Publicado en
abril 08, 2010
RESUMEN
"Abandonada por su tutor, despreciada por su prometido, la frágil Regan encontró consuelo en los brazos de un extraño. Travis, apuesto y salvaje, atraído por la inocencia de aquella joven, la hizo suya... sin imaginar que ella poseía una voluntad de hierro que le aguardaba un peligroso y apasionado destino de amor."
1
La casa Weston se hallaba, serena y silenciosa, en medio de casi una hectárea de jardines. Era una casa pequeña, sin mayores pretensiones, que parecía exactamente lo que era: la vivienda de un caballero inglés en 1797. Sólo un observador muy perspicaz podía percatarse de que dos de las canaletas para la lluvia estaban un poco hundidas, o de que a una de las chimeneas le faltaba una esquina, o incluso de que en algunos bordes la pintura comenzaba a deteriorarse.
Dentro, la única habitación totalmente iluminada era el comedor, pero allí también se advertían rastros de abandono. En las sombras, el tapizado de las sillas georgianas estaba deshilachado y descolorido. Los adornos de yeso del altísimo techo habían empezado a cascarse, y en una pared había un espacio más claro donde alguna vez hubo un cuadro.
Pero la muchachita que estaba sentada a un lado de la mesa no prestaba atención a todas las imperfecciones de la habitación, pues tenía los ojos fijos en el hombre que se hallaba frente a ella.
Farrel Batsford curvó su muñeca para que el puño con volantes de seda de su camisa no se manchara con el
jugo de la carne asada. Se sirvió un sólo (rozo y sonrió a la muchacha en forma poco convincente.
—Deja de papar moscas y come tu cena —ordenó Jonathan Northland a su sobrina, y de inmediato apartó la vista de ella-—. Bien, Farrell, ¿qué decías sobre la caza en tu finca?
Regan Weston trató de mirar su comida, incluso de probar algunos bocados, pero no lo logró. No entendía cómo podían esperar que se calmara y comiera en un momento así, cuando estaba tan cerca del hombre que amaba. Echó otro vistazo a Farrell a través de sus largas pestañas oscuras. El tenía aspecto aristocrático: nariz fina y ojos azules, almendrados. Su chaqueta de terciopelo y su chaleco de brocado dorado sentaban a la perfección a su físico delgado y elegante. Tenía el cabello rubio bien arreglado, y se le ondulaba apenas sobre el borde de su blanquisimo corbatín.
Cuando Regan lanzó un profundo suspiro, su tío volvió a dirigirle una mirada de reprobación. Farrell enjugó con delicadeza las comisuras de sus labios finos.
—Tal vez mi prometida desee dar un paseo a la luz de la luna —sugirió Farrell, pronunciando cada palabra con claridad.
¡Prometida!, pensó Regan. En una semana se casarían y entonces Farrell seria sólo para ella, para amarlo y cuidarlo con devoción, para abrazarlo; le pertenecería sólo a ella. Abrumada por la emoción, no pudo hablar; sólo asintió en respuesta. Al arrojar la servilleta sobre la mesa, notó una vez más la mirada reprobatoria de su tío. No se estaba comportando como una dama. De allí en adelante, se recordó por milésima vez, no debería olvidar quién era ella... y quién habría de ser: la esposa de Farrell Batsford.
Cuando Farrell le ofreció el brazo, Regan trató de no aferrarlo con demasiada fuerza. Quería bailar de gozo, reír de felicidad, abrazar al hombre que amaba. En cambio, lo siguió con sosiego hacia el fresco jardín.
—Tal vez deberías haber traído un chal —observó Farrell una vez que salieron de la casa.
—Oh, no —replicó Regan, casi sin aliento, acercándose más a él—. No quería perder un solo minuto para estar contigo.
Farrell se dispuso a decir algo pero, aparentemente, cambió de parecer y apartó la vista.
—Sopla viento del mar, y está más fresco que anoche.
—Oh, Farrell —suspiró Regan—. En sólo seis días estaremos casados. Soy la mujer más feliz del mundo.
—Bueno, es probable —respondió Farrell de prisa, mientras se desembarazaba del brazo de ella—. Siéntate aquí, Regan.
Lo ordenó en un tono muy similar al que siempre utilizaba con ella su tío, un tono que reflejaba impaciencia y exasperación.
—Preferiría caminar contigo.
—¿Vas a empezar a desobedecerme aun antes de casarnos? —la reprendió, mirándola a los ojos.
Esos ojos, grandes y confiados, delataban todo lo que la muchacha pensaba y sentía. Estaba bonita con su vestido de muselina de cuello alto, aunque le daba un aspecto infantil, pero a él lo atraía tanto como un cachorrito que suplica afecto.
Farrell se apartó unos pasos antes de hablar.
—¿Está todo listo para la boda?
—El tío Jonathan lo planeó todo.
—Claro... como siempre —murmuró Farrell—. Entonces volveré la próxima semana para la ceremonia.
—¡La próxima semana! —exclamó Regan, al tiempo que se levantaba de un brinco—. ¿No antes? Pero, Farrell... nosotros... yo...
Farrell no le prestó atención y volvió a ofrecerle el brazo.
—Creo que ahora deberíamos regresar a la casa. Si todo lo que hago te desagrada, tal vez debiera reconsiderar este matrimonio.
Una sola entrada de Farrell bastó para detener las protestas de la joven. Volvió a decirse que no debía olvidar sus modales y sí guardar silencio, que nunca debía dar a su amado motivos para criticarla.
De regreso en el comedor, su tío y Farrell pronto la enviaron a su habitación. Regan no se atrevió a protestar; temía que Farrell volviera a sugerir que cancelaran la boda.
Una vez en su cuarto, pudo desahogarse.
—¿No es maravilloso, Matta? —exclamó, alborozada, a su: criada—. ¿Alguna vez viste un brocado como ése? Solamente un perfecto caballero elegiría ese género. ¡Y qué modales! Lo hace todo correctamente, todo a la perfección. Cómo quisiera ser como él, siempre tan segura de mí misma, saber que hasta el mínimo movimiento es correcto!
Matta frunció el ceño.
—A mí me parece que un hombre debe tener más que buenos modales —replicó, con su acento del oeste—. Ahora quédese quieta y quítese ese vestido. Ya es hora de que esté en la cama.
Regan obedeció; siempre obedecía. Algún día, pensó, llegaría a ser una persona importante: Tenía el dinero que le había dejado su padre, y estaba a punto de casarse con el hombre que amaba. Juntos, tendrían una casa elegante en Londres, donde ofrecerían las mejores fiestas, y otra en el campo donde ella pudiera estar a solas con su perfecto esposo.
—Deje ya de soñar —le ordenó Matta— y acuéstese. Algún día, Regan Weston, va a despertar y verá que el mundo no está hecho de confites y brocados de seda.
—Oh, Matta —rió Regan—. No soy tan tonta como crees. Pude atrapar a Farrell, ¿no es así? ¿Qué otra chica podría hacer eso?
—Tal vez cualquiera que tuviera el dinero de su padre—masculló Matta mientras arropaba el delgado cuerpo de su ama—. Ahora duérmase y guarde los sueños para la noche.
Regan, obediente, cerró los ojos hasta que Matta salió de la habitación. ¡El dinero de su padre! Las palabras seguían resonando en su mente. Claro que Matta se equivocaba, razonó. Farrell la amaba por ella misma, porque...
Al ver que no recordaba una sola razón que le hubiera dado Farrell para casarse con ella, se incorporó en la
cama. La noche en que le había propuesto matrimonio, Farrell la había besado en la frente y le había hablado de su hogar, que pertenecía a su familia desde hacía varias generaciones.
Regan echó a un lado las mantas, se dirigió al espejo y observó su imagen plateada por la luna. Sus grandes ojos azul—verdosos parecían los de una criatura y no los de una mujer que tenía dieciocho años desde hacía toda una semana. Su figura esbelta siempre estaba escondida bajo aquellas ropas que nada revelaban: ropa elegida por
su tío.
Incluso el camisón que acababa de ponerse tenía
mangas largas y cuello alto.
¿Qué veía Farrell en ella?, se preguntó. ¿Cómo podía saber que era capaz de ser sofisticada y elegante si siempre iba vestida como una niña? Trató de sonreír con aire seductor y dejó un hombro al descubierto. Ah, sí; si Farrell la viera así, tal vez haría algo más que besarla con actitud paternal. Se le escapó una risita muy inmadura al imaginar la reacción de Farrell ante la coquetería de aquella novia serena y gentil.
De prisa, miró hacia donde dormía Matta, en el pequeño vestidor contiguo, y pensó que valdría la pena afrontar cualquier castigo de su tío con tal de ver cómo reaccionaba su amado al verla en camisón. Se puso unas zapatillas sin tacón y, con mucho sigilo, abrió la puerta y bajó la escalera de puntillas.
La puerta de la sala estaba abierta, y dentro había velas encendidas. En medio de un halo dorado estaba sentado Farrell, y Regan no pudo más que maravillarse al verlo. Pasaron varios minutos hasta que empezó a prestar atención a lo que decían.
—¡Mira este lugar! —exclamó Jonathan con vehemencia—. Ayer me cayó sobre la cabeza un trozo de yeso. Yo estaba ahí, leyendo el periódico, cuando una maldita flor cayó sobre mí.
Farrell estaba concentrado en su copa de brandy.
—Todo terminará pronto... al menos para ti. Tendrás tu dinero y podrás arreglar la casa o comprar una nueva.
si lo deseas. Pero a mí me espera una vida desgraciada. Jonathan bufó y se sirvió más brandy.
—Hablas como si fueras a prisión. En realidad, deberías estar agradecido por lo que he hecho por ti.
—¡Agradecido! —se mofó Farrell—. Me has cargado con una chiquilla torpe, mal educada e insensata.
—Vamos, muchos hombres la aceptarían con gusto. Es bonita, y a muchos les gustaría su ingenuidad.
—Yo no soy como los demás —le advirtió Farrell.
A diferencia de muchas personas, Jonathan no se dejaba intimidar por Farrell Batsford.
—Es verdad —respondió con calma—. No muchos hombres harían un trato como el que has hecho tú.
Jonathan terminó su tercer brandy y se volvió hacia Farrell.
—Pero no discutamos más. Deberíamos estar celebrando nuestra buena suerte, no atacándonos. —Levantó su copa llena para brindar.— Por mi querida hermana, con gratitud por haberse casado con su joven rico.
—¿Y por haber muerto y dejado todo a tu alcance? ¿No es eso el resto del brindis? —Farrell bebió un gran sorbo y se puso serio.— ¿Estás seguro con respecto al testamento de tu cuñado? No quiero casarme con tu sobrina y después enterarme de que todo fue un gran error:
—¡Lo conozco de memoria! —exclamó Jonathan, enfadado—. Pasé los últimos seis años consultando abogados. La niña no puede tocar ese dinero hasta que tenga veintitrés años, a menos que se case antes, cosa que no podía hacer hasta cumplir dieciocho años.
—De no haber sido así, ¿acaso le habrías buscado un marido a los doce años?
Jonathan rió entre dientes y dejó su copa en la mesita.
—Tal vez. ¿Quién sabe? Por lo que veo, no ha cambiado mucho desde los doce años.
—Si no la hubieras mantenido prisionera en esta casa, quizá no sería tan inmadura y poco interesante. ¡Dios mío! ¡Piensa en la noche de bodas! Sin duda, llorará como un bebé.
—¡Deja ya de quejarte! —gruñó Jonathan—. Tendrás bastante dinero para reparar esa monstruosa casa que tienes, y lo único que tendré yo por todos estos años de cuidarla es una suma exigua.
—¡Cuidarla! ¿Cuándo saliste de tu club el tiempo suficiente para siquiera saber cómo era ella? —Farrell suspiró y luego prosiguió.— La dejaré en mi casa y luego iré a Londres. Al menos ahora tendré dinero para divertirme. Claro que no será agradable no poder invitar a mis amigos a casa. Quizá contrate a alguien que se encargue de las tareas de una esposa. No imagino a tu sobrina manejando una casa del tamaño de la mía.
Al levantar la vista, vio que Jonathan había palidecido; sus nudillos se habían vuelto blancos por la fuerza con que aferraba la copa.
Farrell se volvió con rapidez y vio a Regan de pie en la entrada. Como si nada hubiese ocurrido, dejó su copa
en la mesita.
—Regan —dijo, con suavidad—. No deberías estar
levantada a estas horas.
Los grandes ojos de la muchacha parecían magnificados por las lágrimas.
—No me toques —murmuró, con los puños cerrados y la espalda rígida. Parecía muy pequeña, con el espeso cabello oscuro suelto sobre la espalda y vestida con un camisón infantil.
—Regan, debes obedecerme.
—¡No me hables así! ¿Cómo te atreves a darme órdenes después de las cosas que has dicho? —Miró a su tío.-Nunca tendrás mi dinero. ¿Me entiendes? ¡Ninguno de los dos tendrá un solo céntimo de mi dinero!
Jonathan empezaba a recobrarse.
—¿Y cómo esperas tenerlo tú? —Sonrió.— Si no te casas con Farrell, no podrás tocar ese dinero en cinco años. Hasta ahora has estado viviendo de mis ingresos, pero te advierto que si te niegas a casarte con él te arrojaré a la calle, puesto que de nada me servirías.
Regan se llevó las manos a la frente e intentó pensar con claridad.
—Sé sensata, Regan —pidió Farrell, apoyando una mano en el hombro de la joven.
Ella se apartó.
—No soy como tú has dicho —murmuró—. No soy tonta. Sé hacer cosas. No tengo por qué aceptar la caridad de nadie.
—Por supuesto que no —concordó Farrell en tono paternal.
—¡Déjala en paz! —exclamó Jonathan—. De nada sirve tratar de razonar con ella. Vive en un mundo de ensueños, igual que su madre. —La tomó del brazo y se lo apretó con fuerza.— ¿Sabes lo que han sido para mí estos últimos dieciséis años, desde la muerte de tus padres? Te he visto comer mi comida y usar la ropa que yo pagué, y todo ese tiempo tú estabas sentada sobre millones, ¡millones! que yo jamás podría tocar. Aun cuando llegaras a la edad en que podrías heredar, ¿qué motivos tenía yo para pensar que me darías algo?
—Te lo habría dado. ¡Eres mi tío!
—¡Ja, ja! —La empujó hacia la pared.— Te habrías prendado de algún petimetre disfrazado y él lo habría gastado todo en cinco años. Simplemente decidí darte lo que querías y al mismo tiempo asegurarme de obtener lo que yo deseaba.
—¡Espera un momento! —exclamó Farrell—. ¿Acaso me estás llamando...? En ese caso...
Jonathan lo ignoró y prosiguió.
—¿Qué decides? O te casas con él, o te marchas ahora mismo.
—No puedes... —intervino Farrell.
—Por supuesto que puedo, y voy a hacerlo. Estás loco si crees que voy a mantenerla otros cinco años sólo por gusto.
Aturdida, Regan miró a uno y luego al otro. Farrell, gritaba su corazón. ¿Cómo había podido equivocarse tanto con él? No la amaba; sólo quería su dinero. Había hablado de lo horrible que sería casarse con ella.
—¿Cual es tu respuesta? —insistió Jonathan.
—Haré las maletas —murmuró Regan.
—No te llevarás la ropa que yo pagué —se mofó
Jonathan.
A pesar de lo que parecían creer esos dos hombres, Regan Weston tenía mucho orgullo. Su madre había huido de su casa y se había casado con un empleado pobre; no obstante, trabajó con él, creyó en él, y juntos hicieron una fortuna. Cuando nació Regan, su madre tenía cuarenta años; dos años después, murió junto con su esposo en un accidente de navegación. Regan había quedado a cargo de su único familiar: el hermano de su madre. Con los años, la niña no había tenido motivos para demostrar el espíritu que había heredado de su madre.
-—Me marcho —respondió en voz baja. —Regan, sé razonable —insistió FarreH—. ¿Adonde irás? No conoces a nadie.
—¿Acaso debería quedarme y casarme contigo? ¿No será una vergüenza para ti tener una esposa tan ignorante? —¡Déjala ir! Ya volverá —dijo Jonathan—. Que vea un poco cómo es el mundo; verás cómo vuelve.
Regan comenzaba a desanimarse con rapidez al ver el odio en los ojos de su tío y el desprecio en los de Farrell. Antes de cambiar de parecer, antes de caer de rodillas ante Farrell, dio media vuelta y salió de la casa.
Afuera estaba oscuro, y el viento del mar movía las ramas de los árboles. Regan se detuvo en el umbral y levantó la frente. Lo lograría. Por mucho que le costara, les demostraría que ella no era una persona inútil, como ellos parecían creer. Las piedras estaban frías bajo sus pies al alejarse de la casa. Se negó a pensar en el hecho de que estaba en público, por oscuro que estuviera, vestida sólo con su camisón. Algún día, pensó, volvería a esa casa con un vestido de raso y plumas en el cabello, y Farrell se arrodillaría ante ella y le diría que era la mujer más bella del mundo. Claro que, para entonces, ella ya tendría renombre por sus brillantes fiestas y sería favorita del rey y la reina; celebrarían su ingenio y su inteligencia, además de su belleza. El frío era tan intenso que empezaba a vencer a sus sueños. Se detuvo junto a una cerca de hierro y se frotó los brazos. ¿Dónde estaba? Recordó que Farrell había
dicho que había estado prisionera, y era verdad. Desde los dos años de edad, rara vez había salido de la casa Weston. Su única compañía había sido una serie de criados e institu-trices asustadas, y su único lugar de recreo había sido el jardín. A pesar de estar sola, rara vez lo sentía. Empezó a sentirse sola cuando conoció a Farrell.
Se apoyó contra el frío hierro de la cerca y hundió la cara en las manos. ¿A quién trataba de engañar? ¿Qué podía hacer, sola en la noche, y en camisón?
Levantó la cabeza al oír pasos que se acercaban. Una sonrisa brillante le iluminó la cara: ¡Farrell venía a buscarla! Al apartarse de la cerca, la manga de su camisón se enganchó en el hierro y se le desganó en el hombro. Regan no hizo caso y echó a correr en la dirección desde la cual provenían los pasos.
—Hola, niñita —dijo un joven de vestimenta pobre—.¿Has venido a saludarme, lista para acostarte?
Regan se apartó de él y tropezó con el dobladillo de su camisón.
—No debes tener miedo de Charlie —dijo el hombre—. No quiero nada que tú no quieras.
Regan echó a correr. Su corazón latía a más no poder, y la manga se desgarraba un poco mas con cada movimiento. No tenía idea de dónde iba, si corría hacia algo o para alejarse de algo. Aun cuando cayó la primera vez, no disminuyó la velocidad.
Tuvo la impresión de que pasaron horas enteras hasta que llegó a un callejón y permitió que su corazón se calmara lo suficiente para ver si oía los pasos del hombre. Todo parecía estar en silencio, de modo que apoyó la cabeza contra la húmeda pared de ladrillos y aspiró el olor salado del mar. Oyó risas a su derecha, un portazo, un entrechocar de metal y los chillidos de las gaviotas.
Miró su camisón y vio que estaba desgarrado y lleno de lodo; tenía barro también en el cabello y, supuso, en la mejilla. Trato de no pensar en su aspecto, pues deseaba dominar el miedo. Tenía que huir de ese lugar pestilente y hallar refugio antes de la mañana; un sitio donde pudiera descansar y estar a salvo.
Se arregló el cabello como mejor pudo, recogió los trozos desgarrados de su camisón, salió del callejón y se encaminó hacia donde había oído las risas, Tal vez allí encontraría la ayuda que necesitaba.
Minutos después, un hombre trató de tomarla del brazo. Cuando se apartó de él, otros dos aferraron su falda; el camisón se desgarró en tres lugares.
—-No —murmuró, apartándose de ellos.
El olor a pescado era cada vez más intenso, y la oscuridad era densa como el terciopelo. Nuevamente echó a correr, seguida de cerca por los hombres.
Al mirar atrás, vio que la seguían varios hombres sólo la seguían, sin darse prisa, como para fastidiarla. En un momento estaba corriendo y, al siguiente, sintió como si se hubiera topado con un muro de piedra. Cayó al suelo como si la hubiesen arrojado por una venta.
—Travis —dijo un hombre— parece que la has dejado sin aliento.
Una enorme sombra se inclinó sobre Regan, y una
voz profunda le preguntó:
—¿Te has hecho daño?
Antes de que Regan pudiera pensar, unos brazos fuertes y seguros la levantaron del suelo. Estaba demasiado exhausta, demasiado aterrada para pensar en los modales. En cambio, hundió la cara en el hombro de quien la sostenía.
—Creo que acabas de obtener lo que quenas para esta noche —observó otro hombre, riendo entre dientes—. ¿Te veremos por la mañana?
—Tal vez —respondió la voz profunda contra la mejilla de Regan—. Pero quizá no vuelva hasta la partida del barco.
Los hombres volvieron a reír y siguieron su camino.
Regan no tenía idea de dónde estaba ni de con quién estaba. Lo único que sabía era que se sentía a salvo, como si acabara de despertar de una horrible pesadilla. Al cerrar los ojos y apoyarse contra el hombre que la cargaba con tanta facilidad, sintió que todo saldría bien. Una luz repentina la hizo cerrar los ojos con más fuerza y hundir más la cara en aquel hombro fuerte.
—¿Qué hace ahí, señor Travis? —preguntó una voz de mujer.
Regan sintió que el hombre emitía una risa grave.
—Trae un poco de brandy y agua caliente a mi cuarto. Y un poco de jabón.
Al hombre no parecía costarle subir la escalera con el peso de Regan en sus brazos. Cuando encendió una vela, ella casi estaba dormida.
Con suavidad, la dejó sobre la cama, con la cabeza apoyada en las almohadas.
—Bien, déjame mirarte.
Mientras la inspeccionaba, Regan miró por primera vez a su salvador. Tenía cabello muy espeso, suave y oscuro, y un rostro atractivo, con profundos ojos castaños y
boca fina. Sus ojos brillaban, divertidos, y tenían minúsculas arrugas en las comisuras.
—¿Satisfecha? —le preguntó, al tiempo que iba a abrir la puerta.
Era, sin duda, el hombre más corpulento que Regan había visto; una figura totalmente falta de elegancia, por supuesto, pero al mismo tiempo fascinante. La profundidad de su pecho media, tal vez, el doble de cualquier parte del cuerpo de ella. Sin duda, sus brazos eran tan gruesos como la cintura de Regan, y vio que sus pantalones revelaban muslos fuertes y musculosos. Llevaba unas botas que le llegaban a las rodillas y Regan se maravilló al verlas, puesto que antes sólo había visto hombres con zapatillas pequeñas.
—Toma, quiero que bebas esto. Te hará sentir mejor. Al ver que el brandy le quemaba la garganta, el hombre le indicó que lo sorbiera poco a poco.
—Estás helada, y el brandy te hará entrar en calor. Efectivamente, el brandy la hizo entrar en calor, la habitación iluminada por las velas y la serena fuerza de aquel hombre aumentaron la sensación de seguridad de Regan. Su tío y Farrell parecían muy lejanos.
—¿Por qué habla usted en forma tan rara? —le preguntó.
Los ojos del hombre rieron. —Yo podría preguntarte lo mismo. Soy norteamericano.
Los ojos de Regan se dilataron con una mezcla de interés y temor. Había oído muchas historias acerca de los americanos: hombres que habían declarado la guerra a su madre patria, que eran poco más que salvajes.
Como si le hubiese leído la mente, el hombre humedeció un paño con el agua caliente, lo frotó con jabón y comenzó a lavarle la cara. De alguna manera, le pareció natural que aquel hombre, cuya mano era tan grande como la cara de ella, la lavara con suavidad y ternura. Cuando termino con la cara, empezó con los pies y las piernas. Regan contempló el cabello del hombre: lo llevaba cortado justo por encima del cuello de la camisa, donde se rizaba
apenas, y no resistió la tentación de tocarlo. Era firme y estaba limpio, y Regan pensó que hasta el cabello de aquel hombre era fuerte.
El hombre se levantó, tomó la mano de la muchacha y la besó en la punta de los dedos.
—Ponte esto —dijo, y le arrojó una de sus camisas limpias—. Yo bajaré a ver si encuentro algo para comer. Parece que te vendría bien una buena comida.
Cuando se marchó, la habitación empezó a parecer cavernosa. Cuando se puso de pie, Regan se tambaleó un poco y comprendió que el brandy se le había subido a la cabeza. Su tío Jonathan nunca le había permitido beber alcohol. Al pensar en ese nombre recordó todo lo malo que había ocurrido. Mientras se quitaba los restos del camisón desganado y sucio, comenzó a imaginar lo que sentirían Farrell y su tío cuando ella volviera del brazo de un americano corpulento y apuesto. Aquel hombre tenía el tamaño suficiente para obtener cualquier cosa que deseara. Se metió en la cama, envuelta en la camisa cuyos faldones le llegaban más abajo de las rodillas, e imaginó su regreso victorioso a la casa Weston. Además, el americano siempre sería su amigo, e incluso asistiría a su boda con Farrell. Claro que tendría que aprender modales, pero tal vez Farrell podría enseñárselos.
Se durmió con una sonrisa en los labios.
Travis volvió a la habitación con una bandeja cargada de comida. Al ver que sus intentos de despertar a Regan sólo lograban que la muchacha se acurrucara más bajo las mantas, se dispuso a comer solo. Había estado bebiendo con sus amigos americanos desde la tarde, celebrando el feliz término de su viaje y la concreción de los negocios de Travis en Inglaterra. En una semana zarparía de regreso a Virginia.
Los cuatro hombres habían estado comentando que les gustaría tener una muchachita dulce en su cama, cuando aquella niña se había topado con Travis. Era bonita, joven y limpia, a pesar de la suciedad que él le había quitado. Se preguntó qué hacía sola a esas horas, corriendo por las calles con su camisón desgarrado. Tal vez la habian
echado de la casa donde trabajaba, o quizá decidió probar suerte sola y descubrió que la asustaba trabajar en la calle.
Travis consumió la mayor parte de la comida, se puso de pie y se desperezó. Fuera cual fuese el problema de aquella muchacha, al menos por esa noche sería suya. Al día siguiente podría devolverla a la calle.
Se desvistió lentamente, desabrochándose la ropa con torpeza. La manera en que la joven se había aferrado a él lo había excitado, y se preguntó dónde habría aprendido ella ese truco: ninguna de las prostitutas que había conocido utilizaban esa técnica.
Ya desnudo, se acostó y atrajo a la muchacha hacia sí. Su cuerpo estaba fláccido, pero cuando Travis introdujo la mano bajo la camisa empezó a despertar.
Regan sintió aquellas manos cálidas y masculinas sobre su cuerpo, y le pareció que eran parte de su delicioso sueño. Nadie le había ofrecido afecto antes. Ni siquiera en su niñez, cuando ansiaba que alguien la abrazara, había alguien que le ofreciera amor. En el fondo de su mente estaba el recuerdo de un dolor terrible y reciente, y quería tener alguien a quien aferrarse, alguien que borrara ese dolor.
En un estado de semiviligia, sintió que le quitaban la camisa. Cuando sus senos rozaron el pecho de Travis y sintieron su dureza y el vello que lo cubría, Regan ahogó una exclamación de gozo. Unos labios la besaron en la mejilla, en los ojos, en el cabello y, finalmente, en la boca. Ella nunca había besado a un hombre, pero supo al instante que le gustaba mucho. Los labios firmes pero suaves de Travis se movieron sobre los suyos y los separaron apenas para saborear su dulzura.
Cuando Travis la atrajo más hacia él, Regan lo abrazó, deleitándose con su tamaño, y se acercó más, pues deseaba estar en total contacto con él.
Sin embargo, cuando los movimientos de Travis se hicieron más rápidos, Regan abrió los ojos, sorprendida. Rápidamente empezó a volver en sí, y trató de apartarse de él. Pero la fuerza de Travis era tanta que no se percató de los débiles intentos de la muchacha por apartarse. El
tampoco tenía la mente muy despejada, a causa del whisky que había bebido, y la reacción de entusiasmo inicial de Regan lo había excitado.
Regan empujó con más fuerza, pero los brazos de Travis se cerraron más aún y sus labios se apoderaron de los de ella, evitando cualquier respuesta negativa. A pesar de su creciente conciencia de que lo que estaba haciendo estaba mal, Regan no pudo resistir por mucho tiempo, y empezó a reaccionar a él plenamente: se arqueó contra él, sin saber con exactitud qué era lo que deseaba.
La mano de Travis sostenía la cabeza de la muchacha la acunaba, la acariciaba, y su dedo pulgar la acariciaba detrás de la oreja. Sus dientes le mordisqueaban el lóbulo de la oreja.
—Dulce —susurró—. Dulce como las violetas.
Sonriendo, Regan se movió con languidez cuando el muslo de Travis rozó el suyo. Ladeó la cabeza para permitirle acceso a su cuello y su hombro. Cuando él comenzó a hacerle el amor a su cuello, Regan sintió que podría disolverse como agua. Entrelazó los dedos en el cabello de él y le sostuvo la cabeza, pues no quería que se apartara. La primera vez que la mano de Travis tocó su seno, Regan se puso rígida por la sorpresa. Luego, a medida que aquella exquisita sensación fluía por cada poro y cada vaso de su cuerpo, atrajo la cabeza de él hacia la suya. Con ansia, con pasión, sedienta, buscó sus labios.
Cuando Travis se subió sobre ella, lo primero que pensó Regan fue que, para un hombre de su tamaño, era extraordinariamente liviano. Al instante sintió dolor y abrió los ojos; su cuerpo perdió aquella sensación de placer y lo empujó con todas sus fuerzas.
Pero Travis ya no la oía. El deseo que sentía por aquella muchachita ardiente era abrumador, y no podía oír sus protestas.
A pesar de su poca cordura por exceso de alcohol, supo que llegaba a la minúscula membrana. En algún lugar de su mente, un resto de sensatez le dijo que estaba cometiendo un error, pero no pudo detenerse. La penetró con rapidez, pero había perdido gran parte de su pasión original.
Cuando terminó, se quedó quieto, tendido sobre ella, y sintió cómo el cuerpo pequeño y delicado de la muchacha empezaba a estremecerse con los sollozos. Las lágrimas tibias de Regan le humedecieron el cuello y se mezclaron con su sudor.
Se apartó de ella, sin mirarla. La luz del sol comenzaba a entrar por la ventana, y Travis nunca se había sentido tan sobrio en toda su vida. Se puso los pantalones y las botas, y luego la camisa, que no se molestó en abrochar. Finalmente se volvió hacia la muchacha; sólo su cabeza asomaba debajo de las mantas.
Con toda la suavidad que pudo utilizar, se sentó junto a ella en la cama.
—Quién eres? —le preguntó.
Toda la respuesta que obtuvo fue un meneo de cabeza y un fuerte sollozo. Travis aspiró profundamente y la hizo incorporarse, sin dejar de cubrirle los senos desnudos con la sábana.
—¡No me toque! —exclamó Regan—. ¡Me ha hecho daño!
—Ya lo sé, y lo siento, pero... —Prosiguió en voz más alta.— ¡Maldición! ¿Cómo podía saber que eras virgen? Pensé que eras... —Travis frunció el ceño.
Se detuvo al ver la inocencia en los ojos de Regan. ¿Cómo había podido confundirla con una prostituta? Tal vez hubiera sido por el lodo o la poca iluminación, o, lo que era más probable, el whisky que había ingerido, pero ahora veía que era imposible confundirla. Aun como estaba ahora, desnuda, sentada en su cama, con el cabello desaliñado sobre los hombros, exudaba un aire de refinamiento y gentileza que sólo los miembros de la clase alta británica podían mantener en momentos de tensión. Cuando comprendió lo que había hecho —acostarse con la hija virgen de algún lord— comenzó a percatarse de la gravedad de sus actos.
—Creo que no puedo disculparme por lo que ocurrió—dijo—, pero tal vez pueda ofrecer mis explicaciones a tu padre. Estoy seguro de que él... — ¿Comprenderá? pensó Travis.
—Mi padre está muerto —respondió Regan.
—Entonces te llevare con tu tutor.
—¡No! —exclamó Regan. ¿Cómo podía volver con su tío en ese estado, para que aquel enorme americano confesara lo que habían hecho juntos?— Si me hace el favor de conseguirme algo de ropa, lo dejaré en paz. No se preocupe por llevarme a ninguna parte.
Travis pareció pensarlo un momento.
—¿Por qué estabas corriendo por los muelles en mitad de la noche? A menos que me equivoque, una niña como tú... —Sonrió al ver la expresión de Regan.— Perdón, una joven como tú jamás ha visto antes los muelles.
Regan levantó la frente.
—Lo que yo haya visto o no, no es asunto suyo. Lo único que le pido es un vestido, algo sencillo si puede pagarlo, y me marcharé enseguida.
Travis volvió a sonreír.
—Creo que puedo conseguir un vestido. Pero no pienso dejarte a merced de las bestias que hay allá afuera. Recuerda lo que te ocurrió anoche,
Regan lo miró, entrecerrando los ojos.
—¿Acaso habría podido pasarme algo peor de lo que usted me hizo anoche? —Hundió la cara en las manos.— ¿Quién va a quererme ahora? Usted me ha arruinado.
Travis se sentó a su lado y le apartó las manos.
—-Cualquier hombre te querría, querida. Eres la más deliciosa... —Se interrumpió.
Regan no estaba segura de entender a qué se refería, pero tenía cierta idea.
—¡Vulgar colono! Ustedes son tan salvajes como se dice. Raptan a las damas en la calle y las llevan a una habitación donde les hacen... cosas horribles.
—¡Espera un minuto! Si mal no recuerdo, tú viniste corriendo hacia mi y, cuando traté de ayudarte, prácticamente saltaste a mis brazos. Eso no hace una dama. Y en cuanto a lo de anoche, no te parecía tan horrible cuando me estirabas el pelo y me acariciabas las piernas con tus piececitos.
Regan quedó boquiabierta, horrorizada, y no pudo responder.
—(Oye , lo siento. No quise escandalizarte. pero quiero que entiendas las cosas como son. Si yo hubiera sabido que eras virgen y no una callejera, no le habría tocado. Pero ya no podemos cambiar las cosas. Sí te toqué, y ahora eres mi responsabilidad.
—Yo... por supuesto que no soy su responsabilidad. Le aseguro que sé cuidarme sola.
—¿Como lo hiciste anoche? —dijo Travis, levantando una ceja—. Fue una suerte que te toparas conmigo; si no, quién sabe lo que te habría ocurrido.
Pasó un momento antes de que Regan pudiera hablar.
—¿Acaso su arrogancia no tiene límites? ;No fue una suerte toparme con usted, y ahora sé que estaba mejor en las calles que encerrada con un loco, despreciable violador como usted, señor!
Los ojos de Travis se iluminaron con una sonrisa deslumbrante. Se pasó la mano por el cabello y rió entre dientes.
—Vaya, vaya. Creo que me ha insultado una dama inglesa. —Sus ojos recorrieron los hombros desnudos de la muchacha, y le sonrió.— ¿Sabes? creo que me gustas.
—Pues usted no me agrada a mí —replicó Regan, exasperada por la ignorancia y la falta de comprensión de aquel hombre.
—Permíteme presentarme. Soy Travis Stanford, de Virginia, y estoy encantado de conocerte —dijo, y le tendió la mano.
Regan cruzó los brazos sobre el pecho y apartó la vista. Tal vez si lo ignoraba y se mostraba grosera con él, la dejaría ir.
—Muy bien —dijo Travis, al tiempo que se ponía de pie—. Como quieras. Pero vamos a aclarar una cosa: no pienso dejarte sola en los muelles de Liverpool O me dices dónde vives y quién es tu tutor, o te quedas encerrada en esta habitación.
—¡No puede hacer eso! ¡No tiene derecho! Travis la miró con seriedad. —Anoche gané ese derecho. Los americanos tomamos muy en serio nuestras responsabilidades, y anoche
pasaste a estar a mi cargo... al menos, hasta que me digas quién es tu verdadero tutor.
Mientras terminaba de vestirse, la observó en el espejo, tratando de adivinar los motivos por los que ella no quería decirle quién era. Una vez que se puso la chaqueta, se inclinó sobre ella.
—Estoy tratando de hacer lo mejor para ti —dijo suavemente.
—¿Y quién le dio el derecho de decidir lo que es bueno o malo para alguien a quien ni siquiera conoce?
Travis rió entre dientes y respondió:
—Empiezas a hablar como mi hermanito. ¿Qué te parece un beso antes de irme? Si encuentro a tu tutor, éste puede ser nuestro último momento a solas.
— ¡Ojalá nunca vuelva a verlo! —le gritó Regan—. ¡Ojalá se caiga al mar y nadie vuelva a verlo jamás! ¡Ojalá...!
Travis la interrumpió al levantarla de la cama con un brazo mientras, con el otro, apartaba la sábana que los separaba. Acarició la piel suave de la cadera y los muslos de Regan, y su boca rozó la de ella. Con suma suavidad, la besó, con cuidado para no asustarla ni ser demasiado rudo con ella
Por un instante, Regan trató de apartarlo, pero aquellas grandes manos sobre su cuerpo y la pura fuerza que emanaba de él le resultaban demasiado excitantes. Le sorprendió que un hombre tan arrogante pudiera ser tan tierno.
Lo abrazó y ladeó la cabeza, mientras sus dedos se perdían entre el cabello de Travis.
El fue el primero en apartarse.
—Empiezo a desear no encontrar a tu tutor. Me encanta abrazarte.
Cuando Regan levantó la mano para golpearlo, Travis rió, la detuvo, y le besó los nudillos uno por uno.
—Fue sólo un deseo. Ahora quédate aquí y pórtate bien, que cuando vuelva te traeré un bonito vestido. Travis salió de la habitación, y rió al oír el golpe de la almohada contra la puerta ya cerrada. El sonido de la llave al girar en la cerradura dio a Regan la impresión de que le hubieran colocado cadenas en los tobillos.
El horrible silencio era casi ensordecedor para Regan, que contemplaba, sentada y aturdida, la gran habitación sin verla en realidad. Por un momento no pudo creer que no estuviera en casa, en su dormitorio. En cambio, en las últimas horas su mundo se había derrumbado a su alrededor. Había oído a su amado decir que no quería casarse con ella, y a su único familiar admitir que ella no le importaba. Y ahora, lo peor de todo: ya no tenía su virtud y era prisionera de un salvaje americano. Prisionera, pensó. Sin saberlo, había estado prisionera toda su vida, en una jaula dorada con un bonito jardín.
Mientras estos pensamientos pasaban por su mente, comenzó a mirar a su alrededor. Había una gran ventana en una pared, y se le ocurrió que esta vez quizá pudiera hacer algo respecto de su confinamiento. Si pudiera escapar, seguramente hallaría ayuda, tal vez alguien que la aceptara o le diera un trabajo. Al pensar eso, se detuvo. ¿Qué sabía hacer? ¿Cómo podría ganarse la vida durante cinco años hasta que pudiera heredar? Lo único que realmente sabía hacer bien era cultivar flores. Tal vez...
No, Regan, se previno. No es el momento de irse por la tangente. Primero debía escapar y demostrar a aquel arrogante que no podía secuestrar a una inglesa y mantenerla, dócil, en su custodia.
Se levantó y comprendió que su primer problema era la ropa. En un rincón de la habitación había un baúl, pero luego de una rápida inspección vio que estaba cerrado con llave.
Cuando llamaron a la puerta, se sobresaltó y apenas tuvo tiempo para ponerse la camisa de Travis antes de que entrara una muchacha regordeta y de mejillas sonrosadas, cargando una bandeja de comida.
—El señor Travis me dijo que le trajera comida y agua para bañarse si la desea —dijo la muchacha, nerviosa, mirando a su alrededor y sin apartarse de la puerta cerrada a sus espaldas.
—¿Puede conseguirme algo de ropa? —le preguntó Regan—. Por favor. Puedo devolvérsela más tarde, pero necesito algo más que la camisa de ese hombre.
—Lo siento, señorita, pero el señor Travis me ordenó que no le diera ropa ni nada más que comida y agua caliente, y que le dijera que contrató a un hombre para que vigile la ventana todo el día, por si usted trataba de escapar por ahí.
Regan corrió a la ventana y vio que lo que decía la
mujer era verdad.
—Tiene qué ayudarme —suplicó—. Este hombre me tiene prisionera. Por favor, ayúdeme a escapar.
La muchacha dejó la bandeja de prisa, con los ojos dilatados por el temor.
—El señor Travis me amenazó de muerte si la dejo ir. Lo siento, señorita, pero tengo que pensar en mí. Sin una palabra más, la muchacha se marchó y volvió a cenar la puerta con llave.
Al principio, Regan no estaba segura del sentimiento que la recorría. Toda su vida había sido agradable, despreocupada, con pocos problemas que enfrentar y menos personas que conocer, pero ahora todo empezaba a acumularse sobre ella y comenzaba a abrumarla. No había sido su intención abandonar la casa de su tío pero tampoco quería seguir prisionera de un hombre
horrible.
Levantó la bandeja con ambas manos, la arrojó contra la pared y luego observó cómo los huevos y el jamón se deslizaban por la suave superficie de yeso. Aquella reacción en lugar de mejorar su ánimo, lo empeoró. Se arrojó sobre la cama, gritó con la cara hundida en la almohada pataleó y la emprendió a puñetazos contra el colchón de
plumas.
A pesar de la furia y de la total frustración que sentía por su desamparo, el cansancio pudo más. A medida que sus músculos empezaron a relajarse, cayó en un sueño profundo, como sin vida. Ni siquiera despertó cuando la criada limpió la comida de la pared, ni cuando Travis entró cargado de cajas coloridas, se inclinó sobre ella y sonrió al ver su rostro dulce e inocente.
—Eres un bocadillo muy dulce —susurró Travis al tiempo que le mordisqueaba el lóbulo de la oreja.
Cuando Regan empezó a despertar, él se apartó, pues quería verla desperezarse, cómo su cuerpo curvilíneo formaba incitantes colinas y valles en la camisa que llevaba puesta. Al desperezarse, con los ojos aún cerrados, los pechos de Regan presionaron contra los botones, con lo cual se formó una abertura que reveló por un instante un exquisito diamante de carne. Esbozó una leve sonrisa hasta que abrió los ojos y lo descubrió observándola.
—¡Usted! —exclamó.
Con un ágil brinco, se levantó y se abalanzó hacia él con los puños cerrados y los faldones de la camisa aleteando. Travis atrapó con una sola mano las dos de la muchacha.
—Vaya, eso es lo que yo llamo un buen recibimiento —murmuró, y la atrajo a sus brazos—; No es fácil recordar que debo tratarte como a una dama cuando te arrojas así a mis brazos.
—-Yo no me arrojé —replicó Regan, con los dientes apretados—. ¿Por qué siempre lo distorsiona todo? No
deseo nada de usted, salvo que me permita marcharme. No tiene derecho...
Un beso rápido la interrumpió.
—Ya sabes que te dejaré ir en cuanto me digas adonde debo llevarte. Una muchacha como tú debe de tener familiares. Dame un nombre y te llevaré con ellos.
—¿Para que se ufane de lo que me ha hecho? No, yo jamás aceptaría una cosa así. Déjeme ir, y yo llegaré sola a casa.
—No sabes mentir. —Sonrió.— Esos ojos que tienes son tan claros como los de una muñeca. Todos tus pensamientos están escritos en ellos. Te he dicho varias veces cuáles son mis condiciones para liberarte, y no pienso cambiarlas. Yo no voy a ceder, de modo que tendrás que resignarte a hacerlo tú.
Regan se apartó de él con fastidio.
—Puedo ser tan obstinada corno usted. —Sonrió con aire perverso.— Además, sé que pronto zarpará rumbo a América. Entonces tendrá que liberarme.
Travis pareció pensarlo un momento.
—Es verdad, tendré que hacer algo contigo —respondió rascándose el mentón—. Odiaría tener que marcharme a América y dejar esas piernas tuyas sin protección adecuada.
Regan ahogó una exclamación. Tomó un extremo de la sábana y trató de arrancarla de la cama, pero había otro extremo atascado. Travis se acercó y se inclinó sobre la cama para liberar la sábana y, al mismo tiempo, introdujo la mano debajo de la camisa de Regan y le acarició las nalgas con firmeza.
Regan chilló una vez; luego se puso de pie, le arrebató la sábana y se envolvió las piernas con ella.
—¿Cómo puede tratarme así? ¿Qué he hecho para merecer esto? Jamás he hecho daño a nadie en toda mi vida.
Lo dijo con tanto sentimiento que Travis bajó la vista.
—Yo tampoco he hecho nunca algo así. Tal vez simplemente debería dejarte ir, pero no puedo. Sería como arrojar una flor silvestre a una tormenta de nieve o,
teniendo en cuenta la vida que hay en estos muelles, sería como arrojarla al fuego. —Cuando volvió a mirarla, sus ojos estaban suaves y tiernos.— No tengo mucha posibilidad de elegir. No puedo dejarte ir; pero tampoco quiero tenerte prisionera. ¡Dios! Ni siquiera tengo esclavos, mucho menos encierro a chiquillas inocentes.
Cuando terminó de hablar, se dejó caer con pesadez en una silla que había en un rincón. Regan tuvo la extraña sensación de que deseaba consolarlo. Durante el incómodo lapso de silencio, reparó en las cajas, que estaban
sobre el baúl.
—¿Me trajo un vestido? —preguntó en voz baja.
—¿Si te traje un vestido? —repitió Travis, sonriendo; parecía haber superado su momentáneo abatimiento. Tiró de la cuerda que sujetaba una caja y comenzó a desplegar un vestido de terciopelo, de un color que Regan no había visto antes: casi castaño, casi rojo, pero con cierto resplandor dorado. Al entregárselo a Regan, él
dijo:
—Es del color de tu cabello: ni rojo, ni castaño, ni
rubio, sino todos ellos al mismo tiempo.
Regan lo miró, sorprendida.
—¡Que... qué romántico! No sabía que usted...
Riendo, Travis tomó el vestido.
—No sabes nada de mí y yo sé menos aún de ti. Ni siquiera me has dicho cómo te llamas.
Vacilante, Regan pasó la mano por el terciopelo que tenía en sus brazos. Toda su ropa siempre había sido del género más barato posible. El terciopelo era la tela más hermosa que había visto pero, por mucho que deseara sentirlo sobre su piel, prefirió ser cauta.
—Me llamo Regan —declaró, en voz baja.
—¿Sin apellido? ¿Sólo Regan?
—Es todo lo que le diré, y si piensa que puede sobornarme con un elegante vestido, se equivoca—respondió
con altivez.
—No acostumbro sobornar a la gente —replicó Travis—. Ya te he dicho cuales son las condiciones para dejarte ir, y el vestido no tiene nada que ver con ellas.
Arrojó la prenda de terciopelo sobre la cama, se dirigió a las otras cajas y las abrió una por una, vaciando su contenido desordenadamente. Había un vestido de crepé de seda celeste adornado con cintas de color azul verdoso y un camisón de lino bordado con cientos de diminutos pimpollos rosados. De la última caja cayeron dos pares de zapatillas y del de cuero delgado, teñidas al tono del terciopelo y del vestido azul.
—Son bellísimos —dijo Regan, asombrada, al tiempo que se llevaba la seda a la mejilla.
Travis la observaba, encantado. Ella era una mezcla de niña y mujer: furiosa un momento, como una gatita enojada, y luego se convertía en una niña inocente y adorable. Al mirar aquella sonrisa que iluminó los ojos turquesa de la muchacha, Travis se sintió embrujado por ella, como si sobre él hubiera caído un hechizo que le impidiera pensar en algo que no fuera ella. Ese día había pasado horas * enteras en las tiendas, donde se sentía totalmente fuera de lugar pero deseaba hacerla feliz.
Se sentó junto a ella en la cama.
—¿Te gustan? No sabía qué clase de vestidos ni qué colores prefieres, pero la vendedora me dijo que éstos son la última moda.
Cuando Regan le sonrió, Travis sintió que lo invadía una oleada de posesividad que sólo había experimentado por sus tierras en Virginia. Antes de llegar a pensar en lo que hacía, se inclinó sobre la ropa y atrajo a la joven hacia él. Sin darle tiempo a protestar, la besó con avidez, tratando de recuperar cada instante en que había pensado en ella durante el día.
—Mis vestidos —protestó Regan—. Se aplastarán. Con un solo movimiento, Travis recogió toda la ropa y la arrojó sobre la silla.
—He pensado en ti todo el día —susurró—. ¿Qué me has hecho?
Regan trató de responder en tono despreocupado, a pesar de que la cercanía de Travis le aceleraba el pulso.
—Nada que haya deseado hacerle. Por favor, suélteme.
—¿De veras quieres que te suelte? —preguntó con voz ronca, mientras le besaba el cuello.
¿Por qué, pensó Regan, este hombre vil y repugnante me hace estas cosas horribles? Pero, si bien pensaba eso, no se esforzaba por apartarlo. Ansiaba estar en sus brazos, y adoraba la forma en que la besaba, el olor de su aliento y la manera en que le acariciaba el rostro. El tamaño de aquel hombre la hacía sentirse pequeña y segura, cuidada, protegida.
Sus pensamientos se interrumpieron cuando los labios de Travis hallaron sus pechos desnudos. Ya no pudo pensar: gimió y le acarició los hombros.
Lentamente, Travis la soltó. Abrió los ojos, perpleja, y lo vio de pie, quitándose la chaqueta. Incapaz de quitarle los ojos de encima, lo observó desvestirse sin
prisa.
La luz del sol poniente entraba por la ventana y llenaba la habitación con un resplandor rojo dorado que la transformaba en un sitio de mágicas joyas. Muda, Regan no lograba apartar la vista del cuerpo de Travis, que poco a poco se iba descubriendo. Nunca había visto a un hombre desnudo y sentía mucha curiosidad.
Nada habría podido prepararla para la imagen de Travis desnudo. Tenía los músculos muy desarrollados por años de trabajo, los brazos esculpidos, el pecho como el peto de una antigua armadura romana que ella había visto en un libro. Sin embargo, su cintura era delgada, y en su vientre se destacaban los músculos. Cuando se quitó los pantalones, quedaron al descubierto sus muslos macizos en los que se distinguía cada músculo.
—Cielos —murmuró Regan, y su voz delató el asombro que sentía. Sólo parpadeó cuando sus ojos llegaron a la virilidad de Travis.
Travis rió y se tendió a su lado.
—A pesar de todas tus protestas, apuesto a que, con un poco de entrenamiento, llegarás a ser una muchacha muy lujuriosa.
—No, por favor —pidió Regan, en un último intento de apartarlo; pero Travis no le prestó atención.
Con destreza, le quitó lo que quedaba de ropa y comenzó a acariciarle el vientre con un suave masaje; sus dedos jugaban con esa área sensible y la palma de su mano le excitaba la piel. Mientras tanto, la besaba; utilizaba los dientes en la curva de la oreja, y con la lengua rozaba apenas el punto suave y palpitante que se hallaba justo debajo del lóbulo.
Regan le acarició los hombros y los brazos, trazando con los dedos cada depresión que señalaba la unión de dos músculos. La dureza del cuerpo de Travis era muy diferente de la suavidad del suyo, tan débil en comparación con la fuerza de él. Se movió debajo de Travis y bajó los brazos para acariciarle las costillas, para sentir cómo los músculos de su espalda se contraían bajo su piel tibia y morena, y luego le acarició las firmes caderas. Ese contacto le producía a la vez admiración y placer, y con cada caricia su corazón parecía acelerarse y su respiración se volvía más profunda agitada.
—Regan, dulce Regan —murmuró Travis, con una voz que ella no sólo oyó sino también sintió en el sitio en que se unían los pechos de ambos.
Cuando Travis se apartó un poco, Regan le clavó los dedos en los brazos con fuerza.
—Sí, mi gatita ansiosa, sí.
La penetró lentamente y con facilidad y, aunque ella lo habría creído imposible, su corazón se aceleró más aún. No había dolor: sólo algo que ella deseaba inmensamente. Cuando se arqueó contra él con torpeza y en forma errática, Travis se mantuvo apartado.
—Despacio, gatita, despacio —murmuró con una mano en la cadera de Regan, mientras con el dedo acariciaba su ombligo.
Si bien Regan no tenía idea de la intención de Travis, no tuvo más remedio que obedecerle. A pesar de su poca experiencia, comprendió que él se estaba conteniendo, tomando su tiempo para enseñarle en lugar de participar a ciegas. Lenta y cuidadosamente, le enseñó a gozar, a tomar la iniciativa además de seguirla.
Regan tuvo la impresión de que su cuerpo estallaría, de que se volvía más y más grande y que, cuando estallara, ella tal vez moriría. De pronto, Travis empezó a moverse con más rapidez, y su excitación se contagió a la muchacha. Regan se arqueó contra él, y fue como si muchos fuegos artificiales estallaran en su interior, brillantes, ardientes, cegadores.
Travis se desplomó sobre ella, fláccido y sudoroso. Regan se sentía agotada y débil, pero maravillosamente bien, como si le hubiesen quitado un enorme peso de encima.
Le pareció haberse adormecido un instante y, al despertar, su momento de intimidad con aquel hombre que aún era un perfecto extraño le pareció un sueño. Tendida allí, con un brazo de Travis sobre ella, imaginó cómo sería volver a ver a Farrell. Por supuesto, él ya estaría al tanto de sus andanzas con ese americano, y estaría avergonzado de ella; quizá ni siquiera le dirigiría la palabra. Se imaginó tratando de explicárselo, diciendo que se había resistido, pero Farrell sabría la verdad. El americano decía que sus ojos reflejaban todo lo que pensaba. ¿Reflejarían también aquella nueva experiencia? ¿Acaso todo el mundo vería en ella a una mujer deshonrada?
A su lado, Travis se movió, se incorporó sobre un codo y le sonrió.
—No me equivoqué —murmuró—. Con un poco de entrenamiento...
Regan le apartó la mano cuando él le acarició el cabello.
—¡No me toque! Ya me ha obligado a hacer demasiadas cosas.
—¿Volvemos a eso? Creí que esta vez verías la verdad.
—¡La verdad! ¡Claro que la veo! Sé que usted me retiene aquí contra mi voluntad y que es un delincuente de la peor calaña.
Travis suspiró, se levantó y empezó a vestirse.
—Ya te he dicho por qué te retengo aquí. —Se volvió hacia ella con rapidez.— ¿Tienes alguna idea de lo que
quieren de ti esos hombres del puerto? Ellos buscan una versión violenta de lo que acabamos de hacer.
—¿Y qué diferencia hay entre ellos y usted?
—Aun con tu inocencia deberías saber que yo te hago el amor, mientras que ellos simplemente te levantarían la falda y te harían lo que quisieran... uno tras otro.
—¡No tengo falda! —replicó Regan—. Lo único que tengo es un camisón muy estropeado.
Travis sólo pudo levantar los brazos en gesto de exasperación.
—Solo ves lo que quieres ver, ¿no es así? Por eso considero que es mi deber protegerte de ti misma y de tus sueños color de rosa, además de los hombres que te harían daño.
—No tiene derecho! Por favor, déjeme salir de aquí.
Como si la muchacha no hubiera hablado, Travis se dirigió a la puerta y pidió a gritos la cena.
—Te sentirás mejor cuando hayas comido —dijo, y volvió a cerrar la puerta.
—No tengo apetito —replicó Regan, con obstinación. Travis la tomó del mentón y la obligó a mirarlo.
—Vas a comer aunque tenga que obligarte —ordenó, con una mirada dura, sin aquella suavidad que siempre había en sus ojos.
Regan sólo pudo asentir.
—Ahora bien —prosiguió, nuevamente de buen humor—, ¿por qué no te pones uno de esos vestidos que te he traído? Eso te hará sentir mejor.
—Pero usted tendrá que salir de la habitación —murmuró Regan, algo asustada aun por la amenaza. Hasta entonces Travis no le había inspirado el mínimo temor.
Travis levantó una ceja al oír la petición. La levantó de la cama y la depositó de pie en el suelo, desnuda.
—No tienes nada que yo no haya visto, y si no quieres que el posadero te vea así, será mejor que te vistas.
Al examinar la ropa que Travis le había llevado, Regan advirtió que no había ropa interior. Prefirió no pedírsela, y se puso el vestido de terciopelo. Acababa de abrochárselo cuando el posadero llamó a la puerta.
El vestido era de talle alto, escotado, y la parte delantera estaba adornada con gasa de seda. Regan se miró al espejo que estaba frente a la cama y se alegró de que no fuera un vestido infantil. Su cabello suelto era una maraña de rizos desaliñados; tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes, y todo eso se combinaba para dar la imagen de una mujer a quien acababan de hacerle el amor... y lo había disfrutado.
La mirada apreciativa del posadero hizo que Travis casi lo echara.
—¿Por qué hizo eso? —preguntó, Regan, sorprendida, preguntándose si Travis estaría celoso.
—No quiero que se forme una idea equivocada —respondió, al tiempo que destapaba un plato de carne asada—. Mañana tendré que volver a dejarte sola y, si este hombre pensara que no me importas, podría enviar a alguien aquí. Lo último que quiero es una pelea o cualquier problema tan cerca de mi partida. Nada podrá evitar que me marche a casa. Ya he pasado demasiado tiempo en este maldito país.
Decepcionada, Regan se acomodó en la silla que él le ofreció. El aroma de la comida le hizo percatarse del tiempo que llevaba sin comer. Recordó con asombro que desde la cena con Farrell y su tío no había vuelto a comer.
—¿Qué ocurre? —preguntó Travis al ver su expresión.
—Nada. Es sólo que... —levantó la cabeza—. No me agrada ser prisionera, eso es todo.
—No tienes que decírmelo si no lo deseas. Come tu cena antes de que se enfríe.
Durante la cena, Travis intentó varias veces hacerla hablar, pero Regan se resistía por temor a revelar, sin quererlo, alguna pista acerca de su domicilio. Ya no podría volver a la vida que había conocido; después de lo que había sucedido esa noche, tal vez y a no se la considerara una dama.
Travis la tomó de la mano y se inclinó hacia ella.
—Es una pena que a las inglesas les enseñen que no deben disfrutar del sexo —dijo, interpretando el ánimo de la muchacha—. En América las mujeres no son tan inhibidas; les agradan sus hombres y no temen demostrarlo.
Regan le dirigió su sumisa más dulce y falsa.
—Entonces ¿por qué no vuelve a América y a sus mujeres?
Travis lanzó una carcajada que hizo resonar los platos y luego le dio un sonoro beso en la mejilla.
—Ahora, pequeña, tengo trabajo que hacer, de modo que puedes ponerte cómoda en la cama y esperarme o...
—O quizá marcharme.
—Debo reconocer que eres persistente.
Y usted es terco como una muía, pensó Regan, mientras lo observaba apilar los platos sobre la bandeja y sacarla al pasillo. Más tarde, ya en camisón y acostada, lo observó de espaldas, y vio cómo se pasaba la mano por el cabello mientras su pluma revoloteaba sobre los papeles que tenía ante sí. Sintió curiosidad por lo que estaba haciendo pero no quiso preguntárselo para que su relación con él no se volviera más personal de lo que ya era.
Se desperezó y se embarcó en un sueño en el que Farrell iba a rescatarla y derrotaba al americano en un duelo de espadas. Su tío Jonathan estaría allí, le rogaría su perdón y le diría que se sentía muy solo sin ella Sonrió al imaginar a Travis amedrentado. En su sueño se vio apartándose de Farrell y dirigiéndose hacia Travis, dándole la mano y perdonándolo, diciéndole que regresara a América y la olvidara... si podía.
Cuando Travis se acostó a su lado, Regan fingió dormir, pero él la atrajo hacia sí, le besó la oreja, le apoyó una mano en el vientre y se durmió. Por extraño que le pareciera, la muchacha sintió que ella también ya podía dormirse.
Por la mañana se halló sola en la gran habitación, pero apenas despertó, entró la criada.
—Disculpe, señorita. Pensé que estaría durmiendo. El señor Travis me dijo que le trajera agua caliente, por si quería tomar un baño.
Regan no tenía intenciones de volver a humillarse suplicando a la criada que la dejara salir. Indicó a la mujer que le llevara la tina y el agua caliente y, a su pesar, disfrutó
el baño. Fue casi un consuelo poder hacer algo por si misma. Antes, siempre tenía una criada que la vestía y le lavaba el cabello, y su tío elegía para ella ropa barata e infantil.
Nuevamente limpia, se secó el cabello con la toalla comió un abundante desayuno y se. puso el vestido de seda azul. Completó el atuendo con una delicada pañoleta bordada con flores en varios tonos de azul.
Fue un largo día y, como no tenía nada que hacer, estaba aburrida. Hacía frío en la habitación, pues no había hogar, de modo que se paseó por allí frotándose los brazos. Por la ventana entraba el débil sol de comienzos de la primavera, pero aun así era el sitio más cálido de la habitación. Acercó una silla y comenzó a mirar, distraída, por la ventana. Nuevamente empezó a soñar, desde sus planes para hacer un jardín, hasta cómo jamás perdonaría a Travis y dejaría que Farrell se ocupara de él.
A la caída del sol oyó una voz que solo podía ser Travis: profunda, clara, llena de humor. Su corazón empezó a acelerarse. Claro que se debía a la soledad en que había pasado el día, pero aun así tuvo que reprimirse para ni sonreír cuando él entró.
Travis le sonrió y sus ojos pardos la recorrieron
—Ese vestido te sienta bien —observó, mientras se quitaba el sombrero y la chaqueta..Prácticamente se desplomó sobre una silla y lanzó un profundo suspiro—. Habría sido menos fatigoso trabajar en el campo —prosiguió—. Tus compatriotas son una sarta de presuntuosos y necios. Casi nadie quería escuchar mis preguntas y, mucho menos, responderlas.
Regan pasó un dedo por el borde de la mesa con aire indiferente, tratando de disimular su curiosidad.
—Tal vez no les agradaban sus preguntas —sugirió. Travis no se dejó engañar.
—Lo único que quería saber era si a alguien se le había perdido una muchacha bonita pero sumamente terca.
Regan abrió la boca para contestarle, pero volvió a cerrarla al comprender que Travis quería hacerla morder el anzuelo.
—¿Y qué averiguó?
Travis frunció el ceño antes de responder; parecía perplejo por lo que había descubierto.
—No sólo no pude averiguar nada sobre la desaparición de una muchacha como tú, sino que no encontré a nadie que conociera a una joven así.
Regan no pudo responder. Nunca habían tenido visitas en la casa Weston. Todo lo que ella sabía de la vida lo había aprendido de sus criadas e institutrices, que le contaban historias de amor y de caballeros galantes, del mundo fuera de aquella casa. Era natural que nadie la conociera.
Travis la observaba, tratando de interpretar su expresión. Todo el día lo había acosado una duda: ¿qué haría con Regan cuando se marchara a América? No se lo dijo pero había contratado a tres hombres más para que investigaran sobre ella. La noche en que la encontrara, la muchacha no había podido provenir de muy lejos, de modo que vivía en Liverpool o en los alrededores, o bien estaba allí de paso. Después de preguntar en todas las posadas de la zona, tenía la certeza de que ella vivía allí, pero no lograba hallar una sola pista. Era como si Regan se hubiese materializado de la nada en aquella noche oscura, cerca del puerto.
—Eres una fugitiva —adivinó, y la expresión de la joven confirmó sus pensamientos—. Pero no entiendo de quién huyes y por qué nadie está revisando cielo y tierra para encontrarte.
Regan se apartó y trató de no pensar que eso se debía a que a las personas que ella creía que la amaban no les importaba su paradero.
—Lo único que puedo suponer —prosiguió Travis lentamente— es que tu familia se enfadó mucho por algo que has hecho. Sé por experiencia propia que no te encontraron en la cama con el hijo del jardinero, de modo que quizá te hayas negado a hacer algo que ellos querían. ¿Acaso te negaste a casarte con un viejo ricachón?
—Frío, frío —respondió Regan, con aire presumido.
Travis rió, porque los ojos de la muchacha le indicaron que no estaba tan lejos de la verdad. Pero la risa disimuló lo que realmente sentía. Lo enfurecía pensar que alguien pudiera arrojar a la calle a una muchachita pura, vestida sólo con su camisón. Tal vez podía haber ocurrido en un momento acalorado, pero ¿cómo era posible que dejaran pasar varios días sin buscarla?
—Estaba pensando que, ya que no parece haber motivos para que te quedes en Inglaterra, quizá deberías venir conmigo a América.
—¿Qué? —exclamó Regan, atónita—. América está llena de salvajes y analfabetos que viven en cabañas de troncos. ¿Qué hay allá sino indios y animales horribles, para no mencionar el salvajismo de la gente? No, de ninguna manera iré a ese sitio tan primitivo.
Los ojos de Travis perdieron rápidamente el buen humor. Se puso de pie y se dirigió a ella.
—¡Maldita inglesa! Tengo que soportar eso todo el día con tus "caballerosos." compatriotas. Me rechazan porque no les gusta mi forma de hablar o mi ropa, o porque tenían algún pariente que murió en una guerra que ocurrió cuando yo era pequeño. Me estoy hartando de que me miren como si fuera algo sucio, y no pienso tolerarlo en ti.
Regan retrocedió y levantó una mano para protegerse.
—Ya me he contenido bastante contigo. De ahora en adelante, harás lo que te diga. Si dejara a una niña como tú sola aquí, cuando es obvio que no tienes un solo amigo en el mundo, no podrías volver a dormir en paz. No pienso aburrirte hablando de cómo es Norteamérica, dado que tienes ideas tan claras al respecto, pero al menos, en mi país no expulsamos a las niñas sólo porque sean desobedientes.
Cuando lleguemos a Virginia podrás elegir qué hacer... algo más adecuado para una "dama" inglesa que convertirte en callejera, pues ésa sería tu única posibilidad si te quedaras aquí.
La miró con furia.
—¿Está claro?
Sin darle tiempo a responder, se marchó con un portazo y echó llave a la puerta.
—Sí, Travis —susurró Regan en la habitación vacía.
Se alegró de que Travis se hubiese marchado, pues le resultaba imposible pensar en su presencia. Al menos, si lograba enfurecerlo lo suficiente, tal vez no la obligaría a hacer esas cosas horribles en la cama y, si lo provocaba, quizá la dejaría ir. Sonriendo, se sentó y comenzó a imaginar su fuga, lo estupendo que sería escapar de aquel americano rústico. ¡Qué idea!, pensó. ¡Llevarla a América!
Se acomodó en la silla, se cubrió con una manta y empezó a fantasear sobre el lugar horrible que debía de ser América. Recordó lo que le había contado una criada cuyo hermano había viajado allá y regresado con historias espeluznantes, todas las cuales le habían sido relatadas a ella con lujo de detalles.
A medida que la vela se consumía y la habitación se sumía en la oscuridad, comenzó a mirar hacia la puerta, preguntándose cuándo volvería Travis. En un momento, ya avanzada la noche, dejó su silla, se acostó en la cama grande y fría, y acomodó las almohadas para recostarse contra ellas. No era lo mismo que recostarse contra su cuerpo grande y tibio, pero al menos ayudaba.
Por la mañana tenía jaqueca y estaba de mal humor. La enfurecía el hecho de que el americano la hubiese dejado sola y desprotegida toda la noche, a merced de cualquiera que pudiera conseguir la llave cíe su habitación. En un momento él hablaba de lo mucho que iba a cuidarla, y luego la abandonaba a su suerte.
Sus cavilaciones se interrumpieron cuando alguien llamó a la puerta y luego la abrió. Regan cruzó los brazos sobre el pecho y levantó la frente, preparándose para
hacer saber a Travis que su abandono no la había afectado. Pero en lugar de la voz profunda de Travis oyó risas de mujeres. Regan se volvió y quedó boquiabierta al ver a tres mujeres que entraban cargando grandes libros y varios cestos.
—¿Es usted mademoiselle Regan? —preguntó una mujer morena, bonita y menuda—. Yo soy madame Rosa, y ellas son mis ayudantes. Hemos venido para ocuparnos de su guardarropa para su viaje a América.
Regan tardó varios minutos en comprender de qué se trataba todo aquello. Aparentemente, Travis había contratado a madame Rosa, una inmigrante francesa y ex modista de una de las damas de la reina María Antonieta, para que creara todo un guardarropa para su cautiva. Al principio Regan se puso furiosa por la presunción de Travis y simplemente se sentó en la cama con una mirada vacía. Pero al ver la expresión perpleja de las mujeres comprendió que no podía descargar su ira con ellas. Su disgusto era con Travis Stanford, no con esas mujeres que simplemente hacían su trabajo.
—Veré lo que han traído —dijo al fin, con fatiga, pensando en todas las otras veces que le habían permitido elegir su ropa. Su tío le permitía usar solamente vestidos rosas, azules o blancos, y sus únicos adornos eran los bordados que realizaban ella y las criadas.
Con una sonrisa de alegría, la diseñadora y sus ayudantes comenzaron a desplegar muestras de géneros sobre la cama. Parecía haber una infinita variedad de colores y texturas, la mayoría de los cuales Regan no había visto nunca. Había una docena de colores de terciopelo, más de raso, lino, por lo menos seis tipos de seda, con docenas de colores para cada una. Los géneros de lana ocupaban una esquina de la cama, y Regan se maravilló ante su variedad: casimires, tartanes, una tela suave y de hebras largas que, según le informaron, era mohair. ¡Y las muselinas! Parecía haber cientos de colores, rayados, pintados, estampados, bordados, plisados.
Con los ojos dilatados por el asombro, Regan miró a madame Rosa.
—Además, desde luego, están las guarniciones —dijo la mujer, e indicó a sus ayudantes que acercaran esas muestras. Había plumas, cintas de raso y terciopelo, encajes realizados a mano mezclados con sartas de diminutas perlas de cultivo, cordones plateados, cuentas de azabache, Mores de seda, tules dorados e intrincados alamares.
Azorada, Regan estaba inmóvil, sin poder dejar de mirar todo aquel colorido.
—Tal vez sea demasiado temprano para mademoiselle —sugirió madame Rosa—. Monsieur Travis dijo que debíamos organizarlo todo en un día para poder cortar todos los modelos antes de su partida. He contratado a una mujer que viajará con ustedes y se encargará de la costura, de modo que todo estará listo cuando lleguen a América.
Cuando su mente empezó a despejarse, Regan se preguntó si Travis sabría lo que estaba haciendo. Dudaba que un norteamericano tuviera idea del costo de la ropa femenina. Su tío Jonathan se había encargado de hacerle conocer los honorarios exorbitantes que cobraban las modistas.
—¿Travis preguntó cuál sería el costo de la ropa?
—No, señorita —respondió madame Rosa, sorprendida—. Anoche vino a mi casa muy tarde. Dijo que, según le habían informado, yo era la mejor modista de Liverpool y que deseaba un guardarropa completo para una joven. No mencionó el precio, pero me dio la impresión de que monsieur Travis no necesitaba preguntarlo.
Regan abrió la boca, volvió a cerrarla y sonrió. ¡De modo que aquel colono robusto y pendenciero pensaba que aún estaba en las selvas de América! Podría ser divertido jugar por un día con géneros y adornos, fingir ordenar un extenso guardarropa, y luego verle la cara a Travis cuando recibiera una cuenta más alta que cualquier suma que hubiese imaginado. Claro que ella pediría a las mujeres que le presentaran la cuenta antes de empezar a cortar la ropa. No quería que salieran perdiendo cuando Travis no pudiera pagarles.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Regan con dulzura, divertida por la idea de vencer a aquel jactancioso.
—Tal vez por los vestidos de día—sugirió madame Rosa, al tiempo que levantaba las muestras de muselina. Horas más tarde, Regan estaba muy entusiasmada con todo el proyecto. Era una pena que no fuera a tener esos vestidos, pues había planeado un guardarropa que sería la envidia ele una princesa. Había vestidos de muselina de todos colores y diseños, vestidos de baile de raso y terciopelo, vestidos de calle, un traje de montar que causó gracia a Regan pues jamás había cabalgado y no tenía idea de cómo se hacía, pañoletas, capas, abrigos largos y chaquetas cortas, además de numerosos camisones, camisolas y enaguas con encaje. Cuando terminó, no quedaba una sola tela sin usar, y muy pocos colores.
Les llevaron el almuerzo y Regan se alegró de que terminara la sesión, pues comenzaba a fatigarla.
—Pero si apenas empezamos —dijo madame Rosa—. Esta tarde vendrá el peletero con el sombrerero, el zapatero y el confeccionista de guantes. Y habrá que tomar las medidas a mademoiselle para todo.
—Por supuesto —suspiró Regan—. ¿Cómo pude olvidarlo ?
Al avanzar la tarde, ya nada la asombraba. El peletero le mostró pieles de marta, armiño, chinchilla, castor, lince, zorro y cabra de angora, y Regan eligió los forros, cuellos y puños para los abrigos que ya había escogido. El zapatero tomó muestras de las telas a fin de teñir un par de zapatillas blandas y sin tacón para cada atuendo, y describió las botas de paseo que le haría. El sombrerero y madame Rosa coordinaron sombreros y vestidos, junto con los guantes.
Al anochecer, empezaron a decaer las energías de todos, especialmente las de Regan. Se sentía mal al pensar que tanto trabajo quedaría en nada porque ningún americano podría pagar toda la ropa que ella había ordenado. Dio instrucciones a madame Rosa de que todos enviaran sus cuentas a Travis antes de tomar siquiera un par de tijeras, que antes de empezar debían tener el dinero en sus manos. La modista sonrió con cortesía y afirmó que tendría la cuenta lista a primera hora de la mañana.
Cuando al fin quedó sola, Regan se desplomó sobre una silla, cansada por el largo día y por su constante sentimiento de culpa. Durante todo el día había tenido conciencia de que se trataba de un juego; pero aquellas personas se enfadarían mucho cuando se enteraran de que no recibirían paga alguna por todo su trabajo.
Cuando oyó los pasos sonoros de Travis en la escalera ya estaba bastante deprimida... y todo por culpa de él. En cuanto abrió la puerta, Regan le arrojó un zapato que le golpeó el hombro.
—¿Qué es esto? —preguntó Travis, sonriendo—. Pensé que esta noche al menos te alegrarías un poco de verme. Siempre te quejas de que no tienes ropa.
—¡Yo no le he pedido que me comprara ropa! No tiene ningún derecho sobre mí y, menos aún, para llevarme a su país incivilizado. No pienso ir, ¿me oye? Soy inglesa, y me quedaré en Inglaterra.
—¿Dónde están todos tus familiares y amigos? —dijo Travis con ironía—. Acabo de pasar otro día tratando de averiguar dónde has pasado tu vida, y no he podido hallar nada. ¡Malditos sean! —exclamó pasándose las manos por el cabello—.¿Qué clase de gente podría querer deshacerse de una criatura como tú?
Quizá fue el cansancio por no haber dormido bien y por el día agotador, pero los ojos de Regan se llenaron de grandes lágrimas cristalinas. Había estado tan furiosa en los últimos días que no había tenido tiempo de pensar en lo que sentía por el disgusto de Farrell ante la idea de casarse con ella y por el odio manifiesto de su tío. Durante días había vivido en un mundo de ensueño, con la esperanza de que acudieran a rescatarla, pero, sin duda, Travis había hablado con ellos. ¿Acaso Farrell y su tío le habían dicho que no la conocían?
Antes de que pudiera hablar, Travis la tomó en sus brazos. Regan lo empujó y trató de protestar.
—-¡Déjeme en paz —murmuró débilmente, pero a pesar de sus esfuerzos por apartarlo, Travis la sostuvo con fuerza hasta que la muchacha hundió la cara en su pecho y los sollozos empezaron a sacudirla.
Sin perder tiempo, Travis la levantó en sus brazos y se sentó en una silla, acunando a Regan como si fuera una
pequeña.
—Anda, llora, gatita —susurró—. Creo que si alguien merece hacerlo, eres tú.
Aquella actitud de Travis, ese extraño que le hacía el amor y la cuidaba mientras las personas que debían hacerlo negaban su existencia, la hizo llorar con más intensidad. Lo peor era el fin de sus sueños de ser rescatada por Farrell, de volver a ver a su amado. Ya nunca tendría la oportunidad de demostrarle que podía ser una buena esposa; ahora la llevarían a América contra su voluntad, y ellos ni siquiera se enterarían de su partida.
Cuando al fin los sollozos empezaron a aquietarse,
Travis le acarició el cabello húmedo.
—¿Quieres contarme por qué estás tan triste?
No podía hablarle de Farrell.
—¡Porque me tiene prisionera! —respondió con la mayor firmeza que pudo demostrar, y se apartó del hombro de Travis.
El siguió acariciándole el cabello y, cuando volvió a hablar, lo hizo con una voz llena de paciencia y comprensión.
—Creo que estabas prisionera aun antes de conocerme. De no haber sido así, no te habrían dejado en la calle como a un montón de basura.
—¡Basura! —exclamó Regan, indignada—. ¿Cómo se atreve a llamarme así?
Travis le sonrió, perplejo.
—No dije que fueras basura, sino que te han tratado como si lo fueras. Lo que no entiendo es por qué quieres volver con alguien que te trata así.
—Yo... yo... nadie... —balbuceó, y volvieron a aflorar las lágrimas. Travis tenía una manera muy cruda de decir las cosas.
—No es tan malo ser huérfano —prosiguió Travis—. Yo lo soy desde hace mucho tiempo. Quizá nuestro destino sea estar juntos.
Regan lo miró, extrañada. Sin duela, a pesar de lo que había dicho, Travis a menudo raptaba muchachitas y las tenía prisioneras.
—Creo que no me agrada lo que estás pensando —le previno—. Si tienes alguna idea rara, te advierto que yo cuido lo que me pertenece.
—¿Dice que yo le pertenezco? —exclamó Regan—. ¡Apenas lo conozco!
Travis sonrió antes de acercar sus labios a los de ella.
La besó con tanta ternura, tanto anhelo, que casi sin darse cuenta, Regan lo abrazó.
—Me conoces bastante bien —dijo Travis, con voz ronca—. Y métete en la cabeza que eres mía.
—¡No soy suya! Yo...
Se interrumpió cuando Travis comenzó a besarle el cuello con diminutos mordiscos; Regan suspiró y ladeó la cabeza.
—Eres una tentación —dijo, riendo— y me estás haciendo perder muchas horas de trabajo. —Con firmeza, la hizo bajarse de sus rodillas.— Me encantaría quedarme contigo, pero tengo asuntos que atender y temo que me ocuparán la mayor parte de la noche. ¿Sabías que zarparemos pasado mañana?
Con la cabeza baja, Regan no le respondió. Se sentía muy tonta por haber reaccionado a sus caricias con tanta rapidez y entrega. ¡Pasado mañana!, pensó. Si quería huir de él, tendría que hacerlo muy pronto.
—¿No me das un beso de despedida? —bromeó Travis, desde la puerta—. ¿Nada que me ayude a mantenerme en calor allá, solo?
Regan tomó su otro zapato y se lo arrojó, pero esta vez Travis lo esquivó. Riendo, echó llave a la puerta y bajó la escalera.
Al menos esa noche Regan estaba demasiado fatigada para perder el sueño, pero cada noche la cama le parecía más grande.
Despertó por un sonido atronador que sólo podía ser Travis tratando de andar de puntillas por la habitación. Mantuvo los ojos cerrados y fingió dormir, aun cuando él
se inclinó y la besó en la mejilla. Cuando le pareció que Travis se había marchado, esperó el sonido ya familiar de la llave al cerrarse la puerta. Al no oírlo, se incorporó en la cama como movida por un resorte. Se frotó los ojos dos veces para cerciorarse de que lo que veía era cierto: la puerta estaba abierta de par en par.
Sin perder un segundo más, se levantó de un brinco, se puso el vestido de terciopelo y tomó sus zapatos. Con sumo sigilo, se aplastó contra la puerta al salir y se dirigió a la escalera. Dado que nunca había visto de la posada más que el interior de una sola habitación, le sorprendió comprobar el aislamiento de ese cuarto: solo, al final de una escalera estrecha y empinada al pie de la cual, a juzgar por los aromas, se hallaba la cocina. Estiró el cuello hasta que amenazó romperse y vio lo que era, sin duda, una pierna de Travis con su bota alta, cerca del pie de la escalera. Cuando ya empezaba a perder las esperanzas, desde afuera se oyó un bullicio de carruajes y caballos y una voz de hombre pidiendo ayuda. Con gran alivio, vio a Travis correr hacia la puerta.
En un instante bajó la escalera, atravesó la cocina casi vacía donde los pocos criados estaban absortos en la actividad que había afuera y, al fin, salió al sol brillante de la
calle.
No podía perder tiempo para calzarse los zapatos, pues sabía que Travis descubriría su fuga muy pronto. Por el momento, tenía que poner tiempo y distancia entre ambos si deseaba escapar.
A pesar de sus buenas intenciones, los pies comenzaron a dolerle demasiado para seguir ignorándolos, y la gente empezaba a mirarla. Aminoró el paso y vio un callejón oscuro entre dos edificios. Se dirigió allí y se acurrucó entre varios cajones de pescado de los que emanaba un olor nauseabundo. ¡Tengo que pensar!, se ordenó, pues sabía que sin un plan jamás podría ganar su libertad.
Se sentó en uno de los cajones de madera, se calzó los zapatos y se ató los cordones a los tobillos. Mientras tanto calmó su corazón acelerado y comenzó a pensar en sus posibilidades. Necesitaba ir a alguna parte, hallar un
sitio donde esconderse hasta que pudiera conseguir trabajo y, especialmente, un lugar donde ocultarse hasta que aquel americano demente abandonara el país.
Sumida en sus pensamientos, no oyó los gritos en la calle hasta estar prácticamente mirando a Travis, de perfil, con las piernas abiertas y las manos en las caderas. Pasaron varios minutos hasta que comprendió que él no la veía, que sólo estaba dando órdenes a otras personas. El hecho de que diera órdenes a extraños renovó la decisión de Regan de huir de él. Se acurrucó lo más que pudo entre los cajones, rogando que no la vieran.
Aun cuando Travis se volvió y echó a correr calle abajo, Regan no se movió, pues presentía que él nunca se daba por vencido. No, Travis Stanford estaba demasiado seguro de tener razón para pensar en las opiniones ajenas. Si era capaz de tener cautivo a alguien, no la deja-ría escapar sin pelear. Inmóvil en aquella posición incómoda, Regan trató de concebir un plan. Primero tendría que alejarse del puerto, y la manera de hacerlo era tener el mar siempre a sus espaldas. Sonrió, pensando que eso no seria difícil, y creyó haber resuelto la mitad de su problema. El otro problema era adonde iría una vez que se alejara del puerto. Si lograba volver a la casa Weston, tal vez Matta, su antigua criada, conociera algún sitio adonde pudiera ir.
Le pareció que habían pasado horas enteras, pero el sol seguía brillando y el bullicio del puerto no se había apagado. Recurriendo a toda su capacidad de concentración trató de ignorar los calambres en las piernas y el dolor en la espalda.
Dos veces vio pasar a Travis, y la segunda vez estuvo apunto de llamarlo. Quizá fuera por su cuerpo dolorido, pero recordaba muy bien la última vez que había estado sola en los alrededores del puerto. Claro que entonces llevaba sólo su camisón y ¿cómo podía esperar que la trataran como a una dama si estaba vestida como una mujer de la calle? Ahora, con aquel elegante vestido de terciopelo, todos verían en ella a una dama y no se atreverían a tocarla.
Sonrió con algo más de confianza y trató de arrestarse un poco el cabello. El día anterior había notado que la modista francesa y sus ayudantes llevaban el cabello corto, a la griega, y se preguntó si ella también debería cortárselo. Quizás eso le diera un aire de sofisticación en su nueva vida... fuera cual fuese.
Pasó el tiempo con esas cavilaciones y, al ver que el sol bajaba, se sintió a punto de embarcarse en una gran aventura. Había escapado de ese horrible americano y estaba en libertad de ir adonde quisiera.
Lenta y dolorosamente, se incorporó y sacudió las piernas cansadas para que la sangre volviera a ellas. Una vez de pie, se percató de que tenía los pies lastimados y cubiertos de sangre seca, y al dar el primer paso las heridas volvieron a abrirse.
Se armó de coraje y avanzó hacia la calle cada vez más oscura. Una dama, se recordó. Debía actuar como una dama y no permitir que una pequeñez como los pies lacerados e inflamados la hicieran cojear. Si mantenía los hombros erguidos y la frente alta, nadie la molestaría. Nadie se atrevería a importunar a una dama.
La noticia de que una muchacha elegante andaba sola por la zona portuaria corrió como reguero de pólvora. Los hombres que estaban demasiado ebrios para tenerse en pie, de alguna manera se las ingeniaron para salir de su estupor y dirigirse, tambaleantes, hacia allá. Todo un cargamento de marineros que acababan de regresar de un viaje de tres años tomaron sus botellas de ron y corrieron hacia donde, según les habían dicho, los esperaban docenas de mujeres. Perpleja, esforzándose por disimular el miedo, Regan trataba de hacer caso omiso de los hombres que se apiñaban a su alrededor en número cada vez mayor. Algunos, con sonrisas desdentadas y apestando a pescado y a cosas peores, extendían sus manos sucias y temblorosas para tocar el terciopelo de su vestido.
—Nunca he tocado nada tan suave —susurraban.
—Nunca me acosté con una dama.
—¿Crees que las damas lo harán igual que las rameras?
Regan comenzó a apretar el paso más y más, esquivando las manos y los cuerpos que hallaba en su camino. Ya no pensaba en mantener el mar a sus espaldas; lo único que quería era escapar.
Los hombres del puerto parecían jugar con ella tal como lo hicieran la noche en que llevaba sólo su camisón. Sin embargo, esos juegos relativamente leves cesaron con la llegada de los marineros jóvenes, viriles y ávidos. Cuando éstos vieron que había una sola mujer en lugar de las cincuenta que les habían dicho, se enfurecieron y encauzaron su furia contra aquella muchacha asustada.
—-Déjenme a mí. Yo necesito algo más que tocar su tino vestido —dijo en tono lascivo un joven vigoroso, al tiempo que extendía una mano y aterraba el hombro del vestido de Regan.
La tela se desgarró hasta el pecho, con lo cual quedó al descubierto un seno redondeado y suave que hizo que los hombres rieran con deleite.
—Basta, por favor —les pidió Regan, retrocediendo, pero entonces tres pares de manos le levantaron la falda y ascendieron por la parte trasera de sus piernas.
—Es menuda, sí, pero tiene mucho donde debe tenerlo.
—Basta de perder el tiempo. Echémosla.
Antes de que Regan tomara conciencia de lo que estaba apunto de suceder y mientras oía en su mente las palabras de Travis acerca de que esos hombres la obligarían a hacer lo que habían hecho ambos, uno de los marineros le dio un fuerte empellón que la hizo caer contra los hombres que estaban tras ella. Con un vano esfuerzo por gritar, trató de incorporarse, pero los hombres la sujetaron bajo un mar de manos ansiosas. Sobre ella, sonrientes, estaban los marineros.
—Ahora veamos que hay debajo de esa bonita falda.
El hombre llevó la mano a la falda de Regan, y ésta le dio un puntapié en la cara que lo hizo caer hacia atrás. ¡Tenía los brazos sujetos detrás de la cabeza, y en cuanto le propinó el puntapié los demás hombres le sujetaron los tobillos y la obligaron a abrir las piernas.
—A mí no me patearás, niña —rió otro marinero, mientras aferraba el borde de la falda.
En un instante estaba sobre ella, sonriendo al ver el terror de Regan y disfrutando sus esfuerzos por liberarse
de las manos que la sujetaban. Al instante siguiente voló por el aire y se aferró el hombro, que se le puso cada vez más rojo. El sonido del disparo pareció llegar después de que el marinero volara por el aire.
Resonaron dos disparos más por encima de las cabezas de los hombres antes de que éstos lograran reaccionar a algo que no fuera su viciosa avidez.
Regan, aún sujeta por los hombres, reparó primero en el silencio de éstos. Cuando comenzaron a soltarla, dio un puntapié y liberó una pierna. Al instante vio llegar a Travis, furioso y violento. Antes de que Regan pudiera entender lo que ocurría, Travis comenzó a golpear brazos, cuellos, cinturones, lo que tuviera a mano, con lo cual los marineros y la gentuza del puerto empezaron a volar por los aires. Temblando de miedo, Regan permaneció inmóvil mientras las manos abandonaban su cuerpo una por una. Travis quedó de pie dándole la espalda, con un arma en cada mano.
—¿Alguien más quiere probar suerte con la dama? —desafió.
Retrocediendo, como la escoria salvaje y cobarde que eran, los marineros maldijeron a Travis por lo bajo por arruinarles la diversión, pero ninguno se opuso abiertamente al peligroso americano.
Travis enfundó las pistolas y se volvió hacia Regan; la vio jadear de miedo y advirtió que la mayor parte de su ropa estaba intacta. Con un rápido movimiento, se inclinó y la levantó sobre su hombro como si se tratara de un saco de harina.
Casi sin aliento, Regan lo golpeó en la espalda.
—¡Bájeme! —le exigió.
Travis le dio una fuerte palmada en las nalgas y, por fortuna para Regan, el terciopelo amortiguó el golpe. Luego Travis hizo una seña a otros dos hombres que seguían amenazando a la multitud con pistolas, y se encaminó de regreso a la posada.
Uno de los marineros, al que Regan había dado un puntapié en el ojo, gritó a Travis que los yanquis sí sabían tratar a las mujeres, y los demás rieron, contentos de no haber tenido que pelear con él. El hombre al que Travis
había disparado se alejó, cojeando, hacia los muelles. Regan no volvió a decir una sola palabra mientras Travis la cargaba en aquella posición incómoda y vergonzante, y se alegró de que su cabello largo ocultara su rostro a la mirada de los transeúntes y, especialmente, de la gente de la posada. Cuando llegaron a la habitación que habían compartido, Regan ya estaba lista para decirle lo que pensaba de su forma de tratarla: que él no era mejor que aquellos rufianes de la calle.
Pero su coraje la abandonó cuando Travis la arrojó sobre la cama con tanta fuerza que Regan se hundió en el colchón de plumas hasta tocar la base de cuerdas entrelazadas. Al volver a la superficie, tomó aire, se apartó el cabello de la cara y miró a Travis, que estaba más furioso que nunca.
El no le dio tiempo para hablar.
—¿Sabes cómo te encontré? —dijo, con los dientes apretados, los músculos de la mandíbula tensos y las manos en las caderas—. Contraté a unos hombres para que reco-rrieran el puerto y me informaran cuando se produjera alguna conmoción. Sabía que aparecerías tarde o temprano y que, cuando lo hicieras, estarían todos sobre ti. —Se inclinó hacia ella y gruñó:— Duraste más de lo que esperaba. ¿Qué hiciste? ¿Te escondiste en algún sitio?
Al observar el rostro de Regan, vio que estaba en lo cierto. Levantó las manos con frustración mientras se paseaba con grandes zancadas por la habitación.
¿Qué diablos haré contigo? Tengo que encerrarte para protegerte de ti misma. ¿Es que no tienes idea de cómo es el mundo? Te advertí lo que sucedería si te marchabas de aquí, pero no me creíste. No, tenías que llegar al extremo de casi hacerte violar y, tal vez, matar. La primera vez que te encontré, te perseguían los hombres, y ahora, por tu culpa, ha vuelto a ocurrir, ¿Acaso creíste que sería diferente la segunda vez ?
Sosteniendo la parte superior de su vestido, Regan jugaba con el terciopelo de la falda Tenía la mente ocupada en tratar de olvidar lo que acababa de sucederle, de que pareciera sólo uno de sus sueños.
—Yo pensé que como estaba vestida cómo una dama ellos no... —murmuró.
—¿Qué? —rugió Travis, y luego se dejó caer en una silla—. No es posible que alguien pueda creer, realmente creer...
Se interrumpió y la miró, tan pequeña, tal vez sin percatarse de que temblaba, con un largo arañazo en la mejilla; y volvió a sentir aquella posesión.
—No hay nada más que hablar. Mañana te marchas conmigo a América.
—¡No! —exclamó Regan, levantando la cabeza—. No puedo. Debo quedarme en Inglaterra. Este es mi hogar.
—¿Quieres un hogar donde te ataquen cada vez que salgas a la calle? ¿Quieres una repetición de lo que pasó hoy?
—Esta no es la verdadera Inglaterra —insistió—. Hay gente bella y lugares llenos de amor y amistad y...
—¿Y qué? —preguntó Travis con dureza—. ¿Dinero? El dinero es la única diferencia entre la escoria de allá afuera y la nobleza que tú pareces adorar, la misma nobleza que echó a la calle a una criatura inocente como tú. A mí me parece que la gente bella que tú conoces no tiene nada que criticar a quienes hace un rato trataban de arrancarte la ropa.
Lentamente, grandes lágrimas empezaron a formarse en los ojos de Regan. Cuando ésta levantó la vista, Travis vio su tristeza. Ella pensaba que necesitaba sus sueños, necesitaba creer en el amor y la belleza, necesitaba algo que compensara el vacío de su vida.
Travis no entendió exactamente lo que pasaba por la mente de Regan, pero sí vio su dolor, y aquellas lágrimas lo debilitaron. Al instante, se sentó a su lado en la cama y la envolvió en sus brazos, tratando de protegerla de los recuerdos dolorosos que la acosaban.
—América te gustará —le dijo suavemente, acariciándole el cabello—. La gente es buena y honesta, y allá gustarás. Te presentaré a medio Virginia y pronto tendrás más amigos que nunca.
—¿Amigos? —murmuró Regan, aferrándose a Travis. Apenas empezaba a comprender lo mucho que la
había afectado la experiencia que acababa de sufrir. Aún tenía la impresión de que había manos ávidas sobre todo su cuerpo.
—No imaginas toda la gente maravillosa que hay en América. Tengo un hermanito, Wesley, al que le encantarás y además, claro, están Clay y Nicoie. Nicole es francesa y habla francés a una velocidad increíble.
—¿Es bonita? —preguntó Regan, con desdén.
—Casi tanto como tú —respondió Travis, sonriendo y acariciándole el cabello—. Cuando me marché estaba a punto de tener un bebé. Ahora ya debe tener varios meses. Claro que ya tiene a los mellizos.
—¿Mellizos?
Travis rió, la apartó de él y le enjugó las lágrimas con la punta de los dedos.
—¿Aún no entiendes que te llevaré a América, no para castigarte ni porque me guste secuestrar muchachitas, sino porque no tengo alternativa? No hay otra cosa que pueda hacer contigo.
Esas palabras, cuya intención era tranquilizarla, pronunciadas a la manera de Travis, que siempre llamaba a las cosas por su nombre, surtieron el efecto contrario en Regan. Su tío y Farrell le habían dicho cosas similares. Estaba cansada de ser una carga para todos.
—¡Déjeme levantarme! —le exigió, al tiempo que lo empujaba.
—¿Qué diablos ocurre ahora?
Regan giró la cabeza y trató de morder la mano de Travis que estaba sobre su hombro. Travis volvió a empujarla hacia el colchón y se frotó la mano.
—No te entiendo. Hace apenas una hora te salvé la vida, y ahora que te digo en la mejor forma posible que me interesa tu bienestar, te pones furiosa conmigo. Realmente no te entiendo.
—¿Entenderme? —exclamó Regan, echando chispas por los ojos—. No habría tenido que huir si usted no me hubiera tenido prisionera, y de no haber sido por usted, no habría necesitado que me rescataran. En cierto modo, me salvé de usted y para usted.
Perplejo; Travis quedó boquiabierto. —¿Acaso tu mente siempre funciona así? ¿Siempre tomas diez caminos distintos para llegar adonde quieres? —Supongo que eso es una expresión americana cuya intención es disimular su falta de lógica. El hecho es que usted me tiene prisionera, y exijo que me libere —replicó, con los brazos cruzados y apartando la vista de su interlocutor.
La ira de Travis pronto se convirtió en risa, que se esforzó por contener. Fuera cual fuese el concepto que tenía Regan de la lógica, distaba mucho del verdadero significado de la palabra. Travis pensó en volver a explicarle lo que sucedería si la dejaba ir, pero teniendo en cuenta que la habían atacado dos veces y no parecía haberse impresionado, no tenía deseos de volver a explicárselo. Tampoco trataría de pintarle una imagen espléndida de América. Lo único que podía hacer era dejar que ella lo viera por sí misma. Pensó también en abrir la puerta y darle otra oportunidad de ir al puerto, o en pagarle un coche que la llevara a donde quisiera ir.
Al ocurrírsele esta última posibilidad, algo se endureció en su interior. Si hacía eso, quizá nunca volviera a ver a aquella chiquilla de ojos brillantes que parecía ver el mundo a través de su propio cristal color de rosa. Lo entristeció mucho imaginar el largo viaje por mar sin ella.
—Irás a América conmigo —dijo con firmeza, mientras acariciaba el hombro desnudo de Regan.
Se había sentido tan culpable por haberla seducido cuando ella era tan inocente que se había obligado a pasar dos noches lejos de ella, pero el terror que había sentido todo el día al no encontrarla, combinado con la imagen seductora que tenía ahora la muchacha, con el hombro desnudo y el pecho parcialmente expuesto, lo hizo olvidar la lógica.
—No me toque —protestó Regan con altivez. —Podemos estar en desacuerdo con respecto a la... lógica—dijo Travis, y sonrió al pronunciar esa palabra—; pero hay un aspecto en el que, aparentemente, estamos de total acuerdo.
Regan se esforzó realmente por no responder a las caricias cíe Travis, pero a la larga le resultó imposible ignorar el contacto de su mano, aquella mano ancha, tibia y sensual que recorría su cuello. No quería demostrar cuánto la había afectado lo que le ocurriera; quería que Travis pensara que era valiente, pero en verdad lo que deseaba era sentarse en sus rodillas y esconderse, tal vez en su bolsillo. Jamás se había alegrado tanto de ver a alguien como esa tarde, al ver a Travis delante de ella, con las pistolas desenfundadas.
Ladeó la cabeza y Travis le acarició el cuello. Regan cerró los ojos cuando él llevó la otra mano al lado opuesto de su cuello.
—Estás cansada, ¿verdad, amor? —susurró Travis aumentando la presión de sus dedos—. Tienes los músculos tiesos.
Regan asintió en forma apenas perceptible; su cuerpo empezaba a relajarse. No tenía idea de lo que hacía Travis; sólo sabía que, como por arte de magia, parecía estar derritiendo su cuerpo. Cenó los ojos y se entregó a él. Apenas se percató cuando él le quitó el vestido y la tendió, desnuda, sobre la cama. El sonido suave y profundo de su voz intensificaba aquel nuevo placer que sentía.
—Cuando era niño —le dijo—, pasé tres años en un barco ballenero. Fue una experiencia terrible, pero al menos recalamos en algunos lugares interesantes, como la China. Allí aprendí a hacer esto.
Donde quiera que lo hubiera aprendido, Regan le estaba agradecida. Travis le clavaba los dedos y por momentos le hacía daño, pero pronto comprendió que, cuando se relajaba, el dolor cesaba. Los dedos de Travis le masajeaban la espalda, eliminando las molestias que le había provocado el hecho de pasar varias horas acurrucada en el callejón. Se le aflojaron los calambres en las piernas y, cuando Travis empezó a masajearle los pies, nuevas partes de su cuerpo se hundieron más en el colchón blando. La sorprendió que incluso sus brazos estuvieran tensos, pero las manos de Travis aflojaron los nudos en los músculos y los relajaron por completo.
Dado que Regan estaba demasiado relajada para moverse, él la dio vuelta como si fuera una pila de trapos y se dispuso a trabajar en la parte delantera. Empezando por los pies, la frotó, le dio golpecitos, acarició cada centímetro de su cuerpo. Al llegar a la cara, le acarició con los pulgares los músculos cíe las mejillas y alrededor de la nariz. La muchacha estaba casi sin sentido. La relajación era tal que no se percató de la sensualidad del masaje de que las manos fuertes de Travis y sus ojos sobre su cuerpo desnudo habían despertado en ella la pasión. Se sentía como un gran gato desperezándose al sol, con cada músculo en paz, en espera de las aventuras que sobrevendrían. Cuando las manos de Travis volvieron a sus muslos, le pareció lo más natural del mundo. Con una sonrisa dulce y experimentada, Regan mantuvo los ojos cerrados, pues prefería solamente sentir, rendir su mente a sus sentidos. El cambio en la presión de las manos de Travis, tal vez su propio deseo que se filtraba por las yemas de sus dedos, fue sutil, pero ella lo entendió.
—Sí, amor —murmuró Travis con voz ronca y con la respiración más profunda que nunca.
No utilizó los labios ni otra parte de su cuerpo que no fueran sus manos: aquellas manos maravillosas, grandes y duras que ella le había visto usar para arrojar por el aire a hombres robustos como si carecieran de peso. Sus dedos anchos y callosos tenían una agilidad casi artística, deliciosamente provocativa, mientras exploraban una vez más la piel que acababan de tocar.
Regan sintió que en su interior algo cambiaba, como si una maquinaria primitiva se pusiera en marcha. Se arqueó ligeramente y en forma rítmica, y sé entregó a él.
—Por favor —susurró, acariciando los brazos de Travis, trazando sus músculos con los dedos—. Por favor...
Travis no tardó en complacerla, pues él mismo estaba a punto de estallar. Lo había fascinado la pura sensualidad del acto amoroso entre ambos y la belleza del cuerpo joven y esbelto de Regan. La penetró lenta, muy lentamente, sin renunciar a la calidad gentil y etérea del placer de ambos.
Regan había aprendido lo suficiente para saber cómo prolongar el movimiento, y siguió la iniciativa de Travis como si fueran dos cuerpos celestiales en una unión que duraría toda la eternidad. Sin embargo, no pudo contenerse mucho tiempo; pronto empezó a respirar con más rapidez y a clavar las manos en la piel de Travis. En pocos segundos, la suavidad se convirtió en ferocidad, y la avidez de ambos fue pareja.
Cuando al fin llegaron a la cumbre de su pasión, Regan gritó y sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas por la violencia de su desahogo. Durante algunos minutos permaneció inmóvil, flotando en un mar de nada, saciada y feliz, relajada y profundamente calmada.
Lentamente, Travis se apartó, se incorporó sobre un codo, apoyó la cabeza en la mano, y la miró. Sus ojos castaños estaban oscuros, y Regan advirtió lo espesas que eran sus cortas pestañas.
¿Quién es este hombre?, se preguntó. ¿Quién es este hombre que hace que mi cuerpo cante con una música celestial? El no dijo una sola palabra, pero Regan sintió que lo estaba mirando por primera vez. La tenía prisionera y, sin embargo, la cuidaba, actuaba como si la valorara, e incluso algunas veces parecía tener remordimientos por tenerla en cautiverio. ¿Qué clase de hombre podría ser tan gentil y tan fuerte al mismo tiempo?
Al observarlo, pensó en lo poco que sabía de él. ¿Qué pensaba? ¿Quiénes eran las personas que amaba y que lo amaban? Llevó una mano al rostro de Travis y le acarició la mejilla. ¿Podía aquel hombre, que parecía pensar que el mundo era suyo, llegar a amar? ¿Podría una simple mujer llegar a hacer de él un esclavo, a tener en sus manos aquel corazón fuerte y palpitante?
Regan llevó la mano hasta el pecho desnudo de Travis, sintió su corazón bajo su mano, pasó los dedos por entre el vello del pecho y luego, por impulso, dio un fuerte tirón.
—No hagas eso, diablilla —gruñó, y luego le besó los dedos—. Esperaba que estuvieras más agradecida después de la forma en que te hice gozar.
—¡ Agradecida! —exclamó Regan, conteniendo una sonrisa—. ¿Desde cuándo una esclava agradece a su amo?
Travis rehusó morder el anzuelo simplemente gruñó y la atrajo hacia sí. No pareció importarle que ella estuviera incómoda.
Regan empezó a protestar diciendo que no podría dormir en esa posición, pero las palabras se desvanecieron antes de terminar. Se sentía como una enredadera enroscada sobre el tronco de un gran roble; relajada, cayó en un profundo sueño.
La sensación lánguida y felina de Regan desapareció con una rapidez asombrosa a la mañana siguiente, cuando Travis la sacó de la cama con rudeza y le arrojó un puñado de agua fría en la cara. Regan trató de tomar aliento y al fin logró abrir los ojos justo a tiempo para ver una toalla que Travis le arrojaba.
—Vístete —le ordenó Travis por encima del hombro mientras amontonaba la ropa de ambos en el baúl ya demasiado lleno.
Al ver que estrujaba su vestido de terciopelo ya mutilado, Regan se lanzó sobre él.
—¡Basta! No permitiré que trate así mi hermoso vestido —dijo, al tiempo que se lo quitaba y lo alisaba con amor. Travis la miró con interés.
—Está roto. ¿De qué sirve sino como trapo?
—Se lo puede arreglar—respondió Regan, mientras doblaba el vestido con cuidado—. Sé remendar muy bien mi ropa y, además, el terciopelo disimulará el remiendo.
—¿Desde cuándo las damas ricas inglesas tienen que remendar su ropa?
—Yo nunca he dicho que fuese rica —replicó Regan, con una sonrisa presumida.
—El dinero debe de tener algo que ver; si no, no te habrían echado de una oreja. —Con los ojos brillantes, le acarició las nalgas desnudas.— ¿O debería decir que te echaron de un puntapié en ese bonito trasero?
Antes de que Regan pudiese darle la respuesta furiosa que merecía, le dio una palmada y agregó:
—Ahora vístete antes de que terminemos otra vez en la cama y el barco zarpe sin nosotros.
Pensativa, Regan comenzó a vestirse; luego, por impulso, se volvió hacia él.
—¿De veras cree que yo podría tentarlo a... a hacer
algo?
Travis no tenía idea de lo que decía Regan, pero al verla así, a medio vestirse, con aquel vestido de seda que daba un brillo azul a sus ojos y su piel aún encendida por la pasión de la noche anterior, sintió que ella podía convencerlo de hacer cualquier cosa.
—Deja de tentarme y vístete. Ya tendrás varios meses a bordo para jugar a la seductora, pero por el momento hay trabajo que hacer.
Regan se ruborizó porque el la había malinterpretado y se concentró en la tarea de vestirse. Tal vez, pensó, tal vez aquel americano podría... Echó un vistazo a Travis, que echaba botas al baúl sobre las camisas limpias y blancas, y sonrió. Quizá nunca llegara a ser un caballero, pero tenía muchas posibilidades. Los ojos de Regan se dilataron por el asombro al ver que Travis cerraba el baúl, se inclinaba, tomaba la manija de cuero y se ponía de pie con el baúl a la espalda.
—¿Lista? —preguntó, aparentemente sin percatarse de su enorme carga.
Regan asintió y salió delante de él. Abajo los esperaba un desayuno caliente, más abundante que todos los que ella había conocido.
—Me has hecho perder más comidas que nunca en mi vida —le informó Travis.
Con descaro, Regan miró la enorme estatura de Travis y el grosor de su pecho.
—No creo que le haga mal perder algunas comidas
—observó.
Travis rió, pero unos minutos después Regan lo vio observarse de reojo en un espejo, como si se inspeccionara. Esa reacción la hizo sonreír con cierta sensación de
triunfo.
La comida estaba deliciosa y Regan, muy hambrienta. Le agradó comprobar que los modales de Travis en la mesa eran bastante correctos; tal vez careciera de la delicadeza de Farrell o de otro caballero de su calidad, pero sería aprobado en la sociedad decente.
—¿Acaso me han salido cuernos, que me miras tanto? —bromeó Travis.
Regan lo ignoró y volvió a concentrarse en su comida, extrañada por su propia falta de ánimo. Quizá fuera por la experiencia terrible que había tenido el día anterior en el puerto y el rescate por parte de Travis pero, en verdad, empezaba a entusiasmarla la idea de ir a América. Había oído decir que, como en América la gente era libre, podía hacerse rica. Tal vez ella pudiera hacer una fortuna en aquel país primitivo y luego regresar, triunfante, a Inglaterra...
y a Farrell.
La mano de Travis bajo su mentón la hizo salir de
su ensueño.
—¿Volvías a dejarme? —le preguntó en voz baja—. ¿O planeabas matarme mientras durmiera?
—Ninguna de las dos cosas. No perdería el tiempo
en eso.
Travis rió entre dientes. Se puso de pie, le ofreció la
mano y la ayudó a levantarse.
—Creo que te irá muy bien en América. Necesitamos más mujeres con tu carácter.
—Yo creía que, para usted, todas las americanas eran la estampa de la gracia y el coraje.
—Siempre hay lugar para las mejoras —replicó Travis, riendo, y la tomó del brazo—. Ahora mantente cerca de mí y nada te ocurrirá —agregó con seriedad, previniéndola con la mirada.
Regan no necesitó una segunda advertencia, y en cuanto salieron de la posada se aferró al brazo de Travis. El olor a pescado y los sonidos peculiares del puerto le dieron
de lleno y, por un momento, volvió a sentir las manos de aquellos hombres sobre ella.
Travis la observaba, pensativo, consciente del miedo que había en los ojos de la muchacha. Arrojó el pesado baúl sobre el coche que esperaba e indicó al cochero a qué barco debía llevarlo. Cuando el coche se alejó, se volvió hacia Regan.
—Hay una sola manera de perder el miedo, y es enfrentarlo. Si te caes de un caballo, tienes que volver a montarlo de inmediato.
Regan apenas prestó atención a aquel consejo confuso; en cambio, se acercó más a Travis y le clavó los dedos en el brazo.
—¿El coche llegará pronto? —susurró.
—No iremos en coche —respondió Travis—. Tú y yo caminaremos hasta el barco. Para cuando lleguemos, ya no tendrás miedo. No quiero que te asustes cada vez que estemos cerca de un muelle o que huelas pescado podrido.
Regan tardó un momento en asimilar aquellas palabras. Luego se apartó de él y lo miró, atónita.
—¿Acaso ésa es la lógica americana? No quiero caminar por este... este lugar. Le exijo que me consiga un carruaje.
—Conque lo exiges, ¿eh? —Travis sonrió.— Según he aprendido en la vida, no se debe exigir nada a menos que se pueda llevarlo a cabo. ¿Estás dispuesta a caminar sola hasta el barco?
—Usted no haría eso, ¿verdad? —susurró.
—No, amor —respondió, tomándola de la mano—. Ni siquiera pienso dejarte sola en este país, mucho menos en este sucio lugar. Ahora, vamos, regálame una sonrisa. Caminaremos hasta el barco, y verás que conmigo estás a salvo.
A pesar de su recelo, Regan pronto empezó a disfrutar la caminata. Travis le señalaba edificios, depósitos y tabernas, y le contó una anécdota graciosa acerca de una pelea que había visto en una taberna. Poco después, estaba riendo y ya no se aferraba con desesperación al brazo de Travis.
Había varios marineros recostados contra una pared; hicieron unos comentarios sobre ella, que Regan no alcanzó a oír, pero que entendió en esencia. Sin perder la calma, Travis se excusó y fue a decir unas palabras a los hombres. En pocos segundos, éstos se quitaron las gorras y se acercaron a dar los buenos días a Regan y a desearle un buen viaje.
Primero perpleja, y luego sintiéndose corno un gato ante un plato de crema, Regan miró a Travis y volvió a tomarlo del brazo. Con los ojos brillantes, él se inclinó y la besó en la nariz.
—Si sigues mirándome así, cariño, nunca llegaremos al barco. Tendremos que detenernos en una de estas posadas.
Regan apartó la vista, pero ahora llevaba los hombros erguidos, la frente alta, y caminaba como si apenas tocara el suelo. Y lo mejor de todo era que ya no tenía miedo. Aún iba del brazo de Travis; sabia que ese contacto leve bastaba para mantenerla a salvo. Tal vez no fuera tan malo estar con aquel americano corpulento y que aquellos hombres la saludaran con respeto.
Antes de lo que ella hubiese deseado, llegaron al barco. Regan se asombró por su tamaño. La casa Weston habría cabido en la cubierta.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó Travis—. No tienes miedo, ¿verdad?
—No —respondió con sinceridad, aspirando profundamente el aire marino.
—Eso pensé —dijo Travis con orgullo, y la condujo por la pasarela de embarque.
Regan no tuvo oportunidad de ver mucho, pues Travis la llevó enseguida hacia la proa del barco. Allí había una maraña de cuerdas tan gruesas como su pierna y arriba, una telaraña de cables.
—Las jarcias —explicó Travis, mientras la conducía por entre marineros y cajones de provisiones.
Con rapidez, la llevó por una escalerilla empinada hasta un camarote pequeño que estaba muy limpio y ordenado. Las paredes eran paneles pintados en dos tonos de
azul. Contra una pared había una cama grande; en el medio había una mesa sujeta al suelo" y, contra la pared opuesta, dos baúles. Una claraboya y una ventanilla daban a la habitación suficiente luz.
—¿No dices nada? —preguntó Travis.
Regan se sorprendió por la voz casi ansiosa de Travis.
—Es muy bonito —respondió, sonriendo, y se sentó frente a la ventana—. ¿Su habitación también es así?
—Yo diría que es exactamente como ésta. Ahora quiero que te quedes aquí mientras yo me ocupo de que carguen mis cosas. —Se detuvo en la puerta y se volvió.—
Y buscaré entre los pasajeros a esa costurera que contraté y te la enviaré. Tal vez quieras revisar esos baúles y decidir qué quieres que realice primero. —Sus ojos brillaron.—
Y le dije que olvidara los camisones, que yo tengo mi manera de mantenerte en calor.
Con eso se marchó, y Regan quedó mirando, boquiabierta, la puerta cerrada. ¡Pasajeros! ¿Acaso Travis había dicho a los pasajeros que ella dormiría con él? ¿Esos pasajeros serían amigos suyos americanos, gente que ella esperaba que la respetaran algún día?
Antes de que pudiera siquiera imaginar esa situación horrible, la puerta se abrió y entró una mujer alta y delgada.
—Llamé, pero nadie respondió —dijo, mirando a Regan con interés—. Si lo prefiere, volveré más tarde. Es sólo que Travis dijo que había tanto trabajo para hacer que tardaría todo el viaje. Hay otra mujer que, creo, podrá ayudar. No sé si sabe hacer trabajos finos, pero al menos sabrá hacer las costuras derechas.
La mujer calló un momento y contempló a Regan.
—¿Se siente bien, señora Stanford? ¿Está mareada, o ya empieza a echar de menos su hogar?
--¿Qué? -preguntó Regan, atontada—. ¿Cómo me ha llamado?
La mujer rió y fue a sentarse junto a Regan. Tenía hermosos ojos y su boca era carnosa y bonita, pero en medio había una nariz larga y puntiaguda.
—Parece que ni usted ni Travis se han acostumbrado al matrimonio. Cuando le pregunté si llevaban mucho tiempo de casados, me miró como si no creyera que le hablara a él. ¡Así son los hombres! Tardan diez años en admitir que han renunciado a su libertad. —Miró a su alrededor sin dejar de hablar.— Pero, si me lo pregunta, el matrimonio se ha hecho para los hombres; cuando se casan, tienen otra esclava. ¡Bien! —exclamó de pronto—. ¿Dónde está su ropa nueva? Creo que será mejor que empecemos.
Cientos de ideas se apiñaban en la mente de Regan, todas confusas. En el torbellino de los últimos días había olvidado por completo la ropa.
La mujer palmeó la mano de Regan con actitud comprensiva.
—Supongo que es demasiado para usted estar recién casada, con alguien como Travis, y viajando a un nuevo país. Tal vez deba regresar más tarde.
Recién casada, pensó Regan. En cierto modo, era verdad. Al menos era agradable imaginarlo en lugar de enfrentar la realidad de la situación.
La mujer había llegado a la puerta cuando Regan se recuperó.
—¡Espere! No se marche. No sé dónde está la ropa. No, Travis dijo que estaba en los baúles.
La mujer sonrió, complacida, y tendió su mano.
—Soy Sarah Trumbull, y estoy encantada de conocerla, señora Stanford.
—¡Oh, sí! —suspiró Regan. Aquella mujer le agradaba mucho a pesar de su extraña forma de hablar.
Sarah se arrodilló de prisa y abrió el primer baúl. Tal vez el mejor indicio de su admiración fue su total silencio al contemplar la cantidad de colores y géneros suaves y finos.
—Esto debe de haberle costado mucho dinero a Travis —logró murmurar finalmente.
Regan sintió una punzada de culpa al recordar que deliberadamente había elegido mucha más ropa de la que necesitaba sólo para avergonzar a Travis cuando no pudiera
pagar la cuenta. Sin embargo, era obvio que la había pagado y se preguntó cuánto le habría costado. ¿Acaso habría tenido que hipotecar o vender lo que tenía?
—Otra vez se la ve descompuesta. ¿Está segura de que no está mareada por el movimiento del barco?
—No, estoy bien.
—Vaya—dijo Sarah, volviendo la mirada al baúl—. Travis no exageró al decir que esto llevaría meses de trabajo. ¿Ese otro baúl está tan lleno como éste?
Regan tragó en seco y echó un vistazo al baúl cerrado.
—Temo que sí.
—¡Teme que sí! —exclamó Sarah, riendo, mientras sacaba una cartera de cuero del baúl—. ¡Mire esto ! —dijo y la vació sobre su falda. Cayeron varios papeles gruesos, y en cada uno había cuatro dibujos en acuarela de vestidos femeninos—. ¿Son éstos los vestidos que eligió?
Regan los tomó y sonrió. Eran vestidos bellísimos, y los bosquejos en sí eran obras de arte. Ambas empezaron a revisar lo que había en los baúles, y descubrieron que todos los vestidos y abrigos estaban cuidadosamente cortados y que junto a cada prenda estaban envueltos los adornos correspondientes.
—Parece que tengo todo listo para empezar —observó Sarah.
Recogió los diseños y las telas, dijo que deseaba poner manos a la obra y se marchó tan abruptamente como había llegado.
Durante un momento, Regan permaneció sentada junto a la ventana, contemplando el camarote y preguntándose qué aventuras le aguardarían. Pensó en Farrell y deseó que supiera que se hallaba en un barco rumbo a América y que le estaban confeccionando un guardarropa digno de una princesa.
No tenía idea del tiempo que había pasado inmóvil en ese asiento, pero poco a poco empezó a tomar conciencia de los sonidos que provenían del exterior. Durante toda su vida se había visto obligada a permanecer en un área muy limitada, y lo único que podía hacer era soñar. Ahora, comprendió, estaba en libertad de ver y hacer cosas;
la puerta del camarote no estaba cerrada con llave y lo único que tenía que hacer era subir una escalera para estar en la cubierta de un barco de verdad.
Aspiró profundamente, sintiéndose como un pájaro al que permiten salir de la jaula; abandonó el camarote y se detuvo un instante al pie de la escalerilla oscura. Cuando se abrió una puerta cercana, se sobresaltó:
—Le ruego me disculpe —dijo una amable voz masculina—. No sabía que había alguien aquí. —Al ver que Regan no respondía, continuó:—Tal vez debería presentarme, ya que parece que seremos vecinos. ¿O acaso soy demasiado presuntuoso? Quizás el capitán podría hacer los honores.
Los modales formales del joven fueron un alivio después de la suspensión en los últimos días, de todo lo que se pareciera a la cortesía.
—Si; seremos vecinos —-respondió, con una sonrisa—; de modo que tal vez podamos hacer una excepción y suspender las formalidades.
—Entonces permítame presentarme. Soy David Wainwright.
—Y yo soy Regan Alena... Stanford —dijo a su vez; no quería revelar su verdadera identidad ni hacer saber a aquel hombre la verdad de su relación con Travis.
Con gentileza, él estrechó su mano y luego la invitó a acompañarlo a cubierta.
—Creo que aún están cargando. Tal vez resulte divertido ver a esos americanos en grupo, aunque debo confesar que a veces me cuesta entender su lenguaje.
Sobre la cubierta brillaba un sol cálido, y a Regan se le contagió el entusiasmo de la gente que pasaba a su alrededor. Emergieron en la base del alcázar, una cubierta parcial agregada en la proa del barco. Pronto comprendieron que estorbaban el paso, de modo que subieron al alcázar. Desde allí tenía una buena vista de las actividades en el resto del barco y en el muelle. Allí también Regan pudo ver mejor a David Wainwright.
Era un hombre menudo, de rostro intrascendente y cabello pajizo. Su ropa era de buena lana; su corbatín, perfectamente
blanco, y sus pequeños pies estaban enfundados en zapatillas de cuero blando. Era la clase de caballero que ella siempre había conocido, con manos hechas para las teclas de un piano o para jugar con una copa de brandy. Al mirar sus dedos largos y finos, Regan pensó con disgusto que un hombre tosco como Travis tal vez tocaría dos teclas juntas con uno solo de sus grandes dedos. Sin embargo, tuvo que admitir que aquellos dedos anchos a veces tocaban los acordes correctos.
Sus labios se curvaron en una sonrisa secreta y apartó la vista de David, que estaba explicándole por qué se dirigía a un lugar tan salvaje como América, y buscó con la mirada a Travis.
—No puedo decirle lo mucho que me alegra viajar con una dama inglesa—decía David—. Cuando mi padre me sugirió que fuera a ocuparme de sus posesiones en aquel país incivilizado, la idea me horrorizó. He oído muchas historias sobre ese lugar y, como si eso no bastara, el solo hecho de conocer a un americano puede poner a uno en contra de ese país. ¡Mire eso! —exclamó—: Es justo a lo que me refería.
Debajo de ellos, dos marineros dejaron caer las cargas que llevaban hacia el centro de la cubierta, donde otro hombre las llevaba abajo, y empezaron a empujarse. En un instante, uno de ellos envió un puñetazo a la mandíbula del otro y erró, pero antes de que pudiera volver a intentarlo el segundo hombre le dio en la nariz. AI instante empezó a sangrar, y el hombre herido empezó a lanzar puñetazos al aire. Como salido de la nada, apareció Travis, que apresó a los dos hombres mucho más pequeños que él por el cuello de sus camisas y los levantó de la cubierta. No les costó oír lo que decía Travis a los marineros acerca de su conducta y lo que prometió hacer si le causaban más problemas. Los sacudió como si fueran cachorros, los echó a un lado, les dijo que se limpiaran y volvieran a trabajar, y llevó la carga de ambos al marinero que esperaba.
—Eso es un ejemplo de lo que yo decía —prosiguió David—. Esos americanos no tienen disciplina. Este es un
barco inglés con un capitán inglés, y sin embargo ese... ese rústico americano piensa que tiene todo el derecho de imponer su voluntad sobre la tripulación. Además, no habría que dejar ir a esos hombres así como así. Habría que castigarlos por su mala conducta y que sirva de ejemplo. Todo capitán sabe que la única manera de detener la insubordinación es hacerlo al comienzo mismo.
Regan estaba de acuerdo con él, por supuesto. Su tío había dicho lo mismo muchas veces, pero la forma en que Travis había manejado a los dos hombres le parecía eficaz y sensata. Frunció el ceño, confundida por sus pensamientos, preguntándose quién estaría en lo cierto.
Con la mente ocupada en otras cosas, al principio no vio a Travis, que le hacía señas.
—Creo que ese hombre trata de llamar su atención —observó David, entre disgustado e incrédulo.
Tratando de mostrarse sofisticada, Regan respondió a Travis con una amable seña antes de apartar la vista. No tenía deseos de ofrecer un espectáculo como el que acababa de hacer él.
—Parece que no quedó satisfecho —dijo David, con curiosidad—. Viene hacia aquí. Tal vez deba llamar al capitán.
—¡No! —exclamó Regan, al tiempo que volvía la mirada hacia Travis y sonreía a pesar de sí misma.
—¿Me has echado de menos? —le preguntó Travis, riendo; la levantó en sus brazos y la hizo dar una vuelta en el aire.
—¡Bájame! —exclamó Regan, enojada, pero su voz no alcanzó a borrar el placer de su cara—. Hueles como un jardinero.
—¿Y cómo sabes tú cómo huele un jardinero? —bromeó.
Desde atrás, David se aclaró la garganta ruidosamente. Regan se ruborizó y logró apartarse de Travis.
—-Señor Warnwright, le presento a Travis Stanford. —Miró a Travis con expresión de súplica.— Mi... esposo —agregó en un susurro.
Los ojos de Travis no se alteraron en absoluto. De hecho, su sonrisa pareció más cálida al extender la mano y estrechar la de David.
—Encantado de conocerlo, señor Wainwright. ¿Conoció a mi esposa en Inglaterra?
¡Con qué facilidad mentía!, pensó Regan. Pero había sido muy bueno al proteger así el honor de ella. Había pensado que Travis echaría a reír, como tantas otras veces.
—No, acabamos de conocernos —respondió David, mirándolos, viendo el brazo posesivo de Travis sobre los hombros pequeños de Regan, viendo a una refugiada y elegante dama inglesa en las garras de un trabajador medio salvaje y sin modales. Tenía muchos deseos de limpiarse la mano que había estrechado Travis.
Si éste advirtió el leve rictus del labio superior de David, lo disimuló muy bien, y Regan estaba demasiado ocupada tratando de recobrar cierta dignidad al apartar la mano de Travis.
—Tenía la esperanza de que la hubiera conocido antes —dijo Travis, e ignoró la mirada de Regan ante lo extrañó de aquellas palabras, casi como si no fueran ciertas—. Tengo que volver al trabajo, amor —prosiguió, con una sonrisa—. Quédate aquí arriba y no te acerques a la cubierta baja, ¿entiendes?
Sin esperar respuesta, se volvió hacia Warnwright.
—Confío en que puedo dejarla con usted —agregó, en tono cortés y formal, pero al mismo tiempo daba la impresión de estar riendo.
Regan sintió muchas ganas de darle un puntapié.
De prisa, se volvió y bajó la escalera, y Regan se preguntó si estaría celoso. Tal vez a Travis le preocupaba no poder competir con un caballero como el señor Wainwright.
El barco zarpó. Regan, demasiado entusiasmada para comer y demasiado curiosa para abandonar el alcázar siquiera un momento, no se percató de la palidez creciente de David ni lo vio tragar constantemente. Cuando él se excusó Regan sonrió y permaneció donde estaba. Por encima de los hombres que izaban las velas, volaban bulliciosas gaviotas. El balanceo del barco le recordó que estaban a punto de emprender un viaje, que con ese movimiento ella iniciaba una nueva vida.
—Pareces feliz —observó Travis a su lado.
Regan no lo había oído subir la escalera.
—Sí, lo estoy. ¿Qué hacen esos hombres? ¿Adonde llevan esa escalera? ¿Dónde están los demás pasajeros? ¿Sus camarotes son como el nuestro o tienen distintos colores?
Travis le sonrió y comenzó a contarle todo lo que podía sobre el barco. Era un bergantín de veinticuatro cañones; éstos eran necesarios para mantener alejados a los piratas. Los otros pasajeros iban en la cubierta baja, en medio del buque. No le habló de la poca ventilación que había en esa sección ni de las reglas estrictas que imponían el escaso movimiento de los pasajeros. Sólo a ellos
dos y a Wainwright les era permitido andar por el barco a su antojo.
Le explicó por qué todos los barcos se pintaban en tonos ocre. Antes de la revolución norteamericana todos los barcos se limpiaban con aceite de linaza, que iba oscureciendo la madera con cada pasada. Cuanto más viejo era el barco, más oscuro estaba. Durante la guerra, los ingleses buscaban atacar a los barcos más oscuros, hasta que alguien decidió pintar todos los barcos del color de uno nuevo.
Travis señaló varias áreas pintadas de rojo y explicó que casi todas las partes internas, especialmente aquellas cercanas a los cañones, estaban pintadas de ese color para que la tripulación se habituara a él y no fuera presa del pánico cuando, en una batalla, se viera rodeada por el rojo de la sangre.
—¿Dónde has aprendido todo eso? —preguntó Regan con interés.
—Algún día tendré que hablarte del tiempo que pasé en el ballenero, pero ahora vayamos a comer algo. A menos, claro, que no quieras comer.
—¿Por qué no habría de querer comer? Ha pasado mucho tiempo desde el desayuno.
—Temía que se te hubiera contagiado la indisposición de tu amigo. Si no me equivoco, todos los demás pasajeros están descompuestos.
—¿De veras. Oh, Travis, debo ver si puedo ayudarlos.
Travis la tomó del brazo antes de que llegara a la escalera.
—Podrás ayudarlos más tarde. Ahora vas a comer y a descansar. Has tenido un largo día.
Tal vez Regan sí estaba cansada, pero también estaba harta de las órdenes de Travis.
—No tengo apetito, y puedo descansar más tarde. Iré a ayudar a los otros pasajeros.
—Pues yo digo que me obedecerás, de modo que será mejor que te decidas.
Regan lo miró, furiosa, sin moverse. Travis se inclinó y le advirtió en voz baja:
—O haces lo que te digo o te llevo abajo por la fuerza delante de toda la tripulación.
La invadió una sensación de impotencia. ¿Cómo podía razonar con aquel hombre? ¿Cómo podía hacerle entender que para ella era importante sentirse útil?
Cuando él dirigió una mano hacia el hombro de Regan, ésta giró sobre sus talones y, de prisa, bajó la escalera y entró al camarote. Se sentó junto a la ventana y se esforzó por no llorar. No era fácil conservar sus sueños de llegar a ser una dama respetada cuando le daban órdenes como si fuera una criatura.
Momentos después, Travis llegó con una bandeja cargada de comida. Preparó la mesa en silencio y luego fue a sentarse junto a Regan.
—La cena está lista.
Trató de tomarla de la mano, pero ella la retiró.
—¡Maldición! —exclamó Travis, al tiempo que se ponía de pie de un salto—. ¿Por qué te quedas ahí como si acabara de golpearte? Lo único que dije fue que no creía que debieras perder la cena y un poco de descanso para ayudar a personas que ni siquiera conoces.
—¡Conozco a Sarah! —replicó Regan—. Y no dijiste que me convenía descansar; dijiste que tenía que descansar. Tú jamás sugieres nada, siempre lo exiges todo. ¿Nunca se te ocurrió que tengo mente propia? Me tuviste prisionera en Inglaterra, ni siquiera me dejabas asomarme a la puerta, y ahora me tienes prisionera en este camarote. ¿Por qué no me atas a la cama o me encadenas a la mesa? ¿Por qué no admites lo que soy para ti?
Distintas emociones pasaron por el atractivo rostro de Travis, pero la que predominaba era la confusión.
—Te expliqué por qué no podías quedarte en Inglaterra. Incluso pregunté a ese muchacho que estaba contigo si te conocía. El barco todavía no había zarpado y, si él me lo hubiera dicho, habría podido llevarte con tu familia. Más lágrimas acudieron a los ojos de Regan. Pensar que ella había creído que Travis estaba celoso, cuando lo único que quería era otra oportunidad de deshacerse de ella...
—Disculpa que sea una carga tan pesada para ti —replicó con altivez—. Quizá deberías arrojarme por la borda para evitarte tantas molestias.
Atónito, Travis no pudo sino mirarla.
—Aunque llegue a vivir mil años, creo que nunca entenderé tu modo de razonar. ¿Por qué no comes algo? Después, si quieres, te llevaré abajo y podrás pasar toda la noche sosteniendo cabezas mareadas.
Parecía tan tierno, sus grandes ojos tan transparentes, rogándole, esforzándose por complacerla... ¿Cómo podía explicarle que lo que ella quería era la libertad de elegir, el derecho de tomar sus propias decisiones? Quería demostrarse a sí misma y a su tio que ella valía algo.
Aceptó la mano de Travis y permitió que la condujera a la mesa, pero parecía incapaz de mejorar su ánimo. Jugo con la comida en el plato y apenas la probó. Trataba de prestar atención a lo que decía Travis pero no lograba concentrarse. No podía dejar de pensar en que durante toda su vida había sido prisionera de alguien, en que nunca le habían permitido tomar una sola decisión.
—Bebe tu vino —sugirió Travis suavemente.
Regan, obediente, bebió toda la copa y sintió que empezaba a relajarse. Luego le pareció natural que Travis la tomara en sus brazos y la llevara a la cama. Mientras la desvestía, ella ya estaba semidormida. Aun cuando ya estaba desnuda y Travis empezó a besarle el cuello, la muchacha sonrió y cayó en un sueño profundo.
Al ver que Regan necesitaba tanto dormir, Travis la arropó, tomó un cigarro y subió a fumarlo a la cubierta.
—¿Todo bien?
Travis se volvió y halló al capitán tras él.
—Creo que lo lograremos.
El capitán observó a Travis, apoyado en el barandal, con un largo cigarro en la boca.
—¿Qué pasa, muchacho? —le preguntó con seriedad. Travis sonrió. El capitán había sido amigo de su padre Durante años, hasta que este muriera de cólera.
—¿Qué sabes sobre las mujeres?
—Ningún hombre sabe mucho —respondió el capitán, tratando de no sonreír; se alegraba de que el problema no fuese grave—. Lamento no haber llegado a conocer a tu esposa. Me han dicho que es una belleza.
Travis observó su cigarro y tardó un momento en responder.
—Mi esposa, sí. Es sólo que me cuesta entenderla.
Travis no era hombre de hacer confidencias, y eso era todo lo que diría. Se irguió y cambió de tema.
—¿Crees que los muebles estarán bien en la bodega?
—Deberían estarlo —respondió el capitán—. Pero ¿para qué necesitas más muebles? No habrás agregado otra ala a esa mansión que tienes, ¿o sí?
Travis rió entre dientes.
—No. Al menos, no lo haré hasta que tenga unos cincuenta hijos para ocupar todos los cuartos que tengo. Los muebles son para un amigo. Aunque sí compré tierras. Este año sembraré más algodón.
—¡Más! —exclamó el capitán, y luego señaló la cubierta que tenían ante ellos—. Esto es todo el espacio que yo necesito. No sabría qué hacer con... ¿cuántas hectáreas de tierra tienes ahora?
—Ciento sesenta, más o menos.
El capitán lanzó un bufido de incredulidad.
—Espero que tu esposa sea buena ama de casa. Tu madre necesitó todo su talento para manejar ese lugar, y casi lo has duplicado desde la muerte de tu padre.
—Podrá con el trabajo —respondió con confianza—. Buenas noches.
De regreso en el camarote, se desvistió, pensativo. Luego se acostó y atrajo a Regan hacia sí.
—La cuestión es si yo podré con ella —murmuró antes de dormirse.
Regan tardó exactamente veinticuatro horas en descubrir que Travis tenía toda la razón acerca de lo desagradable que era atender a gente descompuesta. Desde muy temprano por la mañana hasta altas horas de la noche hizo poco más que limpiar el vómito de la gente y sus pertenencias. Los pasajeros estaban demasiado indispuestos
para sostener la cabeza sobre los cuencos de porcelana que ella les acercaba y para pensar adonde iba a parar el contenido de su estómago. Las madres estaban tendidas en sus angostas literas. A su lado, los niños lloraban, mientras Regan y otras dos mujeres limpiaban, trataban de consolarlos y trabajaban duramente horas interminables.
Como si la descomposición no fuera suficiente, Regan se consternó al ver las condiciones en que viajaba esa gente. Había tres dormitorios: uno para parejas casadas y dos para hombres y mujeres solteros, y la disciplina de mantener separados a estos últimos era muy estricta. A las muchachas no se les permitía hablar con sus hermanos, ni a los padres con sus hijas, y en esos primeros días de indisposición todos se preocupaban por sus familiares.
En cada dormitorio había muchas hileras de camastros pequeños y duros. En los angostos pasillos se apiñaban las pertenencias de los pasajeros: baúles, cajas, paquetes, cestas, que contenían no sólo ropa y lo que necesitarían en el Nuevo Mundo sino también la comida para el viaje. Parte de esa comida empezaba a descomponerse, y el olor agravaba las náuseas de los pasajeros:
Regan y las otras mujeres circulaban por el camarote femenino, tratando de pasar por encima de los baúles y dando muchos rodeos a cada paso.
Cuando volvió a su propio camarote, que en comparación parecía un palacio, estaba más exhausta de lo que había esperado.
Travis dejó su libro de inmediato y la tomó en sus brazos.
—¿Fue difícil, amor? —susurró.
Regan sólo pudo asentir contra el pecho de Travis contenta de estar cerca de alguien tan sano y fuerte, de estar lejos de la suciedad y la pobreza que había visto ese día.
Se apoya contra él, medio dormida, y apenas se percató cuando Travis la dejó en una silla y fue a abrir la puerta. Ni siquiera se molestó en abrir los ojos al oír un chapoteo de agua. Después de todo, era casi lo único que había oído en todo el día mientras lavaba ropa, pañales y cuencos.
Sonrió con deleite y se relajó cuando Travis empezó a desabrocharle el vestido. Era agradable que la atendieran a ella después de haber pasado el día atendiendo a los demás. Cuando Travis la levantó, desnuda, en sus brazos, se alegró de que la llevara a la cama, pero cuando sintió el agua caliente abrió los ojos de prisa.
—Necesitas un baño, mi olorosa niña—dijo Travis, riendo, al ver la sorpresa de Regan.
El agua caliente, a pesar de ser agua de mar, estaba deliciosa, y Regan se recostó y dejó que Travis la lavara.
—No te entiendo —dijo Regan, observándolo, sintiendo cómo sus manos fuertes y enjabonadas recorrían su cuerpo.
—¿Qué hay que entender? Te diré lo que quieras saber.
—Hace unas semanas habría pensado que un hombre que secuestra gente debería ir a la cárcel, pero tú...
—Yo ¿qué? ¿Secuestro muchachitas, las violo, pero no las maltrato? En todo caso, no muy a menudo —agregó, con una sonrisa.
—No —insistió Regan con seriedad—. No lo haces, pero creo que eres capaz de cualquier cosa. No entiendo a un hombre como tú.
—¿Y a qué clase de hombre entiendes? ¿A tu amiguita Wainwright? Dime, ¿cuántos hombres has llegado a conocer? ¿Cuántas veces te enamoraste?
No estaba preparado para la respuesta de Regan.
—Una vez —respondió en voz baja—. Me enamoré una vez, y no imagino que vuelva a suceder.
Travis la observó un momento; vio la forma en que sus ojos se suavizaron con una expresión distante y las comisuras de su boca se curvaron ligeramente.
En un momento Regan pensaba en Farrell, en cómo le había propuesto matrimonio, y al instante se sobresaltó cuando Travis arrojó el jabón al agua delante de sus ojos.
—Termina tú sola, o espera que venga a hacerlo tu amado —gruñó, y se marchó con un portazo.
Regan sonrió, pensando que al fin lo había puesto celoso. Salió de la tina y empezó a secarse. Pensó que quizá
fuera bueno que Travis comprendiera que no era el único en su vida, que existían otras personas en el mundo. Cuando llegaran a América y sus caminos se separaran, tal vez no estaría tan seguro de que ella no podría arreglárselas sola encontrar un hombre como Farrell, alguien que la amara y no la considerara una criatura ignorante. Se metió en la cama y de pronto se sintió muy sola. Farrell no la amaba; sólo la había querido por su dinero. Su tío tampoco la quería, y Travis, aquel hombre extraño, arrogante y bueno, había dejado en claro que sólo la quería por el momento. Sola, cansada, hambrienta, desdichada, se echó a llorar.
Cuando Travis la tomó en sus brazos, se aferró a él, temerosa de que él también fuera a dejarla.
—Calma, dulce, tranquilízate. Ahora estas a salvo —susurró Travis, pero cuando los labios de Regan se unieron a los suyos, dejó de pensar en consolarla.
Regan no sabía que se debía a la enfermedad que la había rodeado todo el día y a su sensación de soledad, pero estaba hambrienta de Travis. No pensó que la tenía prisionera ni que al menos debería ser reacia como amante. Lo único que pensaba era que lo necesitaba con desesperación, necesitaba que la abrazara, la amara, la hiciera sentir parte del mundo y no un apéndice inútil.
Con audacia, introdujo los dedos bajo la camisa de Travis e hizo saltar un botón. El vello de su pecho le recordó su masculinidad. Los dedos de Regan exploraron, no con suavidad sino con firmeza, incluso con rudeza, la textura de su piel, que aumentaba su calidez ante ese contacto. Travis la dejo sobre la cama y se apartó para quitarse el resto de la ropa. Tenía los ojos encendidos y la boca inflamada. Cuando se volvió y se sentó al borde de la cama para quitarse las botas, su espalda ancha y musculosa quedó a merced de Regan. La muchacha le mordisqueó los hombros mientras sus pezones le rozaban la espalda con un toque leve y electrizante. Pronto, sus labios bajaron por la curva profunda de los huesos, besando, acariciando, saboreando su piel. Con los pulgares a los costados y la yema de los dedos sobre las costillas de Travis, Regan le
acariciaba la espalda con su cuerpo. Las depresiones profundas de los músculos, la fuerza de Travis, ahora tan aplacado bajo sus caricias, resultaban embriagadoras y le daban una sensación de poder.
Le besó el lóbulo de la oreja, le dio leves mordiscos y luego emitió una risita grave y seductora. Con un solo movimiento rápido, Travis se volvió, la tomó en sus brazos y estuvo sobre ella. Regan estaba tan ansiosa como él, y más que lista,
Travis estaba cegado por la audacia de la muchacha y por una vez, no se contuvo por consideración o para no herir la sensibilidad de ella. La trató con todo el ardor y la pasión que sentía, moviéndose con fuerza, masajeándole las nalgas con las manos, abrazándola más y más.
Cuando al fin llegó el desahogo como una tempestad de éxtasis, lentamente, poco a poco, quedaron exhaustos, temblorosos y débiles.
—¿Qué me has hecho? —susurró Travis, abrazándola con una fuerza tal que amenazaba sofocarla.
Regan sólo siguió aferrada a él, demasiado cansada para pensar. Pronto cayó en un profundo sueño y no se percató de que Travis seguía inclinado sobre ella, la observaba, le acariciaba él cabello, la cubría mejor con la sábana. Pero aun en su sueño sentía sus brazos que la rodeaban, su cuerpo fuerte a su lado y la dulzura de su aliento junto a su oído. Se movió ligeramente, abrió los ojos, esbozó una sonrisa adormilada, aceptó de buen grado el beso suave de Travis y volvió a sonreír cuando él apoyó la cabeza junto a la suya y se durmió a su vez.
El día siguiente fue una repetición del mismo trabajo duro y oloroso de ayudar a los pasajeros descompuestos. Al caer la tarde, Travis le dijo que fuera al camarote a descansar o no sería de ayuda para nadie. El tono de su voz, siempre impartiendo órdenes, hizo que Regan le dijera exactamente lo que pensaba de él.
—Podrías ayudar en vez de estar holgazaneando en
la cubierta.
-—Holgazaneando, ¿en?— -Travis sonrió, con esa semisonrisa burlona que tanto la irritaba.
Por primera vez Regan reparó en la camisa de algodón sucia y mojada de sudor y en los pantalones holgados que le llegaban a la rodilla, insertos en botas de cuero blando. De pronto se aclararon varias cosas para Regan, como, por ejemplo cómo podía Travis pagar un camarote privado. Era obvio que, a cambio del pasaje, tenía que trabajar.
—¿En qué puedo ayudar? —preguntó—. Aunque si esperas que enjugue bocas sucias, te advierto que no lo haré.
Si Travis tenía que trabajar a cambio del pasaje, ella también, y resultaba imposible descansar.
—Esta mañana se cayeron dos de las literas superiores. Hablé con la tripulación, pero se rieron de mi.
—Seguramente se rieron porque no saben por dónde se toma un martillo. ¿Qué más?
—Necesitamos alguien que se ocupe de tos niños mayores. Pensé que tal vez podrías buscar a Sarah Trum-bull. Hace días que no la veo.
—Sarah está ocupada —respondió lacónicamente— pero quizá yo pueda ayudar con los otros problemas.
Regan sintió que le quitaba un peso de encima, porque sabía que Travis cumpliría su palabra.
—Si sigues mirándome así, soy capaz de construir camarotes privados para cada pasajero aquí en la cubierta.
Regan rió y, sintiéndose mucho mejor, volvió a sus tareas. Muy poco tiempo después, Travis apareció en la puerta del camarote de mujeres con una caja de herramientas de carpintería. Algunas de las mujeres chillaron en señal de protesta porque no estaban del todo vestidas, pero Travis no tardó mucho en hacer que se sintieran cómodas. Rió con ellas y les dijo que todos los hombres se morían porque subieran a cubierta, para que la travesía fuera menos tediosa. A pesar de lo que había dicho a Regan, sostuvo la cabeza de una mujer sobre un cubo y le enjugó la boca con ternura. Cambió los pañales a dos
bebés y corrió dos baúles pesados para que hubiese más espacio para poder circular. Además de todo eso, reparó las literas rotas, verificó el estado de las demás y reforzó algunas.
Cuando se marchó, la mayor parte de las mujeres sonreían, y era como si por el dormitorio atestado hubiese pasado una brisa de aire fresco.
—Cielos —suspiró una mujer a cuyo bebé Travis había cambiado—. ¿Quién era ese hombre increíble?
—¡Es mío! —exclamó Regan en voz tan alta y con tanto tono de desafío que las mujeres rieron, con lo cual la muchacha se ruborizó.
—No tiene por qué avergonzarse, querida. Sólo dé gracias al Señor todas las noches por ser tan bueno con usted.
—Tal vez por las noches ella tiene otras cosas en mente—sugirió alguien en voz alta.
Regan se sintió casi agradecida cuando una de las mujeres comenzó a gemir, pues entonces pudo escapar a las bromas. Pero aun mientras ayudaba a esa mujer empezó a ponerse furiosa. ¡Travis flirteaba con todas, y en sus propias narices! Sin duda le encantaba que todas las mujeres suspiraran por él, ser el único hombre al que se le permitía entrar al camarote femenino. ¡Se le permitía! Seguramente Travis nunca hacía algo tan ordinario como pedir permiso para cualquier cosa.
Regan depositó con fuerza una jarra de agua; a cada instante se ponía más furiosa. Claro que él no tenía motivos para tratarla como a una dama, puesto que todo lo que sabia de ella era lo que hacían en la cama. Aquel americano corpulento y grosero no tenía idea de cómo tratar a una mujer, salvo para su propio uso. Para él, todas eran iguales, estuvieran enfermas o vestidas con ropa de raso; él pensaba que todas estaban hechas para su placer.
Cerca del anochecer, subió a cubierta para lavar los cuencos de barro. Allí, rodeados de niños y niñas, estaban Travis y dos marineros, enseñándoles a hacer nudos. Una niña de unos doce años parecía estar haciendo un nudo con un trozo de tela, mientras una criatura de unos dos años
estaba sobre las rodillas de Travis, absorta en el entrecruzarse de la cuerda que tenía él. Sonrió y saludó a Regan con la mano antes de volverse una vez más hacia los niños. Con altivez, Regan levantó la frente y regresó al camarote sofocante, irritada por el hecho de que hasta los niños lo hallaban irresistible. Había dicho a las mujeres que Travis era suyo, pero tenía plena conciencia de que no ejercía poder alguno sobre él, que ella no era más que su juguete cautivo y que, cuando llegaran a América, se desharía de ella y pronto conseguiría otra mujer... alguien que tuviera menos uso que ella. Con ojos suspicaces, miró a todas las mujeres que había en el amplio camarote, preguntándose si alguna de ellas sería su sucesora.
Cuando llegó el momento de marcharse del dormitorio, ya estaba totalmente furiosa. Su tío, había dicho que era una falsa, lo cual era una vergüenza para él, pero en las últimas semanas habían pasado muchas cosas, y Regan
estaba cambiando.
El camarote que compartía con Travis estaba vacío cuando llegó, pero mientras Regan contemplaba las estrellas por la ventana, se abrió la puerta.
Una jarra de peltre dirigida directamente a la cabeza de Travis lo hizo agacharse rápidamente. —¿Qué diablos...
Regan tomó otra jarra de un armario en la pared. —Te gusta flirtear, ¿verdad? —lo acusó—. Te encanta tener a todas las mujeres detrás de ti. "¡Oh, qué hombre encantador!", suspiraban todas. La segunda jarra le rozó el hombro. Mientras Regan sacaba del armario la tercera, Travis cruzó el camarote y le retuvo la mano. Nuevamente tenía aquella sonrisa divertida.
—No te dejes ganar por tu temperamento. Por favor, trata de recordar que una vez fuiste una dama inglesa.
Su actitud condescendiente, además del hecho de que había sido él quien la hiciera dejar de ser una dama, hizo que la sangre de Regan ardiera de ira.
—¡Estoy harta de ti! —exclamó, y le dio un codazo
en las costillas.
La satisfizo oír el gruñido de Travis, pero antes de que pudiera recuperarse le dio un puntapié en el tobillo. Travis se apartó, frotándose el tobillo, con una expresión de total desconcierto.
—¿No querrías hablar de esto? ¿Por qué estás tan
enfadada?
—-¿Enfadada? —lo remedó—. Estoy furiosa porque das por sentado que tienes derecho sobre todas las cosas. ¿Te gustó cómo te miraban esas mujeres, con tanta adoración? Fue repugnante que utilizaras a los bebés para conquistarlas. ¿Acaso planeas secuestrar a alguna de ellas cuando acabes conmigo?
—Tal vez —respondió Travis, con la mandíbula tiesa y una chispa en los ojos—-. Quizás una de ellas estaría más agradecida por lo que tú tienes. ¿Por qué no preguntas quién querría ocupar tu sitio?
—¡Eres el animal más vanidoso y arrogante de toda la creación! ¿Nunca se te ocurrió que a mí puede no gustarme estar prisionera o que tampoco podría gustarles a otras mujeres? ¿Acaso debo agradecerte que me retengas contra mi voluntad, que me hayas puesto a la fuerza en un barco rumbo a un país que desprecio, y que amenaces con revelar a todos nuestra verdadera relación si no me quedo contigo?
—Ya te dije por qué no podía liberarte en Inglaterra —dijo Travis en tono grave—. Te he demostrado toda la amabilidad, te he dado todo lo que llevas puesto, pero sigues siendo demasiada romántica para ver la verdad. ¿Acaso no te acuerdas de lo que pasó en el puerto con esos
hombres?
Eso se parecía demasiado a las cosas que le había dicho su tío. Siempre había alguien que se ocupaba de ella y luego se lo echaba en cara.
—No te estoy agradecida —replicó en voz baja—. Y no quiero nada más de ti. No tienes que preocuparte de que puedan atacarme en el barco, de modo que ahora te dejaré en paz y me instalaré con las mujeres solteras. —Miró el sencillo vestido de muselina qué Sarah había terminado la noche anterior y agregó: —Cuando llegue a
América trataré de ganar dinero suficiente para pagarte este vestido. Tal vez puedas vender los demás.
Se volvió y, con la frente alta y la espalda erguida, sé encaminó a la puerta.
Travis tardó un momento en comprender que Regan realmente pensaba dejarlo y era lo suficientemente terca como para hacerlo. Sin pensar en lo que hacia, la aferró por la parte trasera del vestido. Con la presión de Regan, que iba en una dirección, y Travis que tiraba en la otra, la delgada muselina se desganó de arriba abajo y cayó a los pies de la muchacha.
Al instante, la mirada de Travis pasó de la ira al deseo. Sus ojos la recorrieron con avidez, deleitándose con los pechos que descubría la ceñida y escotada camisa interior.
—No —murmuró Regan, tratando con todas sus fuerzas de escapar a la mirada paralizante de Travis:
Un brazo fuerte y poderoso le rodeó la cintura y la atrajo hacia el fuerte pecho, haciéndola inclinarse hacia atrás.
Con debilidad, luchó contra él, ansiosa por desafiarlo, por demostrarle que ella era una persona independiente, pero sus caricias y sus besos la hicieron desistir.
—Harás lo que te diga, amor —gruñó Travis, levantándola del suelo y besándola en el cuello—. Eres mía por todo el tiempo que yo quiera.
Regan cerró los ojos, y echó la cabeza hacia atrás y se entregó por completo a las caricias de Travis. Ya no pensaba en escapar de aquel hombre que la dominaba con tanta facilidad. Cuando oyó desgarrarse más tela, volvió a luchar.
—Mía —susurró Travis—. Yo te encontré, y eres mía.
No tuvo tiempo de pensar; Travis la empujó hacia la pared y la acorraló allí con su tamaño y su fuerza. Sus besos se volvieron ávidos, como si deseara devorarla. Regan también empezaba a respirar cada vez más rápidamente y sus manos aferraban los hombros de Travis; sus dedos se clavaban en su piel a través de la camisa, tratando de atraerlo más hacia sí.
Una de las manos de Travis recorrió con deseo la cadera desnuda de la muchacha, le acarició el muslo y la hizo levantar la pierna hasta apoyarla en la cadera de él. Regan, ansiosa, lo abrazó con las piernas y enganchó los tobillos a la espalda de Travis, que la sostenía mientras le acariciaba las nalgas.
Las manos de Travis se movían en una forma excitante que llevó a Regan a un frenesí total. No se percató cuando los pantalones de Travis cayeron a sus pies. Sólo cuando la levantó, tomándola por la cintura, y luego la bajó sobre su virilidad, Regan abrió los ojos, pero sólo por un instante.
Estaba completamente en su poder, incapaz de moverse por sí sola, de espaldas a la pared, abrazando con las piernas la cadera de Travis, que comenzó a levantarla, a controlar sus movimientos, a guiarla. La sensación del cuero de Travis contra ella, las ondulaciones de su cadera bajo sus muslos, la fuerza que lo impulsaba, amenazaban llevarla a la locura. Aferró entre sus dedos el cabello de Travis y lo estiró mientras él la penetraba con más fuerza, con una fuerza que amenazaba romperla, fundir su piel con la de ella, consumirla. Con ese poder, Travis la levantaba y la bajaba con facilidad, una y otra vez, más y más de prisa, hasta que Regan gritó bajo aquel dulce tormento. La boca de Travis aplastó la suya al tiem-po que él se desplomaba contra ella que seguía rodeándolo con las piernas como si fueran una abrazadera de acero. Regan se estremeció, débil e impotente, saciada, exhausta.
Poco a poco, la muchacha comenzó a cobrar conciencia de dónde estaba y quién era. Su cuerpo, dócil y flácido, seguía apoyado contra la orgullosa estructura musculosa de Travis. El le besaba el cuello húmedo, con ternura, mientras la sostenía con los brazos bajo las nal-gas. Como si fuera una criatura, la llevó a la cama y la acostó como si se tratara de la sustancia más preciosa y delicada de la creación.
Con fatiga, como si él también hubiera perdido todas las fuerzas, se quitó la camisa y se tendió a su lado.
—Esta noche tampoco hay cena —murmuró, pero no como si lo lamentara.
Con sus últimas fuerzas, atrajo a Regan hacia si.
—¿Cómo podría dejar que me abandonaras? —susurró, y ambos se durmieron.
Por la mañana, Regan apenas podía mirarlo a los ojos. La forma en que Travis la miraba, tan arrogante, tan seguro de si mismo, le daba deseos de arrojarle un cuchillo. Aparentemente, creía saberlo todo sobre ella, creía tenerla en su poder, que le bastaba mover un solo dedo para que ella le perteneciera.
¡Cuánto deseaba borrarle esa expresión de la cara! Aunque fuese una sola vez, deseaba ver que él no consiguiera lo que creía suyo.
Mientras desayunaban, Sarah Trumbull llamó a la puerta antes de entrar.
—Disculpen —dijo—. Por lo general, a esta hora ustedes ya no suelen estar.
—Ven a comer algo, Sarah —la invitó Travis, con una sonrisa presumida, y mirando a Regan como si entendiera perfectamente por qué ella evitaba sus ojos.
Pero Sarah estaba más interesada en un trozo de muselina desgarrada que una vez fuera un vestido y que ella acababa de coser. Rió entre dientes, dirigió a Travis una mirada de reproche y dijo:
—Travis, si piensas tratar así todas mis confecciones no tengo por qué seguir cosiendo.
Travis se pasó la mano por el cabello, echó un vistazo a Regan, que miraba hacia otro lado, y rió.
—Trataré de controlarme. Ahora debo ir a ayudar en cubierta. Al capitán le faltan hombres en este viaje. Aunque —agregó, con una sonrisa— tal vez no me queden muchas energías.
Besó a Regan en la mejilla y salió del camarote. Sarah lanzó un suspiro como un huracán mientras miraba con ansias la puerta cerrada.
—Si hubiera más hombres como él, podría sentir la tentación de casarme.
Si Regan hubiera conocido alguna mala palabra, la habría usado.
—¿No tienes trabajo que hacer? —preguntó en tono cortante.
La actitud de Regan no amilanó a Sarah. —Yo también estaría celosa si fuera mío. —¡El no es...! —empezó a protestar con hostilidad, pero se detuvo—. Travis no es de nadie —dijo al fin, y se dispuso a recoger los platos del desayuno y a colocarlos en una bandeja.
Sarah decidió cambiar de tema. —¿Conoce a ese hombre que viaja en el camarote de enfrente?
—¿David Wainwright? Nos conocimos el otro día, pero eso es todo. ¿Le sucede algo?
—No lo sé, pero hace dos días que vengo aquí a coser su ropa y no he oído movimiento en su camarote. Pensé que tal vez estaría ayudando a los hombres descompuestos.
Regan frunció el ceño y decidió investigar; se excusó ante Sarah y salió.
A pesar de estar habituada al trabajo maloliente de los últimos días, el olor que halló al abrir la puerta del camarote de David, la abrumó. La densa oscuridad la hizo detenerse un momento en el umbral, buscando con la mirada al señor Wainwright.
Al fin, en medio de lo que parecía un montón de trapos sucios, lo encontró acurrucado junto a la ventana, temblando.
Se acercó a él y de inmediato advirtió que estaba afiebrado; en sus ojos había un brillo enfermizo y, por los desvaríos que articulaba, supo que deliraba.
Se volvió al oír un ruido en la entrada y vio a Sarah que contemplaba la habitación con horror.
—¿Cómo puede alguien vivir así?
—Hazme el favor de pedir a Travis que me envíe agua caliente —dijo Regan con firmeza—. Dile que envíe mucha agua. Y necesitaré también unos trapos y jabón.
—Por supuesto —respondió Sarah. No envidiaba en absoluto la tarea que tenía Regan por delante.
El sol se filtraba por las ventanas del camarote de David Wainwright y relucía sobre el cabello de Regan, haciendo resaltar los mechones dorados en la penumbra. Iluminaba también su suave y perfumado vestido de muselina y destacaba cada uno de los diminutos pimpollos bordados con hilo dorado. La muchacha sostenía un libro y, al leerlo en voz alta, sus palabras eran tan serenas como la imagen que mostraba ella.
David estaba recostado sobre cojines limpios, junto a la ventana, con un brazo en cabestrillo y la camisa blanca abierta en el cuello. Había pasado un mes desde que Regan lo encontrara, solo y enfermo, en su camarote. Con el primer balanceo del barco, David se había descompuesto y había bajado a su camarote. Horas más tarde, se cayó de su litera en forma tal que se fracturó el antebrazo. Dolorido, descompuesto, débil e indefenso, no pudo pedir ayuda. En un intento de retornar a la cama, volvió a caer y el nuevo dolor le hizo perder el conocimiento. Cuando Regan lo encontró, David no tenía idea de quién era ni dónde estaba, y durante días, después de qué le entablillaron el brazo, nadie creyó que sobreviviría.
Durante todo ese tiempo, Regan nunca se había apartado de él. Limpiaba el camarote, lavaba a David, se sentaba a su lado, lo convencía de que bebiera un poco de caldo de carne, le levantaba el ánimo. David no era buen paciente. Estaba seguro de que moriría, de que nunca volvería
a ver Inglaterra, de que Norteamérica y sus habitantes serían responsables de su muerte. Pasaba horas enteras relatando a Regan que había tenido una premonición de que ésos serían sus últimos días en este mundo.
Regan, por su parte, se alegraba de tener una excusa para apartarse de la presencia abrumadora de Travis, de que por una vez en su vida alguien la necesitara, de no sentirse una carga.
—Por favor, Regan —pidió David con mal humor—. No leas más. Preferiría que conversáramos.
Movió su brazo herido con una mueca de dolor.
—¿De qué te gustaría hablar? Creo que ya hemos agotado todos los temas.
—Todos los temas relativos a mi vida, querrás decir. Yo sigo sin saber nada sobre ti. ¿Quiénes fueron tus padres? ¿En qué zona de Liverpool vivías? ¿Cómo conociste a ese americano?
Regan dejó el libro a un lado y se puso de pie.
—Tal vez deberíamos subir a dar un paseo por la cubierta. Es un día espléndido, y a ambos nos hará bien caminar.
Con una leve sonrisa, David bajó los pies al suelo esperó con paciencia que Regan lo ayudara a levantarse.
—Mi misteriosa dama —dijo, en un tono que revelo que, en realidad, le agradaba no saber mucho sobre ella. Llegaron a la cubierta, ella tomándolo por la cintura y él, por los hombros, y la primera persona con quien se encontraron fue Travis. Regan no pudo sino notar el contraste entre el joven rubio y delgado con su ropa inmaculada y la robustez de Travis, con su ropa que olía a sudor masculino y al aire salado del mar.
—¿De paseo? —observó Travis con cortesía, pero al mismo tiempo levantó una ceja y dirigió a Regan una sonrisa burlona.
David asintió fríamente, casi con grosería, y luego impulsó a Regan a seguir caminando.
—¿Cómo has podido casarte con alguien así ? —dijo cuando quedaron a solas—. Eres la mujer más dulce y tierna y cuando pienso que tienes que soportar las atenciones
de ese colono enorme e insensible, casi basta para qué vuelva a enfermarme.
—¡No es insensible! —protestó Regan—. Travis es...
—¿Es qué? —preguntó David con gran paciencia. La pregunta quedó sin respuesta. Regan se apartó de David, se apoyó en el barandal y, contemplando el agua, se preguntó qué significaba Travis para ella. Por las noches la hacía gritar de gozo, y el hecho de que siempre le tuviera lista una tina llena de agua caliente le demostraba su bondad. No obstante, Regan siempre tenía presente que era su prisionera.
—Regan —dijo David—, no has respondido mi pregunta. ¿No te sientes bien? Tal vez estás cansada. Sé que atenderme no es lo más fácil del mundo: Quizá prefieras...
—No —respondió con una sonrisa, pues ya conocía esos argumentos—. Sabes que disfruto con tu compañía. ¿Nos sentamos aquí un momento?
Pasó el resto de la tarde con David, pero no lograba prestar atención a lo que él decía. En cambio, observaba la agilidad con que Travis trepaba por el cordaje junto al mástil y arrojaba las gruesas y pesadas cuerdas formando una gran pila. En varias ocasiones Travis se detuvo y le guiñó un ojo, siempre consciente de que ella lo observaba.
Esa noche, por primera vez en varias semanas, Regan llegó al camarote antes que Travis. Finalmente llegó él y, al verla, se le iluminó la cara y sonrió con felicidad.
Parecía haberse vuelto más atractivo en esas últimas semanas, con el rostro bronceado por el sol y los músculos más duros aún que antes.
—Es bueno verte después de un día agotador. ¿Crees que podrías recibirme con un beso? ¿O acaso se los has dado todos al joven Wainwright?
La alegría de Regan se esfumó.
—¿Debo aceptar ese insulto sin una palabra? El hecho de que me obligues a mantener esta relación indecente no significa que otro hombre también pueda hacerlo, ni que yo lo intente.
Travis se apartó de ella, se quitó la camisa y empezó a lavarse.
—Es bueno saber que ese cachorro no ha tratado de tomar lo que es mío. No es que pudiera hacerlo, claro, pero me gusta estar seguro.
—-¡Eres insufrible! ¡Y no soy tuya!
Travis se limitó a sonreír con confianza.
—¿Quieres que te demuestre que eres mía?
—No te pertenezco —replicó Regan, retrocediendo—. Sé cuidarme sola.
—Mmm... —Travis sonrió y se le acercó. Con sensualidad, comenzó a recorrer con un dedo el brazo de Regan y al ver vacilar la mirada firme de la muchacha, entrecerró los ojos.— ¿Acaso ese chico puede hacerte estremecer con un solo dedo?
Regan se apartó.
-—David es un caballero. Hablamos de música y de
libros, cosas de las que tú no sabes nada. su familia es una de las más antiguas de Inglaterra y yo disfruto con su compañía. —Enderezó los hombros.— Y no permitiré que tus celos arruinen mi amistad con él.
—¿Celos? —Travis rió.— Si tuviera celos, sería de alguien que tuviera algo mas que ese imberbe. —Se puso serio.— Pero creo que el muchacho empieza a mirarte con otros ojos, y pienso que no deberías verlo tanto.
—¿Qué no debería...? ¿Acaso no hay parte de mi vida que no trates de controlar? —Se calmó y prosiguió.— Soy una mujer libre, y cuando llegue a América pienso hacer uso de mi libertad. Estoy segura de que David es la clase de hombre que querría casarse y no trataría de... esclavizar a una mujer.
Con calma, Travis apoyó una mano en el hombro de Reagan.
—¿Realmente te gustaría cambiarme por un chico y un anillo de oro?
Se inclinó para besarla, pero ella se apartó.
—Tal vez me gustaría intentarlo —murmuró—. Los hombres no pueden ser tan diferentes. Si David me amara, quizá podríamos ser compatibles en la cama matrimonial.
Travis la aferró por los hombros con brutalidad.
—Si ese chico llega a tocarte, le romperé todos los huesos... y en tu presencia.
Le dio un empellón y se marchó de un portazo. Regan pasó la noche sola. Se resistía a admitir cuánto echaba de menos a Travis, lo sola que se sentía sin sus brazos. Durante toda la noche dio vueltas en la cama, tratando de no llorar, tratando de no tener miedo.
Por la mañana tenía ojeras y, por primera vez, Sarah no le hizo preguntas. Ambas se pusieron a coser en silencio. Cerca de la caída del sol, David llamó a la puerta y preguntó si Regan desearía caminar con él.
En cubierta, Regan parecía incapaz de ver otra cosa que a Travis, y éste nunca la miraba.
La enfurecía que Travis la ignorara, y en consecuencia volcó toda su atención hacia David, que se quejaba de la duración del viaje y de la comida. Al ver que la
mirada de Regan pasaba del desinterés a la adoración, David dejó de hablar y la miró.
—Hoy estás más encantadora que nunca —susurró—. El sol arranca a tu cabello un tono dorado rojizo.
Justo en ese momento Travis pasaba cerca de ellos, con un gran trozo de vela sobre el hombro:
—Gracias, David —dijo Regan en voz demasiado alta—. Tus cumplidos hacen que una mujer se sienta como una reina. No recuerdo haberme sentido tan halagada.
Si la oyó, Travis no se inmutó; pasó a su lado sin siquiera aminorar el paso.
Esa noche volvió a estar sola. Ansiaba demostrar a Travis que no le importaba su abandono. Quería probarle que podía hacer cosas por propia cuenta. Por eso, en el transcurso de los días, comenzó a flirtear con David más y más abiertamente, siempre cuando Travis estaba cerca.
AI caer la noche del tercer día, David la acompañó a su camarote y, en lugar de la despedida amistosa de siempre, la tomó en sus brazos con ferocidad.
—Regan —le susurró al oído—, debes saber que te amo. Te amé desde el principio, pero paso todas las noches
solo mientras ese... ese animal tiene derecho a tocarte. Regan, mi amor, dime que sientes lo mismo por mi.
Con gran sorpresa, Regan descubrió que el abrazo y los besos de David le resultaban repulsivos. Lo empujó, tratando de liberarse.
—¡Soy una mujer casada! —protestó.
—Casada con un hombre que no es digno de besar el dobladillo de tu vestido. Mantendremos nuestro amor en secreto hasta que lleguemos, y entonces haremos anular tu matrimonio. No puedes pasar toda tu vida con ese marinero pobre. Ven conmigo, y te construiré una casa como nunca se ha visto en ese atrasado país.
—¡David! —insistió, forcejeando—. ¡Suéltame ahora mismo!
—No, mi amor. Si tú no tienes el coraje de decírselo, lo haré yo.
—¡No, por favor, no!
De pronto comprendió que Travis estaba en lo cierto. Ella no quería a David, y lo había usado para causarle celos.
David la obligó a mirarlo y le cubrió la cara de besos calientes, húmedos y sofocantes, mientras Regan se retorcía tratando de huir.
En un abrir y cerrar de ojos, David pareció volar por el aire. Atónita e incrédula, Regan observó cómo el puño de Travis daba de lleno en la cara de David y lo aplastaba contra la pared. David cayó al suelo, inconsciente, y Travis volvió a levantar el puño.
De un salto, Regan lo aferró del brazo y se colgó de él.
—¡No! —gritó—. ¡Vas a matarlo!
El rostro de Travis era una distorsión de su semblante habitual. Tenía los ojos enardecidos, negros de furia, y la boca en un rictus de ira. Regan se apartó con temor.
—¿Conseguiste lo que buscabas? —gruñó, con el ceño fruncido.
Sin decir más, dio media vuelta y regresó a cubierta. Temblando, Regan miró a David, que empezaba a incorporarse con la nariz sangrante. Su primer impulso fue
ayudarlo, pero al ver que trataba de incorporarse comprendió que se hallaba bien, de modo que huyó a su camarote. Una vez adentro se recostó contra la puerta; su corazón latía con fuerza y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. ¡Travis tenía razón! Ella había usado a David había jugado con sus sentimientos, casi había prometido algo que no pensaba dar; y todo para despertar los celos de Travis. Pero a el no odia causarle celos; para el, Regan no era mas que una propiedad.
Se arrojó sobre la cama y se echó a llorar profunda y sinceramente.
Horas más tarde, sentía la cabeza embotada y le ardían los ojos. Se había dormido llorando, y la había despertado una violenta sacudida del barco. Mientras trataba de entender qué sucedía, otra sacudida repentina la expulsó de la cama y la hizo caer al suelo; donde se quedó, aturdida. La puerta del camarote se abrió y golpeó contra la pared al inclinarse el barco en otra dirección.
En la entrada estaba Travis, vestido con un grueso impermeable con el cabello despeinado y mojado. Se acercó a ella con dificultad por el balanceo del barco y la levantó en brazos.
—¿Te has hecho daño? —gritó, y sólo entonces Regan se percató del tremendo ruido que había.
—¿Qué ocurre? ¿Naufragamos? —preguntó Regan, y se acurrucó contra él, inmensamente feliz de volver a tocarlo.
—Es sólo una tormenta —respondió Travis con otro grito—. No hay mucho peligro, porque hace días que nos estamos preparando. Quiero que te quedes aquí, ¿entiendes? Que no se te ocurra subir a cubierta o ir con los otros pasajeros. ¿Está claro?
Regan asintió contra el hombro de Travis y se aferró a él, pensando que tal vez la razón de su ausencia en los últimos días había sido esa preparación para la tormenta.
Travis se inclinó, la dejó sobre la cama, la miró con una expresión que Regan no pudo descifrar y luego la besó posesivo.
—Quédate aquí —repitió, y acarició la comisura de uno de los ojos enrojecidos e hinchados de la muchacha. Con eso se marchó, y Regan quedó sola en el camarote.
La soledad intensificaba su percepción del balanceo del barco. Para no caerse de la cama, se aferró a los costados lo mejor que pudo. El agua empezó a filtrarse por debajo de la puerta y a cubrir el suelo del camarote.
Mientras luchaba por conservar el equilibrio, comenzó a imaginar lo que estaría sucediendo en la cubierta. Si el agua llegaba al camarote, debía de haber otros ya inundados. Su imaginación, siempre activa, empezó a idear un cuadro horrendo. Una vez, cuando Regan era poco más que una criatura, una criada de su tío había recibido una carta que le informaba que su esposo había caído por la borda durante una tormenta, y más tarde un amigo de éste había ido a contarle toda la triste historia. Todo el personal de servicio, y también Regan, se había reunido en torno al marinero para escuchar todos los detalles espeluznantes. Esa historia ya no le parecía tan irreal, pues por encima de su cabeza había olas altas como una casa, olas de una fuerza tal que podían arrastrar consigo a una docena de hombres.
¡Y Travis estaba allá arriba!
La idea la sobresaltó. Travis, desde luego, nunca creería que pudiera sucederle algo terrible. Sin duda, estaba seguro dé que hasta el mar mismo le obedecería. Por otra parte, él no era un verdadero marino. Era apenas un granjero que, de niño, había estado en un ballenero, y ahora tenía que trabajar a cambio de su pasaje.
Una sacudida de especial violencia volvió a echar a Regan de la cama. ¡Travis!, pensó, luchando por levantarse. Tal vez esa ola lo había echado por la borda.
Regan levantó la vista al oír un fuerte crujido de madera. ¡El barco se estaba quebrando! Se aferró con ambas manos al borde de la cama y logró ponerse de pie. Se dirigió a su baúl que por fortuna, estaba atornillado al suelo. Tenía que encontrar un abrigo, y después, de alguna manera, llegar a la cubierta. Alguien tenía que salvar a Travis de sí mismo, convencerlo de que regresara
a la relativa seguridad del camarote y, si se negaba, alguien tenía que cuidarlo. Si caía por la borda, Regan le arrojaría una cuerda.
Ninguna historia que le hubieran contado habría podido preparar a Regan para la intensa ráfaga de viento y aire salado que le caló el cuerpo al abrir la puerta que daba a la cubierta. Necesitó todas sus fuerzas para abrirla lo suficiente como para poder salir, y luego se cerró de un golpe tras ella. Una ráfaga de rocío salado la empapó de inmediato, con lo cual su capa de lana se adhirió con pesadez a su cuerpo.
Aferrada al barandal de la escalera y esforzándose por mantenerse erguida, parpadeó por el agua fría que parecía atravesarla y trató de divisar a Travis. Al principio no lograba distinguir a los hombres de las partes del barco, pero su interés en la seguridad de Travis era más fuerte que el dolor que le causaba la violencia de la tempestad.
Poco a poco sus ojos se adaptaron y, parpadeando de prisa para despejar el agua, distinguió las figuras borrosas de los hombres en medio de la enorme cubierta. Antes de que pudiera decidir cómo llegaría a esa parte del barco, una súbita sacudida la derribó y la hizo rodar por la cubierta. Se golpeó con fuerza contra una madera del barco y se aferró a lo que tenía más cerca: la base de madera de un cañón.
Cuando pasó la ola, comenzó a incorporarse una vez más, y al hacerlo, volvió a oír aquel crujido de madera, sólo que esta vez advirtió que provenía de arriba. Seguramente uno de los mástiles se estaba quebrando. Lentamente, comenzó a avanzar hacia los hombres y hacia el mástil. Se alegró al ver que todos los hombres, incluido Travis, estaban sujetos al barco y miraban el mástil que peligraba.
—¡He dicho que suban! —rugió el capitán, con voz más alta aún que la furia del mar.
Regan se enjugó los ojos con el dorso de la mano y vio que los marineros daban un paso atrás. Tardó un momento en comprender que el capitán estaba ordenando que alguien trepara por el cordaje. Pensó decirle cuál era su opinión de esa orden, pero sabía que debía guardar silencio para que Travis no la descubriera allí arriba.
Sin embargo, cuando echó un vistazo a Travis, vio que él ya la había visto y se dirigía hacia ella. La expresión de furia que había en su rostro superaba la furia del mar y, sin pensarlo, Regan se encaminó de regreso a la puerta; de pronto su coraje se había esfumado.
Antes de que llegara a dar dos pasos, la enorme mano de Travis la tomó del hombro. No dijo una sola palabra, ni era necesario que lo hiciera, puesto que su cara lo decía todo. Cuando el barco volvió a sacudirse y otra ola amenazó volcarlo, Travis la cubrió con su cuerpo y la sostuvo contra el barandal.
—Tal vez te golpee por esto —le gritó al oído una vez que el barco volvió a enderezarse.
Entonces los distrajo otro grito, más alto aún, del capitán:
—¿Es que no hay un hombre entré ustedes? En ese momento, mientras Travis la aferraba del brazo con una fuerza dolorosa, Regan vio a David y supo de inmediato que la había seguido a cubierta. Aun a la tenue luz, a través del rocío del mar, vio que tenía la cara magullada por el puñetazo de Travis. Se miraron un momento y Regan se sintió culpable al ver que David sabía que lo había usado, que había hecho el papel de tonto.
Una ola más pequeña golpeó la cubierta e interrumpió el contacto visual entre ambos. Cuando se disipó, Regan vio que David se había adelantado... pero no la miraba. Caminando lo más erguido que podía dadas las circunstancias, se dirigía hacia el capitán.
Se detuvo justo frente a Travis y gritó:
— ¡Yo soy un hombre! ¡Yo subiré por el cordaje!
— ¡No! —gritó Regan, aferrada al brazo de Travis—. Deténganlo.
David se sostuvo de la base del mástil y se volvió hacia Travis. Este pareció entender la muda súplica de David y asintió una vez; luego tomó las manos de Regan para retenerla.
Regan forcejeó con Travis. Quería ir hacia David, detenerlo, pues sabía que ella era la culpable de aquel intento suicida.
Al ver que nada podía hacer, se quedó inmóvil, igual que la tripulación. Travis se ubicó entre el barandal y el sostén de un cañón para sujetar mejor a Regan, pero en ningún momento apartó la mirada de la figura menuda de David.
El capitán, aliviado por haber encontrado al fin alguien con suficiente coraje para trepar por el cordaje, gritaba instrucciones a David al tiempo que le ataba una cuerda a la cintura. A juzgar por los gestos y por las pocas palabras que se oían, era obvio que David debía trepar por el cordaje hasta el primero y más largo peñol, avanzar casi hasta la mitad de éste hasta quedar suspendido sobre el agua turbulenta y asegurar el peñol para que no se rompiera.
Regan no pudo sino ahogar una exclamación de incredulidad, demasiado atónita incluso para protestar. Estaba segura de que veía a David encaminarse a la muerte. Con temor, hundió la cara en el pecho de Travis, pero éste la obligó a mirar a David, que se había detenido en la base del mástil, esperando una última mirada de ella.
La joven levantó la mano a modo de despedida y luego la dejó caer con impotencia. Erguida, con la espalda apoyada en el pecho de Travis, lo observó iniciar el riesgoso ascenso.
De inmediato se hizo evidente la ineptitud de David, pues sus pies resbalaban y a menudo perdían apoyo, de modo que quedaba colgado de una sola mano. El viento trataba de arrancarlo, haciéndole soltar las manos y arrebatándole las cuerdas bajo los pies.
Regan se llevó la mano a la boca y clavó los dientes en su propia carne mientras observaba.
Lentamente, con gran dificultad a cada paso, David llegó al fin al peñol. Se aferró a él con ambos brazos y pareció detenerse un momento, vacilante, para descansar o quizá a esperar que pasara la siguiente ola. Cuando el agua se despejó y quienes estaban en cubierta vieron que David seguía allí, se oyó un suspiro unánime de alivio.
Cuando el barco volvió a enderezarse, David comenzó a avanzar centímetro a centímetro por el peñol. Poco antes de llegar al punto en que se estaba quebrando, desenrolló parte de la cuerda que llevaba a la cintura y se llevó un extremo a la boca.
— ¡Cuidado! —grito alguien cerca de Regan. Pero David no oyó la advertencia: otra gran ola volvió a aislarlo de los demás.
En la cubierta se oyó el golpe de la ola mezclado con otro sonido: un crujido de madera. Regan contuvo el aliento y esperó lo que le pareció una eternidad. Cuando al fin el agua se despejó, levantó la vista con temor hacia el peñol al que David seguía aferrado con tenacidad. Cuando finalmente pudo ver, sonrió porque el peñol seguía intacto.
Sin embargo, su sonrisa duró muy poco, pues pronto vio lo que se había roto: por encima de la cabeza de David estaba la cofa mayor, una ancha plataforma que se usaba para montar guardia. De esa plataforma se había desprendido un costado, en parte justo encima de la cabeza de David, y a juzgar por la inmovilidad del joven, parecía haberlo golpeado.
Regan aferró a Travis con más fuerza mientras observaba la figura pequeña e inmóvil de David. No tenía idea de que Travis la miraba y advertía el terror que reflejaba el rostro de la muchacha. Regan no tuvo conciencia de nada
hasta que Travis la apartó ele sí, la hizo acuclillarse y sujetarse al pesado cañón.
— ¡Quédate aquí! —le ordenó. Luego tomó una cuerda que estaba atada al cabillero y se la arrolló a la cintura. Una nueva clase de terror se apoderó de Regan, un terror tan profundo que le impedía hablar, y sus manos se pusieron blancas por la fuerza con que aferraba el cañón.
Atreviéndose apenas a respirar, observó cómo Travis subía por el cordaje con manos y pies mucho más seguros que los de David, con una agilidad notable para alguien tan corpulento, o quizá fuera que necesitaba todas sus fuerzas para resistirse a la tempestad.
Cada vez que una ola le impedía ver a Travis, Regan se sentía morir un poco. Cuando lo vio llegar al peñol, el cuerpo de la muchacha estaba tan rígido como el cañón al que se aferraba.
Con cautela, Travis avanzó por el peñol. Cuando alcanzó a David, se ubicó a horcajadas sobre él y se inclinó; obviamente le gritaba, pero el viento feroz se llevó las palabras.
Cuando David se incorporó y miró a Travis, varios de los marineros les gritaron palabras de aliento. Pero Regan no sintió alivio alguno.
Travis y David hablaron largo rato hasta que Travis empezó a avanzar. Todos se asustaron mas al verlo ir más allá de David sobre el angosto peñol. Con destreza y rapidez, lo aseguró con la cuerda que llevaba. En dos ocasiones tuvo que detenerse y aferrarse al palo para que las olas no lo arrastraran al mar.
Cuando terminó, retrocedió hasta David. Este le entregó la cuerda que llevaba atada a la cintura y Travis ató el extremo a la suya. Así quedaron unidos para cualquier destino que les aguardara en el largo descenso a la cubierta.
Durante un momento más siguieron hablando, pues aparentemente Travis trataba de convencer a David de que abandonara el sitio al que se aferraba con todas sus fuerzas.
El corazón de Regan casi se detuvo al ver que Travis tiraba de la cuerda para que David retrocediera hasta
el palo mayor. Era como si Travis tuviera todo el tiempo del mundo, por la paciencia con que esperaba que David empezara a moverse.
Lentamente, moviendo un músculo por vez, David empezó a retroceder y Travis guió los pies del muchacho hasta el cordaje. Como si se tratara de una criatura, Travis lo ayudó; le colocó las manos y los pies en los lugares adecuados y en un momento lo sostuvo con sus brazos contra el inestable cordaje. Cuando pasó la ola, reiniciaron el descenso.
Regan empezó a respirar un poco cuando los vio a unos seis metros de la cubierta. Vio que Travis gritaba a David, que meneaba la cabeza; volvió a gritarle hasta que David asintió. El muchacho empezó a descender solo mientras Travis lo sostenía con la cuerda y ataba un extremo al cordaje.
Regan se puso de pie y comprendió que Travis se cercioraba de que David estuviera a salvo, bien sujeto, de modo que si la siguiente ola lo arrastraba, no se llevara también a David.
Con lágrimas en los ojos, Regan observó que Travis, al mirar hacia el mar desde aquella altura, parecía haber visto algo que los demás no alcanzaban a ver. Travis se arrolló la cuerda al antebrazo; luego entrelazó el otro brazo en el cordaje e impulsó con el pie a David, cuya cabeza estaba ahora al nivel de los pies de Travis. David, inseguro y aterrado, perdió apoyo y su cuerpo menudo cayó durante un instante hasta que se detuvo gracias a la cuerda que llevaba atada a la cintura y que sostenía Travis.
David lanzó un grito de terror y Travis comenzó a bajarlo lentamente hasta que los marineros lo recibieron y lo bajaron rápidamente a la cubierta.
Pero los ojos de Regan no se apartaban de Travis, que, en cuanto vio que David estaba a salvo, soltó la cuerda, se aferró al cordaje y agachó la cabeza como para protegerse. Regan se apartó del cañón con prisa, pero no pudo dar más que un paso, pues en ese momento los golpeó la mayor de las olas. La cubierta se inundó de agua fría y salada y, como si protestara, el barco amenazó con volcarse.
Regan cayó sobre la cubierta, rodó y fue a dar de lleno contra el cabillero. Sin embargo, a pesar del dolor, sólo reparó en otro horrible crujido de madera.
A pesar de la inclinación de la cubierta y de la fuerza del agua, se aferró al cabillero y trató de levantarse. El grito de un hombre y la visión fugaz de un cuerpo arrojado por encima de su cabeza y de la borda no la hicieron desistir. Le costaba respirar y, mucho más, ver, y se esforzó por levantar la vista hacia el cordaje del que pendía Travis. Si no hubiera mirado con tanta atención, no habría divisado la imagen borrosa de Travis, que en ese momento perdía apoyo y empezaba a caer. Se le trabó un pie en el cordaje y eso lo salvó; parecía aturdido y buscaba a ciegas la cuerda que necesitaba para sostenerse.
Las secuelas de la inmensa ola seguían sacudiendo al bergantín cono si fuera un trompo de juguete. Regan seguía aferrada y rezaba mientras Travis se esforzaba por sujetarse. Vio que le sucedía algo, que estaba luchando contra algo más que el mar.
Enganchó un brazo en el cabillero, tomó de las cabillas una cuerda gruesa como su brazo y comenzó a avanzar lentamente hacia el pie del cordaje.
A su alrededor, los hombres gritaban y el viento y el agua disfrazaban los sonidos, pero Regan sólo veía a Travis, que dolorosamente trataba de descender. Sosteniéndose aún lo mejor que podía, Regan trepó por el cordaje hasta alcanzar el pie de Travis.
Estaba asustada pero sabía que no había alternativa, de modo que le sujetó el tobillo al cordaje con la cuerda. Esta era demasiado larga y gruesa para poder anudarla, por lo que simplemente la arrolló, con la esperanza de que le alcanzara el tiempo antes de que llegara la siguiente ola.
Colgada sobre la cubierta con apenas un trozo de cuerda, no estaba preparada para el golpe de una ola. Entrelazó su cuerpo con la cuerda y se aferró con todas
sus fuerzas.
Después de esa ola, Regan estaba demasiado asustada para moverse. Con una mano aferraba el extremo de
la gruesa cuerda que había sujetado al tobillo de Travis y tenía miedo de abrir los ojos. Había hecho lo que podía para salvarlo, y no se atrevía a mirar para averiguar si él seguía allí o no.
Le pareció que había pasado largo rato allí, medio sentada y medio suspendida, hasta que oyó gritos. Aún temerosa de abrir los ojos, los mantuvo cerrados con fuerza.
—¡Travis! —oyó gritar desde abajo, bastante cerca de ella.
—¡Señora Stant'ord! —llamó una voz que sólo podía ser la del capitán.
Regan abrió los ojos, nerviosa; aún temía mirar hacia donde Travis podía estar o no.
Más tarde, nadie recordaba quién empezó a reir. Quizá no fuera una situación graciosa, pero los marineros estaban aliviados porque al fin habían dejado atrás la tormenta. Las últimas dos olas habían desviado al barco de su curso y el cuadro que tenían allí arriba les resultaba sumamente entretenido.
Regan, a unos tres metros de la cubierta, estaba prácticamente sentada en el cordaje, con su vestido de muselina empapado y las piernas desnudas entrelazadas en las cuerdas anudadas, abrazando su propio cuerpo con brazos y piernas. En una mano tenía una enorme cuerda sujeta a la pierna de Travis, un hombre que la doblaba en tamaño y que ahora pendía del cordaje como si estuviese durmiendo. Realmente parecía una niñita que conducía a un extraño animal.
—¡Basta de risas y bájenlos! —gritó el capitán. Alentada por las risas de los hombres, Regan se atrevió a mirar hacia Travis y vio que le sangraba la sien.
Cuando tres de los marineros llegaron hasta ella y vieron el estado de Travis, dejaron de reír.
—Usted le salvó la vida —dijo uno de ellos con asombro—. El ni siquiera sabe que estamos aquí. No habría podido sostenerse si usted no lo hubiera atado.
—¿Está bien?
—Respira —respondió el marinero, pero no agregó
más.
—No —dijo Regan—. Bajen a Travis primero. Ahora que comprendían la seriedad de lo que había hecho Regan, los marineros la contemplaron un momento con incredulidad; luego se volvieron respetuosamente, sin mirar las piernas desnudas de la muchacha.
Con cierta dignidad, Regan logró bajar con la ayuda de un marinero. Le sorprendió ver hasta qué altura había llegado por la dificultad que tuvo para descender.
Una vez en la cubierta sólida, siguió a los hombres que llevaban a Travis al camarote. Al pasar frente a la puerta de David, uno de los hombres murmuró que el joven caballero estaba durmiendo. Regan sólo asintió, pues todos sus pensamientos eran para Travis.
Pronto llegó el médico de a bordo y examinó la herida de Travis.
—Seguramente lo golpeó la cofa mayor al desprenderse.
—El médico miró a Regan con admiración.— Me han dicho que usted lo salvó de caer por la borda.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Regan, sin importarle el elogio.
—Nunca se sabe con estas heridas. A veces sobreviven, pero ya no les funciona la mente. Lo único que podemos hacer es darle de beber agua y evitar que se mueva mucho. Lamento no poder ayudarla más.
Regan sólo asintió mientras apartaba el cabello húmedo de la frente de Travis. El barco seguía sacudiéndose, pero parecía apacible en comparación con las horas pasadas. Regan se volvió y pidió a uno de los marineros que aún estaban allí que le llevara agua fresca.
Cuando quedó a solas con Travis puso manos a la obra. Primero lo desvistió, lo cual no fue fácil por el peso de su cuerpo inerte. Lo envolvió con mantas secas que sacó de un baúl y se detuvo al oír que llamaban a la puerta.
Era Sarah Trumbull.
—Uno de los marineros vino a buscarme. Me contó una loca historia de que usted ató a Travis a la vela. Dijo
qué Travis estaba herido y que tal vez usted necesitara ayuda. Y le envía esto.
Regan tomó el recipiente con agua.
—No necesito ayuda—respondió—. Pero quizá puedas ayudar a los otros pasajeros —agregó, señalando con la cabeza en dirección a la puerta cerrada de David.
A Sarán le bastó ver el temor que reflejaba el rostro de Regan para comprender que algo andaba muy mal.
—Todos rezaremos por él —susurró, y apretó brevemente la mano de Regan.
Otra vez sola con Travis, comenzó a limpiarle la herida.
El corte no era largo, pero aparentemente el golpe había sido muy fuerte, pues Travis estaba totalmente inconsciente. Luego de limpiarlo y abrigarlo, y al ver que aún no se movía, Regan se tendió a su lado en la cama y lo acunó en sus brazos, con la esperanza de devolverle la vida por pura fuerza de voluntad.
Horas más tarde despertó. Se había dormido de cansancio y sus dientes castañeteaban de frío. No había reparado en que aún tenía puesta la ropa mojada. Travis estaba inmóvil inerte, pálido; su vitalidad habitual había desaparecido.
Regan se levantó con sigilo y se quitó el vestido mojado y frío. Notó, distraída, que en algún momento había perdido su capa de lana y que el vestido de muselina estaba rasgado en varias partes. Pobre Travis, pensó con una sonrisa. Tendría que comprarle un guardarropa nuevo aun antes de que estuviera listo el primero.
La idea la hizo llevarse la mano a la boca y se le llenaron los ojos de lágrimas. Quizá Travis no llegaría a ver su ropa nueva; quizá nunca despertaría de su sueño. ¡Y todo por culpa de ella! Si no hubiera coqueteado con David, éste no se habría sentido obligado a demostrar a Travis que era un hombre. Si tan sólo... Se obligó a pensar en otra cosa.
Se dirigió al baúl y sacó un grueso vestido de seda con cordoncillos de color rojo oscuro, con adornos de raso negro en la cintura, el cuello y los puños. Se vistió, regresó
junto a Travis y volvió a limpiarle la herida, que aún sangraba un poco.
A medianoche Travis empezó a moverse y agitarse en la cama, y Regan se esforzó por evitar que se lastimara al mover los brazos. Su fuerza no podía competir con la de él, de modo que lo único que podía hacer era subírsele encima, para retenerlo con el peso de su cuerpo.
Al amanecer Travis volvió a agitarse y luego pareció dormirse; la mayor parte del tiempo mantenía los ojos cerrados. Cuando la luz del sol empezó a entrar por la ventana, Regan se sentó al borde de la cama, apoyó la cabeza en el hombro de Travis y cayó en un profundo sueño.
Lo que la despertó fue la mano de Travis acariciándole suavemente el cabello. De inmediato se incorporó y lo miró para ver si había lucidez en sus ojos.
— ¿Por qué estas vestida? —preguntó Travis con voz ronca, como si eso fuera lo más importante del mundo, Regan no tenía idea de la rigidez que había mantenido su cuerpo en las últimas horas, pero en ese momento fue tanta la tensión que la abandonó que de pronto empezó a temblar. Grandes lágrimas acudieron a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Travis no sólo se pondría bien, sino que además su mente no había sufrido daño alguno.
Travis llevó un dedo a la mejilla de Regan y tocó una lágrima.
—Lo último que recuerdo es que oí quebrarse la cofa mayor. ¿Me golpeó en la cabeza?
Regan sólo pudo asentir, y las lágrimas empezaron a afluir con más intensidad.
—¿Eso fue ayer o anteayer?
—Anteayer —respondió; sentía en la garganta un nudo tan cenado que apenas podía hablar.
Travis esbozó una sonrisa, luego una mueca de dolor finalmente otra sonrisa.
—Entonces, ¿esas lágrimas son por mí?
Nuevamente, Regan sólo pudo asentir.
Travis volvió a cenar los ojos, sin dejar de sonreír.
—Valió la pena un golpecito en la cabeza para ver a mi niña llorar por mí —murmuró, antes de dormirse.
Regan volvió a apoyar la cabeza sobre su pecho y dio rienda suelta a las lágrimas. Lloró por todo el miedo que había sentido al ver a Travis subir por David, al subir ella después por Travis y por las horas pasadas sin saber si él viviría o no.
Travis era un maravilloso paciente, tanto que Regan quedó exhausta en cuarenta y ocho horas. No tuvo ningún reparo en aficionarse a que Regan lo atendiera y lo cuidara. Quería que ella siempre le diera la comida en la boca, constantemente necesitaba su ayuda para vestirse, y pedía que lo lavara con la esponja dos veces por día. Cada vez que Regan le sugería que intentara caminar para recuperar sus fuerzas, de pronto le aparecía una jaqueca más intensa aún que la que lo aquejaba todo el tiempo y pedía a la muchacha que le aplicara paños fríos en la frente.
Al cuarto día, cuando Regan ya estaba a punto de decirle que mejor se hubiera ido por la borda, alguien llamó a la puerta. Era David Wainwright.
—¿Puedo pasar?
Aún tenía el brazo vendado y un hematoma en la mandíbula.
Con más fuerzas de las que había demostrado en varios días Travis se incorporó en la cama.
—Claro que puede pasar. Tome asiento.
—No —dijo David, sin mirar directamente Regan—. Vine a darle las gracias por haberme salvado la vida.
Travis observó al muchacho un momento.
—Sólo lo hice por vergüenza, porque nos hizo quedar a todos como cobardes.
Los ojos de David se dilataron. Recordaba muy bien cómo se había paralizado sobre el peñol y cómo Travis, paciente aun en medio de la tempestad, lo había puesto a salvo. Pero vio también que Travis no tenía intenciones de contárselo a nadie. David enderezó los hombros y esbozó una leve sonrisa.
—Gracias —repetió pero sus ojos expresaron mas que sus palabras. De prisa, salió del camarote.
—Fuiste muy bueno —dijo Regan, al tiempo que se inclinaba y besaba a Travis en la mejilla.
Travis extendió un brazo con rapidez y la tomó por la cintura.
—Erraste —gruñó; la atrajo hacia sí y la besó en la boca. Regan lo abrazó con deseo. Su cuerpo sabía muy bien cuántos días habían pasado sin más que un contacto fraterno. Se apartó de él y, mientras Travis le mordisqueaba suavemente el labio inferior; emitió una risita grave.
—-Hace una hora estabas demasiado débil para dejar la cama.
—Ahora tampoco deseo levantarme, pero no tiene nada que ver con la debilidad—respondió, y llevó su mano a la espalda de Regan para quitarle el vestido.
De inmediato, ella se levantó de un salto.
—Travis Stanford, si rompes otro de mis hermosos vestidos, juro que no volveré a dirigirte la palabra.
—No me importa que no me hables —replicó Travis, al tiempo que echaba a un lado las mantas y le mostraba que ya estaba más que listo para ella.
—Oh, cielos —suspiró Regan, y comenzó a desabrocharse el vestido con más prisa que nunca.
Con júbilo, ya desnuda, se apresuró a meterse en la cama con él. Comenzó a acariciarlo con las piernas y hundir la cara en la suave piel del cuello de Travis. Había esperad mucho tiempo que él regresara a su cama, y estaba tan lista como él. Sin embargo, cuando trató de que Travis se ubicara sobre ella, él se resistió.
—No, mi pequeña enfermera —dijo, riendo entre dientes.
La tomó de la cintura, la levantó como a una muñeca y la colocó sobre su virilidad.
Regan ahogó una exclamación de sorpresa. Tardó un momento en recuperarse, pero cuando Travis la hizo inclinarse y acercó la boca al pecho de la muchacha, la sorpresa se convirtió en gozo. Travis le acariciaba la espalda mientras con la boca excitaba los pechos de Regan. Ella nunca había sentido aquel contacto excitante en tantas áreas al mismo tiempo. Las fuertes manos de Travis volvieron
a su cintura y la levantaron, lentamente, antes de volver a bajarla.
Sin pensarlo dos veces, Regan se adaptó al ritmo. Sus fuertes piernas, endurecidas por el constante balanceo del barco, impulsaban su cuerpo hacia arriba y hacia abajo. Pronto descubrió que le agradaba controlar el ritmo, rápido o lento, inclinarse para rozar el pecho de Travis con sus senos, observar cómo el atractivo rostro de él adquiría una expresión angelical.
Sin embargo, su interés por observarlo se disipó muy pronto y, al aumentar la pasión de Regan, comenzó a moverse más y más rápidamente. Travis la aferró con fuerza y, sin separarse de ella, la hizo tenderse de espaldas y continuó el movimiento hasta que el delicioso desahogo llegó para ambos.
Con debilidad, se desplomó sobre Regan, cubierto de sudor, con todos los músculos relajados. Debajo de él, la muchacha sonrió y lo abrazó con fuerza. Su placer aumentaba al tener control sobre él, al saberse capaz de convertir a alguien tan fuerte como Travis en aquel hombre dócil y sereno.
Sin dejar de sonreír, se durmió.
Regan estaba reclinada sobre los cojines en la angosta litera, débil y temblorosa, mientras Travis le aplicaba compresas frías en la frente. Lo miró con gratitud y sonrió lo mejor que pudo.
—¡Qué momento para descomponerme! —murmuró. Sin decir nada, Travis continuó auxiliándola. Regan estaba callada, demasiado débil para moverse. Personalmente, presentía que aquella indisposición tenía que ver con lo que ocurría en su mente. Claro que no podía mencionárselo a Travis, pero la asustaba mucho la idea de llegar a América, de estar sola en un país extraño con gente que hablaba un idioma que a veces le costaba entender.
Había pasado casi un mes desde la tormenta y, desde entonces, no había hecho mucho, salvo ayudar a Sarah con la costura. Ya no coqueteaba con David Wainwright ni trataba de provocar los celos de Travis. En cambio, había pasado el tiempo con él: comiendo, haciendo el amor y conversando. Descubrió que Travis era un estupendo narrador, y la entretenía con largas historias acerca de sus amigos de Virginia. Le habló de Clay y Nicole Armstrong, de quienes le contó una extraordinaria historia acerca de que Clay había estado casado con una mujer, una aristócrata
francesa, y comprometido con otra. La forma en que Travis lo contaba hizo reír a Regan hasta las lágrimas, especialmente por las travesuras de los sobrinos de Clay. Le habló de su hermano, Wesley, y Regan tardó varios días en comprender que Wesley era un muchacho y no un niño pequeño. En silencio, ofreció una plegaria de apoyo para cualquier persona que tuviera que vivir bajo el dominio de Travis. Le habló también de los Backes y de todos los demás que vivían río arriba y río abajo.
Regan lo escuchaba con interés, glosando las historias de Travis con su imaginación. Al imaginar a esa gente, veía casuchas rústicas, mujeres con sencillos vestidos de percal incluso fumando en pipas de mazorca; a los hombres, los imaginaba como simples granjeros trabajando en los campos. Con una sonrisa de confianza, deseó que aquellas personas no fueran a tratarla como un miembro de la realeza sólo por la ropa bella y costosa que llevaba.
Gracias a las historias de Travis y a la fantasía de Regan, que las realzaba, el largo viaje pasó volando, y esa semana era la primera en que Regan se preocupaba. No sabía si era esa preocupación lo que le había provocado el vómito o viceversa. Lo único que sabía era que de pronto se hallaba muy indispuesta y débil, tendida en la litera, mirando al techo, con el estómago revuelto.
Travis se había portado de maravilla desde el comienzo de su enfermedad. La había cuidado, le lavaba la cara y se encargaba de que descansara. Incluso había suspendido su trabajo con la tripulación y no la dejaba sola por más de unos minutos.
Regan sabía que todas esas atenciones eran una manera de despedirse de ella. La ropa bonita y esas atenciones de último momento eran la recompensa de Travis por el placer que ella le había dado durante el viaje a América. Ahora podría librarse de ella, volver con su familia y sus amigos, y nunca tendría que volver a verla. Ya no tendría que soportar que coqueteara con otros hombres ni que fuera una persona inútil.
Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. ¿Por qué no la había dejado en Inglaterra, donde al menos
conocía las costumbres ele la gente? ¿Por qué había tenido que obligarla a ir a aquel extraño lugar para luego abandonarla como a un desecho?
Tenía intenciones de decirle lo que pensaba de él, pero en cuanto Travis regresó al camarote volvió a tener náuseas y olvidó su enfado.
—Acabamos de divisar tierra —dijo Travis, mientras la abrazaba y la acunaba contra su pecho cálido y reconfortante—. Mañana a esta hora llegaremos al puerto de Virginia.
—Bien —murmuró Regan—. Tal vez cuando estemos en tierra firme se me pase esta descomposición.
Esa declaración pareció divertir a Travis, que la abrazó con fuerza y le acarició el cabello.
—Creo que se te pasará muy pronto.
Las horas siguientes fueron un furor de actividad. Sarah guardó en el baúl los últimos vestidos de Regan, y Travis pagó a ella y a las otras mujeres que la habían ayudado. Hubo lágrimas cuando Sarah y Regan se despidieron. Sarah planeaba quedarse en el barco y viajar a Nueva York para ver a su familia. Todas las mujeres a las que Regan había ayudado al comienzo del viaje se reunieron y le obsequiaron una manta como para una criatura tejida con un hermoso diseño.
—Pensamos que pronto la necesitará —dijo una mujer, mirando a Travis con picardía.
—Muchísimas gracias —dijo Regan, más complacida de lo que las mujeres podían imaginar, pues no había manera de decirles que eran sus primeras amigas.
Esa noche permaneció despierta en brazos de Travis, contemplándolo a la luz de la luna. Deseaba que él no hubiese llegado a significar tanto para ella, deseaba poder odiarlo como al principio, o incluso encontrarlo despreciable, pero ahora todo lo que sentía era una abrumadora soledad por su próxima separación: la de aquel hombre de quien había llegado a depender, y de las otras mujeres que la consideraban una amiga y no pensaban que era una insensible.
Por la mañana estaba muy callada. Esforzándose por sonreír, de pie en la cubierta, se despidió de sus amigas,
que estaban contentas de desembarcar y entusiasmadas por su llegada a casa o a una nueva tierra.
Travis la había dejado sola mientras ordenaba el desembarco de sus pertenencias. Esa mañana, al despertar muy tarde, Regan vio que el barco ya había atracado y que algunas personas desembarcaban. Con un beso rápido, Travis le dijo que estaría ocupado hasta la tarde y le explicó que la tormenta los había acercado a América. Como habían llegado varios días antes de lo planeado, nadie había ido a esperarlos.
¡Esperarlos!, pensó Regan con desagrado, mientras observaba a Travis dando órdenes a algunos marineros que apilaban los baúles.
—¿Señora Stanford?
Regan se volvió hacia la tímida voz y halló a David Wainwright. Parecía más delgado, y sus ojos miraban a un punto ligeramente a la izquierda de la cabeza de Regan.
—Quiero desearles lo mejor de todo a usted y a su esposo —dijo.
—Gracias —respondió Regan. El rostro de David reflejaba todo el miedo que sentía, y Regan deseó que el suyo no fuera tan evidente.
—Espero que a ambos nos guste América más de lo que pensábamos —agregó.
David hizo oídos sordos a aquel comentario, que le recordaba las conversaciones que habían mantenido; estaba demasiado avergonzado. —Diga a su esposo...
No pudo terminar. Tomó la mano de Regan, la besó y la miró a los ojos un momento.
—Adiós —murmuró, y se marchó de prisa por la pasarela.
Conmovida por los sentimientos de David, Regan se inclinó sobre el barandal y vio a Travis, que la miraba con el ceño fruncido. La muchacha lo saludó alegremente con la mano y pensó por primera vez que quizá lograra salir adelante sola en ese nuevo país. Después de todo, había hecho amigos en el barco. Tal vez,..
Travis no le dio más tiempo para pensar, pues unos minutos más tarde estaba diciéndole que se diera prisa y comiera, que se pusiera ropa resistente, que guardara la ropa en el baúl... en fin, estaba dirigiendo su vida.
Regan pensó que él no veía el momento de librarse de ella, y le obedeció con una lentitud que enloquecía a Travis.
—O terminas en dos minutos o te saco de aquí por la fuerza —le advirtió—. Nos espera una carreta, y quisiera llegar antes del anochecer.
La curiosidad de Regan pudo más que el resentimiento.
—¿Adonde vamos? ¿Me... me has conseguido un empleo?
Travis se detuvo, con el baúl a su espalda, y le sonrió.
—¡Te encontré un empleo estupendo! Algo en lo que eres muy buena. Ahora vamonos.
Regan recurrió a todas sus fuerzas para evitar que las palabras de Travis la molestaran. Lo siguió por la pasarela con la frente alta.
Travis cargó el baúl en el vehículo más feo y desvencijado que ella hubiera visto.
—Lo siento —dijo Travis, riendo, al ver el desagrado de la muchacha—. Te dije que llegamos antes de lo previsto, y eso fue lo único que pude conseguir, Esta noche iremos a casa de un amigo mío, y mañana pediré prestada una chalupa.
Nada de lo que decía Travis tenía sentido para Regan. Sabía que una chalupa era una especie de embarcación, pero no tenía idea de para qué querría Travis conseguir una. Travis la tomó por la cintura y la sentó en la carreta desvencijada con tanta ceremonia como para el baúl, se ubicó a su lado e hizo ponerse en marcha a los dos caballos de aspecto cansino.
Los campos que atravesaban parecían más agrestes que los de Inglaterra, y el camino era atroz; en realidad, era poco mas que una huella. Según lo comprobaba el castañeteo de los dientes de Regan, Travis tropezaba con todos los pozos del camino.
Travis la miró y rió entre dientes.
—¿Entiendes ahora por qué en general viajamos en barco? Mañana estaremos en una bonita chalupa, sin baches en los que caer.
Regan no tenía idea de dónde estaría ella al día siguiente, puesto que aparentemente Travis pretería mantener en secreto la identidad de su futuro patrón. Ella no tenía intenciones de pedirle detalles, pues sabía que sólo conseguiría que él la mirara con aquella expresión irritante.
El sol empezaba a ponerse cuando se detuvieron ante la primera casa que vieron: una casita de madera blanqueada, limpia y espaciosa. A los lados del sendero que llevaba a la casa había flores cuyos pétalos se movían suavemente con la brisa primaveral. La casa era sencilla, pero de mejor calidad que la que había esperado Regan.
Travis llamó a la puerta y salió una mujer regordeta y de cabello entrecano que llevaba un delantal de percal sobre su vestido de muselina.
—¡Travis! —exclamó—-. Pensamos que sucedía algo. El hombre que enviaste dijo que llegaríais mucho antes.
—Hola, Martha —dijo Travis, y la besó en la mejilla—. Sí, tardamos más de lo que pensé. ¿El juez ya llegó?
Martha rió.
—Sigues tan impaciente como siempre. Supongo que ésta es la señorita.
Con actitud posesiva, Travis tomó a Regan por los hombros.
—Regan, te presento a Martha.
Regan se sobresaltó por los malos modales de Travis, y extendió la mano.
—Encantada de conocerla; señora...
—Sólo Martha —respondió la mujer con una sonrisa—. Ahora está usted en Norteamérica. El juez los espera.
Entraron a una habitación agradable, con muebles limpios y bien cuidados tapizados en un tono verde claro, y cortinas del mismo tono. Antes de que pudiera abrir la
boca, le presentaron al juez, un hombre alto y casi calvo que no parecía tener más nombre que el de "juez".
Se estrecharon la mano y en un abrir y cerrar de ojos Regan oyó las palabras:
—Queridos hermanos, estamos aquí reunidos en presencia de nuestro Señor...
Contundida, pensando que oía mal, Regan miró a los demás. Martha sonreía a su esposo con aire angelical; él tenía un libro abierto y leía la fórmula de la ceremonia matrimonial. Travis la sostenía de la mano con una expresión asombrosamente solemne.
Regan tardo unos minutos en comprender lo que estaba ocurriendo. ¡Estaban casándola con Travis Stanford sin siquiera haberle preguntado si estaba de acuerdo! Estaba ante aquellos extraños, vestida con un traje verde oscuro de grueso lino, cansada, con el ceño fruncido de preocupación por su futuro... ¡y la estaban casando! Miró el perfil solemne de Travis y pensó que esta vez había ido demasiado lejos. Cuando fuera a casarse, tendrían que pedírselo antes, y se pondría su mejor vestido.
De pronto se percató de que todos la miraban. El juez sonrió y repitió:
—Regan, ¿aceptas a este hombre como esposo?
La muchacha miró a Travis con su sonrisa más dulce y romántica y respondió:
—No.
Pasó un momento antes de que alguien reaccionara. Martha emitió una risita que demostraba que estaba al tanto del carácter dominante de Travis, y el juez se apresuró a mirar su libro. Con el rostro encendido de furia, Travis la llevó casi a la rastra al vestíbulo y cerró la puerta tras ellos.
—¿Qué demonios significa esto? —gruñó, mirándola muy de cerca.
Regan, involuntariamente, retrocedió un pasó y trató de no perder el coraje. Ella tenía la razón, y eso estaba a su favor.
—Jamás me preguntaste siquiera si quería casarme contigo. Tampoco me preguntaste si quería venir a Amé-
rica. Estoy cansada de que tomes todas las decisiones por mí.
—¡Decisiones! —exclamó Travis—. Ninguno de los dos tiene que tomar ninguna decisión. El destino lo ha hecho por nosotros.
Al ver la mirada de consternación de Regan, él prosiguió.
—Quisiera sacudirte para hacerte entrar en razones, pero temo hacer daño al bebé.
—¿Bebé? —murmuró Regan.
Travis cenó los ojos un momento, como si-rezara pidiendo fuerzas.
—No puedes ser tan ingenua como para no saber que lo que hacemos en la cama produce bebés. —Al ver que la muchacha seguía callada, continuó en voz más baja.— No habrás creído realmente que esa descomposición que tuviste en las últimas semanas fue por el movimiento del barco, ¿o sí?
Con ternura, le acarició la mejilla.
—Cariño, llevas a mi bebé en ti, y yo me caso con la madre de mis hijos.
Estupefacta, Regan no lograba pensar con coherencia.
—Pero ¿y el empleo? —murmuró—. Además, no puedo casarme con este vestido, y no tengo flores, y... y... ¡Oh, Travis! ¡Un bebé!
Travis la tomó en sus brazos y la abrazó con fuerza.
—Pensé que lo sabías. Creí que simplemente no querías decírmelo. Yo tampoco me habría dado cuenta, sólo que una vez la esposa de mi amigo Clay vomitó justo delante de mí. Me dijo que a muchas mujeres les ocurre eso en los primeros meses. Ahora, amor —prosiguió, tomándola por el mentón—, ¿quieres casarte conmigo?
Al ver que vacilaba, insistió.
—En mi casa podrás trabajar cuanto quieras —dijo, sonriendo—, si lo que quieres es ganarte la vida. En cuanto al vestido, me gustas más sin ropa, de modo que cualquier vestido está bien. Además, sólo están Martha y el juez. Y puedo recoger algunas flores del jardín de Martha.
—No —murmuró Regan, esforzándose por contener las lágrimas.
Las palabras de Travis eran muy lógicas. Claro que ella esperaba un bebé, y claro que se casaría con él. No tenía otra opción, ya que sabía que no podía escapar de Travis si llevaba algo que le pertenecía. En cuanto a la ropa, ¿qué importaba? Si podía casarse sin amor, podía hacerlo sin un bonito vestido.
—Estoy lista —dijo al fin, en tono sombrío.
—No es una ejecución —dijo Travis, riendo—. Tal vez esta noche podré compensarte.
Regan se adelantó por el corredor. Sabía que Travis nunca lo entendería. La boda era, supuestamente, el acontecimiento más importante en la vida de una mujer, un momento en que siente que todos la quieren y le desean felicidad. Durante el resto de su vida ella recordaría aquella ceremonia secreta y triste, rodeada de extraños, cuando se casara no por propia voluntad sino por lo que llevaba en el vientre. Mecánicamente, en el momento adecuado, manifestó aceptar a Travis como esposo e ignoró la mirada curiosa que él le dirigió. Cuando llegó el momento de colocarle el anillo, Martha ofreció el suyo, pero Regan se encogió de hombros y respondió que no importaba.
Al final de la ceremonia nadie sonreía, y cuando Travis se inclinó para besarla, Regan le ofreció la mejilla. Apenas probó el vino que les ofreció el juez y no hizo ningún comentario cuando Travis dijo que debían marcharse.
Regan se despidió esforzándose por sonreír y les agradeció mientras Travis la ayudaba a subir a la carreta. La tensión del día y la boda (si se la podía llamar así) la habían dejado exhausta. Se desplomó sobre el asiento y Travis la atrajo hacia sí.
—No ha sido una gran boda, ¿verdad? —observó—. No fue algo que una muchacha pueda contar a sus nietos. —No —respondió Regan simplemente, sin atreverse a decir más para no llorar.
Lo único que quería hacer era dormir; tal vez al día siguiente podría pensar con más alegría en su bebé y en ser la esposa de Travis.
Cuando la carreta se detuvo, Regan estaba casi dormida, y apenas despertó cuando Travis la levantó en brazos y la llevó por una escalera.
—¿Llegamos?—murmuró.
—Todavía no —respondió Travis con seriedad—. Estamos en una posada. Por la mañana iremos a casa.
Regan asintió y se acomodó contra él. Al menos ésa era su noche de bodas. Travis podría no saber cómo debía celebrarse una boda, pero sí sabía hacer la mejor noche de bodas que una mujer pudiera imaginar.
Tendida en la cama donde él la dejó, lo oyó subir los baúles por la escalera. Quizá no fuera tan malo estar casada con Travis; al menos, ya no tendría que preocuparse por que la abandonara.
Sonrió al sentir los labios tibios de Travis en su mejilla.
—Volveré en un momento —murmuró Travis, y ella se estremeció—. Descansa, pues lo necesitarás.
Al cerrarse la puerta tras él, Regan se desperezó, colocó las manos bajo la cabeza y miró al techo, sin verlo en realidad. Era su noche de bodas. El año anterior se había casado una de las criadas de su tío, y al día siguiente todos la acosaban con bromas; pero la muchacha estaba tan radiante que nada le molestaba. Ahora Regan entendía por qué.
De pronto, se incorporó en la cama. Era verdad que esperaba un bebé y que ya no era virgen; pero se sentía como si lo fuera. Con una mirada de adoración hacia la puerta cerrada, pensó en lo bueno que había sido Travis al permitirle ese momento a solas para prepararse. En el viejo vestidor que había en un rincón de la habitación le esperaba una tina con agua caliente, y supuso que Travis había enviado a alguien por delante para preparar su llegada. Incluso le había dejado sobre el tocador las llaves de los baúles.
De prisa, porque sabía que Travis estaría impaciente en su noche de bodas y no tardaría mucho en llegar, abrió su baúl y buscó entre la hermosa ropa que habían cosido Sarah y ella. Casi en el fondo había una bata de fina seda
con un ligero brillo plateado. Era translúcida, sin revelar demasiado. Había estado guardándola para una ocasión como ésa.
Se desabrochó con rapidez el vestido de lino, sin pensar en que había sido su traje de boda. Al menos en su noche de bodas sí podría lucir algo elegante. Se desnudó y comenzó a lavarse, riendo todo el tiempo. Luego se puso la bata y se estremeció de deleite al sentirla sobre su piel. Era suave, acariciante, y se adhería a sus curvas en los lugares adecuados. Se acercó al espejo y se sobresaltó un poco al ver cómo sus pechos levantaban con impudicia la hermosa tela; los pezones rosados eran apenas visibles, pero, de alguna manera, se destacaban. Sí, pensó. A Travis le encantará esta bata.
Sacó del baúl el cepillo con armazón de plata que le había regalado Travis. Se soltó el cabello y lo dejó caer libremente a su espalda. Se alegró de no habérselo cortado nunca como lo habían hecho tantas mujeres desde la revolución en Francia. Se lo cepilló de prisa y corrió a la cama pues sabía que ya se había retrasado bastante. Se sentía tan impaciente como seguramente lo estaría Travis.
Una vez en la cama, adoptó lo que supuso era una pose seductora, medio reclinada sobre las almohadas, con un brazo extendido y apoyando apenas los dedos de la otra mano en su hombro. Con lo que esperaba que fuera una expresión sofisticada, miró lánguidamente hacia la puerta.
Era tarde y la posada estaba en silencio, pero cada vez que oía el más leve crujido de madera sonreía al imaginar la expresión de Travis cuando entrara. Cada vez que pensaba en él arqueaba la espalda un poco más, sacando pecho. No dejaba de recordar las palabras de Farrell al imaginar su noche de bodas con ella, acerca de que seguramente lloraría como una criatura. Esa noche, aunque Farrell nunca lo supiera, demostraría que se equivocaba. Esa noche sería una seductora, una mujer que sabía lo que quería... y lo conseguiría. Travis se pondría de rodillas, temblando como gelatina, y ella sería su dueña.
Tal vez fuera la posición incómoda de su espalda lo que primero le causó dolor. Luego comprendió que le dolía
un brazo y se le había adormecido la cadera. Se movió un poco, bajó el brazo y empezó a salir de su mundo de ensueño. Era una experta en huir de la realidad durante largos lapsos, y se preguntó cuánto tiempo había estado en esa posición.
Miró a su alrededor y vio que no había reloj, y tampoco había luna fuera. La vela que estaba junto a la cama, que era nueva, estaba varios centímetros más corta.
¿Dónde estaría Travis?, se preguntó, al tiempo que echaba a un lado las mantas y se dirigía a la ventana. No creería que ella necesitaba tanto tiempo para prepararse. Hubo un relámpago que iluminó por un instante el patio vacío de la posada. En pocos minutos empezó a caer una llovizna suave, y Regan se estremeció por el aire frío que se filtraba por la ventana.
Volvió a la tibieza de la cama y miró a su alrededor. Se le ocurrió que esa habitación se parecía mucho a aquélla en que Travis la había tenido encerrada en Inglaterra. Entonces ella era su esclava, y ahora era su esposa. Claro que no tenía anillo, y el juez había firmado el papel sólo con Travis, pero ella esperaba un hijo de Travis y estaba segura de que él volvería por eso.
La idea de que no volviera la hizo fruncir el ceño. ¿Porqué se le habría cruzado por la mente una idea tan absurda? Travis era un hombre de palabra, y se había casado con ella:
Un hombre honrado, murmuró. ¿Acaso los hombres honrados secuestran mujeres y las llevan a América contra su voluntad? El le había dado razones por las que la obligaba a acompañarlo, pero tal vez lo único que quería era alguien que le entibiara la cama en el largo viaje por mar. ¡Y ella sí que lo había hecho! Casi habían hecho arder la cama y ahora ella llevaba en su vientre el producto de ese fuego.
Empezó a llover más fuerte, y las gotas golpeaban contra la ventana oscura; con la lluvia se acrecentó la desesperación de Regan.
Travis nunca la había querido. Se lo había dicho cientos de veces. Incluso cuando estaban a bordo del barco, él
había tratado de averiguar su identidad para poder deshacerse de ella. Era igual que Fariell y su tío Jonathan: ellos tampoco la querían.
Las lágrimas empezaron a caer por sus mejillas a la par de la lluvia. ¿Por qué se había casado con ella? ¿Acaso Travis se había enterado de su herencia? La había llevado a Norteamérica, de inmediato se había casado con ella, y ahora que tenía ese papel y podía reclamar el dine-ro ya no quería verla. La había abandonado en un país extraño sin dinero, sin ayuda y, tal vez, con un bebé al que cuidar.
Se le echó a llorar con furia, dando puñetazos a la almohada, sacudiéndose por los sollozos. Luego empezó a aquietarse y las lágrimas se volvieron más lentas, a medida que la furia se convertía en desesperanza, y se preguntó por qué no era digna de que la amaran.
Fuera, la lluvia se convirtió en un denso aguacero y, horas más tarde, ese sonido la arrulló hasta que cayó en un sueño profundo. No oyó los primeros pasos en la escalera, y lo que finalmente la despertó fueron los fuertes golpes en la puerta.
—¡Abre esta maldita puerta! —rugió una voz que sólo podía ser de Travis. Era obvio que no le preocupaban los demás huéspedes.
Regan sentía la cabeza pesada como un trozo de granito. Trató de incorporarse y miró con los ojos hinchados hacia la puerta que amenazaba romperse con los golpes de Travis.
—¡Regan!
El grito la hizo volar hasta la puerta. Giró el pestillo y dijo, aturdida:
—Está cerrada con llave.
—La llave está sobre el tocador—respondió Travis, disgustado.
Apenas había abierto la puerta cuando Travis irrumpió en la habitación... pero Regan casi no pudo verlo, pues estaba detrás de la mayor cantidad de flores que ella había visto en su vida. Como era aficionada a la jardinería, reconoció muchas de ellas: tulipanes, narcisos, jacintos, lirios, violetas, tres colores de lilas, amapolas, azaleas y unas rosas bellísimas y perfectas. Estaban totalmente desordenadas: algunas colgaban detrás de Travis, delante de él, algunas atadas en ramos, otras sueltas y caídas, algunas
cubiertas de lodo; otras ajadas por la lluvia. Aun cuando Travis se detuvo, las llores caían a su alrededor como hermosas gotas de lluvia.
Travis avanzó, con lo cual esparció más flores y pisó algunas, las arrojó a todas sobre la cama y entonces Regan vio que estaba cubierto de Iodo... y muy enfadado.
—¡Malditas cosas! —exclamó, al tiempo que sacaba un ramillete de violetas del cuello de su camisa y lo arrojaba a la cama—. Nunca pensé que podría odiar las flores, pero esta noche quizá haya cambiado de parecer.
Al quitarse el sombrero, cayó agua al suelo. Con disgusto, sacó tres lirios enanos del sombrero y los arrojó con el resto.
Hasta entonces apenas había mirado a Regan, y era tan grande su furia que ni siquiera reparó en la bata ni en el resplandor que provocaba el sol naciente bajo la seda.
Con pesadez, se sentó en una silla y empezó a quitarse las botas, pero antes se levantó y, con una mueca, quitó de la silla una rosa con espinas.
—Lo único que pensaba hacer era un simple viaje al norte —explicó mientras se quitaba una bota, de la que cayó más agua—. Un amigo mío tiene un invernadero, y vive a apenas ocho kilómetros de aquí. Y como una novia debe tener flores, se me ocurrió traerte algunas.
Aún sin mirar a Regan, se quitó la chaqueta empapada y sucia. De ella cayó una cascada de flores aplastadas, a medio deshojarse.
Travis las ignoró con una indiferencia obstinada.
—A mitad de camino empezó a llover —prosiguió—. Pero seguí viaje, y cuando llegué, mi amigo y su esposa se levantaron de la cama y personalmente me cortaron las flores. Vaciaron todo el jardín y el invernadero.
A continuación se quitó la camisa empapada, y más flores cayeron sobre la pila considerable que tenía a los pies.
—Los problemas empezaron a la vuelta. Al maldito caballo se le salió una herradura, y tuve que caminar por esa tira de barro que en Virginia llaman camino. No podía buscar quien me lo herrara y perderme mi propia noche de bodas.
Fascinada, Regan no podía sino contemplarlo; con cada palabra de Travis, sus heridas se cerraban.
—Entonces empezaron los relámpagos. El caballo se asustó y me arrojó al lodo. Si ese animal vive dos días más, no será porque yo lo permita —amenazó—. Lo habría dejado ir, pero las malditas flores estaban en la montura, de modo que tuve que pasar dos horas en la tormenta buscando a ese animal, y cuando lo encontré ya no tenía la montura.
Con furia, se quitó los pantalones.
—Pasó otra hora hasta que encontré la montura y estas... —prosiguió, mientras quitaba de sus pantalones lo que quedaba de una peonía, sonreía con desdén y la estrujaba antes de dejarla caer al suelo—. Los sacos se habían roto y no había forma de cargar las flores, de modo que tuve que ponerlas donde pudiera.
Por primera vez miró a Regan a los ojos.
—Allí estaba yo, un hombre mayor, en medio de una de las peores tormentas del año, llenándome la ropa con estas flores llenas de espinas y olor. ¿Sabes lo imbécil que me sentí? ¿Y ahora por qué lloras? —dijo, sin pausa y con el mismo tono.
Regan levantó una rosa ligeramente ajada y muy mojada de la cama y se la llevó a la nariz.
—Una novia debe tener flores —murmuró—. Has hecho esto por mí.
El rostro mojado de Travis reflejó perplejidad y exasperación.
—¿Por qué, si no, habría salido en una noche así, en mi propia noche de bodas, por Dios, si no fuera por mi flamante esposa?
Regan no pudo responder; mantuvo la cabeza gacha, con los ojos llenos de lágrimas.
Travis se mantuvo pensativo un momento. Luego se acercó a el la, la tomó por el mentón, le hizo levantar la cara y la observó.
—Has estado llorando mucho —dijo en voz baja—. Pensaste que no volvería, ¿no es así?
Regan se apartó de él y se dirigió a la cabecera de la cama.
—No, claro que no. Es sólo que...
Se volvió al oír que Travis reía entre dientes. Estaba desnudo, de pie, como un dios mitológico rodeado de flores aromáticas, y ella también sonrió. Había regresado a ella, y se había esforzado mucho por darle lo que quería.
Al verla con aquella bata transparente, los ojos de Travis se encendieron de deseo.
—¿No merezco una recompensa por todo este trabajo?—murmuró, extendiendo los brazos a Regan.
De un salto gigante, Regan se lanzó hacia él y lo abrazó con brazos y piernas. Travis la sostuvo, sorprendido. —¿Cómo pudiste pensar que te dejaría después de todo lo que me ha costado conseguirte? —murmuró, antes de unir sus labios a los de ella.
El contacto de la piel desnuda de Travis, fresca y húmeda entre sus piernas, la hizo estremecerse de placer y Regan aumentó la presión de sus piernas hasta amenazar partirlo en dos. Lo único que los separaba era la delgada seda. Regan se frotó contra él, con los senos casi aplastados por el duro pecho de Travis.
Llevó las manos al cabello mojado y entrelazó los dedos en él mientras sus labios marcaban un sendero ardiente sobre los de Travis. Estaba allí, había regresado a ella y era su esposo, suyo para lo que deseara. Con júbilo y una sensación de poder, Regan le mordió el lóbulo de la oreja con demasiada fuerza.
En un abrir y cerrar de ojos se encontró volando por el aire y aterrizó con una explosión de flores de cientos de colores y aromas y un delicado revoloteo de seda. Se quitó dos narcisos de la cara y sonrió a Travis, que estaba de pie junto a ella con las manos en las caderas, los músculos tensos y la virilidad erguida.
—Así es como debe verse una novia. —Deja de hablar y ven aquí—dijo Regan, riendo y extendiendo los brazos.
Pero en lugar de ir con ella, Travis se arrodilló y le besó los dedos de los pies, uno por uno, excitándolos con la lengua. Su boca ardiente prosiguió hacia la planta de los
pies y, mientras pasaba los dientes por el arco, Regan se estremeció al tensarse un nervio en su interior.
Travis rió, con un sonido profundo que se transmitió al pie de Regan, ascendió por la pierna y reverberó en el centro de su ser.
¡Travis! —exclamó, incorporándose y tratando de
alcanzarlo.
Debajo de ella, las flores crujían y liberaban su fragancia. Pero Travis la ignoró ; sus labios ascendieron hasta las rodillas de la muchacha, explorando, besando, acariciando.
Regan, lista para él y ansiosa, pensó que la volvería loca al jugar así con sus sentidos. La boca de Travis torturó primero una pierna, y, como si eso no bastara, su mano, tan fuerte y tan sensible a la vez, le acarició los músculos de la otra pierna hasta que Regan se sintió débil e indefensa. Sin embargo, al mismo tiempo se sentía como una tigresa; quería arañarlo y morderlo, desgarrar a aquel hombre que amenazaba a su cordura.
Cuando Travis llegó al centro de la femineidad de Regan con manos y labios, la muchacha estuvo a punto de gritar y giró la cabeza hacia un lado y hacia otro, desesperada por lo que él le hacía.
—Por favor, Travis, por favor —rogó.
En pocos segundos él la besó con ardor, pero no más que ella, que parecía querer devorarlo. Cuando la penetró, Regan se arqueó hasta separarse por completo de la cama; lo necesitaba y usaba sus labios para incitarlo más.
La pasión de Travis era tan grande como la de ella, y su necesidad, violenta. Después de unos pocos movimientos profundos y poderosos, su cuerpo se sacudió y la abrazó con fuerza mientras los espasmos recorrían ambos
cuerpos.
Pasó un momento hasta que Regan notó que no podía respirar, que Travis parecía querer absorberla, y ella quería que lo hiciera.
Finalmente, Travis disminuyó la presión de sus brazos pero no la soltó, y mantuvo la cara contra el cuello de la muchacha. Regan abrió los ojos y vio una larga hilera
de pétalos aplastados que se adherían a la piel sudorosa de Travis. Volvió la cabeza, aspiró profundamente la dulce fragancia y se echó a reír, mientras extendía una mano, tomaba algunas flores y las arrojaba al aire.
Con una ceja levantada, Travis se incorporó y la miró.
—Qué es tan gracioso? —le preguntó. —¡Flores para la novia! —exclamó Regan con ale-gría—. Oh, Travis, yo me refería a un ramo, no a todo un jardín. Travis se inclinó sobre ella, tomó un puñado de flores al azar y se lo entregó.
—Estoy seguro de que aquí encontrarás lo que querías.
Regan salió de debajo de él, rodó sobre las flores, arrojó varias al aire y luego sobre Travis.
—Ella quiere flores -^-dijo, riendo y remedando la voz de Travis—. Pues bien, le daré flores. ¡Oh, Travis, todo lo que haces es tan... tan grande! —rió, buscando la palabra adecuada—. Lo haces todo tan desmedido, avasallador...
Se sentó en la cama y lo observó, aquel magnífico cuerpo reclinado con indolencia sobre un lecho de flores, y su corazón pareció dar volteretas.
—Tal vez—prosiguió, con voz felina—, no todo en ti sea avasallador todo el tiempo.
Travis aspiró súbitamente y la aferró por la bata, pero lo detuvo un grito breve y agudo de Regan.
—No te atrevas a romperla —le advirtió, pero se la quitó de prisa antes de que Travis pudiera hacerlo.
—Ordenes y provocaciones —murmuró Travis, estrechando los ojos, mientras se ponía en cuatro patas y comenzaba a perseguirla como un enorme animal salvaje.
Con un chillido de gozo, Regan se apartó y comenzó a bombardearlo con flores mientras él avanzaba lentamente hacia ella. Cuando quedó acorralada contra la pared, levantó las manos en señal de rendición.
—Gentil señor—dijo, simulando temor—. Haced lo que deseéis de mi, pero no me quitéis la virtud.
Con la piel encendida por la perspectiva de la deliciosa acometida de Travis, se sobresaltó cuando él lanzó
un sonoro "¡Maldición!" Giró la cabeza y vio que Travis se había sentado y se aferraba la rodilla.
—¿Cómo se puede gatear sin lastimarse con estas cosas? ¡Mira esto! ¿Alguna vez habías visto una espina tan
grande?
Regan se echó a reír con tantas ganas que creyó que se ahogaría. Travis se quitó la espina de la rodilla, la arrojó al suelo y miró a Regan con furia.
—Me alegra servirte de diversión.
—Travis —exclamó—. ¡Eres tan, tan romántico!
Travis se puso serio por el sarcasmo de la muchacha y su boca se convirtió en una línea recta.
—¿Por qué te habría traído todas estas malditas flores si no fuera el alma del romanticismo? —preguntó con
seriedad.
La pregunta, y especialmente la manera en que la había formulado hizo que Regan lanzara otra carcajada. Tardó varios minutos en comprender que estaba hiriendo los sentimientos de Travis. Tuvo que admitir que realmente lo había intentado. No era su culpa si no entendía que a menudo un ramillete de violetas es más romántico que una cantidad de flores suficiente para colmar una carreta. Ella había dicho que quería flores, y él se las había procurado. Travis tampoco tenía la culpa si una espina lo obligaba a interrumpir un encantador juego
romántico.
Se incorporó, apoyó una mano en el hombro de Travis y ahogó la risa.
—Travis, las flores son preciosas. De veras me gustan mucho.
Al ver que él no respondía y que tenía los músculos del cuello rígidos, realmente lamentó haber reído. Travis había hecho todo aquello por complacerla, y lo único que
ella hacía era reír.
—Apuesto a que puedo hacer que se te pase el enfado —susurró, mientras le mordisqueaba la oreja y con la lengua le acariciaba el lóbulo—. Tal vez si te beso la rodilla herida, dejará de dolerte —murmuró, bajando con los labios por el brazo de Travis.
—Tal vez —respondió Travis, con la voz muy profunda—. Me gustaría probarlo.
Regan, consciente de la manera en que Travis había tratado de complacerla, quería hacer lo propio. Lo empujo suavemente y descubrió que él era como cera en sus manos; y le intrigó su expresión de curiosidad y placer. La fuerza de Travis rindiéndose a ella le causaba sensación de poder.
Comenzó por la rodilla y, de allí, sus labios ascendieron, seguidos por sus manos, masajeándole la pierna y deleitándose con sus músculos. Cuando llegó al centro de su masculinidad, Travis gimió y susurró el nombre de la muchacha. Con un solo movimiento, la subió a la cama. Con los ojos oscuros y encendidos la atrajo a su lado y la penetró en un instante. No tenía la calma de siempre; era un hombre llevado al extremo de su tolerancia y cegado por el deseo.
Su violenta necesidad excitó a Regan; especialmente porque sabía que ella la había provocado. Levantó su cuerpo bajo el de él y la penetró con fuerza, tirando de ella, empujándola, poseyéndola.
Cuando al fin la furia acabó con una intensa explosión, Regan quedó débil por la furiosa tempestad que desataban al hacer el amor. Agotados, se durmieron el uno en brazos del otro.
—¡Levántate! —ordenó Travis, dándole una palmada en sus hermosas y firmes nalgas—. Si no nos ponemos en camino, nunca llegaremos a casa de Clay, y si crees que pasaré una noche contigo en esa chalupa, te equivocas.
Regan no tenía idea de qué hablaba, de modo que, sin ningún comentario, se apartó el cabello de los ojos y quitó un pétalo de tulipán que se le había adherido a la mejilla.
—¿Por qué no pasarías la noche conmigo en un barco?—preguntó con pereza, mientras se incorporaba, aturdida y agotada... pero feliz.
—No es un barco —respondió Travis—, sino un bote pequeño, y seguramente naufragaríamos con tus acrobacias.
—¿Con mis...? —empezó a protestar Regan, tratando de mostrarse ofendida, pero como estaba allí, sentada desnuda en medio de todas aquellas flores aplastadas, con las mejillas encendidas y los ojos adormilados, no podía parecer más que un hada tentadora.
Travis la miró en el espejo. Su mirada la hizo sonreír y amenazar reclinarse nuevamente en la cama.
—No, no te atrevas —le advirtió Travis, con una expresión amenazadora—. Si no te levantas ahora mismo, me encargaré de que en mi casa tengamos dormitorios separados.
La absurda amenaza la hizo reír; pero de todas formas se levantó y empezó a lavarse. Se sentía tan bien que no podía hacer nada de prisa. Sin embargo, Travis, en lugar de ayudarla a vestirse, se mantenía a un lado, esperándola con impaciencia.
Cuando al fin estuvo lista, la llevó casi a rastras a la planta baja y a una mesa donde los esperaba un abundante desayuno. Travis atacó la comida como si estuviera a punto de morir de hambre, rezongando por lo bajo porque ya no comía con regularidad y porque ella estaba consumiéndolo en la flor de la vida, pero sus ojos brillaban con diversión.
En un momento, se cargaron los baúles al bote y se pusieron en marcha por el río James hacia el hogar de Travis, y Regan empezó a acosarlo con preguntas. Antes se había resistido tanto a ese viaje que no había pensado mucho en dónde vivía Travis.
—¿Tu granja es muy grande? ¿Tú mismo aras el campo, o tienes empleados? ¿Tu casa es tan bonita como la del juez y Martha?
Travis la miró un momento, perplejo, y sonrió.
—Mi... en... granja es bastante extensa, y tengo algunos empleados, pero a veces aro los campos yo mismo. Y creo que mi casa es... bonita, pero tal vez me lo parezca porque es mía.
—Y la construíste con tus propias manos —agregó Regan, con aire soñador y una mano colgando a ras del agua. Tal vez en un país sencillo como aquél, su falta de experiencia en el manejo de una casa no resultara tan desastrosa. Fairell había dicho que sabía que ella no podría manejar su propiedad, y Regan estaba segura de que no se equivocaba. Pero con una casa pequeña como la de Travis, tal vez de una o dos habitaciones, podría arreglárselas.
La creciente tibieza del sol y sus pensamientos agradables pronto la adormecieron.
Bastante más tarde, despertó sobresaltada al oír un disparo por encima de su cabeza. Estuvo a punto de caer al agua por el susto; al levantar la vista, vio a Travis con una pistola humeante levantada hacia el cielo.
—¿Te desperté? —preguntó.
Por el entusiasmo que había en su rostro, Regar» supo que algo estaba por suceder y no respondió aquella pregunta tonta. Se desperezó y miró a su alrededor mientras Travis volvía a cargar la pistola, pero no vio más que el río y el abundante follaje a ambos lados.
—Estamos cerca de la casa de Clay —explicó Travis, y volvió a disparar al aire.
Regan echó un vistazo a la densa arboleda que los rodeaba y se preguntó cómo alguien podía construir una casa allí, pero en ese instante vio que los árboles desaparecían abruptamente a la izquierda. Había un largo muelle de madera con dos botes, ambos más grandes que aquél en que ellos iban, y al acercarse, se divisaron muchos edificios. Había casas grandes y pequeñas, jardines, campos arados, peones por todas partes, caballos, carretas y, en general, mucha actividad.
—¿Tu casa también está en este pueblo? —preguntó Regan mientras Travis maniobraba el bote hacia el muelle. Travis emitió una risita grave que la muchacha no entendió.
—Esto no es un pueblo. Es la plantación de Clay.
Regan no recordaba haber oído esa palabra. Abrió la boca para hacer más preguntas, pero la interrumpieron unas risas infantiles que atrajeron la atención de Travis.
Con rapidez, él saltó fuera del bote y luego ayudó a Regan a desembarcar, justo a tiempo para levantar en brazos a dos de los niños más hermosos que ella hubiera visto.
—¡Tío Travis! —exclamaron, riendo, mientras él los hacía girar en sus brazos—. ¿Nos has traído algo? El tío Clay estaba preocupado por ti. ¿Cómo es Inglaterra? Mamá tuvo dos bebés en vez de uno, y tenemos más cachorros.
—Conque mamá, ¿eh? —dijo Travis, riendo. El niño miró a su hermana con desdén.
—Se refiere a Nicole. A veces cuesta recordar que no es nuestra madre.
Siguiendo de cerca a los niños llegó un hombre alto y delgado, de cabello y ojos oscuros, pómulos salientes y una expresión de inmensa alegría.
—¿Dónde demonios estabas? —preguntó, al tiempo que tendía la mano a Travis y luego lo abrazaba con gran efusividad.
—¡Me adelanté varias semanas, y tú lo sabes muy bien! —respondió Travis—. Nadie fue a recibirme, y tuve que dejar mi equipaje en depósito y alquilar este miserable bote.
Travis señaló hacia el bote con un gesto exagerado, con lo cual Clay vio a Regan, que estaba en silencio en el extremo del muelle. Pero antes de que el hombre pudiera hacer cualquier pregunta, Travis lanzó un largo suspiro.
—Aquí está quien quería ver —fue el comentario de Travis.
Se adelantó de prisa, tomó en sus brazos a una joven muy bonita y la besó efusivamente. Al instante, el otro hombre dejó de mirar a Regan y se volvió hacia los dos. Parecía tratar de dominar alguna emoción.
De inmediato, Travis condujo a la mujer hacia el muelle.
—Quiero presentarte a alguien —decía.
De cerca, la mujer era más hermosa aún que a lo lejos: tenía el rostro en forma de corazón, grandes ojos castaños y boca sensual. Con una rápida mirada de evaluación, Regan vio que tenía un vestido de muselina púrpura
, con músculos cintas verdes bajo el talle. ¡Y ella pensaba enseñar a las americanas cuál era la última moda! El vestido de aquella mujer podía lucirse en la corte real. —Te presento a mi esposa, Regan —dijo Travis, mirándola con orgullo—. El es Clayton Armstrong y ella, su esposa Nicole. Y estos bribones —agregó, sonriendo— son los sobrinos de Clay, Alex y Mandy.
—Mucho gusto —dijo Regan, perpleja aún por aquellas personas. Distaban mucho de su idea respecto de los norteamericanos.
—¿No quieres pasar a la casa? —la invitó Nicole—. Debes de estar fatigada; dudo que Travis te haya dejado descansar mucho.
Al oír eso, Travis bufo y Regan contuvo el aliento, esperando que no respondiera con una grosería.
Regan se limitó a seguir a Nicole con docilidad, y ésta sonrió.
—Es un poco agobiante, ¿verdad? Regan miraba a su alrededor, tratando de entender en qué clase de lugar se hallaba.
Una mujer robusta y rubia se acercó a ellas a la carrera con la falda levantada bien por encima de los tobillos. —¿Es Travis quien acaba de llegar? —gritó antes de estar junto al grupo.
—Sí, y ella es su esposa, Regan. Regan, te presento a Janie Langston.
—¿Su esposa? —repitió Janie, sorprendida—. ¡Lo hizo! Ese Travis es una maravilla. Dijo que iba a Inglaterra a buscar una esposa. Querida —dijo, apoyando la mano en el brazo de Regan—, te espera mucho trabajo siendo la esposa de Travis Stanford. Espero que tengas el coraje suficiente para hacerle frente.
Dicho eso, echó a correr hacia el muelle.
—¿Quién más vive aquí? —preguntó Regan a Nicole.
—Bastante gente, en realidad. Hay peones de campo, tejedores, los encargados de la granja, jardineros... en fin, toda la gente necesaria en una plantación.
—Plantación... —Regan murmuró aquella extraña palabra. Entraban ahora a una larga hilera de arbustos que ocultaban en parte los edificios.— Travis dijo que ibas a tener un bebé, y los niños dijeron algo acerca dé dos.
Nicole esbozó una hermosa sonrisa.
—Parece que en la familia de Clay abundan los mellizos; hace cuatro meses tuve un varón y una niña. Entremos y te los mostraré con gusto.
Delante de ellos apareció una enorme casa de ladrillos, aproximadamente del mismo tamaño que la casa Weston. Regan deseó que su cara no reflejara su estupor. Claro que en América también había gente rica y claro que algunos tendrían mansiones. Era sólo que en Inglaterra la gente hablaba de que Norteamérica era tan joven que no habían tenido tiempo de construir mucho.
En el interior de la casa, las habitaciones eran sorprendentemente encantadoras, amplias, con muebles tapizados
en seda, empapelados pintados a mano, retratos en las paredes. Las mesas y los escritorios estaban adornados con llores recién cortadas.
—Pasemos a la sala. Traeré a los niños. Al quedar sola en aquella habitación, Regan se asombró más aún al apreciar su elegancia. Contra una pared había un escritorio Sheraton con delicadas incrustaciones y, sobre él, un espejo con marco de oro. Entren-te, había un armario alto con libros encuadernados en cuero.
Regan sólo había conocido la casa Weston, que, en comparación, resultaba fea y pobre. Allí todo resplandecía limpio y bien cuidado. No había yeso cascado, tapizados deshilachados ni superficies gastadas.
Regan apartó su atención de los muebles de la sala cuando entró Nicole con un bebé en cada brazo. Al principio, Regan no se atrevía a tomar en brazos a alguno de ellos, pero Nicole la convenció de que podía hacerlo. En un momento, el niñito le sonreía y le respondía con sonidos, y apenas se percató cuando Travis entró y se sentó a su lado en el sofá. Estaban solos en la habitación.
—¿Crees que nosotros también podamos tener dos juntos? —le preguntó Travis, mientras tomaba la mano del bebé y dejaba que aferrara su dedo.
La expresión de Travis al observar al bebé era de pura alegría.
—Realmente deseas un hijo, ¿verdad? —observó Regan.
—Desde hace mucho tiempo —respondió con seriedad y luego agregó con su brusquedad habitual: —Nunca tuve muchas ganas de casarme, pero sí podría rodearme de hijos.
Regan frunció el ceño y pensó preguntarle por qué se había cargado con una esposa, pero conocía la respuesta. Travis quería al hijo que ella esperaba. Más adelante, ella le demostraría que servia para algo mas que criar hijos, juntos trabajarían para mejorar su granja. Quizá nunca llegara a ser tan bonita como la plantación Armstrong, pero algún día sería muy cómoda.
—¿Qué te parece, Travis? —preguntóClay desde la puerta, con evidente orgullo. Mandy estaba a su lado, Alex tras él, y un bebé en sus brazos. A Regan le pareció el más feliz de los hombres.
—Clay —dijo Travis—, ¿qué resultado te dieron esas vacas nuevas? ¿Se te enmoheció el heno del año
pasado?
Dado que los tíos hombres parecían querer hablar de negocios y ambos estaban contentos con los bebés, Regan entregó a Travis el que tenía en brazos y se puso de pie. Travis no puso reparos para alzar al niño, a diferencia de Regan, que temía que se le cayera.
—Creo que iré a buscar a Nicole —dijo, y Clay le indicó dónde estaba la cocina.
Desde afuera, oyó decir a Clay:
—Es más bonita de lo que pensé que pudieras conseguir—, a lo cual Travis sólo respondió con un bufido.
Con la frente alta, Regan atravesó el vestíbulo adornado con flores, salió por la puerta trasera, giró hacia la izquierda y se encaminó a la cocina, que estaba en un edificio separado. En la gran habitación todos estaban atareados, y Nicole, con los brazos cubiertos de harina, lo dirigía todo. Cuando una muchachita dejó caer sin querer una cesta con huevos, con cascara todo, en un bol con masa, Nicole no se enfadó. Dos niños, con ropa sencilla pero limpia, pasaron corriendo, y Nicole atrapó un cubo de leche justo a tiempo para que no se derramara. Aun mientras lo enderezaba, levantó la vista, vio a Regan y sonrió con calidez.
Se limpió las manos en el delantal y se adelantó.
—Lamento haber tenido que dejarte, pero quería que se preparara una buena cena para vosotros.
—¿Esto siempre es así? —preguntó Regan, un poco
horrorizada.
—Casi siempre. Hay muchísima gente que alimentar. —Nicole empezó a quitarse el delantal.— Necesito cortar algunas hierbas, y tal vez te gustaría dar un paseo antes de la cena, si no estás demasiado cansada.
—Dormí la mayor parte del viaje—respondió Regan con una sonrisa—. Y me encantaría ver la... plantación.
Más tarde, Regan pensó que nada podría haberla preparado para todo lo que le mostró Nicole. Un hombre les preparó una carreta de dos ruedas y Nicole la condujo por la plantación, mientras le señalaba cada una de las dependencias. Regan había estado en lo cierto en su primera impresión. La plantación era una especie de pueblo, sólo que tenía un solo dueño. Casi todo lo necesario para vivir se hacia, se cultivaba, se pescaba o se cazaba allí. Nicole le mostró la granja, el palomar, la rejeduría, los establos, la curtiembre y la carpintería, y alrededor de la cocina había un ahumadero, un malteadero y un lavadero. Nicole le mostró las muchas hectáreas de campos de algodón, lino, trigo y tabaco. Al otro lado del río, había un molino donde se molían los granos. Vacas, ovejas y caballos pastaban en áreas separadas.
—¿Y tú manejas todo esto? —preguntó Regan, asombrada.
—Clay ayuda un poco —respondió Nicole, riendo—, pero, sí, es mucho trabajo. No salimos mucho, pero tampoco necesitamos hacerlo puesto que aquí tenemos todo lo necesario.
—Eres muy feliz, ¿verdad? —Ahora si —respondió Nicole—. Pero no siempre fue fácil. —Miró hacia el molino, al otro lado del río.— Clay y Travis son amigos desde la infancia, y espero que nosotras también seamos amigas.
—Nunca he tenido una amiga —dijo Regan, mirando a aquella mujer que era tan menuda cómo ella. No tenían idea de lo llamativas que resultaban, Nicole con su cabello negro y Regan con el suyo, castaño oscuro con reflejos dorados rojizos.
—Yo tampoco —dijo Nicole—. No una verdadera amiga con quien pudiera hablar. —Con una sonrisa agitó las riendas y el caballo se puso en marcha.—- Algún día, cuando tengamos mucho tiempo, te contaré cómo conocí a Clay.
Regan se ruborizó, pensando que ella jamás podría contar a nadie cómo había conocido a Travis. En primer lugar, nadie se lo creería.
—Tengo apetito, ¿y tú?—comentó Nicole—. Y creo que mis bebés deben de tener un hambre atroz.
—Y, sin duda, Travis también —agregó Regan, riendo.
—¿Es tan joven como parece? —preguntó Clay, acunando a su hijo en brazos y mirando por la ventana a Nicole y Regan, que se alejaban en el coche.
—¿Me creerás si te digo que no sé cuántos anos tiene? Y eso es algo que temo preguntarle. Imagínate si resultara tener dieciséis.
—Travis, ¿de qué demonios hablas? ¿Cómo la conociste? ¿No pudiste preguntar su edad a sus padres?
Travis no tenía intenciones de confiar esa historia a nadie. Años atrás, cuando el hermano mayor de Clay, James, vivía, habría podido confiar en él, pero ahora no podía revelar que había secuestrado a su esposa.
Clay pareció entenderlo, pues había cosas que él tampoco quería revelar acerca de sí mismo... y de lo que había ocurrido entre él y Nicole.
—¿Siempre es tan callada? No quiero ser entrometido, pero vosotros dos parecéis una pareja incongruente.
—Sabe defender lo suyo —respondió Travis, sonriendo, con un brillo en los ojos—. A decir verdad, no sé cómo es. Parece cambiar a cada instante. En un momento es una criatura romántica y luego... —Se interrumpió al recordar esa mañana, cuando hacían el amor.— Sea como sea, me resulta fascinante.
—¿Y Margo? No creo que se ponga muy contenta cuando se entere de tu matrimonio.
—Puedo encargarme de ella.
Viejos recuerdos, no del todo curados, ensombrecieron los ojos de Clay.
—Protege a tu esposa de ella. Una mujer como Margo se desayuna con bocadillos dulces como Regan. Yo lo sé —agregó en voz baja.
—Margo no puede hacer nada, y yo se lo haré saber.
Estaré allí para protege!' a mi esposa, y Regan sabe lo que siento por ella. Me casé con ella, ¿no es así?
Clay no dijo más. En una ocasión le habían dado consejos y él no los había escuchado, y sabía con qué facilidad se podían hacer los votos matrimoniales... y quebrantarlos.
Esa noche, cuando Regan se acostó junto a su esposo en la cama con dosel, le contó algunas de sus impresiones del día.
—No sabía que existiera algo así. Es como si Clay y Nicole fueran dueños de todo un pueblo.
Travis la atrajo hacia sí.
—Entonces ¿te gusta nuestro sistema de plantaciones?—murmuró, somnoliento.
—Claro que sí, pero me alegra que no haya muchas No entiendo cómo Nicole puede ocuparse de un lugar así. Gracias al cielo, tú no eres más que un granjero pobre.
Al no recibir respuesta, miró a Travis y vio que estaba dormido. Sonrió, se acurrucó contra él y se durmió plácidamente.
Al día siguiente, la despedida fue sorprendentemente difícil. Nicole prometió visitar a Regan muy pronto y ayudarla en lo que pudiera. Clay y Travis comentaron la cosecha de ese año, y subieron al pequeño bote y se dirigieron río arriba.
Regan estaba entusiasmada por ver dónde vivía Travis y se preguntó si el lugar sería tan grande, agreste y rudo como él. Esperaba poder retinar su hogar, como esperaba también refinado a él.
Después de navegar lenta y plácidamente por un tiempo, llegaron a otro claro en la arboleda. A la distancia se veía un enorme muelle con más barcos.
—No es otra plantación, ¿o sí? —preguntó Regan, acercándose a Travis. Aquello parecía mucho mayor que el hogar de Clay, de modo que debía de ser una ciudad.
—¡Claro que loes!—respondió Travis con una sonrisa.
—¿Conoces a los dueños de este sitio?
Al acercarse, Regan vio que aquella plantación parecía una versión aumentada de la de Clay. Junto al muelle había un edificio tan grande como la casa de Clay.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Es el depósito del barco. Allí los capitanes pueden reparar velas y otras cosas, y se almacenan los artículos para ser transportados.
Había tres botes pequeños amarrados al muelle, dos barcazas y cuatro chalupas, según indicó Travis. Regan vio con sorpresa que Travis dirigía el bote hacia ese muelle.
—Pensé que Íbamos a casa —dijo, consternada—. ¿Quieres ver a algún amigo aquí?
Travis saltó a tierra y la ayudó a hacer lo mismo antes de que la muchacha pudiera decir otra palabra. La tomó por el mentón y la hizo mirarlo.
—Esto —dijo suavemente, mirándola a los ojos—
es mi plantación.
Por un momento, Regan quedó demasiado atónita
para hablar.
—¿Todo... todo esto? —murmuró.
—Hasta la última brizna de pasto. Ahora ven, te mostraré tu nuevo hogar.
Esas fueron las últimas palabras que pudieron compartir a solas, pues inmediatamente llegó hasta ellos una multitud. De un edificio a otro resonaban gritos de "¡Travis!" y "¡Señor Stanford!" En ningún momento Travis soltó la mano de Regan mientras estrechaba las manos de cientos de personas que llegaban corriendo de todos los rincones de la plantación. Y a todos la presentaba, explicándole que este hombre era el jefe de carpinteros, aquél era asistente de jardinería, esa mujer era la tercera criada de la planta alta. La lista era interminable, y lo único que Regan podía hacer era saludarlos con la cabeza mientras su mente no dejaba de repetir: "Todos son empleados. Todos trabajan para Travis... y para mí."
En algún momento de las presentaciones, Travis declaró ese día festivo, y poco después empezaron a llegar los peones de campo para saludarlo. Hombres robustos, musculosos, llegaban riendo y bromeaban con Travis
acerca de que seguramente se había enternecido durante el viaje. Regan notó con orgullo que ninguno de los hombres era más musculoso que su marido.
Mientras se alejaban del río, saludando a más personas por el camino, algunos de los empleados comenzaron a hacer preguntas. Aparentemente, la mitad de la plantación estaba viniéndose abajo.
—¿Dónde está Wes? —preguntó Travis ; caminaba con tanta prisa que Regan tenía que correr para seguirlo.
—Tu tío Thomas ha muerto en Boston, y Wes tuvo que ir para ocuparse de sus asuntos —respondió un hombre que era supervisor.
—¿Y Margo? —insistió Travis con el ceño fruncido—. Ella podría haber atendido algunos de esos problemas.
—Perdió unas veinte vacas por una especie de enfermedad —respondió el hombre.
—Travis —llamó una mujer robusta y pelirroja—. Tres de los telares están descompuestos, y cada vez que pido a alguien que los repare me dice que no es su trabajo.
—Travis —dijo otra mujer—, los Backe tienen nuevos pollos del este. ¿Podrías autorizar el dinero para comprar algunos?
—Travis —dijo un hombre que fumaba una pipa—. Hay que hacer algo con la chalupa más pequeña. Hay que repararla o descartarla.
De pronto, Travis se detuvo y levantó las manos.
—Todos deteneos aquí. Mañana responderá todas vuestras preguntas. ¡No! —Sus ojos se iluminaron y tomó la mano de Regan.— Tengo una esposa, y mañana ella se hará cargo de las tareas de las mujeres. Carolyn, tú podrás preguntarle por los telares, y tú, Susan, podrás preguntarle por los pollos. Estoy seguro de que ella sabe más de eso que yo.
Regan se alegró de que Travis la tuviera de la mano pues de no haber sido así, habría dado media vuelta y echado a correr. ¿Qué sabía ella de telares y pollos?
—Ahora bien —prosiguió Travis—, quiero mostrar mi casa a mi esposa, y si me hacéis una sola pregunta más, cancelaré el asueto —amenazó fingiendo ferocidad.
Si Regan no hubiese estado tan deprimida, habría reído por la prisa con que todos se alejaron, salvo un anciano que estaba de pie en el fondo, muy callado.
—El es Elias —dijo Travis con orgullo—. Es el mejor jardinero de Virginia.
—Traje algo para la nueva señora —dijo Elias, y le ofreció una flor que Regan no había visto nunca. Tenía una tonalidad púrpura que era brillante y suave a la vez. El centro era una especie de trompa escarolada y, por detrás tenía grandes pétalos acorazonados.
Regan extendió la mano, casi temerosa de tocarla.
—Es una orquídea, señora —dijo Elias—. La primera señora Stanford se las hacía traer cada vez que los capitanes iban a los mares del sur. Tal vez, cuando tenga tiempo, le agradaría ver los invernaderos.
—Sí —respondió Regan, preguntándose si a ese lugar le faltaría algo.
Agradeció al jardinero y luego siguió a Travis, que seguía caminando en dirección opuesta al río. Por primera vez divisó ante ellos la enorme casa. Aun desde esa distancia daba la impresión de que la casa Weston y la de Clay cabrían en una sola ala.
Con visible orgullo por la casa que amaba, Travis le contó que su abuelo la había construido y que todos los Stanford la amaban. Pero a cada paso se acrecentaba el temor de Regan. Las responsabilidades de Nicole le habían parecido abrumadoras, pero ahora deseaba vivir en una casa como la de ella. ¿Cómo haría para manejar aquella casa monstruosa, además de las tareas que Travis esperaba que asumiera? Al llegar a la casa, vio que era más grande de lo que parecía. Tenía una sección central de ladrillos, de cuatro pisos y medio de alto, y dos alas en forma de L a cada lado. Subieron una ancha escalera de piedra y, una vez dentro, Travis empezó a mostrarle la
casa.
La llevó a un cuarto azul, uno verde, uno rojo y uno blanco, y le mostró la sala de clases y la habitación del ama de llaves. Los cuartos trasteros eran tan grandes como el dormitorio que tenía ella en la casa Weston.
Con cada habitación —cada una con bellísimos muebles— el miedo de Regan aumentaba cada vez más. ¿Cómo podría ella manejar un lugar de ese tamaño?
Cuando creía haber visto todas las habitaciones que podía haber en una casa, Travis la llevó casi a la rastra por la escalera del ala este. Las habitaciones de esa primera planta, que era la principal, superaban por mucho a las anteriores. Había un comedor con una sala contigua para el té de las damas, otra sala para la familia, una biblioteca para los hombres, dos salas más para cualquier otra actividad, y un enorme dormitorio con un cuarto infantil contiguo.
—Es el nuestro —dijo Travis, y sin pausa la llevó al salón de baile.
Allí, Regan quedó atónita. Había dicho muy poco desde que entraran a la casa, pero ahora sentía que las piernas ya no la sostenían. Se dejó caer sobre un sofá y contempló el salón en un silencio de estupefacción.
El solo tamaño ya era abrumador. El techo de cinco metros de altura la hacía sentir pequeña, insignificante. Las paredes tenían paneles pintados de celeste pálido, y los pisos de roble estaban impecablemente lustrados. Parecía haber muchos muebles: seis sofás tapizados en raso rosado innumerables sillas tapizadas del mismo tono, un arpa, un piano, y numerosas mesas colocadas cerca de las paredes, con lo cual quedaba despejado el centro, cubierto con una inmensa alfombra oriental.
—Claro que, cuando tenemos fiestas, quitamos la alfombra —informo Travis con orgullo—. Tal vez quieras ofrecer una fiesta. Podríamos invitar a unas doscientas personas a pasar la noche aquí, y tú y Malvina, la cocinera, podrían planear el menú. Te gustaría, ¿verdad?
Era demasiado. Con lágrimas en los ojos y un dolor en el vientre, Regan echó a correr por el salón de baile en dirección a la puerta opuesta. Ni siquiera tenía idea de cómo salir de la casa. Corrió por un largo pasillo, abrió una puerta y entró a un bonito cuarto azul y blanco. No recordaba los nombres de todas las habitaciones, mucho menos su ubicación.
Se arrojó al suelo, apoyó la cabeza y los brazos en un sillón azul y blanco y se echó a llorar. ¿Cómo podía Travis hacerle eso? ¿Por qué no se lo había dicho?
En un instante Travis llegó a su lado, la tomó en sus brazos y se sentó en el sillón.
—¿Por qué lloras?—le preguntó con tanta inquietud que Regan comenzó a llorar, con más intensidad.
—¡Eres rico! —exclamó, con un nudo en la garganta.
—¿Lloras porque soy rico? —preguntó, incrédulo.
Aunque tratara de explicárselo, Regan sabía que él nunca lo entendería. Travis siempre estaba seguro de hacerlo todo bien; jamás se le ocurría dudar de que pudiera lograr alguna cosa. No sabía lo que era ser inútil. Ahora esperaba que ella manejara la casa, las dependencias, los sirvientes y, ya que estaba, que ofreciera una fiesta para unos doscientos amigos.
—No puedo ayudarte si no me dices lo que te ocurre —insistió Travis; mientras le entregaba un pañuelo—. No puedes enfadarte porque no soy un granjero pobre.
—¿Cómo...? —sollozó—. ¿Cómo puedo...? ¡Ni siquiera he visto un telar en toda mi vida!
Travis tardó un momento en entender a qué se
refería.
—No tendrás que tejer tú, sólo ordenar a otro que lo haga. Las mujeres te traerán sus problemas y tú los resolverás —dijo—. Es muy sencillo.
¡Nunca se lo haría entender! Regan se levantó de un salto y echo a correr otra vez. Volvió por el pasillo, pasó por el salón de baile y de allí a otro corredor, hasta que al fin encontró su dormitorio y se echó sobre la cama con un revoloteo de faldas de muselina y enaguas.
A pesar de sus sollozos oyó los pasos lentos de Travis que se acercaba. Se detuvo en la puerta, la observó un momento y decidió que ella necesitaba estar sola. Al oírlo marcharse, Regan se echó a llorar con más fuerza.
Horas más tarde, una criada llamó suavemente a la puerta y le preguntó qué deseaba cenar. Regan estuvo a punto de responder "Yorkshire pudding", pero luego comprendió que ni siquiera sabía qué comidas había en
América. Finalmente, dijo a la muchacha que no tenía apetito y le pidió que se marchara Tal vez pudiera quedarse en esa habitación para siempre, sin tener que enfrentarse al mundo exterior.
A pesar de la primera impresión de Regan acerca de lo difícil que era dirigir una plantación, distaba mucho de la realidad. Travis se levantó antes del amanecer y, en pocos minutos, había mujeres en la habitación que comenzaron a hacer preguntas a Regan. Al ver que ella no tenía idea de las respuestas, comenzaron a mirarse de soslayo. En un momento, una de las criadas murmuró algo acerca de cómo un hombre como Travis había podido casarse con alguien como ella.
Y por todas partes oía el nombre de Margo.
Una tejedora le mostró diseños que le había dado Margo. Un jardinero plantaba bulbos de la señorita Margo. En el cuarto azul halló vestidos que pertenecían a la señorita Margo, que a menudo se hospedaba allí.
Durante la cena, preguntó a Travis por esa mujer, pero él se limitó a encogerse de hombros y explicó que era una vecina. Después de tanto tiempo lejos de su plantación, estaba atiborrado de trabajo. Aun durante las comidas revisaba papeles con sus dos ayudantes, cifras de bienes recibidos y bienes expendidos. Regan no quería agotarlo más habiéndole de sus problemas.
Un día, el mundo de Regan se detuvo en seco. Travis había regresado para cenar de prisa y le hablaba con
la boca llena acerca de la llegada de un nuevo barco desde Inglaterra. En ese momento lo sobresalió el sonido de los cascos de un caballo en el camino de ladrillos. Se oyó el chasquido de un látigo seguido por un agudo relincho, y Travis se dirigió a la ventana, de prisa.
—¡Margo! —rugió—. Si vuelves a golpear a ese caballo, te daré a ti con ese látigo.
Una risa profunda y seductora pareció llenar el corredor.
—Mejores hombres que tú lo han intentado, mi amor —respondió una voz femenina, y luego se oyó otro chasquido y otro relincho.
La casa entera tembló cuando Travis bajó la escalera. Regan, con los ojos dilatados, dejó la servilleta sobre la mesa y se dirigió a la ventana. Abajo había una pelirroja bellísima que llevaba un traje de montar verde esmeralda sobre su atractiva figura. Sus pechos grandes y prominentes, su cintura pequeña y sus caderas redondeadas hicieron que Regan mirara sus propias curvas leves.
Pero en un instante volvió a mirar a la mujer que montaba a su semental negro que corcoveaba, furioso, en el patio. La mujer parecía controlar con facilidad a aquel inmenso animal. Miraba hacia el frente de la casa y, al ver aparecer a Travis, volvió a reír y levantó el látigo.
En pocos segundos Travis dio un salto y le arrebató el látigo levantado, pero la mujer clavó sus talones al caballo y lo hizo retroceder. En ningún momento perdió el equilibrio ni la confianza cuando el animal levantó las patas delanteras, y cuando volvió a bajarlas ella amenazó volver a clavarle los talones.
Pero Travis fue más rápido que ella. La tomó del brazo con una mano y, con la otra, las riendas. Por un momento forcejearon; la risa de la mujer llenaba el aire, como si fuera la luz de la luna en pleno día. Era una mujer alta y fuerte, y con la fuerza del caballo era un excelente rival para Travis.
Cuando al fin Travis logró que ella se apeara, lo hizo abrazándose a él y rozando con sus pechos la cara y el pecho de Travis. Luego abrió la boca y lo besó de
modo tal que. desde la posición de Regan, parecía querer devorarlo.
Regan no pensó que pudiera bajar la escalera con tanta rapidez, pero al llegar abajo, el beso apenas terminaba.
—¿Aún piensas darme con el látigo? —preguntó Margo, en un tono lo suficientemente alto para que Regan alcanzara a oírla—. O tal vez pueda convencerte de usar algo un poco más pequeño... muy poco más pequeño, si mal no recuerdo —agregó, al tiempo que frotaba su cadera significativamente contra la de él.
Travis la tomó por los brazos y la apartó.
—Margo, antes de que sigas haciendo el ridículo, creo que deberías conocer a alguien. —Se volvió, aparentemente consciente de dónde estaba Regan.— Te presento a mi esposa.
Muchas expresiones pasaron por el rostro de Margo. Las cejas arqueadas se juntaron y sus ojos verdes se encendieron. Las aletas de su nariz patricia se inflamaron, y sus labios sensuales asumieron un rictus. Parecía a punto de decir algo, pero calló. Miró a Travis y le dio una bofetada que resonó contra la inmensa casa. En pocos segundos volvió a montar, tiró con fuerza de las riendas y dirigió el caballo hacia el este, golpeándolo salvajemente con el: látigo.
Travis la observó un momento, masculló algo como "No tiene derecho de tratar así a los animales", apretó la mandíbula lastimada y se volvió hacia su esposa.
—Era Margo Jenkins, nuestra vecina más próxima.
Con esa serena declaración pareció poner punto final al episodio.
Regan, paralizada y rígida, vio la vivida impresión de la mano de Margo en la mejilla de Travis cuando él se inclinó para besarla.
—Te veré esta noche. ¿Por qué no te acuestas un rato? Estás algo pálida. Queremos un bebé sano, no lo olvides.
Dicho esto, hizo una señal a su ayudante que estaba detrás de Regan, para que lo siguiera, y se dirigió hacia el ala oeste de la casa, a su oficina
Regan tardó largo rato en recuperarse lo suficiente para volver ala casa. Durante todo el día la acosó el recuerdo de la altiva y espléndida Margo. En dos oportunidades se detuvo ante un espejo y se observo: sus ojos grandes, su cara delgada y su aire general de dulzura. Margo Jenkins no tenía nada de dulzura. Hundió las mejillas y trató de imaginarse más sofisticada, con una belleza superior, pero se dio por vencida con un profundo suspiro.
En los días siguientes comenzó a prestar atención cada vez que se mencionaba el nombre de Margo y descubrió que durante años se había dado por sentado que Travis se casaría con ella. Durante la ausencia de Travis y de Wes, Margo manejaba la enorme plantación además de la propia.
Con cada palabra que oía, Regan tenía cada vez menos confianza en sí misma. ¿Acaso había frustrado aquel matrimonio al toparse con Travis aquella noche en el puerto? ¿Por qué Travis se había casado con ella, si no porque esperaba su bebé? Cuando intentó plantear esas dudas a Travis, él sólo rió. Estaba demasiado ocupado con la siembra de primavera para poder hablar mucho y, cuando quedaban a solas, las manos de él sobre su cuerpo le hacían olvidar todo.
Una semana después de la visita de Margo, Regan estaba en el corredor del ala este, aborreciendo la idea de ir a la cocina. Era hora de examinar el menú de la semana siguiente... y de afrontar a Malvina, la cocinera. La mujer había experimentado una instantánea antipatía hacia Regan, y todo el tiempo mascullaba por lo bajo. Una de las criadas mencionó que Malvina estaba emparentada con la familia Jenkins y, desde luego, había pensado, como todos los demás, que Travis se casaría con Margo. Finalmente, Regan se armó de coraje y se dirigió a la cocina.
—Ahora no tengo tiempo de hacer nada más —dijo Malvina antes de que Regan pudiera hablar—. Acaba de llegar un cargamento de hombres y tengo que darles de comer.
Regan se negó a amilanarse.
—Me parece perfecto. Sólo tomaré una taza de té y en otro momento podemos ver el menú.
—Nadie tiene tiempo para preparar té —replicó la cocinera, con una mirada de advertencia a sus tres jóvenes ayudantes.
Regan enderezó los hombros y se dirigió a la olorosa y humeante estufa de hierro fundido que había contra una pared.
—Puedo hacerlo yo misma —dijo, con lo que esperaba fuera un tono de desprecio disimulando que no tenía idea de cómo se preparaba una taza de té.
Se volvió apenas para mirar a la cocinera con odio y con una sonrisa desdeñosa en los labios, levantó la tetera. La sonrisa se esfumó al instante; Regan gritó, dejó caer la tetera caliente y tuvo que retroceder de un salto para no salpicarse con el agua hirviente. Detrás de ella se oyó la risa maliciosa de la cocinera, y lo único que pudo hacer Regan fue contemplar con impotencia su mano quemada.
—Tome —dijo una de las criadas con amabilidad mientras aplicaba mantequilla fresca a la mano de Regan—. Déjese esto puesto y vaya a sentarse. Yo le llevaré su té.
Dijo la última frase con un susurro, señalando a la cocinera.
En silencio y con la cabeza gacha, Regan salió de la cocina, con los dedos extendidos y la mantequilla derritiéndose sobre su calor palpitante. Quería ir directamente a su dormitorio, pero un joven le informó que alguien la esperaba en la sala. Regan estaba preguntándose cómo podría escapar cuando Margo apareció en la escalera radiante, con un vestido de raso azul.
—¿Qué te has hecho, pequeña? —preguntó, bajando la escalera de prisa—. Charles, trae vendas a la sala, y que Malvina nos envíe té. ¡Con jerez! Y dile que quiero un poco de su pastel de frutas.
—Sí, señora —respondió el joven, y se alejó de prisa. Margo tomó a Regan por la muñeca y la ayudó a subir la escalera.
—¿Qué hiciste para quemarte tanto?
Con el orgullo tan herido como la mano, Regan se alegró de tener la compasión de Margo.
—Levanté la tetera caliente —respondió, avergonzada. Sin inmutarse, Margo la condujo a un sofá. En un instante apareció una criada que Regan estaba segura de no haber visto jamás, con vendas y paños limpios.
—¿Y dónde has estado tú, Sally? —le preguntó Margo con severidad—. ¿Siempre tratando de salvarte del trabajo?
—No, señora. Todas las mañanas ayudo al ama, ¿no es cierto, señora? —dijo, mirando a Regan con descaro.
Regan no respondió. Había conocido a demasiada gente en las últimas semanas. Margo tomó las vendas.
—¡Sal de aquí, embustera! Y ten cuidado, o haré que Travis me traspase tu contrato.
Con una expresión de terror, la criada se marchó.
Margo se sentó en el sofá, junto a Regan.
—Ahora déjame ver tu mano. Realmente te has quemado mucho. Debiste sostener la tetera bastante tiempo. Espero que hables con Travis sobre los sirvientes. El les deja hacer lo que quieran, y por eso se creen dueños de esta casa. Es por eso que desde hace tanto tiempo Travis pensaba casarse. Necesita una mujer fuerte que pudiera ocuparse de un establecimiento tan grande.
Mientras hablaba, vendaba con ternura la mano de Regan. Cuando terminó, regresó Charles con una enorme bandeja: un exquisito servicio de té georgiano, una licorera de cristal con jerez y dos copas, y una asombrosa variedad de bocadillos y emparedados.
—Malvina no se esmeró mucho —observó Margo examinando la bandeja con desdén—. Quizá ya no me considera una visita. Dile —ordenó a Charles— que pasaré a hablar con ella antes de marcharme.
—Sí, señora —respondió Charles con una reverencia y salió de la habitación.
—Ahora bien —prosiguió Margo con una sonrisa—, yo serviré, pues tú no podrás hacerlo con esa mano.
Con la mayor facilidad, Margo sirvió el té, le añadió una buena medida de jerez y eligió un bocadillo para Regan.
—En realidad, he venido a disculparme —dijo, al tiempo que se servía jerez y hacía a un lado el té—. No imagino lo que habrás pensado de mi imperdonable grosería la semana pasada. Estaba demasiado avergonzada para regresar y pedirte que me recibieras después de lo ocurrido.
A Regan le agradó la humildad de aquella imponente mujer.
—Yo... Deberías haber venido —respondió. Margo apartó la vista y prosiguió.
—Verás, Travis y yo hemos estado muy unidos desde niños, y todos daban por sentado que algún día nos casaríamos. Por eso me sorprendí mucho cuando te presentó como su esposa. —Miró a Regan con ojos suaves y suplicantes.— Lo entiendes, ¿verdad?
—Por supuesto —murmuró Regan.
¡Cuánto se parecían Margo y Travis, ambos tan seguros de sí mismos! Eran los soberanos del mundo.
—Mi padre murió hace dos anos —continuó Margo, con tanto dolor en la voz que Regan se apiadó de ella—. Desde entonces, dirijo sola mi plantación. Claro que es mucho más pequeña que ésta, pero ya es bastante.
Regan pensó, consternada, que tenía ante sí a una mujer capaz de dirigir toda una plantación, mientras que ella ni siquiera sabía preparar una taza de té. Al menos había una cosa que sí sabía hacer bien. Sonriendo, bajó la cabeza y dijo:
—Travis espera que nuestros hijos lo ayuden con la plantación. Claro que aún falta mucho tiempo para eso, pero éste ya tiene un buen comienzo.
Al notar que Margo no respondía, Regan levantó la vista y vio fuego en sus ojos.
—¡De modo que es por eso que Travis se casó contigo! —exclamó, con una voz que provenía de lo más profundo de su ser.
Regan la miró, atónita.
—¡Perdóname otra vez! —pidió Margo, al tiempo que apoyaba una mano en la muñeca de Regan—. Parece que nunca digo lo correcto. Es sólo que me intrigaba el
motivo, puesto que estábamos prácticamente comprometidos. Claro que Travis es tan honrado que se habrá sentido obligado a casarse con la mujer que esperaba a su hijo. ¿Sabes? —agregó, riendo—, no sé cómo no se me ocurrió. Tal vez si... bueno, si me hubiese quedado embarazada, se habría casado conmigo... ¡Oh, cielos! Otra vez lo he hecho. De ninguna manera quise insinuar que estuvieras encinta antes de casarte con Travis. Por supuesto que no.
Se puso de pie y Regan hizo lo propio.
—Ahora debo irme —dijo Margo—. Parece que hoy no digo nada correctamente. —Palmeó la manó de Regan. —Estoy segura de que Travis se enamoró de ti y por eso te eligió. No estamos en la Edad Media. Los hombres se casan por elección y no porque las mujeres queden encintas. Claro que Travis siempre dijo que quería tener hijos, pero no soportar a una esposa autoritaria. Aunque tú, mi dulce niña, nunca podrías ser autoritaria. Ahora sí debo marcharme. Espero que seamos muy buenas amigas. Tal vez pueda ayudarte a conocer los gustos de Travis. No olvides que nos conocemos desde siempre.
Besó el aire junto a la mejilla de Regan y dio media vuelta.
—Ordenaré que retiren la bandeja —dijo, con una sonrisa—, así tu dulce cabecita no tendrá que preocuparse por eso. Ve a descansar y cuida a ese bebé que Travis desea tanto.
Salió de la habitación y Regan se desplomó sobre una silla, sintiéndose como si acabara de salir de una tormenta. Pasaron varios minutos hasta que comenzó a pensar en las palabras de Margo. ¿Elección? Travis no la había elegido: ella se había topado con él. La habría liberado con gusto, pero ella se negó a darle el nombre de su tío. ¡Honor! El honor de Travis le había impedido dejarla en la calle y, más tarde, ese mismo honor lo había llevado a casarse con ella. ¿Qué había dicho en la boda? El se casaba con la madre de sus hijos.
¿Acaso lo había obligado? Era obvio que ese matrimonio no tenía nada que ver con el amor. ¿Cómo podía
un hombre como Travis amar a una chiquilla que ni siquiera sabía preparar una taza de té sin quemarse?
Pasaron los días y Regan se atrasaba cada vez más con sus tareas. Los sirvientes parecían divertirse cambiando diariamente de turnos. Cuando Regan les hablaba, respondían con insolencia, y llegó un momento en que ella apenas salía de se habitación.
Travis llegaba a casa, la levantaba en sus brazos y le hacía cosquillas hasta que la tristeza abandonaba su rostro. Siempre le preguntaba qué le ocurría. La invitaba a pasear por la plantación y la muchacha iba, avergonzada por lo mucho que necesitaba su protección. Nunca podría admitir lo sola que se sentía en ese país.
Travis jamás se quejaba por su falta de autoridad, y nadie se atrevía a ser insolente con él, pero sí notaba que algunas ateas de la plantación no estaban bien supervisadas. Un día, Regan lo oyó gritar a los peones de la granja, preguntándoles por qué estaban tan atrasados con su trabajo.
Margo la visitó dos veces, y cada vez hablaba con Regan con amabilidad, pero luego atacaba al personal de servicio por su negligencia. Cuando se marchaba, Regan se sentía agotada y más inútil que nunca.
No hablaba con Travis acerca de sus problemas con el personal ni de lo mucho que lloraba durante el día. Una tarde, mientras Regan estaba en la biblioteca tratando de concentrarse en un libro, entró Travis.
—¡Ah, aquí estás! —exclamó, sonriendo—. Pensé que habías desaparecido.
—¿Sucede algo?
Sobre la ropa llevaba un impermeable como los de los marineros del barco.
—Se avecina una tormenta. Un rayo ha derribado parte de una cerca, y han escapado unos cien caballos.
—¿Irás a buscarlos?
—Sí, en cuanto llegue Margo.
—¿Margo? —Cerró el libro.— ¿Qué tiene que ver ella con los caballos?
Travis rió al ver la expresión de Regan.
—Algunos le pertenecen. Además, cabalga más rápido que la mayoría ele los hombres del condado. El hecho es, mi pequeña esposa, que la necesito.
Regan se puso de pie y lo miró.
—Pero ¿qué puedo hacer yo?
Travis la miró con indulgencia y la besó en la nariz.
—En primer lugar, no preocupar tu hermosa cabe-cita; en segundo lugar, cuidar a mi niño; y por último, pero esto es lo más importante, entibiar mi cama.
Dicho esto, se marchó.
Por un momento, Regan se quedó donde estaba. Su primer impulso fue llorar, pero estaba harta de hacerlo. No estaba dispuesta a quedarse sentada, sola, y cuidar al hijo de Travis. La vida tenía que ser algo más que el solo hecho de vivir por unos pocos instantes a solas con un hombre al que sólo le importaba lo que ella llevaba en su vientre.
Cuando Travis realmente quería algo, buscaba a la mujer a quien siempre había recurrido: Margo. Ella, con su orgullo y su arrogancia; con su seguridad de poder hacer cualquier cosa en el mundo.
Sin pensarlo más, se dirigió al dormitorio y empezó a hacer el equipaje. La idea de hacer algo, cualquier cosa, la hizo darse prisa. En el tocador había un estuche con un brazalete de zafiros y un par de pendientes de diamantes. Habían pertenecido a la madre de Travis, y él se los había obsequiado a Regan. Vaciló sólo un momento y luego los guardó también en la maleta.
Se puso una gruesa capa, se dirigió a la puerta, se cercioró de que nadie la viera y se encaminó a la escalera. Antes de bajar, se detuvo para contemplar lo que alguna vez fuera suyo. ¡No! Nunca había sido suyo. Con renovada decisión, regresó corriendo a la biblioteca y escribió de prisa una nota para Travis, en la cual le decía que se marchaba y que él quedaba en libertad para tener a la mujer que amaba. Luego abrió un cajón y vació en su bolsillo el contenido de una caja de monedas.
Fue fácil salir de la casa sin ser vista. Los sirvientes estaban ocupados asegurando las ventanas y las puertas en
preparación para la tormenta que se olía en el aire como lana mojada. La casa daba al río, pero por detrás de ella había un sendero escabroso que, según Travis, era un camino. La mayoría de los virginianos se trasladaba por agua, y Regan decidió tomar el sendero para evitar que la descubrieran.
Caminó durante una hora. El aire estaba pesado por la tormenta y, finalmente, comenzó a llover. El sendero se cubrió de un lodo que se adhería a los zapatos y dificultaba mucho la marcha.
—¿Quiere que la lleve, jovencita? —preguntó alguien. Regan se volvió y halló una carreta conducida por un anciano.
—No hay mucha protección de la lluvia, pero es mejor que caminar —insistió el hombre.
Regan le tendió la mano, agradecida, y él la ayudó a subir.
Margo entró en la casa como un huracán, con la ropa empapada y el cabello convertido en una maraña desaliñada. ¡Maldito Travis!, pensó. ¡Me manda buscar como si yo fuera un peón para ayudarlo con los caballos, mientras esa inútil de su esposa se queda en casa! No pasaba un día sin que recordara aquella horrible mañana en que se había encontrado a solas con él.
El día anterior, había ido a saludarlo a su regreso de Inglaterra, esperando que la llevara a su cama, como de costumbre, pero en cambio le había presentado a esa niñita descolorida como su esposa. A la mañana siguiente Margo se le enfrentó y exigió saber qué demonios creía él que estaba haciendo. Travis no dijo mucho hasta que ella empezó a enumerar los defectos de Regan... de todos los cuales se había enterado en detalle por Malvina, su
prima.
Travis levantó la mano para golpearla pero se contuvo a tiempo. Con una voz que nunca se le había oído, le dijo que Regan valía dos veces más que ella y que no le importaba que su esposa no pudiera dominar a un ejército de sirvientes. Dijo también que si Margo quería ser bienvenida a esa casa debería pedir disculpas a Regan.
Margo había lardado Lina semana en tragarse su orgullo y acudirá aquella tonta muchacha. ¿Y qué había encontrado? A Regan llorando, incapaz de atender siquiera sus dedos quemados. Pero al menos había averiguado por qué Travis se había casado con ella. Ahora lodo estaba claro. El carácter sumiso de Regan, combinado con la agresividad de Travis, le habían conseguido lo que él deseaba: un hijo. Ahora lodo lo que tenía que hacer Margo era demostrar a Travis que estaba desperdiciando su vida y su dinero con aquella chiquilla inútil.
Con la misma furia que había tenido en las últimas semanas, Margo subió la escalera. Travis le había pedido que, camino a su casa, pasara a ver a su preciosa mujer, pues él tendría que pasar esa noche, y tal vez el día siguiente, en casa de Clay. Había caído un rayo sobre la granja de Clay y necesitaba ayuda para reconstruirlo. Margo tuvo ganas de abofetear a Travis al ver su expresión. ¡Como si fuera una tragedia pasar dos noches lejos de esa pequeña! Tomó aliento para calmarse, abrió la puerta del dormitorio y se sorprendió al hallarlo vacío... y desordenado. Mientras observaba los cajones abiertos y la ropa esparcida sobre la cama, supo que era demasiado esperar que un ladrón hubiera entrado a la casa y se hubiera llevado a la princesita. Arrebató un vestido de raso de un bello color de melocotón maduro y la invadió la envidia. En todos sus vestidos, si se los miraba con atención, había partes gastadas.
Arrojó el vestido sobre la cama y fue a recorrer la casa que tanto conocía, abriendo las puertas con furia y pensando que todo aquello debería haber sido suyo. En la biblioteca, halló una sola vela encendida junto a una sencilla nota, sobre el escritorio de Travis. Le repugnó la letra, con sus "aes" y "oes" abiertas.
Sin embargo, al leerla, todo empezó a aclararse. ¡De modo que la intrusa había dejado a Travis para que tuviera a la "mujer que amaba"! Quizás había llegado el momento de hacer algo con respecto al infantil engreimiento de Travis con esa muchachita.
Guardó la nota de Regan en el bolsillo y escribió otra.
Querido Travis:
Regan y yo hemos decidido conocernos mejor, de modo que nos vamos a Richmond por unos días. Te dejamos saludos.
Sonriendo, Margo deseó que "unos días" bastaran para borrar el rostro de Regan. Sin duda, la muchacha sería tan torpe en su huida como en todo lo que intentaba hacer. Pero Margo podía encargarse de eso. Con un poco de dinero aquí y allá, podría convencer a la gente de que nunca la habían visto.
Pasaron cuatro días hasta que Margo regresó al fin, sola, a la plantación Stanford. Sintió asco cuando Travis corrió a recibirla, subió de un salto al carruaje y le preguntó, con ojos febriles:
—¿Dónde está Regan?
Más tarde, Margo se enorgulleció de su propia actuación. Se había mostrado furiosa porque Regan nunca se había presentado para el viaje.
Se asustó al ver la furia de Travis. Lo conocía desde la infancia, pero jamás lo había visto perder el control. En pocos instantes movilizó a toda la plantación para la búsqueda de su esposa. Llegaron amigos de todas partes, pero el segundo día, cuando encontraron un trozo de uno de los vestidos de Regan en la orilla del río, muchos abandonaron la búsqueda y regresaron a casa.
Pero Travis no se dio por vencido. Cubrió un círculo de trescientos kilómetros alrededor de la plantación y formuló preguntas a todos los que vivían dentro del círculo.
Margo contenía el aliento y rogaba haber hecho bien su trabajo. Tuvo su recompensa cuando Travis volvió un mes más tarde, cansado, delgado y envejecido. Con una sonrisa, Margo recordó todo el dinero que le había costado ese engaño. Con la plantación ya endeudada, no podía permitirse muchos errores, de modo que había tomado todo el efectivo que tenía y sobornado a hombres y mujeres de
toda la región. Algunos decían a Travis que la habían visto, pero le indicaban caminos erróneos. Oíros que la habían visto lo negaban. Y algunos pocos insobornables dijeron la verdad, pero más adelante había otros que juraban no haberla visto.
Poco a poco, Travis regresó al trabajo de la plantación, liando cada vez más autoridad a su hermano Wes-ley. Y Margo se dispuso a reparar la vida de Travis.
El primer tramo del viaje fue casi agradable para Regan. No dejaba de imaginar la cara de Travis cuando la encontrara. Claro que negociaría con él antes de regresar a su hogar. Insistiría en que despidiera a la cocinera y contratara a un ama de llaves. ¡No! Regan misma elegiría el ama de llaves, alguien que le fuera leal.
El hombre de la carreta la dejó en una posada de diligencias. Allí, Regan se armó de coraje y entró en la pequeña posada, que, más que un establecimiento público, parecía la casa de alguien.
—Era nuestra casa—le explicó la dueña—, pero después de que murió mi esposo, vendí las tierras y empecé a aceptar huéspedes. Fue mucho más fácil que cocinar para
mis diez hijos.
La dueña de la posada tomó a Regan bajo su ala y le dio un amistoso sermón acerca de viajar sola. Mientras comía sola en una mesa, Regan imaginaba a Travis pidiendo información a esa mujer.
Por la mañana, preguntó a la dueña cuatro veces hacia dónde iba la próxima diligencia, y comprendió con cierta culpa que lo hacía para que la mujer grabara en su mente hacia dónde iría ella.
Al segundo día cu la diligencia va estaba muy fatigada y no dejaba de mirar por la ventanilla. La tormenta había pasado; el aire había quedado muy cargado y el vestido se le adhería al cuerpo, en una oportunidad oyó acercarse un caballo y sonrió, segura de que el jinete sería Travis. Asomó la cabeza por la ventanilla y levantó la mano para saludarlo, pero el jinete siguió de largo. Avergonzada, volvió a acomodarse en su asiento.
Esa noche no hubo ninguna posadera amigable sino solamente un anciano malhumorado que servía carne dura y patatas Irías para la cena. Triste y cansada. Regan subió al dormitorio que, en su condición de mujer sola, compartía con otras diez mujeres.
Antes del amanecer despertó y se echó a llorar en silencio. A la hora de partir, le dolía la cabeza y tenía los ojos hinchados. Los otros cuatro pasajeros trataban de conversar con ella, pero Regan sólo podía asentir a sus preguntas. Todos le preguntaban lo mismo: Adonde se dirigía.
Mirando por la ventanilla sin ver en realidad, comenzó a plantearse la misma pregunta. ¿Acaso había huido de Travis sólo para demostrarle que podía ser independiente? ¿Realmente creía que él quería a Margo?
Sin hallar respuestas a sus preguntas, siguió tomando una diligencia tras otra, mirando pasar el paisaje, sin molestarse siquiera por la falta de comida y camas decentes.
Una tarde, aturdida, se apeó de la diligencia en un sitio inhóspito que consistía en poco mas que algunas casas.
—Aquí termina el recorrido, señora —le informó el cochero, al tiempo que le ofrecía la mano.
—¿Cómo dijo ?
El hombre la miró con paciencia. En los últimos cuatro días la había visto sumida en sus pensamientos, y pensó que tal vez no estuviera en sus cabales.
—Aquí termina el recorrido. Más allá de Scarlet Springs no hay más que tierra india. Si quiere seguir viaje, tendía que alquilar una carreta.
—¿Podría conseguir una habitación aquí?
—Señora, esto ni siquiera es un pueblo, no hay hoteles. Mire, o se queda o vuelve. Aquí no tiene dónde alojarse.
¡Volver! ¿Cómo podía volver con Travis y su amante? Desde detrás de la diligencia se oyó una voz de mujer.
—Yo tengo sitio. Puede quedarse conmigo hasta que decida lo que desea hacer.
Regan se volvió y halló a una joven voluptuosa y de baja estatura, de cabello color miel y grandes ojos azules.
—Soy Brandy Dutton, y tengo una granja aquí cerca. ¿Quiere quedarse conmigo?
—Sí—respondió Regan—. Puedo pagarle...
—No se preocupe por eso. Ya nos arreglaremos.
Tomó la maleta de Regan y se puso en marcha.
—La vi allí, y me pareció tan pequeña que me dio pena. Sabe, yo estaba igual que usted hace unos tres meses. Mis padres murieron y me dejaron sola, sin más que esta vieja granja y algo más. Bien, hemos llegado.
Hizo pasar a Regan a una casa de dos plantas en muy mal estado.
—Siéntese. Prepararé un poco de café. ¿Cómo se llama?
—Regan Stanford —respondió, sin pensarlo; luego se encogió de hombros, pues ¿qué importaba que no se escondiera? Era obvio que a Travis no le interesaba que volviera.
Regan sorbió el café. Aunque no le agradó mucho el sabor, la ayudó a sentirse mejor, a pesar de que las lágrimas comenzaban a crecer detrás de sus ojos.
—Parece que usted también ha tenido su tragedia —observó Brandy mientras cortaba un trozo de pastel y se lo entregaba a Regan.
Un hombre que quería casarse con ella a pesar de despreciarla, un tío que la detestaba, un hombre que se había casado con ella sólo por el niño que esperaba... No pudo sino asentir a la pregunta de Brandy.
Al ver que la muchacha apenas había probado el pastel, Brandy la miró con compasión y le preguntó si
deseaba acostarse. Una vez sola en el pequeño dormitorio. Regan se echó a llorar con ganas, como nunca antes lo había hecho.
No oyó entrar a Brandy; sólo sintió que la abrazaba. —Puedes contármelo si lo deseas —susurró. —¡Hombres! —exclame) Regan—. Dos veces los he amado, y las dos veces...
—No hace taita que digas más —dijo Brandy—. Soy una experta en hombres. Hace dos anos me enamoré de uno y decidí que valía más que cualquier otra persona en el mundo. Por eso una noche huí por la ventana de mi dormitorio, sin dejar siquiera, una nota a mis padres, y me tugué con él. Decía que íbamos a casarnos, pero nunca parecía ser el momento adecuado. Hace seis meses lo encontré en la cama con otra mujer.
Esa confesión hizo llorar más a Regan.
—No sabía adonde ir—prosiguió Brandy—. Entonces vine a casa, y mis maravillosos padres me recibieron, sin decir jamás una palabra sobre lo que había hecho. Dos semanas más tarde murieron de escarlatina.
—Yo... lo siento —sollozó Regan—. Entonces, tú también estás sola.
—Exactamente —dijo Brandy—. Soy dueña de una granja que está a punto de derrumbarse sobre mi persona, y todos los hombres que pasan por aquí juran que podrían hacerme la mujer más feliz del mundo.
—¡Espero que no les creas! —exclamó Regan. Brandy rió.
—Empiezas a hablar como yo, pero o me caso con alguno de ellos o me muero de hambre aquí.
—Yo tengo un poco de dinero —dijo Regan, y vació sobre la cama sus bolsillos. Vio con consternación que sólo le quedaban cuatro monedas de plata—. ¡Espera un minuto! —agregó, mientras corría hacia su maleta y sacaba el brazalete de zafiros y los pendientes de diamantes.
Brandy los levantó hacia la luz.
—Uno de tus dos hombres debió de ser muy bueno contigo.
—Cuando estaba conmigo, sí —respondió Regan, con disgusto. De pronto, su expresión cambió y se aferró el vientre.
—¿Te sientes mal?
—Creo que el bebé acaba de moverse —respondió asombrada.
Los ojos de Brandy se dilataron, y luego echó a reír.
—¡Bonito par somos! Dos mujeres rechazadas que odian a todo el género masculino —dijo, en un tono que no dejaba dudas de que su opinión fuera a cambiar—, con un par de joyas, cuatro monedas de plata, una granja que se viene abajo y un bebé en camino. ¿Cómo haremos para llevar comida a nuestra mesa este invierno?
La forma en que habló de ambas y la insinuación de que ese invierno estarían juntas despertó una chispa de interés en Regan. Travis no la quería, pero ella tenía que sobrevivir. Al sentir otro movimiento del bebé, sonrió. En los últimos meses no había pensado mucho en su hijo. Travis no la dejaba pensar más que en él.
—¿Qué te parece si comemos más pastel y conversamos? —sugirió Brandy.
Regan no imaginaba su futuro con mucha alegría, pero tenía que planear algo para ella y su hijo.
—¿Tú hiciste esto? —preguntó, mientras comía el pastel con voracidad.
Brandy sonrió con orgullo.
—Si hay algo que sé hacer, es cocinar. A los diez años ya cocinaba todo para mis padres.
—Al menos tú tienes algún talento—dijo Regan, en tono sombrío—. Yo no sé hacer nada.
Brandy se sentó a la vieja mesa.
—Yo podría enseñarte a cocinar. Estaba pensando en preparar comidas y venderlas a la gente que pasa por Scarlet Springs. Entre las dos podríamos ganar lo suficiente para mantenernos.
—¿Esto es Scarlet Springs? ¿Así se llama este lugar?
Brandy la miró con compasión.
—Supongo que simplemente abordaste una diligencia y llegaste hasta el final del recorrido.
Regan sólo asintió mientras terminaba el trozo de pastel.
—Si estás dispuesta a intentarlo y a trabajar, me gustaría tener tu compañía.
Se estrecharon las manos para sellar el acuerdo. Brandy tardó una semana en llegar a creer realmente que Regan no sabía cocinar, pero pasaron diez días hasta que se dio por vencida.
—es inútil —suspiró Brandy--. Si no olvidas la levadura es la harina o el azucaro alguna otra cosa. —Puso sobre la mesa una hogaza de pan y I rato de clavarle un cuchillo, pero no pudo.
—Lo siento —dijo Regan—. Te aseguro que lo intento.
Brandy la miró con ojo crítico y dijo: —¿Sabes para qué eres muy buena? Le gustas a la gente. Tienes cierto aire de dulzura y eres tan bonita que las mujeres te toman simpatía y quieren protegerte, y los hombres también.
Una vez Travis había querido protegerla, pero no había durado mucho.
—No estoy segura de que tengas razón, pero ¿qué clase de talento es ése?
—Puedes vender. Yo cocinaré y tú venderás. Muéstrate dulce por fuera, pero negocia bien. No dejes que nadie te convenza de pagar menos de lo que pedimos.
Al día siguiente la diligencia trajo a cuatro personas que iban a encontrarse con otras en Scarlet Springs para proseguir viaje hacia el oeste. Por impulso, Regan elevó el precio de la comida y nadie lo cuestionó. Vendieron todo.
Esa tarde, gastó todo el dinero que tenían ella y Brandy. Tres de los colonos que viajaban hacia el oeste habían sobrecargado sus carretas, y se disponían a arrojar al río el exceso de carga: faroles, cuerdas y alguna ropa. Estaban enfadados y querían asegurarse de que nadie pudiera usar lo que ellos habían pagado. Regan ofreció comprarles todo. Corrió a la casa, tomó todo el dinero y se lo dio a los colonos.
Cuando regresó con la mercancía, Brandy se puso furiosa. No tenían dinero, les quedaban muy pocas provisiones y tenían una habitación llena de equipos que nadie necesitaba.
Durante tres días se alimentaron de manzanas que robaban de una huerta que estaba a seis kilómetros de allí. Regan se sentía muy culpable.
Al emulo día, llegaron más colonos a Scarlet Springs y Regan les vendió todos los artículos por el triple de lo que ella había pagado. Llorando de alivio porque su situación se había solucionado. Regan y Brandy se abrazaron y bailaron en la cocina.
Eso fue el comienzo de todo. Con esa primera venta ganaron confianza en sí mismas y mutua también. Comenzaron a planear lo que podrían hacer en el futuro.
Hicieron un trato con el granjero que tenía el manzanar: ellas le comprarían todas las manzanas caídas a cambio de muy poco dinero y una hogaza de pan por semana. Por las noches, ambas pelaban y cortaban las manzanas, y al día siguiente las ponían a secar al sol. Una vez secas, las vendían a los colonos que viajaban al oeste.
Cada centavo que ganaba, cada trato que hacían, aumentaba el monto de su negocio. Se levantaban antes del amanecer y se acostaban muy tarde. Sin embargo, a veces Regan se sentía más feliz que nunca. Por primera vez en su vida sentía que alguien la necesitaba.
Durante el otoño empezaron a aceptar huéspedes y a servir comidas. La gente llegaba a Scarlet Springs demasiado tarde para continuar viaje al oeste y pernoctaban allí. Un hombre les explicó que en su pueblo natal le habían ofrecido una fiesta de despedida, y no quería regresar y decir que había perdido las carretas.
Regan y Brandy se miraron, sonrieron y dijeron al hombre que ellas se encargarían. Para noviembre ya podían recibir seis huéspedes, y apenas quedaba sitio.
—El año próximo plantaré pepinillos y coles —dijo Brandy, mirando con asco una comida que consistía en poco más que carne de caza.
Miró a Regan y dejó de quejarse. La muchacha estaba de pie, vacilante, con el vientre muy abultado.
—Si me disculpas --dijo, en la voz más baja posible—, creo que subiré a tener un bebé.
Brandy, furiosa, tomó el brazo de su amiga y la ayudó a subir al dormitorio que compartían.
—Sin duda, has tenido dolores todo el día. ¿Cuándo vas a dejar de considerarte una carga y a pedir ayuda? Con torpeza, Regan se sentó en la cama y se recostó en las almohadas que colocó Brandy.
—¿Podrías sermonearme más tarde? —dijo, con la cara contorsionada.
A pesar de la contextura pequeña de Regan, el suyo fue un parto fácil. Llegó al mundo una niña grande y perfecta. Frunció la carita, cerró los puños y comenzó a berrear.
—Igual qué Travis —murmuró Regan, y tendió los brazos para tomar a su hija—. Jennifer. ¿Te gusta ese nombre?
—Sí—respondió Brandy, mientras aseaba a Regan y a la habitación.
Estaba demasiado exhausta para pensar en el nombre del bebé. Observó a Regan, que acunaba en brazos a su hija y sintió que había llevado la peor parte.
Un mes después, ambas mujeres se habían adaptado a la nueva rutina de dirigir |a casa de huéspedes y atender al bebé. Cuando llegó la primavera, llegaron también cientos de colonos. Un hombre, cuya esposa había muerto en el viaje a Scarlet Springs, decidió quedarse con sus dos hijos pequeños en el pueblito y comenzó a construir una casa grande y cómoda.
—Este pueblo crecerá —murmuró Regan, con la niña en brazos. Contempló la vieja granja y la imaginó con una nueva mano de pintura. Dio rienda suelta a su imaginación y vio también una ampliación en el frente, algo como una larga galería.
—Tienes una expresión muy extraña —observó Brandy—. ¿Quieres decirme a qué se debe?
Aún no. pensó Regan. Había tenido demasiados sueños
en su vida, y todos habían fracasado. En adelante se concentraría en un solo objetivo, y trabajaría mucho para
lograrlo.
Semanas más tarde, Regan decidió al fin revelar a Brandy sus ideas de remodelar y agrandar la casa para convertirla en un verdadero hotel. Brandy se sorprendió mucho.
—Es... una idea estupenda—respondió, vacilante—. Pero ¿crees que nosotras... quiero decir, dos mujeres... podamos hacer algo así? ¿Qué sabemos de hostelería?
—Nada —admitió Regan con seriedad—. Y no me dejes comparar lo que sé hacer con lo que quiero hacer, o jamás lo intentaré.
Brandy rió, sin saber cómo tomar esa declaración.
—Estoy contigo—di jo al fin—. Tú decide lo que hay que hacer y yo te seguiré.
Eso era otra cosa en la que Regan no quería pensar.
En realidad quería mantenerse tan ocupada que no pudiera pensar. Dos días más tarde encontró una nodriza para Jennifer, sacó las joyas de su escondite y abordó una diligencia hacia el norte. Pasó por tres pueblos hasta encontrar a alguien dispuesto a pagar un precio decente por el brazalete y los pendientes. Y en todas partes visitó las posadas locales. Descubrió que una posada no era solamente un alojamiento para viajeros sino también un lugar de reuniones sociales y políticas. Trazó bosquejos e hizo preguntas, y su seriedad y juventud le ganaron muchas horas de conversación y respuestas.
Cuando regresó a casa, cansada pero alborozada y más que ansiosa por ver a su hija y a su amiga, tenía una gran maleta de cuero llena de notas, dibujos y recetas para Brandy. Cosidos a la ropa, traía giros bancarios por las joyas. Desde ese momento en adelante jamás hubo duda alguna de quién era el líder en esa sociedad.
Farrell Batsford bajó de la diligencia en el floreciente pueblo de Scarlet Springs, Pensilvania, en una fresca mañana de marzo de 1802. Se sacudió el polvo del camino, acomodó el cuello de terciopelo azul de su chaqueta y tiró de su puño de encaje.
—¿Es aquí donde baja, señor? —le preguntó el cochero desde atrás.
Farrell no se molestó en mirar al cochero; simplemente asintió. Segundos más tarde, dio media vuelta al oír que sus dos grandes baúles eran arrojados al suelo desde el techo de la diligencia. Con una amplia sonrisa, él cochero lo miró con aire inocente.
—¿Quiere que se las lleve a la posada? —preguntó un hombre fornido.
Nuevamente Farrell asintió con frialdad; ignoraba lo mejor que podía a toda la raza americana. Cuando se alejó la diligencia, Farrell vio por primera vez la Posada del Delfín Plateado. Tenía tres plantas y media, con galerías dobles al frente y altas columnas blancas que llegaban al techo empinado. Farrell arrojó al joven una moneda y decidió dar un paseo por la ciudad.
Aquí hay dinero en alguna parle, pensó al observar los edificios limpios) espaciosos. I-'rente a la posada había una imprenta, un consultorio medico, un abogado y una droguería. Cerca de allí había una herrería, un amplio almacén, una escuela y, al otro extremo del pueblo, una iglesia alta y bien conservada. Todo tenía un aspecto próspero.
Volvió su atención a la posada, lira fácil deducir que ese edificio dominaba el pueblo. Al fondo tenía un ala adicional, en una parte más vieja pero bien conservada del edificio. Todas las ventanas estaban limpísimas; todos los postigos, recién pintados, y mientras Farrell observaba, mucha gente entraba y salía del próspero establecimiento.
Volvió a sacar de su bolsillo un artículo de un periódico. El artículo afirmaba que una tal señora Regan Slanford y Brandy Dutton, una solterona, eran prácticamente dueñas de todo: un pueblo en Pensilvania. Al principio, Farrell había creído imposible que se tratara de la misma Regan a quien había buscado durante tantos años, pero envió un hombre a ese pueblo y éste regresó con una descripción que sólo podía corresponder a la Regan que él conociera.
Nuevamente, pensó en aquella noche, casi cinco años atrás, cuando Jonathan Northland había echado a su sobrina de su propia casa. La pobre e inocente Regan nunca había comprendido que la casa Weston era suya y que, en lugar de vivir de los ingresos de su tío, como dijera Jonathan aquella noche, era Northland quien vivía de los intereses de la fortuna de Regan. Farrell sonrió y se preguntó si Northland habría imaginado alguna vez quién había puesto sobre aviso a los albaceas de los bienes de Regan acerca de lo que había hecho su tío. Era una venganza leve pero apropiada por las cosas que dijera Northland sobre él la noche en que los albaceas echaron a Jonathan de la casa Weston sin un solo penique. Seis meses más tarde, hallaron a Jonathan Northland muerto a puñaladas en una taberna portuaria, y al fin se completó la venganza de Fanell.
Con el correr de los meses y los años, Farrell comenzó a pensar más y más en la fortuna de Regan, depo-
sitada en un banco, que crecía a diario gracias al hábil manejo de sus albaceas. Comenzó a buscar Lina esposa, alguien que tuviera tunero suficiente para mantenerlo a él y a su propiedad, pero ninguna joven tenía tanto dinero como Regan Weston. Las mujeres ricas no querían tener nada que ver con un caballero sin título, sin un penique y con hábitos dudosos.
Después de una infructuosa búsqueda de dos años, Fanell se convenció de que al plantarlo Regan había arruinado su reputación con las mujeres. Por lo tanto, lo que correspondía hacer era buscarla, casarse con ella y dejar que el dinero reparara su reputación.
Le había llevado un tiempo encontrar a la antigua criada de Regan, que vivía en Escocia con unos familiares. La anciana sufría el dolor permanente de una mandíbula desencajada, pues Jonathan le había quebrado el hueso cuando ella trató de responder las preguntas de un americano acerca de una muchacha que había encontrado.
Hablando con gran dificultad y bebiendo constantemente para apagar el dolor, la anciana le provocó tanto asco a Fanell que el apenas soportaba estar cerca de ella. Sus recuerdos eran inciertos, y Farrell tardó varias horas en averiguar lo que deseaba saber, pero partió con cierta idea de dónde debía buscar.
Siguiendo las respuestas que obtenía, pronto averiguó que Regan se había marchado a América. No fue fácil tomar la decisión de seguirla, pero supuso que después de varios años en ese país incivilizado, la muchacha estaría ansiosa por volver a Inglaterra.
Norteamérica era más grande de lo que había imaginado y había algunos puntos aislados de civilización, pero la gente era repugnante. Nunca se atenían a su nivel social; todos se creían miembros de la realeza.
Estaba a punto de volver a Inglaterra cuando vio el pequeño artículo en un periódico. Cuando regresó el hombre a quien contratara para ir a Scarlet Springs, describió a una mujer muy parecida a Regan, aunque no parecía ser la muchacha ingenua que él recordaba.
Atravesó el óvalo de césped que separaba las dos calles principales y entró en la posada.
Había un gran vestíbulo con paredes blancas. En ese momento, varios hombres y mujeres entraban en una habitación que estaba a la derecha, y Farrell los siguió. Se trataba de una sala más grande aún, con cómodos sotas y sillas y, sobre una pared, un gran hogar de piedra. Todos los muebles tenían tapizados nuevos de raso rosa apagado y verde claro, a rayas. Junto a esa sala había un bar que le pareció rústico, con sus mesas y sillas de roble, aunque era obvio que había mucho movimiento allí. Frente a la sala común había un enorme comedor público y dos privados. Finalmente volvió al frente de la posada, sin llegar a la parte vieja, y se asomó a una acogedora biblioteca que olía a cuero y tabaco. Al otro lado del vestíbulo había una sala de recepción, donde un empleado cortés le asignó una habitación privada en la segunda planta. —¿Cuántas habitaciones tienen? —Una docena —respondió el empleado—. Más dos con sala y, por supuesto, las habitaciones privadas de las dueñas.
—Claro. Supongo que se refere a las dos damas. —Sí, señor: Regan y Brandy. Regan vive abajo, al final de la parte vieja, y Brandy está arriba, justo encima de ella. —¿Y ellas son las damas que, según se dice, son dueñas de la mayor parte del pueblo? —preguntó Farrell. El empleado rió entre dientes.
—El predicador dice que el único edificio que no es de ellas es la iglesia, pero todos sabemos que ellas la pagaron. Y tienen las hipotecas de todos los demás edificios. Si llegaba un abogado, Regan le daba dinero para construir una casa y él se quedaba; luego un médico, y así este lugar pronto llegó a ser un pueblo.
—¿Dónde puedo encontrar a la señora Stanf'ord? —preguntó Farrell; no le agraciaba que aquel hombre la llamara por su nombre de pila.
—En cualquier parte —respondió de prisa, pues llegaba una pareja a registrarse—. Está en todas partes al mismo tiempo.
Farrell, que no quería causar un escándalo, ignoró la descortesía con que el empleado había dejado de prestarle atención. Más tarde tendría que hablar con el gerente fuera quien fuese.
Su habitación era limpia y bien amueblada, y el sol entraba por la ventana. Sobre una pared había un pequeño hogar. Se cambió la ropa del viaje y bajó al comedor. Lo irritaba comer en el salón público, pero sabía que allí sería más probable ver a Regan. El menú era extenso: servían siete tipos de carne, tres de pescado, platos fríos, salsas, verduras, carnes de caza y una lista impresionante de pasteles y budines. La comida era servida con celeridad, estaba caliente, bien preparada y deliciosa.
Mientras probaba algo llamado "pastel moravo", una mujer entró al salón y todas las miradas, masculinas y femeninas, se volvieron hacia ella. No la miraban sólo por su extraordinaria belleza, sino por su presencia, su personalidad. Aquella mujer menuda, con un exquisito vestido de muselina verde, sabía quién era. Caminaba con seguridad y conversaba fácilmente con unos y con otros. Parecía una dama elegante recibiendo invitados en su casa. En una mesa se detuvo, observó un plato y lo envió de vuelta a la cocina. En otra mesa, dos mujeres se pusieron de pie y la abrazaron brevemente, y durante un momento se sentó con ellas y rió, feliz.
Farrell no podía apartar los ojos de ella. En lo superficial, se parecía a la niña torpe que él había conocido. Los ojos eran del mismo color; el cabello, del mismo tono castaño, pero aquella mujer, con sus firmes curvas y su facilidad de trato con la gente, no se parecía en absoluto a la chiquilla asustadiza con quien había estado comprometido una vez.
Farrell se recostó en la silla y esperó con calma que Regan se acercara a él. Sonrió al verlo, pero no lo reconoció. Un instante después, cuando ella estaba conversando con una pareja cercana a él, levantó la vista y halló los ojos de Farrell. Lo miró un momento, y Farrell le dirigió su sonrisa más encantadora. Disfrutó mucho al verla dar media vuelta y salir de la sala de prisa. Estuvo seguro de que quedaba
en ella algún sentimiento, bueno o malo, relacionado con el. Odio o amor, no le importaba cuál fuera, con tal de que lo recordara.
—Regan, ¿te sientes bien? —preguntó Brandy desde el otro latió de la gran mesa de roble de la cocina, donde supervisaba a tres cocineras.
—Claro —respondió Regan en tono cortante. Luego tomó aliento y sonrió—. Es sólo que acabo de ver un fantasma.
[.as dos mujeres se miraron y Brandy llevó a Regan a un rincón de la gran habitación. —¿El padre de Jennifer? —No —respondió Regan en voz baja. A veces le parecía que no había un momento de su vida en que no pensara en Travis. Cada vez que miraba los grandes ojos castaños de Jenniter, lo veía a él. A veces, al oír pasos fuertes en la escalera, el corazón le daba un vuelco.
—¿Te acuerdas del hombre con quien estuve comprometida hace años? ¿Farrell Batsford? —No había secretos entre las amigas.— Está en el comedor.
—¡Ese canalla! —exclamó Brandy, indignada—. ¿Qué pidió? Le pondré veneno. Regan rió.
—Supongo que yo también debería sentirme así, pero me pregunto si alguien puede olvidar el primer amor. Al verlo, volvieron muchos recuerdos. Yo tenía tanto miedo de todo, estaba tan ansiosa por complacer, y tan enamorada de él... Me parecía el hombre más apuesto y elegante que hubiera visto. —¿Y cómo está ahora?
—Bueno, no está nada mal —respondió Regan, con una sonrisa—. Supongo que debería invitarlo a mi oficina para conversar. Es lo menos que puedo hacer.
—Regan —le advirtió Brandy—, ten cuidado. No está aquí por casualidad.
—Estoy segura de eso, y tengo bastante idea de lo que busca. En menos de un mes cumpliré veintitrés años, y entonces el dinero que me dejaron mis padres será mío.
—No lo olvides ni por un momento —le aconsejó
Brandy.
Regan se dirigió a su oficina, contigua a la cocina, y se sentó en la silla de cuero, ante el escritorio. No era que Farrell la hubiera afectado tanto, sino que con él habían vuelto muchos recuerdos. Como una oleada de agua tría, recordó la horrible noche en que supiera la verdad sobre su tío y su prometido. Un recuerdo tras otro: Travis abrazándola, Travis diciéndole qué hacer, Travis haciéndole el amor, y Regan constantemente aterrada. En los últimos cuatro años se había sentado a escribirle cientos de veces para hablarle de su hija y decirle que ambas estaban bien.
Pero siempre se acobardaba. ¿Y si Travis le respondía que no le importaba, lo cual era lo más probable dado que nunca la había buscado? Con los años, ella había aprendido a valerse sola, pero ¿podría hacerlo con Travis? ¿La convertiría él nuevamente en la niña llorosa y asustadiza
que había sido?
Una llamada a la puerta la devolvió al presente. A su respuesta, Farrell abrió la puerta.
—Espero no interrumpir—dijo, sonriendo; sus ojos revelaban lo mucho que lo alegraba verla.
—En absoluto —respondió. Se puso de pie y le tendió la mano—. Justamente iba a enviarte un mensaje para
que vinieras.
Farrell bajó la cabeza > le besó la mano con ardor.
—Tal vez no soportabas enfrentarte a mí tan pronto —murmuró—. Después de todo, significamos mucho el uno para el otro hace tiempo.
Fue una suerte que Farrell no pudiera ver la cara de Regan en ese momento. La expresión que adquirió fue de absoluto estupor. ¡Qué patán engreído!, pensó. ¿Realmente creía que ella no recordaba aquella espantosa noche, que no recordaba la razón por la que quería casarse con ella?
Cuando Farrell volvió a levantar la cabeza, Regan sonreía. No había llegado a ser rica mostrando sus sentimientos.
—Sí —dijo dulcemente—. Ha pasado mucho tiempo. Siéntate, por favor. ¿Puedo ofrecerte algo para beber?
—Whisky, si tienes.
Regan le sirvió un vaso de whisky irlandés y sonrió con aire inocente al ver la sorpresa de Farrell. Se acomodó frente a él en una silla y preguntó:
—¿Cómo está mi tío?
—Temo que falleció.
Regan no respondió, insegura de sus sentimientos. A pesar de todo lo que le hahía hecho, era parle de su familia.
—¿Porqué has venido, Farrell?
Farrell tardó un poco en responder.
—Por un sentimiento de culpa —dijo al fin—. Si bien no tuve verdadera participación en lo que te hizo tu tío aquella noche, me sentía algo responsable. A pesar de lo que hayas creído oír, yo sí le quería. Me preocupaba que fueras tan joven, y me disgustaba que tu tío te man-tuviera en tanta ignorancia. —Rió como si se tratara de un chiste privado. —Debes admitir que no eras muy inspirada como acompañante en la cena. Nunca me agradó la idea de casarme con una criatura. Tal vez a otros sí les guste.
—¿Y ahora? —preguntó Regan, con una sonrisa seductora
—Has cambiado. Tú... ya no eres una niña.
Antes de que Regan pudiera responder, se abrió la puerta y Jennifer entró corriendo, con un ramillete de flores sin tallo en su mano sucia. Era una hermosa niña de tres años, menuda como Regan y con los ojos y el cabello de Travis. Había heredado también la seguridad de su padre; no era asustadiza como Regan a su edad.
—Te traje flores, mami—dijo, sonriendo.
—¡Qué dulce de tu parte! Ahora si sé que llega la primavera —respondió Regan, al tiempo que abrazaba con fuerza a su hija.
Jennifer, sin amilanarse, observaba abiertamente a Farrell.
—¿Quién es él? —preguntó con un susurro muy audible.
—Farrell, te presento a mi hija Jennifer. El es un viejo amigo mío, el señor Batsford.
Jennifer logró decir "'Mucho gustó" antes de salir con la misma prisa con que había llegado.
Regan miró con adoración la puerta que su hija acababa de cerrar dé un golpe; y luego volvió a mirar a Farrell.
—Temo que has visto a mi hija tanto tiempo como cualquiera de nosotros. Puede andar libremente por la posada y aprovecha cada momento.
—¿Quién es su padre? —preguntó Farrell, sin perder tiempo.
Regan respondió con la mentira de siempre: que era viuda; pero, tal vez porque ese día había pensado tanto en Travis, sus ojos la delataron. Advirtió la mirada de Farrell pero no dijo nada para no debilitar el engaño.
—Debo dejar que sigas trabajando —dijo Farrell. — ¿Querrías cenar conmigo esta noche?
Aún turbada porque él había descubierto su mentira, Regan aceptó de inmediato.
—Hasta esta noche, entonces —dijo Farrell, y se marchó.
Farrel se dirigió directamente a la cocina para ordenar una cena muy especial. Cuando le presentaron a Brandy y vio la hostilidad en sus ojos, supo que Regan le había contado todo. Al instante, asumió sus modales más encantadores y le pidió que le mostrara el pueblo. Brandy aceptó, incapaz de negarse, y pasó una de las tardes más agradables de su vida. Si había una cosa que Farrell había aprendido a hacer en los últimos años, en su búsqueda de una esposa adinerada, era a cautivar a las mujeres. Para el atardecer ya había convencido a Brandy de que él había sido una víctima inocente de la codicia de Jonathan Northland. Le contó una historia larga y complicada de todo lo que había hecho para encontrar a Regan, de sus remordimientos en todos esos años. Al volver al hotel, Brandy estaba encantada con él. Pero Farrell había conseguido de ella más que eso: el nombre y el paradero del esposo de Regan. Para la hora de la cena, ya había despachado a un hombre hacia Virginia, para que averiguara la verdad sobre Travis Stanford.
Travis estaba apoyado en el mostrador de una casa de modas de Richmond, esperando con paciencia mientras Margo se probaba otro vestido.
—¿Qué te parece éste, cariño? —le preguntó Margo, al salir del vestidor. El vestido de muselina color herrumbre dejaba muy poco de sus grandes pechos librado a la imaginación—. No es muy osado, ¿o sí? —prosiguió en voz baja, mientras se acercaba a él y le acariciaba el pecho.
—Es bonito —respondió Travis, impaciente—. ¿No has comprado ya suficientes? Quisiera llegar a casa antes del anochecer.
—¡A casa! —protestó Margo, frunciendo los labios—. Casi no sales de esa plantación. Antes me llevabas a bailar. Antes... hacías muchas cosas conmigo.
Travis apartó las manos de Margo de su pecho y la miró con fatiga.
—Entonces no era un hombre casado.
—¡Casado! —exclamó Margo—. ¡Tu esposa te abandonó! Demostró que no te quería. ¿Qué otro hombre sigue fiel a su esposa, esté con ella o no?
-—¿Desde cuándo soy como los demás? —replicó Travis, con una mirada de advertencia. Ya habían discutido eso muchas veces.
El tintineo de las campanillas al abrirse la puerta de la tienda interrumpió las siguientes palabras de Margo. Ambos se volvieron y vieron entrar a Ellen Backes. Era vecina y amiga de la familia de Travis.
—Me pareció verte, Travis —dijo alegremente—. Margo —la saludó con frialdad, sin ocultar su opinión del asedio de Margo a un hombre casado.
Rilen no conocía a Regan, pero tenía referencias de ella por parte de Nicole, la esposa de Clay. Dado que conocía a Travis desde hacía muchos años, creía saber por qué había huido Regan.
—Acaba de suceder algo muy curioso —prosiguió Ellen—. Yo estaba en la iglesia, entregando flores frescas para el domingo, y un hombre de bastante mal aspecto empezó a hacer preguntas sobre ti.
—Tal vez esté buscando trabajo —supuso Travis, sin darle importancia.
—Yo también pensé eso al principio, y aunque no estaba prestando atención, juraría que lo oí mencionar a Regan.
Al instante, Travis se incorporó.
—¿Regan? —susurró.
—Pensé esperar a que el pastor terminara, pero tenía miedo de que te marcharas antes.
Sin una palabra más, Travis salió de la tienda, subió a un carruaje y apuró a los caballos para que se dieran
prisa.
—¡Maldición! —exclamó Margo con vehemencia—. Tenías que venir a arruinarme el día.
—Lo siento mucho —respondió Ellen con una radiante sonrisa mientras Margo regresaba, airada, al ves-tidor. Ellen se volvió hacia la ventana y rezó en silencio por que Travis lograra averiguar algo sobre su esposa.
Antes de que los caballos se detuvieran por completo, Travis saltó del carruaje frente a la iglesia. En ese instante salía un hombre que parecía haberse pasado la vida
bebiendo. Travis, que nunca había sido muy dado a las formalidades y estaba demasiado alterado para pensar en las consecuencias, aferró al hombre por la camisa y lo arrinconó contra la pared de madera.
—¿Quién eres?
—Yo no hice nada, señor, y no tengo dinero.
Travis lo empujó más contra la pared.
—¿Eres tú quien ancla haciendo preguntas sobre mí?
El hombre hizo una mueca de dolor; se afanaba por respirar con la presión del puño de Travis en su garganta.
—El me pagó. Yo tenía que averiguar si usted estaba vivo o no.
—Será mejor que empieces a hablar. ¿Quién te pagó?
—Un inglés muy elegante. No sé cómo se llama. Dijo que era amigo suyo pero que le habían dicho que usted estaba muerto, entonces me pagó para que averiguara cuándo había muerto.
Travis apretó con más fuerza la garganta del hombre.
—Mencionaste a Regan.
El hombre lo miró, confundido.
-—Dije que él se alojaba en el hotel de Regan.
Por un momento, Travis disminuyó la presión.
—¿Qué Regan? ¿Y dónde está ese hotel?
—En Scarlet Springs, Pensilvania, y es Regan Stan-ford, como usted. Le pregunté al predicador si estaban emparentados.
Al instante, Travis soltó al hombre y tuvo que sostenerse para no desplomarse.
—Sube al carruaje. Iremos a Scarlet Springs, y por el camino hablarás.
Antes de que el hombre alcanzara a sentarse, Travis hi/o arrancar a los caballos. Al pasar a toda velocidad frente a la tienda donde estaba Margo, ni siquiera aminoró la marcha. Se detuvo frente a la caballeriza.
—¡Jake! —llamó—. Dame una carreta decente, algo que soporte un viaje largo. Y toma esto —agregó al tiempo que arrojaba dinero sobre el asiento—. Devuelve este coche a su dueño.
Jake apenas levantó la vista.
—Si tienes prisa, será mejor que te pongas en marcha; me parece que se aproxima tormenta —dijo, y señaló con la cabeza en la dirección en la que se acercaba Margo, muy furiosa. Dejó caer la herradura que estaba limpiando y fue a enganchar una canela para Travis.
Travis se volvió hacia el hombrecito que seguía en el asiento del coche y le advirtió:
—Si te mueves de ahí. será lo último que hagas.
Acababa de decirlo cuando llegó Margo.
—¿Cómo te atreves a seguir de largo y dejarme sola allá? —lo increpó, casi sin aliento por haberlo perseguido.
—Ahora no tengo tiempo para discutir. Me marcho en unos minutos.
—¡Te marchas! Bueno, creo que he terminado las compras, pero tendrás que pasar a buscarlas por las cuatro tiendas.
—¡Jake! —rugió Travis—. ¿Todavía no tienes lista la carreta?
Se volvió hacia Margo.
—No voy a casa, de modo que tendrás que buscar a otro para que te lleve. Pídeselo a Ellen. Pasa por mi casa y dile a Wes que estaré ausente por un tiempo.
Se volvió y vio que Jake acercaba la pesada carreta al frente del establo.
—Sube —ordenó al nervioso hombrecito que estaba en el carruaje.
—Travis —insistió Margo, irritada—. Si no me ayudas...
Se interrumpió cuando Travis subió a la carreta, sin prestarle atención.
—¿Adonde vas? —preguntó, mientras la carreta se ponía en marcha.
—A Scarlet Springs, Pensilvania, a buscar a Regan —respondió, antes de marcharse con un revuelo de pedregullo y polvareda.
Tosiendo y maldiciendo. Margo se volvió y miró al caballerizo, que sonreía con satisfacción. Comprendía la gracia de su persecución de Travis, pero cuanto más reía la gente, más furiosa se ponía ella. Sin embargo, a pesar
de su furia, empezó a concebir un plan. Con que Scarlet Springs, ¿no era así? El pobre Travis se había marchado sin una sola camisa limpia. Quizás ella debería empacarle algo de ropa y llevársela. Sí. cuanto más lo pensaba, más se convencía de que Travis necesitaba ropa limpia.
Regan estaba en su despacho, revisando cuentas, cuando entró Brandy.
—¿Cómo va todo? —preguntó.
—Muy bien —respondió Regan, sin dejar de examinar los libros—. El año próximo podremos construir un par de edificios nuevos. Estaba pensando en una mueblería. ¿No crees que Scarlet Springs necesita su propia fábrica de muebles?
—Sabes que no me refería a las finanzas. ¿Cómo van las cosas entre tú y Farrell? Anoche volviste a cenar con él, ¿no es cierto?
—Sabes muy bien que sí. Pero en respuesta a tu pregunta, Farrell siempre es una estupenda compañía. Sabe llevar una conversación, sus modales son impecables y sabe cómo hacer que una mujer se sienta como una reina. —Te aburre muchísimo, ¿verdad?—observó Brand con un suspiro, al tiempo que se sentaba.
—En una palabra, sí. Con Farrell no hay sorpresas. Es tan... No lo sé, supongo que es demasiado perfecto. —A Jennifer le gusta. Regan rió.
—A Jennifer le gustan los regalos que él le hace.
¡imagínate, regalar a una niña tan activa como Jen una
muñeca de porcelana! Ella quería usarla como blanco para
practicar con el juego de arco y Hechas que le regalaste tú.
Brandy ahogó una risita.
—Tal vez Farrell espera que las niñas también se comporten como damas.
Regan se puso de pie tras su escritorio. —¿Tenemos algún huésped nuevo? —Hace unos minutos llegó un hombre en una carreta. Un sujeto muy apuesto. Y muy grande.
—Brandy, eres incorregible —(dijo Regan. riendo—. Pero iré a darle la bienvenida.
Al salir de su oficina, se topó con Farrell.
—Buenos días —la saludó, y le besó la mano—. listas más bella que el sol naciente sobre las gotas de rocío en un pétalo de rosa.
Regan no supo si reír o gemir.
—Gracias por tan hermoso cumplido, pero ahora debo irme.
—Kegan, querida, trabajas demasiado. Ven a pasar el día conmigo. Llevaremos a Jennifer e iremos a almorzar al campo, como si fuéramos una familia.
—Lis una invitación muy tentadora, pero realmente debo irme.
—No puedes huir de mí con tanta facilidad —replicó Farrell con una sonrisa. La tomó del brazo y se dirigieron a la recepción.
Regan sintió la presencia de Travis aun antes de verlo. Estaba en la puerta, y su enorme cuerpo tapaba la luz. El cuerpo de Regan se puso rígido cuando los ojos de ambos se encontraron.
Ninguno de los dos se movió; simplemente se miraban. Una oleada tras otra de emoción atravesó a Regan hasta que le pareció oír un fuerte estallido. Al cabo de unos minutos que le parecieron horas, giró sobre sus talones y con un revoloteo de faldas, huyó a su despacho.
Farrell no estaba seguro de lo que ocurría entre Regan y aquel hombre, pero tenía bastante idea. No le agradaba la reacción de ella. Sin perder tiempo, la siguió de cerca.
—Regan, amor—le dijo, mientras la tomaba por los hombros. La muchacha temblaba tanto que apenas podía tenerse en pie.
Sin embargo, Regan apenas notó su presencia. Lo único que oía eran los latidos de su corazón y los pasos lentos y pesados que se acercaban sin vacilar. Temblorosa y pálida, se aterró al borde del escritorio y se inclinó hacia la fortaleza de Farrell.
La puerta del despacho se abrió con una fuerza brutal y dio de lleno contra la pared.
—¿Por qué me dejaste? —preguntó Travis con un susurro, horadándola con la mirada.
Cuando él se le acercó, Regan no pudo hablar; sólo lo miraba, pasmada.
—Te he hecho una pregunta.
Farrell se interpuso.
—Espere un momento. No sé quién es usted, pero no tiene ningún derecho sobre Regan.
No terminó lo que quería decir, pues Travis lo tomó por los hombros y lo arrojó hacia el otro lado de la habitación. Regan apenas lo notó; sólo tenía conciencia de que Travis se le acercaba cada vez más.
Cuando estuvo a pocos centímetros de ella, le acarició suavemente la sien con la punta de los dedos, y Regan sintió que se le aflojaban las rodillas. Antes de que se desplomara, Travis la levantó en brazos y hundió la cara en el cuello de la muchacha. Sin que se dijeran una sola palabra, la llevó hacia la puerta, giró a la derecha y se dirigió al final del pasillo, donde estaban las habitaciones de Regan. Después de dos días de hablar con el hombre al que había contratado Farrell, conocía bien la distribución de la Posada del Delfín Plateado.
Con la mente demasiado ocupada para poder pensar, Regan no consideró lo que estaba haciendo. Lo único que sabía era que estaba en brazos de Travis y que, más que la vida misma, quería que le hiciera el amor.
Suavemente, como si ella pudiera romperse, la tendió sobre la cama y luego se sentó a su lado. Sostuvo entre sus manos la cara de Regan y le acarició las mejillas y las sienes.
—Casi había olvidado lo hermosa que eres —murmuró—, lo delicada y adorable que eres.
Las manos de Regan subieron por sus brazos. Era magnífico volver a sentir aquella fuerza, aquella cercanía. Una vez más empezó a temblar al invadirla el deseo, que echó a correr con ardor por sus venas.
—Travis —logró susurrar antes de que la boca de él cubriera la suya.
Desesperados, frenéticos, turbulentos, comenzaron a arrancarse la ropa. No deseaban ternura: sólo había una violenta necesidad que debían satisfacer. La ropa caía al suelo, los botones volaban por la habitación, un puño de encaje se desgarró y las delicadas medias de seda se hicieron jirones. Cuando se unieron como un trueno que sigue a un brillante relámpago, se aferraron con todas sus fuerzas, más y más profundamente, tratando de saciar su incontrolable sed mutua.
Con violencia, en un estallido cegador, se arquearon con los espasmos que recorrieron sus cuerpos. Siguieron aferrados durante varios minutos hasta que al fin los músculos se relajaron, Entonces se miraron, como si quisieran devorarse.
Fue Regan quien quebró el hechizo al reír, pues Travis, con el pecho y un brazo desnudos, llevaba puesta una sola manga de la camisa. Travis bajó la vista para ver qué era tan gracioso, y sonrió con deleite.
—Mira quién se ríe —dijo, y señaló lo que quedaba del atuendo de Regan.
Tenía una enagua enrollada a la cintura, y había otra, desgarrada, debajo de ellos. Su corsé, medio puesto y medio desgarrado, estaba arrugado bajo un brazo, mientras su vestido estaba a poco más de tres metros, colgado del marco de un cuadro. Regan se apoyó sobre los codos y, al mirar hacia sus pies, vio que una de sus medias, con su bonita liga de encaje, estaba intacta, mientras que la otra, agujereada, estaba enredada entre los dedos de sus pies.
Travis conservaba una manga de su camisa y las botas, nada más.
Regan miró aquellos ojos brillantes y aquel delicioso cuerpo ahora tan cercano, y echó a reír. Lo abrazó y comenzaron a revolcarse en la cama, riendo, mientras Travis le quitaba con pericia lo que le quedaba de ropa. Luego sin separarse de ella, se quitó las botas y la hilaridad se renovó cuando oyeron un fuerte estallido de porcelana quebrada al aterrizar una de las botas en alguna parte.
Regan dejó de reír al sentir los besos de Travis en su hombro y en sus brazos. La primera pasión ya había
pasado, ahora podían pasar más tiempo volviendo a explorarse y a descubrirse. Mientras la boca de Travis recorría su cuerpo, Regan cerró los ojos y se rindió a sus sentidos. Le acarició el brazo, lo tomó de la mano, se la llevó a los labios y saboreó aquellos anchos dedos que tanto placer le daban. Mordisqueó suavemente las yemas, pasó la lengua por los nudillos. Aquélla era, sin duda, la mano de un hombre: con cicatrices, dura, callosa, ancha, y a la vez delicada y sensible. Le mordió la palma con fuerza, como si quisiera devorarlo.
Travis retiró la mano y le acarició las piernas, la masajeó y la besó, hasta que Regan agitó las piernas con impaciencia pues otra vez lo deseaba. Cuando Travis volvió a subir la cabeza, Regan lo atrajo hacia sí para besarlo.
Travis emitió una risa grave y seductora y la atrajo hacia sí, ambos de costado, enfrentados. Hizo que Regan lo abrazara con las piernas y gimió al penetrarla. Regan se aferró a él con fuerza mientras Travis manipulaba su cuerpo y prolongaba el éxtasis durante minutos, días, semanas, años, un siglo, y ella echaba la cabeza hacia atrás, sin conciencia de quién era o dónde estaba.
Cuando Regan comenzaba a pensar que se volvería loca, de pronto Travis la hizo tenderse de espaldas y la penetró con fuerzas hasta que al fin sus cuerpos hallaron el desahogo.
Sin una palabra, agotados, sudorosos, saciados, se durmieron el uno en brazos del otro.
Regan fue la primera en despertar y se sorprendió al ver por la ventana que el sol se ponía. Se desperezó, se apartó para mirar a Travis repantigado en la cama y se preguntó si alguna vez tendría algo de cordura estando con él. Por primera vez en años había olvidado por completo sus responsabilidades para con su hija, su amiga y su trabajo. Con sigilo, para no despertarlo, se levantó y se vistió. Antes de salir, besó el cabello de Travis y lo cubrió con una manta ligera.
En silencio, salió de la habitación y se dirigió a la cocina. Brandy debía de estar preguntándose qué le había ocurrido.
Travis despertó lentamente. Por primera vez en años había dormido bien. Con una sonrisa en los labios, se volvió para mirar a su esposa, pero en lugar de Regan halló un par de ojos solemnes que lo observaban con atención.
—Hola —dijo a la niñita—. ¿Cómo te llamas?
—Jennifer Stanr'ord. ¿Quién eres tú?
Aun antes de oír la respuesta. Travis supuso quién era aquella criatura. Tenía cierto parecido con su hermano menor, y el arco de las cejas se parecía mucho al de la madre de ambos.
—¿Tu madre se llama Regan?
La niña asintió con seriedad.
Travis se incorporó en la cama y mantuvo la manta sobre sí, también serio.
—¿Qué dirías si yo fuera tu padre?
Jenifer trazaba un dibujo con el dedo en el cobertor.
—Tal vez me gustaría. ¿Eres mi padre?
—Creo que no me equivocaría si dijera que sí.
—¿Vivirás con nosotras?
—Esperaba que vosotras fueseis a vivir conmigo. Si te sientas a mi lado, te contaré dónde vivo. El año pasado compré cuatro ponies del tamaño justo para mi hija.
—¿Me dejarías montar un pony?
—Sería tuyo para cuidarlo, montarlo y para lo que quisieras.
Jennifer vaciló apenas un momento y luego subió a la cama, lejos al principio, pero a medida que Travis proseguía con su narración, se fue acercando hasta sentarse en sus rodillas.
Así los encontró Regan, juntos, fascinados el uno por el otro. Era un cuadro encantador.
En cuanto Jennifer vio a su madre, empezó a dar brincos de alegría sobre la cama.
—¡El es mi papá, y vamos a vivir con él, y tiene un pony para mí, y cerdos y pollos y una casa en un árbol y un estanque, y podremos ir de pesca y todo!
Regan miró rápidamente a Travis y luego tendió los brazos a su hija.
—Brandy tiene la cena lista para ti en la cocina.
—¿Papá puede venir también?
—Tenemos que hablar —respondió Regan con firmeza—. Podrás verlo más tarde... si comes lo que te preparó Brandy.
—Lo haré —prometió Jennifer, y saludó a su padre con la mano antes de salir de prisa.
—Es una belleza —dijo Travis—. No podría estar más orgulloso...
Se detuvo cuando Regan se volvió y lo miró, furiosa.
—¿He hecho algo malo?
—6Si has hecho algo malo? —lo remedó Regan, tratando de contenerse—. ¿Cómo te atreves a decir a mi hija que vamos a vivir contigo?
—Pues claro que vendréis, ahora que os he encontrado. Tardé un tiempo, es todo.
—¿Nunca se te ocurrió que yo siempre supe dónde estabas? En cualquier momento en que lo hubiera deseado, podría haber vuelto a ti y a esa monstruosidad de plantación que tienes.
—Regan —dijo Travis, con voz grave—, no entiendo por qué te marchaste, pero sí puedo decirte que tú y mi hija vendréis a casa conmigo.
—Es por eso mismo que me marché —replicó Regan—. Desde que te conocí me dijiste qué hacer y cómo hacerlo. Yo quería quedarme en Inglaterra, pero tú querías que viniera a América, entonces vine a América. Iniciaste una ceremonia de boda sin siquiera preguntarme si quería casarme contigo. ¡Y esa plantación! Me dejaste a cargo de cien personas que hacían todo lo posible por desafiar mi autoridad. Y todo el tiempo tú estabas... afuera, persiguiendo caballos con tu querida Margo.
Al oír eso último, Travis sonrió.
—¿Celos? ¿Por eso me dejaste?
Regan levantó las manos con exasperación.
—¿Es que no has oído nada de lo que dije? No quiero que dirijas mi vida, ni la de Jennifer. No quiero que le digas qué hacer ni cómo. Quiero que aprenda a tomar sus propias decisiones.
—¿Cuantío te impedí tomar una decisión? Te di media plantación para que lo hicieras, y nunca interferí. —Pero yo no sabía tomar esas decisiones. ¿No lo entiendes? Tenía mucho miedo, en un país extraño, lleno de extraños que me decían constantemente que yo no sabía hacer nada. ¡Tenía miedo!
Los ojos de Travis brillaban.
—Pues, a juzgar por lo que oí decir, aquí te ha ¡do muy bien. Aquí no tienes miedo de los americanos; ¿por qué lo tenías allá? Admito que tengo unos jueces bastante duros trabajando para mi, pero si aquí lo lograste, ¿por qué no allá?
—No lo sé —respondió con sinceridad—. Aquí tuve que hacer algo o moriría de hambre. En tu casa habría podido pasarme la vida entera en mi habitación.
—Que es lo que hacías la mayor parte del tiempo, si mal no recuerdo.
Regan lo miró, sorprendida, porque no tenía idea de que Travis supiera lo que ella hacía durante el día. ¿Acaso él tendría idea de lo aterrada que había estado esos meses?
—Si empezaste de la nada y has construido todo un pueblo —prosiguió Travis—, no te costará dirigir mi casa. Tengo una carreta aquí. Podríamos empacar la ropa de Jennifer y la tuya y partir de mañana. O, mejor aún, marchémonos ahora. Tienes ropa en casa, y compraré a mi hija todo nuevo.
—¡Basta! —gritó Regan—. ¡Termina ahora mismo! ¿Me oyes? No dirigirás mi vida otra vez. Me gusta tener poder propio. Me gusta decidir lo que quiero hacer en lugar de que tú o mi tío o incluso Farrell tomen las decisiones por mí.
Travis levantó la cabeza.
—¿Quién es Farrell?
Con expresión disgustada, Regan respondió:
—El hombre al que arrojaste por la habitación esta mañana.
—¿Y qué hay entre vosotros? —preguntó, con mirada penetrante.
—Conocí a Farrell en Inglaterra. De hecho, una vez estuve comprometida con él, y ha venido a América a buscarme.
Travis calló un momento.
—Una vez me dijiste que habías estado enamorada ¿Era de este Farrell?
Regan se sorprendió de que lo recordara.
—Creo que sí. Yo me sentía sola y él me prestó atención durante un tiempo, y yo creía amarlo. Fue hace mucho tiempo; yo era una persona muy distinta.
—¿Y qué sientes por él ahora?
—Ahora no sé lo que siento por nada Durante años me asustaba por todo, de pronto quedé totalmente sola y tuve que sobrevivir. En los últimos cuatro años no he hecho mas que llevar libros contables y comprar y vender propiedades. Ahora, de pronto, aparece Farrell y me recuerda a aquella niña rechazada que fui una vez, y ahora tú, como siempre, me provocas un deseo inmenso de tocarte pero me aterra que vuelvas a convertirme en la niña llorosa que fui. ¿No lo entiendes, Travis? No puedo volver a tu plantación para que me anules. La única manera de ser yo misma es estar lejos de ti.
A pesar de sus mejores intenciones, se echó a llorar.
— ¡Maldito seas! —gritó—. ¿Por qué has tenido que venir a alterarme así? ¡Vete, Travis Stanford! ¡Vete y nunca vuelvas a acercarte a mí! —agregó, y salió dando un
portazo.
Travis se recostó contra la cabecera de la cama y sonrió. Cuando la conoció, había visto en ella apenas una sugerencia de la mujer que podía llegar a ser, pero no estaba seguro de cómo podía ayudarla a convertirse en esa mujer. Tal vez Regan tuviera razón y la plantación fuera demasiado para ella. Cuando se enteró de cómo la trataba el personal estuvo a punto de azotarlos a todos, pero sabía que ella necesitaba hallar su propia fuera.
Cerró los ojos y, al pensar en ella, se asombró de la mujer en la que se había convertido: segura de sí misma, sensata, con sus sueños cumplidos. Había tomado algo que era poco más que una parada en el camino y había construido
un próspero pueblo. Había criado una hija inteligente y sensata. Nadie tendría que preocuparse de que Jennifer se retirara a su cuarto a llorar.
Con una fuerte risotada de pura felicidad, echó a un lado la manta y comenzó a vestirse; al menos sus pantalones y sus botas estaban enteros. Si bien Regan creía haber madurado lo suficiente para resistirse a él, Travis sabía que no era así. ¿Cómo era aquel viejo proverbio? La edad y la felonía siempre vencen a la juventud y al talento. El pensaba echar mano a todos sus recursos, a todos los medios, para recuperarla. Con decisión, salió de la habitación, sólo con sus pantalones oscuros y sus botas altas.
Travis se detuvo en la puerta abierta de la cocina, atraído por los aromas que de allí emanaban. Rió entre dientes al recordar cómo Regan siempre le había hecho perder las comidas. Echó un vistazo a la habitación y supo que la curvilínea rubia que estaba en un rincón era Brandy Dutton. Había oído mucho de ella de boca del granuja que había conocido en Richmond.
—Disculpe —dijo en voz alta—. ¿Podría comer algo aquí? No estoy precisamente vestido como para cenar en público.
—Oh, cielos —exclamó Brandy por lo bajo, sonriendo mientras observaba abiertamente el pecho desnudo de Travis y sus brazos fuertes. Travis comprendió que lo que le habían dicho de ella era verdad: Brandy distaba mucho de ser célibe.
Cuando se recuperó, Brandy dijo;
—De modo que usted es el hombre que ha devuelto el color a las mejillas de Regan.
—Bueno, sí he puesto color en alguna parte —respondió Travis en voz baja, para que lo oyera sólo Brandy y no el personal, que los observaban sin disimulo.
Brandy lanzó una carcajada y lo tomó del brazo.
—Creo que nos llevaremos muy bien. Ahora siéntese que le traeré algo para comer. Elsie —llamó por encima de su hombro—, corre a la tienda y compra un par de camisas para el señor Stanford de las más grandes que tenga Will. Y no te des prisa. Tenemos mucho de que hablar.
Brandy sirvió a Travis una comida como nunca había probado. Cuanto más comía él, más le agradaba a Brandy. Debido a su taita de camisa, a la comida y a las respuestas de Travis, para el fin de la cena ya estaba prácticamente enamorada de él.
—Sí, se siente sola —dijo Brandy en respuesta a la pregunta de Travis—. Lo único que hace es trabajar. Es como si quisiera probarse algo. Durante años he tratado de convencerla de que trabajara menos, pero no quiere saber nada. Trabaja sin descanso, comprando más y más. Podría haberse retirado hace un año.
—¿No hay hombres? —preguntó Travis, con la boca llena de pastel de frutas.
—Unos cientos lo han intentado, pero ninguno logró nada con ella. Claro que, cuando una ha tenido lo mejor...
Travis le sonrió, tomó la camisa nueva del respaldo de la silla y se puso de pie.
—Regan y Jennifer dejarán Scarlet Springs y volverán conmigo. ¿Cómo afectará eso a su sociedad?
—Hay un abogado que acaba de llegar del este, y él podría encargarse de la venta de propiedades y de invertir el dinero. Con mi parte, me gustaría viajar, tal vez a Europa. Dime, ¿Regan sabe que se irá de aquí?
Travis se limitó a sonreír de tal modo que Brandy rió.
—¡Buena suerte! —dijo, mientras Travis salía de la cocina.
Durante dos días Regan se las ingenió para evitar a Travis o, al menos, para evitar otra discusión con él. Pero nadie podía evitarlo físicamente. Jennifer parecía convencida de que su padre era su compañero de juegos exclusivo, y siempre estaban juntos. Travis incluso asumió la
tarea de lavar el cabello largo y enmarañado de su hija, y Regan se limitó al ver que Jennifer no emitía un solo sonido de dolor o de protesta. La llevaba a cabalgar y a trepar árboles, y la niña estaba muy impresionada por la agilidad de Travis. Jennifer le mostró todo el pueblo, anunciando a todos que él era su padre y que iba a vivir con él y con sus caballos.
Regan se esforzaba por hacer caso omiso de Travis y de su forma de seducir a Jennifer, además de las innumerables preguntas que le hacía la gente del pueblo.
No había visto a Farrell desde la llegada de Travis y, cuando reapareció, Regan se percató con sorpresa de que no había pensado en él en esos dos días.
—¿Puedo hablarte en privado? —le preguntó Farrell. Parecía cansado y estaba muy sucio, como si hubiese viajado durante días sin dormir.
—Por supuesto. Ven a mi despacho.
Una vez allí, Regan cerró la puerta y se volvió
hacia él.
—Parece que tienes algo importante que decirme.
Farrell se dejó caer sobre una silla y la miró.
—Fui a Boston y volví en dos días.
—Debe de haber sido un asunto muy urgente —supuso Regan, mientras le servía un trago—. Supongo que tiene que ver conmigo y con el dinero de mi padre.
—Sí, o al menos con el testamento de tu padre. Había una copia archivada en la oficina de un abogado en Boston. Yo la mandé hacer y la envié a Norteamérica hace un tiempo, por si te encontraba aquí. Creía estar seguro de un punto del testamento, pero fui a Boston para confirmarlo. Tengo aquí una carta —dijo, al tiempo que sacaba un sobre del bolsillo interior de su chaqueta.
Regan lo tomó y lo sostuvo un momento
—Tal vez puedas decirme lo que dice.
—Tus padres murieron cuando eras muy pequeña, y quizá tú no lo recuerdes, pero en aquel tiempo el hermano de tu padre aún vivía. El iba a ser tu tutor y, de hecho, pasaste unos meses con él, pero murió poco después que tus padres.
- Yo sólo recuerdo al lío .lonathan. -—Sí. era el único familiar que te quedaba, de modo que el albacea del testamento, que es el banco de tus padres, le puso a su cuidado. Claro que no sabían qué ciase de hombre era .lonathan. Cuando se redactó el testamento, tus padres pensaron que estarías a salvo con el hermano de tu padre.
-—Farrell, por favor, ve al grano. —Lo que quiero decirte, querida, es que no podías casarte sin el permiso ele tu tutor. Tal vez ellos no querían que te casaras con un cazafortunas: o quizá no querían que pasara lo que a ellos, pues la familia de tu madre los dejó sin un centavo.
—¿Eso es todo? Tiene que haber algo más. —Regan, no lo entiendes. Te casaste con Travis Stanford sin el permiso escrito de tu tutor, y tenías apenas diecisiete años.
—¿Diecisiete? No, había cumplido los dieciocho hacía varios meses.
—En la carta figura tu verdadera fecha de nacimiento. Tu tío cambió la fecha para poder casarte antes y obtener el dinero.
Estupefacta, Regan se apoyó en el escritorio. —¿Dices que mi matrimonio con Travis no es válido?
—Carece totalmente dé validez. Eras menor de edad y no tenías el permiso de tu tutor. No estás, ni has estado nunca, casada con nadie, señorita Weston. —¿Y Jennifer?
—Lamento decir que es ilegítima: Claro que, si volvieras a casarte, tu esposo podría adoptarla.
—No creo que a Travis le agradara la idea de que otro adoptara a su hija —murmuró.
—¡AI diablo con Travis! —exclamó Farrell, al tiempo que se levantaba de un salto y se acercaba a ella—. Hace años que quiero casarme conmigo y que te amo. No puedes culparme por haber rehuido a una chiquilla de diecisiete años. Supongo que por instinto presentía que no estabas lista, y no puedes culparme por no querer casarme con
una criatura. Al menos, yo no te llevé a mi cama por la fuerza, como ese hombre que es el padre de Jenniler.
Se interrumpió y la tomó de la mano.
—Cásate conmigo, Regan. Seré un esposo bueno y fiel. ¿Acaso no te he amado el tiempo suficiente? Y seré un buen padre para Jennifer.
—Por favor, Farrell —pidió Regan, apartándose de él—. Debo pensar en esto. Ha sido una gran sorpresa enterarme que durante años he vivido en pecado con un hombre. Y esto podría hacer mucho daño a Jenniler.
—Por eso mismo... —comenzó a replicar Farrcll. pero Regan levantó una mano y lo interrumpió.
—Necesito estar sola y pensar en esto. Y tú —agregó sonriendo— necesitas un baño y un rato de descanso.
Pasaron varios minutos hasta que Farrell se marchó y Regan quedó sola al fin para leer los documentos. Media hora después, cuando terminó, Regan sonreía. Era verdad que nunca había estado casada con Travis. ¡Qué furioso se pondría cuando lo supiera! Por primera vez en años se dejó llevar por una de sus ensoñaciones e imaginó la reacción de Travis cuando le dijera que no tenía ningún poder sobre ella y que, legalmente, Jennifer no era su hija. Por una vez en su vida vencería a Travis Stanford. Sería una experiencia maravillosa.
En cuanto a la proposición de Farrell, la descartó. Aquel tonto pensaba que Regan realmente creía en sus declaraciones de amor. Quería casarse con ella antes de que cumpliera los veintitrés años, pues entonces ella heredaría la fortuna de sus padres. Pronto le haría entender que ella estaba decidida a hacer su propia vida.
Con una sonrisa, se dispuso a escribir una nota para Travis, en la cual lo invitaba a acompañarla en una cena íntima esa noche.
El comedor privado estaba preparado con altos y tragantes candelabros, cristalería vienesa, servicio de mesa francés y platería inglesa. El vino era alemán y la comida, americana.
—Me alegra que hayas vuelto a tus cabales —dijo Travis. mientras untaba un bizcocho con mantequilla—. Jenniler estará mucho mejor si tiene amigos en lugar de todos estos extraños. ¿Siempre le permitiste andar a su antojo por aquí? No me parece correcto que una criatura juegue en los pasillos de un hotel.
—Y tú tienes tanta experiencia con los niños que, por supuesto, sabes muy bien lo que es bueno para ellos —replicó Regan.
Travis se encogió de hombros. —Sé lo suficiente para estar seguro de que hay mejores sitios que éste para una criatura. En mi casa podrías pasar más tiempo con Jennifer y... —sonrió— con nuestros otros hijos.
—Travis —comenzó Regan, pero él la interrumpió. —No puedo decirte cuanto me alivia que al fin hayas vuelto a tus cabales. Aunque, en realidad, supuse que pelearías más. Has crecido más de lo que pensé.
—¿Qué? —exclamó Regan, atragantándose con el vino—. ¿Que al fin volví a mis cabales? ¿Que he crecido? ¿De qué hablas?
Travis la tomó de la mano, le acarició los dedos y habló con voz profunda, grave.
—Esta cena no es una gran sorpresa para mí, porque sabía lo que querías decirme. —Le besó los dedos.— Quiero que sepas que comprendo lo difícil que ha sido para ti tomar esta decisión, y nunca lo usaré en tu contra. Has sido muy valiente y generosa al aceptar volver conmigo. Tal vez desees quedarte en tu pueblito un tiempo más, pero Jennifer necesita algo más que estar rodeada de extraños. Necesita un hogar, lo cual yo, por supuesto, puedo darle. —Volvió a besarle los dedos.— Has tomado una decisión muy sensata.
Regan aspiró profundamente para calmarse, bebió un poco de vino y le sonrió.
—¡Eres un granjero vanidoso! —dijo, en tono amistoso—. No tengo intenciones de regresar a tu casa, y mi "pueblito", como lo llamas tú, es un hogar para mi hija.
A pesar de sus buenas intenciones, comenzó a levantar la voz.
—No te he invitado aquí para decirte que volvería contigo, como supusiste con tu típica arrogancia, sino para informarte que no estoy casada contigo, ni nunca lo he-estado.
Esta vez fue Travis quien se atragantó. Regan, por primera vez en la cena, empezó a comer. ¡Qué estupendo era derrotar a Travis!
El la tomó por la muñeca y trató de levantarla.
—¿Qué haces?
—Supongo que en este pueblo habrá un predicador. El puede casarnos ahora.
—¡Pero no lo hará! Y si no te sientas, puedo volver a llevarme a Jennifer.
Travis vaciló pero, como no quería arriesgarse a sufrir ese castigo, se sentó.
—Cuéntamelo todo —dijo, abatido.
Regan perdió parte de su regocijo al ver la expresión de Travis y, cuando le dijo que Jennifer no era legalmente su hija, estuvo a punto de aceptar casarse con él en ese mismo instante. Pero la expresión de Travis cambió al oír el nombre de Farrell.
—¿Fue ese inservible quien te lo dijo? —preguntó—. Se ha tomado muchas molestias. ¿Qué hay en esto para él?
Regan sabía muy bien que Travis no estaba al tanto del dinero que ella heredaría, dinero que para él no significaría nada, pero para Farrell lo era todo. Pero, en verdad, no le agradó la insinuación de que Farrell tenía otro motivo además del amor.
—Farrell quiere casarse conmigo —respondió con altivez—. Dice que me ama y también a Jennifer, y quiere adoptar a mi hija.
—No serías tan tonta —replicó Travis con presunción—. ¿Qué mujer querría a un debilucho como él?
El final implícito de esa pregunta era "cuando podría" tener a alguien como yo.
Regan lo miró con furia y respondió, casi en un grito:
— Farrel es un caballero. Sabe hacer sentir a una mujer como una dama. Sabe cortejar ele una manera... exquisita. Ustedes, los americanos, sólo saben exigir.
Travis bufó.
—Cualquier americano puede cortejar mejor que un inglés debilucho.
—Oh, Travis —dijo Regan, con una sonrisa serena—. Tú no sabes nada de eso. Tu idea de seducir a una mujer consiste en arrastrarla por el cabello.
—Pues muchas veces te gusto que le arrastrara —replicó. Regan perdió la serenidad.
—liso es un ejemplo ele tu grosería de colono.
—Y tú, mi querida, eres una inglesa presuntuosa. Dijiste que tu cumpleaños es en tres semanas. Pues bien, ese día te casaras conmigo, y lo harás por tu propia voluntad.
Dicho eso, salió de la habitación, y no alcanzó a oír a Regan exclamar: "¡Jamás!"
Al día siguiente, muy temprano, Regan estaba en su despacho cuando llegó Brandy con montones de novedades. Primero la acusó porque Travis se había marchado la noche anterior y aún no regresaba. Luego de dejar en claro su opinión (que Regan estaba equivocada), le advirtió que una mujer alta y pelirroja se había registrado esa mañana y preguntaba por su novio, el señor Travis Stanford.
—Me parece que estás en problemas —concluyó Brandy, con un suspiro.
—¡Qué bien! —respondió Regan, en tono fatigado—. Justo lo que necesito. ¿Es que nadie se da cuenta de lo difícil que es dirigir un hotel como este? Tengo trabajo de varios días apilado en mi escritorio y, a propósito, Farrell ya me ha informado de la partida de Travis y antes que él, me lo ha dicho mi hija. Estoy segura de que Farrell tiene mucho más que decirme, pero es probable que Jennifer no vuelva a decir una sola palabra en mi presencia. Ahora bien, la pelirroja no puede ser otra que mi querida amiga Margo Jenkins. Dame unos minutos para prepararme y podré encargarme de ella.
Brandy asintió y salió de la habitación.
Durante un momento, Regan dejó que su mente volviera al tiempo de las visitas de Margo a la plantación. En aquel tiempo, Margo no se enfadaba con ella y la ayudaba con el personal de servicio, y no había visto los insultos de aquella mujer como lo que eran. ¡Esa Malvina!, pensó. ¡Cómo le gustaría ahora ponerle las manos encima! ¡Y Margo! La querida Margo, que tiranizaba a la pobre e insegura esposa de Travis, ungiendo ayudarla cuando, en rea-lidad, destruía la poca seguridad que le quedaba.
Con una sonrisa. Regan salió de su oficina, pasó por la cocina y pidió a Brandy que prepárala té para dos mujeres. Ignoró los comentarios de su amiga acerca de que estaba lista para la batalla y luego envió una invitación a Margo para tomar el té en la biblioteca.
Margo se presentó de inmediato, y Regan vio en ella cosas que antes no había visto: el rostro y el cuerpo de Margo comenzaban a acusar rastros de tantos años de vida disipada. Trasnochadas, buena comida, excesos de toda clase, se reflejaban en arrugas y ojeras, y en un engrasamiento de su cintura que se advertía a pesar del ceñido corsé.
—Vaya, vaya, si es la florecíta inglesa —dijo Margo al entrar—. Me han dicho que ahora eres dueña de este lugar. Quién te lo compró?
—¿No quieres tomar asiento? —dijo Regan con cortesía—. He ordenado un refrigerio. En efecto, soy la dueña de este hotel. —Con una sonrisa inocente, prosiguió.— Y de la imprenta, la oficina del abogado, el consultorio del médico, la tienda, !a herrería, la escuela y la botica, además de cuatro granjas fuera del pueblo y ciento veinte hectáreas de tierra.
Margo parpadeó una sola vez, pero no mostró otro cambio de expresión.
-—¿Y con cuántos hombres has dormido para conseguir todo eso? Estoy segura de que a Travis le interesará saberlo.
—¡Qué amable eres al pensar que valgo tanto! —exclamó Regan con entusiasmo—. Pero lamento informarte que yo no tengo tu habilidad para venderme y con-
seguir lo que quiero. He tenido que recurrirá la inteligencia y al trabajo para tener todo lo que hoy poseo. Cuando me sobraba un poco de dinero, no lo gastaba en un vestido nuevo sino que lo utilizaba para comprar más tierras y más materiales de construcción.
Se detuvo y fue a abrir la puerta a Brandy, que, con gran curiosidad, traía una enorme bandeja.
—¿Cómo van las cosas'1 —susurró Brandy.
Regan sonrió con presunción, con lo cual Brandy rió y le entregó la bandeja.
Cuando volvieron a quedar a solas, Regan colocó la bandeja sobre una mesita baja y sirvió el té.
—¿Quieres que volvamos a empezar? —preguntó Regan—. De nada sirve fingir que somos amigas. Supongo que estás aquí porque quieres a mi esposo.
Margo trató de serenarse. No quería perder aquella batalla.
—Veo que has aprendido a servir el té —observó.
—He aprendido muchas cosas en los últimos años. Verás que no soy tan confiada como antes. Ahora dime. lo que quieres.
—Quiero a Travis. Era mío hasta que tú te metiste en su cama, te embarazaste y lo obligaste a casarse contigo.
—Esa es una manera de ver las cosas. Dime, ¿acaso Travis te ha dicho que se casaría contigo si se librara de mí?
—No hace falta que me lo diga —replicó Margo—. Ya estábamos casi comprometidos cuando él te conoció, y el único problema es que está encaprichado contigo. Ninguna mujer lo había abandonado antes, y eso lo vuelve loco.
—Si ése es el caso, si a Travis le gustan las mujeres que lo abandonan, ¿por qué lo has seguido hasta aquí? ¿No habría sido mejor quedarte y que él volviera a ti?
—¡Maldita seas! —gruñó Margo—. ¡Travis Stanford es mío! Ya era mío mucho antes de que tú dejaras de usar vestidos cortos. ¡Tú lo abandonaste! Robaste las joyas de su madre y lo dejaste. Si no hubiera encontrado aquella nota... —Se detuvo abruptamente.
Regan la miró a los ojos un momento, concentrada. Todos esos años se había preguntado por qué Travis nunca la había encontrado. Ella había dejado un rastro que hasta un niño podría seguir, pero Travis nunca se había molestado en hacerlo. Pero si Margo había hallado la nota antes que él...
—¿Me buscó mucho tiempo? —pregunto en voz baja. Margo se puso de pie y la miró, furiosa.
—No esperarás que te lo diga, ¿verdad? Te lo advierto: Travis es mío. No creo que seas lo suficientemente mujer para pelear conmigo. Yo siempre consigo lo que quiero.
—¿De veras. Margo? —preguntó Regan con calma—. ¿Tienes acaso un hombre que te abrace por las noches mientras lloras, o a quien puedas confiar tus más profundos secretos? ¿Sabes lo que es compartir, amar y ser amada por alguien? —Volvió la cabeza y miró a Margo.— ¿O acaso ves a la gente como si fueran dólares y centavos? Dime, si tú fueras la dueña de Scarlet Springs, ¿seguirías tan interesada en mi esposo?.
Margo se dispuso a responder pero, aparentemente, cambió de parecer y, en silencio, salió de la habitación. Cuando Regan se llevó la taza de té a los labios, notó con sorpresa que estaba temblando. Las preguntas que había hecho a Margo eran las mismas que ella se había planteado sin darse cuenta. Al fin y al cabo, ¿qué significaba ser dueña de un pueblo? Allí tenía amigos, personas a quienes había tomado cariño, pero ¿podían reemplazar a una persona especial, alguien que la amara aunque no estuviera en el mejor de los ánimos, alguien que le sostuviera la cabeza cuando se descomponía, una persona especial que conociera todas sus partes feas y aun así la animara?
Al recordar la plantación de Travis y la casa Stanford comprendió que Jennifer debía crecer allí. En las paredes estaban los retratos de cientos de antepasados de Travis, que también eran los ancestros de Jennifer. La niña merecía esa clase de continuidad, un lugar que implicara seguridad y paz, no la vida siempre cambiante de un hotel.
Sonriendo, se recostó en la silla. Claro que no sería fácil decir a Travis que había ¿¡añado. Sin eluda, él se regodearía y respondería que siempre había sabido que ganaría. Pero ¿qué importaba eso? Para ella significaba más pasar la vida con el hombre que amaba que renunciar a todo por su tonto orgullo. Además, habría maneras de pagárselo. Si, pensó. Le haría lamentar su jactancia.
—Te ves muy complacida contigo misma—observó Brandy.
Regan no había oído entrar a su amiga.
—Estaba pensando en Travis.
—Eso me haría sonreír a mi también. Entonces, ¿cuándo te vas con él?
—¿Y qué te hace pensar...? —empezó a preguntar Regan, pero se detuvo cuando Brandy se echó a reír—. Ya sé lo que estás pensando, y es verdad. ¿Sabes? durante años tuve miedo de Travis, miedo de que su personalidad me devorara y yo dejara de existir.
—Pero ahora sabes que puedes defender lo tuyo —dijo Brandy.
—Sí, y comprendo que él tiene razón: que su plantación es un sitio mejor para Jennifer. Pero ¿qué hay de ti? ¿Cómo te afectará que yo me marche de Scarlet Springs? ¿Quieres que busque a otra persona para que te ayude con el hotel?
—No, no te preocupes por eso —respondió Brandy, levantando una mano—. Travis y yo lo hemos arreglado todo. No habrá ningún problema.
—¿Travis y tú? ¿Quieres decir que tú... y mi esposo...? ¿A mis espaldas?
—Por lo último que supe, él ya no era tu esposo. Y por supuesto que sabía que te marcharías. Travis no es un hombre al que una mujer pueda resistirse por mucho tiempo. ¿Sabías el infierno por el que pasó tratando de encontrarte cuando lo dejaste? ¿Y que se ha mantenido célibe desde entonces?
—¿Qué?—exclamó Regan, mientras volvía a invadirla el amor por Travis— ¿Cómo lo sabes?
—Mientras tú trabajabas, yo pasé un tiempo con Travis y Jennifer, y si tú no tenías curiosidad, yo sí. ¿Quieres saber por lo que ha pasado ese pobre hombre en los últimos años?
Sin esperar la respuesta de Regan, Brandy empezó a relatarle la historia larga y detallada de los sufrimientos de Travis. La mayoría de sus amigos creían que Regan se había ahogado, pero él seguía buscándola aunque todos le aconsejaban que se diera por vencido. Un predicador llegó a insistir en que hiciera un funeral para su querida esposa desaparecida, pensando que tal vez eso libraría a Travis de su obsesión.
Una hora más tarde, Regan salió de la biblioteca con la cabeza en las nubes. Ignoró a Farrell, que la vio y la llamó, y buscó a Travis por todas partes, ansiosa por decirle que lo amaba, que quería casarse con él y que volvería a casa con él.
Al anochecer, al ver que Travis aún no aparecía, comenzó a perder parte de su entusiasmo. Distraída, rechazó la invitación de Farrell a cenar y pasó la noche con su hija. Al cabo de la segunda noche sin noticias de Travis, su euforia se aplacó. Jennifer estaba de mal humor y dirigía miradas enfadadas a su madre; Farrell insistía con sus invitaciones, y Margo preguntaba constantemente dónde estaba Travis.
Al tercer día, Regan empezó a desear no haber nunca conocido a Travis Stanford. ¡No podía haberla abandonado después de todo lo que había hecho para encontrarla!: ¿O sí? Oh, Dios, por favor, rezó en silencio esa noche, al arrojarse sobre la cama. Por favor, que no me haya abandonado. Por primera vez en años, se echó a llorar. ¡Maldito seas, Travis!, pensó. ¿Cuántas lágrimas le había hecho derramar aquel hombre?
A las cinco de la mañana siguiente, Regan despertó al oír que llamaban a su puerta. Adormilada, se levantó y se puso la bata.
De pie en el pasillo estaba Timmie Watts, el hijo de uno de sus inquilinos granjeros.
Antes de que Regan pudiera decir un palabra, el muchacho le entregó una rosa roja de tallo largo y se marchó de prisa.
Regan bostezó y miró la flor exquisita y fragante. Sujeto al tallo había un papel, que desenrolló y leyó: "Regan quieres casarte conmigo? Travis."
Pasó todo un minuto hasta que su mente comprendió lo que veían sus ojos, y entonces lanzó una exclamación de júbilo, estrechó la rosa contra su pecho y dio tres saltos en el aire. ¡El no la había olvidado!
—Mami —dijo Jennifer, frotándose los ojos—, ¿ha vuelto papi?
—Casi —respondió Regan, riendo. Tomó a su hija en brazos y bailó con ella por la habitación. —. Esta rosa, esta hermosa y perfecta rosa, es de tu padre. Quiere que vayamos a vivir con él.
Iremos –dijo jennifer. riendo también y abrazando a su madre, pues empezaba a marearse—. Podremos montar mi pony.
—¡Todos los días, desde ahora y para siempre! Ahora vistámonos, porque seguramente papá llegará muy pronto.
Antes de ponerse un vestido de terciopelo dorado, Regan arrojó todas sus pertenencias sobre la cama. Estaba en medio de aquel desorden cuando alguien volvió a llamar a la puerta. Corrió a abrirla, esperando ver a Travis.
Era Sarah Watts, la hermana de Timmie, que traía dos rosas rosadas. Confundida, Regan tomó las rosas y observó a Sarah marcharse corriendo por el pasillo.
—¿Lira papi? —preguntó Jennifer.
—No, pero papi nos ha enviado dos rosas más. Sujeto a cada una había un papelito enrollado, escrito con letra de Travis. que decía: "Regan, ¿quieres casarte conmigo? Travis."
—¿Pasa algo, mami? ¿Por qué papi no viene a vernos?
Sin prestar atención a la ropa que estaba sobre la cama Regan se sentó. Era apenas una recóndita sospecha, pero las nuevas rosas la hicieran preguntarse qué estaría tramando Travis. Echó un vistazo al reloj y vio que eran apenas las cinco y media. Habían entregado una rosa a las cinco, dos a las cinco y media. No, pensó. No podía ser.
—No pasa nada, mi amor —dijo Regan—. ¿Quieres llevar estas rosas a tu cuarto?
— ¿Son de papi?
—Por supuesto.
Jenniter tomó las rosas como si fueran valiosísimas y las llevó a su cuarto.
A las seis, cuando Jennifer y Regan estaban vestidas y se dirigían abajo a desayunar, llegaron tres rosas más.
—¡Qué hermosas! —exclamó Brandy, que ya estaba levantada y cocinando. Antes de que Regan pudiera protestar, tomó las flores, leyó las notas sujetas a ellas y las colocó en un Horero. —No pareces muy feliz. Por el
ánimo que has tenido en los últimos días, penseque te alegraría recibir una señal de él. A mí me animarían mucho tres rosas con esas notas.
—Hay seis rosas —respondió Regan con seriedad—. Una llegó a las cinco, dos a las cinco y media, tres a las seis.
—No estarás pensando...
—Lo había olvidado, pero Travis y yo discutimos por las maneras de cortejar. Yo hice algunos comentarios despectivos acerca de que los americanos no saben cortejar a una mujer.
—Has estado muy mal —dijo Brandy, sintiéndose muy americana—. Seis rosas antes del desayuno te demuestran lo que podemos hacer los americanos —agregó, y reanudó su trabajo.
Pensando que había ofendido a su mejor amiga, Regan se dirigió al comedor para verificar que todo estuviese listo. Mientras salía del comedor, el hijo del impresor le entregó cuatro rosas amarillas, cada una con su respectiva nota.
Con un profundo suspiro, Regan sonrió al ver las rosas y meneó la cabeza. ¿Acaso Travis nunca hacia nada en pequeña escala? Guardó las notas en su bolsillo y fue en busca de un florero.
Para las diez de la mañana ya no sonreía. Cada media hora llegaban más rosas, y hasta el momento había un total de sesenta y seis. La cantidad misma no era intimidatoria, pero sí el interés que aquellas flores estaban despertando en todo el pueblo. El boticario y su esposa fueron a desayunar al hotel, algo que nunca habían hecho antes, y al marcharse se detuvieron para preguntar a Regan quién era ese Travis que había contratado a sus tres hijos para que entregaran rosas cada media hora. No revelaron dónde conseguían los niños esas flores ni quién había hablado con ellos, y se mostraron muy discretos con respecto a las notas que habían leído... pero la curiosidad los carcomía.
Al mediodía llegó un ramo de quince rosas, cada una con una nota sujeta al tallo, y fue entonces cuando ella empezó a tratar de esconderse. Pero todo el pueblo parecia
conspirar contra ella. Siempre que faltaban cinco minutos para la hora o la inedia hora, alguien tenía algo importante que decirle, algo que la mantenía a la vista de todos cuando llegaba el siguiente ramo.
A las cuatro, le entregaron veintitrés rosas.
-—Ya son doscientas setenta y seis —dijo el dueño del almacén, y escribió la cantidad con tiza en la pared del bar.
—¿No tiene clientes hoy9 —le preguntó Regan, irritada.
—Ni uno solo —respondió el hombre, sonriendo—. Están todos aquí. —Volvió a mirar hacia el atestado salón. —Quién quiere apostar cuándo van a dejar de llegar?
Regan dio media vuelta y salió de allí, después de dejar el ramo de rosas en brazos de Brandy.
—¿Rosas?—exclamó Brandy—. ¡Qué maravillosa sorpresa! ¿Quién las habrá enviado?
Regan hizo una mueca y siguió por el corredor. No le habría extrañado que Travis hubiese instigado todo aquel interés en las rosas. Seguramente la gente del pueblo tenía mejores cosas que hacer en lugar de observarla recibir flores. Claro que el motivo por el que Travis había contratado a todos los niños del pueblo era despertar el interés de los padres.
A las siete recibió veintinueve rosas, y a las ocho, treinta y una. Para las nueve ya había recibido quinientas sesenta y una rosas, de todos los colores que podían tener las rosas. Las notas de Travis, que decían lo mismo una y otra vez, llenaban sus bolsillos, los cajones de su escritorio, una caja sobre su tocador, una olla de cobre en la cocina. A pesar de todas sus protestas, no podía desechar una sola de las notas.
A la diez comenzó a preguntarse si alguna vez dejarían de llegar las flores. Estaba cansada y no quería más que meterse en la cama y estar tranquila, justo cuando llegaba a la puerta de su dormitorio, un niño le puso en los brazos un ramo de treinta y cinco rosas. Una vez dentro, Regan les quitó cuidadosamente todas las notas, las leyó y luego las guardó en un cajón, junto con su ropa interior. Travis, suspiró; ya
no estaba fatigada. Al menos sola en su cuarto podía disfrutar las rosas.
Alguien, sin duda Brandy, había colocado varios jarrones con agua en un rincón, y Regan ocupó uno. Al hacerlo recordó la última vez que Travis le había regalado flores, en su noche de bodas.
Aún estaba riendo cuando, a las diez y media, llegaron treinta y seis rosas. Llegaron más a las once y a las once y media. A la medianoche, Regan fue a abrir la puerta y vio que era el Reverendo Wentworlh, de la iglesia de Scarlet Springs.
—Fase, por favor —dijo Regan, con cortesía.
—No, debo ir a casa. Ya es muy tarde. Sólo he venido a traerle esto.
Le entregó un estuche blanco, largo y angosto. Regan lo abrió y vio que contenía una delicada rosa de cristal fino delgado y frágil, con un suave tinte rosado. El tallo y las hojas también eran de cristal, de un suave color verde. A su lado había una pequeña placa de plata tallada, que decía: "Regan, ¿quieres casarte conmigo? Travis."
Regan quedó sin habla, temerosa de tocar la belleza de la rosa de cristal.
—Travis estaba muy deseoso de que le gustara —dijo el Reverendo Wentworth.
—¿Dónde la encontró ? ¿Y cómo la trajo a Scarlet Springs?
—Eso, mi querida, lo sabe solamente el señor Stan-ford. El simplemente me pidió que le entregara un regalo esta medianoche. Claro, cuando llegó el estuche y al ver que estaba abierto, mi esposa y yo... bueno, no resistimos la tentación de espiar qué era. Ahora realmente debo irme. Buenas noches.
Regan apenas lo oyó. Cerró la puerta, distraída, y se recostó contra ella un momento, con la mirada fija en la elegante y espléndida rosa de cristal. Contuvo el aliento, temerosa de que se quebrara, y la colocó en el pequeño florero que había junto a su cama, junto a la primera rosa que le había enviado Travis. Al desvestirse, no apartó los ojos de ninguna de las dos rosas, y cuando se acostó, la luz de
la luna parecía destacar cada rosa. Regan se durmió con una sonrisa.
Al día siguiente despertó tarde: ya eran las ocho. Echó un rápido vistazo a sus rosas y les dirigió a todas una radiante sonrisa. Se levantó y tomó su bata. Una de las mangas estaba torcida y, al enderezarla, cayó un papelito azul que decía: "Regan, ¿.quieres casarte conmigo? Travis."
De prisa, lo guardó en su bolsillo, pensando que no había reparado en que las notas del día anterior estuvieran escritas en papel azul. Fue al cuarto de Jenniter y lo halló vacío. La niña a menudo se levantaba e iba a la cocina aun antes de que su madre despertara.
Sin dejar de sonreír, Regan volvió a su habitación para vestirse. Estaba segura de que Travis se presentaría ese día, que se arrodillaría ante ella y le rogaría que se casara con él. Tal vez, sólo tal vez, ella aceptaría. Rió en voz alta. Dejó de reír cuando encontró otra nota azul dentro de su vestido. Vaciló apenas un momento, miró la nota con suspicacia y luego dio media vuelta y comenzó a registrar su guardarropa.
Había notas azules por todas partes: en sus zapatos, en sus vestidos, dentro de los cajones, en sus enaguas y camisolas, ¡incluso debajo de la almohada!
¿Cómo se atrevía?, pensó, poniéndose más furiosa con cada nota que encontraba. ¿Cómo se atrevía a invadir así su intimidad? Si no había sido Travis en persona, había contratado a alguien para que revisara todas sus cosas y colocara las notas. Pero ¿cuándo? Seguramente algunas habían sido puestas allí por la noche, porque incluso en el vestido que había usado el día anterior había tres notas.
Furiosa, salió de su habitación y fue directamente a su despacho. A primera vista, esa habitación no había sido tocada. Agradeció al cielo tener la costumbre de cerrarla con llave todas las noches.
Se sentó ante su escritorio y al principio no reparó en el hilo delgado que había sobre el secante de cuero. Luego, con suspicacia, lo siguió hasta el pie del escritorio, donde desaparecía. Se arrodilló y luego se tendió de espaldas. Sujeto a la parte inferior de su escritorio había un cartel
con grandes letras que decía: "Regan, ¿quieres casarte conmigo? Travis."
Apretó los dientes, arrancó el cartel y estaba rompiéndolo en diminutos pedacitos cuando entró Brandy con las manos llenas de papelitos azules.
—Veo que también ha andado por aquí —dijo Brandy alegremente.
—Esta vez ha llegado demasiado lejos. Esta es mi oficina privada y no tiene derecho a venir aquí sin invitación.
—No quiero ponerte más nerviosa, pero ¿has mirado en tu caja fuerte ?
—¡En mi...! —comenzó a exclamar, pero se detuvo. Regan era la única que tenía un juego de las tres llaves que se necesitaban para abrir la caja fuerte. El otro juego estaba guardado en la bóveda de un banco, a más de cien kilómetros de allí. Ni siquiera Brandy abría jamás la caja fuerte del hotel, ni sabía cómo ni en qué orden se usaban las llaves; dejaba eso a cargo de Regan.
De prisa, Regan se dirigió a la caja fuerte e inició el largo proceso de apertura. Al abrir la última puerta, cayó una ancha cinta azul. Regan tiró de ella, furiosa y vio de inmediato lo que tenía escrito. No se molestó en leerla; simplemente metió la mano en la caja, sacó un puñado de cinta azul y la arrojó hacia el cesto de los papeles.
—¿Cómo lo supiste? —preguntó a Brandy, mientras se ponía de pie.
Brandy parecía un poco nerviosa y sonrió ligeramente.
—Ojalá estés lista para esto. Parece que ayer, mientras todo el pueblo estaba aquí y las tiendas estaban cerradas, alguien, o quizá fue un ejército de personas, colocó todas estas proposiciones azules por todo el pueblo. El médico encontró una en su maletín y cuatro en su consultorio. Will encontró seis en su almacén y... —Hizo una pausa y ahogó una risita —el herrero encontró una cinta azul en la herradura de un caballo.
Regan se sentó.
—Continúa —suspiró.
—Algunos lo tomaron bien, pero otros están bastante enfadados. El abogado encontró una en su caja fuerte , y está hablando de hacer una demanda. Pero, en general, todos líen y dicen que quieren conocer a ese Travis.
—No quiero volver a verlo en mi vida —dijo Regan con sentimiento.
—No lo dices en serio —replicó Brandy, sonriendo—. Tal vez tus notas sean todas iguales, pero la mayoría de las otras son muy creativas. Hay poemas, algunas cosas de Shakespeare, y la señora Ellison, que toca el piano, recibió una canción entera que dice que es muy boni-ta. Está ansiosa por hacértela escuchar. Regan levantó la cabeza. —¿Está ahí fuera? Brandy hizo una mueca.
—Ahora todos se sienten involucrados, y la mayoría de ellos está afuera.
—¿Quién no está? — preguntó Regan débilmente. —La abuela de la señora Ellison, que tuvo un ataque el año pasado, y el señor Watts, que tenía que ordeñar, y... —Se detuvo porque no recordaba que faltara alguien más.— La hermana de la señora Brown está de visita; llegó ayer y se muere por conocerte. Ha traído también a sus seis hijos.
Regan apoyó los brazos en el escritorio y hundió la cara en ellos.
—¿Se puede morir con sólo desearlo? ¿Cómo puedo enfrentarme a todas esas personas? —Miró a Brandy, con gran angustia.— ¿Cómo pudo Travis hacerme esto? Brandy se arrodilló junto a su amiga y le acarició el cabello.
—Regan, ¿no te das cuenta de que te quiere tanto que está dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de recuperarte? No sabes por todo lo que ha pasado desde que lo dejaste. ¿Sabías que al principio perdió veinte kilos? Fue un amigo suyo llamado Clay quien lo convenció de que no renunciara a la vida.
—¿Travis te ha dicho todo eso?
—En cierto modo. Yo le pregunté algunas cosas y otras no. Tardé un poco en armar el rompecabezas, pero lo logré. Ahora ese hombre está más allá de todo orgullo. No le importa lo que tenga que hacer para que vuelvas con él. Si puede conseguir la ayuda de todo un pueblo, lo hará. Tal vez sus lácticas sean un poco... bueno, no es precisamente sutil, pero ¿qué prefieres? ¿Tener una rosa y un hombre como Farrell o... setecientas cuarenta y dos rosas y Travis Stanford?
—Pero ¿por qué tiene que hacer todo esto?
—Me has dicho muchas veces que Travis nunca te pedía nada, sino que solamente te decía lo que tenías que hacer y cómo. Si mal no recuerdo, en la ceremonia le dijiste que no simplemente porque no te había pedido que te casaras con él. No creo que ahora puedas acusarlo de no habértelo pedido. Además, dijiste que querías que te cortejara. —Brandy se puso de pie, sonriendo.— Esto puede pasar a la historia.
A pesar de sí misma, Regan comenzó a sonreír.
—Lo único que yo quería era un poco de champaña y algunas rosas.
Brandy abrió mucho los ojos y se llevó un dedo a los labios.
—Por favor, no menciones el champaña. Puedes iniciar una inundación.
Regan lanzó una risita.
—¿Es que nunca hará nada a escala normal?
—¿No esperas que no? —dijo Brandy con seriedad—.Yo daría mucho por estar en tus zapatos.
—Mis zapatos están llenos de notas —respondió Regan, impasible.
Brandy rió y se dirigió a la puerta.
—Será mejor que te prepares. Todos están ansiosos por verte.
Brandy rió a! oír el sentido gemido de Regan y salió de la habitación.
Regan se tomó un momento para calmarse y para pensar en las palabras de Brandy. Todo en Travis era exagerado, desde su cuerpo hasta su casa y sus tierras; ¿por qué esperaba que la cortejara de otra manera?
Con cuidado, recuperó la cinta que había arrojado al papelero y la plegó con ternura. Algún día se la mostraría a sus nietos. Con decisión, los hombros derechos, salió de su despacho y se dirigió a los salones públicos.
Nada habría podido prepararla para lo que la esperaba. La primera persona a la que vio fue la abuela de la señora Ellison. sentada en una silla, sonriéndole con la mitad de la cara, pues la otra mitad se le había paralizado con el ataque.
—Me alegra mucho que haya podido venir—le dijo Regan, como si hubiese enviado invitaciones para aquella fiesta.
—¡Setecientas cuarenta y dos! —decía un hombre—. Y la última es de cristal, traída de Europa.
—¿Cómo habrá hecho para traerla sin que se rompiera?
—¿Y cómo habrá llegado a mi desván? La escalera se rompió hace dos días y no tuve tiempo de arreglarla. Pero ahí estaba: una bonita cinta sujeta a un fardo de heno, con una proposición matrimonial para Regan.
Un hombre pintaba un rosal en la pared del bar, y al lado de la pintura había números: 5 hs. 1 rosa: 5:30 hs, 2 rosas, hasta llegar a treinta y ocho rosas a las once y treinta de la noche y una rosa a medianoche, más el total al pie. Regan no se molestó en preguntar quién era el pintor o quién le había dado permiso para pintar en su pared. Estaba demasiado ocupada recibiendo preguntas.
—Regan, ¿es verdad que ese hombre es el padre de Jennifer pero no estás casada con él?
—Estábamos casados cuando nació Jennifer —trataba de explicar—. Pero yo era menor de edad y... Otra pregunta la interrumpió. —Dicen que ese hombre es dueño de medio Virginia. —No tanto; sólo un tercio. El sarcasmo no apagaba el interés de la gente. —Regan, no me agrada que ese hombre deje notas en mi caja fuerte. Tengo documentos privados allí, y la palabra de un abogado a sus clientes es sagrada.
Así siguieron, hora tras hora, hasta que la sonrisa de Regan parecía pegada a su cara. Sólo una vocecita a su lado la hizo reaccionar.
—Mami...
Regan bajó la vista y vio la carita de su hija, visiblemente preocupada por algo.
—Ven —le dijo, al tiempo que la levantaba en brazos y la llevaba a la cocina—. Veamos si Brandy puede prepararnos el almuerzo, y lo comeremos en el campo.
Una hora más tarde, Regan y su hija estaban solas junto a un arroyo al norte de Scarlet Springs. Habían acabado con una cesta llena de pollo frito y pasteles de fresa.
—¿Por qué papi no vuelve? —pregunto Jennifer—. ¿Y por qué no me escribe cartas como a todos?
Por primera vez, Regan reparó en que su hija había sido excluida de las notas y las rosas. Recordó que en la habitación de Jennifer no habían encontrado ninguna nota.
Sentó a su hija sobre su regazo.
—Supongo que papá quiere que me case con él, y sabe que adonde yo vaya irás tú también.
—¿No quiere casarse también conmigo?
—Quiere que vivas con él; de hecho, creo que al menos la mitad de Las rosas son para ti, para que tú también vayas a vivir con él.
—¡Ojalá me enviara rosas! Timmie Watts dice que papi sólo te quiere a ti y que cuando vosotros os vayáis, yo tendré que quedarme aquí con Brandy.
—¡Eso es una maldad! ¡Y no es cierto! Tu papá te quiere mucho. ¿No te habló del pony que compró para ti y de la casa que construyó en el árbol? Y eso fue antes de conocerte. Imagina lo que hará ahora que sabe quién eres.
—¿Crees que a mí también me pedirá que me case con él?
Regan no supo responder a eso.
—Cuando me lo pide a mi, significa que también te quiere a ti.
Con un suspiro, Jennifer se recostó contra su madre.
—Ojalá papi viniera a casa. Ojalá nunca volviera a irse, y ojalá me enviara rosas y me escribiera cartas.
Regan acunó a su hija y le acarició el cabello, sintiendo su tristeza. ¡Cómo odiaría Travis saber que había herido a su hija al excluirla! Tal vez al día siguiente ella podría compensar el descuido de Travis. Tal vez pudiera encontrar algunas rosas, si quedaba alguna en el estado después de los envíos de Travis, y dárselas a su hija... de parte de su padre.
Mañana, pensó, y casi se estremeció. ¿Qué tendría Travis en mente para ese día?
A la mañana siguiente, Jenniter despertó a su madre. Traía un ramillete de rosas en la mano.
—¿Serán de papi? —preguntó a su madre.
—Puede ser —respondió Regan, sin mentir en realidad, para dar esperanzas a la niña. Ella había colocado el ramo esa mañana sobre la almohada de su hija.
—No son de papi —dijo Jenniter con gran desesperación—. Tú las has puesto allí.
Las arrojó sobre la cama y corrió a su cuarto. Pasó un momento hasta que Regan pudo consolar a su hija, y ella misma llegó al borde de las lágrimas antes de que Jennifer se calmara. Si tan sólo tuviera alguna manera de hacer llegar un mensaje a Travis para hablarle de la angustia de Jenniter...
Cuando al fin se vistieron distaban mucho de estar alegres. Se tomaron de la mano, y juntas, se prepararon para ir al encuentro de lo que hubiera planeado para ellas ese día... y de Travis.
Los salones de recepción estaban llenos de gente del pueblo, pero como no había novedades, a menudo había un solo miembro por familia. Regan evitó sus preguntas y mantuvo a Jennifer a su lado mientras supervisaba los
salones y se esforzaba por cumplir una rutina normal. Ya estaba cansada de ser ella misma un espectáculo.
Para el mediodía no había ocurrido nada nuevo y la gente, decepcionada, comenzó a marcharse. El comedor estaba lleno pero no atestado, y Regan notó que Margo y Farrell estaban comiendo juntos, hablando tan de cerca que sus cabezas casi se tocaban. Regan frunció el ceño y se preguntó qué tendrían que decirse.
Sin embargo, no tuvo tiempo de pensar en nada más pues el ruido que provenía del vestíbulo aumentaba cada vez más de tono e intensidad. Levantó los ojos al cielo, con ganas de llorar.
¿Qué habrá hecho ahora? —murmuró.
Jennifer aferró la mano de su madre.
—¿Será papi que viene a casa?
—Seguramente ha hecho algo —respondió, y se encaminó a la puerta principal.
Al salir del comedor, oyeron la música que empezaba a llenar el frente del hotel. Más y más fuerte, se oía un sonido de caballos y carretas, y otros sonidos que nunca había oído.
—¿Qué es? —preguntó Jennifer, con los ojos cada vez más abiertos.
—No tengo ni idea —respondió Regan.
El frente del hotel estaba lleno de gente, todos inmóvile:; en sus sitios, en las seis ventanas del frente y en la puerta abierta.
—¡Jennifer! —gritó alguien, y de pronto todos se animaron.
—¡Es un circo!
—¡Y trae animales! Una vez vi uno así en Fila-delfia.
Repitieron varias veces el nombre de Jennifer hasta que Regan logró hacer un lugar para ella y para su hija en la galería delantera.
Doblando la esquina de la escuela, venían tres hombres con las caras pintadas, ropa de raso con lunares y rayas de colores brillantes, que hacían todo tipo de cabriolas y saltaban el uno sobre el otro.
Sobre el pecho traían algo que parecían ser letras. Regan tardó un momento en descifrar la palabra debido a las acrobacias de los payasos.
—Jennifer—dijo—. Dice Jennifer.
Riendo, levantó a su hija en brazos y señaló, entusiasmada.
—¡Es para ti! Son payasos, y en los trajes llevan escrito tu nombre, Jennifer.
—¿Son para mí?
—¡Sí, sí, sí! Tu papá te ha enviado todo un circo y, si conozco a Travis, no es un circo pequeño. ¡Mira! Allí vienen unos hombres haciendo pruebas sobre caballos.
Muy asombrada, Jennifer observó a tres caballos, hermosos y de largas crines, que se acercaban al galope. Sobre cada uno había un hombre: uno de pie, otro montando y desmontando a saltos, tocando apenas el suelo con los pies, y el último caballo parecía bailar. Como uno solo, se detuvieron en medio de una polvareda y saludaron a Jennifer. La niña, con una amplísima sonrisa, miró a su madre.
—El circo es para mí—dijo con orgullo, mirando a la gente que estaba cerca de ella—. Mi papi me ha enviado un circo.
Detrás de los payasos y los jinetes, llegó un hombre que caminaba sobre zancos, y luego otro que traía a un osito negro con una cadena. Todo llevaba escrito el nombre de Jennifer. La música sonaba cada vez con más intensidad a medida que la banda se acercaba al hotel.
De pronto, todos quedaron en silencio al ver doblar la esquina a la criatura más grande y extraña que hubieran visto. Lentamente, haciendo temblar la tierra con sus grandes patas, el animal y su domador se detuvieron frente al hotel. El hombre desplegó un cartel al costado del animal: "El Capitán John Crowinshield presenta al primer elefante traído a estos Estados Unidos de Norteamérica, Y a petición especial del señor Travis Stanford, esta enorme bestia actuará para...
Regan leyó el cartel para su hija, que se aferraba a ella con fuerza.
—¡Para Jennifer! —anunciaba otro cartel.
—¿Qué te parece eso? —dijo Kegan . Papá le envió un delante que actuará sólo para ti.
Por un momento Jennifer no respondió, pero después de una larga pausa se acercó al oído ele su madre.
—No tengo que conservarlo, ¿verdad? —susurró. Regan tuvo ganas de reír, pero cuanto más pensaba en la pregunta de su hija y en el sentido del humor de Travis... —Sinceramente, espero que no —respondió. Dejaron ele pensar en el elefante en cuanto se alejó, pues tras él venía un hermoso pony cubierto por un manto de rosas blancas con el nombre de Jennifer escrito en losas rojas.
—¿Qué dice, mami? —preguntó la niña, con esperanza—. ¿Ese pony es para mí?
—Claro que lo es —respondió una hermosa rubia que llevaba un traje muy revelador (escandaloso, en realidad) de algodón elástico—. Tu papá encontró para ti al pony más suave y dulce de todo el estado y, si quieres, puedes montarlo en el desfile. —¿Puedo? ¡Por favor!
—Yo la cuidaré —dijo la mujer—. Y Travis está cerca.
Con renuencia, Regan dejó ir a su hija y observó mientras la mujer la colocaba sobre la montura. Del costado del pony, la mujer tomó una chaqueta totalmente cubierta de rosas rosadas y se la colocó a Jennifer.
—¡Rosas para mi! —gritó Jennifer—. ¡Papi me ha enviado rosas a mí también!
Regan notó que su hija parecía estar buscando a alguien con la mirada y, con un rápido vistazo, vio que Timmie Watts se escondía tras la falda de su madre. Con un sentimiento de culpa, Regan sacó al niño a la vista de Jennifer, que de inmediato le sacó la lengua y le arrojó una rosa. Para aplacar su conciencia, Regan preguntó a Timmie si le gustaría caminar junto al pony de Jennifer en el desfile, y el niño aceptó de buena gana.
Saludando con alegría y con cierta majestuosidad, Jennifer cabalgó por la calle hacia el límite sur de Scarlet Springs. Atrás venían más hombres y mujeres, algunos a
pie, otros a caballo, todos con trajes extraños y alegres, seguidos por una banda de metales de siete integrantes. Al final del desfile venían más payasos, que traían cálleles que anunciaban que en dos horas más habría una función gratis del circo, cortesía de la señorita Jennifer Stanford.
Cuando la última persona desapareció en la curva del camino, más allá de la iglesia, la gente permaneció un momento en silencio.
—Creo que será mejor que siga con mi trabajo —dijo al fin un hombre.
—¿Qué ropa se usa para ir a un circo? —preguntó una mujer.
—Regan —dijo alguien—, cuando te vayas, este pueblo se morirá de aburrimiento.
Una risita rápidamente sofocada que sólo podía ser de Brandy hizo volverse a Regan.
—¿Qué crees que esté planeando Travis ahora?
—Llegar a mí a través de Jennifer —respondió Regan—. Al menos, espero que eso sea todo lo que planea. Entremos; tenemos que prepararnos. Cerraremos el hotel, pondremos en la puerta un cartel que diga que fuimos al circo, y todos podrán ir.
—Estupenda idea. Llevaré comida para nosotras y para medio pueblo, y estaremos listas en el tiempo que nos ha dado Travis.
Las dos horas pasaron de prisa, y después de lo que le parecieron minutos, Regan estaba conduciendo una cañeta cargada de comida hacia el circo. Habían armado una gran tienda sujetando la lona a los árboles y postes. Habían colocado largos bancos de madera, los del fondo más altos que los de adelante, y la mayoría de éstos ya estaban ocupados por la gente del pueblo. En una sección central había un gran espacio separado por cintas rosadas y anaranjadas que se mecían con la brisa.
—¿Estás pensando dónde te sentarás? —preguntó Brandy, riendo, al ver la expresión dubitativa de Regan—. Vamos, no puede ser tan malo como lo imaginas.
La joven del ceñido traje rosa condujo a Regan y a Brandy hasta la sección demarcada por las cintas y las dejó
allí. En pocos minutos entraron dos caballos a todo galope. Sobre ellos venía un hombre, con un pie en cada caballo. Al llegar al final de la pista, el hombre saltó sobre un caballo, hizo girar a ambos y, nuevamente al galope, comenzó a saltar de uno a otro.
—¡Cielos! —exclamó Brandy.
Después de eso, no tuvieron tiempo para pensar, pues la pista comenzó a llenarse de caballos. Los caballos realizaban pruebas, y los hombres sobre ellos. Había dos hombres de pie sobre dos caballos, y un tercero sobre los hombros de los dos primeros, mientras los caballos corrían en círculo por la pista.
Cuando se marcharon los jinetes, Jennifer entró a la pista montada en su pony, que era conducido por la joven vestida de rosa. Jennifer llevaba puesto un traje idéntico, con cierto brillo dorado aquí y allí. Regan observó con el corazón en la boca cómo la mujer tomaba la mano de Jennifer, que se puso de pie sobre la montura y, lentamente, recorría asila pista.
—¡Siéntate! —le ordenó Brandy cuando Regan trató de ir hacia su hija—. No puede caer desde muy alto, y la mujer la sostiene.
Entonces la mujer soltó la mano de Jennifer, que exclamó:
—¡Mírame, mami!
Regan estuvo a punto de desmayarse, especialmente cuando Jennifer saltó y la mujer la recibió en sus brazos. Jennifer hizo varias reverencias como, obviamente, le habían enseñado, y todo Scarlet Springs aplaudió a más no poder. La niña corrió hacia su madre, y Regan la abrazó con fuerza.
—¿Cómo estuve? ¿Lo he hecho bien?
—Has estado espléndida. Casi me matas del susto.
Jennifer pareció complacida al oír eso.
—Espera hasta que veas a papi.
Regan tardó un momento en calmar a su corazón acelerado y cuando pudo volver a hablar, no tuvo tiempo de preguntar por Travi.s, pues una vez más el elefante comenzó a desfilar ante ellos. Los payasos hicieron más pruebas
que hacían reír a todos, y el osito bailó. Pero todo el tiempo Regan buscaba a Travi.s.
La banda no había dejado de tocar, y ahora iniciaba una extraña música que hizo que todos callaran.
—Y ahora, damas y caballeros —anunció un hombre apuesto que llevaba una chaqueta roja y brillantes botas negras—, les presentamos un acto que desafía a la muerte.
—Nuestro próximo acróbata caminará por la cuerda floja... sin red. Si cae... bueno, ya pueden imaginarlo.
—Creo que esto no me gustará—dijo Regan, levantando la vista hacia la cuerda tendida entre dos postes altos—. Tal vez deba irme y llevarme a Jennifer.
La expresión de Brandy cambió.
—Quizá debas quedarte, Regan —dijo, en un tono extraño.
Regan siguió la mirada de Brandy y, al principio, no creyó lo que veía.
Travis entró a la pista, con un brazo en alto, como si siempre hubiese trabajado en un circo. El traje que llevaba de algodón negro, ceñido como una segunda piel, hacía resaltar los grandes músculos de sus muslos, sus nalgas pequeñas y duras, y su pecho ancho y fuerte. De sus hombros colgaba una capa negra forrada en raso rojo. Con un gesto ceremonioso, la arrojó a una bella mujer vestida apenas con un diminuto traje de raso verde.
—No es de extrañar que ese hombre te vuelva loca —observó Brandy.
—¿Qué diablos hace allí? —exclamó Regan, atónita—. No será tan tonto como para...
No pudo continuar, pues sonaron las trompetas y Travis, con calma, empezó a subir por la inestable escalerilla de cuerdas hasta la diminuta plataforma.
—¡Ese es mi papi! ¡Ese es mi papi! —gritaba Jennifer, saltando sobre el duro asiento de madera.
Regan no podía moverse. No parpadeaba, sus pulmones no funcionaban, hasta su corazón dejó de latir mientras observaba a Travis sobre la plataforma.
Cuando la alcanzó, volvió a saludar a la multitud y todos aplaudieron con entusiasmo. Luego se produjo un
completo silencio cuando Travis inició su lenta y cuidadosa caminata por la cuerda, con una larga vara en las manos. Pareció que pasaba una eternidad hasta que llegó al otro extremo.
Los aplausos estallaron y Regan hundió la cara en las manos, con lágrimas de alivio.
--Avísame cuando esté abajo —pidió a Brandy. Brandy estaba extrañamente callada.
—¿Brandy? —dijo Regan. espiando por entre los dedos. La espresión de su amiga la hizo volver a levantar la vista hacia Travis. Estaba de pie en la plataforma, mirando a Regan con calma, aparentemente esperando algo. Cuando ella lo miró, Travis enganchó algo al poste de la plataforma y otra cosa al ancho cinturón de cuero negro que llevaba puesto.
—Va a volver a caminar por la cuerda —susurró Brandy—. Pero al menos esta vez usará un cable de seguridad. Travis ya había avanzado aproximadamente un metro por la cuerda cuando todos se dieron cuenta de lo que era en realidad su "cable de seguridad". Lentamente la bandera comenzó a desplegarse. La primera palabra que vieron fue "Regan" y, después de haber visto aquella frase cientos de veces en los últimos días, no necesitaban que nadie la leyera por ellos.
—¡Regan! —leyeron al unísono.
Después venía: "¿Quieres". Cada palabra sonaba más y más fuerte y, finalmente, cuando Travis llegó a la plataforma opuesta, volvieron a leerla todos juntos. No les habría salido mejor si lo hubiesen practicado durante semanas.
—¡Regan! ¿Quieres casarte conmigo? —leyeron al unísono.
Regan enrojeció de pies a cabeza.
—¿Qué dice, mami? —preguntó Jennifer cuantío lodos a su alrededor se echaron a reír.
Regan no respondió por temor a lo que pudiera decir.
Se negó terminantemente a mirar a Travis, que estaba bajando por la escalerilla de cuerdas entre vítores, aplausos e hilaridad general.
—Me voy a casa —susurró Regan por fin—. Por favor, encárgate de Jennifer.
Con la frente alta, salió de la sección reservada, pasó delante de la multitud y salió de allí. La gente le «rilaba, pero ella los ignoró y se dirigió a pie al hotel.
Utilizó su llave para entrar a sus habitaciones y pensó que tal vez nunca más saldría de allí, salvo quizá para escabullirse del pueblo alguna noche y no volver a ver a nadie de Scarlet Springs.
No se sorprendió al hallar sobre su almohada una nota escrita en grueso papel marfil, lira una invitación grabada, delicada y costosa, de parte de Travis Stanford, para cenar esa noche a las nueve. Al pie había un mensaje escrito a mano, que decía que él pasaría por ella a las ocho cuarenta y cinco.
Se sentía totalmente derrotada. Sabía que nada podría hacer sino aceptar. Si se negaba, ¿acaso Travis haría que su elefante derribara la puerta, o llegaría montado en él? Regan estaba preparada para cualquier cosa que Travis mismo pudiera imaginar.
Nadie la molestó el resto de la noche, y agradeció a quien se hubiese encargado de disponer tal fenómeno. Ya había tenido bastante en los últimos días.
Exactamente a las ocho y cuarenta y cinco, llamaron a la puerta. AI abrirla, halló a Travis, elegantemente vestido con una chaqueta de color verde oscuro y pantalones verde más claro. Le sonrió y echó un vistazo al bonito vestido de seda color melocotón que llevaba puesto.
—Estás más bonita que nunca —dijo, al tiempo que le ofrecía el brazo.
En cuanto Regan lo tocó, lo perdonó. Tuvo ganas de darse un puntapié por eso, pero toda su frustración y su ira, todos sus deseos de matarlo, la abandonaron al instante.
Algo mareada, se apoyó contra él un momento. El la tomó del mentón y la miró a los ojos. Sin dejar de mirarla, se inclinó y la besó suavemente.
—Te he echado de menos —susurró.
Luego sonrió y la condujo hacia un bonito coche para dos personas.
—Oh. Travis —fue todo lo que pudo decir Regan mientras él se sentaba a su lado, ante lo cual Travis rió en forma seductora y puso en marcha los caballos.
Era una noche clara, cálida, iluminada por la luna, tragante y serena. Era casi como si Travis hubiese ordenado una noche así. Después de los últimos días, Regan no tenía idea de lo que esperaba de él, pero no era lo que vio cuando se detuvieron.
Junto al arroyo, sobre el pasto, había una manta de terciopelo con hebras doradas y, sobre ésta, muchos cojines de color azul oscuro y dorado. Había copas de cristal, platos de porcelana y comida de aroma delicioso, todo rodeado de velas protegidas por globos de vidrio opaco de un tono rosado. Era una escena irreal, casi celestial.
—Travis... —susurró Regan cuando la ayudó a bajar—. Es hermoso.
Travis la condujo hacia los cojines y la ayudó a acomodarse en una posición cómoda. Luego abrió una botella de champaña frío. Cuando Regan tomó su copa, Travis se acomodó con una mueca sobre los cojines que estaban frente a ella.
—Travis, ¿estás herido?
—Hasta el último maldito hueso —respondió, casi en un gemido—. Nunca en mi vida trabajé tanto como en estos últimos días. Espero que no necesites que siga cortejándote.
Regan quedó boquiabierta y estaba a punto de responderle, pero en cambio bebió un sorbo de champaña, tratando de no atragantarse.
—No, creo que ya me has cortejado bastante —dijo con seriedad—. Es más, creo que nadie más en el pueblo lo necesitará —agregó.
—No sigas con el tema —le advirtió Travis, mientras se acomodaba mejor, con una mueca de dolor—. Dame algo para comer, ¿quieres?
Ordenes, pensó Regan, pero sonrió y llenó un plato con pollo caliente, asado frío, salsa y un budín de arroz y zanahorias.
—¿Fue difícil aprender a caminar por la cuerda?
—En tres días, sí. Con un par de días más, habría podido hacerlo sin esa vara.
—Podrías haberte tomado otro día —sugirió dulcemente.
—¿Y darte tiempo con ese pomposo inglés. Bats-ford? A propósito, ¿que ha estado haciendo últimamente?
—Temo que he estado demasiado atareada para fijarme en eso.
Travis sonrió con presunción y se recostó contra los cojines prestando atención a su comida.
—Me alegraré cuando vayas a casa conmigo y pueda comer con regularidad. Últimamente he estado comiendo con una mano y escribiendo con la otra.
—¿Escribiendo? Ah, sí, me preguntaba si habías escrito las notas personalmente.
—¿Quién más te propondría matrimonio? Bueno —dijo, sonriendo, al ver la expresión de Regan—. No quise decir eso, y lo sabes. ¿Crees que a Jennifer le gustó el circo?
—Le encantó. Entre el pony y las rosas, creo que la hiciste la niña más feliz del mundo.
Travis parecía extasiado.
—No sabía si podría traer a ese maldito elefante a tiempo. ¡Qué animal tan enorme! Apuesto a que dejó suficiente abono para más de dos hectáreas de maíz. Estaba pensando en llevar un poco a casa para ver qué resultado da. Claro que lo mejor es el abono de gallina, pero de eso no se puede sacar mucho. Tal vez este elefante...
Se interrumpió al oír la carcajada de Regan. La miró entrecerrando los ojos y luego apartó la vista, ignorándola por completo.
—Travis, ¿habrá habido alguna vez alguien como tú en este mundo?
Travis le guiñó un ojo y le sonrió.
-—Estuve bien en la cuerda, ¿verdad? Ahora dame un trozo de ese pastel. ¿Crees que Brandy querrá venir a cocinar para nosotros?
Regan no respondió mientras cortaba el pastel. En los últimos días, Travis le había propuesto matrimonio
miles de veces, pero nunca caía a cara, y no se había moles-lado en esperar una respuesta. Y nunca le había dicho que la amaba.
Le entregó el pastel y elijo:
—Creo que Brandy quiere hacer otras cosas, pero estoy segura de poder encontrar una cocinera mejor que tu Malvina.
Travis rió entre dientes y probó un trozo de pastel.
-.....Te hizo pasar un mal rato, ¿.verdad? Nuestra vieja cocinera murió hace seis años y Margo nos trajo a Malvina. A mí nunca me causó problemas, pero tuvo ciertos roces con Wes. Podrías haberte librado de ella, ¿sabes?
—Eso haré —respondió Regan, con un brillo en los ojos—. Estoy ansiosa por hacerlo.
Travis guardó silencio por tanto tiempo que Regan lo miro. A la luz de la luna, seguramente era una ilusión óptica, pero sus ojos parecían húmedos. No podía ser, porque en esencia Regan acababa de decirle que volvería con él.
—Me alegra oír eso —dijo al fin ; luego sonrió para sí y volvió a su pastel—. Wes puede ayudarte con lo que necesites mientras yo esté en el campo.
—Creo que podré arreglármelas. ¿Cómo es Wes? ¿Pasa mucho tiempo en la casa?
—Es un buen muchacho; a veces un poco terco, y tengo que bajarle un poco los humos, pero en general me ayuda.
Regan trató de no sonreír.
—Quieres decir que expresa su opinión y se atreve a diferir contigo, y tú... ¿llegáis a los puñetazos?
—¿Ves esto?—dijo Travis, a la defensiva, señalando una diminuta cicatriz que tenía en el mentón—. Me lo hizo mi hermanito, de modo que no tienes por qué hablar como si él llevara las de perder.
—¿Y a mí me levantarás la mano cuando me atreva a disentir ?
—Jamás has estado de acuerdo conmigo, y nunca te golpeé. Sigue dándome hijos como Jennifer, y siempre me complacerás. Ahora volvamos: necesito dormir.
—¿Sólo te interesan los hijos que le doy? —preguntó Regan con seriedad.
La única respuesta fue un gemido, aunque Regan no supo si se debía a la pregunta o a los músculos doloridos.
—Déjalo —elijo Travis cuando Regan comenzó a recoger los platos—. Más tarde vendrá alguien a recoger todo.
Se encaminaron hacia el coche.
—¿A cuántas personas contrataste en estos días? ¿Y cómo abriste mi caja fuerte?
Sin contemplaciones, Travis la levantó y la depositó sobre el asiento.
—Un hombre debe tener sus secretos. Te lo contaré cuando cumplamos cincuenta años de casados. Reuniremos a nuestros doce hijos y les contaremos la historia de la declaración más emprendedora, creativa y romántica del mundo.
¿Y les hablaremos del abono de elefante?, pensó Regan, pero no dijo nada, y se pusieron en marcha hacia el pueblo.
Al llegar a la puerta de Regan, Travis bostezó, le besó la mano y se dirigió a lo que Regan supuso que sería su habitación. Estupefacta, perpleja, Regan se quedó de pie junto a su cama, mirando la puerta cerrada.
Después de todo lo que le había hecho pasar, después de todas aquellas proposiciones de matrimonio, la había llevado de picnic a la luz de la luna, sin mencionar en ningún momento el matrimonio y hablando de abono de elefante, y la había dejado en su dormitorio sin siquiera un beso de buenas noches. En toda la noche no la había tocado, ni siquiera parecía consciente de su cercanía ni de que ella lo deseaba tanto. Claro que ella había disimulado bien sus sentimientos, lo sabía, pero él también debía de sentir al menos algo de pasión o cierto deseo. Quizá para él fuera suficiente hacer el amor una vez cada cuatro años. Después de todo, Travis ya tenía bastante edad; tendría unos treinta y ocho años ya. Tal vez a esa edad los hombres...
Regan comenzó a desvestirse. Cuando se había puesto el vestido, había imaginado a Travis quitándoselo. Tal vez él no quería casarse con una impúdica. ¡Si! ¡Eso tenía que ser! El siempre había pensado que estaban casa-
dos. y sabiendo que no lo estaban... No. tampoco estaban casados lodo el tiempo que pasaron en el barco.
Se sentí) en la cama y se quitó los zapatos y las medias. Tal ve/ Travis sólo estaba cansado, tal como había dicho, y no tenía energías para dedicarse a ella esa noche. Se puso un sencillo camisón de algodón, pasó a ver a su hija, que dormía, y se acostó en su enorme cama, Iría y vacia.
Una hora más tarde seguía despierta y sabía que esa noche no podría dormir, no mientras ella estuviera en una cama y Travis en otra.
—¡Al diablo con su cansancio! —exclamó en voz alta al tiempo que echaba a un lado las mantas.
En su guardarropa tenía algo que nunca había usado, un regalo de Brandy. Era una bata de seda blanca, suave, casi transparente y tan escotada que dejaba poco librado a la imaginación. La pechera consistía en muy pocos centímetros de tela sobre una cinta de raso blanco, y esos pocos centímetros eran tan ceñidos que hacían resaltar los pechos de Regan por encima de la tela.
—Estará cansado, pero dudo de que esté muerto —dijo, sonriendo, al mirarse al espejo. Se puso una capa y subió la escalera hacia el cuarto de Travis.
Travis estaba de pie en el centro de su habitación, sonriendo para sí, con una copa de oporto en la mano, cuando Margo entró y dio un portazo. La sonrisa de Travis se esfumó al instante.
—Vete —le ordenó—. Regan llegará en cualquier momento.
—¡Esa ramera! —siseó Margo—. ¡Travis, me das asco! ¿Sabes el ridículo que has hecho en los últimos días? Todo el pueblo se ríe de ti. Nunca vieron a un hombre que hiciera (antas tonterías.
—Ya has dicho lo que tenías que decir. Ahora vete —dijo Travis fríamente.
—No he dicho ni la mitad. En los últimos días he formulado muchas preguntas y, por lo que he averiguado, ni siquiera sabes quién es esa mujer. ¿Por qué habría de casarse
contigo, un tonto y «rosero americano? Estás orgulloso de esa plantación que tienes, pero ¿sabías que tu pequeña Regan podría comprarla sin mucho esfuerzo?
Esperó para ver cómo tomaba Travis la noticia. Travis ni siquiera parpadeó; sólo la miró con desagrado.
—Ella vale millones —prosiguió Margo—. Y los tendrá la próxima semana. Puede tener a cualquier hombre que desee; ¿por qué habría de casarse con un granjero americano"'
Travis seguía sin hablar.
—Tal vez sí lo sabías —dijo Margo—. Quizá siempre lo supiste y por eso estás dispuesto a hacer tanto el ridículo para conseguirla. Los hombres hacen cualquier cosa para obtener ese dinero.
No pudo decir más. Travis la tomó por el cabello y la hizo echar la cabeza hacia atrás.
—Vete —le ordenó, con voz grave—. Y ruega que nunca vuelva a verte —agregó, y la empujó hacia la puerta. Margo se recuperó casi al instante.
—Travis —le rogó, arrojándose sobre él y abrazándolo—. ¿No sabes cuánto te amo? Siempre te amé, desde que éramos niños. Siempre has sido mío. Desde que la trajiste a casa y dijiste que era tu esposa, morí un poco cada día. Y ahora esto... toda esta estupidez por ella, y no entiendo por qué. Ella nunca te ha querido. Te abandonó, pera yo siempre he estado contigo, siempre cerca cuando me necesitabas. No puedo competir con su dinero, pero puedo darte amor si me dejas. Abre los ojos, Travis y mírame. Ve cuánto te amo.
Travis apartó de si los brazos de Margo y la mantuvo a distancia.
—Nunca me amaste. Lo único que querías era mi plantación. Hace años que sé que estás endeudada. Te he ayudado muchas veces, pero no te ayudaré al punto de casarme contigo.
Lo dijo en tono suave, y era obvio que no le agradaba verla desintegrarse de esa manera.
Cuando Regan abrió la puerta en silencio, esperando ver a Travis dormido y acostarse con él, lo vio con Margo,
mirándola con ternura, giró sobre sus talones y echó a correr.
Travis dejó caer a Margo y salió tras Regan.
Regan sabía que nunca lograría llegar a su cuarto antes que Travis, de modo que probó la tercera puerta antes de la suya: la de la habitación de Farrell.
Travis logró aferrar la capa de Regan justo cuando ella entraba, y se quedó con la capa en la mano mientras oía girar la llave en la cerradura.
—¿Regan? —elijo Farrell. con los ojos dilatados, mientras encendía una vela, se ponía los pantalones con prisa y se levantaba, todo al mismo tiempo—. Pareces aterrada.
Con los ojos muy abiertos, Regan se apoyó contra la puerta, agitada.
—Margo y Travis —fue todo lo que pudo decir. Al instante se apartó de la puerta de un salto cuando algo pesado la golpeó. Al siguiente golpe, la bota de Travis atravesó la madera, y luego su mano abrió la puerta. Atravesó la habitación en dos grandes zancadas y aferró el brazo de Regan.
—Ya he tenido suficientes juegos—dijo—. Esta vez vas a obedecerme, lo quieras o no.
—¡Un momento! —intervino Farrell, tratando de tomar el brazo de Travis.
Travis lo miró de arriba a abajo, lo descartó y se volvió hacia Regan.
—Tienes veinticuatro horas para empacar, y después nos marcharemos. Nos casaremos en mi casa.
Regan se apartó de él.
—¿Y Margo estará en nuestra boda? ¿O acaso prefieres pasar con ella nuestra noche de bodas?
—Cuando lleguemos a casa podrás tener todos los ataques de celos que quieras, pero ya estoy harto de caminar por la cuerda floja y de buscar todas esas malditas rosas que tú pareces necesitar, y no pienso seguir tolerando esto. Si es necesario, te encadenaré a mi cama, pero que no te quepa duda de que tú y mi hija iréis a vivir conmigo.
Se aplacó un poco.
—Regan, he hecho todo lo que pude para demostrarte que me amas. ¿Aún no lo comprendes?
—¿Yo?—exclamó—. ¿Que yo le amo? Yo nunca lo he dudado. Eras tú quien estaba inseguro. Nunca me amaste. La primera vez tuviste que casarte conmigo. Tuviste que...
Se detuvo y miró a Travis, incrédula.
Travis trastabilló hacia atrás y sus manos cayeron a sus lados, inertes. A ciegas, pálido, buscó a tientas un punto de apoyo. Pareció envejecer diez años en un segundo al dejarse caer pesadamente sobre una silla.
—¿Que tuve que casarme contigo?—murmuró, con voz débil y ronca—. ¿Que estaba inseguro? ¿Que nunca te amé?
Por un momento hundió la cara entre las manos y cuando volvió a mirarla, sus ojos estaban enrojecidos.
—Te amo desde el primer día en que te vi —dijo en voz baja—. ¿Por qué, si no, me habría importado lo que te ocurriera? Eras tan joven y estabas tan asustada... y yo tenía miedo de perderte.
Su voz cobró fuerza.
—¿Por qué diablos habría arriesgado mi vida a bordo de ese barco para salvar a ese chico, Wainwright, que tanto te agradaba? ¿Sabes cuántas ganas tenía de arrojarlo por la borda? Pero no lo hice porque tú lo querías. Y dices que nunca te ame...
Se puso de pie; empezaba a enfadarse.
—Y te advierto que no eres la primera que tiene un hijo mío. No tuve que casarme contigo.
—Pero dijiste que siempre te casabas con la madre de tus hijos. Yo pensé... —dijo Regan, entre lágrimas. Travis levantó las manos con exasperación.
—Estabas asustada y furiosa; ni siquiera sabías que ibas atener un bebé. ¿Qué debía decir yo? ¿Que tengo un hijo ilegítimo en casa? ¿Que su madre trató de demandarme por no casarme con ella?
—Tú... podrías haber dicho que me amabas.
Travis se serenó.
—Juré ante testigos que te amaría por el resto de mi vida. ¿Qué más podía hacer?
Regan so miro las manos.
— Nunca me has propuesto matrimonio... personalmente.
—¿Que nunca te propuse matrimonio?—rugió Travis—. ¡Maldición, Regan! ¿Qué mas quieres de mí? He hecho el ridículo delante de todo un estado, y tú dices...
Se interrumpió. Se arrodilló ante ella y juntó las manos.
—Regan, ¿quieres casarte conmigo? Por favor. Te amo más que a mi propia vida. Por favor, cásate conmigo.
Regan apoyó una mano en el hombro de Travis.
—¿Y Margo' —susurró.
Travis apretó los dientes, pero respondió:
—Podría haberme casado con ella hace años, pero nunca he querido hacerlo.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Por qué no lo entendiste sin que te lo dijera? —replicó—. Te amo. ¿Te casarás conmigo?
—¡Sí! —exclamó Regan, y lo abrazó—. Me casaré contigo para siempre.
Ninguno de los dos tenía conciencia de lo que ocurría a su alrededor, y se sorprendieron cuando oyeron los aplausos.
Regan hundió la cara en el cuello de Travis.
— ¿Hay mucha gente? —preguntó, con temor.
—Temo que sí—respondió Travis—. Supongo que oyeron cuando me cerraste la puerta.
Regan ni siquiera se molestó en corregirlo, en decirle que el ruido lo había producido su bota al hacer pedazos la puerta y no ella al girar la llave.
—¿Quieres sacarme de aquí?—susurró—. No creo que pueda mirarles a la cara.
Triunfante, Travis se puso de pie con Regan en sus brazos y se dirigió a la puerta. La gente del pueblo, e incluso los huéspedes del hotel, varios de los cuales habían prolongado su estancia al llegar la primera rosa de Travis, se sentían involucrados en aquel romance y habían llegado corriendo al primer estallido de madera.
Las mujeres, con gruesas batas y rizadores en el cabello, lanzaron un profundo suspiro mientras Travis se llevaba a Regan.
—Sabía que tendría un final feliz —dijo una de ellas—. ¿Cómo ha podido rechazarlo?
—Mi esposa nunca me creerá cuando se lo cuente —dijo un hombre—. Tal vez me perdone por volver tres días más tarde.
—Eres un tonto si cuentas esto a tu esposa —bufó otro—. Deberíamos hacer un pacto y guardar el secreto, o todas las mujeres del país esperarán que las cortejemos así. Yo, por mi parte, no pienso caminar por ninguna cuerda, por ninguna mujer del mundo. Le diré a mi esposa que pasé estos tres días con otra mujer; me traerá menos problemas —concluyó, y se volvió hacia el dormitorio de hombres.
A la larga, la gente decidió volver a la cama, y se sobresaltaron cuando Farrell cerró de un golpe lo que quedaba de su puerta.
Durante varios minutos, Farrell no dejó de maldecir a Norteamérica, a los norteamericanos y a las mujeres en general. Esos dos lo habían ignorado, diciéndose mentiras de enamorados como si él ni siquiera estuviera en la habitación. Al recordar todo el dinero que había gastado en su búsqueda de Regan y en cortejarla, comenzó a ponerse más y más furioso. Sin embargo, ella aceptaba a un animal que derribaba puertas, a un imbécil a quien todos consideraban un tonto. ¡Esa mujer estaba loca!
Y le pertenecía a él, a Farrell Batsford. Se había tomado mucho trabajo para conseguir su dinero, y no pensaba darse por vencido sin más ni más.
De prisa, se puso una bata y fue en busca de Margo. Sabía que ella no tomaría a la ligera aquella humillación pública. Tal vez los dos podrían planear algo.
—Miran, Travis —murmuró Regan, acariciando la pierna de Travis con la suya. El sol del amanecer daba un tono dorado a su piel.
—No empieces otra vez —le advirtió Travis—. Anoche casi me dejaste acotado.
—Pues no parece que se te haya agotado todo —replicó, riendo; le besó el cuello y se movió contra él.
—Será mejor que te comportes, si no quieres dar un mal ejemplo a tu hija. Buenos días, cariño —saludó. Regan se apartó justo a tiempo, pues Jenniíer dio un salto y aterrizó sobre el vientre de Travis.
—¡Has vuelto, papi! —exclamó—. ¿.Puedo montar a mi pony hoy? ¿Podemos ir al circo otra vez? ¿Me enseñarás a caminar por la cuerda?
—En lugar del circo, ¿qué le parece ir a casa conmigo? No tengo un elefante, pero sí muchos otros animales y un hermanito.
—¿Wesley sabe que hablas así de él? —le preguntó Regan, pero Travis la ignoró.
—¿Cuándo podemos ir? —preguntó Jennifer a su madre.
—¿En dos días? —sugirió Regan, mirando a Travis—. Tengo mucho que hacer.
—Ahora, mi amor —respondió Travis—, ve a la cocina a desayunar. Nosotros bajaremos en un momento. Quiero hablar con tu madre.
—¿Hablar? —preguntó Regan cuando quedaron a solas, frotándose contra él—. Me gustan mucho nuestras "conversaciones".
Travis la apartó de sí, con seriedad en los ojos.
—Hablaba en serio, cuando dije que quería hablar contigo. Quiero saber quién eres y qué hacías en camisón en el puerto de Liverpool la noche que te encontré.
—Preferiría hablar de eso en otra ocasión —respondió Regan, con toda la ligereza que pudo demostrar—. Tengo mucho que hacer.
Travis la atrajo hacia sí.
—Escúchame. Sé que lo que te ocurrió es muy doloroso. No he insistida en eso desde que salimos de Inglaterra, pero ahora estoy aquí, y estás a salvo. No dejaré que nada te haga daño, y quiero saberlo todo sobre ti.
Pasaron varios minutos hasta que Regan pudo hablar.
Contra su voluntad, comenzó a recordar aquella noche en que había conocido a Travis y su vida anterior. Durante años había sido libre, había conocido a otras personas, había visto cómo vivían, y ahora veía la prisión en que había pasado su niñez.
—Crecí con una falta absoluta de libertad —comenzó, al principio sin emoción, pero al pensar en la manera en que la habían tratado en su niñez, se puso más y más
furiosa.
Travis no la apresuró en ningún momento; sólo la abrazaba, la protegía con sus brazos y su cuerpo, mientras ella relataba toda su historia. Pasó un largo rato hasta que llegó a la noche en que había oído la conspiración de Farrell y su tío. Travis no dijo una palabra, pero sus brazos la aferraron con más fuerza.
Regan prosiguió relatando a Travis lo que sentía entonces por él, cómo la asustaba y, al mismo tiempo, cómo ella se aferraba a él, oscilando entre su necesidad de demostrar su propio valor y su deseo de ampararse en la fuerza de él. Le contó todo lo que había sentido en la plantación y rió un poco de aquella muchachita asustada, temerosa de dar órdenes a sus propios sirvientes.
Terminó con la historia de cómo lo había abandonado, de los rastros que había dejado, de lo mucho que había llorado al ver que él no la buscaba.
—Yo podría haberte ayudado en casa —dijo Travis cuando Regan concluyó—. Pero sabía que te habría molestado. El día que vino Margo, cuando te quemaste la mano, tuve ganas de matar a Malvina.
Regan lo miró.
—No tenía idea de que te hubieras enterado de eso.
—Estoy al tanto de la mayoría de lo que ocurre en mi plantación —respondió—. Sinceramente, no sabía cómo ayudarte. Sabía que tenías que aprender a ayudarte
a ti misma.
—¿Siempre tienes razón, mi adorado esposo?
—preguntó Regan, acariciándole la cara.
—Siempre. Y espero que lo recuerdes y que, de ahora en adelante, me obedezcas en todo.
Regan le dirigió su sonrisa más dulce. —Pienso contradecirte todo el tiempo. Cada vez que me des una orden, yo...
Se interrumpió cuando Travis la besó con fuerza. Luego la empujó para que se levantara.
—Levántate, vístete y ve a ver que Brandy prepare suficiente comida para mi desayuno. Recibió una almohada en la cara. —Acabo de decirte que soy rica y ni siquiera haces un solo comentario. A muchos hombres les gustaría tener mi dinero entre las manos.
Travis observó el cuerpo desnudo de Regan y sonrió lentamente.
—Estoy mirando lo que me gusta tener entre las
manos. En cuanto a tu dinero, puedes pagar ese circo que
querías, y lo que quede, puedes dárselo a nuestros hijos.
—¿El circo que yo quería? —exclamó—. Todo eso
fue idea tuya.
—Tú querías que te cortejara. —¡Precisamente! ¡Tu forma de cortejar fue la más exagerada, torpe e inepta que haya visto! Cualquier inglés lo habría hecho mejor.
Sin alterarse, Travis se recostó sobre la almohada.
—Pero conseguí que vinieras a esta habitación con
una bata transparente, casi rogándome que te hiciera el
amor, de modo que, aparentemente, no he estado tan mal.
Regan quedó boquiabierta un momento, y luego se
echó a reír mientras se vestía.
—Eres insufrible. ¿Te traigo el desayuno a la cama, o prefieres un comedor privado?
—Así habla una buena chica. Trata de seguir así. Creo que comeré en la cocina; sólo asegúrate de que haya mucha comida.
Regan salió de la habitación, riendo aún; y Travis se preguntó cómo tendría que pagar aquel último comentario. Pero, hiciera lo que hiciera Regan, la vida con ella sería maravillosa. Ella valía todo el dolor que había tenido en los últimos años.
Lentamente, satisfecho, comenzó a vestirse.
Use día, la mayoría de la gente del pueblo pasó por el hotel para felicitar a Regan por su futura boda y para despedirse de ella, pues sabían que se marcharía muy pronto. Al contrario de lo que pensaba Margo, nadie pensaba que Travis fuera un tonto. A las mujeres les parecía maravillosamente romántico, y a los hombres les agradaba la manera en que buscaba lo que quería.
A media mañana, Regan estaba enterrada hasta las orejas de trabajo. Una criada se quejó de que había encontrado una mancha de tinta de un color extraño en un juego de sábanas y todos parecían quejarse por una cosa u otra. O quizá fuera la imaginación de Regan, provocada por la tristeza que le causaba marcharse del hotel que había construido con Brandy.
—Estás triste, ¿verdad? —le preguntó Travis, acercándose desde atrás.
Regan aún no se había acostumbrado a la aguda percepción de aquel hombre. Antes no se había percatado de que tuviera tanta conciencia de sus necesidades y sus problemas, y ahora la asombraba su sensibilidad.
—Te sentirás mejor cuando llegues a casa. Lo que necesitas es un nuevo desafío.
—¿Y qué pasará cuando aprenda todo lo que hay que saber sobre el manejo de una plantación? —le preguntó, volviéndose hacia él.
—Eso no sucederá nunca, porque la plantación me incluye a mí, y nunca lo aprenderás todo sobre mí. Ahora bien, ¿dónde está mi hija?
—Por lo general, a esta hora está con Brandy. No me fijé porque pensé que tú estabas con ella. —Pensó un momento y luego sonrió.— ¿Dónde está el pony que le compraste? Donde esté, allí estará Jennifer.
—Ya miré en el establo, pero no está allí, y Brandy no la ha visto en toda la mañana.
—¿Ni siquiera para el desayuno? —preguntó, con el ceño fruncido—. ¡Travis! —exclamó, alarmada.
—Espera un minuto —la tranquilizó—. No te alteres. Quizá fue a la casa de alguna amiguita.
—Pero ella siempre me dice adonde va... ¡siempre! lis la única manera en que puedo saber dónde está mientras trabajo.
—Está bien —dijo Travis—. Tú búscala en el hotel y yo la buscaré por el pueblo. En un momento la encontraremos, ¡Ahora ve! —agregó, riendo.
Lo primero que se le ocurrió a Regan fue que tal vez la excitación del día anterior le había provocado dolor de estómago y habría vuelto a acostarse y olvidado decir a nadie adonde iría. Con sigilo, Regan atravesó su dormitorio y abrió la puerta de su hija. Esperaba verla dormida en la cama, de modo que al principio no entendió el desorden de la habitación. Había ropa por todas partes, cajones abiertos, las sábanas estaban medio arrancadas de la cama y los zapatos estaban esparcidos por el suelo y sobre la cama.
—¡Ha estado haciendo el equipaje! —dijo en voz alta, aliviada.
Cuando se arrodilló para recoger un zapato, vio la nota sobre la almohada. No devolverían a Jennifer a menos que colocaran cincuenta mil dólares al pie del viejo pozo que estaba al sur del pueblo, en un plazo de dos días.
El grito angustiado de Regan se oyó en todo el hotel. Brandy, con las manos y el delantal cubiertos de harina, fue la primera en llegar al cuarto de Jennifer. Apoyó un brazo sobre los hombros temblorosos de Regan, la llevó a sentarse en la cama y tomó la nota.
Brandy levantó la vista y miró a la gente que estaba en la puerta.
—Que alguien vaya a buscar a Travis —ordenó—. Díganle que venga aquí de inmediato.
Regan se puso de pie, pero Brandy la detuvo. —¿Adonde vas?
—Tengo que ver cuánto dinero tengo en la caja fuerte —respondió, aturdida—. Sé que no es suficiente. ¿Crees que pueda vender algo en dos días?
—-Regan, siéntate y espera a Travis. El sabrá cómo conseguir el dinero. Incluso es probable que tenga un poco aquí.
.Sin tener conciencia de lo que hacía. Regan volvió a sentarse, aferrando la nota de los secuestradores y uno de los zapatos de Jennifer.
Momentos más tarde Travis irrumpió en la habitación. Al verlo, Regan se levantó de un salto y corrió hacia él.
—¡Alguien se ha llevado a mi hija! —exclamó—. ¿Tienes dinero? ¿Puedes conseguir cincuenta mil dólares? Seguramente puedes conseguir esa suma.
—Espera, déjame ver la nota —dijo Travis, al tiempo que la abrazaba con firmeza. La leyó varias veces antes de levantar la vista.
—Travis —dijo Regan—. ¿Qué tenemos que hacer para conseguir el dinero?
—Esto no me gusta —murmuró Travis por lo bajo, y se volvió hacia Brandy—. ¿Pasaste toda la mañana en la cocina?
Brandy asintió.
—¿Y no oíste nada? ¿Viste algún extraño en el pasillo? —preguntó, señalando con la cabeza hacia el corredor que daba a la cocina y al despacho de Regan.
—A nadie. Nada fuera de lo común.
—Ve a buscar a todo el personal y tráelos aquí al instante —ordenó a Brandy.
-—Travis, por favor, tenemos que empezar a reunir el dinero.
Travis se sentó en la cama y atrajo a Regan entre sus rodillas.
—Escúchame. Aquí algo anda mal. Hay sólo dos maneras de entrar a tu apartamento: pasando por la cocina o por la puerta trasera. Brandy y las cocineras siempre están en ese pasillo que va de la cocina a la despensa, y nadie habría podido salir con Jennifer sin ser visto. Entonces queda la puerta trasera, que sé que siempre tienes cenada con llave. La cerradura no ha sido forzada, de modo que Jennifer debió abrirla desde dentro.
—¡Pero no puede ser! Ella sabe que no debe hacer eso.
—A eso voy. Sólo la abriría a alguien que conociera y en quien confiara, alguien que fuera amigo de la casa.
Y ahora, el segundo punto. ¿Quien sabe que puedes conseguir cincuenta mil dólares? Nadie en el pueblo me conoce, y hasta ayer yo no sabía que tú tuvieras dinero. Esto significa que alguien sabe mucho más de ti que los residentes de Scaí let Springs.
—¡Farrell! —exclamó Regan—.El sabe mejor que yo cuánto dinero tengo. En ese momento Brandy regrese') con el personal; lodos venían en silencio y con los ojos dilatados, y tras ellos llegaba Farrell Batsford.
—Regan —dijo—, acabo de enterarme. ¿Hay algo que pueda hacer?
Travis pasó a su lado y comenzó a interrogar al personal, a preguntarles si habían visto algo que les llamara la atención esa mañana, si habían visto a Jennifer con alguien.
Mientras pensaban, sin recordar nada, Travis tomó la mano de una criada.
—¿Qué es esto que tienes en los dedos? ¿De dónde salió?
La muchacha retrocedió, asustada.
—Es tinta. Salió de las sábanas de la número doce.
Travis se volvió hacia Regan, a la expectativa.
—Es la habitación de Margo —dijo, con pesadumbre. Sin otra palabra, Travis salió del apartamento por la puerta trasera y se encaminó a los establos, y Regan salió tras él. Cuando lo alcanzó, él estaba ensillando un caballo.
—¿Adonde vas? —le preguntó—. ¡Travis! ¡Tenemos que conseguir el dinero!
Travis se detuvo el tiempo suficiente para acariciarle la mejilla.
—Margo tiene a Jennifer—dijo, mientras continuaba ensillando al caballo—. Sabía que encontraríamos la tinta, y sabe que yo iré tras ella. Eso es lo que busca en realidad. No creo que haga daño a Jennifer.
—¡Que no lo crees! Tu ramera se ha llevado a mi hija y...
Travis llevó un dedo a los labios de Regan.
—lis también mi hija, y si tengo que dar a Margo cada hectárea que poseo, lo haré con tal de recuperar a Jennifer. Ahora quiero que te quedes aquí, porque yo puedo encargarme mejor de esto solo —dijo, y montó.
—¿Pretendes que me quede aquí a esperar? ¿Cómo sabes dónde está Margo?:
—Siempre va a su casa —respondió—. Siempre va adonde puede estar cerca de la memoria de su maldito padre. Tomó las riendas, aplicó un puntapié al caballo y desapareció en medio de una nube de polvo.
Era de madrugada, tres días más tarde, cuando Travis detuvo su caballo frente a la casa de Margo. Había necesitado varios caballos para viajar a la velocidad que les exigía.
Desmontó de un salto y entró en la casa dando un portazo. Sabía exactamente dónde encontrar a Margo: en la biblioteca, sentada bajo el retrato de su padre.
—Has tardado un poco más de lo que esperaba —le dijo Margo alegremente al saludarlo.
Su cabello rojizo, enmarañado, le llegaba a los hombros, y tenía una mancha oscura en la bata.
—¿Dónde está?
—Ella está bien —respondió Margo, riendo, a! tiempo que levantaba un vaso de whisky vacío—. Ve a verla tú mismo. Rara vez hago daño a los niños. Después ven a beber algo conmigo.
Travis subió los peldaños de dos en dos. En un momento de su vida había visitado con frecuencia la casa Jenkins y la conocía muy bien. Ahora, mientras buscaba a su hija, no prestaba atención a los sitios de las paredes donde antes hubiera retratos ni a las mesas que ahora carecían de ornamentos.
Encontró a Jennifer dormida en la cama que él había utilizado en su niñez. La levantó y la niña abrió los ojos sonrió, dijo "papi" y volvió a dormirse. Seguramente había viajado con Margo toda la noche, y aún tenia en la cara y en la ropa el polvo del camino.
Con cuidado, volvió a dejarla en la cama, la besó y volvió a la planta baja. Era horade hablar con Margo. Ella ni siquiera levantó la vista cuando Travis atravesó la biblioteca y se sirvió una copa ele oporto.
—¿Por qué'.' —murmuró Margo—. ¿Por qué no te casaste conmigo? Después de todos los años que pasamos juntos... Cabalgábamos juntos, nadábamos desnudos, hacíamos el amor. Siempre pensé, y mi padre también pensaba...
La interrumpió el grito de Travis.
—¡Por eso mismo! ¡Ese maldito padre tuyo! En tu vida amaste sólo a dos personas: a ti misma y a Ezra Jen-kins.
Se detuvo y levantó su copa en gesto de saludo al retrato ubicado sobre el hogar.
—Tú nunca lo entendiste, pero tu padre era el embustero más miserable y mezquino que haya existido. Robaba centavos a los niños esclavos. Nunca me importó mucho lo que hacía, pero cada día veía que te parecías más a él. ¿Te acuerdas de cuando empezaste a cobrar a las tejedoras por las lanzaderas rotas?
Margo levantó la vista con desesperación en el rostro.
—El no era así. Era bueno y...
Travis bufó.
—Era bueno contigo y con nadie más.
—Y yo habría sido buena contigo —insistió Margo, suplicante.
—¡No! Me habrías odiado por no estafar ni robar a todo el inundo. Habrías visto esa actitud como una debilidad de mi parte.
Margo tenía la vista clavada en su bebida
—Pero ¿por qué ella? ¿Por qué una rata de alcantarilla como esa inglesa pálida y flacucha? Ni siquiera sabía preparar una taza de té.
—Sabes bien qué no es ninguna rata de alcantarilla, puesto que le pides cincuenta mil dólares de rescate.
Los ojos de Travis empezaron a obnubilarse al recordar aquella noche en Inglaterra.
—Deberías haberla visto cuando la conocí, sucia, asustada, vestida sólo con un camisón desgarrado. Pero hablaba como una dama de la mejor cuna. Cada palabra, cada sílaba era tan precisa... Aun cuando llora, habla así.
—¿Y te casaste con ella por su maldito acento presumido? —dijo Margo con furia.
Travis sonrió con aire distante.
—Me casé con ella por la forma en que me mira. Me hace sentir el mejor hombre del mundo. Cuando ella está conmigo, puedo hacer cualquier cosa. Y ha sido un placer verla crecer. Ha dejado de ser una chiquilla asustada y se ha convertido en una mujer. —Su sonrisa se volvió más amplia.— Y es toda mía.
Margo arrojó al otro lado de la habitación su vaso vacío, que se estrelló contra la pared, detrás de Travis.
—¿Acaso piensas que voy a quedarme aquí, escuchando los desvarios que dices de otra mujer?
El rostro de Travis se endureció.
—No tienes que escucharme si no quieres. Iré a buscar a mi hija y la llevaré a casa.
Al pie de la escalera se volvió hacia Margo.
—Te conozco bien. Sé que es por lo que te enseñó tu padre que intentaste conseguir lo que querías de esta manera absurda. Esta vez no haré cargos, porque Jennifer está ilesa. Pero si vuelves a...
Se detuvo y se frotó los ojos. De pronto tuvo mucho sueño y, al subir la escalera, parecía un borracho.
Poco después de que Travis se marchara del hotel, Regan volvió a su apartamento, aturdida. Farrell la esperaba.
—Regan, por favor, tienes que decirme qué sucede. ¿Alguien ha hecho daño a tu hija?
—No —murmuró—. No lo sé. No puedo decirte nada.
—Siéntale -—insistió, rodeándola con su brazo—, y cuéntamelo lodo.
En pocos minutos Regan le contó la historia.
—¿Y Travis te dejó aquí para que sufrieras sola? —pregunte') Farrell, sorprendido—. ¿No tienes idea de lo que le esté pasando a tu propia hija y tienes que confiar en que él la recupere de manos de su ex amante?
—Sí —respondió con impotencia—. Travis dijo.. .
—¿Y desde cuándo dejas que otra persona dirija tu vida? ¿Acaso no preferirías estar con tu hija y no aquí, sin saber nada?
—¡Sí! —exclamó, poniéndose de pie—. Por supuesto que si.
—Entonces, vamonos. Partiremos de inmediato.
—¿Los dos?
—Si —dijo Farrell, tornándola de la mano—. Somos amigos, y los amigos deben ayudarse en las desgracias.
Sólo más tarde, cuando iban en el coche rumbo al sur, hacia la plantación de Travis, Regan se percató de que no había dicho a nadie adonde iba. Sin embargo, no pensó mucho en eso, pues estaba demasiado preocupada por la seguridad de su hija.
Viajaron durante varias horas. El coche iba demasiado despacio para el gusto de Regan, y en un momento se adormeció. Despertó abruptamente cuando Farrell le tocó el brazo. Estaba de pie en el suelo, a su lado; el coche se había detenido.
—¿Por qué nos detenemos? —preguntó Regan. Farrell la hizo bajar del coche.
—Necesitas descansar, y tenemos que hablar.
—¡Hablar! —-exclamó Regan—. Podemos hablar más tarde, y no necesito descansar.
Trató de apartarse de él, pero Farrell la sostuvo con firmeza.
—Regan, ¿sabes cuánto te amo? ¿Sabías que hace mucho tiempo me enamoré de ti en Inglaterra? Tu tío me ofreció dinero y yo lo acepté, pero me habría casado contigo sin el incentivo del dinero. Eras tan dulce e inocente, tan encantadora...
En su aflicción, Regan no reparó en que se hallaba sola con aquel hombre en medio de un bosque apartado.
—¡Oh, por todos los cielos, Farrell! ¿Qué he hecho para que me creas tan imbécil? Nunca me amaste y nunca me amarás. Lo único que quieres es mi dinero, el cual no vas a conseguir. Entonces, ¿por qué no te portas como un buen muchacho, vuelves a tu pobre y bonita casa en Inglaterra y me dejas en paz.
En un abrir y cerrar de ojos, Farrell la golpeó y la muchacha cayó de espaldas contra el carruaje.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? Mi familia desciende de reyes, mientras que tus antepasados han sido simples mercaderes. El hecho de que tenga que rebajarme a casarme con una mujer como tú, que sabe más de libros contables que de encajes, es...
Mientras Farrell hablaba, Regan comenzó a recuperarse. Mucho más importante que sus problemas con Farrell era su preocupación por Jennifer. Aún de rodillas por la caída, acometió contra él y le dio con la cabeza justo entre las piernas.
Farrell quedó doblado en dos por el dolor y Regan
aprovechó para escapar.
Echó un vistazo al coche y vio que Farrell había desenganchado los caballos lo suficiente para que no constituyera un medio rápido de fuga. Se levantó las faldas y echó a correr de regreso al camino. Justo a tiempo, vio una vieja y ruinosa carreta que desaparecía en una curva. Recurrió a todas sus energías para alcanzarla.
La conducía un anciano de grandes patillas grises.
—¡Me persigue un hombre! —le explicó Regan, corriendo a la par de la carreta.
—¿Y debe atraparla? —preguntó el viejo, obviamente divertido por la situación.
—¡Quiere obligarme a casarme con él, porque quiere mi dinero! ¡Pero yo quiero casarme con un norteamericano!
El patriotismo decidió al hombre. Sin siquiera aminorar la marcha, aferró el brazo de Regan y la subió a la carreta como si no pesara nada. Con otro movimiento
rápido la ubicó en la parte (rasera \ la cubrió por completo con sacos de cereales.
Segundos después apareció Farrell a caballo, y Regan contuvo el aliento al oír su voz. Por un momento, el viejo fingió ser sordo, y se negó a que Farrell revisara la cairela; cuando insistió, el hombre desenfundó una pistola. Finalmente admitió a regañadientes haber visto pasar a tres hombres, uno de los cuales llevaba a una mujer bonita, Farrell partió en medio de una nube de polvo.
—Ya puede salir—dijo el viejo, mientras tomaba el brazo de Regan y la hacía pasar al asiento.
La muchacha se frotó el brazo y contuvo los deseos de pedirle que dejara de tratarla como si fuera uno de sus sacos de cereales. Estornudó varias veces y luego preguntó al hombre si sabía dónde estaba la plantación Stanford, en Virginia.
—Es muy lejos. Son varios días de viaje.
—No si cambiamos de caballos y viajamos toda la noche. Le pagaré los caballos y todos los gastos.
El hombre la observó unos minutos.
—Tal vez podamos hacer algo. La llevaré lo más deprisa posible si me dice por qué la perseguía ese inglés y para qué busca a Travis. ¿O es a Wesley a quien busca?
—Le contaré todo, y Travis es mío.
—Señorita, no tendrá tiempo para aburrirse —comentó el viejo, riendo entre dientes, y azuzó a los caballos para que se movieran.
En pocos segundos avanzaban por el camino a toda velocidad. Regan se sostenía con ambas manos y los dientes le castañeteaban constantemente. No podía hablar ni contar ninguna historia.
Una hora más tarde el viejo detuvo la carreta, se apeó y la ayudó a bajar.
—¿Qué hace? —le preguntó Regan.
—Iremos en bote —respondió—. La dejaré en la puerta misma de Travis.
Caminaron más de un kilómetro hasta llegar a una cabaña y a un muelle, sobre un angosto riacho. El hombre entró a la cabaña y volvió con un saco de lona
—Vamonos —dijo, y la subió a un bote tan ruinoso
como la carreta.
Una vez que se pusieron en marcha, el viejo dijo:
—Ahora hable.
Días más tarde, el hombre dejó a Regan en el muelle de la plantación de Travis, donde se despidió de ella y le deseó buena suerte. Era temprano por la mañana y la plantación estaba en silencio mientras Regan corría hacia
la casa.
La puerta estaba abierta, y Regan subió la escalera rezando por que Travis y Jennifer estuvieran durmiendo en una de las habitaciones. Empezó a abrir una puerta tras otra, maldiciendo a la casa por ser tan grande y hacerle perder tanto tiempo.
Lo encontró en el dormitorio; apenas se le veía el cabello por encima de la sábana.
—¡Travis! —exclamó, corriendo hacia él—. ¿Dónde está Jennifer? ¿Está bien? ¿Cómo pudiste dejarme sin saber nada y quedarte aquí, durmiendo tan plácidamente? —preguntó, dándole un fuerte tirón de orejas.
El hombre que se incorporó en la cama no era Travis. Se le parecía mucho, pero era una versión más pequeña de él.
—Dime, ¿qué ha hecho mi hermano ahora? —preguntó con fatiga, frotándose la oreja, pero al mirar a Regan sonrió—. Tú debes de ser Regan. Déjame presentar...
—¿Dónde están Travis y mi hija?
Wesley se puso serio de inmediato.
—Dime qué ha pasado.
—Margo Jenkins secuestró a nuestra hija, y Travis
fue tras ella.
Sin darle tiempo a nada, Wes echó a un lado las mantas que lo cubrían, sin importarle su desnudez, y empezó
a vestirse
—Siempre le dije a Travis que Margo era perversa, pero él creía deberle algo y siempre la consentía. Ella cree que puede conseguir cualquier cosa en el mundo, que todo le pertenece por derecho. Ven conmigo —dijo, tomándola de la mano.
—Te pareces mucho a Travis —observó Regan, y ahogó una exclamación por el dolor que Wes le causaba en la muñeca y por el esfuerzo que le costaba seguirle el paso. —No es momento para insultos —respondió. Wesley la dejó en la puerta de la biblioteca mientras cargaba dos pistolas y se las ponía en el cinturón.
—/.Sabes montar? No. Travis dijo que no sabías. Ven, puedes ir delante de mi. Los dos juntos no llegamos a pesar tanto como Travis.
Si hubiera tenido tiempo y animo, a Regan le habría desagradado mucho el hermano menor de Travis. ¿Cómo podía haber dos hombres tan parecidos? Y en uno o dos años más, Wes seria tan grande como su hermano.
—Yo soy Wesley —se presentó, mientras la ayudaba a montar.
—Eso supuse —respondió Regan, y de inmediato partieron a todo galope.
Al llegar a casa de Margo, Wes la ayudó a apearse.
—Entraremos por separado. Recuerda que estaré cerca de ti.
Regan entró por la puerta del frente. En un momento encontró a Margo sentada en la biblioteca.
—Justo a tiempo —dijo Margo, con una sonrisa, pero tenía los ojos enrojecidos—. Eres la tercera visita que he tenido esta mañana.
—¿Dónde está mi hija, y dónde está Travis? —preguntó Regan.
—La pequeña y querida Jennifer está durmiendo, igual que su amado padre. Claro que Jennifer despertará, pero Travis, no.
—¿Qué? —gritó Regan—. ¿Qué has hecho con mi familia?
—No más de lo que has hecho tú con mi vida. Travis bebió suficiente opio para matar a dos hombres. Está arriba, durmiendo hasta que muera.
Regan había llegado a la puerta cuando se detuvo al oír un disparo. Paralizada, miró hacia la puerta. Margo pasó a su lado de prisa y abrió la puerta. Entró Farrell, arrastrando el cuerpo sangrante de Wesley.
—Lo encontré merodeando fuera —dijo Farrell, y dejó a Wes en una silla.
—¿Qué haces aquí? —exclamó Regan, y se dirigió hacia Wesley.
—¡Déjalo! —le ordenó Farrell, tomándola por los hombros—. ¿Acaso pensaste que iba a rendirme tan fácilmente, después de haberte buscado tantos años? No, Margo yo hemos planeado esto hace tiempo, mientras todos vosotros estabais jugando con ese estúpido chico. Wesley morirá por sus heridas, recibidas en un lamentable accidente de caza. Nunca encontrarán el cadáver de Travis, y su hijita lo heredará todo. Yo, por supuesto, me casaré con la madre de la heredera, pero ella estará tan dolorida por la muerte de su esposo que se suicidará. Entonces yo volveré a Inglaterra como único beneficiario de tus bienes, y Margo tendrá la generosidad de aceptar ser la tutora de Jennifer y se encarará de la plantación Stanford hasta su mayoría de edad... si llega a cumplirla. ¿Entiendes ahora por qué estoy aquí?
—¡Estáis locos! —dijo Regan, retrocediendo—. Nadie creerá en tantas muertes accidentales.
Se volvió y echó a correr haría la escalera que estaba al final del pasillo, pero Farrell la detuvo.
—Ahora eres mía —dijo, avanzando hacia ella, con la ropa manchada por la sangre de Wesley.
Regan extendió la mano y derribó un candelabro que estaba sobre una mesita. De inmediato, las cortinas que adornaban una puerta cercana se envolvieron en llamas. El grito de Margo resonó mientras tomaba un pequeño tapete y trataba de apagarlas.
—Suéltala —ordenó una voz desde el final del pasillo.
—¡Travis! —exclamó Regan, luchando por liberarse de Farrell.
Travis se veía muy mal, como si acabara de sufrir una descomposición violenta.
—Creí que te habías encargado de él —gritó Farrell a Margo, que seguía tratando de apagar el fuego.
—Tardé un poco en eliminar todo el opio de mi organismo —respondió Travis, apoyado en el barandal de la escalera.
—¡Dejad de hablar! —gritó Margo—. ¡Ayúdenme a apagar el luego! ¡Se está extendiendo!
Farrell aterró a Regan con más tuerza y le apuntó a la cabeza con la pistola.
Wesley, desplomado en una silla detrás de Farrell, recurrió a las pocas tuerzas que le quedaban para sacar un cuchillo de su bota, y con un tiro certero lo clavó entre los omóplatos de Farrell. Este levantó la pistola, disparó hacia el techo y cayó hacia adelante.
Regan reaccionó al instante y corrió hacia Travis.
—Saca a Wesley —dijo—. Yo traeré a Jennifer.
Regan no tardó en encontrar a su hija dormida, la levantó en brazos y bajó corriendo la escalera. Travis se esforzaba por sacar a su hermano de la casa. Ninguno de los dos tenía muchas fuerzas y tardaron lo que pareció una eternidad en salir al aire fresco de la mañana.
Travis depositó a Wesley sobre el pasto, con suavidad.
—Traeré caballos y una carreta —dijo.
—¡Travis! —exclamó Regan, mientras lo tomaba del brazo y miraba hacia la casa. Una llamarada salió por la ventana de la planta baja—. No podemos dejar a Margo allí adentro. Tiene que salir o morirá.
Travis le acarició brevemente la mejilla y corrió a la casa. Minutos más tarde volvió a salir con Margo sobre su hombro, pataleando, dándole puñetazos y maldiciéndolo. Travis la dejó caer al suelo.
—Esa maldita casa no vale la vida de nadie, ni siquiera la tuya —dijo Travis, ante la mirada furiosa de Margo.
Regan estaba inclinada sobre Wes, vendándole la herida de bala que tenía en el costado.
Apenas Travis apartó la vista de Margo, ésta se levantó de un salto y echó a correr hacia la casa.
—¡Mi padre está dentro! —gritaba.
Travis vio cuando las primeras llamas llegaron a la falda de Margo y supo que no podrían salvarla. De prisa, tomó a su hija, que lo miraba todo con los ojos dilatados, y la hizo hundir la cara en su hombro.
Un pocos segundos, el vestido de Margo, empapado de whisky, se cubrió de llamas. Regan apartó la vista y Wes la abrazó para que llorara sobre su hombro.
Pasó un momento hasta que pudieron recuperarse. Travis tocó con afecto la frente de su hermano y le sonrió.
—Cuida a mis mujeres mientras voy en busca de una
carreta—le dijo.
Cuando volvió, estaban rodeados por peones de la plantación, que miraban con impotencia cómo ardía la casa. Ya era demasiado tarde para tratar de salvarla. Los hombres estaban sacando a los caballos de los establos cercanos, otros ayudaron a Travis a cargar a Wes en la parte trasera de la carreta. Jennifer estaba sentada junto a su tío, demasiado cansada y aturdida para hablar.
Cuando Travis y Regan se ubicaron en el asiento, Travis la miró.
—¿Vamos a casa?
—A casa —murmuró Regan—. Mi casa es donde estés tú, Travis, y allí quiero estar. La besó.
—Te quiero —dijo—, y...
—Yo me estoy desangrando, y vosotros dos os hacéis la corte —rezongó Wesley desde atrás.
—¡La corte! —bufó Travis, poniendo en marcha a los caballos—. Hermanito, ni siquiera sabes lo que es cortejar. En cuanto te pongas bien, te contaré algo sobre el mejor estilo de cortejar del mundo. Tal vez algún día puedas tener la mitad de ingenio...
Se interrumpió y miró a Regan entrecerrando los ojos. Ella se había echado a reír, y esa mirada dolida la hizo reír más aún.
—Creo que, en lo que se refiere a tus historias, Travis, prefiero escuchar la versión de Regan —dijo Wesley, sonriendo, con los ojos cerrados.
—A casa —murmuró Regan, enjugándose los ojos—. Será muy bueno llegar a casa.
Travis también comenzó a sonreír mientras dirigía a los caballos rumbo a la plantación Stanford.
FIN.