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abril 08, 2010
Corrían los primeros días de mil novecientos sesenta. La crisis económica heredada del gobierno derrocado cinco años antes, continuaba. Los gobiernos militares, deseando dar una solución, perjudicaban con sus políticas a las clases necesitadas. La oferta y la demanda en el comercio diario no detuvo el proceso inflacionario, y la situación se manifestó en un espejismo, que aumentó la confusión. Los gobiernos democráticos que los siguieron, al no conseguir el apoyo de las fuerzas armadas, fueron derrocados o sustituidos por acuerdos y nuevas elecciones, hasta que en mil novecientos sesenta y seis volvió otra dictadura más inflexible aún.
Los pequeños productores fueron perdiendo su capital, ante la imposibilidad de afrontar las diferencias entre los costos y las ventas, provocadas por el descontrol inflacionario. Alejandro Salcedo fue uno de ellos.
La pequeña estancia cercana a La Plata que heredó de sus padres, había sido construida a base de trabajo y sacrificios. Sus cien hectáreas de tierra fértil, estaban bien aprovechadas. Daban buenas cosechas, y se realizaban buenas ventas por lo obtenido en los sembrados anuales; también tenían una limitada cantidad de ganado, y una chacrita de árboles frutales cuidados con dedicación de cuyos ingresos no podían quejarse.
La hermosa y amplia casa tenía el estilo de las típicas casas de campo, con largos corredores y glorietas. Más allá se levantaban las viviendas del personal, con las comodidades necesarias.
Era difícil detener la descapitalización. Alejandro pensó en una solución magistral y encontró el día especial para acometerla. Los días jueves de cada semana, se reunían en un club a jugar Póquer; las apuestas eran muy altas y con un golpe de suerte, podía solucionar todos sus problemas. Dijo a Paula, su esposa, que iba al club, pero no le manifestó sus verdaderas intenciones. Salió en su lujoso coche hacia la ciudad; en la enorme mansión quedaron durmiendo Paula y la hija de ambos, Graciela, de quince años de edad.
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La partida resultó un poco fuera de lo común; la bebida alcohólica abundó y el denso humo de cigarrillos irritaba los ojos. Las mesas de juegos fueron ocupadas por jugadores profesionales; algunos jugaban por sí mismos, pero otros representaban a personas interesadas en sacar ganancias en forma ilícita. Las posibles víctimas fueron distribuidas entre los buscadores de fortunas.
Se jugaba en silencio; la atmósfera no era amigable, apreciándose cierta hostilidad en las miradas. En pocos minutos, el ritmo de las apuestas tuvo un grado imposible de detener, las sumas apostadas llegaron a miles, y el afán de recuperar lo perdido, incentivó a los perdedores a nuevos intentos. La catástrofe era ya un hecho; el camino de regreso ya estaba cerrado. Los contrincantes, con destreza, aprovecharon los efectos provocados por la cantidad de alcohol tomada, asestándoles un golpe imposible de soportar. La situación creada fue difícil de revertir.
Varios inocentes jugadores, ingenuos faltos de experiencia, cayeron con facilidad en la boca del león. Terminadas las partidas, en avanzada hora de la noche, trajeron a Alejandro completamente borracho, y lo dejaron en el patio de su casa; el coche siguió camino, en manos de sus nuevos dueños. En el club, antes de salir, los perdedores entregaron cheques por altas sumas. La flojedad de esa cita de juego, sería siempre recordada por todos sus participantes.
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Esa misma noche, para poder dormir sin interrupciones, Paula había tomado una píldora; lo hacía periódicamente, porque el sueño pesado le evitaba oír los ruidos producidos por el ganado y otros animales del campo. También la adolescente se acostó para disfrutar su diario y tranquilo sueño.
A la mañana siguiente, nadie podía entender qué había ocurrido con el ganado; las ovejas y terneras que solían pastar en los campos de pastos naturales, habían desaparecido, y las maquinarias de trabajo no se encontraban en sus lugares. Alejandro se comunicó telefónicamente con la policía del lugar, anticipando lo ocurrido, que más tarde concretaría firmando una denuncia. Luego llamó a su hombre de confianza y asesor, para ponerlo al tanto de lo ocurrido, pero no lo encontró en su oficina; la tarde anterior había viajado por unos pocos días.
Después de registrar la denuncia, integrantes de la policía tuvieron una larga conversación con Alejandro, recorrieron el campo buscando huellas, y tomaron medidas y fotografías. También llevaron muestras de tierra de los lugares donde descubrieron pisadas.
Osvaldo, el joven ingeniero, asesor y amigo de la familia, llegó dos días después; escuchó atentamente el relato de los acontecimientos, y propuso tácticas para comenzar la búsqueda del ganado y maquinarias, paralelamente con la policía.
Una semana después recibían las primeras informaciones oficiales sobre la investigación. Se trataba de un operativo muy bien planeado; hombres a caballo arrearon el ganado hasta la salida de la estancia, cargándolo sobre camiones que quedaron esperando en el camino lateral; las maquinarias también fueron puestas sobre los camiones. El destino de los vehículos era desconocido, y se sospechaba que viajaron directamente a algún matadero, donde las reses
fueron carneadas.
Esa fue la única noción que tenían sobre la pesquisa; después de ser informados, recibieron el pedido de no investigar, para no entorpecer la labor de la policía. Alejandro estuvo de acuerdo; era una manera pasiva de colaboración.
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Osvaldo era muy querido por la familia Salcedo; Graciela lo miraba con admiración, pero su timidez le impedía mirarlo en forma directa, y evitaba cualquier diálogo. La actitud del joven era protectora, y ella se sentía atraída más y más por él.
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La pequeña estancia se redujo en su potencial; ya no había ganado para vender, ni maquinarias en condiciones de trabajo; Alejandro contrató los servicios de un tractorista que venia cuando se le requería, para realizar trabajos en el campo. Para salir de deudas, vendió unas parcelas de tierras de pastoreo y se dedicó a los frutales y algunas verduras. Esto proveía entradas suficientes para el mantenimiento de la familia, pero no le permitía capitalizarse nuevamente, ni hacer inversiones o gastos de mantenimiento. La parte edificada no fue tocada, conservando su belleza, aumentada por los jardines, el césped bien cortado y la pequeña arboleda en el fondo del predio. Al auto de lujo lo reemplazó una camioneta con doble cabina, más humilde, que cumplía una doble función: atender las necesidades de la chacra, y de la pequeña familia.
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En junio de mil novecientos sesenta y seis, un grupo de militares derrocó al gobierno, tomando el poder el general Onganía, que mantuvo un régimen totalitario, caracterizado por su dura represión. Desmanteló el Congreso y los partidos políticos, asumió de facto el Poder Legislativo, intervino las provincias, prohibió la libertad de expresión y privó a las universidades de su autonomía. La violencia desarrollada entre los estudiantes y la policía, entidad tradicionalmente leal a las dictaduras, fue manifestada abiertamente. "La noche de los bastones largos" en que la policía expulsó a profesores y estudiantes, fue producto de ese gobierno.
Profesores e investigadores renunciaron, y con eso se desmantelaron centros de investigación. Para guardar el orden se quiso imponer una conducta entre los ciudadanos, ya sea en el vestir y en la presentación personal. Se quemaron libros por considerarlos subversivos o pornográficos y se cerraron publicaciones, por orden de la derecha clerical conducida por Onganía.
El miedo y la incertidumbre crecían. El gobierno de Onganía propició la desnacionalización de las empresas y la eliminación de los pequeños
propietarios. La situación política, la inseguridad económica y el comienzo de una desocupación masiva, produjeron desequilibrio dentro de la gente trabajadora.
La política económica del gobierno no fue aceptada por ningún sector social; la depresión provocada por su gobierno fue evidente. El cambio de gente es sistemático en las dictaduras, y las condiciones ya estaban dadas.
Así comenzó un desfile de presidentes, consecuencias de golpes de estado. El sucesor de Onganía, Levingston, trató de alejarse de la elite militar, lo que le disminuyó el apoyo de las Fuerzas Armadas. Era el momento para cambiarlo por el general Lanusse, quien tuvo varios gestos de tolerancia política. Su prestigio fue ayudado por acontecimientos deportivos que distraían el interés público. Por otra parte, Montoneros y otras organizaciones extremistas asestaban golpes criminales que lo debilitaban políticamente.
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Tres meses después del robo en la estancia, cerca de la medianoche, alguien entró al cuarto de la jovencita y se introdujo en su cama. Al sentir peso sobre su cuerpo, y dolor en el bajo vientre, Graciela despertó.; el autor del acto violento le tapó la boca con su mano y luego salió rápidamente de la oscura habitación. La violación estaba consumada; la niña quedó sola, asustada, casi sin comprender lo que
había ocurrido. Tuvo miedo y vergüenza, por lo tanto no llamó a su madre.
Después de aquella noche, la vida de Graciela cambió; ya no era la alegre adolescente que reía y cantaba; permanecía durante muchas horas en su cuarto, o caminaba por la arboleda. Interrumpió las largas conversaciones con su madre, y tampoco acompañó a su padre en las salidas a la ciudad. Su mundo espiritual quedó detenido en algún lugar, donde los recuerdos se escondían.
Alejandro y Paula padres fueron llamados al colegio que Graciela concurría. Allí fueron informados sobre la disminución de su rendimiento en los estudios; ignorantes de la verdadera causa, atribuyeron esos resultados a los sucesos que les eran conocidos, que también afectaban a la familia.
Tres años transcurrieron desde esas terribles noches; en la casa no se hablaba sobre la pérdida de las propiedades ni del robo, y Graciela guardaba dentro de sí la desagradable vivencia; disimulaba sus sentimientos frente a la gente, pero cuando se encontraba sola, volvían las sensaciones de horror e impotencia. Muchas veces creía que sólo fue un sueño, una pesadilla pasajera, como si no hubiera ocurrido. Su cuerpo se había desarrollado; deseaba saber la causa, pero no se atrevía a preguntar a su madre, la única con quien había tenido un diálogo íntimo y permanente. Lo ocurrido aquella noche la había conducido a un tabú relacionado con el sexo,
del que no podía desprenderse.
Osvaldo venía a visitarlos interesándose por lo que se hubiera adelantado en la investigación; solía traer pequeños regalos para Graciela; ésta se emocionaba al recibirlos, pero en vez de acercarse a él, a causa de su timidez, le huía. Él la miraba con dulzura; los padres se daban cuenta de la situación y se miraban y sonreían con complicidad – amigos – comenzó a decir durante una visita – he aceptado un trabajo en Europa por un par de años; tengo la necesidad de compartirlo con ustedes y despedirme antes de viajar. Les prometo que les escribiré.
Graciela salió corriendo hacia el patio; todos se miraron. Paula sonrió a Osvaldo como insinuándole que fuera tras la muchacha. Él salió al patio y vio que ella se escondía detrás de un árbol; estaba llorando – no llores mi pequeña; mi viaje no será por mucho tiempo, y te prometo que volveré a buscarte – le acarició suavemente las mejillas.
– Voy a quedar muy sola; vení a despedirte de mí. Voy a estar esperándote – se apretó a él.
– Voy a venir – la besó en la frente. Volvió a la casa para despedirse de sus amigos. Graciela permaneció caminando por el jardín.
Esa noche llegó Osvaldo en silencio; Graciela lo esperaba; tímidamente lo condujo a su habitación.
En el tibio cuarto consumaron el amor, y se prometieron esperar uno al otro. Para los dos, ésa fue una noche digna de recordarse.
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Alejandro mantenía con dificultad su pequeña finca; el golpe sufrido en su deplorable noche de juego y despojo lo perseguía. Era un hombre vencido moralmente; ya casi no pensaba, y la estimación de los valores estaba por debajo de su posibilidad de evaluación. Su vida era un tremendo vegetar, sin esperanzas ni posibilidades de superación.
La activa vida social de antaño no tenía cabida en la familia; las salidas a pasear se interrumpieron, como también las visitas a los amigos; permanecían unidos en el hogar. Cada tantos meses recibían carta de Osvaldo, quien contaba de sus realizaciones en el exterior. Por terceros se enteraron que se había enriquecido en el ejercicio de sus actividades comerciales y profesionales. Cristina recibía sus cartas, pero no participaba a sus padres del contenido de ellas; un día recibió un telegrama en que le comunicaba que en pocos días estaría de regreso. Tenía intenciones serias con respecto a los dos: hablar con los padres y pedirla en matrimonio.
– Aún quiero comprobar cuánto me quiere y si estoy dispuesta a aceptarlo en este paso decisivo – pensó Cristina. Guardó para sí el telegrama y se
reservó todos los comentarios.
Alejandro, ante la falta de información por parte de la policía, decidió contratar los servicios de un investigador privado, quien le proveyó datos de primera fuente, que conservó en su caja fuerte; sin comentarlo con su familia. Esperaba el momento adecuado para hablar y actuar.
En cierto momento, Alejandro llamó a su esposa e hija a una conversación muy confidencial – antes de que los acontecimientos progresen, quiero ponerles en conocimientos de ciertas informaciones que he recibido de gente profesional, seria y responsable, sobre el individuo considerado como principal sospechoso en la organización de los robos en nuestra estancia. También preparó la operación fraudulenta tendida a mí y otras personas, en la mesa de juego, utilizando jugadores profesionales, que con trampas nos llevaron a la bancarrota. Además, se sabe que fue el gestor que tramitó la venta de los terrenos, a bajo precio.
Cristina y su madre no tenían ninguna sospecha del quién hubiera actuado en tales manejos. Dejaron la sala con preocupación, y se retiraron a descansar.
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Osvaldo llegó trayendo regalos para todos; se veía radiante, feliz, aunque su actitud era un poco arrogante. Insinuó a su novia que quería conversar con sus padres, para solicitar su mano – No te apresures; tenemos tiempo para hacerlo – le dijo Cristina suavemente.
Esa noche la joven lo recibió en su habitación. Mientras se besaban y acariciaban, la muchacha jugaba con un lunar que el joven tenía en el cuello. Antes del alba, se despedían.
Cuando quedó sola, comenzó a pensar en la noche de amor que tuvieron casi un año atrás, y en el lunar que acarició cuando estaban abrazados. De pronto, de los recuerdos escondidos surgió la noche en que fue violada. En su memoria aparecía el lunar que tocó al querer defenderse del violador, cuya personalidad no conoció por causa de la oscuridad en que se encontraba la habitación, en el
momento del hecho.
A la mañana siguiente vino el pretendiente con intenciones de hablar con los padres. La joven pareja salió a caminar por los jardines y al llegar a la arboleda, Cristina sacó un revólver, apuntó hacia Osvaldo y disparó. Alejandro corrió hacia ellos y le quitó a su hija el arma; por fortuna había errado el disparo. – Papá, quiero denunciarlo por violarme. Fue hace cuatro años – su padre estaba sorprendido y dolorido.
– Hija, yo tengo muchos cargos contra él. Tengo pruebas indiscutibles de que es la principal persona en el robo y estafa que sufrimos. El material que suministraremos a la policía por los delitos de violación y abuso de confianza, servirá para que los pague con prisión; además, para que recuperemos lo perdido, inmediatamente pediré un embargo preventivo de sus bienes. También pediré la prohibición de abandonar su lugar de residencia – abrazó a su hija en actitud protectora y la llevó hacia la casa.
FIN