar; para los demás, los que irán regresando a la sala cuando Harald lo haga. Su preocupación sobre si quieren que el Estado mate o quieren desterrar al Estado como asesino es objetiva, ambos lados la asumen como una responsabilidad y un deber hacia la sociedad. No es nada personal. La pena de muerte es un tema de debate; se decidirá en ese tri-bunal y otra constitución, en el futuro, decidirá lo contrario, bajo otro gobierno, Dios sabe, sólo Dios sabe cómo el hombre ha manipulado e interpretado, reinterpretado, su Palabra: no matarás. Los hombres y mujeres que regresan al edificio desde las cafeterías que han encontrado en las calles se preocupan por el tema, al que otorgan un valor desapasionado; él lo sabe, y también lo sabe el Dios ante el cual ha sido responsable durante toda su vida. Como en la de él, como en la de Claudia y él, es impensable que este tema entre nunca en la vida de estos hombres y mujeres, ¿quién hay, entre ellos, entre los suyos, tan incivilizado como para matar como solución ante la rabia, el dolor, los celos, la desesperación? Los partidarios de la pena de muerte temen morir en manos de otros; los partidarios de la abolición abominan del derecho a repetir el crimen asesinando al asesino; ninguno de ellos concibe que él mismo pudiera cometer un crimen.
Las únicas personas con las que podría tener una causa común serían los padres de estos Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu, fueran quienes fueran; para ellos, el tema de esa erudita controversia no era un tema de debate, sino algo que convivía con ellos y entró a la fuerza de la mano de unos hijos que mataron a cuatro personas, y del hijo que metió una bala en la cabeza de un hombre en un sofá. No era probable que esos padres estuvieran entre la multitud de la sala, casi seguro que eran pobres y analfabetos, temían exponerse a la autoridad en un proceso incomprensible en otros términos que no fueran si su hijo sería colgado o no al alba en Pretoria.
Esperó un rato a que todo el mundo hubiera entrado de nuevo en el edificio. El destello de la luz del sol en el metal de los coches indicaba una actividad incesante en la ciudad, su coro se amortiguaba, convertido en los murmullos de lo que quedaba siempre a medio decir; llegaba a Harald en oleadas de impulsos. La muerte es el castigo de la vida. Cincuenta. El tiene cincuenta años; es fácil recordar el número, pero en ese momento, en ese lugar, siente lo que significa su edad. En veinte años habrá recorrido toda su vida. Lo acepta, en obediencia a su fe, aunque muchos consiguen una ampliación con fármacos e implantes, el terreno de Claudia. Mucho tiempo por delante, para él. Cincuenta, pero todavía se despierta con una erección todas las mañanas, vivo. Cincuenta. Que el castigo pueda cumplirse a los veintisiete: eso es lo que queda claro, argumento por argumento, bajo la apariencia de un tema de conversación. Regresa a la sala para oír lo que nadie más oye.
Al final del segundo día de la vista, el juicio se pospuso. Con una cuchilla, Harald recortó las crónicas de los periódicos sobre el proceso y las añadió a su propia versión para dárselo todo a Claudia. No era necesario que confesara su cita; desde que Hamilton admitiera con cuidadosa brusquedad lo que todavía formaba parte de la legislación del país, ambos aceptaron que tenían sus propios medios de enfrentarse a su preocupación; la conspiración enterró su vergüenza, transformada en otro fin: cómo hacerlo todo, cualquier cosa, emplear cualquier medio para que Duncan eludiera cualquier posibilidad de que se cumpliera lo que todavía estaba en la ley. Informarse. Un periódico publicó una selección de reportajes sobre las actividades de los jueces y los puntos de vista que éstos habían expresado en el pasado, deduciendo que habían llegado al Tribunal Constitucional decididos previamente en favor de la abolición; el veredicto era una conclusión decidida de antemano. Una especulación basada en el historial personal y en el rumor, que, sin duda, también sería la fuente de la apuesta de Hamilton, disfrazada de seguridad. Pero Harald había oído el apasionado testimonio citando la petición de la restauración de la pena de muerte cuyo número de firmantes seguía creciendo, incluso mientras el tribunal estaba reunido; leía todos los días sobre robos, violaciones, asaltos —asesinatos— que añadirían cada vez más nombres a tales peticiones: la cárcel no disuade, las cadenas perpetuas siempre son conmutadas, la «buena conducta» en la cárcel libera a criminales para que maten de nuevo: la única protección, la única justicia es cambiar una vida por otra. Se lo contó todo a Claudia. Se callaron. De repente:
¿Adonde va ahora la gente con enfermedades infecciosas?
Muy despacio, ella le dirigió una sonrisa. La mayoría de aquellas epidemias ya no existe. Así que ya no quedan hospitales para enfermedades infecciosas. Todo el mundo se vacuna de pequeño. Lo que ahora nos tiene que inquietar desde un punto de vista médico se transmite por contacto íntimo, como ya sabes; no sería correcto aislar de contactos normales a los portadores, impedirles que se movieran entre nosotros. Ésa es otra de las cosas que la gente teme.
Hay un laberinto de violencia que no va contra la ciudad, sino que es una forma de comunicación dentro de la ciudad misma. Ya no son inconscientes de ello, tras sus puertas de segundad. La violencia los reclama. Supone un terrible desafío tener que admitir que, por desesperadamente que luchen para rechazarlo, Duncan está contenido en este laberinto, junto con los hombres que robaron y acuchillaron a un hombre y lanzaron su cuerpo desde la ventana de un sexto piso: la noticia del día; mañana, como ayer, habrá otro, uno que ha estrangulado a su mujer o ha prendido fuego a una familia que dormía en una cabaña. Violencia; se podría hacer una lectura de la variación de su densidad si existiera un aparato capaz de registrarla diariamente, como los que miden la contaminación del aire. El contexto dentro del cual su propio contexto, el de Duncan, Harald y Claudia, encaja, es natural. Se encuentra en el aire viciado de un cuarto de estar a las tres de la mañana, con el olor a lana seca de una alfombra, el tufillo a poso de café y el crujido de la madera sometida a los cambios de la presión atmosférica. La diferencia entre Harald y Claudia, tal como eran antes, cuando miraban la puesta de sol, y tal como son ahora, reside en que se encuentran dentro del laberinto debido a un contacto íntimo con un portador de naturaleza distinta a la de los mencionados por Claudia. Harald, una vez más, encuentra su texto. Está allí, una noche que se ha levantado de la cama sin hacer ruido para no molestarla, ha cogido un libro que ha leído ya aunque no recuerda. «... La transición desde cualquier sistema de valores a uno nuevo debe pasar necesariamente a través de un punto cero de disolución atómica, debe abrirse paso a través de una generación desprovista de toda conexión con el sistema viejo o el nuevo, una generación cuyo mismo distanciamiento, cuya indiferencia casi insensata hacia el sufrimiento de los demás, cuyo estado de carencia de valores demuestre una justificación ética y, por lo tanto, histórica, del rechazo inflexible, en momentos revolucionarios, de todo lo que es humano... Y tal vez deba ser así, puesto que sólo semejante generación puede soportar la vista de lo Absoluto y del brillo naciente de la libertad, la luz que se ilumina sobre la más profunda oscuridad, y sólo sobre la más profunda oscuridad...»
Sin rechazar todo lo que es humano, en tiempos que acaban de convertirse en pasado, un ser humano no podría haber soportado la inhumanidad del asalto del antiguo régimen sobre el cuerpo y el alma, sus palizas e interrogatorios, mutilaciones y asesinatos, o su propia necesidad de colocar bombas en las ciudades y matar en emboscadas guerrilleras. ¿Es eso lo que este texto está diciéndole a Harald? ¿Qué pa-sa, después, con ese rechazo de todo lo humano que se ha aprendido con tanto dolor, con una desesperación tan lacerante y apasionada, con un cultivo deliberado de la insensibilidad cruel, la duda entre soportar los golpes infligidos o infligirlos a los demás? ¿Eso es lo que perdura más allá de su tiempo, vagando a tientas? No sólo los incendios en las cabañas y los asesinatos de los rivales políticos atávicos en una parte del país, sino también los asaltantes que arrebatan la vida al mismo tiempo que las llaves del vehículo, los taxistas que matan a sus rivales para controlar las tarifas, y lo que autoriza a un joven a coger un arma que está a mano y disparar a la cabeza de un amante (amante de una amante, en nombre de Dios, qué cosas); un joven que ni siquiera estaba sujeto a las necesidades de esa revolución, ni sufría los golpes infligidos sobre él, ni tampoco infligía sufrimiento a los demás, al igual que, con la connivencia de sus padres, nunca fue empujado al conflicto más allá de los campos de entrenamiento donde el blanco era un muñeco. La violencia profana la libertad, eso es lo que dice el texto. Eso es lo que el país está haciéndose a sí mismo; Harald se reconoce como parte de eso, no como afirmación de que lo que ha hecho su hijo blanco puede excusarse dentro de un fenómeno colectivo, una aberración contagiada por aquellos en los que eso mutó como resultado del sufrimiento, sino porque la violencia es el infierno común a todos los que están asociados a ella.
Conseguir que le den la bola.
Esta expresión tan vulgar procedente de la fraternidad criminal era la adecuada para la determinación con que estaban comprometidos: sí, como fuera, con las artimañas necesarias. Desde que Harald leía en voz alta a Claudia las noticias sobre juicios que nunca habían mirado, ya que no habían tenido nunca interés por experimentar sensaciones ajenas, eran conscientes de cómo los intersticios de la ley, las interpretaciones abstrusas del texto de la ley salvaban acusados que en todos los demás aspectos eran indudablemente culpables. Les daban la bola.
Mientras que antes Claudia acudía con desgana a las citas en el bufete del abogado, ahora ella y Harald acosaban a Hamilton Motsamai para que les dedicara un poco de tiempo. Lo que querían de él era astucia, un tipo especial de habilidad que un lego no podía tener y que la gente con prejuicios generalizadores que ambos acostumbraban a encontrar desagradables atribuía a los abogados que pertenecían a determinadas razas: judíos o indios, para ser exactos. ¿Un abogado negro podía tener los mismos recursos secretos? ¿Era una agudeza que se adquiría mediante la formación y la práctica legal? ¿O era algo que formaba parte de un estereotipo racial que tuvo su origen en la necesidad de estas razas concretas de encontrar medios para derrotar las leyes que los discriminaban? En ese caso, ¿por qué motivo no habría desarrollado Hamilton el instinto natural de una astucia y una habilidad salvadoras?, ¿quién mejor que él? ¿Por qué iba a suponerse que había renunciado a ello para siempre por la elevada rectitud profesional de un miembro ario de la abogacía que no había vivido nunca en el Otro Lado? ¿Estaba allí en su bufete, astutamente, bajo la mirada de las fotografías enmarcadas de su presencia entre los distinguidos colegas de Gray's Inn de Londres? Harald pensaba que sí; la manera en que había tratado a la chica, el modo en que había husmeado en sus motivaciones en la relación con su hijo le parecía una señal. Pero Claudia, en conflicto con la confianza que había entregado a aquel hombre, se preguntaba si uno de los otros, de aquellos de los que hablaban algunas personas con una admiración que era también menosprecio, no sería el abogado adecuado para utilizar cualquier medio, cualquiera, para defender a su hijo. Un judío, un indio. Aunque no lo decía, su marido lo entendía; muchas actitudes estereotipadas que rechazaban con facilidad en su vieja vida segura aparecían ahora que habían roto con los otros valores de esa época. Cuando se ha producido un asesinato, ¿qué otra cosa importa? Sólo lo que puede evitar otro. La ética de zona residencial de un médico o un ejecutivo es trivial.
Hamilton respondía con brío a la nueva actitud que percibía en ellos. Como si hubiera estado trabajándola desde el principio, ejeee... ejeee..., la honrada y decente pareja blanca procedente de un mundo ideal. No veía, o fingía no ver, que creían estar pidiéndole disimuladamente que hiciera algo, cualquier cosa poco ética (desde el punto de vista de ellos) para defender a su hijo. La ignorancia de la gente educada, tanto blanca como negra, sobre las convenciones de la ley no dejaba de sorprenderlo; probablemente, ella diría lo mismo sobre la gente y la práctica de la medicina. Todavía no entendían el ámbito que podía abarcar un destacado abogado en cuestión de tácticas de defensa. ¿De qué otro modo se podía representar a un asesino confeso?
—¿No podrías utilizar a... cómo se llama... Julian, el que habló con nosotros, al que Duncan llamó en cuanto pudo aquella tarde? Tengo la sensación de que no le gusta la chica, ha estado presente en algunas escenas suyas que le han desagradado, cuando ella se comportaba, no sé, como una loca, provocando a Duncan de la manera que has dicho que sería importante.
—Sí, en eso baso mi argumentación. —Anima a Claudia.
—Puedes sacarle algo. Aunque me parece que es un poco reacio a hablar porque tiene una idea especial sobre el carácter confidencial de la amistad y todo eso. Lealtad a lo que sucedía en esa casa, quizá tiene miedo de que los demás se lo reprochen...
—¡Oh!, tienes razón. He estado trabajando con él. Es un individuo retraído. Pero la cuestión está en lo que has dicho sobre la casa, sobre los que la frecuentaban o vivían allí; es cierto, le gusta llevarse bien con ellos, aunque está más ligado a Duncan, es Duncan quien le importa. Pero dudo que valga la pena citarlo como testigo.
Harald sigue pensando en el otro, Khulu.
—¿No causa mejor impresión? Si yo fuera juez, le daría más importancia a lo que estuviera dispuesto a decir. Y es miembro de aquella casa, no es uno que trabaja con Duncan, un colega de fuera, un amigo que no estaba siempre por ahí para observar lo que pasaba, como Khulu.
—Y Khulu es homosexual. Ejeee... Conoce ese tipo de moral o como quieras llamarlo, lo que se hace y lo que no se hace, cómo viven su vida y arreglan las cosas entre ellos.
Quiero decir
Podría ser
Eso no
E]eee...
Quiero decir
Un momento
Pero si
Dejadme explicar
Se animan, es una consulta y, al mismo tiempo, un debate. Afortunadamente para estos clientes que pasan por un momento difícil, Duncan se ha convertido en un tema de discusión, ausente, presente entre ellos en la celda de su cárcel, como acostumbra suceder cuando sus padres están en el bufete.
El ayudante de fontanero y jardinero: ¿vale la pena citarlo?
¿Para qué? Puede llamarlo la acusación...
De repente, Motsamai resulta muy atractivo cuando ríe, algún personaje que guarda para otras ocasiones se escapa del protocolo, tal vez procedente de su casa, distinguido por el modo en que se recorta la breve barba, en un círculo propio de la antigua aristocracia, o tal vez resida en su dominio del otro, en la cordialidad fraternal entre colegas.
No utilizan la expresión coloquial: que le den la bola. Pero lo entienden todos, dentro de sus límites. Lo que le piden sus clientes es otra cosa; ellos y su abogado saben que no pueden hacer que Duncan salga libre; libre de lo que dice que ha hecho, libre de lo que lo contiene, tal como estuvo una vez contenido en el útero de su madre, oculto. Debe ser castigado, sea por la voluntad del Dios de su padre o por las leyes humanas de acuerdo con las que vive su madre. El término puede servir sólo como medio, y cualquier medio es válido para hacer que escape de lo que todavía está en la legislación del país. Su vida a cambio de una vida.
—Y voy a necesitar que me digáis más cosas. Ya lo sabéis. Ejeee... mucho más. En este sentido —un gesto amplio de la mano alzada en el aire—, todavía no hemos hablado bastante. Ni con mucho. Cómo era, de muchacho. De verdad. Cualquier problema que vierais entonces. Cualquier cosa que pudiera afectar más tarde a sus reacciones, conflictos y demás. Algunas de las cosas que habéis olvidado, que dabais por concluidas y liquidadas.
Era como si el acuerdo al que habían llegado en aquella habitación hubiera subido las persianas con ruido y una claridad sin sombras cayera sobre ellos.
Nunca hubo problemas.
Era un niño feliz.
Pero eso no se dijo.
SEGUNDA PARTE
¿Por qué Duncan no aparece en la historia? Es un vórtice en torno al cual, despedidos, a su alrededor, se encuentran todos los demás: Harald, Claudia, Motsamai, Khulu, la chica y el hombre muerto.
Su acto lo ha convertido en un vacío; un vacío es la antítesis de la vida. Si ellos no pueden entender cómo llegó a hacer lo que hizo, él tampoco puede. Excepto la chica; ella podría, ella lo haría. Ella estaba dispuesta a matar; a matarse. Eso es lo más cerca que uno puede estar de ese acto hecho a otro. El acto mismo, no su significado. El no recuerda el acto mismo; el abogado le cree o quiere creerle, necesita creerle, pero el fiscal, el juez y los asesores del tribunal no le creerán, ninguno de ellos. En las palabras de la pregunta del abogado, él no «premeditó» lo que hizo. Fue hecho tan deprisa, como un clímax que, en cuanto te das cuenta, ya ha pasado, la insoportable emoción es inaprensible, desaparece de inmediato. Puede recordar que vio el arma, pero eso fue la noche anterior, algún idiota hablaba de comprar una y había pedido que le enseñaran a usarla. El arma doméstica. Estaba siempre por ahí, carecía de sentido tenerla para protegerse si, llegado el momento, nadie podía recordar dónde estaba escondida. La ve en la mesa, olvidada entre las botellas y los vasos, la noche antes. Y cuando ellos —Jespersen, Natalie, los dos— lavaron los platos, recogieron, hicieron el amor en el sofá, la dejaron allí. Llegó el momento. La dejaron allí para que la encontrara él.
Cuando repasa cómo los encontró, no ve el arma. Está claro en cada detalle cómo los encontró. Los dos están vestidos (así es como a ella le gusta), sólo se ofrecen entre sí sus genitales, su falda está fruncida, apartada, y el trasero de él está todavía medio cubierto por los pantalones, mientras él está dentro de ella. Se incitan con sonidos que, no puede evitar oírlos, le resultan familiares en ambos y, en el mismo momento en que se dan cuenta de que alguien los ha encontrado, se apodera de ellos aquello que no puede detenerse, sucede delante de él, le parece que así es siempre, si uno pudiera verse, una contorsión, un ataque epiléptico. Huyó de allí. Le pareció oírla reír y llorar. Se sentó en la oscuridad de la casita, esperando que ella entrara a tientas y dijera: ¡eso es todo! Pero, en esa ocasión, no era todo.
Cuántas noches, en las horas terribles que pasaban tras los buenos momentos, en medio de la noche, ella lo vigilaba mientras sacudía la cabeza de cabello ondeante, como una Furia (sí, claro, ponme sobre una columna o algo de tu arquitectura clásica griega y posposmoderna), riendo y llorando —para ella es lo mismo—, inclinándose sobre él como si fuera sordo: «¡Maricón!¡Por qué no vuelves con uno de tus chicos! Vamos, vete a la casa si no te sirvo, quieres cambiar mi manera de ser, señor Todopoderoso.» Ella, a quien todo le estaba permitido, no dudaba en insultarlo por lo que, en el fondo, no le parecía importante. Confiando en la libertad de experiencia, de emociones, que ella profesaba y practicaba, él hizo algo que nunca debiera haber hecho: contarle su incidente; no, para ser sincero, fue más que eso: el tiempo que pasó con Jespersen. Le dio un arma para que la blandiera sobre su cabeza, la apoyara contra su garganta y, cuando ella vio en él la reacción que quería ver, le quitó toda importancia, como si fuera todo una broma.
El terrible torrente de sus diatribas volvía para torturarlo en la celda donde ella lo había acorralado. Nunca había conocido a nadie que se expresara tan bien como ella, era una especie de maldición. Tiraste de mí me hiciste vomitar la muerte de los pulmones me hiciste revivir después del manicomio de médicos psicópatas planeas planeaste salvarme en la postura del misionero no sólo sobre mi espalda casasteis a vuestros hijos con buen gusto porque yo di el mío como la perra que se come al cachorro que ha parido desarrollas «carreras» que inventas para mí porque eso es lo que la mujer que has salvado debe tener me quitaste la muerte por eso porque tú decidiste que viviría dijiste que debía dejar de castigarme pero te diré que si me he quedado contigo es porque yo he escogido el peor castigo que puedo encontrar para mí misma me deleito en ello no sé si lo sabes
No termina allí. Fluye de todas las noches en que hablaron hasta las tres de la mañana, mientras se drogaban con lo que ella decía, apenas necesitaban nada más. Y mientras ella se enfurecía y lo destrozaba, él oía de nuevo lo que le había dicho él, en lugar de darle una bofetada en la boca, un gesto de violencia contra otro: debería haberte dejado morir. Me gustaría haberte dejado morir. En la intensa pena de los ver-sos que ella le había escrito en uno de sus poemas, «Soy la llama de una vela que oscila en corrientes de aire que no puedes ver. Tienes que ser tú quien me aquiete para arder». Se daba cuenta de que no lo había hecho; no era él el indicado.
Debería haberte dejado morir.
¿Significa eso que quisiera matarla? Mirar hacia atrás a su Eurídice que había traído de las Sombras, para que ella no pueda seguirlo por más tiempo. Librarse de ella y quererla tanto; escogiéndola con tan poca fortuna como ella dijo que lo había escogido a él.
Eso habría sido premeditado. Cuántas veces se había sujetado la mano que iba a golpearla en la boca. Ella tenía razón cuando se burlaba de su formación burguesa; qué es eso, sino docilidad, decía riéndose. Tus padres son un par de mojigatos convencidos de su superioridad moral. Tu padre te llevaba a la iglesia, es cristiano practicante, pero los verdaderos cristianos son rebeldes que han ido a la cárcel por lo que consideran injusto, en lugar de dedicarse a llevar sus insignificantes pecadillos al sacerdote que se esconde detrás de la cortina, pretendiendo sustituir al Dios del cielo. Tu mamá es una buena liberal, lo que significa que lamentaba, claro que sí, lo que sucedía en este país en los viejos tiempos y dejaba que fueran otros quienes se arriesgaran a cambiarlo.
Y tú (le había dicho él) te crees anarquista, y la anarquía no tiene forma: tú eres el caos y por ese caos he dejado mi mesa de dibujo.
Todo el día en la casita, esperando a que volviera, y ella no volvió. Otras veces que había tenido algún lío, había desaparecido varios días por ahí y había reaparecido con el pequeño bolso de viaje en donde había lo suficiente para pasar un fin de semana con un amante, no se había disculpado (ella era un ser libre) pero estaba tranquila, obviamente contenta de verlo. En una ocasión, incluso le trajo un recuerdo que había encontrado, un fragmento de fósil. Era capaz de salirse con la suya con gestos semejantes. Durante la noche siguiente, estuvieron hablando. El la deseaba intensamente, pero no quería estar tan pronto donde había estado otro hombre. Después de un día o dos, hicieron de nuevo el amor y para ella fue como si no hubiera pasado nada. Eso era todo.
Al final, a última hora de la tarde, él se levantó de la cama que compartían y en la que había permanecido echado durante todo el día y se dirigió a la casa. Pero, primero, ejecutó una serie de extraños movimientos cotidianos, abrió una lata de comida para perro, la puso en un cuenco junto a la puerta mientras el perro hacía cabriolas y saltaba al verlo, la simple alegría del apetito, de la existencia. Se dirigió a la casa. No quería hablar con nadie, pero se oía a sí mismo en un monólogo silencioso y, en esa ocasión, las palabras no tenían lugar en medio de la noche ni tampoco con ella. No sabía qué decía, qué iba a decir. Sentía la ofensa en la garganta, atascada. Si algún propósito tenía era el de saber qué diría quien escuchara su silencio. Fue Jespersen. Jespersen estaba echado en el mismo sofá.
De manera que se encontró con él.
El hombre levantó la cabeza y sonrió, abriendo los ojos mientras alzaba las cejas y apuntaba hacia abajo con la comisura de los labios, una manera familiar y atractiva de representar la culpabilidad, tal como lo haría un mimo consumado. Lo que dijo fue: Oh, vaya. Lo siento, bra. Esta forma de dirigirse a él, tomada de los visitantes negros que pasaban por la casa comunal le sirvió para afirmar que, entre ellos, había una hermandad capaz de absorber cualquier transgresión.
Eran los mismos gestos, las mismas palabras con las que le había anunciado el final de los meses que habían vivido como amantes.
El desconcierto estalló; él no había tenido en la cabeza nada más que a ella, ella lo llenaba hasta el lugar de donde brotaban sus palabras, era ella el objeto de sus acusaciones, el cadáver de sus emociones. Con esas palabras, ese gesto del rostro, volvió el aturdimiento del golpe primero, sintió de nuevo —viéndolo ahí tendido, relajado, con una de esas batas japonesas de algodón que él recordaba, flexionando los dedos de un pie musculoso calzado con sus sandalias favoritas— el rasgado dolor de aquel rechazo en el que, durante mucho tiempo, había pensado como si se tratara de una fase olvidada en la evolución que la vida implica, como las pasiones y frustraciones de la adolescencia se van reduciendo hasta adquirir proporciones menores. Era Jespersen quien se había perdido; perdido en el cuerpo de la chica. Jespersen era también el cadáver de la vida. Aquel hombre lo había destruido todo, todo, el significado de él mismo y el significado de la chica, en las contorsiones, el espantoso ataque epiléptico de su apareamiento.
Hablaba. Jespersen, con su inglés con sonsonete noruego, argüía razones obvias. No somos niños. No nos pertenecemos unos a otros. Queremos vivir en libertad, ¿verdad? No deberíamos reprimir los impulsos que unen a la gente, ya impliquen sexo, ya dar un largo paseo, qué más da, ¿eh? El paseo ha terminado, el sexo ha terminado, lo hemos pasado bien, eso es todo. Sólo es de lamentar que fuéramos demasiado impulsivos. Vamos, que es una chica que por lo general se lo monta de manera un poco más discreta, ¿no? Todos lo sabemos... tú lo sabes, bra. Las otras veces no ha cambiado nada entre vosotros. ¿Sabes?, no deberías ir siguiendo a la gente por ahí, nunca, eso es un error, eso es para la gente que convierte sus sentimientos en una cárcel y encierra a alguien dentro. Si las cosas no hubieran sido como tú hiciste que fueran —es una gran chica, la tuya—, ella nunca habría vuelto a pensar en ello y yo tampoco, yo no tengo nada que decir, sólo forma parte de una buena noche, las bebidas y las risas mientras recogíamos. ¿Por qué no te sirves algo para beber?
Hablaba.
Mientras él hablaba, Duncan oía otro balbuceo en su interior, como si el botón sintonizador de un transistor corriera de una frecuencia a otra, fragmentos y ráfagas atronadoras del pasado, de la noche, otras noches, desesperación, odio hacia sí mismo, una ternura indescriptible, vivo disgusto, rabia insoportable, incontrolable. Las comunicaciones con el cerebro se habían interrumpido. No podía saber qué pensó, qué sintió bajo aquella manera de hablar, hablar, hablar. Fue el enorme apocalipsis de todo lo que habían hablado durante todas las noches hasta las tres de la mañana. Era eso con lo que tenía que haber terminado cuando cogió el arma doméstica que habían dejado en lo que ahora ocupaba su visión pe-riférica y disparó a su amante, el de ella y el de él, en la cabeza.
Eso era todo.
Claro que nunca haría nada semejante. Por ese motivo no hay nada que explicar a esa pobre pareja cuando viene a sentarse con él en la sala de visitas. El no sabía lo que había, hay, dentro de sí mismo, y ellos, desde luego, tampoco podían saberlo. El hábil abogado debe inventar alguna explicación. Ahora estamos en tus manos, bra. Fue el abogado quien le contó que la autopsia confirmaba que Cari, Cari Jespersen, había muerto de un disparo en la cabeza. Así fue como llegó a creérselo. No vio sangrar a Cari. No había esperado a ver la consecuencia del gesto de coger el arma. Huyó, como había huido al jardín cuando tiró y rompió una lámpara en el dormitorio de su madre, cuando era pequeño. Si la pena de muerte tiene que cumplirse, quizá su cerebro deba destinarse a la investigación; quizá en él se encuentre alguna explicación que pueda ser útil. A la sociedad. Todo lo que puede hacer para los dos de la sala de visitas es confiar en que la sociedad no los someta a demasiada publicidad cuando empiece el juicio. Él tiene una posición destacada en el mundo de los negocios que lo convierte en objetivo interesante para determinados periodistas, ella tiene una posición que la convierte en objetivo en el sector de buenas obras para la humanidad; a la gente le gustará ver lo que los fotógrafos de prensa pueden mostrar de unas personas de buena posición cuyo hijo ha hecho lo que él nunca podría hacer. Aunque quizá el proceso pase inadvertido, qué es un asesinato de interior (en el terreno familiar de las zonas residenciales), o una oscura pelea de enamorados, qué son unos celos domésticos, o algo así, entre homosexuales, en comparación con la espectacular violencia pública gracias a la cual se pueden filmar o fotografiar personas muertas en las calles por el fuego cruzado de los nuevos comandos, contratados por taxistas y traficantes que han aprendido su táctica de los comandos estatales del antiguo régimen, con toda su gama de métodos para «eliminar de modo permanente» a sus adversarios políticos, que van desde hacerlos volar con su coche y un paquete bomba hasta acuchillar sus cuerpos una y otra vez para asegurarse de modo cruento de que las balas han hecho su trabajo.
Tal vez pudiera encontrarse algo en los lóbulos del cerebro que explicara cómo todos, todos ellos, él mismo, podían hacer esas cosas; seguir hiriendo, atacando y, como logro final, matar. Un arma doméstica. Si no hubiera estado allí, cómo podría defenderse uno, en esta ciudad, para no perder su equipo de música, su televisor y su ordenador, su reloj y sus anillos, para defenderse de ser amordazado, violado, acuchillado. Si no hubiera estado allí, el hombre del sofá no estaría bajo la tierra de la ciudad.
Era un niño feliz, ¿verdad? Claudia no tuvo que plantear a Harald esta pregunta. Claro que lo era. ¿Qué tenían que recordar, según había dicho el abogado, «de aquellas cosas que daban por concluidas y liquidadas»? Como si tuviera que haber algo escondido; de él; de ellos. Qué quiso Duncan de ellos. Qué necesitó de ellos.
¿Todavía tienes la carta?
En uno de esos archivadores del viejo armario que trajimos cuando nos mudamos. Pero sólo está la primera página.
Sí, él se acordaba; habían pensado en ello, era inevitable, en toda su confusión tras aquel viernes por la tarde. «Ha sucedido algo terrible», escribió el niño. Habían discutido a cuál de los dos correspondía decir a su hijo «estaremos siempre contigo. Siempre».
Estaba pensando que podría interesarle a Hamilton. Pero supongo que no. La carta no traslucía ningún tipo de impresión especial, el chico parecía haber hecho frente bastante bien a lo que pudiera suponer para él la historia de ese niño que se había colgado. Fuimos nosotros quienes nos sentimos tan inquietos.
Que no lo escribiera claramente no quiere decir que no lo sintiera. Que no estuviera alterado, asustado.
Pero no pudo escribírnoslo. Sí. Por qué.
Los niños no dicen las cosas abiertamente. Ofrecen una versión u otra que los mayores deben interpretar. Lo veo cuando intento diagnosticar a un niño.
Él alzó la cabeza y su mirada vagó por la habitación, negando, buscando. Uno de ellos —Claudia, él, qué tonta discusión habían tenido por intentar justificarse—, los dos, habían establecido un compromiso con el chico. No hay nada que no puedas decirnos. Nada. Pero no había sido capaz de contarles nada de lo que lo condujo hacia ese viernes por la tarde, cuando le sucedió algo terrible. No les había contado que quería a un hombre, o que, por lo menos, lo deseaba, que estaba explorando esa emoción, aunque le habían enseñado a expresar sus emociones, qué tontería eso de que los niños no lloran. No les había contado que había sacado a una chica del agua, que vivía con ella en conflicto con su deseo de morir. Les presentaba mujeres jóvenes y tomaban una copa en la terraza del adosado; una hora de charla sobre los acon-tecimientos públicos de la ciudad, las vacaciones, tal vez la política, un intercambio de anécdotas y risas, de opiniones sobre un libro que él y su padre habían leído, y no siempre volvían a ver a la mujer. Esta, con la que parecía tener una relación permanente, no la habían visto mucho; él iba a verlos solo, uno está siempre en casa para su hijo, y se quedaba a comer con ellos. Entonces se daba una vieja forma de intimi-dad, lo que podría llamarse un reconocimiento entre los tres; hablaban, en esta intimidad, de asuntos de familia, de sus experiencias en los distintos mundos de sus trabajos, él decía a su madre que le preocupaba que trabajara hasta tan tarde, y discutía con su padre la posibilidad de escindirse de la empresa para la que trabajaba y empezar a ejercer su carrera de modo más acorde con sus criterios estéticos. En una ocasión, Harald le preguntó: Estás enamorado de esa chica, y él pareció aceptar la afirmación procedente del exterior.
—Creo que sí.
Pero admitir eso era decir que el amor era un asunto complicado; había dificultades. Harald, Claudia, tenían que haberse dado cuenta. Pero ahí estaba la libertad, su derecho a su propia intimidad: su forma de amor por él.
El compromiso no tenía ningún valor.
Había sido el compromiso más importante de su vida. Sin él, todas las personas cuya vejez Claudia aliviaba, y los hombres, mujeres y niños cuyas heridas de diverso tipo cuidaba, no eran nada, y sin él, todo el amor a Dios de Harald no era nada. Y si él hubiera podido —no, hubiera querido— acudir a ellos, ¿habrían sido capaces de detener a tiempo lo que había sucedido? ¿En qué momento, en el desorden que estaba apoderándose de su vida, habría sido posible? ¿Cuando, cuál fue el punto a partir del cual ya no había retorno posible? Cuando la chica fue resucitada —la forma básica de decir «salvada»—, ¿podría haber sido prevenido, protegido, de su deseo de «salvarla» en el sentido último, reconciliarla con la vida, si resultaba obvio que la autodestrucción era la dinamo de ella, la energía misma que lo atraía hacia ella?
O había un punto anterior a la chica. Pensaron —todo esto iba saliendo a la superficie y hablaban de ello con frecuencia— en el episodio homosexual. Si es que era eso: un episodio. ¿Se trataba de algo que podía haber sido detenido? ¿Podía verse, diagnosticarse, como el principio de una desintegración de la personalidad? ¡Y acaso no era el suyo un juicio típicamente heterosexual, que consideraba la homose-xualidad como una «desintegración»! Si les hubiera hablado de esa atracción, quién sabe si habría sido lo correcto aconsejarle en un tono mundano, sugerirle que sólo estaba bajo la influencia del ambiente de aquella casa, de una moda, de la seducción de un vínculo afectivo entre hombres en un período —su acceso a la edad adulta— y en un lugar donde los grupos sociales se encontraban en transición. En esa casa, como decía el dicho, no había problemas entre blancos y negros: en la cama todos somos hermanos.
Pudo ser eso.
Sin embargo, más tarde, Harald pensó en todo eso solo, por la noche, y volvió a la cama, donde la encontró despierta. Quizá si hubiéramos tenido una oportunidad, si hubiera podido acudir a nosotros en ese momento, habría sido un error ver el asunto con Jespersen como un episodio. Quizá, para él, suponía estabilidad.
Te refieres a la vida en la casa. De aquella manera.
Sí. Exceptuando a la chica: eso fue un intento para convertirse en algo que no es. Una persona como nosotros. No sé qué se siente cuando uno desea hacer el amor con un hombre. No sé si habría deseado huir de mí mismo. Cuando uno procede de un medio como el nuestro. Quizá debería haberse quedado con los hombres. Si eso era lo suyo. Si no con Jespersen, podría haber alguien más, y habrían tenido en la casita una vida juntos mejor que el lío sórdido en el que se metió con una mujer.
Ella se incorporó y se levantó de la cama de ambos.
¿Qué haces?
En la ventana, apartó las cortinas, la noche era negra y brillante, como carbón húmedo, y un avión de camino al aeropuerto llevaba consigo su propia constelación de luces de aterrizaje entre las estrellas. El mundo era testigo. ¿Crees que eso es lo que habría querido de nosotros?
Vuelve a la cama.
Lo que descubrían en el otro los había acercado, uniéndolos como no lo estaban desde que se conocieron, cuando eran jóvenes y se adentraban en la novedad de la peligrosa intimidad humana.
El Tribunal Constitucional está deliberando sobre el veredicto y Harald y Claudia no tienen información sobre cuánto tiempo puede durar eso.
Para ellos, su hijo ya ha sido sometido a juicio —ese juicio en un tribunal distinto de aquel ante el que tendrá que comparecer— y está esperando un Juicio Final por encima de cualquier otro que pueda estar dentro de la jurisdicción que se impondrá cuando se vea su propio caso. Motsamai se muestra comprensivo y condescendiente, y les reitera su seguridad.
—Ya sé que no me creéis. Ejeee... Ya sé lo que pensáis: ¿qué puedo saber yo si la cuestión ha sido discutida ante la más alta autoridad que tenemos, si exceptuamos al presidente del país y a Dios mismo, y si los jueces no han sido capaces de llegar a una conclusión? Pero pueden tardar semanas. Mi preocupación por mi cliente no abarca ningún temor sobre el resultado. La conclusión supondrá el fin de la pena de muerte. Me preocupa demostrar sin ninguna duda que este joven se vio arrastrado por las circunstancias a actuar de modo totalmente contrario a su naturaleza. ¡Esa mujer y el individuo que, en otra ocasión, fue algo más que amigo suyo, lo traicionaron hasta volverlo loco!
Había más gente en un momento difícil esperando ser recibida por él. Los acompañó hasta la puerta del bufete.
—Bien, quiero que conozcáis a mi mujer y a mi hijo: hemos pedido plaza para él en la facultad de medicina, no sé si vale para eso, ¿podrías darnos algún consejo, Claudia? ¿Qué os parece este viernes por la noche? Espero que la cena sea buena. Yo vendré del Tribunal de Apelación de Bloemfontein, así que podemos quedar hacia las ocho y media, más o menos.
El aplomo quitaba importancia con amabilidad a lo delicado de su situación; él sabía por lo que estaban pasando; seguramente, cada vez veían menos a sus amigos, cuyos rostros comprensivos sólo servían para alejarlos de aquello en lo que se basaba la vieja amistad, ahora que ya no compartían circunstancias. No siempre era necesario o deseable mantener la relación con los clientes en un plano de formalidad. Ocuparse de un caso implica afirmar la confianza en los sentimientos humanos, una especie de toma y daca con la familia de la vida que hay que defender, incluso mientras se mantiene la objetividad profesional. Aquella pareja blanca no tenía la resistencia que los negros han adquirido durante generaciones padeciendo dificultades por la naturaleza de su piel. Sabe cómo manejar a esos dos: tendrán la sensación de que pueden hacer algo por él porque les ha pedido consejo para la carrera de un hijo ambicioso.
Cuando están en la sala de visitas, ninguno de los dos deja traslucir su preocupación por las desconocidas deliberaciones del Tribunal Constitucional. No es la primera vez que tienen que actuar con tacto; hay tantos temas y reacciones que resulta inadecuado exhibir ante alguien que vive de modo inimaginable, a quien ves sólo durante media hora entre dos vigilantes. El preso es un desconocido al que no debe enfrentarse con lo que sólo puede tratarse desde la familiaridad de la libertad. Sin duda, Duncan sabe cuál es el tema que trata el Tribunal Constitucional en su primera sesión; tiene acceso a los periódicos, pero —también por tacto, todos han de poner de su parte si quieren hacer posibles esas visitas— tampoco habla de ello. O quizá es porque ni siquiera pueden empezar a comprender lo que deben de haber significado para él las actuaciones de ese Tribunal mientras seguía las noticias. Un hombre que se declara culpable, ¿está declarándose dispuesto a morir? ¿O se ve ya, como sólo él puede hacerlo, en las celdas de los condenados a muerte, junto con Makwanyane y Mchunu, afirmando su derecho a la vida, al margen de lo que haya hecho?
En lugar de hablar de esto, le preguntan si puede trabajar en los planos que está dibujando, y dice que sí, que sí, el trabajo va bastante bien.
—Es impresionante que lo hagas. —Harald está admirado; ésta es una forma de estímulo admisible.
—El único problema es que no puedo comentar las dificultades que surgen. Con los del estudio, como hacemos normalmente. De manera que el trabajo será sólo mío... a lo mejor de un modo un poco excéntrico, quién sabe.
—Quizá alguien de la empresa podría venir para comentarlo contigo. Por qué no. —Harald está dispuesto a pedir a los jefes que lo hagan (si su joven colega, Verster, hubiera sido la persona adecuada, seguramente Duncan lo habría mencionado); la cárcel no es una enfermedad, no hay nada infeccioso que uno deba evitar en esa sala de visitas.
—No merece la pena. Cuando termine el plano de borrador, Motsamai se lo llevará y alguien lo mirará.
Lo que dice, en realidad, es que entiende que si el Juicio Final va a decantarse a su favor y a garantizar que su vida no termina ahora, todavía tiene que soportarla: volver al tablero de dibujo. Pero lo que significa para él, que sacrificó una vida ordenada para entregarse al caos, no puede expresarse.
Cuando se retiran por los pasillos tras las nalgas del vigilante habitual, Claudia —y tal vez también Harald— siente envidia de una mujer que sigue su mismo camino y que, humildemente, intenta esconder el rostro en una bufanda mientras rebuzna, como una bestia de carga, entre lágrimas.
Claudia consideró que no podían rechazar la invitación. Esos días preferían estar en casa juntos. Estaban mejor así.
Hacía poco, Harald había comprado entradas para un concierto de música de cámara, con César Frank en el programa, su compositor favorito, pero los senderos que toma la música son tan vitales, a diferencia de las percepciones que entretienen en una película o en una obra de teatro, que ésta contribuyó a aislarlos todavía más.
Motsamai lo hace con buena intención. Harald estaba familiarizado con la combinación de interés profesional y cierto aprecio personal que inspiraba este tipo de invitaciones.
Harald y Claudia no habían estado nunca en la casa de un negro. Este tipo de gesto —por ambas partes: la invitación del hombre negro, la aceptación del blanco— era propio de los círculos de izquierdas a los que ellos no habían pertenecido durante el antiguo régimen, y de los círculos formados a toda prisa de nuevos liberales, sobre cuya conversión eran escépticos. Si, en el pasado, no habían tenido valor para actuar contra los horrores diarios, como hacía la izquierda yendo más allá de las invitaciones a cenar, arriesgando sus profesiones y sus vidas, por lo menos no disimulaban esta carencia (de agallas: Harald lo reconoció, igual que ahora reconocía otras tibias opciones morales que había tomado) cenando y bebiendo. Compañeros negros en la junta directiva; bueno, ya no se contentaban con ser nombres en un membrete; ahora planteaban temas e influían en las decisiones, ¿tenía alguna importancia que lo reconociera? Y Claudia —ella tenía un conocimiento muy distinto al suyo, una familiaridad con el contacto y el roce con la carne de los negros, la conciencia de que era como la suya, lo había sabido siempre— constituía una acusación por todo lo que ella no había llegado a hacer, en otro tiempo, aunque ahora representaba una baza a su favor; Claudia no necesitaba el gesto de pasar la sal sobre la mesa.
La dirección que aparecía en la tarjeta que les dio la secretaria de Motsamai se encontraba en una zona residencial de las afueras construida en los años treinta y cuarenta por hombres de negocios blancos pertenecientes a la segunda generación con dinero. Sus padres habían inmigrado en los años en que la minería del oro estaba pasando de los cedazos de los aventureros a convertirse en una industria que producía beneficios a sus accionistas y creaba una ciudad de consumidores; había vendedores ambulantes y tenderos —que se convirtieron en procesadores de maíz, sin el cual no podían subsistir los millones de negros que habían perdido las tierras donde cultivaban su alimento—, fabricantes de materiales de construcción, ropa, muebles, importadores de tabaco, radios, joyas, alfombras. Sus educados hijos contaron con los medios que les facilitaba el éxito de sus padres para permitirse la construcción de casas que consideraron capaces de expresar la distinción de la riqueza rancia: moradas como las que sus padres tal vez vieron desde sus cottages e isbas en otros países: las mansiones de los condes, las casas solariegas de los caballeros. Los arquitectos que contrataron interpretaron estas ideas de acuerdo con su propio concepto del prestigio y la fortuna, con las columnas de las casas de las plantaciones del Sur de Estados Unidos y los sólidos balcones adornados desde los que los fascistas italianos de la época lanzaban sus discursos. En los jardines, lo habitual eran las piscinas y pistas de tenis.
Algunas de las fortunas habían declinado, de modo que parte de las tierras se habían vendido, algunos de los hijos habían emigrado, a su vez, a Canadá o a Australia. Algunos nietos habían reaccionado contra el materialismo, tal como pueden permitirse los miembros de la tercera generación, y habían abandonado las zonas residenciales para vivir y trabajar de acuerdo con una conciencia social. Se produjo un intervalo durante el cual las casas resultaron inadecuadas para el gusto de los tiempos; se consideraban reliquias del nuevo rico, mientras que el dinero fresco se mostraba partidario de las fincas en el campo con establos, fuera de la ciudad; las casas se demolerían y la zona se convertiría en el emplazamiento de los complejos de las compañías multinacionales.
Sin embargo, parecía como si fuera a salvarla la inesperada solución ofrecida por el fin de la segregación racial. Llegó una nueva generación de dinero todavía más fresco, y ésos no eran inmigrantes de otro país. Eran los que siempre habían estado allí, pero se limitaban a mirar las columnas y balcones desde las casuchas y los distritos segregados en los que estaban confinados. Motsamai había comprado una de esas casas. Admirara o no esa arquitectura (los padres no tenían el criterio de sus hijos para juzgar el gusto de la gente), proporcionaba un espacio confortable para un hombre de éxito y su familia, y contaba ahora con el equipamiento habitual: portones controlados eléctricamente para defender su seguridad contra los que seguían viviendo en barrios segregados y campamentos ocupados.
La charla entusiasta del televisor formaba parte de la compañía, sus niveles de brillo cambiantes eran otro rostro entre los suyos. Estaban reunidos en una zona, como reacción natural a las enormes dimensiones del salón donde se agrupaban islas de sillones y frágiles mesillas. Hamilton Motsamai se había quitado la americana, de la misma manera que se había despojado del personaje desempeñado durante todo el día, yendo y viniendo de defender a alguien en el Tribunal de Apelación en Bloemfontein.
—¡Estás en tu casa, Harald!
Un mueble bar, que debía de formar parte del equipo original de la casa, estaba lleno de las mejores marcas; un hombre joven, que parecía menudo en comparación con la firme vivacidad de su padre, fue animado a ofrecer bebidas, entre una presentación y otra a los distintos invitados: un cuñado, la hermana de alguien, el amigo de otro; no estaba claro si todos ellos eran invitados o más o menos vivían en la casa. Motsamai pasó a su lengua materna para regañar, con tono de enfado, a varios jóvenes que estaban tendidos boca abajo sobre la alfombra, agitando las piernas con regocijo ante el grupo de pop que actuaba en la televisión, y no se habían levantado para saludar a los invitados.
La esposa y una hija —tantas presentaciones simultáneas— habían entrado con cuencos llenos de patatas fritas y cacahuetes. La esposa de Motsamai era una mujer de una belleza pasada de moda, de pecho amplio y cabello estirado y vuelto a rizar siguiendo la costumbre de las matronas europeas, pero la hija era alta y esbelta y, en ella, el antiguo y obligado énfasis que la naturaleza ponía en la fuente de alimentación, los pechos, se había atenuado conviniéndolos en algo insignificante bajo ropas anchas; llevaba los largos cabellos a lo rasta, recogidos como un perfil de Nefertiti, los sabios ojos de su padre emergían en una afirmación almendrada bajo unos párpados maquillados, y la delicada prominencia de la mandíbula señalaba rechazo a todo lo que habría determinado su vida en otros tiempos.
La mujer de Motsamai —Lenali, eso es— estaba molesta por la conducta de los niños.
—No importa, están divirtiéndose, no los interrumpamos.
¿No tenía ella, Claudia —oh, hacía tanto tiempo—, la misma reacción parental cuando su propio hijo hacía caso omiso de las aburridas convenciones del mundo adulto?
—Estos niños son tremendos, te lo aseguro. No sé qué aprenden en el colegio. No respetan nada. Si has tenido un chico, seguro que ya sabes lo que es: la madre no puede hacer nada con ellos y el padre... bueno, tiene cosas importantes en que pensar, ¿verdad? ¡Siempre es así! ¡Hamilton se limita a quejarse! ¡No sé si también a ti te trastornaba!
Esta mujer no sabe lo que le ha pasado al chico que «trastornaba a Claudia»; o, tal vez, si sabe algo (seguro que Hamilton le ha contado algo sobre la historia de los clientes que ha traído a casa), no llama la atención sobre sus dificultades al fingir que su hijo no existe, que lo que dice que ha hecho ha anulado todo lo que fue, tal como los viejos amigos se sienten obligados a hacer. Esa noche, allí, Duncan no es un tema tabú.
—Yo pensaba que era así porque el nuestro es hijo único y estaba demasiado con gente mayor: lo demostraba de la única manera que podía, haciendo caso omiso de ellos. No quería besar a las tías que le daban palmaditas en la cabeza y le preguntaban qué quería ser cuando fuera mayor... desaparecía en su habitación.
—¡Oh!, yo encuentro que la adolescencia es la fase peor. En nuestra cultura, por ejemplo, no hay que dar besos a las tías, pero debes saludarlas de la manera adecuada, como se ha hecho siempre.
Harald hablaba con otros y lo oyó: Claudia reía mientras hablaba de Duncan.
—¿También te dedicas a esto del derecho, con Hamilton? —Dicho por el cuñado, o quizá por otro pariente.
—No, no, a los seguros.
—También es buena cosa. Uno paga, paga durante toda su vida y, si vives mucho tiempo antes de morirte, los del seguro reciben más dinero tuyo del que te van a dar, a que sí.
Gran carcajada, cabeza echada hacia atrás.
—Ésa es la ley del rendimiento decreciente.
En la vida social que Harald había conocido hasta la fecha no era posible que esa diversidad de niveles de educación y sofisticación convivieran cómodamente en una reunión; en ella, si uno tenía un cuñado embalador de carne en un carnicero mayorista (fue el primero en anunciar su profesión), no lo invitaba cuando esperaba conseguir un buen ambiente con un cliente que era directivo de una empresa y un catedrático de universidad, presentado como el profesor Seakhoa, que había corregido con ironía y sequedad una broma ingenua. Hamilton colocó una mano en cada hombro, el de Harald y el del embalador de carne.
—Beki, mi amigo no va de puerta en puerta vendiendo pólizas de entierro, es un directivo que se sienta en el piso decimoquinto de una de esas empresas donde se negocian bonos para industrias y viviendas situadas a ras de suelo, grandes urbanizaciones.
—Bueno, ése debe de ser un oficio todavía mejor, neee... Más pasta. Porque el Gobierno tiene que pagar.
Nuevos rostros aparecieron en la habitación debido al movimiento de entrada y salida. Varios jóvenes amigos de los adolescentes, cuyas voces estaban en el registro más agudo. El profesor, cuya barriga se bamboleaba en señal de aprecio ante su propio ingenio, se volvió para tomarles el pelo. Claudia —dónde estaba Claudia—, Harald tenía las antenas extendidas para buscarla: estaba hablando con el hijo, sin duda, sobre las posibilidades de dedicarse a la medicina, el chico había sido capturado por su padre y entregado a ella. Entrevió el rostro de su esposa, quien se distraía un momento ante el ofrecimiento de samoosas: la expresión de Claudia, con su generoso ceño lleno de energía; probablemente, dispuesta a sugerir al chico que fuera a su consulta, se pusiera una bata blanca, le echara una mano cuando fuera necesario y comprobara por sí mismo lo que podía significar la práctica de la medicina al servicio de la gente y del país. Ella se rió de nuevo, aparentemente como muestra de aliento ante algo que decía el muchacho.
Un anciano diminuto, de piel más clara, que ya había olfateado unos alimentos sustanciosos, estaba sentado con un plato colmado sobre sus rodillas, comiendo un muslo de pollo con la cautela de un gato que lo ha robado de la mesa. Todos se encaminaron paseando, hablando, chocando amigablemente, hacia la otra habitación, casi tan grande como la que habían dejado, donde habían dispuesto carne, pollo y patatas, putu y ensaladas, tazones de postre decorados con volutas de nata batida. Harald se dirigió hacia ella.
—No esperábamos una fiesta.
Ella se limitó a sonreír, como si todavía estuviera hablando con otro invitado.
—¡Oh!, tampoco es eso. Así se reúne la familia durante el fin de semana.
Harald tenía la curiosa sensación de que ella quería alejarse de él, mezclarse con otros que escogían su comida, con aquellos individuos que a ella le eran ajenos, no sólo aquella noche, sino también durante toda su vida, al margen de los encuentros profesionales en los que diseccionaba la esencia de ellos en fragmentos del cuerpo humano. Allí, entre vidas estrechamente mezcladas que no tenían relación con la de ella ni con la de él —incluso la conexión establecida con Hamilton en su bufete se había cortado al entrar en su vida privada—, si ella se perdía entre los demás, se escapaba de lo que los mantenía atados más estrechamente que el amor, que el matrimonio: una bolsa atada sobre sus cabezas que les impedía respirar otro aire que no fuera el de algo terrible que sucedió un viernes por la tarde. Se oía el siseo de las latas de cerveza al abrirse, pero Hamilton, que había llenado varias veces los vasos de sus clientes con gin tonic, sacó vino. Vaso en mano, daba vueltas ofreciendo una botella tras otra; Harald no se negó a mezclar bebidas, como hacía habitualmente: cualquier cosa que mantuviera el nivel de ecuanimidad alcanzado le servía. Un hombre, sosteniendo su plato de comida en cuidadoso equilibrio ante él, se le acercó bailando con un intricado juego de piernas, como si fuera un regalo; no la comida, sino su tácita invitación a compartir: la velada, la compañía, los consuelos a corto plazo. Un hombre que había oído por casualidad que Harald tenía relación profesional con la concesión de créditos, buscaba la oportunidad de acorralarlo en busca de consejo, sin interrupciones molestas de los demás.
—No hay nada que hacer; sin una garantía, no puedes conseguir la cantidad de dinero con la que sueñas. Pregúntaselo. Pregúntaselo. ¿Tengo razón? Si quieres construirte una casita en algún sitio, eso es distinto, entonces vas a una de las oficinas del Gobierno, crédito vivienda a comosellame, y te dan un dinerito para ladrillos y ventanas.
—¡Un casino! Y de dónde sacarás el permiso para eso...
—¡Oh!, el permiso no es nada. ¿No conoces las leyes que van a salir sobre el juego? Lo conseguirá. Pero si encuentra la finca, el trozo de tierra, donde quizá haya alguna construcción que quiera reformar, o quizá esté vacía, entonces empiezan los problemas. Espera, muchacho. Trabas. Trabas de la gente del vecindario, solicitudes al ayuntamiento de la ciudad: no sabes qué es lo que te pasa, pero puede alargarse interminablemente durante meses. Y no hay nada que hacer. Lo sé, lo sé. Libertad. Libertad para objetar, para poner trabas.
—Los blancos lo ven así: vive donde quieras, pero no a mi lado.
—Deja que él conteste, Matsepa.
—No tenemos capital. ¿Y que es eso de la «garantía», sino capital? Durante generaciones, no hemos tenido nunca la oportunidad de crear capital. Hoy es viernes: todos los viernes, la gente ha cogido su paga y de eso come hasta el siguiente día de paga. Se termina. Ni una moneda. La garantía es la propiedad, la buena posición, no sólo un trabajo. No pudimos tenerla, ni nuestros abuelos, ni tampoco nuestros padres, ¡y ahora se supone que, después de dos años de nuestro Gobierno, tenemos que tener esta garantía! ¡En dos años!
—Pero deja que Matsepa le pregunte, muchacho.
—¿De dónde saca la gente la garantía para los créditos que da su compañía?
—Mire, el camino que hay que seguir es el consorcio. Así es como se hace. Si se trata de proyectos importantes que requieren fondos para el desarrollo, claro está. —Harald oye su vocabulario de sala de juntas en su propia voz, que surge como si hubieran tocado accidentalmente un control remoto: ¿quién habla tan pomposamente?—. Lo importante es el individuo que tiene la visión... la idea... proyecto... encontrar otros que participen... hay que estudiarlo... el proyecto exige... criterios establecidos por nuestra cooperación con el Consejo Nacional para el Desarrollo... Viable económicamente... beneficio a la población... empleo... producción de bienes... El hombre de grandes ideas que tiene los bolsillos vacíos ha de unirse con gentes cuya posición sea digna de confianza...
Le escuchaba un hombre joven, un hijo que, acostado en una celda, miraba una ventana con barrotes.
—Entonces, ¿debo buscar a otro doctor Motlana o Don Ncube?
—Muchacho, ellos tienen ya todas las ideas, no te necesitan, Matsepa.
—De todos modos, pasaré a verle, señor... Lindgard, ¿de acuerdo? Me pondré en contacto con su secretaria, que me llame ella cuando usted tenga un momento libre: me muevo mucho pero, por lo menos, tengo un teléfono móvil, ésa es mi garantía.
Hamilton se acercó.
—Señores, nada de consultas gratis. Estamos aquí para descansar. Así es mi gente, Harald... En la ciudad, no puedo bajar del coche sin que alguien me corte el paso y quiera saber qué debe hacer en relación con cierta tienda que les ha embargado los muebles o con su mujer que se ha escapado con los ahorros.
El vecino de Harald le habló al oído, debido al volumen de las risas y la música.
—Pero no sabe cómo se ocupa de los problemas de todos, no los olvida. Le digo la verdad. Aunque ahora sea un hombre importante. Ayuda a muchos que no le pagan. Nos criamos juntos en Alex.
El catedrático sostenía el codo de la bella hija de Motsamai.
—¿Conoce usted a esta sobrina mía llamada Motshiditsi?
Ella se rió como con resignada indulgencia.
—Ntate, quién puede pronunciar este trabalenguas. Me llamo Tshidi, con eso basta. Pero el señor Lindgard y yo ya nos conocemos.
—Es mi protegida. Vi sus posibilidades cuando era así de pequeña y planteaba preguntas que nosotros, los distinguidos sabios de la familia, no podíamos responder.
Harald dice lo que se espera de él.
—Y ella ha cumplido sus expectativas.
—Bien, le diré que empezó inteligentemente al nacer en el momento adecuado y crecer en el momento oportuno. ¡Éste es el factor aleatorio que más cuenta para nosotros! Su padre y yo pertenecemos a la generación que se educó en la escuela de misioneros de St. Peter, ni más ni menos... y en la universidad de Fort Haré. De manera que estuvimos preparados, incluso por delante de nuestro tiempo, para ocupar nuestro lugar llegado el momento en la nueva Sudáfrica que nos necesita. Después llegó la generación sometida al sistema que eufemísticamente se llamó «educación bantú». Fueron preparados para ser recaderos, limpiadores y niñeras. La generación de ella fue la siguiente: algunos de ellos han podido ser admitidos en escuelas privadas, universidades, han estudiado en ultramar; terminaron una auténtica carrera en el momento adecuado para empezar a planear, administrar nuestro país. Ésa es la historia. Va a eclipsar a su propio padre.
—Eres también abogado.
—Soy economista agrónomo del Land Bank.
—Oh, qué interesante... hay unas cuantas cosas que no tengo claras en el proceso de concesión de créditos para la vivienda, aunque nosotros trabajamos en temas urbanos, claro, pero, en principio, deben de plantearse los mismos problemas en la transformación que supongo que se estará produciendo en el banco.
Esa joven está demasiado segura de sí misma como para sentir la necesidad de que él reconozca más abiertamente su competencia para contestar; Harald ha pasado la prueba, se ha colocado en el lugar del receptor en su diálogo.
—En principio, sí. Pero el sector agrícola no sólo estaba integrado en el sistema financiero a través de las estructuras de comercialización del apartheid, la Compañía del Maíz y otras (de hecho, en muchos sentidos podía permitirse ser independiente de él); también estaba allí el Land Bank, esencialmente como un recurso político para financiar a los campesinos blancos. El Gobierno, a través del banco, propor-cionaba préstamos que no confiaba en recobrar. Se esperaba que la comunidad agrícola, blanca por definición (porque los negros no tenían acceso a la propiedad de la tierra, ni siquiera aparecían en los datos estadísticos), pagara en forma de lealtad política en lo que era un importante distrito electoral.
—Y ahora todo esto está cambiando.
—¡Cambiando!
—¿Qué te parece que va a pasar?
Durante un momento, sólo le dedica parte de su atención: su mirada se ha cruzado con la de alguien, en el otro extremo de la habitación, y le hace una señal discreta con una mano de uñas rojas, graciosa como un ala.
—Está en marcha. Nuevos criterios para conseguir préstamos. Pequeñas subvenciones para ampliar la base del sector en lugar de enormes subvenciones a unos pocos: a los que no tienen que preocuparse si sus cosechas crecen o no. El Land Bank puede sacar de apuros a todo el mundo.
—¿No habrá más compensaciones automáticas si la cosecha se pierde?
—¿Se pierde? Eso quiere decir que se ha hecho mal.
—¿Y los desastres naturales? ¿Inundaciones, sequías?
—Ah, las pérdidas pueden compensarse, no recompensarse. —Se ríe con él de su propia brusquedad.
—Perdone, alguien me llama. Tenemos que hablar en otra ocasión de estas cosas, señor Lindgard. En relación con el tema de la vivienda...
Tiene la misma seductora capacidad de su padre de transmitir calor en un instante: la copita de coñac.
Los hijos de Motsamai: por fin también tienen profesiones; economistas, futuros médicos, abogados y arquitectos, Dios sabe qué cosas, hay otros hijos suyos en la habitación. El que sus abuelos y sus padres hayan sobrevivido a tantas cosas, ¿significa que están a salvo? Ésos no se meterán en situaciones terribles.
¿Dónde estaba Claudia?
Claudia estaba bailando. Alguien había sustituido el rock y el rap de los chicos por música de los años sesenta, con lo que el ritmo de la habitación había cambiado, y Harald seguía los olvidados giros y pausas familiares del cuerpo de Claudia, los diestros ángulos de sus pies en respuesta a los de su compañero, como si los brazos, caderas y pies del hombre fueran los de Harald. Dónde está el pasado. Borrado por el presente; puede borrar el presente. ¿Qué era lo que había llevado a Claudia a sumarse a los bailarines? ¿Era aquella mujer pesada, abatida, que había estado sentada sola y ahora bailaba sin compañía, serena, pisando fuerte, con las piernas hinchadas, para deshacerse del peso de sus penas? ¿O era la música, que era el pulso del metrónomo de sus días de estudiante, cuando, con excitación y fanfarronería, alardeaba ante sus amigas de estar embarazada, cuando hacían el amor felices e inconscientes, eludiendo toda precaución que una joven y sabihonda estudiante de medicina debía conocer? O serían las libaciones ofrecidas por Hamilton. O todo a la vez. Claudia bailaba con un hombre cuyas experiencias en la vida eran totalmente distintas excepto en un aspecto: la música de los sesenta, la expresión de ésta a través del cuerpo y los pies; no importaba si él había ejecutado sus rituales en bares y patios ilegales mientras ella los seguía en los bailes de estudiantes: asumían la forma de afirmación de la vida que escondía cada uno. En aquella espontánea dispersión, los bailarines zigzagueaban con la inconsciente volición de los átomos; ella desaparecía y reaparecía con su pareja —o era otro hombre— y, cuando pasó cerca de él, levantó la mano en un pequeño revoloteo a modo de saludo. Cuando volvían a casa en el coche, él no dijo por qué no has bailado conmigo, aunque interiormente se lo preguntaba. Sólo habría tenido que acercarse y cogerle la mano; el cuerpo de Harald también conocía aquella música que —a diferencia de César Frank— no incidía en lugares inoportunos. Entre ellos surgían esporádicas observaciones —las conexiones de la familia de Hamilton: ¿quién era aquél?—, impresiones sobre la casa, a quién habría pertenecido originalmente; rieron al imaginar lo que pensarían los primeros propietarios al ver cómo había ido a parar fuera de su dinastía. En casa, se despojaron de la ropa y se durmieron en mitad de una frase.
Por la mañana, Claudia se plantó, vestida, en el umbral.
—Sabes que anoche me emborraché.
—Ya me di cuenta. Dios bendiga a Hamilton.
Lo que, dicho por Harald, debía interpretarse de modo literal.
Después de que, en dos ocasiones, la chica no se presentara en el día fijado, el abogado Motsamai hizo que su secretaria llamara para establecer una tercera cita, cogió el teléfono y dejó claro a la señorita Natalie James que era esperada sin falta. En esta ocasión acudió y se sentó en una de las butacas situadas delante del amplio y profundo foso del escritorio sin esperar a la formalidad de que él la invitara a hacerlo. Él leyó el mensaje: ella controlaba la situación. De acuerdo con sus gustos, no era guapa, pero entendía que sus modales rebeldes, que distanciaban y atraían al mismo tiempo —los ojos oscuros con vetas amarillas y la mirada precisa de las criaturas de presa, que clavan la vista en ti sin dignarse a verte—, resultaran muy seductores; la reacción masculina ante ellos era decir: «aquí estoy».
Ella estaba allí; en cambio, era él quien controlaba la situación en el bufete. Tenía sus notas delante de él. Volvió a tratar con ella los acontecimientos de la noche de un jueves de enero. Ella tenía la habilidad, infrecuente en su experiencia con los testigos, de repetir exactamente, palabra por palabra, las respuestas que había dado antes. No había intersticios que él pudiera aprovechar en el texto del testimonio que ella misma se había redactado. Ella y Duncan no se habían peleado: ese día no, aunque lo hacían con frecuencia.
—¿Así que no hubo una provocación especial que pudiera conducir a que usted tuviera ese tipo de conducta esa noche?
Ella hizo una pausa; los ligeros movimientos de la cabeza y el leve temblor de los labios componían un gesto de inocencia desconcertada. Sus reacciones, calculadas o no, contradecían de modo inexplicable sus palabras, como si hablara otra persona en su lugar.
—No hago lo que hago porque alguien me provoque.
Mientras continuaban así, durante el intercambio de las preguntas de él y las respuestas de ella, que él soportaba con la paciencia inquebrantable de su profesionalidad, seguro de que, al final, ella titubearía ante su ventaja, ella se limitó a cambiar de tema de conversación e hizo un comentario, como si se acordara de algo que quizás a él no le interesara.
—Por cierto, estoy embarazada.
Si esperaba alguna reacción repentina, se equivocaba. El abogado oculta toda la irritación y la rabia en los tribunales: una disciplina que le sirve para controlar la recepción de cualquier afirmación imprevista. Lo importante es la rapidez en decidir cómo usarla. Apoyó ligeramente la espalda en el respaldo de su butaca. Ejeee... Y se limitó a hacer otra pregunta.
—¿El niño es de Duncan?
Ella sonrió ante la acusación que implicaba la pregunta.
—Da lo mismo.
—Natalie... ¿por qué da lo mismo? —Intenta una aproximación paternal.
—Porque no podrán reclamarlo. Podría ser de esa noche. No me lo reclamarán.
—¿Qué quiere decir con eso de que no lo reclamarán?
—Podrían querer algo de él. Si le sucede algo terrible.
—La pena de muerte va a ser abolida, hija. Duncan irá a la cárcel y saldrá de ella. Seguro que a usted le importa de quién es el hijo que va a tener. Usted tiene que saberlo, ¿no? Usted lo sabe.
—Hicimos el amor, con Duncan, esa mañana, antes de ir al trabajo, en las mismas veinticuatro horas. Así que quién puede saberlo. No importa.
—¿No? ¿No le importa?
Oh, ahora es ella quien controla la situación, ella controla.
—Sí me importa; será mi hijo. Está claro de quién es: mío.
Fue tarea del abogado —todo era tarea suya, no era sorprendente que su esposa se lamentara de que prestaba poca atención en casa, en la bonita vivienda que les había dado— contar a su cliente y a los padres de éste lo que podría ser un nuevo elemento en su vida de personas que pasaban por un momento difícil.
Durante la siguiente media hora que los tres pasaron en la sala de visitas, Harald se refirió a ello como un hecho, sin mencionar las circunstancias contadas por la chica.
—Hamilton nos ha dicho que Natalie James está esperando un niño.
Duncan los miró amablemente, como si mirara algo desde muy lejos.
—Eso es bueno para ella.
La quieres.
Creo que sí.
Y ahora.
Cambia de tema.
Claudia está hablando con él de otras cosas, le está contando lo estupendo que es Sechaba Motsamai y tenerlo de ayudante en el hospital los miércoles. En esos últimos días antes del juicio, Claudia es capaz de sentirse cerca de su hijo, desea que llegue el momento de acudir a la sala de visitas, ahora han encontrado que la comunicación está allí, siempre ha estado allí, basta con que se vean mutuamente entre las barreras de lo indescriptible.
Harald oye sus voces y no sigue la conversación.
Creo que sí.
Él y Claudia nunca sabrán qué fue lo que sucedió. Qué le sucedió a su hijo.
Claudia quería ir a la sala de visitas el día antes de que empezara el juicio. Durante la mañana, Harald sale bruscamente de su despacho, pasa ante la minuciosa concentración de su secretaria frente al ordenador (lo sabe, lo sabe, la gente emana algo especial cuando va a ocuparse de sus problemas); en el ascensor de bajada, unos empleados cuyos nombres no recuerda, y ellos lo saben, saludan al miembro ejecutivo de la dirección como señal de lealtad hacia la empresa que les da de comer; en el aparcamiento del sótano del edificio, le saluda el vigilante de seguridad vestido con uniforme paramilitar, y llega sin ser anunciado al bufete. Hamilton Motsamai está reunido con otro cliente, pero cuando su secretaria —lo sabe, sabe que el juicio empieza mañana— le informa a través del intercomunicador, se excusa ante el cliente y sale a ver a Harald. Nadie lo necesita tanto como Harald; la mano de Motsamai está tendida; su boca, todavía abierta con las palabras que decía al salir de su despacho; el cambio de atención de un grupo a otro de personas en un momento difícil se ve en su cara, como un proyector que retira una diapositiva y deja caer otra. La cara de Motsamai se ha formado con esta sucesión; no importa el motivo por el que le paguen sus clientes, no importa a cuánto asciendan sus honorarios: todos dejan, como iniciales grabadas en la corteza viva de un árbol, su angustia tallada en la superficie de su expresión facial. La fuerza, la confianza y el orgullo de Motsamai llevan inscrita esa angustia como si fuera un palimpsesto. Él y Harald se dirigen a una antesala llena de archivadores y cajas. La lengua de Motsamai se mueve a lo largo de los dientes de su mandíbula inferior, haciendo sobresalir la membrana del labio, su pizca de barba se levanta mientras escucha a Harald: no, no.
—Será mucho mejor que os mantengáis alejados. Voy a verlo, estaré con él esta tarde. Está preparado, nada debe alterarlo. Su madre, no... sólo puede hacer que se ponga a pensar en cómo va a enfrentarse a vosotros mañana en el banquillo, otra vez. Estará bien. Está bien, está tranquilo.
Harald permanece sentado en el coche. La llave está en el contacto. Un mendigo despatarrado delante de una tienda pellizca media hogaza de pan y se mete el trozo en la boca. Los tenderos llaman a gritos a las dientas y discuten entre pirámides de tomates y cebollas. Unas hojas de col a la deriva se pudren en la alcantarilla; la vida pulula aquí y allá. La gente cruza el parabrisas al igual que la oscuridad gana terreno a la luz. ¿Tiene miedo Duncan, el día anterior al juicio?
Duncan no tiene miedo. Nada puede asustarlo más que aquel viernes por la tarde.
Hay una cara en la ventanilla. Es el rostro familiar, el rostro urbano de un chico de la calle: cuando ha llegado, Harald se ha olvidado de darle una limosna por haber silbado y gesticulado para indicarle que había una plaza de aparcamiento disponible. Baja la ventanilla. El chico tiene su botella de plástico para inhalar pegamento medio metida bajo el cuello de la chaqueta, su piel negra está amarillenta, como una planta enferma. Lo que le queda de su inteligencia se precipita sobre la moneda, su supervivencia estriba en distinguir de un vistazo si será suficiente.
Se me ha negado la exaltación de expresarlo todo con el rostro.
Me la han negado esos dos, unidos como perros en celo en el sofá. La exaltación, en eso consiste la violencia, la violencia callejera. La conozco, ahora formo parte de ella. Sé cómo viene a ti porque no te queda nada más.
Vuelve a mí durante las horas pasadas con los dos psiquiatras con sus cuidadosas expresiones de paciencia: qué difícil es para nosotros, los seres humanos, adoptar una expresión de la que esté ausente todo juicio de valor: es muestra de imbecilidad, o de arrogancia, algo sobrehumano: pero no podrán sacármelo. Comprender. Tampoco Motsamai. Ni el tribunal. Nadie.
Esa expresión. La expresión de él. Bra.
Sólo ella sabe por qué pude hacerlo. Ella lo hizo posible en mí.
La sala es un presente tan intenso que se convierte en eternidad; todo lo que ha pasado desde aquel viernes por la tarde se ha hecho uno, en ella; no hay nada concebible tras ella.
Hay muchos testigos. No en el estrado vacío de la sala, sino alrededor de Harald y Claudia. Un juicio por asesinato, fuera de la clase criminal habitual, con un hijo privilegiado de profesionales liberales acusado de asesinato, ha proporcionado a los periódicos del domingo una historia de «triángulo amoroso» que no sólo apela a la concupiscencia de los lectores, sino también a algunos prejuicios poco enterrados: el medio en que se movían es descrito como «una comuna», una casa donde negros y blancos, «homosexuales y normales», viven juntos, y han publicado fotografías conseguidas no se sabe cómo: unas grandes de Natalie James y la reproducción de otra, de grupo, tomada en un club nocturno por un fotógrafo ambulante, en la que aparece Cari Jespersen con Khulu. A su alrededor: los curiosos, capaces o no de identificar a los padres. Entre los susurros, roces y crujidos, no destacan entre los desconocidos; y, en cuanto a ellos mismos, comparten una única identidad, como nunca lo han hecho en años de matrimonio. Sólo existe esa sala, ese momento, esa existencia, madre/padre.
No todos los ocupantes de los asientos del público son voyeurs. Están los amigos de Duncan. Algunos amigos inesperados que no conocían; qué persona tan reservada era, con ellos, con sus padres. Una madre y una hija, ambas con mucho cabello, que parecen dos versiones distintas de la misma mujer con algunos años de diferencia. Judías, probablemente. Duncan tenía amigos judíos y negros, cosa que Harald y Claudia no tuvieron; había ido más lejos que ellos. Las dos mujeres se acercaron y se presentaron. La versión más joven decía: Para mí, es como si todo esto le estuviera sucediendo a mi hermano; pero la voz de la mayor se impuso sobre la suya, hablando en francés: Nous sommes tous créatures mélées d'amour et du mal. Tous.
Claudia les dio las gracias por acudir; siempre existe una fórmula adecuada para cada situación, se te ocurre de modo espontáneo.
Qué era eso.
Claudia buscó afanosamente en el francés aprendido en el colegio. Algo así como que somos una mezcla de amor y de mal, todos nosotros. No sé muy bien qué quería decir.
Pero Harald sí.
Otros se acercaban, estrechaban las manos de los padres, pero ninguno sabía qué decir, al contrario que la mujer extranjera, fuera quien fuera: una mensajera. Y el otro mensajero también estaba allí. Estaba de pie, afligido, sintiéndose culpable para siempre por haber sido quien llevó la noticia, una maldición que no podía tirar como si fuera un arma, por el camino, el anuncio de que aquel viernes por la tarde había sucedido algo terrible.
Ahora empezaba a representarse aquello para lo que Hamilton los había preparado. Duncan estaba en el estrado de la sala vestido con una camisa de rayas anchas, una corbata roja, pantalones grises y una de esas grandes americanas de lino que los jóvenes llevan ahora: lo más parecido al elegante traje de Motsamai que el abogado había conseguido que se pusiera; probablemente, Duncan no tenía traje. Un aspecto en consonancia con el mundo moral que ocupaban el juez y los asesores que éste había escogido, la madre y el padre del acusado prestaban mucha atención al traje y a lo que éste implicaba acerca del adusto hombre sentado en su trono. Un juez urbano, había dicho Hamilton en un tono que insinuaba sa-tisfacción. Allá arriba, el único rasgo distintivo del hombre vestido con una toga carmesí eran las orejas redondas despegadas de su cráneo en señal de alerta. ¿El tipo de vestimenta que Duncan había adoptado era aceptable para un juez mundano que no asociara los criterios morales con un traje? ¿Importaba lo que llevaba puesto un hombre cuando, al margen de lo que pudieran decir sus ropas sobre él, había matado? La voz de un funcionario —el ayudante del juez— confirma la identidad de Duncan en ese lugar y por ese motivo concreto.
—¿Es usted Duncan Peter Lindgard?
—Está usted acusado de haber cometido el asesinato de Cari Jespersen el 19 de enero de 1996. ¿Cómo se declara?
Igual que aquel viernes por la noche en el adosado, cuando el mensajero hizo su declaración, todo se ha detenido; sostenido por el perfil de Duncan, su presencia. Pero Hamilton Motsamai, abogado de la defensa, rompe el momento. Se ha levantado rápidamente.
—Señoría, en vista de la naturaleza de la defensa del acusado, ¿me permite declarar en nombre de mi cliente? Se declara no culpable. La naturaleza de la defensa, señoría, será evidente cuando proceda a interrogar al primer testigo de la acusación, cuya identidad mi distinguido colega en representación del Estado me ha comunicado.
El juez ha asentido con la cabeza.
Entre tanto, la gente se deslizaba sobre los bancos para que pudieran sentarse otros; si bien ahora todos han identificado a la pareja constituida por los padres del acusado y nadie los empuja en la hilera donde están sentados.
Aparece la chica; ella. Era la que estaba en el sofá con las bragas bajadas, la que podía ser vista: el otro está fuera de la vista de cualquiera, bajo tierra junto con todos los demás acuchillados, estrangulados o asesinados a tiros en la violencia de la ciudad, el camino de la muerte. Esa misma mañana, habían asesinado a tres más en una riña entre propietarios de taxis minibús en una parada situada a la vuelta de la esquina. Pero Duncan, cuando estaba a la espera de juicio, se había equivocado al pensar que lo que le había sucedido se perdería entre la violencia fortuita y no despertaría el interés del público. Son los asesinatos callejeros los que no interesan, ya son hechos cotidianos.
Allí está ella. Ella. Hay mujeres que tienen días malos y días buenos. Puede tener algo que ver con una serie de cosas: digestión, fase del ciclo biológico y el modo en que desean presentarse. Ella tenía un día bueno. Claudia no se sintió sorprendida ante el aspecto que presentaba; sabía, por su práctica médica, cómo las personalidades neuróticas disfrutan con la audiencia, cualquier audiencia, incluso aquella que puede imaginársela abierta de piernas en un sofá. Harald la vio por primera vez tal como Duncan debía de haberla visto siempre, en una imagen definitiva para él, incluso en sus días malos. La piel suave y bonita, tallada, en un giro de cincel sobre una estatua, hasta la curvatura del labio a cada lado de la boca. La frente rosada y alta bajo mechones de flequillo. Las perezosas, intensas pupilas de unos ojos cuyos extremos algo caídos, donde las densas pestañas se unían, adoptaban un disfraz de rechazo infantil. Las ropas que escondían e insinuaban su cuerpo, una recatada falda larga y suelta que se deslizó de un lado a otro sobre la división de sus nalgas cuando se dirigió al estrado de los testigos, una blusa de cosaco cuya amplitud sedosa caía de sus hombros de Modigliani hasta tocar las puntas de sus magros senos. No es una belleza pero maneja la belleza a su antojo. Y mirarla es ver que el diseño de su rostro puede transformarse en algo amenazador. En los días malos. Cuando entró en el estrado de la sala, resultó difícil saber si deseaba evitar el encuentro con Duncan; de repente —Harald lo vio —, desde el estrado, miró directamente a Duncan, quieta y concentrada; y Harald se preguntó si Duncan contestaría del modo previsto: Aquí estoy. Harald no podía verlo, no podía ver los ojos de Duncan y, tremendamente agitado, apenas supo cómo contener esa —supuesta— empatía masculina con su hijo.
Sintió animadversión hacia el fiscal en el mismo momento en que el hombre se puso en pie. Fue una sensación física que le recorrió la piel. El fiscal tenía las lúgubres cejas arqueadas y la boca amplia y elíptica de un cómico cuya cara también pudiera convertirse en el deslumbrante rostro de un samurai. Adoptando la versión atractiva de sus rasgos, dirigió el testimonio a su voluntad.
—¿Vivía usted en pareja con Duncan Lindgard?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo hacía que duraba esa relación?
—Alrededor de un año y medio.
—¿Eran felices?
Ella sonrió, frunció los labios e hizo un gesto extraño, única muestra de nerviosismo en ella: deslizó los dedos arqueados sobre su garganta, como si quisiera clavarse una garra.
—No mucho. Bueno, a veces. Unas veces sí y muchas otras no.
—¿Por qué la relación que ambos habían escogido no era feliz?
—Escoger... Yo no la escogí.
—¿Cómo es eso?
—Él era dueño de mi vida porque me llevó a un hospital.
—¿Podría usted explicar al tribunal lo que quiere decir con eso?
—Me habría ahogado y me habría muerto si no llega a ser por él.
—¿Fue a nadar y tuvo algún problema?
—Me metí en el mar.
—Con intención de ahogarse.
—Exactamente.
El público está electrizado ante esta lacónica y magnífica indiferencia hacia la preciosa posesión de la vida. Harald y Claudia advierten que la gente que los rodea se ha enamorado de esa chica, sus rostros, vueltos hacia ella, están capitulando: Aquí estoy.
—¿No se alegró de estar viva, después de todo?
—El quiso que yo lo estuviera. Eso era agradable.
—Entonces, ¿por qué usted no era feliz? ¿No estaba agradecida?
—Él quería que me alegrara a su manera, que olvidara el motivo por el que había tomado una decisión, todo aquello a lo que no había podido hacer frente, como si hubiera desaparecido. Como si hubiera salido de mis pulmones junto con el agua de mar, basta, una nueva Natalie. De acuerdo con un plan previsto. El es arquitecto, eso es lo único que sabe hacer: trazar planos, planear la vida de los demás de acuerdo con sus propias especificaciones. No las mías. Encontraba carreras profesionales para mí, incluso actitudes que debía tener. Nada era mío.
—¿Cuál fue su reacción?
—Quería distanciarme de él y volver a ser yo misma.
—Él la salvó y, a continuación, minó su personalidad, ¿no es así? ¿Minó su capacidad para volver a tener confianza en sí misma? ¿Por qué siguió conviviendo con él en la casita?
Cómo puede ser una mujer vulnerable, criatura de carne suave con esos ojos cuya forma no ha cambiado con el resto y han mantenido la inocencia de la infancia, y, al mismo tiempo, decir las cosas que dice.
—Yo pensaba... estaba fascinada... que si pudiera seguir viviendo así con él, eso sería lo peor que podría nunca sucederme. Lo probaría y, si podía sobrevivir... bueno, era como una especie de apuesta. He tenido tantos fracasos...
—De modo que estaba desesperada. Había intentado ya suicidarse y, una vez más, estaba desesperada.
—Supongo que podría decirse así.
—¿Él entendía su desesperación?
—Sí, claro. Por eso siempre estaba tratando de encontrar su solución para mí. Lo que nunca entendió, lo que no quiere entender es que yo no puedo utilizar las soluciones de otro, que me atan por el cuello como si fuera una cadena. Él sólo podía estrangularme.
—En este aspecto, que algunos podrían interpretar como bien intencionado, ¿diría usted que era posesivo? ¿Celoso?
—Posesivo... cada pensamiento mío, cada acto, por pequeño que fuera, lo analizaba minuciosamente, lo desmenuzaba.
—¿Estaba celoso de otros hombres? ¿Del interés que sentían por usted?
—Estaba celoso del aire que respiraba.
—¿Cómo eran sus relaciones con los hombres de la casa?
—Eran amigos de él y acabaron siéndolo también míos. Gracias a Dios que estaban ellos, porque no se tomaban la vida muy en serio, no eran como él y como yo, podíamos soltarnos el pelo y divertirnos juntos. Él me mantenía alejada de los amigos que pudiera tener yo por mi cuenta. Siempre eran personas poco adecuadas para mí, decía él. No valía la pena pelearse por eso, al final.
—¿Sabía usted que había tenido una relación homosexual con uno de los hombres de la casa?
—¡Oh, sí!, me lo había contado todo sobre sí mismo. Pero todo el mundo lo había olvidado.
—La noche del 18 de enero, ¿tuvo usted relaciones sexuales con uno de los hombres? ¿Con Cari Jespersen?
—Sí. Así fue.
—¿Cómo sucedió?
—Cari era una de esas personas con las que se puede hablar de todo. Y él sabía cómo era Duncan. Yo acostumbraba a acudir a él cuando Duncan y yo nos habíamos peleado, y él tenía capacidad para... bueno, ver las cosas con cierta perspectiva, explicar que aquello no era el fin del mundo.
—¿Había tenido usted alguna relación íntima con Cari Jespersen antes de esa noche?
—Dios mío, no. Él era homosexual; él y David estaban juntos. Me encontró un empleo donde él trabajaba y a Duncan sí le pareció bien para mí esa solución. Duncan se tranquilizó al pensar que Cari me vigilaría para que no tuviera relaciones con otros hombres del trabajo. Duncan siempre tenía miedo de que me fuera. Le había sucedido antes; cierra la mano con tanta fuerza sobre lo que quiere que lo mata.
El fiscal hizo una pausa para dejar que lo que era una mera figura retórica despertara resonancias en la acusación: asesinato.
—¿De manera que el acusado no tenía motivos para estar celoso de Cari Jespersen?
—No, no tenía motivos. Pero, es decir... él tiene celos de todo, da vueltas y vueltas a todo lo que está relacionado conmigo, incluso cuando él mismo ha escogido la solución. Cari y yo nos llevábamos bien, trabajábamos juntos todos los días, a lo mejor se le metió alguna idea en la cabeza a pesar de que era Cari quien suavizaba las cosas entre él, Duncan y yo. Era él quien nos reconciliaba. Me refiero a que nos reconciliaba con lo que es Duncan, con lo que Duncan estaba haciéndome.
—¿Por qué su relación de amistad con Cari Jespersen cambió esa noche?
—Hubo una fiesta en la casa y me divertía. Pero Duncan, una vez más, no quería tolerarlo, estaba seguro de que no me levantaría a tiempo para ir a trabajar a la mañana siguiente. En realidad, yo tampoco sabía si lo mío era trabajar en una agencia de publicidad, pero a Duncan siempre le preocupaba que no me lo tomara en serio. Quería que volviera a la casita con él. Discutió y me suplicó delante de los demás, humillándome. Ese día yo ya estaba harta.
—¿Qué había ocurrido para que usted estuviera dolida?
—Habíamos pasado la mitad de la noche anterior hablando; cuando nos levantamos por la mañana, volvimos a empezar, terminó como de costumbre, nos peleamos. Estaba harta.
—¿Por ese motivo usted no volvió a la casita con el acusado cuando terminó la fiesta?
—Sí.
—¿Temía usted que la hostilidad del acusado tuviera como resultado otra noche de insultos?
—Me quedé para ayudar a Cari a recoger y desahogarme un poco hablando con él. No podía soportar volver a la casita para que volviera a llenarme de reproches por mi bien. Habría debido coger el coche y marcharme, en ese mismo momento, a cualquier sitio, como había hecho muchas otras veces.
—¿Intervenía la violencia en los reproches que le hacía el acusado? ¿Le pegaba?
—No, eso no.
—¿Pero la amenazaba?
—Lo noté con frecuencia. No en lo que decía. Sino en el modo en que estaba; el modo en que miraba. Quería matarme. Algunas veces, salía de él como una luz.
—Usted estaba segura de que era capaz de cometer actos violentos. ¿Tenía usted miedo?
—Yo sabía que él no podía matarme, porque me había salvado del agua.
—¿Pero usted tuvo que protegerse de él esa noche?
—Necesitaba algo sin cadenas. Cari me hacía reír en lugar de llorar y me consolaba. Lo que hicimos fue natural, lógico. Duncan nunca ha sido un consuelo. No sé para qué me salvó la vida.
Una vez más, ¿por qué Duncan no aparece en la historia?
Él es el vórtice en torno al cual, despedida, girando a su alrededor, se encuentra la sala. Si él no puede entender por qué hizo lo que hizo, los demás darán sus explicaciones. Versiones. Y ahí está esa versión de lo que él vio desde la puerta; la primera vez, eso es. Están juzgándola a ella, no a él. Así eran las cosas para ella; algo natural. Es sólo una parte. Una danza de apareamiento para tres, primero él con uno y otra, después ellos dos juntos. Ella estaba «divirtiéndose», con el desenfreno que él conocía tan bien, ésa era la manera de ella de hacer estallar una parte de sí misma que la atormentaba, que terminaba en el agua, o con las pastillas que era capaz de conseguir con zalamerías de médicos y farmacéuticos. Cuando ella dijo, él me llevó a un hospital, no dijo cuántas veces. Se divertía, y él tenía que hacer otra vez de equipo de salvamento, tenía que llevarla de vuelta a la casita y darle amor, ser cariñoso con ella, no importa lo que hubiera hecho (qué otro consuelo hay, si no). No estaba bebida, no. No necesita el alcohol para estimularse, el único estimulante que necesita es atacar con palabras, eso puede mantenerla excitada durante noches enteras. Así que, en esa ocasión, no quiere ser «salvada», como declara, de antemano. Ahora le toca a él ser la víctima.
Si él pudiera liberarse (sus compañeros los policías están a su lado) y cruzar el estrado de la sala en dirección a ella, ¿qué desearía decirle?
¿Cómo pudo ocurrírsete algo tan exquisitamente (adverbio de Motsamai) adecuado para destruirme? Vosotros dos, tan listos, que me conocíais tan bien.
Se lo has contado a todo el mundo a tu manera: no les has dicho que estaba en ti, estaba en tu cabeza, fuiste tú quien lo puso en mí, así que eso fue lo que viste en mí: me lo dijiste más de una vez a las tres, las cuatro de la mañana —los pájaros empezaban a cantar en el jardín donde tiré esa cosa—, dijiste: Un día querrás matarme, eso es lo que quieres más que ninguna otra cosa, matarme para conseguir lo que quieres, salvarme y salvarte.
Pero ella se ha salvado a sí misma. Se metió en su coche y se alejó de nosotros, Cari y yo. El muerto y el acusado. Allí está ella, en ese estrado, y nunca volveremos a hablar hasta que oigamos a los pájaros, otra vez.
—Señorita James, ¿está usted embarazada?
El juez detiene inmediatamente a Motsamai; pero el floreo con que Motsamai ha iniciado su interrogatorio a la testigo de la acusación se ha abierto paso por el aire de la sala.
—Señor Motsamai, ¿qué relación guarda con el caso esta intromisión en la vida privada de la testigo? Le ordeno que retire la pregunta.
—Con todo el respeto, señoría, debo decir que es totalmente pertinente a la relación de la testigo con el acusado y las consecuencias trágicas de esa relación. ¿Cuento con su permiso para seguir?
—Espero que su alegación de pertinencia sea correcta, señor Motsamai, y pueda demostrarla de inmediato.
Los dos se entienden; los dos sabían que el juez tenía que poner esa objeción, los dos sabían que la retiraría. El abogado no plantea preguntas sólo para llamar la atención, aunque el efecto inmediato de ésa, en la temperatura del público, haya sido así. Hay agitación y exclamaciones sofocadas. Qué vergüenza. No por su postura grotesca en el sofá, que esperan con ansia poder repasar, sino qué vergüenza, pobre chica guapa, que el desagradable fisgoneo de un abogado saque a relucir delante de todos una de esas cosas que les pasan a las mujeres y, además —regresa una de esas reacciones antiguas, oficialmente proscritas—, que una chica blanca sea tratada así por ese hombre negro cuyo rostro han vuelto tenso y exi-gente los años en que su raza no habría podido plantearle ninguna pregunta, a ella, a una blanca.
En el momento en que se le hizo la pregunta a ella, a toda la sala, al público, el desconcierto de la joven se convirtió rápidamente en un reconocimiento reticente, irónico, de ese enemigo astuto: ¡nunca debió habérselo contado, al desgaire, por así decir, para hacer más dramático su papel en el bufete!
Motsamai repite la pregunta en voz baja; ella la ha oído a la primera.
—Sí.
Al mirarla, Harald se dio cuenta de que la chica no había dado al fiscal esa información cuando éste la estaba preparando como testigo de la acusación. Y Hamilton debía de haber intuido con astucia que sería así; ella querría estar a la altura del clima moral del fiscal, que, como ella sabía, exigía que él pudiera pensar lo mejor de ella.
—¿Duncan Lindgard es el padre del hijo que espera?
Ella contestó, no había necesidad de susurrar.
—No lo sé.
—¿Podría ser hijo de Cari Jespersen?
—Posiblemente.
—¿No tomó precauciones ante tal eventualidad, esa noche tras la fiesta, cuando se dejó llevar por su impulsividad?
—Así fue.
—¿Por ese motivo no sabe si el hijo es de Duncan Lindgard, el hombre con el cual usted cohabitaba, o de Cari Jespersen, el hombre con el cual tuvo usted relaciones íntimas esa noche?
—Sí.
—¿Y la fecha de la concepción, que debe de conocer aproximadamente, desde el momento en que el médico le ha confirmado su embarazo, no descarta a uno de los dos hombres como padre?
—No.
—¿Cómo es eso?
—Usted lo sabe. Se lo dije cuando me lo preguntó en su despacho. Duncan me hizo el amor por la mañana temprano, el mismo día, así era como terminaban las malas noches.
—¿Y no le preocupa, no le inquieta no saber quién es el padre del hijo que va a tener?
Natalie aparta el rostro, primero mira hacia un lado, luego hacia otro, lejos de todos, se escapa de la sala arrastrada por la voluntad del público: qué vergüenza. Regresa para contestar a todos.
—Es mi hijo.
Duncan desea empujar a los policías contra las paredes y correr para sostener su pobre frente, su rostro, que pronunciaba palabras groseras contra él, hacerla callar contra su pecho, meciéndola para consolarla del niño que abandonó, Natalie/Nastasia, fue a buscar la muerte y se le escapó; pero no es posible frenar a Motsamai, no se puede detener el proceso. Desde el mismo momento en que él, Duncan, se paró en la puerta, algo se puso en marcha que no puede detenerse.
—¿No le inquieta pensar en el dolor que esta noticia causará en el acusado, el cual le ha dado su amor y su apoyo fiel, que usted aceptó durante varios años, a pesar de todas sus acusaciones contra él?
—Eso sólo es asunto mío.
—¿Ésta es su respuesta a la pregunta sobre el efecto que puede tener en él esta noticia, por doloroso que sea?
Es como si, para ella, Motsamai y su acoso no existieran. Repite:
—Eso sólo es asunto mío.
—No le importa. Muy bien. Señorita James, me parece que usted es aficionada a escribir, poemas y cosas así, está familiarizada con distintas expresiones. ¿Entiende el significado de in flagrante delicio}
—No necesito que me lo explique.
—No necesita que se lo explique. ¿Fue usted encontrada in flagrante delicio con Cari Jespersen en el sofá del cuarto de estar donde se había celebrado la fiesta, con las luces encendidas y las puertas abiertas, de modo que podría haber entrado cualquiera, la noche del jueves 18 de enero? ¿Fue el acusado, el hombre que le había salvado la vida y con el que había convivido, quien entró y los encontró allí?
—Sí. —Y el monosílabo se expande a través de la intensa receptividad del público: sí sí sí.
—Admite usted que realizó ante sus ojos el acto sexual con su íntimo amigo. ¿No ha pensado en la angustia que esta última noticia va a producirle, que se sumará al dolor y el sobresalto que le provocó usted cuando la encontró con Jespersen esa noche? Admite que tuvo relaciones con los dos hombres en el período de veinticuatro horas. El hijo es suyo. ¿Qué significa esto? No hay hijo sin padre. ¿Está usted pro-clamando un milagro, señorita James? ¿Se trata de la inmaculada concepción?
Objeción del fiscal, confirmada; Motsamai retira la pregunta y sigue adelante con un gesto de la mano.
—Tiene dos padres putativos para su hijo. No le importa. Señoría, desearía que el tribunal tuviera esto en cuenta: esta actitud insensible, despreocupada, incluso indiferente, resulta abominable para cualquier persona responsable que sienta debida preocupación por los sentimientos de otra. ¿Cómo se supone que el acusado va a aceptar que a la mujer que ama no le importa si el hijo que va a tener es suyo o no? Este cínico colofón, ¿no es el epílogo final, cruel, a la danza que le hizo bailar a él y que los testimonios que expondre-mos a este tribunal describen como una vida infernal? Por último, tuvo lugar la provocación extrema, insoportable, a la que lo sometió la noche del 18 de enero, de manera que la actitud del acusado ante la exhibición del acto sexual, cuando al día siguiente encontró al hombre repantigado en ese mismo sofá en el que se había cometido, culminó en un estado tal que su mente se quedó en blanco y, en ese estado, cometió un acto trágico. La parte de responsabilidad de la testigo en esta tragedia acaba de ser confirmada por ella misma. La han confirmado, de una vez para siempre, los sentimientos que ha expresado abiertamente y con total indiferencia ante los malos tratos que, una vez más, inflige al acusado, en esta ocasión al no tener en cuenta sus sentimientos al oír que podría estar esperando un hijo suyo.
—¿Ha terminado, señor Motsamai?
Sí, como un cantante de ópera que se detiene en la nota culminante, sabe en qué tono debe parar. El público es voluble, se deja guiar por quien tenga capacidad para influir en él, o tal vez está compuesto por una comunidad tal de mirones que incluso se han formado facciones. El juez hace una pausa para tomar el té y, mientras Harald y Claudia salen con la gente, alguien se las apaña para acercarse y dice, reclamando una siseante intimidad: Es ella quien debería estar ahí. Khulu ha llegado hasta ellos e inclina sus anchos hombros para protegerlos abriéndoles paso.
El psiquiatra de la acusación es una mujer, mientras que la defensa ha escogido a un hombre. Por algún motivo, el abogado de la defensa está satisfecho con eso; Hamilton lo explica: es fácil que una mujer, incluso en la postura moral de un juez urbano, sea considerada blanda frente a la integridad de la mujer implicada en el caso, en especial con respecto al tema de la provocación; en cambio, es probable que se considere que un hombre es más objetivo en su profesión. Claudia sonríe tras el puño que tapa su boca.
—Así son las cosas, querida doctora.
Hamilton les hace un breve resumen en los pasillos llenos de ecos, justo antes de que vuelva a iniciarse la sesión. Las voces, los diálogos de otras personas en un momento difícil, rebotan en el vacío de los altos techos, pero Harald y Claudia sólo oyen la conversación con el hombre que los tiene en sus manos. Su confianza es como la copita de coñac que ofrece en el bufete, un calor que pronto desaparece de la sangre. El fiscal sigue con su caso, llamando a la psiquiatra. La mujer irradia competencia desde la piel pecosa de los pechos que asoman tras el escote, como muslos fuertemente unidos, mientras testifica que la capacidad intelectual del acusado es alta y que éste está en pleno uso de sus facultades mentales.
—En su opinión, ¿ese nivel de inteligencia y esas facultades mentales lo hacen responsable de sus actos, incluso en situaciones de tensión?
—Sí. Al acusado no le pilló por sorpresa totalmente lo que vio esa noche después de la fiesta. Creo, a partir de nuestras conversaciones, que él abrigaba sospechas sobre la situación antes de que se encontrara con la pareja en pleno acto sexual. Se había erigido en custodio de la moral de su pareja, lo que era una fuente constante de peleas y de conflicto entre ellos. Hay presente una profunda animosidad subconsciente en su apasionada posesividad hacia ella. No quería hacer frente a la realidad de la personalidad de ella, aunque ella era franca con él y él se enorgullece de ser defensor de la libertad personal, incluida la libertad sexual. Abrigaba siempre sospechas de que ella le era infiel, estuvieran justificadas o no. Tenía un apego hacia ella obsesivo, evangélico, que se manifestaba en su deseo de dirigir de modo racional y práctico cada aspecto de su vida.
—El día de inacción que transcurrió después del descubrimiento de la pareja, ¿encaja con esta racionalidad?
—En mi opinión, sí.
—Un día de inacción, contemplación, seguido de acción, ¿encaja también con una conducta deliberada?
—Sí. Tiende a dar muchas vueltas a las cosas. No actúa de manera impulsiva. Planifica. Planificaba toda la vida de esa mujer sin su deseo ni consentimiento.
—Así pues, ¿cree que pudo haber disparado a Jespersen «siguiendo un impulso», veinticuatro horas después de que hubiera descubierto a la pareja en situación comprometida?
—No. Si hubiera actuado en un estado irracional, incapaz de valorar lo erróneo de su conducta, habría atacado a Jespersen de inmediato, tras el shock que sufrió el ver que sus sospechas se hacían realidad ante sus ojos.
—¿En qué estado mental, entonces, diría usted, con qué intenciones, diría usted, se dirigió a la casa al día siguiente?
—Se dirigió a la casa con las intenciones conscientes inspiradas por los celos durante su soledad.
—¿En un estado mental racional?
—Sí.
—¿Se dirigió a la casa para matar a Jespersen?
La psiquiatra no podía asegurar hasta qué extremo sus intenciones pudieron llevarlo. Pero no estaba convencida de la amnesia del acusado en relación con lo que sucedió en la casa después de que Jespersen le sugiriera que se sirviera una bebida.
—El hecho es que, después de madurar esas intenciones durante las horas que había pasado en la casita, asesinó a Jespersen. ¿Era plenamente consciente de lo que hacía?
—Se trata de un individuo cuyo autocontrol ha sido establecido con fuerza desde la infancia. Es un axioma de sus orígenes de clase media. No se deja llevar por las emociones para actuar según sus impulsos, es deliberado en cada decisión que toma, cualquiera que ésta sea.
El gesto del fiscal era de completa satisfacción con el testimonio de su experta: no eran necesarias más preguntas.
Motsamai se puso en pie adelantando los brazos, con las palmas de las manos hacia arriba, como si quisiera coger algo que le ofrecieran.
—Doctora, ¿qué es un estado de shock?
—Es un fenómeno mental que afecta de manera diferente a las distintas personas: algunas lloran, otras se ponen furiosas, otras salen corriendo.
—Pero, en general, en lo que afecta a la capacidad de cognición, no a la diversidad de reacciones, ¿se produce un repentino desorden de los procesos mentales?
—Se produce, como efecto, confusión mental. Sí. Y, tal como he explicado, se manifiesta de distintas maneras.
—¿Incluido el impulso de huir y esconderse?
—Sí.
—Según su experiencia, doctora, ¿un shock profundo pasa enseguida y el individuo afectado recupera el equilibrio emocional, con el control de sí mismo que esto implica, en un abrir y cerrar de ojos? Sin duda, entre sus pacientes algunos habrá para los que un shock profundo ha tenido consecuencias a muy largo plazo; por lo que sé, su duración es tal que para recuperar el equilibrio emocional deben buscar su ayuda experta...
Harald advierte un movimiento de desaprobación bajo la toga del juez, pero éste deja pasar la pulla sin objeciones.
—¿No es posible que cuando el acusado huyó en estado de shock de la exhibición sexual de la señorita James y Jespersen, y se escondió en la casita, las horas que pasara allí no condujeran a una recuperación instantánea de su racionalidad y de su capacidad de tener intenciones deliberadas, sino al estado de confusión mental que usted ha identificado como consecuencia de un shock nervioso?
—Es posible.
—¿Estaría usted de acuerdo en que el suyo fue un shock profundo?
—Sí.
—En el caso de un shock profundo, ¿diría usted que la confusión mental y emocional, en lugar de decrecer, podrían aumentar durante el proceso que usted denomina «dar vueltas a las cosas», tendencia que usted ha diagnosticado en el acusado? ¿No es cierto que el impacto de lo que ha provocado el shock va ganando fuerza a medida que todas las implicaciones de la dolorosa situación crecen, hasta alcanzar una confusión emocional y mental cada vez mayor? De manera que el individuo no puede, tal como decimos, pensar correctamente; no puede pensar en absoluto.
—Un shock puede tener efectos de confusión mental duraderos. Insisto en que eso depende de la personalidad del individuo. En mi opinión, el señor Lindgard es un individuo que ha vivido sometido largo tiempo al estrés emocional y eso lo ha preparado para recuperar el equilibrio mental y la racionalidad rápidamente, de acuerdo con su naturaleza.
—Así pues, usted confirma que el acusado tuvo una larga experiencia de estrés emocional con Natalie James.
—Sí. Él lo provocaba.
—¿Es cierto que tanto usted como su distinguido colega, el doctor Basil Reed, psiquiatra con veintitrés años de experiencia en su campo, han tenido la oportunidad de valorar la personalidad y el estado mental del acusado durante un período de veintiocho días?
—Sí.
—¿Cuántos años hace que se dedica usted a la psiquiatría, doctora Albrecht?
—Siete años.
—La opinión de su veterano colega, el doctor Reed, tal como la establece en su informe al tribunal, es que el largo período de estrés emocional sufrido por el acusado, que usted misma confirma, es de naturaleza tal que, en lugar de resolverse en pensamiento e intención racionales, culminó en un estrés emocional insoportable en el cual el acusado se vio precipitado a un estado de disociación entre la razón y la realidad. ¿Es cierto que semejante estado, como resultado de un estrés prologado sumado a un shock profundo, es un estado reconocido por su profesión?
—Sí. Como una de las posibles reacciones ante un trauma.
—Así pues, es un estado reconocido. —Las palmas de Motsamai se unen lenta, mesuradamente—. No hay más preguntas, señoría.
Su gesto indica que el caso de la acusación está terminado, aunque todavía debe declararlo el fiscal. Harald y Claudia miran fijamente al fiscal y oyen sus palabras sin interpretar su significado; dónde está su hijo, qué le ha sucedido, en esas declaraciones que lo tratan como si fuera un pelele: es esto; no, eso otro. Motsamai poseerá la hermenéutica necesaria para el clima moral legal; él se lo explicará.
El fiscal ha adoptado la boca de samurai, con las comisuras hacia abajo, y sus cejas están plegadas y juntas; no necesita más vehemencia y no tiene el registro de Motsamai; un fiscal sabe que no es la estrella que la constelación de la abogacía necesitaba, su diamante negro.
—La suma de las pruebas indica que el acusado es un hombre muy inteligente, en plena posesión de la facultad de la conciencia, que asesinó de un disparo, a sangre fría, a un hombre indefenso tendido en un sofá. La cuestión que se expone ante el tribunal está clara: es la de la capacidad del acusado; si el acusado tenía o no capacidad para cometer un delito conscientemente. Aunque los expertos puedan discrepar en algunas opiniones, queda claro que no actuó cuando podría ser natural, incluso excusable, que lo hiciera. No se enfrentó al fallecido de inmediato, cuando encontró a aquel hombre ocupando su lugar, teniendo relaciones íntimas con la persona que él creía poseer en cuerpo y alma. Si lo hubiera hecho entonces, no habría sido necesario consultar a los expertos para saber que pudo haber realizado ese ataque cuando estaba fuera de sí, por así decir, vencido por la emoción. Pero no; dio la espalda a la escena, se marchó para pasar un día entero examinando sus sentimientos y las opciones que se le ofrecían para satisfacerlos; su derrota sexual, su orgullo masculino, el orgullo de un macho totalmente dominante (puesto que, tal como hemos oído en el testimonio, así era su lamentable naturaleza). Podría haber echado a la chica de la casita, haber cortado su relación con ella como ingrata creación suya, no olvidemos que había hecho que volviera a la vida. Pudo decidir no volver a tener ningún trato con ella, con Jespersen y con la casa donde semejantes cosas podían suceder. Había varias opciones. Pero, en plena posesión de sus facultades mentales, tras tiempo más que suficiente para considerar qué rumbo tomar, se dirigió a la casa, sabiendo que Jespersen estaría allí a esa hora de la tarde, y utilizó el arma que sabía que se guardaba en la casa, para matar a Jespersen. Éstos son hechos irrefutables. El acusado era capaz de cometer conscientemente el delito de asesinato que cometió, y sugiero, señoría, que el tribunal actúe teniendo en cuenta estos datos, si queremos hacer justicia a su víctima y al código moral de nuestra sociedad, que dicta: No matarás.
Por algún motivo que no se explica, durante la que tendría que haber sido la pausa de la comida se anuncia que el tribunal no se reunirá por la tarde; el caso continuará a la mañana siguiente a las nueve.
El juez no está obligado a rendir cuentas de lo que puede ser algún compromiso urgente en otro lugar; o tal vez le duele una muela, de modo que la visita al dentista se convierte en algo prioritario para él. La gente alega estas enfermedades comunes ante asuntos de vida o muerte. Que se vayan al infierno. Pero uno no puede pensar que un juez actúe así, ni Harald ni ninguna otra persona.
La tensión que Hamilton Motsamai encuentra en sus rostros, concentrada en él, seguramente debe de irritarlo. No, es impermeable pero no indiferente; tiene ya preparada su interpretación sobre lo que ha transcurrido del proceso. Todo va según lo previsto, dice. No hay sorpresas. No hay que preocuparse.
¿Y mañana?
No se le puede preguntar sobre mañana. Mañana tendrá a Duncan en el estrado de los testigos.
No va a revelar su estrategia ni siquiera a Harald y a Claudia; para saber cómo llevará su caso mañana, uno sólo puede intentar deducir alguna idea a partir de la línea que ha seguido hoy con los testigos de la acusación; Duncan está en esas manos.
Tienen razón. Todos. Así es: él y ella no pueden distinguir qué Duncan se ajusta más a la verdad, el descrito por el fiscal, la psiquiatra, Motsamai. Quizás él, de regreso a su celda, lo sepa. Quizá lo sepan ellos, mañana.
—Aunque Natalie James, con la cual usted cohabitaba, trabajaba en la misma agencia de publicidad que Cari Jespersen, donde él había encontrado un puesto para ella, e iba y volvía del trabajo con él, pasaba con él las horas de la comida a diario, ¿no le inquietó la idea de que pudiera estar formándose un vínculo entre ellos?
Por fin Duncan va a hablar. A hablar por sí mismo.
—No.
—¿Por qué?
La pregunta de Motsamai es el pie de un diálogo que, como todo el mundo sabe, ha escrito él mismo y está ensayado. Pero las respuestas de Duncan no son líneas aprendidas. Harald y Claudia oyen su voz, que les llega como si hablara consigo mismo. Para ellos, es como si oyeran hablar a su hijo sin que él se diera cuenta.
—Porque a Cari no le interesaban las mujeres, sólo como amigas.
—¿Por qué estaba usted seguro?
—Él era gay. Homosexual.
—¿Cómo lo sabía usted?
Ah, pero la pregunta banal tiene un objetivo concreto, Motsamai sabe construir cuidadosamente la escena para su cliente.
—Vivía como homosexual. Todos los que compartían la casa eran homosexuales.
—Usted vivía en la misma finca. ¿Compartía usted esta inclinación?
—Tiempo atrás, tuve una relación... con un hombre.
—¿Uno de los hombres de la casa?
—Sí.
—¿Con cuál?
—Con Cari.
—Con Cari Jespersen. Así que fue esta experiencia lo que le llevó a creer que no podía haber nada entre Natalie James y Jespersen. ¿Estaba usted enamorado de Natalie James?
La pregunta incide sobre las terminaciones nerviosas de Duncan, y Harald y Claudia se encogen, junto con él.
—Estábamos muy unidos.
—¿Era una relación amorosa, una relación sexual entre un hombre y una mujer?
—Sí.
—Ejeee... Si usted pudo tener una relación homosexual y después enamorarse de una mujer y tener una relación heterosexual, ¿cómo podía estar seguro de que Cari Jespersen no tendría propósitos sexuales con su amante, Natalie?
Resulta difícil confiar en Hamilton tal como se muestra ahora. Harald ve que Motsamai está disfrutando, la vida de Duncan es el material de una actuación profesional. El hombre que trae del Otro Lado la comprensión hacia las personas que pasan por un momento difícil, el hombre en cuyas manos se encuentra la auxiliadora copa de coñac, ha quedado atrás, en el bufete.
—Porque no se sentía atraído por las mujeres. Sexualmente. Desde un punto de vista anatómico. Me lo decía con frecuencia, las encontraba repulsivas. No puedo repetir con detalle algunas de las cosas que le gustaba decir. Sólo puedo decir que le desagradaban las mujeres, sus genitales.
—¿Le decía estas cosas en un intento de disuadirle a usted de tener una relación heterosexual?
—Supongo que sí. Tiempo atrás.
—¿De manera que usted estaba totalmente seguro de que no tendría intenciones eróticas hacia la mujer que era su amante?
—Sí, seguro.
—Aunque usted había tenido una relación homosexual con él y después se había enamorado y había iniciado una estrecha relación con una mujer, ¿no se le ocurrió que él podría ser capaz de tener los mismos instintos?
—No. Estaba fuera de duda. Yo no soy homosexual; soy como cualquier ser humano adulto con cierta ambivalencia erótica que puede aflorar o no en determinadas circunstancias. Sólo tuve esa relación. Él era activamente homosexual, lo había sido, me lo dijo muchas veces, desde los doce años.
—¿De manera que usted no tenía la menor idea de que él estaba teniendo una relación... de que Natalie estaba teniendo una relación con Jespersen?
Al otro lado del estrado, absorto, lascivo silencio de la sala; de la diana en que se había convertido el estrado de los testigos, llegó nítidamente el sonido seco de la lengua de Duncan al presionarla brevemente contra el paladar. El aire de los espectadores se estremeció; habían estado esperando delante de una jaula para que la criatura gritara.
—No había ninguna relación.
—¿Está usted completamente convencido de ello?
—Lo sé. Cari era el amante de David, Cari estaba muy unido a él.
—¿Puede describir lo que sucedió la noche del 18 de enero? ¿Se celebró una fiesta en la casa?
—No fue exactamente una fiesta. La casa es un lugar por el que aparece mucha gente. Con frecuencia Natalie y yo nos sumábamos a los hombres de la casa y cenábamos juntos. Supongo que éramos una especie de familia. Mejor que una familia nuclear, había mucha amistad y confianza entre nosotros.
—Esa noche cenaron juntos.
—Vinieron otros amigos de David y de Khulu a tomar unas copas y, como se hizo tarde, se quedaron a cenar con nosotros. De manera que podría decirse que se convirtió en una especie de fiesta espontánea. David había bebido bastante y se fue a dormir cuando se marcharon los demás. Khulu se fue con uno de ellos, había quedado. Natalie había estado animando la cena con anécdotas sobre su experiencia como azafata de un crucero, es una gran imitadora, y no había ayudado gran cosa en la cocina, de manera que se ofreció a quedarse y recoger con Cari. Es propio de ella hacer este tipo de gestos. Cuando ha estado especialmente exuberante. Sólo porque lo odia: nunca hace las tareas domésticas. Yo sé que es necesario para el concepto que tiene de sí misma, de manera que la dejé y me fui a la casita, a la cama.
El juez levantó la cabeza, como si por fin hubiera encontrado algo que le intrigaba.
—Natalie James, en su testimonio de ayer, dio una versión bastante distinta de los hechos. ¿Hubo alguna pelea entre ustedes, no intentó hacer que volviera a la casita con usted?
—No es posible convencer a Natalie cuando se encuentra en ese estado.
—¿Está usted diciendo que no se produjo ningún altercado con ella delante de los presentes?
—Ella estaba en vena. De manera que si no quería venir a casa y descansar un poco, era mejor que me marchara.
La mirada del juez da a Motsamai la señal para continuar.
—¿Qué hora era?
—Hacia la una.
—¿Esperaba usted que ella le siguiera?
—Naturalmente.
—¿Lo hizo?
—No.
Motsamai es paciente ante la resistencia; Harald, Claudia, tienen la sensación de que Duncan huye, huye de la celda que ha ocupado, de la institución cerrada para los incapacitados mentales, fuera de la sala, fuera de la tribuna de rostros en cuya presa se ha convertido, fuera de sí mismo.
Motsamai va tras él.
—¿Qué sucedió entonces?
—Me desperté. Ella no estaba. Vi que eran las dos y media. Estaba preocupado porque tuviera que cruzar el jardín tan tarde a oscuras, hay intrusos por toda la zona.
—¿Y entonces?
Ahora lo cuenta de memoria; es algo que le han contado que le sucedió. Otro yo; el abogado se convierte en el otro yo del acusado una vez que ha absorbido, que se ha apropiado de los hechos.
—Salí, crucé el jardín hasta la casa. Las luces estaban encendidas y la puerta de la terraza estaba abierta. Entré en el cuarto de estar y ella estaba debajo de él en el sofá. Cari.
—¿Estaban haciendo el amor?
—Estaban terminando. No podían parar. Así que lo vi todo.
En la mente y en los recuerdos de todos, desconocidos, cuerpos situados uno junto a otro en una reunión pública, aparece el momento compartido antes del orgasmo. Es un colectivo de la carne. Lo saben. ¿El juez también lo comparte, recuerda, también conoce ese momento, hizo el amor la noche anterior, de modo que entiende plenamente qué es aquello que el acusado no pudo evitar ver, lo que nadie pudo detener? Ni siquiera el que estaba de pie en la puerta.
Qué hicieron, los dos descubiertos, y qué hizo él, está preguntando Motsamai. La respuesta es que Duncan no lo sabe, dejó lo que había visto cuando Natalie se dio cuenta, de repente, de su presencia, y la cara de Cari apareció un momento mientras subían y bajaban los cuerpos, y él regresó a la oscuridad.
Duncan huyó, entonces era posible huir; en cambio, ahora no es posible.
Porque Motsamai está desarrollando la parte de la progresión que resulta fácilmente comprensible: lo que hizo Natalie James fue marcharse en coche, no volvió a la casita esa noche ni al día siguiente. Duncan no durmió durante el resto de la noche. A la mañana siguiente, no fue a trabajar a su mesa de dibujo. Era viernes. Viernes, 19 de enero.
—¿Qué hizo usted? ¿Pasó el día en la casita?
—No hice más que pensar.
—Pensaba en lo que podía hacer ante esa situación.
—No. No. Buscaba una explicación. Una razón. Intentaba averiguar el porqué.
—¿Por qué había podido suceder algo así?
—Sí. Lo que había visto.
—¿Pensaba usted en encararse con Natalie? ¿En ir a buscar a su amigo Cari, encararse con él?
—No quería verlos. Ya los había visto. Buscaba una explicación, en mí. Pensé en eso durante todo el día. Estoy acostumbrado a enfrentarme a crisis de un tipo u otro con ella; puedo enfrentarme a ellas solo.
—¿Lo ha hecho con éxito, es decir, sin consecuencias negativas, en alguna ocasión anterior?
—Muchas veces.
—¿De modo que no tenía pensamientos de venganza de ningún tipo hacia ninguno de los dos?
—¿Por qué venganza? No me pertenecen, son libres de hacer lo que quieran.
—¿No tenía usted intención alguna de acusarlos, para no hablar de actuar contra ellos, por cómo le había afectado su manera de «hacer lo que quieran»? Por cómo había afectado su vida. Su relación amorosa con Natalie.
—No.
—¿O su relación anterior con Cari Jespersen?
Sin duda, lo que contestó entonces no formaba parte del ensayado guión de Motsamai.
—No. Todo lo que podía recordar del momento en que los había visto así era una sensación de asco, una desintegración de todo, asco de mí mismo, de todos.
—¿Sí? —El gesto de Motsamai es el de un director de orquesta desde su estrado.
—Eso era lo que estaba intentando explicarme para hacer que todo encajara otra vez, para entenderme.
—¿Estuvo pensando sobre el futuro de su relación con Natalie? ¿Creía que podía continuar, después de lo que había visto: del uso tan especial que hacía de su libertad, la recompensa por el amor y cariño dedicados?
—Cómo iba a saberlo. Había continuado tras muchas ocasiones que podían haber terminado con todo.
—¿Permaneció en la casita durante todo ese día, acostado en la cama? ¿Solo?
—Sí. Con el perro.
—¿Qué hizo que se levantara?
—El perro, tenía hambre, estaba inquieto. Me vestí y le di su plato de comida.
Motsamai respiró hondo, la toga negra se alzó sobre su pecho, y se tomó tiempo, tanto para él como para Duncan.
—¿Y entonces?
—Fuera. Come fuera de la casa. De manera que yo estaba en el jardín.
—¿Qué hora era?
—No había mirado ningún reloj, sería la hora en que acostumbramos a darle de comer, hacia las seis y media o las siete.
—Estaba en el jardín, ¿regresó a la casita?
—No.
—¿Por qué?
—Me limité a ir —esbozó un gesto; era la primera vez que utilizaba las manos, atributos de defensa que había entregado junto con la admisión de culpabilidad— a la casa.
—¿Con qué objetivo?
—Me encontré en el jardín. En lugar de volver a la casita, seguí andando.
—¿Esperaba ver a alguien en la casa, hablar con alguien? ¿Con uno de esos otros amigos?
—No quería hablar con nadie.
—Entonces, ¿pretende decir al tribunal que no tenía motivo alguno para ir allí?
No se sabía cuál de los asesores cuidadosamente escogidos, uno de ellos blanco, otro lo bastante oscuro como para pasar por negro, había hablado: ambos permanecían sentados a cada lado del juez, silenciosos secuaces. La voz era lenta y poco fluida. Harald tuvo la extraña sensación de que procedía de un médium a través de cuya boca hablaba el público, la gente que llenaba la sala.
—Me encontré en el jardín, creo que necesitaba estar otra vez en el mismo lugar, en la puerta donde me había detenido.
Motsamai no permite ni un momento de silencio y afirma:
—De manera que usted cruzó el jardín en dirección a la casa para detenerse otra vez en el mismo lugar donde había visto a la pareja, a su antiguo amante y a la mujer, su amante actual, copulando en el sofá. ¿Y qué pasó cuando llegó a esa puerta?
Claudia sentía el olor de su sudor, no hay cosmético que pueda suprimir la angustia que sólo el cuerpo, mudo primitivo, puede expresar; la higiene es un convencionalismo cortés que disfraza el poder animal en la vida de la clase media. Se pregunta si Harald estará rezando, si es ése el otro tipo de emanación que surge de él; que se mezclen, lo animal y lo espiritual, si juntos pueden producir la solidaridad prometida hace tanto tiempo en el pacto con su hijo.
Duncan vuelve a hablar de memoria. Como si se le hubiera desconectado algo, un interruptor en alguna parte del cerebro.
—Jespersen estaba echado en el sofá.
—¿Cuál fue la reacción de él cuando le vio?
—Sonrió.
—Sonrió. ¿Habló?
—Cari dijo: «Vaya, lo siento, bra.»
El juez formula la pregunta como si pudiera ser contestada tanto por el acusado como por su abogado.
—¿Bra? ¿Qué significa bra?
—Es un diminutivo fraternal que utilizamos entre nosotros los negros, señoría, y se ha extendido también a los blancos con los que ahora los negros comparten lazos fraternales en un país unido. Significa que consideras que la persona a la que te diriges es como si fuera tu hermano.
Motsamai pasó con soltura del juez al acusado:
—Así pues, él consideraba que usted todavía era un hermano.
—Sí.
—¿Qué contestó usted?
—Entonces pensé que había ido a verlo a él.
—¿Le pidió una explicación por su actitud?¿Le pareció suficiente el intrascendente «lo siento», el tipo de excusa que dice un hombre cuando choca con alguien en la calle?
—Él empezó a hablar: no somos niños, acaso no pensamos lo mismo, no nos pertenecemos unos a otros, queremos vivir en libertad, ¿verdad? Se trate de sexo o de dar un largo paseo. Qué más da, dijo, el paseo ha terminado, el sexo ha terminado, lo hemos pasado bien, eso es todo. ¿No había estado siempre muy claro entre él y yo? Había sido una lástima que él y Natalie hubieran sido tan impulsivos, era una chica que normalmente hacía las cosas de modo más discreto. Se reía con su risa afable. Me dijo: todos lo sabíamos, dijo que yo también lo sabía, y eso no había cambiado las cosas entre Natalie y yo en ocasiones anteriores. Me dijo, me explicó que no debería seguir nunca a la gente, ir a buscarla cuando vive su vida, eso es para la gente que construye una cárcel con sus sentimientos y encierra a alguien dentro. Dijo que era una gran chica y que ella no volvería a pensar en lo sucedido. Y, en cuanto a él, yo conocía sus gustos: nada de reproches, claro que no, había sido como una última copa algo loca, así lo llamó, parte de la agradable noche que habíamos pasado todos juntos, las copas y lo mucho que se habían reído juntos mientras recogían.
—¿Qué le dijo usted?
—No lo sé. Hablaba, hablaba, hablaba, reía, como cuando nos contábamos las aventuras que habíamos tenido, era igual. No podía parar. Yo no podía pararlo.
—Y entonces, ¿qué sucedió?
—Quiso que bebiera con él, como hacíamos antes.
—¿Y después?
Necesidad de encontrar la fórmula precisa.
—«Por qué no te sirves una copa.» Oí esas palabras entre un balbuceo que ya no podía seguir. Fue lo último que le oí decir. De repente, cogí el arma de la mesa. Y él se calló. El ruido cesó. Le había disparado.
La cabeza de Duncan ha ido cayendo hacia atrás. Los ojos cerrados para no ver a nadie, Motsamai, el juez, asesores, fiscal, funcionarios, el público, donde una mujer sofoca un sollozo teatral, madre y padre. Harald y Claudia no pueden estar allí para él, donde está él, solo con el hombre que ha muerto de un tiro en la cabeza, disparado con un arma que estaba al alcance de la mano.
Harald no tiene miedo, sino certeza. Ese hombre, el fiscal, está dispuesto a atrapar a su hijo, hacer que confiese que deseaba hacer daño a Cari Jespersen y se dirigió a la casa con esa intención. Y quizá, para detener las preguntas, detener el ruido, la voz que se dirigía sólo a él entre todo el estruendo que llenaba aquel espacio cerrado, Duncan podría decir sí, sí; ha confesado que ha matado, ¿qué más quieren de él? Y ese hombre, el fiscal, está sólo haciendo su trabajo, a él qué más le da que Jespersen esté muerto, que Duncan se haya destrozado a sí mismo; es su actuación. Para hacer su trabajo, debe conseguir la condena que quiere, eso es todo, como medida de su competencia, uno de los pasos diarios en el progreso de su carrera. Como ascender por la escalera profesional.
—Ese viernes 19 de enero, ¿lo pasó entero acostado, dando vueltas a lo sucedido la noche anterior?
—Pensando.
—Es lo mismo, ¿no? Dando vueltas una y otra vez al daño que le habían hecho. A lo que usted deseaba hacer en relación con todo eso. ¿No es así?
—No. Porque no se podía hacer nada.
—Sin embargo, al final del día se dirigió a la casa. ¿No era eso hacer algo? Entre las seis y las siete de la tarde, era muy probable que Jespersen hubiera vuelto a casa de su trabajo. Lo sabía ¿no?
—Me encontré en el jardín. No pensé en quién podría estar en la casa.
—«Se encontró en el jardín», y creo que fue entonces cuando también se dio cuenta de que había llegado el momento de que hiciera lo que había estado pensando, planeando, durante todo el día: buscar a Jespersen, vengarse por el daño que usted sentía que le había hecho, aunque no era el primer hombre con el que la mujer con quien usted convivía le había sido infiel. Creo que lo que estuvo pensando, durante todo el día, no fue más que un dar vueltas y vueltas a los celos, y que se dirigió a la casa en el consiguiente estado de agresividad con la intención de enfrentarse a Jespersen con violencia.
La tarea del fiscal consiste en convertir al acusado en mentiroso: así es como Harald y Claudia ven su proceso. Claudia se agita en su asiento, como si fuera incapaz de permanecer sentada allí por más tiempo, y él oprime los nudillos de ella, en un gesto de consuelo que surge de su propio resentimiento.
Pero si supieran... quizá lo saben en parte; Duncan no está seguro de lo que saben, de lo que están enterándose sobre él: es un mentiroso. Mentiroso por omisión. Porque el fiscal no puede saberlo, no se lo ha dicho, es imposible contarle el conflicto de sus sentimientos hacia Cari Jespersen, hacia Natalie, su confusión ante sus traiciones, su dolorida repugnancia; en eso pensaba en la casita. Venganza: si Natalie hubiera vuelto ese día, ¿habría pensado en matarla?
Pero ella —oh, Natalie— ha sufrido ya suficiente venganza por ser ella misma.
El arma está en la sala. Se ha convertido en la prueba principal. Un flujo de curiosidad hace que las demás personas del público se inclinen hacia delante para intentar echarle un vistazo.
No es más que un trozo de metal al que se le ha dado forma; Harald y Claudia no tienen necesidad de verlo. Las huellas dactilares de la mano izquierda del acusado, dice el fiscal, se descubrieron en ella mediante pruebas forenses, sus huellas dactilares, que sólo posee él en toda la humanidad, de la misma manera que es único para ellos, como único hijo.
—¿Conoce usted esta arma?
—Sí.
—¿Es suya?
—No.
—¿De quién es?
—No sé a nombre de quién está la licencia. Era el arma que se guardaba en casa por si alguien era atacado o entraban intrusos, para que quien estuviera allí pudiera defenderse. Cualquiera de nosotros.
—¿Sabía usted dónde se guardaba?
—Sí. Normalmente, en un cajón de la habitación de David y Cari.
—Usted vivía en la casita, no en la casa. ¿Cómo lo sabía?
—Lo sabíamos todos. Vivimos... vivíamos juntos en la misma finca. Si los otros estaban fuera y yo oía algo sospechoso, sería yo quien la necesitara.
—Usted sabía manejar un arma.
—Esa pistola sí. Es la única que he tocado en mi vida. En el ejército, los soldados se entrenan con rifles. David nos enseñó a hacerlo, cuando se la compró.
—La noche del 18 de enero, la pistola se llevó al cuarto de estar para mostrarla a uno de los invitados, que tenía intención de comprar una. ¿Le enseñó usted cómo manejarla?
—No. No recuerdo quién lo hizo; probablemente, David.
—¿Se dio usted cuenta de que el arma no se había guardado otra vez en el cajón de otra habitación, ahí donde se guardaba habitualmente?
—No, me fui mientras los demás recogían.
—¿Pero usted vio el arma antes de irse, en la mesa situada junto al sofá?
—No la vi.
—¿Por qué?
—Estaba todo lleno de vasos y platos, supongo que estaba por ahí, entre todo aquello.
—De modo que, cuando usted entró en la habitación la tarde siguiente, ¿vio por primera vez que el arma había quedado ahí fuera, en la mesa?
—No la vi.
—¿Por qué?
—No miré a ningún sitio, sólo vi a Cari.
—¿Y en qué momento vio usted el arma?
—No podría decirlo.
—¿Fue antes de que él dijera «Sírvete una copa», corno si fueran un par de amigos bebiendo juntos?
—Supongo, no lo sé.
—¿Sabía si el arma estaba cargada?
—No lo sabía.
—¿Pero no estaba usted presente cuando se enseñó al invitado cómo usar un arma?; Y no se le enseñó cómo cargarla?
—No lo vi. Supongo que sí. Estaba hablando con otras personas.
—De manera que cuando usted entró en el cuarto de estar la tarde siguiente, vio el arma sobre la mesa, sabía perfectamente que estaba cargada y tomó la decisión de aprovechar la oportunidad para amenazar a Cari Jespersen con ella, ¿no es cierto?
—No lo amenacé, no tomé ninguna decisión.
—¿De modo que no le dio ninguna oportunidad? ¿No lo avisó?
—Estaba escuchándolo, no lo amenacé.
—No. Usted cogió el arma y le disparó un tiro en la cabeza, con un disparo que, usted lo sabía porque sabe manejar un arma, con toda probabilidad sería mortal. Así satisfacía los pensamientos de venganza con los que había estado ocupado durante todo el día y que lo habían llevado a la casa con intención de ejecutarlos, de un modo u otro. El arma al alcance de la mano era una oportunidad que se le presentaba, de modo que no tuvo que luchar con el hombre a puñetazos, no tuvo que planear otra manera de eliminarlo como rival en su vida, el deseo de hacerlo se realizó.
Motsamai hacía gestos; hay un procedimiento para todo en ese ritual: Señoría, protesto. Pero el juez es urbano y demócrata, deja que todo el mundo diga lo que tiene que decir. Protesta denegada.
La hilera se agitó, la gente dejó pasar a alguien; tras su aparición en el estrado de los testigos, se distinguía de los demás como si fuera una celebridad. Khulu Dladla se acercó y se sentó junto a ellos después de comparecer como testigo de la defensa.
Khulu; los traseros se movieron para dejarle sitio al lado de Claudia. Ella levantó la mano, la dejó caer sobre el regazo y volvió a levantarla, se extendió como un zarcillo, encontró su objetivo y presionó durante un momento el dorso grande y cálido de la mano de Khulu.
Sí, puedo decir que lo conozco bien, muy bien, dijo cuando Motsamai dirigió su testimonio. ¿Y a la joven? Sí, a Natalie también. Desde que vino a vivir con nosotros. Pero a Duncan, desde antes. En el estrado del tribunal, donde no se cruzan gestos de reconocimiento, Khulu sonrió directamente a Duncan, como si acabara de verlo en una habitación normal, en cualquier otro lugar. Hola, Duncan. Por eso Claudia quería tocarlo.
—Antes de que Natalie se sumara al grupo de amigos, ¿cómo eran las relaciones entre los que vivían en la casa?
—Muy buenas. Nos llevábamos bien, por eso estábamos juntos, ¿neee...?
—Usted, David Baker, Cari Jespersen y Duncan Lindgard, ¿eran todos homosexuales?
—En realidad, no lo sé exactamente en el caso de Duncan. No vivía en la casa. De todas maneras, trajo una mujer... Pero los demás, sí, somos todos hombres. Homosexuales.
—¿Algunos de ustedes eran amigos íntimos?
—Sí.
—¿Sabían que Duncan había tenido una relación de este tipo?
—Sí.
—¿Con quién?
—Con Jespersen. Cari era de ese tipo de personas que, cuando se encaprichan con alguien, no hay quien se le pueda resistir. Parecía encantado de estar con Duncan, y no creo que Duncan hubiera tenido nunca antes una experiencia similar: me refiero a que no creo que nunca le hubiera ocurrido que un hombre sintiera algo así por él, y Jespersen sabía ser encantador. Era capaz de hacerte sentir que te perdías algo importante en esta vida si no le hacías caso. Era extranjero y todo eso, se creía algo especial. Como si fuera una bebida o una comida exótica. Algo que no habíamos probado nunca.
—De manera que usted observó que Jespersen tenía una relación con Duncan. No le sorprendería, dado el modo de vida de la casa, ¿no?
—No, sí me sorprendió. Porque Duncan no era homosexual, lo sabíamos. Tenemos muchos amigos heterosexuales. Alquiló la casita y más o menos compartía la casa, pero no porque fuera uno de nosotros, un gay, sino porque nos llevábamos bien en otros aspectos. Es un tipo interesante, diría que es un verdadero artista en lo que respecta a sus diseños de edificios. Se sacan ideas nuevas hablando con él de política, de arte, de música, de Dios: de todo.
—¿Fue Natalie James la causa de la ruptura de la relación?
—No, para nada. Sucedió antes de que ella apareciera en escena. Jespersen se cansó. Rápidamente. Le pasaba igual con todo. Por eso había vivido en tantos países. Rompió con Duncan.
—¿Cuál fue la reacción de Duncan? ¿Tuvo la misma actitud despreocupada?
—No, en absoluto. Se sintió desilusionado. No podía entender por qué se había comprometido tanto emocionalmente para terminar rechazado.
—¿Cómo supo usted todo esto? ¿Sólo observando?
Khulu miraba a Duncan otra vez, como si éste fuera a confirmar lo que decía.
—Habló conmigo. Yo no sabía cómo hacerle entender... estaba pasándolo mal... algunas de sus ideas eran distintas de las nuestras y, sin duda, distintas de las de Cari.
—¿Consiguió usted consolarlo?
—Creo que conseguí que entendiera que su reacción era... cómo lo diría... un poco inapropiada; que hacer un drama, un alboroto, suponía estropear las cosas buenas que tanto le gustaban del tipo de vida que llevábamos en la finca.
—De manera que, a su parecer, ¿el incidente estaba superado?
—Bueno, se calmó.
—¿Él y Cari Jespersen siguieron viviendo en el grupo como amigos?
—Sí. Y más tarde trajo a la chica y la instaló con él en la casita, parecía ir bien, ser lo adecuado para él. Al principio.
—¿Por qué «al principio»? ¿Qué sucedió después? ¿A los hombres de la casa no les gustó ella?
—Todos nos llevábamos bien con Natalie, aunque Cari, cuando estaba de mal humor, soltaba siempre lo mismo sobre las mujeres: se burlaba de Duncan a sus espaldas, algunas veces, sobre lo que según él sucedía en la casita entre Duncan y ella: pensamientos sobre las mujeres en general, pero, al mismo tiempo, él, ella y Duncan, bueno, se llevaban bien, eran buenos amigos. Lo cierto es que olvidamos por completo la historia entre Duncan y él. Fue él quien encontró trabajo para ella en su empresa de publicidad, y Duncan estuvo contento de que, por fin, tuviera un trabajo que pudiera interesarle, algo adecuado; ella escribe.
—Entonces, ¿cómo es que la cosa se estropeó para Duncan?
—Ella es una persona extraña. Bueno, él ya lo sabía: ella había intentado suicidarse, está la historia esa del niño. Era capaz de ser el alma de la fiesta y de ser muy cariñosa con él y, al minuto siguiente, empezar a meterse con él, atacarlo porque, según ella, él «quería que fuera así».
—¿Ser cómo, exactamente?
—Feliz. «Representar su vida para él»: eso es exactamente lo que ella decía siempre, por eso me acuerdo.
—¿Se lo contó él o formaba parte del tipo de escenas que tenía lugar en la casa, delante de los demás?
—Bueno, estábamos todos allí, por allí, de manera que podíamos verlo, oírlo.
—¿Cuál era la reacción de Duncan cuando ella lo hostigaba delante de sus amigos?
—Tenía una enorme paciencia. Como si ella fuera una persona enferma. Aunque la vida con ella era un verdadero infierno. Saltaba a la vista, un infierno. Al día siguiente, él se quedaba muy deprimido. Pero no hablaba conmigo ni con ninguno de nosotros sobre ello, como lo había hecho en relación con el asunto con Jespersen, por ejemplo.
—¿De manera que la relación entre Natalie James y Duncan no era feliz?
—Ella lo torturaba. De verdad. Incluso intentó suicidarse otra vez, con pastillas, y él parecía creer que era culpa suya. Pero los demás veíamos que él hacía esfuerzos continuos para que ella estuviera bien. No se entendía cómo podía seguir adelante.
—¿La quería?
El testigo miró al juez, insensible a los ojos que se fijaban en él. Khulu apeló al juez, a todos los que juzgan, divinos o humanos.
—Quién de nosotros puede decir qué significa querer.
Interpretando el personaje del samurai, cuando llegó su turno de interrogar a Dladla, el fiscal volvió su rostro al público, buscando su favor.
—«Quién puede decir qué significa querer.» Lo cierto es que podemos decir que es bien sabido qué significa ser celoso. La de los celos es la pasión que surge del amor, llega a ser más fuerte que el amor mismo y abandona despiadadamente todo respeto por el derecho a la vida de aquello que provoca los celos, el hombre que ha ocupado el lugar del amante en los brazos del ser querido. Usted ha descrito el modo en que el acusado se entregó al cuidado de Natalie James, protegiéndola en exceso hasta el punto que, tal como ella ha testificado, resultaba ofensivo para la dignidad de ella, usted ha contado la conducta y la dependencia servil de Duncan. ¿No cree que, con estos antecedentes en la relación, al encontrar a Cari Jespersen en pleno acto amoroso con la persona querida, su reacción tuvo que ser, inevitablemente, de celos? Unos celos violentos. El shock que él ha descrito, ¿no se debe al impacto extremo de los celos? Esa noche, cuando volvió a la casita, cuando esperó en vano a que ella regresara, cuando pasó el día solo, ¿no estaba dándole vueltas a una cuestión de celos?
—No lo sé.
—¿No diría usted que era extremadamente posesivo en relación con ella, si consideramos su conducta general?
—Se sentía responsable de ella.
—Podría ser otra manera de decir lo mismo. ¿Por qué cree usted que su amigo mató a Cari Jespersen si no fue por una venganza premeditada, debida a los celos, por haber hecho el amor con Natalie James?
—Matar a una persona...
A su alrededor, el público aguarda en silencio, expectante. ¿Cómo seguirá? Excita a la audiencia, que ha entrado de balde, pensar que el samurai ha acorralado a su víctima.
—Conozco a Duncan; lo conozco bien. No tiene un arma. Nada. No estuvo ahí sentado planeando ir a matar a Jespersen. Matar es algo ajeno a su naturaleza. En absoluto. Lo juro por mi propia vida. Bajo ningún concepto pudo ir a buscar a Cari para matarlo. No sé cómo sucedió, pero no fue así. Dios sabe cómo fue. No entiendo el asesinato.
El hombre de Motsamai, el psiquiatra de la defensa —en la confusión provocada por el intento de advertir quién iba y venía en el estrado, sólo se hacía notar la aparición de cualquier irrelevancia— llevaba un aparatoso reloj como un arma, su mano levantada lanzaba destellos que llegaban hasta Harald y Claudia. Se dirigió directamente al juez, en lugar de hacerlo al abogado defensor. ¿Para poner énfasis en su objetividad? ¿O porque son iguales en autoridad: el juez decide quién es culpable, el psiquiatra decide quién está loco? Motsamai le preguntó su opinión sobre el estado mental del acusado en relación con los acontecimientos sucedidos en la casa el 18 y el 19 de enero.
—En psiquiatría, consideramos que los «acontecimientos de la vida» son los que precipitan la conducta anormal, pero también los vemos como algo que refleja de manera consciente o subconsciente cualquier distorsión de las normas sociales. En una sociedad donde la violencia es frecuente, los tabúes morales contra la violencia están devaluados. Donde, por una serie de razones históricas, la violencia se ha convertido en el modo habitual de enfocar la frustración, la desesperación o las ofensas, la aversión por ella está en suspenso. Todo el mundo se acostumbra a la violencia como solución, sea como víctima, agente u observador. Se vive con ella. Al considerar una conducta anormal, debemos tener en cuenta el clima general de conducta en el que ha tenido lugar.
El juez responde a esta conversación entre ambos.
—Muy interesante, doctor, pero lo que el tribunal espera oír es un informe sobre el estado mental del acusado y no sobre el de la ciudad.
—Con todo respeto, el acto que el acusado admite haber cometido no tuvo lugar en el vacío. Igual que existe un control inconsciente procedente del clima moral, también puede existir una autorización inconsciente de la violencia, en su uso general, en el recurso generalizado a ella. Esto puede superar las inhibiciones protectoras de la moralidad consciente del individuo para el que un acto semejante resultaría aborrecible. Es necesario tener presente este contexto, en el cual los acontecimientos que condujeron al acto, y el acto mismo, tuvieron lugar.
—¿Propone usted, doctor, que los atracos y actos similares autorizan el asesinato como solución para un conflicto personal?
El sarcasmo del juez no altera al hombre; Motsamai no habría escogido a nadie capaz de ser desconcertado con modales corteses.
—No propongo nada tan inmoral como eso, señoría... Me limito a cumplir mi deber de informar al tribunal sobre la metodología seguida en los exámenes psiquiátricos.
La atención del público ha ido en aumento, incluso un policía cambia el peso de un pie al otro como un caballo de tiro. El público disfruta ante el diálogo entre dos hombres tan seguros de su superioridad. Este espectáculo gratuito mejora por momentos, es tan bueno como los programas de entrevistas presenciados en los estudios de televisión. Pero Harald y Claudia le prestan atención de un modo distinto, analizan al instante cada palabra. Ese hombre está de su parte, de parte de Duncan, están seguros. Lo que haya encontrado en su hijo sólo puede ser su salvación.
Lo que ha encontrado es que el acusado se había visto precipitado a un estado de disociación de sus actos la tarde del 19 de enero, fue incapaz de ejercer un control adecuado sobre lo que hacía, que culminó en la muerte de Cari Jespersen.
Motsamai reclama su atención.
—Doctor, ¿cuándo diría que empezó ese estado?
En opinión del doctor, era ésa la condición del acusado antes de salir de la casita y entrar en la casa. El examen psiquiátrico no había encontrado pruebas para poner en duda que el acusado dijera la verdad cuando afirmaba que había ido a la casa para detenerse en el mismo lugar que la noche anterior; su incredulidad ante lo que había visto desde allí formaría parte de un estado de disociación de la realidad. Tampoco aparecía ningún indicio de que faltara a la verdad cuando hablaba de confusión, ausencia de recuerdos sobre una secuencia detallada de sus actos cuando se encontró en la casa y Jespersen estaba tendido en el sofá. El acusado sufre de verdadera amnesia en relación con ciertos acontecimientos de aquella tarde.
El juez atrae la atención al mover los hombros. Cada vez que emite esta señal, la sala oscila entre lo que se ha dicho y lo que puede pronosticar el gesto. En esta ocasión, avanza la barbilla, ladea la cabeza y pregunta:
—El acusado hizo una narración detallada y coherente de lo que le dijo el difunto. ¿Cómo es que lo recuerda?
—Para la cabeza, un tremendo golpe emocional es tan fuerte como pueda serlo cualquier golpe externo. Cuando Jespersen dijo: «Sírvete una copa», la crueldad de esta actitud supuso para él otro golpe fortísimo. Estaba confuso antes; no puede recordar lo que dijo, si es que dijo algo, a Jespersen. Con el impacto de las últimas palabras que recuerda que Jespersen pronunciara, habría entrado en un estado de automatismo en el que se desintegraron las inhibiciones.
—¿Y cómo pudo utilizar un arma? Si se encontraba en ese estado de disociación, de disminución de su capacidad cognoscitiva? Ha testificado que no podía saber si el arma estaba cargada. ¿No habría tenido que quitar el seguro, si estaba cargada, y lo estaba, y no habría sido ése un acto completamente consciente, un acto racional?
—Para cualquiera que ha manejado un arma, se habría tratado de una reacción automática, sin cognición. Como montar en bicicleta para cualquiera que sepa hacerlo.
Con permiso de su señoría, Motsamai tiene preguntas que hacer.
—Doctor, dada su experiencia sobre estados en los que se produce una perturbación parcial o total de las facultades de un individuo, ¿qué fue lo que causó, que fue lo que hizo que el acusado pudiera coger el arma y utilizarla?
—Una acumulación de provocaciones que alcanzó su punto culminante en una total pérdida de control del sujeto.
—¿Podría explicar la morfología, la historia del caso, por así decir, de esta acumulación?
—Lindgard es un hombre de naturaleza bisexual. Eso, por sí mismo, es ya una fuente de conflicto de personalidad. Cuando siguió los instintos que lo llevaban a sentirse atraído por un hombre y tuvo una relación amorosa que su compañero, Jespersen, no se lo tomó en serio y rompió cuando se le antojó, sufrió un estado de angustia emocional. Superó la tristeza producida por el rechazo y se volvió hacia el otro lado de su naturaleza, probablemente dominante, con una alianza heterosexual que, otra vez, se tomó muy a pecho. Más aún, dado que esta alianza se produjo con una joven de personalidad evidentemente neurótica con complejas tendencias autodestructivas por las que, cuando se le llevaba la contraria en lo que ella consideraba su derecho a seguirlas, lo castigaba denigrándolo y con agresiones mentales. Cuando la vio realizando el acto sexual con su anterior amante, un varón, se sintió castrado por ambos.
Éste es el modelo elaborado a partir de su hijo, al igual que un ser humano puede estar comprendido en placas de rayos X y escáneres que se iluminan en una pantalla, mediante el método dialéctico de un tribunal y el conocimiento de expertos en el misterio de lo que siente, piensa y hace el modelo. Duncan, conducido fuera de la sala para que el juez haga su pausa de mediodía, es el Doppelgdnger. ¿Cómo pueden preguntarle: ése eres tú, hijo mío?
Cuando salieron del edificio de los juzgados, un hombre hacía cabriolas en cuclillas delante de ellos, un mono domesticado ante una cámara. La fotografía que apareció en un periódico de la tarde también los colocó juntos, a ambos, como parte de una colección de nociones: madre y padre de un asesino.
Las preguntas del fiscal al hombre de Motsamai, el hombre de todos ellos, el psiquiatra de la defensa, se convirtieron en un interrogatorio dirigido hacia ellos mismos. Los comentarios de él discurrían como la desesperada narración de los suyos. ¿El tribunal iba a creer que el día de inacción en la casita era un vacío? El acusado testifica que se limitó a «pensar». ¿Es posible pensar en nada? ¿No estaba claro que el día transcurrido en la casita sólo encajaba con una de las interpretaciones, la premeditación racional de la intención, movida por los celos, de enfrentarse a la víctima en venganza, una intención llevada a cabo de acuerdo con lo previsto? El acusado «se encontró en el jardín»; ¿no podía haber ido a la casa a mirar de nuevo el sofá, el escenario de los acontecimientos de la noche anterior, en cualquier otro momento del día? ¿Por qué, en lugar de ello, escogió una hora en que la víctima habría regresado del trabajo? Y, en relación con el uso del arma, el acusado decía en su declaración que no estaba familiarizado con las pistolas; era la única que había cogido nunca. ¿Entonces, cómo pudo usarla con tanta eficiencia, asegurarse de que estaba cargada y montada, si se encontraba en un estado de automatismo? ¿No tuvo que llevar a cabo acciones racionales, deliberadas, para aprovechar la proximidad de un arma que realizara su intención mortal?
¿Qué decía aquel hombre, qué decían ellos, qué iba a pensar el tribunal? ¿Que la defensa se había condenado a sí misma a través de las palabras de su propio psiquiatra?
No podían pedir a Motsamai una interpretación de lo que se deducía de sus palabras: una señal ominosa o una derrota disfrazada; estaba en su sitio, en el estrado de la sala, preparándose para terminar con su caso.
Claudia vio que Harald deslizaba una mano en el bolsillo de la americana y sacaba un cuaderno cuando Motsamai se levantó para dirigirse al tribunal. Era el típico cuaderno pequeño de tapa de cartón que utilizan los niños en el colegio, no el tipo de cuaderno de cuero repujado con bolígrafo dorado que se le presentaba abierto en las reuniones de la dirección. Pertenecía a la otra vida recortada, humilde, que él y ella vivían ahora, debía de haber ido a una papelería para comprarlo: el tipo de recado que le hacía su secretaria. Claudia tuvo la delicadeza de no ceder a la distracción de mirar a hurtadillas lo que estaba escribiendo mientras Motsamai hablaba; sintió una cálida sensación de empatía con él, como una suave marea que se fue retirando bajo el interés con que seguía cada una de las sílabas que pronunciaba Motsamai. No sólo le tocaba a Motsamai captar la atención; era, se había convertido en el centro de la sala. Su presencia afirmaba que la sala era suya, de ese hombre bajo con la cara llena de arrugas profundas como un guante oscuro y gastado que parecía contener con dificultad unos ojos duros como el cristal, brillantes sobre el color negro; tras todos los años que había estado encerrado al otro lado de la ley, reclamaba ahora el derecho a llevar su dignidad con arrogancia.
—Se dice que una persona es legalmente imputable, es decir, que tiene capacidad criminal, cuando puede apreciar lo erróneo de su acto en el momento de cometerlo. Para valorar esta capacidad criminal, es necesario tener pleno conocimiento de los acontecimientos y el estado mental de tal persona antes de que se cometiera el acto. ¿Cuáles fueron los acontecimientos y el estado mental en el caso de Duncan Lindgard?
»La noche anterior, hacia las primeras horas de la madrugada, se siente preocupado por la seguridad de la mujer que ama porque no ha regresado a la casita donde vive con él como pareja. Ahora me gustaría volver un poco a ciertos aspectos de esta relación porque es importante para el personaje: el carácter constantemente afectuoso, el sentido de responsabilidad humana de Lindgard. Natalie James intentó suicidarse, quitarse la vida, y Duncan Lindgard le salvó la vida. Gracias a sus desesperados esfuerzos, ella resucitó. En aquel momento, no había ningún vínculo afectivo ni relación sexual; apenas la conocía. Tras ello, se desarrolló una amistad y la alojó en su casa. Convivían en la casita, en la finca donde vivían tres amigos de Lindgard, y ocupaban la propiedad, tal como el acusado ha descrito al tribunal, como algo parecido a una familia, no constituida por madre, padre, hijos y demás, sino por adultos unidos por una amistad leal, en armonía, los tres miembros homosexuales y la pareja heterosexual. Lindgard no sólo hizo que Natalie James volviera a la vida físicamente; tal como ha testificado un miembro de esta supuesta familia, por amor a ella, hizo suya la pesada carga de reconciliarla con los problemas de su pasado tormentoso (el hijo que había tenido y dado en adopción, y otros problemas de personalidad) y se dedicó a intentar ayudarla para que desarrollara su lado positivo, el potencial que veía en ella constantemente amenazado por unas irresponsables tendencias autodestructivas. Durante los dos años, más o menos, que convivieron como amantes, no hay prueba de que él respondiera a su agresión mental ni a las diversas transgresiones que amenazaron la relación con otra cosa que paciencia y deseo de ayudarla. Ninguna de las provocaciones de ella lo llevaron nunca a actuar con violencia durante este período.
Motsamai lanzó una mirada al público durante unos segundos, reteniendo su atención, y regresó de nuevo al juez.
—Con el debido respeto, señoría, no pretendo denigrar la moralidad de esta joven, sólo deseo explicar el marco real de la preocupación del acusado por ella durante las horas de la madrugada, cuando ella no apareció.
Para Claudia, para Harald, que escribe protegiendo la página con el puño, es difícil ser consciente de la presencia del juez; está allí, aunque uno no se dé cuenta, tal como ella sabe que Harald cree que está Dios.
El recuento de Motsamai no ha perdido interés para el público.
—Duncan Lindgard cruza en dirección a la casa, inquieto por la posibilidad de que ella haya sido atacada por un intruso en el jardín oscuro. ¿Qué encuentra? Una puerta abierta, todas las luces encendidas y, sobre el sofá, Natalie James y Cari Jespersen en pleno acto sexual. Con el debido respeto, señoría, están tan lanzados que ni siquiera se separan de un salto ante la presencia de Lindgard. Ejeee... ¿Qué hace Lindgard? El golpe es tan terrible, tan increíble, que huye. Bien, ¿por qué resultó tan devastador lo que encontró? Para cualquier hombre, cualquier mujer, la visión de su pareja realizando el acto sexual con otra persona resulta un shock doloroso. No cabe duda. Pero Duncan Lindgard fue golpeado por una doble traición de carácter atroz. Porque lo que vio en el sofá no fue sólo la infidelidad de la mujer que amaba, sino el hecho de que el hombre que realizaba el acto sexual con ella era el mismo hombre con el que él había tenido una breve relación homosexual y que le había causado dolor, en otro tiempo, rompiendo bruscamente esa relación. Él sabía perfectamente que Jespersen no sentía deseo por las mujeres: ha contado al tribunal cómo Jespersen hablaba con desagrado, incluso con asco, sobre sus características sexuales, sus órganos genitales. Que Jespersen superara la revulsión que sentía específicamente para realizar el acto sexual con la mujer de Lindgard sólo podía significar dos cosas, igualmente horrorosas: o bien a Jespersen le gustaba la idea de humillar una vez más al hombre que ya había rechazado una vez, o le proporcionaba un especial placer la idea de ayudar a Natalie en un impulso, exquisitamente cruel, de humillar y herir al amante hacia el que ella sentía algún perverso resentimiento por deberle tanto: la vida. Lo que Duncan vio fue un acto de implicaciones tan nauseabundas que, tal como ha dicho en su testimonio sobre cómo pasó el día siguiente pensando en la casita, no se podía hacer nada. Ninguna acción sería adecuada para hacerle frente.
»Pasó el día siguiente solo en la casita, en un estado de shock en el que no cabía ninguna resolución de intenciones. Era incapaz de formular ningún sentimiento hacia Natalie James o Cari Jespersen. Según el informe de un psiquiatra de gran experiencia, se produjo en él una sensación de irrealidad amnésica en relación con ellos. No era capaz, en contra de lo que ha sugerido mi distinguido colega, de la menor intención de venganza. Y como el mismo acusado ha dicho en respuesta a la pregunta de mi ilustre colega, el fiscal: ¿venganza por qué? ¿Por la traición de ella? ¿Por la de Cari Jespersen? ¿La traición de James y Jespersen en connivencia?
«Permaneció acostado en la casita todo el día, incapacitado. Si el perro no hubiera hecho que se levantara porque tenía hambre, si él no hubiera realizado todos los gestos necesarios para dar de comer al perro en el jardín, ¿no habría permanecido en su aislamiento hasta que, quizá, alguien hubiera ido a buscarlo? ¿Se habría encontrado en el jardín que había cruzado corriendo la noche anterior, si no hubiera salido a dar de comer al perro? Se encontró en el jardín, sí; y ahí estaba la casa donde lo increíble había sucedido. Volvió allí para situarse en el mismo lugar donde lo había visto todo, para hacerlo creíble en su estado de confusión.
Las arrugas del rostro de Motsamai se convirtieron en profundas cuchilladas. Tomó aire y lo expulsó lentamente como pretexto para una pausa calculada. Parecía estar presenciando lo que estaba a punto de describir.
—¿Y qué ve? Ese hombre, Cari Jespersen, está repantigado cómodamente en el sofá. Se ha preparado su bebida favorita. Sonríe. Saluda a Duncan Lindgard, el amigo, el antiguo amante a cuya mujer ha seducido delante de sus ojos, y lo saluda llamándolo bra, hermano. A continuación se lanza a un monólogo en tono de broma, de conversación sofisticada entre hombres. Da por hecho que ése es el contexto en que el «incidente», ese apareamiento imposible de detener que concluyó con descaro en presencia de Lindgard, debe ser recibido, compartido, por Lindgard. Sírvete una copa, dice. Sí, brindemos por ello, hermano. Todo lo sucedido la noche anterior no es nada. ¡Una broma grotesca!
»¿Este shock es menor que el del acoplamiento mismo?
»El espectáculo que ahora contempla Lindgard es la culminación de una tensión emocional total. Hay un arma sobre la mesa. Se le ofrece. No sabe si está cargada o no. La coge y dispara a la fuente de la diatriba contra él. Lo que ha descrito como "el ruido" se detiene. Así se da cuenta de que ha disparado a Cari Jespersen.
»Repito, señoría, con su permiso, la definición de responsabilidad criminal. Se dice que una persona es imputable desde un punto de vista penal, que tiene la capacidad criminal de realizar un acto, cuando es capaz de apreciar lo erróneo de su acto en el momento de cometerlo. La ausencia de capacidad criminal como resultado de causas distintas a la locura o la juventud está reconocida en nuestra ley, en principio, en relación, entre otras cosas, con la provocación (su señoría puede ver que en mi alegato cito el caso del Estado contra Campher, en 1987), y con un grave estrés emocional (remito al tribunal al caso del Estado contra Arnold, 1985).
»Respecto a los datos que tenemos sobre la conducta general del acusado como adulto, así como a su sentido de la responsabilidad moral, cristiana y humanística, inculcada desde la infancia por sus padres, todo está en contra de la realización de un acto violento. ¿Acaso no había sido provocado, más allá de lo que puede soportar un ser racional, cuando vio el arma y la cogió? En una palabra, ¿el acusado sabía lo que hacía? ¿Tenía capacidad criminal Duncan Lindgard?
»Señoría, yo sostengo que no, que no podía tenerla.
La voz del juez, un murmullo privado, tiene, sin embargo, la autoridad suficiente para detener a Motsamai, más que interrumpirlo.
—Señor Motsamai, ¿alega usted locura?
—No, señoría. No.
—¿Trastorno mental transitorio?
—No. El acusado es un hombre cuerdo cuya capacidad se vio disminuida por un estado de confusión, debido al estrés emocional, durante el cual no pudo ser consciente de lo erróneo de sus actos porque no fue consciente de tener la menor intención de cometerlos.
—¿Qué diferencia hay entre eso y el trastorno mental transitorio?
Vuestro hijo no está loco.
Pero, para Harald y Claudia, el juez podría tener razón; locura, quizá esa pena sea la explicación que nunca han obtenido de su hijo. Ni siquiera lo que ha dicho en el tribunal les ha dado lo que quieren: parece como si fuera una grabación que se repitiera de nuevo, como si la voz de Motsamai, con sus énfasis procedentes de los ritmos de su lengua africana, fuera una emisión: la presencia de Duncan interrumpe, no fue así, no fue exactamente así. Allí nadie lo sabe. Quizá se trata de una frecuencia procedente de donde está sentado, alejado de ellos en el estrado de la sala.
—La pérdida del control sobre los propios actos es una incapacidad para actuar con conciencia de lo erróneo, señoría, a diferencia de las ideas delirantes que confunden el bien y el mal. Ésa es la diferencia.
Harald sintió que la cabeza de Claudia alteraba el espacio entre ellos, agitándose con un gesto de rechazo; en efecto, la respuesta no parecía estar a la altura de Motsamai en sus mejores momentos. Y quizá estaba equivocado; ¿trastorno mental transitorio, algo en el cerebro de Duncan que hubiera estado allí siempre, el misterio que es siempre el otro, incluso aquel que has creado a partir de tu propia carne? Claudia hizo el gesto de ir a susurrar algo, pero Harald levantó la mano que sostenía el bolígrafo; la consternación era muda, era como si el calentamiento del aire en aquel espacio atestado lo generaran entre Harald, Claudia y su hijo, y de allí se extendiera a los demás.
—Duncan Lindgard no tuvo intención ninguna de matar a Jespersen. No hubo premeditación. No tenía, no tiene capacidad criminal para cometer conscientemente un acto semejante. Empujado por la provocación a un estado de grave estrés emocional, el acto fue realizado en ausencia de capacidad criminal. Su confesión, su historia, su testimonio son pruebas irrefutables de ello.
—¿Ha concluido usted, señor Motsamai?
—Sí, señoría, gracias. Para la defensa, el caso está cerrado.
El juez se levantó, se levantó la sesión. El público volvió a la vida, como al final de un acto en cualquier teatro; volverían. En los pasillos, Motsamai convertido en Hamilton puso ambas manos sobre los antebrazos de Harald y de Claudia y los atrajo hacia sí. Tenía la abstracta animación que mostraba cuando regresaba al bufete después de comer. Ha ido bastante bien, dijo a sus confidentes, dejando a un lado a su abogado ayudante, Philip, el buen amigo, con los brazos cargados de documentos. No le preguntaron sobre lo de la locura, la cuestión de... ¿cómo podrían llamarlo?
En sus manos.
Nosotros no vamos a llamar a más testigos, les dijo, haciendo una pausa y encogiéndose de hombros con un gesto que indicaba: eso me conviene. ¿Nosotros? Tenía prisa para hablar con su ayudante. Cuando se alejó de ellos, lo vieron saludar a su oponente, el fiscal; los dos hombres con toga se detuvieron, el brazo de Motsamai descansó brevemente en el hombro del otro, menearon la cabeza a propósito de alguna cuestión, rieron juntos y se alejaron el uno del otro.
Así que, para ellos, todo aquello era una representación; para el juez, los asesores, el fiscal, incluso para Motsamai. La justicia es una representación teatral.
Mientras él y Claudia vagaban por los pasillos, Harald deslizó algo en el interior de su bolsillo. Era la libreta que había encontrado y había cogido de la mesilla de noche, en la casita.
Mañana se habrá terminado. Se emitirá el veredicto.
Nosotros. Motsamai y el fiscal: ambos han decidido no llamar a más testigos, ni de cargo ni de descargo. De común acuerdo; mientras toman una taza de té: a Harald no le costaría mucho creerlo. Debería reducir al mínimo ese tipo de pensamientos.
Ve allí otro tipo de testimonio: la falta de toda integridad, en los dos abogados enfrentados, en los ataques que han hecho a sus respectivos alegatos en el tribunal. A Claudia no le sorprende su camaradería profesional cuando no están ante la autoridad arbitral del juez; sabe que para hacer bien un trabajo, es necesario concentrarse en el proceso, al margen de los sentimientos personales. Acuden a un café con Khulu y, mientras él va a comprar un periódico, Claudia y Harald hablan sobre ello en voz baja, entre largas pausas.
Creo que al juez le irritaría un abogado que mostrara un vínculo emocional con un cliente. Tal vez incluso tendería a mostrarse escéptico ante los argumentos de alguien que podría ir más lejos en su defensa de lo que marca su compromiso profesional. Al fin y al cabo, tienen que defender a cualquiera. Todo el mundo tiene derecho a ser defendido, ¿no? Lo sabemos.
De manera que a Hamilton no le importa lo que suceda a Duncan, Al margen de lo que suponga para él ganar su caso. Mañana, él y el fiscal se darán la mano sobre la red, gane quien gane.
Ella llenó la taza de Harald; ellos también trataban la cuestión de la vida de Duncan mientras tomaban un té. Al cabo de un rato, al ver que Khulu se acercaba a ellos, Claudia habló rápidamente.
Le preocupa. A Hamilton le preocupa, bien. Tienes que creerlo, Harald. Lo ha demostrado. A nosotros. Pero el tribunal no es el lugar adecuado.
Khulu alzó el periódico, indicando su regreso. Ella lo miraba avanzar entre las hileras de mesas.
Y ahí está el otro que también se preocupa. Quién habría pensado que sería él quien sabría que necesitamos a alguien con nosotros todos los días, y resulta que sólo querríamos estar con él.
Claudia se recetó una pastilla para dormir y se fue a la cama.
Harald, solo en el cuarto de estar, cogió el cuaderno y añadió, mientras reflexionaba, detalles sobre el juicio. No sabía con qué propósito escribía esas notas. La pregunta surgió mientras su atención vagaba y regresaba para descansar en las flores muertas en un jarrón; la única respuesta estaba en las palabras del hombre, de Khulu: «No entiendo el asesinato.» Intentó buscar una finalidad práctica a las notas; si se iba a apelar contra la sentencia, querría ser capaz de hacer referencia a sus impresiones sobre cómo los testimonios que habían conducido a la sentencia (Duncan no ha esperado al juicio, se trata sólo del grado de culpabilidad, ese juego de palabras sobre la culpa en el que confía Hamilton Motsamai) habían sido recibidos por el juez lacónico, los asesores silenciosos, los abogados, incluso los funcionarios, las chicas indias y afrikáners introducidas en un mundo masculino, y esos maniquíes de la ley, los policías que permanecían a los lados sin emanar presencia humana alguna. Incluso los cuerpos apretados junto a Claudia y él: sus reacciones. Porque todos son expertos, están familiarizados con la manera en que se desarrollan los acontecimientos en un juicio y deben de conocer signos que a él y a Claudia se les escapan o no saben descifrar.
O tal vez lo que está apuntando tan sólo pertenece a lo que Duncan había escrito allí y que él, Harald, ha leído transgrediendo sus propios códigos de conducta. Probablemente, irá a parar a la caja del armario donde ha estado tanto tiempo la carta que escribió el niño desde el colegio.
La palabra «representación» sale una y otra vez. Ve que ha escrito, en el punto más bajo de la desolación: la justicia es una representación. Ha garrapateado lo descrito como la «representación» de Hamilton para promocionarse; y, a continuación, la cita de Khulu Dladla de las palabras de la chica: que Duncan quería que «representara su vida» para él. Puso la televisión para no irse a la cama, incapaz de dormir (rechaza la recomendación de Claudia de que se tome un tranquilizante o un somnífero, ella piensa —pero no lo dice— que él es uno de esos individuos, afortunadamente disciplinados, que tienen la intuición de que hay algo en ellos que los llevaría a la adicción), pero lo que le ofrecían era otra representa-ción, un grupo de rock de protesta en una cadena y una telecomedia en un lenguaje que no entendía.
Permaneció sentado, el cuaderno bajo su mano, y se volvió hacia la radio. Dio con un programa de llamadas telefónicas sobre temas de interés general —desde el aborto a los precios de los supermercados, pasando por la matanza selectiva de elefantes— que constituyen los circos que proporciona la democracia para que aquellos que tienen pan pero se dan cuenta de que no es cierto que cualquiera pueda, siquiera en teoría, llegar a presidente, tengan por lo menos la oportunidad de oírse formular opiniones y frustraciones en voz alta ante el pueblo. Los que llaman, por mal que se expresen y por mucho que divaguen (normalmente, apaga el aparato al instante), algunas veces traen a la memoria profundos impulsos que se ocultan bajo la aparente conformidad con los valores y actitudes de su tiempo y lugar. La pena de muerte: ése era el tema que el programa de entretenimiento demócrata ofrecía a esos ciudadanos impacientes esa noche. ¡Si la pena de muerte va a ser abolida! Motsamai, siempre bien informado, está seguro de ello. Se demostrará que constituye una violación de la Constitución; no hay posibilidad alguna, ahora, de que Duncan... ¡Dios no lo quiera! ¿Podría dictarse sentencia de muerte contra él por lo que ha hecho, al margen de sus motivos?
Ahora, ése es un país civilizado y el Estado no asesina. Pero mientras Harald permanece sentado con la mirada fija en las flores que deberían haberse tirado a la basura, los oye, personas que llaman pidiendo la celda de condenados a muerte y la cuerda, amaneceres con el verdugo en Pretoria. Quieren, todavía quieren, están dispuestos a pedirlo en antena para que lo oigan todos, el presidente, el ministro de Justicia, el Tribunal Constitucional: quieren cadáver por cadáver, asesino por asesino. Y farfullan indignados lo que no puede negarse: la satisfacción que sienten, la única reconciliación que existe para ellos, y que reside en la muerte de aquel cuyo acto se llevó a uno de los suyos, o cuyo ejemplo amenaza otras vidas. Sus voces se transmitían por teléfono hasta el estudio, el presentador ponía un freno condescendiente a su verbosidad: para ellos, la pena de muerte no puede ser abolida. Ellos —la gente que clama fuera de la urbanización de adosados y de la cárcel donde Duncan espera el veredicto de su juicio— lo condenarán a muerte en su pensamiento, al margen de la sentencia que dicte el juez, al margen de cuantas garantías de atenuantes le dé Motsamai desde su conocimiento, su habilidad, su experiencia. En el ambiente del país flota la petición de un referéndum; ellos, no el Tribunal Constitucional, emitirán el Juicio Final sobre asesinos como Duncan. Y con referéndum o no, Harald lo oye y lo sabe, su hijo y la durmiente Claudia estarán rodeados de esa voluntad de que muera mientras viva. Recae sobre él una maldición, aunque ésta no aparezca en la ley.
No es una representación; eso es la realidad.
Claudia se agitó en sueños y la sensación de vacío a su lado la despertó; buscó el reloj a tientas. El mensaje luminoso: las dos y pico. Se levantó, tal como había hecho Duncan, y fue a buscar a la persona que faltaba. La puerta que daba al cuarto de baño, situada, según el folleto del conjunto residencial, en suite con el dormitorio, estaba entornada; no había nadie. El cuarto de estar estaba oscuro y callado. Avanzó con cuidado por el pasillo, como si creyera ir al encuentro de un intruso. En el segundo cuarto de baño, Harald estaba tendido, dormido en la bañera, con la cabeza apoyada en el borde, pero a Claudia le pareció que su cuerpo era el de un ahogado.
Motsamai también ha tranquilizado a su cliente, el acusado: mañana habrá terminado todo. Y ha salido de modo bastante esperanzador: tiene plena confianza. Los colegas que han estado siguiendo el caso dicen que diez años y, naturalmente, existe siempre la reducción de la condena. Pero él, Motsamai, piensa que lo ha hecho de manera tal que es muy posible que sólo sean siete. Y entonces, con la reducción... Sabe que la mejor manera de hablar con Duncan es hacerlo como si fuera un colega abogado y estuvieran examinando el caso de un tercero en el cual ambos estuvieran interesados. Se da cuenta de que ésa es la mejor manera de que ese joven, que pasa por un momento tan difícil, se imagine mejor a sí mismo; y no puede evitar repetir, como si fuera con un colega:
—Sumamente bien, especialmente en el interrogatorio de la chica.
Se han ido todos para esperar que llegue el día de mañana, cuando todo haya pasado: su madre, su padre y Khulu, el representante del hijo de ambos, al que Duncan ve sentado junto a ellos, donde él no puede estar, Motsamai, el juez, las funcionarias con el cabello caído sobre los brazos mientras teclean en sus procesadores de textos, los rostros de los espectadores de su vida; se han ido a casa. Solo. Sus padres,su amigo Khulu (no se había dado cuenta, hasta ahora, de hasta qué punto él era más amigo que los otros de la casa), lamentan dejarlo atrás, especialmente en ese momento; lo sabe, pero le alivia que se hayan marchado.
De manera que Motsamai, haciendo el papel de padre cuando el padre no puede hacerlo, lo ha salvado a costa de ella. Natalie/Nastasia. La ha abierto y ha expuesto su interior, ha diseccionado su útero con una criatura dentro, ha mostrado, para que todos los vieran, su mente, sus motivos y su cuerpo, cuya fuerza y contradicciones su amante conocía tan bien. Quién recompondrá a Natalie: nadie. Motsamai tiene plena confianza: en esta ocasión, ella lo ha salvado a él.
Durante la noche, no soñó en su celda, sino que vivió una fantasía despierto. Diez años, con remisión de pena, no importa cuánto tiempo ha pasado, sale parpadeando al sol, a la ciudad. Alguien señala hacia un niño. Es una niña, se parece a Natalie/Nastasia. No, es un niño, se parece a nosotros, Cari y Duncan.
Motsamai lleva un traje especialmente bien cortado y ha dado forma a la estera de su cabello; la corta perilla de jefe africano del siglo pasado está peinada para reafirmar su énfasis móvil cuando habla; es el mismo esmero con que los colegas de Harald cuidarían su aspecto en el día en que se ha fijado una importante reunión.
Motsamai los estaba esperando en los pasillos donde seguían atrapados los ecos de todo lo que habían oído en la sala los días pasados. Caminó con ellos con paso tranquilo entre funcionarios, mensajeros apresurados y personas que daban vueltas en busca de una sala u otra. Cuando encontró un pequeño espacio para ellos, se detuvo.
—¿Estás bien, Claudia? Espero que hayas descansado toda la noche, Harald. ¿Yo? Oh, siempre duermo, cuando por fin me voy a la cama, si estoy preparándome... Ejeee... Hoy. Bueno, mirad, he conseguido que el fiscal acepte que podáis ver a Duncan durante la pausa de mediodía. Será después de que todo haya terminado esta mañana, no espero el veredicto y demás hasta la tarde. De manera que lo veréis. Antes de que se dicte sentencia.
Cuando uno se encuentra frente a frente ante la justicia —y no puede apartar la vista, no es posible evadirse mediante el privilegio, la clase o la fortuna—, uno lo entiende: los defensores y los acusadores llegan a acuerdos razonables sobre el precio de un asesinato. Para Harald, en eso consiste el acuerdo. El distinguido colega de Motsamai, en representación del Estado, está satisfecho porque ha conseguido todo lo que ha podido. Motsamai mismo hace ahora un gesto de equilibrio en el que ambas manos son las pesas: mejor no meterse.
—Los jueces son personas susceptibles. Ejeee... ¿sabéis? Se cansan, como nosotros, cuando insistes y ellos ya han tomado la decisión. Hay un momento en que... ¿Me seguís? El juez está sentado con sus asesores y el veredicto ya está allí. No le afectarán más testigos. Hemos causado ya una impresión concreta con nuestros testigos, con el interrogatorio a los testigos de la acusación. No quiero alterarla forzando la nota. En relación con la sentencia... eso ya es otra cosa. —Utiliza la frase como una de las expresiones con doble sentido propias de su sofistificación a la moda, implicando que no sólo es otro asunto, sino también algo excepcional—. La solicitaré esta tarde.
Durante las recapitulaciones, están sentados con Khulu. El fiscal y el abogado defensor revisan con convicción y fuerza sucintas lo que ya han presentado en sus pruebas, lo que han obtenido, cada uno de ellos según sus fines y habilidades, del acusado y los testigos durante ese proceso y los interrogatorios.
Duncan es un hombre fanáticamente posesivo que, movido por los celos, premeditó vengarse, atacar a Cari Jespersen, que había tenido relaciones sexuales con su amante, Natalie James, y, plenamente consciente de la situación, de manera deliberada, en plena posesión de sus facultades mentales, con capacidad criminal, aprovechó la disponibilidad de un arma y disparó deliberadamente al hombre en el lugar que sabía que sería mortal, en la cabeza.
Harald, Claudia y Khulu siguen y comprenden conjuntamente sólo los términos clave de lo que surge del rostro de samurai que lleva el fiscal: capacidad criminal, conducta deliberada, plena conciencia. Las combinaciones de frases se inflaman como arden las palabras de una columna de periódico encendido. Prestan atención como una sola persona, apenas oyen la secuencia que une las frases, el sentido del largo discurso del fiscal. Esos términos legales, fijados por los libros de referencia que tanto el defensor como el fiscal tienen sobre la mesa, son lo que pronunciará el veredicto sobre Duncan. Cuando le toca el turno a Hamilton Motsamai, la atención que prestan los tres vuelve a ser individual, y cada uno escucha —con un acompañamiento silencioso diferente, producto de las distintas ideas que tienen sobre Duncan— cada palabra, detalle, matiz de lo que dice Motsamai.
Duncan es un hombre que carece por completo de instintos violentos, tal como muestra su conducta y el cuidado que ha prestado a su pareja, de carácter agresivo. Como él bien sabía, no era posible que se diera una relación amorosa entre su anterior amante homosexual y la mujer a la que cuidaba con tanto cariño. Por lo tanto, no hubo premeditación violenta movida por los celos ni ningún otro tipo de acción contra aquel hombre. Duncan se enfrentó repentinamente, la noche del 18 de enero, con el desvergonzado espectáculo de un crudo exhibicionismo sexual realizado por esas dos personas. ¿Acaso un hombre violento no habría atacado a Jespersen allí mismo? Claro que sí. Duncan Lindgard no atacó a Jespersen en aquel momento y en aquel lugar, como cualquier instinto violento sin duda le habría llevado a hacer. Durante el día siguiente, el shock y el dolor lo dejaron incapacitado, no pudo ir a trabajar. Como le costaba creer lo que había visto, regresó a la casa sólo para mirar el lugar en donde todo había sucedido. La inesperada presencia de Jespersen en el mismo sofá donde había tenido lugar el degradante espectáculo, la increíble falta de vergüenza de Jespersen, el que diera por hecho que podían tomar una copa y olvidar algo que no tenía la menor importancia entre hombres que eran hermanos, que incluso habían sido amantes en otro tiempo, todo ello supuso un terrible shock que se sumó al primero. Con un efecto equiparable al de un golpe en la cabeza, el informe psiquiátrico lo confirma, ese shock tuvo como efecto que se quedara en blanco.
Se produce una interrupción procedente de una de las dos presencias, el coro griego de los olvidados asesores que rodean a la deidad del juez; el blanco pregunta: ¿Qué es eso? Ha utilizado usted esa expresión con anterioridad. ¿Quiere decir un estado de ofuscación?
—¿Qué sucede cuando un individuo se queda en blanco? No es lo mismo que un estado de ofuscación. Cuando un individuo se queda en blanco, sufre una pérdida de la capacidad de autocontrol y durante ese rato es incapaz de actuar de acuerdo con la apreciación de lo erróneo, es un estado de inimputabilidad criminal. Fue en ese estado cuando, como resultado de la provocación y del severo estrés emocional, Duncan Lindgard cogió el arma que estaba allí e hizo callar a su torturador de un disparo.
Nadie: Harald, Claudia, Khulu —¿Duncan?, ¿qué estaría buscando Duncan en sí mismo?—; nadie podía tener la menor idea de las reacciones del juez a partir de su rostro inclinado ligeramente sobre los papeles que, aparentemente, ordenaban sus manos precisas. Tal vez (eso es lo que Harald cree), como Motsamai sugiere, ha decidido el veredicto hace mucho; o quizá se va con sus dos asesores, que corretean tras él para la pausa de la comida como perros amistosos, a fin de decidir con ellos qué fue lo que hizo realmente Duncan cuando disparó a un hombre en la cabeza. Porque, para los que presencian un juicio, está claro que no existe un acto como el sencillo acto de asesinar. Matar es sólo el acto definitivo que surge de muchos otros que lo rodean, actos de palabras desbordadas, suposiciones, unión sexual y, alrededor de todas estas cosas, asaltos en las calles.
Motsamai no expresa ninguna de las expertas observaciones que pueda haber hecho sobre el modo en que el juez ha acogido su resumen y el del fiscal, y Harald y Claudia no tienen la sensación de que sea correcto preguntárselo. Sería como preguntarle sobre su eficacia; hacer que sintiera, finalmente, el peso de ellos en sus manos. Su actitud, cuando, por fin, los dirige hacia lo que nunca han visto, una celda, es más la del abogado Motsamai que la de Hamilton. No es como la celda a la que conducían de regreso a Duncan cuando ellos se marchaban tras acudir a la sala de visitas, sino la celda situada bajo el estrado de la sala donde permanecen los presos en los intervalos que se producen durante su juicio.
Pasillos, escalones y puertas para las que los vigilantes tienen brazaletes llenos de llaves. Es un lugar parecido a un sótano y, en una esquina, tras una pared de medio metro de altura, hay un retrete. Algunas sillas de madera con números escritos con tiza. Hay un plato con comida en el asiento de una de ellas. Duncan, el hijo de ambos, está de pie con un vaso de agua en la mano, busca un lugar donde dejarlo y, al hacerlo, el vaso se tambalea contra el plato. Duncan abraza a su madre, con un abrazo como los de cuando iba a casa a comer, y estrecha a su padre contra sí, el roce de su barba contra la mejilla y la oreja de Harald es algo poco familiar para ambos.
Motsamai los ha dejado solos; hace tiempo que para ellos ya no cuenta la presencia de los vigilantes.
—Tiene plena confianza sobre lo de esta tarde.
Claudia es la primera en hablar. ¿Pero qué significa plena confianza? Suave sonrisa de Duncan: dice que no necesita que el juez le diga que hizo lo que hizo.
—Las circunstancias.
Harald no es capaz de referirse abiertamente a todo lo que se le ha hecho a Duncan y a todo lo que Duncan ha hecho, pero quiere conducirlos a la seguridad de que la justicia va a tener en cuenta las circunstancias atenuantes; la salvación ha llegado bajo la forma de ese compromiso práctico desde su lugar junto al Altísimo.
—Bueno. Me alegro de que todo esto termine pronto para vosotros. Estoy seguro de que tenéis que volver a vuestro trabajo. Seguir con vuestras cosas.
Harald no quiere que lo imagine sentado en una sala de juntas, está allí, para su hijo, en una celda.
—¿Qué te ha parecido Motsamai, el modo en que lo ha llevado todo? ¿Era como tú esperabas? No he podido verte.
—Lo he dejado todo en sus manos. Excepto cuando he estado en el estrado. He dicho lo que tenía que decir, eso es todo. El resto es cosa suya, decisión suya.
—Está bien que confiaras en él. Hay muchas cosas que, a la gente como nosotros, le resulta difícil entender. Me refiero al proceso.
No puede preguntar a su hijo sobre el tema al que no dejan de dar vueltas, el interrogatorio al que Motsamai ha sometido a la chica. Podría ser crucial para el veredicto lo que Motsamai le ha hecho, ¿qué le parece que Motsamai haya utilizado de esa manera a Natalie, a la que él quería, o quiere? Ella se quedó con él porque él era «más terrible que las aguas», tal como dice el cuaderno; sólo Harald y su hijo lo saben. En algunas ocasiones, en el bufete de Motsamai, Harald ha pensado que debería enseñarle el cuaderno, pero, sin que su hijo sepa que lo ha robado, lo ha mantenido en secreto entre él y su hijo. Ahora el hijo ha tenido que permanecer en pie entre los vigilantes y contemplar cómo la destrozaba un abogado porque él, sí, ha hecho algo más terrible, mucho peor que la decisión de ella de ahogarse, ha quitado una vida que no es la suya. Debido a lo que sucedió en el sofá esa noche, ¿se ha alegrado al verla sometida a la táctica de Motsamai? Lo he dejado todo en sus manos. ¿Hay una nueva soledad, un nuevo sufrimiento que añadir a todos los demás que lo han asaltado? ¿Su amargura se dirige ahora contra el hombre que ha destruido a Natalie/Nastasia? ¿Se ha vuelto contra el hombre en cuyas manos está, aunque nadie más puede hacer nada por él, ni siquiera los padres que se comprometieron a estar siempre a su lado? En el interior de Harald, algo grita con rabia contra su Dios, ¿no va a terminar nunca lo que tiene que soportar mi hijo?
—¿Motsamai te ha dicho algo sobre lo que podrías esperar? —Claudia dice esto porque no puede creer que esa tarde haya un veredicto y, a la mañana siguiente, una sentencia, el juez y sus asesores se instalarán en sus butacas y lo oirá.
—Sí, hemos hablado. Espero que también haya hablado con vosotros, con papá y contigo.
Harald contesta.
—Sí, ha hablado con nosotros. Pero, claro, eso es sólo lo que piensa él a partir de algún precedente. Durante todo el rato, no se ha visto la menor señal de lo que el juez pensaba sobre ninguna cosa, incluso cuando interrumpía, preguntaba algo o ponía alguna objeción; yo intentaba averiguar si estaba impresionado, incrédulo, lo que fuera. Pero son maestros consumados en el dominio del tono indiferente y el rostro inexpresivo.
—El mismo rostro inexpresivo de un duro negociador de esos a los que estás acostumbrado en la sala de juntas, papá.
Los obliga a sonreír.
—Khulu te envía saludos, un mensaje. ¿Lo tienes, Harald?
Harald ha escrito, dictado por Khulu, en una página arrancada del final del cuaderno: UNGEKE UDLIWE UMZ-WANGEDWA SISEKHONA. Da el trozo de papel a Duncan.
—¿Lo entiendes?
—Lo esencial. Me ha enseñado un poco de zulú.
—¿Qué quiere decir? Ya sabes que ha estado con nosotros casi todo el tiempo.
No contesta a su madre de inmediato, no porque dude de la traducción, sino porque lo que ésta dice resulta difícil decirlo en estos momentos, entre los tres.
—Algo así como: no estarás nunca solo porque, sin ti, estamos solos.
Lo ha dicho para ellos, los padres, no hay nada más que añadir. Se aferran al resto del precioso tiempo que les queda con su hijo, tejiendo al hablar una superficie hecha de asuntos sin sentido para los tres, capaz al menos de sostenerlos ante el vertiginoso abismo.
Cuando llegó la hora de que el juez convocara la sesión de la tarde, uno de los vigilantes, un joven afrikáner, los acompañó y se volvió a mirar a Duncan.
—Debería comer algo, señora. No es bueno ir con la tripa vacía. Tu madre quiere que comas algo, chaval.
No ha habido, no hay otro silencio como el de la sala de un tribunal cuando el juez levanta la cabeza para pronunciar la sentencia. Toda otra comunicación, dentro y fuera, se acalla; todo está terminado.
Ésa es la última palabra.
Ella está sentada con las manos atrapadas bajo los muslos, como si reconociera la irritación que él ha soportado durante los días pasados mientras veía cómo ella, a su lado, no paraba de mover la uña del pulgar bajo el extremo de cada una de las demás. Khulu está con ellos. Khulu se sienta al otro lado de Claudia.
Y la oscuridad cayó sobre la tierra.
Cada uno de los tres se encuentra en el estado de intensa concentración que, tal como él, su marido, intentó explicarle en una ocasión, era como definía Simone Weil la oración. Él no sabe si está rezando; duda de todo. De qué sirve ahora la costumbre de rezar: doce años sería el máximo; diez, probable; Hamilton dice siete; ocho es la indulgencia esperada —está implícito— como el triunfo de la defensa.
Él/ella. Ahora no miran a su hijo. No hay mirada capaz de llegar hasta él; el estrado de la sala no sólo es la distancia que los separa, en ese recinto donde también están las experiencias del mundo de todos ellos: de sus padres, amigos,
Verster el mensajero, la mujer que sabe que todos somos criaturas de amor y mal. Incluso Motsamai ha terminado con él; no importa cuál sea el vínculo que los unía, el socorro que nadie, nadie más puede dar, pronto eso pertenecerá al próximo cliente.
Un juez se toma su tiempo. No debe haber nada precipitado en relación con la ley. Doce años, si es que van a ser doce años: no hay prisa para decidir un veredicto sobre lo que tardará tanto tiempo en cumplirse.
¿Una sentencia empieza en el momento en que se pronuncia el veredicto, como las campanadas de un reloj que indica que empieza una nueva hora? ¡Dios mío! ¡Qué degradante ha sido que me contentara durante todo este tiempo con ser un ignorante, aparentemente inmune al contacto con los procesos seculares del crimen y el castigo! Sólo he entendido los pecados que podrían ser absueltos por uno de Tus servidores en las mañanas en que tocaba confesión. Con gran esfuerzo, toca el brazo de Claudia y la mano de ésta sale de la supresión, bajo el peso de su cuerpo, y él la coge. Ha sacado también la otra mano. Harald advierte la fugaz mirada de Khulu hacia él, hacia ella. Ve cómo la mano de Khulu coge esa otra mano.
El juez está buscando algo en los recovecos de su toga; era un pañuelo. El juez se suena, se hurga la nariz con el pañuelo, se seca las comisuras de los labios, vuelve a guardar el pañuelo.
El juez mira una vez por encima de la concurrencia, y empieza a hablar.
—Duncan Peter Lindgard ha sido acusado del delito de asesinato de Cari Jespersen, con el que convivía en una finca ocupada de modo comunitario. La declaración de inocencia del acusado se basa en el argumento de ausencia de capacidad criminal, definida como una incapacidad temporal no patológica.
Nuestro hijo no está loco.
—Cualquier acusado que alegue causas no patológicas para sostener una defensa basada en la inimputabilidad criminal debe sentar bases objetivas y suficientes para que el tribunal decida sobre la cuestión de la responsabilidad criminal del acusado en relación con sus acciones, teniendo en cuenta el testimonio de los expertos y todos los datos del caso, incluida la naturaleza de las acciones del acusado durante el período relevante en relación con el presunto crimen.
»La defensa se basa en que, debido a la provocación y al estrés extremo, el acusado fue incapaz de tener la intención necesaria para cometer el presunto crimen; incapaz de valorar lo erróneo de sus acciones o actuar de acuerdo con tal valoración, e incapaz de iniciar una conducta concreta encaminada a un fin.
Hay algo saludable, necesario, para Harald y Claudia, quizá incluso también para su propio hijo, en esa simple exposición de los hechos que, dentro de ellos, han quedado desbordados por la emoción y enmarañados por la angustia hasta resultar incomprensibles.
—Los principales hechos de la noche del jueves 18 de enero de 1996 han sido demostrados por pruebas que las partes no discuten. Se celebró una fiesta tras la llegada de unos amigos de los ocupantes de la casa principal de la finca, David Baker, Nkululeko Dladla, Cari Jespersen y los ocupantes de la casita de la finca, Natalie James y el acusado. El acusado y Natalie cohabitaban como pareja heterosexual, los tres hombres de la casa eran homosexuales, de entre los cuales Baker y Jespersen formaban pareja. Antes de la relación con Natalie, el acusado había mantenido una relación homosexual con Jespersen, pero eso no parece haber afectado la estrecha relación, el que los cinco compartieran lo que era prácticamente una sola vivienda.
Y, mientras pronuncia la frase siguiente, el juez levanta la vista, directamente hacia el público, alzando la cabeza por primera vez.
—Incluso poseían en común un arma y sabían utilizarla.
Es también el primer indicio de una actitud personal en relación con el caso. El contexto del caso. Se ha permitido hacer un breve comentario irónico para aquellos que, como el padre del acusado, son lo bastante sutiles para interpretarlo como un gesto de censura hacia aquella convivencia comunitaria que ha descrito desapasionadamente y sin prejuicios sobre sus costumbres sexuales.
El significado del arma que compartían («incluso») como símbolo de las relaciones intercambiables y compartidas entre los habitantes de la casa distrae a Harald y le hace pensar que tendría que haberlo analizado, habría deseado hacerlo antes, pero ahora no puede, no, no, porque cada frase que pronuncia ese hombre supone un avance selectivo en el discurso del juicio, hay que seguirlo de cerca, leer entre líneas (deducir su intención) al mismo tiempo que no hay que perderse ni una palabra. Harald quiere comunicar a Claudia y a Khulu la actitud que le parece que el juez ha dejado entrever deliberadamente, pero ni siquiera tiene tiempo de avisarlos con una mirada.
—Cuando la reunión se disolvió esa noche y los invitados se marcharon, acompañados por Nkululeko Dladla, David Baker se fue a la cama y el acusado se dirigió a la casita tras un altercado con Natalie, que se quedó en la casa, ayudando voluntariamente a Jespersen a recoger y lavar los platos.
Ha conseguido atrapar al público. Todos los que rodean a los padres y a su hijo sustituto, Khulu, presencian un drama dirigido directamente a ellos. Han visto en carne y hueso a algunos de los personajes; allá arriba, en el estrado de los testigos. Están invitados a compartir el derecho a la familiaridad que se ha arrogado el juez al referirse a uno de los principales personajes del asunto, no como hace con los hombres, por su apellido, sino simplemente como «Natalie», porque sólo es una mujer. Si Claudia escucha atentamente al hombre del estrado, hoy el tono condescendiente es, para ella, sólo una acotación sin importancia; o tal vez para ella esa putilla no merece más respeto.
—Unas dos horas más tarde, el acusado se despertó en la casita y se encontró con que Natalie no había vuelto. Preocupado por su seguridad, ya que ella tenía que cruzar el jardín tan tarde, se dirigió hacia la casa, donde encontró a Natalie y a Jespersen in flagrante delicto, en pleno acto sexual en el sofá del cuarto de estar. Advirtieron su presencia, pero él no se les enfrentó. Volvió a la casita. Natalie no regresó; cogió su propio coche y se marchó.
Con el audaz realismo de su relato, su atención se ha apartado de la audiencia. Tiene los ojos fijos en el texto; que contemplen la salaz escena que acaba de presentar.
—El acusado, arquitecto, no fue a trabajar el viernes 19 de enero. Permaneció en la casita, solo, durante todo el día. En algún momento comprendido entre las 18.30 y las 19.00 (no recuerda haber mirado el reloj, y el jardinero, el único testigo de su ida a la casa, puesto que lo vio regresar, no tiene reloj) el acusado salió de la casita, dio de comer a su perro y cruzó el jardín en dirección a la casa. Allí, con la puerta del jardín abierta, como la noche anterior, estaba Jespersen echado en el sofá tomando una copa. Comentó, restándole importancia, el incidente de la noche anterior, alegando el contexto de hermandad de las costumbres de la casa comunal, y sugirió al acusado que se sirviera también una bebida.
No, no dio de comer al perro de camino a la casa, tal como parece haber dicho, sino que salió de la casita para dar de comer al perro, no para ir a la casa. ¡No es un mero detalle! ¡Podría ser vital! El juez los ha defraudado, se ha apartado de la confianza que se le ha otorgado con cautela. Claudia y Khulu advierten la repentina agitación de Harald, pero ignoran su causa. Claudia se vuelve hacia Khulu, y él compone un gesto formado por planos de inquieta convicción: tal vez Harald se sienta momentáneamente desbordado por la totalidad del lugar donde están, por lo que está sucediendo en ese día. El arma, eso es lo que el juez está sacando ahora. Él, Khulu, ha sostenido esa arma, la ha examinado, una o dos veces, sí.
—El arma doméstica, que se había sacado para enseñarla a uno de los invitados de la noche anterior, quien tenía la intención de comprar una, había quedado sobre una mesa. Con ella, el acusado disparó a Jespersen en la cabeza en el lugar donde yacía. El disparo fue mortal. De regreso a la casita, el acusado dejó caer el arma en el jardín, donde fue observado por Petrus Ntuli, un ayudante de fontanero que trabajaba a tiempo parcial de jardinero en la finca a cambio de vivienda en una edificación anexa. David Baker y Nkululeko Dladla llegaron a casa después y encontraron el cadáver del fallecido. Corrieron a la casita para decírselo al acusado, pero no hubo respuesta a sus llamadas ni a los golpes en la puerta, de manera que dedujeron que no estaba allí. Llamaron a la policía, la cual, mientras registraba el jardín, encontró a Petrus Ntuli, quien les dijo que el acusado estaba en la casita y que él, Ntuli, había visto cómo tiraba algo de camino a ésta procedente de la casa. La policía encontró el arma, efectuó su entrada en la casita, detuvo al acusado y lo llevó a la comisaría para interrogarlo. Fue acusado de asesinato. El arma, prueba número uno, lleva sus huellas dactilares.
Éstos son los hechos, pero qué pasa con el motivo para que saliera de la casita, qué pasa con la intención. ¡El perro! ¡El perro!
—Ninguno de los hechos ha sido discutido por la defensa. Dado lo cual, lo que los asesores y yo tenemos que decidir al dictar sentencia es la validez de la declaración de inimputabilidad criminal temporal no patológica presentada por la defensa «en defensa» del acusado. Cito, de manera excepcional, «en defensa de» aunque resulta evidente que la defensa de todo abogado defensor se hace en favor del acusado, porque en este caso el acusado no ha aprovechado su derecho para defenderse ruidosamente.
»Niega que pasara el viernes dando vueltas a la idea de vengarse del fallecido. Dijo, en su testimonio: "Por qué venganza. No me pertenecen, son libres de hacer lo que quieran", defendiéndose así indirectamente de la premeditación de su crimen, aunque no pone énfasis en la responsabilidad de la pareja en la grave violación de sus sentimientos; describe sus reacciones esa noche como algo generado en su interior, por sí mismo, sin echarles la culpa. Como respuesta a si pensó en hacerles algún reproche vengativo, para no hablar de algún acto contra la pareja, dijo que: "Todo lo que podía recordar del momento en que los había visto así... era una desintegración de todo, asco de mí mismo, de todos..."
»De modo similar, no niega de modo rotundo, ni rechaza con energía, la sugerencia de que, cuando cruzó el jardín en dirección a la casa aquel viernes por la tarde, tuviera la intención de enfrentarse a Jespersen. Lo único que ha ofrecido al tribunal ha sido la declaración indirecta: "Me encontré en el jardín... no quería hablar con nadie. Creo que tenía que encontrarme otra vez en la puerta donde me había detenido." Se refiere a la noche anterior, cuando se encontró con la pareja. La defensa ha interpretado esta declaración como muestra de incredulidad, es decir, lo que vio en la casa esa noche no podía haber sucedido; tenía que volver, como para verificar la puesta en escena. Encontramos esta interpretación aceptable por unanimidad. La alegación del fiscal en relación con que el acusado pasó el viernes 19 de enero premeditando la venganza contra el fallecido no queda confirmada ni por el contenido del testimonio del acusado ni por su actitud, que, para quienes, como yo mismo y los asesores, estamos acos-tumbrados al tono y al timbre de la mentira, posee las características de la verdad.
Una nueva tensión —la esperanza— sostiene a los tres. Harald y Claudia se tensan, osadamente temerosos de desmoronarse, si se produce algún contacto. Es inesperada esta muestra de comprensión en quien está juzgando a Duncan: tiene todo el aspecto de ser sincero. Se preguntan si será frecuente que se exprese semejante empatía con un acusado durante el curso de un juicio.¿Cómo pueden saberlo? No pue-den preguntar a quien sabría la respuesta: Motsamai, que está en el estrado junto a su cliente, fuera de su alcance. Harald oye la acelerada respiración de Claudia, provocada por un corazón que late con fuerza. Su hijo no está loco y no es mentiroso. Lo que dice (y su cuerpo no lo contradice) tiene todas las características de la verdad. ¿Motsamai, Hamilton, podría transmitir alguna respuesta? ¿Cuenta para algo la verdad? ¿La verdad puede salvar a alguien?
Y, mientras estas preguntas tomaban altura, ellos cayeron repentinamente en picado. ¿Qué está exponiendo ahora el juez? ¡Motsamai, Hamilton! ¿El juicio es un juego de un solo hombre en el que el jugador se desafía a sí mismo, disfruta cambiando las conclusiones para hacer que pesen primero en un lado y después en el otro de la famosa balanza?
—Sin embargo, la ausencia de premeditación no implica la posterior inimputabilidad penal en el momento concreto de perpetrar el crimen, la serie de acciones por las que se comete un crimen en un momento concreto. Si se acepta que el acusado se dirigió de la casita a la casa para convencerse de que lo que había visto en el sofá del cuarto de estar la noche anterior había sucedido de verdad, sólo para mirar el escenario una vez más... —El juez parece perder concentración durante un momento, preocupado, de modo tedioso, con algún asunto que emerge en él de su propia vida, pero quizá ha hecho una pausa efectista, es un profesional, todos son profesionales, sus asesores, sus equipos de defensa y acusación—. Lo que vio fue a ese hombre, Jespersen, en el mismo sofá. A continuación se produjo un profundo shock, confirmado por los psiquiatras de la defensa y de la acusación: la ofensa de la cruel actitud de Jespersen, que daba por hecho que lo sucedido la noche anterior ante los ojos del acusado era algo trivial que podían olvidar tomando una copa entre hombres.
Como el fiscal y el defensor, unidos por el brazo de uno sobre el hombro del otro, en los pasillos, pasando por alto la escena del tribunal donde uno ha estado condenando a un hombre y el otro defendiéndolo. Pero Harald sabe que debería ser el último en sentirse desilusionado por la ética profe-sional; en cuanto ha empezado la desilusión, esos días, en ese mismo sitio, ésta ha terminado haciendo que ponga en duda su propia ética.
—Para que en un momento como ése surja repentinamente la determinación consciente y racional de vengarse no es necesario que exista premeditación alguna. En circunstancias semejantes, lo más probable es que la venganza se ejecute por medio de alguna forma de ataque físico, con las manos desnudas o cualquier objeto que pueda utilizarse como arma. Lamentablemente, en aquel cuarto de estar se había aceptado la presencia fortuita, como un objeto más de la casa, de un arma mortífera, una pistola, y ésta estaba sobre la mesa.
Cómo seguir los giros y vueltas, los cambios en lo que está diciendo aquel hombre mientras retrocede y avanza, mira el texto, levanta la vista para hacerles otra confidencia; es desesperante intuir la dirección que está tomando su pensamiento para que, al momento siguiente, te lo arrebate como si hubieras perdido el hilo de modo desastroso durante unos segundos preciosos ¿Qué quiere decir eso, cuál es el orden de las palabras que constituyen las claves que hay que seguir para adivinar el veredicto? Cada uno de ellos se pierde y se impacienta, ansioso por saber si el otro ha entendido lo que se le ha escapado y, sin embargo, no puede arriesgarse a interrumpir su atención susurrando la pregunta.
—Pero el acusado podría haber escogido actuar con las manos desnudas; en lugar de ello, optó por coger el arma y disparó a Jespersen en la cabeza. Ha dicho en su declaración «El ruido cesó». Lo que no quería oír de Jespersen se silenció con la máxima venganza, quitando la vida a otro ser humano.
No es un asesino, sino un mentiroso.
Claudia ve que toda su vida ha ido avanzando hacia ese momento. Todas las ambiciones que, tan ingenuamente, había decidido realizar, cuando era niña, todas las intenciones de dedicarse a curar que ha tenido durante su vida adulta, se encaminaban a eso. El final es inimaginable; si lo hubiéramos sabido desde el principio, nunca habríamos empezado.
—El informe del médico forense afirma que el disparo se dirigió con precisión hacia una parte vital, la frente, lo que encaja con la idea de una acción deliberada. Si esto significa que fue necesario realizar una serie de acciones de modo consciente para apuntar y disparar, tal como alega el fiscal, o si, tal como alega la defensa, en manos de cualquiera que esté familiarizado con un arma la preparación necesaria para disparar surge de manera automática, sin volición consciente, es ahora el punto crucial respecto al cual hay que tener en cuenta la cuestión de la imputabilidad criminal, defendida por el fiscal, o la incapacidad criminal no patológica y transitoria, alegada por la defensa, examinando el testimonio de los expertos y todos los hechos del caso, incluidas no sólo la naturaleza de las acciones del acusado durante el período inmediato al crimen, sino también las circunstancias que las precedieron en la historia personal del acusado.
El grandilocuente laberinto de frases aturde. Aunque se le preste la máxima atención, como en una plegaria, aquello termina en un callejón sin salida, vuelve sobre premisas que parece acabar de abandonar. Durante párrafos como éste, las hileras de los espectadores crujen. No les interesan los pros y los contras, esperan que vuelva a empezar la narración, un juicio es un vestigio de la tradición oral en torno al fuego; están allí para que les cuenten una historia interesante.
Ahora sigue, qué bien, trata del joven que han podido examinar en el estrado de los testigos, su rostro, sus gestos (lo que el juez ha llamado su «actitud»). Trata de un asesino.
—Tanto el psiquiatra de la acusación como el de la defensa consideran que la capacidad intelectual del acusado es alta y se encuentra en su sano juicio. Es un joven profesional de buena familia, aparentemente con una carrera prometedora por delante. No hay base para cuestionar la afirmación de la defensa de que todo, en la conducta del acusado como adulto, ha sido contrario a la realización de cualquier acto violen-to. El testimonio de un miembro de la casa que todos compartían, Nkululeko Dladla, afirma que «matar es algo ajeno a su naturaleza».
Y ahí está, ese Dladla, sentado con los padres del asesino, allí mismo. La gente se da la vuelta para mirarlo: es como si hubiera hablado él, un hombre negro y corpulento que lleva como medallas de campaña la insignia de los homosexuales, anillos y collares. Harald y Claudia se sienten conmovidos por la cita que el juez ha hecho de las palabras de Khulu y se sienten honrados al ser identificados en el foco de atención que ha caído sobre Khulu, bajo el cual se frota la barbilla con el puño como hace con frecuencia, lo han advertido antes, cuando quiere dar énfasis a algo que ha dicho con sus modales tranquilos.
Ah, pero escucha esto, se dicen Harald y Claudia simultáneamente, sin palabras, el uno al otro, cuando la narración del juez toma otro giro inesperado. ¡Escucha esto!
—Es más, se puede demostrar que sí es propio de su carácter prestar socorro. El acusado conoció a Natalie cuando ella estaba intentando suicidarse y, tal como ella misma ha admitido, la devolvió a la vida. Después de que empezaran a vivir juntos como pareja, la salvó de nuevo del suicidio. Aunque estaba apasionadamente enamorado de ella, esa relación no era feliz, cosa confirmada no sólo por Natalie, sino por Dladla. Parece que ella no agradecía al acusado que le hubiera salvado la vida. Preguntada sobre el motivo por el cual la relación que ella y el acusado habían decidido mantener no era feliz, ella contestó en su testimonio: «Él era dueño de mi vida porque me llevó a un hospital.» Su actitud hacia él, tal como se reveló en el interrogatorio de la defensa, estaba llena de resentimiento, lo que da crédito a la declaración de Dladla sobre que, aunque el acusado «tenía paciencia con ella... como si fuera una persona enferma... Aunque la vida con ella era un verdadero infierno». Ella lo hostigaba delante de los otros habitantes de la casa común. La indiferencia, si no desafío, con la que ella declaró a este tribunal que el hijo que está esperando podría ser del fallecido o del acusado aparece como un ejemplo especialmente malintencionado de hostigamiento al hombre que la ama y que está siendo juzgado por un crimen pasional, del que los actos de ella son la mitad, si no la causa entera.
Un juez lo sabe todo. Es el vicario del dios de la justicia, como el sacerdote es el vicario de Dios, conoce lo que se ha dicho en el confesionario del tribunal, donde testigos, expertos y acusado cuentan lo que Harald y Claudia nunca habrían querido saber. Este conocimiento es la base de la justicia, ¿no? ¿Conocerlo todo es perdonarlo todo? No, eso es una falacia. El hombre está muerto, de un tiro en la cabeza. Está bajo la tierra de la ciudad en la que ese tribunal es la sede de la justicia. Pero saberlo todo: el juez no va a ser sensible a ninguna presión del airado castigo de la sociedad, representada ésta por el fiscal; el juez también está preocupado por el destino del individuo. Motsamai debe de estar pensando, ¿en qué? Esperanza: no es posible reprimirla. Duncan; pero tiene algo de intromisión preguntarse qué estará pensando, sintiendo. Como si la víctima expiatoria estuviera ungida en sus últimos momentos, alejada del contagio del contacto humano que ha buscado hasta la más formidable finalidad, arrebatar la vida de otro. Pero hay esperanza. Tal vez puedan hacérsela llegar a su hijo.
—Por desgracia, no figura entre las competencias de este tribunal remitir a un testigo a un examen psiquiátrico.
Ahora el juez se ha permitido un sarcasmo, de nuevo un aparte para quienes puedan apreciarlo.
Alguien sofoca una risa ronca. Es algo fuera de lugar, pero es probable que fuera lo que el juez esperaba obtener del público.
—Sin embargo, es difícil evaluar el argumento de la defensa que afirma que el grado de estrés que esta joven fue capaz de imponer a su paciente y abnegado amante fue tal que culminó en la consumación de un crimen en un estado de inimputabilidad criminal. Hay pruebas de que Natalie tuvo otras aventuras sexuales pasajeras durante el período en que cohabitó con el acusado, y que él las había perdonado o, por lo menos, tolerado. ¿Por qué no habría él perdonado, tolerado su traición una vez más si no fuera porque ella lo había reducido, finalmente, a un estado en el que ya no era responsable de sus actos?
«Debemos examinar ahora las especiales circunstancias de esta aventura sexual concreta. El tribunal ha conocido por el acusado mismo que cuando volvió después de la fiesta, no sólo estaba su amante, Natalie, en pleno acto sexual con otro hombre, sino que ese hombre era Cari Jespersen, un homosexual que había tomado al acusado como amante y después lo había rechazado, y que había declarado repetidas veces sentir aversión por la sexualidad femenina. El acusado no ha confiado al tribunal cuáles son sus sentimientos hacia su amante actual y el anterior, qué interpretación da al papel de Jespersen en ese espectáculo tan inconcebible que al parecer el acusado no podía creer que Jespersen se obligara a sí mismo a hacerlo. Según la opinión del psiquiatra de la defensa, "Cuando él (el acusado) la vio realizando el acto sexual con su anterior amante, un varón, se sintió castrado por ambos".
El silencio es una gran mano abierta sobre la sala.
De repente, las personas de los bancos del público dejan de ser desconocidos, su presencia es protectora hacia los padres de ese hombre.
—El tribunal puede aceptar que «matar es algo ajeno a su naturaleza».
»Pero lo que el acusado vio en ese acto y lo que encontró en la actitud del fallecido la tarde siguiente seguramente también era ajeno a la naturaleza de las relaciones humanas, incluso en el marco de las costumbre sexuales más libres. Dadas las excepcionales circunstancias de lo que, de otro modo, no habría sido más que otro lamentable incidente en una relación erizada de problemas, la psiquiatra de la acusación alega que, si el acusado hubiera actuado en un estado de capacidad disminuida, si fuera incapaz de apreciar lo erróneo de su conducta, habría atacado al fallecido en ese mismo momento, en la noche en que descubrió a la pareja. La opinión de la psiquiatra es que el acusado se dirigió a la casa la tarde siguiente con la intención consciente de efectuar una venganza por celos maquinada durante un día de premeditación solitaria en la casita. Preguntada si quería decir con ello que el acusado tenía intención de matar a Jespersen, la respuesta de la psiquiatra fue que no podía decir hasta qué extremo podía llevar al acusado su intención.
»Esto hace que el tribunal considere la cuestión del arma que se dejaba a mano en la casa: ¿el acusado tenía presente, como intención consciente, la disponibilidad del arma, que admite haber visto en el cuarto de estar la noche anterior?
El juez alza la vista, en un gesto propio de una conversación, pero su audiencia está paralizada.
—El psiquiatra llamado por la defensa consideró que cuando el acusado se encontró con Jespersen la tarde del 19 de enero se vio precipitado a un estado de disociación de lo que hacía. Sostiene que cuando el fallecido dijo: «Sírvete una copa», esta actitud supuso para él un golpe similar al recibido la noche anterior. Su opinión profesional fue que «un tremendo golpe emocional es tan fuerte como pueda serlo un golpe externo en la cabeza». Además, añade: «Con el impacto de las últimas palabras que él (el acusado) recuerda que Jespersen pronunciara, habría entrado en un estado de automatismo en el que se desintegraron las inhibiciones y la acumulación de provocaciones llegó a un punto culminante con la pérdida de control del sujeto.»
»Eso planteó de nuevo la cuestión de cuándo podemos considerar que la naturaleza y el grado de provocaciones acumuladas alcanzan los niveles extremos de estrés alegados por la defensa como justificación de una inimputabilidad criminal transitoria no patológica. El psiquiatra testificó que, cito textualmente, el acusado "es un hombre de naturaleza bisexual. Eso, por sí mismo, es ya una fuente de conflicto de personalidad. Cuando siguió los instintos que lo llevaban a sentirse atraído por un hombre y tuvo una relación amorosa que su compañero, Jespersen, no se tomó en serio y rompió cuando se le antojó, sufrió un estado de angustia emocional. Superó la tristeza producida por el rechazo y se volvió hacia el otro lado de su naturaleza, probablemente dominante, con una alianza heterosexual que, otra vez, se tomó muy a pecho. Más aún, dado que esta alianza se produjo con una personalidad evidentemente neurótica de complejas tendencias auto-destructivas debido a las que, cuando se le llevaba la contraria en lo que ella consideraba su derecho a seguirlas, lo castigaba denigrándolo y con agresiones mentales". La conclusión de esta afirmación, que he citado ya antes, fue que cuando el acusado la vio en pleno acto sexual con su antiguo amante, se sintió castrado por ambos.
Claudia siente que Khulu levanta los brazos y los deja caer. A su otro lado, el perfil de Harald es el de Duncan, el orden de los parecidos está invertido; la confusión la envuelve. Ve ante sí la cara de un paciente que ha enviado al cirujano y cuya operación debe hacerse hoy; es un fragmento del historial médico que es su vida y que cruza rápidamente por su pensamiento. Mis asesores y yo, qué dice la voz.
—Mis asesores y yo, naturalmente, tenemos que examinar el testimonio de los psiquiatras y sopesarlos debidamente. Sin embargo, tal como ha dicho el más alto tribunal del país, su ciencia no es absoluta, sino empírica. Los psiquiatras confían en lo que les ha contado el acusado, con frecuencia, sin analizar críticamente esas afirmaciones para determinar si han sido dichas de modo interesado. Mis asesores y yo también somos capaces de interpretar el testimonio como un todo, expuesto ante nosotros, para saber si hubo o no responsabilidad criminal. Si bien es cierto que el psiquiatra de la defensa opina que no hubo responsabilidad criminal, e incluso la psiquiatra de la acusación, aunque de modo reticente, ha hecho algunas concesiones, según dicta nuestra ley, estamos autorizados a llegar a nuestras propias conclusiones. Consideramos un hecho cierto que la historia personal de prolongado estrés emocional del acusado es auténtica, pero ¿es eso suficiente?
Controla su vida, la de Claudia y la suya, con tanta seguridad. Primero fueron cedidos a las manos de Motsamai; ahora, están en poder de ese hombre que pregunta, pero ¿es eso suficiente? La omnipotencia del poder. Sólo Duncan podría contestar.
—Hemos identificado los aspectos decisivos del caso. Uno: ¿La premeditación de la venganza ocupó al acusado durante el día que pasó solo en la casita y, como consecuencia, se dirigió a la casa con intención de buscar a Jespersen y causarle daño físico?
»Dos: Fuera o no premeditada la intención de causar daño, cuando el acusado cogió el arma y disparó a Jespersen, ¿se encontraba en un estado de automatismo en el que las inhibiciones se desintegraron y se produjo una pérdida total de control?
»En relación con la cuestión número uno, mi distinguido asesor, el señor Abrahamse, abogado, y yo consideramos que no hubo premeditación de causar daño en venganza, y nos basamos en la ausencia de disimulo en el testimonio del acusado y en el hecho de que, en primer lugar, se ha aceptado que no tenía arma de ningún tipo cuando salió de la casita; en segundo lugar, aunque el arma de la casa no estaba guardada en lugar seguro, sólo en un cajón de un dormitorio, era razonable suponer que cuando la habitación había sido recogida tras la reunión no habría quedado sobre la mesa. Mi distinguido asesor, el señor Conroy, experto y veterano magistrado, sostenía la opinión minoritaria de que hubo premeditación, basándose en la razonable asunción de que eso era lo que implicaba el solitario encarcelamiento en la casita.
»En relación con la cuestión número dos, el tribunal ha dedicado una cuidadosa deliberación a los elementos opuestos revelados por los únicos testimonios disponibles del crimen (el acusado mismo y el cadáver de la víctima) y las diversas interpretaciones de este acto, tal como se ha presentado ante el tribunal. El acusado ha testificado que no vio el arma cuando entró en el cuarto de estar y que no puede decir en qué momento la vio. Sin embargo, admite que la vio y la cogió. Dice que "no tomó ninguna decisión"; y, sin embargo, la disparó.
La mirada que se alza los acusa, a la madre, al padre y al amigo del asesino, aunque probablemente el juez ni siquiera sabe dónde están entre tantos rostros; aceptan la mirada como dirigida a ellos.
—Existen algunas dudas sobre si sabía o no que estaba cargada. Si no lo sabía, aunque es razonable suponer que lo sabía, puesto que en la fiesta pudo haber visto la demostración de que lo estaba, y tuvo que verificar si lo estaba o no abriendo la recámara, el difunto habría tenido sin duda aviso suficiente de las intenciones del acusado y podría haber hecho un movimiento, saltar para defenderse. Sigue siendo du-dosa la validez del alegato de que una persona puede verificar que un arma está cargada o no, si está puesto o no el seguro, y, a continuación, apuntar cuidadosamente a la cabeza de la víctima, si uno no es un tirador experto y se encuentra en un estado de incapacidad para tener una conducta deliberada, que es una de las definiciones de ausencia de imputabilidad criminal. El acusado ha admitido que el arma, que sabía utilizar, era, sin embargo «la única que he tocado en mi vida». El uso de algo que no es habitual, por lo general exige una atención consciente para su manejo, por simple que sea el proceso.
La protección que los envolvía se ha alejado; las personas que les hacían compañía se han convertido de nuevo en público, impaciente y aburrido con todo este sí y no y tal vez y sin embargo legal. La importancia de la siguiente afirmación del juez, pronunciada con cuidado, sin ninguno de los ecos histriónicos que han advertido en algunas de sus otras manifestaciones, no satisface las expectativas.
—No obstante, la opinión de los asesores y la mía propia es que, aunque el crimen se cometió bajo una situación de estrés extremo, fue un acto consciente por el que el acusado tiene responsabilidad criminal.
Incluso Harald y Claudia, que han estado sopesando, intensamente concentrados, los síes y los noes del enrevesado discurso —u, ojalá uno se sintiera lo bastante distante, lo bastante seguro como para sentirse aburrido—, se sienten desconcertados durante un momento, antes de traducir la seca afirmación de una opinión razonada como el martillazo del veredicto. Por qué seguir, por qué sigue, ya ha cogido su arma y ha dado el martillazo, en pleno pecho. Imputabilidad criminal. Nuestro hijo no está loco. Duncan, ¿lo has oído?, ¿lo has entendido?
Pero el hombre sigue adelante. Los hostiga, no puede dejar solo lo que ha dicho, tiene que hacerlo otra vez. Manipula la esperanza.
—El tribunal tiene en consideración ciertos factores atenuantes, aunque el acusado no ha dado muestras de arrepentimiento por su crimen. En primer lugar, no llevó ningún arma cuando se dirigió a la casa. En segundo lugar, no podía saber que el fallecido estaría echado en el mismo sofá en que había tenido lugar el acto sexual la noche anterior ante sus ojos. En tercer lugar, el arma estaba allí por casualidad, sobre la mesa. Si no hubiera estado allí, tal vez el acusado habría insultado al fallecido, tal vez incluso le habría dado algún puñetazo, venganza habitual en un amante deshonrado... o bien ambas cosas.
En ese momento, parece abandonar su texto, acusar a la asamblea y a sí mismo, a las calles y zonas residenciales y campamentos con ocupantes ilegales situados fuera de los tribunales y los pasillos, a la muchedumbre de la que todos forman parte, apretándose contra el resquebrajado palacio de justicia.
—Pero ésta es la tragedia de nuestros tiempos, una tragedia que se repite todos los días, todas las noches, en esta ciudad, en nuestro país. Parte de los objetos domésticos, algo que se lleva en los bolsillos junto con las llaves del coche, incluso en las mochilas de los niños, constantemente a mano en situaciones que conducen a la tragedia: resulta que las armas están ahí.
Khulu mueve la cabeza con vehemencia a pesar de sus esfuerzos por controlarse, pero para Harald la judicatura ha soltado su pequeña homilía, en efecto. ¿Tiene eso algo que ver con lo que van a hacer con mi hijo que, como cualquier otro, respiró la violencia junto con el humo de los cigarrillos?
El juez se controla un poco.
—El arma estaba allí. El acusado tuvo la voluntad de usarla con propósito de matar. El veredicto unánime del tribunal es que Duncan Peter Lindgard es culpable, con atenuantes, del asesinato de Cari Jespersen.
La sentencia queda aplazada hasta el día siguiente a las diez.
La gente ha visto cómo se hace justicia. Ahora se avergüenzan de ser observadores curiosos de la pareja a la que ha sucedido algo terrible; se mantienen a distancia, se dan codazos para dejar pasar a Harald y a Claudia, y a ese marica negro, el testigo. Los ojos de Claudia se cruzan con los de un desconocido; éste baja la vista.
Un shock emocional tiene la fuerza de un golpe en la cabeza. Pero ese veredicto no es un shock; es la expresión oral de un temor que han conseguido mantener a raya —sólo eso— durante varias semanas y que durante los días que han pasado en ese lugar ha ido aproximándose lentamente hasta estar más cerca que los desconocidos que los rodean; esperando para caer sobre ellos, Harald y Claudia. En el movimiento de policía, abogados y funcionarios que recogen la documentación a través de la cual se ha hecho justicia, es difícil encontrar a Duncan. ¿No está allí? Duncan nunca ha estado allí, nunca. Nada de eso puede haber sucedido a su hijo.
A las diez de la mañana, la sala se pone en pie cuando entra el juez. Los papeles se deslizan, unos debajo de otros; la luz del sol que entra por las ventanas situadas al este brilla a través de la membrana de sus prominentes orejas. Es un icono destinado a desplazar a aquellos a los que Harald ha dirigido sus rezos con anterioridad.
Por lo que parece, es costumbre que el fiscal y el defensor discutan brevemente el tema de la sentencia, como si no estuviera ya determinada en los papeles situados bajo las manos del juez, como bocas abiertas dispuestas a decir lo que guardan sus labios sellados en las comisuras. El fiscal reitera con seriedad lo que ha obtenido del acusado durante su interrogatorio; no puede haber ambigüedad cuando los hechos del caso que se juzga proceden de la declaración del propio acusado.
—Tal como su señoría ha destacado en su sentencia, el acusado no da muestras de remordimiento; y, lo que es más, un hombre que no da muestras de remordimiento también demuestra que, ejecutara el acto del asesinato de modo consciente o no, éste era la realización de un acto que habría deseado cometer. No se arrepiente porque la muerte del hombre que lo rechazó como amante y después se convirtió en el amante de su mujer era lo que quería y se ha llevado a cabo.
El acusado que no se defiende es, por consiguiente, el individuo que acepta que su crimen es tal crimen, que nada puede aminorar su gravedad. Esperar que se produzca una atenuación de la sentencia que vaya más allá de la aceptación de las circunstancias atenuantes que el tribunal ha concedido ya supone poner en crisis el ejemplo, el mensaje que enviarán nuestros tribunales con semejante atenuación. Su señoría se ha referido al clima de violencia en nuestro país como tema de gran preocupación. Un crimen que surge de la cohabitación de personas como el acusado y sus compañeros de vivienda, sus amigos, en una casa donde no se mantenía ninguna de las normas comúnmente aceptadas acerca del orden, sea respecto a las relaciones sexuales o al cuidado adecuado de un arma; si semejante crimen va a ser considerado con lenidad, con indulgencia, ¿qué clase de peligrosa tolerancia iniciará esto frente a lo que está amenazando la seguridad y la decencia en las relaciones humanas sobre las que se basa la nueva administración de este país? Sí, el arma estaba allí; el crimen de venganza por celos que se cometió con ésta no puede excusarse, sino que forma parte de los secuestros, violaciones, asaltos que surgen del mal uso de la libertad cuando uno fabrica sus propias normas. Ahí es donde todo empieza, desafiando todas las normas morales y reclamando total permisividad, tal como el acusado y sus amigos han hecho, y conduce a permitir el asesinato de uno de ellos, uno de los compañeros de cama, por parte de otro, el acusado. No es necesario que recuerde al tribunal que, cuando se dicta una sentencia, debe hacerse justicia tanto a la sociedad como al individuo acusado, en proporción al daño causado al arrebatar la vida de un individuo y el daño causado también a la sociedad —por él, un joven altamente privilegiado, un profesional al que la sociedad ha dado todas las ventajas— al participar en ese libertinaje moral que abusa de nuestra sociedad y la amenaza.
Hamilton Motsamai sonríe cuando se levanta. Inclina el cuerpo ligeramente hacia delante en lo que podría ser un gesto de deferencia hacia el fiscal.
—Señoría, el acusado no comparece ante una comisión sobre moralidad pública, sino ante su tribunal, acusado de asesinato.
«Permítaseme decir que no se han formulado cargos contra él como representante de un sector de la sociedad.
»No se le pueden pedir cuentas por haber fomentado los robos, secuestros y violaciones que, lamentablemente, tan comunes son en este tiempo de transición tras los largos años de represión durante los que la brutalidad del Estado enseñó la violencia a nuestra gente, generaciones antes de que pudiera disponer de libertad para resolver los problemas de la vida. Ruego a su señoría que sea indulgente con esta última digresión...
»En efecto, el clima de violencia tiene una importante responsabilidad en el acto que cometió el acusado; debido a ese clima, el arma estaba allí. El arma estaba por ahí, en el cuarto de estar, como un gato doméstico; sobre una mesa, como un cenicero. Pero el acusado no es responsable de que impere la violencia; el tribunal ha aceptado el testimonio incuestionable de que el acusado no había mostrado nunca la menor tendencia a la violencia, y Dios sabe que hubo ocasiones, durante la convivencia con esa joven, en que pudo esperarse ese tipo de respuesta. Era, en efecto, un ciudadano que, apropiándome del término de mi distinguido colega, respetaba "las normas comúnmente aceptadas" del orden social. Su conducta no aprobaba el secuestro, el robo o la violación.
»De lo dicho por mi distinguido colega se desprende la conclusión de que está haciendo un juicio moral sobre las preferencias sexuales, la actividad sexual, específicamente, la actividad homosexual, cuando habla de que el acusado compartía "una casa donde no se mantenía ninguna de las normas comúnmente aceptadas respecto al orden". De esta manera, equipara las relaciones sexuales a la ausencia de un cuidado adecuado de un arma mortífera, peligrosa, como ejemplos equivalentes de transgresión de tales normas.
«Señoría, el acusado no ha aparecido ante este tribunal por mantener una relación sexual con un adulto capaz de decidir por sí mismo, ni eso podría constituir un delito bajo la nueva Constitución, en la que se reconocen estas relaciones como parte del derecho a la libertad individual. Las relaciones homosexuales, tal como existían en la casa que compartían, encajan dentro de las "normas comúnmente aceptadas" de nuestro país.
»E1 tribunal ha decidido por mayoría que el asesinato que ha reconocido el acusado no fue premeditado. Al examinar, con el docto escepticismo que es privilegio de su cargo, los testimonios encontrados de los psiquiatras, el tribunal ha llegado a su propia opinión de que, sin embargo, el crimen se cometió en un estado de imputabilidad criminal y ha declarado esta decisión en su sentencia. Sin embargo, debemos decir que en el curso del juicio se ha debatido intensamente este punto vital, y todo debate implica que flota cierto grado de duda, un interrogante. Este grado de duda merece ser tomado en serio para dar mayor valor a la consideración de las circunstancias atenuantes admitidas en la sentencia.
»Ejeee... Finalmente, cuando pedimos una sentencia acorde con el delito del individuo, el Estado necesita tener presente la filosofía del castigo como rehabilitación de un individuo, no como condena de un supuesto representante de los males actuales de la sociedad cuyo castigo, por lo tanto, debería ser tan duro como corresponde a una culpa colectiva. Nuestra justicia ha suspendido la pena de muerte; no debemos instaurar en su lugar unos prejuicios que supongan para cualquier acusado un castigo superior al que le corresponda por el delito cometido y las circunstancias en que se cometió. Las costumbres de nues-tra sociedad aparecen expresadas en nuestra Constitución, y nuestra Constitución es la más alta ley del país. Mi distinguido colega representante del Estado habla con la voz del pasado.
A continuación, el juez pronuncia un preámbulo que nadie recordará porque su sentido queda ensordecido por la tensión que genera lo que dirá a continuación: la última palabra.
—He escuchado atentamente a los abogados de la defensa y de la acusación. Desde un principio, ambos abogados deberían haber tenido claro que la sentencia que este tribunal iba a dictar para este caso no dependía de la moral sexual o social de la persona acusada. Mi función es la de pronunciar una sentencia que sea justa tanto para la víctima como para el acusado. Se ha perdido una vida. Y, como expresión de mi desagrado ante el modo en que se guardaba el arma en cuestión, sin tener en cuenta la seguridad, declaro que el arma queda confiscada por el Estado.
«Aunque en este caso se dan circunstancias poco frecuentes y excepcionales, la sentencia debe tener un efecto disuasorio. Nuestra Constitución consagra, ante todo, el valor de la vida humana. La cuestión objeto de la sentencia es muy difícil; y ésta no sólo debe actuar como elemento disuasorio, sino también debe ser una muestra de gracia. Tras una consideración muy minuciosa, te sentencio, Duncan Peter Lindgard, a siete años de prisión.
»Se levanta la sesión.
La última palabra. Dictada al hijo, a sus padres, a los representantes de esos otros jueces, las gentes de la ciudad.
Se acabó.
Una descompresión, un colapso de los nervios, una profunda espiración, como la que dejó escapar el espíritu de Harald cuando el mensajero trajo la noticia de que ha sucedido algo terrible: pero ahora cierran el círculo y vuelven al punto de partida, por así decirlo, espirando el aire del alivio. Se acabó.
Incluso mientras estaban con su hijo, se producía esa extraña remisión; después, con Duncan, en ese lugar bajo la sala, cuando todos los que habían estado a su alrededor y que habían oído el fallo, la sentencia pronunciada, siete años, habían salido apresuradamente de la sala, habían pasado en fila a su lado respetuosamente; el mensajero Verster se detuvo un momento, como si fuera a hablar, pero no dijo nada; otro —una mujer— se inclinó rápidamente para decir: Gracias a Dios (alguien consciente de que podrían haber sido doce años). Los tres intercambiaron tímida y amablemente las banalidades que mostraban su preocupación mutua: Estás bien, madre, papá, por qué no te sientas.
Motsamai estaba allí, de nuevo en el personaje de Hamilton, guiando a los padres, qué habrían hecho sin él esta última vez. De camino por los largos pasillos, había hablado en voz baja y grave, tal como acostumbraba a abordar, expresar y superar los temas delicados.
—Tengo que deciros que hemos tenido mucha, mucha suerte. No podéis imaginaros cuánta. Es la sentencia más benévola posible. En toda mi experiencia, es el mínimo asignado a un caso como el de Duncan. Siete años. No podíamos haber salido mejor parados; siete años era mi cálculo más optimista, pero nunca se sabe, ni siquiera con el juez adecuado, quién sabe cómo son los asesores. ¡Algunas veces...! Ejeee... ¡Bueno! ¡Si coinciden en aspectos vitales contra el juez! Éste tiene que informarse bien... Bien, éstos eran cordentos, lo seguían sin apenas rechistar, neee...
Ahora tenía que hacer un esfuerzo para contener su estado de ánimo y mantenerse en el mismo nivel apagado que ellos, aunque estaba familiarizado con el modo en que los individuos aturdidos por la dura prueba de un juicio confunden su estado con una especie de paz que uno no quiere alterar. En ese estado de ánimo, ha visto como otros asesinos experimentan una conversión religiosa.
—Duncan no cumplirá toda la pena. Claro que no. Buena conducta, estudios y demás. Supongo que podrás sacar otro título en tu campo, Duncan; seguro que sí. Saldrá cuando tenga... ¿cuántos años tienes ahora, Duncan? ¿Veintisiete? Estará fuera a los treinta y dos. Todavía joven, ¿verdad? Podrá olvidarlo.
Hamilton también tiene planes. Ellos sólo han sentido alivio, Duncan ya no es el blanco distante en el banquillo, los desconocidos que se inmiscuyen en el suceso más privado de sus vidas ya no los empujan a su alrededor; sólo son conscientes de eso, en los veinte minutos, media hora tal vez que pasan con él, no perciben el límite de ese plazo ni lo que vendrá después.
El abogado conoce las emociones a las que están sujetos los familiares y el recién condenado cuando se encuentran por primera vez, en lo que es un tiempo nuevo, cuando todo se ha acabado. Hamilton debe controlar sus sentimientos de empatía, presentes junto con su satisfacción profesional en un caso muy dudoso, bien defendido por uno de los mejores abogados disponibles. Está allí para dar apoyo, para ayudarlos a aceptar en ellos mismos, y entre ellos y él, la expresión natural de las emociones. Entre su gente (él diría, en nuestra cultura), una madre estaría llorando. Y de qué manera. Por qué no. ¡Pero estas pobres gentes —en este caso, aquella putilla tenía razón—, estos blancos de clase media que consideran que sus códigos de comportamiento son progresistas y libres, son precisamente aquellos capaces de contenerse en cualquier situación y deben hacerlo así, por respeto a los demás! Su hijo, pobre chico, se metió en un lío que no estaba previsto. Y ellos no saben cómo reaccionar ante lo que les está sucediendo. No muestran ninguna emoción, sólo una amabilidad distante uno con otro.
Ningún llanto sale de esa madre. Es el padre —de manera inesperada— quien se levanta repentinamente de la silla que se le ha ofrecido amablemente y coge al hijo por los hombros. Sale de él un extraño ruido, algo entre una tos y un grito, como si estuviera atragantándose. Su mujer, la doctora, parece capaz de no mover un dedo. Hamilton lo deja solo en ese momento, que le pertenece. Sólo cuando se ha dado la vuelta, en su rostro un rictus sin lágrimas, Hamilton se acerca y lo rodea con el brazo.
Harald miró a Duncan, vestido con americana y anchos pantalones grises, de calculado aire informal, el convencionalismo de lo poco convencional que no había predispuesto en contra a un juez mundano, y se dio cuenta de que ésa era la última vez que llevaría esa ropa. En el futuro (y el futuro eran siete años) llevaría la ropa de la cárcel. Se acabó.
Acaba de empezar.
Khulu estaba esperándolos en las escaleras de los juzgados. Anduvo con ellos en silencio hacia el aparcamiento. Caminaban pesadamente, como presos; cada paso rechinaba. El trabajo de Motsamai, de Hamilton, había terminado con éxito; en adelante, sería el mensajero entre Duncan y las autoridades de la cárcel, pero no necesitaría buscar o recibir a los padres, un abogado de éxito es un hombre ocupado. Permanecieron de pie un momento, junto a su coche. Claudia, en nombre de los dos, dijo a Khulu: Tenemos que seguir viéndonos.
Una cárcel es la oscuridad. Dentro. Dentro de uno. Es una noche que no termina nunca, incluso bajo la irritante luz del fluorescente del techo de la celda. Oscuridad, incluso cuando, a través de la ventana con barrotes a la que se puede llegar desde la cama, la ciudad tiembla de luz. Expectativas. Eso es lo que ha desaparecido. Nada te llama, no esperas nada.
Soy un harapo en una alambrada. Deberías haberme dejado allí.
¿Una carta de Natalie?
Soy un harapo
en una alambrada
deberías
haberme dejado allí
No, no es una carta de ella; es algo que escribió en una ocasión. Uno de los papelitos que le dejaba por ahí para que los encontrara, en el salpicadero del coche, junto a la bañera del cuarto de baño. Una actitud afectada, un modo de comunicarse.
Podría haber sido escritora. Tenía talento. Podrían haber sido la escritora y el arquitecto, una pareja «creativa». Una familia de cuatro, qué estupendo: junto con la doctora y el suministrador de créditos hipotecarios para los que no tienen casa. Asequible: ésa es la palabra acuñada para nuestros tiempos, referida a lo que uno puede conseguir sin arriesgar demasiado, el camino escogido por el bueno de Khulu para ser aceptado: es asequible para los varones blancos, en sus camas.
Ella podría haber sido escritora. El haberla puesto a trabajar en una agencia de publicidad, inventando sonoras mentiras a la moda para lavar el cerebro a la gente, convencerla de que quiere comprar determinadas cosas, era una traición a esa posibilidad. Ella mostró desprecio por mi elección haciendo algo atroz, en lugar de utilizar las palabras contra mí, porque yo, al final, había envilecido las palabras, según ella. La había hecho callar.
No fue a ella, fue a él a quien hice callar, al final.
Siempre estaba intentando ganármela a base de reforzar su confianza en sí misma, creyendo que podría hacerlo con alabanzas, diciéndole lo inteligente que era.
Ella se reía: ¿Cómo mides la inteligencia de tu perro? ¡Por cómo obedece las órdenes!
El olor corporal de la ciudad, a orina y a flores de los puestos callejeros. Todavía no es invierno. Ni siquiera mediados de otoño, desde la alta ventana.
Un final irregular.
Qué es eso. No es de ella. No.
El final irregular de un continente.
L'Agulhas.
El estuvo allí con Cari. El mar brillaba en los bajíos cuando subía la marea; rocas (L'Agulhas, «las agujas», en portugués, explica él, el habitante del Norte que se divierte enseñando al del Sur lo que debería saber sobre su propio país). Las rocas ensangrentadas por los líquenes. Era divertido, los dos allí, con el peso y la extensión del continente a sus espaldas, sentados en el filo de la existencia. A escasa distancia de la furia oscilante de los dos océanos, en el punto donde chocan las corrientes opuestas, la del índico y la del Atlántico. Con ella... ah, fue en otro sitio, sólo el índico, del que la sacó a rastras para que respirara. En el Atlántico fue con él. Donde se encuentran los dos océanos se produce un punto fatal. Con Cari, llegó el final de todo. Entonces, alguien cogió el arma y le disparó en la cabeza. Un final irregular.
Los que quieren ojo por ojo, asesinato por asesinato; no querrán olvidarlo. Harald no sabe si, por esta convicción, que Claudia, probablemente, tiene la suerte de ignorar, debería sugerir: Quizá podría ir a ejercer su profesión en otro país.
¿De algo terrible surge algo nuevo y hay que vivir la vida con ello y de otro modo? Ése es el país para ellos, allí, ahora. Para Harald, implica una nueva relación con su Dios, el Dios de los que sufren al que antes no podía tener acceso. Claudia, en cambio... tuvo una salida que lo desorientó por completo sobre ella, sobre un aspecto que no había advertido nunca.
Quizá deberían intentar tener un hijo.
Que se permita refugiarse en una ilusión semejante, siendo médico, con cuarenta y siete años... qué esperanza podría haber de concebir, otro Duncan, en su cuerpo.
Todavía no soy menopáusica.
Él se sentía tumescente con el dolor de Claudia; con todo, le hizo el amor, por algo imposible. Era la primera vez que hacían el amor desde que entrara el mensajero en el adosado y nunca lo habían hecho así, como un ritual en el que no creían, ejecutado con desolada pasión.
Los primeros meses pasaron rozándolos. Entonces, las viejas rutinas empezaron a tirar de ellos, en un retorno: los viejos contactos de cada día, el contexto de las responsabilidades, rostros, documentos, decisiones que afectan a los demás, si hay que recetar este antídoto o ese otro para la clase de dolor que sufre alguien, si la subida de los tipos de interés podría contenerse sin elevar los pagos mensuales de los préstamos hipotecarios, decisiones en las que no tenían relevancia un hombre muerto en un sofá, un juicio, siete o cinco años. Nada más a ese respecto; nada más respecto a ellos. Sólo que, en lugar de sus habituales actividades de ocio, están las visitas, el viaje a otra ciudad, donde se cumplen las condenas largas.
Un colega invita a Harald a comer. El hombre acaba de recuperarse de la implantación de un doble bypass en un corazón obstruido por sangre espesa, y come los alimentos más fuertes del menú. Parece como si fuera una demostración; dice, sonriendo, a Harald:
—Uno tiene que morir.
Es una manera delicada de hacer referencia al desastre y ofrecer consuelo, todo el mundo sufre de un modo u otro, todos somos personas en un momento difícil.
Harald y Claudia vuelven a moverse en su propio círculo, no hay motivo para mantener contacto con la casa comunal; sin duda, en esa casita habrá ya nuevos inquilinos. Difícilmente podría esperarse que Baker, en cuyo dormitorio de la casa se suponía que estaba el arma bien guardada, quiera encontrarse frente a frente en aquel cuarto de estar con los padres del asesino de su amigo, suponiendo que éstos fueran capaces de acudir. Y Claudia no ha entrado en la casita después de que el mensajero dijera lo que tenía que decir. Una empresa ha llevado los objetos personales del anterior inquilino al adosado. Aparentemente, como muestra de consideración, los demás ocupantes de la urbanización no se han quejado a Harald y a Claudia de que la prolongada presencia del perro va contra las normas.
Ellos han perdido todo contacto con Khulu. Lamentablemente. Igual que uno pierde contacto con la persona que queda alejada de su vida, predeterminada tiempo atrás, también lo pierde con las circunstancias que rodearon el período de crisis en que la vida produjo sus propias intimidades extrañas, que no encajan con la necesidad de seguir la propia vida como uno sabe vivirla. No han vuelto a ver a Motsamai. Khulu visita a Duncan, según dice éste. O, para ser exactos, lo comenta de pasada, en la conversación que tiene lugar en un nivel tácito que evita determinadas referencias y preguntas a las que no se puede responder, entre él y sus padres cuando lo visitan. Intercambio de noticias personales; porque ahora Duncan tiene ese tipo de noticias, ha terminado el plano en el que estaba trabajando y ha tenido como respuesta (ventajas de las relaciones amistosas de Motsamai con el director de la cárcel) un informe detallado favorable de sus compañeros de proyecto. A la siguiente visita, puede decirles que tiene permiso para empezar a estudiar a fin de obtener un título superior de urbanismo. Y al mes siguiente les cuenta que —sí— está cuidando su salud haciendo gimnasia en su celda por la tarde y por la mañana. Les hace reír un poco la idea de su gimnasia improvisada.
Tiene buen aspecto.
Aunque algo diferente de la imagen que llevan consigo, como algunas personas llevan una fotografía en la cartera como identificación de un compromiso; sus rasgos son más toscos, más vigorosos, y los tendones que asoman por el cuello de la ropa de la cárcel corresponden a un hombre de más de veintisiete años. Igual que cuando estaba en el internado, había un rostro, un contorno en la mente que no se co-rrespondía exactamente con el del chico al que visitaban en el colegio, que llevaban a comer fuera cuando había necesidad de hablar con él en serio sobre algo.
Se le ocurre a Harald que ahora, cuando salen de la cárcel, es igual que cuando lo dejaban en el colegio. El período de tiempo que tienen por delante, los impensables siete o cinco años, se reduce a algo más comprensible.
Él sabe que, cada vez que lo visitan, en su mirada está la pregunta pendiente; necesitan una respuesta. El juez lo afirmó como un hecho, no como una pregunta. «No ha dado muestras de arrepentimiento.» Cómo puede saber, ninguno de ellos, lo que sólo conocen de oídas. Cómo pueden saber qué es eso cuando piensan, cuando hablan. Harald y Claudia, mis pobres padres, ¿queréis que vuestro hijito se eche a llorar y diga que lo siente? ¿Se arreglará todo, como la ventana que he roto con una pelota? ¿Queréis que sea otra vez un ser humano civilizado, por lo primero, y Dios me perdonará y me dejará limpio, por lo segundo? Así creen que son los remordimientos.
Fue él quien me trajo un libro cuando yo estaba a la espera de juicio, creo que fue cuando él estaba tan enfadado, tan horrorizado que deseaba acusarme, castigarme, pero había algo en el libro que no sabía, no sabe, no puede saber nunca. El párrafo sobre quien lo hizo y sobre aquel al que se le hizo. «Es absurdo que el asesino sobreviva al asesinado. Los dos, juntos y solos —juntos como sólo lo están en otra relación humana mientras uno actúa y el otro sufre—, comparten un secreto que los une para siempre. Se pertenecen.»
Los escritores son peligrosos. ¿Cómo puede ser que un escritor sepa estas cosas? Aunque en este caso, somos tres, solos y unidos. En la «otra relación humana» —hacer el amor y todo lo demás— Cari actuaba, yo lo sufría, yo actuaba, Natalie me sufría, y esa noche en el sofá, ellos actuaron y yo los sufrí a los dos. Nos pertenecemos.
He copiado esta cita una y otra vez, no sé cuántas veces, en plena noche, la he escrito de memoria en un fragmento de papel, como ella acostumbraba a garrapatear un verso de un poema, me he detenido en medio de una sección cuando estaba concentrándome en el plano y he tenido que escribirla en algún sitio. Él está muerto, y él, ella y yo compartimos un secreto que nos une para siempre. No podría decirse mejor; él está muerto, no sé cómo cogí el arma y le disparé a la cabeza. Hay otro fragmento en ese libro; sobre el que lo hace. «Ha satisfecho el deseo más profundo de su corazón.» Cuando los encontré así, mi más profundo deseo ¿cuál fue? Daría lo que fuera por saber qué era lo que quería entonces, de lo que vi como su traición o la consumación de la unión entre nosotros tres, y por saber si, porque no pude obtener lo que quería —fuera eso lo que fuera—, mi más profundo deseo se vio satisfecho cuando disparé a mi amante y amante de ella. El está muerto, yo estoy vivo, me alegro con todos —mis padres, Motsamai— de que ya no haya pena de muerte. El asesino ha sobrevivido al asesinado. Intenta decirles esto a mis jueces, al del tribunal y a los del adosado. No puede contarse, sólo vivirse, en este espacio entre muros hecho para esto. Lo que está fuera, lo que puedo ver desde la ventana de Tántalo cuando me pongo de pie sobre la cama; estaré fuera, tras siete años (cinco, promete Motsamai); acaso se olvidará, acaso aquel que está muerto y yo ya no nos perteneceremos. Tendría que preguntárselo a algún preso veterano; los de la finca no nos movíamos en un medio de criminales. Hay tantas cosas que no sabíamos, que no deberíamos haber necesitado saber nunca. Los tres, Cari, muerto, Natalie y yo vivos, Nastasia mi víctima y, como dice Khulu, Natalie mi torturadora, esté donde esté, estamos unidos por lo que he hecho, lo sepa ella o no, sea o no un secreto lo que lleva en su vientre.
El reproductor de discos compactos está guardado en el adosado con otras cosas. No hay música en estas noches que separan estos días de mis siete años. El estrecho orificio de la ventana vigila mientras está cerrada la mirilla de la puerta; qué discípulo de la arquitectura funcional inventó las especificaciones para esta ventana en forma de rombo que se divide tan satisfactoriamente en segmentos hechos por barras verticales. La noche cortada en cinco trozos.
No hay equipo de música, pero oigo una y otra vez algunos fragmentos, el adagio de la Tempestad de Beethoven y el alegreto de un impromptu de Schubert. Él y yo acostumbrábamos ir a conciertos en esa época, la época de L'Agulhas. Con él había algo más que Brubeck y ese otro músico de jazz. El fallecido tenía una colección de discos, también de Penderecki y Stockhausen. Si escuchas la música que se forma en tu propia cabeza, que está allí sin ningún aparato reproductor —¿cómo?, ¿cómo?—, durante horas, empiezas a saber qué es la música. Es una de las maneras —sólo una entre muchas— de crear orden a partir del caos original. Cuando estaba con ella, escuchaba a Beethoven y Schubert solo, con cascos; ahora es algo parecido. Ella no quería oírla; no creo que fuera porque necesitara que yo le enseñara a apreciarla y demás. Era porque se rebelaba contra el principio del orden; en cualquier cosa, en todas las cosas, por eso nunca terminaba los poemas.
Tiene que haber alguna manera.
Naturalmente, si yo «confesara» todo esto a Motsamai, se movería, empujado por los remordimientos, y quizá incluso conseguiría —es un genio en su devoción a sus clientes— una remisión más temprana que la que me ha hecho creer que tendré. Pero entonces todo esto que vivo me sería arrebatado; no podría soportarlo, sin esto, este espacio hecho para ello.
El Juicio Final del Tribunal Constitucional ha declarado que la pena de muerte es inconstitucional. El tono firme y amable del juez presidente tiene la seguridad de un hombre que, mientras expresa la resolución a la que han llegado tras vanos meses de sopesar escrupulosamente las conclusiones de un tribunal de pensadores independientes, ha recibido él también la gracia. Hay cierta serenidad en la justicia.
Si la decisión hubiera sido que el Estado volvía a tener el derecho de quitar una vida a cambio de otra vida, habría sido demasiado tarde para decretar que Duncan debía ser colgado una mañana temprano en Pretoria. Su sentencia lo mantenía a salvo. Sin embargo, la noticia hace que ella tiemble visiblemente; él le coge las manos para calmarla; y calmarse a sí mismo. La sentencia extrema aplazada por una moratoria era la amenaza que todavía existía; en el conjunto de leyes del país, incluso Motsamai lo había dicho. Y mientras todavía existía, podría ser que se exigiera para el acto que su hijo había cometido un viernes por la tarde. De modo que una liberación, alivio, un curioso rastro, como de felicidad; qué extraño que sea posible sentir nada parecido. Duncan sigue donde está.
Harald y Claudia decidieron irse. De vacaciones. Resulta embarazoso admitirlo delante de Duncan, en la sala de visitas. Él dice ¡ya era hora de que os tomarais un descanso! ¿Cuánto tiempo?
Pero mejor no hablar de eso; las últimas vacaciones las cogieron antes, cuando existían unas sístoles y diástoles habituales entre trabajo y recompensa. Han pasado para él muchos meses, para él, ahí donde está, y para ellos, fuera.
Al Cabo.
—¿No fuiste una vez a L'Agulhas? ¿Crees que nos gustaría ?
—Es el fin del continente —dice él, como un homenaje.
—O quizá a Hermanus. Pero nos gustaría probar algo nuevo.
No importa adonde fueron, volaron, condujeron: el mundo que los llamaba era hermoso. Él estaba en su celda y un niño infeliz se tapaba la cabeza con los brazos mientras dormía en las calles de Ciudad del Cabo bajo la montaña eterna que hacía que uno quisiera vivir para siempre, como ella. Lo que parecía, desde la perspectiva de un coche en marcha, como el vertedero de la ciudad era una superficie baja y vasta de planchas, latas, trozos de plástico y personas reducidos a detritos bajo un cielo gloriosamente emplumado, un pájaro cósmico, cirros dorados por una luz que brillaba desde billones de kilómetros. Una noche espléndida temblaba con truenos mientras los relámpagos huían en todas direcciones. El mar sereno cubría por igual los antiguos naufragios podridos y la contaminación presente con un brillo de color intenso, y dejaba descansar el pecho de las gaviotas. Se podría haber caminado sobre el agua, no es de extrañar que Harald pudiera creer que sucedió una vez.
Todo emite señales de vida, a pesar de todo. La sombra del avión es una gran mariposa que pasa sobre el verde, campos con espigas, desiertos color lila. Desde la ventanilla, las luces del valle vibran para atraer, atraer. Claudia empezó a tener la sensación de que ella y Harald estaban esperando alguna señal, la señal que haría que la vida siguiera adelante, los sacara de la regresión en que se habían refugiado, donde seguían su rutina y el eco de sus voces ocupaba lo que estaba vacío de sentido. Intentaba pensar sobre todo eso en términos prácticos: quizá deberían dejar el adosado tal como estaba ahora, sin vida dentro. Quizá deberían cambiar de casa.
¿Un equipo de profesionales, con sus cajas de embalar, podría hacer la mudanza? ¿Y no podrían las posesiones de Duncan, procedentes de la casita, junto con todo lo demás, ser entregadas, descargadas, y rodear a Harald y a ella en su futura vivienda?
Motsamai se aseguraba de que la empresa enviara a Duncan parte de los proyectos que tenía que diseñar. Duncan nunca veía el conjunto completo de planos para los que dibujaba el alzado, la planta y la vista lateral, aspectos del norte y sur, este y oeste. Pero algunas veces pensaba en cómo había realizado ya su propio trabajo: la estructura de aquella celda era su obra, diseñada de acuerdo con las especificaciones de su vida.
Harald y Claudia no cambiaron de casa. A principios de verano, Harald —que, como tantas otras veces, había llegado al adosado antes que Claudia— encontró una llamada en el contestador. La voz le resultó familiar de inmediato: el acento de bajo africano y el tono distendido de Khulu. ¿Qué hacéis, muchachos? Hace tiempo que tengo ganas de pasar a veros. Pero ya sabéis cómo pasa el tiempo; de todos modos, sé de vosotros a través de Duncan.
Claudia no quiso devolverle la llamada a aquella casa. Harald lo entendió: podría contestar Baker. Recordaba cuál era el periódico para el que Khulu hacía la mayor parte de sus reportajes, según les contó durante la charla que mantuvieron cuando los tres fueron a una cafetería entre dos sesiones del tribunal. Harald hizo que su secretaria llamara varias veces, pero no tuvo éxito y dejó un recado.
Él/ella. Una llamada a través del monitor de seguridad, una noche en que no esperaban a nadie. Esta vez, fue Claudia quien contestó. Khulu anunció su presencia. Cuando llegó a su puerta, ahí estaban ambos para recibirlo, con la aguda sensación de que se habían privado del placer de verlo por no haber sido ellos quienes hubieran ido a buscarlo, meses atrás. Sus pesados brazos los rodearon sucesivamente. La habitación se llenó de animación mientras Harald iba a buscar bebidas y Khulu decía:
—Claudia, ¿tienes pan o algo que comer, alguna fruta? He pasado el día fuera por un artículo ¡y no he comido nada!
Claudia tenía un chico al que preparar una comida. Iba y venía con carne fría, queso, chutney y pan, y Harald le trajo el frutero. Khulu comía con distraído entusiasmo mientras hablaba de los cambios producidos en la propiedad de los periódicos con la adquisición de un grupo por parte de unos individuos negros. Estaba orgulloso; y escéptico en relación con el progreso que, según Claudia, eso pudiera suponer para su carrera; Harald levantó una mano en un gesto procedente de su experiencia en asuntos de poder financiero, las rivalidades que tienen lugar en las salas de reuniones cuando un grupo de traseros dejan vacíos unos asientos que otros pasan a ocupar. Rieron ante esa desenfadada muestra de comprensión que el estado de ánimo traído por el visitante había hecho posible.
Pero Khulu también era un mensajero. Tras apartar el plato con pieles de plátano y agitarse en la silla con el vaso de cerveza en la mano, hizo su entrega.
—Duncan quiere que hagáis algo en relación con el niño. Si no es suyo, es de Cari. Duncan...
Duncan ha entrado en la habitación, en el adosado. Incluso el perro, que duerme junto a la silla de Harald, podría levantarse para saludar la entrada vacía.
Nadie habla, y entonces Khulu bebe un sorbo de cerveza. Desplaza el frutero para hacer sitio al vaso.
—Duncan lo quiere.
Él/ella dijo:
—¿Qué podemos hacer?
Harald lo recuerda bien:
—¡Esa chica no querrá que nadie reclame al niño! Lo dijo en el juicio. Es suyo.
—Duncan no está de acuerdo.
—¿Qué quiere? ¿Análisis de sangre? ¿Que Motsamai ponga en marcha todo eso? ¿Y para qué? ¿Demostrar que el hijo es suyo y quitárselo a la madre? ¿Para que viva dónde? ¿Dárselo a quién? Si lo consigue, ¿quién va a cuidar al crío durante siete años? Tendrá siete años, quizá cinco, antes de que Duncan pueda hacerlo.
—No creo que Duncan se refiera a eso.
—Entonces, no entiendo nada. ¿De dónde viene esa idea? ¿Está perdiendo el sentido de la realidad, allí encerrado? Después de todo lo que le ha sucedido, lo que ha tenido que pasar, remover todo eso, meter a la siguiente generación.
—Espera, Harald.
—Veamos... no creo que pretenda quitarle el crío, ¡para nada! Nada de análisis de sangre y todo eso: el tipo de cosas que el periódico del domingo pone en portada. Sabéis que Duncan es una persona reflexiva, tiene su propia idea sobre la paternidad.
—Quién sabe si la criatura ha nacido ya. O si ha existido nunca: he tenido pacientes de historial similar con embarazos fantasma. Tal vez Duncan esté inquietándose por nada.
—Ha nacido. Tiene un mes.
Harald permanece sentado mirando a Claudia hasta que ésta dice, como si ya supiera la respuesta:
—¿Y qué es?
—Un niño.
—Entonces, ¿qué te parece que quiere decir Duncan?
Harald intenta esforzarse en pensar en eso como si fuera una propuesta que hay que colocar sobre la mesa entre el frutero y el vaso empañado con los restos de la cerveza.
—¿Dinero?
—No precisamente; pero, sí, los bebés necesitan cosas, supongo. Algún tipo de respaldo para ella, asegurarse de que puede cuidarlo adecuadamente.
—Ni siquiera sabemos dónde está ella.
—Sé cómo encontrarla.
Quizá la chica está escondida en algún lugar con su bebé, refugiada del mundo, y no sabe que los dos hombres, Duncan y Khulu, la buscan; Claudia, que ha visto tantos nacimientos, también conoció después de dar a luz un momento como ése, de pura posesión, que creía olvidado hace tiempo.
—Quizá Duncan debería dejarla sola.
Los dos hombres interpretan mal a Claudia; lo que oyen es la amarga oposición al dinero, al respaldo, al contacto con esa chica y su dudosa progenie.
Khulu repite amablemente la expresión de la voluntad de Duncan.
—Sé dónde encontrarla.
Con la familia.
Es un asunto entre ellos, los tres que están en el adosado. Esa noche, se separan compartiendo de nuevo la intimidad de los días del juicio.
Khulu Dladla sabe algo sobre esa pareja, para la que el hecho de que él sea negro y homosexual no impide que sea, para ellos, como un hijo: bien, después de todo, son blancos y lo que les aterra es que se pueda pedir que demuestren ser padres de su propio hijo recogiendo al niño. ¡Como si, entre la gente de Khulu, fuera necesario pensarlo dos veces! Los niños deben estar con la familia, qué importan las dudas sobre su origen.
No hubo concepción para la mujer de cuarenta y siete años. Pero hay un niño.
Se le pasa una manutención a través del bufete del abogado Hamilton Motsamai; la única condición sobre la que Harald y Claudia tuvieron el valor de insistir con Duncan fue que los acuerdos debería hacerlos Hamilton y no ellos a través de un contacto personal. Duncan no pone objeciones, que sea como ellos quieran, sonríe como si dejara que su padre, compañero de lecturas, le escogiera los libros, y tampoco ofrece ninguna expresión de gratitud. De pronto, todo es sencillo entre ellos; ¿por qué? Harald se pregunta si ha estado viéndola, ¿Natalie/Nastasia tiene sus días de visita en la cárcel? ¿Le escribe cartas, poemas? No se puede preguntar. Pero Duncan ha sido capaz de acudir a ellos, sus padres, para pedirles algo, incluso lo del niño. Están allí para ayudarlo.
Quizá, dentro de un tiempo —incluso cinco años son mucho tiempo—, verán al niño; Hamilton confía en ello, como siempre: la engatusará, de la misma manera que la llevó a condenarse con sus propias palabras durante su interrogatorio. También conseguirá arreglar lo que él denomina el acceso. Conocer al niño. Tenerlo en el adosado, mirar cómo juega con el perro.
¿Y Duncan?
Se le ha concedido permiso para trabajar en la biblioteca de la cárcel, así como para seguir sus estudios en la celda. La biblioteca no es gran cosa, si se toma como referencia el tipo de libros que él y Harald necesitan leer, las obras que son peligrosas e indispensables, que te revelan lo que eres. No se utiliza mucho. Los presos con condenas largas que ocupan celdas junto a la suya son, en su mayoría, hombres para los que la vida ha sido acción, no contemplación; en la violencia, la de Duncan y la de ellos, se encuentra la huida de uno mismo. Cuando matas al otro intentas matar al yo que acosa tu existencia. De modo que sólo la bestia sigue viviendo, enjaulada: la mayoría de ellos son terribles, farfullan llenos de odio, hacen oscilar puños cerrados preparados para golpear de nuevo, esas manos no pueden coger los frágiles objetos que pueden ofrecerles la única libertad que existe entre aquellas paredes.
¿Quién demonios decide qué es adecuado y qué no es adecuado para que lean los delincuentes, presuntamente basándose en el criterio de que no debe haber nada que suscite las pasiones que han hecho estragos y destruido? Rehabilitación. La biblioteca está llena de cosas sobre religión; como si la religión no hubiera suscitado nunca pasiones criminales, y no lo hiciera de nuevo, fuera de los muros de la cárcel. Manuales para mejorarse a uno mismo que raras veces coge alguien: Aprenda por sí mismo contabilidad, sistemas para una vida que no conoce el caos. Pero en la hilera de libros de bolsillo de misterio (¿por qué habrán considerado que a los presos les interesaría leer sobre asesinatos de ficción cuando los han conocido en la vida real?), abiertos por el lomo, como si lo que se pudiera encontrar en ellos tuviera que abrirse como un coco o como una ostra, hay algunos libros de verdad, Dios sabe cómo han llegado aquí. Quizá cuando sales, cuando has cumplido tu tiempo, como decimos aquí, es costumbre dar tus libros para quien venga después. Algunas veces encuentro algo para mí. Hay una traducción de la Odisea con lepismas que han pasado a mejor vida entre sus páginas. Nunca había leído de este libro, equiparado a la Biblia, otra cosa que citas en otros libros; si Harald lo ha leído, no consiguió interesarme en él. Otra cosa es la arquitectura de la antigua Grecia, claro: eso estaba dentro de lo mío, cuando estudiaba, y sabía alguna cosa de mitología. Edipo se sacó los ojos por su crimen. Poco más. Pero aquí hay algo dirigido a mí, que ha estado esperando ahí que me llegara el momento de leerlo y releerlo.
«Tal diciendo, una amarga saeta lanzó contra Antínoo, que en el mismo momento iba a alzar de la mesa a sus labios
áurea copa de dos cavidades: teníala en sus dedos y a apurar disponíase el licor, bien ajeno en su alma de matanza y de sangre y ¿quién pudo pensar que allí, en medio del festín, uno solo entre tantos, por grande que fuese su vigor, consumara su muerte y su negro destino? Mas Ulises certero alcanzó su garganta y la punta traspasó el blando cuello y salió por detrás: el herido se rehundió en el sillón y la copa cayó desprendida de su mano.»
Y ahí está Ulises gritando a los otros hombres que rodean a Penélope:
¡Perros viles... que a mi esposa asediabais estando yo en vida!
En el momento en que extiendes la mano para hacerlo... El hombre del manicomio tenía razón, no recuerdo ese momento pero lo reconstruyo, he tenido que hacerlo; he averiguado que uno piensa que es un descubrimiento, es algo que se te ocurre y nadie ha sabido nunca antes. Pero ha estado siempre allí, se descubre una y otra vez, siempre. Una y otra vez, lo que hizo Ulises, y lo que Hornero, fuera quien fuera, sabía. La violencia es una repetición que no parecemos capaces de romper; míralos, mis hermanos, bra, tienen derecho a aclamarme, comensales de nuestra propia carroña en este lugar seguro sólo para nosotros. Los miro cuando estamos en el patio para hacer ejercicio, y caminan con pies pesados, trotan dando vueltas, vueltas y vueltas. No he llegado al final del libro, no sé cómo Ulises reconstruyó lo que hizo, qué camino encontró. Sácate los ojos. Vuelve el arma hacia tu cabeza.
O tira el arma en el jardín. Fue una opción. Tal vez, para romper la repetición, baste con no perpetrar la violencia contra uno mismo. Tengo esta vida, aquí dentro. No di la mía a cambio de la suya. Incluso saldré de aquí con ésta, un año u otro. El asesino no ha sido asesinado. He tenido la suerte de que se aboliera en mi época. Pero tengo que encontrar un camino. La muerte de Cari y el hijo de Natalie, pienso en uno, después en el otro, después en uno, después en otro. Se convierten en uno solo, para mí. No me importa que los demás lo entiendan o no: Cari, Natalie/Nastasia y yo, los tres. He tenido que encontrar un modo de unir la vida y la muerte.
FIN