Publicado en
abril 08, 2010
Vladimir Hernández Pacín
Yoss (José Miguel Sánchez Gómez)
¿Se sentirán las mujeres que se casan así, en una prisión? Un antiguo amigo y compañero de profesión me decía, y no tengo motivos para desdecirle, que hay personas que se casan para tener esclavas sexuales. No soy de ese tipo pues estoy soltero, pero su afirmación resulta realmente aterradora. Como el cuento que les presentamos ahora.
1
Brumas mentales disipándose...
Un sordo dolor substituyéndolas.
El repiqueteo de mil diminutos martillos en el yunque de las sienes.
La boca pastosa, los miembros a la vez laxos y engarrotados.
La mujer empezó a moverse estando aún semiinconsciente. Estaba de bruces, y reptó torpemente hacia adelante cosa de medio metro –yacía sobre una superficie finamente pulimentada, se percató del detalle como en sueños– antes de apoyar las manos, alzar la parte superior del torso y sacudir la cabeza como para volver en sí del todo. Sus cabellos color de miel, muy cortos, apenas si se movieron con el enérgico gesto.
Dolor, más dolor.
Bienvenido, dolor.
El dolor es el mensajero de la vida.
Se sentó, masajeándose aturdida las sienes, aliviada al no encontrar ninguna lesión.
¿Quién soy?
La respuesta de autochequeo, abriéndose paso desde su implante de memoria y a través del muro impreciso de su confusión, desfiló en escuetos caracteres de impresión retinal:
Silvia García. Astronauta de segunda clase, número de serie 113-A-2-ATL. Asignada en misión preliminar de exploración al sistema Prometeo.
Primero las imágenes generales, luego los detalles de lo sucedido inyectándose en su mente; un definido haz de impulsos eléctricos que le devolvía sus recuerdos como un informe semiótico a alta velocidad.
Un sistema de rutina, sol clase G, un par de superjovianos y un cinturón de planetoides. Se había acercado con su nave personal al menor de los dos planetas gigantes –bautizado temporalmente como P-2– para aprovechar el efecto látigo de su tremenda masa y lanzar con el mínimo gasto de combustible una cibersonda hacia uno de los asteroides, que en el espectrógrafo parecía bastante rico en tungsteno... el pequeño artefacto robótico acababa de comunicarle que su curso era el correcto y ella había retransmitido el dato a la nave madre, el Atlantus... ya aceleraba para regresar cuando su unidad de impulsión iónica primero «estornudó» un par de veces y luego se estropeó...
¡Qué estupidez! Nunca debió acercarse tanto a un superjoviano con una nave clase Mantis; muy maniobrable, pero sus motores no estaban diseñados para sobrecargas gravitatorias. Las directivas lo especificaban bien claro. Pero, en honor a la verdad ningún veterano del Atlantus obedecía férreamente todas las directivas.
Se estremeció con el recuerdo; una vorágine de eventos en fuga.
La aceleración, insuficiente para devolverla al Atlantus, pero más que suficiente para sacar su Mantis de la órbita sincrónica con P-2... y entonces, el tirón gravitatorio, la larga caída hacia su brumosa atmósfera... sus histéricos gritos en el equipo de ultralínea, sus camaradas del Atlantus comunicándole desesperados la imposibilidad de que alguna nave de rescate llegara a tiempo para salvarla...
Se veía de nuevo cayendo hacia aquel descomunal pozo de gravedad, la muerte inminente, el bloque de absorción de sobrecargas recalentándose... la tremenda gravedad de P-2 creciendo cada vez más, aplastándole las manos contra los mandos del tablero... creciendo, creciendo... la dificultad al respirar, más a cada segundo... como si la inercia fuese un monstruo infinitamente pesado, con miles de garras, y colocara a cada segundo una más sobre sus hombros... los ojos nublándose en rojo y en negro... el esfuerzo inútil por reactivar el impulsor iónico muerto... cayendo a través de las densísimas capas de nubes, de una belleza aterradora y letal, y debajo... debajo... ¿debajo?
Se abrazó, sintiéndose súbitamente helada, como si un frío feroz le naciera de los huesos.
¿Debajo?
¿Dentro de un superjoviano?
Imposible... las altísimas presiones, la gravedad, la temperatura infernal. Debería estar mil veces hervida, aplastada, disuelta. Debería estar muerta. Silvia se quedó inmóvil, boqueando, durante un par de segundos. Hasta que fue capaz de convencerse de que estaba realmente viva y –salvo el repiqueteo en sus sienes que ya iba desapareciendo– aparentemente ilesa.
O sea, que algo andaba mal...
O andaba demasiado bien, que era a veces peor aún. Viva e ilesa, sí. Pero ¿cómo? ¿dónde? y sobre todo ¿por qué? Calma. Analiza tu situación. Punto por punto y sin perder tu sangre fría.
Se puso en pie de un salto, casi como impulsada por un resorte, y observó el sitio en el que había despertado.
La visual se extendía unas pocas decenas de metros en todas direcciones. Más allá, unas brumas azuladas que impedían la visión. ¿Paredes de niebla? ¿Hologramas? ¿O tal vez sería simplemente vapor de agua disuelto en el... aire? Debía serlo, porque podía respirarlo... inhaló profundamente. Si había algún gas peligroso que pudiera podrirle los pulmones, era completamente inodoro.
Los únicos aromas que llegaban a su pitituaria eran los efluvios corporales de su cuerpo... ¿desnudo? Casi instintivamente se encogió a medias sobre sí mismas, cubriéndose el bajo vientre y los senos con las manos, como para protegerse de un soplo repentino de viento helado. Al cabo de otro segundo sonrió y abandonando su ridícula actitud, se irguió. Su desnudez era tan absurda como la situación, pero era sólo eso: desnudez. No significaba nada para los astronautas, obligados a compartir cierto grado de intimidad en los estrechos espacios de las naves interestelares.
En realidad, no había frío, ni soplaba el viento. Sólo que después de tantos meses de usar la escafandra casi como una segunda piel se sentía demasiado desprotegida. Alguien la habría despojado de su escafandra y de todos los trajes accesorios que llevaba debajo cuando estaba a bordo de su Mantis y, de algún modo que aún no comprendía, la había salvado de una muerte segura para llevarla a aquel extraño sitio. Bien, podía haber sido peor. Al menos estaba viva.
Dio un par de pasos tentativos sobre el material pulimentado del suelo. Liso, pero no resbaladizo. Sin junturas. No parecía metálico, sino plástico o de algún tipo de cerámica. Ni frío ni caliente, lo mismo que el aire; o sea, entre 34 y 36 grados Celsius. Casi seguro que su misterioso benefactor había elegido prudentemente colocarla en condiciones térmicas no muy alejadas de su propia temperatura corporal.
Se sintió más tranquila. Alguien que no solo la salvaba, sino que se preocupaba de su bienestar, no debía tener malas intenciones.
Por supuesto, por más que en los foros de La Tierra tantos locos paranoicos advirtieran constantemente contra las posibles razas agresivas que la exploración espacial humana encontraría, y el peligro que suponían para nuestra especie, el primer contacto no podía ser más que pacífico. Un soberbio encuentro de intelectos.
Y la casualidad la había puesto a ella en el sitial de embajadora de su raza. Carraspeó nerviosa y vocalizó tratando de parecer solemne y segura de sí misma:
–Hola, soy Silvia García. Pertenezco a la especie humana. Quienquiera que seas, te doy las gracias por salvarme. Muéstrate, para que pueda conocerte.
Y esperó ansiosa la respuesta. Por unos instantes no ocurrió nada. Pero cuando ya iba a repetir su demanda, llegó el sonido. Era a la vez ruido y vibración. Un ulular de frecuencias imposibles para el oído humano, que la atravesó de lado a lado y la hizo estremecerse, hasta que sintió como si su misma médula espinal se retorciera y se contorsionara tratando de fluir fuera de su encierro óseo.
Sin poder contenerse, aulló por el dolor y la sorpresa.
Pero era sólo el principio.
De improviso su cuerpo, sin que mediara ninguna orden de su cerebro, se tensó bajo un influjo externo. Trató de luchar contra el horror de aquella sorpresiva invasión, pero el poder atravesó fácilmente el sistema de control de sus implantes y la aferró poderosamente. Luchó contra el terror con todas sus fuerzas.
Está tratando de comunicarse conmigo, pensó, y la idea le dio fuerzas para resistir aquel asalto neural a su cuerpo. Pero no era en modo alguno agradable, y la sensación no mejoró cuando sus piernas, con la torpeza de un niño que aprende a andar, la arrastraron en algunos pasos imprecisos y rígidos. Luego su desplazamiento se fue haciendo más suave y natural, pero siempre sin intervención de su voluntad.
Aprende rápido, pensó. Menos mal, porque esta sensación de impotencia, de no ser dueña de mi propio cuerpo, es... torturante. Pero debo colaborar... Los movimientos de su cuerpo se hicieron más seguros y rápidos. Pasos exactos, giros decididamente danzarios, agacharse, alzar los brazos, y luego volteretas hacia atrás y hacia adelante, saltos mortales de una precisión y energía que Silvia no había alcanzado ni en sus mejores momentos.
Y de repente sus movimientos se convirtieron en una coreografía veloz y trepidante, siguiendo el ritmo de alguna música exótica que Silvia, por supuesto, no alcanzaba a escuchar.
Era el baile de una maestra y a la vez de una acróbata con obsesiones anatómicas, como decidida a explorar hasta el límite las posibilidades de elasticidad del cuerpo humano. Una pierna se le alzaba a Silvia al frente hasta que su rodilla tocaba el hombro, luego la otra iba hacia atrás y arriba hasta que la planta del pie rozaba su cabeza. Saltaba separándolas más de 180 grados en el aire, rodaba por el suelo como si su espina dorsal fuese un arco. Se doblaba por la cintura como si quisiera plegarse, se encogía en una maraña mínima de miembros apretados estrechamente. Enseguida, sus brazos se elevaban como plantas que buscaran el cielo, se anudaban a su espalda, su columna vertebral cimbreaba sacudida por ondas peristálticas como las de un imposible gusano. Pareció transcurrir un siglo de violentísimo ballet; el sudor tibio brotaba sin descanso a través de su bronceada epidermis. Se sentía totalmente dolorida: sus articulaciones no entrenadas crujían torturadas por el misterioso manipulador, sus músculos desacostumbrados al ejercicio temblaban de agotamiento.
Sabía que si en aquel mismo instante su ¿salvador o verdugo? dejara de tirar de los hilos invisibles con los que la manejaba a su antojo, se desplomaría de pura fatiga.
Esto ya está yendo demasiado lejos. ¡Me va a matar! Debería decirle «basta».
Pero no era una opción que viniera asociada a su enigmática resurrección: sus cuerdas vocales y sus labios, lo mismo que el resto del cuerpo, ya no le pertenecían. Por más que se esforzaba, no conseguía que la queja escapara por su garganta. Lágrimas de impotencia y dolor, emergieron como única concesión y reptaron por sus mejillas, trazando sendas ardientes y salinas. Un concepto de la comunicación bastante doloroso. Al fin, tan de súbito como había comenzado, la extenuante danza terminó.
Y tal como temía, Silvia se derrumbó cuan larga era sobre el suelo. Se sentía tremendamente agotada. Ni siquiera alcanzaba a interfasear con sus implantes de asistencia fisiológica. El contacto alienígena parecía haber cortocircuitado el acceso para tomar posesión total sobre ella. Tenía que concentrar todas sus fuerzas en el sólo hecho de respirar. Pero, ¿por qué no entraba en su mente de una vez? ¿Por qué «aquello» insistía en manifestarse a través de su cuerpo? ¿Acaso era un ser incorpóreo extradimensional, para quien su mente estaría definitivamente fuera de alcance? Los teóricos hablaban de probables especies que habían trascendido, evolucionado a planos de existencia más complejos. No creía que pudiera llegar muy lejos como embajadora de la raza humana ante una Especie Trascendente. El ritmo energético de aquel «contacto» acabaría colapsándola.
Con tal extenuación no podía pensar claramente. Necesitaba descansar un tiempo, nada más. Reposar en el suelo, abandonada, simplemente reposar y relajarse, relajarse...
No despertó por su propia voluntad, sino por el agradable cosquilleo que empezó a recorrer toda su piel.
Aún entre las brumas del sueño, sonrió y alcanzó a pensar ¡Vaya!, un cambio de táctica; sigue siendo un contacto únicamente corpóreo pero ahora es amable y suave. Supongo que estamos progresando...
Sentía como si cada centímetro de su epidermis, cada terminal nerviosa, fuese suavemente estimulada. Yaciendo bocarriba, se concentró en la deliciosa sensación, y una dulzura y abandono crecientes la fueron relajando más aún. Un tanto asombrada, constató un fuerte deseo sexual invadiéndola, y sus pezones desnudos respondían erectos como nunca antes. De reojo, bajando mucho la vista, distinguió las sensibles aureolas enrojecer más a cada segundo. De su sexo, súbitamente empapado y anhelante, escapó una humedad que le mojó los muslos. Vagina y ano comenzaron a contraerse suave e insistentemente, sin control alguno de su voluntad. Era agradable... y aterrador a la vez. ¿Y ahora qué? ¿Es el placer un lenguaje primordial de esta entidad? Tuvo tiempo de preguntarse antes de que el orgasmo, un torrente de fuego erógeno, la incendiara por dentro hasta hacerla retorcerse en un espasmo de placer que, podría jurarlo, duró casi un minuto entero.
Jadeando aún, y casi tan agotada como antes de dormirse, se puso en pie temblando. Al menos eso podía hacerlo ella misma, aunque todavía le dolieran tantísimo los músculos agarrotados por la danza anterior.
La cabeza le daba vueltas.
¡Dios mío! Nunca antes había experimentado una lascivia y un placer tan puro. Era un lenguaje feromonal, un lenguaje directo a los centros de placer de la especie a contactar. Tal vez pudieran llegar a entenderse, después de todo. Estaba jugando con ella otra vez.
El segundo clímax llegó veloz, y fue como lava naciendo de su clítoris, derramándose en su interior. Abrasador y expansivo. La indetenible violación-invasión alienígena abriéndose paso como marea gravitatoria. Silvia cayó de hinojos, acariciándose los senos con una fruición incontrolable que, no obstante, parecía incapaz de añadir más gozo del que ya sentía.
Un pequeño charco de fluido vaginal brillaba en el suelo, bajo su entrepierna... y entonces volvió a tensarse involuntariamente.
¿Más? ¡Me va a matar! Al sentir que le inundaba de nuevo la dulzura que ya empezaba a serle familiar, sus manos volaron a hundirse en el matorral púbico, en un vano intento de abortar el vertiginoso clímax que emergía una vez más; protegerse de aquella deliciosa y terrible erupción de placer que la sacudía implacablemente.
Y fue la cascada de absoluto éxtasis y dolor, sobredosis neuroquímicas en rápida sucesión, como ráfagas explosivas impactando sin descanso el universo sensorial de la astronauta. Sus rodillas temblorosas se negaron a sostenerla por más tiempo, y se derrumbó. Sin embargo, su convulso cuerpo pugnaba aún por elevarse buscando instintivamente la entidad que la destruía haciéndola gozar.
Detente... por piedad... no puedo más...
Pero no hubo piedad.
El retorno del placer-dolor interminable, esclavizando todas sus células nerviosas; dilatando el éxtasis, reteniendo el colapso. Los labios le sangraban de tanto mordérselos y su sexo estaba tan hinchado que el torrente de secreciones que colmaba su vagina dilatada apenas goteaba sobre el suelo contra el que frotaba el vientre y los muslos. Y de repente todo terminó, como mismo había empezado; con una sensación de hormigueo por toda la piel, que al fin se esfumó también.
Completamente exhausta, y con un dolor en sus senos y sus entrañas que incrementaba el de los músculos cansados, Silvia intentó erguirse por tres veces, sin éxito. Resollando, fue entonces consciente de un hambre brutal, primigenia e inaplazable, que la colmaba por completo. Sabía por experiencia que el cuerpo sólo reaccionaba así cuando ya entraba en pleno proceso de autofagia, cuando el gasto catabólico era extremo y el metabolismo necesitaba urgentemente reponer sus reservas.
Con esfuerzo infinito, alzó la vista, buscando cualquier alimento que su invisible anfitrión hubiera dispuesto para ella. Esperaba el alimento como una mínima retribución al desgaste fisiológico a que había sido sometida durante el «contacto». Pero no había nada. Solo el piso pulido y la bruma azulada. Llorando de frustración y de impotencia, Silvia se sumergió en un sueño famélico.
Tanscurrió un tiempo impreciso –pero siempre demasiado corto– y Silvia volvió a verse obligada a interpretar los movimientos que otro ser imaginaba para ella, dócil muñeca de una mente ajena e inconcebible.
Mientras trazaba la involuntaria danza, llorando y jadeando, con la vista nublándosele en cada giro, Silvia fue consciente de que la fiebre la consumía, de lo protuberantes que lucían ya sus pómulos y costillas; parecían amenazarla con romperle la piel. El «contacto» la estaba destruyendo irremisiblemente.
Por primera vez sintió que, más que miedo, más que terror, una absoluta certeza se abría camino en su mente, transmitiéndole paz total: Voy a morir...
2
lhkkk, estoy preocupada. Skloak pasa demasiado tiempo con su nuevo juguete. Apenas le presta atención a ninguna otra cosa. Creo que no fue una buena idea de Kohbe traerle esa mascota... pensamos que así mejoraría su control mental, pero me disgusta mucho el verle atormentar constantemente al pobre animalito, sin darle un descanso.
–¿Sí? Pues despreocúpese, Ankjahl: a ese paso no le durará mucho. Y todos los pequeños son iguales con su primera mascota. Creen que es otro artilugio mecánico, se olvidan de darle comida y luego lloran cuando se les muere.
A mi Groonke le pasó igual... luego no paró hasta que le conseguimos otra mascota, y entonces ya fue perdiendo el interés...
–Usted como siempre con su sabiduría, Ulhkkk. No sabe la preocupación que me quita. Si es sólo cuestión de conseguirle otro, supongo que pueda pedírselo a Kohbe, que es explorador. Porque, la verdad, no creo que a este le quede mucho. La suerte es que son bastante comunes...
–¿Ah, sí? Pues yo nunca había visto uno...
–Pues dice el señor explorador Kohbe que pululan por todo el espacio, y que se están extendiendo, porque hasta ahora no los habían encontrado tan lejos de su mundo-nido. Deben ser algún tipo de parásitos. Uno de estos días habrá que tomar medidas contra ellos, antes de que se conviertan en una molestia de verdad. Pero entretanto, si sirven para entretener a los pequeños...
–Sí, Ankjhal, todo sirve para algo en este Universo... mira como disfruta tu Skloak con su juguetito., mira...
–Sí... ¿no es precioso? Mire...
Y ambas cortaron su animada charla para mirar, con expresiones de absorta felicidad, cómo el pequeño jugaba.
Aunque, estrictamente hablando, decir charla, mirar, expresiones, pequeño y jugaba no fuese del todo correcto; una derivación metafórica. Porque la raza alienígena a la que pertenecían los tres seres, en lugar de palabras u otra clase de sonidos, para comunicarse empleaban complejísimas series de feromonas que formaban un curioso lenguaje olfativo. Porque, viviendo como vivían en un mundo a cuya superficie nunca llegaba la luz visible, no tenían ojos y mucho menos caras o expresiones.
Porque Skloak, aún alcanzando apenas la mitad del tamaño de Ankjhal y Ulhkkk, tenía ya unos buenos cincuenta metros de cuerpo decápodo y blindado. Porque, sobre todo, si alguien le preguntase al pequeño ser que se retorcía bajo el control mental de Skloak, dentro de la cápsula que sostenía este entre sus pinzas, probablemente habría dicho cualquier cosa, menos que aquello era un juego. Siempre y cuando aún tuviera energías para decirlo...
Biografía
Nacido en La Habana, Cuba, en 1966 y actualmente residente en España. Es autor de la cuentinovela ciberpunk Nova de cuarzo.
Fue finalista destacado, con la novela corta Signos de guerra, en el concurso internacional de ciencia ficción de la UPC, en el 2000, que organiza anualmente la Universidad Politécnica de Cataluña para los escritores profesionales en lengua inglesa, francesa, española y catalana, en España.
Premio Espiral 2000, en las categorías de relato corto con Fragmentos de una fábula posthumana, de mejor antología con Horizontes probables y de mejor colección de relatos con Nova de cuarzo, en La Habana, Cuba.
2do lugar en el concurso Cuasar-Dragón-2000, en La Habana, Cuba.
1er Premio de ciencia ficción, en el Concurso Internacional Terra Ignota 2001, con el relato El correo González, en México.
Nominado para el Premio Ignotus 2002 en la categoría de novela corta, por Signos de guerra, en España.
1er Premio en el III Certamen de Relato Breve Carmelo González Oria, en Huelva, con el relato Némesis, en 2002, en España.
Finalista del Concurso Internacional Terra Ignota 2002 en la categoría de ciencia ficción con el relato largo La mente araña, y con el cuento Ciudad Cristal (escrito en colaboración con Ariel Cruz Vega), en México.
4to lugar en el concurso internacional de ciencia ficción UPC-2002 de Barcelona, con la novela corta Hipernova, en España.
Entrevistado en Radio Contrabanda (Radio P.I.C.A.) de Barcelona, donde participó en el programa "Ciencia Infusa", dedicado a la literatura de ciencia ficción.
Autor invitado a la mesa redonda "Fantasía y proyecto en la ciencia ficción escrita en castellano", en el evento Semana Negra de Gijón 2001.
Entrevistas para diferentes periódicos de Asturias durante el evento Semana Negra de Gijón 2001, en España; para el documental del realizador canadience Gregory Barker-Greene, de Imagekraft, para la televisión de Toronto, durante la Semana Negra de Gijón 2001, en España; para un documental sobre la Semana Negra de Gijón, hecho por la periodista Gabriela Salmón, y para la Universidad de Frankfurt Johann Wolfgang Goethe, en 2001, en España; así como para la revista La Voz, con motivo de haber ganado el Primer Premio de Relato Corto Carmelo González Oria 2002, en España.
FIN