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abril 25, 2010
—¡Atención, nave de Vuelo Interior! ¡Atención! ¡Aterricen de inmediato en la estación de control de Deimos para una inspección! ¡Atención! ¡Deben aterrizar cuanto antes!
El chirrido metálico del altavoz se propagó a través de los pasillos de la gran nave. Los pasajeros se miraron entre sí, inquietos, murmuraron por lo bajo y miraron por las ventanillas el punto brillante que se divisaba enfrente, apenas una roca pelada, la estación de control marciana Deimos.
—¿Qué pasa? —preguntó un nervioso pasajero a uno de los pilotos, que corría a comprobar la puerta de emergencia.
—Hemos de aterrizar. Continúen sentados —respondió el piloto.
—¿Aterrizar? Pero ¿por qué? —se preguntaron los pasajeros.
Tres esbeltos cazas marcianos, dispuestos para entrar en acción, sobrevolaban la enorme nave de Vuelo Interior, a la que siguieron desde cerca cuando descendió para tomar tierra.
—Algo pasa —comentó una mujer—. Señor, pensé que por fin nos íbamos a librar de esos marcianos. ¿Qué pasará ahora?
—No les culpo por echarnos una última ojeada —dijo un corpulento hombre de negocios a su compañero—. Al fin y al cabo, ésta es la última nave que hace el trayecto Marte-Tierra. Tuvimos mucha suerte de que nos dejaran marchar.
—¿Cree que habrá guerra? —preguntó un joven a la muchacha sentada junto a él—. Los marcianos no se atreverán a competir con nuestra industria bélica. Podríamos aniquilarles en un mes. Pura palabrería.
—No esté tan seguro —replicó la chica—. Marte está al borde de la desesperación. Lucharán con uñas y dientes. He vivido en Marte tres años —se encogió de hombros—. Gracias a Dios que me voy. Si...
—¡Preparados para aterrizar! —gritó el piloto por el micrófono.
La nave descendió hacia el diminuto campo de aterrizaje del satélite, apenas visitado. Hubo un crujido y una sacudida. Después, silencio.
—Hemos aterrizado —anunció el hombre de negocios—. ¡Será mejor que no se propasen con nosotros! La Tierra les borraría del mapa si vulneraran un solo Artículo del Espacio.
—Por favor, continúen sentados —pidió el piloto—. Nadie debe abandonar la nave, por expreso deseo de las autoridades marcianas. Hemos de quedarnos aquí.
Un movimiento de inquietud recorrió la nave. Algunos pasajeros empezaron a leer sin demasiada convicción; otros, más nerviosos, se contentaron con escudriñar la pista desierta y contemplar el aterrizaje de los tres cazas, de los que surgió un tropel de hombres armados.
Los soldados marcianos atravesaron corriendo el campo en dirección a la nave.
La nave espacial de Vuelo Interior era el último buque de pasajeros que abandonaba Marte con destino a la Tierra. Todos los demás habían partido antes de que se desencadenaran las hostilidades. Los pasajeros, hombres de negocios, expatriados, turistas y los otros terrestres que no habían regresado al hogar, constituían el último grupo en marchar del tétrico planeta rojo.
—¿Qué querrán ahora? —preguntó el joven a la chica—. Es difícil adivinar sus pensamientos, ¿verdad? Primero nos permiten despegar, y luego ordenan que volvamos. A propósito, me llamo Thatcher, Bob Thatcher. Ya que vamos a estar juntos un cierto tiempo...
La puerta se abrió, interrumpiendo bruscamente las conversaciones. Un oficial marciano de coraza negra, un comisario provincial, se recortó contra el pálido sol, seguido de varios soldados con los fusiles preparados.
—No tardaremos mucho —dijo el comisario—. Seguirán viaje en breves minutos.
Un audible suspiro de alivio se escapó de los pasajeros.
—Vaya tipo —susurró la muchacha a Thatcher—. ¡Cómo odio esos uniformes negros!
—No es más que un comisario provincial —la tranquilizó Thatcher—. No se preocupe.
El comisario, con los brazos en jarras, miró a los pasajeros con rostro inexpresivo.
—He ordenado que su nave aterrizara para proceder a una inspección de todas las personas que se encuentran a bordo. Son ustedes los últimos terrestres que salen de nuestro planeta. La mayoría son inofensivos, gente corriente... No me interesan. Me interesa localizar a tres saboteadores, tres terrestres, dos hombres y una mujer, que han llevado a cabo un acto increíble de destrucción y violencia. Sabemos que han embarcado en esta nave.
Murmullos de sorpresa e indignación surgieron de todos lados. El comisario ordenó a sus soldados que se desplegaran por el pasillo.
—Una ciudad marciana fue destruida hace dos horas. Lo único que queda es un gigantesco hoyo en la arena. La ciudad y sus habitantes han desaparecido por completo. ¡Toda una ciudad destruida en un segundo! Marte no descansará hasta que los saboteadores sean capturados, y sabemos que están a bordo de esta nave.
—Es imposible —dijo el hombre de negocios—. Aquí no hay saboteadores.
—Empezaremos con usted —replicó el comisario, y se situó junto al asiento del que había hablado. Uno de los soldados le pasó una caja cuadrada de metal—. Esto nos confirmará si dice la verdad. Póngase en pie.
El hombre, indeciso, se levantó lentamente.
—Escuche...
—¿Está involucrado en la destrucción de la ciudad? ¡Conteste!
—No sé nada de ninguna destrucción —respondió el hombre, encolerizado—. Y además...
—Está diciendo la verdad —sentenció la caja de metal.
—El siguiente.
El comisario avanzó por el pasillo. Un hombre calvo y delgado se puso de pie con muestras de nerviosismo.
—No, señor, no sé ni una palabra.
—Está diciendo la verdad —afirmó la caja.
—¡El siguiente! ¡Levántese!
Uno tras otro, los pasajeros pasaron la prueba y volvieron a sentarse. Sólo quedaban unos cuantos sin haber sido interrogados. El comisario se detuvo y los examinó durante largo rato.
—Sólo quedan cinco, de los que tres son los culpables. Estamos estrechando el cerco. —Se llevó la mano al cinturón y extrajo una vara que brillaba débilmente. La apuntó en dirección a las cinco personas—. Muy bien, el primero de ustedes. ¿Está involucrado en la destrucción de nuestra ciudad?
—No, en absoluto —murmuró el hombre..
—Sí, está diciendo la verdad —canturreó la caja.
—¡El siguiente!
—Nada... no sé nada. No tuve nada que ver con ello.
—Cierto —dijo la caja.
Un pesado silencio cayó sobre la nave. Quedaban tres personas, un hombre de mediana edad, su esposa y su hijo, un chico de unos doce años. Aguardaban de pie en una esquina, mirando con la faz demudado al comisario y a la varilla que sujetaban sus dedos oscuros.
—Deben ser ustedes —graznó el comisario. Los soldados alzaron sus fusiles—. Deben ser ustedes. Tú, el chico. ¿Qué sabes de la destrucción de nuestra ciudad? ¡Contesta!
—Nada —musitó el chico.
—Está diciendo la verdad —asintió la caja después de unos momentos de silencio.
—¡El siguiente!
—Nada —murmuró la mujer—. Nada.
—Es cierto.
—¡El siguiente!
—No tuve nada que ver con la destrucción de su ciudad —dijo hombre—. Pierden el tiempo.
—Es la verdad —confirmó la caja.
El comisario jugueteó con su varilla unos instantes. Luego la devolvió al cinturón e hizo una seña a los soldados para que se dirigieran hacia la puerta de salida.
—Pueden continuar el viaje. —Siguió a los soldados, pero al llegar a la puerta se volvió y contempló a los pasajeros con rostro sombrío—. Pueden continuar..., pero Marte no permitirá que sus enemigos huyan. Les prometo que los tres saboteadores serán capturados —se frotó la barbilla con aire pensativo—. Es extraño... Estaba seguro de que se hallaban a bordo.
Volvió a examinar a los terrestres.
—Quizá me equivoqué. Está bien, sigan adelante, pero recuerden: los tres serán capturados, aunque nos cueste muchos años. ¡Marte los detendrá y castigará! ¡Lo juro!
Nadie habló durante un largo rato. La nave surcó el espacio con su carga de pasajeros que volvían a su planeta, a sus casas. Deimos y la bola roja de Marte quedaron atrás, desaparecieron y se desvanecieron en la distancia.
Un suspiro de alivio se escapó de los pasajeros.
—Qué modales —gruñó uno.
—¡Bárbaros! —exclamó una mujer.
Algunos se levantaron para ir al comedor y al bar. La chica sentada junto a Thatcher se levantó y se puso la chaqueta sobre los hombros.
—Perdón —dijo al pasar frente a él.
—¿Va al bar? —preguntó Thatcher—. ¿Me permite que la acompañe?.
—Por supuesto.
Recorrieron el pasillo hasta llegar al salón.
—Aún no me ha dicho su nombre.
—Me llamo Mara Gordon.
—¿Mara? Bonito nombre. ¿De qué parte de la Tierra es usted? ¿Estados Unidos? ¿Nueva York?
—He estado en Nueva York; una ciudad encantadora.
Mara era esbelta y hermosa. Una nube de cabello castaño se derramaba sobre su cuello y la chaqueta.
Entraron en el salón y vacilaron un instante.
—Sentémonos en una mesa —dijo Mara al observar que la mayoría de clientes eran hombres—. Allí.
—Ya está ocupada —señaló Thatcher. El corpulento hombre de negocios se había sentado a la mesa y depositado su maletín en el suelo—. ¿Quiere sentarse con él?
—Oh, no me importa. —Mara avanzó hacia la mesa—. ¿Podemos sentarnos con usted?
—Con mucho gusto —respondió el hombre. Examinó con curiosidad a Thatcher—.Sin embargo, un amigo mío vendrá en seguida.
—Creo que hay sitio para todos —dijo Mara.
Se sentó y Thatcher le acercó la silla. Cuando tomó asiento le pareció sorprender una mirada de complicidad entre Mara y el hombre. Éste era de mediana edad, rostro encarnado y cansado y ojos grises. Las venas se destacaban nítidamente bajo la piel de las manos, que en ese momento tamborileaban sobre la mesa.
—Me llamo Thatcher, Bob Thatcher. Puesto que vamos a pasar el resto del viaje juntos, más vale que nos presentemos.
—¿Por qué no? —el hombre le estrechó la mano mientras seguía examinándole—. Me llamo Erickson, Ralf Erickson.
—¿Erickson? —Thatcher sonrió—. Tiene aspecto de dedicarse a los negocios —señaló el maletín posado en el suelo—. ¿Me equivoco?
El hombre llamado Erickson fue a replicar, pero en ese instante otro individuo de unos treinta años llegó junto a ellos, con los ojos resplandecientes, y les dedicó una cálida sonrisa.
—Bueno, todo va bien —le dijo a Erickson. —Hola, Mara. —Cogió una silla, se sentó y cruzó las manos sobre la mesa. Al reparar en la presencia de Thatcher se echó un poco hacia atrás—. Le ruego que me disculpe.
—Me llamo Bob Thatcher. Espero no molestarles. —Miró de una en una a las tres personas: Mara, que no apartaba los ojos de él, Erickson, inexpresivo, y el último en llegar—. Ya se conocían, ¿verdad.
Hubo un silencio.
El camarero robot se acercó silenciosamente, dispuesto a atender sus peticiones. Erickson recobró la presencia de ánimo.
—A ver, ¿qué vamos a tomar? ¿Mara?
—Un whisky con agua.
—¿Tú, Jan?
—Lo mismo.
—¿Thatcher?
—Un gin tonic.
—Yo también tomaré whisky con agua —dijo Erickson. El camarero robot se marchó. Volvió en seguida con las bebidas, que colocó sobre la mesa. Cada uno tomó la suya—. Bien, por nuestro mutuo éxito —brindó con el vaso en alto.
Todos bebieron; Thatcher, el corpulento Erickson, Mara, nerviosa e inquieta, y Jan, el recién llegado. Erickson y Mara intercambiaron una mirada tan rápida que Thatcher no la hubiera captado de estar distraído.
—¿A qué rama de los negocios se dedica, señor Erickson? —preguntó Thatcher.
Erickson bajó la vista hacia el maletín posado en el suelo y carraspeó.
—Bueno, como ve, soy un viajante.
—¡Lo sabía! —sonrió Thatcher—. Es fácil reconocer a un viajante por su maletín de muestras. Un viajante siempre lleva algo consigo para enseñar. ¿Cuál es su especialidad?
Erickson tardó en contestar. Se lamió los labios; tenía los ojos saltones y fríos como los de un sapo. Por fin se secó la boca con la mano y se agachó para levantar el maletín, que depositó sobre la mesa.
—Bueno, creo que tal vez deberíamos enseñárselo al señor Thatcher.
Todos miraron el maletín de muestras. Parecía un maletín de piel normal, con asa metálica y dos cerraduras.
—Me está entrando la curiosidad —comentó Thatcher—. ¿Qué hay dentro? ¿Diamantes, joyas robadas? Están los tres tan nerviosos...
Jan emitió una risita forzada y desprovista de alegría.
—Guárdalo, Eric. Aún no estamos lo bastante lejos.
—Tonterías —protestó Eric—. Estamos muy lejos.
—Por favor, Eric —susurró Mara—, espera un poco.
—¿Esperar? ¿Por qué? ¿Para qué? Estás tan acostumbrada a...
—Eric —Mara hizo un gesto con la cabeza en dirección a Thatcher—, le conocemos. Eric, ¡por favor!
—Es un terrestre, ¿no? Todos los terrestres han de mantenerse unidos en estos tiempos —manipuló las cerraduras de la caja—. Pues sí, señor Thatcher, soy un viajante. Los tres somos viajantes.
—Por tanto, ya se conocían previamente.
—Sí —confirmó Erickson. Sus dos compañeros bajaron la vista, cada vez más tensos—, sí, desde luego. Le voy a enseñar nuestra especialidad.
Abrió la maleta y sacó un abrecartas, una máquina de afilar lápices, un pisapapeles de cristal en forma de globo, una caja de chinchetas, una grapadora, algunos clips, un cenicero de plástico y otros objetos desconocidos para Thatcher. Colocó los objetos en fila sobre la mesa, y después cerró el maletín.
—Deduzco que se dedica a artículos de oficina —dijo Thatcher. Acarició el abrecartas con un dedo—. Acero de buena calidad, sueco, si no me equivoco.
—Ya ve que mis negocios son humildes —sonrió Erickson—. Artículos de oficina: ceniceros, clips...
—Bueno... —Thatcher se encogió de hombros—. ¿Y por qué no? Son necesarios para el mundo moderno. Lo único que me intriga...
—¿De qué se trata?
—Bueno, me pregunto si encontró bastantes clientes en Marte como para conseguir beneficios —hizo una pausa y examinó el pisapapeles de cristal. Lo sopesó, lo acercó a la luz y miró en su interior hasta que Erickson se lo quitó de la mano y lo guardó en la maleta—. Y otra cosa. Si los tres ya se conocían, ¿por qué se sentaron separados?
Tres pares de ojos convergieron sobre él.
—¿Y por qué no se hablaron hasta que salimos de Deimos? —se inclinó hacia Erickson y le sonrió—. Dos hombres y una mujer. Ustedes tres. Dispersos por la nave, sin dirigirse la palabra hasta que abandonamos la estación de control. Estoy pensando en lo que dijo el marciano: tres saboteadores; una mujer y dos hombres.
Erickson retornó los objetos al maletín. Sonreía. pero su rostro estaba mortalmente pálido. Mara jugueteaba con una gota de agua suspendida del borde de su vaso. Jan cruzaba y descruzaba las manos. y parpadeaba sin cesar.
—Ustedes son los que perseguía el comisario —prosiguió Thatcher—. Ustedes son los terroristas. los saboteadores, pero... ¿por qué no les descubrió el detector de mentiras? ¿Cómo lo burlaron? Y ahora están a salvo, lejos de la estación de control. —Sonrió entre dientes y miró a sus compañeros de mesa—. ¡Maldita sea! Y pensar que llegué a creer que era un viajante. señor Erickson... Me engañó por completo.
—Bien, señor Thatcher, es una buena causa. Estoy seguro de que usted tampoco ama a Marte, como cualquier terrestre y no ha dudado en marcharse de ese planeta.
—Es verdad —admitió Thatcher—. Tendrán muchas cosas interesantes que contar. Aún nos queda una hora aproximada de viaje. El trayecto Marte-Tierra se hace pesado en ocasiones. Nada que ver, nada que hacer excepto sentarse a beber en el bar. Tal vez podrían contar una historia que nos mantuviera despiertos.
Jan y Mara miraron a Erickson.
—Adelante —dijo Jan—, ya sabe quiénes somos. Cuéntale el resto de la historia.
—Tú también podrías hacerlo —señaló Mara.
—Pongamos las cartas sobre la mesa —suspiró Jan—, quitémonos este peso de encima. Estoy harto de ocultarme, de disimular...
—Claro —se animó Erickson—, ¿por qué no? —se arrellanó en la silla y se desabrochó la chaqueta—. Señor Thatcher, estaré encantado de narrarle una historia, y estoy seguro de que le interesará hasta el punto de impedirle dormir.
Siempre corriendo en silencio, los tres atravesaron bosquecillos de árboles muertos y cruzaron la llanura marciana, calcinada por el sol. Ascendieron una pequeña elevación y, de pronto, Eric se detuvo y se arrojó al suelo. Los otros le imitaron, jadeando en busca de aliento.
—Permaneced en silencio —murmuró Eric. Levantó un poco la cabeza—. No hagáis ruido. Esto estará plagado de policías. No podemos arriesgarnos.
Una extensión de desierto estéril y yermo, aproximadamente un kilómetro y medio de arena recalentada, separaba a las tres personas agazapadas entre los árboles muertos de la ciudad. No había árboles ni matorrales a la vista. Sólo de vez en cuando un viento seco producía pequeños remolinos en la arena, el mismo viento que transportó hacia ellos un débil aroma a calor y arena.
—Mirad —señaló Eric —: la ciudad. Allí está.
La ciudad estaba cerca, en efecto, más cerca de lo que nunca la habían visto. A los terrestres no se les permitía acercarse a las grandes ciudades marcianas, los centros de la vida marciana. Incluso en tiempos de normalidad, sin la amenaza de una guerra inminente, los marcianos prohibían a los terrestres pisar sus ciudades, en parte por miedo, en parte por un innato sentimiento de hostilidad hacia los visitantes de piel blanca. cuyas hazañas comerciales les habían granjeado el respeto y el disgusto de todo el sistema.
—¿Qué os parece? —preguntó Eric.
La ciudad era grande, mucho más extensa de lo que habían imaginado a juzgar por los grabados y maquetas que habían estudiado con suma atención en Nueva York, en el Ministerio de Defensa: Era enorme, enorme y sobrecogedora; torres negras, columnas increíblemente delgadas de metal antiguo, columnas que habían resistido la acción del viento y del sol durante siglos, se elevaban hacia el cielo. Una muralla de piedra roja, formada por inmensos ladrillos que habían sido cargados y colocados por esclavos de las primeras dinastías marcianas, bajo el yugo de los primeros grandes reyes de Marte, rodeaba la y ciudad.
Una ciudad vieja, requemada por el sol, una ciudad asentada en mitad de una llanura desolada, circundada por bosquecillos de árboles muertos, una ciudad que muy pocos terrestres habían visto..., pero una ciudad estudiada en mapas y planos por todos los ministerios de Defensa de la Tierra. Una ciudad que, a pesar de sus piedras antiguas y sus torres arcaicas, albergaba el máximo órgano dirigente de Marte, el Consejo Supremo de los Principales, hombres de coraza negra que gobernaban y legislaban con mano de hierro.
Los Principales Supremos, doce hombres fanáticos y entregados, sacerdotes negros, pero sacerdotes provistos de varas desintegradoras, detectores de mentiras, naves espaciales y cañones interespaciales, poseían más poder del que el Senado de la Tierra podía imaginar; los Principales Supremos y sus subordinados, los Principales Provinciales...
Eric y sus dos compañeros reprimieron un temblor.
—Hemos de ir con cuidado —repitió Eric—. Pronto pasaremos entre ellos. Si adivinan quiénes somos, o a lo que hemos venido...
Abrió la maleta que llevaba y miró en su interior apenas un segundo. Luego la volvió a cerrar y cogió el asa con firmeza.
—Vamos —se irguió lentamente—. Caminada mi lado. Quiero que hagáis bien vuestro papel.
Mara y Jan avanzaron con decisión. Eric les examinó con ojo crítico mientras los tres descendían por la ladera hasta desembocar en la llanura, rumbo a las torres negras de la ciudad.
—Jan —dijo Eric—, cógela de la mano. Recuerda que es tu prometida, os vais a casar. Los campesinos marcianos cuidan mucho a sus novias.
Jan iba vestido con los pantalones cortos, la chaqueta, la soga atada alrededor de la cintura y el sombrero para protegerse del sol típicos de los granjeros marcianos. Su piel había sido teñida hasta dotarla de un tono broncíneo.
—Tienes buen aspecto —reconoció Eric.
Examinó a Mara. Llevaba el pelo recogido en un moño atravesado por un hueso vaciado de yuk. Su rostro, también oscurecido artificialmente, estaba pintado con pigmentos ceremoniales, bandas verdes y anaranjadas que le cruzaban las mejillas. De sus orejas colgaban pendientes. Calzaba zapatillas de piel de perruh, atadas a los tobillos, y lucía unos pantalones marcianos, largos y transparentes, ceñidos a la cintura por una faja de brillantes colores. Una cadena de cuentas de piedra pendía entre sus pequeños pechos, un amuleto que traería suerte al nuevo matrimonio.
—Estupendo —dijo Eric.
Él, por su parte, llevaba el flotante manto gris de los sacerdotes marcianos, mantos que no se quitaban jamás y con los que eran enterrados cuando morían.
—Creo que conseguiremos burlar a los guardias. Hay mucho tráfico en la carretera.
La arena crujía bajo sus pies. Algunas siluetas se recortaban contra el horizonte, otras personas que iban a la ciudad, granjeros, campesinos y mercaderes que acudían al mercado.
—¡Mira ese carro! —exclamó Mara.
Dos profundos surcos habían quedado grabados en la arena de una estrecha carretera a la que se aproximaban. Un huía marciano tiraba del carro; tenía los flancos cubiertos de sudor y la lengua le colgaba fuera de la boca. El carro iba cargado hasta los topes de fardos de tela áspera y tejida a mano, propia de los campesinos. Un granjero azuzaba al huía.
—Y allí —señaló con el dedo la muchacha, sonriente.
Un grupo de mercaderes marcianos ataviados con largas túnicas cabalgaban a lomos de pequeños animales. Llevaban los rostros cubiertos por máscaras de arena. Cada animal portaba un fardo atado con una soga. Detrás de los mercaderes venía un procesión de granjeros y campesinos que se desplazaban a pie, excepto algunos más afortunados que lo hacían en carro o sobre animales.
Mara, Jan y Eric se mezclaron con los mercaderes. Nadie les prestó la menor atención. La marcha no se alteró. Jan y Mara se colocaron a unos pasos de Eric, sin dirigirse la palabra. Eric caminaba con porte digno, como orgulloso de su privilegiada situación.
Se detuvo en cierto momento y señaló al cielo.
—Mirad —murmuró en el dialecto marciano de las montañas—. ¿Veis eso?
Dos puntos negros daban vueltas en círculos: una nave patrulla marciana que vigilaba cualquier signo de actividades insólitas. Estaba a punto de estallar la guerra con la Tierra, cualquier día, en cualquier momento.
—Llegaremos justo a tiempo —dijo Eric—. Mañana será demasiado tarde. La última nave despegará de Marte.
—Ojalá salga todo bien —dijo Mara—. Quiero volver a casa cuando hayamos acabado.
Pasó media hora. A medida que se acercaban a la ciudad, la muralla se alzaba cada vez más alta, hasta que dio la impresión de tapar el cielo. Era una muralla enorme, una muralla de piedra eterna que había resistido la erosión del viento y del sol durante siglos. Un grupo de soldados marcianos custodiaba la única entrada a la ciudad. Examinaban a cada persona que llegaba, registraban sus vestidos y abrían los fardos.
El nerviosismo de Eric aumentó. La fila casi estaba parada.
—Pronto nos tocará —murmuró—. Preparaos.
—Esperemos que no haya Principales —dijo Jan—. Prefiero los soldados.
Mara contemplaba la muralla y las torres que trepaban hacia el cielo. La tierra tembló y vibró bajo sus pies. Vio lenguas de fuego surgir de las torres, provenientes de las fábricas y forjas subterráneas. El aire, espeso y denso, transportaba partículas de hollín. Mara se tapó la boca y tosió.
—Allá vamos —susurró Eric.
Los mercaderes ya habían obtenido permiso para traspasar la puerta de madera oscura que daba acceso a la ciudad. Tanto ellos como sus silenciosos animales habían desaparecido. El oficial que mandaba a los soldados hizo gestos impacientes a Eric para que se apresurara.
—¡Vamos! ¡Dése prisa, viejo!
Eric avanzó con parsimonia, con la cabeza gacha y los brazos colgando a lo largo del cuerpo.
—¿Quién es y a qué viene? —preguntó el soldado con los brazos en jarras y la pistola al cinto.
La mayoría de los soldados paseaban sin hacer nada, se apoyaban en la muralla o descansaban tirados en el suelo. Algunas moscas zumbaban sobre el rostro de uno que se había quedado dormido con el fusil al lado.
—¿A qué vengo? —murmuró Eric—. Soy el sacerdote de un pueblo.
—¿Por qué quiere entrar en la ciudad?
—Acompaño a estas personas al magistrado para que contraigan matrimonio —indicó con un gesto a Mara y Jan, que se mantenían a cierta distancia—. Cumplimos la ley de los Principales.
El soldado rió y caminó en torno a Eric.
—¿Qué lleva en esa bolsa?
—Ropa para pasar la noche.
—¿De qué pueblo proceden?
—De Kranos.
—¿Kranos? —el soldado desvió la vista hacia uno de sus compañeros—. ¿Te suena Kranos?
—Una verdadera pocilga. Estuve una vez que fui a cazar.
El jefe de los soldados ordenó a Jan y a Mara que se aproximaran.
Avanzaron con timidez, cogidos de las manos. Uno de los soldados cogió a Mara por su hombro desnudo y la obligó a girarse.
—Vaya novia más guapa que te has echado. Tiene una bonita figura —guiñó un ojo y rió lascivamente.
Jan le miró con rencor. Los soldados estallaron en carcajadas.
—Está bien —dijo el jefe a Eric—. Podéis pasar.
Eric sacó una bolsa y entregó una moneda al soldado. Después, los tres se introdujeron en el largo túnel que era la entrada, atravesaron la muralla de piedra y desembocaron en la ciudad.
¡Habían penetrado en la ciudad!
—Démonos prisa —susurró Eric.
La ciudad crujía y retemblaba con el sonido de un millar de máquinas que estremecían las piedras que pisaban. Eric condujo a Jan y a Mara hacia una esquina, junto a una fila de almacenes. La calle bullía de gente que se desplazaba en todas direcciones y elevaba la voz sobre el estrépito ambiental, buhoneros, mercaderes, soldados y prostitutas. Eric se agachó y abrió la maleta que llevaba. Sacó tres rollos de metal muy fino, un laberinto de alambres y paletas ensamblados en un pequeño cono. Se los repartieron entre los tres, y después Eric cerró la maleta.
—Recordad que hay que enterrar los rollos de manera que el cabo apunte al centro de la ciudad. Debemos trisectar la parte en la que hay mayor concentración de edificios. ¡Recordad los mapas! Id con cuidado en calles y pasajes. Procurad no hablar con nadie. Tenéis el suficiente dinero marciano para solventar cualquier eventualidad. Atención a los rateros y, por el amor de Dios, no os perdáis.
Eric se interrumpió de súbito. Dos Principales hicieron acto de aparición por la puerta de entrada a la muralla, con las manos unidas a la espalda. Al reparar en el grupo de tres personas que cuchicheaban junto a los almacenes se detuvieron.
—Iros —murmuró Eric—, y volved aquí al anochecer... —sonrió lúgubremente—... o no volváis.
Cada uno se fue por su lado sin mirar atrás. Los Principales les vieron marchar.
—La novia era bonita —comentó uno de ellos—. Esa gente conserva la nobleza de los viejos tiempos en la sangre.
—Ese joven campesino es muy afortunado —respondió el otro.
Siguieron su camino. Eric, aún con la sonrisa en los labios, se mezcló con la multitud que abarrotaba las calles de la ciudad.
Se reunieron fuera de la muralla al ponerse el sol. El aire era fresco y enrarecido, cortante como un cuchillo.
Mara se frotó los brazos desnudos y buscó protección en los brazos de Jan.
—¿Y bien? —preguntó Eric—. ¿Lo conseguisteis?
Campesinos y mercaderes salían en oleadas por la puerta, rumbo sus granjas y pueblos, dispuestos a emprender el largo viaje que, atravesando la llanura, les conduciría a las montañas. Nadie prestaba atención a la joven aterida de frío y a los dos hombres parados junto a la muralla.
—He colocado el mío en la otra parte de la ciudad, enterrado cerca de un pozo —informó Jan.
—El mío está en la zona industrial —susurró Mara con un castañeteo de dientes—. Jan, cúbreme con algo. ¡Estoy helada!
—Bien —dijo Eric—. Si los planos eran correctos, los tres rollos se cruzarán en el mismísimo centro de la ciudad. —Oteó el cielo, cada vez más oscuro. Empezaban a verse estrellas. Dos patrulleros nocturnos volaban lentamente hacia el horizonte—. Démonos prisa, ya falta poco.
Se unieron a los marcianos que se alejaban de la ciudad, ahora envueltos en las sombras de la noche.
Caminaron en silencio con los campesinos hasta que la tenue fila de árboles muertos se hizo visible en el horizonte. Entonces se desviaron hacia el bosquecillo.
—Casi es la hora —advirtió Eric. Aceleró el paso, impaciente por la lentitud de sus acompañantes—. ¡Vamos!
Tropezando con piedras y ramas muertas a la incierta luz del crepúsculo, treparon a una elevación. Eric se detuvo en lo alto con las manos en jarras y miró atrás.
—Fijaos bien: es la última vez que veremos la ciudad en su estado actual —murmuró.
—¿Puedo descansar un poco? —pidió Mara—. Me duelen los pies.
Jan tiró de la manga a Eric.
—¡De prisa, Eric! No nos queda mucho tiempo. Si todo va bien podremos mirarla... para siempre.
—Pero no así —musitó Eric.
Se agachó y abrió al maleta. Sacó varios tubos y alambres y los ensambló en la cumbre de la colina. Sus hábiles manos dieron forma a una pequeña pirámide de alambre y plástico.
—Ya está —gruñó, poniéndose en pie.
—¿Apunta directamente a la ciudad? —preguntó Mara, expectante.
—Sí, la he colocado de acuerdo a... —se irguió bruscamente—. ¡Vámonos, aprisa! ¡Ya es la hora!
Jan se lanzó colina abajo arrastrando a Mara. Eric les siguió de inmediato, tras dirigir una última mirada a las torres, casi invisibles en la oscuridad.
—¡Al suelo!
Jan y Mara se tendieron abrazados. Eric buscó refugio entre la arena y las ramas muertas.
—Quiero verlo. Será como un milagro. Quiero verlo...
Un relámpago cegador de luz violeta iluminó el cielo. Eric se cubrió los ojos con las manos. El relámpago inundó todo el espacio visible. Un trueno estalló de repente y una oleada de viento cálido le obligó a hundir el rostro en la arena. El viento seco y caliente incendió las ramas. Mara y Jan cerraron los ojos, abrazados estrechamente.
—Dios... —murmuró Eric.
La tormenta cesó. Abrieron los ojos poco a poco. En el cielo enrojecido se había formado una nube resplandeciente que el viento nocturno empezaba a disipar. Eric se reincorporó y ayudó a los otros a ponerse en pie. Contemplaron en silencio la oscura devastación, la llanura ennegrecida.
La ciudad había desaparecido.
—Aún nos queda lo más difícil —dijo Eric—. Échame una mano; Jan. Dentro de poco, esto hervirá de patrulleros.
—Ya veo uno. —Mara señaló un punto centelleante que se desplazaba hacia el lugar de la catástrofe. Su voz tembló de pánico—. Vienen a por nosotros.
—Lo sé.
Eric y Jan se agacharon sobre la pirámide de tubos y plástico, que se había fundido como la mantequilla. De entre los restos Eric extrajo algo que intentó examinar en la oscuridad. Jan y Mara, casi sin aliento, se acercaron a mirar.
—¡Ahí está! —exclamó Eric.
Sostenía en la mano un pequeño globo de cristal transparente. Dentro del cristal se movía algo, algo diminuto y frágil, torres microscópicas casi invisibles, una intrincada telaraña de espirales: una ciudad.
Eric guardó el globo en la maleta y la cerró.
—Vámonos —se adentraron en la arboleda—. Nos cambiaremos en el coche; de momento conservaremos estos vestidos, por si tropezamos con alguien.
—Me alegraré de recuperar mis ropas —dijo Jan—. Me siento extraña con estos pantalones.
—¿Y cómo crees que me siento yo? —jadeó Mara—. Me estoy helando.
—Todas las novias marcianas visten así —dijo Eric. Sujetaba con firmeza la maleta sin dejar de correr—. Note sienta tan mal.
—Gracias —ironizó Mara—, pero hace frío.
—¿Qué pensarán de lo ocurrido? —preguntó Jan—. Creerán que la ciudad ha sido destruida, ¿verdad? Lo que no deja de ser cierto.
—Sí, eso es lo que creerán... ¡y es muy importante que lo crean!
—El coche no debe de andar lejos —indicó Mara, que había aminorado el paso.
—No, aún falta un poco, al otro lado de esa colina, en la cañada cercana a los árboles. Es difícil saber con exactitud dónde estamos.
—¿Enciendo la linterna? —preguntó Mara.
—No, habrá patrullas...
Se detuvo bruscamente. Jan y Mara le imitaron.
—¿Qué...?
Brilló una luz. Algo se movió en la oscuridad. Hubo un sonido.
Una figura surgió de las tinieblas, seguida de otras: soldados uniformados. Una linterna iluminó a Mara y a Jan, que se habían cogido de las manos. Eric cerró los ojos, deslumbrado. La luz dibujó un círculo en el suelo.
Una alta figura de negro avanzó. Era un Principal. Los soldados les apuntaron con sus fusiles.
—Vosotros, ¿quiénes sois? —preguntó el Principal—. No os mováis de donde estáis.
Acercó su rostro inexpresivo al de Eric. Examinó su manto y sus mangas.
—Por favor... —gimió Eric, pero el Principal le interrumpió.
—El que habla soy yo. ¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí? Levanta la voz.
—Vamos... vamos de regreso a nuestro pueblo —musitó Eric, la vista baja y las manos entrelazadas—. Estuvimos en la ciudad y volvíamos a casa.
Un soldado habló por un transmisor. Lo cerró y se lo guardó.
—Venid conmigo —ordenó el Principal—. Estáis arrestados. Daos prisa.
—¿Arrestados? ¿Volvemos a la ciudad?
—La ciudad ha desaparecido —rió un soldado—. Todo lo que queda de ella cabe en la palma de una mano.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Mara.
—Nadie lo sabe. ¡Vamos, rápido!
Un soldado se aproximó corriendo.
—Un Principal Supremo viene hacia aquí.
Los soldados adoptaron un aire de atención respetuosa. Unos momentos después, el Principal Supremo, un anciano de rostro duro y demacrado y ojos vivos y alertas, llegó al claro. Su mirada exploró los rostros de Eric y Jan.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó.
—Unos pueblerinos que vuelven a su casa.
—No, no lo son. No tienen porte de pueblerinos. Se les ve bien alimentados. No lo son. Procedo de las montañas y sé muy bien lo que digo.
Se plantó frente a Eric y le observó detenidamente.
—¿Quién eres? Fijaos en esa barbilla... ¡nunca se ha afeitado con una piedra afilada! Aquí hay algo que no me gusta.
Una vara luminosa relampagueó en su mano.
—La ciudad ha desaparecido, y con ella al menos la mitad del Consejo Supremo. Fue algo muy extraño: un resplandor, calor, viento. Pero no hubo explosión. Estoy asombrado. La ciudad se desvaneció de repente. Sólo queda una depresión en la arena.
—Les arrestaremos —dijo el otro Principal—. Soldados, rodeadles. Aseguraos de que...
—¡Corred! —gritó Eric. Arrebató de un manotazo la vara al Principal. Hubo un instante de confusión. Los soldados gritaron, encendieron sus linternas y chocaron unos con otros. Eric se arrastró hacia los matorrales sin soltar la maleta. Dio órdenes en el idioma terrestre a Jan y a Mara. —¡Rápido, corred hacia el coche! Y se lanzó pendiente abajo.
Oyó las imprecaciones y caídas de los soldados. Un cuerpo chocó con el suyo, y una parte de la pendiente se incendió al ser alcanzada por un rayo desintegrador. La vara del Principal...
—¡Eric! —gritó Mara desde la oscuridad.
Se precipitó hacia ella, pero resbaló y se golpeó contra una piedra.. Disparos, confusión, el sonido de voces airadas.
—Eric, ¿eres tú? —Jan le ayudó a levantarse—. El coche está allí. ¿Dónde está Mara?
—Estoy aquí, cerca del coche.
Centelleó una luz y un árbol quedó reducido a cenizas. Eric sintió una oleada de calor en la cara. Jan y él corrieron hacia la muchacha. La mano de Mara se aferró a la suya en las tinieblas.
—Vamos al coche, si no lo han cogido —dijo Eric.
Bajaron a la cañada, tanteando en la oscuridad. Eric tocó algo frío y suave, metal, la manecilla metálica de una puerta. Le invadió una sensación de alivio.
—¡Lo he encontrado! Jan, sube. Vamos, Mara —empujó a Jan al interior del vehículo.
Mara no tardó en montar y refugiar su menudo y ágil cuerpo junto al de Jan.
—¡Alto! —gritó una voz desde lo alto—. No os servirá de nada refugiaros en la cañada. ¡Os cogeremos! Subid y...
El motor del coche ahogó el sonido de las voces. Un momento después se elevó hacia el cielo. Eric zigzagueó, arrancando las copas de algunos árboles, para eludir los disparos de los dos furiosos Principales y sus soldados.
Después ganaron altura, dejaron los árboles atrás y surcaron el cielo; a velocidad creciente. Los marcianos se perdieron de vista.
—Vamos al espaciopuerto de Marte, ¿verdad? —preguntó Jan a Eric.
—Sí, pero aterrizaremos algo más lejos, en las colinas. Nos pondremos nuestros trajes habituales, como vulgares terrestres. Maldita sea... tendremos suerte si llegamos a tiempo de subir a la nave.
—La última nave —susurró Mara, todavía sin aliento—. ¿Qué pasará si no llegamos a tiempo?
Eric bajó la vista hacia el maletín que descansaba en su regazo.
—Hay que hacerlo —murmuró—. ¡Debemos hacerlo!
Nadie habló durante un rato. Thatcher miraba fijamente a Erickson, recostado en su silla mientras bebía. Mara y Jan permanecieron en silencio.
—Así que ustedes no destruyeron la ciudad —dijo al fin Thatcher—. No la destruyeron en absoluto. La encogieron y la encerraron en un globo de cristal, en un pisapapeles, y ahora vuelven a ser viajantes que transportan en sus maletines objetos de oficina...
Erickson sonrió. Abrió el maletín y volvió a sacar el pisapapeles de cristal. Lo alzó y miró en su interior.
—Sí, robamos la ciudad de los marcianos, y de esta forma engañamos al detector de mentiras. Era cierto que no sabíamos nada de una ciudad destruida.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué robar una ciudad? ¿No era más sencillo bombardearla?
—Un rescate —dijo con énfasis Mara, con los ojos brillantes de excitación—. Su mayor ciudad, la mitad del Consejo... ¡en manos de Eric!
—Marte tendrá que plegarse a las condiciones que exija la Tierra —explicó Eric—, y renunciar a sus exigencias comerciales. Es posible que evitemos la guerra, que consigamos lo que queremos sin derramar ni una gota de sangre —Eric sonrió y guardó el pisapapeles de cristal en el maletín.
—Una historia muy interesante —admitió Thatcher—, y un procedimiento asombroso: reducir una ciudad, toda una ciudad, a dimensiones microscópicas. Asombroso. No me extraña que escaparan; después de una hazaña semejante, nadie podía detenerles.
Miró el maletín posado en el suelo. Los motores vibraban y ronroneaban mientras la nave proseguía su camino hacia la lejana Tierra.
—Aún falta mucho para llegar —dijo Jan—. Ya ha oído nuestra historia, Thatcher. ¿Por qué no nos cuenta la suya? ¿A qué se dedica? ¿En qué trabaja?
—Sí —se animó Mara—. ¿Qué hace exactamente?
—¿Qué hago? Bueno, si quieren se lo enseñaré —introdujo la mano en su chaqueta y sacó algo.
Un objeto delgado que centelleaba débilmente. Una vara de fuego.
Los tres la miraron, estupefactos.
Thatcher apuntó con toda calma a Erickson.
—Sabíamos que los tres iban a bordo de la nave sin la menor duda, pero ignorábamos lo que le había sucedido a la ciudad. Mi teoría era que la ciudad no había sido destruida. Los instrumentos del Consejo midieron una súbita pérdida de masa en esa zona, una pérdida equivalente a la masa de la ciudad. Llegué a la conclusión de que la ciudad, sido robada de alguna forma inimaginable, pero no destruida. Sin embargo, no logré convencer al Consejo y me vi obligado a perseguirles solo.
Thatcher hizo un gesto a los hombres que estaban sentados en el bar. Se levantaron de inmediato y avanzaron hacia la mesa.
—Me interesa extraordinariamente el procedimiento que han utilizado. Marte obtendrá un gran beneficio de su conocimiento. Incluso es posible que incline la balanza en nuestro favor. Quiero empezar a trabajar en ello nada más regresemos a Puertomarte. Y ahora, si son tan amables de entregarme el maletín...
FIN
Título Original: The Crystal Crypt © 1954.