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abril 02, 2010
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El sol se había puesto al fin, aunque aún persistía el largo crepúsculo tropical más allá de la puerta ventana cuyas hojas fueron abiertas de golpe para dar paso a la brisa nocturna. Hacía mucho calor en la alcoba cerrada donde Elene Marie Larpent estaba siendo ataviada para su boda. Las velas que ardían a ambos lados del tocador sumaban su calor al de la tarde que moría y enviaban finas volutas de humo grisáceo hacia el alto cielorraso. Elena tenía el rostro encendido y el sudor oscurecía el nacimiento del cabello semejante a finas hebras de oro. Sin embargo, la temperatura no tenía nada que ver con la angustia que brillaba en sus claros ojos grises.
- No puedo hacerlo, Devota - gimió ella con desesperación al encontrar la mirada de la doncella en el espejo -, no puedo.
Devota no interrumpió la tarea de cepillar la larga cabellera lacia de su protegida.
- No te angusties así, chere. Pronto todo habrá terminado. No será tan malo, ya verás.
- No entiendo por qué papá se muestra ahora tan empecinado en esto.
- Fue decidido hace mucho tiempo.
- Así fue, pero no por mí.
La doncella estudió la pálida cara oval de la joven con sus altos pómulos encendidos, la boca de trazo delicado, pero que denotaba demasiada firmeza, el pellizco de nariz recta con la punta apenas respingada y al cabo, dijo:
- No tienes miedo, ¿o sí; chere?
- ¡Por supuesto que tengo miedo! Llevar a cabo una ceremonia tan fastuosa en estos tiempos es una locura. ¿Por qué no pudimos casamos con menos boato, sólo tú y papá y un amigo o dos como testigos? No era necesario hacer alarde de nuestra extravagancia ante los sublevados.
- Creo que tu padre por fin ha aceptado que las cosas jamás volverán a ser lo que eran y así, intenta por última vez, fingir que sí sigue todo tal como antes.
- Y Durant lo apoya en ello. -El tono que usó para nombrar a su futuro esposo no denotó amorosa anticipación y mucho menos respeto.
- Los dos son de la misma clase. Son tal para cual. La voz suave de Devota era apaciguadora. La crítica implícita a su propio amo y al novio de Elene no tenía nada de inusual; la doncella era, en realidad, la tía de Elene, una media hermana menor de la madre muerta. El parentesco era reconocido sin dificultad y de ninguna manera resultaba algo excepcional. Era alta, de cutis dorado oscuro, facciones aguileñas y pelo crespo que siempre llevaba atado con un pañuelo típico de las islas llamado tignon. Su lenguaje culto reflejaba la esmerada educación que había recibido con la madre de Elene. Desde que ella muriera al dar a luz a la niña, Devota había sido la compañera constante de Elene.
Devota dijo ahora:
- Pero yo no hablo del temor a los peligros de nuestra situación, sino del temor a tu novio. No ignoras lo que se esperará de ti esta noche, ni puedes dudar de la experiencia de Durant Gambier. Con toda seguridad, no debes temer lo que él pueda hacer.
-No, no al hecho en sí, o al menos un poco, pero, oh, Devóta, ¿qué pasará si él no es... no es gentil conmigo?
- Es todo un caballero...
- ¡Eso no significa absolutamente nada!
- Te honrará como su esposa, como la madre de los hijos que tendrán juntos.
- Sí, pero, ¿será gentil? ¿Se preocupará de saber si me brinda placer o me hace sufrir? ¿Será paciente o me forzará a obedecer a todos sus caprichos?
-En suma, ¿te tratará con amor? ¿Eso es lo que deseas saber?
-Supongo que sí -respondió en voz queda Elene.
- ¿Qué dirías si eso pudiera asegurarse sin lugar a duda?¿Qué si pudieras enloquecer tanto de amor a Durant que él se convirtiera en un esclavo de su deseo por ti únicamente?
Elene alzó la cabeza y la miró con una sonrisa irónica que iluminó sus ojos y resaltó las motas plateadas que rodeaban sus pupilas.
- Me parece algo bastante improbable.
- Espera solo un momento. - La doncella apretó los labios con determinación, giró en redondo y abandonó la habitación.
Elene, perpleja, la vio salir y quedó con la vista clavada en la puerta. ¿Qué estaría insinuando Devota? No siempre era posible adivinar qué haría; podía ser muy extraña a veces. Ciertamente no era propio de ella ser tan brusca o interrumpir una tarea tan importante como la del arreglo personal de Elene. No podían perder mucho tiempo si la novia debía aparecer a la hora fijada.
Inquieta, Elene se puso de pie y caminó hasta la ventana abierta a una galería trasera que ahora se veía desierta en la quietud de la noche, una quietud que resultaba opresiva. Los insectos y los pájaros nocturnos que solían llenar el aire con su alboroto estaban callados. Los únicos sonidos que podían oírse eran causados por personas: el crujido de las ruedas de los carruajes rodando por el sendero cubierto de conchillas que llevaba a la mansión y las voces excitadas al saludar cuando los invitados eran recibidos en la puerta principal.
Desde la terraza inferior donde se desarrollaría la ceremonia se podía oír al trío de músicos negros armando sus instrumentos y tocando trozos de melodías. Ya la distancia también se dejaba oír, como un retumbo grave de algún trueno lejano, el golpeteo rítmico de los tambores en las colinas. Elene se estremeció.
De la cocina llegaba un aroma de carne asada mezclado con el perfume de flores y frutas y el olor penetrante y salobre del mar, que siempre estaba presente en Santo Domingo. Elene inspiró profunda, deliberadamente, en un intento por serenarse. Estos eran los olores de su infancia, una de las cosas que más había echado de menos allá en Francia.
Mientras ella había estado ausente, su padre había arreglado este matrimonio, aunque estaba segura de que había sido discutido entre su padre y el padre del novio, mesieur Gambier, cuando ella contaba menos de un año de edad y Durant sólo seis. Las tierras de ambos eran colindantes y les había parecido una buena idea unirlas casando a sus descendientes. Eso había sucedido veintitrés años atrás. Entonces la situación había sido muy distinta antes de la sublevación de los esclavos.
Elene había estado en un internado en Francia cuando los esclavos negros se habían rebelado contra sus amos en Santo Domingo. Su padre tampoco había estado en la isla sino rumbo a Francia para salvarla de los peligros de la revolución que ensangrentaba aquel país. Por un tiempo les había parecido que todo lo que habían conocido estaba siendo destruido, que no había seguridad en ninguna parte.
A pesar de la gran cantidad de esclavos involucrados en los primeros ataques a los hacendados de la isla, a despecho de las atrocidades cometidas y de la tremenda pérdida de vidas, nadie había esperado que la revuelta durara mucho tiempo. El padre de Elene la había retirado del internado en París y había hecho arreglos para que la joven viviera con unos parientes lejanos, sólidos comerciantes burgueses de El Havre, quienes se mantenían cautelosamente neutrales en las luchas intestinas de Francia. Luego había partido hacia Nueva Orleáns a reunirse con la comunidad de refugiados de esa ciudad mientras esperaba el momento oportuno para retornar a la isla.
Elene había deseado reunirse con su padre ni bien él hubo retornado al hogar, pero la situación se había mantenido demasiado inestable. Fue mejor que no lo hiciera ya que aquellos habían sido años llenos de peligros, de lealtades cambiantes y fortunas precarias, en medio de constantes luchas.
En un principio los negros y los mulatos se habían aliado contra los blancos, llevando a cabo violaciones, mutilaciones, matanzas y saqueos. El gobierno francés, en vísperas de un cataclismo político en su mismo seno, se había visto imposibilitado de enviar suficientes tropas para aplastar la revuelta y esta, favorecida por las circunstancias, había alcanzado cierto éxito. Sin embargo, los mulatos despreciaban a los negros y los negros odiaban a los mulatos porque se consideraban superiores, de suerte que, cada vez que uno de los dos grupos empezaba a predominar, el otro se rebelaba. Cuando la Francia republicana pudo, por fin, enviar un ejército para restablecer su autoridad, los mulatos se aliaron con las tropas en contra de los negros. Entonces, los negros, en un grotesco cambio de frente, se unieron a los hacendados realistas franceses, sus antiguos amos, para enfrentar esta nueva amenaza. Más tarde, cuando los españoles y los británicos trasladaron la guerra de Europa al Caribe, los negros, bajo las órdenes de sus caudillos Toussaint L'Ouverture y Jean Jacques Dessalines, se aliaron con estos enemigos de los franceses.
Las filas británicas fueron raleando no sólo por el clima insalubre sino también por las dificultades para reabastecerse a tanta distancia. Con batallas más importantes que librar en Europa, finalmente se habían batido en retirada. Toussaint L 'Ouverture, luego de autoproclamarse gobernador general vitalicio, se había vuelto en contra de sus antiguos aliados españoles y los había expulsado de la isla. Aunque aparentaba respetar la soberanía francesa era, en rigor, el amo absoluto de la isla.
Con la ascensión al poder de Toussaint había llegado un período de paz. El gobernador general había intentado restablecer el comercio del azúcar y el algodón y con ese fin, había invitado a regresar a los hacendados exiliados y había forzado a los antiguos esclavos a retornar a las plantaciones. Por primera vez en más de una década las condiciones en Santo Domingo habían tenido cierta semblanza de estabilidad.
Esto había sucedido exactamente un año y medio atrás, en 1801. Su padre había esperado unos meses hasta sentirse seguro de que el conflicto había concluido antes de enviar por Elene quien debía regresar con todo el ajuar necesario para una boda de campanillas.
Elene había acatado la orden de su padre, aunque esta significara demorar más aún el regreso al hogar. Cuando había llegado finalmente a Santo Domingo, el ejército de Napoleón de veinte mil hombres al mando de su cuñado, el general Leclerc, había estado pisándole los talones también con destino a la isla. Napoleón, consolidada ya su posición como cónsul, había decidido que Francia necesitaba los exuberantes productos agrícolas de esta isla paradisíaca y no toleraría que el Gobernador General Toussaint controlara los embarques. La lucha había comenzado una vez más.
Después de meses de feroz guerra civil, Toussaint había aceptado las condiciones de paz sólo para ser arrestado a traición y enviadó a Francia. Los negros sublevados habían sido forzados a refugiarse en las montañas desde donde lanzaban ataques inesperados, salvajes y sangrientos contra las casas de los hacendados. El general Leclerc no sólo había reimplantado la odiada esclavitud que había sido abolida durante el gobierno de Toussaint sino también muchas de las restricciones a los mulatos.
La intranquilidad era palpable, el sordo retumbo de los tambores de los negros en las montañas - tambores vudú que trasmitían mensajes entre las bandas dispersas del ejército negro- era una amenaza latente. Resultaba peligroso viajar de noche sin una escolta armada. Las filas del ejército de Napoleón, como anteriormente las británicas y las españolas, estaban siendo diezmadas no tanto por los rebeldes como por las virulentas enfermedades tropicales, tales como la fiebre amarilla y el cólera, la malaria y la fiebre tifoidea. La víctima más reciente había sido el mismo general Leclerc.
Debido a las azarosas condiciones de vida en la isla, la boda había sido aplazada por un tiempo. Tanto el padre de Elene como su prometido pertenecían a la milicia y habían estado involucrados en numerosas escaramuzas. Aunque el ejército francés constituía la fuerza más poderosa enviada hasta entonces a la isla, era todavía sobrepasada numéricamente por los negros en una proporción de veinte a uno. Y si el nuevo caudillo negro, Dessalines, pudiera ingeniárselas para coordinar todas sus fuerzas o encontrara una causa que las reagrupara y reanimara, sería muy posible que todavía salieran triunfantes. Por cierto que la posición de los blancos se tornaría entonces extremadamente delicada, ya que Dessalines tenía la reputación de ser un hombre cruel y vengativo que odiaba enconadamente a todo el que tuviera la piel blanca.
Elene se había alegrado de la postergación, aun cuando, luego de todas estas demoras, pudiera ser considerada una solterona que había pasado la flor de la edad para el matrimonio. A pesar de desear complacer en todo a su padre, no tenía prisa para casarse. Había querido un poco de tiempo para volver a conocer lo, tiempo para explorar la casa y las tierras que había creído perdidas para siempre y para adaptarse a los riesgos de vivir en la isla. Pero más que nada, había necesitado tiempo para volver a conocer al hombre con quien iba a casarse.
La espera había resultado instructiva. Su padre había cambiado tanto que casi no lo reconocía. Se había vuelto cruel y vengativo. Era excesivamente severo con sus esclavos y temía tanto sus traiciones que no les toleraba ni siquiera una mirada de soslayo sin ordenar latigazos. Ni siquiera se comportaba como un padre afectuoso; vociferaba de inmediato y la atacaba con ira mordaz si ella expresaba alguna diferencia de opinión o no estaba inmediatamente de acuerdo con sus sugerencias acerca del manejo de la casa o sus propias actividades. Era como si él no pudiera aceptar ni la más mínima intromisión en lo que consideraba su autoridad.
En cuanto a Durant, Elene tenía que admitir que poseía encanto y gallardía y que podía ser bastante agradable cuando se lo proponía. Era, por cierto, un hombre bastante apuesto en un estilo siniestro y satánico. Sin embargo, estaba contaminado con la misma necesidad que dominaba al padre de Elene de demostrar su hombría y poder. Tenía el hábito de decir le cuándo iría a visitarla antes que preguntarle cuándo le resultaría cómodo recibirlo; de indicarle adónde podía ir de visita y cuándo podía salir de paseo. Manifestaba sus preferencias que, al fin de cuentas sólo eran órdenes encubiertas, sobre el estilo de sus vestidos y sombreros, cómo debía llevar el cabello, y hasta qué música debía tocar durante las veladas. Ya había decidido el número de hijos que tendrían y cuándo y había elegido también sus nombres. Era evidente que esperaba una casa bien organizada y una cocina excelente, ambas cosas centradas alrededor de sus gustos y aversiones.
Le desagradaba ver a Elene inquieta en su presencia. Ella no tenía que temer que él la maltratara o abusara de ella, decía; la trataría como al más frágil de los adornos.
Esa promesa habría tranquilizado mucho más a Elene si Durant no se hubiese visto en la necesidad de hacerla. El era tan consciente como ella de que su reputación con sus caballos y sus esclavos no era la mejor; si hasta se rumoreaba que su concubina Serephine ostentaba uno que otro cardenal de vez en cuando.
El arresto de Toussaint y su posterior encarcelamiento en Francia habían incidido para que, fmalmente, se fijara la fecha de la boda. Pero era la arrogancia de su padre y de su novio, cavilaba Elene, la que requería convertirla en un espléndido festín para sus amistades. Se proponían demostrarle al mundo que no temían atraer la atención sobre ellos, que rehusaban modificar los arreglos tradicionales por una mera medida de seguridad.
Elene regresó al tocador y contempló su imagen en el espejo, sintiendo cierto desdén por su indolente aceptación del convenio matrimonial. Debía haber encontrado alguna manera de hacerle entender a su padre la renuencia que sentía, podría haber hecho algo para impedirle llevar adelante sus planes. Sus primos de Francia la habían regañado a menudo por sus bríos, por su energía combativa para desafiar cualquier restricción a sus actividades.
Mas, cuando había intentado hablar con su padre, él se había encolerizado de tal forma que ella hasta había temido ser enviada al poste de flagelación como el más humilde de sus esclavos. Podría haber huido, por cierto, pero una isla tenía pocos sitios donde ocultarse y ella carecía de medios propios para abandonarla. En todo caso, para una mujer blanca y hasta para una de color, aventurarse sola por los caminos en estos tiempos tan agitados, era como invitar a la desgracia.
Sin embargo, estas no eran las únicas razones. La verdad era que buscaba complacer a su padre, conseguir que volviera a ser otra vez el hombre cálido y afectuoso que había conocido de niña. Lo había echado tanto de menos cuando estaba en Francia y había añorado tanto estar con él, que ahora sólo podía hacer lo que él deseaba en un esfuerzo por ganar su amor y aprobación.
La entrada de Devota a la habitación, luego de cerrar cuidadosamente la puerta a sus espaldas, interrumpió sus cavilaciones. Elene se volvió.
- ¿Adónde fuiste? Debemos apresuramos o llegaremos tarde y sabes cómo es papá.
- No te inquietes. Esto es más importante, mucho más importante, chere.
- ¿Qué es?
- Un secreto que te protegerá.
La mujer metió la mano en el bolsillo del delantal y extrajo una botellita color verde con tapón de corcho. La destapó con una diestra torsión de los dedos y la fragancia de gardenias y rosas, de jazmín, almendras y sándalo impregnó el aire quieto y caliente, juntamente con otros aromas más sutiles imposibles de identificar.
- ¿Perfume? -Elene lo inhaló apreciativamente, pero meneó la cabeza. - Es exquisito, pero dudo que impresione a Durant. He oído que su concubina se baña en agua perfumada todos los días.
-No con un perfume como este.
- ¿Cómo puedes estar tan segura?
- No existe otro como este.
En realidad, era un perfume delicioso. Tentador en su combinación de fragancias de flores y madera; era delicado y aun así, ricamente exótico, intenso pero fresco, en tanto que, flotando por encima de las esencias reconocibles, había un aura de algo irresistiblemente misterioso, inquietante. Permanecía en el aire y en la mente con rara persistencia como una presencia suave y vibrante.
Elene extendió la mano.
- Usarlo no puede hacer daño.
-Un momento, chere. Ábrete el peinador, con tu permiso.
-¿Qué?
- Este es un aceite, aunque muy liviano y debe ser aplicado con masajes sobre los hombros y brazos. Tornará flexible y satinada tu piel a la vez que fragante.
Elene sabía que Devota sólo trataba de tranquilizarla con su plática sobre suavizar le la piel y esclavizar a Durant. Sería poco amable de su parte demostrarle abierto escepticismo. Además, Elene no podía negar que necesitaba toda la ayuda posible para levantar su ánimo y permitirle caminar confiada hacia el altar donde ella y Durant intercambiarían sus votos.
Con un ligero movimiento de hombros Elene dejó deslizar el peinador por sus brazos, luego esperó que Devota vertiera un poco del aceite perfumado en el cuenco de su mano. Siguiendo las instrucciones de la doncella, transfirió parte del líquido aromático a la otra mano, luego se frotó los hombros y el hueco de la garganta, después, deslizó las palmas por los brazos hasta las curvas de los codos y las muñecas. Esta aplicación no fue suficiente para Devota. La mujer le dio unas gotas más e insistió en que Elene las esparciera por las blancas curvas de los senos y hacia abajo sobre la lisa llanura del vientre hasta la unión de los muslos.
Mientras Elene se impregnaba la piel, Devota entonó un cántico grave y monocorde parecido a una plegaria o a una bendición. Ese sonido le trajo a la memoria viejas habladurías de años atrás, cuchicheos acerca de que Devota estaba involucrada en el culto vudú, la adoración de los antiguos dioses traídos de África, murmuraciones de que ella servía algunas veces de sacerdotisa en los ritos paganos. Se decía que esas sacerdotisas tenían extraños poderes incluyendo la habilidad de causar la muerte con una maldición o con un muñeco atravesado por alfileres, de resucitar a los muertos, preparar brebajes para cambiar el amor por odio o el odio por amor. Había muchos que lo creían, tanto blancos como negros.
Cuentos, nada más que cuentos. Devota parecía tan normal allí a la luz de las velas, con su delantal y tignon blancos pulcramente almidonados y sus ojos chocolate de cálida mirada llena de afecto y preocupación. Esas historias susurradas no podían ser verdad. Era el colmo de la tontería pensar que podrían serio.
La fragancia del aceite envolvió a Elene subiéndosele a la cabeza por un instante con una fuerza casi abrumadora antes de , reducirse a una rica y exquisita nube a su alrededor.
- Bien, bien - dijo suavemente la doncella - . Ahora, cuando tu esposo te sostenga contra él en el acto de amor, recibirá el perfume sobre su propia piel con su poder centuplicado por la esencia de tu cuerpo. Y cuando eso suceda, no habrá escapatoria para él. Estará esclavizado a ti y solo deseará complacerte en todo. Su necesidad de ti será insaciable. Ninguna otra mujer podrá atraerlo.
-Todo eso está muy bien -dijo Elene con un levísimo atisbo de humor en la voz -, pero ¿qué sucederá si él toma un baño? ¿o yo lo hago?
Devota frunció el ceño.
- No debes tomar esto a la ligera, chere. Desde luego que el perfume desaparecerá con el baño. Tú solo tienes que aplicarlo otra vez y el efecto será el mismo.
-Suponte que toque a otro hombre. ¿También quedará esclavizado a mí?
- Debes cuidar que eso no suceda... a menos de estar segura de querer que así sea. .
Las cosas que estaba diciendo Devota no parecían reales. No obstante, pensó Elene, ella bien podría seguirle el juego. Ladeó la cabeza.
- ¿Y qué hay de mí? ¿No me afecta en absoluto?
- Para ti es solo un perfume. Con todo, lo mejor para una mujer que desea retener a un hombre es no enamorarse demasiado profundamente de él.
- Suena tan calculador. - El ceño fruncido marcó una arruga en su frente.
-Lo es. Yo hablo de control, esposo, no de la perfecta felicidad. Si para ti el amor es esencial, entonces busca el amor sin ninguna ayuda, salvo un corazón amante.
-No estoy segura de que sea un corazón amante lo que busca Durant - comentó Elene -. Es más probable que sea una esposa adecuada y las tierras de papá.
-Confía en mí, chere. Ahora debemos damos prisa para vestirte o tu padre se pondrá furioso.
La moda dictada por París para el atuendo femenino desde hacía más de una década, adoptaba las simples líneas drapeadas de los clásicos atuendos griegos y romanos de la antigüedad. El traje nupcial de Elene seguía este estilo, hecho en fina gasa de seda color crema con mangas abullonadas y falda suelta y recta que caía -, desde debajo del busto marcando el talle muy alto. El ruedo de la falda y el contorno del profundo escote cuadrado lucían guardas de arabescos y hojas recamadas en hilo de oro. Llevaba el cabello recogido en una brillante corona formada por una sola trenza gruesa entrelazada con una pieza de cinta metálica de oro. Las únicas joyas que lucía eran una gargantilla con un exquisito camafeo que había pertenecido a su madre y un par de pendientes de oro con forma de hojas que, juntamente con el mantón de Cachemira y un abanico de varillas de marfil, le habían sido enviados en la corbeille de noce, la cesta con obsequios nupciales del novio.
Elene, de ordinario, no se preocupaba por pintarse el rostro, pero se veía tan pálida esta tarde que aceptó un poco de crema carmín en los labios y un suave roce de papel español rojo sobre los pómulos. Las cejas y pestañas, oscuras a diferencia del claro cabello rubio, solo necesitaron un toque de aceite para verse brillantes.
Cuando Elene, concluido su arreglo al fin, se puso de pie, Devota le prodigó toda clase de elogios y cumplidos. Elene los agradeció, pero no se sentía gratificada. No le importaba lo que opinaran todos de su aspecto, ni siquiera la opinión de Durant. Consideraba esto más como un sacrificio que como una boda, y todos los elogios y las trivialidades que usualmente acompañaban a tales acontecimientos no cambiarían esa sensación. Si esta boda se debía llevar a cabo, todo lo que Elene anhelaba era que terminara de una vez.
En ese momento se oyó un suave golpe a la puerta.
- Es hora, mamzelle - dijo respetuosamente el mayordomo desde el otro lado.
Devota le respondió que ya estaban listas. Súbitamente aturdida, miró en derredor buscando el abanico de Elene por si la agobiaba el calor y también el ramillete de rosas amarillas que debía llevar en la mano. Le entregó ambas cosas y luego la abrazó efusivamente antes de dirigirse a la puerta y abrirla.
La música anunciando la llegada de la novia subió por la escalera exterior y flotó por la larga galería hasta donde estaba Elene. Ella respiró hondo y comenzó a avanzar.
- Recuerda - murmuró Devota -, tu hombre te amará más allá de la vida misma. El no podrá remediarlo.
- Sí - susurró Elene y cruzó el umbral de la puerta, saliendo a la galería.
La mansión Larpent estaba construida en piedra caliza cortada y acarreada laboriosamente desde las montañas de la isla. Había escapado al fuego durante los años de exilio del padre de Elene, pero no así a los saqueos y daños. La mayoría de los salones ya no ostentaban los antiguos muebles señoriales, y el piso de la galería mostraba las huellas de los objetos pesados que habían sido arrastrados desde la casa. La balaustrada de la galería, tallada también en piedra caliza, había sido mellada a golpes de machete y bayoneta y faltaban varios balaustres panzones como vasijas a todo lo ancho, derribados por descuido seguramente, o llevados de allí para algún otro uso. Tampoco estaba la piña tallada que coronaba el poste al final de la ancha escalinata que descendía hasta la terraza. En su lugar se veía ahora un gran tiesto de porcelana con geranios rosados derramándose por sus costados. A lo largo de la escalinata y a intervalos regulares había tiestos más pequeños con las mismas flores y otro grupo alrededor del poste inferior.
Elene se detuvo unos segundos en la cabecera de la escalinata. Abajo, los invitados a la boda estaban sentados en semicírculo alrededor del altar en pequeñas sillas doradas. Entre ellos, en la primera fila, estaba su padre. El altar, ornado con colgaduras en oro y grana y exuberantes helechos, servía de fondo al sacerdote, que de pie y con su sobrepelliz puesta, aguardaba como todos los demás, la aparición de la novia.
Los suaves cuchicheos de los invitados se acallaron y crujieron las telas de los trajes cuando los allí reunidos advirtieron su presencia y giraron en sus asientos. Súbitamente, mientras estaba de pie siendo el foco de atención de todos, a Elene se le ocurrió pensar que ya no podía oír más el golpeteo rítmico de los tambores en las colinas.
La música cobró intensidad y bríos. Abajo, los invitados se pusieron de pie en su honor. Hubo una ligera agitación y Durant emergió de la galería hacia el poste al pie de la escalinata. Se detuvo allí para esperarla, una apuesta figura en su atuendo nupcial de casaca de raso dorado y blancos pantalones cortos hasta la rodilla. Una sonrisa de satisfacción curvaba sus labios.
Elene lo contempló desde lo alto, miró el espeso pelo castaño más bien largo, y los hundidos ojos negros. Tenía el rostro cuadrado con la mandíbula inferior más larga, nariz romana y labios llenos. Si bien era de estatura mediana, su figura robusta, poseía tal aire de suprema arrogancia y seguridad en sí mismo, que intimidaba a algunos hombres y enfurecía a otros. Hombre de gran refinamiento, estaba acostumbrado solo a lo mejor y no toleraría nada menos que eso, ya fuera en una copa de vino o en una mujer. Sería un esposo difícil de complacer, pensó ella, aunque otras mujeres podrían envidiárselo.
Durant colocó un pie sobre el primer escalón y apoyó la mano sobre la baranda de piedra, listo a recibir a Elene y llevarla al altar. Elene descendió un escalón, luego otro, esforzándose por mantener el equilibrio y tratando de ignorar la tiesa renuencia de sus músculos, que amenazaban hacerla caer.
Fue entonces cuando se oyó el grito de una mujer. El alarido, estremecido de horror e histeria, brotó de la última fila de los invitados. De inmediato, fue seguido por un coro de aullidos salvajes y ululantes gritos de guerra como los que solo existen en las pesadillas más atroces. Era un ataque de los negros sublevados.
Los invitados saltaron de sus asientos y miraron en derredor gritando, soltando exclamaciones de aterrorizada incredulidad. Las mujeres empezaron a llorar y chillar. Llegaron luego los sonidos chirriantes de hombres extrayendo los espadines que colgaban de sus costados. Otros corrían en busca de pistolas y mosquetes dejados en el interior de la casa. Las negras figuras cruzaban los jardines corriendo y agitando sus armas, los dientes desnudos, codiciosos de sangre.
En un instante la terraza fue una masa de cuerpos que luchaban, se retorcían, se sacudían y de donde se elevaban maldiciones y gruñidos, gritos desesperados y el repugnante sonido de las hojas de acero cortando la carne hasta el hueso. Brillantes gotas de sangre salpicaban las piedras del pavimento.
Elene, sumida en aturdida incredulidad, vio a Durant soltarse de la baranda y luchar cuerpo a cuerpo con un musculoso negro que solo vestía un taparrabo. Su novio forcejeó por el machete arrancándoselo de una mano resbaladiza por la sangre que la cubría blandiendo el machete a diestra y siniestra, cortando lo que encontraba a su paso, Durant se perdió en medio de la refriega mientras Elene dirigía la mirada hacia su padre. Lo hizo a tiempo para ver cómo caía abatido con un hacha enterrada en el cuello cercenándole casi la cabeza.
Gritó entonces, y el sonido se elevó en su garganta desatado por el horror y la rabia ifi1potente. Descendió otro escalón, tambaleante, con la vista clavada en el cuerpo exánime de su padre. Debajo de ella, un atacante picado de viruelas, se volvió y comenzó a subir la escalinata a paso largo. En el puño llevaba una cuchilla con la hoja apuntando hacia Elene y en los ojos una mirada vidriosa de furia asesina.
Elene le arrojó el ramillete y el abanico, luego giró en redondo recogiéndose la falda mientras retrocedía subiendo los escalones. Podía oír el ruido sordo de los pies descalzos del negro siguiéndole los pasos. El ruido actuó de acicate. Cerca ya de la cabecera de la escalinata, soltó la falda y se lanzó hacia el pesado tiesto de porcelana. Arrastrándolo con dificultad fuera de su sitio sobre el poste, torció el cuerpo violentamente y lo arrojó hacia su perseguidor. El tiesto se estrelló contra el cuerpo fornido en medio de una nube de tierra y geranios. El hombre aulló mientras caía pesadamente escaleras abajo seguido por trozos de loza brillante. Elene no esperó a ver los daños sino que giró en redondo una vez más.
Había una cara oscura arriba de ella. Su corazón dio un salto en el pecho, después llegó el reconocimiento. Devota. La doncella la asió de un brazo tironeando de ella.
-¡Por aquí! ¡De prisa!
Echaron a correr, por la galería y cruzaron las puertas interiores de la casa deteniéndose abruptamente al llegar a Ía escalera del vestíbulo. Ante ellas se extendía la majestuosa escalinata que descendía hacia la puerta principal, mientras que a la derecha estaba la oscura y serpenteante escalera de los sirvientes. Giraron a la derecha y descendieron apresuradamente por los angostos escalones en precipitado desorden hasta llegar al fondo.
Una puerta clausuraba la escalera y se abría a la despensa del mayordomo, que estaba unida al formal salón comedor de la mansión. Devota giró el picaporte, entreabrió la puerta y asomando la cabeza, espió y escuchó por un instante. Después, segura ya, le hizo señas de que la siguiera.
Una vez más estaban corriendo, cruzando la despensa y el comedor, atravesando las puertas ventana que se abrían a un rincón aislado del jardín. Bajaron atropellada y ruidosamente los escalones de la pequeña terraza y, atravesando a la carrera un tramo del prado, se arrojaron entre los altos hibiscos que formaban una bordura espesa. Usando esa pantalla, doblaron en ángulo alejándose de la casa hacia los cañaverales, escabulléndose como animales perseguidos a través de los espacios abiertos, echando miradas furtivas por encima de los hombros y jadeando ruidosamente. Después se zambulleron entre las primeras cañas de azúcar de tallos altísimos, refugiándose en su ondulante inmensidad.
No podían detenerse, ni siquiera entonces. Avanzaban trabajosamente por las hileras como largos túneles verdes techados por el entretejido de anchas hojas sobre sus cabezas. Debieron cubrirse los rostros con los brazos en alto para protegerlos de las hojas inferiores, secas y filosas como cuchillos, agachándose por debajo o saltando por encima de las cañas dobladas por su grosor y el peso excesivo del zumo que contenían. En ocasiones, aflojaban el paso para recobrar el aliento, pero rápidamente comenzaban a correr una vez más. Los gritos y alaridos, los estampidos de las armas de fuego y el tintineo de cristales rotos, a lo lejos, se iban apagando lentamente. Cuando ya no los pudieron oír más sintieron alivio y una gran congoja a la vez.
Los campos parecían extenderse indefinidamente, una interminable milla tras otra. Las dos mujeres se entrecruzaban atropelladamente siguiendo los contornos del terreno y de las acequias. De tanto en tanto encontraban un cañaveral envejecido y abandonado, estrangulado por las cizañas, los cafetos silvestres y las enredaderas vigorosas, o algún trecho que no había sido cultivado desde la primera sublevación y ya era reclamado por la selva. Estos tramos fueron más y más frecuentes hasta convertirse en la selva misma.
Las dos mujeres se movieron con mayor lentitud luego de un tiempo, en parte por agotamiento, en parte por temor a toparse con el resto de los negros atacantes o alguna otra banda de forajidos. Cuando se hubieron internado más entre los árboles se detuvieron por fin. Esta tierra boscosa no era más que una franja de cerca de una milla y media de ancho bordeada en un lado por los cañaverales por donde habían venido y en el otro por el camino principal que llevaba a Puerto Príncipe.
Se adentraron más en la espesura. Cuando ya no pudieron avanzar más por el cansancio, se arrastraron hasta un árbol frondoso y cayeron pesadamente a tierra. Se sentaron con las espaldas contra el tronco, las cabezas echadas hacia atrás y los ojos cerrados mientras trataban de llevar aire a sus pulmones y mitigar el dolor de sus cuerpos exhaustos. Pasó algún tiempo antes de que pudieran moverse o hablar.
Elene fue la primera en abrir los ojos. Lo primero que vio fue que, de algún modo y sin que lo hubieran advertido antes, había caído sobre ellas una noche cerrada. Lo segundo fue un trémulo fulgor rojo en el horizonte. Respiró el aire caldeado junto con el inconfundible olor del humo.
- La casa, están quemando la casa - dijo en voz apagada. -Sí -respondió Devota sin abrir los ojos.
- Y mira allá. ¿Es esa... puede ser otra casa en llamas? Devota escudriñó a través del follaje espeso.
-¿Dónde?
Elene señaló el lugar.
-Allá, puedes ver el resplandor reflejado en las nubes.
- Debe ser una sublevación general en la isla, entonces - reflexionó la criada -. ¿Cuál habrá sido el motivo que la hizo estallar?
Elene sacudió la cabeza dejando caer pesadamente los párpados otra vez.
- ¿Tiene alguna importancia? La pregunta es: ¿qué vamos a hacer?
Su padre estaba muerto. Ella misma lo había visto morir. Debería sentirse terriblemente acongojada, pero más allá del primer instante de horror, todo lo que podía sentir era un penetrante entumecimiento. Se estremeció con las escenas de carnicería que pasaban por su mente; con todo, parecían demasiado irreales. En el letargo en que estaba sumida no podía pensar cuál sería el mejor medio para alcanzar la seguridad. Por lo que veía, no debía existir tal cosa.
- Podríamos ir a Puerto Príncipe con los soldados franceses. - El tono de Devota era tentativo.
Elene sintió la leve agitación de una emoción que había conocido antes de saber que debía casarse. Corrió por sus venas y luego se desvaneció, pero en ese instante fugaz y no sin horror, la reconoció como interés en el futuro. Después dijo lentamente:
- Quizá podamos.
- Tendremos que tener mucho cuidado.
- Sí - aceptó Elene -. Seguramente el camino estará plagado de peligros. Sería de gran ayuda poder averiguar lo que está sucediendo.
- Yo podría averiguarlo - afirmó Devota.
- ¿Qué estás insinuando?
- Si pudiera dar con algunos de los esclavos de la casa, ellos podrían contarme qué trama Dessalines o al menos, darme alguna idea de por qué han sido ordenados estos ataques.
- Es demasiado riesgoso - opinó Elene con decisión. Ella había supuesto que los esclavos de su casa debían haber tomado parte en la sublevación; las personas que ella había atendido con sus propias manos en sus enfermedades, los hombres y mujeres que limpiaban y quitaban el polvo en la casa, podaban y rastrillaban en los jardines, los trabajadores que cantaban en los campos. Lo había sabido, pero no había querido enfrentarlo.
- No existe mucho riesgo, no para alguien de mi color.
No era frecuente que Elene pensara en Devota como en una mujer de color, al igual que apenas si recordaba que estaban emparentadas. Ella era solamente Devota, siempre presente, siempre atenta, siempre sensata. ¿Era posible que esta mujer hubiese sabido de antemano lo que iba a suceder esta noche, que hubiera podido advertir a su padre y a los demás? No, no podía ser. En algunas cosas se debía confiar a ojos cerrados.
- ¿Supón que te reconocen como mi doncella? Podría ser suficiente para ponerte en serio peligro.
- Es un riesgo que debo correr. Debemos enterarnos de algo, y pronto. Si es una sublevación generalizada, necesitaremos un refugio, lo necesitaremos con desesperación antes de la mañana.
Devota se puso de pie y se enderezó el delantal y el tignon. Elene observó estos gestos maquinales en la oscuridad. Podría ordenarle a Devota que permaneciera a su lado, como un ama a su esclava, pero esa no era la clase de relación que las unía. De todos modos, Elene no estaba muy segura de que Devota la obedeciera, particularmente en estos momentos, o que ella misma quisiera que se quedara por ese motivo.
- Si debes ir, iré contigo, al menos parte del camino.
- ¿En qué nos beneficiará eso chere? No, no, será más fácil si tú permaneces aquí. No tardaré mucho.
- Yo podría estar de guardia... - empezó a decir Elene, luego se calló abruptamente. Solo había oscuridad en el sitio donde segundos antes había estado Devota. Se la había tragado la noche. La otra mujer estaba acostumbrada a moverse por el campo a oscuras, se dijo Elene. Como adepta a los ritos vudú, o quizá como guía de los seguidores en su función de sacerdotisa, debía haber salido de la casa con frecuencia a la medianoche para concurrir a las reuniones en las colinas. Devota estaría bien, no le sucedería nada malo. El tiempo no parecía pasar nunca. Elene tuvo conciencia de unos suaves crujidos a su alrededor. Solo eran los movimientos furtivos de las alimañas nocturnas o tal vez la caída de una rama seca o el súbito cambio de dirección de la brisa a través del espeso follaje tropical. No tenía nada de qué alarmarse. Una vez oyó voces alzadas en ebria celebración. Sin embargo, era a cierta distancia, quizás en el camino troncal, más allá de la franja boscosa donde ella estaba oculta. El ruido no creció en intensidad, por el contrario, después de un tiempo dejó de oírse.
El cielo nocturno estaba libre de nubes. El resplandor de la luna iluminaba el horizonte más allá de los dilatados cañaverales. Poco después, el disco plateado aclaró las copas de los árboles y se levantó lentamente en el cielo, filtrando sus rayos por el tejido de ramas y hojas sobre su cabeza. Ahora, las sombras bajo las ramas extendidas parecían más oscuras, mientras charcos de luz plateada de extrañas formas se derramaban sobre la tierra. Un haz de luz del diámetro de una mano de hombre penetró las ramas por encima de donde estaba sentada Elene. El brillante destello dio de lleno sobre el regazo de la joven transformando la seda crema en reluciente gasa de oro cuyo brillo encandiló a Elene.
Podría parecer una señal que dirigiera a los sublevados hacia ella.
Elene se levantó trabajosamente y se ocultó en las sombras. Aun allí la tela de su vestido semejaba un faro y el oro de la cadena que sostenía el camafeo de su madre despedía destellos cada vez que ella respiraba o se movía. Se sacó el camafeo y lo guardó en el bolsillo de la enagua. Pensó en sacarse también el vestido, pero las enaguas que llevaba no eran menos brillantes. Deseó haber pensado en tomar una capa, una manta, cualquier cosa para cubrirse.
¿Y si embadurnaba el traje con tierra? Debía haber tierra húmeda debajo de la espesa capa de hojas secas, ¿sería suficiente? y su cutis perlado reflejaba la luz casi tanto como el vestido. También podría opacarlo con tierra.
Se arrodilló removiendo las hojas a sus pies, arañando la tierra con manos ahuecadas. El olor rico y fecundo de la tierra llenó sus pulmones mientras el crujido que producían sus manos sonaba con fuerza en sus oídos. Tomó un puñado de tierra mojada y se frotó un brazo con ella. La humedad actuó sobre el aceite perfumado realzando su fragancia que se mezcló con la de la tierra. Los oscuros terrones desmenuzados cayeron al suelo dejando la piel del brazo apenas manchada. Recogió más.
Una exclamación corta y aguda le hizo levantar la cabeza. A menos de diez metros de distancia vio un par de negros, uno bajo y regordete, el otro alto. Solo vestían bastos pantalones cortos que dejaban sus torsos al desnudo. Los dibujos blancos y anaranjados que habían pintado en sus caras y pechos les daban un aspecto cruel e inhumano. Uno llevaba una jarra de plata en la mano izquierda y un machete en la derecha. El otro hombre no tenía trofeos, pero agitaba un hacha de mango corto.
Elene se incorporó lentamente y dio un paso atrás. Al desplazarse quedó directamente bajo un poderoso haz de luz de luna.
Lo sintió derramarse sobre su cuerpo, relumbrando, brillando tenuemente en el cabello, en la piel y en el vestido. Estaba acorralada, pero mantuvo la cabeza alta con porte majestuoso, determinada a no mostrar el terror que helaba su sangre.
Los dos hombres contuvieron la respiración con un ruido áspero de asombro como si hubieran visto una aparición. El que tenía la jarra de plata musitó algo que bien podría haber sido una plegaria. El otro con el hacha le echó una rápida mirada feroz y escupió. .
- Atrápala - ordenó.
2
Elene se mantuvo inmóvil hasta que cayeron sobre ella. En el instante en que la tocaron, se enfureció de tal modo que no pudo contenerse más. Entonces los atacó con uñas como garras y puntapiés desesperados al tiempo que gritaba su desafío hasta que se secó su garganta.
Le valió de poco. Pasado el primer momento de sorpresa, los hombres comenzaron a divertirse con la ferocidad que demostraba. El que sostenía el machete soltó una carcajada al retirarle las uñas apuntadas a su cara y le retorció la muñeca forzándola a caer de rodillas. La llamaron gata salvaje y perra y otras palabras soeces. Al desprenderse las horquillas que sostenían la gruesa trenza dorada, los hombres la enroscaron alrededor de sus manos como si fuera una cuerda y la usaron para tirar de ella, arrastrando a Elene de un lado a otro antes de arrojarla al suelo entre las hojas.
Elene aún seguía luchando con valentía, contorsionándose y retorciéndose, la respiración entrecortada y jadeante, tratando de liberar las muñecas y los tobillos de las manos férreas que los asían como tenazas. En medio de su angustia se preguntó por qué no la golpeaban con el hacha o el machete, por qué no la mataban y supo las respuestas al mismo tiempo que formulaba las preguntas. Oyó el rasguido de la seda al ser arrancada una manga del vestido, después, sintió que cedía el escote. Una niebla rojiza, mezcla de incredulidad y zozobra, le nubló la mente. Esto no podía estar sucediendo. No podía ser cierto.
El hombre arrodillado a sus pies se tensó, después dejó escapar un grito ahogado y los tobillos de Elene quedaron libres. El que estaba junto a su cabeza, alzó la mirada, maldiciendo, antes de apartar a Elene de un empellón que la hizo rodar sobre las hojas secas. Haciendo un esfuerzo supremo, Elene se arrodilló. Ante ella vio un tercer hombre de pie en el claro del bosque apenas iluminado. Alto y de anchos hombros, de cutis pálido en la penumbra y figura enjuta, enfrentaba al negro corpulento del machete con una espada centelleante que sostenía en la mano como si supiera usarla. No lejos de ahí, el segundo negro yacía despatarrado en el suelo con el hacha alIado, completamente inmóvil.
El atacante de color y el recién llegado giraron en círculos con movimientos rígidos y cautelosos. La respiración del negro se oía áspera y entrecortada en el silencio que los rodeaba y sus pies, al arrastrarse, hacían crujir las hojas. El otro permanecía callado, vigilante, con los músculos tensos y alerta. El negro arremetió con un mandoble de machete, haciendo silbar el aire al cortarlo. Resonaron los metales al chocar. Hubo entonces un torbellino de golpes y contragolpes demasiado rápidos para ser seguidos con la vista en esa penumbra. De pronto, el hombre de la espada se echó hacia adelante extendiéndose, retrocedió y enderezó el cuerpo. La espada brilló. El negro exhaló un grito, se tambaleó y soltó el machete que dio en el suelo con un ruido sordo. Luego él también se desplomó.
Una sombra se movió en el borde del claro. Elene volvió la cabeza, alarmada. Devota se adelantó y quedó bajo la luz en el centro del claro. Ignorando los cuerpos caídos, palmeó al hombre para demostrarle su aprobación y caminó resueltamente hacia Elene. Se arrodilló a su lado y la tomó de los brazos al tiempo que le preguntaba, angustiada:
- ¿Estás bien? Háblame, dime que estás ilesa.
-Sí, sí, sólo deja que me ponga de pie. - Volver a estar de pie significaba recuperar su dignidad y quizá también su inviolabilidad.
- Desde luego, déjame ayudarte. Tu pelo es una maraña llena de hojas y casi te han arrancado una manga del vestido. ¡Sacré, qué animales! No soporto pensar lo que habría encontrado de llegar un momento más tarde.
- ¡Ni yo! - Elene apartó a la doncella que pugnaba por limpiarle el vestido y arrancar las hierbas y hojas del pelo. - Por favor, Devota. Te amo profundamente y agradezco a Dios y a todos los santos que llegaras, pero, ¿me permitirías que hable con este caballero?
Su salvador había limpiado ya la espada con un puñado de hojas y la había devuelto a la vaina que colgaba a un costado de su cuerpo. Estaba esperando con la mano sobre la empuñadura y las piernas separadas en una actitud que indicaba cierta impaciencia.
-Sí, por supuesto. Chere, este es m'sieur Ryan Bayard de Nueva Orleáns. Nuestro encuentro en el camino fue por demás oportuno.
Elene hizo una reverencia como mejor pudo en respuesta a la breve inclinación que esbozó el desconocido.
-El encuentro fue realmente oportuno, m'sieur. Estoy más agradecida de lo que puedo expresar por su... su intervención en este momento.
- Me place haberla ayudado - respondió él con voz seca y bastante brusca - .Ahora que hemos despachado todas las formalidades, ¿podemos marchamos, por favor? No tengo ningún interés en luchar solo contra todo el ejército de Dessalines.
- Discúlpeme si lo he retrasado... - empezó a decir Elene, confundida.
- No tiene ninguna importancia en tanto no me demore por más tiempo. - Se acercó a ella y la tomó del brazo. - ¿Puede caminar?
-Desde luego que puedo caminar -afirmó ella procurando soltar el brazo de la mano férrea que lo sujetaba.
-No sería de extrañar que estuviera un tanto alterada. Yo podría llevarla cargada, si lo desea.
- ¡No lo deseo! ¿Llevarme adónde, m'sieur?
- Lejos de aquí.
- Chere - exclamó Devota.
Elene pugnó por liberar su brazo, pero sin resultado.
- Usted es un perfecto desconocido para mí y aunque librarme del... del peligro puede autorizarlo a interesarse por mi bienestar, no le da ningún derecho de dirigir mis movimientos o maltratarme.
- ¿Chere? - El tono de la doncella era de súplica, pero sin esperanza de ser escuchada.
- Discúlpeme, mademoiselle - dijo Ryan Bayard con fría cortesía soltándole el brazo-. Tenía la impresión de que deseaba ir conmigo.
- No puedo imaginar cómo se le ocurrió semejante idea.
-¡Chere, no! -protestó Devota, ansiosa.
- Ni yo. Me despido de usted y le deseo buenas noches.
Elene se irguió.
- Le hago extensivos a usted los mismos deseos.
- El tiene un caballo y un carruaje, chere - gritó Devota -, ¡y un sitio donde escondemos!
Elene se volvió y miró a la mujer mayor. Un refugio. Por un instante deseó negar que necesitaran tal cosa, pero la realidad de los acontecimientos de esa noche se abatió sobre ella con fuerza brutal. No necesitó ver la cara de Devota para saber que opinaba que debían ir con ese hombre, que él era la única esperanza de salvación que tenían. Bien podría ser cierto; era más que probable que sí lo fuera. Giró en redondo hacia su salvador, quien ya se alejaba de allí con andar brioso. Su figura erguida de anchas espaldas que se afinaba hacia la cintura y caderas estrechas, se destacaba en la oscuridad reinante. Ella se había precipitado demasiado. No era un error que cometía con frecuencia.
Avanzó un paso y lo llamó:
- ¡m'sieur!
El se detuvo y se volvió.
- Aguarde, por favor, yo... - La última palabra sonó temblorosa, ahogada, luego se le cerró la garganta y no pudo hablar.
El avanzó un paso, luego otro, mirándola con fijeza. Ryan Bayard, al ver el porte gallardo de los hombros en esa figura brillante y desaliñada, al oír la súplica ahogada en la voz, se avergonzó de haberse preocupado únicamente por sus problemas.
En voz queda, dijo:
- Creo, mademoiselle, que usted está más alterada de lo que cree; esta es una noche capaz de alterar al más fuerte de nosotros. Le ofrezco disculpas por mi conducta y le ruego que crea que me sentiré muy honrado de ayudarla, si usted me lo permite.
Elena se aclaró la garganta.
- Otra vez.
- ¿Perdón, mademoiselle?
- Usted me ayudará otra vez. - Con un gesto indicó los dos cuerpos caídos e inmóviles en el suelo. - Aceptamos su ofrecimiento con gratitud, m'sieur, mi doncella y yo. Usted es... muy gentil.
Ryan Bayard había sido calificado de muchas cosas en los últimos años, pero nadie lo había acusado de ser gentil. No estaba seguro de que le agradara mucho.
-¿Nos vamos entonces? El camino no se hallaba tan lejos como ella había pensado, si cruzaban por el bosque. El carruaje estaba oculto al borde del camino cubierto de conchillas. Era un faetón tirado por un bayo lustroso. El coche abierto, diseñado para desarrollar velocidad, no era demasiado cómodo ya que tenía un solo asiento poco mullido para el conductor y a lo sumo un acompañante delgado. Los tres se las arreglaron a duras penas para sentarse en él, ubicando a Elene en el medio y agarrada tanto de Devota como de m'sieur Bayard. Con todo, cada vez que una rueda caía en un hoyo o doblaban una curva sobre dos ruedas, ella creía que saldrían volando por el aire o por encima del guardabarros delantero. Lo único que lo impedía, estaba segura, era el brazo fornido del hombre al que se aferraba con todas sus fuerzas.
Era curioso que se le ocurriera, pero Elene no creía haber estado tan cerca de un hombre, ni siquiera de uno de su propia familia en todos sus veintitrés años de vida. Hasta Durant había sido mantenido a distancia por la presencia del padre de Elene o la vigilancia de Devota. El cuerpo del hombre que había matado por ella era duro, resistente y elástico, con músculos de acero. Nada en él indicaba un estilo de vida indolente o cómodo, más bien su cuerpo hablaba de rudísimos quehaceres. Sin embargo, su lenguaje y modales eran los de un caballero, al igual que su pericia con la espada. El representaba un enigma que podría servirle para ocupar su mente y apartarla de visiones, sonidos y hechos que deseaba echar al olvido.
¿Era Ryan Bayard un hombre confiable? Esa sí que era una buena pregunta. Había detenido su carruaje por Devota en una noche en que la gente de color estaba asesinando a los blancos y cuando él habría tenido todo el derecho de temer una trampa. Eso indicaba que confiaba presuntuosamente en su habilidad para protegerse o que se preocupaba excesivamente por su prójimo. Había ido en ayuda de Elene arriesgando su propia vida sin la menor vacilación, sin conocerla siquiera y sin esperar, por cierto, ninguna gratificación. Era imposible sospechar que pudiera guiarlo alguna razón ruin, ni había motivos para pensar que quisiera apro- vecharse de la situación.
Aun así, este hombre tenía algo que turbaba a Elene. Creía haber oído antes su nombre y no en alguna leyenda acerca de la antiquísima familia de Bayard, célebre por sus proezas en la guerra. Deseaba poder verle la cara para buscar algún parecido con alguien que ella conociera o para sondear sus intenciones.
El camino por el que avanzaban se mantenía despejado a la luz de la luna. Pasaron por una o dos mansiones con sus galerías iluminadas como si los dueños estuvieran contemplando el resplan- dor rojo de los incencios y las nubes oscuras de humo que se elevaban al cielo. Sin embargo, todavía no había señales de destrucción ni del ejército de Dessalines por estos contornos.
- ¿Nos falta mucho para llegar? - preguntó Elene. - Tres o cuatro millas. Pronto saldremos del camino principal.
Ella supuso que él estaba haciendo un esfuerzo para tranquilizarla. Seguramente había advertido la forma en que ella había mirado a los pequeños grupos de negros con que se habían cruzado, grupos que desaparedan en el bosque al ver los pasar raudamente. Parecía que la sublevación no era generalizada, pero aquellos no involucrados se desplazaban de un lado a otro en la noche desafiando todas las restricciones.
- Aquí está todo tan tranquilo. ¿No deberíamos detenernos y avisarle a la gente que ha habido un ataque?
- Cualquiera que pueda ver los incendios debe saberlo ya. Era cierto. Aquellos que aún vivían en la isla eran veteranos
en tales atrocidades después de diez años de lo que sólo podía ser considerada una guerra civil.
- La boda, fue por eso que nos eligieron, ¿ por qué precisamente a nosotros?
Ryan alzó un hombro con la atención fija en controlar al bayo que se había espantado con el vuelo de un murciélago. -Yo diría que atrajeron la atención por la boda, según me cuenta su doncella. Pero sólo fue un pretexto para tener un sitio donde empezar.
- Quiere decir...
- Parece como si sólo unas pocas casas, aquellas tres o cuatro más cercanas a la vuestra, hubiesen sido atacadas. El camino estaba relativamente libre desde la casa que yo había visitado, quizás a dos o tres millas de donde me detuvo Devota, y no vi señales de grandes grupos de hombres armados. Podría apostar a que todavía no se ha dado la orden para la sublevación general. Eso llegará a la mañana o tal vez mañana a la noche.
- La situación ha estado tan tranquila últimamente - comentó Elene casi para sí -. ¿Qué puede haber llevado a esto?
Ryan giró hacia ella.
-¿No se ha enterado? Ayer llégó la noticia de la muerte del Gobernador General Toussaint en la prisión de Joux.
Toussaint, muerto. Había sido un estadista nato, con un régimen algo patemalista y, aunque había sido derrotado, durante su corto reinado había conseguido muchas mejoras para su gente. Lo habían respetado, hasta amado. Todo eso combinado con el arresto a traición, era natural que su muerte en una prisión fran- cesa fuera la chispa que desatara nuevamente las llamas en Santo Domingo.
Esta conflagración se extendería, no cabía duda. ¿Qué debía hacer ella entonces? No tenía hogar, ni otra familia que Devota; no sabía si su novio seguía con vida. Los únicos objetos de valor que poseía eran los pendientes en las orejas y la gargantilla con el camafeo en el bolsillo de la enagua.
- ¿Dónde están los soldados de Leclerc? - preguntó - . ¿Cuándo se pondrán en marcha?
-La pregunta es: ¿Se pondrán en marcha siquiera? - preguntó Ryan -. Las filas del ejército se han visto tan diezmadas por la disentería y la fiebre amarilla que serán afortunados si pueden reunir una buena compañía de hombres para ponerla en operaciones.
-¡Pero debe hacerse algo para detener a Dessalines! - exclamó Elene.
-Posiblemente, pero no antes de cierto tiempo. Según lo veo yo, lo mejor que puede hacer usted o cualquier blanco que se haya salvado, es salir de la isla cuanto antes.
El podría estar en lo cierto. Si la situación se volvía tan crítica como durante la primera sublevación doce años atrás, lo único seguro sería abandonar la isla hasta que las cosas se calmaran o hasta que el ejército francés pudiera recuperar el control sobre el lugar .
- Pero, ¿cómo podemos hacerlo? ¿Qué pasará con nuestras plantaciones? ¿Con nuestras cosechas?
- No sirven de mucho cuando uno está muerto - dijo simplemente Ryan.
Antes de que Elene pudiera responder, el carruaje dobló bruscamente por un camino particular y rodó, veloz, en dirección a una casa a oscuras. Ryan no detuvo el caballo delante de la puerta principal sino que continuó, rodeándola hasta las caballerizas, donde hizo pasar al bayo por la abertura arqueada de una cuadra antes de detenerse. Desenganchó el caballo y lo condujo a un pesebre, luego arrastró el faetón hasta un rincón. Solo entonces se volvió hacia las dos mujeres que lo acompañaban.
Elene, mientras esperaba que Ryan recordara la presencia de la doncella y de ella misma, había tenido tiempo de recobrar el aliento y mirar en derredor. Esta casa no solo estaba convenientemente apartada del camino, sino que también se hallaba sobre un promontorio que avanzaba dentro del mar. Podía oír los golpes de las olas en el silencio de la noche y oler la sal en el aire. Las caballerizas y los establos eran desproporcionados con respecto a la casa y en un rincón cercano había un carro demasiado grande y macizo para ser usado en otra cosa que no fuera carga.
- ¿Qué estamos haciendo aquí? - preguntó ella en voz queda mientras caminaba de prisa alIado de R yan.
- Esta casa pertenece a un hombre asociado conmigo en negocios. Estoy parando en su casa por unos días.
Elene lo miró fugazmente. En el año y medio que había vivido en la isla había aprendido lo suficiente como para saber que la casa pertenecía a un comerciante mulato llamado Favier
Jamás se había encontrado cara a cara con este hombre. Los mulatos no frecuentaban los mismos círculos sociales de los blan- cos, si se podía decir que había una sociedad en Santo Domingo en estos días. De todos modos, Favier tenía la reputación de vivir apartado de todos. Se rumoreaba que, además de velar por sus legítimos intereses, traficaba con contrabando.
De pronto, algo volvió a la memoria de Elene y supo con certeza dónde había oído el nombre de Bayard. Había un corsario de no poca celebridad - algunos hasta lo consideraban un pirata- que respondía a ese apellido.
La puerta trasera de la casa se abrió de par en par antes de que ellos la alcanzaran. Quien estaba en el vano no era ningún sirviente sino el amo en persona. Traía una vela encendida con un resguardo añadido. Cuando ellos se acercaron, él los condujo precipitadamente al interior de la casa y dio un portazo a sus espaldas.
Le decían mulato, pero era probable que Favier solo tuviera un cuarto de sangre negra en lugar de la mitad, ya que su piel era del color de un pergamino antiguo. Era bajo y corpulento, lindando en la obesidad y con el pelo rizado y untado con pomada, con todos los cuidados que se brinda un petimetre. También era evidente que estaba muy atemorizado pues la vela se sacudía en su mano temblorosa y gotas de sudor brillaban en su labio superior.
- ¿Alguien los vio doblar hacia esta casa? - preguntó clavando en.Ryan la mirada límpida de sus ojos color café.
- No que yo sepa. Espero que no te incomode que haya traído huéspedes conmigo, mademoiselle Larpent y su doncella Devota. - Ryan se volvió a Elene. - mademoiselle, permítame presentarle a m'sieur Favier.
- m'sieur. - Elene hizo una reverencia.
- mademoiselle. - Favier inclinó torpemente el torso demo- rando la mirada en el desaliño del vestido y el peinado solo un instante. Sin dirigirle ninguna palabra de bienvenida se volvió bruscamente a Ryan otra vez. - Te esperaba hace horas. ¿dónde has estado?
- Me entretuvieron algunos disturbios en el camino y me desvié una o dos veces. Luego fue necesario recoger a mademoiselle Larpent.
-¿Lo fue verdaderamente? Te das cuenta del peligro en que me has metido?
- ¿A ti?
-Me las he ingeniado para mantenerme apartado de la lucha entre negros y blancos y conservar relaciones amistosas con Dessalines, pero si él descubre que estoy albergando a un blanco, por no decir nada de esta mujer Larpent, destruirá esta casa y a mí me descuartizará vivo.
- Entonces tendrás que asegurarte muy bien de que Dessalines no nos descubra, ¿no es así? - dijo Ryan calmadamente.
Elene observó a Ryan Bayard. A la luz de la vela vio que tenía el cabello tan oscuro y lustroso como la madera del nogal y el rostro tan tostado por el sol que lucía mucho más oscuro que el del mulato. Las facciones eran severas, con boca firme, bien marcada y la nariz, rota en algún momento en el pasado, le daba la apariencia predatoria de un halcón. Los ojos eran tan azules como el mar a medianoche, protegidos por cejas espesas y tupidas pestañas oscuras. No se podía decir que fuera bien parecido y con todo, había algo apremiante en la armonía de las facciones que atraía la mirada y cautivaba la atención. La fuerza que ella había percibido en él era evidente en su actitud al enfrentar al anfitrión. No le sor- prendía que Favier estuviera nervioso, puesto que Bayard no parecía ser un hombre a quien fuera fácil contrariar.
Sin embargo, el terror del mulato a Dessalines era superior al temor a Ryan, pues se lamió los labios y luego, estalló:
- ¡No podéis quedaros aquí!
- ¿Adónde sugieres que nos vayamos? - La mirada de Ryan era dura y penetrante, pero la voz mantuvo el tono casi despreocupado.
-A la ciudad. Con el ejército francés.
- ¿y también debo llevar mis negocios allá?
Favier gimió como si la sugerencia le produjera un dolor físico. Sacó un pañuelo y se enjugó la frente.
- No entiendes.
- Creo que sí. Corro grandes riesgos con cada viaje, pero rehusas devolverme el favor cuando es necesario.
- Los soldados franceses pueden protegeros.
- Es posible, si la dama y yo pudiéramos llegar a la ciudad - respondió Ryan -. Pero tú podrías ocultamos y avisar a mi barco para que me saquen de la isla. Los franceses no serían tan serviciales. Por alguna razón, no parecen tenerme en muy alta estima.
Su barco. Entonces era cierto que Ryan Bayard era el corsario. Y también que Favier estaba asociado con él, que recibía y vendía las mercancías traídas por Bayard a la isla. Elene había oído muchas historias sobre estos comerciantes aventureros que navegaban resguardados por patentes de corso para cometer pillajes en los barcos de países en guerra entre sí, y vender luego el botín al mejor postor. Se podría pensar que aquellos con sangre francesa en sus venas, solo atacarían a los barcos británicos, pero se decía que, algunas veces, Bayard hacía la vista gorda ante el color de la bandera si el botín era valioso.
Lo miró largamente, vio la chaqueta de tela azul oscuro y el chaleco conservador a rayas blancas, la corbata, apenas desaliñada por la lucha con los negros, los ceñidos pantalones cortos de fino tejido de lana y las botas lustrosas. Hasta con la espada al costado, más pesada que los espadines que gustaban lucir la mayoría de los hombres, él parecía más un caballero hacendado que un corsario, terror de los mares. Salvo por el color de bronce de su piel. Ningún caballero, por lo que ella sabía, permitiría exponer tanto su rostro al sol, no más que una dama. Una piel bronceada podría dar origen a rumores de un rastro de lo que era conocido como café au lait, un vestigio de sangre africana. No lo sospechaba de este hombre, antes bien, el dorado de la piel era una prueba más de su ocupación.
Al mirar a Elene, Ryan advirtió su expresión de censura. No le resultaba difícil encontrar la causa. Se sintió molesto, fastidiado. Ella, al menos, podría haberle otorgado el beneficio de la duda, considerando las molestias que se había visto obligado a soportar por su causa. Elene se agitó bajo la mirada severa y se volvió en busca de su criada. En el aire flotó el hálito del perfume. El lo había notado antes, cuando ella estaba sentada muy junto a él en el asiento del faetón, una fragancia como la de un jardín tropical bajo la luna. Era absurdo, pero se sintió fuertemente impulsado a dar un paso hacia ella para olerlo mejor.
Esa inclinación, cuando la mujer le demostraba su evidente desaprobación, no ayudó a aplacar su malhumor. Se volvió a Favier.
- Bien, ¿qué decides? ¿Arrojarás todas tus ganancias al viento por temor a perder tu pellejo amarillo o actuarás como un hombre? Decídete de una vez. Conozco a uno o dos más que considerarían que tus ganancias bien compensan el correr uno que otro riesgo.
Se demudó el semblante de Favier y alzó las manos, derrotado.
- Muy bien, muy bien. Pero no correré riesgos innecesarios. Si lo que deseáis es permanecer ocultos, así es exactamente como estaréis. Venid por aquí, de prisa, antes de que alguno de los sirvientes venga a fisgar preguntándose a qué obedece el ruido.
La casa no era tan grande como la mansión Larpent ni tan pretenciosa. Estaba compuesta de seis habitaciones, tres arriba y tres abajo, rodeadas en los cuatro costados por galerías que protegían las paredes interiores del sol ardiente y de la lluvia empujada por el viento, mientras permitían la circulación de aire por altas ventanas del techo al piso. Estaba amueblada con miras a la comodidad y hasta con un toque de lujo aquí y allá. En el, comedor al cual fueron conducidos, la habitación a la derecha en la planta baja, había una suntuosa alfombra Beauvais de vistosos colores sobre la cual se hallaban centradas una mesa larga y sillas de palo de rosa. Un gran frutero y un par de candelabros, todos de Meissen, adornaban la mesa mientras que sobre un aparador se alineaba una colección de piezas de servir de plata y un juego de botellones de cristal con vinos y coñac.
Favier depositó el candelero que llevaba sobre la mesa y empezó a retirar las sillas una a una. Elene dirigió una mirada inquisitiva a Devota quien le respondió encogiéndose de hombros en señal de ignorancia.
Ryan no se mostró tan reticente.
-Si estás a punto de ofrecemos la hospitalidad de tu cocina, lo apreciamos mucho, pero yo, por mi parte, no tengo hambre. Requerimos los cuartos más apartados que haya, un par de ellos. ¿No hay cuartos aislados en el alojamiento de la servidumbre o en el ático que nos sirvan de refugio?
Favier le lanzó una mirada beligerante.
- Para lo que vosotros necesitáis, lo único que puedo ofreceros está aquí. La vieja que lleva esta casa para mí acostumbra fisgonear en todas las habitaciones, y prohibirle la entrada a alguna de ellas, será solo un acicate para que intente ver lo que oculto allí.
- Entonces, enciérrala unos días o envíala lejos de la casa.
-No puedo -respondió Favier, tajante-. Es mi madre.
- En ese caso, difícilmente te delataría.
- No la conoces. - Favier hizo un gesto displicente mientras continuaba retirando las sillas. Cuando hubo terminado con todas ellas, levantó un extremo de la mesa y de un puntapié apartó la alfombra de debajo de las patas. Después la arrolló hasta dejar al descubierto una trampa.
- Empiezo a entender - dijo Ryan. - Espero que os agrade - respondió Favier con cierta malicia en la voz. Gruñendo por el esfuerzo, levantó la puerta por una argolla empotrada en la madera y la dejó apoyada sobre sus goznes.
Al principio no se vio nada, salvo un agujero oscuro. Entonces Devota tomó la vela y la sostuvo a ras del suelo debajo de la mesa. El espacio que iluminó era demasiado pequeño para ser un sótano, hasta demasiado pequeño para ser un cuarto. Excavado en la piedra caliza donde se asentaba la casa, debía haber servido para almacenar contrabando de vez en cuando, puesto que débiles olores de vino, especias y té emanaban de su interior.
Ryan, que había puesto una rodilla en tierra para mirar, se incorporó.
- Debe haber otro lugar.
- Ninguno que no pueda ser descubierto, y, quizás, informado a Dessalines.
-No me diga -comenzó Elene con aspereza- que su madre no sabe nada de este sitio.
- Conoce su existencia, pero no ha sido utilizado por algún tiempo y no tendría motivo para pensar que hubiera alguien allí abajo ahora.
-Muéstranos otro lugar. -La voz de Ryan era dura. - No hay ningún otro lugar, ¡lo juro! ¡Es este o nada!
Elene habló casi para sí.
- No existe ninguna razón para que Devota y yo no debamos ir a Puerto Príncipe con el ejército.
- Oh, sí - exclamó Ryan volviéndose hacia ella -, como lo estabais haciendo cuando llegué yo hace una o dos horas.
Elene le devolvió una mirada fría que pasó inadvertida en la penumbra.
Favier paseó la mirada de uno al otro y se enjugó el sudor de la frente.
- Cada minuto que perdamos discutiendo aquí es un riesgo más. Solo será por unos días, tres, cuatro a lo sumo, hasta que pueda avisar al barco.
- Usted no sabe con. certeza que la situación sea tan grave -señaló Elene-. Todos nosotros solo estamos suponiendo que Dessalines ordenará un ataque masivo. Tal vez, podríamos esperar a ver qué sucede.
- Sí, Y para entonces, todos los esclavos del lugar sabrán dónde buscarla, suponiendo que Dessalines desee capturar a los blancos. ¿Sabe usted lo que él les hace a las mujeres blancas? ¿Lo sabe?
Devota dejó la vela sobre la mesa y se colocó delante de Elene.
- Ella lo sabe, necio. Tan solo mírala.
Favier sonrió sombríamente.
- No ha sido torturada, eso lo puedo ver. Todavía.
La mujer mayor le volvió la espalda y habló con Elene.
-Tal vez sería tolerable por uno o dos días, chére. Después, si las circunstancias no se presentan como pensamos, podríamos seguir viaje a Puerto Príncipe, tú y yo.
-¿Y después, qué? -inquirió Ryan, irritado-. La noticia que corre entre los hombres de mar es que el Tratado de Amiens ha fracasado. Cualquier día de estos se declarará la guerra contra los británicos y yo no dudo de que esta vez, ellos ayudarán a Dessalines bloqueando la isla. Eso convertirá a Santo Domingo en una prisión sin escapatoria posible. Dessalines puede reunir más de cien mil hombres batiendo un tambor. Del bonito ejército francés de veinte mil hombres enviado por Napoleón, más de un cuarto murió de fiebres y otro cuarto, tal vez más, está incapacitado para luchar. Eso hace que las probabilidades en contra de una victoria sean de más de cien a uno. ¿Qué hará usted si huyen despavoridos o se rinden?
Elene le clavó la mirada.
-No lo sé, m'sieur, pero ¿qué otra alternativa me queda? No tengo familia, ni amigos, ni dinero. ¡Ningún barco está esperándome!
- Usted podría venir conmigo.
Ryan no tenía idea de dónde había salido esa sugerencia; ciertamente él no sabía que la haría. Simplemente había surgido intempestivamente y él la había expresado en voz alta. Era un idiota. Le causaría problemas, pero suponía que podría enfrentar- los cuando surgieran. Por ahora, esperaba la respuesta.
-¿Ir con usted? -La voz de Elene no denotaba ninguna emoción.
-A Nueva Orleáns.
- Pero yo no...
- ¡Por amor de Dios! - gritó Favier -. Ya podréis discutir adónde iréis y qué haréis más adelante durante los próximos tres días. ¿Os ocultaréis antes de que seamos descubiertos y despedazados para deleite de Dessalines?
Ryan maldijo por lo bajo, luego decidiéndose bruscamente, se agachó y desapareció debajo de la mesa. Saltó dentro del agujero y se volvió esperando ayudar a Elene. Ella se arrodilló, vaciló un momento, observando cómo él casi había sido tragado por la oscuridad.
-Adelante -gimió Favier, exasperado. Parecía que no se podía hacer otra cosa, salvo maldecir como había hecho Ryan Bayard. Apretando los labios, Elene se arrastró hasta el borde del agujero bajando las piernas por él hasta que quedaron balanceándose en el aire. Ryan se estiró para alcanzarla. Ella apoyó las manos sobre sus hombros y sintió sus manos firmes cerrarse alrededor de la cintura. Cayó sobre él al saltar, las suaves curvas de su cuerpo apretadas contra la alta figura, los rostros apenas separados. Luego, él la depositó cuidadosamente sobre el suelo y juntos se volvieron hacia la luz.
Favier, jadeando de ansiedad y por el esfuerzo, se dobló debajo de la mesa y asió la trampa.
- ¡Aguarde! - gritó Elene - . Devota, ven aquí. - Estaréis demasiado amontonados - protestó Favier. - Sí, pero...
Devota sacudió la cabeza cubierta con el tignon.
- No te inquietes, chere, estaré muy bien. Ocultarse así no es necesario para una de mi color. Y podré atender a tus necesidades si estoy libre para moverme por aquí. - Esto fue dicho con una mirada desa- fiante en dirección a Favier, como si la doncella lo retara a tratar de detenerla o sospechara que él pudiera permitir que Ryan y Elene murieran de hambre si no era vigilado.
- La gente sabrá que eres de la casa Larpent. Querrán saber por qué estás aquí - dijo Elene. Se preocupaba por la seguridad de Devota, pero al mismo tiempo sentía que le estaban arrancando una protección vital.
- Inventaré alguna historia, no temas - aseguró Devota con calma.
Favier estaba cerrando la puerta. Su voz sonó con falso entu- siasmo al decir:
- Ella estará bien.
Ryan alzó la mano para impedirle bajar la trampa.
- Déjanos la vela.
Refunfuñando, Favier se la alcanzó.
- Solamente debes encenderla para emergencias. El entarimado puede tener algunas grietas por donde se filtraría la luz.
- No somos necios - respondió el corsario en tono áspero, después debió bajar la cabeza apresuradamente mientras la trampa se cerraba con un golpe sordo.
Desde arriba les llegó la voz de Devota.
- En un momento traeré comida y bebidas y algunas otras cosas para que os sintáis más cómodos.
Luego la voz de Favier que ordenaba silencio a la criada, después nada más.
La luz de la vela titiló en la penumbra. Tanto Elene como Ryan se volvieron al unísono y la midieron con la mirada. A su alrededor, las paredes parecían cerrarse sobre ellos. Elene, no más alta que el común de las mujeres, podía mantenerse erguida si bien su coronilla rozaba la trampa. Ryan, en cambio, se veía forzado a doblar el cuello en un ángulo por demás incómodo. El lugar donde se encontraban mediría, quizá, tres metros de largo, pero no más de un metro y medio de ancho. La trampa encajaba en el entarimado de madera antes que en la misma piedra, por lo que, entre esta y aquel, quedaba un espacio del grosor de los cabios que sostenían el entarimado y que se extendía por debajo de toda la casa. Este hueco permitía la circulación del aire, aunque también parecía estimular a las arañas. Las vigas y tablas de madera del suelo encima de sus cabezas estaban festoneadas de telarañas empolvadas.
El cuartucho subterráneo estaba vacío a no ser por lo que
parecía un montoncito de sacos de yute en un rincón. Ryan depositó la vela en el suelo y se acercó. Recogiéndolos, los sacudió. Había cinco o seis de ellos. Luego los extendió prolijamente sobre el suelo en dos pilas contra la pared y se sentó sobre una de ellas.
Con voz cargada de ironía, dijo:
- Siéntese. Parece que no hay razón para que no nos pongamos cómodos.
- Así parece. - Elene se movió penosamente con los músculos endurecidos y aceptó el asiento que él había preparado.
No había caído en la cuenta de lo exhausta que estaba hasta que se sentó. La abandonaron las energías, quedó exánime y con una tendencia casi incontrolable a tiritar. Reclinó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. En ese mismo instante todas las imágenes que preferiría no ver más, se agolparon en su mente. Abrió los ojos precipitadamente. Ante ella estaba la vela cuyo brillo amarillo intenso le brindó consuelo y una nueva preocupación.
Elene se humedeció los labios.
- ¿Supone usted que debamos apagar la luz?
-Cuando regrese su doncella.
El tiempo pareció suspendido. Manteniendo cuidadosamente la mente en blanco, permaneció sentada observando la llama vacilante, maravillándose de los colores que contenía, azul, anaranjado y amarillo, el negro del pabilo, el blanco cremoso de la cera, el gris donde el humo dejaba su mancha. Las sombras proyectadas por la luz se movían rápida y ligeramente sobre las paredes, superponiéndose unas con otras. Al elevarse, el aire caldeado mecía las telarañas con blanda languidez.
Ryan echó una ojeada a la mujer que estaba sentada a su lado. Algo en la quietud en que estaba sumida lo perturbó. Reflexionó acerca de todo lo que había pasado esta mujer en las últimas horas, hechos que, en su gran mayoría, le había relatado atropelladamente la criada Devota al suplicar su intervención y ayuda y se sorprendió vivamente de no tener en sus manos una mujer histérica. Era asombroso que ella no estuviera bajo los efectos de una conmoción violenta. Ese imbécil de Favier bien podría haberles ofrecido una bebida. A él mismo no le vendría mal un buen trago de coñac.
- Lo siento - dijo en voz alta -. Esto no era precisamente lo que tenía pensado cuando le ofrecí refugiarse aquí.
Los labios de Elene se torcieron en una sonrisa burlona.
- Es muchísimo mejor que lo que me aguardaba.
- Algunas personas tienen miedo de los lugares cerrados. Si usted les teme, solo tiene que decirlo y obligaré a esa comadreja de Favier a encontramos otro refugio.
Tardó unos instantes en responder.
- No puedo decir que me agrade, pero creo poder soportarlo. Ya lo averiguaremos con el tiempo.
Esa manera de encarar la situación era tan similar a la de Ryan que la joven subió otro grado en su estima. Ella tenía valentía. De repente, volvió a su memoria la furia salvaje con que ella había estado luchando contra los negros que la tenían prisionera.
-Hablaba en serio cuando le propuse acompañarme a Nueva Orleáns - continuó él-. Allá tengo amigos que pueden ayudarla a establecerse en la ciudad. No tendrá ninguna dificultad para llegar a ocupar un lugar digno de usted.
En secreto pensó que habría gran cantidad de sus amigos a quienes nada les agradaría más que cuidar de una mujer tan bella como esta. Era en verdad hermosa. Lo que más lo intrigaba era que no hubiese estado casada desde hacía más de seis años por lo menos, en lugar de estar a punto de ir al altar ahora.
Elene no respondió, si bien consideró las palabras que él acababa de decirle. Su padre había estado refugiado en Nueva Orleáns durante algún tiempo. El había disfrutado la estadía, pensó, cuando no se estaba preocupando por regresar a Santo Domingo. Debió haberse quedado allí. En ese caso, aún podría haber estado con vida. Pero no lo había hecho, y ahora...
Se abrió la trampa sobre sus cabezas. Ryan se puso de pie y recogió las cosas que le entregaba Devota, una hogaza de pan, una brazada de cobertores acolchados, un pollo asado y varios pastelillos fritos rellenos de frutas, envueltos en una servilleta, más botellas de vino y coñac y una jarra de agua con vasos para beber. Cuando él le hubo pasado a Elene todas estas cosas una por una, la criada le entregó el último objeto útil, un bacín de porcelana con tapa decorada por rosas pintadas.
Devota habló por lo bajo.
- ¿Hay alguna otra cosa que pudierais necesitar?
Ryan miró a Elene, quien meneó la cabeza. El trasmitió la respuesta.
- Bien, Favier dice que debo pediros que bajéis el tono de vuestras voces. El cree que puede oiros hablar.
-Lo haremos -dijo Ryan en tono adusto.
- Es posible que no regrese hasta mañana a la noche para traeros más comida. Si es así, no penséis que os he olvidado - susurró Devota.
- No, no pensaremos tal cosa.
- Entonces, descansad.
Ryan hizo un ruido por la nariz que podría haber sido un bufido. La trampa volvió a caer en su lugar.
Ryan colocó el bacín en el rincón más alejado, después se arrodilló y empezó a ordenar la comida y la bebida en el otro.
-¿Desea comer algo?
- No, gracias.
Elene le volvió la espalda y comenzó a extender los cobertores sobre los sacos de yute. El espacio era tan reducido que simplemente no había lugar para hacer con ellos más que un solo jergón, si ambos iban a echarse adormir. Yeso, precisamente, era lo que debían hacer; no podían quedarse sentados, en vela, durante tres días. Ella y el corsario tendrían que acostarse lado a lado. Juntos. Aquí abajo en este agujero. Se sentó sobre sus talones con la mirada perdida en los cobertores.
A sus espaldas se oyó el tintineo de vidrio contra vidrio, el gorgoteo suave de un líquido.
-Sírvase -dijo Ryan con voz bronca -, beba esto.
Se volvió y lo miró mientras él se arrodillaba muy junto a ella. Elene enfrentó la penetrante mirada azul y vio la llama de la vela reflejada en sus ojos. Súbitamente, la simple presencia de este hombre tan fuerte y viril, fue irresistible. Tragó con esfuerzo y tomó con dedos temblorosos el vaso de coñac que le ofrecía.
Sintió sus labios helados contra el borde. Los vahos del licor le subieron a la cabeza. Después, el fuego del coñac irradió su calor vivificante al deslizarse por la garganta hasta el estómago de Elene. Un estremecimiento le sacudió el cuerpo. Bebió otro sorbo, con cautela, sosteniendo el vaso con ambas manos.
Ryan asintió levemente con la cabeza, satisfecho, y luego levantó su vaso.
- Por Nueva Orleáns.
Ella no había dicho que iría. Sin embargo, no podía negarse a brindar por el hogar de él.
- Por Nueva Orleáns -repitió y bebió una vez más.
Ryan cambió de posición, se acomodó sobre el jergón que ella había preparado, aunque solo se sentó como antes con la espalda contra la pared de piedra. Giró el vaso entre las manos y sus ojos, ocultos detrás de las tupidas pestañas, se clavaron en el líquido ambarino.
Elene lo observó por el rabillo del ojo, después desvió la mirada otra vez. La situación en la que se encontraban tenía todos los visos de resultar embarazosa en extremo. Sin embargo, ninguno de los dos la había causado ni podía ponerle remedio. Siendo así, no tenía sentido ser remilgada al respecto. Respiró profundamente y luego exhaló lentamente el aire de sus pulmones. Se acercó con cuidado y se sentó junto a él.
-Supongo -comentó Ryan en tono indiferente-, que sería mejor cuidar nuestra vela. No hay nada que indique que Favier nos dará otra.
- Sí, supongo que sí - respondió ella.
El extendió el brazo y apagó la llama de la vela con los dedos. Las tinieblas descendieron sobre ellos.
Estaban solos en la oscuridad.
3
Los efectos del coñac parecieron más fuertes sin la luz. Elene sintió un alivio placentero de sus tensiones y un aflojamiento paulatino de los músculos. No estaba embriagada, desde luego, solo consciente de que podría estarlo con facilidad.
No culpaba a Ryan Bayard por el estado en que se encontraba. Era verdad que él le había dado el coñac, pero no la había forzado a beberlo y, por cierto, no sospechaba que él tuviera algún motivo ulterior para ofrecérselo. De hecho, le estaba agradecida por el gesto. Era posible que él no lo supiera, pero ella había estado al borde de la histeria, de perder por completo la compostura.
Probablemente, él lo sabía muy bien. Un hombre como él debía haber tenido muchas experiencias con mujeres, especialmente con mujeres dominadas por el pánico. Además, un corsario debía taparse a menudo con personas sobreexcitadas de ambos sexos nada felices de ser despojadas de sus bienes.
Las experiencias de Ryan Bayard con las mujeres o los hombres no eran, desde luego, de la incumbencia de Elene. Los tres días que debían pasar juntos pronto llegarían a su fm y era sumamente improbable que volvieran a encontrarse otra vez.
Ella desaprobaba todo lo que él representaba y tenía la esperanza de no habérselo demostrado abiertamente. No sería muy cortés de su parte arrogarse el derecho de juzgar al hombre que le había salvado la vida y la honra. Con todo, no podía cambiar sus sentimientos hacia él. Un hombre debía ser leal a su pueblo, fiel a la tierra de sus ancestros, aunque no fuera su tierra natal. Ryan Bayard era descendiente de franceses, o así lo suponía ella por el apellido y por el hecho de hablar esa lengua como si la hubiese aprendido desde la cuna. ¿Por qué atacaría a los barcos mercantes franceses cuando debería haber estado acosando a los enemigos de Francia?
Era difícil saber, por supuesto, a cuál facción del gobierno francés se debía apoyar en esos días. Su padre había sido un monárquico ferviente que había criticado con severidad al Primer Cónsul Napoleón Bonaparte, considerándolo un corso advenedizo con pretensiones de gloria. Ella misma, después de su estada en Francia, simpatizaba con la causa de la liberté, egalité, et fratemité, aunque los excesos de la revolución la habían asqueado y horrori- zado tanto como los ocurridos en Santo Domingo. Sin embargo, jamás podría olvidar que era francesa. Eso no cambiaría, gobernara quien gobernase.
A su lado, Ryan habló en voz baja.
-Esta mujer, Devota, ¿ podemos confiar en ella?
- Por supuesto que sí.
- No hay ningún "por supuesto" en todo esto. Solo porque la haya conocido toda su vida no significa que a ella no le agradara ver que le cortaran a usted la garganta.
- Si lo hubiese querido, todo lo que tendría que haber hecho era abandonarme esta noche - dijo Elene, temblando -. Dudo que hubiese podido escapar a tiempo de la casa o del bosque sin la ayuda de esa mujer. Además, no es una simple esclava.
- Si por eso último usted quiere decir que es una parienta consanguínea, eso no es ninguna garantía de cariño. Sin embargo, aceptaré su palabra de que es tan devota como su nombre.
- Dada nuestra situación - acotó Elene, cáustica -, me es difícil imaginar que usted pueda hacer otra cosa.
- Al contrario. Si uno está advertido, se puede hacer mucho para eliminar los peligros.
El timbre desapasionado de su voz era una clara señal de su determinación. Ella giró la cabeza hacia él.
- ¿Cómo puede pensar en ofender a Devota cuando ella acaba de traenos comida y todas las comodidades disponibles?
- ¿Cuántos de los que se unieron a los atacantes de su casa esta noche se han ocupado de su comodidad en otra época?
Elene volvió la cabeza hacia otro lado y se quedó mirando el vacío.
-Yo... yo preferiría no pensar en eso.
El masculló un juramento.
- Ni yo tuve la intención de recordárselo.
Furtivamente de entre las sombras le llegó el perfume de Elene. Se le subió a la cabeza con los vapores del coñac, se le encrespó en la garganta y en los pulmones, persistió en su mente. Una imagen insidiosa se presentó ante sus ojos y se vio abriéndole el corpiño del vestido desgarrado, hundiendo el rostro en el suave valle entre los senos e inhalando la tentadora fragancia, buscando su fuente. Este impulso lo asombró ya que no se parecía a nada de lo que había sentido antes. Pero el impulso cobró intensidad y se volvió tan irresistible que debió dejar el vaso en el suelo y apretar los puños para controlarlo.
Soltó el aire lentamente después de un momento que pareció eterno. Cuando habló su voz sonó forzada a sus propios oídos.
- Este encierro se está volviendo sofocante. ¿Le incomodaría que me sacara la chaqueta?
- En absoluto - respondió ella con voz teñida de risa.
- ¿Dije algo divertido? - Las palabras fueron tajantes.
- No exactamente, pero su petición sonó tan... tan formal y correcta cuando, durante la ú1tima hora, yo no he hecho otra cosa que exhibirme ante usted con el vestido desgarrado y la espalda semidesnuda. Y cuando hemos sido condenados a tres días, tal vez más, de tal... tal intimidad como pocas personas son obligadas a soportar, ni siquiera marido y mujer.
Su voz ya no sonaba risueña sino entrecortada yeso la delató.
- Después recordé que esta debió haber sido mi noche de bodas y aquí estoy con usted, un hombre a quien jamás había visto en mi vida, y usted...
- Comprendo -la interrumpió él-. No es necesario que continue.
Elene no estaba segura de que él entendiera. Ni ella misma lo comprendía muy bien. De alguna extraña manera, estaba contenta de compartir esta prisión con Ryan Bayard en lugar de soportar estar encerrada a solas con Durant en una alcoba. Cómo había temido ese momento y también la posesión complaciente y experimentada de su cuerpo por Durant. Sintió que había ganado un respiro que tal vez tuviera que pagar muy caro.
-Su novio, ¿sabe usted si lo mataron? Por el leve crujido de una tela supo que Ryan se estaba sacando la chaqueta, supuso que la estaba doblando o arrollando para usarla como almohada a la cabecera del jergón. El posterior susurro y el deslizamiento de tela sobre tela sugería que se aflojaba la corbata y se abría el cuello de la camisa.
Al contestar la pregunta su voz sonó contenida.
-No sé qué le sucedió a Durant. Lo perdí de vista en medio de la refriega.
-Siempre es posible que se haya salvado.
-Sí.
- Estoy seguro de que luchó con valentía.
También ella lo estaba. Podría parecer que Durant no tuviera otro propósito en la vida que la búsqueda del placer y de los medios para afrontar los explotando al máximo su plantación de azúcar, pero no se podía negar que tenía valor.
Cerró los ojos y repitió con voz apagada:
-Sí.
El hombre sentado a su lado se estiró para recoger el vaso de coñac. Al enderezarse, la manga de la camisa, tibia por el calor que emanaba de su cuerpo, le rozó el brazo y ella percibió las ondulaciones encrespadas de sus músculos. Un extraño cosquilleo corrió desde su hombro hasta las puntas de sus dedos y se apartó de él bruscamente. Echó una ojeada a la figura oscura y desvió la mirada. Un instante más tarde, se intrigó por esta reacción. Había estado mucho más cerca de él en el carruaje. ¿Por qué rehuirle ahora?
Los hombres que ella conocía mejor, su padre y Durant y los amigos de ambos, desdeñaban ostensiblemente los músculos desarrollados, excepto en los brazos que esgrimían las espadas. Una musculatura semejante era relegada a los esclavos y las clases bajas que debían trabajar para vivir. No solo era inútil para un caballero sino que impedía el calce perfecto de la chaqueta sobre los hombros. Elene no había visto nada malo en el calce de la chaqueta de Ryan: con todo, se sentía perturbada por su fuerza. El cuerpo más parecido al de Ryan que podía recordar era el del herrero esclavo en la plantación de su padre, o bien los de los marineros y pescadores de El Havre. Sin duda, mientras estaba a bordo de su barco él no desdeñaría maniobrarlo personalmente.
Al pensar en su barco recordó al anfitrión y volvió su aten- ción al sitio donde se encontraban.
- ¿Qué es este lugar? ¿Puede haber sido un túnel?
-El principio de uno -respondió Ryan-. Creo que pensaban atravesar toda la roca hasta la playa, pero Favier se asustó cuando los franceses regresaron a la isla y no continuó la excavación.
- ¿Qué hay de Favier? Dessalines, por lo que he oído, no considera mejor a los mulatos que a los blancos. ¿Por qué le perdonaría la vida si hubiera un ataque masivo?
- Me imagino que sería por las grandes sumas que ha pagado como soborno. La esperanza que aliento es que Favier no decida buscar favores para proteger servilmente su pellejo amarillo entregando a dos blancos para deleite de Dessalines.
- ¿A nosotros? ¿Sería posible que lo hiciera? - susurró ella temblorosa.
- Muy posible, si lo presionan. Lo único que lo hará pensar dos veces antes de hacerlo es el temor que tiene a que yo ajuste cuentas con él antes de que me atrape Dessalines -dijo Ryan.
- ¿Usted está dependiendo de eso, del miedo de Favier, para salvar nuestras vidas?
- Algunas veces los temores de los hombres son más seguros que sus buenas intenciones.
- Encantador - replicó ella, mordaz.
Ryan rió sin responder mientras tomaba otro trago de coñac. Era alentador oír un destello de humor en su voz. Había temido haberla asustado otra vez. Quizá debía haber callado su falta de confianza en Favier, pero había querido prevenirla por si se veían obligados a huir de allí precipitadamente.
- Parece conocer muy bien a este hombre - continuó ella -. Debe ser su socio desde mucho tiempo atrás.
- El tiempo suficiente.
- He oído rumores acerca de las actividades de Favier y, si puedo decir lo, de las de usted también.
- Me siento halagado.
- No tiene por qué estarlo. Las historias no son muy elogiosas.
Hubo un breve silencio antes de que Ryan volviera a hablar.
-Debo entender que los comerciantes del mar no son de su agrado.
- Difícilmente. Usted se titula corsario, creo. Dígame, ¿bajo qué bandera navega su barco?
- Mi barco, como la mayoría en esta profesión, está registrado en Cartagena - respondió tranquilamente Ryan -. Poseo patentes de corso tanto de Francia como de Inglaterra ya que ambos países se encuentran en guerra entre sí.
- En el pasado usted hizo fortuna atacando barcos mercantes españoles y franceses bajo patente de corso de Inglaterra, y barcos británicos bajo una de Francia, y aun así vive en una colonia española. Se burla de Favier porque mira por sus propios intereses, pero por lo que veo, ¡usted no es mucho mejor que él!
-¿Cómo sabe que he atacado barcos españoles? -preguntó él blandamente.
- ¿No lo hacen todos acaso? Los españoles son tan ricos y se muestran tan arrogantes en esos enormes barcos lentos y torpes que se han convertido en la presa favorita de los piratas.
- Corsario. Existe una diferencia -la corrigió él.
- ¡No me diga que usted siempre se molesta en las guerras por tratados y patentes de corso cuando hay un botín disponible con solo echarle la mano!
- ¿No se le ha ocurrido que robar a mi propio y buen rey Carlos sería una empresa arriesgada, por no decir estúpida además, en vista de que vivo bajo su autoridad?
- Ya veo. ¿No atacar a los barcos españoles es una decisión basada únicamente en el temor antes que en la lealtad?
Lo estaba insultando, arrojándole a la cara sus mismas palabras después de lo que había hecho por ella. Le hirvió la sangre en las venas. Le gustaría agarrarla y...
Sí. Le gustaría demasiado hacerlo, más de la cuenta. Su ira amainó hasta volverse controlable.
- Usted no sabe nada de esto - exclamó, tajante.
- Sé que usted es un francés que ha robado a sus propios compatriotas.
- No soy francés.
-Su lengua materna... -empezó Elene.
- Oh, sí, mi lengua materna es el francés y mi sangre es francesa, aunque generosamente mezclada con la irlandesa de un seguidor de Alexander O'Reilly, que residió temporalmente en Nueva Orleáns y enamoró a mi abuela. Legalmente, empero, soy español desde que Luis XV de Francia, a quien le juró lealtad mi tatarabuelo, cedió mi país a su primo, el Rey de España, como desembarazándose de una amante molesta y bastante costosa. Uno de mis tíos abuelos, sin embargo, fue fusilado en la Place d' Armes de Nueva Orleáns por rebelarse contra el dominio español y amenazar con establecer una república en el nuevo mundo. El decrépito gobernador español de Nueva Orleáns apoyado por Morales,el intendente, en octubre pasado canceló el derecho de depósito de los Estados Unidos en Nueva Orleáns en directa violación del Tratado de 1793. Como los americanos no pueden almacenar más sus mercancías en el puerto antes del trasbordo, el comercio se ha restringido, los comerciantes de la ciudad ven amenazada su subsistencia y los americanos se han encolerizado a tal punto que están listos a invadimos. ¿Por qué debo amar a los españoles? ¿Y qué soy yo entonces?
- Es francés, como estoy segura sabe usted bien, ya que Carlos de España devolvió Louisiana a Napoleón hace más de dos años.
-Ah, pero Carlos se demora en oficializarlo con su firma y Bonaparte se mantiene muy ocupado en otra parte olvidando forzar la decisión. Como Francia no ha tomado posesión de nuestra tierra,los alcaldes españoles todavía nos ofrecen su arbitraria y a veces costosa protección contra el crimen en la colonia, y un gobernador español preside todas las muy tediosas y adecuadas sesiones públicas. Por lo tanto soy español.
- Eso no interesa en lo más mínimo - se exaltó Elene - . Usted podría mostrar cierta consideración por los hombres y mujeres de la tierra de sus mayores.
- Oh, sí que la tengo. Yo soy luisianense y no ataco los barcos consignados a los comerciantes amigos míos.
- Eso no es a lo que me refería.
- Usted cree que yo debería navegar contra los enemigos de Francia, ¿es eso tal vez? Pero lo hago, cuando están cargados de mercancías y oro.
Indignada, Elene replicó:
- Usted persiste en torcer mis palabras. Respóndame sinceramente, ¿no tiene ningún sentimiento decente, ningún afecto por Francia?
- ¿Cuál Francia podría ser? ¿La Francia que retozaba y jugaba por dinero en Versalles, mientras le arrojaba una limosna a Louisiana de tanto en tanto para impedir la hambruna de los colonizadores enviados a descubrir riquezas para las arcas del rey? ¿o quizá la Francia que derramó sangre en las alcantarillas de París hasta que las mismas ratas se asquearon, y que ahora se embarca en una vasta y gloriosa campaña militar que fertilizará los campos de Europa con la crema de la juventud francesa? No, ahórreme los sermones sobre lealtad. Mi única esperanza es que Napoleón se encuentre tan necesitado de fondos y tan hastiado de enviar hombres al Nuevo Mundo a enfermar y morir, como en Santo Domingo, que decida vender Louisiana a los representantes de los Estados Unidos para convertirnos de una buena vez en una república.
- ¡Usted debe estar loco! El jamás haría tal cosa.
- ¿Ser demasiado inteligente como para desprenderse de la mejor parte de uno de los continentes más fértiles del mundo por llegar a emperador de Francia? El no ha visto Louisiana. Es más, está a la caza de coronas.
Elene lo fulminó con la mirada, una mirada que fue una pena que él no pudiera ver.
- Napoleón no será tan tonto como para intentar proclamarse emperador. Los franceses no se lo permitirán.
-¿No lo harán? ¿Ni siquiera por la gloria? Tengo la impresión de que están cansados de ser gobernados por descoloridos leguleyos polemistas. Tienen debilidad por los monarcas partidarios de los grandes y solemnes gestos.
- ¿Qué puede usted saber de eso - replicó ella, burlona -,haciendo el servicio regular entre Nueva Orleáns y Cartagena, sin abandonar jamás esta alberca infecta que llaman Caribe?
- El mar Caribe es la alberca más traicionera creada jamás por un Dios vengativo, mi niña, pero también he hecho escalas en El Havre y Marsella. He tocado las piedras del palacio del Louvre y me he arrodillado en Notre Dame. He cruzado el Sena por el Puente Nuevo, recorrido la margen izquierda del Sena y flirteado en las callejuelas serpenteantes de Montmartre y en los salones de las esposas de los generales de Napoleón. ¿Cómo ha llegado usted a semejantes opiniones, mi pequeña provinciana?
- ¡No flirteando! - replicó ella con ardor.
El rió por lo bajo.
- Difícilmente.
- ¡No tiene por qué usar ese tono de superioridad conmigo! .Yo estuve en Francia durante el Terror, y después también. Regresé hace solo menos de dos años.
-¿Usted qué? ¿En qué puede haber estado pensando su padre?
- En sus posesiones aquí, principalmente. Es decir... - No había querido decir eso, no con tanta amargura. Había salido espontáneamente. ¿Cómo pudo haber sido tan desleal cuando su padre estaba muerto, asesinado ante sus propios ojos? Cuando continuó su voz sonó tensa y cargada de llanto. - No quise decir eso, no de esa manera.
-¿No quiso? -preguntó él, severo.
La aflicción que denotaba la voz de la joven le hizo desear alcanzarla y estrecharla contra su pecho, consolarla. No podía hacerlo, como tampoco podía explicarse por qué su necesidad de ella era tan imperiosa. Bebió el resto del coñac y dejó el vaso en el suelo de piedra junto al jergón con un tintineo agudo-. Beba el coñac. Y deje de pensar en cosas que no puede remediar.
- ¡Para usted eso es fácil de decir! - estalló ella, clavándole los ojos-. Jamás vio a su p-padre m-morir ante sus ojos.
- No a mi padre, pero sí a numerosos amigos íntimos. Usted no ha sido la única escogida para el sufrimiento. Solo se siente así ahora.
- Muchas gracias por esa sentencia filosófica. ¡Me ayuda enormemente, por supuesto!
Era mucho mejor para ella que estuviera enfadada con él en lugar de retraerse en su dolor.
- Al menos, usted todavía está viva y puede hablar de ello.
- ¡Es usted el bribón más insensible y con menos principios que he tenido el infortunio de conocer! - susurró Elene, enfurecida -. ¡No veo la hora de salir de este agujero para alejarme lo más posible de su camino!
-¿Debo suponer que eso significa que no irá conmigo a Nueva Orleáns? -preguntó calmosamente Ryan.
- Ni soñarlo.
- En ese caso, queda ese insignificante asunto de los dos hombres que maté para salvarla. Seguramente tiene intención de derramar copiosas lágrimas por el fallecimiento de ambos, pero me recompensará, naturalmente de manera apropiada, después, por el servicio que le presté al rescatarla de sus garras.
Se sintió alarmada.
-¿De qué está hablando?
- No puede haberlo olvidado tan pronto. ¿Los dos hombres en el bosque?
- ¡Por cierto que no lo he olvidado! - No me diga que no se alegró de ser rescatada de ellos. - Sí, pero...
- ¿No tiene sentido de gratitud entonces? ¿Ningún reconocimiento de la deuda que tiene conmigo? Pensé que, seguramente, alguien de principios tan elevados como los suyos habría estado ponderando distintas maneras de reconocer mis esfuerzos y planeando una recompensa apropiada.
-No tengo la menor idea de lo que está diciendo. Debe saber que no tengo nada excepto la ropa que llevo puesta.
- En este caso, más bien, la ropa en la que está sentada. Pero eso no tiene importancia. Siempre queda su propia personita, dulce y fragante.
- Pero usted... usted... Usted no puede esperar que yo... yo... - Veo que le faltan las palabras. ¿Quiere decir que yo no
puedo esperar que me conceda los mismos privilegios que había pensado otorgar a su novio, mejor dicho, tolerar que él los tomara por derecho, esta noche? Pero por supuesto que puedo. No es algo tan importante al fin y al cabo.
La indignación la dejó sin aliento. - ¡No para usted, quizá! ¡Sin duda cosas por el estilo dejaron de interesar a un libertino como usted-hace mucho tiempo!
- No, no, se lo aseguro. Todavía las encuentro infinitamente agradables, como les sucede a todas las mujeres a quienes así honro. Pero-me parece que se hace demasiada alharaca con el acto inicial, algo de lo que se podría prescindir. Estoy suponiendo, naturalmente, que la noche de bodas habría sido una iniciación para usted. Me corregirá si estoy equivocado.
- ¡No haré tal cosa! - declaró ella alzando la voz -. Permítame informarle que su insolencia, su absoluto descaro, sobrepasa todos los límites conocidos. No le debo nada, ¿me oye? ¡Nada! Si no vuelve a dirigirme la palabra me proporcionará el placer más grande.
Tal vez se había extralimitado, pensó Ryan al oír la voz cargada de odio de la joven.
Aparentemente el anfitrión pareció pensar lo mismo pues se oyó un golpeteo sordo sobre sus cabezas como si alguien estuviera
pateando el suelo. Una voz siseó: - ¡Silencio allí abajo!
Callaron. Para Elene era sorprendente haberse involucrado en una pelea con Ryan Bayard hasta el punto de haber olvidado el peligro. No tenía ninguna excusa, excepto que él era un hombre demasiado irritante. Al ver que aún sostenía el vaso en la mano, tomó un gran trago y luego buscó aire desesesperadamente. Vaya que era fuerte. Desde luego que ella no era una conocedora; las damas no acostumbraban a beber licores tan fuertes. En realidad se sentía un poco mareada. Era muy extraño. Excepto que ahora que ló pensaba bien, no había probado bocado desde la mañana, solo un panecillo y café. No había podido comer absolutamente nada a mediodía pues el temor había anudado su estómago. Devota le había ofrecido un bocado de carne y un panecillo esa tarde mientras la estaba ataviando, pero ella se había negado a aceptar los. Un gran banquete estaba previsto para después de la ceremonia. Sin duda, los esclavos habían disfrutado de las exquisitas viandas que habían sido preparadas durante los últimos días.
En realidad, ella no debería tomar más coñac, pero tenía miedo de derramar lo que quedaba en el vaso cuando lo dejara en el suelo. Bebió rápidamente el resto del licor, se arrodilló estirándose para depositar el vaso junto a las otras cosas que había traído Devota.
- ¿Qué está haciendo? - preguntó Ryan. La voz sonó tan cerca de su oído que sobresaltó a Elene y la hizo dar un respingo. Perdió el equilibrio en la oscuridad. No pudo sostenerse por el vaso que tenía en la mano, cayó sobre un codo y un grito ahogado escapó de su garganta antes de taparse la boca.
Unas manos calientes y duras la tomaron por los brazos, levantándola del suelo. Se sintió arrastrada sobre unos muslos ten- sos hasta quedar sentada entre dos piernas fuertes. - ¿Se encuentra bien?
-Perfectamente - dijo ella aunque las palabras sonaron jadeantes a sus oídos. Esto la molestó -. Si me suelta me sentiré mejor.
- Desde luego. Aflojó las manos y ella se soltó alejándose de él. Depositó el vaso en el suelo y se desplomó en el jergón una vez más, a prudente distancia, con la espalda contra la pared. Era el hombre más odioso y entremetido que había conocido. Tendría bien merecido que ella se arrojara a sus brazos y lo persuadiera de hacerle el amor usando artimañas apasionadas y licenciosas para conseguir así esclavizarlo. Después él se volvería loco de deseo, lentamente, porque ella no le permitiría que la volviera a tocar. ¿Qué opinaría de eso él, que alardeaba de mocear en los salones?
Una suave risa burbujeó en su garganta y ella se tapó la boca con la mano para no soltarla. Por Dios, pero debía estar más achispada de lo que creía. Aun cuando las afirmaciones de Devota respecto del perfume fueran ciertas y aun cuando ella se aviniera a seducir a Ryan, sabía muy bien que convertirse en el objeto de un deseo semejante no era algo para tomar a broma.
- ¿Está llorando? - preguntó Ryan entre impaciente y perturbado.
Ella se ofendió de inmediato. - No, no estoy llorando. - ¿Qué le pasa entonces?
- Nada. ¡Absolutamente nada! ¿Por qué tiene que pasarme algo? Solo he visto docenas de personas asesinadas de manera espantosa, la mayoría de ellas amigos y vecinos, sin mencionar que me he visto forzada a dejar insepulto el cadáver de mi padre. He escapado a la muerte por un pelo, solo para ser casi violada y ahora encerrada en una tumba con un hombre desconocido, mientras estamos en la casa de un individuo totalmente indigno de confianza que podría entregarme a un loco, cuya diversión principal es torturar mujeres. Vaya, estoy más alegre que una pascua. Nunca he estado mejor en mi vida. ¡Le doy mi palabra!
- Muy bien, fue una pregunta tonta. - En eso sí estamos de acuerdo.
- Posiblemente sería mejor que se acostara y tratara de dormir -le aconsejó suavemente Ryan.
- Gracias, pero no. -y yo que estaba pensando en qué dama sensata y práctica era usted, no dada a desmayos o demostraciones emocionales, lista a hacer lo que era mejor para sí misma. Debí haber sabido que simplemente estaba demasiado aturdida para quejarse de todo.
Elene giró violentamente la cabeza y clavó la mirada en la figura oscura. - Qué pena para usted que muestre señales de revivir.
- Sí - dijo él soltando un suspiro.
Una sospecha asaltó la mente de Elene. Frunció el ceño. - Me está provocando.
- ¿Lo hago?
- La pregunta es, ¿por qué?
- Es mi naturaleza frívola.
-No lo creo -respondió ella, despacio-. En cambio, diría que lo pensó por mi propio bien.
Ryan consideró que debía ser muy cauteloso con esta inteligente mademoiselle Elene Larpent. Era demasiado lista. Le contestó con sequedad.
- Me calumnia usted.
-¿De veras lo hago? - dijo ella pensativa.
Ryan consideró que el silencio era la mejor respuesta. Pasaron los minutos. Ya no se oían más ruidos de arriba, como si todos los de la casa se hubiesen ido adormir. Ahora, en cambio, les llegaba el murmullo lejano del mar y de vez en cuando el susurro de la brisa entre las palmeras y parras que crecían al costado de la casa.
Elene ladeó la cabeza y escuchó los sonidos lejanos. Finalmente, preguntó: - El barco con el que Favier debe establecer contacto, ¿dónde está?
- En algún lugar fuera de la costa.
- ¿En algún lugar...? Significa que usted no sabe dónde está. - Debí haberlo imaginado.
- Bien, no parecía prudente anclarlo en Cabo Francés.
- Yo diría que no era prudente pisar la isla, pero aquí está f~ usted - dijo Elene con cierta aspereza.
- Tenía que entregar un cargamento.
- Sacado de algún inocente barco mercante francés, sin duda.
- Inglés, da la casualidad.
- Adelantándose a una esperada reanudación de la guerra . entre Gran Bretaña y Francia. - Correcto.
-Supongo que simplemente se puso al pairo en alguna caleta protegida de las inmediaciones y trajo el cargamento a Favier.
- Así fue exactamente. De hecho, la caleta que está aquí delante de la casa -afirmó Ryan.
- Y después, su barco ancló mar afuera otra vez, a la espera de que usted terminara sus negocios aquí.
- ¡Vaya corsario que sería usted!
-¡Deje de burlarse! -siseó Elene-. Solo estoy tratando de pensar cómo se las ingeniará Favier para avisar al barco que usted necesita ser recogido.
- Bastará una luz sobre el promontorio.
- Me lo imaginaba. Esto es, bastará si la tripulación decide acercarse lo suficiente para verla.
- Precisamente.
- De ahí los tres días que son, sin duda, el tiempo que transcurrirá antes de que empiecen a buscar una señal.
- Mis felicitaciones - dijo Ryan.
- Habría sido todo más sencillo si me hubiese explicado estas cosas.
- Pero se estaba divirtiendo tanto resolviéndolo por su cuenta...
- También disfrutaría verlo ahorcado por pirata - dijo Elene con dulce moderación -, pero no es algo imprescindible para mi felicidad.
- Qué afortunado soy. Los habitantes de esta isla son las criaturas más sanguinarias que he conocido -dijo Ryan, burlón-. Debe de ser algo que flota en el aire.
- Y usted es un hombre detestable. - Ya no había fuego en su voz, solo cansancio.
- Indudablemente. Si le concedo la última palabra, ¿se echará a dormir?
-¿Cómo estar segura de que estaré a salvo? -preguntó ella.
De repente, la tensión en el aire fue algo palpable.- ¿A salvo de mí? - preguntó él con voz helada -. Oh, no puede, pero es
un riesgo que debe correr, ¿no es así?
4
Elene no se reconocía. Había estado molesta con Ryan Bayard y por eso lo había insultado deliberadamente. Por lo gene- ral ella tenía mejores modales. Era verdad que él había sido irritante en extremo, pero ella debería haber recordado todo lo que había hecho por ella esta noche.
Lo malo era que había sabido perfectamente bien que estaba a salvo con él. También había sabido que ]a insinuación de la duda lo molestaría. De hecho, ella le había atribuido los modales de todo un caballero, algo fuera de lo común tratándose de un corsario.
Pero esto no quería decir que tuviera intención de disculparse. El se había mostrado igualmente insultante, y además de tratarla con aire de condescendiente superioridad. Sin embargo, deseó haber previsto la incomodidad que traería aparejada la discordia entre ambos en un lugar tan reducido. Si debían pasarse los tres días siguientes sentados y en silencio, resultaría insoportable.
Junto a ella, Ryan cambió de posición. Lo miró sin volver la cabeza. Pensó que él tenía intención de hablarle y permaneció en actitud expectante. Al cabo de unos segundos y viendo que él no hablaría, Elene desvió la mirada exhalando un silencioso suspiro.
Ryan no podía recordar cuándo lo había conmovido tanto una mujer como la que estaba ahora a su lado. Deseaba estrangularla por las calumnias con que ella había manchado su nombre, pero al mismo tiempo lo acuciaba la necesidad imperiosa de abrazarla y consolarla, particularmente abrazarla. Había esperado sentirse incómodo y molesto por la forzada inmovilidad y las largas horas de inactividad en este agujero, pero estaba empezando a pensar que podría ser soportable sólo por la presencia de Elene Larpent. Su ingenio vivaz, lengua mordaz y valentía inesperada lo fascinaban. Más que eso, su perfume le estaba haciendo perder el juicio lentamente.
Pero esto no significaba que su fragancia fuera empalagosa; en absoluto. Si él necesitaba respirar un poco de aire puro del mar no era porque le incomodara, sino porque le agradaba demasiado. No se consideraba un hombre antojadizo ni extravagante, pero estaba convencido de que ese perfume y la mujer que lo usaba serían su perdición. Una tontería consumada, por supuesto. Quizá esa noche uno de los negros le había asestado un golpe en la cabeza sin que él lo notara en el momento.
Se desperezó con lo que él mismo reconoció era demasiada ostentación. - Vaya dormir un rato -le informó a la figura inmóvil y tensa junto a él-. Usted puede hacer lo mismo, o bien, considerando lo apretado de espacio en donde estamos, permítame usar su blando regazo como almohada.
- ¡Desde luego que no! - ¡Pensar que había estado sintiendo remordimientos por lo que le había dicho!
- ¿Cuál desde luego? ¿No se acostará o no será mi almohada? Debe ser una o la otra por el bien del espacio.
Al pensar en el peso de la cabeza de él sobre sus muslos, presionándolos, Elene percibió una extraña pesadez en la parte inferior de su cuerpo. No se hizo ilusiones de que él no utilizaría su regazo; pensó que él hasta podría disfrutar lo, en cuyo caso, ella no le brindaría esa oportunidad.
Se retiró del jergón y le dejó espacio para que él se estirara cuan largo era. Así y todo, la cabeza de Ryan se hallaba casi en la improvisada despensa pues oyó el tintinear de botellas y vasos cuando los rozó. El maldijo por lo bajo contra el lugar tan estrecho mientras se acomodaba, después reinó el silencio.
Elene no tenía que acostarse al lado de Ryan en los cobertores apilados sobre el jergón. En cambio, podía sentarse en la dura piedra fría por el resto de la noche. El orgullo estaba muy bien, pero, súbitamente, el cansancio fue más fuerte que ella y no vio por qué debía permitirle al corsario que gozara él solo de los cobertores que Devota le había traído a ella para su comodidad. Quizá si actuaba con naturalidad no parecería una osadía tan grande que se tendiera a su lado.
Moviéndose con moderada determinación para ocultar su renuencia, Elene se sentó en el borde del jergón. Se sacó los destrozados escarpines de raso, palpando los costados abiertos y el barro incrustado en ellos al dejarlos prolijamente uno al lado del
otro en el suelo. Cuidándose de no rozar al hombre tendido, se acostó delicadamente sobre la superficie blanda dándole la espalda.
-Tome, tenga esto.
Una mano se deslizó debajo del cuello de Elene, le levantó la cabeza y colocó una pequeña almohada debajo de ella. Era la chaqueta doblada de Ryan. Ella levantó la mano para tomarla. - Es suya, téngala usted.
- Por todos los cielos, no discuta - exclamó él con tono imperioso, o rehuso ser responsable.
- ¿Y qué usará usted?
- Nunca uso almohada.
Respiró con furia. - Entonces esa amenaza...
- No uso almohadas - repitió él con la risa vibrando en su pécho -, sólo regazos.
- Es despreciable. - De un tirón volvió a colocarse la chaqueta debajo de la cabeza, aunque su ira se debía más a la excitación brusca de sus sentidos al pensar que él podría haber deseado hundir la cara entre sus muslos.
-Oh, de acuerdo -contestó él. Elene sintió el acento desolado en su voz, lo oyó cambiar de posición como buscando alguna más cómoda en lo que realmente era un lecho durísimo. Ella hiw lo mismo. Ambos se quedaron quietos, inmóviles. Los ojos de Elene se cerraron. Los volvió a abrir otra vez. Ya había decidido, ¿no era así?, que los sucesos de esa noche no excusaban su falta de urbanidad. En voz queda, dijo: - Gracias. Por la almohada.
No hubo respuesta. Ella se durmió. Oscuros fantasmas hacían cabriolas en las tinieblas. Fantasmas horribles de rostros grotescos, haciendo muecas, atacaban a los inocentes, hendiendo sus cuerpos, despedazándolos. Elene intentó gritar pero no podía articular ni un sonido, quiso correr, adelantarse, pero no podía moverse, estiró el brazo para tomar un arma, pero se la arrancaron de la mano. Se veía forzada a observar la carnicería, impotente, sin poder intervenir. Y los fantasmas lo sabían. La atormentaban mirándola por encima de sus hombros y se burlaban de ella. Hasta que todas sus víctimas estuvieron muertas, entonces, se volvieron para atacarla. Ella todavía estaba inde- fensa, no podía moverse ni gritar.
Despertó con un grito estrangulado en la garganta. Unos lazos fuertes le impedían moverse. Atacó sacudiendo los brazos con los puños bien apretados.
-Chito, tranquila. Quédese quieta. - La voz de Ryan sonó suave junto a su oído mientras él trataba de inmovilizarle los brazos tomándolos por las muñecas y sosteniéndola contra su pecho. - Fue un sueño, nada más que un sueño.
Elene dejó de moverse y contuvo el aliento bruscamente. Después, las lágrimas calientes y tercas, por fin llegaron, quemándole la nariz, escaldando su piel al escurrirse por entre los párpados apretados. Rodaban dejando urticantes huellas salobres sobre sus mejillas. Su pecho subía y bajaba al ritmo de la respiración, acelerada por el esfuerzo que hacía para ocultar y controlar su pesar. Pero el horror a todo lo visto no podía ser contenido por mucho tiempo y un sollozo áspero se prendió en su garganta.
-Shh. -Ryan la meció en sus brazos, unos brazos firmes pero gentiles mientras clavaba la vista en la oscuridad encima de la cabeza de Elene.
- Yo no podía... no podía hacer nada. - Las palabras afligidas, escuetas, parecían salir a empujones de sus labios mientras temblaba todo su cuerpo.
- No, por supuesto que no. - Ryan se apartó un poco frunciendo el ceño mientras le soltaba las muñecas.
- Eran tantos. Todo pasó tan de prisa. - Está a salvo ahora. No llore.
Ella se enjugó inútilmente los ojos con las palmas de las manos. - No sé por qué debo vivir cuando tantos han muerto. Tantos...
Era la culpa de los vivos por estarlo, por haber sobrevivido. El mismo la había sentido. El debía haber sabido que una mujer como ella la sentiría también. Carraspeó tratando de aflojar un insólito nudo en la garganta.
- Nadie podía haber hecho nada. No piense más en eso. - ¿Cómo puedo olvidarlo? - gritó ella alzando la voz-. Es
todo lo que puebla mi mente. Siempre estará allí. ¡Siempre!
Debía hacerla callar. Podía probar con más coñac, pero aparentemente, el medio vaso que ya había tomado no había surtido mucho efecto ya que sólo la había hecho dormir menos de una hora.
- Silencio. Ya olvidará, lo prometo, si es que usted se 10 permite.
-¿Qué sabe usted de eso? ¡Usted no v...vio nada! -Otro sollozo volvió a sacudir le el cuerpo.
Había un modo de silenciar la, provocando su cólera aunque más no fuera. Ryan le rodeó el mentón con dedos largos y fuertes y le volvió el rostro. Inclinando la cabeza, posó los labios sobre la boca de la joven.
Elene se sofocó con la ira contenida y se tensaron todos sus músculos. Floreció la incredulidad en su mente y también una rabia sorda que detuvo el flujo de sus lágrimas. Forcejeó tratando de apartar la cabeza.
Los brazos de R yan la apretaron más. En algún recóndito lugar de la mente del hombre se agitó la razón que lo había impul- sado a esto, pero volvió a aquietarse y sumirse en el olvido, derrotada por la mujer cálida y vibrante que sostenía entre sus brazos. Amoldó los labios a los de ella con infinito cuidado, acarició las superficies suaves, tiernas, ofreciéndole consuelo, alivio, más una leve insinuación de deseo. Probó las comisuras donde se unían y acarició con la lengua la línea húmeda y sensible del encuentro con melancólico placer.
Elene apoyó las manos contra su pecho. Quería empujarlo lejos de ella, pero la abandonaron sus fuerzas al ceder la tensión en su cuerpo. Se ablandó su boca y los labios comenzaron a temblar y pulsar. El beso del corsario no la atemorizaba, por el contrario, le ofrecía unos minutos de experimentada seducción y olvido. Esto último era lo que más la tentaba. ¿En qué podría perjudicarse si, oculta en las sombras, se dejaba seducir por él? ¿Aunque más no fuera por un momento?
Los latidos de su corazón cobraron nuevo ritmo y ella pudo sentir la loca carrera de la sangre por las venas. Entreabrió apenas los labios. Ryan, sorprendido, soltó un gemido y aprovechó la capitulación de inmediato. Sondeó el dulce y frágil interior de los labios, saboreándolo y deslizó la lengua por los bordes lisos de los dientes. Se aventuró más todavía y la lengua avanzó y retrocedió con un ritmo tan incitante que la excitación creció más en ella. Entonces, siguiendo su ejemplo, Elene movió la lengua y tocó la de Ryan. Ella estrechó más entre sus brazos hasta que los senos le apretaron el pecho. Ella sintió entonces los crispados músculos de los muslos viriles contra la carne tersa y lisa de sus muslos. Pero además pudo percibir, a través del corpiño del vestido, el golpeteo sordo y acelerado del corazón de Ryan.
Esta evidencia de su excitación la afectó de manera extraña. Había pensado que él estaba protegido interiormente por una coraza de frialdad, que era inmune a las debilidades de la carne o a cualquier apetito que no fuera de riquezas. Se había equivocado y al quedar revelada su vulnerabilidad, sintió que eran dos seres afines. En este oscuro agujero estaban ambos a merced de un destino cruel y de sus propios deseos.
Extendiendo la mano, posó la palma y los dedos abiertos sobre el hombro de Ryan. Gozó al sentir el juego de sus músculos debajo de la fina tela de hilo de la camisa. Los últimos vestigios del terror producido por la pesadilla se desvanecieron y una dulce languidez ocupó su lugar.
La boca de Ryan sabía a coñac y a la dulzura de una pasión refrenada. Su lengua era nudosa y áspera. Elene se deleito con el despertar de su cuerpo, al sentir avivarse los sentidos hasta ser consciente con cada fibra de su ser del hombre que la sostenía, de la fuerza y solidez de su cuerpo, del olor masculino que emanaba de él, de la suave textura del pelo largo y de la elasticidad tensa de la piel. Se dejó fascinar por el juego de los músculos del hombro debajo de la palma de su mano, hasta que cayó en la cuenta de que él había movido el brazo para posar la mano sobre su seno.
Una protesta subió a su garganta, pero fue silenciada por un estallido de sensaciones cuando él, cerrando la mano le cubrió el suave montículo debajo del corpiño y acarició el pezón con el pulgar. El hechizo de la caricia la envolvió en una espiral de fuego y un estremecimiento de intenso placer llegó a lo más hondo de su ser.
Fue un placer que el corsario buscó cultivar con innumerables caricias. Le cubrió el rostro de besos desde la comisura de la comisura de la
,boca hasta el lóbulo de la oreja y desde allí bajó por la curva grácil del cuello hasta el hueco de la garganta. Una vez allí se detuvo y mojó la pequeña depresión con la caliente humedad de la lengua, acariciando la piel con tan consumado refinamiento que Elene, cautivada, no advirtió que le soltaba el vestido hasta sentir una ráfaga de aire frío sobre la piel desnuda.
Un segundo después, el aliento tibio, los labios y lengua de Ryan tomaron posesión de los trémulos globos de sus senos. Perdida en su embeleso, Elene percibió el aflujo de sangre en las venas al tiempo que crecía su ardor y nacía en ella una sensualidad desdeñosa de causas y consecuencias que hasta ahora no sabía que pudiera sentir. El avivó ese ardor y la sensualidad recién desatada en ella con la lengua turbulenta y mojada adhiriéndose a su piel hasta que los músculos del abdomen de Elene se contrajeron y estiraron espasmódicamente de puro deleite.
Sería inútil que ella fingiera desinterés. Abriendo sus brazos con lánguida y sincera gracia, le permitió el acceso a su cuerpo y lo ayudó cuando él le deslizó por las caderas la seda susurrante del vestido y de su ropa interior. Luego, ella le soltó de un tirón los faldones de la camisa de la pretina de los pantalones cortos. Mientras, él continuaba solo la tarea de desnudarse y de sacarse las botas, ella deslizó la mano sobre el vientre plano y duro de Ryan. Por fin él se volvió una vez más hacia ella.
Los rodeaba la noche oscura y larga y, por lo tanto, no había ninguna razón para que se dieran prisa. Se buscaron mutuamente sobre los cobertores con bocas ansiosas y dedos inquisitivos, con necesidad abrasadora y rabioso dominio sobre sí mismos. Recorrie- ron las curvas y hondonadas, palparon la solidez elástica y la fluida morbidez de sus cuerpos, aprehendieron la textura y tonicidad del cabello y la piel y la conformación de los huesos debajo de ella, buscaron los puntos de máximo erotismo y los trémulos límites de la resistencia. Durante estos ritos no hablaron jamás en voz alta, sólo alguna que otra palabra apenas susurrada, o algún suspiro, o jadeo de sorpresa y deleite. Todo esto era puro instinto, acrecen- tado por señales recogidas cuidadosamente y tenía no sólo genero- sidad sino mucho de la preciada preocupación por el otro. Así esti- raron la trama misma del deseo mutuo hasta que palpitó entre ellos en su tirantez, insoportable ya, tan fma y sutil que por ella brillaba la luz de un sentimiento muy parecido al amor y que por esta sola vez podía sustituirlo.
Fue entonces cuando, temblorosos y jadeantes, comenzaron a moverse juntos. Colocando la rodilla entre los muslos mórbidos, Ryan los separó y amoldó su cuerpo duro a la suavidad de Elene en febril e inevitable unión.
Elene sintió un ardor punzante, pero pasó aun antes de que pudiera registrarlo en los incandescentes recovecos de su mente, disipado por el éxtasis vital y abarcador. Profiando y luchando, se remontó, apresada en la danza elemental de la vida, absorbió las sacudidas de las embestidas de Ryan sintiendo que la astillaba y reformaba hasta convertirla en una criatura abandonada a su nece- sidad. Deseó que él entrara profundamente en ella y para eso se arqueó contra él, exigente y temblorosa. El obedeció esforzándose generosamente, llevándola más alto, más lejos de ella misma, ascendiendo hasta un plano inconcebible, uno del cual podría no haber retorno.
y fue en ese rincón extraño de aire enrarecido que hallaron, a despecho de la matanza que acechaba más allá de su refugio, la gloria que, en su abundancia, es la mejor y quizá la única afirma- ción verdadera de vida.
Se desplomaron uno sobre el otro con los pechos agitados por la respiración jadeante. La piel de sus cuerpos estaba acalorada y rociada de transpiración, los músculos temblaban y vibraban. Los corazones golpeaban contra sus pechos. Permanecieron tendidos con los ojos cerrados y las mentes en blanco. El aire denso en el agujero era como un manto pesado donde flotaba la vívida fragan- cia de las rosas y gardenias y algo más, intangible y misterioso, imposible de nombrar.
Ryan, con la frente apoyada entre las colinas turgentes de los
senos, inhaló profundamente, llenando de aire sus pulmones. Luego lo exhaló soltando una suave risa de saciedad y exclamó: - Dios, tu olor es realmente delicioso.
¿Qué había hecho ella? Los ojos de Elene se abrieron repentinamente y su mirada se clavó en la oscuridad. Ni una sola vez había pensado en el perfume. De hecho, no había pensado en nada, salvo en el efecto de los besos y las caricias de Ryan. No había considerado el efecto que podría tener en él.
Oh, pero todas las promesas y advertencias tan complicadas de Devota eran falsas. Ella sólo había estado tratando de tranquili- zarla, de reconciliarla con la idea de una boda con un hombre a quien no amaba sino que temía. Devota había querido calmarle los nervios prenupciales. Eso era todo. ¿Estaba bien segura de que eso era todo?
Elene nunca había provocado semejante reacción en un hombre. Aunque era verdad que jamás había estado de esta manera con ninguno; pues no había eAistido oportunidad de hacerlo. Sin embargo, Durant nunca había parecido estar en serio peligro de caer rendido a sus pies, loco de deseo por ella y ino había habido algo en la forma en que Ryan Bayard la había mirado desde el principio, algún interés más intenso que el habitual? El le había salvado la vida, lo cual podría explicarlo. Y aun así...
No quería creerlo, no lo creería. Cosas tales como los hechi- zos y encantamientos de la magia vudú eran meras supersticiones. Surtían efecto sólo porque personas ignorantes y crédulas espera- ban que lo hicieran y de este modo permitían que les manipularan las mentes. Ella no era ni ignorante ni crédula. Lo que acababa de suceder entre ella y Ryan era el resultado natural de haberse jun- tado fortuitamente un hombre y una mujer en un espacio reducido y bajo circunstancias de violencia extrema.
-¿Cómo se llama? -la voz de Ryan era grave, indolente. -¿Qué?
-Tu perfume. ¿Tiene algún nombre? - No lo creo.
- ¿No lo conoces? Pensaba que todas las mujeres tenían mucho cuidado de mantenerse informadas sobre esas cosas.
Con renuencia, ella dijo: - Este es uno... especial. -Creí no haberlo olido nunca antes. ¿Tenías algún perfumista que lo preparaba especialmente para ti en París mientras viviste allí?
-¿Tiene alguna importancia? El cambió de posición, se acostó de espaldas y apoyó la cabeza sobre el torso de Elene usándolo de almohada. - Era sólo curiosidad. Los perfumes son una parte muy importante de los cargamentos con los que me topo de tanto en tanto.
- ¿En particular en barcos mercantes franceses? - Como tú digas. ¿Es tu perfume personal?
Su curiosidad era excesiva. O quizás era simplemente que había muy poco más de qué hablar o en qué pensar. Ni ella encontraba otro tema para distraerlo. - En realidad, Devota lo preparó para mí.
- ¿De veras? - El luego continuó hablando con un toque de ironía en la voz. - Supongo entonces que no es muy factible que pueda toparme con él otra vez, ¿verdad?
- Es... no es probable.
Su voz al hablar sonó tensa, las palabras tajantes. Ryan volvió la cabeza escuchando los ecos. Frunció el ceño. - ¿Pasa algo malo? - Rodó sobre un costado y le acarició la cara. - ¿Te lastimé? Me doy cuenta de que eras...
- No, por supuesto que no. - No tenía deseos de discutir su inocencia con él.
- Me disculparía formalmente, si sirviera de algo, solo que parece un poco tarde.
- Sí, por favor no lo hagas.
- La verdad es que nunca tuve la intención de llegar tan lejos. Yo solo... tú eras tan dulce y suave y tu perfume pareció írseme a la cabeza.
-En realidad, fue todo culpa mía, lo entiendo. - No dije eso.
- No, yo lo dije. - El tono desolado de su voz provenía de la súbita comprensión de que debía estar lamentando la pérdida de su virginidad. Había sido escandaloso de ella darla con tanta facilidad, indebido gozar como lo había hecho, al menos así se lo habían inculcado. Sin ninguna duda lo lamentaría mañana, pero por ahora, parecía lo correcto, increíble, pero correcto.
- Bien, no es así - dijo él endureciendo la voz. Se incorporó en el jergón -. Quería consolarte y tenía que hacerte callar.
- Muchísimas gracias -respondió ella con exagerada cortesía -. Hiciste un excelente trabajo en ambos aspectos.
Ryan permaneció en silencio por un momento. Cuando habló otra vez, las palabras fueron parejas, precisas y sin acalora- miento. - No quise decir eso como suena a los oídos, nada de eso. No tengo ninguna excusa. Te deseé desde el principio. Cuando encontré un motivo para tocarte, te deseé mucho más. Esa es toda la verdad.
Semejante honestidad, e hidalguía, merecían una retribución. -Bien, no es necesario que te sientas un mártir por ello. Yo también te deseaba.
-¿De veras? - La sonrisa lenta que le curvaba la boca se insinuó, cargada de humor, en el tono de su voz. -¿Y qué me dices de ahora?
- Quieres decir...
- Quiero decir - respondió él reclinándose una vez más al lado de ella, presionando firmemente contra el muslo de la joven -,
¿sientes lo mismo? Porque puedes tener todo lo que quieras de mí y más.
- ¿Otra vez? - No pudo ocultar su sorpresa.
- Y otra vez y otra.
- ¿Porque mi olor es delicioso? - Las palabras fueron vacilantes.
- Y porque tu sabor es delicioso - terminó él y bajó la boca
hasta el pico del seno mientras deslizaba la mano por el vientre hasta la unión de las piernas-, y tocarte es delicioso. Y los grititos que das son deliciosos.
- En tanto - dijo ella con voz quebrada -, no sean demasiado fuertes. ¿Los grititos?
- No me preocupa todo el ruido que hagas - susurró él.
No los despertó la luz gris del amanecer, aunque al abrir los ojos la vieron futrarse por alguna abertura o grieta en los cimientos de la casa. Lo que los había despertado era el ruido de los muebles arrastrados por el suelo encima de ellos. Ryan alzó la cabeza. Elene, acostada en sus brazos y con la cabeza apoyada en el hueco del hombro de Ryan, hizo lo mismo. Volvieron a escuchar el ruido.
-Devota-exclamó Elene.Si fuera Dessalines y su ejército, los ruidos serían mucho más violentos. Se incorporó repentinamente. Estaba desnuda y también lo estaba Ryan. Quedó aturdida, luego todo volvió a su memoria. Se le encendió la cara de vergüenza.
Llegó entonces el ruido de otra silla siendo arrastrada lejos de la mesa en el piso alto. La trampa se abriría pronto. Que Devota la viera desnuda le importaba poco, siempre y cuando estuviera sola. Pero era posible que Favier estuviera detrás de ella para mirarlos y tratar de persuadirlos de que se marcharan de allí.
Desesperada, Elene buscó su vestido y enaguas - no había tiempo para la ropa interior. Se lo puso rápidamente por la cabeza, metió las manos en las mangas, se acomodó el corpiño y por último alisó la falda. Si surgía algún comentario por su atuendo, siempre le quedaba la excusa de haberse quitado la ropa interior por el excesivo calor que hacía allí abajo.
A su lado, Ryan estaba metiendo las piernas por los pantalones cortos y prendiendo los botones a ambos lados del faldón delantero. Le sonrió fugazmente mientras se alisaba el pelo con la mano antes de tomar la camisa. La tenía a medio poner cuando, súbitamente, se detuvo, se la arrancó, la volvió del derecho y volvió a colocársela.
Los goznes de la trampa crujieron al ser abierta. A pesar de la débil claridad que había llegado con la mañana, ambos parpadearon y entrecerraron los ojos como topos ante el brillo del sol que entraba por las ventanas del comedor. Era tan enceguecedor que por largo rato Devota no fue más que una silueta negra recortada contra él.
- Aquí tenéis, por favor, tomadlo - dijo ella -. Tened cuidado, está caliente.
Ella pasó por la boca de la trampa un pote de hojalata lleno de café. Tomando el asa envuelta en un paño, Ryan lo depositó en el suelo. Devota entonces le entregó un par de tazas de café y un cuenco de frutas y después de eso una gran vasija con agua caliente, un pan de jabón y un paño. Del bolsillo del delantal sacó un peine pequeño que arrojó a Elene.
Elene le agradeció efusivamente y Ryan hizo lo propio. La mujer desechó las gracias con un ademán. - Si necesitáis algo más, decídmelo inmediatamente.
Elene miró a Ryan un poco cohibida y él meneó la cabeza. Devota, una observadora perspicaz, los contempló por unos instantes haciendo un. inventario de todos los detalles. Al notar que ambos estaban a medio vestir, esbozó una sonrisa fugaz que desapareció de inmediato, luego miró a Elene.
- Debo marcharme ahora. Te veré esta noche, chere, después de que todos se hayan ido a la cama. Cuídate.
- Tú también. - Siempre.
La trampa se cerró. Las sillas fueron devueltas a su lugar y luego oyeron los pasos de Devota, alejándose. Elene no sabía bien qué prefería primero, si el café caliente para recobrarse o usar el agua caliente para refrescar el cuerpo. Como el café tibio era más desagradable que el agua tibia, primero se sentó junto a Ryan para compartir con él un desayuno de café y panecillos, una banana y un ala del pollo asado traído la noche anterior.
La combinación de alimentos fue deliciosa. Elene no podía recordar cuándo una comida le había parecido tan exquisita o cuándo había estado tan hambrienta como ahora. En ese momento volvió a asaltarla un sentimiento de culpa. No debería estar disfrutando así cuando su padre y los demás estaban muertos. Y sin embargo, por más que languideciera y se consumiera de hambre, las cosas no cambiarían en absoluto; ciertamente no los haría volver a la vida.
Con todo, estaba deprimida. Mojó el paño en agua caliente y lo exprimió antes de lavarse la cara con él. Vio a Ryan por el rabillo del ojo. La estaba observando absorto mientras descansaba sobre los cobertores con la taza de café todavía en la mano.
- ¿Qué sucede? -le preguntó Elene -. ¿Nunca antes has visto a una dama acicalarse a la mañana?
- Algunas veces. Pero nunca una como tú.
-¿Te refieres a mi cabello? -Levantó la enmarañada cortina dorada y pasó el paño mojado por el cuello.
- El color es inusual, lo admito, pero no. Es que cada movimiento que realizas está lleno de gracia.
- Qué mentira - comentó ella, incrédula -. Debes querer algo.
- Depende - respondió él con un brillo malicioso en los ojos-, depende de lo que tengas para ofrecer.
Lo miró con fingido sobresalto e indignación. - ¡Eres insaciable!
- ¿Cómo puedes decir eso? Sabes que me satisfaces maravillosamente.
Se 1e encendió el rostro aunque ella hizo lo imposible por ignorarlo. - No lo había notado, es decir, tu satisfacción.
-¿Qué puedo hacer yo si me atraes prodigiosamente?
Los movimientos de Elene se volvieron más lentos. Bajó las manos que sostenían el paño y se enjugó los dedos. Ella y el corsario habían hecho el amor tres veces más después de la primera, la última vez había sido antes de que amaneciera. La mañana había traído consigo los remordimientos de conciencia además de una extremada sensibilidad entre sus muslos, pero como ninguno de los dos problemas podía ser remediado, ella estaba tratando de ignorarlos deliberadamente mientras se concentraba en su bienestar. No obstante, tenía la certeza de que esta actividad que había compartido con Ryan era excesiva. No podía verse la cara, pero las ojeras que veía en la de Ryan no obedecían solo a la falta de sueño.
Insaciable. La palabra que había usado Devota. "Estará esclavizado a ti" - había dicho - "su necesidad de ti será insaciable".
- ¿ Te atraigo tanto realmente? - preguntó ella bajando los ojos-. ¿o se debe simplemente a que no has tenido una mujer por algún tiempo?
El rió mientras terminaba de beber el café y dejaba la taza en el suelo. Se levantó hincando una rodilla en tierra y se inclinó hacia ella. - Ambas cosas tal vez. Podríamos probarlo esta mañana para estar seguros.
Elene se escandalizó. - ¡Es pleno día! - ¿Importa?
Se le ocurrió entonces que el ardor de Ryan se vería considerablemente disminuido si usaba jabón yagua caliente, es decir, si lo que le había asegurado Devota era cierto. - Y además, no te has lavado.
-¿Qué más da? -preguntó él todavía sonriente-. Huelo como tú.
- Como podría oler mi perfume en un cerdo - estalló ella, indignada por su falta de cooperación.
Haciendo una mueca, él contestó: - Ah, bien, en ese caso... Pero fue evidente que se necesitaba mucho más que una simple pasada de agua y jabón para desvirtuar los efectos del perfume ya que, cuando hicieron la prueba más tarde, su apetito por ella no había disminuido en nada. Quizás, hasta pareció haber aumentado.
Difícilmente podría encontrarse otro pasatiempo mejor que hacer el amor; no obstante, solo podía practicarse durante algunas horas debido a las limitaciones físicas. El día pasó lenta y penosamente. Una docena de veces Ryan y Elene desearon haber pensado en pedirle a Devota que les trajera unos naipes, un tablero de ajedrez, cualquier clase de juego para pasar el tiempo. Discutieron la posibilidad de pedirle un libro o dos para el día siguiente, pero ambos estuvieron de acuerdo en que la luz era insuficiente para leer. Dormitaron de tanto en tanto, pero al menor ruido despertaban sobresaltados. Cuando no dormían, escuchaban atentos, alertas, especulando por los ruidos que oían, acerca de lo que estaba sucediendo sobre sus cabezas.
Pero la mayor parte del tiempo la pasaron conversando en voz queda que no podía ser oída más allá del refugio. Se contaron anécdotas de la infancia y de sus estudios: Elene en el internado, Ryan con un tutor picado de viruelas, de pésimo carácter pero brillante. Comentaron de libros y piezas de teatro y la música que más les agradaba. Hablaron de Francia y del hombre que había llegado a personificarla en estos días, Napoleón Bonaparte; de sus planes de acción y su poderío como Primer Cónsul Vitalicio; sus efectos sobre el comercio y en la esfera social, y también, de los escándalos que se atribuían a su esposa Josephine. Recorrieron mentalmente las calles de París comentándose mutuamente cuáles eran sus paisajes favoritos, las casas y los lugares predilectos. Ni Ryan ni Elene había pasado mucho tiempo allí, pero había sido suficiente.
-Te encantará Nueva Orleáns -afirmó Ryan al anochecer cuando estaban esperando ver lo que les traería Devota para cenar.
Elene vaciló, inexplicablemente reacia a decir nada que causara discordia entre ellos. Sin embargo, no había manera de evitarlo. - Pero no voy a ir.
- ¿No irás? - La pregunta fue dicha en tono despreocupado, pero mientras la formulaba, Ryan se fortaleció en su determinación de verla a bordo de su barco así tuviera que llevarla a la fuerza. Elene Larpent tenía algo que lo atraía irresistiblemente, algo que lo fascinaba. Era dulce y tierna y enternecedoramente ignorante e ingenua en el campo del amor, pero eso no era todo. Parecía guardar un secreto, como si hubiera alguna parte de su ser que no le entregaría a nadie, excepto, tal vez, como un regalo de inestimable valor, a quien probara ser merecedor de él.
Elene desechó la pregunta con un gesto. - No sé nada de ese lugar, más allá del hecho de que la gente habla francés a despecho de los cuarenta años de dominación española, que es calurosa, increíblemente lodosa y hierve de serpientes. Eso es todo lo que me contaba papá en sus cartas mientras vivió allí.
- Las serpientes aparecen solo cuando hay una inundación -respondió Ryan-. Por lo demás es una ciudad agradable. Las brisas que soplan del agua atemperan el calor en verano y los inviernos son apenas menos templados, lo suficiente como para constituir un cambio. De algún modo, parece tanto una ciudad española como una francesa. Tuvo que ser reconstruida en gran parte, debido a los incendios que ocurrieron durante la dominación española. Los balcones, las rejas de hierro forjado y los grandes patios le dan ese aire español, pero las líneas de los techos, las formas y disposición de las puertas y ventanas, las esquinas redondea- das de sus calles te recordarán a París.
- Papá decía que casi lo aniquilaba el aburrimiento. - No debe haber hecho ningún esfuerzo para relacionarse con la gente. Siempre hay saraos y bailes, tertulias, veladas musicales y paseos al campo y, para los caballeros, cafés, riñas de gallos, garitos y toda clase de casas de bebidas donde sirven desde vino y ajenjo hasta cerveza espesa y amarga. Luego, todos dan un paseo por la plaza, la Place d' Armes, para tomar aire fresco, ver y ser vistos.
- Le tienes mucho cariño, ¿no es así? - preguntó Elene.
- Es mi hogar - contestó él como si otra explicación fuera superflua.
Ella desvió la mirada. Deseó poder tener esa sensación de pertenecer a algún lugar. Debió haber sentido algo así por la isla en su infancia, pero había pasado tantos años en Francia que el senti- miento se había desvanecido. Tampoco Francia le había parecido su hogar ya que mientras vivía allí estaba siempre a la expectativa de ser llamada de regreso a la isla.
Ryan esperó algún comentario de parte de ella. Como no hizo ninguno, dijo: - Nueva Orleáns también puede ser tu hogar.
Elene levantó la barbilla. - Santo Domingo es el lugar donde nací.
- Supongo entonces que ya debes haber pensado en alguien de aquí que pueda ayudarte, ¿algún amigo de tu padre o algún asociado en los negocios?
- Nadie - dijo ella con frialdad.
- Ah, bien, estoy seguro de que ya se te ocurrirá. - Se estiró y relajó, tendiéndose, cuan largo era, sobre los cobertores. - Por ejemplo, siempre puedes poner toda tu confianza en el oficial a cargo desde la muerte del general Leclerc.
- ¿El general Rochambeau?
- ¿Piensas que sería inútil ambicionar tanto? Puede que estés en lo cierto. Pero hay un coronel gordo y viejo que conocí hace unos días que, espero, será el hombre ideal.
Recelosa de tanta jovialidad y espíritu servicial, le preguntó: -¿Cómo es eso?
- Parecía tener el corazón tan débil como el cerebro y una mirada llena de lascivia. Estoy seguro de que podrías persuadirlo a hacer cualquier cosa que desees. Hasta podrías casarte con él.
- ¿Casarme? ¡Nunca!
- ¿Convertirte en su amante?
- ¿Qué? - gritó ella, furiosa.
- ¿Su lavandera entonces? Aunque debes saber que las mujeres que reciben ese nombre deben, a veces, realizar otros servicios cuando los oficiales se sacan sus uniformes.
- Lo sé - contestó ella, acicateada -. De todos modos, creía que estabas seguro de que los franceses bajo el mando de Rochambeau serían derrotados.
garitos y toda clase de casas de bebidas donde sirven desde vino y ajenjo hasta cerveza espesa y amarga. Luego, todos dan un paseo por la plaza, la Place d' Armes, para tomar aire fresco, ver y ser vistos.
- Le tienes mucho cariño, ¿no es así? - preguntó Elene.
- Es mi hogar - contestó él como si otra explicación fuera superflua.
Ella desvió la mirada. Deseó poder tener esa sensación de pertenecer a algún lugar. Debió haber sentido algo así por la isla en su infancia, pero había pasado tantos años en Francia que el senti- miento se había desvanecido. Tampoco Francia le había parecido su hogar ya que mientras vivía allí estaba siempre a la expectativa de ser llamada de regreso a la isla.
Ryan esperó algún comentario de parte de ella. Como no hizo ninguno, dijo: - Nueva Orleáns también puede ser tu hogar.
Elene levantó la barbilla. - Santo Domingo es el lugar donde nací.
- Supongo entonces que ya debes haber pensado en alguien de aquí que pueda ayudarte, ¿algún amigo de tu padre o algún aso- ciado en los negocios?
- Nadie - dijo ella con frialdad.
- Ah, bien, estoy seguro de que ya se te ocurrirá. - Se estiró
y relajó, tendiéndose, cuan largo era, sobre los cobertores. - Por ejemplo, siempre puedes poner toda tu confianza en el oficial a cargo desde la muerte del general Leclerc.
- ¿El general Rochambeau?
- ¿Piensas que sería inútil ambicionar tanto? Puede que estés en lo cierto. Pero hay un coronel gordo y viejo que conocí hace unos días que, espero, será el hombre ideal.
Recelosa de tanta jovialidad y espíritu servicial, le preguntó: -¿Cómo es eso?
- Parecía tener el corazón tan débil como el cerebro y una mirada llena de lascivia. Estoy seguro de que podrías persuadirlo a hacer cualquier cosa que desees. Hasta podrías casarte con él.
- ¿Casarme? ¡Nunca!
- ¿Convertirte en su amante? - ¿Qué? - gritó ella, furiosa.
- ¿Su lavandera entonces? Aunque debes saber que las mujeres que reciben ese nombre deben, a veces, realizar otros servicios cuando los oficiales se sacan sus uniformes.
- Lo sé - contestó ella, acicateada -. De todos modos, creía que estabas seguro de que los franceses bajo el mando de Rocham- beau serían derrotados.
5
- Enciende la vela - susurró Elene.
Ryan despertó sobresaltado, por un codazo en las costillas. -¿Qué sucede?
- Hay algo que se mueve por ahí. Enciende la vela.
Prestando atención pudieron oír el golpeteo de pisadas ligeras, que se detenía y volvía a empezar, seguido por el ruido de uñas rascando en el rincón donde almacenaban sus provisiones.
- Es una rata - susurró Ryan.
-Eso ya lo sé -murmuró con rabia Elene-. ¡Enciende la vela!
Sin duda la comida había atraído a la alimaña desagradable que, habiéndose abierto paso por debajo de los cimientos de la casa, se había escurrido luego al interior del agujero con ellos. Ahora, solo la aniquilación podría librarlos de semejante sabandija y Elene no estaba dispuesta a compartir ni el refugio ni la comida con ella. No solo era portadora de pulgas y enfermedades sino que podría enredarse en su larga cabellera mientras dormía.
A su lado oyó a Ryan raspando el pedernal contra el yesquero para encender la luz. Sigilosamente, ella estiró la mano, palpando en la oscuridad en busca de una bota para usarla como arma.
Tocó la cola de la rata. Era fría y sin pelos y se retorció bajo sus dedos. Retiró la mano de un tirón al tiempo que reprimía un grito de repugnancia.
- ¿Qué sucede? - preguntó él, preocupado.
- ¡La toqué! - dijo ella estremeciéndose de asco.
Creyó oír un asomo de risa en el aire. Un momento después, ardió una llama amarilla cuando se encendió la yesca. Ryan tomó la vela y aplicó la llamita al pabilo; luego, cuando la vela estuvo prendida, apagó la yesca cerrando de un golpe el yesquero.
Elene se abalanzó sobre la bota que había estado buscando y la a1zó en el aire. Miró en derredor en busca de la rata que en ese instante se estaba escurriendo detrás de la jarra de agua. Arremetió contra ella golpeando el suelo cuando el animal saltó y la esquivó.
- Mátala - exclamó ella con apasionada intensidad - , mátala.
Ryan dejó la vela en un rincón, recogió una bota y comenzó a perseguirla. El y Elene golpearon y aporrearon el suelo saltando de aquí para allá, esquivándose mutuamente y a la rata mientras esta disparaba frenéticamente de un rincón a otro del agujero. Sus sombras se abalanzaban sobre las paredes ejecutando una danza grotesca, chocándose, apartándose, enredándose y separándose de un salto.
El resultado final de la contienda jamás estuvo en duda. La rata se había introducido en el agujero con bastante facilidad, pero no resultaba tan fácil encontrar una salida y además había dos personas armadas con sendas botas y una determinación incansable. En cuestión de unos segundos todo había terminado. Ryan recogió el cuerpo y lo colocó sobre el reborde de piedra debajo de la trampa donde no los estorbaría hasta que Devota pudiera desembarazarse de él. Recién entonces se sentaron para recobrar el aliento.
-Pobre bestezuela -comentó Ryan en tono lastimero-, todo lo que quería era un bocado de comida.
- Sí, directamente del dedo gordo de tu pie, espero -respondió Elene sin dejarse conmover por su fingido pesar.
- Qué mujer insensible y despiadada eres; no sabía que fueras así.
- Odio las ratas. Rehusó mirarlo a la cara. La verdad era que estaba un tanto avergonzada de su propio celo y también asqueada por el ruido que había oído cuando Ryan asestó a la rata el golpe mortal.
-Así me pareció -dijo Ryan en tono seco. Le lanzó una rápida mirada adusta. - No pensé que tú fueras tan escrupuloso.
- ¡De ninguna manera! - concordó él prestamente -. Indudablemente no .siento ningún amor por ellas. Más que eso, cuando una bella dama requiere mis servicios, se los. brindo con el mayor gusto y haciendo lo imposible por complacerla.
-¿Lo haces de verdad?
- Así es. Particularmente cuando es probable que la dama se muestre muy generosa con su gratitud.
- me veras esperas que te gratifique? - preguntó ella,
incrédula.
- Solo si tú consideras que es lo debido. - De todos los presumidos, insufribles...
-Caramba, ¿cómo iba yo a saber que te enfadarías? Aquí estabas tú planeando entregarte en cuerpo y alma a las manos de un viejo coronel obeso solo por consideración a su protección. Seguramente hay muy poca diferencia.
- ¡Yo no estaba planeando tal cosa! Fuiste tú quien sugirió algo tan abominable.
- Tú no tenías nada más que proponer y es tan evidente como la nariz en tu cara que tendrás que alojarte con algún hombre de un modo u otro - concluyó Ryan, indiferente.
- Yo no lo veo así en absoluto - exclamó Elene, desdeñosa.
- ¿No? El hecho es que solo un hombre puede protegerte en estos momentos críticos. Para colmo de males eres demasiado atractiva, demasiado deseable para que los buitres te dejen en paz.
- Buitres entre los que tú, naturalmente, no te cuentas. - Oh, sí que me cuento. Soy el primero entre ellos.
- Al menos eres honesto - dijo ella. Estaba destinado a ser un comentario sarcástico, pero el tono fue sincero.
- ¡Qué reconocimiento es ese! Caramba, sí que es un progreso.
Ryan se sentó observando cómo la luz de la vela daba al cutis de Elene un cálido lustre perlado y cobraba la fuerza de un fuego dorado en su cabello, la manera en que exaltaba el esplendor maculado del traje nupcial hecho andrajos. Era una necedad inconcebible de su parte, pero no tenía ninguna urgencia en abandonar esta prisión. Si no tenía cuidado, el fin del encierro podría ser el fin de sus relaciones, el fin de algo que ya en su mente estaba viviendo como un idilio subterráneo.
Elene miró por entre sus espesas pestañas la larga figura del hombre que descansaba cómodamente a su lado. El estaba bromeando, pensó. No podía esperar realmente que ella lo recompensara entregándole su cuerpo por el hecho de matar una rata. ¿o sí?
Era un hombre muy difícil de conocer y de fiar. No revelaba casi nada de sí mismo. A pesar de la intimidad que había compartido, de las largas horas de plática, ella todavía no sentía que lo conociera. Era como si se reservara una parte esencial de su se
para sí. Pero no podía culparlo por ello; ella hacía exactamente lo mismo.
Un gesto de irritación pasó fugazmente por el semblante de Ryan pero se desvaneció cuando soltó una carcajada seca y corta. - Deja de darle tantas vueltas en tu cabeza. No quiero nada de ti que no estés dispuesta a brindarme. Ahora acuéstate y vuelve a dormir.
Aun antes de terminar de hablar se inclinó y apagó la llama con los dedos. Una vez más el agujero quedó sumido en las tinie- blas. Elene oyó crujir la ropa de Ryan mientras él se preparaba para tenderse en el jergón. Ella se corrió a un lado para dejarle espacio suficiente, estirándose a su vez sobre los cobertores. El brazo de Ryan rozó el de ella y Elene lo retiró de un tirón como si la hubiese quemado. Cambiaron de posición varias veces buscando alguna que les resultara cómoda, pero al no encontrar ninguna, se aquietaron, resignados.
Los minutos pasaban lentamente. Elene tenía la rl1irada perdida en la oscuridad pensando que le gustaría encontrar otros medios de salvación distintos de los que Ryan había detallado, por ejemplo: algún pariente pasado por alto hasta ahora, un funcionario gubernamental que estuviera en deuda con su padre, un amigo que la recogiera con Devota o les ofreciera pasajes para escapar de la isla. Pero no tenía a nadie.
Cuando se durmió, la pesadilla retornó, pero ella la superó sola y en silencio.
Elene y Ryan siempre se enteraban cuando alguien entraba en la habitación encima de ellos. Los pasos sonaban fuertes sobre el entarimado de madera, reverberando en el hueco encerrado donde ellos se encontraban. A veces podían oír trozos de conversación, voces de jóvenes esclavas o de una mujer mayor con tonos quejumbrosos que reprendía u ordenaba que se hicieran algunas tareas domésticas. Seguramente, esta era la madre de Favier.
La hora de la cena era la más difícil de sobrellevar. El polvo acumulado en la alfombra que cubría la trampa se filtraba por las hendiduras cada vez que se movía una silla de lugar. El olor de las sabrosas comidas y de los vinos que se servían les llegaba cuando aún debían faltar largas horas para que los de la casa se retiraran a dormir y Devota pudiera alcanzarles una cena tardía. Pero sobre todo, la presencia de Favier con su madre y hasta un par de veces con algunos invitados, forzaba a Ryan y a Elene a permanecer en absoluto silencio y quietud durante lo que les parecía toda una eternidad. Aprendieron a estar agradecidos de que los miembros de la familia desayunaran en la cama y de que algunas veces almorzaran en alguna otra parte, tal vez en una de las galerías.
Sin embargo, las conversaciones que alcanzaron a oír durante el curso de varias comidas resultaron muy instructivas. Parecía ser que mientras Dessalines en persona estaba tratando de echar a las tropas francesas de la isla, había enviado grupos de sus propios hombres a alentar la sublevación de los esclavos que aún permanecían en las plantaciones, incitándolos a destruir a sus amos, ya fuera matando a todos los blancos, hombres, mujeres y niños o bien echándolos de la isla. La lista de mansiones incendiadas y de familias cruelmente asesinadas crecía cada día que pasaba. Había interminables historias de personas acorraladas en los cañaverales, encontradas cuando se hallaban escondidas en graneros y establos o atrapadas cuando intentaban huir a Puerto Príncipe o Cabo Francés. Todas terminaban de la misma manera, con la muerte de los fugitivos, aunque solo después de las más salvajes agresiones y mutilaciones.
A veces daba la sensación de que Favier se deleitaba hablando de tales cosas cuando todos estaban cenando, platicando en voz clara y demasiado fuerte para asegurarse de que Ryan y Elene pudieran oírlo, como forzándolos a escuchar que se estaba vengando de todos los de su clase por los desaires e insultos que le habían inflingido a lo largo de su vida. Empero, su propia posición no era demasiado buena. Siempre era posible que, al amparo de la noche, una turba sedienta de sangre cometiera un error y escogiera la casa equivocada, ya fuera por accidente, o por algún otro motivo.
Era alrededor de la media mañana del tercer día, según los cálculos de Elene, cuando les llegaron desde arriba las voces aira- das de dos personas que discutían acaloradamente. Una era la de Devota, la otra, la de la madre de Favier.
Ryan se irguió cuanto le fue posible agazapándose con la espalda apoyada contra la pared de piedra, el cuerpo bien equili- brado como si se preparara para defender el santuario que los cobijaba. Elene también se puso de pie y escuchó con atención mientras mantenía la vista clavada en la barrera de madera que resultaba la trampa sobre su cabeza.
¿Qué habría sucedido? ¿Habría dicho algo Favier que pudiera haber hecho pensar a su madre que había algo interesante escondido allí abajo? ¿D la mujer se habría intrigado por la presencia de Devota en la casa y observado todos su movimientos hasta descubrir su excesivo interés por el comedor?
Cabía la posibilidad de que Ryan y ella hubiesen hecho algún ruido que alertara a la anciana, o dicho alguna palabra sin pensar en un mal momento. Habían tratado de posponer sus pláticas y discusiones para las altas horas de la noche, de estar atentos a los ruidos de pasos antes de hablar y de recordar, aun entonces, que debían hablar en voz muy queda. Pero había habido momentos en que lo habían olvidado.
Después de unos momentos se hizo evidente que Devota había sido descubierta intentando llevar les el desayuno. La mujer mayor estaba reconviniéndola por hurtar comida de la cocina y exigía saber adónde iba con ella. Aparentemente, Devota había respondido que iba a sentarse a la mesa para comer su comida pues la explicación fue seguida de una estridente diatriba contra los sirvientes que no ocupaban su lugar creyéndose superiores, pensando que podían usar los muebles del amo cuando se les antojaba, dormir hasta cualquier hora y hartarse con la mejor comida de la despensa del amo.
La respuesta de Devota fue insolente, no cabía otra palabra para definir la. También hizo abrir desmesuradamente los ojos de Elene, espantada. Si lo que Devota había dicho era verdad, parecía haber tomado el papel de concubina de Favier.
Era una excusa excelente para poder permanecer dentro de la casa en vez de recluida en las cabañas de los esclavos, no se podía negar, pero ¿era solo un pretexto? ¿Podría Devota haberse entregado a Favier para salvarlos a ella y a Ryan?
Se le ordenó a Devota que fuera a comer a la cocina. Las voces se alejaron, solo el olor del café y del tocino que Devota les había estado trayendo, enloquecedoramente delicioso y fragante, permaneció flotando en el aire.
Elene se dejó caer pesadamente sobre el jergón
- ¿Te das cuenta - susurró ella - de que estamos tan atrapados aquí abajo como lo estaba la rata que matamos?
- La isla entera es una trampa, como ya te lo dije antes. Esto es la misma cosa en otra escala. -Ryan se acomodó muy junto a
ella sobre los cobertores para poder hablar sin elevar la voz más allá de un susurro.
- ¿Qué harás si nos descubren?
- Lo único que puedo hacer. Pelear y esperar que ellos no sean demasiados.
- ¿Qué si la madre de Favier llegara a encontramos? El parecía pensar que ella nos delataría.
- Si levanta esa trampa, creo que tendrá que reunirse con nosotros, lo quiera o no - declaró Ryan apretando un puño.
- Sí - asintió Elene casi para sí. Sería posible atraparla. Sí -repitió con más convicción.
Devota no apareció por allí en el resto del día. Ni vino cuando la cena hubo terminado y la casa empezó a quedar en silencio al avanzar la noche. Elene se inquietó por la ausencia dilatada de su doncella, no tanto porque estaba hambrienta, aunque no habían comido más que unos mendrugos de pan desde la noche anterior, sino porque se preocupaba por la mujer que era también su tía. ¿Qué pasaría si la madre de Pavier, sospechando algo, hubiera recluido a Devota en algún lugar lejano o decidido deshacerse de la fastidiosa nueva mujer de su hijo? ¿Qué si Devota hubiera abandonado la casa por alguna razón, siendo reconocida y asesinada? Las posibilidades eran muchas y cada una más horrible que la anterior.
Ryan también estaba nervioso y maldiciendo por no poder ponerse de pie en toda su estatura, por no saber lo que estaba pasando más allá de las paredes de la casa y no poder forzar los acontecimientos él mismo. Elene pensaba que él no se fiaba de su anfitrión, por más confiado que fingiera estar cuando ella le preguntaba al respecto. Esta era la noche cuando se podía esperar que el barco de Ryan se acercara a la costa. Si Pavier no se movía, si resultaba ser demasiado cobarde para llamar la atención h,acia su casa saliendo y agitando un farol, entonces ellos tendrían que permanecer en ese escondrijo otros tres días o más. Era espantoso hasta pensarlo siquiera, especialmente cuando el riesgo de ser des- cubiertos aumentaba cada día, cada hora.
Elene, descalza, se paseaba sobre los cobertores en el pequeño espacio disponible sin pasar por encima de las largas piernas de Ryan. En su interior iba creciendo una necesidad imperiosa de abandonar este lugar tan lóbrego, de respirar aire puro y sentir el espacio abierto a su alrededor, de ver el sol y el cielo, árboles, flores y césped, de sentarse en una silla de verdad y dormir en una auténtica cama. La presión interior iba en aumento minuto a minuto hasta que no estuvo segura de cuánto tiempo más la soportaría. Más que eso, igual que Ryan, quería saber lo que estaba ocurriendo encima de ellos. La necesidad era tan fuerte que parecía valer la pena arriesgarse para satisfacerla.
Cuando pasaba una vez más delante de Ryan durante su paseo, él la detuvo asiéndole la falda. Con voz áspera y dura, dijo: - Siéntate de una vez. Me estás volviendo loco.
.Efectivamente, él no podía desahogar sus nervios yendo de un lado a otro como hacía ella debido a su gran estatura. Ella hizo una mueca de pesar que él no pudo ver y se arrodilló a su lado.
-Lo siento -murmuró ella.
- No puedes continuar así, lo sabes, viviendo de día en día como un conejo asustado dentro de su madriguera. Tienes que venir conmigo a Nueva Orleáns.
- Ya lo hemos discutido antes. No tengo de qué vivir allí. - ¿Crees que será mejor aquí? Pero sí que tienes un modo de vida allá. Puedes vivir conmigo. - La proposición no había salido como Ryan la había planeado, pero estaba bastante cerca.
- Ya veo. Te consideras superior a un viejo coronel obeso. . - Quiero cuidar de ti. Conmigo, no solo estarás a salvo, sino
que tendrás además todas las comodidades, todos los lujos. - Qué perspectiva más encantadora. Por poco me tienta, pero verás, he estado acostumbrada a una vida más digna y decorosa. Debo presumir, desde luego, ya que tú no lo mencionas, que el matrimonio no entra en tu generoso ofrecimiento.
-No tengo deseos de casarme todavía -respondió Ryan-. No sería justo tomar una esposa cuando estoy tanto tiempo ausente en el mar.
- ¿No entra en el asunto el ser justo con una concubina? - Elene no sentía más deseos de estar casada que él, pero confesarlo ahora solo debilitaría su posición.
-Ella no tendría motivos de queja -replicó Ryan haciendo un gran esfuerzo por mantener baja la voz-. No entiendes en absoluto lo que estoy diciendo, ni estás tratando de hacerla.
-Entiendo que te sientes libre de brindarme un insulto por- que en un momento de debilidad sucumbí a tus zalamerías y a mi propia necesidad de consuelo. Entiendo que también has adquirido un sentido de responsabilidad por mí... insuficiente para encargarte de mí de por vida, pero que alcanza para sentir renuencia a dejarme abandonada a mi suerte. Hasta concederé que es posible que me desees un poco, si gustas; dudo que de otro modo la invitación incluyera compartir tu vivienda. Solo te pido que no intentes hacerme creer que tu interés se basa únicamente en tu preocupación por mi bienestar. No lo creo ni lo creeré.
- ¿Creerás - preguntó él con la mayor afabilidad - que te pondré a bordo de mi barco con mis propias manos, sin importar lo que patalees o grites, si no accedes a venir conmigo?
- Ciertamente - dijo ella sin vacilación -. Te creo capaz de cualquier cosa.
Ryan renegó y maldijo por lo bajo durante largos minutos. Cuando volvió a hablar, su voz sonó forzada pero calma. - La causa principal del problema es ese maldito perfume que usas. Es posible que nunca hubieran existido esas zalamerías, como las llamas, si no hubiese sido tan tentador. Pero no te preocupes. Tu permanencia en mi casa no se extenderá más de lo estrictamente necesario para que te establezcas por tu cuenta en alguna otra parte. Me agrada tanto tener una amante mal dispuesta a mis caricias, te lo agradezco muchísimo, como deseas tú serio.
- ¿De veras? Qué magnánimo eres. Especialmente cuando no cuento con medios para establecerme en otra parte. - Las palabras no eran más que una bravata. Se las había ingeniado para olvidar el papel que había jugado el perfume en su seducción.
- No puedes haber estado usando tu cabeza en estos tres últimos días. Solo tienes que preparar una buena cantidad de ese perfume para que tu fortuna esté asegurada.
El no hablaba en serio, solo buscaba razones para reforzar sus argumentos. Sin embargo, ¿era tan descabellada su idea? No se podía negar que la fragancia era exquisita, con su supuesta propiedad mágica o sin ella. Si Devota fuera capaz de prepararla en Nueva Orleáns, si los ingredientes, los preciados aceites y esencias, fueran obtenibles, entonces sí podría venderse. Naturalmente, los conjuros o hierbas y aceites tan particulares que lo convertían en un poderoso y perdurable afrodisíaco debían ser omitidos, pero sin alterar su fragancia.
- Oh, estoy segura de que eso es precisamente lo que necesita Nueva Orleáns, un nuevo olor. - A pesar de la burla implícita en las palabras, nacía una nueva esperanza en ella.
- Uno delicioso, en todo caso. Ni todos los perfumes de Arabia podrían tapar los olores de los albañales abiertos y de los retretes a los fondos de las casas. También están los olores de los pescados rancios y las frutas pasadas de maduración del viejo mer- cado francés, el de la melaza fermentada de los almacenes y el hedor de los cementerios donde se cubren los cadáveres de los indigentes con cal viva en una fosa común. Sin decir nada del moho que crece en todas partes ni de los efectos que producen en el cuerpo humano los meses de calor bochornoso y, en algunos, el no bañarse con demasiada frecuencia.
- Casi me has convencido de que Nueva Orleáns es un lugar
maravilloso - dijo en tono seco ella -, para un perfumista.
- Es el único lugar para ti. - Posiblemente - contestó. Dejó que la palabra pasara por una aceptación. Tal vez había sido una tontería oponerse a la idea. Como destino, como un lugar de refugio, había sido evidente desde un principio que Nueva Orleáns era la mejor opción. Ella estaría entre los de su propia clase, personas que hablaban su mismo idioma y tenían las mismas costumbres. Aun así, alejarse tanto de todo lo conocido, hacer su
hogar entre extraños, llegar sin siquiera un bolso en la mano, mucho menos algo que poder poner adentro, no era nada fácil.
La escandalizaba su aceptación de la perspectiva de vivir con un hombre, aunque fuera por corto tiempo. Le disgustaba. Lo que ella necesitaba era ganar el control de su vida. Esa era la única certeza que tenía, arreglar las cosas de tal modo que no tuviera que responder de sus actos a un padre, esposo o siquiera un amante, sino a sí misma. Si Ryan Bayard, o hasta el perfume, podía ser usado para ese fin, entonces esó era lo que debía hacer.
Elene había estado tan ocupada con sus proyectos e ideas que pasó más de media hora antes de que cayera .en la cuenta de que su posición exacta en la casa de Ryan, durante el tiempo que viviera allí, no había sido determinada. Abrió la boca y volvió a cerrarla sin haber emitido ningún sonido.
Alguien se acercaba. Lo primero que vieron ambos fue el resplandor de la luz de una vela que brillaba a través de las grietas entre las tablas del piso, lanzando rayas extrañas y movedizas sobre las paredes de piedra. Las pisadas que la acompañaban eran ligeras, casi furtivas. De pronto se detuvieron y hubo una pausa prolongada, como si, quienquiera que se hallara encima de ellos, estuviera escuchando atenta- mente y mirando a su alrededor con suma cautela.
Las sillas comenzaron a deslizarse casi sin ruido. Se filtró el polvo en el interior del agujero cuando fue doblada la alfombra. Ryan, de pie, permanecía inmóvil. Elene también lo estaba, aunque mirando a su alrededor en la penumbra en busca de algún arma. Lentamente se fueron cerrando sus manos hasta ser dos puños apretados. La tensión cantaba por sus venas y acechaba alrededor de ella como una presencia tangible.
Chirrió la argolla de hierro que se usaba para levantar la trampa. Se oyó un suave gruñido de esfuerzo y con otro chirrido, esta vez de los goznes herrumbrados, la pesada puerta empezó a levantarse. Vieron una falda de mujer y a su lado una linterna de hojalata agujereada por cuyos orificios salían débiles rayos vacilan- tes que dibujaban curiosos diseños en la oscuridad. No había seña- les de una bandeja, ningún olor a comida. La puerta se elevó más y más. Fue depositada sobre sus goznes.
Era Devota. Un suspiro de alivio escapó de la garganta de Elene. La doncella le sonrió fugazmente, pero no perdió tiempo en saludos o explicaciones. - Afuera, de prisa -les ordenó con un hilo de voz-: El barco está entrando.
No necesitaron más explicaciones. Ryan tomó un envión.
colocó las manos en el borde del agujero y con una poderosa con- tracción de los músculos de hombros y pecho, levantó su cuerpo, se aferró al borde del 'entarimado de madera y con otro envión salió del hueco. Se volvió balanceándose sobre una rodilla al extenderle la mano a Elene. Ella se calzó los escarpines y luego lo tomó por la muñeca. Los dedos firmes de Ryan se cerraron alrededor del brazo de la joven. Ella dio un envión y fue tironeada hacia arriba hasta que el borde del entarimado quedó a la altura de su cintura y pudo subirse, gateando, a los gruesos tablones de madera.
Ryan la ayudó a ponerse de pie y luego se inclinó para cerrar la trampa. Colocaron de nuevo la alfombra en su lugar y rápida- mente corrieron las sillas. Devota recogió la linterna tomándola del asa y giró en redondo al tiempo que susurraba: - Por aquí.
- ¿y Favier? - preguntó R rano
- Escondido - respondió ella con aversión -. Yo misma tuve que agitar la linterna.
- Estamos en deuda contigo. Pero la luz ya no será necesaria. Apágala.
Devota así lo hizo, después dejó la linterna en el centro del entarimado y los guió fuera del comedor.
No volvieron a hablar. Silenciosos como fantasmas recorrie- ron la casa hacia las puertas traseras, las traspusieron y entraron en la galería. Un momento más tarde estaban bajo el cielo abierto en el prado que se extendía hasta el borde del promontorio.
La noche era templada y el aire húmedo, tan fresco y puro por el soplo que venía del mar que les pareció un elixir. Elene sin- tió que se expandían sus sentidos, que se dilataban hacia el espacio infinito que la rodeaba como si hubiesen estado confinados hasta entonces. Una luna pálida brillaba tenuemente en el cielo oscuro. Parecía exactamente igual a la de la noche en que ella y Devota habían escapado de la casa en llamas, aunque ahora su luz tenía la fuerza de una caricia. En alguna parte, cerca, parras y palmeras se agitaban en la brisa produciendo un sonido continuo, sedante.
Estaban a mitad de camin& a través del prado, con sus som- bras proyectadas por la luna corriendo delante de ellos, cuando abruptamente, le pareció a Elene que había demasiado espacio alrededor de ellos, que la posición en que se encontraban era demasiado abierta, demasiado expuesta. Era, tal vez, el efecto del confinamiento y de sus temores. Esa posibilidad la mantuvo callada por unos pasos más. Hasta que recordó su anterior inquietud.
- ¿Ryan? - susurró.
- Lo sé - dijo él-. Sigue caminando. No corras, todavía. Alargaron los pasos, dando otro, otro más. Un alarido,
estridente de furia. sonó detrás de ellos. Fue coreado por lo que parecían cien gargantas, volviéndose un rugido profundo y ululante.
- ¡Corre ahora! Elene se recogió las faldas y corrió con toda la velocidad que pudo imprimirle a sus piernas. No había necesidad de mirar atrás; sabía lo que vería. Los hombres, los machetes, las armas. Se le nublaron los ojos con lágrimas de esfuerzo, le dolía el pecho por la respiración jadeante. Los latidos de su corazón eran tan violentos como los toques del tambor. Los guijarros y conchillas filosas incrustados en las hierbas silvestres le cortaban los pies a través de las finas zapatillas de raso, pero no los sentía. Podía oír a Devota corriendo a un costado y a Ryan del otro. Volvían sus pesadillas una vez más, una carrera con la muerte aulladora, una carrera que ella no podría ganar, no otra vez.
Sonó un disparo. Ellos oyeron silbar la bala encima de sus cabezas. Los aullidos y gritos sedientos de sangre parecían acer- carse cada vez más. El borde del promontorio también estaba más cerca ahora. Otro disparo estalló en el aire. Un sendero como una trinchera cavada en la descolorida arenisca que descendía hacia el mar, curvándose a la derecha, apareció ante ellos. Se internaron en él en medio de una nube de arena y saltaron hacia abajo deslizán- dose sobre las rocas cubiertas de arena.
Abajo los esperaba un semicírculo de playa iluminado por la luna. Olas negras de bordes fosforescentes subían, rompían y se retiraban después de bañarla rítmica y perezosamente. La forma achatada de un bote se destacaba en la orilla del agua. Junto a él estaban dos hombres con la vista clavada en el promontorio y los mosquetes en las manos listos para ser disparados. Detrás de ellos, lejos, en el seno de las olas, esperaba una goleta de dos mástiles con las líneas curvas y gráciles de un barco construido para la velo- cidad. Estaba fondeada dentro de los brazos protectores de la caleta, completamente a oscuras y silenciosa para no delatar su presencia.
La turba de negros se derramó por encima del borde del promontorio detrás de ellos, abriéndose paso violentamente a tra- vés de la vegetación tupida que lo bordeaba. Al detectar sus presas soltaron gritos de triunfo que hendieron el aire. Las piedras que soltaron cayeron haciendo un ruido infernal.
Sonó otro disparo que pasó zumbando al lado de la cabeza de Elene. Una lanza, arrojada con increíble fuerza, se clavó en la arena a su derecha. Otras dos cayeron detrás de ellos y otra voló por encima de sus cabezas yendo a perderse en el mar.
Adelante se extendía la franja lisa de la playa. Elene llegó
primero lanzándose a correr por ella en medio de la nube de arena que levantaban sus pies. Ryan volvió la cabeza y miró a sus perse- guidores. Las formas oscuras eran una masa pulsante sobre la falda del promontorio. Giró nuevamente hacia el bote y, haciendo bocina con las manos a los lados de la boca, gritó: - ¡Fuego! ¡Fuego!
El doble estallido de ambos mosquetes disparados al uní- sono atronó el aire. Gritos de dolor y pánico sonaron desde la falda del promontorio. La persecución perdió el ímpetu inicial. Los marineros arrojaron los mosquetes al fondo de la embarcación y comenzaron a desatracarla a empellones, aunque sujetándola para tenerla lista y a flote en la marea alta.
Diez yardas más, cinco, y en seguida estuvieron junto al bote y encaramándose por sus costados. Ryan agarró un mosquete, recogió al vuelo la pólvora y la bala que le había arrojado uno de los marineros y empezó a recargarlo mientras los dos hombres, mojados y maldiciendo, saltaban sobre las regalas. Recogieron los remos y se pusieron a remar sin tardanza. Ryan apuntó el mas-' quete y apretó el gatillo. El hombre que iba al frente de los negros, que ahora corrían por el borde de la playa, alzó las manos al cielo y cayó de espaldas.
No había tiempo para nada más. El bote embistió contra las olas y avanzó con ritmo sostenido dejando la playa atrás. Un dis- paro o dos más sonaron en la noche, pero las balas cayeron al agua sin producir ningún daño. Se ensanchaba cada vez más la franja de agua entre la playa y el bote, que ondulaba suavemente, bailando a la luz de la luna. Unos cuantos perseguidores se internaron en las aguas, gritando y con los puños en alto, pero ya casi no se los oía.
Elene se volvió hacia la proa del bote. Aunque aferrada con ambas manos al banco de remeras donde estaba sentada, prestó toda su atención a la goleta que los aguardaba más adelante. Pin- tada de gris oscuro, lucía una ancha lista blanca circundándola debajo del bauprés. Parecía tener la figura tallada de una mujer con una túnica suelta y ondulante como mascarón de proa. Las letras negras grabadas sobre la lista blanca bajo la luz de la luna indica- ban su nombre, el Sea Spirit.
Una escala de cuerdas colgaba en una banda. Se veía un grupo de gente reunida alrededor de la cubierta. Habían estado alentándolos con sus gritos, aunque con la distancia y el viento sobre el agua, Elene había creído que eran los chillidos de alguna clase de pájaros marinos. Algunos eXtendieron los brazos para ayu- dar a subir a Elene cuando llegó al tope de la oscilante escala. Ella aceptó agradecida la ayuda de todos, aunque se volvió de inmediato
para mirar a Devota, que no se mostraba muy feliz por el ascenso peligroso.
En un momento, todos estuvieron sobre la cubierta. Se impartieron órdenes para subir el bote a bordo. Un hombre dio un paso al frente para estrechar la mano de Ryan y congratularlo, un hombre con oscuro cabello crespo y ojos risueños a quien Ryan llamó Jean, pero presentó como el capitán del barco. Los otros se arremolinaron alrededor de ellos, hombres y mujeres en lo que parecían trajes de etiqueta, todos ellos lanzando exclamaciones, riendo de excitación, formulando preguntas a voz en cuello.
Súbitamente, Elene se sintió tan agotada que apenas podía ver. Los músculos de sus piernas estaban temblando con dolorosos espasmos. Temerosa de caer al suelo, se tomó del brazo de Ryan. Ella miró y al sentir los dedos temblorosos deslizó un brazo alrededor de la cintura de la joven y la atrajo contra él.
- Bajemos - dijo él. El camino se despejó milagrosamente para ellos. Los otros marcharon en tropel delante de ellos, agachándose al cruzar por los vanos de las puertas, pasando por encima de los altos umbrales hasta que llegaron a lo que parecía un saloncito de descanso para la tripulación o el comedor de los oficiales. Los hombres recogieron los vasos con bebida que habían dejado aquí y allá. Las mujeres reanudaron sus bordados y costuras o la lectura de un libro. Sin embargo, todos esperaban ansiosos cuando Ryan y Elene entraron, como si solo hubiesen estado aguardando con curiosidad conocer al famoso corsario, Bayard, el hombre que indudablemente era el anfitrión.
De dónde había salido toda esta gente, se preguntó Elene aturdida por el cansancio, mientras los examinaba a la luz de un par de lámparas que se columpiaban en soportes de brújula colgados de las paredes laterales. Tenían el aspecto, en la ropa y los semblantes pálidos y cetrinos, de gente de la isla, aunque no parecía probable que un corsario transportara pasajeros.
Al mismo tiempo que el vislumbre de una respuesta empe- zaba a formarse, un hombre salió de entre el grupo y se adelantó unos pasos. De mediana estatura, arrogante aun con un tajo rojo que le cruzaba la mejilla y con su traje blanco arrugado y manchado, se acercó a Elene con las manos tendidas, seguro de ser recibido con agrado.
- Elene, mi amor, mi novia - exclamó Durant Gambier con gran placer -. Creía que te había perdido, pero no. Por la gracia de le bon Dieu has regresado a mí.
6
- Por la gracia, más bien, de Ryan Bayard -lo contradijo Elene con bríos, luego vio que su novio se paraba en seco mientras se desvanecía su sonrisa.
De dónde habían salido esas palabras era una incógnita para ella misma. Tuvo un vago presentimiento de que a la larga podrían resultar peligrosas, pero eso no la amilanó. Su único propósito había sido impedir que Durant la tomara entre sus brazos e hiciera valer su derecho sobre ella una vez más. La protección de R yan y su apoyo habían sido dos elementos demasiado obvios para ser ignorados y, si usarlos le traía algunas consecuencias desagradables, ella las enfrentaría más adelante.
Siguió un silencio preñado de avidez y ansiedad, como si el pequeño drama que se estaba representando fuera una oportuna distracción de problemas de los cuales todos los allí reunidos prefe- rirían escapar.
La ira contenida empezaba a teñir de rojo la cara de Durant. Con los brazos en jarra clavó la mirada ceñuda e incrédula en el brazo de Ryan que rodeaba la cintura de Elene antes de alzarla al rostro del corsario. Ryan se la devolvió con un esbozo de sonrisa curvá.ndole los labios y una ceja arqueada en gesto inquisitivo.
Detrás de ellos, el capitán del barco ingresó al saloncito esquivando a Devota, quien se encontraba a la expectativa a un paso de la puerta. Dio la sensación de que deseaba preguntarle algo a Ryan, pero al ver la rígida confrontación que estaba teniendo lugar, hesitó. R yan se volvió hacia él: - Dime, Jean - dijo en tono coloquial-, ¿quiénes son todas estas personas?
El capitán se mostró más incómodo que un niño pescado en falta. - Refugiados, Ryan, personas que están tratando de escapar de Santo Domingo. Llegaron en pequeños botes... algunos ayer a la noche, otros hace dos noches... siempre que nos acercábamos a tie- rra. No podía rechazarlos.
-No, supongo que no podías hacerla. -Ryan se volvió al grupo. - Disculpadme, damas y caballeros, pero mademoiselle Larpent y yo hemos pasado pór un momento muy difícil. Nos pre- sentaremos en la forma apropiada más tarde, pero por el momento solo deseamos un baño, comida y un lugar donde apoyar nuestras cabezas. ¿Nos disculpan ustedes?
- Un momento... - empezó Durant. - Luego. - Hubo un chirrido de acero en esa única palabra. Una mujer se adelantó y posó la mano en el brazo de Durant. Se movió con aplomo y donaire inconscientes, como si esperara que todas las miradas estuvieran fijas en ella. No era bella en el sentido clásico: su cabello era de un tono castaño rojiw que era improbable que fuera natural, su tez pálida y algo cetrina y sus facciones provocativas. Sin embargo, cuando habló, su voz tenía una modulación tan encantadora, un timbre tan sonoro y sensual, que resultaba una mujer fascinante.
- Querido Durant - dijo la mujer -, déjalos partir si es que tienes un poco de bondad en tu corazón. Solo recuerda lo desespe- rados que estábamos nosotros mismos por comida y descanso no hace mucho tiempo.
Ryan saludó a la mujer pelirroja con una inclinación de cabeza, luego empezó a caminar con Elene a su lado hacia la puerta del otro lado del salón.
El capitán del barco se aclaró la voz antes de llamarlo. - Ryan, ¿cuál es nuestro destino?
- Nueva Orleáns - respondió él por encima del hombro. y
añadió con sutil ironía -, y a toda la velocidad posible, si puedes
ingeniártelas para lograr la. No creo que el comité que nos despidió tenga un bote a mano, pero no sería mala idea ponemos en camino cuanto antes, por si acaso.
La cabina más amplia disponible a bordo de una goleta era, por tradición, destinada al propietario del barco. Lo .cual no era decir mucho. Esta contenía una litera bastante ancha con un- baúl marinero al pie, contra una pared se veía una mesa de hojas plega- dizas con dos sillas de respaldo recto a los lados y un lavabo con una palangana de porcelana hundida en el tablero. Cuando llegó la bañera apenas si había espacio suficiente en el centro de la cabina para colocarla.
La bañera, de fabricación inglesa, era de hojalata pintada y a Elene le pareció poco más grande que una botita de lana para bebés. El bañista debía trepar al interior por la cabecera y sentarse con las piernas extendidas hacia el pie cubierto. La mayor ventaja de esta costumbre a bordo era que el agua jamás podía salpicar el piso. Además, requería muy poco de ese fluido precioso para lle- narla y cuando uno entraba, el agua subía hasta los hombros para un suntuoso remojón.
Elene lavó la mugre acumulada sobre su piel y en el cabello y luego se sentó durante largo tiempo, dejando que el miedo y el cansancio severamente reprimidos hasta ahora se escurrieran de sus huesos. Se negó a ordenar sus pensamientos, dejando que la mente vagara libremente. Ryan había vuelto a salir después de ordenar el baño y la comida, pensó, para darle privacidad. Era una actitud muy considerada de su parte.
El movimiento del barco cambió, subiendo y bajando en forma más pronunciada. No solo se estaban moviendo, ya habían dejado el amparo de la bahía protectora al borde de la playa donde el barco había estado anclado. Ya estaban camino de Nueva Orleáns.
Qué increíble era todo esto. Quién hubiera soñado hacía una semana que ella estaría esta noche en este barco, despojada de todas sus pertenencias y con el mundo que había conocido hasta ahora desplomándose a sus espaldas.
Excepto Durant.
Solo por un brevísimo instante cuando lo había visto - el novio que su padre le había elegido- él había representado todo lo que era normal, correcto y ordenado. Le había parecido que debía ir hacia él, que no podía hacer otra cosa. Entonces, algo se había rebelado en su interior. Ya nada era como había sido. Nada la obli- gaba ahora a actuar de otra manera que no fuera la que le indica- ran sus propios deseos, sus propias necesidades. Ni lo haría.
No estaba segura de dónde dejaba eso a Durant. Debía obli- garIo a comprender que no podían reanudar la relación donde había quedado trunca. No permitiría que la forzaran a un matrimo- nio que no deseaba. Por ahora necesitaba tiempo para reacomodar su vida y ver qué le ofrecería el futuro impuesto por el destino; tiempo para pensar, para planear, para descubrir lo que deseaba y necesitaba realmente.
Qué ironía que Durant estuviera precisamente a bordo del barco de Ryan. Había ocurrido porque el Sea Spirit era uno de los pocos barcos cerca de Santo Domingo en estos tiempos de revuel- tas, cuando el tráfico marítimo estaba prácticamente paralizado.
Sin embargo, ella hubiera deseado que él hubiese elegido otro barco, cualquier otra embarcación, para que lo llevara lejos de la isla. Si se hubiese reencontrado con él después de varias semanas de vivir en Nueva Orleáns, cuando estos últimos días terribles se hubiesen convertido en un mal recuerdo nada más, ella se habría sentido mejor dispuesta a tratarlo, podría haber tenido alguna idea más clara de qué hacer o decir, Como estaban las cosas, tendría que depender de la suerte y de su instinto.
Aún estaba en la bañera cuando se oyó un golpe a la puerta. Devota acababa de salir de la cabina para averiguar por qué tar- daba tanto en llegar la comida. Elene se incorporó con bastante dificultad y tomó la toalla turca a rayas. Envolviéndola alrededor de su cuerpo, salió de la bañera y se dirigió a la puerta.
- ¿Quién es? - Hermine Bizet. Tengo algunas cosas para ti, ya que entiendo que no pudiste traer ninguna ropa propia y somos casi de la misma talla.
Era la voz seductora e inconfundible de la mujer de cabellos rojos. Elene abrió la puerta. - Eres muy amable, pero no desearía privarte de lo que has podido salvar.
- Ni pienses en ello - dijo la mujer con una sonrisa soca- rrona -. La gente de teatro está acostumbrada a partir de impro- viso de cualquier lugar. Siempre estamos listos y con las maletas empacadas.
- ¿Eres actriz? - Ese debía ser el secreto de la intrigante característica de su voz.
- No eres una de mis recientes admiradoras, por lo que veo. Estoy con Morven Ghent. - Hizo una pausa, expectante.
-Oh, sí -respondió Elene. Había oído diversos comentarios sobre las actuaciones del melancólico trágico inglés de ese nombre dadas en Puerto Príncipe la semana anterior a la de su boda. Elene había estado demasiado ocupada con los últimos preparativos de su ajuar de novia para pensar en asistir al teatro.
.-Todos recuerdan a Morven, particularmente las damas - comentó Hermine con una mueca burlona - . Bien, no te retendré de pie en la puerta o tendremos a todos los marineros del barco aquí, esperando poder echarte un vistazo. Te veré en la mañana.
Hermine metió un atado de ropa debajo del brazo de Elene que no sostenía la toalla, luego le sonrió cálidamente y se alejó.
- Gracias -le gritó Elene antes de que desapareciera de su ~sta.
La actriz la saludó con la mano y continuó su camino. Cuando hubo abierto el atado, descubrió que contenía un
camisón, también un par de medias, zapatillas de fma cabritilla ata- das con cintas y un vestido de día de popelina tostada con adornos de trencillas verdes y doradas. Qué observadora era la actriz al haber advertido sus zapatos arruinados, aunque, pensándolo bien, las huellas de sangre que había dejado en el suelo por las heridas de los pies debían haber sido difíciles de pasar por alto. Por ahora no le resultaba penoso caminar, pero sería peor en la mañana, cuando comenzaran a cicatrizar las heridas. Las nuevas zapatillas le brindarían más protección.
Elene arrojó la toalla sobre el pie de la bañera y se puso el camisón. Era un modelo sencillo, de muselina con pequeños volantes como mangas y canesú redondeado, ribeteado con un deli- cado galón desde donde partía toda la amplitud de la falda que caía hasta el suelo. Sin embargo, parecía que le faltaba una cinta para mantenerlo cerrado ya que la delantera quedaba completamente abierta casi hasta el ombligo de Elene.
La joven alzó la cabeza cuando se abrió la puerta y entró Devota con una bandeja cubierta por una servilleta. - Mira lo que me ha traído la mujer de la bella voz.
- ¿La actriz? -¿Ya lo sabías? Pensé que tendría algo para contarte. - Devota tenía una habilidad especial para recoger información. Jamás formulaba una pregunta directa, pero prestaba mucha atención a todo lo que se decía.
- Hay dos actrices - respondió Devota -, y un actor extemadamente vanidoso. También hay un hacendado, asombrosamente gordo, y su hija que es más flaca que una estaca, acompañados de una mulata clara que es la doncella de la joven. También tenemos un funcionario subalterno y su esposa, una mujer con una lengua tan ponzoñosa como la de una víbora. Y también está Serephine.
La mirada de Elene se clavó en los ojos de su doncella durante largos segundos. Serephine era la concubina de Du- rant, una mulata con un octavo de sangre negra en sus venas, bonita en su estilo lánguido y despreocupado. Era una situación que se había mantenido durante casi quince años. Sere- phine había sido comprada por el padre de Durant para su hijo - cuando él tenía dieciséis años y la chica no más de quince. Ella se había instalado en la casa ya que la madre de Durant había muerto y no podía protestar, y había asumido las funciones de ama de llaves y algunas veces de anfitriona, en las reuniones de hombres solos que organizaban padre e hijo, aunque no cuando había damas presentes. Serephine y Durant tenían un hijo que estaba siendo educado en Francia.
- El no podía dejarla abandonada - dijo Elene -. De todos modos, no Importa. - ¿Estás resuelta a no casar te con Durant? Elene se encogió de hombros, irritada. -No me interesa casarme con nadie.
- Entonces, todo está bien. Devota tenía razón. Todo estaba muy bien. Elene se había preguntado a menudo, antes de la boda, qué iría a hacer con Serephine. Había estado convencida de que Durant no pensaba dejarla de lado. Nunca habían conversado sobre el particulat; era una situación que la mayoría de las mujeres blancas rehusaba reco- nocer y mucho menos discutir abiertamente. Siempre habría exis- tido la posibilidad de que Durant esperara que ambas vivieran bajo el mismo techo, cosa que ella jamás habría aceptado. La batalla de voluntades habría sido muy desagradable. Careciendo de poder real, ya que no habría existido verdadero afecto entre Durant y ella, Elene sabía que habría sido reducida a hostigar a Serephine hasta que ella se sintiera feliz de mudarse a otra vivienda. No habría sido una perspectiva muy grata para ella.
Devota estaba sirviendo la mesa con la comida que había traído. Las porciones de jamón y judías, pan y pastel de frutas eran más que adecuadas para dos. Elene preguntó: -¿Vendrá Ryan a comer?
- Dijo que no lo esperaras, que comería algo en la cabina del capitán. El capitán lean lo retuvo con algunas preguntas, creo.
- Entonces, siéntate y cuéntame mientras comemos todo lo que has averiguado acerca de los demás.
Pero Devota, como siempre, se negó a salir de lo que ella consideraba era su lugar. - Olvidas que yo sí cené aunque tú no lo hicieras. Lavaré tu ropa interior en la bañera mientras hablo. Así estarán limpias y secas para ti en la mañana.
Cuando Elene terminó de cenar le pesaban tanto los párpados que apenas podía mantenerlos abiertos. Quería ayudar a Devota a retirar la bañera de la cabina y luego ordenar la, pero no parecía encontrar las fuerzas para hacerlo. Ninguna cama antes le había parecido tan tentadora como la litera contra la pared con sus sábanas limpias y bien dobladas. Lo único que la detenía era no saber si esa cama era para ella. Nadie había mencionado otro lugar, pero si se apropiaba de la cama de Ryan, ¿dónde dormiría él?
- ¿Crees - preguntó a Devota luego de considerar el tema largo rato debido a su turbación - que debo dormir aquí?
Devota la miró. - Yo diría que sí.
- ¿Qué me dices de ti? La litera no es muy ancha, pero hay lugar para dos si dormimos muy juntas.
-Ya me han asignado un lugar, no te preocupes. -El tono era cariñoso y un tanto divertido.- Vete a la cama ahora. Yo apa- garé la luz.
- ¿Qué me dices... - Elene calló y bostezó antes de conti- nuar - ... de Ryan?
~ Devota aguardaba junto a la lámpara de aceite de ballena
que colgaba del balancín para apagarla. En una mano llevaba las prendas de interior mojadas de Elene, bien retorcidas pero gotean- do aún. Seguramente las tendería en alguna parte, cerca de una escotilla, o hasta en la cubierta donde el viento marino podría agitarlas hasta secarlas. Devota estaba siempre ocupada, siem- pre pensando en la comodidad de Elene, siempre... devota. Elene se puso de pie apoyando las manos sobre la mesa. Vaciló un momento mirando largamente el rostro moreno y familiar de su doncella, su tía también, quien, a los treinta y cuatro años no era mucho mayor que ella misma. Por fin, le habló. - ¿Me dirías algo, Devota?
-Cualquier cosa, chere. - Sin querer escuché algo en la casa de Favier. ¿Es verdad que tú... fuiste a la cama con ese hombre por mi bien?
Devota frunció los labios y sus ojos adquirieron un brillo - socarrón. - ¿Tiene que haber sido por tu bien?
- ¿Qué quieres decir? , - Yo soy una mujer, él es un hombre. Nos vimos obligados a - estar juntos. Estas cosas pasan.
Devota no era una persona simple; era perfectamente capaz de estar diciendo una mentira para tranquilizar a Elene. - El no debe de haber sido muy hombre. Tú fuiste quien debió hacerle señas al barco.
- Ah, bueno, al menos éramos dos de la misma clase. No sucede con frecuencia.
Dos de la misma clase. Devota quería decir que los dos eran mulatos, con mezcla de sangres, ni blancos ni negros. Ese conoci- miento yacía en los límpidos ojos color café de la doncella, como un débil resplandor de desconsolada amargura que se desvanecíá"
lentamente. A Elene se le encogió el corazón. - No fue mi intención fisgonear.
-Es tu derecho, chere.
- No, no realmente.
Devota meneo la cabeza. - Te preocupas demasiado. Aquí tienes, ya casi me olvidaba de esto.
La doncella metió la mano en el bolsillo del delantal y sacó una botellita de vidrio. Dando un paso hacia Elene, se la entregó, luego retornó alIado de la lámpara.
Elene miró la botellita y sus dedos se crisparon. Era la bote- lla color jade con el perfume que Devota había preparado para ella. La doncella debió haberla llevado en el bolsillo todo ese tiempo. Elene se sentía reacia a usarlo, pero Devota se había tomado tanto trabajo para salvarla que le resultaba odioso negarse. Solo usaría unas gotas, nada más que unas gotas.
Destapó la botella y vertió rápidamente unas gotitas en las curvas de los codos, en el hueco de la garganta y entre los pechos. De inmediato la misteriosa fragancia, provocadora de vertiginosas sensaciones, la rodeó por completo. Volvió a taparla y dejó la bote- lla sobre la mesa.
- Exquisito - dijo ella forzando una sonrisa al tiempo que se dirigía a la cama y se sentaba -. Buenas noches.
- Buenas noches -la saludó Devota. La lámpara hizo un ruido sordo al apagarse, la puerta se cerró y Elene se acostó con los ojos cerrados.
Despertó lentamente. Una tibia luminosidad había turbado su sueño. La examinó a través de los párpados apenas entreabier- tos, extrañada y maravillada a la vez. Era la luz del sol, derramán- dose a raudales en la cabina, resplandeciente de vida, danzando en el brillo de los reflejos del agua sobre el techo y las paredes. Bellí- simo. Le pareció que hacía siglos que no lo veía. Jamás lo había apreciado en todo su valor hasta ese momento.
En alguna parte detrás de ella, quizás encima de la litera, debía estar abierta una portilla. El cálido hálito de la brisa del mar agitó su pelo y sacudió levemente los pliegues de la sábana que la cubría. Podía oír el golpe rítmico de las olas y el ruido silbante de la quilla cortando el agua. Las notas de adorno para estos sonidos regulares eran el zumbido del viento en los cordajes muy por encima de su cabeza, los ocasionales chasquidos secos de alguna vela suelta y los crujidos de las tablas del casco cuando el barco subía y bajaba. Ese movimiento era sedante y tan soporífero que si cerraba los ojos seguramente volvería a dormirse.
y lo haría si no fuera porque había algo en la posición de su cuerpo en la litera que la molestaba. La almohada donde apoyaba la cabeza era demasiado sólida y caliente para ser la misma de la noche anterior. Más aún, sentía, debajo de donde reposaba su mano, una vibración regular exactamente igual a los latidos de un corazón.
Eran los latidos de un corazón.
El hecho no debía haberla sorprendido ya que había des- pertado en la misma posición de los últimos dos o tres días. Su brazo izquierdo, sobre el que se hallaba acostada, estaba entume- cido y, sin embargo, no se sentía incómoda. Hasta le brindaba una inesperada sensación de seguridad. Los músculos que sentía debajo de la mejilla y de los dedos, aunque relajados en el sueño transmitían una sensación de energía en reposo y el muslo sobre el que apoyaba su rodilla doblada la sostenía sin esfuerzo.
Alzó las pestañas lentamente. El pecho de Ryan estaba des- nudo y la sábana cubría la piel bronceada apenas por encima de la cintura. Sobre él se rizaba un vello oscuro y suave que se armaba hasta formar una línea que desaparecía debajo de la sábana. Vio latir su pulso en el hueco de la garganta por una vena que subía a través de la lisa columna del cuello hasta el mentón. Una barba incipiente sombreaba apenas la quijada y las mejillas; en algún momento, la noche anterior, él había encontrado tiempo no solo para bañarse sino también para afeitar la espesa barba que le había crecido durante los tres días de encierro. La tez era morena y lisa, los huesos bien formados y algo prominentes debajo de los ojos. La nariz, como ya lo había notado ella la primera noche, había sido partida, pero seguía siendo uno de sus rasgos más marcados. Las cejas eran espesas así como también las pestañas. La boca, podero- samente definida, era de labios generosos y pequeñas líneas curvas arrancaban de sus comisuras. También se veían mas arrugas radiando de las comisuras de los ojos, quizá de tanto reír, pero con más seguridad de otear el horizonte sobre las azules aguas del mar bajo un sol radiante. Sus ojos eran 'tan azules como el mar pro- fundo lejos de la playa.
Ella estaba contemplando con una mirada un tanto burlona al tiempo que recogía un mechón dorado caído sobre el hombro de Elene y lo dejaba escurrir entre sus dedos, en brillantes filamentos. El no creía que pudiera olvidar jamás la forma en que ella lo había enfrentado, con el porte de una reina a la luz de la luna, después de ser maltratada y apaleada por ese par de negros brutales que la habían encontrado. Se requería el ejercicio de una rara fortaleza interior para sobreponerse tan de prisa a ese espanto y avenirse luego al encierro que le había seguido. Era sumamente improbable que ella lo hubiese mirado como un hombre en esos momentos.
Ella habló entonces con sumo cuidado. - Si puedes recor- darlo, ¿por qué esta visita matinal? No debe haber sido por curiosi- dad.
- Esta no es una visita, como tú bien sabes, - ¿No lo es?
La boca de Ryan se curvó. -Elene, ma chérie, ¿de veras piensas que después de compartir la cama contigo durante tres noches te dejaría dormir sola ahora?
Ella intentó apartarse de él, pero los brazos la apretaron más contra el cuerpo viril, impidiéndole alejarse. Montando en cólera, ella estalló: - ¡Podrías haberme dado a elegir!
- No creí que apreciarías que te despertara para preguntár-
telo.
- Lo que pensaste fue que si me despertabas yo me negaría.
- y tenía razón, ¿no es verdad? - Se apoyó sobre el codo y contempló las motas plateadas de sus pupilas relumbrar de ira.
- Por supuesto que sí.
- Entonces, ¿no estás contenta de que no lo hiciera?
El susurró las palabras mientras agachaba la cabeza para besarla en 1a boca. Cuando ella estuvo distraída, la mano de Ryan se cerró sobre un seno. La embestida furiosa de sensaciones y la añoranza turbulenta que generó su roce era algo extraño en ese ambiente, y sin embargo, tan penetrante y dulcemente familiar que abrieron una brecha en sus defensas antes de que ella se diera cuenta.
¿Cómo había llegado a estar tan esclavizada por los deseos que él despertaba en ella? No se suponía que debía ser así. El per- fume. Sí, el perfume tenía la culpa, tanto de la presencia de Ryan en su cama como de su propia reacción hacia él. Ninguna otra cosa tenía sentido. Era el perfume.
Oh, pero la causa no importaba. Solo la magia de las suaves caricias, la dulce mezcla de los alientos y el fervor de la unión de los cuerpos, con la tempestad y furia que llevaba a la sangre, tenían razón de ser. El cabeceo del barco hacía un delicioso contrapunto con los movimientos de los cuerpos unidos. La gloria recién nacida del día, dorando sus cuerpos húmedos con la luz solar, añadía una nueva dimensión al acto de amor. Ignorando la hora y las prohibi- ciones mezquinas, se entregaron al júbilo de la esperanza renovada y encontraron no solo dicha sino también beatitud.
Momentos después, tendida boca abajo en la litera con los ojos cerrados y la mejilla contra la sábana arrugada, Elene se puso a cavilar: si todas las cosas fueran así de simples, si las personas pudieran revelarse ante los demás con tanta facilidad como entre- gaban sus cuerpos, qué fácil sería todo. El problema era que se reservaban sus deseos más profundos y sus necesidades más legíti- mas escondiéndolos hasta de sí mismos. Lo sabía porque ella actuaba de ese modo.
El colchón de la litera se quejó cuando Ryan se levantó. Ella
oyó las pisadas sordas de sus pies descalzos sobre el piso dirigién- dose a la mesa, pero antes de que pudiera moverse, él estaba regre- sando. La sábana que le cubría las caderas fue echada a un lado.
Ella rodó de costado, pero él la tomó por los tobillos hacién- dola quedar de nuevo boca abajo. Ella se retorció y le habló por encima del hombro. - ¿Qué estás haciendo?
- Nada todavía, pero voy a hacer algo con tus pies. Quédate quieta.
- ¿Mis pies? ¿Con qué? - El estaba desenroscando la tapa de lo que parecía ser una mezcla ofensiva al olfato. Un olor, muy parecido al del linimento para caballos, flotó en el aire.
- Tenemos un hombre a bordo que estudió los rudimentos curativos con un famoso cirujano en Edimburgo durante seis meses enteros. Los hombres en el castillo de proa lo llaman Doc y él se venga curándoles las heridas de vez en cuando. Como no mata más gente que sus colegas médicos en tierra, ha conseguido cierta reputación. Este ungüento es uno de sus preparados.
Elene se encogió un poco cuando el ungüento tocó la planta del pie. Esperaba un ardor insoportable, pero en cambio, sintió ali- vio. Aunque permanecía inmóvil, Ryan le aferró el tobillo soste- niéndolo fIrmemente, apartado del otro pie. El olor acre flotaba alrededor de ella, era tan fuerte que tapaba hasta el aroma del perfume. Su cuello se estaba poniendo rígido. Volvió a mirar al
frente apoyándose sobre los codos. - ¿Estás seguro de que este
doctor no estudió en un establo? -preguntó, escéptica. -Se sentiría muy insultado. Pero supongo que los músculos y la piel de los caballos deben ser muy parecidos a los de las perso- nas cuando están doloridos.
Puso una rodilla en tierra mientras hablaba. Ahora su visión no tenía ningún obstáculo delante que le impidiera contemplar -el cuerpo totalmente desnudo, pensó Elene con cierta turbación. No movió ni un músculo, no había necesidad de llamar la atención hacia la posición de su cuerpo. Fingiendo una compostura que estaba lejos de sentir, dijo: -Retiro todo lo que dije antes. Me siento mucho mejor, de veras. Gracias.
- Doc se sentirá complacido.
Su voz era suave, demasiado suave y la presión
-Tomándose un bien merecido descanso, me imagino. Además, tiene demasiado tacto como para venir a atenderte tan temprano.
- ¿Sabiendo que estarías aquí, quieres decir?
- Es una mujer inteligente. - Dedicó todos sus cuidados al otro pie.
- Me... me pregunto si los otros se habrán levantado.
- No sabría decirte - respondió él, tajante - . Son extraños. -A ti no te agrada que estén a bordo del barco, ¿verdad? - No tenemos tiempo para agasajar pasajeros. - Podrías haberlos dejado atrás.
- A menos que los arrojara por la borda uno a la vez, no sé cómo. Ch, ya veo. Eso era lo que esperabas de mí. Qué fama debo de haber ganado. A Gambier tampoco le agrado.
- ¿A Durant? Hablaste con él. - Se volvió y lo miró por encima del hombro una vez más.
-Sería más exacto decir que él me habló a mí. Me buscó empecinadamente anoche hasta que me encontró y me exigió una explicación de por qué y cómo daba la casualidad de que yo apare- ciera con su futura esposa.
- ¿Qué le dijiste? - La verdad. -iQué!
- Hasta cierto punto. No vi ninguna razón para satisfacer lo que parecía ser su principal preocupación.
-¿Cuál era?
- Si aún seguías siendo virgen.
Elene dio un respingo y trató de sentarse en la cama, pero Ryan se lo impidió tomándola de los tobillos con fuerza. -Suéltame -exigió ella.
- No hasta que me digas por qué estás tan enfadada.
- ¡Por qué debo estar enfadada! Estoy absolutamente encantada ante la idea de que los dos estuvieran discutiendo mi vir- ginidad. Qué podría ser más halagador.
- Yo no estaba discutiéndola, Gambier lo hacía.
-Bien, debo agradecerte por eso, estoy segura. ¿Te molesta- ría decirme a qué clase de arreglo llegaron en cuanto a mis favores después de esa plática entre caballeros o debo adivinarlo por el hecho de haberte encontrado en mi cama esta mañana? -Tiró unos puntapiés a Ryan furiosa porque la sujetaba, pero sus movi- mientos no surtieron el efecto deseado, ya que él seguía aferrán- dole los tobillos.
Ryan se puso de pie en un solo movimiento elástico y pode- roso y un instante después el peso de todo su cuerpo yacía so- bre el cuerpo frágil y maleable de Elene, la pelvis presionando contra las curvas fIrmes de las caderas, los brazos a ambos lados como los barrotes de una prisión. Al oído, le dijo: - No hu- bo ningún acuerdo. ¿Preferirías que estuviera Gambier aquí ahora?
- Bájate - exclamó ella con los dientes apretados. - Contesta mi pregunta.
La posición que había tomado había sido una equivocación, reconoció Ryan con inflexible dominio sobre sí mismo al sentir los movimientos de Elene para liberarse de su cuerpo y la reacción inmediata en su ingle. Pero no la soltaría hasta que hubiera reci- bido su respuesta. Era de suma importancia para él.
- Te dije cómo me sentía con respecto a mi matrimonio arreglado por nuestros padres. ¿Cómo puedes preguntar tal cosa? ¿O deseas saber la respuesta para halagar tu vanidad?
El rodó de encima del cuerpo de inmediato y quedó tendido alIado de ella sobre la litera. -¿Vanidad? -repitió en tono de dis- gusto.
- ¿Qué más podría ser? ¿Qué más por cierto? Clavó la mirada sobre la mujer ten- dida allí con el cabello desparramado alrededor del cuerpo, que ocultaba y descubría al mismo tiempo el brillo tenue de los hom- bros y los senos, y formaba una reluciente guirnalda alrededor de la cimbreante cintura. Observó la luz clara y límpida de sus ojos gri- ses, olió la fragancia que era parte de ella misma, y su anhelo fue tal que se sintió físicamente enfermo. Le dolió el corazón.
Con deliberación, dijo: - No tengo intenciones de renunciar a ti porque un amanerado plantador de azúcar con un derecho pre- vio salvó su pellejo arrastrándose hasta la cubierta de mi barco. Por otro lado, ayer al anochecer demostraste un gran aprecio por la respetabilidad y yo no desearía ser la causa de que perdieras la oportunidad de recobrarla, ahora que tu novio ha regresado de la tumba.
-Entiendo -respondió ella con un brillo helado y peligroso en los ojos -. Por eso me instalaste en tu cabina y pasaste la noche conmigo, para asegurarte de que Durant supiera que estaría reci- biendo mercadería mancillada. Sin tener que rebajarte a discutir mi virginidad, por supuesto.
- Oh, no - se apresuró a aclarar con firmeza y serenidad -, lo hice porque no podía soportar que fuera de otro modo. Porque sabía que llegaba la mañana y deseaba estar aquí para verte des- nuda a la luz del sol.
Ella contuvo el aliento por la sorpresa y por un agudo dolor súbito como si hubiese recibido una herida dulce y mortal. No lo demostraría. Con la barbilla en alto, respondió:
-¿y ahora que lo has visto? - Ahora, si Durant te desea, tendrá que llevarte de mi lado por la fuerza.
- Me parece que yo soy quien debiera elegir. - Más bien creí que ya lo habías hecho.
- Solo porque no elijo ser recogida por Durant como un paquete extraviado no significa que me interese depender de ti. Aclaraste muy bien que eso no sería algo sensato de mi parte. - Elene se incorporó, con un movimiento brusco echó el cabello a un lado y se cruzó de brazos.
-Tonto de mí. - ¿Qué significa eso? - preguntó ella, recelosa. - Nada. ¿Eres siempre tan irascible antes del desayuno? El rostro de Ryan era una máscara, cortés pero absoluta- mente indescifrable. No ganaría nada más interrogándolo. Era mejor así. No estaba segura de querer saber más, ni siquiera por qué no estaba segura.
Habían perdido la hora del desayuno. Ryan abrió la puerta y llamó a gritos al camarero de a bordo. Ordenó que les trajeran café, pero faltaba tan poco para el almuerzo que decidieron esperar y no pedir nada de comer por ahora. Cuando llegó el café, Ryan lo bebió de prisa, luego se puso la ropa y dejó la cabina. Debió haberse detenido para hablar con Devota ya que unos minutos des- pués la mujer llegó para vestir a Elene.
Cuando por fin Elene se puso de pie ataviada con el vestido de popelina con trencillas oro y verde, con zapatillas en los pies y el cabello prolijamente peinado formando una corona de trenzas sobre la cabeza, se sintió presentable por primera vez en muchos días y también más ella misma. No era vanidosa, pero le disgustaba pensar en su desastrosa apariencia de la noche anterior, con el ves- tido desgarrado y sucio, las zapatillas de raso rotas y cubiertas de lodo, el cabello desordenado y cayendo por la espalda en una masa enmarañada y las oscuras ojeras de cansancio. Tal vez podría redi- mirse, en parte al menos, con la pulcritud que lucía hoy. No olvida- ría que era a la actriz Hermine a quien debía esta oportunidad.
Había temido que Ryan la dejara entrar sola al salón para presentarse a los demás. Era perfectamente capaz de hacerla, pero después. de la maniobra de Ryan con la cabina, haciendo ostenta- ción de la relación que los unía, no veía por qué debía enfrentarse a todos sin su apoyo.
Np tendría que haberse preocupado. Ryan apareció con las campanadas que anunciaban el mediodía y el cambio de guardia. El la observó atentamente, luego meneó la cabeza.
- Me gustaba más tu atuendo de esta mañana - declaró.
- Pero no tenía... - empezó ella y calló al comprender su intención.
- Precisamente - murmuró él. Le tomó una mano y la pasó por debajo de su brazo admirando el rubor que ahora remplazaba la palidez que había tenido el rostro de la joven -. ¿Nos vamos ya?
Una vez más todos estaban aguardándolos. Al entrar Elene y Ryan al salón, los caballeros se pusieron de pie y las damas los miraron con descarada curiosidad. Una joven, la delgada hija del hacendado, soltó una risita nerviosa. Durant, apoyado perezosa- mente en la pared, miró a ambos con ojos relampagueantes y negros de ira. Sin embargo, fue el actor Morven Ghent quien habló adelantándose con una copa de líquido ambarino en una mano y la cara de hermosas facciones melancólicas, enrojecida.
- Qué honrados estamos - dijo en tonos sonoros, aunque un tanto deslucidos por el licor -. Cuánta es nuestra dicha. ¡El sabor de la comida que tenemos ante nosotros no puede ser sino realzado por la compañía de nuestro anfitrión, el corsario Bayard y su bellí- sima y rubia querida!
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- Morven - gritó Hermine -, por amor de Dios, cuida tus modales.
Ella miró manteniendo su pose histriónica con una sonrisa de disculpa. - ¿Acaso dije algo fuera de lugar? ¿Debo disculparme?
- ¡En el acto!
- - Habla mi regañona mujer y yo debo obedecer o recibir diversos castigos embarazosos para mi dignidad. -Se volvió a Ryan e hizo una graciosa reverencia. - Os suplico que tú y tu dama paséis por alto el desliz. O faltando esa magnanimidad, si te place, aguar- daré tus padrinos con la debida humildad.
Ryan miró al hombre con aprecio. -Si deseas complacerme, Morven, ahorrarás tu actuación para el escenario.
- Aguafiestas - dijo el actor -. Las damas estaban esperando ver nuestra sangre derramada en el suelo ante ellas. ¿Les negarás ese placer?
- Me apena, de veras, hacerlo pero no quiero oír los chilli- dos que darías si yo llegara siquiera a rozarte un brazo, sin mencio- nar los soliloquios de moribundo que nos obligarías a escuchar.
- ¿Qué quieres insinuar? Yo soy el hombre más valiente del mundo.
- Eres un gran farsante, como todos los actores.
Morven exhaló un melancólico suspiro. - Puede que tengas razón, pero ¿cómo podemos estar seguros si tú no me complaces?
-Oh, lo haré bien pronto -dijo Ryan suavemente-, la próxima vez que difames a la dama.
Las expresivas cejas del actor se elevaron más. - ¿Así que así están las cosas? Estoy bajo aviso. - Se volvió a Elene. - También estoy arrepentido. Sinceramente lo estoy.
Por el tono bromista de la plática entre los dos hombres era evidente que se conocían. También era evidente que Morven Ghent estaba en lo cierto, pues más de una de las mujeres presentes pare- cían decepcionadas de que los dos hombres no se batieran a duelo. Por un instante, Elene había estado lista a herir ella misma al actor, pero fue antes de haber visto el brillo endiablado en sus ojos ver- des. En cuanto a sus provocaciones sarcásticas, suponía que era una actitud que debía aprender a aceptar.
Morven Ghent era provocativamente guapo en su estilo moreno y romántico. El pelo tenía la negrura del ébano y era tan fmo como el de una mujer, las facciones eran clásicamente puras y su porte elegante. Su único defecto era que tenía conciencia de su buena apariencia y disfrutaba enormemente del efecto que causaba.
Elene le extendi6la mano. - ¿M'sieur Ghent, presumo? :~ - A su servicio, bella dama. ¿Puedo suponer que está tan ~~ recobrada de su penosa experiencia como indica su apariencia?
Creo que todas las damas deberían desear peligros semejantes si ,~
van a dejarlas tan adorables como a usted. ~ Elene sabía que los cumplidos floridos estaban de moda en algunos círculos, una cortesía vacía, sin sentido. Aun así, era muy agradable oírlos. - Es usted demasiado generoso.
Una matrona rolliza sentada alIado de ellos habló con juicioso candor. -M'sieur Ghent ha estado haciendo lo imposible, .
para levantar el ánimo de las damas con sus cumplidos, tan amable "
de su parte cuando no lucimos en nuestro mejor estado. La verdad es, chere, que se ve bastante agotada. Venga y cuéntenos su terrible
experIencIa.
Morven Ghent se corrió a un lado. - Permítame presentar a :... madame Fran~oise Tusard, esposa de un miembro de los círculos -oficiales de la isla que estamos dejando atrás, aunque su posición se me ha olvidado.
- El es, o era, auxiliar del comisionado - dijo la dama; su
cara grande y manchada mostró irritación por la referencia desdeñosa. Tenía protuberantes ojos de un azul opaco, nariz ancha con la punta bulbosa, boca pequeña de labios finos y apretados y cabello' ralo que estaba encaneciendo sin atractivo. Su traje de muselina cereza con motas negras sobre una camisa opaca estaba bastante gastado, pero aún a la última moda. Tenía las manos cubiertas por manchados guantes de seda del mismo color del traje, como para mantener las apariencias aun en medio del caos.
- Madame - dijo Elene, cortés. - Este caballero detrás de mí es mi esposo, m'sieur Claude Tusard - dijo la esposa del auxiliar del comisionado indicando a un hombre gordinflón y bigotudo con pantalones cortos, chaqueta y chaleco completamente ajados y una camisa, cuyo cuello alto le habría dificultado volver la cabeza de no haber estado tan arru- gado. El caballero brindó a Elene una larga mirada valorativa y una inclinación de cabeza. Antes de que ella pudiera hacer algo más que una cortesía, la esposa continuó: - Siéntese, por favor y cuén- tenos todo.
- No, no - exclamó Morven -, usted no debe monopolizar a la dama.
Madame Tusard pareció hincharse. - ¿Ese, debo entender, es su privilegio?
- ¿Cómo puede sugerir semejante cosa con nuestro anfitrión tan cerca? ¿Está ansiosa de ver el color de mi sangre después de todo? Es, simplemente, que hay otras personas a quienes ella, lo mismo que Bayard, aún no conocen.
A Elene le pareció estar presenciando una de esas pequeñas luchas por el dominio de la atención general que tienen lugar siem- pre que se reúne un grupo de personas. Morven Ghent tenía una inclinación natural a ocupar el centro del escenario sin considerar la ocasión, mientras que madame Tusard parecía ser una mujer mandona acostumbrada a contar con la posición de su esposo para subir en la escala social. Por el momento, sin embargo, la esposa del funcionario fue vencida por un mejor estratega.
Elene, con Morven a un lado y Ryan al otro, fue debida- mente presentada. Primero estaba el tercer micmbro de la compa- ñía viajera de actores, una mujer joven de Martinica que se hacía llamar Josephine Jocelyn y afectaba el aire ardiente y apasionado de la esposa de Napoleón, de quien, sin duda, había tomado su nombre artístico. Retorciendo un rizo oscuro mientras se repanti- gaba en la silla, coqueteó con las pestañas y frunció los labios car- nosos en dirección a Ryan, pasando por alto a Elene. - Ellos me llaman J osie -le dijo - . A mí no me incomodaría si usted hiciera lo mismo.
La siguiente joven, Flora Mazent, no podía haber sido más diferente. Era tan tímida que apenas si levantaba la cabeza y su tez cetrina surcada de finas venas azules se sonrojó intensamente cuando ella se encontró siendo el centro de la atención. Las pesta- ñas y cejas eran tan finas que eran prácticamente inexistentes, y su figura esmirriada y sin pechos. Saludó con un hilo de voz y una mirada fugaz de ojos color avellana demasiado juntos.
- Levanta la voz, Flora - le recomendó su padre que estaba cerca, pero su tono era de cansancio, como si supiera que no sería obedecido.
M'sieur Mazent era viudo, segón parecía, un hombre gordo vestido de gris con cabello que iba raleando y el hábito de estar de pie con una mano sobre su abdomen. Había sido dueño de una plantación, pero, como Elene y su padre, había perdido todo en los incendios y saqueos. Tenía otras propiedades y bienes en Louisiana, comentó, por lo que no estaba enteramente arruinado.
- Ahora que han terminado las presentaciones - dijo madame Tusard en la primera pausa-, quizá podamos comer. Veo que han traído la comida y aquí llega el capitán a reunirse con nosotros.
En total eran once a la mesa, seis hombres y cinco mujeres, quienes tomaron los lugares a su antojo alrededor de tres mesas, ya que no se había dispuesto ningún orden especial. Ryan y Elene estaban con Morven y Hermine. El capitán del barco estaba sen- tado junto a Josephine compartiendo la mesa con m'sieur Mazent y su hija Flora, mientras a Durant le tocó la compañía de m'sieur y madame Tusard. Sin embargo, las mesas estaban tan cerca unas de otras en ese salón que no hubo dificultad ninguna para que todos participaran de la plática comÚn.
El menú era sencillo, un nutritivo y sabroso guisado de pescados y mariscos, o gumbo en el dialecto de Louisiana, rico en camarones y salchichas, servido sobre arroz. Un camarero atendió a todas sus necesidades, sirviendo con un cucharón el gumbo que sacaba de un caldero llevado por el asa, luego retornó con una botella de vino y una panera rebosante de panecillos crocantes para cada mesa. Luego de esto se marchó, dejándolos disfrutar de la comida a sus anchas.
Elene se preguntó dónde estaría comiendo Devota. Al inte- rrogar a Ryan, este le informó que la doncella estaba almorzando con la. doncella de la joven Mazent, en un cuartito junto a la cocina. La concubina de Durant, Serephine, tampoco estaba presente en el comedor. Era dudoso que le interesara comer con los sirvientes, empero, con toda seguridad madame Tusard opondría serios repa- ros si la manceba de Durant intentara tomar asiento en la silla vacía a su mesa. Un lugar tan estrecho como ese barco era el sitio ideal para crear problemas en esas relaciones donde la mujer no pertenecía ni a un mundo ni al otro. Era probable que Serephine estuviera comiendo sola en cualquier sitio que le hubiesen encon- trado.
No todos eran tan afortunados de tener una cabina como la
que Elene compartía con Ryan. Devota le había contado que las otras mujeres estaban amontonadas en dos cuartos, mientras los hombres se alojaban por las noches con la tripulación. El capitán Jean se había visto en serias dificultades para impedir que madame Tusard se enterara de las comodidades que gozaba la cabina del propietario del barco. Había temido que intentara requisarla para ella y su esposo.
La conversación en la mesa de Ryan era animada y bulli- ciosa. Hermine la alegraba con sus agudezas y humoradas. Su sen- tido del ridículo era agudo y no perdonaba a nadie, especialmente a ella misma. Trataba a Morven con tanta familiaridad que pronto fue evidente que entre ellos había algo más que un mero amor al teatro. Con todo, Morven no vaciló en rendir culto y galanteos extravagantes a Elene, con guiños y suspiros lánguidos siempre que la atención de R yan estaba en otra parte.
Hermine, al advertir la mirada rápida y ceñuda de Elene dirigida al actor, soltó una sonora carcajada. - El truco es- tá en aprender a hacer caso omiso de Morven. No es que no sea sincero, es que no tiene control cuando de mujeres se trata, especialmente con aquellas que sabe que no puede te- ner.
Morven se volvió a ella con una expresión dolida en el ros- tro. - Angel, ¿cómo puedes?
- Fácilmente, ya que es la verdad. Pensé que era mejor advertir a Elene, mi amor, para que no recibas una bofetada en el rostro tan pronto. .
Morven meneó la cabeza y volvió una mirada llena de senti- miento a Elene. - Es una zorra celosa.
- ¿Lo es? - Elene no pudo menos que reír ante esa tontería. - No sé por qué la soporto.
- Supongo que es a la inversa. -¿Et tu, Brote? ¿Se unirá a mis enemigos para ridiculi- zarme?
- Las mujeres son tan despiadadas - se lamentó Elene con
él- . No podemos remediarlo.
-Odio a las mujeres listas.
- Oh, caramba, he perdido mi reputación para siempre. - Efectivamente.
- Suponga que le prometo ir a ver su actuación en Nueva Orleáns... ¿puedo esperar que esté actuando allí?
. - ¡Pero, desde luego! En ese caso, la amaré locamente y para siempre.
- Lista en verdad - dijo Hermine.
Fue Ryan quien contestó. - Esperemos que sea así. Elene, creo que madame Tusard está tratando de atraer tu atención.
La esposa del funcionario se inclinaba a través del espacio entre las mesas. - Mademoiselle Larpent, creo recordar haber oído que la casa de su padre fue la primera en ser incendiada hace unos días. Me preguntaba cómo sobrevivió usted hasta anoche.
La pregunta de la mujer podría haber estado dirigida a Elene, pero su mirada suspicaz iba de Ryan a Elene una y otra vez.
Elene forzó una sonrisa. .:.. Yo no habría sobrevivido en absoluto a
no ser por mi doncella. Después de un tiempo, fuimos lo suficien- temente afortunadas para encontrar a alguien que nos acogiera en su casa.
- Afortunadas por cierto. ¿Quién puede haber sido? Elene se lo dijo.
-¿Un conocido de usted, m'sieur Bayard, tengo entendido? - Da la casualidad que sí.
- Uno llega a la conclusión de que este Favier debe haberlos ocultado a ambos. - Los ojos de Fran~ise Tusard eran ávidos y apretaba tanto la cuchara que las puntas de sus dedos estaban blan- cos.
- Sí - convino Elene e intentó cambiar de tema -, pero,
¿qué hay respecto a usted y su esposo?
- Es demasiado espantoso de contar. Nos escondimos durante horas en barriles de sal vacíos en un cobertizo de acopio. Yo estaba segura de que me sofocaría, pero los salvajes se fueron a incendiar y saquear en otro lugar, gracias a Dios. ¿No es verdad, Claude?
- Sí, chere - graznó su esposo en cuanto hubo tragado.
- Naturalmente que no agradezco a Dios porque hayan ata- cado a otras personas, solo que nos dejaron ilesos, usted com- prende. No le desearía a nadie que sufriera lo que sufrieron nues- tros vecinos de al lado, pobres almas. La viuda de Clemenceau y sus tres hijas. ¡Usted no creería lo que les hicieron! Encontraron sus cuerpos a la mañana siguiente, horriblemente ultrajados.
Los detalles eran espantosos y la mujer no hesitó en descri- birlos. Terminó con un estremecimiento. - Desde luego, ese no fue el único incidente de esa naturaleza, en absoluto. Usted misma no fue sometida a tales abusos, espero.
- No es un tema que me gustaría discutir si me hubiese ocurrido - dijo Elene con voz helada.
- Muy sensato de su parte, estoy segura - replicó la mujer
inclinándose tanto que estuvo a punto de caerse de la silla -, pero ¿le pasó?
- No me pasó. - Afortunada, muy afortunada. - Madame Tusard se aco- modó en la silla, la voz apagada.
Elene echó un vistazo a Durant que había estado siguiendo el intercambio con tenso interés, luego al grupo sentado a la otra mesa donde el capitán Jean y la joven actriz Josephine Jocelyn comían con los Mazent. Había girado justo a tiempo para ver a Josie recostarse en su asiento y adoptar una pose por demás impú- dica y provocativa sacando los senos hasta hacer que la tela delgada de su vestido barato delineara los pezones erguidos. M'sieur Mazent observaba a la actriz sin poder pestañear siquiera, pero J osie solo dirigía sus sonrisas a R yan.
Hermine, siguiendo la mirada de Elene, meneó la cabeza. -Josie tampoco tiene control.
Ryan hacía caso omiso de todos estos ardides de la joven actriz mientras arrancaba un trozo de pan de la hogaza que había al lado de su tazón de sopa. Miró a Elene y le brillaron los ojos azules de risa contenida. Ella comprendió de repente que él podría haber apagado el ardor de Morven y desviado el interés de madame Tusard si hubiese querido. En cambio, la había dejado defenderse por sus propios medios. Sin duda, él esperaba que ella descubriera el verdadero valor de su protección retirándosela por un momento.
Era posible que él también descubriera algo. Elene volvió la cabeza inclinándose hacia adelante para interceptar la mirada de la actriz de cabello oscuro. Cuando esta la vio, Elene le clavó los ojos con una mirada de desprecio al tiempo que arqueaba una ceja, Josie se enderezó en la silla, luego desvió la mirada hacia las porti- llas que había a lo largo de la pared antes de enfrascarse en el tazón de sopa que tenía ante ella. Recogiendo la cuchara comenzó a comer.
Elene se volvió a Ryan con aplomo y una límpida mirada en los ojos grises. - Este gumbo está verdaderamente delicioso...
Las palabras casi se le atascaron en la garganta. La expre- sión de Ryan mostraba tal comprensión y una necesidad tan ardiente que el corazón le dio un vuelco en el pecho.
Fue m'sieur Mazent, sentado en la silla más próxima a ella,
quien acudió en su ayuda sin saberl@. - El sabor del gumbo es
bueno, lo admito, pero está un poco cargado de especias, especial- mente de pimienta. Hará estragos en mi estómago.
- Vamos, papá -murmuró su hija. El capitán Jéán se mostró solícito en extremo y le ofreció man'dar preparar una tortilla, pero el ofrecimiento fue rechazado con suma cortesía. Mientras el joven intentaba insistir, Flora
Mazent meneó la cabeza dejando escapar un agradecimiento que resultó casi inaudible al tiempo que cruzaba con su padre una breve mirada. Cuando el capitán Jean hubo vuelto su atención a su plato, sin embargo, ella lo miró a hurtadillas por el rabillo del ojo y sus pálidos labios se curvaron en una extraña sonrisa de satisfacción.
Después de haber comido hasta la última migaja del budín de pan que sirvieron de postre, todos salieron a cubierta. Allí se había extendido una vela como toldo para proteger del sol el cutis de las damas y se habían sacado unas sillas, ubicándolas debajo de la vela. También habían esparcido algunos jergones de paja como los usados por los marineros para dormir, alrededor de las sillas como asientos adicionales.
Para Elene el sol era todo un prodigio después de su encie- rro en la oscuridad del sótano. Se sentó en un jergón de paja y admiró su brillo diamantino sobre las olas, su lustre plateado en las hinchadas velas blancas encima de su cabeza, los reflejos brillantes en los adornos de cobre del barco y en las barandas de caoba. Súbitamente sintió el deseo de poder sacarse toda la ropa y ten- derse completamente desnuda bajo sus rayos. En cambio, se con- formó con permanecer sentada formalmente con los pies juntos y los brazos alrededor de las rodillas para impedir que su falda fuera levantada por el viento.
Madame Tusard seguía adelante con sus cuentos macabros y estaba relatando ahora cómo los sublevados habían decapitado a una mujer, como si el horror que se había enseñoreado de Santo Domingo fuera algo realmente fascinante para ella. - Lo que no entiendo - continuó la dama cuando hubo descripto el último deta- lle sangriento- es por qué deben suceder estas cosas. ¿Por qué nuestros negros se volvieron contra nosotros con tal ferocidad cuando nunca lo han hecho en otra parte?
- La revolución en Francia - dijo su esposo. - Sí, tal vez fue el ejemplo del Terror. - Fue Hermine quien se explayó en la primera sugerencia.
- O bien pudo haber sido nuestro ejemplo - murmuró Elene casi para sí misma.
Madame Tusard se volvió con las facciones rígidas por la afrenta. - ¿Qué quiere usted decir?
Elene deseó no haber hablado, pero como ya lo había hecho, uo podía echarse atrás. - Recuerdo haber oído en mi niñez los cuchicheos acerca de algunas cosas que los hacendados de las afue- ras hacían a sus esclavos, como enterrarlos vivos por delitos m~no- res, cortar les los tendones de las piernas a los prófugos para dejar- los. tullidos, forzar a las mujeres a retornar a las plantaciones
menos de una hora después del parto, sin mencionar los latigazos' las marcas en la piel con hierros candentes.
- Deben haber sido unos cuantos dementes los que hacían
tales cosas - concedió el hacendado Mazent -, pues ¿qué necio
dañaría esclavos valiosos cuando no lo haría cc;>n un caballo magní- fico o una--buena mula de carga?
- Los hombres que tienen miedo. La isla ha estado siempre muy aislada de todo, muy lejos de la autoridad o de cualquier ayuda y por cada blanco hay veinte esclavos. Mucho tiempo antes de la primera sublevación era evidente que si los esclavos llegaban alguna vez a conocer su fuerza, serían temibles. Los hacendados pensaban que podían mantenerlos sometidos por el miedo. - Lo había visto claramente en la actitud de su propio padre. Había estado arraigada tan profundamente en él que no hubiese podido cambiar la, ni siquiera por su propia hija.
- Es posible que los esclavos hayan comprado su libertad con sangre, pero ¿qué les ha dado? Más luchas, y más y más aún.
- Bajo Toussaint... Madame Tusard hizo una expresión de desdén. - ¡No me hable a mí de ese hombre! ¿Quién oyó alguna vez que un negro pudiera gobernar? Es ridículo. .
- El no lo hizo tan mal si consideramos las circunstancias y las condiciones que heredó.
- El mismo tuvo que utilizar el látigo para obligar a sus pre- ciados seguidores a regresar a los campos y ganar lo suficiente para no morirse de hambre. ¿No es verdad, Claude?
-Sí, chere. Elene recibió apoyo inesperado en ese momento. Ryan comentó: -Si hubieran dejado solo a Toussaint, su esposo aÚn podría estar en su puesto en estos momentos, y es posible que los otros estuvieran aún en sus hogares, tendrían sus bienes, sus pro- pias vidas. Fueron Napoleón y su cuñado Leclerc quienes provoca- ron esta última matanza cuando reimplantaron la esclavitud y se llevaron a Toussaint a morir lejo~ de la isla.
- Es muy fácil para usted hablar de ese modo. Usted no tiene dinero inmovilizado en Santo Domingo. No ha perdido nada salvo la ganancia de unas cuantas libras por su último cargamento, SI acaso.
- Por eso mismo puedo ser objetivo y usted no. - ¿Objetivo? - chilló con sarcasmo madame Tusard -. Claude y yo hemos pasado veinticinco años en Santo Domingo, con la excepción de uno o dos durante lo peor de la .sublevación. Per- dimos dos hijitos q\;leridos que están enterrados en la arena. Le
hemos dado toda nuestra juventud, nuestras esperanzas y nuestros sueños. ¿Qué nos queda ahora? Nada. Ni siquiera las tumbas de nuestros hijos.
La mujer comenzó a llorar meciéndose lentamente de atrás hacia adelante. Su esposo Claude le palmeó el hombro hablándole en tonos quedos a los que ella respondía con sollozos. Los demás permanecieron callados, perdidos en sus propios pensamientos.
Rato después se asomaron a cubierta Devota y las demás mulatas que habían terminado de comer. Llegaron en bullicioso grupo encabezado por Serephine quien, por encima del hombro, estaba comentando algo muy divertido a Devota y Germaine, la doncella de la joven Mazent.
La esposa del funcionario miró con ojos enrojecidos a la clara mulata que avanzaba en dirección a Durant, sentado a un costado. Un momento más tarde, madame Tusar- Hermine y Josephine simularon no oír. Flora Mazent estaba haciendo señas a su doncella y gritándole que necesitaba una cinta para sujetar su capota. Elene, turbada por la culpa de haberle cau- sado aflicción a madame Tusard minutos antes y también renuente a quedarse y permitir que todos observaran su reacción cuando Durant saludara a su concubina, se forzó a ponerse de pie y acom- pañar a la esposa del funcionario. .
Debía haber sabido que sería un error. Apenas se habían alejado unos pasos cuando la mujer ya se inclinaba para hablarle en un susurro bastante audible para todos. - Esa Serephine es la man- ceba de Gambier, como estoy segura sabe usted. ¡La sola idea de imponemos su presencia para este viaje es una afrenta! Ella debió haber sido dejada en la isla pues no hubiera corrido ningún peligro.
- Es posible que sí hubiese estado en peligro, es casi blanca - señaló Elene contradiciéndola débilmente.
- y por eso se da unos aires increíbles. No sé cómo puede usted soportarlo, ver los juntos, sabiendo lo que eran uno para el otro hasta cuando se estaba planeando vuestro matrimonio. Tiene mi admiración por la indiferencia con que lo toma. Una mujer debe mantener su cabeza alta y fingir que esas cosas no le molestan.
- A mí no me molesta en absoluto. Fran\oise Tusard continuó hablando como si Elene no hubiese dicho ni una palabra. - Por otro lado, llevar a otro hombre a 'su cama es una verdadera venganza, aunque me asombra que
usted haga ostentación de eso. Una cosa así está muy bien para París; pero las actitudes son más estrictas en las islas y mucho más aún en la colonia española de Louisiana. Puede encontrarse con que ha dado motivos a Durant Gambier para retractarse de su pedido de mano. Eso no puede ser lo que usted desea.
- ¿Le parece a usted? - Bien, admito que hay mucho para decir en favor de Ryan Bayard como hombre... hasta yo veo su atractivo a mi edad, pero él no puede compararse con un rico hacendado como Gambier, ¿o sí?
- Durant ya no es tan rico. - Me alegra ver que usted es realista, pero la exhorto a moverse con cuidado o puede desc,ubrir que es demasiado tarde para cambiar cuando lleguemos a Nueva Orleáns. Una mujer blanca puede descender muy pronto a una posición tal como la de Serephine o hasta la de Germaine con los Mazent. Es la concubina de Mazent, sabrá usted, lo ha sido por años.
. -¿De veras?
- ¿Lo encuentra difícil de creer? Escandaloso, es verdad,
con su hija presente, pobrecilla. Pero le aseguro que es la verdad. Esta Germaine es también asombrosamente altanera. Es una mujer libre de color y lo ha sido desde antes de la primera sublevación, como ella misma se lo dirá si usted se atreve a llamarla esclava. Yo le aconsejaría no tener nada que ver con ella. Se mostró muy des- cortés conmigo aunque solo le pregunté cuánto tiempo hacía que estaba con la joven Flora y su padre.
- Realmente...
La falta de aliento no hizo nada para cortar el torrente de
comentarios malignos. De Serephine y Germaine, madame Tusard pasó a criticar el color de cabello de Hermine y el sonido de su voz, el cual ella consideró tenía tonos reservados para la alcoba. La forma de caminar de Josie fue luego blanco de sus críticas, tanto como la manera en que ella sonreía a los caballeros.
- ¡Caramba, si hasta la encontré haciéndole ojitos a mi Claude! Bueno, ¿que puede usted esperar de una actriz?
Elene se detuvo al llegar a la proa del barco. La otra mujer quiso seg\lir caminando pero ella no se movió.
- ¿No viene conmigo? - inquirió con impaciencia Fran~oise Tusard -. Si permanece ahí el viento le arruinará su peinado y muy pronto tendrá a todos los marineros rasos del barco comiéndosela con los ojos.
Elene se tocó la corona de trenzas sujetas con horquillas que había encontrado Devota para ella.
-Creo que correré ese riesgo.
- Oh, muy bien, le enviaré a Durant para que le haga com- pañía. Eso tendrá que facilitar las cosas. - ¡No! - gritó Elene, pero fue demasiado tarde. La mujer ya estaba lejos y caminando a paso vivo. Elene pensó en refugiarse en la cabina de Ryan, pero una retirada semejante le parecía la huida de un cobarde. No le intere- saba que Durant pensara que le temía o que deseaba evitarlo. Hasta podría ser mejor hablar con él aquí donde había cierto grado de privacidad, para dejarle bien en claro que él ya no tenía ningún derecho sobre ella. Estaba de pie con el rostro alzado al sol y al viento, la mirada perdida en el horizonte lejano cuando oyó los pasos de Durant a sus espaldas. Se desvaneció la vaga sensación de paz que estaba comenzando a sentir y la tensión que tenía en el pecho se transformó en dolor. - Fue sensato de tu parte mandarme llamar -le dijo él junto a su hombro-. Un poco más y me habría visto forzado a decir algunas cosas delante de todos que tú podrías haber encontrado embarazosas. - Yo no envié por ti. -Elene respondió sin volverse. El se acomodó a un lado, de frente a ella y con la espalda contra la baranda. El viento le despeinó el cabello hacia la frente y le hizo volar las colas de la corbata. El entrecerró los ojos más negros que nunca de ira contenida. - No te entiendo, Elene. Hace cuatro días estábamos por casamos. Unos minutos más y se habría consumado la boda. ¿Cómo puedes pasar eso por alto sin más ni más? ¿No te preocupa, no te interesa saber qué me sucedió? Qué característico de él era esperar que ella estuviera pen- diente de sus aventuras. Echó una ojeada al tajo que tenía en la mejilla. - Fuiste herido, eso puedo verlo. Como estás aquí, supongo que te abriste camino luchando; ¿Qué más hay que decir? - Me golpearon por atrás, me derribaron allí mismo mien- tras recibía esto. - Se tocó el rostro con las puntas de los dedos. - Si hubiese estado usando anillos, hoy tendría unos cuantos dedos menos. Tal como estaba, me despojaron de todo y me abandona- ron, dándome por muerto, debajo de una pila de cadáveres. Aún podría estar allí si no hubiese sido por Serephine. - Serephine - repitió ella en tono se'co. - Ella fue en mi busca. Tú no hiciste nada, hasta donde puedo ver, para averiguar si estaba vivo o muerto. No podía imaginar cómo podías estar vivo -protestó ella -. Además, yo no estaba en posición de averiguar nada de nadie.
- Podrías haber demostrado más júbilo al encontrarme vivo anoche.
- Apenas sabía dónde estaba o lo que estaba haciendo.
- ¿Cuál es tu pretexto para lo de esta mañana? ¡Yo no lla- maría un saludo afectuoso de novia al que me diste!
- Ya no soy más la joven que era, no soy más tu futura esposa -le gritó ella, enfrentándolo-. Todo es diferente ahora, ¿no lo puedes ver?
-Oh, lo veo muy bien. -Su voz sonó áspera de ira conte- nida. - Significa que ignoras nuestro compromiso. Has encontrado a alguien más de tu agrado y, así comq así, ya no deseas casarte.
- Esa boda jamás fue una decisión mía, tú bien lo sabes.
- Vacilación virginal. Habría sido todo muy diferente en nuestra noche de bodas.
Lo miró de frente a los ojos. - Estás muy seguro de ti mismo, ¿no es así? ¿Por qué no lo estarías? No creo que Serephine se queje alguna vez.
Se le demudó el rostro. -Serephine no tiene nada que ver con esto.
- Ahora no, por supuesto.
- Nunca. Ella no alteraría en nada el respeto y amor que recibiría de mí mi esposa.
- Pero no tienes intenciones de dejarla de lado, ni siquiera te lo propusiste algpna vez.
- ¿Adónde iría ella? ¿Cómo viviría? Tengo una responsabi- lidad para con ella.
- Qué conveniente es para ti.
Unió las cejas oscuras con gesto adusto. - No tengo inten- ción de discutir esto contigo. Un arreglo semejante no le concierne a la esposa; ella no debe saber que existe, mucho menos pretender comentarIo.
- Querrás decir que la esposa no debe admitir que lo sabe, otra conveniencia.
- Yo no estoy en falta aquí, Elene, ni lo está la forma en que vivo. Tú eres la única que ha hecho una alianza indecorosa. Debie- ras estar contenta de que yo aún considere desposarte, después de la manera en que te has comportado.
- Bien, no lo estoy - declaró ella alzando la barbilla -. No deseo desposarme. y particularmente, no deseo estar casada con- tigo.
Un brillo asesino relumbró en los ojos negros. -Qué actitud tan desafortunada puesto que ya has firmado el contrato matrimo-
nial. .
- Un detalle sin importancia. Yo no confirmé mis votos ni hice promesas ante la Iglesia.
- Eso puede no tener importancia para ti, pero a mí me da el derecho de defender tu honra como propia. Me pregunto si te gustaría ver a tu salvador ensartado en mi espada.
- ¡Tú no harías eso! - exclamó ella, consternada. -lDudas de mí? - preguntó él irónicamente.
-Sería la más descarada de las ingratitudes puesto que Ryan te está brindando los medios para escapar de la isla.
- El agravio que él me ha hecho es mayor que el favor. -Imposible -replicó ella, airada-. No sé por qué aún
deseas casarte conmigo. Sé perfectamente bien que no sientes nin- gún afecto por mí, que nunca lo sentiste.
- ¿Estás tan segura? Pero ese no es el punto. Es una cues- tión de honor, como comprenderás. Tal vez el actor no esté tan errado, quizá lo que tú realmente deseas es ver dos hombres luchando por ti, dispuestos a derramar su sangre para ganarte.
- ¡No hay tal cosa! La sola idea me enferma.
- Es una p~na. Siento una gran necesidad de enseñarle a Bayard que es un asunto muy peligroso desflorar a las novias de otros hombres.
- El me salvó la vida.
- Veo que no niegas el desfloramiento. No pensé que lo harías.
Se quedó mirando fijamente, desesperada ante la futilidad de sus esfuerzos por hacerle entender.
- No fue así. No lo fue.
- Es posible que la culpa no recaiga enteramente sobre él, pero eso es algo que tendré que averiguar después que le haya enseñado unos cuantos detalles acerca del tacto que debe tener un caballero. Es posible que entonces me reúna contigo en su cabina. Creo que persuadirte a darme las respuestas que busco podría
resultar ... placentero.
Su intención era atemorizar la. Fue un error. Elene había conocido el verdadero terror en los últimos días, y había sobrevi- vido a él. Entrecerró los ojos y dijo: - Necesitarás tener cuidado. Tienes reputación como buen espadachín, pero por otra parte, también la tiene Ryan Bayard.
El hizo un gesto despectivo. - En peleas de tajos y cuchilla- das, como un vulgar pirata. No se necesita habilidad para eso.
- Tiene fuerza:, resistencia y una cierta facilidad para lograr sobrevivir.
El comenzó a contestar, pero sus palabras se perdieron en
medio de los gritos provenientes del atalaya sobre las velas donde se encontraba el vigía.
- ¡Barco a la vista! ¡Lejos por la amura de babor! Durant y Elene se volvieron para mirar. Se dilataron los ojos de Durant, luego una sonrisa lenta cargada de malicia le curvó los labios. - Tal vez no tendré que molestarme con Bayard después de todo.
- ¿Qué estás diciendo? - Parece ser que tiene intenciones de pelear con otro ene- migo.
Elene adivinó el significado casi antes de que él hablara, alertada por la repentina agitación a bordo del Sea Spirit donde se gritaban órdenes y los hombres corrían de un lado a otro. Por el lado de babor se veía un barco mercante con todas sus velas des- plegadas que tenía la forma clásica de las embarcaciones inglesas. El Sea Spirit viró, preparándose para interceptar lo. En la cubierta, donde estaban sentadas las damas, madame Tusard empezó a gri- tar dominada por la histeria.
- El no puede hacer esto, no con nosotros a bordo -murmuró Elene.
- ¿Que no puede? Es un corsario y el barco a la vista es una presa. ¿Por qué no iba a capturar la? Presas, de una u otra clase, legítimas o no, parecen ser su mejor y más provechoso negocio.
Elene lo fulminó con la mirada. -Si estás sugiriendo que él me ve como una presa, yo lo encuentro insultante.
- Aborrecería pensar que te rendiste a él - dijo lentamente Durant.
El sonido de su voz envió un escalofrío por la espalda de Elene, pero se negó a dejarse intimidar. Recogió sus faldas y se alejó de él. - ¡Piensa lo que quieras!
El extendió rápidamente la mano y la tomó por el brazo, deteniéndola donde estaba. - Oh, lo haré. Y si lo compruebo, no solo tú corsario va a lamentarlo.
8
R yan se ubicó en el alcázar cuando la brecha entre los dos navíos se cerró. Ella debió haber sabido que él lo haría, se dijo Elene; él era Bayard el corsario, no el propietario del barco única- mente. De algún modo ella se las había ingeniado para evitar considerar qué significaba eso en el mar. Había esperado que el capi- tán Jean continuaría ordenando la fijación de las velas y las acciones de la tripulación como había hecho toda la mañana. Ver a Ryan cruzar por cubierta a zancadas sin chaqueta ni corbata, con la camisa arremangada hasta los codos y la espada brillando al cos- tado, listo para la acción, le produjo una extraña ansiedad y un nudo en la boca del estómago.
Había sabido que Ryan era un hombre decidido, uno capaz de una actividad súbita y de actos violentos. No obstante, verlo ahora dirigir el Sea Spirit hacia su blanco con precisión implacable era escalofriante, hasta aterrador. La nave pesada y lerda a la que atacarían parecía estar en gran desventaja. Sintió la caprichosa necesidad de advertir a aquellos a bordo del barco mercante del peligro que corrían, como espantar a un pájaro del camino de un gato que anda en busca de una presa.
Se habían impartido órdenes para que los pasajeros del Sea Spirit abandonaran la cubierta. Morven y m'sieur Tusard se demoraron, pero las mujeres en su gran mayoría habían bajado sin una sola mirada atrás. Elene vaciló. Si hubiera fuego de artillería, ella no soportaría quedar atrapada debajo de la cubierta sin saber a ciencia cierta dónde caería la descarga siguiente y sin poder escapar del barco si este amenazaba hundirse.
Ella comprendía que ese peligro era remoto. La mayoría de
los barcos mercantes se construían para transportar la mayor canti- dad de carga con una mínima tripulación y el mínimo espacio des- tinado a armamento pesado. Algunos de esos barcos ni siquiera lle- vaban cañones. En todo caso, las mercancías amontonadas en la bodega del barco pertenecían a hombres adinerados que permane- cían a salvo en tierra. Ni el capitán ni la tripulación arriesgarían sus vidas para salvar las ganancias de otros. Sin embargo, había capita- nes que invertían su dinero en las cargas que transportaban, hom- bres que equipaban sus barcos con artillería de proa cargada con metralla que podría destrozar al grupo de abordaje.
La voz de Ryan resonó dando una orden imperiosa. Uno de los cañones del Sea Spirit que habían sido sacados por las troneras estalló con un estampido atronador. El disparo siguió una línea curva sobre la proa del barco mercante cayendo al mar suficiente- mente lejos como para no representar un peligro, pero lo bastante cerca como para no darles esperanza de misericordia. La tripula- ción del barco de Ryan guardó silencio mientras esperaba alguna señal de fuga o de rendición del barco inglés.
Elene volvió una vez más la mirada al alcázar donde se des- tacaba la elegante figura de Ryan con sus brazos en jarra, balan- ceándose con natural gracia con los cabeceos del barco. El viento agitaba las mangas de su camisa y le encrespaba el lustroso pelo color nogal. Creía conocerlo y sin embargo, seguía siendo un extraño, una figura de autoridad y designio implacable, con poco interés por cualquier otra cosa que no fuera la tarea que lo ocupaba en el momento.
¿Qué tenía que ver este corsario con ella o ella con él? La destrucción del mundo que ella había conocido había sido tan súbita y tan absoluta, que se sentía a la deriva. No tenía idea de si había actuado correctamente al confiar en Ryan Bayard, para navegar hacia Nueva Orleáns o hasta al haber negado el derecho de Durant sobre ella. De solo una cosa estaba bien segura: no tenía deseos de ver a Durant retar a Ryan por ella. Carecía de importan- cia todo lo que pudiera haber hecho el corsario, después de haberle salvado la vida. Se merecía una recompensa mejor que esa.
A su alrededor se elevaron gritos ásperos y estentóreos. El barco inglés se estaba desviando de su ruta y arriando la bandera para rendirse. La presa había sido capturada sin pérdida de una sola vida y sin siquiera una lucha.
Bayard abordó el barco capturado para conferenciar con su capitán. Regresó con numerosos baúles y cajas, luego en- vió una tripulación de abordaje para llevar el barco a Car- tagena. En ese famoso refugio de corsarios y piratas sería
subastado el botín y lo que se ganara sería acreditado a Ryan.
En un tiempo asombrosamente corto, el barco inglés estaba desapareciendo en el horizonte. El Sea Spirit retomó su curso nave- gando a velas tendidas. Había cierta sensación de desengaño en el aire, por más que esto no significaba que todos estuvieran decep- cionados de que no hubiese habido una lucha encarnizada, entre la goleta y el barco mercante. No obstante, todos se habían preparado para enfrentarse al peligro, y los efectos de ese gasto inútil de ener- gías se sintieron de diversas maneras. Hermine estaba eufórica, dispuesta a bailar, a cantar y a abrir muchas botellas de vino, mientras que intensas manchas rojas de excitación teñían aún las mejillas de Josie. Madame Tusard estaba tan irritable como si se hubiese vestido para un sarao que se hubiera cancelado, y su esposo, quizá como consecuencia del estado de ánimo de su mujer, estaba más sombrío que de costumbre. El hacendado Mazent parecía haber cobrado vitalidad, recordando vivamente un suceso parecido de su juventud, el cual insistía en cont~r a todos los que quisieran escucharlo, acerca de un ataque pirata que él había ayudado a impedir. Su hija Flora intentó desalentar las reminiscencias de su padre en un momento, luego en el siguiente escuchaba con embeleso mientras Morven, espadín en mano, representaba con diálogo y acciones la forma en que él había interpretado el papel de un valiente capitán de mar defendiendo su barco en algún melodrama.
Josie también miraba y aplaudía con coquetas sacudidas de
sus rizos oscuros. - ¿No es Morven toda una maravilla?
-Sí, ¿no es verdad? -dijo Hermine en tono burlón. En res- puesta a la mirada de orgullo herido que le envió Morven, le devol- vió un mohín.
La atención de Josie se volvió a Ryan que se acercaba en ese momento. - ¡Aquí está nuestro valeroso corsario! Dígame, señor, ¿qué ganó usted? ¿Qué cargaba el barco inglés? ¿Joyas, tal vez? ¿o eran cofres con oro y plata?
- Nada tan magnífico - respondió él con soltura, desvane- cido ya el aire de autoridad como si nunca hubiese existido -. Los
días de los barcos cargados de tesoros paGaron ya, mala suerte. - ¿Qué, entonces? iCuéntenos, por favor!
- Una carga de ron y azúcar de Jamaica en la mayor parte, más un poco de maderas de palo de rosa y caoba de Sudamérica destinadas a una ebanistería.
- Oh, pero eso no explica los baúles y cajas que usted trajo a bordo.
-Libros, chere. ¿Interesada aún?
Josie se encogió de hombros con displicencia. -Qué abu- rrido.
- ¿No es verdad? - comentó Ryan, compasivo, aunque le brillaron los ojos por la risa contenida al mirar a Elene.
Durant, de pie al lado de la silla que ocupaba Elene debajo del toldo donde se habían reunido todos, habló en voz alta.
- Uno bien puede ver por qué el capitán del barco inglés no
eligió morir por su carga. Qué bendición fue para usted, Bayard, que él fuera un cobarde.
- El hombre era un realista. - Súbitamente sus ojos se vol-
vieron alerta, aunque su voz no demostró ningún ardor. Su mirada bajó hasta los dedos de Durant que descansaban sobre el hombro de Elene y se entrecerraron más sus ojos.
- Me pregunto si usted habría atacado con tanta rapidez si él hubiese sido un hombre de principios más firmes y su barco hubiese estado mejor armado.
Se percibió la tensión vibrando entre los dos hombres. Elene, sintiéndola, temiendo su significado, desprendió los dedos de Durant de su hombro. Antes de soltarlos, encontró la mirada de
su ex novio. En voz muy queda, dijo: - Por favor, no.
Ryan oyó la súplica y la sensación de vacío que sintió en su interior fue más turbadora que todo el incidente con el barco mer-
cante. Deliberadamente, dijo: - Es difícil saber cómo está armado
un barco o un hombre hasta que uno lanza su reto.
- Con todo, siempre es posible retirarse a prisa si la presa resulta ser demasiado fuerte para usted.
- Algunas veces los-acontecimientos se mueven demasiado a
prisa, van demasiado lejos. Si había una advertencia en las palabras de Ryan, Durant no le prestó más atención que a la mirada de Elene clavada en su ros- tro. -Tomando todo en consideración, yo creo que usted prefiere una presa indefensa, ¿no es así, Bayard? Le da menos problemas, tanto como una mujer indefensa.
Los demás, agrupados alrededor de ellos, habían permane- cido en completo silencio. Ahora se oyó un débil suspiro entre las mujeres ante este insulto evidente.
- ¿Es por mi carácter o por mi falta de valor que usted
desea pedirme cuentas, Gambier? ¿o tal vez por algo completa- mente distinto?
El tono duro y áspero de la voz de Ryan hirió los nervios de Elene. La amenaza no estaba dirigida únicamente a Durant. Vio la promesa de un arreglo de cuentas en la mirada del corsario cuando
se clavó en ella. Se le dilataron las pupilas al sentir el impacto, al comprender la causa. El creía que ella se había quejado a Durant de su conducta con ella, que ella había provocado esta pelea. Quiso protestar, asegurarle que no era así, pero no podía encontrar la forma de hacerlo sin inflamar más a Durant, sin empecinarlo más en este duelo.
Durant se irguió con dignidad al responderle. - La que usted prefiera.
- No querría decepcionarlo - replicó Ryan, tajante -. ¿Debo entender que el arma es espadas?
Se oyó un grito agudo y el ruido de pies que corrían. Elene volvió la cabeza a tiempo para ver a la concubina de Durant, Serephine, abandonando la reunión en un revuelo de faldas y con la cabeza gacha para esconder la cara. Devota se levantó de inme- diato y corrió tras ella.
En el brevísimo instante que llevó a los pasajeros seguir el desarrollo de ese contratiempo, Durant y Ryan habían sacado sus espadas y habían comparado sus largos. Ahora las sillas y la vela que servía de toldo fueron sacadas de repente del camino y todos se apartaron para dejar libre el máximo espacio posible. Los dos hombres estaban cara a cara, Durant sacándose la chaqueta y la corbata mientras Ryan, que no había vuelto a
~ ponérselas aún, subía más las mangas de su camisa mientras
aguardaba. Al fm Durani estuvo listo. Alzó la espada en un saludo, son- riendo con placentera anticipación. Ryan, con el semblante inex- presivo, repitió el gesto. -En garde - dijo él.
Durant atacó con un perverso' despliegue de destreza. Obviamente, esperaba despachar sumariamente la contienda, atra- vesando las defensas de Ryan con súbita y devastadora pericia.
Pero no funcionó de esa manera. Ryan apenas parecía mover la muñeca, pero la hoja del otro hombre era desviada suave, fácilmente, una y otra vez. Por largos momentos, Durant forzó a retroceder a Ryan paso a paso mientras este paraba golpes sin cesar, luego, en una abrupta y brillante esto- cad,a de contragolpe, el corsario tomó la iniciativa y Durant tuvo que parar en seconde a gran velocidad para protegerse. Los dos se separaron por espacio de un respiro con las puntas de sus espadas tocándose apenas.
Ryan arqueó una ceja al encontrarse con la mirada de odio de Durant. La expresión del corsario revelaba que había recono- cido las intenciones de Durant de superarlo con unas cuantas esto- cadas fáciles sin importarle las heridas que le produjera en el pro-
ceso. Al ver lo, las facciones de Durant se endurecieron y ambos reanudaron el combate.
El ritmo de la pelea se hizo más lento, adquiriendo una cadencia regular, escrutadora al probar cada uno la fuerza y la voluntad del otro, sus respectivos conocimientos de esgrima y expe- riencia al enfrentar a un oponente. Se concentraron más, exclu- yendo a los espectadores, el movimiento del barco y la contracción y distensión de los músculos. El sudor brotó en sus frentes y brilló en sus antebrazos. Las respiraciones se hicieron más intensas y profundas, rasgando el silencio, roto únicamente por los ruidos del barco surcando las olas y los rápidos movimientos de los pies arrastrados sobre la cubierta, cuando se movían de atrás para ade- lante. Surgió entre ellos un sentido de respeto mutuo que había faltado antes, aunque no había menos ira, menos determinación.
Elene permanecía rígida y callada contra la baranda. A su lado estaba Hermine. - Magnífico - murmuró la actriz demorando la mirada en las anchas espaldas y los brazos musculosos de los dos hombres.
Elene no era ciega a las espléndidas formas masculinas que tenía ante ella, pero su atención estaba en las armas mortales que blandían. Anhelaba poder desviar la mirada de las hojas que relampagueaban y cúlebreaban como cintas de plata al sol, pero le resultaba imposible. Tenía los dientes fuertemente apretados y con cada latido el corazón parecía golpearle el pecho. En su mente ani- daba tanto la ira por haber sido forzada a ser la causa de este encuentro entre los dos hombres, como la desesperación por no poder hacer nada para detener el duelo. Impulsos salvajes se amo- tinaban en su ser. Deseaba gritarles que eran un par de necios o interponerse entre ellos. Lo único que le impedía hacerlo era la certeza que tenía de que por mucho que pretendieran estar batién- dose por ella, la cuestión era en realidad el honor de cada uno, ese ridículo orgullo viril. Para eso no había ningún remedio que ella pudiera ofrecer, y ningún bálsamo, excepto la sangre.
Durant hizo unas fmtas y embistió con una estocada. R yan la paró en quatre mientras daba un paso atrás, luego pareció perder el equilibrio cuando el barco cabeceó y Durant se tiró a fondo tra- tando de aprovechar la ventaja que le brindaba ese percance. Pero el corsario se recuperó echándose atrás casi sin esfuerzo de sus músculos en tensión, asestando golpes con rápida precisión. Hubo entonces un breve remolino de hojas, un chirriante roce de acero contra acero. Súbitamente, la espada de Durant cayó a la cubierta y él se quedó de pie con sangre brotando de entre los dedos con los que se apretaba el brazo.
Ryan retrocedió de inmediato y quedó en posición de des- canso. Durant se miró la sangre sobre la mano, luego alzó los ojos agrandados por la incredulidad hasta el rostro de su adversario. Ryan le sostuvo la mirada, sin júbilo por el triunfo, pero también sin compasión.
Morven fue quien se adelantó para interponerse entre ellos. - Bien; ¿entonces - dijo en tono enérgico y práctico -, está satisfe- cho el honor?
Ryan inclinó levemente la cabeza. Durant permaneció callado por largos segundos. Al fin, también él inclinó lentamente la cabeza. - Creo, sí, que debe estarlo.
Los suspiros alrededor de Elene fueron cortos y súbitos, como la expulsión de respiraciones contenidas. Ella cerró los ojos y se apoyó contra la baranda para no caer al suelo.
- Pobre m'sieur Gambier - dijo en tono melodramático
Hermine que estaba a su lado -, alguien debiera atenderle el brazo.
Elene buscó a Devota con la mirada pues la doncella tenía suma habilidad para curar heridas y enfermedades, pero no la vio por ninguna parte. Sin duda aún estaba junto a Serephine. Elene se apartó de la baranda y se acercó a los duelistas. Había asistido. muchas veces a Devota en sus curaciones entre los esclavos en los
últimos meses. Tal vez habría algo que ella pudiera hacer. Abruptamente, una hoja brillante y manchada de sangre le impidió el paso. Volvió la cabeza para mirar al hombre que la sostenía. Ryan habló con suave inflexibilidad. - No.
Ella no pretendió no comprender. - Necesita ayuda. - Pero no de ti.
La preocupación de Elene por el otro hombre lo mortificó e irritó. Ryan había estado consciente de ello aun mientras se batía a duelo y despertó en él una emoción apenas reconocible y que habría negado si pudiera. Eran celos y no lo inclinaban a ser razo- nable.
La sangre estaba enrojeciendo la manga de Durant, corrién- dole por los dedos. Elene sabía que debía ser detenida de inme- diato. - ¿Quién sugieres que lo haga? ¿Tú?
- Doc se encargará de él - replicó Ryan -. Nosotros tene- mos asuntos que discutir, tú y yo.
Doc era el marinero que había enviado el bálsamo para curar los pies de Elene. El enjuto hombre cito ya estaba avan- zando con una caja que debía contener los elementos de su adoptada profesión. También los otros del grupo se arremoli- naban alrededor del herido, las dos actrices soltando exclama- ciones lastimeras al tiempo que pasaban los dedos por los hom-
bros de Durant, mientras Flora ~¡fazent recogía su espada como si fuera una reliquia sagrada.
Elene se mantuvo firme. - Yo... yo creo que debo compro-
bar que el vendaje sea el adecuado. Me siento responsable.
- Puede que en realidad tú seas la responsable - dijo R yan, irritado -. Ese es uno de los asuntos que discutiremos.
El bajó la punta de la espada y tomando a Elene del brazo con la mano libre, la hizo volverse hacia la entrada de su cabina. Ella trató de soltarse. - Yo no tengo nada de qué hablar contigo.
- Ese es tu error, chere. ¿ Vienes conmigo o debo llevarte sobre mis hombros?
- ¿Piensas que los otros te dejarían?
- Creo que sí, mientras yo sostenga esto. - Levantó la es- pada y la sopesó.
Elene paseó la mirada de la sombría rigidez de sus facciones a la espada que sostenía en la mano. - Qué encantador - comentó con forzado sarcasmo -, el vencedor reclamando su botín. Otra vez.
- Si te place. No fue su amenaza lo que la decidió, más bien, fue la expresión melancólica de su rostro al aceptarle las duras críticas. Por causa de ella, él se había visto forzado a luchar por su vida. Era posible que le debiera una explicación. Con una última mi- rada acerba, se alejó de él y caminó en la dirección que él indi- caba.
Mientras avanzaba estaba muy consciente de la presencia de Ryan que la seguía. De su altura y tamaño y de su cruda fuerza viril que había estado a la vista minutos antes. Apresuró el paso al cru- zar el saloncito y entrar en la cabina que compartían. En ese pequeño espacio cerrado, ella avanzó con dificultad entre las cajas y los baúles del botín antes de enfrentar lo. El cerró la puerta de un puntapié, se acercó a la mesa donde arrojó la espada que cayó con
" un disonante ruido metálico. Volviéndose, cruzó los brazos delante del pecho y apoyó la cadera contra la mesa al tiempo que clavaba la mirada en el rostro de Elene.
- ¿Exactamente cómo puede ser - preguntó él en tono
engañosamente tranquilo -, que se me acuse de aprovecharme de una mujer indefensa?
Elene dominó un escalofrío y se forzó a mirarlo directa-
mente a los fríos ojos azules. - Esa fue una acusación de Durant,
no mía.
- El debe haber sacado esa idea de alguna parte, de alguien.
¿y de quién más que de ti?
- De él mismo. Encuentra inconcebible que yo pudiera
pasar de ser su futura esposa a convertirme en tu amante en cues- tión de días sin ser forzada a ello. Yo también, si viene al caso.
- ¿Preferirías ser otra vez su novia, toda pureza e inocencia? - ¡No tienes que mofarte!
- Esa no es una respuesta. ¿Sugirió él, acaso, proceder a la boda después de todo?
Elene miró por encima del hombro de Ryan. - ¿Qué, si lo hizo? Hasta yo puedo ver que eso es completamente imposible. Las cosas jamás volverían a ser las de antes.
- Pero a ti sí te agradaría que lo fueran. - La acusación fue como un latigazo. Ya había percibido que ella callaba algo, un secreto que crecía día a día. Esta era la explicación, estaba absolu- tamente convencido.
Elene no le daría la satisfacción de negar lo. - Me agradaría sentirme segura, libre de temores, ni más ni menos.
- Los únicos que están seguros y libres de temores son los muertos.
Ella tuvo un arrebato de cólera. -¿Qué sabes tú de eso? - demandó -. Tú eres hombre, capaz de abrirte tu propio camino a tu manera, un corsario aterrador y temible que asusta a mujeres, niños y tenderos. ¡Eres lo suficientemente fuerte para tomar todo lo que deseas y desafiar al mundo a que te detenga!
Un brillo acerado apareció en sus ojos. - ¿Por casualidad me estás acusando de robar?
- ¿Cómo llamas a esto - preguntó ella señalando las cajas a su alrededor-, si no lo consideras bienes robados?
- Mercancía. - Esa sola palabra pesó como una piedra.
- Libros, supongo. Si esperas que me deje engañar como la pobre Josie, tendrás que esforzarte mucho más.
- Soy comerciante. Compro, vendo y trafico. En Nueva Orleáns poseo un almacén...
- ¡Repleto de mercaderías robadas!
- Lleno de mercaderías tomadas bajo patentes de corso, además de pieles y trigo de Illinois,-replicó él con furia ape- nas contenida -. Habría más de los últimos y menos actividades de corsario si los españoles desistieran de interferir en el co- mercio honesto. No tiene importancia. El barco inglés fue una presa legal.
- ¿Qué habría sucedido si hubiese sido un barco francés? ¿Lo habrías tomado?
El silencio de Ryan fue la respuesta para ella. - ¿Lo ves? Careces de lealtad.
-Soy leal a lo mío, a mis amigos y a mi tierra...
- ¿Tierra? ¿Tú? iJá! - Mi tierra, sí; también soy hacendado, si es que debo pro- bar mi respetabilidad. Pero estaba hablando de la única tierra a la cual reconozco que estoy moralmente obligado y a la cual le soy leal, y esa es Louisiana.
-Sí, sí, y estoy segura de que eso impresionará a los espa- ñoles cuando captures el barco equivocado y ellos decidan colgarte.
- A los españoles de Nueva Orleáns no les interesa el bien- estar de su colonia de Louisiana, no les interesa nada excepto aquello que pueda beneficiar a España a un mundo de distancia.
- iNada de eso importará si estás muerto! El la observó, admirando el color que la indignación había prestado a su cara y la forma en que subían y bajaban sus senos debajo del vestido, oyendo en la mente los ecos de sus palabras. Una sonrisa tironeó las comisuras de sus labios por lo bonita que estaba y por la preocupación que había expresado sin darse cuenta. - No estoy muerto todavía. Estoy demasiado lleno de vida. Más animado de lo que es cómodo en este momento.
Ella pudo ver, en el ceñido calce de los pantalones que decretaba la moda, precisamente lo que él quería decir. Desvió la mirada de esa prueba a la camisa húmeda adherida a sus hombros y a los músculos de los brazos, a la fortaleza acordo- nada de los antebrazos descubiertos por la camisa arremangada, al rocío de sudor que le doraba la piel. Su virilidad, su fuer- za interior, esa misma fuerza que él había demostrado ampliamente hacía tan poco, de repente fue abrumadora en la pequeña cabina.
- Te deseo - dijo él, las palabras quedas, buscando una res- puesta.
Ellas hicieron estallar una reacción acalorada que empezó en algún lugar del pecho de Elene y se derramó rápidamente hacia abajo, aunque al mismo tiempo parecía subir en espirales de fuego hasta su cerebro. Se enfrentó a su mirada y quedó atrapada en la implacable luz azul de sus ojos.
R yan giró en redondo repentinamente y se arrodilló delante de un baúl. Lo abrió y le preguntó: - ¿Deseas ver mis ganancias mal habidas? ¿Me permites que te envuelva en su suntuosidad y esplendor antes de que te tome por la fuerza?
- Eso no será necesario... - empezó ella con fría altivez, luego calló.
El baúl estaba repleto de libros de todos los tamaños, desde el más grueso volumen hasta el más diminuto, adecuado para entrar en un bolsillo, pasando por enormes infolios con ilustracio-
nes curiosas. Estaban cuidadosamente empacados uno contra otro para ocupar menos espacio, una colección de antigüedad y variedad fascinantes, tesoros de una biblioteca maravillosa. Algún conocedor de tales obras iba a sentirse amargamente desilusionado cuando no llegaran a sus manos.
Elene señaló las otras cajas y baúles alrededor de ella. -¿Todos estos son libros?
- Escasean en Nueva Orleáns.
-¿Una necesidad que piensas satisfacer? - Después de haber escogido a mi gusto.
Elene se acercó a la litera y se dejó caer sobre ella. Se quedó observándolo, la forma en que elegía un libro de poemas y luego lo dejaba en su lugar, con cuidado, con cariño, con cierta renuencia. Una vez más cayó en la cuenta de lo poco que sabía de él, de lo imposible que era formarse una opinión de ese hombre.
El cerró el baúl y se corrió hasta donde ella estaba. Se sentó a su lado. - ¿Habrías preferido que fueran sartas de perlas y zafiros del tamaño de huevecillos de petirrojo?
¿Lo preferiría de veras? Meneó la cabeza sin mirarlo.
- Yo sí - susurró él tomándola -. Me gustaría verte cubierta
con eso solamente, y buscar tu dulzura y calor entre las gemas insí- pidas y frías. P~ro también te deseo despojada de adornos.
Era un arrebato ciertamente, aunque sólo de sus sentidos. El cuerpo de Elene respondía a las caricias con celo ardiente y salvaje que no tenía nada que ver con su voluntad. Las ondulaciones de placer que corrían por ella al menor roce de las manos viriles eran un deleite y un tormento a la vez. Olvidada de todo, se entregó a él en cuerpo y alma, y tomó el júbilo y la fuerza, el alborotado ardor y el éxtasis sublime qUt:: él tenía para dar, y quedó asombrada, cuando notó en medio de su somnolencia, que en el intercambio ella salía gananciosa.
9
Casi una semana después avistaron la costa de Louisiana, una forma baja y azulada en el horizonte que lentamente adquiría tonalidades pardas y verdes. Había sido una travesía tediosa, retar- dada por numerosas calmas chichas, particularmente durante el largo trayecto alrededor de la isla de Cuba. Sin embargo, no inten- taron un desembarque inmediato sino que se desviaron más al oeste. Navegaron más allá de las innumerables desembocaduras del río Mississippi donde las lodosas aguas amarillentas se derramaban en el golfo verde hasta volverlo pardusco, incluyendo el paso oriental que llevaba al puesto de inspección de La Balise y de allí a más de cien millas por el canal principal del río a la ciudad de Nueva Orleáns.
Parecía ser que Ryan, a pesar de toda su palabrería acerca de ser un respetable comerciante, no osaba anclar delante de la ciudad española al finalizar sus viajes. En cambio, tenía el hábito, segun comentó, de hacerlo en una ensenada apartada que era conocida como Bahía Barataria. Desde allí, avanzaba por los intrin- cados sistemas de canales y compuertas del área del delta hasta la puerta trasera de Nueva Orleáns. Sus cargamentos se almacenaban en un depósito provisorio en la playa hasta que él pudiera enviar por ellos o venderlos a sus asociados en los negocios, quienes se encargarían de transportarlos a la ciudad por sus propios medios. La maniobra, según alegaba él, era para evitar las interminables demoras de la burocracia española, sin mencionar los sobornos exi- gidos por los funcionarios corruptos del puerto. Rehusaba someterse a cualquiera de ellos por principio, debido al intento dcl
gobernador Salcedo de estrangular el comercio con los norteameri- canos.
Ryan señaló que él no era el único que utilizaba la bahía. Se había convertido en un puerto de entrada informal para otros así llamados corsarios. Sin embargo, entre ellos no existía una organi- zación formal. Entraban y salían a su antojo, y respetaban las pose- siones de los demás parcialmente, porque era la costumbre del mar, en parte porque no hacerlo sería extremadamente peligroso.
Los refugiados de Santo Domingo se alinearon a lo largo de la baranda del Sea Spirit para ver la costa que se acercaba más y más. Estaban jubilosos por el fin de la travesía, y con todo, también alicaídos. No tenían modo de saber lo que les esperaba en tierra; dónde vivirían, en qué se ocuparían o, para algunos, qué tendrían que hacer para mantenerse vivos. El tiempo que habían pasado navegando por el Caribe y en el Golfo de México, había sido hasta ahora un intermedio, un viaje suspendido entre el rescate y el futuro. No habían pensado en otra cosa que no fuera cómo pasar alegremente los días soleados y las noches estrelladas. Ahora el futuro estaba encima de ellos.
Elene supo de su nerviosa ansiedad, pero también reconoció en su interior una exaltación que iba tomando cuerpo lentamente. Adelante había una nueva tierra, un nuevo comienzo. Todo sería diferente, las imágenes, los olores, las costumbres, la gente. Lo que lograra hacer con todo eso se debería a su propio esfuerzo.
Encima de sus cabezas revoloteaban grandes bandadas de
- gaviotas, las alas blancas se destacaban contra el banco de nubes
t grises que flotaba en el sudoeste. Los chillidos estridentes sonaban , como una cruza entre regaños airados y súplicas desesperadas. Más
cerca de la costa, un gran pelícano pardo agitaba las alas con pesada dignidad siguiendo un curso paralelo a la playa estrecha. La tierra muy baja y pantanosa exudaba olores de lodo, plantas acuáti- cas y pescados en descomposic'ón, una miasma rica y fecunda que atraía y repelía al mismo tiempo
- ¡Puf! - exclamó Hermine con una mueca de asco al cc»- "
tado de ~lene-. ¡Qué fragancia! ,j - No es tan mala.
El olor a tierra venía y se iba con las ráfagas cambiantes del viento. Por encima de ellas, las velas del barco se hinchaban y agi- taban siguiendo también los caprichos del viento. Los vestidos de las dos mujeres estaban adheridos a sus cuerpos mientras que las faldas parecían revolotear a sus espaldas.
, Hermine llevó la mano al rodete de pelo rojizo para sosternerlo en su lugar sobre la nuca - Preferiría oler afeites rancios,
cuartos baratos, y la bosta de los caballos en las calles cualquier día. Esta desolación me espanta además de ofender mi nariz sensible.
-Tonterías -bromeó Elene-, no es la tierra pantanosa lo que hueles, es nuestra cena cocinándose en la cocina del barco.
- No permitas que el cocinero te oiga o nos alimentará a pescado en todas las comidas hasta que bajemos del barco. Ya que debo respirar, déjame estar cerca de ti para oler tu perfume. Desde hace días que tengo la intención de decirte lo delicioso que es.
Elene le agradeció el cumplido. No era el primer comentario que había recibido sobre el perfume, pero era tal vez el más sin- cero. El oír hablar de él todavía la cohibía como si la hubiesen pes- cado en falta.
- Me encantaría tener un perfume como ese, si no te molesta decirme su nombre y dónde conseguirlo.
- Me temo que no se consigue.
- Entonces si me dices cuál perfumista de París lo prepara, pues cuando llegue allá la próxima vez...
- No viene de París.
-¿Estás segura? -preguntó Hermine frunciendo el ceño-. Tiene la misma voluptuosidad, la misma esencia genuina.
- Estoy bien segura - respondió Elene y le contó a la actriz cómo había llegado a sus manos. Impulsivamente, añadió: - Estoy pensando en prepararlo, con la ayuda de Devota, desde luego, cuando me establezca en Nueva Orleáns.
- me veras? ¡Qué maravilloso! ¿Abrirás una pa~merie? Si es así, yo seré tu primera clienta.
Elene soltó una alegre carcajada por el entusiasmo instantá- neo de Hermine. - Casi me haces sentir que la empresa será un éxito.
- Naturalmente que lo será. Con una fragancia semejante,
¿cómo puede fracasar? Elene miró a la otra mujer, pero no vio nada en su sem- blante seductor que indicara que sus palabras tuvieran otro signifi- cado que un cumplido para el perfume. Se aflojó su tensión. - La primera botella que haga será tuya.
La actriz volvió la cabeza hacia donde estaba Flora Mazent sentada con su doncella Germaine alIado. - ¿Has oído? iElene va a preparar perfumes!
- Me parece muy bien. - Flora las miró y esbozó una leve
sonrisa. Se quedó pensativa como si no se decidiera a reunirse con ellas en la baranda. Después de un momento, bajó las pestañas y reanudó su labor de bordado, que había dejado sobre su falda.
Hermine miró a Elene con una ceja alzada y luego meneó la
cabeza. Había algo en la actitud de Flora que era parecido a la indiferencia, como si prefiriera su propia compañía, como si se con- siderara superior, en lugar de ser simplemente tímida. Casi daba la sensación de menospreciar a Hermine y a Josie y hasta, quizás, a Elene. Como también despreciaba las tentativas de madame Tusard, era difícil estar seguro. Sin embargo, ningún tipo de ruegos o halagos podía sacarla de su aislamiento y la mayoría de los pasa- jeros se había dado por vencida.
Los refugiados habían llegado a conocerse bien. Reunidos casualmente en circunstancias azarosas y encontrándose luego con gran cantidad de tiempo en sus manos sin saber qué hacer con él, se habían volcado a la compañía de los demás para distraerse y consolarse. Habían hablado y hablado y hablado. Todos conocían los detalles de los problemas gástricos de m'sieur Mazent y las terribles experiencias de su hija Flora en un pensionado de Marti- nica donde la habían obligado a permanecer de rodillas sobre un montón de judías durante horas y le habían palmeado los dedos con una regla por hablar en un hilo de voz. Madame Tusard los había entretenido con las vívidas descripciones de sus dolencias femeni- nas y todos habían expresado su asombro por un incidente ocurrido a m'sieur Tusard años atrás cuando lo habían acusado, injusta- mente por cierto, de falsificación de documentos y malversación de fondos. Josie había dejado bien en claro su insatisfacción por los papeles de ingenua que debía representar en el teatro y, en varias oportunidades, todos ellos habían sido testigos de acaloradas discu- siones entre Hermine y Morven seguidas de reconciliaciones priva- das.
Ninguno de estos temas, empero, podía superar en interés al drama de la relación entre Elene y Bayard que se desarrollaba ante sus propios ojos. Elene sabía que se había especulado mucho sobre la situación y esto le resultaba evidente cada vez que Durant y ellos dos se hallaban reunidos por casualidad en un mismo salón. Sin embargo, Durant, de algún modo, había desviado la avidez de los pasajeros evitando demostrar interés en Elene, ya fuera concen- trándolo en Serephine quien lo había asistido durante los primeros días de su herida, o bien, buscando la compañía de los caballeros del grupo. Mientras dejaba que el aire marino cicatrizara su brazo y el tajo del rostro, había intimado profundamente con m'sieur Mazent, ya que siendo ambos hacendados era lógico que tuvieran mucho en común. No era nada inusual verlos pasear juntos por cubierta enfrascados en la conversación mientras Flora los seguía un tanto rezagada. La joven solía echar miradas furtivas a Durant y cada vez que él daba muestras de notar su existencia, ella se son-
rojaba vivamente y recomponía su atuendo o el peinado con coquetería.
Las relaciones entre los del grupo no siempre eran cordiales. Morven y madame Tusard sostenían verdaderas guerras verbales por cualquier cosa, desde quién debía encabezar la entrada al comedor hasta qué canciones debían ser entonadas bajo las estre- llas. Josie se sentía ofendida por algunos comentarios de la esposa del funcionario isleño y, tanto por venganza pesonal como para complacer a su paladín Morven, mantenía una disputa continua con madame Tusard sobre la ubicación de sus respectivas sillas bajo el toldo. Madame Tusard estaba celosa por las atenciones que su Claude brindaba a Josie y cualquier otra mujer, sin excluir a Sere- phine, y la chillona demostración de su congoja había reverberado por todo el barco en más de una ocasión. Devota y la criada de los Mazent, Germaine, habían cruzado algunas palabras sobre el uso de la bañera inglesa y de la única plancha que había a bordo, una que pertenecía a Hermine. Flora no molestaba a nadie, pero se había enfadado una tarde cuando el marinero a quien había estado observando durante algún tiempo osó guiñarle un ojo.
Tales contratiempos no eran más de los que podían espe- rarse, quizá, dado el confinamiento a que estaban sometidos y a los' nervios en tensión de todos ellos. Mas, la camaradería derivada del terror y los infortunios compartidos, era más fuerte y duradera. Cuando el barco se acercaba a la bahía donde desembarcarían, se cruzaron muchas promesas de mantenerse en contacto y de reu- nirse otra vez muy pronto. Eran sinceras en ese momento, pero resultaba bastante improbable que llegaran a cumplirse.
La embarcación corrió viento en popa adentrándose en la Bahía Barataria al filo de una tormenta que amenazaba es- tallar en cualquier momento. Cuando hubieron echado anclas, desnudaron la arboladura de las yardas y yardas de vela, des- pejaron las cubiertas y aseguraron las escotillas con listones preparándose para aguantar la tormenta hasta el fin.
La goleta cabeceaba y se sacudía con el viento y las olas. Rugían los truenos por encima de sus cabezas sonando diez veces más amenazadores para ellos que estaban encerrados en la bodega. Crepitaban y chisporroteaban los rayos antes de caer al agua. Can- taban las cadenas de las anclas debido a la gran tensión que debían soportar. Las cuadernas y el maderamen del barco crujían y gemían como algo vivo que estuviera siendo despedazado. La lluvia, cuando llegó, lo hizo en pesadas cortinas de agua, que azotaron, batidas e impulsadas por el viento huracanado, las cubiertas como si fueran inmensos látigos mojados.
Elene y los demás habían comido temprano para retirarse a sus respectivas literas. Tan violentos eran los movimientos del barco que lo más seguro era permanecer tendidos en esas cunas improvisadas. Ryan recorría el barco, revisando los daños, aca- llando temores, regresando de vez en cuando a ver a Elene. Sin embargo, cuando el furor de la tormenta hubo pasado, Ryan se pronunció satisfecho con la forma en que el Sea Spirit se estaba comportando en su resguardo fondeadero. En la cabina una vez más, se despojó de toda la ropa mojada y la arrojó a un rincón. Después trepó a la litera junto a Elene.
Estaba helado. Elene, en un arranque de ternura y compa- sión, lo estrechó entre sus brazos y se recogió el camisón para rodearle las piernas con las de ella. Tiritando en reacción al calor que ella le brindaba, depositó un beso ligero sobre su frente antes de relajarse contra ella. Ella apoyó la sien contra el mentón de Ryan con la mirada perdida en la oscuridad que resplandecía de cuando en cuando con los destellos blanco azulados de los rayos. La lluvia tamborileaba encima de sus cabezas, corriendo luego por las cubiertas hasta caer en ruidosas cascadas a las aguas de la bahía. Desde que Ryan cruzara espadas con Durant, Elene y el cor-
sario habían compartid~ esa cabi?a y!a litera en ~a qü.e ahora est~- ban descansando. Hablan dormido juntos, comido juntos, caml- ;l:' nado, platicado y hecho el amor juntos, pero no habían vuelto a':'; hablar de Nueva Orleáns, salvo en términos muy generales. Elene suponía que él todavía quería que ella viviera con él de esta misma manera en r-:ueva Orl~án~. ~iertamente su deseo por ella no había ~ mostrado senales de dlSmmulT. ;
Cuando él quería era un compañero muy interesante. Los ~; dos habían pasado muchas veladas leyendo tomos de la biblio- ~ teca hurtada y discutiendo las ideas con las que se habían to- ~ pado durante esas lecturas. Algunas veces habían jugado a las :é": cartas apostando prendas de ropa y él solo hacía trampa cuando el botín era lo bastante abultado como para ser irresistible. Nunca dejaba de protegerla delante de los otros, ni la descui- daba por sus responsabilidades a bordo. Acallaba los temores que. le producían sus pesadillas y curaba sus pies heridos. Todavía era aficionado a su perfume y muy sensible a él. No obstante, jamás hablaba de amor.
Elene en realidad no esperaba que él lo hiciera. A pesar de todas las vicisitudes que habían pasado juntos, seguían siendo dos
extraños. El no le adeudaba ni declaraciones, ni promesas, nada; quizás, ella estaba en deuda con él. La cálida afinidad que existía
entre ellos era de la carne únicamente, sin las complicaciones de los sentimientos.
La intrigaba saber si Ryan sería el mismo una vez que estu- vieran en Nueva Orleáns. Entre sus amistades y antiguos camara- das sería probable que descubriera que ella era un estorbo, un recordatorio de un momento de su vida que preferiría olvidar. Podría encontrar a otra mujer y echar fuera de su casa a Devota y a ella misma, forzándolas a abrirse camino por su cuenta y sin su ayuda:
Al menos si él hacía eso, ella sabría de una vez por todas si era el perfume el que lo retenía a su lado. Podría también, desde luego, ponerlo a prueba en cualquier momento dejando de usarlo. Sin embargo, los resultados no serían concluyentes en tanto per- manecieran en el barco. Elene no tenía ningún otro lugar donde dormir si él no la quería a su lado y la mera proximidad podría inducirlo a volverse a ella. En cualquier caso no se atrevía a correr ese riesgo. No estaba en posición de arriesgarse a perder su ayuda en estos momentos.
Ryan, percibiendo la tensa vigilia de Elene, le acarició la espalda mientras tanteaba su inmovilidad. Inclinó la cabeza acari- ciándole el cabello con su aliento cálido. - ¿Qué sucede, chérie? ¿Pasa algo malo?
Ella suspiró en silencio. - No, nada.
Se ensombrecieron los ojos de Ryan, pero no insistió. Solo la más sutil de las hebras, la más frágil de todas era la que los mante- nía unidos, pensó él, estirarla significaría romperla para siempre. Ya tendría tiempo suficiente para forzar una discusión entre ellos cuando llegaran a Nueva Orleáns y pudiera mostrarle lo que perdería si no se quedaba con él. Hasta entonces, esperaría.
Por un momento, ella fue cálida, dúctil y seductora debajo del camisón de algodón. Los movimientos del barco la mecían sua- vemente contra el cuerpo de Ryan y él sintió en su sangre correr el trueno de la tormenta. Le cerró los ojos con besos, encontró sus labios en la oscuridad y los atormentó hasta que se entreabrieron para él, hasta que él saboreó la miel de su respuesta y sintió debajo de la mano el eco tumultuoso del trueno de su corazón. Fue sufi- ciente, por el momento.
Cuando el sol salió, claro, brillante y caliente a la mañana siguiente, vieron que Bahía Barataria era un gran espejo de agua como un lago salobre y de olor desagradable, rodeado de ciénagas. La estrecha franja de playa estaba bordeada de hierbas espinosas y palmitos y cubierta de leños oscurecidos por el agua formando figu- ras grotescas además de encontrarse el cuerpo en descomposición
de una marsopa. Bandadas de pájaros dejaban oír sus chillidos, revoloteando y zambulléndose en busca de comida. Las ranas croa- ban, los mosquitos zumbaban con insistencia enloquecedora y de vez en cuando se oía el rugido sordo de un caimán. Los hombres y mujeres del Sea Spirit se alinearon en cubierta señalando de vez en cuando las figuras parecidas a troncos centenarios de las bestias primitivas cuando flotaban a la vista, observándolas durante su oca- sional búsqueda de alimentos.
Mientras pasaban el tiempo de esta manera, Ryan estaba ocupado supervisando la descarga del barco. La chalupa realizó varios viajes hacia el destartalado almacén ubicado a cierta dis- tancia de la orilla. También había otros almacenes provisorios en las cercanías construidos con maderas arrojadas por la resaca, frondas de palmitos y trozos de yute tejido. De una de esas construcciones se elevaba una columna de humo que manchaba el claro cielo de la mañana, pero no hubo señales de movimiento por algún tiempo.
Finalmente, cuando estaba a punto de terminar la descarga, un hombre emergió de la más grande de esas moradas destartala- das. Se quedó de pie desperezándose y rascándose mientras giraba lentamente para examinar el barco anclado. Gritó algo. Una mujer india pasó agachada a través de la puerta cubierta por una piel a modo de cortina. La mujer miró el barco, miró a su hombre, luego dio media vuelta y volvió a ingresar en la casucha. Fue la actitud más despreciativa que Elene hubiera visto en toda su vida.
Los ocupantes de las chozas eran fugitivos de la ley, ladro- nes, asesinos y ex piratas. Barataria estaba muy lejos de Nueva Orleáns, separada de esa ciudad por interminables millas de agua y lodo y pantanos. Los hombres llegaban a fines del otoño y durante el invierno a cazar los patos y gansos que surgían en grandes ban- dadas, una tras otra y a veces también venían aquí a pescar, pero la bahía estaba generalmente desierta en el verano.
Los hombres conocían bien a Ryan; eso fue evidente por la forma en que vinieron a saludarlo cuando él hubo remado hasta la playa. Todos se mostraron más que gustosos de prestarle sus piraguas para transportar a los pasajeros a Nueva Orleáns, aunque, por supuesto, con el previo pago de una gratificación. Sin embargo, si sentían alguna s.impatía o compasión por los refugiados de a bordo, no lo demostraron, antes bien, remolonearon por los alrededores observándolos subir a los botes a la espera de vislumbrar algún tobillo o pantorrilla bien formada mientras se mofaban de ellos y dejaban oír las risotadas causadas por sus bromas groseras. A nadie extrañó entonces que el capitán lean y una tripulación mínima quedaran a bordo del Sea Spirit para protegerlo.
El largo viaje por el laberinto de canales navegables no era una experiencia que Elene deseara recordar. Al dejar la bahía cesó el viento y el sol ardiente de mediados de junio y los anchos tramos de agua se combinaron para producir un calor intenso y vahos pes- tilentes que les provocaban ríos de sudor y les dificultaban la respi- ración. Espesas nubes negras de mosquitos y jejenes brotaban de la maleza, mordiendo, picando hasta que cada milímetro de piel expuesta quedó cubierta de ronchas rojas y los rostros embadurna- dos con la negra viscosidad de insectos muertos y el sudor que habían tratado de secar. Por supuesto que no habían dejado mucha piel al descubierto, no solo por los mosquitos sino también para protegerse de los ardientes rayos del sol.
Hora tras hora navegaron por los canales, siempre rumbo al noroeste con los remeros hundiendo y alzando los remos casi sin hacer ruido ni salpicar una gota de agua. Las serpientes, veloces como flechas en el aire, dejaban estelas fugaces en el agua al ron- dar cerca del bote. Los caimanes yacían medio enterrados en el barro de la orilla contemplando su paso con imperturbable indul- gencia. A intervalos, durante la mañana, alguien rompería a cantar al compás de los remos como una manera de pasar el tiempo, pero al alargarse las horas un silencio cargado de paciencia cayó sobre ellos.
De tanto en tanto hacían un alto para descansar y refres- carse, aunque evitaban vadear adentrándose demasiado en el agua por temor a las sanguijuelas que podrían estar tentadas a probar un sorbo de sus sangres. Pasaron toda una noche ocultándose de los mosquitos y fueron despertados por el rugido sordo de los caima- nes y, una vez, por el grito de una pantera de los pantanos que andaba de caza. El alba los encontró en las piraguas una vez más. Finalmente llegaron a las puertas de Nueva Orleáns.
Elene, viendo los centinelas de servicio, esperó dificultades. Pero no hubo ninguna. Ryan palmeólas espaldas de los hombres y les preguntó por sus familias o sus mujeres. Se vislumbró el destello de oro pasando de una mano a otra y la descarga de un barrilito de ron. Se abrieron las puertas y de pronto se encontraron en el inte- rior de la ciudad.
Esta era, en gran parte, una ciudad nueva. Habían ocurrido tres grandes incendios en los últimos quince años, dos de ellos realmente desastrosos. El último, solo once años antes, había des- truido más de doscientos edificios, causando pérdidas que sumaban más de ocho millones de piastras. Debido al peligro, tanto como al
I altísimo costo de estos incendios, se había puesto en vigencia un ~ código de edificación que exigía que cualquier estructura de más de r: un piso se construyera de ladrillos o adobe y se techara con tejas, ~~ esta norma obligatoria también para aquellas estructuras existentes
cuyos techos debían ser remplazados. El resultado era una ciudad t", que, en su zona céntrica, tenía todas las características de una ciudad española, incluyendo patios interiores, balcones, ventanas y ; puertas protegidas por rejas, cobertizos para los carruajes o abertu ras debajo del piso alto por las que podían pasar carruajes y peato- ~: nes a los patios interiores.
Los ladrillos fabricados en la región eran tan blandos que %~ había sido necesario cubrirlos con yeso. Este yeso era pintado a la
cal en color blanco o amarillo, pero la acción del sol y la lluvia, al sacar a la superficie el color de la arcilla de los ladrillos y al alentar el desarrollo exuberante de musgos, mohos y hongos, había creado cien matices de verde y gris, herrumbre, oro y durazno.
Nueva Orleáns no era una ciudad grande pues solo tenía unos diez mil habitantes. La rodeaba un malecón de barro con pali- ~:",f zada de seis pies de alto que encerraba un área de media milla de
largo por algo más de un cuarto de milla de ancho. En cada una de las cuatro esquinas se elevaba un fuerte, más otro en el muro tra- sero, además de baterías y puertas guarnecidas insertadas en las secciones intermedias. Como protección adicional, también había un foso de veinte pies de ancho y cuatro de profundidad del lado exterior de la palizada. Estas fortificaciones habían sido reforzadas al estado presente en 1796, cuando los colonialistas de Louisiana habían temido que sus esclavos, muchos de ellos importados de Santo Domingo, pudieran imitar a sus hermanos organizando una sublevación. Los muros no estaban destinados a contener un ejér- cito poderoso, para lo cual eran evidentemente inadecuados; sino para ofrecer protección en caso de una insurrección.
Muros adentro, las calles eran meros senderos de tierra entre las casas, bien que bastante anchos y derechos y con una zanja de desagüe en el centro. Acequias de drenaje, atascadas ahora de maleza y desechos, habían sido cavadas alrededor de cada manzana de casas, que las convertían en islas durante la temporada de lluvias. Estas acequias y las zanjas de las calles vertían sus aguas en el canal Carondelet detrás de la ciudad. A pesar de todo esto, las calles estaban cubiertas de una espesa capa de barro.
Las casas ubicadas cerca de la palizada eran las más descui- dadas. Aquí estaban las moradas de madera de un solo piso de la época de la colonización francesa que habían escapado al fuego, muchas de ellas sucumbiendo a los estragos del clima húmedo,
demasiado derruidas para justificar los gastos de las reparaciones con ladrillos y tejas o con un propietario demasiado tacaño para encararlos.
La ciudad tenía una indiscutible hediondez, aunque no más que la mayoría de los puertos tropicales. La bosta de caballos y mulas estaba mezclada con el barro de las calles. Los desechos de las cocinas, desde mondaduras de vegetales hasta cabezas de pes- cados, además de trapos y pedazos de cuero podrido y algún oca- sional animal muerto, flotaban sobre la capa verdosa del agua de las acequias o se apilaban en los fondos de las casas. Todo esto estaba descomponiéndose continuamente bajo el calor del sol.
Algunas de las mujeres entre los refugiados hicieron muecas, tapándose la nariz. Elene respiró con cuidado y pensó en su per- fume.
Ryan vivía en Royal Street, que era tanto la principal arteria comercial como la vía pública más favorecida de la ciudad. Bor- deada de casas de dos y hasta tres pisos, la mayoría con balcones de artísticas barandillas de hierro forjado, la vía era lo bastante importante como para justificar faroles colgados de cuerdas tendi- das diagonalmente de esquina a esquina entre las casas. Las resi- dencias y las tiendas estaban entremezcladas, a la usanza europea, con los establecimientos mercantiles ocupando la planta baja y los propietarios viviendo en el piso alto o arrendándolo a otros indivi- duos para viviendas particulares.
La planta baja de la casa de Ryan tenía las persianas cerra- das y estaba con llave, pero no ostentaba ningún letrero que anun- ciara vinos ni velas, telas ni sombreros. Los cuartos, comentó él, se usaban para almacenamiento la mayor parte del tiempo, pero por el momento estaban vacíos. Como se acercaba la noche, él ofreció la hospitalidad de su hogar al fatigado grupo de viajeros.
El ofrecimiento fue aceptado con muestras de gratitud. Todos descendieron atropelladamente del carro que un granjero de Bayou Saint John, en las afueras de la ciudad, había prestado a Ryan. Allí habían sido dejados los botes después de la larga trave- sía. El grupo fatigado y ansioso pasó en tropel por la puerta cochera e ingresó al patio de lajas donde, rodeando una fuente con geranios y helechos a su alrededor, se ..dirigió hacia un tramo de escaleras que llevaba a una galería alta que corría a lo largo de tres lados del gran patio. Antes de que la alcanzaran, un negro se ade- lantó con aire elegante y digno para recibirlos.
El criado, de piel color café oscuro y canas en el pelo ensortijado, podría haber tenido entre treinta y cinco y cincuenta años. Su nombre era Benedict y servía como mayordomo en la casa
del corsario. De inmediato se hizo cargo de todo, batiendo palmas para llamar a criadas y lacayos que llegaron corriendo, ofreciendo refrescos y repartiendo las habitaciones. No pasó nada por alto. No solo ubicó a los Mazent y Germaine en un par de alcobas contiguas, sino que también, debido a alguna extraña comunicación con su amo, designó una criada para guiar a Elene y a Devota a las que sin duda eran las habitaciones privadas del dueño de casa.
No hubo ninguna incertidumbre acerca de a quién pertene- cía la alcoba porque momentos después de que Elene y su doncella entraran, un lacayo llevó allí el pequeño baúl marinero de Ryan. Lo depositó en el suelo alIado de una mesa con tablero de marmol y patas doradas a la hoja. Sobre la mesa se veía una bandeja de plata donde se amontonaban gran cantidad de tarjetas de invitación diri- gidas a Ryan Bayard. Entre todas ellas la más conspicua era una que requería la asistencia de Ryan a la cena que sería ofrecida esa misma noche por Pierre Clement de Laussat, prefecto colonial de Francia, el hombre que se convertiría en el gobernador cuando Francia recuperara Louisiana una vez más.
Para la puesta del sol, todos los pasajeros del Sea Spirit esta- ban cómodamente ubicados. Se habían bañado y cambiado de ropa con las prendas que habían podido encontrarse para ellos, las pica- duras de insectos y las quemaduras de sol sufridas en la travesía habían sido atendidas, y se les había provisto' de comida y bebidas. Su anfitrión se excusó por esa noche. Estaba convencido de que la cena con el futuro gobernador, un hombre que había arribado a Nueva Orleáns cuando Ryan acababa de partir para el Caribe, sería una buena oportunidad para ponerse al día con las últimas noticias, demasiado buena para ser rechazada. El no regresaría antes de la mañana ya que las puertas se cerraban a las nueve de la noche y la casa ocupada por Laussat se encontraba fuera de ellas a escasa distancia. Ryan encontraría alojamiento en casa de amigos que vivían en las cercanías.
Elene se preguntó de dónde sacaba Ryan fuerzas y energía para salir de visita luego de los dos días que acababan de pasar. Ella estaba absolutamente agotada y no veía la hora de ir a la cama, protegiéndose de los malditos mosquitos con un bien tupido baire, y dormir toda una semana. seguida. Los otros parecían ser de la misma opinión. Poco después Elene decía buenas noches y buscaba refugio en la alcoba que le había sido asignada.
Devota no estaba allí, esperándola. Tanto como quería a su doncella, la privacidad fue bienvenida. Permaneció por un momento de pie mirando en derredor, el armario de roble oscuro de manufactura inglesa, cuadrado y sólido, el lavabo bastante simi-
lar al del barco excepto que este estaba construido para encajar en un rincón, y también el tocador para afeitarse de diseño francés; y una alfombra flamenca que armonizaba con los tapices en las pare- des. La alcoba era muy espaciosa y se extendía a todo lo ancho de la casa. Un juego de puertas vidriera en un extremo se abría a la galería sobre el patio y otro juego al otro extremo que daba al bal- cón sobre la calle.
La mirada de Elene fue entonces al lecho que era el foco de la habitación. Elevado sobre una plataforma para mayor frescura, ostentaba cabecera y pie tallados y dorados a la hoja. Estaba prote- gido por un mosquitero que colgaba de lo alto, mientras sábanas de color crudo cubrían el colchón relleno de musgo de Florida y las almohadas gordas con plumón de ganso. Al imaginarse acostada en ese lecho con Ryan, desvió prontamente la mirada y se dirigió a las puertas ventana abiertas al aire de la noche.
Las puertas daban al balcón sobre la calle. Hacía menos calor ahí afuera, donde la brisa proveniente del río soplaba sobre los tejados y refrescaba la atmósfera. La luz del crepúsculo se iba de~vaneciendo gradualmente hasta tomar una tonalidad opaca y melancólicamente púrpura, el color del medio luto. Elene pensó en su padre yaciendo cerca de las ruinas de la Mansión Larpent, el lugar que él había amado tanto. De alguna manera, era justo, ade- cuado, que sus huesos estuvieran esparcidos entre las cenizas del lugar. Un gran nudo de dolor se formó debajo del esternón de Elene, presionando contra él, pero ella se negó a llorar. Había des- cubierto en Francia, cuando su padre la dejara atrás, que el llanto no remediaba nada.
En cambio, pensó en Ryan y en su ausencia esta noche. ¿Era verdad que se cerrarían las puertas? Seguramente, si los guardias habían cerrado los ojos por dinero una vez, podrían hacerlo nue- vamente. Era posible que la queda fuera nada más que un pretexto para pasar la noche afuera. Tal vez había una mujer que él debía ver, alguien a quien él querría explicarle la presencia de su nueva amante. Ella no tenía ningún derecho de quejarse si él elegía pasar la noche afuera. Ninguno en absoluto.
En la calle, otras personas estaban paseando y disfrutando del alivio del calor del día. Parejas maduras, parejas de novios, familias que ipcluían abuelos, madre, padre e hijos de edades que iban desde la adolescencia hasta infantes de brazos, alineadas a lo largo de las rejas de los balcones engalanados con helechos y yucas de hojas ensiformes en tiestos de arcilla, o sentados en sillas en los pórticos a lo largo de las fachadas de las casas. Se daban voces unos a los otros, intercambiando saludos, chismes y señales amistosas.
En algún lugar cercano un pretendiente enamorado tocaba una dulce tonada en su guitarra. Una jovencita reía de gozo y excita- ción. Amigos y vecinos, todos ellos estaban en su medio.
No ocurría lo mismo con Elene. Se preguntó cuánto tiempo le llevaría dejar de sentirse desorientada, desarraigada. Era una extraña en un lugar extraño. No poseía nada excepto su propia inteligencia y su fuerza de voluntad. Habría quizá quienes la ayuda- rían, Devota y tal vez Ryan a ratos entre sus otras muchas preocu- paciones, pero la única persona de quien podría depender para abrirse camino en la vida era ella misma. Y lo lograría, estaba segura de ello.
Oyó un movimiento a sus espaldas. Era Devota preparán- dole la cama. Elene se demoró un rato más en el balcón, después regresó a la alcoba.
Devota alzó la cabeza y la miró desde el lugar en donde estaba encendiendo una vela. Elene encontró su mirada por un momento y dijo abruptamente: - Bien, ¿qué piensas? ¿Debemos quedamos?
- ¿Adónde más podríamos ir? -- No estoy hablando de esta noche. Pero, ¿qué me dices de mañana?
- Está el pequeño problema del dinero. - Aun tengo mis pendientes, los que me regaló Durant, y el collar de mi madre. Deberíamos sacar algo por ellos.
- Sí, pero ¿sería prudente arriesgarse a perderlos? ¿Es pru- dente irse cuando aquí tienes 10 que necesitas, comida, una cama, seguridad?
- y el puesto de concubina de Ryan. ¿Es bueno eso acaso? - Muchas mujeres han usado esa posición antes de llegar a ser ricas y poderosas.
- ¿Mujeres como La Pompadour y Josephine antes de que el Primer Cónsul la persuadiera de casarse con él? Quizá, pero tam- bién han sido llamadas parásitas. Y peores cosas aún.
Devota frunció el ceño. - Sí, aunque por qué se le permite a un hombre vender su fuerza mientras a las mujeres no les es lícito vender su poder de brindar solaz, es algo que no entiendo. Con todo, sería descabellado desdeñar lo que tienes aquí solo por orgu- llo.
-No hay nada malo en el orgullo -protestó Elene. -De ninguna manera, pero debes pensar. Ryan puede pre- sentarte a gente influyente, y tiene los medios para adquirir los costosos aceites y esencias necesarios para fabricar el perfume, ya sea trayéndotelos o pidiéndole a sus amigos, entre otros corsarios y
capitanes de barco, que lo hagan. Aquí tendrás tiempo libre y espa- cio, y quién sabe, hasta una tienda si se puede persuadir a m'sieur Bayard de desprenderse de una parte de su almacén de la planta baja.
- ¿Por qué haría algo por el estilo? El no tiene más interés en mí más allá de mi presencia en su lecho. - Lo subestimas, creo.
-¿Te parece? Pienso que él prefiere mantenerme depen- diente de él. Es lo que papá habría deseado en su lugar, o Durant.
- No todos los hombres son iguales.
- No, por cierto - replicó Elene con ironía - . Solo que debes considerar lo que se espera de mí si deseo vivir bajo su protección ,~~
aquí en Nueva Orleáns.
- ¿Es algo tan penoso? ¿Es enteramente culpa suya? La verdad, chere.
Elene dio media vuelta sin contestar. Después de un momento, dijo casi para ella misma: -Me disgusta usar a Ryan.
- Es algo complicado averiguar quién está usando a quién.
-Sí. - Nuevamente Elene quedó en silencio. Llevándose las manos a la cabeza empezó a sacarse las horquillas que le sostenían el cabello.
- ¿Nos quedamos entonces? - preguntó suavemente Devota.
Las manos de Elene frenaron, inmóviles en el aire, soltó un largo suspiro y por encima del hombro, confirmó: - Nos quedamos.
Fue un rato más tarde cuando Elene despertó de su sueño profundo. La alcoba estaba a oscuras con solo un débil resplandor del farol de la calle que se filtraba por las puertas abiertas del balcón. La brisa nocturna agitaba levemente la cortina de suave muselina que estaba corrida, ondulando el dobladillo como si alguien acabara de pasar. Elene, inmóvil y expectante, con todos los nervios en tensión, aguardó a ver qué la había despertado.
De pronto se oyó un sonido suave de tela deslizándose sobre la tela. Crujió una tabla del piso. Se volvió de repente sobre la cama. Más allá de la gasa del mosquitero había una forma oscura, era la figura de un hombre. Respiró hondo para gritar.
La gasa del mosquitero fue retirada a un lado. El hombre se arrojó sobre ella tapándole la boca con la mano y tomándola en el círculo poderoso de su brazo. Su pecho estaba desnudo y caliente contra los senos de Elene, su olor, mezclado con el aroma del vino era familiar, agradablemente familiar. Cuando su mano se cerró sobre un seno, cubriéndolo por completo, ella supo quién era.
-Ryan...
La mano que había amortiguado la palabra, se alzó. El rió
con una risa plena y satisfecha, luego posó los labios sobre la boca de Elene en un saludo rápido y áspero que cambió gradualmente hasta transformarse en un beso profundo, más inquisitivo, infmita- mente prometedor. Ambos estaban jadeantes cuando él alzó la cabeza.
- Pensaba que no podrías venir. - Las palpitaciones de su corazón tornaban temblorosa la voz de Elene. El no había visitado a otra mujer. Ryan había vuelto a ella.
-Siempre hay forma de volver.
- Sobornando a un guardia, supongo.
El meneó la cabeza, un débil movimiento en la oscuridad. - Estaban profundamente dormidos para oír el ofrecimiento.
- Entonces, ¿cómo... ?
- La palizada no está en las mejores condiciones, particu- larmente a lo largo del terraplén trasero. Pasé por allí arrastrán- dome.
- ¡Podrían haberte atrapado!
- Pensando que tú estabas en mi lecho, toda suavidad y cali- dez, decidí que bien valía la pena el riesgo de pasar una o dos noches en el calabozo.
- Muy halagador - replicó ella tratando de sonar incrédula aunque no lo logró plenamente.
-¿y qué más? -preguntó él con enloquecedora lentitud mientras empezaba a abrirle el cuello del camisón y correrlo hasta dejar desnudo todo el globo de su seno.
- Alarmante. Me asustaste -jadeó ella.
-Perdóname. ¿y qué más? -El aliento cálido acarició la piel desnuda erizándola, haciendo que el pezón se endureciera hasta convertirse en una fresa suculenta.
- Perturbador. Estaba dormida. - Dominó su urgencia de alzar el seno hacia los labios de él. Dios querido, en qué mujer sen- sual se había convertido.
- Pauvre petite. Volveré a hacerte dormir. ¿y qué más?
Ella contuvo el aliento cuando la succión caliente y húmeda
de la boca de Ryan se apoderó del pezón. - Yo... me niego a grati-
ficarte más... diciéndotelo.
- Entonces yo te gratificaré con palabras y hechos y con
todos los ardides que poseo hasta persuadirte - murmuró él contra
su piel-. Hasta que sepas exactamente lo contenta que estás de que yo me halle a tu lado. Aunque jamás igualará mi placer.
10
Los hombres del grupo se dispersaron inmediatamente des- pués del desayuno a la mañana siguiente, entre ellos Ryan, quien tenía que retomar los hilos de sus negocios, descuidados durante el tiempo que había pasado en el mar. Las mujeres se quedaron hasta que sus hombres encontraran un sitio donde alojarse. Se reunieron en la galería que daba al patio, parloteando animadamente sobre la sorprendente e inesperada suntuosidad de la casa de Ryan. Habla- ron de'las comodidades y diversiones que podría ofrecerles Nueva Orleáns, y de los pasos que debían dar, desde averiguar el nombre de un buen médico hasta encontrar un proveedor de afeites, antes de poder establecerse aquí y acomodarse a esta nueva vida. A pesar de la familiaridad en el trato, se percibía cierto embarazo entre ellas, como el que sienten los invitados olvidados en el escalón de la puerta mientras aguardan sus carruajes a la salida de una fiesta que ya terminó.
Sin embargo, para el mediodía se habían ido todos, los Mazent a la mejor posada que podía ofrecer Nueva Orleáns, donde también se alojaría Durant; la compañía de Morven a un cuarto encima de una taberna en el extremo norte de Bourbon Street; y los Tusard a la casa de un amigo de m'sieur Tusard, un miembro retirado del servicio colonial francés radicado en Nueva Orleáns.
Elene quedó sola. Se sentó en la parte sombreada de la gale- ría contemplando el chapoteo del agua en la fuente y el reflejo de la luz del sol a través de las hojas del frondoso roble sobre las lajas del patio. Se oyeron ~sos suaves a sus espaldas. Al volverse vio al mayordomo de Ryan que se acercaba. El hombre se inclinó respe- tuosamente.
- Mil perdones si la incomodo, mam'zelle. M'sieur Ryan dejó órdenes de que usted ha de ser tratada como la señora de la casa. Si hay algo que usted desea que se haga, alguna preferencia que tenga en cuanto a su alcoba o para el almuerzo, solo tiene que decírmelo.
Era un discurso muy hábil y astuto, informativo, expresado en tono respetuoso, y con todo, dejaba entrever claramente que, aunque él estaba dispuesto a acatar las órdenes de su amo, Bene- dict se consideraba el único a cargo de la casa. Su gobierno, si ella deseara agobiarse con la pretensión de asumir la empresa, sería realizado a través de él, como sin duda lo había sido durante muchos años. El, naturalmente, temperaría las directivas como mejor le pareciera.
Devota, al oír la voz del mayordomo, salió de la alcoba que estaba precisamente detrás del sitio donde descansaba Elene. En cuanto entendió la insinuación que guardaban las palabras, montó en cólera. - Mam'zelle Elene -exclamó la criada con helada clari- dad-, ha tenido el gobierno de un establecimiento mucho más grande e importante que esta barraca desde mucho antes de apren- der a peinarse. Ella no necesita que nadie trasmita sus órdenes. Ni tampoco precisa sugerencias en cuanto a cuáles podrían ser esas órdenes, ¡yo se lo aseguro!
La batalla entre los dos criados estaba a punto de desatarse. Elene lo sabía y se puso de pie, interrumpiendo bruscamente cual- quier respuesta que pudiera haber dado Benedict. Enfrentó al mayordomo y a su doncella que se estaban echando miradas fero- ces con las bocas apretadas y ojos relampagueantes. Se volvió a Benedict luego de lanzar una mirada de advertencia a Devota. Con voz calmada como si no viera nada malo en lo sucedido, dijo: - Soy forastera y desconozco Nueva Orleáns, sus costumbres, y todo lo que podría estar disponible en el mercado en lo tocante a alimentos para las comidas. Dejaré todo eso en tus manos por el momento, Benedict. Sin embargo, me complacería mucho que me llevaras a recorrer la casa, y tal vez me dijeras algo sobre cómo la manejas.
La criada y el sirviente se lanzaron miradas de triunfo mutuamente. Devota porque su señora había asumido tranquila- mente su merecida posición, dando una orden al mayordomo expresada como un pedido. Benedict porque su lugar y su propia importancia h;tbían sido reaflfmadas. Elene se volvió y esperó que el mayordomo se reuniera con ella.
El le echó una ojeada, reacio obviamente a abandonar tan pronto una pelea. - ¿Ahora, mam'zelle?
- Sí, por favor. - La respuesta fue agradable, pero firme.
Empezaron por el salón, la habitación más grande y más formal de la casa. Aunque estaba en penumbra a esta hora del día, pues se mantenían cerrados los postigos para retener la frescura de la noche e impedir la entrada de los ardientes rayos del sol, se veía que era una habitación con cierta elegancia. Como el dormitorio principal, estaba amueblada con los mejores canapés y escritorios ingleses, pero con mesas, espejos, un candelabro colgante y tapiz francés, este último un brillante toile de jouy rojo y blanco. El gran comedor adyacente, así como también todas las alcobas en el edifi- cio principal y las alas de garr;onnieres que cercaban el patio a ambos lados, estaban amueblados en estilo similar.
Según la cuenta de Elene, había treinta habitaciones en la casa y en las garr;onnieres. Estos edificios laterales eran usados generalmente por los niños en las familias numerosas. Además del gran salón, del comedor con el cuarto auxiliar de la cocina, y la alcoba de Ryan que estaban ubicados en el piso alto del edificio principal, había otras seis alcobas en los altos de las garconniéres. AbajComo Elene no mostró señales de despotismo o altanería, fue creciendo la afabilidad del mayordomo al ir avanzando en el recorrido, explicándole los horarios y las disposiciones para las comidas y las compras, para la limpieza y las reparaciones. Reunió luego en el patio a la dotación completa de criadas y sirvientes para presentárselos por sus nombres, si bien la cocinera, por ser de mayor importancia y estando en esos momentos muy atareada con el almuerzo, fue visitada en la cocina. Se le enseñaron a Elene la lencería de cama y toda la mantelería, las existencias de jabón, polvo dentífrico y pomada para el cabello. Se abrieron los almace- nes para la inspección aunque estaban vacíos. Con gran orgullo, Benedict enumeró los artículos que algunas veces almacenaba Ryan para su uso personal y para el de otros, las cajas de velas, los barrilitos de vinos y licores de Málaga, Bordeaux y Madeira, las botellas de barro cocido con aceite de oliva, frutas conservadas en aguar- diente, cajas de pasas de uva y de ciruelas, los vinagres y nueces y
quesos; los barriles de harina y granos sin moler, los toneles gran- des de tabaco y té, café y cacao, más las piezas de muselina y telas crudas de seda, algodón y lino para el uso de la casa.
Elene demostró el adecuado interés, pero su atención estaba atrapada por el pequeño cuarto en un extremo del edificio princi- pal, uno que daba a la calle. Largo y angosto, tenía un bajo mostra- dor de madera a un costado y estantes escalonados en la otra pared, mientras que al fondo había un gabinete de reducidas pro- porciones. Aunque por el momento estaba abarrotado de té y café, serviría a la perfección para la tienda de perfumes.
Ryan retornó a la casa para almorzar con ella. Comieron en la galería donde se había ubicado una mesita a la sombra junto a un pilar de hierro forjado por el que trepaba una frondosa enredadera de jazmín amarillo o gelsemio. Sus capullos, que florecían en febrero, hacía rato que habían desaparecido, pero su follaje era el hogar de dos camaleones que observaban comer a Elene y Ryan con ávidos ojitos como cuentas mientras esperaban su alimento, que aparecería volando.
Ya en el desayuno, Ryan le había informado de las noveda- des de la ciudad que había recogido la noche anterior durante la cena ofrecida por el prefecto colonial. Parecía que el presidente norteamericano, Jefferson, con el congreso y sus compatriotas, había expresado tal ira por la cancelación del derecho de depósito en Nueva Orleáns con su consecuente impedimento al comercio norteamericano, que el gabinete español en Madrid se había asus- tado. Temiendo que los Estados Unidos marcharan sobre Nueva Orleáns y pusieran sitio a la ciudad, habían dado la orden para el restablecimiento de la ciudad como puerto de depósito libre de impuestos para los fletadores de esa nacionalidad. La proclama que manifestaba ese hecho había sido divulgada por carteles en Nueva Orleáns mientras Ryan estaba lejos. Ahora no existía ningún impe- dimento para el comercio, lo cual era Ul\, gran alivio. Ryan podría retornar a su ocupación principal, ser un comerciante antes que un corsano.
También había habido una confirmación de los rumores sobre el estallido de hostilidades entre Gran Bretaña y Francia. Gran Bretaña había declarado la guerra hacía un mes, así que el barco que Ryan había capturado durante el viaje a Nueva Orleáns fue confirmado como su legal presa de guerra.
El otro gran acontecimiento que había convulsionado a la ciudad durante su ausencia había sido el arribo de un barco a prin- cipios de junio, escasamente una semana atrás, con el que llegaron rumores de que Napoleón había cedido Louisiana a los Estados
Unidos por una suma fabulosa. El prefecto colonial Laussat había ridiculizado la idea declarando que él no había recibido ningún indicio de tal transacción.
Elene y Ryan comieron en silencio por un tiempo, disfrutando el sabroso plato preparado con arroz, hierbas y trocitos de pescado, mariscos y jamón. Al cabo de un rato, Elene preguntó: -¿Esta mañana oíste algo más sobre la cesión de la colonia?
- Nada preciso, aunque los norteamericanos lo están cele- brando como si fuera un hecho. Tengo entendido que han estado realizando fiestas con fuegos de artificio y brindis por el novísimo trozo de Norteamérica. Ciertamente se andaban pavoneando por las calles como si el lugar les perteneciera. Un par de kentuckianos borrachos casi me arrojaron fuera del banqzlette.
El banquette era el entarimado, como un andén elevado, que se extendía a lo largo de las calles para evitar que los peat9nes caminaran en el barro. Elene podía imaginar que Ryan sería difícil de desalojar. Se preguntó si los otros dos hombres habrían termi-
nado de bruces en el barro, pero no se atrevió a preguntar. - Creía que estabas complacido ante la posibilidad de convertirte en un buen norteamericano.
El hizo una mueca.
-Sería muchísimo mejor si pudiera ser sin la presencia de los kaintzlcks.
Ella sabía lo que él quería decir. Ella misma había visto esa mañana desde el balcón a un par de estos hombres del territorio de Kentucky paseando por la calle. Hombres inmensos, vestidos con pieles curtidas y con largos cabellos desgreña- dos cubiertos con sombreros sin ala que aún conservaban el pelo y las colas de animales colgando a la espalda. Se veían borrachos y se habían mostrado pendencieros, cayéndose por la calle, cantando sonsonetes profanos y gritándole insultos expresados como cumplidos cuando la vieron. Ella había entrado a la casa y cerra- do la puerta.
- Seguramente no son todos iguales a ellos en los Estados Unidos, ¿o sí?
- No. Algunos son caballeros tanto en su apariencia como en su habla, pero comerciantes extremadamente sagaces, demasiado sagaces. Entre ellos también hay algunos de sentimientos más nobles... tiene que haberlos ya que el país ha producido hombres como Washington y Jefferson, pero pocos de ellos se sienten atraí- dos por Nueva Orleáns. No importa. Sean lo que sean los nortea- mericanos, son mejores que los españoles.
- Todavía me resisto a creer que Napoleón pueda venderla.
- La razón, según él ha dicho, es para proporcionar a los británicos de un futuro enemigo haciendo de los jóvenes Estados Unidos un verdadero gigante.
-Ese es un plan a muy largo plazo, ¿no es así? -Elene no ocultó su escepticismo.
- Napoleón es un hombre que piensa para un futuro lejano. Pero la verdad es probablemente que no vio la manera de rete- nerla, dada la distancia a que estamos, la pérdida de tantos de sus soldados en Santo Domingo y el gasto escandaloso en que ha incu- rrido. Es más probable que en vez de crear un enemigo futuro para Gran Bretaña, espera convencer a los Estados Unidos de conver- tirse en un aliado de Francia, como Francia se alió a los norteame- ricanos contra Gran Bretaña en la revolución.
-Me pregunto cómo reaccionará España a todo esto - comentó Elene.
- Indudablemente habrá muchas protestas, si los rumores resultan veraces. La venta de Louisiana fue expresamente prohibida en el Tratado de San Ildefonso. Los ministros españoles pensaban mantenerla como una extensa franja de tierra que sirviera de valla entre los Estados Unidos y sus posesiones en México y América Central, mientras se libraran de los gastos de gobernarla. Napo- león, me temo, también ha creado problemas para España.
- ¿Cómo puede hacerla con esa prohibición?
- El Primer Cónsul de Francia hace caso omiso de las pro- hibiciones.
- Hablas como si creyeras que la cesión es un hecho. ¿No te parece que el prefecto colonial Laussat lo sabría si así fuera?
- No necesariamente. La noticia tendrá que ser oficial antes de ser reconocida, y los funcionarios oficiales son muy perezosos. Habrá mucho trabajo rutinario de oficina y mucho papeleo que flTmar, muchos documentos que deben ser estudiados y copiados, pasados de mano en mano y firmados. Llevará tiempo.
- Mientras tanto nosotros nos sentamos aquí, barruntando, sin saber nada de cierto. ¡Es tan desalentador!
Ryan estuvo de acuerdo, luego cambió de tema y le preguntó qué había hecho esa mañana. Elene se lo contó haciendo un relato gracioso de la fricción entre Devota y Benedict, y la extremada minuciosidad de la presentación de la casa hecha por el mayor- domo.
Ryan la observaba. Había comprado una copia de la última edición de Le Moniteur de la Louisiane, el boletín de noticias publi- cado en Nueva Orleáns, pero este se encontraba olvidado alIado de su plato. Había tal gracia en los movimientos de la mujer sentada frente a él, en la manera en que levantaba el tenedor, la forma en que movía la cabeza. La fragilidad de sus muñecas surcadas de venas azules le causaba un extraño dolor en su interior. La risa que iba y venía en sus ojos era fascinante, así como también la forma en que la luz reflejada por el patio inferior daba en su mejilla y brillaba con un suave lustre dorado en la onda de pelo sobre su sien.
El color le trajo a la memoria el destello de las monedas de oro. Sacó un monedero del bolsillo de la chaqueta y lo dejó caer frente a ella. Grueso y pesado dejó escapar un ruido metálico al caer sobre el tablero de la mesa.
- ¿Dinero? ¿Me estás ofreciendo dinero? - Como aparentemente no tienes nada, y debes estar nece- sitando una ronda de visitas a las costureras y los sombrereros...
- No tienes ninguna obligación de comprarme ropa, no seré una carga para ti en eso también.
Ryan procuró tener paciencia, aunque no le sorprendía su objeción. - ¿En qué se diferencia el permitirme pagar por lo que usas de pagar por lo que comes o dónde duermes?
- Es que es distinto, y tú lo sabes. - Apretó los labios frun- ciendo el ceño en gesto de rebeldía y echando una mirada desdeñosa al monedero.
-Ese vestido que te dio Hermine es encantador, pero estoy un poco cansado de verlo. Y aunque el camisón que usabas anoche era seductor, no creo que desees usarlo fuera de la casa. Vamos, actúa con sensatez. Toma el dinero.
- No puedo. Ryan se retrepó en su silla mirando fijamente a Elene. La lu~ proveniente del patio se reflejó en el cuello y la quijada de Elene cuando ella levantó la barbilla haciendo que su cutis pare- ciera traslúcido como la seda. También relumbró en la cadena con un finísimo camafeo que lucía alrededor del cuello. Clavó la mirada en el camafeo y se le ocurrió una idea.
- Entonces, hagamos de esto un asunto de trueque. Me darás una garantía apropiada para ser guardada en mi poder y yo te' concederé una suma de dinero.
En tonos apagados, Elene preguntó: - ¿Qué podrías tener en mente?
- No tu cuerpo deleitable, ¿a menos que eso sea lo que tú prefieras?
Elene se quedó mirándolo con fijeza, su expresión casi en blanco, pensativa.
El se encogió de hombros. - Entonces ¿tal vez esa fruslería que cuelga de tu cuello?
-¿El camafeo de mi madre? -se llevó la mano al cuello como para protegerlo.
- Yo solo lo guardaría hasta que pudieras recuperar lo. Este es un préstamo, ¿recuerdas?
Lo recordaba, pero también veía que él no esperaba que ella se lo devolviera jamás. El arreglo era para vestirla con las galas y adornos que él deseaba comprar le. El se sorprendería. Ella le devolvería el dinero. Lo haría con el que ganara vendiendo su per- fume. Desde un principio había considerado inevitable despren- derse del collar por dinero, por más que le disgustara la idea. Sería mucho mejor permitirle a Ryan que lo guardara. Era muy posible que él no se sintiera nada feliz con el uso que ella pensaba darle a su préstamo, pero eso era algo que Elene afrontaría a su debido tiempo.
- Muy bien. -Inclinó el cuello y se sacó la cadena por la cabeza.
Ryan había esperado mayor resistencia de parte de ella. Observándola, trató de figurarse por qué había claudicado con tanta facilidad. No se hizo ilusiones pensando que la había enga- ñado; había esperado que alcanzarían uno de esos arreglos sofisti- cados donde cada uno fingiría estar actuando por el más puro de los motivos. Debió haber sabido que ella no jugaría ese juego de la manera que estaba escrito para el resto de los hombres y mujeres de mundo. Tan enfrascado estaba en sus propios pensamientos que cuando ella le extendió la cadena con el medallón, él lo aceptó mecánicamente. Su primer impulso fue devolvérselo, pero algo lo detuvo. Algo de la dignidad en su gesto, algo en la firmeza de su mirada. En la mano de Ryan, el collar retenía la tibieza de su piel, estaba liso por frotarse contra ella. Le produjo una sensación extraña, pero no remedió su inquietud.
Elene y Devota fueron de compras. Descubrieron, no sin sorpresa, que no había escasez de los artículos requeridos para vestirse elegantemente en Nueva Orleáns. Las tiendas estaban lle- nas de muselinas, encajes, sedas, terciopelos, tafetanes y telas recamadas. En los estantes también había plumas y penachos, cuentas y botones de adorno, cintas, velos de encaje hechos a la aguja y un hartazgo de joyas. Había, además, una gran variedad de cremas, polvos y cosméticos, y una buena cantidad de perfumes, casi todos importados de Francia. Devota, mirando esto último con cierto disgusto, declaró que estaban oscuros por la vejez y pasado su punto óptimo.
Tampoco estaban las calles vacías. Se codearon con elegan- tes matronas con mantillas sobre sus cabellos y muchachas con capotas de paja, y saludaron con las cabezas cuando jóvenes peti- metres con espadines a los costados y pañuelos perfumados en las mangas se detenían para hacer les una reverencia. Monjas en hábi- tos negros y tocas blancas sonreían al verlas pasar. Soldados espa- ñoles en sus rojos uniformes con rosetas blancas en sus sombreros de dos picos se volvían para mirarlas.
Elene y Devota compraron piezas de muselina de la India decoradas con figuras, y algunas rayadas para unos pocos vestidos de mañana, y muselina fina de seda rosa para un vestido de noche, suponiendo que pudiera llegar a ser necesario un atuendo de ese tipo. No olvidaron tampoco las piezas de estopilla fina para confec- cionar la ropa interior y algunas cintas y encajes para las guarnicio- nes. Las medias eran artículos indispensables como también los escarpines y zapatos, guantes y una o dos capotas para resguardarse del sol. Sin embargo, no gastaron nada en costureras y muy poco en sombrereros, ya que con la ayuda de Devota. Elene tenía la sufi- ciente habilidad como para coserse su propia ropa siguiendo el estilo simple que estaba de moda y también de adornar sus capotas y sombreros.
Realizada la última compra y una vez que esta se hubo enviado a la casa de Ryan con el asistente del tendero, Elene descubrió para su sorpresa que aún le quedaba una importante suma de dinero en el bolso. Consideró entonces que no había motivo para demorar más la fabricación de su perfume pues solo quedaban una o dos gotas en la botella que le había dado Devota. Si empezaban a trabajar ahora, cuando este se terminara ya tendrían una nueva provisión. Elene y Devota averiguaron la dirección de la perfumería más próxima y se encaminaron a ese lugar.
Estaba ubicada en una fangosa callejuela lateral donde toda la edificación pertenecía a la época de la dominación francesa. Estaba lejos de causar una gran impresión ya que no era un esta- blecimiento en sí, sino que consistía solo en unos cuantos anaqueles colocados en un rincón al fondo de una botica. El boticario era un simple vendedor de píldoras, pero daba la casualidad que el hom- bre a quien él le había comprado la tienda hacía un año, había tenido una buena provisión de esencias puras de flores, maderas y hojas en aceite y en polvo y, por lo tanto, él había conservado los anaqueles bien provistos. Aunque también tenía alcohol no había hecho ningún intento de preparar perfumes.
Acercándose a los anaqueles, Elene examinó la gran varie- dad de líquidos traslúcidos de ámbar y caléndula. Allí estaban todos los ingredientes florales y herbáceos, de maderas y de animales en
sus frascos, botellas, redomas y cajas, los aromas que le darían el éxito.
Ella y Devota sopesaron los méritos de las sustancias agluti- nantes de ámbar gris y algalia, las ceras de incienso y mirra del Lejano Oriente, y las astillas de cedro y sándalo.
Olieron el aceite de jazmín y el aceite de esencia de rosas, las raíces trituradas de violetas de Parma, las cortezas machacadas de limón y naranja, los polvos de hierbabuena, semillas de anís, romero y canela, y los aceites de clavero y narcisos y geranios. Compraron lo que pudieron conseguir en las cantidades disponibles, aunque había una o dos cosas que quería Devota pero que no tenía el boticario. El hombre detrás del mostrador puso todas las compras en la canasta que había traído la criada, ya que Devota no deseaba confiar las al recadero. La criada, recogiendo la canasta tintineante, la colgó del brazo y ella y Elene abandonaron la tienda.
Cuando salieron a la calle, el cielo e.staba gris hacia el sud- oeste y el aire calieI)te y calmo. Un hombre pasó corriendo junto a ellas y del otro lado de la calle una mujer con un atado de ropa sobre la cadera arrastraba del brazo a un chiquillo quejoso, cami- nando con gran prisa mientras echaba miradas preocupadas al ciclo. Se oyó entonces el retumbo de un trueno y sopló una ráfaga de viento. Elene miró a Devota. Iba a llover. Tener chaparrones todas las tardes era una cosa muy común durante los meses de verano en Nueva Orleáns, o así les habían comentado. Apretaron el paso. Más adelante podía verse una casa de dos pisos con un gran balcón saliente que podría ofrecer les resguardo.
Otro trueno más retumbó con sonido sordo, como si el aire fuera demasiado denso para llevar un sonido más agudo. Una gruesa gota de lluvia increíblemente caliente dio en la cara de Elene. Tres más cayeron delante de ella con gran ruido y salpicaduras mojaron el suelo en círculos del tamaño de una tacita de café. Otro puñado cayó a tierra diseminándose sin ritmo. Elene empezó a correr seguida por Devota mientras las botellas y redomas producían un suave tintineo dentro de la canasta.
Súbitamente el cielo plomizo se desintegró en un espeso diluvio. La última arremetida veloz hacia el refugio se hizo a través de lo que parecía un muro de agua cada vez más denso.
Segundos después estaban debajo del balcón, riendo y secándose las caras con las manos. Una ráfaga de viento lanzó una ondulante cortina de agua de la saliente del balcón hacia ellas. Retrocedieron un paso y se refugiaron en el umbral de una som- brerería de damas.
Una niña que había estado contemplando la lluvia, se volvió
y echó a correr regresando al lado de su niñera, dos hermanas mayores y también su madre que estaba hablando con la propieta- ria de la tienda. Cuando la niña se abrazó a las rodillas de su madre, la mujer bajó la cabeza y la miró.
- Vamos, Zoe, no seas tímida -dijo ella en tono suave yele- gante al tiempo que empujaba débilmente a la niña hacia la niñera.
Elene le sonrió a la criatura antes de entrar un poco más al interior de la tienda. Miró interesada a la madre una vez más. La mujer estaba en la plenitud de una adorable madurez y la lucía con un encantador aire de confianza en sí misma. Su trato con la som- brerera que estaba junto a ella era algo distante sin llegar a ser condescendiente en lo absoluto. Estaba vestida de lino azul claro con un fichó de finísima muselina blanca con un volante de punti- llas alrededor, un vestido de líneas y calidad tan impecables que solo podía haber venido de París.
La sombrerera sostenía en sus manos un bonito sombrero de paja toscana teñido del mismo color del vestido. La mujer se dirigió a un mostrador cercano donde había una cesta con ramilletes de flores pequeñas de donde sacó un ramito de margaritas con pétalos de seda blanca y centros de terciopelo amarillo. - ¿Tal vez estas margaritas, madame Laussat? - sugirió colocándolas sobre la copa del sombrero- . Le darían un toque de frescura.
- Creo que no - respondió la esposa del prefecto colonial ladeando la cabeza -. No tengo deseos de dar la impresión de remedar a la pobre Marie Antoinette, convirtiéndome en una pas- tora con guirnaldas de margaritas.
- Para un sombrero de paja como este, madame, se requiere simplicidad.. - La sombrerera parecía inclinada a irritarse como si resintiera el insulto a sus margaritas o que su clienta no ~iguiera su consejo. Dejó las flores y comenzó a acariciar la paja del sombrero con dedos temblorosos.
- Simplicidad, sí, eso me agrada - dijo madame Laussat con gran diplomacia -. ¿Arvejillas, quizá? O un anillo de hojas alrede- dor de la copa. - Se volvió a Elene. - ¿Qué piensa usted, mademoi- selle?
Elene se adelantó. - ¿Ese sombrero es para uso informal? - Para pasear con mi esposo en un carruaje descubierto. El es un apasionado de las excursiones por la campiña, y yo encuentro que una debe contar con mayor protección del sol de Louisiana de la que brinda una simple capota.
- Entonces posiblemente, como su fichó es blanco, ¿basta- ría una guarnición de una ancha cinta blanca? Nada da más sensa- ción de frescura que el blanco, y podría dejar largos lazos
colgando para que flotaran al viento cuando usted va de pa- seo.
- Sin decir nada de lo útil que sería para atar el sombrero. Realmente es muy adecuado y distinguido. Me siento en deuda con usted por su sugerencia, mademoiselle...
Cuando la mujer hizo una pausa sugestiva, Elene le dio su nombre. Al mismo tiempo recibió una mirada malévola de la som- brerera por su intervención.
- Ah, sí, mademoiselle Larpent. - Madame Laussat se pre- sentó y señalando a las niñas, agregó: - Y estas son mis hijas, Zoe, Sophie y Camille. ¿Vuestras cortesías, niñas?
Elene intercambió solemnes inclinaciones de cabeza con las niñas antes de que la madre continuara hablando. - He oído de sus penurias en Santo Domingo, mademoiselle. Por favor acepte mis condolencias por la muerte de su padre.
-Gracias -respondió Elene, sorprendida-. Es muy gentil de su parte condolerse, pero no veo cómo...
- ¿Cómo llegué a enterarme? Por m'sieur Bayard, desde luego. Qué hombres extraordinarios tienen aquí, ¿no está de acuerdo? Tan galantes y gallardos en acción y tan guapos de hecho.
- Sí, supongo que sí - respondió Elene un tanto tajante. - Qué cosa tan desafortunada es esta revuelta; Santo Domingo es un sitio muy peligroso en estos días. Mi esposo y yo nos detuvimos allí un par de días en febrero durante nuestro viaje hacia aquí. La situación era tan incierta y explosiva que no abando- namos el barco.
- Ha sido... algo terrible - concordó Elene. - Ciertamente. Quedé profundamente conmoVida por lo que le ha sucedido a usted, pero es mucho más fácil condolerse, com- prende usted, cuando es un hombre como m'sieur Bayard quien cuenta la historia de las penurias sufridas por una mujer y su vale- rosa recuperación.
Elene no tuvo oportunidad de contestar, aun cuando hubiera podido encon~rar algo que decir, pues en ese momento intervino la sombrerera. - Estos refugiados de Santo Domingo son muchos, demasiados -comentó con hastío y disgusto-. Ninguno de ellos es muy valiente por lo que he podido ver. No hacen otra cosa que jugar por dinero. Las mujeres son aún peores. Se pasean por ahí presumiendo en sus vestidos de brillantes colores a despecho de la moda, y con escotes tan bajos que son realmente ofensivos al buen gusto. Y tan dependientes son de sus esclavos que intentaron matarlas, que ahora no saben hacer ni la cosa más insignificante por ellas mismas.
Un ataque semejante no podía dejarse pasar sin una con- testación adecuada. Elene le clavó la mirada en los ojos y con voz helada, respondió: - Estoy segura de que las mujeres de mi isla son muy parecidas a las de todo el mundo, ni mejores... ni peores.
- ¡De veras! Y qué me dice de aquellas que traen a sus esclavas con ellas, orgullosas criaturas que usan el pañuelo atado alrededor de sus cabezas al que llaman tignon, y que envenenan las mentes de nuestros sirvientes con su culto de la terrible serpiente dios del Vudú y sus deseos de muerte.
- Ellas, también, son iguales al resto, como verá usted si
mira a mi doncella Devota que me acompaña ahora. La mujer retrocedió de prisa, dando muestras de azora- miento. Apretó los labios y no volvió a abrir la boca mientras aten- día a la compra de la esposa del prefecto.
La lluvia paró tan súbitamente como había empezado. El sol volvió a salir tan brillante y ardiente como antes, de suerte que el vapor se elevaba en lentos remolinos desde los tejados con sus cho- rreantes aleros.
Elene y Devota se despidieron de madame Laussat y sus hijas. Mientras iban camino de regreso a la casa de Ryan, Elene meditaba en la forma instintiva en que había saltado a la defensa de los de Santo Domingo. En ese instante había sentido que estaba defendiendo a la isla misma así como también al estilo de vida que todos ellos habían llevado allí. ¿Era posible que ella, como Ryan, se considerara más una ciudadana de su lugar de nacimiento que de su patria adoptiva, Francia, después de todo?
Antes de poder empezar a trabajar en el perfume, debían encontrar todas las sustancias que no habían podido hallar en la botica que habían visitado. Al llegar a la casa, Devota consultó a Benedict, un procedimiento muy delicado conducido con arrogan- cia por una de las partes y con mínima cortesía por la otra. Des- pués, ella recogió la canasta y volvió a salir. No dijo adónde iba y Elene no se 10 preguntó, pero la criada se alejó en dirección al malecón donde estaban atracados los barcos, más de un centenar de ellos con sus mástiles recortados contra el cielo.
Pasó más de una semana antes de que se reunieran todas las esencias para el perfume. Elene ocupó la mayor parte de ese tiempo cosiendo, completando su vestido de noche, los vestidos mañaneros, los conjuntos de paseo y otras prendas para cubrir las deficiencias de su guardarropa. Ella y Devota también cosieron unas cuantas prendas para la criada. Además de ello, les quedó tiempo libre para limpiar y ordenar el almacén elegido como taller.
Elene llevó papel, pluma y tinta para registrar los ingre-
dientes y las cantidades a ser añadidas ya que por el momento la fórmula estaba únicamente en la cabeza de Devota. Las dos abrie- ron los postigos para permitir la entrada del sol matinal. Luego se corrieron hasta el mostrador donde Devota tomó la primera redoma. Elene tomó la pluma y anotó jazn,fn, con la medida al lado; después de eso, bergamota, que era una variedad de hierba- buena.
Paso a paso, uno detrás de otro, los preciosos líquidos fue- ron combinados y mezclados con los otros polvos y esencias hasta que la última redoma dejó caer unas pocas gotas de franchipaniero. Devota alzó el botellón con las esencias combinadas y lentamente hizo girar el contenido ambarino. Lo depositó nuevamente sobre el mostrador y dando un paso atrás, le hizo una señal a Elene.
Elene vaciló, luego dejó la pluma y el papel y recogió un trozo de tela de lino nueva que ya estaba preparada. Inclinó el botellón y humedeció el trapo con unas gotas de perfume. Dejó el recipiente, luego aguardó un rato mientras sacudía la tela para que se secara. Finalmente, pasó la tela debajo de la nariz mientras inha- laba.
Frunció el ceño y volvió a inhalar cautelosamente. Volvió el
rostro hacia Devota con expresión desilusionada. - No es el mismo.
- ¿Qué? Devota le arrebató la tela de las manos y respiró profunda- mente. Dejó la tela e inclinó el botellón para derramar unas gotas sobre su muñeca, esperó que se evaporara el alcohol y olió el per-
fume sobre la piel tibia. Casi para sí misma, dijo entonces: - ¿Qué
puede estar mal?
- Tal vez las flores no son iguales aquí - aventuró Elene. - No es eso.
- ¿Estás segura de contar con todo lo que usaste en Santo Domingo?
- Casi todo.
Se miraron por largo rato. Elene podía imaginar lo que estaba faltando. Era el ingrediente vital que, según Devota, da- ba al perfume su poder sobre los hombres. De lo que no tenía ni la más remota idea era de cuál podría ser ese ingrediente. Posiblemente uno de los líquidos o polvos colocados inocente- mente delante de ella sobre el mostrador, algún cambio sutil en la manera de combinarlos, o hasta la hora y el lugar donde efectuaron la mezcla. El perfume era diferente sin él; eso al me- nos era innegable.
- La fragancia todavía es buena - comentó Elene despa- cio -. ¿Bastará con eso?
-Es posible -respondió Devota alzando la muñeca otra vez
r para olerla.
Dieron un suave golpe a la puerta del taller. Estaban tan concentradas que ambas dieron un respingo, asustadas. Se volvie- ron a un tiempo cuando entró el mayordomo.
- ¿Sí, Benedict? - La voz de Elene sonó más áspera de lo deseado por ella.
- Una visitante, mam'zelle -entonó el hombre con rígida , dignidad -. Mademoiselle Bizet.
- ¿Hermine? ¿Ahora? - Elene se arrancó el delantal que había usado para trabajar y se pasó una mano por el cabello. Luego, dirigiéndose a Devota, dijo: - Más tarde nos ocuparemos
del perfume, después de haber tenido tiempo de pensar en ello. ' Benedict caminó delante de Elene hacia la escalinata que ;".;;
llevaba a la galería superior. Deteniéndose al pie, le hizo u~ ade- "::~ mán en esa dirección y dio un paso a un lado. - Llevé a su invitada a la galería superior. ¿Debo llevar chocolate y algunos pasteles?
- Sí, por favor - respondió Elene con voz cálida para compensarlo por su anterior aspereza -. Es decir, lleva chocolate para la dama, pero yo prefiero café.
Benedict se inclinó y sonrió débilmente. Elene subió la escalera.
- ¡Elene, chere! Tenía que venir a verte y contarte todas las novedades. - Hermine se levantó para saludarla con un bre- -~o:,: ve y cariñoso abrazo. Elene dio la bienvenida a la actriz y la -; invitó a tomar asiento mientras ella tomaba otra silla y se sentaba para platicar intercambiando las ocurrencias habitua- les.
Con el rostro iluminado por la risa, Hermine continuó. -Jamás lo creerás. No hay un solo teatro profesional en toda Nueva Orleáns. ¡Ni uno!
-No puedes hablar en serio.
- Sí, por cierto. Oh, hay sí un local provisorio donde en ocasiones se monta alguna obra de teatro entre aficionados llamado ":.~:~ Spectac/e de /a Rue PielTe y otro sitio conocido como La Sa//e de ~'!J; Comédie ... o tal vez ambos son el mismo, no lo sé. De todos modos, -:;: apenas si cuentan. ¿Qué puede haber hecho que los españoles pue- dan vivir sin teatro?
- ¿Un exceso de religiosidad? O quizá no han tenido profesionales talentosos como los de vuestra compañía para inspirarlos a construirlos.
- Me agrada la última razón - comentó Hermine con un brillo súbito en los ojos -. Pero te alegrará saber que la situación está a punto de cambiar. Morven ha encontrado un lugar para nosotros.
-¿Un teatro donde no hay ninguno? -Elene hizo lo impo- sible por demostrar el apropiado interés a pesar de seguir distraída por el problema del perfume.
- Nada más milagroso. Es un vauxhall. - ¡Un qué!
Un vauxhall, según tenía entendido Elene, era un jardín de recreo que imitaba la afamada atracción de ese nombre en Lon- dres. Tales sitios, frecuentemente, incluían un escenario para desa- rrollar entretenimientos ligeros como malabarismo y acrobacia, una que otra escena cómica y la intervención de cantores entonando aires frívolos y música para bailar. La audiencia generalmente se ubica~a en palcos donde comían, bebían, reían y platicaban sin prestar demasiada atención a los artistas de variedades, a menos que sus chistes fueran lo bastante cómicos o subidos de tono para atraer les la atención.
-No te muestres tan escandalizada, cariño. Ya hemos actuado en peores lugares, te lo aseguro. Da la casualidad que nuestra patrocinadora es la accionista más importante en el vaux- hall, ubicado en las afueras de la ciudad, al final del canal.
-Ya comprendo. Hermine hizo una mueca. - Lo dudo. Esta patrocinadora es una viuda madura que no solo es rica y enamoradiza sino que tam- bién está completamente hechizada con Morven. Las viudas son una de sus especialidades.
- Quieres decir que... -¿Qué él se aprovecha? No lo puede remediar, pobre que- rido. Y las viudas le agradecen tanto por ello... Les brinda recuer- dos que las harán sonreír en la vejez.
- ¿No te incomoda? - preguntó Elene, perpleja. Hermine se alzó de hombros, indiferente. - Solo un poco. No significa nada para él, y nosotros tenemos para vivir.
- Supongo que sí. - Sin embargo, la explicación de la actriz sonó demasiado frívola e improvisada a sus oídos. No concordaba con la expresión desolada que veía en sus ojos. A despecho de toda su comprensión tan sofisticada, a Hermine sí le incomodaba. Le incomodaba muchísimo.
- De cualquier manera, daremos una actuación a fin de semana y tú y Ryan deben concurrir. No solo nos encantará verlos entre la audiencia, ¡también necesitamos vuestros aplausos!
Elenc aceptó la invitación. No creía que le molestase a Ryan puesto que Morven era un viejo amigo.
El chocolate y el café llegaron en sendas tazas, ambas de delicada porcelana de Sevres decoradas con rosas. Benedict les sir- vió las bebidas y luego se retiró tan silenciosamente como había llegado.
Hermine sorbió unos tragos y declaró que el chocolate estaba delicioso, luego ladeó la cabeza inquisitivamente.
- ¿Has tenido noticias de los otros del grupo? M'sieur Mazent ha salido a inspeccionar la plantación que tuvo la previsión de comprar aquí hace algunos años. A poco de adquirirla la convirtió en una plantación de azúcar y ahora se encuentra que todavía es un hombre rico a pesar de haber perdido una fortuna en Santo Domingo. Está considerando la posibilidad de mandar construir una casa en sus tierras, pero vacila pues Flora prefiere las delicias de la ciudad.
-¿y los Tusards? -Cuando vi a madame Tusard estaba muy disgustada. M'sieur Claude se pasa todo el tiempo en el Café des Réfugiés de la calle St Philip con los otros caballeros de Santo Domingo, bebiendo ajenjo y par lote ando acerca de los tiempos en que todos ellos eran figuras relevantes. Los amigos con quienes han estado alojados ya están dejando escapar indirectas de que se busquen otro lugar donde vivir. Madame teme verse reducida a vivir en una miserable cabaña con un sueldo exiguo del gobierno francés... si consiguen arrancarle una pensión por pequeña que sea al Primer Cónsul. Parece ser que Napoleón está hastiado de los apremios y los cuentos de horror de los sobrevivientes de la isla. Como lo está la gente de Nueva Orleáns.
-Sé lo que quieres decir. Ya he notado algo parecido últi- mamente - dijo Elene recordando la diatriba de la sombrerera contra las mujeres de Santo Domingo.
-Madame Tusard me da mucha lástima, pero puede ser muy tediosa. Ayer mismo vino a verme. Por alguna razón parecía estar convencida de que su Claude podría estar conmigo en vez de haberse reunido con sus amigos en el café. Parece pensar que soy la actriz que descarrió a su esposo muchos años atrás y quien fue también la causa de que él se ausentara temporariamente con fon- dos del gobierno.
- Yo no sabía que había una actriz involucrada en el escándalo. No creo que ella lo mencionara en el barco.
- Ni yo. En todo caso, me alegré de poder sacarle de la cabeza a la dama esa idea descabellada de que yo hubiese tenido algo que ver en ese asunto. Es demasiado absurdo; yo estaba en París para esa época, ¡lo juro! Pero pienso que las tragedias que esa mujer ha tenido que soportar le hacen ver enemigos en todas par- tes.
Elene asintió. - Suele suceder. - y supongo que has tenido noticias de Durant, ¿verdad? - No, ninguna. - Elene no podía imaginar por qué la otra mujer presumiría que sí, a menos que pensara que Durant pudiera visitarla mientras ella estaba viviendo como la amante de otro hombre. De hecho, él la había ignorado como si no existiera, lo cual no la molestaba en absoluto. Ryan había estado muy ocupado con sus asuntos en los últimos días, pero no creía que él aprobara las visitas de Durant a su casa cuando él no estaba presente.
La actriz bebió el resto del chocolate y dejó la taza a un lado, luego continuó hablando con su voz tan melodiosa. - Durant parece haber tenido recursos que no mencionó mientras estuvo a bordo del barco. Desde su llegada no sólo se ha vestido espléndi- damente con el sastre más caro de la ciudad sino que también ha adquirido el carruaje más ostentoso que hayas visto jamás, un fae- tón negro laqueado con adornos en azul brillante y tirado por un par de zainos sin igual en toda la colonia.
-A Durant siempre le ha gustado poseer lo mejor. - Lo cual me recuerda que su concubina ha recibido de regalo un vestido del mismo tono de azul de los adornos del carruaje y una capota azul con plumas negras. Por el bien de Serephine él ha alquilado el piso alto de una casa, asimismo, ubi- cada en el distrito más residencial. Sucedió que el propietario de la posada donde se alojaban Durant y los Mazent ponía objeciones a que su concubina compartiera sus habitaciones o comiera en el comedor común con los otros huéspedes. Durant la sacó de allí y ha estadoexhibiéndola por todas partes desde entonces.
- Parece muy típico de él. - Presumo que ese fue el motivo principal por el que com- prara el carruaje, para exhibirse con su concubina por todas partes, especialmente paseándose por el camino del malecón. No sería lo mismo si tuviera fincas que inspeccionar o parientes que visitar fuera de la ciudad, que es la única razón por la que la mayoría de la gente compra un vehículo aquí. Pero su lujo parece excesivo.
- Durant también disfruta sobremanera de eso. - Pensé que así sería, aunque siempre es posible que te eche desesperadamente de menos y trate de demostrar lo contrario.
Elene meneó la cabeza sonriendo con ironía. - Lo considero muy dudoso por cierto.
- Qué desilusión. ¡Tenía la esperanza de que el motivo de Durant pudiera ser su frustrado amor por ti!
Las dos continuaron platicando de muchas cosas hasta que por último, Hermine se levantó para marcharse. Elene la acom- pañó, bajando juntas la escalera y cruzando el patio hasta la aber- tura interior del cobertizo para vehículos. Apenas había entrado al pasaje sombreado, la actriz hizo una pausa.
Nosotros, es decir, la compañía, hemos dejado la pensión que habíamos encontrado, tú sabes, y nos mudamos con la viuda para ensayar en su jardín. Cuando no tengas otra cosa que hacer, puedes venir a vemos.
- ¿No se molestará la viuda? - No, no. Adora las visitas.
La actriz dio a Elene instrucciones muy detalladas para encontrar el camino a la casa. Elene las estaba repitiendo para memorizarlas cuando se abrió de golpe la puerta del taller justo a sus espaldas.
Devota salió por ella.
- ¡Lo logré, chere!, - gritó al ver a Elene - . Ahora está bien.
- ¿Terminaste sin mí? - Elene no intentó ocultar su decep- ción.
- De pronto recordé lo que estaba faltando. Huélelo ahora... - Devota le puso en las manos la botella que llevaba y el cuadradito de lino. Solo entonces descubrió la presencia de la actriz. - Mam'zelle Hermine, no la vi a usted ahí. Mis ojos... este brillo los ciega después de estar tanto tiempo en la penumbra del taller.
-Buenos días, Devota -dijo alegremente la actriz-. No me digas que ya habéis preparado más del famoso perfume.
Devota asintió con renuencia.
- Qué fascinante debe ser la preparación de un nuevo perfume, de una buena fragancia. Olerlo es como respirar los recuer-
dos de las flores, usarlo es crear recuerdos propios. - La mirada de Hermine se dirigió a la botella azul en manos de Elene. Observó atentamente cuando le retiró el tapón y llevó a cabo el ritual de inhalar la fragancia.
- ¿y bien? -demandó la actriz. - ¿ y bien? - preguntó la criada. Elene repartió una sonrisa lenta y amplia entre las dos mujeres. - Exquisito - exclamó -. Es perfecto.
Hermine soltó un suspiro.
- Maravilloso. ¿Me permites que lo huela? Estoy impaciente por comprobar si es verdaderamente el mismo que usas tú. Es una fragancia tan maravillosa.
Elene fue consciente de un momento de renuencia, de aver- sión a entregar su perfume. Seguramente era porque el júbilo de haber logrado la fórmula correcta era tan reciente, se dijo. No había motivo para ser tan absurda. Le dio la botella con la prepara- ción y esperó el veredicto de la actriz.
-Ah, qué maravilla -suspiró Hermine deleitada-. Nada, pero nada podría ser más delicioso. Es un hálito del paraíso, ni más ni menos. Decidme, os lo ruego, que esto no es todo lo que habéis preparado. Debo tener un poco de este perfume. ¡Realmente debo tenerlo!
Se había hecho una promesa. No había otra cosa que hacer más que cumplir la. Elene forzó una sonrisa y le pasó el diminuto tapón de la botella a la actriz.
- Lleva esta, es verdaderamente la primera botella que hemos preparado. Es tuya, precisamente como habíamos acordado... y por habernos dado un nombre para él. Creo que lo llamaremos simplemente, Paraíso.
Devota hizo un gesto imperceptible, como si deseara reco- brar la botella, luego retiró la mano precipitadamente. Ese movimiento se perdió cuando Hermine arrojó los brazos alrededor de Elene, agradeciéndole con lágrimas en los ojos. Cuando se hubo ido la actriz, Elene miró en derredor. Devota había desaparecido en el interior del taller.
11
Elene estaba de pie en medio de una invisible nube de perfume. Flotaba a su alrededor como una exhalación con remem- branzas de noches tropicales con exóticas flores empalidecidas a la luz de la luna, de cálidas brisas cargadas de olores a especias, de playas de arenas blanquísimas besadas por el sol y las ondulantes olas-azul turquesa, de palmeras cimbreantes y emparrados de hele- chos mojados de rocío. Sin reparar siquiera en el halo intangible que había creado, seguía midiendo cuidadosamente las pequeñísi- mas dosis de perfume que vertía en las diminutas botellas azules con cintas de color verde y lavanda atadas alrededor de los cuellos. Cada botellita era cerrada firmemente con un tapón y dejada a un lado.
Ryan, con el hombro apoyado contra el marco de la puerta, la contemplaba mientras ella trabajaba. El oro del cabello de la joven parecía resplandecer en la penumbra del cuarto mal ilumi- nado por los últimos rayos del sol que se filtraban a través de las ventanas. Tenía una expresión absorta en el rostro, casi severa, sin embargo, el gozo que sentía le suavizaba las curvas de los labios. Sus movimientos eran ágiles y diestros, los dedos ligeros entre las botellas. Nada de lo que estaba haciendo era seductor en lo más mínimo; con todo, él la deseó con una intensidad tan súbita que lo alarmó.
Por más que él se había dedicado a sus negocios y asuntos personales de la manera -habitual, en los últimos días, su corazón no estaba en ellos. Sus pensamientos tenían una habilidad especial para retornar a Elene, aquí en la casa, en los momentos menos oportunos. Le hacía el amor todas las noches, la acunaba entre sus brazos mientras ella dormía, se sentaba frente a ella mientras Elene presidía la mesa y se despedía besándola cada mañana al partir. No obstante, ella lo seguía esquivando.
Obseso, eso era. Se estaba obsesionando con ella. Hacía lo indecible para no regresar a la casa una docena de veces al día por ver si ella aún estaba allí. Su deseo de ella, en lugar de aplacarse por la satisfacción constante, parecía crecer y aumentar cada vez más. Ella permanecía en su mente como la fragancia de su perfume permanecía en su cuerpo y vagaba por los rincones de la casa. Su vida estaba impregnada de ella aunque ella casi ni notara que él existía, excepto cuando la tenía entre sus brazos. Era intolerable. Como era intolerable que ella siguiera trabajando sin saber que él estaba allí.
Se apartó de un empellón del marco de la puerta y entró al cuarto. Acercándose por detrás de ella, le rodeó la cintura con los brazos y la atrajo contra su cuerpo.
Alarmada, Elene se puso tensa y la botellita vacía que aca- baba de recoger se estrelló contra el tablero de la mesa. Se volvió de repente y retrocedió unos pasos.
- ¿Qué estás haciendo aquí? - Su tono cortante quería ocultar la mortificación y culpa que la dominaban.
- Yo vivo aquí, según recordarás. - Pero te fuiste...
- Me asaltó el loco impulso de volver, principalmente por- que Benedict insinuó esta mañana que podría ser interesante.
- Benedict - repitió ella como un eco. - Tendrás que perdonarlo. Su obligación es estar atento y
ocuparse de mi bienestar. - Apoyó un puño sobre la cadera y con la
otra mano señaló la colección de botellas que había detrás de ella. - No esperabas, seguramente, mantenerme ignorante de esto por
mucho tiempo. Solo el olor es suficiente para delatarte. - El no había necesitado la insinuación de Benedict, en realidad, la ansie- dad de Elene por desembarazarse de su presencia y la preocupación que veía en ella durante esos últimos días, habían sido motivos más que suficientes para despertar su curiosidad.
- Nosotras hemos estado abriendo las puertas y ventanas y trabajando solo una o dos horas a la vez. - Levantó la barbilla, desafiante. - No le hemos hecho ningún daño a tu casa o a tu alma- cén.
-Jamás pensé que lo hubierais hecho. -Se.ensombrecieron sus ojos al ver la expresión defensiva de Elene. - Me preocupa, sí, que hayas creído necesario hacerlo a mis espaldas.
- Para evitar una escena como esta, la indignación del amo de la casa porque una simple mujer quería hacer algo por sí misma. ¿Por qué debería ir yo a suplicar tu permiso? ¿Para darte el placer de negarlo?
Que ella pudiera juzgarlo tan injustamente, que no lo cono- ciera ni le interesara conocerlo hizo que montara en cólera. - ¿Qué demonios me importa lo que tú haces aquí? Me tiene absoluta- mente sin cuidado que desees pasar tu tiempo chapaleando en perfume. Si hasta fui yo quien te lo sugirió, ¿no lo recuerdas? Pero podrías haber confiado en mí lo suficiente como para discutirlo antes de hacerlo.
- ¡Chapoteando! Es un juego para ti, exactamente como cuando lo mencionaste la primera vez. No lo tomas en serio en absoluto. - Relampaguearon sus ojos al mirarlo, parecía un enfurecido ángel dorado en la penumbra.
- No pongas palabras en mi boca. No tienes manera de saber lo que pienso, lo que quiero o lo que haré.
- Muy bonito discurso, pero a pesar de eso te habrías negado a permitirme hacer esto, lo mismo que mi padre siempre rehusó su permiso, para probar tu poder sobre mí.
- Yo no soy tu padre. ¡Yo no tengo que probar absolutamente nada!
La firme convicción en el tono de Ryan atrapó la atención de Elene, quien se quedó mirándolo, perpleja. Observó su mirada sombría y el semblante torvo mientras las palabras penetraban lentamente en su cerebro. Antes de que ella pudiera hablar, él con- tinuó.
- Te diré esto de mí. Puedes hacer lo que te plazca, aquí o en otra parte, pero no intentes nunca más hacerme víctima de un engaño. Eso sí que no lo toleraré.
- ¿Tú... no te opones a esto? ¿De veras? - Las preguntas fueron vacilantes al tiempo que ella abarcaba con un ademán todo 16 que los rodeaba en el almacén. Era como si no pudiera aún creer lo que acababa de oír.
- ¿Por qué me opondría? No estoy utilizando este cuarto. - Pero podrías necesitarlo más adelante.
ACerrándose a su malhumor, Ryan la miró frunciendo el ceño. - ¿Lo quieres o no?
- ¡Sí, lo quiero! - Entonces tómalo. El tenía razón, Elene no lo conocía. Una parte de culpa le corresppndía a él por sus propias defensas acorazadas, pero otra parte de la culpa le pertenecía a Elene por su necesidad de auto protección. Si ella no se permitía estrechar demasiado sus vínculos con él, no sufriría cuando los dos tomaran caminos separados. También sentía culpa por haber utilizado el perfume contra él. La intranquilidad de conciencia no alentaba la intimidad.
Ahora se añadía una nueva aprensión. Si él estaba tan enco- lerizado por haber sido engañado al usar el almacén sin comentár- selo, ¿qué sentiría cuando se enterara del perfume?
Elene levantó la barbilla y lo miró a los ojos. - Lo siento. Pensándolo mejor, sería preferible que no lo usara. De hecho, tam- bién sería conveniente que abandonara tu casa.
- No. - La palabra sonó como un latigazo al tie~po que él le tomaba los brazos. - No te dejaré ir. .
- No puedes retenerme en contra de mi voluntad. - Pruébame.
Sus manos trasmitían la flfmeza de la fuerza reprimida. Sería difícil, si no imposible, soltarse y quedar fuera del alcance de ellas. No lo intentó siquiera. Entonces, con mirada límpida, se diri- gió a él. - ¿ y darte la oportunidad de probar tu poder sobre mí después de todo?
El recibió la réplica pronta y aguda con una sonrisa torcida. - ¿Por qué debería soltarte? ¿Para que puedas irte con otro hom- bre?
- Para que pudieras quedar en paz.
- No es paz lo que deseo, como tampoco una casa sin ti, sin tu condenado perfume.
Elene ladeó la cabeza y sus ojos se ensombrecieron. - ¿Es el perfume entonces lo que te atrae?
- Tú sabes que no es así. - ¿Lo sé?
- Yo podría probártelo -replicó él con humor sombrío-. ¿Alguna vez te han hecho el amor apasionadamente sobre el suelo duro y frío?
- Sabes demasiado bien que...
- Sí, lo sé, es uno de mis recuerdos favoritos. Sabes, algunas veces añoro terriblemente aquel agujero oscuro debajo de la casa de Favier.
Se quedó mirándolo, perpleja. - Pero ¿por qué?
Ryan sabía que la razón era que en aquel espacio oscuro no había podido ver la reserva en los ojos de Elene. Porque entonces había existido la probabilidad, casi la certeza, de que su novio, Durant Gambier, estuviese muerto. Porque durante esos pocos días Elene Larpent había sido tan plenamente suya, que no había podido evadirlo.
- Cásate conmigo - dijo él como corolario de su reflexión. Elene quedó boquiabierta sin poder respirar. Deseó deses- peradamente no haber oído nunca hablar del perfume. Al principio no había creído en sus poderes, no había querido creer. Pero cada día percibía la fuerza creciente de la necesidad de Ryan, del deseo que lo ataba a ella y le parecía que una emoción tan violenta no podía ser sino el fruto de la ayuda brindada por Devota. No sería justo para él que ella aceptase su proposición matrimonial que bien podría haber sido dicha bajo la más peculiar de las coacciones. Lo que ella misma deseara en ese asunto no tenía ninguna importan- cia. No deseaba un esposo que hubiese sido forzado a proponerle matrimonio.
- ¿Por qué? Su voz era tan queda que él tuvo que agacharse para oír. Inexplicablemente, había en el tono una nota de advertencia.
- Llámalo un impulso. - ¿Qué hay de malo en la forma en que vivimos? Las manos que le sostenían los brazos se aflojaron. - Puede que tú estés satisfecha, pero yo deseo más.
- ¿Qué más hay, para nosotros? - Un futuro compartido. Hijos. -Su voz era baja con una nota de cálida urgencia. El azul de sus ojos se había vuelto oscuro, pero seguía siendo límpido.
Una garra invisible rodeó el corazón de Elene estrujándolo lentamente hasta que le hizo daño respirar. Qué fácil sería decir sí, tomar lo que le ofrecía y no volver a mirar atrás nunca más. Pero ¿qué sucedería si él llegaba a descubrir lo que ella le había hecho inconscientemente? El matrimonio era un lazo que duraba toda la vida, y toda la vida era mucho tiempo para estar atada a un hombre que la despreciara.
Que sus palabras pudieran afectarla tanto era una revelación que trajo aparejado un resentimiento salvador.
- No puedo darte eso. Por favor no me lo pidas. El vio la airada desolación en el rostro de Elene y no le encontró sentido - a menos que ella lamentara la pérdida de su futuro con Gambier. Maldijo el día cuando Jean subió al hacen- dado a bordo del Sea Spirit. ¿Por qué no podía haber dejado atrás a ese hombre confiado a su suerte? Con todo, había algo en todo esto que no comprendía. Podría haber jurado que él mismo o las cosas que le había dicho no le eran indiferen- tes.
- Es mi turno ahora de preguntar por qué. Ella meneó levemente la cabeza. - No lo dices en serio. Es solo un capricho pasajero, el resultado de haber sido reunidos por el azar y por mi perfume.
- ¡Al demonio con tu perfume! - exclamó él, exasperado -. Yo sé bien lo...
- Es importante que entiendas que es un perfume especial -lo interrumpió ella llevada por un impulso apremiante de desa- hogar su conciencia, de contarle todo. - El perfume afecta a los hombres de maneras extrañas y poderosas. Tú no sabes...
- Sé todo lo que me interesa saber de él - replicó él, impa- ciente -. Pero lo que más me interesa en este momento es saber p°t: qué no me das la respuesta que yo quiero.
Ella había intentado contar le, pero tal vez era mejor que él no la escuchara. Desvió la mirada de los ojos penetrantes que tra- taban de indagar sus motivos y buscó alguna respuesta que pudiera apaciguarlo. -Se suponía que sería un arreglo temporario, es decir, esto de vivir en común, nada más.
- y así es como lo prefieres. - Yo tengo que abrirme mi propio camino, controlar mis propias idas y venidas en lugar de permitir que otro lo haga por mí.
- No deseo controlarte, Elene. Solo deseo mantenerte a salvo junto a mí.
- Sí, eso es lo que tú dices, pero me abandonarás cuando puedas, si es que puedes.
No había tenido la intención de decir la última frase. Había surgido espontáneamente. Con pasmosa claridad comprendió que era la consecuencia de que su padre la enviara a Francia y la aban- donara en medio de los peligros de la revolución y hasta, quizá, porque él la había abandonado una vez más, como antes había hecho su madre, refugiándose en la muerte. No podía arriesgarse a ser abandonada otra vez.
Tal vez esa era la causa por la cual se había resistido tan- to a dejar de usar el perfume, aunque solo fuera para probar sus poderes. Le resultaba imperiosamente necesario conservar la seguridad que había logrado con Ryan, impedirle que la de- jara, antes de que ella estuviera preparada para la separación.
La boca de Ryan se torció con una sonrisa maliciosa.
- Te abandonaré solo si tú me fuerzas a ello. No te aflijas por nada de lo sucedido. Como tú misma dices, casarse era una sugerencia pasajera. Olvídala, olvida la idea de salir de aquí, pues yo te daré otra. Estamos invitados a concurrir a la actuación del grupo de Morven en el vauxhall dentro de tres días con los Mazent. M'sieur Mazent ha reservado un palco y un bote y desea dar una fiesta a todos los que escaparon juntos de Santo Domingo. ¿Qué te parece?
Las palabras eran frívolas, pero Elene podía percibir el aplomo, la reserva y la espera detrás de ellas. Si hasta le había reti- rado el apoyo de sus brazos y ahora estaba apoyándose con una mano sobre la mesa. Ella comprendía que ac~ptar lo que él le ofre- cía era retrotraer la relación a la situación previa. Era mejor así, sin promesas ni emociones exaltadas, reservándose cada uno sus secretos. Seguramente era lo mejor. Tragó las lágrimas que se escurrían por el fondo de su garganta y con voz demasiado alegre, exclamó: - ¿Por qué no?
-Claro está, por qué no -declaró Ryan y se preguntó si de algún modo ella ya se había enterado de que Gambier sería de la partida.
El vauxhall estaba situado en medio de un conjunto de tabernas, casas de juego, posadas y salones de baile que se habían levantado en la confluencia del canal construido por el gobernador español, Carondelet, con el Bayou Sto John. Este canal nacía en el terraplén exterior de la ciudad y desembocaba en el Lago Pon- chartrain para drenar la ciudad cuando era época de inundaciones. El grupo invitado por Mazent pudo subir al enorme bote, que había sido alquilado al efecto, casi junto a la puerta trasera de la empali- zada.
Partieron al caer el sol y se unieron a una fila de otras barca- zas que también enfilaban hacia la confluencia. De,sde el lago empezó a soplar una brisa ligera que refrescaba el aire y les acari- ciaba los rostros. El botero cantaba al inclinarse para clavar la pér- tiga en el fondo del canal e impeler la embarcación. Este tipo de barcaza de fondo plano se había impuesto desde que el canal, alguna vez una vía navegable bien cuidada, había dejado de limpiarse durante varios años, permitiendo que el cieno se adueñara del fondo hasta cubrir una altura de tres pies en algunas partes. Los bordes estaban poblados de cipreses y sauces llorones que dejaban colgar sus ramas de un tono verde muy claro hasta la superficie del agua. Las semillas de los cipreses, como piedras verdes talladas, pendían pesadamente entre las frágiles hojas de encaje. Cuando se rozaban los sauces, se elevaban nubes de mosquitos; los jejenes y otras clases de insectos voladores danzaban delante de ellos sobre el agua, mientras las sabandijas acuáticas patinaban sobre la superficie alejándose raudamente de la pesada embarcación. El crepúsculo con sus tonos rosados y violáceos no solo teñía el cielo hacia el oeste sino que también se reflejaba en el agua haciendo que semejara opalina líquida.
El entorno sugería que el paseo debía ser agradable y tran- quilo, pero no lo era. Ryan mostraba un humor extraño. Era cortés, pero distante, hablaba muy poco con Elene aunque parecía tener muchas cosas para decirles a los demás. El no había sido el mismo desde que ella no aceptara casarse con él. Pero esto no significaba que se mostrara hosco o inclinado al malhumor, sino más bien parecía que tenía algo en mente.
No obstante, no se había acercado a ella en las tres noches anteriores. También era verdad que en esos días ella no había usado el perfume original de la botella traída por Devota desde Santo Domingo porque se había terminado. En realidad no había usado ninguno. Si se necesitaba una prueba de su eficacia, Elene parecía tenerla ahora, por más penoso que fuera aceptar lo mucho que dependía de la fragancia la atracción que Ryan sentía por ella. Para probarlo fuera de toda duda, esta noche Elene se había untado generosamente la piel mientras se vestía. Hasta ahora, no había causado ninguna impresión visible en Ryan. Debería ale- grarse por ello. Intentó con todas sus fuerzas sentir esa alegría.
Gran cantidad de antorchas iluminaban el área de los palcos y los senderos serpenteantes del vauxhall no solo para proveer de luz sino también, y especialmente, para ahuyentar a los mosquitos e impedirles hacer presa de los parroquianos. El humo de las antor- chas flotaba por entre los naranjos en flor que bordeaban los sen- deros de conchillas blancas, mezclando su olor acre y penetrante con la dulce fragancia de los azahares. La noche era fragante y fresca después del calor bochornoso del día, y aun más agradable por la brisa del lago que agitaba los mechones ensortijados del cabello de las damas y los ruedos de sus faldas, además de man- tener a raya a los mosquitos. De alguna parte trajo el aroma de comida asada al fuego y también la delicia lechosa de almendras garrapiñadas y los tout chard calas, o tortitas calientes de arroz, de las marchandes, o vendedoras ambulantes, las negras libertas de blancos delantales que llevaban sus mercancías en cestas de fondo plano colocadas sobre sus anchas caderas. El ácido olor de las naranjas y la exquisita fragancia de las rosas púrpuras y el blanco cremoso de las gardenias silvestres pregonados por vivarachas muchachitas de color se dejaban oír de vez en cuando, así como también el hálito de las madreselvas que se enredaban entre los arbustos.
El grupo de Mazent se paseaba por los jardines, tomando aire, gozando de la brisa mientras aguardaban que les sirvieran la cena y comenzara el espectáculo. El traje de Elene, de muselina azul estaba adornado con una cinta de gro que rodeaba el talle alto debajo de los senos y terminaba en el centro con un nudo de amor del cual caían dos largas cintas hasta el ruedo. Las cintas volaban tanto en el aire al caminar que por fin ella las recogió y las entre- lazó en los dedos mientras paseaban.
No era la única que lucía nuevo atavío. Madame Tusard lle- vaba un vestido de seda lavanda recubierto con zangalete negro y en la mano un bolso de zangalete haciendo juego. Flora Mazent estaba mucho más elegante de seda amarillo claro. Empero, ese color no favorecía su piel cetrina, y las capas de volantes plegados y caireles en los hombros y alrededor de la falda a la altura de las rodillas, para disimular su delgadez, le daban la apariencia de una parva de maíz animada.
La joven Mazent caminaba alIado de Durant y la excitación que sentía por estar junto a él había puesto manchas rojas en sus
. mejillas, mientras que los dedos que aferraban el brazo de Durant
mostraban sus puntas blancas. Una vendedora de naranjas pasó junto a ellos y los ojos de la joven miraron con avidez los frutos redondos y dorados.
- ¿Puedo servirme una, m'sieur Durant? - inquirió ella con cierta exigencia en el tono al alzar sus ojos a él.
Fue madame Tusard quien contestó con su aire más sufi- ciente. -Sería muy imprudente, mi querida. El jugo mancharía tu adorable vestido nuevo.
- Eso a mí me tiene sin cuidado. - Pero la seda es tan costosa aquí en Nueva Orleáns. - No me importa -repitió Flora con una mirada de temor ante su propia osadía -. Papá, por favor, ¿ puedo tomar una naranja?
-Lo que desee mi chica, ella debe tenerlo -comentó m'sieur Mazent mirando a la mujer mayor en tono de disculpa y con todo, teñido de orgullo. Sacó su cartera indicándole que avan- zara a la vendedora, una sonriente niña negra de no más de trece años. Siendo un hombre de costumbres opulentas, ofreció com- prarles una naranja a todos los que lo acompañaban, pero ellos rechazaron su ofrecimiento. Como Flora parecía un tanto incó- moda por ser la única que se daba el gusto con las mercancías que se estaban pregonando por el jardín, Elene pidió praliné. Tan espontáneo fue su elogio de la cremosa confitura hecha de leche, azúcar y almendras con chocolate que súbitamente madame Tusard ., tuvo antojo de probar uno y envió a su sufrido Claude resoplando tras la vendedora. Durant, con expresión malhumorada pero resi~ado, extrajo un cortaplumas del bolsillo para mondar la naranja de Flora y luego un pañuelo para secarse los dedos y los de la joven. M'sieur Mazent los observaba con ojos de aprobación, aunque rechazó un gajo de naranja y un trozo de la confitura que estaban mordis- queando los demás. El ácido y el azúcar le causarían malestar, adujo, llevándose inconscientemente una mano al abdomen; lo que necesitaba era una cena.
Poco después se anunciaba la comida. Todos se acomodaron alrededor de la mesa en el palco reservado. Este estaba muy bien ubicado, directamente frente al centro del escenario abierto y ele- vado. La comida resultó sabrosa aunque un tanto trillada, un coq au vin con guarnición de legumbres sazonadas con miel y servido con panecillos calientes. La mantequilla se ablandó con el calor y el vino era solo mediocre, pero el postre, una creme caramel coronada con moras frescas, era delicioso.
El entretenimiento resultó de igual calidad, una mezcla de lo bueno y lo solamente pasable. El par de cómicos que abrió el espectáculo fue hilarante y los acróbatas que ocuparon luego el escenario, excelentes, hasta asombrosos. La escena cómica, una farsa subida de tono que se desarrollaba en un dormitorio con cuatro puertas por donde salían y entraban tres hombres, dos damas y una doncella en rápida sucesión, fue de bastante mal gusto. Precisamente esa fue la causa por la cual se recibió la apari- ción de Morven en escena con tanto entusiasmo y expectativa.
Nadie aplaudió más fuerte que la mujer ubicada en el palco a la izquierda de los Mazent. Era una dama de alrededor de cua- renta años, con gran profusión de sedosos rizos negros sin una sola cana, vestida lujosamente con un traje de seda color violeta de Parma. El corpiño era escandalosamente descotado, para lucir un ma~ífico collar de diamantes acompañado por pendientes y bra- zaletes haciendo juego que agregaban sus destellos. Pero el brillo máximo lo daba una inmensa amatista rodeada de diamantes que pendía de una cinta en el medio de su frente. Al ver el entusiasmo de la mujer y las miradas voraces que lanzó a Morven cuando él se inclinó hacia ella con una reverencia especial, Elene no pudo menos que recordar lo platicado con Hermine y se preguntó si esta no sería la protectora del grupo. Pero tales pensamientos se desva- necieron en cuanto Morven tomó el centro del escenario y comenzó su primer soliloquio.
En contraste con la vena frívola de los otros actos, Morven había elegido una tragedia para la presentación de su compañía en Nueva Orleáns. Era una obra escrita por él mismo sobre un noble enamorado de dos mujeres, una joven y voluptuosa quien compla- cía sus deseos carnales a la perfección, la otra más madura e inteli- gente quien satisfacía sus necesidades intelectuales. Incapaz de ele- gir entre las dos, él las fuerza a elegir por él. Como consecuencia de ello, se exacerban las cualidades esenciales de las mujeres y todo termina en tragedia. La mujer de mayor poder intelectual encon- trándolo indigno de su amor debido a su debilidad, se elimina de la competencia clavándose una daga en el corazón, pues no puede dejar de amar al hombre a quien ya no respeta. El noble, al descu- brir que ha causado la muerte de la mujer a quien ama de verdad, se quita la vida con la misma daga.
Morven estuvo magnífico en el papel del noble atormentado por el amor y los remordimientos, mientras Hermine jugó a la perfección el papel de la mujer inteligente, dándole sutileza e inge- nio sin olvidar demostrar una angustiosa empatía con las disposi- ciones de ánimo, las pasiones y los requerimientos elementales del hombre amado. Josie, en un papel más corto y de menor importan- ,cia, el de la mujer abiertamente promiscua, actuó bastante bien irradiando despreocupada sensualidad todo el tiempo.
Los aplausos rodaron hacia el escenario en oleadas cuando cayó el telón. Se arrojaron flores a los tres actores, pero en especial a Morven y a la sugestivamente vestida Josie. El trío saludó cuatro veces, luego corrió fuera del escenario, dejándolo libre para el rein- greso de los cómicos.
Vestidos con los trajes usados en escena, Morven y las dos mujeres se dirigieron primero al palco ocupado por la mujer cubierta de diamantes. Hubo un breve intercambio de cumplidos y después la compañía, con la patrocinadora entre ellos, se corrió al palco de Mazent.
La mujer fue presentada a todos como madame Rachel Pitot. Observándola más de cerca, daba la sensación de que ella también podría haber estado familiarizada con el escenario en alguna época de su vida. Se movía con absoluto dominio del cuerpo, mostrando cierta socarrona timidez, y su rostro estaba excesivamente pintado. Les dio una calurosa bienvenida, como correspondía a los intereses financieros que tenía en el lugar, aun- que fue evidente que no le interesaba en absoluto lo que ellos pen- saran del sitio o de ella en tanto Morven estuviera junto a ella.
M'sieur Mazent, en un gesto hospitalario, insistió en que madame Pitot y los demás se unieran al grupo. Todos aceptaron inmediatamente como si la compañía no hubiese esperado menos.
Madame Pitot levantó una mano y el camarero se apresuró a tomar las órdenes de los actores para la cena ya que no habían comido antes de la función. Se corrieron algunas sillas para dejar espacio y se agregaron otras. Al mismo tiempo, varios hombres y mujeres de la audiencia se levantaron de sus mesas, abandonando sus palcos y se arremolinaron alrededor de los actores para estrechar les las manos y ofrecerles sus congratulaciones, impidiendo de este modo que los actores pudieran sentarse. Hubo un momento de gran confusión cuando la gente se estiraba por encima de aquellos que estaban sentados en su afán de tocar a los actores. Finalmente, se restableció el orden cuando los visitantes regresaron a sus respecti- vos lugares en los palcos.
Elene pudiendo por fin hablar con Hermine y los demás, se inclinó sobre la mesa. - ¡Una obra realmente emotiva y espléndida! ¡Todos estuvisteis magníficos! Me hizo estremecer de emoción.
Un coro de elogios similares siguió a sus palabras. Morven, emocionado por el triunfo y la euforia que sigue a una representa- ción, hizo una reverencia. - Me felicito pensando que no fue un mal debut para nosotros aquí.
- Tú ciertamente te felicitas en exceso - dijo Hermine -. Me pisaste el pie en la última escena.
-No estabas demostrando demasiada angustia -replicó Morven con una sonrisita complacida.
- ¡Lo hiciste a propósito!
Al ver su ira, Morven levantó las manos al cielo. - No, no, mi amor. Soy un torpe palurdo.
Madame Pitot discrepó con palabras cariñosas y tono sen- sual. - Tú eres el más diestro de los hombres, cher Morven. No podrías ser torpe aunque lo intentaras.
Hermine clavó la vista en los dos, luego la desvió con expre- sión sombría en la cara.
Flora, quien había permanecido en silencio hasta entonces,
dijo en un hilo de voz: - Tú estuviste realmente muy bien. Lloré
cuando te mataste, Hermine. Pero estás pálida como un muerto, todos vosotros lo estáis.
- Es la pintura que usamos - explicó Hermine y se frotó la cara con la mano antes de mostrar las emblanquecidas yemas de los dedos-. O para ser más precisa, es harina. Muchos actores y actrices utilizan polvo de albayalde, pero es muy nocivo, además de inflamar el cutis y producir llagas.
-Yo uso albayalde y no tengo llagas -protestó Josie con demasiada vehemencia, resentida quizá por no haber recibido nin- gún elogio de Flora.
- Ya las tendrás a su tiempo -le informó Hermine, luego meneó tristemente la cabeza cuando la otra actriz se encogió de hombros.
Flora frunció las cejas. - Ya tienes un cutis tan pálido, Her- mine, que no sé por qué necesitas harina o cualquier otra cosa.
- Debido a las candilejas con sus reflectores en el proscenio. Son tan brillantes que uno parece un fantasma gris sin nada en la cara. En cuanto a mi cutis, debo confesar que no soy tan sensata ahí. Vengo de una familia de saludables pescadores bretones y si me descuido, tiendo a parecerme a un marinero curtido con el viento norte, con la cara totalmente enrojecida. A veces, para quitar ese color subido, bebo un cordial rociado con un grano de arsénico.
- Una absoluta necedad de tu parte, también -dijo Mor- ven -, como te lo he dicho con frecuencia.
- Es verdad. - Hermine no miró al actor sino que continuó sonriéndole a la joven. - Estoy segura de que nosotras las damas tenemos todas nuestros pequeños secretos de belleza como este.
- Yo no tengo ninguno -negó Flora. Como esto era perfectamente obvio por su rostro feo y sin rasgos atractivos, siguió un corto silencio. Elene lo rompió.
- Mi madre solía pintarse abiertamente, pero es algo que se está usando cada vez menos. La belleza debe ser natural ahora.
- O parecer natural - agregó Hermine torciendo los labios. - Yo por mi parte me siento feliz de que sea así -exclamó madame Tusard clavando en la actriz una mirada de reprobación bastante malévola -. Si los hombres andan por ahí con los rostros desnudos, ¿por qué no debemos hacer lo mismo las mujeres?
- Mi querida - terció Claude Tusard acariciándose el bigote
en un gesto consciente -, difícilmente desnudo. Afeitado en parte,
sí, y sin artificios, pero difícilmente desnudo.
- Desnudo, Claude. Por favor no discutas conmigo. -Sí, chere.
Josie ahogó una risita. - No sé por qué no podemos andar todos completamente desnudos. ¿Para qué sirve toda esta ropa después de todo?
- Reduce el área donde los mosquitos pueden atacar - dijo Ryan matando un mosquito que se había posado en su mejilla.
- Es verdad - dijo Josie como si el comentario fuera digno de profunda reflexión -. ¡Qué criaturitas tan perversas son!
- Permítame -pidió Claude Tusard a la actriz más joven y, estirándose sobre la mesa, aplastó un insecto que se había posado sobre el hombro desnudo.
Josie le agradeció con una sonrisita pícara.
- Muchas gracias, m'sieur.
Una sonrisa crispó el bigote que adornaba el labio superior de m'sieur Tusard y brillaron sus ojos.
Madame Tusard exhaló, agitada: - iClaude!
- Sí, chére. - Se extinguió el brillo de los ojos dejando al
esposo de madame Tusard con una expresión malhumorada en el rostro arrugado.
Flora, pasando el aparte por alto, había vuelto su atención al palco de la derecha donde dos hombres, norteamericanos, a juzgar por el corte anticuado de sus chaquetas y los corbatines simples, estaban terminando de comer. Hablaban en voz bastante alta y estaban arrellanados en sus sillas observando lo que los rodeaba como si fueran los amos de todo lo que caía bajo sus ojos. En ese instante, Elene vio que la jovencita hacía un exagerado mohín de desprecio al tiempo que se inclinaba sobre Durant.
- Esos hombres... uno de ellos me está mirando con dema- siada insistencia - se quejó en voz baja.
- No se alarme por eso -la tranquilizó Durant echando un brevísimo vistazo en la dirección que indicaba Flora -. Esos dos mirarán con insistencia y con asombro todo 10 que se les ponga delante, como campesinos que son.
- No me agrada. Me dan miedo. - No los mire.
- ¿Cómo puedo impedirlo? ¡Oh, prohíbales que lo hagan! - En su agitación la joven trató de agarrarle el brazo.
Durant le retiró los dedos que estaban arrugando la manga de la chaqueta. - Cálmese, mademoiselle.
-iCalmarse, de ninguna manera! -exclamó madame
Tusard hinchando el pecho al unir fuerzas con Flora -. Yo también
aborrezco que me claven la mirada. Es tan vulgar, y posiblemente peligroso también. ¿Qué sucedería si esos dos rufianes nos siguie- ran cuando regresemos a nuestros hogares y nos atacaran?
Flora dejó escapar un chillido de consternación. Ryan, recli- nándose en la silla y recogiendo su copa de vino, paseó la mirada de Flora a madame Tusard, luego a los norteamericanos.
- Es probable que sean vulgares, pero me parecen absolutamente inofensivos.
- Uno de ellos hasta parece agradable - comentó Josie - .Creo que fue él quien me arrojó un ramillete al escenario. No me sorprendería nada que no fuera a ti a quien estaba mirando, Flora. - La actriz de vestido muy escotado se palmeó las curvas de los senos con aire presumido sin mirar si- quiera el efecto que sus palabras tenían en su destinataria.
- ¡Prostituta!, -jadeó furiosa Flora. Alzando su copa de vino arrojó todo su contenido en el escote de la actriz.
Josie gritó y se levantó de un salto. Soltando una blasfemia sacada directamente de los barrios más bajos de París, se abalanzó sobre la otra mujer. Flora arrojó un gritito atemorizado y saltando de su asiento se alejó, retrocediendo. M'sieur Tusard y Ryan detu- vieron a Josie antes de que pudiera ir tras de Flora. M'sieur Mazent se puso de pie y se retorció las manos. - Vamos, vamos - exclamó, apaciguador -, vamos, vamos.
Hermine soltó una sonora carcajada. Elene encontró la mirada de la otra mujer. Le temblaban los labios y luego de un momento, estaba riendo junto con la actriz. Alrededor de ellas, todos se desternillaban de risa.
Por un instante, Flora se puso blanca como el papel. Elene, al ver su zozobra, calló instantáneamente. Mientras las risas conti- nuaban, observó que Flora descubría que toda la algarabía era por la actuación de los comediantes en el escenario y soltaba un largo suspiro de alivio. Temblando, le permitió a Durant que la llevara de nuevo a su asiento, pero solo después de que Josie hubo retomado el de ella.
Hermine llamó la atención de Elene arqueando una ceja cómicamente. Sin embargo, la hilaridad de la actriz se desvaneció cuando miró hacia donde estaba sentado Morven junto a la patro- cinadora, la viuda, con las cabezas pegadas y hablando en susurros olvidados por completo del resto del mundo.
Con una bandeja llena de comida, por encima de la cabeza, el camarero se paró en seco al llegar al palco. Elene, como estaba sentada más cerca de la entrada, se inclinó hacia adelante en la silla para permitirle la entrada y que pasara por detrás de ella. Al hacerlo, su mirada encontró la de Durant quien aun seguía de pie detrás de la silla de Flora. Ella estaba observando con una expre- sión tan dura y pensativa en sus ojos negros que más parecía una acusación. Estaba exquisitamente trajeado por su sastre, como le había adelantado Hermine, pero el tono renegrido de su ropa de etiqueta le confería un aspecto sombrío y de algún modo, amena- zador. El tajo en la mejilla, aunque perfectamente cicatrizado, estaba lívido.
De repente, se corrió una silla junto a ella y Ryan se puso de pie. Los nervios de Elene parecieron brincar bajo su piel cuando él se inclinó para hablarle al oído. Su voz no fue más que un murmu- llo al hablar. - Wamos un paseo mientras Morven y las damas están comiendo?
Elene aceptó con presteza. Tenía la necesidad súbita e impe riosa de alejarse de las turbadoras corrientes encontradas de emo- ción que se arremolinaban alrededor del grupo. A su tiempo, todos ellos harían nuevas amistades en Nueva Orleáns, sin lugar a dudas, pero por el momento parecía que estaban estrechamente unidos no solo por las penurias que habían tenido que pasar y la actitud de los habitantes de Nueva Orleáns hacia ellos, considerándolos los últi- mos y menos deseados refugiados, sino también por un conjunto de relaciones emocionales que se complicaban cada vez más.
Elene pasó la mano debajo del brazo de Ryan yemprendie- ron la caminata en silencio. Mientras recorrían los senderos más próximos al escenario no carecieron de compañía, pues muchas otras parejas también deseaban aligerar la pesadez de la comida dando un paseo. Sin embargo, cuanto más se alejaban del centro, menos gente encontraban a su paso y más apagados eran los tinti- neos de vajillas, las risas y las voces de la concurrencia.
Había caído una noche cerrada mientras ellos comían y muchas antorchas que habían iluminado los senderos se habían consumido. De tanto en tanto les llegaba alguna risita entrecortada o un murmullo quedo desde una de las sendas apartadas o desde algún emparrado cubierto de enredaderas ubicado entre los árboles donde los amantes aprovechaban la oscuridad y el aislamiento. A lo lejos, desde el escenario, se dejaba oír el sonido de la música al dar comienzo el baile.
Elene echó una ojeada al hombre que iba a su lado. - ¿Querías hablar conmigo de algún tema en especial?
- En realidad, no. ¿Es necesario que haya algún motivo para que salgas a caminar conmigo?
- Desde luego que no. - Elene se inquietó al oír el matiz de riguroso dominio de sí mismo que había en su voz.
- Esta noche, Gambier te ha estado observando como un gato con los ojos puestos en un tazón de crema fuera del alcance de sus garras. - Ryan no había pretendido decir semejante cosa. Era como si lo hubieran impelido a hacer lo.
- Puede ser que esté preocupado por mi bienestar. Nuestras familias han sido amigas por años.
El se preguntó si ella realmente creía eso, o si lo decía para apaciguar lo. - En seguida me dirás que él te ama.
¿La amaba Durant? Elene no tenía motivos para pensar así. Pero por otro lado, tampoco él le había dado causa para pensar que no la amaba. - No tiene ninguna importancia puesto que no vamos a casamos.
- Con gran pesar tuyo. - No me pesa en absoluto - replicó ella con vehemencia.
Parándose en seco, Ryan se volvió a ella. - No quieres casarte conmigo y no deseas casarte con Gambier, o al menos eso dices. ¿Qué es lo que deseas?
- llebo desear algo? - Es lo acostumbrado. Ella deseaba vender su perfume, tener el dinero para valerse por sí misma y mantener a Devota con ella. Quería que cesaran las hostilidades entre ella y Ryan para poder estar en paz. Le agradaría recobrar la fortuna que había invertido su padre en las propiedades de Santo Domingo a lo largo de los años, aunque no esperaba vol- ver a ver las jamás. ¿Qué más quedaba?
Solo una cosa más. Quería que Ryan la deseara por ella misma, no porque lo forzara algún encantamiento vudú. La idea la hizo temblar de júbilo y la sangre bulló en sus venas. Sintió el calor del rubor subiendo hasta el nacimiento del cabello y se alegró de que Ryan no pudiera verlo. Le palpitó el corazón llenándole el pecho, amenazando aho- garla.
- ¿Qué sucede?, - preguntó él. Ella estaba tan quieta, y con todo, él la había oído contener el aliento súbitamente, por algún dolor, o por repentino placer. Extendió la mano y le tocó el brazo.
La piel era suave, pero firme y elástica sobre los huesos deli- cados. Ryan sintió un fuerte impulso de tomarla entre sus brazos, de proteger la, de poseerla ahí mismo en la oscuridad preñada de olor a azahares. Hacía tanto tiempo que no la amaba... Tres días y tres noches sin ella. La razón había sido su orgullo, su maldito amor propio. Había creído que ella le negaría su cuerpo como le había negado su mano. Había tenido miedo de otro rechazo y por eso había esperado alguna señal de sus deseos. No había recibido ninguna, y él no se impondría a ninguna mujer.
Ahora la sentía temblar y le dolía en lo más hondo de su ser, donde todo él palpitaba. No había querido apenarla.
- Elene... chérie - susurró, angustiado.
Ella respiró hondo. - Lo que yo deseo - comenzó a decir
con voz tan trémula y baja que apenas si podía oírse-, es que tú me desees.
El sintió las palabras como un golpe asestado al corazón. Antes de que se apagaran, la envolió con sus brazos y la estrechó contra su pecho. Luego habló moviendo los labios entre las finas hebras del pelo. - Siempre.
Elene aplanó las manos sobre el pecho musculoso, levantó el rostro y su boca fue una delicada invitación al beso. La rapidez de la reacción apasionada de Ryan le produjo una deliciosa sensación de gozo. El sí la deseaba. Ella lo había atraído, y sin la magia del perfume original.
La boca de R yan era cálida y dulce, infinitamente tierna, suavemente acariciadora, pero firme en su posesión. El le acarició las comisuras de los labios con la punta de la lengua, raspando deli- cadamente la piel tersa, saboreando, buscando denodadamente la entrada. Ella se la brindó, y él, casi sin aliento, la apretó más contra su cuerpo.
Las manos de Elene subieron por el pecho y la fornida columna del cuello hasta que los dedos se enredaron en la espesa mata de rizos que caía sobre su cerviz. Los acarició, apretando las hebras resistentes, aumentando la presión de sus labios sobre la boca de Ryan mientras, dejando escapar un murmullo sin palabras, aplanó los senos contra el pecho musculoso. Pudo sentir los boto- nes de la chaqueta y del chaleco mordiéndole la carne, percibir cómo crecía el deseo en él. Una deliciosa languidez fluyó por sus venas. Ella enredó su lengua con la de él, acariciando los bordes duros y lisos de los dientes con rápidas pasadas, retrayéndola con refinada incitación que él aceptó de inmediato. Los movimientos de Ryan, la sensación ardiente de su invasión al embestir contra la húmeda y frágil calidez del interior de la boca de Elene la hicieron girar en una espiral de fuego hasta abandonarla en el oscuro vórtice del ¿eseo. Se agitó su respiración. Las capas de ropa que los sepa- raban eran insoportables. Ella necesitaba sentirlo desnudo contra su piel, dentro de ella, lo necesitaba con una añoranza demasiado fuerte para ser negada.
Se oyeron ruidos de pisadas por el sendero. Ryan juró por lo bajo y giró para escudar a Elene mientras ella recobraba el equili- birio. Los intrusos, una joven pareja de enamorados tomados del brazo, pasaron cerca de ellos sin siquiera mirarlos.
Ryan soltó una carcajada. -Es una suerte que pasaran por aquí.
- ¿Lo es? - Elene se retocó el peinado con manos trémulas. Ryan oyó el tono de frustración en la voz y sintió el eco
dentro de él. - Lo es por cierto. Las con chillas del sendero son
demasiado fuosas para tu piel, y el terreno que no está cubierto con ellas, es demasiado lodoso para tu atavío. Además, hay una falta manifiesta de privacidad. Vamos a casa.
- Los otros... - empezó ella, aunque la protesta era débil.
La sonrisa de Ryan resonó en su voz al contestar deliberadamente.
- Los otros no pueden venir.
M'sieur Mazent también estaba listo para regresar a la ciu dad, de hecho, había estado esperando que retornaran del paseo para embarcarse.
El trayecto de vuelta se hizo casi en completo silencio. Aparte de algunos comentarios esporádicos sobre el entreteni- miento, nadie mostró muchos deseos de hablar. Hasta el barquero olvidó todo su repertorio, y dio la impresión de estar ansioso por irse a la cama pues manejó la pértiga con tal diligencia y vigor que en poco tiempo llegaron a las puertas de la ciudad.
Los miembros del grupo empezaron a disgregarse entonces partiendo en diferentes direcciones. Se gritaron las últimas despe- didas y se prometieron volver a reunirse pronto, antes de empren- der sus respectivos caminos por las calles fangosas. Pocos minutos después, Elene y Ryan entraban por la puerta cochera de la casa, donde al final del pasadizo colgaba la linterna encendida que les daba la bienvenida al hogar.
Al ingresar al patio oyeron voces y risas alegres en el piso superior antes de que cesaran abruptamente. Entonces, desde la galería alta, les llegó la voz de Devota. - ¿Eres tú, chere?
Elene le contestó y un momento después Devota bajaba por la escalera seguida por las vagas siluetas de otras dos mujeres. Al llegar al cono de luz de la linterna se descubrió que eran Serephine y Germaine.
- Buenas noches, mam'zelle, m'sieur - saludó Serephine en voz suave y ligeramente somnolienta. La mujer de los Mazent, Germaine, se quedó rezagada y solo inclinó la cabeza a modo de saludo.
- Buenas noches - respondió Elene en tono imperturbable. La joven de color, concubina de Durant, jamás le había inspirado rencor y ahora había menos motivos que nunca para que lo sintiera.
Serephine se volvió a Devota y le dio un rápido abrazo, apa- rentemente en agradecimiento por la botellita azul que llevaba en la mano. Germaine también empuñaba una. Las tres mujeres de color intercambiaron unas cuantas palabras, luego Serephine y Germaine giraron de prisa y se internaron en el pasadizo de los carruajes donde pocos segundos después se habían perdido en la oscuridad.
Elene miró a Devota quien se encogió ligeramente de hom- bros. -Serephine vino por el perfume. Se enteró que lo estábamos haciendo. A Germaine la encontró por el camino.
Había algo en las risas de esas tres mujeres que perturbó a Elene al rememorarlas. Era como si ellas compartieran una vida secreta y una afinidad de sangre que la gente blanca desconocía por completo. Se preguntó si Serephine y Germaine, como Devota, eran seguidoras del vudú. Sin embargo, era imposible saber lo. No había manera de encontrar alguna razón para interrogar a Devota sin parecer estar recelosa de la presencia de las dos mujeres en la casa o que guardaba resentimientos contra la concubina de quien iba a ser su esposo en el pasado.
- Estoy muy fatigada - declaró ella fmalmente echando una mirada a Ryan y esbozando una leve sonrisa -. Creo que me iré a la cama.
-Me reuniré contigo en un momento -respondió él.
Devota habló entonces. - ¿Hay algo en que pueda servirle, m'sieur?
- Benedict se encargará de ello.
El mayordomo había salido de sus habitaciones debajo de la ga~onniere y estaba de pie, aguardando en la penumbra, al borde del cono de luz de la linterna. Ahora hizo una reverencia, mitad saludo, mitad confirmación de las palabras de su amo. Entonces, sugirió en tono mesurado: - ¿ Tal vez un coñac?
Ryan estuvo de acuerdo. Elene se volvió y emprendió el camino al dormitorio subiendo lentamente la escalera. Había pen- sado que tal vez Ryan subiera con ella, que podrían desvestirse mutuamente y caer luego juntos en la cama. Daba la sensación de que la intimidad era tan difícil de lograr aquí como en el vauxhall.
En cambio fue Devota quien desvistió a Elene y le puso un camisón de fmo linón adornado con alforzas y una puntilla tejida al ganchillo bordeando el escote y las mangas. La doncella vertió agua caliente en la jofaina para que ella se aseara rápidamente y, des- pués, le cepilló el cabello hasta dejarlo como una brillante cortina de oro. Guardó el vestido de noche y los otros accesorios que había usado Elene y recogió toda la ropa interior en un atado para ser enviado al lavadero a la mañana siguiente. Apagando las velas que brillaban en los candelabros, dejó una sola encendida en una pal- matoria de plata sobre la mesita de noche alIado del lecho. Luego, terminadas sus tareas, se dirigió hacia la puerta.
Se volvió a Elene un segundo antes de salir de la habitación.
- Vendimos nuestras primeras botellitas de perfume, chere.
- Sí, lo hicimos. - Una lenta sonrisa curvó los labios de la joven iluminando sus ojos. - Es decir, tú lo hiciste.
- Ya vendrán otros a comprar, muchos más.
- Estoy segura de ello.
Devota asintió, satisfecha, sin que sus ojos se apartaran del rostro de Elene. Después de desearle las buenas noches, la criada se retiró.
Elene se puso a pensar en el perfume y en la identidad de la primera clienta mientras aguardaba la llegada de Ryan. ¿Quién iba a imaginar que serí~ Serephine? ¿Qué motivo podía tener para desear tener el mismo perfume que usaba la mujer que habría sido la esposa de Durant? No tenía sentido. Pero por otro lado, ¿qué importaba? Se había vendido el perfume y el dinero estaba dispo- nible. Y habría mucho más.
En el futuro tendría que tener cuidado con la cantidad de perfume que destinaría a su uso personal. No serviría de nada agotar las existencias. Sonriendo un poco, se estiró para tomar su propia botella de perfume. Deseaba reavivar la fragancia en su piel ya que se lo había puesto muy temprano esa tarde.
mónde estaba Ryan? Seguramente había visto salir a Devota de la alcoba luego de apagar las luces. Llegaría en cualquier momento. Por si acaso, Elene se levantó del taburete del tocador y fue a abrir más las puertas ventana que daban a la galería.
Permaneció en el vano con la mano sobre el picaporte a la espera de oír algún ruido o percibir algún movimiento. No hubo nada excepto el suave murmullo de las hojas del roble al ser acari- ciadas por la brisa o el débil movimiento de las sombras de sus gruesas ramas sobre las lajas del patio.
- ¿Ryan? -llamó ella. La palabra pareció caer dentro de un profundo pozo de silencio.
Una sensación de vacío se fue adueñando de ella. El no venía. Hasta podía ser posible que se hubiera marchado. El enfado, alimentado además por la necesidad insatisfecha, creció en ella hasta convertirse en resentimiento. La forzó a salir de la alcoba y caminar por la galería. Era muy tarde. La luna se había puesto y solo quedaban las estrellas en el cielo nocturno encima de los teja- dos. Se detuvo un momento tratando de penetrar las sombras en el patio, preguntándose si Ryan habría bebido demasiado coñac ade- más del vino que había tomado en el vauxhall y se habría ido a dormir. Per~ era improbable. Jamás había visto que la bebida le hiciera daño.
Vio un resplandor de luz que salía de la zona del patio que se hallaba debajo de donde ella estaba. En un principio creyó que podría ser un reflejo de uno de los cuartos de los sirvientes a lo largo de uno de los lados del patio cuadrado, pero estaban a oscu- ras, hasta los de Devota y Benedict inclusive. La luz provenía de los almacenes, del taller donde las botellitas de perfume estaban ali- neadas sobre el mostrador.
Volvió hacia la cabecera de la escalera y al llegar allí se detuvo una vez más. Después empezó a descender lentamente y sin hacer ruido, apoyando cuidadosamente los pies descalzos en cada uno de los peldaños. Llegó al pie y rodeó el pilar.
La luz del taller se apagó en ese momento dejando todo el patio sumido en la oscuridad. Elene quedó petrificada en el lugar mientras un escalofrío de terror corría por su espalda. Luego oyó pisadas que se arrastraban por el suelo, un sonido suave y furtivo.
El hombre vino a ella desde debajo del tramo libre de la escalera moviéndose con la velocidad del rayo. Un brazo recio la tomó por la cintura y otro por las corvas de las rodillas alzándola en el aire hasta apoyarla contra un pecho que semejaba un peto de acero moldeado, sosteniéndola allí con tanta fuerza que ella no podía moverse. El cerebro de Elene, a pesar de seguir confundido por el terror que había sentido, percibió olores y sensaciones que le devolvieron la euforia del alivio y el gozo. Se sintió mareada cuando él giró bruscamente, con ella en sus brazos, llevándola en unas pocas zancadas a las profundidades más oscuras del patio, bajo las ramas extendidas del gran roble.
Se detuvo. Elene podía sentir los fuertes latidos del corazón contra su costado. Encima de su cabeza, el viento susurraba entre las hojas del roble que se movían iluminadas por las estrellas y semejaban un vasto cardumen de pececillos de plata escabulléndose a través del agua azul de la noche. Cuando paró el viento, lo único que pudo oírse fue el gorgoteo cadencioso y musical del agua en el centro de la fuente. Alrededor de ellos, la noche se cerraba, pro- tectora.
Elene soltó el cuello de la camisa que había aferrado con dedos tensos. Con un hilo de voz, preguntó: - ¿Ryan?
- Aquí no hay ni conchillas filosas ni lodo. - No - respondió ella con cautela al tiempo que el signifi-
cado de las palabras iba penetrando en su cerebro -, pero ¿qué hay
de los otros, tus sirvientes, Benedict?
- Benedict está vigilando que no nos molesten por orden mía, aunque tendrían que tener ojos de gato para ver algo en esta oscuridad.
- Es probable, pero...
- He estado pensando en hacerte el amor bajo el cielo estrellado desde hace una eternidad, desde aquel momento en los jardines. ¿Me negarás ese deseo?
¿Cómo podía hacerlo cuando él se lo pedía tan simplemente, y con tal deseo vibrando en su voz? La respuesta era que no podía ,hacerlo.
Suavemente, le contestó: - No yo.
12
Ryan la dejó de pie en el suelo y le rozó la frente con los labios en un beso fugaz. Apresuradamente, se despojó de la cha- queta, la extendió, abierta, sobre las lajas del patio y posó una rodi- lla sobre el forro de seda. Tomándole una mano, la instó a arrodi- llarse frente a él. Luego le alzó la otra y se llevó ambas manos a los labios para besar las alternadamente. El aliento cálido y perfumado de Ryan acarició la piel sensible de los dorsos al decir suavemente: -le ('adore. Te adoro, no solo porque eres la mujer más ge- nerosa que he conocido jamás, sino porque eres la más ho- nesta.
El pecho de Elene se dilató con la respiración y el dolor reprimidos. Sus palabras eran lo más parecido a una declara- ción, pero solo el producto de una gran mentira. Ella no era honesta, nunca lo había sido, ni siquiera desde el principio. Pero no podía decírselo, menos ahora cuando estaban tan unidos, tan cerca uno del otro, amparados por las sombras cómplices de esa noche estival. Sin embargo, ella podía ofrecerle una dis- culpa disfrazada de caricia, una que sirviera para mitigar su propio desasosiego, aun cuando no pudiera redimirla de todas sus culpas.
Mansamente, liberó sus manos. Con dedos inseguros le tocó el pecho, alisando la tela de lino que cubría su musculatura firme. Tomó un extremo de la corbata que estaba suelta y deslizándose la de debajo del cuello de la camisa, la dejó caer al suelo. Buscó y encontró luego el botón del cuello, lo pasó lentamente por el ojal - mientras las manos de Ryan le palpaban las formas de la espalda por debajo del camisón. Ella retiró el botón y lo dejó a un lado en el suelo, y abriéndole la camisa a todo lo ancho del pecho, lo dejó desnudo de la cintura hacia arriba.
Ryan contuvo la respiración bruscamente cuando Elene, agachando la cabeza, comenzó a acariciarle con la lengua el vello crespo y oscuro que le rodeaba las tetillas. En ese momento, el cabello de la joven, derramándose por sus hombros, cayó como pálidas mieses recién segadas sobre el muslo de Ryan, donde él sintió la tibia caricia de su peso. Atrapado en su hechizo, estiró la mano para enredar los dedos entre las hebras de seda que brillaban tenuemente como si fueran de oro y plata a la luz de las estrellas.
Un extraño alborozo corrió como vino caliente por las venas de Elene en ese instante. Ella deseaba, la necesitaba, sentía por ella una suerte de emoción, por pasajera que fuese, que él llamaba adoración. No existía nada que lo compeliera esta vez y ese cono- cimiento le brindó a ella una nueva sensación de libertad sin frenos ni reservas. Ella podía brindar placer así como también recibirlo, y esa revelación la volvió osada.
Rozó suavemente con la lengua el duro botón tenso de la tetilla y al sentir el estremecimiento que onduló por la piel de Ryan, Elene se sonrió con regocijo creciente. Al mismo tiempo, deslizaba las manos a lo ancho y largo del torso desnudo en lenta y deliberada exploración de sus músculos y al llegar a la cintura empezó a tironear de los faldones de la camisa para liberarla de la pretina de los pantalones cortos.
Ryan, complaciente, soltó su camisa y se la sacó por la cabeza en un solo movimiento fluido. La fina tela de lino dejó oír un suave susurro al caer a sus espaldas. El estiró entonces su brazos hacia ella y le cubrió los hombros con las palmas de las manos mientras los pulgares recorrían toda la frágil extensión de las clavículas, acariciando la piel tersa que las cubría. Amorosamente, empezó a descubrirle los hombros deslizándole las mangas del camisón por los brazos y, agachando la cabeza, posó los labios calientes sobre una de sus superficies lisas y redondeadas. Sus besos de fuego dejaron una estela ardiente desde allí hasta la curva grácil del cuello y el delicado hueco debajo de la oreja. Al mismo tiempo, las manos continuaban deslizándole el camisón hacia abajo hasta que las curvas de los senos se lo impidieron.
Elene se movió como para desatar la cinta que sujetaba el escote, pero él se le adelantó, soltó el lazo con dedos diestros y le ensanchó el escote hasta que la fina batista se deslizó por encima de los picos de los senos y cayó en suaves pliegues alrededor de la cintura.
- Dulce, dulce - susurró él en tanto su lengua probaba los montículos gemelos que él acababa de dejar al descubierto y lamía con esmero los pezones sensibles mientras los sopesaba en los cuencos de las manos.
Sensaciones exquisitas estremecieron a Elene en esos momentos, ondulando en rápidas y vibrantes olas que descendían hacia la parte baja de su cuerpo. Respiró con tal fruición y deleite que se alzaron sus senos en voluptuoso gesto incitante. El camisón, liberado por sus movimientos, se deslizó por las caderas hasta arremolinarse alrededor de las rodillas.
Ryan la soltó para llevarse las manos a la pretina de sus pantalones. Ella se anticipó y le apartó los dedos. Luego, soltó el broche de los pantalones y también el de los calzoncillos. Metió los dedos por la abertua y extendió las manos sobre la superficie tensa y dura del vientre, deleitándose con el cosquilleo que le producía la estrecha franja de vello en las palmas. Tocó la ardiente elasticidad de su masculinidad que embestía contra la bragadura de los panta- lones, apresándola con un pulgar de cada lado. Cuando el aliento reprimido de Ryan escapó silbando entre sus dientes apretados, aumentó en ella la sensación de poder y de jubiloso arrebato sen- sual.
Con un súbito movimiento de torsión, Elene le bajó los pantalones y los calzoncillos por las caderas. Ella ayudó sacándose las botas cortas de etiqueta con los pies, antes de despojarse de estas últimas prendas de vestir.
Elene recogió el camisón de debajo de las rodillas y lo extendió en toda su amplitud alIado de la chaqueta de Ryan. Luego se tendió de costado sobre el delgado jergón que acababan de improvisar, esperando que Ryan la imitara. Pero él se arrimó a ella pasando la mano a lo largo de la pierna extendida y posando los labios y la lengua en rápida sucesión por la curva de la cadera antes de acostarse de cara a ella y atraerla con fuerza contra su cuerpo. Se mantuvieron estrechamente abrazados, corazón a corazón, mientras se deleitaban con las sensaciones táctiles de una piel con- tra otra piel caliente, con curvas y hondonadas, sólida musculatura y tibia morbidez perfectamente apareadas, casi por completo. Sin embargo, no era así todavía.
La presión creciente del deseo se acumuló en sus cuerpos. Ellos se agitaron, las caricias se tornaron más apasionadas y menos controladas. El corazón de Elene se agitó violentamente y golpeó contra las costillas, expulsando la sangre en loca carrera desenfrenada por las venas. El fuego interior cobró más fuerza y su calor le humedeció la piel con una tenue capa de sudor que hizo resbalar las manos ávidas de Ryan mientras él buscaba el intrincado acceso al corazón mismo de su femineidad. Cuando lo encontró, él le pro- dujo una nueva humedad. Perdida en absoluto arrobamiento, ella le devolvió sus caricias.
Se acometieron, se enlazaron, se repelieron y se palparon en la antiquísima danza erótica previa al amor, como implacables saqueadores, usando sus manos y bocas para exacerbar al máximo el éxtasis, hasta que los cuerpos de ambos estuvieron resbalosos con el rocío del agotamiento e impregnados de la fragancia de un perfume que evocaba inquietantes visiones de un paraíso esquivo. Juntos, se dieron gozo y placer mutuamente, hasta que el esfuerzo de reprimir el alivio último y elemental fue tan prolongado que el tormento resultaba más desgarrador que el placer mismo.
Echándose de espaldas en el suelo, Ryan la acostó sobre él, urgiéndola con manos firmes a que lo hiciera penetrar dentro de ella. Elene no necesitó más. Un gemido ahogado de gratificación escapó de sus entrañas cuando ella sintió su penetración. Tem- blando de gozo, presionó más y más hacia abajo para que él la lle- nara hasta lo más hondo de su ser. Empezó entonces a menearse y mecerse con exquisito ritmo sensual, precipitándose hacia la des- lumbradora satisfacción final. Ya estaba cerca, tan cerca. Subía por ella en turbulenta espiral, cobrando brillo, esparciéndose, creciendo hasta estallar y cuando lo hizo, Elene gritó y se desmadejó que- dando inmóvil.
Ryan la estrechó entre sus brazos tendiéndola sobre su cuerpo para que las frentes se tocaran y se mezclaran sus respiraciones jadeantes mientras subían y bajaban sus pechos.. Un mosquito zumbó a:lrededor de sus cabezas. El musitó un reniego y le acarició la espalda y las caderas para espantar cualquier insecto que quisiera picarla. Luego le enderezó la pierna izquierda y con un impulso de sus poderosos músculos la levantó en el aire y la tumbó sobre la espalda mientras las largas hebras del pelo revoloteaban y caían serpenteantes y enmarañadas alrededor de ellos. Al mismo tiempo, con otro poderoso impulso él se subió sobre el cuerpo de Elene para protegerlo con el suyo. Una vez más, él penetró su elástica suavidad, embistiendo hasta lo más hondo. Y una vez más, el resplandor volvió a inundar los y sumirlos en su brillo.
Los sentidos de Elene se dilataron remontándose al espacio. Sus músculos se contrajeron en espasmos de deleite, los tendones se estiraron en su máxima tensión. Las tinieblas que la rodeaban se expandieron hasta formar un universo infinito donde nada importaba salvo la maravillosa unión de sus cuerpos. Alzó las manos para agarrar los músculos abultados por el esfuerzo de los brazos y hombros de Ryan, usándolos como asidero para moverse al uní- sono con él, arremeter contra él, absorber las violentas sacudidas de sus embestidas que la impulsaban cada vez más hacia las alturas en la frenética búsqueda instintiva de la consumación.
Estalló sobre ella en furiosa magnificencia, una explosión salvaje pero silenciosa de la parte más íntima y recóndita de su ser. Un hecho asombroso, sobrenatural, casi mágico, esa violencia interna convulsionó su ser alrededor del hombre que la apretaba contra él de tal forma que movimiento, pensamiento, todo sentido de identidad se fundían en un solo florecimiento maravilloso. Ella exhaló el nombre de Ryan entre jadeos. Al oír el débil sonido de aprobación y súplica, sintiendo la constricción aterciopelada de los tejidos inflamados de ardor, Ryan la encerró entre sus brazos y arremetió de lleno con su último esfuerzo para encontrar su propio
instante de gloria. .
El viento susurró por entre las hojas del roble. Las sombras en los rincones del patio se movieron cuando la luz de las estrellas se filtró por entre las ramas del árbol. En algún lugar chirriaba un grillo con monótona regularidad. La fuente cantarina reía para sí. Un par de mosquitos zumbaron en círculos y luego quedaron omi- nosamente silenciosos.
Ryan se movió. Apoyó el peso de su cuerpo todavía sobre los codos, despejó el rostro de Elene de la fina red de cabellos que lo cubría. La besó cariñosamente en un cálido saludo de reconoci- miento y placer. Después, levantándose con cierta renuencia, rodó al suelo y se arrodi1l6 a su lado.
- Por más agradable que sea esto - dijo él, saciado y diver- tido -, sería una tontería sacrificar más sangre de la que ya hemos dado por estar aquí.
Elene no se movi6. - Estaba empezando a pensar que te gustaba ser comido vivo.
- Ese no fue mi mayor placer de la noche. - ¿No? Posiblemente fue la oscuridad y la cama tan dura. Pareces tener cierto aprecio por esas dos cosas también.
- Lo que yo aprecio más es tu deleitable cuerpo como bien sabes. Ahora, ¿entrarás conmigo a la casa antes de que yo lo deje, con el mayor pesar y solo una leve vacilaci6n, a los mosquitos?
- Voy pisándote los talones -exclamó ella, jadeante, al oír el zumbido de un mosquito y sentir su picadura en la pantorrilla.
- De todas las posiciones que yo pueda imaginar para que te coloques, esa es la menos satisfactoria. - Ryan la recogió en sus brazos levantándola hasta su pecho, luego de un poderoso impulso se puso de pie y caminó a paso vivo hacia la escalera.
Al pie de la escalera, la silueta del mayordomo se esfumaba en la oscuridad. Detrás de él, cerca de la puerta del taller, estaba un segundo guardián. Devota.
Las manos de Elene apretaron más los hombros de Ryan y se mordió el labio inferior. Cuando llegaron a la galería, ella dijo en tono tajante: - No sé qué piensan ellos de nosotros.
Ryan soltó una carcajada. - ¿No lo sabes? -Bromea con ello entonces -estalló ella-. No sé por qué no vendiste billetes para la función ya que estábamos.
El pasó con ella en brazos por la puerta ventana y entró a su alcoba. Con el hombro retiró el mosquitero y dejó caer a Elene sin mucha ceremonia sobre el colchón relleno de musgo. Apareciendo sobre ella como una forma vaga, por el pálido resplandor dorado de la única vela encendida, le dijo: - Podría haberlo hecho, si no hubiese estado tan enfrascado entonces en otra cosa como para pensar en ello.
-iPuf! -exclamó ella contoneándose en la cama-, y supongo que todos los criados se reirán disimuladamente a la mañana cuando encuentren nuestras ropas.
- Benedict y Devota se encargarán de ellas, y de nosotros, como siempre. ¿Qué te sucede ahora? ¿Te resultó realmente tan malo?
Ella desvió la vista. El problema era que no había sido malo en absoluto. Tenía miedo de haber revelado demasiado, de haberle entregado demasiado de sus secretos. De ser así, no sabía cómo sobreviviría si él la abandonaba alguna vez.
Pero aun había más que eso. El la había calificado de honesta. ¿Qué pensaría si supiera la verdad? Debía decírsela. Debía confesarle todo ahora mismo, ahora, hacerle entender cómo lo había engañado, hechizado. No deliberadamente, por supuesto, pero los resultados habían sido los mismos.
No podía hacerla. Sería el fin; no le cabía ninguna duda. El mismo había dicho que no le toleraría ningún engaño. Jamás per- mitiría él que la mujer que lo hubiese engañado de esa forma con- tinuara viviendo bajo su mismo techo, se acostara en su cama junto a él.
- Elene - dijo él en tono inquisitivo al acostarse junto a ella. La tomó del hombro y la hizo girar hacia él para mirarla a la cara.
Ella se miró en las profundidades azules de sus ojos, con ese suave brillo de consternación que tenían en ese momento contras- tando con las facciones aguileñas y fuertes, y supo que no podría decírselo. Seguramente no había ninguna necesidad de hacerla. El había venido a ella sin la coerción del encantamiento vudú, ¿no era así? Y seguramente también volvería a suceder otra vez.
Forzó una sonrisa en sus labios, aunque le ardía la garganta y su voz fue ronca por las lágrimas no derramadas cuando habló. - Sabes muy bien que no fue malo en absoluto, que fue algo increí- ble.
- ¿Lo sé? Ella se arrojó hacia él ocultando la cara contra la fuerte columna de su cuello mientras los brazos de Ryan se cerraban alre- dedor del cuerpo frágil y trémulo. - Deberías saberlo, ya que lo pagaste con picaduras de mosquitos.
- Un poco de picazón es un precio muy bajo -respondió acariciándole el cabello. Sin embargo, había una profunda arruga entre sus cejas al clavar la mirada en la cab"cera tallada de la cama. Podía sentir que Elene estaba temblando contra su cuerpo, percibir- la inquietud que le hacía apretarlo tanto contra ella. No lograba imaginar la causa. Deseó entender a esta mujer, pero al mismo tiempo temía saber demasiado. No era una situación que le agradara, o una que le resultara familiar en alguna forma. No le gustaba para nada. Por el contrario, le disgustaba, y le disgustaba más aún la cobardía que le impedía forzar el tema y descubrir toda la verdad.
La mañana volvió demasiado pronto. El golpecito que anun- ció la llegada de Benedict con café y panecillos hizo que Elene se hundiera más entre las sábanas. El mayordomo era la discreción en persona; no saludó ni dijo una sola palabra, solo depositó la ban- deja sobre una mesa lateral.y volvió a salir de la habitación, como había entrado, con pasos muy silenciosos, cerrando la puerta sua- vemente a sus espaldas.
El aroma de la levadura caliente de los brioches y el café y la leche hirviendo para el café au lait flotó en el aire. Elene lo ignoró manteniendo los párpados apretados mientras se aferraba a los últimos vestigios de sueño. Si no los abría, no tendría que enfrentar los problemas que la esperaban.
Ryan, junto a ella, se movió entre las sábanas. La pierna cubierta de vello áspero rozó la de Elene y el brazo reptó alrededor de su cintura para acercarla más a él, apretando sus caderas contra el vientre plano y duro y algo más que estaba igualmente rígido pero más caliente. Ryan le sopló los mechoncitos de la nuca y un escalofrío corrió por el cuerpo de la joven. Junto a su oído, él murmuró: - ¿Habría alguna picazón en tu cuerpo que desearas que yo aliviara?
Ella se volvió de espaldas de un solo movimiento brusco y lo miró con asombro al verlo apoyado sobre un codo. - jEres imposi- ble!
- Casi, pero no del todo.
- No me estaba refiriendo a tus hazañas en la cama.
El la miró con fingida inocencia. - ¿Quién dijo que yo lo hiciese?
Sus ojos brillaron con una luz tan burlona y divertida, que el corazón de Elene creció en su pecho palpitando dolorosamente. La barba incipiente oscurecía los planos bronceados de la faz dándole un aire rufianesco que era extrañamente cautivador. Elene se aclaró la voz. - Farsante. Se enfriará tu café.
- No tiene mucha importancia. - Es pleno día.
- Así parece - replicó él mirando ostensiblemente a las ventanas.
- Los sirvientes le dirán a todo el mundo que nosotros no hacemos otra cosa.
- Es una diversión inofensiva. .
Elh. ? .
0?
- lo C lsmorreo. lo - ¿O qué?
- O el regodeo en la cama - terminó ella, negándose a dejarse intimidar.
El le besó el hombro sin apartar sus ojos del color delicado que teñía el rostro de Elene. ¿Conque eso es?
- Tú lo sabes muy bien... - Es verdad. Ahora que hemos empezado, bien podríamos continuar.
- jNo hemos comenzado nada! - Qué vergüenza. - El tomó el borde superior de la sábana doblándola lentamente hacia abajo hasta dejar al desnudo el pico rosado de un seno.
- Alg-¿Vergüenza? No, ninguna, especialmente cuando se trata de ti. Tú podrías enseñarme a tener la, por supuesto.
Ella podría hacerlo, efectivamente, pensó Elene, pero no lo dijo. En cambio, meneó la cabeza mientras metía los dedos entre los lustrosos rizos renegridos que caían sobre el cuello de Ryan. -Tengo mejores cosas que hacer.
Tomaron el desayuno frío. Un rato más tarde, Ryan echó atrás las mantas y se deslizó fuera de la cama. Esa mañana llegaba un barco de Balise cargado con mercancías para R yan y él necesitaba ocuparse de su descarga y almacenamiento.
Elene permaneció acostada y observándolo mientras él, paseándose por la habitación en majestuosa desnudez, se afeitaba y vestía para salir. No llamó al mayordomo para que lo aY':ldara en esas tareas, aunque no era una cosa inusual. El no tenía necesidad de un asistente personal a bordo del barco, aducía, y el hecho de estar en tierra no lo convertía súbitamente en un ser indefenso ni inútil.
Cuando estuvo listo para salir, se acercó al borde de la cama. Inclinándose sobre ella posó los labios calientes sobre la frente de Elene y luego la besó apasionadamente en la boca. El olía a jabón fresco, lino almidonado y betún para el cuero de las botas, con un débil aroma a especias de una preparación especial que usaba como antiséptico para los pequeños cortes al afeitarse, además de su propia esencia viril.
El no se apartó de allí de inmediato, por el contrario, per- maneció de pie con el sombrero en una mano y la mirada fija en el rostro de Elene. En voz queda, preguntó: - ¿Te encuentras bien?
- Estoy muy bien - respondió ella con una sonrisa delibera- damente somnolienta que indicaba saciedad -. ¿Cuándo estarás de regreso?
El torció la boca a un lado. - Antes de que tengas tiempo de echarme de menos.
- Ah, entonces, eso quiere decir que no tardarás mucho. - Al mediodía, por lo menos. - Echándole una mirada de cariñosa amenaza, giró sobre sus talones y salió de la habitación.
La sonrisa de Elene se desvaneció. La insaciable pasión de Ryan por ella debería resultarle gratificante. A ella le habría agra- dado disfrutar la, le habría gustado que las bromas que intercam- biaban fueran auténticas y espontáneas. Por alguna razón, eso no podía ser. ¿No había acaso algo de anormal todavía en su constante necesidad de ella? ¿Podía ser posible que un hombre estuviera tan prendado físicamente de una mujer que el más ligero roce pudiera incitar de inmediato su necesidad de poseerla?
Algo andaba mal; ella lo sabía. Sospechaba cuál era la causa, aunque no quería creerlo. Por corto tiempo había existido una posibilidad para la esperanza. Si lo que pensaba ahora era verdad, entonces esa esperanza era falsa. Y esta vez tanto ella como Ryan habían sido víctimas de un engaño.
Solo había una manera de estar segura. Elene, empero, se resistía a tom~la, no solo por la traición que podría revelar, sino porque en tanto la respuesta estuviera en duda, ella podía seguir aferrándose a la idea de que Ryan sentía algo por ella por propia voluntad. Las ilusiones brindaban consuelo.
Volvió a caer dormida, aunque no con el propósito de con- sultar el problema con la almohada. Elene simplemente cerró los ojos, y la preocupación y la fatiga hicieron el resto. Cuando des- pertó hacía muchísimo calor en la alcoba. Nadie había venido a la habitación y debía ser la tarde ya. La bandeja con los restos del desayuno aún seguía sobre la mesilla lateral y las puertas ventana, en lugar de estar cerradas para mantener el fresco de la noche, permanecían abiertas de par en par al aire caliente que se elevaba del patio.
Lo que la había despertado había sido un golpe a la puerta. Inmediatamente después, Devota entró a la habitación y clausuró las puertas a sus espaldas. Traía una vasija de bronce con agua caliente. Cruzando la habitación hasta donde estaba la jofaina de porcelana, la llenó con el agua de la vasija y comenzó a cambiar las toallas.
La doncella la miró por encima de su hombro. - M'sieur Ryan está en camino a la casa desde el malecón y la comida está siendo recalentada para él en la cocina. Pensé que podrías querer comer con él.
Elene se incorporó en la cama con cierto esfuerzo, pasó los dedos por el cabello para desenredarlo un poco y echarlo hacia la espalda. Con voz soñolienta aún, preguntó: - ¿Qué hora es?
- Bastante tarde, pero no tiene importancia. Llegó un men- saje, más temprano, que m'sieur no podría regresar al mediodía después de todo. No vi ningún motivo para despertarte después de eso.
- No - dijo Elene, pensativa. - Era posible que ni siquiera quisieras levantarte ahora. El tono acerbo de la mujer finalmente alcanzó a Elene. La miró con asombro.
- ¿Qué quieres decir? -Si rechazas la proposición matrimonial de un hombre, la mayoría de las personas suponen que no te interesa.
-me veras? ¿y quién te contó que recibí una proposición matrimonial?
- Benedict recibió la noticia directamente de su amo, o así me lo dio a entender.
- ¿Le hablas ahora? - Era necesario decir algo anoche mientras esperábamos. Mientras esperaban que la cita de amantes en el patio, entre amo y ama, llegara a su fin. Elene se aclaró la gar- ganta.
- Ya veo. Da la casualidad de que Benedict te ha dicho la verdad.
Devota dejó la vasija de bronce en el suelo con un ruido sordo y se volvió para enfrentar la. - Yo no podía creer lo. Pen- sé que debía ser un error. ¿Cómo pudiste rechazarlo cuando es- tás sola en este lugar, en Nueva Orleáns, sin nada? ¿Cómo pu- diste?
- Tú, de todas las personas, deberías entender mis razones.
- ¡No las entiendo en absoluto! ¿Qué habría de malo en casarse con Ryan Bayard? Es joven, apuesto y rico, y si él desea verte a la cabecera de su mesa y en su lecho, ¿qué más puedes pedir?
- Sentías lo mismo con respecto a Durant. -¿y bien?
-lOa lo mismo cualquiera de ellos como mi esposo? ¿Cualquier hombre serviría para el caso?
- Bayard no es cualquier hombre - replicó Devota con gesto desafiante.
- No, pero ¿qué me dices del amor? - El te ama.
- ¿Porque me desea cuando no puede remediar lo? ¡Eso no es amor!
- Existe más que eso entre vosotros.
Las palabras habrían sido más convincentes, pensó Elene, si Devota no hubiese desviado la mirada al decirlas. - ¿Existe? ¿Lo crees realmente? ¿Qué es entonces, puedes decírmelo?
Devota no respondió. Su delicado rostro moreno mostró la pena que la embargaba. -Lo siento, chere. No fue mi intención hacerte dudar de ti misma. Ese jamás fue mi propósito, te lo ase- guro.
¿Tenía dudas? Por supuesto que sí, aunque en este momento
casi no importaba. Elene hizo un gesto impaciente. - Ese no es el
punto.
- Sí, lo es. Que el perfume te haya ayudado en un principio no significa que un hombre no pueda sentir nada por ti si no lo usas.
-¿No? ¿y qué si no es así? ¿Qué pasaría si su amor exce- sivo se desvanece al mismo tiempo que yo me enamoro de él?
- Ah, chere, ¿existe algún peligro de que eso suceda?
-¿Qué importa? -gritó ella incorporándose más en la cama -. Lo que yo deseo saber es...
La frase quedó trunca al abrirse súbitamente la puerta. Ryan irrumpió en la alcoba y paseó la mirada del rostro arrebolado de Elene al afligido de Devota. Entonces, le preguntó a la doncella: - ¿Se lo contaste?
Devota frunció el ceño. - ¿Contarle qué, m'sieur?
- Pensé que la noticia podría haber llegado antes que yo, aunque vine en cuanto la oí.
Elene le contestó. - No he oído nada. me qué se trata?
- Acaba de llegar un mensaje de parte de Morven. - Calló, como renuente a seguir.
- ¿Sí? ¿Qué mandó decir?
- Es sobre Hermine. Ella está... muerta.
La noticia conmocionó a Elene. Lo miró llena de asombro mientras pensaba en Hermine y sus salidas agudas e irónicas dichas con voz inimitable, en su extraordinaria comprensión de la gente que la rodeaba y en la vibrante corriente de vida que era tan evi- dente en todo lo que hacía. Era imposible que estuviera muerta. En un susurro quiso negar la realidad. - No puede ser.
Ryan meneó la cabeza con profundo pesar. -Parece imposi- ble pero así es.
- Pero... ¿qué sucedió?
- Aún no se sabe con certeza ya que hace solo una hora que descubrieron el cadáver. Morven considera que debe haber sido un accidente. El médico que fue llamado lo ha considerado un suici- dio.
- ¡Suicidio!
- Por una sobredosis de arsénico.
Morven Ghent, a pesar de toda su magnífica actuación como el trágico noble desesperado durante la representación en el vauxhall, no era el hombre indicado para morir por amor. Eso no significaba que no sufriera por la muerte de Hermine. Tenía los ojos enrojecidos y de tanto en tanto, callaba en medio de una frase y se quedaba con los ojos clavados en el vacío, con una expresión de tan inefable dolor en sus facciones clásicas que todas las mujeres que lo veían ansiaban consolarlo. En los intervalos, sin embargo, hablaba con naturalidad y certeza de sus ideas sobre las posibilidades de éxito de un futuro teatro en Nueva Orleáns y de las obras que podrían contribuir a una primera temporada satisfactoria de adónde iría cuando abandonara Nueva Orleáns y de lo que él pen- saba era el futuro del teatro en Francia bajo Napoleón.
La recepción, si podía llamarse así, después del funeral de Hermine se llevó a cabo en la casa df Rachel Pitot, una mansión al estilo de las Antillas ubicada en las afueras de la ciudad. De ordina- rio, las visitas de condolencia no se realizaban hasta bien pasada una semana del entierro, pero Hermine había vivido en la ciudad un tiempo tan corto, y la compañía de actores tenía tan pocos conocidos, que había parecido mejor brindar a Morven y a Josie el consuelo y el apoyo de la compañía de sus amigos. Los otros miembros del grupo que habían venido con ellos desde Santo Domingo debieron pensar lo mismo ya que todos estuvieron pre- sentes.
Si lo que requería Morven era apoyo femenino, había muchísimo a su disposición. A un costado de Morven estaba sen- tada Josie ataviada de negro con un toque de blanco en el cuello y los puños, un atuendo muy parecido al uniforme de una criada de alguna de las obras que representaban; al otro, la viuda Pitot, de raso gris lavanda con una pelliza de encaje negro y al cuello un collar de plata con un dije llamativo en forma de cobra de bastante mal gusto.
Cuando Elene se acercó para hablar con el actor, Morven se puso de pie, tomó la mano que ella le extendía, le sonrió mirándola con sus ojos verdes tan misteriosos y luego la estrechó contra su pecho. El abrazo fue excesivamente apretado pues le amoldó todo el cuerpo a su alta figura. Le rozó la mejilla con los labios y la habría besado en la boca si ella no hubiese vuelto la cabeza para impedirlo.
Tomada por sorpresa, Elene esperó alguna reacción de su parte por ese contacto. Pero no hubo ninguna, salvo irritación por el de&caro con que él se aprovechaba de las circunstan- cias. Desairarlo sería dar una muestra de falta de compasión por sú pérdida. Con todo, mientras los brazos de Morven aumentaban la presión, fue solo el comentario de Hermine hecho semanas atrás a bordo del barco, lo que le impidió usar un codo para apartarlo de ella. "El pobre no tiene control en lo que a mujeres concierne", había dicho la actriz con burlona aceptación y quizá tenía razón.
A espaldas de Elene, Ryan se aclaró la garganta con un suave carraspeo de advertencia. Morven entonces la soltó sin demasiada prisa. La mirada que fijó en su amigo no mostraba nin- gún arrepentimiento. - ¿No escatimarás un abrazo, viejo, o sí? Algunas condolencias son más efectivas que otras.
-También pueden ser más peligrosas -respondió Ryan, y hubo otra advertencia en la frialdad de su sonrisa.
Ryan había asistido al servicio fúnebre, así como también messieurs Mazent y Tusard y el mismo Durant. Las mujeres no hacían acto de presencia en tales ceremonias en Nueva Orleáns, puesto que se consideraba que la experiencia podía resultarles demasiado perturbadora. Esta, en particular, lo era mucho más puesto que Hermine no podía, desde luego, ser enterrada en campo santo.
A medida que pasaban las horas de la tarde, Morven vitupe- raba más acerbamente ese decreto papal. Hermine no había tenido el más mínimo motivo o intención de matarse, declaraba una y otra vez. Sin embargo, la iglesia era inflexible al respecto; los médicos habían afirmado que era suicidio y careciendo de pruebas en con- tra, debía ser tratado como tal.
- Lo que yo digo -le susurró madame Tusard a Elene,
inclinándose y echándole el aliento caliente en la oreja -, es que a
Morven Ghent le gustaría que todos creyéramos que la muerte de la pobrecita Hermine fue accidental. De otro modo, ese gallo pre- sumido de actor podría tener que verse obligado a admitir que si ella tuvo un motivo para quitarse la vida, jfue él entonces quien se 10 dio!
- ¡Usted no puede creer seriamente que Hermine haría semejante cosa! - protestó Elene.
-Sería muy posible si estuviera perdiendo a Morven, diga- mos, por esa mujer que está allí. - La esposa del ex funcionario señaló con la cabeza a Rachel Pitot. - Hermine no era rival para semejante viuda negra como esa puede ser según me han dicho.
- Puede que los flirteos de Morven con madame Pitot no hayan hecho muy feliz a Hermine, pero no eran nada inusuales en él.
Madame Tusard sacudió la cabeza para mostrar su absoluto desacuerdo con Elene. -Se dice que la mujer practica la magia negra. Si algunos hasta sugieren que la muerte de su esposo ocurrió en circunstancias muy extrañas.
- jOh, caramba! ¡No debe estar hablando en serio! - Elene no pudo ocultar su irritación por una habladuría tan maliciosa e infundada.
- Tal vez usted no 10 crea, pero esas cosas suceden - insistió madame Tusard mostrándose herida por la actitud de Elene.
- Me sorprende - comentó lentamente Elene -, que usted defienda a Hermine. fenía la impresión de que usted había tenido unas palabras con ella hace unos días.
La otra mujer le echó una mirada ceñuda cargada de odio. - ¿Está sugiriendo usted que algo que yo pudiera haberle dicho o hecho a esa actriz barata fue lo que la indujo a tragar veneno? ¡Le aseguro a usted que no es así!
- Pensé que había dejado bien en claro que no puedo con- cebir que Hermine se quitara la vida voluntariamente, ni siquiera por Morven.
-Entonces, ¿qué es lo que está usted diciendo? -preguntó madame Tusard entrecerrando al máximo sus ojitos negros.
Hubo algo tan frío y hostil entre las dos por un instante que Elene se sobresaltó. Sin embargo, la impresión se desvaneció cuando Josie se acercó a ellas contoneándose y se sentó en el borde de la silla próxima al canapé donde estaban sentadas Elene y madame Tusard.
La joven las observó con vivo interés. - me qué estáis hablando vosotras aquí? Algún comentario jugoso, apuesto. ¿Sabíais que vaya asumir los papeles de Hermine en el escenario de ahora en más? Morven me lo ha prometido. Buscaremos a alguien que haga el papel de ingenua, alguna muchachita joven y tonta que no necesite mucho para estar contenta salvo la oportuni- dad de poder pavonearse con el vestuario teatral.
Madame Tusard volcó toda su ira sobre la recién llegada. - Algunos de los papeles de Hermine eran muy exigentes.
Josie se encogió de hombros. - Yo les daré mi propio estilo, o Morven puede cambiar los. No tenéis idea de lo hastiada que estaba de desempeñar papeles de mujeres tontas, y de sentirme excluida y olvidada cuando Hermine y Morven hablaban de cómo representar sus papeles con profundidad, cualquier cosa que sea lo que eso signifique.
- Puede que madame Pitot tenga algo que decir respecto a quién represente qué en su escenario del vauxhall - insinuó la mujer mayor.
Los ojos de Josie se oscurecieron mientras fruncía el ceño. - Por lo que a mí se refiere, cuanto más pronto nos vayamos de Nueva Orleáns, mejor.
Elene echó un vistazo a través de la habitación al lugar donde madame Pitot se inclinaba sobre Morven, aferrada a su brazo. - Parece una mujer muy posesiva.
- ¡Es terrible! Debéis saber que ella ronda por nuestros cuartos aquí en la casa como si no tuviéramos derecho a ninguna privacidad, como si no fuéramos más que sus esclavos.
- Eso sucede cuando uno permite que otros lo mantengan - señaló madame Tusard con condescendencia.
- Nosotros hemos pagado por nuestro mantenimiento, creedme - comentó Josie, misteriosa - . Morven más que nadie, por supuesto. Pero... ¿recuerdas el perfume que tú le regalaste a Her- mine, Elene? La viuda, apenas lo olió, decidió que tenía que ser suyo. Hermine trató de decirle que era especial, pero no quiso escuchar la. No hubo entonces más remedio que dárselo.
El perfume de Hermine. Elene se encolerizó al pensar que no habían permitido a la actriz guardarlo para ella. No habría sido tan malo si hubiese podido darle otra botella, pero era demasiado tarde ahora. Demasiado tarde. Hermine estaba muerta, se había ido y con ella, su maravillosa habilidad para reírse de ella misma y del mundo, y también se había llevado consigo el sonido hipnótico y profundo de su voz. Para siempre.
Madame Tusard cambió de tema. Empezó a comentar el rumor que corría por las calles sobre un par de marineros de un barco recién llegado de La Habana que estaban muriendo de fiebre amarilla en un albergue de caridad. La enfermedad era una ame- naza constante en las islas y un flagelo estival en Nueva Orleáns. Parecía atacar a los residentes más nuevos de la ciudad, como si prefiriera sangre fresca, o más bien como si el prolongado contacto con ella fuera una protección para los demás ciudadanos.
- Sin embargo, mientras la esposa del funcionario hablaba, seguía mirando en derredor en busca de otros temas de conversa- ción. Cuando Flora Mazent entró en la habitación, seguida de cerca por su doncella Germaine, madame Tusard la llamó en voz alta.
- Oh, Flora, ven a platicar con nosotras. Qué bonita luces esta tarde. Dime, ¿es verdad que habrá un anuncio de importancia que nos dará tu padre en un futuro cercano?
La joven se encendió de rubor, fuera de turbación o de fasti- dio fue algo que no se pudo saber. -¿Dónde ha oído semejante cosa?
- Una oye cosas por ahí. Pero ¿es verdad? - No está decidido aún. - La respuesta fue cuidadosamente elegida.
- Es verdad entonces. ¿Es guapo este presunto novio? La joven les echó una mirada rápida y casi esquiva por debajo de las pestañas descoloridas. - Algunas personas así lo creen.
- ¿Quién es él? Germaine se inclinó para decir algo al oído de la joven. Flora asintió. Con voz apenas audible, dijo a las demás: - Preferiría no decir lo. Excusadme ahora, creo que me llama mi padre.
Josie se quedó mirando a la joven que se alejaba en una mirada mitad de desconcierto y mitad de incredulidad - ¿Cómo pudo alguien como ella haber atraído un esposo y tan deprisa?
Madame Tusard soltó una carcajada áspera y cortante. - Te asombraría conocer el poder de seducción que puede tener la riqueza.
- ¿Así que esa es la razón entonces? - Eso es lo que una presume.
Elene, súbitamente, se sintió sofocada. Se puso de pie precipitadamente y se alejó de allí. Quería alejarse de las habladurías despiadadas, alejarse de quienes siempre presumían lo peor, de quienes parecían incapaces, aunque solo fuera por una vez, de presumir lo mejor.
13
Era extraño cómo un día una persona podía estar rebosante de vida, riendo, hablando, comiendo, respirando, y estar muerta al siguiente. Era algo tan definitivo, y con todo, nada se alteraba. Se la echaba de menos, estaba la sensación de pérdida y el dolor que nos causaba, pero la vida misma seguía su curso como antes. El sol salía y se ponía, caía la lluvia y cambiaban las estaciones como siempre lo habían hecho. La muerte de un solo ser humano apenas si tenía alguna importancia. Tal vez era egoísmo pensar que debe- ría tenerla y, sin embargo, debería que haber alguna señal del hecho además de una simple lápida de piedra en un campo lodoso.
La trama de las vidas de los refugiados en Nueva Orleáns se cerró sobre la muerte de Hermine sin un desgarro ni una arruga. Las autoridades no intentaron siquiera investigar el asunto. Desde su punto de vista, la actriz era una residente transitoria, alguien que no formaba parte de la comunidad a la cual estaban obligados a proteger bajo juramento. Más aún, era una mujer que pisaba las tablas, lo cual, en su opinión, la colocaba al mismo nivel de las mujeres que vendían sus cuerpos en las cercanías de los muros de la ciudad. Era ya casi una costumbre que tales mujeres se suicida- ran o muriesen accidentalmente o a manos de sus amantes. La muerte de una más de ellas no era un asunto de gran importancia para la comunidad.
Los días pasaron lentamente, avanzó el verano. Elene aprendió a manejarse por la ciudad, de suerte que iba y volvía por sus calles con seguridad acompañada por Devota o Benedict que le pisaban los talones llevando la cesta de las compras. Aprendió cuáles tenderos escatimaban las mercaderías y cuáles añadían una pequeña cantidad extra para endulzar una venta. Descubrió cuáles eran las mejores horas para recorrer los puestos del mercado en el malecón en busca de carne y verduras frescas, y cuáles evitar a causa de las nubes de jejenes, moscas domésticas y moscones azu- les alrededor de las bananas demasiado maduras, de las pilas de pescados hediondos y de las lonjas de carne colgadas de los gan- chos. Perfeccionó el arte del regateo añadiéndole vivacidad, firmeza y súbitas sonrisas, o con pedidos desconcertantes de un poco más de esto o de aquello, de suerte que los totales tuvieran que ser recalculados varias veces. Y aprendió a eludir las miradas de los hombres en la calle para no brindarles la oportunidad de detenerla para platicar, o a devolver les sus reverencias con una ligera y fría inclinación de cabeza que no los alentara a seguirla.
Empezó a darse cuenta de que la sombrerera tenía razón, en parte, acerca de las mujeres de Santo Domingo. Eran instantáneamente reconocidas caminando por la calle o sentadas en los balco- nes de las casas. Demostraban cierto brío en la manera de inclinar las sombrillas o inspiración en la forma de drapear los mantones alrededor de los hombros. Casi nunca usaban sombreros o capotas, pero cuando lo hacían era con un cierto descaro ostentoso. Los matices y la gama de colores que elegían para sus atuendos hacían que los tonos más delicados que usaban las damas de Nueva Orleáns, parecieran, si no opacos y muertos, entonces al menos, descoloridos y sin gracia. Yeso que estas eran las damas respetables de Santo Domingo.
Las mulatas con un cuarto o un octavo de sangre negra en las venas, eran aún más conspicuas. Llevaban el cabello recogido con los tiglJons de seda brillante jaspeada con oro y plata, se pinta- ban los ojos con kohl y se colgaban alhajas centelleantes en las orejas. Los corpiños de sus vestidos, tanto los de mañana como los de noche, eran tan descotados que el creciente calor del verano casi no podía representar un problema, y si lo hubiese sido, la disminución de las capas de enaguas para hacer que las faldas se adhirieran a sus formas voluptuosas, les habría brindado el remedio. Se paseaban por las calles seguidas por una criada que a veces llevaba un perrito faldero o tal vez una caja de perfumes para contrarrestar los olores de las calles, un abanico o una sombrilla o hasta un espantamoscas de plumas de pavo real adornado con borlas y cintas. Casi parecían pertenecer a una casta aparte y se complacían gozosamente en su peculiar posición social.
De vez en cuando, Elene veía mujeres que conocía de Santo Domingo, o que recordaba de su niñez en la isla. Ella no hacía nin- gún esfuerzo por acercarse a ellas, ni ellas se desviaban de sus caminos para ir a su encuentro y hablarle, aunque Elene creía haber visto algunas veces un destello de reconocimiento en sus ojos. La posición de ella no era respetable, y daba la sensación de que la conveniencia era de importancia creciente en Nueva Orleáns.
Una noche, Ryan planeó ofrecer una cena en su casa. A petición especial de Ryan, Elene había de ser su anfitriona para dar la bienvenida a un grupo de comerciantes de un lado a otro de la calle donde él vivía, además de uno o dos hacendados cuyas planta- ciones estaban en las afueras de la ciudad. Entre estos últimos esta- ría Etienne de Bore, un encantador hombrecito que había perfec- cionado la granulación del azúcar en Louisiana, y también el guapo y rico joven Bernard de Marigny de Mandeville, quien con solo die- ciocho años era ya un bon vivant famoso por haber traído de París el juego de dados la primavera pasada y por haber asistido a su padre a hospedar y agasajar a los príncipes reales de la Casa de Borbón durante el destierro a la colonia francesa cinco años antes. Marigny también era edecán del ilustre prefecto colonial y repre- sentante de Francia, Laussat. Laussat en persona había de ser el invitado de honor.
Elene estaba nerviosa. No sabía por qué tenía que estarlo puesto que tendría poco que hacer durante la velada. Había discu- tido con Benedict, Devota y la cocinera la comida que había de ser servida, desde la sopa de tortuga seguida de salmón escalfado en salsa blanca condimentada con camarones, cangrejos, chalotes y pimentón, hasta la carne de puerco asada con patatas pequeñas y judías verdes cocidas con salchichas, y el postre de pastelillos de melocotones frescos. Con todo, aunque ella misma indicaría el cambio de platos, no sería únicamente suya la responsabilidad de ver que los diversos manjares fueran traídos a la mesa en el orden apropiado y en debida forma. Podría introducir uno o dos temas si decaía la conversación, pero el desarrollo fluido y afable de la velada dependería principalmente de Ryan y sus sirvientes.
Según consideraba Elene, su función primordial era propor- cionar una influencia calmante en caso de que las palabras se tor- naran vehementes, y también servir de ornamento para la casa de R Jan. Que ella pudiera hacer cualquiera de las dos cosas era discu- tible.
Esa tarde cuidó hasta el más mínimo detalle de su apariencia para estar elegante y distinguida. Se atavió con el más formal de sus vestidos, el único que podía considerarse un auténtico vestido de noche. De seda color rosa intenso, estaba intrincadamente dra- peado y plegado sobre los senos, mientras que desde debajo del mismo centro caía el profundo pliegue invertido de una falda amplia hasta el suelo que a su vez, se prolongaba atrás en una pequeña cola. Los guantes y zapatillas de raso eran rosa pálido, y prendió también varios pimpollos de rosa del mismo color entre los rizos del peinado alto que había elegido para la ocasión. Para darse más confianza, también usó el perfume, un elemento que ahora se había convertido en algo tan fundamental para ella que se sentía desnuda sin él.
Los invitados llegaron bastante antes de la hora habitual para una cena. Los hombres que vivían fuera de los muros de la ciudad no podían quedarse demasiado tiempo o se encontrarían encerrados hasta la mañana siguiente. Ninguno parecía excesiva- mente preocupado por esa posibilidad, con excepción de Laussat de quien no se podía esperar que asumiera una actitud tan despreocu- pada con respecto a la posibilidad de sobornar a los guardias espa- ñoles, como los otros caballeros que lo acompañaban en esos momentos. No sería nada conveniente iniciar un incidente interna- cional, especialmente con la situación tan inestable.
Bernard de Marigny se retrasó, y cuando llegó, trajo consigo un acompañante para quien suplicó un lugar. La hospitalidad era elástica en la colonia; siempre había espacio y una buena acogida para otro invitado. Con la división de los sexos establecida a once hombres por una mujer, no había problema de desequilibrar un arreglo de mesa cuidadosamente distribuido.
Mientras un sirviente se encargaba del sombrero y el bastón del acompañante de Marigny, Elene se volvió hacia el mayordomo, haciéndole una seña para que dispusiera otro lugar en la mesa. Al ver la rápida y fastidiada reverencia de Benedict, como si resintiera su indicación por innecesaria, Elene le dio la espalda. Por su mente pasaba la idea de que ahora serían trece a la mesa, pero no le dio importancia. No era una mujer supersticiosa, aunque había descu- bierto que muchos lo eran en Nueva Orleáns.
Un momento después, no se sintió tan optimista ni confiada. El decimotercer invitado era Durant Gambier. Cuando él se inclinó para besarle la mano, al tiempo que murmuraba sus excusas por haber sido invitado a último momento, su sonrisa era por demás irónica. Recobrando su aplomo con un gran esfuerzo, ella le dio la bienvenida en nombre de Ryan y girando en redondo se dirigió a platicar con m'sieur de Bore.
Alrededor de la mesa la discusión era animada, hasta acalorada por momentos. La pregunta que rondaba las mentes de todos era la referida a la situación en que se encontraba la colonia en esos momentos. ¿Era un hecho o no lo era que hubiese sido cedida? Los norteamericanos estaban almacenando grandes cantidades de vino para brindar por el acontecimiento durante sus festi- vidades del 4 de Julio. La gente en las calles mascullaba su descontento y argüía que si existiera la posibilidad de que algo así llegara a pasar, seguramente se debería requerir su opinión al respecto. Laussat estaba preocupado, pero aún no había recibido nin- guna notificación oficial de tal transacción, así que su postura pública debía ser de descreimiento.
Hombre de no poco atractivo, tal vez cercano a los cincuenta años, el prefecto colonial Laussat tenía una abundante masa de pelo tupido, ojos de párpados caídos y mirada un tanto hastiada de los placeres materiales, boca firme y una hendidura en el me~tón. Demostraba un gran interés en la comida, especialmente en aque- llos platos que contenían ingredientes originarios de la colonia. Pa- recía renuente a hablar de su posición, tal vez debido al típico temor de los políticos de decir algo que pudiera ser mal interpre- tado.
Sin embargo, sí hizo un corto comentario sobre el tema. Agitando negligentemente una mano en el aire, dijo: - Los rumores sobre la cesión están ganando terreno, de ello puedo darme cuenta, ciertamente. El indicio más importante de las fluctuaciones del termómetro político respecto de este asunto, está dado por el mayor o menor afán que muestra la gente de buscar mi compañía. Al principio, cuando llegué, el afán era muy marcado, ahora está en decadencia.
Un respetuoso intervalo de silencio siguió al comentario del prefecto y fue Durant quien lo interrumpió.
- Por las opiniones que recojo - comenzó -, si la cesión es un hecho, causará grandes cambios en la colonia. Aumentarán con- siderablemente las perspectivas del comercio, y también las proba- bilidades de lucro de los hombres involucrados en ese negocio.
El tono despectivo de su voz evidenció que consideraba tal ocupación indigna de un caballero como él. Fue obvio, además, que la indirecta desdeñosa estaba dirigida a Ryan.
- El libre acceso a los mares del mundo estimulará el comercio, sin parar mientes en quién esté en el poder - arguyó Ryan.
- Pero ¿acaso no es verdad que usted considera que las posibilidades son mejores bajo los Estados Unidos que bajo España... o Francia? - La sonrisa que Durant dirigió a Ryan contenía un reto. Conocía muy bien la opinión de Ryan al respecto. Lo que intentaba hacer, bajo la apariencia de un comentario ama- ble, era forzar a Ryan a comprometerse en una posición que fastidiara ahora al prefecto y resultara extremadamente embarazosa más tarde si se descubría que la cesión era una mentira.
Ryan se arrellanó en la silla mostrando una sonrisa cortés y naturalidad en sus modales. - El beneficio mayor siempre será generado por el país que tenga el mejor acceso a esos mismos beneficios. Estoy convencido de que Napoleón podría convertir el Mississippi en un torrente de oro puro... si las vastas tierras y los ríos anchurosos que desembocan en él estuvieran ubicados un poco más cerca de París.
El prefecto colonial asintió con la cabeza. - La distancia puede ser un obstáculo formidable. Pero si Francia pierde estas tie- rras, pierde una colonia con un magnífico futuro. Un área tan extensa debe emanciparse con el tiempo, pero mientras sea nues- tra, significará una fuente de riquezas y un valioso mercado para la madre patria. Yo tengo muchos planes para duplicar la agricultura y triplicar o cuadruplicar el comercio, dejando al partir un monu- mento duradero y honorable de mi paso por aquí. Si esto no ha de ser, si no puedo producir tal beneficio para la colonia, entonces, partiré abrumado por el pesar.
Estas palabras redujeron a Duraqt al silencio. De inmediato todos comenzaron a discutir otros temas de actualidad. Uno de ellos fue el incidente Bowles, un furor creado por un aventurero norteamericano, William Augustus Bowles, quien había compartido su suerte con los indios creeks con el fm de desalojar a los españo- les de América, enredándose luego con el gobierno español. Arrestado, deportado de Mobile a La Habana, y de La Habana a Las Filipinas y de allí a Africa como un fardo indeseable, final- mente se había escapado y regresado con los creeks, solo para ser traicionado por sus amigos indios por la suma de cuatrocientas piastras. Recientemente acababa de pasar por Nueva Orleáns camino de su nueva prisión en La Habana.
De Bowles, la conversación giró hacia las variedades de aves silvestres, desde los frailecitos norteamericanos, y diversas especies de aves acuáticas o cantoras hasta las perdices, todos los cuales podían ser consumidos en Louisiana, y de allí al calor increíble que estaban sufriendo y que hacía de las aves de corral una mala com- pra en los mercados. El mismo prefecto admitió que había empe- zado la cría de aves de corral en un gallinero debajo de la galería de su casa donde tenía pollos, gansos, patos y pavos reales para su mesa. Además, poseía también unas cuantas ovejas, uno o dos venados domesticados y media docena de mapaches en un jardín cercado de su propiedad.
Al ir avanzando la comida, Elene despertó en todos no poco' interés, aunque nadie lo demostró abiertamente bajo la mirada vigilante de Ryan. Si los caballeros sentían curiosidad por su pre- sencia o su finalidad, no lo expresaron en voz alta. Elene, por su lado, recibió algunas miradas lánguidas y uno o dos bonitos cum- plidos del joven Bernard de Marigny quien era conocido como galanteador, pero no hubo en ello nada que siquiera una matrona pudiera haber objetado.
Fue Durant quien la hizo sentir más incómoda. Pasó casi todo el tiempo mirándóla fijamente como no había hecho desde la travesía en el barco, como si él fuera un pobre hambriento y ella un manjar guardado bajo llave. Esta situación la incomodó sobrema- , nera.
A decir verdad, no estaba con ánimo para coquetear. Ya fuera por la tensión de mostrarse constantemente amable y mante- nerse al tanto de las tendencias encontradas que se discutían a su alrededor, o por la frecuencia con que llenaban las copas de vino, Elene se sintió dominada por una sensación de irrealidad. Empezó a dolerle la cabeza, y las voces de los hombres parecían subir y - bajar en oleadas. Estaba acalorada y le ardía el rostro, pero al mismo tiempo sentía un débil temblor, como un escalofrío, reco- rriéndole la piel.
Era una noche extremadamente calurosa y con una extraña quietud en el aire donde el zumbido de los mosquitos que se [¡Jtraban por las puertas abiertas y rondaban debajo de la mesa picando los tobillos de los comensales, sonaba amenazadoramente. De vez en cuando se oía el retumbo sordo de lo que parecía ser un trueno. Mirando en derredor de la mesa, Elene vio que uno o dos de los hombres también tenían sus rostros encendidos, particularmente Laussat quien no había experimentado antes un calor tan extenuante.
Fue un gran alivio para Elene cuando, luego de concluir la comida, Laussat declaró que no se sentía muy bien y que le agradaría llegar a su casa antes de que se descargara la tormenta. Varios hombres más siguieron el ejemplo del prefecto, entre ellos Marigny y Durant. Elene se vio obligada a permanecer de pie al lado de Ryan junto a la puerta, aceptando el besamanos de despedida y los ~ cumplidos efusivos sobre la velada cuando la mayoría de los invitados partieron uno tras otro.
Finalmente, solo tres o cuatro hombres quedaron, entre ellos Mazent. quien alegaba tener que discutir una proposición con Ryan que redundaría en beneficio mutuo. Se ordenó traer vino de Madeira y una fuente de confituras al salón donde se reunirían los hombres. Ryan besó a Elene en la mejilla y le sugirió que se fuera a la cama, ya que no sabía cuánto tiempo duraría la reunión. Ella se sintió más que feliz de obedecerle.
Devota no estaba en la alcoba cuando Elene llegó. Llamarla le pareció un esfuerzo demasiado grande por el momento. Le esta- llaba la cabeza. Estaba muy acalorada. Se arrancó los pimpollos del cabello y buscó con la mirada un lugar donde dejarlos. La mesa estaba demasiado lejos. Cerró los ojos, balanceándose de un lado a otro. Los pimpollos cayeron de sus dedos. La cama. Tan suave... Fresca sobre el colchón de musgo. Debía alcanzarla.
Las rodillas no le respondieron. Caía, caía. Curioso que no le doliera dar con el cuerpo en el suelo. Fue más tarde, mucho más tarde, cuando oyó las exclamaciones de Devota, sintió las manos de las criadas sacándole la ropa. Colocaron un paño sobre su cara, y ella se estremeció tratando de retirarlo debido al dolor. ¿Por qué estaba llorando Devota?
Unos brazos fornidos la levantaron. Flotaba. Recordó un patio en sombras y sonrió. No. En otro momento.
La cama al fin. Tan suave. Tan caliente. Oscuridad y el ruido de la lluvia. Luz y el ruido de la lluvia. Calmante, sedante. Alguien abrazándola, abrazándola siempre.
Paños mojados fueron pasados por todo su cuerpo, refrescantes, mientras el vapor se elevaba de la piel ardiente. Algo amargo, amargo sobre la lengua. Hizo unas arcadas y salió un líquido negro y viscoso de su boca. No había tenido intención de vomitar, era tan embarazoso... Ella conocía esa visión de Santo Domingo. Sangre negra. Fiebre amarilla. En algún lugar gritaba una criada. Muchacha tonta.
Una voz dura estalló en una orden severa. Ryan. Queridísimo Ryan. Sosiego y silencio, bendito silencio en el interior de su cabeza. Todavía alguien la sostenía entre sus brazos.
El tiempo se dilató, luego se desintegró. No hubo noche ni día, solo el dolor, ese abrazo mortal de la fiebre y las caras que iban y venían encima de ella. Trató de responder, de ayudarlos, pero finalmente no pudo hacer otra cosa que refugiarse en algún lugar recóndito de su ser donde todo era gris y calmo y no se requerían más esfuerzos de su parte. Allí permaneció como podría permanecer oculta una criatura en el juego del escondite, hasta poder recobrar el resuello o hasta que la persecución estuviera cerca. Y la penumbra grisácea se extendió a su alrededor, cubriéndola con capas cada vez más oscuras.
Desde las profundidades de un pozo de oscuridad y silencio, Elene, emergiendo paso a paso, lentamente, flotó hacia el sonido de voces suplicantes unas y coléricas otras. En la lengua sintió el gusto de una de las muchas infusiones de hierbas de Devota, un sabor que reconoció como parte de su infancia. Era desagradable, pero reconfortante. Abrió los ojos.
Alrededor de su lecho, ardían velas y había un anillo de arena blanca sobre la alfombra. AlIado de ella estaba Devota de pie. La doncella murmuraba un conjuro mientras le salpicaba el cuerpo debajo de la sábana con un líquido extraído de una calabaza hueca que sostenía con una mano.
Al mismo tiempo, un hombre vivaz y muy pulcro con calva incipiente y quevedos montados en el puente de la nariz, se pa- seaba, agitado, de un lado a otro de la alcoba denostando tal cere- monia pagana cuando era la ciencia de la química y las soluciones de quinina las que debían salvar a la pobre damisela. El, el doctor Blanquet Ducaila, profesor de química, había tenido el honor de atender al prefecto colonial cuando había padecido este terrible mal de la fiebre amarilla y lo había ayudado a salir de la crisis. El haría lo mismo por mademoiselle Larpent, si se lo permitieran. Lo había intentado, lo había intentado de verdad. Pero nunca se había visto ante tanta ignorancia como la que reinaba entre los profesio- nales médicos de esta ciudad, con sus purgantes y vomitivos y san- grías, y ahora, nada menos que él tenía que contender con esta superstición de inimaginable salvajismo. ¡Estaba asombrado! ¡Realmente escandalizado! Cuando a su regreso a Francia se lo contara a sus colegas médicos, nadie le creería. Si mademoiselle moría, era esta diabólica criatura del vudú quien debía responder ante m'sieur Bayard. jEl se guardaría muy bien de enfrentar al comerciante-corsario si tal cosa llegara a pasar, sí señor!
Por debajo de sus pestañas, Elene se miró las manos. Esta- ban amarillas por la ictericia y delgadas, muy delgadas. Tenía el cuerpo humedecido por las rociaduras de la calabaza de Devota y un calor húmedo le bañaba la piel. Estaba tan caliente que su pelo parecía en llamas debajo del cuello y el peso de la sábana que la cubría era casi inaguantable. No había aire en la habitación ya que todas las puertas y ventanas estaban clausuradas. Las llamas de las velas parecían gigantescos fuegos rugientes. Podía oírlas arder, sentir su calor abrasador. Y las voces de las dos personas que ron- daban a su alrededor seguían hablando sin cesar, retumbando en su cabeza, llenándola, restallantes y zumbadoras, hasta que se perdía el significado de las palabras y solo quedaba el sonido como un ruido, enloquecedor, por cierto, un ruido ineludible.
Se abrió la puerta de par en par. Ryan ingresó en la habita- ción. Llevaba puesta una bata y tenía el pelo revuelto, como si aca- bara de levantarse de una cama en alguna otra parte. Se veían oscuras ojeras debajo de sus ojos y la barba incipiente en su men- tón parecía brillar con destellos plateados, como si empezara a encanecer. El miró a Devota y al médico con el ceño fruncido por el disgusto al tiempo que demandaba: - ¿Qué es este ruido?
Los dos empezaron a explicar simultáneamente, hablando atropelladamente. Sus voces rugieron en los oídos de Elene. Cerró los ojos y gimió levemente.
- ¡Basta ya! - ordenó Ryan.
Las voces callaron. Las pisadas de Ryan se acercaron al lecho con lenta cautela. - ¿Chere?
Ella abrió los ojos como si levantara párpados de incalcula- ble peso. Clavó la mirada en la del hombre que estaba encima de ella. - Mucho calor - susurró.
- Lo sé. No intentes hablar.
Ryan la contempló con el corazón hecho un nudo en su pecho. Estaba muriendo, lo sabía, muriendo porque él la había traído a Nueva Orleáns. Si la hubiese dejado en Santo Domingo... Pero pensar en ello no ayudaba en nada. Cómo ansiaba poder darle su fortaleza, ser él quien padeciera y no ella. ¿Por qué tenía que ser Elene? ¿Por qué?
Debía haber estado fea con la ictericia amarilleándole la piel y la fiebre que había quemado el poco exceso de carne sobre sus huesos. En cambio, se veía más hermosa y distinguida mientras yacía en ese lecho enorme con la luz de las velas rielando en las ondas de su cabellera y los ojos inmensos y brillantes por la fiebre, como si fuera una santa atrapada en la agonía de la pasión mística. Sin duda era una blasfemia pensar así cuando él debía estar orando por ella, pero no podía evitarlo.
¡Santo Dios, qué impotente se sentía! Tal vez debiera per- mitir que la sangraran; todos decían que era una hemorragia nasal espontánea lo que había salvado al prefecto Laussat hacía dos días. Pero también había estado a punto de matarlo. El prefecto había permanecido en letargo durante horas antes de que el profesor de química que había traído con él de Francia lo declarara fuera de peligro.
Tal vez debieran frotarla de nuevo con la esponja mojada para aliviarle la fiebre; al menos eso era lo único que parecía ayudarla en algo. Ryan miró a Devota, a punto de hacerle la sugerencia, pero la mujer estaba con los ojos cerrados y moviendo los labios con su conjuro pagano. El profesor se tironeaba el labio observando a la mujer que yacía en el lecho con ojos que brillaban de duda. Ryan volvió a mirar a Elene.
Ella tenía la vista clavada en él con una súplica en los ojos. Su voz no fue más que un suspiro al hablar.
-¿Afuera?
-Yo no lo recomiendo -declaró el doctor Ducaila, decidido -. El aire nocturno, ya sabe usted. Absolutamente nocivo.
Devota abrió los ojos.
- Usted no debe romper el hechizo. Dentro del anillo de arena ella estará protegida.
La mano de Elene se crispó, avanzando lentamente hacia él. Ryan no necesitó más. Dio un paso hacia la cama y echó atrás la sábana dejándola al pie del lecho, todo en un solo movimiento.
-Se lo advierto, m'sieur -exclamó el médico-, usted corre el riesgo de contagiarse si experimenta más que un ligero roce con la piel de la enferma.
Ryan le echó una mirada de desdén. Metiendo las manos debajo del cuerpo de Elene, la levantó apretándola contra su pecho y giró hacia la puerta que se abría a la galería.
Devota se interpuso en su camino. Los ojos azules de Ryan eran fríos y duros al chocar con los de la criada, aunque su voz fue suave por consideración a la mujer que tenía entre sus brazos.
- Abrela - dijo.
La criada le estudió el semblante por largos segundos. Lo que vio allí pareció decidir la. Retrocedió abruptamente y se volvió para abrir la puerta de par en par.
Ryan la atravesó y caminó por la galería a paso largo. La noche era tan oscura y calurosa que nada se agitaba allí. El continuó hacia la escalera, descendió por ella hasta llegar al patio. Se detuvo allí por un momento, luego encaminó sus pasos a la sombra negra del roble.
Se oían pasos detrás de él. Era Devota que traía un banco de madera que ubicó contra el tronco del árbol. Ryan se sentó pesadamente y apoyó la espalda contra el tronco mientras acomodaba a Elene en las rodillas. Con una mano le retiró el cabello de la cara y alisó las largas hebras que se habían enredado en las cintas del camisón. Le palpó la mejilla y se desesperó al comprobar que la fiebre no cedía. Inclinando la cabeza, la besó en la frente con ternura.
El alivio por estar al aire libre y el placer que le producían las caricias suaves sobre la piel acalorada, eran tan grandes que Elene .suspiró y se acurrucó más entre los brazos del hombre que la sostenía. Sabía que había estado en esta misma posición durante horas interminables en los últimos días, y no le importaba si no se movía de allí nunca más.
De la piel afiebrada subía la fragancia que parecía formar parte de ella, y que era aplicada sobre su cuerpo por Devota aun durante la enfermedad. El aire alrededor de Ryan estaba impreg- nado con su aroma, una armoniosa fusión arrebatadora que inten- taba cautivarle el espíritu con insinuaciones de mil recuerdos semiolvidados y mil deseos fervientemente recordados.
-Elene, mi amor, te amo -murmuró él y las palabras casi se perdieron en el susurro de un soplo de brisa entre las hojas del roble.
Pero ella las oyó, y se maravilló de que él pudiera tener a flor de labios, precisamente, las palabras que ella más necesitaba oír, aunque no fuera sincero al decirlas. Soltó un suspiró y cerró los ojos.
Quizás una hora después, mientras Elene dormía, su cuerpo se bañó en sudor frío cuando la fiebre hizo crisis. La traspiración, mezclada con el perfume, empapó el fmo camisón que usaba Elene y traspasó la bata de Ryan hasta que él estuvo bañado en la esencia misma de la mujer que apretaba contra su pecho. Al sentir el calor húmedo y dulzón le pareció obra de un milagro y un júbilo extraño e inevitable se apoderó de él.
Los días más ardientes del verano, la época de la fiebre, pasaron lentamente. Las lluvias cotidianas, descargándose puntualmente todas las tardes, continuaron hasta que las cortinas mostraron huellas de hongos grises y cualquier artículo de cuero encerrado estuvo cubierto de moho. La convalecencia de Elene fue lenta debido a la humedad y al calor incesantes. Había pasado julio, y agosto ya casi estaba sobre ellos antes de que Ryan considerara que Elene estaba lo bastante fuerte para recibir visitas. La primera en venir a verla fue madame Tusard. Ryan no dejó a la mujer a solas con Elene, sino que se quedó montando guardia como si no tuviera nada mejor que hacer. Elene le sugirió que fuera a atender sus asuntos que, estaba segura, debía haber descuidado bastante, pero él ni quiso oír hablar de ello. La razón podría haber sido que conocía ya la noticia que madame Tusard estaba tan ansiosa de divulgar.
Primero observó el cambio de cumplidos de etiqueta, preguntó por la salud de Elene y expresó su pesar por la ausencia de la joven en el grupo. Se mencionó el restablecimiento de la salud del prefecto colonial, quien también se estaba recuperando de la fiebre, pero sin concertar citas aún. Luego ambas comentaron los progresos de la epidemia de fiebre que hasta ahora había puesto en fuga a gran cantidad de personas, quienes río arriba buscaron refugio en las casas de familiares y amigos hasta que el peligro hubiese pasado.
Madame Tusard y su esposo habían considerado la idea de partir, pero los gastos resultaban prohibitivos y el viaje incómodo y embarazoso, ya que, no habiendo prácticamente posadas en todo el camino, tendrían que depender de la buena voluntad y hospitalidad de los terratenientes a lo largo de las márgenes del río. Una pena lo que había pasado con Mazent; la gente estaba diciendo que él y su hija habían hablado de abandonar la ciudad antes de su muerte.
Pasó un momento antes de que las palabras de la mujer dichas con tanta naturalidad, penetraran en el cerebro de Elene y tuvieran sentido. Elene preguntó: - ¿Quiere decir... que m'sieur Mazent ha muerto? ¿El padre de Flora?
- Me temo que sí. Una verdadera tragedia. - ¿Murió de la fiebre?
- No, no. No fue mi intención que lo interpretara usted de esa forma. Los médicos estaban bien ~eguros de que era fiebre amarilla al principio, o algún cólico debido a sus desórdenes estomacales. Pero luego, este doctor en química traído de Francia por el prefecto colonial vio el cadáver por casualidad y dijo de inmediato que la causa de la muerte no era ni la fiebre ni un cólico. ¡Fue algo que usted jamás adivinará!
Mientras madame Tusard hacía una pausa dramática y expectante, Elene meneó la cabeza. - Estoy segura de que no podría. ¿Cuál fue la causa?
-Arsénico, chére. ¿Puede usted creerlo? Arsénico. Primero Hermine, ahora Mazent. Un escalofrío corrió por el cuerpo de Elene. - Oh, pero ¿cómo? ¿Por qué?
- Nadie lo sabe. No parece haber razones, aunque algunos sospechan de la criada, Germaine. Flora está postrada, por supuesto, pobre criatura. Además, su compromiso estaba a punto de ser anunciado. Uno supone que eso será postergado hasta después del período de duelo.
- Esto no parece posible. ¿Está usted segura? - Una segunda muerte por envenenamiento sería demasiado raro. ¿Qué conexión podía haber entre las dos, la de una actriz y la de un hacendado maduro?
- El médico de Mazent y el hombre de Laussat están en completo desacuerdo. Se comenta por ahí que ese doctor de París mencionó un hedor a ajo como indicio seguro de envenenamiento, aunque el ajo es un condimento muy común en la comida de Nueva Orleáns.
- Entonces es posible que haya sido una muerte natural, después de todo - dijo Elene con alivio.
- Puede ser. Por supuesto, siempre habrá quienes se rían disimuladamente y sostengan, cuando un hombre de la edad de Mazent tiene una concubina, que expiró por lo que se conoce como un exceso de excitación física. - Los ojitos de la mujer relumbraron cuando sugirió esto.
- Usted insinúa... - Precisamente.
- M'sieur Mazent y Germaine, después de todo este tiempo. Parece improbable.
- Le aseguro yo que estas cosas suelen suceder. Elene pensó en alguna forma de desviar los pensamientos de madame Tusard. - Flora se encontrará perdida sin su padre.
- Por cierto. La fortuna que heredará no la compensará por esta pérdida, aunque supongo que el novio se presentará para ayu- darla; ciertamente no podría ser tan necio como para ser tímido al respecto. No hay ninguna duda de que el hombre era una elección del padre. Flora no tiene que aceptarlo ahora, por supuesto, pero no veo qué otra cosa pueda hacer.
- En realidad no - respondió Elene, aunque no estaba pen- sando en la reacción de Flora a sus perspectivas conyugales - . ¿Quién piensa usted que podría ser el novio?
Una expresión de disgusto cruzó por el rostro de madame Tusard. - La testaruda jovenzuela no quiere decirlo; de hecho, se está mostrando demasiado empecinada en eso de guardar en secreto el nombre de su dechado de virtudes. Caramba, una solo puede suponer, a menos que hubiera algún desacuerdo c,ntre ella y su padre... por lo cual yo me pregunto si se casará ahora con el ele- gido de su padre. - El destello de una sonrisa astuta brilló en los ojos negros de la mujer. - Una tiene el derecho de hacer conjetu- ras, a pesar de todo, y yo no puedo evitar que vuelva a mi memoria que fue Durant Gambier quien acompañó a Flora la noche que asistimos al vauxhall.
Era precisamente lo que Elene había estado pensando. Casi para sí misma, comentó: - En realidad no puedo imaginar a esos dos unidos.
Madame Tusard soltó una carcajada cuyo sonido fue cho- cante por la amarga ironía que reflejó. - Ni yo tampoco, pero se han hecho uniones más extrañas cuando el dinero canta.
Elene pensó en el dinero que había estado gastando Durant y cómo la muerte de Mazent había convertido a su hija en heredera de la fortuna, y un escalofrío le corrió por la espalda.
Por el rabillo del ojo Elene vio que Ryan daba un paso adelante. Tenía las facciones tensas y su rostro era una máscara dura y fría. - Eso será suficiente por ahora, creo. Estoy seguro de que Elene le agradece su visita, madame, pero ella no debe fatigarse.
- Oh, pero tengo tantas cosas más que contarle...
- En otro momento.
Las palabras tajantes fueron una despedida. Madame Tusard se retiró, aunque no sin lanzar una buena cantidad de miradas resentidas en dirección a Ryan. El no le prestó ninguna atención, sino que retiró las almohadas de la espalda de Elene, donde las había colocado para sentarla cómodamente en la cama, y la obligó a acostarse para tratar de dormir una hora. Pudo haber sido la imaginación de Elene, pero no creyó que las manos de Ryan meran tan gentiles como de costumbre, ni su recomendación de que dur- miera tan cariñosa como siempre. Más aún, mientras ella descan- saba, él dejó la casa por primera vez en semanas.
Josie vino a visitarla a la mañana siguiente cuando Ryan estaba ausente. Estaba ataviada de una manera que le recordó el estilo de vestir de Hermine, mucho menos extravagante que el habitual en la joven actriz. Le daba cierta elegancia, y hasta una pizca de dignidad. Con todo, le era imposible imitar la voz de Her- mine como lo hacía con su vestuario y su modo de actuar, y aunque era divertida en su parloteo sobre obras de teatro y modas y chis- mes escandalosos, tampoco podía copiar el ingenio cáustico de Hermine.
-¿Cómo está Morven? -preguntó Elene.
- Como de costumbre. Retiene a la viuda cautivada mientras él sigue flirteando con todas y cada una de las mujeres que se le acercan. Yo no sé a qué viene tanta agitación por él. El se dignó mostrar interés por mí una noche cuando la viuda estaba ausente, y francamente no fue un amante tan extraordinario que digamos.
Elene casi se atragantó con el café.
- ¿Quieres decir que tú y él... ?
- Terminó antes de que yo me diera cuenta siquiera. Nunca en la vida me sentí tan decepcionada. Los hombres son tan extraños. En realidad, son aquellos de los que nunca esperarías nada absolutamente los que resultan los mejores en todo.
- ¿Lo dices basándote en tu vasta experiencia?
.Josie sonrió forzadamente.
-He tenido unas cuantas relaciones, más que tú, no lo dudo. Verás, mi nuevo amigo no es nada del otro mundo en apariencia, pero sí sabe usar muy bien lo que tiene, y se muestra tan agradecido de que se le conceda el privilegio... Asimismo, es más generoso de lo que podrías imaginar jamás. Nada podría ser mejor.
- ¿Tienes intención de casarte con él?
- ¿Por qué piensas semejante cosa? No, no, no me apetece en absoluto estar atada a un hombre. Además, él está casado.
- Ya veo. -me veras lo crees? -inquirió Josie mostrándose un poco pagada de sí misma y arqueando la espalda para sacar el busto mientras miraba a Elene con desconfianza -. No veo que tú te des mucha prisa para casarte con Ryan. Me enteré por madame Tusard que él es excesivamente atento contigo, que vigila tu salud y bienestar con la devoción de un caballero protector.
- Ella exagera - dijo Elene ensayando una risita. -¿Te parece? ¿Cuando no ha abandonado tu cabecera por semanas? Esta es una dedicación que sobrepasa en mucho a la de la mayoría de los amantes... superior a la de la mayoría de los espo- sos, si vamos al caso. Sería aconsejable que lo atraparas mientras puedas.
-¿Me convendría de veras? - No es necesario que te burles; tú no tienes una profesión de la cual echar mano.
- Yo tengo mi perfume - replicó Elene con cierta obstinación.
- Es verdad, lo cual me recuerda que yo debo tener una botella. Le he hablado de ese perfume a mi... a mi amante, y él me ha dado el dinero. El chochea por darme todo lo que yo quiero.
Elene miró en derredor, buscando a Devota para enviarla por una botella del perfume, pero en algún momento de la conver- sación, la criada había salido de la alcoba sin que lo advirtieran. Josie continuó parloteando sobre diferentes temas, saltando de la muerte de Mazent y la subsiguiente expedición en busca de ropa de luto efectuada por Flora que había enriquecido a numerosas tiendas, al paseo en bote organizado por Bernard de Marigny para aga- sajar a varios de sus amigos íntimos y a dos o tres mujeres cuidadosamente elegidas entre las que se había encontrado Flora. De algún modo, el perfume quedó olvidado.
Elene lo recordó quizá media hora después de la partida de Josie. Se volvió de inmediato a Devota para contarle el problema.
- ¿Por qué no le envías una botella a Josie?
Devota hizo una pausa en la tarea de apilar en una bandeja los pocillos de café que Elene y su convidada habían usado y las fuentes cubiertas de migajas de torta. Fue solo una breví- sima vacilación, aun así, significativa para Elene, quien, obser- vando las facciones severas de la criada, advirtió cómo evitaba mirarla a los ojos.
- ¿Algo anda mal?
- Nada, chere. ¿Cómo puede ser que algo ande mal ahora que te estás reponiendo?
- Es el perfume, ¿No es cierto?
En ese momento cruzó por la mente de Elene un tropel de recuerdos, recordó a Devot-a trayéndole el nuevo perfume mientras ella estaba hablando con Hermine. De los tres días que Ryan se había abstenido de tocarla en la cama mientras ella no usaba el perfume, y la manera en que él había regresado a ella como un imán al acero cuando ella se había puesto el perfume recién hecho. Las palabras que Josie había dicho hacía tan poco tiempo resonaron en su cabeza. Devoción. No ha dejado tu lado por semanas. Dedicación.
El silencio de Devota fue un asentimiento.
- Es el mismo. Tú le agregaste el ingrediente que faltaba.
- No hubiese sido el legítimo si no lo hacía.
- ¡Ahora es el legítimo! ¡No puedes ir por ahí dándole a la gente semejante poder!
- Pensaba que tú no creías en ello.
- ¿Cómo puedo no creer lo? - gritó Elene, desesperada.
- Su poder aumenta cuando se cree en él y hay conocimiento - Pero eso no significa que no surtirá efecto. ¿o sí? -No, chere.
- ¿Acaso las otras, Serephine y Germaine, saben lo que compraron? - preguntó lentamente Elene.
- Lo saben.
Por supuesto que sabrían, siendo también de Santo Domingo. Lo más probable era que fueran miembros del culto vudú, conocedoras de sus misterios. Hermine no había sabido nada, y Hermine estaba muerta.
En voz alta, dijo: - Se lo contaste a ellas, pero no a mí.
- Era para salvaguardar tu futuro. Debiste haberte casado
con Ryan, entonces esto no tendría importancia. Elene se quedó con la mirada fija en su doncella y vio en sus ojos oscuros el reconocimiento de su traición. Elene había creído que la devoción de Ryan, que el amor de Ryan era por ella misma.
- Importaría.
- Lo hice por ti, solo por ti. - Las palabras de la criada, aun- que dichas en voz queda, flotaron en el aire ominosamente.
Elene cerró los ojos abatida por un súbito cansancio. De&- pués de un tiempo, oyó el suave tintineo de la loza y las suaves pisadas de Devota camino a la cocina.
Elene permaneció inmóvil en el lecho, tratando de resolver qué significaba que el perfume no fuera lo que ella había pensado, tratando de calcular cuántas personas tenían el perfume y cómo podrían verse afectadas por él.
Tampoco pudo evitar pensar en lo mucho que la afectaba a ella misma. Alguna vez la había fascinado la capacidad del perfume de subyugar, de cautivar a la gente. Ahora sentía que ella era su verdadera y más firme esclava, pues, ¿quién más dependiente de su poder que ella que no tenía nada sin él?
14
El primer día que Elene se encontró lo bastante fuerte para cambiar el camisón y el peinador por un vestido mañanero de batista amarilla adornado con enredaderas y hojas verdes bordadas a mano, y dejar los almohadones y el canapé, descendió al taller de la planta baja. Se movió con cuidado por la casa, no tanto por la debilidad que aún la aquejaba, sino más bien, para no llamar la atención de Devota. La criada no aprobaría lo que ella tenía pen- sado hacer. Sería conveniente terminar la tarea que se había encomendado antes de que ella supiera de qué se trataba.
Elene encontró un pote de aceite de oliva vacío, una vasija de barro cocido con la forma de un inmenso caracol. Habría prefe- rido un cubo, pero al no haber ninguno disponible, haría que este le sirviera para sus propósitos. Colocando el pote sobre la mesa de trabajo, bajó de un estante la botella que contenía lo último que quedaba del perfume que había preparado Devota. Destapándola, vertió todo el contenido en el pote. Luego, dejando a un lado la botella grande, empezó a reunir las botellitas azules con cintas verdes y lavanda atadas al cuello ya listas para la venta. Sostuvo una en la mano, sintiendo su peso ligero, alisando el vidrio con el pulgar mientras lo miraba con tristeza.
Recordó el orgullo y la esperanza que habían acompañado su llenado, los sueños de independencia, y la certeza que había tenido de estar haciendo algo para asegurar su futuro. Había tantos esfuerzos diligentes en su interior, de Devota y de ella misma, tan-tos planes, tanta anticipación de éxito. Inútil, todo eso había sido completamente inútil.
Las lágrimas le arrasaron los ojos, quemándole la garganta antes de escurrirse por entre las pestañas. Los dedos se crisparon alrededor de la botellita hasta quedar blancos.
Poder, eso era principalmente lo que representaba la bote- llita que sostenía en la mano, la habilidad de dominar a los hom- bres, y por ende, los placeres y elegancias de la vida. Poder, no solo para ella sino para incontables mujeres más. Qué bendición resul- taría el frasco para ellas, al proporcionar les los medios para orde- nar sus vidas a gusto sin tener para nada en cuenta los dictados de los hombres. Era un pensamiento que dejaba sin respiración por lo atrevido.
También era un poder que sería deshonesto utilizar, y además, peligroso. Ella no podía hacer lo, no podía permi- tirlo.
Con una torsión súbita de los dedos, destapó la botellita y volcó la ínfima cantidad de perfume en el pote de aceite de oliva. El olor de.I líquido se elevó en el aire, empalagoso por su intensidad, sofocante por las promesas incumplidas y la subyugación que había llegado a representar. Elene esperó que cayera la última gota de perfume antes de poner la botellita a un costado. El líquido espeso se escurrió por sus dedos y sobre las cintas verde y lavanda en el cuello de la botella, pero Elene lo ignoró. Buscó entonces otra botella y desputs otra y otra más.
- ¡Qué estás haciendo! - La voz de Devota al soltar la exclamación fue lo más parecida a un grito de lo que Elene recordara haber oído jamás de parte de su doncella. Al responderle no levantó los ojos para enfrentar la. - Erradicando una ventaja injusta.
- ¡Es una locura! - Es curioso, a mí, en cambio, me parece lo único razonable de hacer. - Elene dejó sobre la mesa la botellita que tenía en la mano y se enjugó las lágrimas con un gesto lleno de impaciencia antes de continuar con otra. Quedaban solo tres.
La mirada de Devota paseó de las botellitas que quedaban al pote de barro cocido.
- ¿Qué harás con eso?
- Destruirlo.
-¿Vertiéndolo en la calle? ¿No es acaso un riesgo?
- ¿Que alguien ruede en el barro o que lo recoja junto con el lodo? No lo creo. Pero pienso verterlo en el río. Tanta cantidad de agua debiera de debilitarlo.
- No puedo permitirte que lo hagas.
- No puedes detenerme. - Elene hablaba con suma determinación y Devota la comprendió.
- Piensa en el collar de tu madre. ¿Cómo lo recuperarás si destruyes lo que se compró con él? Lo perderás.
- No puedo remediarlo.
Cuando Elene se estiró para recoger otra botella, Devota extendió rápidamente la mano y tomó las dos que quedaban, apre- tándolas luego contra su pecho. - Reclamo estas como mi parte, por mi labor.
Elene no creía que en estos momentos pudiera arrancarle las botellas a Devota, aun cuando lo considerara necesario. Pero habría varias maneras de neutralizar el poder del perfume.
Se encontraron las miradas, una oscura reflejando preocupa- ción, la otra límpida e implacable. - Usa tú misma ese perfume si lo deseas, pero no debes venderlo.
-No, chere.
- ¿Tengo tu promesa?
Devota hizo un brevísimo gesto que, para quienes lo recono- cieran, era más que un juramento cristiano y la obligaba a cumplir la promesa con mayor rigor aún.
- Muy bien entonces. ¿Hay alguien más a quien le has ven- dido o dado el perfume que yo no sepa, además de Hermine, Ger- maine y Serephine?
- A nadie más.
- Me alegro. Debe resultar más fácil entonces.
Devota la observó con ojos opacados por pensamientos ocultos.
- ¿Qué estás pensando hacer?
- Recobrar el perfume que se ha vendido.
- Puede que no sea una tarea fácil.
Elene lo sabía muy bien, pero no podía permitir que eso la desanimara. Era algo que tenía que hacer para liberar su conciencia. Debía intentarlo al menos.
Decidió empezar por madame Rachel Pitot. No la guiaba ninguna razón especial, excepto la idea de que la mujer podría ser más fácil de convencer ya que no sabía exactamente qué represen- taba ese perfume. Para inducirla a devolverle la botella, Elene había preparado el pretexto de un ingrediente equivocado que podría producir esco.zor en la piel, y planeaba llevar todo el dinero que tuviera para ofrecerle otro perfume en remplazo de ese. Tenía la esperanza de que esto último no fuera necesario, puesto que madame Pitot era una mujer de fortuna y, además, no había pagado nada por el perfume. No obstante, sabía que los ricos eran notoriamente tacaños cuando de pequeñeces se trataba.
Por alguna razón se sintió llena de bríos al prepararse para la entrevista. Su atuendo de paseo de popelina azul era sumamente adecuado para la visita, y su pequeño sombrero de paja con velo sobre la cara para proteger su cutis del sol era elegantísimo y prác- tico a la vez. Pero se tomó su tiempo para colorear las mejillas, todavía muy pálidas por la enfermedad, con unos cuantos pellizcos, y hasta recurrió a un toque de carmín sobre los labios. Al ver los resultados en el espejo cuando estuvo lista, se prometió engullir todo lo que pudiera en cada comida hasta estar tan redonda como una barrica, puesto que, aunque había recuperado un poco del peso perdido, todavía se veía demasiado delgada.
No tenía ningún carruaje que la llevara hasta la casa de la viuda y aunque la distancia no era demasiado larga, se vio obligada a detenerse dos veces para descansar, sentándose en uno de los bancos colocados a las puertas de las tiendas y casas para comodi- dad de los que deseaban tomar aire fresco, o como lugar de des- canso para los compradores entrados en años. El sol calentó más al elevarse en el cielo matinal, haciendo que el aire ardiente subiera en oleadas desde el fango del camino fuera de los muros de la ciu- dad, y secando las huellas recientes casi delante de sus ojos. Elene podía sentir la traspiración que corría por su espalda mojando la parte trasera del corpiño, y mantenía el pañuelo en una mano para secarse las gotas de sudor de la cara por debajo del velo que la cubría.
Por fin se encontró ante la casa de la viuda. Cuando Elene subía por la escalera de la entrada y se internaba en el ambiente más fresco de la galería, se dio cuenta de que debía haber enviado un recado para avisar que vendría. La dama bien podría tener des- tinado un día especial para recibir visitas y pasar las otras mañanas visitando a sus amistades.
La puerta principal de la casa estaba abierta, sin embargo tal vez, con la idea de atraer cualquier brisa leve, de las cuales no había muchas, al interior de la casa. Elene llamó a la puerta con un ligero golpe y de inmediato apareció un sirviente quien, haciendo una reverencia, la invitó a pasar. La llevó hasta el salón, donde le rogó que se sentara mientras él iba a ver si su ama estaba de recibo esa mañana.
Rachel Pitot recibió a Elene en su saloncito íntimo, una habitación adornada con colgaduras de muaré en delicado tono melocotón y generosamente amueblada con sillas doradas tapizadas de raso de una época de mayor opulencia. Bajo todos los conceptos, ella daba la sensación de acabar de levantarse de la cama. Tenía el cabello suelto y enmarañado que le caía por la espalda y el camisón y peinador se veían arrugados como si hubiese estado acostada con ellos puestos. Se reclinó en una meridiana donde había infinidad de almohadas de encaje, con un plato lleno de bombones y una jarra de chocolate sobre una mesita al alcance de la mano. Fue una suerte que Elene no apeteciera nada, ya que nada se le ofreció. El aroma del chocolate enfriándose en una delicada taza de porcelana flotaba en el aire junto con el efluvio de una decadencia evidente, pero no había nada más, ni siquiera un hálito de perfume.
Rachel Pitot extendió lánguidamente la mano y tomó un bombón. - Es muy valeroso de su parte haber venido, pues según estoy enterada, usted ha estado enferma, mademoiselle Larpent. Confío en que el esfuerzo no la afecte demasiado.
- Estoy segura de que no será así - contestó Elene en tono seco mientras observaba cómo la dama metía de una vez el bom- bón en la boca. Si la viuda hubiese tenido alguna consideración le habría ofrecido algún refresco. De otro modo, sus palabras eran una farsa.
-¿Tal vez ha venido usted a ver a Morven? Creo que se está divirtiendo ensayando con una nueva actriz joven en la glorieta del jardín trasero. Podría llamar a un sirviente para ir por él, si usted gusta, pero dudo de que la interrupción lo llene de alegría; la jovencita es muy susceptible.
- ¡No! - exclamó Elene, y luego agregó con más calma: -No vine a ver a Morven.
- ¿A Josephine, entonces? Salió bien temprano de la casa para la ciudad, antes de que arrecie el calor, dijo, aunque no espero que retorne hasta la noche de esa cita tan especial que debe estar manteniendo ahora.
Elene dejó pasar el comentario malévolo.
- Vi a Josie hace dos días, y aunque no me molestaría saludar la, mi asunto no es con ella.
- Estoy segura de que cuando recobre el aliento, entonces, dirá por qué se ha aventurado hasta aquí.
En las palabras ácidas, en su apariencia desaliñada y el frío recibimiento dispensado a Elene, había una insolencia deliberada, como si la considerara de una posición social inferior, al mismo nivel de una sombrerera o costurera que viniera a ofrecerle sus creaciones. Elene lo percibió, pero no podía descubrir la razón. Aun así, no podía afectarla a menos que ella misma lo permitiera.
- Sí, desde luego - replicó ella en tono vivaz y con la espalda más derecha que una tablilla de madera -. He venido por el per- fume.
Rachel Pitot escuchaba con un ligero fruncimiento de cejas miel'tras se alisaba las arrugas con la yema del dedo índice. Cuando Elene hubo terminado, la viuda dijo: - Yo tenía el perfume, sí, pero ha desaparecido así que no hay necesidad de preocuparse.
- ¿Desaparecido? - La palabra sonó hueca. Elene había esperado muchas cosas, pero no esto.
- Hablando francamente, creo que fue robado. Si tuviera que señalar un culpable, diría que fue Josephine, aunque negó enfáticamente el robo cuando yo la acusé de haberlo hecho. Tuvo la desfachatez de insinuar que lo había robado mi doncella.
- ¿Existe alguna posibilidad de que sea cierto?
- Ninguna en absoluto. Mis sirvientes no se atreverían, ya que saben muy bien que les haría desollar las espaldas.
- Un impedimento bien persuasivo, sin duda.
- Lo encuentro muy efectivo. Pero le confieso que me asombra que se haya tomado tanto trabajo por una posible erup- ción cutánea. Algunas mujeres son propensas a tales molestias, otras no. De todas maneras, no es probable que alguien asocie tal cosa con su perfume.
- Tal vez no, pero yo lo sabría.
- iOh, vamos, no soy tan ingenua! Creo que esto tiene algo que ver con lo que se susurra entre las mulatas y las libertas de color acerca de las extrañas propiedades de su perfume. Había pensado que solo era una superstición, pero parece que debería haber guardado el perfume con más cuidado.
- No puedo imaginar lo que usted pueda haber oído, pero seguramente usted no debe creer...
La otra mujer no prestó ninguna atención a la negativa de Elene.
- Hay cosas que nosotros no comprendemos, cosas que al esclavizar a los africanos, los hemos obligado a ocultar de nosotros. Los he visto yo misma, llevando a cabo sus ritos en los pantanos. Tales demostraciones pueden ser muy estimulantes. Con todo, si es verdad lo que se dice, entonces es fácil ver qué quería Josephine con el perfume.
Las protestas de Elene murieron en sus labios.
- ¿Qué significa eso?
-Caramba, Josephine sentía una gran pasión por Morven, ¿no lo sabía? Pero cuando resultó decepcionada, había otro hom- bre a quien había estado teniendo en un puño por algún tiempo y a quien sintió la necesidad de subyugar.
-Su amante.
-Si usted desea llamarlo así, aunque yo no lo haría. M'sieur Tusard es escasamente lo que cualquier mujer llamaría un beau ideal.
-¿Tusard? -Estaba absolutamente desconcertada.
- ¿Sorprendida? El tiene una debilidad, al menos eso dicen, por las actrices. Hasta Hermine...
Elene, hastiada por las revelaciones indiferentes y despiada- das de esta mujer, de cosas que sería mejor dejar en el olvido, se puso de pie de un salto.
- Discúlpeme usted, pero debo irme. Fue muy amable de su parte recibirme, y aprecio su... candor. Ha sido muy provechoso. Buenos días.
- Vuelva por aquí otra vez - dijo madame Pitot, pero Elene presintió que sus palabras eran tan sinceras como la preocupación de la mujer por su salud.
Elene se dio prisa para dejar atrás cuanto antes la casa de la viuda. Una razón para ello era el disgusto que le causaba esa mujer, pero otra era el temor de que apareciera Morven y ella tuviera que repetir sus mentiras sobre el perfume, una actuación que no deseaba volver a representar tan pronto. En realidad, ella no era una buena actriz. Ni estaba tan fuerte como había pensado, aunque una parte de la fatiga que la hacía jadear, se debía a que, con esa carrera, solo trataba de dejar atrás sus pensamientos. Acortó el paso y miró en derredor, después abandonó el camino a la ciudad cuyos tejados y muros que formaban la empalizada estaban bastante cerca, y se sentó a la sombra de un haya. Se sacó el sombrero, por temor a aplastar lo al reclinar la cabeza contra el tronco, y cerró los ojos. Ahora solo le quedaba esperar que se aquietara su corazón y se apagara lentamente el intenso rubor producido por el acalora- miento.
Josie y m'sieur Tusard. Ese amorío tenía una suerte de lógica extraña, dada la terrible afición de ese hombre por las actri- ces. ¿Era posible que el embeleso del antiguo funcionario con su amante se debiera al perfume? ¿Lo había robado Josie como afir- maba Rachel Pitot?
¿ y qué había sucedido antes? Mientras la fragancia había estado en poder de Rachel Pitot, Morven había estado enamorado de ella, pero ahora aparentemente, de acuerdo con los acerbos comentarios de la viuda, había volcado su considerable encanto a la tarea de seducir a su nueva ingenua. Qué confuso era todo esto.
Pero existía una posibilidad que tomaba cuerpo lentamente y que no agradaba a Elene, una que había acechado en los vericuetos de su mente carcomiéndola desde que se enterara que Hermine había regalado el perfume. La botella que Elene había dado a Hermine había sido usada por la viuda para ganar las atenciones de Morven, por efímeras que fueran. Había sido durante ese período - ¿Sorprendida? El tiene una debilidad, al menos eso dicen, por las actrices. Hasta Hermine...
Elene, hastiada por las revelaciones indiferentes y despiada- das de esta mujer, de cosas que sería mejor dejar en el olvido, se puso de pie de un salto.
- Discúlpeme usted, pero debo irme. Fue muy amable de su parte recibirme, y aprecio su... candor. Ha sido muy provechoso. Buenos días.
- Vuelva por aquí otra vez - dijo madame Pitot, pero Elene presintió que sus palabras eran tan sinceras como la preocupación de la mujer por su salud.
Elene se dio prisa para dejar atrás cuanto antes la casa de la viuda. Una razón para ello era el disgusto que le causaba esa mujer, pero otra era el temor de que apareciera Morven y ella tuviera que repetir sus mentiras sobre el perfume, una actuación que no deseaba volver a representar tan pronto. En realidad, ella no era una buena actriz. Ni estaba tan fuerte como había pensado, aunque una parte de la fatiga que la hacía jadear, se debía a que, con esa carrera, solo trataba de dejar atrás sus pensamientos. Acortó el paso y miró en derredor, después abandonó el camino a la ciudad cuyos tejados y muros que formaban la empalizada estaban bastante cerca, y se sentó a la sombra de un haya. Se sacó el sombrero, por temor a aplastar lo al reclinar la cabeza contra el tronco, y cerró los ojos. Ahora solo le quedaba esperar que se aquietara su corazón y se apagara lentamente el intenso rubor producido por el acalora- miento.
Josie y m'sieur Tusard. Ese amorío tenía una suerte de lógica extraña, dada la terrible afición de ese hombre por las actri- ces. ¿Era posible que el embeleso del antiguo funcionario con su amante se debiera al perfume? ¿Lo había robado Josie como afir- maba Rachel Pitot?
¿ y qué había sucedido antes? Mientras la fragancia había estado en poder de Rachel Pitot, Morven había estado enamorado de ella, pero ahora aparentemente, de acuerdo con los acerbos comentarios de la viuda, había volcado su considerable encanto a la tarea de seducir a su nueva ingenua. Qué confuso era todo esto.
Pero existía una posibilidad que tomaba cuerpo lentamente y que no agradaba a Elene, una que había acechado en los vericuetos de su mente carcomiéndola desde que se enterara que Hermine había regalado el perfume. La botella que Elene había dado a Hermine había sido usada por la viuda para ganar las atenciones de Morven, por efímeras que fueran. Había sido durante ese período de infatuación con la mujer cuando Hermine había muerto. ¿Podía ser posible que la mujer que lo había amado más que nadie, al ver la fuerza inusual del lazo que unía a Morven con este nuevo amor, se hubiese desesperado tanto como para quitarse la vida tomando arsénico?
¿Era posible que ella, Elene Larpent, hubiera causado la muerte de Hermine? Seguramente el motivo no era el que ella sos- pechaba, pero los médicos habían declarado la muerte como un suicidio, y Elene había visto la desdicha que había causado el aban- dono de Morven a la actriz. No tenía sentido que una mujer como Hermine, quien había tomado arsénico durante años para aclararse el cutis fuera tan descuidada como para tomar una sobredosis. Sin embargo, si ninguna de esas explicaciones era la verdadera, ¿qué otra quedaba?
Quedaba el asesinato. Si la muerta hubiese sido Josie en vez de Hermine, y la muerte hubiese ocurrido dos semanas después, se podría haber dicho que la esposa engañada, madame Tusard, lo había hecho. Al fin y al cabo, el veneno era conocido como el arma de las mujeres, y tanto esposos como esposas eran siempre los pri- meros sospechosos en un asesinato donde había un triángulo amo- roso. Por otro lado, Hermine no había conocido a m'sieur Tusard mejor de lo que lo conocía Elene. Era verdad que madame Tusard había acusado a Hermine de ser la actriz que había conocido su esposo años atrás, pero ese error había sido aclarado satisfactoriamente.
Cualquiera hubiese sido la causa de la muerte de Hermine, no parecía haber conexión alguna entre esta y la de m'sieur Mazent.-¿Cómo podría haber la? Con todo, también había habido una botella de perfume en la casa de Mazent, la perteneciente a Germaine. ¿y si la muerte de Mazent no se hubiese debido a un cólico estomacal, ni a la fiebre, ni al veneno, sino más bien a una apoplejía causada por sobreexcitación por los efectos del perfume en el cuerpo de su concubina, como había sugerido madame Tusard?
No, no, esa era una explicación morbosamente extravagante. Ella estaba dando demasiado crédito al perfume, o de lo contrario, cargando demasiadas culpas sobre sus hombros. No podía ser ella la culpable de la muerte de Mazent, seguramente no.
Si Dios fuera piadoso, ella descubriría que se había quedado dormida a la sombra del árbol y que todo lo sucedido había sido solo una horrible pesadilla. Al despertar también descubriría que el perfume no tenía ningún poder mágico. Milagrosamente llegaría a entender que ella no tenía la culpa de estas muertes, que había un ser maligno que elegía sus víctimas al azar. Por más que anhelara el consuelo de estas explicaciones, no podía aceptarlas. Al no poder descansar, se levantó trabajosamente y emprendió el camino hacia las puertas de la ciudad.
Tan agotadora había sido la experiencia de esa visita a la casa de la viuda, que pasaron más de tres días antes de que encon- trara fuerzas suficientes para volver a salir de la casa de Ryan. Y entonces, no lo hizo tanto por una sensación de deber sino por temor a lo que pudiera pasar si no recobraba el perfume.
Sin embargo, no era optimista en cuanto a sus posibilidades de éxito. Pero debía intentarlo.
Elene no tenía manera de ver a Germaine sin que Flora' estuviera presente. Eso quedó comprobado cuando encontró a Flora en la sala de recibo del conjunto de habitaciones de la posada donde estaban alojadas. Flora Mazent dio por hecho que Elene había venido a verla. Pareció encantada de poder agasajar a una visitante, moviéndose de un lado a otro de la habitación con una mancha roja de excitación en cada mejilla pálida y con sus amplias faldas negras balanceándose a su alrededor.
-¿Te agradaría tomar chocolate... ? No, eso no te sentará, werdad? Me olvidaba. Ordenaré café y pasteles, entonces. ¿Te parece?
- Por favor no te tomes ningún trabajo por mí. - No es ningún problema, te lo aseguro.
Flora dio la orden a Germaine, quien estaba ocupada en la alcoba contigua, aunque debía haber ido a la cocina saliendo por otra puerta, ya que no cruzó la salita. Después de unos minutos, Flora regresó junto a Elene.
Elene, tomándose de la primera excusa para explicar su pre- sencia mientras encontraba la manera de platicar a solas con la doncella de la joven, empezó a hablar precipitadamente. -Siento mucho no haber podido venir antes para darte mis condolencias por la muerte de tu padre.
Flora se puso seria y se hundió más en el canapé descolorido y pesado, tan característico de las salas de las posadas. - Gracias, pero lo comprendo perfectamente. ¿Te encuentras completamente repuesta ahora?
Elene respondió, y luego hablaron de la marcha de la fiebre en la ciudad, del calor y de las lluvias cotidianas que empeoraban la situación y volvían insoportables los días. También comentaron la llegada de un barco de Francia, desgraciadamente sin la noticia de la cesión que todos estaban aguardando. En conjunto, Elene quedó impresionada por la manera de comportarse de Flora. Pensándolo -bien, no podía recordar que ella tuviera tanto que decir, probable- mente debido a que en el pasado Flora tendía a dejar que su padre contestara por ella la mayor parte de las preguntas.
A pesar de todo, en ningún momento se presentó la oportu- nidad de intercambiar palabras con Germaine, aunque la mujer trajo el café y se los sirvió antes de retirarse una vez más a la alcoba contigua. Elene no tuvo otra alternativa que sacar a relucir el tema abiertamente.
-Oh, caramba, casi lo había olvidado -dijo a Flora-. Mi doncella me pidió que le comunicara un mensaje a la tuya, si no te opones.
- ¡Yaya, por supuesto que no! - Flora la llamó y segundos después Germaine estuvo de nuevo delante de ellas en una ac- titud de serena y expectante inmovilidad que no tenía nada de servil.
- ¿Necesitabas algo, chere? - preguntó a Flora.
Flora le indicó a Elene quien pasó a recitar el discurso pre- parado de antemano sobre la erupción. Terminó con una pregunta directa que concernía al paradero de la botella de perfume que supuestamente la producía.
-¿Mi perfume? -preguntó Germaine. El rostro sereno de cutis color crema era tan inexpresivo como el de la gran esfinge desenterrada de siglos de arena por los soldados de Napoleón en su campaña a Egipto-. Oh, se derramó hace unos días.
Era una mentira, no cabía ninguna duda. Y así también lo pensó Flora, lo cual fue evidente por el cambio de color de su cutis blanco. Qué razón tenía la mujer para decirla, no venía al caso. Podía ser la clase de historia tranquilizadora para evitar encolerizar a un blanco y protegerse hasta saber que el peligro había pasado, o simplemente porque no estaba dispuesta a renunciar a un arma tan poderosa. El hecho era que no se le podría sacar el perfume a la fuerza.
A menos que Flora pudiera ser inducida a proporcionar la herramienta para ello.
Dirigiendo la intención de sus palabras a la joven mientras pretendía hablar con Germaine, Elene dijo:
- ¿Sabes, supongo, que la gente está haciendo correr la voz de cosas ignominiosas que conciernen a la muerte de m'sieur Mazent, murmurando... en términos generales... que él murió en tus brazos?
- No, mademoiselle, yo no sabía eso. - Te lo aseguro, es verdad. Por mi parte, temo que pudieran llegar a culparme de algo si estos rumores acerca del perfume empezaran a difundirse y cobrar fuerza. Posiblemente habría un escándalo desagradable, algo que estoy segura, todas nosotras deseamos evitar.
- La ayudaría si pudiera - declaró Germaine, y fue tal su dignidad al decirlo que avergonzó a Elene por las insinuaciones deshonrosas e inverosímiles.
Elene se volvió entonces a Flora. - Este es un asunto deli- cado para ti. Sería muy desafortunado que tu futuro novio llegara a sentir rechazo por el arreglo entre vosotros a causa de las murmu- raciones ociosas de unos pocos. No tengo deseos de involucrarme personalmente en nada de esto, y por esa razón estoy ansiosa por erradicar cualquier indicio de que mi perfume estuviera ligado a la tragedia.
-Ya veo -dijo pensativamente Flora con expresión sombría -, aunque no sé de qué manera podría ayudarte. Mi padre murió de un desorden estomacal que lo aquejó durante mucho tiempo, casi tanto como puedo recordar. No puede haber duda de esto por más murmuraciones ociosas que anden circulando por ahí. En cuanto a tu perfume, Germaine te ha dicho que se perdió. Me temo que no podré agregar nada a eso, tanto como aborrezco la idea de que la gente ande diciendo cosas horribles de mi padre.
Elene quedó sin poder aducir más y con la impresión de que no ganaría nada hablando con Flora Mazent y su doncella. Se des- pidió entonces y se marchó.
No tenía mucha esperanza de recobrar el perfume que había adquirido Serephine después de estas dos experiencias. Era mejor así. Serephine no utilizó ningún pretexto, ni fingió haberlo perdido o haberlo derramado. Tampoco se mostró descortés, pero dejó bien en claro que valoraba el perfume y sus supuestos beneficios, y que era suspicaz en cuanto a cualquier intento de tratar de sacarle lo poco que quedaba en la botella. Cuando Serephine le contó la causa, tampoco Elene siguió insistiendo. Durant, le dijo la mulata clara, se .sentía muy feliz de que ella lo usara. La razón era que hacía oler a su concubina como Elene.
Ryan estaba esperando a Elene cuando ella retornó a la casa una vez más. Levantándose del sillón ubicado en la galería, caminó hacia la escalera para ir a su encuentro mientras ella subía desde el patio. Echó una mirada al rostro pálido y a las sombras de agota- miento parecidas a magullones que tenía debajo de los ojos, y los planos del rostro de Ryan se endurecieron. Tomándola del brazo la llevó a la silla más cercana.
- ¿Qué maldito demonio has estado haciendo?
- Nada. Es decir...
- Has estado ausente de la casa toda la mañana, y sin dejar ni un solo recado a Benedict o a Devota. ¿Por qué?
El se inclinaba sobre ella con las manos apoyadas en los bra- zos del sillón, encerrándola entre ellos. El tono implacable de su voz y el brillo acerado de sus ojos la afectaron con una peculiar combinación de enojo y extrema fatiga, congoja y culpa. Lo peor era saber que su ira estaba alimentada por una ansiedad y preocu- pación que tenía sus raíces en su anormal deseo de ella. Qué dife- rente sería todo si ella pudiera pensar que lo que él sentía era debido a ella solamente, sin ninguna ayuda artificial. No tenía sen- tido desear algo imposible, por lo tanto, debía contestarle de algún modo, sin decirle precisamente lo que había estado haciendo.
lDebía hacerlo? Estaba tan cansada de esta mentira que estaba viviendo. Era como una carga terriblemente pesada en su interior, algo que se volvía más pesado cuanto más se arrastraba. Ella reconocía que era la debilidad dejada por el ataque de fiebre y a la depresión de ánimo causada por el fracaso al tratar de recuperar el perfume lo que hacía tan seductor el impulso de descargar su conciencia. Con todo, era irresistible.
Si por favor tomas asiento - dijo ella, tranquila -, te contaré todo.
Ryan la contempló largamente. Había algo en la voz de Elene, en su semblante, que no le agradó. Le produjo una sensa- ción peculiar en el pecho. Había otro sillón no demasiado lejos, pero no se sentó. En cambio, se enderezó lentamente y retrocedió hasta apoyarse contra la baranda de la galería. Se cruzó de brazos y esperó.
Elene inspiró a fondo y dejó salir el aire lentamente. Había intentado antes hacerle entender pero había fracasado. Era impro- bable que él estuviera tan distraído esta vez para no asimilarlo. Deseó tener más tiempo para pensarlo detenidamente, para decidir si realmente era lo correcto; planear exactamente lo que iría a decir y cómo lo expresaría. Devota no entendería, de eso no había duda. Pero el problema no era de Devota. Era únicamente de Elene, y finalmente, se había vuelto insoportable.
Le tembló levemente la voz al empezar a hablar. Trató de explicar qué era el perfume y para qué había sido hecho en un principio, aunque no estaba segura de estar hablando coherentemente. El semblante de Ryan era una máscara sin expresión, y él se veía reconcentrado. Sin importarle esto, ella continuó explicando que aquella primera noche en el escondite en Santo Domingo ella ni siquiera había recordado el efecto del perfume que usaba, lo poco que había creído en su eficacia antes de detallar todo lo que siguió. No calló hasta que él supo toda la verdad.
Cuando por fin guardó silencio, el rostro de Ryan mostraba una expresión perpleja mientras le sostenía la mirada. Luego, empezó a hablar con sumo cuidado. - ¿Significa que piensas que yo te retengo aquí conmigo debido a tu perfume?
- Yo no lo pienso, lo sé. No quería aceptarlo, pero la evi- dencia es demasiado fuerte para negarla.
- Porque te hago el amor cuando lo usas y no cuando no lo usas.
Elene tragó con fuerza y perdió la mirada en las hojas del roble del otro lado de la baranda. - Algo por el estilo.
-¿y yo no puedo dejarte nunca? -No.
Una sonrisa empezó a esbozarse en la cara de Ryan, subiendo a los ojos e iluminándolos de alegría. - ¡Eso es ridículo!
- No, no lo es. - Las palabras sonaron sinceras mientras ella adelantaba el cuerpo en el sillón.
- Lo haces parecer como si yo no tuviera voluntad propia. - No la tienes.
La mueca sonriente se ensanchó.
- Yo no creo en el vudú.
- ¡Eso no importa! Yo tampoco creo, pero he visto lo que puede hacer una y otra vez: curar, enfermar y hasta causar la muerte de personas. ¡No es algo para tomar a risá!
El trató de poner una expresión seria, pero no funcionó. - Lo siento. Sigo pensando en ti en aquel hoyo debajo de la casa de Favier. Mientras yo me estaba aprovechando de ti como un hombre sin principios, tú creías que estabas haciendo lo mismo conmigo.
- jEra verdad!
- Entonces, espero que lo hagas más y más a menudo.
Ella se puso de pie, agitada, y las faldas revolotearon alrede- dor de sus tobillos. - No lo entiendes, no lo quieres entender.
El se apartó de la baranda y se acercó para posar las manos sobre los hombros de Elene. - Entiendo perfectamente. Solo te estoy diciendo que no hay nada de cierto en lo que estás contando, no importa lo que Devota pueda haberte dicho.
- ¿Qué me dices de Rachel Pitot y Morven? ¿o de Morven y Josie? ¿o de Josie y m'sieur Tusard? ¿Qué sobre la muerte de Hermine, y la de m'sieur Mazent? ¿Todas esas casualidades no te demuestran nada?
- Coincidencias, nada más que eso. Exactamente como fue una coincidencia que yo no te tocara mientras no estabas usando ese condenado perfume. Ciertamente no era porque yo no te de seara todo el tiempo. Solo pensaba... no importa lo que pensaba. Solo créeme cuando te digo que no tienes nada de que sentirte culpable. Todo este asunto no es nada más que una farsa.
- ¡No lo es! Yo no puedo vivir más así. ¡No lo haré! -Si entiendo lo que estás diciendo, todo lo que debes hacer es dejar de usar ese perfume. Déjalo, y verás.
Ella se soltó de las manos fuertes que la sostenían, retrocedio y se alejó de él.
- ¡Serás tú quien lo verá! ¡Es decir, a menos que me colmes de afecto solo para probarme que estoy equivocada!
La impaciencia le endureció la voz. - Entonces úsalo y olví- dalo. No tiene importancia. ¡Realmente no tiene ninguna impor- tancia!
- ¿Qué pasaría si te dañara en algo, de alguna manera? ¿Qué si alguien más muriera por su culpa, hasta tú mismo?
- No sucederá. ¡De todos modos, no hay nada que tú puedas hacer ahora! - La voz se había elevado y el tono, áspero. La puerta de .la alcoba se abrió a espaldas de Elene. Ella giró en esa dirección. - Sí, puedo hacer algo. Puedo irme de aquí. ¡Puedo abandonarte!
El observó la puerta por donde ella había desaparecido por un momento, lleno de confusión. Ella no usaba la razón al hablar de ese maldito perfume. Que pensara de esa manera tenía que ser producto de la enfermedad que había padecido; no había otra explicación. Apretando los puños, caminó a zAncadas y entró a la alcoba detrás de ella.
Elene estaba abriendo el armario para sacar su ropa. El puso la mano en la puerta y volvió a cerrarla de un golpe. -Tú no te irás a ninguna parte.
-Sí, me voy. - Todavía no f.:stás suficientemente fuerte. ¿Qué harías? ¿oónde te alojarías?
- Haré algo, encontraré alguna parte. - Intentó abrir nue- vamente la puerta y él la mantuvo cerrada con un brazo rígido. Ella se volvió y lo fulminó con la mirada.
Ryan la miró, y algo negro e implacable cobró vida en su interior. - Tú no te irás a ninguna parte - repitió, las palabras afiladas por el pedernal del peligro-. No te lo permitiré. Permanece- rás aquí conmigo hasta que se enfríe el infierno y esta diminuta Tierra gire hasta perderse en el último hoyo de oscuridad infinita. Nada me hará cambiar de opinión. Nada te arrancará de mi lado, ningún perfume insignificante, o la falta de él, ni siquiera una horda de mulatas anhelantes de amor, ni la muerte misma. Nunca jamás permitiré que te vayas.
Los ojos de Elene se dilataron y se entreabrieron sus labios mientras lo miraba. Ryan, al ver la perplejidad y extrañeza en las profundidades de los ojos de Elene, oyó en su mente el eco de lo que acab,aba de decir. Y súbitamente, desconcertado por completo, sintió el primer y desconocido aleteo de la duda.
15
El traspaso de la colonia de Louisiana a los Estados Unidos, decidido por Napoleón, fue confirmado a Laussat en una carta enviada por el encargado de asuntos exteriores de Francia en la ciudad de Washington, capital del joven país, m'sieur Pichon. La transferencia se había hecho a un costo de setenta y cinco millones de francos o quince millones de dólares. Los barcos mercantes franceses y españoles tenían asegurados ciertos privilegios debidos a la condición de naciones más favorecidas, pero esa sería la única concesión a los anteriores propietarios de la colonia. También se mencionaba que el rey Carlos IV de España, el pasado mes de mayo por fin había firmado el documento que oficialmente cedía Louisiana a Francia. La situación, fmalmente, estaba tomando cierta semblanza de solidez y estabilidad.
Sin embargo, las transferencias oficiales del poder gubernamental tanto de España a Francia, como de Francia a los Estados Unidos, no podrían realizarse hasta que se recibieran los despachos oficiales que las autorizaban legalmente. Estos despachos serían enviados por Francia a través la ciudad de Washington. Por lo tanto, la vida en la colonia continuaba al mismo paso lento de siempre, con los españoles ejerciendo el poder nominal y el prefecto colonial enfadado y rezongando por su forzada inactividad.
Laussat, según Ryan, estaba un poco amargado por el tiempo y esfuerzos que había desperdiciado en este infructuoso viaje a Louisiana. Había pensado hacer de Louisiana una de las más ricas colonias de Francia, había estado lleno de proyectos e ideas, pero ahora todo se había reducido a la nada. Había gastado.
grandes sumas de dinero para clausurar su casa en Francia y mudar a toda su familia hacia lo que se consideraba un puesto prestigioso e influyente. Había hecho peligrar su salud, sin mencionar la de toda su familia, y también su futura carrera, por lo que había pro- bado ser una causa inútil. Ahora estaba retenido aquí mientras las ruedas de la burocracia subalterna preparaban laboriosamente los documentos necesarios, en sus muchas versiones trabajosamente copiadas, con el añadido de sellos y fajas que harían todo legal y correcto. El prefecto se estaba impacientando cada vez más. Una parte de su mala disposición podía atribuirse al intenso calor esti- val, pero otra se debía a que su esposa había confirmado la fecun- didad de las aguas del Mississippi, como era profesión de fe entre los residentes locales: madame Laussat estaba embarazada. El prefecto y su esposa tendrían tres, quizá cuatro meses de gracia, antes de que una travesía por mar resultara demasiado peligrosa; entonces debían abandonar la colonia cuanto antes si no querían quedar varados allí hasta después del sobreparto de la dama.
Fue a comienzos de setiembre cuando Ryan introdujo por primera vez el tema de su posible viaje a la ciudad de Washington. Se lo había sugerido Laussat quien había esperado que los despa- chos de suma importancia que permitirían el doble traspaso de poder, llegaran poco después de la carta que confirmaba la venta de la colonia. Ante la falta de noticias, el prefecto temía que hubiese ocurrido un accidente en algún lugar a lo largo del peli- groso camino por tierra desde la ciudad de Washington a Nueva Orleáns. La lista de desgracias que podrían haberle acontecido al mensajero que portaba los despachos era infinita, desde un ataque de los indios o animales salvajes, a ser arrastrado por las aguas tur- bulentas de alguno de los numerosos ríos que debía atravesar. Una de las primeras reformas de los Estados Unidos, sería la instalación de postas a lo largo del camino con recambio de caballerías y algu- nas comodidades mínimas para los jinetes y diligencias que trans- portarían el correo, de modo tal que se conociera su paradero aproximado en todo momento. El tiempo requerido para realizar el viaje, cuarenta días de ida o de vuelta, sería reducido a un tiempo más razonable, alrededor de veinte a veinticinco días.
- Pero ¿por qué espera Laussat que tú vayas? - preguntó Elene -. No eres un correo. .
Ryan se recostó en su asiento mientras terminaban de comer el postre y beber una taza de café iuego de una cena liviana. Le' sonrió con cierto pesar y dijo: - Laussat parece creer que tengo cierta habilidad para mantenerme con vida.
Lo que quería decir, por cierto, era que Laussat necesitaba un hombre temerario y de empresa que no solo pudiera manejar un arma, fuera cuchillo, espada, o pistola, sino que también supiera cómo salir de situaciones de apuro. -Sí, pero ¿por qué tú? El debe saber que has estado a favor de la cesión desde el principio.
- Una razón más para suponer que yo haré todo lo que esté a mi alcance para regresar con los despachos.
- ¿Has aceptado, entonces?
Ryan se encogió de hombros. - Parece ser un paseo que vale la pena realizar.
- No es un paseo - replicó Elene en voz baja e intensa mientras enroscaba los dedos alrededor de los brazos del sillón - . Podrían matarte.
- Eso sería, desde luego, inconveniente. - ¡No es para tomarlo a broma!
- Vaya, chere, casi podría creer que te preocupas. -El tono era ligero, pero la expresión de sus ojos al contemplarla era seria.
Elene desvió la mirada. - No tengo ningún deseo de verte
muerto.
- Eso me conforta. Una o dos veces, últimamente, he pen- sado que podría ser de otra manera.
- ¿De qué estás hablando? -preguntó ella frunciendo el
ceño.
El tardó un momento antes de hablar, después, dijo única- mente: - No pareces muy feliz.
- Yo no soy... desdichada. Solo es que han sucedido tantas cosas. Me ha llevado bastante tiempo recobrar las energías, y mientras tanto soy una carga para ti.
- ¿Me he quejado alguna vez?
Ella apretó los labios. - No, pero a mí no me agrada.
- Me parece un arreglo bastante natural. - Eso no significa que sea correcto. Prefiero abrirme paso por mí misma.
Ryan sabía eso demasiado bien, y la respetaba por ello. El le había impedido abandonar su casa la noche en que ella le contara todo acerca del perfume a pura fuerza, lógica y caricias; con todo, sabía que no podría retenerla eternamente por medio de esas tácti- cas. Muchas veces deseaba que ella fuera como las demás mujeres, siempre llorosa y desvalida, pero por otra parte, entonces no sería su Elene.
Ellos se habían acercado desde la enfermedad de Elene, y él se sentía más unido a ella de lo que jamás había estado con otra mujer. Y no obstante ello, existía cierta cautela en el trato. En parte era causada por la negativa de Elene a dejar su papel de con cubina, pero también por algo que él reconocía interiormente como una desconfianza creciente.
El no confiaba en sí mismo en todo aquello que estuviera relacionado con Elene.
Cuando ella le había contado la historia del perfume, él se había reído al principio. Pero cuando más lo pensaba, menos cómico le parecía el asunto. Ryan siempre había sabido que su deseo por ella era excesivo, más allá de todo lo que había experimentado en su vida. Surgía en él en los momentos menos apropiados, mientras estaban discutiendo negocios o inspeccionando sus almacenes. No necesitaba absolutamente nada para estar listo para ella cuando estaban juntos; la vibración de una carcajada, el movimiento del cabello cuando ella volvía la cabeza, un hálito de su fragancia.
Su fragancia, ese era el problema. El atractivo que ejerda sobre él no era razonable. Trató de decirse que era porque ella había estado impregnada de esa fragancia la noche que habían hecho el amor por primera vez, pero ese hecho no lo obligaría a retornar a la casa dos o tres veces al día para ver si ella aún estaba allí. No debería hacerle saltar el corazón en el pecho cada vez que encontraba vacía la alcoba. No tendría por qué hacer que imaginara su rostro cada vez que veía una capota graciosa usada por una mujer en la calle, o cuando oía algún fragmento de una dulce melodía. Durante un tiempo, había pensado que todo se debía a que se estaba enamorando, pero las sensaciones eran tan arrolladoras que no podía menos que preguntarse si no habría algo de magia en ello, algún hechizo que doblegara su voluntad.
Elene percibía el alejamiento de Ryan. La causa no era difícil de imaginar. Según Devota, ella era una necia por haberle contado lo del perfume. Eso era absolutamente posible. Parecía que él había empezado a cuestionar sus sentimientos hacia ella. Elene debía estar contenta; se había sentido tan incómoda y desdichada pensando que todo el cariño que él podría haber sentido por ella era causado por una fuerza ajena a él mismo. Lo que Elene no había considerado era la posibilidad de que, sin el perfume, él no pudiera sentir nada más que la compasión debida a cualquier mujer que no tuviese un lugar donde vivir.
Oh, sí, él todavía la buscaba en la cama por las noches para hacerle el amor, aun después de haber dejado ella de usar el perfume. Ella estaba allí, después de todo, como un desahogo conveniente para sus necesidades viriles. Por qué no hacer uso de ella en vista de que él pagaba por sus alimentos y por el techo que la cobijaba. Pero habían cesado todas las palabras de amor, todas las citas clandestinas en el patio bajo el roble. Era como si ella sin el perfume se hubiese desprendido de un ropaje protector, y fuera vulnerable ahora al dolor y la pérdida. La idea de que él pudiese encontrar otra mujer, tomar otra concubina, la perseguía constantemente. Si ello llegara a suceder, no sabía lo que haría, adónde iría. Sus alternativas eran muy escasas.Se había estrujado el cerebro buscando algún modo de conseguir más dinero para comprar de nuevo todas las esencias necesarias, esta vez para un perfume que no fuera nada más que una fragancia deliciosa. Estaba convencida de que aun sin la magia, se vendería muy bien y ganaría mucho dinero. Pero había otra cosa
además, ella había descubierto una satisfacción muy grande al trabajar con esencias, midiendo y mezclando y probando los resultados, respirando constantemente el aire cargado de fragancias. Sin embargo, hasta ahora, los medios para continuar con esa tarea estaban fuera de su alcance. Podría vender sus aretes de oro, pero valdrían muy poco en un mercado ya sobresaturado de joyas traídas por los refugiados de Santo Domingo que aun seguían llegando mientras los británicos y los franceses con sus diversas facciones de negros seguían luchando por el dominio de la isla. La situación que se vivía hacía que la idea de poder recuperar algo de la fortuna de su padre se volviera cada vez más ilusoria. La única posibilidad que veía era pedirle el dinero a Ryan, pero eso, precisamente, era lo que no quería hacer.
-De todos modos -dijo Ryan finalmente-, es probable que los documentos que espera Laussat lleguen cualquier día y entonces no habrá ninguna necesidad de un correo. Es un buen hombre a su manera, pero demasiado europeo para darse cuenta de la distancia, o las dificultades que debe afrontar quien atraviese la vastedad de este territorio. Todos debemos ser pacientes.
Fueron pacientes, sin duda, pero aun así no hubo noticias del correo de Washington. Los días sofocantes y húmedos continuaron. La fiebre hacía estragos en la ciudad de modo que se cancelaron todos los entretenimientos públicos y disminuyeron las fiestas y las visitas por temor al contagio. Los cortejos fúnebres se volvieron una vista cotidiana, mientras recorrían las calles con los ataúdes sobre los carros, seguidos por los deudos varones con las cabezas descubiertas. El negro fue el color más común en las calles cuando, debido a las intrincadas relaciones familiares de los habitantes de la ciudad, ya que las familias acostumbraban ponerse de luto por tíos y tías y primos en diversos grados de parentesco, como así también por familiares más directos. Los uniformes escarlatas de los soldados españoles, descoloridos y gastados como estaban, se convirtieron en chillonas manchas de color entre vestiduras tan melancólicas.
Elene casi no salía de la casa. La recorrida diaria para comprar la comida había vuelto a ser responsabilidad de Benedict una vez más, aunque algunas veces lo acompañaba Devota para conseguir algo especial para uso de Elene o que tentara su apetito. Sin embargo, de cuando en cuando, Ryan y Elene se unían a los pocos audaces que desafiaban la amenaza de la enfermedad para pasear por el malecón del río disfrutando de la frescura que traía el ano- checer.
Una tarde hacia mediados del mes, los dos paseaban por la alameda de la Place d' Armes antes de doblar hacia el río. Ese día no había sido de un calor tan bochornoso; daba la sensación de que el verano estuviera empezando a ceder y había mucha más gente paseando de la que se había visto en mucho tiempo. La brisa que venía del río era gratamente refrescante. La superficie del río se había convertido en un espejo opalescente y rizado donde se reflejaba la puesta del sol con sus colores que pasaban del anaranjado, azul y oro, al rosado y púrpura lavanda. El atardecer tenía una extraña cualidad de quietud y sosiego que obligaba a retardar los movimientos y acallar las vo. ces hasta reducirlas a murmullos. Los buitres se dejaban llevar por el viento en lentos círculos por encima de sus cabezas y las palomas de los palomares que rodeaban la ciudad giraban en bandadas perfectamente alineadas antes de dejarse caer a tierra como un puñado de guijarros arrojados al descuido. El sonido del agua que corría hacia el sur era como música a los oídos, un estribillo intrigante y tranquilizador.
Delante de ellos, viniendo de la dirección opuesta, Elene vio a Flora Mazent con Germaine, como una sombra gris, pisándole los talones. La joven saludó inclinando la cabeza una vez y habló sin mirar a los ojos a Elene cuando pasaron al lado de ellos sin dar señales de querer detenerse. Ella y su criada siguieron camino hasta perderse de vista.
Ryan las vio alejarse echándoles una mirada por encima del hombro. A Elene le dolió el desaire de Flora, pero a la vez se tornó irascible sin conocer muy bien los motivos. Volviéndose a Ryan, estalló:
-¿Qué sucede? ¿No estás acostumbrado a que una mujer te menosprecie?
Alzando una ceja al tiempo que volvía su atención a Elene, Ryan dijo:
-Ha sucedido unas cuantas veces. Me pareció que la joven Mazent se veía perturbada.
- Por la tensión de verse forzada a reconocerme, sin duda.
El guardó silencio por un momento considerando las palabras de Elene.
-¿Duele tanto ser una mujer deshonrada?
- ¡Yo no soy una mujer deshonrada! -replicó ella, cáustica. -Ser mi mujer entonces, o como quieras tomarlo. -La impaciencia era evidente en la voz.
-No lo tomo en consideración.
- Sí, si continúas sin tomarlo en consideración, vas a produ- cirte otra fiebre.
Le echó una mirada fría. - Lo que sucede es que me disgusta
la descortesía. Si no fuera por ti y tu barco, esa chica seguramente estaría Intlerta.
- Eso no significa que tenga que resultarle simpático, o que a mí me importe un comino si le agrado o no.
- Es una cuestión de modales, de la gratitud apropiada. - Yo no quiero su gratitud. .
-Ni yo tampoco -replicó ella, exasperada-, pero eso no significa que ella no deba sentirse obligada a ser cortés, aunque solo sea por educación.
Elene no sabía por qué se dejaba llevar por la sobreexcita- ción. No era que todo eso interesara demasiado. Era simplemente que había estado irritable e impaciente en los últimos tiempos, alterada su calma habitual por los acontecimientos de los últimos días y las secuelas de la fiebre.
- Estoy de acuerdo - dijo Ryan.
FJene, preparada ya para defender aun más su posición, se detuvo y lo miró con fijeza. -¿De veras?
-Naturalmente. Ella debió haberse mostrado más cordial. Pero como no fue así, no ganas nada culpándote por ello. Cual- quiera haya sido la razón, fue suya la descortesía, por lo tanto redunda en su perjuicio. No tiene nada que ver contigo.
Elene entrecerrró los ojos. - No me trates con aire condescendiente. Sé muy bien que no fue mi culpa, pero eso no significa que pueda ignorarlo.
- De ninguna manera - replicó él encolerizándose súbitamente-. Presta atención a esto también. Ya que nada de lo que digo te satisface, te dejaré sola para que disfrutes de tu propia compañía.
Ella vio la espalda derecha, el movimiento rítmico de los hombros anchos y las caderas estrechas mientras él se alejaba. Abrió la boca para llamarlo, pero luego la volvió a cerrar. ¿De qué le valdría? No tenía por qué disculparse con él. Si Ryan no podía comprender lo penoso que le resultaba vivir con él de esa manera, entonces no había manera de explicárselo.
Elene giró en redondo y caminó por el malecón por donde ella y Ryan habían venido. A pesar del paisaje que la rodeaba, no miró ni el río, ni las casas de Nueva Orleáns dentro de la empali- zada que estaba abierta del lado del malecón, ni siquiera a la carretera que llevaba al Bayou Sto John y las plantaciones de los Marigny. Tenía la vista fija en el barro seco y la hierba quemada por el sol del camino por donde iba mientras sus pensamientos giraban en círculos.
- ¿Elene? ¿Mademoiselle Larpent? ¿Podría hablar contigo un momento?
Elene, sobresaltada, levantó la vista. Flora Mazent estaba delante de ella. Los ojos descoloridos y con rastros de haber llorado la interrogaban ansiosos mientras la joven volvía constantemente la cabeza para mirar por encima del hombro, como un animalito perseguido, antes de volver su atención a Elene. - ¿Sucede algo malo? - preguntó Elene. - Solo tengo un momento. Envié a Germaine a llevar un recado, pero pronto estará de regreso.
- ¿Prefieres que vayamos a la casa? - - No, no. Germaine me regañaría; ya sabes cómo son las doncellas. Ella piensa que yo no debería hablar contigo en abso- luto.
Elene sabía cómo podían ser las doncellas por los años pasados junto a Devota. Se identificaban tanto con los asuntos de aquellos a quienes servían que algunas veces olvidaban quién era el ama y quién la criada. Cuando la relación era muy prolongada, podía ser difícil restablecer la autoridad sin situaciones desagrada- bles.
- ¿Qué puedo hacer por ti? - preguntó. - Es por el perfume. Me pregunto si podría conseguir un poco.
Elene parpadeó. No podría haber dicho qué había esperado, pero después de hacer la tentativa de recuperar el perfume de Germaine, ciertamente no era esto. Con todo, su voz fue cálida y persuasiva al responder. - Creo que no sabes lo que estás pidiendo.
- Lo sé muy bien. Debo tener ese perfume, ¡debo tenerlo! - No lo estoy haciendo más, creo que ya te lo dije el otro día. Contenía algo que producía una erupción...
- ¡Oh, no me vengas con eso! Sé lo que puede hacer y eso es, precisamente, lo que necesito. Pagaré lo que me pidas, cualquier cantidad de dinero. Pero debo tener lo. ¡Tengo que tenerlo ahora!
- Es imposible...
A Flora se le desfiguró el rostro y se le crisparon los dedos de las manos que tenía entrelazadas como en un gesto de súplica. - ¡No digas eso! Tú bien sabes lo importante que es.
Elene apoyó la mano sobre el brazo de Flora. - Por favor, serénate, Flora. No sé qué crees que puede hacer el perfume, pero te aseguro, no tengo más para vender.
- Tú tienes un poco para tu uso personal, debes tener lo, io no estarías aun con Bayard!
Elene contuvo bruscamente la respiración ante el dolor que le produjeron esas palabras, después alzó la barbilla y dejó escapar
el aire. - Lo siento.
- No digas eso. No me digas eso porque no lo lamentas en absoluto. Si no me das el perfume, el hombre que amo no me des- posará. El dijo que lo haría, antes de la muerte de mi padre, pero ahora está tratando de salir de ese compromiso. Si él me rechaza, no podré soportarlo. No podré, te lo aseguro.
- No estoy segura de que el perfume ayudaría.
- Sé que lo hará. Lo usé antes, pero ahora se terminó y mi novio no me quiere más.
Flora había usado el perfume, no Germaine. Qué extraño. - Te ayudaría si pudiera. De verdad lo haría.
- No te creo. Sé que tienes más perfume. Lo sé positiva- mente.
- No, de veras.
- Estás mintiendo. Tú eres... - Las palabras de Flora
Mazent se detuvieron bruscamente cuando ella miró por encima del hombro de Elene. Cambió su semblante. Volvió la cabeza hacia atrás para mirar hacia el malecón donde Germaine se había apar- tado de un grupo de personas que rodeaban a una velldedora de violetas confitadas. Abruptamente, dijo: - No importa. Olvida que te hablé. Olvida todo esto. Yo... estoy un tanto trastornada. Ya sabes, la conmoción, encima de lo de papá... Olvídalo.
Girando sobre sus talones, Flora se alejó rápidamente. Elene se quedó mirándola hasta que la joven se reunió con su criada y las dos mujeres descendieron por el malecón hasta desaparecer al internarse en las calles de la ciudad.
Ryan habló a sus espaldas. - ¿Cuál era su problema? Elene no tenía ganas de que él volviera a reírse del perfume una vez más. - Nada - respondió, distraída -. Estaba un poco per- turbada. Su padre, ya sabes.
Eso no era todo, Ryan lo sabía, pero no la interrogó. El debía darse cuenta de que no poseía a Elene, que no podía contro- lar la, que no tenía derecho a exigir nada de ella. Si deseaba mante nerla a su lado, tendría que recordar esas cosas. El problema era que la necesidad de posesión era nueva para él, algo que jamás había sentido por ninguna mujer. Podría ser también, era consciente de ello, un síntoma del hechizo con que lo había embrujado.
Efecto del perfume o no, él estaba bajo un hechizo. Había pensado dejarla sola en el malecón y regresar a la casa. Eso había sido hasta que se le había ocurrido que ella podría elegir no regresar. La sola idea era insoportable. Debido a ella, aquí estaba él una vez más, Bayard el corsario, escoltando a una mujer, permitiendo ser remolcado como un barco apresado, en lugar de ser él quien capturara la presa y se alzara con ella. Su único consuelo era que Elene no parecía conocer su propio poder, o al menos tenía los escrúpulos necesarios para no utilizarlo. Por ese rasgo de clemencia por parte de Elene, él no sabía si sentirse feliz o desdichado.
Madame Tusard era una de esas mujeres que contaban las visitas que hacían a amigas y conocidas y las que recibía a su vez, haciendo un balance. Si el saldo era negativo para ella, se sentía herida y llena de resentimiento. Si no se restablecía el equilibrio por mucho tiempo, su disgusto y malhumor se convertían en indig- nación colérica, y era proclive a vengarse de la culpable denigrándola en todas las visitas que efectuara a aquellas que aún estaban en buenos términos con ella.
Elene le debía una visita a madame Tusard. En realidad, esa mujer no le agradaba mucho, pero le tenía lástima por la pérdida de sus hijos, sus sueños y esperanzas desvanecidos para siempre, por el cambio súbito de las circunstancias de su vida y los limitados círculos sociales de Nueva Orleáns. También podía condolerse de ella por su condición de esposa engañada, ya fuera que madame Tusard estuviese enterada o no de esa traición. Además, habiendo sido Elene la confidente de Josie en lo concerniente al adulterio, se sentía un poco culpable por mantenerlo en secreto. Y Elene no tenía tantos contactos sociales como para darse el lujo de despreciar cualquier tipo de amistad. Por estos motivos, y no otros, salió de la casa para hacerle una visita a madame Tusard pocos días después del encuentro con Flora.
Encontró a la mujer con un pañuelo alrededor de la cabeza y un plumero en la mano limpiando el pequeño cuarto que pasaba por sala de recibo en la casita de campo que ella y su esposo habían alquilado en Dumaine Street. La mujer se sobresaltó al oír el golpe a la puerta y se volvió hacia la entrada principal por la que se pasaba directamente al saloncito y que estaba abierta para dejar correr la brisa. Sostuvo no más de un segundo la mirada de Elene, luego se arrancó el pañuelo de la cabeza y arrojó el plumero sobre
una mesa. Un tanto aturdida y con las mejillas escarlatas, fue a la puerta a recibir la.
- Disculpe el polvo - exclamó ella en voz demasiado alta y forzada -. He enviado a mi chica al mercado esta mañana antes de advertir la capa de polvo que ella ha permitido acumularse sobre los muebles. ¡Una criatura tan descuidada! No sé por qué la man- tengo aquí.
Elene murmuró algo tranquilizador mientras entraba. Deseó no haber venido, pero era demasiado tarde para echarse atrás. Era evidente que no había ninguna chica de servicio. Fran~oise Tusard había sido servida tantos años por esclavos durante el cargo de su esposo en la isla que verse forzada a hacer el trabajo por sí misma era una humillación mayor que la pérdida de sus medios de vida.
Madame Tusard se acomodó en un sillón que, aunque rica- mente tapizado de terciopelo azul y con galones de oro alrededor, tenía las patas hechas con garras de cocodrilo y los brazos con la cabeza y la cola del reptil. Elene se ubicó en un sillón similar al otro lado de una mesita colocada junto a la única ventana. A esto siguió un amable intercambio de cumplidos y agradables naderías. Elene respondía con la mitad de su atención mientras miraba a su alrededor.
La casita tenía seis habitaciones conectadas todas entre sí. Las paredes, fijadas directamente al suelo, eran de bousi//age, una argamasa de lodo y musgo o pelo de ciervo rellenando los intersti- cios entre una armazón de troncos. Las ventanas estaban protegi- das por postigos, los pisos eran de entarimado tosco sobre los cua- les se habían dispuesto varios tapetes de colores desvaídos y dudosa calidad. Las paredes interiores y el cielorraso estaban revocados y blanqueados a la cal.
No obstante esto, en el salón había un candelabro colgante de cristal y bronce con costosas velas de cera de abejas, algunas figurillas de porcelana de Sevres sobre la repisa de la chimenea, y un espejo de estilo rococó con marco dorado a la hoja encima del hogar. Los otros muebles, en armonía con los sillones donde esta- ban sentadas, seguían el último estilo inspirado por la campaña de Napoleón a Egipto. Era posible imaginar que la preocupación de madame Tusard por las apariencias le había dictado la necesidad de usar este mobiliario muy de moda en esta época en el salón de recibo. Sin embargo, parecía improbable que se extendiera a los cuartos privados.
Todo en esta casa indicaba que la pareja trataba de aparen- tar opulencia con el menor gasto posible, lo cual no condecía con la declaración de Josie de que m'sieur Tusard era su actual amante y protector. No era de esperar que Josie corriera a los brazos de ese hombre por el mero placer de ver sus lindos ojos; se suponía que él estaba gastando bonitas sumas de dinero por el placer de la com- pañía de la joven. Tampoco tenía sentido que madame Tusard permitiera a su Claude gastar dinero en una amante mientras ella misma hacía la limpieza de la casa y preparaba la comida. Ex.istía la posibilidad de que m'sieur Tusard tuviese medios desconocidos por la esposa, pero si era así, ¿cuáles podrían ser? ¿y cómo se las ingeniaba para mantenerlos ocultos?
En voz alta, dijo: -Su esposo, espero que esté bien. - Espléndidamente bien. Tiene un nuevo puesto, sabrá, con el prefecto colonial. Es de lamentar que no pueda ser permanente... la noticia de la cesión fue un golpe duro para nosotros, natural- mente. Sin embargo, tenemos esperanzas de que Claude pueda ir con el prefecto Laussat cuando él sea asignado a su nuevo destino.
- Eso sería algo bueno, sin duda. - No veo la hora de que eso suceda. Desprecio este lugar. - me veras? A mí me agrada bastante.
- Cómo puede ser después de ese terrible ataque de fiebre no logro siquiera imaginarIo. Vivo aterrada de que Claude o yo cai- gamos enfermos de fiebre amarilla. Aborrezco la idea de ser ente- . rrada aquí. Se dice que los sepultureros hacen agujeros en los ataú- des con sus hachas para que no salgan flotando de sus tumbas, o si no encierran los ataúdes en muros de ladrillos hasta que se desinte- gren. Luego se sacan los huesos y otro ataúd toma ese lugar. Horrible, realmente espantoso. Yo sí que me aflijo por la pobre Flora Mazent que tiene que pensar en que los restos de su padre descansen en tales condiciones.
Para cambiar de tema, Elene comentó:
- Flora no luce bien últimamente.
- No. Se comenta por ahí que el compromiso ha quedado en la nada. Aunque yo no estoy segura de ninguna manera de que no sea un rumor malintencionado que ha echado a correr alguna mala lengua incorregible, puesto que vi a Flora en la tienda de la modista ayer mismo mirando la clase de lino y batista más adecuados para un ajuar de novia.
Elene se sintió ligeramente aliviada.
- Tal vez el problema, si es que hubo alguno, se ha resuelto ya. ¿Se ha enterado de quién será el afortunado?
Madame Tusard dio la sensación de saber todo sobre el tema.
- Más bien pensaba que podría ser Gambier, ya sabe, pero no hace más de tres días fue visto con esa meretriz de actriz, Josephine Jocelyn, colgando de su brazo. Después mi Claude dejó caer un interesante bocadillo acerca de una reunión entre Mazent y otro hombre de la cual fue testigo antes de la muerte del padre de Flora.
- ¿Quiere usted decir una reunión para discutir los términos del acuerdo nupcial?
- iClaude no me lo diría! Ya sabe usted cómo son los hom- bres cuando creen haber hablado de más. Con todo, uno supone que ese era el propósito.
- ¿Quién era ese hombre? - Mi querida, titubeo en decirlo, puesto que usted parece no sospecharlo siquiera.
Elene creyó ver cierta mirada aprensiva en los ojitos de la mujer, pero mezclada con ávida anticipación. La manera en que la observaba madame Tusard, el poco tacto con que hablaba, eran señales de alerta. Súbitamente, Elene recordó la reunión de Ryan con Mazent la noche de la fiesta. Ciertamente había habido algo de naturaleza privada entre ellos, pero no podía haber sido lo que madame Tusard estaba insinuando con tanta fuerza.
- ¿Sospechar qué? - preguntó ella directamente. - Caramba, que Mazent estaba resuelto a persuadir a Bayard a casarse con su hija.
- No lo creo. . - Como le parezca, chere, pero Claude sí que los oyó discu- tiéndolo. Lamento mucho si esto la aflige; esa no era mi intención en absoluto. No obstante, no podía dejarlo pasar sin advertírselo. Los hombres pueden ser muy despiadados con las mujeres en su posición.
Su compasión era tan superficial y falsa que por la cabeza de Elene cruzó la idea de que esta posibilidad perturbadora que aca- baba de comentar Fran~oise Tusard era tal vez su forma de ven- garse de ella. Elene había avergonzado a esta mujer y ella había asestado su golpe de despecho donde Elene era más vulnerable.
¿Podría ser tan mezquina? El desliz de Elene había sido puramente accidental, al fin y al cabo. Oh, pero los seres humanos eran capaces de cosas muy ruines cuando del amor propio se tra- taba.
También podían ser obstinados. Elene no se levantó y salió de inmediato de la casa como era su deseo más ferviente. Para probarle que ella no estaba molesta en lo más mínimo, permaneció sentada platicando media hora más. De hecho, se quedó hasta que fue casi una falta de cortesía que no se le hubiese ofrecido algún refresco, una falta obviamente debida a la carencia de un sirviente para preparar lo y servir lo. Solo cuando madame Tusard, desespe rada, ofreció servirle ella misma una copa de agua de azahar y cortarle una tajada de pastel con sus propias manos, declinó Elene con toda gentileza su ofrecimiento y salió de allí.
Esa pequeña victoria no le levantó el ánimo. Parecía arras- trar los pies al caminar de regreso a la casa de Ryan. Repasó m~- talmente una y otra vez la velada en la que Mazent y Ryan se habían encerrado a hablar, pero no pudo llegar a ninguna conclu- sión. Esa había sido la noche cuando ella cayera víctima de la fie- bre, y nada estaba claro en su mente respecto de lo sucedido enton- ces.
Podía preguntarle a Ryan. Podría haberlo hecho, si no hubiera tanta distancia entre ellos. Pero, ¿qué sentido tenía? En la
época de la discusión, suponiendo que hubiese tenido lugar, ella había estado usando el perfume, y era imposible que él pudiera haber consentido en ese matrimonio. Poco después, había muerto Mazent. Si la opción aún hubiese estado abierta, de lo cual ella dudaba, Ryan se lo habría mencionado si hubiese decidido acep- tarla.
¿o no? Ryan y Flora. No, no podía ser. No había habido nada en absoluto que indicara una cosa así. Nada, excepto, quizá, que él sentía pena por la joven, y también que él tenía cierta predilección por las riquezas fáciles, y Flora era, aparentemente, la heredera de una gran for- tuna.
Seguramente Flora no habría importunado a Elene por el perfume para atraer al mismísimo hombre con quien ella estaba viviendo. Eso sería el colmo de la desvergüenza, o si no, un ego colosal, tal que no importaran los sentimientos y las necesidades de nadie salvo los propios.
No. No era posible bajo ningún concepto. No lo era.
A fines de setiembre llegó un viento huracanado a la ciudad. El cielo se puso amarillo y turbulento. El ventarrón sopló alto entre las nubes moviéndolas de un lado a otro como si participaran de una desordenada cacería. Los árboles azotaban el aire y gemían. Las aves marinas aparecieron por el sur desde la zona de los pan- tanos, pero no se demoraron haciendo escala en la ciudad en su migración hacia tierra adentro. Creció el río y también el lago. El viento cambió de dirección y comenzó a soplar del norte, ahuyen tando el pesado calor que los había sofocado durante todo el verano. Un día el aire se volvió anormalmente frío. Lentamente el cielo se fue oscureciendo hasta parecer de noche.
La tormenta comenzó como una suave llovizna que sabía a sal. Con cada hora que pasaba, la lluvia se hacía más intensa, tam- borileando en los tejados, cayendo a chorros de los aleros, acumu- lándose en las calles hasta que estuvieron cubiertas de acera a acera. Y todavía seguía cayendo.
Se levantó el viento, batiendo las cortinas de agua, rompién- dolas con chasquidos y convirtiéndolas en rocío violento que aw- taba todo a su paso. Los postigos se sacudían y crujían bajo el impacto, y las tejas y guijarros usados para techar, eran arrancados y arrojados al suelo a gran distancia. El aire estaba lleno de trozos de corteza de árbol y hojas. Las ramas se desplomaban a los lados de las casas o caían con ruido atronador en los patios interiores. La lluvia creció en intensidad cayendo tan pesada y espesa como plomo caliente de un cielo color de acero.
En el apogeo de la furia de la tormenta, Elene permanecía acostada entre los brazos de Ryan, saciada por el acto de amor, que de alguna manera, había compartido la naturaleza salvaje y ele- mental de la tempestad. Escuchó la lluvia y prestó atención a los latidos del corazón de Ryan debajo de su mejilla, y sintiéndose segura, contenta. Ryan le acarició el cabello y las curvas de los hombros, apresó los senos en sus manos grandes y los saboreó uno después del otro, y le agarró las caderas para apretarla contra su dureza viril que estaba reviviendo. Segura en el retorno del deseo de Ryan y en el de ella misma, inundada de amor saciado e insacia- ble, se horrorizaba de sí misma por haber dudado alguna vez de él.
Hacia la medianoche de un día interminable, rendida de tanto amar y de los temores descartados, adormecida por el incesante canto de la lluvia, se durmió profundamente en los brazos de Ryan.
Cuando despertó, la tormenta había pasado.
Y Serephine estaba muerta.
16
La reunión era ruidosa, excesivamente brillante por el uso extravagante de velas, sumamente caldeada por la presencia de demasiados invitados para un espacio tan reducido y con tan pocas ventanas, y totalmente desorganizada. La cena que había precedido al baile había ofrecido un número excesivo de platos indigestos ser- vidos sin elegancia. El vino, aunque abundante, era barato, y el agua de azahar y la tafia, el aguardiente de caña de las Antillas, que lo acompañaban, eran ambos demasiado suaves y dulces. La música sonaba con estridencia. El entarimado no había sido encerado por lo cual la arenisca, al ser pisoteada y arrastrada por los zapatos de los bailarines, producía chirridos desagradables que crispaban los nervios. La vestimenta de los hombres era demasiado lúgubre, gruesa y pesada para el clima de la ciudad, mientras que el de las damas carecía de refinamiento, de estilo, o, en algunos casos, hasta de decoro.
La fiesta era ofrecida por los norteamericanos en celebra- ción de la confirmación del traspaso de Louisiana, aun cuando la transferencia efectiva seguía demorada. Indudablemente, lós arre- glos habrían parecido más elegantes en otro lugar, bajo otras cir- cunstancias, pero Elene no estaba de humor esta noche para sen- tirse complacida con nada.
Elene no había querido asistir, pero Ryan había insistido. El anfitrión, hombre rico e influyente, oriundo de Bastan en los Esta- dos Unidos, aparte de mantener relaciones comerciales con Ryan era también su amigo. No se ganaba nada ignorando a tales hom- bres, argüía Ryan, salvo la reputación de presuntuosos, descorteses y exclusivistas. Los norteamericanos estaban aquí para quedarse, y pronto vendrían muchos más. Era una realidad con la cual se debía aprender a vivir, gustase o no gustase. Estaba comenzando una nueva era que prometía prosperidad. Los franceses podrían formar parte de ella, o ser dejados atrás. La elección era simple.
Era una elección que Ryan había hecho sin remordimientos. Se movía con la misma naturalidad entre norteamericanos, france- ses y españoles sin hacer distingos y era un hombre respetado por todos y de sólida posición social en Nueva Orleáns, sin importar lo que hubiese sido en el pasado. La ciudad, hasta ahora atrasada y provinciana, estaba al borde de una nueva frontera y con un futuro promisorio por delante. Todo lo que se requería para hacerla pros- perar eran hombres de visión y osadía. Ryan, según parecía, era precisamente un hombre así.
Honraban la reunión con su presencia el prefecto. colonial y su adorable esposa, quien disimulaba bastante bien su estado gra- cias a la moda indulgente de los talles altos en los vestidos tan en boga en el momento. También estaban presentes gran número de prominentes hombres de negocios de la comunidad francesa, entre quienes se destacaban Bernard de Marigny y Etienne de Bore. Este último, según se rumoreaba, sería el elegido por Laussat para ocu- par el cargo de alcalde de Nueva Orleáns si alguna vez la colonia volvía a pertenecer a Francia. Sentada en un rincón se veía a madame Tusard susurrando algo al oído de su esposo mientras su mirada penetrante saltaba de un punto al otro del salón. Claude Tusard asentía cumplidamente mientras sorbía su vino, pero mos- traba una expresión de abatimiento en su semblante, como la de un hombre atrapado y sin escapatoria posible. Cerca de ellos se veía a Rachel Pitot, vestida de raso negro con osadas guarniciones de seda de color rojo rubí que era considerado el color del diablo, y luciendo un penacho teñido del mismo color en el pelo recogido en un peinado alto y atrevido. Una corte de hombres jóvenes la rodeaba, aunque ella seguía recorriendo la multitud con ojos ávidos en busca de otros más.
El otro miembro del grupo de Santo Domingo que estaba en evidencia era Durant, una figura elegante y con aire ausente, un hombro apoyado contra la pared del salón que estaba en el otro extremo de donde se encontraba Elene, vistiendo pantalones cortos blancos, chaleco de raso gris recamado en negro y sobria chaqueta de raso gris. Con todo, su aire displicente no podía ocultar las hue- llas que el dolor había marcado en su semblante y que junto con el ancho brazal de luto en la manga de la chaqueta hacían recordar a todos la pérdida reciente que había sufrido.
Como si él pudiera sentir la mirada escrutadora de Elene, Durant volvió la cabeza en su dirección. Las miradas se encontra- ron por un instante en un choque de gris y negro. Ella vio cansan- cio, y pena, y un efímero destello de añoranza en la mirada del hombre. Un momento después, él volvió la cabeza nuevamente en otra dirección.
Elene bailó con R yan y con el anfitrión, y luego nuevamente con Ryan. Era bueno descubrir que sus fuerzas respondían y podían hacer frente al ejercicio agotador. Desde que estallara la tormenta y refrescara el aire, Elene le había estado repitiendo una y otra vez que estaba completamente recuperada de la fiebre; tal vez ahora él le creyera.
La mansión norteamericana estaba ubicada en un sitio muy codiciado ya que se hallaba cerca del malecón con vista al río. La brisa fresca que soplaba desde el agua corría por los salones y desde ellos se podía admirar la amplia media luna que formaba el Mississippi delante mismo de la ciudad. Cerca de la medianoche y cuando el interés por el baile empezaba a decaer, se invitó a todos los presentes a salir del salón para presenciar un espectáculo muy especial.
Un murmullo de anticipación corrió. por todo el lugar, mientras los invitados empezaban a arremolinarse junto a las altas ventanas que se abrían a la galería rodeada de barandillas de hierro forjado. Sin embargo, si el norteamericano había pensado sorpren- der a sus invitados, debió haber hecho otros arreglos, puesto que mientras todos se movían en dirección a la galería la palabra "pirotecnia" corría entre ellos en susurros bastante audibles. Expectantes, todos estaban estirando los cuellos para ver mejor cuando de pronto, estalló la primera andanada de fuegos artificia- les.
Las bolas de fuego se remontaron sobre el agua desde algún lugar debajo de la casa como resplandecientes bejines azules y ver- des, amarillos y rojos que se perseguían mutuamente por el cielo oscuro tachonado de estrellas. Los colores iluminaron la noche manchando los rostros alzados de aquellos que los observaban y reflejándose en la ondulante superficie del río. El aire se llenó de chasquidos, silbidos y zumbidos mientras que de la otra orilla les llegaban los ecos de los estallidos atronadores de las explosiones de los cohetes. Se encendieron entonces elaboradas piezas fijas colo- cadas en las barcazas fondeadas en el río y un magnífico espectáculo de fuego chisporroteante y multicolor se presentó ante los ojos asombrados de los invitados. Había allí inmensas fuentes y árboles centelleantes además de dragones mitológicos y ruedas giratorias de fuego. No bien se hubo apagado la última pieza de ). fuego de artificio acompañada por los aplausos y exclamaciones de la concurrencia, volvieron a elevarse los cohetes subiendo más alto esta vez, estallando con más ruido y dejando caer una lluvia más abundante de chispas multicolores sobre el agua.
Elene, de pie junto a la baranda de hierro del frente sintió un movimiento a su lado antes de oír la voz de Durant casi junto a su oído. - Una exhibición vulgar, pero impresionante. -Sí.
- Uno considera que así será todo de ahora en adelante. Los norteamericanos tienen mucha ~nergía, pero poca delicadeza. -Al ver que ella no respondía nada, Durant dijo abruptamente: - Podrías haberme hecho una visita de condolencia.
Elene le lanzó una rápida mirada. Los destellos de una bola de fuego azul y oro hicieron que el rostro de Durant pareciera magullado. -Lamento mucho lo de Serephine, de veras lo siento. Habría ido a visitarte si hubiese creído que ayudaría en algo, pero la situación era un tanto... embarazosa.
Durant respiró a fondo y luego dejó escapar el aire lenta- mente, como en un suspiro. - Supongo que así es.
- Debe haber sido un gran golpe. -Sí.
Un silencio pesado e incómodo cayó sobre ellos. Elene se sintió tentada de darle una excusa y alejarse, quizá para reunirse con Ryan que conversaba con el anfitrión a unos metros de distan- cia. Pero había algo en Durant, un aire de abatimiento, un indicio de desesperanza, que se lo impidió.
Alzando la mano para rozar la cinta de luto que tenía en la manga de la chaqueta, Elene comentó: - Este es un gesto encanta- dor.
- ¿Bajo las circunstancias, quieres decir? ¿Porque Serephine no era más que mi concubina y una mulata para colmo? - Lo siento - dijo ella retirando la mano.
- No, por favor, sé que no lo dijiste con esa intención. No sé qué me está pasando últimamente. - La amabas, eso es todo.
El soltó una carcajada sorda. - Tú entiendes eso, ¿no es así? Es curioso, pero creo que debes ser la única persona que conozco en el mundo que sí lo entiende.
- No necesitas hablar de ello si así lo deseas, pero hemos oído tan poco acerca de su muerte. ¿Estuvo enferma mucho tiempo?
- ¿Enferma? No estuvo enferma en absoluto.
Elene lo miró a los ojos. - ¿Quieres decir... que no fue la fiebre?
- De ninguna manera. La policía no se ha interesado dema- siado en este asunto, siendo Serephine lo que era, pero parecen pensar que yo pude haberla matado.
-¿Tú? Las personas que los rodeaban volvieron las cabezas para mirar los con atención. Ryan giró en redondo para observarlos con el ceño fruncido. Durant dijo precipitadamente: - No puedo expli- carlo aquí. Pero me agradaría hablar de ello contigo si me permites que te visite.
¿Qué podía responderle? El pasado común que los unía habría exigido que ella lo escuchara con imparcialidad si no lo hubiesen hecho la compasión y la curiosidad. Elene estuvo de acuerdo y ambos se volvieron para contemplar los fuegos de artifi- cio como dos antiguos amigos.
A la mañana siguiente, Durant se presentó poco después de que Ryan saliera de la casa, cuando Elene todavía no se había ves- tido. Para ciertas damas como Pauline, la hermana de Napoleón, podría ser una costumbre admitir la presencia de hombres en sus tocadores mientras ellas se bañaban y se hacían vestir, pero Elene no tenía intenciones de seguir ese ejemplo. Ya era bastante malo recibir a un hombre sin que Ryan estuviera presente; no tenía nin- gún sentido agravar aun más la situación. Dio instrucciones a Benedict para que sirviera café y pasteles a Durant en el salón de recibo y le envió, además, un mensaje en el que le decía que se reuniría con él a su debido tiempo.
El día era gris con un cielo plomizo y una fina llovizna que chorreaba por los cristales de las ventanas mientras la temperatura había descendido más allá de lo habitual para esa época del año. Sobre el vestido de mañana de muselina amarilla, Elene se cubrió la espalda y los lrombros con un chal de Paisley, aunque estaba segura de que si aparecía el sol tendría que descartarlo de inme- diato. Con una mano sostuvo el borde del chal guarnecido con fle- cos en tanto extendía la otra a Durant cuando él se levantó para recibir la. Mientras él le besaba el dorso de la mano y le retenía los dedos más de lo acostumbrado al mirarla de arriba a abajo, ella padeció un momento de incómoda familiaridad. Se habían encon- trado así muchas veces durante los días en que él la cortejara antes de la boda. Era muy posible que esta visita llegara a ser una gran equivocación de su parte.
Se sentaron uno frente al otro. Durant se retrepó en el asiento y apoyó un codo sobre el brazo del canapé sosteniendo el mentón entre el pulgar y el dedo índice. - Cuando estoy lejos de ti siempre me olvido de lo hermosa que eres. Solía pensar que mi vida era perfecta, sabrás, todos esos acres de cañaverales a la orilla del mar y un hogar placentero y elegante, sirvientes para cumplir mis órdenes, las distracciones de la ciudad cuando me aburría del campo, una concubina complaciente y dócil y la perspectiva de una esposa inteligente y bella.
- Ya veo que yo estaba en el último lugar - comentó ella tratando de ser frívola.
- Solo porque tú habrías de ser el toque final y más perfecto en mi vida.
¿Galanteo o verdad? Era imposible decirlo, y de todos !nodos, no tenía ninguna importancia ahora. Elene lo miró de frente a los ojos. - El destino quiso otra cosa.
- Sí, Y ahora todo está perdido, sin excepción. Ella guardó un momento de silencio respetando las pérdidas reales que él había sufrido antes de volver a hablar. - Lo que no comprendo en absoluto es todo lo relativo a la muerte de Sere- phine. ¿Por qué pensarían las autoridades que tú la mataste?
- Supongo que no lo creen en realidad, o yo ya estaría en el calabozo sin tener nada que hacer excepto escuchar cómo cons- truían la horca en el patio de la prisión. Simplemente fue una posi- bilidad que consideraron por un tiempo. Parecen pensar que yo podría haber deseado deshacerme de ella y decidido que envene- narla me resultaría menos oneroso que mantenerla de por vida. - Veneno -dijo Elene despacio-. ¿No sería ... arsénico? - Exactamente.
Las preguntas se agolparon en su cabeza, demasiado nume- rosas para ser ordenadas coherentemente. Frunciendo el ceño, concentrada, ella se aferró a algo que él había dicho. - ¿Por qué pensaría alguien que deseabas deshacerte de ella?
- No tengo idea. - Hiw un rápido ademán con una mano sin mirarla a los ojos.
-roe veras no lo sabes? - Muy bien, nos habíamos peleado, habíamos mantenido una pelea bastante ruidosa por un baúl lleno de vestidos nuevos que se había encargado. Pero esa no era razón para matarla.
Elene no podía imaginar a Serephine peleando con Durant. Ella había sido siempre tan... ¿cuáles habían sido las palabras que él había usado? Complaciente y dócil. Eso era. Serephine siempre había sonreído y estado de acuerdo, sonreído y obedecido. Las per- sonas no siempre se comportaban en privado como lo hacían en público; aun así, lo de la pelea no tenía traza de ser verdad. Lo más probable era que Durant se hubiese mostrado ofensivo e injurioso riñendo a su concubina por su extravagancia.
En voz alta, dijo: - Creía que habías traído contigo suficiente riqueza de las islas para tener que preocuparte por unos cuantos vestidos.
- Exactamente lo mismo pensaban una gran cantidad de personas -comentó él encogiéndose de hombros-. Uno sólo puede pedir prestado por corto tiempo.
- ¿Pedir prestado? - Los sastres y los constructores de carruajes tienen el incó- modo hábito de exigir la paga. Pedir prestado es una manera de satisfacerlos.
Elene supuso que él se había endeudado con la garantía de sus' posesiones en las islas; era posible que hubiese algún presta- mista dispuesto a correr el riesgo de que pudieran retornar allá alguna vez. Sería una falta de modales rayana en la grosería, seguir arrancándole más información al respecto. - ¿Estaba molesta Serephine? ¿Perturbada por algo? Quiero decir, ¿estaba tan afligida como para
- ¿Quieres saber si yo la empujé a tomar el veneno por su cuenta? No lo sé.
Sus palabras eran duras, para ocultar su pena y la culpa que lo carcomía. Por eso se lo veía tan demacrado y taciturno. Era la culpa.
-Yo no lo creo. La expresión esperanzada que afloró en su rostro causaba
aflicción. - me verdad no lo crees?
- Ella disfrutaba mucho de la vida, disfrutaba demasiado del amor. Puede que no haya pensado nunca en el mañana y sus pro- blemas; lo único que le imp';)rtaba era el presente y sus placeres. Esa clase de personas no se quitan la vida voluntariamente.
En la mente de Elene resonó un eco perturbador. Había dicho casi las mismas palabras refiriéndose a Hermine, ¿no era así?
Durant movió afirmativamente la cabeza. - Sé muy bien que ella era precisamente así, pero pareciera que no puedo conven- cer a nadie más. Si la gente no tiene entre manos el asesinato sensacional de una concubina, a manos de su propio amante, no se muestra interesada. Los escribientes toman cuidadosa nota de todo, luego se van y meten los papeles en algún cajón relegán- dolos al olvido. Me miran y yo puedo verlos pensar que si no la maté yo mismo con un sorbo de arsénico, entonces lo hice con palabras, palabras que la desesperaron tanto, que no pudo sopor- tar vivir por más tiempo.
- Corría un rumor - comenzó a decir Elene con mucho
tacto -, de que estabas a punto de contraer un matrimonio muy
ventajoso para ti. El se quedó mirándola fijamente. -¿Dónde oíste eso? En realidad, no es que me importe mucho. No es verdad. Te aseguro que no es verdad en absoluto.
Continuaron platicando de muchas otras cosas, de Morven de quien se rumoreaba que galanteaba discretamente a la esposa de un prominente funcionario espaIiol a pesar de seguir vi- viendo con la viuda y su nueva ingenua, y de m'sieur Tusard a quien se lo había visto a menudo, según Durant, en las casas de juego fuera de los muros de la ciudad. Por fin, llegó el mo- mento cuando Durant no pudo prolongar más la visita sin inva- dir el horario del almuerzo. Elene lo acompañó hasta la puerta del salón donde lo esperaba Benedict con el sombrero y el bas- tón.
Con estas prendas en la mano, Durant volvió a hacer una reverencia. - Ha sido un momento muy agradable. Fue bueno de tu parte recibirme; yo no lo esperaba de ti.
- No tengo tantos amigos y conocidos en Nueva Orleáns como para darme el lujo de ignorar a uno de ellos.
- Esas palabras me ponen en mi lugar junto con todos los demás - comentó él con una sonrisa irónica -. Espero que también signifique que volverás a permitirme que te visite en alguna otra oportunidad.
- Por supuesto. Aunque no con demasiada frecuencia cuando Ryan no esté en la casa.
El sonrió nuevamente sin responder, después le soltó la mana y dando media vuelta se alejó de allí. Luego de dos pasos, se volvió una vez más. - No me agrada perturbarte, Elene, pero no puedo marcharme sin preguntar...
- ¿Qué deseas saber? - preguntó ella cuando él calló. - ¿Estás segura de que tu propia enfermedad fuera realmente fiebre amarilla?
- Razonablemente segura, ¿por qué?
- Por nada - contestó él con una sacudida de cabeza -. Nada en absoluto. - Nuevamente descendió por la escalera.
¿Fiebre amarilla o veneno? Esa pregunta y otras miles persiguieron a Elene durante días.
Creía haber tenido fiebre amarilla, le habían dicho que esa era la enfermedad, pero ¿lo era en verdad? Debía ser. Los síntomas habían estado allí, la fiebre, los labios rojos, los vómitos de bilis negra quemándole la garganta, y luego también la piel ama- rilla. ¿Qué otra cosa podía ser?
Excepto que el arsénico, administrado en pequeñas dosis, podía causar muchos de los mismos síntomas.
No, era imposible. Su piel había estado más amarilla que los girasoles.
Pero también existían otras sustancias que podían ser admi- nistradas a una persona para producir ictericia.
No podía creer lo. El prefecto colonial y otras cien personas más habían sido atacadas de fiebre amarilla al mismo tiempo. Había sido una epidemia como la que brotaba en mayor o menor grado todos los veranos en los puertos sureños. La había atendido el mismo médico que atendía a Laussat, un químico traído de París que debía conocer el envenenamiento por arsénico si lo veía, y que ciertamente podía comparar dos casos de fiebre amarilla. Como el prefecto colonial, ella había sobrevivido a la enfermedad tropical, lo cual la convertía en una de las pocas afortunadas. En lugar de evocar fantasmas sobre sí misma, debía estar pensando en quién podría haber matado a Serephine.
El problema era que no podía pensar en nadie. Serephine no había tenido enemigos, no había sido una amenaza para nadie. Aun cuando Durant hubiese considerado seriamente la idea de contraer matrimonio, lo cual él negaba, Serephine no habría sido ningún impedimento. Había sido completamente inofensiva, un juguete adorable y generoso que solo había vivido para brindar placer a Durant. La única explicación posible de la muerte de Serephine era que fuese una venganza contra Durant. Yeso era como agarrarse de un clavo ardiendo.
Existía, desde luego, la similitud entre la muerte de Her- mine y la de Serephine. La actriz había vivido para dar gozo a muchas personas desde el escenario y a Morven en la inti- midad, pero no había sido un peligro para nadie. Todos la ha- bían querido.
y con todo, ¿era eso estrictamente verdad? Madame Tusard la había acusado de descarriar a su esposo. Había sido un error, pero la acusación se había hecho. J osie, como lo habían demos- trado los acontecimientos posteriores, había codiciado los papeles que representara la actriz más experimentada y también las caricias de Morven. Hasta Rachel Pitot bien podría haber creído que Her- mine era un obstáculo para la posesión definitiva del guapo actor.
Veneno, se decía repetidamente, era uno arma femenina.
Pero, ¿qué relación posible podía existir entre Hermine y Serephine? La respuesta parecía ser: ninguna. Ellas apenas se conocían, casi no se habían hablado. Habían sido pasajeras casuales en el mismo barco, nada más. Nada.
También m'sieur Mazent había estado a bordo del mismo barco, y él como las otras había muerto envenenado con arsénico. y sin embargo, aun cuando pudiera encontrarse algún débil esla- bón que uniera las muertes de las dos mujeres, parecía muy impro- bable que ambas pudieran tener algo en común con la del maduro hacendado.
Sin embargo, tenía que haber algo en común. Tenía que haber.
Había. Era el perfume. Hermine había tenido en su poder una botellita azul de Paraíso, como así también Serephine. Mazent jamás había tenido una personalmente, pero sí su concubina Germaine quien la había compartido con la hija del hacendado.
¿Sería posible que el perfume tuviera alguna sustancia que pudiera matar? ¿Quizá la misma que podía esclavizar?
No, no, no tenía ningún sentido. Elene misma lo había usado durante más tiempo que ninguna de las otras mujeres, y ella no estaba muerta.
Había estado enferma. Fiebre, había tenido fiebre amarilla. ¿Suponiendo que no fuera así? ¿Si se pensaba que había personas más débiles que otras o más susceptibles al ingrediente letal? ¿O que algunas botellitas tuvieran una mayor proporción de lo que fuera la causa de la muerte?
¿O tal vez el perfume que había preparado Devota en la isla de Santo Domingo para ella fuera diferente al que habían prepa- rado juntas en Nueva Orleáns? También había estado ese ingre- diente olvidado que Devota agregara a la mezcla del perfume mientras Elene estaba ausente del taller.
Se estaba comportando como una necia. Hermine, Mazent y Serephine habían sido asesinados con arsénico, no con alguna mez- cla secreta del rito vudú. Todos estaban de acuerdo en que la causa había sido esa.
¿y si estuvieran equivocados? ¿ y si el perfume contenía veneno, algún extracto de arsénico que era absorbido a través de la piel, tan letal como el albayalde del polvo facial usado por las actrices? Si eso era posible, podían suceder algunas otras muertes. A menos que Germaine le hubiese contado la verdad acerca de la rotura de la botellita, ella podría ser la próxima víctima. O si no aquella persona, quienquiera que fuese, que había robado el perfume a madame Pitot.
Si eso era posible, entonces, todo el peso de la responsabili- dad por tantas muertes debía caer sobre los hombros de Elene, ya que ella había sido quien insistiera tanto en hacer ese malhadado perfume.
Oh, ¿pero qué motivo podía tener Devota para poner tal cosa en el perfume? Con su conocimiento de plantas y hierbas jamás podría ser un accidente.
También era posible que alguna redoma, ya fuera de la tienda del boticario o de dondequiera que Devota hubiese conse- guido las esencias adicionales que necesitara, hubiese tenido el marbete equivocado; eso podía pasarle a cualquiera. Devota no tenía motivos para dedicarse a matar a nadie, y menos a la misma Elene.
¿Era esto realmente cierto?
Había habido muchos mulatos en los barracones de esclavos en Santo Domingo que se habían sublevado y asesinado a los blan- cos de las grandes mansiones, hasta aquellos con quienes estaban emparentados. Devota era mitad blanca y mitad negra, algo que no podía ser olvidado por más que ambas lo intentaran. Debido a su sangre, ella llev"ría por siempre la vida de una sirvienta. No, de una sirvienta no; ese era un amable eufemismo. Devota era la esclava de Elene.
Si Elene moría, Devota quedaría sin su ama. Elene no tenía herederos que recibieran su propiedad, no tenía ningún documento legal que fijara la distribución de sus bienes, y con el fermento de cambio que sacudía a la colonia de Louisiana, el gobierno bien podría olvidarse de tomar posesión de sus bienes, los cuales solo estaban compuestos por una única esclava, Devota. En Santo Domingo se había asesinado a miles para asegurar la liberación de aquellos que habían sido esclavizados.
Aun así, ¿qué razón concebible podía haber tenido para matar a Hermine? ¿o a Mazent, dado el caso?
¿ Tenía que haber algún propósito además del color de la
piel? ¿Podría haber sido un hecho casual? Serephine, sin embargo, pertenecía a su propia clase. Seguramente Devota no le habría cau- sado ningún daño.
Que por un perfume memorable tuviera que verse forzada a abrigar sospechas tan terribles era suficiente, casi, para hacerle
desear no volver a olerlo nunca más en su vida.
Debía tomar una decisión. Elene no podía hacer nada. Salvo
albergar la esperanza de estar equivocada. No sabía cómo asegu-
rarse de que las muertes que habían ocurrido no tenían nada que ver con ella o con su perfume. Podría intentar descubrir qué sus tancia había añadido Devota en la mezcla que había hecho, probar el grado de culpabilidad de Devota y su propia responsabilidad. Se sintió horriblemente tentada de hacer lo primero. Si ella había cau- sado la muerte de personas inocentes, no creía ser capaz de sopor- tarlo. A pesar de todo, debía saberlo. La remota posibilidad de sal- var a otras víctimas inocentes se lo exigía.
Elene recorrió la galería en busca de Devota. Podía oírla canturreando en alguna parte, entonando una suave melodía melancólica. La siguió hasta dar con ella en el cuarto de vestir junto a la alcoba de Ryan.
La criada estaba sentada en un taburete zurciendo una pequeña rasgadura triangular en la manga de una de las camisas de Ryan. Tenía la cabeza gacha sobre la labor mientras la aguja se movía aprisa entrando y saliendo, y su dulce rostro moreno mos- traba la expresión absorta de alguien empeñado en terminar debi- damente la tarea que tenía en mano. Su tignon era blanco como la nieve, pero matizado con hebras de seda azul, y su vestido de cam- bray azul había sido cuidadosamente almidonado y planchado. Pul- cra, competente, hacendosa, era la imagen misma de la perfecta sirvienta.
-lDevota? La mujer alzó la cabeza, sobresaltada. - iChere! Harás que me dé un ataque al corazón si sigues acercándote a hurtadillas como ahora. ¿Por qué no me llamaste si me necesitabas o enviaste por mí a ese malvado de Benedict?
- Es que tenía algo que preguntarte, en privado.
Cuando Devota observó las facciones tensas de Elene, la sonrisa desapareció de su rostro. Anudó la hebra y la cortó de un tirón, después sacudió la camisa antes de dejarla a un lado. Se puso
de pie. - ¿Sí, chére?
- Es acerca del perfume. - Un nudo tenso se formó en la
garganta de Elene impidiéndole hablar. Miró a esta mujer a quien había conocido toda su vida, y la pregunta que estaba a punto de formular le pareció un insulto tan agraviante que no podía resig- narse a expresar la.
Devota hizo un lento movimiento con la cabeza en señal de
afIrmación. - He estado esperando, preguntándome cuándo me lo
preguntarías.
-¿De veras? Entonces no puede ser verdad, tú no puedes haber puesto algo en el perfume que mataría a la gente. Yo sabía que no podías haberlo hecho.
Los ojos de la criada se dilataron de horror.
- ¡Matar!
- Pensé que estabas esperando...
- ¡Nunca! ¡Jamás hubiese pensado que pudieras preguntar algo semejante!
- Tenía que hacerlo. Está muriendo gente, personas que han tenido contacto con nuestro perfume. Yo no puedo ignorar los hechos.
- ¿Piensas que yo las maté? ¿Por qué habría de hacer yo semejante cosa? ¡Dime por qué!
Elene no recordaba haber visto nunca a Devota tan belicosa, tan agresiva. Jamás la había oído levantar la voz tan alto ni visto tal ira en sus ojos negros. Evasivamente, contestó: - No sé por qué.
- Creo que sí lo sabes. Creo que como todos los blancos en estos días miras el color de mi piel y ves un enemigo. Olvidas todo lo pasado anteriormente, todos los años de amor. ¡Todo lo que ves es negro, negro, negro!
- ¡Tres personas han muerto! Lo único que deseo saber es cómo sucedió y quién lo hizo. ¿No lo entiendes? Si fue algo que contenía el perfume, debo saberlo. Tengo que saberlo, porque si fue así, yo soy culpable. Yo ayudé a matarlas.
Devota la contempló por un momento y su semblante se serenó. -Oh, Dios, chere. Oh, santísimo Dios.
Tan absortas estaban que no oyeron las suaves pisadas de Benedict al entrar al cuarto de vestir. Su carraspeo para llamar la
atención tuvo el sonido del trueno. Entonces, dijo: - No había nada
en el perfume.
Elene giró en redondo con los nervios en tensión. - ¿Qué sabes tú de eso?
-Nada en absoluto, salvo que he olido ese perfume en la casa día y noche. Sé que esta mujer, su doncella, no es una persona que pudiera matar furtivamente, al azar, al culpable y al inocente por igual. No guarda semejante odio en su corazón. Sería posible que matara dominada por la cólera, pero no de otro modo.
Devota alzó la mirada al rostro del hombre alto y delgado de semblante impasible y entrecerró los ojos.
- Te lo agradezco, de veras.
- Estaba convencido de que así lo harías - contestó Benedict e hizo una reverencia.
Por un instante hubo algo vital, casi palpable, en el aire entre los dos sirvientes. Después, Devota se volvió a Elene.
- Te traeré lo que queda del perfume. Harás con él lo que
gustes. Pruébalo. Saboréalo. Usalo. Deshazte de él. No me importa. Fue hecho para ti, para tu auxilio y placer. No tiene nada que ver conmigo.
Devota salió de la habitación. Benedict desapareció en silen cio detrás de ella. Elene también salió del cuarto de vestir, aunque no tenía conciencia de lo que estaba haciendo.
Se detuvo en el centro de la alcoba a la que había ingresado. Se quedó de pie con la vista clavada en el diseño floral de la alfom- bra flamenca en rojo, azul y oro, sin ver nada y absolutamente con- centrada en sí misma. No había servido de nada. Más allá de Devota, solo quedaba madame Tusard como única sospechosa de esos hechos macabros, y después de ella, nadie.
Devota irrumpió en la habitación con las restantes botellitas de perfume en las manos. Las dejó sobre la mesa más cercana a Elene, junto a la cama, y luego empezó a alejarse.
- Aguarda - dijo Elene -. No tengo la intención de insul- tarte ni de menospreciarte, pero hay una sola cosa más que debo saber.
- ¿Sí? - La palabra sonó tajante, reflejando sus sentimientos heridos.
- ¿No existe ninguna posibilidad, por accidente o a propó- sito, que pueda haberse añadido al perfume alguna sustancia nociva sin que tú te enteraras?
- El perfume es todo fragancia, una colección de esencias purísimas tanto débiles como fuertes. Para aquellos que tienen buen olfato para los perfumes, la más mínima alteración por añadido o sustracción cambia la esencia misma del aroma
en alguna medida. No puede haber arsénico en este perfume puesto que la sustancia huele a ajo y anularía a todas las otras fragancias. Lo mismo sucede con todos los otros elementos dañinos que yo conozco y que podrían causar algún daño. Por lo tanto, no puede ser. Deja de torturarte, chere; tú no tienes ninguna culpa.
- ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando aquí? Era Ryan quien lo preguntaba, irrumpiendo en la habitación justo para oír las últimas palabras de .Devota. Elene alzó la cabeza
al tiempo que giraba para mirarlo. - No era nada.
- No lo creo así. ¿Qué sucede ahora con el perfume? ¿Ha ganado súbitamente el poder de hacer mover más rápidamente a los burócratas de París? lO ha persuadido a Salcedo y a Morales para amar tanto a los norteamericanos que ahora les están ofre- ciendo sus excusas por sus ultrajes?
El tono que usaba era de broma, pero estaba teñido de impaciencia. También resultaba muy irritante.
- Nada tan beneficioso - contestó Elene, cáustica -. Yo estaba tratando de tranquilizar mi conciencia con respecto a su papel en estos asesinatos.
Ryan despidió a Devota con un ademán brusco. La criada salió inmediatamente cerrando la puerta a sus espaldas. Movién- dose en dirección adonde estaba Elene, Ryan pasó a su lado y fue a apoyarse contra un extremo del alto colchón de la cama con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas enfundadas en las altas botas cruzadas a la altura de los tobillos. Deliberadamente, dijo: - Creo que sería más prudente oír más sobre esto.
Ella se lo explicó lo más sucintamente posible, aunque mientras hablaba, crecía en ella la certidumbre de lo absurdas e irracionales que eran todas las cosas que estaba relatando. Con todo, debía llegar al final a pesar de su lógica vacilante, a pesar del rt:bor de mortificación que encendió sus pómulos al ver el escepti- cismo pintado en el rostro aquilino de Ryan.
- ¿Piensas acaso - dijo lentamente Ryan cuando ella hubo terminado-, que este perfume tuyo puede no solo hacer que los hombres se comporten de manera absolutamente contraria a su naturaleza, sino que además provoque enfermedades y hasta la misma muerte?
- No precisamente el perfume, sino algo que haya en él. Siempre han corrido rumores de que detrás de la habilidad de los sacerdotes y sacerdotisas del vudú para desear la muerte de una persona estaba oculto el uso de venenos. Sé que suena disparatado, pero yo pensé que Devota podría haber... es decir, que ella podría haber deseado vengarse o haber recibido algún dinero a cambio de esas muertes. No sé exactamente qué fue lo que pensé, si debes saber la verdad. Es que me pareció una posibilidad que yo no debía pasar por alto.
- Porque si así fuera, estarías en falta.
Elene hizo un gesto de desconcierto y desvió la mirada cla- vándola en la gasa del mosquitero que formaba pliegues artísticos sobre la cabecera del lecho.
- Algo por el estilo.
- Estarías en falta porque Devota era tu esclava. - y también mi responsabilidad.
De un empellón él se apartó de la cama, enderezándose, y la agarró por los brazos con sus manos fuertes y grandes. La apretó tanto contra su cuerpo que Elene solo pudo apoyar las manos con- tra su pecho para no caer sobre él.
- De una vez por todas - susurró él-, tu perfume no tiene poderes mágicos, para bien o para mal. Es una fragancia agradable, eso es todo.
Ella alzó la cabeza y encontró el azul diáfano de sus ojos que no la evadían.
- ¿Cómo puedes saberlo?
- Lo sé. La necesidad que tengo de ti nace muy hondo den tro de mí y no de unas cuantas gotas de líquido vertidas de una botella. Está en mi corazón y en mi mente y en la parte de mi cuerpo que desea fervientemente hundirse, caliente y fIrme, dentro de tu cuerpo. Tu perfume no es ninguna amenaza para mí. Yo no soy el esclavo de ninguna mujer, ni siquiera tuyo, aunque te deseo lo suficiente ahora mismo, en este minuto, como para renunciar a mi última esperanza de libertad a cambio de estar una hora entre tus brazos. Pero puedo alejarme de ti si fuera necesario. Puedo abandonarte, no sin gran pesar, pero ciertamente sin poner en peli- gro mi vida o lacerando mi alma sin remedio posible. No necesito de ti para vivir.
Las palabras caían como gotas de ácido en su mente, que- mando, carcomiendo su orgullo. La confianza que oía en el tono de su voz hizo nacer la ira en ella. Alzando los ojos grises oscurecidos ahora por el dolor y el desdén, exclamó: -Si estás tan seguro, ¿por qué no te vas?
- Me iré. - ¿Qué dices? - Estaba tan cerca de él que podía sentir el calor ardiente de su necesidad, los músculos tensos de sus muslos contra los de ella. Debajo de las manos que tenía extendidas sobre el pecho fornido su corazón golpeteaba en muda negación de las palabras tan serenas.
- Te probaré que puedo marcharme. Partiré para la ciudad de Washington en cuanto esté listo para el viaje, lo haré para traer los documentos oficiales de la doble transferencia de Louisiana.
Voy a pedido de Laussat, para acelerar este ya tan dilatado proceso del cambio de un país a otro, pero también para convencerte de que puedo hacerlo.
- ¡Muy bien, vete entonces! Ella intentó retorcerse y arrancarse de los brazos poderosos que la aprisionaban, pero todo fue inútil. Ella apretó más, rodeán- dola con sus brazos hasta que los senos de Elene se aplastaron
contra su pecho. El deslizó una mano por la espalda de Elene hasta cubrirle la curva de la cadera mientras bajaba los ojos para mirar la
superficie rosada y húmeda de los labios que se habían entreabierto con la respiración agitada.
- Ah, no, no sin un último hálito de perfume y una despe-
dida apropiada y apasionada. ¿Dónde estaría la gloria de partir sin
eso? ¿Dónde estaría la victoria? Era un reto, uno que Elene era reacia a aceptar, pero que su corazón no podía rehusar. Se arrojó contra él al tiempo que Ryan
la atraía más contra su cuerpo, estirándose de puntillas para ir al
encuentro de la fuerza violenta de su beso. Le temblaron los labios al adaptarse a la demanda firme de los de Ryan, pero ella no disminuyó la fuerte presión de los suyos hasta sentir que se magullaban los de ambos. Deslizó las manos por la nuca de Ryan enredando los dedos en su pelo y probando la fuerza acordonada de su cuello. Embistió con los senos contra el pecho del hombre hasta que le dolieron, y meneó las caderas lentamente con angustiante necesidad para que su ardiente suavidad protegiera la fuerza dura de la virilidad de él.
El contuvo la respiración bruscamente. Con manos que habían perdido por completo su habitual destreza, desprendió tra- bajosamente los botones del vestido de Elene y le abrió el escote deslizando el corpiño por los brazos junto con la camisola guarne- cida de encajes. Ella lo ayudó bajando las prendas hasta la cintura, soltando la cinta de los calzones largos y de su única enagua para dejar los caer al suelo. Después, acercándose más a él, le sacó los faldones de la camisa de debajo de los pantalones cortos y le des- prendió el broche delantero mientras él se sacaba la camisa por la cabeza con un solo movimiento apresurado. En tanto él se des- pojaba de las botas, ella se sacó las zapatillas sacudiendo los pies en el aire. Después, Elene se trepó a la cama donde empezó a des- prenderse las ligas.
Ryan la detuvo con un ademán mientras se deshacía de los pantalones cortos y los arrojaba a un lado. En magnífica desnudez, se acercó a ella y se colocó entre sus rodillas separándolas más antes de empezar a desprender las ligas una después de la otra. Luego deslizó lentamente las medias hacia abajo hasta pasar las rodillas y las pantorrillas. Se arrodilló para besar las corvas cosqui- llosas y suaves antes de deslizar los labios por la sensible piel de la entrepierna dejando a su paso una estela de fuego húmedo hasta la unión de los muslos. Al dirigir allí su atención, la hizo caer de espaldas sobre el colchón con un deliberado empellón y Elene, inundada de delicioso placer sensual, se dejó caer.
Debía protestar, debía hacer algo para recuperar la iniciativa, pero estaba perdida en el deleite y en un difícil y dolo- roso fatalismo. Si esta era la última vez, y bien podría serio, entonces que fuera especial, un acto de amor para recordar to- da la vida.
Las caricias de Ryan le encendieron la sangre de deseo ardiente y atronador. Como una catarata de agua hirviente se derramó por ella aglutinándose en el centro de su femineidad formando un remolino con un doloroso vacío en su vórtice. Nada importaba salvo que él lo llenara.
Cuando Ryan se puso de pie, ella le estiró los brazos para atraerlo sobre su cuerpo, pero él no se reunió con ella. En cambio, caminó hasta la mesita de noche donde estaban las botellitas y recogió una de ellas. Sacándole el tapón, volvió nuevamente junto al lecho.
Los ojos de Elene se abrieron desmesuradamente. Se sentó en la cama y volviéndose de costado levantó las piernas sobre el colchón. Con la voz enronquecida, preguntó:
- ¿Qué estás haciendo?
- La prueba no estaría completa sin esto, ¿no te parece? - Inclinó levemente la botella hasta que unas cuantas gotas del líquido fragante humedecieron el borde y se derramaron por los dedos para caer sobre la sábana impregnando el aire con su aroma ya tan familiar.
Era inquietante verlo tan sereno y distante mientras el deseo pulsaba caliente e incontrolable debajo de su piel. Se humedeció los labios.
- Supongo que no.
- Entonces, acuéstate.
Elene lo obedeció mientras él apoyaba una rodilla sobre el colchón y subía a la cama. En el momento en que ella quedó tendida sobre el lecho, él derramó unas gotas de perfume sobre su cuerpo empezando entre los senos y terminando en las rodillas. Rapídamente, antes de que los hilos escurridizos de líquido pudieran escaparse, él lo hizo penetrar en la piel tersa del cuerpo de Elene con masajes lentos y deliberados, suavizando los blancos montículos de sus senos, los costados estrechos de la cintura esbelta y la superficie plana del abdomen; por el triángulo de oro finamente hilado en el ápice de las piernas y por las voluptuosas curvas de las caderas y la delicada piel lechosa de la entrepierna. Un estremecimiento sacudió el cuerpo de Elene y él sonrió con alegre y tierna resolución antes de descender sobre ella y cubrirla con su cuerpo. El peso de Ryan que la hundió más en la blandura del colchón relleno de musgo fue bienvenido y gratificante para su piel sensibilizada. Los contornos de los cuerpos encajaron, solidez y morbidez, en perfecta armonía aunque no en una unión completa todavía. El olor del perfume se elevó en el aire, envolviéndolos, calentado por el ardor de los cuerpos hasta lograr una intensidad empalagosa. Se mezcló entonces con los olores propios de los cuer- pos, masculino y femenino, para producir un ambiente que embo- taba los sentidos.
Ryan se movió encima de ella esparciendo por su piel los delicados aceites que humectaban el cuerpo de Elene, absorbiéndolos, al mismo tiempo que el vello crespo, los duros contornos de su pecho y los muslos acordonados producían escalofríos de placer que subían en espiral por el cuerpo yacente de Elene. Se deslizaron juntos, excitándose mutuamente con tiernas y delicadas caricias, dejándose subyugar por la magnificencia envolvente que estaban creando ellos mismos. Elene podía sentir los latidos discordantes del corazón de Ryan al imponerse él un dominio absoluto a su pro- pio goce. Ella lo resistió, respetándolo más por ello, hasta que sobre una cresta de placer incontrolable, separó los muslos y lo llevó al interior de su cuerpo en un delicioso deslizamiento líquido.
La conmoción que le produjo la excitación febril hizo ondu- lar todo su cuerpo. Se sintió inundada de placer y un grito ahogado se estranguló en su garganta al arquear la espalda para elevarse hacia él. El satisfiZO la necesidad de la joven, esforzándose, hun- diéndose más y más todavía con infinita fortaleza y voluntad inflexible. Ella absorbía la fuerza de sus sacudidas rítmicas mien- tras se expandían sus sentidos. Su respiración se tornó áspera, entrecortada, jadeante a sus propios oídos. Su corazón palpitaba enloquecidamente en el pech9 con un ritmo salvaje y violento. No obstante, seguía sostenida con firmeza y a salvo entre los brazos de Ryan.
La marea carmesí del éxtasis surgió de adentro, expandién- dose en vívido prodigio de fuego. Elene, con un sollozo, dejó que la bañara por completo. Ryan sintió el oleaje abrumador en las sedo- sas profundidades de Elene dejando de luchar, se rindió. Aprisio- nados en sus temibles garras, perdidos en el eKtático prodigio, per- manecieron inmóviles. Y abriendo los ojos, se miraron en silen- ciosa, inútil gloria.
Un momento más tarde, él rodó sobre la cama llevando a Elene con él, unidos todavía, inseparables. El se meció con ella de atrás para adelante en una agonía de ternura, inhalando la fragan- cia que desprendía su pelo, grabando en su piel y sus sentidos, las formas del cuerpo femenino y las sensaciones que producía en su piel. Le buscó la boca besándola con rudeza una, dos veces. Des- pués, moviéndose como si sus músculos estuvieran acalambrados de renuencia, la acostó de espaldas y rodó sobre la cama alejándose de ella.
Poniéndose de pie, caminó hasta el tocador donde usando agua fría y un pan de jabón lavó su cuerpo para librarlo del aroma del perfume. Se secó con vigor y arrojó la toalla sobre una silla. Se acercó al armario de donde sacó un par de pantalones de montar hechos de cuero y una chaqueta rústica de calidad similar.
Pocos minutos después, estaba completamente vestido, excepto por un sombrero de ala angosta que sostenía en la mano junto con un atado de ropa sujeto con correas que llevaba para cambiarse en el camino. Dio unos pasos hacia la puerta y apoyó la mano sobre el picaporte, luego miró en dirección de Elene. Su mirada se paseó por todo el cuerpo desnudo mientras ella seguía tendida sobre el lecho, con la piel nacarada brillando tenuemente en la penumbra. Lanzando un juramento ahogado, se alejó de la puerta y corrió nuevamente a su lado. Se abalanzó para saborear una vez más el orgulloso pezón de un seno redondo y turgente, después le arrancó un beso violento de los labios.
Enderezándose abruptamente, se dirigió a la puerta una vez más y la abrió de par en par. Volviéndose, con una mirada llena de profundo dolor y desolación en sus ojos azules, exclamó:
- Si esto es la victoria, prefiero la derrota.
La puerta se cerró a sus espaldas.
17
Ryan se había ido. Elene permaneció acostada con la mirada perdida en los suaves pliegues del mosquitero que ya había sido recogido para el día hasta que los pasos de Ryan se fueron alejando por la galería y se perdieron luego al bajar por la escalera. No se movió ni siquiera entonces hasta que el silencio y la falta de agitacion indicaron que, al igual que una tormenta que ha pasado, él ya no estaba más en la casa. Rodó lentamente sobre su vientre y hundió la cabeza en la al- mohada.
No lloró. Tenía apretado el pecho y su respiración era ja- deante y entrecortada, pero las lágrimas seguían encerradas en su interior. El la había dejado. A pesar del perfume. A pesar de la unión de sus cuerpos. Se suponía que no podía ser posible, pero había sucedido.
Había sucedido porque ella lo amaba. Lo había sabido, ha- bía sentido cómo crecía su cariño por él. Devota se lo había adver- tido. Enamorarse sería perder el control de la relación entre ella y su hombre. Ella había dicho algo más, algo acerca de un corazón amante, pero Elene no podía recordarlo exactamente.
Ryan pensaba que había vencido el hechizo que el perfume ejercía sobre él, o al menos le había probado a ella que no lo influía para nada. Tal vez era verdad; ella ya no sabía más en qué creer. Pero ¿por qué se había ido tan lejos?
No era necesario poner en peligro su vida para probarle que ella no podía retenerlo. Podrían matarlo durante ese largo viaje a caballo hasta la ciudad de Washington. El era un corsario, no un correo. No era otra cosa que su maldito orgullo masculino lo que lo había forzado a realizar ese viaje largo y agotador a través de selvas y desiertos.
No, eso no era verdad. Debía ser justa. La misión que le habían encomendado no tenía nada que ver con ella. El era un hombre preocupado por los destinos de Louisiana, su tierra natal.Los grandes acontecimientos que agitaban a la colonia eran de vital importancia para él, y Ryan había sido arrastrado a su vórtice. Era una parte de su vida en la que ella no tenía cabida.
En realidad, no se podía decir que tuviera cabida en alguna otra parte de la vida de Ryan. El le había hablado de deseos y nece- sidades y de adoración, esto último, quizá, una reacción demasiado intensa que, seguramente, había sido inducida por el perfume. La situación era muy simple, Ryan no había mencionado el amor per- fecto, salvo cuando ella estaba enferma, cuando él había pensado que era lo que ella necesitaba oír para seguir viviendo.
Devota no le había prometido amor, por supuesto. Deseo, sí. Una devoción absoluta a la carne. Subyugación. La esclavitud para su pareja. Todas estas cosas se las había prometido, ella las había gozado plenan-ente y le habían brindado excitación, hasta éxtasis. Pero cuán efímeras eran, y cuán vacías sin amor.
¿Cómo era posible que dos personas compartieran tal inti- midad, tal posesión mutua y total y un júbilo sin trabas, y solo una de ellas sucumbiera al amor? ¿Era posible que hubiese canjeado la probabilidad dt- ser amada en plenitud por un efímero vínculo de los sentidos por el mero hecho de haberlo embaucado con el per- fume, aunque lo hubiese hecho sin intención? Si durante aquellas tres noches pasadas en el oscuro agujero debajo de la casa de Favier ella no hubiese usado el perfume, ¿qué habría sucedido entre ellos? ¿Habrían ido descubriendo lentamente que se atraían y esa relación habría sido más duradera y profunda, o habrían pasado las horas sentados en diferentes rincones platicando amablemente sin tocarse jamás? ¿Qué habría preferido ella? ¿Haber tenido la pasión que habían compartido, o no tener nada en absoluto?
Cuando Devota entró en la alcoba mucho más tarde, Elene cerró los ojos y fingió estar dormida. La mujer volvió a salir sin ha- cer ruido. Cuando llegó la noche, la criada le trajo una bandeja con una cena liviana de pollo asado, pan de corteza dura y vino con: crema de caramelo para el postre. Elene probó unos bocados casi a la fuerza, pero no pudo seguir. Despidió a Devota, apagó la vela y se cubrió con las mantas.
A la mañana siguiente se sentía amodorrada, pero inquieta y sin deseos de abandonar la cama. Aceptó la taza de café con leche' que le había traído Devota, pero miró a su doncella con ojos soño- lientos mientras ella se atareaba en la alcoba descorriendo las cor- tinas y recogiendo las prendas de ropa desparramadas. Le permitió que la bañara y cambiara las sábanas del lecho, aunque lo hizo más debido a que el perfume rancio que las impregnaba le resultaba detestable que por el deseo de frescura. De hecho, no deseaba ab- solutamente nada, salvo una habitación oscura y silenciosa y el olvido total que le brindaba el sueño.
-¿Ché're? ¿Vas a quedarte en la cama para siempre? - Devota le formuló la pregunta con los brazos en jarra y actitud beligerante.
Elene echó atrás el cabello que le ocultaba parte de su rostro y se cubrió los ojos con la mano.
- No lo sé - dijo finalmente.
- Tienes que levantarte. Me asustas, chere. Esta actitud no es normal en ti.
- ¿Levantarme y hacer qué?
- Algo. Cualquier cosa. M'sieur Ryan dejó dinero para las
compras. Puedes ir al mercado. - Puede ir Benedict.
- El también se preocupa mucho por tu estado. Benedict de verdad se preocupa por ti. M'sieur Ryan lo culpará a él si a su re- greso te encuentra enferma.
- ¿Lo hará verdaderamente? ¿Estás segura? - Así lo cree Benedict.
- Está equivocado. Dudo mucho que a Ryan le importe.
- ¿Qué significa eso? ¡Por supuesto que le importa!
Elene se sentó en la cama. Con voz dura y tajante, exclamó:
- ¡El me abandonó, Devota! - Luego, más serena, añadió: - Me abandonó.
- El regresará.
- Tú dijiste... me dijiste que él estaría esclavizado a mí, que él sólo desearía complacerme.
- ¿Es eso lo que deseas de un hombre, que sea tu esclavo?
Elene tragó las lágrimas mientras sacudía la cabeza para negarlo enfáticamente. - Pero nunca pensé que él pudiera desear alejarse de mí. No creí que pudiera hacerla.
-¿Es por eso que comes tan poco y pasas todo el día tendida en la cama?
Elene meneó la cabeza, no podía hablar debido al nudo que le apretaba la garganta. Se bañaron sus ojos de lágrimas y luego comenzaron a rodar lentamente por sus mejillas. Finalmente, pudo susurrar:
- Si me levanto, deberé marcharme de aquí.
El dulce rostro moreno mostró sorpresa.
-¿Marcharte?
- Dejar esta casa, encontrar algún lugar donde vivir en otra parte.
- Pero... ¿por qué?
Elene la miró, desesperada ante la necesidad de tener que explicar lo inexpresable. - No puedo quedarme con un hombre que no me ama.
- ¿Cómo puedes decir...?
- No me ama. Y o lo atrapé, pero ahora él se ha liberado. Y o no seré una mera conveniencia para el placer de un corsario.
- Sabes muy bien que él es mucho más que eso - replicó Devota, inflexible.
- El principio es el mismo.
- ¡Eso es absurdo! Lo necesitaste antes y lo necesitas ahora. Al menos eso no ha cambiado.
- Ni yo lo usaré para mi conveniencia.
-¿Aun cuando él lo desee? ¿Aun cuando la conveniencia sea tanto para él como para ti?
- Aun así. Sé que la situación es la misma; lo veo clara- mente. Pero yo soy diferente. Lo amo, pero hay mucho más que eso. Con este perfume que preparamos, me aproveché primero de él, pero ahora es posible que lo haya envuelto en mayores dificulta- des, en algo peor aún. No puedo quedarme y dejar que él coseche los resultados, cualesquiera pudieran llegar a ser.
- Hablas de los asesinatos. Esos no fueron culpa mía, ni tuya, lo juro. ¿No puedes creerme?
- No puedo correr ese riesgo.
- Estos principios, de los que pareces tener tantos, no sacia- rán tu apetito, no puedes comerlos. ¿Cómo viviremos? ¿Adónde iremos?
- No lo sé. He estado tratando de pensar en ello, pero no se me ha ocurrido nada.
- Entonces es posible que no se te ocurra nada antes de que regrese m'sieur Ryan - dijo la mujer con algo de ironía mezclada con esperanza.
Devota salió de la alcoba dejándola sola una vez más. Elene siguió tomando el café y mordisqueando lentamente el panecillo dulce que le había traído para el desayuno. Se sentía mejor ahora que había puesto en palabras la decisión que había estado pesando sobre sus hombros todo ese tiempo. Sin embargo, quedaba sin re- solver el problema de lo que haría de ahora en más.
No tenía dinero, ni medios para alquilar un cuarto propio. Eso significaba que debería depender de sus conocidos, al menos por un corto tiempo. Si Hermine estuviera viva, su problema estaría resuelto, pensó; la actriz le habrla encontrado un lugar donde vivir en alguna parte, un jergón donde tenderse a dormir y algún trabajo por insignificante que fuera para subsistir. Josi.. no era tan inge- niosa ni tan dispuesta. Morven podría resultarle útil, pero temía que sin la presencia protectora de Ryan, la ayuda que le brindara tuviera un precio demasiado alto. El jamás había ocultado la atrac- ción que sentía por ella, aunque no había gran honra en ello. Apa- rentemente, muy pocas mujeres dejaban de gustarle. En todo caso, la casa donde se alojaba la compañía pertenecía a la viuda Pitot y Elene no estaba segura de que ella la recibiera con gusto en su casa.
Era más que improbable que m'sieur y madame Tusard qui- sieran brindarle un lugar en su casa. Existía el problema del orgullo de madame que no le permitiría a nadie saber que carecía de ser- vidumbre, pero además, era evidente que la pareja estaba pasando por apuros económicos. Para colmo de males, Francise Tusard era una mujer de actitudes demasiado burguesas. Si bien se había rebajado lo suficiente para visitarse con una mujer que era mante- nida por un hombre sin los sagrados vínculos del matrimonio, se mostraría mucho menos dispuesta y feliz de tener a esa misma mujer en su casa como huésped.
Elene tenía la sospecha de que la respetabilidad era también de primordial importancia para Flora Mazent. En este caso no de- bía olvidar que había decepcionado y disgustado a la jovencita al negarle el perfume que tanto deseaba. Entonces, no podía albergar ninguna speranza razonable de que Flora la recibiera con los bra- zos abiertos, aun cuando hubiese espacio suficiente en su alojamiento. Más aún, sería impropio de su parte entrometerse en la vida de la joven durante el período de luto por su padre. Siendo huérfanas ambas, bien podría ayudarlas la convivencia a consolarse mutuamente, pero estaba segura de que Flora no consideraba que las circunstancias fueran las mismas.
Esto dejaba a Durant como única posibilidad entre todos aquellos que habían salido juntos de Santo Domingo.
Sus cavilaciones se vieron interrumpidas por la entrada de Devota. La mujer avanzó hacia ella retorciendo el delantal entre las manos y una mirada de duda y angustia en sus ojos. Se detuvo antes de llegar junto a la cama.
- Hay algo que debo decirte.
- ¿Sí, qué es? - Elene dejó en el plato la rosquilla que es- taba mordisqueando y puso la taza sobre la bandeja.
Devota titubeaba mientras se mordía el labio inferior. Lanzando un largo suspiro, tomó ánimos y soltó precipitadamente:
- Es acerca del perfume. No tiene ningún poder especial.
- ¿Qué estás diciendo?
- Exactamente eso. Que el perfume es solo una fragancia exquisita, nada más.
Elene le clavó la mirada, confundida.
- ¿Qué estás diciendo? - repitió.
- Te conté todo aquello sólo para darte confianza y valor para enfrentar tu matrimonio con Durant. Te dije que lograría que cualquier hombre que te abrazara te deseara locamente porque sé que el deseo es una cosa de la mente, que una mujer que piensa que es deseable, es realmente deseable. Una que cree que puede esclavizar a los hombres, a menudo los esclaviza.
- Oh, Devota - susurró Elene con los ojos agrandados al ir penetrando en su mente el significado de las palabras.
- Como verás, el perfume no puede tener nada que ver con la forma en que m'sieur Ryan se prendó de ti, nada que ver con veneno y muertes.
Callaron. Elene cerró los ojos con fuerza y luego los volvió a abrir.
-¿Cómo puedo creerte?
Devota se irguió con dignidad.
- Porque yo te lo digo.
- Me mentiste antes, o así dices ahora. Tengo las reacciones de Ryan contra tu palabra. El me amó mientras yo usé el perfume, y cuando lo dejé de lado él no me tocó.
- ¿Siempre?
Elene rememoró las últimas semanas desde que la mayor parte del perfume había sido destruida.
- No siempre, pero con alguna frecuencia. De todos modos, si lo que me dices es cierto, ¿porqué no me lo comentaste antes?
Devota meneó lentamente la cabeza.
-Al principio, porque creía que aún necesitabas confiar en su poder mágico, y más tarde, porque sabía que no lo aceptarías. Como ahora, demasiado desearías creer, necesitarías creer para permitirte la sensación de alivio que te traería.
¿Era posible? ¿Podría ser verdad lo que le decía Devota? En tal caso, Ryan le había hecho el amor, la había llevado a su casa por propia voluntad, para su placer, por su propia necesidad. Más aún, le había pedido que fuera su esposa porque deseaba tenerla siempre cerca y no debido a la magia del perfume.
¿Saberlo le brindaba algún alivio? No, sólo encontraba dolor, dolor por haberle arrojado todo eso a la cara y haber desperdiciado la única oportunidad de ser dichosa que se le había presentado.
Sin embargo, quedaba el alivio con respecto a la muerte de los tres integrantes del grupo que había venido de Santo Domingo. Ella no tenía ninguna responsabilidad por ellas si el perfume no te- nía poderes, ni, por supuesto, podría estar involucrada Devota.
Elene se humedeció los labios. - Me da la sensación de que esta confesión de tu parte es muy oportuna y conveniente para mí en estos momentos, quizá demasiado conveniente.
- El daño causado por decírtelo es menor ahora que el bien que podría llegar a hacer.
- Comprendo. Hay una cosa más. Te he conocido y confiado en ti toda mi vida, Devota, y no voy a cambiar ahora, pero debemos enfrentar el hecho de que al absolverme de culpa por las muertes por envenenamiento, también te absuelves a ti misma.
La otra mujer meneó la cabeza. -Jamás pensé, cuando nos embarcamos para Nueva Orleáns, que llegaríamos a esto.
- Ni yo. - Los senos de Elene subían y bajaban acompa- ñando su respiración agitada. Las lágrimas asomaron a sus ojos y antes de que rodaran por la cara, las enjugó con las palmas de las manos. - Sinceramente, no creo que me dijeras esto para eliminar mis sospechas.
- Si, lo sé. Temes que yo pueda estar mintiendo para ayu- darte.
Elene le sonrió débilmente. -Siempre me has conocido de- masiado bien. Déjame sola ahora, por favor, quiero pensar.
La doncella vaciló como si estuviera a punto de agregar algo más, pero fmalmente hizo lo que se le pedía.
No importó mucho. Por más que lo intentara, Elene podía encontrar pocas razones valederas para creer en la confesión de Devota, y muchas para dudar de ella. Desconfiando tanto de las dudas como del creimiento ciego, Elene permaneció sentada y su- mida en la confusión.
Sin embargo, pasado un tiempo se le ocurrió que si lo dicho por Devota fuera verdad, si Ryan no había estado impelido a per- manecer junto a ella, entonces una cosa había cambiado. Era posi- ble que él hubiese sido el hombre con quien m'sieur Mazent había comenzado las negociaciones para darle la mano de su hija, el hombre a quien Flora había considerado como su futuro esposo. Eso explicaría la renuencia de la joven a nombrarlo delante de Elene. Era posible que hubiese deseado ahorrarle el disgusto, o que hubiese temido que, como la concubina de Ryan, Elene inten- tara frustrar el compromiso. Ciertamente, explicaría la excitación de la joven ante la perspectiva de su matrimonio.
No tenía nada de inusual que se pospusiera el anuncio inmi- nente debido a la muerte del padre de Flora, pero ¿qué había pa sado entonces? Este novio fantasma debía haberse puesto en evidencia, haber estado cerca de ella para apoyar y dirigir a la joven. Flora había dejado en claro que su ausencia se debía a una elección propia del hombre y no a un pedido expreso de ella.
¿Por qué había dejado de interesarse en ella su prometido? ¿Había descubierto que era incapaz de arrostrar una vida en co- mún con una mujer tan apagada por esposa? ¿O era por algún otro motivo, algo que ver con el dinero, tal ve?" ya que para muchos su- puestos pretendientes la dote era un asunto de vital importancia? ¿Habría averiguado el futuro esposo que las propiedades de los Mazent en Louisiana no eran tantas ni tan costosas como se supo- nía?
Por otro lado, ¿qué si m'sieur Mazent había descubierto algo que no era de su agrado respecto del pretendiente? ¿y si lo que había descubierto era tan desagradable que le había prohibido al hombre que hablara con su hija? ¿Podría haberse disgustado tanto el novio al ver que la fortuna se le escapaba de las manos para haberse librado de m'sieur Mazent eligiendo veneno para lograr sus fines, puesto que los efectos pasarían por una consecuencia de problemas gástricos que siempre lo habían aquejado y eran co- nocidos por todos?
Elene se estremeció y un sudor frío le bañó el cuerpo. No Ryan. El no podía ser. ¿O sí?
Ciertamente no. Aun cuando él pudiera, eso no explicaría las muertes de Hermine y de Serephine. Tenía que existir una co- nexión entre ellas. De otro modo todo carecía de sentido.
Hermine había conocido a Ryan antes de ser rescatada de Santo Domingo. El y Morven eran amigos, se habían encontrado con frecuencia en las islas cuando iban de un sitio a otro. Era posi- ble que Hermine conociera algún rumor concerniente a Ryan que éste no deseara que llegara a oídos de Mazent. Quizás ella le había hecho bromas al respecto, o tal vez sugerido que le pagara para mantener la boca cerrada. Quizás él había matado a la actriz para evitar que hablara.
La muerte de Serephine era más difícil de explicar. Su único propósito había sido vivir para complacer a Durant.
Ella había sido, desde luego, un accesorio en la vida de Du- rant por años, y por lo tanto, estaba enterada de todo lo que había sucedido en Santo Domingo. Era muy posible que la hubiesen ma- tado por los mismos motivos que habían matado a Hermine, por lo que sabía. Sin embargo, era una idea que no la convencía del todo, principalmente, porque era demasiado improbable que Serephine, espontáneamente, se atreviera a amenazar a alguien. Lo único que daba un poco de peso a esa idea era la posibilidad de que ese al- guien pensara que Serephine pudiese contar a Durant todo lo que sabía. Durant, no cabía duda alguna, habría utilizado esa informa- ción contra Ryan sin una pizca de remordimiento.
Había un problema en esta línea de razonamiento. Y era que Durant tenía tanto acceso a las habladurías de la isla como la misma Serephine en términos generales. Parecía improbable que Serephine supiera algo que desacreditara a Ryan sin que hubiese llegado antes a oídos de Durant.
A menos que, por supuesto, fuera un asunto de mujeres. No había ninguna duda de que los hombres chismorreaban entre ellos, pero no lo hacían de manera tan detallada y gráfica como las mujeres. Además, muchos problemas e intrigas de alcoba jamás llegaban a oídos de los hombres porque no eran de interés general, jamás se relacionaban con las leyes o la medicina, las vías públicas o el campo del honor, que eran de la incumbencia de los hombres. Podría ser algo relacionado con alcobas y saloncitos ín- timos femeninos, con los barracones de los esclavos o hasta con los encuentros y ritos nocturnos del vudú.
No. No era posible. El hombre que ella conocía, el hombre que la había sostenido entre sus brazos y bañado su cuerpo cuando estaba gravemente enferma, no podía haber les causado la muerte violenta y degradante por envenenamiento a tres personas. Si iba a urdir tramas de secretos y chantajes, entonces cualquiera de las personas que habían abandonado Santo Domingo a bordo del Sea Spirit podría ser culpable, desde el desdichado y maduro Claude Tusard hasta la aniñada Flora Mazent. Y lo mismo podría decirse de todas aquellas personas que habían conocido desde entonces en Nueva Orleáns, alguna conocida como Rachel Pitot, un sirviente, un ciudadano vengativo que aborreciera a los isleños, cualquier dcmente con acceso al veneno.
Debía dejar de pensar en estas cosas. No la ayudaban en nada, no servían a otro propósito que el de distraerla de lo que de- bía estar hacicndo.
Tenía que dccidir adónde iría y qué haría para vivir. Eso era. Nada más importaba ahora mismo. Nada.
Pero suponiendo que Ryan no hubiese matado a nadie, que sólo hubiese hablado de matrimonio con Mazent, ¿cuándo habían tcnido lugar estas negociaciones, antes de que Ryan le pidiera que sc casara con él, o después de que ella rehusara hacerlo, tal vez de- sairado por su rechazo? El Ic había hecho esa abrupta propuesta matrimonial la misma tarde en que le contara acerca de la fiesta en cl vauxhall plancada por Mazcnt; lo recordaba demasiado bien. La fiesta se había llevado a cabo tres días más tarde, y había sido en- tonces cuando se había mencionado por primera vez el compro- miso de Flora.
Aun así, durante esa velada no había habido ningún indicio de que Flora se interesara más de lo debido en Ryan. En realidad, toda su atención había estado centrada en Durant, su acompañante obligado ya que ninguno tenía pareja. Qué lejana parecía esa no- che, con su aroma a azahares y sus risas. Y luego, en el patio...
No debía pensar en eso. Debía irse de esta casa, debía hacerla sin pensarlo más. Pero ¿cómo se abriría camino? Había recibido una educación dema- siado esmerada y mejor que la de la gran mayoría debido a su larga permanencia en el internado francés para señoritas; sería posible que la tomaran como institutriz en alguna mansión de la ciudad. Sin embargo, había descubierto que aquí la educación no era considerada como una gran ventaja, y ciertamente no como una necesidad para disfrutar de la vida. La única escuela pública soste- nida por el rey de España, junto con un puñado de establecimientos privados, era considerada solo adecuada para la educación de los varones. A las niñas las educaban las monjas ursulinas hasta los doce años más o menos, después de lo cual, un aprendizaje poste- rior se consideraba un perjuicio en la formación de una buena es- posa y madre.
¿Qué más quedaba por hacer? Los menesteres de una criada, enfermera, lavandera, o cocinera eran realizados por escla- vas o mujeres de color libres. También ellas integraban las huestes de vendedoras ambulantes en las calles, que ofrecían desde dulces y pasteles hasta ramilletes de flores y sombrillas. Podría encontrar algún empleo como costurera o sombrerera, pero seguramente le pagarían por cada trabajo terminado. La habilidad de Elene con la aguja era adecuada, pero carecía de la velocidad requerida par.. ganar lo suficiente como para mantenerse junto con Devota, hasta con la ayuda de la misma Devota.
Quedaba una única posibilidad, y esa era la de seguir fabri- cando el perfume. Si no tenía poderes especiales, entonces todos sus esfuerzos por recobrar lo poco que había vendido, su firme propósito de destruir todo lo que había quedado, habían sido inú- tiles. Aún le quedaban algunas botellitas y unos cuantos ingre- dientes para preparar un perfume de alguna fragancia parecida. ¿Por qué no volver a fabricar el original si encontraba la forma de conseguir dinero? ¿D todo sería en vano luego de haber hecho correr la voz de que podría producir erupciones en la piel? ¿Les llevaría mucho tiempo volver a incrementar las ventas antes de que ella y Devota murieran de hambre en medio de los exquisitos aromas?
No importaba, ella no renunciaría. Aún le quedaban los aretes de oro. Los vendería, tomaría el poco dinero que pudiera recibir por ellos y saldría a comprar ínfi- mas cantidades de esencias florales, lo suficiente para preparar dos o tres botellitas de perfume. Una vez vendidas, el dinero alcanzaría para preparar seis o siete más. Sería un comienzo pobre y débil, mucho más de lo que había pensado, pero le bastaría. A la larga, quizá hasta antes de que regresara Ryan a la ciudad, podría llegar a reunir lo suficiente para buscar algún cuarto donde ir a vivir con Devota, un lugar propio.
Fugazmente pasó por la cabeza de Elene la idea de que po- dría reunir más fondos si vendiera a Devota. Habría sido lo mismo que vender a su propia madre, por supuesto, sin considerar que Devota era la que guardaba el secreto del último ingrediente del perfume. Descartó el pensamiento casi antes de que naciera. Ella y su doncella se abrirían camino juntas. Y cuanto antes, mejor.
Le llevó casi una semana conseguir el mejor precio para los aretes, seis días de vagar de un joyero a otro y de una sombrerera a otra. Finalmente los compró una anciana de ojos bondadosos que la había oído mientras regateaba con un orfebre. Esa noche, Elene y Devota contaron el dinero cuidadosamente y con más cuidado aún escribieron una lista de lo que necesitarían para recrear el perfume.
La mañana trajo un visitante, Durant. Elene recibió la noti- cia con impaciencia puesto que estaba a punto de salir de compras con Devota. Se sacó la capota otra vez, y alisando la corona de trenzas que lucía en la coronilla, salió a la galería a recibirlo.
Durant se inclinó sobre la mano extendida. Ella murmuró algo amable en respuesta. Era un día espléndido, fresco y agradable con un cielo azul intenso y despejado característico del otoño en la ciudad, así que le indicó a Benedict que los refrescos fueran servi- dos al aire libre en la galería con vista al patio. Guió a Durant hasta un par de sillones a ambos lados de una mesita y se sentó.
A la brillante luz del día Elene advirtió que Durant había adelgazado mucho desde que dejaran la isla, como si el intenso ca- lor de Nueva Orleáns y la pérdida de su concubina hubiesen encogido su cuerpo y sus facciones. Pero todavía había arrogancia en su porte y una mirada codiciosa en los ojos posados sobre ella.
- Entiendo que Bayard está fuera de la ciudad -comentó él. - Sí, por un asunto de negocios.
- ¿Negocios para Laussat? Debemos esperar que su viaje a la ciudad de Washington no resulte demasiado peligroso.
-¿Entonces el viaje de Ryan es de conocimiento público? Creía que su misión era secreta.
-No tengo idea de lo pública que puede ser, aunque he oído comentarla en el Café des Réfugiés. ¿Es posible que Bayard sólo estuviera dándose aires? Después de todo, ¿qué necesidad hay de mantener tanto secreto por el viaje de un correo?
Elene lo miró de hito en hito. - Es más que eso, creo. Durant se encogió de hombros con ,displicencia y cambiando de tema le preguntó por su salud. Cuando ella le respondía, llegó Benedict con el vino. Mientras el sirviente estuvo presente, ellos continuaron platicando en la misma vena, comentando los últimos casos de fiebre amarilla, cómo su número iba disminuyendo con la temperatura más fresca. Durant le nombró las familias que habían regresado de la visita al campo al enterarse de que la salubridad había mejorado, y de las diversiones que se planeaban para el otoño y el invierno, muchas de las cuales giraban alrededor del es- perado cambio de gobierno.
Cuando Benedict se hubo marchado, hablaron de la retirada del ejército francés ante los británicos en Santo Domingo, y del creciente poder del general negro, Dessalines.
- Empieza a parecer que no hay esperanza para la vuelta de los franceses a la isla - comentó Elene -. ¿Has decidido qué ha rás si no puedes recuperar ninguna de todas tus posesiones en la isla?
- ¿Hacer? - inquirió él arqueando las cejas. - ¿Qué actividades desarrollarás, ya sea comprar tierra y cultivar caña de azúcar como todos los demás o tal vez estudiar le- yes o dedicarte al comercio?
- No tengo intenciones de ensuciar mis manos con el comer- cio, de eso sí estoy bien seguro. Y las leyes son para tipos trapace- ros que aman los debates.
- Serás un hacendado nuevamente, entonces. - Ya veremos -contestó él tomando un sorbo de vino-, aunque me halaga tu preocupación. Pero, ¿qué me dices de ti? Había esperado oír de tu boda en cualquier momento.
- ¿Mi boda? - Con Bayard. Serephine supo por tu doncella hace bastante tiempo que él te había propuesto matrimonio, aunque ella sólo me lo mencionó poco antes de morir.
No era necesario que diera explicaciones a Durant. - No me interesa contraer matrimonio, como ya te lo dije en el barco.
- Eso puede resultar una equivocación. - ¿Qué quieres decir? - Había oído un tono en la voz de Durant que no le agradaba en absoluto.
- Estoy dando por sentado que tú disfrutas de tu posición aquí; como la mujer mantenida de un hombre de fortuna. Pero me da la sensación que Ryan está mirando al futuro en su búsqueda de una esposa.
- ¿El futuro? - Los norteamericanos que asumirán el poder no son tan indulgentes como los franceses o hasta los españoles en lo tocante a arreglos de vida irregulares. Censurarán severamente a un hombre que viva abiertamente con una concubina. Mantener una en secreto es, naturalmente, un pecadillo que sólo merece un guiño cómplice y una palmada en la espalda.
- Dudo que a Ryan le preocupe lo que piensen los nortea- mericanos.
- Ahí es donde te equivocas. El ha estado haciendo negocios con ellos durante años, y a no dudar, espera acrecentarlos cuando asuman el poder. A diferencia de nosotros, que distinguimos entre amistades de negocios y sociales, los norteamericanos esperarán que él los reciba en su casa. Esto no puede hacerse sin contar con una esposa.
Elene lo miró fijamente. - ¿Estás tratando de decir que yo seré un obstáculo en sus proyectos con los norteamericanos?
- Oh, dudo que Bayard lo admita. Estoy tratando de insi- nuar que el compromiso que tan cortésmente depositaste a mi puerta el otro día bien podría haber sido contraído por él.
- ¿Quieres decir con Flora Mazent? - su voz sonó monó- tona.
-¿Te resulta tan chocante? - No exactamente. La posibilidad fue mencionada por al- guien más.
- Estas cosas se saben a la larga. - No dije que lo creyera.
- Sólo ten presente esto; su padre, un hombre de fortuna está listo a invertir en las operaciones de Bayard, y ella es una jo- vencita impresionable de la cual se podía esperar que hiciera lo que se le ordenara y que no se quejara si él elegía establecer a su amada en una casa separada o hasta mantenerla bajo el mismo techo. ¿Qué podía ser mejor?
- El no lo haría. - Le resultaba imposibte mantener la voz firme.
- ¿No? Es un corsario, recuérdalo, acostumbrado a arreglar las cosas a su comodidad, rompiendo las reglas aquí y allá.
¿Sería posible? La sangre retumbaba en los oídos de Elene mientras trataba de decidirlo. Lo que decía Durant no carecía de lógica. Los intereses comerciales de Ryan eran importantes para él y le llevaban mucho de su tiempo y gran parte de sus pensamientos. Eran también muy conocidas sus opiniones favorables en cuanto a los beneficios que se ganarían bajo la bandera norteamericana. Al fin y al cabo, había emprendido este viaje azaroso a la ciudad de Washington por ese motivo.
Ello no significaba que permitiría que los norteamericanos ordenaran su estilo de vida; pero él podría disfrutar simulando so- metimiento a las reglas mientras adaptaba sus problemas domésticos para su propio placer. En cambio, si había tenido intenciones de casarse con Flora, los planes habían fracasado. Daba lo mismo, ya que Elene jamás habría consentido en formar parte de una ménage a trois. Sin embargo, no podía culparlo por el intento. Después de todo, él le había propuesto matrimonio primero.
La idea de que pudiera estar dañando los intereses de Ryan por vivir en su casa sin el beneficio del matrimonio también la mo- lestaba. Sería mezquino de su parte recompensarlo de esta manera por todo el bien que le había hecho, por las dos veces que le salvara la vida. El nunca le había mencionado ese problema, pero, por otra parte, jamás lo haría; no era su forma de actuar. Madame Tusard había tratado de prevenirla por su propio bien, pero ella no la había escuchado entonces. Ahora, unido con el doloroso conocimiento del enredo que había provocado en la relación ilícita que los man- tenía juntos y el hecho de que él la retuviera a su lado sin amarla, estaba esta posibilidad de ser un obstáculo en su vida; todo esto sir- vió para fortalecer la decisión que ya había tomado.
Respiró profundamente.
- No necesitas ensombrecer el carácter de Ryan a mis ojos. Ya he tomado la resolución de abandonar esta casa.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, desnudas, resonantes en su irrevocabilidad. Por un instante la dominó el pánico y deseó no haberlas dicho. Eso era imposible e imprudente.
Durant alzó las cejas.
-Quieres decir... ¿qué vas a hacer?
- Encontrar un cuarto en alguna parte - respondió ella con deliberada vaguedad.
-¿y hacer qué?
- Volver a empezar con mi perfume. Debo poseer algo propio para ganar el dinero suficiente para abrirme camino en la vida.
De otro modo, siempre seré una mujer mantenida, dependiendo de algún hombre para cada bocado de comida y jirón de ropa que use. No puedo soportar eso.
-¿Tu perfume? ¿Estás segura?
Ella asintió con firmeza. - Estoy segura.
El ladeó la cabeza y la miró con cierta duda, pero continuó. - Bayard irá tras de ti en cuanto regrese.
- No le servirá de nada. - Elene levantó la barbilla, desa- fiante.
El se puso de pie y caminó hasta la baranda. Por encima del hombro, dijo: - Hubo una época en que estuve muy cerca de tener el derecho de cuidar de ti.
- De alguna manera dudo que en aquellos tiempos me hu- bieses dado tu consentimiento para que me convirtiera en una perfumista.
- Es verdad - respondió él en tono seco -. Ni tampoco lo apruebo ahora. Según Serephine, no es sólo un perfume sino una poción de hechicería que preparas con esa mujer tuya.
-Tú lo crees, ¿no es verdad? El se movió, inquieto.
- He visto y oído cosas más extrañas en la isla. En cuanto ella me lo dijo arrojé la botella a la basura.
- Por si acaso. - Elene jamás se había enterado de que Du- rant creía en el vudú. Serephine debió haberle contado lo del perfume después de la visita que ella les hiciera para tratar de re- cuperarlo.
- Como tú dices.
- Supongo que sabrás que tu desaprobación no me interesa en absoluto.
El se alzó de hombros mientras dejaba vagar la mirada por las hojas del roble movidas por la brisa. - De todos modos, tengo la esperanza de que me permitas ayudarte si me necesitas, en consi- deración a los viejos tiempos.
La sorpresa la dejó muda por un momento. -Si me estás ofreciendo dinero, es muy generoso de tu parte, pero prefiero arre- glarme por mis propios medios.
- ¡Mi Dios, Elene - exclamó él girando sobre sus talones -,¡por qué debes ser tan orgullosa siempre! ¡Yo no espero nada de ti en pago!
- Jamás pensé que lo hicieras.
- ¿De veras? Muy bien, dije algunas cosas en el barco du- rante el viaje que no debí haber dicho, que no eran lo que pensaba cn realidad. - Se pasó los dedos por el cabello con expresión som- bría. - Pero ahora tengo la necesidad de volver atrás el..reloj, de recuperar lo que solía tener, de que entre nosotros todo vuelva a ser como era.
- Debes saber que eso es imposible.
- ¿Lo es? Suponte que te digo que te vengas a vivir conmigo. - Nunca viví contigo antes. - La objeción fue instintiva, sin
fuerza, como si buscara una forma de negarse sin herir su or- gullo.
- Un detalle sin importancia. Estábamos tanto tiempo juntos que bien podríamos haber estado bajo el mismo techo.
- No es mi propósito cambiar un hombre por otro. Además, debes saber que yo... que mis afectos están en otra parte.
- Supongo que crees estar enamorada de Bayard. Eso es de poca importancia para mí.
Un rubor no sólo de fastidio le encendió los pómulos. - Puede que lo sea para ti, pero no lo es para mí. De todas mane- ras, no necesito un protector.
- Creo que estás equivocada - replicó él apretando los
dientes -, pero no discutiré contigo. Si no vienes a mí, ¿adónde
irás? ¿Has encontrado ya algún sitio?
-Todavía no. -No lo había buscado, aunque no se lo diría. - Donde yo vivo hay un cuarto disponible.
- Estoy segura de que costará más de lo que puedo pagar.
- No es así. De hecho, la renta está paga por más de un mes, hasta el primero de diciembre.
- Déjame adivinar - dijo Elene, suspicaz -, ¿el cuarto que pertenecía a Serephine?
- Qué opinión tienes de mí. A decir verdad es un cuarto para una criada, uno que alquilé porque estaba buscando una don- cella para Serephine. Es pequeño, pero bien amueblado, y tiene la ventaja de ser más seguro que algunos tugurios plagados de ratas de las afueras de la ciudad.
- ¿Porque tú estarás cerca?
El dejó escapar un sonido de exasperación. - Porque está en una calle decente, iluminada por las noches. Vamos, no seas tonta. Di que sí, y yo hablaré con mi casera para que lo reserve para ti.
Mientras ella seguía mirándolo sin contestar, él continuó. - Yo no soy un ogro, Elene. Nuestros padres eran amigos y veci- nos, me has conocido desde siempre. Yo sólo quiero lo mejor para ti.
Puesto de esa manera, parecía infantil seguir insistiendo en buscar su propio alojamiento. Aun así, titubeó.
-Piensa -insistió él en tono lisonjero-, si no tienes que pa gar por tu alojamiento y comida, podrás avanzar más aprisa con tu perfume.
- No me interesa vivir en un cuarto pagado por ti con tu dinero.
- ¡Eso es ridículo!
- Puede que sea así, pero es lo que siento.
- Entonces podrás pagarme por él, si eso te hace sentirte mejor, pero sólo después de que. hayas empezado a vender. Se apretaron los labios de Elene. - Me parece muy extraño que te muestres tan interesado en ayudarme. Creía que desdeñabas el comercIo.
- Estoy seguro de que te cansarás de practicarlo - respondió con una sonrisa -. Entonces, tengo la esperanza de persuadirte a escuchar mi propuesta de matrimonio después de todo.
- Al menos eres honesto, aunque estés equivocado.
- Pruébalo. - El reto fue sereno. El se irguió cuan alto er. destacando su figura a contraluz en la baranda.
Si ella accedía, significaría que podría abandonar la casa de Ryan ahora mismo, sin tener que esperar a ganar dinero. Sería po- nerse en acción inmediatamente, antes de que ella pudiera debili- tarse y esperar el regreso de Ryan sin voluntad para moverse más de allí.
- Demuéslrame que estoy equivocado -la apremió él entre- cerrando los ojos al ver los cambios de expresión en su cara.
Debía tomar una decisión. Asintió abruptamente.
- Muy bien, lo haré.
-Si alguien puede, chere, no dudo que seas tú.
Las palabras eran tan suaves como el raso, la expresión de sus ojos era clara, pero el apretón de la mano cuando le tomó la de ella al despedirse, fue un tanto largo, y el beso que depositó en el dorso, demasiado apasionado.
18
- ¡Yo no voy! Elene casi había terminado de empacar. Había decidido mudarse a su nuevo alojamiento de inmediato; demorar la partida sólo serviría para hacerla más difícil. Reunir todas sus pertenencias no le había llevado mucho tiempo, ya que eran muy pocas, apenas las suficientes para llenar un pequeño baúl. Había hesitado res- pecto a los vestidos, pero puesto que las telas habían sido adquiri- das con el dinero que había recibido por el collar de su madre, su derecho a ellos le parecía bien claro.
Jamás había considerado la idea de que Devota se negara a acompañarla. Su doncella era una mujer de carácter fuerte y opi- niones arraigadas, pero por tanto tiempo había acatado la voluntad de su ama que a Elene no se le había ocurrido que pudiese reac- cionar de esta manera. No había esperado que Devota aprobara lo que estaba haciendo, y hasta había pensado que tendría que per- suadirla, pero ciertamente no había imaginado oír una negativa tan tajante a abandonar la casa de Bayard.
- Dime, ¿por qué? - Elene se enderezó luego de colocar el camisón encima de las otras prendas en el baúl que estaba abierto sobre la cama y se volvió para mirarla. - Tengo un lugar para mí en esta casa. Preferiría no abandonarla.
- ¡Tu lugar está conmigo!
-Tu lugar, chere, también está aquí.
- ¿Cómo puedes decir eso? No hay nada que me retenga aquí. ninguna obligación, ninguna promesa.
El rostro de Devota mostró una expresión obstinada. - Quizá no dichas expresamente, pero están aquí.
- No sabes nada - dijo Elene apesadumbrada y desvió la mi- rada.
- Sé más de lo que crees, y una de las cosas que sé es que m'sieur Ryan se pondrá furioso cuando descubra que te has ido. Pero tal vez eso es lo que deseas que ocurra.
Elene ignoró la sugerencia, negándose a considerarla si- quiera. No creía que fuera así. En todo caso, era lo último que esperaba. -Todavía no comprendo por qué te niegas a irte con- migo. Siempre podrías regresar si estás tan segura de que Ryan irá por nosotras.
Hubo un movimiento en el vano de la puerta abierta. Bene- dict dio un paso adelante. - Disculpe la intromisión, mam'zelle. Perdóneme también por robarle la fidelidad de su doncella; no fue intencional, le aseguro a usted. Ella no desea irse de esta casa, me temo, por mi culpa.
Una mirada al rostro de Devota, impasible y con tono enro- jecido por un desacostumbrado rubor, fue suficiente para confirmar lo dicho por el sirviente. Al pasear la mirada de uno al otro se le ocurrió a Elene que hacía tiempo ya que no oía a Devota rezongar contra el hombre, más tiempo aún desde que se miraran echándose fuego por los ojos. Los dos habían empezado a ser más circuns- pectos desde la noche en que habían montado guardia juntos en el patio a oscuras.
Elene volvió la mirada a Devota, las motas plateadas de sus ojos grises ahora opacadas. - ¿Es esta una unión verdadera... no como la anterior?
- ¿Quieres decir como aquella con Favier? No tengo secre- tos con Benedict como verás. No, no es para nada igual a eso. Benedict es un hombre que, si el perfume tiene algún poder, valdría la pena de usarlo con él para atraparlo.
Elene alzó las cejas, sorprendida por semejante elogio.
- Ya veo. ¿Por qué no pudiste decírmelo antes en lugar de buscar pre- textos para quedarnos usando a Ryan, que no tenía nada que ver?
- Esos no eran pretextos, chere, créeme.
Elene podía ordenarle a Devota que fuera con ella, y presu- miblemente, ella la obedecería. No le agradaba irse sola; sería lle- gar a la casa de Durant sin una protección esencial para ella. No tenía deseos de imponer su voluntad sobre su doncella que también era su tía, para sólo conseguir el estorbo de una compañía rebelde.
- Quédate entonces, si eso es lo que quieres - dijo finalmente.
- Lo que yo quiero es que nos quedemos las dos.
Elene meneó la cabeza y esbozó una sonrisa. - No puedo hacer eso, pero les deseo una dicha duradera.
- Ah, chere - exclamó Devota y, avanzando unos pasos, la rodeó con sus brazos y juntas se mecieron de un lado a otro lent.a-
mente. Cuando por fin la soltó, dijo: - Acerca del perfume, iré a ayudarte en cuanto me mandes mensaje de que me necesitas.
- Seguramente te llamaré en algún momento - respondió Elene débilmente -, aunque tengo las notas que tomé, la receta, y creo que me gustaría probarlas sola.
- No tendrás dificultades. Deberías llevar este, por si acaso, sólo para compararlo. - Devota fue en busca de la botellita de perfume que había quedado del lote preparado por ellas y que es- taba sobre la mesita de noche. La recogió para guardarla en el baúl antes de cerrarlo.
- Por supuesto que aún queda ese último ingrediente que nunca supe cuál era. - Era una forma indirecta de preguntarle lo que deseaba saber y esperó la respuesta.
Devota la miró a los ojos largamente, luego asintió. Incli- nándose, susurró a su oído.
Benedict les lanzó una mirada de reproche mascullando en voz baja antes de rodear las para ir a atar el baúl de Elene. Lo levantó sobre el hombro y con gran dignidad, dijo:
- Puesto que usted no desea quedarse, mam'zelle, nosotros la acompañaremos hasta su nueva morada, Devota y yo.
Hubo un momento en que Elene sintió el impulso capri- choso de preguntarle al criado qué pensaba que haría su amo cuando descubriera que ella se había marchado, de saber por qué él mismo no intentaba disuadirla de su propósito. Al mismo tiempo, supo que no alteraría nada. Recogiendo la capota y los guantes que estaban preparados, se los puso y luego salió de la al- coba con la cabeza en alto.
Los cuartos que ocupaba Durant estaban ubicados en el piso más alto de una casa de tres pisos. Tenía un salón y comedor con el cuarto de servicio de mesa alIado y un par de alcobas con un solo vestidor entre ambas. Insistió en que Elene los visitara, recorrién- dolos con ella mientras hacía comentarios despreciativos sobre los inconvenientes que prescntaba la escalera que subía desde la gale- ría del frente en la planta baja pasando por un vestíbulo en los apartamentos de su casera mulata en el segundo piso. También se disculpó por el tamaño rcducido de las habitaciones y la falta de una vista apropiada desde ellas en comparación con la casa que él y Elene habían conocido en la isla.
Elene trató por todos los medios de tranquilizarlo, ponde- rando su frescura y la ventaja de no sufrir los ruidos callejeros por la altura a que estaban, y el buen gusto con que habían sido deco- rados. Mientras los recorrían, sin embargo, lo que la impresionaba más no eran los inconvenientes que él mencionaba sino lo mucho que le hacían recordar a Serephine. La presencia de la mujer es- taba en los colores vivos de los tapices en las paredes y en la ri- queza exótica de las alfombras que cubrían los pisos, en la alfarería de Faenza modelada como palmeras que adornaban la repisa de la chimenea en el salón, y especialmente en la miniatura del niño, hijo de Serephine y Durant, que colgaba sobre la cama en la segunda alcoba. Era una presencia que Elene no había tenido en cuenta, pero que no la molestaba en absoluto.
Su propio cuarto estaba en el segundo piso, con su propia entrada por el vestíbulo de la escalera. Era de reducidas dimensio- nes y amueblado sencillamente, con nada más que una cama impe- rial de cuatro postes con dosel, un tocador sin adornos y un sillón de orejas, pero era tan cómodo como le había asegurado Durant. Y lo más importante de todo era que había un cuartito más pequeño aún, conectado al primero, una especie de cubículo para guardar baúles y cajas. Este compartimiento serviría admirablemente como taller con el único agregado de una mesa de trabajo. Allí prepararía el perfume.
La casera mulata poseía una docena de esclavos además de la casa, todo lo cual había sido un legado de un caballero de quien ella había sido la concubina, o placée, por más de veinte años. Sus sirvientes limpiaban la casa y ella proporcionaba las comidas a sus inquilinos de su propia cocina. El arreglo era conveniente, según Durant, aunque significara que las tareas se hacían únicamente cuando la casera no tenía necesidad de sus esclavos y la comida lle- gaba a veces tibia a la mesa. Todo lo que se necesitaba era alguien que hiciera diligencias y atendiera las necesidades personales de los alojados, por lo cual Durant había pensado en una criada para Se- rephine.
Para los momentos entre comidas, cuando Durant requería algo liviano que calmara las punzadas de hambre, él dependía de las vendedoras de confituras, pasteles, y dulces que recorrían las ca- lles a todas horas. Respetaba el deseo de Elene de pagar sus pro- pios gastos, pero si alguna vez llegaba a necesitar algún dinero extra para tales compras, o para gastos aún mayotes, siempre había una escudilla llena de monedas y de billetes de banco de todas las denominaciones sobre la mesa central del salón. Había sido una costumbre en la casa de su padre en la isla, y una que pretendía continuar. Ella debía tomar lo que deseara. Por supuesto que Elene rechazó su generosidad, pero apreció el gesto.
A pesar de los recelos de Elene por la mudanza a la casa donde vivía Durant, no tenía mucho de qué quejarse. El se mos- traba considerado, no se entrometía en su vida y sólo la invitaba de vez en cuando a compartir la cena con él. Le preguntaba acerca de sus progresos en la fabricación del perfume con lo que parecía un interés real, pero no traspasaba los límites de su área de trabajo ni del tiempo que debía pasar ella en el taller. Yendo y viniendo dedicado a sus propios asuntos, no molestaba a Elene en absoluto.
Sin embargo, hubo una vez, en mitad de la noche durante la primera semana, cuando ella se despertó por unos ruidos produci- dos por el picaporte de la puerta de su alcoba.
-¿Elene? Era la voz de Durant farfullante por la bebida. Ella permaneció quieta y muda, escuchando atentamente.
- iElene, déjame entrar! Podía oír su respiración pesada. El picaporte volvió a sonar al ser sacudido una vez más. Luego se oyó el golpe seco de un hombro contra la puerta. Pero estaba cerrada con llave y trabas; ella se había asegurado de ello. Durant imprecó con furia inconte- nible. Poco después, Elene oyó los pasos que se alejaban subiendo la escalera con cuidado hacia sus habitaciones.
Cuando volvieron a encontrarse, Elene esperó para ver si Durant mencionaba el incidente o se disculpaba. No lo hizo. Ella prefirió no comentario por temor a precipitar un enfrentamiento que deseaba evitar. Si se repetía, se vería forzada a dejar bien en claro que él no tenía ningún derecho a su cama. Pero no volvió a suceder y el hecho fue omitido como si nunca hubiese ocurrido.
Setiembre terminó, comenzó octubre y el calor del verano por fm se diluyó en el otoño. Los días fueron cada vez más frescos, pero soleados y coloreados con el amarillo y rojo de las hojas que pendían obstinadamente de las ramas, con el oro y lavanda de las espigas de las varas de San José y las marañas de margaritas ama- rillas, y eupatorios en las acequias. El mercado al aire libre cerca del malecón comenzó a abarrotarse de las verduras de otoño y también de calabazas y batatas, higos dulces, caquis y pacanas, de estas últimas tanto la variedad cultivada como la silvestre, más pe- queña y amarga preferida por muchos.
Las noticias del mundo exterior penetraban lenta pero infa- liblemente en Nueva Orleáns. Las de Santo Domingo no eran buenas. Como había adelantado Ryan, los británicos habían bloqueado la isla. Los soldados franceses bajo las órdenes de Rochambeau se resistían, pero se esperaba su rendición antes de que pasaran muchas semanas más. Sobre los hacendados y sus fa- milias que habían quedado en la isla, no se tenían noticias.
A Elene le llevó más tiempo del esperado reunir todos los ingredientes para el perfume. Cuando los tuvo, procedió con cau- tela, mezclando minúsculas proporciones de las diferentes esencias mientras experimentaba con ellas. No estaba segura de tener "nariz" de perfumista, esa habilidad tan especial para distinguir olo- res individuales y mezclar los en maravillosas combinaciones. En verdad, su sentido del olfato parecía haberla abandonado última- mente, de suerte que una fragancia que le parecía deliciosa a la mañana casi la enfermaba al caer la tarde. Se volvió más cautelosa, temerosa de desperdiciar los preciosos fluidos. Más de una vez con- sideró la posibilidad de enviar por Devota, pero eso sería reconocer su derrota, algo que no estaba dispuesta a hacer todavía.
Ni tampoco estaba dispuesta a copiar el perfume de Devota. La causa no era sólo su desconfianza creciente en su sentido del olfato, sino una renuencia extraña a probar otra vez las propie- dades especiales de esa fragancia. Cuanto más lo posponía, más temerosa se volvía, aunque sin saber si su miedo era a no poder vender ese perfume o a lo que podría causarle a quien lo comprara. Sin embargo, tampoco utilizó las muestras de las combinaciones nuevas que había atesorado cuidadosamente para fabricar cantida- des vendibles. No podía decidirse entre apostar a que las mujeres comprarían lo que ella hacía, o poner todas sus energías en la fa- bricación del perfume que sabía gustaba a las mujeres y volvía locos a los hombres.
Un día, en un esfuerzo por decidirse, tomó la última botellita azul que Devota le había entregado y la destapó. No fue sólo un aroma lo que liberó, sino una horda de recuerdos. Uno después de otro se agolparon en su mente. El momento cuando los dos negros revolucionarios habían aparecido en el bosque de Santo Domingo. El contacto de los brazos de Ryan en la oscuridad del agujero de- bajo de la casa de Favier. La alegría de Hermine al conseguir la botella. La última posesión de Ryan, mitad violenta, mitad tierna y su aspecto en el momento de despedirse con el último beso lleno de rabia. Con las imágenes llegó un torbellino de emociones en- contradas, terror y alborozo, éxtasis y pesadumbre.
Un escalofrío corrió por la superficie de su piel erizándola. y con él tuvo la certeza de que ningún perfume que pudiera evocar reacciones tan poderosas con solo olerlo podía ser natural.
Estaba perdiendo la razón. Era solo un perfume. Nada más que un perfume.
Daba lo mismo. Volver a fabricarlo sería mezclar y embote- llar minúsculas dosis de dolores angustiantes y deseos violentos. Si el efecto estaba en el perfume o en la mente carecía de toda im- portancia. Ella no podía hacerlo; la enfermaría. Hasta el inocente hálito que flotaba en el aire le produjo una extraña náusea. No, no podría hacerlo. En algún momento, pronto, tal vez, pero no ahora.
Apretando con fueza el tapón, cerró la botella y la empujó hasta el fondo de la mesa de trabajo. Luego salió del taller y cerró la puerta con firmeza.
El Día de Todos los Santos llegó y pasó, el tiempo en reve- renciar a los muertos, de flores y velas en los cementerios. Elene vi- sitó las tumbas de Hermine y Serephine y hasta la de m'sieur Mazent. Como era de esperar, las autoridades no se habían preo- cupado mayormente por las muertes por envenenamiento.
Elene todavía continuaba cavilando sobre ellas de tanto en tanto, pero hasta para ella, el trascurso del tiempo y la improbabili- dad de que su perfume fuera la causa, hicieron menos apremiante la necesidad de encontrar al asesino. No obstante, cada tanto, vol- vía a repasar mentalmente todos los detalles que conocía y trataba de hacerlos encajar como piezas sueltas de un complicado rompe- cabezas imposible de armar.
Era inútil. Si se eliminaba el perfume como nexo entre las tres personas, entonces lo, único que quedaba para relacionarlas era que todas ellas eran de Santo Domingo. A pesar de todo, ninguna había conocido a la otra mientras vivieron allá, no se habían encontrado hasta abordar el barco de Ryan para huir de la isla. Era posible que algo hubiese sucedido en el barco mismo, pero por más que lo intentara, Elene no podía imaginar qué podría haber sido. Hermine y Mazent no habían intercambiado más que cortesías banal es, mientras que Serephine casi no había hablado con nadie.
Dejándose llevar por la curiosidad, Elene interrogó a la criada que limpiara las habitaciones el último día de vida de Serephine. Le preguntó si había recibido alguna visita, algún men- saje, si algo inusual había sucedido ese día. No obtuvo ninguna respuesta satisfactoria. Nadie había venido a visitarla y no había recibido absolutamente nada. Serephine había salido de compras al atardecer, pero había regresado poco después de una hora. No había comprado nada más que media libra de bombones de chocolate. La había encontrado muerta Durant cuando regresó para cenar con ella.
Por la cabeza de Elene cruzó fugazmente la idea de que Durant podría haber matado a su concubina después de todo. Era quien la conocía mejor, en realidad, casi la única persona que podía decir que la conocía verdaderamente. Por otro lado, ¿por qué ha- berla traído con él si la quería tan poco como para matarla sin contemplaciones? ¿Por qué asesinarla cuando le habría resultado tan fácil librarse de ella? Más aún, era posible que Durant la golpeara cegado por la furia, pero no parecía probable que recurriera al veneno. También quedaba el hecho invariable de que por más que se encontrara una razón valedera para que él deseara deshacerse de Serephine, no había ningún motivo aparente para matar a las otras dos personas. A veces, Elene se preguntaba si se conocería la verdad en algún momento. : En la primera semana de noviembre, el prefecto colonial Laussat convencido de que la confirmación oficial que esperaba tardaría al menos dos semanas más, dejó Nueva Orleáns para hacer una excursión río arriba con la intención de conocer más el territo- rio que les había pertenecido, antes de su partida definitiva. Se de- cía que madame Laussat, con un embarazo de cuatro meses y medio y sin aparecer más en sociedad, estaba empezando a hacer las listas de los objetos que debían empacarse cuando abandonaran Louisiana.
Elene vio a madame Laussat en el mercado una mañana po- cos días después. La esposa del prefecto estaba de pie a un lado mientras su mayordomo compraba salmón y su hija menor jugaba con un monito que vendía un marinero de un barco recién llegado de Sudamérica. Su figura, aunque disimulada por el estilo del ves- tido de paseo, se había engrosado desde la última vez que la había visto: con todo, aún no era desgarbada ni torpe debido a su condi- ción.
Elene la saludó sonriendo al pasar alIado de la mujer, pero no se detuvo. La esposa del prefecto no tenía por qué recordar el único encuentro que habían tenido y Elene no quería parecer una entrometida.
- Mademoiselle Larpent, ¿no es así? Buenos días - dijo ma- dame Laussat.
A Elene, como a la mayoría de la gente, le encantaba que se acordaran de ella. Se detuvo y preguntó por la salud de la mujer para platicar luego sobre temas sin trascendencia.
Finalmente madame Laussat dijo: - No debo demorarla más. Sólo deseaba decirle lo mucho que lamento que mi esposo alejara de su lado a m'sieur Bayard, y confío en que usted descu- brirá que los beneficios para Louisiana serán mucho más importan- tes que esta inconveniencia.
Elene sintió el calor del rubor que teñía sus mejillas. La otra mujer aparentemente no estaba enterada de que ella había dejado la casa de Ryan. Se precipitó entonces a hablar para cubrir su turbación. - Estoy segura de que él es feliz de servir a su esposo.
Madame Laussat soltó una carcajada. - ¡No creo que se haya sentido muy feliz! ¡De veras! Estaba bastante perturbado ante la necesidad de hacer el viaje cuando nos dejó. Sin embargo, es un ciudadano leal, y como tal, está llevando a cabo su misión a expen- sas de sus propios deseos.
¿La elección de las palabras habría sido deliberada? Elene, mirando a la esposa del prefecto por encima del hombro, luego de despedirse de ella, no podía estar segura. Avanzó unos pasos más, luego volvió a mirar atrás. Qué bonita y atractiva se veía madame Laussat en su estado, el cutis rebosante de salud, el semblante se- reno, su porte mostrando una gracia erguida y digna. En pocos me- ses más habría una criatura, muy deseada, infinitamente amada, sin importar los inconvenientes que podría haber producido su concep- ción a destiempo para los planes de viajes de sus padres.
Mientras que su propia criatura... Elene estaba embarazada. Lo había sospechado por algún tiempo; se había preguntado si Devota lo habría adivinado antes de su partida de la casa de Ryan. Seguramente lo habría adivinado si no hubiese estado ocupada con su propio romance.
El bebé era su responsabilidad. Ella se encargaría de su cui- dado. No era un bebé no deseado, o esperado sin amor, aunque admitía que le causaría ciertos inconvenientes. De vez en cuando se permitía preguntarse qué pensaría Ryan cuando lo supiera. Nunca se había mencionado esa posibilidad entre ellos. Había preferido ignorar la, como si no pudiera suceder. Había sido una necedad de parte de ellos, admitía Elene libremente. No importaba. Ella no podía esperar que un hombre que la abandonaba, sólo para de- mostrarle que podía hacerlo, se preocupara porque ella estaba lle- vando un hijo suyo en las entrañas.
Durant lo advertiría pronto. No era un momento que espe- rara con ansiedad o placer, lo cual no significaba que tuviera temor a lo que él pudiera hacer. A decir verdad, no sabía bien qué esperar. Alguna vez habría pensado que él se burlara de ella; ahora no estaba tan segura. Durant había cambiado, se había vuelto máS negligente en sus reglas de comportamiento, tanto para él como para ella, desde que dejaran la isla. Ella debía estar contenta de ello, ya que él había hecho que las últimas semanas fueran más soportables. En cambio, la inquietaba sobremanera.
No la tranquilizó en absoluto el tono festivo y jovial con que Durant anunció su sarao cuatro días después. Se lo veía excitado, y al mismo tiempo, con los nervios de punta. Había invitado a cuan tos conocía, entre ellos a los hombres con quienes bebía y jugaba P9r dinero, varios hacendados que estaban en la ciudad con sus fa- milias, y naturalmente a aquellos con quienes había venido de la isla. Insistió en que Elene fuera su invitada de honor y se negó a es- cuchar cualquier excusa de su parte. Le dijo francamente que los cánones sociales no tenían ninguna importancia. Todos sabían que tenían habitaciones en la misma casa. El hecho de que estuvieran en pisos separados carecía de relevancia para las murmuraciones. De todos modos, el rumor que flotaba por toda la ciudad era que ambos eran amantes.
Se le ocurrió a Elene preguntarse quién podría haber difun- dido la noticia de su mudanza a la misma casa, a menos que Durant la hubiese mencionado como al descuido. Ella no se lo había con- tado a nadie, casi no se había topado con nadie a quién contárselo. Sin embargo, no lo acusaba; la posibilidad de que se hubiese corrido la voz a través de la vía clandestina de los sirvientes era casi tan probable como la otra.
Elene, empero, no se sentía muy inclinada a las diversiones. Nunca se indisponía por las mañanas, pero las últimas horas de la tarde y las primeras de la noche se habían convertido en un suplicio últimamente, cuando cualquier olor aislado podía producirle una oleada de náuseas. Mezclar las esencias para el perfume se había vuelto una tortura tan atroz que había dejado de intentarlo con la esperanza de sentirse mejor en una o dos semanas más.
Anochecía cuando Elene empezó a vestirse para el sarao. Se sentó al tocador envuelta en el peinador trenzando el largo cabello antes de envolverlo sobre la coronilla, mientras esperaba a Devota que vendría para ayudarla a ataviarse y luego permanecería a su disposición durante toda la velada. Al oír unos leves arañazos a la puerta que estaba a sus espaldas, ella le indicó a la criada que en- trase. La puerta se abrió y cerró. Absorta en lo que estaba ha- ciendo, Elene no alzó la vista hasta que algo en la calidad del silen- cio que la rodeaba llamó su atención.
En el espejo del tocador se veía la imagen reflejada de Du- rant. Ya estaba completamente vestido con su casaca y pantalones cortos grises y una camisa cegadora en su blancura. Elene giró en redondo y lo enfrentó.
- No era mi intención asustarte - dijo él con voz forzada -. Sólo vine a decirte que tu doncella se ha retrasado debido a un ac- cidente en la cocina de Bayard, y para ofrecerte mis servicios en su lugar.
- Puedo arreglármelas sola, creo. Gracias. Durant no la miraba a la cara, sino que tenía sus ojos clava dos en la abertura del peinador que ella no se había molestado en cerrar ya que estaba sola, y en las curvas de los senos que se habían hinchado más en la última semana. Cuando ella cerró el peinador en ademán defensivo, él dio un paso adelante.
- ¿Te sientes bien?
- Sí, por supuesto. - No era la verdad, pero la mentira lo alejaría de allí.
- Ultimamente he notado que estás muy quieta y silenciosa por las noches, y que no tienes mucho apetito a la hora de la cena.
-¿De veras?
- Casi se diría que estás enferma.
-Oh, no lo creo.
- Tampoco yo. Serephine estaba igual cuando estaba encinte.
Elene forzó una carcajada.
- Qué cosas tan extraordinarias se te ocurren.
- Oh, es perfectamente normal en una mujer joven y saludable que ha estado compartiendo la cama con un hombre. He estado preguntándome cuánto tiempo tardarían en aparecer los primeros síntomas.
Elene, súbitamente, se sintió cansada de fingir. En tono seco y duro, dijo:
- Ahora lo sabes.
El sonrió.
-Sí, lo sé. ¿Cuándo podemos casarnos?
- ¡Casarnos! - No sabía lo que había esperado, pero no era eso precisamente. Habría dicho que Durant tenía demasiado amor propio para aceptar el hijo de otro hombre como de él.
- No te sorprendas tanto. Sólo es lo que habría pasado hace unos meses si no hubiese sido por la sublevación y la interferencia de Bayard.
- Las cosas han cambiado.
- Podemos hacer que vuelvan a ser como eran antes.
Ya había dicho algo semejante días pasados, como si tomarla por esposa haría que le devolviera todo lo que había perdido,
su posición, su riqueza y su poder. Elene meneó la cabeza.
- Nunca volverán a ser las mismas.
- Para mí pueden ser lo bastante parecidas.
¿Era verdad? Ella no sería la única afectada por su decisión; también debía pensar en la criatura. ¿Qué clase de padre sería Durant? ¿Aceptaría la presencia de ese hijo por retener a Elene o sólo como una forma de vengarse de Ryan por haber tomado algo que Durant consideraba suyo?
- ¿Por qué estás haciendo esto? - preguntó ella, suavemente-. Nunca fingiste rebosar de devoción por mí en la isla.
- Irá creciendo, como hubiese crecido si nos hubiésemos ca sado como era el deseo de nuestros padres en Santo Domingo. Eres mi novia escogida. Todo lo demás puede cambiar, pero eso permanece inalterable.
No había dicho que la amaba. Por un lado le estaba agrade- cida, por otro se sentía triste. - No funcionará, ¿sabes? Soy distinta ahora, y tú también.
Una ráfaga de enfado cruzó por el semblante de Durant y desapareció.
- Pienso que podríamos intentarlo por el bien de la criatura.
Ella le sonrió con cierta ironía.
- Esa es una de las diferencias.
- Si a mí no me importa, ¿por qué debe molestarte a ti?
Ese era un punto que ella, quizá, debía considerar.
- Tendré que pensarlo - dijo ella por último.
- No hay mucho tiempo si hemos de evitar el escándalo.
Lo que Durant quería decir era que no le quedaba mucho tiempo si él había de proclamar el hijo como propio. ¿Podría permitírselo Elene, ocultarle a Ryan que había engendrado un hijo? La respuesta era no. Esperaría lo necesario, por lo menos hasta que regresara Ryan de su misión. Si en verdad Durant hacía esto por el bien de Elene, le permitiría aguardar la llegada de R yan.
- Hay tiempo de sobra - afirmó ella. Dos horas más tarde, Elene pensaba que lo que había atraído a los amigos de Durant a sus habitaciones era la promesa de cartas, comida, vino y bebidas más fuertes después de la cena. Lo que había acicateado a los refugiados de la isla era la curiosidad. Todos habían oído de su cambio de alojamiento, y sospechaban un cambio de protector. Era evidente que estaban ansiosos por, ver cómo se comportaban ella y Durant y saber qué dirían durante la velada. Lo único que faltaba para que la fiesta fuera completa, para ellos era que Ryan hubiese estado presente para ver también su comportamiento. Devota dirigía el comedor, ocupándose de que todo estuviese listo, desde el lustre de los cristales hasta el centro de mesa de nuégado modelado como una flor de lis entre hojas doradas de otoño, y también que el servicio de mesa fuera eficiente y puntual.
Germaine al llegar con Flora Mazent, se dedicó a ayudar a Devota y sus voces en suaves murmullos, se oían a intervalos.
La joven Mazent había florecido, no había otra palabra para describir su cambio. Aun vestía de luto, pero su vestido tenía estilo
en el corte y los drapeados, y en el cuello enrollado de encaje de color crudo que se alzaba en la espalda para enmarcarle el rostro. Lucía un peinado elegante con rizos sobre la frente y un toque de carmín coloreaba las mejillas y los labios. Más aún, sonreía y reía casi con coquetería. Si la causa era el restablecimiento de su compromiso, no dio señales de ello.
Morven, Josie y madame Pitot se presentaron juntos, los úl- timos en aparecer. Morven dejó que las mujeres se divirtieran por su cuenta en el instante mismo de trasponer la puerta. Tan guapo como siempre, y tan pícaramente encantador, cruzó el salón en medio de una lluvia de cumplidos dados y recibidos, hasta dete- nerse junto al sillón donde descansaba Elene.
Se inclinó sobre su mano, le dijo que se veía resplandeciente, luego, bajo el zumbido de las conversaciones, murmuró con una sonrisa:
- ¿Está usted segura de que esto es un progreso con respecto a Ryan?
Las palabras no habían tenido la intención de herir la, pensó ella, pero lo consiguieron. No podía sorprenderse de que el actor pensara lo peor, pero ya que lo hacía, su amor propio le prohibió corregir el error. Alzó una ceja. - Tanto como la viuda es un pro- greso con respecto a Hermine.
- Ah, ya veo. Un arreglo financiero. - Podría decirlo así.
- Pensé que Ryan sólo había salido de la ciudad, no que es- tuviera quebrado. Qué pena que su servicio al prefecto colonial le resulte tan costoso.
- No sé qué quiere decir usted. -lDe veras? Siempre fue su costumbre en el pasado evitar los grandes gestos. Me pregunto qué lo habrá hecho cambiar de opinión esta vez.
- ¿Grandes gestos? - Tales como este viaje agotador. No puede beneficiarIo en nada excepto llagas causadas por la fricción de la silla.
-¿y las gracias de su país? - Ahí hay un punto, ¿habla usted de España, Francia o los Estados Unidos?
- ¡Francia, desde luego! -respondió ella, enfadada por la ironía en la voz del actor.
- Por gratitud únicamente, no hay duda. ¿Quién pudo ha- berlo persuadido de que valdría la pena arriesgar su cuello?
Elene miró a Morven. Ella había persuadido a Ryan de la importancia de Francia. En cuyo caso, si algo le pasaba, sería ella la responsable. ¿o no? Ella había estado segura de que las razones que habían impulsado a Ryan a hacer este viaje por el territorio hasta la ciudad de Washington no habían tenido nada que ver con ella. Podía, desde luego, estar equivocada.
-¿Querría usted tomar un vaso de vino? -preguntó ella con exagerada amabilidad.
Morven rió comprendiendo de inmediato.
- Muy bien, cam- biaré de tema. Ligeramente. Estaba esperando que usted no fuera feliz. Tengo una nueva vacante en la compañía.
-¿Una vacante? ¿Para una actriz?
- Nuestra ingenua nos ha abandonado. Ella y Josie no se lle- vaban bien.
- ¿Mientras que usted se llevaba perfectamente bien con ella?
Morven le brindó una sonrisa radiante. - Yo me llevo bien con la mayoría de las mujeres.
- ¡Así lo he notado!
-¿Lo ha notado? -preguntó él con indolencia al oír el tono tajante de Elene -. Entonces no le sorprenderá saber que me sentí encantado al oír que había dejado a Ryan. Yo no entro a cazar en los cotos de mis amigos, pero Gambier no es amigo mío.
La declaración informal, sumada a la presunción de que ella se sentiría complacida, la dejó sin aliento. En tono abrupto, declaró: - No tengo talento para ser actriz.
- Yo puedo enseñarle el oficio, entre otras cosas. - Gracias, no. Tampoco soy una ingenua.
- Entonces tendrá el papel principal. Posee talento para ser una magnífica actriz trágica.
- ¿Por encima de Josie? ¡Ella no lo permitiría!
- No tendrá alternativa - respondió él encogiéndose de hombros-. En verdad, no tiene talento para esos papeles y se está volviendo muy rolliza.
- No podría desplazarla. Además, está Durant.
- La lealtad es un rasgo adorable, pero ¿está usted segura de que con Gambier no está fuera de lugar?
Elene le lanzó una mirada dura sin apreciar la suave fonrisa que curvaba los labios de Morven.
- Dígame una cosa - pidió ella -, ¿alguna vez siente usted alguna responsabilidad por la muerte de Hermine?
-¿Debo sentirla? - inquirió él con su ligereza intacta, aun- que apareció una sombra en sus ojos oscuros.
- Parece ser posible que ella muriera por amor a usted, o por propia mano o por la de otro.
Se endurecieron las facciones de Morven.
- Retiro mi ofrecimiento de trabajo en la compañía. Temo que en las escenas de muerte entre nosotros usted podría usar una daga de verdad.
Con una ligera inclinación de cabeza se despidió y se alejó. Elene lo observó marcharse, vio cuando se reunía con Josie que estaba riendo con Durant.
Josie, era cierto, estaba más regordeta, aunque todavía no había llegado a ser obesa. El rostro, los hombros, los senos y los brazos se habían redondeado, la piel lucía rosada y blanca y fIrme como le agradaba a algunos hombres. Un día de estos se volvería coloradota y gorda, con rasgos petulantes, pero por ahora era una mujer cómoda, con la suficiente vivacidad para conformar a aque- llos que no esperaban ingenio de su parte. ¿Era posible que una mujer así hubiese matado a Hermine para tomar su puesto en la compañía?
Madame Tusard y su Claude estaban sentados solos y apar- tados de los demás. Elene se les acercó y entre los tres intercam- biaron unas cuantas banalidades sobre el tiempo y los invitados. Madame miró una vez a Josie y dejó escapar un bufido, pero no dijo nada. Sin embargo, no soltaba el brazo de su esposo en ningún momento. Por su parte, m'sieur Tusard ignoraba deliberadamente a la actriz. Fue suficiente para que Elene se preguntara si por fm había vuelto a sus cabales, o si J osie había encontrado otro amante. Un momento más tarde, tuvo que reírse de sí misma. Si no tenía cuidado, pronto se volvería una arpía como la mismísima Francoise Tusard.
La curiosidad desenfrenada de la mujer quedó en evidencia cuando ~mpez6 a dejar caer insinuaciones claras que concernían al alojamiento de Elene. Como en ese momento madame Tusard tenía la vista clavada en la puerta de la segunda alcoba de Du- rant, Elene creyó prudente llevarla hasta el segundo piso para mostrarle su propia habitación espartana. Para su sorpresa, las dos fueron seguidas por varias de las otras damas, quienes adujeron tener interés en ver dónde se realizaban los experimentos para los nuevos perfumes. Sin embargo, bien pronto fue evidente que la mayoría sólo eran curiosas y que el resto buscaba un sitio pri- vado para arreglar sus atavíos y atender las necesidades de la natu- raleza.
Había veinte invitados sentados alrededor de la mesa. La co- cinera de la casera mulata se había superado a sí misma, al presentar un delicioso cocido liviano de ostras seguido de pichones en salsa de vino, los cuales, a su vez, fueron remplazados por grilla- dos de carne de res servida con arroz con hierbas y soujJ7é de repollo. La cena fue coronada por un postre de crepes rellenos de paca- nas y crema y flameados con coñac. Era un menú que Durant había elegido asistido por la cocinera. Los invitados disfrutaron con gusto de su elección yeso fue confirmado por el relativo silencio que hubo durante la cena.
Elene estaba sentada a la derecha de Durant, probando va- lientemente los platos que ponían delante de ella. Vio la mirada de Durant fija en ella una o dos veces, y se las ingenió para devolverle una débil sonrisa, pero estaba contenta de que m'sieur Tusard a su derecha, se concentrara en la comida, ya que no se sentía de humor para platicar.
Cuando se estaban retirando los platos de postre de la mesa y se sirvieron los quesos y nueces, Durant se puso de pie intempes- tivamente. Dio unos golpecitos sobre la mesa para reclamar silen- cio y luego alzó la copa de vino.
- Mis amigos - comenzó él-, es un placer para mí veros reunidos alrededor de mi mesa. La dicha debe ser compartida, y os invito a uniros a mí esta noche para compartir mi felicidad por las próximas nupcias que unirán a la dama sentada a mi lado y a mí mismo como marido y mujer. Damas y caballeros, un brindis por la mujer que una vez fue mi prometida y ahora ostenta nuevamente ese título. ¡Por la adorable Elene!
19
El trueno de duros nudillos golpeando la puerta de su cuarto puso a Elene de pie agitadamente con la sangre golpeando en sus oídos. Era tarde. Durant, pensó, había salido para pasar la velada fuera de la casa. Del otro lado de la puerta podría haber algún rufián que hubiese tropezado accidentalmente con la casa de huéspedes. Pero además había otra persona que podría ser la que estaba golpeando de esa manera atroz.
Tragó con fuerza y luego avanzó.
- ¿Quién es? La voz que respondió era áspera de ira, pero dolorosamente familiar.
- ¡Abre esta puerta o la echo abajo a puntapiés!
Ryan. Se adelantó para girar la llave en la cerradura, después re- trocedió rápidamente dejándole el camino libre. El entró como una tromba. La expresión dura del semblante, los puños apretados col- gando a los costados del cuerpo la hicieron montar en cólera.
Cerrando la puerta de un empellón, se volvió y lo encaró.
- ¡Entra por favor! - exclamó ella con voz ácida de ironía.
Ryan giró sobre sus talones y le lanzó una mirada iracunda. Pero de inmediato sintió que toda la furia ciega que lo había domi- nado mientras dirigía sus pasos hasta allí empezaba a desvanecerse. El rostro de Elene se veía ligeramente más lleno que cuando la ha- bía dejado, pero las facciones eran más refinadas. Los ojos parecían 'insondables pozos grises, y su piel tenía el color y el lustre de la madreperla. Se había estado preparando para ir a la cama pues el cabello estaba suelto y caía sobre sus hombros como espesas mie ses recién segadas, brillando con la luz titilante de las velas en el candelabro junto a la cama.
Desvió la mirada deliberadamente dejando que recorriera la habitación. Volviéndose, cruzó el recinto hasta la puerta del pequeño cubículo y la abrió de par en par. De un vistazo pudo comprobar que estaba vacío.
-¿Dónde está Gambier?
- No está aquí, ni lo estará. Estas son mis habitaciones, mías y de nadie más.
La expresión de Ryan no se enterneció al girar y enfrentarla.
- En nombre de todos los cielos, ¿qué estás haciendo aquí?
- Tenía que ir a alguna parte. - Cruzó las manos sobre su vientre y mantuvo la voz firme sólo por un esfuerzo de concentra- ción.
- ¿Tenías que hacerlo? ¿Qué había de malo en el lugar donde estabas?
-No podía quedarme allí para siempre. Yo tengo que abrirme mi propio camino en la vida, y no tenía sentido posponer la decisión por más tiempo.
- ¿Irte con Gambier es abrir tu propio camino?
Elene oyó el desprecio en la voz y reaccionó.
- Yo no fui con él, no como tú imaginas. El había pagado este cuarto...
- Oh, ¿admites eso?
- ¡No admito nada! Es sólo un sitio donde vivir hasta...
- Hasta que os caséis.
- ¡No vamos a casarnos!
El se alejó de ella con un movimiento brusco.
-Oh, vamos, el rumor está por toda la ciudad. Me lo dijeron dos veces antes de que yo pudiera atar mi caballo frente a la casa de Laussat esta tarde y dos veces más después de pasar por las puertas de la ciudad.
- Durant hizo el anuncio. Eso no significa que yo haya aceptado.
- Una cosa generalmente sigue a la otra.
- El pensó obligarme de ese modo a aceptar.
Una sensación de alivio infinito corrió por el cuerpo de Ryan produciendo una oleada de calor. Frunció el ceño para evitar que ella se diera cuenta.
- Entonces ¿no habrá boda?
- Yo no dije eso -le corrigió ella. - No te entiendo.
Era bastante justo; ella apenas si se entendía a sí misma. Se había enfurecido por el intento despótico de Durant de usar su condición para atrapar la. Le había dicho claramente que no se dejaría forzar a nada, pero eso no había hecho mella en su confianza.
En verdad, ella se sentía atrapada entre dos alternativas desagrada- bles, entre casarse con un hombre a quien no amaba y criar su hijo sola. Si le decía al hombre que tenía delante que sería padre, él po- dría renovar su ofrecimiento de darle su nombre, pero ¿quería ca- sarse con él por esa razón?
Alzó un hombro, indiferente.
- Le dije a Durant que no me casaría sino por la ley francesa. Los españoles tienen demasiado poder sobre sus esposas.
- Ya puedes poner la fecha, entonces. La transferencia se hará el treinta de este mes.
Su pretexto había sido jocoso por lo inoportuno, sólo para beneficio de Ryan. Inspirando hondo, exclamó con un hilo de voz:
-¿Tan pronto?
- Laussat tiene motivos para darse prisa. Los planes han sido hechos desde hace semanas.
El embarazo de su esposa era la razón. ¿Era su imaginación, o la mirada de Ryan estaba apreciando su figura al mirarla de arriba abajo? Se alejó.
- No estoy segura de que importe. Aun puede ser que decida que prefiero mi independencia. Te interesará saber que he resuelto volver a convertirme en perfumista.
- Con el respaldo de Gambier - dijo él con voz apagada. Relampaguearon los ojos de Elene cuando lo miró.
- ¡De ninguna manera! Con el mío propio.
Ryan escuchó toda la historia de la venta de los aretes. Cuando ella hubo terminado, él se quedó mirándola por largo rato. Había venido con la intención de levantarla en brazos y llevarla de regreso a su casa por la fuerza. Le dolían los músculos por su necesidad de hacer precisamente eso. Ella lo enfrentaba ahora con tal resolución, con tal dignidad, que no se resignaba a arruinar su acto de valentía.
-Conmigo tendrías más espacio para trabajar.
Era lo más cercano a una súplica para que regresara a su lado dc la que ella podría llegar a escuchar de sus labios, él no era la clase de hombre que suplicaba. Tampoco era ella la clase de mujer que empacaba sus cosas mansamente y seguía a un hombre.
Elene alzó una ceja.
- Esa es una sugerencia no muy respetable que digamos.
-¿Respetable? ¿Cuándo demonios me preocupé yo por eso?
Era verdad, hasta cierto punto. Con sumo cuidado, Elene comentó:
- Eres un hombre de negocios respetado por todos los que comercian contigo, y no hay nada que decir que desearás parecerlo más cuando lleguen los norteamericanos.
- ¿Qué tienen que ver ellos con nada? - Había desconcierto en la mirada de Ryan al observarla. Ella estaba tratando de decirle algo, pero qué podría ser él no sabía.
- Tú... tú desearás tener una esposa, y yo no... - se le cerró la garganta asiendo las palabras, apretándolas con tal fuerza que ella no pudo seguir hablando. Agachó la cabeza y se miró las manos.
- Lo sé. No te interesa casarte, al menos conmigo.
- ¡Ni me interesa ser tu concubina mientras te casas con otra!
- No sé de qué estás hablando. Casados o no, tú eres la única mujer que siempre he deseado ver a la cabecera de mi mesa o a mi lado al despertar por las mañanas. Como has rehusado, eso se acabó. Abrete paso por ti misma, si eso es lo que quieres.
Ella podía sentir la fueza interior de Ryan demoliendo su sentido de control, su autodominio. Esto le dio a su voz un tono de- safiante. - ¡Eso es lo que quiero!
Ryan renegó por lo bajo, luego se dirigió hacia la puerta. La necesidad de volverse, de tomarla entre sus brazos y arrancarla de allí después de todo, se debatía en su interior con la admiración a regañadientes que sentía por ella. El podía doblegarla bajo su vo- luntad, pero ¿qué bien le haría eso si lo que conseguía era ganarse su odio?
Se tensó un músculo en su quijada. Con voz exacerbada, contestó:
- Entonces, te dejaré hacerlo.
La puerta se cerró a sus espaldas.
Elene dio un paso detrás de él, luego se detuvo. Podría de- cirle muchas cosas, pero el orgullo y el miedo no se lo permitieron. Aun cuando pudiera resignarse a decir las, nadie le aseguraba que él quisiera escuchar las. Mejor era dejarlo ir.
Para el atardecer del tercer día, Elene había aceptado la idea de que Ryan no regresaría por ella. También había resuelto, de una vez por todas, que no se casaría con Durant. Si había tenido alguna duda, la presencia de Ryan la había hecho desaparecer. Le habría informado esta determinación a Durant si él se lo hubiese permi- tido, pero estaba demasiado ocupado celebrando la inminente transferencia de poder con sus amigos durante las tardes y las no- ches, para dormir por las mañanas hasta que se le pasaban los efectos de las libaciones.
Elene, burlada en su propósito, comenzó a pensar en el bebé. Si ella iba a ser su único sostén, debía empezar a prepararse. Era el momento de fabricar el perfume de Devota sin importar el esfuerzo que le demandara. Sin embargo, las cintas que adornaban las botellitas se habían arruinado al derramar el perfume y debían ser remplazadas. Decidió empezar por esa pequeña tarea.
La compra de las cintas, no más de lo suficiente para cuatro botellas, no le llevó mucho tiempo. Reacia a volver tan pronto a la quietud de su cuarto, Elene se encaminó a la orilla del río. De pie sobre el malecón, de cara al viento, clavó la mirada en la ondulante superficie de agua eternamente en movimiento. Pensó entonces fu- gazmente en la cantidad de mujeres quienes, en su misma situa- ción, se habían arrojado a las aguas de los ríos en todas partes del mundo. Una solución tan fácil y cobarde no tenía atractivos para ella. La vida no era buena, pero lo que prometía era aún más im- portante que las penas que brindaba. Para ella siempre sería así. Sin demorarse más, dio media vuelta y ymprendió el camino a su casa.
Al acercarse a la casa de huéspedes, Elene vio a una vende- dora de confituras que venía en su dirección. La mulata clara es- taba entonando una canción pegadiza, alabando los bombones que llevaba en la canasta apoyada sobre la cadera. Revoloteaban sus faldas al caminar y lucía una sonrisa insolente en la cara debajo del tig/lon de seda carmesí mientras enormes aretes de oro se balan- ceaban golpeando levemente la piel color crema de las mejillas. Las confituras estaban cubiertas con una servilleta blanca para impedir - que las moscas se posaran sobre ellas, y cuando la levantó flotó en el aire el exquisito olor a leche, azúcar y almendra que se mezcló con el olor a madera quemada en las cocinas que estarían prepa- rando las cenas, con el tufillo de las acequias y el perfume que usaba la mulata.
Por un milagro, los olores no afectaron a Elene, tal vez de- bido al aire fresco del atardecer y a su apetito después de la larga caminata. Compró una confitura plana y redonda salpicada de tro- zos de pacana. La mulata le brindó una radiante sonrisa con la cabeza semigacha y le agradeció con algunas palabras casi inaudi- bles. Luego volvió a tapar su mercancía y se alejó por la calle, can- tando.
Elene empezó a mordisquear el borde del bombón mientras subía la escalera hacia su cuarto. Esos bocados insignificantes no le dieron náusea como lo hacían tantas cosas a esta hora del día. Cuando se hubo sacado la capota y los guantes, cortó una por- ción más grande con una pacana sobresaliente y se la llevó a la boca.
Un terrible sabor amargo asaltó su lengua. Torció la cara. La pacana era de árboles silvestres, debía serIo. Se sintió atacada de náuseas y un sudor frío perló su frente. Corrió hacia la cama para sacar de abajo el bacín de porcelana donde escupió el bocado de confitura. Sin poder controlarse, vomitó entonces el bocadito de garapiñada que había mordido minutos antes y todo lo que había comido en el almuerzo. Cayó de rodillas alIado de la cama retor- ciéndose con espasmos que no parecían tener fin.
Pasaron por último, pero no así el retortijón de estómago. La asustaban las contracciones tan violentas. Estaba actuando como una tonta, lo sabía; no era nada más que una indisposición pasajera. Las mujeres habían padecido tales indignidades desde el comienzo de los tiempos. Aun así, tenía miedo. Sosteniéndose de la cama y luego de las paredes, se arrastró hasta el descanso de la es- calera y llamó a los gritos a la casera.
Devota llegó inmediatamente seguida al trote por la criadita negra que habían enviado en su busca y que ahora mostraba unos ojos agrandados por el asombro. La doncella echó una ojeada a Elehe que se retorcía en la cama con el pelo mojado de sudor y en- vió a la criadita a traer agua caliente y una taza. De un bolso que había traído consigo, Devota sacó unas hierbas secas y un polvo blanco y otro amarillo. Pellizcando pequeñas porciones de cada uno las mezcló con el agua caliente. Ahora, de pie junto al lecho, le or- denó a Elene que bebiera el preparado. Momentos después volvió a darle otra taza y luego otra más.
Los espasmos se calmaron. Elene estiró las piernas, podía respirar mejor. Sin embargo, no soltó la mano de Devota hasta bien entrada la noche cuando finalmente la venció el sueño.
Al despertar, era de mañana y Devota se había ido. Caía una suave llovizna; podía oír su golpeteo sobre el tejado. Yacía en la cama con la mirada perdida en los pliegues de la gasa del mosqui- tero que caía a su alrededor, con la mano sobre su vientre. La criatura que llevaba adentro, diminuta y sin rumbo ni meta hasta ahora, estaba quieta, a salvo. Había habido momentos durante la tarde anterior en que ella había tenido miedo de perder la; no había sabido nunca que las indisposiciones por el embarazo pudieran ser tan violentas y dolorosas. Pero una vez más, Devota había obrado su magia y todo estaba bien.
Otra clase de magia había tenido lugar también, puesto que súbitamente, la criatura había cobrado realidad para ella. Hasta este momento, su condición le había parecido una enfermedad o un problema que se debía resolver. Había hablado del bebé con De- vota, había pensado en él, pero en su mente no había tenido más sustancia que la de un pequeñísimo fantasma. Si lo hubiese per- dido, se habría sentido tan aliviada como entristecida. Ahora, en cambio, sabía que tenía su carne y su sangre, así como también
parte de Ryan, y era por lo tanto, un ser infmitesimal que debía ser ferozmente protegido.
y un ser que se merecía la oportunidad de conocer a su pa- dre.
Sintió que la apatía que la había dominado hasta entonces se desvanecía y que en su lugar surgía un propósito definido. Había permitido que las circunstancias adversas la abrumaran durante demasiado tiempo, llorando y lamentando lo que una vez fue, lo que podría haber sido. No lo haría nunca más. Era hora de decidir exactamente lo que quería y marchar hacia esa meta. Si no podía ordenar su propia vida, ¿cómo podía esperar ordenar la de su hijo?
Debía decírselo a Ryan. No hacérselo saber de inmediato había sido una cobardía imperdonable. Lo que él decidiera hacer después de saberlo estaba fuera de su control, pero él debía estar enterado. Tenía que dejar de remolonear pensando en el perfume o comprando cintas para las botellas. Había que seguir adelante con lo que se debía hacer.
Las muertes por envenenamiento eran harina de otro costal. La importunaban constantemente, no podía olvidar las. Con todo, ellas eran de incumbencia de las autoridades y en absoluto de ella. No debía permitir que las sombras que arrojaban oscurecieran su propio futuro. Consideró que se había concentrado en ellas como una defensa contra la necesidad de enfrentar sus propias dificulta- des. Esto era algo más que debía dejar de lado para siempre.
El tintinear de una bandeja del otro lado de la puerta anun- ció el café matinal. La joven criada abrió la puerta y asomó la cabeza, al ver despierta a Elene, la empujó más y entró.
-Bon jour, mam'zelle. ¿Ha dormido bien? Su doncella, la que estuvo aquí anoche, dijo que no debía despertarla hasta bien avanzada la mañana. Ahora m'sieur Durant me ordena que le avise que ya se está reuniendo la gente en la Place d' Armes. El irá en media hora y desea saber si usted tiene ganas de acompañarlo.
La ceremonia de trasferencia en la cual Louisiana sería cedida por España a Francia tendría lugar al mediodía. Desde
luego que debía ir. Echó las mantas a un lado. - Sí, me reuniré con
m'sieur Durant. Dile que por favor me espere, luego prepárame mi vestido de popelina tostada y mi mantón.
-¿y su café, mam'zelle? . - Déjalo allí sobre la mesa. ¡De prisa ahora! La llovizna seguía cayendo todavía de un cielo plomizo, una llovizna plateada y persistente. La multitud que aguardaba en la Place d' Armes se guarecía de ella como podía, ya fuera en el pór- tico interior de la iglesia de San Luis o bajo la arcada del palacio municipal conocido como El Cabildo, donde el cambio oficial de gobierno tendría lugar en un salón de la planta alta, o bajo los po- cos árboles a lo largo de las calles convergentes. Algunas damas sostenían parasoles de seda aceitada sobre sus cabezas o cubrían sus capotas con los mantones, mientras que los caballeros perma- necían estoicamente de pie dejando que la lluvia goteara desde las angostas alas de sus sombreros. Muchos de ellos lucían la insignia tricolor de Francia, un símbolo gallardo de lealtad a su patria.
Las tropas españolas estaban ordenadas en formación a un costado de la Place d' Armes donde sus uniformes rojos y las rose- tas blancas en los bicornios brindaban un garboso espectáculo. En el lado opuesto de la plaza, con el mástil que aún sostenía en alto la bandera con leones y castillos de Su Muy Católica Majestad de Es- paña entre ellos, estaba una milicia de los ciudadanos de Nueva Orleáns, hombres de una docena de nacionalidades diferentes. Mu- chos de ellos, según se corría la voz entre la multitud, habían peleado junto al gobernador español Galvez hacía algunos años y defendido heroicamente a Lousiana contra los británicos durante lo que los norteamericanos llamaban su revolución.
Desde el río se dejó escuchar el estruendo de un cañonazo disparado desde un barco en señal de saludo. Laussat se acercaba caminando a lo largo del malecón. Ahora se podía ver al prefecto pasando por el cuarto de la guardia del cuartel militar, avanzando a zancadas entre tal vez cincuenta o sesenta franceses. El redoble de tambores empezó en ese momento, portentoso, conmovedor. Se oyó una orden y las tropas en la plaza, tanto las españolas como la milicia, se pusieron en posición de firmes. Laussat caminaba con la c.abeza en alto y el rostro impasible, un representante de Francia fuerte y competente. Los redobles resonaron con más fuerza cada vez; luego, cuando Laussat y su séquito desapareció en el interior del cabildo donde lo aguardaban los funcionarios españoles, cesaron subitamente.
No había mucho para oír excepto el murmullo de los reunidos en la plaza y el golpeteo incesante de la lluvia. Los soldados en formación estricta permanecían a pie firme soportando las incle- mencias del tiempo a ambos lados de la plaza. Un viento ligero azotó la bandera que chasqueó encima de sus cabezas, y también sacudió las frondas de las palmeras que alzaban sus coronas verde oscuro a los costados de la iglesia.
Lentamente la muchedumbre avanzó hacia la Place d' Armes, rodeó las filas de soldados y volvió a reunirse debajo del balcón de El Cabildo. Elene y Durant avanzaron con ella. Les llegó un grito para llamar les la atención y Elene vio a Josie agitando la mano en el aire mientras se abría camino hacia ellos seguida por Morven. Intercambiaron saludos al reunirse, luego Josie, volviendo la cabeza de un lado a otro, divisó a los Tusard y a Flora Mazent y comenzó a hacer les señas para que se acercaran.
En ese momento, Laussat, con el gobernador Salcedo, un hombre canoso de edad avanzada y el diplomático urbano que ac- tuaba como comisionado, el marqués de Casa Calvo, salían al bal- cón. A una señal, la bandera española empezó a ser arriada y la bandera francesa comenzó a ser izada en el mástil. Cuando la tri- color de Francia alcanzó el tope y el viento la hizo flamear en todo su esplendor, un grito estentóreo brotó de la plaza. Las palomas que dormían en los tejados se asustaron y levantaron vuelo girando en círculos concéntricos hasta volver a posarse en sus lugares ha- bituales. Un funcionario español tomó la bandera de su país y la llevó fuera de la plaza. Las tropas españolas giraron sobre un flanco y marcharon a paso ligero hacia sus cuarteles detrás del oficial.
A su lado, Elene sintió que Durant se ponía rígido. Le echó un ,,'¡stazo, luego siguió la dirección de su mirada fija. A menos de diez pasos de distancia, abriéndose paso con los hombros por entre la muchedumbre y detrás de Flora Mazent, estaba Ryan.
Venía hacia ella con aire resuelto. Los planos de la cara pa- recían tallados en piedra y los ojos azul oscuro tenían una mirada de fuego. Elene se alarmó, luego se serenó y alzó la barbilla en mudo desafío, esperándolo en actitud inmóvil.
Ryan vio ese gesto garboso, tan recordado por él, y sintió que se le encogía el corazón. Había intentado renunciar a ella, la había condenado por frívola, la había execrado por ser una mujer- zuela de corazón de hielo, y había jurado que podría vivir exacta- mente igual sin ella. Pero desde que descubriera que se había ido, su casa estaba vacía y sin vida y su lecho era un lugar donde reinaba la soledad. Rememoró el esplendor de su pelo, oculto debajo de la capota, esparcido sobre las almohadas; en su mente podía sentir la sedosa suavidad de la piel y ver el intenso brillo de deseo saciado en sus ojos. Ella había sido gracia complaciente, descarado desafío y dulce contento todo en uno bajo la forma de una mujer. Más que eso, ella había sido suya, y lo sería otra vez en tanto su cuerpo retu- viera las fuerzas para conseguirlo.
Apenas si saludó con un movimiento de cabeza a los demás, tocando el ala del sombrero antes de detenerse bruscamente ante Elene. Sin ningún preámbulo, dijo:
-He oído que no has estado bien.
Devota se lo había contado, por supuesto, aunque seguramente no le había dicho la causa. Las palabras de preocupación, por más duras que sonaran, resultaron tan inesperadas que la res- puesta fue breve y sin tono para impedir que le temblara la voz.
- Una leve indisposición.
- Ningún trastorno de estómago puede ser leve, no al menos entre aquellos de nosotros que vinimos de Santo Domingo, no ahora.
Se le nubló la mirada al captar el significado de la palabras de Ryan. Se le había ocurrido la idea, pero la había descartado en favor de los problemas lógicos del embarazo. ¿Era posible? ¿Lo era?
-Oh, Elene -exclamó Josie, sus ojos agrandados al acer- carse a ella. Echó la capota de Elene hacia atrás para descubrirle el rostro -. Debí haberlo visto antes. Tienes el mismo semblante de Hermine cuando ella estaba tomando arsénico. De verdad, el mismo.
El mismo semblante de Hermine. La traslúcida palidez del cutis. Arsénico. Si ella moría, entonces también moriría su bebé. Elene se balanceó sobre sus pies.
La inquietud relampagueó en los ojos de Ryan. Con la veloz agilidad de músculos bien entrenados, echando a un lado a Durant como si fuera un mosquito molesto, Ryan avanzó y pasando un brazo por la espalda y el otro debajo de las rodillas de Elene, la levantó en el aire apoyándola contra su pecho.
-No, no -protestó ella-. Fue sólo un vahído. No cené anoche y no tomé el desayuno.
Durant, furioso, quiso agarrar el brazo de Ryan.
- No, está equivocado. La mujer que usted tiene en sus brazos es mi prometida. Bájela usted.
Ryan se soltó con un movimiento brusco.
-Creo que hemos pasado ya por esto antes en el Sea Spirit y había quedado resuelto.
- Tal vez. Esto es diferente.
Durant trató de agarrar el brazo de Elene y le clavó los dedos en la muñeca como si quisiera arrancarla del hombre que la sostenía. Elene tironeó para liberarse de su garra tratando de esquivar el forcejeo entre los dos hombres. Con una porción de su mente captó las expresiones ávidas de los mirones que habían vuelto la cabeza para observar la riña. Por lo demás, ella sólo tenía conciencia de los fornidos brazos de Ryan alrededor de su cuerpo, y la mortificación que le producía sentir el intenso placer de estar contra su pecho.
- Basta ya - gritó ella -. ¡Basta, los dos! Bájame de inmediato.
En lugar de acceder al deseo de Elene, Durant la tomó del hombro pasando el brazo entre ella y el hombre que la tenía alzada en su determinación de arrancársela de los brazos. Le echó a Ryan una mirada feroz por encima del cuerpo de Elene y con los dientes apretados, ordenó:
- ¡Démela a mí!
Ryan soltó una carcajada desdeñosa teñida de temeridad. Dando un paso atrás, levantó una larga pierna, colocó el pie contra el vientre de Durant, y empujó.
La mano de Durant se soltó del hombro de Elene y él retrocedió dando tumbos con los brazos bien abiertos, tambaleándose por entre la multitud que le abría camino hasta caer de espaldas al suelo. Se incorporó apoyándose en un codo y miró a Ryan echando chispas por los ojos mientras un círculo blanco le rodeaba la boca.
- Por esto - dijo pesadamente -, nos encontraremos de nuevo. Exijo una satisfacción.
- No - susurró Elene y oyó el eco de las respiraciones cortadas de la gente que los rodeaba. Vagamente tuvo conciencia del gemido de Josie y el débil grito de Flora.
Ryan no les prestó la más mínima atención. Su mirada se paseó sobre el hombre caído en el suelo.
- Un encuentro usted tendrá, pero que obtenga una satisfacción es otra cosa.
- Me conformo fácilmente. Todo lo que requiero es su vida. - Las palabras de Durant destilaban veneno al ponerse de pie y enderezarse las mangas de la chaqueta.
- Intente tomarla. - Ryan miró a Morven. - ¿Actuarás tú como mi padrino?
- Eso mismo haré. ¿Tienes alguna otra persona? - Mientras Ryan le daba un nombre, Morven inclinaba la cabeza. - Pierde cuidado. Nosotros lo arreglaremos.
Ryan asintió con la cabeza, luego giró sobre sus talones y empezó a avanzar por entre la gente que los rodeaba caminando sin esfuerzo. La muchedumbre se separó dejando un largo sendero abierto. Ryan marchó por él con Elene apretada contra su pecho. En la calle cercana al borde de la plaza abierta, Devota y Benedict aparecieron y caminaron cerrando la marcha.
En ese instante en la Place d' Armes, se elevaron vítores y aplausos cuando Laussat salía de El Cabildo. Al acallarse los ecos, el nuevo gobernador de Louisiana empezó a hablar. Su voz se perdió a la distancia cuando Ryan dejó la plaza atrás.
- ¿Qué crees que estás haciendo? - inquirió Elene casi sin aliento-. Nos está mirando la gente.
La voz de Ryan vibró en lo más hondo de su pecho al contestar.
- Estoy tomando lo que quiero. Después de todo, yo soy Bayard, el corsario. ¿Qué otra cosa puedes esperar de mí?
- Puedo - dijo él con sombría certeza -. Y te mantendré a mi lado hasta que las puertas del infierno chorreen carámbanos, a menos que puedas darme una buena razón por la que abandonaste esta casa.
El impulso de pegarle era demasido fuerte, pero luchar con él sería inútil, si no peligroso en su condición. Por más que fuera contra su naturaleza, debía ahora considerar primero la seguridad de su bebé. Más que eso, había una o dos cosas que debían acla- rarse entre ellos, por su bien tanto como por el bien de su hijo y el de Ryan. Bajó las pestañas y clavó la mirada en el pulso que latía en la fuerte columna del cuello viril.
- Me pareció lo mejor.
- ¿Lo mejor? ¿Mejor para quién?
- Para ambos.
- Podrías haberme consultado antes de decidir mi vida por mí. - Remedó con amargo sarcasmo la queja que ella había lanzado antes, y se despreció por tener que dominar el deseo ardiente de enjugarle la gota de lluvia que rodó del espeso abanico de sus pestañas a la mejilla.
- ¡Oh, muy bien! Era mejor para mí. Me pareció mejor salir antes de que me echaran. ¡Hay pocas esposas que aceptan compartir el techo con las concubinas de sus esposos!
Se demudó el semblante de Ryan y se endurecieron sus facciones.
- Dijiste algo parecido antes. Creo que será mejor que te expliques.
- Flora Mazent. - Había logrado sorprenderlo, aunque más no fuera. Como la expresión de su rostro no se alteró y continuó tan desconcertada como antes, se vio forzada a continuar. - Se suponía que Flora estaba comprometida, pero su prometido se retractó de los arreglos luego de la muerte de su padre. A ti te vieron en estrechas discusiones de negocios con m'sieur Mazent.
- ¿Eso me convierte en el prometido? Gambier estuvo siempre mucho más cerca de Mazent, tanto antes como después de venir a la ciudad.
- El negó que fuera el novio elegido.
- ¿ Y eso es todo lo que se requiere?
-No tengo motivo para dudar de él.
- Suponte que yo también lo niegue.
¿Lo estaba negando o no? No había manera de estar segura.
- Pero tenía que ser uno de vosotros. Los Mazent no conocían a nadie más.
Con voz monótona, Ryan dijo:
-Siempre queda Morve alguno de los hombres del barco.
- ¿Morven y Flora? ¡No seas absurdo! En cuanto a los hombres de tu barco, creo que m'sieur Mazent habría elegido un caballero.
- Al menos por eso - dijo con ironía -, te doy la gracias.
- En todo caso, cuando te marchaste no se dijo nada que in- dicara que desearas verme a tu regreso en tu casa.
-Qué pecado imperdonable, lo di por sentado.
Elene le lanzó una mirada dura.
- Te marchaste de aquí sin mirar una sola vez atrás ni pensar en mí.
- ¿Qué se suponía que debía haber hecho? ¿Haberte dado mi amor eterno y suplicarte que me esperaras?
Ella no respondió. No podía. Ni podía mirarlo siquiera.
- Ah... - dijo él suavemente -, empiezo a ver.
La dominó el pánico, un pánico basado en el miedo a lo que él pudiera adivinar, y a lo que pudiera decir respecto de eso. Si era la reacción equivocada, sería algo demasiado doloroso de soportar.
- No es necesario que pienses que estoy esperando la declaración de tus intenciones conteniendo el aliento.
- No, jamás pensaría semejante cosa. No he olvidado que eres una mujer con ambiciones.
Elene apretó las mandíbulas, era una reacción puramente nerviosa que impedía que le temblaran los labios. Cuando pudo hablar, no usó muchas palabras.
-¿Es eso tan malo?
- En absoluto. Pero no veo por qué no puedes ser también mi mujer.
El tono grave de la voz, la mirada acariciadora de los ojos le dificultaron la respiración. El se movió apoyando el peso del cuerpo sobre una mano mientras con la otra le soltaba la cinta de la capota h'úmeda, se la sacaba y la arrojaba lejos de la cama. Le aflojó el mantón deslizándolo por debajo del cuerpo para dejarlo también -a un lado. Como el mantón había absorbido casi toda la llovizna, el vestido de popelina estaba casi seco.
Al ver que los ojos de Ryan se posaban sobre los botones del vestido de paseo, Elene se humedeció los labios y habló precipitadamente.
-Ser tu mujer significaría que yo viviera siempre temerosa de perderte.
- Nunca, excepto por mi muerte, y vivir temiendo esa pérdida es dar la espalda a la felicidad que nos brinda la vida. - Le acarició la mejilla y se maravilló de su tersura, luego pasó los dedos por la curva de la mandíbula hasta la punta de la barbilla.
Con la garganta apretada, Elene respondió:
- No lo puedo remediar.
- ¿No puedes? Sólo alguien que no teme a la muerte puede arriesgar la vida tomando arsénico, hasta para conseguir el efecto de tal adorable fragilidad.
-¡Yo no lo tomé! -gritó ella, indignada, al tiempo que le arrancaba la mano de la barbilla con un movimiento brusco de la
cabeza -. ¡No lo haría! Sería demasiado peligroso para...
Se oyó un golpe a la puerta.
Ryan maldijo por lo bajo, después se apartó del lado de Elene y se sentó en el extremo de la cama. Gritó una orden para que entraran.
Benedict penetró en la habitación. - M'sieur Morven y otro caballero están aquí, por el asunto del duelo.
- Morven es puntual para ser un actor - dijo Ryan, seco -. Dile que estaré con ellos en un momento.
Cuando Benedict salió para cumplir lo que le había encar- gado Ryan, Elene se sentó. Posó una mano sobre el brazo de Ryan. - No es necesario que te batas a duelo otra vez con Durant. Por fa- vor, ¿no harías algo para evitarlo?
- Fue Durant quien lanzó el reto. - Hubo acero en su voz.
- Por tus acciones. Podrías disculparte por haberlo arrojado
al suelo.
- No sé por qué pero creo que no se sentirá satisfecho con eso. Todavía queda ese pequeño detalle de haber raptado a su prometida.
Apretó los labios. - ¡Por última vez, no soy su prometida! ¡Si solo fueras razonable!
Una sonrisa curvó la boca de Ryan, una que le heló el corazón.
- Soy perfectamente razonable, en tanto nadie trate de tomar lo que es mío. Si Durant te quiere para él, tendrá que matarme primero.
No le dio oportunidad para contestar, sino que se levantó de un salto de la cama y salió rápidamente de la habitación.
Poco tiempo después, Ryan y sus padrinos salieron de la casa. No dieron indicaciones del sitio al que se dirigían, pero se su- ponía que la salida estaba relacionada con el problema del duelo.
Durante su ausencia, Devota regresó con todas las pertenen- cias de Elene. La criada no preguntó si debían ser desempacadas y guardadas, sino que se afanó moviéndose por la alcoba, restituyén- dolas a sus sitios habituales. Elene yacía en la cama observándola hacer y maravillándose por su propia inmovilidad.
Tal vez era efecto del veneno, si era que había ingerido tal cosa. ¿O era por el embarazo? ¿O hasta una parálisis del terror, terror por Ryan y por lo que ella había causado?
Esas explicaciones eran posibilidades reales, pero ella cono cía la verdadera causa. Se quedaba allí porque era allí donde quería estar. Y porque aún quedaba algo sin resolver entre y ella y Ryan Bayard. Que nunca pudiera ser resuelto era algo que no deseaba considerar ni siquiera como una remota posibilidad.
Devota hizo una pausa en sus tareas y miró a Elene.
-¿Estás bien, chere?
-Sí, muy bien.
- No se te ve tan bien.
Elene forzó una sonrisa.
- Eres demasiado buena al halagar mi vanidad de ese modo.
- ¡Bah! ¿Estás segura de que no tienes calambre de estómago?
-No te preocupes innecesariamente, Devota, por favor.
Cuando la doncella se volvió y terminó de sacar lo último que que- daba en el baúl, Elene continuó.
- Supongo que eres dichosa ahora.
Devota la miró de soslayo.
- Depende.
-¿De qué?
- De lo que suceda.
Elene desvió la mirada.
-Sí.
- El es muy hombre, M'sieur Ryan. No será abatido.
- Pero si Durant muere por mi causa, ¿c6mo podré vivir con esa culpa?
- Vivirás - respondió Devota haciendo una pausa en su
tarea -. Solo es un poco por ti, el reto, chere, y mucho por su amor propio. Perderte a ti y también a su casa, su reino isleño, ha sido demasiado para él.
- Y también a Serephine. Sí, supongo que es así. Devota regresó a sus tareas sin decir más. Vaciando el baúl, se dirigió a una pequeña canasta de madera de donde surgió el ruido de vidrios entrechocándose. Después de un momento, se enderezó. - Creía que habías llevado contigo la última botella de perfume, ¿verdad?
- Así es. ¿La quieres para algo?
- Sólo para dejarla a tu alcance antes de llevar el resto al ta-ller. Pero no está aquí.
- Tiene que estar. Se hallaba sobre la mesa en la habitación más pequeña, con todo lo demás.
- No estaba allí. Empaqué todo yo misma.
- Supongo que no tiene importancia.- dijo Elene en tono tranquilizador al ver a Devota preocupada. - Alguien la sacó de allí. ¿Era posible? Elene frunció el ceño tratando de recordar. La última vez que la había visto había sido la tarde de la fiesta ofrecida por Durant. Si había sido robada, la lista de aquellos que podrían haberlo hecho era tan larga, desde la ca- sera mulata y sus sirvientes a cualquiera de los hombres y mujeres que habían estado en las habitaciones de Durant aquella noche. Al avanzar la velada había habido muchas ida.s y vueltas.
- Era sólo un perfume - dijo ella por último. Devota sostuvo la mirada de Elene, la de ella sombría y preocupada. -Están aquellos que no saben eso, o que no lo creen.
Ella solo pudo estar de acuerdo. Una parte de su letargo, descubrió Elene, se debía a hambre y cansancio. Benedict le había traído una cena liviana después de que Ryan se hubo marchado~ Cuando la hubo comido y observado a Devota ordenar la alcoba como era debido, apenas si podía mantener los ojos abiertos. Sin embargo, al despertar dos horas después, se sentía levemente descansada y demasiado en vilo para seguir acostada.
La lluvia no hacía mucho que había parado. Las hojas siem- pre verdes del roble resplandecían en el patio, y el agua goteaba de los tejados salpicando el pavimento. La brisa fresca que soplaba por la galería estaba tan cargada de humedad que le erizó la piel. El cielo plomizo oscurecía la tarde haciendo creer que ya llegaba la noche, y se veía el brillo titilante de las velas encendidas en la co- cina donde se estaba preparando la cena.
La gente empezaba a recorrer las calles una vez más. A tra- vés de la puerta cochera se oía pasar un jinete a caballo, los ladri- dos de algún P9rro persiguiendo un puerco perdido, y el canto de una vendedora de confituras anunciando sus mercancías. También se oía el firme sonido de pasos, espaciados y rítmicos, avanzando con un propósito defmido.
Elene sonrió débilmente. Conocería esos pasos dondequiera que los oyese. Se puso de pie y se encaminó a la escalera a esperar que Ryan emergiera del pasadizo al patio.
El no apareció inmediatamente. Se pudo oír el murmullo de un intercambio de palabras. Duró lo que un suspiro, luego los pa- sos volvieron a resonar en el pasadizo.
El traía la cabeza gacha al entrar al patio y la luz se reflejó en su pelo color de nogal con reflejos rojizos. Estaba mirando algo que traía en la mano. Rompió un trozo y se lo llevó a la boca. Em- pezó a masticar.
- ¿Qué traes ahí? - Las palabras escaparon de los labios de Elene sin que pudiera evitarlas, acicateada por una idea huidiza, un vago recuerdo.
Ryan alzó la vista y le sonrió mientras empezaba a subir por la escalera. Tragó antes de hablar.
- Sólo un bombón. Las pacanas son amargas, pero no me quejo. Es que entre una cosa y otra, no almorcé. ¿Quieres un poco?
Rompió otro trozo del dulce y el olor llegó a Elene, lechoso, azucarado y nauseabundo. Se arrojó por la escalera a los brazos de Ryan.
-¡No! - gritó -. ¡Oh, no lo comas!
Se agrandaron los ojos de Ryan, sorprendido, pero ya estaba llevando el otro bocado a su boca. Y entonces ella estuvo junto a él, retirándole la mano para que cayera el bombón que sostenía.
Mirándolo con ojos llenos de horror, esperando los primeros síntomas, susurró:
- Veneno. ¡Estaba envenenado!
20
-¿Se pondrá bien? Elene formuló la pregunta en voz muy queda. No quería molestar a Ryan que dormía, por fin, con una mano entre las de ella. Su estado había sido grave y había insumido muchos esfuerzos librar a su organismo del veneno, pero las hierbas y polvos de De- vota finalmente habían surtido efecto.
-Te lo dije, chere -comentó la mujer-, él es fuerte. En la mañana apenas recordará haber estado enfermo.
Elene soltó un suspiro, luego se estremeció.
- ¿ y si yo no hubiese estado en la galería? ¿y si hubiese comido todo el bombón antes de que alguien lo viera?
- Estaría muerto. Pero no lo está, no lo va a estar. No pienses en ello. Ahora debes ir a cenar, luego busca una cama.
- Aquí no - dijo Elene indicando la cama de Ryan, la única que habían compartido durante tantas semanas-. Yo... yo no querría molestarlo.
Devota asintió.
- Benedict puede mandar preparar otra alcoba mientras tú cenas.
-Será un placer -dijo el sirviente desde el otro lado del lecho donde vigilaba a su amo.
Elene no se movió. Se quedó contemplando a Ryan, sus ojeras provocadas por el dolor y la palidez de su rostro. Aparte de eso, no había cambiado mucho. La fuerza interior era evidente en sus facciones, y con todo, se veía ternura y pasión en la curva de sus la- bios.
- El duelo tendrá que ser cancelado - dijo ella. Cuando De- vota y Benedict permanecieron callados, los miró-. ¿No es así?
Benedict meneó la cabeza. - Yo no lo daría por sentado. Es una cuestión de honor.
-El no puede presentarse en el campo. Se sentirá demasiado débil.
- El es quien tiene que decidirlo - dijo Devota -. No debes preocuparte por ello, no es bueno para ti.
- ¿Cómo no hacerla? Oh, Devota, ¿no hay nada que se pueda hacer para detenerlo? ¿Nada en absoluto?
Devota enfrentó la mirada de Elene por encima de la larga figura derecha del hombre en la cama, sus ojos castaños infinita- mente perceptivos y convincentes. Frunció los labios.
- Puede que haya una manera.
Elene soltó un suspiro de esperanza. Miró a Benedict quien súbitamente pareció tan absorto en la limpieza del cuarto como si estuviera sordo. Suavemente, Elene preguntó: ¿Sin hacer ningún daño?
Devota se le acercó. Tomó la mano de Ryan y la dejó sobre la sábana, luego tomó a Elene por los hombros y la llevó hasta la puerta.
-Vete a comer, chere, y no te inquietes. Es posible que ocurra algo que detenga el duelo, pero si no es así, debes aceptar lo que suceda, porque hay cosas que no podemos cambiar en la vida.
Elene se sentó sola en el comedor picoteando la comida que le habían servido, pero no tenía hambre. Era muy fácil para Devota decirle que no se inquietara, su doncella no podía saber cómo se sentía. Ver a Ryan tan decaído la llenaba de horror. Como había sucedido enseguida de su regreso a la casa, la culpa debía recaer en ella. Tenía que ser. Como también se sentía culpable por el duelo.
Sus pensamientos corrían en círculos. Pensar en el envenenador la distraía de los sufrimientos y temores sobre la salud de Ryan y de lo que pasaría a la mañana siguiente. Le parecía que si podía averiguar por qué habían envenenado a Ryan, sabría exacta- mente quién estaba haciendo estas cosas terribles a la gente.
¿Qué había sucedido exactamente, entonces, para que él fuera el blanco? Primero, había regresado a Nueva Orleáns. La había sacado a ella del lado de Durant y la había instalado en su casa una vez más. Finalmente, había aceptado el reto de Durant.
¿Era posible que Durant hubiera tratado de matarlo para asegurarse de que el lance no tuviera lugar, que la muerte de Ryan tan deseada por él fuera una realidad?
Estaba la vendedora de bombones. ¿Qué papel jugaba ella? Era la misma que le había vendido el dulce a ella, Ryan había po- dido describirla. ¿Era nada más que una insignificante mujer libre de color pagada para vender confituras envenenadas a las víctimas elegidas? ¿O era la asesina en persona?
Elene dejó el tenedor sobre el plato y se recostó en la silla. Cerró los ojos. Lentamente trajo a su memoria todos los detalles de la tarde en que había comprado el bombón, la calle tranquila, el viento fresco soplando del río que había arremolinado las faldas de tela brillante usadas por la mulata clara con la canasta de confituras sobre la cadera. Casi podía ver el tignon de seda carmesí que lle- vaba la mujer, intrincadamente atado alrededor de la cabeza, y las grandes argollas de oro que usaba como aretes colgando de las orejas de las que se veían sólo los lóbulos mientras que el tignon le ocultaba el pelo. No había sido alta, no tan alta como Elene, y las manos habían sido de dedos cortos. Sus facciones, empero, seguían resultándole imprecisas. La mulata había mantenido la cabeza ga- cha casi todo el tiempo, como si no quisiera que repararan dema- siado en ella. Pero además habían estado presentes los olores, el del humo de las cocinas a la hora de la cena y el de las comidas con frutos de mar, y el de leche, azúcar y cacao de los bombones. Leche y azúcar, y el cutis de la muchacha tan traslúcido y aun así cremoso con los aretes de oro contra...
Los ojos de Elene se abrieron desmesuradamente. ¡Por su- puesto! Era así como había sido. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Y también había habido aquella otra vez. Ahora sabía. Santo Dios, sabía. Era increíble, pero ella conocía a la única persona con un motivo que iba en línea directa de una víctima a otra. La única persona.
Elene se levantó de un salto de la mesa. Si estaba en lo cierto, entonces se debía hacer algo, ahora, esta misma noche. Si no, el asesino seguramente volvería a atacar a Ryan, y quizá con éxito la segunda vez.
Había dejado de llover y la noche se había puesto fría con un viento cortante que soplaba desde el río. Elene no estaba prepa- rada para semejante cambio de clima, y agradeció tener el mantón a mano. Era una suerte que por casualidad recordara haber visto a Devota poner a secar las prendas de abrigo que había usado esa tarde en el perchero del lavadero. Elene no habría ido a sacar otro a la alcoba de Ryan. Devota estaba aún allí, y su donce- lla habría hecho gran alboroto por su decisión de salir de la casa si hubiese descubierto que esa era su intención. Había dejado una nota sobre la almohada para tranquilizar a Devota si descu bría su ausencia, pero rogaba estar de regreso antes de que lo notara.
Las calles estaban oscuras, solo había una pocas linternas colgando de las cuerdas que iban de un lado al otro de las calles a intervalos regulares. Sin embargo, no era largo el camino a reco- rrer, y a poco de andar la silueta de la posada buscada estaba ante ella.
En respuesta a su golpe a la puerta fue Germaine quien le abrió. Elene forzó una sonrisa al saludar a la mulata.
- ¿Puedo pasar?
- Es muy tarde, mam'zelle... para visitas. -Sólo me quedaré un momento.
Era difícil verle el rostro a la criada de Flora Mazent con la luz que provenía de un candelabro ubicado detrás de ella; aun así, Elene pensó que los huesos estaban más marcados que cuando la viera la última vez. Cuando la mujer inclinó la cabeza al tiempo que le franqueaba la entrada, Elene advirtió que su actitud seguía siendo renuente, pero que aceptaba todo con cierta resignación.
Flora Mazent se levantó del canapé donde estaba sentada con un libro de tapas jaspeadas en la mano. - Caramba, Elene - exclamó la jovencita con vivacidad -, qué gusto verte.
- Por favor, disculpa la intromisión, pero tenía que venir por un asunto de suma importancia, y creo que tú podrías ayudarme.
- me veras? - La muchacha le indicó un sillón enfrente del canapé y volvió a tomar asiento. El interés y la expectativa dieron vida a sus facciones carentes de belleza y personalidad.
¿Cómo empezar? Elene no se había trazado ningún plan, lo único en que podía pensar era en lanzarse de lleno al tema. - Una vez me contaste que tu padre había arreglado un matrimonio para ti antes de morir. Me pregunto si me darías el nombre de tu pro- metido.
La sangre afluyó a la cara de Flora tifiéndola de rojo. Abrió la boca como si fuera a responder, luego miró a su alrededor y se puso de pie de un salto. - Qué descuidada he sido. No te he ofre- cido un refresco, ¿verdad? mónde estará Germaine? Ella nos traerá café o quizá tafia o vino. ¿Qué prefieres tomar?
- Nada, gracias, de veras.
- Oh, por favor, debes tomar algo caliente. Te ves helada.
- Café con leche, entonces. - Cualquier cosa con tal de vol- ver al tema que la consumía.
-Sí, me parece una buena idea. ¿Germaine?
La criada había abandonado la habitación y se había refu- giado en la alcoba contigua. Flora no esperó que la criada acudiera al llamado sino que se dirigió a la otra habitación en su busca. Desde allí llegó el débil murmullo de las voces a través de la puerta entornada, luego de un momento, Flora estuvo de regreso en la sala.
La joven había recobrado algo de su compostura durante la breve ausencia. Cuando volvió a tomar asiento, dijo: - Ahora, ¿dónde estábamos? ... Oh, sí, mi novio. Tu pregunta es muy perso- nal, ¿no te parece? Tal vez si me explicaras por qué deseas cono- cerlo...
-Creo fIrmemente que podría tener relación con las muer- tes de aquellos de nosotros que vinimos de Santo Domingo.
- Oh, querida. - La muchacha aguardó con las manos cru- zadas sobre la falda como una niña bien educada.
- Este hombre, estoy casi segura, está directamente involu- crado. Me sería de enorme ayuda si tú pudieras darme su nombre.
Flora la miró fijamente sin parpadear hasta que le lagrimea- ron los ojos. Luego los bajó y miró el suelo. Cuando habló lo hizo
sosegadamente. - Es... era... Durant Gambier. Una ola de alivio
bañó a Elene. Había estado casi segura de que debía ser así, pero había tenido ciertas dudas. Durant había mentido, o al menos, ter- giversado la verdad. Era posible que, como no había habido nin- guna ceremonia de compromiso ante testigos, ningún contrato fIr- mado, él no se hubiese considerado atado a nada. Era claro, sin embargo, que Flora pensaba de otra manera.
Elene respiró profundamente y cuadró los hombros.
- Esta tarde alguien trató de envenenar a Ryan. Una vendedora de confi- turas le vendió un dulce envenenado. La raZón para ello, creo yo, era el duelo pendiente con Durant Gambier en el campo de honor.
- Pero eso es terrible. ¿Estás insinuando que m'sieur Gambier
- No. Durant tiene demasiado orgullo para rebajarse a to- mar medidas tan viles con el fm de derrotar a un oponente. Creo 'que sucedió porque alguien estaba inquieto pensando que Ryan podría superar a Durant con la espada como lo había hecho antes, que hasta podría llegar a matarlo.
La jovencita parpadeó.
- Eso es tan... tan improbable. La gente no hace esas cosas.
- Algunas sí, especialmente aquellas que han aprendido que la muerte es una solución muy fácil. Piensa en Serephine.
-¿Te refieres a la mujer que vino aquí con m'sieur Gambier?
-Su concubina, sí.
- Pero... ¿qué tiene ella que ver con todo esto? - Durant la quería, quizá la quería más de lo que había creído. Habían vivido juntos durante años, habían criado un hijo hasta la edad de enviarlo a una escuela en Francia. Si existía algún problema con los planes matrimoniales de Durant, podría haber sido porque Serephine re- presentaba otro posible impedimento para las nupcias. Por lo tanto, Serephine tenía que morir.
-No puedo creer...
- y luego también estaba tu padre.
- Por favor, no sigas - pidió Flora con el semblante demu- dado por la pena - . Preferiría no hablar de ello.
- Me temo que debemos hacerla, aunque todavía estoy un tanto perpleja y desconcertada en cuanto a los motivos que lo lleva- ron a la muerte. Solo puedo suponer que una vez más fue causada porque presentaba un obstáculo a tus arreglos matrimoniales. Posi- blemente fue algo que descubrió tu padre, o algo que dijo a Durant, lo que: causó la ruptura. No puedo imaginar qué pudo haber sido; hasta para mí me resulta un motivo demasiado trivial para un ase- sinato. Sin embargo, había una gran suma de dinero involucrada. Durant no puso en evidencia sus riquezas en el barco, pero apare- cieron hacia la época en que comenzaron las negociaciones para dar tu mano en matrimonio. Parece que en lugar de pedir prestado sobre sus propiedades en la isla, algo bastante difícil, pueda haber aceptado un préstamo de tu padre en virtud del compromiso pro- puesto. Sea como fuere, creo casi seguro que el precedente de los desórdenes estomacales de tu padre sugirió una forma cómoda y fácil de cerrarle la boca antes de que pudiera hacer más daño, o posiblemente de vengarse de él.
Los ojos descoloridos de Flora estaban dilatados, con la mi- rada fija y sin pestañear. Al oír que se abría la puerta dando paso a Germaine con bebidas, pegó un salto con tan evidente alivio que Elene tuvo lástima de ella.
Los minutos siguientes se pasaron sirviendo el café hu- meante en las tazas, con leche caliente para Elene y con leche y azúcar para Flora. El aroma de la bebida fue delicioso en el aire fresco de la habitación y el contacto con la taza caliente reconfor: tantepara las manos heladas de Elene quien la sostenía entre ellas. Tuvo cierta renuencia a beber, pero el café y la leche provenían de los mismos recipientes tanto para ella como para Flora, por lo que era improbable que fuera peligroso beberlo. Cuando probó un sorbo comprobó que el café era suave y grato al paladar, con un cierto dejo amargo. Sin embargo, evitó probar los pastelillos que estaban en un plato sobre la bandeja.
Flora tragó un largo sorbo de café como si necesitara de la fuerza que pudiera brindarle. Luego volvió a tomar otro trago. - Todo lo que has dicho hasta ahora parece haber salido de tu ima- ginación. No puedes esperar que la gente te crea sin presentar pruebas.
- Es verdad, no tengo ninguna prueba. Debo presentarme a las autoridades, por supuesto, pero no tengo idea de si ellos toma- rán en cuenta lo que les diga y actuarán de acuerdo a ello. Pero la esperanza que tengo es que si la persona se percata de que alguien sospecha de ella, dejará de matar.
- Qué actitud tan magnánima de tu parte. La jovencita hablaba con voz tensa, pero por otro lado su padre había sido asesinado. En respuesta a la crítica implícita, Elene agregó: - Lo que más deseo es proteger a otros que podrían ser las próximas víctimas, en particuar a aquellos a quienes amo.
- Eres muy afortunada. Creo... creo que Durant Gambier no era un esposo adecuado para mí después de todo.
Parecía no haber respuesta para eso. Elene sorbió un poco más de café para disimular la pausa de silencio. Después de un rato, dijo: - Todavía queda la muerte de Hermine. Flora soltó un suspiro animándose más. - Sí, ¿qué hay de esa muerte?
- Creo... estoy casi segura de que murió debido a algo que dijo la noche en que todos fuimos al vauxhall. Si lo recuerdas bien, ella habló de usar arsénico para aclararse el cutis y mantenerse siempre pálida. Mientras estaba hablando, miraba a otra mujer sentada a la mesa, y era como si casi supiera que ambas compartían un secreto. Estoy convencida de que era así. Creo que Hermine sa- bía, por la expresión de su rostro, que la otra mujer también usaba arsénico.
La mirada de Flora abandonó la borra,de café que ella agitaba en el fondo de la taza y se clavó en el rostro de Elene, .luego volvió a bajar. - Estás hablando de...
- Déjame contarte algo que sucedió -la interrumpió Elene-. Yo había estado de compras ayer a la tarde y luego había ido hasta el malecón para tomar un poco de aire fresco. Cuando regresaba a mis habitaciones donde estaba alojada con Durant, me topé con una vendedora de bombones, una bonita mulata. Estaba vestida con cierta elegancia chillona y barata, con un turbante rojo y grandes aretes de oro. Llevaba el rostro empolvado con albayalde y los labios y m.ejillas teñidos con carmín, pero su cutis bajo la capa de pintura, era cremoso y delicado, lo bastante pálido como para pasar por blanca.
Flora no contestó. Permanecía inmóvil en su asiento, escu- chando, observando a Elene por debajo de las pestañas con mirada atenta y llena de interés. Elene bebió el resto del café y dejó la taza a un lado. Después continuó. - Más tarde, esa misma noche en realidad, recordé el perfume. También me acordé de una mujer que me había suplicado que le vendiera una botella de ese perfume, una mujer a quien me había visto forzada a negárselo. A estos re- cuerdos le sumé el hecho de que la última botella del perfume había sido robada la noche del sarao ofrecido por Durant.
- Qué ingeniosa eres. - En absoluto. Lo que sucedió en realidad fue que yo pude reconocer lo que quizás otros no podrían. - El tono de Elene fue monótono, sin vida. Luego aguardó.
Flora frunció los labios. - Ya veo. Supongo que llegaste a al- guna conclusión, ¿verdad?
- Así es. Llegué a la conclusión, Flora, de que la mulata que me vendió el bombón eras tú.
La jovencita soltó un sonido mitad risa y mitad gemido como el de alguien que ha recibido un golpe en el estómago. - Oh, pero yo creÍ... ¡eso es ridículo!
- Creíste que yo estaba acusando a Germaine. Eso era lo que estabas esperando que todos pensaran si la vendedora de con- fituras caía bajo sospecha.
- ¡Pero yo no soy mulata! - No, no precisamente. - Elene observó a la otra joven con ojos que. reflejaban absoluta comprensión. Elene era de las islas, donde la mezcla de sangres era una posibilidad constante, la cual podía ser descubierta en miles de ínflIDos detalles, en el ligero abultamiento de los labios o en lá base ensanchada de una nariz, en la textura de la piel y el pelo o en el sonido de la voz. La suma de tales pequeños detalles significaban mucho para aquellos familiari- zados coa ellos, para aquellos con motivos para buscarlos. FIara se enderezó, y el aire tímido que mostraba siempre se descorrió como un velo. Una sonrisa le curvó los labios blandos con una mueca cruel haciendo que pareciera mucho mayor de lo que representaba habitualmente. Se palmeó el nudo de cabello rubio con ondas riza- das y soltó una carcajada, un suave sonido de intensa satisfacción que erizó los cabellos de la nuca de Elene. Con movimientos súbi- tamente elásticos en lugar de torpes como siempre, aunque lángui- damente gráciles, dejó la taza de café sobre la mesita y tomó un pastelillo de la bandeja. Lo llevó a la boca y lo mordió con deleite sensual.
- Ahora da lo mismo que te lo cuente - dijo la joven retre- pándose en el asiento -. Yo tengo un octavo de sangre negra en mis venas, soy casi tan blanca como tú. Germaine es mi madre, por su puesto. En cuanto a lo que le pasó a esa vaca estúpida, Hermine, ella se lo buscó. Conoció a mi padre en Santo Domingo, y estoy se- gura de que ella sabía todo respecto a mí. Esa noche en el vauxhall se estaba riendo de mí, casi contándole a todos los presentes que ella conocía mi secreto. Matarla fue ridículamente fácil; sólo tuve que visitarla y darle arsénico en el chocolate. Naturalmente, tuve que darle una dosis mayor que la que le pondría a una persona normal porque estaba acostumbrada a él, pero nadie sospecharía nada si se descubría cómo había muerto. Y no sospecharon. La enterraron considerándola una suicida, ¿no es verdad?
- ¡Pero mataste a tu propio padre! ¿Cómo pudiste? - Esa era la pregunta que había perseguido a Elene haciendo que le pa- reciera tan imposible lo que había deducido.
- Papá era un hombre muy honorable, demasiado honora- ble. En Santo Domingo estuve prometida en matrimonio dos ve- ces... yo atraía a los hombres y me gustaban, así que era fácil de arreglar. Pero ambas veces, papá llevó aparte al hombre que desea- ba casarse conmigo y antes de la boda le contó la verdad. Los hombres se retractaron, ¿y quién podía culparlos? Yo no podía permitir que sucediera otra vez, ¿no te parece? Yo había estado tomando medidas para impedirlo aun antes de abandonar la isla a la fuerza. Los desórdenes estomacales de papá, sabrás, se debían al arsénico, una muerte lenta y segura que parecería natural. Usaba mi propio polvo, el que tomo cada semana. Entonces apareció Du- rant. El era tan guapo, la personificación del caballero. Yo no podía correr el riesgo de que papá se lo contara. No podía.
- Luego, la pobre Serephine también era un obstáculo. Las facciones de Flora se endurecieron. - Corrí el riesgo de matar a papá de prisa para nada. Cuando él estuvo muerto, Durant me dijo que a él no le interesaba en absoluto contraer matrimonio conmigo. El había tomado dinero de papá según creía yo, aunque él no negó abiertamente. De todos modos, si ya tenía lo que quería, ¿por que debía desposarme entonces? Varias veces mencionó su apego a su concubina, pero creo que sólo era para decir algo. Creo que lo que realmente deseaba era casarse contigo. Lo supe cuando te mudaste a su casa de huéspedes al minuto de haber abandonado a Bayard. Era necesario matar tanto a Serephine como a ti.
- Entonces fue cuando le vendiste bombones envenenados a Serephine.
- Y a ti el bocadillo de almendras garapiñadas. Me llevó un tiempo pensar cómo darte el veneno ya que desdeñas el chocolate. No pude disimular muy bien el sabor como con el chocolate, ¿verdad? Ese fue un error.
El tono coloquial que usaba la joven, como si el tema fuera de interés corriente, erizó la piel de los brazos de Elene. Esqui- vando la pregunta, dijo: - Pero aun cuando yo hubiera muerto, ¿qué te hacía pensar que Durant regresaría a ti?
-El perfume. Estabas en lo cierto, yo lo robé la noche del sarao. Germaine dijo que tenía el poder de enloquecer de deseo a los hombres. Cuando lo use de nuevo con Durant, él se sentirá cautivado y esclavizado a mí. Como ya te dije, atraigo a los hom- bres.
Con el disfraz de alegre colorido de vendedora de garapiña- das, Flora había sido seductora, hasta sorprendentemente bonita. Sin embargo, su forma de vestir y el peinado que adoptaba, los co- lores desvaídos que usaba como la hija de Mazent, le daban una apariencia tan ordinaria y sin atractivos que su engreimiento en cuanto a su belleza era ridículo, y su aseveración de atraer a los hombres una grotesca pretensión. Elene lo había sentido sin reco- nocerIo claramente aquella noche en el vauxhall cuando Flora ha- bía insistido en que los dos norteamericanos la estaban mirando con malas intenciones. También lo había percibido Josie por lo cual la actriz se había reído tanto d,e ella. Era un milagro que Josie si- guiera aún con vida.
Elene se puso de pie recogiéndose el mantón que había de- jado resbalar por sus brazos. - No creo que haya más que decir, excepto esto. Fracasaste en tu intento de matar a Ryan, tanto como fracasaste conmigo. El duelo es por la mañana, y se llevará ade- lante, parece, como fue planeado. No tienes ninguna posibilidad de dañar más a Ryan puesto que ambos estaremos sobre aviso. Su- giero que no intervengas, sino que aceptes lo que deba pasar.
- Buen consejo, no lo dudo - dijo la jovencita con voz car- gada de burla -. Qué pena que tú nunca te enteres del resul- tado.
Elene estaba a punto de marcharse. Giró en redondo y la miró. - ¿Qué quieres decir?
- Germaine, como te has figurado tan cuidadosamente, es mi madre. No hace mucho tiempo que descubrió lo que ha estado haciendo su hijita, solo desde que murió Serephine, pero ella toda- vía vela por mis intereses. Le dije que pusiera arsénico en tu taza de café. Ella tiene el hábito, como sabrás, de obedecer a todas mis órdenes, como un sirviente debe obedecer a su ama.
Fue solo un acto natural y reflejo que Elene se llevara la mano al vientre donde descansaba su hijo. Sentía allí cierta inco- modidad que le resultaba familiar a esa hora del día, pero ningún retortijón, ninguna náusea. Todavía.
- ¿Por qué? - preguntó, confundida -. Debes saber que ya no estoy más con Durant. Viste perfectamente cuando Ryan me llevó de su lado esta mañana.
-Siempre existe la posibilidad de que Durant dé muerte a Ryan y se vuelva nuevamente a ti. Además, no creo que hayas contado a nadie lo que sabes, ni a Ryan ni a Devota, o ellos estarían aquí contigo. Es mejor entonces que no tengas la oportunidad de... Flora se interrumpió al oír abrirse la puerta. Su rostro se heló en una máscara de sobresaltada sorpresa cuando Germaine entró en la habitación y detrás de ella lo hicieron Ryan y también Durant. Se puso de pie de un salto, luego se quedó vacilante, insegura sobre sus pies.
- Siéntate, mi amor - dijo Germaine yendo a ella, tomándole una mano, empujándola suavemente hacia el canapé mientras ella se sentaba a su lado. Ryan avanzó con paso vivo hasta donde estaba Elene y la tomó entre sus brazos que la rodearon cálidos y seguros. Ella permaneció allí largo rato, recostándose contra su fuerza, saboreando su consuelo, antes de retroceder para mirarlo a la cara.
- El café, había...
- No había nada en tu café - afirmó él con voz segura.
-Tú no lo entiendes. Tengo que regresar a casa, a casa con Devota...
- No había nada en el café - repitió él-, al menos, no en el que tú bebiste.
Elene clavó la mirada en las profundidades azules de los ojos amados. Lentamente volvió la cabeza en dirección a Flora. Flora la observaba con ojos de espanto, luego volvió la mirada a Ryan y a Durant que estaba de pie detrás de él, tieso y envarado por la consternación. Su rostro enrojecido era la viva imagen del desaliento. Lenta y deliberadamente, la jovencita movió la cabeza hasta quedar mirando fijamente a su madre.
Flora soltó un alarido. Al tomar a su hija entre sus brazos, el semblante de Germaine reflejó un antiguo pesar. Empezó a acunar a su hija, meciéndola contra su pecho. Un sollozo le estranguló la voz.
- No podía dejarte hacerlo, mi amor, no otra vez, nunca más. Estuvo mal, muy mal. Cometimos una equivocación, tu papá y yo, trayéndote a un mundo como este, pero fue una equivocación por amor. No debiste haberlo matado. Yo lo amaba locamente, tanto comó te amo a ti. Tanto como te amo a ti.
El silencio reinaba en la habitación. Abruptamente, Flora se atiesó echando la cabeza hacia atrás.
- Devota - exclamó Elene con urgencia en la voz -. ¡Alguien debe ir a buscar a Devota!
Ryan meneó la cabeza.
- Es demasiado tarde, creo. Exactamente como habría sido demasiado tarde para ti.
¿Cuánto tiempo habían platicado ella y Flora? Bastante tiempo. La joven no había tenido las náuseas naturales del emba- razo para hacer que su estómago rechazara instantáneamente el veneno. Entonces, susurró:
- Tenemos que hacer algo.
Germaine los miró por encima del hombro de su hija y con voz pastosa y desolada, dijo:
- Dejádmela a mí, os lo ruego. Sólo... dejadme a solas con ella.
-Ven. -Ryan se volvió hacia la puerta. Los músculos de Elene estaban rígidos y le resultaba difícil moverse con prontitud. Aun le parecía que debía hacerse algo para salvar a la desdichada jovencita. Una parte de su mente estaba horrorizada por el brusco giro que habían tomado los acontecimientos. No había sido su intención precipitar nada como lo que había sucedido; no había tenido ese propósito en absoluto.
Durant se adelantó, cerrándoles el camino. Sin prestar ninguna atención a Ryan, le habló únicamente a Elene.
-Tengo que hablar contigo.
-No hay nada que decir. -Elene empezó a avanzar, pero como él no se apartó de su camino, ella volvió a detenerse.
Se oyó entonces la voz de Ryan, áspera y tajante. - Este no es el momento, Durant.
El otro hombre lo miró.
-¿Cuándo lo será? Es posible que nos matemos mañana. -Se volvió a Elene. -Sé que estoy en falta. Nunca debí permitir que mi arreglo con Mazent llegara a esos extremos: Pero yo necesitaba su préstamo de dinero, y no me di cuenta de lo fuertes que eran los lazos que me ataban a él hasta que fue demasiado tarde; era un viejo zorro mañoso, aunque básicamente honesto. Como yo había sido embaucado por él, no me sentí atado en absoluto por el pacto hecho con un hombre muerto.
-No me debes ninguna explicación -replicó Elene tratando de detener el torrente de palabras.
- Te la debo. Tengo que contarte todo. Juro que yo no sabía lo que había hecho Flora, lo que haría, para conseguir lo que deseaba. Mis pensamientos siempre estaban puestos en ti. Has sido como un sueño ante mis ojos desde que abandonamos Santo Domingo, como una visión de dicha fuera del alcance de mis manos. He vivido para la vida que habíamos planeado tener juntos, tú y yo. He intentado ser paciente, esperar hasta que estuvieras lista para comenzarla. ¿Por qué no puede ser ahora?
Con cuánta desesperación la gente necesitaba el amor. Dejarían de hacer muy pocas cosas con tal de conseguir el de aquellas personas a quienes deseaban. El deseo, empero, era un pobre sus- tituto del amor que proclamaban buscar con desesperación. Algu- nos jamás parecían entender que para ser amados, debían amar primero. Y que aun entonces, no había seguridad de recibir amor a su vez, que no había ninguna garantía al respecto. Ella, al menos, había aprendido tanto como eso.
- Lo siento - dijo a Durant. - Eso no es suficiente. Tienes que... Ryan dio un paso ade- lante. - Ella no tiene que hacer nada, ni ahora, ni nunca. Esta ha sido una velada agotadora. Si realmente se preocupa por ella, le permitirá volver a su casa.
-Tengo que hacerle entender. - Aguarde hasta mañana. Si usted sale victorioso del lance, tendrá todo el tiempo del mundo para convencerla. Si no, no tendrá importancia.
Ryan arremetió pasando al lado de Durant y llevándose a Elene con él. El otro hombre le cedió el paso pero le lanzó una mi- rada feroz cargada de resentimiento y odio. Después, Ryan y Elene estuvieron fuera de las habitaciones, fuera de la posada, afuera, en el aire fresco y limpio de la noche.
Al llegar a la casa encontraron a Devota esperándolos con la angustia pintada en el rostro. Detrás de ella estaba Benedict con el semblante tan impasible como siempre, pero con las manos retor- cidas delante de él. Iba a dar un paso adelante antes de reprimirse al ver a Ryan. Alguien sugirió un poco de café para calentarlos un poco, pero la idea hizo estremecer a Elene. En cambio, prefirieron tomar unas copitas de dorado vino de Jerez mientras se sentaban alrededor del fuego que ardía en la alcoba y Ryan contaba a los otros dos lo que había sucedido.
Cuando hubo terminado el relato, Devota meneó la cabeza.
- Pobre niña confundida.
- Era una asesina que mató varias veces nada más que por su protección, su provecho - exclamó Ryan con dureza -. Tan segura estaba de su propia superioridad que nadie más le importaba.
-Está usted equivocado, m'sieur Ryan -argumentó Devota -. Tenía tantas dudas sobre su propia valía que no podía ver ning6n valor en la vida de los demás.
El enarcó una ceja mientras consideraba ese punto de vista.
- Puede que tengas razón.
Elene intervino en la conversación con la mirada fija en el hombre que estaba a su lado. - Lo que no llego a entender es cómo tú, o Durant, cualquiera de lós dos si vamos al caso, llegó a tiempo a la posada. Cuando abandoné la casa tú estabas durmiendo.
- La conmoción producida por Devota al descubrir que te habías ido me dcspertó... tú y Devota se apresuraron tanto a libc- rarme del arsénico, tanto antes como después de haberlo tragado, que no tcngo nada que no pueda curar una buena comida sustan- ciosa y abundante.
Lo que quería decir, pero que no diría, era que su fortaleza era tal que se había recuperado rápidamente. Elene se permitió es- bozar una sonrisa, pero no hizo ningún comentario cuando él con- tinuó.
- En tu nota decías que irías a visitar a Flora Mazent, pero Devota tuvo miedo de que fuera un engaño, que habías ido a tratar de persuadir a Gambier para que detuviera el duelo. Yo sabía dón- de paraban los Mazent ya que había visitado una vez al padre para tratar de negocios que no se materializaron... la empresa que tú habías creído que era una proposición matrimonial. Me adelanté mientras Benedict iba en busca de Gambier. En la posada me in- terceptó Germaine. Creo que Gambier pudo haber adivinado más de lo que admite, puesto que poco después se reunió con nosotros como si esperara ver un cadáver. Germaine nos guió hasta la al- coba donde pudimos oír lo que pasaba. A ninguno de los dos nos agradaba la posición de escuchadores furtivos, pero en cuestión de segundos estábamos tan absortos en lo que se decía que ya nada importó.
Devota meneó la cabeza frunciendo el ceño. - Germaine es una mujer fuerte, más fuerte de lo que yo podría haber sido. ¿Qué castigo recibirá por esto? ¿Tiene alguna idea?
- Creo que la muerte de Flora será un accidente desafortu- nado, el último de una serie de muertes por ingestión accidental de arsénico. Por mi parte, estoy convencido de que para Germaine fue suficiente castigo tener que verse forzada a cometer esta acción tan terrible en contra de su propia hija. No hay necesidad de involucrar a las autoridades durante esta época de cambio de poder.
Benedict, viendo que Elene reprimía un bostezo con las puntas de los dedos, codeó a Devota y señaló la puerta con un mo- vimiento de cabeza.
Devota echó un vistazo a Elene y se puso de pie. - Creo que es hora, chere, de que te fueras a la cama. Permíteme ayudarte a sacarte el vestido, después te traeré, tal vez, un vaso de leche tibia, ¿te parece bien?
- No necesitaremos tus servicios - respondió Ryan, contradiciéndola abiertamente, mientras levantaba una mano para detenerla -. Yo me encargaré de todo lo que ella necesite.
- Ella necesita descanso. - El semblante moreno de Devota mostraba consternación.
- Realmente, Devota - dijo Elene, tranquilizadora -, estaré muy bien.
- Yo me encargaré de que ella descanse -replicó Ryan. Se levantó y marchó hacia la puerta, la abrió y esperó que los criados salieran.
Devota habría agregado algo más, pero Benedict se puso de pie, le tocó el brazo y salió majestuosamente de la alcoba. El gesto que le hizo para que lo siguiera fue cortés, pero imperativo.
Ryan sonrió a Devota cuando la criada levantó los ojos a él una vez más.
- No temas, nunca le haré ningún daño.
Devota movió afirmativamente la cabeza como si con ese gesto le tomara la palabra como un juramento del que le tendría que rendir cuentas. Finalmente, la puerta se cerró detrás de ella.
R yan regresó a su lugar junto al calor del hogar. Se quedó de pie de espaldas a las llamas, observando el trémulo resplandor del fuego reflejado en el cutis pálido y terso de Elene, y bailando en su cabello de oro bruñido. Luego se fijó en las ojeras dé fatiga que tenía debajo de los ojos grises. Inclinándose con repentina decisión, la levantó en sus brazos y se dirigió a la cama.
Ella debía protestar, debía declarar que no deseaba estar en sus brazos. Sería una mentira. Pronto llegaría la mañana y con ella el duelo. Contra una amenaza semejante, ¿de qué servían las promesas o juramentos de intenciones futuras? Probablemente solo quedara esta noche para guardar en la memoria.
El le soltó el pelo derramándolo en dorado esplendor sobre los hombros, Y le desprendió el vestido antes de sacárselo junto con
las enaguas, las medias y los zapatos. Desvistiéndose rápidamente, Ryan apagó la vela con los dedos y se tendió junto a ella sobre el colchón. Ella le tendió los brazos y se acurrucó junto a él. Ambos
cuerpos se fundieron en uno, corazón con corazón, huecos con curvas, piernas entrelazadas, Y se mecieron mutuamente.
Estaba de nuevo en su hogar, pensó Ryan, de regreso al bienestar y solaz, en los brazos de esta mujer que siempre olía a flores y quien saciaba su alma por encima de todas las demás. Pasara lo que pasase, ella había sido suya por un tiempo, y volvía a serlo una vez más, al menos por esta noche.
Para Elene, el calor y la fuerza del cuerpo viril era un refugio, un abrigo que deseaba envolver alrededor de su cuerpo y al mismo tiempo, abarcar con el de ella. Nada tenía importancia ahora, salvo esta unión total. Los labios de Ryan sabían a vino y a deseo reprimido. Pero ella no tenía ninguna necesidad de que él lo reprimiera.
-Amame -le susurró al oído-. Ha pasado tanto tiempo.
Ryan contuvo la respiración.
- ¿Estás segura?
-Jamás estuve más segura en toda mi vida.
Ella lo acarició, maravillada, alentándolo con sus libres ex- ploraciones. El placer fue un florecimiento brillante, familiar, y sin embargo, extrañamente nuevo y desconocido. El amor bullía en sus venas y ella se lo susurró contra la fornida columna de su cuello. Estaba frenética de pasión, se mostraba sensual y descarada, estaba fuera de control y no le importaba. Se deslizó sobre la dureza de Ryan, tomándolo, entregándose por entero. Que el inter- cambio fuera secreto fue su gozo y su dolor, y al final, su único consuelo.
Supo cuando él se deslizó fuera de la cama al filtrarse el alba por los postigos de las ventanas. Oyó los sonidos cuando él sacaba la ropa del armario y salía de la alcoba. Permaneció inmóvil en el lecho, clavando los ojos secos de lágrimas en la penumbra mientras cubría con una mano el pecho, trataba de calmar el dolor que lo angustiaba. El impulso de saltar de la cama y seguirlo fue casi inso- portable. Sin embargo, sería mejor quedarse aquí, aguardándolo. No podía interponerse en el duelo sin ponerse en ridículo, o ser alejada de allí por los padrinos en medio de las mudas maldiciones de los dos hombres a las mujeres histéricas que no entendían el có- digo de honor. Permanecer pálida y afligida a un costado sería algo insoportable para Elene. Debía vestirse y sentarse en la galería es- perando pacientemente el regreso de Ryan o hasta aue le llevaran la noticia de que él no retornaría más. Esa era la forma digna y ca- llada de aceptar con valor lo que le deparara el destino.
Ella no podía hacerlo. Echó las mantas a un lado y dejó la cama. Moviéndose con cuidado para no despertar a Devota o a Benedict quienes pronto descubrirían sus propósitos, empezó a vestirse.
El duelo seguramente se llevaría a cabo en el jardín de Sto Anthony a los fondos de la iglesia de Sto Louis. Ese era el lugar tra- dicional para los asaltos con espadas, según había oído, aunque los realizados a pistola se efectuaban fuera de la ciudad, donde los rui- dos y las balas eran menos perturbadores. El sitio elegido para el duelo no quedaba muy lejos de la casa de Ryan. La calle donde vi- vía pasaba directamente por los fondos de la iglesia.
Elene aminoró el paso al acercarse. El jardín era un gran rectángulo alrededor de la estatua de Sto Anthony, rodeado de ar- bustos que pasaban la altura normal de un hombre, aunque las ramas inferiores estaban bastante ralas de hojas. Elene se ocultó detrás de este seto.
Los hombres ya se encontraban reunidos al pie de la estatua. Los padrinos estaban midiendo el largo de las espadas, mientras que el médico revisaba su maletín lleno de vendas y medicinas. Ha- bía un puñado de espectadores en traje de noche, como si estuvie- ran de regreso de la fiesta ofrecida la noche anterior por el prefecto Laussat para celebrar la transferencia de la colonia. Hablaban entre ellos en voz baja, comentando el lance de honor, la identidad, la destreza y hazañas de los dos contendientes. También se oía el intercambio de lo que debían ser las apuestas en favor de cada uno de ellos.
Ryan estaba de pie cerca de ella pero dándole la espalda. Se había sacado la chaqueta y se estaba arreglando las mangas de la camisa. Durant se hallaba directamente enfrente de Ryan a corta distancia. Observando a su oponente, también él comenzó a sacarse la chaqueta.
Una de las colas de la casaca le golpeó pesadamente la rodi- lla. El se agachó para tantear un bulto en el bolsillo de la cola mientras una expresión de desconcierto arrugaba su frente. Me- tiendo la mano sacó lo que parecía un muñeco. Lo miró fijamente por un instante, soltó un juramento y lo arrojó al aire lejos de él.
El muñeco aterrizó sobre la hierba delante de la estatua de Sto Anthony. Era una pequeña figura de cera con la forma de un hombre. Sobre la cabeza había un parche de piel del color del ca- bello de Durant y estaba vestido con una versión en miniatura del frac que él vestía. Le atravesaba el pecho a la altura del corazón una diminuta espada de cobre. Durant quedó inmóvil mirando la figura de cera con el rostro pálido y desencajado.
Elene también observó la figura. Se le secó la garganta y la sangre golpeaba en sus oídos al recordar la promesa de Devota, y cómo Benedict había ido a las habitaciones de Durant la noche anterior, supuestamente en su busca. Esta era la respuesta enton- ces. Qué patético parecía tirado allí sobre la hierba mojada de ro- cío, un bulto gris con las piernas retorcidas y dobladas y los faldo- nes del frac torcidos. Pero la diminuta espada de cobre relumbraba bajo los rayos del sol.
Ryan también, como algunos de los espectadores, tenía la mirada fija en la figura de cera, en tanto que los padrinos, Mor- ven entre ellos, seguían dedicados a sus deberes y no le presta- ron la más mínima atención. Momentos después, una vez finaliza- dos los arreglos y las discusiones, se volvieron para encaminarse adonde estaban los duelistas. El actor tomando la iniciativa como era su costumbre, fue el vocero del grupo. Con una reverencia magistral, preguntó por última vez en lenguaje formal si podría haber un arreglo pacífico de las diferencias entre los dos hombres.
Durant alzó la vista de la figura gris en la hierba. Por un momento su rostro no mostró ninguna expresión como si hubiese olvidado dónde estaba y qué estaba haciendo allí. Tenía la frente perlada de sudor a pesar de la mañana fría. Finalmente, meneó la cabeza. Ryan, forzosamente, como la parte retada a duelo, hizo lo mismo.
Se les mostraron las espadas a los dos hombres. Ambos las aprobaron. Ryan eligió la suya. La otra espada le fue entregada a Durant. Los padrinos retrocedieron dejando el campo libre, cada grupo se apostó entonces detrás de su apadrinado. Ryan y Durant tomaron posiciones, enfrentándose.
Se hizo el silencio, roto únicamente por el suave murmullo de la brisa entre las frondas del seto y el arrullo de las palomas apostadas en los aleros de la iglesia. El sol, subiendo cada vez más alto, brilló en la hierba, en las hojas de acero de las espadas que sostenían los dos hombres y en la empuñadura de la diminuta es- pada que atravesaba la figura de cera y que yacía en el suelo entre ellos.
- Saludo. Se alzaron las espadas y volvieron a bajar rápidamente al unísono.
- ¡En garde!
Ryan tomó la postura del esgrimista, la pierna derecha al frente, ligeramente doblada, la mano izquierda atrás presentando la espada con la derecha. Durant no se movió. Su mirada iba de la figura de cera que estaba en el suelo a Ryan y otra vez a la figura macabra.
Ryan se enderezó otra vez con la gracia y elasticidad de sus músculos firmes. Se volvió a los padrinos.
- Parece que hay una especie de basura en el suelo que molesta. Tal vez podría ser retirada de allí antes de que tropecemos con ella.
Elene, al oír sus palabras, ahogó un gemido de angustia. Casi había llegado a abrigar la esperanza de que Durant se retiraría del duelo debido al muñeco. La acción de Ryan, por su parte, era escrupulosamente justa, y por lo tanto, admirable, pero equivocada.
Morven se adelantó. Recogió la figura de cera y la dio vuelta enlrc sus manos mirándola con curiosidad.
- ¿De dónde salió? Os aseguro que revisamos el campo cuidadosamente.
- Se... cayó de mi bolsillo - contestó Durant con voz ronca e irreconocible.
Morven le brindó una radiante sonrisa.
- Por mis viajes por las islas, yo diría que alguien le desea algún daño. Es mejor que sea usted en lugar de ser yo el destinatario.
El actor retrocedió hasta su lugar detrás de Ryan. Echando otra mirada al muñeco, manoseó la diminuta espada, moviéndola de adelante hacia atrás y luego la empujó para que penetrara más profundamente en la cera blanda.
Durant soltó un gemido y se llevó las manos al corazón. La punta de su espada marcó un rastro en la hierba.
Morven alzó la mirada enarcando las cejas, luego con magnífico desdén, arrojó el muñeco a un lado. Durant se balanceó sobre sus pies.
- Caballeros, ¿estáis listos para proseguir? - preguntó el actor.
Ryan asintió. Durant no dijo nada. Miró en derredor a todos los rincones del jardín como si buscara algo o a alguien. Su mirada tocó a Elene y la reconoció. Un anillo blanco le rodeó la boca.
Entre los hombres que se habían reunido para observar el duelo corrió un murmullo de comentarios. Durant volvió a mirar a los padrinos, a R yan, al cielo claro sobre su cabeza. Sopesó la es- pada en la mano y luego la dejó pender flojamente.
Se humedeció los labios. En tonos forzados, dijo por fin:
- Creo que debemos posponer el duelo. Yo... yo no me siento bien.
Los padrinos de Durant, hombres con quienes jugaba a veces a las cartas, se miraron alzando las cejas por la irregularidad del pedido. Uno de ellos se adelantó hacia donde estaba Ryan aclarán- dose la garganta.
- ¿Es esto aceptable para usted, señor?
Elene no podía ver la cara de Ryan. todo lo que veía;era la postura erguida de sus anchos hombros y la orgullosa inclinación de su cabeza. Se preguntó qué pensaría él si supiera lo que ella había hecho. Súbitamente deseó no haberle rogado a Devota que intervi- niera, deseó haber demostrado su fe en que él podía superar a Du- rant. Ella sabía que Ryan podía hacerla, puesto que lo había visto
.. antes. Pero eso había sucedido antes de que el veneno debilitara sus fuerzas, antes de que ella se diera cuenta de que lo amaba. Ha- bfa riesgos que no debían ser corridos.
Ryan tardó en contestar. Sus palabras cuando llegaron fueron sosegadas y parejas.
- No es aceptable.
No era aceptable. Estaba rechazando la capitulación de Durant. La angustia que le causó su actitud la dejó sin aliento.
- ¿Cuál es su deseo, entonces, señor?
-Empezar otra vez -respondió Ryan en tono incisivo-, desde la presentación de las espadas, y la cuestión de la conciliación.
Antes de que el padrino pudiera contestar, Durant arrojó su espada al suelo. Con el rostro transfigurado en una máscara de terror y odio, clavó la mirada en Ryan.
-Muy bien, entonces. Permítaseme declarar que confieso estar en falta en nuestra querella y afirmar que el honor está satisfecho.
-Gracias. - Ryan inclinó la cabeza en un saludo. - Por favor acepte mis disculpas por cualquier agravio a su honra que pueda haberle inferido. .
Era un gesto galante para el orgullo de Durant que Ryan le había forzado a humillar. Durant se sentía mortificado por haberse desviado del código de honor; hasta ahí era claro para todos los presentes, pero el miedo había superado su renuencia a hacerlo, exactamente como el miedo había superado su renuencia a tomar dinero del padre de Flora.
Elene, al oír desvanecerse el eco de las palabras de R yan, se sintió inundada de amor y alivio. Quería echar a correr a sus brazos inn:t,ediatamente, tocarlo, asegurarse de que estaba a salvo. En cambio, aguardó hasta que solo Ryan, Durant y Morven quedaron en el jardín para ir a reunirse con ellos.
Durant, todavía de frente a ella la vio acercarse. Se afin,aron sus labios y los ojos se volvieron opacos antes de hablarle. -¿Viniste a regocijarte con el triunfo?
- No. - Su voz fue serena al contestar. - Sólo para ver qué se harían uno al otro.
- ¿Por tu bien? ¿Quién tenía más derecho a observar? Espero que estés satisfecha, como yo debo estarlo ahora.
-Sí, así lo creo. -Se detuvo al llegar alIado de Ryan. Ella miró mientras se ponía la chaqueta. Sus ojos reflejaban tanta preocupación como irritación, y algo más que le hizo estremecer hasta lo más hondo de su ser.
- Entonces has hecho tu elección, ¿o alguien la hizo por ti? - Durant observó su silueta todavía esbelta. - La naturaleza tiene la costumbre de poner su mano en estos asuntos.
Morven, echando una ojeada a las facciones tensas de Ryan empezó a despedirse. Al ver que nadie le prestaba atención, salvo el escueto agradecimiento de Ryan por sus servicios, se inclinó y dando media vuelta, se alejó de allí con aire imperturbable.
Elene estaba observando a Durant, viendo en su rostro re- flejadas por primera vez la malicia mezquina y los celos posesivos que lo dominaban. Se había degradado tanto desde los días en la isla que ella se sintió conmovida y compadecida de él. Su padre había elegido este hombre para ella, su padre muerto, y tal vez, él tenía derecho a cierta consideración. Hasta Ryan se la había tenido.
Con la mirada límpida en el rostro de Durant, dijo:
- Dime la verdad, ¿me amas?
A su lado, Ryan la tomó del brazo.
- No hagas esto -le dijo con voz áspera -, no aquí ni ahora.
Los ojos grises fueron insondables al mirar a Ryan sin parpadear siquiera.
-Jamás habrá un mejor lugar ni un mejor momento que este. Por eso, te pregunto también a ti, ¿me amas?
Durant, olfateando una posible ventaja, un posible cambio de suerte que podía ser obtenido por una respuesta rápida, se ade- lantó y con palabras tensas, dijo:
- Sí, Elene, te amo.
Ryan le sostuvo la mirada con ojos que desbordaban de pasión.
- Yo te he amado desde la primera vez que te vi dorada por la luz de la luna en medio del bosque oscuro, desde que te tuve entre mis brazos a lo largo de tres días de entierro en vida. Tu olor y tu sabor y tu tacto hechizan mi corazón y están grabados en mis huesos, y me seguirán hasta el purgatorio que seguramente encontraré al final de mi vida porque te pongo por encima de todo lo demás. Pero si esto no es nada más que un truco para arrancarle una declaración semejante a Durant, juro que...
-Si yo te pidiera que me dejaras ir con él, ¿me dejarías? El jardín estaba silencioso, el sol brillaba en todo su esplen- dor en el cielo azul, secando las gotas de rocío sobre la hierba. R yan la observó mientras se le helaba la sangre en las venas y parecía congregarse en el medio de su pecho, oprimiéndolo. También se reunió allí el dolor penetrante antes de esparcirse por todas las fibras de su ser. Contuvo la respiración para impedir que siguiera derramándose por su cuerpo esa angustia insoportable, luego cerró los ojos al rendirse a lo inevitable. Abriéndolos nuevamente con un esfuerzo sobrehumano, declaró:
-Si pudieras jurarme que lo amabas a él y solamente a él, y que no podrías amar a nadie más en toda tu vida, entonces, te dejaría partir.
Ella volvió la mirada a Durant.
- Y tú, ¿me dejarías ir a Ryan si yo te lo pidiera?
- ¡Dios, no! - respondió él con el mayor desdén -. ¡Si fueras mía, jamás te soltaría por ningún hombre de este mundo!
Una sonrisa irónica curvó la boca de Elene y luego se desvaneció.
- Entonces quizás es mejor que no sea tuya. - Volvió a Ryan un rostro desnudo de toda pretensión y vanidad, absolutamente vulnerable. - Por favor -le pidió ella -, ¿me llevas a casa?
Devota y Benedict se mostraron horrorizados de que ella hubiese ido a observar el duelo. La regañaron e insistieron en que se sentara a descansar en la galería mientras ellos preparaban un desayuno especial para festejar el maravilloso resultado del lance de esa mañana. Devota rehusó ser distraída por los cumplidos por su parte en el acontecimiento, o por las exigencias de Ryan de ave- riguar por qué había intervenido. Ella no tenía interés en él, decía, solo en qué le sucedería a Elene si algo le pasaba a él.
Cuando Devota, seguida por Benedict, se hubo alejado en dirección a la cocina, Ryan se acercó a la baranda y se quedó de pie delante del sillón donde estaba sentada Elene. Cruzó deliberadamente los brazos sobre el pecho aunque el tono de su voz fue ligero al hablar.
- Me parece que se muestran tan solícitos contigo y recelosos de tu salud hasta el punto de ser ridículos, hasta Benedict. Sé que casi te envenenaste, pero lo mismo me pasó a mí y nadie me cuida tanto. ¿Puede ser que haya algo que yo deba saber?
Ella alzó la mirada que había mantenido fija en el agua de la fuente. Consideró la posibilidad de imitar su tono frívolo, de hacer una broma al respecto, pero su creciente amor al ser que tenía en las entrañas no se lo permitiría. Entonces, en tono sereno, dijo:
- Voy a tener un hijo, nuestro hijo.
- Nuestro - repitió él como probando la palabra -. ¿Pensaste que era necesario hacerme saber que es mío?
- No quería que tuvieras que preguntar. El se inclinó sobre ella apoyando los brazos sobre el respaldo del sillón. - Santo Dios, Elene, te he dicho que te amo. ¿No crees que sé que esta criatura es mía sin tener que ser informado de ello?
- Después de la forma en que te arranqué una declaración de amor...
-¡Que no hubieras tenido que hacerla si no fuera verdad cada una de las palabras! Déjame decirte, yo sabía que llevabas mi hijo en tu vientre en el mismo minuto en que te cargué en mis brazos en el parque. ¿Cómo podría ignorarlo cuando conozco cada centímetro de tu cuerpo como conozco mi propia mano? Admitiré que no ha habido suficiente tiempo para que me dijeras que iba a ser padre, pero no esperaba tener que forzarte para que me lo dijeras, o tener que recibirlo como si fuera una sentencia de muerte.
- ¿Una sentencia de muerte? - repitió ella como un eco.
El se arrodilló a sus pies y le tomó la mano.
- Sé que una criatura viene al mundo con dolor e indignidad para la madre, y lo lamento más de lo que podría expresarlo con palabras por ser así, pero ¿no sientes ningún regocijo ante la perspectiva de tenerlo en tus brazos? ¿No sientes amor por él, aunque no sientas ninguno por mí?
- Por supuesto que lo amo - exclamó ella, desconcertada - Pero qué te hace pensar...
El no la dejó terminar.
- Entonces, ¿por qué no te casas conmigo? Si aceptas mi amor, ¿por qué no mi nombre por el bien de la criatura? ¿Cuántas veces debo pedírtelo para que me digas que sí?
Elene abrió la boca para explicar, pero las palabras se negaron a salir. Ella lo había rechazado porque creía que él deseaba controlar su vida. Había descubierto, sin embargo, que la vida, como la muerte, desafiaba todo control. Lo que ella hiciera con sus... horas, adonde fuera y cuándo, no tenía nada que ver con un control sino simplemente con ser fiel a sí misma y a sus objetivos. Podía hacer eso ahora, casada o soltera. En todo caso, ahora comprendía que no era el control en sí mismo lo que era tan importante sino la necesidad de dominar el miedo a la pérdida, el miedo a quedarse sola. Lo que ella sentía necesidad de tener, entonces, era la seguridad de amar y ser amada, y eso lo tenía, siempre lo tendría en su corazón aun cuando la muerte le pusiera fin.
Se humedeció los labios al encontrar por fin una respuesta para él.
- Dos veces. Tendrás que preguntármelo dos veces.
-Antes y...
- Y ahora. O si te facilita las cosas, tomaré lo que acabas de decir como una proposición matrimonial.
Ryan descruzó los brazos y se adelantó para tomarla de las muñecas levantándola del sillón para mirarla a los ojos. Con voz implacable en su determinación de obtener una respuesta plena y convincente, preguntó:
- ¿Por qué ahora?
- ¿Qué? -lo miró, desconcertada, mientras en su interior empezaba a palpitar el deseo de ser estrechada entre sus brazos, de sentirlo desde los senos hasta los tobillos apretado contra su cuerpo hasta que se fundieran más allá de cualquier separación posible.
-No quisiste casar te conmigo antes, creo por falta de amor. ¿Por qué ahora?
Ella tragó con fuerza para evitar las lágrimas. -Jamás hubo falta de amor.
- De mi parte, querrás decir.
-No -replicó ella sacudiendo la cabeza con énfasis-, de mi parte. Te amo, Ryan.
- ¿Quieres decir, todo este tiempo...?
- Todo este tiempo. - Se le cuajaron los ojos de lágrimas que rodaron luego por sus mejillas. - Pero tenía miedo.
- No hay nada que temer. Siempre estaré a tu lado. Siempre. Una débil sonrisa le iluminó el rostro lloroso. - Entonces
estaba el perfume. Yo no quería tenerte sólo por su hechizo.
Ella estrechó contra su pecho con manos firmes y gentiles, de alguien que sabe retener lo que sostiene. - Nunca fue el per- fume, ¡lo juro! Me deleitaba, sí, pero estaba más hechizado por ti, por lo que eras, por lo que podías ser.
- Lo sé, ahora. - Envolviéndole la cintura con los brazos los deslizó por los músculos tensos de su espalda acurrucándose más y más contra él.
El le alisó el pelo con dedos temblorosos e inclinó la cabeza para probarle los labios. Los envolvió el silencio roto únicamente por el murmullo de la fuente cantarina en el patio y el tintineo de la loza en la cocina de la planta baja debajo de la galería. Por último, Ryan levantó la cabeza y con palabras ricas y cálidas con promesas de felicidad, dijo: - Por otro lado, si has de usar el perfume esta noche, yo bien podría estar dispuesto a convertirme en tu esclavo.
- No queda nada - murmuró Elene. El soltó un suspiro. - Qué pena.
- Pero tengo todas las esencias para fabricarlo y faltan mu- chas horas para la noche.
- Es demasiado tiempo - dijo Ryan y se volvió con ella para entrar en la casa.
EPILOGO
Fue veinte días más tarde, en una mañana fragante con el perfume de la primavera aunque era diciembre, que Elene y Ryan estuvieron una vez más en la Place d' Armes para presenciar una ceremonia casi idéntica a la que había tenido lugar casi un mes antes. El prefecto colonial Laussat apareció en el balcón de El Cabildo luego de la transferencia de Louisiana de Francia a los Estados Unidos. Esta vez, sin embargo, los comisionados que lo acompañaban eran norteamericanos, un caballero relativamente joven y de aspecto distinguido llamado William C. C. Claiborne, quien sería el nuevo gobernador aunque no sabía francés, y el general James Wilkinson, un hombre corpulento y agresivo y que hablaba el idioma del nuevo territorio abominablemente.
En el mástil en el centro de la plaza, la tricolor de Francia era arriada lentamente mientras la bandera de barras rojas y blan- cas con un círculo de estrellas sobre fondo azul de los Estados Uni- dos era izada. Cuando las banderas se encontraron a mitad de camino, hubo una breve pausa, mientras los hombres tironeaban de las cuerdas, como si la bandera de Francia se mostrara renuente a renunciar a su predominio. Esa detención insignificante fue real- zada dramáticamente minutos más tarde cuando una salva de ca- ñonazos sonó desde los fuertes y las baterías de los muros de la ciudad y de los barcos fondeados en el puerto para saludar al país que cedía su poder y también al país que ganaba el predominio.
Después, la bandera norteamericana subió al tope donde la brisa la hizo flamear desplegando el círculo de estrellas y las barras rojas y blancas para que brillaran en todo su esplendor bajo los ra- yos del sol. Un grito clamoroso se elevó de todas las gargantas de aquellos que presenciaban la ceremonia desde la plaza. En su ma- yor parte provenía de los norteamericanos, algunos de ellos vistiendo ropas de caballeros, otros con ropas bastas de cuero y gorros de piel de mapache de los "kaintucks" provenientes de remotas tierras salvajes o si no de las gargantas de los niños más pequeños. Los franceses permanecieron en silencio, sombríos por la pérdida de un gobierno civilizado, convencidos de que eran entregados a los bárbaros.
Elene tenía pocas reservas. Había llegado a ver que Ryan te- nía razón. Era mejor dejar que vinieran los norteamericanos con todas sus energías y apetito de comercio y su dinero. Las esposas de estos hombres necesitarían perfume tanto como las francesas.
Estaba ansiosa por regresar a su taller donde había empe- zado a preparar un nuevo perfume al que llamaba Jardín de Loui- siana. Y debía conseguir la ayuda de Devota para volver a hacer la mezcla del perfume Paraíso, ya que había vendido la última botella que había preparado recientemente, sacándola de su propia provi- sión antes de venir a la plaza. No quería pasarse sin él; el perfume era todavía el preferido de Ryan, y esa noche habría un gran baile ofrecido por los Laussat para festejar los acontecimientos de ese día y el nuevo nombramiento de Laussat en Martinica. Habría mu- chas mujeres bonitas en la fiesta y no pocas de ellas norteameri- canas. Una mujer cuyo embarazo era cada día más evidente, necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir para competir con las demás beldades. Además, los perfumes eran más conspicuos con el calor de la danza. Sería un buen momento para exponer, discretamente, su perfume.
Devota estaba de pie detrás de Elene del brazo de Benedict. La mulata observaba a la pareja parada delante de ella con ojos indulgentes. El perfume flotó en el aire y ella lo inhaló con fruición mientras una sonrisa jugueteaba en sus labios.
Elene se volvió a tiempo para captar la expresión casi miste- riosa en los suaves ojos color café de la criada y el placer sereno que reflejaba su rostro. Sonriéndole a su vez, preguntó: - ¿Qué sucede? ¿Me perdí algo?
- No, no, chere. Es que capté un hálito de nuestro perfume y estaba pensando en lo perfecto que es.
- ¿Perfecto?
- El nombre, Paraíso. Una sombra de duda asomó a los ojos de Elene. Se llevó una m~no al camafeo de su madre que colgaba nuevamente de su cue llo, uno de los tantos regalos de bodas de Ryan antes del casa- miento, como si se aferrara a un talismán. Que Devota le hubiese mentido acerca del perfume y de sus efectos para su propio bien era perfectamente posible. ¿No lo había hecho antes una vez? ¿O no lo había hecho?
Elene no deseaba saberlo. El perfume era especial, hasta ahí todo era claro como el agua para ella. Muchas otras personas ha- bían aprendido a amarlo y a depender de él. Si acarreaba algún daño, no era evidente. No, no quería saber.
- Sí, perfecto - respondió ella y volvió su atención al espectáculo.
Devota sonrió nuevamente, luego mostró una expresión tierna cuando Benedict ladeó la cabeza para mirarla. Pero él sólo dijo en tono suave:
- Perfecto para ti.
Laussat había bajado a la plaza para dirigir la palabra a la milicia francesa. Ahora él y los comisionados norteamericanos estaban pasando revista a las tropas de los Estados Unidos que espe- raban en impresionante formación. En un momento más se traspasaría la colonia de Louisiana a los Estados Unidos y todos podrían volver a sus hogares. Ya los hombres y las mujeres se arremolinaban y se movían por la plaza en dirección a las calles y los cafés y establecimientos donde se expendían bebidas y donde discutirían esta ocasión trascendental y brindarían por el pasado.
Ryan respiró profundamente el olor del perfume de Elene y sus labios se torcieron maliciosamente al reconocer el deseo que sicmpre encendía en él. Le apretó el brazo contra su cuerpo.
- ¿Lista para regresar a casa, chérie?
-Siempre, contigo -respondió ella y le sonrió a los ojos con los suyos brillantes como la plata bajo el sol invernal.
FIN