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abril 08, 2010
Mientras rodaba una barrica de agua de doscientos litros desde el canal hasta su huerto de patatas, Bob Turk oyó el rugido, dirigió una ojeada a la colina del cielo marciano de media tarde, y vio la gran nave interplanetaria azul.
Agitó la mano en excitado saludo, luego leyó las palabras pintadas en el costado de la nave, y su alegría se mezcló con inquietud. Porque aquel gran casco cóncavo, que descendía ahora para aterrizar, era una astronave de carnaval, una nave venida hasta aquella región, hasta el cuarto planeta, para hacer negocio.
La inscripción que llevaba rezaba así:
LA EMPRESA DE DIVERSIONES «ESTRELLAS FUGACES» PRESENTA:
FENÓMENOS, MAGIA, TERRORÍFICOS ENGENDROS,
¡Y MUJERES!
Y la palabra final había sido pintada en letras mayores.
Será mejor que vaya a decírselo al consejo de la colonia, pensó Turk. Dejó su barrica de agua y trotó hacia la zona de tiendas, jadeando mientras sus pulmones se esforzaban por absorber el aire débil y enrarecido de aquel mundo antinatural, apenas colonizado.
La última vez que había llegado una feria a su zona les habían robado la mayor parte de las cosechas —aceptadas en trueque por sus hombres— no dando a cambio más que una brazada de inútiles figurillas de yeso. Eso no volvería a suceder. Y sin embargo...
Sin embargo, sentía en sí la comezón, la necesidad, de ser entretenido. Y todos ellos se sentían del mismo modo; la colonia anhelaba lo raro, lo extravagante y singular. Desde luego aquellos hombres lo sabían, y se aprovechaban de eso para su hurto. Si solamente pudiéramos mantener clara la cabeza, pensó Turk, trocar el sobrante de los alimentos y fibras de vestir, pero no lo que necesitamos nosotros... no convertirnos en algo así como una partida de chiquillos... Pero la vida en el mundo de la colonia era monótona. Acarrear agua, combatir a los bichos, reparar vallas, reparar incesantemente la semiautónoma maquinaria robot agrícola que les sustentaba... no era bastante, aquello no tenía emoción alguna, ninguna solemnidad.
—¡Eh! —llamó al llegar al terreno de Vince Guest, que se hallaba sentado sobre su arado de un solo cilindro, llave inglesa en mano—. ¿Oyes el barullo? ¡Compañía...! Más funciones, como el año pasado; ¿recuerdas?
—Lo recuerdo —respondió Vince sin levantar la vista—. Se llevaron todas las calabazas. ¡Al diablo con los espectáculos ambulantes! —Y su rostro se ensombreció.
—Esta es una compañía diferente —explicó Turk, deteniéndose—. Nunca los vi antes; tienen una nave azul, y parece como si hubieran estado en todas partes. ¿Sabes lo que vamos a hacer? ¿Recuerdas nuestro plan?
—Algo —respondió Vince, entornando la rosca de su llave inglesa.
—El talento es el talento —parloteó Turk, tratando de convencer no solo a Vince sino a sí mismo—. Fred es ingenioso; su talento es auténtico, quiero decir, lo hemos experimentado un millón de veces... ¿Por qué no lo empleamos contra esa feria del año pasado? Jamás lo sabré. Pero ahora estamos organizados... preparados.
Levantando su mano, Vince dijo:
—¿Sabes tú lo que ese estúpido va a hacer? Se unirá a la feria; se marchará con ellos y empleará su talento para su provecho..., no podemos fiarnos de él.
—Pues yo sí —repuso Turk, apresurándose a ir hacia los edificios de la colonia, las polvorientas y erosionadas estructuras grises que estaban directamente enfrente. Podía ver ya a su presidente del consejo, Hogland Rae, atareado en su almacén; Hoagland alquilaba materiales e instrumentos de segunda mano a los miembros de la colonia, y todos dependían de él. Sin los utensilios de Hoagland no habría oveja esquilada, ni borrego con la cola cortada. No era, pues, de extrañar que Hoagland se hubiera convertido en su dirigente político, a la par que económico.
Saliendo de entre su amasijo de mercancías, Hoagland protegió sus ojos, se seco la húmeda frente con su pañuelo plegado y saludó a Bob Turk:
—¿Diferente compañía esta vez? —su voz era muy baja.
—Eso es —respondió Turk, latiéndole con fuerza el corazón—. ¡Y podemos atraparlos, Hoag! Si actuamos como es debido; quiero decir, una vez que Fred...
—Estarán recelosos —manifestó Hoagland pensativo—. No cabe duda que otras colonias habrán empleado Psi para ganar. Pueden tener uno de esos... ¿cómo se les llama...?, de esos individuos anti-Psi con ellos—. Hizo una ademán mostrando su resignación.
—Voy a decir a los padres de Fred que lo saquen de la escuela —jadeó Bob Turk—. Sería natural para los chicos el aparecer en seguida; que cierren la escuela esta tarde, y así Fred estará entre el grupo, ¿entiendes lo que quiero decir? No debe parecer chusco, no a mí, de todos modos—. Rió con una risita tonta.
—Cierto —convino Hoagland con dignidad—. El chico Costner aparece de manera normal, o sea que estamos obligados. Ve a tocar la campana de los excedentes de recolección, para que esos carnavaleros vean que tenemos buena mercancía que ofrecer... quiero que vean todas esas manzanas y avellanas, coles y calabazas apiladas —apuntó al lugar—. Y un minucioso inventario con tres copias, en mis manos, en una hora.
Hoagland sacó un puro, lo encendió y añadió:
—Adelante, pues.
Bob Turk se marchó a cumplir con el encargo.
Mientras andaban a través de su pasto sur, entre las ovejas de cara negra que rumiaban la hierba dura y seca, Tony Costner dijo a su hijo:
—¿Crees que podrás apañártelas con ellos? Si no, dilo. No tienes por qué hacerlo.
Esforzándose, Fred Costner podía vislumbrar la feria a lo lejos, instalándose ante la astronave de afilada proa. Barracas resplandecientes de banderolas y gallardetes que bailaban al viento... y la música registrada. ¿O era un auténtico órgano de vapor?
—Seguro —murmuró el chico—. Puedo manejarlos; he estado practicando cada día desde que el señor Rae me lo dijo—. Y para demostrarlo, paso rasando una roca que estaba enfrente de ellos, fue a gran velocidad en su dirección y luego se dejó caer bruscamente en la hierba parda y seca. Una oveja miró con aire estúpido y Fred rió.
Un pequeño grupo de la colonia, incluyendo a los niños, había aparecido ya entre las casetas que se estaban montando; Fred vio en pleno funcionamiento la máquina de los confites, olió el aroma de las rosetas de maíz friéndose, y contempló con deleite un gran racimo de globos llenados con helio, que portaba un enano grotescamente pintarrajeado y con ropa de vagabundo.
Su padre dijo quedamente:
—Lo que debes buscar, Fred, es el juego que ofrece premios valiosos.
—Lo sé —respondió el muchacho, comenzando a escudriñar las casetas—. No tenemos necesidad de muñecas hula-hula —se dijo a sí mismo—, ni de botes de melaza.
En alguna parte del carnaval se hallaban los verdaderos tesoros. Podía ser en el aparato tragamonedas o en la rueda giratoria o en la mesa de la lotería. Husmeaba e indagaba.
Con voz débil y forzada, su padre dijo:
—Hum, acaso tendré que dejarte, Freddy...
Tony había visto una de las plataformas de las muchachas y se había vuelto hacia ellas, incapaz de despegar sus ojos de la escena. Una de las chicas se hallaba ya en ella... Pero entonces el ronroneo de un camión lo hizo volverse, y olvido a la muchacha ligera de ropa y de prominente pecho de la plataforma. El camión estaba trayendo los productos de la colonia, para ser trocados por entradas.
Fred se dirigió hacia el camión, preguntándose cuánto habría decidido ofrecer esta vez Hoagland Rae, después de la espantosa paliza que habían recibido la vez anterior. Tenía el aspecto de ser un gran trato y Fred sintió orgullo; la colonia tenía plena confianza en sus habilidades.
Seguramente percibió el inconfundible hedor de Psi.
Emanaba de una caseta a su derecha, y se volvió al instante en aquella dirección. Esto era lo que la gente de la feria estaba protegiendo, este único juego en el cual no creían poder permitirse perder. Era, lo vio, una caseta en la cual uno de los fenómenos actuaba como blanco. El fenómeno era un descabezado, el primero que jamás viera, y Fred se detuvo atónito.
El descabezado no tenía cabeza en absoluto, y sus órganos sensoriales, sus ojos, nariz y orejas, habían emigrado a otras partes de su cuerpo en el período prenatal. Por ejemplo, su boca se abría en el centro de su pecho, y un ojo brillaba en cada hombro; el descabezado estaba deformado, más no privado, y Fred sintió respeto por él. El descabezado podía ver, oler y oír, tan bien como cualquiera. ¿Más que había exactamente en el juego?
En la caseta, el descabezado se hallaba en un cesto suspendido sobre una artesa con agua. Detrás del descabezado, Fred Costner vio un blanco y luego el montón de pelotas de béisbol, y comprendió en qué consistía la jugada; si el blanco era alcanzado con una pelota, el descabezado se zambullía en la artesa con agua. Y era para impedirlo que la feria había empleado sus poderes Psi; el hedor era allí insoportable. No sabía, sin embargo, de dónde procedía tal emanación, si del descabezado o del operador, o de ambos, o de una tercera persona aún no vista.
El operador, una muchacha delgada con pantalones flojos, jersey y tenis, tendió una pelota a Fred.
—¿Dispuesto a jugar, capitán? —le preguntó con sonrisa insinuante, como si estuviera absolutamente segura de que no podría jugar y ganar.
—Lo estoy pensando —respondió Fred, al tiempo que escrutaba los premios.
El descabezado lanzó una risita y la boca situada en el pecho dijo:
—Lo está pensando..., lo dudo.
Volvió a lanzar su risita y Fred se sonrojó.
Su padre llegó a su lado.
—¿Es a esto a lo que quieres jugar? —preguntó.
Casi al mismo tiempo apareció Hoagland Rae; los dos hombres flanquearon al chico, examinando los premios. ¿Qué eran? Muñecos, pensó Fred; cuando menos tal era su aspecto. Las figuras, pequeñas y vagamente masculinas, se hallaban dispuestas en hileras en varios estantes, a la izquierda de la encargada de la caseta. Por su vida que él no podía descubrir las razones de la feria para protegerlos, puesto que seguramente no tenían valor alguno. Se acercó más, esforzándose para ver mejor...
Apartándose hacia un lado, Hoagland Rae le dijo, preocupado:
—Pero aunque ganemos, Fred, ¿qué conseguimos? Nada que podamos usar, sólo esas figurillas de plástico. Ni siquiera podremos cambiar esos objetos a otras colonias.
Parecía desilusionado.
—No creo que sean lo que parecen —argumentó Fred—, aunque todavía no sé lo que son. De todos modos, déjeme probar, señor Rae; sé que esta caseta es la principal...
Y, al parecer, también creía lo mismo la gente de la feria.
—Bien, como te parezca —dijo Hoagland Rae con pesimismo; cambió una mirada con el padre de Fred, y luego dio una palmadita alentadora en la espalda del chico—. Adelante, muchacho —dijo—, hazlo lo mejor que puedas.
El grupo, al que se había unido ahora Bob Turk, volvió a la caseta donde se hallaba el descabezado con los brillantes ojos en sus hombros.
—¿Qué, se decidieron ya? —preguntó la delgada muchacha de inexpresivo rostro, lanzando una pelota al aire y volviendo a recogerla.
—Ten —dijo Hoagland, entregando a Fred un sobre que contenía boletos cambiados por productos.
—Lo intentaré —dijo Fred a la muchacha delgada, tendiendo un boleto.
La muchacha sonrió, mostrando unos dientes pequeños y agudos.
—¡Lánzame a la artesa! —gritó el descabezado—. ¡Zambúlleme y gana un valioso premio!
Lanzó otra risotada, casi con deleite.
Aquella noche, en el taller que tenía en la trastienda de su almacén, Hoagland Rae examinaba con una lupa de joyero en su ojo derecho una de las figurillas que el chico de Tony Costner había ganado aquel día en la Feria de las Estrellas Fugaces.
Quince de estas figurillas se hallaban alineadas contra la pared del taller de Hoagland. Este, abriendo con unas pinzas la parte trasera del muñeco, vio en su interior un complicado alambrado.
—El chico tenía razón —dijo a Bob Turk, que se hallaba tras él, fumando con espasmódica agitación un cigarrillo de tabaco sintético—. No es un muñeco; está completamente guarnecido. Podría ser algún artilugio perteneciente a la ONU, y que ellos hubieran robado..., hasta podría ser una especie de micro-captador; ya sabes, uno de esos mecanismos especiales que el gobierno emplea para un millón de tareas, desde el espionaje hasta la reconstrucción mediante cirugía de los veteranos de guerra.
En seguida, con todo cuidado, abrió la frente de la figurilla.
Más alambrado, y partes en miniatura que hasta con la lupa eran extremadamente difíciles de apreciar. Renunció; después de todo, su habilidad se limitaba a las reparación de máquinas segadoras y cosas por el estilo. Esto era demasiado para él. De nuevo se preguntó qué empleo exacto podría hacer la colonia de aquellos artilugios. ¿Venderlos de nuevo a la ONU? Y, en el ínterin, la feria había recogido sus bártulos y se había ido. No había medio alguno de saber dónde se encontraban ahora.
—Acaso ande y hable —sugirió Turk.
Hoagland buscó en la figurilla algún conmutador, pero no halló ninguno. ¿Orden verbal?, se preguntó.
—¡Anda! —gritó, como esperando algún milagro.
La figurilla permaneció inerte.
—Creo que hemos logrado algo aquí —dijo a Turk—. Pero... —hizo un gesto—. Ello llevará tiempo; hemos de tener paciencia...
Acaso si llevaran una de las figurillas a la ciudad principal, pensó, donde podían ser hallados los auténticos ingenieros profesionales, los peritos en electrónica y los restauradores de todo género... Pero prefería hacerlo todo por sí mismo: desconfiaba de los habitantes de la gran zona urbana del planeta-colonia.
—De seguro que esa gente de la feria se quedaría de una pieza si ganamos de nuevo —dijo con una risita Bob Turk—. Fred dijo que estaban ejerciendo su propio Psi todo el tiempo, y que le sorprendería completamente que...
—Tranquilízate —respondió Hoagland.
Había hallado el suministro de energía de la figurilla; le quedaba ahora únicamente el trazar el circuito hasta llegar a una interrupción, empalmando la cual podría poner en actividad el mecanismo; era..., o al menos lo parecía..., tan sencillo como eso.
No tardó en hallar la interrupción del circuito. Un conmutador microscópico, simulado en la hebilla del cinturón de la figurita. Hoagland ajustó el interruptor con sus pinzas de punta de aguja, puso de nuevo la figurilla sobre su banco de trabajo, y esperó.
La figurilla se agitó, tendiendo una mano a una especia de bolsa que colgaba de su costado, y sacando de ella un minúsculo tubito con el que apuntó a Hoagland.
—Espera —dijo Hoagland con voz apagada.
Tras él, Turk lanzó una especie de balido y corrió para resguardarse. Mientras tanto algo dio un estampido sobre su cara, un haz luminoso que lo empujó hacia atrás; cerró los ojos y grito, asustado:
—¡Estamos siendo atacados!
Pero no oyó el sonido de su propia voz. Estaba gritando inútilmente en una oscuridad infinita. A tientas logró salir afuera, implorante...
La enfermera titular de la colonia estaba inclinada sobre Hoagland, sosteniendo un frasco de amoníaco aplicado a sus fosas nasales. Quejándose, Hoagland logró levantar la cabeza y abrir los ojos. Se encontraba tendido en su taller, y en derredor suyo había una hilera de colonos adultos, Bob Turk en primer lugar, y todos con expresiones de la mayor alarma.
—¡Esos muñecos o lo que sean...! —logró mascullar Hoagland—. Nos atacaron; tengan cuidado—. Se retorció, intentando ver la fila de muñecos que había colocado tan cuidadosamente contra la pared. —Hice funcionar a uno prematuramente —murmuró—. Lo puse en marcha completando el circuito, de modo que ya estamos al tanto de lo que pasa.
Seguidamente pestañeó. Los muñecos no estaban allí.
—Fui a buscar a la señorita Beason —explicó Bob Turk—, y al volver, habían desaparecido. Lo siento —parecía excusarse como si fuera su culpa—. Pero tú fuiste herido; me preocupaba que acaso estuvieras muerto.
—Está bien —dijo Hoagland, levantándose; le dolía la cabeza y sentía náuseas—. Hiciste lo que debías. Será mejor que venga aquí el chico Costner, y sepamos su opinión. Bueno, hemos sido atrapados..., metidos el segundo año en un lío. Solo que esta vez peor—. Esta vez, pensaba, hemos de ganar. Salimos mejor librados el año pasado, perdiendo.
Tenía el indicio de un verdadero presentimiento.
Cuatro días después, en ocasión de hallarse Tony Costner cavando su huerto, un brusco remover en el terreno lo hizo detenerse unos instantes en su tarea. Alcanzó su horquilla silenciosamente, pensando: es una ardilla terrera que ando ahí abajo comiendo las raíces. La atraparé. Alzó la horquilla y, al agitarse la tierra una vez más, clavó salvajemente y con hondura las puntas del instrumento.
Algo bajo la superficie chilló de dolor y miedo. Tony Costner tomó una pala y excavó el suelo. Apareció un túnel subterráneo y en él, agonizando una masa de piel estremecida y palpitante —tal como por larga experiencia lo había previsto— yacía una ardilla marciana, con los ojos vidriosos por la próxima muerte, la boca abierta mostrando los agudos dientes y las garras tendidas con desespero.
Remató compasivamente al animal y luego se inclinó para examinarlo. Porque algo extraño había captado su vista: un destello metálico.
La ardilla marciana llevaba un arnés.
Era un arnés artificial, desde luego, encajado en torno a su cuello. Unos alambres casi invisibles, tenues como cabellos, surgían del arnés y desaparecían en la piel de la ardilla, cerca del pericráneo.
—¡Dios! —exclamó Tony Costner, alzando a la ardilla y quedándose sumido en vana ansiedad, preguntándose qué hacer. En seguida relacionó aquello con los muñecos de la feria; ellos se habían ido y habían dejado esto, hecho esto... la colonia, tal como lo dijera Hoagland, estaba siendo atacada.
Se preguntó qué habría hecho la ardilla de no haberla matado él.
La ardilla había estado ejecutando algo. Abriendo un túnel hacia... su madriguera.
Más tarde se encontraba con Hoagland Rae en el taller de éste; Rae había abierto con cuidado el arnés inspeccionando su interior.
—Un transmisor —dijo, respirando ruidosamente, como si le hubiera vuelto el asma de su niñez—. De corto alcance, acaso media milla. La ardilla estaba dirigida por él, y quizás retransmitía una señal indicando dónde estaba y lo que estaba haciendo. Los electrodos del cerebro probablemente conectan con zonas del gusto y dolor... de este modo podía ser controlada. —Lanzó una ojeada a Tony Costner—. ¿Te gustaría llevar un arnés como este contigo?
—En absoluto —respondió Tony, estremeciéndose.
Lo que deseaba era volver al instante a la Tierra, por muy superpoblada que estuviera; anhelaba la presión de la muchedumbre, los olores y sonidos de los grandes grupos de hombres y mujeres moviéndose a lo largo de las duras aceras, entre las luces. En un destello le asaltó el pensamiento de que nunca había disfrutado realmente allí en Marte. Demasiado solitario. Cometí un error, se dijo. Mi mujer fue la que me hizo venir aquí.
Pero era ya demasiado tarde para pensar ahora en ello.
—Creo —dijo secamente Hoagland— que será mejor notificarlo a la policía militar de la ONU—. Fue con pasos arrastrados al teléfono de pared, lo descolgó y marcó el número de urgencia, mientras decía a Tony, a medias excusándose y a medias con enojo:
—No puedo tomar la responsabilidad de manejar esto, Costner; es demasiado difícil.
—Es mi culpa también —dijo Tony—. Cuando vi aquella muchacha, se estaba quitando la parte superior de su ropa y...
—Despacho de seguridad regional de la ONU —se oyó a través del teléfono, lo bastante alto para que Tony Costner también lo escuchara.
—Estamos en un apuro —dijo Hoagland, explicando a continuación lo de la nave de diversiones de la empresa de las Estrellas Fugaces, y lo que había sucedido. Mientras hablaba se secaba la sudorosa frente con su pañuelo; tenía un aspecto envejecido y cansado, como si tuviera muchísima necesidad de descanso.
Una hora después, la policía militar aterrizó en medio de la única calle de la colonia. Un oficial uniformado de la ONU, de mediana edad, y con una cartera de mano, salió del aparato, miró en derredor a la amarilla luz del atardecer y reparó en el grupo, a cuyo frente se hallaba situado preferentemente Hoagland Rae.
—¿Es usted el general Mozart? —dijo Rae, tanteando y tendiéndole la mano.
—En efecto —dijo el corpulento oficial, al par que estrechaba brevemente la mano tendida—. ¿Puedo ver de qué se trata? —añadió, pareciendo un tanto desdeñoso por la mugrienta población de la colonia. Hoaglando lo sintió agudamente, y retoñaron su sensación de fracaso y depresión.
—Desde luego, general —respondió, abriendo el camino a su almacén y al taller de la trastienda.
Tras haber examinado a la ardilla marciana muerta, con sus electrodos y arnés, el general Mozart dijo:
—Puede usted haber obtenido artefactos que ellos no desearan ceder, señor Rae. Su destino final no era probablemente esta colonia. —De nuevo se hacía patente su disgusto mal disimulado; ¿quién habría de preocuparse por aquella zona?—. Sino eventualmente —añadió—, y ésta es una suposición, a la Tierra y a las regiones más pobladas. Sin embargo, por su empleo de una polarización negativa en el juego de tiro de la pelota... —se detuvo y lanzó una ojeada a su reloj de pulsera—. Someteremos a estos terrenos de la vecindad al gas tóxico; así, usted y su gente habrán de evacuar toda esta región, de hecho esta misma noche; nosotros proveeremos el trasporte. ¿Puedo utilizar su teléfono? Yo ordenaré el traslado... y usted reúna a toda su gente—. Sonrió reflexivamente a Hoagland y fue luego al teléfono para llamar a su despacho de la ciudad principal.
—¿El ganado también? —preguntó Rae—. No podemos sacrificarlo.
Se preguntaba cómo habrían de llevarse ovejas, perros y vacas en el trasporte de la ONU en medio de la noche. ¡Vaya jaleo!, pensó con desánimo.
—Desde luego que el ganado también —respondió con tono antipático el general Mozart, como si Rae fuese alguna especie de idiota.
El tercer buey llevado a bordo del trasporte de la ONU llevaba un arnés al cuello; los policías militares de la compuerta de entrada lo observaron, mataron al instante al buey, y llamaron a Hoagland para que dispusiera de la res.
Agachado junto a ella, Hoagland Rae examinó el arnés y su alambrado. Al igual que la ardilla, había una conexión de delicados hilos, del cerebro del animal al órgano sensorial —cualquiera que fuese— que había instalado el aparato, situado, suponía él, a no más de una milla de la colonia. ¿Cuál era la misión asignada a esta bestia?, se preguntó al desconectar el arnés. ¿Atacar a alguno de nosotros? O bien observar... Más probablemente esto; el transmisor en perpetuo funcionamiento, recogiendo todos los ruidos de la vecindad. Así, pues, ya saben que hemos recurrido a los militares, pensó Hoagland. Y que hemos detectado dos de sus artilugios también.
Tuvo la profunda intuición de que aquello significaba la abolición de la colonia. La zona no tardaría en convertirse en un campo de batalla entre el departamento militar de la ONU y las empresas de diversiones de las Estrellas Fugaces, representaran lo que representasen. Se preguntaba de dónde procederían. Evidentemente, del exterior del Sistema Solar.
Arrodillándose momentáneamente junto a él, un policía secreto de la ONU, vestido de negro, dijo:
—Ánimo. Se atraparon los dedos; nunca antes pudimos probar que estas ferias eran hostiles. Gracias a ustedes, ellos no las celebrarán ya en la Tierra. Serán reforzados; no cedan. —Le hizo a Hoagland un gesto entre sonrisa y mueca y luego se apresuró a desaparecer en la oscuridad, donde se hallaba estacionado un tanque de la ONU.
Sí, pensó Hoagland. Tenemos a favor a las autoridades. Y nos premian trasladándonos masivamente de esta zona.
Albergaba la sensación de que la colonia ya nunca sería del todo la misma hicieran lo que hiciesen las autoridades. Debido a que, si no otra cosa, la colonia había fracasado en solucionar sus propios problemas; se había visto obligada a solicitar ayuda del exterior.
Tony Costner le echó una mano con la res muerta; juntos la arrastraron a un lado, jadeando al esforzarse con el cuerpo aún cálido.
—Me siento responsable —dijo Tony, cuando terminaron su tarea.
—Pues no lo debes —dijo Hoagland, moviendo la cabeza—. Y dile a tu hijo que no lo lamente tampoco.
—No he visto a Fred desde que apareció la cosa —dijo Tony con tristeza—. Se marchó terriblemente desazonado. Supongo que la policía militar de la ONU lo encontrará; están por los alrededores revisándolo todo—. Su voz era apagada, como si aún no pudiera convencerse de lo que estaba sucediendo—. Un policía militar me dijo que por la mañana podremos volver. El gas arsénico habrá dado cuenta de todo. ¿Crees que lo han experimentado antes? No lo dicen, pero parecen tan eficaces... tan seguros de los que están haciendo...
—Solo Dios lo sabe —respondió Hoagland. Encendió un auténtico puro terrestre Optimo y fumó en hosco silencio, contemplando cómo conducían al transporte a un hato de ovejas negras. ¿Quién hubiera pensado que la legendaria y clásica invasión de la Tierra tomaría esta forma?, nuestra pobre colonia, a causa de unas figurillas llenas de alambres, poco más de una docena en total, que logramos ganar en la feria de las Estrellas Fugaces... Como el general Mozart dijo, los invasores ni siquiera deseaban renunciar. Cosa irónica.
Bob Turk, dirigiéndose a su lado, dijo quedamente:
—Te darás cuenta de que vamos a ser sacrificados. Eso es evidente. El gas tóxico matará a todas las ardillas y ratas, pero no a los artilugios microscópicos, pues no respiran. La ONU tendrá a sus escuadras de policía operando en esta región durante semanas, acaso durante meses. Este ataque de gas es sólo el comienzo—. Se volvió acusadoramente a Tony Costner—. Si tu chico...
—Está bien... —cortó Hoagland con voz dura—. Ya basta. De no haber apartado yo uno y conectado el circuito... puedes censurarme, Turk; de hecho, estoy dispuesto a renunciar y contento de hacerlo. Puedes dirigir la colonia sin mi.
A través de un altavoz accionado por baterías, la voz de un miembro de la ONU restalló:
—¡Prepárense a embarcar todas las personas al alcance de mi voz! ¡Esta zona va a ser inundada con gas tóxico a las catorce horas! Repito...
Lo fue repitiendo en una y otra dirección, con resonante eco en la oscuridad de la noche.
Fred Costner fue dando traspiés por el áspero y desconocido terreno, jadeando de inquietud y decaimiento; no prestaba atención alguna a dónde estaba ni se esforzaba por saber a dónde se dirigía. Todo lo que deseaba era marcharse. Él había destruido la colonia, y todo el mundo, desde Hoagland Rae hasta los de abajo, lo sabía. A causa de él...
Lejos, tras él, una voz amplificada anunció:
«¡Prepárense a embarcar todas las personas al alcance de mi voz! ¡Esta zona va a ser inundada con gas tóxico a las catorce horas! Repito que todas las personas al alcance de mi voz...» Y así prosiguió reiteradamente el vozarrón, y Fred continuó dando traspiés, escapando de todo.
La noche olía a arañas y a maleza seca; sintió la desolación en torno suyo. Estaba ya más allá del perímetro final de cultivos; había dejado los campos de la colonia e iba ahora por terreno no desbrozado, sin cercas ni mojones. Pero, probablemente, inundarían también aquella zona; los aparatos de la ONU irían desparramando por doquier el gas tóxico, y tras ellos penetrarían tropas especiales portadoras de caretas anti-gas y de lanzallamas, con detectores sensibles a la espalda, para achicharrar a los micro-rapiñadores que se hubieran refugiado en las madrigueras subterráneas de ratas, sabandijas y gusanos. ¿A dónde pertenecerían? ¡Y pensar que yo los deseaba para la colonia!... Pensaba que si la feria los tenía, debían de ser valiosos.
Se preguntaba, difusamente, si habría algún medio para deshacer lo que había hecho. ¿Hallar los quince micro-rapiñadores, más el que casi había matado a Hoagland Rae? Y... era para reírse, pues resultaba absurdo. Aún si encontraba su cobijo —suponiendo que todos ellos se hubieran refugiado en el mismo lugar—, ¿cómo podría destruirlos? Y ellos estaban armados. Hoagland Rae había logrado escapar a duras penas, y eso era lo que habría logrado solo uno de ellos.
Una luz resplandeció delante de él.
En la oscuridad no pudo distinguir las formas que se movían al borde de la luz. Se detuvo y esperó tratando de orientarse. Iban y venían personas y oía sus voces, sordas, de hombres y mujeres. Y el sonido de motores en movimiento. La ONU no estaría enviando mujeres, pensó. No se trataba, pues, de las autoridades.
Se despejó una parte del cielo, asomaron las estrellas y entre la tenue calma nocturno se percató al instante de que estaba viendo el perfil de un objeto estacionado.
Podía ser una nave de popa, esperando el despegue; por la forma lo parecía.
Se quedó temblando por el frío de la noche marciana, frunciendo el entrecejo en un intento de distinguir las formas indefinidas ocupadas en su actividad. ¿Acaso había vuelto la feria? ¿Era ese el vehículo de la empresa de las Estrellas Fugaces que volvía? El pensamiento le asaltó de manera espectral: las casetas y las banderolas, las tiendas y las plataformas, los espectáculos mágicos y los estrados de las muchachas, las barracas de los fenómenos y de los juegos de azar, siendo instaladas allí en medio de la noche, en aquel páramo perdido en un vacío entre las colonias. Una vacua representación de una festividad de la vida carnavalesca, para no ser vista ni experimentada por nadie. Excepto, por casualidad, por él. Y para él resultaba repugnante; había visto cuanto deseaba de la feria, a su gente y... cosas.
Algo corrió entre sus pies.
Le tendió una trampa con sus facultades psicocinéticas, y le hizo volverse, atrapándolo luego con ambos manos y extrayendo de la oscuridad una forma dura que se agitaba. Vio con espanto que era uno de los micro-rapiñadores que habían estado escurriéndose hacia la nave estacionada. Así, pues, la nave los está recogiendo, pensó, y por lo tanto no los hallarán ya los de la ONU. Se están marchando... la feria podrá, entonces, seguir con sus planes. Una voz de mujer dijo, próxima:
—Suéltalo, por favor. Quiere irse.
Sobresaltándose, soltó al micro-rapiñador, que desapareció al instante a la carrera por entre la maleza. De pie, ante Fred, la muchacha delgada de la caseta de la feria, llevando aún sus pantalones flojos y su jersey, le miraba plácidamente, con una linterna en su mano, por cuyo círculo de luz percibió sus pronunciadas facciones, sus mejillas sin color, y sus claros e intensos ojos.
—¡Eh! —exclamó Fred como en un balbuceo, poniéndose a la defensiva.
Ella era más alta que él, y le tenía miedo. Pero no percibió el hedor Psi en torno a ella y se dio cuenta definitivamente de que no había sido ella quien allá en la caseta había luchado contra su propia facultad durante el juego. Así, pues, él tenía una ventaja sobre ella, y quizá una que ella no conocía aún.
—Será mejor que se marche de aquí —le dijo—. ¿No escuchó el altavoz? Van a gasificar esta zona.
—Lo oí —respondió la muchacha, examinándole—. Tú eres el gran ganador, ¿no es así, hijo? El jugador maestro; hiciste zambullirse a nuestro descabezado dieciséis veces en una artesa —rió alegremente—. Simón estaba furioso; atrapó un resfriado y te echaba a ti la culpa. Así que espero que no te topes con él. Te lo aconsejo.
—No me llame hijo —replicó él sintiendo que se ahuyentaba su miedo.
—Douglas, nuestro psi-k, dice que eres fuerte. Lo abatiste cada vez; enhorabuena. Bien, ¿estás contento con tu proeza? —Rió otra vez, silenciosamente; sus agudos y pequeños dientes brillaron a la difusa luz—. ¿Sientes que obtuviste el precio de tu ejecución?
—Su psi-k no vale mucho —repuso Fred—. No tuve molestia alguna y realmente no estoy experimentado. Usted podría hacerlo mejor.
—¿Contigo probablemente? ¿Estás pidiendo que nos unamos? ¿Es una proposición lo que me haces?
—No —respondió él, sobrecogido y repelido.
—Había una rata en la pared del taller del señor Rae —dijo la muchacha—. Tenía un transmisor, y así supimos de la llamada a la ONU tan pronto como la hicieron. Así que hemos dispuesto de bastante tiempo para recuperar nuestra... —Hizo una breve pausa— nuestra mercancía. Nadie quiere hacerte daño; no es culpa nuestra el que ese entrometido de Rae metiera la punta de su destornillador en el circuito de control de ese micro rapiñador. ¿No es así?
—Puso en marcha prematuramente el ciclo. De todos modos lo habría hecho con el tiempo—. Se negaba a pensar de otra manera; él sabía que la colonia tenía razón—. Y no va a hacerle ningún bien el que recojan todos esos micro-rapiñadores, porque la ONU lo sabe y...
—¿Recogerlos? —la muchacha se contoneó divertida—. No estamos recogiendo a los dieciséis micro-rapiñadores que tu pobre gentecilla ganó. Estamos dirigiéndonos hacia delante... ustedes nos obligaron. La nave está descargando el resto de ellos.
La muchacha apuntó con su linterna y él pudo ver entonces, por un breve instante, la horda de micro-rapiñadores que estaba siendo vomitada por la nave y se desparramaba por doquier, buscando todos refugio como tantos insectos fotófobos.
Cerró los ojos y gimió.
—¿Estás todavía seguro —dijo la muchacha en un ronroneo— que no quieres venir con nosotros? Esto aseguraría tu futuro, hijito. De lo contrario... —hizo un gesto—. ¿Quién sabe? ¿Quién puede realmente suponer lo que será de tu pequeña colonia y de su pobre gentecilla?
—No —respondió él—. No voy todavía.
Cuando volvió a abrir los ojos, la muchacha se había marchado ya. Se hallaba ahora con el descabezado Simón, examinando un sujetador que tenía en la mano.
Volviéndose, Fred Turner corrió por el camino que le había llevado hasta allí, hacia la policía militar de la ONU.
El alto y un tanto encorvado general de la policía secreta de la ONU, uniformado de negro, dijo:
—He remplazado al general Mozart, el cual se halla desgraciadamente mal equipado para contender con la subversión interna; es exclusivamente un militar —no tendió su mano a Hoagland Rae, sino que en vez de ello, comenzó a pasearse por el taller, frunciendo el ceño—. Desearía haber sido llamado la pasada noche. Por ejemplo, podía haberle dicho inmediatamente una cosa que el general Mozart no comprendió. —Se detuvo y lanzó una inquisitiva mirada a Hoagland—. Usted se percata, desde luego, de que no derrotó a la gente de la feria. Ellos querían perder esos dieciséis micro-rapiñadores.
Hoagland Rae asintió en silencio; no había nada que decir. Parecía ahora evidente, al señalarlo el general de la policía.
—Las anteriores apariciones de la feria —siguió el general Wolff— en años pasados eran para prepararles, para preparar por turno a cada colonia. Sabían que ustedes iban a planear alguna forma de vencer esta vez. Así, que en esta ocasión trajeron sus micro-rapiñadores. Y tenían dispuesto a su débil Psi para entablar un sucedáneo de batalla por la supremacía.
—Todo lo que quiero yo saber —dijo Hoagland— es si vamos a tener protección.
Las colinas y llanuras que rodeaban a la colonia, les había dicho Fred, estaban ya infestadas de micro-rapiñadores; era peligroso abandonar los edificios del pueblo.
—Haremos cuanto podamos —respondió el general Wolff, volviendo a pasearse—. Pero evidentemente no estamos preocupados primordialmente por ustedes o por cualquier otra colonia particular o local que haya sido invadida. Es la situación general la que nos afecta y la que tenemos que tratar. Esa nave ha estado en cuarenta lugares en las últimas veinticuatro horas. ¿Cómo se han movido tan rápidamente? —Hizo una pausa y añadió—: Tenían preparado cada paso. Y ustedes pensaban haberles desbaratado... —Miró ceñudamente a Hoagland Rae—. Cada colonia a lo largo de la línea lo pensó así, mientras estaban adquiriendo su cargamento de micro-rapiñadores.
—Supongo que hemos obtenido eso por andar con engaños —repuso Hoagland, sin enfrentarse con la mirada del general.
—Eso lo obtuvieron ustedes por emplear su ingenio contra un adversario de otro sistema —replicó mordazmente el general Wolff—. Es mejor mirarlo de este modo. Y la siguiente vez que un vehículo que no sea de la Tierra se muestre... no intenten establecer una estrategia para derrotarlos: llámenos.
Hoagland Rae asintió:
—Esta bien. Comprendo.
Sentía únicamente un dolor sordo, no indignación. Merecía, todos ellos merecían, aquel regaño. Si tenían suerte, la reprimenda terminaría con ello. No era apenas el mayor problema de la colonia.
—¿Qué es lo que ellos quieren? —preguntó al general Wolff—. ¿Pretenden esa zona para colonización? ¿O se trata de una cuestión económica?
—No intente saberlo —respondió el general Wolff.
—Per... perdón —balbuceó Rae, creyendo no haber entendido bien.
—Sí, no es algo que pueda comprender, ni ahora ni en otra ocasión. Nosotros sabemos lo que están buscando... y ellos saben lo que buscan. ¿Es importante que usted lo sepa también? Su tarea es la de intentar reanudar su labor como antes. Y si no pueden hacerlo, déjenlo y vuélvanse a la Tierra.
—Ya lo veo —dijo Hoagland, sintiéndose banal.
—Sus hijos podrán leerlo en los libros de historia —dijo el general Wolff—. Esto debiera bastarles a ustedes.
—Sí, es magnifico —convino lamentablemente Hoagland Rae.
E instalándose ante su banco de trabajo, tomó un destornillador y comenzó a operar en la conducción automática estropeada de un tractor.
—Mire —dijo el general Wolff, apuntando a un lugar del taller.
En un rincón del mismo, casi invisible contra la pared se hallaba agazapado un micro-rapiñador, contemplándolos.
—¡Diablos! —exclamó Hoagland, tanteando su banco de trabajo para tomar el viejo revólver calibre 32 que tenía a su lado.
Más, antes de que sus dedos lo hallaran, el micro-rapiñador se había esfumado. El general Wolff no se había movido siquiera. En realidad parecía un tanto divertido: se hallaba con los brazos cruzados, contemplando cómo Hoagland manoseaba su anticuada arma.
—Estamos llevando a cabo un plan central —dijo el general—, que inmovilizará a todos ellos simultáneamente. Mediante la interrupción del flujo de corriente de sus cargas portátiles de energía. Evidentemente, el destruirlos uno por uno es absurdo; ni siquiera consideramos tal eventualidad. Sin embargo... —hizo una pausa cavilando y arrugando la frente—. Hay motivo para creer que ellos, los del espacio exterior, se nos han anticipado y diversificado las fuentes de energía de tal modo que... —se encogió filosóficamente de hombros—. Bien, quizá se pensará en alguna otra cosa. A su tiempo.
—Así lo espero —dijo Hoagland, volviendo a reanudar la reparación del tractor.
—Hemos cedido mucho en nuestra esperanza de mantener Marte —dijo el general Wolff, como hablando consigo mismo.
Hoagland volvió a dejar sobre su banco de trabajo el destornillador que manipulaba y miró fijamente al policía.
—Donde vamos a concentrarnos es en la Tierra —añadió el general Wolff, rascándose reflexivamente la nariz.
—Entonces —manifestó Hogland, tras una pausa— no hay realmente esperanza alguna para nosotros aquí; eso es lo que está usted diciendo.
El general no respondió. No necesitaba tampoco hacerlo.
Al inclinarse sobre la ligeramente verdosa superficie del canal, donde revoloteaban zumbando los moscardones y los relucientes coleópteros, Bob Turk vio, con el rabillo del ojo, una pequeña forma deslizándose rápidamente. Giró al instante y sacó su pistola láser, disparando y destruyendo... ¡oh, día feliz!, una pila de viejas latas de petróleo y nada más. El micro-rapiñador se había esfumado ya.
Trémulo, volvió el láser a su cinturón y se inclinó de nuevo sobre el agua infestada de bichos. Como de costumbre, los micro-rapiñadores habían andado activos durante la noche; su mujer los había visto y había oído también sus rastreos como si fueran ratas. ¿Qué diablos habían estado haciendo?, se preguntó consternado, oliendo largo y tendido el agua.
Y le pareció que el acostumbrado olor de aquella agua estancada se hallaba un tanto cambiada, de manera muy sutil.
—¡Maldita sea! —dijo levantándose y sintiéndose un inútil. Los micro-rapiñadores habían puesto algún contaminante en el agua; ello era evidente. Ahora habría de efectuarse un cabal análisis químico, y ello llevaría días. Y entretanto, ¿quién sostendría su sembrado de patatas?
Rabiando con frustrado desvalimiento, posó su mano en el láser, deseando un blanco, pero sabiendo que nunca, ni siquiera en un millón de años, lo tendría. Como siempre, los micro-rapiñadores efectuaban su tarea de noche; constantemente y con seguridad, iban dando al traste con la colonia.
Ya diez familias habían hecho sus maletas y tomado pasaje para la Tierra, para rehacer, si podían, sus viejas vidas.
Y pronto le tocaría a él también.
¡Si tan solo hubiera algo que pudieran hacer! Algún medio de lucha. No hago ni doy nada, pensó, por una probabilidad de atrapar a esos micro-rapiñadores. Lo juro. Tendré que endeudarme o atarme a la servidumbre, o a lo que sea, solo para tener una oportunidad de librar de ellos a la zona.
Estaba apartándose malhumoradamente del canal, con las manos metidas en los bolsillos, cuando oyó el bramido de la nave interestelar sobre su cabeza.
Se quedó petrificado, con la mirada fija en lo alto y sintiendo que le fallaba el corazón. ¿De nuevo ellos de vuelta?, se preguntó. La nave de la feria... ¿Van a atropellarnos otra vez, van a acabar con nosotros finalmente? Escudando sus ojos, escudriñó frenéticamente el celo, incapaz siquiera de correr, no sabiendo su cuerpo que hacer, dominado por un pánico instintivo y animal.
La nave, semejante a una gigantesca naranja, iba reduciendo altura. De forma de naranja, y del color de la naranja... no era la nave azul tubular de la gente de las Estrellas Fugaces, según podía verlo. Pero tampoco era de la Tierra; no era de la ONU. Jamás había visto antes una nave igual a aquella, y comprendió que estaba decididamente contemplando otro vehículo de allende el sistema solar, mucho más intruso así que la nave azul de las criaturas de Estrellas Fugaces. Ni siquiera había sido hecho un somero intento para hacerla aparecer como de la Tierra.
Y sin embargo, en sus costados tenía enormes letras que formaban palabras.
Moviendo los labios, leyó las palabras, mientras la nave se disponía a posarse al nordeste del lugar donde se encontraba.
¡SEIS SISTEMAS DE HORAS DE RECREO EDUCATIVAS SE ASOCIAN EN UNA ALGARADA DE DIVERSIÓN Y JOLGORIO PARA TODOS!
Era, pues, Dios de los cielos, otra compañía carnavalesca ambulante.
Sintió deseos de apartar la vista, de volverse y marcharse de allí. Y sin embargo no pudo; el antiguo impulso familiar que había en él, el anhelo, la fija curiosidad, eran demasiado fuertes. Así, entonces, continuó contemplando; pudo ver abrirse varias escotillas y que comenzaban a asomar por ellas varios mecanismos autónomos, como aplastadas rosquillas, posándose sobre la arena.
Estaban estableciendo el campamento.
Viniendo junto a él, su vecino, Vince Guest, dijo con voz ronca:
—¿Y ahora qué?
—Ya puedes verlo —respondió Turk con un gesto frenético—. Emplea tus ojos.
Los auto-mecanos se hallaban erigiendo una tienda central; abigarrados gallardetes se alzaban al aire y llovían luego sobre las aún bidimensionales casetas. Y se hallaban ya emergiendo los primeros humanos, o humanoides. Vince y Bob vieron a hombres con brillantes atuendos y luego a mujeres con ceñidas mallas. O más bien con algo más reducido que trajes de malla.
—¡Éxito bomba! —logró decir Vince, tragando saliva—. ¿Ves a esas damas? ¿Viste alguna vez mujeres con tales...?
—Las veo —respondió Turk—. Pero no volveré jamás a una de esas ferias no terrestres de más allá del sistema, ni tampoco lo hará Hoagland; sé esto tan bien como conozco mi propio nombre.
Se pusieron a trabajar rápidamente, sin pérdida alguna de tiempo. Una tenue música festiva se filtró hasta Bob Turk. Los olores de las golosinas, los cacahuates tostados, y con ellos el sutil aroma de la aventura y de los cuadros excitantes de lo ilícito. Una mujer de largo cabello trenzado había subido flexiblemente a una plataforma; llevaba un escaso sostén y reducida seda en su cintura en su cintura, y mientras la miraban fijamente, comenzó a practicar su danza, girando cada vez con mayor rapidez, hasta que al fin, arrastrada por el ritmo, se despojó por completo de lo poco que la cubría. Y lo más chusco de todo era que a él le parecía arte auténtico; no era una danza puramente sensual, sino que en sus movimientos había algo bello y viviente. Se sintió encandilado, hechizado.
—Será mejor que vaya a buscar a Hoagland —logró decir finalmente Vince. Ya unos pocos colonos, incluyendo niños, se estaban moviendo como hipnotizados hacia las hileras de tiendas y los abigarrados gallardetes y banderolas que relucían y revoloteaban contra el por demás monótono y parduzco aire marciano.
—Voy a echar un vistazo más de cerca —dijo Bob a Vince—, mientras tú lo localizas.
Y se dirigió hacia la feria con paso cada vez más acelerado, arrastrando arena al apresurarse.
Tony Costner dijo a Hoagland:
—Por lo menos veamos qué es lo que tienen para ofrecer. Ya sabes que no son la misma gente; no fueron ellos los que descargaron esos horribles condenados micro-rapiñadores aquí... puedes verlo.
—Acaso se trate de algo peor —respondió Hoagland. Pero se volvió hacia el muchacho Fred, preguntándole—: ¿Qué dices tú de ello?
—Quisiera verlo —respondió el chico. Había ya tomado partido.
—Está bien —asintió Hoagland—. Eso basta para mí. No nos va a hacer daño el mirar. En tanto que recordemos que el general de la policía secreta de la ONU nos dijo. No tratemos de pasarnos de listos con ellos.
Dejó la llave inglesa que tenía en la mano sobre su banco de trabajo y fue a coger su chaquetón con cuello de piel.
Cuando llegaron a la feria vieron que los juegos de azar habían sido instalados convenientemente delante de los espectáculos de muchachas y de los fenómenos. Fred Costner se precipitó allá, dejando atrás al grupo de adultos; husmeó el aire, captó los aromas, oyó la música y vio después de los puestos de juegos de azar la primera barraca de fenómenos; aquella era su abominación favorita, la que recordaba de ferias anteriores, solo que ésta era superior. Era un hombre sin cuerpo. A la luz del sol marciano de mediodía reposaba tranquilamente; era una cabeza sin cuerpo, completa, con pelo, orejas y ojos inteligentes; solo el cielo podía saber como se mantenía con vida... en todo caso, comprendió intuitivamente, era auténtica.
—¡Vengan a ver a Orfeo, la cabeza sin cuerpo visible! —dijo el anunciador a través de su megáfono, y un grupo, en su mayoría de niños, se congregó temeroso y boquiabierto—. ¿Cómo permanece viva? ¿Cómo se mueve por sí misma? Ea, muéstralo, Orfeo.
El anunciador lanzó un puñado de píldoras alimenticias, Fred Costner no pudo ver precisamente de qué, a la cabeza, la cual abrió una boca enorme, de espantosas proporciones, logrando atrapar la mayor parte de lo que se le había arrojado. El anunciador rió y continuó con su perorata. El sin cuerpo estaba ahora intentando alcanzar las píldoras alimenticias que no atrapara antes.
—¡Atiza! —pensó Fred.
—¿Qué hay? —dijo Hoagland, llegando a su lado—. ¿Ves algunos juegos que podamos aprovechar? —su tono de voz era amargo—. ¿Arrojar una pelota a algo? —luego se apartó sin esperar a un cansado hombrecillo gordo que había sido derrotado demasiado, que había perdido ya muchas veces—. Vamos —dijo a los demás adultos de la colonia—. Salgamos de aquí antes de que nos metamos en otro...
—Espere —dijo Fred. Había percibido el conocido hedor. Provenía de una barraca a su derecha, y se volvió al instante en aquella dirección.
Una mujer gordezuela y grisácea, de mediana edad, se hallaba en el mostrador de la barraca, con sus manos llenas de ligeros anillos de mimbre.
Detrás de Fred, su padre dijo a Hoagland Rae:
—Se tiran los anillos sobre los objetos expuestos, ganándose aquel que se logra atravesar. —Fue, lentamente, con Fred, en aquella dirección—. Sería natural —murmuró —para un psico-cinético. Y lo pensaría.
—Sugiero —dijo Hoagland Rae, hablando a Fred —que te fijes mejor esta vez en los premios. En la mercancía.
Sin embargo, él fue también.
Al principio, Fred no pudo descubrir lo que eran los rimeros, todos exactamente iguales, complicados y metálicos; llegó a la esquina del puesto, y la mujer comenzó su anuncio semejante a una letanía, ofreciéndoles un puñado de anillos por un dólar o algo de igual valor que ofreciera la colonia.
—¿Qué son? —preguntó Hoagland Rae, observando—. Yo... creo que son alguna especie de mecanismos.
—Yo sé lo que son —respondió Fred.
Y hemos de jugar, pensó. Hemos de recoger cada artículo de la colonia que podamos posiblemente trocar con esta gente, cada col, y gallo y oveja, y manta de lana. Porque se percataba de que aquella era la oportunidad que tenían, con la que acaso podían salvar la colonia. Lo supiera y le gustara o no al general Wolff.
—¿Santo Dios! —dijo quedamente Hoagland—. ¡Esas son trampas!
—Así es, señor —canturreó la mujer de mediana edad—. Cepos homeostáticos; ellos realizan toda la tarea, piensan por sí mismos; se les deja tan solo ir y andan y andan sin parar nunca hasta que atrapan... —guiñó un ojo—, ya sabe qué. Sí, usted sabe lo que atrapan, señor, esas desagradables cosas que no podrían capturar ustedes por sí mismos, que están emponzoñando sus aguas y matando su ganado, destruyendo sus cosechas y arruinando su colonia... ¡ganen una trampa, un valioso y útil cepo, y ya lo verán, ya lo verán!
Lanzó un anillo de mimbre a uno de los complicados cepos de pulido metal, no introduciéndolo por poco en su objetivo... cosa que podría haber hecho si lo hubiera lanzado con más cuidado. Cuando menos tal fue la impresión que todos tuvieron.
Hoagland le dijo a Tony Costner y a Bob Turk:
—Necesitamos cuando menos un par de centenares de ellos.
—Y para eso tendremos que empeñar cuanto poseemos —dijo Tony—. Pero merece la pena; por lo menos no seremos barridos por completo —sus ojos brillaron—. Vamos, empecemos. —Y en seguida dijo a Fred—: ¿Puedes jugar este juego? ¿Puedes ganar?
—Pues... creo que sí —respondió Fred.
Sin embargo, en algún lugar próximo, alguien en la feria estaba dispuesto con un poder contrario de psico-cinética. Pero no dispondría de bastante, decidió Fred. No del suficiente.
Era casi como si hubiesen obrado a propósito de aquella manera...
FIN
Título Original: A game of unchance © 1964