Publicado en
abril 25, 2010
El equipo Bravo de los STARS entra en acción para investigar una serie de horribles asesinatos ocurridos en Raccoon City. De camino hacia la escena del crimen, el helicóptero en el que viajan se estrella. El equipo sobrevive y descubre un transporte militar volcado con varios cadáveres destrozados junto a él. Pero eso sólo es el principio de la pesadilla. Están a punto de descubrir la maldad que ha estado creciendo a su alrededor, y la novata del grupo, Rebecca Chambers, comenzará a preguntarse dónde se ha metido.
Para Myk y Cy, mis chicos
El ansia de poder es la verdadera raíz del mal.
JUDITH MORIAE
Prólogo
El tren se mecía bamboleante mientras atravesaba los bosques de Raccoon. El estruendoso traqueteo de las ruedas se repetía como en un eco en los truenos que rasgaban el cielo del ocaso.
Bill Nyberg hojeó el expediente Hardy, que había sacado del maletín que tenía a sus pies. Había sido un día muy largo, y el suave balanceo del tren lo adormilaba. Era tarde, más de las ocho, pero el Expreso Eclíptico estaba casi lleno, como solía pasar a la hora de la cena. Era un tren de la compañía y, desde la renovación —Umbrella había gastado mucho dinero para dar un aire retro al vagón restaurante, desde los asientos de terciopelo hasta las lámparas de lágrimas—, muchos de los empleados llevaban allí a su familia o amigos para que disfrutaran del ambiente. Normalmente había unas cuantas personas de fuera de la ciudad que hacían trasbordo en Latham, pero Nyberg habría apostado a que nueve de cada diez pasajeros trabajaban para Umbrella. Sin el apoyo del gigante farmacéutico, Raccoon City ni siquiera sería una área de descanso en la carretera.
Uno de los camareros pasó a su lado y lo saludó con un leve movimiento de cabeza al ver la pequeña insignia de Umbrella en la solapa de su chaqueta, lo que identificaba a Nyberg como un pasajero habitual. Nyberg le devolvió el saludo. En el exterior, el resplandor de un relámpago fue seguido rápidamente por el estruendo de otro trueno. Al parecer se avecinaba una tormenta de verano. Incluso en el agradable frescor del tren, el aire parecía cargado con la tensión de la lluvia inminente.
Y mi gabardina está… ¿en el maletero? Fantástico.
Tenía el coche al final del parking de la estación. Antes de llegar a la mitad del camino ya estaría calado.
Suspirando, volvió a centrar la atención en el expediente mientras se arrellanaba en el asiento. Ya había revisado el material varias veces, pero quería estar seguro de cada uno de los detalles. Una niña de diez años llamada Teresa Hardy había participado en la prueba clínica de un nuevo medicamento pediátrico para el corazón: Valifin. Resultó que la droga hacía exactamente lo que se esperaba de ella, pero también causaba fallos renales, y en el caso de Teresa Hardy el daño había sido muy severo. Sobreviviría, pero probablemente tendría que someterse a diálisis el resto de su vida. El abogado de la familia pedía una fuerte indemnización. El caso tenía que resolverse con rapidez, porque la familia Hardy pretendía mantenerse a la espera hasta poder arrastrar a su doliente querubín de rosadas mejillas ante un tribunal en una sala atestada de periodistas. Y ahí era donde Nyberg y su equipo entraban en acción. El truco consistía en ofrecer lo justo para satisfacer a la familia, pero no lo suficiente como para que su abogado, uno de esos leguleyos del tres al cuarto de «nosotros no cobramos a no ser que usted cobre», viera el cielo abierto. Nyberg sabía cómo tratar a esos cuervos que se presentaban en la cama del paciente incluso antes que el médico; lo tendría todo solucionado antes de que Teresa regresara de su primer tratamiento. Para eso le pagaba Umbrella.
La lluvia salpicó ruidosamente la ventana, como si alguien hubiera lanzado un cubo de agua contra el cristal. Sorprendido, Nyberg miró hacia el exterior. Justo entonces varios golpes secos resonaron sobre el techo del tren. Perfecto. Iban a tener hasta granizo.
El destello de un rayo rasgó la creciente oscuridad e iluminó la pequeña colina empinada que se hallaba en la parte más profunda del bosque. Nyberg alzó la mirada y vio una alta figura recortada contra los árboles en la cima de la colina, alguien con un abrigo largo o una túnica oscura sacudida por el viento. La figura alzó los brazos hacia el furioso cielo… y el resplandor del rayo se desvaneció, sumergiendo de nuevo en sombras la extraña escena.
—¿Qué demonios…? —comenzó a decir Nyberg, y más agua golpeó el cristal. Pero no era agua, porque el agua no se quedaba enganchada formando gruesas masas oscuras, porque el agua no babeaba ni se abría para mostrar docenas de brillantes dientes afilados como agujas. Nyberg parpadeó sin saber qué era lo que estaba viendo. Alguien comenzó a gritar en la otra punta del vagón, un alarido largo y estridente, mientras más de las oscuras criaturas parecidas a babosas del tamaño del puño de un hombre se lanzaban contra las ventanas. El sonido del granizo al caer sobre el techo pasó de repiqueteo a torrente, y su estruendo ahogó los muchos nuevos gritos.
¡No es granizo, eso no puede ser granizo!
Un pánico ardiente recorrió el cuerpo de Nyberg, y se alzó de golpe. Llegó hasta el pasillo antes de que el vidrio a su espalda saltara hecho añicos, antes de que todos los vidrios del tren volaran en pedazos con un sonido agudo y seco que se mezcló con los gritos de terror, todo ello casi ahogado por el continuo estruendo del ataque. Las luces se apagaron, y Nyberg notó que algo frío, húmedo y cargado de vida le caía sobre la nuca y empezaba a morder.
Capítulo 1
Las aspas del helicóptero cortaban la oscuridad que cubría el bosque de Raccoon.
Rebecca Chambers estaba sentada muy tiesa, esforzándose por parecer tan tranquila como los hombres que la rodeaban. El ambiente era serio, tan sombrío y nublado como los cielos que cruzaban. Las bromas y los chistes se habían quedado atrás, en la reunión informativa. No se trataba de un ejercicio de entrenamiento. Tres personas más, tres excursionistas, habían desaparecido, un hecho no tan extraño en un bosque tan grande como el que rodeaba Raccoon, pero con la ola de asesinatos salvajes que habían aterrorizado a la pequeña población durante las últimas semanas, la palabra «desaparecido» había adquirido un nuevo significado. Sólo unos pocos días antes se había encontrado a la novena víctima, tan destrozada y mutilada como si la hubieran pasado por una picadora de carne. Estaban matando a gente. Algo o alguien atacaba salvajemente en los alrededores de la ciudad, y la policía de Raccoon no estaba obteniendo ningún resultado. Finalmente habían llamado al comando local de los STARS para que colaborase en la investigación.
Rebecca alzó ligeramente la barbilla, en un destello de orgullo que superó su nerviosismo. Aunque estaba graduada en bioquímica, la habían asignado al equipo Bravo como médico de campo. Hacía menos de un mes que pertenecía al grupo.
Mi primera misión. Lo que quiere decir que más vale que no la fastidie.
Respiró hondo y soltó el aire lentamente, mientras intentaba mantener una expresión neutra.
Edward le dedicó una sonrisa alentadora, y Sully se inclinó hacia adelante en la abarrotada cabina para darle una palmadita tranquilizadora en la pierna. Al parecer, su fingida calma no colaba. A pesar de todo lo lista que era y de lo preparada que estaba para iniciar su carrera, no podía hacer nada respecto a su edad, o respecto a parecer aún más joven. A sus dieciocho años, era la persona más joven que los STARS habían aceptado nunca, desde su creación en 1967. Y como era la única mujer en el equipo B de Raccoon, todos la trataban como si fuera su hermana pequeña.
Suspiró, le devolvió la sonrisa a Edward y le hizo un gesto a Sully con la cabeza. No era tan terrible tener un puñado de tipos duros como hermanos mayores, vigilándola. Siempre y cuando entendieran que podía cuidar de sí misma cuando hiciera falta.
Eso creo, añadió para sí en silencio. Después de todo, era su primera misión, y aunque estaba en perfecta forma física, su experiencia en combate se limitaba a las simulaciones de vídeo y a las misiones de entrenamiento de fin de semana. La Escuadra de Tácticas Especiales y Rescates la quería en sus laboratorios, pero era obligatorio cubrir un tiempo en servicio de campo, y Rebecca necesitaba experiencia. De todas formas, inspeccionarían los bosques en grupo. Si se encontraban con la gente o con los animales que habían estado atacando a los habitantes de Raccoon, tendría quien le cubriera las espaldas.
Se vio el destello de un rayo hacia el norte, cerca. El ruido del trueno se perdió bajo el rugido del helicóptero. Rebecca se inclinó ligeramente hacia adelante e intentó penetrar la oscuridad. Había sido un día claro y despejado, pero justo antes de la puesta de sol habían comenzado a formarse nubes. No cabía duda de que volverían a casa mojados. Al menos iba a ser una lluvia cálida; supuso que podría ser mucho…
¡Boom!
Había estado tan concentrada pensando en la tormenta que se cernía sobre ellos, que durante un segundo, incluso mientras el helicóptero se inclinaba peligrosamente y caía, creyó que se trataba del ruido de un trueno. Desde la cabina se fue alzando un terrible gemido agudo y el suelo empezó a vibrar bajo sus botas. Captó el olor caliente del metal quemado y del ozono.
¿Un rayo?
—¿Qué ha sido eso? —gritó alguien. Era Enrico, desde el asiento del copiloto.
—¡El motor ha fallado! —explicó a gritos el piloto, Kevin Dooley—. ¡Aterrizaje de emergencia!
Rebeca se sujetó con fuerza a un hierro de la estructura y miró hacia sus compañeros para evitar la visión de los árboles, que subían rápidamente hacia ellos. Observó el gesto decidido y serio del mentón de Sully, los dientes apretados de Edward y la mirada de preocupación que intercambiaron Richard y Forest mientras se agarraban a los salientes de la estructura y los asideros de la vibrante pared. Delante, Enrico estaba gritando alguna cosa, algo que Rebecca no pudo descifrar por encima del sonido agonizante del motor. Cerró los ojos durante un instante, pensó en sus padres… Pero el viaje era demasiado violento como para poder pensar. Los golpes y los azotes de las ramas de los árboles sacudían el helicóptero con tal estruendo que lo único que pudo hacer Rebecca fue no perder la esperanza. El helicóptero giró fuera de control y se precipitó describiendo una espiral escalofriante, entre sacudidas y bandazos.
Un segundo después todo había acabado. El silencio fue tan repentino y completo que Rebecca pensó que se había quedado sorda. Todo movimiento se detuvo. Entonces oyó el goteo sobre el metal, el jadeo ahogado del motor y los feroces latidos de su propio corazón. Se dio cuenta de que estaban en tierra. Kevin lo había logrado, y sin un solo rebote.
—¿Estáis todos bien? —Enrico Marín, el capitán, estaba medio vuelto en el asiento.
Rebecca unió su gesto inseguro al coro de afirmaciones.
—¡Bien pilotado, Kev! —exclamó Forest, y se alzó un nuevo coro. Rebecca estaba totalmente de acuerdo.
—¿Funciona la radio? —preguntó Enrico al piloto, que estaba dando golpecitos a los controles y moviendo los interruptores.
—Parece que se ha frito toda la parte eléctrica —contestó Kev—. Debe de haber sido un rayo. No nos ha dado de lleno, pero ha pasado lo suficientemente cerca. La baliza tampoco funciona.
—¿Se puede arreglar?
Enrico formuló la pregunta para todos, pero miró a Richard, que era el oficial de comunicaciones. A su vez, Richard miró a Edward, que se encogió de hombros. Edward era el mecánico del equipo Bravo.
—Voy a echarle una ojeada —repuso Edward—, pero si Kev dice que el transmisor está quemado, es que seguramente lo está.
El capitán asintió con un lento movimiento de cabeza mientras se acariciaba el bigote con una mano y consideraba qué opciones tenían. Pasados unos segundos, suspiró.
—Llamé cuando el rayo nos alcanzó, pero no sé si el mensaje salió —informó—. Tienen nuestras últimas coordenadas. Si no informamos pronto, vendrán a buscarnos.
Los que vendrían a buscarlos eran el equipo Alfa de los STARS. Rebecca asintió con los demás, sin estar segura de si debía estar decepcionada o no. Su primera misión había acabado incluso antes de empezar.
Enrico volvió a tocarse el bigote, atusándoselo en las comisuras de la boca con los dedos índice y pulgar.
—Todo el mundo afuera —ordenó—. Veamos dónde estamos.
Salieron uno a uno de la cabina. Rebecca se fue dando cuenta de la situación en la que se hallaban mientras se iban reuniendo en la oscuridad. Tenían muchísima suerte de estar vivos.
Nos ha caído un rayo. Y mientras buscamos asesinos locos, ni más ni menos, pensó, sorprendiéndose. Incluso si la misión había concluido, sin duda había sido lo más excitante que le había pasado nunca.
El aire se notaba cálido y cargado de la inminente lluvia. Las sombras eran profundas. Pequeños animales correteaban por el sotobosque. Se encendieron un par de linternas y los haces de luz cortaron la oscuridad mientras Enrico y Edward rodeaban el helicóptero examinando los daños. Rebecca sacó su linterna de la mochila, aliviada de no habérsela olvidado.
—¿Cómo lo llevas?
Rebecca se volvió y vio a Ken «Sully» Sullivan sonriéndole. Había sacado su arma, y el cañón de la nueve milímetros apuntaba hacia el nuboso cielo, recordándole tristemente cuál era la razón de su presencia allí.
—Realmente sabéis cómo hacer una entrada sonada, ¿no? —bromeó, devolviéndole la sonrisa.
El hombre alto rió, y los blancos dientes resaltaron contra la oscuridad de la piel.
—La verdad es que siempre hago esto para los nuevos reclutas. Es un gasto en helicópteros, pero tenemos que mantener nuestra reputación.
Rebecca estaba a punto de preguntar qué opinaría el jefe de policía de ese gasto —era nueva en la zona, pero ya había oído decir que el jefe Irons era famoso por su tacañería— cuando Enrico se unió a ellos, sacando su arma y alzando la voz para que todos pudieran oírlo.
—De acuerdo, chicos. Abrámonos en abanico e inspeccionemos los alrededores. Kev, quédate en el helicóptero. El resto, no os separéis demasiado, sólo quiero que aseguréis la zona. El equipo Alfa podría estar aquí en menos de una hora.
No completó la frase, no dijo que también podría pasar mucho más tiempo, pero era innecesario. Al menos por el momento, estaban solos.
Rebecca sacó la nueve milímetros de la funda y comprobó cuidadosamente los cargadores y la recámara como le habían enseñado, con el arma en posición vertical para evitar apuntar a alguien sin darse cuenta. Los otros se movían a ambos lados, comprobando sus armas y encendiendo las linternas.
Rebecca respiró hondo y comenzó a andar en línea recta, enfocando el rayo de luz de la linterna hacia adelante. Enrico estaba sólo a unos cuantos metros y avanzaba en paralelo a ella. Se había alzado una fina neblina baja, que se enrollaba entre los matojos como una marea fantasmal. A unos doce metros, los árboles se abrían y formaban un sendero lo suficientemente ancho para considerarse una carretera pequeña, aunque la niebla le impedía estar segura. Todo estaba en silencio excepto por los truenos, que sonaban más cerca de lo que se había esperado; tenían la tormenta casi encima. El haz de luz iluminó árboles, luego oscuridad y luego otra vez árboles, con un destello de lo que parecía…
—¡Mire, capitán!
Enrico se puso a su lado y, en segundos, cinco luces más se dirigieron hacia el brillo metálico que Rebecca había visto y lo iluminaron: una estrecha carretera de tierra y un jeep volcado. Mientras el equipo se acercaba, Rebecca pudo ver las letras PM grabadas en un lado. Policía Militar. Vio una pila de ropa que salía por el parabrisas roto y frunció el entrecejo. Se acercó para ver mejor y, mientras rebuscaba el kit médico, corrió a arrodillarse junto al jeep volcado. Ya antes de agacharse supo que no podría hacer nada. Había tanta sangre…
Dos hombres. Uno había salido disparado limpiamente y yacía a unos cuantos metros. El otro, el hombre rubio que tenía ante sí, aún tenía medio cuerpo dentro del jeep. Ambos llevaban ropa militar de trabajo. El rostro y la parte superior del cuerpo de ambos habían sido horriblemente mutilados. Tenían grandes desgarros en la piel y en los músculos, y unas heridas profundas en el cuello. Era imposible que fueran resultado del accidente.
Pensativa, Rebecca le buscó el pulso y se fijó en que la piel estaba muy fría. Se incorporó y fue hacia el otro cadáver; de nuevo buscó alguna señal de vida, pero estaba tan frío como el primero.
—¿Crees que son de Ragithon? —preguntó Richard. Rebecca vio un maletín junto a la pálida mano extendida del segundo cadáver y fue a buscarlo medio agachada. La respuesta de Enrico le llegó mientras levantaba la tapa del maletín.
—Es la base más cercana, pero mira la insignia. Son marines. Podrían ser de Donnell —dijo.
Sobre un puñado de carpetas de informes había un sujetapapeles con un documento de aspecto oficial. En la esquina superior izquierda se veía la foto de carnet de un hombre apuesto y de ojos oscuros vestido de civil. Ninguno de los cadáveres se le parecía. Rebeca alzó las hojas y leyó en silencio… y se le quedó la boca seca.
—¡Capitán! —consiguió decir, mientras se levantaba.
Enrico levantó la vista desde donde se hallaba agachado junto al jeep.
—¿Sí? ¿Qué ocurre?
Rebecca leyó en voz alta la parte relevante.
—Una orden judicial para transportar a alguien… «Prisionero William Coen, ex teniente, de veintiséis años de edad. Sometido a un consejo de guerra y sentenciado a muerte el 22 de julio. El prisionero será transportado a la base de Ragithon para ser ejecutado.»
El teniente había sido acusado de asesinato en primer grado.
Edward le cogió el documento de las manos. Dijo en voz alta y cargada de furia lo que ya se estaba formando en la mente de Rebecca.
—Estos pobres soldados. Sólo estaban haciendo su trabajo, y ese canalla los ha asesinado y se ha escapado.
Enrico, a su vez, le tomó los documentos de las manos a él y les echó una rápida ojeada.
—Muy bien, muchachos. Cambio de planes. Tenemos un asesino suelto. Separémonos y reconozcamos la zona más próxima, a ver si podemos localizar al teniente Billy. Manteneos alerta e informad cada quince minutos, pase lo que pase.
Todos hicieron gestos de asentimiento. Rebecca respiró hondo mientras los otros comenzaban a moverse y comprobó su reloj, decidida a ser tan profesional como cualquier otro componente del equipo. Quince minutos sola, ningún problema. ¿Qué podía pasar en quince minutos? Sola, en medio de esos bosques tan oscuros.
—¿Tienes tu radio?
Rebecca pegó un bote y se volvió al oír la voz de Edward. El mecánico estaba justo a su espalda y le dio una palmadita en el hombro, sonriendo.
—Tranquila, nena.
Rebecca le devolvió la sonrisa, aunque odiaba que la llamaran «nena». ¡Por el amor de Dios, Edward sólo tenía veintiséis años! Rebecca dio unos golpecitos a la unidad de radio que colgaba de su cinturón.
—Comprobado.
Edward hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se alejó. Su mensaje era claro y tranquilizador. Rebecca no estaría realmente sola, no mientras tuviera la radio. Miró alrededor y vio que algunos de los otros ya estaban fuera de su vista. Kevin seguía en el asiento del piloto y estaba examinando el portafolios que ella había encontrado. La vio y le dedicó un saludo militar. Rebecca alzó el pulgar y cuadró los hombros mientras volvía a desenfundar su arma y se adentraba en la noche. En lo alto, retumbó un trueno.
Albert Wesker se hallaba sentado en la planta de tratamiento Con B1. La única luz en la sala provenía del parpadeo de seis monitores de observación, que cambiaban de imagen en rotaciones de cinco segundos. Se veían todos los niveles del centro de formación, los pisos superior e inferior de la planta de tratamiento del agua y el túnel que conectaba a los dos. Contempló las silenciosas pantallas en blanco y negro sin verlas realmente; la mayor parte de su atención estaba centrada en la transmisión que estaba recibiendo de los del comando de limpieza. Un grupo de tres hombres —bueno, dos y el piloto— estaba de camino en helicóptero, en silencio la mayor parte del tiempo; eran profesionales y no perdían el tiempo con bromas de machos o chistes de jovencitos, lo que significaba que Wesker estaba oyendo un montón de estática. Ningún problema; el ruido blanco combinaba bien con los rostros inexpresivos de mirada fija que veía en los monitores, los cuerpos destrozados tirados por los rincones, los hombres que habían sido infectados vagando sin rumbo por los corredores vacíos. Como en la mansión y los laboratorios Arklay, a unos cuantos kilómetros de allí, los campos privados de entrenamiento de White Umbrella y los centros conectados a ellos habían sido atacados por el virus.
—Tiempo de llegada estimado, treinta minutos, cambio —dijo el piloto, y su voz resonó en la sala tenuemente iluminada.
—Recibido —contestó Wesker, inclinándose sobre el micro.
De nuevo silencio. No hacía falta hablar sobre lo que ocurriría cuando llegaran al tren… y, aunque era un canal seguro, era mejor no decir más de lo estrictamente necesario. Umbrella se había cimentado en el secreto, una característica del gigante farmacéutico que, en los niveles superiores de gestión, todos seguían respetando. Incluso de los negocios legítimos de la compañía, cuanto menos se hablase, mejor.
Todo se está viniendo abajo, pensó Wesker sin preocuparse, mientras observaba las pantallas. La mansión Spencer y los laboratorios que la rodeaban habían caído a mediados de mayo. White Umbrella lo tomó como un «accidente», y se sellaron los laboratorios hasta que los investigadores y el personal infectado pasaran a ser «inefectivos». Después de todo, siempre ocurren errores. Pero la pesadilla del centro de formación, que aún se estaba representando ante él, había sucedido a continuación, menos de un mes después…, y hacía sólo unas cuantas horas, el maquinista del tren privado de Umbrella, el Expreso Eclíptico, había apretado el botón de alarma de peligro biológico.
Así que no sirvió de nada encerrarlo, el virus se filtró y se esparció. Es así de simple, ¿no?
En el comedor del centro de formación había un puñado de reclutas infectados. Uno de ellos caminaba en círculos irregulares alrededor de lo que había sido una bonita mesa. Le goteaba algún fluido viscoso de una fea herida en la cabeza mientras avanzaba a trompicones, sin conciencia de dónde estaba, ni del dolor, ni de nada. Wesker apretó varias teclas del panel de control que se hallaba bajo el monitor para impedir que la imagen cambiara. Se recostó en la silla y se dedicó a observar al caminante condenado dar vueltas alrededor de la mesa.
—Podría haber sido sabotaje —dijo en voz baja. No podía estar seguro. De ser así, estaba preparado para parecer natural; un vertido en el laboratorio de Arklay, un aislamiento incompleto. Unas cuantas semanas después, un par de excursionistas desaparecidos, posiblemente obra de uno o dos sujetos experimentales escapados; y unas semanas más tarde, infección en el segundo centro de White Umbrella. Era muy improbable que uno de los portadores del virus hubiera ido a parar por casualidad a uno de los otros laboratorios de Raccoon, pero era posible. Excepto que en ese momento tenía que pensar también en el tren. Y eso no parecía un accidente. Daba la sensación de estar… planeado.
Mierda, podría haberlo hecho yo mismo, si se me hubiera ocurrido.
Desde hacía algún tiempo había estado buscando la forma de salir de todo esto, cansado de trabajar para una gente que eran claramente inferiores a él, y plenamente consciente de que pasar demasiado tiempo en la nómina de White Umbrella no era muy aconsejable para la salud. Y ahora pretendían que condujera a los STARS a la mansión y a los laboratorios de Arklay para descubrir qué tal lo hacían las mascotas guerreras de Umbrella contra soldados armados. ¿Y les preocupaba que él pudiera morir en la misión? En absoluto, siempre y cuando registrara los datos primero, de eso estaba seguro.
Investigadores, médicos, técnicos, cualquiera que trabajara para White Umbrella durante más de una década o dos tenía la costumbre de acabar desapareciendo o muriendo. George Trevor y su familia, el doctor Marcus, Dees, el doctor Darius, Alexander Ashford… Y ésos eran sólo los nombres de los más importantes. Sólo Dios sabía cuánta gente menos importante había acabado enterrada en alguna parte… o se había transformado en el sujeto experimental A, B o C.
La sombra de una sonrisa se le formó en la comisura de la boca. Pensándolo bien, él sí que tenía una buena idea de cuántos. Trabajaba para White Umbrella desde finales de los años setenta, y la mayor parte de ese tiempo había estado destinado al área de Raccoon. Y había visto a los matasanos utilizar a un buen número de sujetos experimentales, muchos de los cuales él mismo había ayudado a conseguir. Tendría que haber dejado Umbrella hacía ya tiempo, y si lograba conseguir los datos que querían los peces gordos, quizá hasta podría lanzarse a una pequeña escaramuza de buen regateo, un regalo de despedida para financiar su jubilación. White Umbrella no era el único grupo interesado en la investigación de armas biológicas.
Pero primero, una buena limpieza al tren.
Y a este lugar, pensó, contemplando cómo el soldado con la herida en la cabeza tropezaba con una silla e iba a parar al suelo. El centro de formación estaba conectado con la planta «privada» de tratamiento del agua por un túnel subterráneo; se tendría que despejar todo.
Pasaron unos segundos, y el soldado que se veía en la pantalla consiguió ponerse en pie y siguió su paseo a ninguna parte. Parecía tener un tenedor clavado en el hombro derecho, un recuerdo de la caída. El soldado, naturalmente, no lo notó. Se trataba de una enfermedad encantadora. Sin duda se habrían dado el mismo tipo de escenas en los laboratorios Arklay, de eso Wesker estaba convencido; las últimas llamadas desesperadas desde el laboratorio en cuarentena habían mostrado un retrato muy vívido de la gran efectividad del virus-T. Eso también se tendría que limpiar, pero no hasta que hubiera llevado allí a los STARS para un pequeño ejercicio de entrenamiento.
Iba a ser un encuentro interesante. Los STARS eran buenos, él personalmente había elegido a la mitad de ellos, pero nunca se habían enfrentado a nada parecido al virus-T. El soldado agonizante de la pantalla era un ejemplo perfecto: cargado del virus recombinante, seguía recorriendo el comedor, incansable, lenta y estúpidamente. No sentía ningún dolor, y atacaría sin dudarlo a cualquiera o cualquier cosa que se cruzara en su camino, con el virus buscando constantemente nuevos portadores a los que infectar. Aunque el vertido original supuestamente había contaminado el aire, pasado ese tiempo, el virus sólo se contagiaba a través de los fluidos corporales. Por la sangre, o por un mordisco. Y el soldado tan sólo era un hombre, a fin de cuentas; el virus-T atacaba a todo tipo de tejido vivo, y había otros… animales… para ver en acción, incluyendo desde creaciones de laboratorio a la fauna local.
Enrico debería de tener ya a los Bravo en acción, buscando a los excursionistas desaparecidos, pero no era muy probable que encontraran nada allí donde había planeado buscar. Muy pronto, Wesker se encargaría de organizar una excursión de los dos equipos a la «desierta» mansión Spencer. Entonces borraría todas las pruebas, iniciaría su nueva y rica vida, y mandaría al infierno a White Umbrella, al infierno su vida de agente doble, jugando con las vidas de hombres y mujeres que no le importaban en absoluto.
El hombre agonizante de la pantalla volvió a caerse, consiguió levantarse con esfuerzo y continuó dando vueltas.
—A por el oro, muchacho —dijo Wesker, y soltó una risita que resonó en el oscuro vacío.
Algo se movió entre los matorrales. Algo mayor que una ardilla.
Rebecca se volvió hacia el sonido mientras dirigía el haz de la linterna y su nueve milímetros hacia el matojo. La luz captó el final del movimiento, las hojas aún se movían y la luz de la linterna temblaba al mismo ritmo. Se acercó un paso, tragando saliva y contando hacia atrás desde diez. Fuera lo que fuera, se había ido.
Un mapache, seguro. O quizá el perro de alguien que se ha escapado.
Miró el reloj convencida de que debía de ser la hora de regresar, pero vio que únicamente había estado sola durante poco mas de cinco minutos. No había visto u oído nada desde que se alejó del helicóptero; era como si todos los demás hubieran desaparecido de la faz de la tierra.
O he desaparecido yo, pensó sombría. Bajó ligeramente el cañón de la pistola y miró hacia atrás para comprobar su posición. Había estado dirigiéndose más o menos hacia el suroeste del lugar donde habían aterrizado; seguiría adelante durante unos minutos y luego…
Rebecca parpadeó sorprendida al ver una pared de metal bajo la luz de la linterna, a menos de diez metros. Recorrió la superficie con el haz y vio ventanas, una puerta…
—Un tren —murmuró, frunciendo el entrecejo. Le parecía recordar algo sobre una vía en aquella zona… Umbrella, la corporación farmacéutica, tenía una línea privada que iba de Latham a Raccoon City, ¿no? No estaba muy segura de la historia porque no era de la región, pero juraría que la compañía se había fundado en Raccoon. La sede principal de Umbrella se había trasladado a Europa hacía algún tiempo, pero aún seguían siendo los dueños de casi toda la ciudad.
¿Y qué hace esto aquí, en medio del bosque, a estas horas de la noche?
Recorrió el tren de arriba abajo con el haz de luz y descubrió que había cinco vagones altos, de dos pisos cada uno. Justo bajo el techo del vagón que tenía delante vio escrito EXPRESO ECLÍPTICO. Había unas cuantas bombillas encendidas, pero eran muy tenues, con una luz casi incapaz de atravesar las ventanas, y de éstas, varias estaban rotas. Le pareció ver la silueta de una persona junto a una de las que permanecían intactas, pero no se movía. Quizá estuviera durmiendo.
O herida, o muerta. Tal vez esta cosa se detuvo porque Billy Coen encontró la manera de llegar a la vía.
¡Menuda idea! En ese mismo momento podía encontrarse dentro, con rehenes. Había llegado la hora de pedir refuerzos. Movió la mano hacia la radio, pero se detuvo.
O quizá el tren se averió hace un par de semanas y todavía sigue aquí, y todo lo que encontrarás dentro será una colonia de marmotas.
¿Se burlarían los del equipo de eso? No, se mostrarían muy amables, pero ella tendría que aguantar que le tomaran el pelo durante semanas o incluso meses por pedir refuerzos para entrar en un tren vacío.
Volvió a mirar el reloj y vio que habían pasado dos minutos desde la última vez. De repente, sintió que una gota de un líquido frío le caía en la nariz y después otra en el brazo. Luego oyó el repique suave y musical de cientos de gotas que caían sobre las hojas y la tierra, y finalmente de miles, cuando la tormenta por fin se desencadenó.
La lluvia decidió por ella; echaría un vistazo rápido al interior del tren antes de regresar, sólo para asegurarse de que todo estaba como debería estar. Si Billy no rondaba por ahí, al menos podría informar de que el tren parecía estar despejado. Y si él estaba allí…
—Tendrás que vértelas conmigo —murmuró, y sus palabras se perdieron en el estruendo de la tormenta, que fue arreciando mientras ella avanzaba hacia el tren.
Capítulo 2
Billy estaba sentado en el suelo entre dos filas de asientos e intentaba abrir las esposas con un clip que había encontrado tirado. Una de las esposas, la derecha, estaba suelta. Se había roto cuando el jeep había volcado, pero a no ser que quisiera pasearse con un brazalete ruidoso e incriminatorio, tenía que librarse de la otra.
Librarme de ella y salir de aquí a toda prisa, pensó, hurgando el cierre con la delgada pieza de metal. No alzaba la vista; no necesitaba recordar dónde se hallaba, no hacía ninguna falta. El aire estaba cargado de olor a sangre, que se encontraba por todas partes, y aunque en el vagón de tren en el que había entrado no había cuerpos, no tenía ninguna duda de que los otros vagones estaban llenos.
Los perros, han tenido que ser esos perros…, aunque, ¿quién los habrá azuzado?
El mismo tipo que habían visto en el bosque. Tenía que ser él. El tipo que se había plantado delante del jeep y hecho que se estrellaran después de perder el control. Billy había salido bien parado, y excepto por unos cuantos morados, estaba ileso. Pero los policías militares que lo escoltaban, Dickson y Eider, habían quedado atrapados bajo el vehículo volcado, aunque seguían vivos. Al hombre que los había hecho parar, fuera quien fuera, no se lo veía por ninguna parte.
Habían sido un par de minutos temibles, de pie en la creciente oscuridad, mientras el olor cálido y aceitoso de la gasolina le daba en la cara e intentaba tomar una decisión: ¿salir corriendo o pedir ayuda por la radio? No quería morir, no merecía morir, a no ser que ser confiado y estúpido fuera una ofensa que mereciera la muerte. Pero tampoco podía dejar a esos hombres atrapados bajo una tonelada de metal retorcido, heridos y semiinconscientes. La elección que habían hecho, tomar un camino de tierra que atravesaba los bosques hasta la base, significaba que podía pasar mucho tiempo antes de que alguien los encontrara. Sí, era cierto que lo llevaban ante el pelotón de ejecución, pero sólo estaban cumpliendo órdenes, no era nada personal, y ellos merecían morir tan poco como él.
Había decidido optar por una solución intermedia: pediría ayuda por la radio y luego saldría corriendo a toda pastilla… Pero entonces llegaron los perros. Tres cosas grandes, húmedas y horrorosas, y no había tenido más opción que correr para salvarse, porque notó algo muy, muy raro en esos bichos; lo notó incluso antes de que atacaran a Dickson, antes de que le destrozaran el cuello con los dientes mientras lo arrastraban hasta sacarlo de debajo del jeep.
Billy pensó que había oído un clic e intentó abrir la esposa, pero dejó escapar un bufido entre dientes al ver que el cierre de metal se negaba a abrirse. Maldito trasto. Había encontrado el clip por casualidad, aunque había cosas tiradas por todos lados, papeles, bolsas, abrigos, objetos personales, y casi todas estaban manchadas de sangre. Quizá encontraría algo más útil que el clip si buscaba con más calma, pero eso significaría quedarse en el tren, lo cual no tenía ninguna pinta de ser una buena idea. Por lo que sabía, incluso podía ser ahí donde vivían esos perros, quizá se escondieran allí con el estúpido chalado que se lanzaba ante coches en movimiento. Sólo había subido al tren para esquivar a los perros, para tranquilizarse y pensar cuál sería su próximo movimiento.
Y resulta que este tren es el Expreso del Matadero —pensó mientras meneaba la cabeza—. Esto sí que es salir del fuego para caer en las brasas.
Cualquiera que fuera la mierda que pasaba en esos bosques, él no quería formar parte. Se sacaría las esposas, buscaría algún tipo de arma, quizá cogiera una cartera o dos entre todo ese equipaje manchado de sangre —estaba seguro que a los dueños ya no les importaría— y regresaría a la civilización. Y luego a Canadá, o quizá a México. Nunca antes había robado, tampoco nunca había pensado en abandonar el país, pero llegado a ese punto tenía que pensar como un criminal, sobre todo si tenía intención de sobrevivir.
Oyó truenos, luego el suave golpeteo de la lluvia sobre algunas de las ventanas rotas. Los golpecitos se convirtieron en un repiqueteo estruendoso. El aire con olor a sangre se hizo menos espeso cuando una ráfaga de viento entró por uno de los vidrios destrozados. Magnífico. Al parecer tendría que hacer una excursión en medio de una tormenta.
—Lo que sea —murmuró, y tiró el inútil clip contra el asiento que estaba ante él. La situación ya se había fastidiado todo lo posible, así que dudaba que pudiera empeorar.
Billy se quedó inmóvil, conteniendo la respiración. La puerta exterior del vagón se estaba abriendo. Pudo oír el roce del metal; la lluvia sonó más fuerte durante un instante, y luego igual que antes. Alguien había subido.
¡Mierda!
¿Y si era el loco con los perros?
¿Y si alguien ha encontrado el jeep?
Sintió un pesado nudo en el estómago. Podría ser. Tal vez alguien de la base había decidido coger la carretera secundaria esa noche; quizá ya hubieran avisado, al ver el accidente y enterarse de que debía haber un tercer ocupante, un hombre camino de su ejecución.
Incluso podría ser que ya lo estuvieran buscando.
No se movió; se quedó escuchando atentamente los movimientos de quien fuera que había entrado desde la lluvia. Durante unos segundos no oyó nada, luego un paso silencioso, luego otro y otro más. Se alejaban de él, dirigiéndose hacia la parte delantera del vagón.
Billy se inclinó hacia adelante mientras se guardaba cuidadosamente bajo el jersey las chapas de identificación para que no tintinearan, y se movió con sigilo hasta asomar la cabeza por el canto del asiento junto al pasillo. Alguien estaba atravesando la puerta que conectaba un vagón con otro; alguien delgado, bajo, una chica, o quizá un chico muy joven, cubierto con un chaleco antibalas de Kevlar y ropa militar de color verde. Billy consiguió distinguir unas letras en la espalda del chaleco, un S, una T, una A…, y entonces él o ella desapareció de su vista.
STARS. ¿Habrían enviado un equipo en su búsqueda? No podía ser, no tan deprisa. El jeep había volcado hacía cosa de una hora, como mucho, y los STARS no tenían relación directa con el ejército, eran una rama del Departamento de Policía, nadie los habría hecho intervenir. Probablemente su presencia estaría relacionada con los perros que había visto antes, evidentemente alguna manada salvaje mutante. Normalmente, los STARS se ocupaban de la mierda local que los polis no podían o no querían tocar. O quizá hubieran acudido a investigar qué le había pasado al tren.
No importa el porqué, ¿o sí? Tendrán armas, y si averiguan quién eres, este rato de libertad será el último. Lárgate de aquí, ahora mismo.
¿Con perros mutantes corriendo por los bosques? No saldría sin una arma, de ninguna manera. Tenía que haber alguien de seguridad en el tren, un tipo de uniforme con una pistola, lo único que tenía que hacer era buscarlo. Iba a ser arriesgado, con los STARS ahí dentro, pero, bien mirado, sólo había uno. Si tuviera que…
Billy negó con la cabeza. Ya había visto muerte más que suficiente en las Fuerzas Especiales. Si no podía evitarlo, allí y en ese momento, lucharía o escaparía, pero no volvería a matar nunca más. Al menos no a uno de los buenos.
Billy se puso en pie, inclinado hacia adelante, con las esposas colgándole de la muñeca. Primero miraría qué había en ese vagón, luego se iría alejando del STARS intruso, y vería qué podía encontrar. No tenía sentido enfrentarse con él si podía evitarlo. Simplemente…
¡Bam! ¡Bam! ¡Bam!
Tres disparos, procedentes del vagón de delante. Una pausa, luego tres, cuatro más, y después silencio.
Al parecer no todos los vagones estaban vacíos. Sintió que el nudo en el estómago se le estrechaba aún más, pero no permitió que eso lo detuviera. Cogió el primer portafolios que encontró y empezó a revolver su contenido.
En el primer vagón no había vida, pero algo muy malo había ocurrido allí, de eso no cabía duda.
¿Un choque? No, la estructura no está dañada… ¡y hay mucha sangre!
Rebecca cerró la puerta a su espalda, aislándose de la espesa cortina de agua, y contempló el caos que la rodeaba. El vagón había sido elegante, con paneles de madera oscura y moqueta cara, lámparas antiguas y papel pintado con relieves aterciopelados. En ese momento había periódicos, portafolios, abrigos y bolsos, abiertos y tirados por todas partes. El panorama parecía el de un choque, y las gotas y las manchas de sangre que cubrían en grandes cantidades las paredes y los asientos parecían confirmar esa teoría.
Avanzó por el interior del vagón, apuntando con la pistola a un lado y otro del pasillo. Había unas cuantas lucecitas encendidas, lo suficiente para ver algo, pero las sombras eran espesas. Nada se movía.
El respaldo de la silla que tenía a la izquierda estaba manchado de sangre. Alargó la mano y tocó una de las manchas. Rápidamente se la limpió en los pantalones con una mueca de asco. Era fresca.
Luces encendidas, sangre fresca. Sea lo que sea lo que ha pasado, ha ocurrido hace poco.
¿El teniente Billy quizá? Estaba acusado de asesinato… Pero a no ser que tuviera toda una banda con él, no parecía probable; la destrucción era demasiado amplia, demasiado exagerada, más parecida a un desastre natural que a una situación con rehenes.
O como los asesinatos del bosque.
Asintió mentalmente, respirando hondo. Los asesinos debían de haber actuado de nuevo. Los cuerpos que se habían recuperado estaban desgarrados y mutilados, y las escenas del crimen seguramente tenían el mismo aspecto que ese vagón de tren, con sangre por todas partes. Debía salir, hablar por radio con el capitán y llamar al resto del equipo. Comenzó a volverse hacia la puerta, y dudó.
Primero podría comprobar que el tren es seguro.
Ridículo. Permanecer ahí sola sería una locura estúpida y peligrosa. Nadie esperaría que revisara la escena de un crimen ella sola, eso suponiendo que alguien hubiera sido asesinado. Por lo que sabía, también podría haber habido un tiroteo o algo así y el tren podría haber sido evacuado.
No, eso sí que es estúpido. Habría polis por todas partes, equipos médicos de urgencias, helicópteros, periodistas… Pasara lo que pasara, soy la primera persona que ha entrado aquí… y asegurar la escena es la máxima prioridad.
No pudo evitar preguntarse qué dirían los muchachos cuando vieran que se las había arreglado sola. Tendrían que dejar de llamarla «nena». Como mínimo superaría su categoría de novata mucho más de prisa. Podía echar un vistazo rápido, por encima, y si algo parecía aunque fuera mínimamente peligroso, llamaría al equipo inmediatamente.
Asintió mentalmente. De acuerdo. No tendría problemas por echar un vistazo. Respiró hondo y comenzó por la parte delantera del vagón, pisando con cuidado entre el desparramado equipaje. Cuando alcanzó la puerta de conexión, se armó de valor, la atravesó rápidamente y abrió la segunda puerta sin darse tiempo para repensárselo.
¡Oh, no!
El primer vagón ya había sido duro, pero allí había gente. Cinco personas, que pudiera ver desde donde se hallaba, y todos claramente muertos, con los rostros destrozados por las garras de algo desconocido y los cuerpos empapados de una oscura humedad. Unos cuantos estaban desplomados sobre los asientos, como si los hubieran asesinado brutalmente en el sitio que ocupaban. El olor a muerte se podía tocar, como el del cobre y las heces, como la fruta podrida en un día caluroso.
La puerta se cerró automáticamente a su espalda y Rebecca pegó un brinco, con el corazón latiéndole con fuerza y vagamente consciente de que todo eso era demasiado para ella. Tenía que pedir ayuda, pero entonces oyó los susurros y se dio cuenta de que no estaba sola.
Apuntó con la pistola hacia el pasillo vacío, sin estar segura de dónde procedía el sonido y con el corazón funcionándole al doble de velocidad.
—¡Identifíquese! —dijo, con una voz más firme y autoritaria de lo que se esperaba. El susurro continuó, estrangulado y distante, extrañamente apagado en medio del silencioso vagón. Supuso que así sonaría un asesino loco, murmurando para sí mismo después de disfrutar de una masacre.
Estaba a punto de repetir la orden cuando, sobre el suelo, hacia la mitad del pasillo, vio el origen del susurro. Era una radio minúscula, al parecer sintonizada en una emisora AM de noticias. Fue hacia ella, aturdida por el alivio. Después de todo, sí que estaba sola.
Se detuvo ante la radio y bajó su semiautomática. Había un cadáver en el asiento de la ventana, a su izquierda, y después de una rápida ojeada inicial evitó volver a mirarlo. Le habían desgarrado el cuello y tenía los ojos en blanco. Su rostro grisáceo y las destrozadas ropas brillaban empapadas de fluidos de aspecto viscoso, lo que lo hacía parecer un zombi de una película de terror de serie B.
Rebecca se inclinó y recogió la radio, sonriendo para sí a pesar del miedo que aún la recorría. Su «asesino loco» era una mujer leyendo las noticias. La recepción era muy mala, y se oía el chirrido de la estática cada dos o tres frases.
De acuerdo, era una idiota. En cualquier caso, ya era hora de llamar a Enrico. Rebecca se volvió, pensando que tendría mejor recepción si salía fuera del tren, y el movimiento que notó en el asiento de la ventana fue tan lento y sutil que por un momento creyó que lo que había visto era la lluvia. Pero entonces el origen del movimiento gimió, con un leve sonido de angustia, y Rebecca comprendió que no era la lluvia en absoluto.
El cadáver se había levantado del asiento y se acercaba a ella. La deformada cabeza estaba echada hacia atrás y hacia un lado, y dejaba a la vista la desgarrada piel del cuello. El gemido se hizo más profundo, más anhelante, mientras el hombre alargaba los brazos ante sí y del machacado rostro chorreaba sangre y algo viscoso.
Rebecca dejó caer la radio y dio un tambaleante paso hacia atrás, horrorizada. Se había equivocado; ese hombre no estaba muerto, pero resultaba evidente que estaba loco de dolor. Tenía que ayudarlo.
No hay mucha cosa en el botiquín, pero tengo morfina. Debería ayudarlo a tumbarse. Oh, Dios, ¿qué demonios ha pasado aquí?
El hombre se aproximó arrastrando los pies, intentando alcanzarla, con los ojos en blanco y babas negras cayéndole de la boca destrozada. Y a pesar de saber que su deber era ayudarlo, aliviar su sufrimiento, Rebecca, inconscientemente, dio otro paso atrás. Una cosa era el deber, pero su instinto le decía que echara a correr, que saliera de allí, que ese hombre pretendía hacerle daño.
Se volvió, sin estar segura de qué hacer, y vio a dos personas más de pie en el pasillo a su espalda, ambos con un rostro tan inexpresivo y destrozado como el hombre de los ojos en blanco y ambos avanzando hacia ella con los movimientos rígidos y tambaleantes de los monstruos de las películas de terror. El hombre que tenía delante llevaba uniforme, era algún tipo de empleado del tren, con el rostro demacrado, huesudo y gris. Tras él había un hombre con la cara medio arrancada; se le veían demasiados dientes en el lado derecho.
Rebecca sacudió la cabeza mientras alzaba el arma. Algún tipo de enfermedad, un vertido químico o algo así. Estaban enfermos, tenían que estar enfermos. Pero mientras los tres hombres se le acercaban, con los huesudos dedos en alto y gimiendo con avidez, supo que eso no era cierto. Además, quizá estuvieran enfermos, pero también estaban a punto de atacarla. Estaba tan segura de eso como de su propio nombre.
¡Dispara! ¡No dudes más!
—¡Deténganse! —gritó, mientras se volvía hacia el hombre de los ojos en blanco, que era el que estaba más cerca, demasiado cerca. Si éste era consciente de que lo estaba apuntando con una arma, no lo demostró—. ¡Voy a disparar!
—¡Aaaahh! —carraspeó gravemente el monstruo, e intentó agarrarla, descubriendo unos dientes negros. Rebecca disparó.
Tres disparos. Las balas penetraron en la carne descolorida. Dos en el pecho. La tercera le hizo un agujero encima del ojo derecho. La criatura lanzó un chillido hueco, un sonido de frustración más que de dolor, y cayó al suelo.
Rebecca se volvió y rogó que con los disparos los otros dos hombres se hubieran detenido, pero vio que los tenía casi encima, con los ojos vidriosos y gimiendo impacientes. El primer disparo dio en el cuello al hombre uniformado, y mientras éste se tambaleaba hacia atrás, Rebecca apuntó al segundo hombre a la pierna.
Quizá pueda simplemente herirlo, hacer que caiga…
El hombre del uniforme comenzó a avanzar de nuevo mientras del cuello le manaba la sangre a borbotones.
—¡Dios! —exclamó Rebecca, con una voz que casi no le salía del cuerpo. Pero los hombres seguían avanzando, no tenía tiempo de hacerse preguntas ni de pensar. Alzó el arma y disparó tres veces más, todos los tiros directos a la cabeza. Sangre y trozos de carne saltaron por los aires. Los dos hombres cayeron al suelo.
De repente, silencio, quietud. Rebecca recorrió el vagón con los ojos muy abiertos por la impresión y el cuerpo vibrante por la adrenalina. Había dos o tres «cadáveres» más, pero ninguno se movió.
¿Qué acaba de pasar? Creí que estaban muertos.
Y estaban muertos. Eran zombis.
No, los zombis no existían. Mientras intentaba entender algo, Rebecca comprobó su arma automáticamente para ver si tenía una bala en la recámara. No eran zombis, no como los de las películas. Si de verdad hubieran estado muertos los disparos no los habrían hecho sangrar de esa manera; si el corazón no late no puede bombear la sangre.
Pero sólo han caído después de que les disparara a la cabeza.
Cierto, pero eso podía significar que era algún tipo de enfermedad, quizá algo que bloqueara los receptores del dolor.
Los asesinatos del bosque. Rebecca sintió que los ojos se le abrían más aún mientras completaba el rompecabezas. Si hubiera habido algún vertido químico o enfermedad, podría haber afectado a un gran número de personas en el bosque, impulsándolos a atacar a otros. Recientemente se habían recibido informes sobre perros salvajes. ¿Era posible que afectara a especies diferentes? Algunas de las víctimas habían sido parcialmente devoradas, y al menos dos de los cuerpos presentaban mordiscos de fauces tanto humanas como animales.
Oyó un ligero movimiento y se quedó sin respiración. Junto a la puerta por la que había entrado, un cadáver sentado parecía haberse escurrido un poco del asiento. Lo observó durante lo que le pareció una eternidad, pero el cuerpo no volvió a moverse y lo único que se oía era el ruido de la lluvia en el exterior. ¿Un cadáver o una víctima de alguna circunstancia trágica? Rebecca no tenía ningunas ganas de descubrirlo.
Retrocedió, esquivando al hombre de los ojos en blanco, que finalmente estaba muerto del todo, y decidió ir hacia la puerta de la parte delantera del vagón. Tenía que salir del tren y explicarles a los otros lo que había encontrado. La cabeza le daba vueltas mientras intentaba decidir qué habría que hacer después: se tendría que alertar a la comunidad y declarar una cuarentena inmediatamente. El gobierno federal también tendría que meterse en el asunto, así como el Centro de Control de Enfermedades, o el Instituto Médico de Enfermedades Infecciosas del ejército, o quizá la Agencia de Protección Medioambiental, que tenía el suficiente poder para cerrarlo todo e investigar qué había sucedido. Sería una enorme labor, pero ella podría contribuir, marcar la…
El cadáver del fondo del vagón se movió de nuevo. Bajó la cabeza hasta apoyarla sobre el pecho, y cualquier idea de salvar Raccoon voló de la asustada mente de Rebecca. Se volvió y corrió hasta la puerta intermedia, enferma de terror. Lo único que quería era salir de allí.
No tardó mucho en encontrar una arma, y, por suerte, Billy conocía perfectamente la pistola de reglamento de la policía militar. La había hallado en un petate metido bajo un asiento. También había un cargador de recambio, media caja de balas de 9x19 mm parabellum y un mechero con tapa, otro aparato muy conveniente para tener a mano; nunca se sabía cuándo sería necesario encender un fuego.
Cargó el arma, se metió el otro cargador en el cinturón y las balas en los bolsillos delanteros, mientras pensaba que ojalá fuera vestido con su uniforme de campaña en vez de con ropas civiles. Los tejanos no eran lo mejor para cargar con toda esa mierda. Comenzó a buscar una chaqueta, pero cambió de idea; incluso con la lluvia, hacía una noche cálida, y arrastrarse por ahí con unos tejanos empapados ya iba a ser suficientemente malo. Tendría que conformarse con los bolsillos que tenía.
Se quedó ante la puerta que lo llevaría de vuelta a los bosques con el arma en la mano, mientras se repetía que tenía que marcharse pero sin decidirse a hacerlo. No había oído nada más del STARS desde los siete disparos. Sólo habían pasado unos minutos. Si el chico tenía algún problema todavía no era demasiado tarde para ir hacia allí y…
¿Estás loco? —le gritó su cerebro—. ¡Lárgate! ¡Corre, idiota!
Claro, naturalmente. Tenía que marcharse. Pero no podía sacarse de la cabeza el eco de esos disparos, y había pasado demasiado tiempo siendo uno de los buenos como para darle la espalda a otro si necesitaba ayuda. Además, si el chico estaba muerto, eso le aportaría una arma extra.
—Sí, eso es —murmuró, completamente consciente de que estaba buscando una razón de peso para justificar su decisión. No podía evitarlo, tenía que ir a echar un vistazo.
Gruñendo mentalmente, Billy se apartó de la puerta, de la libertad, y avanzó hacia la parte delantera del vagón. Atravesó la primera puerta y se detuvo un instante en la plataforma intermedia antes de agarrar el picaporte de la segunda para entrar en el siguiente vagón. El único sonido era el de la lluvia, que se estaba convirtiendo en una verdadera tormenta. Tan sigilosamente como pudo, abrió la segunda puerta y la atravesó.
El inconfundible olor fue lo primero que notó. Apretó los dientes mientras recorría el vagón con la mirada y contaba las cabezas. Tres en el pasillo. Dos más adelante a la derecha y uno a su izquierda, tirado sobre el asiento. Todos muertos.
El hombre de la carretera…
Billy frunció el entrecejo al darse cuenta de que cualquiera de los cadáveres que había a su alrededor podría haber pasado por el estúpido que había causado el accidente al cruzarse con el jeep. Sólo había podido echarle una mirada, pero recordaba haber pensado que le había parecido enfermo. Quizá fuera uno de ésos, pero no, éstos llevaban días muertos.
Entonces, ¿contra qué disparaba el chico?
Billy se acercó al cadáver más próximo, se agachó junto a él y contempló las heridas con ojo experto mientras respiraba agitadamente por la boca. El tipo llevaba muerto un buen rato; le faltaba parte de la mejilla izquierda, por lo que parecía como si le estuviera dedicando una amplia sonrisa, y los negros bordes del tejido muerto mostraban ya la descomposición. Pero tenía dos agujeros de bala en la frente, y un charco de sangre fresca le rodeaba la cabeza y la parte superior del cuerpo como una sombra roja. Billy tocó el charco, y su ceño se acentuó. Estaba caliente. El cuerpo más cercano a éste, el empleado del tren, mostraba un aspecto bastante similar, sólo que una de las heridas la tenía en el cuello.
Billy no era ningún Einstein, pero no carecía totalmente de lógica. La sangre fresca únicamente podía significar que esta gente sólo parecían muertos. Y que estuvieran llenos de agujeros recientes sugería que habían intentado atacar al solitario miembro de los STARS.
Lo que significa que más vale que lleve todo el cuidado del mundo, pensó mientras se ponía en pie. Volvió a mirar el cuerpo que se hallaba en el asiento, ahora a su espalda, y entornó los ojos. ¿Se había movido o era sólo un efecto de la luz? Fuera lo que fuera, más le valía marcharse a toda prisa.
Se apresuró por el pasillo, esquivando los cadáveres mientras intentaba vigilarlos a la vez y maldecía la necesidad que lo había impulsado a buscar al chico de los STARS. Si no tuviera una maldita conciencia, ya haría rato que se habría largado.
Atravesó las dos puertas y entró en el siguiente vagón con el arma preparada. No era un vagón de pasajeros y no estaba decorado. Desde la entrada sólo podía ver un corto pasillo que torcía más adelante, dos puertas cerradas a la derecha y unas cuantas ventanas en el lado opuesto. Pensó en comprobar las cabinas, seguro de que sería lo más inteligente, ya que darle la espalda a una zona que no era segura representaba un riesgo, pero estaba empezando a ocurrírsele que su conciencia se podía ir a la porra. No quería asegurar todo el tren, lo único que quería era ver que el chico estaba bien y luego salir de allí.
Y si el chico no aparece en un par de minutos, salto del tren de todas maneras. Esto es una mierda.
«Mierda» no era la palabra adecuada, ni siquiera empezaba a describir el terror que le retorcía el estómago, pero había visto incluso a los más fuertes paralizados por el miedo y no quería pensar demasiado en monstruos y oscuridad. Mejor tomárselo a la ligera, como si fuera una pesadilla de la que se reiría mañana, y seguir adelante.
Avanzó lentamente por el pasillo, en silencio, apoyando la espalda contra la pared. El corredor torcía a la derecha y continuaba, pasando ante otra puerta bloqueada por unas cajas caídas. Un almacén, probablemente. Al menos no había cuerpos, pero el olor a podrido flotaba en el aire. Las pocas ventanas ante las que pasó que no estaban rotas reflejaron una pálida sombra de sí mismo sobre un fondo exterior de oscuridad y lluvia. Se fijó inquieto en que gran parte de los vidrios de las ventanas rotas estaban en el interior del vagón, esparcidos sobre el suelo de madera oscura. Lo que significaba que alguien había intentado entrar, no salir. Espeluznante.
Parecía que más adelante el pasillo volvía a torcer, esta vez hacia la izquierda, justo después de otra puerta cerrada que tenía una placa en la que ponía DESPACHO DEL REVISOR. Tenía que estar cerca de la parte delantera.
De repente, vio otra pálida sombra reflejada en una ventana, justo después de la esquina. Se detuvo, permaneció inmóvil contemplando a la figura que se agachaba dando la espalda al pasillo sin pensar en las amenazas que podía haber detrás. Si era un STARS, ella o él necesitaba más entrenamiento.
Billy avanzó un par de pasos, alzó su arma y se colocó detrás de la figura agachada. Sabía que debía evitar un enfrentamiento —obviamente el chaval estaba en perfectas condiciones y él tenía otros lugares adonde ir—, pero también quería saber qué estaba pasando, y ésa podía ser su única oportunidad de conseguir información.
El miembro de los STARS se volvió, vio a Billy y se alzó muy lentamente, sin dejar de mirarle a la cara.
No se había equivocado mucho con lo de «chaval», pensó Billy, mientras contemplaba los grandes e inocentes ojos de una chica muy joven. ¿Estarían contratando a gente del instituto últimamente? Era baja, puede que quince centímetros menos que él, y bonita; cabello castaño rojizo, delgada, musculosa, con rasgos delicados y regulares. Si pesaba más de cuarenta kilos, sería una sorpresa.
La chica había estado inclinada sobre un hombre muerto, cuyo cadáver mutilado yacía medio tumbado contra la esquina, junto a la puerta de salida del vagón, y si se había sorprendido al ver a Billy, lo disimuló muy bien.
—Billy —dijo la chica con voz clara y melódica. Sus palabras le hicieron apretar los dientes—. Teniente Coen.
Mierda. Al parecer alguien había encontrado el jeep.
Billy mantuvo el arma en alto, apuntando directamente al ojo derecho de la chica, haciéndose el duro.
—Así que me conoces. Has estado teniendo fantasías conmigo, ¿es eso?
—Eres el prisionero que trasladaban para ejecutar —respondió ella, y su voz adquirió un tono duro—. Estabas con los soldados de ahí fuera.
Cree que lo he hecho yo, que yo los he matado, pensó Billy.
Estaba escrito en su cara de duendecillo. Billy se dio cuenta de que si no había relacionado los muertos andantes con lo que le había pasado al jeep, probablemente ella tampoco tenía ni la más remota idea de lo que estaba sucediendo. Y no veía ninguna razón para sacarla de su error. Estaba intentando hacerse la dura, pero Billy notó que la intimidaba. Podría usar eso para salir de allí.
—Uuh, ya veo —dijo—. Estás con los STARS. Bueno, sin ánimo de ofender, pero los tuyos no parecen quererme mucho. Así que nuestra pequeña charla se tiene que acabar.
Bajó el arma, se volvió y se alejó, andando tranquilamente y sin prisas, como si no estuviera interesado en absoluto por la presencia de la chica. Contaba con que su clara falta de experiencia y el temor que él le inspiraba le impidieran actuar. Era un riesgo calculado, pero pensó que valdría la pena.
Se metió el arma bajo el cinturón, y ya estaba a mitad del pasillo cuando oyó cómo corría para alcanzarlo.
Mierda, mierda.
—¡Espera! ¡Estás arrestado! —dijo ella con voz firme.
Billy se volvió y vio que la chica ni siquiera había desenfundado su arma. Se esforzaba por parecer feroz, pero no lo acababa de conseguir. Si la situación hubiera sido menos peligrosa, menos extraña, Billy habría sonreído.
—No, gracias, muñeca. Ya he llevado las esposas —repuso, alzando la mano izquierda y haciendo tintinear las esposas. Se volvió y siguió avanzando.
—¡Podría dispararte, lo sabes! —gritó ella a su espalda, pero ahora había desesperación en su voz. Billy continuó avanzando. Ella no le siguió, y al cabo de unos segundos Billy estaba atravesando la primera puerta de conexión.
Con una leve sonrisa, aliviado, abrió la puerta del vagón donde se hallaban los pasajeros muertos. Era mejor así, que cada uno se las arreglara por su cuenta y todo eso…
Y se encontró con que el hombre muerto que había estado medio tirado sobre el asiento del fondo se hallaba de pie, tambaleante, con el ojo que le quedaba clavado en Billy. Con un gemido hambriento, la criatura trastabilló hacia adelante y extendió sus destrozados dedos como si tuviera que tantear su camino hasta Billy.
Capítulo 3
Rebecca contempló a Billy salir del vagón y se sintió impotente y muy joven. Él ni siquiera miró hacia atrás, como si no valiera la pena preocuparse por ella.
Y al parecer, así es, pensó Rebecca, dejando caer los hombros. No se había esperado que fuera tan…, bueno, tan atemorizador. Grande, musculoso, con unos ojos de acero oscuro y un intrincado tatuaje tribal que le cubría todo el brazo derecho. Pudo verlo porque la fina camiseta de algodón que llevaba le dejaba ambos brazos al descubierto. Tenía un aspecto duro, y después de su terrible encuentro con los casi muertos andantes, Rebecca no se había sentido capaz de detenerlo.
Sin mencionar que te pilló desprevenida.
Había encontrado un cadáver solitario en la parte delantera del vagón, uno de los operarios del tren, y vio lo que parecía una llave en la fría mano del muerto. Como la única otra puerta por la que salir del tren estaba cerrada, había intentado conseguir la llave; era eso o regresar a través del vagón de pasajeros. Estaba tan concentrada intentando coger la llave sin romper los rígidos dedos que no había oído acercarse al convicto, no hasta que fue demasiado tarde. Después de su encuentro, mientras regresaba a la parte delantera del vagón, se fijó en que, de todas formas, la puerta cerrada se abría con tarjeta. Fantástico. Hasta el momento lo estaba haciendo de maravilla.
Se volvió y agarró la radio, dispuesta a admitir la derrota. Si pudiera conseguir que los del equipo vinieran rápidamente, ellos se encargarían de Billy. Y lo más importante, deseaba no ser la única en saber que alguna especie de plaga se había abatido sobre Raccoon. Resultaba curioso. De repente, atrapar a un asesino convicto había descendido bruscamente en su lista de prioridades.
¡Bam! ¡Bam!
Incluso antes de que pudiera tocar el botón del transmisor, oyó los dos disparos en el vagón contiguo, en la dirección en la que Billy se había marchado. Dudó un momento, sin saber qué hacer, y en ese instante, una ventana estalló a su espalda.
Se volvió, y en medio de los añicos de cristal vio una figura humana cayendo al suelo.
—¡Edward!
El mecánico no respondió. Rebecca corrió al lado de su compañero de equipo, evaluando rápidamente su estado. Aparte de una enorme herida abierta en el hombro derecho, tenía la cara grisácea por el espanto y la mirada empañada y desenfocada. Todas las partes expuestas de su cuerpo estaban cubierta de contusiones y abrasiones.
—¿Estás bien? —preguntó Rebecca, mientras abría su botiquín de campaña y sacaba un grueso parche de gasa. Rompió el envoltorio y se lo aplicó sobre el hombro a su compañero mientras pensaba con una sensación de abatimiento que no le serviría de mucho. A juzgar por la cantidad de sangre que le empapaba la camisa, seguramente tenía la vena subclavia seccionada. Se sorprendió de que siguiera con vida, y más aún de que hubiera tenido fuerzas para saltar por la ventana.
—¿Qué ha pasado?
Edward giro la cabeza hacia ella, parpadeando lentamente. Su voz estaba crispada por el dolor.
—Peor que… No podemos…
Rebecca aguantó la venda con firmeza, pero ya estaba casi empapada. Edward necesitaba un hospital inmediatamente, o no lo resistiría.
La voz de Edward sonó aún más débil.
—Ten cuidado, Rebecca… —dijo trabajosamente—, el bosque está lleno de zombis… y monstruos…
Rebecca comenzó a decirle que no hablara más, que no malgastara sus fuerzas, cuando otra ventana estalló a su izquierda, cubriéndolos a ambos de fragmentos de vidrio. Dos figuras gigantescas entraron saltando a través del marco vacío. Una desapareció por la esquina del pasillo y la otra se volvió hacia ellos.
Zombis y monstruos.
Un perro, era un perro enorme. Pero no era como ninguno de los perros que había visto en su vida. Podría haber sido un doberman en algún momento, pero al ver las fauces abiertas goteantes de saliva y los pedazos de carne y músculo que le colgaban de las ancas, Rebecca se dio cuenta de que también «eso» estaba infectado por la enfermedad que había acabado con los pasajeros del tren. No sólo tenía aspecto de muerto, sino que parecía destruido, con una película roja sobre los ojos y el cuerpo apedazado como un mosaico enloquecedor de piel mojada y tejidos sanguinolentos.
Edward no sería capaz de protegerse. Rebecca se alzó lentamente y dio un paso atrás, alejándose del agonizante mecánico. Tenía la pistola en la mano, aunque no recordaba haberla desenfundado. Oyó al segundo perro jadeando por el corredor, fuera de su vista.
Apuntó al ojo izquierdo del animal y por primera vez comprendió el verdadero horror de esa enfermedad, fuera ésta cual fuera. Su enfrentamiento con los pasajeros casi muertos había sido terrible, pero tan aturdidor que casi no había tenido tiempo de considerar lo que significaba. Pero al ver a la monstruosa bestia de patas tiesas que tenía delante, cuyo gruñido se iba alzando hasta convertirse en un penetrante aullido de hambre, se acordó del perro de su infancia, un peludo labrador de color negro llamado Donner, se acordó de cuánto lo había querido, y se dio cuenta de que eso probablemente había sido alguna vez la mascota de alguien. Igual que esa gente a la que había disparado, que alguna vez habían sido humanos y se habían reído o llorado, y tenían familias que los echarían de menos, familias que quedarían destrozadas por su pérdida. Ya fuera una enfermedad, un escape químico o un ataque, lo que había causado todo eso era una abominación.
La idea cruzó su mente por un instante y desapareció. El perro tensó sus descarnados costados, preparándose para atacar, y Rebecca apretó el gatillo. La nueve milímetros le dio una fuerte sacudida en la mano y el estruendo resultó ensordecedor en un espacio tan pequeño. El perro se desplomó.
Rebecca se volvió y apuntó hacia el pasillo, esperando a que apareciera el segundo perro. No tuvo que esperar mucho.
Rugiendo, el animal saltó desde la esquina con las fauces abiertas. Rebecca disparó. El tiro entró por el pecho del perro y lo lanzó hacia atrás con un agudo gemido de dolor, pero siguió en pie. Se sacudió como si acabara de salir del agua y gruñó, dispuesto a ir a por ella, aunque una sangre oscura y pustulenta le manaba de la herida.
¡Debería haberlo matado, esa bala debería haberlo dejado seco!
Igual que la gente en el vagón de pasajeros, parecía que sólo una herida en la cabeza acabaría con él. Rebecca alzó la pistola y disparó de nuevo. Esta vez le dio en el centro de la estrecha cabeza. El perro cayó, se sacudió en un espasmo y quedó inmóvil.
Podía haber más. Rebecca bajó ligeramente el arma, se volvió hacia las ventanas rotas e intentó ver a través de la oscuridad y la lluvia a la vez que se esforzaba por oír algo que no fuera la tormenta. Al cabo de unos segundos desistió. Se volvió hacia Edward mientras buscaba una nueva venda en la mochila, y se detuvo con la mirada clavada en su compañero de equipo. De la herida del hombro ya no salía sangre.
Rápidamente le buscó el pulso bajo la oreja izquierda, pero no encontró nada. Edward miraba hacia el suelo con los ojos medio abiertos, muerto.
—Lo siento —murmuró Rebecca, quedándose en cuclillas. Resultaba inconcebible que Edward hubiera muerto en el corto espacio de tiempo en que ella había estado disparando contra aquellas cosas perrunas, y sintió que la culpabilidad la invadía. Si hubiera sido más rápida, si le hubiera vendado mejor la herida…
Pero no lo hiciste, y cuanto más rato estés aquí sentada sintiéndote culpable, más probabilidades tienes de acabar como él. ¡Muévete!
Rebecca se sintió aún más culpable ante ese frío pensamiento, pero una mirada hacia las ventanas abiertas la hizo ponerse en pie. Tendría que evaluar su culpa más tarde, cuando no fuera peligroso hacerlo.
El radiotransmisor emitió un pitido. La agarró mientras se alejaba de las ventanas y del pobre Edward.
La recepción era mala, pero supo que era Enrico. Se llevó el altavoz a la oreja y sintió un gran alivio al oír la voz del capitán entre la estática.
—¿… me recibes? … más información sobre… Coen…
De mala gana, Rebecca se acercó a las ventanas confiando en que mejoraría la recepción, pero la estática siguió casi igual.
—… internado … mató al menos a veintitrés personas… cuidado…
¿Qué?
Rebecca apretó el botón de transmisión.
—¡Enrico, aquí Rebecca! ¿Me recibes? Cambio.
Estática.
—¡Capitán! STARS Bravo, ¿me recibes?
Largos segundos de estática. Había perdido la señal. Volvió a colgarse el radiotransmisor del cinturón. Tenía que regresar al helicóptero, explicar a los otros lo de Edward, lo de Billy y lo del tren, y el terrible peligro al que se enfrentaban. Cambió el cargador de la nueve milímetros y se tomó unos momentos para recargar el que tenía medio lleno. Lanzó una triste mirada final a su compañero caído, saltó sobre el cuerpo del perro, intentando no resbalar en el charco de sangre que lo rodeaba, y se dirigió al vagón de pasajeros.
Aunque sabía que debería estar impaciente por correr detrás del preso escapado para arrestarlo, esperaba no volver a ver a Billy. La muerte de Edward, los perros… Se sentía aturdida e incapaz de imponer su autoridad. ¿Veintitrés personas? La recorrió un escalofrío, y se sorprendió de que no la hubiera matado cuando tuvo la oportunidad.
En el vagón de pasajeros vio el resultado de los dos tiros que había oído antes. La víctima enfermiza que antes creyó ver moverse, aunque no estaba segura, al parecer seguía viva, a fin de cuentas. Debía de haber intentado atacar a Billy igual que los otros fueran a por ella. Se detuvo en la puerta del fondo del vagón por la que había entrado inicialmente y contempló los cuerpos descompuestos de la gente a la que había matado. Si Edward estaba en lo cierto, tendría que moverse con rapidez.
Y quizá no fuese Billy quien había matado a los marines.
Rebecca parpadeó. No se le había ocurrido antes, pero puede que hubieran atacado el jeep y eso había permitido a Billy escapar, lo había obligado a salir corriendo. Parecía probable. Los dos cadáveres tenían señales de haber sido atacados violentamente, no les habían disparado; los perros podrían haberlo hecho.
Negó con la cabeza. No importaba. De todas maneras era un asesino, y si no se sentía capaz de apresarlo, más le valdría buscar a alguien que pudiera hacerlo. Por muy seria que fuera la desconocida enfermedad, no podían dejar que Coen escapara.
Dejó a su espalda el vagón de pasajeros y se apresuró a cruzar el vagón vacío hasta la puerta, esperando que los demás estuvieran de regreso en el helicóptero. No sabía muy bien cómo dar la noticia de la muerte de Edward; eso iba a ser duro.
Rebecca frunció el entrecejo y empujó con fuerza la puerta corredera, que se negaba a abrirse. Presionó el picaporte una y otra vez, luego le pegó una patada a la puerta, maldiciendo en silencio. Estaba atascada, o Billy la había cerrado para evitar que lo siguiera.
—¡Maldita sea! —Se mordisqueó el labio inferior y recordó la llave en la mano del operario muerto. No había conseguido sacársela y se había olvidado de ella después de su encuentro con Billy, por no hablar de Edward y los perros. Pero ¿quién necesitaba una llave? Le sería más fácil salir por una de las ventanas rotas; no representaría ningún problema.
Oyó el sonido de una puerta que se cerraba y miró a la izquierda, hacia el final del tren. Alguien se movía en el siguiente vagón. Otro pasajero enfermo, probablemente. O quizá Billy seguía allí. De cualquier manera, ella estaba lista para salir y tenía ventanas donde elegir.
A no ser… que sea otra persona la que esté allí, alguien que necesita ayuda.
Incluso podía ser otro de los STARS. Una vez se le ocurrió esa idea, se sintió en el deber de echar un vistazo, aunque eso no fuera muy inteligente. Caminó rápidamente hasta el fondo del vagón mientras se preparaba para cualquier cosa. No parecía posible que esa noche pudiera ocurrir algo más extraño aún, pero también era cierto que la mayoría de lo que había pasado no parecía posible. Quería estar preparada para todo.
Abrió la puerta del siguiente vagón y echó una ojeada mientras barría el espacio con la nueve milímetros. Se sintió muy aliviada al encontrarlo vacío y sin sangre. A la izquierda había una escalera que subía, y al frente, una puerta. Ésa debía de ser la puerta que había oído cerrarse…
Y entonces se abrió y por ella entró Billy Coen.
Billy se detuvo, miró a la chica y a la pistola que llevaba en la mano y se alegró de que estuviera viva, de que tuviera una arma y de que, al parecer, supiera utilizarla. Después de lo que había descubierto, tener un compañero podía ser su única oportunidad de sobrevivir.
—La cosa está mal —dijo, y pudo ver que ella sabía que no se refería al arma que lo apuntaba. Rebecca no respondió, sólo lo miró fijamente y siguió apuntándolo con la nueve milímetros. Billy supo que se habían acabado los juegos y alzó las manos. La esposa que le colgaba le golpeó la muñeca.
—Esa gente, los que has matado, estaban enfermos —prosiguió Billy—. Uno intentó morderme. Le pegué un tiro y encontré una libreta en su bolsillo. ¿Puedo…?
Comenzó a bajar la mano para llevársela al bolsillo trasero.
—¡No! ¡Mantén las manos en alto! —ordenó la chica, moviendo el arma. Aún parecía asustada, pero aparentemente estaba dispuesta a arrestarlo.
—De acuerdo —contestó—. Cógela tú. Está en mi bolsillo trasero.
—Estás de broma, ¿no? No voy a acercarme a ti.
Billy suspiró.
—Es importante, es una especie de diario. No lo entiendo demasiado, pero es algo sobre una investigación en un laboratorio que ha sido abandonado o destruido, y también habla sobre un puñado de asesinatos que han estado ocurriendo por aquí y de la posibilidad de que se haya escapado un virus. Algo llamado el virus-T.
Billy captó una chispa de interés en los ojos de Rebecca, pero ésta quería jugar sobre seguro.
—Lo leeré cuando te vuelvas a poner las esposas —dijo.
Billy negó con la cabeza.
—No sé lo que está pasando, pero es peligroso. Alguien ha cerrado todas las salidas, ¿te has dado cuenta? ¿Por qué no cooperamos hasta que podamos salir de aquí?
—¿Cooperar? —Alzó las cejas—. ¿Contigo?
Billy se acercó y bajó las manos sin hacer caso del arma que le apuntaba a la cara.
—Escucha, pequeña, por si no lo has notado, hay una mierda bien extraña en este tren. Yo, por mi parte, quiero salir de aquí, y solos no tendremos ninguna oportunidad de lograrlo.
Rebecca no bajó el arma.
—¿Esperas que confíe en ti? No necesito tu ayuda, puedo arreglármelas sola. Y no me llames pequeña.
Billy estaba empezando a hartarse de ella, pero se contuvo.
—Muy bien, señorita Hazlotumisma —dijo—. ¿Cómo debo llamarte?
—Me llamo Rebecca Chambers —respondió—. Y para ti, agente Chambers.
—Bueno, Rebecca, ¿por qué no me explicas tu plan de acción? —preguntó Billy—. ¿Vas a arrestarme? Perfecto, hazlo. Llama a todo el ejército y diles que traigan la artillería pesada. Podemos esperarlos aquí.
Por primera vez, ella pareció dudar.
—La radio no funciona —repuso.
Mierda.
—¿Cómo vas a salir de aquí? —preguntó él—. ¿Por tierra o por aire? ¿Está muy lejos tu transporte?
—Hemos venido en helicóptero, pero… se ha averiado —respondió Rebecca—. Aunque eso no es asunto tuyo. Ponte las esposas. Mi equipo está esperando fuera.
Billy bajó las manos.
—¿Están lejos? ¿Estás segura de que siguen por aquí?
La chica frunció el entrecejo.
—Esto no es un concurso de preguntas, teniente. Te voy a sacar de aquí. Date la vuelta y ponte de cara a la pared.
—No. —Billy cruzó los brazos—. Dispara si tienes que hacerlo, pero de ninguna manera voy a entregar mi arma o a dejar que me pongas las esposas.
Las mejillas de Rebecca enrojecieron.
—Tú harás lo que lo te diga o si no…
¡Craaak!
Ventanas rotas en el compartimento superior. Billy y Rebecca miraron hacia arriba y luego el uno al otro. Unos segundos después oyeron encima de sus cabezas lo que sonaba como pesadas pisadas, lentas y regulares… Luego nada.
—El comedor —dijo Billy—. Y estaba vacío hace unos minutos.
Rebecca lo observó durante un instante y luego bajó ligeramente el arma. Fue hasta el pie de las escaleras y miró hacia arriba con una expresión decidida en su joven rostro.
—Espera aquí —le ordenó—. Iré a ver qué es.
Billy casi sonrió. Él había estado en las Fuerzas Especiales durante siete años y había aprendido a disparar seguramente antes de acabar la escuela secundaria, ¿iba ella a protegerle a él?
—Creía que no confiabas en mí. ¿Qué impedirá que salte por una de las ventanas y me escape?
La chica sonrió, aunque con una sonrisa fría y leve.
—Es peligroso, ¿recuerdas? Solo no tienes ninguna oportunidad.
Antes de que se le ocurriera algo adecuadamente cortante, ella había comenzado a subir las escaleras, dispuesta al parecer a probarle que tenía la suficiente autoridad. Chica tonta, con todo lo que estaba pasando, intentar probar algo no tendría que ser su prioridad. Billy sabía que debía seguirla, impedir que se dejara matar, pero necesitaba un minuto para pensar. La contempló llegar a lo alto de la escalera y desaparecer al doblar la esquina sin mirar atrás.
Como dice la canción, ¿debo quedarme o debo irme?
Rebecca quería arrestarlo, pero eso también significaba que tendría que mantenerlo vivo. Y ella necesitaba su ayuda, sin duda; era demasiado inexperta para estar allí sola.
¿Y quién ha muerto y te ha nombrado su salvador personal? ¿Cuándo te vas a enterar? Ya no eres uno de los buenos, ¿te acuerdas?
Salir corriendo seguía siendo una opción, pero ya no se sentía tan seguro de sus opciones. Por si necesitara más pruebas de que los bosques eran peligrosos, la libreta que había encontrado, el diario del hombre que lo había atacado, era más que suficiente para convencerlo. Lo sacó y pasó las páginas hasta llegar a las últimas anotaciones, las que le habían llamado la atención.
14 de julio
Hoy hemos tenido noticias del laboratorio de Arklay… y nos enviarán la semana que viene para comprobar su estado. Algunos de los otros están preocupados por las condiciones, por lo que puede quedar, pero como dice el jefe, alguien tiene que echar el primer vistazo. Bien podemos ser nosotros…
El que escribía continuaba hablando de su novia, que se enfadaría al saber que debía salir de la ciudad. Billy siguió adelante, buscando en las notas lo que había leído antes.
16 de julio
… Hay tanto que aún no sabemos sobre las respuestas al virus-T… Dependiendo de la especie y del entorno, sólo una dosis mínima del T causa sorprendentes cambios de tamaño, un comportamiento agresivo y el desarrollo del cerebro… al menos en animales. Nada es inmune. Pero hasta que se puedan controlar mejor los efectos, la compañía está jugando con fuego.
Billy pasó la página.
19 de julio
Finalmente se acerca el día… Estoy más ansioso de lo que esperaba. Los periódicos y las emisoras de televisión de Raccoon City han estado informando sobre extraños asesinatos en las afuera de la ciudad. No puede ser el virus. ¿O sí? Si lo es… No. No puedo pensar en eso ahora. Tengo que concentrarme en la investigación, asegurarme de que avance sin trabas.
Cambios de tamaño, comportamiento agresivo, desarrollo del cerebro. ¿En un perro, por ejemplo? Y esa frase sobre «al menos en animales». ¿Qué haría ese virus-T a los humanos? Billy estaba seguro de que ya había visto los resultados.
—Los convierte en zombis —murmuró. O en algo que era como los zombis. El que había matado de un tiro estaba sin duda buscando alguna cosa para almorzar. ¿Cómo llaman los caníbales a los humanos? Cerdos largos, eso era. Ese destrozo andante buscaba algún cerdo largo, sin duda.
Bosques llenos de caníbales y monstruos. Probaría suerte con la chica. Hasta ese momento ella se las había arreglado bien, había matado por lo menos a tres pasajeros y conseguido no volverse loca. Si se quedaba con ella hasta que pudieran salir de allí, luego ya inventaría un modo de escapar antes de que el resto del equipo llegara, suponiendo que quedara algo de ese equipo.
Una chica, la chica, gritó desde lo alto; un sonido de puro terror. Billy agarró el arma y se lanzó escaleras arriba; subió de dos en dos los escalones y esperó no haber tardado demasiado en tomar una decisión.
En lo alto de la escalera había una pequeña curva y luego una puerta. Rebecca la abrió, lenta y cuidadosamente, empujando con el cañón de la pistola, y entró.
Fue recibida por un humo fino y acre y por el tenue parpadeo de un fuego que hacía bailar las sombras en las paredes. Era el vagón comedor, como había dicho Billy, y había sido bonito, con las mesas cubiertas de manteles de lino y las ventanas con cortinas de color crema. Pero estaba destrozado. Por todas partes había platos y vasos rotos, mesas volcadas, manteles empapados de sangre y vino derramado. Y cerca del fondo, una figura solitaria se hallaba encorvada sobre una mesa. El extremo del mantel estaba ardiendo y las llamas ascendían lentamente. Rebecca vio una lámpara de aceite hecha pedazos junto a la mesa; ése debía de ser el origen del fuego, y aunque éste aún era pequeño, no lo sería por mucho rato.
El hombre apoyado sobre la mesa estaba absolutamente inmóvil, y cuando Rebecca se acercó, vio que no era como los pasajeros de abajo. No parecía estar infectado por lo que, según Billy, era el virus-T. Se trataba de un hombre mayor, de aspecto distinguido, vestido con un traje marrón y con el cabello blanco engominado peinado hacia atrás. Tenía la cabeza apoyada sobre el pecho, como si se hubiese quedado dormido durante la cena.
¿Un ataque al corazón? ¿O se habría desmayado? No parecía probable que hubiera roto la ventana del piso superior y hubiera entrado por ahí, pero por lo que Rebecca veía, no había nadie más en el salón. Nadie más podía haber dado los pesados pasos que habían oído.
Rebecca se aclaró la garganta mientras se acercaba a él.
—Perdone —dijo, deteniéndose junto a la mesa. Notó que el hombre tenía el rostro y las manos mojadas y que brillaban ligeramente bajo la luz del fuego—. ¿Señor?
No obtuvo respuesta. Pero el hombre respiraba. Rebecca podía ver cómo se le movía el pecho. Se inclinó sobre él y le puso la mano en el hombro.
—¿Señor?
El hombre comenzó a alzar la cabeza y a volver el rostro hacia ella. Se oyó un sonido enfermizo y húmedo, como de labios chupando algo viscoso, y la cabeza del hombre resbaló por el torso y cayó al suelo.
El sonido húmedo se hizo más fuerte. El cuerpo decapitado comenzó a temblar, a bullir, como si estuviera lleno de algo vivo. Rebecca retrocedió tambaleante, y gritó con todas sus fuerzas cuando el cuerpo del hombre se desmoronó como bloques mal apilados y cayó al suelo en grandes pedazos. Cuando los trozos golpearon el suelo se desintegraron y la tela del traje cambió de color: se volvió negra y se convirtió en muchas cosas, cada una del tamaño de un puño.
Babosas, son como babosas…
Babosas con filas de minúsculos dientes. No babosas sino sanguijuelas, gordas, redondas y de algún modo capaces de imitar la figura de un hombre, incluso la ropa de un hombre.
¡No es posible, esto no puede estar pasando!
Rebecca retrocedió más, enferma de terror, mientras las criaturas se juntaban de nuevo y se mezclaban unas con otras en una masa anormal e hinchada hasta formar una brillante torre de oscuridad. Se remodelaron, adquirieron forma y color, y de nuevo fueron el hombre mayor que Rebecca había visto sentado ante la mesa. Las miró horrorizada, sin poder creer lo que veía. Incluso sabiendo que estaba formado de cientos, tal vez miles, de desagradables criaturas, no podía ver los espacios entre ellas, no hubiera podido saber que no era un hombre excepto por lo que ya había visto con sus propios ojos. El tono del traje, la forma y el color del cuerpo… La única pista de que no era un hombre era el extraño brillo de su piel y de su traje.
El falso hombre extendió el brazo hacia atrás, como si estuviera a punto de lanzar una pelota, y luego lo llevó de golpe hacia adelante. El brazo se alargó de forma imposible. Rebecca se hallaba al menos a cinco metros, pero la brillante mano húmeda dio un manotazo al aire a sólo unos centímetros de su rostro. Rebecca tropezó con sus propios pies en su prisa por salir de allí y cayó al suelo, mientras el brazo se recomponía de nuevo, volvía a ir hacia atrás y se preparaba para un nuevo ataque.
¡La pistola, estúpida! ¡Dispara!
Alzó el arma y disparó. Los dos primeros tiros fallaron el blanco, pero el tercero y el cuarto desaparecieron entre el tambaleante cuerpo de la cosa. Pudo ver la falsa piel formar ondas cuando las balas la alcanzaron. El traje y el cuerpo que había debajo se movieron ligeramente, como si ella los viera a través de las ondas que produce el calor sobre el asfalto en un día de verano. La criatura ni se detuvo antes de lanzar de nuevo el brazo contra ella. Rebecca lo esquivó, pero la mano la alcanzó y le golpeó ligeramente la mejilla izquierda. La joven gritó de nuevo, más por la sensación de la mano que por la fuerza del golpe. Era una sensación fría, áspera y viscosa, como piel de tiburón mojada en una ciénaga fangosa. Y, antes de retirarse, esa mano la golpeó de nuevo y le hizo soltar la pistola. El arma resbaló por el suelo y se detuvo bajo una de las mesas. El hombre dio otro paso tambaleante. Ya estaba lo suficientemente cerca como para que su siguiente golpe no fuera fácil de esquivar, y Rebecca sólo tuvo tiempo de pensar que era mujer muerta.
¡Bam! ¡Bam! ¡bam!
La criatura retrocedía torpemente. Alguien disparaba una y otra vez. El inesperado sonido la hizo encogerse mientras se ponía en pie con dificultad. Los primeros disparos desaparecieron dentro de la forma, como antes, pero los tiros siguieron. Encontraron el rostro maduro y brillante del monstruo y sus relucientes ojos. Un líquido oscuro brotó de repentinas aberturas en el grupo mientras las sanguijuelas saltaban en pedazos. En el sexto o séptimo tiro, el hombre cosa comenzó a deshacerse en sus componentes, y los pequeños animales negros se arrastraron hacia las ventanas rotas en cuanto tocaron el suelo.
Rebecca miró hacia la puerta y vio a Billy Coen de pie, en la clásica posición de tirador, el arma agarrada con ambas manos y la mirada fija en la monstruosidad que tenía ante sí mientras ésta completaba su silencioso desmoronamiento y volvía a ser muchas criaturas. Las sanguijuelas seguían dirigiéndose hacia las ventanas, dejando marcas de mucosidad sobre el suelo cubierto de restos y sobre las paredes manchadas. Se deslizaron sin esfuerzo sobre los bordes puntiagudos de los vidrios y desaparecieron en la tormenta nocturna. Al parecer, habían finalizado su ataque.
Un canto agudo y extraño atravesó el sonido de la lluvia. Aún bajo los efectos de la impresión, Rebecca se acercó a la ventana, evitando con cuidado las sanguijuelas que aún salían del vagón, y recuperó su arma antes de mirar hacia fuera en busca del origen del canto. Billy se unió a ella sin intentar esquivar las extrañas criaturas, y varias reventaron bajo el tacón de sus botas.
Lo vieron gracias a la luz de un relámpago. De pie en una colina de poca altura hacia el oeste del tren. Una figura solitaria —un hombre a juzgar por su altura y por la anchura de los hombros— alzó los brazos en un gesto de bienvenida mientras cantaba con una voz de soprano sorprendentemente dulce, una voz joven, sonora y potente. Cantaba en latín, como si fuera algo de iglesia. Y por si no fuera suficientemente estrambótico, parecía estar en medio de un lago poco profundo, porque el suelo parecía formar ondas a su alrededor. Estaba demasiado oscuro para verlo bien. Sólo una negra sombra y una silueta marcaban la presencia del solitario cantante.
—Oh, Dios —exclamó Billy—. Mira eso.
Rebecca sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y su boca se curvaba en una mueca de asco. No había ningún lago. El suelo estaba cubierto de sanguijuelas, miles de sanguijuelas que avanzaban hacia el joven cantante. La chica pudo ver como el borde de su abrigo largo o de su túnica ondeaba cuando las criaturas se metían y desaparecían bajo él.
—¿Quién es ese tipo? —pregunto Billy, y Rebecca movió la cabeza, negando. Quizá fuera como el hombre de antes, hecho de pequeñas criaturas.
El tren se sacudió inesperadamente. Un sonido ascendente y mecánico invadió el vagón, y el suelo vibró bajo sus pies. De repente, el tren comenzó a moverse, primero lentamente, pero ganando velocidad rápidamente.
Rebecca miró a Billy y vio en su rostro la misma confusión que en el de ella. Por primera vez sintió algo aparte de un furioso desprecio por el criminal. Estaba atrapado en esa… pesadilla igual que lo estaba ella.
Y acaba de salvarme la vida…
—¿Aún te las arreglas sola? —preguntó él con una sonrisa irónica, y Rebecca sintió que se deshacía el ligero vínculo que los unía. Pero antes de que pudiera contestar, Billy pareció darse cuenta de que su intento de sarcasmo no era lo que la situación requería—. Creo que a ambos nos iría bien un poco de ayuda —prosiguió—. ¿Qué te parece? Sólo hasta que salgamos de ésta, ¿de acuerdo?
Rebecca pensó en las víctimas del virus que había visto y en las que había matado, y sobre lo que Edward le había dicho: que el bosque estaba lleno de zombis y monstruos. Pensó en el hombre hecho de sanguijuelas y en su extraño amo cantante que habían visto bajo la lluvia. Y finalmente pensó en que alguien, o algo, había puesto en marcha el tren. Incluso si Enrico y el resto del equipo seguían aún vivos, se estaba alejando de ellos por minutos.
—Vale, de acuerdo —respondió, y aunque la pose arrogante y huraña de Billy no cambió, Rebecca se dio cuenta de que el hombre se sentía aliviado. Y supo que ella también.
Capítulo 4
La solitaria figura sobre la colina contemplaba el tren mientras éste ganaba velocidad y desaparecía entre la tormenta. Tenía el corazón rebosante de la canción que se había derramado de sus labios y vibraba con tanta dulzura en el salvaje aire de la noche llamando de vuelta a sus ayudantes. Habían cumplido su cometido. El tren estaba preparado para la inevitable cuadrilla de limpieza, que llegaría en cuanto el sol se pusiera. También habían hecho que la mayoría de infectados se perdieran por los bosques, habían cerrado las puertas y puesto en marcha el motor. Quería que fueran las sanguijuelas las que se alimentaran, no los portadores del virus, y una vez que el equipo de Umbrella subiera al tren, no habría forma de escapar. La lluvia caía sobre las sanguijuelas mientras éstas reptaban colina arriba contestando a su llamada, a sus deseos. Las recibió con una sonrisa al acabar su canción. Las cosas iban tan bien como pudiera desear. Después de una espera tan larga, ya no quedaba mucho. Su sueño se cumpliría. Se convertiría en la pesadilla de Umbrella y luego en la del mundo entero.
—Lo primero que tenemos que hacer es detener el tren —propuso Rebecca.
Billy asintió con un gesto.
—¿Alguna idea?
—Separémonos —contestó ella, tranquila, sorprendentemente tranquila considerando por lo que acababa de pasar—. El vagón de cabeza está cerrado. Tenemos que conseguir abrir esa puerta para llegar hasta la máquina.
—Disparemos a la cerradura —dijo Billy.
—Es un lector magnético —repuso Rebecca, negando con la cabeza—. Tenemos que encontrar la tarjeta que hace de llave.
—He visto la oficina de un revisor…
—Cerrada —informó Rebecca—. Tendremos que encontrar una por nuestra cuenta.
—Eso nos puede llevar un buen rato —indicó Billy—. Deberíamos permanecer juntos.
—Entonces tardaríamos el doble. Preferiría salir de este trasto antes de que llegue a donde sea que vaya.
Aunque no le gustaba nada andar solo por el tren y quería aún menos que ella fuera sola, Billy no podía discutir la lógica de Rebecca.
—Comenzaré desde atrás e iré hacia adelante —dijo ésta—. Tú encárgate del segundo piso. Nos encontraremos en el vagón de cabeza.
Estás hecha toda una mandona, ¿no crees, pequeña?, pensó Billy, pero prefirió no decirlo. En algún momento de un futuro no muy distante, ella podría ser lo único que le impidiera convertirse en el almuerzo de alguien.
—Y te pegaré un tiro si intentas cualquier cosa rara —añadió Rebecca. Billy estaba a punto de replicarle, pero entonces vio el brillo en los ojos de la chica. No estaba hablando en serio. No del todo.
La joven hizo un gesto con la cabeza indicando el arma de Billy.
—¿Necesitas munición para ese trasto?
—Estoy servido. ¿Y tú?
Con otro gesto de cabeza, Rebecca fue hacia la puerta. Al llegar allí, se volvió.
—Gracias —dijo mientras gesticulaba vagamente hacia el fondo del vagón—. Te debo una.
Antes de que él pudiera contestar, ella se había ido. Billy se quedó mirándola un momento, bastante sorprendido de la disposición de la joven a enfrentarse a los peligros del tren en solitario. ¿Había sido él tan valiente a su edad?
Se le llama «negación de la mortalidad». Pasa cuando eres tan joven, pensó. Sí, también él había pensado que viviría para siempre. Pero que te condenaran a muerte te hacía ver las cosas de una manera ligeramente diferente.
Se detuvo un instante para comprobar el vagón restaurante. Miró con asco los restos aplastados y líquidos de unas cuantas docenas de sanguijuelas mientras inspeccionaba apresuradamente detrás de la pequeña barra del bar y bajo las mesas. Había una puerta cerrada al fondo de la sala, pero una patada rápida y una ojeada le mostraron que sólo era una cabina de servicio vacía con un agujero en el techo. No se entretuvo más de lo necesario. Suponía que lo mejor que podía hacer era registrar los cuerpos de los empleados del tren.
Bajó las escaleras, se detuvo un momento al final y miró hacia el extremo del tren antes de seguir. Rebecca Chambers parecía capaz de cuidar de sí misma, por lo tanto, más valía que se ocupara de vigilar su propia espalda.
Volvió a cruzar la doble puerta; atravesó el primer vagón de pasajeros, que seguía completamente vacío, y respiró profundamente antes de dirigirse hacia el segundo. Lanzó una rápida mirada para asegurarse de que no había nadie por ahí, y fue hacia las escaleras, sin querer mirar el cuerpo del hombre al que había matado. Ya había matado antes, pero no era algo a lo que llegaras a acostumbrarte si tenías conciencia.
El olor lo alcanzó antes de llegar al segundo piso, y avanzó más despacio, respirando superficialmente. Era como agua de mar y podredumbre. Cuando llegó arriba, vio el origen del olor y tragó bilis.
Ahora sabemos de dónde vienen.
Había llegado a un rellano al final de las escaleras. De allí partía un corredor que giraba a la derecha unos cuantos metros más allá, y, desde el suelo hasta el techo, la esquina izquierda del rellano estaba cubierta por algo parecido a una inmensa tela de la que colgaban cientos de saquitos de huevos, como si fuera el nido de una araña. Pero esos sacos eran negros y húmedos y brillaban bajo la tenue luz de un aplique medio enterrado. Se balanceaban suavemente con el traqueteo del tren, lo que los hacía parecer casi vivos. Por suerte, estaban vacíos. Deseaba con todas sus fuerzas no encontrarse con la criatura que los había puesto.
Se alejó lentamente de la esquina entelada pisando los hilos de materia brillante, que se esparcían sobre el rellano como una alfombra, mientras consideraba vagamente si, después de todo, el accidente del jeep había sido realmente una suerte. No quería morir de ninguna manera, pero un pelotón de fusilamiento, organizado y limpio, resultaba mucho más atractivo que ser devorado por un montón de sanguijuelas de formas cambiantes.
No te líes, soldado. Estás donde estás.
Cierto. Recorrió el corredor y se relajó un poco al ver que estaba vacío. Había dos puertas cerradas, una a cada lado del estrecho pasillo y ambas marcadas con un número. Por eso y por la lujosa decoración supuso que se trataba de cabinas privadas. Era una buena suposición. Abrió la primera puerta, la 102, y se encontró en un pequeño dormitorio bien equipado y, por suerte, sin cuerpos ni sangre. Desgraciadamente, tampoco había mucho más, aunque sí encontró un montón de artículos personales en un pequeño armario. Había papeles, un paquete de fotos y un joyero. Abrió el joyero y encontró dentro un anillo de plata de un diseño poco corriente. Parecía parte de unos de esos grupos de anillos entrelazados, con un claro dibujo hecho con muescas y giros. Como no estaba comprando joyas, lo volvió a dejar en el joyero y se dirigió hacia el otro compartimento.
Cuando abrió la puerta de la 101 sintió una nueva esperanza. Allí, colocada en el suelo como un regalo, había una escopeta. Billy la recogió y la abrió. Era una Western de cañones superpuestos y cargada con dos cartuchos del calibre doce. Rebuscando, encontró un puñado más de cartuchos, pero ninguna llave de tarjeta.
Cierre magnético o no, seguramente esto abrirá esa puerta, pensó, mientras se guardaba los cartuchos en el bolsillo delantero. El peso del arma le resultaba reconfortante. Estuvo tentado de ir a buscar a Rebecca inmediatamente, pero decidió que más valía acabar lo que había empezado. Había una puerta al final del corredor que seguramente llevaría al segundo piso del vagón contiguo y que además lo acercaría a la cabeza del tren. Cuanto antes se reuniera con la chiquilla, mejor. No tenía miedo de estar solo, no era eso, y ni siquiera estaba preocupado por Rebecca, aunque algo había. Eran tantos años en el servicio que, si algo había aprendido, era que estar solo en medio de un combate era la peor manera de estar. La puerta no estaba cerrada con llave y se abría a un vagón salón, vacío y muy elegante. A su derecha vio una barra de bar muy pulimentada y bien provista. Junto a las paredes se alineaban elegantes mesitas que dejaban libre una amplia extensión de suelo enmoquetado bajo unas recargadas lámparas que colgaban del techo. Al igual que en el vagón anterior, no había sangre ni cuerpos. Billy echó un vistazo detrás de la barra y luego se dirigió hacia la puerta que había en el otro extremo del salón. Sintió una extraña inquietud al cruzar el espacio abierto y apretó con más fuerza la escopeta.
Cuando ya casi había llegado al otro extremo de la sala, algo se estrelló contra el techo.
El sonido fue estruendoso, ensordecedor, y el golpe tan fuerte que la lámpara que se hallaba tras el bar cayó al suelo y el cristal se hizo añicos. El tren se sacudió sobre los raíles, y Billy se tambaleó y estuvo a punto de caer.
Consiguió mantener el equilibrio y se volvió para mirar. En el lugar donde había estado la lámpara había una profunda hendidura. El metal estaba retorcido, y mientras Billy miraba, dos «cosas» gigantes se clavaron en el techo, atravesándolo a unos dos metros una de otra.
Billy las contempló asombrado, sin saber qué estaba viendo. Las agudas piezas, grandes, cilíndricas y acabadas en punta, parecían estar divididas longitudinalmente, partidas por la mitad. Parecían… ¿pinzas?
Se le hizo un nudo en el estómago. Eso era exactamente lo que eran, como las pinzas de un cangrejo o un escorpión gigante, y mientras las contemplaba, se abrieron mostrando unos bordes serrados. Las enormes pinzas se torcieron hacia arriba y comenzaron realmente a serrar el techo de acero. El sonido del metal al romperse era como un chirrido agudo.
Ya había visto bastante. Se dio la vuelta y corrió los escasos metros que lo separaban de la puerta. Notó que lo cubría un sudor frío. A su espalda, el grito del metal torturado continuaba creciendo. Agarró el manillar de la puerta, apretó…
Y estaba cerrada con llave. Claro.
Se volvió justo a tiempo de ver al propietario de las enormes pinzas saltar a través del retorcido agujero que había hecho y bloquearle la única ruta de escape.
Rebecca acababa de decidir que el último vagón era seguro cuando el perro atacó.
Después de dejar a Billy, había atravesado la cocina, situada en el último vagón. Rebosaba de sangre y de utensilios culinarios caídos por todos lados, pero por lo demás estaba vacía. Rebecca estaba comenzando a preguntarse si algunos de los pasajeros y empleados podrían haber escapado, quizá cuando el tren fue atacado por primera vez. Había demasiada sangre para tan pocos cadáveres. Pero considerando el estado de los pocos pasajeros con los que se había topado, tal vez fuera mejor así.
Le patinaron los pies sobre un charco de aceite mientras inspeccionaba la cocina, pero aparte de eso su búsqueda transcurría sin incidentes. La puerta que daba al resto del vagón, seguramente a algún tipo de almacén, estaba cerrada con llave, pero había una especie de trampilla a la altura del suelo con una cubierta que no le costó levantar. No le gustaba la idea de arrastrarse por un agujero oscuro, pero sólo era un corto túnel, de un par de metros. Además, le había dicho a Billy que comenzaría por la parte trasera del tren y tenía intención de ser concienzuda. Hacer bien su trabajo era algo a lo que aferrarse en medio de toda esa locura. Las víctimas del virus ya eran un gran mal rollo, y el hombre hecho de sanguijuelas…
No pienses en eso. Busca la tarjeta, encuéntrala, detén el tren, consigue ayuda de verdad. Alguien que no sea un asesino convicto.
Billy era su único puerto en medio de la tormenta, por así decir, y era cierto que le había salvado la vida, pero confiar en él más de lo estrictamente necesario sería una estupidez.
Había tenido razón con respecto al siguiente compartimento. Después de arrastrarse claustrofóbicamente por lo que, por suerte, había sido un corto trecho, se levantó en un espacio de almacenamiento apenas iluminado por una única bombilla. Había cajas y bidones a lo largo de las paredes, la mayoría ocultos entre las sombras. Nada se movía excepto el propio tren, que avanzaba traqueteando sobre la vía.
Al fondo del compartimento se encontraba una puerta con una ventana. Rebecca se acercó con el arma por delante y los brazos extendidos y vio oscuridad y movimiento al otro lado. El sonido del tren se hizo más fuerte. Se dio cuenta de que por fin estaba en el último vagón, mirando hacia el exterior. Sintió algo parecido al alivio sólo de saber que el mundo seguía existiendo allá fuera. Y llegado lo peor, siempre podía saltar. El tren iba bastante rápido, pero era una opción. Clic.
Se volvió al oír el ligero sonido a su espalda y apuntó hacia la nada con el corazón golpeándole dentro del pecho. El tren seguía avanzando, y las sombras yendo y viniendo. El sonido no se repitió. Después de un tenso instante, Rebecca respiró hondo y sacó todo el aire. Probablemente habría sido una de las cajas al bambolearse. Como el resto de ese vagón —bueno, al menos el piso bajo—, el almacén parecía ser seguro. Dudaba de que hubiera una llave de tarjeta en este lugar, pero al menos podría decir que lo había registrado. Clic. Clic. Clic-clic-clic.
Rebecca se quedó helada. El sonido estaba justo a su lado, y sabía qué era; cualquiera que hubiera tenido un perro lo sabría: el golpeteo de las uñas sobre una superficie dura. Movió lentamente la cabeza hacia la derecha, donde vio que había un par de cestas para perros, ambas con la puerta abierta. Y saliendo de las sombras, detrás de la más cercana…
Todo pasó muy de prisa. Con un furioso gruñido, el perro saltó. Rebecca tuvo tiempo de apreciar que era como los otros que había visto, enorme, infectado y destrozado. Luego, su pie derecho se alzó en un acto reflejo. Lanzó una violenta patada y le dio a la criatura en el costado del enorme pecho. Con un horrible sonido húmedo, oyó y notó como un gran trozo del pecho del animal se hundía, la piel se separaba del músculo grisáceo y un pedazo de pellejo apelmazado se le pegaba a la suela del grasiento zapato.
Increíblemente, el perro siguió avanzando como si no notara la herida, con las goteantes fauces abiertas. La atraparía antes de que ella pudiera levantar el arma, estaba segura. Casi podía sentir los dientes clavándosele en el brazo, y también supo que un mordisco de ese perro la mataría, la transformaría en uno de los muertos vivientes.
Pero antes de que los dientes llegaran a tocarla, se le fue el otro pie, manchado de aceite, y resbaló. Rebecca cayó al suelo y se golpeó la cadera, pero el perro pasó sobre ella, soltando un penetrante olor a carne podrida. El perro llegó a tocarla. Llevado por el impulso, una de las patas traseras le había pisoteado el hombro izquierdo al pasar sobre ella.
Su afortunada caída sólo le había regalado un segundo. Rebecca rodó sobre el estómago, extendió el brazo y disparó. Le dio al animal mientras éste se volvía para seguir atacando. El primer tiro fue demasiado alto, pero el segundo dio en el blanco y la bala le entró a la pobre bestia por el ojo izquierdo.
El perro se desplomó sobre el suelo, muerto ya antes de caer. La sangre empezó a derramarse alrededor del animal. Rebecca se alejó arrastrándose y se puso en pie. La virología no era su especialidad y sólo tenía conocimientos básicos, pero estaba dispuesta a apostar a que la sangre del perro estaría caliente y sería altamente infecciosa. No tenía ningún interés en pillar lo que corría por ahí. Eso no era un resfriado común y corriente.
Suponiendo que esto sea un virus, pensó, mientras miraba a la masa podrida que había sido un can. Ese misterioso virus-T del que había hablado Billy tenía tan poco sentido como todo lo demás. ¿Cómo se había extendido? ¿Cuál era su grado de toxicidad y con qué rapidez se multiplicaba en el cuerpo del portador?
Se raspó la suela del zapato contra una de las perreras y esperó que el húmedo sonido de desgarro se le borrara de la memoria con la misma facilidad. De repente, vio algo brillando en las sombras. Se inclinó y recogió un pequeño anillo de oro grabado con un dibujo poco corriente. No parecía ser de oro auténtico y probablemente no valía nada, pero era bonito. Y teniendo en cuenta todo lo sucedido, se podía considerar afortunada de estar ahí contemplándolo.
—Lo que lo convierte en un anillo de la suerte —dijo, y se lo puso en el dedo índice de la mano izquierda. Le ajustaba casi a la perfección.
El anillo fue todo lo que encontró. No había ninguna tarjeta magnética rondando por ahí, ni nada que le pudiera ser útil. Salió un momento a la plataforma trasera e inmediatamente se quedó empapada. La tormenta era torrencial, y el tren iba a demasiada velocidad para pensar en saltar. Sintió un breve rayo de esperanza cuando vio un panel en el que ponía FRENO DE EMERGENCIA, pero unos cuantos toques a los controles demostraron que no tenían corriente. ¡Pues vaya con las emergencias!
Regresó al interior mientras se apartaba el pelo mojado de la frente. Había llegado el momento de ir hacia adelante e intentar registrar los cuerpos de los hombres que Billy y ella habían matado. Por muy desagradable que fuera esa idea, no tenía muchas alternativas. No sabían si alguien estaba conduciendo el tren o si iba sin control. Fuera como fuera, tenían que conseguir controlarlo.
Miró hacia el perro que yacía a su espalda una vez más antes de marcharse, por la puerta esta vez, y no pudo evitar pensar en lo afortunada que había sido y en cuan fácilmente podría haber recibido un mordisco o haber muerto destrozada.
No volvería a bajar la guardia; sólo esperaba que Billy estuviera teniendo mejor suerte.
¡Dios bendito!
Billy se quedó mirando con la boca abierta y el cerebro paralizado ante lo imposible que resultaba la cosa que tenía delante de él, a menos de diez metros.
Podía parecerse a un escorpión, si los escorpiones crecieran hasta tener el tamaño de un coche deportivo. El monstruo que había atravesado el techo del tren era como un insecto, de unos tres metros de largo, con un par de pinzas gigantes y acorazadas a cada lado del rostro plano y una cola larga e hinchada que se arqueaba sobre su espalda y acababa en un aguijón curvado más grande que la cabeza de Billy. Tenía muchas patas, pero Billy no estaba de humor para contarlas, no mientras esa cosa avanzara hacia él, emitiendo un sonido parecido al de un motor sobrecalentado al golpear el suelo con sus articuladas extremidades. La lluvia caía a raudales por el agujero del techo. Era como una escena infernal, con la criatura emergiendo de la húmeda niebla como en una pesadilla.
No había tiempo para pensar. Billy se echó la escopeta de caza al hombro, la montó y apuntó al cráneo plano y chato de la cosa. Entre el movimiento del tren y el avance rasposo y tambaleante de la monstruosidad, le llevó unos segundos asegurar el tiro, unos segundos que le parecieron eternos. La criatura se acercó, y a cada resonante paso los duros pelos de sus puntiagudas pezuñas arrancaban retazos de la elegante alfombra.
Billy apretó el gatillo, y la escopeta le golpeó el hombro con suficiente violencia como para causarle un hematoma. Diana. La cosa lanzó un chillido agudo y un borbotón de un fluido lechoso salió a presión del cráneo acorazado. Billy no se detuvo a evaluar el daño, volvió a apuntar y disparó.
¡Bumm!
La cosa gritó aún más fuerte, pero siguió avanzando. Billy abrió el arma, hizo saltar los cartuchos y buscó unos nuevos. Hurgó en el bolsillo nerviosamente y los cartuchos cayeron al suelo mientras el monstruo cubría la distancia rápidamente, demasiado rápidamente.
Le quedaba un solo cartucho en el bolsillo. Lo agarró, lo metió en el cañón y se colocó la escopeta a la altura de la cadera.
Como no sirva éste…
El tiro le dio al monstruo en el centro de su desagradable rostro, a sólo un metro de donde se hallaba Billy, tan cerca que notó que el calor del residuo de pólvora le golpeaba la piel desnuda y se le incrustaba. El agudo chillido se detuvo cuando un gran pedazo irregular de exoesqueleto saltó por los aires desde la parte trasera de la cabeza del monstruo y salpicó la espasmódica cola de sangre y trozos de masa cerebral. Un temblor sacudió a la cosa, las enormes pinzas saltaron hacia fuera, abriéndose y cerrándose, y la cola aguijoneó el aire. Con un borboteante grito final, el monstruo cayó al suelo y pareció desinflarse mientras las pinzas y el resto del cuerpo dejaban de moverse.
El olor que despedía, como de grasa sucia, rancia y caliente, era casi devastador, pero Billy permaneció inmóvil durante más de un minuto, esperando para asegurarse de que el bicho estaba muerto. Podía ver por dónde habían penetrado los dos primeros tiros, ligeramente a la izquierda, aunque el último había sido bueno y había descascarillado la armadura que protegía los negros ojillos.
¿Qué era aquello? Lo contempló horrorizado, sin estar muy seguro de quererlo saber. Debía de estar relacionado con los perros y los muertos vivientes, con el virus-T. El diario que había encontrado decía algo sobre que incluso pequeñas dosis causaban cambios de tamaño y agresividad…
Lo que significa que este tipo debe de haberse tragado unos diez litros como mínimo. ¿Accidentalmente? Para nada.
El diario también decía algo de un laboratorio. Y de controlar los efectos del virus y de que, hasta que lo pudieran controlar, la empresa estaba «jugando con fuego».
Las implicaciones estaban bien claras. Quizá el virus-T se hubiera escapado accidentalmente, pero esa empresa, fuera la que fuera, sabía de antemano lo que el virus podía hacer. Habían estado experimentando con él.
Pero, por el momento, lo único que importaba era que la cosa estaba muerta y que se había acabado el buscar la llave. A la porra el ir solo. Si el rey escorpión tenía hermanos o hermanas rondando por ahí, Billy quería que fuera otro quien tuviera que aguantarlos.
Recogió los cartuchos que se le habían caído y cargó la escopeta. Luego rodeó con cuidado el enorme cuerpo apestoso del monstruo y fue en busca de Rebecca. Quizá ella hubiera tenido mejor suerte.
Justo al entrar en el siguiente vagón, Rebecca creyó oír una arma de fuego a su espalda. Se detuvo en la puerta y se apoyó en el marco mientras contemplaba aturdida el perro muerto y escuchaba atentamente. Los truenos retumbaban en el exterior. Pasado un momento, desistió de intentar oír algo y avanzó hacia la cabeza del tren.
Se movía lentamente, preparándose para ver a Edward de nuevo, y deseó haber pensado en coger una manta o algo entre el revoltijo del vagón de pasajeros. Quizá el abrigo de alguno de los muertos. Lo que era seguro es que no tenía nada más, excepto una creciente sensación de indignación hacia quien fuera que hubiera dejado escapar el virus-T y un fuerte dolor de cabeza de tanto contener la respiración. Ni llaves ni nada que pudiera servir para algo. Pensó en el cadáver del empleado del tren que había hallado en el vagón delantero, donde también se había encontrado con Edward. Quizá la llave que agarraba con su mano muerta resultara útil.
Llegó a la esquina del pasillo y se obligó a doblarla, evitando el charco de fluidos que habían salido del perro muerto.
Edward había desaparecido.
Rebecca se detuvo en seco y se quedó observando el lugar. El segundo perro continuaba en el mismo sitio, pero un trozo de gasa roja y unas cuantas salpicaduras sangrientas era todo lo que indicaba que el cuerpo de Edward también había estado allí. Eso y el penetrante olor a putrefacción. Una brisa fresca y húmeda entraba por las ventanas, pero el hedor era demasiado fuerte para que pudiera con él.
Todo pareció moverse a cámara lenta cuando miró hacia abajo y vio huellas sobre la sangre del perro. Las siguió con la mirada. Las marcas de botas eran manchas rojas alargadas, como si quien caminara estuviera borracho o… enfermo. No. No le había encontrado el pulso. El tiempo se ralentizó aún mas. Finalmente alzó la mirada del suelo y vio el borde de un brazo desnudo; alguien a quien no podía ver estaba justo al final del corredor. Alguien alto. Alguien que calzaba botas.
—No —exclamó, y Edward se apartó de la pared y quedó a la vista. Cuando la vio, sus resecos labios se abrieron y dejó escapar un gemido. Avanzó rígidamente hacia ella, con la cara gris y los ojos en blanco—. ¿Edward?
Él continuó avanzando, tambaleándose, rozando la pared con el hombro empapado de sangre, los brazos colgando sin fuerza a los costados y el rostro vacío, sin rastro de inteligencia. Era Edward, era su colega, pero Rebecca alzó la pistola, dio un paso atrás y le apuntó.
—No me obligues a hacerlo —dijo, mientras una parte de su mente se preguntaba cuan parecido a la muerte era el estado en que el virus sumía a sus víctimas. Debe de haberle reducido el ritmo cardíaco… Edward gimió de nuevo. Parecía desesperadamente hambriento, y aunque sus ojos casi no se distinguían bajo la nube blanquecina, Rebecca alcanzó a verlo como para entender que eso ya no era Edward. Él se tambaleó, acercándose.
—Descansa en paz —murmuró Rebecca, y disparó. La bala le perforó un limpio agujero en la sien izquierda. Lo que había sido Edward permaneció completamente inmóvil por un instante, sin que desapareciera su expresión embotada de hambre, y luego se desplomó sobre el suelo.
Cuando Billy la encontró, unos minutos después, Rebecca aún seguía allí, apuntando con la pistola al cadáver de su amigo.
Capítulo 5
William Birkin se apresuró a atravesar el fondo de la planta de tratamiento de agua mientras se dirigía hacia el control B, en el primer sótano, varios pisos por encima. Se sentía atemorizado incluso por el resonante sonido metálico de sus propios pasos en los cavernosos pasillos. El lugar parecía frío y muerto, como una tumba, lo que, hasta cierto punto, no era una mala analogía. Pero él sabía lo que merodeaba detrás de las puertas cerradas ante las que pasaba, sabía que estaba rodeado de abundante vida, al menos de un cierto modo de vida. De alguna forma, ese conocimiento hacía que los vagos ecos causados por sus movimientos le resultaran aún más sacrílegos, como si estuviera gritando en medio de un depósito de cadáveres.
Que es lo que realmente es. Aún no están muertos. Tus colegas, tus amigos… Tranquilízate. Todos sabíamos que existía esta posibilidad, todos. Ha sido mala suerte, eso es todo.
Mala suerte para ellos. Él y Annette se hallaban en los laboratorios de la ciudad, finalizando la descomposición de la nueva síntesis, cuando ocurrió el vertido.
Había llegado a las escaleras de comunicación de la parte trasera del B4 y comenzó a subir. Se preguntó si Wesker seguiría esperando. Probablemente. Birkin llegaba tarde. Le había costado abandonar su trabajo aunque fuera por un momento, y Albert Wesker era un hombre preciso y puntual, entre otras cosas. Un soldado. Un investigador. Un sociópata.
Y quizá fue él. Quizá fue él quien provocó el vertido.
Era posible. Wesker sólo era leal a Wesker, y siempre había sido así, y aunque llevara mucho tiempo en Umbrella, Birkin sabía que estaba buscando la manera de salirse. Por otro lado, echarse piedras a su propio tejado no formaba parte de su estilo, y Birkin conocía a Wesker desde hacía unos veinte años. Si Wesker hubiera causado el vertido, sin duda no se habría quedado por ahí para ver qué pasaba.
Birkin llegó al final del tramo de escaleras, dio media vuelta y comenzó a subir el siguiente tramo. Supuestamente, los ascensores seguían funcionando, pero no quería arriesgarse. No había nadie por ahí que pudiera ayudarlo si algo iba mal. Nadie excepto Wesker, y a juzgar por las apariencias, el capitán de los STARS había decidido marcharse a casa.
En lo alto del segundo tramo, Birkin oyó algo, un sonido suave que provenía de detrás de la puerta que daba acceso al segundo nivel de los sótanos. Se detuvo un instante y se imaginó a algún desgraciado tras la puerta; tal vez estuviera golpeándose irracionalmente una y otra vez contra el obstáculo en un vago afán de salir de allí. Cuando se identificó la infección, las puertas interiores se cerraron automáticamente atrapando a la mayoría de los trabajadores infectados y a los sujetos de estudio que habían escapado. Los corredores principales estaban limpios, al menos entre las salas de control.
Echó una mirada a su reloj y comenzó a subir el tramo final de escaleras. No quería que se le escapara Wesker, suponiendo que aún siguiera por allí.
Pero si Wesker no lo había hecho, entonces ¿quién?, ¿cómo?.
Todos pensaron que había sido un accidente, incluso él mismo, hasta hacía una horas, cuando Wesker lo había llamado para explicarle lo del tren. Con ése ya eran demasiados accidentes. Dios sabía que había gente más que suficiente con razones para intentar sabotear a Umbrella, pero no era fácil conseguir un pase para los niveles inferiores en ninguno de los laboratorios de Raccoon.
Y si… Wesker había mencionado algo sobre que la compañía quería datos reales sobre el virus, no sólo simulaciones sino algo práctico; quizá lo hubieran dejado escapar ellos mismos. Podían haber enviado a uno de sus comandos para hacer saltar el corcho que no debería haber saltado nunca, por decirlo de alguna manera.
O tal vez sea así como planean conseguir el virus-G. Creando todo este caos y luego colándose sigilosamente para robarlo.
Birkin apretó los dientes. No. Aún no sabían lo cerca que estaba de lograrlo, y no lo sabrían hasta que él estuviera bien preparado. Había tomado precauciones, escondido cosas, e incluso Annette había sobornado a los vigilantes para que se mantuvieran apartados. Lo había visto ocurrir demasiadas veces: la compañía apartaba a un científico de su investigación porque quería resultados instantáneos, y para ello se la entregaba a gente nueva… Y al menos en dos casos que conocía directamente, el científico inicial había sido eliminado, la mejor manera de que no se pasara a la competencia.
Pero a mí no me pasará. Y tampoco al virus-G.
Era la obra de su vida, pero lo destruiría antes de dejar que se lo arrebataran de las manos.
Llegó a la sala de control que buscaba. En realidad se trataba de una plataforma de observación que compartía el espacio con el generador auxiliar de la planta, que afortunadamente se hallaba en silencio. Las luces no funcionaban, pero mientras avanzaba por la pasarela metálica vio a Wesker sentado ante las pantallas de vigilancia, con la espalda recortada contra el destello de los monitores. Como hacía a menudo, Wesker llevaba puestas las gafas de sol, una costumbre afectada que siempre había irritado a Birkin; era como si el tipo pudiera ver en la oscuridad.
Antes de que le anunciara su presencia, Wesker ya había alzado una mano, sin mirar siquiera por encima del hombro, para que Birkin se acercara.
—Ven a ver esto.
Su voz era autoritaria y urgente. Birkin se apresuró a unirse a él y se inclinó sobre la consola para ver lo que tanto interesaba a Wesker.
Éste tenía la vista fija en una escena del centro de formación, en lo que parecía la videoteca del segundo piso. Un recluta vagaba por la sala. Era evidente que estaba infectado y llevaba el uniforme de trabajo manchado de sangre y otros fluidos. Sin duda se lo veía mojado, pero Birkin no notó nada especialmente extraño en él.
—No veo… —comenzó, pero Wesker lo interrumpió.
—Espera.
Birkin contempló cómo el joven recluta, un chico que nunca llegaría a viejo gracias al virus-T, chocaba con un pequeño escritorio en un rincón de la sala, luego se daba la vuelta y regresaba, tambaleándose como hacían todos los portadores, hacia los bancos de los ordenadores. La cámara lo siguió. Justo cuando Birkin estaba a punto de preguntar a Wesker qué estaban buscando, lo vio.
—Ahí —indicó Wesker.
Birkin parpadeó sin estar seguro de lo que había visto. Mientras volvía hacia los ordenadores, el brazo del recluta se había alargado y afinado, se había estirado casi hasta tocar el suelo y luego había vuelto a su forma normal. El proceso había durado menos de un segundo.
—Es la tercera vez que pasa durante la última media hora, más o menos —informó Wesker sin alzar la voz.
El recluta continuó vagando por la reducida sala, y de nuevo pareció indistinguible de cualquiera de los otros condenados que aparecían en las pequeñas pantallas.
—¿Un experimento del que no estábamos informados? —preguntó Birkin. Pero sabía que era improbable. Ambos estaban tan al corriente de todo como cualquier otra persona fuera de las oficinas centrales.
—No.
—¿Mutación?
—Tú eres el científico, dímelo tú —replicó Wesker.
Birkin reflexionó un instante y luego negó con la cabeza.
—Supongo que sería posible, pero… No, no lo creo.
Observaron en silencio al soldado durante un momento, pero éste volvió a cruzar la sala sin que nada se alargase o cambiase. Birkin no sabía qué era exactamente lo que habían visto, pero no le gustó nada de nada. En la complicada serie de ecuaciones en que se había convertido su vida, entre su trabajo y su familia, entre los desastres de Raccoon y sus sueños de conseguir crear artificialmente el virus perfecto, lo que habían visto era una incógnita. Era algo nuevo.
Un crujido de estática rompió el silencio y la voz desconocida de un hombre se oyó en medio de un zumbido.
—Tiempo de llegada aproximado, diez minutos, cambio.
Eso tenía que ser el equipo de limpieza de Umbrella dirigiéndose hacia el tren. Wesker le había dicho que estaban en camino. Éste apretó un botón.
—Afirmativo. Informe cuando alcancen el objetivo. Cambio y corto.
Volvió a apretar el botón, y los dos hombres continuaron contemplando al soldado desconocido, cada uno perdido en sus propios pensamientos. Birkin no sabía lo que pensaba Wesker, pero él empezaba a creer que había llegado la hora de abandonar Raccoon.
—Rebecca.
La joven no contestó ni se volvió hacia él, únicamente bajó el arma. Billy deseó que hubiera algo que pudiera decir, pero supuso que sería mejor mantener la boca cerrada. La situación hablaba por sí misma: el hombre tendido en el suelo llevaba el uniforme de los STARS, probablemente era un amigo de la chica, y había sido infectado.
Billy le concedió un momento a Rebecca, pero no pensaba que pudieran permitirse muchos más lujos. No podía estar seguro, pero parecía que el tren estaba ganando velocidad. Si estaba sin control, seguramente descarrilarían y probablemente morirían. Si alguien lo controlaba, entonces necesitaban saber quién y por qué.
—Rebecca —dijo de nuevo, y esta vez la joven se volvió hacia él, sin avergonzarse de sus lágrimas. Lo miró sorprendida.
—¿Te he oído disparar hace unos minutos? —le preguntó.
Billy asintió con un gesto e intentó sonreír, pero no le salió.
—Un bicho monstruoso. ¿Y tú?
—Un perro —contestó Rebecca, y se enjugó la última lágrima—. Y… alguien a quien conocía.
Billy se removió incómodo y ambos se quedaron en silencio durante un segundo. Finalmente, Rebecca suspiró y se apartó el flequillo de la frente.
—Dime que has encontrado las llaves —dijo.
—Algo parecido —repuso él, alzando la escopeta.
—No servirá —replicó ella, y suspiró de nuevo—. Tiene cierres magnéticos, como la cámara de un banco o algo así.
—¿En un tren de pasajeros? —preguntó Billy.
—Es privado. —Rebecca se encogió de hombros—. Umbrella.
La compañía farmacéutica. Entre el consejo de guerra y la sentencia, Billy no había prestado mucha atención sobre donde lo iban a ejecutar, pero lo recordó de repente: Raccoon City, lo más parecido a una metrópolis que había en esa zona y el lugar donde la megacorporación se había instalado inicialmente.
—¿Tienen su propio tren?
Rebecca asintió.
—Umbrella está por todas partes aquí. Oficinas, investigación médica, laboratorios…
«Hoy hemos tenido noticias del laboratorio de Arklay… y nos enviarán la semana que viene para comprobar su estado.»
El bosque de Raccoon, la misma Raccoon City, todo se hallaba situado en las montañas Arklay.
Los pensamientos de Rebecca parecían ir en la misma dirección.
—No pensarás que…
—No lo sé —repuso Billy—. Y en este momento, no me importa. Aún tenemos que atravesar esa puerta.
Rebecca comenzó a caminar de nuevo hacia la parte delantera del tren, luego pareció pensárselo mejor, quizá porque no quería ver a su amigo. Fijó los ojos en el suelo y habló en voz baja.
—Hay un cadáver junto a la puerta, un hombre con una llave en la mano —dijo—. Puede que abra algo útil.
—Espérame un segundo —le indicó Billy.
Pasó ante ella y avanzó por el corredor hasta llegar al final. El decrépito cadáver de un empleado del tren se hallaba apoyado contra la puerta cerrada, era el cuerpo sobre el que la joven estaba inclinada cuando se vieron por primera vez. Y sí que tenía una llave metálica en la agarrotada mano. Billy se la cogió y la observó bajo la tenue luz. Tenía pegada una etiqueta en la que se leía VAGÓN RESTAURANTE.
Qué gran ayuda, muchísimas gracias.
La dejó a un lado y pasó cerca de un minuto registrando la chaqueta del cadáver. En un bolsillo sólo encontró un paquete de cartas, y en el bolsillo delantero un puñado de caramelos de menta cubiertos de borra… Pero en otro había varias llaves más cogidas a una anilla. Dos no estaban etiquetadas, pero en una tercera estaba grabada la palabra REVISOR en el metal. Billy se las guardó en el bolsillo y, después de pensarlo un momento, se agachó y con cuidado le sacó la chaqueta al cadáver. No pudo evitar una mueca de asco al notar la textura fría y esponjosa de su piel. El pobre tipo no parecía haber pillado el virus, pero una o varias personas desconocidas lo habían mordido repetidamente, del rostro y las manos le habían arrancado grandes pedazos de piel y músculo; estaba hecho un desastre.
Billy regresó a donde se hallaba Rebecca, pero se detuvo antes para cubrir con la chaqueta el cadáver del STARS muerto. Sólo le ocultaba el rostro y la parte superior del cuerpo, pero supuso, pensando en la chica, que cualquier cosa sería mejor que nada. Cuando ella se acercó, le hizo un movimiento con la cabeza en señal de agradecimiento, pero no dijo nada.
—La llave que viste era del vagón restaurante, donde ya hemos estado —le explicó, y sacó el llavero del bolsillo—, pero puede ser que éstas abran algo.
Se hallaban ante la puerta que estaba señalada como la oficina del revisor. Billy alzó la llave grabada. Con un gesto de asentimiento de Rebecca, la metió en la cerradura y la hizo girar sin problemas. Alzó su arma y empujó la puerta, preparado para disparar contra cualquier cosa que no se identificara al primer segundo.
No había nadie. Billy se relajó un poco y entró en la oficina. Rebecca esperó en la puerta con el arma desenfundada y miró hacia el escritorio cubierto de papeles. Comenzó a revisarlos mientras Billy registraba el resto de la cabina.
—Horarios, cartas… Hay algo llamado «Manual de uso del lanzagarfios» —dijo Rebecca—. Informes de mantenimiento; una nota sobre un cierre de anillo, sea lo que sea eso; hojas de pedido para la cocina…
Billy abrió el armario mientras ella seguía recitando el contenido del escritorio. Un par de letreros, postales y varias notas enganchadas en el interior de la puerta, talonarios de gastos y un maletín cerrado. Billy lo cogió y lo sacudió. Algo se agitó en el interior, pero pesaba muy poco. ¿Podría ser una llave? No era probable, pero siempre quedaba la esperanza.
Examinó la cerradura con el entrecejo fruncido. No había agujero para ninguna llave, aunque en la parte superior tenía una hendidura en forma de círculo. Movió el picaporte. Estaba firmemente cerrado. Seguramente lo podría desmontar, pero era de buena calidad y posiblemente le ocuparía un tiempo que no podía perder.
—Hace un momento has dicho algo de un cierre de anillo, ¿no? —preguntó.
Rebecca apartó unos cuantos papeles.
—Ah… Aquí. Es una nota escrita a mano; dice: «Modo de acceso a porta, cierre de anillo separado, dos partes.»
¿A «porta» qué? Billy comenzó a encogerse de hombros, y entonces sintió una oleada de excitación. ¡Al portafolios! La llave estaba en el maletín, lo presentía. Observó atentamente la cerradura y de repente recordó el extraño anillo de plata que había hallado arriba, antes de su encuentro con la cosa escorpión. Las muescas de la hendidura se parecían a las del anillo.
Pero en la nota dice dos partes, y…
—Eh, he encontrado un anillo en la parte trasera del tren —exclamó Rebecca. Billy alzó la mirada mientras la joven se sacaba un anillo de oro del dedo índice, y antes de que se lo entregara, supo que se trataba de la segunda parte.
—Creo que hemos dado en el clavo —dijo Billy, sonriendo. Era su primera sonrisa desde… desde no sabía cuándo. En la cabina del maquinista tenía que haber una radio, y controles, y tal vez un mapa que les dijera cómo diablos salir de los bosques.
Ya casi habían salido de ésta, estaba seguro.
Pero no tenía ni idea.
Alguien había hecho arrancar el maldito tren. Era posible que alguno de los empleados siguiera vivo, pero Wesker supuso que lo más seguro era que uno de los portadores, con el cerebro hecho papilla, se hubiera caído sobre los controles. En cualquier caso, el piloto del helicóptero ni siquiera había dudado, simplemente había cambiado el momento de llegada en unos cuantos segundos. Lo habían alcanzado a tiempo; si no lo detenían, el tren se iría directo contra el centro de formación y se estrellaría, y lo último que necesitaban era llamar la atención sobre cualquiera de las áreas infectadas que se habían aislado.
—Nos desplegamos ahora, cambio.
Wesker esperó. Podía oír el ruido del helicóptero en el fondo, incluso podía oír las cuerdas por las que descendían los hombres cortando el viento. Deseó a medias estar allí, a punto de pisar el maldito tren que avanzaba a toda velocidad bajo la noche tormentosa, con el arma desenfundada, y los enfermos andantes esperando encontrar el descanso eterno en medio de un baño de sangre y huesos.
Birkin le interrumpió su agradable fantaseo. Había inquietud en su voz y su actitud mientras extendía la mano para tapar el micrófono con la palma.
—¿Estás seguro que esto es el virus? Quiero decir, ¿no podría tratarse de un secuestro o de… un fallo mecánico, quizá? Quiero decir, ¿sabemos sin duda que ese equipo está aquí para encargarse del tren?
Wesker suspiró internamente. William Birkin era un hombre inteligente, pero también obsesivamente paranoico. Su convicción de que Umbrella quería robarle su trabajo era de una intensidad casi infantil.
—Estamos seguros —respondió—. ¿Qué otra cosa podría ser, si no fuera el virus?
Birkin hizo un gesto con la cabeza hacia el monitor donde había visto al soldado con el brazo de goma.
—Quizá algo relacionado con eso.
Wesker se encogió de hombros. Era una mutación, tenía que serlo. Extraña, pero no imposible.
—Lo dudo. No te preocupes, William. Nadie de arriba sabe nada de tu precioso virus-G. —No era exactamente cierto, pero Wesker no estaba de humor para consolarlo—. En cuanto al tren…, quizá el virus-T se adapte mejor de lo que pensábamos.
Esa explicación no pareció convencer a Birkin, lo que no era una sorpresa, porque a Wesker tampoco lo convencía. Si la infección en el tren era un accidente, entonces él era la tetera de su tía Maddie, por decir algo.
—La mansión, los laboratorios, el tren… ¿Quién lo habrá hecho? —preguntó Birkin en voz baja—. ¿Y por qué?
Uno de los comandos de limpieza los interrumpió.
—Estamos abajo, cambio. —El sonido de fondo de las hélices del helicóptero había sido reemplazado por el rítmico traqueteo de un tren en movimiento.
¡Ya era hora!
—Excelente —dijo Wesker, y volvió a tapar el micrófono para poder contestar a Birkin.
—Eso es irrelevante. Lo que importa ahora es que no salga, que no se extienda más. Hay que destruir el tren. Todas las pruebas deben desaparecer. Seguro que lo entiendes, William. En eso no hay ningún problema, así que no crees uno. —Destapó el micro y habló por él—. ¿A qué distancia se hallan de la próxima bifurcación? Cambio.
—A no más de diez minutos, probablemente…
Wesker esperó a que pasara la estática.
—Repita. No lo he entendido. Cambio.
Hubo un chirriante estallido de acoples, lo suficientemente alto como para doler. Wesker se echó hacia atrás y vio a Birkin haciendo una mueca ante el sonido…
Y entonces se oyeron gritos, ambos hombres en el tren chillaron a la vez.
—¡Ah, Dios! ¿Qué demonios…?
—¡Jesús!
—¡Sácamelo, sácamelo de encima!
—¡No! ¡Nooo! ¡Noo…!
Se oyeron varias ráfagas de los rifles automáticos, luego el grito inarticulado de dolor y terror de un hombre sobre ese sonido y finalmente sólo el zumbido de la estática.
Wesker apretó los dientes con fuerza mientras a su espalda, Birkin comenzaba a farfullar presa del pánico. Al parecer sí que había un problema.
Se hallaban ante la puerta cerrada. Rebecca sujetaba la tarjeta y tenía una sensación de triunfo desproporcionado en comparación con lo que realmente habían logrado. Supuso que probablemente se debía a que se sentía emocionalmente agotada. No había sido difícil, habían encontrado un par de anillos y habían abierto el portafolios. A pesar de todo, se sentía como si hubiera resuelto el enigma de la maldita esfinge.
Billy le hizo un gesto para que abriera la puerta, inclinando la cabeza hacia un lado. Seguía escuchando atentamente. Le aseguró que había oído un helicóptero en el exterior cuando habían ido a buscar el anillo, y a alguien gritando poco después. Rebecca no había oído nada. Probablemente él estaba tan exhausto como ella, considerando…
… considerando que estaba de camino hacia su ejecución. No empieces a hacer comparaciones. Por mucho que haya hecho para ayudarte, sigue siendo un animal, y olvidarlo te puede costar la vida.
De acuerdo. En cuanto hubiera llegado a una radio que funcionara, se habría acabado esa tregua. Pasó la tarjeta por el lector y la lucecita roja cambió a verde. La puerta se abrió con un clic y Billy la empujó hacia dentro.
El sonido del tren se convirtió en un rugido mientras la puerta se abría sobre una pasarela de rejilla que estaba parcialmente expuesta a los elementos. El viento y la niebla los salpicó cuando pisaron la pasarela. A la derecha había una especie de jaula cerrada con equipo que se extendía a lo largo de todo el vagón; a la izquierda sólo había un pasamanos y la violenta noche que atravesaban a toda velocidad. Delante, en otro vagón, vieron lo que debía de ser la cabina del conductor, aunque era difícil juzgar en la oscuridad. Rebecca se aferró al pasamanos cuando se dio cuenta de la velocidad a la que avanzaba el tren; realmente estaba volando sobre las vías.
Oh.
Rebecca se detuvo mientras Billy avanzaba rápidamente unos pasos y se agachaba junto a un hombre o una mujer. Había un segundo cuerpo a más o menos un metro del primero. Ambos iban vestidos con trajes de asalto y tenían el rostro oculto tras visores tintados.
¿SWAT? ¿Cuándo han llegado aquí? ¿Y por qué sólo dos?
Mientras se acercaba, la joven pudo ver que ambos brillaban a causa de la baba que los cubría, la misma porquería espesa que excretaban las sanguijuelas del vagón restaurante. El uniforme, los chalecos antibalas y las piezas metálicas no llevaban ninguna insignia. No eran del departamento de policía de Raccoon City ni militares.
Billy observaba la pared de rejilla metálica de la derecha. Rebecca le siguió la mirada y vio lo que parecía una tela de araña gigante hecha de hilos negros enganchada a la parte interior de la reja, de la que colgaban miles de sacos semitranslúcidos.
Sacos de huevos. De las sanguijuelas.
Rebecca sintió un escalofrío, y Billy se incorporó de nuevo sacudiendo la cabeza. Tuvo que gritar para que ella le pudiera oír sobre el estruendo de tren.
—¡No hay nada que hacer! ¡Están muertos!
Rebecca ya lo había supuesto, pero no iba a fiarse de su palabra. Pasó ante él y examinó los dos cuerpos en busca de alguna señal de vida. Notó las extrañas hemorragias que brotaban de pequeños montículos sobre la piel pálida. Billy tenía razón, y tal vez también la había tenido al decir que había oído gritos. A pesar de la lluvia, ambos cuerpos aún estaban calientes.
Se incorporó, se volvió a agarrar a la barandilla y siguió a Billy hasta el siguiente vagón. Justo estaba pensando qué iban a hacer si se encontraban con otra puerta cerrada cuando vio a Billy empujar hacia dentro la puerta.
Salieron de la lluvia y entraron en una cabina de maquinista relativamente pequeña, limpia y ordenada, excepto por la fina y homogénea capa de baba que cubría la consola de controles que se hallaba enfrente. Los oídos le silbaron a Rebecca por el súbito silencio cuando la puerta se cerró tras ella, pero estaba más preocupada con las numerosas luces rojas parpadeantes que cubrían la reluciente consola.
Billy se acercó y contempló los múltiples paneles de control durante un momento y luego presionó sobre un teclado que se hallaba ante una pequeña pantalla. El monitor permaneció negro. Billy se volvió para mirar a Rebecca con una expresión sombría.
—Los controles están bloqueados —dijo.
Rebecca sacó la tarjeta magnética del bolsillo de su chaleco. No había números en ningún lado, nada que pudieran utilizar como secuencia. Se acercó a Billy, intentando no prestar atención a la lluvia que golpeaba el parabrisas y a la vertiginosa masa tenebrosa de los bosques, y apretó unos cuantos botones. Las teclas parecían bloqueadas, no se hundían completamente. Comenzó a buscar cualquier cosa con la palabra EMERGENCIA escrita encima.
—Aquí —dijo Billy, y alargó la mano hacia una palanca que sobresalía de un lado de la consola. Cuando la apretó, por la pantalla del ordenador comenzaron a pasar palabras.
FRENOS DE EMERGENCIA - LAS TERMINALES FRONTAL Y POSTERIOR DEBEN ESTAR ACTIVADAS ANTES DE FRENAR. ¿RESTAURAR LA CORRIENTE A LA TERMINAL POSTERIOR?
Eran los controles que Rebecca había visto al final del tren. Billy apretó la tecla de activación.
CORRIENTE RESTAURADA EN LA TERMINAL POSTERIOR DE FRENADO.
—Gracias a Dios —exclamó Rebecca—. Hazlo ya, detén esta cosa.
El tren parecía ir a una velocidad imposible. El rugido de los motores era más estruendoso que antes y parecía a punto de llegar a un volumen de paroxismo.
Billy apretó la palanca. Se movió con facilidad, con demasiada facilidad, y nuevas palabras recorrieron la pantalla.
LA SECUENCIA DE LOS FRENOS TRASEROS DEBE SER ACTIVADA ANTES DE QUE SE ACCIONEN LOS FRENOS.
—¡Oh, tiene que ser una broma! —exclamó Billy, haciendo una mueca—. ¿Cómo que no podemos activar los frenos de emergencia desde la maldita sala de control?
—Es posible que podamos, sólo que no sin autorización —repuso Rebecca—. Aunque, manualmente… He visto la terminal posterior, está fuera del último vagón. Voy para allí.
Billy negó con la cabeza, mirando hacia la oscuridad que pasaba ante ellos demasiado de prisa.
—No, déjame que vaya yo. No te ofendas, pero creo que puedo correr más de prisa que tú. ¿Hay por ahí un sistema intercomunicador? Te puedo llamar cuando lo haya activado.
Ambos comenzaron a buscar, pero la consola estaba llena de interruptores y paneles sin ninguna indicación, tardarían demasiado tiempo en descubrir para qué servían. Rebecca comenzó a decirle que tendría que correr, y por la gran velocidad a la que parecía avanzar el tren, seguramente tendría que hacer un sprint, cuando de repente se acordó de Edward.
—La radio de Edward —dijo—. La tenía antes de que… Todavía debe de llevarla encima.
Billy ya corría hacia la puerta.
—La cogeré de camino.
—Ten cuidado.
Billy asintió con un gesto y lanzó otra mirada hacia el exterior.
—Estate preparada para darle a los frenos desde aquí. Tengo la sensación de que, de una forma u otra, vamos a parar muy pronto.
Abrió la puerta hacia el estruendo, y salió.
Los segundos pasaban lentamente. Rebecca se aseguró de que su radio estuviera funcionando y mantuvo la mano sobre la palanca de frenos mientras contemplaba la noche. El tren tomó una curva demasiado rápido, y Rebecca cerró los ojos rogando para que la máquina descontrolada se mantuviera en la vía e imaginando que sentía elevarse las ruedas para luego volver a caer sobre los raíles. Billy tenía razón, de una forma u otra, no iban a ir mucho más lejos.
¿Por qué tarda tanto?
Sólo habían pasado unos minutos, pero eso ya era mucho. Agarró la radio y apretó el botón para transmitir.
—¿Billy, me oyes? ¿Cuál es tu situación? Cambio.
Nada.
—¿Billy? —Esperó mientras contaba lentamente hasta cinco y el corazón empezaba a latirle a toda prisa. Vio que se acercaba otra curva—. ¿Billy, me oyes?
¡Mierda!
Quizá no hubiera encontrado la radio, o igual había olvidado encenderla. O algo había pasado con los controles y no los podía activar.
O está muerto. Quizá algo lo haya atrapado.
El tren entró en la curva, y esta vez no hubo que imaginar nada, el tren se inclinó demasiado y aceleró mientras se sacudía al caer de nuevo. Otra curva como ésa y todo habría acabado. Tendría que ir ella a la parte trasera; no había tiempo, pero tampoco tenía otra opción.
—¡Ahora, Rebecca!
Rebecca vio una masa borrosa a la derecha del tren, pero desapareció tan rápidamente que no supo lo que era hasta que hubo pasado: el andén de una estación. El andén de la estación, y eso significaba que lo único que quedaba delante era el lugar donde guardaban el maldito tren, y eso significaba que tal vez ya era demasiado tarde.
—¡Sujétate! —gritó por la radio mientras agarraba la palanca y la apretaba con todas sus fuerzas. Algo avanzaba hacia la ventanilla frontal, una oscuridad más profunda que la de la noche. Un túnel. Los frenos chirriaban mientras el tren se lanzaba hacia la negrura y partía alguna débil barrera de la que pasaron trozos de madera volando por delante de la ventana. El tren se inclinó de nuevo, pero esta vez no recuperó la estabilidad.
Rebecca oyó su propio grito junto con el chirrido del tren, que caía contra el suelo y comenzaba a deslizarse. El metal se rasgaba y saltaban chispas como si fueran unos fuegos artificiales infernales. La pared se convirtió en el suelo, y Rebecca se golpeó contra él mientras la locomotora se estrellaba contra algo aún más duro y se apagaban las luces.
Capítulo 6
Billy volvió en sí entre dolor y un olor a material sintético quemado. Abrió los ojos y parpadeó, evaluando lo que lo rodeaba con tanta rapidez como se lo permitía su espesa cabeza, lo que significaba que lo hacía muy lentamente. Se hallaba tendido sobre la espalda, mirando hacia un techo alto y vacío. La luz de varios fuegos parpadeaba a su alrededor, y las sombras de escombros y rocas bailoteaban sobre parte de la pared que tenía a su izquierda. De alguna manera, estaba dentro.
Los frenos, el tren… ¿Rebecca?
Eso lo espabiló. Se incorporó hasta quedar sentado y se sorprendió, aliviado, al darse cuenta de que sólo tenía una luxación en el hombro y unos cuantos arañazos; nada grave.
—¿Rebecca? —llamó, y le cogió un ataque de tos. Estuviera donde estuviera, el ondeante humo del descarrilamiento estaba comenzando a aumentar. Tenían que salir de ahí.
Se puso en pie y se sujetó el brazo derecho mientras miraba a su alrededor. El tren parecía haber chocado contra un almacén, un espacio enorme, vacío, hecho de hormigón, con andamios en un lado y unas cuantas luces con pantalla en lo alto. No estaba muy bien iluminado, pero cuando Billy miró hacia abajo, vio una vía dentada bajo sus pies y se dio cuenta de que seguramente se habían estrellado contra la terminal de mantenimiento del tren. Fuera donde fuera.
—Mmm. —Una silueta yacía junto a un montón de piedras humeantes.
—¡Rebecca! —Billy se acercó tambaleante, esperando que la joven se encontrara bien. Su voz parecía cargada de pánico cuando lo había llamado, cuando él no había respondido, pero estaba demasiado ocupado apretando botones para poder hablar. Lo lamentaba; al fin y al cabo sólo era una niña, y estaba aterrorizada.
Debería haberla reconfortado, algo…
Llegó hasta el cuerpo retorcido y golpeado, y comenzó a arrodillarse a su lado. Se hallaba boca abajo, con la ropa hecha jirones.
—¿Billy?
Billy se volvió y vio a Rebecca caminando hacia él, con la nueve milímetros en la mano. Tenía un hilillo de sangre que le bajaba por la frente, pero por lo demás parecía estar en perfecto estado.
La persona que tenía ante él se dio la vuelta y gimió de nuevo. Billy no podía asegurar si la lenta criatura era hombre o mujer, porque gran parte de su rostro y su cuerpo estaban deshechos, tanto por la enfermedad como por el accidente. La criatura se puso de rodillas lentamente y volvió un rostro desfigurado hacia Billy. La boca le colgaba abierta y una baba teñida de sangre se deslizaba entre los dientes rotos mientras se lanzaba contra él.
—¡Apártate! —ordenó Rebecca, y Billy no tuvo ningún problema en obedecer. Retrocedió con pies y manos, y notó que la esposa suelta se le clavaba dolorosamente en la palma de la mano izquierda. Rebecca apuntó y disparó dos veces. Ambas balas alcanzaron el cráneo fracturado de la criatura que había sido humana y acabaron con lo que le quedaba de vida. Cayó sobre el hormigón con algo que casi sonó como un suspiro.
Billy se puso en pie, y ambos pasaron unos tensos segundos recorriendo con la mirada los destrozos en busca de otros cuerpos. Si había más, estaban muy bien escondidos.
—Gracias —dijo Billy, y miró de nuevo a la patética criatura. Al menos le habían ahorrado más sufrimiento, y con dos tiros limpios. Billy estaba sorprendido y bastante impresionado por la habilidad de Rebecca—. ¿Estás bien?
—Sí. Tengo un dolor de cabeza espantoso, pero eso es todo. Ya es la segunda vez que me estrello hoy.
—¿De verdad? —preguntó Billy—. ¿Cuál fue la primera?
Rebecca sonrió, comenzó a hablar y se detuvo de golpe. Su expresión se tornó fría, y Billy sintió una auténtica punzada de tristeza; era evidente que la joven había recordado con quién estaba hablando. A pesar de todo, aún seguía pensando que era un asesino en masa.
—No tiene ninguna importancia —repuso Rebecca—. Vamos. Deberíamos salir de aquí antes de que el humo empeore.
Ambos seguían teniendo las radios, y emplearon unos momentos para buscar la pistola de Billy, que por fin hallaron medio escondida bajo un bloque de hormigón no muy lejos de donde él había despertado. La escopeta había pasado a la historia. Ninguno sugirió buscarla por el tren. Los pequeños incendios se estaban apagando, pero la espesa capa de humo negro que colgaba del techo crecía sin parar.
Atravesaron el gran almacén. Sólo encontraron una puerta a unos veinte metros de la destrozada locomotora, y muy poco más. Billy esperaba que los llevara hasta el aire fresco, a su libertad y a la seguridad para Rebecca. Desde la puerta, miró hacia atrás a los humeantes restos y una de las comisuras de la boca se le curvó hacia arriba.
—Bueno, al menos conseguimos detener el tren —bromeó.
Rebecca asintió con un gesto y sonrió levemente.
—Lo hicimos —contestó.
Se volvieron hacia la puerta. Billy respiró hondo, cogió el picaporte y la abrió.
Era una imagen surrealista; habían visto en la pantalla el tren estrellándose dentro del sótano del centro de formación y un instante después habían oído el atenuado estruendo del choque. Y también habían sentido un leve temblor en las paredes que los rodeaban. En segundos, la lente de la cámara estaba cegada por el humo.
—Deberíamos salir de aquí, ahora —dijo Birkin, que iba de un lado a otro por detrás de Wesker. No le preocupaba el fuego, ya que la vieja terminal estaba construida casi completamente de cemento, pero era difícil no notar el descarrilamiento de un tren, y no todos los polis y los bomberos de la vecindad estaban en la nómina de Umbrella. El centro estaba aislado, pero sólo sería necesaria una llamada de algún ciudadano preocupado y el trabajo de Umbrella con armas biológicas podría quedar a la luz.
Wesker ni siquiera lo estaba escuchando. Tecleó algo en los controles del monitor y cambió las imágenes de las cámaras a otras dependencias del centro, buscando algo. Casi no había dicho ni una palabra desde la última transmisión del equipo de limpieza.
—¿Estás escuchándome? —preguntó Birkin por enésima vez en los últimos minutos. Se sentía tenso y la actitud displicente de Wesker no lo ayudaba nada.
—Te oigo, William —contestó Wesker, sin dejar de mirar la pantalla—. Si quieres largarte, lárgate.
—De acuerdo. ¿Tú no vienes?
—Oh, dentro de un rato —respondió con tono calmado y sereno—. Sólo quiero comprobar unas cuantas cosas.
—¿Como qué? Yo diría que el tren ya está bastante limpio. Fue por eso por lo que vinimos, ¿no es cierto?
Wesker no contestó, sólo siguió observando las pantallas. ¡Dios, era un hombre insufrible! Ése era el problema con los sociópatas. Su incapacidad para identificarse con los demás hacía que fueran completamente egocéntricos.
Yo sí que tengo trabajo que hacer, pensó Birkin, mirando hacia la puerta. El trabajo, la familia… No se iba a quedar esperando a que Joe, el bombero, llamara a la puerta buscando una explicación sobre por qué había zombis vagando por el lugar del accidente.
—Ah, aquí lo tenemos —exclamó Wesker, y presionó una tecla bajo una de las pantallas. Era el vestíbulo principal del centro, que se había creado para dar la bienvenida tanto a oficiales como a machacas al mundo no del todo legal de White Umbrella. Y mientras miraba, una mano había aparecido y abierto una trampilla cuadrada,
Ése es el viejo túnel de acceso que sale de la terminal.
Birkin se inclinó hacia adelante, curioso a pesar de sí mismo.
Un hombre con un complicado tatuaje en uno de los brazos salió del oscuro cuadrado en la esquina noroeste de la sala; lo siguió una mujer de baja estatura vestida con el uniforme de los STARS, una muchacha en realidad. Ambos llevaban pistola y miraban el vestíbulo finamente decorado con una expresión que Birkin era incapaz de interpretar a través de la pequeña pantalla.
—¿Quién diablos son esa gente? —preguntó.
—La chica es una novata de los STARS, del equipo B —contestó Wesker—. Nadie importante. Al hombre no lo conozco.
—¿Crees que podían estar en el tren?
—No puede ser de otro modo —repuso Wesker.
Birkin sintió que lo invadía de nuevo el pánico.
—¿Qué vamos a hacer?
Wesker alzó la mirada hacia él con una ceja arqueada.
—¿Qué quieres decir?
—Están…, bueno, la chica está con los STARS, y a saber para quién trabaja él. ¿Qué pasa si se escapan?
—No seas obtuso, William. No se escaparán. Aunque el centro no estuviera sellado, está lleno de portadores por todas partes. Lo único que tienen que hacer es abrir una puerta o dos, y dejarán de ser una preocupación.
El tono indiferente de Wesker era escalofriante, pero no le faltaba razón. Las posibilidades de que alguien saliera del centro eran muy escasas o nulas.
Mientras los observaban, los dos intrusos, barriendo con las pistolas de lado a lado, atravesaron sigilosamente la gran sala, la única en todo el edificio en la que no había infectados. Después de inspeccionarla a fondo, la chica empezó a subir por la gran escalinata y se detuvo en un pequeño rellano entre pisos. En él había un retrato de grandes proporciones del doctor Marcus. La chica pareció sorprenderse, como si lo reconociera. El hombre del tatuaje se unió a ella, y Birkin pudo comprobar que estaba leyendo en voz alta la plaquita que figuraba bajo el retrato: DOCTOR JAMES MARCUS, PRIMER DIRECTOR GENERAL.
Birkin se removió inquieto. Odiaba ese cuadro. Le recordaba cómo había conseguido su auténtica entrada en Umbrella, y eso era algo en lo que no le gustaba pensar.
«Atención. Les habla el doctor Marcus.»
Birkin pegó un brinco, y miró alrededor con los ojos muy abiertos y el corazón latiéndole a toda prisa. Wesker ni siquiera hizo un gesto, pero subió el volumen del antiguo aparato intercomunicador que había en la consola y la voz de un hombre que llevaba diez años muerto resonó en los espacios vacíos y los corredores de todo el centro.
«Por favor, guarden silencio mientras reflexionamos sobre el lema de nuestra compañía. La obediencia genera disciplina. La disciplina genera unidad. La unidad genera poder. El poder es vida.»
El hombre y la mujer de la pantalla también estaban mirando a todos lados, pero Birkin casi no les prestaba atención. Agarró a Wesker por el hombro, nervioso. Era una grabación que no había oído desde que él y Wesker habían sido estudiantes en ese centro.
Quién…, dónde…
Wesker gesticuló con la mano indicando la pantalla, donde la imagen estaba desapareciendo. Pareció parpadear, y luego se sorprendieron al ver a un joven en otra localización. Birkin no reconoció la sala, pero el joven que les devolvía la mirada le parecía conocido. Llevaba el pelo largo y tenía los ojos negros, y probablemente estaba en los veintitantos. También tenía una sonrisa seca y cruel, tan fina y cortante como una hoja de acero.
—¿Quién eres? —preguntó Wesker, sin esperar realmente una respuesta. El audio no estaba conectado…
El joven se puso a reír, y el sonido salió por el intercomunicador como si fuera seda negra. No era posible, él no llevaba auriculares, y no estaba cerca de ningún sistema intercomunicador, pero de todas formas lo podían oír claramente.
—Fui yo quien esparció el virus-T por la mansión —contestó el joven, con voz fría. Su sonrisa se hizo más irónica—. No hace falta decir que también he contaminado el tren.
—¿Qué? —soltó Birkin— ¿Por qué?
La fría voz del joven pareció hacerse más profunda.
—Venganza. Contra Umbrella.
Se volvió de espaldas a la cámara y alzó los brazos hacia las sombras. Birkin y Wesker se inclinaron sobre la pantalla, intentando ver qué estaba haciendo el joven. Pero sólo vieron movimientos en la oscuridad y oyeron algo semejante al ruido que produce el agua.
El joven se volvió para mirarlos, con una sonrisa aún más sardónica. Y desde las sombras surgió un hombre alto y distinguido, con traje y corbata y el blanco cabello engominado peinado hacia atrás. Sus rasgos estaban marcados por la edad, pero eran enérgicos, acostumbrados a dar órdenes. Era el mismo rostro que había en el retrato del vestíbulo.
—¿Doctor Marcus? —exclamó Birkin ahogadamente.
—Hace diez años, el doctor Marcus murió asesinado por Umbrella —explicó el joven, y su voz era casi un gruñido—. Y vosotros los ayudasteis, ¿no es cierto?
Rió de nuevo, con una risa oscura y suave, una risa que no prometía ninguna clemencia. Birkin y Wesker miraban atónitos y en silencio la presencia visible y viviente de un hombre al que habían visto morir hacía una década.
El joven cantó, y ellos, los muchos, sus niños, apartaron la cámara y manipularon los controles que permitían que su voz viajara. Ya había dicho todo lo que quería decir, al menos de momento. Quedaba mucho por hacer, muchas posibilidades por considerar. Las cosas se iban desarrollando, siempre en nuevas direcciones.
Cantó una canción más lenta, y el cuerpo de Marcus se descompuso en sus muchos niños. Se reunieron a sus pies y subieron por su cuerpo, acariciándolo, adorándolo. Dispuestos a esperar a que decidiera cuál sería el paso siguiente.
No tenía ningún plan, aparte de la destrucción de Umbrella. Había empleado, y seguiría haciéndolo, todos los métodos que tenía a su alcance: el virus, los muchos, las falsas imágenes que los muchos eran capaces de crear, como la de Marcus. Ésta había sido como regalo para Albert y William, y sin duda los había dejado asustados y confusos.
El joven sonrió. Qué casualidad que de entre todos fueran ellos los que presenciarían la caída de Umbrella. Con suerte, tendría la oportunidad de verlos morir, de permanecer ante ellos como ellos habían estado, sin ninguna piedad, observando a su mentor en sus últimos y desesperados momentos. Aunque sus muertes no tenían ninguna importancia en el conjunto. Lo que importaba era que Umbrella pronto dejaría de existir.
Pensó en el hombre y la mujer del tren, en cómo los podría usar una vez que habían entrado en el complejo. Su primera idea había sido matarlos para evitar que se entrometieran, pero eso parecía un desperdicio. Después de todo, ¿no había pasado Umbrella a ser también su enemigo? Lucharían por su vida, lucharían por ser libres, y si lo conseguían, inmediatamente atraerían la atención sobre el desastre, lo que él siempre había visto como la cruz sobre la tumba de Umbrella. Podía destruir sus laboratorios, matar a sus empleados, pero ellos siempre podían construir otros laboratorios, contratar a otros empleados. Sin embargo, una vez que el faro de la prensa internacional se hubiese vuelto hacia Umbrella, su ruina sería completa. Y el mundo por fin podría saber su nombre.
El centro estaba sellado, naturalmente. Lo habían diseñado con casi tantos trucos en las puertas y tantos pasajes escondidos como la mansión Trevor, que había sido construida una década antes. Oswell Spencer, uno de los cofundadores de Umbrella, había vivido obsesionado con las películas y los libros de espías, y tan paranoico como cualquier megalómano, lo que aseguraba un sellado extremadamente seguro. Había llaves ocultas, puertas que no se abrían sin las piezas que les faltaban, e incluso una habitación o dos diseñadas para atrapar a los incautos intrusos. No sería fácil que nadie escapara.
Además había otros hombres falsos repartidos por todo el complejo, hombres creados por los muchos, todos preparados para infectar a cualquiera que se acercara; ellos habían sido los primeros que lo habían ayudado a esparcir el virus. Pero había llegado el momento de usarlos para abrir el centro de formación, para buscar las llaves y abrir las puertas, para asegurarse de que el hombre y la mujer tuvieran por lo menos una oportunidad de sobrevivir. Tenían muy pocas posibilidades, ya que los hombres falsos no eran los únicos portadores del virus que vagaban por las salas, pero el hombre y la joven ya habían demostrado ser mucho más resistentes que la mayoría.
El joven se puso a reír pensando en Albert y William, y preguntándose qué pasaría por sus cabezas. Los alumnos más brillantes de James Marcus, que trabajaban para minimizar los daños para Umbrella. Después de todos estos años. Era una gran ironía.
Los niños lo arrullaban, lo cubrían, encantados de su risa y cantando su propia dulce canción, una canción de caos e interdependencia, mientras sus cuerpos fríos y resbaladizos, hinchados de la sangre de sus enemigos, se mezclaban y lo envolvían.
«… genera poder. El poder es vida.»
La poderosa voz se desvaneció y el gran salón volvió a sumirse en el silencio. Tenía que ser una grabación o algo así. No sonaba como algo vivo, pero alguien la había puesto en marcha, y Rebecca pensó que tenía una idea sobre quién podría ser. Devolvió su atención al retrato del doctor Marcus y notó que un escalofrío le recorría la columna.
—Vaya, eso sí que era sobrecogedor —dijo Billy.
—No tan sobrecogedor como verlo en el tren —expuso Rebeca, señalando el retrato con un gesto—. Formado por bichos pringosos.
—Quizá sea otro estado de la enfermedad, o algo así —aventuró Billy.
Rebecca hizo un gesto de asentimiento, aunque dudaba de que fuera así. La gente zombi que habían visto en el tren y el hombre del vagón restaurante, que al parecer era una especie de James Marcus, no tenían los mismos síntomas.
—O quizá las sanguijuelas infectaron a alguna gente y…, no lo sé, se ganaron a otra gente —repuso finalmente.
—Sí —dijo Billy. Se pasó la mano por el cabello y le sonrió con una sonrisa sorprendentemente agradable—. Bueno, deberías buscar un teléfono o algo así y llamar para que vinieran tus amigos.
Su tono era desdeñoso. La mano de Rebecca apretó los nueve milímetros con más fuerza.
—¿Y qué vas a hacer tú?
Billy se volvió y comenzó a bajar las escaleras con paso ligero.
—He pensado que podría dar una vuelta —contestó.
Rebecca lo siguió mientras se dirigía hacia la puerta principal, sin saber qué hacer o qué decir. Dudaba realmente de que pudiera dispararle, sobre todo después de que le hubiera salvado la vida, pero tampoco podía dejarlo irse sin más.
—No creo que sea una buena idea —replicó.
Billy abrió la puerta. El aire nocturno, fresco y húmedo, entró de golpe, como si la lluvia se hubiera tornado chirimiri.
—Aunque aprecio que te preocupes por mí, creo que me he ganado tener un poco de iniciativa, ¿no crees? Así que…
Se detuvo a media frase sin acabar de dar el paso, contemplando el paisaje cubierto por la lluvia que tenían ante sí. El centro, al parecer, se había construido en la ladera de una colina. Ante ellos había un camino pavimentado, lo suficientemente grande para ser una carretera, que se extendía unos diez metros y luego se detenía abruptamente, cayendo hacia la nada.
Avanzaron juntos hasta el final del camino. Había faroles a ambos lados de la puerta principal. Sólo funcionaba uno, pero era suficiente para ver que, sin una cuerda, ninguno de los dos iría a ningún lado. El camino acababa en una línea irregular de escombros, sobre una pendiente que caía en picado unos cinco metros, tal vez más. Estaba demasiado oscuro para ver bien.
—¿Qué estabas diciendo? —se burló Rebecca.
—Pues bien. Buscaré otra puerta —insistió Billy, y se volvió para mirar el edificio. Parecía una casa señorial, y sin duda estaba decorada como el refugio de fin de semana de algún millonario forrado, pero ambos habían visto el letrero: CENTRO DE FORMACIÓN DE UMBRELLA incrustado en el mármol del suelo. Tenía aspecto de abandonada, pero había electricidad, luces… Claro que todo lo que habían visto hasta el momento era el lugar donde se había estrellado el tren, el extravagante recibidor y el túnel medio sumergido que conectaba los dos. No mucho para poder juzgar.
—He visto al menos dos ahí dentro, eso sin contar lo que sea que está en lo alto de las escaleras —prosiguió Billy—. Y si todo lo demás falla, quizá pueda arrastrarme por el tren hasta llegar afuera.
—Suponiendo que mis amigos no aparezcan antes —dijo Rebecca. Dio un paso atrás, cogió la radio y apretó la señal de transmitir. La radio de Billy pitó en respuesta, pero fue la única. Después de un largo momento de silencio, el único sonido fue el de la lluvia goteando en árboles lejanos.
—Suponiendo que encuentres un teléfono.
¡Dios, qué hombre más irritante! Rebecca se dirigió de vuelta a la casa, ligeramente sorprendida de sentirse lo suficientemente segura como para darle la espalda a Billy. Aunque si él hubiera querido verla muerta, había tenido ya múltiples oportunidades. A pesar de sus intenciones, tenía dificultades para pensar en él como en alguien peligroso. Su instinto le decía lo contrario, y ésa era una de las primeras lecciones que se enseñaba a los STARS: puede que malinterpretes tu intuición, pero ésta nunca se equivoca.
Billy la alcanzó cuando entraba en la casa, y ambos se detuvieron, observando. El cuadro de Marcus había desaparecido. En su lugar había un portal, una abertura oscura en la pared. Desde su posición al final de las escaleras no podían ver qué había al otro lado.
Rebecca estaba a punto de decirle a Billy que se quedara atrás cuando él avanzó con la pistola preparada. Mientras el hombre cubría el área, con una actitud y una mirada completamente alerta, Rebecca tuvo de nuevo una fuerte sensación de que él no era lo que al principio había parecido ser.
Y no es que yo necesite protección.
Se puso a su altura, examinando la habitación como le habían enseñado, y juntos subieron las escaleras y se detuvieron en el rellano. La nueva puerta daba a unas escaleras que iban hacia abajo por un corredor neutro y tenuemente iluminado.
—¿Preguntas?, ¿comentarios? —-dijo Billy, mirando hacia abajo.
—Alguien quiere que bajemos —repuso la joven.
—Eso mismo estaba pensando yo. Y también pienso que podría no ser muy buena idea.
Rebecca asintió con la cabeza. Se alejó de la abertura y buscó otras opciones a su alrededor. Había dos puertas en la parte baja, una en la pared de la izquierda y otra en la de la derecha. En el segundo piso vio cuatro puertas más desde donde se hallaba. Mientras miraba, el sonido de un fuerte golpe le llegó desde algún lugar a su espalda, de algún lugar en el interior del corredor neutro y oscuro que se abría en el rellano de las escaleras. Sonaba como algo muy suave y muy pesado cayendo al suelo. Sin mediar palabra, ambos se alejaron de la abertura.
—¿Te parece que sigamos con nuestra tregua durante un rato más? —preguntó Billy, y aunque su voz era despreocupada, no sonreía.
Rebecca asintió con un gesto de cabeza.
—De acuerdo —respondió, preguntándose en qué se habrían metido y qué tendrían que hacer para salir de allí.
Capítulo 7
Regresaron al vestíbulo. Billy se alegraba de que la joven estuviera de acuerdo en seguir cooperando. Ese lugar, fuera lo que fuera, era sin duda un mal rollo. La chica podía ser inexperta, pero al menos no le faltaba ningún tornillo.
—Deberíamos separarnos —dijo Rebecca.
Billy lanzó una carcajada totalmente falta de humor.
—¿Te has vuelto loca? ¿Es que nunca has visto una película de terror? Además, mira lo que pasó la última vez.
—Si no recuerdo mal, encontramos la llave de aquel maletín. Y lo que necesitamos ahora es una forma de salir de aquí.
—Si, claro, pero vivos —replicó Billy—. Se ve en todo que este lugar es territorio hostil. Si sugerí que hiciéramos una tregua fue porque no quiero morir, ¿lo pillas?
—Hasta ahora te las has arreglado para cuidarte bastante bien —insistió Rebecca—. No digo que nos tengamos que meter en líos. Sólo abrir unas cuantas puertas, eso es todo. Y ahora tenemos las radios.
Billy suspiró.
—¿Los STARS no te hablaron del trabajo en equipo?
—La verdad es que ésta es mi primera misión —reconoció Rebecca—. Mira, echamos una ojeada y nos llamamos si encontramos algo. Yo voy arriba y tú miras por aquí abajo. Si las radios se estropean, nos encontramos aquí dentro de veinte minutos.
—No me gusta nada.
—No tiene que gustarte, pero debes hacerlo.
—Señor, sí, señor —se burló Billy. No podía negar que a la joven no le faltaba madera de líder, aunque tal vez no resultara tan difícil dar órdenes a un condenado cuando trabajabas del lado de la ley—. ¿Y tú, qué edad tienes? Me gustaría saber que recibo órdenes de alguien ligeramente más maduro que la media de chicas exploradoras.
Rebecca le lanzó una mirada asesina, luego se volvió y se dirigió hacia las escaleras. Unos segundos después, Billy oyó que se cerraba una puerta. Echó una mirada al vestíbulo.
Bueno. Pito, pito…
—Colorito —dijo Billy, y se dirigió hacia la pared izquierda. No quería hacerlo solo, prefería tener refuerzos, pero probablemente fuera mejor así. Si encontraba una salida podría largarse, después de todo. La llamaría para decirle adiós de camino. Dejarla atrás no le haría sentirse muy bien, pero la joven podría esconderse y esperar a que la rescataran; no le pasaría nada. Él no podía olvidar su salud, y si algún otro STARS aparecía por allí, o la policía de Raccoon City o los de la policía militar, se encontraría regresando a Ragithon antes de darse cuenta.
Apartó esa idea de su cabeza y se acercó a una puerta. Se había sentido bastante hecho polvo desde que lo habían condenado, furioso y angustiado a partes iguales. Desde el accidente del jeep había sido capaz de olvidar su cita con la muerte, algo necesario si quería pensar con claridad. Tenía que seguir así.
—Veamos qué hay detrás de la puerta número uno —murmuró mientras abría la puerta. Se tensó, alzó la pistola y apuntó. Era un comedor y había sido bastante elegante. Pero en ese momento tres hombres infectados vagaban alrededor de la destrozada mesa que se hallaba en el centro de la sala, y los tres se estaban volviendo hacia él. Tenían el aspecto de zombis, con la piel gris y rasgada, y los ojos en blanco. Uno de ellos tenía un tenedor clavado en un hombro.
Rápidamente, Billy retrocedió y cerró la puerta, esperando a ver si alguna de las criaturas sabía arreglárselas con el pomo de la puerta. La soledad del vestíbulo le pesaba en la espalda como una fría mirada. Unos segundos después oyó que rascaban la madera y luego un gruñido grave y frustrado, un sonido tan carente de inteligencia como parecían estar los zombis.
Bueno. La casa, el centro de formación o lo que fuera, estaba infectada al igual que el tren. Eso respondía a esa pregunta en concreto. Agarró la radio y apretó el botón de transmisión.
—Rebeca, responde. Tenemos zombis por aquí. Cambio.
Recordó la cosa escorpión gigante y sintió un escalofrío. Ojalá sólo fueran zombis lo que había ahí.
Hubo una pausa y luego sonó una voz juvenil.
—Recibido. ¿Necesitas ayuda? Cambio.
—No —contestó Billy, molesto—. Pero ¿no crees que deberíamos reconsiderar tu plan? Cambio.
—Eso no cambia nada —repuso ella—. Aún tenemos que encontrar una salida. Sigue buscando y dime lo que encuentres. Cambio y corto.
Magnífico. La chica maravillosa seguía con el plan. Así que hacia la puerta número dos, a no ser que quisiera probar suerte con tres de esas cosas. Se volvió y atravesó la estancia, pensando que eso sólo sería desperdiciar municiones, y era cierto. También era cierto que no quería disparar contra gente enferma, por muy enloquecidos… Y los zombis estaban realmente idos de la cabeza, así que si podía evitarlos, mejor.
Abrió la segunda puerta y la aguantó, con todos los sentidos en alerta. Daba a un lujoso corredor que se dirigía hacia su derecha y torcía a pocos metros. No se oía nada, ni ruido ni movimiento, y olía a polvo, nada más terrible. Esperó un momento, luego entró en el corredor y dejó que la puerta se cerrara a su espalda.
Avanzó sigilosamente ayudado por la espesa moqueta que apagaba el sonido de sus pasos. Dobló la esquina con el arma por delante y dejó de contener la respiración cuando vio que el corredor seguía estando desierto. Hasta ahí, todo bien. El corredor seguía y volvía a torcer un poco más adelante, pero había una puerta a la izquierda por la que Billy podía probar suerte.
La abrió lentamente, y sonrió al encontrarse en un baño vacío, con una fila de lavabos que se veían desde la puerta.
—Eso me recuerda… —dijo mientras entraba. Revisó la sala rápidamente. Había lavabos a ambos lados de la habitación con forma de U, cuatro cubículos con váteres cubrían la tercera pared, discretamente ocultos desde la puerta. Por muy elegante que fuera la casa, parecía estar abandonada, quizá desde hacía poco. La puerta de uno de los cubículos colgaba de las bisagras medio arrancadas, el asiento del váter parecía roto y había unos cuantos trastos tirados por el suelo: botellas vacías, tiestos con plantas y extraños restos en un baño. Encontró una botella de plástico de gasolina en uno de los cubículos. Por otro lado, en un barreño había agua relativamente limpia… Lo que, teniendo en cuenta la urgencia de su visita, ya le estaba bien.
Un minuto después, se estaba subiendo la cremallera cuando oyó que alguien entraba en el baño. Un paso, luego una larga pausa. Otro paso.
¿Había cerrado la puerta? No lo recordaba, y se maldijo en silencio por el despiste. Alzó la pistola, giró sobre los talones en silencio y abrió ligeramente la puerta del cubículo. Desde ahí no podía ver la puerta, pero sí parte de la sala reflejada en un largo espejo que había frente a los lavabos. Mantuvo el arma en alto y esperó.
Un tercer paso, y de nuevo silencio. Quien fuera tenía los pies mojados, porque oía el sonido de succión que producía al levantar los zapatos del suelo. Y con el cuarto paso vio un perfil en el espejo y salió del cubículo, sintiendo una extraña mezcla de horror y alivio mientras se preparaba para disparar. Era un zombi, un hombre, con el rostro brillante y sin expresión. Miraba al vacío mientras se balanceaba ligeramente, intentando mantener el equilibrio. Los zombis resultaban asquerosos, pero al menos eran relativamente lentos. Y aunque no le gustara mucho ese trabajo, matarlos sin duda era un acto de piedad.
El zombi dio otro paso y se puso en la línea de fuego de Billy. Éste apuntó cuidadosamente sobre la oreja derecha del ser. No quería malgastar un tiro.
Y el zombi se volvió de golpe, rápidamente, a mayor velocidad de la que tenía derecho a moverse. Se agachó ligeramente, miró a Billy a través de un ojo inyectado en sangre mientras el otro miraba hacia la pared, y fue a por él.
Aún estaba a dos metros de distancia… pero el brazo se le estaba alargando; se le adelgazaba mientras lo lanzaba contra Billy como una goma elástica, y el tejido de su camisa húmeda e incolora se estiraba con él.
Billy lo esquivó. La mano del ser le pasó sobre la cabeza y se estrelló contra la puerta del cubículo con un golpe húmedo. Luego se retiró, recuperando su forma junto al cuerpo inhumano que parecía un zombi.
En el tren, como Marcus…
Estaba lo suficientemente cerca para ver el movimiento de la ropa de la criatura y el extraño efecto ondeante del brazo al volver a su lugar. Sanguijuelas, la maldita cosa estaba hecha de sanguijuelas. Y cuando eso avanzó un paso, Billy retrocedió hasta meterse en el cubículo mientras disparaba contra el rostro húmedo y carnoso.
La cosa dudó un instante, y un líquido negro rezumó de la herida que le apareció justo bajo el ojo derecho. Y de golpe la herida desapareció, una piel falsa se extendió sobre ella y las sanguijuelas se recolocaron. Podían regenerarse.
La cosa dio otro paso y Billy cerró la puerta del cubículo de una patada y la aguantó con el pie. Su mente recorría las posibilidades y las descartaba a la misma velocidad.
Llama a Rebecca, no hay tiempo; sigue disparando, no tengo suficientes balas; sal corriendo, me cierra el paso…
Billy bufó de frustración, y su enloquecida mirada cayó sobre la botella de gasolina de plástico rojo. Se inclinó hacia adelante, aguantando la puerta con el hombro y se metió la mano en el bolsillo del pecho. Allí, bajo una de las balas de la escopeta…
Sacó el mechero que había encontrado en el tren, dando gracias por haberlo cogido, y alzó la botella de gasolina. La esposa suelta golpeó contra el plástico. No estaba llena ni hasta la mitad.
Dios, espero que sea realmente gasolina.
Algo golpeó la puerta como si fuera un ariete. Billy salió rebotado, pero se lanzó de nuevo contra ella, con el hombro dolorido, mientras desenroscaba el tapón de la botella con una mano temblorosa. La criatura fue horrible y extrañamente silenciosa al volver a cargar contra la puerta, golpeando con fuerza suficiente para mellar el metal.
El mareante olor a gasolina llenó el pequeño cubículo. Billy arrancó el rollo de papel higiénico de la pared… y la puerta se abrió de golpe, arrancada de cuajo por otro potente golpe inhumano. La criatura estaba allí, balanceándose, con su extraño ojo buscando a Billy, clavándose en él.
Billy alzó la botella mientras recuperaba el equilibrio y se salpicó de gasolina. Sacudió la botella hacia adelante y lanzó su contenido sobre el pecho de la criatura.
La reacción fue inmediata y repugnante. El cuerpo comenzó a retorcerse, a temblar, y un chillido agudo inundó la sala. No era una voz, sino miles de diminutas criaturas aullando al mismo tiempo. Un fluido oscuro y espeso empezó a manar de cada supuesto poro del cuerpo y el rostro.
Billy le lanzó una potente patada y la cosa se tambaleó hacia atrás, aún cohesionada, aún chillando, y con el sonido clavándose en cada rincón de la sala. Billy no sabía si la gasolina sola sería suficiente, y no se iba a quedar a verlo. Abrió el mechero, le dio a la rueda y sujetó el rollo de papel higiénico sobre las llamas. Un segundo después, el papel ardía.
Billy saltó fuera del cubículo y esquivó al monstruo chirriante. En cuanto lo hubo sobrepasado, se volvió y le lanzó el papel en llamas. Éste golpeó al hombre-sanguijuela justo por debajo de la clavícula, y el enloquecedor chillido se intensificó durante un horrible y ensordecedor segundo mientras las llamas lo envolvían, antes de que se deshiciese en mil trozos ardientes. Una especie de charco negro y llameante se formó sobre las losetas del suelo, y los grititos individuales fueron muriendo en cuestión de segundos.
Unas cuantas sanguijuelas se retorcieron saliendo de las llamas, pero estaban desorganizadas y se deslizaron subiendo por las paredes sin ningún orden y reptando junto a los pies de Billy. Éste retrocedió, alejándose de ellas y del burbujeante fuego, mientras volvía a guardarse el mechero en el bolsillo y se acercaba a la puerta.
De vuelta en el corredor, respiró hondo, soltó el aire lentamente y agarró la radio. Ya no le importaban los planes de Rebecca. Iban a reunirse lo antes posible y salir a toda prisa de este lugar aunque tuvieran que agujerear las paredes con sus propias manos.
4 de diciembre
Cuando comenzamos, tenía mis dudas, pero esta noche lo estamos celebrando. Finalmente lo hemos logrado, después de todo este tiempo. Vamos a llamar Progenitor al nuevo virus que hemos creado. Es una idea de Ashford, pero me gusta. Comenzaremos a probarlo inmediatamente.
23 de marzo
Spencer dice que va a crear una empresa especializada en investigación farmacéutica, quizá en la rama de producción de medicamentos. Como siempre, él es el empresario del grupo. Su interés en el Progenitor es sobre todo económico. Quiere vernos alcanzar el éxito, lo que significa que nos sigue financiando, y mientras siga firmando cheques, puede hacer lo que le dé la gana.
19 de agosto
El Progenitor es una maravilla, pero sus aplicaciones aún no están probadas. Justo cuando pensábamos que teníamos documentada la velocidad de amplificación, cuando tenemos media docena de pruebas que dan el mismo resultado, todo se viene abajo. Ashford sigue apostando por trabajar sobre los números de la citosina, y vuelve a ello una y otra vez, pero está soñando. Debemos seguir mirando por otros lados.
Spencer sigue pidiéndome ser el director de este nuevo centro de formación. Quizá sea por el negocio, pero se está poniendo intolerablemente insistente. En cualquier caso, me lo estoy pensando. Necesito un lugar donde poder explorar adecuadamente las nuevas posibilidades del virus, un lugar donde nadie interfiera conmigo.
30 de noviembre
Maldito sea. «Vamos a divertirnos, James —me ha dicho—, por los viejos camaradas y los buenos tiempos.» Es una estupidez. Lo que quiere es que el Progenitor esté listo ya. Sus «amigos» en su club de White Umbrella, con sus ridículos juegos de espías para los ricos y hastiados, quieren algo excitante con lo que jugar, algo que subastar, y no quieren esperar a que esté listo. Idiotas. Spencer piensa que en el fondo todo será un asunto de dinero, pero está equivocado. No es de eso de lo que va todo esto. Tengo que reforzar mi posición, vigilar a mi reina, por así decirlo, o me pisotearán.
19 de septiembre
¡Por fin, por fin! He creado un plásmido con ADN de sanguijuelas y luego lo he recombinado con el Progenitor, ¡y es estable! Ha sido el avance que estaba esperando. Spencer estará contento, maldito sea, aunque sólo le diré que ha habido algunos progresos, no hasta qué punto, ni cómo. Le he puesto el nombre que doy a Spencer privadamente. Lo llamaré T, de Tirano.
23 de octubre
No puedo pensar en ellos como seres humanos. Son sujetos para pruebas, eso es todo, eso es todo. Sabía que mis investigaciones llegarían algún día a este punto. Lo sabía y… no pensé que sería así.
No debo perder de vista mis objetivos. El virus-T es magnífico. Esos sujetos deberían sentirse honrados de experimentar tal perfección. Sus vidas preparan el terreno hacia un mayor conocimiento.
Sujetos experimentales. Eso es todo. Son peones. A veces hay que sacrificar los peones para conseguir un bien superior.
13 de enero
Mis mascotas han ido progresando. Con su propio ADN en el virus recombinante pensé que podría predecir cómo los alteraría la infección, pero me equivoqué. Han comenzado a formar colonias, como las hormigas o las abejas. Ningún individuo es mejor que otro, sino que trabajan juntos, con una mentalidad de colmena, uniéndose para alcanzar objetivos más elevados. Mi objetivo. Al principio no lo supe ver, estaba ciego, pero es mucho más gratificante que el trabajo con los humanos. Debo continuar estos experimentos, sin embargo… no puedo revelar que he descubierto el verdadero sentido, el valor de T y lo que representa. Spencer querría intentar apoderarse de él, lo sé. Mi rey está al descubierto.
11 de febrero
Han estado vigilándome. Entro en el laboratorio y veo que han movido cosas. Intentan ocultarlo, hacen ver que todo está igual, pero yo lo noto. Es Spencer, maldita sea su alma, sabe lo de mis sanguijuelas, lo de mi hermosa colonia, y esto, esta persecución, no acabará hasta que uno de nosotros muera. No puedo confiar en nadie… Quizá en Albert y William, mis torres, ellos creen en mi trabajo, pero tendré que eliminar a algunos de los otros. El juego se acerca a su final. Ellos intentarán ir a por mi reina, pero seré yo quien gane la partida. Jaque mate, Oswell.
Ésa era la última anotación. Rebecca cerró el diario y lo dejó junto al juego de ajedrez que estaba colocado en el centro del escritorio. Cuando encontró el alijo oculto, pensó que los rudimentarios mapas serían el premio. Había dos; uno mostraba lo que parecían ser los tres pisos de los sótanos del edificio, incluidas unas cuantas zonas sin señalizar que quizá condujeran al exterior. El otro parecía ser de la parte superior, con una habitación marcada como OBSERVATORIO junto a una área abierta y amplia marcada como BALSA CRIADERO. Pero el pequeño diario encuadernado en cuero, polvoriento y arrugado por los años —Rebecca no sabía cuántos años exactamente, pero una de las anotaciones sobre el trabajo con sanguijuelas tenía «1988» escrito en la esquina superior—, había sido un auténtico descubrimiento. Seguramente estaba escrito por James Marcus, al parecer el creador del virus-T, el mismo virus que convertía a la gente en zombi y había infectado el tren y posiblemente la mitad del bosque de Raccoon, si se tomaban los últimos asesinatos como una pista.
Rebecca contempló la extraña decoración de la sala, el tablero gigante de ajedrez que cubría el suelo, la mente que había detrás. Evidentemente, hacia el final se había vuelto loco con sus divagaciones sobre el ajedrez y sobre el «verdadero sentido» del virus. Tal vez hacer experimentos con personas había sido demasiado para él.
Su radio emitió la señal de llamada. En cuanto apretó el botón de recepción, la voz jadeante de Billy le resonó en el oído.
—¿Dónde estás? Tenemos que reagruparnos, ahora mismo. ¿Hola? Ah, cambio.
—¿Qué ha pasado? Cambio.
—Lo que ha pasado es que me he topado con otra de esas personas-sanguijuelas y ésta ha estado a punto de acabar conmigo. Los zombis sé cómo manejarlos, pero esas cosas se comen las balas, Rebecca. No tenemos suficiente munición para mantenerlas a raya. Cambio.
«Han comenzado a formar colonias, como las hormigas o las abejas.»
¿Quién las estaría controlando? ¿Marcus? ¿O habrían desarrollado su propio líder? ¿Una reina?
—De acuerdo —respondió Rebecca. Cogió los planos del sótano y del observatorio que había encontrado y se los metió bajo el chaleco mientras se ponía en pie. Después de dudar un segundo, agarró también el diario y se lo metió en el bolsillo de la cadera—. Reúnete conmigo en el rellano, donde estaba el cuadro de Marcus. Tal vez haya encontrado la salida, cambio.
—Voy para allá. Vigila. Cambio y corto.
Rebecca se apresuró a salir del cuarto y a recorrer el distribuidor, moviéndose con rapidez. No había llegado muy lejos en su exploración, sólo a una sala de reuniones vacía y luego a la oficina con los ajedreces. Por suerte, no se había topado con nada hostil. Billy tenía razón con respecto a los hombres-sanguijuela, no había forma de que pudieran contener a más de esos seres. De hecho, era muy posible que la única razón por la que todas las sanguijuelas que había en el tren no los hubieran atacado era porque las habían llamado. Tenía la vaga esperanza de quedarse tranquilamente en la casa hasta que llegara ayuda, pero después de leer el diario de Marcus y de oír que el centro de formación estaba infectado, tenían que salir de ahí.
Después de todo por lo que había pasado esa noche —el aterrizaje forzoso con el helicóptero, el tren, Billy, el descarrilamiento, y esto— aún seguía esperando que apareciera la caballería, que otra persona se hiciera cargo, que la enviaran a casa para poder cenar caliente y acostarse, y despertarse al día siguiente y comenzar de nuevo su vida normal. Pero al parecer era todo lo contrario, y cada vez estaba más metida en el misterio de Marcus y sus creaciones, de Umbrella y sus malvados experimentos.
El joven se había retirado a un lugar donde la colmena se podía reunir con comodidad, un espacio grande, cálido y húmedo, y alejado de la luz del día. Los muchos lo rodeaban, cantando sus inarmónicas canciones de agua y oscuridad, pero no conseguían tranquilizarlo. Había observado con una fría furia cómo la chica —el asesino la había llamado Rebecca— robaba el diario de Marcus y se lo metía en el bolsillo antes de salir del despacho. No era para eso que él había dejado abierto el escritorio, en absoluto. El mapa del observatorio, se suponía que sólo debía coger el mapa.
Los dos se acababan de reunir delante del cuadro, ambos hablando al mismo tiempo, sin duda explicándose lo que habían encontrado, sus proezas criminales. Podía ver a la ladrona y al asesino en la pantalla de vídeo a un lado de su nuevo entorno, en lo más bajo de la planta de tratamiento, pero los podía ver mejor a través de las docenas de pares de ojos rudimentarios que los observaban, sus niños que los contemplaban desde las sombras. Las mentes de los muchos eran poderosas, capaces de enviarse imágenes unos a otros y también a él; así era como podían trabajar juntos de una forma tan efectiva. Rebecca y Billy no tenían ni idea de lo vulnerables que eran, o de la facilidad con que él podía arrebatarles la vida. Seguían vivos sólo por su voluntad.
Una ladrona y su amigo asesino. Billy había matado a un colectivo. Lo había quemado. Los pocos supervivientes aún se estaban arrastrando hacia su amo, con sus pobres cuerpos chamuscados, demostrándole la muerte del todo por su falta de cohesión. ¿Cómo había osado, ese hombre sin importancia, ese insecto miserable?
Rebecca sacó los mapas y ambos los estudiaron, demasiado estúpidos, sin duda, para saber qué se esperaba de ellos. El observatorio era la clave de su huida, pero sin duda lo intentarían primero por el sótano. Ya le iba bien. Ya no estaba tan seguro de querer que escaparan.
Comenzaron a bajar las escaleras, y desaparecieron de la pantalla y de los ojos de los muchos, pero sólo durante un instante. Mientras, la pareja volvía a aparecer en la pantalla a través de otra cámara; se detuvieron y contemplaron la masa de cuerpos arácnidos, muertos y encogidos en el suelo. Había cuatro arañas gigantes, y todas habían muerto hacía sólo unos instantes. Habían sido eliminadas para que Rebecca y su amigo pudieran evitar su veneno. Las arañas eran otro experimento, uno condenado a fracasar por ser demasiado lentas y demasiado difíciles de manejar, pero eran lo suficientemente letales como para que el joven se hubiese preocupado. Lo empezaba a lamentar. Ver morir a la ladrona y al asesino sería un placer, a pesar de lo que eso representaba en sus planes contra Umbrella. La pareja siguió avanzando sin saber que los observaban las criaturas que habían matado a las arañas y que en estos momentos se escondían en sus cuerpos hinchados y segmentados.
¿Qué hacer? Si los mataba aplacaría una necesidad propia, la necesidad de vengar las vidas de sus niños, la necesidad de afirmar su control. Pero denunciar a Umbrella era la prioridad. Llevar la compañía a la ruina al abrir su apestoso corazón era lo que Billy y Rebecca harían con toda seguridad, si sobrevivían.
Los dos siguieron el corredor hasta el final, luego atravesaron la puerta de un despacho abandonado hacía tiempo. Después de consultar el mapa brevemente, continuaron hasta una habitación sin ninguna otra salida donde anteriormente se habían guardado especímenes vivos. Hacía tiempo que allí ya no había jaulas y la habitación estaba vacía. El joven no estaba seguro de por qué habían elegido un camino sin salida hasta que los vio dirigirse a la esquina noroeste y mirar hacia un rectángulo negro próximo al techo.
La salida de la ventilación. No tendría puesto el nombre en el mapa. Quizá pensaran que era una vía de salida, pero la verdad era que llevaba a…
El joven movió la cabeza. Las habitaciones privadas del doctor Marcus, la sala donde hubo un tiempo en que invitaba a ciertos sujetos de prueba jóvenes y atractivos. ¿Por qué no se marchaban de una vez? No encontrarían nada en las habitaciones privadas, nada.
A no ser que…
El sistema de ventilación estaba conectado a otra área de especímenes, y ésa no estaba vacía. Y hacía días que las criaturas no comían. Estarían muy, muy hambrientas. Lo único que necesitaba hacer era dejar que los muchos abrieran una reja o dos…
En vez de considerarlos como una parte integral de su plan, quizá debería considerar a Billy y a Rebecca como sujetos de estudio. Podían morir, lo que, sin duda, sólo retrasaría la denuncia de Umbrella durante un corto tiempo. Estaba impaciente, pero tenía que considerar el entretenimiento que podía obtener. O podrían sobrevivir. Y en ese caso, aún tendrían algo más que explicar.
El joven esbozó su afilada sonrisa mientras Billy impulsaba a Rebecca y la alzaba hasta el agujero de la ventilación. Ésta entró a cuatro patas y desapareció de la vista. ¿No se sorprenderían si unos cuantos restos de la serie de primates se sumaran al juego?
A su alrededor, sus niños susurraban. Las paredes y el techo goteaban sus viscosos fluidos. Rodeado de los muchos, con el destino de Umbrella en sus manos, y además con dos soldaditos para jugar, para divertirse viendo cómo medían su habilidad contra los restos de las armas bioorgánicas de Umbrella, se sintió feliz. ¿Vivirían o morirían? De cualquier forma, él estaría satisfecho.
—Abrid las jaulas, queridos —murmuró, y comenzó a cantar.
Capítulo 8
Rebecca entró en el conducto de ventilación sin hacer caso de las capas de polvo y las telarañas que se le pegaban en el pelo y la ropa, ni tampoco de la claustrofóbica sensación de tener tan próximas las delgadas paredes de metal. El mapa sólo indicaba el conducto que unía dos salas en el primer piso del subterráneo, pero había espacios en el segundo nivel del sótano que parecían formar también parte del sistema. Era posible que alguno de los conductos se abriera al exterior. A Billy no le había entusiasmado la idea —«posible» no era exactamente lo mismo que «probable», había dicho—, pero ambos coincidieron en que valía la pena probarlo.
Al menos no es muy largo, pensó Rebecca, mientras se arrastraba hacia el rectángulo de luz que se veía no mucho más adelante. Una fina rejilla de metal cubría la salida, pero saltó al darle unos cuantos golpes y rebotó contra el suelo.
Echó una ojeada a la gran sala de piedra. Bajo el parpadeo de un fluorescente en las últimas, la habitación parecía vacía, fría y húmeda. Rebecca se inclinó hacia fuera, agarró el borde de la abertura y saltó dando una voltereta hasta un sofá. Se incorporó, se sacudió la ropa y observó la sala.
¡Vaya!
Parecía una mazmorra medieval, grande y oscura como una cueva de piedra. De las paredes de roca colgaban cadenas y las cadenas acababan en grilletes. Había una serie de artefactos que no supo reconocer, pero que sólo podían estar pensados para infligir dolor. Tablas con clavos oxidados, manojos de cuerdas anudadas, y cerca de una fuente cubierta de moho y porquería que había en la pared se hallaba una especie de caja vertical que parecía una dama de hierro. No tenía ninguna duda de que las manchas oscuras y desvaídas que cubrían las grietas de los rugosos muros eran de sangre.
—¿Va todo bien? Cambio.
Rebecca cogió la radio.
—No creo que «bien» sea la palabra adecuada —contestó—, pero no me pasa nada. Cambio.
—¿Hay otro conducto de ventilación? Cambio.
Rebecca observó las paredes en busca de otra rejilla de ventilación, y vio una a más de tres metros de alto.
—Sí, pero está en el techo —respondió con un suspiro. Incluso si tuvieran una escalera para llegar hasta allí, luego no podrían ascender verticalmente por el conducto. Vio la única puerta de la sala en la esquina suroeste—. ¿Hacia dónde lleva? Cambio.
Una pausa.
—Parece que da a una sala pequeña que vuelve al corredor por el que hemos pasado —la informó Billy—. ¿Nos encontramos en el corredor? Cambio.
Rebecca se dirigió hacia la puerta.
—Es lo más lógico. Quizá podamos…
Antes de acabar la frase, un terrible ruido inundó la sala, un sonido como nunca había oído, pero que al mismo tiempo le resultó extrañamente familiar. Era un chillido agudo, semejante al de un mono…
Eso es. El área de los primates en el zoo.
… que reverberaba en el cavernoso lugar y que provenía de todas y ninguna parte a la vez. Rebecca alzó la mirada justo a tiempo de ver una criatura pálida y de largos miembros que la observaba desde el conducto de ventilación del techo. La criatura mostró los dientes, grandes y afilados, mientras parecía querer agarrar el aire ante su pecho musculoso con ágiles dedos y seguía chillando de una forma espantosa.
Antes de que Rebecca pudiera dar un paso, la criatura saltó desde el conducto del ventilador hasta la pared, rebotó en ella y aterrizó en posición agachada sobre una pila de maderas que había en el centro de la habitación. La miró con una mueca que dejaba al descubierto sus dientes amarillentos. Era como un babuino con pelo corto y blanco excepto por los grandes desgarrones en el pelaje, por donde se veían brillantes trozos de denso músculo rojo. No parecía que lo hubieran atacado, sino que era como si los músculos hubieran desgarrado la piel al haber crecido demasiado para que ésta los pudiera cubrir. Las manos eran demasiado grandes y las uñas demasiado largas, y la criatura las arrastraba dejando marcas sobre el suelo de piedra mientras se acercaba a Rebecca desde la pila de maderas con una sonrisa maliciosa en su rostro contorsionado.
Despacio…
Rebecca cogió lentamente el arma que le colgaba de la cadera, tan asustada como lo había estado durante toda la noche. Los babuinos normales eran capaces de hacer trizas a una persona, y éste en concreto tenía la pinta de estar infectado.
El babuino se acercó más, y Rebecca oyó al menos dos voces más comenzando a chillar desde arriba. El ruido fue aumentando al irse aproximando más animales enfermos. Al primero ya lo tenía lo suficientemente cerca como para poder olerlo, el cálido y almizclado olor de la orina, las heces, la brutalidad y, por encima de todo, de la infección.
—¡Rebecca! ¿Qué está pasando?
Aún tenía la radio en la mano izquierda. Apretó el botón, temiendo hablar pero aún temiendo más que los gritos de Billy incitaran a la criatura a atacarla.
—Sshhh —dijo con voz suave, tanto para calmar al animal como para callar a Billy. Retrocedió un paso, se colgó la radio del cuello de la camisa y alzó la nueve milímetros. El babuino se agachó aún más, tensando las patas.
Y saltó justo en el momento en que ella disparaba, justo en el momento en que dos seres ágiles saltaban chillando a la sala desde el conducto de ventilación. Uno de ellos le lanzó un zarpazo al pasar, y sus afiladas uñas le rasgaron el pelo. Al esquivar el ataque se alejó de su atacante, pero también perdió el equilibrio y el tiro dio en la pared. Todos cayeron sobre la pila de maderas…, y entonces el suelo se hundió.
No había habido novedades. El extraño joven, fuera quien fuese —y Wesker tenía sus sospechas, que se reservaba para sí— no había vuelto a aparecer, como tampoco la imagen de James Marcus. Las cámaras no parecían funcionar correctamente, por lo que la vigilancia pasaba a convertirse en un punto discutible. Muchas simplemente se habían apagado y lo habían dejado sin nada que ver, sin nada que evaluar.
Después de varios largos y tediosos momentos de escuchar a Birkin hablando de su nuevo virus, Wesker se apartó de la consola de vigilancia y se puso en pie, desperezándose. Resultaba curioso, unos años atrás quizá le hubiera interesado el trabajo de su viejo amigo. Pero estando a punto de abandonar su larga relación con Umbrella, se sentía incluso incapaz de fingir interés.
—Bueno, ha sido un día largo —dijo Wesker, interrumpiendo el obsesivo monólogo de William cuando éste se detuvo a respirar—. Me marcho.
Birkin se lo quedó mirando, su rostro pálido y angustiado resultaba fantasmal bajo la luz blanquecina de las pantallas.
—¿Qué? ¿Adónde vas?
—A casa. Aquí no podemos hacer nada más.
—Pero… dijiste… ¿Y qué pasa con la limpieza?
Wesker se encogió de hombros.
—Umbrella enviará otro equipo, seguro.
—Pensaba que ocultar la infección era lo más importante. ¿No dijiste que era vital?
—¿Lo dije?
—¡Sí! —Birkin estaba realmente enfadado—. No quiero que venga nadie más de Umbrella. Podrían empezar a hacerme preguntas sobre mi trabajo. Necesito más tiempo.
Wesker volvió a encogerse de hombros.
—Bueno, pues activa tú mismo el sistema de autodestrucción y dile a nuestro contacto que todo está arreglado.
Birkin asintió con un gesto de cabeza, aunque Wesker podía ver la inquietud que brillaba en su mirada. Birkin tenía miedo de su nuevo contacto con los peces gordos de la central y evitaba tener cualquier relación con él. Wesker no podía culparlo. Había algo en ese Trent, esa extraña serenidad en su actitud…
—¿Y qué pasa con… él? —Birkin hizo un gesto con la cabeza hacia las pantallas.
Wesker también sintió una punzada de inquietud, pero su expresión se mantuvo imperturbable.
—Un fanático resentido. Se le dan muy bien los trucos de vídeo, pero supongo que arderá como cualquier otro. —El propio Wesker no acababa de creerse eso, pero no estaba interesado en resolver este misterio. No era el detective de alguna novela barata de conspiraciones, guiado por la necesidad de llegar al fondo del asunto. Por experiencia personal sabía que las anomalías solían tender a resolverse por sí mismas, de una forma u otra.
—Si saliera de aquí algo sobre lo que realmente le pasó al doctor Marcus…
—No saldrá —afirmó Wesker.
Birkin se negaba a ceder.
—Pero ¿y la mansión Spencer y los centros que hay allí?
—Déjame eso a mí —repuso Wesker—. Umbrella quiere datos de combate, y se los voy a dar. Llevaré a los STARS allí dentro, a ver cómo gente con auténtico entrenamiento se enfrenta a las armas bioorgánicas. —Sonrió mientras pensaba en el talento del equipo Alfa. El forzudo Barry, la puntería infalible de Chris, Jill y su ecléctica educación por ser la hija de un ladrón sin igual… Sería un enfrentamiento de lo más interesante. Después de ver a Rebecca Chambers en el centro, resultaba evidente que algún imprevisto le había ocurrido al equipo de Enrico. Wesker podría aprovecharse de ello, llevaría a los Alfa a «buscar» a los hombres del otro equipo.
Incluso si los Bravos han conseguido regresar por sí solos a la civilización, aún quedará Rebecca.
La joven era brillante, pero el cerebro no valía lo mismo que la experiencia en combate. De hecho, lo más seguro era que ya estuviera muerta.
Salieron de la sala de control. Wesker se dirigió hacia el vestíbulo y Birkin correteó detrás para mantenerse a su altura. Se aproximaron al ascensor, que seguía abierto desde la llegada de Wesker, y éste se metió dentro. Birkin se lo quedó mirando. Bajo la luz más brillante del pasillo, Wesker se fijó en la expresión de locura que marcaba el rostro del científico. Unas grandes ojeras oscuras le rodeaban los ojos y tenía un tic en la comisura de la boca. Wesker se preguntó vagamente si Annette habría notado el descenso de su marido a los profundos pozos de la paranoia, y decidió que probablemente no. Esa mujer estaba ciega a todo excepto a la «grandeza» del trabajo de su marido. Una desgracia para su hija, tener unos padres semejantes.
—Activaré la secuencia de destrucción —dijo Birkin.
—Prográmala para la mañana —repuso Wesker con una sonrisa—. El amanecer de un nuevo día.
Las puertas se cerraron frente a la decidida expresión de Birkin, una mirada de resolución en el rostro de una oveja. La sonrisa de Wesker se hizo más amplia, y se sintió exultante al pensar en lo que iba a suceder. Todo estaba a punto de cambiar para todos ellos.
—¡Billy, socorro!
Billy había comenzado a correr en cuanto oyó los chillidos de animales y los golpes, y ya estaba en el corredor cuando el aterrado grito de Rebecca crepitó en la radio. Corrió más de prisa mientras se metía los mapas en el bolsillo trasero, con el arma en la mano y maldiciéndose por dejarla ir por el conducto de la ventilación.
Allí, ante él, estaba la puerta, no muy lejos del cuerpo de una de las arañas gigantes. Se lanzó contra ella y la empujó con el hombro mientras accionaba el picaporte. La puerta se abrió con un crujido y Billy entró en la sala. Los fluorescentes del techo parpadeaban y daban a la estancia un aspecto irreal, quizá de algún tipo de laboratorio, aunque había una especie de catre cubierto de humedad en una esquina.
¡No importa, vamos!
Atravesó la sala a toda prisa hacia la siguiente puerta. Rebecca volvió a gritar; le advertía que tuviera cuidado, que se diera prisa. Mientras giraba el pomo, notó movimiento en un lado, se volvió y vio a un zombi de aspecto decrépito en una esquina. Las luces se encendían y se apagaban con un zumbido. El hombre agonizante lo contemplaba en silencio, y su arruinada silueta desaparecía en la oscuridad con cada parpadeo. Comenzó a avanzar lentamente hacia él.
Luego, tío.
Billy abrió la segunda puerta y entró.
Casi inmediatamente, algo saltó sobre él chillando. Se agachó, notó una informe masa de rojo y blanco y un olor animal, y entonces la criatura —era un mono, algún tipo de mono— pasó sobre él sin dejar de chillar. Rápidamente se le unieron dos más y formaron un amplio círculo alrededor de Billy. Sus miembros, largos y musculosos se movían constantemente, intentando alcanzarlo, y sus cuerpos enfermos se le acercaba danzando y volvían a alejarse. Billy retrocedió y se colocó en la esquina donde la puerta se juntaba con el muro de piedra. No quería que lo arrinconaran, pero le preocupaba más dejar la espalda al descubierto. Los monos continuaron bailoteando de adelante atrás, chillando.
—¡Rebecca! —gritó Billy.
—¡Aquí!
Sonaba lejos. Billy se fijó entonces en un agujero, a unos cuantos metros. Trozos de madera cubrían el suelo a su alrededor. No podía ver a Rebecca.
—¡Aguanta! —gritó, y dedicó toda su atención a los monos, justo cuando uno de ellos se acercó lo suficiente como para tocarlo.
El mono intentó golpearlo con una enorme zarpa, y las uñas le arañaron la parte alta de la pernera del pantalón. No había llegado a rasgarle la piel, pero seguramente lo lograría al próximo intento. Billy no apuntó, simplemente bajó el arma y disparó.
El mono salió despedido hacia atrás, aullando, mientras un chorro de sangre oscura le manaba del pecho. Pero no estaba muerto. Sacudió la cabeza y avanzó de nuevo. Billy pensó que probablemente estaba bien fastidiado, porque los monos eran demasiado fuertes, demasiado organizados. No podía dispararle a ninguno sin quedar expuesto a un ataque…
Pero los otros dos saltaron sobre el herido y empezaron a despedazarlo con manos ávidas. El animal herido gritó y se resistió, pero su sangre había desatado una hambre frenética, y los otros dos lo hicieron pedazos en un momento mientras se metían grandes trozos de carne en la boca.
Billy pudo por fin apuntar y lo hizo. Tres tiros y los monos cayeron, muertos o agonizando.
Corrió hasta el agujero, se puso de rodillas y se acercó al borde irregular con el corazón golpeando con fuerza dentro del pecho, luego se le cayó a los pies al ver lo abajo que estaba Rebecca. Colgaba, agarrada con ambas manos, de un trozo de cañería de metal, todo un piso por debajo de donde él se hallaba. Bajo ella se abría la oscuridad. Era imposible decir hasta dónde podría caer.
—Billy —suplicó jadeante, y lo miró con ojos temerosos.
—No te sueltes —repuso Billy, y sacó los mapas del bolsillo para buscar su posición y ver el camino más rápido de llegar hasta ella. No había ningún acceso rápido al segundo piso del sótano, no desde donde él estaba. Tendría que regresar al vestíbulo, probablemente a través del comedor donde había visto a los zombis. Las escaleras al subsótano se hallaban en el lado este de la casa.
—No sé cuánto podré aguantar —susurró la joven. Su susurro fue amplificado por la radio y llegó hasta Billy. En algún momento, Rebecca había dejado el canal abierto.
—No te atrevas a dejarte ir. Es una maldita orden, jovencita, ¿te enteras?
Rebecca no replicó, pero él vio cómo apretaba los dientes.
Bien. Quizá meterse con ella la haría ser más fuerte. Billy ya estaba en pie de nuevo.
—Ya voy —dijo. Se dio media vuelta, salió corriendo y atravesó la puerta que daba al laboratorio con iluminación estroboscópica. El zombi que estaba allí se había movido y se hallaba entre él y la salida que daba al corredor, pero Billy ni pensó en el arma, estaba demasiado preocupado por Rebecca para malgastar tiempo. Puso uno de los brazos como un quarterback en medio de un partido importante y cargó contra la criatura. La empujó con toda su fuerza y siguió corriendo mientras el zombi se tambaleaba hacia atrás y caía al suelo. Billy ya estaba lejos antes de que el grito frustrado y hambriento de la criatura llegara a sus oídos.
Atravesó el corredor, pasó ante los cuerpos de pesadilla de las arañas y subió las escaleras. Sacó el cargador de su nueve milímetros, se lo metió en el bolsillo, buscó a tientas el que tenía de recambio y lo encajó en el arma justo cuando entraba en el vestíbulo.
Aguanta, aguanta…
No dudó ni un momento antes de entrar en el comedor. Abrió la puerta de golpe y corrió hacia el interior. Vio a dos zombis que estaban fuera de su camino, a una distancia segura, con la mesa de por medio. El tercero se hallaba cerca de la puerta que lo llevaría hasta Rebecca. Era el soldado con el tenedor clavado, y Billy se detuvo el tiempo justo de apuntar y dispararle dos tiros a la ya rezumante cabeza. Falló el primero, pero el segundo le voló una buena parte del hueso de la parte trasera del cráneo y pintó la pared posterior de materia gris en descomposición. El cuerpo se quedó inmóvil por un instante, y Billy pasó ante él antes de que cayera al suelo.
Atravesó la puerta, que daba a un corto pasillo.
¿Derecha o izquierda?
Sin el mapa del primer piso no podía estar seguro, pero el emplazamiento de las escaleras en el plano del sótano le hacía pensar que era hacia la derecha. Sin tiempo para reflexionar, siguió corriendo en esa dirección con el arma levantada. Bajó unos escalones y rodeó una caldera gigante y siseante. El vapor llenaba la sala de mantenimiento, pero Billy encontró el camino y bajó otras escaleras, éstas de metal oxidado.
Al fondo había una puerta. La empujó mientras recordaba que, según el mapa, entraría en una sala muy amplia con una especie de fuente en medio, algo grande y redondo. Había dos estancias más pequeñas hacia el oeste que se abrían a otro pequeño distribuidor, y en una de ellas tenía que estar Rebecca.
Quizá la que está más al fondo…
La sala grande era fría y húmeda, y tenía las paredes y el suelo de piedra. La atravesó corriendo mientras lanzaba una mirada hacia el gran monumento que tenía a la izquierda, lo que en el mapa había pensado que era una fuente. En realidad eran algún tipo de estatuas.
Unos ojos ciegos lo contemplaron desde los rostros esculpidos de animales, observándolo mientras corría.
Y justo entonces, al doblar una esquina, oyó un grito proveniente del corredor que tenía justo delante. Reconoció el sonido fácilmente: otro mono. ¡Mierda! Tendría que acabar con él, no podía correr el riesgo de dejarlo a su espalda…
—¡Billy… por favor!
La voz de la radio sonaba totalmente desesperada, y Billy aceleró sin hacer caso a la parte de su cerebro que le ordenaba parar y esperar a que el animal se mostrara para poder acabar con él a una distancia segura. Se lanzó hacia adelante, dobló la esquina, y allí se hallaba el mono, terrible, con un aspecto medio desollado, aullando…
Y Billy, que había sido corredor en el instituto, saltó. Pasó sobre él y aterrizó a dos pasos de una puerta, la puerta que buscaba, mientras el mono chillaba furioso a su espalda. Si la puerta estaba cerrada, se habría metido en un buen lío, pero por suerte no fue así. La atravesó a toda velocidad, se lanzó de rodillas y se deslizó hasta llegar al gran agujero del suelo.
Rebecca estaba allí, aún estaba allí, agarrándose ya sólo con una mano, y Billy vio que se le estaba resbalando. Tiró su arma y alargó el brazo. La agarró por la muñeca justo cuando los dedos de la joven perdían su aguante.
—Te tengo —exclamó jadeante—. Te tengo.
Rebecca comenzó a llorar mientras él se echaba hacia atrás y la sacaba del agujero. Billy sintió una satisfacción que casi había olvidado que existía después de todos esos meses en la cárcel: la de saber simplemente y con seguridad que había hecho lo correcto y lo había hecho bien.
Billy la sacó del agujero, usando su cuerpo como contrapeso, y casi la puso encima de él en una especie de tosco abrazo. En vez de apartarse, Rebecca dejó que la sujetase durante un momento, incapaz de contener las lágrimas de gratitud y de alivio. Billy pareció entender lo que ella necesitaba y la abrazó con fuerza. Había estado tan segura de que se iba a caer, a morir, perdida y olvidada en algún sótano hediondo, su cuerpo devorado por animales infectados.
Pasado un momento, rodó hacia un lado mientras se secaba el rostro con una mano temblorosa. Ambos se sentaron en el suelo, y Billy contempló los tristes muros de roca de otra cámara del sótano, sin nada que la diferenciase de las demás. Rebecca observó a Billy. Cuando el silencio se prolongó demasiado, la joven le puso la mano en el brazo.
—Gracias —dijo—. Me has salvado la vida. Otra vez.
Él la miró un instante y luego apartó la vista.
—Bueno, sí. Ya sabes que tenemos esa especie de tregua.
—Sí, lo sé —repuso ella—. Y también sé que no eres un asesino, Billy. ¿Por qué te llevaban a Ragithon? ¿Es cierto que… que tuviste algo que ver con esas muertes?
Billy la miró a los ojos.
—Podría decir que sí —contestó—. Al menos estaba allí.
Estaba allí…
Eso no era lo mismo que decir que había matado a alguien.
—No creo que mataras a tu escolta antes; creo que fue una de esas criaturas y que tú tan sólo saliste corriendo —insistió Rebecca—. Y aunque no hace mucho que te conozco, tampoco creo que asesinaras a veintitrés personas.
—No importa —replicó Billy, mirándose las botas—. La gente cree lo que quiere creer.
—Me importa a mí —afirmó Rebecca suavemente—. No voy a juzgarte. Sólo quiero saberlo. ¿Qué pasó?
Billy seguía mirándose las botas, pero su mirada parecía perdida, como si contemplara otro tiempo y otro lugar.
—El año pasado enviaron a mi unidad a África para intervenir en una guerra civil —le explicó—. Ya sabes, alto secreto, ninguna interferencia de EE.UU., esas cosas. Se suponía que debíamos arrasar la guarida de una guerrilla. Era en pleno verano, cuando el calor arrecia más, y nos soltaron bastante lejos de la zona donde debíamos atacar, en medio de una densa jungla. Tuvimos que avanzar como pudimos…
Se quedó en silencio unos instantes, mientras cogía las chapas de identificación y las apretaba con fuerza.
—El calor acabó con la mitad de nosotros. El enemigo hizo el resto, nos fue pillando uno a uno. Cuando llegamos adonde se suponía que se hallaba la guarida, sólo quedábamos cuatro. Estábamos agotados, medio locos, enfermos de calor, enfermos de puro abatimiento, supongo, al ir viendo morir a nuestros compañeros.
»Así que cuando llegamos a las coordenadas del objetivo estábamos a punto para volarlos a todos por los aires. Como para hacer que alguien lo pagara, ¿sabes? Por toda esa enfermedad. Sólo que no había ninguna guarida. El chivatazo no era bueno. Resultó ser un tranquilo pueblecito, un puñado de granjeros. Familias. Viejos. Niños.
Rebecca hizo un gesto de asentimiento, animándolo a seguir, pero se le estaba formando un nudo en el estómago. El final de la historia era inevitable; podía ver adonde iba a parar y no resultaba nada agradable.
—El jefe del grupo nos dijo que los reuniéramos, y así lo hicimos —continuó Billy—. Y luego nos dijo que…
Se le quebró la voz. Alargó la mano, recogió la pistola del suelo y se la metió en el cinturón casi con tanta rabia como con la que se levantó y se dirigió hacia la salida. Rebecca también se puso en pie.
—¿Lo hiciste? —preguntó—. ¿Los mataste?
Billy se volvió hacia ella con una mueca en los labios.
—¿Y qué si te lo digo? ¿Me juzgarás?
—¿Lo hiciste? —insistió Rebecca, examinando el rostro del hombre, sus ojos, decidida al menos a intentar entenderlo. Y como si él lo pudiera ver, como si notara que estaba dispuesta a aceptar la verdad, la miró durante un momento y luego negó con la cabeza.
—Intenté detenerlos. Lo intenté, pero me golpearon. Estaba casi inconsciente pero lo vi, lo vi todo… y no pude hacer nada. —Apartó la mirada antes de proseguir—: Cuando todo hubo acabado, cuando nos recogieron, fue su palabra contra la mía. Hubo un juicio, una sentencia y… bueno, entonces pasó esto. —Abrió los brazos, abarcando lo que los rodeaba—. Así que si salimos de aquí, también estoy muerto. Eso, o correr y no parar.
Sus palabras sonaban ciertas. Si mentía, entonces se merecía un Oscar… Y Rebecca no creía que estuviera mintiendo. Intentó pensar en algo que decir, algo que lo animara, que de alguna manera hiciera las cosas mejores, pero no se le ocurrió nada. El tenía razón respecto a sus opciones.
—¡Hey! —exclamó él, mirando algo por encima del hombro de Rebecca—. Mira eso.
Rebecca se volvió mientras él avanzaba. Vio una pila de piezas de metal apoyadas contra la pared del fondo y, medio escondida entre ellas, lo que parecía ser una escopeta.
—¿Es lo que creo? —preguntó.
Billy cogió el arma, y sonrió mientras la abría y la comprobaba.
—Sí, señora, sin duda lo es.
—¿Está cargada?
—No, pero me quedan unos cuantos cartuchos del tren. Es del calibre doce. —Sonrió de nuevo—. Las cosas mejoran. Quizá no consigamos salir, pero hay un mono en el corredor que está pidiendo probar esta maravilla.
—Lo cierto es que creo que se trata de un babuino —repuso ella, y se sorprendió al encontrarse sonriendo también. A ambos se les escapó la risa por la absoluta futilidad de su corrección. Estaban atrapados en una mansión aislada y los perseguían un montón de monstruos diferentes, pero al menos sabían que la criatura del pasillo probablemente era un babuino. Las risitas pasaron a ser carcajadas.
Rebecca lo contempló mientras reía y dejaba de lado cualquier aire de arrogancia o de tipo duro, y sintió que lo veía realmente por primera vez, el auténtico Billy Coen. En ese momento se dio cuenta de que había fallado totalmente en su primera misión. Él era tanto su prisionero como ella lo era de él. Suponiendo que sobrevivieran, si él se escapaba, ella no sería capaz de detenerlo.
Vaya con tu carrera en defensa de la ley.
Y esa idea la hizo reír con más ganas aún.
Capítulo 9
El babuino se abalanzó corriendo hacia ellos en cuanto entraron de nuevo en el pasillo, y murió espectacularmente, hecho pedazos con un ensordecedor bramido por la escopeta de doble cañón. Billy la recargó con el único cartucho que le quedaba. Pensaba que tenía más, pero al parecer los había perdido en algún momento. De cualquier forma, no tuvieron más encuentros hasta que llegaron a la sala principal. Billy se sentía más alegre de lo que se había sentido en mucho tiempo. Además del ataque de risa, que tan bien le había sentado, como una pausa en el incesante caos que habían estado soportando, era la primera vez que había contado su historia a alguien que realmente lo escuchaba, alguien que estaba dispuesto a considerar que tal vez estuviera diciendo la verdad.
Se detuvieron ante el gigantesco círculo que formaba la especie de monumento en medio de la gran cámara y lo contemplaron. Eran seis animales tallados y colocados a igual distancia formando un círculo, con el rostro hacia fuera. Cada uno tenía una plaquita delante y una pequeña lámpara de aceite junto a cada placa. Los animales estaban cincelados por manos expertas, pero el conjunto era una monstruosidad, una auténtica pesadilla.
El animal que se hallaba frente a Billy era una águila en pleno vuelo con una serpiente atrapada entre las garras. Leyó la placa: DANZO LIBREMENTE EN EL AIRE, CAPTURANDO UNA PRESA SIN PATAS. Frunció el entrecejo, avanzó hasta el siguiente animal, un ciervo, y leyó su placa: ME ALZO FIRME SOBRE LA TIERRA MOSTRANDO LAS ASTAS CON ORGULLO.
Rebecca rodeó la desafortunada obra de arte y se detuvo junto a una verja de acero que se hallaba detrás. La verja cerraba el paso hacia un corto pasillo con dos puertas, una en cada pared.
—Hay un cartel aquí. Básicamente dice que hay que ir del más débil al más fuerte y encender las lámparas. —Se volvió hacia los animales y los contempló—. Es una especie de acertijo. —Agarró una de las barras de metal de la reja—. Debe de abrir esta verja.
—Así que tenemos que encender las lámparas por orden, empezando por el animal más débil —dijo Billy. Estúpido. ¿Por qué se tomaría alguien tantas molestias? Sacó el mapa del bolsillo trasero y lo examinó—. Sólo parece haber un par de habitaciones por ahí. No veo ninguna salida.
Rebecca se encogió de hombros.
—Sí, pero quizá haya algo que podamos usar. ¿Qué daño puede hacernos?
—No lo sé —respondió sinceramente—. Quizá mucho.
Rebecca sonrió y se volvió hacia el animal de piedra que tenía más cerca, un tigre, en cuya placa se leía: SOY EL REY DE TODO LO QUE VEO, NINGUNA CRIATURA PUEDE ESCAPAR DE MÍ.
Billy se fue hacia la izquierda, hasta la talla de una serpiente enroscada en la rama de un árbol.
—Ésta dice: «AVANZO SIGILOSA SOBRE MIS VÍCTIMAS EN UN SILENCIO SIN PASOS Y CONQUISTO HASTA EL MÁS PODEROSO DE LOS REYES CON MI VENENO».
Rebecca leyó los dos restantes en voz alta. Las palabras bajo el lobo eran: MI AGUDO INGENIO ME PERMITE ABATIR HASTA LA MAYOR BESTIA CORNUDA. El sexto animal era un caballo alzado sobre las patas traseras, y en su placa ponía: NINGUNA ASTUCIA PUEDE IGUALAR LA VELOCIDAD DE MIS ÁGILES PATAS.
Bestia cornuda. Billy volvió hasta el ciervo y volvió a leer la parte sobre «mostrar las astas con orgullo».
—Así que el lobo es más fuerte que el ciervo —concluyó.
—Y si la astucia no puede correr más que el caballo, entonces el caballo es más fuerte que el lobo —continuó Rebecca—. ¿Qué es más fuerte que la serpiente?
—Tiene que ser el águila; lleva una serpiente —repuso Billy.
Ambos rodearon la estatua mientras hacían observaciones e intentaban resolver el acertijo. Finalmente estuvieron de acuerdo en la secuencia, y Billy fue de animal en animal encendiendo las lámparas en el orden acordado, de más débil a más fuerte. Al parecer, según las estatuas, el orden era ciervo, lobo, caballo, tigre, serpiente y águila.
Cuando Billy encendió la lámpara del águila, se oyó un pesado ruido metálico que provenía de algún punto en medio del conjunto, y la verja de acero se alzó suavemente hasta desaparecer en algún hueco en lo alto del arco.
Juntos entraron en el pasillo. A primera vista, la primera sala, la de la derecha, parecía no contener nada valioso. Había un grupo de cajas de embalaje y unas cuantas estanterías desordenadas. Billy estaba dispuesto a seguir adelante cuando Rebecca entró y se dirigió hacia las cajas. Una de ellas estaba girada hacia la pared y desde la puerta no podían ver qué contenía. Cuando Rebecca llegó hasta ella, soltó una risa excitada, se agachó y le dio la vuelta para que Billy la pudiera ver. El hombre corrió hacia ella, sintiéndose como un niño en Navidad.
Supongo que, después de todo, valía la pena resolver el maldito acertijo.
Dos cajas y media de cartuchos de nueve milímetros. Media caja del veintidós, que no les serviría de mucho, como tampoco el par de cargadores rápidos —Billy tuvo que explicarle que esos artilugios de metal servían para recargar rápidamente un revólver— con balas del calibre 50. Pero la caja de cartuchos de escopeta, catorce en total, sin duda le serían de gran ayuda. A Billy no le habría importado encontrarse una bazuca, pero teniendo en cuenta su situación, no podían haber hallado nada mejor.
Se pasaron cinco minutos metiendo balas en los cargadores que ya tenían. Rebecca encontró una riñonera con la cremallera rota en uno de los estantes y también la cargaron, además de su cinturón de combate. Estuvieron de acuerdo en que era mejor llevarse toda la munición, por si acaso encontraban otras armas. Billy hizo un apaño en la cremallera con un imperdible que encontró en el suelo y se colocó la riñonera; el peso de tanta munición lo reconfortó.
—Podría besarte —exclamó, levantando la escopeta. Al notar el silencio de la joven, se volvió para mirarla y vio que se había sonrojado ligeramente. Rebecca volvió el rostro hacia otro lado mientras se ajustaba el cinturón—. No me refería literalmente —repuso a toda prisa—. Quiero decir, no es que no seas atractiva, pero eres… yo… esto…
—No te pongas de los nervios —replicó ella fríamente—. Ya sé qué quieres decir.
Billy asintió con la cabeza, aliviado. Ya tenían bastante sin tener que empezar con la cosa de hombre y mujer.
Aunque realmente es muy guapa…
Apartó esa idea de la cabeza y se recordó que, aunque acabara de pasar un año lejos de cualquier mujer, no era en absoluto el momento adecuado para pensar en ello.
Se dirigieron hacia la segunda puerta y vieron que no estaba cerrada con llave. Era una habitación con literas, desorganizada y sucia. Las literas estaban hechas de contrachapado puesto de cualquier manera y las pocas mantas que había tiradas estaban deshilachadas y mugrientas. Teniendo en cuenta la calidad del alojamiento y la verja de hierro, Billy supuso que los ocupantes no debían de ser voluntarios. Rebecca le había explicado lo que ponía en el diario, lo de hacer pruebas con humanos…
Todo el complejo le ponía los pelos de punta. Cuanto antes pudieran salir de allí, mucho mejor.
—¿Vamos hacia abajo o hacia arriba? —le preguntó Rebecca cuando volvieron a salir al pasillo.
—Hay un observatorio arriba, ¿no? —inquirió Billy. Rebecca asintió—. Pues vayamos a observar. Quizá podamos mandar una señal de aviso o algo así.
Se dio cuenta de que acababa de sugerir que intentaran conseguir que los rescataran, pero no lo retiró, aunque sabía bien lo que podía significar para él. Prefería morir luchando por su vida que ser ejecutado… Pero tenía que pensar en Rebecca. Era una buena persona, honesta y sincera, y él haría todo lo que estuviera en sus manos para que saliera viva de allí.
Siguieron avanzando. Billy se preguntó dónde habría ido a parar su carácter criminal, pero decidió rápidamente que estaba mejor así. Por primera vez desde aquel terrible día en la jungla sintió que se gustaba de nuevo.
Los observó mientras recogían la munición, a la vez impresionado y decepcionado por su fortaleza. Después de hacer otra consulta a los mapas, se fueron hacia arriba, seguramente hacia el observatorio; aunque los niños podían oír sus voces, no llegaban a distinguir las palabras.
Había hecho que sus niños buscaran las tablillas que iban a necesitar, y las había hecho llevar hasta las puertas que daban al observatorio. A no ser que Billy y Rebecca fueran absolutamente tontos —y ya habían demostrado que no lo eran—, averiguarían cómo poner en funcionamiento la rotación de la estructura, lo que los acercaría a la salida. Desde allí podrían pasar al laboratorio escondido detrás de la capilla…
Se preguntó qué encontrarían allí, en los laboratorios de Marcus. Quizá alguna cosa más que robar. Quería que descubrieran todo lo posible sobre el verdadero carácter de Umbrella, pero no le gustaba verlos picotear entre los tristes despojos de la brillante carrera de Marcus.
Seguía pensando en ellos como en los laboratorios de Marcus, aunque Marcus no había estado allí desde hacía más de una década. Todo el complejo se había cerrado después de la «desaparición» del director, pero hacía poco Umbrella había vuelto a abrir los laboratorios, la planta de tratamiento y el centro de formación. Ninguno de ellos se hallaba en completo funcionamiento cuando el virus atacó; sólo contaban con los empleados imprescindibles para el mantenimiento, a los que dirigía un grupo de aspirantes a mandos intermedios. De todas formas la compañía había perdido a bastantes empleados leales.
Billy y Rebecca atravesaron las salas de la zona este del primer piso y regresaron al vestíbulo, luego se dirigieron hacia el segundo piso. Encontraron sin ningún problema la puerta que los llevaría al tercer piso y llegaron al pie de las escaleras con las armas desenfundadas. En sus juveniles rostros se leía la determinación y, al parecer, la ausencia de miedo. Los observó comenzar a subir los escalones y se sintió ante un dilema emocional. Quería que tuvieran éxito y también quería verlos morir. ¿Existía una manera de lograr ambas cosas? Se las habían arreglado bastante bien con la serie Eliminador, aunque los primates se hallaban debilitados por el hambre y la falta de atención. ¿Cómo les iría con los Cazadores? ¿O con el proto-Tirano?
¿Y qué pasaría si llegaban a donde él y los niños esperaban y los observaban? ¿Qué harían?
El joven frunció el entrecejo en un gesto de desagrado ante esa idea. Sensible a sus estados de ánimo, varios de los muchos le subieron por las piernas y por el pecho y se agruparon para formar una especie de abrazo. Los acarició y se aseguró por el tacto de que todo estaba bien. Si los dos aventureros llegaban a su nido —lo que no parecía muy probable—, los dejaría pasar, claro, para que pudieran relatar la historia de los pecados de Umbrella.
—O quizá los mate —dijo, encogiéndose de hombros. Él sería quien decidiera cuándo ocurriría y si ocurriría. No era cierto decir que su destino le era indiferente. Mientras esperaba la muerte de Umbrella, había resultado un placer contemplar a Billy y a Rebecca, y estaba muy interesado en saber qué sería de ellos. Pero los mataría antes que permitirles que volvieran a hacer daño a sus niños.
Habían llegado a lo alto de la escalera y miraban cautelosamente por encima del pasamanos en busca de algún movimiento. De repente, el joven se acordó del Centurión, escondido en las paredes de la balsa criadero, y se preguntó si saldría a ver quién había invadido su territorio. Más les valía a Billy y a Rebecca que no fuera así. Si los Eliminadores sólo eran peones en ese juego, el Centurión era uno de los alfiles. El joven se inclinó hacia la pantalla, ansioso por ver qué pasaba.
El camino hasta el tercer piso había sido tranquilo, aunque se habían tenido que apresurar para atravesar el comedor. Los dos zombis que vagaban alrededor de las mesas eran demasiado lentos para molestarse en dispararles, pero Rebecca tampoco se sentía especialmente tranquila paseando lentamente ante las moribundas criaturas. Billy iba tres escalones por delante de ella, por lo que supuso que él sentía lo mismo.
Al llegar a lo alto de la escalera, Rebecca se relajó ligeramente. El tercer piso, o al menos la parte en que se encontraban, era una única estancia gigantesca, sin esquinas ocultas de las que preocuparse. Las puertas del observatorio se hallaban a la derecha. Frente a ellos se encontraba la balsa criadero, un pozo vacío que ocupaba la mayor parte de la sala, y a la izquierda, una puerta que, según el mapa, llevaba a un patio exterior.
—¿Qué crees que estarían criando? —preguntó Billy en voz baja. Aun así, resonó ligeramente en la enorme sala.
—No sé. Quizá sanguijuelas —contestó Rebecca. Recordó la solitaria figura que había visto desde el tren, la que cantaba a las sanguijuelas, y contuvo un estremecimiento—. ¿El observatorio o el patio?
Billy miró a un lado y otro, y se encogió de hombros.
—Parecen seguros. Podríamos probar con una puerta cada uno. Pero sólo abrirla y echar una ojeada, nada de separarnos, ¿vale?
Rebecca asintió con un gesto. Se sentía mucho más segura teniendo una buena reserva de municiones, pero la caída que había sufrido le había enseñado a ser cauta. La idea de separarse ya no la entusiasmaba.
—Yo voy al patio.
Empezaron a caminar y sus pasos resonaron en la gran sala. La puerta del observatorio era la más cercana; así que, pasado un instante, sólo se oyeron los pasos de Rebecca, que continuaba avanzando hacia la pared sur.
—Eh —la llamó Billy justo cuando ella llegaba a la puerta. Tenía en una mano lo que parecía un libro, y dos más en la otra mano. Rebecca forzó la vista y vio que estaban hechos de piedra y que tenían un extremo redondeado—. Había esto delante de la puerta.
—¿Qué son? —preguntó Rebecca. Su voz, aunque baja, se oyó perfectamente en el aire frío y quieto.
—Tal vez sean objetos de decoración —respondió—. Todas tiene una palabra grabada. —Miró las tabulas—. Ah… tenemos unidad, disciplina y obediencia.
Aquella grabación que habían oído, la voz del doctor Marcus recitando el lema de la compañía… eran las mismas tres palabras.
—Guárdalas —dijo Rebecca—. Podrían ser parte de algún acertijo, como el de los animales.
—Lo mismo estaba pensando —exclamó Billy, y añadió en voz baja — Maldita casa de locos.
Rebecca se volvió hacia la puerta y levantó el arma mientras movía el pomo de la puerta. Se hallaba cerrada con llave. Suspiró y relajó los hombros, y se dio cuenta de que había estado esperando algún tipo de ataque.
—Cerrada —informó.
Billy había abierto la puerta del observatorio y aún estaba mirando hacia el interior. Miró hacia atrás, manteniendo la puerta abierta.
—Esto parece prometedor. No sé para qué sirve nada, pero hay un montón de equipo aquí dentro; podría hasta haber una radio.
Una radio. Rebecca sintió renacer la esperanza.
—Allá…
La palabra «voy» fue ahogada por el sonido de un animal en movimiento, un golpeteo pesado que reverberó en toda la sala. Rebecca y Billy se miraron, y la distancia que los separaba se hizo de repente mucho más grande de lo que parecía al principio.
De nuevo se oyó el ruido. Era el sonido de algo duro repicando contra la roca, como si alguien tamborileara con dedos de acero sobre una mesa, y sonaba muy fuerte. Fuera lo que fuera, era grande y se estaba acercando. Resultaba difícil decidir de dónde procedía el sonido, porque los ecos ocultaban la dirección.
—La balsa criadero —gritó Billy, mientras hacía señales a Rebecca para que se uniera a él—. ¡Ven, rápido!
Rebecca comenzó a correr con el corazón golpeándole dentro del pecho. Temía mirar hacia la balsa y temía no mirar. Notó movimiento allí, algo oscuro y fluido, y corrió más rápido. Finalmente se arriesgó a lanzar una mirada de pasada.
La visión casi le arrebató la consciencia. Era un ciempiés, o mejor un milpiés, lo suficientemente grande para avergonzar a las arañas del tamaño de un perro pastor. Múltiples ojos amarillos parecían relucir desde ambos lados de un brillante cráneo negro; largas antenas vibraban y temblaban en lo alto de la cabeza. El cuerpo, enorme y sinuoso, cubierto de duras placas segmentadas, rozaba el suelo y se movía sobre docenas de agudas patas rojas. Debía de medir unos catorce metros, tal vez más, y era redondo como un barril… Se movía hacia Rebecca rápidamente, con las patas ondeantes, mientras se propulsaba sobre la balsa vacía.
—¡Corre! —gritó Billy, y Rebecca corrió con todas sus fuerzas. Le llegó el hedor de la criatura, un terrible olor agrio que le habría causado náuseas si hubiera tenido tiempo que perder. Billy mantenía abierta la puerta del observatorio con el pie, y apuntaba la escopeta justo más allá de ella. Rebecca pudo sentir lo cerca que estaba la criatura, como una sombra a punto de alcanzarla.
Justo cuando llegó hasta Billy, éste disparó, montó la escopeta de nuevo y volvió a disparar mientras ella se lanzaba en plancha hasta el otro lado de la puerta. En cuanto estuvo dentro, él saltó hacia atrás y cerró la puerta de golpe. Medio segundo después oyeron el cuerpo del monstruo junto a la puerta y el sonido de sus placas presionando contra la pesada madera. Esperaron, ambos con los ojos clavados en la puerta, pero pasados unos segundos el ruido cesó y volvió a oírse el repiqueteo de muchos pies que se alejaban.
—Dios —exclamó Billy. Rebecca asintió con un gesto.
Billy se agachó y la ayudó a ponerse en pie; ambos estaban jadeantes.
—No volvamos por ahí —sugirió Rebecca, deseando con todas sus fuerzas no tener que hacerlo.
—Parece un buen plan.
Permanecieron en silencio durante unos instantes mientras contemplaban su santuario. Era una sala grande y circular de dos niveles. Se hallaban sobre una especie de pasarela que rodeaba a medias el perímetro del espacio; en el lado norte se veían varias puertas. Cerca de ellas había una corta escalerilla que bajaba de la pasarela y llevaba a una especie de plataforma de rejilla donde se alineaban diferentes aparatos. Bajo la plataforma sólo había oscuridad.
Recorrieron la pasarela y se pararon junto a la siguiente puerta. Cerrada. Intercambiaron una sombría mirada pero siguieron en silencio hacia la escalerilla. Rebecca bajó primero y se detuvo junto a una gran máquina que dominaba la sala desde el centro, posiblemente el telescopio. Había un brazo de telescopio, pero estaba en lo alto, fuera de su alcance. Detrás de ella, Billy estaba echando una mirada al resto del equipo, consolas de ordenadores y otras máquinas que Rebecca no supo reconocer. Se volvió hacia el telescopio y miró a la consola, y sintió que se quedaba sin aliento. Había tres cavidades, todas con la forma de una lápida, rectas en un extremo y curvadas en el otro.
—No veo una radio por aquí, pero… —decía Billy, hasta que ella lo interrumpió.
—Dime que todavía tienes aquellas tablillas —dijo.
Billy se volvió y miró a la consola mientras abría su bolsa. Sacó las tres tablillas, cada una del tamaño de un libro de bolsillo, pero más delgadas. Rebecca las cogió al tiempo que recordaba el desconcertante lema de Umbrella para colocarlas en su lugar.
—La obediencia genera disciplina. La disciplina genera unidad. La unidad genera poder…
—Y el poder es vida —concluyó Billy.
En cuanto la tercera tablilla estuvo en su sitio, un atronador sonido llenó el espacio, el ruido de enormes máquinas funcionando, y notaron que la sala comenzaba a descender, como un ascensor. No sólo la plataforma, sino toda la sala, paredes y todo. Bajo sus pies, la oscuridad se alzaba, se convertía en una piscina, con el agua agitada por el movimiento de la plataforma. Durante un segundo, Rebecca se preguntó si la plataforma iba a detenerse, para sentir pánico por si iban a morir ahogados, y entonces el sonido de maquinaria se desvaneció y la sala se detuvo. Mientras se apagaba el zumbido de las máquinas, oyeron un claro clic sobre sus cabezas procedente de las puertas del lado norte.
Se miraron el uno al otro, y Rebecca vio su propia sorpresa reflejada en el delgado rostro de su compañero.
—Supongo que ya sabemos adonde nos toca ir ahora —bromeó Billy, tratando de esbozar una sonrisa, aunque ésta no le salió muy convincente. Los estaban guiando, pero ¿hacia la libertad o como corderos al matadero?
Sólo hay una manera de saberlo.
Sin mediar palabra, se dirigieron hacia la escalerilla.
Capítulo 10
Cruzaron por la puerta del norte y se encontraron bajo el fresco aire nocturno. Billy sintió un auténtico alivio y respiró profundamente. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que temía que no fueran capaces de salir del complejo de Umbrella. Por desgracia, vio en seguida que aún no habían escapado, al menos no exactamente. La puerta del observatorio se abría hacia un paseo largo y estrecho que iba directo hasta otro edificio, a unos cincuenta metros. A ambos lados del paseo había agua, algún tipo de embalse o lago que lindaba con el lado este del complejo.
Se alejaron del observatorio. Luego se volvieron para mirar dónde habían estado y se pasaron unos minutos intentando averiguar cuál era su situación en relación con el vestíbulo y las salas que habían visitado. Era una tarea imposible. Billy nunca había tenido mucho sentido de la orientación y, al parecer, Rebecca tampoco. Finalmente se rindieron y dirigieron su atención hacia el alto edificio de aspecto inquietante que se alzaba al otro extremo del sendero.
Caminaron hacia allí. Billy seguía respirando grandes bocanadas de aire dulce y húmedo. Era tarde, probablemente faltaba poco para el amanecer, pero no había ningún cielo por el que juzgar, sólo un gran manto de nubarrones grises cargados de lluvia.
—¿Dónde crees que estamos? —preguntó.
—Ni idea —respondió Rebecca—. Espero que en alguna parte haya un teléfono.
—Y una cocina —añadió Billy. Estaba muerto de hambre.
—Ojalá —exclamó con tono anhelante—. Cargada de pizza y helado.
—¿Pepperoni?
—Hawaiana. Y helado de pistacho.
—Aag —protestó él, haciendo una mueca. Estaba disfrutando de la conversación. No habían tenido mucho tiempo para conocerse, aunque sentía que algo los unía, una conexión que a menudo había notado con otros durante el combate—. Y probablemente también te gustará la comida naranja.
—¿Comida naranja?
—Sí, ya sabes. Ese color naranja antinatural. Lo ponen en los macarrones, en el queso, en las bebidas con sabores artificiales, los pastelillos, los ganchitos de queso…
Rebecca sonrió de medio lado.
—Me has pillado. Me chifla esa porquería.
Billy puso los ojos en blanco.
—Adolescentes… Porque eres una adolescente, ¿no?
—Justo la edad para votar —respondió ella, en un tono ligeramente defensivo. Antes de que él le pudiera preguntar cómo había llegado a los STARS a su edad, añadió—: Soy una de esos niños prodigio, licenciada y todo eso. ¿Y tú qué edad tienes, abuelo? ¿Treinta?
Le tocó el turno a Billy de ponerse ligeramente a la defensiva.
—Veintiséis.
Rebecca rió.
—¡Hala, qué vejestorio! Déjame que te traiga la silla de ruedas.
—¡Calla ya! —le replicó él sonriendo.
—He dicho: ¡déjame que te traiga la silla de ruedas! —fingió gritar, burlándose. Él no pudo evitar reír. Aún reían cuando pasaron ante una pequeña caseta de guardia a la derecha del sendero y vieron un cuerpo dentro, tendido en el suelo.
Parte de un cuerpo, pensó Billy, y su buen humor se evaporó en un segundo mientras se detenían, incapaces de no mirar. Yacía boca abajo y le faltaban las piernas y un brazo, lo que hacía que el cadáver pareciera estar hundido en el espeso charco de sangre que lo rodeaba.
No volvieron a hablar hasta que llegaron al edificio; el recordatorio de la tragedia que había ocurrido allí los había serenado. Era imposible tenerla presente en todo momento; pensar constantemente en el horror del brote viral haría que les fuera demasiado difícil funcionar, y reírse de vez en cuando proporcionaba una válvula de escape importante, incluso necesaria, para seguir manteniendo la cordura. Por otro lado, si podías mirar el cuerpo de un hombre muerto y seguir riendo, entonces la salud mental se convertía en algo por lo que preocuparte de una forma totalmente diferente.
Llegaron al desconocido edificio y aflojaron el paso para estudiar su trazado. Había pequeños senderos que partían del paseo principal, justo frente al edificio, flanqueados de flores y árboles que hacía tiempo que se habían secado. Los senderos desaparecían tras setos mal cortados. Quedaban unas cuantas farolas sin romper, pero sólo conseguían que las sombras fueran aún más oscuras. No era el entorno más atractivo, pero Billy no vio ningún zombi u hombres sanguijuelas, por lo que le pareció mucho mejor que el edificio anterior.
Unos amplios escalones daban a una puerta de dos hojas. Billy se quedó vigilando los sombríos senderos mientras Rebecca subía hasta la puerta y trataba de abrirla.
—Está cerrada con llave —informó.
—A la porra —exclamó Billy, y la siguió hasta arriba. Intentó abrir la puerta y decidió que la madera era fuerte pero la cerradura no tanto—. Aparta.
Se puso a un lado, bajó su centro de gravedad y le dio una fuerte patada a la cerradura, luego otra. A la tercera, oyó cómo se astillaba la madera, y a la quinta la puerta se abrió de golpe y la barata cerradura de metal saltó por los aires.
Ambos atravesaron el umbral y miraron hacia el interior. Después de todo por lo que habían pasado, Billy pensaba que ya nada lo sorprendería, pero se equivocaba. Era una iglesia, y tan ornamentada como cualquier otra que hubiese visto, desde la vidriera en lo alto de la pared tras el altar hasta los brillantes bancos de madera. Y también estaba destrozada; al menos la mitad de los bancos estaban volcados, y sólo se podía ver gracias a un enorme agujero en el techo, no lejos de donde se hallaban.
—Mira el altar —susurró Rebecca.
Billy asintió con la cabeza. No tanto el altar como lo que había a su alrededor. Sobre la plataforma en la parte delantera de la iglesia había cientos de velas consumidas, estatuas religiosas derribadas y grandes ramos de flores muertas. Resultaba escalofriante.
—A mí ya me vale largarnos de aquí —dijo Billy, y alzó la voz ligeramente al darse cuenta de que también él estaba susurrando—. Podríamos inspeccionar el jardín y ver adonde van a parar esos senderos.
Rebecca asintió y dio un paso atrás. Y entonces algo enorme y negro descendió hacia ellos desde el techo abovedado, algo que lanzaba un chillido increíblemente agudo, que revoloteaba y planeaba y agitaba unas enormes alas polvorientas. El tiempo pareció pasar a cámara lenta, lo suficiente para que Billy pudiera verlo claramente. Era alguna especie de murciélago, pero mucho, muchísimo más grande que los normales. La cosa tenía, como mínimo, la envergadura de un cóndor.
En el último instante, el bicho se elevó y voló como enloquecido hacia la oscuridad de lo alto, pero ya se había acercado lo suficiente como para que una oleada de su pútrido aliento los alcanzara. Billy empujó a Rebecca con un brazo y agarró los pomos rotos de la puerta con el otro. La cerró como pudo, deseando no haberla forzado, y se dio cuenta al instante de que no importaba. Podían oír al gigantesco murciélago atravesar el agujero del techo, podían oír sus enormes garras despellejadas arañando las tejas.
—¡Vamos! —gritó Billy.
Bajaron los escalones corriendo, y Rebecca torció hacia la derecha seguida de Billy. Hacia ese lado parecía haber más protección; parte del sendero que circundaba la casa estaba cubierto. Giraba bruscamente dos veces, y en esos puntos quedaba oculto por setos y plantas descuidadas. Rebecca era rápida, pero Billy no le iba a la zaga, muy motivado por la imagen de unas alas correosas envolviéndolo y unas garras rasgándole la carne…
—¡Allí! —Rebecca aminoró la marcha y señaló en una dirección.
A la derecha del camino, un poco más adelante, había lo que parecía ser un ascensor situado junto a la pared de la iglesia. Billy no estaba seguro de si sería lo mejor, pero podía oír claramente el golpeteo de las alas en algún punto sobre su cabeza y el agudo chillido del murciélago en busca de una presa. Siguió a Rebecca hasta el ascensor, agradeciendo en silencio que las puertas se abrieran al tocarlas. Era pequeño, casi no había sitio para los dos. Se empotraron dentro y vieron que sólo iba hacia abajo. Mejor así, Billy no tenía ningunas ganas de visitar el campanario de la iglesia para ver si el murciélago loco tenía algún pariente cercano.
Rebecca apretó el botón para cerrar las puertas. Justo antes de que se cerraran, un zombi trastabilló hacia ellos desde ninguna parte, una mujer que extendía unos dedos desollados hasta mostrar el hueso. Gimió, enseñando unos dientes negros, y entonces las puertas se cerraron, apartándolos de la zombi y del chillido de alta frecuencia del murciélago infectado.
Ambos se dejaron caer contra las paredes del pequeño ascensor. Oían los gritos hambrientos de la zombi a través de las puertas, el chirriante arañazo del hueso de sus dedos contra el metal. En unos segundos, a sus gemidos graves y ásperos se le sumaron otros, y luego unos terceros, todos gimoteando de ansia y frustración.
Tenían dos opciones, Bl o B2. Billy miró a Rebecca, y ésta negó con la cabeza, pálida. Afuera, los zombis seguían arañando las puertas. Billy apretó el Bl. El ascensor no se movió.
—Vale. Pues que sea B2 —dijo Billy, y confió en que no se hubieran quedado atrapados. Apretó el botón. El ascensor dio una ligera sacudida y comenzó a descender suavemente. Billy se inclinó ante Rebecca, preparó la escopeta y confió en que las puertas no estuvieran a punto de abrirse ante una horda de criaturas infectadas, ansiosas por una cena tardía.
Las puertas se deslizaron sin hacer ruido y dejaron a la vista un corredor cubierto de escombros, pero deshabitado. Billy volvió a apretar el botón de B1 esperando encontrar otra opción, pero ni siquiera se cerraron las puertas del ascensor. Al parecer, podían elegir entre volver con el murciélago y los zombis o explorar el segundo nivel del sótano. Billy optó por la exploración.
Salió cautelosamente, con Rebecca a su espalda. Como en la mansión del centro de formación, la decoración y la arquitectura eran refinadas y probablemente de gran valor. El suelo era de mármol, cascado en algunos puntos pero pulido hasta brillar; en el pasillo se alineaban elegantes columnas de apoyo, y las entradas eran altas y arqueadas. A su izquierda había una escalera que ascendía, obstruida por tozos de roca y fragmentos de mampostería. Otra puerta se encontraba un poco más adelante, justo donde el corredor torcía abruptamente hacia la derecha.
Se detuvieron ante la escalera, pero era inútil, los escombros se apilaban hasta el techo. Si querían regresar arriba tendría que ser con el ascensor. Pero de momento, Billy no quería volver arriba. Parecía que el continuo aluvión de criaturas desagradables, peligrosas y espantosas no iba a acabar nunca, y estaba más que dispuesto a tomarse un respiro.
—Los que estén a favor de no más monstruos —dijo en voz baja.
—Me apunto —contestó Rebecca con un tono igualmente bajo. Le lanzó una sonrisa, pero pareció forzada. Empezaron a recorrer el pasillo, aplastando escombros con las botas al avanzar.
Rebecca se quedó junto a la primera puerta mientras Billy inspeccionaba el resto del corredor. Había otra puerta, con un cierre de combinación, y una posible tercera puerta. Billy no estaba seguro, parecía como si el corredor simplemente acabara de pronto ante una pared azul, pero había en ella una especie de elaborada hornacina: dos estatuas puestas de frente recortaban un perfil de alguien que se parecía mucho a James Marcus. No había ninguna cerradura, pero debajo del busto localizó una depresión del tamaño del puño de un niño, como si faltara una pieza.
Fantástico. Más cerraduras con truco, pensó Billy, fastidiado, mientras regresaba a donde se hallaba Rebecca. ¿Qué les pasaba a esa gente? Si tenían que ser tan listillos, ¿por qué no se quedaban con los crucigramas?
Por suerte, la primera puerta no estaba cerrada. Entraron y se encontraron en otra elegante y descuidada habitación, cubierta de estanterías con libros. Una manchada alfombra oriental cubría el suelo de la primera parte del cuarto. La sala tenía más o menos la forma de una U. Varias lámparas estaban encendidas, lo que la convertía en la habitación más iluminada de las que habían entrado en toda la noche. Además de los estantes, había varias mesas bajas y un pequeño escritorio con una antigua máquina de escribir. Billy se acercó a la mesa más cercana y cogió un trozo de papel.
—«No creo que haya problemas, pero he tomado precauciones —leyó—. Para esconder una hoja, ponla en el bosque. Para esconder una llave, haz que parezca una hoja.»
—Bueno, eso lo aclara todo —se burló Rebecca, y Billy asintió con un gesto. Insistía, ¿qué le pasaba a esta gente?
Rebecca miró por las estanterías mientras Billy recorría la sala. Se fijó en un gran agujero que había en el techo. Estaba alto, pero usando una de las mesas…
—La mayoría son de biología —comentó Rebecca—. Mamíferos, insectos, anfibios…
—Ven a ver esto —dijo Billy. Mientras ella giraba la esquina, Billy cogió la mesa más cercana y la empujó bajo el agujero. No era suficiente.
—Podría subir yo —propuso Rebecca—. Echar una ojeada y encontrar una cuerda o algo para que puedas subir.
Billy frunció el entrecejo.
—No sé. La última vez que fuiste a mirar…
—Sí —repuso Rebecca, pero su expresión era firme. Estaba dispuesta a ir, incluso ansiosa por intentarlo, y tenían que hacer algo.
Billy se subió a la mesa y entrelazó los dedos para ayudarla. Ella subió después, puso el pie derecho entre las manos de él y una mano sobre el hombro. Era ligera como una pluma; probablemente Billy podría inmovilizar a dos como ella sin demasiado esfuerzo. La subió con facilidad y Rebecca desapareció de su vista a través del agujero. Un segundo después, se asomó por él.
—Parece tranquilo, pero está oscuro —informó—. Tiene pinta de laboratorio, hay muchos estantes y un par de escritorios. Déjame ver qué encuentro.
Volvió a desaparecer. Billy esperó, mirando hacia el agujero y recordándose que la joven sabía cómo arreglárselas sola. Ya había demostrado tener más fortaleza y capacidad que muchos soldados veteranos que había conocido, y si había algún problema, sólo tendría que saltar. No había nada de que preocuparse.
Rebecca lanzó un grito corto y agudo, y la sangre de Billy se le heló en las venas.
—¡Rebecca! —gritó, con la mirada clavada en el negro agujero del techo.
Parecía un laboratorio, un laboratorio que se hubiera usado intermitentemente durante la última década y que no se hubiera limpiado en todo ese tiempo. Había una gruesa capa de polvo sobre el suelo y los estantes, pero en algún momento se habían movido cosas y habían dejado marcas: señales detrás de las sillas, huellas de dedos en botellas de especímenes. Rebecca echó una rápida mirada a lo que la rodeaba y luego se inclinó sobre el agujero. La expresión de Billy era tensa, expectante.
—Parece tranquilo, pero está oscuro. Tiene pinta de laboratorio, hay muchos estantes y un par de escritorios. Déjame ver qué encuentro.
Se volvió y recorrió de nuevo la sala con la mirada. Notó que era más grande de lo que había pensado, parte de ella quedaba oculta tras una gran estantería que dividía el área en dos. No lo hubiera notado de no ser por una lucecita azulada y pálida que parecía emanar de la sección oculta. Con la nueve milímetros en la mano, pasó al otro lado y… lanzó un grito. Casi estuvo a punto de disparar al monstruo radiante que flotaba, en el interior de un tubo, frente a ella antes de darse cuenta de que no estaba vivo.
—¡Rebecca!
—¡Estoy bien! —contestó, contemplando la espeluznante criatura—. Me he llevado una sorpresa, eso es todo. Espera.
Se acercó al espécimen de tamaño humano que flotaba en el tubo lleno de un líquido claro e iluminado por dentro. En realidad había cuatro de esos tubos, todos en fila, y cada uno contenía un horror ligeramente diferente. Las cosas de dentro habían sido humanas alguna vez, pero habían sufrido alteraciones quirúrgicas y seguramente las habrían infectado con el virus-T. Intentó pensar en alguna descripción para darle a Billy, pero eso no se podía describir: miembros horriblemente deformados colgaban de torsos musculosos y apedazados; los rostros casi irreconocibles mostraban terribles expresiones de angustia y deseos de sangre. Eran horripilantes.
Más allá de las filas de monstruosidades humanoides había una vitrina de especímenes llena de tubos mucho más pequeños. Rebecca se inclinó y vio que dentro de cada tubo había una sanguijuela. Hizo una mueca de asco y estaba a punto de alejarse cuando se fijó en que uno de los tubos era diferente. La sanguijuela de dentro era… No era una sanguijuela.
Abrió la polvorienta puerta de vidrio, sacó el tubo diferente y lo alzó para que le diera la tenue luz. El tapón del tubo estaba pegado o soldado, y la cosa de dentro tenía forma de sanguijuela, pero estaba esculpida o tallada, y era de un intenso azul cobalto.
¿Por qué alguien haría una falsa sanguijuela y luego la pondría…?
Parpadeó al recordar el trozo de papel que Billy había leído: «Para esconder una hoja, ponla en el bosque. Para esconder una llave…»
Rebecca volvió al agujero y levantó el tubo para que lo viera Billy.
—Creo que he encontrado la llave hoja —dijo, y se lo lanzó—. O supongo que debería decir la llave sanguijuela.
Billy atrapó el tubo y lo observó.
—Estoy seguro de que encajará en una de esas puertas. Baja y vamos a verlo.
—El tapón no sale… —Se detuvo al ver a Billy tirar el tubo al suelo junto a la mesa. El joven le sonrió, y luego aplastó el tubo con el tacón de la bota. El vidrio crujió, y un segundo después, Billy tenía la talla en la mano.
—Resuelto —dijo—. Vamos.
Rebecca se mordisqueó el labio mientras miraba por el laboratorio. Había motones de archivadores y de papeles por todas partes.
—Ve a probarlo tú. Yo voy a ver si encuentro otro mapa.
Billy frunció el entrecejo.
—¿Estás segura?
—¿Tienes miedo de ir solo? —preguntó, sonriendo ligeramente.
—La verdad es que sí —respondió él, pero luego le devolvió la sonrisa—. De acuerdo. Volveré en un minuto. No te vayas muy lejos, ¿vale? Si necesitas algo, llámame.
Rebecca le dio unos toquecitos a la radio.
—Ningún problema.
Billy la observó durante un instante más y luego se alejó. Rebecca contempló el laboratorio de nuevo y se fijó en el mayor de los dos escritorios de la sala.
—Bueno, Marcus, veamos si nos has dejado algo que nos sirva —dijo, y se acercó al escritorio sin saber que la estaban observando muy, muy atentamente, mientras cogía una hoja de papel y comenzaba a leer.
¡Esto no puede ser!
Apretó los puños, furioso. Los niños intentaron calmarlo, subiéndosele hasta los hombros, pero él los apartó sin hacerles caso.
Rebecca estaba leyendo las notas personales de Marcus. Había encontrado el amuleto que llevaba al santuario interior del doctor Marcus y se lo había dado a Billy. Todo lo que tenían que hacer era coger el teleférico, abrir una o dos cerraduras y estarían fuera de allí. Pero parecía que no querían dejar en paz la memoria del doctor Marcus, que tenían que violar las pocas cosas privadas que había dejado atrás.
—A no ser que los detengamos —dijo a los niños, mientras contemplaba cómo Billy usaba la pequeña talla para abrir las habitaciones de Marcus y Rebecca removía sin ningún cuidado los papeles privados del doctor. Observar a esos dos había sido una divertida distracción, pero se había acabado. El mundo tendría que enterarse de la verdad sobre Umbrella sin ellos.
Era hora de enviar a los niños a jugar.
Capítulo 11
Como sospechaba, el santuario que cerraba el pasillo era una puerta, y la pequeña estatua de la sanguijuela que Rebecca había encontrado encajaba perfectamente en la «cerradura». Se oyó un suave clic y el cerrojo se abrió.
Billy observó la parte delantera de la puerta antes de entrar, y decidió que el perfil sí que era el del doctor James Marcus. Se pregunto por qué el hombre de sanguijuelas que habían visto en el tren se parecería a Marcus; las sanguijuelas las controlaba alguien que era claramente más joven, el que cantaba fuera. ¿Estaría el auténtico Marcus todavía por ahí? No parecía probable. El diario que Rebeca había encontrado… Marcus tenía delirios paranoicos sobre Spencer yendo a por él para apoderarse de su trabajo, y eso había sido hacía diez años. La gente que perdía tanto la cabeza normalmente no era capaz de mantener su trabajo.
Rebecca estaba esperando. Dejó ese misterio menor a un lado y empujó la extravagante puerta con el cañón de la escopeta. Una rápida ojeada buscando movimiento…, nada… y bajó el arma a la vez que entraba del todo en la sala.
—¡Jo! —exclamó en voz baja al mirar la habitación. Era un despacho grande, lujosamente decorado con estantes y armarios empotrados de madera oscura pulida y cristal biselado en un lado, y con una recargada chimenea al otro lado. Los muebles antiguos de madera, una mesa baja, sillas y un gran escritorio, eran impactantes; la gruesa alfombra silenciaba sus pasos. Vio una puerta al fondo de la sala, detrás del escritorio, y cruzó mentalmente los dedos esperando que resultara ser una ruta de escape.
Gran parte de la iluminación de la sala procedía de un enorme acuario que dominaba la esquina noroeste, cerca de donde él se hallaba, y lo teñía todo de una luz acuosa azulada, aunque el acuario en sí estaba vacío.
¿Vacío? Billy frunció el entrecejo y se acercó más. No, no estaba vacío. No había peces, ni rocas, ni plantas, pero había numerosas cosas flotando en lo alto, cosas desagradables, irreconocibles, pero no por ello menos grotescas. Parecían ser trozos de piel humana, pero sin forma, sin huesos, como pedazos amputados y deformes. Billy se apartó rápidamente, asqueado por los objetos flotantes.
Uno de los armarios de la pared estaba abierto. Billy se acercó a él y echó una ojeada a los libros que había dentro. En un estante encontró un antiguo álbum de fotos y lo cogió. Sabía que debía volver con Rebecca, pero le picaba la curiosidad y se preguntó si el busto de la puerta indicaba que se hallaba en el despacho de Marcus.
Las fotos estaban viejas, amarillentas y curvadas. Pasó unas cuantas páginas y decidió que era una pérdida de tiempo. Iba a poner el álbum en el estante cuando una foto suelta cayó revoloteando. Se agachó para recogerla, y la contempló bajo la luz azulada y ondulante.
La foto no era particularmente interesante: tres hombres jóvenes, de los años treinta o cuarenta, bien vestidos y limpios, sonriendo a la cámara. En el reverso, alguien había escrito: «Para James, como recuerdo de tu graduación, 1939».
Billy observó la foto y decidió que el joven del medio podía ser James Marcus. Algo en la forma de la cabeza… le resultaba de algún modo familiar.
—Aquel tipo —se dijo a sí mismo. El cantante del tren. No lo habían visto muy bien, pero tenía el mismo aire, los mismos hombros anchos…—. Podría ser el hijo de Marcus. O su nieto.
Todo eso era como un rompecabezas, y estaba empezando a pensar que había encontrado otra pieza. Si Spencer se había deshecho de Marcus y le había robado su trabajo, ¿el hijo de Marcus, o el hijo de su hijo, no querría vengarse? Quizá la infección viral no había sido un accidente. Quizá el tipo de las sanguijuelas lo había provocado.
Billy suspiró y dejó la foto encima del álbum. Todo eso estaba muy bien, pero en un sentido práctico, ¿a quién diablos le importaba? Lo que tenía que hacer era buscar una salida.
Registró el escritorio en busca de mapas o llaves, pero no encontró nada, y fue hacia la segunda puerta de la sala, que, afortunadamente, no estaba cerrada con llave. La abrió y sintió que sus esperanzas se desvanecían; no había ningún gran túnel con una señal de salida brillando en lo alto. Era un almacén de arte, o lo parecía, con cuadros apoyados contra las paredes y unas cuantas esculturas cubiertas con fundas viejas. Una estatua permanecía descubierta, una pieza de mármol blanco que parecía uno de esos dioses romanos sentado contra una pared adornada, la polvorienta mirada hacia lo alto, una mano curvada sobre el abdomen y sujetando alto. Algo verde.
Billy se acercó, cogió el pequeño objeto de los pálidos dedos de la estatua y sonrió ligeramente al ver qué era. Había encontrado otra talla de una sanguijuela, pero ésta era verde en vez de azul.
Otra llave, quizá de otra puerta secreta. Y ésta podía ser su verdadero billete de salida.
Día 1
Administré T a cuatro sanguijuelas. Su simple estructura biológica las convierte en candidatas perfectas para esta investigación, pero puede que sean demasiado simplistas para adaptarse. No se observan cambios inmediatos.
La palabra «cuatro» estaba subrayada. En el margen alguien había escrito «cambio de secuencia» con trazos delgados y lo había rodeado con un círculo.
Era parte de un diario de laboratorio, principalmente números y fechas. Rebecca había estado a punto de dejarlo cuando descubrió varias frases y palabras subrayadas en una de las últimas páginas. Siguió buscando pasajes marcados.
Día 8
Ha pasado una semana. Rápido crecimiento hasta doblar su tamaño original. Comienzan a mostrar señales de transformación. Reproducción con éxito, su número se ha doblado, pero se ha iniciado un comportamiento caníbal, posiblemente debido a un aumento del apetito. Me apresuré a aumentar la provisión de alimento, pero he perdido a dos.
«Número se ha doblado» y «dos» estaban subrayados.
Día 12
Les di comida viva, pero perdí la mitad cuando la presa se defendió. Sin embargo, aprenden de la experiencia, comienzan a mostrar comportamiento de ataque en grupo. Su evolución supera las expectativas.
«Perdí la mitad» estaba subrayado.
No había más entradas marcadas, pero Rebecca siguió hojeando, inquieta por el éxito del extraño experimento.
Día 23
Las sanguijuelas ya no muestran características individuales, se mueven como una colectividad.
Día 31, se reproducen a una velocidad fantástica, ahora comen todo lo que se les ofrece…
La última anotación le indicó claramente hasta dónde había llegado la locura del doctor Marcus.
Día 46
Un día digno de recordar. Hoy han comenzado a imitarme. Creo que reconocen a su padre. Siento un fuerte afecto hacia ellas. ¿Son capaces de querer? Creo que sí. Ahora somos nosotros, sólo yo y mis brillantes niños. Nadie los apartará de mí. Con todo lo que he aprendido, no se atreverán.
—¡Eh!
Era Billy, que llamaba desde el piso de abajo. Rebecca dejó los papeles, fue hasta el agujero y se arrodilló en el borde.
—¿Has encontrado algo que sirva? —preguntó, mirándolo desde arriba.
—Quizá. Cógelo —respondió, y le lanzó algo pequeño por el hueco. Rebecca lo atrapó. Era otra llave de sanguijuela, en este caso verde.
—¿Hay una puerta ahí arriba con un busto de Marcus delante? —preguntó Billy.
Rebecca negó con la cabeza.
—No lo sé. No en esta sala, eso seguro. He estado leyendo algo más sobre este experimento de chiflados. ¿Quieres que eche una ojeada por ahí?
Billy dudó un instante.
—¿Por qué no subo y entonces podremos mirar los dos? Déjame que busque una mesa o algo…
—Tendré cuidado —aseguró Rebecca—. ¿No has dicho que había otra puerta ahí abajo? Tal vez deberías intentar abrirla mientras voy a ver si encuentro la cerradura para esta cosa.
—Tiene una cerradura con combinación —contestó Billy—. A no ser que tengas a mano un juego de ganzúas, no sé cómo vamos a abrirla.
Rebecca suspiró. Era una pena que Jill Valentine no estuviera con ellos. Era del equipo Alfa y, según Barry, podía abrir cualquier puerta…
… cambio de secuencia.
—Espera. ¿Una cerradura con combinación?
Billy asintió. Rebecca se apartó del agujero y volvió de prisa al escritorio. Leyó los pasajes subrayados, hizo los cálculos y regresó al agujero.
Cuatro sanguijuelas… Doblar… Perder dos… Perder la mitad…
—Prueba con… cuatro, ocho, seis, tres —propuso.
—¿Una inspiración divina? —preguntó Billy.
Rebecca sonrió ligeramente.
—Posiblemente. Pruébalo. —Alzó la sanguijuela verde tallada—. Yo veré si encuentro donde va esto.
Billy asintió a regañadientes. Rebecca se puso en pie y se dirigió hacia la puerta de la sala, sin estar muy segura de si estaba siendo valiente o estúpida. En verdad no quería hacer nada sola, no desde su encuentro con los primates, pero como ya estaba en el primer piso, tenía sentido que fuera ella a echar una ojeada.
La puerta del laboratorio daba a un corto pasillo con tres puertas, además de la que ella había cruzado. La primera puerta, a la derecha, estaba cerrada con llave. La segunda, a la vuelta de una esquina y también a la derecha, estaba abierta, pero una rápida mirada la convenció de que sólo era una gran habitación vacía con un pequeño despacho adosado a un lado. Estaba demasiado oscuro para ver nada más. Rebecca cerró la puerta, aliviada de llevar ya dos tercios de su pequeña inspección, y fue hacia la última puerta, al fondo del pasillo.
Tampoco necesitaba llave. Rebecca la abrió y vio otra puerta a sólo unos metros ante ella; a la izquierda, la sala se abría hacia lo que parecía ser el mismo laboratorio desde el que había salido. No lo era, pero por la manera en que las salas estaban orientadas tenía que estar conectado al primer laboratorio. Quizá los hubieran separado en algún momento.
Movimiento. Allí, cerca de la mesa junto a la pared divisoria, había uno de los hombres infectados, descarnado y amarillento, con los ojos en blanco y la boca abierta y hambrienta. Avanzó a trompicones hacia ella, haciendo un sonido gorgoteante desde el fondo de la garganta.
Era lento, muy lento. Rebecca miró el espacio entre él y la puerta que tenía enfrente mientras notaba el peso de la llave sanguijuela en la mano. Se lanzó, avanzó hasta la puerta y la abrió, pasó rápidamente al otro lado y la cerró a su espalda antes de que el demacrado zombi pudiera dar otro paso.
Había entrado en una sala de operaciones, vieja y sucia; los azulejos, en otro tiempo esterilizados, estaban cubiertos de una ligera película gris de porquería. Había unas cuantas camillas de metal sobre ruedas torcidas. Y allí, frente a ella y hacia la izquierda, había una puerta verdosa con el perfil del doctor Marcus.
—Ya te tengo —exclamó, y se acercó a la puerta intentando no mirar demasiado a la mesa de operaciones que había en el rincón del fondo después de ver las fuertes sujeciones que tenía adosadas. Tenía una idea de lo que Marcus había estado haciendo; no necesitaba recrearse en los detalles.
La pequeña sanguijuela encajaba perfectamente en una depresión que había bajo el busto del doctor Marcus. Oyó el sonido de un cerrojo. La puerta se abrió…
Rebecca dio un paso atrás, tambaleándose por el olor, un hedor que ya le resultaba demasiado familiar. La estrecha habitación estaba cubierta en ambos lados con los cajones de un depósito de cadáveres, varios de ellos abiertos. En el suelo yacían dos cuerpos, ambos inmóviles, pero de todas formas apuntó al más cercano con la pistola. Respirando superficialmente, entró en la sala.
Dios, que haya algo por lo que valga la pena entrar —pensó mientras rodeaba una camilla volcada—. Y que esté a la vista, si no es demasiado pedir.
No tenía ninguna intención de registrar los cajones.
Al fondo, la sala se abría hacia la derecha. Rebecca pasó por encima del segundo cuerpo, dobló la esquina e intentó no vomitar por el atroz hedor. Había otra camilla a un lado, y sobre ella una llave de metal.
La cogió sintiendo una mezcla de emociones. Había encontrado algo, eso era bueno, pero… otra llave. Podía llevar a cualquier lado; por lo que sabía incluso podía ser la llave de la casa de veraneo de Marcus.
Quizá la primera puerta del pasillo…
—¿Rebecca?
Guardó la llave en el bolsillo, cogió la radio y contestó mientras se dirigía hacia la puerta.
—Sí. ¿Qué pasa? Cambio. —Atravesó la sala de operaciones y se detuvo ante la puerta que llevaba al laboratorio secundario. Tendría que correr hasta la entrada del pasillo para evitar tener que disparar contra el zombi…
—No hay ningún dial en la cerradura —contestó Billy con voz irritada—. He vuelto al despacho de Marcus pero no he visto nada. ¿Has tenido mejor suerte? Cambio.
—Quizá —repuso—. Déjame probar una cosa. Nos encontraremos en la biblioteca. Cambio.
—Ten cuidado. Cambio y corto.
Cuidado. Rebecca agitó la cabeza ligeramente mientras volvía a colgarse la radio del cinturón, atónita ante lo rápido que podía cambiar una relación en las circunstancias adecuadas, o inadecuadas. Hacía sólo unas horas lo había amenazado con pegarle un tiro y estaba convencida de que él estaba dispuesto a dispararle a ella. Pero ahora, eran… bueno, «amigos» quizá no fuera la palabra adecuada, pero cada vez era más improbable que tuvieran que acabar matándose.
Por primera vez en un buen rato se preguntó qué estarían haciendo sus compañeros de equipo. ¿Seguirían intentando cazar a Billy? ¿La habrían estado buscando? ¿Y a Edward? ¿Se habrían encontrado con problemas? Los habrían pillado las secuelas del vertido del virus-T?
Y hablando de eso…
Escuchó a través de la puerta durante un momento y no oyó nada. Respiró hondo, abrió la puerta y atravesó a toda prisa la corta distancia que la separaba de la siguiente puerta sin ni siquiera mirar hacia el laboratorio. Mientras cerraba la puerta a su espalda, oyó un ahogado gemido de frustración y sintió una oleada de compasión por la demacrada víctima. El tipo probablemente habría trabajado allí, pero ella no deseaba la enfermedad del zombi ni a su peor enemigo. Era una mala forma de morir.
Avanzó hasta la primera puerta que había probado y confió en que la llave la abriera, aunque no tenía muchas esperanzas. Supuso que tendrían que hacer una búsqueda más exhaustiva para encontrar lo que abría, o simplemente buscar otra cosa, otro mapa, otra llave, otro agujero en el suelo de algún lugar. Era desalentador, por no decir nada peor. Si no podían encontrar algo, tendrían que volver al ascensor y probar suerte arriba…
Metió la llave en la cerradura de la puerta y la giró, oyó y sintió cómo cedía el cerrojo.
—De fábula —murmuró sonriente, y abrió la puerta.
Algo enorme y oscuro saltó hacia ella, aullando.
Billy esperó junto al agujero entre el primer y el segundo piso, pensando sin convicción en si habría alguna manera de volar la puerta de combinación con los cartuchos de la Magnum, y de repente oyó resonar un terrible grito inhumano desde el primer piso, seguido de dos disparos.
No intentó usar la radio. Saltó sobre la mesa bajo el agujero, lanzó la escopeta a través de él, dio un salto y se agarró al borde con ambas manos. Antes había dudado de sus capacidades, pero en ese momento ni le cruzó la mente la posibilidad de no ser capaz de subirse. Con un gruñido de esfuerzo, pasó el cuerpo por el agujero, primero apoyándose en los codos y finalmente pasando una rodilla.
Agarró la escopeta, y ya estaba en pie cuando volvió a oír el aullido del animal, un sonido extraño y de otro mundo, como si estuvieran haciendo trizas a un pájaro. Tardó medio segundo en orientarse y encontrar la puerta, luego se lanzó a correr.
Cruzó la puerta de golpe y salió al pasillo, y allí estaba Rebecca, apoyada en la pared opuesta. Una de las mangas de su camisa estaba destrozada y tenía cuatro profundos arañazos en la parte alta del brazo. Apuntaba con el arma a…
Qué demonios…
…a un monstruo, un inmenso monstruo con aspecto de reptil. Era humanoide, con músculos enormes y la piel rugosa de un asqueroso color verde oscuro. Tenía los brazos tan largos que las manos provistas de garras casi tocaban el suelo.
Al ver a Billy, dejó caer la mandíbula y lanzó otro chillido; los ojos en su cráneo liso y protuberante brillaban de maldad. Un grueso chorro de sangre oscura le manaba de la parte alta del pecho, resultado de uno de los disparos de Rebecca, pero el monstruo no parecía demasiado afectado por la herida.
Prueba esto, pensó Billy, y alzó la escopeta mientas Rebecca volvía a disparar. El tiro de la escopeta dio de lleno en el rostro de la criatura. Billy la cargó de nuevo y disparó otra vez, sin esperar a ver cuál había sido el efecto del primer tiro.
La cosa ya no tenía rostro, le había saltado en trozos y se había esparcido salpicando la pared y el suelo. El pesado cuerpo se derrumbó. Un burbujeante río de sangre brotaba de los restos del cuello y de lo poco que quedaba de la cabeza: un trozo de mandíbula, unos cuantos dientes y jirones de piel renegrida.
Billy no se movió durante varios segundos, escuchando, buscando algún otro sonido, otros movimientos, pero no había nada. Fijó su atención en Rebecca, que se apretaba el hombro izquierdo herido con la mano derecha. La sangre se escurría entre sus dedos.
—La bolsa de mi cinturón —dijo—. Hay una botella de antiséptico dentro, y vendas y esparadrapo… Sólo me ha arañado. No me ha mordido.
Se la veía pálida; hizo una mueca de dolor cuando Billy le limpió y le cubrió la herida, pero lo aguantó con valentía, soportando el dolor en vez de dejarse llevar por él. Era una mala herida y probablemente necesitaría puntos, pero también podía haber sido mucho peor. Cuando Billy terminó, Rebecca hizo un gesto con la cabeza indicando la puerta medio abierta que tenían delante.
—Estaba encerrado ahí. Esa cosa, quiero decir.
Parecía conmocionada, atontada. Billy fue hasta la puerta, quería estar entre ella y cualquier otra cosa que pudiera salir de allí. Se detuvo ante el monstruo sin cabeza y se quedó mirándolo.
—Tiene la pinta de la Criatura de la Laguna Negra cargada de esteroides —comentó Billy, echando una mirada a Rebecca y esperando que sonriera. Consiguió una sonrisa bastante temblorosa pero auténtica, y una vez más se quedó sorprendido de la fortaleza de la joven. No era habitual recuperarse tan pronto de un ataque sorpresa, sobre todo si provenía de una pesadilla como el monstruo que tenía ante él. La mayoría de la gente aún estaría temblando horas después.
Rebecca se puso a su lado y empujó una de las gruesas piernas de la criatura con la punta de la bota.
—Sorprendente —comentó—. Las cosas que estaban haciendo aquí. Ingeniería genética, virus recombinantes…
—Creo que «psicopatía» es la palabra que estás buscando —apuntó Billy.
Rebecca asintió.
—Eso no se puede negar. Veamos si estaba custodiando algo importante.
Rodearon el cuerpo de la criatura. Mientras entraban en la sala, Rebecca explicó a Billy lo que había encontrado en el resto del piso. Se hallaban en una especie de perrera, pero Billy estaba casi seguro de que no la habían utilizado para guardar perros; había una serie de jaulas con barras de acero, muchas de ellas con ataduras, y el olor en el aire era de animales salvajes, un hedor fuerte y apestoso.
—… que es donde encontré la llave de esta sala —estaba diciendo Rebecca—. Esperaba que eso significara que había algo importante.
La sala también tenía forma de U dividida por estantes. Avanzaron entre las estanterías mientras Rebecca hacía sonidos de asco. En el rincón más alejado había un pila de pieles rasgadas y huesos roídos, que parecían ser los restos de unas cuantas de esas criaturas parecidas a babuinos. También había gran cantidad de excrementos por todas partes, espesas pilas de una sustancia negra y pringosa que olía como, bueno, como mierda. Al parecer el monstruo había estado un tiempo encerrado.
Entre dos hileras de jaulas, se encontraba una pequeña mesa de madera con unos cuantos papeles revueltos encima.
Billy se acercó, fijándose en dónde ponía los pies, y cogió la página que estaba más arriba, mientras Rebecca empezaba a revisar unas cuantas jaulas abiertas. Lo escrito parecía ser parte de un informe.
… aun así, hasta el día de hoy la investigación ha mostrado que cuando el virus Progenitor se administra a organismos vivos, cambios celulares violentos provocan el colapso de todos los sistemas importantes, sobre todo y más intensamente, en el sistema nervioso central. Además, no se ha encontrado ningún método satisfactorio para controlar los organismos que se pretende usar como armas. Es evidente que es esencial una mayor coordinación en el nivel celular para permitir un crecimiento posterior.
Experimentos con insectos, anfibios y mamíferos (primates) han dado resultados por debajo de los esperados. Al parecer no se puede lograr ningún avance sin usar humanos como el organismo base. Nuestra recomendación en este momento es que los animales experimentales se mantengan con vida para posteriores estudios y como posibles presas para pruebas de campo de las nuevas armas bioorgánicas híbridas propuestas, como la próxima serie Tirano.
¡Cielo santo! Billy rebuscó entre las hojas el resto del informe, pero sólo encontró un puñado de horarios de alimentación manchados de café.
La serie Tirano. Todas las criaturas que hemos visto… Y estaban trabajando en algo que seguramente les podía dar una patada en el culo a todas ellas.
Billy alzó la vista y vio a Rebecca que sujetaba algo pequeño con un gesto triunfante.
—¿Quieres marcar algún número?
Billy dejó caer los papeles sobre la mesa.
—Me estás tomando el pelo.
—Para nada. Estaba en una de las jaulas. —Le lanzó el objeto. Billy lo cogió y notó que también se le formaba una sonrisa. Era exactamente lo que habían estado buscando, una especie de pomo redondo hecho para encajar en la parte frontal de la puerta de combinación que habían encontrado en el piso inferior.
—¿Cuatro, ocho, seis, tres? —preguntó Billy.
Rebecca asintió.
—Cuatro, ocho, seis, tres —repitió, y alzó la mano para enseñarle que tenía los dedos cruzados. Billy cruzó los suyos. Era una tontería, una superstición infantil, pero ya no le importaba comportarse o no de forma racional. Cualquier cosa que pudiera ser de ayuda, no dejaría de intentarla.
—Vayamos a ver —dijo, y sintió que de nuevo le renacía la esperanza mientras salían de la habitación del monstruo, sorprendido de la facilidad con que se recuperaba ese sentimiento. En alguna parte figuraba una cita sobre que mientras hubiera vida, seguiría habiendo esperanza. La había oído mientras lo juzgaban, y en aquel momento le había parecido obvia y estúpida. Qué extraño y hasta cierto punto maravilloso que hubiera descubierto la verdad de esa afirmación mientras luchaba por su vida en unas circunstancias totalmente diferentes.
Juntos, se dirigieron hacia el laboratorio. Billy mantuvo los dedos cruzados.
Capítulo 12
Observó cómo la joven pareja bajaba por el agujero y volvían a la puerta con cierre de combinación. Finalmente, habían encontrado la manera de abrirla; supuso que forzarían la cerradura, pero, al parecer, uno de ellos había hallado los informes de crecimiento de las sanguijuelas y había descifrado el código.
Por lo visto, un único Cazador, un guerrero solitario, no era suficiente rival para ellos. El joven se sintió sorprendido, pero no demasiado, mientras los observaba abrir la puerta. Esos dos poseían una cierta inteligencia animal; qué triste para el mundo que tuvieran que ser destruidos.
El joven sonrió. Sin duda la humanidad se recuperaría de esa pérdida con tiempo suficiente para llevar a cabo la crucifixión de Umbrella. Además, los niños ya estaban en sus puestos.
Billy empujó la puerta que daba al teleférico, y se congratularon mutuamente por haber «descubierto» el modo de escapar del laboratorio. El teleférico funcionaba, aunque ellos no lo pondrían en marcha; sus vidas estaban a punto de acabar. Los niños los observaban desde las sombras bajo el teleférico, desde dentro de las cloacas medio secas, unidos en dos formas humanoides. Con un pensamiento y un suspiro, el joven los soltó; lanzó a los dos alfiles contra la presa.
Un sonido, un grito. Frunció el entrecejo y se volvió para contemplar a uno de los falsos hombres y ver qué había gritado desde la oscuridad que se abría tras él. Y éste fue atacado por un Eliminador. El primate saltó sobre el humanoide por sorpresa, aullando mientras atacaba al colectivo con fauces babeantes.
El sonido de lucha alertó a Rebecca y a Billy, que se hallaban sobre la plataforma. Rápidamente prepararon las armas. Furioso, el joven vaciló sin saber qué hacer; quería acabar con ellos, matarlos, pero estaba preocupado por los niños…
Los hizo avanzar sin prestar atención al ataque del primate. Los muchos se dividieron y escaparon de las sanguinarias fauces para reformarse de nuevo en el extremo de la plataforma, junto al otro humanoide. Los dos falsos hombres saltaron sobre la plataforma, ansiosos por probar el sabor de los intrusos. El Eliminador los siguió.
Contempló horrorizado cómo Billy disparaba un único tiro con la escopeta a uno de los falsos hombres y lo alcanzaba de lleno. El joven sintió gritar a los muchos, sintió que su enjambre disminuía. Su furia se intensificó y se mezcló con la angustia por sus niños cuando Billy disparó de nuevo y Rebecca se le unió con la pistola. En segundos, uno de los colectivos estuvo prácticamente destruido.
¡No, no!
Los muchos nunca se habían enfrentado a una escopeta. No tenía ni idea de que ésta podía hacerles tanto daño tan rápidamente, pero ya no podía retirarlos, no a medio ataque. Sus pensamientos se apresuraron a indicar a los supervivientes que se unieran al segundo hombre falso mientras el Eliminador se lanzaba contra Billy e intentaba alcanzarlo con sus gruesas garras. El primate forcejeó con el asesino, y ambos cayeron por encima del pasamanos y desaparecieron en la cloaca con una gran salpicadura.
Rebecca gritó y corrió hacia el pasamanos, pero el segundo colectivo estaba casi sobre ella. El joven sintió una agradable satisfacción al ver al falso hombre extender un enorme brazo y golpear el estúpido rostro de Rebecca con la suficiente fuerza para hacerla caer. La joven rodó sobre el suelo mientras él se detenía un momento para decidir cuál sería la mejor manera de acabar con ella. Las pérdidas que había sufrido el enjambre eran tremendas, sin precedentes, y deseaba con todas sus fuerzas que la joven pagara por ello.
Pero ella se había vuelto a poner en pie y, con el rostro crispado de furia, sujetaba la escopeta que Billy había dejado caer. Disparó hacia el colectivo y le voló uno de los brazos. Los niños gritaron de dolor mientras ella disparaba una y otra vez.
El joven ya casi no podía verla; quedaban pocas miradas, ya que muchos de los ojos estaban muriendo mientras él se esforzaba por mantener el contacto. Su última visión de la chica fue un contorno borroso, una sombra que iba oscureciéndose y que finalmente desapareció por completo.
A su alrededor, los muchos lloraban, sus saladas lágrimas se mezclaban con sus huellas, y el triste olor del océano se alzaba de la masa desesperada. El joven cerró los ojos y lloró con ellos, pero no por mucho rato. Estaba demasiado furioso. Ella tenía que morir, igual que su asesino amigo había muerto, sin duda.
Pero no quería arriesgar la vida de más niños…
El Tirano. Su rey.
Consiguió esbozar una sonrisa. Su rabia era grande, pero su cólera lo sería aún más.
En la cabina del teleférico había una Magnum sujeta por las manos frías y gomosas de un muerto. Mientras la pequeña cabina aérea recorría el corto trayecto de una plataforma a la otra, planeando silenciosamente sobre la insondable oscuridad, Rebecca consiguió hacerse con el arma. Recordó que Billy llevaba un par de cargadores rápidos con cartuchos del calibre 50 Magnum, pero Billy estaba…
Está, está vivo y voy a encontrarlo, —se dijo con firmeza.
Bajó de la cabina cuando ésta se detuvo, sin hacer caso de la voz aterrorizada que susurraba dentro de su cabeza, la parte que continuaba insistiendo en que Billy estaba muerto, perdido en el agua de la alcantarilla que corría veloz bajo la plataforma del teleférico y que había arrastrado a él y al monstruo en esa dirección. Pero estaba vivo y ella lo encontraría. El pensamiento le daba vueltas en la cabeza y se repetía constantemente; le debía esa esperanza, ese convencimiento.
La segunda plataforma del teleférico se parecía mucho a la primera, pequeña, fría y oscura, pero había una escalerilla que iba de arriba abajo del hangar. Rebecca se tomó un momento para recolocarse las armas y recargar la nueve milímetros. Billy tenía los cartuchos de reserva de la escopeta, pero la había recargado después del ataque del monstruo en el exterior de la perrera.
Después de salvarte la vida de nuevo.
Todavía quedaban dos cartuchos. No pensaba dejarla atrás, ni tampoco creyó conveniente abandonar la Magnum. Podría ser que encontrara otra reserva de municiones. El pesado revólver le tiraba del cinturón y la escopeta le resultaba incómoda sobre el hombro herido, pero quería estar preparada para lo que fuera.
Está muerto, Rebecca, Tienes que salvarte…
No… salvarte tú, ahora, tienes que…
¡No!
Corrió escaleras arriba sin prestar atención a su cansancio.
Tengo que encontrarlo, tengo que encontrarlo.
Al final de la escalerilla había una puerta que daba a un gran almacén casi vacío, con el extremo opuesto abierto hacia la noche. Rebecca atravesó la sala, saltó por encima de una cinta de transporte y pasó junto a los barriles medio podridos que se alineaban contra la pared. Tenía la mente demasiado ocupada con Billy para pensar con claridad. Si estaba herido, si estaba…
Muerto. Puede que esté muerto.
Intentó desechar esa idea por principio, pero su voz mental no estaba aterrorizada ni se estaba dejando llevar por el pánico, estaba tranquila y calmada. Razonable. Aspiró profundamente unas cuantas veces, se detuvo un instante en la plataforma del montacargas industrial que se hallaba en un extremo de la gran nave y contempló frío el cielo azul oscuro de primeras horas de la mañana. Las nubes estaban despejando y se veían brillar un puñado de estrellas, pálidas y distantes. Confió en que eso fuera una señal de que las cosas iban a mejorar. Pero sólo podía esperar. Si Billy había muerto, y probablemente era así, tendría que enfrentarse a ello.
No voy a hacer nada hasta que lo sepa seguro.
Había una consola de control en la parte norte de la plataforma del montacargas. Rebecca miró los controles durante un momento y decidió que debía descender al nivel más bajo, el B4, e intentar encontrar allí una entrada a la alcantarilla. Apretó el botón. La enorme plataforma octogonal dio una sacudida y comenzó a descender. Las paredes del gigantesco pozo que rodeaba la plataforma comenzaron a alzarse ante ella y el cielo nocturno fue desapareciendo en lo alto.
El montacargas se detuvo en una sala grande, funcional, de paredes grises y acero. A su derecha había un pequeño despacho con un cartel que decía SEGURIDAD, y un pequeño corredor que daba a otro ascensor más convencional, como de un edificio de oficinas. A su izquierda había un desprendimiento, bloques de escombros se apilaban hasta un techo bajo y roto, y allí, ante los restos retorcidos, parecía haber otro ascensor, pero mayor, como el ascensor de un almacén.
Salió de la plataforma y observó la sala poco iluminada en busca de señales de vida. Sus pasos resultaron sorprendentemente silenciosos sobre el suelo de hormigón. La estancia estaba vacía. Rebecca fue hasta el despacho de seguridad y encontró la puerta cerrada, pero una mirada a través de la mugrienta ventana que había en la puerta le mostró que no había nada que valiera la pena recuperar.
Suspiró sin saber hacia dónde ir. Su plan había sido seguir descendiendo con la esperanza de llegar hasta el agua, pero cualquier ascensor podría llevarla en la dirección equivocada.
Así que elige uno. Mejor equivocarme que perder el tiempo decidiendo.
De acuerdo. Lanzó mentalmente una moneda y se dirigió hacia el ascensor que estaba al oeste de la plataforma.
Miró el panel de control, y estaba a punto de apretar el único botón que había allí cuando se oyó un suave timbre y el ascensor se paró en su piso.
Retrocedió apresuradamente, no había tiempo ni lugar para escaparse. Se aplastó todo lo que pudo contra la esquina contigua a las puertas y confió en que quien fuera tuviera demasiada prisa para mirar hacia atrás.
Las puertas se abrieron. Rebecca apretó la escopeta y contuvo el aliento. Salió una única persona del ascensor, un hombre, con un chaleco…
Rebecca bajó el arma y abrió los ojos de sorpresa mientras Enrico Marini se volvía apuntándola con su nueve milímetros.
—¡No dispares!
Vio la sorpresa dibujarse en la cara del hombre al reconocerla. Éste alzó el arma y apuntó hacia el techo.
—¡Rebecca! —exclamó, mientras se relajaba ligeramente. La joven se fijó en la suciedad que le cubría el rostro y las manos, y las manchas de sangre en los brazos. Los nudillos de ambas manos parecían machacados e hinchados; su chaleco con la palabra STARS estaba rasgado en varios sitios. Era evidente que ella no había sido el único miembro del equipo Bravo que había tenido que luchar por sobrevivir—. ¿Estás bien?
—Estás vivo —repuso Rebecca acercándose a él, tan contenta de verlo que no sabía por qué no lloraba de alivio. Él la rodeó torpemente con un brazo y le dio unas palmadas en el hombro antes de apartarse—. ¿Y los otros?
Enrico se volvió y miró hacia el ascensor industrial.
—Iban por delante. Os estábamos buscando, a Edward y a ti.
Rebecca bajó la mirada.
—Edward… no lo consiguió.
La mirada de Enrico se endureció ligeramente, pero sólo asintió con la cabeza.
—¿Has visto pasar al resto del equipo?
—No.
—Se te han escapado por muy poco —explicó—. Hemos encontrado unos documentos… —Negó moviendo la cabeza, como si negara una historia que sería demasiado larga de explicar. Rebecca lo entendió perfectamente.
»Hacia el este de aquí hay una vieja mansión —continuó—. Creemos que Umbrella la usa para sus investigaciones. Vamos. Los podremos alcanzar si nos damos prisa.
Enrico comenzó a alejarse, y Rebecca sintió que se le hacía un nudo, ardiente y duro, en el corazón.
—¡Espera! —soltó antes de pensárselo dos veces—. Tengo que encontrar a Billy.
Enrico se volvió para mirarla.
—¿Billy Coen? ¿Lo has encontrado?
—Sí, pero nos hemos separado y… —Dejó la frase a medias, sin saber cómo explicarse.
—No hace falta que te preocupes por él —contestó Enrico—. De todas formas la va a palmar. Vamos.
—Señor, yo… —Tragó saliva y se obligó a mirarlo a los ojos—. Es una historia muy larga, pero tengo… tengo que encontrarlo. No te preocupes. Ya os alcanzaré.
—Rebecca… —comenzó Enrico, pero pareció haber notado algo en la voz de Rebecca, en su rostro, quizá la misma historia que ella podía leer en el de él; habían pasado demasiadas cosas y una explicación tardaría más tiempo del que podían permitirse—. Ten cuidado —dijo finalmente.
Rebecca se puso firmes y asintió con un movimiento seco; el reconocimiento de un profesional a otro.
Enrico se marchó. Rebecca lo contempló mientras se alejaba, lo vio llegar hasta los escombros que se apilaban al otro lado de la gran sala, dirigirse al ascensor que había allí y desaparecer de su vista.
Finalmente encuentro a mi equipo y les digo que se vayan sin mí, pensó, demasiado cansada para sorprenderse de su decisión. Al menos sabía que estaban vivos. En cuanto encontrara a Billy iría —irían— hacia el este y alcanzarían al equipo dentro de la mansión de Umbrella.
Inspeccionó el ascensor por el que había aparecido Enrico y vio que sólo iba hacia arriba. Eso simplificó su decisión. Atravesó la sala hasta el otro ascensor. Apretó el botón de llamada, oyó un crujido y el sonido de movimiento, y el mecanismo zumbó desde algún punto dentro del hueco. Era lento, parecía arrastrarse desde el punto en que Enrico lo había dejado. Rebecca se apoyó contra la puerta y deseó que fuera más rápido. Estaba demasiado cansada para detenerse, temía no ser capaz de volver a moverse.
Un gran trozo de roca rodó en las sombras desde lo alto de la pila de escombros, golpeó el suelo de hormigón cerca de donde ella se hallaba y se deshizo en varios pedazos. Rápidamente lo siguió otro y luego un tercero. De golpe, una pequeña avalancha movió muchas de las piedras y las recolocó en medio de una nube de polvo que se alzó de los escombros. Rebecca se apartó de la puerta del ascensor y contempló la pila con inquietud.
Crunch. Crunch. Crunch.
Sonaban como pesados pasos acercándose desde la pila de cascotes. Cayeron más piedras, resonando contra el suelo.
—¿Enrico? —llamó con una voz esperanzada que se perdió en medio del aire cargado de polvo.
Crunch.
Crunch.
Volvió a apretar el botón de llamada. Por el ruido, el ascensor continuaba acercándose, pero Rebecca pudo ver que se movía algo más, algo entre las sombras, algo muy grande, y se dirigía hacia ella.
Billy se agarraba a los restos de un erosionado pilar de soporte mientras el agua oscura lo golpeaba una y otra vez y trataba de soltarle los adormecidos dedos. Se aferró con fuerza, medio inconsciente, intentando evaluar, decidir. Casi no podía pensar. Recordaba el mono…
Babuino, había dicho ella…
Atacándolo, sus sucias garras clavándosele en los brazos. Recordaba haberse golpeado con fuerza contra el pasamanos; también el impacto contra el agua sucia, su sabor aceitoso y agrio y el olor mientras se lo tragaba. Recordaba a Rebecca gritando su nombre, su voz perdiéndose mientras la corriente lo arrastraba. Luego el grito borboteante del aterrorizado animal mientras lo soltaba, la oscuridad y finalmente un saliente rocoso y un agudo dolor en la sien. Y de repente estaba allí. En alguna parte.
Estaba herido, mareado, perdido. A su derecha, las aguas se arremolinaban y rugían al entrar en una tubería gigantesca que conducía a la oscuridad. A unos diez metros a su izquierda había una especie de pasarela suspendida sobre el agua, pero por la posibilidad que tenía de alcanzarla, tanto le daba que hubiese estado a años luz. El agua iba demasiado rápida, la corriente era demasiado fuerte y él no era un gran nadador.
Se aferró con fuerza. Era lo único que podía hacer.
Capítulo 13
La criatura que surgió de entre los escombros no se parecía a nada que Rebecca hubiera visto antes. Se detuvo junto a la cima de detritos, alzó los brazos como si hiciera estiramientos y permitió que lo contemplara claramente. Rebecca notó que se le secaba la boca y se le cubrían las manos de sudor. Sintió la urgente necesidad de ir al lavabo.
Era humanoide. Humano, casi, porque tenía los rasgos faciales de un hombre, excepto que ningún hombre brillaba con tal palidez; la piel sin vello y el cuerpo eran de un blanco casi luminoso. Ningún hombre tenía garras que alcanzaran casi la misma longitud que los brazos, garras curvadas y brillantes como cuchillos de acero, más largas en la mano derecha que en la izquierda. Las venas eran como gruesas cuerdas visibles a través de la piel; masas de tejido rojo y blanco se amontonaban sobre los enormes hombros y el gigantesco pecho. Grupos de llagas de color rojo sangre se repartían sobre los tres metros de cuerpo, y la mayor parte de la piel de la parte baja del rostro estaba arrancada y dejaba al descubierto una especie de sonrisa sangrante de hueso y carne. Volvió su macabra sonrisa hacia Rebecca mientras flexionaba las garras, como si esperase deseoso su encuentro.
La criatura la miró y su asquerosa sonrisa pareció agrandarse ligeramente. Rebecca lo oía respirar, un sonido rasposo y seco; también podía ver los latidos de su extraño corazón bombeante, sólo parcialmente cubierto por la caja torácica.
Casi sin darse cuenta de que había alzado la escopeta, Rebecca disparó.
El estallido cubrió el cuerpo del monstruo con hilos de sangre oscura que comenzaron a resbalarle por el cuerpo. La criatura tiró su enorme cabeza calva hacia atrás y gritó, un alarido apocalíptico, como el fin de todo. Pero había más rabia y furia que dolor, y Rebecca comprendió de repente que no iba a sobrevivir durante mucho rato.
De un único salto, el monstruo pasó ágilmente desde la pila de roca destrozada hasta quedar agachado a unos cuatro metros de Rebecca. Ésta notó que el suelo temblaba. Las garras de la criatura arañaron el hormigón mientras se incorporaba y fijaba su mirada gris y maligna sobre la joven. Ésta retrocedió y cargó la escopeta; le temblaba todo el cuerpo mientras intentaba apuntar hacia la horrible sonrisa. La cosa se acercó, se puso entre ella y el ascensor justo cuando éste se detuvo y las puertas comenzaban a abrirse. La criatura dio otro paso.
Al menos es lento. Si lo pudiera alejar y luego volver corriendo.
Otro paso, y Rebeca vio y oyó aparecer una grieta en el suelo bajo las gruesas uñas negras de los pies del monstruo. La joven retrocedió e intentó ampliar la distancia entre ambos. Y de repente la cosa se puso a correr, veloz, su brazo era como un reflejo borroso mientras lo bajaba y lo subía a gran velocidad, las hojas de sus manos pasaron lo suficientemente cerca de Rebecca como para que ella pudiera captar su propio reflejo mientras se movía para esquivarlas. Se tiró al suelo y rodó sobre el hombro, con la escopeta apretada contra el pecho, y ya volvía a estar en pie cuando la criatura acabó su extraño movimiento. Saltaron chispas de la pared junto al ascensor cuando el panel de control quedó hecho pedazos.
Tras ella se encendieron luces de alarma y comenzó a sonar una sirena. Una enorme puerta de metal empezó a descender entre Rebecca y la plataforma del montacargas por el que había bajado. Dividiría la sala en dos y la dejaría atrapada con el horripilante monstruo.
Se puso a correr, decidida a quedarse al otro lado de esa puerta. Era pesada y bajaba de prisa, una gruesa cortina de metal que seguramente sería impenetrable para la criatura. Alcanzó el otro lado fácilmente y se volvió para mirar, corriendo hacia atrás.
La monstruosidad creada por el hombre corrió tras ella y se agachó para pasar bajo el panel deslizante. Rebecca sintió que el corazón la golpeaba dentro del pecho, y un sudor frío le cubrió el cuerpo. Si acababa en el mismo lado que esa cosa, todo habría terminado.
Esperó, viendo cómo la criatura avanzaba hacia ella lentamente y sin vacilar, y cuando la parte baja del panel le llegó a la altura de la cabeza, corrió de vuelta hacia el otro lado. Tuvo que agacharse para pasar, y rogó por que la cosa quedara atrapada.
Pero la criatura volvió a seguirla; se agachó bajo el panel y alzó las garras sobre la cabeza. Rebecca sintió un rayo de esperanza; quizá la puerta lo aplastaría. Entonces oyó un chirrido de metal cuando las garras gigantes arañaron el panel. Contempló, horrorizada y sorprendida, cómo la cosa conseguía detener el descenso de la puerta el tiempo suficiente para pasar por debajo. Lo consiguió, y la puerta se cerró sobre el suelo con un resonante clang.
Todos los instintos de Rebecca le gritaban que corriera, que saliera de allí, pero no había adonde ir. Con la puerta cerrada, la sala no era mucho mayor que su apartamento. Tenía que llegar al ascensor. Era su única oportunidad.
Corrió hacia allí, agarró el pomo de la puerta y comenzó a abrirla, y oyó al monstruo acercarse, oyó sus pesadas pisadas, el crujido del cemento bajo sus pies.
¡Mierda!
Ni siquiera se volvió, pero instintivamente supo que no tenía tiempo. Se agachó, cayó de rodillas y se echó hacia un lado justo cuando las garras cayeron y golpearon contra la puerta del ascensor, clavándose en la pared ante la que ella había estado un segundo antes.
Caminó hacia atrás mientras el monstruo daba la vuelta, le clavaba la mirada de nuevo y daba un paso. Estaba centrado en ella, tan implacable como una máquina. Lanzó hacia atrás el desmesurado brazo, como si fuera a lanzar una pelota, y dio un segundo y resonante paso.
¡Piensa! ¡Piensa!
No podía luchar contra él, probablemente tampoco podría matarlo con nada de lo que llevaba; su única esperanza era engañarlo de algún modo.
El plan aún se estaba formando cuando lo puso en acción. La criatura era demasiado grande y no le resultaba fácil parar cuando comenzaba a correr. Si conseguía que la persiguiera y la esquivaba en el último segundo quizá tuviera tiempo de abrir la puerta del ascensor. Rebecca se detuvo lo más lejos del ascensor que pudo en ese pequeño espacio.
Otro paso. Las garras chasquearon. Rebecca necesitó toda su fuerza de voluntad para no echar a correr. Apuntó a la criatura con la escopeta y se preparó para lanzarse hacia el ascensor en cuanto el monstruo ganara velocidad.
La sonrisa del monstruo se hizo más amplia mientras inclinaba las rodillas ligeramente, preparándose para saltar.
Y entonces se movió, sólo unas cuantas zancadas y estaría sobre ella. Rebecca salió volando, se agachó para esquivarlo y corrió hasta la puerta del ascensor. La agarró con manos temblorosas, la abrió, se lanzó dentro y se volvió para cerrarla.
La cosa ya estaba yendo a por ella de nuevo, moviéndose de prisa, demasiado de prisa. La puerta no aguantaría, estaba segura. Levantó la escopeta y disparó sin tener tiempo de apuntar.
El tiro le dio en el hombro derecho. La criatura se tambaleó hacia atrás, gritando; la sangre saltó a chorro de la herida, y Rebecca ya no vio más. Cerró la puerta de golpe, pulsó el botón más bajo del tablero, apretó los ojos, y rezó.
Pasaron los segundos. El ascensor continuó bajando y finalmente se detuvo. Rebecca dejó de rezar cuando oyó la corriente de agua en el exterior, pero estaba demasiado aterrorizada para preocuparse de eso en este momento, todo su cuerpo seguía temblando incontrolablemente.
Después de lo que le pareció un largo rato, el temblor fue cesando. Estaba bien. O al menos estaba viva, y eso ya era algo. Rogando para no volver a ver esa cosa nunca más, Rebecca abrió la puerta y salió.
William Birkin por fin —¡por fin!— se estaba marchando cuando oyó el grito inhumano resonar en el hasta el momento silencioso edificio, un grito de pura rabia. Se detuvo en la entrada del pequeño subterráneo que llevaba al exterior y se volvió para mirar hacia la sala de control ejecutivo. Se había pasado dos horas en esa pequeña área escondida, primero luchando por tomar una decisión y luego luchando para que el ordenador obedeciera su orden de cancelación. La secuencia de autodestrucción estaba programada para dentro de poco más de una hora; como había sugerido Wesker, la destrucción del centro y el complejo que lo rodeaba coincidiría con el comienzo del nuevo día.
Ese grito… Nunca había oído algo igual, pero supo inmediatamente lo que era porque había visto las últimas fases del proyecto. Nada más podía hacer un sonido así. El prototipo del Tirano estaba libre.
De repente, las sombras que rodeaban el estrecho túnel le parecieron demasiado profundas, demasiado solitarias. Demasiado capaces de contener secretos. Birkin se apresuró; acababa de convencerse de que había tomado la decisión correcta.
Todo iba a ser pasto de las llamas.
Billy oyó algo. Levantó pesadamente la cabeza y consiguió girarla ligeramente. Allí, hacia la izquierda, se abrió una puerta que daba a la pasarela y apareció una figura humana.
—¡Eh! —llamó, pero el sonido de su voz se perdió entre el rugido del agua. Cerró los ojos.
—¡Billy!
Miró de nuevo y sintió una ola de calor llenándolo por dentro. Rebecca. Era Rebecca, inclinada sobre el pasamanos, llamándolo, y al verla y oírla sintió que se recuperaba un poco, que su terrible cansancio desaparecía ligeramente.
—Rebecca —dijo, alzando la voz, sin estar seguro de que pudiera oírlo. Intentó pensar en algo que decirle, alguna cosa que ella debiera hacer, pero sólo pudo repetir su nombre de nuevo; la situación se explicaba por sí sola, y él estaba mal. Si quería ayudarlo, tendría que ocurrírsele algo a ella solita.
—¡Billy, cuidado! —Rebecca hacía frenéticos gestos con una mano mientras buscaba la pistola con la otra.
El terror en su voz alertó a Billy. Éste se aferró con más fuerza al pilar e intentó elevarse para ver a qué estaba apuntando Rebecca, y vio de refilón algo que se movía de prisa, algo largo y oscuro que se escurría por el agua como una serpiente gigante y se dirigía hacia él.
Intentó moverse, ponerse al otro lado del pilar, pero la corriente era demasiado fuerte. Si se soltaba, estaría perdido en menos de un segundo.
Rebecca disparó dos tiros, y la criatura desconocida golpeó el pilar con tal fuerza que hizo que Billy se soltara.
Billy gritó, y chapoteó furiosamente para mantenerse a flote en el agua espumeante, para resistir la corriente que lo arrastraba contra la tubería, pero no sirvió de nada. En segundos, fue arrastrado hacia la oscuridad, golpeándose y revolcándose; el sonido del agua le invadió los oídos mientras se lo llevaba la corriente.
Capítulo 14
Durante la breve batalla de Rebecca con el prototipo de Tirano, William Birkin salió disimuladamente del centro, con la cabeza gacha y la proverbial cola entre las piernas. El joven le había perdido el rastro hacía unas horas y había supuesto que el científico habría seguido a Wesker hacia afuera, como habían hecho los del equipo de Rebecca hacía un momento, pero allí estaba de nuevo, medio corriendo por uno de los túneles ocultos de salida, con el rostro pálido y tembloroso como una máscara de terror. Sin duda aterrorizado por los ruidos de la batalla, y completamente ignorante de que sólo seguía vivo porque su vida carecía totalmente de importancia.
Aunque le hubiera gustado ocuparse de él personalmente, el joven dejó que el científico se marchara por el momento, ya sería su presa otro día. Estaba demasiado atrapado en la lucha, demasiado ansioso de ver cómo le arrancaban los miembros uno a uno a Rebecca. Pero en vez de eso, la vio esquivar de nuevo su destino, una comunión de habilidad y suerte tonta que resultaba maravilloso contemplar. La observó dejar atrás al Tirano y encontrar a Billy un momento después, aún vivo, agarrado como una lapa a una roca mientras un mar de agua de cloaca se agitaba a su alrededor. El golpe de una de las criaturas acuáticas se lo llevó dando vueltas hacia una de las muchas salas de filtros de la planta y dejó a Rebecca gritando tras él, sin duda medio enloquecida de frustración, rabia y decepción.
El joven sonrió, una sonrisa fría y desagradable, y se sintió más tranquilo de lo que había estado últimamente al ver a Rebecca cruzar la pasarela, encontrar otro ascensor en el centro de operaciones y avanzar hacia las profundidades de la planta, donde él y su colmena esperaban acurrucados en su capullo de refulgentes excreciones líquidas. Con suerte, pronto volvería a encontrarse con Billy, quizá aún vivo. De hecho, probablemente vivo. El joven acababa de comprender que tal vez había puesto demasiado empeño en acelerar las cosas, en precipitarlos a su destino. Era inevitable un enfrentamiento… ¿Y no había deseado durante tanto tiempo tener público, alguien que pudiera apreciar la magnificencia de la tarea que se había asignado? Además, pronto amanecería, un momento peligroso para los niños, porque sus delicados cuerpos ardían fácilmente incluso con la luz solar más débil; mejor que los intrusos vinieran a él. Así conocerían su gloria antes de que los aplastara personalmente.
Observó y esperó, ansioso por comenzar el último capítulo de su triunfo.
Rebecca no estaba segura de dónde se encontraba. Los niveles y las salas de ese edificio estaban incomprensiblemente entremezclados, pero siguió yendo hacia abajo. Los corredores estaban despejados, pero dos de las salas por las que había pasado, otra pequeña sala de control de propósito desconocido y una destrozada sala de estar para empleados, se hallaban infestadas de zombis. Sólo había disparado contra dos de los siete que había visto, el resto estaban demasiado decrépitos y eran demasiado lentos para representar una amenaza. Deseaba haber tenido tiempo y munición suficientes para matarlos a todos, para librarlos del horror en que se había convertido su vida, pero el haber visto a Billy la hacía apresurarse. Estaba herido, pero seguía vivo, y perdido en alguna parte de las profundidades del confuso trazado de la planta.
El edificio era la planta de tratamiento de agua, cosa que hubiera podido deducir por el omnipresente hedor, además de por los carteles y los paneles de control que llenaban casi todas las salas, pero pensó que también era otro centro de las actividades ilegales de Umbrella; ¿por qué si no iba a estar conectado con el centro de formación, aunque fuera indirectamente? Atravesó una especie de patio interior en el séptimo nivel del sótano, o al menos creía que era el séptimo, que estaba en construcción cuando el virus atacó, y dudó de que el bunker excavado en la piedra, lleno de carretillas elevadoras, tuviera algo que ver con el tratamiento del agua.
Sí, pero y yo qué diablos sé, se le ocurrió pensar, mientras se esforzaba por avanzar más de prisa, cruzaba otra puerta y entraba en otra habitación con una zanja llena de cajones de embalar en un lado. Hasta esa noche no creía en zombis o en conspiraciones con armas biológicas. Para ser sinceros, ni siquiera creía que una maldad tan deliberada pudiera existir. Lo que había visto, lo que había experimentado desde que subió a aquel tren hacía un montón de horas… Nada ya era igual. No sabía si volvería a ser capaz de ver el mundo a su alrededor con la misma inocencia de antes, si sería capaz de mirar a una persona o un lugar sin pensar que algo se escondía bajo las apariencias. No estaba segura de si debía sentirse furiosa o agradecida por la pérdida de la inocencia, pero si continuaba con los STARS, sin duda sería una ventaja.
En el fondo de la habitación de las cajas se hallaba una escalera de metal. Rebecca se detuvo ante ella, miró hacia abajo conteniendo la respiración e hizo una mueca de asco, sin saber bien qué hacer. Vio sanguijuelas en las escaleras, al menos media docena repartida por los escalones, colgando de hilos de baba o dejando una brillante huella sobre el metal gris. No quería acercarse a ellas, temiendo que la pudieran atacar si se aproximaba demasiado o hería a alguna, pero tampoco quería retroceder. Notaba que el tiempo corría de prisa, que las cosas ocurrían cada vez más rápido, que tenía que seguir adelante o arriesgarse a perderse.
O arriesgarme a encontrarme de nuevo con aquella cosa. Aquella máquina de matar con garras.
El furioso grito de la criatura aún resonaba en su cabeza. La había herido, pero las probabilidades de que se hubiera refugiado en algún rincón oscuro para morir eran pocas o ninguna. Las cosas nunca eran tan fáciles.
Apretó los dientes y pisó con cuidado entre las sanguijuelas, deteniéndose a cada paso, y tuvo que tragar su repugnancia cuando una serpenteó por encima de su bota y continuó su camino. Por lo menos, la escalera era corta; llegó hasta abajo sin pisar ninguna de esas horrendas criaturas y alcanzó la puerta que había al fondo sin más incidentes.
Cuando la abrió, una niebla fría le salpicó la piel sudada, y el rugido de las tuberías desaguando fue como música. Era una nave enorme, dominada por enormes conductos que sobresalían por un lado y desde los que caía el agua sobre una serie de filtros de red.
Y en medio de los detritos flotantes…
—¡Billy!
Rebecca corrió hacia Billy, que yacía boca arriba junto a una desagradable cascada. Se arrodilló junto a él y le puso la mano en el cuello. Apartó las chapas de identificación temblando por dentro. Pero allí estaba el pulso, fuerte y estable. Él abrió los ojos al sentir su contacto y la miró con ojos nublados.
—¿Rebecca? —Tuvo un acceso de tos e intentó incorporarse. Tenía un gran hematoma en la sien izquierda. La joven le puso una mano sobre el pecho y lo hizo tumbarse de nuevo.
—Descansa un momento —dijo, y tuvo que forzar las palabras para que le pasaran por el nudo que tenía en la garganta. Había querido creer que Billy estaría bien, pero había sido duro—. Déjame que te examine.
Una pequeña sonrisa cruzó los labios de Billy.
—De acuerdo, pero luego me toca a mí —murmuró, y volvió a toser.
Respondió a las preguntas que Rebecca le hizo sin problemas, mientras ella lo iba examinando, comprobaba su movilidad y le limpiaba algunos de los arañazos más profundos. El golpe en la cabeza parecía ser la peor herida y le causaba mareos y náuseas, pero no estaba tan mal como ella había temido. Después de unos minutos de atención, Billy se incorporó para sentarse y le sonrió débilmente.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo, e hizo una mueca cuando Rebecca le tocó la sien—. Sobreviviré, pero no si sigues apretándome por todas partes.
—Vale —repuso Rebecca, y se sentó en cuclillas con una sorprendente sensación de satisfacción; había ido a buscarlo y lo había encontrado. No tenía ni idea de que la simple sensación de lograr lo que se había propuesto fuera tan gratificante, que pudiera anular fácilmente todo lo negativo de su situación, aunque sólo fuera por un momento—. Me alegro de que estés vivo, Billy.
Billy asintió e hizo una mueca de dolor al moverse.
—Tú y yo. Ambos estamos vivos.
Rebecca lo ayudó a ponerse en pie y lo sostuvo hasta que recuperó el equilibrio. Cuando se sintió lo suficientemente seguro, Billy se apartó de ella, y Rebecca le vio poner una expresión de desagrado y una mueca de asco mientras se dirigía hacia uno de los rincones de la nave donde un chorro de agua sucia caía sobre otro filtro.
El rincón estaba lleno de huesos amontonados. Huesos humanos, pulidos por años de estar bajo el chorro de agua y cubiertos de una gruesa capa de moho bacteriano verdoso. Rebecca contó al menos once cráneos entre la montaña de fémures y costillas, la mayoría aplastados o quebrados.
—¿Algunos de los viejos experimentos de Marcus? —Billy habló en voz baja; no era realmente una pregunta y Rebecca no contestó, sólo asintió con la cabeza.
—Es Umbrella —añadió un momento después—. Lo animaron. Estaban todos metidos en esto.
Le tocó a Billy el turno de no contestar, sólo se quedó mirando hacia los huesos con alguna emoción desconocida encerrada en su dura mirada. Un segundo después, se sacudió aquella emoción y se alejó de los macabros restos de vida humana.
—¿Qué piensas de que volemos por los aires esta parada de chuches? —preguntó, y aunque pareció hablar a la ligera, ninguno de los dos sonrió.
—Sí —contestó Rebecca, y alargó la mano para cogerle los dedos durante un momento y apretárselos. Él le devolvió el gesto—. Sí, me parece una gran idea.
Billy se sentía hecho un asco, pero siguió a Rebecca hacia alguna parte más o menos en dirección este mientras deseaba con todas sus fuerzas librarse del maldito parque de atracciones de Marcus antes de desmayarse. Mientras avanzaban por un laberinto de pasillos y habitaciones, Billy quedó completamente desorientado después de la segunda esquina, Rebecca le fue explicando lo que le había pasado desde que se había caído de la plataforma del teleférico. Se había encontrado con el jefe de su equipo y tenido un encontronazo con una especie de supercriatura tipo Frankenstein en el que le faltó poco para dejarse la piel. También había encontrado un revólver Magnum 50 que funcionaba con parte de la munición que él llevaba encima, algo fuerte de verdad, y también había conseguido conservar la escopeta. En conjunto, Billy pensó que lo había hecho incluso mejor de lo que, en las mismas circunstancias, lo habría hecho él.
Hallaron un dormitorio vacío y aprovecharon para cargar las armas. Billy tomó la Magnum y Rebecca se quedó con la escopeta. Encontraron una garrafa de agua precintada bajo una de las literas y se turnaron para beber, ambos necesitados de hidratación. Al parecer, nadar en el agua de una alcantarilla no ayudaba mucho a calmar la sed.
Una vez saciada la sed y con armas decentes y cargadas, Billy sintió que podría ser que se recuperara de su paseo por los rápidos. Tomaron la salida sur del dormitorio, atravesaron una sala de tratamiento industrial y luego otra. Las salas de la planta se confundían en la mente de Billy; todas eran iguales, paredes y suelos de metal medio corroído, tuberías y grandes muros de paneles de control cubiertos con diales y conmutadores. Parte del equipo seguía funcionando y su sonido llenaba las salas de un estruendo metálico, aunque sólo Dios sabía quién lo estaba controlando. Billy se dio cuenta de que no le importaba demasiado. Mientras continuaban avanzando, ambos pudieron oír el estrépito del agua, de mucha agua, cada vez más próximo, y después de atravesar una enorme sala de bombeo que se abría hacia el frío amanecer, se encontraron sobre un camino que cruzaba una represa.
Se detuvieron unos instantes y contemplaron la negra superficie del embalse, que se extendía a lo largo del edificio del que habían salido hasta la cortina de agua que lo delimitaba al otro extremo. El fragor les impedía oírse, y regresaron a la sala de bombeo sonriendo. Por lo menos habían encontrado una salida. La pasarela sobre la presa llevaba a otro edificio, pero sólo ver las pálidas estrellas y la luna baja fue una inyección de ánimo para Billy. Su paseo de pesadilla por el complejo de Umbrella pronto se acabaría, lo presentía, veía el final con tanta seguridad como que el nuevo día pronto amanecería.
—Mi equipo probablemente pasó por aquí y nos limpió el camino —dijo Rebecca, esperanzada. Tenían casi que gritar para oírse sobre el estruendo de la cascada y las bombas de agua que ocupaban media sala. Su voz hizo vibrar levemente la pasarela que rodeaba una balsa de agua que se hallaba en el centro de la sala—. Dijo que irían hacia el este. Prácticamente estamos fuera de aquí.
—Pensé que dijiste que Enrico había subido en el ascensor —dijo Billy.
—Oh, es cierto —repuso Rebecca, y su expresión se ensombreció—. Perdón. Lo había olvidado.
—Es comprensible. Pero tienes razón, estamos prácticamente fuera de aquí. —Tocó la Magnum que llevaba en el cinturón y la esposa suelta que le colgaba de la muñeca resonó contra ella, un inesperado recordatorio de su vida antes del accidente del jeep. Esa vida parecía muy lejana, como si fuera la de otro hombre… Pero aún lo estaba esperando, en alguna parte ahí fuera.
Dejó estos pensamientos para más tarde. Esbozó una ligera sonrisa y le dio unas palmaditas al Magnum.
—Esto es como una llave universal. Abre puertas, acaba con indeseables portadores de enfermedades, lo que quieras.
Rebecca le devolvió la sonrisa y comenzó a decir algo, pero se detuvo de golpe, mirándolo a los ojos, y ambos se quedaron helados al oír agua salpicando la pasarela de metal. Al unísono, se volvieron a mirar y vieron a un gigante alzarse de la balsa a unos cuantos metros de distancia, una cosa que, Billy lo supo al instante, era el monstruo que Rebecca le había descrito, el del ascensor. Era enorme, blanco, cubierto de sangre y llagas; salió de la balsa apoyándose en unas garras largas afiladas como cuchillos, con las puntas arañando el metal de la pasarela.
Billy sacó el Magnum y retrocedió mientras intentaba empujar a Rebecca tras él. Ella se soltó y se quedó donde estaba con la escopeta en alto. Las ideas heroicas de Billy se fueron al garete cuando la criatura los vio y lanzó un grito terrible, un sonido profundo y enloquecedor de odio, de deseo no sólo de matar sino de mutilar y desgarrar. Enfrentarse a eso solo no era de héroe, era una estupidez suicida.
—Cuando empieza a moverse no maniobra muy bien —lo informó Rebecca rápidamente, a media voz. Billy tuvo que esforzarse para oírla sobre el rítmico golpeteo de las potentes bombas—. Si podemos alejarlo de la puerta, hacer que corra, podremos esquivarlo cuando intente volverse.
Billy apuntó cuidadosamente hacia el tosco rostro de la criatura. La cosa dio un paso y ellos retrocedieron.
—¿Y si en vez de eso lo matamos?
—No —contestó Rebecca con un tono de pánico en la voz—. Sólo lo enfurecerás. Lo que ves ahora lleva dos tiros de escopeta, uno de ellos casi a quemarropa.
La cosa dio otro paso, se agachó ligeramente y tensó las piernas como si fuera a saltar.
—¡Corre!
Billy no necesitó que se lo repitiera. Ambos se dieron la vuelta y comenzaron a correr, torciendo hacia la izquierda por la pasarela. A su espalda oyeron tres pasos que resonaron contra el quejumbroso metal, y las garras del monstruo rasgaron y traspasaron la pared de la esquina con un tremendo chirrido del metal al curvarse como virutas de madera.
Billy dio media vuelta y levantó el Magnum mientras el monstruo se paraba y se volvía hacia él.
—¡Sigue corriendo! —le gritó a Rebecca, y apuntó hacia el tumor rojo que palpitaba medio enterrado en el pecho de la criatura, lo que tenía que ser el corazón. El monstruo dio un paso y sus opacos ojos se clavaron en Billy mientras alzaba las garras.
Billy disparó. El retroceso del potente revólver le sacudió la mano y el estallido fue ensordecedor. Se abrió un agujero en el pecho de la cosa, no directamente en el corazón, pero cerca. La sangre empezó a manar por la herida y resbaló por su grueso abdomen blanco. La cosa aulló, un sonido aún más potente que el del cañón de mano que era la Magnum e infinitamente más peligroso, pero no cayó.
Cielos, eso hubiera detenido a un elefante…
—¡Vamos! —le gritó Rebecca, tirándole del brazo. Él se soltó y apuntó de nuevo. Si la cosa sangraba, podía morir, y después de un lanzagranadas, un Magnum 50 tenía que ser la mejor arma para lograr ese objetivo.
El monstruo dio un inseguro paso adelante, luego pareció recobrar el equilibrio, y su mirada asesina se posó sobre Billy. La sangre continuaba manando de la herida, y le había empapado la asexuada entrepierna y la parte alta de los musculosos muslos. Esa sonrisa, esa horrible sonrisa… La cosa parecía estar riendo, como si no pudiera esperar a compartir alguna broma privada con él.
Billy pensó que el chiste probablemente incluía arrancarle un brazo y golpearlo con él hasta matarlo. Apuntó al corazón y apretó el gatillo…
Otro tremendo cañonazo, más sangre por los aires, el monstruo aullando.
¡Oh, Dios mío, que eso sea de dolor!
Pero no cayó. Aún no cayó. Era difícil decir dónde le había dado, porque había sangre por todas partes, pero el corazón continuaba latiendo.
—¡Aparta!
Rebecca apartó a Billy y avanzó un paso. Levantó la escopeta mientras la criatura comenzaba a inclinarse y a tensar las piernas. Apuntó bajo, demasiado bajo, así no le iba a dar en el corazón.
La escopeta tronó y, finalmente, el monstruo cayó con un grito de furia asesina. Rasgó el metal con las garras, lo que provocó un doloroso chirrido metálico.
Billy vio que Rebecca le había volado una rodilla, y dudó sólo un instante, el tiempo suficiente para pensar por qué no se le habría ocurrido hacer eso. La cosa no estaba muerta, pero a no ser que le salieran alas, iba a tardar en ir detrás de ellos. Entonces Billy levantó de nuevo el Magnum y apuntó al cráneo blanco mientras la criatura intentaba arrastrarse usando las garras, sin duda para seguir atacando. Sólo consiguió resbalar hasta el agua y la oscura balsa se cubrió de espuma rosa mientras la cosa intentaba salir.
—¿Un pequeño gasto inútil de munición? —medio preguntó Billy. Miró a Rebecca en busca de apoyo. Por muy terrible que fuera la cosa, no se sentía bien dejándola que se desangrara hasta morir, que siguiera sufriendo. En cierto modo era otra de las víctimas de Umbrella; no había pedido nacer.
—Sí —repuso Rebecca, asintiendo con la cabeza, y Billy vio compasión en su rostro, vio que ella sentía lo mismo—. Hazlo.
Dos tiros, el segundo para asegurarse, y el enorme cuerpo cayó en silencio al agua y desapareció bajo la superficie.
Capítulo 15
Caminaron sobre la represa bajo la luz naciente; el azul oscuro de las primeras horas fue dando paso a un gris pálido y desvaído que ocultó todas las estrellas a excepción de las más brillantes.
Rebecca caminaba en silencio junto a Billy y se fijó en que las nubes se iban deshaciendo. Iba a ser otro caluroso día de verano, aunque por el momento estaba esforzándose por no temblar de frío. Se sentía cansada, más de lo que recordaba haberlo estado nunca, pero sólo saber que esa noche eterna y horrible se acercaba a su fin, que llegaba un nuevo día, era suficiente para evitar que flaqueara.
Al final del camino sobre la represa había una corta escalerilla que daba a una puerta. La subieron, Billy delante, y entraron en la sala de turbinas; más pasamanos oxidados rodeando paredes de hormigón y más tuberías alineadas contra las paredes. Había dos puertas. La del norte llevaba a un almacén sin salida. La que daba al oeste estaba abierta y llevaba, a través de un largo corredor vallado, hasta otra puerta.
—¿Seguimos adelante? —preguntó Billy, y Rebecca asintió.
Seguramente sería otro callejón sin salida, pero quería retrasar lo más posible el tener que volver por donde habían venido. Ya habían contemplado suficiente muerte y destrucción; no les apetecía tener que volver a repetir.
Rebecca se detuvo mientras Billy avanzaba por el pasillo, y notó que la pesada puerta tenía un canto metálico. Estaba reforzada con acero y había un lector de tarjetas magnéticas junto a ella. Alguien había colocado un palo bajo la puerta para evitar que se cerrara.
Un palo mojado, pensó, mientras se agachaba para tocar la brillante madera. Cuando apartó la mano, finos hilos de babas se le pegaron a los dedos, estirándose desde el palo.
Durante un segundo, se le ocurrió la extraña idea de que, por alguna razón, las sanguijuelas habían abierto y bloqueado la puerta, pero la rechazó y se recordó que había sanguijuelas por todo el complejo. Se limpió la mano en el chaleco y alcanzó a Billy, que ya casi estaba llegando al otro extremo del pasillo mientras recargaba el Magnum.
La puerta no estaba cerrada con llave y Billy la empujó para abrirla. Otra entrada de cemento y metal que llevaba a otro corredor. Billy entró y suspiró. Rebecca lo imitó. ¿Llegarían alguna vez al final de ese lugar?
La sala olía como una playa con marea baja, aunque no podían ver nada desde la entrada porque la habitación quedaba fuera de su campo de visión. Habían dado dos pasos hacia el interior cuando oyeron el clic de una cerradura y la puerta se cerró a su espalda.
—¿Cerradura automática? —preguntó Rebecca, frunciendo el entrecejo.
Billy volvió a la puerta y accionó el pomo.
—Estaba cerrada antes, pero sin llave. No tiene sentido que se active la cerradura después de que entremos.
Entonces, Rebecca oyó algo, un sonido bajo que hizo que el corazón le diera un vuelco. El sonido aumentó de intensidad rápidamente y se convirtió en una risa profunda y seca que llegaba de la habitación que había más allá de la entrada.
Sin decir palabra, ella y Billy se apartaron de la puerta, apretaron las armas en la mano y rodearon la esquina…
Se quedaron de piedra al contemplar el vasto mar de vida que los rodeaba. Parecía cubrir cada centímetro cuadrado de pared y caía y se arrastraba por el techo y el suelo. Sanguijuelas, miles, cientos de miles de sanguijuelas. La sala era grande, alta y amplia, dividida por un pequeño corredor que discurría a lo largo de la pared del fondo. Varios incineradores se alineaban en una construcción central que se alzaba hasta el techo, y se veían llamas a través de varias aberturas en el metal. En la pared sur se hallaba una gran puerta metálica, al fondo de un pequeño vestíbulo, que parecía ser la única salida; y eso suponiendo que quisieran pasar por encima de todas esas sanguijuelas, a lo que Rebecca no se sentía nada dispuesta. El cavernoso espacio tenía dos niveles, una pasarela rodeaba la construcción central y una chimenea a un lado de la parte superior lanzaba una fulgor tembloroso sobre el mar negro y bullente que se extendía por todos los rincones de la sala. Sobre la pasarela, una figura solitaria, un joven alto y de hombros anchos, reía; su voz, fuerte y extraña, resonaba en el aire salado y pútrido.
—Bienvenidos —dijo sin parar de reír. Tenía una sanguijuela acurrucada en cada hombro y otras le recorrían el brazo extendido. Estaba rodeado de esas criaturas—. Me alegro mucho de que os hayáis unido a nosotros. Al fin y al cabo, esto será vuestro velatorio.
Rebecca se lo quedó mirando, demasiado sorprendida para hablar, pero Billy avanzó un paso y alzó la voz.
—Eres su hijo, ¿no? ¿O su nieto?
Rebecca supo inmediatamente de quién estaba hablando y se encontró asintiendo con la cabeza.
Claro…
—Correcto —asintió el joven, con una sonrisa amplia y maliciosa—. En cierto sentido, soy ambas cosas.
Hizo un gesto indiferente con los brazos y cambió, la transformación recorrió su cuerpo como si se tratara de agua o como un efecto cinematográfico. El largo pelo oscuro se acortó y se volvió blanco. Sus rasgos juveniles envejecieron y aparecieron líneas y arrugas; los ojos le cambiaron de color y las pupilas se le agrandaron. En segundos, ya no era aquel joven, aunque su sonrisa seguía siendo tan fría y brutal.
Le tocó el turno a Billy de callarse mientras Rebecca susurraba el nombre, incapaz de creer que no era otro truco, otra cara falsa.
—¿Doctor Marcus?
El hombre sobre la pasarela asintió y comenzó a hablar.
—Hace diez años, Spencer hizo que me asesinaran —comenzó. Los recuerdos fueron apareciendo en su mente de enjambre, los niños recordando por él. Las imágenes eran desenfocadas y oscuras, sin un color o una forma clara, pero las sensaciones eran tan marcadas como lo fueron el día que perdió la vida.
Había estado esperando el ataque durante algún tiempo, pero aun así lo había cogido por sorpresa. Estaba trabajando en su laboratorio mientas los niños jugaban en la balsa a sus pies, cuando la puerta se abrió de golpe. Luego hubo disparos, potentes y definitivos. Recordaba el dolor mientras caía de rodillas, apretándose los agujeros del pecho y del vientre, y también recordaba haber visto dos caras conocidas, las de los hombres que entraron en la sala, sus brillantes discípulos, sus mejores estudiantes, contemplándolo mientras exhalaba su último aliento. Albert Wesker y William Birkin, y ambos sonreían, ¡sonreían!
Recordaba la sensación de pérdida, la increíble rabia que se aferraba a su mente moribunda mientas su cuerpo caía, salpicando el agua de la balsa, y los niños iban de un lado a otro mientras todo se volvía negro.
Y entonces los recuerdos cambiaban, pasaban a ser los pensamientos de los muchos. Podía ver su propio rostro y su cuerpo, medio sumergido, pálido y feo por la muerte, pero querido, profundamente querido por la mente colectiva. Él había sido su dios, su creador y su maestro, su padre. Nadaron hasta él, se colaron reptando entre sus labios muertos, se removieron y se esforzaron por entrar en los agujeros que le habían abierto en su pobre carne.
Marcus siguió hablando, explicando a sus dos asombrados oyentes lo que tenían que saber y entender.
—Me dejaron para que me pudriera. Se llevaron mis notas y cerraron mi laboratorio para que el tiempo acabara con él. No lo entendieron. Tiempo era lo que hacía falta. Hicieron falta años para que se reconstruyera el virus-T dentro de mi reina, para que evolucionara… Y para que se convirtiera en la variante que creó lo que soy ahora.
Sonrió, disfrutando del mudo asombro de sus invitados, disfrutando de ese momento bajo el calor de su sorpresa.
—Así que tenéis razón. Soy Marcus, pero también soy el hijo de Marcus y su nieto, y cualquier otra extensión, cualquier otra progenie, la unión entre Marcus y su reina. Mi reina. Ella vive en mi interior. Ella canta a sus niños.
Ante la intensidad de su júbilo, de su triunfo, los niños fueron hacia él, le subieron por las piernas, recorrieron su forma más familiar, la de James Marcus. Él disfrutó de la sensación mientras se reía a carcajadas de la repulsión que veía reflejada en los rostros de sus dos jóvenes invitados. ¡Si ellos supieran! El fantástico éxtasis que sentía al ser parte del enjambre, al ser su líder y su seguidor. La muerte de Marcus lo había liberado, lo había hecho muy superior de lo que su vida humana nunca le hubiera permitido.
—Yo dejé escapar el virus —dijo—. El mundo sabrá ahora lo que Umbrella ha hecho. Lo que Spencer y su estúpida codicia han ideado. Umbrella arderá, pero Marcus será aclamado como un dios por lo que ha creado. Soy el arquetipo de un nuevo hombre, muy superior al viejo modelo de humanidad; el mundo me buscará, me rogará unirse al enjambre, unirse en una sola mente, ¡un ser todopoderoso!
El hombre, Billy, habló de nuevo, con una expresión de aborrecimiento en el rostro y la voz tensa de odio.
—Estás soñando. Estás enfermo, monstruo retorcido, seas lo que seas. Y es verdad que el mundo te buscará, pero sólo para matarte, ¡para acabar con tus delirios de locura!
¡Qué imbécil, qué prepotente en su propia estupidez! Sintió que una gran furia lo invadía y también a los niños, y empañaba su júbilo. Sentía que su cuerpo se estremecía de rabia.
—Ya veremos quién va a morir —dijo con voz temblorosa de furia, pero ya no era la voz de Marcus, se había vuelto a transformar en el joven, en la imagen que tenían los niños de Marcus de joven. Frunció el entrecejo, sin saber muy bien por qué había cambiado o cómo, él no lo había querido, no había cantado ni propiciado el cambio de forma.
Los niños lo cubrían, hinchados por su furia y desoyendo sus órdenes internas. Y por primera vez desde que había surgido de la balsa hacía unos pocos meses, desde que el enjambre le había dado su nueva vida, perdió el control sobre ellos. Los muchos no lo escuchaban, sólo querían caer sobre los intrusos, aplastarlos.
El joven sintió cómo le subían por la garganta, salpicando como bilis, lo ahogaban. Intentó aguantar, imponer su influencia, pero la furia era demasiado poderosa, lo abarcaba todo. Estaba cambiando, transformándose en algo completamente nuevo, y su lucha por el dominio se perdió en medio de esa nueva cosa.
¡La reina! Podía sentir su conciencia llenándolo, su poder creativo apoderándose de él, llevado por los niños a todas las partes de su metamorfosis. La reina quería matar, quería destruir a los dos humanos que se atrevían a juzgarla, y era mucho más fuerte de lo que Marcus hubiera imaginado.
La cosa que había sido Marcus no tuvo más remedio que rendirse para convertirse en el jugador más poderoso de todos. Convertirse en la reina.
Marcus comenzó a cambiar de nuevo, de una forma que pareció sorprenderlo a él mismo tanto como sorprendió a Billy. Las sanguijuelas comenzaron a salirle de la boca, ahogándolo. Salían por docenas en torrentes de babas y golpeaban el suelo como gruesas gotas de lluvia. Los ojos del joven estaban muy abiertos y su expresión se transformó en incredulidad mientras seguía atragantándose con la marea de sanguijuelas.
En cuanto llegaban al suelo, las criaturas se apresuraban a volver hacia el joven y le iban cubriendo el cuerpo, entrelazándose y anidando en él. Siluetas redondeadas se movían bajo su piel, lo perforaban y cambiaban la forma y la textura de su carne. Sus ropas desaparecieron mientras las sanguijuelas continuaban agolpándose y daban a su cuerpo una extraña apariencia gomosa. Sus brazos y piernas empezaron a ser como grandes masas de gusanos entrelazados. Su rostro se alargó y se ensanchó, mientras la piel se le rasgaba para mostrar estrías elásticas de tejido muscular violáceo, palpitante, que se volvía grueso y húmedo al cubrirse de una sustancia pringosa
Junto a Billy, Rebecca ahogó un grito mientras la criatura Marcus perdía totalmente su apariencia humana. Todo su cuerpo estaba formado por gruesos gusanos negros, pegados por chorreantes redes de babas transparentes. También aumentó de tamaño. Todas las sanguijuelas cercanas se unieron a la multitud y añadieron masa y peso. Unos tentáculos largos y fibrosos, con el color de una inflamación o de una infección, le salieron de la espalda y empezaron a sacudirse como banderines en una ventisca.
—La reina —masculló Rebecca sin voz—. Se está haciendo con el control.
Billy apuntó a la creciente criatura con el Magnum. La cosa dio un gran salto y salió volando hacia arriba. Golpeó el techo con un fuerte sonido chapoteante y se quedó allí enganchada durante un instante mientras espesos fluidos chorreaban hasta el lejano suelo. Excepto por las cuatro extremidades, ya no era ni remotamente humano.
Billy disparó hacia el techo, pero la cosa ya no estaba allí; se había dejado caer al suelo frente a ellos y se condensó ligeramente al tocar la piedra, como un gigantesco juguete de goma. La cosa se estiró de nuevo y se alzó por encima de Billy y de Rebecca; sus oscuros tentáculos golpearon el aire alrededor mientras se acercaba a ellos, iba a por ellos.
Billy y Rebecca retrocedieron. El hombre sintió que sus botas resbalaban sobre el suelo al pisar algunas de las muchas sanguijuelas que aún lo cubrían, y oyó los suaves y desagradables estallidos de cada criatura al ser aplastada bajo sus botas. Rebecca lo agarró por el brazo y también estuvo a punto de caer al resbalar sobre la alfombra de cuerpos de sanguijuelas.
La muerte de sus horrendos niños tuvo un efecto inmediato. La reina retrajo sus tentáculos y lanzó un agudo gorjeo de lamento, algo nunca antes oído, un sonido que resultaba aún más horrible por ser completamente ajeno a este mundo. Todas las sanguijuelas de la sala fueron hacia ella inmediatamente. Al alejarse de los pasos asesinos de Billy y Rebecca, les dejaron el camino libre.
La reina sanguijuela continuó creciendo al irse añadiendo a ella los pequeños cuerpos de los niños, y su tamaño se duplicó en menos de un minuto. Billy lanzó una mirada sobre su hombro y vio que si dejaban que el monstruo les eligiera el camino, en un sentido literal, acabarían en un callejón sin salida, con la espalda contra la puerta cerrada por la que habían entrado.
En la parte sur de la habitación había otra puerta cerrada, situada en una especie de vestíbulo adosado. Un mar de sanguijuelas los separaban de ella, pero el mar se movía, dirigiéndose hacia el creciente monstruo reina-Marcus. Ésta parecía haberse olvidado de Billy mientras seguía juntando a su colmena y alcanzaba proporciones gigantescas con un movimiento continuo que siseaba como un líquido revuelto.
—Puerta sur —dijo Billy en voz baja mientras continuaban retrocediendo. Tenían que actuar de prisa y en ese mismo instante, o perderían su única oportunidad.
—¿Y si está cerrada con llave? —le susurró Rebecca como respuesta.
—Tenemos que arriesgarnos —insistió Billy—. Yo te cubro. A la de tres. Uno…, dos…, ¡tres!
Rebecca echó a correr mientras Billy disparaba una y otra vez contra el gigantesco cuerpo hinchado de la reina. Ésta gritó de nuevo, con su agudo gorjeo cargado de dolor y de odio, y lanzó un puñado de tentáculos, rápidos como el rayo, hacia Billy.
Los apéndices lo atraparon y lo elevaron en el aire. Billy soltó involuntariamente el Magnum y no pudo alcanzar su otra pistola mientras lo sacudían violentamente; la cabeza le iba de un lado a otro y tenía los brazos inmovilizados por la fuerza bruta de la criatura. Los tentáculos le rodearon el pecho y se lo apretaron como una gran tenaza, estrechándolo con tanta fuerza que Billy casi no podía respirar. En unos pocos segundos, Billy sintió que estaba perdiendo el conocimiento, y el mundo que se sacudía ante sus ojos se fue deshaciendo en brillantes puntos de negrura.
Oyó el ruido de la escopeta y al monstruo aullando de nuevo. La reina lo dejó caer y se volvió para enfrentarse a su nuevo atacante. Billy se golpeó contra el suelo. Sin reparar en el dolor, buscó el Magnum mientras más de cien sanguijuelas se dirigían hacia él. Rebecca disparó de nuevo y el monstruo fue a por ella, sacudiendo los tentáculos en todas direcciones.
Billy se puso en pie y vio que Rebecca estaba de espaldas. El segundo disparo no lo había dirigido hacia la reina, sino a una consola de control que se hallaba junto a la puerta sur. La joven volvió a disparar al mismo tiempo que daba una patada a la puerta. Ésta se abrió de golpe, pero la reina ya casi estaba allí, y tenía dos veces el tamaño de Rebecca y era muchísimo más pesada.
La destrozará como si fuera una muñeca de papel.
—¡Eh! —gritó Billy. No tenía tiempo de recargar el Magnum, pero tenía que conseguir atraer la atención de la reina inmediatamente.
Así que saltó sobre la oleada de sanguijuelas que tenía más cerca, botó sobre ellas, las pisoteó y las pateó con todas sus fuerzas. Reventaban por docenas, y su sangre y sus babas salpicaron el suelo y le empaparon las botas. Billy danzó sobre los cuerpos agonizantes, y sintió una satisfacción fiera y desinhibida cuando la reina se volvió de nuevo hacia él, aullando de desesperación.
Billy vio a Rebecca cruzar el umbral de la puerta sur y tuvo medio segundo de alegría. El monstruo lo agarró de nuevo y lo lanzó a través de la habitación con furia asesina.
Billy se estrelló contra la pared del fondo. Notó cómo se le partía una costilla y fue cayendo hasta aterrizar pesadamente sobre el hormigón. Se quedó sin respiración, pero en segundos ya volvía a estar de pie y corría hacia la puerta sur e intentaba respirar mientras las sanguijuelas reventaban bajo sus botas.
El monstruo estaba más o menos a la misma distancia que él de la puerta. Billy vio que no lo conseguiría, que la reina llegaría a la puerta antes que él, y rogó a quien fuera que estuviera escuchando que Rebecca pudiera salir viva de allí…
Y entonces la vio, no al otro lado de la puerta sur, sino en medio de la sala, con la escopeta apuntando a la reina sanguijuela y la espalda contra el incinerador central. Billy supuso que había regresado corriendo mientras la reina estaba ocupada lanzándolo contra la pared.
Le gritó que volviera a la puerta, pero Rebecca no le hizo caso y disparó contra la reina cuando ésta se disponía a arremeter contra Billy. Con cada tiro, puñados de sanguijuelas saltaban disparadas del enorme cuerpo, pero por cada una que perdía, media docena se juntaban en el monstruo. Al cuarto disparo, la reina se volvió hacia ella, dudando, como si no pudiera decidir contra quién ir.
—¡Sal de aquí! —gritó Rebecca a Billy—. ¡Voy en seguida!
Billy corrió hacia la puerta, anhelando que Rebecca tuviera un plan. Ésta continuaba disparando contra la criatura, cargando y disparando, cargando y disparando, y entonces Billy sólo oyó un seco clic, el sonido de la derrota inevitable.
La reina también lo oyó y fue a por Rebecca. Se lanzó hacia adelante con un sonido húmedo mientras su cuerpo seguía aumentando sin cesar. Billy había llegado a la puerta sur y sentía cómo la adrenalina le recorría el cuerpo. Rebuscó en su bolsa los dos últimos cartuchos del Magnum.
—¡Corre! —gritó, pero Rebecca siguió sin hacerle caso y no se movió. No estaba recargando la escopeta, ni siquiera sacó la pistola mientras la reina se acercaba. En vez de eso, agarró la escopeta por los cañones, dio un paso atrás hasta ponerse junto a la pared del incinerador, y atravesó con la pesada culata la hoja de metal de la tubería e hizo saltar uno de los paneles con un chirrido de aluminio retorcido. Material ardiente se desparramó por el suelo. Rebecca saltó en medio y comenzó a darle patadas, a lanzar trozos de basura en llamas a la oleada de sanguijuelas que tenía más cerca.
La reina chilló y dejó de avanzar, lejos aún del inesperado incendio. Pero las sanguijuelas quemadas se arrastraron hasta su padre-reina e intentaron ascender por su enorme cuerpo en busca de alivio, y con ellas llevaron el dolor al unirse al enjambre. El chillido de la reina aumentó de intensidad cuando las sanguijuelas humeantes y ardientes se unieron a ella, hiriéndola, haciéndola retorcerse en lo que Billy esperó que fuera una agonía insufrible.
Rebecca vio su oportunidad y la aprovechó. Corrió hacia la pared sur mientras la reina se sacudía gritando. Billy vació el revolver en el suelo, metió las dos últimas balas en el tambor y lo cerró. Apuntó a la reina mientras Rebecca pasaba junto a ella, pero el engendro estaba demasiado ocupado, al menos de momento. Parte de su cuerpo se ennegrecía, se deshacía y se derretía como melaza sobre el suelo humeante.
Billy siguió apuntando a la reina con el Magnum hasta que Rebecca pasó ante él y salió por la puerta. Rápidamente la siguió y la chica cerró la puerta en cuanto Billy hubo pasado.
Billy respiró hondo y sintió dolor en las costillas, en los brazos y las piernas, en la cabeza, una sorda agonía en todos los poros de su cuerpo. Hasta que se volvió y vio lo que Rebecca estaba señalando con una sonrisa de alegría en su rostro sorprendido y sucio. Billy sintió que el dolor desaparecía, que se convertía en un molesto recuerdo ante su propio alivio.
Se habían encerrado en el pozo de un montacargas. Uno que iba hacia arriba, y por la longitud del amplio túnel que se abría sobre ellos en diagonal hacia un lejano círculo de luz, el montacargas parecía ascender hasta la superficie.
Se sonrieron como niños, demasiado atontados de felicidad para poder hablar, pero sólo por un instante. Sus sonrisas desaparecieron cuando la agonizante reina rugió y oyeron su voz en la habitación contigua, un recordatorio de lo cerca que habían estado de morir.
Sin decir una palabra corrieron hasta la plataforma y la consola que controlaba el montacargas. Billy inspeccionó los interruptores durante un instante y luego, esperando no equivocarse, le dio al contacto.
La plataforma comenzó a elevarse, llevándoselos hacia lo alto, lejos de la pesadilla. O al menos, eso creían.
Capítulo 16
La agonía tenía proporciones grandiosas, iba muriendo con una intensidad más allá de lo que nunca había experimentado. Los niños ardientes se pegaban a ella, hambrientos de alivio, y al tocarla, al tocar a sus hermanos, les traspasaban el dolor en oleadas imparables. Siguió y siguió hasta que partes del colectivo se fueron soltando, cayendo, muriendo, deshaciéndose, sus niños sacrificándose para que ella pudiera vivir. Lentamente, muy lentamente, la agonía fue decreciendo, dejó de ser física para convertirse en una pena infinita por las muertes.
Mientras los heridos se soltaban y dejaban sus envolventes brazos para morir solos, el resto de los niños se acercó, cantando suavemente para ella, calmando su tormento lo mejor que sabían. La envolvieron, la tranquilizaron con sus besos líquidos y con su gran número, y la relevaron. Sólo pasó un momento. La reina perdió su identidad de la misma manera que Marcus había perdido la suya, se rindió al enjambre, se convirtió en más. En todos.
La unidad en todos de la nueva criatura era completa y sana, un gigante, diferente de antes. Más fuerte. Oyó ruidos mecánicos en las proximidades. Se volvió hacia sí mismo, accedió a su mente para obtener información y lo entendió: los asesinos estaban intentando escapar.
No escaparían. El enjambre se transformó en mil ágiles patas y fue a por ellos.
Ninguno de los dos quería pensar en encontrarse con más problemas, pero tenían que esperar lo peor. Rebecca comprobó las pistolas mientras Billy recargaba la escopeta, y ambos informaron de los patéticos números de su reserva de municiones: quince proyectiles de nueve milímetros, cuatro cartuchos de la escopeta, dos balas del Magnum.
—Probablemente tampoco los necesitaremos —dijo Rebecca, esperanzada, mientras contemplaba el creciente círculo de luz. El montacargas era lento pero seguro y ya estaba a medio camino de la superficie; llegarían arriba en un minuto o dos.
Billy asintió con un gesto de cabeza mientras se apretaba el costado izquierdo con una mano sucia.
—Creo que esa zorra me ha roto una costilla —explicó, pero sonrió ligeramente, también mirando hacia la luz.
Rebecca se acercó a él, preocupada, y alargó la mano para tocarle el costado, pero antes de que pudiera hacerlo, una alarma comenzó a sonar en el pozo del ascensor. En todas las puertas por las que iban pasando habían empezado a destellar luces rojas que proyectaban manchas de color carmesí sobre la plataforma.
—¿Qué…? —comenzó a decir Billy, pero lo interrumpió la voz femenina y pausada de una grabación.
«El sistema de autodestrucción ha sido activado. Todo el personal debe evacuar inmediatamente el complejo. Repito. El sistema de autodestrucción…»
—¿Activado por quién? —preguntó Rebecca. Billy la hizo callar agarrándola del brazo y siguió escuchando.
«… inmediatamente. La secuencia comenzará en diez minutos.»
Las luces seguían destellando, y la sirena aullaba sin parar, pero la voz se silenció. Billy y Rebecca intercambiaron una mirada de preocupación, pero no podían hacer gran cosa. En diez minutos, ellos ya se habrían marchado de allí, con un poco de suerte.
—Quizá la reina… —dijo Rebecca, pero no acabó la frase. No parecía probable que fuera la reina, aunque no se le ocurría de qué otra forma se podía haber activado el sistema.
—Tal vez —repuso Billy, aunque parecía dudarlo—. De todas formas, estaremos fuera de aquí antes de que ocurra.
Rebecca movió la cabeza asintiendo, y entonces oyeron un estruendo bajo ellos, el chirriante sonido del metal destrozado, de una destrucción increíble en la base del pozo del montacargas.
Ambos miraron hacia abajo a través de los agujeros de la rejilla que cubría parte del suelo de la plataforma y vieron lo que subía. Era la reina, sólo que ya no era la reina. Eso era mucho, muchísimo mayor, y también muchísimo más veloz; una oscura masa gigantesca que se dirigía hacia ellos.
Rebecca miró hacia lo alto y vio lo cerca que estaban.
Sólo otro minuto y estaremos fuera…
Volvió a mirar hacia abajo y se quedó sin aliento al ver lo próxima que estaba la cosa. Tuvo la imagen de una gran ola a punto de estrellarse, negra y viva, que se abría mientras avanzaba hacia ellos a gran velocidad y les mostraba la oscuridad de su interior.
—¡Oh, mierda! —exclamó Billy.
La plataforma se levantó por un extremo, atravesó una pared y los lanzó a ambos por los aires.
Rebecca aterrizó de costado con un fuerte golpe, pero se puso en pie inmediatamente, aún aferrando la escopeta. Billy estaba levantándose del suelo a unos cuantos metros. Bajo sus pies unas líneas amarillas destellaban sobre la superficie.
Un helipuerto. Un helipuerto subterráneo.
Se hallaban en un gran hangar. No se veía ningún helicóptero, pero había un montón de equipo salpicando el suelo. Las pequeñas islas de metal sólo contribuían a aumentar la enormidad de la sala. La poca luz que había procedía de unos cuantos rayos de sol que se colaban aquí y allá por el techo móvil, lo que significaba que sólo estaban a un piso por debajo de la superficie. Rebecca sólo tardó menos de un segundo en ver dónde se hallaban, y el resto del segundo en localizar a la reina. O en lo que se había convertido la reina.
La cosa estaba arrastrándose por el irregular agujero en la pared que la plataforma del montacargas había abierto; masas de tentáculos se movían bamboleantes sobre los trozos de metal y piedra. Mientras pasaba desde el pozo y su forma colosal iba entrando y entrando, era como una ilusión óptica alucinante. La cosa que finalmente quedó sobre el suelo de hormigón era tan grande como un camión, largo y bajo y palpitante, con gruesas lianas retorcidas de sanguijuelas hechas materia.
Rebecca se quedó mirando boquiabierta, y casi se cayó al suelo cuando Billy la agarró del brazo y tiró de ella.
—¡Hay una escalera por allí! —Billy hizo un gesto vago hacia una cartel donde ponía SALIDA, al otro lado de la nave, a lo que parecía una distancia increíblemente lejana.
Como si pudiera oírlos, como si los hubiera entendido, la monstruosa reina avanzó arrastrando su enorme grosor por el suelo con sorprendente velocidad hacia la ruta de escape. Se volvió a medias hacia ellos. Los tentáculos que le salían de la cabeza sin forma azotaban el aire, y un grueso charco de una
sustancia pringosa y negruzca chorreaba bajo su horrendo cuerpo. La cosa comenzó a erguirse, entonces lanzó un chillido y se agitó salvajemente de un lado a otro mientras un sonido siseante y agudo surgía de su miserable cuerpo. De su parte superior comenzó a salir auténtico humo, allí donde…
La luz del sol.
Un rayo de sol, fino, pero lo suficientemente brillante, caía sobre lo que era la espalda de la bestia. La criatura se arrastró hacia un lado y volvió a perseguirlos.
Billy agarró de nuevo a Rebecca y la arrastró. La alarma del sistema de autodestrucción seguía aullando en el helipuerto, y la tranquila voz femenina les informó de que quedaban ocho minutos antes de que comenzara la secuencia.
—¡No soporta la luz del sol! —gritó Rebecca, mientras ella y Billy se volvían y echaban a correr. Se dirigieron hacia el rincón noroeste de la nave, el más alejado del monstruo que se arrastraba hacia ellos esquivando los rayos de sol. No era tan rápida como lo había sido en el pozo del montacargas, pero casi podía correr tanto como ellos.
—¿Tienes idea de cómo abrir el techo? —preguntó Billy, mientras lanzaba una mirada a su espalda y se desplazaba más hacia el norte.
—No hay corriente —jadeó Rebecca—. Pero debe de haber cierres manuales, probablemente hidráulicos. Si el techo está inclinado, se deslizará hasta abrirse en cuanto los activemos. Supongo.
—Inténtalo —repuso Billy, visiblemente falto de aliento—. Trataré de distraerla.
Rebecca asintió con la cabeza y lanzó una mirada hacia la criatura. Se había quedado atrás, pero no flaqueaba, no le costaba coger aliento como les costaba a ellos.
Se dirigió a lo que parecía un panel en la pared más cercana mientras, a su espalda, Billy se volvía y comenzaba a disparar con la nueve milímetros.
El enjambre se lanzó a por ella mientras se le desprendía toda la parte donde lo había tocado la luz del sol. Su conciencia no era por completo animal, ni humana, sino que poseía elementos de ambas. Sabía que su hogar estaba amenazado, que otra fuerza destruiría su refugio en poco tiempo. También sabía que la luz del sol representaba dolor, incluso la muerte, y sabía que los dos humanos que corrían delante de ella eran la causa de todo aquello, eran el instrumento de su destrucción inminente.
Uno de los humanos se detuvo, apuntó con una arma y disparó. Los proyectiles le atravesaron la carne exterior hiriéndola, pero sin penetrar hasta el núcleo. Al igual que había ocurrido con las quemaduras provocadas por el sol, la criatura dejó caer la materia herida y siguió avanzando hasta casi alcanzarlos. Ya estaba lo bastante cerca para oler el terror del humano. Se lanzó hacia adelante y lo derribó.
¡Mierda!
Billy aterrizó en el suelo mientras la reina monstruo saltaba sobre él. Uno de los tentáculos lo había atrapado por un pie y lo había hecho caer. Intentó rodar para alejarse, pero tenía el tobillo derecho firmemente agarrado. Maldiciendo, Billy se acercó a la masa de la criatura y pisoteó con todas sus fuerzas el tentáculo que lo atrapaba. El apéndice se retrajo y el monstruo se retorció, apartándose de él.
Billy se puso en pie de un salto, vio a Rebecca en la pared oeste, ocupada con el panel de control. Se volvió hacia el este, corrió y miró hacia atrás para asegurarse de que la cosa iba tras él.
«La secuencia comenzará en siete minutos.»
Fantástico. Si no quieres chocolate, toma dos tazas.
Billy corrió más deprisa, forzándose hasta el límite, y el monstruo lo seguía demasiado de cerca para su tranquilidad.
Cuando hubo llegado lo suficientemente lejos para arriesgarse, se volvió y vio a Rebecca en otro panel de control al otro lado de la nave. El monstruo fue a por él, pero aún se hallaba demasiado lejos y sus patas estiradas al máximo quedaron a un metro de Billy. Éste le clavó un tiro en lo que parecía ser el rostro, luego se volvió y siguió corriendo, tambaleándose sobre unas piernas que parecían de mantequilla. La cosa lo siguió, al parecer incansable.
Vamos, Rebecca, rogó en silencio y se obligó a correr más deprisa.
Rebecca llegó hasta el cuarto y último cierre cuando la grabación los informó de que les quedaban seis minutos. Agarró la ruedecilla que servía de llave manual, la giró y… estaba medio atascada. Necesitó de toda su fuerza sólo para darle media vuelta. Se esforzó más y sintió que los músculos le pedían clemencia mientras conseguía media vuelta más.
Ya casi…
—¡Rebecca, muévete!
Lanzó una mirada a su espalda y vio que, de alguna manera, la reina se le había acercado mucho, demasiado; estaría sobre ella en treinta segundos, pero no podía correr, no quería correr, sabía que no le quedaba el tiempo necesario para dar la vuelta e intentarlo de nuevo.
Billy estaba disparando, la segunda bala penetró en una carne líquida aterradoramente próxima. No miró, sabía que perdería el valor si veía lo cerca que realmente estaba.
—¡Vamos! —gritó, mientras tiraba de la obstinada rueda con todas las fuerzas que le quedaban… Y la rueda se desatascó, justo cuando un grueso y húmedo tentáculo le rodeaba el tobillo izquierdo, un tentáculo horriblemente vivo con un movimiento sinuoso y enfermizo.
Con un pesado chirrido de oxido pulverizado, los cielos se abrieron y la luz los bañó a todos.
¡La luz! ¡La luz!
El enjambre gritó mientras la muerte le llovía encima, primero escaldándole la piel, luego hirviéndola. Miles de sanguijuelas fueron muriendo, cayendo ante un ardor peor que el del fuego porque estaba por todas partes a la vez. Intentó escapar, buscar refugio contra esa tortura, pero no había ninguno, ningún lugar adonde ir.
Los dos humanos corrieron y desaparecieron por un agujero en la pared, pero la criatura no se fijó, no le importaba. Se retorció y se revolcó agónicamente, grandes haces de carne se le iban rasgando y cayendo, capas de su cuerpo se iban deshaciendo y emplastando en el suelo de hormigón, y, finalmente, su centro, rosa y palpitante, quedó expuesto a la luz asesina y cruel, la luz purificadora del día.
Cuando el edificio explotó, unos minutos después, ya casi no quedaba nada de la cosa, sólo un puñado de desorientadas sanguijuelas que se ahogaban en el charco de muerte que había sido su padre, que una vez había sido James Marcus.
Capítulo 17
Corrieron a trompicones, rodeando los troncos de los árboles bajo el fresco aire de la mañana. A Billy le daba la sensación de algo surreal, enloquecido. Había pasado de estar disparando en la oscuridad a una sanguijuela monstruosa a estar corriendo por el bosque, con los pájaros trinando sus canciones matutinas y una ligera brisa que le alborotaba el cabello sucio y apelmazado. Siguieron adelante. Billy contaba en silencio hasta que llegó cerca de cero.
Se detuvo y miró a su alrededor mientras Rebecca también se detenía, jadeando pesadamente. Habían salido de los bosques y se hallaban en un pequeño claro, en lo alto de una colina desde la que se veía la parte este del bosque de Arklay.
—Aquí parece estar bien —dijo Billy. Tomó una gran bocanada de aire limpio y se estiró en el suelo; sus músculos lo agradecieron. Rebecca lo imitó, y unos segundos después la cuenta atrás llegó a su final.
La explosión fue devastadora; el suelo tembló y el fragor cubrió el bosque y se extendió sobre el valle que se abría más allá. Pasado un momento, Billy se sentó y observó las nubes de humo que se alzaban sobre la copa de los árboles. A pesar de lo agotado que estaba, a pesar del dolor, del hambre y el cansancio emocional, se sintió en paz al contemplar como el humo de aquel terrible lugar desaparecía en el nuevo día. Rebecca se sentó a su lado, también en silencio y con una expresión casi soñadora. No había necesidad de decir nada; ambos habían estado allí.
Billy se rascó la muñeca distraídamente al sentir un escozor, y las esposas cayeron al suelo, aterrizando sobre la hierba con un sonido apagado. Billy sonrió. En algún momento, la esposa suelta se debía de haber caído. Meneó la cabeza y pensó en lo bien que hubiera estado haberlas perdido doce horas antes. Luego las cogió y las lanzó hacia un grupo de árboles. Rebecca se puso en pie, le dio la espalda al humo y se protegió los ojos del sol.
—Aquél debe de ser el lugar del que hablaba Enrico —dijo. Billy se obligó a levantarse y se puso a su lado. Allá, a unos dos o tres kilómetros por debajo de su mirador, se veía una enorme mansión semioculta entre los árboles. Las ventanas centelleaban bajo la luz matutina y le daban una apariencia cerrada y vacía.
Billy asintió, y de repente no supo qué decir. Ella debía de estar deseando reunirse con su equipo. Y en cuanto a él…
Rebecca alargó la mano, le cogió las chapas de identificación y tiró con fuerza. La cadena se soltó. Rebecca se las ató a su delgado cuello mientras contemplaba la mansión.
—Supongo que ha llegado el momento de despedirnos —dijo.
Billy la miró, pero ella no le devolvió la mirada, sólo se quedó contemplando su nuevo destino, la silenciosa casa medio escondida entre los árboles.
—Oficialmente, el teniente William Coen está muerto —añadió Rebecca.
Billy intentó reír, pero no le salió.
—Sí, ahora soy un zombi —se burló, un poco sorprendido por la inesperada sensación de nostalgia que le oprimió el pecho.
Rebecca se volvió y lo miró a los ojos. Él vio sinceridad y compasión en ellos, y también fuerza. Vio que ella sentía la misma extraña añoranza, la misma vaga tristeza que había caído sobre él como una sombra.
Si las cosas hubieran sido de otra manera… Si las circunstancias no fueran las que son…
Rebecca hizo un ligerísimo gesto de asentimiento, como si le hubiera leído la mente y estuviera de acuerdo con lo que pensaba. Luego se irguió, alzó la cabeza, cuadró los hombros y lo saludó militarmente sin dejar de mirarlo a los ojos.
Billy imitó su postura, le devolvió el saludo y lo mantuvo hasta que ella bajó la mano. Sin mediar más palabras, Rebecca comenzó a alejarse y se dirigió hacia la ligera pendiente que descendía entre los árboles.
Billy la contempló hasta perderla de vista entre las sombras del bosque, luego se volvió y buscó su propio camino. Decidió que el sur podía estar bien y comenzó a andar, disfrutando del calor del sol en los hombros y del canto de los pájaros que le llegaba desde los árboles.
Epílogo
La distante explosión se notó en la mansión Spencer e hizo temblar ligeramente el suelo. El polvo se removió sobre las mesas. Cayó tierra sobre el suelo de los túneles subterráneos. Y las criaturas que aún seguían vivas volvieron sus ciegos ojos muertos hacia las ventanas y las paredes, escuchando, andando a tientas en la oscuridad, esperando que el ligero movimiento significara que pronto llegaría comida. Estaban hambrientas.
Acerca de la autora
S. D. (Stephani Danelle) Perry escribe novelizaciones multimedia en los reinos de la fantasía, la ciencia-ficción y el horror, cosa que hace por amor y por dinero, algunas veces en ese orden. Ha trabajado con los universos de Resident Evil, Aliens, Xena y, más recientemente, Star Trek. También ha escrito unos cuantos cuentos y ha convertido en novela un par de guiones de cine. Danelle, como prefiere que la llamen, vive en Portland con un marido increíblemente paciente y dos ridículos perros. Hace poco, se les ha unido el mejor bebé del mundo, Cyrus Jay.
FIN DEL VOLUMEN 0