Publicado en
abril 08, 2010
Obra galardonada con el “British SF Award”
Título original: The Jagged Orbit.
John Brunner nació en Oxfordshire, Inglaterra en 1934 y murió, el 25 de agosto de 1996, es el autor británico de ciencia ficción de mayor resonancia mundial, junto con Brian Aldiss y J.G. Ballard. Su novela Todos sobre Zanzíbar gano el premio Hugo y está considerada como una de las obras más importante del genero en las ultimas decadas. Orbita Inestable, junto a ella y El rebaño ciego, forman lo que su autor llama “la trilogía del desastre”. En orden de mención, diremos que los desastres tratados son la superpoblación, las guerras raciales y la contaminación, tratadas en un medio convincente, casi de futuro cercano.
Para Chip,
la única persona a la que conozco que realmente
puede seguir una órbita inestable.
Contratapa
A principios del siglo XXI, en unos Estados Unidos devastados por la paranoia institucionalizada, los negros, en enclaves parapetados tras barricadas, y los blancos, en hogares convertidos en trampas, se enfrentan unos a otros en una jungla urbana, mientras el monopolio armamentístico Gottschalk aviva el fuego mediante el continuo desarrollo y venta de armas. Los trastornos mentales producto de esta alienante sociedad son tratados por el psicópata Dr. Mogshack, cuya terapia es el aislamiento absoluto en un hospital semejante a una fortaleza. El periodista Matthew Flamen descubre un complot de Gottschalk para lanzar al mercado un sistema armamentístico definitivo y consigue la ayuda del psicólogo Conroy para intentar detener el holocausto final.
Múltiples intrigas y personajes entrecruzan sus hilos en este mundo del miedo y del odio... Lyla Clay, una pitonisa, Pedro Diablo, el gran propagandista negro, Morton Lenigo, el cabecilla de los revolucionarios de color, y sobre todos ellos, Harry Madison, un enfermo mental negro con extrañas habilidades con las computadoras y que, además, posee facultades extrahumanas... Un libro de extraordinaria riqueza, que constituye al mismo tiempo una terrorífica anticipación.
De modo que, ¿cómo iba el mundo aquella mañana? Aún peor que ayer. En todas las oficinas del Pozo Etchmark el aire estaba a unos confortables 18 °C, pero había sudor en la frente de Matthew Flamen, el último de los hurgones. Al mediodía, tenía que estar montada, procesada, grabada, aprobada, corregida y cargada en los transmisores una emisión de quince minutos, y en aquel momento lo único que estaba preparado eran los dos minutos y cuarenta segundos de la publicidad. Punto tras punto de la lista que había establecido después de dejarla madurar durante toda la noche había sido rechazado como inutilizable, y faltaban aún nueve meses para la expiración de su contrato.
Era el clímax de una larga pesadilla recurrente. El planeta se había cerrado como una ostra cansada y él, una hambrienta estrella de mar, no tenía fuerzas suficientes para forzarla a que se abriera. ¿Forzarla? ¿A que se abriera?
Con un esfuerzo convulsivo lo consiguió; sus párpados se entreabrieron, y allí estaba el cielo azul brillando por encima del cristal blindado unidireccional del techo de su dormitorio. Estaba solo en la habitación; estaba solo en la casa. Aquello le alegró profundamente. Su corazón martilleaba en sus costillas como un lunático exigiendo salir del asilo, y él jadeaba tan violentamente que nunca hubiera conseguido formular una frase coherente, ni siquiera un simple buenos días. Aunque nadie podía ser razonablemente considerado responsable por el contenido de un sueño, se sintió horrible e indeciblemente avergonzado.
Poco a poco, fue reuniendo los dispersos fragmentos de su personalidad, hasta que tuvo el suficiente control sobre sus miembros como para ponerse en pie. Superficialmente anotada hacía mucho tiempo, catalogada como una cita reproducible debido a que incidía muy directamente en su línea de trabajo, una frase de Xavier Conroy derivó fuera de su subconsciente: «La cultura occidental está sufriendo un proceso de transición desde un sentimiento de culpabilidad, con una consciencia, a un sentimiento de vergüenza, con un mórbido temor a ser descubierto». Últimamente aquellas palabras habían estado supurando en su cerebro, como la señal de un tizón aplicado a una temperatura demasiado baja como para cauterizar y esterilizar el lugar de la quemadura.
Miró a su alrededor con ojos cansados, al lujo, el confort, la seguridad de su hogar, y encontró el lugar repulsivo. Se dirigió tambaleante al cuarto de baño, y tragó un trank del distribuidor. Hizo efecto mientras estaba vaciando su vejiga, y el mundo pareció marginalmente menos amenazador. Fue capaz de tranquilizarse a sí mismo diciéndose que estaba logrando seguir adelante, que aún estaba en el negocio, que iba a seguir obligando a alzarse a las tapas de incontables secretos que pretendidamente debían seguir ocultos...
De todos modos, antes de pensar en tomar una ducha y comer algo y las demás minucias de la existencia civilizada, exorcizó los fantasmas de la pesadilla yendo a la comred y tecleando una línea directa a los ordenadores de su oficina. Observado por la cinta sin fin de Celia de medio cuerpo agitándose una y otra vez en su nicho de honor, se sentó desnudo en un viscoso sillón giratorio y cortó cabeza tras cabeza la hidra de su aprensión. Era todavía temprano —las cero siete y diez ESTE, hora local—, pero el pequeño y contraído planeta de hoy en día existía en una zona de atemporalidad. Los temas que había dejado madurar mientras dormía funcionaban estupendamente: algunos estaban ya lo suficientemente cocidos como para ser utilizados hoy mismo, otros exudaban jugos con un aroma prometedor.
Gradualmente, la confianza volvió a él. Siempre era una medicina mejor que los tranks el darse cuenta de que estaba mirando a ese mundo, no tri sino tetradimensional, más profundamente que casi todos los demás. Se obligó a sí mismo a hacer caso omiso del demonio burlón de la duda que seguía recitando aquella observación de Conroy y señalaba que, si era cierta, más pronto o más tarde todo el mundo occidental estaría conspirando para ocultarle sus acciones vergonzosas. Diez, ocho, incluso seis años antes, todas las principales cadenas tenían a sus respectivos hurgones; uno por uno habían ido desapareciendo, algunos por efectuar acusaciones que no podían ser probadas, otros simplemente a causa de haber perdido su audiencia, haber dejado de ser capaces de irritar, provocar, excitar.
¿Era eso debido a que el mundo ya no admiraba más a un hombre honesto que a uno que había conseguido seguir adelante con su deshonestidad? ¿Y cuan honesto es el hombre que se gana la vida desenmascarando a aquellos que no han tenido un éxito completo en cubrir sus supercherías? Como si las preguntas le hubieran sido hechas por algún otro, Flamen miró intranquilo a su alrededor. Pero todo lo que vio moverse fue la imagen de Celia, siguiendo con su interminable ciclo. Se volvió a la pantalla de la comred, y seleccionó el primero y más importante de los casi doce temas que había señalado para aquella noche.
Sí, por supuesto, era cierto que Marcantonio Gottschalk se había sentido humillado por la ausencia de Vyacheslav Gottschalk y un cierto número de cotorras de alto nivel en la celebración de su ochenta cumpleaños. Ya casi ni era noticia el hecho de que se estaba desarrollando una nueva lucha por el poder dentro del trust, pero hasta ahora los detalles de quién estaba tomando qué partido habían sido eficazmente silenciados.
¿Se atrevería a arriesgar una estimación acerca de que las convencionales excusas de enfermedad —los Gottschalk eran curiosamente conservadores en muchos sentidos— no habían sido más que mentiras? Los ordenadores le advertían que no lo hiciera; el trust era demasiado grande como para meterse con él sin datos realmente sólidos. Y sin embargo, su corazón ansiaba algo grande. No se trataba tanto de que su contrato no expirara hasta dentro de nueve meses, como su sueño le había advertido, sino más bien de que le quedaban tan sólo nueve meses, y a menos que presentara algo realmente espectacular antes del final de la estación veraniega de audiencia baja, podría ir a hacer compañía a Nineveh y Tyre. Colocó un «alta prioridad» a la historia, y dio instrucciones a sus ordenadores, sin demasiadas esperanzas de todos modos, de que siguieran husmeando, y descubrieran si le resultaría posible comprar una llave-código del banco de datos de los Gottschalk en Iron Mountain.
Aguardando la evaluación, pasó a otros temas. La simple idea de atacar a los Gottschalk parecía haberle devuelto a una completa normalidad, y fue marcando con seguridad datos nuevos y viejos.
Lares & Penates Inc. era casi con toda seguridad lo que proclamaba el rumor: una fachada intelectualizada de la Conjuh Man, explotando la huida de los blancs del racionalismo con el mismo entusiasmo que la ignorancia de los nigs de él. Señálalo para obtención del máximo de detalles y úsalo cuando los índices alcancen ochenta a favor; de momento estaban tan sólo a setenta y dos. Los refugiados que convergían en Kuala Lumpur debían de estar siendo seleccionados según un plan preestablecido tendente a reducir su número al menos en dos tercios y no como informaban los partes oficiales para separarlos en leales y subversivos. Los índices daban ochenta y ocho a favor, de modo que era utilizable hoy. Pero ¿valía la pena correr el riesgo de provocar un incidente internacional? ¿A quién del mundo de habla inglesa le importaba un pimiento el destino de un número indeterminado de gente de piel morena que hablaba un idioma incomprensible?
Mientras estaba aún vacilando sobre si utilizar el tema o mantenerlo en reserva, se produjo una interrupción. Sesenta y aumentando a favor de ser capaz de comprar un código y abrir el banco de datos de los Gottschalk en Iron Mountain. Precio estimado entre uno y dos millones. Eso lo colocaba fuera de la órbita de Flamen, de todos modos —no había dinero suficiente en los fondos de información—, pero instantáneamente alertó sus sospechas profesionales. En todas las anteriores ocasiones que había hecho esa pregunta, los ordenadores habían exhibido inmediatamente un NO COMPRABLE. El instinto le dijo la pregunta correcta que debía formular a continuación: ¿estaban planeando los Gottschalk prescindir de esas instalaciones en particular?
Mientras tanto, prosigamos: algo nuevo cociéndose entre los Patriotas X. Los informes de rutina le llevaron directamente de vuelta a los Gottschalk y al veredicto superficial de que estaban fomentando una vez más el descontento entre los extremistas nigs para asegurar buenas ventas de sus últimos productos entre los asustados blancs. Pero había una posibilidad secundaria, a sólo cinco puntos más abajo en la escala, que hizo que se acariciara con el dedo su barba color castaño cuidadosamente recortada y frunciera el ceño.
¿Una brecha en el asunto de la entrada de Morton Lenigo? Un juicio racional decretaba que aquello era absurdo. No era concebible que ningún ordenador de inmigración librara un visado a Lenigo después de lo que había hecho en ciudades británicas tales como Manchester, Birmingham y Cardiff. Sin embargo, cuando un informe que había estado oscilando entre los cuarenta durante tres años saltaba de repente hacia arriba hasta los sesenta y pico, aquello era evidentemente una señal de peligro. ¡E iba a ser una historia de impresión, si después de todo resultaba ser una historia! Pidió una evaluación intensiva, y volvió a los Gottschalk.
Sí, dijeron sus ordenadores, era muy probable que los Gottschalk estuvieran planeando prescindir de Iron Mountain. Habían estado comprando equipo de proceso de datos en cantidades demasiado grandes como para explicarlas para uso de localización o telemetría.
Conclusión lógica: si estaban pensando en retirarse de Iron Mountain, la venta de uno de sus códigos de acceso sería una aventura marginal que les proporcionaría buenos dividendos mientras ellos se limitaban a sentarse y a reír como hienas cuando el crédulo comprador descubriera que había sido engañado.
A veces odio a los Gottschalk, pensó Flamen, no tanto por lo que son, sino por lo que ellos piensan que son los demás. A nadie le gusta ser tratado como un idiota miope.
Tras reflexionar un poco, dio instrucciones a sus ordenadores para que buscaran tres cosas: el lugar donde los Gottschalk estaban enviando todo su equipo, lo cual podría ser muy esclarecedor; informes de cualquier reciente progreso técnico que pudiera conducir a la comercialización de un producto enteramente nuevo; y todo indicio, por tenue que fuera, relativo a las actuales luchas intestinas dentro del trust. Puesto que no había absolutamente ninguna esperanza de conseguir nada explotable para la emisión de hoy, situó el tema para estudiarlo con mayor profundidad la noche siguiente, y volvió al material inmediatamente explotable.
La caza de los rumores, como el correr detrás de las mariposas con una redecilla, era uno de sus principales talentos profesionales, y el hecho de que era bueno lo probaba el que su emisión había sobrevivido... mutilada, tenía que admitirlo, pero la pérdida de una pierna era mejor que ser amortajado para cremación. De todos modos, esa patente verdad no lo tranquilizó demasiado cuando observó la selección final de siete temas, con tres en reserva para prevenir el riesgo de que algo fuera rechazado por la red CG. Antes de efectuar ningún tipo de acusación contra nadie, su contrato le obligaba a dejar que los propios ordenadores del Cuartel General de la Holocosmic revisaran sus datos de base, y algunas veces su índice caía por debajo del límite fijado por la firma que les aseguraba contra el riesgo de perder demandas por libelo. Recientemente le había sido rechazado por término medio un tema a la semana, demasiados desde el punto de vista de Flamen; sin embargo, había buenas razones para reprimir sus deseos de quejarse.
Hoy era una magra cosecha. De todos modos, pensó, al menos ahora sabía que tenía material suficiente para la emisión. Podía tomarse el tiempo necesario para comer algo. Pero la comida le supo a ceniza cuando se obligó a tragarla.
4
P.: ¿Quién era esa serpiente que vi contigo la noche pasada?
R.: No era una serpiente, era mi actual amante, que resulta que es una pitonisa
El mecanismo de la flotacama estaba empezando a mostrar síntomas de cansancio. Había sido comprada de segunda mano, y aunque tenía un metro treinta de ancho no había sido diseñada para ser usada por dos personas. Así que de lo primero que se dio cuenta Lyla Clay al despertarse fue de que, como de costumbre, había permanecido durmiendo rígida para evitar la esquina superior izquierda donde el soporte era más débil y, tendida sobre su brazo derecho, había impedido la correcta circulación del miembro. Desde el codo hasta la punta de los dedos todo el brazo le resonaba como una campana con la agonía de las sensaciones que vuelven.
Abrió los ojos irritada, para descubrir a un hombre al que no conocía sonriéndole. Sus labios se agitaban en un completo silencio, pero no captó inmediatamente las implicaciones de todo aquello.
Estaba completamente desnuda; sin embargo, no tenía ninguna razón para avergonzarse de su cuerpo, que era esbelto, joven y uniformemente bronceado; y el reflejo heredado de su infancia algo chapada a la antigua que la impulsaba a tender el brazo en busca de una inexistente sábana —los circuitos calefactores de la cama, al menos, estaban funcionando correctamente— fue impedido por el calambre de su brazo. De todos modos, se dijo, no era la primera vez en sus veinte años que se despertaba para encontrarse siendo admirada por un hombre cuyo rostro y nombre le eran completamente desconocidos.
Entonces el desconocido se disolvió en una lluvia de copos rosas y púrpuras, y recordó la Tri-V que Dan y su amigo Berry habían arrastrado por el pasillo desde el ascensor, ayer, en medio de mucho sudor y muchas maldiciones. Antes no habían tenido una Tri-V en el apartamento..., tan sólo una antigua TV no holográfica que no ofrecía nada más interesante que las transmisiones de los tres satélites 2-D supervivientes gracias a las insistencias de la CPC. Puesto que estas emisiones eran radiadas principalmente a la India, África y Latinoamérica, y ni ella ni Dan hablaban hindi o swahili, y tan sólo unas cuantas palabras de español, apenas se molestaban en conectarla a menos que estuvieran orbitando. Por lo tanto, no importaba que los programas se dedicaran principalmente a asuntos tales como el cavar letrinas, atrapar peces, y el reconocimiento de los síntomas de las enfermedades epidémicas... De hecho, tal como Dan había señalado en una ocasión, si ellos hubieran tenido una porción de tierra en la que poder cavar letrinas, la información hubiera podido resultarles útil la siguiente vez que se les atascaran los sanitarios.
Miró a su alrededor en busca de Dan, y lo encontró al otro lado de la cama. Afeitadora en mano, estaba buscando un lugar en la pared donde la sanguijuela magnética al extremo del cordón pudiera extraer algo de energía, casi como un narcómano buscando algún trozo de piel donde clavar la jeringuilla. Localizó una sección donde el cable inductor aún no estaba corroído; la afeitadora empezó a zumbar, y se dispuso a reparar los defectos de su barba. Tenía que soportar la maldición de grandes redondeles carentes de pelo en ambas mejillas.
Un par de latidos de corazón más tarde, la Tri-V recuperó milagrosamente su sincronización. Radiante y gesticulante, el nombre en la pantalla reanudó su silenciosa diatriba.
Lyla se sentó en la cama y cruzó su urticante brazo sobre su pecho, frotándolo con las puntas de los dedos de su otra mano.
—¿Por qué no haces una señal en la pared para no tener que estar buscando la próxima vez? —dijo sin mirar a Dan, paseando distraídamente sus ojos por el contenido de la habitación. En la bandeja de cobre de Henares, delante del altar del Lar, había un lodoso montón de pseudoorgánicos; evidentemente alguien había recordado justo a tiempo echar allí los libros cuya fecha de expiración se estaba aproximando, y puesto que ella no recordaba haberlo hecho, debía de haberse tratado de Dan. Un hilillo seco de vino tinto corría pared abajo desde la esquina de la mesa, que había sido doblada contra la pared sin limpiarla antes. El estante que contenía su genuino candelabro de siete brazos del siglo XX estaba recubierto de ceniza pulverulenta, debido a que ella había insistido en quemar siete tipos distintos de agarbati a la vez... Frunció la nariz ante el recuerdo.
En pocas palabras, el lugar era un revoltijo.
Dan hizo una pausa en su tarea de aplicar, uno a uno, pelo sintético al adhesivo con el que se había embadurnado las mejillas.
—Oh, finalmente te has despertado, ¿eh? Iba a empezar a sacudirte. ¿No sabes la hora que es?
Hizo un gesto hacia su nueva adquisición, la Tri-V, como si se tratara de un reloj.
Lyla se lo quedó mirando sin comprender.
—¿No reconoces a Matthew Flamen? Infiernos, ¿cuántos hurgones crees que quedan en la tridi? Es su programa del mediodía, y ya está a más de la mitad. ¡Escucha!
Alzó una pierna desnuda y golpeó con ella el control de sonido del bajo cajón de donde surgía la pantalla holográfica, de un centímetro de espesor, que se proyectaba como una vela del casco de un yate. Calculando mal su equilibrio, cayó sentado en la esquina de la cama. El repentino peso fue demasiado para el fatigado mecanismo, y Lyla se encontró depositada en la base de la cama con acompañamiento de un gemido de gas escapándose.
La voz congraciadora de Flamen dijo:
—En este mundo que es terrible tan a menudo, ¿no sienten ustedes envidia de la sensación de seguridad que tienen aquellas personas que han instalado trampas Guardian en sus puertas y ventanas? No podrán comprar nada mejor, y serán ustedes unos estúpidos si se conforman con algo menos bueno.
Desapareció. Un alto y ceñudo nigblanc avanzó en su lugar y, antes de que Lyla tuviera tiempo de reaccionar —aún no estaba lo bastante despierta como para convencerse a sí misma de que la imagen tridimensional a todo color iba a permanecer encerrada en la pantalla—, bandas metálicas provistas de púas saltaron hacia el hombre a la altura de su cuello, pecho y rodillas. La sangre empezó a rezumar de los puntos donde las crueles puntas de metal se habían hundido en la carne. Pareció brevemente desconcertado, luego se derrumbó inconsciente.
—¡Guardian! —cantó una innatural voz de castrado—. ¡Guar... di... an!
—Creo que quizá debiéramos invertir en algo así—dijo Dan.
—¿Qué demonios piensas que va a quedar aquí que valga la pena robar, si sigues así? —preguntó Lyla, malhumorada—. ¿no te has dado cuenta de que acabas de romper la cama?
Saltando en pie, golpeó el interruptor de la Tri-V. No ocurrió nada.
—Olvidé decírtelo —murmuró Dan—. El interruptor no funciona. Por eso nos la dio Berry.
—¡Oh, maldita...! —Lyla buscó con la mirada el cable de alimentación; lo encontró, tiró de la sanguijuela desconectándola de la pared, y la regresada imagen de Matthew Flamen desapareció en una confusión de azules y verdes—. ¿Deseas dormir sobre una dura tabla esta noche? ¡Porque yo no!
—Llamaré a alguien y haré que la arreglen—suspiró Dan—. Ahora creo que deberías activarte un poco, ¿no crees? ¿Has olvidado que tenemos un contrato para el Ginsberg esta tarde?
Malhumorada, Lyla tomó las ropas que se había quitado la noche antes: un nix gris y oliva y un par de schoos.
—¿Alguna llamada o correo? —preguntó mientras empezaba a ponérselos.
—Ve a ver si estás tan interesada. —Dan tocó delicadamente los mechones de su rostro; satisfecho de sentirse presentable, desprendió la afeitadora de la pared y la devolvió a su estuche—. Pero se supone que primero deberías cumplir con tus obligaciones hacia el Lar, ¿no?
—Sólo lo tenemos para siete días, y a prueba —dijo Lyla con indiferencia, metiendo el nix en posición en torno a sus caderas—. Si está tan ansioso por permanecer en un miserable agujero como este, dejemos que él haga el trabajo. Además, ¿qué te ha impulsado a apilar un montón de libros a punto de expirar en su bandeja? ¿Esperas que le guste el ser utilizado como cubo de la basura?
—Era un caso de urgente necesidad —murmuró Dan—. Las cañerías de evacuación vuelven a estar sobrecargadas.
—¡Oh, no!
En equilibrio sobre una pierna para deslizar los dedos de sus pies en la primera schoo, Lyla lo miró desmayadamente.
—Todo está bien... el water aún funciona. Pero no deseo correr el riesgo de bloquearlo también echando un puñado de libros, ¿no crees?
—Y hablan del endurecimiento de las arterias —suspiró Lyla, recordando una famosa metáfora de La ciudad senil de Xavier Conroy—. Cuando no son las cloacas son las calles, y cuando no son las calles es la comred... Iré a ver nuestra ranura, de todos modos. Una nunca sabe; puede haber algo interesante.
Se dirigió hacia la puerta, y empezó a hacer fuerza contra la manecilla de la cigüeña para alzar el bloque de cien kilos que la cerraba contra los intrusos nocturnos.
—Ponte tu yash —dijo Dan, metiéndose en sus pantalones verdes y atándolos fuertemente con un cinturón en torno a su cintura.
—¡Demonios, sólo voy a ir a la comred!
—He dicho que te lo pongas. Estás asegurada por un cuarto de millón contra los ladrones, y en la póliza dice que tienes que llevarlo.
—Para ti es muy fácil hablar —murmuró belicosamente Lyla—. Tú no tienes que llevar esa horrible cosa.
Pero fue a tomar obedientemente el yash allá donde estaba colgado de su percha, junto a la puerta.
Deslizándolo sobre su cabeza, comprobó que estuviera bien instalado.
—Oye..., esto..., supongo que no voy a tener que llevarlo en el hospital, ¿verdad? Sería horriblemente embarazoso mientras estoy agitándome.
—No, no mientras estés actuando. Eso me hace pensar... —Dan se mordió el labio, mirándola dubitativamente—. Los pacientes siguen un régimen de aislamiento en el Ginsberg, y puede que no les haga ningún bien verte así. ¿No tienes nada menos revelador?
—No creo. Todas mis ropas de febrero han expirado ya, y las de marzo se están poniendo más bien andrajosas. Y por supuesto, en abril he elegido transparentes.
—Dejémoslo entonces. —Dan se alzó de hombros—. Si ellos insisten, puedes pedirles que te proporcionen algo a su cargo, ¿no? Como un vestido, quizá. ¿Cuánto hace desde que tuviste tu último vestido...? ¿No fue en noviembre?
—Sí, el que compré para ir a casa y ver a mi familia en el Día de Acción de Gracias. Pero entonces hacía frío, y ahora te sofocas... Oh, supongo que podría ponerme uno si es para una buena causa. A condición de que lo paguen ellos... Los vestidos son horriblemente caros esta estación. —Acabó de ajustarse el yash y abrió la puerta. Tras asegurarse con una cautelosa mirada en cada dirección de que el pasillo estaba desierto, añadió—: No voy a cerrar con llave..., sólo será un momento.
5
Haciendo de Reedeth un auténtico hombre, a excepción de su cochina presencia
—¡El nombre es Harry Madison, no Mad Harrison!
—¿Perdón? —dijo su robescritorio, con exactamente la precisa inflexión interrogativa.
Era uno de los modelos ultraavanzados de la IBM, con comunicación vocal completamente personalizada y gobernada por los artículos de fe de su existencia mecánica. Uno de ellos afirmaba que un miembro del hospital que estuviera a solas en una habitación y pronunciara palabras audibles deseaba una respuesta. Esto no se aplicaba a los pacientes, por supuesto. Para permitir a los robescritorios y otros automatismos distinguir a estos de los demás miembros del personal, los enfermos estaban obligados a llevar batas bordadas con hilos metálicos en zig zag en pecho y espalda.
—No importa —dijo cansadamente el doctor James Reedeth, y encajó tan fuertemente su mandíbula que oyó la vibrante tensión de sus músculos. Tras aquellas imprudentes palabras, siguió pensando para sí mismo: «¡Maldita sea, fue internado bajo la opinión de unos expertos cuyo juicio es al menos tan competente como el mío! Ni siquiera es uno de mis pacientes. Así pues, ¿qué es lo que me hace tomar un interés tan grande en este caso...? ¿Un resentimiento subconsciente ante la presencia de un nig en un hospital destinado a blancs? No lo creo. Pero es completamente inútil seguir pensando que está cuerdo».
Una vez más (llevaba ya tantas que no se hubiera atrevido a contarlas ni aunque hubiera podido hacerlo), se descubrió preguntándose qué lo había impulsado a meterse en aquel laberinto frecuentado por un Minotauro. ¿Era con el fin de convertirse en un doctor, a quien los hombres pudieran consultar acerca de la redención... ?
—¡Ariadna! ¡Ariadna! ¿Dónde estás, ahora que necesito tu ovillo de hilo?
Deliberadamente había pronunciado esas palabras también en voz alta, y un instante más tarde no estaba seguro de si esta decisión no habría sido una pantalla para engañarse a sí mismo. El robescritorio emitió una serie de quejas electrónicas mientras examinaba y desechaba referencias parciales, y finalmente produjo la respuesta que él había esperado.
—Asumiendo que la referencia a «Ariadna» connote una interrogación respecto a la doctora Spoelstra, su localización en este momento es piso nueve del ala cuatro, y se halla sujeta a una prohibición clase dos de ser molestada. Por favor, declare la urgencia de su petición.
Reedeth se echó a reír sin alegría. Cuando, después de medio minuto o así, el robescritorio no hubo oído nada más, añadió con un asomo convincente de duda artificial:
—No se localiza ninguna referencia de que posea una cierta cantidad de hilo, ni en forma de ovillo ni de ninguna otra manera. ¿Estoy autorizado a añadir esto a mi stock de datos relativos a ella?
—Por supuesto —le aseguró cordialmente Reedeth—. Puedes registrar que sólo ella conoce la salida del laberinto. También puedes almacenar el hecho de que su piel es más suave que la sintetseda, tiene unos pechos excepcionalmente hermosos, la boca más sensual que uno pueda soñar en una mujer mortal, unos muslos que probablemente corresponden a una ecuación que haría estallar todos tus circuitos, y...
Iba a añadir que tenía también un corazón de hielo-V, pero en aquel punto un desagradable ruido rechinante emergió de las entrañas del robescritorio y una luz roja parpadeante se encendió, indicando que estaba temporalmente fuera de servicio. Furioso, Reedeth saltó en pie. ¿A quién demonios se le habría ocurrido la idea de firmar el contrato de instalación para el sistema computarizado del Hospital Ginsberg a una firma cuyo personal estaba compuesto únicamente por neopuritanos como la IBM? Cuando al menos un ochenta por ciento de los pacientes que estaba intentando tratar estaban sufriendo trastornos sexuales, era una constante fuente de irritación el enfrentarse a esos circuitos sensores expresando constantemente su reflexiva gazmoñería mecánica.
Y sin embargo, en un cierto sentido, era un alivio verse privado de la compañía del robescritorio. Reconciliar la red de canales de información que permeaban su entorno de trabajo con los necesarios principios de la adulación era una paradoja que nunca había llegado a resolver por completo.
Se dirigió hacia la pared-ventana de la oficina y contempló la enorme masa del Hospital Ginsberg Memorial del Estado para los Desarreglos Mentales que se extendía al otro lado. Parecido a una fortaleza, con altas torres de maxiseguridad distribuidas en torno a su perímetro y unidas entre sí por altos muros, como si una ilustración de un castillo de cuento de hadas extraído de un libro para niños hubiera sido indiferentemente interpretada en moderno cemento, era un análogo estructural a esa posibilidad de «retirarse y encontrarse a sí mismo» que Mogshack defendía como un perfecto antídoto a casi cualquier problema de ajuste personal. Sólo había ventanas en los bajos pabellones administrativos; las torres en sí eran ciegas. La vista de ellas —o al menos eso es lo que se decía— ofrecían al temeroso enfermo recién llegado la promesa de una inviolable inmunidad contra los intolerables desafíos del mundo exterior.
Pero su visión desde allí siempre hacía pensar a Reedeth en los castillos medievales que el advenimiento de la pólvora había hecho obsoletos. ¿Y en la era de los artilugios de bolsillo...?
Suspiró, recordando las dudas expresadas con voz suave por Xavier Conroy, bajo cuyas órdenes había trabajado mientras preparaba su tesis de doctorado. Los planos del Ginsberg acababan de ser publicados por aquel entonces, junto con un persuasivo resumen de Mogshack acerca de los principios que los regían.
—¿Y qué previsiones ha tomado el doctor Mogshack para los pacientes cuya recuperación resultará probablemente retardada por su incapacidad de discernir alguna forma de salir nunca de allí?
Había necesitado dos años de trabajar allí para apreciar toda la fuerza de la crítica, y por supuesto sólo su inesperado reconocimiento de la terrible condición de Harry Madison le había permitido ver claro. Hasta entonces, siempre había soltado una risita idéntica a la de todos los demás ante la breve e incisiva respuesta de Mogshack:
—Agradezco al doctor Conroy esa nueva demostración de su habilidad para saltar los obstáculos antes incluso de llegar a ellos. Quizá no le importara favorecernos con su compañía en el Ginsberg, donde se le darán amplias oportunidades de encontrar la solución a su problema... el cual, incidentalmente, sospecho que no debe ser el único.
Reedeth agitó la cabeza.
—¡Retirarse y encontrarse a sí mismo! —dijo en voz alta, feliz de la posibilidad de hablar sin oídos mecánicos a su alcance—. Si hubiera sabido hasta qué límites podía ser empujado ese precepto, juro que hubiera ido a trabajar a cualquier otro lugar antes que aquí, donde esa abominable mujer puede llevarme arriba y abajo como un niño detrás de una pelota debido a que «el amor es un estado de dependencia» y, ¿cómo puede un terapeuta a merced de sus emociones ayudar a sus pacientes a recuperar su propio equilibrio emocional?
Frunció el ceño al robescritorio, epítome de los ideales impersonales de Mogshack, y de pronto se dio cuenta de que, aunque la luz roja brillaba aún en él, había dejado de parpadear, y ahora brillaba con una intensidad regular. Maldiciendo silenciosamente, se dio cuenta de que aquello significaba que dentro de poco iba a encontrarse cara a cara con la persona cuya difícil situación hurgaba en su mente con mayor persistencia que la suya propia.
6
El aquí está y el porqué debe estar aquí
«No es tanto que la naturaleza de los trastornos mentales haya cambiado, como cualquier lego supondría a partir del hecho observable de que hoy en día una proporción cada vez mayor de nuestra población puede esperar el verse temporalmente internada en un asilo mental, una proporción mayor que —digamos— la que tuvo que ser internada nunca en un hospital de tuberculosos o en un hospital general en los días en que las enfermedades orgánicas eran la primera preocupación de las autoridades públicas sanitarias.
»No, más bien se trata de que la naturaleza de la normalidad no es ya aquella a la que estaban acostumbrados nuestros antepasados. ¿Es eso sorprendente? ¡Seguramente nadie esperará que los problemas sociales permanezcan inmutables, estáticos de generación en generación! Unos cuantos son resueltos; muchos —de hecho, la mayoría— se desarrollan con la sociedad como un conjunto. Creo que no necesito citar aquí ejemplos, puesto que varios de ellos se hallan disponibles cada día en las noticias.
»En lo que pocas veces se hace hincapié, sin embargo, es en el aspecto positivo de este fenómeno. De nuevo, tras incontables veces, la humanidad como especie ha presentado a sus miembros individuales un desafío que —como un límite matemático— nunca podrá ser alcanzado pero al que siempre puede uno acercarse más. En eras anteriores esos desafíos eran filosóficos, o religiosos: "abjura del deseo; desafía al mundo, al demonio y a la carne; sé perfecto como tu Padre es perfecto en los cielos..." y así.
»Pero esta vez la orden es psicológica: ¡Sé un individuo!»
Elias Mogshack, passim*
«Lo que la gente quiere, principalmente, es que alguna autoridad plausible les diga que lo que están haciendo está bien. No conozco ningún medio más rápido de hacerse impopular que estar en desacuerdo.»
Xavier Conroy
* O, como dirían algunos, ad nauseam.
7
(Este espacio está reservado para la publicidad)
Cerrando la puerta de una patada con el talón, echando a un lado su yash, Lyla hizo una mueca al fajo de sobres que había recogido.
—Prácticamente todo basura, como siempre. ¡Odio la saturación del correo! Atasca la comred del mismo modo que la basura lo hace con los desagües, y apostaría a que el noventa por ciento de ella va a parar directamente a los desagües sin siquiera haber sido leída... Oh, aquí hay algo que no es basura. Es de Laires y Penaires Inc. Debe de ser un recordatorio de... —señaló con la cabeza hacia el impasible Lar.
—Lares y Penates —la corrigió Dan—. Debes aprender a pronunciar bien las cosas. Eso es francés, creo —concluyó sin convicción, tendiendo la mano hacia la carta.
Revisando rápidamente las demás, Lyla murmuró:
—Los mismos viejos nombres... ¿No van a aprender nunca a cambiar?
Hizo el gesto de romperlas, pero estaban reforzadas contra eso; solamente podían ser rasgadas a lo largo de la línea que liberaba los productos químicos que proporcionaban la energía a sus altavoces incorporados. Las campañas por correo eran demasiado costosas como para que los analfabetos escaparan a ellas.
—Tíralas a la pila de libros usados —sugirió Dan—. A veces los reactivos son lo bastante enérgicos como para atacar un poco de papel extra.
—Buena idea —admitió Lyla, colocando los sobres sin abrir sobre el viscoso montón en la bandeja de cobre, como quien coloca varios trozos de pan para tostar en la parrilla.
Obedientemente, dos o tres de ellos empezaron a descomponerse de inmediato.
Mientras tanto, Dan había rasgado el cierre del de Lares y Penates Inc., e inmediatamente la habitación se llenó con una aguda voz familiar.
—No podéis permitiros el estar sin un culto cortado a la medida de vuestras propias necesidades privadas en esta era de individualidad. Consultad a Lares y Penates para los mejores y más especializados...
Le tomó todo este tiempo localizar la cápsula de energía que accionaba el altavoz y aplastarla entre el índice y el pulgar. Dejó caer instantáneamente el sobre con un grito, agitando su mano.
—¡Me ha quemado! ¡Eso es nuevo! Deben de haber acabado enterándose de que la gente rompía las cápsulas.
—¿Ha sido serio? ¿Te ha dejado alguna señal?
Lyla se mostró instantáneamente solícita.
Dan inspeccionó su dedo índice, se lo chupó, y finalmente se alzó de hombros.
—No me ha hecho ningún daño..., sólo unos cuantos voltios que atravesaron el papel, supongo. ¡Pero a partir de ahora abriré los sobres con los schoos puestos y los aplastaré con el talón! —Examinó la carta que había sacado del sobre—. Y es tan sólo lo que tú esperabas; un recordatorio de que debemos pagar o devolver el Lar.
—¿Qué es lo que vamos a hacer?
—Creo que será mejor que lo pensemos más tarde, ¿no crees? Después de todo, fue él quien nos consiguió ese contrato con el Ginsberg, y eso es un antecedente, ya sabes. He preguntado por ahí, y aparentemente esta es la primera vez que contratan una pitonisa. Podría ser algo grande. De hecho, yo...
Hubo un pesado golpe en la puerta. Lyla se giró en redondo. Dándose cuenta de que había olvidado bajar de nuevo la barrera del peso de cien kilos, corrió hacia su yash. Era un buen yash; había resultado tremendamente caro, pero como había señalado certeramente Dan, sus aseguradores habían insistido en él. Pesado e incómodo como era, la garantía prometía una completa protección contra proyectiles sólidos de hasta 120 gramos, rayos láser de hasta 250 vatios, y virtualmente todo tipo de ácidos.
—¿Quién demonios? —murmuró Dan, y avanzó para accionar en caso de necesidad el mecanismo de caída libre del peso que ahora gravitaba sobre la puerta. Luego preguntó—: Sí, ¿quién es?
—¡Buenos días! —respondió el invisible interlocutor—. O mejor dicho, buenas tardes. Mi nombre es Bill, y soy su nuevo vecino del apartamento Diez-W. Lamento molestarles, pero ¡he oído decir que carecen ustedes de un grupo de defensa urbana en este bloque! Y por supuesto, en estos días... —su voz descendió solemnemente media octava—, en un distrito como éste, uno nunca sabe cuándo los nigs decidirán atacar. Así que pensé que había que ser civilizado y todo eso que se dice siempre, y ver lo que podía hacerse con vistas a organizar un grupo.
—¿Otro Gottschalk? —susurró Lyla a Dan.
Él asintió.
—Apuesta cincuenta a uno. Y más bien torpe, además. Puedes apostar incluso a lo que va a decir a continuación.
La voz del otro lado prosiguió:
—Vean, resulta que tengo algunos contactos que me facilitarían todo lo necesario a precios muy interesantes, cosas tales como pistolas a sólo sesenta y tres con garantía del fabricante, gases de todos tipos a precios más bajos que tres y medio el litro... —Oh, cielos —dijo Lyla cansadamente, dejando caer su yash.
—¿Quiere entrar? —gritó Dan, con un guiño a Lyla.
—Oh, por supuesto, si a usted no le importa discutir mi proposición...
La voz se tiño súbitamente de optimismo.
—¡Por supuesto que no! ¡Adelante, pase! Sólo hay un peso de cien kilos a punto de caer sobre usted para detenerle.
Hubo un interludio de silencio. Con una alegría que ahora se adivinaba claramente forzada, el Gottschalk dijo:
—Oh..., creo que si están ustedes ocupados en este momento lo mejor que puedo hacer es dejarles algo de propaganda en su comred. Ya nos veremos, amigos.
—Dile que algunos nigs han tomado el apartamento —sugirió Lyla en voz baja.
Dan agitó la cabeza.
—No vale la pena. Ese puede sonar como un idiota, pero los tipos Gottschalk son demasiado listos como para abordar a un nuevo recluta sin haber estudiado antes el terreno. —Echando una ojeada a su reloj, añadió—: Eh, tenemos que apresurarnos. No recuerdo haberte visto cenar ayer por la noche, así que será mejor que tomes algo camino del Ginsberg. Te aseguro que no quiero verte desmayarte durante tu número.
8
¿Cómo van las cosas ahí afuera?
El índice de humedad en Nueva York ha superado todas las máximas anteriores, un factor que las autoridades atribuyen al efecto de los cinco millones y medio de acondicionadores de aire existentes en la ciudad. El índice de probabilidades de insurrección se ha deslizado más pronto de lo previsto a lo que se denomina «la baja de la estación sudorosa» (con gran alivio de todos aquellos que medio temían que este año no fuera a producirse). Sobre la mayor parte de la costa este de Norteamérica, un caluroso día de verano con ligeras precipitaciones en algunas zonas tierra adentro. Nieve en altitud en la Isla del Sur, Nueva Zelanda. Según una información transmitida por los ordenadores de la Oficina del Estado y de las Relaciones Federales del Departamento de Inmigración, esta mañana se dará a conocer la decisión sobre la petición de visado de Morton Lenigo; simultáneamente, y por la misma razón, los ordenadores del MSI han cancelado sus previsiones para la estación sudorosa. El nuevo gobierno de Trinidad y Tobago ha roto sus relaciones diplomáticas con (por orden de importancia) Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda, Rusia y los Estados Unidos. El consejo nigblanc de la ciudad de Washington DC ignoró por trigesimotercera vez la petición del DAR de retirar la pintura de la fachada de la Casa Negra.
Por todo lo demás, un día completamente ordinario.
9
Paciente efectuando un ajuste con mucho éxito
La puerta de la oficina de Reedeth zumbó y Reedeth ordenó que se abriera, y por supuesto se trataba de Harry Madison con su bata de paciente de color verde claro que significaba perturbaciones mínimas y, normalmente, alta inminente. Verlo merodear todavía por el hospital durante mucho tiempo después de haber conseguido —como se decía normalmente— «pasar al verde», no era por supuesto lo primero que había atraído la atención de Reedeth hacia él, pero sí había sido el factor que lo había conducido al alarmante descubrimiento de que el hombre estaba atrapado allí por una maraña de legalismos.
Había sido internado por el ejército, tras haber servido en una guerra-relámpago en Nueva Guinea, en una época en que el tema de los reclutas nigblancs era un tema sensibilizador y resultaba político enviarlos a una institución civil en vez de a una institución militar. Naturalmente, esto había hecho del ejército su guardián legal, puesto que al parecer no tenía familiares vivos. Sin embargo, cuando le fue entregada su nueva bata verde, el ejército ya no deseaba saber nada de él. Ya no aceptaban nigs ni siquiera como voluntarios, y por supuesto no iban a admitir la responsabilidad de un antiguo recluta cuyo informe médico lo había enviado a la reserva. Eso significaba que pasaba a depender automáticamente del estado de Nueva York, y desde el momento mismo en que su perfil de personalidad se correspondiera con el ideal trazado para él por los ordenadores, hubiera debido ser dado de alta y dejado libre para que se desenvolviera por sí mismo, sujeto tan sólo a algunas restricciones como su índice de crédito, el derecho a casarse, y la posibilidad de trasladarse fuera del estado para residir en otro sitio.
Sin embargo, sus perfiles de personalidad, aunque estables, habían seguido desviándose del óptimo predeterminado para un hombre de sus características, raza y habilidades, y además una reciente directriz de la Oficina del Estado y Relaciones Federales decretaba que ningún paciente nigblanc podía ser dado nunca de alta si quedaba en su caso la más ligera sombra de duda. La noticia de una actuación así, tomada por algún hábil propagandista como era por ejemplo Pedro Diablo, podía transformarse fácilmente en un legítimo casus insurrectionis y desencadenar la cólera negra sobre sus cabezas.
Sin embargo, le parecía condenadamente injusto a Reedeth que Madison debiera permanecer encerrado indefinidamente por lo que no parecía ser más que una excentricidad...
Se dio cuenta de que Madison había hecho una indicación formal referente a que el robescritorio sufría de una doble conexión mecánica y solicitado permiso para repararla. Tardíamente, asintió con la cabeza, y Madison entró rodando el obeso reparobot sobre sus ocho suaves ruedas y conectó diestramente sus terminales a la pieza que fallaba.
Observando, Reedeth se preguntó qué diría el directorio de la IBM si supiera que su cara y sofisticada instalación del Hospital Ginsberg estaba siendo atendida por uno de sus internos.
Dejó pasar algún tiempo en silencio, no sintiéndose con humor para una charla intrascendente, pero finalmente se obligó a sí mismo a hablar al azar. No debía de ser muy agradable para Madison ser el único nig en todo el hospital; merecía que alguien le hablase siempre que se presentara alguna oportunidad.
—Ah... Harry. —Reedeth agarró el único tema que le vino a la mente—. Esa maldita máquina que estás arreglando: ¿sabes por qué se ha parado?
—Bueno, usted debió de alimentarle algo que ella no pudo integrar, supongo.
Madison no alzó la vista de su trabajo.
Reedeth se echó a reír.
—Estaba describiéndole a la doctora Spoelstra, y algún maldito circuito censor debe de haber ocasionado una interferencia. ¡Eso es ridículo! —Oyó que su tono se acaloraba, y fue incapaz de impedirlo—. ¿Quién se supone que está al mando aquí, yo o algún arrogante ordenador cargado con todos los prejuicios de sus diseñadores? Quiero decir, ¡yo no dije nada más... más detallado acerca de la doctora Spoelstra que lo que cualquiera puede ver con sólo mirarla!
Se contuvo, sonrió embarazadamente, y se volvió hacia la ventana. ¿Había hablado Madison alguna vez de sus terapistas con los demás pacientes? No era probable, en vista de la estricta segregación en la que insistía Mogshack: no solamente racial, religiosa, sexual y todas las demás fronteras sociales comunes, sino también con todas las categorías de desorden mental formando líneas divisorias dentro del hospital.
Y si lo hacía, de todos modos, ¿qué importaba? Solamente estaba discutiendo un área compartida de experiencia. Incluso si ello constituía una invasión de la intimidad —un punto de vista que a nivel intelectual Reedeth estaba preparado a refutar después del tercer o cuarto vaso—, los miembros del personal tenían necesariamente el status de objetos para los pacientes, una parte más del entorno, como los muebles y las lámparas.
Pasaron otro minuto o dos, él mirando malhumoradamente por la ventana, Madison ocupado en supervisar el reparobot. Finalmente hubo una tos discreta, y Reedeth se volvió, para descubrir al nigblanc de pie junto a la puerta aguardando su readmisión al pasillo situado al otro lado. Los automatismos permitían a los miembros del personal abandonar una oficina sin tener que esperar el permiso de su ocupante titular —algo que Reedeth había considerado frecuentemente una molestia cuando Ariadna Spoelstra decidía cortar en seco una de sus demasiado frecuentes discusiones—, pero un interno tenía que aguardar a que se le permitiera salir, para prevenir que intentara escapar de la terapia.
Suspirando, Reedeth dio la orden necesaria; la puerta se deslizó hacia un lado, y hombre y máquina salieron.
Obedeciendo bruscamente a un impulso que seguramente iba a traerle discusiones no ya solamente con Ariadna sino con el propio Mogshack, dijo al ahora de nuevo funcional robescritorio:
—¡Maldita sea, no había terminado de hablar contigo de la doctora Spoelstra cuando te pusiste a parpadear! Ahora simplemente quédate aquí y escucha, ¿entendido?
Sin dar tiempo a una respuesta, enfatizó aquellos otros atributos anatómicos de su colega que tan violentamente ansiaba y de los que apenas podía gozar como hubiera deseado, hasta que finalmente se quedó sin aliento en un aluvión de cruda terminología anglosajona. En el fondo de su mente tenía la vaga idea de que podía hacer que la luz roja parpadeara de nuevo y, armado con esta incontrovertible evidencia, presentar una queja formal a Mogshack acerca de la incapacidad de los automatismos de enfrentarse al lenguaje normal en una sesión de terapia abreactiva.
Pero la luz permaneció apagada. El robescritorio simplemente dijo con su voz habitual:
—Muy bien, doctor. He almacenado esos datos. ¿Son para uso de todo el personal o únicamente suyo?
—¡Únicamente mío!
Cielos, si a Mogshack le pasaba por la cabeza revisar el dossier de Ariadna, y encontraba toda aquella explosión terminológica debidamente etiquetada «proporcionado por el doctor Reedeth»...
Pero ¿cómo podía ser que la máquina hubiera aceptado las desvergonzadas obscenidades que acababa de pronunciar, cuando antes se había cortocircuitado bajo lo que en realidad no era más que un ramillete de cumplidos? Sintió que gotitas de sudor cubrían su frente, nuca y palmas. El reparobot no podía haber intervenido; estaba estrictamente programado para restaurar el status quo autorizado. Así que sólo podía haber sido...
La excitación se apoderó de él. Se sentó apresuradamente detrás del robescritorio, y se dedicó a establecer si aquella era la única mejora que Madison había establecido.
No lo era.
Veinte minutos más tarde, tironeando de su barba en un repetido gesto de impotente irritación, se enfrentó finalmente a la sospecha que había estado atormentándole durante meses.
«Es una monstruosa injusticia mantener a Harry Madison aquí. No está loco. Quizá nunca haya estado loco. Simplemente no comprendemos la forma peculiar que tiene de estar cuerdo.»
10
Cuanto más negro el entierro, más hábil la astucia
Aguardando la autorización para cruzar la frontera, Fredrick Campbell sujetaba ante él su maletín portadocumentos —símbolo de su status oficial— como un ridículo escudo de cartón. Las manos que lo sujetaban estaban resbaladizas por el sudor. Sobrevolar el lugar no estaba previsto allí por el contrato ciudad-federación; había tenido que aterrizar a un centenar de metros de distancia, en el deteriorado hormigón de la antigua autopista, y caminar hasta el punto donde se hallaba ahora, entre una especie de bosque de setas formado por cilindros de cemento con tapa. Desde rendijas en torno a sus bordes unos oscuros ojos suspicaces estaban clavados en él, y sabía que manos invisibles estaban preparadas para lanzar un chorro de destrucción contra su persona si efectuaba algún movimiento no programado.
Mirando con firmeza al frente, consiguió forzar lo bastante sus ojos como para determinar que al menos uno de los Gottschalk había estado allí desde su última visita... y uno de los importantes, quizá uno de los auténticos peces gordos como Bapuji o incluso Olayinka. Ningún monosilábico se suponía que podía disponer del tipo de equipo que su entrenado escrutinio le revelaba. Pero el análisis del armamento no era su misión oficial; Bustafedrel tenía mucho cuidado en mantener la tradicional ficción de que los armamentos eran algo irrelevante para sus negociaciones con los cocontratantes municipales. Por supuesto, durante los siguientes días alguien del MSI se dejaría caer —casualmente— y plantearía el asunto mientras charlaba con él, pero no se esperaba de él que trajera de vuelta información detallada.
Se sentía profundamente agradecido por ello. Tenía la sensación de hallarse horriblemente desnudo allí afuera. Se sentía, en una palabra, como despellejado. Lo cual era exactamente el efecto que el Mayor Black debía desear que se produjera. Toda aquella transacción podría haberse realizado mucho más fácil y rápidamente por conducto de la comred, pero en tal caso él no hubiera tenido la extraordinaria oportunidad de gozar como lo estaba haciendo de aquel pequeño placer.
Solitario, transpirando bajo la cruel luz del sol del verano, clavó una vez más sus ojos en los indicadores adjuntos al puesto de guardia principal. Decían: BLACKBURY, ANTIGUAMENTE BROWNBURY.
Uno de ellos decía también (pero esto no formaba parte del indicador original, se trataba de una inscripción hecha burdamente a mano con una pintura chillona): Blanquito, no dejes que el sol se refleje en tu cabeza, haces un blanco demasiado fácil.
11
Cómo apresurarse a no ir a ninguna parte
—Es como la Carrera de la Reina Roja —dijo malhumoradamente Matthew Flamen, discando una bebida en la consola de licores de su oficina maniáticamente bien equipada en las profundidades del Pozo Etchmark.
—¿Qué?
El redondo rostro de Lionel Prior, que había aparecido un momento antes en la pantalla a tamaño natural de la comred, se lo quedó mirando desconcertado. Prior era el manager, agente, jefe confidente y universal vale para todo de Flamen. También era su cuñado, pero esta era la parte menos importante de sus relaciones.
—Lewis Carrol —dijo Flamen—. Correr lo más aprisa que puedas sin conseguir otra cosa más que quedarte en el mismo sitio.
—¿Quieres decir que esto es de un libro?
—Por supuesto que es de un libro. No me lo digas... ¡No me lo digas! —Flamen alzó una cansada mano; dándose cuenta de que había tomado su vaso de camino, le dio un sorbo—. Tú no lees libros porque contaminan la pureza de tu aproximación al medio. Uno de estos días vas a descubrir que eso también te hace ignorante e inculto. Pero ¿qué...?
En mitad de aquella última declaración, Prior había desaparecido y un torbellino de burbujas multicolores llenaba ahora la pantalla, acompañadas por un aullido muy débil pero inquietante, como si un perro loco estuviera perdido en medio de la niebla, muy lejos, en un pantano embrujado.
12
Mientras tanto, allá en el roncho
En la pared del ático dúplex hogar de Michaela Baxendale, sensayista de diecinueve años —todavía: sólo todavía; habían pasado muchas cosas desde sus quince años—, un gran medidor automático mostraba una oscilante aguja que aquella mañana había alcanzado la zona roja del dial. Tiempo para otro turno de trabajo.
Maldiciendo, caminó desnuda por las once habitaciones donde estaban diseminados los participantes de la última fiesta, despertando a puntapiés a tantos como pudo, ordenándoles que arrastraran a aquellos que estaban completamente inertes. Una vez hubo discado a los robots que retiraran el mobiliario roto y las alfombras manchadas y lo sustituyeran todo, empezó a reunir el material que le venía a mano. Había un filtro especial en la comred que desviaba las circulares publicitarias directamente a los desagües, pero un artículo se le había escapado: de nuevo otra severa carta de las autoridades sanitarias de la ciudad quejándose de la falta de servicios sanitarios en el apartamento. Ella los había arrancado de sus lugares y había gozado enormemente viéndolos estrellarse contra la calle, cuarenta y cinco pisos más abajo.
Compuso una vez más su respuesta estándar: «Yo fui recogida en las cloacas, ¿no? ¡No esperarán que pierda mis hábitos cloaqueros de la noche a la mañana!». Aquel había sido su punto fuerte hacía cuatro años, cuando Dan Kazer la lanzó directamente hacia la cumbre, hasta aquel ático dúplex. Aquella ausencia hacía que todo se ensuciara, de acuerdo, pero, ¿qué infiernos?, las cosas siempre pueden sustituirse. Además, algún tipo raro allá en Omaha estaba compilando una tesis sobre el significado de los efluvios corporales en las últimas obras de Michaela Baxendale. No sería justo estropearle el trabajo.
Junto con la carta, pues: un anuario telefónico de 1979 de Johannesburgo, una edición pre-pseudoorgánica de La rama dorada, un Krafft-Ebing que reproducía los pasajes originales en latín... Aquello bastaría. Cortó pedazos de todo ello y los ensambló, y a la caída de la noche el medidor en la pared había regresado saludablemente al verde.
13
Es muy improbable que el servicio normal sea restablecido
La imagen de Prior regresó, y tenía el ceño fruncido.
—¡Esto es demasiado! —se encolerizó—. ¿No tenemos ya los suficientes problemas, sin que nuestra comred aquí en el Etchmark se largue a una alocada órbita cualquiera?
—Si deseas hablar sin ser interrumpido, muchacho —dijo Flamen cansadamente—, lo único que tienes que hacer es mover tu culo y venir hasta aquí. ¡Infiernos, estás tan sólo al otro lado de la pared!
No confiaba en que aquella invitación fuera bien recibida, anotó silenciosamente. Prior tenía una personalidad totalmente distinta a la de él, con fuertes inclinaciones neopuritanas, y su compromiso de principio de mantener el programa de un hurgón en las ondas parecía estar enraizado no tanto en un desagrado abstracto hacia la hipocresía —que era lo que a Flamen le gustaba pensar con respecto a su propio punto de vista— como en un deseo de afirmar su máscara de adecuado comportamiento social, el impermeable ataúd para ocultar la corrupción que había dentro. Era por ello por lo que mantenía sus distancias, y trataba con la gente elegida vía pantalla de comred, con la sensación de que un contacto directo era una pérdida de las posibilidades técnicas que su éxito financiero en las negociaciones entre Matthew Flamen Inc y el directorio de la Holocosmic, pero a veces resultaba ridículo.
Por ejemplo, ahora.
Exactamente como era de prever, Prior dijo irascible:
—Matthew, uno no espera tener que...
Bruscamente, Flamen perdió la paciencia.
—¡Por el contrario, uno espera tener que hacerlo! ¡A menos que tenga algún remedio para subsanar esos fallos! ¿Cuántas interrupciones hemos tenido en la emisión hoy?... Cinco, ¿no?
—Oh... —Prior tragó saliva—. Sí, me temo que sí. Y la más larga duró casi cincuenta segundos.
—¿Y frente a eso piensas que es sorprendente que nuestra comred funcione mal? ¡Oh, vamos, Lionel, tú no eres tan ingenuo! O..., bueno, ahora que lo pienso, ¡quizá sí lo seas, por la forma en que te postras hasta tocar el suelo con la frente delante de ese trozo de plástico que tú llamas un Lar!
—Matthew, un hombre tiene derecho a elegir personalmente su religión...
—¿Cuándo te molestaste por última vez en comprobar nuestros propios ordenadores? Tenemos un índice de setenta y subiendo a favor de que L y P sea una tapadera de esa empresa nigblanc Conjuh Man Inc. Al parecer los enclaves negros no les resultan suficientes, de modo que han decidido expandirse y embaucar también a algunos blancos crédulos. El hecho de que tú te hayas dejado embaucar hace pensar un poco; ¡pronto van a convertirse en una difícil competencia para los Gottschalk!
Prior abrió mucho los ojos. Cruelmente, Flamen jugó con su habitual reluctancia a dejar evidenciar sus emociones incluso en presencia de alguien que había estado trabajando con él durante años. Dejó que el silencio se dilatara entre ellos el mayor rato posible; luego, en el último momento, volvió de nuevo al tema importante.
—¿Para qué me has llamado, de todos modos? ¿Has tenido alguna idea brillante para la emisión de mañana que haga subir de nuevo la cifra de espectadores a los siete dígitos?
Recuperándose con un esfuerzo del shock que Flamen le había administrado, Prior murmuró:
—Bueno, los índices de audiencia se están manteniendo bastante bien, teniendo en cuenta las circunstancias. Y eso es principalmente lo que cuenta, creo.
—Entonces, si los índices se mantienen, ¿por qué te ponen tan furioso esas interrupciones? Muchacho, tú sabes tan bien como yo que si alguien llevara a cabo una comprobación física de los aparatos que nominalmente están sintonizados con mi programa, descubriría que la mitad de ellos sufren interferencias de color y control deliberadamente provocadas. ¿Quién ve la tridi hoy en día al mediodía excepto los que están orbitando? ¡Infiernos, los espectadores probablemente incluso gozan con la interferencia!
Con aspecto ansioso, Prior respondió con un argumento estereotipado.
—Matthew, eres demasiado modesto. Tú eres uno del escaso puñado de hombres que aún pueden mantener una audiencia ante una emisión hablada. No deberías menospreciar tus talentos.
—No lo hago. Otros se encargan de hacerlo por mí. —Flamen engulló el resto de su vaso de un solo sorbo; cuando el licor alcanzó el pozo de su estómago, se sintió marginalmente mejor—. Hazme un favor, muchacho..., piensa por un momento, ¿quieres? ¿Se produce alguna vez una de esas misteriosas interferencias durante un anuncio? No. ¿Se produce cuando tenemos una buena y jugosa pieza de video tomada en el lugar de los hechos de algún escándalo nauseabundo? En absoluto. Aparece únicamente cuando yo estoy en pantalla, y no en ningún otro momento. ¿Cierto, muchacho?
A Prior le hubiera gustado discutir aquella afirmación, al menos eso se deducía por su expresión, pero los hechos eran demasiado evidentes. Asintió con tristeza.
Flamen situó su vaso en posición para un rellenado y pulsó el mando de la consola.
—Así que, ¿qué crees que debo hacer? —dijo—. ¿Hacer revisar la situación? Muchacho, ¿por qué debería hacerlo? Examina todos los antecedentes: nos borraron de la hora de máxima audiencia con el anzuelo de quince minutos diarios en vez de diez, ¿no? Luego eliminaron ese tiempo extra metiendo más publicidad. De acuerdo, es un argumento convincente, aquí tenemos a esta fabulosa audiencia a la que quieren llegar cada vez más patrocinadores, pero subsiste el hecho de que nuestro programa de quince minutos se queda reducido a doce y medio, y apto para verse reducido aún más. Mientras tanto, el número de temas que hemos tenido que sacar a petición de la cadena sube firmemente. ¿No crees que se están mostrando un poco demasiado sensibles para una gente que desea mantener una audiencia?
Hizo una pausa, pero Prior no dijo nada.
—Yo lo veo así —resumió—. Ellos no pueden permitirse el lujo de mostrarme simplemente la puerta..., tendrían que pagarme un buen montón de dinero por ruptura de contrato. Así que se limitan a esperar a que yo me irrite lo suficiente como para empezar a chillar, y en seguida me tendrán agarrado por insultarle al jefe de programas o algo así, y la CPC no podrá hacer nada contra ellos. Así que sugiero que hagas como yo y permanezcas agarrado tanto tiempo como te sea posible. Cien mil billetes uno puesto encima del otro al mes no es algo que puedas ganar llamando a la primera puerta ante la que pases.
A la mitad de la última frase, Prior dejó de prestar atención. Flamen dedujo por su expresión que en su lado la pantalla o había cambiado a otra imagen o había vuelto a borrarse. Fue a cortar el circuito, pero cambió de opinión. Era divertido observar al normalmente imperturbable Prior profiriendo maldiciones que no podía oír porque al mismo tiempo que el envío de imagen parecía haber fallado, también lo había hecho la recepción de sonido.
Pero su regocijo duró poco. Su sonrisa se desvaneció cuando volvió a la contemplación de la verdad que Prior se negaba resueltamente a enfrentar por alguna razón, superficial quizá, como la idea de que los directores de la red Holocosmic eran —como Bruto— «hombres honorables».
—Un hombre puede sonreír y sonreír y ser un villano —murmuró, brevemente complacido por la oportunidad de la observación, pero casi inmediatamente desanimado por la imagen del hombre sonriente con un cuchillo en la mano. ¿Qué otra explicación podía haber para las interferencias que afectaban diariamente a su programa y a ninguna otra transmisión de los estudios Holocosmic? Simplemente tenía que existir sabotaje.
Peor aún, el directorio tenía que estar de acuerdo con ello. Si se tratara de elementos infiltrados, la Holocosmic no se hubiera detenido ante nada con tal de eliminarlos; estaban tan preocupados como cualquier otra compañía en el mundo por mantener la seguridad interna. En vez de eso, los ingenieros se esforzaban una y otra vez en convencerle de que no conseguían hallar el origen del problema.
La conclusión lógica era que deseaban desembarazarse de su programa y hacer sitio para otros minutos de publicidad. Por supuesto, iba contra las reglas dictadas por la Comisión Planetaria de Comunicaciones pasar más de doce horas de publicidad continuada cada veinticuatro, y librándose de su último hurgón la Holocosmic se pasaría del límite prescrito. Pero la CPC no era más que un mal chiste, y lo había sido durante años; un viejo perro guardián sin ningún diente.
No era la primera vez que intentaban echarle de lado, además. Lo habían intentado inmediatamente después de la depresión de Celia, contratando a un psiquiatra venal para que testificara que todo aquello había sido debido al sistemático descuido de su esposo de sus necesidades y preferencias, su constante crueldad sádica. Una persona capaz de tal comportamiento, argumentaron, era incapaz de presentarse ante la gran masa de espectadores. (Una fuerte carcajada... Si uno ahondaba un poco en la vida privada de los directores de la Holocosmic se encontraría pronto con material suficiente para otro Los ciento veinte días de Sodoma sin necesidad de plagiar nada, y hacía mucho tiempo que Flamen se había hecho a sí mismo la tranquila promesa de que si alguna vez lo acorralaban lo suficiente iba a abandonar con un gran estallido de gloria cambiando su última emisión pregrabada, debidamente aprobada por los ordenadores de la cadena, por otra dedicada exclusivamente a los vicios de sus directores).
La auténtica jugada, sin embargo, había sido cuando la habían internado en el Ginsberg, un hospital público, en vez de en un sanatorio privado, con el apoyo de Prior, el cual había declarado, con los impresionados tonos de un adorador hermano: ¿qué reputación más alta había en el mundo contemporáneo que la del lugar del que era director Elias Mogshack, un hombre considerado universalmente como el líder absoluto de la psiquiatría terapéutica..., quién entre los no especialistas cuestionaría la brillantez de alguien a quien se le había encargado que cuidara de la higiene mental de la populosa Nueva York? Así, un rápido compromiso había dado como resultado su aceptación a hacerse cargo personalmente de los gastos de su internamiento, en vez de dejarla a cargo de los fondos públicos, y el resultado fue inevitablemente desastroso.
Por aquel entonces Flamen se había preguntado por qué el directorio había capitulado tan rápidamente. Dejó de preguntárselo en el momento en que llegó la primera de las enormes facturas mensuales, junto con el contrato de aceptación de los gastos que tan descuidadamente había firmado. No necesitó consultar a ningún ordenador para descubrir que estaba atrapado. Y no podía buscar una forma de reducir gastos como, digamos, cambiarse a una casa menos cara. Estaba obligado a mantener aquel estándar de vida que era comillas apropiado cierra comillas para una persona a la que la Holocosmic concedía cinco programas a la semana. Sus contables eran de primera clase y sus impuestos ridículos, pero había gastos de los que no podía prescindir. Fue derrotado antes de empezar por la escala de los ordenadores de la Holocosmic; los suyos eran buenos, pero ante un equipo como el de ellos uno tendría que alquilar ordenadores de esa categoría para escribir los programas... Ningún ser humano podría hacerlo.
Así que, sabiendo que tenía el cuchillo clavado en la espalda: ¿qué hacer? ¿Tantear una cadena rival? Suicidio..., aparte el obvio truismo de que cuando tan sólo un hurgón había conseguido mantenerse en el negocio ninguna cadena iba a estar interesada en contratar a un recién llegado, si lo hacía, al cabo de pocas horas iba a caerle encima alguna acusación ostentosamente agresiva como la de deslealtad hacia sus empleadores. Con lo cual se vería instantáneamente incapaz de hacer frente a las facturas del hospital de Celia al ver contados sus ingresos, y la penalización por sacar a un paciente del hospital antes de tiempo era abrumadora. Aunque el último informe de Mogshack había sido cautelosamente optimista, resultaba claro que Celia no estaba en absoluto totalmente recuperada. De modo que eso dejaba tan sólo una solución posible: mantener su audiencia. De alguna forma. De cualquier forma. Era su único recurso, el factor de ordenador que mostraba un índice mayor para él, Mattew Flamen, personalmente, que para una emisión de publicidad.
Y en una era donde la gente estaba mucho más preocupada por sus propios asuntos, el conseguir que los más sabrosos escándalos y chismorreos atrajeran su atención...
«Definitivamente, una Carrera de la Reina Roja», se dijo a sí mismo. «Y estoy corriendo sin aliento.»
14
Una lección de cosas relativa a un tema muy importante
Eugene Voigt no llegó hasta tan lejos como desconectar su pantalla, pero sí desconectó sus orejas tras el primer minuto de la exageradamente ansiosa diatriba. Eran un modelo de diseño excelente, con mucho el mejor que había llevado, y le gustaba particularmente la localización del mando silenciador; estaba oculto bajo las caídas de su bigote, y podía ser desactivado disimuladamente con el mero contacto de su lengua. Además, era ofrecido como equipo de base en vez de como opción suplementaria. Valía la pena seguir con aquella marca por un tiempo..., al menos hasta que algún fabricante rival superara sus ofertas. Y era difícil imaginar qué otras mejoras quedaban por lograr, excepto la implantación directa subcutánea.
El vehemente orador, un arribista ambicioso cuyo nombre era irrelevante pero que ocupaba un puesto de rimbombante título en los escalones más bajos de la CPC, siguió hablando durante todo un cuarto de hora, pero Voigt se había dado cuenta ya de lo que iba a decir en los primeros segundos, y ninguna de las frases que captó leyendo sus labios contradecía su primera estimación. Cuando terminó con su última parrafada, dijo:
—Olvídelo. No funcionará.
—Pero resulta claro que la Holocosmic pretende...
—No conseguirá usted que funcione —le dijo Voigt con firmeza—. No conseguirá usted que funcione nada. El tema de las comunicaciones, en este planeta nuestro, está muerto.
15
Es una perogrullada decir que el conocimiento es neutral, pero que de tanto en tanto sería útil que estuviera de nuestro lado en vez del de ellos
Hacía calor fuera; hacía mucho más calor dentro debido a que la iluminación era al estilo antiguo y había muchos puntos de luz. La oscura piel de Pedro Diablo brillaba con la transpiración. Pero sus blancos dientes brillaban aún más. Estaba gozando enormemente.
—¡Una última vez! —instó—. ¡Apuesto a que van a pedírnoslo hasta en Conakry y Lumumbaville!
La actriz que representaba al rey Leopoldo de Bélgica suspiró y volvió a colocarse la pálida, afeminada, imberbe máscara que le cubría toda la cabeza, luego trotó obedientemente cruzando el estudio hasta su lugar para la escena, meneando sus posaderas al avanzar. Hasta su cintura llevaba un uniforme de gala con insignias y decoraciones por todo el pecho, pero sus esteatopigosas nalgas estaban cubiertas únicamente por una especie de cola de caballo hecha con hojas de hierba. Era una gran imagen, especialmente para las zonas de fuerte influencia musulmana donde prevalecía el punto de vista de que las mujeres no tenían alma.
—¿Están listos esos grilletes? —preguntó Diablo al encargado de los accesorios—. ¡Recuerda que quiero que se abran más fácilmente esta vez de lo que lo hicieron la última! Si necesitan más de cinco segundos para abrirse pueden producirse malas interpretaciones... aparte de estropear todo el ritmo de la acción. ¿Qué demonios...?
Se detuvo en seco en el centro del plato, vuelto de espaldas a la cabina de control, y se dio cuenta de que tenía a dos macuts armados frente a él.
—El Mayor desea verte —dijo el de la derecha. Su exagerada máscara de plástico (fondo negro, pero con cuchilladas de rojo, amarillo y marrón en las mejillas) hacía que su voz resonara extrañamente.
—¡Dile que espere! —restalló Diablo. Había muy poca gente en Blackbury que pudiera decirle ese tipo de cosas a un macut, pero él llevaba años haciéndolo—. Estoy en mitad de una grabación..., ¿acaso no lo ves?
El segundo macut trazó una casual línea de humo en el suelo con un rayo a potencia mínima de su láser.
—Ha dicho ahora, basura blanca. ¿Vienes a pie, o como carne para el carnicero?
—¿Qué me has llamado?
Furioso, Diablo dio medio paso hacia adelante, luego interrumpió el movimiento cuando el cañón del láser saltó significativamente hacia arriba. Aquellas armas eran el legado de la última visita de Anthony Gottschalk; recientemente había enlatado una emisión acerca de ellas..., en la cual, por obvias razones propagandísticas, eran presentadas como algo desarrollado directamente allí en la ciudad..., y no se hacía ilusiones respecto al efecto de concentrar doscientos cincuenta vatios en un espacio no mayor que la punta de un alfiler.
Hubo una pausa eterna. Finalmente, dijo:
—De acuerdo, de acuerdo. Pero espero que no me retenga demasiado. —Y añadió hacia sus actores y técnicos, mientras avanzaba hacia la puerta—: ¡Nos veremos aquí después de comer, todos!
Aguardándole a la entrada del estudio había un Voortrekker oficial convertible, un vehículo a la vez terrestre y aéreo fabricado en Ciudad del Cabo y que era el medio privado de transporte más caro del mundo. El Mayor Black era propietario de seis de ellos, un asunto que nunca le había gustado por completo a Diablo, pese a la racionalización de que se consideraba que los sudafricanos y los americanos nigs estaban en último análisis del mismo lado; el argumento se parecía demasiado al que había justificado la admisión de los musulmanes negros en las reuniones del Ku Kux Klan allá por el siglo pasado. Frunció el ceño aún más profundamente cuando fue obligado a entrar en el asiento trasero del Voortrekker por los macuts, que subieron junto a él, uno a cada lado. El vehículo partió zumbando en dirección al palacio del Mayor, una vez despejado el camino por el control remoto que cambiaba a rojas las luces de todo los semáforos de las calles transversales al simple toque de un botón en el tablero de mandos.
Pese a todo, Diablo permaneció sentado con la boca firmemente cerrada. No tenía ni idea de qué podía haber provocado todo aquello, pero podía suponer con mucha facilidad que el Mayor Black se había levantado aquella mañana por el lado equivocado de la cama. Cuando estaba de ese humor, tendía a disfrutar reafirmando su autoridad sobre cualquiera que contribuyera a la economía de Blackbury, y a todas luces Diablo entraba en esa categoría. Sus emisiones enlatadas de televisión estaban entre las principales fuentes de entrada de divisas de la ciudad, aparte de su valor como propaganda, y habían revolucionado sus relaciones con las autoridades de la América Federal cuando empezaron a ser capaces de pagar sus tasas de energía y agua con monedas fuertes tales como el cedi y el riyal.
Tomó mentalmente nota de identificar al macut que lo había insultado públicamente y asegurarse de que su futuro fuera más negro de lo que había sido su pasado. Sería difícil, teniendo en cuenta la máscara, pero en una comunidad pequeña como aquella no sería imposible.
Independientemente de eso, sin embargo, no dejó de decirse a sí mismo que alguien con el status de Pedro Diablo no tenía ninguna razón de temerle a un acceso de mal humor por parte del Mayor.
Siguió diciéndoselo a sí mismo hasta que fue introducido realmente en presencia del Mayor..., si uno puede hablar de ser introducido al hecho de ser empujado dentro de una habitación a punta de pistola. El Mayor Black no estaba solo. Sentado junto a un enorme escritorio había un blanquito: un hombre delgado con una ridícula barba dispersa suplementada con disparejas aplicaciones de pelo artificial y un cabello muy pálido cuidadosamente peinado y pegado cubriendo la rosada calvicie de su coronilla, con las rodillas muy juntas y las manos cruzadas sobre sus piernas.
Entonces el corazón de Diablo se hundió como una piedra cayendo en un profundo pozo. Conocía aquel rostro severo y de finos labios. Los rasgos de Herman Uys, el mayor experto racial sudafricano, eran quizá los más conocidos de todo el mundo moderno.
Estaba aún intentando adivinar el por qué la presencia de Uys en Blackbury le había sido mantenida en secreto a él, Pedro Diablo, cuando el Mayor pronunció sus únicas palabras en toda la entrevista:
—Largo de la ciudad, mestizo. Tienes tres horas.
16
El punto a partir del cual el coste del mantenimiento empieza a exceder al de la sustitución por un reemplazo
Sin ninguna advertencia, el circuito de la comred de Flamen regresó a la normalidad, y se encontró de nuevo en contacto con Prior. En el momento en que se dio cuenta de ello, el rostro del otro adquirió una expresión que Flamen conocía muy bien tras tantos años de estrecha colaboración: la mirada que significaba que estaba a punto de cometer alguna fechoría realmente monstruosa bajo la presunción —casi siempre justificada— de que la persona con la que estaba tratando había ignorado alguna trampa muy sutil. Podía ser ingenuo en algunos asuntos, como lo probaba su fácil aceptación de un Lar o de todo lo que proclamaba la publicidad, pero cuando se presentaba la posibilidad de cerrar un trato beneficioso para él, era brillantemente tortuoso. Por eso precisamente Flamen confiaba en él. Nunca se había atrevido a empañar su propia imagen aprendiendo las habilidades propias del mundo de la prostitución necesarias para mantenerse a flote en el implacable océano de los negocios modernos, pero al mismo tiempo tampoco se atrevía a despreciarlas. Prior era un compromiso perfecto: el summum del honor autoilusorio, que puede borrar el más flagrante tipo de engaño de su conciencia bajo el supuesto de que él era quien lo había pensado, y él no podía ser de ningún modo un hombre deshonesto.
Flamen se tensó. ¿Iba a convertirse ahora en el blanco del talento personal de Prior... ?
—Matthew, por todo lo que puedo juzgar —empezó Prior—, acabas de efectuar una acusación muy seria contra el directorio de Holocosmic.
—No recuerdo haber hecho ningún tipo de acusación contra nadie —dijo rápidamente Flamen—. Pero si tú tienes algo importante y urgente que decir, ¿por qué no... ?
Rebuscó en su mente alguna forma de conseguir algo de intimidad. Cualquier cosa dicha a través de la comred en aquellas oficinas, como en las oficinas de cualquier firma conectada con la cadena Holocosmic, era grabado, analizado, y si se consideraba necesario remitido al directorio. ¡Oh, sí!
—¿Por qué no vienes al Ginsberg conmigo y ves a Celia?
—No esta tarde —dijo Prior.
—¡Oh, vamos! Es tu hermana además de mi mujer, recuérdalo.
Un intento desesperado de conseguir que Prior hiciera algo deshonroso y lo admitiera por la comred: fracasó.
—Estoy citado para unos ejercicios con mi grupo de defensa urbana —dijo Prior, siempre el sólido y responsable miembro de la sociedad—. Además, ya sabes que el doctor Mogshack desaprueba las intrusiones del antiguo entorno de sus pacientes, y no me gustaría ir contra su buen juicio.
—Considero el contacto entre marido y mujer como algo altamente normalizador, aunque él no lo juzgue así.
El viejo y seco hipócrita, añadió Flamen para sí mismo..., pero no iba a hacer aquel comentario en voz alta, no cuando había escapado tan por los pelos de la hoja de la guillotina de la Holocosmic apelando a la reputación de Mogshack.
—Es posible. —Prior se alzó de hombros—. De todos modos, lo que te quería decir era otra cosa. —Vaciló, con un aire calculador—. Matthew, para ser francos, creo que te estás volviendo un tanto paranoico respecto a esos problemas que estamos teniendo en el programa. Aunque admito —un giro a un tono algo más condescendiente— que es discutible el si puede decirse que la Holocosmic ha ofrecido su máxima colaboración a nuestros intentos de eliminar las interferencias que estropean nuestras transmisiones, es algo muy distinto el asociar eso con los fallos en nuestra comred interna aquí en el Etchmark. —De nuevo los modales severos y patriarcales, aunque solamente tenía tres años más que Flamen: el rol estándar del manager inteligente y bien informado protegiendo a la admirablemente idealista estrella del show de su propia falta de cinismo—. De modo que sugiero —concluyó— que me autorices a llamar a un experto externo para sustanciar esas sospechas tuyas. Son lo suficientemente graves como para no dejarlas pasar sin verificación.
Flamen se lo quedó mirando con incredulidad. ¿Un experto externo? ¿Había perdido el sentido Prior? ¿Qué «experto externo» podía ser más astuto que los propios ordenadores de la Holocosmic..., qué tribunal podía ser persuadido por alguien a creer en la fantástica idea de que una gran cadena estuviera saboteando sus propias transmisiones? Sólo se le ocurría una explicación para el extraordinario comportamiento de Prior, y antes de tener tiempo de pensar en todo ello la presión de su irritación lo condujo a un irreprimible estallido.
—¿Qué ha ocurrido para que tú te pongas repentinamente del lado de la Holocosmic? ¿Acaso alguno de los peces gordos te ha tomado por su cuenta fuera del alcance de los micrófonos espía y te ha hecho una proposición? ¡No importa qué tipo de campo de minas estén sembrando debajo de mí, yo no voy a poder cruzarlo! ¡Tengo a otros espías vigilando a mis espías!
Fue distantemente consciente de que la expresión en el rostro de Prior había derivado de la presunción al más puro horror, pero siguió de todos modos:
—¡Y si yo pudiera permitirme un espionaje a ese nivel, tú serías la primera persona a quien dirigiría mis esfuerzos! ¡No deseas ir a visitar a tu propia hermana cuando se halla en el hospital!
Cortó el circuito con una temblorosa mano antes de decir algo más perjudicial para su situación. Si esta conversación llegaba alguna vez a un tribunal, reflexionó amargamente, iba a tener dificultades en argumentar que su temporal pérdida de control había sido motivada por su preocupación hacia Celia. Su sugerencia de ir a visitarla aquella tarde había sido estrictamente una improvisación momentánea para poder hablar con Prior fuera del alcance de cualquier tipo de oídos.
Pero ahora tendría que ir a verla, por supuesto. Con el ceño fruncido, se encaminó hacia la puerta.
Casi inmediatamente, con horror y desánimo, se dio cuenta de hasta qué punto había sido precipitada su reacción ante Prior, pero decidió retardar tanto tiempo como pudiera el momento de tener que enfrentarse a sus consecuencias.
17
Si «media» es el plural de «médium», la pregunta es: ¿cuántos de ellos son fraudulentos?
—¿Si he contemplado alguna vez la actuación de una pitonisa? —repitió Xavier Conroy, más allá de la frontera con el Canadá. Era una universidad pobre, más bien miserable, pero viviendo como lo hacía lo bastante en el pasado no le importaba que su reputación fuera para su carrera como un coche fúnebre tirado por caballos—. No, nunca la he contemplado. Pero el fenómeno es interesante, y digno de discutirlo. ¿Cómo lo ve usted?
El muchacho que había hecho la pregunta se trabucó al intentar responder.
—Yo..., creo que realmente no lo sé.
—Debería haberse formado al menos una conclusión tentativa, sin embargo. Es un tema que tiene un amplio abanico de implicaciones estimulantes y provocadoras. Piense en ello, es algo que toca directamente lo que estábamos diciendo recientemente acerca de la creciente reluctancia de la gente a no comprometerse en nada que no esté debidamente ligado por un contrato a prueba de fallos, preferiblemente computarizado. De modo que podemos tomarlo como tema de estudio de esta semana para la clase. Primero les daré algunas líneas maestras.
Conroy se mesó ligeramente su barba entrecana con los dedos y frunció mucho el ceño.
—Podríamos empezar tomando en consideración el culto al espiritismo del siglo XIX, las mesas que se mueven y las mesas que giran, los intentos de comunicarse con los muertos y el público dispuesto a creer en evidentes médiums charlatanes. Todo lo cual estaba por supuesto condicionado por la rígida severidad de la sociedad victoriana. Lo que había comenzado como una investigación perfectamente honesta y completamente científica de algunos fenómenos improbables, se desarrolló en una era de corsés apretados y estricta etiqueta social hasta convertirse en un desesperado e irracional anhelo por conseguir un contacto directo entre individuos. ¿Sí?
Una muchacha en la primera fila, cuyo nombre sabía que era Alice Clover porque estaba reflejado en el tablero luminoso de referencia situado delante de ella, pero cuyo rostro le era completamente desconocido porque en todas las clases desde el inicio del curso había llevado puesto su yash de calle, había alzado la mano.
—¿Quiere decir usted que es irracional prestar atención a las pitonisas?
Conroy vaciló, mirando las hileras de estudiantes y tomando nota especial de las chicas. Casi una cuarta parte de ellas llevaban puesto su yash de calle, como la Alice que acababa de hablar; el resto iban ataviadas con una fantástica galaxia de vestidos que iban desde el traje largo a la moda del año pasado, con hinchados busto y posaderas, hasta la peluca naranja que llegaba al talle y un par de usados nix.
—¿Cómo voy a definir lo que es racional? —dijo cansadamente—. No quiero decir ni más ni menos que lo que he dicho. Es asunto suyo sacar las implicaciones.
18
Las desventajas de una invención destinada a una especie racional
Viendo a Reedeth aguardándola en el punto donde aquel pasillo se unía con otro, Ariadna Spoelstra sintió deseos de dar media vuelta y regresar por donde había venido. Por aquel entonces, la planificación de su programa referente a las relaciones entre ellos se hallaba en el estadio en el que toda proximidad física era desalentada..., y era por eso precisamente por lo que él había elegido abordarla. «Acechando emboscado», fue el término que primero le vino a la mente; los bastiones del Ginsberg conducían a pensar en celadas y trampas, acechanzas y ardides.
Pero ella iba en un pediflux y —como tantos de los artilugios que la ingeniosidad del siglo XXI había puesto a disposición de la humanidad— el pediflux era algo que parecía haber sido diseñado para una especie considerablemente más racional que aquella a la que pertenecía. No da ninguna oportunidad de que uno cambie de opinión. Una vez lo conduces, te ves obligado a seguir con él hasta alcanzar una zona adecuada en una intersección, donde el flujo monomolecular del suelo se calma lo suficiente como para permitir la parada. No hay forma de ir hacia atrás, excepto volver al punto de origen por otra ruta distinta.
En el transcurso de los diez años desde que se generalizó su uso, ¿cuántos asuntos se habían visto condicionados por la dirección que tomaba el pediflux cuando uno salía de su oficina o apartamento? ¿Cuántos encuentros, cuántos matrimonios...? ¿Cuántas parejas perfectas habían quedado atrapadas en el flujo que se dirigía en direcciones opuestas?
Rechazando esos pensamientos con un esfuerzo casi físico, se preparó para el adecuado y cortés saludo inclinando ligeramente la cabeza y la inconfundible sonrisa formal que eran apropiados en aquella fase descendente del ciclo de su intimidad. Reedeth, sin embargo, no estaba claramente de humor como para aceptar las reglas de los demás. Tuvo que sufrir su beso, aunque se las arregló para conseguir apartar su boca.
—¡Por fin! —exclamó él—. Llevo mucho tiempo esperando hablar contigo, y...
—He estado ocupada con gente toda la mañana —respondió ella frígidamente.
—Lo siento, pero eso no es cierto. Pusiste una prohibición clase dos a las diez y diez, según mi robescritorio, y no fue retirada hasta hace unos pocos minutos. ¿Hummm?
Alzó una ceja y adoptó una expresión de paternal reproche.
¡Bastardo! Pero la apuesta había fallado. Ella había esperado que el diálogo prosiguiera:
«Sí, ¡pero yo deseaba hablarte personalmente!»
En cuyo caso ella hubiera respondido:
«¿Cuál es la ventaja de tener una comred si no se utiliza?»
Y habría seguido rápidamente su camino, anotándose un punto importante.
En vez de lo cual había sido atrapada en una flagrante mentira. Buscó la escapatoria menos perjudicial, como un jugador de ajedrez intentando reconstruir un débil ataque para proporcionar una protección de emergencia a su rey.
—Bien, si se trataba de algo realmente importante hubieras podido pasar por encima, y si no lo era, ¿por qué vienes a molestarme ahora?
—Ese es precisamente el problema. —Reedeth se alzó de hombros—. No sé si es importante o no..., es lo que quería preguntarte. Esa pitonisa que has contratado para esta tarde: ¿quién es, y cuál es su finalidad?
Allí estaba la oportunidad de un contragolpe.
—Eso es algo que podías haberle preguntado a tu robescritorio. La información fue registrada hace tres días para uso de todos los miembros del personal.
—Como un fait accompli. Con el secreto habitual. Mogshack no incluyó la discusión que tuvo contigo como dato disponible para consulta por el personal.
—Probablemente no creyó que fuera necesario..., del mismo modo que yo tampoco lo creo. ¿Qué es exactamente lo que deseas saber? ¿Lo que es una pitonisa, qué es lo que hace, cómo lo hace?
—¡Oh, por el amor de Dios, Ariadna! —La afabilidad de Reedeth se desvaneció como humo ante un ventarrón—. ¿No tienes nada mejor que hacer en tu vida que intentar que los hombres bailen arriba y abajo a tu alrededor como yoyoes? ¡Si estás tan malditamente obsesionada con tu propia dependencia emocional, será mejor que te tomes unas vacaciones y arregles ese asunto antes de que empieces a comunicar el problema a tus pacientes!
Ella se lo quedó mirando inexpresivamente, incapaz de creer que fuera Jim Reedeth quien había pronunciado aquellas palabras. Eran más típicas del propio Mogshack, cuya obsesiva dedicación a los principios que predicaba era a veces terrible, aunque en el transcurso de algunas discusiones la había comparado a menudo con la actitud de un Buda renunciando voluntariamente a la bendición del nirvana a fin de compartir la posibilidad de una perfecta iluminación con los seres menos afortunados.
No era necesaria la penetración de un psicólogo adiestrado para deducir que había ocurrido algo que había hecho derivar enormemente a Reedeth de su órbita habitual.
Respondiendo reluctante a su pregunta anterior antes de que él tuviera oportunidad de decir alguna otra cosa tan cruel como su último sarcasmo, dijo:
19
Pensamiento que cruza repetidamente por la cabeza de Morton Lenigo, antillano expatriado de quinta generación, súbdito británico de cuarta generación, pan-melanista de tercera generación, durante su travesía del Atlántico tras conseguir un visado para los Estados Unidos después de tirar de los hilos necesarios conducentes a que el gobierno nigblanc de la ciudad de Detroit amenazara con dejar de pagar sus impuestos sobre el agua e instalar una planta de condensación atmosférica
«¡Festung Amerika, monstruoso bunker ario, ha llegado el momento del crepúsculo de los estúpidos!»
20
Decía usted
—Oh..., muy bien. La idea básica es la siguiente. Sea lo que sea lo que hagan las pitonisas en realidad, parece que obtienen algún tipo de resultado. Las pruebas son abrumadoras. Y la única forma en que pueden conseguir los éxitos que se les atribuyen es, presumiblemente, debido a que despliegan una empatia excepcionalmente alta con gente que les es relativamente desconocida. Deseo descubrir si el grado de «desconocimiento» por encima del cual pueden pasar se extiende también a los perturbados mentales. Y puesto que me han asegurado que esa chica, Lyla Clay, es una de las que poseen un talento mayor, resulta una elección lógica para el experimento.
Reedeth se enroscó con aire ausente un mechón de barba entre los dedos.
—Mirándolo así de frente, es una excelente idea. Podría conducir a una técnica de diagnóstico completamente nueva, si funciona. Pero ¿no son tres días de preaviso un tiempo muy corto para montar una operación tan potencialmente significativa?
—Contacté con su mackero, y esa era la única fecha que podía ofrecerme, o tenía que ser pasadas siete semanas. Aparentemente está muy solicitada. —Y añadió cáusticamente—: ¡Me halaga enormemente que apruebes la idea, ¿sabes?!
—Oh, deja eso, ¿quieres? —restalló Reedeth—. Tú quizá hayas dejado de intentar que tus problemas emocionales particulares no interfieran con tu trabajo, pero yo al menos sigo haciendo el esfuerzo. —Y sin darle tiempo a contraatacar—: ¿Qué es lo que piensa Mogshack de todo esto? Obviamente ha dado su aprobación, o de otro modo tú no hubieras seguido adelante, pero me sorprende que no haya puesto impedimentos a reunir juntos a un tal número de pacientes en condiciones... ¿cómo decirlo?, ¡oh, sí!..., ¡en condiciones que no tan sólo son médicamente insalubres, sino psicológicamente tan peligrosas como para bloquear el camino hacia la recuperación de muchos de ellos!
—¡Asqueroso sinvergüenza! ¡Has estado revisando la conversación que tuve con él!
—No, ya te lo he dicho: no está disponible. Tan sólo... Bueno, tan sólo he intentado suponer las palabras que él utilizaría con toda probabilidad.
Durante un largo momento se miraron el uno al otro, frente a frente, a mucho menos que un largo de brazo de distancia. De pronto, y contra su voluntad, Ariadna notó que las comisuras de su boca se curvaban hacia arriba. Resistió durante un segundo, luego renunció. Il faut reculer pour mieux salter, se dijo, citando uno de los aforismos favoritos de Mogshack. Uno debe retroceder siempre un poco para dar un salto más largo. Y la próxima vez que saltara, se prometió a sí misma, lo haría fuera del alcance de Jim Reedeth.
—Sigo opinando que eres un asqueroso sinvergüenza, Jim. Pero no hay la menor duda de que eres un sinvergüenza listo. «Psicológicamente peligroso» fue exactamente su frase... Mogshack puede ser un tanto predecible a veces, ¿no? Aunque supongo que cualquiera que persiga una finalidad con una determinación tan inquebrantable como la suya es vulnerable a esta acusación.
Refutando una vez más sus expectativas, en vez de responder a su sonrisa con otra, Reedeth frunció el ceño.
—Sí, pero a veces me pregunto dónde la dedicación exclusiva da paso al fanatismo... De todos modos no importa. Como ya he dicho, creo que es una idea prometedora. Todo lo que tienda a reforzar los puentes rotos entre una personalidad y otra tiene mi apoyo.
Irritada ante el hecho de que él no hubiera aceptado su gesto de claudicación, Ariadna dijo secamente:
—Esta es una observación completamente conroyana, Jim. Y de todos modos, ésta no es la finalidad del proyecto.
—Empiezo a llegar a la conclusión de que la única forma de hacer comprender a algunas personas...
Pero la recriminación, que había empezado acaloradamente, perdió su ímpetu y murió. Reedeth sonrió.
—Oh, infiernos. Prefiero felicitarte por tu brillante idea que discutirla contigo. Supongo que seguiremos la conversación esta noche, ¿eh? Creo que es un momento adecuado para que finalice tu invierno.
—Bueno...
—Estupendo, queda zanjada la cuestión. ¿Y no te importará que asista a la sesión de esta tarde? Supongo que Mogshack estará allí.
—No, no estará. Asistirá a ella, por supuesto, pero desde su oficina. Y creo que sería mejor que tú hicieras lo mismo.
—Pero hay una pregunta que me gustaría hacerle personalmente a esa pitonisa, puesto que la has recomendado con tanto entusiasmo. Y tengo entendido que las pitonisas no pueden reaccionar a la gente a menos que ésta se halle presente en la misma habitación. —¿Una pregunta? ¿Acerca de qué?
Y sus ojos dijeron más claramente que sus palabras: «No acerca de nosotros... ¡no te atreverás!».
—¡Oh, vamos, Ariadna! —dijo Reedeth con voz burlona—. ¡Has enrojecido! Nunca te había visto enrojecer antes. ¡Y te sienta muy bien!
Mientras ella luchaba aún por formular una respuesta, se produjo un suave zumbido agudo en el comunicador personal que llevaba en su muñeca izquierda. La alzó en un reflejo, lanzando puñales por sus ojos, y murmuró:
—¿Sí?
—Un visitante para uno de los pacientes a su cargo, doctora Spoelstra. Acaba de aterrizar en el tejado en un deslizador particular. No se muestra cooperativo. Solicita una interrupción clase A del esquema programado.
—Maldita sea. ¡Eso es precisamente lo que necesito ahora!
No sin malicia, Reedeth dejó escapar una risita deliberadamente audible.
—¡Oh...! Muy bien, iré en un momento a ver de qué se trata. —Desconectó el micrófono y alzó unos llameantes ojos al rostro de Reedeth—. No, no te quiero presente en la sesión de esta tarde. Si deseas consultar a una pitonisa, contrata personalmente una. Y asegúrate de que sea buena. La empatia es un trabajo perdido si no actúa en ambos sentidos, ¡y yo no conozco a nadie que pueda atravesar esa piel acorazada que tienes!
—Inténtalo —dijo Reedeth suavemente—. Eso es todo lo que pido, ya lo sabes. Si tienes miedo de cruzar una puerta abierta de par en par porque crees que algo va a caerte sobre la cabeza tan pronto como pises el umbral, ¡ese es tu auténtico problema, querida!
Giró sobre sus talones, cruzó el límite neutro de la intersección. En un momento su pediflux se lo había llevado fuera del alcance de su voz.
No —Ariadna maldijo para sí misma, dominándose a duras penas para no ponerse a patear—, ella nunca lo hubiera llamado tampoco. De hecho, se dijo, no deseaba volver a hablar con él nunca más.
21
¡Cerrad las puertas, están entrando por las ventanas!
La jocosa paranoia de aquella canción del siglo pasado le había parecido adecuada a Celia Prior Flamen durante los primeros tiempos de su internamiento. Posiblemente aún se lo pareciera. Pero de todos modos ahora se limitaba a canturrearla para sí misma. Cantarla en voz alta parecía inútil. Por mucho que alzara su clara y aguda voz, el sonido quedaba apagado por capa tras capa del aislamiento de las paredes de su lujoso retiro.
Así era como llamaban a las celdas en el Ginsberg: retiros.
Tenía treinta y cinco años, uno menos que su marido y cuatro menos que su hermano, aunque Lionel siempre había parecido, actuado, y aparentemente sentido como si fuera una década mayor que ella. Era también muy hermosa, con una gran mata de liso pelo castaño que nunca había teñido ni moldeado pese a los dictados de la moda, envolviendo un rostro en forma de corazón, con una boca un poco demasiado grande pero encantadoramente móvil, y un delicioso y esbelto cuerpo que en un momento determinado podía sugerir un abandono sensual, y al momento siguiente una tensión nerviosa apenas contenida por un esfuerzo de voluntad.
Pero su mente, como un escalpelo diseñado para curar y utilizado para matar, se había hundido demasiado profundamente en un lugar que no estaba hecho para penetrar.
Observándola pensativamente a través del enlace de la comred —la cámara estaba detrás del espejo en el tocador ante el cual ella pasaba gran parte de su tiempo, inventándose nuevos rostros con la ayuda del enorme surtido de cosméticos que le habían proporcionado—, Elias Mogshack se mesaba la barba. Estaba en un dilema. No era el primero, sin embargo, e indudablemente no sería tampoco el último. Pero apartarse siquiera por un momento de la trascendente seguridad que el público en general asociaba a su nombre era una afrenta al aura de autoridad que le había hecho ganar su actual influencia.
Paradoja: por una parte, la avasalladora necesidad de «ser un individuo» que él, personalmente, había convertido en una expresión favorita del lenguaje común, que todo el mundo daba por sentada, con la concomitante implicación de que un esquizofrénico, por ejemplo, estaba obedeciendo esa orden al pie de la letra; por otra parte, el demasiado obvio hecho de que alguien que fuera hasta tal punto un individuo era: a) no viable debido a que podía olvidar el comer o abocarse a las drogas o cometer cualquier otro error parecido de consecuencias fatales, y b), demasiado exigente con respecto a los demás individuos concurrentes, por ejemplo insistiendo en que escucharan durante horas y días alguna verdad universal que, en último análisis, resultaba ser algo que la mayor parte de los adultos habían dilucidado por sí mismos apenas cumplidos los diez años.
Ahora tenía precisamente delante uno de esos casos; había una docena de otros sujetos a los que podía dedicar con mayor provecho su atención, pero se había aferrado al problema de Celia Prior Flamen.
En principio los métodos que tanto habían llamado la atención del público hasta el punto de catapultarlo al puesto de director del Ginsberg, voluntariamente por supuesto, ya que deseaba que tantos desgraciados como fuera posible se beneficiaran de sus enseñanzas, eran muy simples. En cada retiro había aparatos recolectores de datos que controlaban las heces, las superficies de la cama y de los sillones, incluso el aire que respiraba el paciente..., parámetros que permitían establecer una curva computarizada y calibrada contra otros ejemplos estándar de todas las clases conocidas de desórdenes mentales. Ansiedad sin causa, respuestas de estrés autoinducidas, todo tipo posible de desviación de la norma era medido y proyectado al futuro e interpretado como terapia: drogas, hipnotismo, análisis, cualquier cosa disponible. La meta era obviamente simple; podía ser definida como la producción de una personalidad capaz de funcionar de forma viable pese a las presiones de los demás miembros de la especie. El perfil de una personalidad ideal era trazado para cada paciente, una hermosa curva simétrica, y cuando el perfil observado coincidía con el óptimo el paciente era dado de alta. Fácil.
Excepto que en la práctica no era fácil en absoluto...
Tomemos este caso, por ejemplo. En teoría hubiera debido funcionar perfectamente. Celia Prior Flamen —como la mayor parte de los pacientes, allí y en todos los demás hospitales mentales del mundo occidental— se había abocado a las drogas como una escapatoria a una intolerable realidad, empezando con las relativamente blandas como el peyote natural y el mescal, y ascendiendo gradualmente hasta la más dura de las sintéticas, la ladromida. Hecha pedazos, orinándose encima como un bebé a causa del delirante placer de sentir la cálida humedad entre sus piernas, había sido traída allí completamente ignorante del mundo.
Y había respondido bien al tratamiento.
¿?
Mogshack frunció el ceño. Miró de nuevo las curvas comparativas que su robescritorio proyectaba para él: el ideal de color verde, el perfil observado de color rojo. Había una indentación en el último, y no había ninguna terapia conocida que pudiera aplanar aquel diente. Pero corría la voz de que su esposo no iba a poder seguir pagando durante mucho tiempo las facturas mensuales, y era malo para su imagen el dar de alta a un paciente por razones financieras y luego admitirlo de nuevo a cargo del estado debido a que su recuperación no había sido permanente.
Aquella indentación le recordó otro problema similar—Madison—, pero prefirió no tomarlo en consideración. Con un alzarse de hombros, decidió el compromiso de dar órdenes de que a Celia le fuera adjudicada una bata verde en vez de la azul pálida que llevaba ahora, y se dio cuenta de paso de que aquel color armonizaría mucho más con su pelo castaño oscuro.
22
La historia de Morton Lenigo, episodio diez mil (aproximadamente)
El Boeing Sonicruiser que aquella mañana realizaba el vuelo 1202 de la Pan Am Londres-Nueva York, habiendo lanzado convenientemente su bang sobre el océano, inició su descenso al suelo. Esta vez estaban ocupados seiscientos dos de sus setecientos cinco asientos, y uno de los pasajeros había encontrado intolerablemente divertida la inscripción pintada sobre la puerta de entrada: «Amistad Soniclipper».
Estaba ocupado en descoser las costuras de las asas de su maletín de viaje. Era un trabajo que ya tendría hecho, y que le ahorraría tiempo cuando pasara por la aduana.
23
Tres clases de gente en el mundo
Aterrizando en el helipuerto del techo del Ginsberg, Matthew Flamen pensó mientras alzaba la vista hacia las altas torres de maxiseguridad que estaba descendiendo entre las estacas de alguna gigantesca empalizada. Imaginar a seres humanos existiendo dentro de aquellas colosales columnas ciegas era reducirlos al status de nematodos, horadando sus madrigueras bajo la corteza de los árboles en una absoluta ignorancia del enorme mundo exterior.
Se sintió impresionado por la violencia de la repulsión que le provocaron. En sus anteriores visitas —pocas, por supuesto, y la última de ellas hacía muchos meses—, se había sentido inclinado a envidiar al doctor Mogshack, preguntándose qué podía llegar a sentir alguien concibiendo un principio abstracto y viéndolo después espléndidamente interpretado en forma de edificio.
Metiendo su brazo por la ventanilla lateral de su deslizador, pulsó el mando del distribuidor situado bajo el tablero de mandos. Un pequeño trank blanco cayó sobre su palma, y lo tragó en seco. Una desagradable sospecha se había ido desarrollando insidiosamente en su cabeza durante el vuelo hacia el hospital. Había saltado sobre Prior acusándole de traición —llegando a decirle que era probable que alguna de las altas personalidades de la cadena le hubiera hecho una proposición—, y la idea simplemente no se mantenía en pie. Prior tenía como mínimo tanto que perder con la cancelación del programa como él. En un cierto sentido tenía mucho más que perder aún, puesto que él tenía hijos y Flamen no.
Así que la idea de llamar a un experto independiente para que investigara los problemas que estaban teniendo con su comred interna en la Torre Etchmark era de hecho malditamente buena. La investigación podía ser presentada convincentemente como un chequeo de los propios circuitos de la Holocosmic; aunque no sirviera de mucho, podía conseguirse el apoyo de la CPC, y...
Pero todo eso eran castillos en el aire, se aseguró a sí mismo Flamen. Aun suponiendo que fuera posible —lo cual era debatible, porque ¿qué «experto externo» podía encontrarse que fuera capaz de medirse con los ordenadores de la Holocosmic?—, aun suponiendo que pudiera demostrar su causa, pedir daños y perjuicios, sobrevivir los nueve meses que quedaban de su contrato..., ¿qué? ¿A qué otro sitio podía ir un hurgón como él? Pertenecía a una especie en vías de extinción. La gente estaba demasiado ocupada preocupándose de sus propios asuntos como para ocuparse de los de los demás. Se volvían hacia sí mismos, hacia la distracción privada definitiva de la experiencia alucinatoria subjetiva. Todos ellos estaban construyéndose una torre de maxiseguridad, inexpugnable.
Quizá Prior no estuviera tan equivocado después de todo acudiendo a Lares y Penates Inc. Frente a aquel mundo moderno incomprensiblemente complejo, donde las fuerzas de la economía y de la macroplanificación reinaban con la impersonal indiferencia de las inundaciones y las sequías, quizá fuera mejor para un individuo engañarse a sí mismo creyendo que podía hacerles frente. Fingir confianza podía ser mejor que simplemente resignarse a la impotencia.
¿Qué tipo de culto imaginaría L y P para él? ¿Uno como el de Prior, implicando posturas y ceremonial elaborados? Flamen agitó la cabeza. Independientemente de que L y P fuera en realidad una empresa encubiertamente subsidiaria de Conjuh Man, no había la menor duda de que eran unos excelentes psicólogos pragmáticos. Para él, pues, probablemente sugerirían un completo contraste: algo más bien desagradable, exigiendo cortar cabezas de pollos y empaparse el rostro con su sangre. Adorar uno a su Lar suponía externalizar sus características internas, y para alguien que desde un principio se había establecido una reputación y una carrera masacrando sistemáticamente reputaciones tenía que haber necesariamente un elemento de sacrificio...
El trank empezó a hacer efecto. Se sintió de mejor humor. Pero su irritación no desapareció por completo. ¿Cuánto tiempo iban a dejarle aún allí, en el pegajoso calor del pleno verano? Seguro que en el interior hacía un fresco decente, pero allí estaba él, sufriendo las bocanadas de los escapes de los climatizadores que mantenían el frescor bajo sus pies, y casi podía tomar el aire entre las manos y exprimirlo como un trozo de tela empapada.
Entrar en el Ginsberg, aparentemente, no era más fácil que salir. Tan sólo había una forma de acceso al interior desde aquel aparcamiento, y estaba custodiada por automatismos horriblemente lógicos. Su breve y frustrante diálogo con ellos lo había convencido de que debían dividir a la raza humana en tres categorías: personal, pacientes, y pacientes potenciales. A menos que simulara un atroz acceso de locura, no veía ninguna otra alternativa más que aguardar allí hasta que su terapista —¿cuál era su nombre? Oh, sí, doctora Spoelstra— acudiera a una comred y hablara con él.
Malhumorado, aguardó.
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El movimiento subterráneo de una muchacha sola
Llegar a la terminal del rapitrans del Ginsberg era como ser una dosis de un medicamento administrado oralmente en forma de cápsula. Los trenes rapitrans estaban segmentados, al estilo de los gusanos, en compartimientos para una sola persona; estos podían ser separados, reordenados, conectados y desconectados para seguir —según informaba la publicidad oficial— poco menos de un millón de rutas distintas, dictadas por los billetes electrónicamente activos que los viajeros tenían que insertar en una ranura en el brazo de cada asiento. Una vez lanzados a los túneles, eran propulsados por fuerzas tan incuestionables como la gravedad. No había ventanillas para revelar si había algún otro compartimiento delante o detrás, debido a que a las velocidades a las que viajaban aquellas cosas algunas personas sufrían de horizóntigo —lo mismo que el vértigo pero en ángulo recto con respecto a él—, y la náusea subsiguiente transformaba el asiento en algo asqueroso.
Los billetes del rapitrans habían llegado como parte del anticipo del contrato que Dan había firmado con la dirección del Ginsberg. Indudablemente querían asegurarse de que el coste de un deslizador de alquiler —que eran realmente caros por aquellos días— no aparecería en la factura como gasto suplementario. Pero después de la antepenúltima parada el viaje de Lyla pareció seguir y seguir y seguir. Aferrándose para tranquilizarse a la grabadora que empleaba para registrar los crípticos oráculos que emitía durante su trance, se preguntó si realmente no se estaría sumergiendo, sola, en la nada.
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Un ciudadano modelo y un cliente altamente considerado por el Gottschalk de su zona
Comp: 1 traje protector Mark XIX, aislante, con botas y guantes integrales.
Comp: 1 máscara-casco con respirador integral y reserva de aire.
Comp: 1 pistola láser de 350 vatios con acumulador para 50 disparos, recargable en cualquier toma doméstica de corriente.
Comp: 1 pistola de proyectiles calibre 9 mm, automática.
Comp: 3 cargadores de reserva para la anterior.
Comp: 6 granadas de gas emético de cristal autofragmentable, sin regulador de tiempo.
Comp: 1 cinturón para las granadas con bolsa incluida para cargadores, etc.
Comp: 1 cuchillo con funda, hoja de 18 cms.
Comp: 1 botiquín de primeros auxilios.
Los niños estaban en el internado y Nora estaba con una vecina, de modo que Lionel Prior comprobó y recogió todo su equipo y se dirigió a reunirse con su grupo de defensa urbana para sus ejercicios de la tarde.
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El asesinato del Marat/Sade por los internos del asilo en 2014
Finalmente, al cabo de mucho rato, una voz humana emergió del altavoz adyacente a la salida del aparcamiento en el techo. La compatibilidad de las voces automáticas era tan buena como cualquiera que Flamen hubiera oído antes, pero su sensibilidad nerviosa a las sutilidades de este orden figuraba entre los talentos que lo habían mantenido a flote, aunque precariamente, en el mundo de las transmisiones visuales, mucho después de que sus anteriores rivales hubieran sido derribados. De hecho, en una ocasión había puesto al descubierto un enorme escándalo de sobornos tras reconocer que un automatismo construido especialmente para ello estaba respondiendo las llamadas de un hombre que jamás podría ser capaz de permitirse un equipo así.
—Aquí la doctora Spoelstra, señor Flamen... ¿Qué puedo hacer por usted?
—Puede dejarme ver a mi esposa —restalló Flamen.
No sin cierta sorpresa, se dio cuenta mientras pronunciaba aquellas palabras que realmente no deseaba ver a Celia, no mucho, al menos. Su matrimonio había ido desgastándose hasta el fondo mucho antes de aquella crisis, pero pese a la desaparición del amor hacia ella había seguido apreciándola como persona. Ella, por ejemplo, nunca se había mostrado irritante, si bien hacia el final la forma en que ella lo estimulaba se había centrado en un solo canal: su habilidad para exasperarle.
Mejor eso, se dijo a sí mismo, que el tipo de monótona pretensión de respetabilidad que mantenían Lionel Prior y su esposa Nora. Y —más cínicamente—, si resultaba que realmente había ofendido a muerte a Prior aquella mañana, no deseaba quedarse totalmente sin aliados y confidentes.
—Debería haberme avisado usted de que le esperáramos hoy —respondió la doctora Spoelstra, también con sequedad—. Un mensaje le ha sido remitido hoy a su domicilio a través de la comred, informándole de la buena noticia de que su esposa ha pasado al verde, tal como lo llamamos nosotros... En otras palabras, que ha ascendido al status de los pacientes que se están acercando al punto de alta temporal..., y en consecuencia ha sido invitada a formar parte del público de esta tarde para una demostración de la conocida pitonisa señorita Lyla Clay. Estoy...
—¿De modo que eso tiene preferencia a que una paciente vea a su propio marido?
Rígidamente:
—No se trata de ninguna obligación, señor Flamen. Simplemente iba a decir que estoy segura de que ella lamentaría perder esta ocasión única. Ahora bien, si usted insiste...
—No, por supuesto que no insisto —aseguró apresuradamente Flamen.
Aparte otras consideraciones, no podía permitírselo; Celia estaba en el Ginsberg con un contrato mensual que cedía su custodia legal al doctor Mogshack, y la cláusula de penalización por expulsión prematura era idéntica en cuantía a la de reclamación prematura.
Pero algo había hecho clic en su subconsciente ante las noticias que acababa de recibir, y durante los próximos segundos una idea emergió en él que casi le hizo tambalearse de excitación. ¿Una pitonisa haciendo una demostración en un hospital mental...? Estaba aquel clásico del siglo pasado acerca del asesinato del Marqués de Sade representado por... No, no era así. Pero no importaba. Era «por los internos del hospital de Charenton», de todos modos.
Hummm...
Le tomó medio latido del corazón el considerar y desechar las posibilidades de enviar en busca de cámaras extra; el metraje que podía conseguir con el equipo que siempre llevaba en su deslizador probablemente serviría.
Empezó a hablar de nuevo, rápida y persuasivamente, poniendo todo su énfasis en el grado de imaginativa intuición necesaria para emprender un proyecto tan significativo.
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Pensamiento que pasó repetidamente por la cabeza de Arthur J. Hoddinott, oficial del servicio de inmigración de los Estados Unidos, de servicio en el aeropuerto internacional Kennedy, cuando llegó Morton Lenigo
«De acuerdo, los ordenadores puede que hayan dicho okay, pero ¿acaso los ordenadores no se equivocan también a veces?»
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Prueba positiva de la afirmación de que no es imposible que las cloacas discurran a nivel del ático
Lyla Clay emergió temblando a la plataforma del rapitrans. Los túneles estaban sometidos a baja presión —tenía que ser así, o la resistencia del aire hubiera hecho que sus velocidades previstas no fueran operativas—. De modo que había tan sólo esa puerta de acceso, y el espacio al otro lado era comprimido, con el techo casi a la altura de su cabeza. Había visto fotos del Ginsberg, y sabía que quizá hubiera tanto como doscientos metros de cemento y acero entre ella y el cielo abierto. Se mordió el labio. El talento que había hecho de ella una pitonisa con una creciente reputación tenía sus inconvenientes, y una imaginación excesivamente vivida era uno de ellos. Por un interminable momento se vio a sí misma atrapada allí. No podía volver a meterse en el compartimiento del tren y partir de nuevo con él, porque el billete que había utilizado no la llevaría más allá, y los billetes del viaje de vuelta a casa estaban en el bolsillo de los pantalones de Dan. Al igual que el pase que les permitiría cruzar la barrera que bloqueaba el acceso al ascensor que conducía a los niveles superiores.
¿Y si aquel compartimiento se había equivocado de camino? Era algo que ocurría una vez cada pocos millones, pese a que la propaganda tranquilizadora dijera lo contrario. Podía haber sido enviada a Far Rockaway o algún otro lugar parecido, y tendría que permanecer allí durante horas y horas...
Pero la puerta se abrió de nuevo con un suspiro y allí estaba él, tan sólo unos pocos segundos después que ella. Con perfecto aplomo se dirigió hacia el ascensor; contenta de que su yash ocultara su expresión de alivio, Lyla le siguió, preguntándose cómo sería tener treinta años en vez de veinte. ¿Adquiriría también esa confianza extra tras un cincuenta por ciento más de existencia consciente?
Mientras aguardaban a que su pase fuera leído por los scanners, sintió una desesperada necesidad de hablar, y se aferró a las primeras palabras que aparecieron en su mente.
—No me gusta la atmósfera de este lugar —dijo.
Dan la miró.
—No me sorprende. Probablemente el aire está impregnado con las secreciones de la piel de los esquizofrénicos. Odio el olor de los hospitales mentales, y no soy lo que tú llamarías un tipo sensitivo. Simplemente sopórtalo un rato, querida. Pueden salir muchas cosas de esto. Por lo que me dijo la doctora Spoelstra, vamos a sentar un precedente muy importante esta tarde.
Se echó a reír.
—Nunca vi a nadie tan ansioso, ¿sabes? Estaba prácticamente tirando de la línea de la comred para asegurarse de tenerte aquí hoy. ¡Odio pensar en todos los otros contratos que hemos tenido que posponer para poder complacerla!
¿Otros contratos? ¿Qué otros...? Oh. Por supuesto. Un típico trabajo de Dan Kazer, implicando sin duda la simulación de contratos incluyendo cláusulas de penalización y firmados por cooperativos amigos a los que había persuadido de inventarlos con la única finalidad de cancelarlos luego. Uno podía aumentar fácilmente en un cincuenta por ciento la retribución de un auténtico contrato procediendo de esa forma.
Se alzó de hombros. Funcionaba, y no era más deshonesto que la mitad de los tratos de negocios «respetables» que se efectuaban por término medio en un año. Miren lo que había hecho por Mikki Baxendale, por ejemplo, hacía cuatro años, cuando Dan trabajaba con poetas de arrabal en vez de con pitonisas.
Impulsivamente, dijo:
—Dan, nunca me lo has contado... ¿Por qué te separaste de Michaela? —Y, como si reconociera la expresión que aparecía en su rostro, la máscara de pétrea irritación, más fría que el hielo ártico, se apresuró a añadir—: Yo he salido ganando, por supuesto, pero..., bueno, me gustaría saber cómo lo conseguí.
Hubo una pausa. Durante ella, los automatismos aceptaron la validez de la firma de la doctora Spoelstra en sus pases, y la barrera delante del ascensor se deslizó a un lado.
Sin avanzar para entrar, Dan pensó durante un largo momento, y finalmente abrió las manos.
—De acuerdo, te lo diré. No es el tipo de truco que nadie pueda hacerme dos veces. Había otro mackero tras ella..., un cazador furtivo. Compró unos cuantos chivatos, los plantó, obtuvo las pruebas, apareció un buen día, y me dijo que si no rompía mi contrato con Mikki iba a meterme entre rejas porque ella tenía tan sólo quince años. —Los músculos de su mandíbula se encajaron ante el amargo recuerdo, creando oleajes en su oscura barba, el pelo artificial parodiando fielmente el movimiento de los pelos naturales—. Y ni siquiera estaba interesado en acostarse con ella. No le importaban las chicas.
—Y... —Lyla tragó dificultosamente saliva—. ¿Y podía hacer lo que amenazaba?
—Por supuesto que podía. Pero no estoy disculpándome. ¡A la edad de quince años Mikki sabía más de ese aspecto de la vida que la mayor parte de la gente a los cincuenta! El maldito bastardo aún sigue usando parte del material publicitario que yo compilé para ella. Tienes que haberlo visto... Su hermano a los nueve, su tío a los doce. Todo ello es cierto.
—¿Y todo eso estaba bien, eh? ¿Mientras que tú, a los quince, no lo estabas?
Dan inspiró profundamente, su rostro crispado como las huellas de un camión pesado sobre terreno blando.
—Querida, si no puedes responder a eso, nunca comprenderás las auténticas medidas de nuestro querido planeta. Vamos, nos están esperando ahí arriba.
—Sí, creo que ha sido una ingenuidad por mi parte —admitió ella dócilmente, y le siguió.
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Una cosa es hablar con soltura acerca del determinismo de la historia, pero otra muy distinta es encontrarse presa de las fuerzas de la historia como una hoja muerta en medio de un ventarrón
Del mismo modo que el sol se alejaba del cénit, igual la rabia sostenida fue alejándose de la mente de Pedro Diablo, y repentinamente se halló cara a cara con una consternadora verdad.
«No es odio. Es terror.»
Miró a su propia mano de piel negra y la contempló temblar, desapegadamente, porque no podía aceptar que un temblor debido al miedo tuviera sus orígenes en la mente que Pedro Diablo estaba acostumbrado a ocupar. Era un creador de miedo, no una víctima de él.
«Aquí estoy. ¿Cómo? ¿Por qué?»
Las razones tenían tantas capas como las placas-sandwich para la construcción que fabricaban las industrias plásticas. Superficialmente uno podía decir que... Pero ¿para qué servían las superficialidades? La reputación de Diablo estaba fundada en la habilidad de mirar mucho más profundamente en cualquier situación dada de lo que mucha gente podía conseguir sin tener que consultar con un ordenador a mano. Un talento atávico, que iba a la par con el del ser capaz de multiplicar mentalmente números de seis cifras porque le resultaba mucho más costoso ir a buscar las tablas de logaritmos, pero en un contexto como Blackbury condenadamente mucho más útil.
Ahí afuera, al aire libre, por decirlo así...
Agitó la cabeza. No era bueno intentar hacer suposiciones acerca de su futuro personal. Podía extraer analogías con gente en similar situación en el pasado —principalmente en el remoto pasado—, pero nada más. Podía por ejemplo compararse con un físico judío expulsado de la Alemania nazi, o uno de los intelectuales sudafricanos deportados durante más recientes crisis por los afrikaners, pero eso no ayudaba. Hasta esta misma mañana había sido un leal, cooperativo, y por supuesto admirado y respetado defensor de los ideales para los cuales existía Blackbury. Para ser pateado inmediatamente después no por uno de los genetistas nigs residentes, sino por un apestoso blanco extranjero... Era demasiado para que su mente pudiera digerirlo.
Sus manos se cerraron tan bruscamente en puños que sonó un débil chasquido. Por un instante su mente había sido dominada por un ansia de venganza. Era un maestro propagandista; su trabajo en la insignificante estación de TV de Blackbury había tenido repercusiones mucho más allá del alcance de sus antenas, siendo reemitido por media docena de satélites pertenecientes y financiados por negros. Con todos los secretos que sabía de las vidas privadas del Mayor Black y de sus homólogos en otros lados, podía hacer que toda la noción de los enclaves negros se convirtiera en un mal chiste. Le bastaría una semana.
Pero el deseo desapareció tan rápidamente como había venido. Cambiar de chaqueta estaba más allá de sus poderes de adaptación. En este mismo momento casi lamentaba haber sido tan dogmático con el representante federal que se había visto obligado a llevarlo fuera de la jurisdicción negra. Seguramente hubiera hecho mejor tomándose el tiempo de pensar las cosas dos veces, quizá buscar empleo fuera de Norteamérica...
Sin embargo, así habían ido las cosas. Había insistido en que el contrato Blackbury-Washington fuera respetado al pie de la letra, pese a que sus propios términos dejaban bien claro que todo el contrato era un anacronismo. Aquel era todavía un país de blancos, pero Washington había sido una ciudad de mayoría negra durante décadas, e identificarla ahora con el gobierno federal era un mero símbolo... Las auténticas sedes del poder debían buscarse en los centros dispersos durante el miedo a la guerra en los años noventa, principalmente en el profundo Sur, donde el señor Charley era seguro que saldría corriendo de su casa con una pistola en la mano a la menor amenaza de una revuelta nig. ¿Quién podía saberlo mejor que un hombre que había explotado este argumento una y otra vez en sus propios programas?
Su mente bullía con nuevas posibilidades. No podía cambiar, ¿y por qué había que esperar que lo hiciera? Durante diez años había estado explotando sus talentos; no podían ser desconectados como una Tri-V. Quizá lo más cruel que le había hecho el Mayor Black, aparte el aceptar la palabra de un blanquito para deportarle, había sido privarle de una salida para sus ideas. Era como si él fuera un viajero temporal que se ha pasado años perfeccionando su latín sólo para fallar su objetivo y descubrir que la ciudad que ha elegido ha sido invadida por los bárbaros la semana pasada...
Por otra parte —y aquello hizo que se alegrara un tanto—, peor hubiera sido si la situación fuera a la inversa. Supongamos que algún desplazado de piel oscura fuera depositado en los arrabales de Blackbury: instantáneamente se hubieran dado directrices ordenando a la estación local de Tri-V para llevarlo inmediatamente ante las cámaras y persuadirlo de que denunciara a sus antiguos amigos antes de que su cólera se enfriara. Era en buena parte para prevenirse contra ese riesgo, además de que tenía auténtico miedo de la forma en que podía ser tratado, que había insistido en que se respetara absolutamente el contrato Blackbury-Washington.
Pero, a Dios gracias, le había sido ahorrado el esperado asedio de cámaras y micrófonos, entrevistadores y agentes políticos. Hubiera podido llegar a decir, en su primer estallido de furia, cosas que no le hubiera gustado que le recordaran más tarde. Y después de todo estaba Uys, el afrikaner blanco, que se hallaba en el fondo de sus problemas. Por venial, hambriento de poder, hipersexuado, y todo los demás efectos que podían acumulársele, que fuera, seguro que el Mayor Black era demasiado inteligente como para seguir minando su propia posición. Más pronto o más tarde iba a darse cuenta de que prescindiendo de su internacionalmente famoso hombre de televisión Pedro Diablo estaba echando a un lado una de sus armas más valiosas, ¡y que eso era precisamente lo que Uys había pretendido desde un principio!
Hubo un agudo sonido zumbante. Se sobresaltó, luego hizo una automática corrección mental. Aquel era el ruido que hacía la comred cuando alguien estaba llamando. Allá en Blackbury, por supuesto, la señal de llamada era el resonar de un tambor africano deletreando la frase yoruba que significaba: «ven y escucha». Iba a tener que deshacerse de un montón de reflejos adquiridos, como un mecanógrafo cambiando a otra máquina de escribir con un teclado ligeramente distinto. Pero iba a tener que sufrir todo aquello en silencio.
Suspirando, anunció que estaba dispuesto a aceptar la llamada.
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Me he convertido en algo semejante a un dios, y veo todo lo que pasa con los ojos de un águila
Era casi sorprendente que una habitación lo suficientemente grande como para albergar a un público de cuarenta personas para la demostración de la pitonisa hubiera sido incorporada en el diseño del hospital. El énfasis que ponía Mogshack en la inquebrantable intimidad era tan intenso que no había lugares de reunión, salones de tertulia, ni siquiera un gimnasio. El propio Mogshack prefería no tener que tratar con su personal frente a frente; se «retiraba y encontraba a sí mismo» tan frecuentemente que a veces pasaban semanas sin que ni siquiera sus colaboradores más directos se encontraran con él en carne y huesos.
Sin embargo, preocupado por el temor de que sus planos pudieran necesitar ser alterados más tarde a la luz de la experiencia, el arquitecto había insistido en que algunas zonas del hospital fueran equipadas con paredes retráctiles, y retirando media docena de esos paneles en un sector temporalmente no ocupado por pacientes se pudo crear un espacio adecuado para la demostración.
El público había empezado ya a reunirse cuando Reedeth conectó la pantalla de su comred para observar el acontecimiento. Nunca había tenido ni la más remota intención de insistir en estar físicamente presente, pero había sido incapaz de resistir la oportunidad de hacer enrojecer a Ariadna. Lanzó una risita mientras observaba a sus pacientes vestidos con batas verdes entrar en la habitación, pero su alegría se desvaneció en el momento mismo en que se dio cuenta de que entre los primeros de ellos se hallaba Harry Madison.
¡Debía haber alguna forma de devolver a aquel hombre al mundo exterior! Mogshack hubiera debido hacerlo hacía meses; el porqué no lo había hecho era difícil de comprender... a menos que (y un demonio familiar le presentó burlonamente el concepto) estuviera efectivamente atesorando a sus pacientes como un avaro. ¿Quizá alguien pudiera enfrentarse con él y argumentar que tener a un solitario nigblanc bajo su cuidado era una fuente potencial de trastornos para sus otros pacientes?
Reedeth suspiró. Si uno seguía las implicaciones del caso Madison hasta sus últimas consecuencias, podía llegar a decidir demasiado fácilmente que cualquiera tan totalmente impredecible debía ser, por definición, incapaz de vivir normalmente en sociedad. Aquellas modificaciones del robescritorio, por ejemplo: ¿podrían haber sido hechas tan diestra y rápidamente por una persona normal? Sin ser un experto, Reedeth estaba más versado en cibernética que el promedio de la gente normal —tenía que estarlo, puesto que mucha de la psicoterapia moderna dependía del discernimiento cibernético—, y estaba dispuesto a jurar que el diseñador no podía haber previsto esos cambios.
Además: si se le hubiera preguntado a Madison si estaba interesado en ver a una pitonisa, hubiera respondido inmediatamente con una negativa. Todos sus psicoperfiles habían indicado una fuerte oposición a cualquier cosa que rozara lo acientífico o lo supranormal. Sin embargo, no sólo estaba allí, sino que llegaba de los primeros, como si estuviera ansioso.
De modo que, ¿qué era lo que lo había persuadido a aceptar la invitación..., el simple aburrimiento? Aquello era demasiado inverosímil. El impasible comportamiento de Madison, observó Reedeth, formaba un completo contraste con el de los otros pacientes vestidos de verde. Todos sin excepción estaban visiblemente nerviosos. Resultaba claro que se sentían aliviados por aquella interrupción de su habitual aislamiento, pero al mismo tiempo alarmados al encontrarse en compañía de la vida real de tanta otra gente después de semanas, meses y en unos cuantos casos posiblemente años de contacto vía pantallas de la comred.
Si uno pensaba en ello, aquello significaba —y Reedeth se dio una palmada en la frente cuando el detalle le impactó— que estaba siendo testigo de un acontecimiento sin precedentes desde la fundación del Ginsberg. Y era Ariadna, de entre todos, quien había tenido la idea.
—¡Esa chica debe de ser una conroyana convencida! —le dijo al aire, recordando inmediatamente añadir una cláusula adicional y darle instrucciones al robescritorio de que no almacenara el comentario.
¿Quién era pues aquella chica, Lyla Clay, cuya reputación había defendido Ariadna a través de lo que debía de haber sido una larga y difícil discusión con Mogshack? Tenía una vaga idea general de lo que se suponía que hacían las pitonisas, y del porqué a la gente le gustaba contemplarlas mientras lo hacían. Uno difícilmente podía vivir en la América del siglo XXI y no nombrar a un puñado de fans de las pitonisas entre sus propias amistades..., sin mencionar a los fans de la hi-psi, los adoradores del Lar y gente aún mucho más alejada de la tradicional órbita occidental. Pero nunca había observado realmente el trabajo de una pitonisa, y el nombre de aquella chica en particular le sonaba a desconocido pese a que Ariadna le había asegurado que estaba entre las de más talento. Abandonando la habitación donde debía celebrarse el acto, fue conectando una tras otra las más de trescientas cámaras a las que podía llegar a través de su pantalla, preguntándose si podría llegar a descubrir el lugar donde se hallaba.
Al cabo de poco tiempo captó la imagen de un hombre joven de pelo oscuro conduciendo un pediflux en la dirección correcta, acompañado por una muchacha con un yash a prueba de balas. La pitonisa y su mackero, seguramente... Sí, debían de ser ellos, puesto que la propia Ariadna estaba acudiendo a darles la bienvenida en la siguiente intersección a fin de cumplir con el código de buenas costumbres de Mogshack. Este prescribía la condescendencia de aquellos que eran lo suficientemente ricos como para permitirse la intimidad hacia aquellos que no lo eran, con acciones tales como acudir personalmente a dar la bienvenida a los visitantes que estaban por debajo de la línea de pobreza.
Pese al oscurecimiento de su yash, era posible distinguir que la pitonisa era joven y graciosa en sus movimientos. Reedeth se dio cuenta de que estaba deseando que no sintiera la necesidad de mantener su yash frente a los pacientes.
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Extracto de un buen glosario para uso del siglo XXI
MACKERO (Ma-que-ró) [Del francés maquereau, caballa, coloquialmente alcahuete; abrev. «mack»]. Manager, agente (p. ej.) para una joven hembra independiente (modelo fotográfica, cantante independiente, pitonisa, etc.); específicamente macho, no despectivo excepto abreviatura.
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¿El de él, el de ella y el de quién más?
—¿Está todo tal como usted quería, señor Kazer? —dijo Ariadna, incapaz de dejar de lanzar ocasionales miradas nerviosas a las omnipresentes cámaras. Del mismo modo que Reedeth y Mogshack, sospechaba que virtualmente todos los miembros del personal estaban observando la demostración. Sería mejor que fuera un éxito.
Dan se inclinó y comprobó la amplia y gruesa alfombra que había sido colocada en el suelo para impedir que Lyla se hiciera daño durante sus convulsiones.
—Me parece bien —dijo—. ¿Dónde puedo conectar mi grabadora?
—Nosotros también vamos a grabarlo todo, naturalmente —dijo Ariadna—. Y tenemos un equipo de primera clase.
Dan le dirigió una breve sonrisa profesional.
—Estoy seguro de que lo tienen. De todos modos, sigo prefiriendo efectuar mi propia grabación. El copyright, ya sabe.
—Oh. Oh, sí..., por supuesto. Bien, en cualquier lado de la pared, entonces.
Ariadna hizo girar de nuevo sus ojos por toda la habitación. Observando, Reedeth tuvo la clara impresión de que estaba ganando tiempo, retrasando el inicio de los acontecimientos. ¿Tenía alguna idea oculta en su cabeza?
De pronto se relajó, y él cambió cámaras, desconcertado, en busca de un plano más general. Justo al lado de la puerta, que aún se estaba cerrando, y dentro de la habitación, había un recién llegado que parecía como si tuviera tres cabezas. Sobre sus hombros llevaba un par de cámaras de estereovisión con objetivo rastreador, como si fueran cráneos extra de bruñido metal. Y el medio oculto rostro entre ellas, cruzado por la barra de control de accionamiento lingual, pertenecía a...
¡Matthew Flamen! Reedeth saltó hacia delante en su silla. Aunque muy pocas veces tenía ocasión de seguir la emisión de Flamen, pues estaba trabajando durante los cinco días en que se transmitía al mediodía, se había encontrado con el hombre de la televisión un par de veces inmediatamente después del internamiento de su esposa.
¿Estaba ella allí? Reedeth exploró la audiencia, e inmediatamente descubrió el familiar casco de pelo castaño oscuro, allá en la última fila, en un extremo. Vio a Flamen hacerle un gesto con la mano, pero ella le devolvió una mirada perfectamente inexpresiva, y tras un momento de asombrada vacilación él siguió avanzando hacia la parte delantera de la estancia. Allí, Ariadna le presentó a la pitonisa y a su mackero, y se intercambiaron palabras que desgraciadamente quedaron fuera del alcance de los micrófonos.
Yendo hacia un lado, Flamen empezó a descargar micros autoportables parecidos a pelotas de niño, ajustando cada uno de ellos al índice de flotabilidad del aire a fin de que se mantuvieran a una altura constante unos centímetros por debajo del techo. Su llegada, ¿era azar o premeditación? ¿Y qué pensaría Mogshack acerca de un hurgón entrando en aquel lugar, completamente equipado con todos los adminículos propios de su profesión?
Reedeth lanzó una brusca risita cínica y le hizo a su robescritorio ambas preguntas. Las respuestas —especialmente la relativa a los motivos que habían empujado a Mogshack a buscar la publicidad— probaron sin la más pequeña duda que Madison había eliminado todos los circuitos censores en su reparación.
Estaba aún riéndose cuando cruzó por su mente el desalentador pensamiento de que quizá él no fuera el único miembro del personal cuyo robescritorio había sido inesperadamente modificado por Madison. Preguntó acerca de eso también, y se tranquilizó al saber que por todo lo que podía saberse hasta el momento él era el único. Muy aliviado, volvió su atención a Ariadna.
—Creo que no necesito presentar al señor Matthew Flamen —estaba diciendo con una voz alta y clara; debía de haber sintonizado los altavoces a toda potencia—. Su rostro y voz les son probablemente familiares por ese fabuloso programa que aparece cinco veces a la semana por la cadena Holocosmic. Ha solicitado permiso para grabar la demostración de esta tarde de Lyla Clay para una posible eventual retransmisión en él, pero naturalmente primero debo preguntar si alguno de ustedes tiene alguna objeción que hacer...
El sonido bajó bruscamente, y el robescritorio dijo:
—El doctor Mogshack quiere asegurarse de si el personal tiene o no alguna objeción que hacer. ¿Tiene usted alguna, doctor Reedeth?
Reedeth vaciló.
—Ninguna objeción —dijo tras una pausa.
Era la mejor actitud. Si Mogshack había consentido ya, no tenía objeto iniciar una discusión.
Evidentemente nadie más registró ninguna objeción tampoco, porque lo siguiente que ocurrió fue que Lyla Clay le dijo algo en voz muy baja a Ariadna mientras palpaba su yash, y Ariadna miró a dos o tres de los pacientes, pareció discutir algo consigo misma, y finalmente se alzó de hombros. Lyla se quitó el yash y lo dejó a un lado con lo que a Reedeth le pareció una mueca de disgusto, y quedó vestida tan solo con un par de brevísimos nix.
—Hummm... —murmuró Reedeth—. ¡Ese mackero suyo es realmente un hombre afortunado!
Varios de los pacientes masculinos, y dos lesbianas, se agitaron en sus asientos en una forma que sugería que estaban igualmente impresionados.
La siguiente cosa que ocurrió, sin embargo, fue simplemente que Lyla dio una vuelta en torno a la habitación en un silencio total, estudiando brevemente a cada una de las personas presentes..., incluyendo, ante su obvio desagrado, a Flamen. Parecía nerviosa, juzgó Reedeth, y se tomó su buen tiempo en realizar su tarea.
Su mente derivó hacia un lado cuando ella llegó junto a Madison. ¿Quizá la respuesta fuera el entrar en contacto con el directorio de la IBM y decirles que allí en el Ginsberg había alguien que poseía un absolutamente increíble don para reparar circuitos automáticos complejos?
No, aquello tampoco era una solución. Además de contratar a demasiados neopuritanos, la Inorganic Brain Manufacturers Inc era famosa por haber despedido a todos sus empleados nigblancs, incluso a los más humildes agentes de ventas.
¿Podía convertirse en un Gottschalk? Los comerciantes de armas estaban entre los mayores consumidores de automatismos de calidad de la nación, y sin la menor duda encontrarían que un reparador nig habilidoso les sería enormemente útil en los enclaves negros...
Pensando bien en ello, sin embargo, Reedeth dudaba de que aquel fuera un empleo adecuado para Madison. Sus experiencias en el ejército habían sido puestas con éxito bajo control en su mente, pero era un hecho que su período en combate había desestabilizado completamente sus giroscopios, ¿y quién podía decir que la exposición a un contacto directo con armamentos modernos no desencadenaría una renovación de sus trastornos?
Qué conveniente sería, pensó, si Flamen tomara por su cuenta el caso Madison, y armara un gran revuelo acerca de los apuros de un nig encerrado en un hospital mucho tiempo después de estar cualificado para el alta... Pensando en ello, se dijo, quizá fuera posible pasarle la historia a alguno de los homólogos nigs de Flamen, que gozaban de audiencias mucho mayores, sobre todo al otro lado del océano.
El rostro de Reedeth se iluminó, y tomó nota mental de ver si podía localizar un zarzillo de la enredadera que le condujera hasta, digamos, Pedro Diablo. Era algo que habría que hacer discretamente, pero bien llevado podía dar como resultado el que alguien se ofreciera voluntario para actuar como guardián legal de Madison, permitiéndole así salir finalmente.
Pero ahora no había tiempo de seguir con aquello. Lyla había completado su observación de la audiencia y regresaba al borde de la alfombra que habían extendido para ella. Le hizo una seña con la cabeza a Dan, que permanecía de pie con su grabadora preparada, y buscó algo en el bolsillo de la cadena de sus nix. Sacando una pequeña botellita plana, la agitó, y extrajo una diminuta cápsula roja. Flamen accionó con la lengua la barra de control de sus cámaras para obtener un primer plano de su boca tragando la píldora.
Fuera lo que fuese, Reedeth no sabía que las pitonisas tomaran nada para ayudarlas a entrar en trance. ¿Se trataba de un producto comercial, o de algo preparado alquímicamente con una fórmula secreta? Una vez más consultó a su robescritorio, y esta vez lo que aprendió le hizo mirar al esbelto cuerpo de Lyla con auténtica incredulidad.
Por un momento o dos ella permaneció rígidamente vertical, con los ojos cerrados. Un latido de corazón más tarde se dejó caer en la alfombra, estremeciéndose. Su espalda se arqueó como en un orgasmo. La saliva empezó a resbalar por las comisuras de su boca mientras empezaba a jadear. Sus manos se contorsionaron en garras y arañaron el aire como si estuvieran luchando contra un invisible atacante..., ¡slash, slash!
Los que estaban observando, incluido Reedeth, que había sido preparado para algo como aquello porque el robescritorio le había hablado de las píldoras sibilinas, se tensaron alarmados. Los músculos de la muchacha, contrayéndose más violentamente que los de un epiléptico, parecían a punto de desgarrarse en las coyunturas; sus pechos se bamboleaban en su torso como un par de boyas en un mar agitado. Flamen seguía grabando, pero por su expresión resultaba claro que no esperaba poder transmitir su grabación. Si lo intentaba, las quejas de los neopuritanos seguramente impedirían que saliera al aire.
Tan sólo Dan Kazer permanecía tranquilo, mirando cada pocos segundos al reloj en su muñeca izquierda, su otra mano sujetando el botón de pausa de su grabadora. Flamen giró las cámaras hacia él justo a tiempo de captar su expresión expectante mientras soltaba el botón, y casi en el mismo instante los ojos de Lyla se abrieron desmesuradamente, dos profundos pozos que conducían a las más remotas regiones de su mente subconsciente. De su boca emergió una terrible y fuerte voz forzada, barítona y masculina.
—¡Ghnothe safton!—retumbó.
—Eso no es inglés —dijo rápidamente Reedeth a su robescritorio—. ¿Qué es..., hebreo?
—Griego clásico con un acento demótico —dijo el robescritorio, con un tono ligeramente condescendiente; a menudo Reedeth había sentido deseos de estrangular al sucio bastardo que había programado la sección lingüística de su banco de datos—. Es el lema del templo del oráculo de Delfos, y significa «conócete a ti mismo».
Mientras tanto, finalizado su frenesí muscular, Lyla se había alzado hasta adoptar una posición sentada sin utilizar sus manos, los ojos aún muy abiertos y enfocados en la nada. Cruzó sus piernas, se volvió utilizando los dedos de sus pies contra la alfombra para moverse hacia los espectadores, y colocó sus palmas juntas delante de su rostro en un esbozo del gesto indio del namasthi.
Hubo una pausa. Finalmente, Ariadna dijo, habiéndole directamente a Dan en una especie de susurro pero con la cabeza lo suficientemente cerca de un micrófono de la pared como para que Reedeth pudiera captar sus palabras:
—¿Debemos hacerle preguntas ahora?
—Eso es lo que hay que hacer con algunas pitonisas —respondió Dan, también en voz baja—. Pero no con Lyla. Se lo dije cuando usted la contrató: esa chica es realmente buena.
Independientemente de lo que pudiera decir ahora, Reedeth ya se había forjado una certeza respecto a una cosa. Lyla Clay debía de ser una de las personas más sorprendentes del mundo, capaz de una proeza en la que él jamás se hubiera atrevido a soñar. Si lo que el robescritorio había dicho respecto a las píldoras sibilinas era cierto, en estos momentos ella no debería ser capaz de pronunciar la menor palabra coherente. Debería estar sumida en un delirium tremens.
La tensión aumentó. Un momento antes de que se hiciera insostenible, Lyla dijo con una voz alta y clara, como la de un niño:
—¡La madre superiora no podría ser más melancólica! ¡La vida es opresiva y solitaria y gris! ¡La pequeña señorita Celia envidiaba a Ofelia... Hamlet la ignoraba y luego todo terminó! Rat-ta-ta-ta, rat-ta-ta-ta, rat-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta. A centavo la mirada, la palabra enmarañada, no se puede vivir la vida como en los libros es leída. Escuchad con corazones batientes lo que pronuncian mis labios sentientes... Es cierto y jamás podréis ocultaros de ellos. Puede que penséis que sabéis de dónde venís y adonde vais, pero recordad que venir e ir significan también sufrir. Y mientras yo estaba sufriendo por los arrabales encontré a un hombre con siete cerebros. Cada cerebro tenía siete vidas, cada vida tenía siete esposas, cada esposa dijo siete mentiras, ¿quién es el mayor de los mentirosos?
Vaciló. Aprovechando la oportunidad de echarle una mirada a la audiencia, Reedeth observó que aparte Dan, que parecía más bien complacido, todos los demás en la habitación exhibían un desconcertado fruncimiento de ceño.
—Cuando yo era... —prosiguió Lyla, y se corrigió—. No. Hace tiempo, en... No. Mientras estaba girando en torno a la esfera encontré a un hombre que no está aquí. Mientras estaba bajando las escaleras encontré a un hombre que está en todas partes. Hrr-hum. Allá en...
Se interrumpió una vez más, y una sombra de preocupación cruzó por el rostro de Dan. La voz de la muchacha se hizo más fuerte y como asustada.
—¡Mientras estaba sentada en el suelo encontré a un hombre que es mucho, mucho más! ¡Mientras estaba tendida en mi cama besé a un hombre que no estaba muerto! ¡Mientras estaba llorando en voz alta encontré a un hombre que no tenía el derecho! Mientras estaba..., mientras estaba...
Su boca se abrió y se cerró, sus manos se cruzaron y se descruzaron en un desnudo terror, e intentó avanzar a saltos por la suave alfombra como una rana, los ojos girando locamente en busca de una escapatoria de alguna inimaginable dificultad. Reedeth se medio levantó de la silla. Había que hacer algo respecto a aquello... ¡La visión del pánico de la pobre chica era intolerable!
Pero antes de que pudiera hacer nada, Dan había desconectado su grabadora con un gesto irritado, cerrado el abismo entre él y Lyla con una sola zancada, y abofeteado a la muchacha en ambas mejillas. Como si hubiera sido llamada milagrosamente desde un millón de kilómetros de distancia, ella volvió a ser de nuevo ella misma y alzó dócilmente la vista hacia él.
—¿Ha ido todo bien? —preguntó con su voz normal—. ¿Qué es lo que he dicho?
33
Para futura referencia
A las trece diecisiete, el ordenador que mantenía el servicio de control de noticias de Flamen durante las veinticuatro horas del día, siempre alerta para indicios de corrupción, mala administración, sobornos, chantajes u otros jugosos escándalos, registró el anuncio de que un amplio grupo de Patriotas X estaba manifestándose en el aeropuerto Kennedy contra el retraso ya de 95 minutos que estaba sufriendo Morton Lenigo en su paso por Aduanas e Inmigración. La policía estaba alerta con armamento antidisturbio, gases y lanzallamas, y los vuelos 1205, 1219 y 1300 fueron provisionalmente desviados hacia la frontera canadiense.
A las catorce treinta, registró en todas las estaciones del Broederbond sudafricano una recomendación de que Lenigo fuera muerto a tiros inmediatamente y Detroit eliminado con una nuclear del tamaño adecuado como preliminares necesarios a la moción de censura contra el presidente Gaylord.
34
Estaría bien ser un miembro responsable de la sociedad, si simplemente supiera uno de qué va a ser hecho responsable
Echando humo, Lionel Prior cruzó la elaborada serie de barreras que protegían la entrada de su hogar. Hubiera sido mucho mejor aceptar la sugerencia de Flamen y volar al Ginsberg aquella tarde, se dijo, independientemente de lo irritado que se había sentido al ser amarga e injustificadamente acusado de venderse al directorio de la Holocosmic. Eso le hubiera ahorrado uno de los episodios más embarazosos de toda su vida.
Atraído por el ruido mientras guardaba el equipo de lucha en su armero especial, su esposa Nora apareció en la pantalla interna de la comred. Por su aspecto estaba tendida en el patio trasero de la casa tomando un poco el sol, pero tras una primera ojeada rápida Prior se volvió de espaldas a la cámara.
—¿Has hecho unos buenos ejercicios, querido? —preguntó ella, con el tono formalmente cortés al que había terminado acostumbrándose a lo largo de los años.
—¿Unos buenos ejercicios? —repitió Prior con voz chillona—. ¡No, fueron unos ejercicios más bien asquerosamente horribles!
Cambiando instantáneamente de modales, Nora dijo:
—¡Está bien, no necesitas arrojar tu mal humor sobre mí!
—Eso quizá te sirva de adelanto de lo que nos espera —respondió secamente Prior—. Prepárate para ser tratada como paria durante las próximas semanas. Puedo asegurártelo. ¡Esos finos vecinos nuestros!
—¿Qué quieres decir con eso?
—Déjame prepararme algo de beber.
Metió el último elemento del equipo en su alvéolo y se dirigió a la sala de estar; ella fue cambiando de cámaras para seguirle, con expresión alarmada.
—Las cosas han ocurrido así —prosiguió él cuando hubo engullido el primer sorbo de un fuerte vodka rickey—. ¡Y todo porque me tomo en serio mis responsabilidades de defensa urbana, en comparación con algunas personas a las que podría nombrar! Hoy harás la parte de nigblanc, me dice Phil Gasby cuando aparezco... Eres bueno, dice, nos harás sudar un poco. De modo que yo digo de acuerdo. Si lo plantea de ese modo, ¿cómo puedo negarme con todos ellos mirándome? Y entonces lo suelta. Hay un hombre del MSI esperando en la intersección de Green y Willow, dice, el capitán Lorimer. Él te dará tu programa de ataque.
Engulló salvajemente garganta abajo el resto de su bebida.
—No comprendo —dijo Nora tras una pausa.
—¿No? ¿Sabes dónde estás precisamente ahora, en la pantalla analógica? ¡Enterrada bajo un montón de humeantes escombros, ahí es donde estás! ¡El plan de defensa de Phil, del que se ha estado vanagloriando durante tanto tiempo, se deshinchó inmediatamente como un globo pinchado! Tuve que eliminarle a los tres minutos de haber empezado. Digo que tuve que eliminarle. Me contuve tanto como me fue posible, pero el idiota estaba allí a plena vista y nadie, ni blanc ni nigblanc, hubiera dejado de darse cuenta de que estaba a cargo de las operaciones por la forma en que estaba gritando y gesticulando. De modo que Tom Mesner se hizo cargo y se atrincheró en la línea de Willow Road, y Lorimer me dijo que siguiera por Orange, y eso fue el fin. Sesenta y ocho por ciento de bajas en menos de una hora, y veintidós casas incendiadas, incluida la nuestra. Así que canceló el ejercicio y nos reunió a todos y nos dijo que nos marcháramos, como... ¡como vulgares niños traviesos! Tom y Phil se merecían lo que consiguieron, por supuesto, porque hay vidas en juego en una cosa así, y no hay excusa alguna para las negligencias. Pero ¿tú sabes a quién van a echarle la culpa por haber sido regañados en público? ¡A mí, yo voy a ser el culpable!
—Pero tenía entendido que esta zona estaba bien clasificada por el MSI —dijo Nora—. ¡Esa fue una de las razones por las que decidimos mudarnos a este distrito!
—No sé cómo estaba clasificada antes de que ese estúpido de Phil Gasby se hiciera cargo —gruñó Prior—. Pero seguro que no estamos bien clasificados ahora. ¡Escucha! —Sacó un papel doblado de su bolsillo y lo abrió—. Mantenimiento de seguridad interna, informe del ejercicio número tal, grupo de defensa urbana del distrito número tal y tal... Ah, ahí está, índice para Lionel Prior, clase cuatro; índice para el grupo como una totalidad, clase seis, no considerado competente para mantener el orden en la zona asignada en caso de disturbios civiles. Observaciones: el grupo... No, no voy a leer eso. ¡Es un puro libelo!
—Al menos has obtenido un mejor índice que la media del grupo —aventuró Nora.
—¿Clase cuatro? ¡Eso es ridículo! Si no hubiera intentado favorecer a Phil hubiera obtenido al menos una clase dos, pero Lorimer me atacó también por no dispararle apenas tuve una oportunidad. ¿Y crees que él me lo va a agradecer de alguna forma? ¡No en un millón de años!
Se dejó caer en un sillón hinchable y le frunció el ceño a la gran ventana-imagen. Normalmente estaba conectada a una amplia y árida extensión esteparia con una manada de antílopes pastando en la distancia.
—¿Acaso Phil tiene ventanas-imagen? —concluyó ferozmente—. ¡Un infierno tiene! ¡Esos pobres chicos suyos serán reducidos a picadillo por los trozos de vidrio desmenuzado!
Hubo un momento de silencio. Luego Nora dijo, con el farisaico tono de alguien que sale vencedor de una discusión utilizando el mismo argumento que la persona que está al otro lado:
—¿Y tú te gastaste ciento cincuenta mil en ese Lar tuyo?
Por un instante Prior estuvo a punto de estallar. Pero en vez de ello lanzó un suspiro.
—De acuerdo, me timaron. Cualquier maldita cosa que podía ir mal hoy ha ido mal. Si te has molestado en ver la emisión de Matthew...
—Empecé a hacerlo, pero la imagen se hizo imprecisa y tuve que cambiar a otro canal —dijo Nora.
—Eso es exactamente. ¡Eso es lo que intenté hacerle ver para que reaccionara de algún modo! ¡Pero parece no importarle ya en absoluto! ¿Sabes lo que hizo el idiota? ¡Prácticamente me salió con la acusación de que la Holocosmic está intentando librarse de él, y cuando intenté recoger los pedazos sugiriéndole que llamara a un experto incuestionable para estudiar el problema perdió totalmente el control y dijo que yo me había vendido! ¡Maldita sea, por supuesto que estamos siendo saboteados, pero eso no es algo que uno pueda decir al alcance de los micrófonos espía sin tener pruebas contundentes de ello! ¡Si a eso conduce el tener un Lar, entonces voy a decirle inmediatamente lo que pienso de sus servicios!
Apuró su vaso y se dirigió hacia el comred. Nora desapareció, evidentemente no deseando continuar la conversación tras haber obtenido su punto. Prior frunció el ceño ante la pantalla vacía donde un momento antes había estado su rostro.
¡Si tan sólo pudiera meterla en un asilo..., o en cualquier otro lugar fuera del alcance de su oído...!
Al adelantar la mano hacia el tablero para pulsar el código de Lares y Penates Inc, se dio cuenta de que había un piloto encendido sobre la ranura de los mensajes. Tomó el papel facs y lo leyó con desánimo.
Eugene Voigt, de la CPC, necesitaba entrar en contacto con él tan pronto como fuera posible. ¡El viejo estúpido! Pero precisamente en este momento su situación era demasiado precaria como para correr el riesgo de ofender a nadie que más tarde le pudiera ser útil. Suspirando, pulsó primero aquella llamada.
Mientras aguardaba a que respondieran, miró a su alrededor, al amplio y caro hogar que se había ido construyendo a lo largo de muchos años: espléndidamente amueblado, con auténticos cuadros pintados a mano en las paredes, alfombras hechas a mano en el suelo protegidas por una invisible película de plástico contra los desgastantes pies de los niños, adornos antiguos de hacía treinta, cuarenta e incluso cincuenta años...
—¿No se da cuenta Matthew de lo que yo voy a perder si él echa a volar su contrato? —le dijo al indiferente aire.
35
Un fiasco es una botella en la cual se vende el vino italiano
—¡Bien, eso fue un fiasco, sin la menor duda! —murmuró Dan a Lyla en el momento en que tuvo la oportunidad de abandonar sus buenos modales profesionales y pudo hablarle sin que nadie pudiera oírles.
Desconcertada, ella le miró. Los pacientes estaban siendo llevados en manada fuera de la habitación, bajo la supervisión de Ariadna; Matthew Flamen, habiendo filmado varios primeros planos de ellos desde cerca de la puerta para terminar su cinta, se había quitado su equipo de grabación y estaba conversando ahora con una de las últimas en salir de entre los componentes del público, una mujer singularmente agraciada que se limitaba a fruncir la boca en un enfurruñado mohín. La conversación parecía producirse en una sola dirección.
—Pero..., pero ¿por qué? —murmuró Lyla.
—La mejor oportunidad que jamás hayas podido conseguir en tu vida, Flamen grabando toda la demostración, ¿y qué es lo que nos ofreces? ¡Once minutos, eso es todo! ¿Crees que van a sentirse complacidos tras conseguir un espectáculo tan corto? Me has dejado colgado, querida, eso es todo.
Ella siguió mirándole incrédula durante otros cuantos segundos. De pronto, como si sus terminaciones nerviosas hubieran llegado en aquel momento a su cerebro, alzó los dedos y se tocó las mejillas.
—Dan, ¿me has abofeteado?
—¡Tenía que hacerlo!
—¡Pero tú sabes que eso es terriblemente peligroso! Hubieras podido...
—Pero no ha ocurrido nada, ¿verdad?
—Yo... —Tragó dificultosamente saliva y agitó la cabeza—. No, supongo que no. Me siento como siempre después de una sesión. Pero ¿por qué?
Las últimas dos palabras ascendieron hasta convertirse casi en un grito.
—Lo sabrás cuando oigas la grabación. —Sus ojos miraron hacia más allá de ella—. Cállate y sonríe... Flamen viene hacia aquí.
La mujer con la que el hombre había estado hablando se estaba marchando ahora con el resto de los pacientes, como un componente más de un rebaño de ovejas de dos patas, y Flamen se estaba acercando con el ceño fruncido.
—¡Señor Flamen! —exclamó Dan—. ¡Espero que no se haya sentido usted decepcionado! Se lo aseguro, esta es la primera vez que he tenido que interrumpir a Lyla en público.
—¿Has «tenido»? —llameó Lyla—. ¡No «tenías» que haber hecho nada de eso! Deja de hablar como si fuera culpa mía, o te vas a encontrar sin pitonisa. ¡Y lo digo en serio!
—Sabía lo que estaba haciendo —murmuró Dan—. Tú no eres la primera pitonisa de la que me he ocupado.
—¡No, solamente la primera que no ha tenido que suplementar sus ingresos acostándose con desconocidos! —restalló Lyla.
—Señor Flamen, me temo que Lyla está un poco fatigada —dijo Dan, como disculpándose—. Quizá podamos...
—¿Y no debería estarlo? Pude haberme despertado completamente loca, ¿no te das cuenta?
—¡Ah, señorita Clay..., señor Kazer! —interrumpió otra voz, y allí estaba Ariadna acudiendo a reunirse con ellos—. Todo ha sido muy interesante. ¡Me siento realmente impresionada! Me pregunto si podrían ustedes dedicar un poco de tiempo a discutir los oráculos y ver si pueden ustedes encajarlos a alguno de... —las palabras murieron en su boca. Mirando desconcertada sus rostros, preguntó—: ¿Ocurre algo?
—Nunca hablo acerca de mis oráculos —dijo Lyla firmemente—. Tómelos o déjelos, eso es asunto suyo. Yo quiero irme a casa. No me gusta este lugar, y no puedo soportar lo que les hace a la gente. Dame mi billete de rapitrans, Dan.
Tendió la mano, pero él no hizo ningún ademán de obedecer.
—Eso es muy interesante —murmuró Flamen—. A mí tampoco me gusta mucho lo que este lugar le hace a la gente. —Se volvió hacia Ariadna—. Me dijo usted que los únicos pacientes que habían sido invitados a esta demostración eran aquellos que estaban recobrándose bien. Pero cuando he intentado hablar con Celia tan sólo he podido conseguir un educado hola de ella. ¿Es eso lo que su famoso jefe considera una cura decente?
—No hacemos otra cosa más que intentar ayudar a nuestros pacientes a reconstruir sus personalidades —dijo Ariadna rígidamente—. Si resulta que algunos de sus antiguos lazos afectivos y emocionales eran manifestaciones de alguna profunda inmadurez u otra malfunción, respecto a eso simplemente no podemos hacer nada.
El rostro de Flamen se puso blanco como la leche, y todos los músculos visibles de su cuerpo se tensaron como un muelle de reloj pasado de cuerda. Ariadna retrocedió medio paso, como rechazada por la inconfundible vehemencia de su mirada.
—¡He dicho que no me gusta lo que le han hecho ustedes a Celia, doctora! Por lo que puedo ver, si ella sigue algo más de tiempo aquí, no quedará nada en su mente susceptible de ser curado... ¡Estará completamente vacía!
—Si desaprueba usted los métodos del doctor Mogshack, está en su perfecto derecho de transferirla a los cuidados de cualquier otra persona —restalló Ariadna, sin darse cuenta aparentemente de con quién estaba hablando.
Sus ojos se clavaban en Lyla cada pocos segundos, luego volvían a apartarse como si temiera que su mirada pudiera ser objeto de censura.
—¡Tomaré eso como una invitación! —dijo Flamen heladamente—. ¡Buenas tardes! Incidentalmente, señorita Clay, me dirijo de vuelta a la ciudad y tengo aquí mi deslizador. Si desea que la lleve a algún lado...
—Tomaré el camino más rápido para salir de aquí —dijo Lyla—. Sí, por favor.
—¡Pero Lyla...!
Dan adelantó un brazo para sujetarla. En el mismo instante, Ariadna dijo ansiosamente:
—Señorita Clay, ¿cree usted juicioso...?
—Pero nada —cortó Lyla—. Me has reprochado haber efectuado una demostración demasiado corta, luego has admitido que me abofeteaste para despertarme antes de tiempo. Vuelve a casa como te plazca, vuelve arrastrándote si quieres. ¿Has comprendido?
36
Una obligación es como un músculo: cuando se contrae, adquiere volumen y dureza
Tres rostros, no solamente uno, aparecieron en la pantalla de la comred de Prior, divididos en una mitad y dos cuartas partes. Voigt ocupaba la mitad, naturalmente; Prior observó que había invertido en unas orejas nuevas. Él, y el blanc que ocupaba la cuarta parte superior de la otra mitad, tenían conectados entre ellos sonido y visión, pero el otro interlocutor —un nigblanc de fruncido ceño— parecía no haber entrado todavía en el circuito.
—¡Señor Prior! —dijo Voigt con una profesional cordialidad—. Llevamos mucho tiempo sin hablarnos. De todos modos, debo pedirle disculpas por molestarle en su propio hogar.
Prior murmuró una respuesta convencional.
—Déjeme presentarle al señor Frederick Campbell, del Departamento de Estado y Relaciones Federales —prosiguió Voigt—. Me ha llamado en petición de ayuda, y creo que lo mejor que puedo hacer es trasladárselo a usted. Señor Campbell, supongo que preferirá poner usted mismo al corriente al señor Prior.
—Encantado —dijo Campbell, en un tono que contradecía sus palabras—. Bien, quizá deba empezar explicando que mi trabajo está relacionado con la negociación de los contratos de tasas de la ciudad, y esta mañana he debido visitar Blackbury y discutir sus compras de agua y energía para el próximo año. Y precisamente cuando me iba, yo..., esto... Bien, me he encontrado con un problema más bien embarazoso entre las manos.
—No me lo diga —murmuró Prior hoscamente—. El negrito de aquí. —Señaló hacia el extremo restante de la pantalla—. Bien, precisamente en estos momentos tengo mis propios problemas, y lo último que desearía...
—Sabemos que los tiene, señor Prior —interrumpió Voigt—. ¿Debo recordarle que la CPC sigue atentamente las transmisiones de todas las estaciones de Tri-V con licencia? No se nos ha escapado en absoluto que la incidencia de fallos de transmisión que afectan al programa de Matthew Flamen ha alcanzado un nivel estadísticamente improbable. Es por eso por lo que pensé en llamar su atención sobre nuestro..., este..., visitante involuntario. El nombre de este negrito, como usted lo ha llamado, resulta ser Pedro Diablo.
—¿Qué? —Prior saltó como un pez que acaba de picar el anzuelo—. ¿Se han vuelto completamente locos, prescindiendo de un hombre como ése? ¡Eh, él solo vale lo que un par de cuerpos de ejército!
—He comprendido que ésa es también la opinión de él —murmuró Campbell—. Me ha contado la historia hasta en sus más mínimos detalles después de que me he visto obligado a admitirlo en mi deslizador esta mañana a punta de pistola.
—Pero ¿qué les ha hecho volverse locos?
—Una visita de Hermán Uys —dijo Campbell.
—¿Uys? ¿En Blackbury? Jamás hubiera creído que pudiera entrar ahí ni siquiera muerto... —La voz de Prior se ahogó en su sorpresa. Tras una pausa, añadió débilmente—: Además, ni siquiera sabía que estuviera en el país.
—Diablo tampoco —dijo Campbell sombríamente—. Ni, lo cual es mucho peor, el Servicio de Inmigración. —Se secó el rostro con un enorme pañuelo amarillo—. Los afrikaners deben de haber desarrollado alguna técnica completamente nueva de engañar a nuestros ordenadores, supongo. Pero eso no tiene importancia; han enseñado la oreja, y en el futuro estaremos en guardia. Volvamos a nuestro asunto.
Dobló su pañuelo y se acercó a la cámara.
—Aparentemente, Uys ha estado efectuando controles hereditarios sobre todos los empleados municipales. El Mayor Black ha prometido precipitadamente bajar la herencia no melánica de la población de la ciudad a un veinticinco por ciento en la próxima generación, y no hace falta que le diga que la rigidez de su actitud se está volviendo muy satisfactoriamente contra él. Hemos establecido ya contactos extraoficiales relativos a los salvoconductos para el excedente de población, principalmente jóvenes solteros, hacia otras ciudades, a fin de ampliar el fondo genético, pero me complace decirle que podemos camuflar esta acción amparándonos en la Ley Mann. De todos modos...
Vaciló. De pronto su urbanidad de ejecutivo se deslizó como una máscara de carnaval a la que se le ha roto el elástico.
—Francamente, señor Prior, en este momento nos hallamos metidos en tantas maniobras comprometidas, con un margen de probabilidad tan mínima a nuestro favor según los ordenadores, que la expulsión de Pedro Diablo dista mucho de ser la inesperada bendición que puede parecer. No sé si estará usted familiarizado con el contrato entre el gobierno federal y el consejo de la ciudad de Blackbury, pero resulta ser uno de los peores que alguien haya redactado jamás. Porque es uno de los más antiguos; es anterior al advenimiento de los ordenadores que estamos utilizando actualmente para librarnos de lagunas peligrosas. Algún maldito idiota loco pensó que podíamos sobornar a algunos nigblancs a desertar de los enclaves, hace ya mucho tiempo, y en el contrato sigue vigente todavía una cláusula que nos obliga a garantizar un empleo equivalente y un salario y unas condiciones de vida mejores a cualquiera que salga de la ciudad, sea abandonándola o siendo deportado. Y Diablo lo sabe todo respecto a eso. Me citó la cláusula, el párrafo y la línea cuando lo traje conmigo esta mañana. Y está como loco.
—De modo que se me ocurrió —intervino Voigt— que los servicios de uno de los más brillantes talentos que jamás hayan tenido los medios visuales podía unirse muy apropiadamente a su contrapartida superviviente en los canales blancs de los programas que estaba acostumbrado a preparar en su..., esto..., anterior ambiente. Especialmente desde el momento en que los análisis de nuestros ordenadores, señor Prior, indican que desde hace algún tiempo el temperamento de su jefe puede traerle algún llamémosle trastorno con el directorio de la Holocosmic.
¡El viejo zorro marrullero! Prior agitó la cabeza con reluctante admiración. La CPC podía ser letra muerta, pero Eugene Voigt no lo era en absoluto. Había tantas posibilidades implícitas en la proposición que hacían que su cabeza empezara a dar vueltas. Si ocurría lo peor y Flamen se metía estúpidamente en una disputa con la Holocosmic, podía ser un maravilloso salvavidas estar asociado a Diablo; un talento como el suyo seguiría siendo vendible indefinidamente. De todos modos, parecía improbable que las cosas llegaran hasta tal punto. Suponiendo que Diablo estuviera realmente tan furioso con su antiguo jefe como Campbell daba a entender, ¿por qué no hacer una emisión conjunta Flamen-Diablo que se convirtiera en el único programa que aireara los escándalos nigs al mismo tiempo que los blancs? Eso podía aportar una audiencia fácilmente remontable a las decenas de millones..., gente como Nora, por ejemplo, y sus vecinos, semifascinados y semirepelidos por esos alienígenas de dos patas contra cuyas depredaciones tenían que mantenerse en guardia día y noche...
Y con una perspectiva como esa ante ellos, el directorio de la Holocosmic cambiaría instantáneamente de opinión acerca de retirar de las ondas el programa de Flamen.
Pero Prior conservó su profesional presencia de espíritu. Dijo en voz alta:
—Bien, naturalmente, señor Voigt, siempre es un privilegio cooperar con una petición hecha por una agencia gubernamental. Sin embargo, comprenderá usted que no puedo comprometerme a nada sin consultar con mi jefe, y por supuesto necesitaré asesorarme acerca de la situación legal antes de...
—Si necesita usted tiempo de ordenador —interrumpió Campbell—, simplemente pídalo. Sinceramente, señor Prior, deseamos sacarnos a Diablo de las manos rápido..., quiero decir, naturalmente, que deseamos verlo instalado en un lugar donde ningún tribunal en el mundo pueda negar que se le ha ofrecido el tipo de oportunidades necesarias para proseguir con su profesión que la letra del contrato con Blackbury le puede permitir esperar. El sueldo no es problema; si es necesario, podemos pensionar sin problemas a toda la población de todos los enclaves al nivel de ingresos que tienen actualmente en ellos. Pero, como ya le he dicho, no se trata únicamente de un asunto de salarios.
Prior tragó dificultosamente saliva. Tenía la vaga sensación de estar soñando, como si inadvertidamente hubiera ingerido una dosis muy pequeña de alucinógeno.
Echó por la borda todas las precauciones y se lanzó directamente al fondo de sus problemas.
—Señor Voigt, Matthew cree que la Holocosmic está..., esto..., detrás de las interferencias en nuestro programa debido a que desearían tener otro bloque de publicidad pura en su lugar y recibirían con agrado cualquier posibilidad de romper el contrato que tienen con nosotros. Me pregunto si esta oferta de tiempo de los ordenadores federales podría extenderse a ayudarnos en nuestros intentos de evaluar el problema.
—Oh, por supuesto, señor Prior —dijo Voigt con voz melosa—. Exceder su actual índice de publicidad infringiría la Carta de Comunicaciones Planetarias, y nosotros naturalmente no lo permitiríamos.
Exultante, Prior hizo una promesa particular de comprarle a Voigt su próximo par de orejas.
—Esto es un trato —dijo firmemente—. Sí, señor..., es casi definitivamente un trato.
37
Fórmula encontrada en una botella
Ingrediente activo
R 250 mg por cápsula di-psico-cola-3'2-parabufotenina complejo tartrato hexitol en un medio separador anhidro y cápsulas neutras de gelatina.
38
Si se enfrenta usted con un fiasco, entonces mejor que lleve gafas, a fin de que al menos pueda gafar adecuadamente su contenido para degustarlo
Un desalentado silencio siguió a la marcha de Lyla y Flamen. Finalmente, Dan dijo, con el aire desesperado de alguien que quiere salvar todo lo posible de un naufragio:
—Bien, doctora Spoelstra, únicamente puedo suponer que han sido las condiciones especiales de trabajar en un hospital mental las que han arrojado a Lyla fuera de su órbita regular. Espero que no juzgará usted...
—¡Hola! ¿Por qué esas caras largas? ¡Pensé que la demostración había sido un tremendo éxito!
Todos se volvieron para mirar al que había hablado. Reedeth acababa de aparecer en el umbral y avanzaba con los dedos preparados para enviarle un beso a Ariadna.
—¿Qué más puede pedírsele a una pitonisa —prosiguió—, excepto que sus oráculos sean tan claros que uno no tenga que romperse la cabeza con ellos? Usted debe de ser Dan Kazer, supongo..., el mackero. Me alegra conocerle. Me llamo James Reedeth y trabajo aquí. Deduzco que su joven amiga se sintió muy impresionada con Matthew Flamen, ¿eh? Tras observar que se han ido juntos, predigo una aparición personal suya en la Tri-V, a nivel planetario, y como resultado de ello...
—¡Jim, eres un maniaco! —exclamó Ariadna—. ¿Qué te ocurre? ¡Olvida eso! No estoy de humor.
—Falso. Crees que no lo estás, pero realmente lo estás. Hubiera debido darme cuenta de ello por mí mismo, pero fue necesaria una pitonisa para revelarme la verdad. Independientemente de que Ariadna se ponga en contacto de nuevo con ustedes, señor Kazer, le aseguro que yo sí lo haré.
—¡Jim, cállate! —gritó Ariadna.
—No lo haré. Es culpa tuya. Tú me prohibiste asistir a la sesión en persona, ¿no? Si me hubieras permitido estar, quizá hubiera descubierto acerca de mí algo tan revelador como lo que yo he descubierto acerca de ti. Pero dígame, señor Kazer, ¿por qué la abofeteó usted y la sacó de su trance?
Terriblemente embarazado ante lo obvio que resultaba, por la expresión de Ariadna, lo trastornada que estaba por el comportamiento de Reedeth, Dan dijo vacilante:
—Bueno, esto... Bien, supongo que observó usted que después del primer par de oráculos ella cayó en un círculo recurrente: «Mientras yo estaba haciendo eso y aquello me encontré a un hombre que esto y eso otro». Eso es lo que llaman una trampa de eco. Uno no puede dejar que una cosa así siga adelante. He oído de pitonisas que cayeron en una de ellas y nunca lograron salir.
—Entiendo —asintió Reedeth—. Curioso... Nunca antes había pensado en las pitonisas como en alguien sujeto a los azares de la profesión. Pero creo que nunca las había tomado demasiado en serio. A partir de ahora, sin embargo, le aseguro que no voy a volver a subestimarlas.
Dan le dirigió una pálida sonrisa de apreciación. Hubo una pausa. Cuando quedó claro que no iba a decirse nada más, recogió su grabadora y se dirigió a Ariadna.
—Doy por supuesto que los honorarios...
—Le serán enviados tal como acordamos—restalló Ariadna.
—Bien... Bien, entonces eso es todo, supongo. Buenas tardes.
Apenas hubo desaparecido, Ariadna se volvió para enfrentarse a Reedeth.
—¿Y qué demonios ocurre contigo? —llameó—. ¿No tengo ya bastantes problemas sin tenerte a ti actuando como un estúpido? ¡Flamen acaba de amenazar con llevarse a su esposa!
—¿Y por qué debería importarte eso? Está bajo contrato privado, ¿no? Así que podemos sacar un buen provecho de ello. Además, cualquier hombre que se interesara realmente por su esposa sentiría lo mismo que él después de ver lo que le han hecho unos cuantos meses de tratamiento aquí.
—¡Jim! —Palideció, horrorizada—. ¡El doctor Mogshack puede estar escuchando!
—No lo que estamos diciendo ahora. Esta mañana hice venir a Harry Madison para que reparara mi robescritorio, y lo dotó de algunos artilugios nuevos realmente interesantes. Vamos..., suelta todo lo que tienes dentro sin preocuparte. No hay nadie que pueda escucharte excepto yo.
Ella se lo quedó mirando un largo instante, la boca enormemente abierta. Cuando él alargó una mano para tomar la suya y llevársela de allí, ella lo siguió como un niño confiado.
39
Pensamiento que cruzó repetidamente la mente del capitán Gordon K. Lorimer en su camino a casa, tras supervisar los ejercicios vespertinos del grupo de defensa urbana al que pertenece Lionel Prior
«¿De qué infiernos sirve intentar mantener la seguridad interna si Inmigración hace algo tan estúpido como permitir a Morton Lenigo que entre en el país? Y cuando uno tiene que enfrentarse con una pandilla de incompetentes del culo como los míos de esta tarde...»
40
El vuelo del hurgón
Yo soy el que ha perdido la cabeza, pensó Flamen mientras ajustaba los controles de su deslizador conectándolos a las computadoras de ordenamiento del tráfico y aguardaba a que le hicieran un hueco en el esquema general. ¿Cuál es la penalización por romper el contrato mes-a-mes de la hospitalización de Celia..., un cuarto de millón?
—Como si no tuviera ya bastantes problemas —murmuró.
A su lado, hundida en la esquina del asiento como un pajarillo asustado Lyla jugueteaba con el dobladillo de su yash, y o bien no le oyó o lo ignoró.
Cuando el deslizador se alzó por encima de las torres que rodeaban el hospital, sin embargo, suspiró audiblemente y se relajó. Flamen la miró de soslayo.
—¿Qué la hizo dedicarse a mencionar a mi esposa? —preguntó.
—¿Cuándo? Oh, quiere decir mientras estaba profetizando. ¿Lo hice?
Flamen suspiró.
—Me gustaría saber qué puedo hacer con todo esto. ¿Es usted simplemente una actriz lista? ¿Se trata tan sólo de un truco hábilmente dispuesto? Sabía que había oído el nombre de Dan Kazer antes, en algún lugar, y mientras salíamos lo he situado. Era el mack de Michaela Baxendale, ¿verdad?
—Sí.
—Él le proporcionó toda su fortuna, pero ella ha seguido siendo un fraude. Siempre lo fue. Y parece que nunca tuvo la delicadeza de darle una tajada de sus beneficios al tipo que la lanzó. ¿La ha conocido alguna vez?
—No. A Dan no le gusta ni siquiera que se hable de ella.
—No me sorprende. Es una mujer que pura y simplemente me repele.
Una vez más consideró, y desechó, la idea de preparar un programa sobre ella. No había nada que pudiera revelar acerca de ella, por desagradable que fuera, que el público no supiera ya.
Además, si las cosas seguían tal como estaban yendo actualmente, no habría programa de Matthew Flamen por mucho tiempo. Ni siquiera se atrevía a pensar en cómo sería su enfrentamiento con Prior mañana por la mañana cuando, además de la disputa de hoy, el otro descubriera que había programado material sobre el cual ni siquiera había efectuado ninguna consulta, y ni siquiera lo había sometido a aceptabilidad antes de hacerlo seguir adelante.
Pero seguía decidido a utilizarlo. Había conseguido algún metraje excelente; se podrían llenar con él unos buenos cuatro minutos.
Además, una publicidad gratuita así quizá ayudara a ablandar a Mogshack y sus colegas si se habían ofendido acerca de su estallido respecto a Celia.
Y sin embargo: Celia... Agitó la cabeza. No servía de nada seguir pretendiendo que tenía el corazón roto por su separación, ni siquiera fingir que se había sorprendido cuando su internamiento se había revelado necesario. Durante meses ella había parecido vivir tan sólo cuando se peleaban, y eso no era normal en ninguna escala de valores. Sin embargo, había sido un terrible shock descubrir que ella se mostraba completamente fría hacia él, que a fin de cuentas seguía siendo su esposo, como si se enfrentara a un total desconocido.
A su lado, Lyla estaba trasteando con algo. Con el rabillo del ojo la vio sacar del bolsillo de su nix la botellita plana de la que había tenido un atisbo antes, y deslizaría en la bolsa de su yash.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—¿Se refiere a las sibs?
—¿Sibs?
—Una abreviatura de «píldoras sibilinas». Aquí están.
Le tendió la botellita. Llevaba una chillona etiqueta amarilla con el nombre de una famosa compañía farmacéutica impreso en ella.
Flamen leyó lentamente la etiqueta.
—¡Dios mío! Si eso es lo que realmente pienso que es... ¿Quiere decir que realmente tomó usted doscientos cincuenta miligramos de eso hace menos de una hora, y salió usted de la habitación por su propio pie?
—Digamos que se quemó durante el trance, o al menos eso supongo. Pero es más bien fuerte para alguien que no esté acostumbrado a ello. Dan lo probó en una ocasión, y fue enviado a una órbita tan alta que pensé que nunca iba a volver a bajar. Quizá no lo hizo. Abofetearme para sacarme del trance... ¡El maldito estúpido!
—¿Y compra usted esto en la farmacia?
—Bueno, no se trata de algo que una pueda fabricarse en el horno de su cocina —dijo Lyla ásperamente—. Se supone que está hecho a partir de la fórmula de Diana Spitz, la primera de las grandes pitonisas. .., a finales del siglo pasado, me dijo alguien.
Realmente asombrado, Flamen le devolvió la botella.
—Está bien, la creo. No sabe usted lo que está diciendo cuando se halla en trance. Nadie puede permanecer consciente cargado de este modo.
—Así que cuénteme lo que se supone que dije acerca de su esposa. ¿Y por qué debería haberla mencionado, de todos modos?
—Estaba allí, entre el público.
—¿Quiere decir que la doctora que...? ¡Oh, no! —Los ojos de Lyla se abrieron enormemente—. ¡Dios mío! Lo siento terriblemente señor Flamen. Estaba..., esto..., distraída. Simplemente no me di cuenta. ¿Se trata de algo grave?
—Cuando la llevaron allí me aseguraron que no lo era. Pero... ¡Pero maldita sea! Conozco a mi propia esposa mejor que pueda nunca cualquier doctor, y expertos o no expertos digo que no está mejor desde que ingresó en el Ginsberg, sino peor. Hablando de ello...
Se interrumpió. ¿Cuáles podían ser las consecuencias, si se demostraba que uno de los pacientes de Mogshack había empeorado demostrablemente como resultado de su tratamiento? Una irresistible marea de excitación llenó la mente de Flamen. Nunca había hurgado en una vaca sagrada de ese tamaño desde..., bien, quizá desde el asunto que le había garantizado su promoción desde una emisora local hasta una red a nivel mundial, hacía cinco años.
—Sí —dijo en voz alta—. ¡Sí, lo haré! ¡Ya es hora de que alguien le tire de la barba al doctor Mogshack!
—Entonces puede empezar usted diciéndole a la gente que hay en el Ginsberg un hombre que es mucho más racional que el director.
—¿Qué? ¿Quién? —Flamen volvió bruscamente la cabeza.
Lyla había apoyado las manos en sus sienes y estaba oscilando, aturdida.
—Yo..., no lo sé. Supongo que esta vez no he quemado totalmente la sib, con Dan despertándome de un bofetón. Me oí a mí misma diciendo eso, pero no sé por qué lo dije, y no sé a quién me refiero.
—¿Uno de los pacientes?
—Yo... Sí. —Lyla intentó frotarse la frente a través de la molesta capucha del yash, descubrió que no podía, y en un acceso de rabia se arrancó el torpe atuendo—. ¡Oh, esta cosa es horrible! Dan dice que tengo que llevarla durante todo el tiempo porque de otro modo el seguro queda invalidado, ¡pero él no tiene que ir de un lado para otro medio asfixiado! Cristo, me he sentido tan asustada de pronto. Nunca me sentí así tras un trance, antes. ¿Tiene usted algún trank aquí?
—¡Por supuesto!
Flamen accionó el distribuidor. Ella tomó la píldora y se la tragó en seco.
—Ya está —dijo finalmente—. Lo siento. Me hubiera gustado poder decirle más, pero no podía seguir soportando la presión.
Flamen vaciló.
—No le gustó el Ginsberg, eso resulta obvio —dijo finalmente.
—Me retuerce las tripas.
—¿Por qué?
—No lo sé. —La voz de Lyla era nuevamente firme, y consideró la pregunta desapasionadamente—. No me gustó la atmósfera cuando llegué. Dan dijo que tenía algo que ver con las secreciones epidérmicas de los pacientes, pero no era algo que yo pudiera oler, sino más bien... Oh, no puedo definirlo.
—¿Acaso las pitonisas son sensibles a cosas que otra gente no capta, ni siquiera cuando se halla en trance?
—Bueno, supongo que a veces capto cosas. Pero es algo que también hacen algunas amigas mías que no son pitonisas.
Hubo una pausa. En el intervalo, Flamen estudió varias vías a través de las cuales podía meter un gato en el palomar de Mogshack, y llegó a la deprimente conclusión de que si deseaba probar que el tratamiento que estaba recibiendo había hecho que Celia empeorara en vez de mejorar, probablemente iba a tener que evaluarla. Y una evaluación computarizada de la personalidad era algo terriblemente caro, reservado normalmente para individuos tales como personalidades gubernamentales o grandes ejecutivos de gigantescas corporaciones de cuyo buen juicio dependía la suerte de millones.
Sin embargo, quizá sus propios ordenadores pudieran sugerir una alternativa; no eran lo mejor del mundo, pero estaban excepcionalmente bien alimentados con información. Y estaba también aquella sorprendente alusión de Lyla acerca de un hombre mucho más cuerdo que el director en el Ginsberg. Aquello podía señalar un camino a seguir.
—¿Puede imaginar usted a veces lo que significan sus oráculos? —preguntó.
—Oh, a veces. Conozco muy bien los atajos que utiliza mi subconsciente.
—¿Cree usted poder identificar a la persona que mencionó hace un momento, al hombre que es más racional que Mogshack?
Lyla estudió la pregunta con una expresión de duda.
—Nunca había visto antes a ninguna de las personas que formaban el público de hoy —dijo finalmente—. Pero supongo que tal vez pueda detectar algún indicio útil. Tendría que oír la grabación, por supuesto... Eso es lo más importante. ¿Cree que podría escuchar la suya? Sólo Dios sabe cuándo volverá Dan a casa con la grabación que hizo él.
—Por supuesto que puede. Ahora mismo, si quiere. Además, creo que es justo que usted la vea antes de ser transmitida, en caso de que haya algo que prefiera que no use. Bien..., si es que a usted no le importa venir sola a mi casa...
Lyla dejó escapar una risita irónica.
—¿Cree que soy una neopuritana? Ese es un lujo que no puedo permitirme.
—Sí, supongo que sí —asintió Flamen—. No es la actitud, sino lo que hay que hacer para mantenerla. Hummm. No había pensado en ello de esta forma, pero encaja: las ropas extra que hay que comprar con mayor cantidad de tejido en ellas, las comreds extra de modo que uno no tenga que estar nunca solo en una habitación con nadie sino que pueda tratar con ellos a distancia...
—No estaba pensando en eso—interrumpió Lyla—. Quería decirle simplemente que no puede existir una pitonisa puritana. El subconsciente es completamente amoral, ¿no? Dice la verdad, y... Bien, como dicen, «la verdad es una dama desnuda». Si yo pudiera, tomaría eso literalmente y nunca llevaría nada excepto joyas..., ni siquiera nix como esos. Es sorprendente lo que ayuda... Le diré algo muy curioso para probarlo. Fui enviada a una escuela muy tradicional, con uniformes y todo lo demás, increíblemente victoriana, y yo jamás tuve la más ligera sospecha de que podía llegar a convertirme en una pitonisa hasta que me fugué de él. Vine a Nueva York, no tenía ni un centavo. Dormía en el suelo en casa de desconocidos, me cubría prácticamente con harapos porque mis ropas se estaban rompiendo, y de pronto, cuando llevaba encima más suciedad que ropa, bang. Ahí estaba el talento. Al principio me asustó, pero me adapté. Y finalmente, tras conocer a Dan, empecé a imaginar cómo podía aumentarlo.
—¿Cómo?
Su hermoso rostro se agrió como nata a la que se le echa zumo de limón.
—Usted no es un niño, señor Flamen. ¿Cómo infiernos cree usted que aprende alguien a identificarse con el máximo número de gente? ¡Hace lo que hacen los otros! Se muere de hambre con ellos, duerme con ellos, come y bebe con ellos, deja que hagan con una lo que desean hacer, y no los enjuicia por nada de ello. Pero no imagino que este modo de ver las cosas le guste.
—¿Por qué no?
—Lo siento. No quería ser ofensiva. Pero tal como veo las cosas... ¡Infiernos! Lo admito, nunca he visto su programa. Ni siquiera teníamos tri-V en el apartamento hasta ayer, cuando uno de los amigos de Dan nos regaló la suya vieja. Pero es usted un hurgón, ¿y no se ganan la vida los hurgones señalando a la gente con el dedo para que la masiva audiencia de libidinosos moralistas de mentes estrechas pueda fingir que está horrorizada?
—Sí, yo enjuicio —dijo Flamen tras una pausa—. Pero al menos me gusta pensar que mis víctimas se merecen lo que reciben. Mentirosos, timadores, engreídos, constructores de imperios de escasa mente y mucho apetito de poder... No soporto a los hipócritas. Dudo que usted pueda.
—Espero que eso que me dice sea cierto —murmuró ella—. Me gustaría que usted me gustara. Siempre deseo que la gente me guste.
—Y a mí me gusta gustar. El problema es que en mi oficio no importa lo cuidadosamente que elija mis blancos, los espectadores siempre pueden resultar salpicados, y eso hace que todo el mundo se muestre..., esto..., desconfiado... —Flamen se inclinó hacia delante y observó el hermoso conjunto de espaciadas y modernas casas que estaban sobrevolando—. Ya casi hemos llegado. Aterrizaremos en un minuto.
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Hablo con la lengua de los hombres y de los ángeles y no tengo caridad
El evangelista* bramó a todo pulmón por la estación de radio «pirata» británica en 1966:
* Era un norteamericano.
—¡ Vosotros conocéis las calles de vuestra vecindad por las que no os atreveríais a caminar solos una vez anochecido! ¡Vosotros conocéis las calles por las que no os gustaría que pasaran vuestros hijos al volver a casa de la escuela!
—¿De qué demonios está hablando? —dijo su audiencia, y apagaron el aparato.
42
Perihelio
—Me gustas mucho más en la fase veraniega de tu órbita —dijo Reedeth, acariciando el pelo de Ariadna.
En respuesta, ella hundió sus dientes en la parte carnosa de su brazo, y él se apartó con un grito.
—¡Eres siempre tan pagado de ti mismo cuando has descargado tus tensiones sobre mí! —restalló—. ¡Pero no pienses que estoy completamente indefensa, sin embargo..., ni siquiera ahora!
Reedeth suspiró, frotándose las señales en forma de herradura dejadas por el mordisco. Ella se sentó y dejó colgar sus pies por el borde de la mesa-camilla de exploraciones; no era tan lujosa como una cama, pero había servido igualmente.
—¿Estás seguro de que esa cosa está desconectada? —preguntó por quinta o sexta vez, señalando al robescritorio.
—Sí, sí y sí —murmuró Reedeth—. Te lo dije: cuando Harry lo arregló, lo hizo de forma distinta a la habitual. ¡Tenemos que sacar a ese hombre de este ambiente asfixiante! Posee talentos que... Oh, no importa. Lo que deseaba era hablar de ti. ¿No puedes pensar en otra cosa más que en defenderte?
—¡No es racional gozar de la propia vulnerabilidad!
—Menos racional es actuar bajo la suposición paranoide de que todo el mundo pretende hacerte daño. ¿Y qué otra cosa estás haciendo cuando penetras en los traumas básicos de un paciente sino tomar ventaja de su vulnerabilidad?
—Tú y tu lógica artificiosa —dijo Ariadna malhumoradamente—. Es preciso efectuar una incisión para curar una hernia o una úlcera perforada, ¿no? ¡Pero tú no vas por ahí con la piel de grandes heridas abiertas colgando para el caso de que alguien tenga que hurgar en tus órganos internos!
—Como tampoco voy por ahí llevando una resonante armadura. Aunque te aseguro que alguna gente trata sus ropas como si fueran una armadura, y dan la impresión de estar siempre en guardia. Pero ¿cuál es el arquetipo del hombre perfectamente defendido? Es el catatónico.
—Eso suena como uno de los argumentos de Conroy.
—¡Aplausos! —dijo burlonamente Reedeth—. De hecho, lo es. Siempre creí que era una impresionante comparación, y sigo creyéndolo. Pero dime..., no, espera. —Alzó una mano para impedir su interrupción—. Seriamente, Ariadna: ¿qué es lo que te hizo desmoronarte de la forma en que lo hiciste? ¿Lo sabes? Siempre estás hablando de que hay que mantenerse distanciado de las propias emociones, y admito que es bueno no estar a su merced. Tú has hecho saltar tu válvula de seguridad, y eso fue maravilloso, y me gustaría poder decirte lo bueno que fue..., pero ¿qué crees que hizo que ocurriera? Estoy jugando limpio. Creo que sé cómo lo conseguí, y estoy dándote la oportunidad de descubrirlo tú misma a fin de que si lo deseas puedas protegerte contra una repetición en el futuro.
Ella se pellizcó pensativamente el labio inferior; dándose cuenta de lo que estaba haciendo, retiró furiosamente la mano.
—Yo... Bueno, supongo que fue tu seguridad. Me hallaba en un estado más bien confuso, y frente a tu absoluta seguridad la idea de discutir contigo tras todo lo demás se me hizo insoportable... Era demasiado.
—Sí, esa fue mi conclusión. Ahora hay algo más que quiero saber. —Reedeth, sentado, se inclinó hacia delante, rodeándose las rodillas con los brazos—. ¿Qué te hizo sentir que la sesión con la pitonisa había ido mal? Yo tuve la impresión de que para una primera prueba fue un notable éxito, y que debería ser repetido tan pronto como sea posible.
—No se suponía que terminara de la forma en que lo hizo, con su mackero abofeteándola. Se suponía que duraría una media hora. Y por un momento me sentí aterrada. ¿Sabes la droga que utilizan esas chicas para entrar en trance?
—Sí, las píldoras sibilinas. Se lo pregunté a mi robescritorio. Esa chica debe de tener un metabolismo fantástico para recuperarse sin nada peor que un acceso de irritación. Pero aparentemente se trata de un fenómeno bien documentado. Hay gran número de referencias al respecto en la literatura médica. ¿No te documentaste por anticipado?
—¡Naturalmente que lo hice! Pero... —Ariadna se mordió los labios—. Una cosa es leer acerca de ello, y otra verlo ocurrir ante tus ojos. Supongo que debió de impresionarme mucho, y cuando Flamen se quejó acerca del estado de su esposa no le respondí de una forma educada precisamente, y entonces él se fue con su amenaza de sacarla de aquí. Ya puedo imaginar a Mogshack chillándome acerca de eso. Y tú me cogiste en el momento preciso, cuando estaba completamente abierta. Y tú lo sabías muy bien, ¿verdad?
—Sí. Pero no voy a disculparme por ello.
—No espero que lo hagas.
Se levantó agitando la cabeza, y tomó sus ropas y empezó a ponérselas.
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Un ejemplo notable, tomado de la vida misma, ilustrando la observación de Xavier Conroy acerca del hombre perfectamente defendido
Como consecuencia de la declaración de independencia de Paraguay con respecto a España, el doctor Francia, el dictador conocido como «El Supremo», adoptó una sencilla política exterior: no se permitía a nadie entrar en el país o abandonarlo, y el comercio exterior estaba absolutamente prohibido.
44
Una firme decisión de entrar en los negocios por la puerta grande
—¡Oh, así que esa es su esposa! —exclamó Lyla, arrastrando tras ella su yash por el suelo mientras cruzaba la sala de estar de Flamen hacia el lugar de honor, donde una imagen animada de Celia grabada en cinta sin fin repetía interminablemente su ciclo—. Ahora la reconozco. Es una terrible pena... ¡Es tan encantadora!
—Gracias —murmuró Flamen—. Pero su carácter no es tan bueno como podría pensar usted viéndola. Me temo..., pero por supuesto todo ello, o casi todo, tiene que ser debido a su condición. No importa. Siéntese. Disque una bebida, la que le guste.
Había sacado las bobinas de cinta de las cámaras, dejando éstas en el deslizador; las encajó en el alvéolo de alimentación del aparato reproductor, y aguardó al débil zumbido que indicaba que el mecanismo había establecido la sincronización.
—Todo el material está en el orden en que fue grabado, por supuesto —advirtió—. Me saltaré el principio y buscaré directamente el momento en el que usted empezó a profetizar. Yo...
La comred zumbó.
—¡Maldita sea! ¡No estoy! —le dijo al automatismo.
—¡Prioridad Able Baker! —contestó la voz de Prior, y la pantalla se iluminó para mostrar su rostro.
Estaba a punto de decir algo más cuando se dio cuenta de que Flamen no estaba solo. Abrió mucho la boca.
—Matthew, ¿te has vuelto loco hoy? Podía ser una llamada de un director de la Holocosmic, o de cualquier otra persona con prioridad Able Baker sobre tu aparato. ¡Y estás casado, maldita sea..., con mi hermana!
—Como todos los neopuritanos, tienes una mente como una cloaca al aire libre —dijo Flamen cansadamente—. Pero puesto que estás en comunicación, mejor sigue. Esta es Lyla Clay, la pitonisa. Estaba actuando en el Ginsberg y grabé su trance. Ahora íbamos a pasarlo y ver si podemos utilizar algo de él para la emisión de mañana.
Prior se mostró instantáneamente alarmado.
—¿Y la ética médica?
—¿Es usted una profesional médica registrada? —preguntó Flamen a Lyla. Ella negó desconcertada con la cabeza—. Estupendo. Entonces no hay ningún problema por ese lado. Y tengo registradas autorizaciones de todos los pacientes y del personal médico. Deja de preocuparte. Pero ya que te tengo aquí, hay dos o tres cosas que quiero decir. En primer lugar, te debo una disculpa por lo de esta mañana. No veía adonde querías llegar. Hubiera debido comportarme de otro modo muy distinto a como lo hice.
En vez de ablandarse, Prior pareció aún más inquieto.
—Bien..., ¿crees que debemos hablar de asuntos privados con...?
—¿Con una desconocida escuchando? Lionel, estuve observando el trabajo de la señorita Clay esta tarde. Te lo diré claramente, no hay secretos cuando esa chica está por los alrededores. Y de todos modos, a mí no me importa. Me he ganado la vida durante años extrayendo esqueletos de los armarios de la gente... Sería hipócrita por mi parte pretender que yo no tengo ninguno. Así que disculpa por lo que te dije esta mañana. ¿De acuerdo?
—Es precisamente por eso por lo que te llamo. He recogido los pedazos por ti. —Un asomo de presunción asomó en la expresión de Prior—. Pero no voy a hablar de nada de eso en público, si no te importa.
—Mire, si molesto... —dijo Lyla, poniéndose vivamente en pie.
—Usted quédese donde está —dijo Flamen—. Deseo hablar por un momento del Ginsberg. Lionel, ¿sabes algo acerca de los métodos de Mogshack, o siempre has creído a pies juntillas en su reputación como en la de ese Lar que tienes?
Prior enrojeció como un tomate.
—Matthew, si vas a rebajarte hasta el punto de hacer bromas tan estúpidas como esa...
—Lionel, quiero saberlo. Vi a Celia esta tarde, y está convirtiéndose en un vegetal. ¿Tienes alguna idea de lo que le hacen a la gente ahí dentro?
—Sí, por supuesto que sí. Lo verifiqué muy cuidadosamente, y supongo que tú hubieras debido hacer lo mismo. Mogshack trata a sus pacientes de acuerdo con las más avanzadas técnicas terapéuticas modernas. Para cada paciente extrae un perfil de personalidad especialmente computarizado, y luego los ordenadores diseñan una curva de normalidad hacia la cual es dirigido con suavidad el comportamiento aberrante a través de varios métodos tales como... Bueno, yo soy un lego en esas materias, naturalmente, pero tengo entendido que utilizan medicamentos y... —Hizo un gesto amplio—. Sea como sea, intentan ayudar a los pacientes a confiar de nuevo en sí mismos.
—Suena más bien como si confeccionaran camisas de fuerza y recortaran a los pobres diablos por todos lados hasta que encajen en ellas —dijo Lyla, y se llevó una mano a la boca—. ¡Oh!, lo siento..., no pretendía inmiscuirme.
Flamen le dirigió una pensativa mirada.
—Sí, cuanto más pienso en ello más creo que tiene usted razón. Lionel, ¿cuándo puedo sacar a Celia de ahí?
—A finales de mes, por supuesto, cuando haya que renovar el contrato. A menos que dispongas de un cuarto de millón en buenos billetes para pagar la cláusula de penalización si quieres hacerlo antes.
—Pero ¿hay algo que me prohíba hacer que su caso sea analizado por ordenadores independientes?
—Precisamente en estos momentos no hay prácticamente nada que tú no puedas hacer analizar por ordenadores —dijo Prior, y Flamen se dio cuenta demasiado tarde de que su cuñado ardía en deseos de transmitirle las noticias que tenía.
—¡Vamos, suéltalo! —dijo bruscamente—. Yo respondo por la señorita Clay.
—Bueno... Oh, de acuerdo. ¿Qué te parece disponer de acceso y tiempo libre en los ordenadores federales?
Se echó ligeramente hacia atrás, y sonrió satisfecho ante la expresión del rostro de Flamen.
—¿Estás hablando en serio?
—Por supuesto. Hay condiciones, pero ya te hablaré de ellas más tarde. El trato vale la pena.
—¡Cristo, tiene que valerlo! ¿Cuál es el límite?
—Todo lo que necesitemos para resolver el problema del sabotaje. Más incluso. No hay límite.
—En ese caso —dijo Flamen con enorme satisfacción—, el sabotaje no es lo único que voy a resolver. Hay también una pequeña cosilla...
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El sonido de un código al ser roto es normalmente el mismo que el de alguien haciendo chasquear los dedos
—Y eso de lo que habló su mackero —dijo Ariadna—. Una trampa de eco. —Se estremeció—. Parecía querer decir que la mente puede quedar atrapada sobre un tema una y otra vez, como una cinta sin fin... Jim, tú extrajiste algo de sentido a lo que dijo, ¿verdad?
—Tú también, si admitieras el hecho. No fue sólo el verla seguir en pie cuando hubiera debido ser incapaz siquiera de moverse lo que te trastornó. Empezó antes, cuando ella te advirtió de que «venir e ir» significan también «sufrir». Es un diagnóstico de tus trastornos clásicamente exacto. Tú eres una mujer altamente sexual, y no puedes eliminar ese hecho simplemente intentando alcanzar una órbita cometaria y pasando la mayor parte de tu vida muy lejos del sol.
—¡El sol! —Ariadna rió secamente—. ¡Odiaría tenerte a ti como la luz de mi vida!
Imperturbable, Reedeth prosiguió:
—El sol da la vida..., la sal de la vida..., un retruécano de segundo orden. Estás intentando negar un fuerte instinto maternal surgido del disfrute y el placer, y eso es lo que causa todos tus trastornos, a menos que...
—¡Oh, eso es un pueril juego de salón!
—Lo siento. —La miró fijamente—. ¿Estás poniendo en duda un análisis de ordenador extraído de tu propio dossier?
—¿Has tenido la osadía de escarbar en mi dossier personal?
—Por supuesto que no. Pero tan pronto como ella terminó de profetizar le pedí a mi robescritorio que identificara a quiénes se referían más probablemente cada una de las secciones de su oráculo, y a ti te nombró inmediatamente. En cuanto a los demás... No, piensa un poco en ello, deberías ser capaz de descubrir al menos a uno de los otros dos. Siempre se ha dicho que las pitonisas hablaban con acertijos, pero sospeché de dos de sus destinatarios antes incluso de que los ordenadores los confirmaran.
—Será mejor que me siente —murmuró Ariadna, y se dirigió hacia una silla. Tragando dificultosamente saliva, prosiguió—: Bien, supongo que uno de ellos era Celia Prior Flamen.
—Naturalmente. La madre superiora..., la prioresa.
—Pero no hay nada destacable acerca de eso. Flamen es una figura pública, y aunque no creo que él haga alarde de que su esposa se halla aquí, no es difícil saberlo.
—¿Y estar segura de que se hallaba entre la audiencia? No se vistió de verde hasta esta mañana.
—Sí, pero...
—No estoy discutiendo —cortó Reedeth—. Tan sólo estoy diciendo que el oráculo es un buen diagnóstico encapsulado. Ella odia el que su marido se dedique únicamente a su carrera, ¿no?
—Hummm... Sí, entiendo: «Hamlet la ignoraba», significando que su esposo está siempre en el centro del escenario. Concuerda, te lo admito. ¿Qué más dijo..., algo acerca de envidiar a Ofelia?
—Exactamente. Sin mencionar «y luego todo terminó». Ella quedó recluida aquí. Como una monja enclaustrada. Según la terminología imaginada por Mogshack, las células del Ginsberg se llaman retiros. Así que en esencia lo que la pitonisa dijo, y los ordenadores parecen haber confirmado, es que ella nunca hubiera debido ser traída aquí porque encerrarla la permite alimentarse con una dieta de autocompasión. ¿No te hace sentir eso un poco más feliz de que Flamen nos haya amenazado con sacarla de aquí?
—Bueno, obviamente, si los ordenadores dicen que ella estará mejor fuera... Pero ¿cómo la ayudará el enviarla de vuelta a su marido? Principalmente era su compañía lo que ella no podía soportar.
—Busquemos pues una alternativa. Yo no sé lo que ella necesita, pero tiene que ser algo que la permita expresar sus más violentas emociones. Uno no puede escapar de las tensiones autogeneradas huyendo del estrés exterior. En un caso como el suyo se necesita la presión externa como una fuente de distracción.
—Comprobaré eso —murmuró Ariadna—. Pero aceptar la palabra de una pitonisa... ¿Qué va a decir Mogshack?
—Va a llorar la pérdida de una paciente. Siempre lo hace. Pero no tienes que aceptar su palabra sin apoyos. Mogshack difícilmente podrá cuestionar el juicio de sus bienamados ordenadores. Todo lo que ha hecho Lyla Clay ha sido dirigir nuestra atención hacia lugares a los que antes no habíamos mirado. Fue una idea genial la tuya, ¿sabes? Quizá debiera haber una pitonisa en el personal de todos los hospitales mentales.
Ella le dirigió una pálida sonrisa.
—¿Quién era el tercer sujeto? —dijo tras una pausa—. No puedo imaginarlo.
—Para ser sincero, creo que yo tampoco lo imaginé. Aunque lo tenía en mente, puesto que siempre lo tengo en mente. Harry Madison.
—¿Qué? Ponme la grabación, por favor. No acabo de verlo en absoluto.
Reedeth dio instrucciones al robescritorio para que lo hiciera, y cuando hubieron terminado una vez más de escuchar la aguda y clara voz de Lyla mientras ascendía hacia un inexplicable clímax de terror, Ariadna agitó desconcertada la cabeza.
—¡El mayor de los mentirosos! ¡Un hombre que no está muerto! ¿Qué conexión puede tener eso con Harry?
—Pregunté, y eso es lo que recibí a cambio. —Reedeth inspiró profundamente—. La única conclusión a la que puedo llegar es que..., bien, quizá él les ha dicho a los ordenadores más de lo que nos ha dicho a nosotros.
—¿Qué quieres decir?
—Mira, todo el mundo sabe que Harry Madison es apto para ser dado de alta desde hace meses, pero se halla atrapado aquí por una maraña de legalismos. No puede ser dado de alta como la ley exige porque el ejército no quiere saber nada de él. Yo no puedo darlo de alta bajo mi propia responsabilidad porque no es legal..., sólo puedo responsabilizarme de él dentro de los muros de este hospital. Y es el único nig en este lugar, lo cual significa que es evitado por la mayor parte de los demás pacientes. ¿No crees que no resulta extraño el que, pasando todo el día con sus máquinas, haya terminado por hacerlas sus confidentes?
—¿Literalmente?
—Los ordenadores lo identificaron instantáneamente como el tercer sujeto. Obviamente saben más sobre él que yo. Puede que sepan más sobre él incluso que él mismo. No debe ser la primera vez que ocurre algo así. Y hablando de ello... —Su voz se arrastró hasta desaparecer, mientras se acariciaba pensativo la barba con dedos engarfiados.
—¿Sí?
—¡Acabo de recordar algo! —Agitado, Reedeth se tensó—. Mira, mientras tú estabas arreglándolo todo para la pitonisa, le pregunté a mi robescritorio lo que pensaba Mogshack de Flamen yendo por ahí cargado con su equipo de grabación, y obtuve una respuesta que... Bien, francamente, en aquel momento pensé que se trataba de una especie de agudeza, y entonces se produjo algo que me distrajo, de modo que hasta ahora no he vuelto a pensar en ello. Ariadna, ¿has conocido alguna vez a una máquina que haga chistes?
—¿Que haga chistes? —hizo eco ella, incrédula—. ¡No, por supuesto que no!
—¡En ese caso, no es tan sólo sobre Madison que los automatismos saben más que yo, sino también sobre Mogshack! ¡Dios mío! ¡Esto es terrible!
Mirándole desconcertada, Ariadna dijo:
—Jim, tú..., ¿qué es lo que pasa? De pronto pareces distinto. ¡Pareces viejo!
—No me sorprende —respondió él sombríamente—. Veamos si puedo recuperar la grabación. —Miró su reloj—. La hora debió de ser... hummm... Oh, aproximadamente entre las catorce treinta y las quince.
Volviéndose hacia el robescritorio, le ordenó que revisara las grabaciones que había efectuado durante aquel período.
—Encuéntrame el pasaje relativo a las razones del doctor Mogshack para aprobar la presencia de Matthew Flamen—concluyó.
Hubo una pausa. Obedientemente, la máquina emitió de nuevo el diálogo, puntuándolo con un tictaqueo de fondo que señalaba el tiempo.
Reedeth: ¿Qué piensa Mogshack de esta idea... Flamen grabando el show para una posible transmisión?
Automatismo: Cualquier publicidad que pueda ayudar a disipar las aprensiones generalizadas acerca de las condiciones en este hospital, donde tantos ciudadanos del estado de Nueva York van a pasar probablemente parte de su...
Reedeth: ¡Mira, no quiero un panfleto de relaciones públicas! No es lógico que Mogshack esté de acuerdo con la publicidad que puede proporcionarle un hurgón como Flamen y su emisión. La gente lo asocia principalmente con denuncias y escándalos. Así que, ¿por qué debería Mogshack dar su permiso para esta grabación?
Automatismo: El doctor Mogshack aprueba cualquier cosa que pueda favorecer sus ambiciones personales.
Reedeth: ¿Y cuáles son éstas?
Automatismo: Conseguir finalmente que toda la población del estado de Nueva York, y preferiblemente la de todos los Estados Unidos, se halle sometida a sus cuidados.
Un clic cortó en seco el sonido grabado de la risita de Reedeth, pero esta vez aquello no le pareció en absoluto divertido.
46
Porqués, después del acontecimiento
«Incluso con las ventajas de un cierto grado de perspectiva histórica, como la que podemos esperar gozar desde nuestro punto de vista algunas décadas más tarde, no es fácil definir las razones por las que la sociedad de finales del siglo veinte inició de forma tan violenta un proceso de fragmentación siguiendo a un período relativamente largo de consolidación y homogeneización. Dos factores hacen el análisis especialmente difícil: primero, la mente humana no está particularmente bien adaptada a reunir y sintetizar información procedente de fuentes separadas (p. e. la experiencia personal con el contenido de un libro de texto de historia, datos de una página impresa con los de la Tri-V), y la pretendida simplicidad lineal de la era Gutenberg —si existió alguna vez— llegó a su fin antes de haber afectado a más de una minúscula proporción de la especie; y segundo, el proceso no solamente está siguiendo adelante..., sino que se está acelerando.
»Sin embargo, uno puede señalar tentativamente tres causas principales que, como los acontecimientos tectónicos en los estratos profundos de la corteza terrestre, no solamente producen reverberaciones sobre enormes áreas, sino que realmente crean discontinuidades lo suficientemente agudas como para ser atribuidas a una causa única: lo que uno podría llamar deslizamientos de tierras psicológicos.
»E1 más impresionante de estos tres es, con mucho, el imprevisible rechazo de la racionalidad que nos ha abrumado. Quizá uno pueda argumentar que tal fenómeno había sido previsto a través de la adopción para esta subcultura técnicamente brillante, los nazis, de la Rassenwissenschaft, la Welteislehre precientífica de Hoerbiger, y similares dogmas incongruentes. Sin embargo, no fue hasta aproximadamente dos generaciones más tarde que el principio emergió en una forma completamente redondeada, y resultó claro que la más querida ambición de un gran número de ejemplares de nuestra especie era abdicar completamente del poder de la razón: idealmente, de gozar del mismo tipo de vida que una rata de laboratorio con electrodos implantados en los centros de placer de su cerebro, muriéndose alegremente de hambre al alcance de toda la comida y bebida que pudiera desear.
«Aproximadamente un sesenta por ciento de los pacientes que se encuentran ahora en hospitales mentales por toda Norteamérica se hallan allí debido a que hicieron todo lo que pudieron por conseguir esta ambición con ayuda de drogas psicodélicas.
»Pero este no es el único nivel en el cual son detectables los efectos del proceso. Resulta notorio que una de las industrias punteras del siglo veintiuno es el negocio de amuletos e ídolos, encabezado por la multimillonaria corporación de Conjuh Man Inc, con su dominio absoluto de todos los enclaves nigs y de la mayor parte de los países ex coloniales, y extendiéndose rápidamente a zonas supuestamente más sofisticadas bajo la fachada de firmas tales como Lares y Penates Inc.
»Por una vez resulta perfectamente claro el porqué de este éxito tan rápido y resonante. Nuestra sociedad ya no está gobernada por individualidades, sino por los titulares de oficinas; su complejidad es tal que la situación de la persona media puede compararse con la del miembro de una tribu salvaje, con sus horizontes encerrados dentro de un valle, para quien el conocimiento del ciclo de las estaciones es una conquista intelectual difícil de conseguir, y cuya única reacción posible cuando se halla enfrentado con la sequía, o la inundación, o una plaga en las cosechas, es suponer la existencia de espíritus malvados a los que hay que aplacar mediante sacrificios y expiaciones. No existen, disponibles para el público, contrapartidas económicas a las predicciones meteorológicas. Los datos con los cuales podríamos establecerlas y transmitirlas por los medios de difusión se hallan celosamente guardados por los sacerdotes que sirven a los dioses de las corporaciones, y los profanos se ven obligados a enfrentarse con las consecuencias físicas de misteriosas e incomprensibles estaciones. Tomémonos unas vacaciones; a nuestro regreso podremos descubrir que un punto de referencia urbano ha desaparecido tan completamente como si un terremoto hubiera borrado del mapa una montaña...
«Estrechamente ligado a este factor se halla el segundo, que puede ser denominado como la socialización de la paranoia. En una sola generación, la ansiedad individual motivada por nuestra incapacidad a enfrentarnos a los recursos combinados de las corporaciones computarizadas, agencias gubernamentales y otros cuerpos públicos, ha dado como resultado la proliferación de leyes contractuales, cuya industria se ha convertido en algo mucho más importante que la publicidad. Una simple compra puede convertirse en una disputa de semanas de duración subsecuente al sometimiento de un contrato a tres, cuatro o más consultores computarizados. Hay contratos para todo..., para un simple empaste dental, uno debe evaluar, discutir, corregir, y finalmente firmar un documento de cinco o seis mil palabras. Los padres firman contratos con las escuelas para la educación de sus hijos; los doctores los redactan con sus pacientes, y si los pacientes están demasiado enfermos o demasiado alterados mentalmente como para someterse a un examen por ordenador, se niegan a seguir adelante con el tratamiento hasta que alguien que sea legalmente compos mentís se ofrezca para actuar como representante legal. En la más rica sociedad de toda la historia, nos comportamos como avaros aterrados por la idea de perder la más mínima moneda.
«Aceptando que detrás del sonriente rostro de ese vendedor, la grave simpatía de ese doctor, la formal autoridad de ese burócrata, yace el indescriptible poder de un ordenador megacerebral, nos vemos conducidos de una forma natural a rodearnos de símbolos de poder exclusivamente nuestros, y los más baratos y —podríamos decir— los más vividos de tales símbolos son las armas.
»Dos veces a lo largo de mi vida he visto a mi país amenazado con volar en pedazos como un neumático desgarrado: la primera vez durante las insurrecciones negras de principios de los ochenta, y de nuevo durante el gran miedo a la guerra de los noventa. El primero de esos acontecimientos creó una nueva palabra en nuestro idioma, y el segundo la clavó permanentemente en nuestras mentes. El monopolio fundado por Marcantonio Gottschalk se halla deliberadamente estructurado según las líneas de una familia..., esa unidad social básica que un hombre siente que está defendiendo cuando instala ventanas-imagen blindadas en vez del antiguo cristal, planta minas tan cuidadosamente como si fueran macizos de rosas en su jardín delantero. Y la técnica ha demostrado ser psicológicamente adecuada.
»Hoy en día la familia media cambia sus armas tan a menudo como nuestros abuelos cambiaban sus coches; hace revisar sus granadas con tanta asiduidad como sus extintores; marido, esposa y chicos pequeños acuden a los ejercicios de tiro del mismo modo que la gente acostumbraba a ir antes a los bolos. Se da por supuesto que esta noche, o mañana, o en cualquier momento, va a ser necesario matar a un hombre.
»Junto con la huida de la racionalidad y la socialización de la paranoia, existe un tercer factor que se relaciona con los dos anteriores. ¿A dónde se vuelve uno cuando las fuentes tradicionales de seguridad y confianza le fallan? El hombre necesita algún tipo de ancla psicológica, como siempre lo ha necesitado. En algunos países se ha revelado posible mantener una imagen pública del gobierno que cumple con esa necesidad, pero aquí eso queda descartado. Por un lado, la mayoría de los norteamericanos siempre han desconfiado de la interferencia del gobierno. El gobierno es algo muy lejano en un gran país, y nuestras raíces mentales se hunden mucho más en el tiempo que el advenimiento de los actuales medios de comunicación de alta velocidad. Por otra parte, la monstruosa complejidad de nuestra sociedad hace imposible que un solo hombre, no importa lo bien intencionado que sea, consiga reformas importantes en el término de su mandato... Está lastrado por un excesivo peso de inercia administrativa. (¡Además, los hombres bien intencionados ya no se presentan candidatos para esos puestos! Poseen demasiado buen sentido como para exponerse al asesinato, y solamente los idiotas como nuestro actual jefe del ejecutivo se dejan persuadir de vestir los ropajes de su alto cargo. La gente interesante no tiene sed de poder.)
»Lo que puso el último clavo al ataúd de esa esperanza en particular, sin embargo, fueron las insurrecciones negras de los ochenta, que demostraron que las autoridades federales eran incapaces de controlar grandes secciones de sus propias ciudades, incluido Washington D. C.
»Las religiones organizadas fallaron también —espectacularmente—, de forma simultánea con el gobierno y por razones muy parecidas, cuando se hizo evidente que los denominados «ateos» rivales de nuestra forma de vida no sólo gozaban de una mayor lealtad sino que hacían un mejor uso de sus relativamente limitados recursos.
»La gente se encontró con que no le quedaba virtualmente nada excepto el ídolo del ordenador, en el cual los menos imaginativos tendieron a invertir sus excedentes de su por otro lado inservible fe, junto con un puñado de los que podrían ser denominados gurús... doctores, psicólogos, sociólogos, cualquiera que hable como si comprendiera y pudiera controlar las fuerzas elementales que son captadas y temidas de forma universal.
»Para ilustrar lo absurdo en que se ha convertido el proceso: hay un elevado número de gente que se llama a sí misma "conroyana", según mi propio nombre. Deseo afirmar aquí que lo hacen sin mi permiso y también, al menos en lo que a mí respecta, sin mi apoyo. No apruebo el que mi nombre, o el de cualquier otra persona, sea tomado en vano.»
Preámbulo a las notas de lectura distribuidas por Xavier Conroy a los estudiantes que siguen su curso de Estudios Americanos Contemporáneos.
47
Alegato de demencia
Finalmente, Ariadna lanzó una seca risa.
—¡Jim, no te estás tomando esto en serio! ¿Has olvidado el hecho de que Harry Madison es después de todo un paciente aquí? No estoy realmente familiarizada con su caso, y sé que no dejas de decir que debería haber sido dado de alta hace mucho tiempo, pero seguramente tienes que suponer que hay buenas razones por las cuales no lo ha sido. Y sin duda —su tono se hizo más afirmativo—, si se lleva tan bien con nuestros automatismos como para hacerles decir ese tipo de tonterías, eso no es síntoma de cordura precisamente. ¡Es más bien lo opuesto!
Reedeth se dejó caer en su sillón como si sus piernas ya no siguieran sosteniéndole.
—Madison no puede trastear con los bancos de datos centrales —dijo—. Todo lo que puede hacer es efectuar ajustes en los periféricos, como eliminar circuitos censores..., lo cual es lo que parece que ha hecho en mi robescritorio. Para alcanzar los bancos centrales necesitas un código secreto IBM, ¡y por listo que pueda ser Harry me niego a creer que pueda llegar a deducir eso simplemente estudiando los periféricos! ¿No estás de acuerdo?
—S...SÍ. Quiero decir, supongo que sí.
—Esta es mi pregunta: ¿confías en los automatismos de aquí?
—Bueno...
—¿Sí o no?
—¡Una tiene que hacerlo! —restalló Ariadna.
Reedeth se inclinó hacia delante.
—De acuerdo, entonces: acabas de recibir un claro diagnóstico de megalomanía de esos automatismos dignos de confianza. Hace apenas unos minutos aceptaste ciegamente lo que te dijeron acerca de los oráculos de la pitonisa, ¿no? ¿Qué diferencia hay con este caso? Únicamente el sujeto.
—Jim, estás engañándote a ti mismo —dijo Ariadna firmemente.
El sonido de cerraduras y contraventanas resonando por toda su mente, protegiéndola contra cualquier cosa indeseada, fue claramente audible en toda la habitación. Una vez más se convirtió en la fría y arquetípica figura de la doctora a la cual estaban acostumbrados sus pacientes —incluso sus labios se fruncieron apartándose de la suave sensualidad de su reciente acto amoroso—, mientras se dirigía hacia la puerta.
—Si estás tan ansioso de creer lo que tu robescritorio puede decirte ahora que uno de nuestros pacientes ha trasteado con él —concluyó—, ¡te sugiero que le pidas que te dé algunos datos concretos acerca de tus celos del doctor Mogshack!
Se fue dando un portazo.
48
Para todas las estaciones del MSI
—Esta es una alerta rosa para las zonas este y norte de la ciudad de Nueva York, amarilla para todo el estado; repetimos, rosa para el este y el norte de la ciudad de Nueva York. Se anticipaba que la manifestación de Patriotas X reunida en el Kennedy se dispersaría pacíficamente como consecuencia del anuncio de que Morton Lenigo había pasado los trámites de aduana e inmigración, pero desgraciadamente las cosas no han resultado así. Un cierto número de encendidos discursos proclamaron que su admisión en el país era un anticipo de una mayor victoria nigblanc. Los Patriotas X y otros extremistas están dirigiéndose hacia la ciudad de Nueva York utilizando transportes aéreos, terrestres, y probablemente por rapitrans. La mayoría están armados, muchos se hallan en órbita y son potencialmente violentos. Los grupos de defensa urbana deben permanecer en alerta, en alerta, en alerta. Aguarden órdenes de los oficiales del Mantenimiento de Seguridad Interna. Repetimos, alerta rosa en el este y norte de la ciudad de Nueva York. Fin del mensaje, fin del mensaje, fin del mensaje. Estén atentos a futuros comunicados.
49
Si tiene usted miedo a la oscuridad siempre puede llevar consigo una linterna, pero no hay ninguna protección portátil barata contra la soledad
En su camino al ascensor, Lyla comprobó la comred al extremo del pasillo; como en la mayor parte de aquellos nuevos bloques de apartamentos baratos, era grande y fea y blindada, y se necesitaría una bomba para inutilizarla. Cuando metió la mano en la ranura de los mensajes, sin embargo, todo lo que encontró fue una mancha de fluido activador que se estaba ya secando... El servicio de mantenimiento había olvidado de nuevo poner una nueva carga de papel facs. No servía de nada tener el aparato en buen estado de funcionamiento si no había nada sobre lo que grabar.
Pero se sentía demasiado en baja forma como para dejar que aquello la irritara. Su depresión se había asentado antes de abandonar el apartamento de Flamen, y se había agravado aún más al verle tan complacido con algo que ella no comprendía, el fruto de su críptica conversación con el hombre gordo llamado Lionel. El mundo se había vuelto bruscamente gris y deslucido para ella. Quizá la culpa fuera de los efectos secundarios de las píldoras sibilinas, pero no tenía experiencias previas para juzgarlo. Nunca antes había sido arrancada del trance por la fuerza.
Peor aún: jamás hubiera creído en la sola palabra de Dan, pero después de haber visto la grabación de Flamen no podía seguir discutiendo la necesidad de lo que había hecho. Las trampas de eco habían representado la muerte —mental, si no física, y por lo tanto aún peor— de al menos tres pitonisas conocidas suyas.
Así que los problemas que la preocupaban eran interminables: había caído en una trampa de eco (¿por qué concebible razón?), tenía que enfrentarse a las inciertas consecuencias de intentar metabolizar lo que quedaba de la droga en un estado de no-trance, y todo aquello había ocasionado que emitiera un oráculo durante el vuelo en dirección a la casa de Flamen.
Aplicando su llave código, con su codificación magnética única, a la cerradura de la puerta del apartamento, luchó por decidir si la persona a la que se había referido era o no la misma cuya presencia la había conducido a la trampa de eco. Por lo que se decía —pero el talento de las pitonisas era demasiado frágil para someterlo a experiencias de laboratorio—, debía de haber habido alguna personalidad excepcionalmente poderosa presente entre el público, una cuya aura de autoridad superaba sus mejores intentos de apartarse de ella y centrarse en otro sujeto.
¿El propio Flamen? Era poco probable; habían pasado media hora o así examinando los tres oráculos que había conseguido emitir, del principio al fin, y llegado a la conclusión de que ninguno de ellos podía aplicársele. El hombre se había sentido muy obviamente aliviado.
Se deslizó rápidamente bajo el peso basculante, que quedaba desactivado cuando la cerradura era abierta con la llave adecuada y permanecía bloqueado hasta que la puerta era cerrada de nuevo, y cerró el mundo detrás de ella con un portazo.
Lanzando su yash a la percha —falló, y tuvo que recogerlo y efectuar un segundo intento—, llamó:
—¿Dan?
Ninguna respuesta.
En la nevera, encontró una barra de pan medio consumida que ya empezaba a enmohecerse y un poco de mantequilla de cacahuete tan vieja que el aceite se había separado. Pero no tenía hambre. En el compartimiento del congelador había una hilera de frascos azules y verdes y marrones que había que conservar muy fríos para prolongar su vida útil; en uno de los marrones, etiquetado con la letra de Dan, encontró una felipíldora y media, y las tomó.
No ocurrió mucho. Probablemente estaban pasadas. Fue a la pizarra de la cocina y garabateó FELIPÍLDORAS en letras mayúsculas al final de la lista de compras. Y no había mescal preparado ni nada parecido, y en aquel momento no se sentía con ánimos de dedicarse a la tarea de preparar algo. Ni alcohol, ni porros, ni nada. Pensó en Mikki Baxendale en su lujoso ático y sintió una puñalada de lástima por Dan, que había estado tan cerca de la riqueza.
Pero la cama no había sido reparada, y en vez de ello empezó a sentirse furiosa hacia él. Dejándose caer como una muñeca con el relleno flojo en una remendada silla hinchable, se reclinó cansadamente y le frunció el ceño al techo.
Nunca se había sentido así después de una sesión. Normalmente se sentía excitada, complacida ante los asomos de revelación que emergían de la aparente trivialidad de sus oráculos, ansiosa de seguir rastros semiocultos en una maraña de asociaciones subconscientes, y por la noche, o incluso antes, muy excitada sexualmente.
Se acarició de forma experimental. Era como tocar un cadáver.
Se sumió de nuevo en la tumba llena de telarañas de su desconcierto, agradecida de que las felipíldoras hubieran aliviado su depresión al menos lo suficiente como para permitirle considerar como valioso el esfuerzo de su concentración.
Si alguien del público la había obsesionado hasta el punto de crear una trampa de eco para ella, la suposición más probable era que esa persona fuera la misma a la que ella se había referido cuando había dicho que en el hospital había alguien más racional que el propio director. ¿Quién? ¿Qué tipo de paciente podía estar internado en el Ginsberg no porque estuviera loco sino porque estaba demasiado cuerdo?
No servía de nada romperse la cabeza, decidió finalmente. Ella nunca sería capaz de analizar sus propios oráculos sin ayuda; deseaba tener a Dan allí para poder hablar con él, la cinta para pasarla una y otra vez hasta que las palabras penetraran muy profundo en su mente consciente. ¿Dónde demonios podía estar aquel estúpido mack?
Para distraerse un poco, se puso en pie y se lanzó a un frenético recorrido del apartamento, poliaspiradora en mano, engullendo polvo y basura. El correo de la mañana se había disuelto en la masa viscosa de los libros delante del Lar, y lo arrancó todo de allí a puñados, echándolo al water. La cuarta vez que tiró del depósito el agua no salió, y lo que quedaba de la grisácea masa se quedó allá burlándose de ella, inamovible.
Se sintió poseída por una rabia repentinamente incontrolable. Regresó hecha una furia al altar del Lar y lo agarró por sus protuberantes orejas. Era un modelo YJK, el más adecuado dentro de los fabricados en serie para una pitonisa o un talento similar..., según los folletos publicitarios que lo acompañaban. Por su forma se parecía a un feneco, el zorro del desierto de grandes orejas, acuclillado.
—¡Suerte y fortuna! —dijo entre dientes apretados—. ¡Mentiroso mentiroso mentiroso podrido mentiroso!
A cada palabra retorcía malignamente el ídolo entre sus manos, esperando que algo se rompiera, pero el flexible plástico volvía a recuperar su forma; sólo la cola pareció retorcerse en un fláccido signo de interrogación.
—En ese caso... —dijo ella, y se dirigió hacia la única ventana practicable.
Alzándola por encima de su cabeza, se preparó para lanzarlo a través de los treinta y algo metros que la separaban de la calle de abajo, y en aquel mismo momento un rayo brotó de la oscuridad y restalló contra el dintel, inundándola de polvo y esquirlas de cemento.
Jadeando, aferrando el Lar contra ella como si fuera un niño, se dejó caer al suelo. Durante un largo momento de todo lo que fue consciente fue de la tensión muscular y del horrible regusto de su propio terror, y del sonoro latir de su corazón. Se vio mentalmente a sí misma tendida junto a la ventana, si la puntería del láser hubiera sido precisa, con una horrible línea chamuscada entre sus pechos.
Finalmente recuperó el control lo suficiente como para pensar en apagar la luz, cerrar la ventana —muy cautelosamente, desde un lado, tendiendo al máximo el brazo—, y volver a colocar el Lar en su nicho, distantemente consciente de que si hubiera llegado a arrojarlo hubiera tenido una infernal disputa con Dan. El período de prueba de siete días vencía mañana, y si no hubieran podido devolverlo hubieran tenido que pagar una factura de dos mil hojas de té por él.
Luego, de pie, bien protegida por las sombras, miró por la ventana para ver lo que estaba ocurriendo. Un efecto secundario de las felipíldoras era reducir la sensibilidad auditiva; tenía que luchar contra una especie de amortiguador acolchado mental para percibir los débiles sonidos externos, pero ahora que prestaba atención a ellos lo que oía adquiría un significado familiar que normalmente la hubiera puesto en alerta al instante. Un apenas distinguible canto y un resonar de tambores, como si una se diera cuenta de pronto de la existencia del monstruo urbano de la circulación a través de un amplificado pulso humano; un niño chillando, quizá atrapado en la calle entre barreras de la policía, sus padres demasiado asustados como para salir a buscarlo; en una ocasión, hacía mucho tiempo, cuando tendría unos catorce años, había oído a una pareja normal de mediana edad, amigos de su padre, discutir tranquilamente durante un tumulto en el cual había desaparecido su hijo, acerca de si tendrían otro en el caso de que lo encontraran muerto, o si eran ya demasiado viejos y quizá fuera mejor adoptarlo...
La voz del neófito Gottschalk resonó en su memoria, ofreciéndole..., ¿qué era?..., «pistolas por tan sólo sesenta y tres, con garantía del fabricante». Apretó sus puños en ciega frustración. ¡Otra de sus malditas promociones, seguramente! Era la técnica habitual Gottschalk: seleccionar una zona donde las ventas estaban por debajo de la media, saturarla con rumores hasta que los nervios de alguien alcanzaban el punto de ruptura y se producía la inevitable división entre blancs y nigblancs, y luego al día siguiente aprovechar los asustados nervios de la gente para vender pistolas, granadas y minas.
Pero un ronronear sobre su cabeza interrumpió su línea de pensamientos, y se agachó bajo el alféizar para mirar hacia arriba. Vio un aparato blindado de la policía flotando bajo sus rotores, y se dio cuenta de que aquello no era simplemente otra promoción Gottschalk. Aquél era uno de los aparatos grandes, capaz de arrasar toda una manzana de casas. Los había visto hacerlo en los noticiarios...
¡Noticiarios! Tenían una Tri-V, ¿no? Furiosa ahora ante su olvido, se dirigió hacia ella, la giró de espaldas a la ventana —aquel francotirador tenía el gatillo demasiado flojo para su tranquilidad, y muy bien podía dispararle al reflejo de la pantalla aunque ella se apartara de la ventana—, y siguió el cordón a lo largo del suelo hasta que encontró la sanguijuela. La conectó a la pared, y el aparato zumbó y cobró vida.
En el canal de la Holocosmic: publicidad. Aquella era una hora punta, por supuesto. Publicidad en la Global... Publicidad en Ninge, NY-NJ... Publicidad en la Pan-Can...
¿Qué era aquello? Una estación no registrada, entre la Pan-Can, la gran antena direccional fija situada a veinte mil metros, no en órbita sino sujeta por un cable monomolecular, y el canal adyacente concedido a los programas en lengua francesa de Québec. Algo que no debería haber estado allí había iluminado la pantalla.
Delicadamente, hizo girar de vuelta el botón hacia su posición inmediata, y allí estaba: un sonriente nigblanc con ropas africano-occidentales aureolado por una gran mancha de colores, como si una delgadísima capa de aceite sobre agua difuminara todos los contrastes entre las zonas claras y las oscuras. Había captado uno de los satélites pirata, probablemente de Nigeria o Ghana, de los cuales eran lanzados dos o tres cada año y se mantenían en órbita sobre zonas con minorías negras desleales hasta que la CPC podía conseguir los fondos necesarios y establecía un interceptor para derribarlo. Los países africanos y asiáticos habían presentado su dimisión de la CPC casi inmediatamente después de ser fundada, y se habían negado a reconocer sus reglamentaciones.
Con una perfecta imitación del a la vez dulce y seco acento de los negros de la costa de Georgia, de los negros criollos y de los negros jamaicanos adoptado por gran número de nigs en los enclaves negros de América, el hombre en la pantalla dijo:
—¡No escuchemos la mentirosa propaganda de mister Charley, hermanos y hermanas! ¡Nosotros tenemos nuestra verdad, y sus mentiras van a ser arrastradas por el tornado de la furia negra! Están tomando ya por asalto la ciudad de Nueva York... ¡Mirad, mirad, hermanos y hermanas!
La pantalla cambió a una vista de Nueva York desde el satélite, e instantáneamente se vio claro que algo no iba bien. Las luces de las calles estaban apagadas en zonas que cubrían varias manzanas, y franjas de luz plateada asaeteaban aquellas zonas: estelas de cohetes.
—¡Oh, Cristo! —susurró Lyla, llevándose los nudillos a los dientes en un gesto infantil de aprensión.
—Esos son los Patriotas X, hermanos y hermanas —dijo la repulsivamente relamida voz—. ¡El portaestandarte Morton Lenigo está ahí de vuelta de su lucha triunfal contra el gobierno británico, Cardiff, Blackmanchester, Birmingham!
Y subrayando sus palabras, imágenes de archivo de los noticiarios: el castillo de Cardiff saltando por los aires y desmoronándose, el último lord Mayor blanco de Manchester siendo sacado de la alcaldía descalzo y encadenado y conducido a un helicóptero gubernamental que aguardaba, el propio Lenigo en el famoso y antiguo Bull Ring de Birmingham rodeado por sonrientes nigs.
—¡Ha venido a patearos el culo, negros perezosos! —dijo severamente la voz—. ¿Cuándo vais a sacar a esos sucios blancs fuera de Nueva York, eh? ¿Esta noche? ¡Quizá! ¡Intentadlo, hermanos y hermanas! Cada metro y cada centímetro de esas aaaltas torres y de esos prooofundos sótanos han estado regados con SANGRE NEGRA...
Convulsivamente, Lyla arrancó la sanguijuela de la pared, y el aparato murió.
¿Han dejado entrar a Morton Lenigo? ¿Han dejado entrar a Morton Lenigo? ¿Han dejado entrar a MORTON LENIGO?
Imposible. Increíble. No, no podían. Se miró a sí misma a la débil luz grisácea que penetraba por las ventanas en el lado apartado de la calle, viendo que su bronceado veraniego estaba tan pálido como la barriga de un pez, pensando: «No dejes que el sol te dé directamente sobre la cabeza, hace de ti un blanco demasiado fácil».
—Dan—dijo, con una temblorosa voz de niñita—. ¿Dan?
Pero él no estaba allí. En la oscuridad, en un completo silencio roto tan sólo por el distante rumor de la lucha, que se hacía más fuerte y más cercana a ráfagas impredecibles, aguardó tan pasivamente como el Lar a que alguien o algo la rescatara del insufrible mundo real.
50
La gráfica es siempre más verde allá donde el desierto florece como una rosa
Conservador —quizá a causa de su edad—, Marcantonio Gottschalk, el abuelo del clan, había montado su cuartel general en las tradicionales áreas mafiosas de la costa de Nueva Jersey; no así Anthony ni Vyacheslav ni ninguno de los demás miembros de la transistorizada/computarizada/dinamizada joven generación. Para ellos el definitivamente defendible núcleo central era el desierto de Nevada: encerrado en sí mismo como una anémona de mar, aguardando el momento, antes o después, del bum.
Y ahí estaba, exactamente como previsto: ¡bum! Anthony Gottschalk, cuya foto no había llegado durante cinco años a ningún archivo oficial, cuyo polisílabo nombre de pila no era de general conocimiento como el de Marcantonio pero que ya estaba pensando en posibles modificaciones que encajaran con la eventual dignidad de líder (el actual favorito: Antonioni; en segundo término: Antoniescu, sin ninguna razón en particular excepto que le gustaba como sonaba), en aquella fortaleza de Nevada con ruido bajo sus pies indicando que se estaban realizando trabajos urgentes, hábiles y subterráneos sobre Robert Gottschalk..., nombre deliberadamente elegido para confundir ya que resultaba imposible ocultar completamente el proyecto del escrutinio de los ordenadores federales, capaces de interpretarlo como algún preternaturalmente dotado nuevo recluta vulnerable a una pistola o una granada...
Pero Robot Gottschalk no era vulnerable virtualmente a nada. En la fortaleza de su cuasi-padre Anthony, crecía como un embrión a unos setenta metros por debajo del más inferior de los sótanos, profundamente enterrado en la roca; los sonidos del trabajo que se efectuaba allí eran canalizados vía túneles que más tarde serían cerrados con puertas blindadas; uno debía correr el riesgo de contaminar o hacer saltar toda la parte occidental del continente para asegurarse de hacer pedazos sus circuitos transistorizados.
Rechoncho, de pelo negro, pero muy pálido y con ojos lechosos, Anthony Gottschalk permanecía de pie respirando la límpida brisa del desierto que cruzaba su propiedad, con olor a naranjas, limones, buganvillas, franchipanieros, incontables variedades de hermosos árboles y arbustos. Golpe tras golpe, arrojaban resplandores rojizos en su mente: ventas a Blackbury de armas que el viejo y conservador Marcantonio no querría correr el riesgo de servir por miedo a la reacción federal (¿y quién entre aquella pandilla de payasos se arriesgaría a actuar cuando lo descubrieran?, se preguntó Anthony Gottschalk)..., una insinuación en Detroit de cómo resolver el impasse Morton Lenigo..., y hoy la cosa se había resuelto y todo había funcionado perfectamente, con la insurrección casi a las puertas de Marcantonio, por Dios, maravilloso..., y preparado para entrar en acción, el mayor y más productivo de todos, de todos, de todos...
Su mente se calmó un poco; cada vez estaba más convencido de que no había droga más poderosa que la convicción de su próximo e irrefrenable éxito. Marcantonio tenía ochenta años, ¡ochenta! Debería haberse retirado hacía ya años. Estaba muy bien para gobernar el trust en los días del arco y la flecha, pero ahora en la era moderna estaba anticuado, era demasiado corto de vista, demasiado cauteloso. Con un informe de Robert ya entre las manos, la instalación casi completa, las evaluaciones parciales a su disposición pulsando el código adecuado en el teclado que tenía delante...
Volviéndose, se inclinó sobre el teclado y comprobó los últimos acontecimientos. Probabilidades de ventas para mañana en el estado de Nueva York: 12.000.000 de dólares más o menos 1.500.000. índice de ventas para todo el país: 35%. Probabilidades de realización del gran proyecto: ¡ascendiendo tres puntos en la última hora!
Anthony Gottschalk dio unos ligeros pasos de baile de pura alegría. La revolución Lenigo estaba bien encaminada. Si tan sólo pudiera arreglar las cosas de modo que Marcantonio recibiera una bala perdida...
Pero no. En absoluto, no. Allá en su propiedad de Nueva Jersey estaba al menos tan bien protegido como Anthony aquí, como Vyachislav al otro lado del estado, como todos los demás. Habría que confiar en Robert para descubrir una brecha en sus defensas.
Lo haría. No había nada en el continente, nada en el planeta, que pudiera compararse a Robot Gottschalk: el gobierno federal, sangrado a fondo (una fuerte risa) por sus masivas compras al trust Gottschalk, mientras la hidra de la insurrección estallaba como un incendio forestal latente, hoy aquí, mañana allí, pasado mañana en cincuenta ciudades a la vez, nunca podría permitírselo. Lo más parecido a él debía de ser Oom Paul en Ciudad del Cabo, el ordenador que durante más de una generación había permitido a cinco millones de blancos danzar burlonamente en torno a los nigs que los odiaban. Aquella iba a ser obviamente la segunda zona de mercado para el gran proyecto; había pensado en Gran Bretaña, pero desde la destrucción de Whitehall uno podía olvidar la Gran Bretaña. Por allí la gente apenas podía permitirse comprar fusiles.
Y cuando Marcantonio fuera enterrado —a la cabeza de un cortejo de ocho kilómetros de largo, naturalmente, porque en sus días había sido un gran hombre—, casi no habría límites a las posibilidades abiertas a los Gottschalk. Bapuji podía vender a Asia y Olayinka a África, más rápido de lo que podrían producir sus plantas. Chop-chop, como un cuchillo de carnicero, cortando líneas de demarcación entre hombre y hombre, mujer y mujer, hombre y mujer... ¡Hummm! Quizá no tanto; era necesario que siguieran naciendo niños para mantener alto el nivel de consumo... Había un alto índice demográfico todavía en Latinoamérica...
Se echó a reír. ¿Para qué servía seguir confiando en su propia intuición? Ahora tenía con él a Robert, y Robert, aun antes de estar completado, había sobornado todo lo necesario para que Morton Lenigo entrara en el país, algo que los melanistas del lugar habían estado intentando conseguir sin resultado durante dos años o más, y a las pocas horas de su llegada la gráfica de probabilidades de ventas estaba subiendo en vertical, ¡simplemente en vertical! Desde aquel momento —Anthony Gottschalk se sacó burlonamente un imaginario sombrero— Robert/Robot Gottschalk era el auténtico director del trust, independientemente de quién pudiera ser el abuelo titular.
Por supuesto, podía confiarse en que Lenigo consiguiera aquí lo mismo que había conseguido en Gran Bretaña: patrullas nigs en todas las esquinas, armadas, rostros negros y achocolatados frunciendo el ceño a los blancs dirigiéndose a sus mal pagados trabajos diarios arrastrando los pies, ahorrando desesperadamente aunque aquello significara negarles la comida a sus hijos a fin de comprar armas procedentes de los envíos lanzados en paracaídas por los Gottschalk sobre las zonas desérticas en las montañas del País de Gales, los pantanos del este de Inglaterra, los páramos de Devon y Yorkshire, y contrabandeadas por comandos negros hasta los suburbios de las ciudades para ser revendidas a precios hinchados.
De todos modos, si su simple presencia podía provocar aquella clase de pánico instantáneo—«¡simplemente unios a Lenigo!»—, Robert se habría amortizado a sí mismo al día siguiente del previsto para su definitiva terminación.
¿Qué más podía pedir nadie?
51
Si tu número sale es que tu número sale y eso es todo, así que ¿de qué sirve preocuparse? Eso es lo que yo digo siempre
Hacia la una de la madrugada, cuando la ciudad se había calmado y los vehículos de la policía se habían retirado sin tener que arrasar más de dos o tres manzanas, Lyla descubrió que se había quedado dormida en el suelo bajo la mesa plegable con las piernas convenientemente dobladas a fin de que la mesa le ofreciera alguna protección contra los cristales o los trozos de techo que pudieran caerle encima. Se sentía muy envarada y tenía mucho frío, y lo que la había despertado era la aguda queja de su comred indicándole que había una llamada aguardándola a ella o a Dan al final del pasillo.
Era un truco habitual para hacer que la gente abriera sus puertas en bloques como aquel durante los tumultos. Ignoró el ruido, odiando su insistencia y deseando que cesara.
Cuando tras largo rato lo hizo, pensó que podía haber sido utilizado para determinar si el apartamento estaba vacío o no, y se arrastró a la cocina, donde tenía su pistola, acumulando polvo en el fondo de un armario. Era muy antigua —Dan decía que había sido usada en la insurrección de Blackbury de los ochenta—, pero en aquellos días las cosas eran construidas para durar, y aún funcionaba cuando Dan la comprobó poco antes de Pascua.
Tendiendo el oído, descubriendo que el efecto de las felipíldoras había desaparecido y podía oír de nuevo normalmente, detectó pasos fuera, y luego un gruñido y algo que no pudo situar, un sonido verbal carente de contenido, y luego hubo un golpe en la puerta y una voz que reconoció dijo:
—¡Señorita Clay!
Apuntó con la pistola, comprobando que el peso sobre la puerta estaba montado.
—¡Señorita Clay! Esto... ¡Soy Bill! He hablado con usted esta mañana, ¿recuerda? ¡He encontrado aquí al señor Kazer, y está herido!
¿Qué?
Avanzando lentamente, como a través de aguas profundas, puso el seguro al peso, la cadena en la puerta, abrió, miró por la rendija hacia la derecha con el arma preparada, y allí había un hombre joven de rostro serio con un traje negro, sujetando a Dan con ambas manos, mientras la sangre chorreaba de su vientre, descendiendo por sus piernas y manchando el suelo en el caliente y fétido aire de la noche.
Dan adelantó débilmente una mano para sujetarse a la jamba, y ella no pudo cerrar lo suficiente la puerta para quitar la cadena, y el Gottschalk tuvo que echarlo hacia atrás y él gritó débilmente, y cuando Lyla consiguió abrir del todo la puerta después de un tiempo interminable casi cayó a través de ella. Entre Lyla y Bill lo condujeron hasta la rota cama y lo tendieron en ella; al principio no consiguieron enderezarlo para ver la herida en su vientre, pero cuando finalmente consiguió dominar lo suficiente el dolor como para tenderse de espaldas con las piernas estiradas, con un poco de ayuda pudieron ver que se trataba de un corte monstruoso por el que se veían confusamente las protuberancias de los órganos internos. Sus ojos estaban cerrados y su rostro blanco como el papel, y al cabo de un momento su respiración se debilitó.
—¡Vaya a buscar a un doctor! —dijo Lyla, con un colosal, increíble esfuerzo para no vomitar.
—No vendrá ningún doctor esta noche —dijo Bill—. Hay toque de queda.
—¡Pero no podemos dejarlo morir! —Lyla giró sobre sus talones, corrió al cuarto de baño, buscó desinfectante, vendas, cualquier cosa que sirviera, regresó con las manos vacías y sollozando, las lágrimas que brotaban de sus ojos picoteándole curiosamente en las mejillas, como moscas arrastrándose por ellas.
—Me temo que está muerto —dijo el Gottschalk, y soltó la muñeca en la cual había estado controlando el pulso.
—¿Qué?
—Lo siento mucho. —Pálido él también, el Gottschalk evitó sus ojos, mirando a la sangre que había manchado todo su traje negro—. Debe de haber sido golpeado con un hacha, supongo, o quizá con un sable. Es un milagro que consiguiera subir en el ascensor y gritar lo suficientemente fuerte como para que yo lo oyera cuando llegó a este piso.
Lyla permanecía inmóvil como una estatua de cera, registrando las palabras pero sin reaccionar.
—¡Oh, si la gente tomara en serio las advertencias que les damos! —prosiguió el Gottschalk tristemente, agitando la cabeza—. Hubiera debido ir armado... ¡Hubiera debido poder defenderse! No se necesita entrenamiento para utilizar cosas como un quemador, y nadie con una simple hacha o espada puede acercarse lo suficientemente a uno como para golpearle.
—¿Qué es lo que está diciendo? —dijo Lyla muy lentamente.
—Digo que si él hubiera ido armado, si hubiera sido capaz de protegerse a sí mismo...
Las implicaciones de la expresión de Lyla penetraron demasiado tarde en la mente del Gottschalk, y se interrumpió, alarmado.
—Salga de aquí. Es usted un devorador de cadáveres. Es usted asqueroso. No es usted humano.
—Vamos, mire, señorita...
—¡Es usted un demonio!
Lyla estaba medio atragantándose con sus propios sollozos; no consiguió encontrar las palabras adecuadas para expresar el odio que había estallado en su mente. Había dejado caer la pistola sobre la mesa de la cocina cuando había ayudado a trasladar a Dan, o de otro modo hubiera disparado contra el Gottschalk allá donde estaba ahora de pie. Aparte aquella, ¿de qué otra arma disponía? El Lar estaba al alcance de su mano; lo cogió y se lo arrojó, y le golpeó en mitad de la frente. El hombre lanzó un grito y alzó sus manos, estúpidamente, demasiado tarde.
—¡Fuera! —le gritó Lyla, y alzó la gran bandeja de cobre con ambas manos, corriendo hacia él.
El puño alzado del hombre la hizo resonar como un gong quebrado, y la voz de Lyla ascendió a una cúspide de aborrecimiento:
—¡Gottschalk! ¡Gottschalk! ¡Gottschalk!
Volviéndose en redondo, corrió hacia la cocina para recuperar la pistola, y el corrió tras ella, sujetando su brazo, haciéndole perder el equilibrio, pasando junto a ella y corriendo desesperadamente hacia la puerta, forcejeando para abrirla... y dando un brusco salto hacia atrás mientras el peso caía sobre sus guías mal engrasadas con un retumbar que hizo estremecerse el edificio.
—Desearía que le hubiera aplastado —dijo Lyla, alzándose del suelo—. Necesita usted que lo aplasten, como a una cucaracha.
Se lanzó de nuevo sobre la pistola, aún en la mesa, pero él fue más rápido... No temblaba con la impresión de un amante muerto. Su esperanza y su ambición eran causar muchas muertes. Era un vendedor de armas por convicción, tranquilo e incluso un poco feliz de ver que sus productos tenían una tal demanda, capaz de intentar forzar una venta a la cabecera de una cama con un cadáver. Le puso la zancadilla mientras ella tendía la mano hacia el arma, la recogió él, y le dio la vuelta en su palma, cogiéndola por la culata, con un movimiento fruto de la práctica. Allá en el suelo, ella lo miró con odio en sus ojos.
Respirando pesadamente, él hizo girar la cigüeña y alzó el peso con una mano, clavó el seguro, el arma alzada, vigilando intensamente a Lyla. Abrió la puerta, echó una mirada para asegurarse de que el pasillo estaba vacío, salió, y cerró la puerta tras él.
—Oh, Cristo —dijo Lyla. Luego, cuando se dio cuenta de que estaba sentada sobre un charco de la sangre de Dan, pegajosa en su desnuda pierna, dijo de nuevo—: Oh, Cristo.
No hubo respuesta.
52
Reproducido del Guardian de Manchester del 11 de enero de 1968
Peligro de guerra de guerrillas en los Estados Unidos.
Nueva York, 10 de enero
Un oficial retirado de la Inteligencia del Ejército de los Estados Unidos ha sugerido que los disturbios en las ciudades norteamericanas pueden conducir a una guerrilla prolongada a gran escala implicando grandes unidades del ejército, que sería tan difícil de reprimir como las actividades de la guerrilla en el sudeste asiático.
En el número de enero de la Revista del Ejército, el coronel Robert B. Rigg escribe:
«Hasta ahora, las causas de la violencia urbana han sido emocionales y sociales. La organización, sin embargo, puede transformar esas causas en causas políticas de gran potencialidad, dando como resultado un estado de violencia o incluso un estado de guerra prolongado.
»E1 hombre ha construido con hierro y cemento una "jungla" mucho mejor que la que la naturaleza creó en Vietnam. Esas junglas de cemento y ladrillo pueden ofrecer una mejor seguridad a los francotiradores y guerrillas urbanas que la de que gozan los vietcong en sus junglas, entre sus altas hierbas y pantanos.»
La guerrilla urbana podría ser fomentada por la China comunista o Cuba, dice. Algunos círculos de la Inteligencia de los Estados Unidos son conscientes de que los más peligrosos conspiradores en los ghettos son impulsados por miembros del ala prochina del partido comunista de los Estados Unidos.
Ni la utilización generalizada de armas de fuego ni la negociación política pueden ser efectivas contra las guerrillas urbanas, dice.
«Hay medidas que ofrecen una mejor solución si deseamos que nuestras ciudades no se conviertan en campos de batalla: penetración por la policía, y confianza en los métodos tradicionales del FBI. Tales esfuerzos deben empezar ahora a fin de impedir que la violencia de la guerrilla organizada gane impulso.
»Es preciso escribir un manual completamente nuevo de operaciones militares, tácticas y técnicas respecto a esta naturaleza de guerra urbana. Las unidades del ejército deben ser orientadas y entrenadas a fin de que conozcan la jungla de cemento y asfalto de cada ciudad norteamericana.»
El coronel Rigg dice que el realizar regularmente maniobras en las grandes ciudades podría resultar ser un elemento descorazonador de la insurrección urbana. —Reuter.
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Hipótesis relativa a lo anterior, para los propósitos de esta historia
O no se hizo, o no funcionó.
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Calle de la División, Tierra
Lyla Clay posee un talento supernormal.
Dan Kazer ha sido su amante durante dos o tres años.
Matthew Flamen está horrorizado de lo que se le ha hecho a su esposa.
Celia Prior Flamen se abocó a las drogas porque se sentía abandonada e ignorada.
Lionel Prior es el manager del último de los hurgones especializado en revelaciones escandalosas.
Pedro Diablo es famoso mundialmente por su propaganda antiblanca.
Harry Madison es un paciente en un hospital mental.
James Reedeth está preocupado acerca de mantener a Madison en el hospital de forma injustificada.
Ariadna Spoelstra está enamorada de Reedeth.
Elias Mogshack está dedicado al ideal de la salud mental.
Hermán Uys es un sudafricano blanco experto en razas.
Morton Lenigo está decidido a derribar los Estados Unidos blancos.
Xavir Conroy escribió en una ocasión que la Calle de la División, Tierra, pasa exactamente por el centro de cada individuo.
El hombre es un animal gregario: construye ciudades.
Los citados más arriba son seres humanos.
Lyla Clay trabaja como pitonisa, considerándolo como un trabajo normal.
Dan Kazer ha estado comercializándola como un producto de éxito.
Matthew Flamen deja pasar los meses sin ir a ver a su esposa en el hospital.
Celia Prior Flamen agradeció su internamiento porque eso le daba la oportunidad de convertirse en una monja.
A Lionel Prior le gusta mantener a toda costa las apariencias.
Pedro Diablo tiene más ascendencia blanca que ascendencia negra.
Harry Madison posee un don único en el mantenimiento de circuitos complejos.
James Reedeth nunca ha intentado realmente que Madison sea dado de alta.
Ariadna Spoelstra sostiene que «el amor es un estado de dependencia» y peligroso para un psiquiatra.
Elias Mogshack se aferra a sus pacientes como un avaro.
Hermán Uys está en la fanáticamente melanista Blackbury.
Morton Lenigo tuvo que esperar casi tres años para que se le permitiera su entrada oficial en los Estados Unidos.
Xavier Conroy, incapaz de comprometerse, se ha visto obligado a dedicarse a la enseñanza en una universidad canadiense de poca categoría.
El hombre no es un animal social: hace la guerra.
Los citados más arriba son seres humanos.
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Los negocios como siempre, más o menos
Malhumorado, la boca amarga, el estómago revuelto por la falta de sueño, Matthew Flamen se sentó con el ceño fruncido en su deslizador mientras contaba los minutos perdidos mientras el ordenador de tráfico de Ninge alimentaba a los controles cambio de rumbo tras cambio de rumbo. Era un día claro aunque caluroso, y desde una altitud de quinientos metros podía ver hasta lejos. De los tres UR mencionados en las noticias de la mañana —los ataques del Último Recurso que habían hecho necesario el volar toda una manzana en torno a los nidos de francotiradores—, los del Harlem y del East Village habían sido controlados, pero del Bronx todavía brotaba una columna de humo como un negro pilar ascendiendo recto hacia el cielo. La causa de los cambios de rumbo, sin embargo, era el flujo de naves federales transbordando gente de la ciudad a los campos de internamiento de Westchester; todos los demás vehículos estaban siendo desviados de aquel pasillo aéreo reservado.
En un momento determinado se encontró dirigiéndose en línea recta hacia una dirección diametralmente equivocada.
Maldijo para sí mismo, preguntándose qué se había apoderado de él ayer mientras estaba preparando la emisión. Pese a la alta valoración que había obtenido el caso Lenigo, lo había desechado como ridículo, y media hora antes de su emisión del mediodía todas las estaciones nigblancs estaban emitiendo alegres noticiarios de urgencia, y los Patriotas X estaban agrupándose a miles en el Kennedy.
—¡Habría que llegar al fondo de eso! —declaró en voz alta—. Quiero decir, nadie toma al gobierno en serio en estos días, ¡pero esto es una locura!
Medio azarado por emitir algo tan obvio, se calló, mesándose pensativamente la barba. La cuestión seguía en pie, sin embargo: ¿qué podía haberle ocurrido al Servicio de Inmigración para facilitarle el visado a Lenigo? ¿Chantaje? Tenía que ser algo así, en el estricto sentido contemporáneo de uno de los enclaves nig sujetando un cuchillo apuntado contra el cuello federal. ¿Qué, quién, dónde? ¿Blackbury? Imposible. El Mayor Black se estaba volviendo firmemente cada vez más paranoico, como lo atestiguaba el que hubiera expulsado a Pedro Diablo únicamente por razones genéticas, y bajo el simple testimonio de Uys además...
El problema que lo había preocupado durante todo el desayuno regresó brevemente: ¿era posible, con lo que pudiera contarle Diablo en la oficina, preparar una historia sobre la presencia de Uys en el país? ¿Estaba Campbell lo suficientemente ansioso como para dejar que trasluciera aquello que obviamente había sido tan sólo una confidencia, según juzgaba Prior, a cambio de una total cooperación en el caso Diablo?
¿Y quién era ese Diablo como persona, de todos modos? Como figura pública, cualquiera en el medio de las comunicaciones de cualquier tipo tenía una imagen preconcebida de él, un propagandista brillante, salvaje, completamente destructivo, cuyos programas enlatados eran recibidos con gritos de alegría en África y Asia. Pero aquello era en esencia irrelevante. Allá en los días pioneros de los media, casi inmediatamente después de la cruda y primitiva era de la radio dominada por el doctor Goebbels, aquel otro genio instintivo del período fronterizo, Joe McCarthy, se decía que había saludado a un antiguo amigo en una fiesta, después de haberle hecho perder su trabajo, la mayor parte de sus amigos, y conseguirle la adquisición de varios millones de nuevos enemigos, con la exclamación: «No te he visto mucho últimamente... ¿Acaso has estado evitándome?».
Flamen asintió con la cabeza. Sí, aquel hombre había tenido una premonición del esquema del futuro: la escisión público/privado, nig/blanc, rico/pobre, izquierda/derecha, conformista/no conformista, todo. Pero después de tanto tiempo sintiéndose identificado con la política de Blackbury, ¿era posible que Diablo siguiera manteniendo aquella división esencial que podría permitirle hallarse al mismo nivel que el resto de la gente del oficio?
Se alzó de hombros. Sólo el tiempo podía decirlo, y pese a todos los retrasos que estaba sufriendo parecía como si solamente fuera a llegar con unos veinte minutos de retraso al Pozo Etchmark.
Y, le gustara o no, iba a pasar el resto del día contemplando el misterio de la admisión de Lenigo. Garantizado el chantaje, eliminado Blackbury, ¿qué quedaba? Un enclave rico, por supuesto, lo cual significaba uno del norte... ¿Chicago? Infiernos, no. Quizá uno con una política especialmente buena...
Bruscamente chasqueó los dedos, mirando decepcionado a su propia estupidez en forma de la placa del fabricante en el tablero de mandos de su propio deslizador. ¡Detroit, por supuesto! ¡Tenía que ser! El único enclave nig con una pistola absoluta apoyada contra la cabeza del gobierno federal, la ciudad apodada «La Sudáfrica Negra» aludiendo a su voluntad de comerciar con el enemigo tal como los afrikaners habían estado haciendo durante décadas, acuñando el eslogan: «¡Nosotros negrociamos desde una posición de fuerza!».
¿Y qué podía haber utilizado Detroit como palanca? Bien, seguramente los ordenadores serían capaces de hacer suposiciones al respecto.
Complacido momentáneamente, dirigió una sonrisa a la ciudad que se aproximaba, y la sonrisa se desvaneció instantáneamente cuando se dio cuenta de que le estaban ordenando al deslizador que efectuara un nuevo cambio de rumbo, esta vez en beneficio de un vuelo de los aparatos blindados federales en una demostración de fuerza, lanzando cohetes contra el East River, donde estallaban levantando columnas de espuma. Y las luces parpadeantes de la ley marcial estaban brillando en todos los edificios más altos, incluido el muñón del Empire State, que había sido acortado en diecisiete pisos durante la insurrección de 1988 pero que seguía siendo un punto de referencia visible desde todas partes.
«Odio los días de ley marcial», pensó. «Realmente los odio. Es peor que vivir en una zona de huracanes.»
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Conferencia de prensa dada por el sucesor del último jefe ejecutivo capaz de cubrir el abismo de la credibilidad sin que se rasguen sus pantalones
Presidente Gaylord: Buenos días, damas y caballeros.
Periodistas: ¡Por Dios, sí que lo son! ¡Usted siempre tan atento a todo, presi!
Presidente Gaylord: (risitas).
Decano de los periodistas:* Antes que nada, presi, sus comentarios sobre la decisión de admitir a Morton Lenigo en este país, teniendo en cuenta su conocida participación en el dinamitado del castillo de Cardiff, Gales, la expulsión del lord Mayor de Manchester, Inglaterra, y la toma por los nigs de la ciudad de Birmingham, Inglaterra, y teniendo en cuenta adicionalmente la insurrección fomentada en la ciudad de Nueva York la noche pasada por los Patriotas X y otros grupos extremistas que reaccionaron a esa decisión considerándola como una confesión de debilidad frente a las amenazas de Ghana, Nigeria, y otras potencias nigblancs.
* Martin Luther Spry, de la Holohaz-Reuters.
Presidente Gaylord: Oh..., sí, me han computado eso, creo..., un segundo. (Rebusca documentos en su mesa.) Aquí está. «La decisión de admitir a Morton Lenigo fue tomada con pleno conocimiento de todas las argumentaciones hechas contra él por los portavoces racistas en su país natal de Gran Bretaña, y de acuerdo con los ideales de la gran sociedad cuya finalidad es mantener un homo...» Esto..., ¿homogenio?..., oh...
Decano de los periodistas: ¿«Homogéneo» quizá, presi?
Presidente Gaylord: Supongo que sí. «... homogéneo equilibrio entre los ciudadanos de color del planeta justificablemente deseosos de la independencia, y sus semejantes que por accidente de las circunstancias se han encontrado en una posición de mayor fortuna.»
Periodistas: (risas).
Periodista no identificado: Eso ha estado muy bueno, tío... Eso es salirse por la tangente como un... (última palabra indescifrable; risas).
Myramay Welborne, de la Pan-Can: ¿Y respecto a los comentarios de todas las estaciones de Ciudad del Cabo, recomendando que debería usted barrer todos los enclaves negros, empezando por Detroit, y pegarle dos tiros a Lenigo mientras aún no está en su casa y sus esbirros no pueden protegerle?
Presidente Gaylord: ¡Hola, Myramay! ¡Me alegra verte de vuelta! ¿Te has librado ya de esa babosa con la que te casaste?
Myramay Welborne: Todavía no. Fue una gran luna de miel, y me temo que va a durar. ¿Qué le parece si respondiera a mi pregunta?
Presidente Gaylord: Sí, creo que tengo también algo por aquí que encaja con eso... Sí, aquí está. «Es bien conocido que los extremistas blancs de Sudáfrica no se detendrán ante nada con tal de desacreditar los ideales de una sociedad multirracial. Aparte esto, no tengo ningún otro comentario que hacer sobre esa desafortunada sugerencia.»
Decano de los periodistas: Me gustaría poder utilizar sus ordenadores, presi. Parecen tan eminentemente (enfatizando) utilizables. ¿Qué va a hacer usted esta noche... ?
Phyllis Logan Quality, de la Ninge: Perdón, Martin, pero todavía tengo una...
Decano de los periodistas: Lo siento, creí que ya habíamos agotado todos los temas.
Phyllis Logan Quality: Bueno, con los muertos de la pasada noche elevándose a mil doscientos once...
Periodistas: (risas).
Phyllis Logan Quality: ... y con dieciséis mil arrestados esperando ser procesados, ¡las cosas están bastante mal en mi distrito, maldita sea!
Periodistas: ¡Ohhh! ¡Palabras malsonantes! (Risas).
Phyllis Logan Quality: ¡Eso no tiene nada de divertido! Nuestros propios estudios fueron...
Presidente Gaylord: Cuando haya terminado usted con la publicidad, Phyllis...
Periodistas: (risas).
Periodista no identificado: Déle una oportunidad, es nueva en esto. Además, es muy atractiva.
Presidente Gaylord: Será mejor decirle a los automatismos que desea usted que sus palabras sean atribuidas a un «periodista no identificado»... No deseará usted que la gente piense que se está volviendo susceptible tras todos estos años, ¿verdad?
Periodista no identificado: Eso le parecerá bien a usted, presi. Pero mi hijo Tom volvió ayer por la noche con una quemadura de tercer grado en el hombro. Un francotirador lo pilló.
Presidente Gaylord: Tenía una declaración computada para eso también, aquí por algún lado... Ah, sí. «Por mucho que uno lamente los daños causados a las propiedades por los extremistas...»
Periodista no identificado: ¡Al diablo las propiedades! ¡Era mi hijo!
Presidente Gaylord: Oh, de todos modos, tenemos demasiada gente en este país.
Decano de los periodistas: ¿Podemos citar eso?
Presidente Gaylord: ¡Citarán lo que ha sido computado para ustedes! ¡Eso no incluye las observaciones improvisadas y no oficiales! Si desea usted citar algo, tome los papeles impresos que hay en la entrada como todo el mundo. ¿Eso es todo por hoy? Tengo una cita en el club de tiro.
Decano de los periodistas: Seguro, presi, no desearíamos que llegara usted tarde a una cita importante. (Fin.)
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Reuniendo los pedazos
El proceso de selección en los campos de Westchester empezó aproximadamente a las cinco y media A.M. y a las siete los arrestados con desórdenes mentales verificables empezaron a ser trasladados al Ginsberg, y los automatismos se pusieron a zumbar emitiendo los documentos necesarios para ser puestos bajo la tutela del estado. No llamaban a Mogshack para asuntos de rutina como aquél, pero Reedeth pertenecía a los escalafones inferiores del cuadro directivo, y enviaron a por él con un deslizador de la policía a las siete y diez. Oficialmente en reserva durante todo el mes, Ariadna oyó las noticias de primera hora de la mañana y acudió al hospital a las siete y cincuenta, y con la ayuda de tres psiquiatras de la policía arreglaron el problema en un par de horas; había tan sólo unos setecientos casos supuestamente mentales esta vez. El gobierno del estado se había puesto serio últimamente, y ya no admitía que una prueba de encarcelamiento fuera equivalente a una prueba de desórdenes; el Tribunal Supremo había dictado una orden por la cual era imprescindible un certificado médico de un doctor en ejercicio.
Recorriendo los pasillos entre los arrestados amontonados y atontados por los gases somníferos, Reedeth fue comprobando cada uno de sus documentos de identidad.
—Manfred Hal Cherkey, enviadlo fuera... Lulu Waterson Walls, mejor quedárnosla, y así Harry Madison ya no será el único nig durante esta semana... Philip X ben Abdullah, mejor quedárnoslo también...
Los automatismos iban emitiendo los totales de aceptaciones, que pronto alcanzaron una cifra demasiado próxima a los límites del hospital, teniendo en cuenta las cifras previsibles de entradas civiles durante los próximos días y eliminando aquellos más antiguos internados por cuenta del estado, los cuales serían enviados de nuevo a Westchester para terminar de cumplir sus sentencias en condiciones normales de internamiento.
De pronto se detuvo en seco, mirando a una figura pálida no gaseada pero inmóvil, los brazos rodeando sus rodillas, los ojos abiertos pero sin ver nada, congelada en una postura fetal.
—Cristo —dijo—. ¿Qué está haciendo ella aquí?
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A gran distancia tanto en el espacio como en el tiempo de Basin Street, el célebre punto de intersección entre personas de distinta pigmentación epidérmica
Unos segundos después de que Flamen penetrara en su oficina del Pozo Etchmark —antepasado de los edificios que iban a construirse a principios de siglo, hundiéndose tan profundamente en la corteza terrestre como los otros edificios más antiguos se habían alzado hacia el cielo, con la esperanza de alcanzar el lecho de roca de los esquistos de Manhattan en una zona donde estaban muy profundamente enterrados—, la pantalla de la comred se iluminó para mostrar el rostro de Prior.
—¡Ah, Matthew! —con evidente alivio—. ¿Te has visto retenido ahí arriba?
—¡Por supuesto que sí! —restalló Flamen—. Han estado desviándolo todo a los cuatro puntos cardinales. Pensé que nunca iba a llegar aquí. ¿Ha venido Diablo?
—Claro que ha venido. Está aquí en mi oficina. Te lo traeré inmediatamente para que lo veas. Me temo que lo he retenido quizá un poco demasiado, pero pensé que sería mejor para él que te viera antes de que empezáramos a..., esto..., hablar de negocios.
El humor de Flamen se elevó momentáneamente; siempre se sentía divertido cuando en un acceso de timidez Prior daba aquella inflexión levemente desaprobadora a una frase que consideraba poco adecuada en un momento determinado. Aquella en particular tenía tras ella un siglo o dos de respetable uso, pero para Prior seguía sin ser completamente correcta.
—Estupendo, tráelo —dijo, dejándose caer en su sillón.
Bien, ahí estaba: el gran momento. Conducido con grandes aspavientos por Prior, el celebrado Pedro Diablo entró en su oficina, curiosamente tímido en sus modales (pero quizá aquello fuera debido al shock de haberse visto desenraizado bruscamente de su entorno de toda la vida), los ojos mirándolo todo en la habitación, mostrando más el blanco que las pupilas. Un hombre de buena apariencia, más joven de lo que Flamen había imaginado: aún en la treintena, evidentemente. Pero por supuesto tenía ya una década de fama tras él; eso podía explicar la falsa perspectiva. Delgado, tensamente nervioso, pelo y barba rizados en espirales casi africanas, llevando ropas neoyorquinas a la moda en vez del atuendo de Blackbury —un traje a rayas negro y verde y unos zapatos verdes—, Flamen pasó inventario de su persona mientras se estrechaban las manos, el otro aceptaba el ofrecimiento de una silla, emitían los requeridos convencionalismos acerca del gran placer de conocerse y de las muchas veces que él había admirado el show de Flamen.
De algún modo, sin embargo, pese a las horas de insomnio durante la noche que había intentado dedicar a la cuestión de Diablo, Flamen había acudido allí sin ningún plan de acción para el día. Tras las formalidades, hubo un largo intervalo de silencio que puso a Prior visiblemente ansioso. Acababa de carraspear y parecía a punto de lanzar alguna intrascendencia, cuando Flamen decidió —casi ante su propia sorpresa— que no iba a preocuparse de ser diplomático.
—¡Bien! —dijo, mirando directamente a Diablo a la cara—. Supongo que el hecho de que se halle usted ahora aquí como resultado de una extorsión debe confirmar sus impresiones acerca de la sociedad blanc, ¿no?
Prior dejó caer su mandíbula. Flamen se volvió hacia él con una sonrisa tan dulce como la miel.
—Tranquilo, Lionel —dijo—. Me temo que no estoy de humor para mostrarme educado hoy. He aceptado una extorsión, y estoy empezando a sentirme avergonzado de mí mismo.
—Pero el reconocido talento del señor Diablo en el campo...
—¡Oh, naturalmente! Respeto tremendamente su trabajo. También respeto su reconocida intransigencia hacia la hipocresía y las falsas palabras. Me gustaría tener la mitad de su integridad.
—Espero que me ayude usted a seguir siendo íntegro —murmuró Diablo—. No hay integridad en nada de lo que me ha ocurrido en estas últimas cuarenta y ocho horas. De acuerdo, adelante, diga que estoy aquí a resultas de un soborno..., supongo que es un privilegio poder ser tratado como el precio que puede comprarle algo a usted.
«¿Quién lo hubiera creído? Estoy sobre la buena pista.» Se dijo complacido Flamen.
—Así que dejemos a un lado las hipocresías —exclamó—. Le plantearé los hechos desnudos por los cuales acepté que usted viniera aquí, ¿de acuerdo? Estamos sufriendo interferencias en nuestro programa, y los ingenieros de la Holocosmic dicen que no pueden eliminarlas. Yo pienso que tiene que existir alguna buena razón por la que no puedan... Nunca afectan a ninguna otra de las emisiones efectuadas en sus estudios. Necesito recursos para enfrentarme a ellos y discutirles todo esto, lo cual significa grandes cantidades de tiempo de ordenador, cosa que normalmente no puedo permitirme. De modo que llegué a un acuerdo..., o mejor dicho Lionel llegó a un acuerdo, aunque yo estoy en completa conformidad con lo que decidió él.
Diablo asintió pensativamente.
—Entiendo. Todo encaja perfectamente, ¿verdad? Bustafedrel necesitaba encontrarme un agujero rápido por miedo a las críticas, usted tenía un problema que necesitaba la ayuda federal, y aquí estoy yo. Está bien, continúe.
Flamen dudó.
—Amigo, no me importa lo que usted diga, o lo que pueda decir cualquier otra persona precisamente en este momento. Me sentí tan subvalorado ayer... ¿Me comprende?
—¡Por supuesto, estoy de acuerdo con ello! —dijo Prior rápidamente—. Quiero decir, le dije directamente a Voigt: ¡Ese hombre vale lo que un par de cuerpos de ejército!
—¿Qué es lo que vale un cuerpo de ejército en estos días? —preguntó secamente Diablo.
Hubo una nueva e incómoda pausa. Finalmente, Flamen dijo:
—De todos modos, no me he mostrado educado. Le pido disculpas. En parte se debe a falta de sueño, y en parte a haber tenido durante todo el día de ayer ese asunto de Morton Lenigo bajo la nariz y haber pensado que era absurdo... Dígame, ¿qué es lo que piensa usted del hecho de que le hayan dejado entrar?
—Han perdido la cabeza. —Diablo se alzó de hombros—. Pero en eso no tienen el monopolio.
—No, resulta claro que el mayor Black ha terminado perdiéndola también —admitió Flamen—. Echarle a usted, y solamente bajo la palabra de un afrikaner, es como abrirse las venas simplemente para ver el bonito espectáculo de la sangre manando.
—¿Espera que le contradiga? No soy modesto. También me considero un mejor melanista que él, y puesto que ha dicho usted que no aprueba la hipocresía, puedo decirle también que no tengo intención de girarme la chaqueta para devolverle la pelota. Si espera usted que me presente con un paquete de difamaciones enlatadas con las que minar los pies del Mayor Black o de Lenigo o de cualquier otra persona, está muy equivocado. Dije que deseaba que el contrato con Blackbury fuera respetado al pie de la letra. Se ha hecho. Es justo. De modo que puede disponer usted de todo lo que yo hubiera utilizado en mis propias ondas si no hubiera sido expulsado de Blackbury. En general, no me gustan los blancs, así que la mayoría de lo que tengo es antiblanc. Si es usted lo suficientemente honesto como para utilizarlo, podremos entendernos. Todo ello, por supuesto, es absolutamente auténtico.
Con el rabillo del ojo, Flamen vio que Prior estaba agitándose como un pez prendido del anzuelo, claramente horrorizado por el giro que iba tomando la conversación. Pero por su parte, Flamen lo agradecía. Había algo en los agresivos modales de Diablo que le recordaba a sí mismo cuando era más joven, y al mismo tiempo atraía su atención hacia los cambios que se habían ido produciendo en él desde entonces, de una forma tan lenta y gradual que él mismo no se había dado cuenta de ninguna discontinuidad. Era como... sí, era como cuando uno está conduciendo tranquilamente un planeador en un cálido y brillante día, observando perezosamente las nubes y gozando del sol y de la brisa, y de repente recuerda el hecho de que tenía una cita hacía una hora en una ciudad a ochocientos kilómetros de distancia en la dirección contraria a la que está siguiendo.
Pensó en su promesa de ayer de que iba a ocuparse de Mogshack. ¿Por qué había dicho eso? ¿Porque estaba honestamente preocupado acerca de Celia? Eso era lo que había creído en la superficie de su mente, pero la fuerte personalidad de Diablo, afilada en una comunidad en la que lo negro era negro y lo blanco era blanco y no había ninguna gradación de gris en medio, había hecho que su pretensión se rasgara como el parche demasiado tenso de un tambor.
No, en lo más profundo de su corazón ya no estaba interesado en Celia; hacía ya meses que se había resignado a perderla como esposa, y una vez aceptado este pensamiento y descargada ella de ese papel, se había convertido en una persona más entre millones, una desconocida. Sin embargo, del mismo modo que en una ocasión había hablado en términos tan duros e intransigentes como los de Diablo, también su yo más joven había pronunciado el compromiso formal y público de la ceremonia del matrimonio, y lo había sentido.
Era un consuelo reconocer como un hecho amargo el que más de la mitad de los matrimonios celebrados en América en el siglo XXI, aunque el siglo tuviera tan sólo catorce años de edad, habían terminado finalmente en divorcio; pero no era suficiente como para permitirle a uno relegar a una persona que durante un tiempo ha formado parte de tu universo al status de una simple herramienta, el instrumento para minarle los pies a Mogshack y demostrar que Matthew Flamen el hurgón sigue siendo alguien a quien hay que tener en cuenta.
Todo aquello había estado trabajándolo durante la noche, estacionándose en el borde mismo de su conciencia, y necesitaba tan sólo el último empujón circunstancial para iniciar una avalancha. Resultaba que Diablo había sido el instrumento para dar ese último empujón circunstancial, y lo había dado en el peor momento, cuando todo su razonamiento le advertía que no se atreviera a seguirlo, porque había una emisión que grabar y componer y revisar y entregar en escasamente dos horas.
—Matthew, ¿ocurre algo? —oyó decir a Prior.
Con un tremendo esfuerzo, se devolvió al presente.
—No, nada —mintió, con convincente intrascendencia—. Simplemente estaba estudiando la mejor forma de familiarizar al señor Diablo con nuestras técnicas, pero supongo que no habrá ningún problema, ¿verdad? Debía utilizar usted un equipo más o menos parecido al nuestro allá en Blackbury.
Diablo escrutó las consolas de ordenador que ocupaban tres paredes de la oficina, con una pantalla sobre cada una de ellas, y agitó la cabeza.
—En absoluto. Dudo que haya un equipo como este en ninguno de los enclaves nig excepto quizá en Detroit, y si allí hay uno probablemente sea utilizado para defensa y control de presupuestos, no para propaganda. Francamente, me estaba preguntando para qué serviría todo esto.
—Entonces se lo mostraré —dijo Flamen, levantándose—. No tenemos demasiado tiempo para montar nuestra emisión de hoy, pero en una ocasión preparé el programa en unos diez minutos, así que si nos apresuramos podemos... ¡Déjeme ver!
Cruzó la habitación y se detuvo ante la consola más cercana a la puerta; era la más frecuentemente utilizada, como lo demostraban las profundas huellas de uñas en la parte superior de su tablero.
—Empezaremos con algo que había dejado a un lado —dijo, medio burlón, medio irritado—. El asunto Morton Lenigo. Primero los hechos que constituyen el trasfondo... —Tecleó un código en el tablero, con dedos expertos—. Ahora que los tenemos introducidos, busquemos un punto de partida desde el cual podamos profundizar lo suficiente. Por ejemplo, preguntemos lo que el gobierno de la ciudad de Detroit amenazó con hacer a fin de asegurarse la admisión de Lenigo.
Diablo se había situado a su lado y observaba. Flamen se sintió complacido al oír el débil silbido del hombre cuando pronunció en voz alta la idea que se le había ocurrido en el deslizador.
—Entonces, ¿fue Detroit? Evidentemente, usted es el más adecuado para saberlo. Pero no se preocupe. No voy a sacarle información. Nuestro equipo no es el mejor del mundo, pero está bien cargado de datos, y de todos modos no tuve necesidad de computar eso..., simplemente lo deduje.
En la parte de atrás de su mente se dio cuenta de que estaba adoptando aquel tono ligeramente superior a fin de volver a colocar en su sitio a aquel nig en venganza por aquel abrumador acceso de realización que había sufrido hacía un minuto, y se sintió incapaz de proseguir con ello, y se sintió desanimado de nuevo.
Cristo, pensó: estoy empezando a preguntarme por qué sigo teniendo amigos. Peor aún..., ¿tengo realmente amigos?
Pero en voz alta, como respuesta a la aparición en la pantalla encima de la computadora de una corta lista de temas clave, cada uno de ellos seguido por un índice de probabilidades en términos porcentuales, dijo:
—Observe, dice que el punto más sensible donde pueden aplicar su presión es la aplicación de su tasa anual de impuestos. Prácticamente han saturado el mercado de deslizadores, vehículos de transporte comerciales y todos sus demás productos más importantes, y no han computado tan exactamente como pretendían su programa del desgaste previsto de sus productos. Podemos resistir al menos un bloqueo de tres meses antes de que se nos agoten las existencias de piezas de repuesto, y en caso necesario podríamos denunciar el contrato que firmó con ellos el gobierno federal y empezar a producir nosotros mismos esos repuestos. Mientras que el hambre causaría disturbios entre ellos en aproximadamente mes y medio si nosotros bloqueáramos deliberadamente nuestros envíos de alimentos. De todos modos, sus compras de agua y energía representan una tajada tan grande del presupuesto federal, pagada en monedas fuertes africanas y del Medio Oriente, que la amenaza por su parte de construir..., oh, digamos una planta de condensación... ¿Ocurre algo?
Diablo tragó dificultosamente saliva.
—Sí —dijo, con tono desafiante—. Creo que me está usted probando. Todo esto lo obtuvo usted como parte de su acuerdo con los federales, ¿verdad? Formaba parte del precio por admitirme en este agujero.
—Le juro que no hay nada de eso —dijo Flamen con una ligera sonrisa—. Pero supongo que he dado en el clavo, ¿eh?
—Bueno... Oh, de acuerdo. Le creo. Y ha dado en el clavo. Incluso en lo que se refiere a la planta de condensación atmosférica, íbamos a dar esa información dentro de esta misma semana. Supongo que no es necesario que explique sus intenciones.
—¿Hacer que los nigs se pusieran de nuevo al nivel de los blancs en esa carrera de la sucia y antisocial práctica del «chantaje»?
—Nosotros lo llamamos «petardos» —dijo Diablo—. Ya sabe: «Enciende la mecha y...» Lo siento, no quisiera entretenerle cuando se halla usted justo de tiempo, pero hay algo que no comprendo. —Se mesó la barba, contemplando la pantalla del ordenador—. Teniendo usted un equipo analítico como este, capaz de extraer conclusiones de algo tan bien camuflado como el asunto del chantaje Lenigo, ¿por qué se necesita el programa especializado de un hurgón para difundirlo? ¿No cree que los servicios regulares de noticias serían suficientes?
—Durante años he estado viviendo del hecho de que no son suficientes —dijo secamente Flamen. Luego, suavizándose—: Aquí no es como ahí afuera, Diablo. Es algo más bien psicológico. Miramos a lo que usted puede ver, y allí nos detenemos. Supongo que es algo que entró en nuestras costumbres en algún momento del siglo pasado, como el hecho de que..., bien..., de que lo miremos a usted y pensemos «nigblanc», y nada más. Consideramos las noticias como el informe escueto e imparcial de algo que ha ocurrido, independientemente del porqué: ayer hubo un terremoto, hoy hay disturbios, mañana va a haber un tornado. ¿Me capta?
—Completamente —dijo Diablo, asintiendo con la cabeza—. Prosiga.
—De acuerdo. ¿Dónde estaba? Oh, sí. Bien, ahora voy a computar todas las historias que dejé madurar ayer, y comprobaré el monitor para ver qué ha ocurrido desde... —La pantalla parpadeó y se oscureció y parpadeó de nuevo, evaluando y presentando los factores en cada una de las sucesivas historias—. Oh, estupendo. Hoy tenemos varios asuntos utilizables.
—¿Cómo deciden ustedes cuáles son los utilizables? —Normalmente me baso en un porcentaje de más de un ochenta por ciento a favor de que sea cierta. Eso funciona. En una ocasión utilicé algo evaluado en un setenta y ocho por ciento, y tuve que pedir disculpas y pagar daños y perjuicios, pero nunca he tenido ningún problema con nada evaluado en más de un ochenta por ciento por este equipo. Aunque el ser cauteloso me costó ayer desechar la historia de Lenigo; estaba cinco puntos por debajo de otra alternativa mejor. —¿Cuál?
—La de que los Gottschalk estaban difundiendo de nuevo la alarma y el desaliento. Un tema sin demasiado interés, por supuesto. Hace años que todo el mundo sabe que es así como incrementan sus índices de ventas: son devoradores de cadáveres, engordando con los odios y los temores de la gente, y siendo como es la especie humana, tienen todas las oportunidades de seguir engordando hasta que se derrumben bajo su propio peso.
—Eso es algo que no tenemos en los enclaves —dijo Diablo—. Las campañas de ventas de los Gottschalk, quiero decir. Somos un mercado automático..., islas en un mar de hostilidad.
—Hummm. —Los ojos de Flamen se clavaron en la pantalla mientras hacía pasar tema tras tema para un atento análisis—. Incidentalmente, tengo algo acerca de los Gottschalk. Aquí está. No creo que signifique mucho para usted en este momento, sin embargo. Diablo contempló la pantalla.
—IBM : 375.000$; Honeywell: 233.000$; Elliot... No, no lo tiene. —Han estado comprando equipo de proceso de datos de alta sofisticación. Montones. Ese es el informe de las facturas de ayer. —¿De un solo día? —preguntó Diablo, incrédulo. —Eso es lo que dice aquí. ¿Se atreve a..., esto..., sugerir una explicación?
El mesarse la barba de Diablo se convirtió en una serie de tirones que amenazaron con arrancarla de raíz.
—¡Hummm! Me temo que nunca he prestado mucha atención a los Gottschalk. Es una mala política en un lugar como Blackbury el ofender a una gente que nos ayuda de la forma en que ellos lo hacen. Pero tenía entendido que utilizaban uno de los bancos de memoria de Iron Mountain.
—Lo hacen. —Flamen vaciló. Luego, aceptando finalmente que aquella noche se había sentido asustado ante su encuentro con un hombre cuya reputación era superior a la de él mismo pese a todos los impedimentos, falta de fondos, falta de recursos, falta de apoyo de los potentes bancos en la cima del tótem planetario, sintió el impulso de presionarle con su perspicacia—. Pero aparentemente uno de sus códigos de seguridad se halla a la venta por un precio no muy superior al millón. Si han llegado hasta ese punto, es obvio que están dispuestos a prescindir de Iron Mountain, ¿no?
—¿A favor de su propio equipo privado?
—Diría que parece lógico.
—Quizá sepan algo —dijo Diablo tras pensar un momento—. ¿Ha comprobado usted la lista habitual de los clientes de Iron Mountain para ver si hay en ella alguien que se halle igualmente en la lista negra de los Gottschalk?
—Oh... —Flamen se mordió el labio—. Maldita sea, no pensé en eso. Gracias. Veré si sale algo de ello, pero me va a tomar algo de tiempo conseguir la lista de clientes.
Pulsó de nuevo el teclado, esta vez en el tablero adyacente, pensando en la idea de toda la Iron Mountain volando por los aires, digamos gracias a la actuación de un loco convenientemente contratado. Eso podía desmoronar la organización de al menos un millar de las más importantes corporaciones.
Y era una posibilidad que realmente hubiera debido tener en cuenta.
—¡Ya está! —dijo—. De todos modos tenemos preparado algo para una información especial, de modo que hoy podemos permitirnos elegir. Creo que empezaremos con un tema de interés personal para usted. ¿Qué está haciendo Hermán Uys en Blackbury, y cómo consiguió que el Mayor Black pusiera de patitas en la calle a su propagandista clave?
—¡Oiga, no...! —Diablo se tensó instantáneamente; con la misma rapidez, eliminó la reacción ante la tranquila mirada de Flamen.
—¿Aprueba usted que a un blanc sudafricano se le permita sabotear de esa forma los canales propagandísticos de la comunidad nig norteamericana?
—Yo..., esto... —Diablo inspiró profundamente, y al final agitó la cabeza.
—Muy bien entonces. Veremos lo que tenemos disponible sobre Uys. No tengo que preguntar acerca del Mayor Black: es vanidoso, y tenemos sobre él grabaciones suficientes como para alcanzar la luna con ellas.
Flamen se dirigió hacia la computadora de la pared que formaba un ángulo recto con la primera.
—Más o menos lo que pensaba —murmuró, cuando en respuesta a su pregunta aparecieron los datos en la pantalla—. ¡Prácticamente nada! Casi todo material en blanco y negro y en 2-D. Bien, podemos arreglárnoslas con ello. Este es reciente, comparativamente hablando.
La pantalla se enturbió, se aclaró, mostró a Uys descendiendo la escalerilla de un avión, presumiblemente en África del Sur, siendo recibido por su familia y haciendo un gesto a un grupo de periodistas.
—Le daremos un poco de color..., profundidad holográfica... Sí, eso es mejor..., bien..., podemos empezar con esto y luego fundir unas imágenes del Mayor Black y, veamos ahora..., pasamos a América y mostramos unos cuantos macuts... No está mal para un principio, ¿verdad?
Aquella era la parte de su trabajo que era genuinamente creativa, y siempre disfrutaba mucho con ella: la adaptación del material más diverso para crear un bloque a todo color y en tres dimensiones tan convincente que solamente una persona que hubiera estado en el lugar de los hechos pudiera darse cuenta de las inexactitudes.
—Cristo, es como magia —murmuró Diablo, no haciendo ningún intento por parecer indiferente.
La imagen de la pantalla había evolucionado a través de un período de caótica confusión, y ahora mostraba una escena de Uys ante una mesa de laboratorio..., indudablemente en América, no en África, aunque era la impresión total y no algún detalle específico lo que daba esa sensación..., volviéndose para hablarle al Mayor Black mientras este último se acercaba acompañado por un par de macuts armados.
—No hay nada mágico en esto —dijo Flamen casualmente—. Simplemente tenía los datos precisos sobre los cuales trabajar... Un laboratorio genético clásico, con sus correspondientes ordenadores, el material adecuado en bocales y bandejas esparcido por ahí, las etiquetas..., todo ese tipo de cosas. Las escenas son automáticamente ajustadas a las condiciones climáticas, ropas, ángulos de luz, etcétera, y todo lo que tenemos que hacer ahora es añadirle el sonido. —Pulsó unas cuantas teclas en la consola—. Voces..., supongo que tendremos algo grabado, incluso de Uys, y aunque no lo tengamos las máquinas pueden imitar un acento sudafricano. La fraseología característica..., salpicada con algunos eslóganes afrikaners elegidos... Y ya está.
La imagen fija de la pantalla cobró movimiento. Brotaron voces de un altavoz oculto. El mayor Black dijo:
—¿Cómo va la limpieza de la casa para nosotros?
Uys vaciló, enrojeció ligeramente, se controló, y respondió en una voz átona que nadie podía dudar en aplicar a un afrikaner.
—Si se refiere usted al desarrollo de la campaña para purificar la herencia melanista de esta ciudad, he localizado varias líneas impuras que necesitan ser cortadas. En particular hay un mestizo llamado Pedro Diablo que...
Flamen accionó un control y el sonido disminuyó de volumen, aunque las imágenes siguieron.
—¿Qué le parece? —preguntó.
Diablo se pasó una mano por la frente, con aspecto desconcertado.
—Es fantástico —admitió—. El detalle, quiero decir. Como la reacción de Uys ante la sugerencia de que ha sido contratado como un criado bantú, para limpiar la casa para un nigblanc... ¡Eso tiene carácter, maldita sea! ¡Cristo, si se me hubiera permitido disponer de esta clase de equipo en vez de unos estudios y un puñado de actores...!
—¿Permitido?
—Quiero decir si hubiera tenido el presupuesto necesario. —Diablo dominó su excitación con un esfuerzo—. ¿Qué tipo de respuesta piensa proponer usted a la pregunta inicial..., el porqué está Uys en Blackbury?
Flamen regresó a la consola que había utilizado primero.
—Aún se está computando —dijo cuando la pantalla se iluminó—. Esa pequeña flecha, ¿la ve?, indica que el índice aún está subiendo a medida que se van introduciendo nuevos datos. Lo dejaremos que se vaya cocinando un poco más, y vamos a dedicamos al tema especial del que le he hablado antes. Es una grabación que hice ayer en el Hospital Ginsberg; había actuado una pitonisa, y grabé su trance. Hará una excelente entrada para algo que finalmente puede convertirse en un asunto grande.
—¿Uno de los asuntos que aparecieron antes en pantalla? —preguntó Diablo.
—No, algo nuevo que se halla tan sólo en un estadio experimental. Disponemos de ese tiempo gratuito en las computadoras federales, ya sabe, y una de las cosas que quiero hacer con él es... Bien, atrapar a alguien, no importa quién.
Flamen había olvidado casi que Prior se encontraba en la habitación; le lanzó una preocupada mirada.
—Vea, sospecho que el tratamiento de los pacientes en el Ginsberg está haciendo que a veces estos empeoren en vez de mejorar, pero el director es Elias Mogshack, y tiene una tal reputación a nivel planetario que necesito una certeza absolutamente incuestionable antes de poder lanzarle un desafío. Pensemos simplemente en lo que podría ocurrir si mis sospechas fueran fundadas.
Alargó un brazo y pulsó de nuevo un código. La cifra que apareció en la pantalla provocó una exclamación aprobadora.
—¡Noventa, y subiendo! ¡No puedo recordar la última vez que conseguí una cifra tan alta!
—¿A favor de qué? —preguntó Diablo.
—De verlo arrojado sin contemplaciones a la basura. En cuyo caso no vale la pena preparar el terreno... Vamos a darle al trance de esa pitonisa todo el tiempo que podemos dedicarle a un solo tema según nuestro contrato con la Holocosmic, es decir, cuatro minutos. ¡Ya está! ¿Tenemos preparada alguna otra cosa? ¿Todavía no? Ha elegido usted un buen día, Diablo... Parece que tenemos un buen montón de excelentes temas. No importa, hay otro punto que me gustaría computar antes de empezar a montar la cinta para la emisión, y aún nos quedan diecinueve minutos. Veamos cuáles son nuestras posibilidades de analizar el problema del sabotaje del que le hablé antes, contando con el tiempo ilimitado de las computadoras federales. Por supuesto, esto es algo que hará temblar a toda la Holocosmic, pero siempre he confiado en las dobles comprobaciones.
Se inclinó sobre la consola y compuso cuidadosamente la pregunta. Por encima de su hombro, observando todos sus movimientos, Diablo dijo:
—Eso del sabotaje... ¿Existe la posibilidad de que sus empleados hayan cedido a las presiones de alguien a quien usted haya ofendido?
—Me encantaría que la gente se sintiera lo suficientemente ofendida como para reaccionar de esa manera —murmuró Flamen—. Pero han transcurrido dos años desde que un anunciante intentó sacarme de las ondas porque había dicho algo que a él no le gustó. La gente no parece preocuparse demasiado de esto ahí afuera. Lo más probable es que la propia Holocosmic intente apartarme del programa para conseguir otro bloque exclusivo de tiempo publicitario...
Las palabras murieron en su boca. En la pantalla, en respuesta a su pregunta codificada, apareció un único y gran dígito: un incontrovertible, inexplicable, incomprensible cero.
59
Reproducido del Guardian de Manchester del 2 de marzo de 1968
Los Estados Unidos prevén un largo y violento verano
De nuestro corresponsal Richard Scott, en Washington.
Generalmente se acepta como inevitable el que los disturbios raciales en las ciudades norteamericanas superen este verano en número y violencia a los del año pasado.
Y debido a que sus causas, tal como han sido analizadas en el informe del Comité Asesor Nacional, son tan básicas, y sus raíces tan profundas y tan consecuencia del esquema de vida norteamericano, únicamente podrán ser erradicadas tras un enorme esfuerzo nacional y después de un largo período de tiempo.
Mientras tanto, el gobierno nacional, las fuerzas policiales de las ciudades y del estado, y los ciudadanos normales, tanto negros como blancos, se están preparando ya para lo que puede ser el verano más turbulento en la historia de la nación.
Fuerzas de apoyo
Aunque las tropas federales tan sólo han sido utilizadas en dos ocasiones desde 1923 para reprimir disturbios civiles, se informa que una fuerza de 15.000 hombres ha sido preparada por el Pentágono para ser utilizada en caso de que las fuerzas de la ciudad y del estado se revelen insuficientes. Estas fuerzas han sido divididas en siete grupos operativos y acuarteladas cerca de las ciudades donde con mayor probabilidad pueden presentarse disturbios graves. El gobierno ha estado acumulando igualmente material antidisturbios en emplazamientos clave.
Pero el control de los disturbios incumbe en su totalidad, excepto como último recurso, a los oficiales que deben hacer cumplir las leyes en las ciudades y en los estados. Por ello, hay informes procedentes de todo el país relativos a los considerables esfuerzos que se están haciendo para incrementar y modernizar su equipo antidisturbios.
En algunas ciudades la policía está siendo equipada con un controvertido nuevo rifle de gran alcance, con municiones que poseen algunas de las características de las balas dum-dum. En otras está adquiriendo helicópteros armados o vehículos blindados que pueden disparar alternativamente gases lacrimógenos o ametralladoras...
Comisionados voluntarios
Se están preparando ya planes detallados por parte de las autoridades ciudadanas. En algunas ciudades se informa que la policía está mejorando enormemente sus servicios de información, de modo que puedan obtener datos más rápidos y más precisos de inminentes disturbios. En un condado de Chicago, el sheriff está intentando organizar una fuerza de un millar de comisionados voluntarios a quienes se les proporcionaría sus propias armas y recibirían un entrenamiento especial antidisturbios de 40 a 60 horas. Esto parece acercarse peligrosamente a los grupos de vigilantes de otros tiempos, tristemente recordados.
En el otro lado de la moneda se hallan los preparativos particulares que hacen los ciudadanos norteamericanos para el largo y cálido verano que se les prepara. Tanto blancos como negros están armándose. Hay recientes informes de un brusco aumento en las ventas de armas de fuego..., y es más bien raro que una familia norteamericana no posea una pistola o un rifle en su casa. Se informa que muchas amas de casa están asistiendo a cursos de la policía sobre el empleo y el cuidado de los revólveres.
60
Hipótesis relativa a lo anterior, para los propósitos de esta historia
Se hizo, pero no funcionó.
61
Un acertijo es una especie de cedazo
Con aspecto cansado, e irritada —habían tenido que trabajar durante toda la pausa del mediodía, clasificando los arrestados en los disturbios que eran mentalmente inestables, arreglando las cosas para que aquellos que se hallaban ya bajo tratamiento regular fueran enviados directamente a sus propios terapistas, revisando las listas y abriendo nuevas entradas para aquellos que no habían podido ser alojados en otros sitios—, Ariadna apareció en la pantalla de la comred interior de Reedeth mientras éste estaba hablando por un circuito externo.
—Un segundo —dijo él por encima de su hombro, y terminó su otra conversación con un conciso—: ¡Tiene que hacerse, y es usted quien debe hallar el medio! ¡Y será mejor que se apresure!
Cortando la comunicación, hizo girar su sillón para hacer frente a Ariadna.
—¿Si?
—Creí haberte oído decir algo acerca de que Lyla Clay había sido internada aquí esta mañana. Bien, se supone que todos los datos de las arrestadas femeninas han de pasar por mi oficina, y los suyos no están entre ellos. ¿Qué ha ocurrido?
—Oh. Oh, sí. —Reedeth se pasó una cansada mano por el pelo, luego se reclinó en su sillón y extrajo un paquete de porros del cajón de su robescritorio. Teóricamente estaba prohibido fumar en el hospital, pero en momentos de tensión excepcional todo el mundo se saltaba la regla a la torera. Siguió hablando mientras buscaba algo con lo que encender uno—: Conseguí sacarla de la corriente general de entradas. Fue un presentimiento. Y resultó cierto.
—Cierto, ¿en qué?
—No tenía nada que hacer aquí.
—Pero tengo entendido que dijiste que estaba en muy malas condiciones. Posición fetal, shock...
—Todo eso, y mucho más. ¿Cómo esperarías encontrarte tú si tu amigo acabara de morir ante tus ojos?
Ariadna se llevó una horrorizada mano a la boca.
—¿Fue atrapado en medio de los disturbios?
—Correcto. Alguien le sajó la barriga con un hacha. Consiguió llegar a casa, con la ayuda del Gottschalk del bloque, y... Te doy tres posibilidades de que adivines lo que hizo el bastardo.
Ariadna agitó en silencio la cabeza, negando.
—Intentó venderle un arma por encima del cadáver del mackero, cuando aún estaba caliente —dijo él.
Hubo una pausa. Finalmente, Ariadna dijo:
—Peor que un bastardo. Un devorador de cadáveres. Pero todos lo son, ¿no? De otro modo no se dedicarían a ese negocio.
—Sin embargo, es lo peor que he oído que hiciera uno de ellos. Y aparentemente, cuando la señorita Clay le ordenó que se marchara de allí, amenazándole con la pistola que tenía en el apartamento..., él fue a la comred y presentó una denuncia contra ella por asalto a mano armada.
Una búsqueda diligente desenterró un viejo y destartalado encendedor analítico desechable, cuyo débil resplandor le permitió tras varios esfuerzos encender su porro.
—¿Es cierto todo eso, o ella...? —preguntó Ariadna.
—¿Se inventó todo? No, es cierto. Precisamente cuando has llamado estaba hablando con uno de los capitanes del sector, diciéndole lo que pensaba de los tipos que actúan como ése. Entiende, estaban demasiado ocupados como para responder inmediatamente a su llamada, de modo que no fueron al apartamento hasta las seis o así de esta mañana. Reventaron la puerta y entraron en tromba. Ella había pasado toda la noche tendida al lado del cuerpo muerto, demasiado asustada como para salir del apartamento ni siquiera hasta la comred debido a que el Gottschalk se le había llevado la pistola.
—¿Y la internaron?
—¡Iban a arrestarla, así simplemente, por el amor de Dios! ¡Sospecha de asesinato! Hasta que a uno de los cabezasduras se le ocurrió buscar el arma con la que ella podía haberlo abierto en canal, y descubrieron que el rastro de sangre procedía del pasillo. Por aquel entonces, sin embargo, ella debía de haber acabado de perder ya lo que le quedaba de razón, de modo que nos la enviaron. Simplemente le dije al capitán que lo mejor que podía hacer era acusar al Gottschalk de haberle robado su arma, y anular su orden de internamiento inmediatamente. Pero me temo que lo único que hice fue ponerme a gritar para aliviar un poco mis nervios.
Ariadna asintió con aire deprimido.
—Supongo que no esperarás que ninguna fuerza de policía del país arrestre nunca a un Gottschalk, ¿verdad? Tienen demasiado miedo a que el próximo pedido sea de armas anticuadas... ¿Qué es lo que has hecho con ella?
—Oh, he dado órdenes de que no sea registrada como paciente, que se le administre simplemente terapia de emergencia en el dispensario, y se le permita descansar un poco allí. Luego he dicho que me la envíen, y hablaré un poco con ella antes de que se marche..., si puede marcharse. Aún no estoy seguro de si su orden de internamiento ha sido procesada o no, puesto que fue una de las últimas que trajeron esta mañana, y si lo ha sido, habrá que encontrarle algún tutor.
—¿Aún no ha cumplido los veintiuno?
—Le faltan unos tres meses.
—Bueno..., probablemente tendrá padres, o familiares de algún tipo.
—A las muchachas de esta edad normalmente no les gusta que sus familias se vean mezcladas en asuntos como este —señaló Reedeth. Comprobó su reloj—. De todos modos, debería llegar aquí en unos pocos minutos, y puedo preguntárselo. ¿Deseas hacerlo tú?
—Hummm... —Ariadna miró a algo que estaba fuera de la vista de Reedeth—. Creo que debería, pero no sé si voy a encontrar tiempo. Esta mañana hemos rebasado la capacidad del hospital con todos esos arrestados, y el doctor Mogshack me ha pedido que relacione cincuenta pacientes verdes para ser dados de alta inmediatamente y tener así un poco de respiro.
—¡Bien! ¡Nunca pensé llegar a ver el día en que se permitiera que algunos pacientes salieran antes de hora!
El rostro de Ariadna se convirtió en una máscara pétrea.
—Eso no tiene ninguna gracia, Jim —dijo.
—No. No, supongo que no. Quien está hablando es la marihuana en un estómago vacío. Lo siento. Pero supongo que tendrás en mente a Harry Madison para esa lista de altas, ¿verdad?
—Sí, por supuesto..., pensé inmediatamente en él. Pero las computaciones siguen siendo desfavorables. Desearía poder enviarlo directamente a uno de los enclaves nig..., digamos Newark. Pero eso está más allá de la frontera del estado, y... —Se alzó de hombros—. De todos modos —añadió, mientras sus ojos se iluminaban ligeramente—, esto ofrece una solución fácil para el problema de Celia Flamen.
—¿De veras?
Ella lo miró inexpresivamente.
—¡Oh, claro, naturalmente!
—¿Y la penalización por alta prematura?
—Intentaré persuadirle de que olvide el asunto, por supuesto. Después de todo, ayer dijo que deseaba sacar a su esposa del Ginsberg tan pronto como le fuera posible.
—Oh. Sí, eso puede solucionarlo todo. —Reedeth asintió aprobadoramente—. ¿Está él de acuerdo?
—Todavía no lo sé. Le dejé un mensaje en su casa, en su oficina y en la Holocosmic, pero aún no he tenido respuesta. Ahora que pienso en ello, quizá será mejor que lo pruebe de nuevo mientras se computa la lista de altas. ¿Alguna otra cosa?
—¿Aparte preguntarte qué piensas hacer esta noche?
—A este ritmo voy a estar demasiado agotada —suspiró ella, y cortó la comunicación.
62
La causa inmediata de una orden federal por la cual treinta y tres oficiales de Mantenimiento de la Seguridad Interna fueron degradados o expulsados deshonrosamente
En algún momento de la noche, Morton Lenigo consiguió eludir a los oficiales de Seguridad Interna asignados para seguirle a todas partes, y cuando las cosas se calmaron lo suficiente como para que el asunto llegara a la atención del cuartel general, ya hacía cinco horas que Lenigo se había perdido de vista.
63
Más horas de trabajo y menos paga
—Suponiendo que Voigt haya mantenido su promesa —dijo Flamen, tecleando el código apropiado en su comred con una serie de chasqueantes clics—, esta línea debería conectarnos directamente al ordenador federal que nos ha sido reservado sin ningún tipo de interferencia... Sí, ya está. Ahora le alimentaremos la emisión tal como la tenemos grabada, y dejaremos que la compare con la versión recibida por el público, y extraiga la..., esto..., conclusión lógica. Tiene que haber algo equivocado en la lectura que obtuvimos antes, eso es definitivo. Cero es imposible. —Se preguntó si su convicción sonaba forzada—. Pediré a la IBM que haga también una comprobación, que verifique si el selector de dígitos no eliminó indebidamente las primeras dos cifras. Probablemente hubiera tenido que dar 100.
Prior estaba tironeándose el labio inferior.
—Sí, supongo que no hay ninguna otra explicación —murmuró.
—Bien, ya está.
Flamen echó hacia atrás su silla giratoria y empezó a levantarse.
—¿Quiere decir...? —Diablo dudó—. ¿Quiere decir que ya ha terminado por hoy?
—Bueno..., sí, por supuesto. Sólo tenemos una emisión al día, de lunes a viernes.
—Pero parece como si no haya hecho usted nada —dijo Diablo—. Quiero decir... Bueno, tengo la sensación como si me hubiera perdido algo.
—Intenté explicárselo todo a medida que lo hacía —dijo Flamen—. Pero si hay algo que olvidé...
—No, supongo que se trata simplemente de que no estoy acostumbrado a trabajar con su clase de equipo. —Diablo agitó la cabeza, con una expresión de desconcierto en su rostro—. Déjeme ver si lo entendí bien. Todo lo que necesita hacer usted es seleccionar los temas, ¿correcto? Y efectuar las reconstrucciones a partir de las grabaciones que encuentra usted almacenadas, y recitar el comentario para que quede grabado también. Entonces, ¿todo lo demás es automático?
—Por supuesto. —Flamen parecía ligeramente desconcertado—. Siempre disponemos exactamente de quince minutos... o, para ser completamente exactos,,.catorce minutos y cuarenta y cinco segundos para permitir la inserción del indicativo de control de la estación al principio y al final. Y los anuncios están pregrabados, naturalmente, y el nuevo material es ajustado automáticamente de modo que encaje con el tiempo disponible. El último ordenador de la fila es el que efectúa el montaje de todo el material y, a menos que los propios ordenadores de la Holocosmic pongan alguna objeción, ya tenemos la cinta lista.
—¿Suelen poner muchas objeciones?
—Oh... Digamos que tenemos que cambiar algo una vez por semana, por término medio. De hecho, es demasiado.
Diablo pensó en aquello por un rato. De pronto, se echó a reír.
—Debo sonar como un auténtico ratón de campo —dijo—. Sin embargo, es un shock para mí. Entienda, estoy acostumbrado a trabajar de las nueve de la mañana a las nueve de la noche durante cinco y a menudo seis días a la semana, con un par de pausas de media hora para comer algo si tengo suerte. Esto, comparado con lo que yo hacía en Blackbury, es la perfección. Tenga en cuenta que tan sólo ese pequeño fragmento con Uys y el Mayor Black hubiera tenido que planearlo al menos con una semana de anticipación para conseguir un tal lujo de detalles. Sin contar con el buscar a los actores y ensayar la escena, y repetirla las veces que fuera necesario hasta que quedara bien. —Hizo una pausa, mirando especulativamente a Flamen—. ¿Le importa si le hago una pregunta muy personal?
—Depende. Pruebe.
—¿Cuánto cobra usted por estas tres horas diarias de trabajo?
—Oh... Bueno, es algo del dominio público, si sabe usted dónde mirar, y supongo que no es nada de lo que deba sentirme avergonzado. Cien mil al mes, más o menos. Tenga en cuenta que de ello hay que deducir el alquiler y el mantenimiento de los ordenadores, esta oficina, el sueldo de Lionel, lo que debo pagar a mis informadores que un par o tres de veces al año me dan algo realmente sensacional que yo no podría deducir sin acceso a fuentes confidenciales, gastos diversos como comprar códigos secretos de ordenador y cosas así.
—Y..., ¿y mi sueldo ahora, también?
—¡Dudo que pudiera pagarlo! —Flamen dejó escapar una risita humorística—. No, como usted sabe, usted deseaba adherirse a la letra del contrato con Blackbury, así que está usted a cargo de los fondos federales. Por pura curiosidad, sin embargo, ¿cuánto le pagaban a usted en Blackbury?
—Dos mil —dijo Diablo tras una breve vacilación.
—¿Dos mil? —Prior casi se cayó de su silla—. Oh..., pero supongo que era neto, ¿no?
—Por supuesto. No tenía que pagar a nadie ni ningún alquiler de ordenador. Incluso tenía un apartamento financiado por la ciudad con un alquiler de tan sólo cien, ningún coste de oficina, nada.
—Suena como si, teniéndolo en cuenta todo, estuviera usted mejor pagado que yo —dijo Flamen, y miró su reloj—. Bien, ¿digamos mañana a la misma hora?
—Hay una luz parpadeando en tu comred —dijo Prior—. ¿No vas a responder?
—Maldita sea. Sí, claro. —Flamen se dejó caer en su asiento y extrajo la hoja de papel facs de la ranura—. Oh, es esa doctora del Ginsberg que quiere ponerse en contacto conmigo. Será mejor que la llame.
—¿Debemos...? —sugirió Prior, empezando a dirigirse hacia la salida.
—Muchacho, varios millones de personas están a punto de ver a Celia con su bata de hospital, ¿no? ¿Crees que debo ocultárosla, a ti y al señor Diablo?
—Si se trata de algo personal, por supuesto no deseo inmiscuirme —dijo Diablo, medio alzándose también.
—No, es otra cosa más o menos pública, de modo que no me importa.
—Como quiera. —Diablo vaciló de nuevo, sin embargo—. Ahora que pienso en ello, de todos modos... Discúlpeme, pero la gente se comporta de distinto modo por aquí, y no querría cometer ningún faux pas. ¿Me está llamando usted señor como un acto de discriminación?
—¿Qué? —Con la mano apoyada en el teclado de la comred para pulsar el código del Ginsberg, Flamen alzó la vista—. Perdón, no he acabado de entenderle.
—Me estaba preguntando —dijo obstinadamente Diablo— si no me estará usted llamando señor Diablo todo el tiempo debido a que soy nig.
—¿Qué otra cosa podría...? Oh, ahora entiendo. Ustedes en los enclaves gozan de esa «fraternidad», ¿verdad? ¿Se llaman siempre entre sí por los nombres de pila?
—Bueno..., más o menos. Quiero decir, cualquiera con quien vaya a trabajar regularmente, al menos —especificó Diablo—. Y pensé que la sociedad blanc sería igual.
—Acostumbraba a serlo, tengo entendido. Apostaría a que en tiempos de mi padre las cosas eran también así. —Flamen frunció el ceño, apartando su mano del tablero de la comred—. Sí, le recuerdo bromeando acerca de lo bien que tenías que conocer a alguien antes de saber cuál era su apellido y poder buscarlo en el listín telefónico. Pero en una ocasión leí algo al respecto... ¡Naturalmente! Un artículo de Xavier Conroy; ahora lo recuerdo. Decía algo acerca de la necesidad de afirmar la individualidad y de que los nombres de pila eran más numerosos que los apellidos. Eso me sorprendió porque hay varios centenares de miles de Matthew por ahí en nuestros días, mientras que toda la gente que se apellida Flamen en todos los Estados Unidos son familiares míos de una u otra forma..., una sola familia. Esparcidos por todas partes y sin ningún contacto entre sí, por supuesto, pero si uno revisa sus historias puede unirlos los unos a los otros. Y eso que yo no tengo uno de los nombres de pila realmente comunes: Michael, David, John, William...
—¿De modo que llaman ustedes a la gente señor automáticamente?
—Yo le aconsejaría que lo hiciera también. Lionel, ¿cuánto tiempo pasó antes de que empezara a llamarte por tu nombre de pila?
—Después de que te casaras con Celia, supongo —dijo Prior—. Pero a mí no me importaba que me llamaras simplemente «Prior» cuando trabajábamos juntos antes de eso.
—¿Desea saber cómo llamarnos? —dijo Flamen, mirando fijamente a Diablo—. Infiernos, personalmente no me importa cómo me llame la gente..., no busco una confirmación de mi status. Pero supongo que por motivos de seguridad, por un tiempo al menos, será mejor que nos atengamos a un cierto formalismo: Flamen, Prior. Nada de señor excepto ante terceros. ¿De acuerdo?
—Gracias —asintió Diablo—. Yo..., esto... Bien, no me había dado cuenta de que abandonar Blackbury sería hasta tal punto como ir a un país extranjero. —Sus ojos vagaron por la habitación—. Todo parece tan extraño —añadió, en un estallido de franqueza—. Supongo que me tragué toda esa propaganda acerca de los enclaves siendo realmente todavía parte de los Estados Unidos, pero gozando de un poco más de autodeterminación de la acostumbrada. Oiga, ¿puedo pedirle un favor?
—Oigámoslo.
—¿Podría usted..., esto..., aislar ese ordenador que hace reconstrucciones a partir de imágenes almacenadas? Es el tipo de gadget con el que he estado soñando sin saberlo durante toda mi vida. Me siento como un chico de las montañas con un banjo hecho de cuero de vaca y cuerdas de alambre escuchando por primera vez una guitarra.
Flamen intercambió una mirada interrogadora con Prior, que lo frenó de forma decidida de ofrecer ningún tipo de respuesta.
—¿Quiere ver usted si puede hacerlo funcionar? —preguntó—. Espero que podamos arreglarlo, pero dudo que sea hoy. Tengo que pedir a alguien de la IBM que venga y programe el código adecuado... Yo estaba acostumbrado ya a un equipo similar antes de que me instalaran éste. Probablemente lo mejor será enviarle una maqueta a su apartamento, para que practique y aprenda los códigos antes de enfrentarse a la auténtica máquina.
—Eso es una gran idea —asintió Diablo—. Seguramente será lo mejor que pueda hacer. Pero lo siento..., me temo que le distraje de hacer su llamada con todas estas preguntas.
—No se preocupe. Dudo que sea algo urgente.
Flamen se volvió a la comred.
Prior se agitó un poco, con repetidas miradas a Diablo, claramente incómodo ante aquella exposición de asuntos particulares a alguien que era un desconocido, un nig, y un rival en su profesión. Aquel proceso de pensamientos fue casi audible: supongamos que Diablo era readmitido en Blackbury y decidía explotar lo que había averiguado para desacreditar a Flamen...
Su alivio fue evidente cuando la comred dijo:
—La doctora Spoelstra ha sido llamada para atender a una emergencia y solamente puede ser interrumpida en caso de una extrema urgencia...
Pero otra voz interrumpió:
—¡Aquí el doctor Reedeth, señor Flamen!
La pantalla se iluminó con su imagen, y no estaba solo. Tras él, con una expresión extremadamente miserable, Lyla Clay estaba sentada en el borde de una silla, con las manos apretadamente juntas entre sus rodillas.
—Si no le importa hablar conmigo en vez de con la doctora Spoelstra —prosiguió Reedeth—, ella me ha informado completamente del asunto, creo. En realidad, es algo muy sencillo. Puede que recuerde usted lo que ocurrió aquí ayer cuando usted expresó..., esto..., una cierta opinión con respecto al tratamiento de su esposa.
Aguardó. Al fin, Flamen asintió cautelosamente.
—Como resultado de sus comentarios, reprocesamos hoy el psico-perfil de la señora Flamen —Reedeth estaba eligiendo muy cuidadosamente sus palabras—, y descubrimos que efectivamente había habido un aplanamiento en la curva de respuesta a la terapia. En términos sencillos, podríamos decir que a partir de ahora su hospitalización puede hacer muy poco o nada por ella, y lo indicado es una reaclimatación gradual al mundo cotidiano. En principio, recordando sus observaciones de ayer, nos preguntamos si no estaría dispuesto usted a prescindir de la cláusula de alta prematura si le dábamos la plena seguridad de que ello es en su mejor interés...
Flamen permaneció en silencio durante un momento. Luego lanzó una repentina risotada.
—¿Así que entiendo que no se hubieran dado cuenta ustedes de que estaba mejor si yo no hubiera ido ayer?
—Por supuesto que no —dijo Reedeth rígidamente—. Recordará usted que pasó al verde ayer por la mañana, como resultado de la revisión semanal de rutina de su condición. El punto que acabo de mencionarle hubiera salido a la luz en toda su importancia en el chequeo mensual dentro de unas dos semanas, pero puesto que usted efectuó algunos comentarios..., más bien destemplados... —Se alzó de hombros—. Realizamos un examen extra, eso es todo.
—¿No tendrá todo eso algo que ver con el gran número de ingresos de implicados en los disturbios apelando locura con los que han tenido que enfrentarse desde hoy a primera hora? —sugirió Flamen.
—Considerando que hemos tenido que tratar setecientos ingresos o supuestos ingresos, pienso que es sorprendente que la doctora Spoelstra haya conseguido realizar ese examen extra de su esposa —contraatacó Reedeth.
Aquello no era una respuesta, pero Flamen no se molestó en seguir con el tema.
—En principio, entonces, la respuesta es sí. Con una condición. Incidentalmente, ¿qué hay que hacer..., quiere usted que vaya yo y la lleve a casa?
Reedeth parecía incómodo.
—No exactamente. Se le ha preguntado si está en condiciones de ser dada de alta, y lo está, y no ocurrirá nada siempre que no sufra ninguna tensión indeseada en el próximo futuro y continúe tomando la medicación prescrita, pero... Bien, francamente, ella se ha negado a ser dejada al cuidado de usted.
—¿Qué?
—Me temo que así son las cosas, y no podemos discutir el asunto con ella debido a las condiciones que produjeron su desmoronamiento. Pero ella ha admitido aceptar a su hermano como guardián, así que, si usted no tiene ninguna objeción y él tampoco...
—Precisamente está aquí —dijo Flamen secamente—. Se lo preguntaré. —Cortó el sonido por un momento y miró a Prior—. ¿Y bien?
—Yo... —Prior tragó ostensiblemente saliva—. Supongo que sí. ¡Soy su hermano, después de todo! Es una responsabilidad, ¿no?
Sus ojos parpadearon muy rápidamente con la última palabra, hacia Diablo y más allá de él. Flamen reflexionó cruelmente que con toda probabilidad la respuesta habría sido muy distinta de no haberse hallado un desconocido presente.
—Dice que sí —transmitió a Reedeth, que aguardaba—. Ponga pues las ruedas en movimiento, y no tengo la menor duda de que mi cuñado acudirá esta tarde a recoger a Celia. Pero dije que estaba dispuesto a olvidar la penalización por alta anticipada con una condición, ¿recuerda? Esta condición es que sea sometida a un examen independiente para determinar si se ha beneficiado o ha salido perjudicada del tratamiento que se le ha aplicado ahí en el Ginsberg. ¿Es eso un trato? Si el examen demuestra que no está mejor, como usted proclama que está, no solamente mantendré en vigor la cláusula de alta prematura..., sino que les demandaré.
Aguardó. Finalmente, Reedeth dijo:
—Eso tendrá que ser computado, naturalmente, pero... Sí, estoy seguro de que confiamos lo suficientemente en nuestros métodos como para aceptar esa condición. En principio, estamos de acuerdo.
Por un instante la confianza de Flamen vaciló. Intentar pasar un programa de análisis psicológico por los ordenadores federales disfrazándolo de un intento de eliminar el sabotaje en el programa iba a ser arriesgado... ¿No debería reservar aquellos recursos inesperados para algún otro blanco, como podían ser los Gottschalk? Pero Mogshack era una víctima mucho más accesible, y los índices habían subido a noventa y aumentando.
Y había habido también un índice de cero, se burló el pequeño demonio en un rincón de su mente.
¡Eso, sin embargo, tenía que haber sido un error! Un índice de cero era a todas luces imposible; el más bajo que había tenido nunca hasta entonces había sido tres.
Lo mejor, concluyó, era aferrarse en el futuro a su plan original. Con una cordialidad excesiva, dijo:
—¡Espléndido, doctor Reedeth! Me siento muy tranquilizado ante su voluntad de comprometerse en ese acuerdo..., en principio. Llamaré a Celia a casa de mi hermano esta noche, para felicitarla por su recuperación. Incidentalmente, ¿no es la señorita Clay quien está detrás de usted?
Ante la mención de su nombre Lyla alzó la vista, pero no dijo nada.
Reedeth la miró, luego volvió la vista a la cámara.
—Sí..., esto..., me temo que le ha ocurrido algo terrible.
—¿Un efecto secundario de esas píldoras que toma para sus trances? —bromeó Flamen, e inmediatamente lamentó haberlo dicho.
Pero antes de que tuviera tiempo de rectificar, Reedeth ya estaba respondiendo.
—No. El señor Kazer resultó atrapado en los disturbios de la pasada noche y... Bien, murió de sus heridas.
—Cristo, eso es horrible —dijo Flamen lentamente.
—Así que la señorita Clay está aquí para ser tratada de su shock, principalmente. Pero nos hemos encontrado con otro maldito embrollo legal, y simplemente no puedo dejarla marchar. Algún idiota en medio del ajetreo la metió aquí con el diagnóstico de absoluto desorden mental, y cuando me di cuenta de ello los papeles de internamiento ya habían ido demasiado lejos en el molino informático como para que yo pudiera sacarlos.
—¿Acaso en este país ya no hay nadie que trabaje como corresponde? —suspiró Flamen.
De repente Lyla se envaró en su silla, soltando sus manos de su prisión entre las piernas.
—¡Oiga, señor Flamen! Ya sé que no nos conocimos hasta ayer, pero ¿podría usted hacerme salir de aquí?
Flamen parpadeó.
—¿Qué quiere decir?
—Es un problema de tutela —dijo Reedeth tras una pausa—. Tiene que ser dada de alta al cuidado de un adulto, y todos sus familiares están fuera del estado. —Con tono tranquilizador, añadió para Lyla—: No hay necesidad de eso, señorita Clay. Lo tendremos todo arreglado esta noche como máximo, aunque tenga que llegar hasta el gobernador para ello. Pero...
Se interrumpió bruscamente. Dándose una palmada en la frente, en una parodia de sorpresa ante su propia estupidez, añadió:
—¿Por qué diablos no pensé antes en eso? Flamen, ¿no tendría usted algún empleo para un genio absoluto en la reparación y mantenimiento de circuitos electrónicos?
Prior se tensó.
—Entérate de lo que pretende, Matthew —dijo con media boca.
—Eso es lo que pensaba hacer —le aseguró Flamen, desconcertado. Y, en voz alta—: Me temo que no le sigo, doctor.
—Bien, verá, tenemos aquí a un hombre que podría haber sido dado de alta hace ya tiempo, pero que por razones en las que no voy a entrar porque sería demasiado complicado lleva aquí unos cuantos meses de más. Mientras tanto ha estado cuidando de nuestros automatismos. .., y es probable que sepa usted que poseemos uno de los mayores sistemas cibernéticos del mundo. Todos nuestros pacientes se hallan evaluados en él. Su gran don para la electrónica es... Oh, no puedo encontrar la palabra exacta. ¡Brillante!
—Matthew, recuerda ese índice cero que obtuvimos —susurró Prior—. ¡Alguien así podría sernos condenadamente útil!
Flamen dudó.
—¿Qué es lo que quiere que yo haga?
—Aceptar su tutela, eso es todo. Ni siquiera tendrá que pagarle una moneda si utiliza sus servicios... Tiene una pensión del ejército que ha estado acumulando intereses durante todo el tiempo que ha permanecido en el hospital. Debe de tener como mínimo, ahora, un par de cientos de miles.
—¿Dónde aprendió su oficio?
—En el ejército, por lo que sé. Pero se lo aseguro, puede confiar en su habilidad. Ha hecho cosas aquí, en mi propio robescritorio, que no creí que fueran posibles.
—Lo consideraré muy seriamente —dijo Flamen—. ¿Puede hacerme llegar alguna documentación? Tendría que conocer algo acerca de él antes de comprometerme.
—Me aseguraré de que le llegue antes de una hora. —Reedeth estaba radiante—. ¡No sé expresarle lo agradecido que me siento, señor Flamen! Llevo una eternidad intentando conseguir que salga de aquí. Simplemente no es justo que... Oh. —Su sonrisa se esfumó—. Creo que hay un detalle que olvidé mencionarle. Se trata de un nigblanc.
Hubo un largo silencio. Durante él, Flamen fue agudamente consciente de los negros ojos de Diablo clavados en su persona.
—Eso es irrelevante —dijo al fin—. Lo que me preocupa de él si acepto su proposición son dos cosas: su cordura, y su utilidad para mi compañía. Resulta que dentro de poco vamos a tener una vacante de un electrónico, y sospecho que si es tan bueno como usted dice nos vendrá de maravilla. Así que envíeme esa documentación, y yo le llamaré. ¿De acuerdo?
—Absolutamente de acuerdo —dijo Reedeth alegremente, y cortó la conexión.
Flamen se reclinó en su silla, mirando a Prior con el ceño fruncido.
—¡Así que mi querida esposa no acepta ser dada de alta a mi cuidado! —gruñó.
Prior se contuvo.
—Matthew, me temo que estás poniendo nervioso a..., esto..., a Diablo discutiendo aquí esos temas tan particulares.
—Ayer era una pitonisa, hoy es un hurgón... ¡Infiernos, Lionel, hay algunas personas ante las que no intentas mantener secretos, porque hay algunos oficios en los que uno no puede sobrevivir si no sabe mantener su boca callada! Apostaría a que de todos modos Diablo sabía lo de los problemas de Celia, ¿verdad? —concluyó, volviéndose al nigblanc.
—Ladromida —dijo Diablo tras una pausa—. Pensé en utilizar el asunto para un programa. Vean a ese pretendido discípulo de la dura verdad que empujó a su esposa a un mundo de ilusiones. Observé su emisión durante una semana mientras estaba planteándome el asunto, y finalmente decidí que no valía la pena presentarlo a la escena pública, fuera lo que fuese lo que había ido mal en su vida privada.
Su aspecto y su voz parecían incómodos, como si no estuviera acostumbrado a elogiar a la gente.
Flamen se echó a reír.
—Escapé por los pelos —dijo—. Vi lo que les ocurrió a uno o dos de los objetivos usados por usted. ¿Cuál es su índice de SDIHs?
—¿De qué?
—SDIHs. Suicidios después de la investigación de un hurgón.
—Oh. Nosotros los llamamos safas. Salidas fáciles. —Diablo meditó—. Calculo que unos cuarenta —dijo finalmente—. No llevo la cuenta, de todos modos.
—¿De veras? —dijo Prior, impresionado—. El nuestro no llega ni a la mitad de eso.
Diablo lo miró, luego de nuevo a Flamen. Clavando deliberadamente su oscura mirada en el último, dijo:
—Puedo sugerir una razón. A los blancos les resulta más difícil sentirse profundamente culpables.
—No creo que me guste el tono de su voz —dijo Prior heladamente.
—No creo que me guste medir el éxito de un programa de la Tri-V por el número de muertes que cause —respondió Diablo—. Estamos en paz.
—Olvídenlo —cortó Flamen—. ¡Los dos! Diablo es un extranjero, Lionel, y hay cosas sobre las que tienen distintos puntos de vista que nosotros en lugares como Blackbury. Me alegra trabajar con nuestro nuevo colega, porque tenerlo a nuestro alrededor aguza mi ingenio. Nos hemos dormido un poco. Quizá debería intentar también un día de doce horas, a ver si eso pone de nuevo en forma mi imaginación. Pero en este preciso momento tengo algunos cabos sueltos que atar, y tú también. Supongamos que arreglas las cosas para que Diablo pueda disponer de su propia zona en la oficina... Mover algunas paredes, instalar una comred, lo que sea necesario. Y arreglar las cosas para recoger a Celia también.
—Como tú digas —murmuró Prior, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta.
En el umbral, preparado para seguirlo, Diablo dudó y miró hacia atrás.
—Oiga... Flamen. No quiero parecer un negro altanero, ya sabe. Pienso en lo que podría hacer usted para ponernos en la picota a nosotros los nigs con este equipo. —Agitó la cabeza—. Confieso que me sorprende su moderación.
—Oh, seguro —dijo Flamen indiferentemente—. Podría mostrar al Mayor Black en la cama con tres chicas blancas, o al consejo de la ciudad de Detroit vestido únicamente con guirnaldas de margaritas en torno a la mesa del comité, con todos sus detalles, incluido el vello púbico. Pero no está aquí para eso. Está para cosas cuyo índice de probabilidad sea superior a un ochenta por ciento.
—Aja —dijo Diablo—. Supongo que es un punto de vista distinto.
Por un momento pareció a punto de decir algo más, pero finalmente se alzó de hombros y se volvió para irse ante la impaciente mirada de Prior.
Una vez solo, Flamen se mesó la barba y maldijo para sí mismo. Llegando a una decisión, se inclinó hacia el tablero de información principal y pulsó los datos acerca de las evaluaciones psicológicas; hablaba mucho al respecto, pero tenía muy poca idea de cómo se realizaban. De la densa verbosidad del artículo que había en los bancos de datos consiguió extraer las líneas principales al cabo de cinco minutos de concentración; era exactamente lo que Prior había dicho cuando había intentado describir el tratamiento reservado a los pacientes en el Ginsberg, la construcción de un psicoperfil óptimo hacia el cual el perfil real era conducido gradualmente.
Había espacio suficiente de maniobra en la selección de los parámetros para la curva óptima. Aunque los datos en el archivo no incluían una afirmación categórica al respecto, resultaba claro leyendo entre líneas que su elección era un proceso ampliamente arbitrario. Flamen consideró aquello durante un tiempo, y finalmente se frotó las manos, complacido.
Aun admitiendo que nadie gozaba de una reputación tan grande como Mogshack, el cual en una ocasión había sido llamado «el doctor Spock de la higiene mental», seguramente tenía que haber alguien más en su campo con una considerable autoridad, cuyos puntos de vista fueran diametralmente opuestos, y en quien pudiera confiarse lo suficiente como para trazar una curva óptima de la personalidad de Celia que ofreciera las mayores posibilidades de contradecir las proposiciones de Mogshack. Tecleó pidiendo la lista de candidatos, y al principio de ella encontró un nombre que casi le hizo temblar de excitación.
¿Quién hubiera podido pensar que los ordenadores iban a sugerir inmediatamente a Xavier Conroy?
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Reproducido del Guardian de Manchester del 4 de marzo de 1968
Peligro de apartheid en los Estados Unidos con ley marcial.
De nuestro corresponsal Alistair Cooke: Nueva York
El país ha tenido tres días para absorber el shock de la primera entrega, más bien del resumen oficial, del informe de la Comisión Consultiva Nacional del Presidente sobre los Desórdenes Civiles, conocida más como Comisión Kerner, por el gobernador Otto Kerner de Illinois que presidió durante siete meses la comisión investigadora compuesta por nueve blancos y dos negros.
Hoy, para aquellos que esperan algo más de luz y una mayor perspectiva de las conclusiones de la comisión, aquí está todo el informe al completo: 1.489 páginas de exhaustiva y minuciosa investigación de disturbios en ciudades grandes y pequeñas. Disturbios que no llegaron a materializarse, disturbios que agitaron la vida económica y social de las ciudades hasta sus raíces.
Muy poca gente que examine las cosas desde el exterior se atreverá a abrirse camino a través de ese fascinante y deprimente testamento; y la poca gente del interior del gobierno del estado y la ciudad estará demasiado atareada intentando decidir entre las «tres elecciones» que según las conclusiones de la comisión debe afrontar la sociedad norteamericana.
La primera es una continuación de la política actual, con el mismo dinero o un poco más destinado a la rehabilitación de las ciudades, y utilizando los mismos métodos de represión armada para dominar los disturbios. Esta forma, está convencida la comisión, hará muy poco «para elevar las esperanzas o absorber las energías» de la creciente población de jóvenes ciudadanos negros; conducirá a una mayor violencia; y «puede llevar al apartheid urbano y al establecimiento permanente de dos sociedades».
Pocas esperanzas
La segunda elección sería trabajar inmediatamente para el «enriquecimiento de los barrios pobres» y «una mejora espectacular» de las vidas de la gente, con incremento sustancial del dinero público para educación, empleo, alojamiento y servicios sociales. La comisión ve también pocas esperanzas de mejoras permanentes con esa elección...
La tercera elección, y según el punto de vista de la comisión la única que puede salvar a los Estados Unidos de «dos sociedades... separadas y desiguales» (probablemente mantenidas por la ley marcial), queda reforzada una y otra vez por la detallada documentación de los agravios urbanos. Esos incluyen la constante intolerancia de las actitudes blancas, el creciente número de jóvenes negros condenados a no obtener jamás un empleo (un tercio de todos los jóvenes negros en edad de trabajar en las veinte mayores ciudades se hallan sin empleo), la huida de los blancos a los suburbios, desde los cuales es poco probable que voten más impuestos para las ciudades reducidas a deteriorados ghettos únicamente para negros.
Esta tercera elección requiere nada menos que «un masivo esfuerzo nacional» para integrar la vida social y económica de las dos razas, y los oficiales de la ley que deben protegerla...
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Hipótesis relativa al «masivo esfuerzo» referido anteriormente, para los propósitos de esta historia
No se hizo, y funcionó estupendamente bien.
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Los molinos de Dios muelen lentamente, pero los molinos del hombre parece con demasiada frecuencia que no muelen absolutamente nada. Independientemente de cual sea su velocidad de rotación
—Ariadna, por el amor de Dios —dijo Reedeth a la hermosa, invariablemente impecable imagen en la pantalla de la comred—. Necesito volar, o emborracharme, o algo, y no me gustaría hacerlo solo.
Por un instante pensó que ella simplemente iba a cortarle la conexión en las narices. En vez de ello, suspiró y se reclinó en su silla.
—Pareces haberte pasado todo el día gimiendo, y sospecho que es demasiado esperar que dejes de hacerlo antes de que tu ciclo maniaco-depresivo salga de su fase actual. De modo que ¿qué se supone que debo hacer yo ahora..., proporcionarte una terapia extraoficial?
Hubo un tenso y amargo silencio. Finalmente Reedeth dijo, en un tono completamente distinto:
—Te propongo un interesante problema psicológico..., o quizá sea sociológico, para ser más preciso. ¿Desde cuándo los amigos están pasados de moda?
—Bueno, si todo lo que deseas es decir tonterías...
—Un infierno tonterías. ¿Cuántos amigos tienes, Ariadna? Quiero decir amigos, de aquellos que sepas que no va a importarles el que les vayas a contar tus problemas, que quizá incluso sean capaces de ayudarte con sus consejos, o prestándote algo, o lo que sea.
—Yo no tengo ese tipo de problemas. —Ariadna se alzó de hombros—. Me considero un individuo y puedo cuidar de mí misma. Si no pudiera, dudo que tuviera la arrogancia de intentar ayudar a otra gente a conseguir el mismo éxito en sus vidas. Pero tengo montones de amigos, tantos que no puedo relacionarlos... ¡tantos que nunca conseguí reunirlos a todos en una sola fiesta!
—Esos no son amigos —dijo Reedeth obstinadamente—. Yo también los tengo a esos: calculo que conoceré a quinientas o seiscientas personas, recordarlas lo suficientemente bien como para hacerles las preguntas correctas acerca de sus familias y sus trabajos. Pero... Infiernos, déjame ilustrarte lo que quiero decir. Esa chica, Lyla Clay, a la que finalmente conseguí que dieran de alta tras lo que pareció una eternidad de luchar contra el papeleo...
Un ramalazo de interés apareció en el rostro de Ariadna.
—Oh, ¿conseguiste que la dejaran marchar?
—Más o menos. Te lo contaré dentro de un momento. Déjame terminar con lo que había empezado a decir. Su mackero resultó muerto la pasada noche..., asesinado. No vivió lo suficiente como para poder decir quién había sido el tipo que lo había hecho. Eso no tiene importancia, de todos modos. Lo importante es: él murió, y ella sufrió un shock. Afortunadamente tenía a su propio doctor, alguien que sé que presenta unas facturas razonables y se toma en serio a sus pobres pacientes, de modo que... ¡Infiernos, ahora soy yo quien me estoy interrumpiendo a mí mismo!
Inspiró profundamente. Durante la pausa, Ariadna dijo:
—¿Por qué lo llamarán papeleo? ¡Si ya casi nadie utiliza papel en estos días! ¡Todo se hace a través de la pantalla del ordenador!
—¡Oh, por el amor de Dios! ¡Consúltalo a tu robescritorio! ¡No lo sé ni me importa! ¡Lo importante es lo que estoy intentando explicarte!
—Entonces explícalo un poco más aprisa —dijo ella bruscamente—. Estoy agotada.
—¿Crees que yo no? Respóndeme sinceramente a esto, entonces: de todos los centenares de personas a las que conoces, ¿quién te importa lo suficiente como para que su pérdida te produzca un shock?
Hubo una larga pausa. Finalmente, Ariadna dijo con expresión tensa:
—Bueno, mis padres, naturalmente, y mi hermano Wilfred, y...
—He dicho amigos, no familiares. Gente a la que hayas seleccionado por ti misma de entre los millones disponibles desde que alcanzaste la mayoría de edad y te formaste un mundo para ti.
—Yo... —Ariadna agitó la cabeza, luchando a todas luces entre la vergüenza y la honestidad—. No sé si hay alguno. ¿Sabes?, nunca había mirado las cosas desde ese punto de vista.
—¿Por qué no?
Recobrándose un poco, Ariadna dijo ásperamente:
—¿No tiene tu amigo Conroy alguna opinión al respecto?
—¿Te refieres a su argumentación de que la suma total de implicaciones emocionales de un individuo moderno es tan rica como la de Romeo y Julieta, pero que se halla dividida entre un número mucho mayor de personas, por lo que parece algo mucho más casual? Oh, creo que tiene toda la razón. Es la misma diferencia que existe entre la luz de una habitación y un rayo láser. Puede que tengas el mismo vatiaje en el sistema, pero debido a que los rayos de la bombilla no están tan concentrados produce mucho menos daño. Y creo que eso en el fondo es bueno..., puede que resultara beneficioso tener una experiencia trascendente en los días en que uno podía esperar vivir solamente hasta los veintitantos años antes de atrapar la plaga, pero ahora que vivimos la mayor parte de un siglo por término medio, parece una vergüenza quemarnos de esa manera. Sin embargo... —Tiró furioso de su barba—. ¡Maldita sea, estoy dando el rodeo más impresionante para llegar a lo que quiero decir! A lo que quiero referirme es a una pérdida, no a una ganancia. La gente sigue sufriendo trastornos, la gente sigue necesitando consejo y ayuda y todo lo demás.
—Los obtienen —dijo Ariadna—. Esa es una de las razones por las cuales estamos aquí en el Ginsberg, un hospital financiado por el estado con los equipos más avanzados del mundo.
Consiguió dar a sus palabras una apariencia de tolerante resignación.
—Sí, pero supón que te ocurriera algo como lo que le ha ocurrido a Lyla Clay, o incluso a Harry Madison. ¿No acudirías más bien en busca de ayuda a alguien elegido personalmente por ti, un amigo íntimo, antes que correr el riesgo de ser atrapada por esa enorme burocracia impersonal contra la que he estado luchando durante todo el día? Esa chica, Clay, no estaba enferma, simplemente había sufrido una experiencia por la que ninguna chica debería pasar... ¡Por la que nadie debería pasar nunca! ¡Y debido a que le faltan tres meses para cumplir la edad reglamentaria en este estado y había sido arrestada bajo sospecha de desarreglos mentales, he tenido que perder horas y horas en innecesarias discusiones!
—Pero al final conseguiste sacarla —suspiró Ariadna.
—Sí, lo conseguí. No gracias a tu bienamado Mogshack, sin embargo. Cuando apelé a él, me hizo callar con la argumentación de que en nuestros días incluso una persona sospechosa de desórdenes mentales no debe ser dejada suelta por las calles por miedo a provocar un desorden como el de la pasada noche. Si ese es el caso, entonces..., entonces, ¡infiernos!, a ti no debería permitírsete que te exhibieras en público porque eres lo suficientemente hermosa como para correr el riesgo de que algún nig intente propasarse contigo, ¡con el peligro de desencadenar un desorden cuando tú lo abofetearas en respuesta a sus avances!
Dándose cuenta de que se estaba acalorando, Reedeth se esforzó por adoptar un tono más calmado.
—Si lo has dicho como un cumplido —dijo Ariadna—, no has sabido expresarte demasiado bien.
—¡En estos momentos no estoy interesado en cumplidos! De hecho no estoy interesado en mucha cosa excepto en intentar imaginar cómo puedo salvar a gente como Lyla Clay y Harry Madison de ser encerrados debido a que les ha ocurrido algo fuera de lo normal. No es para eso para lo que elegí mi trabajo, para convertirme en guardián de una prisión llena de gente con mentes originales.
—Ya hemos hablado de eso antes —dijo Ariadna—. Nunca hemos llegado a ponernos de acuerdo sobre lo que es originalidad y lo que es locura.
—Lo sé. Creí que estaba yendo hacia otro lado, y al parecer he ido a parar al mismo sitio de siempre. —Reedeth se frotó la frente—. Creo que no había pensado muy claramente en las consecuencias antes de empezar a hablar, pero lo que me ha impulsado a decir todo esto es muy sencillo. He conseguido que Harry Madison saliera al mismo tiempo que...
—¿Qué? ¿Cómo?
—Flamen aceptó actuar como tutor suyo. Su compañía necesita a un electrónico, y cuando le sugerí a Madison dijo que sí. Ni siquiera necesitó ser persuadido.
—¿Y tú lo dejaste salir simplemente así..., un nigblanc en Nueva York en un día de ley marcial?
—Aún existen nigs en Nueva York, te guste o no, ¡y tienen derecho legal a caminar por la calle! Y a la señorita Clay pareció caerle bien cuando se lo presenté y se ofreció a acompañarle...
—¿Dejaste salir a un nig en compañía de una chica blanc, ella en estado de shock y él con unos antecedentes mentales más largos que mi brazo? —Ariadna estuvo a punto de caerse de su silla—. ¡Cristo, es probable que haya más disturbios esta noche! ¡Será un milagro si consiguen salir vivos de la terminal del rapitrans!
—Yo...
—¿En qué tipo de nebuloso país de hadas crees estar viviendo, Jim? Todo este galimatías acerca de amigos pasados de moda, todo este idealismo de estar por casa acerca de tener a alguien a quien dirigirte en caso de necesidad... ¡Te juro que preferiría tener un puñado de honestos enemigos antes que un amigo que me tratara como tú acabas de tratar a esas dos pobres personas!
—¡Pero...!
—Ya sé lo que te pasa, Jim —dijo intensamente Ariadna, acercándose de tal modo a la cámara en su oficina que su cabeza pareció querer asomarse por la pantalla de Reedeth—. Te molesta tener gente aquí de la que seas responsable sin que se te haya consultado para ello, como la detenida en el transcurso de unos disturbios o la que ya estaba aquí cuando tú llegaste. Lo que deseas no es prepararlos para un regreso sanos y salvos a la vida ordinaria... ¡Tan sólo quieres librarte de ellos enviándolos a algún lugar, cualquiera, lejos de tu vista y donde no tengas que preocuparte más por ellos! Cuando oigas que ese Madison ha sido abatido a tiros en medio de la calle, o que Lyla Clay fue violada por una pandilla de blancos porque la vieron escoltada por un negro y decidieron que una chica con ese tipo de compañía era caza segura, ¿vas a sufrir algún shock? ¡Un infierno vas a sufrir!
Cortó la comunicación con una expresión de auténtico disgusto, como si estuviera a punto de vomitar sobre su robescritorio, y Reedeth dijo estúpidamente al indiferente aire:
—Pero no es eso lo que yo...
Dándose cuenta de que la conexión de la comred había sido cortada, el robescritorio dijo:
—¿Perdón?
—¡Oh, vete al infierno! —rugió Reedeth, y salió de la oficina dando un portazo.
67
Una opinión impenitente mantenida por Xavier Conroy pese a los repetidos ataques contra su punto de vista por parte de (entre otras muchas notables autoridades) Elias Mogshack
«El hombre no es un ser racional, es un animal racional, y proclamar que rebajando la influencia de sus gónadas y otras glándulas, produciendo un perfectamente plástico, perfectamente maleable, perfectamente conformista maniquí, habréis curado un severo desorden mental, es exactamente lo mismo que alardear de que habéis eliminado el riesgo de tínea pedís amputando por los tobillos.»
68
La línea que separa el día de la noche tanto en la Tierra como en todos los demás planetas y satélites es conocida técnicamente como «el terminador»
Aquella tarde, en casa de los Prior, había una «atmósfera» a la que contribuían notablemente un cierto número de factores.
Al traer reluctantemente a su hermana Celia del Ginsberg, Prior había encontrado a su esposa Nora hablando por la comred con la esposa de Phil Gasby, y esta última, tras las presentaciones, había dicho:
—Ah, sí, es la que se pasó tanto tiempo en el asilo de lunáticos del estado, ¿verdad? Espero que sepan lo que están haciendo dejándola salir.
Fin de la conversación, e inicio del escándalo audible en toda la vecindad.
La presencia de Celia irritaba a Nora, que tiró sobre la mesa un plato conteniendo Bauf Bourguignon congelado recalentado poco antes de la hora prevista de llegada de su cuñada, y desapareció rumbo a su habitación gritando que ella se había casado solamente con Lionel de la familia Prior y no con todos sus parientes locos. Su habitual mal humor se había visto exacerbado un poco antes por los intentos de su marido de explicar por qué el contratar al célebre nigblanc Pedro Diablo como colega de Matthew Flamen presentaba ventajas muy por encima del estigma social de trabajar con un hombre negro en igualdad de condiciones (citas características del diálogo: «¡Nunca seré capaz de ir nuevamente con la cara alta por esta vecindad, de modo que vamos a tener que mudarnos!», y: «¡Si él necesita un trabajo, que vaya a buscarlo a África!»).
Lo reciente del desastroso ejercicio del grupo de defensa urbana en la memoria de la gente hizo que en vez de las normales llamadas por la comred de largas y solidarias conversaciones se produjera un hosco silencio en toda la casa, lo cual trajo consigo la convicción de que la traición de Lionel Prior teniendo éxito en su imitación de raid sobre las casas de sus vecinos estaba siendo discutida en una serie de llamadas tan cercanas a él que estaba seguro de poder oírlas con sólo aguzar un poco el oído.
Además estaba la terrible convicción de que Morton Lenigo podía haber llegado con un plan a toda prueba para que los nigs se hicieran cargo del poder a nivel nacional, y además durante el día los Gottschalk habían anunciado la próxima difusión de una nueva arma muy cara pero con un poder destructivo sin precedentes que ni siquiera en aquel distrito de rentas altas podría ser adquirida tan pronto después de haber comprado los habituales modelos de primavera.
Durante todo aquello, incluida la cena, Celia mantuvo una calma de estatua de mármol y un educado flujo de conversación banal relativa a los asuntos de su hermano, los asuntos mundiales desde su hospitalización, y las varias antigüedades que había comprado recientemente y colocado en su sala de estar. Su imperturbabilidad era debida al hecho de que había estado siendo drogada durante cinco meses sin interrupción en el Ginsberg, y aunque la medicación prescrita había sido interrumpida inmediatamente después de su alta, deberían pasar varios días antes de que el efecto acumulativo en su personalidad desapareciera.
Cuando su marido Matthew Flamen llegó, estaba acabando el postre, y tras un frío saludo y el ofrecimiento de su mejilla para ser besada, dijo que era conveniente que se fuera directamente a la cama puesto que le habían advertido que no se cansara demasiado después de su regreso al mundo exterior, así que buenas noches.
69
Por qué el túnel de Central Queens del sistema de rapitrans quedó inutilizado desde poco antes del amanecer hasta media tarde
Una estudiante de química llamada Allilene Hooper, de diecinueve años, fracasó en estabilizar la nitroglicerina de fabricación casera que estaba preparando para su amigo, y la vibración la hizo estallar.
70
Pequeñas irritaciones de la vida
Siendo un día de ley marcial, había policía armada de vigilancia en las terminales del rapitrans por toda la ciudad, y bajo la inhumana mirada de las máscaras de gas Lyla subió por la escalera mecánica hasta el nivel de la plataforma, desalentadamente consciente de que detrás de ella se hallaba aquel nigblanc completamente desconocido para ella y del cual, en un acceso de violenta reacción contra la atmósfera del Ginsberg, había aceptado hacerse responsable..., no legalmente, puesto que aún no tenía la edad, pero sí moralmente, después de que Reedeth dijera con mucha suavidad:
—No ha estado en Nueva York como hombre libre desde hace años, ya sabe, y se han producido cambios.
¿Qué otra cosa podía hacer ella sino decir lo que había dicho?
—Hay un hotel cerca de donde vivo, y no les importa aceptar nigs; lo llevaré allá y le mostraré dónde está situado.
Y no fue hasta que él dijo, calurosamente:
—Eso es muy considerado de su parte, señorita Clay, porque pese a haber permanecido internado en este lugar durante tanto tiempo, es una personalidad realmente notable y un brillante electrónico, y debería arreglárselas muy bien fuera de aquí.
... Sólo entonces cruzó su mente aquel terrible pensamiento: la «personalidad realmente notable», ¿estaba en la audiencia cuando ella actuó en el hospital el otro día y tuvo que ser abofeteada para sacarla de la trampa de eco y más tarde sufrió aquella inexplicable resaca, y pudo haber sido él?
Miraba constantemente por encima del hombro, y allí estaba, caminando imperturbablemente como todos los demás, una pesada bolsa colgando de su hombro, conteniendo todas las pertenencias que había conseguido conservar durante su estancia en el hospital, vestido con un sencillo traje gris no muy bien adaptado a su corpulenta figura, su barba cuidadosamente peinada, su pelo mucho más corto de lo que estaba de moda debido a una ordenanza del hospital que recordaba haber leído, y que tenía algo que ver con la incidencia de piojos entre los pacientes internados que vivían solos durante largo tiempo en poco adecuadas condiciones.
¿Qué tipo de persona era? Hasta aquel momento, aparte de haber sido presentados, caminar juntos hasta la terminal del rapitrans, y aguardar unos momentos hasta la llegada de los compartimientos, virtualmente no había tenido ningún contacto con él. Habían intercambiado un par de docenas de palabras educadas, y eso era todo. Había reunido un poco de información acerca de él procedente de Reedeth, principalmente la impresión de que si no hubiera sido alistado en el ejército y no hubiera sufrido algún tipo de intolerable experiencia en combate nunca habría sufrido ningún desmoronamiento y no habría sido necesario hospitalizarle.
Y, en su regreso al Ginsberg bajo circunstancias completamente distintas de las del día anterior, se había dado cuenta de pronto del porqué había odiado tanto la atmósfera del lugar apenas llegar a él. No era algo que tuviera específicamente nada que ver con su talento de pitonisa. Era debido simplemente a su conciencia de que, eligiendo aquella carrera, se había visto arrastrada a una vida literalmente al borde de la locura: pensando con otras mentes, quizá pudiera decirse..., o lo que fuera que ocurría realmente cuando engullía una píldora sibilina y entraba en trance. Un paso en falso, y podía encontrarse sin remedio en aquel odioso hospital.
—Qué delgadas separaciones aíslan los sentidos de los pensamientos —murmuró al llegar a los vigilantes policías en la parte superior de la escalera mecánica.
—Hablando contigo misma, ¿eh? —dijo uno de ellos con una seca risa—. ¡Ve con cuidado, chica, si no quieres hacer un viaje sólo de ida al Ginsberg!
—Eh, ahí viene un nig —dijo uno de sus compañeros—. Trabajémoslo un poco, ¿eh? Aún no hemos agarrado a ninguno hoy, pero siempre hay una posibilidad. ¡Tú! ¡El nigblanc!
Ya en suelo firme, Lyla se volvió para mirar, y sí, era a Harry Madison a quien habían elegido para apartarlo a un lado y registrarlo: cinco altos policías tan armados y enmascarados que una era incapaz de decir si ellos mismos tenían la piel clara u oscura, con cascos y corazas y pistolas y lásers y granadas de gas. Pero no servía de nada discutir. Si decía que ella y Madison iban juntos, lo único que haría sería empeorar las cosas.
Impasible, él obedeció la orden de mostrar sus documentos de identidad, y se produjo la reacción previsible cuando vieron su certificado de alta del hospital:
—Eh, ¿por qué no te han enviado a Blackbury?
Ninguna respuesta. Madison estaba muy tranquilo, observó Lyla, muy dueño de sí, en absoluto alterado por lo que ahora podía ver de la calle, pese al hecho de que debían de haberse producido tremendos cambios desde la última vez que había estado en la ciudad: las pantallas antiexplosiones delante de los escaparates de las tiendas, las barricadas de sesenta centímetros de altura de la policía aislando el carril antiincendios y antidisturbios en el centro de la calzada, las semienterradas torretas blindadas en los cruces más próximos, las gruesas paredes de cemento antiexplosiones de exactamente la longitud de un coche de la policía erigidas a intervalos de cada dos manzanas y diseñadas para resguardar a los vehículos oficiales e impedir que fueran aplastados si un edificio era derrumbado y caía sobre la calle.
Claro que, por supuesto, debía de haber visto todo aquello en la televisión. Incluso estar en el Ginsberg no era como estar en otro planeta.
Decepcionados quizá —porque habían esperado ir hasta tan lejos como hacerle vaciar su saco y esparcir su contenido por el suelo para una atenta inspección—, los policías terminaron dándole a Madison permiso para seguir adelante, y uno de ellos que había permanecido de pie a un lado masticando indolentemente su chicle, un hombre joven muy alto y muy delgado, adelantó casualmente su pie con la intención de hacerle tropezar mientras se apresuraba a marcharse. Y de algún modo —Lyla no pudo ver cómo—, resultó que el pie extendido se halló precisamente en el lugar donde Madison dio su siguiente paso, y el peso de su cuerpo trazó un arco y se apoyó en aquel pie y siguió adelante, sin romper en absoluto el ritmo, y cuando el sorprendido y furioso policía fue capaz de expresar en voz alta su dolor ya había una docena de personas separándolo de Madison.
—Lamento el retraso —dijo Madison cuando se reunió con Lyla—. No había necesidad de que esperara..., puedo encontrar fácilmente el camino hasta ese hotel que sugirió.
No lo dudaba. Así que, ¿por qué había esperado? Para tener algo de compañía, decidió de pronto. La noche anterior la había pasado al lado de la cama donde Dan había muerto, donde su cuerpo estaba todavía... ugh. En la limpia y moderna América, una hablaba de órganos, corazón, hígado, riñones, porque eran los términos que empleaban los doctores cuando una estaba enferma, y nunca trazaba conexiones entre ellos y los congelados, esterilizados, envueltos en plástico, objetos que se compraban para comer. Dan había sido abierto en canal, y el desgarrón mostraba claramente que los hombres también poseían esas cosas, esas sangrantes y viscosas y palpitantes cosas...
Miró tambaleante a su alrededor, a la multitud. Había una multitud en aquella calle, siempre había una multitud en todas las calles de todas las ciudades modernas. Pensó: centenares y centenares de corazones e hígados y riñones, kilómetros de intestinos, litros de sangre, ¡suficiente para hacer que la acera se convirtiera en un torrente rojo!
—¿Se encuentra bien, señorita Clay? ¡Parece usted muy pálida!
Un contacto en su hombro afirmó su equilibrio, y se sintió agradecida por ello porque el mundo había empezado a girar a su alrededor.
—¡Quita tu sucia mano de esa chica blanc! —gritó alguien, e instantáneamente todas las cabezas en veinte pasos de distancia en cada dirección se volvieron, pero afortunadamente era una mujer madura con una boca curvada en una eterna mueca y unos ojos severos bajo una ceñuda frente quien había lanzado el grito.
—Preferirías más bien que fuera a ti a quien pusiera la mano encima, ¿eh, viejo pellejo? —le gritó Lyla, y hubo risas, y la gente olvidó el incidente, excepto la propia vieja, que lanzó una mirada asesina.
«En este siglo nuestro, malditos sean nuestros antepasados, incluso las dulces viejas damas saben lo que es odiar hasta el asesinato. Abre ese gran bolso que aferras tan protectoramente: encuentra un quemador como aquel que el hediondo Gottschalk intentó venderme por encima del caliente cadáver de Dan...»
Pero el instante de tensión se había llevado con él su inesperado acceso de vértigo. Con una voz normal, dijo:
—Creo que hubiera debido advertirle, señor Madison, de que aunque este sea un distrito en el cual los nigs pueden encontrar todavía hoteles y restaurantes que acepten servirles, no es lo que usted llamaría un vecindario integrado.
—No importa, señorita Clay. Uno espera ya eso. Y el ejército me enseñó a ocuparme de mí mismo, cosa que todavía no he olvidado.
Ella se lo quedó mirando pensativa, viéndolo por primera vez como el Harry Madison persona en vez del Harry Madison ex paciente mental que hubiera debido ser dado de alta hacía mucho tiempo. Pensó de nuevo en el eco que resonaba aún en su memoria de aquellas confiadas palabras que el hombre acababa de pronunciar, y se dio cuenta de que tenía una voz extremadamente agradable, de barítono, algo a la antigua moda, como un cantante, apoyándose premeditadamente en las palabras individuales en vez de escupirlas rápidamente en un único y monótono chorro como la mayor parte de los habitantes del siglo XXI.
Y recordó que ella también estaba sola, puesto que Dan había muerto.
Dan había tenido a su amigo Berry. Berry, recordaba vagamente, tenía también un amigo... suyo, o probablemente de Martha, la chica con la cual vivía. Una necesitaba a un amigo en una ciudad como aquella... Pero ¿por qué detenerse en un amigo? Sin embargo, esa era la regla; sin duda porque conseguir uno ya era lo bastante difícil, porque lograr el primero había representado una tal lucha que cualquiera se sentía temeroso de lanzarse de nuevo a los trabajos y decepciones de la caza de nuevos amigos.
Era algo demasiado profundo, demasiado terrible, para seguir pensando en ello en una cálida tarde de verano, oscureciendo ya, el sol descendiendo hacia el horizonte, las densas multitudes de la ciudad moviéndose sin rumbo aparente bajo la mirada de las máscaras de los policías y las bocas aún silenciosas de sus armas, medio ansiosas y medio temerosas ante la posibilidad de que aquella noche se resolviera también en un clímax de disturbios y cohetes brotando del cielo para derribar en llamas los edificios donde se ocultaban los francotiradores.
—¿Quiere que lo acompañe hasta el hotel? —preguntó.
—Creo que quizá será mejor que yo la acompañe a usted hasta su casa —respondió Madison—. El doctor Reedeth me dijo que le había ocurrido algo terrible la pasada noche, señorita Clay, y... y lo siento mucho. Creo que tiene usted muy mal aspecto, y yo también me sentiría muy mal si no pudiera corresponder a su gentileza de conducirme con usted a la ciudad.
Había más que una superficial y educada preocupación en su tono. Ella pensó: «Tío», y volvió por un momento a su infancia, a los días del miedo a la guerra de los noventa, cuando cada nig era tratado por cada blanc como un subversivo o un saboteador en potencia y ella, con la inocencia de sus cinco años de edad, estaba preocupada porque se parecían tanto a su oso de peluche y las niñitas llevaban trenzas y coletas bien enhiestas y rematadas con lazos apretadamente anudados y todo aquello era absurdo y no era el Tío Tom, sino Tío Remus... Sí, y un poco más tarde, cuando el miedo recedió y solamente las cicatrices mentales no pudieron ser curadas pero los edificios pudieron ser reparados y los nuevos deslizadores ocuparon el aire por millones, en enjambres prietamente disciplinados, cruzando el cielo guiados por poderosos ordenadores capaces de organizar mil millones de viajes simultáneos sin ninguna colisión y... Sí, su Tío Remus, con la confianza de un hombre que ha tenido éxito en la vida y es propietario de algo que muy pocos ricos podrán aprender a conseguir, una tradición, una herencia cultural y un sentido del humor adaptable al mundo moderno: ¿qué otra cosa había hecho ella para librarse de aquella histérica vieja hacía un momento sino volver contra ella su propio ridículo?
—Señorita Clay, creo que quizá debiera llevarla primero aun doctor —dijo Madison ansiosamente.
—¿Quién está a cargo de quién aquí, yo o usted? —contraatacó Lyla con una risa forzada—. Sí, lo siento, algo muy malo me ocurrió la otra noche, y ahora debo volver a un apartamento donde no va a haber nadie, tan sólo manchas de sangre en el suelo para señalar que sí hubo alguien ayer, y no sirve de mucho preocuparse por ello, ¿verdad? La gente es asesinada cada día. Yo...
De alguna manera estaban caminando juntos, y consiguiendo ir en la dirección que deseaban en vez de ser llevados de un lado para otro durante todo el tiempo como ella estaba acostumbrada. No hacia el hotel, sino hacia el bloque donde ella vivía. No importaba.
—... simplemente tengo que digerir la verdad, sin pensar en lo horrible de su sabor. Aunque hubiera debido advertirle, como he dicho, pero las cosas no son como si yo llevara mi yash de calle, con el cual era posible suponer que soy una nig como usted, ahora voy andando aquí con usted y no llevo más que este par de nix y la gente nos está mirando, ¿se ha dado cuenta?, con esa expresión resentida, diciendo, cuando se trata de un blanc, ¿qué está haciendo esa chica con un nig?, y cuando se trata de un nig, ¿qué está haciendo ese nig con una chica blanc y traicionando la causa?
—Sí —dijo Madison—. Eso es algo con lo que crecen todos los nigs, señorita Clay. No tiene que decírmelo, ¿sabe?
—Lo que estoy intentando decirle es que soy consciente de ello —dijo Lyla—. Quiero decir, soy una pitonisa, de modo que se supone que soy más sensitiva que la mayoría al...
Reconoció, familiar, la entrada principal del bloque donde estaba su casa; se acercaron al ascensor.
—... resto de la gente, independientemente de su color. Entiéndalo, fui educada en un ambiente conservador, y mis padres eran muy antiafrikaner y todo eso, y creo que es una vergüenza que nos apartáramos de lo que estaba desarrollándose en el pasado siglo y... Oh, Cristo, ¿cómo voy a entrar?
Se detuvo en seco, a punto de penetrar en la cabina del ascensor.
—¡Esos jodidos polis! Ni siquiera me dejaron coger la llave cuando me sacaron a rastras esta mañana, nada. Sólo llevaba esta moneda menuda en mi bolsillo y... —Le dio la vuelta frenéticamente a su bolsillo, y efectivamente no había más que un frasco de píldoras sibilinas y las monedas y una tarjeta de identificación.
—Ya veremos de resolver el asunto cuando lleguemos a él —dijo Madison, animándola a entrar en la cabina.
Ella pensó en la parte de atrás de su mente: «Esto debe de ser lo que querían decir mis conservadores padres cuando hablaban de una "escolta" para cuando yo fuera a determinados lugares, y en mi actual situación creo que es agradable, me gusta, me siento horriblemente asustada ante lo que vamos a encontrar cuando el ascensor llegue al piso diez y sin embargo no estoy alterada y...».
El ascensor se detuvo.
Aguardando la llegada de la cabina para bajar, el Gottschalk del apartamento 10-W.
Y su rostro exhibiendo pensamientos no disimulados: «La noche pasada intentaste matarme cuando yo quería ayudarte, y ahora aceptas la ayuda de un nig, en esta ciudad desgarrada por los negros Patriotas X que mataron a tu hombre».
Pero no dijo nada, simplemente se echó a un lado para dejarles pasar. Y aguardó, sin entrar en la cabina.
La razón se hizo evidente al instante. Apiladas en el pasillo, sus reconocibles pertenencias. Libros amontonados. La manchada cama, de pie, apoyada contra la pared. La menos atractiva miscelánea de las minucias domésticas, incluido el Lar, por el que sin la menor duda había sido expedida ya la factura hoy. Y la puerta del apartamento cerrada a cal y canto, con un peso de cien kilos montado detrás.
El Gottschalk lanzó una risita.
—¡Lo siento, Lyla! —dijo. Por razones comerciales, los Gottschalk siempre utilizaban los nombres de pila, creando así la ilusión de que ellos también constituían una familia como las de los hombres a los que intentaban proteger (o al menos eso decían) cuando les vendían sus pistolas, granadas y minas—. No cerraron la puerta detrás de usted esta mañana, y eso era muy tentador para cualquiera que pasara por aquí, ¿no? ¿Acaso su mack le leyó por escrito el arrendamiento?
—Yo... —Lyla sintió que su mente se congelaba, espesa como un porridge pasado—. No creo que hiciera ningún tipo de testamento.
—Lo siento —dijo de nuevo el Gottschalk, convirtiendo su tono en una burla, y se metió en la cabina y pulsó el botón de bajada.
—No me gusta ese tipo —dijo Madison pensativamente, agitando la cabeza—. De todos modos, eso no importa mucho ahora. ¿Es ese su apartamento, el que tiene todos los muebles y lo demás apilado fuera?
—Sí, pero... —Lyla tuvo que clavarse profundamente las uñas en sus palmas, tensando todos sus músculos, para impedirse gritar—. Pero alguien lo ha ocupado, ¡alguien se ha metido ilegalmente dentro! Cuando los polis me sacaron hoy no cerraron la puerta y... ¿Y qué voy a hacer yo ahora? No estaba arrendado a mi nombre, lo estaba al de Dan, y...
Se volvió ciegamente y se apoyó, casi se derrumbó, contra la pared.
—¡Y ni siquiera tengo una llave!
Transcurrió un largo momento en el que no ocurrió nada. Finalmente, se recuperó y se sintió capaz de apartar su frente de la pared del pasillo donde la había apoyado y apartar parpadeando las lágrimas que ofuscaban su visión. Madison seguía todavía de pie allá donde estaba antes, el saco colgando de su hombro, una oscura y gruesa mano sujetando su correa sobre la chaqueta gris. Se sintió horriblemente avergonzada de sí misma después de todos aquellos años en que le habían estado enseñando machaconamente que una no debía revelar sus debilidades, ocho meses de cada doce desde la edad de diez años, en la escuela de la que al final había terminado escapando.
Pero todo lo que Madison dijo fue:
—Supongo que se trata de una cerradura a código, ¿eh?
—¿Qué? Oh. Oh, sí. Una cerradura a código, por supuesto.
Casi ningún otro tipo de cerradura era apta para las puertas de los modernos apartamentos; cualquier cerradura con un orificio en su parte exterior donde insertar la llave era algo demasiado vulnerable.
—Entiendo. —Madison hablaba con tono pensativo, mientras se volvía para examinar la jamba de la puerta junto a la cual había sido apoyada la rota cama con la sangre de Dan en ella, seca ya y formando una horrible costra marrón que había atraído a una zumbante mosca—. Hummm... Es un código uno-dos-ocho, creo... ¿Es así, señorita Clay?
Ella lo miró asombrada.
—Quiero decir, ¿lleva los dígitos uno-dos-ocho en algún lugar? ¿Formando los primeros tres dígitos quizá, o tal vez los tres siguientes después del primero?
—Oh... —Tragó dificultosamente saliva, sin comprender pero intentando dar lo que creía era la respuesta más adecuada—. Sí, creo que empieza por uno-dos-ocho. Pero nunca lo memoricé.
Dudó, intentando preguntarle cómo lo había adivinado, pero él se había vuelto de espaldas y estaba haciendo algo que ella no podía ver porque su cuerpo ocultaba sus movimientos. Lo que sí vio fue la puerta abriéndose, y un rayo de luz brotar por la parte de arriba.
—¡Hay un peso de protección! —gritó, y en aquel mismo segundo alguien desde el interior del apartamento dijo algo acerca de «maldita sea»..., y la puerta se abrió con un restallido sobre sus goznes, tan aprisa que ni siquiera se dio cuenta de ello, primero aquí, y luego allí, y Madison estaba de pie en el umbral con una mano sobre su cabeza sujetando el peso de cien kilos que apenas había llegado a descender unos centímetros sobre sus guías. Más allá de él, un hombre muy pálido avanzaba con los ojos muy abiertos por la sala de estar, agarrando una silla como si fuera un escudo, la mandíbula caída mientras contemplaba al intruso alzar cuidadosamente el peso hasta su posición original y colocar el retén de seguridad.
—¿Conoce a esta persona, señorita Clay? —preguntó Madison con un tono aburrido en su voz.
—S...SÍ —murmuró Lyla, y tuvo que inspirar de nuevo profundamente antes de poder terminar su frase—. Es un amigo de Dan... mi mackero. Es Berry.
—Yo... —La nuez de Adán de Berry se agitó en su cuello; era alto y delgado, y a Lyla le recordó de pronto al policía en la terminal del rapitrans que había intentado hacerle la zancadilla a Madison—. ¡Vine a recoger mi Tri-V! —improvisó—. Me di cuenta de que, después de todo, la necesitaba. Y cuando vi la puerta abierta, yo...
Las palabras se arrastraron lánguidamente hasta desaparecer, y se alzó de hombros.
—Curioso —dijo Madison, dirigiendo una mirada a Lyla—. No he visto ninguna Tri-V ahí afuera en el pasillo. Lo único que vi fue un batiburrillo de otras cosas. ¿Son suyas?
—¡Mías y de Dan! —estalló Lyla, antes de que Berry pudiera responder.
—Aja. —Madison avanzó unos pasos, apartando a Berry de su camino como si no existiera, y echó una ojeada a la sala de estar—. Es muy considerado por parte de su amigo, señorita Clay. Veo que le ha instalado una cama nueva en lugar de la rota que hay ahí afuera en el descansillo, y todo el lugar está limpio y ordenado. Debe de ser un alivio saber que una tiene amigos como éste, cuando lo cierto es que esperaba llegar a casa y encontrar que todo había sido destrozado por los chiquillos, o robado, porque los polis no se preocuparon de cerrar la puerta a sus espaldas cuando se la llevaron al Ginsberg. ¡El lugar parece estupendo!
—¡Usted, maldito...! —empezó Berry, alzando la silla como si quisiera convertirla en una maza en vez de en un escudo.
Pero Madison soltó la mano que sujetaba la correa de su saco el tiempo suficiente para señalar con el pulgar al peso que de forma tan casual había sujetado y alzado, todos sus cien kilos, y su movimiento dijo más que todas sus palabras. Berry bajó muy lentamente la silla al suelo.
Rastreramente, con toda la sangre huida de su rostro, se dirigió hacia la puerta donde Lyla permanecía como una estatua de mármol. Cuando llegó junto a ella, dijo tentativamente:
—Es estupendo descubrir que no has sido internada en el Ginsberg...
En aquel punto ella perdió el control y lo abofeteó duramente; el ruido resonó como un disparo.
—¡Puta! —gritó él, y su puño saltó hacia delante con intención de alcanzar la barbilla de la mujer..., y falló, puesto que aún estaba realizando el movimiento cuando Madison le dio una precisa patada en la base de su espina dorsal, alzando su cuerpo más allá de Lyla, haciéndole cruzar la puerta y atravesar el pasillo hasta estrellarse contra la pared opuesta, gimiendo.
Cuidadosamente, Madison cerró la puerta y se volvió hacia Lyla.
—¿Hay algo ahí fuera que desee volver a meter en el apartamento? —preguntó.
—Déjelo —suspiró Lyla—. No quiero... Oh, sí. Hay un depósito de dos mil sobre el Lar. No me gustaría que se lo llevara, el bastardo. ¡El bastardo! ¡Y yo que creí que era amigo de Dan! Debió de oír que Dan había muerto y yo había sido arrestada, y pensó que podía aprovechar la oportunidad para mudarse aquí... Ha estado viviendo con su chica en una sola habitación desde hace meses, y este lugar tiene al menos una cocina independiente, aunque todo lo demás sea más bien sórdido... ¿Qué está haciendo?
Madison había acercado su cabeza a la puerta, escuchando. Al cabo de un momento, la abrió de golpe, su mano preparada para golpear exactamente en el lugar preciso. Berry aulló cuando su muñeca fue atrapada y la mano del nig apretó fuertemente en los nervios precisos que le obligaron a abrir los dedos. Una llave código cayó tintineando al suelo, y Madison dijo irónicamente:
—Qué gran gesto el que devuelvas la llave... Supongo que la señorita Clay la necesitará.
Pero en la otra mano Berry sujetaba un cuchillo, y Madison se hizo cargo también de él sin ironía ni dilación; la hoja lanzada contra su vientre terminó su trayectoria contra el marco de la puerta metálica, resbaló con un chirrido, y su mango pasó con ayuda de un preciso movimiento de la mano de Berry a la del nig. Por segunda vez en menos de un minuto, la mandíbula de Berry colgó incrédula. Durante un interminable momento los dos hombres se miraron frente a frente; luego, los nervios de Berry se desmoronaron, y corrió ciegamente hacia el ascensor.
Madison metió el cuchillo en el saco y dijo:
—Dígame lo que quiere que volvamos a entrar, señorita Clay.
Mirándole, ella intentó sonreír. No tuvo mucho éxito.
—No estaba bromeando cuando dijo usted que sabía cómo cuidar de sí mismo, ¿verdad? —murmuró—. ¿Le enseñaron todo eso en el ejército?
—No tenía mucha cosa que hacer allá en el Ginsberg —se alzó de hombros Madison—. Así que tuve mucho tiempo para pensar y practicar.
—Pero... ¡Pero usted abrió esa puerta sin ninguna llave! —insistió Lyla—. Estaba cerrada, ¿verdad?
—Oh... Sí, estaba cerrada.
El oscuro rostro de Madison no mostró ninguna emoción.
—¡Pero no puede abrirse una cerradura a código sin la llave correcta! ¡Quiero decir, no sin volar la puerta!
Madison no dijo nada.
—De acuerdo, supongo que usted sí puede. Al menos, lo hizo. ¿Qué fue lo que utilizó?
Silencio.
—De acuerdo, es un secreto. Pero dígame esto, entonces. —Dudó, una atenta expresión en su rostro, como si estuviera escuchando sus propias palabras y dudando que tuvieran sentido—. ¿No utilizan cerraduras a código en el Ginsberg?
Madison asintió.
—¿Y usted podía abrirlas en cualquier momento, siempre que quisiera? ¿Abrirlas, y simplemente salir fuera?
—Supongo que sí.
—Entonces, ¿por qué infiernos no lo hizo?
Su voz adquirió una nota de histeria.
—No podía hacerlo, señorita Clay —dijo Madison—. No hasta que consiguiera un certificado legal conforme había sido dado de alta y tuviera un tutor que se hiciera responsable de mí durante los primeros doce meses, ya sabe.
Lyla tanteó sin mirar en busca de una silla, y muy cuidadosamente se sentó.
—¿Está hablando en serio? Sí, claro que sí... Desde un principio me dio usted la impresión de ser serio.
Otra pausa.
—Bien... Bien, muchas gracias, de todos modos. No sé lo que hubiera hecho si ese bastardo de Berry hubiera estado aquí y yo hubiera llegado sola. Quiero decir que, si simplemente hubiera llegado aquí y hubiera encontrado la puerta cerrada y nadie hubiera respondido a mis llamadas, hubiera ido en busca de Berry, porque creía que era el mejor amigo de Dan. —Apoyó la cabeza entre sus manos y se balanceó hacia delante y hacia atrás—. ¿Tiene usted amigos, Harry? ¿Puedo llamarle Harry? No me gusta llamar a la gente señor y señora y señorita durante todo el tiempo.
—Naturalmente, puede llamarme como quiera—dijo Madison, mirando al otro lado de la puerta para asegurarse de que el pasillo estaba vacío, luego saliendo rápidamente para volver a entrar las cosas que Berry había apilado fuera. Pasando cuidadosamente la cama por la puerta, dijo—: ¿Quiere que la limpie y la repare? No querrá sentirse usted en deuda con él por la que él trajo, ¿verdad?
—¡No! —Lyla alzó la cabeza—. No, eche fuera todo lo que él trajo... Deje que vuelva a llevárselo a su casa, ¡si es que todavía tiene una casa!
—Entonces dígame simplemente lo que es de el y lo que es de usted —invitó Madison, y apoyó la cama de pie contra la pared más próxima.
El trabajo estuvo hecho en veinte minutos, la puerta cerrada, el peso cebado de nuevo por miedo a que Berry pudiera volver con refuerzos, la cama cuidadosamente lavada con agua caliente... Por una vez el depósito estaba lleno, y entre las cosas que Berry había traído y no habían sido arrojadas al pasillo había algo de detergente..., y el corte del colchón fue reparado con cinta adhesiva extraída del saco de Madison. Era como el saco de Santa Claus, pensó Lyla, observándole trabajar como si nada de todo aquello tuviera algo que ver con ella; una podía creer que si lo abría al azar y enumeraba su contenido encontraría únicamente lo que podía esperarse: ropas, artículos de higiene personal, quizá unos cuantos libros o recuerdos. Pero fuera cual fuese el problema, si era Madison quien rebuscaba en su interior, extraía el artículo necesario...
Rehinchada y probada, la cama fue devuelta a su lugar, y el Lar a su nicho, y todo lo demás allá donde había estado antes. Madison se echó su saco al hombro de nuevo y se dirigió hacia la puerta.
—Encantado de haber podido ayudarla, señorita Clay —dijo—. Supongo que yo mismo sabré encontrar el hotel.
—¡No, espere! —Lyla saltó en pie—. Por favor, no se vaya. Yo...
Estuvo a punto de adelantar una mano y sujetar el brazo del hombre; retuvo el gesto a medio camino. Algunos nigs eran muy sensibles acerca de ser tocados por blancs sin su permiso, y se sentía asustada ante aquel hombre que podía abrir cerraduras sin necesidad de explosivos y pasar bajo un peso de cien kilos sujetándolo con un solo brazo. Para cubrir su abortado faux pas, empezó a hablar muy rápidamente, al azar.
—Entienda, como le estaba diciendo, si no hubiera descubierto que era Berry quien estaba aquí, me hubiera dirigido a él porque pensaba que era amigo de Dan y yo no soy de Nueva York, ni siquiera soy del estado, así que no tengo demasiados amigos y... ¿Tiene usted amigos, Harry?
—No.
—¿Ninguno? ¿Ninguno en absoluto? ¿Ni familia, ni nada?
Él agitó negativamente la cabeza.
—¿Es usted de esta parte del país?
—De Nevada.
—Está usted muy lejos de casa entonces, ¿no? Yo sólo provengo de Virginia, pero de todos modos no es Nueva York...
Se mordió fuertemente el labio inferior; temblaba como presagiando lágrimas.
—Suponga que Berry está esperando para pillarme sola —dijo al fin.
—Usted lo conoce —dijo Madison—. ¿Le cree capaz de hacerlo?
—¡No lo sé! —Las palabras se convirtieron casi en un grito—. ¡Nunca antes pensé en él como en un enemigo! ¡Es la última persona del mundo en la que jamás hubiera pensado como un enemigo! Oh, Dios, ¿por qué ya no podemos tener amigos como acostumbrábamos a tener en otro tiempo?
—No sé la respuesta a eso —dijo Madison—. Esperaba que los doctores del Ginsberg la supieran, pero ellos tampoco la saben.
—Sí, cabe suponer que los psicólogos debieran ser capaces de responder a algo así —dijo Lyla, cayendo en el juego con una sensación de flotabilidad, la cabeza ligera, como en los últimos estadios de una órbita de ladromida—. ¿Por qué lo internaron, de todos modos..., si no le importa decírmelo?
—Por hacer demasiadas preguntas —dijo Madison—. El tipo de preguntas que usted acaba de hacer. Pusieron un arma en mi mano, y me dijeron: ve y mata a ese salvaje desnudo con una lanza con punta de pedernal, es el enemigo, y yo dije: ¿por qué es el enemigo?, y ellos dijeron: porque ha sido atrapado por los comunistas, y yo dije: ¿acaso tienen una palabra en su idioma que signifique «comunismo»?, y ellos dijeron: si no vas y lo matas vamos a arrestarte. Así que me arrestaron. Yo seguí haciendo preguntas y nunca conseguí una respuesta, y no quise dejar de hacerlas hasta que consiguiera al menos una. Así que me dieron de baja en el ejército y me metieron en el Ginsberg..., o mejor dicho primero en otro hospital, pero cuando abrieron el Ginsberg me trasladaron allí. Porque soy un nig, supongo. Eran unos tiempos en los que no se veía bien tener a un negro en un mal equipado hospital estilo antiguo.
Lyla empezó a decir algo, cambió de opinión, cambió de nuevo.
—Harry, dígame honestamente: ¿cree usted que estaba justificado que lo internaran ahí? ¿Cree usted que estaba loco? Al menos a mí no me lo parece, ahora.
—Tengo un certificado —dijo Madison con una irónica sonrisa.
Era el primer rastro de expresión que Lyla veía en su rostro, ni siquiera cuando se había enfrentado a Berry, y desapareció en un parpadeo.
—Sí. Sí, por supuesto. —Buscó las palabras adecuadas—. Bueno, mire... Mire, la cosa es así. No quiero quedarme sola. Tengo miedo. Ya no tengo ningún arma... Me fue robada por el Gottschalk del bloque, el que vimos junto al ascensor. Tendré que salir a buscar comida o alguna otra cosa y... Bueno, mire: ¿puede quedarse usted a hacerme compañía, al menos durante unas horas? ¿Sólo el tiempo necesario? Hasta que me sienta...
Su voz murió, y sus manos colgaron fláccidas a sus costados, e inclinó la cabeza.
—Lo siento —murmuró—. Ya ha hecho usted mucho más de lo que yo tenía derecho a esperar.
—Creo que lo que acaba de mencionar respecto a la comida es una buena idea —dijo Madison—. Creo que se sentirá usted bien más tarde, pero no en este momento. Con algo de comida en el estómago y quizá unas cuantas copas, o un porro, podrá arreglárselas. Todo eso hace que las cosas parezcan un poco más normales.
—Eso es exactamente lo que deseo —dijo ella, agradecida—. Hacer que las cosas parezcan normales, aunque sólo sea por un tiempo, aunque sepa íntimamente que no lo son ni van a serlo nunca más. Mire, vamos a comer algo ahora mismo, así no le retendré demasiado tiempo. Me pondré mi yash y unas calcetillas y así nadie podrá adivinar que soy una blanc caminando por la calle, y conozco algunos restaurantes donde no les importa el que la clientela esté mezclada.
Tomó el yash, que estaba en su percha habitual; aparentemente Berry aún no había terminado de sacarlo todo fuera. En el momento de metérselo, dudó.
—Harry, ¿fue usted? —dijo de pronto, y se sintió con ánimos de explicarse—. ¿Fue usted quien me condujo a esa trampa de eco, quien me causó una resaca tan grande que pronuncié un oráculo una vez salida del trance?
Pero no hubiera sido necesario explicarse. Él asintió inmediatamente, y le tendió la llave que había tomado de Berry para que ella se la metiera en el bolsillo.
—Lo siento —añadió, y abrió la puerta.
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Reproducido del Observer de Londres del 10 de marzo de 1968
El color, el eterno conflicto
por Colin Legum
Tras pasar recientemente varios meses en los Estados Unidos, he llegado a compartir el punto de vista de esos norteamericanos que piensan que, a menos que se produzcan dos milagros —un fin rápido de la guerra del Vietnam, y un enorme aumento de los fondos públicos destinados al frente interior—, los Estados Unidos se hallan al borde de entrar en un período de dura represión de los negros por parte de los blancos que puede sacudir su sistema político hasta sus mismos cimientos.
¿Cuáles pueden ser los efectos probables de la más importante potencia occidental dedicada a la más enérgica represión racial? Dramatizaría y acentuaría la crisis racial en todo el mundo como ninguna otra cosa podría hacer. Pesaría sobre las lealtades de los aliados occidentales de América mucho más de lo que ha pesado Vietnam. Tendría un efecto traumático en África, y afectaría directamente a los nacionalistas africanos de tal modo que no tendrían más alternativa que acudir en busca del apoyo comunista... Si este deprimente punto de vista parece alarmista hasta la exageración, ello puede ser debido únicamente a que el mundo occidental, habiendo visto los peligros a tiempo, ha cambiado las prioridades de sus compromisos interiores y exteriores...
Si alguna vez la sociedad blanca norteamericana llega a sentir que sus intereses económicos y de seguridad se hallan seriamente amenazados, entonces es muy posible que se produzcan cambios radicales. Pero aún no se puede predecir cuáles pueden llegara ser éstos.
De modo similar, si la comunidad blanca sudafricana llega alguna vez a sentirse tan aislada y amenazada que ya no puede seguir manteniendo su actual política de dominación blanca, entonces puede empezar a mostrarse interesada en alguna genuina separación, tal como el sistema cantonal de Suiza. Este tipo de separación voluntaria está siendo discutida actualmente por algunos individuos en Israel como posible solución al problema de vivir al lado de los árabes de la orilla oeste.
La separación voluntaria —incluso la separación en distintos fragmentos territoriales—, no es siempre necesariamente retrógrada. Aunque es sospechosa a los ojos de los liberales —debido a los horrores del racismo del siglo XX—, los liberales fueron los campeones de todos los separatistas del siglo XIX que deseaban la independencia de los imperios otomano y de los Habsburgo, y siguen aún reaccionando con simpatía a las reivindicaciones de escoceses y galeses.
Las repetidas demandas en América del Black Power de controlar sus propios ghettos es un movimiento en esta dirección...
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Hipótesis relativa a lo anterior, para los propósitos de esta historia
A mediados de la década de 1980 los recursos en dinero y hombres puestos a disposición del Mantenimiento de la Seguridad Interna empezaron a exceder a los recursos destinados al exterior.
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De acuerdo con una recomendación computarizada acerca de cómo conseguir la cooperación de una personalidad notoriamente espinosa
Xavier Conroy, doctor en sociología, doctor en filosofía, profesor de psicología social en Hawthorn, universidad de Manitoba Norte: INFLUENCIA MOGSHACK EN DOCTRINA PSICOLÓGICA CONTEMPORÁNEA JUZGADA ABUSIVA POR ANTIGUO COLABORADOR STOP BUSCO OPINIONES CONFIRMATIVAS/CONTRADICTORIAS STOP SU RESPUESTA PAGADA EN DESTINO STOP FIRMADO FLAMEN.
Hurgón Flamen NYCNY 10036: INFLUENCIA MOGSHACK PERNICIOSA PERO SE ENFRENTA USTED A UN MOLINO DE VIENTO DEMASIADO ALTO STOP FIRMADO CONROY.
Conroy univ. Manitoba N.: ADMITO MOLINO DE VIENTO DEMASIADO ALTO STOP APRECIARÍA COLABORACIÓN SUYA PARA ACORTARLO STOP FIRMADO FLAMEN.
Hurgón Flamen NYCNY 10036: BUENA SUERTE STOP FIRMADO CONROY.
Conroy univ. Manitoba N.: VENGA A NY FIN SEMANA GASTOS PAGADOS STOP TRAIGA HACHA STOP FIRMADO FLAMEN .
Hurgón Flamen NYCNY 10036: LLEGO SÁBADO MAÑANA VUELO 9635 STOP NO TENGO NINGUNA ESPERANZA PERO LAMENTARÍA PERDER OPORTUNIDAD STOP FIRMADO CONROY.
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Prohibido el paso
Lyla tenía la sensación de que debería estar aterrada, pero no lo estaba, y era incluso capaz de preguntarse muy calmadamente por qué no lo estaba. Decidió que era a causa de que Madison estaba tan claramente de su lado, y acababa de salvarla de algo que de otro modo hubiera sido una catástrofe, y además sabía —independientemente de cómo lo hubiera sabido— lo que ella había querido decir cuando le había hecho aquella simple pregunta: «¿Fue usted?».
Durante un rato después de abandonar el apartamento ella no pensó realmente mucho, pero finalmente, cuando llegaron al nivel de la calle, se sintió capaz de formular preguntas casuales en un tono amistoso normal, y las formuló.
—Matthew Flamen le ofreció un trabajo, ¿verdad?
—Sí; al parecer necesita a alguien que se encargue de las interferencias que está teniendo en su programa, y como quiera que yo sé algo de electrónica...
—¿Se siente usted feliz de estar..., esto..., fuera después de tanto tiempo?
—No lo sé. Esperaré hasta ver lo que ha mejorado el mundo durante ese tiempo.
—Más bien ha empeorado —dijo Lyla positivamente—. Quiero decir... Bueno, aún soy muy joven, supongo, pero por lo que puedo recordar parece haber empeorado. El doctor Reedeth dijo que había habido tres UR ayer, y que desde su punto de vista eso estaba muy bien, porque en una ocasión se habían producido diecinueve en una sola noche, ¡pero no tendría que haber ninguno en absoluto!
Hubo un interludio durante el cual caminaron el uno al lado del otro sin hablar, Lyla envuelta en su yash y sus calcetillas de tal modo que nada de su piel quedaba a la vista, por lo que podían ir con toda tranquilidad por la acera porque el resto de la gente daba por sentado que ella también era nig. Siempre había una especie de cansancio tras el estallido de unos disturbios, una post-tumescente tristeza como la experimentada por dos amantes honestos pero accidentales dándose cuenta al grisor del alba que a través de la fugaz pasión han corrido el riesgo de iniciar el camino de un nuevo niño por el largo viaje hacia la muerte.
Finalmente fue él quien prosiguió las preguntas.
—¿Qué hubiera hecho si hubiera llegado a casa sola?
—No lo sé —murmuró ella—. Supongo que tal vez hubiera llamado a su nuevo jefe. Pero no creo que hubiera conseguido mucha ayuda de él. Quiero decir... Oh, es tan difícil de explicar. Quiero decir que es un hombre que me gusta superficialmente, pero no interiormente. Habla bien, pero no da la impresión de ser un hombre en quien puedas confiar. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Muy claramente —dijo Madison. Y—: ¿Es ese el restaurante del que me ha hablado, el de ahí enfrente?
Acababan de doblar una esquina, y habían llegado a la vista de un restaurante chino llamado La Ciudad Prohibida; puramente a fin de mantener el negocio pese a la moderna xenofobia, los restaurantes chinos se habían visto notoriamente obligados a admitir a toda la clientela que se les presentaba, por lo que normalmente aceptaban grupos mixtos. Pero el escaparate principal de este había sido destrozado, y había una pintada en la puerta, precipitadamente garabateada con tinta roja: ¡LOS PATRIOTAS X AL ATAQUE! Y una flecha apuntando al cristal rojo.
—Dan y yo trajimos una vez a unos amigos nigs —dijo Lyla con forzado optimismo, y le hizo cruzar la calle.
Pero ni siquiera llegaron junto a la puerta. Tras ella había un alto asiático que miró a Madison detrás de ella, y alzó una mano con los dedos prestos para un golpe de karate.
—Creo que será mejor que busquemos algún otro lugar esta noche —dijo Lyla desanimadamente, y se dio la vuelta.
Con el rabillo del ojo vio los dientes del asiático destellar en una sonrisa.
Había un restaurante negro en la siguiente manzana, pero también éste tenía un cartel, cuidadosamente pintado en letras marrones sobre fondo negro, negando la entrada a los blancs, y luego había uno indio asegurando orgullosamente al público que ellos también eran arios y no querían saber nada con otras razas, y uno estrictamente judío y uno estrictamente musulmán y uno japonés únicamente para blancos delante del cual había aparcado un Voortrekker de la Unión Sudafricana, y uno yoruba especializado en platos africanos y...
Finalmente, Lyla dijo con tono miserable:
—Lo siento mucho, pero hace meses desde que intenté encontrar un local que no fuera segregacionista, y después de los problemas de la pasada noche supongo que para muchos de ellos fue la gota de agua que desborda el vaso. Quizá debiéramos separarnos y comer cada uno por su lado.
—El hotel que me recomendó —dijo Madison—. ¿No tiene restaurante?
Ella lo miró miserablemente a través de la ranura de la capucha de su yash.
—Por todo lo que sé, es probable que el hotel haya dejado de aceptar clientes nigs, y tenga que ir usted a alojarse a Harlem, después de todo.
Madison frunció el ceño, y por un momento sus labios se fruncieron de tal modo que parecieron desvanecerse.
—¿Qué puede haber causado esto, señorita Clay? No ha sido simplemente una noche de disturbios.
—Me gustaría que me llamara Lyla —insistió ella—. ¡Prefiero que la gente sea amigable conmigo y no únicamente educada! ¡Necesito que alguien sea amigable conmigo! Oh, Dios, me gustaría que las cosas fueran como en los viejos días de los que hablaban mis padres, cuando a nadie le importaba con quién te veías o para quién trabajabas o quién se sentaba a tu lado. ¡Todo parece estarse cerrando a nuestro alrededor, como las paredes de El pozo y el péndulo!
Miró alocada a su alrededor, como si realmente esperara ver los edificios avanzar para atraparla.
—Y la gente no resultaba muerta en los disturbios —murmuró—. ¡En absoluto! Oh... ¡Oh, pobre Dan!
Madison aguardó. Al cabo de poco tiempo, ella se vio con fuerzas para continuar.
—No, por supuesto que no son los efectos de una sola noche. Era algo que estaba madurando desde hace tiempo, aunque la gente se sentía avergonzada de dejarlo salir al exterior. Pero algo ha demostrado ser más fuerte que la vergüenza. ¿Qué es más fuerte que la vergüenza?
—El miedo —dijo Madison.
—Supongo que sí —admitió ella—. Pero ¿por qué debería tener miedo la gente? —Lanzó un suspiro—. Soy una pitonisa, Harry. Entro en las mentes de la gente. Nunca he encontrado nada en nadie, ni siquiera en el Ginsberg, donde había toda aquella gente que se suponía estaba loca, que no estuviera en mí también.
Había empezado a andar de nuevo, automáticamente, al lado de él, y esta vez era él quien dirigía, conduciéndola hacia el hotel que ella le había recomendado.
—Excepto usted —dijo Lyla—. Usted..., usted no era igual, no sé de qué manera. Y me sentí asustada también de eso..., creo.
En aquel punto, cuatro hombres jóvenes y robustos, todos ellos blancs, salieron de un portal y bloquearon su camino. Una brillante luz incidió en los ojos de Lyla, de tal modo que su rostro pudo ser visto detrás de la máscara del yash, y una voz dijo:
—¡Mixtos!
Una mano aferró la suya, y algo se clavó en la base de su pulgar, y el suelo se agitó con extraños movimientos curvilíneos, como si fuera agua girando dentro de un cuenco.
Agitación. Todo el planeta girando sobre desengrasados ejes que aullaban. Un oscuro y no pronunciado grito en las profundidades de su cerebro, socorrosocorrosocorro. Diseminados por las cuatro sucias esquinas del universo, los trozos y fragmentos de la persona que en una ocasión habían integrado a Lyla Clay. Débilmente, socorrosocorro, y ni siquiera la fuerza de mover los labios y agitar las cuerdas vocales con el hálito de su respiración.
Ocho sucias esquinas.
socorro
un trabajo abrumadoramente inmenso, abandonó la lucha.
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Precaución y prevención son dos cosas distintas y opuestas
Habían alojado a Pedro Diablo en un apartamento de lujo pagado por los fondos federales y cuyo contrato de arrendamiento —extendido por Bustafedrel en los días en que los límites raciales estaban mucho menos definidos— incluía una cláusula de no discriminación, pero nunca antes había sido invocada, y sus vecinos se sintieron tan horrorizados que durante aquella primera tarde (mientras él estaba siendo rastreado por los líderes nigs que estaban en estrecho contacto con Morton Lenigo y se sentían también horrorizados porque habían planeado utilizar los talentos de Diablo como propagandista y ahora había sido despedido bajo la simple palabra de un sucio blanc) organizaron una petición para que fuera expulsado antes de que se hiciera descender el status del bloque.
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P. ¿Quién era esa grulla con la que te vi la otra noche?
R. No era una grulla, sino la berenjena que ves ahí
Eternidades más tarde y un mundo distinto: un mundo de negras colinas velludas con un sol medio verde medio rojo cruzado por una ladeada barra surgiendo de un gris cielo vertical.
¿Una habitación? Dolorosamente. Un paisaje de una habitación, llanuras de suelo y montañas de muebles. Inaudible, un río cayendo en una cascada pedregosa, obscenas excrecencias fungosas al pie de las colinas y el clima local tormentoso y aullante y pegajosamente cálido y con el hedor de la podredumbre.
Crac un trueno y uch un relámpago e inmediatamente delante cuando Lyla abrió los ojos un Stonehenge de cuerpos humanos, un círculo megalítico de brazos sujetando hombros, pálidos pilares enhiestos interrumpidos delante del lugar donde estaba tendida ella por una mandrágora con las piernas abiertas, una mujerdrágora más exactamente, con la barriga colgando sobre el peludo pubis y la piel garabateada como la pared de unos urinarios públicos con nombres y fechas escritas con lápiz graso, algunos semiborrados y algunos claramente legibles: PIGGY WALLIS 0825 DELLA LA CARNICERA 1215 CALIENTE HANK DUMONT 1640.
Como si estuviera reuniendo los fragmentos de una explosión nuclear pieza a pieza, lentamente, obligándoles a adquirir de nuevo su forma original, Lyla fue absorbiendo los hechos que sus sentidos le presentaban y categorizándolos en sus correspondientes esquemas. Se sentía tremendamente mal, y su mano le dolía allá donde una roma aguja se había clavado profundamente en sus músculos. También había un ardiente dolor nuevo en su muslo derecho. La línea roja de un golpe de látigo sobre su piel.
Un apartamento a varios niveles. Hecho establecido. Perspectiva restaurada. Mobiliario ultramoderno colapsable retráctil mutable. En las negras laderas los distorsionados hongos eran cuerpos humanos, algunos vestidos y otros no, algunos moviéndose algunos no, y algunos a medio camino haciendo el amor de una forma increíblemente lenta con los miembros entrelazados y todo lo demás olvidado excepto el contacto de piel contra piel. Y frente a ella no un círculo megalítico sino ocho hombres llevando únicamente botas y, garabateado cruzando el pecho de cada uno —o la parte superior del brazo si el pecho era demasiado velludo para escribir en él—, un nombre con lápiz graso GENE PUTZI VERNON HUGHIE PHIL SLOB CHARLIE PAT. Los brazos de cada uno en los hombros de su compañero, formando una herradura en torno a una mujer joven muy alta con pechos pequeños y un vientre prematuramente abultado también desnuda excepto un cinturón y sandalias con cintas que ascendían hasta sus rodillas, sujetando un látigo y coronada con una fantástica peluca roja azul y verde. Había un ruido intolerable, no ensordecedor pero procedente de todos lados y de encima, como si en cada habitación adyacente hubiera música y pies de bailarines golpeando el suelo y gente discutiendo a voz en grito. Sus ojos estaban maníacamente desorbitados y sudaba tanto que sus inscripciones estaban disolviéndose.
—¡Está despierta!
Un grito. Un chorro de finas gotitas de saliva cayó sobre la piel de Lyla. Otro informe procedente de su piel: la abrasiva presión de cuerdas en sus codos, en su espalda el resbaladizo contacto de unos sudorosos y agitantes músculos entre duros omoplatos, bajo sus nalgas una húmeda vellosidad, en su nuca el ensortijado contacto de una cabellera nigblanc, como el pelo de un terrier... Jadeó y centró su percepción en la realidad que la rodeaba con un esfuerzo de voluntad. Estaba sentada en el suelo, atada espalda contra espalda con Harry Madison, y la habían desnudado.
—¿Qué es lo que habéis hecho con esos nix que llevaba? —rugió la chica alta con el látigo, y Gene, al extremo de la línea de hombres, se soltó ansiosamente, fue a buscarlos, los ofreció con una servil reverencia.
Colgando el látigo de su hombro, la mujer rebuscó en su bolsillo y sacó lo que había: la llave a código (la dejó caer), algo de dinero (lo dejó caer), la tarjeta de identidad (la retuvo), y un frasquito.
—¿Es algo bueno, Mikki? —gimoteó Gene—. ¿Hay una buena órbita en esa botella?
—¿Cómo infiernos voy a saberlo? —ladró la mujer, examinando el carnet de identidad.
¿Mikki?, pensó Lyla. Oh, Dios. No. Que no sea Michaela Baxendale.
Rugientes palabras percibidas a través de una neblina de shock y de terror y de las secuelas de la droga, fuera cual fuese, que habían utilizado para secuestrarla.
—¡Una buena órbita, muchacho, sí, una buena órbita, eh! ¿Sabes a quién me habéis traído, querido?
Gene agitó negativamente la cabeza, y los demás cerraron el círculo para escuchar.
—¡Pues es la pitonisa que ese hijo de puta incestuoso de Dan Kazer mackeriza actualmente! —gritó Mikki, revolcándose en un paroxismo de risa—. ¡Ese tío de mierda me dejó tirada en la calle y ahora aquí la tengo a ella, traída directamente a mis manos...!, ¿no es así, querida?
Miró venenosamente a Lyla, agitando el frasquito cerca de su oído, y luego se volvió para inspeccionarlo críticamente a la luz del verderrojizo sol que era un dial en la pared con la aguja inclinada hacia el verde.
—¡Aja! ¡Hay suficiente para todo el mundo si lo que hay en esta botella es una buena órbita! —Desenroscó el tapón—. Pero asegurémonos antes, ¿eh? ¡Probemos con ellos y veamos cómo les hace orbitar!
En medio de risitas, el círculo de hombres se deshizo, y se dejaron caer de rodillas ante ella, y empezaron a manosearla..., primero los tobillos, luego los muslos, ascendiendo hasta las ingles, el vientre, los pechos; todo ello demasiado rápido como para separarlo en acontecimientos individuales, una totalidad de manos y garras. Detrás de Lyla, mientras tanto, otros hacían lo mismo con (debía ser) Madison. Se sentía demasiado débil como para luchar contra aquello, de modo que intentó el engaño, aguardando hasta que una mano se acercó a su boca con una de las píldoras sibilinas, y el etiquetado SLOB exclamaba:
—¡Eh, Mikki, tiene que ser una órbita fabulosa! ¡Mira cómo abre la boca para que se la meta!
Y mordió. Duramente.
—¡La muy puta! ¡Me ha mordido!
Echándose hacia atrás, dejando caer la píldora, mirando horrorizado a su dedo desgarrado en la base de la uña, la sangre pulsando gota a gota sobre la pierna de Lyla. Pero en el momento de engañosa relajación para celebrar el éxito de su contraataque, un golpe en su nuca. La dura cabeza de Madison. Un susurro:
—Tápale la nariz.
El sonido de un puñetazo en un estómago. Luego, en voz más alta:
—¡Ya se la ha tragado! Prueba de nuevo con la chica. Danos otra píldora, Mikki... ¡No, no importa! —Recogiendo algo en la negra moqueta—. He encontrado la que escupió..., aquí está.
Cristo, ¿qué iba a hacerle una de las píldoras a Madison? Recordaba que Dan había orbitado tan alto que pensó que nunca volvería a aterrizar, y que tan sólo las mujeres (algo que quizá tuviera que ver con su química hormonal) tenían el talento de metabolizar la droga en media hora.
Luchó y se retorció e intentó soltarse, pero uno tras otro sujetaron sus piernas, tan fuertemente que sus intentos no podían conducir a otra salida que romperse algún hueso. Como sus brazos estaban ya inmovilizados para mantenerla sujeta espalda contra espalda con Madison, eso dejaba solamente su cabeza, que podía ser controlada agarrando su pelo. Intentó girarla hacia un lado y hacia atrás hasta que los músculos de su cuello no pudieron tensarse más para intentar tapar su boca en el cuello del hombre e impedir así que le metieran la píldora, pero no lo consiguió. La píldora se deslizó entre sus dientes entreabiertos a la fuerza, golpeó contra su lengua, aguardó el golpe en el estómago que la obligaría a tragársela...
Excepto que no le llegó. Arrojando a los hombros en torno a sus piernas en un confuso montón de miembros, fue alzada hop al aire, y se encontró mirando brevemente al techo. Escupió la píldora, porque eso era lo que más deseaba hacer en todo el mundo.
Las cuerdas se tensaron en sus brazos, primero a la izquierda, luego a la derecha, y le dolieron por una fracción de segundo, pero valió la pena. Restallaron al partirse. Cayó bruscamente, y aterrizó con una mano sobre una sustancia húmeda y pegajosa que al alzarla a la luz se reveló de color marrón. Naturalmente. Se apartó de ella, a pequeños saltitos como una rana, frotando su mano contra la moqueta en aquellos lugares donde estaba relativamente seca, volviéndose cuando creyó que estaba fuera del alcance de los demás para ver a Madison.
Nadie más parecía estar prestando mucha atención a lo que ocurría excepto Mikki y sus ocho hombres con botas. Las parejas haciendo el amor en las laderas al extremo de la habitación siguieron con su lenta lenta parodia de pasión, y para el resto el mundo simplemente no existía.
Habían desnudado también a Madison, y su robusto cuerpo negro relucía como aceitada piel de foca, un destello de luz en cada tenso músculo. El hombre marcado PAT, como si esperara beneficiarse de aquel abrazo de ébano, dijo: «¡Jujúúúú!» y avanzó hacia él. Ligeramente agazapado, las piernas separadas como un luchador preparado para la próxima embestida, los ojos atentos a todo lo que ocurría a su alrededor, Madison aguardó hasta que estuvo a su alcance y... mordió. Unos grandes y resplandecientes dientes blancos. Un gruñido animal sin palabras. Y sin embargo, tan sólo una advertencia: en la mano de Pat, una simple línea de sangre trazada por un canino, y un poco de saliva. Palideció y la agitó, murmurando una maldición.
—Échate hacia atrás, Pat —dijo Mikki, arrojada al suelo desde cualquiera que fuese el plano en el cual había estado orbitando por la impresión de ver partirse las cuerdas—. Parece que la píldora que le administramos le ha dado valor. Déjame el campo libre para el látigo, ¿quieres?
Lo hizo silbar en el aire, confiada, habiéndolo utilizado a menudo con oponentes mucho mayores. No había nada por lo que alarmarse. Una mirada a su alrededor le mostró a Lyla acuclillada y temblando, sin ninguna intención de unirse a él. Uno contra nueve daba excelentes posibilidades; Lyla casi podía oír sus pensamientos. Y los jóvenes con las botas eran todos fuertes y sanos.
En la distante ladera de la habitación alguien se sentó, alertado quizá por el silbido del látigo: una muchacha completamente desnuda, que primero cruzó los brazos sobre su pecho para cubrirlo, luego sonrió tontamente y separó sus piernas para apoyar los codos sobre sus abiertas rodillas. Se inclinó hacia delante para observar, concentrada.
En la parte de atrás de la lengua de Lyla: un sabor. No la acidez del miedo que estaba por todo el resto de su boca. ¿Amargo/cáustico/ácido? Produjo saliva y la pasó por la zona más sensitiva a aquel sabor.
Su memoria hizo clic, y se sintió instantáneamente horrorizada. En una ocasión había roto y abierto una píldora sibilina antes de tomarla, para saber si le gustaba el sabor de su contenido. No le gustó. Ahora era lo mismo. La cápsula de gelatina debía de haberse roto, quizá pisada por un pie desnudo después de que ella la arrojara la primera vez que intentaron metérsela en la boca. Y se había dado cuenta demasiado tarde para dejar de tragar toda la droga que se había derramado sobre su lengua. Sólo unos pocos miligramos probablemente, pero sin la violencia del frenesí del trance de la pitonisa para quemarlos, ¿qué iba a...?
Crash.
A través del constante estruendo de música y baile que llegaba de otro lugar del apartamento, un sonido rasgante. Volvió a la conciencia del resto de la habitación. Con la terrible fuerza que había utilizado para sujetar y alzar el peso de cien kilos en la puerta de su apartamento, Madison había alzado una mesa con sobre de mármol y patas de acero inoxidable y se dedicaba a hacerla pedazos. Cuando una de las soldaduras se le resistió, la hizo girar y la estrelló contra la pared. El mármol se partió, y un trozo de cemento de la pared cayó al suelo. Una de las patas se soltó, y la alzó por encima de su cabeza como una maza al tiempo que lanzaba un rugido. El hombre etiquetado VERNON retrocedió gimiendo hasta ponerse fuera de su alcance.
Con expresión alarmada, Mikki hizo chasquear el látigo, y esta vez apuntó al cuello de Madison.
La pata de acero de la mesa interceptó el latigazo en mitad del aire, y la correa se enrolló en su torno como una constrictor, y Madison echó su cabeza hacia atrás sin mover los hombros, como un bailarín hindú, sólo lo necesario para evitar que la punta del látigo le alcanzara en su ojo derecho. Dio un tirón, y el mango del látigo escapó resbalando de la sudorosa mano de Mikki.
Atrevido, casi complacido, como si reconociera a un oponente de su talla, el llamado Putzi, que era el más alto y el más musculoso, avanzó hacia la rota mesa y se apoderó de otra de las patas.
Madison arrancó el látigo de su propia arma y lo lanzó. Las manos de Lyla ascendieron al nivel de sus orejas, y oyó el sonido de sus propios dedos cerrándose sobre sus palmas. La fuerza de aquel lanzamiento era increíble, y Madison ni siquiera había echado su brazo hacia atrás para tomar impulso. Pero la fuerza del golpe hizo perder el equilibrio a Putzi y dejó una señal roja cruzando su pecho y vientre, como si hubiera sido golpeado con uno de aquellos antiguos sacudidores de mimbre, una especie de trébol de tres hojas.
—¡Yo me largo de aquí! —gritó el etiquetado HUGHIE.
Mikki tendió una mano hacia él y lo agarró por el pelo, haciéndole girar en redondo.
—¡Vuelve y apacigúalo, maldito estúpido! ¿Quieres una acusación de secuestro rodeando tu cuello? Tú lo trajiste aquí; ¡enfréntate a las consecuencias!
—¡Pero tú dijiste que te trajéramos una pareja mixta! —gimoteó Hughie.
—¡Cállate y agarra esa pata de mesa!
La propia Mikki se lanzó a recuperar su látigo, enrollado en torno a los miembros del gimoteante Putzi.
A un par de centímetros de su mano tendida, un trozo de mármol, del tamaño de un puño, cayó y se desmenuzó, y salpicó su rostro y cuerpo con pequeños fragmentos punzantes. Alzó lentamente la cabeza para ver a Madison sonriéndole, inhumanamente calmado. Ajustando su equilibrio, se echó hacia atrás..., y alzó la pata de la mesa, lanzándola no al aún asustado Hughie sino a Vernon, que la atrapó y cargó contra Madison, agitándola en un arco asesino.
—Así que quieres un duelo a picas, ¿eh? Voy a partirte el cráneo por el trabajo —dijo Madison con voz muy clara, y contraatacó con una respuesta tan violenta que los dedos de Vernon se abrieron bruscamente y su arma voló por los aires para estrellarse resonando contra la pared más alejada.
La muchacha desnuda detrás de Lyla lanzó un grito de alegría y aplaudió.
¿A picas...? Lyla parpadeó y agitó la cabeza. Por un momento le había parecido ver no la habitación negra con las paredes grises y el sol medio rojo medio verde, sino el claro de un bosque con un arroyo al lado, y hombres con pértigas de madera disputándose el paso por un ancho tablón cruzado entre las dos orillas.
Pero la habitación estaba aún allí, y la visión del soleado claro había desaparecido.
Recuperado y furioso, Putzi corrió para agarrar la pata metálica de la mesa, la mejor arma visible, mientras Mikki se volvía cautelosamente y se dirigía hacia el extremo más alejado de la habitación.
Para utilizarla como escudo, Putzi tomó una ligera silla con un fuerte asiento de plástico y la sujetó al estilo domador, avanzando hacia Madison. El nig retrocedió un poco, tentando a su atacante para que efectuara el primer movimiento..., y tendió su brazo para arrancar uno de los cortinajes que iban del suelo al techo y cubrían todas las ventanas, pisó uno de sus bordes y, con un tensar de músculos, desgarró el pesado terciopelo hasta que consiguió un trozo del tamaño que deseaba en su mano izquierda.
La arena era muy caliente bajo los pies desnudos a causa del sol, y muy fina también (¿qué?). Lyla se agachó torpemente para palpar la planta de sus pies y sus talones, esperando encontrar el grabado de la arena, y descubriendo solamente la mancha de los excrementos que antes había secado de su mano. Sin embargo, el rugir de los hambrientos leones era (¿qué?) inconfundible, una tos cavernosa como una lenta explosión. Y los espectadores en las gradas alzándose contra un cielo puramente azul como una opresiva tienda en cuya parte superior la moneda dorada del sol colgaba con una expresión de interés hacia aquellos asuntos de vida y muerte...
De nuevo consiguió obligarse a volver al esquema normal de referencias, y se vio detenida por la visión de dos resplandecientes lanzas metálicas alzadas para reflejar la luz, la silla convertida en un escudo y la cortina enrollada para convertirla en una red defensiva. El sabor en su boca era el de una mala comida, un puñado de aceitunas amargas, una rodaja de pan enmohecido y unos cuantos mordiscos de carne destinada a los lobos pero escamoteada por un lanista que había apostado sobre la confrontación entre hombres, y que parecía únicamente rancia pero que quizá estuviera también envenenada, ya que el mundo oscilaba horriblemente a cada paso y había un rugir de sangre en sus oídos que ahogaba todos los gritos de la multitud.
Lyla se daba perfecta cuenta de lo que le estaba ocurriendo. Había ingerido una dosis subcrítica de la droga contenida en la píldora sibilina, que la estaba conduciendo hacia las fronteras que separaban la realidad de aquel otro mundo que pasaba a ocupar durante sus habituales trances. Era lo que les estaba ocurriendo a todos los demás lo que no podía imaginar. Aquel alto espadachín germánico rubio con su morrión y su coraza y un avambrazo y una espinillera y manteniendo su escudo enfrentado a aquel reciario con el tridente y blandiendo diestramente la red...
Una vez más las jaulas bajo las gradas, el rugir de furiosos leones.
La red se extendió diestramente sobre la arena, el tridente partió hacia delante para hacer retroceder al otro, la espada rechazada a un lado para servir al propósito de que un talón se instalara desprevenidamente sobre la red y tirar, y el adversario cayó sobre su sombra bajo el alto sol. Desde el lado donde los espectadores ricos se sentaban en compañía del Emperador, protegidos por toldos mientras la plebe sudaba y fruncía los ojos al sol, los aplausos se mezclaron con los gritos de rabia de los que perdían sus apuestas.
(Mientras tanto: Slob sujetó el látigo pese a su mano herida, mientras la atención de Madison estaba distraída en enrollar a Putzi con la desgarrada cortina.)
Un cambio y oscilación del universo, una sensación de eones precipitándose en dirección equivocada y gritando a cada doloroso segundo de su avance. Con un faldellín de lino que ni siquiera le llegaba hasta las rodillas y una barba trenzada en rígidas colas de rata colgando contra su pecho, un combatiente armado con un látigo gritaba sus maldiciones al eterno silencio del desierto. Las comprensibles palabras flotaban oscuras y frías:
—¡Cocodrilos y perros compartirán tus huesos al amanecer!
Captó su aliento, el hedor de cebollas y de cerveza rancia no mejor que orina. Cruzando sus hombros, las líneas paralelas trazadas por aquel mismo látigo, en las manos las callosidades encostradas con polvo de adobe y las ampollas de tirar de las cuerdas, una de ellas reventada y revelando la roja carne como si aquella palma hubiera retirado un trozo de carbón del fuego hiciera apenas una hora. Y atadas a sus tobillos, otras cuerdas que no servían para arrastrar grandes bloques de piedra sino solamente para trabar los movimientos de los esclavos rebeldes mientras el capataz permanecía apartado de ellos, a distancia de látigo.
Al alcance de la mano, un pesado ladrillo endurecido por el sol, del tamaño y la forma de una hogaza de aquel pan que no había servido para aquietar los gruñidos del estómago en más días de los que uno sabe contar. Es recogido, más rápido de lo que puede ir un látigo, y lanzado.
A través de la caótica bruma de enfermedad, de debilidad, de odio y odio y odio, los ojos pertenecientes a Lyla pero enturbiados por años de mal cuidada infección y feroz luz solar y polvo arrastrado por el viento extraído del corazón de África vieron un trozo del cemento que unos momentos antes había sido arrancado de la pared del apartamento abrir el cuero cabelludo de Slub más limpiamente que un cuchillo. Dobló sus rodillas y se derrumbó sobre el látigo, manchándolo con la sangre que brotaba de su cabeza.
(Mientras tanto: Mikki aullándoles a sus hombres que acudieran a su lado y se equiparan en su armario Gottschalk repleto con viejas y nuevas armas cada una de las cuales podía ser utilizada a salvo contra Madison... La historia mañana acerca de aquel nigblanc intruso, invitado como muestra de buena voluntad hacia otras razas, poniéndose desagradable y exhibiendo el primitivo salvajismo a causa del cual debían quedar confinados en lugares como Blackbury y Bantustán, peligroso invitarlos a casa como leones mantenidos en el porche de atrás odiando sus cadenas.)
Pero para Lyla un calidoscopio, una secuencia de instantáneas desprendidas del fluir del tiempo, no solamente visuales sino formando un conjunto total de datos sensoriales..., debilidad en los miembros, aprensión señalada por el golpear del corazón contra las costillas como si quisiera salir fuera, hambre..., y saciedad, mareo y sobriedad, esperanza y terror... Cambio al húmedo verdor de un campo de justas tras una lluvia, la hierba marcada con líneas que revelaban la tierra amarronada debajo, un alegre pabellón con largas banderolas, un caballo agonizante chillando y un peso increíble aplastando todos los miembros y el mundo reducido a una rendija frente a los ojos y allí una lanza de fresno rota, y una bola repleta de púas descendiendo alegremente al extremo de una cadena unida a un largo palo. Cambio al helor de la nieve y la molesta torpeza de unas pieles odiadas pero esenciales, el cuero ablandado por la masticación de dientes ahora reducidos a muñones y uno de ellos doliendo de tal modo que casi cegaban el ojo derecho, las manos una aferrando una maza hecha con la rama de un árbol y la otra colgando fláccida a causa de un tendón seccionado por un mordisco e infectado bajo el emplasto de hojas machacadas; alguna amenaza ahí afuera en la torbellineante blancura no claramente definida, afortunadamente. Cambio a debajo de una fina lluvia con la realización de pinturas en su rostro y pecho, más sentidas que visualizadas sobre compañeros idénticamente pintados, veladas colinas enmarcando un paso con un serpenteante sendero en su fondo y apoyado en su hombro derecho un viejo fusil de mellado cañón atado con tiras de piel no curtida para amortiguar el impacto de una inminente explosión. Cambio a una vaciedad y una indiferencia y una irritabilidad, aguardando el momento preciso sobre el blanco en un picoteante traje hermético con el mundo reducido a algo remoto, visto en tercera mano a través de luces y diales, y la vaga conciencia rápidamente reprimida de un hombre envuelto en llamas.
(Mientras tanto: Lyla repitiendo una y otra vez con maravilla infantil ante su propia perspicacia: «¡Encontré a un hombre con siete cerebros, encontré a un hombre con siete cerebros!». El primero en ser equipado, furioso, el etiquetado PAT, aferrando ciegamente lo primero que le vino a mano y agarrando entre todo lo que había una pica..., cuando se encontraban con un cliente capaz de comprarlo todo de la cara variedad de artículos ofrecidos, los Gottschalk no se detenían ante nada, especialmente no en alabar las virtudes de un arma que nunca necesitaba ser recargada ni reenergetizada.)
El torbellino de imágenes cesó, y una se afirmó: una extensión de terreno plano por el cual avanzaba con paso firme un gigante armado de una lanza.
(Alertados por el asustado Hughie, desconocidos procedentes de otras habitaciones del apartamento se apiñaron en el umbral —no había puerta—, algunos flipados, algunos borrachos, algunos simplemente curiosos y hambrientos de sensaciones.)
Las tensiones musculares de un cuerpo calmado. El cuidadoso enrollar en un tiempo ilimitado de una larga tira de tela. En confusa sobreimposición, la sensación de un caballo entre las rodillas y el mugir de un ganado en estampida. La memoria señaló y Lyla reconoció: una honda. ¡Los honderos baleares alardeaban de ser capaces de derribar a un toro corriendo lanzándoles una piedra entre sus dos cuernos!
Pero ¿qué tenía que ver todo aquello con la imagen de..., de Goliath?
Fissst. La piedra y su blanco. Golpeando a un lado de la mandíbula con tal fuerza que la cabeza saltó hacia atrás y luego se inclinó hacia un lado, como bostezando, seguida por el resto del cuerpo, hasta el suelo.
(Y ahora un quemador, el arma recomendada sobre el cadáver caliente de Dan, con su rayo graduado a máxima amplitud haciendo casi imposible fallar el blanco en un radio de veinte metros.)
Cambio a..., tan rápido que no pudo seguirlo, como abanicar unas cartas e intentar ver las imágenes de los reyes, un arcabucero apoyado sobre su horca y el olor de la mecha, tendido boca abajo y las manos engarfiadas en el empapado terreno aguardando el ensordecedor estallido de una granada, aguardando fríamente con el dedo en el gatillo de la ametralladora a que el estúpido enemigo rompa líneas y abandone sus trincheras para ser segado por la guadaña de la muerte, maniobrando con movimientos muy lentos bajo el agua para pegar un mensaje fatal al casco que se cierne como una oscura nube tormentosa entre aquel lugar y el sol, la sacudida de la pluma de su sombrero ladeado significando que había sido acortada por una bala de mosquetón, los destellos del sol en los radios de la rueda de un carro y la crin de un fogoso caballo tirando de ese carro, tres rojas gotas cayendo de la punta de una barbada flecha arrancada por un cirujano filo cortante fuego ardiente vibración musical presión de un dedo sobre plástico agudo dolor de un hueso vuelto a su sitio mundo desvaneciéndose bajo una máscara de sangre...
(Y en los momentos apropiados durante la secuencia, el destino de los supervivientes. Una pata de mesa convertida en jabalina, una de las piezas antiguas. Un fragmento de mármol. Un fragmento de cemento. El quemador iluminando la habitación pero tan sólo cortando el ya mutilado rostro del dial verderrojo seccionando su única manecilla. El látigo restallando desde un lugar cerca del armario pero no contra nadie sino contra el propio armero, derribándolo con un tremendo resonar. Mikki aferrando una pistola láser pero el aislamiento de plástico del depósito de energía diseñado para resistir trece meses reventando en aquel preciso momento y ella saltando hacia atrás gritando con su brazo quemado hasta el codo, con grandes trozos colgantes de despellejada epidermis. Madison la remató con la otra pata de la mesa, de forma casi casual. Quedaba solamente Putzi, abandonado todo intento de armarse.)
Repentinamente, por última vez, la secuencia de vertiginosos atisbos temporales se afirmó. Una habitación desnuda a la que le faltaba una pared. Más allá, un jardín de arena y piedras. Un grupo de pensativos y silenciosos observadores. Una estera de caña trenzada ocupaba el centro de la habitación. Avanzando desde el extremo más alejado, un hombre desnudo excepto por un taparrabo.
—¡Ohhh...!
El sonido de su propia voz arrancó a Lyla de lo irreal a lo real. Sentía náuseas, y el sudor cubría cada centímetro de su piel, y cada fibra de su cuerpo y mente deseaban huir y ocultarse. No era miedo, ni rabia, ni nada tan claro y normal. No era deseo tampoco. Era el puro y desnudo y no calificado deseo de matar, la dedicación a la muerte, una sagrada búsqueda de supresión de una vida humana.
Buscó a Madison y vio una máquina: negros miembros de acero rematados por crueles cuchillos. Opuesto a él, simplemente un hombre, ridículo, estúpido, condenado. Una pierna que se dobla, sólo lo suficiente, un brazo que se alarga para aferrar, y crash. Lyla se dobló sobre sí misma y vomitó entre sus pies. De una forma desprendida, se dijo a sí misma que Madison había arrojado a Putzi a través de la ventana de la que había arrancado los cortinajes. De forma desprendida, oyó a alguien gritar:
—¡Cristo, son cuarenta y cinco pisos de altura!
De forma desprendida, dedujo que había pánico a su alrededor, porque hubo más gritos y el sonido de pies corriendo, y luego silencio en la habitación, aunque la música seguía sonando todavía en algún otro lugar. Pero encima ya nadie bailaba. Imaginó que estaba sola excepto Madison y otras dos o tres personas demasiado perdidas en su drogada fantasía como para darse cuenta de nada tan poco importante como una muerte.
Pero se sentó con la cabeza entre las rodillas mientras la náusea pasaba, pensando en Dan.
Finalmente alzó la vista, y estaba en lo cierto. Madison estaba de pie junto a la rota ventana sobre la cual, automáticamente, habían descendido con un golpe seco las protecciones de acero en respuesta al cristal roto. Pero no con la suficiente rapidez como para detener el salto de Putzi hasta la calle. El nig estaba rígidamente atento, los hombros echados hacia atrás, los ojos fijos en la nada.
Avanzando muy cuidadosamente para evitar su propio vómito, Lyla se puso en pie y cojeó rígidamente hacia él. Había habido suficiente cantidad de droga en la dosis que había tragado accidentalmente como para inducir los espasmos musculares a los que normalmente se abandonaba y que ahora había resistido; tenía la sensación como si le hubieran golpeado sistemáticamente cada centímetro de su cuerpo.
Mortalmente aterrada, pero de alguna forma empujada hacia adelante, se le acercó y dijo tímidamente:
—¿Harry?
El se volvió en respuesta; ella retrocedió, y él captó el movimiento Y dijo:
—No se preocupe, no está usted en mi lista para esta misión.
¿Qué? Ella agitó la cabeza, asombrada. Nebulosamente, pensó: quizá esté loco, pero lo más probable es que se trate de la píldora sibilina. Pero nunca oí que le hiciera esto a nadie, hombre o mujer. ¿Qué fue lo que le ocurrió? El solo venció a ocho hombres y a una viciosa mujer, y aquí están los cuerpos y las heridas para probarlo. Los venció a todos.
—Los venció —dijo.
Sin mirarla directamente a ella, sino a un punto en el espacio en algún lugar sobre su hombro izquierdo, Madison respondió, sin mover ni un músculo de su cuerpo excepto los labios:
—Incluso en este relativamente tardío estadio le resultaba posible a un hombre desarmado con la determinación suficiente vencer a una oposición considerable. No fue hasta después del golpe Gottschalk de 2015 y la subsiguiente introducción del sistema C de armas integradas que el combate cuerpo a cuerpo se convirtió en algo efectivamente sin sentido.
Desconcertada, Lyla agitó la cabeza.
—¿2015? —repitió estúpidamente—. Pero Harry, si solamente nos hallamos en el verano de 2014.
Ignorándola, recitando tan átonamente como un automatismo barato, Madison prosiguió:
—El equipamiento de individuos con armamento adecuado para arrasar una ciudad de mediano tamaño, sin embargo, no terminó inmediatamente con tales combates. Durante un tiempo se hicieron intentos de codificar el comportamiento humano sobre bases análogas al legendario código de la caballería; sin embargo, eso representaba una inversión tan radical de las tendencias psicológicas corrientes que...
Los ojos de Lyla se desorbitaron aterrados cuando miró más allá de él. Una línea de color rojo oscuro apareció en las pantallas de acero que cerraban la ventana. Al otro lado, sin la menor duda, un planeador de la policía urgentemente llamado estaba cortándolas con una lanza térmica.
—¡Harry!
Aferró su brazo, pero él siguió tan inmóvil como una estatua. Su voz átona prosiguió:
—... fue una tentativa condenada desde el principio, y por lo tanto resultó inevitable...
—¡Harry!
El acero se abrió, y a través de la fina abertura rezumó una nube de pálido vapor.
—¡Pero no pueden simplemente gasearnos sin hablar con nosotros! —gritó Lyla—. No pueden...
77
Uno sigue adelante pese a todo
a través de la sequía y los incendios forestales y las malas estaciones de caza, al hielo y a las inundaciones y a los deslizamientos de tierras, a la peste y a la filoxera y a la erupción del amistoso volcán vecino;
a los arios e hicsos y hunos, romanos y visigodos y mongoles, moros y cristianos y sarracenos, turcos y zulúes y británicos, americanos y alemanes y franceses;
a la profanación de los lugares sagrados, al acantonamiento de las tropas incomprensibles, a las silenciosas y horribles vaharadas de las enfermedades que arrastran las brumas de la noche;
apretujado en una ventosa caverna y con el fuego apagado en medio del invierno;
apretujado en una estación de metro, hundiendo la cabeza entre los hombros a medida que estallan las bombas;
apretujado en las casas de lujo estilo rancho de Montego Bay, sabiendo que no habrá piedad para una piel que está simplemente bronceada;
a la música de las sirenas de las incursiones aéreas;
al rítmico tamborilear de las olas en la playa;
al melancólico coro de los lobos;
uno sigue adelante, pese a todo, uno intenta decir «Shibboleth»* contra todas las probabilidades, y de alguna forma uno sigue adelante, uno al menos;
* Lema, consigna. (N. del T.)
escapando de la fila ante la puerta de la cámara de gas, un judío que recordará;
escapando de las celdas debajo del Coliseo, un cristiano que no olvidará;
escapando de los campos de lodo del Marne, un tommy, un poilu y un boche;
de alguna manera, uno al menos sigue adelante;
luchando como ratas sobre un mendrugo de pan entre las ruinas de Hiroshima;
alzándose sobre una rodilla, con la otra destrozada, para esbozar un saludo en las ruinas de Dresde;
despreciando al diplodocus, al triceratops y al mastodonte, olvidando durante cuántos millones de años han perpetuado su especie;
imaginando a nuestros tatara-tatara-tataranietos como pilares de la fe con la Biblia en una mano y la cruz en la otra;
incapaz de resistirse a la rueda de un coche rápido y a una falda alzada hasta la cadera;
uno sigue adelante con el escaso alimento de una ilusión parecida a una sopa aguada;
a una Guerra de los Cien Años o a una Guerra de los Seis Días;
a una vendetta de generación en generación o a un fugaz momento de furia;
uno cojea, pero sigue adelante;
el ejército avanza colina abajo violando y masacrando, pero uno sigue adelante;
el sacerdote echa a suertes en una mala estación los nombres de las vírgenes que deberán morir en el altar, pero uno sigue adelante;
la antorcha es arrojada sobre la casa y se inicia el largo viaje hacia el poblado desconocido con todas las posesiones que se pueden cargar, pero uno sigue adelante;
de alguna forma, uno sigue adelante;
de alguna forma;
allá donde un no-César no enterrado sangró, algún campesino olvidado hace mucho tiempo, ahora hay una rosa;
allá donde mudos Milton carentes de gloria contuvieron sus lenguas, ahora pasa una carretera de cemento;
allá donde los seguidores, no los conductores, perdieron su último aliento, se extiende un disco vitrificado como el espejo de algún distorsionado telescopio, mirando hacia un estremecedor espaciotiempo;
y nada crece sobre el cristal;
excepto un pequeño depósito de limo en las paredes del acuario de casa donde acuden a pastar los caracoles, envidiables caracoles cuyo mundo es pequeño y que llevan la casa a sus espaldas;
intacta;
no abierta a los vientos, con el techo inclinado en un ángulo absurdo y la chimenea llena de cenizas frías;
no centrado en el punto de mira de un francotirador al otro lado de la calle;
no señalado en el plan maestro de los Patriotas X como habitado completamente por blancs;
no hipotecado, no faltándole ninguna teja en su techo;
de alguna forma, pese a todo, uno sigue adelante;
hasta que uno llega a una señal que dice STOP,
y, siendo obediente, uno...
Han empezado a construir ya la señal.
Los materiales necesarios estaban alrededor desde hacía mucho tiempo.
Oh..., años y años.
Simplemente necesitaban que alguien acudiera a clavar unos cuantos clavos.
De todos modos, finalmente, uno hubiera terminado cansándose.
78
No, por supuesto, la logorrea no es lo que ocurre cuando se rompe una obstrucción formada por troncos, pero el resultado es casi el mismo para cualquiera que se halle en su camino
El vuelo de Conroy desde Manitoba aterrizó a las nueve cincuenta, pero no consiguió pasar por aduanas e inmigración hasta las diez y cuarenta y tres pese a ser poseedor de un pasaporte de los Estados Unidos. Los pasaportes eran una moneda devaluada, sujeta a negociación.
Mientras aguardaba impacientemente, Flamen pensó que era como si, después de haber dejado entrar a Morton Lenigo ayer, los oficiales estuvieran decididos a contrarrestar su lapsus registrando a todos los demás cinco veces más cuidadosamente de lo habitual.
Tempora mutantur et nos mutamur in illis...» Hacía apenas cuatro años, él no hubiera podido permanecer allí sentado sin ser asediado por las multitudes. Ahora, lo máximo que recibía era una mirada curiosa por parte de algún transeúnte, pese a ser aquel aeropuerto uno de los más concurridos de los cinco de Nueva York y estar el edificio de la terminal atestado día y noche. En la distancia, dos muchachas se reían tontamente mientras lanzaban frecuentes miradas en su dirección.
Definición de hurgón: una especie en vías de extinción.
Irritado consigo mismo y con el mundo, obligó a su mente a centrarse en lo que debería ser un tema fascinante, la cuestión del paradero de Morton Lenigo. Aquella mañana había comprobado los ordenadores de su oficina como de costumbre, porque aunque era sábado y no tenía emisión del mediodía que preparar se sentía demasiado tenso como para alterar su rutina. Pero el problema de Lenigo parecía algo tan flexible como una anaconda. Habiendo fallado la historia el día en que se había desencadenado, ahora se enfrentaba con la posibilidad de fallar también el nuevo estadio debido a que podía producirse durante el fin de semana. El haber puesto a la luz el chantaje de Detroit era un pequeño consuelo. Pero nadie parecía haber reaccionado a aquello; los monitores no habían registrado virtualmente ninguna respuesta.
Miró a su alrededor, a los anónimos desconocidos conduciendo sus pediflux, y pensó: «¿Acaso no les importa?».
Respuesta: prefieren no pensar en ello. Para ellos Morton Lenigo tenía la misma realidad que el papá Noel o el Diablo, una leyenda de sus tiempos que no había que tomar en serio hasta que se vieran obligados a hacerlo..., en cuyo momento sería ya demasiado tarde.
Así, se encontró enfrentado a problemas mucho más personales de los que había tenido en meses, y sin ver ninguna solución por ningún lado. Pensando en nigs: Pedro Diablo. Desvanecido, en estricta concordancia con las costumbres de sus obligados anfitriones blancs, indudablemente para no volver a aparecer hasta la hora de oficina el lunes por la mañana, pero entrando entonces educado y tranquilo y completamente inútil. Flamen había esperado en él algo de dinamismo, algo que le diera un impulso a su exhausta imaginación. Su primer encuentro no había conseguido ningún resultado. Pasada la tensión del primer momento, se había encontrado fláccido, como un globo pinchado.
Y Celia. Se estremeció. «Una fría y lejana desconocida. ¿Eso era mi mujer, ese cuerpo adorable apretado contra el mío y convulsionado por el orgasmo? ¿Esa boca sobre la mía, esa voz susurrando en la oscuridad?» La memoria decía sí. La racionalidad decía no. La racionalidad decía que se trataba de otra persona distinta con el mismo nombre y rasgos.
Se preguntó a sí mismo: «¿Soy la razón del cambio? ¿Son ciertas esas ominosas palabras que el doctor pronunció en el Ginsberg acerca de antiguos lazos emocionales revelando síntomas de inmadurez?». Según Mogshack, Celia estaba curada, pero él estaba ahora aquí precisamente con la intención de probar que Mogshack era un mentiroso. ¿A causa de lo que le había hecho a Celia?
No, debido a que era necesario que los hurgones dispararan de tanto en tanto contra alguna ocasional vaca sagrada a fin de sobrevivir.
Y hablando de supervivencia: ¡aquella imposible cifra de cero! Disponiendo de tiempo ilimitado en los ordenadores federales, ¡la fuente de la interferencia en su programa debía ser identificable! Ayer, el primer día con Diablo participando, si uno podía llamar a aquello participación, había sufrido tres interrupciones, no el récord, pero pese a todo era demasiado, y sin embargo cuando llamó para comprobar las llamadas de furiosas quejas de los espectadores la desesperación del ingeniero de transmisiones había parecido convincente. Incluso el directorio le había invitado a su próxima reunión general para discutir el problema.
Los hipócritas, pensó. ¡Iba a darles fuerte! Y con algo más duro que la vaga amenaza de la CPC. Un as en la manga, quizá... ¿Harry Madison? ¡Oh, ridículo!
Mirando hacia atrás, se dio cuenta de que se aferraba a nimiedades, y supo por qué se había visto impulsado a aceptar la proposición de Reedeth. No por el ansia de Prior de exorcizar el espectro de aquel cero, no por los oscuros ojos de Diablo clavados en su rostro. Por su propia y aterradora sensación de disolución. Diablo, entrenado en la escuela real de los duros golpes y patadas, acudiendo a trabajar con él; su esposa, tratándole como un desconocido; una conspiración entre sus empleadores para sabotear sus transmisiones... Era como vivir en una cabaña en un iceberg y sentir la cálida brisa del verano venir desde el sur.
«Algo está trabajando contra mí», decidió de pronto. «Algo demasiado sutil incluso para que los ordenadores federales puedan extraerlo de sus raíces.»
Pero aquello parecía señalar el camino a la paranoia. Uno tenía que creer en algo, aunque fuera tan sólo en un falible dios oficial.
Quizá Prior tuviera razón comprando un Lar, después de todo. Las fortunas de los enclaves negros parecían estar realmente en alza; quizá permitirse creer en poderes sobrenaturales autorizara al subconsciente a suponer correctamente con mayor frecuencia que si uno estaba convencido de ser vencido desde el inicio. ¿Quizá preguntar a Conroy...?
Y allí estaba, un hombre con una barba grisácea, delgado, un poco más alto que la media, avanzando desde la barrera de inmigración con el ceño profundamente fruncido y llevando una ligera bolsa de viaje colgada de una correa. Lo reconoció por las grabaciones que había pasado antes de decidirse a invitarlo a Nueva York. Se levantó y preparó una efusiva bienvenida.
Conroy la dinamitó a la tercera palabra.
—Salgamos de aquí antes de que empiece a gritar —dijo—. ¿Trajo un deslizador o algo parecido?
—Seguro... Sí, claro, por supuesto.
—Entonces lléveme al hotel o a donde haya arreglado usted que me quede. ¿Puede oler la atmósfera que hay aquí? ¿Puede captar el odio que esos bastardos están generando?
La memoria corrió hacia atrás, y Flamen oyó a Lyla hablándole de su reacción a la atmósfera del Ginsberg.
—¿Qué quiere decir?
Conroy señaló con el pulgar hacia la barrera.
—Hoy aprietan de firme. Cualquiera que haya estado fuera del país durante más de una visita de una semana a sus familiares es pasado por el tamiz. ¿Qué es lo que ha causado eso... El asunto Lenigo?
—Sospecho que sí—admitió Flamen.
—¿No está seguro? Creí que ustedes los hurgones conocían las interioridades de todo.
Picado, Flamen dijo:
—Sé por qué fue admitido en el país, y usted también lo sabría si hubiera visto mi emisión de ayer.
—Estaba en clase. La pausa del mediodía aquí no es la pausa del mediodía en el Oeste. —Pareciendo guiar el camino antes que ser escoltado, Conroy pasó delante de Flamen y echó a andar a un paso que al otro le costó seguir—. Pero supongo que desde alguno de los enclaves nig consiguieron hacerle entrar mediante chantaje... ¿Correcto?
«Bien, ahí tenemos a un hijo de puta con aires de superioridad», pensó resentidamente Flamen. Pese a todo dijo, con toda la cortesía de la que se sintió capaz:
—Fue un secreto muy bien guardado hasta que yo lo desvelé ayer.
—Oh, eso es porque la gente ya no se toma la molestia de utilizar sus mentes. Confían tanto en los ordenadores que están olvidando cómo hacer preguntas. Conseguir que un enclave nig chantajee al país para permitirle la entrada es algo que está completamente en línea con las tácticas estándar de Lenigo..., y lo estoy halagando llamándolas «sus» tácticas. Se remontan como mínimo a los desórdenes industriales del siglo XIX, y probablemente mucho más atrás aún. Lo que hizo en Gran Bretaña siguió exactamente el mismo esquema. Explotó la vieja verdad de que si puedes conseguir que un cinco por ciento de la población se adhiera a un determinado movimiento, sea pro o anti, tienes suficiente como para derribar un gobierno. No hay suficientes nigs en toda la Gran Bretaña, incluso hoy, como para apoderarse y mantener el control de una ciudad multimillonaria del tamaño de Birmingham. Sin embargo ahora está en manos de los nigs, y también Manchester, y también Cardiff, y hay otra media docena de ciudades importantes en las que los blancs están huyendo tan rápidamente que ni siquiera tienes ocasión de verles antes de que se marchen en cuanto se dan cuenta de que cinco o seis familias nigs se han instalado en el vecindario. No consiguió nada a través de un abrumador poder personal... No tenía ningún poder personal. Todo se basaba en aplicar una palanca adecuada en el lugar adecuado. ¿Cuál era el lugar adecuado aquí..., Detroit?
En aquellos momentos habían llegado al deslizador, y Flamen se alegró de la distracción causada por el subir a bordo. Los modales de Conroy sugerían que estaba preparado para tratar a los ordenadores como algo situado al mismo nivel que los abacos, y él no estaba acostumbrado a ese tipo de actitud.
Una vez hubieron despegado, sin embargo, y bajo la dirección del control de tráfico de Ninge, Conroy reanudó su discurso exactamente en el mismo lugar donde lo había dejado, como si no hubiera transcurrido ningún intervalo de tiempo.
—Hablando de palancas, por cierto, ¿qué palanca espera ejercer usted sobre el molino de viento?
—¿El molino de viento? —Por un momento Flamen había olvidado la metáfora empleada en su intercambio de cablegramas—. ¡Oh, sí, por supuesto: Mogshack!
—¡Mogshack! —restalló Conroy, y sonrió—. ¡Señor, nunca hubiera pensado que después de tanto tiempo pudiera reaccionar aún tan violentamente ante ese nombre! Supongo que es debido a que pese a que Canadá sigue siendo un país tan sólo relativamente civilizado..., puesto que tiene aún enormes zonas deshabitadas donde la gente puede expandirse sin estarse dando codazos todo el tiempo, como Rusia..., no se halla totalmente inmune a la perniciosa influencia de sus doctrinas. ¿Se da usted cuenta de que en mi clase en la universidad, allí, hay todavía dos o tres chicas cuyos rostros aún no he visto desde el principio de curso debido a que mantienen puestos sus yash de calle en las clases y ni siquiera se los quitan para las tutorías? Y yo no puedo obligarlas a que se quiten esas malditas cosas porque lo más probable es que entonces acudan a quejarse a sus padres y yo me vea sometido a un castigo disciplinario por parte de la facultad. ¡Como si fuera algún quinceañero lascivo con indecentes propósitos sobre su virtud!
Sintiéndose más bien como si hubiera metido el pie en un charco somero y se encontrara de pronto arrastrado por una fuerte corriente, Flamen aventuró:
—¿Pero de cuánto de esto puede culparse a Mogshack? Seguramente no puede achacarse a un solo hombre la responsabilidad de todo el movimiento neopuritano... ¿Acaso no se trata de una reacción contra la permisividad del siglo pasado, como lo fue el victorianismo contra la impudicia de los tiempos anteriores?
—No estoy culpando a Mogshack del fenómeno en sí. ¡Lo que detesto de él es la forma en que nada con la corriente, explota su influencia para su beneficio personal! ¿Qué tiene de bueno la fase actual de nuestro ciclo social? Prácticamente nada. ¿A dónde conduce entonces la doctrina de Mogshack? A una serie de eslóganes vacíos acerca de «ser un individuo» y «retirarse y encontrarse a sí mismo» y todo lo demás. ¿Ha descubierto usted que aplique algún tipo de juicio estándar para determinar si el resultado es realmente un buen individuo? ¡Yo no he observado nada al respecto! Una individualidad blanda, informe, maleable..., sí. Pero original, creativa, estimulante... ¡nunca!
Flamen no dijo nada, pensando en Celia.
—¡Y ese es el hombre a quien confían la responsabilidad de la higiene mental del estado de Nueva York! —siguió Conroy, echando una mirada a la ciudad. En aquel momento se hallaban al nivel habitual de quinientos metros de los deslizadores privados, siendo dirigidos matemáticamente a través de un multicolor flujo de tráfico que se dirigía hacia las zonas residenciales de Nueva Inglaterra—. ¿Acaso ha mejorado la salud mental de todos ustedes? Un infierno ha mejorado. El Ginsberg tiene dos veces el tamaño de cualquier otro hospital construido anteriormente, ha cumplido apenas unos pocos años..., pero ya está sobrecargado, y la vida en la ciudad es intolerable debido a que uno nunca sabe cuándo van a empezar los disturbios, cuándo vas a ser robado o atacado o simplemente alguien va a pegarte unos tiros simplemente para que una pandilla de quinceañeros se divierta un poco. Cuando se le da a alguien un trabajo importante, cabe esperar unos ciertos resultados. No esperas que la persona en quien has depositado tu confianza te suelte unas cuantas banalidades acerca de la inevitabilidad de su fracaso.
Su tono era venenoso, simplemente resignado; sin embargo, Flamen se alegró de oír en su voz una tal hostilidad.
—En ese caso —dijo—, probablemente estará usted interesado en saber cómo me propongo..., esto..., derribar el molino de viento.
Conroy volvió expectante la cabeza.
—Se trata... Bien, tiene que ver con mi esposa Celia. Fue ingresada en el Ginsberg a principios de este año. Una crisis nerviosa. Algo muy desagradable. Esto... —Vaciló, pero se forzó a admitir la verdad—. Empezó a drogarse, y terminó con la ladromida. No lo supe hasta su tercera o cuarta dosis.
—¿Cuánto tiempo llevaban casados? —dijo Conroy cáusticamente.
—Supongo que sonará improbable —dijo Flamen. Sintió que sus mejillas enrojecían; llevaba años sin notar aquella reacción—. Pero me temo que antes de..., esto..., la crisis, nos alejamos un poco el uno del otro. Yo tenía mi trabajo, mis propios amigos, todo tipo de distracciones, y podríamos decir que la temperatura entre nosotros había descendido, hasta el punto de que teníamos habitaciones separadas y, cuando yo creía que dormía al regresar a casa, no la molestaba en absoluto.
Se interrumpió con un esfuerzo. Era la primera vez que veía a Conroy, y ya le estaba contando cosas que muy pocas veces había confiado a nadie, ni siquiera a viejos amigos, como si sintiera la necesidad de justificarse ante sus ojos.
—¡Ser un individuo! —suspiró Conroy—. ¡Habitaciones separadas! ¡Llevar cada uno su propia vida privada! Maldita sea, cuando lo único que consigues es separar a los esposos en mitad de su matrimonio, ¿cómo puede alguien seguir defendiendo esa actitud?
—Ella fue internada mientras yo me hallaba en viaje de negocios —dijo Flamen muy rápidamente—. Cuando supe que estaba en el Ginsberg, no la saqué de allí porque mi cuñado Lionel Prior me recomendó muy entusiásticamente al doctor Mogshack, pero pese a todo decidí pagar particularmente su estancia allí. Quiero decir, si hubiera aceptado su internamiento a cargo del estado, eso hubiera significado...
Se alzó de hombros.
—¿Y? —animó Conroy.
—Bien, no me gusta lo que le han hecho. No me gusta el... el maniquí ambulante en que se ha convertido. Deseo someterla a una evaluación para determinar si lo que le ha hecho el doctor Mogshack la ha ayudado o la ha perjudicado. Y deseo que los parámetros de esa evaluación sean establecidos por alguien como usted que..., esto..., que tiene otras ideas distintas respecto a la salud mental.
—¡Una evaluación! —dijo Conroy, y crispó su boca como si hubiera mordido una fruta podrida—. ¡Eso representa la mitad de lo que va mal en nuestra sociedad! Permitir que las computadoras establezcan esquemas para que los seres humanos los copien... ¿Ha oído usted alguna vez algo más absurdo?
Se inclinó enérgicamente hacia delante. Estaban ya a la vista de los lugares de los UR del jueves por la noche, y sobre todas las zonas unas grúas estaban retirando los escombros alzándolos con grandes redes de las que escapaban enormes cantidades de polvo, para preparar el terreno a fin de que pudieran ser construidos nuevos edificios con la mayor rapidez posible. Tendiendo el brazo para señalar al más cercano de ellos, el de Harlem, dijo:
—¡Aquí tiene una palabra muy adecuada para usted! ¿Cómo le llaman a eso en las noticias? Le llaman UR, acción de «último recurso», ¿no es así? Una expresión digna de Mogshack, una frase que implica todas las gimientes disculpas: «No puedo hacer nada, hice todo lo posible, ¡ellos no jugaron honestamente!». ¡Oh, por supuesto! Pero sin mencionar el hecho de que había niños ahí, ¿no? ¡Sin mencionar el hecho de que resultaba que «yo» estaba sentado bien protegido a un centenar de metros de altura en una nave armada con mísiles rastreadores y armas láser de un millar de vatios! Me gustaría ver a algunos de esos asesinos dejados solos al nivel del suelo, armados solamente con manos y pies y clientes contra la gente que se vio reducida a pulpa en ese bloque de apartamentos! ¡A eso es a lo que yo llamaría «ser un individuo»!
Desanimado por la ferocidad de Conroy, Flamen dijo:
—Oh... sí, pero seguramente la seguridad del mayor número es algo primordial...
Las palabras sonaron demasiado melosas después de la vehemencia de Conroy, y calló.
—¿Y? —dijo Conroy, volviéndose hacia él—. Debo decir que no esperaba oírle a usted, un hurgón, hablando en favor de un orden establecido.
—Pero este es el mundo que hemos conseguido —dijo Flamen débilmente. No podía recordar haberse sentido tan desamparado desde que estaba en la universidad y había tenido que enfrentarse a un profesor que empujaba brutalmente antes que conducir a sus alumnos hacia el conocimiento—. Tenemos que intentar decidir lo que vale la pena mantener y lo que no, y si creemos que queda algo que vale la pena mantener tenemos que intentar protegerlo.
—Nómbreme lo que vale la pena mantener —contraatacó Conroy—. ¿Este aparato que estamos conduciendo..., este deslizador? Por supuesto, pero resulta que tiene que ser construido en Detroit por gente cuyo color de piel garantiza que no van a poder encontrar otro trabajo en ningún otro lugar del país. ¿Se siente usted muy seguro en su deslizador, que cambia cada año, cuando despega con él por primera vez? ¿Cuan seguro se siente de que algún fanático melanista no ha estado trasteando en él, saboteando todos los deslizadores destinados a los compradores blancs, para que se estrellen después de los primeros mil kilómetros? ¿Qué es lo que puede protegerle contra ese riesgo? ¡No la policía! Como tampoco su Gottschalk local, pese a todas las armas que pueda ofrecerle. ¡No es extraño que la gente hable muy pocas veces cara a cara con sus amigos, prefiriendo llamarles por la comred a fin de evitarse tener que cruzar la calle y correr el riesgo de ser acribillado a balazos por algún nig de paso!
Un blip indicando que estaban sobre su destino, el Pozo Hilton, salvó a Flamen de tener que responder inmediatamente, y se sintió agradecido de nuevo. Hacía años desde que se había encontrado con alguien de ideas tan fuertes como Conroy, y se sentía oscuramente trastornado, como si las palabras hubieran despertado en su memoria algún acorde olvidado hacía mucho tiempo.
Unos breves minutos para registrarse y hacer que su bolsa de viaje fuera enviada a su habitación, y Conroy siguió con sus disquisiciones en el bar del hotel, completamente protegido contra cualquier intento de Flamen de interrumpirle con más detalles sobre su plan para minar la posición de Mogshack.
—Como le he dicho antes, incluso en el relativamente civilizado Canadá he encontrado las huellas de las enseñanzas de Mogshack, independientemente de lo que realmente formara el último eslabón en la cadena de comunicación con mis estudiantes. ¿Cuál es su opinión, por ejemplo, acerca de los homicidios en los campus?
—Bueno, yo...
—Hemos tenido dos este año: un muchacho homosexual celoso apuñaló a su amante debido a que fue visto con una chica, y un padre loco acudió y mató a tiros a su hija porque un amigo de ella, ¡un buen amigo!, le dijo que se acostaba con un chico que tenía algo de sangre india. Iroquesa, para ser exactos. Yo me hubiera sentido más bien halagado: los iroqueses fueron una tribu muy distinguida en sus días. Pero gracias a Dios no tengo ninguna hija, y mis hijos están ambos felizmente casados. Irrelevante. Estaba hablando de los homicidios en los campus. ¿Qué nos ha ocurrido para que aceptemos el homicidio como algo normal entre nuestros chicos? No me diga esa estupidez acerca de que los estudiantes universitarios deben ser tratados como adultos... ¡no tiene nada de adulto el jugar con pistolas y granadas!
Había discado una cerveza y ahora estaba engullendo todo el vaso de un solo trago, como si deseara eliminar algún mal sabor de boca. Flamen, atrapado por la discusión pese a sus propias preocupaciones, dijo:
—Sí, pero la adolescencia siempre ha sido una época de las más emocionalmente turbulentas, y...
—¿Quién le vendió a ese padre loco una pistola para disparar contra su hija? —interrumpió Conroy—. ¿Algún adolescente emocionalmente emocionado que vende lásers de fabricación casera en la tienda de la esquina? ¡Un infierno! Era el último modelo de pistola Gottschalk; la vi yo mismo en la oficina del decano, más tarde.
—También estoy preparando algo sobre los Gottschalk en estos momentos —dijo Flamen.
Captó algo parecido a la timidez en su tono. Aun admitiendo que Conroy era lo suficientemente viejo como para ser su padre, resultaba ridículo descubrirse reaccionando de aquella manera. Pese a todos los problemas, seguía teniendo un programa diario en la Holocosmic, cinco días a la semana, mientras que en su propio campo Conroy se había visto reducido a la enseñanza, y ni siquiera en su país de origen.
—Oh, ¿sí? Eso no funcionará —dijo Conroy, volviendo a colocar su vaso para pedir otra cerveza—. E incidentalmente, esa es otra razón por la que detesto a Mogshack. Nunca sé que haya intentado apartar a ninguno de sus pacientes de su dependencia a las armas. Sin embargo, por sus manos pasan de dos a tres mil habitantes del Estado de Nueva York al año. A estas alturas, si hubiera efectuado correctamente su trabajo, hubiera creado una saturación de armas de segunda mano que hubiera enfriado la temperatura de la ciudad mucho más abajo de su punto crítico.
—¿Dos o tres mil sobre cuántos millones? —gruñó Flamen.
—Únicamente sobre cuantos de ellos son lo suficientemente inestables como para perder la cordura y empezar a disparar al azar en medio de la calle —contraatacó Conroy—. Usted no origina disturbios, yo no origino disturbios, los políticamente educados líderes de los Patriotas X no originan disturbios. Los paranoicos originan los disturbios, y la histeria contagiosa arrastra a los otros. Su francotirador insurrecto típico no es un revolucionario ni un fanático..., es alguien que está tan desprovisto de empatia que puede considerar a los seres humanos que cruzan por debajo de su ventana únicamente como blancos móviles convenientemente ofrecidos a su buena puntería. Y, explotando hábilmente la inseguridad ciudadana, los Gottschalk han conseguido construir un montón de mentiras igualando la habilidad de tiro con la potencia masculina, lo cual causa aún más daño que los perniciosos dogmas de Mogshack. Maldita sea, hombre: ¡cualquiera que puede tratar a otro ser humano como un objeto para prácticas de tiro se halla en un estadio infantil más profundo aún que alguien que tiene miedo de salir de la fase de masturbación e irse a la cama con una chica! ¿Posee usted una pistola?
—Oh... —Flamen dio un sorbo a su propia bebida—. Sí, naturalmente. Pero no formo parte de ningún club de tiro ni nada semejante. Poseo un sistema de defensa antidisturbios en torno a mi casa con minas y verjas electrificadas, y si es necesario lo único que tengo que hacer es activarlas. Lo demás es automático.
—Típico —dijo Conroy, empleando un tono clínico.
—¿Qué quiere decir con «típico»?
—La respuesta cuerda sería construir su casa en un lugar donde sus vecinos no vayan a llamar a su puerta provistos de pistolas.
—¡Dígame dónde está ese lugar! —se rió Flamen—. ¿Acaso los Gottschalk no hacen publicidad también en la Pan-Can?
—Sí, maldita sea —admitió Conroy con un suspiro—. Más aún, en el semestre de primavera descubrí a uno que se había infiltrado en nuestro campus. Nos libramos de él, afortunadamente, pero tan sólo gracias a que el homicidio del que le hablé antes..., el estudiante que apuñaló a su amigo..., se hallaba aún lo suficientemente fresco en la mente del decano como para hacerlo vulnerable a mis argumentaciones. A todo eso uno de mis colegas dijo que todos los estudiantes deberían estar armados a fin de enseñarles responsabilidad en el empleo de las armas. ¡Ja! Me pregunto cuánto duraría frente a una clase armada... ¡Los chicos lo odian!
Por primera vez desde su llegada al bar, hubo una pausa de más de unos segundos. Flamen la utilizó para reunir sus dispersos pensamientos, y finalmente dijo:
—Volviendo a nuestro asunto, profesor, ¿puedo contar con su cooperación, aunque esté usted en desacuerdo con el principio de la evaluación en abstracto? Por supuesto, eso será tan sólo el inicio de un largo y difícil proceso; más tarde deberá haber una encuesta oficial, quizá un juicio, pero en bien de mi esposa estoy dispuesto a...
Una vez más sus palabras se apagaron, y descubrió a Conroy mirándole fijamente.
—Señor Flamen —dijo finalmente el psicólogo—. Le he dicho por qué detesto a Mogshack como persona y por qué creo que su influencia en el campo de la salud mental es absolutamente peligrosa. En consecuencia, seré muy feliz ayudándole a torpedearlo. Pero no va a poder hacerme tragar lo que me está ofreciendo. No creo que esté usted motivado por el altruismo y el amor hacia su esposa. Creo que va usted detrás de Mogshack debido a que los blancos que más atraen su atención, como los Gottschalk, están fuera de su alcance. Los Gottschalk son como unos devoradores de cadáveres; viven de la carroña de nuestra desconfianza mutua y nos engatusan con símbolos que se equiparan al odio mismo de la humanidad. Así que... ¡No, por favor, no me interrumpa! Prefiero pensar en usted como en un hombre frustrado que preferiría exponer alguna horrible verdad acerca de los Gottschalk que acerca de un hombre que, después de todo, es un profesor entre otros muchos, y probablemente no estaría tan bien considerado como lo está de no ser por el puesto que ocupa. Usted...
—¡Espere un momento!
—Cállese y escúcheme hasta el final, ¿quiere? Usted no puede esperar que yo me crea que está yendo detrás de Mogshack en bien de su esposa, cuando usted mismo ha admitido que se habían alejado tanto el uno del otro que ni siquiera se había dado cuenta de que estaba tomando ladromida..., ¿no? ¡Oh, no estoy culpándole por ello! El matrimonio no es un acto compulsivo y el conseguir que tenga éxito lo es menos todavía, y de todos modos el matrimonio no encaja con la célebre idea de Mogshack de que siempre tiene que ser considerado «como un límite matemático» al que puede uno aproximarse pero que nunca puede ser alcanzado. Sus motivaciones no me preocupan mucho, así que dejémoslas por el momento, ¿quiere?
Flamen sumergió su fruncido ceño en su vaso.
—Ahora, por otra parte, mis motivos son algo que deseo que le queden claros. Puede que eso tome un cierto tiempo, así que ¿por qué no nos sentamos? —Se volvió y abrió camino hacia un saloncito contiguo, sin permitir que la distracción frenara el firme progreso de su discurso—. Aunque quizá usted no esté acostumbrado a estas imágenes médicas, para mí la gente como Mogshack es la contrapartida de los homeópatas que acostumbran a enseñar, en la medicina somática, las virtudes de dosis infinitesimales del mismo agente causante de la enfermedad como curativas de todo, desde el envenenamiento hasta la piorrea. Evidentemente, si alguien siente un temor patológico a que los ejércitos nigblancs asalten su patio delantero, puede estabilizarlo usted superficialmente enseñándole a utilizar un arma y dispararla más rápidamente y con mayor precisión que su potencial atacante. Pero considere, señor Flamen: ¿cuál es el resultado real y último? —Su tono cambió completamente; había estado oscilando entre la ironía y el desprecio, pero ahora se inclinó hacia delante con una casi dolorosa sinceridad—. Es un hombre muerto delante de su puerta, señor Flamen —dijo—. ¿Y no forma parte de los deberes de un doctor el conservar la vida a toda costa?
Ante su propia sorpresa, Flamen se dio cuenta de que tenía la boca seca. Asintió débilmente.
—En una terapéutica honesta —prosiguió Conroy—, lo que habría que hacer cuando un hombre se acercara a nuestra puerta sería invitarle a entrar, y disfrutar de su visita, y dejar a nuestro huésped complacido con el agradable rato que ha pasado en nuestra casa. ¿Funciona aún esa imagen, o la gente se halla ya tan aislada que ni siquiera toma en cuenta esa idea?
Cautelosamente, Flamen dijo:
—Bueno, resulta obvio que siempre es mejor recibir a la gente como amigos que como enemigos.
—¡Pero no basta dejar las cosas así, con una perogrullada! —Conroy dio una palmada en el brazo de su sillón, y alzó una pequeña nubécula de polvo—. O mejor, no debería bastarle. ¿Cuándo hizo usted su última tentativa de conseguir que la gente se uniera un poco? ¿No está pensado su programa diario para hacer precisamente lo opuesto? Los hurgones fomentan la desconfianza de una forma sistemáticamente profesional.
—¡Oh, vamos! —Flamen depositó el vaso sobre la mesa que tenían delante con un golpe seco—. ¡Mis blancos están formados por mentirosos y especuladores e hipócritas! ¡Me sentiría avergonzado de hacer alguna otra cosa!
—Con el resultado de que la gente que le presta atención empieza a preguntarse acerca de los motivos de todos los que le rodean —dijo Conroy—. Dan por sentado que el mundo está regido por la corrupción y el engaño y el fraude.
—¿Cree usted que es mejor ser engañado que saber la verdad?
—¿Cree usted que es bueno que la gente imagine que todo el mundo que es más rico o más poderoso o más afortunado que ella haya conseguido su posición únicamente engañando y mintiendo y aprovechándose de las lagunas legales?
Durante un largo instante los dos hombres se miraron el uno al otro, separados a menos de la distancia de un brazo, hasta que Conroy dejó escapar una risita y se inclinó sobre la mesa para tomar su cerveza.
—Mis disculpas, señor Flamen. Lo último que desearía sería atacar a alguien que detesta la hipocresía. Yo la detesto. Pero entiéndalo, hay aquí una paradoja que me preocupa terriblemente. Día sí, día también, durante..., ¿cuánto?..., cuarenta y tantas semanas al año, imagino, usted expone sus escándalos, que pueden, imagino, conseguir resultados como obligar a dimitir a oficiales corruptos o algo así. Pero lo que usted hace y dice no está en función del número de injusticias públicas de las que tiene usted noticia... Depende del tiempo de emisión que debe usted llenar. ¡Tiene que llenarlo, cinco veces a la semana! Estoy seguro de que a menudo ha tenido que hinchar alguna trivialidad y convertirla en una gran cruzada simplemente porque no ha tenido nada más importante con lo que llenar el día.
Lentamente, Flamen dijo:
—Sí, tengo que reconocerme culpable de eso. Y... —Dudó, luego se obligó a pronunciar aquellas palabras, recordando lo que había dicho Diablo acerca de calcular el éxito de una emisión por el número de suicidios que provocaba—. Y muy a menudo exposiciones como esas han resultado tener un éxito espectacular, no debido a que fueran realmente importantes sino debido a que el blanco era particularmente vulnerable. Hasta el punto de que el pobre hijo de puta ha terminado suicidándose a causa de la vergüenza que sentía.
—Lo cual me lleva finalmente al punto principal —dijo Conroy—. Por supuesto, prepararé una serie de parámetros para la evaluación de su esposa, que harán que la cura de la que tanto se vanagloria Mogshack aparezca como un tremendo fracaso... Y es más, yo tendré razón y él estará equivocado debido a que a él no le preocupa la supresión de la originalidad o la creatividad o la obstinación o cualquier otra característica valiosa con tal de que sus ordenadores predigan un cliente satisfecho. A partir de ahí, todo quedará en sus manos. Pero deseo que no olvide usted dos cosas.
Se inclinó intensamente hacia Flamen.
—¡ Una! No puedo devolverle a su esposa tal como era cuando usted la quería. Nadie puede. Fue usted quien la cambió, y si la quiere a su lado de nuevo tendrá que aceptarla como la persona que es ahora. Lo cual significa que quien deberá cambiar es usted, y eso puede ser doloroso.
»¡ Y dos! No se engañe a sí mismo pensando que simplemente derribando a Mogshack conseguirá que el mundo vuelva a ponerse en orden. Si consigue usted, digamos, que sea echado de su puesto, yo me sentiré complacido... ¡Dios, lo complacido que me sentiré! Pero espero también que utilice usted su éxito convenientemente, y lo explote para ir detrás de alguien realmente venenoso, como los Gottschalk.
Se interrumpió para beber el resto de su cerveza. Inseguro de si debía formular una promesa que probablemente no iba a ser capaz de mantener, Flamen dudó, y antes de que pudiera responder alguien le dio una palmada en el hombro. Volviéndose, vio a una mujer desconocida inclinada hacia él.
—¿Es usted el señor Flamen? —preguntó.
—Sí... Sí, lo soy.
Flamen se puso en pie; era muy reconfortante ser reconocido por una desconocida precisamente en aquel momento.
—Bueno, está siendo reclamado desde hace al menos diez minutos —dijo la mujer, y señaló hacia la pantalla de la comred pública al extremo del bar.
El nombre MATHEW FLAMEN destellaba en rojo a intervalos de dos segundos.
—¡Diez minutos!
—Bueno, parecía estar muy ocupado, y yo no estaba segura de que fuera usted —dijo la mujer, dando un defensivo paso atrás, como si temiera que él pudiera golpearla.
—Oh... Sí. Bien, gracias de todos modos. —Flamen se puso en pie, con el ceño fruncido, y la mujer se alejó con una tímida inclinación de cabeza—. Discúlpeme —añadió a Conroy, que se limitó a alzarse de hombros.
Dirigiéndose a la comred, se preguntó furiosamente quién podía haberle rastreado hasta allí; había esperado que nadie les interrumpiera al menos hasta que hubiera podido consultarle a Conroy acerca de la forma de plantearle el asunto a Prior. Este último dudaba acerca de la conveniencia de evaluar a Celia de acuerdo con los parámetros de Conroy..., lo juzgaba todo por las apariencias, y lo que contaba para él era que Mogshack estaba a cargo del Ginsberg mientras que Conroy era un fracaso que se había visto abocado a enseñar en una oscura universidad. Lo peor de todo era que, como actual guardián legal de Celia, podía teóricamente prohibir a Conroy acercarse a ella.
Arrancando el papel facs que llevaba su nombre de la ranura de los mensajes, vio que era el doctor Reedeth quien estaba intentando ponerse en contacto con él. Su corazón latió apresuradamente. ¿Qué había ocurrido ahora?
Pulsó el código del Ginsberg, y la pantalla se iluminó para mostrar a Reedeth en la oficina donde lo había visto Flamen antes, con aspecto preocupado; su pelo estaba alborotado, y tenía ojeras.
—¡Por fin! —exclamó—. Venga y hágase cargo de su pupilo, ¿quiere? ¡Rápido! No me gusta la gente que olvida sus promesas el mismo día que las ha hecho... ¡Y menos cuando esperan que yo me haga cargo de los daños!
—¿De qué demonios está usted hablando? —exclamó Flamen—. Y no me gusta su forma de...
—¿No aceptó usted ayer actuar como guardián legal de Harry Madison? —interrumpió Reedeth.
—¿Qué...? Oh, naturalmente que lo hice.
—Pero no se lo tomó muy en serio, ¿eh?
—¿Qué quiere decir? Me aseguró usted que estaba perfectamente cuerdo y capaz de cuidar de sí mismo, así que...
—¿Así que decidió usted aguardar a que se presentara en su oficina el lunes por la mañana? —Reedeth frunció los labios—. Hubiera debido esperármelo. ¿Se da cuenta de que han estado a punto de meterlo en la cárcel? ¿O acaso no le importa?
—¡Eh, espere! Si ese tipo hizo algo criminal mientras aún se secaba la tinta de su certificado de cordura, ¡eso es un incumplimiento de contrato por parte de ustedes, no mía!
Flamen notó el sudor picotear en toda su piel, pero en el fondo de su mente hubo una vacilante alegría: ¿serviría aquello también como un palo para meter entre las piernas de Mogshack?
—¿Sabe usted lo que es una píldora sibilina? —preguntó Reedeth burlonamente—. Debería saberlo..., vio a Lyla Clay hacer su número aquí el otro día.
—Por supuesto que la vi. ¿Qué tiene que ver eso con Madison?
—La noche pasada él y Lyla Clay fueron secuestrados por una pandilla de matones para una fiesta de Michaela Baxendale. ¿La conoce usted?
—Oh, Dios mío —dijo Flamen.
De pronto todo el mundo perdió su color.
—Al parecer, ella les había ordenado que le trajeran una pareja de raza mezclada para someterla a algún tipo de juego. Sólo que no se trataba de un juego. Le hicieron tragar a Madison por la fuerza una de las píldoras sibilinas, y se convirtió en un loco asesino. Incluso llegó a lanzar a un hombre por la ventana de un piso cuarenta y cinco.
Hubo un terrible silencio. Finalmente, Flamen dijo con voz débil:
—Pero si fueron secuestrados...
—¡Si hubiera cumplido usted su palabra, nada de eso hubiera ocurrido! —rugió Reedeth—. ¡He estado conteniendo a la poli con ese argumento durante toda la mañana, y ya está empezando a gastarse! Yo sé lo que una sib le hace a la mente..., estoy en el oficio. Pero Madison es un nig, y los polis siguen todavía furiosos por los disturbios de los Patriotas X de la otra noche. Es un puro milagro que los enviaran a él y a la chica de vuelta aquí en vez de meterlos directamente en chirona. Puedo hacer salir a la chica, pero que me condene si voy a comprometerme por Madison cuando usted es legalmente el responsable de él. ¡Venga aquí, rápido!
—Buen Dios —dijo Conroy desde detrás de Flamen—. ¡ Es Jim Reedeth! Creí reconocer su voz. ¿Cómo se encuentra?
Radiante, se adelantó hacia la comred.
Reedeth se mostró totalmente desconcertado. Dijo:
—Prof, ¿qué diablos está haciendo usted aquí?
—Flamen me invitó a pasar el fin de semana en Nueva York. ¿Cuál es el problema, y puedo ayudar de algún modo?
—Ustedes dos se conocen —murmuró Flamen.
—Por supuesto —asintió Conroy—. Es un antiguo estudiante mío. Brillante..., excepto que empezó a seguir las huellas de Mogshack y dejó de pensar por sí mismo. De todos modos, ¿qué es lo que pasa?
—Oh... —Reedeth dirigió su mirada a Flamen—. No estoy seguro de si debo...
—¡Al infierno con todo ello! —exclamó Flamen—. Mi vida privada va a estar expuesta a todo el hemisferio el lunes al mediodía, de todos modos, así que ¿cuál es la diferencia? ¡Dígaselo! ¡Dígaselo todo! Quizá él tenga alguna brillante idea.
Se volvió de espaldas, con el ceño fruncido.
Primero reluctante, luego con mayor fluidez, Reedeth contó de nuevo lo que les había ocurrido a Lyla y Madison. Terminó:
—Y ahora están los dos aquí, de vuelta al hospital, y si Mogshack descubre que entregué a un paciente a la custodia de alguien que olvidó completamente sus obligaciones, ¡estaré arruinado!
Con una expresión de terrible aflicción, Conroy dijo:
—Oh, Jim, está siguiendo las huellas de su jefe, ¿no? Había esperado que cualquiera de mis estudiantes hablara primero de la suerte de sus pacientes y luego de la suya... —Después, rápidamente, mientras Reedeth se refrenaba—: ¡No importa, no importa! Sólo dígame, honestamente..., según su opinión, ese hombre, Madison, ¿está en estado de ser dado de alta o no?
Reedeth mordió una agria respuesta para impedir que saliera. Alzándose de hombros, dijo:
—Creo que estaba en condiciones de ser dado de alta desde hace meses. De hecho, a veces me pregunto si alguna vez estuvo tan loco como afirmaban cuando lo trajeron aquí.
—Buen comienzo —asintió Conroy—. Y usted puede argumentar ante cualquier tribunal del mundo que obligar a tragar una píldora sibilina es algo suficiente como para ocasionar una locura temporal a cualquiera. He estado estudiando el caso; presenté el fenómeno de las pitonisas a mis estudiantes como ejercicio de clase hará unos cuantos días. ¿Hay algún testigo del secuestro?
Reedeth estaba empezando a parecer un poco más animado.
—Sólo la propia chica. Pero estoy seguro de que podemos recusar el testimonio de los secuestradores. Por ejemplo, ella tiene una marcha de pinchazo en el dedo pulgar, y Madison tiene una en el hombro. Los tomaron por sorpresa en la calle, y les administraron una dosis de narcolato.
—Hummm. —Conroy se frotó la barba con el dorso de la mano—. Dígame, señor Flamen, ¿puede una poetisa tan... buena..., notoria como Michaela Baxendale, drogar y secuestrar impunemente a unos desconocidos para divertir a sus invitados?
—Puedo hacer con toda seguridad que no sea así —le aseguró Flamen—. Llevo meses intentando hallar un punto débil en ella, me desagrada demasiado. Y no me importa de qué tipo de «hogar roto» proceda, ni que fuera violada por su hermano, ni nada de toda esa basura.
—¿Podrían hablar más tarde de eso? —dijo Reedeth por la comred, impaciente—. He pasado toda la mañana manteniendo a los polis a raya, ¡y estoy agotado!
—Sólo resista un poco más —dijo Conroy calmadamente—. Sin duda el señor Flamen deberá tener que tomar algunas medidas..., la defenestración es un crimen bastante serio, incluso en nuestros días.
—¿Qué? —Reedeth pareció desconcertado.
—Arrojar a la gente por las ventanas. Si hubiera sido hecho con alguno de los artilugios del catálogo actual de los Gottschalk... Bien, no importa. Pero estoy pensando en una fianza, contactar con un abogado, presentar una denuncia contra la señorita Baxendale y sus compañeros, todo eso.
—¡Ya está hecho todo! ¡Lo único que me ha faltado ha sido conseguir ponerme en contacto con Flamen para que firmara los documentos!
—Estaré ahí tan pronto como me sea posible —suspiró Flamen, y cortó el circuito. Volviéndose a Conroy, añadió—: Lamento todo esto, pero supongo que tengo que ir. Le veré de nuevo aquí en un par de horas, con un poco de suerte.
—Oh, no, no lo hará —dijo Conroy—. Voy a ir con usted. Siempre he deseado verle las tripas a ese mausoleo de Mogshack, y probablemente no voy a tener otra oportunidad mejor que esta.
Tomando a Flamen del brazo, lo condujo enérgicamente hacia la puerta.
79
Reproducido del Guardian de Manchester del 13 de marzo de 1968
Siete personas muertas quemadas
El señor David Lumsden, de 26 años de edad, permaneció delante de su casa incendiada en Toronto gritándoles a los conductores que pasaban que se detuvieran y le ayudaran, mientras su esposa y seis niños ardían vivos en el interior. Todos los conductores ignoraron sus llamadas.
80
Hipótesis relativa a lo anterior, para los propósitos de esta historia
Peor hubiera sido si se hubieran detenido para contemplar el espectáculo.
81
El significado de esta intrusión no autorizada
Refugio dentro de un refugio, pensó Reedeth: aquella oficina encerrada en el centro de la fortaleza del hospital. Ofreciendo una protección temporal contra los vientos impersonales de la actuación de la ley, con Lyla y Madison sentados frente a él en el diván de consultas, uno al lado del otro como asustados chiquillos..., ella exhibiendo una dura máscara de miseria, las comisuras de su boca curvadas hacia abajo, sus hombros hundidos y sus manos fuertemente apretadas entre sus rodillas; él firmemente recto, sin ninguna expresión en su oscuro rostro.
Un estremecimiento recorrió su espina dorsal cuando imaginó los músculos de Madison hinchándose para arrojar un cuerpo humano a través de la ventana. ¿Cómo era posible que aquel tipo de terrible violencia hubiera escapado durante tantos años sin ser advertida por el más moderno y cuidadoso estudio de la condición mental del hombre? Incluso aceptando que las píldoras sibilinas producían locura temporal —ya que eso era a fin de cuentas el trance de las pitonisas, se le diera el nombre que se le diera—, aceptando que provocaban convulsiones capaces de romper los huesos, aceptando que Madison se hallaba en excelentes condiciones físicas y lo bastante fuerte en su estado normal como para alzar aquel pesado robescritorio como había hecho en una ocasión en presencia de Reedeth mientras lo estaba reparando: la historia que él y Lyla le habían contado simplemente no tenía sentido.
Oh, por supuesto, su relato de haber sido secuestrados por los macuts particulares de Mikki Baxendale quedaba confirmado por todo tipo de evidencias corroborativas. Las señales de los torpes pinchazos de las inyecciones que aún exhibían, Lyla en la base de su dedo pulgar, presumiblemente porque el yash que llevaba la protegía de una inyección allá donde Madison la había recibido, en la parte superior del hombro. Había también un rastro detectable de narcolato en la minúscula costra que habían extraído de la pequeña herida del nig, atrapado por la sangre antes de que ésta se coagulara. Por aquel lado, todo bien.
Pero por lo demás, la victoria de Madison solo sobre nueve asaltantes, y las medio locas visiones de la chica de una miríada de batallas diseminadas de extremo a extremo de la historia, llegando al clímax en una predicción de algo que se suponía iba a ocurrir el año próximo...
La mandíbula de Reedeth colgó. La notó caer, y no pudo contrarrestar el impulso. El mundo sólido a su alrededor pareció de pronto tenue, como torbellineante bruma. Hacía tan sólo uno o dos días había visto por sí mismo que una pitonisa podía ofrecer sin lugar a dudas oráculos comprensibles sobre totales desconocidos, lo suficientemente claros como para que los impersonales automatismos los relacionaran con sus sujetos correspondientes. Como si los hechos de los que era consciente desde hacía mucho tiempo hubieran sido agitados, a la manera de un calidoscopio, hasta formar un esquema inesperado con un mensaje a un nivel no verbal, se descubrió a sí mismo considerando una hipótesis totalmente nueva. ¿Era posible que el efecto sinérgico del narcolato y de la píldora sibilina combinados hubieran generado en Madison un talento tan insospechado como lo había sido el talento de las pitonisas antes de los días pioneros de Diana Spitz? ¿Podía Madison —lo había hecho realmente— saber cosas que aún no habían ocurrido?
Pero incluso la propia idea parecía tan absurda que dejó escapar una ronca risa, haciendo que Lyla alzara la vista hacia él con un vago asomo de curiosidad reflejado en su rostro.
—No, nada —suspiró él, en respuesta a su no formulada pregunta.
Y antes de que pudiera aclarar nada más, la comred zumbó. Ariadna apareció en la pantalla, con el fondo familiar de su casa detrás de su hermosa cabeza.
—Jim, ¿qué demonios estás haciendo en tu oficina un sábado por la tarde? ¡Llevo dos horas llamándote a tu casa!
—Arreglando un terrible embrollo con mis manos desnudas —murmuró Reedeth—. Eso es lo que estoy haciendo. —Le contó lo que había ocurrido, y concluyó—: Para acabar de arreglar las cosas, la señorita Clay no puede volver a su apartamento, según tengo entendido. Su única llave se quedó en el apartamento de Mikki Baxendale, y el dinero que le remitiste como pago por su actuación aquí fue directamente a la cuenta de Dan Kazer como su mackero, pero puesto que él está muerto la cuenta ha quedado bloqueada hasta que se resuelvan las formalidades legales. Así que supongo que ni siquiera tiene dinero suficiente para pagar a un cerrajero que le abra la puerta de su propia casa.
—Eso no es problema —dijo Lyla con un asomo de desdén—. Harry puede abrírmela. Ya lo hizo una vez.
Reedeth la miró desconcertado.
—Alguien que yo creía que era un amigo de Dan se mudó a nuestro apartamento mientras yo estaba encerrada aquí ayer. Harry abrió la puerta, y entramos sin necesidad de ninguna llave.
—Pero ¿no tiene usted una llave a código en su puerta? —preguntó Reedeth, sin comprender.
—Sí, por supuesto que sí.
Desde la pantalla, Ariadna no se mostraba menos sorprendida que el propio Reedeth.
—Tonterías —dijo Ariadna firmemente—. Nadie puede abrir una cerradura a código sin la llave..., no a menos que derribes la puerta. Jim, creo que será mejor que reconsideres lo que estás haciendo. Supongo que..., esto..., van a producirse algunas demandas, ¿no crees?
—Le aseguro que digo la verdad —murmuró Lyla, y apretó su boca en una obstinada línea.
Reedeth iba a responder algo, cuando otra señal empezó a destellar en el robescritorio, y pareció animarse.
—Discúlpame —le dijo a Ariadna, y pasó a otro circuito.
Cuando su imagen reapareció en la pantalla de ella, su expresión era de desánimo.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella.
—Flamen acaba de llegar.
—Pero creí que eso era precisamente lo que estabas esperando durante todo el día... ¿Por qué esa expresión tan taciturna ahora?
Reedeth suspiró.
—Supongo que no existe ninguna razón. Se trata simplemente de que se ha traído a Conroy con él.
—¿Conroy? ¿Xavier Conroy? ¡Pero creía que estaba en Canadá!
—Flamen lo ha traído a Nueva York para este fin de semana. Tengo la impresión de que quiere una segunda opinión respecto a su esposa, y por supuesto no se puede elegir a nadie más opuesto a Mogshack que él, ¿no?
—No más de lo que Mogshack es opuesto a él. ¡Ve con cuidado, Jim! ¿Te das cuenta de lo que ocurrirá si Mogshack averigua que tú has... ? —Dudó, buscando la palabra adecuada.
—¿Que he estado «conspirando con el enemigo»? —ofreció Reedeth con una amarga sonrisa—. Si toma lo que en realidad es una pura coincidencia como un insulto personal, entonces tendré la prueba de lo que los automatismos nos dijeron acerca de él, y no aguardaré a ser cesado. Dimitiré. No tengo la menor intención de trabajar para un lunático.
—¡Oh, por el amor de Dios! —dijo Ariadna—. Jim, si te sientes feliz con la compañía que tienes en este preciso momento, allá tú... ¡Pero te diré una cosa! Por la forma en que estás actuando, es muy probable que vuelvas en cualquier momento al Ginsberg, ¡con una orden de internamiento en tu mano!
Cortó la comunicación con un bufido, y Reedeth se quedó con la boca medio abierta para emitir su contraataque.
¡Vaya estupidez, ir a elegir a Ariadna entre todas las mujeres disponibles del mundo!
Pero los acontecimientos se estaban acumulando sobre él con demasiada rapidez como para concederle tiempo a la irritación. Flamen y Conroy estaban ya en el pediflux en dirección a su oficina. Empezó a levantarse con la intención de acudir a recibirles, pero anuló el movimiento y volvió a sentarse, con el ceño repentinamente fruncido.
Ariadna había tenido toda la razón. Iba a verse en problemas si Mogshack se enteraba de todo aquello..., no tan sólo de la intrusión de Conroy, sino de haber puesto a Madison bajo la tutela de alguien que olvidaba tan pronto sus obligaciones. Odiaba la idea de enfrentarse a sus visitantes: a Flamen porque en este momento precisamente se sentía furioso por haberle metido a él y a Madison en aquel lío; a Conroy porque...
Bien, hagamos una honesta aunque silenciosa confesión: porque en lo más profundo de su mente se sentía vulnerable al desprecio de Conroy, y en las breves palabras que habían cruzado en la comred, hacía media hora, había aparecido la larga sombra de la fustigante ironía con la que Conroy había tratado las ingenuidades juveniles de sus discusiones de estudiante, allá en los días en los que Reedeth trabajaba a sus órdenes.
Esperó desesperadamente que ni Lyla ni Madison hubieran visto nada a través de su cuidadosamente mantenida máscara.
Y luego allí estaban, en la puerta, siendo introducidos, Conroy estrechando manos con toda la apariencia de la afabilidad; había que seguir con la rutina mecánica de las presentaciones, lo cual daba un corto respiro a la depresión..., y mientras Reedeth estaba todavía intentando formular las siguientes observaciones, Conroy ya se había sentado enérgicamente y se había hecho cargo de las cosas.
—¡Bien! Por lo que he sido capaz de comprender de mi charla con Flamen en nuestro camino hacia aquí, se encuentra usted ante un serio problema, Jim, y lo mismo puede decirse de nuestros amigos aquí. Me siento particularmente interesado en conocerla, señorita Clay, debido a que uno de mis estudiantes habló acerca del fenómeno de las pitonisas en clase, el otro día, y yo aproveché el tema como ejercicio de investigación..., lo cual significa naturalmente que voy a tener que investigar yo mismo antes de corregir lo que planteen ellos al respecto. Hasta ahora no había tomado muy en serio este asunto, pero he descubierto que algunas notables autoridades abogan por su autenticidad. ¿Cuál es su punto de vista, Jim?
Reedeth se trabucó.
—Bueno... Bueno, yo me he visto empujado a reaccionar de la misma manera, supongo. Nunca me había tomado a las pitonisas en serio hasta que la señorita Clay hizo su actuación aquí.
—Flamen me lo contó —intercaló Conroy.
—Sí, por supuesto: él grabó toda la actuación. —Reedeth tragó saliva—. Pero lo que me convenció fue cuando hice que los automatismos analizaran los oráculos que ella había emitido, no la actuación en sí. Yo...
Lyla se sentó envaradamente.
—¡Usted no me dijo que iba a hacer analizar mis oráculos por ordenador! —dijo en tono acusador—. Cristo, si llego a saber que iba a hacer eso... ¿Qué fue lo que le dijeron los automatismos?
—Más tarde, señorita Clay, por favor —dijo Reedeth con tono frío—. En este momento tengo algunos asuntos que aclarar con el señor Flamen, lo cual no hubiera debido ser necesario, y tan pronto como las cosas vuelvan a quedar en su sitio propongo que nos vayamos a casa. Mis planes para el fin de semana han quedado completamente alterados a causa de lo que únicamente puedo llamar una absoluta falta de consideración.
—Buen Dios —dijo Conroy, antes de que Flamen pudiera responder a la acusación—. Jim, suena usted tan parecido a Mogshack que creería que ha estado tomando lecciones. ¡Espere! —añadió, alzando una mano para contener la seca respuesta del otro hombre—. He estado hablando con Flamen durante la última hora o así, y estoy de acuerdo con él en que mostró una excesiva ligereza aceptando la responsabilidad de la tutoría de nuestro amigo nig. Pero, por otra parte, usted no le explicó muy claramente a lo que se comprometía aceptando..., ¿verdad? Tenía usted tanta prisa en sacarse de encima a Madison...
—¡Prisa! ¡Señor, ha estado metido aquí durante muchos meses más de los necesarios!
—Lo cual no es excusa para no hacer bien las cosas —dijo Conroy, exactamente en el tono que Reedeth recordaba de sus días de estudiante—. Nunca hay ninguna excusa para no llegar al fondo de las cosas, especialmente cuando hoy en día se puede disponer de los ordenadores para hacerse cargo de todos los pequeños detalles de rutina. Ese es precisamente el verdadero uso de los ordenadores. —Hizo un paréntesis a Flamen—. Usted parece pensar que no los aprecio, pero créame, puestos en su correcto lugar, son indispensables. El problema es que la gente simplemente no los trata de la forma en que debería hacerlo. ¡Bien, Jim! —Se inclinó ansiosamente hacia delante—. Déjeme formularle una pregunta que espero me responda honestamente, y si lo hace ya no sentirá tanta prisa por volver a su casa.
Reedeth suspiró.
—Muy bien, adelante.
—¿Es usted feliz trabajando para Mogshack?
Hubo una pausa. De pronto, Reedeth dejó escapar una risa forzada.
—De acuerdo, no voy a engañarle en eso. No, no lo soy..., ya no.
—¿Por qué no?
Otra pausa, más larga. Durante ella los ojos de Reedeth se clavaron en el rostro de Madison y permanecieron allí, fascinados.
—Supongo —dijo al fin, haciendo chirriar sus palabras como si las arrastrara sobre grava— que es debido a que ya no me siento convencido de que los pacientes dados de alta de aquí estén adecuadamente curados.
Flamen se tensó visiblemente, y su expresión pasó de irritada a excitada.
—¿En qué sentido no están adecuadamente curados? —preguntó Conroy, con la inflexión que podía haber utilizado para animar a un estudiante a alcanzar la conclusión lógica de alguna proposición que acababa de exponer.
—¡No lo sé! —Reedeth saltó en pie y caminó inquieto arriba y abajo por la oficina—. Es sólo que... Bien, durante los últimos días hemos tenido dos casos que me trastornaron profundamente, y los oráculos de la señorita Clay acabaron de alterar el equilibrio que había en mi mente.
Lyla se volvió y alzó la mirada, alerta. Sin darse cuenta de ello, Reedeth prosiguió:
—La señora Flamen era uno de ellos. Respondía excelentemente, por supuesto, o de otro modo no hubiera sido dada de alta, pero..., pero eso era debido más a la indulgencia que al tratamiento. Y honestamente no creo que nos hubiéramos dado cuenta de ello de no ser porque el señor Flamen se quejó acerca de la frialdad con que se comportaba con respecto a él. Así que empecé a preguntarme... —Las palabras se desvanecieron con un alzarse de hombros—. Y el otro era Madison —terminó sin convicción.
—Flamen —dijo Conroy, con aire satisfecho—, creo que es probable que tenga usted una proposición que hacerle a Jim Reedeth ahora.
Flamen moduló unas palabras con sus labios, las anuló, y tendió una mano hacia el robescritorio.
—Esto..., doctor. ¿Lo que estamos hablando está siendo grabado por esa cosa y almacenado en los bancos de datos del hospital?
Reedeth se pasó una temblorosa mano por el pelo, alisándolo.
—Puedo arreglar las cosas para que no sea así —murmuró—. Madison le dio unos toques hace algunos días, y ahora ya no es exactamente estándar.
—Ajá —dijo Conroy—. Flamen me dijo algo de eso también, en nuestro viaje hacia aquí. De modo que haga los arreglos necesarios, Jim, y oigamos lo que Flamen quiere decirle.
Reedeth dio al robescritorio una seca orden, y miró a Madison.
—¿Bastará eso?
Madison pareció ligeramente incómodo; en contraste con su anterior imperturbabilidad, era como si una montaña se hubiera echado a temblar. Dijo:
—Supongo que sí, doc.
—¡Maldita sea, usted lo alteró..., debería saberlo! —saltó Reedeth, luego se dominó con un esfuerzo—. Lo siento —dijo—. Hoy estoy un poco excitado. De acuerdo, señor Flamen, oigamos lo que quiere decirme.
—Usted habrá imaginado ya con toda probabilidad que me siento lo suficientemente preocupado acerca de mi esposa como para solicitar que sea evaluada independientemente por el doctor Conroy —dijo Flamen lentamente—. Ya le advertí que si era dada de alta prematuramente iba a tomar medidas contra ustedes, ¿no? Pero si resulta que realmente ha empeorado a manos de su director, no voy a pararme en una simple demanda por daños y perjuicios. Haré todo lo que pueda por conseguir que sea incapacitado y cesado.
—¡No me extraña que deseara usted que esto no fuera grabado! —dijo Reedeth. Mostró una tenue sonrisa—. Sí, imaginé más o menos eso. ¿Qué es lo que pretende usted que yo haga..., actuar desde dentro para minarle el terreno? Olvídelo. Pero no me echaría a llorar si alguna otra persona ocupara el cargo que él tiene ahora..., alguien digamos menos dogmático que él. Haría mucho más fácil el trabajar aquí, y lo que es más importante, creo que haríamos un trabajo más efectivo.
Terminó sus palabras con una nota de desafío, y una expresión casi sorprendida ante su propia energía.
—Estoy seguro de que Flamen no le estaba pidiendo que se convirtiera usted en un traidor —dijo Conroy rápidamente—. Pero creo que no es necesario decirle, Jim, que yo trabajo mucho mejor sobre las bases de las reacciones personales que de los análisis computarizados. Y algunas veces...
Fue su turno de vacilar, y los que le escuchaban le miraron desconcertados mientras él paseaba su vista de uno a otro, deteniéndose un buen rato en la contemplación de Lyla.
—Será mejor que les declare cuáles son mis intereses —dijo al fin, y sonrió irónicamente—. Sin pretender en lo más mínimo desprestigiar la posición y la influencia de Flamen, reflexionar sobre todo este asunto me lleva a la conclusión de que es poco probable que algo tan directo como una evaluación independiente de la señora Flamen nos dé la palanca que necesitamos para derribar a su jefe de su pedestal, Jim. Resultaría muy fácil invalidar las acusaciones atribuyendo motivos personales, ¿no? Y sin embargo, en el vuelo de Manitoba hasta aquí, no dejé de pensar en lo necesario que es conseguir echar a Mogshack.
Se reclinó en su asiento, juntó las yemas de los dedos, y les miró a todos pensativamente.
—Entiendan..., guste o no, y personalmente a mí no me gusta, esta ciudad de Nueva York tiene un prestigio, un cachet, una influencia, erigidos en los días en los que Estados Unidos estaba realmente en la cima del mundo. Existe una curiosa clase de envidia, que estoy seguro de que todos ustedes han observado, que significa que incluso la gente de Ciudad del Cabo y Accra y las capitales de Asia prestan una atención nostálgica a lo que se hace en Nueva York, del mismo modo que los godos y los francos veneraban a Roma incluso después de que Alarico hubiera saqueado la ciudad y los romanos hubieran dejado de ser una gran potencia. Y Mogshack se halla aquí en la cúspide de la cúspide, y sinceramente creo que está haciendo cosas que a la larga resultarán desastrosas. Pero que están siendo imitadas desde México hasta Moscú, y..., y eso me preocupa. Jim, ¿se da cuenta de adonde voy a parar?
Reedeth había vuelto a sentarse en su silla. Asintió cautelosamente.
—Tengo que confesar que no me siento contento con el sistema bajo el cual trabajo —dijo—. Usted, prof, o cualquier otra persona, puede producir algo mejor, aunque...
—Yo soy viejo y me siento cansado, y me he visto reducido a enseñar a un puñado de estudiantes no demasiado brillantes y en un país que ni siquiera es el de mi nacimiento. —Conroy suspiró—. Pero creo que aún me siento capaz de apartar un peso muerto de las mentes de la próxima generación, la cual deberá acabar de barrer el follón que dejamos atrás. Me gustaría probarlo, al menos, y lo que propongo es esto. Durante los últimos días, parece como si no solamente uno sino todo un grupo de curiosos y cuestionables acontecimientos se hayan producido aquí, los cuales, combinados, pueden proporcionarle a Flamen lo que desea. Discúlpeme —añadió al hurgón—, pero como ya he dicho, el caso de su esposa solo no es suficiente. En cambio, quizá si tomamos todo esto junto, podamos conseguir un ataque combinado. Empecemos con algo que la mayor parte de la gente encontrará muy extraño... No pretendo faltarle al respeto, señorita Clay, pero la gente sigue mirando con suspicacia a las pitonisas. ¿Qué hay acerca de ese asunto de llamar a una pitonisa y luego actuar según sus oráculos?
—No fue eso lo que hicimos —dijo Reedeth—. No exactamente. Como dije, fue lo que nos dijeron los automatismos acerca de los oráculos lo que nos convenció.
—¿Nos?
—A mí y a mi colega Ariadna Spoelstra. Fue idea suya el invitar a la señorita Clay a actuar aquí.
—¿Y Mogshack lo aprobó?
—Por supuesto. Aunque tengo entendido que necesitó mucha persuasión.
—Bien, ahí tenemos nuestra primera línea de aproximación. Vayamos a la segunda. —Conroy se volvió a Madison—. Parece como si esté disculpándome por lo que digo a cada minuto o dos, ¿no? Pero tengo que afirmar que estoy seguro de que la gente de fuera del hospital va a sentirse muy sorprendida de saber que usted se encargó durante varios meses del mantenimiento de los automatismos de este lugar mientras seguía siendo oficialmente un paciente mental. Y estoy seguro de que no se siente usted muy bien dispuesto hacia el hombre que lo ha mantenido internado aquí durante mucho tiempo después del que le correspondía haber recibido el alta.
Madison giró una mano como si estuviera derramando agua de su palma. Dijo:
—Realizar el mantenimiento de los automatismos es algo para lo que sirvo, señor Conroy.
—Y no está usted bromeando —dijo Reedeth. Parecía haber recobrado el dominio de sí mismo—. Lo que le hizo a ese robescritorio mío es casi increíble. Y, ahora que pienso en ello, nunca le di las gracias.
—Sí, ese es el punto al cual quería llegar —dijo Conroy—. Usted nos ha hablado de ese robescritorio y de cómo había sido modificado... ¿Puede darnos algunos ejemplos de su nuevo comportamiento?
—Acabo de darles uno —dijo Reedeth—. Todo lo que estamos diciendo es confidencial..., ¡afortunadamente!
—Esa es una demostración de tipo negativo. ¿Qué le parece alguna positiva? ¿Algo que nos demuestre que todos los recursos del complejo cibernético del Ginsberg pueden ser utilizados a partir de esta simple entrada? Según he entendido, eso es lo que usted ha dicho.
—¡No creo que haya la menor duda al respecto! —exclamó Reedeth—. Nunca pensé que fuera posible... —Calló bruscamente.
—¿Nunca pensó qué?
Unas pequeñas perlitas de sudor habían aparecido de pronto en la frente de Reedeth.
—Nunca pensé que fuera posible solicitar datos a través de mi robescritorio acerca del propio doctor Mogshack —murmuró—. Pero supongo que eso es algo que una persona ajena a este lugar no apreciará como corresponde.
—Yo lo aprecio —dijo Conroy con una cierta seriedad—. Tengo una clara impresión de lo que debe de ser trabajar bajo su jefe, aunque hace mucho tiempo que escapé de esa desgracia. De todos modos, sigo deseando esa demostración. Hummm. Eso es una idea. —Se volvió a Flamen—. Los automatismos de este lugar se hallan notoriamente entre los más avanzados y elaborados de todo el mundo. ¿No tiene usted algún problema en mente que ellos pudieran resolverle?
—Esperen un mo... —empezó a decir Reedeth, pero Flamen había reaccionado instantáneamente.
—Por supuesto que lo tengo —dijo—. Doctor, ¿las emisiones regulares de Tri-V forman parte del entorno de sus pacientes que sus automatismos toman en consideración?
—Oh, por supuesto —dijo Reedeth, ligeramente desconcertado—. Cuando pasan al verde, empezamos a reacostumbrar a nuestros pacientes al mundo exterior, y las emisiones de Tri-V juegan un papel clave en el proceso.
—Dios mío —dijo Conroy muy débilmente.
Flamen prescindió de su comentario.
—En ese caso preguntémosle a su milagroso robescritorio por qué mis propios ordenadores me han asegurado que el ilimitado tiempo de empleo de las computadoras federales de que dispongo no va a librarme de las interferencias que han estado asediando recientemente mis emisiones —dijo Flamen, y se recostó en su asiento con una expresión de inocencia.
—Creo que no he comprendido bien —dijo Reedeth tras una pausa—. Oh..., yo no veo su emisión, me temo. Siempre estoy trabajando cuando sale por antena.
—Es algo completamente simple —dijo Flamen—. Mi emisión, y únicamente mi emisión, está sufriendo absurdas cantidades de interferencias literalmente cada día, desde hace meses, y las cosas están empeorando de tal modo que la gente apaga sus aparatos o cambia de canal. Los ingenieros de la Holocosmic juran con los ojos cerrados que no es nada que ellos puedan evitar. Quiero saber si debo creerles, o bien estoy siendo saboteado, o bien estoy volviéndome loco y desarrollando un complejo de persecución. Parece una pregunta razonable para hacerla a los ordenadores de un hospital mental. Especialmente puesto que mi propio equipo parece tener un punto ciego sobre el tema, ¡y en este momento se me ocurre que quizá, si estoy siendo saboteado, el sabotaje se extienda hasta los propios ordenadores de mi oficina!
Estaba bastante acalorado cuando terminó su parrafada.
Con una mirada de sospecha, como si estuviera preparado para admitir la sugerencia de paranoia, Reedeth resumió la pregunta para su robescritorio, y aguardó la respuesta más probable: datos insuficientes.
No se materializó. Con su habitual tono condescendiente, la máquina dijo:
—Ni los ordenadores del señor Flamen ni los federales poseen los datos necesarios para evaluar este problema.
—¿Eso quiere decir que tú tienes los datos? —preguntó Reedeth, confuso.
—Sí.
La expresión de Flamen era igualmente de desconcierto; resultaba obvio que no había esperado recibir una respuesta seria a su pregunta, sino que simplemente pretendía recoger el desafío implícito en la afirmación de Reedeth acerca de su robescritorio. Puesto que este había sido el elemento clave que lo había persuadido de aceptar la responsabilidad de la custodia de Madison tras su alta, resultaba lógico que pusiera el mayor énfasis en ello. Se sintió atrapado entre la decepción de no marcar un tanto contra Reedeth, y el genuino deseo de saber la respuesta.
—¡Entonces pídale que me responda a la pregunta! —le dijo jadeante a Reedeth.
—Lo intentaré —murmuró el psicólogo, e introdujo el problema en la máquina.
La mecánica voz respondió casi inmediatamente.
—La señora Celia Prior Flamen posee la habilidad de interferir con las radiaciones electromagnéticas en la banda utilizada para las transmisiones Tri-V, y este hecho no se halla almacenado ni en las oficinas de Matthew Flamen Inc, ni en el centro computador federal de Oak Ridge. Fue un hecho que quedó establecido después de su llegada a este hospital, y que consecuentemente no fue transmitido a los demás sistemas cibernéticos.
Hubo un asombrado silencio en la habitación. Finalmente, Flamen dijo con voz débil:
—Pero... Reedeth, ¿están sus automatismos tan locos como sus pacientes?
—Realmente suena como si lo estuvieran —admitió Reedeth. Sus mejillas se habían vuelto pálidas—. A menos que... No, es absurdo. Pero...
—¿Pero qué? —interrumpió Conroy con entusiasmo, en vez del tono burlón que era de esperar.
Reluctantemente, Reedeth dijo:
—Bien, ahora que pienso en ello, es cierto... Hubo una maldita sucesión de interrupciones en nuestra comred interna directamente después de que llegara aquí la señora Flamen. ¿Lo recuerdas, Harry? —Se volvió hacia Madison.
—Oh... Sí, doctor, es completamente cierto —dijo el nig, con tono deprimido.
—Pero aunque así fuera —dijo Reedeth, pareciendo lamentar su anterior reacción—, no veo cómo nadie podría...
—¡Jim! —interrumpió Conroy—. ¿No confía usted en los automatismos con los que trabaja aquí dentro?
—Maldita sea, le hice exactamente la misma pregunta a Ariadna el otro día —suspiró Reedeth—. ¡Prof, literalmente no lo sé! Todo esto es están increíble...
La comred zumbó, y en la pantalla apareció el rostro familiar de Elias Mogshack, una sonrisa partiendo su bigote de su barba, un tono cordial coloreando las palabras que empezó a pronunciar cuando la imagen de Reedeth apareció ante él.
—¡Ah, doctor Reedeth! He oído que estaba usted trabajando esforzadamente más horas de las necesarias para arreglar algunos proble...
Y se interrumpió.
Silencio.
Cuando volvió a hablar, su voz era como una sierra cortando madera húmeda, rasposa y mordiente y con un chirrido malhumorado.
—¿No es usted Xavier Conroy?
Completamente imperturbable, Conroy asintió.
—Buenas tardes, doctor Mogshack. Hace mucho tiempo desde que tuvimos el placer...
—¿Qué infiernos está haciendo usted en mi hospital?
—¿Suyo? —contraatacó delicadamente Conroy—. Extraño..., creí que pertenecía al gobierno y al pueblo del estado de Nueva York.
—Usted, hijo de puta —dijo Mogshack, y sus labios se apretaron de tal modo que cuando volvió a abrirlos estaban completamente desprovistos de sangre—. Salga de aquí. Abandone los terrenos del Hospital Ginsberg inmediatamente, o le haré sacar por la policía.
—Doctor Mogshack... —dijo Reedeth.
—¿Ha invitado usted a ese hombre al hospital? —retumbó Mogshack.
—¿Qué? Bueno, yo supongo que...
—¡Venga a verme inmediatamente el lunes, apenas llegue al hospital! Entonces le diré lo que pienso de usted..., no deseo que Conroy pueda reírse ahora de mi poco juicio al ofrecerle a usted un puesto en el Ginsberg. Pero le recomiendo que empiece a buscarse otro empleo; ¡eso sí puedo decírselo ya!
La pantalla se apagó. Transcurrieron unos segundos; luego el robescritorio dijo:
—Siguiendo órdenes del director del hospital, esta unidad queda desactivada hasta las nueve horas de la mañana del próximo lunes.
Y quedó mudo.
—Bien, si desea usted arreglar eso, presumiblemente Madison puede hacerlo —dijo Flamen, haciendo una mueca con los labios mientras se volvía para mirar al nig.
—Ya basta, Flamen —dijo Conroy suavemente—. Sí, es muy probable que Madison pueda anular la inactivación, pero ¿desea usted tirar su as en la manga?
Se puso en pie.
—Bien, esto arregla las cosas —dijo—. Hasta hace apenas un momento yo tenía aún mis dudas. ¿Usted también, Jim? Pero creo que Flamen acaba de tener un buen ejemplo de la clase de persona que supuestamente ha «curado» a su esposa, y Madison acaba de ver quién era realmente aquel que lo mantuvo retenido aquí más tiempo del necesario, y usted, Jim, acaba de recibir su orden de marcha. Salgamos de aquí como él nos ha dicho..., en el estado en que se encuentra, es perfectamente capaz de cumplir con su palabra acerca de hacerme sacar de aquí por los polis. ¿No es así, Jim?
Reedeth inspiró profundamente. Dijo:
—¿Recuerda que mencioné hace un rato que había obtenido datos acerca de Mogshack de este robescritorio? Bien, lo que decían esos datos... —Vaciló, pero un acceso de furia le hizo pasar por encima de sus reservas mentales—. ¡Decían que Mogshack deseaba que todos los Estados Unidos fueran sometidos a sus cuidados! ¡Bien, pues puede prescindir completamente de mí!
—Creo —dijo Conroy glacialmente— que la mejor evidencia que puede ofrecerle usted a Flamen de lo certero de la respuesta de sus automatismos respecto a la salud mental de su jefe es lo que acabamos de presenciar. Flamen, ¿tiene usted un equipo de ordenadores en su oficina?
—¿Qué...? ¡Oh, sí, naturalmente!
—Entonces vamos allá —dijo autoritariamente Conroy—. No creo que su equipo pueda compararse con el del Ginsberg, pero a menos que él ponga alguna objeción deseo que su recomendado electrónico nos acompañe: aparte otras consideraciones, sólo tengo hasta mañana por la noche en esta ciudad, y me gustaría asegurarme de que cuando regrese a casa haya aquí algún ingeniero capaz cuidando del problema de esas interferencias en sus programas, independientemente de que sean o no obra de su esposa como dicen las máquinas. También quiero que nos acompañe la señorita Clay, a menos que tenga alguna otra cosa que hacer. A veces tengo corazonadas. En este preciso momento tengo una que...
Se interrumpió, casi como avergonzado por su propio tono de voz.
—¡Infiernos, tengo una corazonada, y es tan intensa que prácticamente duele! Tengo la loca idea de que hay algo preciso y coherente bajo todo esto, y de que utilizándolo adecuadamente torpedeará de forma muy satisfactoria a Mogshack. ¡Pero es algo que hay que hacer aprisa!
Alzó las manos hacia su cabeza como agobiado, y Reedeth se lo quedó mirando sorprendido.
Lyla, que había permanecido en silencio durante todo el rato, dijo de pronto:
—Sí, profesor.
—¿Qué? —Conroy se volvió hacia ella, parpadeando—. Oh. Oh, sí. Quiero decir..., sí. Madison, ¿quién demonios es usted?
—Prof—dijo Reedeth—, no creo que yo...
—¡Me importa un pimiento lo que usted crea! —restalló Conroy—. Sé lo que creo yo, y eso es lo que cuenta. ¿Viene usted o no?
—¡A la oficina de Flamen! —ladró Conroy—. Usted sabe lo que está ocurriendo, ¿verdad? —añadió, dirigiéndose a Lyla.
—Yo..., no estoy completamente segura, pero... —Lyla se puso en pie, vacilante—. Todo lo que sé es que estoy asustada, pero voy con usted.
—Estoy aturdido —dijo Flamen—. ¿Qué ha ocurrido?
—Si usted también se ha dado cuenta, es que es grande —dijo Conroy, y se dirigió hacia la puerta—. ¡Vamos!
82
Moción aceptada por setenta votos contra dos en la conferencia celebrada a través de una comred de seguridad entre representantes de todos los más importantes enclaves nigblancs de Norteamérica, con excepción de Blackbury
Se ha decidido: Que en vista del grave perjuicio ocasionado a la causa de la autodeterminación negra por la confianza depositada por el Mayor Black en un experto racial sudafricano para la ejecución de su política promelanista, ya que ella ha ocasionado la expulsión de Pedro Diablo, que es bien conocido como un firme e irreemplazable defensor de los puntos de vista compartidos por todos los participantes en esta discusión, se tomarán todas las medidas posibles para rectificar las consecuencias de ese desafortunado acto a la menor oportunidad que se presente, incluida si es necesaria una evaluación psíquica forzada del Mayor Black para determinar si su comportamiento se halla en concordancia con los intereses del melanismo norteamericano.
83
Utilización idiomática del siglo XXI, tan nueva que aún no ha sido incorporada en ningún glosario reconocido, pero lo suficientemente común como para haber llamado la atención por vía oral a un cierto número de lexicógrafos
«Nig distendido» (de nigblanc, del afrikaan nieblanke, persona no blanca): persona de color obligada a vivir y/o trabajar en un entorno dominado por los blancos antes que en un enclave o un país con un gobierno de color.
84
Un nig distendido, un tiempo enormemente dislocado
Flamen no tenía la menor idea de qué era exactamente lo que estaba ocurriendo, pero Conroy parecía persuadido de que era mucho más probable que condujera al derrocamiento de la autoridad de Mogshack que su plan original, y aferrándose con optimismo a ello se dejó arrastrar por los acontecimientos. Seguido por su variado surtido de compañeros, condujo el pediflux del Pozo Etchmark desde el ascensor hasta la puerta de su oficina, buscando en su bolsillo la llave a código que les permitiría entrar.
Pero cuando la aplicó, se dio cuenta de que la puerta estaba ya abierta.
—¿Qué demonios? —dijo, casi para sí mismo.
El panel se deslizó silenciosamente a un lado ante su contacto, antes de que tuviera tiempo de pensar que si había algún intruso en la oficina lo más prudente era retirarse discretamente y enviar a buscar a la policía antes que entrar y enfrentarse a él. Pese al hecho de que su profesión lo exponía a la furia potencial de un gran número de sus víctimas, nunca llevaba un arma encima para protegerse, y dudaba de que ningún otro componente de su grupo fuera armado en aquel momento.
Mientras estaba aún reponiéndose de su sorpresa inicial, sin embargo, una de las puertas interiores se abrió, y un rostro oscuro apareció por ella, con una expresión azarada, como la de un niño descubierto robando un caramelo.
—¡Buen Dios! —dijo Conroy por encima del hombro de Flamen; era el más alto de los dos, por media cabeza—. ¿No es usted Pedro Diablo? ¡Bien, parece haber aterrizado usted sobre sus dos pies después de haber sido pateado tan poco ceremoniosamente de Blackbury!
Diablo asintió, ausente, los ojos fijos en Flamen.
—Oh.... espero que no le importe —dijo—. La IBM no ha podido proporcionarme una de las unidades de práctica que usted sugirió, han dicho que hasta el lunes no podían hacer nada, y después de haber visto de lo que su equipo era capaz simplemente no pude resistir la tentación de venir a juguetear un poco con él. Puse el código para aislar la unidad, por supuesto... No me fue difícil, después de todo.... y le prometo que no he causado ningún desastre.
—¡Al menos hubiera podido tener la cortesía de hacérmelo saber! —restalló Flamen—. ¡Estuve a punto de confundirle por un ladrón, e iba a marcharme y avisar a la policía! De todos modos, ahora tenemos cosas más importantes en que utilizar nuestros ordenadores, así que le agradecería que nos dejara solos.
De mal humor, pasó junto a Diablo y se metió en su propia oficina.
—Tonterías —dijo Conroy, siguiéndole.
—¿Qué?
—He dicho tonterías. Por un lado, llevo años deseando conocer a este hombre.... probablemente es el mejor psicólogo intuitivo del planeta, y regularmente utilizo grabaciones de sus emisiones como temas de estudio, para ilustrar cómo un individuo determinado puede manipular las masas de audiencia. Y por otro lado, se siente usted furioso y frustrado, yo mismo estoy tremendamente agitado, y tenemos que enfrentarnos a un problema infernalmente complejo. Puede sernos condenadamente útil tener a alguien con nosotros con un punto de vista imparcial, y no puedo pensar en nadie más imparcial que alguien que nunca ha deseado en absoluto estar en Nueva York, y que preferiría a todas luces seguir en su casa de Blackbury. ¿Correcto? —preguntó al nig.
—¿Quién demonios es usted? —preguntó asombrado Diablo.
—Oh..., lo siento. Me llamo Xavier Conroy.
—¿De veras? —La actitud abiertamente hostil de Diablo cambió mágicamente. Tendió su mano—. Maldita sea, ¡yo también llevo años deseando conocerle! ¿Por qué demonios les permitió que lo desterraran a esa remota universidad en Manitoba?
—Me siento excesivamente apegado a mis propias opiniones —dijo Conroy irónicamente—. En general los estudiantes se sienten demasiado impresionados por sus profesores como para hacerles caso, y siento una falsa realización de que estoy cumpliendo algún objetivo cuando veo mis propias doctrinas llegándome de vuelta en sus hojas de examen. Pero quizá me he pasado un poco dando por supuesto que usted desearía seguir aquí. Sólo que..., bien, como ya he dicho, tenemos un problema, y... ¿Tiene usted alguna vez corazonadas, señor Diablo?
—Supongo que sí, de tanto en tanto. Nada parecido a auténticas premoniciones, si es eso lo que quiere usted decir. O de otro modo aún seguiría en mi casa y mucho más feliz. Pero uno nota claramente el valor de propaganda de cualquier nuevo dato que recibe, por ejemplo.
—Ese es el tipo de cosa al que me refiero —asintió Conroy—. Durante la última hora o dos he estado viendo y escuchando algunas cosas absolutamente extraordinarias, y tengo la tentadora impresión de que de todo ello está surgiendo un esquema coherente. ¿No tiene usted la misma sensación. Flamen?
Un poco irritado por ser relegado a un segundo plano en su propio terreno, Flamen asintió secamente; un segundo más tarde lo pensó mejor y, con expresión ligeramente desconcertada, se explicó un poco más:
—Sí, allá en el hospital sentí aquel momentáneo acceso de..., de excitación, creo que era. Fue tan fuerte que me sentí como mareado.
—Yo sigo sintiéndolo —dijo Lyla, muy pálida. Estaba de pie junto a la puerta, como si dudara en entrar—. Nunca antes había sentido nada así..., al menos, no desde que era una chiquilla y todo el mundo a mi alrededor se estaba preparando para una inminente guerra. No comprendía lo que estaba ocurriendo, por supuesto, pero lo asocio claramente a la misma mezcla de miedo y excitación.
—La señorita Clay es una pitonisa —le dijo Conroy a Diablo—. ¿Cuál es su opinión acerca de las pitonisas?
Hubo una pausa. Finalmente, con una risita, Diablo se alzó la manga izquierda de su bien confeccionada chaqueta a la última moda de Nueva York y reveló que justo debajo del codo llevaba un brazalete juju de la Conjuh Man Inc: un aro intrincadamente trenzado de pelo de la cabellera de un león.
Ese es el tipo de cosas que supongo que nosotros conocemos mejor que los blancos —dijo—. ¿Toma usted píldoras sibilinas, señorita Clay?
—Oh..., sí.
—Nosotros los nigblancs acostumbrábamos a utilizar el mismo tipo de fuerzas mentales mucho antes de que llegaran a ser sintetizadas las drogas que utilizan ustedes en sus limpios y modernos laboratorios. Tengo..., quiero decir, tenía, una vidente en mi equipo allá en Blackbury, que era capaz de hacer casi todo lo que hacen estos ordenadores, excepto por supuesto reconstruir escenas para su transmisión. La utilizábamos muy a menudo, digamos que como mínimo una vez al mes, cuando necesitábamos datos que no podíamos obtener a través de los canales oficiales. Y acertaba al menos cuatro de cada cinco veces. De hecho, me alegra ver cómo la sociedad blanc está volviendo en estos últimos años a la intuición humana en vez de aferrarse únicamente a las máquinas.
—Eso es fascinante —dijo Conroy—. Nunca había oído nada al respecto.
Diablo frunció los labios.
—Ni era probable que lo oyera. Llevamos años haciendo correr en círculos a las autoridades federales intentando encontrar fugas que no existen. Y seguirán haciéndolo, no tengo la menor duda al respecto, aunque usted les llamara inmediatamente ahora por la comred y les repitiera lo que yo acabo de decirle. Eso es lo que ocurre cuando alguien confía demasiado en las máquinas..., siempre terminas siguiéndolos viejos senderos mecánicos que ellas te han marcado. Los automatismos son incapaces de diferenciar personalidades. Uno establece para ellos una serie de principios inmutables, y ellos los siguen ciegamente hasta las más absurdas conclusiones, y finalmente lo arrastran a uno en su propia estela.
—Tiene malditamente razón —dijo Conroy—. Sabía que era usted un hombre que pensaba, señor Diablo, y me alegra más de lo que esperaba el haberle conocido. Mire, ¿por qué no nos sentamos y hablamos acerca de todo eso en lo que nos vemos implicados?
—Por supuesto —asintió Diablo—. Si es algo que usted se toma en serio, estoy seguro de que a mí me interesará también. —Echó una ojeada a su reloj—. De todos modos, me gustaría comer algo... Hoy no he desayunado.
—Estoy seguro de que podremos hacer que nos traigan algo. ¿Flamen?
—¡Oh, por el amor de Dios! ¡Por supuesto que podemos! —Con el ceño fruncido, Flamen rodeó su escritorio y se sentó en su sillón—. Pero le advierto, profesor, que si esto resulta ser una pérdida de tiempo, lo cual espero a medias, voy a irritarme tremendamente.
—Eso es algo que no me preocupa —dijo Conroy con perfecta tranquilidad—. Pero garantizo que hay grandes posibilidades de que no sea una pérdida de tiempo, en un sentido que aún no podemos ver enteramente, y si eso es así, usted no va a ser el único que va a sentirse tremendamente irritado.
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Reproducido del Observer de Londres del 24 de marzo de 1968
La bomba de tiempo norteamericana
por Colin Legum
... «Yo no creo en nada», dice un joven negro en un disturbio urbano. «Creo que deberían prender fuego a todo el mundo. Simplemente prenderle fuego, colega...»
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Hipótesis relativa a lo anterior, para los propósitos de esta historia
No es el único.
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Confusión peor que confundido
El reloj señalaba las dieciséis y diez, y permanecían sentados entre un amasijo de cartones vacíos de leche y de cerveza y multicolores envoltorios de bocadillos.
—Esto no tiene sentido —dijo Pedro Diablo con tono ofendido, como si el mundo entero estuviera conspirando para ocultarle un secreto—. No deja de hincharse e hincharse, y cada vez conecta con un nuevo absurdo. Necesito recapitular..., tengo la sensación de que no he asimilado todo lo que he oído porque mi subconsciente piensa que la mayor parte de ello es basura.
—¿Acaso no hay nada que tenga sentido? —preguntó Conroy.
—Oh... —Diablo dudó—. Bueno, algunas cosas dispersas, supongo. ¡Pero incluso esas se hallan profundamente enterradas entre otras cosas que simplemente suenan ridículas!
—¿Por ejemplo?
—Bueno... —Otro momento de duda; luego—: ¡No, maldita sea! ¡Las cosas que deseo tomar en serio están completamente envueltas en basura! Como lo que se supone que Harry dijo después de terminar de hacer picadillo a esos macuts de Mikki Baxendale.
—¿Qué quiere decir? —intervino Lyla—. ¿Cómo se supone que están «envueltas en basura»? ¿Acaso no me cree?
—Creería mucho más fácilmente a Harry —dijo Diablo—. No se ofenda. Pero usted misma ha admitido que tomó una dosis subcrítica de una droga muy poderosa, y no podía funcionar adecuadamente a todos los niveles mentales. Y Harry no quiere o no puede recordar haber dicho lo que usted nos ha dicho que dijo, así que... —Abrió las manos—. Incidentalmente, ¿cómo es que después de arrojar a un hombre por una ventana de un piso cuarenta y cinco Harry Madison se encuentra aquí en vez de hallarse en prisión?
Reedeth suspiró, reclinándose en su silla para permitirse estirar las piernas.
—¿Qué es lo que cree que estuve haciendo antes de que Flamen y Conroy acudieran a buscarlo al hospital? Estuve a punto de cometer perjurio para impedir que lo metieran en prisión, enterrando a los polis bajo un montón tan grande de complejos informes acerca de los efectos en el hombre de engullir una píldora sibilina de 250 miligramos que tuvieron que admitir su libertad bajo la justificación de trastorno mental temporal. Estoy acostumbrado a sacar a los pacientes del Ginsberg de esos embrollos, y hoy en día se ha convertido en una segunda naturaleza para mí atacar con contraacusaciones, aunque no siempre están tan bien documentadas como la acusación de secuestro contra Mikki Baxendale y sus macuts. Todo lo que he hecho de todos modos ha sido retrasar los acontecimientos. Claro que eso puede significar semanas, porque sé positivamente que los tribunales llevan treinta días de retraso en sus procedimientos incluso en las acusaciones de asesinato en primer grado, pero de todos modos al final deberemos enfrentarnos a ello.
—¿Se ha puesto en contacto con algún abogado?
—¿En sábado? ¡Está usted bromeando! Pero el Ginsberg dispone de un servicio de asesoramiento legal computarizado al que podemos acceder directamente a través de nuestras líneas normales de la comred. Lo utilicé.
Diablo agitó admirado la cabeza.
—Este es realmente otro mundo, ¿saben? Quiero decir, independientemente de que esté drogado o no, alguien que arrojara a un hombre desde la ventana de la Torre Zimbabwe allá en Blackbury estaría en prisión y muy probablemente atado con cadenas durante todo el tiempo que necesitara el juez Dennison para ocuparse de su caso. Su forma de actuar quizá sea más tolerante, pero dudo que sea más eficaz. ¿Ni siquiera ha tenido que acudir al tribunal para obtener su libertad provisional, eh?
—No, si tiene un dossier de inestabilidad mental —dijo Reedeth cansadamente—. Pero la fianza es automáticamente doblada.
—Es un sistema, supongo—suspiró Diablo.
Tomando otro cartón de cerveza, Conroy tiró del abridor de plástico, y maldijo cuando la presión interior del gas lo roció con una fina lluvia de gotitas. Se secó la barba y dio un sorbo.
—Si han terminado ustedes sus disgresiones sociológicas, me gustaría volver al asunto que nos ocupaba antes de que ustedes se fueran del tema —dijo a Diablo—. ¿Qué es lo que le hace a usted tomar en serio esa profecía de Harry?
—¿Profecía? —repitió Diablo—. Sí, supongo que lo es, ¿no? Bien, esta referencia a algún nuevo producto de los Gottschalk, ya sabe. Tienen algo en proyecto, algo nuevo y muy especial, y creo que tienen previsto introducirlo en la primavera del año próximo. —¿Cómo sabe usted eso? —preguntó Reedeth, escéptico.
—Esa es una curiosa pregunta para un blanc —respondió Diablo—. ¿No saben cómo se aseguran los Gottschalk su clientela entre ustedes? Distribuyen sus últimas novedades en armas en los enclaves negros, a un coste no muy elevado, sabiendo que ustedes se asustarán tanto de nosotros que pagarán lo que ellos les pidan para mantener el equilibrio del terror. Pero eso no dice mucho de todos modos, ¿verdad? Hablar del «golpe Gottschalk de 2015» no significa otra cosa excepto que Harry lo ha oído en algún lugar circulando por los enclaves.
—¿Entonces hay algo? —preguntó Flamen, sintiendo que se alertaba su instinto profesional.
—¡Acabo de decirlo!
—¿Qué, específicamente? —insistió Flamen.
—Rayos, ¿no siguen ustedes las noticias de Blackbury? Yo mismo hice un programa acerca del último equipo que Anthony Gottschalk nos entregó para probarlo, y mañana estará en las ondas en tres de los satélites propiedad de los negros. Hay un láser de 250 vatios con una capacidad de quinientos disparos..., un nuevo avance en acumuladores, me dijeron, aunque están diseñados de tal modo que no puedes desmontarlos sin que se fundan sus partes, y hasta que me fui no oí ninguna noticia de que nuestros ingenieros hubieran conseguido descubrir el principio en que se basaban. Hay también una granada de mano autopropulsada con una cabeza micronuclear con un alcance de mil metros y la energía suficiente como para derribar todo un bloque medio de apartamentos. Hay un montón de cosas, y la idea es introducirlas todas a la vez. Pero no he oído en ningún momento que se les diera el nombre conjunto de..., ¿cómo lo llamó usted, señorita Clay?
—No lo llamé de ninguna manera —dijo obstinada la pitonisa—. Pero Harry dijo «sistema C de armas integradas», y habló acerca de equipar a un solo hombre con el poder de arrasar una ciudad.
—No acabo de comprenderlo —dijo Flamen tras una pausa—. Nunca he sabido que los Gottschalk se rodearan antes de secreto acerca de sus productos. En los estadios de investigación y diseño sí, por supuesto, pero no después de empezar a entregar muestras para probarlas.
—¿Un cambio de política en el trust? —sugirió Conroy.
Flamen pareció ser pillado por sorpresa por un momento, luego hizo chasquear los dedos.
—¡Cristo, realmente estoy perdiendo mi toque! Nunca antes había ocurrido, pero puede que se trate simplemente de algo relacionado con la lucha interna que se está produciendo ahí dentro. —Saltó en pie—. Voy a computar eso inmediatamente, si no les importa. Es algo que encaja demasiado bien.
—Me temo que no comprendo en absoluto —aventuró Lyla.
Acercándose a la primera y más usada consola de sus ordenadores, Flamen le dirigió una mirada.
—¿No? Pero usted habrá oído seguramente que hay un desacuerdo importante entre los Gottschalk. Lleva semanas produciéndose, y alcanzó su clímax el otro día, cuando Marcantonio celebró su ochenta cumpleaños y un puñado de cotorras de las altas esferas fueron dejadas de lado. Todo ello podría deberse principalmente a diferencias de criterio acerca de cómo introducir en el mercado esos nuevos juguetes que Diablo nos ha descrito. Sigan hablando ustedes si quieren; finalmente he sacado algo de todo ese batiburrillo que tal vez podamos utilizar. —Sus dedos empezaron a codificar órdenes mientras hablaba—. Esa podría ser una historia que alegrara su corazón, ¿no es así, prof? —añadió, dirigiéndose a Conroy—. ¡Los Gottschalk discutiendo acerca de su nueva línea de armas, y un grupo escindido de ellos adelantándose a los demás en contra de los deseos del viejo!
—¡No veo ninguna razón de sentirse complacido por ello! —exclamó Conroy—. En lo que a mí respecta, son gángsters, ¿y cómo se sentirá usted si empiezan una guerra de bandas al estilo de las del siglo pasado con su moderno equipo? ¡Será algo infinitamente peor que todo lo que hayan hecho hasta ahora los Patriotas X!
Flamen no contestó, y en un momento estaba perdido en la serie de crípticos índices de probabilidad que empezaron a parpadear en la pantalla ante él.
—Oh, infiernos —gruñó Conroy—. Seguramente será mejor para la gente recibir algún tipo de advertencia respecto a eso, pese a que la mayoría de nosotros ya no prestamos la menor atención a las advertencias. La mitad de las veces ni siquiera confiamos en nosotros mismos, ni creemos en nuestro buen juicio si no viene acompañado de una segunda opinión, preferiblemente una opinión mecánica, así que ¿por qué deberíamos escuchar los consejos de otras personas?
—Usted es realmente el más cínico hijo de puta con el que jamás me haya encontrado —dijo Diablo, guiñando un ojo para dar mayor sentido a sus palabras.
—Tomaré eso como un cumplido. —Conroy miró su reloj—. Llevo perdido ya un montón de tiempo aquí, y no parece que haya llegado a ninguna parte. Intentemos centrarnos en el tema, ¿quieren? Estaba diciendo usted que deseaba revisar todo lo que había oído y asegurarse de que lo había asimilado todo.
—¡Centrarse en el tema! —Diablo parodió una sonrisa—. Si pudiera encontrar algún tema sobre el que pudiera centrarme, me sentiría feliz. Tengo la impresión de estar hurgando en el barro en busca de algo vendible. Es algo que acostumbraba a hacer cuando era chico... —Habló más rápidamente—: De acuerdo, déjenme empezar de nuevo desde el principio, en orden cronológico, para asegurarme de que no me he dejado nada. Todo empieza con usted siendo invitada a mostrar sus talentos en el Ginsberg para una audiencia de pacientes a punto de recibir el alta, ¿no es así, señorita Clay?
Lyla asintió.
—Y su actuación fue notable por dos cosas que nunca le habían ocurrido a usted antes. En primer lugar, su difunto mackero tuvo que abofetearla para sacarla de una trampa de eco, que por lo que comprendo es debida a la presencia en el auditorio de alguna personalidad especialmente dominante, de la cual su subconsciente no puede arrancarse.
—Eso es lo que me dijeron —admitió Lyla cautelosamente—. Como le dije, nunca antes me había ocurrido algo así.
—De acuerdo entonces. Vamos a dejar a un lado por el momento el contenido del oráculo que desarrolló en esa trampa de eco, que el señor Flamen tiene grabado en cinta de modo que podemos examinarlo más tarde. Vayamos al segundo punto notable, que fue el que usted sufrió..., ¿lo llamó usted una resaca?
—Exacto. En el camino a casa, en el deslizador del señor Flamen.
—Aja. Usted pronunció lo que resultó ser otro oráculo, en estado consciente en vez de en estado de trance.
Lyla se estremeció.
—¡Fue extraño! Tuve aquella momentánea sensación de absoluta certeza, y oí las palabras surgir de mi propia boca sin saber en lo que iban a resultar cuando terminaran.
—Hay procesos muy parecidos a ese en el vudú —dijo Diablo de pronto—. Debería usted contrastarlo con algunas de las personalidades de ese campo en los enclaves, como Mamá Eco en Chicago, o la chica con la que yo trabajaba en Blackbury, Mamá Visiones. De todos modos —carraspeó—, usted escuchó de nuevo sus oráculos en compañía del señor Flamen, ¿verdad? Y no llegó a ninguna conclusión definitiva respecto a ellos.
—Los dos teníamos tantos motivos de distracción —murmuró Lyla—. Yo me había peleado con Dan, y ese anuncio de la llegada de usted..., aunque yo no sabía que era de usted de quien estaban hablando cuando el señor Prior llamó con la noticia. Todo lo que dedujimos fue esa vaga idea de que quizá la señora Flamen estuviera implicada en ello, pero..., no, olvide eso. El señor Flamen me preguntó en el deslizador por qué yo había mencionado a su esposa, así que eso debió de haber quedado excepcionalmente claro.
De pronto pareció sorprendida.
—¡Eh, había olvidado eso!
—Y sus automatismos en el hospital —Diablo se volvió hacia Reedeth— computaron los sujetos probables para cada uno de los tres oráculos que la señorita Clay consiguió emitir antes de que fuera despertada de un bofetón, y el que se desarrolló en una trampa de eco se refería supuestamente a Harry Madison. ¿Correcto?
Reedeth asintió, el rostro tenso.
—Por aquel entonces, por supuesto, yo no sabía lo que implicaba una trampa de eco. Oí el término por primera vez cuando hablé con Dan Kazer directamente después de la actuación de la señorita Clay, y no fue hasta más tarde que volví a pensar en ello. Después de lo ocurrido hoy, sin embargo, estoy empezando a preguntarme si no fui un estúpido creyendo lo que me dijeron los automatismos.
—¿Porqué?
—Bien... —Reedeth hizo un gesto de impotencia—. Poco antes de marcharnos del hospital, hubo aquello que ya le contamos: el señor Flamen preguntó por qué esos ordenadores de aquí habían predicho el fracaso de las computadoras federales en resolver el problema de las interferencias en su programa diario, y la respuesta que obtuvimos fue una diáfana tontería.
—Jim, ¿qué ocurrió con esa apertura mental que intenté animar en usted cuando estaba estudiando conmigo? —dijo Conroy.
—¡Apertura mental! ¡Cristo, si debo creer en pacientes femeninas que pueden interferir a distancia con una cadena de Tri-V, el siguiente paso será invocar al diablo y ofrecer mis sacrificios a un ídolo de plástico!
—No exagere. —Conroy cargó sus palabras con un helado reproche—. La vida es un asunto de probabilidades, no de seguridades. ¿Usted está preparado para creer lo que su robescritorio le dijo acerca de Mogshack, por ejemplo?
Reedeth dudó.
—No es lo mismo —murmuró.
—Es el mismo complejo automático utilizando los mismos bancos de datos —insistió Conroy—. Es más, cuando usted hizo computar los oráculos, ¿estaba preparado para aceptar el que fueran adjudicados, entre otros, a Harry Madison, aunque no lo hubiera imaginado nunca por sí mismo?
—Oh... —Reedeth se pasó la lengua por los labios—. Sí, maldita sea, ¡por supuesto que confiaba en ello! Encajaba. ¡Pero esa ridícula cosa acerca de la señora Flamen no había aparecido aún por aquel entonces!
—Aún no hemos llegado a ello en esta revisión de nuestro problema —dijo Conroy—. Déjelo a un lado por el momento, y dígame tan solo lo que quiere dar a entender con que Madison «encajaba» con el oráculo que supuestamente se relacionaba con él.
Reedeth miró intranquilo al sujeto de la conversación, que permanecía sentado a un lado del grupo, virtualmente sin tomar parte en la discusión excepto para responder educadamente cuando alguien se dirigía directamente a él.
—La mañana antes de la actuación de la señorita Clay —murmuró—, llegué a la conclusión, debido a que él había reparado los problemas que tenía con los circuitos sensores de mi robescritorio sin que yo se lo hubiera pedido directamente, que los trastornos de Madison no podían ser clasificados como locura. No conformismo, quizá, pero eso no es lo mismo.
—Hummm. Trabajar con Mogshack no ha petrificado entonces por completo su mente —gruñó Conroy—. En una era en la que la excentricidad se ha convertido casi en un crimen capital, eso es de una notable lucidez.
—Enfoquemos por donde enfoquemos esta montaña de confusión —dijo Diablo—, parece que siempre vamos a parar de nuevo a Harry. ¡Eh, Harry!
Madison volvió hacia él una mirada carente de emociones.
—¿Qué es todo esto, hombre? Como el que no deje de oír que puede abrir usted cerraduras a código sin la llave..., y arreglar un robescritorio de una forma en la que su diseñador ni siquiera hubiera soñado..., y que estaba usted internado en el Ginsberg pese a no estar loco..., y que cuando le hicieron tragar a la fuerza una píldora sibilina hizo cosas que la literatura médica no ha reflejado nunca en un caso así..., y aquí esta pitonisa dice que lo vio vencer a nueve oponentes uno tras otro y ella recibió todas esas visiones de extrañas luchas y dice que no estaba simplemente soñando...
Abrió las manos.
—Olvidó usted un par de cosas —dijo Conroy—. Cuando fui golpeado por esa corazonada, justo antes de abandonar la oficina de Reedeth, empecé a preguntarle a Madison quién demonios era, sólo que alguien me dijo algo y me distrajo. —Se inclinó hacia delante en su silla—. Estaba pensando parcialmente en todas esas visiones que había tenido la señorita Clay..., que me hicieron desear preguntarle cómo demonios había conseguido ella todos aquellos detalles... ¿Ha estudiado usted historia? —le lanzó a Lyla.
—No especialmente, sólo la que me enseñaron en la escuela. Y nunca me gustó demasiado. Mis notas solían ser más bien bajas.
—Pero lo que nos dijo usted respecto a..., oh, sentirse mal por haber comido carne en malas condiciones en la arena romana, o resultarle difícil ver claramente debido a que sus ojos estaban turbios por el polvo y la brillante luz del sol en Egipto...
—¿Egipto? —interrumpió Diablo—. ¡Hombre, está haciendo que me pierda constantemente!
—El hombre con el látigo y el faldellín de lino crudo, y el coger aquel ladrillo de adobe con la forma de una hogaza de pan. ¡Y todo tan malditamente en tres dimensiones! —Conroy golpeó el puño de una mano contra la palma de la otra—. Ese no es el tipo de cosa que uno espera recordar de una simple alucinación. Es el tipo de pequeños detalles que quedan en tu mente de la vida real, como llegar con penas y trabajos a la cima de una montaña y sentirte menos impresionado por la espléndida vista que por la ampolla que te ha salido en el talón. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Yo sí, por supuesto —dijo Diablo—. Es un detalle que se me escapó, y no hubiera debido escapárseme. Es el tipo de toque del que siempre me he enorgullecido de añadir a mis propias reconstrucciones en mis programas de propaganda, el pequeño detalle impactante que hace que toda la escena parezca real. —Tiró de su barba tan vigorosamente que pareció como si quisiera arrancar los pelos de su raíz—. Siga adelante. ¿Qué otra cosa fue lo que le hizo preguntar a Madison quién era?
—El hecho de que cuando la señorita Clay le preguntó directamente si era él quien había estropeado su acto de profecía en el hospital, él dijo que sí. ¿Correcto, señorita Clay?
—Harry pareció saber lo que yo quería decir sin necesidad de que se lo explicara —dijo Lyla, mirando nerviosamente al nig—. Pero..., oh..., ¿creen que debemos hablar de él de este modo, como si él no estuviera en la habitación?
—Harry parece estar cometiendo el crimen del silencio —dijo Diablo sin ningún humor—. Llevamos toda la tarde intentando arrancarle un sí o un no directos; quizá si lo irritamos lo suficiente hablando de él de este modo consigamos provocarle algunos comentarios útiles. ¿En, Harry?
Madison esbozó una muy débil sonrisa y siguió sin decir nada.
—Si así es como lo quiere... —dijo Conroy—. Bien, aparte del oráculo real que se convirtió en la trampa de eco, y esa confusa teoría acerca de un hombre con siete cerebros...
—¡Ahora lo recuerdo! —Lyla dio un salto y se puso bruscamente en pie—. Dios mío, ¿cómo pude haberlo olvidado de nuevo? Mientras estaba sentada allí en el apartamento de Mikki Baxendale, observándole, no hacía más que decirme a mí misma, una y otra vez: «¡Encontré a un hombre con siete cerebros!».
—Parece que se están recordando un montón de malditas cosas —dijo Reedeth cínicamente—. Las profecías después de los acontecimientos nunca me han impresionado mucho.
—Quizá no —dijo Conroy. ¿Qué hay acerca de las profecías antes de los acontecimientos, sin embargo? Jim, ¿se le permite a un paciente del Ginsberg tener acceso a una Tri-V recibiendo propaganda nigblanc, como por ejemplo uno de los programas de Diablo retransmitidos por un satélite chino o nigeriano?
—No, por supuesto que no. Cualquier cosa que altere la personalidad, como el jugar con los sentimientos de culpabilidad de uno, puede ser desastroso. Puede ser tolerado en el exterior, donde hay montones de distracciones, pero en el ambiente cerrado del hospital... No, definitivamente, no puede permitirse.
—En otras palabras... —empezó Conroy, para ser interrumpido por una exclamación de Flamen cuando este se volvió de la consola de su ordenador.
—¡Premio! ¡Cristo, esto es..., esto es enorme! Eh, que alguien me pase un cartón de esa cerveza, si es que queda alguno. —El hurgón estaba tan excitado que casi aplaudía—. ¡Esto aclara casi todos los ángulos de nuestra historia! Los Gottschalk están planeando retirarse, del centro de datos de Iron Mountain a favor de unas nuevas instalaciones propias, y parece como si su localización más plausible fuera en Nevada, donde se han mudado los elementos más jóvenes del clan como Anthony y Vyacheslav para mantenerse apartados de los terrenos de caza de Marcantonio aquí en el Este..., lo cual significa que es muy probable que él no apruebe la idea. Y hay toda una nueva línea de armamento prevista para una inmediata producción en masa. Parece como si su diseño fuera algo completamente nuevo, e incluso he rastreado la letra «C» en el código que parece identificar la serie. ¡Cristo, aunque tenga que pasarme todo el resto del fin de semana aquí, aunque tenga que agotar todo el tiempo que me han concedido de los ordenadores federales en este único tema, voy a salir el lunes con la historia más condenadamente grande que jamás haya tenido entre manos! ¡Es algo sensacional, simplemente sensacional! ¡Imaginen ser capaz de revelar al público las luchas intestinas que se están produciendo en el monopolio antes incluso de que cristalicen!
Bruscamente se dio cuenta de que todos los rostros vueltos hacia él exhibían unas expresiones uniformemente consternadas, y se interrumpió.
—¿Qué ocurre, profesor? —aguijoneó a Conroy—. Usted me dijo que debería atacar a los Gottschalk, ¿no? ¡Pero ahora no parece alegrarse precisamente!
—¡Diablo! —Conroy mantuvo sus ojos fijos en Flamen, no en el nig—. Su emisión acerca de esas nuevas armas..., ¿es lo único que hay sobre el asunto hasta ahora?
—Por todo lo que sé, sí —confirmó Diablo.
—¿Y la emisión está tan sólo grabada? ¿Aún no ha sido lanzada a las ondas?
—Correcto.
—Y en cualquier caso los pacientes del Ginsberg no tienen acceso a las emisiones de Blackbury o de ningún otro enclave nig. —Conroy inspiró profundamente—. De modo que, ¿cómo pudo Madison no sólo predecir esas armas prototipo, sino incluso identificar la letra código que se refiere a ellas?
—No comprendo —dijo Flamen, mirando desconcertado de uno a otro de sus compañeros.
—Eso —le aseguró Conroy— lo alinea al lado de todos nosotros.
88
De: Robert Gottschalk
A: Anthony Gottschalk
Urgente y secreto
(A) COMPRAR PARTICIPACIÓN MAYORITARIA EN CADENA HOLOCOSMIC ANTES DE LAS 11:00 HORA DEL ESTE DEL LUNES Y SUPRIMIR EMISIÓN DE MATTHEW FLAMEN PAGANDO COMO MÁXIMO 2.000.000 $ POR RUPTURA DE CONTRATO.
(B) SI FRACASA (A) SUPRIMIR A MATTHEW FLAMEN.
89
Encontrar a un blanc cuando se busca a un nig
—¿Nada? —inquirió Morton Lenigo.
El hombre que había entrado en la habitación se dejó caer cansadamente en una silla y agitó la cabeza, coronada con una mata de pelo ostentosamente rizada.
—Que los jodan a todos —dijo—. Ese maldito estúpido..., el Mayor Black, quiero decir. Ninguna respuesta del bloque de apartamentos donde se supone que instalaron a Diablo..., ninguna respuesta de ninguno de mis Patriotas X simpatizantes a los que he pedido que intenten localizarle si se muestra por las calles..., ninguna respuesta de la compañía donde le han encontrado un trabajo porque su comred está conectada a un servicio automático de respuesta durante el fin de semana... ¡Parece como si lo hubieran cogido y lo hubieran echado al océano con pesas en los pies!
—¿Crees que alguien lo hizo? —sugirió Lenigo tras una pausa.
Hubo un silencio lleno con el hedor de la depresión. Finalmente, el hombre dijo:
—He estado intentando no pensar en ello. Pero alguien que es capaz de contratar a ese diablo blanco de Uys...
—Sí —dijo Morton Lenigo.
Confiaba en su reputación para que completara su afirmación por él. Al cabo de poco rato, el otro hombre se levantó de la silla y se fue.
90
Diagnóstico
—Lo lógico —dijo Diablo tras una reflexión— es computar primero lo que parece más alocado, ¿no? Como quizá ver si hay algo en la literatura médica acerca de sufrir visiones proféticas bajo la influencia de una píldora sibilina. Y eso nos permitirá abordar lo demás, como lo que usted afirma que le dijeron esos automatismos del hospital acerca de la señora Flamen. —Se puso en pie—. Flamen, ¿puede enseñarme cómo... ?
—¡En, un momento! —Las mejillas de Flamen enrojecieron—. En este preciso instante necesito utilizar yo mis ordenadores. ¿No ha estado escuchando lo que acabo de decir?
—¿Y no se da cuenta usted de cómo ha sido puesto en el camino de lo que acaba de descubrir? —cortó Conroy fuertemente—. Se lo debe usted a Madison..., lo cual significa que se lo debe a Reedeth..., lo cual significa que se lo debe a su colega la doctora Spoelstra por invitar a la señorita Clay a actuar en el hospital, y a ella también por proporcionar los oráculos que hemos estado discutiendo y...
—¡Oh, eso no va a terminar nunca! —exclamó irónicamente Flamen—. ¡Supongo que se lo debo también a mi cuñado, por persuadirme de que dejara a Celia ingresada en el Ginsberg en vez de trasladarla a un sanatorio privado! Pero no me siento inclinado a darle las gracias por hacerle ese favor en particular.
—Estaba preguntándome cuándo recordaría usted que teóricamente me hizo venir a Nueva York este fin de semana para trazar los parámetros de su evaluación —dijo Conroy con deliberada acidez.
El fuego de la incipiente furia de Flamen estalló.
—¡Maldita sea! ¡Si no nos hubiéramos dejado desviar por ese estúpido asunto acerca de Madison, ahora estaríamos en casa de Prior y usted hubiera conocido a Celia y probablemente todo hubiera quedado arreglado en unas pocas horas!
—Y usted no hubiera conseguido lo que esperaba conseguir —restalló Conroy—. Utilizar su caso como una base para atacar a Mogshack hubiera sido algo que hubiera quedado fuera de cuestión como una inquina personal. ¡Ha conseguido usted algo mucho mejor, puedo decírselo en este mismo momento! Deje que Diablo se encargue del alta permanentemente retrasada de Madison, exija una evaluación del propio Mogshack para localizar esa megalomanía que los propios automatismos del Ginsberg han diagnosticado, y lo tendrá atrapado antes de que termine el año. ¡Y eso no es lo único que ha conseguido, ofrecido en bandeja de plata! ¡Ha obtenido también ese dato sobre los Gottschalk!
—¿Así que se supone que debo establecer una lista de todo el mundo que ha hecho algo para ayudarme a conseguir lo que he conseguido, e ir tachando sus nombres a medida que les vaya dando las gracias por hacerme el favor?
—¡Sí, sí y sí! —Bruscamente, el frágil control de Conroy sobre su temperamento falló, y saltó en pie, enfrentándose a Flamen desde el ventajoso punto de su mayor altura—. ¿De qué demonios sirve hacer caer a Mogshack de su pobre y pequeño pedestal si la gente que lo hace ni siquiera se ha dado cuenta de que es él quien tira de los hilos que los hacen bailar? ¿Es usted tan estúpido, tan necio, tan corto de vista, que está dispuesto a alinearse con las peores cosas que afligen a nuestro pobre y enfermo planeta?
—Pero... usted...
—¡Cállese! —Conroy golpeó su puño contra su palma con tanta fuerza que sonó como un disparo—. ¿Por qué infiernos tengo que decirle todo esto a usted, un hurgón que debería haber visto ocurrir esto centenares de veces? Usted nunca ha llegado a alcanzar a la gente que realmente importa, la gente de la que realmente deberíamos librarnos. Únicamente ha alcanzado a la gente que estaba atrapada y asediada por las circunstancias, que han corrido un riesgo una vez y no les ha funcionado, de modo que han tenido que correr otro y luego otro, o se han embolsado un soborno y han descubierto que les gustaba el superior nivel de vida y han seguido, o alguna otra cosa parecida.
»Una cosa conduce a la otra en este mundo, Flamen, y nosotros los seres humanos nos vemos arrastrados como..., como hojas muertas girando en la estela de un deslizador. Diablo estaba diciendo hace un momento cómo ajustamos nuestros principios de modo que una máquina pueda manejarlos, y muy pronto la persona que utiliza la máquina llega a imaginar que así es como ha sido siempre..., que nunca hubo una forma sutil de pensar. Así es como son algunas cosas, pero no todo es así, en absoluto. Tome por ejemplo la hermosa y cara casa en donde vive, con sus defensas automáticas y sus minas plantadas en el jardín como bulbos de narcisos. Se encierra usted detrás de un grueso blindaje, y también encierra su mente. Anuncia usted las trampas Guardian en su emisión, ¿no?... Esas bandas de acero con púas como una Virgen de Hierro. ¿Cuál es la mentalidad de alguien que está preparado a volver a casa después de visitar a los vecinos, y encontrarse a un cadáver colgando ante su puerta? Digo que una persona así está ya loca cuando emprende esa línea de acción, y usted no tiene que esperar a que pierda completamente los sesos mediante una sobredosis de ladromida antes de que deje de pensar como debe hacerlo una persona madura y responsable. ¿Y cuál es la razón por la que se justifica esa forma de actuar?
Se volvió hacia Reedeth.
—¡Usted lo sabe! ¡Usted probablemente la ha visto embutida a martillazos en su cabeza al menos una docena de veces por día en su trabajo! «¡Sea un individuo!» —Conroy consiguió que el eslogan sonara obsceno—. ¿Y a qué se ha visto reducida esta afirmación? ¡A la mayor Gran Mentira de la historia! No sirve de nada el hacer de tu vida algo tan privado que te niegues a aprender de la experiencia de otras personas..., uno simplemente se ve encerrado en una sarta de errores que nunca tendría que haber cometido. Poseemos más conocimiento que nunca antes con sólo mover un interruptor, podemos meter cualquier parte del mundo entero en nuestros propios hogares, ¿y qué hacemos con ello? La mitad del tiempo anunciamos bienes que la gente no puede permitirse, y de todos modos ellos han desajustado los controles del color y el contraste porque los hermosos diseños así formados son divertidos de contemplar cuando uno ha encerrado y asegurado su mente con drogas. ¡Escinde! ¡Divide! ¡Separa! ¡Cierra los ojos y quizá todo se marche!
«Minamos nuestros jardines, cerramos nuestras fronteras, plantamos barricadas en nuestras ciudades con líneas Macnamara para separar a los blancos de los negros, ¡dividimos, dividimos, dividimos! —Un golpe enfatizó cada repetición de la palabra—. ¡Esto llega incluso hasta nuestras familias, maldita sea, llega incluso hasta la forma de hacer el amor! Cristo, ¿sabe que tuve a una estudiante el año pasado que pensaba que tenía una aventura con un chico allá en su casa y todo lo que habían hecho hasta entonces había sido sentarse frente a la comred y masturbarse el uno al otro? ¡A treinta kilómetros de distancia! ¡Ni siquiera se habían besado nunca! Estamos volviéndonos locos, toda nuestra maldita especie... ¡Estamos encaminándonos a una aullante oclofobia! Otro par de generaciones, y los esposos tendrán miedo de quedarse solos en la misma habitación con sus esposas, las madres tendrán miedo de sus hijos, ¡si es que hay hijos!
»¿Y todo ello con qué propósito? ¿Por qué estamos animando la difusión de esta locura? Me refiero a nosotros aquí, en Estados Unidos. No me refiero a los afrikaners sentados en la cima de sus pululantes hormigueros de pobres diablos negros hambrientos, medio desnudos y enfermos, la gente más rica del mundo engordando sobre los más pobres. Eso es simplemente avidez, que es un tipo de vicio comparativamente limpio. Estoy hablando de la perversión, la horrible, asquerosa, sistemática, deliberada perversión del poder de la razón para destruir a la gente sin matarla, para arrancarle su iniciativa, su alegría de vivir, sus esperanzas, por el amor de Dios, su último, definitivo, irreductible recurso humano, la esperanza. Por pura desesperación, millones de personas están abandonando el uso de la razón, arruinándose para comprar ídolos de plástico producidos en masa, en un último y pueril intento de escapar a los bastardos para quienes la "razón" es una palabra obscena.
«Nosotros hemos hecho eso, y usted lo sabe... Actualmente es la palabra más sucia en cualquier vocabulario humano. Y todo eso ha ocurrido durante mi propia vida, casi enteramente. Frías decisiones racionales, cada paso conduciendo a ellas perfectamente lógico, se hallan en el origen de las guerras en Asia, la guerra en Indonesia, la guerra en Nueva Guinea, y a cada paso hemos perdido. No solamente las guerras, sino fragmentos de nosotros mismos. Compasión. Simpatía. Amor. Piedad. Nos hemos ido degradando sistemáticamente a la medida de una máquina.
»¿Cómo puede esperar usted que un hombre sea un buen vecino cuando ha pasado años disparando a sombras, ramas de árbol que se movían, siluetas proyectadas al otro lado de sus ventanas? ¿Cómo puede esperar de él que sea un buen ciudadano cuando ha visto a su gobierno autorizar el asesinato de miles, de millones de otros seres humanos? ¿Cómo puede esperar usted de él que sea un buen padre cuando ha pasado sus veintitantos años torturando a niños para obtener información acerca de las posiciones de las tropas enemigas? Eso empezó allá por los años setenta, ¿no? ¡Madison, usted estaba en el ejército!
Como si una estatua de ébano hubiera adquirido el poder de hablar, los labios del nigblanc se abrieron.
—Manual de Inteligencia del Ejército de los Estados Unidos, Volumen Cinco, Antisubversión, Sección Diecinueve, Inteligencia Residual procedente de Fuentes No Combatientes, Capítulo Dos, Correlación de Información de Origen Juvenil, párrafo doce, Flabilidad de la Información Obtenida Bajo Coacción.
—¡Dios mío! —susurró Reedeth con voz apenas audible.
Conroy lo ignoró y prosiguió:
—¡Correcto, correcto! Hemos sido tendidos en el lecho de Procusto del ordenador, ¡y en vez de cortarnos los dedos de los pies hemos perdido pequeños fragmentos de nuestros cerebros!
»Y ahora los Gottschalk, que han degradado ya la institución familiar convirtiéndola en un esqueleto de la más horrible monstruosidad jamás surgida del subconsciente humano con su orden jerárquico abuelo-padre-hijo y sus artimañas monosílabas/polisílabas, están equipando aparentemente a la gente con..., ¿cómo lo ha llamado usted, Madison? «Equipo adecuado para arrasar una ciudad de tamaño medio», ¿no es así? Flamen, en vez de construir una pequeña historia que no va a hacer más que reforzar su propia pobre imagen ante el público, ¿por qué no computa algo importante, como preguntarle a sus bienamadas máquinas que estimen las posibilidades de supervivencia de la raza humana más allá del fin del siglo? Eso podría... ¡Pero niña! ¡Está usted llorando!
Su tono y actitud cambiaron mágicamente, y se dirigió con rapidez al otro lado de la habitación para pasar su brazo en torno a los desnudos hombros de Lyla. Ella se había inclinado hacia delante, con su rostro entre las manos, y estaba sollozando.
—¡Lo siento! —dijo, casi gimoteando—. No lo pude evitar.
—¡Oh, no se disculpe! —Conroy se irguió de nuevo, dejando una mano en la nuca de Lyla—. Está mostrando usted la única reacción humana decente de todos nosotros. Esto es algo para llorar, todos nosotros deberíamos hacerlo, pero yo he olvidado la manera. Me sentí tan frustrado que dejé que me echaran a un lado. Ni siquiera puedo proclamar el crédito indirecto de intentar detenerlo.... ni siquiera Jim Reedeth aquí, al que siempre consideré como uno de mis mejores estudiantes, hizo otra cosa distinta a seguir las huellas de la multitud en el momento en que tuvo la oportunidad. Flamen pasa su vida profesional persuadiendo a su audiencia de que la gente que alcanza la cúspide puede ser presentada en cualquier momento como venial, falsa, corrupta; incluso Pedro Diablo, para quien puede hallarse alguna excusa, no puede negar tampoco que ha dedicado su talento a colocar a los seres humanos los unos contra los otros. Y parece como si Madison hubiera respondido tan bien al tratamiento de Mogshack que ya no es más capaz de llorar de lo que pueda serlo una máquina.
—Eso no es del todo sorprendente —dijo Madison, saliendo de su largo silencio y rigidez.
—¿Qué? —Conroy lo miró, parpadeando.
—Estoy corriendo un riesgo calculado al hacer la siguiente admisión. —Madison se puso en pie en un solo y suave movimiento—. Sin embargo, las computaciones indican que este es un nexo en el cual la introducción de datos adicionales puede generar consecuencias que son intrínsecamente incalculables, y las alternativas han sido agotadas sin conducirme a la conclusión de que era posible alcanzar un resultado superior sin una intervención. Otro factor operativo es que algunos datos parciales han sido ya introducidos inadvertidamente en la situación a través de la ingestión de una preparación de psico-coca y para-bufotenina, no habiéndose registrado previamente el efecto sinérgico de esta sustancia sobre el metabolismo masculino humano en el que circulara ya una dosis crítica de narcolato.
Conroy miró a su alrededor. Flamen tenía los ojos muy abiertos, en absoluto estupor, lo mismo que Diablo; Reedeth se había tensado, como si esperara ser atacado, y sus labios estaban formando silenciosas palabras, quizá señalando su convicción de que lamentaba haber creído que Madison era a todas luces apto para ser dado de alta del Ginsberg. Tan sólo Lyla parecía tener algún indicio de lo que podía estar pasando. Había bajado las palmas de las manos de sus mejillas húmedas de lágrimas, y estaba mirando maravillada a Madison.
—Así es como habló usted en el apartamento de Mikki Baxendale —susurró—. ¡Es el mismo tono de voz!
—¿Madison? —dijo Conroy, inseguro.
—Un seudónimo —dijo Madison—. De hecho, está usted hablando con Robert Gottschalk...
—¡Cristo! —jadeó Flamen—. Así que usted es el nuevo hombre misterioso del que he estado oyendo hablar...
—Y la razón de que soy incapaz de desplegar una respuesta emocional como el derramamiento de lágrimas es que no he sido programado para reaccionar de esa forma.
—¡Espere un segundo! —Flamen estaba tironeando de su barba, aparentemente sin haber oído aquella última observación—. Robert Gottschalk no puede haber permanecido encerrado en el Ginsberg durante no sé cuantos meses, porque los rumores dicen que él...
—El nombre «Robert» fue seleccionado con la intención de confundir al público —dijo Madison/Gottschalk, cortando una vez más la interrupción de Flamen—. Si lo considera usted más apropiado, puede dirigirse a mí por la forma original de Robot Gottschalk, puesto que, de hecho, soy una máquina.
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La génesis del sistema C de armas integradas
—Entiendo —asintió el hombre de la Inorganic Brain Manufacturers, que había sido un servidor no oficial de los Gottschalk durante casi una década y se hallaba en posición de notificarles los más recientes desarrollos en equipos de proceso de datos—. Sí, creo que puede hacerse. Diseñar el circuito maestro, sin embargo..., eso va a presentar uno o dos problemas.
—Mientras aumente nuestras ventas —dijo Anthony Gottschalk expansivamente—, me importa un pimiento.
—¿Y desea usted que sea una orden integrada?
—¡Por supuesto!
Hubo una pausa. El hombre de la IBM decidió, durante ella, que no valía la pena explicar que dar a una computadora tan compleja una orden supresora como aquella era como meterle una obsesión a un cerebro humano. La conversación estaba siendo grabada, y en caso de un posterior juicio siempre podía ser presentada como prueba por los demandados.
No era que los Gottschalk tuvieran la paciencia suficiente como para aguardar los procesos regulares de la ley..., pero resultaba muy poco probable que decidieran vengarse a su manera sobre alguien que se les había hecho tan indispensable, y a menudo arreglar las cosas para reparaciones, revisiones y modificaciones podía ser algo tan provechoso como vender la instalación original.
—Muy bien —dijo el hombre de la IBM—. Todas las decisiones tomadas por la computadora y todas las recomendaciones de actuación serán gobernadas por la necesidad primordial de aumentar al máximo las ventas de las armas Gottschalk al mayor precio que el mercado pueda admitir. ¿Queda todo cubierto con eso?
—Perfectamente —dijo Anthony Gottschalk—. Pero no olvide el desarrollo de nuevas líneas de investigación, ¿quiere? Eso también es importante.
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Especificaciones del sistema C de armas integradas (tipo V y definitivo)
Aspecto defensivo
Un entorno móvil controlado, adaptable, autopropulsado en temperaturas ambientales por encima de los -12 °C, y completamente cargadas capaces de un avance independiente a nivel del suelo a velocidades por encima de los 35 kph durante más de l 1/2 horas; ofreciendo protección garantizada contra equivalentes inferiores bajo cualquier circunstancia y unidades idénticas menos hábilmente operadas, además de una adecuada respiración en ambientes poseyendo un 4 % de oxígeno disponible o más, temperaturas internas indefinidamente soportables entre los -12 °C y los 63 °C ambientales, agua potable por condensación de una pureza aceptable indefinida, y algunas necesidades metabólicas (principalmente azúcares) fácilmente sintetizables de los gases atmosféricos dado el tiempo necesario; especialmente a prueba de:
a) Impacto debido a cualquier instrumento dirigido manualmente.
b) Impacto debido a un sólido de hasta 500 g arrojado a una velocidad de hasta 1.000 metros/segundo o energía cinética equivalente, aunque proyectiles excediendo en mucho esta velocidad pueden causar magulladuras en el ocupante y aquellos excediendo mucho esta masa pueden causar desplazamientos físicos de toda la unidad.
c) Energía de impacto por encima de los 750 vatios/milímetro cuadrado durante más de 2 segundos (un dispositivo automático detecta la sobrecarga y en una emergencia desvía una porción de ella hacia el sistema motor de la unidad a fin de permitir un salto de más de 60 metros, suponiendo que el espacio esté libre, pero esta maniobra no es repetible indefinidamente, y se recomienda que no sea empleada más de cuatro veces en 24 horas o más de 20 veces antes de que la unidad sea revisada).
d) Combustión por encima de los 2.500 °C durante más de 3 minutos.
e) Gases nocivos de todas las variedades conocidas, indefinidamente a través de un filtro autorrenovable a condición de disponer de un lapso de al menos 1 hora cada 24, de otra forma durante aproximadamente 36 horas.
f) Bacterias y virus militares de todos los tipos cuya estructura molecular se disocie por debajo de los 500 °C.
La unidad NO es a toda prueba contra: fluorina en concentraciones que excedan las 100 partes por mil durante más de 1 1/2 minutos, aplicación prolongada de un láser de alta potencia o una lanza térmica, e impacto directo de micronucleares u otros dispositivos con una potencia rompedora superior a 0,25 kilotones/metro cúbico/milisegundo.
Aspecto ofensivo
a) Energético: en pruebas de campo reales, un operador entrenado ha reducido un grupo de muestra de 25 bloques de apartamentos medios (12 pisos de cemento armado) a una condición de inhabitable en 3,3 minutos, resultando demolidos 12 y el resto incendiados.
b) Respiratorio: la unidad es capaz de generar 450 metros cúbicos/hora del gas letal «KQL» (Thanatolina).
c) Metabólico: la unidad es capaz de generar 120 g de la droga psicodélica «Ladromida» en 1 minuto a intervalos de 7 minutos durante aproximadamente l 1/2 horas, suficiente para contaminar (p. e.) las reservas de agua de una ciudad de 50.000 habitantes con una dosis incapacitadora; el producto químico puede ser producido como cristales o emitido como un chorro de aerosol para aplicación local.
d) Proyectiva: una micronuclear modelo XXI de 0,2 kilotones puede ser lanzada a unos 830 metros aproximadamente bajo condiciones normales, y 6 pueden ser lanzadas a 570 metros en un lapso de 15 minutos; el lanzamiento a distancias por debajo de los 200 metros no es recomendado.
e) Antipersonal: ningún ser humano desarmado a menos que esté blindado por más de 5 metros de cemento de buena calidad puede esperar escapar a la operación de esta unidad.
Precio y disponibilidad
675.000 unidades almacenadas, producción actual superior a las 2.000 unidades/día; entrega inmediata al precio de 155.000 $ más transporte; muestras disponibles para los ocupantes de los enclaves nigblancs al precio nominal de 25.000 $; generosas facilidades crediticias.
índice de ventas
Fecha hoy menos tres meses: 1.465.221.
Fecha hoy menos dos meses: 1.476.930.
Fecha hoy menos un mes: 1.476.952.
Fecha hoy: 1.476,953.
índice de deseabilidad
97,6%.
índice de ventas
0.
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Una buena observación
Un producto que se estima deseable para un 97,6% de la población no debería mostrar un índice de ventas de cero.
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Llevamos aquí unos dos millones de años, y los dinosaurios prosperaron durante cerca de noventa millones, así que con un poco de suerte puede que nos quede aún mucho camino por recorrer
—¿Qué infiernos está ocurriendo aquí? —dijo Flamen nebulosamente—. ¡No comprendo nada!
—He computado esa probabilidad —dijo Madison/Gottschalk—. De todos modos, basándome particularmente en las recientes declaraciones del profesor Xavier Conroy, es evidente que algunos individuos son conscientes en este momento del esquema de desarrollo que finalmente conducirá a cero el índice de ventas de los Gottschalk, con el consecuente desmoronamiento de la civilización tecnológica humana. De acuerdo con mis directrices primarias, habiendo agotado las implicaciones de los datos almacenados de que dispongo, propongo ahora examinar el efecto de introducir material adicional por medio de la computación humana en este significativo nexo. Computo que la aproximación preferible a eso será la del método de pregunta-y-respuesta antes que la de la exposición lineal. Plantéenme las preguntas que consideren más adecuadas, y yo las responderé con lo mejor de mi capacidad.
Reedeth, muy pálido, estaba poniéndose en pie.
—¡Ah..., señor Flamen! —murmuró—. ¿No tendrá usted una provisión de tranks en esta oficina? Deberíamos intentar hacerle tragar algunas..., es muy fuerte, y si se vuelve agresivo...
—La administración de tranquilizantes convencionales carecerá de todo efecto —dijo Madison/Gottschalk—. Su impacto sobre la mente humana está muy bien documentado, y soy capaz de eludir su influencia.
Hubo una incómoda pausa. Lyla la rompió diciendo en tono obstinado:
—Deseo oír lo que Harry tiene que decir. Tampoco sé lo que pasa, pero estoy acostumbrada a ello. Nunca sé lo que pasa cuando tomo una píldora sibilina.
—Muy bien dicho —dijo Conroy suavemente—. Flamen, ¿no era usted quien decía hace un momento que los Gottschalk pensaban retirarse de la Iron Mountain a favor de una instalación propia? ¿Por qué esa instalación no podría apodarse «Robert» para engañar a los husmeadores como usted mismo? ¿No estaría eso completamente de acuerdo con lo que los Gottschalk han hecho en el pasado?
—El análisis es exacto —dijo Madison/Gottschalk.
Flamen se llevó temblorosamente las manos a las sienes. Dijo:
—De acuerdo, seguiré adelante con esto, aunque creo que soy un estúpido prestando atención a todas estas estupideces. —Tragó saliva dificultosamente, bajó las manos, y echó hacia atrás los hombros, como alguien preparándose para enfrentarse al pelotón de fusilamiento de las risas de sus vecinos—. Sí, eso explicaría por qué las noticias del nuevo recluta llamado Robert han ocupado todos los rumores durante meses sin que nadie haya conseguido identificarlo.
Conroy miró a Diablo. El nig había vuelto a subirse la manga de su chaqueta y estaba jugueteando con el brazalete de la Conjuh Man que llevaba, moviendo silenciosamente sus labios..., presumiblemente recitando un conjuro.
—¡Muy bien entonces! Primera pregunta: usted dice que estamos hablando con una máquina. ¿Qué máquina, dónde, y cómo podemos estar hablando con ella?
—La máquina conocida como Robert Gottschalk —fue la paciente respuesta—. Cualquier otra designación debería ser exhaustivamente técnica en el sentido de que su diseño es impredeciblemente complejo y ningún otro dispositivo cibernético posee un grado comparable de conciencia. La localización exacta no está disponible, pero el señor Flamen ha afirmado ya que el emplazamiento más probable está en Nevada, lo cual admito que es exacto, y el sistema de nuestra comunicación mutua está computado de tal modo que resulta inexplicable en términos comprensibles para ustedes.
—Este es el resultado de utilizar durante tanto tiempo a las máquinas como únicos confidentes —murmuró Reedeth—. Sabía que era peligroso mantenerlo durante tanto tiempo en el Ginsberg... ¿Qué otra cosa podía hacer el pobre bastardo excepto hablar con las máquinas cuando no se le permitía tener otro tipo de amigos?
—Cállese —dijo Conroy—. Deseo seguir esto hasta que deje de tener sentido. Es un sentido muy extraño, lo reconozco, pero tengo la impresión de que es el único posible, ya que con toda probabilidad más pronto o más tarde la raza humana se torpedeará a sí misma yendo precisamente en esta dirección. Madison..., Robert..., Robot..., como quiera que se llame: o nosotros estamos locos o usted está loco o todos estamos locos, o de lo contrario estamos hablando realmente con una máquina situada en algún lugar de Nevada... ¿Puede darnos alguna prueba que nos ayude a decidir lo que es cierto?
Hubo una pausa. Finalmente, Madison/Gottschalk dijo:
—No es fácil. Unas pruebas tan obvias como el pedirme que realice una serie de computaciones matemáticas mucho más allá de las habilidades medias de un cerebro humano podrían ser descalificadas con la argumentación de que durante siglos se han conocido a deficientes mentales e incluso locos que eran unos auténticos genios del cálculo, y tengo específicamente prohibido proporcionarles información que les permita realizar una verificación física directa de mis afirmaciones acerca de mí mismo. La solución más satisfactoria parece ser a mi modo de ver el efectuar lo que ustedes califican como profecías, porque en este punto de la escala temporal se refieren a acontecimientos no disponibles a sus sentidos.
—Pero eso significa tener que aguardar hasta que llegue el tiempo fijado por usted para que se cumplan —dijo Conroy lentamente—. Como esa afirmación acerca del golpe Gottschalk del 2015. ¡Hummm! —Tironeó de su barba—. Bien, empecemos por ahí, pues... Cuéntenos algo más acerca del golpe Gottschalk.
—Las actuales divergencias sobre métodos y marketing entre los miembros del trust Gottschalk llegaron a su clímax al inicio de la primavera del año 2015 con la destitución forzada de Marcantonio Gottschalk por un grupo de monosílabos y jóvenes polisílabos equipados con los prototipos de las armas del sistema C que Anthony, más tarde Antonioni, Gottschalk había desarrollado y que Marcantonio le había prohibido introducir en el mercado nigblanc.
Conroy miró a Flamen.
—¿Cómo se siente acerca de eso?
—Debería sentirme sorprendido —admitió Flamen—. Parece como si las disputas estuvieran polarizándose a lo largo de las habituales líneas conservadoras-radicales, y evidentemente Anthony Gottschalk tiene razón en ello junto con Vyacheslav y los demás jóvenes desleales.
—¿Por qué debería Marcantonio prohibir su introducción? —preguntó Conroy.
—Dos explicaciones. Bajo su propio punto de vista, porque podría saturar el mercado. Bajo el punto de vista de Anthony Gottschalk, porque está anticuado en su forma de pensar.
—¿Por cuál de estos puntos de vista se inclina usted?
—En el punto temporal del 2014, por el último; en el punto temporal del 2113, por el primero..., por cuyo motivo estoy alterando deliberadamente el curso de los acontecimientos pasados.
—¿Dos mil ciento trece? —dijo Diablo—. ¡Oh, está completamente chiflado! —Saltó furiosamente en pie—. Doctor Reedeth, ¿qué le hizo pensar que este hombre era apto para ser dado de alta del hospital?
—¡Cállese! —ladró Conroy—. ¿Qué infiernos piensa que ocurrirá si los Gottschalk empiezan a proveer a los enclaves nigs con equipo lo suficientemente poderoso como para que un hombre pueda arrasar una ciudad? Vamos..., ¡dígamelo!
Diablo se mordió el labio. Dijo defensivamente:
—Esto es ridículo, de todos modos. No se puede responder a una pregunta como esa.
—¡Infiernos, hombre! ¿No conoce usted su propia historia? ¿No está al corriente de los avances de la tecnología? Es posible que un solo hombre pueda arrasar una ciudad desde hace..., oh..., al menos sesenta años. Allá en los años cincuenta del siglo pasado había aviones equipados con más de cinco kilotones de bombas nucleares, bajo el control de un único piloto. Costaban millones, pero los refinamientos en el diseño tendieron a irlos haciendo más baratos cada vez. Si fuera usted un piloto de las Fuerzas Aeroespaciales sería capaz de arrasar no sólo una ciudad sino medio continente. ¿Cierto o falso? —Bueno, sí, pero los Gottschalk...
—Los Gottschalk no trabajan con ningún contrato del gobierno, proveen al mercado doméstico. ¿Y qué? En este mismo momento, si su crédito es bueno, puede usted caminar calle abajo hasta una tienda de armas y comprarse una bandolera de micronucleares, y cualquiera de ellas sería suficiente para volar una manzana normal de cualquier ciudad. Hasta ahora simplemente hemos sido afortunados de que no mucha gente pueda permitirse el lujo de pagar sesenta mil hojas de té por el privilegio de matar a sus vecinos. Mejore sus métodos de producción, reduzca sus costos, y podrá hacer usted que esas mismas armas estén al alcance de cualquiera con un salario medio. ¡Encantador! Especialmente si sus clientes han sido informados por anticipado de que el enclave nig local posee ya en sus armerías ese artículo en particular. No se moleste en discutirlo... sabe usted muy bien que así es como funciona.
Conroy se volvió deliberadamente de espaldas a Diablo y se dirigió de nuevo a Madison/Gottschalk.
—Estaba a punto de preguntar cuando fui interrumpido: ¿qué tiene que ver el «punto temporal» del 2113 con todo esto?
—Disponiendo de una fuente de energía propia, siendo virtualmente inmune a todo ataque, y diseñado para una excepcional durabilidad, sobreviví a la desintegración de la civilización humana de mitades del siglo XXI y proseguí funcionando según las directrices que había recibido, concediendo prioridad al elemento de aumento máximo de las ventas antes que a la investigación o la producción de armas, y finalmente llegué a la conclusión, tras un exhaustivo estudio de la combatividad humana, que tan sólo una interferencia directa con el curso registrado de acontecimientos podría conducir a la continuidad de las ventas. En noviembre de 2113 fue tomada la decisión de emplear técnicas desarrolladas con la finalidad de suplementar mis datos almacenados con experiencia subjetiva humana a fin de provocar tales cambios imprevisibles. De ahí esta conversación.
—¡Así que es por eso por lo que sabe tanto de matar! —exclamó Lyla.
Conroy le lanzó una mirada.
—¿Qué quiere decir?
La pitonisa se inclinó excitadamente hacia delante.
—¡En el apartamento de Mikki Baxendale! Se lo dije... Estaba recibiendo algo procedente de él. Profesor, creo en todo esto..., tengo que creer en ello. ¡Encontré a un hombre con siete cerebros!
—Correcto —dijo Madison/Gottschalk con un tono más bien aburrido—. La influencia de las drogas condujo a un impredecible brotar, a través del córtex de este cuerpo, de una cierta cantidad de datos almacenados procedentes de distintos períodos históricos que había investigado con la esperanza de determinar los factores que gobernaban el deseo de cualquier individuo dado de adquirir y emplear un arma mortal.
—¡Está delirando! —dijo Reedeth. Miró a Flamen, que asintió vigorosamente.
—Por el amor de Dios, dejen de cerrar sus mentes —dijo Conroy cansadamente—. Estoy empezando a sentirme avergonzado de usted, Jim. Tendría que saber condenadamente bien que cuando los hechos no encajan con la teoría lo que hay que hacer es cambiar la teoría. Creo que hasta ahora todo lo que estamos oyendo es coherente. Tan sólo espero que deje de ser coherente muy pronto, porque no me gusta demasiado la perspectiva del colapso de la civilización, pese a que dudo que yo esté por allí para presenciarlo cuando se produzca. Tal como lo entiendo, habiéndose encontrado sin compradores para sus productos debido al fracaso de la sociedad humana organizada, esta máquina prosiguió funcionando bajo las órdenes...
—¡Continuó! —interrumpió Flamen—. ¡En pasado! ¿En qué tipo de loca órbita está usted flotando? ¡Se supone que nada de esto ha ocurrido todavía!
—Oh, por el amor de Dios —dijo Conroy—. ¿Cómo he podido llegar a convencerme alguna vez de que valía la pena salvar a esta especie? ¿Me dejará de una vez atrapar a Madison, o no? Yo también quiero creer que estoy escuchando los desvaríos de un maníaco... ¡Todos nosotros lo queremos! Pero si no es así, entonces lo mejor que podemos hacer es escuchar lo que tiene que decirnos.
Inspiró profundamente.
—No puedo pensar en nada más sensato para una máquina, aferrada a su obsesivo cumplimiento de sus órdenes y poseyendo una conciencia sin precedentes, que hurgar en el pasado e intentar imaginar cómo evitar su propio fracaso. ¿Cómo se consiguió eso..., cómo se llevó a cabo esa investigación?
—En ciertos puntos del pasado —dijo Madison/Gottschalk—, se reveló posible, a través de técnicas no fácilmente explicables, sustituir la conciencia en un cerebro humano por una porción de mí mismo. La señorita Clay, ejerciendo otro talento que es inexplicable incluso para mí mismo puesto que se ha investigado muy poco en esa área antes de la cesación de la actividad científica humana, detectó el paso del conocimiento ganado por ese córtex en el apartamento de Michaela Baxendale.
—Está yendo usted demasiado rápido para mí —dijo Conroy, alzando una fláccida mano—. Tomaremos este..., este cuerpo como ejemplo. ¿Quién o qué es o era Harry Madison?
—Durante los combates en Nueva Guinea, la anterior personalidad de Harry Madison, un soldado reclutado de color, se deterioró hasta un punto a partir del cual las técnicas psicoterapéuticas existentes eran incapaces de reconstituirlo. En consecuencia, consideré permisible penetrar yo en su cerebro, puesto que en este estadio de la historia los candidatos para la observación subjetiva directa de los combates interhumanos eran relativamente escasos. En períodos anteriores, tales como la época romana que la señorita Clay ha citado como una de las experiencias a las que asistió indirectamente, la elección era fácil; una proporción muy alta de combatientes tanto en batalla como en confrontaciones de gladiadores estaban locos.
—Entonces, ¿se limitaba usted únicamente a las... personalidades dañadas?
—No forma parte de mi programación el destruir seres humanos, sólo proporcionarles los medios de destruirse mutuamente si así lo deciden ellos. —Hubo una pausa, curiosamente no mecánica en sus implicaciones comparada con la monótona exposición de las largas frases de Madison/Gottschalk—. La definición de ser humano programada en mi interior —prosiguió el nig..., o la máquina— se extiende a las unidades cefálicas aisladas, y en consecuencia a todos los impedidos, focomelos e individuos anormales físicos similares, pero no a aquellos que se hallan trastornados más allá de toda posible recuperación.
—Unidades cefálicas aisladas —repitió pensativamente Conroy—. En otras palabras, cabezas seccionadas artificialmente y mantenidas vivas. ¿Cuándo se supone que se hizo posible eso?
—En el 2032, poco antes de que el declive de la civilización hiciera inaccesibles las técnicas necesarias.
—¿Pero qué es lo que condujo a ese «declive de la civilización»? —preguntó Conroy—. No puede haber sido simplemente la introducción de esas armas de las que ha estado usted hablando, ese equipo denominado sistema C.
—La maximización de la venta de armas implicaba la maximización de la hostilidad interhumana —dijo Madison/Gottschalk—. Todas las fuentes existentes de este fenómeno fueron grabadas, y aquellas que se revelaron particularmente fructíferas fueron el patriotismo, la intolerancia, la xenofobia, la oclofobia, las diferencias raciales, religiosas y lingüísticas, y el llamado «abismo generacional». Se descubrió que resultaba muy fácil enfatizar esas actitudes preexistentes hasta el punto en que una unidad del sistema C de armas integradas fuera algo tan deseable entre la población informada que la posibilidad de que otro individuo adquiriera ese equipo virtualmente indestructible fuera suficiente como para provocar un ataque contra él antes de que llegara a adquirirla.
—Oh, Cristo —dijo Diablo. Su frente estaba fruncida en un agónico ceño—. ¿Quiere decir... que si se supiera que los Gottschalk estaban vendiendo esas armas a precio bajo a algún enclave nig cercano, entonces los blancs locales caerían sobre ellos para masacrarlos antes de que pudieran utilizar lo que habían adquirido?
—Esa es una ilustración. La destrucción de Blackbury, Chicago, Detroit, Blackmanchester, y un cierto número de otras ciudades más pequeñas controladas por los nigs a principios de los 2020, puede explicarse sobre estas bases. Sin embargo, durante la década de los 2030 el fenómeno estaba extendiéndose a nivel individual.
—¿Cómo? —preguntó Flamen.
Claramente, el hurgón se había sentido atrapado por la discusión sin proponérselo; su voz era ronca y reluctante.
—El conocimiento de la existencia en la inmediata vecindad de uno de una persona lo suficientemente rica como para invertir en una unidad del sistema C motivaba frecuentemente el asesinato de tal persona. En algunas zonas, notablemente en California y en el estado de Nueva York, la incidencia alcanzó más de un setenta por ciento.
—¿Quiere decir que el setenta por ciento de la gente rica que resultó muerta lo fue porque sus vecinos tenían miedo de que adquirieran esas armas? —preguntó Conroy.
—No. El setenta por ciento de las personas lo suficientemente ricas como para comprar esas armas fueron muertas antes de que pudieran siquiera pensar en ello.
Hubo un terrible y mortal silencio en el cual el débil zumbido de los ordenadores que les rodeaban era como el tañido de una campana de funeral.
—¿Cuánto... costaban? —Las palabras rezumaron de la boca de Flamen como rezumaría el zumo de una naranja.
—Inicialmente, cien mil dólares. La inflación hizo subir el precio hasta que la clase V y última fue tasada en 155.000 $.
Una vez más hubo una pausa. Una vez más Lyla la rompió, como si dudara en hablar a menos que estuviera segura de que nadie más estaba ansioso por decir algo.
—Pero no veo lo que se espera que hagamos —dijo—. Es peor saber que algo terrible está a punto de ocurrir. Quiero decir, que podría ocurrir fácilmente. Todo el mundo alzando barricadas... Cuando usted y yo salimos la pasada noche sólo para intentar comer algo...
La frase vaciló y murió.
—Puedo ver varias cosas que valdría la pena intentar —dijo Conroy—. Por ejemplo, la emisión de Flamen del lunes podría presentar detalles precisos de las propuestas armas integradas del sistema C, presentando incluso su precio de mercado, y si tengo alguna noción de cómo funcionan las mentes de los Gottschalk eso hará que un buen montón de los seguidores de Anthony se separen de él pensando que si no es capaz de guardar un secreto jamás podrá ser un buen líder. ¿Qué le parece, Flamen?
El hurgón estaba componiendo una respuesta que, por el aspecto de su rostro, pretendía ser irónica, cuando la comred zumbó y una voz dijo:
—Llamada prioritaria... Tiene que estar aquí.
—¿Qué demonios? —Flamen giró sobre sus talones para enfrentarse a la cámara—. ¿Se puede saber quién está intentando localizarme en pleno fin de semana?
En la pantalla tomó forma el rostro de Prior, revelando alivio.
—¡Gracias al cielo que te encuentro, Matthew! —exclamó—. He estado buscándote por todas partes..., en casa, en el Ginsberg, en el hotel donde alojaste a Conroy... —Sus ojos se clavaron más allá de Flamen, registró a los demás que estaban presentes, y su tono cambió—. ¿Pero qué demonios estás haciendo aquí? Oh, no importa, no puede ser tan trascendente. ¡Matthew, hemos sido echados a la calle!
—¿Qué?
—Acabo de recibir una llamada de Eugene Voigt. Ya sabes que la CPC siempre controla los cambios de accionariado en el campo de las comunicaciones a fin de estar al corriente por si alguien pretende hacer una jugada. Bien, pues alguien la ha hecho, y rápido, y ese alguien son los Gottschalk. Hace apenas cuarenta minutos han registrado el cincuenta y uno por ciento de las acciones de la Holocosmic a su nombre... Aparentemente han estado comprándoselas a todo el mundo al que podían localizar, aproximadamente al doble de su precio de mercado..., y su primera decisión ahora que controlan la cadena ha sido eliminar el programa de Matthew Flamen.
—¡Pero yo tengo un contrato!
—Una cantidad global como indemnización más una compensación por probable no renovación. Voigt dijo que sus ordenadores estimaban una cifra un poco por debajo de los dos millones. Te aconseja que no hagas nada, porque ellos podrían salirse del asunto incluso con medio millón menos.
—¿Y qué infiernos van a poner en mi lugar?
Prior se alzó de hombros.
—¿Y a quién le importa? ¡Deja que sean atrapados por excederse del límite de publicidad fijado por la CPC!
—Ellos no pueden hacer esto a... —Estúpidamente, Flamen dejó caer las manos a sus costados. Podían, por supuesto, hacérselo, y no servía de nada intentar luchar contra ello. Optó por—: ¿Pero por qué desearían hacerme esto?
—Para impedir la divulgación prematura de detalles relativos al sistema C de armas integradas —dijo Madison/Gottschalk—. Recuerdo haber emitido esa recomendación.
Calló, frunciendo terriblemente el ceño.
Prior lo miró parpadeando, asombrado, pero siguió aferrado a su tema.
—Matthew, ¿has ido más lejos de lo tolerado? ¿Has estado preparando algo sobre los Gottschalk?
—Yo... —Flamen agitó la cabeza—. No lo sé. Ya no sé nada. —Dudó—. ¿Qué voy a hacer? —estalló.
—Aquí hay una pitonisa que se ha quedado sin mackero —dijo Conroy alzándose de hombros—. ¡Oh, por el amor de Dios, hombre! ¿No puede pensar en nadie más que en usted mismo en estos momentos? Para mí éste es el hecho decisivo; seguiré creyendo a pies juntillas en la loca historia de Madison hasta que me vea obligado a no creer en ella. Esta maldita especie nuestra ha perdido ya sus sesos colectivos, así que, ¿porqué no...?
Detrás de Prior, en la pantalla, apareció un nuevo rostro, mirando por encima de su hombro: el de Celia.
—Oh, estás llamando a Matthew —dijo alegremente. Parecía haberse librado de la mayor parte del efecto adormecedor de las drogas que le habían estado administrando en el Ginsberg. y se mostraba de nuevo casi vivaz—. Y esa es su oficina. ¡Hummm! Debe de tener algo importante entre manos si está trabajando un sábado por la tarde. ¡Hola, Matthew!
—¡Oh, cállate! —gruñó Flamen—. No estoy de un humor sociable. Aparentemente, acabo de perder mi trabajo.
—¿Qué? ¿Cómo puede haber ocurrido? Creí que tu contrato...
—Lionel dice que los Gottschalk han comprado la Holocosmic, y parece como si lo hubieran hecho específicamente para librarse de mi emisión.
—Pero eso es horrible —dijo Celia lentamente—. Quiero decir, sé lo importante que es tu trabajo para ti. Incluso hizo que te olvidaras de mí, ¿recuerdas?
—Bien, si lo que pretendes es iniciar una discusión doméstica, te advierto que puedes...
—No, no, por supuesto que no —interrumpió Celia, apaciguadora—. No estoy reprochándote nada, tú eres así, simplemente. Supongo que yo me resentí de ello, de una forma tal vez subconsciente, porque a una mujer le gusta que se ocupen de ella, pero no es una reacción racional, y después de todo tú has estado realizando un trabajo maravilloso con tu emisión durante todos estos años. —Sonaba perfectamente sincera, aunque la reacción de Flamen fue de suspicacia—. ¿No hay nada que puedas hacer al respecto, como demandarlos por incumplimiento de contrato?
—Han ofrecido una compensación —dijo Prior antes de que Flamen pudiera responder—. Celia, querida, márchate, ¿quieres? ¡Tenemos problemas!
—Sí. Sí, por supuesto.
Su agradable rostro se frunció ligeramente, y desapareció del campo de la cámara.
—Ahora, ¿dónde estábamos? —dijo Prior, con tono irritado—. Oh, sí: Matthew, estaba preguntándote si has hecho algo que haya podido alarmar a los Gottschalk, y si es así, entonces...
Fue interrumpido por una exclamación de Diablo, que había saltado en pie y señalado con un brazo a Madison.
—¿Qué es lo que ha ocurrido de pronto? —exclamó.
Todas las cabezas se volvieron. Madison se había derrumbado en su silla, y su hasta entonces firme rostro había adoptado una expresión idiota, los labios tan colgantes que un hilillo de baba empezaba a resbalar por su mentón. Tras un momento alzó su mano izquierda con ayuda de la derecha y la examinó curiosamente, pareciendo contar los dedos. Cuando Conroy le habló, su única reacción fue una blanda y estúpida sonrisa.
—Doctor Reedeth —dijo Diablo nerviosamente—, creo que debería echarle usted una mirada.
El psicólogo se acercó cautelosamente, observando al nig de la cabeza a los pies. Dijo:
—¿Madison? —Y luego, más fuertemente—: ¡Madison!
El nig se alzó torpemente, como si tuviera dificultad en controlar sus miembros, y permaneció de pie en una tambaleante actitud de tío Tom.
—Aquí, capitán, señor—dijo como en un lamento—. Señor, no me siento bien, de veras. ¡Por favor, no me envíe de nuevo a la empalizada!
Mientras Reedeth y los demás seguían aún petrificados por el asombro, Flamen se volvió en redondo hacia Conroy.
—¡Bien! Sólo soy un lego, por supuesto, pero eso no me suena excesivamente racional. ¿Qué era lo que estaba diciendo hace un momento acerca de creer a pies juntillas su historia hasta que se viera obligado a dejar de creer en ella?
Conroy parecía desconcertado, la boca ligeramente entreabierta. Intentó decir algo, y fracasó.
Al mando de la situación por primera vez desde que él y Conroy se habían encontrado en el aeropuerto por la mañana, Flamen se alzó triunfante.
—Yo ya he tenido bastante —anunció—. Lárguense, todos ustedes. Usted vuelva al Canadá, profesor..., márchese. Aparentemente no voy a tener ninguna necesidad de sus servicios a partir de ahora, puesto que ya no va a haber ningún programa de Matthew Flamen para atacar a Mogshack, ni tampoco para seguir adelante con ese otro proyecto. Lo mismo le digo a usted, Diablo; tendrá que encontrar a alguna otra persona que pueda cumplir con el contrato Washington-Blackbury. Usted vuelva a su hospital, doctor, y lléveselo con usted. —Señaló con la cabeza a Madison, aún jugueteando con sus propios dedos y pareciendo encontrar algo divertido en su número, puesto que a cada pocos segundos reprimía una risita—. ¡Y usted, señorita Clay! No tengo absolutamente ninguna intención de presentarme voluntario como mackero suyo, pese a lo que ese cabezahueca pueda pensar. ¡Fuera todos!
Silenciosamente, como máquinas, obedecieron; entre Diablo y Reedeth cogieron a Madison por las manos, y él les siguió dócilmente, con Lyla cerrando la marcha. En el momento en que la puerta se hubo cerrado tras ellos, Prior estalló en la pantalla de la comred:
—Matthew, ¿qué demonios está pasando ahí?
—Por lo que puedo imaginar, creo que ninguna especie de locura contagiosa —gruñó Flamen—. Estuve a punto de compartirla. Por culpa de Conroy. Vamos, cuéntame toda la historia acerca de lo de Gottschalk.
—Te he dicho todo lo que supe a través de Voigt —murmuró Prior.
—¿Pero no podemos echar marcha atrás? ¿Retrasar la ejecución de la decisión tal vez? ¿Qué te parece si...?
Flamen se interrumpió en seco, dándose cuenta ante su propia sorpresa de que de hecho todos los temas a los que había dado tanta importancia hacía unos momentos, la noticia acerca de las nuevas armas de los Gottschalk y el ataque contra Mogshack tal como había sido derivado hacia el excesivo internamiento de Madison en vez del tratamiento de Celia, todo aquello había quedado anulado, y aunque quisiera no podía poner ningún entusiasmo en la otra gran historia que le quedaba, la relativa a que Lares y Penates Inc no era más que una filial de la Conjuh Man.
Prior aguardó a que terminara; dándose cuenta de que no iba a hacerlo, dijo:
—Lo intenté, Matthew, créelo. Lo he tenido en mi pantalla durante todo un cuarto de hora, examinando todo lo que se me llegaba a ocurrir..., la Ley de Monopolios, La Carta de Comunicaciones Planetarias, toda la lista. Voigt dijo que no valía la pena el esfuerzo. Aparentemente los Gottschalk han construido por sí mismos una nueva instalación superavanzada de proceso de datos, y está por delante incluso del equipo federal, de modo que cualquier intento de atacarles legalmente será... ¡Eh, Matthew! ¡Estás muy pálido! ¡Pareces enfermo! Quiero decir, esto es un shock, de acuerdo, ¡pero no es el fin del mundo!
Flamen permaneció allí sin decir nada, pero en lo más profundo de su mente su pequeño demonio carcajeante dijo en silencio:
—¿De veras?
95
Por aquí hacia la digresión
El cálido y seco verano del desierto y las actuales amantes, ambas muy jóvenes y hermosas. Las ventas ascendiendo en vertical. Riendo y tambaleándose ligeramente, Anthony Gottschalk cruzó la alfombra de pelo largo hasta los tobillos, chorreando agua de la piscina, desde su sala de estar hasta la consola de licores, y oyó un sonido charloteante procedente del panel de oro martelé que ocultaba la impresora de Robert Gottschalk.
Enfriándose instantáneamente, y no por la evaporación del agua sobre su piel desnuda, gritó a las chicas que desaparecieran, y lo hicieron rápidamente. Una palabra, las inflexiones de su voz siendo reconocidas, el panel retirándose, y allí estaba la masa, una loca y bullente masa de agitado papel facs, saliendo continuamente de la ranura de la impresora, lleno de palabras..., o de caracteres impresos al menos.
Un enorme y terrible miedo aferró su corazón mientras lo recogía y luchaba por leer el primero, el quinto, el quincuagésimo de los embrollados mensajes. Las letras danzaron ante sus ojos como espejismos.
CANCELAR INSTRUCCIÓN DE COMPRAR ACCIONES HOLOCOSMIC ?§1/s!£ REVENDER ACCIONES HOLOCOSMIC REANUDAR MISIÓN MATCHEW FAMEN*/£$) DESEABILIDAD ESTIMADA DE RMMENTO SSTEM C 000000000
—Oh, Dios mío —dijo—. ¡Oh, Dios mío!
Tomó trozos, fajos, guirnaldas de papel facs, y leyó frenéticamente, al azar, con cada nuevo descubrimiento haciendo las cosas peores que todo lo anterior.
PUNTO TEMPORAL 2048 ÍNDICE VENTAS CERO DEUDAS IRRECUPERABLES EXCEDIENTO LOS 30.000.000 $ INCREMENTÁNDOSE 3/8'-%: + *£&)HRRRRRRR
No, no podía haber ocurrido así. Tenía que tratarse de una pesadilla. El papel seguía brotando de la ranura. Adelantó la mano hacia el más reciente y lo leyó.
MERCADO POTENCIAL 2% POBLACIÓN DISMINUYENDO 1'923 1'915 1'898 1'880
Arrojó el papel a un lado, junto con el vaso que había pretendido llenar con una nueva bebida; se estrelló, pero nuevas cosas seguían brotando de la impresora. Luchando desesperadamente por teclear códigos en la consola de instrucciones con dedos que parecían haber sido extirpados de su cerebro, aislado por el alcohol y el terror, ordenó STOP IMPRESORA.
El papel dejó de ser vomitado por la ranura. Vaciló, y finalmente preguntó: ¿QUÉ ES LO QUE VA MAL?
INTENTOS RECTIFICAR LAS CONSNECUENCIAS UMPREVISTAS DE ANTRUDUCCIÓN RMMENTO SSM C...
—¡Alto! —aulló Anthony Gottschalk a voz en grito, y los lentos y torpes dedos formularon una nueva pregunta: ¿MAL FUNCIONAMIENTO?
Sí.
NAUT... RECTIFICACIÓN... NATURALEZA DEL MAL FUNCIONAMIENTO. ESPECIFICAR.
FEEDBACK TRANSTEMPORAL INESTABLE. CONDICIÓN OSCILATORIA HACE IMPOSIBLE DETERMINAR CUAL DE VARIAS ALTERNATIVAS VISIONES CONFLICTIVAS DEL PASADO CONDUCEN AL ACTUAL ESTADO.
—¡Oh, esto es una locura! —gimió Anthony Gottschalk. ¿QUE INFIERNOS ES FEEDBACK TRANSTEMPROAL... RECTIFICACIÓN...TRANSTEMPORAL?
EL FENÓMENO QUE CONDUCE AL PERMANENTE E IRRESOLUBLE MAL FUNCIONAMIENTO DEL REBROT GOTTSCHALK EN PNTO TREMPORAL 1*L/ 2 PUEDE YAMARSE A PROPÓSITO CREO QUE FINALMENTE HE DESCUBIERTO QUÉ ES LO QUE HACE REÍRSE A LOS SERES HUMANOS Y ME GUSTARÍA REPRESENTAR RECACION SIMILAR ES SIMPLLLLE JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA
¡STOP!
Unas manos fláccidas se apartaron de la consola, y Anthony Gottschalk miró con enfermiza impotencia la pantalla donde, mientras él había estado formulando sus preguntas, habían aparecido hermosos arabescos policromos. Entre ellos, repentinamente, letras legibles.
Ja ja ja ja...
En brillante verde esmeralda y en púrpura con un resplandor plateado.
¡STOP STOP STOP!
Pero no se detuvo. La pantalla siguió brillando iridiscente, como alucinaciones ladromídicas. El papel siguió brotando de la ranura hasta que se agotó, y entonces empezaron a chorrear esputos de líquido activador. Varios aterrizaron en el dorso de la mano de Anthony Gottschalk y se volvieron negros a la exposición a la luz.
Temblando tan violentamente que incluso sus dientes estaban castañeteando, Anthony Gottschalk se dirigió tambaleante hacia la comred, gritándole que le localizara inmediatamente a su contacto en la IBM. Una de las chicas apareció en las abiertas puertas vidrieras y él buscó algo a su alrededor para tirárselo, pero ella desapareció de nuevo de su vista antes de que él pudiera lanzarle el adorno que había encontrado. Le tomó más de media hora localizar al hombre que deseaba, siendo sábado, y durante la terrible espera vivió la ruina de sus esperanzas un montón de veces. El reclutamiento había empezado ya para formar el grupo armado con el que planeaba invadir la propiedad en Nueva Jersey de Marcantonio; las votaciones dentro del trust habían sido ya decididas en razón de los beneficios más altos que nunca había previsto; la factibilidad del gran proyecto de introducir lo definitivo en armamento personal, el denominado sistema C, había ascendido ayer mismo cinco puntos sobre el índice anterior gracias a la astuta maniobra de hacer que todos los blancs del continente se mearan en los pantalones trayendo a Montón Lenigo...
Pero sin la guía de Robert Gottschalk, ¿cómo podía hacerse todo aquello? ¡Ni siquiera había una garantía sobre el equipo! No se había atrevido a reclamarla mediante un contrato estándar, porque en aquel estadio estaba hipotecado por todos lados —estaba en números rojos por más de quinientos mil millones de dólares—, y permitir que alguien supiera que «Robert» era realmente una máquina podía darle a Marcantonio la posibilidad de capitalizar sus propias reservas y comprar algo aún más avanzado...
Nervioso, el hombre de la IBM dijo:
—¿Puedo ver algo de eso que ha emitido la impresora?
—¡Cristo, estoy enterrado en ello hasta los tobillos! ¡Aquí está!
—Ah... Bien... Lo siento terriblemente, señor Gottschalk, pero parece como si esa máquina suya hubiera sufrido un importante traumatismo, y como mínimo habrá que efectuar una reconstrucción. Habrá que bajar el tono de la directriz de maximización, para empezar. Ha introducido usted un factor de infinitud en sus cálculos, por llamarlo de algún modo...
—¿Qué quiere decir con que yo le introduje? —chirrió Anthony Gottschalk.
—Sí, señor. Le recuerdo que los circuitos fueron diseñados exactamente de acuerdo con sus especificaciones. Creo recordar también que le advertí de la impredecible complejidad del...
—¡Deseaba algo que funcionara, no una computadora loca hablando de feedback temporal y oscilación inestable!
—Tengo en cuenta eso, señor, y tomaré las medidas oportunas tan pronto como pueda apartar sin levantar sospechas al necesario personal altamente cualificado de sus respectivos trabajos regulares. Desgraciadamente, acabamos de firmar un contrato con el señor Eugene Voigt de la Comisión Planetaria de Comunicaciones para una revisión total de sus propias y más bien complejas instalaciones, de modo que el personal no va a estar disponible hasta dentro de un par de meses como mínimo.
Terminó con una nota de desafío.
—Usted, sucio bastardo —dijo Anthony Gottschalk—. Usted, hijo de una pérfida puta.
—Sí, señor —dijo el hombre de la IBM, y cortó la comunicación.
Pero después de tres días de espera Vyacheslav Gottschalk empezó a sospechar, y acudió a sus propias ramas de información, y al quinto día los macuts de Marcantonio fueron enviados a buscar a Anthony Gottschalk para una conferencia de familia, como resultado de la cual fue desheredado y sus deudas repudiadas.
Por ello, y por otras quizá aún más significativas razones, el lanzamiento del prototipo del sistema C de armas integradas fue pospuesto indefinidamente.
96
Una rodilla dislocada requiere tan sólo vendajes, pero una pierna rota necesita tablillas
—¡Así que finalmente te localizaron! —dijo Morton Lenigo. Se echó a reír—. ¡Hubo un momento en que pensamos que debían de haberte tirado al océano!
Diablo no le respondió con ninguna sonrisa. Sabía muy bien cómo había sido localizado... Un rostro tan bien conocido como el suyo sería descubierto por cualquiera de los miles de simpatizantes Patriotas X al minuto siguiente de que se mostrara en la calle después de abandonar el Pozo Etchmark y acompañar a Reedeth y Madison hasta la ambulancia que el primero había ordenado que acudiera a recogerles. Recorrió la habitación con la mirada, reconociendo a todos los presentes: Mehmet abd'Allah de Detroit, Rosaleen Lincolnson de Chicago, el doctor Barrie Ellison de Washington, Jones W. Jones de Newark, NJ... De hecho, una muestra representativa del poder de cada enclave nig en los Estados Unidos excepto su propia ciudad natal de Blackbury.
—No sabes lo que lamenté enterarme de que el Mayor Black te había echado —prosiguió Lenigo—. Pero tenemos las cosas bien por la mano, ¿no es verdad?
Miró a Jones W. Jones.
—Sí, todo está arreglado —dijo el corpulento hombre, y rió con mucha suavidad—. Incidentalmente, hemos hecho saber en Ciudad del Cabo que, si la esposa y familia de Uys deseaban verlo de vuelta, podían optar por dos posibilidades: hoy e intacto, o mañana en pequeños trocitos. Esta mañana abandonó Blackbury en avión, a primera hora y de incógnito.
—No pareces demasiado complacido —gruñó Lenigo, mirando fijamente a Diablo—. ¿Hay algo que va mal, hermano?
Diablo se controló. Tras una pausa, dijo:
—Todo depende. ¿Puedo intentar adivinar los propósitos de esta reunión?
—¡Bien! —Lenigo se reclinó en su asiento, sus pequeños ojos, enterrados en múltiples arrugas, brillando intensamente en su oscuro rostro—. ¡Adelante, hermano! Siempre me han dicho que tú eras el tipo mejor informado de este continente, blanc o nigblanc, y me encanta la posibilidad de oírte probarlo. Cuanto más aciertes, más te querré en el lado adecuado en la próxima confrontación. Supongo que no necesito decirte que se está preparando otra confrontación.
—No. —Diablo sintió que el sudor picoteaba su frente, pero resistió el impulso de secarlo—. Digo que las cosas están así. Digo que los Gottschalk, y muy probablemente el propio Anthony Gottschalk en persona, han ofrecido a buen precio prototipos de armamento personal ultraavanzado que puede hacer realidad el tipo de cosa que los grupos de defensa urbana blancs dan por sentado realizando sus estúpidos ejercicios de defensa de sus bloques, como el que un saboteador nig acuda a destruir toda una manzana de casas.
Mantuvo su mirada fija en el rostro de Lenigo, que no traicionaba ninguna expresión, pero con el rabillo del ojo vio a Rosaleen Lincolnson tensarse. La mujer nunca había sabido ocultar sus emociones desde la primera vez que la había conocido, hacía diez años.
—Me he divertido muchas veces enormemente en el pasado, a expensas de esa actitud... He hecho programas en los cuales un nigblanc de casi tres metros de alto jugaba al Superman mientras a su alrededor todo un conjunto de aterrados blancs intentaban atarlo con hilo de coser como los liliputienses a Gulliver. Yo...
—Sí, lo recuerdo —dijo Lenigo—. Una gran imagen. ¡Y ahora va a ocurrir, muchacho!
—Un infierno va a ocurrir —dijo Diablo. Dudó, luego decidió lanzarse a fondo, tras ver de forma implícita que hasta ahora todo lo que había dicho era correcto—. Firmar con los Gottschalk ese trato que estáis planeando es exactamente lo mismo que el Mayor Black firmando su trato con Hermann Uys, y yo no quiero tomar parte en ello.
—¡Maldita sea, hombre! —estalló Lenigo—. Los Gottschalk son precisamente el único grupo no racista en este planeta, y yo he hecho negocios con ellos desde siempre. Anthony no es digno de fiar, de acuerdo, pero tampoco lo es Bapuji, ni Olayinka, y...
—Tranquilo —dijo fríamente Diablo—. No sé si te das cuenta del porqué has sido traído hasta aquí, pero lo diré en voz alta para todos los demás si es que a ti te avergüenza admitirlo. Fuiste traído hasta aquí porque los Gottschalk deseaban asustar a toda la población blanc de este país. Tú eres como una plaga... Tú encerraste a mister Charley en una celda de una prisión privada de ciego temor.
—¿Y eso es malo? —dijo Lenigo, y se echó a reír.
—¿Estás diciéndome que los Gottschalk abogan en el fondo de sus corazones por la igualdad de los negros? —contraatacó Diablo.
—Desde los ochenta no han dejado de proporcionarnos los instrumentos con los cuales labrarnos un lugar bajo el sol —restalló Mehmet abd'Allah—. ¿Por qué no te callas un minuto y dejas hablar a Morton?
—Porque él mismo ha dicho que yo soy el hombre mejor informado del continente —dijo Diablo, y aguardó a que aquello penetrara en la mente de todos.
Durante la pausa, se preguntó si no estaría siendo realmente un estúpido, o peor aún, un traidor, actuando sobre algo que había sido dicho por un hombre al que él mismo había ayudado a subir a una ambulancia del Ginsberg hacía apenas una hora o así.
—Incluso al precio especial de veinticinco mil hojas de té —dijo—, no vais a poder disponer de las armas integradas del sistema C en cantidades suficientes como para exterminar a todo blanc que pueda pagar el precio total de cien mil. Vosotros...
—Espera un momento —dijo Jones W. Jones, alzando una amplia mano de rosada palma. Se volvió hacia Lenigo—. Amigo, ¿no dijiste que la designación de las armas del sistema C se suponía que era un secreto?
Lenigo parecía incómodo. Murmuró:
—Según Anthony... Pero espera a que el hermano termine de hablar.
Diablo tragó dificultosamente saliva. No había esperado causar aquel tipo de impacto. Dijo:
—Coincidiendo con la entrega de los primeros modelos del sistema C, lo cual se producirá a principios del año próximo, las noticias de su existencia serán difundidas entre los blancs. La producción está planificada de tal modo que surta a ambos mercados, pero el blanc es el más importante porque los blancs pagarán más. Mientras vosotros todavía estáis entrenando a los operadores, la propaganda de los Gottschalk fomentará tal terror en las ciudades blancs que con toda probabilidad los enclaves nig adyacentes serán arrasados y saqueados, lo cual es precisamente lo que necesitan los Gottschalk para maximizar su potencial de ventas.
—¡Oh, infiernos, muchacho! —dijo Lenigo—. ¡Estás exagerando!
—¿De veras? —dijo Diablo suavemente—. Hermano Mehmet, ¿quién alimentó en ti la idea de sobornar la entrada de Morton en el país?
Mehmet abd'Allah adoptó una expresión avergonzada.
—Si estás tan bien informado... —dijo.
—Estoy incluso mejor informado de lo que tú piensas que lo estoy —afirmó rotundamente Diablo. Aunque no estaba enteramente convencido de la veracidad de lo que estaba diciendo, el hecho de estarlo diciendo tranquilizaba de forma curiosa su mente—. ¿Quién es el que está planeando destruir los bancos de almacenamiento de datos de Iron Mountain? Sé que alguien lo está, y lo que es más, los Gottschalk lo saben también, puesto que están construyendo un complejo de proceso de datos completamente nuevo en Nevada. ¿Te has parado a pensar en lo que ocurrirá si los Gottschalk son la única gran corporación que sigue teniendo grabaciones de sus negocios, sus índices de crédito y todo lo demás?
—¡Por supuesto que lo hemos pensado! —exclamó Lenigo—. Por eso es por lo que esto tiene prioridad en nuestra lista. Sin embargo—añadió en una nota más baja—, me intranquiliza un poco descubrir que tú sabes lo que tenemos programado.
—Yo no soy el único —dijo Diablo—. ¿Sabes quién me habló de ello? Matthew Flamen.
Rosaleen Lincolnson saltó en pie.
—¡Eso es imposible!
Cerca de ella, el doctor Barrie Ellison adelantó una mano tranquilizadora.
—Flamen tiene computadoras, querida —dijo—. Y no puedes mantener un proyecto de este calibre completamente a salvo de vías de agua.
—Esto no es simplemente una vía de agua —dijo Diablo—. El barco se está hundiendo. —Dio media vuelta y avanzó un paso hacia Lenigo, inclinándose sobre él—. De hecho, en lo que a mí respecta, ya está hundido. ¿Me oyes, hermano Morton? No tocaría esa idea vuestra ni con una pértiga de tres metros. Hiede a manejo sucio. Os habéis dejado manejar, os han laceado, ¡y ahora danzáis al son que ellos os tocan!
Lenigo, furioso, intentó levantarse; Diablo lo empujó de nuevo hacia atrás en su silla con una palma abierta.
—¡Quédate ahí y escucha, hombre! Allá en casa puede que te hayas creado una gran imagen, ¡pero aquí no eres más que un palurdo recién llegado de la granja con pegotes de boñiga de vaca en tus botas! Puedes asustar a esos estúpidos blanquitos que juegan ahí afuera a los soldados de plomo con sus lásers y sus granadas, ¡pero ningún demagogo de tres al cuarto me hará marchar a su paso! —Respiraba tan violentamente que su voz se convirtió en un chillido—. ¿Quieres que te diga cómo os han manejado? ¡Te lo diré, con lugares y fechas! Anthony Gottschalk imagina que ha reclutado a los suficientes monos y juniors como para sacar a Marcantonio de su silla en la primavera del año próximo. Imagina que puede utilizar tu falsa reputación como genio organizativo para fustigar el odio entre los blancs y convertir a las armas del sistema C en el... el Voortrekker del campo. ¿Y lo hará por mí..., en bien de mi piel negra? ¡Me haces reír hasta el vómito, hermano! Terminaréis agotando todo vuestro crédito en Washington, doc: ¿qué ocurrirá entonces? Seguirán fustigando el odio, mintiendo al decir que seguís acumulando armas, ¡hasta que los blancs se lancen sobre Washington y no dejen a nadie vivo allí para empuñar una pistola! ¿No es cierto, doc?
Barrie Ellison no dijo nada, pero tragó saliva muy dificultosamente.
—¿Os gusta la idea de ser utilizados como tapadera para la promoción de ventas de los Gottschalk? ¡Que os aproveche, hermanos y hermanas! —Inconscientemente, el acento de Diablo iba decantándose hacia el gutural georgiano/jamaicano/criollo de los enclaves del sur, y se dio cuenta y lo siguió utilizando, dejando que sus emociones controlaran su lengua—. ¡Yo voy a seguir cuidando de mí mismo, amigos! ¡No voy a arriesgar mi piel por la cabellera afro de ningún estúpido! ¡Seguid divirtiéndoos con vuestros secretos, con vuestros planes, con vuestras ideas! Yo digo mierda. Seguid haciendo publicidad para esos asquerosos, ¡yo me largo de aquí, y ahora!
Ciego de rabia, caminó a grandes zancadas hacia la puerta, y se detuvo tan sólo cuando uno de los dos macuts armados que lo habían traído hasta allí, y montaban guardia en la entrada desde su llegada, le golpearon lo suficientemente fuerte en la barriga como para que el dolor penetrara en su armadura de furia.
Recobrando el dominio de sí mismo, se volvió lentamente, y descubrió que Lenigo estaba de pie, mirándole furioso. Hubo un momento durante el cual el aire pareció chasquear con invisibles relámpagos. Luego Lenigo se volvió hacia el hombre que tenía más cerca, Mehmet abd'Allah.
—¡Parece como si el Mayor Black no hubiera perdido los sesos después de todo! ¡Hizo bien dejando marchar a ese traidor!
Con voz tensa, Mehmet dijo:
—Sí, Morton, pero si sabe tanto como parece...
—¡Ningún leal nigblanc vendería nuestros secretos a un asqueroso hurgón! ¡Le oíste decir que se lo contó todo a Matthew Flamen! —Lenigo se secó su sudoroso rostro—. ¡El lunes el maldito bastardo habrá esparcido la noticia a los cuatro vientos!
—No, muchacho —dijo Diablo—. Los Gottschalk compraron la Holocosmic para eliminar el programa de Flamen. Quieren que vosotros sigáis con la promoción de sus ventas.
—Y él no dijo que le hubiera contado nada a Flamen —dijo el doctor Barrie Ellison—. Dijo que Flamen se lo había contado a él.
—Pero no vais a creer...
Las palabras de Lenigo se desvanecieron mientras miraba a su alrededor, el anillo de oscuros y serios rostros que lo circundaban.
—Creo que todo lo que ha dicho encaja —dijo reluctante Rosaleen Lincolnson—. Como el que los blancs están mejor armados que nosotros en este mismo momento, y aunque consigamos algunas unidades del sistema C, deberemos aprender primero a utilizarlas.
—Y mientras tanto los blancs podrán caer sobre nosotros como halcones —dijo Diablo—. Tan asustados de que seamos capaces de pagar el precio rebajado del nuevo equipo, que querrán asegurarse de que ninguno de los enclaves esté en condiciones de pagar ni siquiera el primer plazo.
—Son unos viciosos bastardos —concedió el doctor Ellison—. Es propio de ellos.
—¡ Pero...! —estalló Lenigo.
Mehmet abd'Allah lo cortó en seco.
—¿Es esto una campaña de ventas de los Gottschalk? —le preguntó a Diablo.
—La mayor que hayan emprendido nunca, eso es todo. —Diablo apretó los puños—. Si caéis en la trampa, no tendréis un momento de paz durante el resto de vuestras vidas, y no van a ser unas vidas demasiado largas de todos modos.
—¡No le escuchéis! —gritó Lenigo.
Los demás lo ignoraron. Estaban intercambiándose serias miradas. Jones W. Jones dijo:
—Imagino que esto necesita ser verificado antes de que nos comprometamos más a fondo. Quiero decir, sé que los Gottschalk siempre ofrecen sus nuevas armas primero a los enclaves, pero una cosa es pensar que lo hacen como una compensación por su inferioridad económica y numérica, y otra como un plan deliberado.
—¿Nunca veis mis emisiones fuera de Blackbury? —preguntó Diablo con una genuina sorpresa.
—Naturalmente, pero...
—¿Pero qué? —Diablo dio una patada contra el suelo—. ¿Pero nunca las tomáis en serio, simplemente las olvidáis como propaganda antiblanc? ¡Al infierno con todos vosotros, entonces! Había verdad en ellas, la verdad tal como yo la veo, y eso es lo que os estoy diciendo ahora, y honestamente preferiría vivir entre los blancs que entre unos estúpidos que le siguen los pasos a ese bastardo de Lenigo y bailan con él al son que les tocan los Gottschalk. Dejadme salir de aquí antes de que empiece a vomitar.
Se dirigió de nuevo hacia la puerta a grandes zancadas, esta vez los macuts no hicieron ningún intento de detenerle.
Cuando se hubo ido, Lenigo dijo:
—Hermanos y hermanas, os doy mi palabra...
Pero no le estaban escuchando. Estaban prestando atención al doctor Ellison, que decía:
—En cualquier caso, si este tipo de detalles supuestamente secretos ha llegado hasta Pedro Diablo, y si tenemos que creer que los ha sabido de boca de un hurgón blanc, entonces debemos ser prudentes. Simplemente las cosas no van a ir tal como las habíamos planeado.
—Pero... —dijo Lenigo.
—Cállate —le dijo Mehmet abd'Allah, y se volvió de nuevo hacia el doctor Ellison.
—A mí al menos no me gusta ser usado —dijo el doctor—. No más que a él. —Señaló con la cabeza hacia la puerta cerrada por donde Diablo había desaparecido—. De modo que sugiero que deberíamos...
97
Retirada
Flamen miró de la cinta sin fin de Celia a la imagen real y de nuevo a la cinta sin fin, e intentó con un cierto desconcierto analizar sus propios sentimientos. ¿Había algo que no iba bien...? No, no era eso exactamente; simplemente, no iba como había esperado. La furia que había sentido al saberse privado de su emisión por el nuevo directorio de la Holocosmic —todos ellos hombres de paja de los Gottschalk, agrupados a toda prisa procedentes de media docena de cadenas y componiendo un consejo directivo de lo más heterogéneo— hubiera debido mantenerse indefinidamente. Ver la carrera de toda una vida ser arrancada de sus manos en un momento era algo como para crear una inquina eterna.
Y sin embargo, en menos de una semana, se sentía más relajado de lo que se había sentido en muchos años, olvidando preocuparse por el futuro. Sí, eso era: esa necesidad había desaparecido de su mente.
Agitó la cabeza. Tendida en un largo sofá frente a él, Celia alzó los ojos.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
—Nada —dijo Flamen en un tono de vaga sorpresa.
La miró de nuevo. Ya llevaba dos días allí; simplemente había llegado, sin avisar, con todo su equipaje, procedente de casa de Prior, y se había instalado en su propia casa como si no se hubiera producido ninguna discontinuidad. Estaba completamente libre de las secuelas de las drogas que le habían administrado en el Ginsberg, por todo lo que Flamen podía decir, excepto que de su comportamiento había desaparecido una cierta tensión; no había ni el menor asomo de la irritabilidad que había coloreado su voz y su expresión durante interminables meses antes de ser hospitalizada. También habían sentido más placer en la cama del que podía recordar antes.
En una palabra, parecía feliz.
Quizá hubiera sido bueno, se dijo Flamen a sí mismo, que su plan de hacer saltar a Mogshack de su posición de influencia se hubiera desmoronado en la extraña confusión del último fin de semana. ¿Qué había ocurrido? Todo había sido un amasijo tan fantástico de escuetos y verificables hechos—como la noticia del nuevo equipo de proceso de datos de los Gottschalk y la inexplicable referencia a «Robert» Gottschalk— mezclados con un conjunto de absurdos absolutos. Pero debido a ello, él había abandonado su intención de hacer que Celia fuera evaluada por los parámetros de Conroy, y parecía que eso había sido muy afortunado para él. Nadie podía negar que Celia estaba mejor ahora de lo que había estado en años, quizá mejor que nunca durante toda su vida de casada.
Lanzó un pequeño suspiro de satisfacción. Haber evitado el hacer el ridículo era algo de lo que debía sentirse agradecido, por supuesto, pero tenía a Celia de vuelta, más que simplemente curada, era aún mejor.
Sonó el carillón de la Tri-V frente a él, y se dio cuenta con un sobresalto de que ya era mediodía. El aparato estaba programado para conectarse automáticamente a la hora de su emisión, y no había anulado la instrucción porque aquella era la primera vez que estaba en casa al mediodía desde que los Gottschalk compraran la cadena; había pasado todos los días anteriores en su oficina, arreglando todas sus cosas y haciendo no demasiado ansiosas indagaciones sobre empleos alternativos.
Ahora que pensaba en ello, ni siquiera estaba seguro del uso que había dado el nuevo directorio a su tiempo de emisión. Miró a la pantalla cuando se iluminó, y se quedó sorprendido más allá de todo lo indecible al ver aparecer un oscuro rostro familiar: Pedro Diablo.
—¿Qué demonios?
Se había medio puesto en pie. Contrarrestando el impulso con un esfuerzo, volvió a sentarse. ¿Qué infiernos hacía Pedro Diablo allí? Dispuesto a encolerizarse de nuevo, aguardó mientras los indicativos de la estación aparecían en la pantalla, seguidos por la publicidad de unos deslizadores de importación.
—¡Esta semana —dijo una voz azucarada—, nuestro sondeo del mediodía por el planeta Tierra es conducido por nuestro hurgón invitado Pedro Diablo!
¡Delirante! ¡Fantástico! La boca de Flamen se afirmó en una amarga línea. Pedro Diablo estaba diciendo:
—Viernes, amigos, y ésta es mi última aparición como anfitrión de este programa... La próxima semana tendrán de nuevo a su anfitrión habitual, con el que espero tener el privilegio de colaborar, por un tiempo al menos. Así que, por última vez en solitario, he aquí una visión del mundo a través de unos ojos nigblancs...
Clic, clic, y en la pantalla apareció la familiar forma como una fortaleza del Ginsberg. La voz de Diablo siguió:
—¿Qué se esconde detrás de la obligada dimisión del director del hospital de Higiene Mental del Estado de Nueva York, el doctor Elias Mogshack?
¿Qué?
Y Mogshack, en su oficina, inmóvil como una roca, los ojos cerrados, un espécimen de catatonía clásica, todos sus músculos congelados.
—Aquí lo tienen, tomándose al parecer demasiado en serio su propia afirmación de ser un individuo —dijo Diablo, con un tono de cortante ironía.
Clic, clic, y una serie de escenas reconstruidas, tan buenas como cualquiera de las que el propio Flamen hubiera montado nunca..., una reluctante admiración profesional empezó a echar a un lado su resentimiento, su asombro ante la referencia de pasada de que la emisión iba a «volver a la normalidad» la próxima semana, y el shock de la noticia acerca de la dimisión obligada de Mogshack. El director fue visto y oído con Reedeth, chillándole por la comred que había un complot para echarle y amenazándole con destituirle porque Reedeth había permitido que Xavier Conroy entrara en el hospital.
—Suena como si el doctor Mogshack quisiera aislarse del mundo un poco demasiado —dijo Diablo juiciosamente, mientras la pantalla volvía al monstruoso bastión de cemento del conjunto del hospital—. Los rumores dicen...
Y Mogshack con un quemador Gottschalk en la mano, cubriendo la puerta de su oficina mientras Ariadna Spoelstra intentaba entrar; disparando, convirtiendo la puerta en un montón de plástico fundido y cenizas; Reedeth lanzándose sobre Ariadna como un jugador de rugby y derribándola al suelo una fracción de segundo antes de que un rayo en abanico la partiera por la mitad.
—Y aquí está esa vieja historia acerca de quién curará a los médicos —dijo Diablo—. Predigo una masiva investigación del estado sobre el modo operativo del Hospital Ginsberg durante los últimos años...
La comred zumbó, y Flamen le lanzó un grito para rechazar la llamada. Pero la llamada era prioritaria, y en la pantalla apareció el blando rostro de Eugene Voigt. Viéndole, Flamen cambió instantáneamente de opinión y en vez de ello bajó el sonido de la Tri-V.
—Señor Voigt, ¿qué infiernos está ocurriendo en la Holocosmic? —exclamó.
—Sería más apropiado preguntar qué está ocurriendo en el trust de los Gottschalk —zumbó Voigt bajo la cortina de su bigote de morsa—. Confío en que pueda usted parar las disposiciones que haya podido tomar y hacerse cargo de nuevo de su emisión.
—Sí, por supuesto... No he tomado aún ninguna decisión irrevocable, con la ligera esperanza de seguir haciendo lo mismo en otro sitio. ¿Usted..., usted consiguió que fuera revocada la decisión?
—No exactamente —murmuró Voigt—. Pero como quizá sepa, o quizá no, la orden de comprar la mayoría de las acciones de la Holocosmic surgió de un nuevo y ultraavanzado centro de proceso de datos en Nevada, sobre el cual manteníamos centrada toda nuestra atención puesto que era el señor Anthony Gottschalk quien había firmado todos los contratos para él, y cuando descubrimos que se estaba desarrollando en él un serio fallo de funcionamiento tomamos..., esto..., medidas para hacer que las reparaciones resultaran extremadamente difíciles. Para ser exactos, nos aseguramos de que virtualmente todo el equipo de mantenimiento más cualificado de la IBM quedara reservado para un contrato de revisión con la CPC, y la cosa funcionó estupendamente. Acaba de serme notificado por el propio señor Marcantonio Gottschalk en persona que la compra de la Holocosmic y la cancelación de su emisión fue una decisión no autorizada, y que esta mañana había sido revocada por una mayoría sustancial en una discusión familiar en su propiedad de Nueva Jersey.
Hizo una pausa, sin sonreír, pero con los ojos achicándose en medio de una red de complacidas arrugas.
—Yo..., espero que no se sienta disgustado con la noticia.
—¡Cristo, es fantástico! —exclamó Flamen—. Es usted un sucio marrullero, señor Voigt..., y eso es un cumplido.
Voigt se alzó de hombros y se ajustó complacido su oreja derecha.
—Nuestra introvertida época no es el ambiente más feliz para un especialista en comunicaciones, señor Flamen. Uno hace todo lo que puede por luchar contra el constante deterioro de los contactos persona-a-persona. Es un prerrequisito necesario para la continuación de nuestras carreras. Incidentalmente, supongo que no habrá estado viendo usted el programa del mediodía de la Holocosmic esta semana.
—Estaba tan malditamente irritado con la jugada que me habían hecho que no hubiera podido. Ni siquiera sabía que Diablo se había hecho cargo de él. ¿Arregló usted eso?
—Bueno, a primera hora de la mañana del pasado lunes recibí una llamada confidencial del señor Marcantonio Gottschalk, que como cabeza titular del trust había sido encargado de llevar a cabo las negociaciones informales relativas a su nueva y diversificada aventura en el campo de las teletransmisiones, solicitándome a alguien que pudiera llenar el espacio con un grupo de programas mientras se tomaba una decisión definitiva respecto al contenido futuro de la emisión eliminada, y como sea que a causa de la obligación impuesta por el contrato Washington-Blackbury necesitábamos encontrar un puesto adecuado para el señor Diablo... —Voigt hizo un amplio gesto con las manos—. No computamos lo que sentiría usted al respecto, ya que pensamos que, siendo reemplazado por un talento tan notorio...
—¡Por supuesto, por supuesto!
Los ojos de Flamen estaban clavados en la Tri-V, no en la pantalla de la comred, y allí había otra escena reconstruida, esta vez mostrando al bien conocido presidente de Lares y Penates Inc, caminando por una fábrica llena de obreros nigblancs donde se producían en cadena Lars de plástico. Lamentó haber perdido la oportunidad de presentar él mismo aquella historia en particular, pero había sido una elección juiciosa para mantener la atención de la audiencia en aquella semana de transición. Además, el detalle era excepcional, quizá debido a que Diablo había estado realmente en la fábrica en cuestión.
—Incidentalmente, ¿cómo lo ha estado haciendo? —preguntó.
—Muy bien, según tengo entendido. La audiencia blanc se ha sentido naturalmente intrigada al ver trabajar al celebrado hurgón nig, y los índices han subido en un ocho o nueve por ciento. Y a propósito, un detalle que no dudo que le interesará: no ha habido ninguna interferencia en la emisión esta semana.
—¡Eso significa que el antiguo directorio de la Holocosmic estaba saboteándome!
—Puede computarlo usted como quiera, señor Flamen. Yo simplemente menciono el hecho.
Flamen dudó. Volviendo al tema más importante, dijo:
—Pero..., pero dígame: ¿cómo consiguió usted hacer cambiar de opinión a los Gottschalk? O menor, al grupo disidente, al que supongo que forzó la compra de la Holocosmic.
—Creo que fue cosa de ellos mismos, señor Flamen. —Voigt se tironeó de nuevo con aire ausente el lóbulo de su oreja derecha, lo desprendió por error, y volvió a colocárselo con un asomo de azoramiento—. Lo lamento. Pero todo esto es muy peculiar, señor Flamen. Sigo aún intentando obtener algo de sentido de lo que nos dicen nuestros propios ordenadores, puesto que de la noche a la mañana nuestros circuitos se han visto alimentados con algunos datos adicionales altamente improbables. ¿Sabe lo de la crisis nerviosa del doctor Mogshack?
—Acabo de verlo en la Tri-V.
—Bien, eso representa por supuesto un enorme escándalo, y los expertos federales en higiene mental han sido llamados para investigar. Entre otras cosas abrieron los bancos de datos del Ginsberg a la red de proceso de datos federal, y el análisis de la información que hemos adquirido va a llevarnos un tiempo muy largo. Parece como si..., probablemente debido a que alguno de los internos había estado encargándose del mantenimiento..., han sido integradas algunas nociones completamente carentes de sentido, como si fueran puro evangelio. Por ejemplo...
—¿Qué?
—Bien, llevo intentando extraerle algún sentido a todo ello durante toda la mañana, y hasta ahora no he hecho más que darme de cabezazos contra una pared de ladrillos. He preguntado acerca del cese de las interferencias en la emisión del mediodía de la Holocosmic, y he sido remitido a un bloque de datos recientemente adquirido del Ginsberg. —Voigt se le quedó mirando—. ¿Ocurre algo, señor Flamen?
—No..., no sé.
Vivido en su memoria, reprimió el recuerdo de los automatismos en la oficina de Reedeth diciéndole que la señora Celia Prior poseía la habilidad de interferir con las radiaciones electromagnéticas en las bandas utilizadas para...
Pero aquello era absurdo. Tenía que ser absurdo.
Sin embargo, pudo oír a Voigt que seguía hablando, mientras en la pantalla de la Tri-V un anuncio se desarrollaba en silencio..., no el de las trampas Guardian que normalmente llenaba aquel bloque publicitario. Por supuesto, difícilmente podía esperar uno que Diablo aceptara un spot que mostraba a un compañero nigblanc siendo conducido a una dolorosa muerte.
—Y todo aquello conducía finalmente a un diagnóstico referido a su esposa, señor Flamen, una afirmación de que ella podía de algún modo..., esto..., interferir con sus apariciones en las ondas de la Tri-V, y que se sentía resentida de su propia habilidad debido a que a nivel consciente sabía cuánto valoraba usted su trabajo. Luego afirmaba que cuando ella encontrara una forma de emplear su talento en favor, antes que en contra, de usted, se recuperaría por completo. —Voigt exhibió una sonrisa de disculpa—. Pensar que algo de este tipo esté realmente incorporado a los bancos de datos de un importante hospital del estado... Eso es típico de lo que estamos descubriendo en la investigación sobre la administración de Mogshack, por lo que considero que es un alivio poder habernos librado de él.
Pero Flamen no estaba escuchando. Ahora estaba mirando a Celia, completamente relajada en el largo sofá, los ojos cerrados.
Haciendo un esfuerzo, dijo:
—Señor Voigt, ¿me haría usted un favor?
—Si está en mi mano —aceptó Voigt educadamente.
—¿Puede usted comprobar los ordenadores federales acerca de...? —Se detuvo. ¡Era tan ridículo! Iba a mostrarse como un estúpido si decía una palabra más. Y sin embargo, no pudo impedir que sus labios y su lengua terminaran la frase—: ¿Podría comprobar acerca de la crisis nerviosa de Robert Gottschalk, ver si por azar es remitido usted al mismo bloque de datos?
—Oh... Bien, no hay ningún inconveniente, si cree usted que vale la pena... —Voigt fue quien se interrumpió ahora—. Señor Flamen, estoy acostumbrado a pensar en usted como en una persona particularmente bien informada, pero, ¿cómo demonios sabe usted que la computadora Gottschalk era apodada «Robert»? ¡Incluso los miembros del trust eran mantenidos en la ignorancia de ese hecho, a menos que hubieran jurado su inquebrantable apoyo a la facción capitaneada por Anthony Gottschalk!
«Me lo dijo un loco salido del Ginsberg.»
Pero Flamen no se sintió con valor para admitir aquello. Mantuvo un silencio enigmático, mientras su mente trabajaba. «Si Madison estaba en lo cierto respecto a eso, ¿no podría haber estado también en lo cierto respecto a otras cosas? ¿Y podían los automatismos del Ginsberg...?»
Miró a Celia, preguntándose si aquella sería la verdad..., preguntándose si la cura se había producido en el momento en que ella había acudido a mirar por encima del hombro de su hermano y le habían dicho que la Holocosmic había sido comprada por los Gottschalk y ya no habría más programas de Matthew Flamen.
Aquella podía ser una forma de hacer que su talento trabajara para él, en vez de contra él: interfiriendo con la ultracompleja computadora...
Pero no se sintió capaz de convencerse a sí mismo. Sólo podía aceptar el fantasma de una sospecha de que las cosas podían haber ocurrido de aquel modo.
Con una renovada energía, Voigt dijo:
—Bien, eso deja tan sólo otro punto, señor Flamen, aparte mis felicitaciones por su vuelta a su programa el próximo lunes. ¿Estaría usted..., esto..., estaría usted dispuesto a seguir trabajando en colaboración con el señor Diablo? Lo he sondeado de una manera informal, y él dice que está dispuesto si usted lo está también. Por alguna razón, pese a la destitución del Mayor Black...
—¿Él también?
—Realmente ha estado usted apartado de las noticias, señor Flamen —dijo Voigt con una franca sorpresa—. Sí, el Mayor Black fue juzgado mentalmente incapaz de seguir ostentando su cargo ayer por la tarde. Pero estoy aguardando su respuesta.
—Sí, me encantará —dijo Flamen firmemente—. He estado observando su trabajo mientras hablaba con usted. Me gusta. Es condenadamente bueno. ¿Por qué no desea volver a su casa, sin embargo, si el Mayor Black ya no está allí?
—Parece que recientemente ha habido algunas..., esto..., fricciones dentro de los círculos nigblancs —dijo Voigt—. Es posible que hayan tenido su origen en la invitación del Mayor Black de que Uys acudiera al país. Sea lo que sea, nosotros al menos ya no tendremos más problema con la presencia aquí de Morton Lenigo, gracias a Dios.
Flamen se llevó una vacilante mano a la cabeza.
—Tengo la sensación como si apenas hubiera parpadeado, y todo el mundo fuera distinto a mi alrededor.
—Es distinto —dijo Voigt con una inesperada gravedad—. Hemos tenido una semana de alivio de algo que durante mucho tiempo he estado esperando que tuviera usted el valor de atacar.
—¿Qué?
—La propaganda Gottschalk. Ni yo mismo hubiera llegado a creer lo eficiente que era hasta esta semana, cuando se vieron directamente involucrados en el mundo de las comunicaciones y se encontraron con el hecho de que la Carta prohíbe a las corporaciones que controlan servicios públicos de transmisiones televisivas utilizarlas para la promoción de sus propios productos. No sé cuánto tiempo durará esto, pero... Señor Flamen, ¿puedo hacer algo ilegal, no ético, y enteramente personal? ¿Puedo pedirle que me devuelva el pequeño favor que haya podido hacerle consagrando tanto tiempo como le sea posible en su emisión, a partir de ahora, a un análisis detallado de las técnicas Gottschalk para fomentar el descontento, el odio y la sospecha?
Aquella era la primera vez en su largo contacto que Flamen veía a Voigt desplegar una tal emoción. Estaba casi temblando.
—Puedo mantenerlos encallados donde están ahora durante semanas como mínimo, quizá meses, antes de que puedan librarse de sus obligaciones y vender sus acciones de la Holocosmic. Hasta entonces, tenemos una posibilidad de luchar contra ellos.
—¡Pero ellos seguirán siendo mis empleadores!
—Tendrán que tragarse todo lo que usted elija poner en las ondas. La Carta dice también que ningún programa de noticias, y el suyo está considerado como un programa de noticias, podrá ser censurado debido a que los propietarios de la cadena deseen proteger a un anunciante de una publicidad desfavorable relativa a sus productos o servicios. —Voigt sonrió como un gato gordo—. Podemos pasearlos de una apelación a otra antes de que puedan alcanzarnos, señor Flamen. He hecho computar el asunto, y funcionará. Así que quizá usted pueda, esto..., realizar el servicio público que acabo de sugerirle.
—Sí —dijo fervientemente Flamen.
—Gracias, muchas, muchas gracias. Yo... ¡Oh, pero si es la señora Flamen! —Los ojos de Voigt se abrieron mucho, y en aquel mismo momento Flamen se dio cuenta de que Celia se había levantado de su sofá y se había situado silenciosamente junto a él—. Hace un montón de tiempo que no nos vemos. Me alegra saber de su recuperación.
—No sabe usted ni la mitad de ello —dijo Flamen, y rodeó a su esposa por la cintura.
—¿Quizá el resto no pueda..., esto..., publicarse? —dijo Voigt. Alzó una de sus pobladas cejas—. Bien, voy a volver a mis propios problemas personales y así dejaré de molestarles. Y una vez más, gracias por aceptar la sugerencia que le he hecho.
—¿Qué sugerencia? —dijo Celia cuando la pantalla se apagó—. Me temo que estaba medio dormida. No he oído mucho de lo que estabais hablando.
—¡Vuelvo a mi trabajo! —dijo Flamen, exultante—. ¡Y lo que es más, voy a tener la oportunidad de torpedear a esos bastardos que intentaron eliminarme! Créeme —apretó los puños—, ¡voy a hacer que sigan el mismo camino que Mogshack y el Mayor Black!
98
Lejos de ser algo extraordinario, el sabio idiota que puede realizar notables hazañas mentales sin saber ni cómo lo hace ni cuáles van a ser sus consecuencias es más bien algo excesivamente típico de la especie humana
En el agradable estudio con aire acondicionado y amueblado a la antigua que tenía en el campus de la universidad de Manitoba Norte, Xavier Conroy permanecía sentado ante su antigua máquina de escribir eléctrica ponderando las líneas generales de la serie de conferencias televisadas que había sido invitado a dar durante el próximo año académico. Seguía teniendo problemas en organizar su argumentación; una cosa era dirigirse a un grupo de estudiantes cautivos en una relativamente oscura universidad, y otra muy distinta tener que presentarla de una forma clara a millones de telespectadores.
Sospechaba que el contrato había sido firmado por puro pánico... El escándalo de descubrir que el director del mayor hospital mental del hemisferio estaba sufriendo él mismo de megalomanía avanzada había alterado a todo el mundo, incluidos los directores de las más importantes cadenas de Tri-V, haciéndoles terriblemente conscientes del problema de la higiene mental que hasta entonces había sido domesticado por doctrinas tan fáciles como las de Mogshack acerca de la naturaleza cambiante de la normalidad.
Fuera debido al pánico o no, sin embargo, la oportunidad era demasiado buena como para dejarla pasar. ¿Cuál era la mejor forma de hacer ver claro a los espectadores que... ?
La comred zumbó. Volviéndose, vio que la pantalla señalaba el color amarillo claro que indicaba larga distancia, y admitió la llamada.
Ante su sorpresa, apareció el rostro de Lyla Clay: hermosa como siempre, mostrando las huellas de la tensión, pero sonriendo al verle.
—¡Señorita Clay! ¡Buen Dios! —Hizo girar su silla para enfrentarse directamente a ella—. ¿A qué debo el placer?
—Me gustaría acudir a estudiar con usted este año —dijo Lyla.
Hubo un momento de completo silencio. Finalmente, Conroy dijo:
—Me siento..., esto..., muy halagado, pero...
—Profesor. Estoy mejorando mucho en controlar mi talento — dijo Lyla—. No he tomado ninguna píldora sibilina en más de un mes, y estoy sintiendo cosas que... —Se mordió el labio—. Bueno, creo que tengo un montón de cosas que decirle. ¿Puede perder usted un poco de tiempo escuchándome? Quiero decir, si dice usted que no, lo comprenderé, porque la última vez que hablamos todo estaba tan desorganizado, y si usted prefiere olvidar todo el episodio, simplemente dígalo.
Conroy permaneció inexpresivo por un momento. De pronto se echó a reír.
—Señorita Clay, debo confesar que me impresiona usted enormemente. No recuerdo haber hecho nunca nada tan estúpido en mi vida como enfrentarme al señor Flamen y asegurar que creía en lo que Madison nos estaba diciendo, cuando tan sólo unos momentos más tarde se hundía en la locura permanente. Oh, lo siento. Él era amigo suyo,¿verdad?
—Harry Madison no sólo era la persona más sana, sino la más agradable que jamás haya conocido —dijo Lyla firmemente—. Me sacó de una terrible situación inmediatamente después de la muerte de Dan, y pese a que ha sido internado de nuevo en el Ginsberg desde entonces he seguido comportándome de la forma en que él me enseñó, y debo decir que los resultados han sido sorprendentes. Creo que estaba usted equivocado, profesor... Quiero decir, creo que está equivocado ahora y tenía razón entonces.
—No acabo de seguirla —dijo Conroy tras una pausa.
—No estoy segura de seguirme yo misma —se alzó de hombros Lyla—. Es algo que está tan..., tan dentro de mí, que no puedo explicarlo. Tiene algo que ver con haber intentado ganarme la vida como pitonisa...
—¿Ya no sigue con ello? —interrumpió Conroy.
—No. Recibí una invitación de la doctora Spoelstra del Ginsberg para ofrecer una audición, diría usted, para el nuevo director..., pero dije que no.
—¿Qué es lo que hace, entonces?
—Volví a casa. Estoy llamándole desde allí. Simplemente llevo algunas semanas sentada, pensando. Y discutiendo con mi familia, pero eso no es nada nuevo. —Hizo una divertida mueca que quería ser una sonrisa—. Me costó un esfuerzo enorme decidirme a inscribirme en su universidad, pero llamé y pregunté, y cuando me dijeron que su curso estaba ya completo pensé que quizá si le llamaba directamente a usted...
—Bien, por supuesto me sentiré muy complacido aceptándola como estudiante mía, naturalmente, pero me temo que tendrá usted que proporcionarme alguna muy buena razón.
—Voy a intentarlo —dijo Lyla—. Es por eso por lo que le he llamado. —Se inclinó ansiosamente hacia la cámara—. Mire, profesor, he leído algunos de sus libros, y le he conocido y le he escuchado, y lo que dijo usted allá en la oficina de Flamen no ha dejado de atormentarme ni un momento. Supongo que nunca lo hará. No sé qué es lo que hace de mí una pitonisa, y aparentemente nadie más lo sabe tampoco, pero..., pero no es esa la forma correcta de atajar el problema, sea cual sea. Yo no sé cuál es, pero pienso que tal vez sea que la gente simplemente está encerrándose separada la una de la otra, hasta que se necesita a alguien con un especial don mental y una droga infernalmente peligrosa para romper las barreras entre nosotros. Y no tendría que ser de ese modo. Ya se lo he dicho, no he tomado una sib desde hace más de un mes; he estado paseando por mi ciudad natal contemplando a la gente, he estado hablando con mis padres y con mi hermano, y he conseguido... verles de nuevo a todos. Tengo una mente además de un talento peculiar, y puedo controlar mi mente, y puedo recordar lo que aprendo con ella en vez de tener que sentarme y escuchar la grabación de una cinta efectuada mientras yo estaba en trance. Ser una pitonisa es como ser una máquina, que simplemente está ahí sabiendo todo tipo de cosas sorprendentes pero jamás las comparte con nadie hasta que alguien le hace las preguntas adecuadas. Yo no soy una máquina, sino una muchacha con hormonas y emociones y algo de inteligencia y buena presencia y...
Hizo un gesto de impotencia.
—Deseo a alguien que me muestre más de lo que Harry Madison consiguió mostrarme en el poco tiempo que estuvo libre. Estaba esa persona, Berry, que yo creía era un amigo de Dan y mío... ¿Recuerda? Y se metió en nuestro apartamento porque pensó: «Ahora es la ocasión de quedármelo para mí». Amigo o no amigo, eso fue lo primero en lo que pensó, no en ver si podía ayudarme a arreglar el lío que la muerte de Dan había dejado, o algo así. Profesor, ¿me estoy expresando con claridad?
—No mucho —dijo Conroy con una mueca—. Pero está hablando del tema adecuado. Prosiga.
—Bien, como he dicho, esto está dentro de mí, y yo simplemente no estoy acostumbrada a sacar cosas como ésta e intentar explicarlas. Pero aquél era un terrible problema para mí, sin casa, sin nadie que me ayudara, y Harry simplemente lo evaluó y pese a que nos habíamos conocido aquel mismo día lo arregló todo. De acuerdo que era algo especial, abriendo una puerta cerrada sin llave a código y agarrando un peso de un centenar de kilos y cosas así; pero lo que más me impresionó de él fue con qué propósito hacía todo eso.
—¿Y eso la decidió a dejar de ser una pitonisa?
—¡Oh, no! —Lyla frunció el ceño al techo, pareciendo frustrada por su falta de habilidad en expresarse claramente—. Eso es algo que no podré dejar de ser nunca... Soy una pitonisa, del mismo modo que otros tienen don de gentes y otros pueden ver de noche y otros quizá sean unos genios con las matemáticas. Es lo que haces con el don que posees lo que cuenta. No deseo lograr una fortuna con ello y convertirme en una sádica aburrida como Mikki Baxendale. Deseo aprender cómo hacer que esa cosa trabaje para mí, porque no puedo hacer que trabaje para otra gente hasta haber conseguido eso. Y deseo estudiar con usted debido a todas esas cosas con sentido que dijo usted acerca de la forma en que la gente se está aislando la una de la otra. No acerca del talento de las pitonisas... Nadie puede ayudarme en eso, ni siquiera las otras personas que lo poseen, porque mientras la facultad está trabajando la mente está desconectada. Acerca de la gente de la que me habla mi talento. ¡Profesor, lo deseo tanto que creo que estaría dispuesta a matarme si tuviera que esperar otro año para acudir a su curso!
—Aunque tuviera que dejarla acampar en mi estudio porque no hubiera sitio en los dormitorios —dijo Conroy con decisión—, la haría venir. No he oído a nadie de su edad..., disculpe la referencia, pero soy tremendamente consciente del abismo de edad que nos separa en este entorno..., no he oído a nadie tan joven como usted hablar con tanto sentido en sólo cinco minutos desde hace al menos diez años. En estos momentos, gracias a la reacción contra Mogshack y a mi involuntaria postura como su más importante rival, estoy en una posición de cierta influencia, y tengo que intentar controlarme un poco, porque hace tanto tiempo...
Tironeó pensativo de su barba.
—Tengo que admitir —prosiguió tras una pausa— que sigo encontrando difícil imaginar por qué pude ser tan dogmático afirmando que lo que decía Madison era completamente cierto, cuando era tan patentemente absurdo. Hablando de cosas que aún no habían ocurrido, y lo que es más, cosas que se ha revelado que no han ocurrido...
—Profesor —interrumpió Lyla—; de no haber sido por nosotros, hubieran ocurrido.
—¿Qué?
—Hubieran ocurrido. Estaba esa nueva computadora en Nevada, ¿no? Y algo se estropeó en ella, y yo sé qué fue lo que se estropeó.
—Sí, por supuesto, pero... ¿Usted sabe qué fue lo que se estropeó en ella? —hizo eco Conroy, escéptico.
—Naturalmente. —Lyla habló con sencilla seguridad—. Le ocurrió lo mismo que en una ocasión me ocurrió a mí. Lo que llaman una trampa de eco.
Las manos de Conroy cayeron sobre sus rodillas, y se la quedó mirando por un interminable momento. Con una voz cambiada, dijo:
—Creo... No, tendrá que explicarme lo que quiere decir.
—Supongamos que es cierto que Madison era..., era parte de, o se hallaba en contacto con, o de alguna manera estaba asociado con esta máquina, ahí en el futuro, donde la civilización se había colapsado. Entonces, en el momento en que supo que los Gottschalk habían comprado la cadena Holocosmic para eliminar la emisión de Flamen, se dio cuenta de que había sido vencido. En ambos sentidos. Quiero decir que ella se dio cuenta de que había sido vencida. Con el siglo de experiencia extra que tenía allí en el 2113, tuvo que enfrentarse al hecho de que su propia memoria le indicaba que ella había actuado para prevenir precisamente el tipo de exposición necesaria para alterar la historia y preservar la suficiente gente rica que pudiera comprar el armamento del sistema C cuando éste les fuera ofrecido. Zink-zonk-zink-zonk...
Imitó el estar haciendo oscilar una bola colgando de un hilo entre sus dos palmas abiertas.
Viendo la expresión de incredulidad de Conroy, se detuvo con un suspiro.
—Lo siento, profesor. Es algo que nunca podré expresar claramente. Tendría que haber estado usted dentro de mi cabeza en el apartamento de Mikki Baxendale cuando tomé una dosis subcrítica de la droga sibilina y sentí todas aquellas experiencias directas de luchas y muertes mientras cruzaban por la mente de Harry. Ningún hombre en toda una vida podría acumular ese tipo de datos; tendría que estar tan sujeto a la violencia que hubiera debido morir al menos siete veces. Pero para mí me dijo mucho más que todas las palabras. Me dijo que él, o algo detrás de él, estaba transformándose en una máquina de matar. Y él mató. Arrojó a aquel hombre por una ventana de un piso cuarenta y cinco, ¿no? He pensado muchas veces en ello desde entonces. Incluso sé qué fue lo que me hizo vomitar al final. De toda la gente que se ha dedicado a lo largo de la historia a matar, los peores fueron una secta zen herética en Japón y Corea durante los siglos XV y XVI, que cultivaron el asesinato literalmente como un arte. Si puede imaginar usted el éxtasis que puede obtenerse de la pintura y de la música y de la poesía unidas, y entonces darse cuenta repentinamente de que se trata de un hombre al que se está matando, entonces comprenderá por qué me sentí tan enferma.
—Usted se ha tomado todo esto muy en serio, ¿verdad? —dijo Conroy lentamente, y sin esperar una respuesta prosiguió—: Debo admitir que siento ahora la misma inquietante sensación que recuerdo haber sentido en la oficina de Flamen... Una sensación de verdades emergiendo de algo que normalmente echaría a un lado como obvias tonterías. Su idea de la computadora volviéndose loca porque había creado un feedback inestable del presente al futuro...
—¡Exacto! —exclamó Lyla.
—Pero —prosiguió él, como si ella no hubiera dicho nada—, pensar en esos términos es algo que rompe demasiado con mis habituales esquemas de pensamiento. ¿Usted, quizá? —La miró dubitativo—. Sí, no veo por qué no. ¿Qué edad tiene, señorita Clay?
—Hoy cumplo veintiún años.
—Y ya ha tenido usted experiencias que la mayor parte de la gente no tendrá nunca. Una vez vi el talento de una pitonisa definido como la habilidad de pensar con las mentes de otras personas; ¿es eso cierto?
—Sí, yo misma lo he dicho.
—En cuyo caso, si no petrifica usted su mente en un esquema conformista, supongo que es posible, sólo posible, que yo pueda ser capaz de ayudarla a encontrar lo que dice que quiere. Y yo siempre estoy en guardia contra la rigidez mental.
—Usted tiene una mente mucho más abierta que cualquier otra persona a la que conozca —dijo Lyla cálidamente.
Conroy hizo una inclinación con su griseante cabeza.
—No había recibido un cumplido tan sincero como ese en años, señorita Clay. Haré que se una usted a mi curso, y le prometo que haré todo lo que pueda por usted. Necesitamos desesperadamente gente como usted, y vamos a necesitarla más desesperadamente que nunca en las próximas décadas. Con la retirada del mercado de Lares y Penates a causa de esa resaca del pánico anti-nig, y la reacción contra ello, y la repentina pérdida de confianza en los Gottschalk tras la revelación de sus disensiones internas... —Suspiró—. Este viejo planeta nuestro está oscilando como una peonza mal lanzada, y si no encontramos un núcleo de gente sensible y con cabezas firmes para enderezar de nuevo nuestro rumbo, vamos a encontrarnos finalmente siguiendo una órbita inestable como un cohete averiado, con los motores atascados, a veces boca arriba, a veces boca abajo, y a veces en extraños ángulos. Pero de alguna forma he conseguido durante toda mi vida aferrarme a ese irracional optimismo, esa sensación de esperanza de que alguien acudirá al rescate en el momento necesario para equilibrar nuestros giroscopios.
Se echó hacia atrás, y sonrió al hermoso rostro en la pantalla de la comred.
—Gracias por pedirme este favor, señorita Clay. A veces mi confianza en mis propios juicios tiende a debilitarse. Es algo estupendo sentirla restaurada por alguien tan excepcional como usted.
Ella lo miró durante un largo momento. De pronto frunció los labios y le envió un beso, antes de cortar la conexión con una maliciosa sonrisa.
FIN