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abril 25, 2010
Parte 122
Una prueba inesperada
—¡Potter!, ¡Weasley!, ¿queréis atender?
La irritada voz de la profesora McGonagall restalló como un látigo en la clase de Transformaciones del jueves, y tanto Harry como Ron se sobresaltaron.
La clase estaba acabando. Habían terminado el trabajo: las gallinas de Guinea que habían estado transformando en conejillos de Indias estaban guardadas en una jaula grande colocada sobre la mesa de la profesora McGonagall (el conejillo de Neville todavía tenía plumas), y habían copiado de la pizarra el enunciado de sus deberes («Describe, poniendo varios ejemplos, en qué deben modificarse los encantamientos transformadores al llevar a cabo cambios en especies híbridas»). La campana iba a sonar de un momento a otro. Cuando Harry y Ron, que habían estado luchando con dos de las varitas de pega de Fred y George a modo de espadas, levantaron la vista, Ron sujetaba un loro de hojalata, y Harry, una merluza de goma.
—Ahora que Potter y Weasley tendrán la amabilidad de comportarse de acuerdo con su edad —dijo la profesora McGonagall dirigiéndoles a los dos una mirada de enfado cuando la cabeza de la merluza de Harry cayó al suelo (súbitamente cortada por el pico del loro de hojalata de Ron) —, tengo que deciros algo a todos vosotros.
»Se acerca el baile de Navidad: constituye una parte tradicional del Torneo de los tres magos y es al mismo tiempo una buena oportunidad para relacionarnos con nuestros invitados extranjeros. Al baile sólo irán los alumnos de cuarto en adelante, aunque si lo deseáis podéis invitar a un estudiante más joven...
Lavender Brown dejó escapar una risita estridente. Parvati Patil le dio un codazo en las costillas, haciendo un duro esfuerzo por no reírse también, y las dos miraron a Harry. La profesora McGonagall no les hizo caso, lo cual le pareció injusto a Harry, ya que a Ron y a él sí que los había regañado.
—Será obligatoria la túnica de gala —prosiguió la profesora McGonagall—. El baile tendrá lugar en el Gran Comedor, comenzará a las ocho en punto del día de Navidad y terminará a medianoche. Ahora bien... —La profesora McGonagall recorrió la clase muy despacio con la mirada—. El baile de Navidad es por supuesto una oportunidad para que todos echemos una cana al aire —dijo, en tono de desaprobación.
Lavender se rió más fuerte, poniéndose la mano en la boca para ahogar el sonido. Harry comprendió dónde estaba aquella vez lo divertido: la profesora McGonagall, que llevaba el pelo recogido en un moño muy apretado, no parecía haber echado nunca una cana al aire, en ningún sentido.
—Pero eso no quiere decir —prosiguió la profesora McGonagall— que vayamos a exigir menos del comportamiento que esperamos de los alumnos de Hogwarts. Me disgustaré muy seriamente si algún alumno de Gryffindor deja en mal lugar al colegio.
Sonó la campana, y se formó el habitual revuelo mientras recogían las cosas y se echaban las mochilas al hombro.
La profesora McGonagall llamó por encima del alboroto:
—Potter, por favor, quiero hablar contigo.
Dando por supuesto que aquello tenía algo que ver con su merluza de goma descabezada, Harry se acercó a la mesa de la profesora con expresión sombría.
La profesora McGonagall esperó a que se hubiera ido el resto de la clase, y luego le dijo:
—Potter, los campeones y sus parejas...
—¿Qué parejas? —preguntó Harry.
La profesora McGonagall lo miró recelosa, como si pensara que intentaba tomarle el pelo.
—Vuestras parejas para el baile de Navidad, Potter —dijo con frialdad—. Vuestras parejas de baile.
Harry sintió que se le encogían las tripas.
—¿Parejas de baile? —Notó cómo se ponía rojo—. Yo no bailo —se apresuró a decir.
—Sí, claro que bailas —replicó algo irritada la profesora McGonagall—. Eso era lo que quería decirte. Es tradición que los campeones y sus parejas abran el baile.
Harry se imaginó de repente a sí mismo con sombrero de copa y frac, acompañado de alguna chica ataviada con el tipo de vestido con volantes que tía Petunia se ponía siempre para ir a las fiestas del jefe de tío Vernon.
—Yo no bailo —insistió.
—Es la tradición —declaró con firmeza la profesora McGonagall—. Tú eres campeón de Hogwarts, y harás lo que se espera de ti como representante del colegio. Así que encárgate de encontrar pareja, Potter.
—Pero... yo no...
—Ya me has oído, Potter —dijo la profesora McGonagall en un tono que no admitía réplicas.
Una semana antes, Harry habría pensado que encontrar una pareja de baile era pan comido comparado con enfrentarse a un colacuerno húngaro. Pero, habiendo ya pasado esto último, y teniendo que afrontar la perspectiva de pedirle a una chica que bailara con él, le parecía que era preferible volver a pasar por lo del colacuerno.
Harry nunca había visto que se apuntara tanta gente para pasar las Navidades en Hogwarts. Él siempre lo hacía, claro, porque la alternativa que le quedaba era regresar a Privet Drive, pero siempre había formado parte de una exigua minoría. Aquel año, en cambio, daba la impresión de que todos los alumnos de cuarto para arriba se iban a quedar, y todos parecían también obsesionados con el baile que se acercaba, sobre todo las chicas. Y era sorprendente descubrir de pronto cuántas chicas parecía haber en Hogwarts. Nunca se había dado cuenta de eso. Chicas que reían y cuchicheaban por los corredores del castillo, chicas que estallaban en risas cuando los chicos pasaban por su lado, chicas emocionadas que cambiaban impresiones sobre lo que llevarían la noche de Navidad...
—¿Por qué van siempre en grupo? —se quejó Harry tras cruzarse con una docena aproximada de chicas que se reían y lo miraban—. ¿Cómo se supone que tiene que hacer uno para pedirle algo a una sola?
—¿Quieres echarle el lazo a una? —dijo Ron—. ¿Tienes alguna idea de con cuál lo vas a intentar?
Harry no respondió. Tenía muy claro a quién le hubiera gustado pedírselo, pero no conseguiría reunir el valor... Cho le llevaba un año, era preciosa, jugaba maravillosamente al quidditch y tenía mucho éxito entre la gente.
Ron parecía comprender qué era lo que le pasaba a Harry por la cabeza.
—Mira, no vas a tener ningún problema. Eres un campeón. Acabas de burlar al colacuerno húngaro. Me apuesto a que harían cola para bailar contigo.
En atención a su amistad recientemente reanudada, Ron redujo al mínimo la amargura de su voz. Y, para sorpresa de Harry, resultó que Ron tenía razón.
Al día siguiente, una chica de Hufflepuff con el pelo rizado que iba a tercero y con la que Harry no había hablado jamás le pidió que fuera al baile con ella. Harry se quedó tan sorprendido que dijo que no antes de pararse a pensarlo. La chica se fue bastante dolida, y Harry tuvo que soportar durante toda la clase de Historia de la Magia las burlas de Dean, Seamus y Ron a propósito de ella. Al día siguiente se lo pidieron otras dos, una de segundo y (para horror de Harry) otra de quinto que daba la impresión de que podría pegarle si se negaba.
—Pero si está muy bien —le dijo Ron cuando paró de reírse.
—Me saca treinta centímetros —contestó Harry, aún desconcertado—. ¿Te imaginas cómo será intentar bailar con ella?
Recordaba las palabras de Hermione sobre Krum: «¡Sólo les gusta porque es famoso!» Harry dudaba mucho que alguna de aquellas chicas que le habían pedido ser su pareja hubieran querido ir con él al baile si no hubiera sido campeón de Hogwarts. Luego se preguntó si eso le molestaría en caso de que se lo pidiera Cho.
En conjunto, Harry tenía que admitir que, incluso con la embarazosa perspectiva de tener que abrir el baile, su vida había mejorado mucho después de superar la primera prueba. Ya no le decían todas aquellas cosas tan desagradables por los corredores, y sospechaba que Cedric podía haber tenido algo que ver: tal vez hubiera dicho a sus compañeros de Hufflepuff que lo dejaran en paz, en agradecimiento a la advertencia de Harry. También parecía haber por todas partes menos insignias de «Apoya a CEDRIC DIGGORY». Por supuesto, Draco Malfoy seguía recitándole algún pasaje del artículo de Rita Skeeter a la menor oportunidad, pero cosechaba cada vez menos risas por ello. Y, como para no enturbiar la felicidad de Harry, en El Profeta no había aparecido ninguna historia sobre Hagrid.
—No parecía muy interesada en criaturas mágicas, en realidad —les contó Hagrid durante la última clase del trimestre, cuando Harry, Ron y Hermione le preguntaron cómo le había ido en la entrevista con Rita Skeeter.
Para alivio de ellos, Hagrid abandonó la idea del contacto directo con los escregutos, y aquel día se guarecieron simplemente tras la cabaña y se sentaron a una mesa de caballetes a preparar una selección de comida fresca con la que tentarlos.
—Sólo quería hablar de ti, Harry —continuó Hagrid en voz baja—. Bueno, yo le dije que somos amigos desde que fui a buscarte a casa de los Dursley. «¿Nunca ha tenido que regañarlo en cuatro años?», me preguntó. «¿Nunca le ha dado guerra en clase?» Yo le dije que no, y a ella no le hizo ninguna gracia. Creo que quería que le dijera que eres horrible, Harry.
—Claro que sí —corroboró Harry, echando unos cuantos trozos de hígado de dragón en una fuente de metal, y cogiendo el cuchillo para cortar un poco más—. No puede seguir pintándome como un héroe trágico, porque se hartarían.
—Ahora quiere un nuevo punto de vista, Hagrid —opinó Ron, mientras cascaba huevos de salamandra—. ¡Tendrías que haberle dicho que Harry era un criminal demente!
—¡Pero no lo es! —dijo Hagrid, realmente sorprendido.
—Debería haber ido a hablar con Snape —comentó Harry en tono sombrío—. Le puede decir lo que quiere oír sobre mí en cualquier momento: «Potter no ha hecho otra cosa que traspasar límites desde que llegó a este colegio...»
—¿Ha dicho eso? —se asombró Hagrid, mientras Ron y Hermione se reían—. Bueno, habrás desobedecido alguna norma, Harry, pero en realidad eres bueno.
—Gracias, Hagrid —le dijo Harry sonriendo.
—¿Vas a ir al baile de Navidad, Hagrid? —quiso saber Ron.
—Creo que me daré una vuelta por allí, sí —contestó Hagrid con voz ronca—. Será una buena fiesta, supongo. Tú vas a abrir el baile, ¿no, Harry? ¿Con quién vas a bailar?
—Aún no tengo con quién —contestó Harry, sintiéndose enrojecer de nuevo.
Hagrid no insistió.
Cada día de la última semana del trimestre fue más bullicioso que el anterior. Por todas partes corrían los rumores sobre el baile de Navidad, aunque Harry no daba crédito ni a la mitad de ellos. Por ejemplo, decían que Dumbledore le había comprado a la señora Rosmerta ochocientos barriles de hidromiel con especias. Parecía ser verdad, sin embargo, lo de que había contratado a Las Brujas de Macbeth. Harry no sabía quiénes eran exactamente porque nunca había tenido una radio mágica; pero, viendo el entusiasmo de los que habían crecido escuchando la CM (los Cuarenta Magistrales), suponía que debían de ser un grupo musical muy famoso.
Algunos profesores, como el pequeño Flitwick, desistieron de intentar enseñarles gran cosa al ver que sus mentes estaban tan claramente situadas en otro lugar. En la clase del miércoles los dejó jugar, y él se pasó la mayor parte de la hora comentando con Harry lo perfecto que le había salido el encantamiento convocador que había usado en la primera prueba del Torneo de los tres magos. Otros profesores no fueron tan generosos. Nada apartaría al profesor Binns, por ejemplo, de avanzar pesadamente a través de sus apuntes sobre las revueltas de los duendes. Dado que Binns no había permitido que su propia muerte alterara el programa, todos supusieron que una tontería como la Navidad no lo iba a distraer lo más mínimo. Era sorprendente cómo podía conseguir que incluso unos altercados sangrientos y fieros como las revueltas de los duendes sonaran igual de aburridos que el informe de Percy sobre los culos de los calderos. También McGonagall y Moody los hicieron trabajar hasta el último segundo de clase, y Snape antes hubiera adoptado a Harry que dejarlos jugar durante una lección. Con una mirada muy desagradable les informó de que dedicaría la última clase del trimestre a un examen sobre antídotos.
—Es un puñetero —dijo amargamente Ron aquella noche en la sala común de Gryffindor—. Colocarnos un examen el último día... Estropearnos el último cachito de trimestre con montones de cosas que repasar...
—Mmm... pero no veo que te estés agobiando mucho —replicó Hermione, mirándolo por encima de sus apuntes de Pociones.
Ron se entretenía levantando un castillo con los naipes explosivos, que era mucho más divertido que hacerlo con la baraja muggle porque el edificio entero podía estallar en cualquier momento.
—Es Navidad, Hermione —le recordó Harry. Estaba arrellanado en un butacón al lado de la chimenea, leyendo Volando con los Cannons por décima vez.
Hermione también lo miró a él con severidad.
—Creí que harías algo constructivo, Harry, aunque no quisieras estudiar los antídotos.
—¿Como qué? —inquirió Harry mientras observaba a Joey Jenkins, de los Cannons, lanzarle una bludger a un cazador de los Murciélagos de Ballycastle.
—¡Como pensar en ese huevo!
—Vamos, Hermione, tengo hasta el veinticuatro de febrero —le recordó Harry.
Había metido el huevo en el baúl del dormitorio y no lo había vuelto a abrir desde la fiesta que había seguido a la primera prueba. Después de todo, aún quedaban dos meses y medio hasta el día en que necesitaría saber qué significaba aquel gemido chirriante.
—¡Pero te podría llevar semanas averiguarlo! —objetó Hermione—. Y vas a quedar como un auténtico idiota si todos descifran la siguiente prueba menos tú.
—Déjalo en paz, Hermione. Se merece un descanso —dijo Ron. Y, al colocar en el techo del castillo las últimas dos cartas, el edificio entero estalló y le chamuscó las cejas.
—Muy guapo, Ron... Esas cejas te combinarán a la perfección con la túnica de gala.
Eran Fred y George. Se sentaron a la mesa con Ron y Hermione mientras aquél evaluaba los daños.
—Ron, ¿nos puedes prestar a Pigwidgeon? —le preguntó George.
—No, está entregando una carta —contestó Ron—. ¿Por qué?
—Porque George quiere que sea su pareja de baile —repuso Fred sarcásticamente.
—Pues porque queremos enviar una carta, so tonto —dijo George.
—¿A quién seguís escribiendo vosotros dos, eh? —preguntó Ron.
—Aparta las narices, Ron, si no quieres que se te chamusquen también —le advirtió Fred moviendo la varita con gesto amenazador—. Bueno... ¿ya tenéis todos pareja para el baile?
—No —respondió Ron.
—Pues mejor te das prisa, tío, o pillarán a todas las guapas —dijo Fred.
—¿Con quién vas tú? —quiso saber Ron.
—Con Angelina —contestó enseguida Fred, sin pizca de vergüenza.
—¿Qué? —exclamó Ron, sorprendido—. ¿Se lo has pedido ya?
—Buena pregunta —reconoció Fred. Volvió la cabeza y gritó—: ¡Eh, Angelina!
Angelina, que estaba charlando con Alicia Spinnet cerca del fuego, se volvió hacia él.
—¿Qué? —le preguntó.
—¿Quieres ser mi pareja de baile?
Angelina le dirigió a Fred una mirada evaluadora.
—Bueno, vale —aceptó, y se volvió para seguir hablando con Alicia, con una leve sonrisa en la cara.
—Ya lo veis —les dijo Fred a Harry y Ron—: pan comido. —Se puso en pie, bostezó y añadió—: Tendremos que usar una lechuza del colegio, George. Vamos...
En cuanto se fueron, Ron dejó de tocarse las cejas y miró a Harry por encima de los restos del castillo, que ardían sin llama.
—Tendríamos que hacer algo, ¿sabes? Pedírselo a alguien. Fred tiene razón: podemos acabar con un par de trols.
Hermione dejó escapar un bufido de indignación.
—¿Un par de qué, perdona?
—Bueno, ya sabes —dijo Ron, encogiéndose de hombros—. Preferiría ir solo que con... con Eloise Midgen, por ejemplo.
—Su acné está mucho mejor últimamente. ¡Y es muy simpática!
—Tiene la nariz torcida —objetó Ron.
—Ya veo —exclamó Hermione enfureciéndose—. Así que, básicamente, vas a intentar ir con la chica más guapa que puedas, aunque sea un espanto como persona.
—Eh... bueno, sí, eso suena bastante bien —dijo Ron.
—Me voy a la cama —espetó Hermione, y sin decir otra palabra salió para la escalera que llevaba al dormitorio de las chicas.
Deseosos de impresionar a los visitantes de Beauxbatons y Durmstrang, los de Hogwarts parecían determinados a engalanar el castillo lo mejor posible en Navidad. Cuando estuvo lista la decoración, Harry pensó que era la más sorprendente que había visto nunca en el castillo: a las barandillas de la escalinata de mármol les habían añadido carámbanos perennes; los acostumbrados doce árboles de Navidad del Gran Comedor estaban adornados con todo lo imaginable, desde luminosas bayas de acebo hasta búhos auténticos, dorados, que ululaban; y habían embrujado las armaduras para que entonaran villancicos cada vez que alguien pasaba por su lado. Era impresionante oír Adeste, fideles... cantado por un yelmo vacío que no sabía más que la mitad de la letra. En varias ocasiones, Filch, el conserje, tuvo que sacar a Peeves de dentro de las armaduras, donde se ocultaba para llenar los huecos de los villancicos con versos de su invención, siempre bastante groseros.
Y Harry aún no había invitado a Cho al baile. Él y Ron se estaban poniendo muy nerviosos aunque, como Harry observó, sin pareja. Ron no haría tanto el ridículo como él, porque se suponía que Harry tenía que abrir el baile con los demás campeones.
—Supongo que siempre quedará Myrtle la Llorona —comentó en tono lúgubre, refiriéndose al fantasma que habitaba en los servicios de las chicas del segundo piso.
—Tendremos que hacer de tripas corazón, Harry —le dijo Ron el viernes por la mañana, en un tono que sugería que se proponían asaltar una fortaleza inexpugnable—. Antes de que volvamos esta noche a la sala común, tenemos que haber conseguido pareja, ¿vale?
—Eh... vale —asintió Harry.
Pero cada vez que vio a Cho aquel día (durante el recreo, y luego a la hora de la comida, y una vez más cuando iba a Historia de la Magia) estaba rodeada de amigas. ¿Es que no iba sola a ninguna parte? ¿Podría pillarla por sorpresa de camino a los servicios? Pero no: también a los servicios iba acompañada de una escolta de cuatro o cinco chicas. Aunque, si no se daba prisa, se adelantaría algún otro.
Le costó concentrarse en el examen de antídotos, y por eso se olvidó de añadir el ingrediente principal (un bezoar), por lo que Snape le puso un cero. Pero no le preocupó: estaba demasiado absorto reuniendo valor para lo que se disponía a hacer. Cuando sonó la campana, cogió la mochila y salió corriendo de la mazmorra.
—Nos vemos en la cena— les dijo a Ron y Hermione, y se abalanzó escaleras arriba.
Sólo tendría que preguntarle a Cho si podía hablar con ella, eso era todo... Se apresuró por los abarrotados corredores en su busca, y (antes incluso de lo que esperaba) la encontró saliendo de una clase de Defensa Contra las Artes Oscuras.
—Eh... Cho... ¿Podría hablar un momento contigo? Tendrían que prohibir las risas tontas, pensó Harry furioso cuando todas las chicas que estaban con Cho empezaron a reírse. Ella, sin embargo, no lo hizo.
—Claro —dijo, y lo siguió adonde no podían oírlos sus compañeras de clase.
Harry se volvió a mirarla y el estómago le dio una sacudida, como si bajando una escalera se hubiera saltado un escalón sin darse cuenta.
—Eh... —balbuceó.
No podía pedírselo. No podía. Pero tenía que hacerlo. Cho lo miraba, y parecía desconcertada. Se le trabó la lengua.
—¿Quieresveviralmailecombigo?
—¿Cómo? —dijo Cho.
—¿Que... querrías venir al baile conmigo? —le preguntó Harry. ¿Por qué tenía que ponerse rojo? ¿Por qué?
—¡Ah! —exclamó Cho, y se puso roja ella también—. ¡Ah, Harry, lo siento muchísimo! —Y parecía verdad—. Ya me he comprometido con otro.
—¡Ah! —dijo Harry.
Qué raro: un momento antes, las tripas se le retorcían como culebras; pero de repente parecía que las tripas se hubieran ido a otra parte.
—Bueno, no te preocupes —añadió.
—Lo siento muchísimo —repitió ella.
—No pasa nada —aseguró Harry.
Se quedaron mirándose, y luego dijo Cho:
—Bueno...
—Sí... —contestó Harry.
—Bueno, hasta luego —se despidió Cho, que seguía muy colorada.
Sin poder contenerse, Harry la llamó.
—¿Con quién vas?
—Con Cedric —dijo ella—. Con Cedric Diggory.
—Ah, bien —respondió Harry.
Y volvió a notar las tripas. Parecía como si durante su breve ausencia hubieran ido a llenarse de plomo.
Olvidándose por completo de la cena, volvió lentamente a la torre de Gryffindor, y la voz de Cho le retumbó en los oídos con cada paso que daba: «Con Cedric... Con Cedric Diggory.» Cedric había empezado a caerle bastante bien, y había estado dispuesto a olvidar que le hubiera ganado al quidditch, y que fuera guapo, y que lo quisiera todo el mundo, y que fuera el campeón favorito de casi todos. Pero en aquel momento comprendió que Cedric era un guapito inepto que no tenía bastante cerebro para llenar un dedal.
—«Luces de colores» —le dijo a la Señora Gorda con la voz apagada. Habían cambiado la contraseña el día anterior.
—¡Sí, cielo, por supuesto! —gorjeó ella, acomodándose su nueva cinta de oropel al tiempo que lo dejaba pasar.
Al entrar en la sala común, Harry miró a su alrededor y para sorpresa suya vio que Ron estaba sentado en un rincón alejado, pálido como un muerto. Ginny se hallaba sentada a su lado, hablando con él en voz muy baja.
—¿Qué pasa, Ron? —dijo Harry al llegar junto a ellos.
Ron lo miró con expresión de horror.
—¿Por qué lo hice? —exclamó con desesperación—. ¡No puedo entender por qué lo hice!
—¿El qué? —le preguntó Harry.
—Eh... simplemente le pidió a Fleur Delacour que fuera al baile con él —explicó Ginny, que parecía estar a punto de sonreír, pero se contuvo y le dio a Ron una palmada de apoyo moral en el brazo.
—¿Que tú qué? —dijo Harry.
—¡No puedo entender por qué lo hice! —repitió Ron—. ¿A qué he jugado? Había gente (estaba todo lleno) y me volví loco... ¡Con todo el mundo mirando! Simplemente la adelanté en el vestíbulo. Estaba hablando con Diggory. Y entonces me vino el impulso... ¡y se lo pedí!
Ron gimió y se tapó la cara con las manos. Siguió hablando, aunque apenas se entendía lo que decía.
—Me miró como si yo fuera una especie de holotúrido. Ni siquiera me respondió. Y luego... no sé... recuperé el sentido y eché a correr.
—Es en parte una veela —dijo Harry—. Tenías razón: su abuela era veela. No es culpa tuya. Estoy seguro de que llegaste cuando estaba desplegando todos sus encantos para atraer a Diggory, y te hicieron efecto a ti. Pero ella pierde el tiempo. Diggory va con Cho Chang.
Ron levantó la mirada.
—Le acabo de pedir que sea mi pareja —añadió Harry con voz apagada—, y me lo ha dicho.
De pronto, Ginny había dejado de sonreír.
—Esto es una estupidez —afirmó Ron—. Somos los únicos que quedamos sin pareja. Bueno, además de Neville. ¿A que no adivinas a quién se lo pidió él? ¡A Hermione!
—¿Qué? —exclamó Harry, completamente anonadado por aquella impactante noticia.
—¡Lo que oyes! —dijo Ron, y recobró parte del color al empezar a reírse—. ¡Me lo contó después de Pociones! Dijo que ella siempre ha sido muy buena con él, que siempre lo ha ayudado con el trabajo y todo eso... Pero ella le contestó que ya tenía pareja. ¡Ja! ¡Como si eso fuera posible! Lo que pasa es que no quería ir con Neville... Porque, claro, ¿quién sería capaz de ir con él?
—¡No digas eso! —dijo Ginny enfadada—. No te rías...
Justo en aquel momento entró Hermione por el hueco del retrato.
—¿Por qué no habéis ido a cenar? —les preguntó al acercarse a ellos.
—Porque... (ah, dejad de reíros) porque les han dado calabazas a los dos —explicó Ginny.
Eso les paralizó la risa.
—Muchas gracias, Ginny —murmuró Ron con amargura.
—¿Están pilladas todas las guapas, Ron? —le dijo Hermione con altivez—. ¿Qué, empieza a parecerte bonita Eloise Midgen? Bueno, no os preocupéis. Estoy segura de que en algún lugar encontraréis a alguien que quiera ir con vosotros.
Pero Ron estaba observando a Hermione como si de repente la viera bajo una luz nueva.
—Hermione, Neville tiene razón: tú eres una chica...
—¡Qué observador! —dijo ella ácidamente.
—¡Bueno, entonces puedes ir con uno de nosotros!
—No, lo siento —espetó Hermione.
—¡Oh, vamos! —insistió Ron—. Necesitamos una pareja: vamos a hacer el ridículo si no llevamos a nadie. Todo el mundo tiene ya pareja...
—No puedo ir con vosotros —repuso Hermione, ruborizándose—, porque ya tengo pareja.
—¡Vamos, no te quedes con nosotros! —dijo Ron—. ¡Le dijiste eso a Neville para librarte de él!
—¿Ah, sí? —replicó Hermione, y en sus ojos brilló una mirada peligrosa—. ¡Que tú hayas tardado tres años en notarlo, Ron, no quiere decir que nadie se haya dado cuenta de que soy una chica!
Ron la miró. Luego volvió a sonreír.
—Vale, vale, ya sabemos que eres una chica. ¿Y ahora quieres venir?
—¡Ya os lo he dicho! —exclamó Hermione muy enfadada—. ¡Tengo pareja!
Y volvió a salir como un huracán hacia el dormitorio de las chicas.
—Es mentira —afirmó Ron, viéndola irse.
—No, no lo es —dijo Ginny en voz baja.
—Entonces, ¿con quién va? —preguntó Ron bruscamente.
—Yo no os lo voy a decir. Eso es cosa de ella —contestó Ginny.
—Bueno —dijo Ron, que parecía extraordinariamente desconcertado—, esto es ridículo. Ginny, tú puedes ir con Harry, y yo...
—No puedo —lo cortó Ginny, y también se puso colorada—. Soy la pareja de... de Neville. Me lo pidió después de que Hermione le dijera que no, y yo pensé... bueno... si no es con él no voy a poder ir, porque aún no estoy en cuarto. —Parecía muy triste—. Creo que voy a bajar a cenar —concluyó. Se levantó y se fue por el hueco del retrato, con la cabeza gacha.
Ron miró a Harry.
—¿Qué mosca les ha picado? —preguntó.
Pero Harry acababa de ver entrar por el hueco del retrato a Parvati y Lavender. Había llegado el momento de emprender acciones drásticas.
—Espera aquí —le pidió a Ron. Se levantó, fue hacia Parvati y le preguntó:
—Parvati, ¿te gustaría ir al baile conmigo?
A Parvati le dio un ataque de risa. Harry esperó que se le pasara cruzando los dedos dentro del bolsillo de la túnica.
—Sí. Vale —contestó al final, poniéndose muy roja.
—Gracias —dijo Harry, aliviado—. Lavender... ¿quieres ir con Ron?
—Ella es la pareja de Seamus —respondió Parvati, y las dos se rieron más que antes.
Harry suspiró.
—¿Sabéis de alguien que pueda ir con Ron? —preguntó, bajando la voz para que Ron no pudiera oírlo.
—¿Qué tal Hermione Granger? —sugirió Parvati.
—Ya tiene pareja.
Parvati se sorprendió mucho.
—Oh... ¿quién es?
Harry se encogió de hombros.
—Ni idea —repuso—. ¿Qué me decís de Ron?
—Bueno... —dijo Parvati pensativamente—, tal vez mi hermana... Padma, ya sabes, de Ravenclaw. Si quieres se lo pregunto.
—Sí, te lo agradezco —respondió Harry—. Me lo dices, ¿vale?
Y volvió con Ron pensando que aquel baile daba más quebraderos de cabeza que otra cosa, y rogando con todas sus fuerzas que Padma Patil no tuviera la nariz torcida.
23
El baile de Navidad
A pesar del sinfín de deberes que les habían puesto a los de cuarto para Navidad, a Harry no le apetecía ponerse a trabajar al final del trimestre, y se pasó la primera semana de vacaciones disfrutando todo lo posible con sus compañeros. La torre de Gryffindor seguía casi tan llena como durante el trimestre, y parecía más pequeña, porque sus ocupantes armaban mucho más jaleo aquellos días. Fred y George habían cosechado un gran éxito con sus galletas de canarios, y durante los dos primeros días de vacaciones la gente iba dejando plumas por todas partes. No tuvo que pasar mucho tiempo, sin embargo, para que los de Gryffindor aprendieran a tratar con muchísima cautela cualquier cosa de comer que les ofrecieran los demás, por si había una galleta de canarios oculta, y George le confesó a Harry que estaban desarrollando un nuevo invento. Harry decidió no aceptar nunca de ellos ni una pipa de girasol. No se le olvidaba lo de Dudley y el caramelo longuilinguo.
En aquel momento nevaba copiosamente en el castillo y sus alrededores. El carruaje de Beauxbatons, de color azul claro, parecía una calabaza enorme, helada y cubierta de escarcha, junto a la cabaña de Hagrid, que a su lado era como una casita de chocolate con azúcar glasé por encima, en tanto que el barco de Durmstrang tenía las portillas heladas y los mástiles cubiertos de escarcha. Abajo, en las cocinas, los elfos domésticos se superaban a sí mismos con guisos calientes y sabrosos, y postres muy ricos. La única que encontraba algo de lo cual quejarse era Fleur Delacour.
—Toda esta comida de «Hogwag» es demasiado pesada —la oyeron decir una noche en que salían tras ella del Gran Comedor (Ron se ocultaba detrás de Harry, para que Fleur no lo viera)—. ¡No voy a «podeg lusig» la túnica!
—¡Ah, qué tragedia! —se burló Hermione cuando Fleur salía al vestíbulo—. Vaya ínfulas, ¿eh?
—¿Con quién vas a ir al baile, Hermione?
Ron le hacía aquella pregunta en los momentos más inesperados para ver si, al pillarla por sorpresa, conseguía que le contestara. Sin embargo, Hermione no hacía más que mirarlo con el entrecejo fruncido y responder:
—No te lo digo. Te reirías de mí.
—¿Bromeas, Weasley? —dijo Malfoy tras ellos—. ¡No me dirás que ha conseguido pareja para el baile! ¿La sangre sucia de los dientes largos?
Harry y Ron se dieron la vuelta bruscamente, pero Hermione saludó a alguien detrás de Malfoy:
—¡Hola, profesor Moody!
Malfoy palideció y retrocedió de un salto, buscándolo con la mirada, pero Moody estaba todavía sentado a la mesa de los profesores, terminándose el guiso.
—Eres un huroncito nervioso, ¿eh, Malfoy? —dijo Hermione mordazmente, y ella, Harry y Ron empezaron a subir por la escalinata de mármol riéndose con ganas.
—Hermione —exclamó de repente Ron, sorprendido—, tus dientes...
—¿Qué les pasa?
—Bueno, que son diferentes... Lo acabo de notar.
—Claro que lo son. ¿Esperabas que siguiera con los colmillos que me puso Malfoy?
—No, lo que quiero decir es que son diferentes de como eran antes de la maldición de Malfoy. Están rectos y... de tamaño normal.
Hermione les dirigió de repente una sonrisa maliciosa, y Harry también se dio cuenta: aquélla era una sonrisa muy distinta de la de antes.
—Bueno... cuando fui a que me los encogiera la señora Pomfrey, me puso delante un espejo y me pidió que dijera «ya» cuando hubieran vuelto a su tamaño anterior —explicó—, y simplemente la dejé que siguiera un poco. —Sonrió más aún—. A mis padres no les va a gustar. Llevo años intentando convencerlos de que me dejaran disminuirlos, pero se empeñaban en que siguiera con el aparato. Ya sabéis que son dentistas, y piensan que los dientes y la magia no deberían... ¡Mirad!, ¡ha vuelto Pigwidgeon!
El mochuelo de Ron, con un rollito de pergamino atado a la pata, gorjeaba como loco encima de la barandilla adornada con carámbanos. La gente que pasaba por allí lo señalaba y se reía, y unas chicas de tercero se pararon a observarlo.
—¡Ay, mira qué lechuza más chiquitita! ¿A que es preciosa?
—¡Estúpido cretino con plumas! —masculló Ron, corriendo por la escalera para atraparlo—. ¡Hay que llevarle las cartas directamente al destinatario, y sin exhibirse por ahí!
Pigwidgeon gorjeó de contento, sacando la cabeza del puño de Ron. Las chicas de tercero parecían asustadas.
—¡Marchaos por ahí! —les espetó Ron, moviendo el puño en el que tenía atrapado a Pigwidgeon, que ululaba más feliz que nunca cada vez que Ron lo balanceaba en el aire—. Ten, Harry —añadió Ron en voz baja, desprendiéndole de la pata la respuesta de Sirius, mientras las chicas de tercero se iban muy escandalizadas.
Harry se la guardó en el bolsillo, y se dieron prisa en subir a la torre de Gryffindor para leerla.
En la sala común todos estaban demasiado ocupados celebrando las vacaciones para fijarse en ellos. Harry, Ron y Hermione se sentaron lejos de todo el mundo, junto a una ventana oscura que se iba llenando poco a poco de nieve, y Harry leyó en voz alta:
Querido Harry:
Mi enhorabuena por haber superado la prueba del dragón. ¡El que metió tu nombre en el cáliz, quienquiera que fuera, no debe de estar nada satisfecho! Yo te iba a sugerir una maldición de conjuntivitis, ya que el punto más débil de los dragones son los ojos...
—Eso es lo que hizo Krum —susurró Hermione.
... pero lo que hiciste es todavía mejor: estoy impresionado.
Aun así, no te confíes, Harry. Sólo has superado una prueba. El que te hizo entrar en el Torneo tiene muchas más posibilidades de hacerte daño, si eso es lo que pretende. Ten los ojos abiertos (especialmente si está cerca ese del que hemos hablado), y procura no meterte en problemas.
Escríbeme. Sigo queriendo que me informes de cualquier cosa extraordinaria que ocurra.
Sirius
—Lo mismo que Moody —comentó Harry en voz baja, volviendo a meterse la carta dentro de la túnica—. «¡Alerta permanente!» Cualquiera pensaría que camino con los ojos cerrados, pegándome contra las paredes.
—Pero tiene razón, Harry —repuso Hermione—: todavía te quedan dos pruebas. La verdad es que tendrías que echarle un vistazo a ese huevo y tratar de resolver el enigma que encierra.
—¡Para eso tiene siglos, Hermione! —espetó Ron—. ¿Una partida de ajedrez, Harry?
—Sí, vale —contestó Harry, que, al observar la expresión de Hermione, añadió—: Vamos, ¿cómo me iba a concentrar con todo este ruido? Creo que ni el huevo se oiría.
—Supongo que no —reconoció ella suspirando, y se sentó a ver la partida, que culminó con un emocionante jaque mate de Ron ejecutado con un par de temerarios peones y un alfil muy violento.
El día de Navidad, Harry tuvo un despertar muy sobresaltado. Levantó los párpados preguntándose qué era lo que lo había despertado, y vio unos ojos muy grandes, redondos y verdes que lo miraban desde la oscuridad, tan cerca que casi tocaban los suyos.
—¡Dobby! —gritó Harry, apartándose tan aprisa del elfo que casi se cae de la cama—. ¡No hagas eso!
—¡Dobby lo lamenta, señor! —chilló nervioso el elfo, que retrocedió de un salto y se tapó la boca con los largos dedos—. ¡Dobby sólo quería desearle a Harry Potter feliz Navidad y traerle un regalo, señor! ¡Harry Potter le dio permiso a Dobby para venir a verlo de vez en cuando, señor!
—Sí, muy bien —dijo Harry, con la respiración aún alterada, mientras el ritmo cardíaco recuperaba la normalidad—. Pero la próxima vez sacúdeme el hombro o algo así. No te inclines sobre mí de esa manera...
Harry descorrió las colgaduras de su cama adoselada, cogió las gafas que había dejado sobre la mesita de noche y se las puso. Su grito había despertado a Ron, Seamus, Dean y Neville, y todos espiaban a través de sus colgaduras con ojos de sueño y el pelo revuelto.
—¿Te ha atacado alguien, Harry? —preguntó Seamus medio dormido.
—¡No, sólo es Dobby! —susurró Harry—. Vuelve a dormir.
—¡Ah... los regalos! —dijo Seamus, viendo el montón de paquetes que tenía a los pies de la cama.
Ron, Dean y Neville decidieron que, ya que se habían despertado, podían aprovechar para abrir los regalos. Harry se volvió hacia Dobby, que seguía de pie junto a la cama, nervioso y todavía preocupado por el susto que le había dado a Harry. Llevaba una bola de Navidad atada a la punta de la cubretetera.
—¿Puede Dobby darle el regalo a Harry Potter? —preguntó con timidez.
—Claro que sí —contestó Harry—. Eh... yo también tengo algo para ti.
Era mentira. No había comprado nada para Dobby, pero abrió rápidamente el baúl y sacó un par de calcetines enrollados y llenos de bolitas. Eran los más viejos y feos que tenía, de color amarillo mostaza, y habían pertenecido a tío Vernon. La razón de que tuvieran tantas bolitas era que Harry los usaba desde hacia más de un año para proteger el chivatoscopio. Lo desenvolvió y le entregó los calcetines a Dobby, diciendo:
—Perdona, se me olvidó empaquetarlos.
Pero Dobby estaba emocionado.
—¡Los calcetines son lo que más le gusta a Dobby, señor! ¡Son sus prendas favoritas! —aseguró, quitándose los que llevaba, tan dispares, y poniéndose los de tío Vernon—. Ahora ya tengo siete, señor. Pero, señor... —dijo abriendo los ojos al máximo después de subirse los calcetines hasta las perneras del pantalón corto—, en la tienda se han equivocado, Harry Potter: ¡son del mismo color!
—¡Harry, cómo no te diste cuenta de eso! —intervino Ron, sonriendo desde su cama, que se hallaba ya cubierta de papeles de regalo—. Pero ¿sabes una cosa, Dobby? Mira, aquí tienes. Toma estos dos, y así podrás mezclarlos con los de Harry. Y aquí tienes el jersey.
Le entregó a Dobby un par de calcetines de color violeta que acababa de desenvolver, y el jersey tejido a mano que le había enviado su madre.
Dobby se sentía abrumado.
—¡El señor es muy gentil! —chilló con los ojos empañados en lágrimas y haciéndole a Ron una reverencia—. Dobby sabía que el señor tenía que ser un gran mago, siendo el mejor amigo de Harry Potter, pero no sabía que fuera además tan generoso de espíritu, tan noble, tan desprendido...
—Sólo son calcetines —repuso Ron, que se había ruborizado un tanto, aunque al mismo tiempo parecía bastante complacido—. ¡Ostras, Harry! —Acababa de abrir el regalo de Harry, un sombrero de los Chudley Cannons—. ¡Qué guay! —Se lo encasquetó en la cabeza, donde no combinaba nada bien con el color del pelo.
Dobby le entregó entonces un pequeño paquete a Harry, que resultó ser... un par de calcetines.
—¡Dobby los ha hecho él mismo, señor! —explicó el elfo muy contento—. ¡Ha comprado la lana con su sueldo, señor!
El calcetín izquierdo era rojo brillante con un dibujo de escobas voladoras; el derecho era verde con snitchs.
—Son... son realmente... Bueno, Dobby, muchas gracias —le dijo Harry poniéndoselos, con lo que Dobby estuvo a punto otra vez de derramar lágrimas de felicidad.
—Ahora Dobby tiene que irse, señor. ¡Ya estamos preparando la cena de Navidad! —anunció el elfo, y salió a toda prisa del dormitorio, diciendo adiós a los otros al pasar.
Los restantes regalos de Harry fueron mucho más satisfactorios que los extraños calcetines de Dobby, con la obvia excepción del regalo de los Dursley, que consistía en un pañuelo de papel con el que batían su propio récord de mezquindad. Harry supuso que aún se acordaban del caramelo longuilinguo. Hermione le había regalado un libro que se titulaba Equipos de quidditch de Gran Bretaña e Irlanda; Ron, una bolsa rebosante de bombas fétidas; Sirius, una práctica navaja con accesorios para abrir cualquier cerradura y deshacer todo tipo de nudos, y Hagrid, una caja bien grande de chucherías que incluían todos los favoritos de Harry: grageas multisabores de Bertie Bott, ranas de chocolate, chicle superhinchable y meigas fritas. Estaba también, por supuesto, el habitual paquete de la señora Weasley, que incluía un jersey nuevo (verde con el dibujo de un dragón: Harry supuso que Charlie le había contado todo lo del colacuerno) y un montón de pastelillos caseros de Navidad.
Harry y Ron encontraron a Hermione en la sala común y bajaron a desayunar juntos. Se pasaron casi toda la mañana en la torre de Gryffindor, disfrutando de los regalos, y luego bajaron al Gran Comedor para tomar un magnífico almuerzo que incluyó al menos cien pavos y budines de Navidad, junto con montones de petardos sorpresa.
Por la tarde salieron del castillo: la nieve se hallaba tal cual había caído, salvo por los caminos abiertos por los estudiantes de Durmstrang y Beauxbatons desde sus moradas al castillo. En lugar de participar en la pelea de bolas de nieve entre Harry y los Weasley, Hermione prefirió contemplarla, y a las cinco les anunció que volvía al castillo para prepararse para el baile.
—Pero ¿te hacen falta tres horas? —se extrañó Ron, mirándola sin comprender. Pagó su distracción recibiendo un bolazo de nieve arrojado por George que le pegó con fuerza en un lado de la cabeza—. ¿Con quién vas? —le gritó a Hermione cuando ya se iba; pero ella se limitó a hacer un gesto con la mano y entró en el castillo.
No había cena de Navidad porque el baile incluía un banquete, así que a las siete, cuando se hacía dificil acertar a alguien, dieron por terminada la batalla de bolas de nieve y volvieron a la sala común del castillo. La Señora Gorda estaba sentada en su cuadro, acompañada por su amiga Violeta, y las dos parecían estar algo piripis. En el suelo del cuadro había un montón de cajitas vacías de bombones de licor.
—¡«Cuces de lolores», eso es! —dijo la Señora Gorda con una risita tonta en respuesta a la contraseña, mientras les abría para que pasaran.
Harry, Ron, Seamus, Dean y Neville se pusieron la túnica de gala en el dormitorio, todos un poco cohibidos, pero ninguno tanto como Ron, que se miraba en la luna del rin-cón con expresión de terror. Su túnica se parecía más a un vestido de mujer que a cualquier otro tipo de prenda, y la cosa no tenía remedio. En un desesperado intento de hacerla parecer más varonil, utilizó un encantamiento seccionador en el cuello y los puños. No funcionó mal del todo: al menos se había desprendido de las puntillas, aunque el trabajo no resultaba perfecto y los bordes se deshilachaban mientras bajaba la escalera.
—No me cabe en la cabeza que hayáis conseguido a las dos chicas más guapas del curso —susurró Dean.
—Magnetismo animal —replicó Ron de mal humor, tirándose de los hilos sueltos de los puños.
La sala común tenía un aspecto muy extraño, llena de gente vestida de diferentes colores en lugar del usual monocromatismo negro. Parvati aguardaba a Harry al pie de la escalera. Estaba realmente muy guapa, con su túnica de un rosa impactante, el pelo negro en una larga trenza entrelazada con oro y unas pulseras también de oro que le brillaban en las muñecas. Harry dio gracias de que no le hubiera entrado la risa tonta.
—Estás... guapa —dijo algo cohibido.
—Gracias —respondió ella—. Padma te espera en el vestíbulo —le indicó a Ron.
—Bien —contestó Ron, mirando a su alrededor—. ¿Dónde está Hermione?
Parvati se encogió de hombros y le dijo a Harry:
—¿Quieres que bajemos?
—Vale —aceptó Harry, lamentando no poder quedarse en la sala común.
Fred le guiñó un ojo a Harry cuando éste pasó a su lado para salir por el hueco del retrato.
También el vestíbulo estaba abarrotado de estudiantes que se arremolinaban en espera de que dieran las ocho en punto, hora a la que se abrirían las puertas del Gran Comedor. Los que habían quedado con parejas pertenecientes a diferentes casas las buscaban entre la multitud. Parvati vio a su hermana Padma y la condujo hasta donde estaban Harry y Ron.
—Hola —saludó Padma, que estaba tan guapa como Parvati con su túnica de color azul turquesa brillante. No parecía demasiado entusiasmada con su pareja de baile. Lo miró de arriba abajo, y sus oscuros ojos se detuvieron en el cuello y los puños deshilachados de la túnica de gala de Ron.
—Hola —contestó Ron sin mirarla, pues seguía buscando entre la multitud—. ¡Oh, no...!
Se inclinó un poco para ocultarse detrás de Harry porque pasaba por allí Fleur Delacour, imponente con su túnica de satén gris plateado y acompañada por Roger Davies, el capitán del equipo de quidditch de Ravenclaw. Cuando pasaron, Ron volvió a enderezarse y a mirar por encima de las cabezas de la multitud.
—¿Dónde estará Hermione? —repitió.
Llegaron unos cuantos de Slytherin subiendo la escalera desde su sala común, que era una de las mazmorras. Malfoy iba al frente. Llevaba una túnica negra de terciopelo con cuello alzado, y Harry pensó que le daba aspecto de cura. De su brazo iba Pansy Parkinson, con una túnica de color rosa pálido con muchos volantes. Tanto Crabbe como Goyle iban de verde: parecían cantos rodados cubiertos de musgo, y, como Harry se alegró de comprobar, ninguno de ellos había logrado encontrar pareja.
Se abrieron las puertas principales de roble, y todo el mundo se volvió para ver entrar a los alumnos de Durmstrang con el profesor Karkarov. Krum iba al frente del grupo, acompañado por una muchacha preciosa vestida con túnica azul a la que Harry no conocía. Por encima de las cabezas pudo ver que una parte de la explanada que había delante del castillo la habían transformado en una especie de gruta llena de luces de colores. En realidad eran cientos de pequeñas hadas: algunas posadas en los rosales que habían sido conjurados allí, y otras revoloteando sobre unas estatuas que parecían representar a Papá Noel con sus renos.
En ese momento los llamó la voz de la profesora McGonagall:
—¡Los campeones por aquí, por favor!
Sonriendo, Parvati se acomodó las pulseras. Ella y Harry se despidieron de Ron y Padma, y avanzaron. Sin dejar de hablar, la multitud se apartó para dejarlos pasar. La profesora McGonagall, que llevaba una túnica de tela escocesa roja y se había puesto una corona de cardos bastante fea alrededor del ala del sombrero, les pidió que esperaran a un lado de la puerta mientras pasaban todos los demás: ellos entrarían en procesión en el Gran Comedor cuando el resto de los alumnos estuviera sentado. Fleur Delacour y Roger Davies se pusieron al lado de las puertas: Davies parecía tan aturdido por la buena suerte de ser la pareja de Fleur que apenas podía quitarle los ojos de encima. Cedric y Cho estaban también junto a Harry, quien no los miró para no tener que hablar con ellos. Entonces volvió a mirar a la chica que acompañaba a Krum. Y se quedó con la boca abierta.
Era Hermione.
Pero estaba completamente distinta. Se había hecho algo en el pelo: ya no lo tenía enmarañado, sino liso y brillante, y lo llevaba recogido por detrás en un elegante moño. La túnica era de una tela añil vaporosa, y su porte no era el de siempre, o tal vez fuera simplemente la ausencia de la veintena de libros que solía cargar a la espalda. Ella también sonreía (con una sonrisa nerviosa, a decir verdad), pero la disminución del tamaño de sus incisivos era más evidente que nunca. Harry se preguntó cómo no se había dado cuenta antes.
—¡Hola, Harry! —saludó ella—. ¡Hola, Parvati!
Parvati le dirigió a Hermione una mirada de descortés incredulidad. Y no era la única: cuando se abrieron las puertas del Gran Comedor, el club de fans de la biblioteca pasó por su lado con aire ofendido, dirigiendo a Hermione miradas del más intenso odio. Pansy Parkinson la miró con la boca abierta al pasar con Malfoy, que ni siquiera fue capaz de encontrar un insulto con el que herirla. Ron, sin embargo, pasó por su lado sin mirarla.
Cuando todos se hubieron acomodado en el Gran Comedor, la profesora McGonagall les dijo que entraran detrás de ella, una pareja tras otra. Lo hicieron así, y todos cuantos estaban en el Gran Comedor los aplaudieron mientras cruzaban la entrada y se dirigían a una amplia mesa redonda situada en un extremo del salón, donde se hallaban sentados los miembros del tribunal.
Habían recubierto los muros del Gran Comedor de escarcha con destellos de plata, y cientos de guirnaldas de muérdago y hiedra cruzaban el techo negro lleno de estrellas. En lugar de las habituales mesas de las casas había un centenar de mesas más pequeñas, alumbradas con farolillos, cada una con capacidad para unas doce personas.
Mientras Harry se esforzaba en no tropezar, Parvati parecía hallarse en la gloria: sonreía a todo el mundo, y llevaba a Harry con tanta determinación que él se sentía como un perro de exhibición al que la dueña obligara a mostrar sus habilidades en un concurso. Al acercarse a la mesa vio a Ron y a Padma. Ron observaba pasar a Hermione con los ojos casi cerrados; Padma parecía estar de mal humor.
Dumbledore sonrió de contento cuando los campeones se acercaron a la mesa principal. La expresión de Karkarov, en cambio, recordaba más bien a la de Ron al ver acercarse a Krum y Hermione. Ludo Bagman, que aquella noche llevaba una túnica de color púrpura brillante con grandes estrellas amarillas, aplaudía con tanto entusiasmo como cualquiera de los alumnos. Y Madame Maxime, que había cambiado su habitual uniforme de satén negro por un vestido de seda suelto de color azul lavanda, aplaudía cortésmente. Pero faltaba el señor Crouch, como no tardó en notar Harry. El quinto asiento de la mesa estaba ocupado por Percy Weasley.
Cuando los campeones y sus parejas llegaron a la mesa, Percy retiró un poco la silla vacía que había a su lado, mirando a Harry. Éste entendió la indirecta y se sentó junto a Percy, que llevaba una reluciente túnica de gala de color azul marino, y lucía una expresión de gran suficiencia.
—Me han ascendido —dijo Percy antes de que a Harry le diera tiempo a preguntarle y con el mismo tono que hubiera empleado para anunciar su elección como gobernador supremo del Universo—. Ahora soy el ayudante personal del señor Crouch, y he venido en representación suya.
—¿Por qué no ha venido él? —preguntó Harry. No le apetecía pasarse la cena escuchando una disertación sobre los culos de los calderos.
—Lamento tener que decir que el señor Crouch no se encuentra bien, nada bien. No se ha encontrado bien desde los Mundiales. No me sorprende: es el exceso de trabajo. No es tan joven como antes. Aunque sigue siendo brillante, desde luego: su mente si que es la misma de siempre. Pero la Copa del Mundo resultó un fiasco para el Ministerio, y además el señor Crouch sufrió un revés personal muy duro a causa del comportamiento indebido de su elfina doméstica, Blinky o como se llame. Como era natural, él la despidió inmediatamente después del incidente; pero, bueno, aunque se las apaña, como yo digo, la verdad es que necesita que lo cuiden, y me temo que desde que ella no está en la casa su vida es mucho menos cómoda. Y a continuación tuvimos que preparar el Torneo, y luego vinieron las secuelas de los Mundiales, con esa repelente Skeeter dando guerra. Pobre hombre, está pasando unas Navidades tranquilas, bien merecidas. Estoy satisfecho de que supiera que contaba con alguien de confianza para ocupar su lugar.
Harry estuvo muy tentado de preguntarle si el señor Crouch ya había dejado de llamarlo Weatherby, pero se contuvo.
Aún no había comida en los brillantes platos de oro; sólo unas pequeñas minutas delante de cada uno de ellos. Harry cogió la suya como dudando, y miró a su alrededor. No había camareros. Observó que Dumbledore leía su menú con detenimiento y luego le decía muy claramente a su plato:
—¡Chuletas de cerdo!
Y las chuletas de cerdo aparecieron sobre él. Captando la idea, los restantes comensales también pidieron a sus respectivos platos lo que deseaban. Harry le echó una mirada a Hermione para ver qué le parecía aquel nuevo y más complicado sistema de cena, que seguramente implicaría más trabajo para los elfos. Pero, por una vez, Hermione no parecía acordarse de la P.E.D.D.O.: estaba absorta en su charla con Viktor Krum, y ni siquiera parecía ver lo que comía.
Harry se dio cuenta de que hasta entonces no había oído hablar a Viktor, pero en aquel momento lo estaba haciendo, y con mucho entusiasmo.
—Bueno, «nosotrros» tenemos también un castillo, no tan «grrande» como éste, ni tan «conforrtable», me «parrece» —le decía a Hermione—. Sólo tiene «cuatrro» pisos, y las chimeneas se «prrenden» únicamente por motivos mágicos. Pero los terrenos del colegio son aún más amplios que los de aquí, aunque en «invierrno» apenas tenemos luz, así que no los «disfrrutamos» mucho. «Perro» en «verrano» volamos a «diarrio», «sobrre» los lagos y las montañas.
—¡Para, para, Viktor! —dijo Karkarov, con una risa en la que no participaban sus fríos ojos—. No sigas dando más pistas, ¡o tu encantadora amiga sabrá exactamente dónde se encuentra el castillo!
Dumbledore sonrió, no sólo con la boca sino también con la mirada.
—Con todo ese secretismo, Igor, se podría pensar que no queréis visitas.
—Bueno, Dumbledore —dijo Karkarov, mostrando plenamente sus dientes amarillos—, todos protegemos nuestros dominios privados, ¿verdad? ¿No guardamos todos con celo los centros de saber en que se aprende lo que nos ha sido confiado? ¿No tenemos motivos para estar orgullosos de ser los únicos conocedores de los secretos de nuestro colegio? ¿No tenemos motivos para protegerlos?
—¡Ah, yo nunca pensaría que conozco todos los secretos de Hogwarts, Igor! —contestó Dumbledore en tono amistoso—. Esta misma mañana, por ejemplo, me equivoqué al ir a los lavabos y me encontré en una sala de bellas proporciones que no había visto nunca y que contenía una magnífica colección de orinales. Cuando volví para contemplarla más detenidamente, la sala había desaparecido. Pero tengo que estar atento a ver si la vuelvo a ver: tal vez sólo sea accesible a las cinco y media de la mañana, o aparezca cuando la luna está en cuarto creciente o menguante, o cuando el que pasa por allí tiene la vejiga excepcionalmente llena.
Harry resopló mirando su plato de gulasch. Percy fruncía el entrecejo, pero Harry hubiera jurado que Dumbledore le había guiñado un ojo.
Mientras tanto, Fleur Delacour criticaba la decoración de Hogwarts hablando con Roger Davies.
—Esto no es nada —decía, echando una despectiva mirada a los centelleantes muros del Gran Comedor—. En Navidad, en el palacio de Beauxbatons tenemos «escultugas» de hielo en todo el salón «comedog». «Pog» supuesto, no se «deguiten»: son como «enogmes» estatuas de diamante, «bgillando pog» todos lados. Y la comida es sencillamente «sobegbia». Y tenemos «cogos» de ninfas de «madega» que nos cantan «seguenatas mientgas» comemos. En los salones no hay ni una de estas feas «agmadugas», y si «entgaga» en Beauxbatons un poltergeist lo «expulsaguíamos» de inmediato —añadió, dando un golpe en la mesa con la mano.
Roger Davies la miraba con expresión pasmada, y no acertaba a apuntar con el tenedor cuando pretendía metérselo en la boca. Harry tenía la impresión de que Davies estaba demasiado ocupado mirando a Fleur para enterarse de lo que ella decía.
—Tienes toda la razón —dijo apresuradamente, pegando otro golpe en la mesa con la mano—: de inmediato, sí señor.
Harry echó una mirada al Gran Comedor. Hagrid se hallaba sentado a una de las otras mesas de profesores. Había vuelto a ponerse el horrible traje peludo de color marrón y miraba a la mesa en que Harry se encontraba. Harry lo vio saludar con la mano, y que Madame Maxime, con sus cuentas de ópalo que brillaban a la luz de las velas, le devolvía el saludo.
Hermione le enseñaba a Krum a pronunciar bien su nombre. Él seguía diciendo «Ez-miope».
—Her... mi... o... ne —decía ella, despacio y claro.
—Herr... mio... ne.
—Se acerca bastante —aprobó ella, mirando a Harry y sonriendo.
Cuando se acabó la cena, Dumbledore se levantó y pidió a los alumnos que hicieran lo mismo. Entonces, a un movimiento suyo de varita, las mesas se retiraron y alinearon junto a los muros, dejando el suelo despejado, y luego hizo aparecer por encantamiento a lo largo del muro derecho un tablado. Sobre él aparecieron una batería, varias guitarras, un laúd, un violonchelo y algunas gaitas.
Las Brujas de Macbeth subieron al escenario entre aplausos entusiastas. Eran todas melenudas, e iban vestidas muy modernas, con túnicas negras llenas de desgarrones y aberturas. Cogieron sus instrumentos, y Harry, que las miraba con tanto interés que no advertía lo que se avecinaba, comprendió de repente que los farolillos de todas las otras mesas se habían apagado y que los campeones y sus parejas estaban de pie.
—¡Vamos! —le susurró Parvati—, ¡se supone que tenemos que bailar!
Al levantarse, Harry tropezó con la túnica. Las Brujas de Macbeth empezaron a tocar una melodía lenta, triste. Harry fue hasta la parte más iluminada del salón, evitando cuidadosamente mirar a nadie (aunque vio a Seamus y Dean, que lo saludaban con una risita), y, al momento siguiente, Parvati le agarró las manos, le colocó una en su cintura y le agarró la otra fuertemente.
No era tan terrible como había temido, pensó Harry, dando vueltas lentamente casi sin desplazarse (Parvati lo llevaba). Miraba por encima de la gente, que muy pronto empezó a unirse al baile, de forma que los campeones dejaron de ser el centro de atención. Neville y Ginny bailaban junto a ellos: vio que Ginny hacia muecas de dolor con bastante frecuencia, cada vez que Neville la pisaba. Dumbledore bailaba con Madame Maxime. Era tan pequeño para ella, que apenas llegaba con la punta de su alargado sombrero a hacerle cosquillas en la barbilla, pero ella se movía con bastante gracia para el tamaño que tenía. Ojoloco Moody bailaba muy torpemente con la profesora Sinistra, que parecía temer a la pata de palo.
—Bonitos calcetines, Potter —le dijo Moody al pasar a su lado, viendo con su ojo mágico a través de la túnica de Harry.
—¡Eh... sí! Dobby el elfo los tejió para mí —le respondió Harry, sonriendo.
—¡Es tan siniestro! —susurró Parvati, cuando Moody se alejaba golpeando en el suelo con la pata de palo—. ¡Creo que ese ojo no debería estar permitido!
Harry escuchó con alivio el trémolo final de la gaita. Las Brujas de Macbeth dejaron de tocar, los aplausos volvieron a retumbar en el Gran Comedor y Harry soltó inme-diatamente a Parvati.
—Vamos a sentarnos, ¿vale?
—¡Ah, pero si ésta es muy bonita! —dijo ella cuando Las Brujas de Macbeth empezaron a tocar una nueva pieza, mucho más rápida que la anterior.
—A mí no me gusta —mintió Harry, y salió de la zona de baile delante de Parvati.
Pasaron por al lado de Fred y Angelina, los cuales bailaban de forma tan entusiasta que la gente se apartaba por miedo a resultar herida, y se acercaron a la mesa en que estaban Padma y Ron.
—¿Qué hay? —le preguntó Harry a Ron, sentándose y abriendo una botella de cerveza de mantequilla.
Ron no respondió. No quitaba ojo a Hermione y a Krum, que bailaban cerca de ellos. Padma estaba sentada con las piernas y los brazos cruzados, moviendo un pie al compás de la música. De vez en cuando le dirigía una mirada asesina a Ron, que no le hacía el menor caso. Parvati se sentó junto a Harry y cruzó también brazos y piernas. Al cabo de unos minutos se le acercó un chico de Beauxbatons para preguntarle si quería bailar con él.
—No te importa, ¿verdad, Harry? —le preguntó Parvati.
—¿Qué? —dijo Harry, observando a Cho y Cedric.
—Olvídalo —le espetó Parvati, y se marchó con el chico de Beauxbatons. No volvió al terminar la canción.
Hermione se acercó y se sentó en la silla que Parvati había dejado. Estaba un poco sofocada de tanto bailar.
—Hola —la saludó Harry.
Ron no dijo nada.
—Hace calor, ¿no? —comentó Hermione abanicándose con la mano—. Viktor acaba de ir por bebidas.
—¿Viktor? —dijo Ron con furia contenida—. ¿Todavía no te ha pedido que lo llames «Vicky»?
Hermione lo miró sorprendida.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
—Si no lo sabes, no te lo voy a explicar —replicó Ron mordazmente.
Hermione interrogó con la mirada a Harry, que se encogió de hombros.
—Ron, ¿qué...?
—¡Es de Durmstrang! —soltó Ron—. ¡Compite contra Harry! ¡Contra Hogwarts! Tú, tú estás... —Ron estaba obviamente buscando palabras lo bastante fuertes para describir el crimen de Hermione— ¡confraternizando con el enemigo, eso es lo que estás haciendo!
Hermione se quedó boquiabierta.
—¡No seas idiota! —contestó al cabo—. ¡El enemigo! No comprendo... ¿Quién era el que estaba tan emocionado cuando lo vio llegar? ¿Quién era el que quería pedirle un autógrafo? ¿Quién tiene una miniatura suya en el dormitorio?
Ron prefirió no hacer caso de aquello.
—Supongo que te pidió ser su pareja cuando los dos estabais en la biblioteca.
—Sí, así fue —respondió Hermione, y sus mejillas, que estaban ligeramente subidas de color, se pusieron de un rojo brillante—. ¿Y qué?
—¿Qué pasó? ¿Intentaste afiliarlo a la P.E.D.D.O.?
—¡No, nada de eso! ¡Si de verdad quieres saberlo, me dijo que había ido a la biblioteca todos los días para intentar hablar conmigo, pero que no había conseguido armarse del valor suficiente!
Hermione dijo esto muy aprisa, y se ruborizó tanto que su cara adquirió el mismo tono que la túnica de Parvati.
—Sí, bien, eso es lo que él dice —repuso Ron.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¡Pues está bien claro! Él es alumno de Karkarov, ¿no? Sabe con quién vas... Intenta aproximarse a Harry, obtener información de él, o acercarse lo bastante para gafarlo.
Hermione reaccionó como si Ron le acabara de pegar una bofetada. Cuando al fin habló, le temblaba la voz.
—Para tu información, no me ha preguntado nada sobre Harry, absolutamente nada.
Inmediatamente Ron cambió de argumento.
—¡Entonces es que espera que lo ayudes a desentrañar el enigma del huevo! Supongo que durante esas encantadoras sesiones de biblioteca os habéis dedicado a pensar juntos...
—¡Yo nunca lo ayudaría a averiguar lo del huevo! —replicó Hermione, ofendida—. Nunca. ¡Cómo puedes decir algo así...! Yo quiero que el Torneo lo gane Harry, y Harry lo sabe, ¿o no?
—Tienes una curiosa manera de demostrarlo —dijo Ron de forma despectiva.
—¡Se supone que la finalidad del Torneo es conocer magos extranjeros y hacer amistad con ellos! —repuso Hermione con voz chillona.
—¡No, no lo es! —gritó Ron—. ¡La finalidad es ganar!
La gente empezaba a mirarlos.
—Ron —dijo Harry en voz baja—, a mí no me parece mal que Hermione haya venido con Krum...
Pero Ron tampoco le hizo caso a Harry.
—¿Por qué no te vas a buscar a Vicky? —dijo—. Seguro que se pregunta dónde estás.
—¡No lo llames Vicky! —Hermione se puso en pie de un salto y salió como un huracán hacia la zona de baile, donde desapareció entre la multitud.
Con una mezcla de ira y satisfacción en la cara, Ron la vio irse.
—¿No vas a pedirme que bailemos? —le preguntó Padma.
—No —contestó Ron, sin dejar de mirar a Hermione.
—Muy bien —espetó Padma.
Se levantó y fue adonde estaban Parvati y el chico de Beauxbatons. Éste se dio tanta prisa en encontrar a otro amigo para ella, que Harry habría jurado que lo había atraído con el encantamiento convocador.
—¿Dónde está Herr... mío... ne? —preguntó una voz.
Krum acababa de acercarse a la mesa con dos cervezas de mantequilla.
—Ni idea —respondió Ron con brusquedad, levantando la vista hacia él—. ¿Se te ha perdido?
Krum volvía a tener su gesto hosco.
—Bueno, si la veis, decidle que tengo las bebidas —dijo, y se fue con su paso desgarbado.
—Te has hecho amigo de Viktor Krum, ¿eh, Ron? —Percy se les había acercado y hablaba frotándose las manos y haciendo ademanes pomposos—. ¡Estupendo! Ésa es la verdadera finalidad del Torneo, ¿sabes?, ¡la cooperación mágica internacional!
Para disgusto de Harry, Percy se apresuró a ocupar el sitio de Padma. En aquel momento la mesa principal se hallaba vacía: el profesor Dumbledore bailaba con la profesora Sprout; Ludo Bagman, con la profesora McGonagall; Madame Maxime y Hagrid ocupaban un buen espacio mientras valseaban por entre los estudiantes, y al profesor Karkarov no se lo veía por ningún lado. Cuando terminó la siguiente pieza todo el mundo volvió a aplaudir, y Harry vio que Ludo Bagman besaba la mano de la profesora McGonagall y regresaba entre la multitud, hasta que lo abordaron Fred y George.
—¿Qué creen que hacen, molestando a los miembros del Ministerio? —refunfuñó Percy, mirando con recelo a Fred y George—. No hay respeto...
Pero Ludo Bagman se desprendió de Fred y George enseguida y, viendo a Harry, le hizo un gesto con la mano y se acercó a la mesa.
—Espero que mis hermanos no lo hayan importunado, señor Bagman —le dijo Percy de inmediato.
—¿Qué? ¡No, en absoluto, en absoluto! —repuso Bagman—. No, sólo querían decirme algo sobre esas varitas de pega que han inventado. Me han preguntado si yo podría aconsejarlos sobre mercadotecnia. Les he prometido ponerlos en contacto con un par de conocidos míos en la tienda de artículos de broma de Zonko...
A Percy aquello no le hizo ninguna gracia, y Harry estuvo seguro de que se lo contaría a su madre en cuanto llegara a su casa. Daba la impresión de que los planes de Fred y George se habían hecho más ambiciosos de un tiempo a aquella parte, si esperaban vender al público.
Bagman abrió la boca para preguntarle algo a Harry, pero Percy lo distrajo.
—¿Qué tal le parece que va el Torneo, señor Bagman? Nuestro departamento está muy satisfecho. Por supuesto, fue lamentable el contratiempo con el cáliz de fuego —miró fugazmente a Harry—, pero desde entonces parece que todo ha ido bien, ¿no cree?
—¡Ah, sí! —dijo Bagman muy alegre—, todo ha resultado muy divertido. ¿Cómo le va al viejo Barty? Qué pena que no haya podido venir.
—¡Ah, sin duda el señor Crouch no tardará en volver a la carga! —repuso Percy imbuido de importancia—. Pero, mientras tanto, estoy más que deseoso de mejorar las cosas. Por supuesto, no todo consiste en asistir a bailes... —Rió despreocupadamente—. Me las he tenido que ver con asuntos de todo tipo que han surgido en su ausencia. ¿No ha oído que han pillado a Alí Bashir intentando meter de contrabando en el país un cargamento de alfombras voladoras? Y luego hemos estado intentando que los transilvanos firmen la Prohibición universal de los duelos. Tengo una entrevista con el director de su Departamento de Cooperación Mágica para el año nuevo...
—Vamos a dar una vuelta —le susurró Ron a Harry—. Huyamos de Percy...
Pretextando que iban a buscar más bebida, Harry y Ron dejaron la mesa, rodearon la zona de baile y salieron al vestíbulo. La puerta principal estaba abierta, y mientras bajaban la escalinata de piedra distinguieron el centelleo de las luces de colores repartidas por la rosaleda. Una vez abajo, se encontraron rodeados de arbustos, caminos serpenteantes y grandes estatuas de piedra. Se oía el rumor del agua, probablemente de una fuente. Aquí y allá había gente sentada en bancos labrados. Harry y Ron tomaron uno de los caminos que zigzagueaba entre los rosales, y apenas habían recorrido un corto trecho cuando oyeron una voz tan conocida como desagradable:
—... no veo a qué viene tanto revuelo, Igor.
—¡No puedes negar lo que está pasando, Severus! —La voz de Karkarov sonaba nerviosa y muy baja, como si estuviera tomando precauciones para que nadie pudiera oírlo—. Ha empezado a ser cada vez más evidente durante los últimos meses, y estoy preocupado de verdad, no lo puedo negar...
—Entonces, huye —dijo la voz de Snape—. Huye: yo te disculparé. Pero yo me quedo en Hogwarts.
Snape y Karkarov doblaron la esquina. Snape llevaba la varita en la mano, e iba golpeando los rosales con una expresión de lo más malvada. Muchos de los rosales proferían chillidos, y de ellos surgían unas formas oscuras.
—¡Diez puntos menos para Hufflepuff, Fawcett! —gruñó Snape, cuando una chica pasó corriendo por su lado—. ¡Y diez puntos menos para Ravenclaw, Stebbins! —añadió cuando pasó tras ella un chico—. ¿Y qué hacéis vosotros dos? —preguntó al toparse de improviso con Ron y Harry.
Karkarov, según notó Harry, pareció asustado de verlos allí. Se llevó nerviosamente la mano a la perilla y empezó a ensortijarse el pelo con un dedo.
—Estamos paseando —contestó Ron lacónicamente—. No va contra las normas, ¿o sí?
—¡Seguid paseando, entonces! —gruñó Snape, y los rozó al pasar con su larga capa negra, que se hinchaba tras él.
Karkarov lo siguió apresuradamente. Harry y Ron prosiguieron su camino.
—¿Por qué estará tan preocupado Karkarov? —le cuchicheó Ron.
—¿Y desde cuándo él y Snape se tratan de tú? —dijo Harry pensativamente.
Acababan de llegar hasta una estatua grande de piedra que representaba a un reno del que salían los surtidores de una alta fuente. Sobre un banco de piedra se veía la oscura silueta de dos personas muy grandes que contemplaban el agua a la luz de la luna. Y luego Harry oyó hablar a Hagrid:
—Lo supe en cuanto te vi —decía él, con la voz extrañamente ronca.
Harry y Ron se quedaron de piedra. Daba la impresión de que no debían interrumpir aquella escena... Harry miró a su alrededor y hacia atrás por el camino, y vio a Fleur Delacour y Roger Davies medio ocultos en un rosal cercano. Le dio una palmada a Ron en el hombro y los señaló con un gesto de cabeza, indicándole que podrían escabullirse fácilmente por aquel lado sin ser notados (Fleur y Davies parecían muy entretenidos), pero Ron, horrorizado al ver a Fleur y poniendo los ojos como platos, negó vigorosamente con la cabeza y tiró de Harry para ocultarse más entre las sombras, tras el reno.
—¿Qué es lo que supiste, «Hagguid»? —le preguntó Madame Maxime, con un evidente ronroneo en su suave voz.
Decididamente, Harry no quería escuchar aquello: sabía que a Hagrid le horrorizaría que lo oyeran (porque a él le pasaría lo mismo). Si hubiera podido, se habría tapado los oídos con los dedos y se habría puesto a canturrear bien fuerte, pero no era posible. En vez de eso, intentó interesarse en un escarabajo que caminaba por la espalda del reno, pero el escarabajo no conseguía ser lo bastante atrayente para que se dejaran de oír las palabras de Hagrid.
—Supe... supe que eras como yo... ¿Fue tu madre o tu padre?
—Eh... no entiendo lo que «quiegues decig», Hagrid.
—En mi caso fue mi madre —explicó Hagrid en voz baja—. Fue una de las últimas de Gran Bretaña. Naturalmente, no la recuerdo muy bien... Me abandonó, ya ves. Cuando yo tenía unos tres años. No era lo que se dice del tipo maternal. Bueno, lo llevan en su naturaleza, ¿no? No sé qué fue de ella... Tal vez haya muerto.
Madame Maxime no decía nada. Y Harry, a pesar de si mismo, apartó los ojos del escarabajo y echó un vistazo por encima de las astas del reno, escuchando... Nunca había oído a Hagrid hablar de su infancia.
—A mi padre se le partió el corazón cuando ella se fue. Mi padre era muy pequeño. Con seis años yo ya podía levantarlo y ponerlo encima del aparador si me enfadaba. Solía hacerlo reír... —La voz de Hagrid era profunda, pero de repente cambió porque lo embargó la emoción. Madame Maxime escuchaba sin moverse, según parecía con la vista fija en la fuente plateada—. Mi padre me crió... pero murió, claro, justo después de que yo vine al colegio. Entonces, me las tuve que apañar por mí mismo. Aunque Dumbledore fue una gran ayuda: fue muy bueno conmigo... —Hagrid sacó un pañuelo grande de seda de lunares y se sonó la nariz muy fuerte—. Bueno... en fin... basta de hablar de mí. ¿Y tú? ¿De qué parte te viene?
Pero Madame Maxime acababa de ponerse repentinamente en pie.
—Hace demasiado «fguío» —dijo, pero el tiempo no era tan frío como su voz—. Me «paguece» que voy a «entgag».
—¿Eh? —exclamó Hagrid, sin entender—. ¡No, no te vayas! ¡Yo no... nunca había conocido a otro!
—¿«Otgo» qué, exactamente? —preguntó Madame Maxime, con un tono gélido.
Harry le hubiera aconsejado a Hagrid que no respondiera. Oculto en la sombra, apretó los dientes, esperando contra toda esperanza que no lo hiciera, pero de nada valía.
—¡Otro semigigante, por supuesto! —repuso Hagrid.
—¡Cómo te «atgueves»! —gritó Madame Maxime. Su voz resonó en el silencioso aire de la noche como la sirena de un barco. Tras él, Harry oyó a Fleur y Roger caerse de su rosal—. ¡Jamás en mi vida me han insultado así! ¿Semigigante? Moi? Yo... ¡yo soy de esqueleto grande!
Se marchó furiosa. A medida que pasaba, apartando enojada los arbustos, se levantaban en el aire enjambres de hadas multicolores. Hagrid permaneció sentado en el banco, mirándola. Estaba demasiado oscuro para ver su expresión. Luego, aproximadamente un minuto después, se levantó y se fue a grandes zancadas, no de regreso al castillo sino atravesando los oscuros terrenos de camino a su cabaña.
—Vamos —le dijo Harry a Ron en voz muy baja—, vámonos.
Pero Ron no se movió.
—¿Qué pasa? —preguntó Harry mirándolo.
Ron tenía una expresión realmente muy seria.
—¿Lo sabías —susurró—, lo de que Hagrid fuera un semigigante?
—No —contestó Harry, encogiéndose de hombros—. ¿Y qué?
Al ver la mirada de Ron comprendió enseguida que una vez más estaba revelando su ignorancia respecto del mundo mágico. Criado con los Dursley, había muchas cosas que todos los magos conocían y que para él continuaban siendo un secreto, aunque aquellas revelaciones se iban haciendo menos frecuentes conforme iba pasando cursos. En aquel momento, sin embargo, se dio cuenta de que la mayoría de los magos no habría dicho «¿y qué?» al averiguar que uno de sus amigos tenía como madre a una giganta.
—Te lo explicaré dentro —contestó Ron en voz baja—. Vamos...
Fleur y Roger Davies habían desaparecido, probablemente metiéndose en algún hueco aún más íntimo entre los arbustos. Harry y Ron volvieron al Gran Comedor. Parvati y Padma estaban sentadas a una mesa distante, entre una multitud de chicos de Beauxbatons, y Hermione seguía bailando con Krum. Harry y Ron ocuparon una mesa bastante alejada de la zona de baile.
—¿Y? —le preguntó Harry a Ron—. ¿Cuál es el problema con los gigantes?
—Bueno, que son, son... —Ron se esforzó por hallar las palabras adecuadas—. No son muy agradables —concluyó de forma poco convincente.
—¿Y eso qué más da? —observó Harry—. ¡Hagrid sí que lo es!
—Ya lo sé, pero... caray, no me extraña que lo mantenga en secreto —dijo Ron, sacudiendo la cabeza—. Siempre creí que alguien le había echado un encantamiento aumentador cuando era niño, o algo así. No quería mencionarlo...
—Pero ¿qué problema hay porque su madre fuera una giganta? —inquirió Harry.
—Bueno, ninguno para los que lo conocemos, porque sabemos que no es peligroso —dijo Ron pensativamente—. Pero... los gigantes son muy fieros, Harry. Como Hagrid dijo, lo llevan en su naturaleza. Son como los trols: les gusta matar; todo el mundo lo sabe. Pero ya no queda ninguno en Gran Bretaña.
—¿Qué les ocurrió?
—Bueno, se estaban extinguiendo, y luego los aurores mataron a muchos. Pero se supone que quedan gigantes en otros países... la mayor parte ocultos en las montañas.
—No sé a quién piensa Maxime que engaña —comentó Harry, observando a Madame Maxime sentada sola en la mesa principal, con aspecto muy sombrío—. Si Hagrid es un semigigante, ella desde luego también lo es. Esqueleto grande... Sólo los dinosaurios tienen un esqueleto mayor que el de ella.
Harry y Ron se pasaron el resto del baile en su rincón hablando sobre los gigantes, sin ningunas ganas de bailar. Harry intentaba no mirar a Cho y Cedric: hacerlo le producía un enorme deseo de dar patadas.
Cuando a la medianoche terminaron de tocar Las Brujas de Macbeth, todo el mundo les dedicó un fuerte aplauso antes de emprender el camino hacia el vestíbulo. Muchos se quejaban de que el baile no durara más, pero Harry estaba muy contento de irse a la cama. Por lo que se refería a él, la noche no había sido muy divertida.
Fuera, en el vestíbulo, Harry y Ron vieron a Hermione despedirse de Krum antes de que volviera al barco. Ella le dirigió a Ron una mirada gélida, y pasó por su lado al subir la escalinata de mármol sin decirle nada. Harry y Ron la siguieron, pero a mitad de la escalinata Harry oyó que alguien lo llamaba:
—¡Eh... Harry!
Era Cedric Diggory. Harry vio que Cho lo esperaba abajo, en el vestíbulo.
—¿Sí? —dijo Harry con frialdad, cuando Cedric hubo subido hasta donde estaba él.
Parecía que Cedric no quería decir nada delante de Ron, así que éste se encogió de hombros, malhumorado, y siguió subiendo la escalinata.
—Escucha... —dijo Cedric en voz muy baja cuando Ron se perdió de vista—. Te debo una por haberme dicho lo de los dragones. ¿Tu huevo de oro gime cuando lo abres?
—Sí —contestó Harry.
—Bien... toma un baño, ¿vale?
—¿Qué?
—Que tomes un baño y... eh... te lleves el huevo contigo, y... eh... reflexiona sobre las cosas en el agua caliente. Te ayudará a pensar... Hazme caso.
Harry se quedó mirándolo.
—Y otra cosa —añadió Cedric—: usa el baño de los prefectos. Es la cuarta puerta a la izquierda de esa estatua de Boris el Desconcertado del quinto piso. La contraseña es «Frescura de pino». Tengo que irme... Me quiero despedir.
Volvió a sonreír a Harry y bajó la escalera apresuradamente hasta donde estaba Cho.
Harry regresó solo a la torre de Gryffindor. Aquél era un consejo muy extraño. ¿Por qué un baño podía ayudarlo a desentrañar el enigma del huevo? ¿Le tomaba el pelo Ce-dric? ¿Trataba de hacerlo quedar en ridículo, para valer más a los ojos de Cho?
La Señora Gorda y su amiga Violeta dormitaban en el cuadro. Harry tuvo que gritar «¡Luces de colores!» para despertarlas, y cuando lo hizo se mostraron muy enfadadas. Entró en la sala común y vio a Hermione y Ron envueltos en una violenta disputa. Se gritaban a tres metros de distancia, los dos rojos como tomates.
—Bueno, pues si no te gusta, ya sabes cuál es la solución, ¿no? —gritó Hermione; el pelo se le estaba desprendiendo de su elegante moño, y tenía la cara tensa de ira.
—¿Ah, sí? —le respondió Ron—, ¿cuál es?
—¡La próxima vez que haya un baile, pídeme que sea tu pareja antes que ningún otro, y no como último recurso!
Ron movió la boca sin articular ningún sonido, como una carpa fuera del agua, mientras Hermione se daba media vuelta y subía como un rayo la escalera que llevaba al dormitorio. Ron se volvió hacia Harry.
—Bueno —balbuceó, atónito—, bueno... ahí está la prueba... Hasta ella se da cuenta de que no tiene razón.
Harry no le contestó. Estaba demasiado contento de haber vuelto a ser amigo de Ron para decir lo que pensaba justo en aquel momento. Pero sabía que Hermione tenía mucha más razón que él.
24
La primicia de Rita Skeeter
Todos se levantaron tarde el 26 de diciembre. La sala común de Gryffindor se encontraba más silenciosa de lo que había estado últimamente, y muchos bostezos salpicaban las desganadas conversaciones. El pelo de Hermione volvía a estar tan enmarañado como siempre, y ella confesó que había empleado grandes cantidades de poción alisadora; «pero es demasiado lío para hacerlo todos los días», añadió con sensatez mientras rascaba detrás de las orejas a Crookshanks, que ronroneaba.
Ron y Hermione parecían haber llegado al acuerdo de no tocar más el tema de su disputa. Volvían a ser muy amables el uno con el otro, aunque algo formales. Ron y Harry la pusieron al tanto de la conversación entre Madame Maxime y Hagrid, pero ella no pareció encontrar tan sorprendente la noticia de que Hagrid era un semigigante.
—Bueno, ya me lo imaginaba —dijo encogiéndose de hombros—. Sabía que no podía ser un gigante puro, porque miden unos siete metros de altura. Pero, la verdad, esa histeria con los gigantes... No creo que todos sean tan horribles. Son los mismos prejuicios que tiene la gente contra los hombres lobo. No es más que intolerancia, ¿verdad?
Daba la impresión de que a Ron le hubiera gustado dar una respuesta mordaz, pero tal vez no quería empezar otra discusión, porque se contentó con negar con la cabeza cuando Hermione no lo veía.
Había llegado el momento de pensar en los deberes que no habían hecho durante la primera semana de vacaciones. Una vez pasado el día de Navidad, todo el mundo se sentía desinflado. Todo el mundo salvo Harry, que otra vez comenzaba a preocuparse.
El problema era que, una vez terminadas las fiestas, el 24 de febrero parecía mucho más cercano, y aún no había hecho nada para descifrar el enigma que encerraba el huevo de oro. Así pues, empezó a sacar el huevo del baúl cada vez que subía al dormitorio; lo abría y lo escuchaba con atención, esperando que algo cobrara sentido de repente. Trataba de pensar a qué le recordaba aquel sonido, aparte de a una treintena de sierras musicales, pero nunca había oído nada que se le pareciera. Cerró el huevo, lo agitó vigorosamente y lo volvió a abrir para comprobar si el sonido había cambiado, pero no era así. Intentó hacerle al huevo varias preguntas, gritando por encima de los gemidos, pero no le respondía. Incluso tiró el huevo a la otra punta del dormitorio, aunque no creyó que fuera a servirle de nada.
Harry no olvidaba la pista que le había dado Cedric, pero los sentimientos de antipatía que éste le inspiraba entonces le hacían rechazar aquella ayuda siempre que fuera posible. En cualquier caso, le parecía que, si de verdad Cedric hubiera querido echarle una mano, habría sido algo más explícito. Él, Harry, le había explicado qué era exactamente a lo que se iba a enfrentar en la primera prueba... mientras que la idea que Cedric tenía de justa correspondencia consistía en aconsejarle que se tomara un baño. Bueno, él no necesitaba esa birria de ayuda, y menos de alguien que iba por los corredores cogido de la mano de Cho. Y así llegó el primer día del segundo trimestre, y Harry se fue a clase con el habitual peso de los libros, pergaminos y plumas, más el peso en el estómago de la preocupación por el enigma del huevo, como si también lo llevara de un lado a otro.
Todavía había una gruesa capa de nieve alrededor del colegio, y las ventanas del invernadero estaban cubiertas de un vaho tan espeso que no se podía ver nada por ellas en la clase de Herbología. Con aquel tiempo nadie tenía muchas ganas de que llegara la clase de Cuidado de Criaturas Mágicas, aunque, como dijo Ron, los escregutos seguramente los harían entrar en calor, ya fuera por tener que cazarlos o porque arrojarían fuego con la suficiente intensidad para prender la cabaña de Hagrid.
Sin embargo, al llegar a la cabaña de su amigo encontraron ante la puerta a una bruja anciana de pelo gris muy corto y barbilla prominente.
—Daos prisa, vamos, ya hace cinco minutos que sonó la campana —les gritó al verlos acercarse a través de la nieve.
—¿Quién es usted? —le preguntó Harry mirándola fijamente—. ¿Dónde está Hagrid?
—Soy la profesora Grubbly-Plank —dijo con entusiasmo—, la sustituta temporal de vuestro profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas.
—¿Dónde está Hagrid? —repitió Harry.
—Está indispuesto —respondió lacónicamente la mujer.
Hasta los oídos de Harry llegó una risa apenas audible pero desagradable. Se volvió. Estaban llegando Draco Malfoy y el resto de los de Slytherin. Todos parecían contentos, y ninguno se sorprendía de ver a la profesora Grubbly-Plank.
—Por aquí, por favor —les dijo ésta, y se encaminó a grandes pasos hacia el potrero en que tiritaban los enormes caballos de Beauxbatons.
Harry, Ron y Hermione la siguieron volviendo la vista atrás, a la cabaña de Hagrid. Habían corrido todas las cortinas. ¿Estaba allí Hagrid, solo y enfermo?
—¿Qué le pasa a Hagrid? —preguntó Harry, apresurándose para poder alcanzar a la profesora Grubbly-Plank.
—No te importa —respondió ella, como si pensara que él trataba de molestar.
—Sí me importa —replicó Harry acalorado—. ¿Qué le pasa?
La bruja no le hizo caso. Los condujo al otro lado del potrero, donde descansaban los caballos de Beauxbatons, amontonados para protegerse del frío, y luego hacia un árbol que se alzaba en el lindero del bosque. Atado a él había un unicornio grande y muy bello.
Muchas de las chicas exclamaron «¡oooooooooooooh!» al ver al unicornio.
—¡Qué hermoso! —susurró Lavender Brown—. ¿Cómo lo atraparía? ¡Dicen que son sumamente difíciles de coger!
El unicornio era de un blanco tan brillante que a su lado la nieve parecía gris. Piafaba nervioso con sus cascos dorados, alzando la cabeza rematada en un largo cuerno.
—¡Los chicos que se echen atrás! —exclamó con voz potente la profesora Grubbly-Plank, apartándolos con un brazo que le pegó a Harry en el pecho—. Los unicornios prefieren el toque femenino. Que las chicas pasen delante y se acerquen con cuidado. Vamos, despacio...
Ella y las chicas se acercaron poco a poco al unicornio, dejando a los chicos junto a la valla del potrero, observando.
En cuanto la profesora se alejó lo suficiente para no oírlos, Harry se dirigió a Ron.
—¿Qué crees que le pasa? ¿No habrá sido un escreg...?
—No, nadie lo ha atacado, Potter, si es lo que piensas —intervino Malfoy con voz suave—. No: lo que pasa es que le da vergüenza que vean su fea carota.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Harry.
Malfoy metió la mano en un bolsillo de la túnica y sacó una página de periódico.
—Aquí tienes —dijo—. No sabes cómo lamento tener que enseñártelo, Potter.
Sonreía de satisfacción mientras Harry cogía la página, la desplegaba y la leía. Ron, Seamus, Dean y Neville miraban por encima de su hombro. Se trataba de un artículo encabezado con una foto en la que Hagrid tenía pinta de criminal.
EL GIGANTESCO ERROR DE DUMBLEDORE
Albus Dumbledore, el excéntrico director del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, nunca ha tenido miedo de contratar a gente controvertida, nos cuenta Rita Skeeter, corresponsal especial. En septiembre de este año nombró profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras a Alastor Ojoloco Moody, el antiguo auror que, como todo el mundo sabe, es un cenizo y además se siente orgulloso de serlo; una decisión que causó gran sorpresa en el Ministerio de Magia, dado el bien conocido hábito que tiene Moody de atacar a cualquiera que haga un repentino movimiento en su presencia. Aun así, Ojoloco Moody parece un profesor bondadoso y responsable al lado del ser parcialmente humano que ha contratado Dumbledore para impartir la clase de Cuidado de Criaturas Mágicas.
Rubeus Hagrid, que admite que fue expulsado de Hogwarts cuando cursaba tercero, ha ocupado el puesto de guardabosque del colegio desde entonces, un trabajo en el que Dumbledore lo ha puesto de forma fija. El curso pasado, sin embargo, Hagrid utilizó su misterioso ascendiente sobre el director para obtener el cargo adicional de profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas, por encima de muchos candidatos mejor cualificados.
Hagrid, que es un hombre enorme y de aspecto feroz, ha estado utilizando su nueva autoridad para aterrorizar a los estudiantes que tiene a su cargo con una sucesión de horripilantes criaturas. Mientras Dumbledore hace la vista gorda, Hagrid ha conseguido lesionar a varios de sus alumnos durante una serie de clases que muchos admiten que resultan «aterrorizadoras».
«A mí me atacó un hipogrifo, y a mi amigo Vincent Crabbe le dio un terrible mordisco un gusarajo», nos confiesa Draco Malfoy, un alumno de cuarto curso. «Todos odiamos a Hagrid, pero tenemos demasiado miedo para decir nada.»
No obstante, Hagrid no tiene intención de cesar su campaña de intimidación. El mes pasado, en conversación con una periodista de El Profeta, admitió haber creado por cruce unas criaturas a las que ha bautizado como «escregutos de cola explosiva», un cruce altamente peligroso entre mantícoras y cangrejos de fuego. Por supuesto, la creación de nuevas especies de criaturas mágicas es una actividad que el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas siempre vigila de cerca. Hagrid, según parece, se considera por encima de tales restricciones insignificantes.
«Fue sólo como diversión», dice antes de apresurarse a cambiar de tema.
Por si esto no fuera bastante, El Profeta ha descubierto recientemente que Hagrid no es, como ha pretendido siempre, un mago de sangre limpia. De hecho, ni siquiera es enteramente humano. Su madre, revelamos en exclusiva, no es otra que la giganta Fridwulfa, que en la actualidad se halla en paradero desconocido.
Brutales y sedientos de sangre, los gigantes llegaron a estar en peligro de extinción durante el pasado siglo por culpa de sus luchas fratricidas. Los pocos que sobrevivieron se unieron a las filas de El-que-no-debe-ser-nombrado, y fueron responsables de algunas de las peores matanzas de muggles que tuvieron lugar durante su reinado de terror.
En tanto que muchos de los gigantes que sirvieron a El-que-no-debe-ser-nombrado cayeron abatidos por aurores que luchaban contra las fuerzas oscuras, Fridwulfa no se hallaba entre ellos. Es posible que se uniera a una de las comunidades de gigantes que perviven en algunas cadenas montañosas del extranjero. Pero, a juzgar por las travesuras que comete en las clases de Cuidado de Criaturas Mágicas, el hijo de Fridwulfa parece haber heredado su naturaleza brutal.
Lo curioso es que, como todo Hogwarts sabe, Hagrid mantiene una amistad íntima con el muchacho que provocó la caída de Quien-ustedes-saben, y con ella la huida de la propia madre de Hagrid, como del resto de sus partidarios. Tal vez Harry Potter no se halle al corriente de la desagradable ver-dad sobre su enorme amigo, pero Albus Dumbledore tiene sin duda la obligación de asegurarse de que Harry Potter, al igual que sus compañeros, esté advertido de los peligros que entraña la relación con semigigantes.
Harry terminó de leer y alzó los ojos hacia Ron, que contemplaba boquiabierto la página del periódico.
—¿Cómo se ha enterado? —susurró éste.
Pero no era eso lo que preocupaba a Harry.
—¿Qué quieres decir con eso de «todos odiamos a Hagrid»? —le espetó a Malfoy—. ¿Qué son todas estas mentiras acerca de que a ése —y señaló a Crabbe— le dio un terrible mordisco un gusarajo? ¡Ni siquiera tienen dientes!
Crabbe se reía por lo bajo, muy satisfecho de sí mismo.
—Bien, creo que esto debería poner fin a la carrera docente de ese zoquete —declaró Malfoy con ojos brillantes—. Un semigigante... ¡Y pensar que yo suponía que se había tragado una botella de crecehuesos cuando era joven! A los padres esto no les va a hacer ninguna gracia: ahora todos tendrán miedo de que se coma a sus hijos, ja, ja...
—¡Mald...!
—¿Estáis atendiendo, por ahí?
La voz de la profesora Grubbly-Plank llegó hasta ellos; las chicas se arracimaban en torno al unicornio, acariciándolo. Harry sentía tanta ira que el artículo de El Profeta le temblaba en las manos mientras se volvía con la mirada perdida hacia el unicornio, cuyas propiedades mágicas enumeraba en aquel instante la profesora en voz alta, para que los chicos también se enteraran.
—¡Espero que se quede esta mujer! —dijo Parvati Patil al terminar la clase, cuando todos se dirigían hacia el castillo para la comida—. Esto se parece más a lo que yo me imaginaba de Cuidado de Criaturas Mágicas: criaturas hermosas como los unicornios, no monstruos...
—¿Y qué me dices de Hagrid? —replicó Harry enfadado, subiendo la pequeña escalinata.
—¿Hagrid? —contestó Parvati con dureza—. Puede seguir siendo guardabosque, ¿no?
Desde el baile, Parvati se había mostrado muy fría con Harry. Éste reconocía que debería haberse mostrado más atento con su compañera de baile; pero, después de todo, ella no lo había pasado nada mal. De hecho, le contaba a todo el mundo que estuviera dispuesto a escucharla que se había citado con el chico de Beauxbatons en Hogsmeade el siguiente día que tuvieran permiso para ir allí.
—Ha sido una buena clase —comentó Hermione cuando entraron en el Gran Comedor—. Yo no sabía ni la mitad de las cosas que la profesora Grubbly-Plank nos ha dicho sobre los unic...
—¡Mira esto! —la cortó Harry, y le puso bajo la nariz el artículo de El Profeta.
Hermione leyó con la boca abierta. Reaccionó exactamente igual que Ron.
—¿Cómo se ha podido enterar esa espantosa Skeeter? ¿Creéis que se lo diría Hagrid?
—No —contestó Harry, que se abrió camino hasta la mesa de Gryffindor y se echó sobre una silla, furioso—. Ni siquiera nos lo dijo a nosotros. Supongo que le pondría de los nervios que Hagrid no quisiera decirle un montón de cosas negativas sobre mí, y se ha dedicado a hurgar para desquitarse con él.
—Tal vez lo oyó decírselo a Madame Maxime durante el baile —sugirió Hermione en voz baja.
—¡La habríamos visto en el jardín! —objetó Ron—. Además, se supone que no puede volver a entrar en el colegio. Hagrid dijo que Dumbledore se lo había prohibido...
—A lo mejor tiene una capa invisible —dijo Harry, sirviéndose en el plato un cazo de guiso de pollo, con tanta furia contenida que lo salpicó por todas partes—. Es el tipo de cosas que haría, ¿no?: ocultarse entre los arbustos para espiar a la gente.
—¿Como tú y Ron, te refieres? —preguntó Hermione.
—¡Nosotros no pretendíamos oír! —repuso Ron indignado—. ¡No nos quedó otro remedio! ¡El muy tonto, hablando sobre la giganta de su madre donde cualquiera podía oírlo!
—Tenemos que ir a verlo —dijo Harry—. Esta noche, después de Adivinación. Para decirle que queremos que vuelva... ¿Tú quieres que vuelva? —le preguntó a Hermione.
—Yo... bueno, no voy a fingir que no me haya gustado este agradable cambio, tener por una vez una clase de Cuidado de Criaturas Mágicas como Dios manda... ¡pero quiero que vuelva Hagrid, por supuesto que sí! —se apresuró a añadir Hermione, temblando ante la furiosa mirada de Harry.
De forma que esa noche, después de cenar, los tres volvieron a salir del castillo y se fueron por los helados terrenos del colegio hacia la cabaña de Hagrid. Llamaron a la puerta, y les respondieron los atronadores ladridos de Fang.
—¡Somos nosotros, Hagrid! —gritó Harry, aporreando la puerta—. ¡Abre!
No respondió. Oyeron a Fang arañar la puerta, quejumbroso, pero ésta siguió cerrada. Llamaron durante otros diez minutos, y Ron incluso golpeó en una de las ventanas, pero no obtuvieron respuesta.
—¿Por qué nos evita? —se lamentó Hermione, cuando finalmente desistieron y emprendieron el regreso al colegio—. Espero que no crea que a nosotros nos importa que sea un semigigante.
Pero parecía que a Hagrid sí le importaba, porque no vieron ni rastro de él en toda la semana. No hizo acto de presencia en la mesa de los profesores a las horas de comer, no lo vieron ir a cumplir con sus obligaciones como guardabosque, y la profesora Grubbly-Plank siguió haciéndose cargo de las clases de Cuidado de Criaturas Mágicas. Malfoy se relamía de gusto siempre que podía.
—¿Se ha perdido vuestro amigo el híbrido? —le susurraba a Harry siempre que había algún profesor cerca, para que éste no pudiera tomar represalias—. ¿Se ha perdido el hombre elefante?
Había una visita programada a Hogsmeade para mediados de enero. Hermione se sorprendió mucho de que Harry pensara ir.
—Pensé que querrías aprovechar la oportunidad de tener la sala común en silencio —comentó—. Tienes que ponerte en serio a pensar en el enigma.
—¡Ah...! Creo... creo que ya estoy sobre la pista —mintió Harry.
—¿De verdad? —dijo Hermione, impresionada—. ¡Bien hecho!
La sensación de culpa le provocó un retortijón de tripas, pero no hizo caso. Después de todo, todavía le quedaban cinco semanas para meditar en el enigma, y eso era como cinco siglos. Además, si iba a Hogsmeade, tal vez pudiera encontrarse con Hagrid y persuadirlo de que volviera.
Él, Ron y Hermione salieron del castillo el sábado, y atravesaron el campo húmedo y frío en dirección a las verjas. Al pasar junto al barco anclado en el lago, vieron salir a cubierta a Viktor Krum, sin otra prenda de ropa que el bañador. A pesar de su delgadez debía de ser bastante fuerte, porque se subió a la borda, estiró los brazos y se tiró al lago.
—¡Está loco! —exclamó Harry, mirando fijamente el renegrido pelo de Krum cuando su cabeza asomó en el medio del lago—. ¡Es enero, debe de estar helado!
—Hace mucho más frío en el lugar del que viene —comentó Hermione—. Supongo que para él está tibia.
—Sí, pero además está el calamar gigante —señaló Ron. No parecía preocupado, más bien esperanzado.
Hermione notó el tono de su voz, y le puso mala cara.
—Es realmente majo, ¿sabéis? —dijo ella—. No es lo que uno podría pensar de alguien de Durmstrang. Me ha dicho que esto le gusta mucho más.
Ron no dijo nada. No había mencionado a Viktor Krum desde el baile, pero el 26 de diciembre Harry había encontrado bajo la cama un brazo en miniatura que tenía toda la pinta de haber sido desgajado de alguna figura que llevara la túnica de quidditch del equipo de Bulgaria.
Mientras recorrían la calle principal, cubierta de nieve enfangada, Harry estuvo muy atento por si vislumbraba a Hagrid, y propuso visitar Las Tres Escobas después de ase-gurarse de que éste no estaba en ninguna tienda.
La taberna se hallaba tan abarrotada como siempre, pero un rápido vistazo a todas las mesas reveló que Hagrid no se encontraba allí. Desanimado, Harry fue hasta la barra con Ron y Hermione, le pidió a la señora Rosmerta tres cervezas de mantequilla, y lamentó no haberse quedado en Hogwarts escuchando los gemidos del huevo de oro.
—Pero ¿es que ese hombre no va nunca a trabajar? —susurró Hermione de repente—. ¡Mirad!
Señaló el espejo que había tras la barra, y Harry vio a Ludo Bagman allí reflejado, sentado en un rincón oscuro con unos cuantos duendes. Bagman les hablaba a los duendes en voz baja y muy despacio, y ellos lo escuchaban con los brazos cruzados y miradas amenazadoras.
Harry se dijo que era bastante raro que Bagman estuviera allí, en Las Tres Escobas, un fin de semana, cuando no había ningún acontecimiento relacionado con el Torneo y, por lo tanto, nada que juzgar. Miró el reflejo de Bagman. Parecía de nuevo tenso, tanto como lo había estado en el bosque aquella noche antes de que apareciera la Marca Tenebrosa. Pero en aquel momento Bagman miró hacia la barra, vio a Harry y se levantó.
—¡Un momento, sólo un momento! —oyó que les decía a los duendes, y Bagman se apresuró a acercarse a él cruzando la taberna—. ¡Harry! ¿Cómo estás? —lo saludó; había recuperado su sonrisa infantil—. ¡Tenía ganas de encontrarme contigo! ¿Va todo bien?
—Sí, gracias —respondió Harry.
—Me pregunto si podría decirte algo en privado, Harry —dijo Bagman—. ¿Nos podríais disculpar un momento?
—Eh... vale —repuso Ron, y se fue con Hermione en busca de una mesa.
Bagman condujo a Harry hasta el rincón de la taberna más alejado de la señora Rosmerta.
—Bueno, sólo quería felicitarte por tu espléndida actuación ante el colacuerno húngaro, Harry —dijo Bagman—. Fue realmente soberbia.
—Gracias —contestó Harry, pero sabía que aquello no era todo lo que Bagman quería decirle, porque sin duda podía haberlo felicitado delante de Ron y Hermione.
Sin embargo, Bagman no parecía tener ninguna prisa por hablar. Harry lo vio mirar por el espejo a los duendes, que a su vez los observaban a ellos en silencio con sus ojos oscuros y rasgados.
—Una absoluta pesadilla —dijo Bagman en voz baja al notar que Harry también observaba a los duendes—. Su inglés no es muy bueno... Es como volver a entendérselas con todos los búlgaros en los Mundiales de quidditch... pero al menos aquéllos utilizaban unos signos que cualquier otro ser humano podía entender. Estos parlotean duendigonza... y yo sólo sé una palabra en duendigonza: bladvak, que significa «pico de cavar». Y no quiero utilizarla por miedo a que crean que los estoy amenazando. —Se rió con una risa breve y retumbante.
—¿Qué quieren? —preguntó Harry, notando que los duendes no dejaban de vigilar a Bagman.
—Eh... bueno... —dijo Bagman, que de pronto pareció muy nervioso—. Buscan a Barty Crouch.
—¿Y por qué lo buscan aquí? —se extrañó Harry—. Estará en el Ministerio, en Londres, ¿no?
—Eh... en realidad no tengo ni idea de dónde está —reconoció Bagman—. Digamos que... ha dejado de acudir al trabajo. Ya lleva ausente dos semanas. El joven Percy, su ayudante, asegura que está enfermo. Parece que ha estado enviando instrucciones por lechuza mensajera. Pero te ruego que no le digas nada de esto a nadie, porque Rita Skeeter mete las narices por todas partes, y es capaz de convertir la enfermedad de Barty en algo siniestro. Probablemente diría que ha desaparecido como Bertha Jorkins.
—¿Se sabe algo de Bertha Jorkins? —preguntó Harry.
—No —contestó Bagman, recuperando su aspecto tenso—. He puesto a alguna gente en su busca —«¡A buena hora!», pensó Harry—, y todo resulta muy extraño. Hemos comprobado que llegó a Albania, porque allí se vio con su primo segundo. Y luego dejó la casa de su primo para trasladarse al sur a visitar a su tía. Pero parece que desapareció por el camino sin dejar rastro. Que me parta un rayo si comprendo dónde se ha metido. No parece el tipo de persona que se fugaría con alguien, por ejemplo... Pero ¿qué hacemos hablando de duendes y de Bertha Jorkins? Lo que quería preguntarte es cómo te va con el huevo de oro.
—Eh... no muy mal —mintió Harry.
Pero, al parecer, Bagman se dio cuenta de que Harry no era sincero.
—Escucha, Harry —dijo en voz muy baja—, todo esto me hace sentirme culpable. Te metieron en el Torneo, tú no te presentaste, y... —su voz se hizo tan sutil que Harry tuvo que inclinarse para escuchar— si puedo ayudarte, darte un empujoncito en la dirección correcta... Siento debilidad por ti... ¡La manera en que burlaste al dragón! Bueno, sólo espero una indicación por tu parte.
Harry miró la cara de Bagman, redonda y sonrosada, y los azules ojos de bebé, completamente abiertos.
—Se supone que tenemos que descifrarlo por nosotros mismos, ¿no? —repuso, poniendo mucho cuidado en decirlo como sin darle importancia y que no sonara a una acusación contra el director del Departamento de Deportes y Juegos Mágicos.
—Bueno, sí —admitió Bagman—, pero... En fin, Harry, todos queremos que gane Hogwarts, ¿no?
—¿Le ha ofrecido ayuda a Cedric?
Bagman frunció levemente el entrecejo.
—No, no lo he hecho —reconoció—. Yo... bueno, como te dije, siento debilidad por ti. Por eso pensé en ofrecerte...
—Bueno, gracias —respondió Harry—, pero creo que ya casi lo tengo... Me faltan un par de días.
No sabía muy bien por qué rechazaba la ayuda de Bagman. Tal vez fuera porque era para él casi un extraño, y aceptar su ayuda le parecía que estaba mucho más cerca de hacer trampas que si se la pedía a Ron, Hermione o Sirius.
Bagman parecía casi ofendido, pero no pudo decir mucho más porque en ese momento se acercaron Fred y George.
—Hola, señor Bagman —saludó Fred con entusiasmo—. ¿Podemos invitarlo?
—Eh... no —contestó Bagman, dirigiéndole a Harry una última mirada decepcionada—. No, muchachos, muchas gracias.
Fred y George se quedaron tan decepcionados como Bagman, que miraba a Harry como si éste lo hubiera defraudado.
—Bueno, tengo prisa —dijo—. Me alegro de veros a todos. Buena suerte, Harry.
Salió de la taberna a toda prisa. Los duendes se levantaron de las sillas y fueron tras él. Harry se reunió con Ron y Hermione.
—¿Qué quería? —preguntó Ron en cuanto Harry se sentó.
—Quería ayudarme con el huevo de oro —explicó Harry.
—¡Eso no está bien! —exclamó Hermione muy sorprendida—. ¡Es uno de los jueces! Y además, tú ya lo tienes, ¿no?
—Eh... casi —repuso Harry.
—¡Bueno, no creo que a Dumbledore le gustara enterarse de que Bagman intenta convencerte de que hagas trampa! —opinó Hermione, con expresión muy reprobatoria—. ¡Espero que intente ayudar igual a Cedric!
—Pues no. Se lo he preguntado —respondió Harry.
—¿Y a quién le importa si a Diggory lo están ayudando? —dijo Ron.
Harry, en su interior, se mostró de acuerdo con su amigo
—Esos duendes no parecían muy amistosos —comentó Hermione, sorbiendo la cerveza de mantequilla—. ¿Qué harían aquí?
—Según Bagman, buscar a Crouch —explicó Harry—. Sigue enfermo. No ha ido a trabajar.
—A lo mejor lo está envenenando Percy —sugirió Ron—. Probablemente piensa que, si Crouch la palma, a él lo nombrarán director del Departamento de Cooperación Mágica Internacional.
Hermione le dirigió a Ron una mirada que quería significar «no se bromea sobre esas cosas», y dijo:
—Es curioso que los duendes busquen al señor Crouch... Normalmente tratarían con el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas.
—Pero Crouch sabe un montón de lenguas —le recordó Harry—. A lo mejor buscan un intérprete.
—¿Ahora te preocupas por los duendecitos? —inquirió Ron—. ¿Estás pensando en fundar la S.P.A.D.A.,o algo así? ¿La Sociedad Protectora de los Asquerosos Duendes Atontados?
—Ja, ja, ja —replicó Hermione con sarcasmo—. Los duendes no necesitan protección. ¿No os habéis enterado de lo que ha contado el profesor Binns sobre las revueltas de los duendes?
—No —respondieron al unísono Harry y Ron.
—Bueno, pues son perfectamente capaces de tratar con los magos —dijo Hermione sorbiendo más cerveza de mantequilla—. Son muy listos. No son como los elfos domésticos, que nunca defienden sus derechos.
—¡Oh! —exclamó Ron, mirando hacia la puerta.
Acababa de entrar Rita Skeeter. Aquel día llevaba una túnica amarillo plátano y las uñas pintadas de un impactante color rosa, e iba acompañada de su barrigudo fotógrafo. Pidió bebidas, y junto con su fotógrafo pasó por en medio de la multitud hasta una mesa cercana a la de Harry, Ron y Hermione, que la miraban mientras se acercaba. Hablaba rápido y parecía muy satisfecha por algo.
—.. no parecía muy contento de hablar con nosotros, ¿verdad, Bozo? ¿Por qué será, a ti qué te parece? ¿Y qué hará con todos esos duendes tras él? ¿Les estaría enseñando la aldea? ¡Qué absurdo! Siempre ha sido un mentiroso. ¿Estará tramando algo? ¿Crees que deberíamos investigar un poco? El infortunado ex director de Deportes Mágicos, Ludo Bagman... Ése es un comienzo con mucha garra, Bozo: sólo necesitamos encontrar una historia a la altura del titular.
—¿Qué, tratando de arruinar la vida de alguien más? —preguntó Harry en voz muy alta.
Algunos se volvieron a mirar. Al ver quién le hablaba, Rita Skeeter abrió mucho los ojos, escudados tras las gafas con incrustaciones.
—¡Harry! —dijo sonriendo—. ¡Qué divino! ¿Por qué no te sientas con nos...?
—No me acercaría a usted ni con una escoba de diez metros —contestó Harry furioso—. ¿Por qué le ha hecho eso a Hagrid?
Rita Skeeter levantó sus perfiladísimas cejas.
—Nuestros lectores tienen derecho a saber la verdad, Harry. Sólo cumplo con mi...
—¿Y qué más da que sea un semigigante? —gritó Harry—. ¡Él no tiene nada de malo!
Toda la taberna se había sumido en el silencio. La señora Rosmerta observaba desde detrás de la barra, sin darse cuenta de que el pichel que llenaba de hidromiel rebosaba.
La sonrisa de Rita Skeeter vaciló muy ligeramente, pero casi de inmediato tiró de los músculos de la cara para volver a fijarla en su lugar. Abrió el bolso de piel de cocodrilo, sacó la pluma a vuelapluma y le preguntó:
—¿Me concederías una entrevista para hablarme del Hagrid que tú conoces?, ¿el hombre que hay detrás de los músculos?, ¿sobre vuestra inaudita amistad y las razones que hay para ella? ¿Crees que puede ser para ti algo así como un sustituto del padre?
Hermione se levantó de pronto, agarrando la cerveza de mantequilla como si fuera una granada.
—¡Es usted una mujer horrible! —le dijo con los dientes apretados—. No le importa nada con tal de conseguir su historia, ¿verdad? Cualquiera valdrá, ¿eh? Hasta Ludo Bagman...
—Siéntate, estúpida, y no hables de lo que no entiendes —contestó fríamente Rita Skeeter, arrojándole a Hermione una dura mirada—. Yo sé cosas sobre Ludo Bagman que te pondrían los pelos de punta... y casi les iría bien —añadió, observando el pelo de Hermione.
—Vámonos —dijo Hermione—. Vamos, Harry... Ron.
Salieron. Mucha gente los observó mientras se iban. Harry miró atrás al llegar a la puerta: la pluma a vuelapluma de Rita Skeeter estaba fuera del bolso y se deslizaba de un lado a otro por encima de un pedazo de pergamino puesto sobre la mesa.
—Ahora la tomará contigo, Hermione —dijo Ron con voz baja y preocupada mientras subían la calle, deshaciendo el camino por el que habían llegado.
—¡Que lo intente! —replicó Hermione con voz chillona. Temblaba de rabia—. ¡Ya verá! ¿Conque soy una estúpida? Pagará por esto. Primero Harry, luego Hagrid...
—No hay que hacer enfadar a Rita Skeeter —añadió Ron nervioso—. Te lo digo en serio, Hermione. Te buscará algo para ponerte en evidencia...
—¡Mis padres no leen El Profeta, así que no me va a meter miedo! —contestó Hermione, dando tales zancadas que a Harry y Ron les costaba trabajo seguirla. La última vez que Harry había visto a Hermione tan enfadada, le había pegado una bofetada a Draco Malfoy—. ¡Y Hagrid no va a seguir escondiendo la cabeza! ¡Nunca tendría que haber permitido que lo alterara esa imitación de ser humano! ¡Vamos!
Hermione echó a correr y precedió a sus amigos durante todo el camino de vuelta por la carretera, a través de las verjas flanqueadas por cerdos alados y de los terrenos del colegio, hacia la cabaña de Hagrid.
Las cortinas seguían corridas, y al acercarse oyeron los ladridos de Fang.
—¡Hagrid! —gritó Hermione, aporreando la puerta delantera—. ¡Ya está bien, Hagrid! ¡Sabemos que estás ahí dentro! ¡A nadie le importa que tu madre fuera una giganta! ¡No puedes permitir que esa asquerosa de Skeeter te haga esto! ¡Sal, Hagrid, deja de...!
Se abrió la puerta. Hermione dijo «hacer el... » y se calló de repente, porque acababa de encontrarse cara a cara no con Hagrid sino con Albus Dumbledore.
—Buenas tardes —saludó el director en tono agradable, sonriéndoles.
—Que... que... queríamos ver a Hagrid —dijo Hermione con timidez.
—Sí, lo suponía—repuso Dumbledore con ojos risueños—. ¿Por qué no entráis?
—Ah... eh... bien —aceptó Hermione.
Los tres amigos entraron en la cabaña. En cuanto Harry cruzó la puerta, Fang se abalanzó sobre él ladrando como loco, e intentó lamerle las orejas. Harry se libró de Fang y miró a su alrededor.
Hagrid estaba sentado a la mesa, en la que había dos tazas de té. Parecía hallarse en un estado deplorable. Tenía manchas en la cara, y los ojos hinchados, y, en cuanto al cabello, se había pasado al otro extremo: lejos de intentar dominarlo, en aquellos momentos parecía un entramado de alambres.
—Hola, Hagrid —saludó Harry.
Hagrid levantó la vista.
—... la —respondió, con la voz muy tomada.
—Creo que nos hará falta más té —dijo Dumbledore, cerrando la puerta tras ellos.
Sacó la varita e hizo una floritura con ella, y en medio del aire apareció, dando vueltas, una bandeja con el servicio de té y un plato de bizcochos. Dumbledore la hizo posarse sobre la mesa, y todos se sentaron. Hubo una breve pausa, y luego el director dijo:
—¿Has oído por casualidad lo que gritaba la señorita Granger, Hagrid?
Hermione se puso algo colorada, pero Dumbledore le sonrió y prosiguió:
—Parece ser que Hermione, Harry y Ron aún quieren ser amigos tuyos, a juzgar por la forma en que intentaban echar la puerta abajo.
—¡Por supuesto que sí! —exclamó Harry mirando a Hagrid—. Te tiene que importar un bledo lo que esa vaca... Perdón, profesor —añadió apresuradamente, mirando a Dumbledore.
—Me he vuelto sordo por un momento y no tengo la menor idea de qué es lo que has dicho —dijo Dumbledore, jugando con los pulgares y mirando al techo.
—Eh... bien —dijo Harry mansamente—. Sólo quería decir... ¿Cómo pudiste pensar, Hagrid, que a nosotros podía importarnos lo que esa... mujer escribió de ti?
Dos gruesas lágrimas se desprendieron de los ojos color azabache de Hagrid y cayeron lentamente sobre la barba enmarañada.
—Aquí tienes la prueba de lo que te he estado diciendo, Hagrid —dijo Dumbledore, sin dejar de mirar al techo—. Ya te he mostrado las innumerables cartas de padres que te recuerdan de cuando estudiaron aquí, diciéndome en términos muy claros que, si yo te despidiera, ellos tomarían cartas en el asunto.
—No todos —repuso Hagrid con voz ronca—. No todos los padres quieren que me quede.
—Realmente, Hagrid, si lo que buscas es la aprobación de todo el mundo, me temo que te quedarás en esta cabaña durante mucho tiempo —replicó Dumbledore, mirando severamente por encima de los cristales de sus gafas de media luna—. Desde que me convertí en el director de este colegio no ha pasado una semana sin que haya recibido al menos una lechuza con quejas por la manera en que llevo las cosas. Pero ¿qué tendría que hacer? ¿Encerrarme en mi estudio y negarme a hablar con nadie?
—Ya... pero tú no eres un semigigante —contestó Hagrid con voz ronca.
—¡Hagrid, mira los parientes que tengo yo! —dijo Harry furioso—. ¡Mira a los Dursley!
—Bien observado —aprobó el profesor Dumbledore—. Mi propio hermano, Aberforth, fue perseguido por practicar encantamientos inapropiados en una cabra. Salió todo en los periódicos, pero ¿crees que Aberforth se escondió? ¡No lo hizo! ¡Siguió con lo suyo, como de costumbre, con la cabeza bien alta! La verdad es que no estoy seguro de que sepa leer, así que tal vez no fuera cuestión de valentía...
—Vuelve a las clases, Hagrid —pidió Hermione en voz baja—. Vuelve, por favor: te echamos de menos.
Hagrid tragó saliva. Nuevas lágrimas se derramaron por sus mejillas hasta la barba. Dumbledore se levantó.
—Me niego a aceptar tu dimisión, Hagrid, y espero que vuelvas al trabajo el lunes —dijo—. Nos veremos en el Gran Comedor para desayunar, a las ocho y media. No quiero excusas. Buenas tardes a todos.
Dumbledore salió de la cabaña, deteniéndose sólo para rascarle las orejas a Fang. Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, Hagrid comenzó a sollozar tapándose la cara con las manos, del tamaño de ruedas de coche. Hermione le dio unas palmadas en el brazo, y al final Hagrid levantó la vista, con los ojos enrojecidos, y dijo:
—Dumbledore es un gran hombre... un gran hombre...
—Sí que lo es —afirmó Ron—. ¿Me puedo tomar uno de estos bizcochos, Hagrid?
—Todos los que quieras —contestó Hagrid, secándose los ojos con el reverso de la mano—. Tiene razón, desde luego; todos tenéis razón: he sido un tonto. A mi padre le hubiera dado vergüenza la forma en que me he comportado... —Derramó más lágrimas, pero se las secó con decisión y dijo—: Nunca os he enseñado fotos de mi padre, ¿verdad? Aquí tengo una...
Hagrid se levantó, fue al aparador, abrió un cajón y sacó de él una foto de un mago de corta estatura. Tenía los mismos ojos negros de él, y sonreía sentado sobre el hombro de su hijo. Hagrid debía de medir entonces sus buenos dos metros y medio de altura, a juzgar por el manzano que había a su lado, pero su rostro era lampiño, joven, redondo y suave: seguramente no tendría más de once años.
—Fue tomada justo después de que entré en Hogwarts —dijo Hagrid con voz ronca—. Mi padre se sentía muy satisfecho... aunque yo no pudiera ser mago, porque mi madre... Ya sabéis. Naturalmente, nunca fui nada del otro mundo en esto de la magia, pero al menos no llegó a enterarse de mi expulsión. Murió cuando yo estaba en segundo.
»Dumbledore fue el único que me defendió después de que faltó mi padre. Me dio el puesto de guardabosque... Confía en la gente. Le da a todo el mundo una segunda oportunidad: eso es lo que lo diferencia de otros directores. Aceptará a cualquiera en Hogwarts, mientras valga. Sabe que uno puede merecer la pena incluso aunque su familia no haya sido... bueno... del todo respetable. Pero hay quien no lo comprende. Los hay que siempre están contra uno... Los hay que pretenden que simplemente tienen esqueleto grande en vez de levantarse y decir: soy lo que soy, no me avergüenzo. Mi padre me decía que no me avergonzara nunca, que había quien estaría contra mí, pero que no merecía la pena molestarse por ellos. Y tenía razón. He sido un idiota. Y, en cuanto a ella, no voy a volver a preocuparme, os lo prometo. Esqueleto grande... Ya le daré esqueleto grande.
Harry, Ron y Hermione se miraron nerviosos unos a otros. Harry antes se hubiera llevado de paseo a cincuenta escregutos que admitir ante Hagrid que había escuchado su conversación con Madame Maxime, pero Hagrid seguía hablando, aparentemente inconsciente de haber dicho algo extraño.
—¿Sabes una cosa, Harry? —dijo, apartando la mirada de la fotografía de su padre, con los ojos muy brillantes—. Cuando te vi por primera vez, me recordaste un poco a mí mismo. Tus padres muertos, y tú te sentías como si no te merecieras venir a Hogwarts, ¿recuerdas? ¡Y ahora mírate! ¡Campeón del colegio! —Miró a Harry un instante y luego dijo, muy serio—: ¿Sabes lo que me gustaría, Harry? Me gustaría que ganaras, de verdad. Eso les enseñaría a todos... que no hay que ser de sangre limpia para conseguirlo. No te tienes que avergonzar de lo que eres. Eso les enseñaría que es Dumbledore el que tiene razón dejando entrar a cualquiera siempre y cuando sea capaz de hacer magia. ¿Cómo te va con ese huevo, Harry?
—Muy bien —dijo Harry—. Genial.
En el entristecido rostro de Hagrid se dibujó una amplia sonrisa.
—Ése es mi chico... Muéstraselo, Harry, muéstrales quién eres. Véncelos.
No era lo mismo mentir a los demás que hacerlo con Hagrid. Aquella tarde Harry volvió al castillo con Ron y Hermione, incapaz de desvanecer la imagen de la expresión de contento en la cara de Hagrid cuando se lo había imaginado ganando el Torneo. El incomprensible huevo pesaba aquella noche más que nunca en la conciencia de Harry, y, cuando volvió a la cama, se había forjado un propósito muy claro: era ya hora de tragarse el orgullo y ver si la pista de Cedric conducía a alguna parte.
25
El huevo y el ojo
Como Harry no sabía cuánto tiempo tendría que estar bañándose para desentrañar el enigma del huevo de oro, decidió hacerlo de noche, cuando podría tomarse todo el tiempo que quisiera. Aunque no le hacía gracia aceptar más favores de Cedric, decidió también utilizar el cuarto de baño de los prefectos, porque muy pocos tenían acceso a él y era mucho menos probable que lo molestaran allí.
Harry planeó cuidadosamente su incursión. Filch, el conserje, lo había pillado una vez levantado de la cama y paseando en medio de la noche por donde no debía, y no quería repetir aquella experiencia. Desde luego, la capa invisible sería esencial, y para más seguridad Harry decidió llevar el mapa del merodeador, que, juntamente con la capa, constituía la más útil de sus pertenencias cuando se trataba de quebrantar normas. El mapa mostraba todo el castillo de Hogwarts, incluyendo sus muchos atajos y pasadizos secretos y, lo más importante de todo, señalaba a la gente que había dentro del castillo como minúsculas motas acompañadas de un cartelito con su nombre. Las motitas se movían por los corredores en el mapa, de forma que Harry se daría cuenta de antemano si alguien se aproximaba al cuarto de baño.
El jueves por la noche Harry fue furtivamente a su habitación, se puso la capa, volvió a bajar la escalera y, exactamente como había hecho la noche en que Hagrid le mostró los dragones, esperó a que abrieran el hueco del retrato. Esta vez fue Ron quien esperaba fuera para darle a la Señora Gorda la contraseña («Buñuelos de plátano»).
—Buena suerte —le susurró Ron, entrando en la sala común mientras Harry salía.
En aquella ocasión resultaba difícil moverse bajo la capa con el pesado huevo en un brazo y el mapa sujeto delante de la nariz con el otro. Pero los corredores estaban iluminados por la luz de la luna, vacíos y en silencio, y consultando el mapa de vez en cuando Harry se aseguraba de no encontrarse con nadie a quien quisiera evitar. Cuando llegó a la estatua de Boris el Desconcertado —un mago con pinta de andar perdido, con los guantes colocados al revés, el derecho en la mano izquierda y viceversa— localizó la puerta, se acercó a ella y, tal como le había indicado Cedric, susurró la contraseña:
—«Frescura de pino.»
La puerta chirrió al abrirse. Harry se deslizó por ella, echó el cerrojo después de entrar y, mirando a su alrededor, se quitó la capa invisible.
Su reacción inmediata fue pensar que merecía la pena llegar a prefecto sólo para poder utilizar aquel baño. Estaba suavemente iluminado por una espléndida araña llena de velas, y todo era de mármol blanco, incluyendo lo que parecía una piscina vacía de forma rectangular, en el centro de la habitación. Por los bordes de la piscina había unos cien grifos de oro, cada uno de los cuales tenía en la llave una joya de diferente color. Había asimismo un trampolín, y de las ventanas colgaban largas cortinas de lino blanco. En un rincón vio un montón de toallas blancas muy mullidas, y en la pared un único cuadro con marco dorado que representaba una sirena rubia profundamente dormida sobre una roca; el largo pelo, que le caía sobre el rostro, se agitaba cada vez que resoplaba.
Harry avanzó mirando a su alrededor. Sus pasos hacían eco en los muros. A pesar de lo magnífico que era el cuarto de baño, y de las ganas que tenía de abrir algunos de los grifos, no podía disipar el recelo de que Cedric le hubiera tomado el pelo. ¿En qué iba a ayudarlo aquello a averiguar el misterio del huevo? Aun así, puso al lado de la piscina la capa, el huevo, el mapa y una de las mullidas toallas, se arrodilló y abrió unos grifos.
Se dio cuenta enseguida de que el agua llevaba incorporados diferentes tipos de gel de baño, aunque eran geles distintos de cualesquiera que hubiera visto Harry antes. Por uno de los grifos manaban burbujas de color rosa y azul del tamaño de balones de fútbol; otro vertía una espuma blanca como el hielo y tan espesa que Harry pensó que podría soportar su peso si hacia la prueba; de un tercero salía un vapor de color púrpura muy perfumado que flotaba por la superficie del agua. Harry se divirtió un rato abriendo y cerrando los grifos, disfrutando especialmente de uno cuyo chorro rebotaba por la superficie del agua formando grandes arcos. Luego, cuando la profunda piscina estuvo llena de agua, espuma y burbujas (lo que, considerando su tamaño, llevó un tiempo muy corto), Harry cerró todos los grifos, se quitó la bata, el pijama y las zapatillas, y se metió en el agua.
Era tan profunda que apenas llegaba con los pies al fondo, e hizo un par de largos antes de volver a la orilla y quedarse mirando el huevo. Aunque era muy agradable nadar en un agua caliente llena de espuma, mientras por todas partes emanaban vapores de diferentes colores, no le vino a la cabeza ninguna idea brillante ni saltó ninguna chispa de repentina comprensión.
Harry alargó los brazos, levantó el huevo con las manos húmedas y lo abrió. Los gemidos estridentes llenaron el cuarto de baño, reverberando en los muros de mármol, pero sonaban tan incomprensibles como siempre, si no más debido al eco. Volvió a cerrarlo, preocupado porque el sonido pudiera atraer a Filch y preguntándose si no sería eso precisamente lo que había pretendido Cedric. Y entonces alguien habló y lo sobresaltó hasta tal punto que dejó caer el huevo, el cual rodó estrepitosamente por el suelo del baño.
—Yo que tú lo metería en el agua.
Del susto, Harry acababa de tragarse una considerable cantidad de burbujas. Se irguió, escupiendo, y vio el fantasma de una chica de aspecto muy triste sentado encima de uno de los grifos con las piernas cruzadas. Era Myrtle la Llorona, a la que usualmente se oía sollozar en la cañería de uno de los váteres tres pisos más abajo.
—¡Myrtle! —exclamó Harry, molesto—. ¡Yo... yo no llevo nada!
La espuma era tan densa que aquello realmente no importaba mucho, pero tenía la desagradable sensación de que Myrtle lo había estado espiando desde que había entrado.
—Cuando te ibas a meter cerré los ojos —dijo ella pestañeando tras sus gruesas gafas—. Hace siglos que no vienes a verme.
—Sí, bueno... —dijo Harry, doblando ligeramente las rodillas para asegurarse de que Myrtle sólo pudiera verle la cabeza—. Se supone que no puedo entrar en tu cuarto de baño, ¿no? Es de chicas.
—Eso no te importaba mucho —dijo Myrtle con voz triste—. Antes te pasabas allí todo el tiempo.
Era cierto, aunque sólo había sido porque Harry, Ron y Hermione habían considerado que los servicios de Myrtle, cerrados entonces por avería, eran un lugar ideal para elaborar en secreto la poción multijugos, una poción prohibida que había convertido a Harry y Ron durante una hora en réplicas vivas de Crabbe y Goyle, con lo que pudieron colarse furtivamente en la sala común de Slytherin.
—Me gané una reprimenda por entrar en él —contestó Harry, lo que era verdad a medias: Percy lo había pillado saliendo en una ocasión de los lavabos de Myrtle—. Después de eso no he querido volver.
—¡Ah, ya veo! —dijo Myrtle malhumorada, toqueteándose un grano de la barbilla—. Bueno... da igual... Yo metería el huevo en el agua. Eso es lo que hizo Cedric Diggory.
—¿También lo espiaste a él? —exclamó Harry indignado—. ¿Te dedicas a venir aquí por las noches para ver bañarse a los prefectos?
—A veces —respondió Myrtle con picardía—, pero eres el primero al que le dirijo la palabra.
—Me siento honrado —dijo Harry—. ¡Tápate los ojos! Se aseguró de que las gafas de Myrtle estaban lo suficientemente cubiertas antes de salir del baño, envolverse firmemente la toalla alrededor del cuerpo e ir a recoger el huevo.
Cuando Harry hubo vuelto al agua, Myrtle miró a través de los dedos y lo apremió:
—Vamos... ¡ábrelo bajo el agua!
Harry hundió el huevo por debajo de la superficie de espuma y lo abrió. Aquella vez no se oyeron gemidos: surgía de él un canto compuesto de gorgoritos, un canto cuyas palabras era incapaz de apreciar.
—Tendrás que sumergir también la cabeza —le indicó Myrtle, que parecía encantada con aquello de dar órdenes—. ¡Vamos!
Harry tomó aire y se sumergió. Y entonces, sentado en el suelo de mármol de la bañera llena de burbujas, oyó un coro de voces misteriosas que cantaban desde el huevo abierto en sus manos:
Donde nuestras voces suenan, ven a buscarnos,
que sobre la tierra no se oyen nuestros cantos.
Y estas palabras medita mientras tanto,
pues son importantes, ¡no sabes cuánto!:
Nos hemos llevado lo que más valoras,
y para encontrarlo tienes una hora.
Pasado este tiempo ¡negras perspectivas!
demasiado tarde, ya no habrá salida.
Harry se dejó impulsar hacia arriba por el agua, rompió la superficie de espuma y se sacudió el pelo de los ojos.
—¿Lo has oído? —preguntó Myrtle.
—Sí... «Donde nuestras voces suenan, ven a buscarnos...» No sé si me convencen... Espera, quiero escuchar de nuevo. —Y volvió a sumergirse.
Tuvo que escuchar la canción otras tres veces para memorizarla. Luego se quedó un rato flotando, haciendo un esfuerzo por pensar, mientras Myrtle lo observaba sentada.
—Tengo que ir en busca de gente que no puede utilizar su voz sobre la tierra —dijo pensativamente—. Eh... ¿quién puede ser?
—Eres de efecto retardado, ¿no?
Nunca había visto a Myrtle la Llorona tan contenta, excepto el día en que la dosis de poción multijugos de Hermione le había dejado la cara peluda y cola de gato.
Harry miró a su alrededor, meditando. Si sólo se podían oír las voces bajo el agua, entonces era lógico que pertenecieran a criaturas submarinas. Así se lo dijo a Myrtle la Llorona, que sonrió satisfecha.
—Bueno, eso es lo que pensaba Diggory —le explicó—. Estuvo ahí quieto, hablando solo sobre el tema durante un montón de tiempo. Un montón de tiempo, hasta que desaparecieron casi todas las burbujas...
—Criaturas submarinas... —reflexionó Harry en voz alta—. Myrtle, ¿qué criaturas viven en el lago, aparte del calamar gigante?
—¡Uf; de todo! He bajado algunas veces, cuando no me queda más remedio porque alguien tira de la cadena inesperadamente...
Tratando de no imaginarse a Myrtle la Llorona bajando hacia el lago por una cañería acompañada del contenido del váter, Harry le preguntó:
—Bueno, ¿hay algo allí que tenga voz humana? Espera... —Harry se acababa de fijar en el cuadro de la sirena dormida—. Myrtle, ¿hay sirenas allí?
—¡Muy bien! —alabó ella muy contenta—. ¡A Diggory le llevó mucho más tiempo! Y eso que ella estaba despierta... —con una expresión de disgusto en la cara, Myrtle se-ñaló con la cabeza a la sirena del cuadro—, riéndose como una tonta, pavoneándose y aleteando.
—Es eso, ¿verdad? —dijo Harry emocionado—. La segunda prueba consiste en ir a buscar a las sirenas del lago y... y...
Pero de repente comprendió lo que estaba diciendo, y se vació de toda la emoción como si él mismo fuera una bañera y le acabaran de quitar el tapón del estómago. No era muy buen nadador, apenas había practicado. Tía Petunia y tío Vernon habían enviado a Dudley a clases de natación, pero a él no lo habían apuntado, sin duda con la esperanza de que se ahogara algún día. Era capaz de hacer dos largos en aquella piscina, pero el lago era muy grande y profundo... y las sirenas seguramente vivirían en el fondo...
—Myrtle —dijo Harry pensativamente—, ¿cómo se supone que me las arreglaré para respirar?
Al oír esto, los ojos de Myrtle se llenaron de lágrimas.
—¡Qué poco delicado! —murmuró ella, tentándose en la túnica en busca de un pañuelo.
—¿Por qué? —preguntó Harry, desconcertado.
—¡Hablar de respirar delante de mi! —contestó con una voz chillona que resonó con fuerza en el cuarto de baño—. ¡Cuando sabes que yo no respiro... que no he respirado desde hace tantos años...! —Se tapó la cara con el pañuelo y sollozó en él de forma estentórea.
Harry recordó lo susceptible que Myrtle había sido siempre en lo relativo a su muerte. Ningún otro fantasma que Harry conociera se tomaba su muerte tan a la tremenda.
—Lo siento. Yo no quería... Se me olvidó...
—¡Ah, claro, es muy fácil olvidarse de que Myrtle está muerta! —dijo ella tragando saliva y mirándolo con los ojos hinchados—. Nadie me echa de menos, ni me echaban de menos cuando estaba viva. Les llevó horas descubrir mi cadáver. Lo sé, me quedé sentada esperándolos. Olive Hornby entró en el baño: «¿Otra vez estás aquí enfurruñada, Myrtle?», me dijo. «Porque el profesor Dippet me ha pedido que te busque...» Y entonces vio mi cadáver... ¡Ooooooh, no lo olvidó hasta el día de su muerte! Ya me encargué yo de que no lo olvidara... La seguía por todas partes para recordárselo. Me acuerdo del día en que se casó su hermano...
Pero Harry no escuchaba. Otra vez pensaba en la canción de las sirenas: «Nos hemos llevado lo que más valoras.» Daba la impresión de que iban a robarle algo suyo, algo que tenía que recuperar. ¿Qué sería?
—.... y entonces, claro, fue al Ministerio de Magia para que yo dejara de seguirla, así que tuve que volver aquí y vivir en mi váter.
—Bien —dijo Harry vagamente—. Bien, ahora estoy más cerca que antes... Vuelve a cerrar los ojos, por favor, que quiero salir.
Tras recoger el huevo del fondo de la piscina, salió, se secó y se volvió a poner el pijama y la bata.
—¿Volverás a visitarme en mis lavabos alguna vez? —preguntó en tono lúgubre Myrtle la Llorona, cuando Harry cogía la capa invisible.
—Eh... lo intentaré —repuso Harry, pero pensando para sí que no lo haría a menos que se estropearan todos los demás lavabos del castillo—. Hasta luego, Myrtle... Y gracias por tu ayuda.
—Adiós —dijo ella con tristeza.
Harry se volvió a poner la capa, y la vio meterse a toda velocidad por el grifo.
Fuera, en el oscuro corredor, Harry consultó el mapa del merodeador para comprobar que no había moros en la costa. No, las motas que correspondían a Filch y a la Señora Norris estaban quietas en la conserjería. Aparte de Peeves, que botaba en el piso de arriba por la sala de trofeos, parecía que no se movía nada más. Harry había ya emprendido el camino hacia la torre de Gryffindor cuando vio otra cosa en el mapa... algo evidentemente extraño.
No, Peeves no era lo único que se movía. Había una motita que iba de un lado a otro en una habitación situada en la esquina inferior izquierda: el despacho de Snape. Pero la mota no llevaba la inscripción «Severus Snape», sino «Bartemius Crouch».
Harry miró la mota fijamente. Se suponía que el señor Crouch estaba demasiado enfermo para ir al trabajo o para asistir al baile de Navidad: ¿qué hacía entonces colándose en Hogwarts a la una de la madrugada? Harry observó atentamente los movimientos de la mota por el despacho, que se detenía aquí y allá...
Harry dudó, pensando... y luego lo venció la curiosidad. Dio media vuelta, y continuó andando en sentido contrario, hacia la escalera más cercana. Iba a ver qué se traía Crouch entre manos.
Bajó la escalera lo más silenciosamente que pudo, aunque algunos retratos volvían la cara con curiosidad cuando crepitaba alguna tabla del suelo, o hacia frufrú la tela del pijama. Avanzó muy despacio por el corredor del piso inferior, apartó a un lado un tapiz que había en la mitad del pasillo, y empezó a bajar por una escalera más estrecha, un atajo que lo dejaría dos pisos más abajo. Seguía mirando el mapa, reflexionando. La verdad era que no parecía propio del correcto y legalista señor Crouch meterse furtivamente en el despacho de otro a aquellas horas de la noche.
Y entonces, cuando había descendido media escalera sin pensar en lo que hacía, concentrado tan sólo en el peculiar comportamiento del señor Crouch, metió una pierna en el escalón falso que Neville siempre olvidaba saltar. Se tambaleó, y el huevo de oro, aún húmedo del baño, se deslizó de debajo de su brazo... Se lanzó hacia delante para intentar cogerlo, pero era ya demasiado tarde: el huevo caía por la larga escalera, repicando como un gong en cada uno de los escalones. Al mismo tiempo se le escurrió la capa invisible. Harry la cogió, pero entonces se le resbaló de la mano el mapa del merodeador y cayó seis escalones más abajo, donde, atrapado como estaba en el peldaño por encima de la rodilla, no podía alcanzarlo.
En su caída, el huevo de oro atravesó el tapiz que había al pie de la escalera, se abrió de golpe y comenzó a gemir estridentemente en el corredor de abajo. Harry sacó la varita e intentó alcanzar con ella el mapa del merodeador para borrar el contenido, pero estaba demasiado lejos para llegar hasta él.
Volviéndose a tapar con la capa, Harry escuchó atentamente, arrugando el entrecejo por el miedo. Casi de inmediato...
—¡PEEVES!
Era el inconfundible grito de caza del conserje Filch. Harry oyó sus pasos arrastrados acercarse más y más, y su sibilante voz que se elevaba furiosamente.
—¿Qué es este estruendo? ¿Es que quieres despertar a todo el castillo? Te voy a coger, Peeves, te voy a coger. Tú... Pero ¿qué es esto?
Los pasos de Filch se detuvieron. Se oyó un chasquido producido por metal al golpear contra otro metal, y los gemidos cesaron. Filch había cogido el huevo y lo había cerrado. Harry permanecía muy quieto, con la pierna aún atrapada en el escalón mágico, escuchando. En cualquier momento Filch apartaría a un lado el tapiz esperando ver a Peeves... y no lo encontraría. Pero si seguía subiendo la escalera vería el mapa del merodeador y, tuviera o no puesta la capa invisible, el mapa del merodeador mostraría el letrero «Harry Potter» en el punto exacto en que se hallaba.
—¿Un huevo? —dijo en voz baja Filch al pie de la escalera—. Cielo mío —evidentemente la Señora Norris se encontraba con él—, ¡esto es el enigma del Torneo! ¡Esto pertenece a uno de los campeones!
Harry empezó a encontrarse mal. El corazón le latía muy aprisa.
—¡PEEVES! —bramó Filch con júbilo—. ¡Has estado robando!
Apartó el tapiz, y Harry vio su horrible cara abotargada, y los ojos claros y saltones que observaban la escalera oscura y (para él) desierta.
—¿Te escondes? —dijo con voz melosa—. Te voy a atrapar, Peeves... Te has atrevido a robar uno de los enigmas del Torneo, Peeves. Dumbledore te expulsará por esto, ratero...
Filch empezó a subir por la escalera, acompañado por su escuálida gata de color apagado. Los ojos como faros de la Señora Norris, tan parecidos a los de su amo, estaban fijos en Harry. No era la primera vez que éste se preguntaba si la capa invisible surtía efecto con los gatos. Muerto de miedo, vio a Filch acercarse poco a poco en su vieja bata de franela. Intentó sacar el pie del escalón desesperadamente, pero sólo consiguió hundirlo un poco más. De un momento a otro, Filch vería el mapa o se tropezaría con él...
—Filch, ¿qué ocurre?
El conserje se detuvo unos escalones por debajo de Harry, y se volvió. Al pie de la escalera se hallaba la única persona que podía empeorar la situación de Harry: Snape. Llevaba un largo camisón gris y parecía lívido.
—Es Peeves, profesor —susurró Filch con malevolencia—. Tiró este huevo por la escalera.
Snape subió aprisa y se detuvo junto a Filch. Harry apretó los dientes, convencido de que los estruendosos latidos de su corazón no tardarían en delatarlo.
—¿Peeves? —dijo Snape en voz baja, observando el huevo en las manos de Filch—. Pero Peeves no ha podido entrar en mi despacho...
—¿El huevo estaba en su despacho, profesor?
—Por supuesto que no —replicó Snape—. Oí golpes y luego gemidos...
—Sí, profesor, era el huevo.
—Vine a investigar...
—Peeves lo tiró, señor...
—... y al pasar por mi despacho, ¡vi las antorchas encendidas y la puerta de un armario abierta de par en par! ¡Alguien ha estado revolviendo en él!
—Pero Peeves no pudo...
—¡Ya sé que no, Filch! —espetó Snape—. ¡Yo cierro mi despacho con un embrujo que sólo otro mago podría abrir!
—Snape miró escaleras arriba, justo a través de Harry, y luego hacia el corredor de abajo—. Bueno, ahora quiero que vengas a ayudarme a buscar al intruso, Filch.
—Yo... Sí, profesor, pero...
Filch miró con ansia escaleras arriba, hacia Harry. Evidentemente, se resistía a renunciar a aquella oportunidad de acorralar a Peeves. «Vete —imploró Harry para sus adentros—, vete con Snape, vete...» Desde los pies de Filch, la Señora Norris miraba en torno. Harry tenía la convicción de que lo estaba oliendo... ¿Por qué habría echado tanta espuma perfumada en el baño?
—El caso es, profesor —dijo Filch lastimeramente—, que el director tendrá que hacerme caso esta vez. Peeves le ha robado a un alumno, y ésta podría ser mi oportunidad para echarlo del castillo de una vez para siempre.
—Filch, me importa un bledo ese maldito poltergeist. Es mi despacho lo que...
Bum, bum, bum.
Snape se calló de repente. Tanto él como Filch miraron al pie de la escalera. A través del hueco que quedaba entre sus cabezas, Harry vio aparecer cojeando a Ojoloco Moody. Moody llevaba su vieja capa de viaje puesta sobre el camisón, y se apoyaba en el bastón, como de costumbre.
—¿Qué es esto, una fiesta nocturna? —gruñó.
—El profesor Snape y yo hemos oído ruidos, profesor —se apresuró a contestar Filch—. Peeves el poltergeist, que ha estado tirando cosas como de costumbre. Y además el profesor Snape ha descubierto que alguien ha entrado en su despacho.
—¡Cállate! —le dijo Snape a Filch entre dientes.
Moody dio un paso más hacia la escalera. Harry vio que el ojo mágico de Moody se fijaba en Snape, y luego, sin posibilidad de error, en él mismo.
A Harry el corazón le dio un brinco. Moody podía ver a través de las capas invisibles... Era el único que podía ver todo lo extraño de la escena: Snape en camisón, Filch agarrando el huevo, y él, Harry, atrapado tras ellos en la escalera. La boca de Moody, que era como un tajo torcido, se abrió por la sorpresa. Durante unos segundos, él y Harry se miraron a los ojos. Luego Moody cerró la boca y volvió a dirigir el ojo azul a Snape.
—¿He oído bien, Snape? —preguntó—. ¿Ha entrado alguien en tu despacho?
—No tiene importancia —repuso Snape con frialdad.
—Al contrario —replicó Moody con brusquedad—, tiene mucha importancia. ¿Quién puede estar interesado en entrar en tu despacho?
—Supongo que algún estudiante —contestó Snape. Harry vio que le latía una vena en la grasienta sien—. Ya ha ocurrido antes. Han estado desapareciendo de mi armario privado ingredientes de pociones... Sin duda, alumnos que tratan de probar mezclas prohibidas.
—¿Piensas que buscaban ingredientes de pociones? —dijo Moody—. ¿No escondes nada más en tu despacho?
Harry vio que la cetrina cara de Snape adquiría un desagradable color teja, y la vena de la sien palpitaba con más rapidez.
—Sabes que no, Moody —respondió en voz peligrosamente suave—, porque tú mismo lo has examinado exhaustivamente.
La cara de Moody se contorsionó en una terrible sonrisa.
—Privilegio de auror, Snape. Dumbledore me dijo que echara un ojo...
—Resulta que Dumbledore confía en mí —dijo Snape, con los dientes apretados—. ¡Me niego a creer que él te diera órdenes de husmear en mi despacho!
—¡Por supuesto que Dumbledore confía en ti! —gruñó Moody—. Es un hombre confiado, ¿no? Cree que hay que dar una segunda oportunidad. Yo, en cambio, pienso que hay manchas que no se quitan. Manchas que no se quitan nunca, ¿me entiendes?
Snape hizo de repente algo muy extraño. Se agarró convulsivamente el antebrazo izquierdo con la mano derecha, como si algo le doliera.
Moody se rió.
—Vuelve a la cama, Snape.
—¡Tú no tienes autoridad para enviarme a ningún lado! —replicó Snape con furia contenida, soltando el brazo como enojado consigo mismo—. Tengo tanto derecho como tú a hacer la ronda nocturna de este colegio.
—Pues sigue haciendo la ronda —contestó Moody, pero su voz resultaba amenazante—. Me muero de ganas de pillarte alguna vez en algún oscuro corredor... Se te ha caído algo, al parecer.
Con una punzada de pánico, Harry vio que Moody señalaba el mapa del merodeador, que seguía tirado en el suelo, seis escalones por debajo de él. Cuando Snape y Filch se volvieron a mirarlo, Harry abandonó toda prudencia: levantó los brazos bajo la capa y los movió para llamar la atención de Moody, mientras gesticulaba con la boca «¡es mío!, ¡mío!».
Snape fue a cogerlo; por la expresión de su cara, parecía que empezaba a entender.
—¡Accio pergamino!
El mapa voló por el aire, se deslizó entre los dedos extendidos de Snape y bajó la escalera hasta la mano de Moody.
—Disculpa —dijo Moody con calma—. Es mío, se me ha debido de caer antes.
Pero los negros ojos de Snape pasaban del huevo en los brazos de Filch al mapa en la mano de Moody, y Harry se dio cuenta de que estaba atando cabos, como sólo él sabía...
—Potter —murmuró.
—¿Qué pasa? —preguntó Moody muy tranquilo, plegando el mapa y guardándoselo.
—¡Potter! —gruñó Snape, y entonces volvió la cabeza y miró hacia donde estaba Harry, como si de repente fuera capaz de verlo—. Ese huevo es el de Potter, y ese pergamino pertenece a Potter. Lo he visto antes, ¡lo reconozco! ¡Potter está por aquí! ¡Potter, con su capa invisible!
Snape extendió las manos como un ciego y comenzó a subir por la escalera. Harry hubiera jurado que sus narices de por si grandes se dilataban, intentando descubrir a Harry por el olfato. Atrapado como estaba, Harry se hizo atrás para evitar los dedos de Snape, pero de un momento a otro...
—¡Ahí no hay nada, Snape! —bramó Moody—. ¡Pero me encantará contarle al director lo rápido que pensaste en Harry Potter!
—¿Con qué intención? —inquirió Snape, girando el rostro hacia Moody, pero con las manos todavía extendidas a sólo unos centímetros del pecho de Harry.
—¡Con la intención de darle una pista sobre quién pudo meter a ese muchacho en el Torneo! —contestó Moody, acercándose más al inicio de la escalera—. Lo mismo que yo, está muy interesado en el problema. —La luz de la antorcha titiló en su mutilado rostro, de forma que las cicatrices y el trozo de nariz que le faltaba fueron más evidentes que nunca.
Snape miraba a Moody, y Harry no pudo ver la expresión de su cara. Durante un momento nadie se movió ni dijo nada. Luego Snape bajó las manos lentamente.
—Sólo pensé —dijo intentando aparentar calma— que si Potter había vuelto a pasear por el castillo de noche... (es un mal hábito que tiene) habría que impedirlo. Por... por su propia seguridad.
—¡Ah, ya veo! —repuso Moody en voz baja—. Lo haces por Potter, ¿eh?
Hubo una pausa. Snape y Moody seguían mirándose el uno al otro. La Señora Norris emitió un sonoro maullido, todavía escudriñando desde los pies de Filch, como si buscara la fuente del olor del baño de espuma.
—Creo que volveré a la cama —declaró Snape con tono cortante.
—Ésa es la mejor idea que has tenido en toda la noche —dijo Moody—. Ahora, Filch, si me das ese huevo...
—¡No! —Filch agarraba el huevo como si fuera su primogénito—. ¡Profesor Moody, ésta es la prueba de la conducta de Peeves!
—Pero pertenece al campeón al que se lo robó —replicó Moody—. Entrégamelo. Ahora mismo.
Snape bajó la escalera y pasó por al lado de Moody sin decir nada más. Filch le hizo una especie de marramiau a la Señora Norris, que miró a Harry fijamente, como sin comprender, antes de volverse y seguir a su amo. Aún con la respiración alterada, Harry oyó a Snape alejarse por el corredor. Filch le entregó el huevo a Moody, y también de-sapareció de la vista, susurrándole a la Señora Norris:
—No importa, cielo mío. Veremos a Dumbledore por la mañana y le diremos lo de Peeves.
Se oyó un portazo. Quedaron solos Harry y Moody, que apoyó el bastón en el primer escalón y empezó a ascender con dificultad hacia él, dando un golpe sordo a cada paso.
—Por un pelo, Potter —murmuró.
—Sí... eh... gracias —dijo Harry débilmente.
—¿Qué es esto? —preguntó Moody, sacando del bolsillo el mapa del merodeador y desplegándolo.
—Un mapa de Hogwarts —explicó Harry, esperando que Moody no tardara en sacarlo del escalón falso: le dolía la pierna.
—¡Por las barbas de Merlín! —susurró Moody, mirando el mapa. Su ojo mágico lo recorría como enloquecido—. Esto... ¡esto si que es un buen mapa, Potter!
—Sí, es... es muy útil —repuso Harry. Estaba a punto de llorar del dolor—. Eh... profesor Moody, ¿cree que podrá ayudarme?
—¿Qué? ¡Ah!, si, claro.
Moody agarró a Harry de los brazos y tiró. La pierna de Harry se liberó del escalón falso, y él se subió al inmediatamente superior.
Moody volvió a observar el mapa.
—Potter... —dijo pensativamente—, ¿no verías por casualidad quién entró en el despacho de Snape? ¿No lo verías en el mapa?
—Eh... sí, lo vi —admitió Harry—. Fue el señor Crouch.
El ojo mágico de Moody recorrió rápidamente toda la superficie del mapa.
—¿Crouch? —preguntó con inquietud—. ¿Estás seguro, Potter?
—Completamente —afirmó Harry.
—Bueno, ya no está aquí —dijo Moody, recorriendo todavía el mapa con su ojo—. Crouch... Eso es muy, muy interesante.
Quedó en silencio durante más de un minuto, sin dejar de mirar el mapa. Harry comprendió que aquella noticia le revelaba algo a Moody, y hubiera querido saber qué era. No sabía si atreverse a preguntar. Moody le daba aún un poco de miedo, pero acababa de sacarlo de un buen lío.
—Eh... profesor Moody, ¿por qué cree que el señor Crouch ha querido revolver en el despacho de Snape?
El ojo mágico de Moody abandonó el mapa y se fijó, temblando, en Harry. Era una mirada penetrante, y Harry tuvo la impresión de que Moody lo estaba evaluando, considerando si responder o no, o cuánto decir.
—Mira, Potter —murmuró finalmente—, dicen que el viejo Ojoloco está obsesionado con atrapar magos tenebrosos... pero lo de Ojoloco no es nada, nada, al lado de lo de Barty Crouch.
Siguió mirando el mapa. Harry ardía en deseos de saber más.
—Profesor Moody —dijo de nuevo—, ¿piensa usted que esto podría tener algo que ver con... eh... tal vez el señor Crouch crea que pasa algo...?
—¿Como qué? —preguntó Moody bruscamente.
Harry se preguntó cuánto podría decir. No quería que Moody descubriera que tenía una fuente de información externa, porque eso podría llevarlo a hacer insidiosas preguntas sobre Sirius.
—No lo sé —murmuró Harry—. Últimamente han ocurrido cosas raras, ¿no? Ha salido en El Profeta. La Marca Tenebrosa en los Mundiales, los mortífagos y todo eso...
Moody abrió de par en par sus dos ojos desiguales.
—Eres agudo, Potter. —El ojo mágico vagó de nuevo por el mapa del merodeador—. Crouch podría pensar de manera parecida —dijo pensativamente—. Es muy posible... Últimamente ha habido algunos rumores... incentivados por Rita Skeeter, claro. Creo que mucha gente se está poniendo nerviosa. —Una forzada sonrisa contorsionó su boca torcida—. ¡Ah, si hay algo que odio —susurró, más para sí mismo que para Harry, y su ojo mágico se clavó en la esquina inferior izquierda del mapa— es un mortífago indultado!
Harry lo miró fijamente. ¿Se estaría refiriendo a lo que él imaginaba?
—Y ahora quiero hacerte una pregunta, Potter —dijo Moody, en un tono mucho más frío.
A Harry le dio un vuelco el corazón. Se lo había estado temiendo. Moody iba a preguntarle de dónde había sacado el mapa, que era un objeto mágico sumamente dudoso. Y si contaba cómo había caído en sus manos tendría que acusar a su propio padre, a Fred y George Weasley, y al profesor Lupin, su anterior profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. Moody blandió el mapa ante Harry, que se preparó para lo peor.
—¿Podrías prestármelo?
—¡Ah! —dijo Harry. Le tenía mucho aprecio a aquel mapa pero, por otro lado, se sentía muy aliviado de que Moody no le preguntara de dónde lo había sacado, y no le cabía duda de que le debía un favor—. Sí, vale.
—Eres un buen chico —gruñó Moody—. Haré buen uso de esto: podría ser exactamente lo que yo andaba buscando. Bueno, a la cama, Potter, ya es hora. Vamos...
Subieron juntos la escalera, Moody sin dejar de examinar el mapa como si fuera un tesoro inigualable. Caminaron en silencio hasta la puerta del despacho de Moody, donde él se detuvo y miró a Harry.
—¿Alguna vez has pensado en ser auror, Potter?
—No —respondió Harry, desconcertado.
—Tienes que planteártelo —dijo Moody moviendo la cabeza de arriba abajo y mirando a Harry apreciativamente—. Sí, en serio. Y a propósito... Supongo que no llevabas ese huevo simplemente para dar un paseo por la noche.
—Eh... no —repuso Harry sonriendo—. He estado pensando en el enigma.
Moody le guiñó un ojo, y luego el ojo mágico volvió a moverse como loco.
—No hay nada como un paseo nocturno para inspirarse, Potter. Te veo por la mañana.
Entró en el despacho mirando de nuevo el mapa, y cerró la puerta tras él.
Harry volvió despacio hacia la torre de Gryffindor, sumido en pensamientos sobre Snape y Crouch, y el significado de todo aquello. ¿Por qué fingía Crouch estar enfermo si podía entrar en Hogwarts cuando quisiera? ¿Qué suponía que ocultaba Snape en su despacho?
¡Y Moody pensaba que él, Harry, debía hacerse auror! Una idea interesante... Pero cuando diez minutos después Harry se tendió en la cama silenciosamente, habiendo dejado el huevo y la capa a buen recaudo en el baúl, pensó que antes de escogerlo como carrera debía comprobar si todos los aurores estaban tan llenos de cicatrices.
26
La segunda prueba
—¡Dijiste que ya habías descifrado el enigma! —exclamó Hermione indignada.
—¡Baja la voz! Sólo me falta... afinar un poco, ¿de acuerdo?
Ocupaban un pupitre justo al final del aula de Encantamientos. Aquel día tenían que practicar lo contrario del encantamiento convocador: el encantamiento repulsor. Debido a la posibilidad de que ocurrieran desagradables percances cuando los objetos cruzaban el aula por los aires, el profesor Flitwick había entregado a cada estudiante una pila de cojines con los que practicar, suponiendo que éstos no le harían daño a nadie aunque erraran su diana. No era una idea desacertada, pero no acababa de funcionar. La puntería de Neville, sin ir más lejos, era tan mala que no paraba de lanzar por el aula cosas mucho más pesadas: como, por ejemplo, al propio profesor Flitwick.
—Olvidaos por un minuto del huevo ese, ¿queréis? —susurró Harry, mientras el profesor Flitwick, con aspecto resignado, pasaba volando por su lado e iba a aterrizar so-bre un armario grande—. Lo que quiero es hablaros de Snape y Moody...
Aquella clase era el marco ideal para contar secretos, porque la gente se divertía demasiado para prestar atención a las conversaciones de otros. Durante la última media hora, en episodios susurrados, Harry les había relatado su aventura de la noche anterior.
—¿Snape dijo que Moody también había registrado su despacho? —preguntó Ron con los ojos encendidos de interés, mientras repelía un cojín con un movimiento de la varita (el almohadón se elevó en el aire y golpeó contra el sombrero de Parvati, el cual fue a parar al suelo—. Esto... ¿crees que Moody ha venido a vigilar a Snape además de a Karkarov?
—Bueno, no sé si eso es lo que Dumbledore le pidió hacer, pero desde luego es lo que está haciendo —dijo Harry, moviendo la varita sin prestar mucha atención, de forma que el cojín se precipitó del pupitre al suelo—. Moody dijo que si Dumbledore permitía a Snape quedarse aquí era por darle una segunda oportunidad...
—¿Qué? —exclamó Ron, sorprendido, mientras su segundo almohadón salía por el aire rotando, rebotaba en la lámpara del techo y caía pesadamente sobre la mesa de Flitwick—. Harry... ¡a lo mejor Moody cree que fue Snape el que puso tu nombre en el cáliz de fuego!
—Vamos, Ron—dijo Hermione, escéptica—, ya creímos en cierta ocasión que Snape intentaba matar a Harry, y resultó que le estaba salvando la vida, ¿recuerdas?
Mientras hablaba, repelió un cojín, que se fue volando por el aula y aterrizó en la caja a la que se suponía que estaban apuntando todos. Harry miró a Hermione, pensando... Era verdad que Snape le había salvado la vida en una ocasión, pero lo raro era que no había duda alguna de que lo odiaba, lo odiaba tal como había odiado a su padre cuando estudiaban juntos. Le encantaba quitarle puntos a Gryffindor por su causa, y nunca había dejado escapar la ocasión de castigarlo, e incluso de sugerir que lo expulsaran del colegio.
—Me da igual lo que diga Moody —siguió Hermione—. Dumbledore no es tonto. No se equivocó al confiar en Hagrid y en el profesor Lupin, aunque hay muchos que no les habrían dado trabajo; así que ¿por qué no va a tener razón también con Snape, aunque sea un poco...
—... diabólico? —se apresuró a decir Ron—. Vamos, Hermione, a ver, ¿por qué le registran el despacho todos esos buscadores de magos tenebrosos?
—¿Y por qué se hace el enfermo el señor Crouch? —preguntó a su vez Hermione—. Es un poco raro que no pueda venir al baile de Navidad pero que, cuando le apetece, se meta en el castillo en medio de la noche.
—Lo que pasa es que le tienes manía a Crouch por lo de esa elfina, Winky —dijo Ron lanzando un cojín contra la ventana.
—Y tú sólo quieres creer que Snape trama algo —contestó Hermione metiendo el suyo en la caja.
—Yo me conformaría con saber qué hizo Snape en su primera oportunidad, si es que va ya por la segunda —dijo Harry en tono grave. Para su sorpresa, el cojín cruzó el aula sin desviarse y aterrizó de forma impecable sobre el de Hermione.
Para cumplir el encargo de Sirius de ser informado sobre cualquier cosa rara que ocurriera en Hogwarts, Harry le envió aquella noche una lechuza parda con una carta en la que le explicaba todo lo referente a la incursión del señor Crouch en el despacho de Snape y la conversación entre éste y Moody. Luego dedicó toda la atención al problema más apremiante que tenía a la vista: cómo sobrevivir bajo el agua durante una hora el día 24 de febrero.
A Ron le parecía bien la idea de volver a utilizar el encantamiento convocador: Harry le había hablado de las escafandras, y Ron no veía ningún inconveniente a la idea de que Harry llamara una desde la ciudad muggle más próxima. Hermione le echó el plan por los suelos al señalarle que, en el improbable caso de que Harry lograra desenvolverse con ella en el plazo de una hora, lo descalificarían con toda seguridad por quebrantar el Estatuto Internacional del Secreto de los Brujos: era demasiado pedir que ningún muggle viera la escafandra cruzando el aire en veloz vuelo hacia Hogwarts.
—Por supuesto, la solución ideal sería que te transformaras en un submarino o algo así —comentó ella—. ¡Si hubiéramos dado ya la transformación humana! Pero no creo que empecemos a verla hasta sexto, y si uno no sabe muy bien cómo es la cosa, el resultado puede ser un desastre...
—Sí, ya. No me hace mucha gracia andar por ahí con un periscopio que me salga de la cabeza. A lo mejor, si atacara a alguien delante de Moody, él podría convertirme en uno...
—Sin embargo, no creo que te diera a escoger en qué convertirte —respondió Hermione con seriedad—. No, creo que lo mejor será utilizar algún tipo de encantamiento.
De forma que Harry, diciéndose que pronto habría acumulado bastantes sesiones de biblioteca para el resto de su vida, se volvió a enfrascar en polvorientos volúmenes, buscando algún embrujo que capacitara a un ser humano para sobrevivir sin oxígeno. Pero, a pesar de que él, Ron y Hermione investigaron durante los mediodías, las noches y los fines de semana, y aunque Harry solicitó a la profesora McGonagall un permiso para usar la Sección Prohibida, y hasta le pidió ayuda a la irritable señora Pince, que tenía aspecto de buitre, no encontraron nada en absoluto que capacitara a Harry para sumergirse una hora en el agua y vivir para contarlo.
Harry estaba empezando a sentir accesos de pánico, que ya le resultaban conocidos, y volvió a tener dificultad para concentrarse en las clases. El lago, que para Harry había sido siempre un elemento más de los terrenos del colegio, actuaba como un imán cada vez que en un aula se sentaba próximo a alguna ventana, y le atrapaba la mirada con su gran extensión de agua casi congelada de color gris hierro, cuyas profundidades oscuras y heladas empezaban a parecerle tan distantes como la luna.
Exactamente igual que había ocurrido antes de enfrentarse al colacuerno, el tiempo se puso a correr como si alguien hubiera embrujado los relojes para que fueran más aprisa. Faltaba una semana para el 24 de febrero (aún quedaba tiempo); cinco días (tenía que ir encontrando algo sin demora); tres días (¡por favor, que pueda encontrar algo!, ¡por favor!).
Cuando quedaban dos días, Harry volvió a perder el apetito. Lo único bueno del desayuno del lunes fue el regreso de la lechuza parda que le había enviado a Sirius. Le arrancó el pergamino, lo desenrolló y vio la carta más corta que Sirius le había escrito nunca:
Envíame la lechuza de vuelta indicando la fecha de vuestro próximo permiso para ir a Hogsmeade.
Harry giró la hoja para ver si ponía algo más, pero estaba en blanco.
—Este fin de semana no, el siguiente —susurró Hermione, que había leído la nota por encima del hombro de Harry—. Toma, ten mi pluma y envíale otra vez la lechuza.
Harry anotó la fecha en el reverso de la carta de Sirius, la ató de nuevo a la pata de la lechuza parda y la vio remontar el vuelo. ¿Qué esperaba? ¿Algún consejo sobre cómo sobrevivir bajo el agua? Había estado tan obcecado con contarle a Sirius todo lo relativo a Snape y Moody que se había olvidado por completo de mencionar el enigma del huevo.
—¿Para qué querrá saber lo del próximo permiso para ir a Hogsmeade? —preguntó Ron.
—No lo sé —dijo Harry desanimado. Se había esfumado la momentánea felicidad que lo había embargado al ver la lechuza—. Vamos, nos toca Cuidado de Criaturas Mágicas.
Ya fuera porque Hagrid intentara compensarlos por los escregutos de cola explosiva, o porque sólo quedaran ya dos, o porque intentara demostrar que era capaz de hacer lo mismo que la profesora Grubbly-Plank, el caso es que desde su vuelta había proseguido las clases de ésta sobre los unicornios. Resultó que Hagrid sabía de unicornios tanto como de monstruos, aunque era evidente que encontraba decepcionante la carencia de colmillos venenosos.
Aquel día había logrado capturar dos potrillos de unicornio, que, a diferencia de los unicornios adultos, eran de color dorado. Parvati y Lavender se quedaron extasiadas al verlos, e incluso Pansy Parkinson tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular lo mucho que le gustaban.
—Son más fáciles de ver que los adultos —explicaba Hagrid a la clase—. Cuando tienen unos dos años de edad se vuelven de color plateado, y a los cuatro les sale el cuerno. No se vuelven completamente blancos hasta que son plenamente adultos, más o menos a los siete años. De recién nacidos son más confiados... admiten incluso a los chicos. Vamos, acercaos un poco. Si queréis podéis acariciarlos... Dadles unos terrones de azúcar de ésos.
—¿Estás bien, Harry? —murmuró Hagrid, haciéndose a un lado, mientras la mayoría se arracimaba en torno a los potros.
—Sí.
—Pero un poco nervioso, ¿verdad?
—Un poco.
—Harry —dijo Hagrid apoyándole en el hombro su enorme mano, lo que hizo que las rodillas de Harry se doblaran bajo el peso—, me preocuparía por ti si no te hubiera visto enfrentarte a ese colacuerno. Pero ahora sé que eres capaz de cualquier cosa, así que no estoy nada preocupado. Lo harás muy bien. Ya has descifrado el enigma, ¿no?
Harry afirmó con la cabeza, pero al hacerlo lo acometió un loco impulso de confesar que no tenía ni idea de cómo aguantar una hora bajo el agua. Alzó la vista para mirar a Hagrid. Tal vez fuera de vez en cuando al lago para atender a las criaturas que vivían en él. Porque cuidaba de todos los animales de los terrenos del colegio...
—Vas a ganar —masculló Hagrid, volviendo a darle palmadas en el hombro, de forma que Harry sintió que se hundía cinco centímetros en el suelo embarrado—. Lo sé. Lo presiento. ¡Vas a ganar, Harry!
No tuvo valor para borrar de la cara de Hagrid la feliz sonrisa de confianza. Fingiendo que se interesaba por los pequeños unicornios, hizo un esfuerzo para sonreír a su vez y se adelantó para acariciarles el cuello, como hacían todos.
La noche precedente a la segunda prueba, Harry se sintió como atrapado en una pesadilla. Se daba perfecta cuenta de que, aunque por algún milagro lograra hallar el encantamiento adecuado, le sería muy difícil aprendérselo durante la noche. ¿Cómo había podido dejar que pasara aquello? ¿Por qué no habría empezado antes a plantearse el enigma del huevo? ¿Por qué se había permitido distraerse en las clases? ¿Y si algún profesor hubiera mencionado en alguna ocasión cómo respirar en el agua?
Él, Ron y Hermione estaban en la biblioteca a la puesta del sol, pasando febrilmente página tras página de encantamientos, ocultos unos de otros por enormes pilas de libros amontonados en la mesa. El corazón le daba un vuelco a Harry cada vez que encontraba en una página la palabra «agua», pero casi siempre era algo así como: «Prepare un litro de agua, doscientos gramos de hojas de mandrágora cortadas en juliana y una salamandra...»
—Creo que es imposible —declaró la voz de Ron desde el otro lado de la mesa—. No hay nada. Nada. Lo que más se aproxima a lo que necesitamos es este encantamiento desecador para drenar charcos y estanques, pero no es ni mucho menos lo bastante potente para desecar el lago.
—Tiene que haber alguna manera —murmuró Hermione, acercándose una vela. Tenía los ojos tan fatigados que escudriñaba la diminuta letra de Encantamientos y embrujos antiguos caldos en el olvido con la nariz a tres dedos de distancia de la página—. Nunca habrían puesto una prueba que no se pudiera realizar.
—Ahora lo han hecho —replicó Ron—. Harry, lo que tienes que hacer mañana es bajar al lago, meter la cabeza dentro, gritarles a las sirenas que te devuelvan lo que sea que te hayan mangado y ver si te hacen caso. Es tu opción más segura.
—¡Hay una manera de hacerlo! —insistió Hermione enfadada—. ¡Tiene que haberla!
Parecía tomarse como una afrenta personal la falta de información útil que había sobre el tema en la biblioteca. Nunca le había fallado.
—Ya sé lo que tendría que haber hecho —dijo Harry, dejando descansar la cabeza en el libro Trucos ingeniosos para casos peliagudos—. Tendría que haber aprendido a hacerme animago como Sirius.
—¡Claro, así podrías convertirte en carpa cuando quisieras! —corroboró Ron.
—O en una rana —añadió Harry con un bostezo. Estaba exhausto.
—Lleva unos cuantos años convertirse en animago, y después hay que registrarse y todo eso —dijo Hermione vagamente, echándole un vistazo al índice de Problemas mágicos extraordinarios y sus soluciones—. La profesora McGonagall nos lo dijo, ¿recordáis? Hay que registrarse en el Departamento Contra el Uso Indebido de la Magia, y decir en qué animal se convierte uno y con qué marcas, de qué color... para que no se pueda hacer mal uso de ello.
—Estaba hablando en broma, Hermione —le aclaró Harry cansinamente—. Ya sé que no me puedo convertir en rana mañana por la mañana.
—¡Ah, esto no sirve de nada! —se quejó Hermione cerrando de un golpe los Problemas mágicos extraordinarios—. Pero ¡quién demonios va a querer hacerse tirabuzones en los pelos de la nariz!
—A mí no me importaría —dijo la voz de Fred Weasley—. Daría que hablar, ¿no?
Harry, Ron y Hermione levantaron la vista. Fred y George acababan de salir de detrás de unas estanterías.
—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó Ron.
—Buscaros —repuso George—. McGonagall quiere que vayas, Ron. Y tú también, Hermione.
—¿Por qué? —dijo Hermione, sorprendida.
—Ni idea... pero estaba muy seria —contestó Fred.
—Tenemos que llevaros a su despacho —explicó George.
Ron y Hermione miraron a Harry, que sintió un vuelco en el estómago. ¿Iría a echarles una reprimenda? A lo mejor se había dado cuenta de lo mucho que lo ayudaban, cuando se suponía que tenía que arreglárselas él solo.
—Nos veremos en la sala común —le dijo Hermione a Harry al levantarse con Ron. Los dos parecían nerviosos—. Llévate todos los libros que puedas, ¿vale?
—Bien —asintió Harry, incómodo.
Hacia las ocho, la señora Pince había apagado todas las luces y le metía prisa para que saliera de la biblioteca. Tambaleándose por el peso de todos los libros que pudo coger, volvió a la sala común de Gryffindor, se llevó una mesa a un rincón y siguió buscando. No encontró nada en Magia disparatada para brujos disparatados, ni tampoco en Guía de la brujería medieval, ni una mención a proezas submarinas en la Antología de los encantamientos del siglo XVIII, ni en Los espantosos moradores de las profundidades, ni en Poderes que no sabías que tenías y lo que puedes hacer con ellos ahora que te has enterado.
Crookshanks se subió al regazo de Harry y se ovilló, ronroneando. La sala común se fue vaciando poco a poco. No paraban de desearle suerte para la mañana siguiente con voces tan alegres y confiadas como la de Hagrid: todos parecían convencidos de que estaba a punto de llevar a cabo otra sorprendente actuación como la de la primera prueba. Harry no les podía contestar; sólo movía la cabeza de arriba abajo, como si tuviera una pelota de goma en mitad de la garganta. Cuando faltaban diez minutos para las doce de la noche, se quedó en la sala a solas con Crookshanks. Había mirado ya en todos los libros que tenía, y Ron y Hermione seguían sin volver.
«Me rindo —se dijo a sí mismo—. No puedo. No tendré más remedio que bajar al lago mañana y decírselo a los jueces...»
Se imaginó explicando que no podía hacer la prueba: vio ante sí la cara de sorpresa de Bagman, sus ojos como platos; y la sonrisa de satisfacción de Karkarov, con sus dientes amarillos; casi oyó realmente decir a Fleur Delacour: «Lo sabía... Es demasiado joven, no es más que un niño»; vio a Malfoy, al frente de la multitud, exhibiendo la insignia donde decía «POTTER APESTA»; vio la cara de tristeza y decepción de Hagrid...
Olvidando que tenía a Crookshanks en el regazo, se levantó de repente. El gato bufó molesto al caer al suelo, le dirigió a Harry una mirada de enfado y se marchó ofendido con su cola de cepillo levantada, pero en esos momentos Harry subía ya a toda prisa por la escalera de caracol que llevaba al dormitorio. Cogería la capa invisible y volvería a la biblioteca. Si no había más remedio, pasaría la noche en ella.
—¡Lumos! —susurró Harry quince minutos después, al abrir la puerta de la biblioteca.
Con la luz de la punta de la varita encendida, pasó por entre las estanterías, cogiendo más libros: libros sobre maleficios y encantamientos, sobre sirenas, tritones y monstruos marinos, sobre brujas y magos famosos, sobre inventos mágicos, sobre cualquier cosa que pudiera incluir una referencia de pasada a la supervivencia bajo el agua. Se los llevó a una mesa y se puso a trabajar, hojeando los libros al delgado haz de luz de la varita. De vez en cuando consultaba el reloj.
La una de la madrugada... las dos de la madrugada... la única forma de aguantar era repetirse una y otra vez: «En el próximo libro, lo encontraré en el próximo libro...»
La sirena del cuadro del baño de los prefectos se estaba riendo. Harry salía a flote como un corcho y se volvía a hundir en el agua espumosa que rodeaba la roca, mientras ella sujetaba la Saeta de Fuego por encima de la cabeza de él.
—¡Ven a cogerla! —le decía entre risas—. ¡Vamos, salta!
—¡No puedo! —respondía jadeando Harry, que intentaba alcanzar la Saeta de Fuego mientras hacía lo imposible por no hundirse—. ¡Dámela!
Pero ella se limité a punzarlo en un costado con el palo de la escoba, riéndose.
—Me haces daño... quita... ¡ay!
—¡Harry Potter debe despertar, señor!
—¡Deja de golpearme!
—¡Dobby debe golpear a Harry Potter para que despierte, señor!
Abrió los ojos. Seguía en la biblioteca. La capa invisible se le había caído al dormirse, y la mejilla que tenía apoyada en el libro Donde hay una varita, hay una manera se le había pegado a la página. Se incorporó y se colocó bien las gafas, parpadeando ante la brillante luz del día.
—¡Harry Potter tiene que darse prisa! —chilló Dobby—. La segunda prueba comienza dentro de diez minutos, y Harry Potter...
—¿Diez minutos? —repitió Harry con voz ronca—. ¿Diez... diez minutos?
Miró su reloj. Dobby tenía razón: eran las nueve y veinte. Un enorme peso muerto le cayó del pecho al estómago.
—¡Aprisa, Harry Potter! —lo apremió Dobby, tirándole de la manga—. ¡Se supone que tiene que bajar al lago con los otros campeones, señor!
—Es demasiado tarde, Dobby —dijo Harry desesperanzado—. No puedo afrontar la prueba, porque no sé como...
—¡Harry Potter afrontará la prueba! —exclamó el elfo con su aguda vocecita—. Dobby sabía que Harry no había encontrado el libro adecuado, así que Dobby lo ha hecho por él.
—¿Qué? Pero tú no sabes en qué consiste la segunda prueba.
—¡Claro que Dobby lo sabe, señor! Harry Potter tiene que entrar en el lago, buscar su prenda...
—¿Buscar mi qué?
—... y liberarla de las sirenas y los tritones.
—¿Qué quiere decir «prenda»?
—Su prenda, señor, su prenda. ¡La prenda que le dio este jersey a Dobby!
Dobby tiraba del encogido jersey de color rojo oscuro que llevaba encima de los pantalones cortos.
—¿Qué? —dijo Harry con un hilo de voz—. ¿Tienen... tienen a Ron?
—¡Lo que Harry Potter más puede valorar, señor! —chilló Dobby—. Y pasada una hora...
—«... ¡negras perspectivas!» —recitó Harry, mirando horrorizado al elfo—; «demasiado tarde, ya no habrá salida...» ¿Qué tengo que hacer, Dobby?
—¡Tiene que comerse esto, señor! —dijo el elfo, y, metiéndose la mano en el bolsillo de los pantalones, sacó una bola de algo que parecían viscosas colas de rata de color gris verdoso—. Justo antes de entrar en el lago, señor: ¡branquialgas!
—¿Para qué? —preguntó Harry, mirando las branquialgas.
—¡Gracias a ellas, Harry Potter podrá respirar bajo el agua, señor!
—Dobby —le dijo Harry frenético—, escucha... ¿estás seguro de eso?
No era fácil olvidar que la última vez que Dobby había intentado ayudarlo había acabado sin huesos en el brazo derecho.
—¡Dobby está completamente seguro, señor! —contestó el elfo muy serio—. Dobby oye cosas, señor. Es un elfo doméstico, y recorre el castillo encendiendo chimeneas y fregando suelos. Dobby oyó a la profesora McGonagall y al profesor Moody en la sala de profesores, hablando sobre la próxima prueba... ¡Dobby no puede permitir que Harry Potter pierda su prenda!
Las dudas de Harry quedaron despejadas. Poniéndose en pie de un salto, se quitó la capa invisible, la guardó en la mochila, cogió las branquialgas y se las metió en el bolsillo, y luego salió a toda velocidad de la biblioteca, con Dobby pisándole los talones.
—¡Dobby tiene que volver a las cocinas, señor! —chilló Dobby al entrar en el corredor—. Si no, se darán cuenta de que no está. ¡Buena suerte, Harry Potter, señor, buena suerte!
—¡Hasta luego, Dobby! —gritó Harry, que echó a correr lo más aprisa que podía por el corredor, y luego bajó los peldaños de la escalera de tres en tres.
En el vestíbulo se encontró con algunos rezagados que dejaban el Gran Comedor después de desayunar y, traspasando las puertas de roble, se dirigían al lago para contemplar la segunda prueba. Se quedaron mirando a Harry, que pasó a su lado como una flecha, arrollando a Colin y Dennis Creevey al sortear de un salto la breve escalinata de piedra, para luego salir al frío y claro exterior.
Al bajar a la carrera por la explanada, vio que las mismas tribunas que habían rodeado en noviembre el cercado de los dragones estaban ahora dispuestas a lo largo de una de las orillas del lago. Las gradas, llenas a rebosar, se reflejaban en el agua. El eco de la algarabía de la emocionada multitud se propagaba de forma extraña por la superficie del agua y llegaba hasta la orilla por la que Harry corría a toda velocidad hacia el tribunal, que estaba sentado en el borde del lago a una mesa cubierta con tela dorada. Cedric, Fleur y Krum se hallaban junto a la mesa, y lo observaban acercarse.
—Estoy... aquí... —dijo sin aliento Harry, que patinó en el barro al tratar de detenerse en seco y salpicó sin querer la túnica de Fleur.
—¿Dónde estabas? —inquirió una voz severa y autoritaria—. ¡La prueba está a punto de dar comienzo!
Miró hacia el lugar del que provenía la voz. Era Percy Weasley, sentado a la mesa del tribunal. Nuevamente faltaba el señor Crouch.
—¡Bueno, bueno, Percy! —dijo Ludo Bagman, que parecía muy contento de ver a Harry—. ¡Dejémoslo que recupere el aliento!
Dumbledore le sonrió, pero Karkarov y Madame Maxime no parecían nada contentos de verlo... Por las caras, resultaba obvio que habían pensado que no aparecería.
Se inclinó hacia delante poniendo las manos en las rodillas, y respiró hondo. Tenía flato en el costado, que le dolía como un cuchillo clavado entre las costillas, pero no había tiempo para esperar a que se le pasara. Ludo Bagman iba en aquel momento entre los campeones, espaciándolos por la orilla del lago a una distancia de tres metros. Harry quedó en un extremo, al lado de Krum, que se había puesto el bañador y sostenía en la mano la varita.
—¿Todo bien, Harry? —susurró Bagman, distanciándolo un poco más de Krum—. ¿Tienes algún plan?
—Sí —musitó Harry, frotándose las costillas.
Bagman le dio un apretón en el hombro y volvió a la mesa del tribunal. Apuntó a la garganta con la varita como había hecho en los Mundiales, dijo «¡Sonorus!», y su voz re-tumbó por las oscuras aguas hasta las tribunas.
—Bien, todos los campeones están listos para la segunda prueba, que comenzará cuando suene el silbato. Disponen exactamente de una hora para recuperar lo que se les ha quitado. Así que, cuando cuente tres: uno... dos... ¡tres!
El silbato sonó en el aire frío y calmado. Las tribunas se convirtieron en un hervidero de gritos y aplausos. Sin pararse a mirar lo que hacían los otros campeones, Harry se quitó zapatos y calcetines, sacó del bolsillo el puñado de branquialgas, se lo metió en la boca y entró en el lago.
El agua estaba tan fría que sintió que la piel de las piernas le quemaba como si hubiera entrado en fuego. A medida que se adentraba, la túnica empapada le pesaba cada vez más. El agua ya le llegaba a las rodillas, y los entumecidos pies se deslizaban por encima de sedimentos y piedras planas y viscosas. Masticaba las branquialgas con toda la prisa y fuerza de que era capaz. Eran desagradablemente gomosas, como tentáculos de pulpo. Cuando el agua helada le llegaba a la cintura, se detuvo, tragó las branquialgas y esperó a que sucediera algo.
Se dio cuenta de que había risas entre la multitud, y sabía que debía de parecer tonto, entrando en el agua sin mostrar ningún signo de poder mágico. En la parte del cuerpo que aún no se le había mojado tenía carne de gallina. Medio sumergido en el agua helada y con la brisa levantándole el pelo, empezó a tiritar. Evitó mirar hacia las tribunas. La risa se hacía más fuerte, y los de Slytherin lo silbaban y abucheaban...
Entonces, de repente, sintió como si le hubieran tapado la boca y la nariz con una almohada invisible. Intentó respirar, pero eso hizo que la cabeza le diera vueltas. Tenía los pulmones vacíos, y notaba un dolor agudo a ambos lados del cuello.
Se llevó las manos a la garganta, y notó dos grandes rajas justo debajo de las orejas, agitándose en el aire frío: ¡eran agallas! Sin pararse a pensarlo, hizo lo único que tenía sentido en aquel momento: se echó al agua.
El primer trago de agua helada fue como respirar vida. La cabeza dejó de darle vueltas. Tomó otro trago de agua, y notó cómo pasaba suavemente por entre las branquias y le enviaba oxígeno al cerebro. Extendió las manos y se las miró: parecían verdes y fantasmales bajo el agua, y le habían nacido membranas entre los dedos. Se retorció para verse los pies desnudos: se habían alargado y también les habían salido membranas: era como si tuviera aletas.
El agua ya no parecía helada. Al contrario, resultaba agradablemente fresca y muy fácil de atravesar... Harry nadó, asombrándose de lo lejos y rápido que lo propulsaban por el agua sus pies con aspecto de aletas, y también de lo claramente que veía, y de que no necesitara parpadear. Se había alejado tanto de la orilla que ya no veía el fondo. Se hundió en las profundidades.
Al deslizarse por aquel paisaje extraño, oscuro y neblinoso, el silencio le presionaba los oídos. No veía más allá de tres metros a la redonda, de forma que, mientras nadaba velozmente, las cosas surgían de repente de la oscuridad: bosques de algas ondulantes y enmarañadas, extensas planicies de barro con piedras iluminadas por un levísimo res-plandor. Bajó más y más hondo hacia las profundidades del lago, con los ojos abiertos, escudriñando, entre la misteriosa luz gris que lo rodeaba, las sombras que había más allá, donde el agua se volvía opaca.
Pequeños peces pasaban en todas direcciones como dardos de plata. Una o dos veces creyó ver algo más grande ante él, pero al acercarse descubría que no era otra cosa que algún tronco grande y ennegrecido o un denso macizo de algas. No había ni rastro de los otros campeones, de sirenas ni tritones, de Ron ni, afortunadamente, tampoco del calamar gigante.
Unas algas de color esmeralda de sesenta centímetros de altura se extendían ante él hasta donde le alcanzaba la vista, como un prado de hierba muy crecida. Miraba hacia delante sin parpadear, intentando distinguir alguna forma en la oscuridad... y entonces, sin previo aviso, algo lo agarró por el tobillo.
Se retorció para mirar y vio que un grindylow, un pequeño demonio marino con cuernos, le había aferrado la pierna con sus largos dedos y le enseñaba los afilados colmillos. Se apresuró a meterse en el bolsillo la mano membranosa, y buscó a tientas la varita mágica. Pero, para cuando logró hacerse con ella, otros dos grindylows habían salido de las algas y, cogiéndolo de la túnica, intentaban arrastrarlo hacia abajo.
—¡Relaxo! —gritó Harry.
Pero no salió ningún sonido de la boca, sino una burbuja grande, y la varita, en vez de lanzar chispas contra los grindylows, les arrojó lo que parecía un chorro de agua hirviendo, porque donde les daba les producía en la piel verde unas ronchas rojas de aspecto infeccioso. Harry se soltó el tobillo del grindylow y escapó tan rápido como pudo, echando a discreción de vez en cuando más chorros de agua hirviendo por encima del hombro. Cada vez que notaba que alguno de los grindylows le volvía a agarrar el tobillo, le lanzaba una patada muy fuerte. Por fin, sintió que su pie había golpeado una cabeza con cuernos; volviéndose a mirar, vio al aturdido grindylow alejarse en el agua, bizqueando, mientras sus compañeros amenazaban a Harry con el puño y se hundían otra vez entre las algas.
Aminoró un tanto, guardó la varita en la túnica, y miró en torno, escuchando, mientras describía en el agua un círculo completo. La presión del silencio contra los tím-panos se había incrementado. Debía de hallarse a mayor profundidad, pero nada se movía salvo las ondulantes algas.
—¿Cómo te va?
Harry creyó que le daba un infarto. Se volvió de inmediato, y vio a Myrtle la Llorona flotando vaporosamente delante de él, mirándolo a través de sus gruesas gafas nacaradas.
—¡Myrtle! —intentó gritar Harry.
Pero, una vez más, lo único que le salió de la boca fue una burbuja muy grande. Myrtle la Llorona se rió.
—¡Deberías mirar por allá! —le dijo, señalando en una dirección—. No te acompaño. No me gustan mucho: me persiguen cada vez que me acerco.
Harry le hizo un gesto de agradecimiento con la mano, y se fue en la dirección indicada, con cuidado de nadar algo más distanciado de las algas para evitar a otros grindylows que pudieran estar al acecho.
Siguió nadando durante unos veinte minutos, hasta que llegó a unas vastas extensiones de barro negro, que enturbiaba el agua en pequeños remolinos cuando él pasaba aleteando. Luego, por fin, percibió un retazo del canto de las criaturas marinas:
Nos hemos llevado lo que más valoras, y para encontrarlo tienes una hora...
Harry nadó más aprisa, y no tardó en ver aparecer frente a él una roca grande que se alzaba del lodo. Había en ella pinturas de sirenas y tritones que portaban lanzas y pare-cían estar tratando de dar caza al calamar gigante. Harry pasó la roca, guiado por la canción:
... ya ha pasado media hora, así que no nos des largas si no quieres que lo que buscas se quede criando algas...
De repente, de la oscuridad que lo envolvía todo surgió un grupo de casas de piedra sin labrar y cubiertas de algas. Harry distinguió rostros en las ventanas, rostros que no guardaban ninguna semejanza con el del cuadro de la sirena que había en el baño de los prefectos...
Las sirenas y los tritones tenían la piel cetrina y el pelo verde oscuro, largo y revuelto. Los ojos eran amarillos, del mismo color que sus dientes partidos, y llevaban alrededor del cuello unas gruesas cuerdas con guijarros ensartados. Le dirigieron a Harry sonrisas malévolas. Dos de aquellas criaturas, que enarbolaban una lanza, salieron de sus moradas para observarlo, mientras batían el agua con sus fuertes colas de pez plateadas.
Harry siguió, mirando a su alrededor, y enseguida las casas se hicieron más numerosas. Alrededor de algunas de ellas había jardines de algas, y hasta vio un grindylow que parecían tener de mascota, atado a una estaca a la puerta de una de las moradas. Para entonces las sirenas y los tritones salían de todos lados y lo contemplaban con mucha curiosidad; señalaban sus branquias y las membranas de sus extremidades, y se tapaban la boca con las manos para hablar entre ellos. Harry dobló muy aprisa una esquina, y vio de pronto algo muy raro.
Una multitud de sirenas y tritones flotaba delante de las casas que se alineaban en lo que parecía una versión submarina de la plaza de un pueblo pintoresco. En el medio cantaba un coro de tritones y sirenas para atraer a los campeones, y tras ellos se erguía una tosca estatua que representaba a una sirena gigante tallada en una mole de piedra. Había cuatro personas ligadas con cuerdas a la cola de la sirena.
Ron estaba atado entre Hermione y Cho Chang. Había también una niña que no parecía contar más de ocho años y cuyo pelo plateado le indicó a Harry que debía de ser hermana de Fleur Delacour. Daba la impresión de que los cuatro se hallaban sumidos en un sueño muy profundo: la cabeza les colgaba sobre los hombros, y de la boca les salía una fina hilera de burbujas.
Se acercó rápidamente a ellos, temiendo que los tritones bajaran las lanzas para atacarlo, pero no hicieron nada. Las cuerdas de algas que sujetaban a los rehenes a la estatua eran gruesas, viscosas y muy fuertes. Por una fracción de segundo, pensó en la navaja que Sirius le había regalado por Navidad y que tenía guardada en el baúl, dentro del castillo, a cuatrocientos metros de allí, donde no le podía servir de nada en absoluto.
Miró a su alrededor. Muchos de los tritones y sirenas que los rodeaban llevaban lanzas. Se acercó rápidamente a un tritón de más de dos metros de altura que lucía una larga barba verde y un collar de colmillos de tiburón, y le pidió por señas la lanza. El tritón se rió y negó con la cabeza.
—No ayudamos —declaró con una voz ronca.
—¡Vamos! —dijo Harry furioso (aunque sólo le salieron burbujas de la boca), e intentó arrancarle la lanza al tritón, pero él tiró de ella, sin dejar de negar ni de reírse.
Harry se volvió y buscó algo afilado... algo...
Había piedras en el fondo del lago. Se hundió para coger una particularmente dentada, y regresó junto a la estatua. Comenzó a cortar las cuerdas que ataban a Ron, y, tras varios minutos de duro trabajo, lo consiguió. Ron flotó, inconsciente, unos centímetros por encima del fondo del lago, balanceándose ligeramente con el flujo del agua.
Harry miró a su alrededor. No había señal de ninguno de los otros campeones. ¿Qué hacían? ¿Por qué no se daban prisa? Se volvió hacia Hermione, levantó la piedra dentada y se dispuso a cortarle las cuerdas también a ella...
De inmediato lo agarraron varios pares de fuertes manos grises. Media docena de tritones lo separaban de Hermione, negando con la cabeza y riéndose.
—Llévate el tuyo —le dijo uno de ellos—. ¡Deja a los otros!
—¡De ninguna manera! —respondió Harry furioso... pero de la boca sólo le salieron dos burbujas grandes.
—Tu misión consiste en liberar a tu amigo... ¡Deja a los otros!
—¡Ella también es amiga mía! —gritó Harry, señalando a Hermione y sin echar por la boca más que una enorme burbuja plateada—. ¡Y tampoco quiero que ellas mueran!
La cabeza de Cho se indinaba sobre el hombro de Hermione. La niña del pelo plateado estaba espectralmente pálida y verdosa. Harry intentó apartar a los tritones, pero ellos se reían más fuerte que antes, deteniéndolo. Harry miró a su alrededor, desesperado. ¿Dónde estaban los otros? ¿Le daría tiempo de subir con Ron a la superficie y volver por Hermione y las otras? ¿Podría encontrarlas otra vez? Miró el reloj para ver cuánto tiempo le quedaba, pero se le había parado.
Entonces los tritones y las sirenas que lo rodeaban señalaron hacia lo alto. Al levantar la vista, Harry vio a Cedric nadando hacia allí. Tenía una enorme burbuja alrededor de la cabeza, que agrandaba extrañamente los rasgos de su cara.
—¡Nos perdimos! —dijo moviendo los labios, sin pronunciar ningún sonido, y estremecido de horror—. ¡Fleur y Krum vienen detrás!
Muy aliviado, Harry vio a Cedric sacar un cuchillo del bolsillo y liberar con él a Cho, para luego subir con ella hasta perderse de vista.
Harry miró a su alrededor, esperando. ¿Dónde estaban Fleur y Krum? El tiempo se agotaba y, de acuerdo con la canción, si la hora de plazo concluía, los rehenes se quedarían allí para siempre.
De pronto, los tritones y las sirenas prorrumpieron en alaridos de excitación. Los que sujetaban a Harry aflojaron las manos, mirando hacia atrás. Harry se volvió y vio algo monstruoso que se dirigía hacia ellos abriéndose paso por el agua: el cuerpo de un hombre en bañador con cabeza de tiburón: era Krum. Parecía que se había transformado, pero mal.
El hombre-tiburón fue directamente hasta Hermione y empezó a morderle las cuerdas. El problema estaba en que los nuevos dientes de Krum se hallaban en una posición poco práctica para morder nada que fuera más pequeño que un delfín, y Harry se dio cuenta de que, si Krum no ponía mucho cuidado, cortaría a Hermione por la mitad. Lanzándose hacia Krum, le dio un golpe en el hombro y le entregó la piedra dentada. Krum la cogió y la usó para liberar a Hermione. Al cabo de unos segundos ya lo había logrado. Cogió a Hermione por la cintura y, sin una mirada hacia atrás, se impulsó rápidamente hacia la superficie con ella.
«¿Y ahora qué?», pensó Harry desesperado. Si estuviera seguro de que llegaría Fleur... pero no había ni rastro de ella.
Cogió la piedra que Krum había tirado al suelo, pero los tritones se acercaron a él y a la niña, negando con la cabeza.
Harry sacó la varita.
—¡Apartaos!
Sólo le salieron burbujas de la boca, pero tenía la clara impresión de que los tritones habían comprendido, porque de repente dejaron de reírse. Sus amarillos ojos estaban fijos en la varita de Harry, y parecían asustados. Podían ser muchos más que él, pero viendo sus caras comprendió que no sabían más de magia que el calamar gigante.
—¡Contaré hasta tres! —gritó. Salió una fila de burbujas, pero levantó tres dedos para asegurarse de que entendían el mensaje—. Uno... —bajó un dedo—, dos... —bajó el segundo.
Se dispersaron. Harry se lanzó hacia la niña y empezó a cortarle las cuerdas que la ataban a la estatua. Y al final la liberó. Cogió a la niña por la cintura y a Ron por el cuello de la túnica, y comenzó a ascender.
El ascenso era muy lento, porque ya no podía usar las manos palmeadas para avanzar. Movió las aletas con furia, pero Ron y la hermana de Fleur eran como sacos de patatas que tiraban de él hacia abajo... Alzó los ojos hacia el cielo, aunque sabía que aún debía de encontrarse muy hondo porque el agua estaba oscura por encima de él.
Los tritones y las sirenas lo acompañaban en la subida. Los vio girar a su alrededor con gracilidad, observando cómo él forcejeaba contra las aguas. ¿Lo arrastrarían a las profundidades cuando el tiempo hubiera concluido? Tal vez devoraban humanos... Las piernas se le agarrotaban del esfuerzo de nadar, y los hombros le dolían terriblemente de arrastrar a Ron y a la niña...
Respiraba con dificultad. Volvían a dolerle los lados del cuello, y era muy consciente de la humedad del agua en la boca... pero, por otro lado, el agua se aclaraba. Podía ver sobre él la luz del día...
Dio un potente coletazo con las aletas, pero descubrió entonces que ya no eran más que pies... El agua que le entraba por la boca le inundaba los pulmones. Empezaba a marearse, pero sabía que la luz y el aire se hallaban sólo a unos tres metros por encima de él. Tenía que llegar... tenía que conseguirlo...
Hizo tal esfuerzo con las piernas que le pareció que los músculos se quejaban a gritos. Incluso su cerebro parecía lleno de agua: no podía respirar, necesitaba oxígeno, tenía que seguir subiendo, no podía parar...
Y entonces notó que rompía con la cabeza la superficie del agua. Un aire limpio, fresco y maravilloso le produjo escozor en la cara empapada. Tomó una bocanada de aquel aire, con la sensación de que nunca había respirado de verdad y, jadeando, tiró de Ron y de la niña hasta la superficie. Alrededor de ellos, por todas partes, emergían unas primitivas cabezas de pelo verde, pero ahora le sonreían.
Desde las tribunas, la multitud armaba muchísimo jaleo: todos estaban de pie, gritando y chillando. Tuvo la impresión de que creían que Ron y la niña habían muerto, pero se equivocaban: tanto uno como otro habían abierto los ojos. La niña parecía asustada y confusa, pero Ron simplemente echó un chorro de agua por la boca, parpadeó a la brillante luz del día y se volvió hacia Harry.
—Esto está muy húmedo, ¿eh? —comentó; luego miró a la hermana de Fleur—. ¿Para qué la has traído?
—Fleur no apareció. No podía dejarla allí —contestó Harry jadeando.
—Harry, serás ingenuo... —dijo Ron—. ¡No me digas que te tomaste la canción en serio! Dumbledore no nos habría dejado ahogarnos allí.
—Pero la canción decía...
—¡Era sólo para asegurarse de que te dabas prisa en volver! —replicó Ron—. ¡Espero que no perdieras el tiempo allí abajo interpretando el papel de héroe!
Harry se sintió al mismo tiempo estúpido y enfadado. Para Ron había sido muy fácil: había permanecido dormido, no se había dado cuenta de lo sobrecogedor que era el lago y verse rodeado de tritones y sirenas armados de lanzas, que parecían más que capaces de asesinar.
—Vamos —dijo Harry—, ayúdame a llevarla. Creo que no nada muy bien.
Con la compañía de veinte sirenas y tritones, que hacían de guardia de honor cantando sus horribles cánticos que parecían chirridos, llevaron a la hermana de Fleur por el agua hasta la orilla, desde donde los observaban los miembros del tribunal.
Harry vio a la señora Pomfrey prodigando sus atenciones a Hermione, Krum, Cedric y Cho, que estaban envueltos en mantas muy gruesas. Desde la orilla a la que se dirigían, Dumbledore y Ludo Bagman les sonreían, pero Percy, que parecía muy pálido y, en cierto modo, más joven de lo habitual, fue a su encuentro chapoteando en el agua. Mientras tanto, Madame Maxime intentaba sujetar a Fleur Delacour, que estaba completamente histérica y peleaba con uñas y dientes para volver al agua.
—¡«Gabguielle»!, ¡«Gabguielle»! ¿Está viva? ¿Está «heguida»?
—¡Está bien! —intentó decirle Harry, pero llegaba tan cansado que apenas podía hablar, y mucho menos gritar.
Percy agarró a Ron y tiró de él hacia la orilla («¡Déjame en paz, Percy, estoy bien!»); Dumbledore y Bagman cogieron a Harry; Fleur se había soltado de Madame Maxime y corría a abrazar a su hermana.
—Fue «pog» los «guindylows»... Me «atacagon»... ¡Ah, Gabguielle, pensé... pensé...!
—Tú, ven aquí —dijo la voz de la señora Pomfrey.
Agarró a Harry y, llevándolo hasta donde estaban Hermione y los otros, lo envolvió tan apretado en una manta que le pareció que le había puesto una camisa de fuerza, y lo obligó a beber una poción muy caliente que le hizo salir humo por las orejas.
—¡Muy bien, Harry! —gritó Hermione—. ¡Lo hiciste, averiguaste el modo, y todo por ti mismo!
—Bueno... —contestó Harry. Le hubiera contado lo de Dobby, pero se acababa de dar cuenta de que Karkarov lo miraba. Era el único miembro del tribunal que no se había levantado de la mesa, el único que no mostraba señales de alivio al ver volver sanos y salvos a Harry, Ron y la hermana de Fleur—. Sí, es verdad —dijo Harry, elevando algo la voz para que lo oyera Karkarov.
—Tienes un «escarrabajo» en el pelo, Herr... mío... ne —dijo Krum.
Harry tuvo la impresión de que Krum intentaba recuperar la atención de Hermione, tal vez para recordarle que había sido él quien la había rescatado del lago, pero Hermione se quitó el escarabajo del pelo con un gesto de impaciencia y continuó:
—Pero te has pasado un montón del tiempo, Harry... ¿Te costó mucho encontrarnos?
—No, os encontré sin problemas.
Harry se sentía más idiota a cada momento. Una vez fuera del agua, le parecía evidente que las medidas de seguridad de Dumbledore no habrían permitido la muerte de uno de los rehenes sólo porque el campeón no hubiera conseguido llegar a tiempo. ¿Por qué no había cogido a Ron y se había marchado con él? Habría sido el primero... Ni Cedric ni Krum habían perdido un instante preocupándose por los otros: no se habían tomado en serio la canción de las sirenas.
Dumbledore estaba agachado en la orilla, trabando conversación con la que parecía la jefa de las sirenas, que tenía un aspecto especialmente feroz y salvaje. El director hacía el mismo tipo de ruidos estridentes que las sirenas y los tritones producían fuera del agua: evidentemente, Dumbledore hablaba sirenio. Finalmente se enderezó, se volvió hacia los otros miembros del tribunal y les dijo:
—Me parece que tenemos que hablar antes de dar la puntuación.
Los miembros del tribunal hicieron un corrillo para discutir. La señora Pomfrey había ido a rescatar a Ron de las garras de Percy; lo llevó con Harry y los otros, le dio una manta y un poco de poción pimentónica, y luego fue en busca de Fleur y su hermana. Fleur tenía muchos cortes en la cara y los brazos, y la túnica rasgada; pero no parecía que eso le preocupara, y no permitió que la señora Pomfrey se ocupara de ella.
—Atienda a «Gabguielle» —le dijo, y luego se volvió hacia Harry—. Tú la has salvado —le dijo casi sin resuello—. Aunque no «ega» tu «gueén».
—Sí —asintió Harry, que en ese momento estaba muy arrepentido de no haber dejado a las tres atadas a la estatua.
Fleur se inclinó, besó a Harry dos veces en cada mejilla (él sintió que la cara le ardía, y no le habría extrañado que le hubiera vuelto a salir humo por las orejas), y luego le dijo a Ron:
—Tú también la ayudaste.
—Sí —dijo Ron muy ilusionado—, un poco.
Fleur se abalanzó también sobre él para besarlo. Hermione parecía furiosa, pero justo entonces la voz mágicamente amplificada de Ludo Bagman retumbó junto a ellos y los sobresaltó. En las gradas, la multitud se quedó de repente en silencio.
—Damas y caballeros, hemos tomado una decisión. Murcus, la jefa sirena, nos ha explicado qué ha ocurrido exactamente en el fondo del lago, y hemos puntuado en consecuencia. El total de nuestras puntuaciones, que se dan sobre un máximo de cincuenta puntos a cada uno de los campeones, es el siguiente:
»La señorita Delacour, aunque ha demostrado un uso excelente del encantamiento casco-burbuja, fue atacada por los grindylows cuando se acercaba a su meta, y no consiguió recuperar a su hermana. Le concedemos veinticinco puntos.
Aplaudieron en las tribunas.
—Me «meguezco» un «cego» —dijo Fleur con voz ronca, agitando su magnífica cabellera.
—El señor Diggory, que también ha utilizado el encantamiento casco-burbuja, ha sido el primero en volver con su rehén, aunque lo hizo un minuto después de concluida la hora.
Se escucharon unos vítores atronadores procedentes de la zona de Hufflepuff. Harry vio que, entre la multitud, Cho le dirigía a Cedric una mirada entusiasmada.
—Por tanto le concedemos cuarenta y siete puntos.
A Harry se le cayó el alma a los pies. Si Cedric había llegado demasiado tarde, él desde luego mucho más.
—El señor Viktor Krum ha utilizado una forma de transformación incompleta, que sin embargo dio buen resultado, y ha sido el segundo en volver con su rescatada. Le concedemos cuarenta puntos.
Karkarov aplaudió muy fuerte y de manera muy arrogante.
—El señor Harry Potter ha utilizado con mucho éxito las branquialgas —prosiguió Bagman—. Volvió en último lugar, y mucho después de terminado el plazo de una hora. Pero la jefa sirena nos ha comunicado que el señor Potter fue el primero en llegar hasta los rehenes, y que el retraso en su vuelta se debió a su firme decisión de salvarlos a todos, no sólo al suyo.
Tanto Ron como Hermione dirigieron a Harry miradas que eran en parte de exasperación, en parte de compasión.
—La mayoría de los miembros del tribunal —y aquí Bagman le dirigió a Karkarov una mirada muy desagradable— están de acuerdo en que esto demuestra una gran altura moral y que merece ser recompensado con la máxima puntuación. No obstante... la puntuación del señor Potter son cuarenta y cinco puntos.
A Harry le dio un vuelco el estómago. Estaba empatado en el primer puesto con Cedric Diggory. Ron y Hermione, muy sorprendidos, miraron a Harry; luego se rieron y empezaron a aplaudir muy fuerte con el resto de la multitud.
—¿Has visto, Harry? —le gritó Ron por encima del estruendo—. ¡Después de todo, no fuiste tan tonto! ¡Estabas demostrando gran altura moral!
Fleur también aplaudía con mucho entusiasmo. Krum, en cambio, no parecía nada contento. Volvió a intentar entablar conversación con Hermione, pero ella estaba demasiado ocupada vitoreando a Harry para escuchar.
—La tercera y última prueba tendrá lugar al anochecer del día veinticuatro de junio —continuó Bagman—. A los campeones se les notificará en qué consiste dicha prueba justo un mes antes. Gracias a todos por el apoyo que les brindáis.
«Ya ha pasado», pensaba Harry algo aturdido mientras la señora Pomfrey se lo llevaba con el resto de los campeones y los rehenes de regresó al castillo, para que se pusieran ropa seca. Ya había pasado todo: había superado la prueba, y no tenía que preocuparse por nada más hasta el 24 de junio...
Mientras subía la escalinata de piedra que daba acceso al castillo, decidió que en cuanto volviera a Hogsmeade le compraría a Dobby un par de calcetines para cada día del año.
27
El regreso de Canuto
Una de las mejores consecuencias de la prueba fue que después todo el mundo estaba deseando conocer los detalles de lo ocurrido bajo el agua, lo que supuso que por una vez Ron compartiera el protagonismo con Harry. Éste notó que la versión que Ron daba de los hechos cambiaba sutilmente cada vez que los contaba. Al principio dijo lo que parecía ser más o menos la verdad; por lo menos, coincidía con la versión de Hermione: Dumbledore había reunido en el despacho de la profesora McGonagall a todos los futuros rehenes y, después de asegurarles que no les pasaría nada y que despertarían al salir del agua, los había dormido mediante un hechizo. Una semana después, sin embargo, Ron contaba un emocionante relato de secuestro en el que se enfrentaba él solo a cincuenta tritones armados hasta los dientes, que habían tenido que reducirlo antes de poder atarlo.
—Pero yo tenía la varita oculta en la manga —le aseguraba a Padma Patil, que parecía haberse vuelto más amable con Ron cuando éste se convirtió en el centro de atención, y le hablaba cada vez que se cruzaba con él por los corredores—. Si hubiera querido, podría haber raptado yo a esos atontados.
—¿Cuándo los ibas a raptar? ¿Mientras se mondaban de risa? —le preguntó Hermione mordazmente. Estaba muy irritable porque le tomaban mucho el pelo a propósito de que fuera ella la persona a la que Viktor Krum más valoraba.
Ron enrojeció hasta las orejas, y en adelante retomó la primera versión de los hechos.
Había empezado marzo, y el tiempo se hizo más seco, pero un viento terrible parecía despellejarles manos y cara cada vez que salían del castillo. Había retrasos en el correo porque el viento desviaba a las lechuzas del camino. La lechuza parda que Harry había enviado a Sirius con la fecha del permiso para ir a Hogsmeade volvió el viernes por la mañana a la hora del desayuno con la mitad de las plumas revueltas. En cuanto Harry le desprendió la carta de Sirius se escapó, temiendo que la enviaran otra vez.
La carta de Sirius era casi tan corta como la anterior:
Id al paso de la cerca que hay al final de la carretera que sale de Hogsmeade (más allá de Dervish y Banges) el sábado a las dos en punto de la tarde. Llevad toda la comida que podáis.
—¡No habrá vuelto a Hogsmeade! —exclamó Ron, sorprendido.
—Eso parece —observó Hermione.
—No puedo creerlo —dijo Harry muy preocupado—. Si lo cogen...
—Hasta ahora no lo han conseguido —le recordó Ron—. Y el lugar ya no está lleno de dementores.
Harry plegó la carta, pensando. La verdad era que quería volver a ver a Sirius. De forma que fue a la última clase de la tarde (doble hora de Pociones) mucho más contento de lo que normalmente se sentía cuando bajaba la escalera que llevaba a las mazmorras.
Malfoy, Crabbe y Goyle habían formado un corrillo a la puerta de la clase con la pandilla de chicas de Slytherin a la que pertenecía Pansy Parkinson. Todos miraban algo que Harry no alcanzó a distinguir, y se reían por lo bajo con muchas ganas. La cara de Pansy asomó por detrás de la ancha espalda de Goyle y los vio acercarse.
—¡Ahí están, ahí están! —anunció con una risa tonta, y el corro se rompió.
Harry vio que Pansy tenía en las manos un ejemplar de la revista Corazón de bruja. La foto con movimiento de la portada mostraba a una bruja de pelo rizado que sonreía enseñando los dientes y apuntaba a un bizcocho grande con la varita.
—¡A lo mejor encuentras aquí algo de tu interés, Granger! —dijo Pansy en voz alta, y le tiró la revista a Hermione, que la cogió algo sobresaltada.
En aquel momento se abrió la puerta de la mazmorra, y Snape les hizo señas de que entraran.
Hermione, Harry y Ron se encaminaron hacia su pupitre al final de la mazmorra. En cuanto Snape volvió la espalda para escribir en la pizarra los ingredientes de la poción de aquel día, Hermione se apresuró a hojear la revista bajo el pupitre. Al fin, en las páginas centrales, encontró lo que buscaba. Harry y Ron se inclinaron un poco para ver mejor. Una fotografía en color de Harry encabezaba un pequeño artículo titulado «La pena secreta de Harry Potter»:
Tal vez sea diferente. Pero, aun así, es un muchacho que padece todos los sufrimientos típicos de la adolescencia, nos revela Rita Skeeter. Privado de amor desde la trágica pérdida de sus padres, a sus catorce años Harry Potter creía haber encontrado consuelo en Hogwarts en su novia, Hermione Granger, una muchacha hija de muggles. Poco sospechaba que no tardaría en sufrir otro golpe emocional en una vida cuajada de pérdidas.
La señorita Granger, una muchacha nada agraciada pero sí muy ambiciosa, parece sentir debilidad por los magos famosos, debilidad que ni siquiera Harry ha podido satisfacer por sí solo. Desde la llegada a Hogwarts de Viktor Krum, el buscador búlgaro y héroe de los últimos Mundiales de quidditch, la señorita Granger ha jugado con los afectos de ambos muchachos. Krum, que está abiertamente enamorado de la taimada señorita Granger, la ha invitado ya a visitarlo en Bulgaria durante las vacaciones de verano, no sin antes declarar que jamás había sentido lo mismo por ninguna otra chica.
Sin embargo, podrían no ser los dudosos encantos naturales de la señorita Granger los que han conquistado el interés de estos pobres chicos.
«Es fea con ganas —nos declara Pansy Parkinson, una bonita y vivaracha alumna de cuarto curso—, pero es perfectamente capaz de preparar un filtro amoroso, porque es una sabelotodo. Supongo que así lo consigue.»
Como es natural, los filtros amorosos están prohibidos en Hogwarts, y no cabe duda de que Albus Dumbledore estará interesado en investigar estas sospechas. Mientras tanto, las admiradoras de Harry Potter tendremos que conformarnos con esperar que la próxima vez le entregue su corazón a una candidata más digna de él.
—¡Te lo advertí! —le dijo Ron a Hermione entre dientes, mientras ella seguía con la vista fija en el artículo—. ¡Te advertí que no debías picarla! ¡Te ha presentado como una especie de... de mujer fatal!
Del rostro de Hermione desapareció la expresión de aturdimiento, y en su lugar soltó una risotada.
—¿Mujer fatal? —repitió, conteniendo la risa.
—Es como las llama mi madre —murmuró Ron, ruborizándose.
—Si Rita no es capaz más que de esto, es que está perdiendo sus habilidades —dijo Hermione, volviendo a reírse y dejando el número de Corazón de bruja sobre una silla vacía—. ¡Qué montón de basura!
Miró a los de Slytherin, que los observaban detenidamente para ver si se enfadaban con el artículo. Hermione les dirigió una sonrisa sarcástica y un gesto de la mano, y tanto ella como Ron y Harry empezaron a sacar los ingredientes que necesitarían para la poción agudizadora del ingenio.
—Pero hay algo muy curioso —dijo Hermione diez minutos después, deteniendo la mano de mortero sobre el almirez lleno de escarabajos—. ¿Cómo puede haberse enterado Rita Skeeter...?
—¿De qué? —se apresuró a preguntar Ron—. Tú no has preparado filtros amorosos, ¿no?
—No seas idiota —le soltó Hermione, comenzando a machacar los escarabajos—. Quiero decir... ¿cómo se habrá enterado de que Viktor Krum me ha invitado a visitarlo este verano?
Hermione se puso como un tomate al explicar esto, y evitó por todos los medios la mirada de Ron.
—¿Qué? —exclamó éste, dejando caer la mano de mortero, que hizo bastante ruido.
—Me lo pidió justo después de sacarme del lago —susurró Hermione—. Después de volver a transformarse la cabeza. La señora Pomfrey nos dio una manta a cada uno, y luego él me llevó aparte para que no pudieran oírnos, y me dijo que si no tenía nada pensado para el verano, tal vez me gustaría...
—¿Y qué le respondiste? —preguntó Ron, que había recuperado la mano de mortero y lo estaba usando sobre la mesa, bastante lejos de donde tenía el almirez, porque no apartaba los ojos de Hermione.
—Y dijo que nunca había sentido lo mismo por ninguna otra chica —siguió Hermione, poniéndose tan colorada que en aquel momento Ron casi notaba el calor que desprendía—. Pero ¿cómo pudo oírlo Rita Skeeter? Ella no estaba por allí, ¿o sí? A lo mejor tiene una capa invisible, a lo mejor se infiltró en los terrenos del colegio para ver la segunda prueba...
—¿Y qué le respondiste tú? —repitió Ron, pegando tan fuerte con la mano de mortero que hizo una marca en el pupitre.
—Bueno, yo estaba demasiado ocupada intentando averiguar si vosotros dos estabais bien.
—Por fascinante que sea su vida social, señorita Granger —dijo una voz fría detrás de ellos—, le rogaría que no tratara sobre ella en mi clase. Diez puntos menos para Gryffindor.
Snape se había ido acercando sigilosamente a su pupitre mientras hablaban. En aquel momento, toda la clase los observaba. Malfoy aprovechó para lucir ante Harry la inscripción «POTTER APESTA» de su insignia.
—¡Ah...! ¿También leyendo revistas bajo la mesa? —añadió Snape, cogiendo el ejemplar de Corazón de bruja—. Otros diez puntos menos para Gryffindor... Ah, claro... —Los negros ojos de Snape relucieron al dar con el artículo de Rita Skeeter—. Potter tiene que estar al día de sus apariciones en la prensa...
Las carcajadas de los de Slytherin resonaron en el aula, y una desagradable sonrisa dibujó una mueca en los delgados labios de Snape. Para indignación de Harry, comenzó a leer el artículo en voz alta.
—«La pena secreta de Harry Potter...» Vaya, vaya, Potter, ¿de qué sufre usted ahora? «Tal vez sea diferente. Pero, aun así...»
Harry notaba que le ardía la cara. Snape se paraba al final de cada frase para dejar que los de Slytherin se rieran. Leído por Snape, el artículo sonaba diez veces peor.
—«... las admiradoras de Harry Potter tendremos que conformarnos con esperar que la próxima vez le entregue su corazón a una candidata más digna de él.» ¡Qué conmo-vedor! —dijo Snape con desprecio, cerrando y enrollando la revista ante las risas continuadas de los de Slytherin—. Bueno, creo que lo mejor será que los separe a los tres para que puedan pensar en sus pociones y olvidar por un momento sus enmarañadas vidas amorosas. Weasley, quédese donde está; señorita Granger, allá, con la señorita Parkinson; Potter, a la mesa que está enfrente de la mía. Muévase, ya.
Furioso, Harry echó los ingredientes y la mochila en el caldero, y lo llevó hasta la mesa vacía que había en la parte de delante de la mazmorra. Snape lo siguió, se sentó a su mesa y observó a Harry vaciando el caldero. Decidido a no mirarlo, Harry reanudó la tarea de machacar escarabajos, imaginándose la cara de Snape en cada uno de ellos.
—Toda esta atención por parte de la prensa parece habérsele subido a la cabeza, que ya estaba bastante llena de presunción, Potter —dijo Snape en voz baja, cuando el resto de la clase había vuelto a lo suyo.
Harry no respondió. Sabía que Snape trataba de provocarlo, tal como había hecho en otras ocasiones. Sin duda, quería una excusa para quitarle a Gryffindor cincuenta puntos antes del final de la clase.
—Podrías tener la equivocada impresión de que todo el mundo mágico está pendiente de ti —siguió Snape, pasando a tutearlo y en voz tan baja que nadie más podía oírlo (Harry siguió machacando los escarabajos, aunque ya los había reducido a un polvo finísimo), pero me da igual cuántas veces aparezca tu foto en los periódicos. Para mí, Potter, no eres más que un niño desagradable que cree estar por encima de las reglas.
Harry echó el polvo de escarabajo en el caldero y se puso a cortar las raíces de jengibre. Las manos le temblaban un poco de la cólera, pero no levantaba los ojos, como si no oyera lo que Snape le decía.
—Así que te advertiré algo, Potter —prosiguió Snape, con la voz aún más suave y ponzoñosa—, seas o no una diminuta celebridad: si te pillo volviendo a entrar en mi des-pacho...
—¡Yo no me he acercado nunca a su despacho! —replicó Harry enojado, olvidando su fingida sordera.
—No me mientas —dijo Snape entre dientes, perforando a Harry con sus insondables ojos negros—. Piel de serpiente arbórea africana, branquialgas... Tanto una como otra salieron de mi armario privado, y sé quién las robó.
Harry le devolvió la mirada a Snape, intentando no pestañear ni parecer culpable. La verdad era que él no le había robado ninguna de aquellas cosas. Era Hermione quien le había cogido la piel de serpiente arbórea africana cuando estaban en segundo: la necesitaban para la poción multijugos. Y, aunque aquella vez Snape había sospechado de Harry, no había podido demostrarlo. En cuanto a las branquialgas, era evidente que las había robado Dobby.
—No sé de qué me habla —contestó Harry fríamente.
—¡No estabas en el dormitorio la noche en que entraron en mi despacho! —le dijo Snape en voz baja—. ¡Lo sé, Potter! ¡Y aunque Ojoloco Moody haya ingresado en tu club de admiradores, no por eso toleraré tu comportamiento! Una nueva incursión nocturna en mi despacho, Potter, ¡y lo pagarás!
—Bien —repuso Harry con serenidad, volviendo a sus raíces de jengibre—, lo tendré en cuenta por si alguna vez siento impulsos de entrar.
Hubo un brillo en los ojos de Snape. Se metió la mano en la túnica negra, y por un momento Harry temió que sacara la varita y le echara una maldición allí mismo. Luego vio que lo que sacaba era un pequeño tarro de cristal con una poción que parecía agua. Harry la observó.
—¿Sabes qué es esto, Potter? —preguntó Snape, y sus ojos volvieron a brillar malévolamente.
—No —respondió Harry, aquella vez con total sinceridad.
—Es Veritaserum, una poción de la verdad tan poderosa que tres gotas bastarían para que descubrieras tus más íntimos secretos ante toda la clase —dijo Snape con la voz impregnada de odio—. Desde luego, el uso de esta poción está severamente controlado por normativa ministerial. Pero, si no vigilas tus pasos, podrías descubrir que mi mano se desliza subrepticiamente —movió un poco el tarro de cristal— hasta el zumo de calabaza de tu cena. Y entonces, Potter... sabremos si has estado o no en mi despacho.
Harry no dijo nada. Una vez más, volvió su atención a las raíces de jengibre, cogió el cuchillo y las partió en rodajas. No le hacía ni pizca de gracia lo de la poción de la ver-dad, y no dudaba de que Snape fuera capaz de echársela en el zumo. Reprimió un estremecimiento al imaginar todo lo que podría decir en ese caso. Aparte de meter en problemas a un montón de gente (para empezar, a Hermione y a Dobby), estaban todas las otras cosas que ocultaba... como el hecho de mantener contacto con Sirius y (las tripas le dieron un retortijón sólo de pensarlo) lo que sentía por Cho. Metió también en el caldero las raíces de jengibre, preguntándose si debería tomar ejemplo de Moody y limitarse a beber de su propia petaca.
Llamaron a la puerta de la mazmorra.
—Pase —dijo Snape en su tono habitual.
Toda la clase miró hacia la puerta. Entró el profesor Karkarov y se dirigió a la mesa de Snape, enroscándose el pelo de la barbilla en el dedo. Parecía nervioso.
—Tenemos que hablar —dijo Karkarov abruptamente, cuando hubo llegado hasta Snape. Parecía tan interesado en que nadie más entendiera lo que decía, que apenas movía los labios: daba la impresión de ser un ventrílocuo de poca monta. Sin apartar los ojos de las raíces de jengibre, Harry trató de escuchar.
—Hablaremos después de clase, Karkarov... —susurró Snape, pero Karkarov lo interrumpió.
—Quiero hablar ahora, no quiero que te escabullas, Severus. Me has estado evitando.
—Después de clase —repitió Snape.
Con el pretexto de levantar una taza de medición para ver si había echado en ella suficiente bilis de armadillo, Harry les echó a ambos una mirada de soslayo. Karkarov parecía sumamente preocupado, y Snape, molesto.
Karkarov permaneció detrás de la mesa de Snape durante el resto de la doble clase. Al parecer, quería evitar que Snape se le escapara al final. Interesado en escuchar lo que Karkarov tenía que decir, Harry derramó adrede su frasco de bilis de armadillo dos minutos antes de que sonara la campana, lo que le dio una excusa para agacharse tras el caldero a limpiar el suelo mientras el resto de la clase se dirigía ruidosamente hacia la puerta.
—¿Qué es eso tan urgente? —oyó que Snape le preguntaba a Karkarov en un susurro.
—Esto —dijo Karkarov.
Echando un vistazo por el borde del caldero, Harry vio que Karkarov se subía la manga izquierda de la túnica y le mostraba a Snape algo situado en la parte interior del antebrazo.
—¿Qué te parece? —añadió Karkarov, haciendo aún el mismo esfuerzo por mover los labios lo menos posible—. ¿Ves? Nunca había estado tan clara, nunca desde...
—¡Tapa eso! —gruñó Snape, recorriendo la clase con los ojos.
—Pero tú también tienes que haber notado... —comenzó Karkarov con voz agitada.
—¡Podemos hablar después, Karkarov! —lo cortó Snape—. ¡Potter! ¿Qué está haciendo?
—Limpiando la bilis de armadillo, profesor —contestó haciéndose el inocente, al tiempo que se levantaba y le enseñaba el trapo empapado que tenía en la mano.
Karkarov giró sobre los talones y salió de la mazmorra a zancadas. Parecía tan preocupado como enojado. Como no quería quedarse a solas con un Snape excepcionalmente airado, Harry echó los libros y los ingredientes de Pociones en la mochila y salió a toda pastilla para contarles a Ron y Hermione lo que había presenciado.
A las doce del día siguiente salieron del castillo bajo un débil sol plateado que brillaba sobre los campos. El tiempo era más suave de lo que había sido en lo que llevaban de año, y cuando llegaron a Hogsmeade los tres se habían quitado la capa y se la habían echado al hombro. En la mochila de Harry llevaban la comida que Sirius les había pedido: una docena de muslos de pollo, una barra de pan y un frasco de zumo de calabaza que les habían servido en la comida.
Fueron a Tiroslargos Moda a comprar un regalo para Dobby, y se divirtieron eligiendo los calcetines más estrambóticos que vieron, incluido un par con un dibujo de refulgentes estrellas doradas y plateadas y otro que chillaba mucho cuando empezaba a oler demasiado. A la una y media subieron por la calle principal, pasaron Dervish y Ban-ges y salieron hacia las afueras del pueblo.
Harry nunca había ido por allí. El ventoso callejón salía del pueblo hacia el campo sin cultivar que rodeaba Hogsmeade. Las casas estaban por allí más espaciadas y tenían jardines más grandes. Caminaron hacia el pie de la montaña que dominaba Hogsmeade, doblaron una curva y vieron al final del camino unas tablas puestas para ayudar a pasar una cerca. Con las patas delanteras apoyadas en la tabla más alta y unos periódicos en la boca, un perro negro, muy grande y lanudo, parecía aguardarlos. Lo reconocieron enseguida.
—Hola, Sirius —saludó Harry, cuando llegaron hasta él.
El perro olió con avidez la mochila de Harry, meneó la cola, y luego se volvió y comenzó a trotar por el campo cubierto de maleza que subía hacia el rocoso pie de la montaña. Harry, Ron y Hermione traspasaron la cerca y lo siguieron.
Sirius los condujo a la base misma de la montaña, donde el suelo estaba cubierto de rocas y cantos rodados, y empezó a ascender por la ladera: un camino fácil para él, con sus cuatro patas; pero Harry, Ron y Hermione se quedaron pronto sin aliento. Siguieron subiendo tras Sirius durante casi media hora por el mismo camino pedregoso, empinado y serpenteante. El perro movía la cola mientras ellos sudaban bajo el sol. A Harry le dolían los hombros por las correas de la mochila.
Al final Sirius se perdió de vista, y, cuando llegaron al lugar en que había desaparecido, vieron una estrecha abertura en la piedra. Se metieron por ella con dificultad y se encontraron en una cueva fresca y oscura. Al fondo, atado a una roca, se hallaba el hipogrifo Buckbeak. Mitad caballo gris y mitad águila gigante, sus fieros ojos naranja brillaron al verlos. Los tres se inclinaron notoriamente ante él, y, después de observarlos por un momento, Buckbeak dobló sus escamosas rodillas delanteras y permitió que Hermione se acercara y le acariciara el cuello con plumas. Harry, sin embargo, miraba al perro negro, que acababa de convertirse en su padrino.
Sirius llevaba puesta una túnica gris andrajosa, la misma que llevaba al dejar Azkaban, y estaba muy delgado. Tenía el pelo más largo que cuando se había aparecido en la chimenea, y sucio y enmarañado como el curso anterior.
—¡Pollo! —exclamó con voz ronca, después de haberse quitado de la boca los números atrasados de El Profeta y haberlos echado al suelo de la cueva.
Harry sacó de la mochila el pan y el paquete de muslos de pollo y se lo entregó.
—Gracias —dijo Sirius, que lo abrió de inmediato, cogió un muslo y se puso a devorarlo sentado en el suelo de la cueva—. Me alimento sobre todo de ratas. No quiero robar demasiada comida en Hogsmeade, porque llamaría la atención.
Sonrió a Harry, pero a éste le costó esfuerzo devolverle la sonrisa.
—¿Qué haces aquí, Sirius? —le preguntó.
—Cumplir con mi deber de padrino —respondió Sirius, royendo el hueso de pollo de forma muy parecida a como lo habría hecho un perro—. No te preocupes por mí: me hago pasar por un perro vagabundo de muy buenos modales.
Seguía sonriendo; pero, al ver la cara de preocupación de Harry, dijo más seriamente:
—Quiero estar cerca. Tu última carta... Bueno, digamos simplemente que cada vez me huele todo más a chamusquina. Voy recogiendo los periódicos que la gente tira, y, a juzgar por las apariencias, no soy el único que empieza a preocuparse.
Señaló con la cabeza los amarillentos números de El Profeta que estaban en el suelo. Ron los cogió y los desplegó.
Harry, sin embargo, siguió mirando a Sirius.
—¿Y si te atrapan? ¿Qué pasará si te descubren?
—Vosotros tres y Dumbledore sois los únicos por aquí que saben que soy un animago —dijo Sirius, encogiéndose de hombros y siguiendo con el pollo.
Ron le dio un codazo a Harry y le pasó los ejemplares de El Profeta. Eran dos: el primero llevaba el titular «La misteriosa enfermedad de Bartemius Crouch»; el segundo, «La bruja del Ministerio sigue desaparecida. El ministro de Magia se ocupa ahora personalmente del caso».
Harry miró el artículo sobre Crouch. Las frases le saltaban a los ojos: «No se lo ha visto en público desde noviembre... la casa parece desierta... El Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas rehúsa hacer comentarios... El Ministerio se niega a confirmar los rumores de enfermedad crítica...»
—Suena como si se estuviera muriendo —comentó Harry—. Pero no puede estar tan enfermo si se ha colado en Hogwarts...
—Mi hermano es el ayudante personal de Crouch —informó Ron a Sirius—. Dice que lo que tiene Crouch se debe al exceso de trabajo.
—Eso sí, la última vez que lo vi de cerca parecía enfermo —añadió Harry pensativamente, sin dejar el periódico—. La noche en que salió mi nombre del cáliz...
—Se está llevando su merecido por despedir a Winky —dijo Hermione con frialdad. Estaba acariciando a Buckbeak, que mascaba los huesos de pollo que Sirius iba dejando—. Apuesto a que se arrepiente de haberlo hecho. Apuesto a que ahora que ella no está para cuidarlo se da cuenta de lo que valía.
—Hermione está obsesionada con los elfos domésticos —le explicó Ron a Sirius, dirigiendo a Hermione una mirada severa.
Pero Sirius parecía interesado.
—¿Crouch despidió a su elfina doméstica?
—Sí, en los Mundiales de quidditch —repuso Harry, y se puso a contar la historia de la aparición de la Marca Tenebrosa y de que habían encontrado a Winky con la varita de él en la mano, y del enojo del señor Crouch.
Cuando Harry hubo concluido, Sirius se puso de nuevo en pie y comenzó a pasear de un lado a otro de la cueva.
—A ver si lo he entendido todo bien —dijo después de un rato, blandiendo un nuevo muslo de pollo—. Primero visteis en la tribuna principal a la elfina, que le estaba guardando un sitio a Crouch, ¿no es así?
—Sí —respondieron los tres al mismo tiempo.
—Pero Crouch no apareció en todo el partido.
—No —confirmó Harry—. Me parece que dijo que había estado muy ocupado.
Sirius paseó en silencio por la cueva. Luego preguntó:
—¿Miraste en los bolsillos si estaba la varita después de dejar la tribuna principal, Harry?
—Eh... —Harry intentó recordar—. No —contestó por fin—. No la necesité antes de llegar al bosque. Entonces metí la mano en el bolsillo, y lo único que encontré fueron los omniculares. —Miró a Sirius—. ¿Crees que el que hizo aparecer la Marca Tenebrosa me robó la varita en la tribuna principal?
—Tal vez —dijo Sirius.
—¡Winky no robó esa varita! —aseguró Hermione con vehemencia.
—La elfina no estaba sola en la tribuna principal, ¿verdad? —dijo Sirius frunciendo el entrecejo mientras seguía paseando—. ¿Quién más había sentado detrás de ti?
—Mucha gente —explicó Harry—. Funcionarios búlgaros... Cornelius Fudge... los Malfoy...
—¡Los Malfoy! —exclamó Ron de repente, tan alto que su voz retumbó en la cueva. Buckbeak sacudió la cabeza nervioso—. ¡Seguro que fue Lucius Malfoy!
—¿Nadie más?
—Nadie —dijo Harry.
—Sí, había alguien más: Ludo Bagman —recordó Hermione.
—¡Ah, sí...!
—No sé nada de Bagman, salvo que fue golpeador en las Avispas de Wimbourne —comentó Sirius, sin dejar de pasear—. ¿Cómo es?
—Guay. Se empeña en ofrecerme ayuda para el Torneo de los tres magos.
—¿De verdad? —El ceño de Sirius se hizo más profundo—. ¿Por qué lo hará?
—Dice que tiene debilidad por mí.
—Mmm. —Sirius se quedó pensativo.
—Lo vimos en el bosque justo antes de que apareciera la Marca Tenebrosa —le dijo Hermione a Sirius—. ¿Os acordáis? —añadió volviéndose a Ron y Harry.
—Sí, pero no se quedó en el bosque —observó Ron—. En cuanto le hablamos del altercado, se fue al campamento.
—¿Cómo lo sabes? —objetó Hermione—. ¿Cómo sabes adónde fue al desaparecerse?
—¡Vamos! —exclamó Ron en tono escéptico—. ¿Es que crees que fue Bagman el que hizo aparecer la Marca Tenebrosa?
—Antes sospecho de él que de Winky —replicó Hermione con testarudez.
—Ya te lo he dicho —señaló Ron, dirigiendo a Sirius una significativa mirada—, está obsesionada con los elfos dom...
Pero Sirius levantó la mano para que se callara.
—¿Qué hizo Crouch después de que apareció la Marca Tenebrosa y de que hubieron descubierto a su elfina con la varita de Harry?
—Se fue a mirar entre los arbustos —explicó Harry—, pero no encontró a nadie más.
—Claro —susurró Sirius, paseando de un lado a otro—, claro, quería encontrar a cualquier otro que no fuera su elfina doméstica... ¿Y entonces la despidió?
—Sí —contestó Hermione muy acalorada—, la despidió sólo porque no se había quedado en la tienda y dejado que la pisotearan.
—¡Deja en paz a la elfina, Hermione! —le dijo Ron.
Pero Sirius negó con la cabeza.
—Ella ha calado a Crouch mejor que tú, Ron. Si quieres saber cómo es alguien, mira de qué manera trata a sus inferiores, no a sus iguales.
Se pasó una mano por la cara sin afeitar, intentando pensar.
—Todas esas ausencias de Barty Crouch... Se toma la molestia de enviar a su elfina doméstica para que le guarde un asiento en los Mundiales, pero no aparece para ver el partido; trabaja muy duro para reinstaurar el Torneo, y luego también se ausenta... Nada de eso es propio de él. Si antes de esto había dejado alguna vez de ir al trabajo por enfermedad, me como a Buckbeak.
—¿Conoces a Crouch, entonces? —le preguntó Harry.
La cara de Sirius se ensombreció. De pronto pareció tan amenazador como la noche en que Harry lo había visto por primera vez, cuando aún creía que era un asesino.
—Conozco a Crouch muy bien —dijo en voz baja—. Fue el que ordenó que me llevaran a Azkaban... sin juicio.
—¿Qué? —exclamaron a la vez Ron y Hermione.
—¡Bromeas! —dijo Harry.
—No, no bromeo —respondió Sirius, arrancando otro bocado al muslo de pollo—. Crouch era director del Departamento de Seguridad Mágica, ¿no lo sabíais?
Harry, Ron y Hermione negaron con la cabeza.
—Todos pensaban que sería el siguiente ministro de Magia —explicó Sirius—. Barty Crouch es un gran mago y está sediento de poder. Ah, no, nunca apoyó a Voldemort —añadió, comprendiendo lo que significaba la expresión de Harry—. No, Barty Crouch fue siempre un declarado enemigo del lado tenebroso. Pero, entonces, un montón de gente que estaba también contra el lado tenebroso... Bueno, no lo entenderíais: sois demasiado jóvenes...
—Eso es lo que dijo mi padre en los Mundiales —dijo Ron con un dejo de irritación en la voz—. ¿Por qué no lo intentas?
Sirius sonrió un instante.
—Vale, lo intentaré... —Paseó unos momentos por la cueva, y luego empezó a hablar—: Imaginaos que Voldemort está ahora mismo en su momento de máximo poder. No sabéis quiénes lo apoyan, no sabéis quién es de los suyos y quién no, pero sabéis que puede controlar a la gente para que haga cosas terribles sin poder evitarlo. Tenéis miedo por vosotros mismos, por vuestra familia y por vuestros amigos. Cada semana llegan las noticias de nuevas muertes, nuevas desapariciones, nuevas torturas... El Ministerio de Magia está sumido en el caos, no sabe qué hacer, intenta que los muggles no se den cuenta de nada, pero, entre tanto, también van muriendo muggles. El terror, el pánico y la confusión cunden por todas partes... Así estaban las cosas.
»Bueno, esas situaciones sacan a la luz lo mejor de algunas personas y lo peor de otras. Las intenciones de Crouch tal vez fueran buenas al principio, no lo sé. Ascendió rápidamente en el Ministerio y empezó a aplicar medidas muy duras contra los partidarios de Voldemort. Concedió nuevos poderes a los aurores: por ejemplo, permiso para matar en vez de capturar. Y yo no fui el único al que entregaron a los dementores sin juicio previo. Crouch empleó la violencia contra la violencia, y autorizó el uso de las maldiciones imperdonables contra los sospechosos. Diría que llegó a ser tan cruel y despiadado como los que estaban en el lado tenebroso. Tenía sus partidarios, por supuesto: mucha gente que pensaba que aquél era el mejor modo de hacer las cosas, y muchos magos y brujas pedían que asumiera el poder como nuevo ministro de Magia. Cuando desapareció Voldemort, parecía que era sólo cuestión de tiempo que Crouch ocupara el cargo más alto del escalafón, pero entonces sucedió algo bastante inoportuno. —Sirius sonrió con tristeza—. El propio hijo de Crouch fue descubierto con un grupo de mortífagos que se las habían arreglado para salir de Azkaban. Según parecía, buscaban a Voldemort para reinstaurar su poder.
—¿Pillaron al hijo de Crouch? —preguntó Hermione con voz entrecortada.
—Sí —contestó Sirius, tirándole a Buckbeak el hueso de pollo; luego se apresuró a coger la barra de pan y partirla por la mitad—. Un golpe duro para Barty, me imagino. Tal vez debería haber dedicado más tiempo a la familia, tal vez debería haber trabajado algo menos y vuelto a su casa antes, de vez en cuando, para conocer a su propio hijo.
Empezó a devorar el pan a grandes bocados.
—¿Su propio hijo era un mortífago? inquino Harry.
—No lo sé realmente —repuso Sirius, metiéndose más pan en la boca—. Yo ya estaba en Azkaban cuando lo llevaron. Éstas son cosas que en su mayor parte he averiguado después de haber salido. Desde luego, el muchacho fue descubierto en compañía de gente que me apostaría el cuello a que eran mortífagos, pero tal vez sólo estuviera en el lugar equivocado en el momento equivocado, como la elfina doméstica.
—¿Intentó liberar a su hijo? —susurró Hermione.
Sirius soltó una risa que sonó casi como un ladrido.
—¿Liberar a su hijo? ¡Creía que habías entendido cómo es, Hermione! Quería apartar del camino todo lo que pudiera manchar su reputación; había dedicado su vida entera a escalar puestos para llegar a ministro de Magia. Ya lo viste despedir a su elfina doméstica porque lo había vuelto a asociar con la Marca Tenebrosa... ¿No te da eso a entender cómo es? El amor paternal de Crouch se limitó a concederle un juicio y, según parece, no fue más que una oportunidad para demostrar lo mucho que aborrecía al muchacho... Luego lo mandó derecho a Azkaban.
—¿Entregó a su propio hijo a los dementores? —preguntó Harry en voz baja.
—Sí —respondió Sirius, y ya no estaba nada sonriente—. Vi cuando los dementores lo condujeron, los vi a través de los barrotes de mi celda. Lo metieron en una cercana a la mía. No tendría más de diecinueve años. Al caer la noche gritaba llamando a su madre. Al cabo de unos días se calmó, sin embargo... Todos terminan calmándose... salvo cuando gritan en sueños.
Por un momento, al rememorar la prisión, la mirada triste de Sirius resultó más triste que nunca.
—Entonces, ¿sigue en Azkaban? —inquirió Harry.
—No —contestó Sirius con voz apagada—. No, ya no está allí. Murió un año después de entrar.
—¿Murió?
—No fue el único —dijo Sirius con amargura—. La mayoría se vuelven locos, y muchos terminan por dejar de comer. Pierden la voluntad de vivir. Se sabía cuándo iba a morir alguien porque los dementores lo sentían, se excitaban. El muchacho parecía bastante enfermo cuando llegó. Como Crouch era un importante miembro del Ministerio, él y su mujer pudieron visitarlo en el lecho de muerte. Fue la última vez que vi a Barty Crouch, casi llevando a rastras a su mujer cuando pasaron por delante de mi celda. Según parece, ella murió también poco después. De pena. Se consumió igual que el muchacho. Crouch no fue a buscar el cadáver de su hijo. Los propios dementores lo enterraron junto a la fortaleza: yo los vi hacerlo.
Sirius dejó a un lado el pan que acababa de levantar para llevárselo a la boca, y en su lugar cogió el frasco de zumo de calabaza y lo apuró.
—Y de esa forma Crouch lo perdió todo justo cuando parecía que ya lo había alcanzado —continuó, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. Había sido un héroe, preparado para convertirse en ministro de Magia; y un instante más tarde su hijo había muerto, su mujer también, el nombre de su familia estaba deshonrado y, según he escuchado después de salir de la cárcel, su popularidad había caído en picado. Cuando el chico murió, a la gente empezó a darle pena y se preguntaron por qué un chico de tan buena familia se había descarriado de aquella manera. La respuesta que encontraron fue que su padre nunca se había preocupado mucho por él. Y por eso el cargo lo consiguió Cornelius Fudge, y a Crouch lo relegaron al Departamento de Cooperación Mágica Internacional.
Hubo un prolongado silencio. Harry recordó la manera en que a Crouch se le salían los ojos de las órbitas al encontrar en el bosque a su desobediente elfina doméstica, la noche de los Mundiales de quidditch. Aquél, pues, era el motivo por el que Crouch se había excedido de tal manera al encontrar a Winky bajo la Marca Tenebrosa. Le había recordado a su hijo, el antiguo escándalo y su caída en desgracia en el Ministerio.
—Moody dice que Crouch está obsesionado con atrapar magos tenebrosos —le dijo Harry a Sirius.
—Sí, he oído que se ha convertido en una especie de manía suya —repuso Sirius, asintiendo con la cabeza—. Seguramente piensa que todavía tiene esperanzas de recobrar su antigua popularidad si atrapa algún mortífago.
—¡Y se coló en Hogwarts para registrar el despacho de Snape! —exclamó Ron eufórico, mirando a Hermione.
—Sí, y eso no tiene ningún sentido —dijo Sirius.
—¡Claro que lo tiene! —exclamó Ron emocionado.
Pero Sirius negó con la cabeza.
—Mira, si Crouch quiere investigar a Snape, ¿por qué no va a las pruebas del Torneo? Sería una excusa ideal para hacer visitas regulares a Hogwarts y tenerlo vigilado.
—O sea, que crees que Snape se trae algo entre manos —dijo Harry, pero Hermione lo interrumpió:
—Me da igual lo que digáis. Dumbledore confía en Snape...
—Vamos, Hermione —dijo Ron impaciente—, ya sabemos que Dumbledore es muy inteligente y todo eso, pero siempre es posible que un mago tenebroso realmente listo lo pueda engañar.
—Entonces, ¿por qué Snape salvó a Harry la vida en primero, eh? ¿Por qué no lo dejó morir?
—No lo sé. A lo mejor le daba miedo que Dumbledore lo pusiera de patitas en la calle.
—¿Qué piensas tú, Sirius? —preguntó Harry, y Ron y Hermione dejaron de discutir para escuchar.
—Pienso que los dos tenéis algo de razón —contestó Sirius, mirándolos pensativamente—. En cuanto supe que Snape daba clase aquí me pregunté por qué Dumbledore lo había contratado. Snape siempre ha sentido fascinación por las artes oscuras; ya en el colegio era famoso por ello. Era un pelota empalagoso de pelo grasiento —añadió, y Harry y Ron se sonrieron el uno al otro—. Cuando llegó al colegio conocía más maldiciones que la mayoría de los que estaban en séptimo, y formó parte de una pandilla de Slytherin que luego resultaron casi todos mortífagos. —Sirius levantó los dedos y comenzó a contar con ellos los nombres—. Rosier y Wilkes: a los dos los mataron los aurores un año antes de la caída de Voldemort; los Lestrange, que son matrimonio, están en Azkaban; Avery, del que he oído que se quitó de en medio diciendo que había actuado bajo los efectos de la maldición imperius, todavía anda suelto. Pero, que yo sepa, contra Snape no hubo denuncias. No es que eso signifique gran cosa: son muchos los que nunca fueron atrapados. Y desde luego Snape es lo bastante listo y astuto para mantenerse al margen de los problemas.
—Snape conoce muy bien a Karkarov, pero lo disimula —dijo Ron.
—¡Sí, tendrías que haber visto la cara que puso Snape cuando Karkarov entró ayer en Pociones! —se apresuró a añadir Harry—. Karkarov quería hablar con Snape, y lo acusó de estar evitándolo. Parecía realmente preocupado. Le mostró a Snape algo que tenía en el brazo, pero no vi qué era.
—¿Que le mostró a Snape algo que tenía en el brazo? —repitió Sirius, desconcertado. Se pasó los dedos distraídamente por el pelo sucio, y volvió a encogerse de hombros—. Bueno, no tengo ni idea de qué puede ser... pero si Karkarov está de verdad preocupado y acude a Snape en busca de soluciones... —Sirius miró la pared de la cueva, y luego hizo una mueca de frustración—. Aún queda el hecho de que Dumbledore confía en Snape, y ya sé que Dumbledore confía en personas de las que otros no se fiarían, pero no creo que le permitiera dar clase en Hogwarts si hubiera estado alguna vez al servicio de Voldemort.
—Entonces, ¿por qué están tan interesados Moody y Crouch en su despacho? —insistió Ron.
—Bueno —dijo Sirius pensativamente—, no me extrañaría que Ojoloco hubiera entrado en el despacho de todos los profesores en cuanto llegó a Hogwarts. Se toma la Defensa Contra las Artes Oscuras muy en serio. No creo que confíe absolutamente en nadie, y no me sorprende después de todo lo que ha visto. Sin embargo, tengo que decir una cosa de Moody, y es que nunca mató si podía evitarlo: siempre cogía a todo el mundo vivo si era posible. Era un tipo duro, pero nunca descendió al nivel de los mortífagos. Crouch, en cambio, es harina de otro costal... ¿Estará de verdad enfermo? Si lo está, ¿cómo hace el esfuerzo de entrar en el despacho de Snape? Y si no lo está... ¿qué se trae entre manos? ¿Qué era tan importante en los Mundiales para que no apareciera en la tribuna principal? ¿Y qué ha estado haciendo mientras se suponía que tenía que juzgar las pruebas del Torneo?
Sirius se quedó en silencio, aún mirando la pared de la cueva. Buckbeak husmeaba por el suelo pedregoso, buscando algún hueso que hubiera pasado por alto.
Al cabo, Sirius levantó la vista y miró a Ron.
—Dices que tu hermano es el ayudante personal de Crouch... ¿Podrías preguntarle si ha visto a Crouch últimamente?
—Puedo intentarlo —respondió Ron dudando—. Pero mejor que no parezca que sospecho que Crouch puede estar tramando algo chungo. Percy lo adora.
—¿Y podrías intentar averiguar si tienen alguna pista sobre Bertha Jorkins? —dijo Sirius, señalando el segundo ejemplar de El Profeta.
—Bagman me dijo que no —observó Harry.
—Sí, lo citan en este artículo —dijo Sirius, señalando el periódico con un gesto de cabeza—. Se toma a broma lo de Bertha, y comenta su mala memoria. Bueno, puede que haya cambiado desde que yo la conocí, pero la Bertha de entonces no era nada olvidadiza, todo lo contrario. No tenía muchas luces, pero sí una memoria excelente para el chismorreo. Eso le daba un montón de problemas, porque nunca sabía tener la boca cerrada. Me imagino que en el Ministerio de Magia sería más un estorbo que otra cosa. Tal vez por eso Bagman no se ha molestado demasiado en buscarla...
Sirius exhaló un profundo suspiro y se frotó los ojos.
—¿Qué hora es?
Harry miró el reloj. Luego recordó que no funcionaba desde que se había sumergido en el lago.
—Son las tres y media —informó Hermione.
—Será mejor que volváis al colegio —dijo Sirius, poniéndose en pie—. Ahora escuchad. —Le dirigió a Harry una mirada especialmente dura—. No quiero que os escapéis del colegio para venir a verme, ¿de acuerdo? Conformaos con enviarme notas. Sigo queriendo conocer cualquier cosa rara que ocurra. Pero no salgas de Hogwarts sin permiso: resultaría una oportunidad ideal para atacarte.
—Nadie ha intentado atacarme hasta ahora, salvo un dragón y un par de grindylows —contestó Harry.
Pero Sirius lo miró con severidad.
—Me da igual... No respiraré tranquilo hasta que el Torneo haya finalizado, y eso no será hasta junio. Y no lo olvidéis: si hablais de mí entre vosotros, llamadme Hocicos, ¿vale?
Le entregó a Harry el frasco y la servilleta vacíos, y se despidió de Buckbeak dándole unas palmadas en el cuello.
—Iré con vosotros hasta la entrada del pueblo —dijo—, a ver si me puedo hacer con otro periódico.
Antes de salir de la cueva volvió a transformarse en el perro grande y negro, y todos juntos descendieron por la ladera de la montaña, cruzaron el campo pedregoso y volvie-ron al punto de la cerca donde estaban las tablas para pasarla con más facilidad. Allí les permitió que le dieran unas palmadas en el cuello en señal de despedida, antes de volverse y salir para dar una vuelta por los alrededores del pueblo.
Los tres emprendieron el camino de vuelta al castillo pasando de nuevo por Hogsmeade.
—Me pregunto si Percy sabrá todo eso de Crouch —dijo Ron, de camino al castillo—. Pero a lo mejor le da igual... a lo mejor lo admiraría más por ello. Sí, Percy adora las normas. Diría que Crouch se negó a saltárselas incluso por su propio hijo.
—Percy no entregaría a los dementores a nadie de su familia —afirmó Hermione severamente.
—No lo sé —dijo Ron—. Si pensara que nos interponíamos en su camino de ascenso... Percy es muy ambicioso, ¿sabes?
Subieron la escalinata de piedra de acceso al castillo, y, al entrar en el vestíbulo, les llegó un delicioso olor a comida procedente del Gran Comedor.
—¡Pobre Hocicos! —dijo Ron, suspirando—. Tiene que quererte mucho, Harry... ¡Imagínate, vivir a base de ratas!
28
La locura del señor Crouch
El domingo después de desayunar, Harry, Ron y Hermione fueron a la lechucería para enviar una carta a Percy, preguntándole, como Sirius les había sugerido, si había visto a Crouch recientemente. Utilizaron a Hedwig, porque hacia tiempo que no le encomendaban ninguna misión. Después de observarla perderse de vista desde las ventanas de la lechucería, bajaron a las cocinas para entregar a Dobby sus calcetines nuevos.
Los elfos domésticos les dispensaron una cálida acogida, haciendo reverencias y apresurándose a prepararles un té. Dobby se emocionó con el regalo.
—¡Harry Potter es demasiado bueno con Dobby! —chilló, secándose las lágrimas de sus enormes ojos.
—Me salvaste la vida con esas branquialgas, Dobby, de verdad —dijo Harry.
—¿No hay más pastelitos de nata y chocolate? —preguntó Ron, paseando la vista por los elfos domésticos, que no paraban de sonreír ni de hacer reverencias.
—¡Acabas de desayunar! —dijo Hermione enfadada, pero entre cuatro elfos ya le habían llevado una enorme bandeja de plata llena de pastelitos.
—Deberíamos pedir algo de comida para mandarle a Hocicos —murmuró Harry.
—Buena idea —dijo Ron—. Hay que darle a Pig un poco de trabajo. ¿No podríais proporcionarnos algo de comida? —preguntó a los elfos que había alrededor, y ellos se inclinaron encantados y se apresuraron a llevarles más.
—¿Dónde está Winky, Dobby? —quiso saber Hermione, que había estado buscándola con la mirada.
—Winky está junto al fuego, señorita —repuso Dobby en voz baja, abatiendo un poco las orejas.
—¡Dios mío!
Harry también miró hacia la chimenea. Winky estaba sentada en el mismo taburete que la última vez, pero se hallaba tan sucia que se confundía con los ladrillos ennegrecidos por el humo que tenía detrás. La ropa que llevaba puesta estaba andrajosa y sin lavar. Sostenía en las manos una botella de cerveza de mantequilla y se balanceaba ligeramente sobre el taburete, contemplando el fuego. Mientras la miraban, hipó muy fuerte.
—Winky se toma ahora seis botellas al día —le susurró Dobby a Harry.
—Bueno, no es una bebida muy fuerte —comentó Harry.
Pero Dobby negó con la cabeza.
—Para una elfina doméstica sí que lo es, señor —repuso.
Ella volvió a hipar. Los elfos que les habían llevado los pastelitos le dirigieron miradas reprobatorias mientras volvían al trabajo.
—Winky está triste, Harry Potter —dijo Dobby apenado—. Quiere volver a su casa. Piensa que el señor Crouch sigue siendo su amo, señor, y nada de lo que Dobby le diga conseguirá persuadirla de que ahora su amo es Dumbledore.
Harry tuvo una idea brillante.
—Eh, Winky —la llamó, yendo hacia ella e inclinándose para hablarle—, ¿tienes alguna idea de lo que le pasa al señor Crouch? Porque ha dejado de asistir al Torneo de los tres magos.
Winky parpadeó y clavó en Harry sus enormes ojos. Volvió a balancearse ligeramente y luego dijo:
—¿El... el amo ha... dejado... ¡hip!... de asistir?
—Sí —dijo Harry—, no lo hemos vuelto a ver desde la primera prueba. El Profeta dice que está enfermo.
Winky se volvió a balancear, mirando a Harry con ojos enturbiados por las lágrimas.
—El amo... ¡hip!... ¿enfermo?
Le empezó a temblar el labio inferior.
—Pero no estamos seguros de que sea cierto —se apresuró a añadir Hermione.
—¡El amo necesita a su... ¡hip!... Winky! —gimoteó la elfina—. El amo no puede ¡hip! apañárselas ¡hip! él solo.
—Hay quien se las arregla para hacer por sí mismo las labores de la casa, ¿sabes, Winky? —le dijo Hermione severamente.
—¡Winky... ¡hip!... no sólo le hacía... ¡hip!... las cosas de la casa al señor Crouch! —chilló Winky indignada, balanceándose más que antes y derramando cerveza de mantequilla por su ya muy manchada blusa—. El amo le... ¡hip!... confiaba a Winky todos sus... ¡hip!... secretos más importantes.
—¿Qué secretos? —preguntó Harry.
Pero Winky negó rotundamente con la cabeza, derramándose encima más cerveza de mantequilla.
—Winky le guarda... ¡hip!... los secretos a su amo —contestó con brusquedad, balanceándose más y poniéndole a Harry cara de pocos amigos—. Harry Potter quiere... ¡hip!... meter las narices.
—¡Winky no debería hablarle de esa manera a Harry Potter! —la reprendió Dobby enojado—. ¡Harry Potter es noble y valiente, y no quiere meter las narices en ningún lado!
—Quiere meter las narices... ¡hip!... en las cosas privadas y secretas... ¡hip!... de mi amo... ¡hip! Winky es una buena elfina doméstica... ¡hip! Winky guarda sus secretos... ¡hip!... aunque haya quien quiera fisgonear... ¡hip!... y meter las narices. —Winky cerró los párpados y de repente, sin previo aviso, se deslizó del taburete y cayó al suelo delante de la chimenea, donde se puso a roncar muy fuerte. La botella vacía de cerveza de mantequilla rodó por el enlosado.
Media docena de elfos domésticos corrieron hacia ella indignados. Mientras uno cogía la botella, los otros cubrieron a Winky con un mantel grande de cuadros y remetieron las esquinas, ocultándola.
—¡Lamentamos que hayan tenido que ver esto, señores y señorita! —dijo un elfo que tenían al lado y que parecía muy avergonzado—. Esperamos que no nos juzguen a todos por el comportamiento de Winky, señores y señorita.
—¡Se siente desgraciada! —replicó Hermione, exasperada—. ¿Por qué no intentáis animarla en vez de taparla de la vista?
—Le rogamos que nos perdone, señorita —dijo el elfo doméstico, repitiendo la pronunciadísima reverencia—, pero los elfos domésticos no tenemos derecho a sentirnos desgraciados cuando hay trabajo que hacer y amos a los que servir.
—¡Por Dios! —exclamó Hermione enfadada—. ¡Escuchadme todos! ¡Tenéis el mismo derecho que los magos a sentiros desgraciados! ¡Tenéis derecho a cobrar un sueldo y a tener vacaciones y a llevar ropa de verdad! ¡No tenéis por qué obedecer a todo lo que se os manda! ¡Fijaos en Dobby!
—Le ruego a la señorita que deje a Dobby al margen de esto —murmuró Dobby, asustado.
Las alegres sonrisas habían desaparecido de la cara de los elfos. De repente observaban a Hermione como si fuera una peligrosa demente.
—¡Aquí tienen la comida! —chilló un elfo, y puso en los brazos de Harry un jamón enorme, doce pasteles y algo de fruta—. ¡Adiós!
Los elfos domésticos se arremolinaron en torno a los tres amigos y los sacaron de las cocinas, dándoles empujones en la espalda, a la altura de la cintura.
—¡Gracias por los calcetines, Harry Potter! —gritó Dobby con tristeza desde la chimenea, donde se encontraba junto al bulto en que había quedado convertida Winky, arrebujada en el mantel.
—¿No podías cerrar la boca, Hermione? —dijo Ron enojado, cuando la puerta de las cocinas se cerró tras ellos de un portazo—. ¡Ahora ya no querrán que vengamos a visitarlos! ¡Hemos perdido la oportunidad de sacarle algo a Winky sobre Crouch!
—¡Ah, como si eso te preocupara! —se burló Hermione—. ¡Lo que a ti te gusta es que te den de comer!
Después de eso, el día se volvió inaguantable. Harry se hartó hasta tal punto de que Ron y Hermione se metieran el uno con el otro mientras hacían los deberes en la sala co-mún, que por la noche llevó él solo la comida de Sirius a la lechucería.
Pigwidgeon era demasiado pequeño para transportar un jamón a la montaña sin ayuda, así que Harry reclutó también otras dos lechuzas. Cuando se internaron en la oscuridad, componiendo una figura muy extraña las tres con el gran paquete, Harry se inclinó en el alféizar de la ventana y contempló los terrenos del colegio, las oscuras y susurrantes copas de los árboles del bosque prohibido y las velas del barco de Durmstrang ondeando al viento. Un búho real atravesó el humo que salía de la chimenea de Hagrid, se acercó al castillo, planeó alrededor de la lechucería y desapareció de su vista. Vio a Hagrid cavando enérgicamente delante de su cabaña, y se preguntó qué estaría haciendo: era como si preparara un nuevo trozo de huerta. Mientras miraba, Madame Maxime salió del carruaje de Beauxbatons y fue hacia Hagrid. Daba la impresión de que intentaba trabar conversación con él. Hagrid se apoyó en la pala, pero no parecía deseoso de prolongar la charla, porque Madame Maxime volvió a su carruaje poco después.
No le apetecía regresar a la torre de Gryffindor y oír a Ron y Hermione gruñéndose el uno al otro, así que se quedó observando cavar a Hagrid hasta que la oscuridad lo envolvió y, a su alrededor, las lechuzas empezaron a despertar y a pasar zumbando por su lado para internarse en la noche.
Al día siguiente, para el desayuno, se había disipado el mal humor de sus amigos, y, para alivio de Harry, no se cumplieron las pesimistas predicciones de Ron de que los elfos domésticos mandarían a la mesa de Gryffindor una pésima comida por culpa de Hermione: el tocino, los huevos y los arenques ahumados estaban tan ricos como siempre.
Cuando llegaron las lechuzas, ella las miró con impaciencia; parecía que esperaba algo.
—Percy no habrá tenido tiempo de responder —dijo Ron—. Enviamos a Hedwig ayer.
—No, no es eso —repuso Hermione—. Me he suscrito a El Profeta: ya estoy harta de enterarme de las cosas por los de Slytherin.
—¡Bien pensado! —aprobó Harry, levantando también la vista hacia las lechuzas—. ¡Eh, Hermione, me parece que estás de suerte!
Una lechuza gris bajaba hasta ella.
—Pero no trae ningún periódico —comentó ella decepcionada—. Es...
Para su asombro, la lechuza gris se posó delante de su plato, seguida de cerca por cuatro lechuzas comunes, una parda y un cárabo.
—¿Cuántos ejemplares has pedido? —preguntó Harry, agarrando la copa de Hermione antes de que la tiraran las lechuzas, que se empujaban unas a otras intentando acercarse a ella para entregar la carta primero.
—¿Qué demonios...? —exclamó Hermione, que cogió la carta de la lechuza gris, la abrió y comenzó a leerla—. Pero ¡bueno! ¡Hay que ver! —farfulló, poniéndose colorada.
—¿Qué pasa? —inquirió Ron.
—Es... ¡ah, qué ridículo...!
Le pasó la carta a Harry, que vio que no estaba escrita a mano, sino compuesta a partir de letras que parecían recortadas de El Profeta:
eRes una ChicA malVAdA. HaRRy PottEr se merEce alGo MejoR quE tú. vUelve a tU sitIO, mUggle.
—¡Son todas por el estilo! —dijo Hermione desesperada, abriendo una carta tras otra—. «Harry Potter puede llegar mucho más lejos que la gente como tú...» «Te mereces que te escalden en aceite hirviendo... » ¡Ay!
Acababa de abrir el último sobre, y un líquido verde amarillento con un olor a gasolina muy fuerte se le derramó en las manos, que empezaron a llenarse de granos amarillos.
—¡Pus de bubotubérculo sin diluir! —dijo Ron, cogiendo con cautela el sobre y oliéndolo.
Con lágrimas en los ojos, Hermione intentaba limpiarse las manos con una servilleta, pero tenía ya los dedos tan llenos de dolorosas úlceras que parecía que se hubiera puesto un par de guantes gruesos y nudosos.
—Será mejor que vayas a la enfermería —le aconsejó Harry al tiempo que echaban a volar las lechuzas—. Nosotros le explicaremos a la profesora Sprout adónde has ido...
—¡Se lo advertí! —dijo Ron mientras Hermione se apresuraba a salir del Gran Comedor, soplándose las manos—. ¡Le advertí que no provocara a Rita Skeeter! Fíjate en ésta. —Leyó en voz alta una de las cartas que Hermione había dejado en la mesa—. «He leído en Corazón de bruja cómo has jugado con Harry Potter, y quiero decirte que ese chico ya ha pasado por cosas muy duras en esta vida. Pienso enviarte una maldición por correo en cuanto encuentre un sobre lo bastante grande.» ¡Va a tener que andarse con cuidado!
Hermione no asistió a Herbología. Al salir del invernadero para ir a clase de Cuidado de Criaturas Mágicas, Harry y Ron vieron a Malfoy, Crabbe y Goyle descendiendo la escalinata de la puerta del castillo. Pansy Parkinson iba cuchicheando y riéndose tras ellos con el grupo de chicas de Slytherin. Al ver a Harry, Pansy le gritó:
—Potter, ¿has roto con tu novia? ¿Por qué estaba tan alterada en el desayuno?
Harry no le hizo caso: no quería darle la satisfacción de que supiera cuántos problemas les estaba causando el artículo de Corazón de bruja.
Hagrid, que en la clase anterior les había dicho que ya habían acabado con los unicornios, los esperaba fuera de la cabaña con una nueva remesa de cajas. Al verlas, a Harry se le cayó el alma a los pies. ¿Les tocaría cuidar otra camada de escregutos? Pero, cuando llegaron lo bastante cerca para echar un vistazo, vieron un montón de animalitos negros de aspecto esponjoso y largo hocico. Tenían las patas delanteras curiosamente planas, como palas, y miraban a la clase sin dejar de parpadear, algo sorprendidos de la atención que atraían.
—Son escarbatos —explicó Hagrid cuando la clase se congregó en torno a ellos—. Se encuentran sobre todo en las minas. Les gustan las cosas brillantes... Mirad.
Uno de los escarbatos dio un salto para intentar quitarle de un mordisco el reloj de pulsera a Pansy Parkinson, que gritó y se echó para atrás.
—Resultan muy útiles como detectores de tesoros —dijo Hagrid contento—. Pensé que hoy podríamos divertirnos un poco con ellos. ¿Veis eso? —Señaló el trozo grande de tierra recién cavada en la que Harry lo había visto trabajar desde la ventana de la lechucería—. He enterrado algunas monedas de oro. Tengo preparado un premio para el que coja al escarbato que consiga sacar más. Pero lo primero que tenéis que hacer es quitaros las cosas de valor; luego escoged un escarbato y preparaos para soltarlo.
Harry se quitó el reloj, que sólo llevaba por costumbre, dado que ya no funcionaba, y lo guardó en el bolsillo. Luego cogió un escarbato, que le metió el hocico en la oreja, olfateando. Era bastante cariñoso.
—Esperad —dijo Hagrid mirando dentro de una caja—, aquí queda un escarbato. ¿Quién falta? ¿Dónde está Hermione?
—Ha tenido que ir a la enfermería —explicó Ron.
—Luego te lo explicamos —susurró Harry, viendo que Pansy Parkinson estaba muy atenta.
Era con diferencia lo más divertido que hubieran visto nunca en clase de Cuidado de Criaturas Mágicas. Los escarbatos entraban y salían de la tierra como si ésta fuera agua, y acudían corriendo a su estudiante respectivo para depositar el oro en sus manos. El de Ron parecía especialmente eficiente. No tardó en llenarle el regazo de monedas.
—¿Se pueden comprar y tener de mascotas, Hagrid? —le preguntó emocionado, mientras su escarbato volvía a hundirse en la tierra, salpicándole la túnica.
—A tu madre no le haría gracia, Ron —repuso Hagrid sonriendo—, porque destrozan las casas. Me parece que ya deben de haberlas recuperado todas —añadió paseando por el trozo de tierra excavado, mientras los escarbatos continuaban buscando—. Sólo enterré cien monedas. ¡Ah, ahí está Hermione!
Se acercaba por la explanada. Llevaba las manos llenas de vendajes, y parecía triste. Pansy Parkinson la miró escrutadoramente.
—¡Bueno, comprobemos cómo ha ido la cosa! —dijo Hagrid—. ¡Contad las monedas! Y no merece la pena que intentes robar ninguna, Goyle —agregó, entornando los ojos de color azabache—. Es oro leprechaun: se desvanece al cabo de unas horas.
Goyle se vació los bolsillos, enfurruñado. Resultó que el que más monedas había recuperado era el escarbato de Ron, así que Hagrid le dio como premio una enorme tableta de chocolate de Honeydukes. En esos momentos sonó la campana del colegio anunciando la comida. Todos regresaron al castillo salvo Harry, Ron y Hermione, que se quedaron ayudando a Hagrid a guardar los escarbatos en las cajas. Harry se dio cuenta de que Madame Maxime los observaba por la ventanilla del carruaje.
—¿Qué te ha pasado en las manos, Hermione? —preguntó Hagrid, preocupado.
Hermione le contó lo de los anónimos que había recibido aquella mañana, y el sobre lleno de pus de bubotubérculo.
—¡Bah, no te preocupes! —le dijo Hagrid amablemente, mirándola desde lo alto de su estatura—. Yo también recibí cartas de ésas después de que Rita Skeeter escribió sobre mi madre. «Eres un monstruo y deberían sacrificarte.» «Tu madre mató a gente inocente, y si tú tuvieras un poco de dignidad, te tirarías al lago.»
—¡No! —exclamó Hermione, asustada.
—Sí —dijo Hagrid, levantando las cajas de los escarbatos y arrimándolas a la pared de la cabaña—. Es gente que está chiflada, Hermione. No abras ninguna más. Échalas al fuego según vengan.
—Te has perdido una clase estupenda —le dijo Harry a Hermione de camino al castillo—. Los escarbatos molan, ¿a que sí, Ron?
Pero Ron miraba ceñudo el chocolate que Hagrid le había dado. Parecía preocupado por algo.
—¿Qué pasa? —le preguntó Harry—. ¿No está bueno?
—No es eso —replicó Ron—. ¿Por qué no me dijiste lo del oro?
—¿Qué oro?
—El oro que te di en los Mundiales de quidditch —explicó Ron—. El oro leprechaun que te di en pago de los omniculares. En la tribuna principal. ¿Por qué no me dijiste que había desaparecido?
Harry tuvo que hacer un esfuerzo para entender de qué hablaba Ron.
—Ah... —dijo recordando—. No sé... no me di cuenta de que hubiera desaparecido. Creo que estaba más preocupado por la varita.
Subieron la escalinata de piedra, entraron en el vestíbulo y fueron al Gran Comedor para la comida.
—Tiene que ser estupendo —dijo Ron de repente, cuando ya estaban sentados y habían comenzado a servirse rosbif con budín de Yorkshire— eso de tener tanto dinero que uno no se da cuenta si le desaparece un puñado de galeones.
—¡Mira, esa noche tenía otras cosas en la cabeza! —contestó Harry perdiendo un poco la paciencia—. Y no era el único, ¿recuerdas?
—Yo no sabía que el oro leprechaun se desvanecía —murmuró Ron—. Creí que te estaba pagando. No tendrías que haberme regalado por Navidad el sombrero de los Chudley Cannons.
—Olvídalo, ¿quieres? —le pidió Harry.
Ron ensartó con el tenedor una patata asada y se quedó mirándola. Luego dijo:
—Odio ser pobre.
Harry y Hermione se miraron. Ninguno de los dos sabía qué decir.
—Es un asco —siguió Ron, sin dejar de observar la patata—. No me extraña que Fred y George quieran ganar dinero. A mí también me gustaría. Quisiera tener un escarbato.
—Bueno, ya sabemos qué regalarte la próxima Navidad —dijo Hermione para animarlo. Pero, como continuaba triste, añadió—: Vamos, Ron, podría ser peor. Por lo menos no tienes los dedos llenos de pus. —Hermione estaba teniendo dificultades para manejar el tenedor y el cuchillo con los dedos tan rígidos e hinchados—. ¡Odio a esa Skeeter! —exclamó—. ¡Me vengaré de esto aunque sea lo último que haga en la vida!
• • •
Hermione continuó recibiendo anónimos durante la semana siguiente, y, aunque siguió el consejo de Hagrid y dejó de abrirlos, varios de ellos eran vociferadores, así que estallaron en la mesa de Gryffindor y le gritaron insultos que oyeron todos los que estaban en el Gran Comedor. Hasta los que no habían leído Corazón de bruja se enteraron de todo lo relativo al supuesto triángulo amoroso Harry-Hermione-Krum. Harry estaba harto de explicar a todo el mundo que Hermione no era su novia.
—Ya pasará —le dijo a Hermione—. Basta con que no hagas caso... La gente terminó por aburrirse de lo que ella escribió sobre mí.
—¡Tengo que enterarme de cómo logra escuchar las conversaciones privadas cuando se supone que tiene prohibida la entrada a los terrenos del colegio! —contestó Hermione irritada.
Hermione se quedó al término de la siguiente clase de Defensa Contra las Artes Oscuras para preguntarle algo al profesor Moody. El resto de la clase estaba deseando marcharse: Moody les había puesto un examen de desvío de maleficios tan duro que muchos de ellos sufrían pequeñas heridas. Harry padecía un caso agudo de orejas bailonas, y tenía que sujetárselas con las manos mientras salía de clase.
—Bueno, ¡por lo menos está claro que Rita no usó una capa invisible! —dijo Hermione jadeando cinco minutos más tarde, cuando alcanzó a Ron y Harry en el vestíbulo y le apartó a éste una mano de la oreja bailona para que pudiera oírla—. Moody dice que no la vio por ningún lado durante la segunda prueba, ni cerca de la mesa del tribunal ni cerca del lago.
—¿Serviría de algo pedirte que lo olvidaras, Hermione? —le preguntó Ron.
—¡No! —respondió ella testarudamente—. ¡Tengo que saber cómo escuchó mi conversación con Viktor! ¡Y cómo averiguó lo de la madre de Hagrid!
—A lo mejor te ha pinchado —dijo Harry.
—¿Pinchado? —repitió Ron sin entender—. ¿Qué quieres decir, que le ha clavado alfileres?
Harry explicó lo que eran los micrófonos ocultos y los equipos de grabación. Ron lo escuchaba fascinado, pero Hermione los interrumpió:
—Pero ¿es que no leeréis nunca Historia de Hogwarts?
—¿Para qué? —repuso Ron—. Si tú te la sabes de memoria... Sólo tenemos que preguntarte.
—Todos esos sustitutos de la magia que usan los muggles (electricidad, informática, radar y todas esas cosas) no funcionan en los alrededores de Hogwarts porque hay de-masiada magia en el aire. No, Rita está usando la magia para escuchar a escondidas. Si pudiera averiguar lo que es... ¡Ah, y si es ilegal, la tendré en mis redes!
—¿No tenemos ya bastantes motivos de preocupación, para emprender también una vendetta contra Rita Skeeter? —le preguntó Ron.
—¡No te estoy pidiendo ayuda! —replicó Hermione—. ¡Me basto yo sola!
Subió por la escalinata de mármol sin volver la vista atrás. Harry estaba seguro de que iba a la biblioteca.
—¿Qué te apuestas a que vuelve con una caja de insignias de «Odio a Rita Skeeter»? —comentó Ron.
Hermione no les pidió que la ayudaran en su venganza contra Rita Skeeter, algo que ambos le agradecían porque el trabajo se amontonaba en los días previos a la semana de Pascua. Harry se maravillaba de que Hermione fuera capaz de investigar medios mágicos de escucha además de cumplir con todo lo que tenían que hacer para clase. Él trabajaba muchísimo sólo para conseguir terminar los deberes, aunque también se ocupaba de enviar a Sirius regularmente paquetes de comida a la cueva de la montaña. Después del último verano, sabía muy bien lo que era pasar hambre. Le incluía notas diciéndole que no ocurría nada extraordinario y que continuaban esperando la respuesta de Percy.
Hedwig no volvió hasta el final de las vacaciones de Pascua. La carta de Percy iba adjunta a un paquete con huevos de Pascua que enviaba la señora Weasley. Tanto el huevo de Ron como el de Harry parecían de dragón, y estaban rellenos de caramelo casero. El de Hermione, en cambio, era más pequeño que un huevo de gallina. Al verlo se quedó decepcionada.
—¿Tu madre no leerá por un casual Corazón de bruja? —preguntó en voz baja.
—Sí —contestó Ron con la boca llena de caramelo—. Lo compra por las recetas de cocina.
Hermione miró con tristeza su diminuto huevo.
—¿No queréis ver lo que ha escrito Percy? —dijo Harry.
La carta de Percy era breve y estaba escrita con verdadero mal humor:
Como constantemente declaro a El Profeta, el señor Crouch se está tomando un merecido descanso. Envía regularmente lechuzas con instrucciones. No, en realidad no lo he visto, pero creo que puedo estar seguro de conocer la letra de mi superior. Ya tengo bastante que hacer en estos días aparte de intentar sofocar esos ridículos rumores. Os ruego que no me volváis a molestar si no es por algo importante. Felices Pascuas.
Otros años, en primavera, Harry se entrenaba a fondo para el último partido de la temporada. Aquel año, sin embargo, era la tercera prueba del Torneo de los tres magos la que necesitaba prepararse, pero seguía sin saber qué tenía que hacer. Finalmente, en la última semana de mayo, al final de una clase de Transformaciones, lo llamó la profesora McGonagall.
—Esta noche a las nueve en punto tienes que ir al campo de quidditch —le dijo—. El señor Bagman se encontrará allí para hablaros de la tercera prueba.
De forma que aquella noche, a las ocho y media, dejó a Ron y Hermione en la torre de Gryffindor para acudir a la cita. Al cruzar el vestíbulo se encontró con Cedric, que salía de la sala común de Hufflepuff.
—¿Qué crees que será? —le preguntó a Harry, mientras bajaba con él la escalinata de piedra y salían a la oscuridad de una noche encapotada—. Fleur no para de hablar de túneles subterráneos: cree que tendremos que encontrar un tesoro.
—Eso no estaría mal —dijo Harry, pensando que sencillamente le pediría a Hagrid un escarbato para que hiciera el trabajo por él.
Bajaron por la oscura explanada hasta el estadio de quidditch, entraron a través de una abertura en las gradas y salieron al terreno de juego.
—¿Qué han hecho? —exclamó Cedric indignado, parándose de repente.
El campo de quidditch ya no era llano ni liso: parecía que alguien había levantado por todo él unos muros largos y bajos, que serpenteaban y se entrecruzaban en todos los sentidos.
—¡Son setos! —dijo Harry, inclinándose para examinar el que tenía más cerca.
—¡Eh, hola! —los saludó una voz muy alegre.
Ludo Bagman estaba con Krum y Fleur en el centro del terreno de juego. Harry y Cedric se les acercaron franqueando los setos. Fleur sonrió a Harry: su actitud hacia él había cambiado por completo desde que había rescatado a su hermana del lago.
—Bueno, ¿qué os parece? —dijo Bagman contento, cuando Harry y Cedric pasaron el último seto—. Están creciendo bien, ¿no? Dentro de un mes Hagrid habrá conseguido que alcancen los seis metros. No os preocupéis —añadió sonriente, viendo la expresión de tristeza de Harry y Cedric—, ¡en cuanto la prueba finalice vuestro campo de quidditch volverá a estar como siempre! Bien, supongo que ya habréis adivinado en qué consiste la prueba, ¿no?
Pasó un momento sin que nadie hablara. Luego dijo Krum:
—Un «laberrinto».
—¡Eso es! —corroboró Bagman—. Un laberinto. La tercera prueba es así de sencilla: la Copa de los tres magos estará en el centro del laberinto. El primero en llegar a ella recibirá la máxima puntuación.
—¿Simplemente tenemos que «guecogueg» el «labeguinto»? —preguntó Fleur.
—Sí, pero habrá obstáculos —dijo Bagman, dando saltitos de entusiasmo—. Hagrid está preparando unos cuantos bichejos... y tendréis que romper algunos embrujos... Ese tipo de cosas, ya os imagináis. Bueno, los campeones que van delante en puntuación saldrán los primeros. —Bagman dirigió a Cedric y Harry una amplia sonrisa—. Luego entrará el señor Krum... y al final la señorita Delacour. Pero todos tendréis posibilidades de ganar: eso dependerá de lo bien que superéis los obstáculos. Parece divertido, ¿verdad?
Harry, que conocía de sobra el tipo de animales que Hagrid buscaría para una ocasión como aquélla, pensó que no resultaría precisamente divertido. Sin embargo, como los otros campeones, asintió por cortesía.
—Muy bien. Si no tenéis ninguna pregunta, volveremos al castillo. Está empezando a hacer frío...
Bagman alcanzó a Harry cuando salían del laberinto. Tuvo la impresión de que iba a volver a ofrecerle ayuda, pero justo entonces Krum le dio a Harry unas palmadas en el hombro.
—¿«Podrríamos hablarr»?
—Sí, claro —contestó Harry, algo sorprendido.
—¿Te «imporrta» si caminamos juntos?
—No.
Bagman parecía algo contrariado.
—Te espero, ¿quieres, Harry?
—No, no hace falta, señor Bagman —respondió Harry reprimiendo una sonrisa—. Podré volver yo solo, gracias.
Harry y Krum dejaron juntos el estadio, pero Krum no tomó la dirección del barco de Durmstrang. En vez de eso, se dirigió hacia el bosque.
—¿Por qué vamos por aquí? —preguntó Harry al pasar ante la cabaña de Hagrid y el iluminado carruaje de Beauxbatons.
—No «quierro» que nadie nos oiga —contestó simplemente Krum.
Cuando por fin llegaron a un paraje tranquilo, a escasa distancia del potrero de los caballos de Beauxbatons, Krum se detuvo bajo los árboles y se volvió hacia Harry.
—«Quisierra saberr» —dijo, mirándolo con el entrecejo fruncido— si hay algo «entrre» tú y Herr... mío... ne.
Harry, a quien la exagerada reserva de Krum le había hecho creer que hablaría de algo mucho más grave, lo miró asombrado.
—Nada —contestó. Pero Krum siguió mirándolo ceñudo, y Harry, que volvía a sorprenderse de lo alto que parecía Krum a su lado, tuvo que explicarse—: Somos amigos. No es mi novia y nunca lo ha sido. Todo se lo ha inventado esa Skeeter.
—Herr... mío... ne habla mucho de ti —dijo Krum, mirándolo con recelo.
—Sí —admitió Harry—, porque somos amigos.
No acababa de creer que estuviera manteniendo aquella conversación con Viktor Krum, el famoso jugador internacional de quidditch. Era como si Krum, con sus dieciocho años, lo considerara a él, a Harry, un igual... un verdadero rival.
—«Vosotrros» nunca... «vosotrros» no...
—No —dijo Harry con firmeza.
Krum parecía algo más contento. Miró a Harry durante unos segundos y luego le dijo:
—Vuelas muy bien. Te vi en la «prrimerra prrueba».
—Gracias —contestó, sonriendo de oreja a oreja y sintiéndose de pronto mucho más alto—. Yo te vi en los Mundiales de quidditch. El amago de Wronski... la verdad es que tú...
Pero algo se movió tras los árboles, y Harry, que tenía alguna experiencia del tipo de cosas que se escondían en el bosque, agarró a Krum instintivamente del brazo y tiró de él.
—¿Qué ha sido eso?
Harry negó con la cabeza, mirando al lugar en que algo se había movido, y metió la mano en la túnica para coger la varita. Al instante, de detrás de un alto roble salió tamba-leándose un hombre. Harry tardó un momento en darse cuenta de que se trataba del señor Crouch.
Por su aspecto se habría dicho que llevaba días de un lado para otro: a la altura de las rodillas, la túnica estaba rasgada y ensangrentada; tenía la cara llena de arañazos, sin afeitar y con señales de agotamiento, y tanto el cabello como el bigote, habitualmente impecables, reclamaban un lavado y un corte. Su extraña apariencia, sin embargo, no era tan llamativa como la forma en que se comportaba: murmuraba y gesticulaba, como si hablara con alguien que sólo él veía. A Harry le recordó un viejo mendigo que había visto en una ocasión, cuando había acompañado a los Dursley a ir de compras. También aquel hombre conversaba vehementemente con el aire. Tía Petunia había cogido a Dudley de la mano y habían cruzado la calle para evitarlo. Luego tío Vernon dedicó a la familia una larga diatriba sobre lo que él haría con mendigos y vagabundos.
—¿No es uno de los «miembrros» del «trribunal»? —preguntó Krum, mirando al señor Crouch—. ¿No es del «Ministerrio»?
Harry asintió y, tras dudar por un momento, caminó lentamente hacia el señor Crouch, que, sin mirarlo, siguió hablando con un árbol cercano:
—... y cuando hayas acabado, Weatherby, envíale a Dumbledore una lechuza confirmándole el número de alumnos de Durmstrang que asistirán al Torneo. Karkarov acaba de comunicarme que serán doce...
—Señor Crouch... —dijo Harry con cautela.
—... y luego envíale otra lechuza a Madame Máxime, porque tal vez quiera traer a algún alumno más, dado que Karkarov ha completado la docena... Hazlo, Weatherby, ¿querrás? ¿Querrás? —El señor Crouch tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Siguió allí de pie mirando al árbol, moviendo la boca sin pronunciar una palabra. Luego se tambaleó hacia un lado y cayó de rodillas.
—¡Señor Crouch! —exclamó Harry—, ¿se encuentra bien?
Los ojos le daban vueltas. Harry miró a Krum, que lo había seguido hasta los árboles y observaba a Crouch asustado.
—¿Qué le pasa?
—Ni idea —susurró Harry—. Será mejor que vayas a buscar a alguien...
—¡A Dumbledore! —dijo el señor Crouch con voz ahogada. Agarró a Harry de la tela de la túnica y lo atrajo hacia él, aunque los ojos miraban por encima de su cabeza—. Tengo... que ver... a Dumbledore...
—De acuerdo —contestó Harry—. Si se levanta usted, señor Crouch, podemos ir al...
—He hecho... idioteces... —musitó el señor Crouch. Parecía realmente trastornado: los ojos se le movían desorbitados, y un hilo de baba le caía de la barbilla. Cada palabra que pronunciaba parecía costarle un terrible esfuerzo—. Tienes que... decirle a Dumbledore...
—Levántese, señor Crouch —le indicó Harry en voz alta y clara—. ¡Levántese y lo llevaré hasta Dumbledore!
El señor Crouch dirigió los ojos hacia él.
—¿Quién... eres? —susurró.
—Soy alumno del colegio —contestó Harry, mirando a Krum en busca de ayuda, pero éste se mostraba indeciso y nervioso.
—¿No eres de... él? —preguntó Crouch, y se quedó con la mandíbula caída.
—No —respondió, sin tener la más leve idea de lo que quería decir Crouch.
—¿De Dumbledore...?
—Sí.
Crouch tiraba de él hacia sí. Harry trató de soltarse, pero lo agarraba con demasiada fuerza.
—Avisa a... Dumbledore...
—Traeré a Dumbledore si me suelta —le dijo Harry—. Suélteme, señor Crouch, e iré a buscarlo.
—Gracias, Weatherby. Y, cuando termines, me tomaría una taza de té. Mi mujer y mi hijo no tardarán en llegar. Vamos a ir esta noche a un concierto con Fudge y su señora. —Crouch hablaba otra vez con el árbol, completamente ajeno de Harry, que se sorprendió tanto que no notó que lo había soltado—. Sí, mi hijo acaba de sacar doce TIMOS, muy pero que muy bien, sí, gracias, sí, sí que me siento orgulloso. Y ahora, si me puedes traer ese memorándum del ministro de Magia de Andorra, creo que tendré tiempo de redactar una respuesta...
—¡Quédate con él! —le dijo Harry a Krum—. Yo traeré a Dumbledore. Puedo hacerlo más rápido, porque sé dónde está su despacho...
—Está loco —repuso Krum en tono dubitativo, mirando a Crouch, que seguía hablando atropelladamente con el árbol, convencido de que era Percy.
—Quédate con él —repitió Harry comenzando a levantarse, pero su movimiento pareció desencadenar otro cambio repentino en el señor Crouch, que lo agarró fuertemente de las rodillas y lo tiró al suelo.
—¡No me... dejes! —susurró, con los ojos de nuevo desorbitados—. Me he escapado... Tengo que avisar... tengo que decir... ver a Dumbledore... Ha sido culpa mía, sólo mía... Bertha... muerta... sólo culpa mía... mi hijo... culpa mía... Tengo que decírselo a Dumbledore... Harry Potter... el Señor Tenebroso... más fuerte... Harry Potter...
—¡Le traeré a Dumbledore si usted deja que me vaya, señor Crouch! —replicó Harry. Miró nervioso a Krum—. Ayúdame, ¿quieres?
Como de mala gana, Krum avanzó y se agachó al lado del señor Crouch.
—Que no se mueva de aquí —dijo Harry, liberándose del señor Crouch—. Volveré con Dumbledore.
—Date prisa —le gritó Krum mientras Harry se alejaba del bosque corriendo y atravesaba los terrenos del colegio, que estaban sumidos en la oscuridad.
Bagman, Cedric y Fleur habían desaparecido. Subió como un rayo la escalinata de piedra, atravesó las puertas de roble y se lanzó por la escalinata de mármol hacia el segundo piso. Cinco minutos después se precipitaba hacia una gárgola de piedra que decoraba el vacío corredor.
—«¡Sor... sorbete de limón!» —dijo jadeando.
Era la contraseña de la oculta escalera que llevaba al despacho de Dumbledore. O al menos lo había sido dos años antes, porque evidentemente había cambiado, ya que la gárgola de piedra no revivió ni se hizo a un lado, sino que permaneció inmóvil, dirigiendo a Harry su aterrorizadora mirada.
—¡Muévete! —le gritó Harry—. ¡Vamos!
Pero en Hogwarts las cosas no se movían simplemente porque uno les gritara: sabía que no le serviría de nada. Miró a un lado y otro del oscuro corredor. Quizá Dumbledore estuviera en la sala de profesores. Se precipitó a la carrera hacia la escalera.
—¡POTTER!
Snape acababa de salir de la escalera oculta tras la gárgola de piedra. El muro se cerraba a sus espaldas mientras hacía señas a Harry para que fuera hacia él.
—¿Qué hace aquí, Potter?
—¡Tengo que hablar con el profesor Dumbledore! —respondió, retrocediendo por el corredor y resbalando un poco al pararse en seco delante de Snape—. Es el señor Crouch... Acaba de aparecer... Está en el bosque... Pregunta...
—Pero ¿qué está diciendo? —exclamó Snape. Los ojos negros le brillaban—. ¿Qué tonterías son ésas?
—¡El señor Crouch! —gritó—. ¡El del Ministerio! ¡Está enfermo o algo parecido...! Está en el bosque y quiere ver a Dumbledore. ¡Por favor, deme la contraseña!
—El director está ocupado, Potter —dijo Snape curvando sus delgados labios en una desagradable sonrisa.
—¡Tengo que decírselo a Dumbledore! —gritó.
—¿No me ha oído, Potter?
Harry hubiera jurado que Snape disfrutaba al negarle lo que le pedía en un momento en el que estaba tan asustado.
—Mire —le dijo enfadado—, Crouch no está bien... Está... está como loco... Dice que quiere advertir...
Tras Snape se volvió a abrir el muro. Apareció Dumbledore con una larga túnica verde y expresión de ligera extrañeza.
—¿Hay algún problema? —preguntó, mirando a Harry y Snape.
—¡Profesor! —dijo Harry, adelantándose a Snape—. El señor Crouch está aquí. ¡Está en el bosque, y quiere hablar con usted!
Harry esperaba que Dumbledore le hiciera preguntas pero, para alivio suyo, no fue así.
—Llévame hasta allí —le indicó de inmediato, y fue tras él por el corredor dejando a Snape junto a la gárgola, que a su lado no parecía tan fea.
—¿Qué ha dicho el señor Crouch, Harry? —preguntó Dumbledore cuando bajaban apresuradamente por la escalinata de mármol.
—Dice que quiere advertirle... Dice que ha hecho algo terrible... Menciona a su hijo... y a Bertha Jorkins... y... y a Voldemort... Dice algo de que Voldemort se hace fuerte...
—¿De veras? —dijo Dumbledore, y apresuró el paso para atravesar los terrenos sumidos en completa oscuridad.
—No se comporta con normalidad —comentó Harry, corriendo al lado de Dumbledore—. No parece que sepa dónde está. Habla como si creyera que Percy Weasley está con él, y de repente cambia y pide verlo a usted... Lo he dejado con Viktor Krum.
—¿Cómo? ¿Lo has dejado con Krum? —exclamó Dumbledore bruscamente, y comenzó a dar pasos aún más largos. Harry tuvo que correr para no quedarse atrás—. ¿Sabes si alguien más ha visto al señor Crouch?
—Nadie —respondió—. Krum y yo estábamos hablando. El señor Bagman ya había acabado de explicarnos en qué consiste la tercera prueba, y nosotros nos quedamos atrás. Entonces vimos al señor Crouch salir del bosque.
—¿Dónde están? —preguntó Dumbledore, cuando el carruaje de Beauxbatons se hizo visible.
—Por ahí —contestó Harry adelantándose a Dumbledore y guiándolo por entre los árboles.
No se oía la voz de Crouch, pero sabía hacia dónde tenía que ir. No era mucho más allá del carruaje de Beauxbatons... más o menos por aquella zona...
—¡Viktor! —gritó Harry.
No respondieron.
—Los dejé aquí —explicó—. Tienen que estar por aquí...
—¡Lumos! —dijo Dumbledore para encender la varita, y la mantuvo en alto.
El delgado foco de luz se desplazó de un oscuro tronco a otro, iluminando el suelo. Y al final hizo visible un par de pies.
Harry y Dumbledore se acercaron aprisa. Krum estaba tendido en el suelo del bosque. Parecía inconsciente. No había ni rastro del señor Crouch. Dumbledore se inclinó sobre Krum y le levantó un párpado con cuidado.
—Está desmayado —dijo con voz suave. En las gafas de media luna brilló la luz de la varita cuando miró entre los árboles cercanos.
—¿Voy a buscar a alguien? —sugirió Harry—. ¿A la señora Pomfrey?
—No —dijo Dumbledore rápidamente—. Quédate aquí. Levantó en el aire la varita y apuntó con ella a la cabaña de Hagrid. Harry vio que algo plateado salía de ella a gran velocidad y atravesaba por entre los árboles como un pájaro fantasmal. A continuación Dumbledore volvió a inclinarse sobre Krum, le apuntó con la varita y susurró:
—¡Enervate!
Krum abrió los ojos. Parecía confuso. Al ver a Dumbledore trató de sentarse, pero él le puso una mano en el hombro y lo hizo permanecer tumbado.
—¡Me atacó! —murmuró Krum, llevándose una mano a la cabeza—. ¡Me atacó el viejo loco! Estaba «mirrando» si venía Potter, y me atacó por «detrrás»!
—Descansa un momento —le indicó Dumbledore. Oyeron un ruido de pisadas antes de ver llegar a Hagrid jadeando, seguido por Fang. Había cogido su ballesta.
—¡Profesor Dumbledore! —exclamó con los ojos muy abiertos—. ¡Harry!, ¿qué...?
—Hagrid, necesito que vayas a buscar al profesor Karkarov —dijo Dumbledore—. Han atacado a un alumno suyo. Cuando lo hayas hecho, ten la bondad de traer al profesor Moody.
—No hará falta, Dumbledore —dijo una voz que era como un gruñido sibilante—. Estoy aquí.
Moody se acercaba cojeando, apoyándose en su bastón y con la varita encendida.
—Maldita pierna —protestó furioso—. Hubiera llegado antes... ¿Qué ha pasado? Snape dijo algo de Crouch...
—¿Crouch? —repitió Hagrid sin comprender.
—¡Hagrid, por favor, ve a buscar a Karkarov! —exclamó Dumbledore bruscamente.
—Ah, sí... ya voy, profesor —dijo Hagrid, y se volvió y desapareció entre los oscuros árboles. Fang fue trotando tras él.
—No sé dónde estará Barty Crouch —le dijo Dumbledore a Moody—, pero es necesario que lo encontremos.
—Me pondré a ello —gruñó Moody. Sacó la varita, y penetró en el bosque cojeando.
Ni Dumbledore ni Harry volvieron a decir nada hasta que oyeron los inconfundibles sonidos de Hagrid y Fang, que volvían. Karkarov iba muy aprisa tras ellos. Llevaba su lustrosa piel plateada, y parecía nervioso y pálido.
—¿Qué es esto? —gritó al ver en el suelo a Krum, y a Dumbledore y Harry a su lado—. ¿Qué pasa?
—¡Me ha atacado! —dijo Krum, incorporándose en aquel momento y frotándose la cabeza—. El «señorr Crrouch» o como se llame.
—¿Que Crouch te atacó? ¿Que Crouch te atacó? ¿El miembro del tribunal?
—Igor... —comenzó Dumbledore, pero Karkarov se había erguido, agarrándose las pieles con que se cubría.
—¡Traición! —gritó, señalando a Dumbledore—. ¡Es una confabulación! ¡Tú y tu Ministerio de Magia me habéis atraído con falsedades, Dumbledore! ¡No es una competición justa! ¡Primero cuelas a Potter en el Torneo, a pesar de que no tiene la edad! ¡Ahora uno de tus amigos del Ministerio intenta dejar fuera de combate a mi campeón! ¡Todo este asunto huele a corrupción y a trampa, y tú, Dumbledore, tú, con el cuento de entablar lazos entre los magos de distintos países, de restablecer las antiguas relaciones, de olvidar las diferencias... mira lo que pienso de ti!
Karkarov escupió a los pies de Dumbledore. Con un raudo movimiento, Hagrid agarró a Karkarov por las pieles, lo levantó en el aire y lo estampo contra un árbol cercano.
—¡Pida disculpas! —le ordenó, mientras Karkarov intentaba respirar con el puño de Hagrid en la garganta y los pies en el aire.
—¡Déjalo, Hagrid! —gritó Dumbledore, con un destello en los ojos.
Hagrid retiró la mano que sujetaba a Karkarov al árbol, y éste se deslizó por el tronco y quedó despatarrado entre las raíces. Le cayeron algunas hojas y ramitas en la cabeza.
—¡Hagrid, ten la bondad de acompañar a Harry al castillo! —le dijo Dumbledore con brusquedad.
Resoplando de furia, Hagrid echó una dura mirada a Karkarov.
—Creo que sería mejor que me quedara aquí, director...
—Llevarás a Harry de regreso al colegio, Hagrid —le repitió Dumbledore con firmeza—. Llévalo hasta la torre de Gryffindor. Y, Harry, quiero que no salgas de ella. Cualquier cosa que tal vez quisieras hacer... como enviar alguna lechuza... puede esperar a mañana, ¿me has entendido?
—Eh... sí —dijo Harry, mirándolo. ¿Cómo había sabido Dumbledore que precisamente estaba pensando en enviar a Pigwidgeon sin pérdida de tiempo a Sirius contándole lo sucedido?
—Dejaré aquí a Fang, director —dijo Hagrid, sin dejar de mirar amenazadoramente a Karkarov, que seguía despatarrado al pie del árbol, enredado con pieles y raíces—. Quieto, Fang. Vamos, Harry.
Caminaron en silencio, pasando junto al carruaje de Beauxbatons, y luego subieron hacia el castillo.
—Cómo se atreve —gruñó Hagrid cuando iban a la altura del lago—. Cómo se atreve a acusar a Dumbledore. Como si Dumbledore fuera a hacer algo así, como si él deseara tu entrada en el Torneo. Creo que nunca lo había visto tan preocupado como últimamente. ¡Y tú! —le dijo de pronto, enfadado, a Harry, que lo miraba desconcertado—. ¿Qué hacías paseando con ese maldito Krum? ¡Es de Durmstrang, Harry! ¿Y si te echa un maleficio? ¿Es que Moody no te ha enseñado nada? Imagina que te atrae a su propio...
—¡Krum no tiene nada de malo! —replicó Harry mientras entraban en el vestíbulo—. No ha intentado echarme ningún maleficio. Sólo hemos hablado de Hermione.
—También tendré unas palabras con ella —declaró Hagrid ceñudo, pisando fuerte en los escalones—. Cuanto menos tengáis que ver con esos extranjeros, mejor os irá. No se puede confiar en ninguno de ellos.
—Pues tú te llevabas muy bien con Madame Máxime —señaló Harry, disgustado.
—¡No me hables de ella! —contestó Hagrid, y su aspecto se volvió amenazador por un momento—. ¡Ya la tengo calada! Trata de engatusarme para que le diga en qué va a consistir la tercera prueba. ¡Ja! ¡No hay que fiarse de ninguno!
Hagrid estaba de tan mal humor que Harry se alegró de despedirse de él delante de la Señora Gorda. Traspasó el hueco del retrato para entrar en la sala común, y se apresuró a reunirse con Ron y Hermione para contarles todo lo ocurrido.
29
El sueño
—Hay dos posibilidades —dijo Hermione frotándose la frente—: o el señor Crouch atacó a Viktor, o algún otro los atacó a ambos mientras Viktor no miraba.
—Tiene que haber sido Crouch —señaló Ron—. Por eso no estaba cuando llegaste con Dumbledore. Ya se había dado el piro.
—No lo creo —replicó Harry, negando con la cabeza—. Estaba muy débil. No creo que pudiera desaparecerse ni nada por el estilo.
—No es posible desaparecerse en los terrenos de Hogwarts. ¿No os lo he dicho un montón de veces? —dijo Hermione.
—Vale... A ver qué os parece esta hipótesis —propuso Ron con entusiasmo—: Krum ataca a Crouch... (esperad, esperad a que acabe) ¡y se aplica a sí mismo el encantamiento aturdidor!
—Y el señor Crouch se evapora, ¿verdad? —apuntó Hermione con frialdad.
Rayaba el alba. Harry, Ron y Hermione se habían levantado muy temprano y se habían ido a toda prisa a la lechucería para enviar una nota a Sirius. En aquel momento contemplaban la niebla sobre los terrenos del colegio. Los tres estaban pálidos y ojerosos porque se habían quedado hasta bastante tarde hablando del señor Crouch.
—Vuélvelo a contar, Harry —pidió Hermione—. ¿Qué dijo exactamente el señor Crouch?
—Ya te lo he dicho, lo que explicaba no tenía mucho sentido. Decía que quería advertir a Dumbledore de algo. Desde luego mencionó a Bertha Jorkins, y parecía pensar que estaba muerta. Insistía en que tenía la culpa de unas cuantas cosas... mencionó a su hijo.
—Bueno, eso sí que fue culpa suya —dijo Hermione malhumorada.
—No estaba en sus cabales. La mitad del tiempo parecía creer que su mujer y su hijo seguían vivos, y le daba instrucciones a Percy.
—Y... ¿me puedes recordar qué dijo sobre Quien-tú-sabes? —dijo Ron con vacilación.
—Ya te lo he dicho —repitió Harry con voz cansina—. Dijo que estaba recuperando fuerzas.
Se quedaron callados. Luego Ron habló con fingida calma:
—Pero si Crouch no estaba en sus cabales, como dices, es probable que todo eso fueran desvaríos.
—Cuando trataba de hablar de Voldemort parecía más cuerdo —repuso Harry, sin hacer caso del estremecimiento de Ron—. Tenía verdaderos problemas para decir dos palabras seguidas, pero en esos momentos daba la impresión de que sabía dónde se encontraba y lo que quería. Repetía que tenía que ver a Dumbledore.
Se separó de la ventana y miró las vigas de la lechucería. La mitad de las perchas habían quedado vacías; de vez en cuando entraba alguna lechuza que volvía de su cacería nocturna con un ratón en el pico.
—Si el encuentro con Snape no me hubiera retrasado —dijo con amargura—, podríamos haber llegado a tiempo. «El director está ocupado, Potter. Pero ¿qué dice, Potter? ¿Qué tonterías son ésas, Potter?» ¿Por qué no se quitaría de en medio?
—¡A lo mejor no quería que llegaras a tiempo! —exclamó Ron—. Puede que... espera... ¿Cuánto podría haber tardado en llegar al bosque? ¿Crees que podría haberos adelantado?
—No a menos que se convirtiera en murciélago o algo así —contestó Harry.
—En él no me extrañaría —murmuró Ron.
—Tenemos que ver al profesor Moody —dijo Hermione—. Tenemos que saber si encontró al señor Crouch.
—Si llevaba con él el mapa del merodeador, no pudo serle difícil —opinó Harry.
—A menos que Crouch hubiera salido ya de los terrenos —observó Ron—, porque el mapa sólo muestra los terrenos del colegio, ¿no?
—¡Chist! —los acalló Hermione de repente.
Alguien subía hacia la lechucería. Harry oyó dos voces que discutían, acercándose cada vez más:
—... eso es chantaje, así de claro, y nos puede acarrear un montón de problemas.
—Lo hemos intentado por las buenas; ya es hora de jugar sucio como él. No le gustaría que el Ministerio de Magia supiera lo que hizo...
—¡Te repito que, si eso se pone por escrito, es chantaje!
—Sí, y supongo que no te quejarás si te llega una buena cantidad, ¿no?
La puerta de la lechucería se abrió de golpe. Fred y George aparecieron en el umbral y se quedaron de piedra al ver a Harry, Ron y Hermione.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntaron al mismo tiempo Ron y Fred.
—Enviar una carta —contestaron Harry y George también a la vez.
—¿A estas horas? —preguntaron Hermione y Fred.
Fred sonrió y dijo:
—Bueno, no os preguntaremos lo que hacéis si no nos preguntáis vosotros.
Sostenía en las manos un sobre sellado. Harry lo miró, pero Fred, ya fuera casualmente o a propósito, movió la mano de tal forma que el nombre del destinatario quedó oculto.
—Bueno, no queremos entreteneros —añadió Fred haciendo una parodia de reverencia y señalando hacia la puerta.
Pero Ron no se movió.
—¿A quién le hacéis chantaje? —inquirió.
La sonrisa desapareció de la cara de Fred. George le dirigió una rápida mirada a su gemelo antes de sonreír a Ron.
—No seas tonto, estábamos de broma —dijo con naturalidad.
—No lo parecía —repuso Ron.
Fred y George se miraron. Luego Fred dijo abruptamente:
—Ya te lo he dicho antes, Ron: aparta las narices si te gusta la forma que tienen. No es que sean una preciosidad, pero...
—Si le estáis haciendo chantaje a alguien, es asunto mío —replicó Ron—. George tiene razón: os podríais meter en problemas muy serios.
—Ya te he dicho que estábamos de broma —dijo George. Se acercó a Fred, le arrancó la carta de las manos y empezó a atarla a una pata de la lechuza que tenía más cerca—. Te estás empezando a parecer a nuestro querido hermano mayor. Sigue así, y te veremos convertido en prefecto.
—Eso nunca.
George llevó la lechuza hasta la ventana y la echó a volar. Luego se volvió y sonrió a Ron.
—Pues entonces deja de decir a la gente lo que tiene que hacer. Hasta luego.
Los gemelos salieron de la lechucería. Harry, Ron y Hermione se miraron.
—¿Creéis que saben algo? —susurró Hermione—, ¿sobre Crouch y todo esto?
—No —contestó Harry—. Si fuera algo tan serio se lo dirían a alguien. Se lo dirían a Dumbledore.
Pero Ron estaba preocupado.
—¿Qué pasa? —le preguntó Hermione.
—Bueno... —dijo Ron pensativamente—, no sé si lo harían. Últimamente están obsesionados con hacer dinero. Me di cuenta cuando andaba por ahí con ellos, cuando... ya sabes.
—Cuando no nos hablábamos. —Harry terminó la frase por él—. Sí, pero el chantaje...
—Es por lo de la tienda de artículos de broma —explicó Ron—. Creí que sólo lo decían para incordiar a mi madre, pero no: es verdad que quieren abrir una. No les queda más que un curso en Hogwarts, así que opinan que ya es hora de pensar en el futuro. Mi padre no puede ayudarlos. Y necesitan dinero para empezar.
Hermione también se mostró preocupada.
—Sí, pero... no harían nada que fuera contra la ley para conseguirlo, ¿verdad?
—No lo sé... —repuso Ron—. Me temo que no les importa demasiado infringir las normas.
—Ya, pero ahora se trata de la ley —dijo Hermione, asustada—, no de una de esas tontas normas del colegio... ¡Por hacer chantaje pueden recibir un castigo bastante más serio que quedarse en el aula! Ron, tal vez fuera mejor que se lo dijeras a Percy...
—¿Estás loca? ¿A Percy? Lo más probable es que hiciera como Crouch y los entregara a la justicia. —Miró la ventana por la que había salido la lechuza de Fred y George, y luego propuso—: Vamos a desayunar.
—¿Creéis que es demasiado temprano para ir a ver al profesor Moody? —preguntó Hermione bajando la escalera de caracol.
—Sí —respondió Harry—. Seguramente nos acribillaría a encantamientos a través de la puerta si lo despertamos al alba: creería que queremos atacarlo mientras está dormido. Será mejor que esperemos al recreo.
La clase de Historia de la Magia nunca había resultado tan lenta. Como Harry ya no llevaba su reloj, a cada rato miraba el de Ron, el cual avanzaba tan despacio que parecía que se hubiera parado también. Estaban tan cansados los tres que de buena gana habrían apoyado la cabeza en la mesa para descabezar un sueño: ni siquiera Hermione tomaba sus acostumbrados apuntes, sino que tenía la barbilla apoyada en una mano y seguía al profesor Binns con la mirada perdida.
Cuando por fin sonó la campana, se precipitaron hacia el aula de Defensa Contra las Artes Oscuras, y encontraron al profesor Moody que salía de allí. Parecía tan cansado como ellos. Se le caía el párpado de su ojo normal, lo que le daba a la cara una apariencia más asimétrica de lo habitual.
—¡Profesor Moody! —gritó Harry, mientras avanzaban hacia él entre la multitud.
—Hola, Potter —saludó Moody. Miró con su ojo mágico a un par de alumnos de primero, que aceleraron nerviosos; luego giró el ojo hacia el interior de la cabeza y los miró a través del cogote hasta que doblaron la esquina. Entonces les dijo—: Venid.
Se hizo atrás para dejarlos entrar en el aula vacía, entró tras ellos cojeando y cerró la puerta.
—¿Lo encontró? —le preguntó Harry, sin preámbulos—. ¿Encontró al señor Crouch?
—No. —Moody fue hacia su mesa, se sentó, extendió su pata de palo con un ligero gemido y sacó la petaca.
—¿Utilizó el mapa? —inquirió Harry.
—Por supuesto —dijo Moody bebiendo un sorbo de la petaca—. Seguí tu ejemplo, Potter: lo llamé para que llegara hasta mí desde mi despacho. Pero Crouch no aparecía por ningún lado.
—¿Así que se desapareció? —preguntó Ron.
—¡Nadie se puede desaparecer en los terrenos del colegio, Ron! —le recordó Hermione—. ¿Podría haberse esfumado de alguna otra manera, profesor?
El ojo mágico de Moody tembló un poco al fijarse en Hermione.
—Tú también valdrías para auror —le dijo—. Tu mente funciona bien, Granger.
Hermione se puso colorada de satisfacción.
—Bueno, no era invisible —observó Harry—, porque el mapa muestra también a los invisibles. Por lo tanto debió de abandonar los terrenos del colegio.
—Pero ¿por sus propios medios? —preguntó Hermione—. ¿O se lo llevó alguien?
—Sí, alguien podría haberlo montado en una escoba y habérselo llevado por los aires, ¿no? —se apresuró a decir Ron, mirando a Moody esperanzado, como si esperara que también le dijera a él que tenía madera de auror.
—No se puede descartar el secuestro —admitió Moody.
—Entonces, ¿cree que estará en algún lugar de Hogsmeade?
—Podría estar en cualquier sitio —respondió Moody moviendo la cabeza—. Lo único de lo que estamos seguros es de que no está aquí.
Bostezó de forma que las cicatrices del rostro se tensaron y la boca torcida reveló que le faltaban unos cuantos dientes. Luego dijo:
—Dumbledore me ha dicho que os gusta jugar a los detectives, pero no hay nada que podáis hacer por Crouch. El Ministerio ya andará buscándolo, porque Dumbledore les ha informado. Ahora, Potter, quiero que pienses sólo en la tercera prueba.
—¿Qué? —exclamó Harry—. Ah, sí...
No había dedicado ni un segundo a pensar en el laberinto desde que había salido de él con Krum la noche anterior.
—Esta prueba te tendría que ir como anillo al dedo —dijo Moody mirando a Harry y rascándose la barbilla llena de cicatrices y con barba de varios días—. Por lo que me ha dicho Dumbledore, has salido bien librado unas cuantas veces de situaciones parecidas. Cuando estabas en primero te abriste camino a través de una serie de obstáculos que protegían la piedra filosofal, ¿no?
—Nosotros lo ayudamos —se apresuró a decir Ron—. Hermione y yo.
Moody sonrió.
—Bien, ayudadlo también a preparar esta prueba, y me llevaré una sorpresa si no gana —dijo—. Y, mientras tanto... alerta permanente, Potter. Alerta permanente.
Echó otro largo trago de la petaca, y su ojo mágico giró hacia la ventana, desde la cual se veía la vela superior del barco de Durmstrang.
—Y vosotros dos —su ojo normal se clavó en Ron y Hermione— no os apartéis de Potter, ¿de acuerdo? Yo estoy alerta, pero, de todas maneras... cuantos más ojos, mejor.
Aquella misma mañana, Sirius envió otra lechuza de respuesta. Bajó revoloteando hasta Harry al mismo tiempo que un cárabo se posaba delante de Hermione con un ejemplar de El Profeta en el pico. Ella cogió el periódico, echó un vistazo a las primeras páginas y dijo:
—¡Ja! ¡No se ha enterado de lo de Crouch!
Y se puso a leer con Ron y Harry lo que Sirius tenía que decir sobre los misteriosos sucesos ocurridos hacía ya dos noches.
¿A qué crees que juegas, Harry, dando paseos por el bosque con Viktor Krum? Quiero que me jures, a vuelta de lechuza, que no vas a salir de noche del castillo con ninguna otra persona. En Hogwarts hay alguien muy peligroso. Es evidente que querían impedir que Crouch viera a Dumbledore y probablemente tú te encontraste muy cerca de ellos y en la oscuridad: podrían haberte matado.
Tu nombre no entró en el cáliz de fuego por accidente. Si alguien trata de atacarte, todavía tiene una última oportunidad. No te separes de Ron y Hermione, no salgas de la torre de Gryffindor a deshoras, y prepárate para la última prueba. Practica los encantamientos aturdidores y de desarme. Tampoco te irían mal algunos maleficios. Por lo que respecta a Crouch, no puedes hacer nada. Ten mucho cuidado. Espero la respuesta dándome tu palabra de que no vuelves a comportarte de manera imprudente.
Sirius
—¿Y quién es él para darme lecciones? —dijo Harry algo indignado, doblando la carta de Sirius y guardándosela en la túnica—. ¡Con todas las trastadas que hizo en el colegio!
—¡Está preocupado por ti! —replicó Hermione bruscamente—. ¡Lo mismo que Moody y Hagrid! ¡Así que hazles caso!
—Nadie ha intentado atacarme en todo el año. Nadie me ha hecho nada...
—Salvo meter tu nombre en el cáliz de fuego —le recordó Hermione—. Y lo tienen que haber hecho por algún motivo, Harry. Hocicos tiene razón. Tal vez estén aguardando el momento oportuno, y ese momento puede ser la tercera prueba.
—Mira —dijo Harry algo harto—, supongamos que Hocicos está en lo cierto y que alguien atacó a Krum para secuestrar a Crouch. Bien, en ese caso tendrían que haber estado entre los árboles, muy cerca de nosotros, ¿no? Pero esperaron a que me hubiera ido para actuar, ¿verdad? Parece como si yo no fuera su objetivo.
—¡Si te hubieran asesinado en el bosque no habrían podido hacerlo pasar por un accidente! —repuso Hermione—. Pero si mueres durante una prueba...
—Sin embargo, no tuvieron inconveniente en atacar a Krum —objetó Harry—. ¿Por qué no liquidarme al mismo tiempo? Podrían haber hecho que pareciera que Krum y yo nos habíamos batido en un duelo o algo así.
—Yo tampoco lo comprendo, Harry —dijo Hermione—. Sólo sé que pasan un montón de cosas raras, y no me gusta... Moody tiene razón, Hocicos tiene razón: has de empezar ya a entrenarte para la tercera prueba. Y que no se te olvide contestar a Hocicos prometiéndole que no vas a volver a salir por ahí tú solo.
Los terrenos de Hogwarts nunca resultaban tan atractivos como cuando Harry tenía que quedarse en el castillo. Durante los días siguientes, pasó todo el tiempo libre o bien en la biblioteca, con Ron y Hermione, leyendo sobre maleficios, o bien en aulas vacías en las que entraban a hurtadillas para practicar. Harry se dedicó en especial al encantamiento aturdidor, que nunca había utilizado. El problema era que las prácticas exigían ciertos sacrificios por parte de Ron y Hermione.
—¿No podríamos secuestrar a la Señora Norris? —sugirió Ron durante la hora de la comida del lunes cuando, tumbado boca arriba en el medio del aula de Encantamientos, empezaba a despertarse después de que Harry le había aplicado el encantamiento aturdidor por quinta vez consecutiva—. Podríamos aturdirla un poco a ella, o podrías utilizar a Dobby, Harry. Estoy seguro de que para ayudarte haría lo que fuera. No es que me queje... —Se puso en pie con cuidado, frotándose el trasero—. Pero me duele todo...
—Bueno, es que sigues sin caer encima de los cojines —dijo Hermione perdiendo la paciencia mientras volvía a acomodar el montón de almohadones que habían usado para practicar el encantamiento repulsor—. ¡Intenta caer hacia atrás!
—¡Cuando uno se desmaya no resulta fácil acertar dónde se cae! —replicó Ron con enfado—. ¿Por qué no te pones tú ahora?
—Bueno, creo que Harry ya le ha cogido el truco —se apresuró a decir Hermione—. Y no tenemos que preocuparnos de los encantamientos de desarme porque hace mucho que es capaz de usarlos... Creo que deberíamos comenzar esta misma tarde con los maleficios.
Observó la lista que habían confeccionado en la biblioteca.
—Me gusta la pinta de éste, el embrujo obstaculizador. Se supone que debería frenar a cualquiera que intente atacarte. Vamos a comenzar con él.
Sonó la campana. Recogieron los cojines, los metieron en el armario de Flitwick a toda prisa y salieron del aula.
—¡Nos vemos en la cena! —dijo Hermione, y emprendió el camino hacia el aula de Aritmancia, mientras Harry y Ron se dirigían a la de Adivinación, situada en la torre norte.
Por las ventanas entraban amplias franjas de deslumbrante luz solar que atravesaban el corredor. Fuera, el cielo era de un azul tan brillante que parecía esmaltado.
—En el aula de Trelawney hará un calor infernal: nunca apaga el fuego —comentó Ron empezando a subir la escalera que llevaba a la escalerilla plateada y la trampilla.
No se equivocaba. En la sala, tenuemente iluminada, el calor era sofocante. Los vapores perfumados que emanaban del fuego de la chimenea eran más densos que nunca. A Harry la cabeza le daba vueltas mientras iba hacia una de las ventanas cubiertas de cortinas. Cuando la profesora Trelawney miraba a otro lado para retirar el chal de una lámpara, abrió un resquicio en la ventana y se acomodó en su sillón tapizado con tela de colores de manera que una suave brisa le daba en la cara. Resultaba muy agradable.
—Queridos míos —dijo la profesora Trelawney, sentándose en su butaca de orejas delante de la clase y mirándolos a todos con sus ojos aumentados por las gafas—, casi hemos terminado nuestro estudio de la adivinación por los astros. Hoy, sin embargo, tenemos una excelente oportunidad para examinar los efectos de Marte, ya que en estos momento se halla en una posición muy interesante. Tened la bondad de mirar hacia aquí: voy a bajar un poco la luz...
Apagó las lámparas con un movimiento de la varita. La única fuente de luz en aquel momento era el fuego de la chimenea. La profesora Trelawney se agachó y cogió de debajo del sillón una miniatura del sistema solar contenida dentro de una campana de cristal. Era un objeto muy bello: suspendidas en el aire, todas las lunas emitían un tenue destello al girar alrededor de los nueve planetas y del brillante sol. Harry miró con desgana mientras la profesora Trelawney indicaba el fascinante ángulo que formaba Marte con Neptuno. Los vapores densamente perfumados lo embriagaban, y la brisa que entraba por la ventana le acariciaba el rostro. Oyó tras la cortina el suave zumbido de un insecto. Los párpados empezaron a cerrársele...
Iba volando sobre un búho real, planeando por el cielo azul claro hacia una casa vieja y cubierta de hiedra que se alzaba en lo alto de la ladera de una colina. Descendieron poco a poco, con el viento soplándole agradablemente en la cara, hasta que llegaron a una ventana oscura y rota del piso superior de la casa, y la cruzaron. Volaron por un corredor lúgubre hasta una estancia que había al final. Atravesaron la puerta y entraron en una habitación oscura que tenía las ventanas cegadas con tablas...
Harry descabalgó del búho, y lo observó revolotear por la habitación e ir a posarse en un sillón con el respaldo vuelto hacia él. En el suelo, al lado del sillón, había dos formas oscuras que se movían.
Una de ellas era una enorme serpiente, y la otra un hombre: un hombre bajo y calvo, de ojos llorosos y nariz puntiaguda. Sollozaba y resollaba sobre la estera, al lado de la chimenea...
—Has tenido suerte, Colagusano —dijo una voz fría y aguda desde el interior de la butaca en que se había posado el búho—. Realmente has tenido mucha suerte. Tu error no lo ha echado todo a perder: está muerto.
—Mi señor —balbuceó el hombre que estaba en el suelo—. Mi señor, estoy... estoy tan agradecido... y lamento hasta tal punto...
—Nagini —dijo la voz fría—, lo siento por ti. No vas a poder comerte a Colagusano, pero no importa: todavía te queda Harry Potter...
La serpiente emitió un silbido. Harry vio cómo movía su amenazadora lengua.
—Y ahora, Colagusano —añadió la voz fría—, un pequeño recordatorio de que no toleraré un nuevo error por tu parte.
—Mi señor, no, os lo ruego...
La punta de una varita surgió del sillón, apuntando a Colagusano.
—¡Crucio! —exclamó la voz fría.
Colagusano empezó a chillar como si cada miembro de su cuerpo estuviera ardiendo. Los gritos le rompían a Harry los tímpanos al tiempo que la cicatriz de la frente le producía un dolor punzante: también él gritó. Voldemort lo iba a oír, advertiría su presencia...
—¡Harry, Harry!
Abrió los ojos. Estaba tumbado en el suelo del aula de la profesora Trelawney, tapándose la cara con las manos. La cicatriz seguía doliéndole tanto que tenía los ojos llenos de lágrimas. El dolor había sido real. Toda la clase se hallaba de pie a su alrededor, y Ron estaba arrodillado a su lado, aterrorizado.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—¡Por supuesto que no se encuentra bien! —dijo la profesora Trelawney, muy agitada. Clavó en Harry sus grandes ojos—. ¿Qué ha ocurrido, Potter? ¿Una premonición?, ¿una aparición? ¿Qué has visto?
—Nada —mintió Harry. Se sentó, aún tembloroso. No podía dejar de mirar a su alrededor entre las sombras: la voz de Voldemort se había oído tan cerca...
—¡Te apretabas la cicatriz! —dijo la profesora Trelawney—. ¡Te revolcabas por el suelo! ¡Vamos, Potter, tengo experiencia en estas cosas!
Harry levantó la vista hacia ella.
—Creo que tengo que ir a la enfermería. Me duele terriblemente la cabeza.
—¡Sin duda te han estimulado las extraordinarias vibraciones de clarividencia de esta sala! —exclamó la profesora Trelawney—. Si te vas ahora, tal vez pierdas la oportunidad de ver más allá de lo que nunca has...
—Lo único que quiero ver es un analgésico.
Se puso en pie. Todos se echaron un poco para atrás. Parecían asustados.
—Hasta luego —le dijo Harry a Ron en voz baja, y, recogiendo la mochila, fue hacia la trampilla sin hacer caso de la profesora Trelawney, que tenía en la cara una expresión de intensa frustración, como si le acabaran de negar un capricho.
Sin embargo, cuando Harry llegó al final de la escalera de mano, no se dirigió a la enfermería. No tenía ninguna intención de ir allá. Sirius le había dicho qué tenía que hacer si volvía a dolerle la cicatriz, y Harry iba a seguir su consejo: se encaminó hacia el despacho de Dumbledore. Anduvo por los corredores pensando en lo que había visto en el sueño, que había sido tan vívido como el que lo había despertado en Privet Drive. Repasó los detalles en su mente, tratando de asegurarse de que los recordaba todos... Había oído a Voldemort acusar a Colagusano de cometer un error garrafal... pero el búho real le había llevado buenas noticias: el error estaba subsanado, alguien había muerto... De manera que Colagusano no iba a servir de alimento a la serpiente... En su lugar, la serpiente se lo comería a él, a Harry...
Harry pasó de largo la gárgola de piedra que guardaba la entrada al despacho de Dumbledore. Parpadeó extrañado, miró alrededor, comprendió que lo había dejado atrás y dio la vuelta, hasta detenerse delante de la gárgola. Entonces recordó que no conocía la contraseña.
—¿Sorbete de limón? —dijo probando.
La gárgola no se movió.
—Bueno —dijo Harry, mirándola—. Caramelo de pera. Eh... Palo de regaliz. Meigas fritas. Chicle superhinchable. Grageas de todos los sabores de Bertie Bott... No, no le gustan, creo... Vamos, ábrete, ¿por qué no te abres? —exclamó irritado—. ¡Tengo que verlo, es urgente!
La gárgola permaneció inmóvil.
Harry le dio una patada, pero sólo consiguió hacerse un daño terrible en el dedo gordo del pie.
—¡Ranas de chocolate! —gritó enfadado, sosteniéndose sobre un pie—. ¡Pluma de azúcar! ¡Cucurucho de cucarachas!
La gárgola revivió de pronto y se movió a un lado. Harry cerró los ojos y volvió a abrirlos.
—¿Cucurucho de cucarachas? —dijo sorprendido—. ¡Lo dije en broma!
Se metió rápidamente por el resquicio que había entre las paredes, y accedió a una escalera de caracol de piedra, que empezó a ascender lentamente cuando la pared se cerró tras él, hasta dejarlo ante una puerta de roble pulido con aldaba de bronce.
Oyó que hablaban en el despacho. Salió de la escalera móvil y dudó un momento, escuchando.
—¡Me temo, Dumbledore, que no veo la relación, no la veo en absoluto! —Era la voz del ministro de Magia, Cornelius Fudge—. Ludo dice que Bertha es perfectamente capaz de perderse sin ayuda de nadie. Estoy de acuerdo en que a estas alturas tendríamos que haberla encontrado, pero de todas maneras no tenemos ninguna prueba de que haya ocurrido nada grave, Dumbledore, ninguna prueba en absoluto. ¡Y en cuanto a que su desaparición tenga alguna relación con la de Barty Crouch...!
—¿Y qué cree que le ha ocurrido a Barty Crouch, ministro? —preguntó la voz gruñona de Moody.
—Hay dos posibilidades, Alastor —respondió Fudge—: o bien Crouch ha acabado por tener un colapso nervioso (algo más que probable dada su biografía), ha perdido la cabeza y se ha ido por ahí de paseo...
—Y pasea extraordinariamente aprisa, si ése es el caso, Cornelius —observó Dumbledore con calma.
—O bien... —Fudge parecía incómodo—. Bueno, me reservo el juicio para después de ver el lugar en que lo encontraron, pero ¿decís que fue nada más pasar el carruaje de Beauxbatons? Dumbledore, ¿sabes lo que es esa mujer?
—La considero una directora muy competente... y una excelente pareja de baile —contestó Dumbledore en voz baja.
—¡Vamos, Dumbledore! —dijo Fudge enfadado—. ¿No te parece que puedes tener prejuicios a su favor a causa de Hagrid? No todos son inofensivos... eso suponiendo que realmente se pueda considerar inofensivo a Hagrid, con esa fijación que tiene con los monstruos...
—No tengo más sospechas de Madame Máxime que de Hagrid —declaró Dumbledore sin perder la calma—, y creo que tal vez seas tú el que tiene prejuicios, Cornelius.
—¿Podríamos zanjar esta discusión? —propuso Moody.
—Sí, sí, bajemos —repuso Cornelius impaciente.
—No, no lo digo por eso —dijo Moody—. Lo digo porque Potter quiere hablar contigo, Dumbledore: está esperando al otro lado de la puerta.
30
El pensadero
Se abrió la puerta del despacho.
—Hola, Potter —dijo Moody—. Entra.
Harry entró. Ya en otra ocasión había estado en el despacho de Dumbledore: se trataba de una habitación circular, muy bonita, decorada con una hilera de retratos de anteriores directores de Hogwarts de ambos sexos, todos los cuales estaban profundamente dormidos. El pecho se les inflaba y desinflaba al respirar.
Cornelius Fudge se hallaba junto al escritorio de Dumbledore, con sus habituales sombrero hongo de color verde lima y capa a rayas.
—¡Harry! —dijo Fudge jovialmente, adelantándose un poco—. ¿Cómo estás?
—Bien —mintió Harry.
—Precisamente estábamos hablando de la noche en que apareció el señor Crouch en los terrenos —explicó Fudge—. Fuiste tú quien se lo encontró, ¿verdad?
—Sí —contestó Harry. Luego, pensando que no había razón para fingir que no había oído nada de lo dicho, añadió: Pero no vi a Madame Máxime por allí, y no le habría sido fácil ocultarse, ¿verdad?
Con ojos risueños, Dumbledore le sonrió a espaldas de Fudge.
—Sí, bien —dijo Fudge embarazado—. Estábamos a punto de bajar a dar un pequeño paseo, Harry. Si nos perdonas... Tal vez sería mejor que volvieras a clase.
—Yo quería hablar con usted, profesor —se apresuró a decir Harry mirando a Dumbledore, quien le dirigió una mirada rápida e inquisitiva.
—Espérame aquí, Harry —le indicó—. Nuestro examen de los terrenos no se prolongará demasiado.
Salieron en silencio y cerraron la puerta. Al cabo de un minuto más o menos dejaron de oírse, procedentes del corredor de abajo, los secos golpes de la pata de palo de Moody. Harry miró a su alrededor.
—Hola, Fawkes —saludó.
Fawkes, el fénix del profesor Dumbledore, estaba posado en su percha de oro, al lado de la puerta. Era del tamaño de un cisne, con un magnifico plumaje dorado y escarlata. Lo saludó agitando en el aire su larga cola y mirándolo con ojos entornados y tiernos.
Harry se sentó en una silla delante del escritorio de Dumbledore. Durante varios minutos se quedó allí, contemplando a los antiguos directores del colegio, que resoplaban en sus retratos, mientras pensaba en lo que acababa de oír y se pasaba distraídamente los dedos por la cicatriz: ya no le dolía.
Se sentía mucho más tranquilo hallándose en el despacho de Dumbledore y sabiendo que no tardaría en hablar con él de su sueño. Harry miró la pared que había tras el escritorio: el Sombrero Seleccionador, remendado y andrajoso, descansaba sobre un estante. Junto a él había una urna de cristal que contenía una magnífica espada de plata con grandes rubíes incrustados en la empuñadura; Harry la reconoció como la espada que él mismo había sacado del Sombrero Seleccionador cuando se hallaba en segundo. Aquélla era la espada de Godric Gryffindor, el fundador de la casa a la que pertenecía Harry. La estaba contemplando, recordando cómo había llegado en su ayuda cuando lo daba todo por perdido, cuando vio que sobre la urna de cristal temblaba un punto de luz plateada. Buscó de dónde provenía aquella luz, y vio un brillante rayito que salía de un armario negro que había a su espalda, con la puerta entreabierta. Harry dudó, miró a Fawkes y luego se levantó; atravesó el despacho y abrió la puerta del armario.
Había allí una vasija de piedra poco profunda, con tallas muy raras alrededor del borde: eran runas y símbolos que Harry no conocía. La luz plateada provenía del contenido de la vasija, que no se parecía a nada que Harry hubiera visto nunca. No hubiera podido decir si aquella sustancia era un líquido o un gas: era de color blanco brillante, plateado, y se movía sin cesar. La superficie se agitó como el agua bajo el viento, para luego separarse formando nubecillas que se arremolinaban. Daba la sensación de ser luz licuada, o viento solidificado: Harry no conseguía comprenderlo.
Quiso tocarlo, averiguar qué tacto tenía, pero casi cuatro años de experiencia en el mundo mágico le habían enseñado que era muy poco prudente meter la mano en un recipiente lleno de una sustancia desconocida, así que sacó la varita de la túnica, echó una ojeada nerviosa al despacho, volvió a mirar el contenido de la vasija y lo tocó con la varita. La superficie de aquella cosa plateada comenzó a girar muy rápido.
Harry se inclinó más, metiendo la cabeza en el armario. La sustancia plateada se había vuelto transparente, parecía cristal. Miró dentro esperando distinguir el fondo de piedra de la vasija, y en vez de eso, bajo la superficie de la misteriosa sustancia, vio una enorme sala, una sala que él parecía observar desde una cúpula de cristal.
Estaba apenas iluminada, y Harry pensó que incluso podía ser subterránea, porque no tenía ventanas, sólo antorchas sujetas en argollas como las que iluminaban los muros de Hogwarts. Bajando la cara de forma que la nariz le quedó a tres centímetros escasos de aquella sustancia cristalina, vio que delante de cada pared había varias filas de bancos, tanto más elevados cuanto más cercanos a la pared, en los que se encontraban sentados muchos brujos de ambos sexos. En el centro exacto de la sala había una silla vacía. Algo en ella le producía inquietud. En los brazos de la silla había unas cadenas, como si al ocupante de la silla se lo soliera atar a ella.
¿Dónde estaba aquel misterioso lugar? No parecía que perteneciera a Hogwarts: nunca había visto en el castillo una sala como aquélla. Además, la multitud que la ocupaba se hallaba compuesta exclusivamente de adultos, y Harry sabía que no había tantos profesores en Hogwarts. Parecían estar esperando algo, pensó, aunque no les veía más que los sombreros puntiagudos. Todos miraban en la misma dirección, sin hablar.
Como la vasija era circular, y la sala que veía, cuadrada, Harry no distinguía lo que había en los cuatro rincones. Se inclinó un poco más, ladeando la cabeza para poder ver...
La punta de la nariz tocó la extraña sustancia.
El despacho de Dumbledore se sacudió terriblemente. Harry fue propulsado de cabeza a la sustancia de la vasija...
Pero no dio de cabeza contra el suelo de piedra: se notó caer por entre algo negro y helado, como si un remolino oscuro lo succionara...
Y, de repente, se hallaba sentado en uno de los últimos bancos de la sala que había dentro de la vasija, un banco más elevado que los otros. Miró hacia arriba esperando ver la cúpula de cristal a través de la que había estado mirando, pero no había otra cosa que piedra oscura y maciza.
Respirando con dificultad, Harry observó a su alrededor. Ninguno de los magos y brujas de la sala (y eran al menos doscientos) lo miraba. Ninguno de ellos parecía haberse dado cuenta de que un muchacho de catorce años acababa de caer del techo y se había sentado entre ellos. Harry se volvió hacia el mago que tenía a su lado, y profirió un grito de sorpresa que retumbó en toda la silenciosa sala.
Estaba sentado justo al lado de Albus Dumbledore.
—¡Profesor! —dijo Harry en una especie de susurro ahogado—, lo lamento... yo no pretendía... Sólo estaba mirando la vasija que había en su armario... Yo... ¿Dónde esta-mos?
Pero Dumbledore no respondió ni se inmutó. Hizo caso omiso de Harry. Como todos los demás, estaba vuelto hacia el rincón más alejado de la sala, en el que había una puerta.
Harry miró a Dumbledore desconcertado, luego a toda la multitud que observaba en silencio, y de nuevo a Dumbledore. Y entonces comprendió...
Ya en otra ocasión se había encontrado en un lugar en el que nadie lo veía ni oía. En aquella oportunidad había caído, a través de la página de un diario encantado, en la memoria de otra persona. O mucho se equivocaba, o algo parecido había vuelto a ocurrir.
Levantó la mano derecha, dudó un momento y la movió con brío delante de la cara de Dumbledore, que ni parpadeó, ni lo miró, ni hizo movimiento alguno. Y eso, le pareció a Harry, despejaba cualquier duda. Dumbledore no lo hubiera pasado por alto de aquella manera. Se encontraba dentro de la memoria de alguien, y aquél no era el Dumbledore actual. Sin embargo, tampoco podía hacer muchísimo tiempo de aquello, porque el Dumbledore sentado a su lado ya tenía el pelo plateado. Pero ¿qué lugar era aquél? ¿Qué era lo que aguardaban todos aquellos magos?
Observó con detenimiento. La sala, tal como había supuesto al observarla desde arriba, era seguramente subterránea: pensó que, de hecho, tenía más de mazmorra que de sala. La atmósfera del lugar era sórdida e intimidatoria. No había cuadros en las paredes, ni ningún otro tipo de decoración, sólo aquellas apretadas filas de bancos que se eleva-ban escalonadamente hacia las paredes, colocados para que todo el mundo tuviera una clara visión de la silla de las cadenas.
Antes de que Harry pudiera llegar a una conclusión sobre el lugar en que se encontraba, oyó pasos. Se abrió la puerta del rincón, y entraron tres personas... O, por lo menos, uno de ellos era una persona, porque los otros dos, que lo flanqueaban, eran dementores.
Notó frío en las tripas. Los dementores, unas criaturas altas que ocultaban la cara bajo una capucha, se dirigieron muy lentamente hacia el centro de la sala, donde estaba la silla, agarrando cada uno, con sus manos de aspecto putrefacto, uno de los brazos del hombre. Éste parecía a punto de desmayarse, y Harry no se lo podía reprochar: no estando más que en la memoria de alguien, los dementores no le podían causar ningún daño, pero recordaba demasiado bien lo que hacían. La multitud se echó un poco para atrás cuando los dementores colocaron al hombre en la silla con las cadenas para luego salir de la sala. La puerta se cerró tras ellos.
Harry observó al hombre que habían conducido hasta la silla, y vio que se trataba de Karkarov.
A diferencia de Dumbledore, Karkarov parecía mucho más joven: tenía negros el cabello y la perilla. No llevaba sus lustrosas pieles, sino una túnica delgada y raída.
Temblaba. Ante los ojos de Harry, las cadenas de los brazos de la silla emitieron un destello dorado y solas se enroscaron como serpientes en torno a sus brazos, sujetándolo a la silla.
—Igor Karkarov —dijo una voz seca que provenía de la izquierda de Harry. Éste se volvió y vio al señor Crouch de pie ante el banco que había a su lado. Crouch tenía el pelo oscuro, el rostro mucho menos arrugado, y parecía fuerte y enérgico—. Se lo ha traído a este lugar desde Azkaban para prestar declaración ante el Ministerio de Magia. Usted nos ha dado a entender que dispone de información importante para nosotros.
Sujeto a la silla como estaba, Karkarov se enderezó cuanto pudo.
—Así es, señor —dijo, y, aunque la voz le temblaba, Harry pudo percibir en ella el conocido deje empalagoso—. Quiero ser útil al Ministerio. Quiero ayudar. Sé... sé que el Ministerio está tratando de atrapar a los últimos partidarios del Señor Tenebroso. Mi deseo es ayudar en todo lo que pueda...
Se escuchó un murmullo en los bancos. Algunos de los magos y brujas examinaban a Karkarov con interés, otros con declarado recelo. Harry oyó, muy claramente y procedente del otro lado de Dumbledore, una voz gruñona que le resultó conocida y que pronunció la palabra:
—Escoria.
Se inclinó hacia delante para ver quién estaba al otro lado de Dumbledore. Era Ojoloco Moody, aunque con aspecto muy diferente. No tenía ningún ojo mágico, sino dos normales, ambos fijos en Karkarov y relucientes de rabia.
—Crouch va a soltarlo —musitó Moody dirigiéndose a Dumbledore—. Ha llegado a un trato con él. Me ha costado seis meses encontrarlo, y Crouch va a dejarlo marchar con tal de que pronuncie suficientes nombres nuevos. Si por mí fuera, oiríamos su información y luego lo mandaríamos de vuelta con los dementores.
Por su larga nariz aguileña, Dumbledore dejó escapar un pequeño resoplido en señal de desacuerdo.
—¡Ah!, se me olvidaba... No te gustan los dementores, ¿eh, Albus? —dijo Moody con sarcasmo.
—No —reconoció Dumbledore con tranquilidad—, me temo que no. Hace tiempo que pienso que el Ministerio se ha equivocado al aliarse con semejantes criaturas.
—Pero con escoria semejante... —replicó Moody en voz baja.
—Dice usted, Karkarov, que tiene nombres que ofrecernos —dijo el señor Crouch—. Por favor, déjenos oírlos.
—Tienen que comprender —se apresuró a decir Karkarov— que El-que-no-debe-ser-nombrado actuaba siempre con el secretismo más riguroso... Prefería que nosotros... quiero decir, sus partidarios (y ahora lamento, muy profundamente, haberme contado entre ellos)...
—No te enrolles —dijo Moody con desprecio.
—... no supiéramos los nombres de todos nuestros compañeros. Él era el único que nos conocía a todos.
—Muy inteligente por su parte, para evitar que gente como tú, Karkarov, pudiera delatarlos a todos —murmuró Moody.
—Aun así, usted dice que dispone de algunos nombres que ofrecernos —observó el señor Crouch.
—Sí... sí —contestó Karkarov entrecortadamente—. Y son nombres de partidarios importantes. Gente a la que vi con mis propios ojos cumpliendo sus órdenes. Ofrezco al Ministerio esta información como prueba de que renuncio a él plena y totalmente, y que me embarga un arrepentimiento tan profundo que a duras penas puedo...
—¿Y esos nombres son...? —lo cortó el señor Crouch.
Karkarov tomó aire.
—Estaba Antonin Dolohov —declaró—. Lo... lo vi torturar a un sinfín de muggles y... y de gente que no era partidaria del Señor Tenebroso.
—Y lo ayudaste a hacerlo —murmuró Moody.
—Ya hemos atrapado a Dolohov —dijo Crouch—. Fue apresado poco después de usted.
—¿De verdad? —exclamó Karkarov, abriendo los ojos—.Me... ¡me alegro de oírlo!
Pero no daba esa impresión. Harry se dio cuenta de que la noticia era para él un duro golpe, porque significaba que uno de los nombres que tenía preparados carecía de utilidad.
—¿Hay más? —preguntó Crouch con frialdad.
—Bueno, sí... estaba Rosier —se apresuró a decir Karkarov—: Evan Rosier.
—Rosier ha muerto —explicó Crouch—. Lo atraparon también poco después que a usted. Prefirió resistir antes que entregarse, y murió en la lucha.
—Pero se llevó con él un trozo de mí —susurró Moody a la derecha de Harry. Lo miró de nuevo, y vio que le indicaba a Dumbledore el trozo que le faltaba en la nariz.
—Se... ¡se lo tenía merecido! —exclamó Karkarov, con una genuina nota de pánico en la voz.
Harry notó que empezaba a preocuparse por no poder dar al Ministerio ninguna información de utilidad. Los ojos de Karkarov se dirigieron a la puerta del rincón, tras la cual, sin duda, aguardaban los dementores.
—¿Alguno más? —preguntó Crouch.
—¡Sí! —dijo Karkarov—. ¡Estaba Travers, que ayudó a matar a los McKinnons! Mulciber... Su especialidad era la maldición imperius, ¡y obligó a un sinfín de personas a hacer cosas horrendas! ¡Rookwood, que era espía y le pasó a El-que-no-debe-ser-nombrado mucha información desde el mismo Ministerio!
Harry comprendió que, aquella vez, Karkarov había dado en el clavo. Hubo murmullos entre la multitud.
—¿Rookwood? —preguntó el señor Crouch, haciendo un gesto con la cabeza dirigido a una bruja sentada delante de él, que comenzó a escribir en un trozo de pergamino—. ¿Augustus Rookwood, del Departamento de Misterios?
—El mismo —confirmó Karkarov—. Creo que disponía de una red de magos ubicados en posiciones privilegiadas, tanto dentro como fuera del Ministerio, para recoger información...
—Pero a Travers y Mulciber ya los tenemos —dijo el señor Crouch—. Muy bien, Karkarov. Si eso es todo, se lo devolverá a Azkaban mientras decidimos...
—¡No! —gritó Karkarov, desesperado—. ¡Espere, tengo más!
A la luz de las antorchas, Harry pudo verlo sudar. Su blanca piel contrastaba claramente con el negro del cabello y la barba.
—¡Snape! —gritó—. ¡Severus Snape!
—Snape ha sido absuelto por esta Junta —replicó el señor Crouch con frialdad—. Albus Dumbledore ha respondido por él.
—¡No! —gritó Karkarov, tirando de las cadenas que lo ataban a la silla—. ¡Se lo aseguro! ¡Severus Snape es un mortífago!
Dumbledore se puso en pie.
—Ya he declarado sobre este asunto —dijo con calma—. Es cierto que Severus Snape fue un mortífago. Sin embargo, se pasó a nuestro lado antes de la caída de lord Voldemort y se convirtió en espía a nuestro servicio, asumiendo graves riesgos personales. Ahora no tiene de mortífago más que yo mismo.
Harry se volvió para mirar a Ojoloco Moody. A espaldas de Dumbledore, su expresión era de escepticismo.
—Muy bien, Karkarov —dijo Crouch fríamente—, ha sido de ayuda. Revisaré su caso. Mientras tanto volverá a Azkaban...
La voz del señor Crouch se apagó, y Harry miró a su alrededor. La mazmorra se disolvía como si fuera de humo, todo se desvanecía; sólo podía ver su propio cuerpo: todo lo demás era una oscuridad envolvente.
Y entonces volvió la mazmorra. Estaba sentado en un asiento distinto: de nuevo en el banco superior, pero esta vez a la izquierda del señor Crouch. La atmósfera parecía muy diferente: relajada, se diría que alegre. Los magos y brujas hablaban entre sí, casi como si se hallaran en algún evento deportivo. Una bruja sentada en las gradas del medio, enfrente de Harry, atrajo su atención. Tenía el pelo rubio y corto, llevaba una túnica de color fucsia y chupaba el extremo de una pluma de color verde limón: se trataba, sin duda alguna, de una Rita Skeeter más joven que la que conocía. Dumbledore se encontraba de nuevo sentado a su lado, pero vestido con una túnica diferente. El señor Crouch parecía más cansado y demacrado, pero también más temible... Harry comprendió: se trataba de un recuerdo diferente, un día diferente, un juicio distinto.
Se abrió la puerta del rincón, y Ludo Bagman entró en la sala.
Pero no era el Ludo Bagman apoltronado y fondón, sino que se hallaba claramente en la cumbre de su carrera como jugador de quidditch: aún no tenía la nariz rota, y era alto, delgado y musculoso. Bagman parecía nervioso al sentarse en la silla de las cadenas; unas cadenas que no lo apresaron como habían hecho con Karkarov, y Bagman, tal vez animado por ello, miró a la multitud, saludó con la mano a un par de personas y logró esbozar una ligera sonrisa.
—Ludo Bagman, se lo ha traído ante la Junta de la Ley Mágica para responder de cargos relacionados con las actividades de los mortífagos —dijo el señor Crouch—. Hemos escuchado las pruebas que se han presentado contra usted, y nos disponemos a emitir un veredicto. ¿Tiene usted algo que añadir a su declaración antes de que dictemos sentencia?
Harry no daba crédito a sus oídos: ¿Ludo Bagman un mortífago?
—Solamente —dijo Bagman, sonriendo con embarazo—, bueno, que sé que he sido bastante tonto.
Una o dos personas sonrieron con indulgencia desde los asientos. El señor Crouch no parecía compartir sus simpatías: miraba a Ludo Bagman con la más profunda severidad y desagrado.
—Nunca dijiste nada más cierto, muchacho —murmuró secamente alguien detrás de Harry, para que lo oyera Dumbledore. Miró y vio de nuevo a Moody—. Si no supiera que nunca ha tenido muchas luces, creería que una de esas bludgers le había afectado al cerebro...
—Ludovic Bagman, usted fue sorprendido pasando información a los partidarios de lord Voldemort —dijo el señor Crouch—. Por este motivo pido para usted un período de prisión en Azkaban de no menos de...
Pero de los bancos surgieron gritos de enfado. Algunos magos y brujas se habían puesto en pie y dirigían al señor Crouch gestos amenazadores alzando los puños.
—¡Pero ya les he dicho que yo no tenía ni idea! —gritó Bagman de todo corazón por encima de la algarabía, abriendo más sus redondos ojos azules—. ¡Ni la más remota idea! Rookwood era un amigo de la familia... ¡Ni se me pasó por la cabeza que pudiera estar en tratos con Quien-ustedes-saben! ¡Yo creía que la información era para los nuestros! Y Rookwood no paraba de ofrecerme un puesto en el Ministerio para cuando mis días en el quidditch hubieran concluido, ya saben... No puedo seguir parando bludgers con la cabeza el resto de mi vida, ¿verdad?
Hubo risas entre la multitud.
—Se someterá a votación —declaró con frialdad el señor Crouch. Se volvió hacia la derecha de la mazmorra—. El jurado tendrá la bondad de alzar la mano: los que estén a favor de la pena de prisión...
Harry miró hacia la derecha de la mazmorra: nadie levantaba la mano. Muchos de los magos y brujas de la parte superior de la sala empezaron a aplaudir. Una de las brujas del jurado se puso en pie.
—¿Sí? —preguntó Crouch.
—Simplemente, querríamos felicitar al señor Bagman por su espléndida actuación dentro del equipo de Inglaterra en el partido contra Turquía del pasado sábado —dijo la bruja con voz entrecortada.
El señor Crouch parecía furioso. En aquel momento, la mazmorra vibraba con los aplausos. Bagman respondió a ellos poniéndose en pie, inclinándose y sonriendo.
—Una infamia —dijo Crouch al sentarse junto a Dumbledore, mientras Bagman salía de la sala—. Claro que Rookwood le iba a dar un puesto... El día en que Ludo Bagman entre en el Ministerio será un día muy triste...
Y la sala volvió a desvanecerse. Cuando reapareció, Harry observó a su alrededor. El y Dumbledore seguían sentados al lado del señor Crouch, pero el ambiente no podía ser más distinto. El silencio era total, roto solamente por los secos sollozos de una bruja menuda y frágil que se hallaba al lado del señor Crouch. Con manos temblorosas, se apretaba un pañuelo contra la boca. Harry miró a Crouch y lo vio más demacrado y pálido que nunca. En la sien se apreciaban las contracciones de un nervio.
—Tráiganlos —ordenó, y su voz retumbó en la silenciosa mazmorra.
La puerta del rincón volvió a abrirse. Aquella vez entraron seis dementores flanqueando a un grupo de cuatro personas. Harry vio que todo el mundo se volvía a mirar al señor Crouch. Algunos cuchicheaban.
Los dementores colocaron al grupo en cuatro sillas con cadenas que habían puesto en el centro de la mazmorra. Había un hombre robusto que miró a Crouch inexpresivamente; otro hombre más delgado y de aspecto nervioso, cuyos ojos recorrían la multitud; una mujer con cabello negro, brillante y espeso, y párpados caídos, que se sentó en la silla de cadenas como si fuera un trono, y un muchacho de unos veinte años que parecía petrificado: estaba temblando, y el pelo color de paja le caía sobre la cara de piel blanca como la leche y pecosa. La bruja menuda sentada al lado de Crouch comenzó a balancearse hacia atrás y hacia delante en su asiento, lloriqueando sobre el pañuelo.
Crouch se levantó. Miró a los cuatro que tenía ante él con expresión de odio.
—Se los ha traído ante la Junta de la Ley Mágica —dijo pronunciando con claridad— para que podamos juzgarlos por crímenes tan atroces...
—Padre —suplicó el muchacho del pelo color paja—. Por favor, padre...
—... que raramente este juzgado ha oído otros semejantes —siguió Crouch, hablando más alto para ahogar la voz de su hijo—. Hemos oído las pruebas presentadas contra ustedes. Los cuatro están acusados de haber capturado a un auror, Frank Longbottom, y haberlo sometido a la maldición cruciatus por creerlo en conocimiento del paradero actual de su jefe exiliado, El-que-no-debe-ser-nombrado...
—¡Yo no, padre! —gritó el muchacho encadenado—. Yo no, padre, lo juro. ¡No vuelvas a enviarme con los dementores...!
—Se los acusa también —continuó el señor Crouch— de haber usado la maldición cruciatus contra la mujer de Frank Longbottom cuando él no les proporcionó la informa-ción. Planearon restaurar en el poder a El-que-no-debe-ser-nombrado, y volver a la vida de violencia que presumiblemente llevaron ustedes mientras él fue poderoso. Ahora pido al jurado...
—¡Madre! —gritó el muchacho, y la bruja menuda que estaba junto a Crouch sollozó con más fuerza—. ¡No lo dejes, madre! ¡Yo no lo hice, yo no fui!
—Pido a los miembros del jurado —prosiguió el señor Crouch— que levanten las manos si creen, como yo, que estos crímenes merecen la cadena perpetua en Azkaban.
Todos a la vez, los magos y brujas del lado de la derecha, levantaron las manos. La multitud de la parte superior prorrumpió en aplausos, tal cual habían hecho con Bagman, con el entusiasmo plasmado en la cara. El muchacho gritó con desesperación:
—¡No, madre, no! ¡Yo no lo hice, no lo hice, no sabía! ¡No me envíes allí, no lo dejes!
Los dementores volvieron a entrar en la sala. Los tres compañeros del muchacho se levantaron con serenidad de las sillas. La mujer de los párpados caídos miró a Crouch y vociferó:
—¡El Señor Tenebroso se alzará de nuevo, Crouch! ¡Echadnos a Azkaban: podemos esperar! ¡Se alzará de nuevo y vendrá a buscarnos, nos recompensará más que a ningún otro de sus partidarios! ¡Sólo nosotros le hemos sido fieles! ¡Sólo nosotros hemos tratado de encontrarlo!
El muchacho, en cambio, se debatía contra los dementores, aun cuando Harry notó que el frío poder absorbente de éstos empezaba a afectarlo. La multitud los insultaba, algunos puestos en pie, mientras la mujer salía de la sala con decisión y el muchacho seguía luchando.
—¡Soy tu hijo! —le gritó al señor Crouch—. ¡Soy tu hijo!
—¡Tú no eres hijo mío! —chilló el señor Crouch, con los ojos repentinamente desorbitados—. ¡Yo no tengo ningún hijo!
La bruja menuda que estaba a su lado lanzó un gemido ahogado y se desplomó en el asiento. Se había desmayado. Crouch no parecía haberse dado cuenta.
—¡Lleváoslos! —ordenó Crouch a los dementores, salpicando saliva—. ¡Lleváoslos, y que se pudran allí!
—¡Padre, padre, yo no tengo nada que ver! ¡No! ¡No! ¡Por favor, padre!
—Creo, Harry, que ya es hora de volver a mi despacho —le dijo alguien al oído.
Se sobresaltó. Miró a un lado y luego al otro.
Había un Albus Dumbledore sentado a su derecha, que observaba cómo se llevaban los dementores al hijo de Crouch, y otro Albus Dumbledore a su izquierda, mirándolo a él.
—Vamos —le dijo el Dumbledore de la izquierda, agarrándolo del codo.
Harry notó que se elevaba en el aire; la mazmorra se desvaneció. Por un instante la oscuridad fue total, y luego sintió como si diera una voltereta a cámara lenta y se posara de pronto sobre sus pies en lo que parecía la luz cegadora del soleado despacho de Dumbledore. La vasija de piedra brillaba en el armario, delante de él, y a su lado se encontraba Albus Dumbledore.
—Profesor —dijo Harry con voz entrecortada—, sé que no debería... Yo no pretendía... La puerta del armario estaba algo abierta y...
—Lo comprendo perfectamente —lo tranquilizó Dumbledore. Levantó la vasija, la llevó a su escritorio, la puso sobre la superficie pulida y se sentó en la silla detrás de la mesa. Con una seña, le indicó a Harry que tomara asiento enfrente de él.
Harry lo hizo, sin dejar de mirar la vasija de piedra. El contenido había vuelto a su estado original, blanco plateado, y se arremolinaba y agitaba bajo su atenta mirada.
—¿Qué es? —preguntó con voz temblorosa.
—¿Esto? Se llama pensadero —explicó Dumbledore—. A veces me parece, y estoy seguro de que tú también conoces esa sensación, que tengo demasiados pensamientos y recuerdos metidos en el cerebro.
—Eh... —dijo Harry, que en realidad no podía decir que hubiera sentido nunca nada parecido.
—En esas ocasiones —siguió Dumbledore, señalando la vasija de piedra— uso el pensadero: no hay más que abrir el grifo de los pensamientos que sobran, verterlos en la vasija y examinarlos a placer. Es más fácil descubrir las pautas y las conexiones cuando están así, ¿me entiendes?
—¿Quiere decir que esas cosas son sus pensamientos? —preguntó Harry, observando la sustancia blanca que giraba en la vasija.
—Eso es —asintió Dumbledore—. Déjame que te lo muestre.
Dumbledore sacó la varita de la túnica y apoyó la punta en el canoso pelo de su sien. Al separar la varita, el pelo parecía haberse pegado a la punta, pero luego Harry se dio cuenta de que era una hebra brillante de la misma extraña sustancia plateada que había en el pensadero. Dumbledore añadió a la vasija aquel nuevo pensamiento, y Harry, anonadado, vio su propia cara en la superficie de la vasija.
Dumbledore colocó sus largas manos a cada lado del pensadero y lo movió de forma parecida a un buscador de oro que buscara pepitas... y Harry vio que su cara se transmutaba paulatinamente en la de Snape, que abría la boca y se dirigía al techo con una voz que resonaba ligeramente:
—Está volviendo... y la de Karkarov también... mas intensa y más clara que nunca...
—Una conexión que yo podría haber hecho sin ayuda —dijo Dumbledore suspirando—, pero no importa. —Miró por encima de sus gafas de media luna a Harry, que a su vez miraba con la boca abierta cómo Snape seguía moviéndose en la superficie de la vasija—. Estaba utilizando el pensadero cuando llegó el señor Fudge a nuestra cita, y lo guardé apresuradamente. Supongo que no dejé bien cerrado el armario. Es lógico que atrajera tu atención.
—Lo siento —murmuró Harry.
Dumbledore movió la cabeza a los lados.
—La curiosidad no es pecado —replicó— Pero tenemos que ser cautos con ella, claro...
Frunciendo el entrecejo ligeramente, tocó con la punta de la varita los pensamientos que había en la vasija. Al instante surgió una chica rolliza y enfurruñada de unos dieci-séis años, que empezó a girar despacio, con los pies en la vasija. No vio ni a Harry ni al profesor Dumbledore. Al hablar, su voz resonaba como la de Snape, como si llegara de las profundidades de la vasija de piedra:
—Me echó un maleficio, profesor Dumbledore, y sólo le estaba tomando un poco el pelo, señor. Sólo le dije que lo había visto el jueves besándose con Florence detrás de los invernaderos...
—Pero ¿por qué, Bertha? —dijo con tristeza Dumbledore, mirando a la chica que seguía dando vueltas, en aquel momento en silencio—. Para empezar, ¿por qué tenías que seguirlo?
—¿Bertha? —susurró Harry, mirándola—. ¿Ésa es... ésa era Bertha Jorkins?
—Sí —contestó Dumbledore, volviendo a tocar con la varita los pensamientos de la vasija; Bertha se hundió nuevamente en ellos, y la sustancia recuperó su aspecto opaco y plateado—. Era Bertha en el colegio, tal como la recuerdo.
La luz plateada del pensadero iluminaba el rostro de Dumbledore, y a Harry le sorprendió de repente ver lo viejo que parecía. Sabía, naturalmente, que Dumbledore estaba entrado en años, pero nunca pensaba en él como un viejo.
—Bueno, Harry —dijo Dumbledore en voz baja—, antes de que te perdieras entre mis pensamientos, querías decirme algo.
—Si. Profesor... yo estaba en clase de Adivinación, y... eh... me dormí.
Dudó, preguntándose si iba a recibir una regañina, pero Dumbledore sólo dijo:
—Lo puedo entender. Prosigue.
—Bueno, y soñé. Un sueño sobre lord Voldemort. Estaba torturando a Colagusano... ya sabe usted...
—Sí, lo conozco —dijo Dumbledore enseguida—. Continúa.
—A Voldemort le llegó una carta por medio de una lechuza. Dijo algo como que el error garrafal de Colagusano había quedado reparado. Dijo que había muerto alguien. Y luego dijo que Colagusano no tendría que servir de alimento a la serpiente (había una serpiente al lado del sillón). Dijo... dijo que, en vez de a él, la serpiente podría comerme a mí. Luego utilizó contra Colagusano la maldición cruciatus... y la cicatriz empezó a dolerme. Me desperté porque el dolor era muy fuerte.
Dumbledore simplemente lo miró.
—Eh... eso es todo —concluyó Harry.
—Ya veo —respondió Dumbledore en voz baja—. Ya veo. ¿Te había vuelto a doler la cicatriz este curso alguna vez, aparte de cuando lo hizo en verano?
—No, no me... ¿Cómo sabe usted que me desperté este verano con el dolor de la cicatriz? —preguntó Harry, sorprendido.
—Tú no eres el único que se cartea con Sirius —explicó Dumbledore—. Yo también he estado en contacto con él desde que salió el año pasado de Hogwarts. Fui yo quien le sugirió la cueva de la ladera de la montaña como el lugar más seguro para esconderse.
Dumbledore se levantó y comenzó a pasear por detrás del escritorio. De vez en cuando se ponía en la sien la punta de la varita, se sacaba otro pensamiento brillante y plateado, y lo echaba al pensadero. Dentro de éste, los pensamientos empezaron a girar tan rápido que Harry no podía distinguir nada: no era más que un borrón de colores.
—Profesor... —lo llamó después de un par de minutos.
Dumbledore dejó de pasear y miró a Harry.
—Disculpa —dijo, y volvió a sentarse tras el escritorio.
—¿Sabe por qué me duele la cicatriz?
Dumbledore lo observó en silencio durante un momento antes de responder.
—Tengo una teoría, nada más... Me da la impresión de que te duele la cicatriz tanto cuando Voldemort está cerca de ti como cuando a él lo acomete un acceso de odio especialmente intenso.
—Pero... ¿por qué?
—Porque tú y él estáis conectados por una maldición malograda —explicó Dumbledore—. Eso no es una cicatriz ordinaria.
—¿Y piensa que ese sueño... sucedió de verdad?
—Es posible —admitió Dumbledore—. Diría que probable. ¿Viste a Voldemort, Harry?
—No. Sólo la parte de atrás del asiento. Pero... no habría nada que ver, ¿verdad? Quiero decir que... no tiene cuerpo, ¿o sí? Pero... pero entonces, ¿cómo pudo sujetar la varita? —dijo Harry pensativamente.
—Buena pregunta —murmuró Dumbledore—. Buena pregunta...
Ni Harry ni Dumbledore hablaron durante un rato. Dumbledore tenía la vista fija en el otro lado del despacho, y de vez en cuando se ponía la punta de la varita en la sien y añadía otro pensamiento brillante y plateado a la sustancia en continuo movimiento del pensadero.
—Profesor —dijo Harry al fin—, ¿cree que está cobrando fuerzas?
—¿Voldemort? —Dumbledore miró a Harry por encima del pensadero. Era la misma mirada característica y penetrante que le había dirigido en otras ocasiones, y a Harry siempre le daba la impresión de que el director veía a través de él, de una manera en que ni siquiera podía hacerlo el ojo mágico de Moody—. Una vez más, Harry, me temo que sólo puedo hacer suposiciones.
Dumbledore volvió a suspirar, y de pronto pareció más viejo y más débil que nunca.
—Los años del ascenso de Voldemort estuvieron salpicados de desapariciones —explicó—. Ahora Bertha Jorkins ha desaparecido sin dejar rastro en el lugar en que Voldemort fue localizado por última vez. El señor Crouch también ha desaparecido... en estos mismos terrenos. Y ha habido una tercera desaparición, que el Ministerio, lamento tener que decirlo, no considera de importancia porque es la de un muggle. Se llama Frank Bryce; vivía en la aldea donde se crió el padre de Voldemort, y no se lo ha visto desde finales de agosto. Como ves, leo los periódicos muggles, cosa que no hacen mis amigos del Ministerio. —Dumbledore miró a Harry muy serio—. Creo que estas desapariciones están relacionadas, pero el ministro no está de acuerdo conmigo, como tal vez notaras cuando esperabas a la puerta.
Harry asintió con la cabeza. Volvieron a quedarse en silencio, y Dumbledore, de vez en cuando, se sacaba de la cabeza un pensamiento. Harry pensó que quizá debía mar-charse, pero la curiosidad lo retuvo en la silla.
—Profesor... —repitió.
—¿Sí, Harry?
—Eh... ¿puedo preguntarle por... esos juicios que presencié en el pensadero?
—Puedes —contestó Dumbledore apesadumbrado—. Asistí a muchos juicios, pero algunos regresan a mi memoria con más claridad que otros... especialmente ahora...
—¿Recuerda... recuerda el juicio en que me encontró?, ¿el del hijo de Crouch? Bien... ¿se referían a los padres de Neville?
Dumbledore dirigió a Harry una mirada penetrante.
—¿No te ha contado nunca Neville por qué lo ha criado su abuela? —inquirió el director.
Harry negó con la cabeza, preguntándose por qué nunca había hablado con Neville del tema en los casi cuatro años que hacía que se conocían.
—Sí, se referían a los padres de Neville —admitió Dumbledore—. Su padre, Frank, era un auror, igual que el profesor Moody. Él y su mujer fueron torturados para sacarles información sobre el paradero de Voldemort después de que éste perdió su poder, tal como oíste.
—Entonces, ¿están muertos? —preguntó Harry en voz baja.
—No —respondió Dumbledore, con una amargura en la voz que nunca antes había notado Harry—, están locos. Se encuentran los dos en el Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas. Creo que Neville va a visitarlos, con su abuela, durante las vacaciones. No lo reconocen.
Harry se quedó horrorizado. No sabía... Nunca, en cuatro años, se había preocupado por averiguar...
—Los Longbottom eran muy queridos —prosiguió Dumbledore—. El ataque contra ellos fue posterior a la caída de Voldemort, cuando todo el mundo se sentía ya a salvo. Aquello provocó una oleada de furia como no he conocido nunca. El Ministerio se sintió muy presionado para capturar a los culpables. Por desgracia, y dada la condición en que se encontraban los Longbottom, su declaración no era de fiar.
—O sea ¿que el hijo del señor Crouch podría haber sido inocente? —dijo Harry pensativamente.
—En cuanto a eso, no tengo ni idea.
Harry se quedó callado una vez más, observando el movimiento de la sustancia del pensadero. Había otras dos preguntas que rabiaba por hacer, pero atañían a la culpabilidad de personas que estaban vivas.
—Eh —dijo—, el señor Bagman...
—Nadie lo ha vuelto a acusar de ninguna actividad tenebrosa —contestó Dumbledore con su voz impasible.
—Bien —dijo Harry apresuradamente, volviendo a observar el contenido del pensadero, que giraba más despacio porque Dumbledore había dejado de añadir pensamientos—. Y... eh...
Pero el pensadero parecía estar haciendo la pregunta por él. El rostro de Snape volvía a flotar en la superficie. Dumbledore lo miró, y luego levantó la vista hacia Harry.
—Tampoco al profesor Snape —respondió.
Harry miró los ojos de color azul claro de Dumbledore, y lo que realmente quería saber le salió de la boca antes de que pudiera evitarlo:
—¿Qué le hizo pensar que Snape había dejado de apoyar a Voldemort, profesor?
Dumbledore aguantó durante unos segundos la mirada de Harry, y luego dijo:
—Eso, Harry, es un asunto entre el profesor Snape y yo.
Harry comprendió que la entrevista había concluido. Dumbledore no parecía enfadado, pero el tono terminante de su voz daba a entender que era el momento de irse. Se levantó, y lo mismo hizo Dumbledore.
—Harry —lo llamó cuando éste se hubo acercado a la puerta—, por favor, no digas a nadie lo de los padres de Neville. Tiene derecho a contarlo él, cuando esté preparado.
—Sí, profesor —respondió, volviéndose para salir.
—Y...
Harry miró atrás.
Dumbledore estaba sobre el pensadero, con la cara iluminada desde abajo por la luz plateada, y parecía más viejo que nunca. Miró por un momento a Harry, y le dijo:
—Buena suerte en la tercera prueba.
31
La tercera prueba
—¿También Dumbledore cree que Quien-tú-sabes está recuperando fuerzas? —murmuró Ron.
Harry ya había hecho partícipes a Ron y Hermione de todo cuanto había visto en el pensadero y de casi todo lo que Dumbledore le había dicho y mostrado después. Y, naturalmente, también había hecho partícipe a Sirius, a quien había enviado una lechuza en cuanto salió del despacho de Dumbledore. Aquella noche los tres volvieron a quedarse hasta tarde hablando de todas esas cosas en la sala común, hasta que a Harry empezó a darle vueltas la cabeza y comprendió a qué se refería Dumbledore cuando le había dicho que tenía tantos pensamientos en la cabeza que resultaba un alivio sacarlos.
Ron miraba la chimenea. A Harry le pareció que su amigo temblaba un poco, aunque la noche era cálida.
—¿Y confía en Snape? —preguntó Ron—. ¿De verdad confía en Snape, aunque sabe que fue un mortífago?
—Sí —respondió Harry.
Hermione llevaba diez minutos sin hablar. Estaba sentada con la frente apoyada en las manos y mirando al suelo. A Harry se le ocurrió que también a ella le hubiera sido útil un pensadero.
—Rita Skeeter —murmuró al final.
—¿Cómo puedes preocuparte ahora por ella? —exclamó Ron, sin dar crédito a sus oídos.
—No me preocupo por ella —dijo Hermione sin dejar de mirar al suelo—. Sólo estoy pensando... ¿Recordáis lo que me dijo en Las Tres Escobas? «Yo sé cosas sobre Ludo Bagman que te pondrían los pelos de punta...» Supongo que se refería a eso. Ella hizo la crónica del juicio, sabía que les había pasado información a los mortífagos. Y Winky también lo sabía, ¿os acordáis? «¡El señor Bagman es un mago malo!» Seguro que el señor Crouch se puso furioso cuando lo dejaron en libertad y lo comentó en su casa.
—Ya, pero Bagman no pasó la información a sabiendas, ¿o sí?
Hermione se encogió de hombros.
—¿Y Fudge cree que Madame Máxime atacó a Crouch? —preguntó Ron, volviéndose hacia Harry.
—Sí —repuso Harry—, pero sólo porque Crouch desapareció junto al carruaje de Beauxbatons.
—Nosotros nunca sospechamos de ella —comentó Ron pensativo—. Tiene sangre de gigante, y no quiere admitirlo...
—Claro que no quiere admitirlo —dijo Hermione bruscamente, levantando la mirada—. Mira lo que le pasó a Hagrid cuando Rita se enteró de lo de su madre. Mira a Fudge, llegando a rápidas conclusiones sobre ella, sólo porque es semigigante. ¿Para qué iba a querer que lo supieran?, ¿para hacerse víctima de ese tipo de prejuicios? En su lugar, sabiendo lo que me esperaba por decir la verdad, también yo diría que tengo el esqueleto grande. —De pronto Hermione miró el reloj y exclamó asustada—: ¡No hemos practicado nada! ¡Tendríamos que haber preparado el embrujo obstaculizador! ¡Mañana tendremos que ponernos a ello muy en serio! Vamos, Harry, tienes que dormir.
Harry y Ron subieron despacio al dormitorio. Al ponerse el pijama, Harry miró la cama de Neville. Fiel a la palabra que le había dado a Dumbledore, no había contado a Ron ni a Hermione nada sobre los padres de Neville. Mientras se quitaba las gafas y se metía en la cama adoselada, se imaginó cómo sería tener unos padres aún vivos pero incapaces de reconocer a su hijo. A menudo él inspiraba conmiseración por ser huérfano, pero mientras escuchaba los ronquidos de Neville pensó que éste se la merecía más. Allí acostado, a oscuras, Harry sintió un acceso de ira y odio contra los que habían torturado al señor y la señora Longbottom. Recordó los insultos de la multitud mientras el hijo de Crouch y sus compañeros eran retirados de la sala por los dementores... y comprendió cómo se sentía la gente. Luego recordó las súplicas del muchacho y su cara blanca como la leche, y con un estremecimiento pensó que había muerto un año más tarde...
Era Voldemort, se dijo Harry mirando en la oscuridad el dosel de su cama, todo era culpa de Voldemort: él había roto aquellas familias y arruinado todas aquellas vidas...
Ron y Hermione tenían que estudiar para los exámenes, que terminarían el día de la tercera prueba, pero gastaban la mayor parte de sus energías en ayudar a Harry a prepararse.
—No te preocupes por nosotros —le dijo Hermione, cuando Harry se lo hizo ver y les aseguró que no le importaba entrenarse él solo por un rato—. Al menos tendremos so-bresaliente en Defensa Contra las Artes Oscuras: en clase nunca habríamos aprendido tantos maleficios.
—Es un buen entrenamiento para cuando seamos aurores —comentó Ron entusiasmado, utilizando el embrujo obstaculizador contra una avispa que acababa de entrar en el aula, que quedó paralizada en pleno vuelo.
Al empezar junio, volvieron la excitación y el nerviosismo al castillo. Todos esperaban con impaciencia la tercera prueba, que tendría lugar una semana antes de fin de curso. Harry aprovechaba cualquier momento para practicar los maleficios, y se sentía más confiado ante aquella prueba que ante las anteriores. Aunque indudablemente sería difícil y peligrosa, Moody tenía razón: él ya se las había apañado en ocasiones anteriores con engendros monstruosos y barreras encantadas, y por lo menos aquella vez lo sabía de antemano y tenía posibilidades de prepararse para lo que le esperaba.
Harta de pillarlos por todas partes, la profesora McGonagall había dado permiso a Harry para usar el aula vacía de Transformaciones durante la hora de comer. No tardó en dominar el embrujo obstaculizador, un conjuro que servía para detener a los atacantes; la maldición reductora, que le permitiría apartar de su camino objetos sólidos, y el encantamiento brújula, un útil descubrimiento de Hermione que haría que la varita señalara justo hacia el norte y, por lo tanto, le permitiría comprobar si iba en la dirección correcta hacia el centro del laberinto. Sin embargo, seguía teniendo problemas con el encantamiento escudo. Se suponía que creaba alrededor del que lo conjuraba un muro temporal e invisible capaz de desviar maldiciones no muy potentes, pero Hermione logró romperlo con un embrujo piernas de gelatina bien lanzado. Harry anduvo tambaleándose durante diez minutos por el aula antes de que ella diera con el contramaleficio.
—Pero si lo estás haciendo estupendamente —lo animó Hermione, comprobando la lista y tachando los encantamientos que ya tenían bien aprendidos—. Algunos de éstos te pueden ir muy bien.
—Venid a ver esto —dijo Ron desde la ventana. Estaba observando los terrenos del colegio—. ¿Qué estará haciendo Malfoy?
Fueron a ver. Malfoy, Crabbe y Goyle estaban abajo, a la sombra de un árbol. Los dos últimos sonreían de satisfacción, al parecer vigilando algo, mientras Malfoy hablaba cubriéndose la boca con la mano.
—Parece como si estuviera usando un walkie-talkie —comentó Harry intrigado.
—Es imposible —repuso Hermione—. Os lo he dicho: ese tipo de aparatos no funcionan en Hogwarts. Vamos, Harry —añadió enérgicamente, dejando la ventana y volviendo al centro del aula—, repitamos el encantamiento escudo.
Por aquellos días, Sirius les enviaba lechuzas a diario. Al igual que Hermione, parecía que su interés primordial era ayudar a que Harry pasara la tercera prueba, antes de preocuparse por otros asuntos. En cada carta le recordaba que, ocurriera lo que ocurriera fuera de los muros de Hogwarts, ni era asunto suyo, ni podía hacer nada al respecto.
Si Voldemort está realmente recobrando fuerzas —escribía—, lo primero para mí es tu seguridad. No te puede ponerlas manos encima mientras estés bajo la protección de Dumbledore; pero, aun así, es mejor no arriesgarse: entrénate para el laberinto, y luego ya nos ocuparemos de otros asuntos.
Harry fue poniéndose más nervioso conforme se acercaba el 24 de junio, pero no tanto como ante las dos pruebas anteriores: por un lado, tenía la confianza de que, esta vez, había hecho cuanto estaba en su mano para prepararse para la prueba; por otro, aquél era el último tramo, y, lo hiciera bien o mal, el Torneo iba a finalizar, lo que sería un gran alivio.
El desayuno fue muy bullicioso en la mesa de Gryffindor la mañana de la tercera prueba. Las lechuzas llevaron a Harry una tarjeta de Sirius para desearle buena suerte. No era más que un trozo de pergamino doblado con la huella de una pata de perro, pero Harry la agradeció de todas maneras. Llegó una lechuza para Hermione llevándole su acostumbrado ejemplar de El Profeta. Lo desplegó, miró la primera página y escupió sin querer el zumo de calabaza que tenía en la boca.
—¿Qué...? —preguntaron al mismo tiempo Harry y Ron, mirándola.
—Nada —se apresuró a contestar ella, intentando retirar el periódico de la vista. Pero Ron lo cogió.
Miró el titular, y dijo:
—No puede ser. Hoy no. Esa vieja rata...
—¿Qué? —preguntó Harry—. ¿Otra vez Rita Skeeter?
—No —dijo Ron, e, igual que había hecho Hermione, intentó retirar el periódico.
—Es sobre mí, ¿verdad?
—No —contestó Ron, en un tono nada convincente.
Pero, antes de que Harry pudiera pedirles el periódico, Draco Malfoy gritó desde la mesa de Slytherin:
—¡Eh, Potter! ¿Qué tal te encuentras? ¿Te sientes bien? ¿Estás seguro de que no te vas a poner furioso con nosotros?
También Malfoy tenía en la mano un ejemplar de El Profeta. A lo largo de la mesa, los de Slytherin se reían y se volvían en las sillas para ver cómo reaccionaba Harry.
—Déjame verlo —le dijo Harry a Ron—. Dámelo.
A regañadientes, Ron le entregó el periódico. Harry le dio la vuelta y vio su propia fotografía bajo un titular muy destacado:
HARRY POTTER, «TRASTORNADO Y PELIGROSO»
El muchacho que derrotó a El-que-no-debe-ser-nombrado es inestable y probablemente peligroso, escribe Rita Skeeter, nuestra corresponsal especial. Recientemente han salido a la luz evidencias alarmantes del extraño comportamiento de Harry Potter que arrojan dudas sobre su idoneidad para competir en algo que exige tanto de sus participantes como el Torneo de los tres magos, e incluso para estudiar en Hogwarts.
Potter, como revela en exclusiva El Profeta, pierde el conocimiento con frecuencia en las clases, y a menudo se le oye quejarse de que le duele la cicatriz que tiene en la frente, vestigio de la maldición con la que Quien-ustedes-saben intentó matarlo. El pasado lunes, en medio de una clase de Adivinación, nuestra corresponsal de El Profeta presenció que Potter salía de la clase como un huracán, gritando que la cicatriz le dolía tanto que no podía se-guir estudiando.
Es posible (nos dicen los máximos expertos del Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas) que la mente de Potter quedara afectada por el ataque infligido por Quien-ustedes-saben, y que la insistencia en que la cicatriz le sigue doliendo sea expresión de una alteración arraigada en lo más profundo del cerebro.
«Podría incluso estar fingiendo —ha dicho un especialista—. Podría tratarse de una manera de reclamar atención.»
Pero El Profeta ha descubierto hechos preocupantes relativos a Harry Potter que el director de Hogwarts, Albus Dumbledore, ha ocultado cuidadosamente a la opinión pública del mundo mágico.
«Potter habla la lengua pársel —nos revela Draco Malfoy, un alumno de cuarto curso de Hogwarts—. Hace dos años hubo un montón de ataques contra alumnos, y casi todo el mundo pensaba que Potter era el culpable después de haberlo visto perder los estribos en el club de duelo y arrojarle una serpiente a otro compañero. Pero lo taparon todo. También ha hecho amistad con hombres lobo y con gigantes. En nuestra opinión, sería capaz de cualquier cosa por conseguir un poco de poder.»
La lengua pársel, con la que se comunican las serpientes, se considera desde hace mucho tiempo un arte oscura. De hecho, el hablante de pársel más famoso de nuestros tiempos no es otro que el mismísimo Quien-ustedes-saben. Un miembro de la Liga para la Defensa contra las Fuerzas Oscuras, que no desea que su nombre aparezca aquí, asegura que consideraría a cualquier mago capaz de hablar en pársel «sospechoso a priori: personalmente, no me fiaría de nadie que hablara con las serpientes, ya que éstas son frecuentemente utilizadas en los peores tipos de magia tenebrosa y están tradicionalmente relacionadas con los malhechores». De forma semejante, añadió: «Cualquiera que busque la compañía de engendros tales como gigantes y hombres lobo parece revelar una atracción por la violencia.»
Albus Dumbledore debería tal vez considerar si es adecuado que un muchacho como éste compita en el Torneo de los tres magos. Hay quien teme que Potter pueda recurrir a las artes oscuras en su afán por ganar el Torneo, cuya tercera prueba tendrá lugar esta noche.
—Ya no me tiene tanto cariño, ¿verdad? —dijo Harry sin darle importancia y doblando el periódico.
En la mesa de Slytherin, Malfoy, Crabbe y Goyle se reían de él, atornillándose el dedo en la sien, poniendo grotescas caras de loco y moviendo la lengua como las serpientes.
—¿Cómo ha sabido que te dolió la cicatriz en clase de Adivinación? —preguntó Ron—;. Ella no podía encontrarse allí, y es imposible que pudiera oír...
—La ventana estaba abierta. La abrí para poder respirar.
—¡Estabas en lo alto de la torre norte! —objetó Hermione—. ¡Tu voz no pudo llegar hasta abajo!
—Bueno, eres tú la que se supone que está investigando métodos mágicos de escucha —dijo Harry—. ¡Dinos tú cómo lo hace!
—Es lo que intento averiguar —admitió Hermione—. Pero... pero...
De repente, la cara de Hermione adquirió una expresión extraña y absorta. Levantó una mano lentamente y se pasó los dedos por el cabello.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Ron, frunciendo el entrecejo.
—Sí —musitó Hermione.
Volvió a pasarse los dedos por el cabello y luego se llevó la mano a la boca, como si hablara por un walkie-talkie invisible. Harry y Ron se miraron sin comprender.
—Se me acaba de ocurrir algo —explicó Hermione, mirando al vacío—. Creo que sé... porque entonces nadie se daría cuenta... ni siquiera Moody... y ella podría haber llegado al alféizar de la ventana... Pero no puede hacerlo... lo tiene tajantemente prohibido... ¡Creo que la he pillado! Necesito ir dos segundos a la biblioteca... ¡Sólo para asegurarme!
Diciendo esto, Hermione cogió la mochila y salió corriendo del Gran Comedor.
—¡Eh! —la llamó Ron—. ¡Tenemos el examen de Historia de la Magia dentro de diez minutos! Vaya —dijo, volviéndose hacia Harry—, tiene que odiar mucho a esa Skeeter para arriesgarse a llegar tarde al examen. ¿Qué vas a hacer en clase de Binns, leer otra vez?
Como estaba exento de los exámenes de fin de curso por ser campeón de Hogwarts, en todos los que había habido hasta el momento Harry se había sentado al final del aula y había estudiado nuevos maleficios para la tercera prueba.
—Supongo —contestó Harry.
Pero, justo entonces, la profesora McGonagall llegó hacia él bordeando la mesa de Gryffindor.
—Potter, después de desayunar los campeones tenéis que ir a la sala de al lado —dijo.
—¡Pero la prueba no es hasta la noche! —exclamó Harry, manchándose de huevo revuelto la pechera y temiendo haberse confundido de hora.
—Ya lo sé, Potter. Las familias de los campeones están invitadas a la última prueba, ya sabes. Ahora tienes la oportunidad de saludarlos.
Se fue. Harry se quedó mirándola con la boca abierta.
—No esperará que vengan los Dursley, ¿verdad? —le preguntó a Ron, desconcertado.
—Ni idea —dijo Ron—. Será mejor que me dé prisa, Harry, o llegaré tarde al examen de Binns. Hasta luego.
Harry terminó de desayunar en el Gran Comedor, que se iba vaciando rápidamente. Vio que Fleur Delacour se levantaba de la mesa de Ravenclaw y se juntaba con Cedric para entrar en la sala contigua. Krum se marchó cabizbajo, poco después, para unirse a ellos. Harry se quedó donde estaba. Realmente, no quería ir a la sala. No tenía familia, por lo menos no tenía ningún familiar al que le pudiera importar que arriesgara la vida. Pero, justo cuando se iba a levantar, pensando en subir a la biblioteca para dar un último repaso a los maleficios, se abrió la puerta de la sala y Cedric asomó la cabeza.
—¡Vamos, Harry, te están esperando!
Totalmente perplejo, Harry se levantó. No era posible que hubieran llegado los Dursley, ¿o sí? Cruzó el Gran Comedor y abrió la puerta de la sala.
Cedric y sus padres estaban junto a la puerta. Viktor Krum se hallaba en un rincón, hablando en veloz búlgaro con su madre, una señora de pelo negro, y con su padre. Había heredado la nariz ganchuda de éste. Al otro lado de la sala, Fleur conversaba con su madre en francés. Gabrielle, la hermana pequeña de Fleur, le daba la mano a su madre. Saludó con un gesto a Harry, y él respondió de igual manera. Luego vio, delante de la chimenea, sonriéndole, a Bill y a la señora Weasley.
—¡Sorpresa! —dijo muy emocionada la señora Weasley, mientras Harry les sonreía de oreja a oreja y caminaba hacia ellos—. ¡Pensamos que podíamos venir a verte, Harry! —se inclinó para darle un beso en la mejilla.
—¿Qué tal? —lo saludó Bill, sonriéndole y estrechándole la mano—. Charlie quería venir, pero no han podido darle permiso. Dice que estuviste increíble con el colacuerno.
Harry notó que Fleur Delacour miraba a Bill por encima del hombro de su madre con bastante interés. No parecía que le disgustaran ni el pelo largo ni los pendientes con colmillos.
—Muchísimas gracias por venir —murmuró Harry, dirigiéndose a la señora Weasley—. Por un momento pensé... los Dursley...
—Mmm —dijo la señora Weasley, frunciendo los labios. Siempre se refrenaba para no criticar a los Dursley delante de Harry, pero sus ojos refulgían cada vez que alguien los mencionaba.
—Es estupendo volver aquí —comentó Bill mirando la sala (Violeta, la amiga de la Señora Gorda, le guiñó un ojo desde su cuadro)—. Hacía cinco años que no veía este lugar. ¿Sigue por ahí el cuadro del caballero loco, sir Cadogan?
—Sí —contestó Harry, que había conocido a sir Cadogan el curso anterior.
—¿Y la Señora Gorda? —preguntó Bill.
—Ya estaba aquí en mis tiempos —comentó la señora Weasley—. Me echó una buena bronca la noche en que volví al dormitorio a las cuatro de la mañana.
—¿Qué hacías fuera del dormitorio a las cuatro de la mañana? —quiso saber Bill, mirando a su madre sorprendido.
La señora Weasley sonrió, y los ojos le brillaron.
—Tu padre y yo fuimos a dar un paseo a la luz de la luna —explicó—. Lo pilló Apollyon Pringle, que era el conserje por aquellos días. Tu padre aún conserva las señales.
—¿Te gustaría dar una vuelta, Harry? —le ofreció Bill.
—Claro —aceptó Harry, y salieron de la sala.
Al pasar al lado de Amos Diggory, éste se volvió hacia ellos.
—Conque estás aquí, ¿eh? —dijo, mirando a Harry de arriba abajo—. Apuesto a que no te sientes tan ufano ahora que Cedric te ha alcanzado en puntuación, ¿a que no?
—¿Qué? —preguntó Harry.
—No le hagas caso —le dijo Cedric a Harry en voz baja, mirando con severidad a su padre—. Está enfadado desde que leyó el artículo de Rita Skeeter sobre el Torneo de los tres magos. Ya sabes, cuando te hizo aparecer como el único campeón de Hogwarts.
—Pero no se preocupó por corregirla, ¿verdad? —comentó Amos Diggory, lo bastante alto para que Harry lo oyera mientras se dirigía a la puerta con Bill y la señora Weasley—. A pesar de todo le darás una lección, Cedric. Ya lo venciste una vez, ¿no?
—¡Rita Skeeter haría cualquier cosa por causar problemas, Amos! —dijo malhumorada la señora Weasley—. ¡Creí que lo sabrías, trabajando en el Ministerio!
Dio la impresión de que el señor Diggory iba a decir algo hiriente, pero su mujer le puso una mano en el brazo, y él no hizo más que encogerse de hombros y apartarse.
Harry disfrutó mucho la mañana caminando por los terrenos soleados con Bill y la señora Weasley, mostrándoles el carruaje de Beauxbatons y el barco de Durmstrang. La señora Weasley sentía curiosidad por el sauce boxeador, que había sido plantado después de que ella había dejado el colegio, y recordaba con todo detalle al guardabosque que había precedido a Hagrid, un hombre llamado Ogg.
—¿Cómo está Percy? —preguntó Harry cuando caminaban por los invernaderos.
—No muy bien —dijo Bill.
—Está bastante alterado —explicó la señora Weasley bajando la voz y mirando a su alrededor—. El Ministerio quiere que no se hable de la desaparición del señor Crouch, pero a Percy lo han llamado para preguntarle acerca de las instrucciones que Crouch le ha estado enviando. Piensan que pudieran no haber sido escritas realmente por él. Percy está sometido a demasiada tensión. No lo han dejado que sustituya esta noche al señor Crouch en el tribunal. Va a hacerlo Cornelius Fudge.
Volvieron al castillo para la comida.
—¡Mamá... Bill! —exclamó Ron, atónito, acudiendo a la mesa de Gryffindor—. ¿Qué hacéis aquí?
—Hemos venido a ver a Harry en la última prueba —dijo con alegría la señora Weasley—. Tengo que decir que me gusta el cambio, no tener que cocinar. ¿Qué tal el examen?
—Eh... bien —contestó Ron—. No pude recordar todos los nombres de los duendes rebeldes, así que me inventé algunos. Pero bien —añadió, sirviéndose empanada de Cornualles, mientras la señora Weasley lo miraba con severidad—. Todos se llaman cosas como Bodrod el Barbudo y Urg el Guarro, así que no fue difícil.
Fred, George y Ginny fueron también a sentarse con ellos, y Harry lo pasó tan bien que le parecía estar de vuelta en La Madriguera. No se acordó de preocuparse por la prueba de aquella noche, y hasta que Hermione apareció en medio de la comida no recordó tampoco que ella había tenido una iluminación sobre Rita Skeeter.
—¿Nos vas a decir...?
Hermione negó con la cabeza pidiendo que se callara, y miró a la señora Weasley.
—Hola, Hermione —la saludó ella, mucho menos afectuosa de lo habitual.
—Hola —le respondió Hermione, con una sonrisa que vaciló ante la fría expresión de la señora Weasley.
Harry miró a una y a otra, y luego dijo:
—Señora Weasley, usted no creería esas mentiras que escribió Rita Skeeter en Corazón de bruja, ¿verdad? Porque Hermione y yo no somos novios.
—¡Ah! —exclamó la señora Weasley—. No... ¡por supuesto que no!
Pero a partir de ese momento empezó a mostrarse más cariñosa con Hermione.
Harry, Bill y la señora Weasley pasaron la tarde dando un largo paseo por el castillo y volvieron al Gran Comedor para el banquete de la noche. Para entonces, Ludo Bagman y Cornelius Fudge se habían incorporado a la mesa de los profesores. Bagman parecía muy contento, pero Cornelius Fudge, que estaba sentado junto a Madame Máxime, tenía una mirada severa y no hablaba. Madame Máxime no levantaba la vista del plato, y a Harry le pareció que tenía los ojos enrojecidos. Hagrid no dejaba de mirarla desde el otro lado de la mesa.
Hubo más platos de lo habitual, pero Harry, que empezaba a estar realmente nervioso, no comió mucho. Cuando el techo encantado comenzó a pasar del azul a un morado oscuro, Dumbledore, en la mesa de los profesores, se puso en pie y se hizo el silencio.
—Damas y caballeros, dentro de cinco minutos les pediré que vayamos todos hacia el campo de quidditch para presenciar la tercera y última prueba del Torneo de los tres magos. En cuanto a los campeones, les ruego que tengan la bondad de seguir ya al señor Bagman hasta el estadio.
Harry se levantó. A lo largo de la mesa, todos los de Gryffindor lo aplaudieron. Los Weasley y Hermione le desearon buena suerte, y salió del Gran Comedor, con Cedric, Fleur y Krum.
—¿Qué tal te encuentras, Harry? —le preguntó Bagman, mientras bajaban la escalinata de piedra por la que se salía del castillo—. ¿Estás tranquilo?
—Estoy bien —dijo Harry. Era bastante cierto: a pesar de sus nervios, seguía repasando mentalmente los maleficios y encantamientos que había practicado, y saber que los podía recordar todos lo hacía sentirse mejor.
Llegaron al campo de quidditch, que estaba totalmente irreconocible. Un seto de seis metros de altura lo bordeaba. Había un hueco justo delante de ellos: era la entrada al enorme laberinto. El camino que había dentro parecía oscuro y terrorífico.
Cinco minutos después empezaron a ocuparse las tribunas. El aire se llenó de voces excitadas y del ruido de pisadas de cientos de alumnos que se dirigían a sus sitios. El cielo era de un azul intenso pero claro, y empezaban a aparecer las primeras estrellas. Hagrid, el profesor Moody, la profesora McGonagall y el profesor Flitwick llegaron al estadio y se aproximaron a Bagman y los campeones. Llevaban en el sombrero estrellas luminosas, grandes y rojas. Todos menos Hagrid, que las llevaba en la espalda de su chaleco de piel de topo.
—Estaremos haciendo una ronda por la parte exterior del laberinto —dijo la profesora McGonagall a los campeones—. Si tenéis dificultades y queréis que os rescaten, echad al aire chispas rojas, y uno de nosotros irá a salvaros, ¿entendido?
Los campeones asintieron con la cabeza.
—Pues entonces... ya podéis iros —les dijo Bagman con voz alegre a los cuatro que iban a hacer la ronda.
—Buena suerte, Harry —susurró Hagrid, y los cuatro se fueron en diferentes direcciones para situarse alrededor del laberinto.
Bagman se apuntó a la garganta con la varita, murmuró «¡Sonorus!», y su voz, amplificada por arte de magia, retumbó en las tribunas:
—¡Damas y caballeros, va a dar comienzo la tercera y última prueba del Torneo de los tres magos! Permítanme que les recuerde el estado de las puntuaciones: empatados en el primer puesto, con ochenta y cinco puntos cada uno... ¡el señor Cedric Diggory y el señor Harry Potter, ambos del colegio Hogwarts! —Los aplausos y vítores provocaron que algunos pájaros salieran revoloteando del bosque prohibido y se perdieran en el cielo cada vez más oscuro—. En segundo lugar, con ochenta puntos, ¡el señor Viktor Krum, del Instituto Durmstrang! —Más aplausos—. Y, en tercer lugar, ¡la señorita Fleur Delacour, de la Academia Beauxbatons!
Harry pudo distinguir a duras penas, en medio de las tribunas, a la señora Weasley, Bill, Ron y Hermione, que aplaudían a Fleur por cortesía. Los saludó con la mano, y ellos le devolvieron el saludo, sonriéndole.
—¡Entonces... cuando sople el silbato, entrarán Harry y Cedric! —dijo Bagman—. Tres... dos... uno...
Dio un fuerte pitido, y Harry y Cedric penetraron rápidamente en el laberinto.
Los altísimos setos arrojaban en el camino sombras negras y, ya fuera a causa de su altura y su espesor, o porque estaban encantados, el bramido de la multitud se apagó en cuanto traspasaron la entrada. Harry se sentía casi corno si volviera a estar sumergido. Sacó la varita, susurró «¡Lumos!», y oyó a Cedric que hacía lo mismo detrás de él. Después de unos cincuenta metros, llegaron a una bifurcación. Se miraron el uno al otro.
—Hasta luego —dijo Harry, y tiró por el de la izquierda, mientras Cedric cogía el de la derecha.
Harry oyó por segunda vez el silbato de Bagman: Krum acababa de entrar en el laberinto. Harry se apresuró. El camino que había escogido parecía completamente desierto. Giró a la derecha y corrió, sosteniendo la varita por encima de la cabeza para tratar de ver lo más lejos posible. Pero seguía sin haber nada a la vista.
Se escuchó por tercera vez, distante, el silbato de Ludo Bagman. Ya estaban todos los campeones dentro del laberinto.
Harry miraba atrás a cada rato. Sentía la ya conocida sensación de que alguien lo vigilaba. El laberinto se volvía más oscuro a cada minuto, conforme el cielo se oscurecía. Llegó a una segunda bifurcación.
—¡Oriéntame! —le susurró a su varita, poniéndola horizontalmente sobre la palma de la mano.
La varita giró y señaló hacia la derecha, a pleno seto. Eso era el norte, y sabía que tenía que ir hacia el noroeste para llegar al centro del laberinto. La mejor opción era tomar la calle de la izquierda, y girar a la derecha en cuanto pudiera.
También aquella calle estaba vacía, y cuando encontró un desvío a la derecha y lo cogió, volvió a hallar su camino libre de obstáculos. No sabía por qué, pero aquella ausencia de problemas lo desconcertaba. ¿No tendría que haberse encontrado ya con algo? Parecía que el laberinto le estuviera tendiendo una trampa para que se sintiera seguro y confiado. Luego oyó moverse algo justo tras él. Levantó la varita, lista para el ataque, pero el haz de luz que salía de ella se proyectó solamente en Cedric, que acababa de salir de una calle que había a mano derecha. Cedric parecía muy asustado: llevaba ardiendo una manga de la túnica.
—¡Los escregutos de cola explosiva de Hagrid! —dijo entre dientes—. ¡Son enormes! ¡Acabo de escapar ahora mismo!
Movió la cabeza a los lados, y salió de la vista por otro camino. Deseando poner la máxima distancia posible entre él y los escregutos, Harry se alejó a toda prisa. Entonces, al volver una esquina, vio...
Un dementor caminaba hacia él. Avanzaba con sus más de tres metros de altura, el rostro tapado por la capucha, las manos extendidas, putrefactas, llenas de pústulas, palpando a ciegas el camino hacia él. Harry oyó su respiración ruidosa, sintió que su húmeda frialdad empezaba a absorberlo, pero sabía lo que tenía que hacer...
Intentó pensar en la cosa más feliz que se le ocurriera; se concentró con todas sus fuerzas en la idea de salir del laberinto y celebrarlo con Ron y Hermione, levantó la varita y gritó:
—¡Expecto patronum!
Un ciervo de plata salió del extremo de su varita y fue galopando hacia el dementor, que cayó de espaldas, tropezando en el bajo de la túnica... Harry no había visto nunca tropezar a un dementor.
—¡Anda! —exclamó, yendo tras el patronus plateado—, ¡tú eres un boggart! ¡Riddíkulo!
Se oyó un golpe, y el mutable ser estalló en una voluta de humo. El ciervo de plata se desvaneció. A Harry le hubiera gustado que se quedara para acompañarlo... Pero siguió, avanzando todo lo rápida y sigilosamente que podía, aguzando los oídos, con la varita en alto.
Izquierda, derecha, de nuevo izquierda... Dos veces se encontró en callejones sin salida. Repitió el encantamiento brújula, y se dio cuenta de que se había desviado demasiado hacia el este. Volvió sobre sus pasos, tomó una calle a la derecha, y vio una extraña neblina dorada que flotaba delante de él.
Harry se acercó con cautela, apuntando con el haz de luz de la varita. Parecía algún tipo de encantamiento. Se preguntó si podría deshacerse de ella.
—¡Reducio! —exclamó.
El encantamiento salió como un disparo y atravesó la niebla, dejándola intacta. Se lo tendría que haber imaginado: la maldición reductora era sólo para objetos sólidos. ¿Qué ocurriría si seguía a través de la niebla? ¿Merecía la pena probar, o sería mejor retroceder?
Seguía dudando cuando un grito agudo quebró el silencio.
—¿Fleur? —gritó Harry.
Nadie contestó. Miró hacia todos lados. ¿Qué le habría sucedido a ella? El grito parecía proceder de delante. Tomó aire, y se internó corriendo en la niebla encantada.
El mundo se puso boca abajo. Harry estaba colgado del suelo, con el pelo levantado, las gafas suspendidas en el aire y a punto de caerse al cielo sin fondo. Se las colocó encima de la nariz, y comprobó, aterrorizado, su situación: era como si tuviera los pies pegados con cola al césped, que se había convertido en techo, y bajo él se extendía el infinito cielo oscuro y estrellado. Pensó que, si trataba de mover un pie, se caería de la tierra.
«Piensa —se dijo, mientras la sangre le bajaba a la cabeza—. Piensa...»
Pero ninguno de los encantamientos que había estudiado servía para combatir una repentina inversión del cielo y la tierra. ¿Se atrevería a desplazar un pie? Oía la sangre latiendo en los oídos. Tenía dos opciones: intentar moverse, o lanzar chispas rojas para ser rescatado y descalificado.
Cerró los ojos, para no ver el espacio infinito que tenía debajo, y levantó el pie derecho con todas sus fuerzas, separándolo del techo de césped.
De inmediato, el mundo volvió a colocarse. Harry cayó de rodillas a un suelo maravillosamente sólido. La impresión lo dejó momentáneamente sin fuerzas. Volvió a tomar aliento, se levantó y corrió; volvió la vista mientras se alejaba de la niebla dorada, que, a la luz de la luna, centelleaba con inocencia.
Se detuvo en un cruce y miró buscando algún rastro de Fleur. Estaba seguro de que había sido ella la que había gritado. ¿Qué era lo que había encontrado? ¿Estaría bien? No había rastro de chispas rojas: ¿quería eso decir que había logrado salir del peligro, o que se hallaba en un apuro tan grande que ni siquiera podía utilizar la varita? Harry tomó el camino de la derecha con una sensación de creciente angustia... pero, al mismo tiempo, no podía evitar pensar: «una menos».
La Copa tenía que estar cerca, y parecía que Fleur ya no competía. Él había llegado hasta allí... ¿Y si realmente conseguía ganar? Fugazmente, y por primera vez desde que se había visto convertido en campeón, se vio a sí mismo levantando la Copa de los tres magos ante el resto del colegio.
Pasaron otros diez minutos sin más encuentro que el de las calles sin salida. Dos veces torció por la misma calle equivocada. Finalmente dio con una ruta distinta, y comenzó a avanzar por ella, ya no tan aprisa. La varita se balanceaba en su mano haciendo oscilar su sombra en los setos. Luego dobló otra esquina, y se encontró ante un escreguto de cola explosiva.
Cedric tenía razón: era enorme. De unos tres metros de largo, era lo más parecido a un escorpión gigante: tenía el aguijón curvado sobre la espalda, y su grueso caparazón brillaba a la luz de la varita de Harry, con la que le apuntaba.
—¡Desmaius!
El encantamiento dio en el caparazón del escreguto y rebotó. Harry se agachó justo a tiempo, pero le llegó olor de pelo quemado: el encantamiento le había chamuscado la parte superior del cabello. El escreguto lanzó una ráfaga de fuego por la cola, y se lanzó raudo hacia él.
—¡Impedimenta! —gritó Harry. El embrujo dio de nuevo en el caparazón del escreguto y rebotó. Harry retrocedió algunos pasos tambaleándose antes de caer—. ¡IMPEDIMENTA!
El escreguto se hallaba a unos centímetros de él en el momento en que quedó paralizado: había conseguido darle en la parte de abajo, que era carnosa y sin caparazón. Jadeando, Harry se apartó de él y corrió, con todas sus fuerzas, en la dirección opuesta: el embrujo obstaculizador no era permanente, y el escreguto recuperaría de un momento a otro la movilidad de las patas.
Tomó un camino a la izquierda y resultó ser un callejón sin salida; otro a la derecha, y dio en otro. No tuvo más remedio que detenerse y volver a utilizar el encantamiento brújula. Desanduvo lo andado y escogió un camino que parecía ir al noroeste.
Llevaba unos minutos caminando a toda prisa por el nuevo camino, cuando oyó algo en la calle que iba paralela a la suya que lo hizo detenerse en seco.
—¿Qué vas a hacer? —gritaba la voz de Cedric—. ¿Qué demonios pretendes hacer?
Y a continuación se oyó la voz de Krum:
—¡Crucio!
El aire se llenó de repente con los gritos de Cedric. Horrorizado, Harry echó a correr, tratando de encontrar la manera de entrar en la calle de Cedric. Como no vio ningún acceso, intentó utilizar de nuevo la maldición reductora. No resultó muy efectiva, pero consiguió hacer un pequeño agujero en el seto, a través del cual metió la pierna y pataleó contra ramas y zarzas hasta conseguir abrir un boquete. Se metió por él rasgándose la túnica y, al mirar a la derecha, vio a Cedric, que se retorcía y sacudía en el suelo, y a Krum de pie a su lado.
Harry salió del agujero y se levantó, apuntando a Krum con la varita justo cuando éste miraba hacia él. Entonces Krum se volvió y echó a correr.
—¡Desmaius! —gritó Harry.
El encantamiento pegó a Krum en la espalda. Se detuvo en seco, cayó de bruces y se quedó inmóvil, boca abajo, tendido en la hierba. Harry corrió hacia Cedric, que había dejado de retorcerse y jadeaba con las manos en la cara.
—¿Estás bien? —le preguntó, cogiéndolo del brazo.
—Sí —dijo Cedric sin aliento—. Sí... no puedo creerlo... Venía hacia mí por detrás... Lo oí, me volví y me apuntó con la varita.
Se levantó. Seguía temblando. Los dos miraron a Krum.
—Me cuesta creerlo... Creía que era un tipo legal —dijo Harry, mirando a Krum.
—Yo también lo creía —repuso Cedric.
—¿Oíste antes el grito de Fleur? —preguntó Harry.
—Sí —respondió Cedric—. ¿Crees que Krum la alcanzó también a ella?
—No lo sé.
—¿Lo dejamos aquí? —preguntó Cedric.
—No. Creo que deberíamos lanzar chispas rojas. Alguien vendrá a recogerlo... Si no, lo más fácil es que se lo coma un escreguto.
—Es lo que se merece —musitó Cedric, pero aun así levantó la varita y disparó al aire una lluvia roja que brilló por encima de Krum, marcando el punto en que se encontraba.
Harry y Cedric permanecieron por un momento en la oscuridad, mirando a su alrededor. Luego Cedric dijo:
—Bueno, supongo que lo mejor es seguir...
—¿Qué? —dijo Harry—. Ah... sí... bien...
Fue un instante extraño: él y Cedric se habían sentido brevemente unidos contra Krum, pero enseguida volvieron a comprender que eran contrincantes. Siguieron por el oscuro camino sin hablar; luego Harry giró a la izquierda, y Cedric a la derecha. Pronto dejaron de oírse sus pasos.
Harry siguió adelante, usando el encantamiento brújula para asegurarse de que caminaba en la dirección correcta. Ahora el reto estaba entre él y Cedric. El deseo de llegar el primero a la Copa era en aquel momento más intenso que nunca, pero apenas podía concebir lo que acababa de ver hacer a Krum. El uso de una maldición imperdonable contra un ser humano se castigaba con cadena perpetua en Azkaban: eso era lo que les había dicho Moody. No era posible que Krum deseara la Copa de los tres magos hasta aquel punto... Empezó a caminar más aprisa.
De vez en cuando llegaba a otro callejón sin salida, pero la creciente oscuridad era una señal inequívoca de que se iba acercando al centro del laberinto. Entonces, caminando a zancadas por un camino recto y largo, volvió a percibir que algo se movía, y el haz de luz de la varita iluminó a una criatura extraordinaria, un espécimen al que sólo había visto en una ilustración de El monstruoso libro de los monstruos.
Era una esfinge: tenía el cuerpo de un enorme león, con grandes zarpas y una cola larga, amarillenta, que terminaba en un mechón castaño. La cabeza, sin embargo, era de mujer. Volvió a Harry sus grandes ojos almendrados cuando él se acercó. Harry levantó la varita, dudando. No parecía dispuesta a atacarlo, sino que paseaba de un lado a otro del camino, cerrándole el paso.
Entonces habló con una voz ronca y profunda:
—Estás muy cerca de la meta. El camino más rápido es por aquí.
—Eh... entonces, ¿me dejará pasar, por favor? —le preguntó Harry, suponiendo cuál iba a ser la respuesta.
—No —respondió, continuando su paseo—. No a menos que descifres mi enigma. Si aciertas a la primera, te dejaré pasar. Si te equivocas, te atacaré. Si te quedas callado, te dejaré marchar sin hacerte ningún daño.
Se le hizo un nudo en la garganta. Era a Hermione a quien se le daban bien aquellas cosas, no a él. Sopesó sus probabilidades: si el enigma era demasiado difícil, podía quedarse callado y marcharse incólume para intentar encontrar otra ruta alternativa hacia la copa.
—Vale —dijo—. ¿Puedo oír el enigma?
La esfinge se sentó sobre sus patas traseras, en el centro mismo del camino, y recitó:
Si te lo hiciera, te desgarraría con mis zarpas,
pero eso sólo ocurrirá si no lo captas.
Y no es fácil la respuesta de esta adivinanza,
porque está lejana, en tierras de bonanza,
donde empieza la región de las montañas de arena
y acaba la de los toros, la sangre, el mar y la verbena.
Y ahora contesta, tú, que has venido a jugar:
¿a qué animal no te gustaría besar?
Harry la miró con la boca abierta.
—¿Podría decírmelo otra vez... mas despacio? —pidió. Ella parpadeó, sonrió y repitió el enigma.
—¿Todas las pistas conducen a un animal que no me gustaría besar? —preguntó Harry.
Ella se limitó a esbozar su misteriosa sonrisa. Harry tomó aquel gesto por un «sí». Empezó a darle vueltas al acertijo en la cabeza. Había muchos animales a los que no le gustaría besar: de inmediato pensó en un escreguto de cola explosiva, pero intuyó que no era aquélla la respuesta. Tendría que intentar descifrar las pistas...
—«Si te lo hiciera, te desgarraría con mis zarpas» —murmuró Harry, mirándola.
«Puede desgarrarme si me come, pero me desgarraría con los colmillos, no con las zarpas —pensó—. Mejor dejo esta parte para luego...»
—¿Podría repetirme lo que sigue, si es tan amable?
Ella repitió los versos siguientes.
«La respuesta está donde empieza la región de las montañas de arena y acaba la de los toros, la sangre, el mar y la verbena.» El país de los toros, la sangre, el mar y la verbe-na podría ser España, y la región de las montañas de arena podría ser Marruecos, el Magreb, Arabia. Donde acaba España y empieza Marruecos podría ser el estrecho de Gibraltar, pero no puedo ir ahora tan lejos en busca de la respuesta. Claro que Marruecos y Magreb empiezan por «ma», Arabia lo hace por «ara», y España acaba en «ña». Y si me lo hace, si se da maña, no, si me araña... ¿qué animal no me gustaría besar?»
—¡La araña!
La esfinge pronunció más su sonrisa. Se levantó, extendió sus patas delanteras y se hizo a un lado para dejarlo pasar.
—¡Gracias! —dijo Harry y, sorprendido de su propia inteligencia, echó a correr.
Ya tenía que estar más cerca, tenía que estarlo... la varita le indicaba que iba bien encaminado. Si no encontraba nada demasiado horrible, podría...
Llegó a una bifurcación de caminos.
—¡Oriéntame! —le susurró a la varita, que giró y se paró apuntando al camino de la derecha. Giró corriendo por él, y vio luz delante.
La Copa de los tres magos brillaba sobre un pedestal a menos de cien metros de distancia. Harry acababa de echar a correr cuando una mancha oscura salió al camino, corriendo como una bala por delante de él.
Cedric iba a llegar primero. Corría hacia la copa tan rápido como podía, y Harry sabía que nunca podría alcanzarlo, porque Cedric era mucho más alto y tenía las piernas más largas...
Entonces Harry vio algo inmenso que asomaba por encima de un seto que había a su izquierda y que se movía velozmente por un camino que cruzaba el suyo. Iba tan rápido que Cedric estaba a punto de chocar contra aquello, y, con los ojos fijos en la copa, no lo había visto...
—¡Cedric! —gritó Harry—. ¡A tu izquierda!
Cedric miró justo a tiempo de esquivar la cosa y evitar chocar con ella, pero, en su apresuramiento, tropezó. La varita se le cayó de la mano, mientras la araña gigante entra-ba en el camino y se abalanzaba sobre él.
—¡Desmaius! —volvió a gritar Harry.
El encantamiento dio de lleno en el gigantesco cuerpo, negro y peludo, pero fue como si le hubiera tirado una piedra: el bicho dio una sacudida, se balanceó un momento y luego corrió hacia Harry, en lugar de hacerlo hacia Cedric.
—¡Desmaius! ¡Impedimenta! ¡Desmaius!
Pero no servía de nada: la araña era tan grande, o tan mágica, que los encantamientos no hacían más que provocaría. Antes de que estuviera sobre él, Harry sólo vio la imagen horrible de ocho patas negras brillantes y de pinzas afiladas como cuchillas.
Lo levantó en el aire con sus patas delanteras. Forcejeando como loco, Harry intentaba darle patadas: su pierna pegó en las pinzas del animal, y sintió de inmediato un dolor insoportable. Oyó que Cedric también gritaba «¡Desmaius!», pero sin más éxito que él. Cuando la araña volvió a abrir las pinzas, Harry levantó la varita y gritó:
—¡Expelliarmus!
Funcionó: el encantamiento de desarme hizo que el bicho lo soltara, pero eso supuso una caída de casi cuatro metros de altura sobre la pierna herida, que se aplastó bajo su peso. Sin detenerse a pensar, apuntó hacia arriba, a la panza de la araña, tal como había hecho con el escreguto, y gritó «¡Desmaius!» al mismo tiempo que Cedric.
Combinados, los dos encantamientos lograron lo que uno solo no podía: el animal se desplomó de lado, sobre un seto, y quedó obstruyendo el camino con una maraña de pa-tas peludas.
—¡Harry! —oyó gritar a Cedric—. ¿Estás bien? ¿Cayó sobre ti?
—¡No! —respondió Harry, jadeando.
Se miró la pierna: sangraba mucho; tenía la túnica manchada con una secreción viscosa de las pinzas. Trató de levantarse, pero la pierna le temblaba y se negaba a sopor-tar el peso de su cuerpo. Se apoyó en el seto, falto de aire, y miró a su alrededor.
Cedric estaba a muy poca distancia de la Copa de los tres magos, que brillaba tras él.
—Cógela —le dijo Harry sin aliento—. Vamos, cógela. Ya has llegado.
Pero Cedric no se movió. Se quedó allí, mirando a Harry. Luego se volvió para observarla. Harry vio la expresión de anhelo en su rostro, iluminado por el resplandor dorado de la Copa. Cedric volvió a mirar a Harry, que se agarraba ahora al seto para sostenerse en pie.
Cedric respiró hondo y dijo:
—Cógela tú. Tú mereces ganar: me has salvado la vida dos veces.
—No es así el Torneo —replicó Harry.
Estaba irritado: la pierna le dolía muchísimo, y tenía todo el cuerpo magullado por sus forcejeos con la araña; pero, después de todos sus esfuerzos, Cedric había llegado antes, igual que había llegado antes a pedirle a Cho que fuera su pareja de baile.
—El primero que llega a la Copa gana. Y el primero has sido tú. Te lo estoy diciendo: yo no puedo ganar ninguna competición con esta pierna.
Cedric se acercó un poco más a la araña desmayada, alejándose de la Copa y negando con la cabeza.
—No —dijo.
—¡Deja de hacer alardes de nobleza! —exclamó Harry irritado—. No tienes más que cogerla, y podremos salir de aquí.
Cedric observó cómo se agarraba al seto para mantenerse en pie.
—Tú me dijiste lo de los dragones —recordó Cedric—. Yo habría caído en la primera prueba si no me lo hubieras dicho.
—A mí también me lo dijeron —espetó Harry, tratando de limpiarse con la túnica la sangre de la pierna—. Y luego tú me ayudaste con el huevo: estamos en paz.
—También a mí me ayudaron con el huevo.
—Seguimos estando en paz —repuso Harry, probando con cautela la pierna, que tembló violentamente al apoyar el peso sobre ella. Se había torcido el tobillo cuando la araña lo había dejado caer.
—Te merecías más puntos en la segunda prueba —dijo Cedric tercamente—. Te rezagaste porque querías salvar a todos los rehenes. Es lo que tendría que haber hecho yo.
—¡Sólo yo fui lo bastante tonto para tomarme en serio la canción! —contestó Harry con amargura—. ¡Coge la Copa!
—No —contestó Cedric, dando unos pasos más hacia Harry.
Éste vio que Cedric era sincero. Quería renunciar a un tipo de gloria que la casa de Hufflepuff no había conquistado desde hacía siglos.
—Vamos, cógela tú —dijo Cedric. Era como si le costara todas sus fuerzas, pero había cruzado los brazos y su rostro no dejaba lugar a dudas: estaba decidido.
Harry miró alternativamente a Cedric y a la Copa. Por un instante esplendoroso, se vio saliendo del laberinto con ella. Se vio sujetando en alto la Copa de los tres magos, oyó el clamor de la multitud, vio el rostro de Cho embriagado de admiración, más nítido de lo que lo había visto nunca... y luego la imagen se desvaneció y volvió a ver la expresión seria y firme de Cedric.
—Vamos los dos —propuso Harry.
—¿Qué?
—La cogeremos los dos al mismo tiempo. Será la victoria de Hogwarts. Empataremos.
Cedric observó a Harry. Descruzó los brazos.
—¿Es... estás seguro?
—Sí —afirmó Harry—. Sí... Nos hemos ayudado el uno al otro, ¿no? Los dos hemos llegado hasta aquí. Tenemos que cogerla juntos.
Por un momento pareció que Cedric no daba crédito a sus oídos. Luego sonrió.
—Adelante, pues —dijo—. Vamos.
Cogió a Harry del brazo, por debajo del hombro, y lo ayudó a ir hacia el pedestal en que descansaba la Copa. Al llegar, uno y otro acercaron sendas manos a las relucientes asas.
—A la de tres, ¿vale? —propuso Harry—. Uno... dos... tres...
Cedric y él agarraron las asas de la Copa.
Al instante, Harry sintió una sacudida en el estómago. Sus pies despegaron del suelo. No podía aflojar la mano que sostenía la Copa de los tres magos: lo llevaba hacia delante, en un torbellino de viento y colores, y Cedric iba a su lado.
32
Hueso, carne y sangre
Harry sintió que los pies daban contra el suelo. La pierna herida flaqueó, y cayó de bruces. La mano, por fin, soltó la Copa de los tres magos.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
Cedric sacudió la cabeza. Se levantó, ayudó a Harry a ponerse en pie, y los dos miraron en torno.
Habían abandonado los terrenos de Hogwarts. Era evidente que habían viajado muchos kilómetros, porque ni siquiera se veían las montañas que rodeaban el castillo. Se hallaban en el cementerio oscuro y descuidado de una pequeña iglesia, cuya silueta se podía ver tras un tejo grande que tenían a la derecha. A la izquierda se alzaba una colina. En la ladera de aquella colina se distinguía apenas la silueta de una casa antigua y magnífica.
Cedric miró la Copa y luego a Harry.
—¿Te dijo alguien que la Copa fuera un traslador? —preguntó.
—Nadie —respondió Harry, mirando el cementerio. El silencio era total y algo inquietante—. ¿Será esto parte de la prueba?
—Ni idea —dijo Cedric. Parecía nervioso—. ¿No deberíamos sacar la varita?
—Sí —asintió Harry, contento de que Cedric se hubiera anticipado a sugerirlo.
Las sacaron. Harry seguía observando a su alrededor. Tenía otra vez la extraña sensación de que los vigilaban.
—Alguien viene —dijo de pronto.
Escudriñando en la oscuridad, vislumbraron una figura que se acercaba caminando derecho hacia ellos por entre las tumbas. Harry no podía distinguirle la cara; pero, por la forma en que andaba y la postura de los brazos, pensó que llevaba algo en ellos. Quienquiera que fuera, era de pequeña estatura, y llevaba sobre la cabeza una capa con capucha que le ocultaba el rostro. La distancia entre ellos se acortaba a cada paso, permitiéndoles ver que lo que llevaba el encapuchado parecía un bebé... ¿o era simplemente una túnica arrebujada?
Harry bajó un poco la varita y echó una ojeada a Cedric. Éste le devolvió una mirada de desconcierto. Uno y otro volvieron a observar al que se acercaba, que al fin se detuvo junto a una enorme lápida vertical de mármol, a dos metros de ellos. Durante un segundo, Harry, Cedric y el hombrecillo no hicieron otra cosa que mirarse.
Y entonces, sin previo aviso, la cicatriz empezó a dolerle. Fue un dolor más fuerte que ningún otro que hubiera sentido en toda su vida. Al llevarse las manos a la cara la varita se le resbaló de los dedos. Se le doblaron las rodillas. Cayó al suelo y se quedó sin poder ver nada, pensando que la cabeza le iba a estallar.
Desde lo lejos, por encima de su cabeza, oyó una voz fría y aguda que decía:
—Mata al otro.
Entonces escuchó un silbido y una segunda voz, que gritó al aire de la noche estas palabras:
—¡Avada Kedavra!
A través de los párpados cerrados, Harry percibió el destello de un rayo de luz verde, y oyó que algo pesado caía al suelo, a su lado. El dolor de la cicatriz alcanzó tal intensidad que sintió arcadas, y luego empezó a disminuir. Aterrorizado por lo que vería, abrió los ojos escocidos.
Cedric yacía a su lado, sobre la hierba, con las piernas y los brazos extendidos. Estaba muerto.
Durante un segundo que contuvo toda una eternidad, Harry miró la cara de Cedric, sus ojos abiertos, inexpresivos como las ventanas de una casa abandonada, su boca medio abierta, que parecía expresar sorpresa. Y entonces, antes de que su mente hubiera aceptado lo que veía, antes de que pudiera sentir otra cosa que aturdimiento e incredulidad, alguien lo levantó.
El hombrecillo de la capa había posado su lío de ropa y, con la varita encendida, arrastraba a Harry hacia la lápida de mármol. A la luz de la varita, Harry vio el nombre inscrito en la lápida antes de ser arrojado contra ella:
TOM RYDDLE
El hombre de la capa hizo aparecer por arte de magia unas cuerdas que sujetaron firmemente a Harry, atándolo a la lápida desde el cuello a los tobillos. Harry podía oír el sonido de una respiración rápida y superficial que provenía de dentro de la capucha. Forcejeó, y el hombre lo golpeó: lo golpeó con una mano a la que le faltaba un dedo, y entonces Harry comprendió quién se ocultaba bajo la capucha: Colagusano.
—¡Tú! —dijo jadeando.
Pero Colagusano, que había terminado de sujetarlo, no contestó: estaba demasiado ocupado comprobando la firmeza de las cuerdas, y sus dedos temblaban incontrolablemente hurgando en los nudos. Cuando estuvo seguro de que Harry había quedado tan firmemente atado a la lápida que no podía moverse ni un centímetro, Colagusano sacó de la capa una tira larga de tela negra y se la metió a Harry en la boca. Luego, sin decir una palabra, le dio la espalda y se marchó a toda prisa. Harry no podía decir nada, ni podía ver adónde había ido Colagusano. No podía volver la cabeza para mirar al otro lado de la lápida: sólo podía ver lo que había justo delante de él.
El cuerpo de Cedric yacía a unos seis metros de distancia. Un poco más allá, brillando a la luz de las estrellas, estaba la Copa de los tres magos. La varita de Harry se encontraba en el suelo, a sus pies. El lío de ropa que Harry había pensado que sería un bebé se hallaba cerca de él, junto a la sepultura. Se agitaba de manera inquietante. Harry lo miró, y la cicatriz le volvió a doler... y de pronto comprendió que no quería ver lo que había dentro de aquella ropa... no quería que el lío se abriera...
Oyó un ruido a sus pies. Bajó la mirada, y vio una serpiente gigante que se deslizaba por la hierba, rodeando la lápida a la que estaba atado. Volvió a oír, cada vez más fuerte, la respiración rápida y dificultosa de Colagusano, que soñaba como si estuviera acarreando algo pesado. Entonces entró en el campo de visión de Harry, que lo vio empujando hasta la sepultura algo que parecía un caldero de piedra, aparentemente lleno de agua. Oyó que salpicaba al suelo, y era más grande que ningún caldero que él hubiera utilizado nunca: era una especie de pila de piedra capaz de contener a un hombre adulto sentado.
La cosa que había dentro del lío de ropa, en el suelo, se agitaba con más persistencia, como si tratara de liberarse. En aquel momento, Colagusano hacía algo en el fondo del caldero con la varita. De repente brotaron bajo él unas llamas crepitantes. La serpiente se alejó reptando hasta adentrarse en la oscuridad.
El líquido que contenía el caldero parecía calentarse muy rápidamente. La superficie comenzó no sólo a borbotear, sino que también lanzaba chispas abrasadoras, como si estuviera ardiendo. El vapor se espesaba emborronando la silueta de Colagusano, que atendía el fuego. El lío de ropa empezó a agitarse más fuerte, y Harry volvió a oírla voz fría y aguda:
—¡Date prisa!
La entera superficie del agua relucía por las chispas. Parecía incrustada de brillantes.
—Ya está listo, amo.
—Ahora... —dijo la voz fría.
Colagusano abrió el lío de ropa, que parecía una túnica, revelando lo que había dentro, y Harry soltó un grito que fue ahogado por lo que Colagusano le había metido en la boca.
Era como si Colagusano hubiera levantado una piedra y dejado a la vista algo oculto, horrendo y viscoso... pero cien veces peor de lo que se pueda decir. Lo que Colagusano había llevado con él tenía la forma de un niño agachado, pero Harry no había visto nunca nada menos parecido a un niño: no tenía pelo, y la piel era de aspecto escamoso, de un negro rojizo oscuro, como carne viva; los brazos y las piernas eran muy delgados y débiles; y la cara... Ningún niño vivo tendría nunca una cara parecida a aquélla: era plana y como de serpiente, con ojos rojos brillantes.
Parecía incapaz de valerse por sí mismo: levantó los brazos delgados, se los echó al cuello a Colagusano, y éste lo levantó. Al hacerlo se le cayó la capucha, y Harry percibió, a la luz de la fogata, una expresión de asco en el pálido rostro de Colagusano mientras lo llevaba hasta el borde del caldero. Luego vio, por un momento, el rostro plano y malvado iluminado por las chispas que saltaban de la superficie de la poción, y oyó el golpe sordo del frágil cuerpo contra el fondo del caldero.
«Que se ahogue —pensó Harry, mientras la cicatriz le dolía casi más de lo que podía resistir—. Por favor... que se ahogue...»
Colagusano habló. La voz le salió temblorosa, y parecía aterrorizado. Levantó la varita, cerró los ojos y habló a la noche:
—¡Hueso del padre, otorgado sin saberlo, renovarás a tu hijo!
La superficie de la sepultura se resquebrajó a los pies de Harry. Horrorizado, vio que salía de debajo un fino chorro de polvo y caía suavemente en el caldero. La superficie diamantina del agua se agitó y lanzó un chisporroteo; arrojó chispas en todas direcciones, y se volvió de un azul vivido de aspecto ponzoñoso.
En aquel momento, Colagusano estaba lloriqueando. Sacó del interior de su túnica una daga plateada, brillante, larga y de hoja delgada. La voz se le quebraba en sollozos de espanto.
—¡Carne... del vasallo... voluntariamente ofrecida... revivirás a tu señor!
Extendió su mano derecha, la mano a la que le faltaba un dedo. Agarró la daga muy fuerte con la mano izquierda, y la levantó.
Harry comprendió lo que iba a hacer tan sólo un segundo antes de que ocurriera. Cerró los ojos con todas sus fuerzas, pero no pudo taparse los oídos para evitar oír el grito que perforó la noche y que atravesó a Harry como si él también hubiera sido acuchillado con la daga. Oyó un golpe contra el suelo, oyó los jadeos de angustia, y luego el ruido de una salpicadura que le dio asco, como de algo que caía dentro del caldero. Harry no se atrevía a mirar, pero la poción se había vuelto de un rojo ardiente, y producía una luz que traspasaba los párpados de Harry.
Colagusano sollozaba y gemía de dolor. Hasta que notó en la cara su agitada respiración, Harry no se dio cuenta de que se encontraba justo delante de él.
—Sa... sangre del enemigo... tomada por la fuerza... resucitarás al que odias.
Harry no pudo hacer nada para evitarlo, tan firmemente estaba atado. Mirando hacia abajo de soslayo, forcejeando inútilmente con las cuerdas que lo sujetaban a la lápida, vio la brillante daga plateada, temblando en la mano que le quedaba a Colagusano. Sintió la punta penetrar en el pliegue del codo del brazo derecho, y la sangre escurriendo por la manga de la rasgada túnica. Colagusano, sin dejar de jadear de dolor, se hurgó en el bolsillo en busca de una redoma de cristal y la colocó bajo el corte que le había hecho a Harry de forma que entrara dentro un hilillo de sangre.
Tambaleándose, llevó la sangre de Harry hasta el caldero y la vertió en su interior. Al instante el liquido adquirió un color blanco cegador. Habiendo concluido el trabajo, Colagusano cayó de rodillas al lado del caldero; luego se desplomó de lado y quedó tendido en la hierba, agarrándose el muñón ensangrentado, sollozando y dando gritos ahogados...
El caldero hervía a borbotones, salpicando en todas direcciones chispas de un brillo tan cegador que todo lo demás parecía de una negrura aterciopelada. Nada sucedió...
«Que se haya ahogado —pensó Harry—, que haya salido mal...»
Y entonces, de repente, se extinguieron las chispas que saltaban del caldero. Una enorme cantidad de vapor blanco surgió formando nubes espesas y lo envolvió todo, de forma que no pudo ver ni a Colagusano ni a Cedric ni ninguna otra cosa aparte del vapor suspendido en el aire.
«Ha ido mal —pensó—. Se ha ahogado... Por favor... por favor, que esté muerto...»
Pero entonces, a través de la niebla, vio, aterrorizado, que del interior del caldero se levantaba lentamente la oscura silueta de un hombre, alto y delgado como un esqueleto.
—Vísteme —dijo por entre el vapor la voz fría y aguda, y Colagusano, sollozando y gimiendo, sin dejar de agarrarse el brazo mutilado, alcanzó con dificultad la túnica negra del suelo, se puso en pie, se acercó a su señor y se la colocó por encima con una sola mano.
El hombre delgado salió del caldero, mirando a Harry fijamente... y Harry contempló el rostro que había nutrido sus pesadillas durante los últimos tres años. Más blanco que una calavera, con ojos de un rojo amoratado, y la nariz tan aplastada como la de una serpiente, con pequeñas rajas en ella en vez de orificios.
Lord Voldemort había vuelto.
33
Los mortífagos
Voldemort apartó la vista de Harry y empezó a examinar su propio cuerpo. Las manos eran como grandes arañas blancas; con los largos dedos se acarició el pecho, los brazos, la cara. Los rojos ojos, cuyas pupilas eran alargadas como las de un gato, refulgieron en la oscuridad. Levantó las manos y flexionó los dedos con expresión embelesada y exultante. No hizo el menor caso de Colagusano, que se retorcía sangrando por el suelo, ni de la enorme serpiente, que otra vez había aparecido y daba vueltas alrededor de Harry, emitiendo sutiles silbidos. Voldemort deslizó una de aquellas manos de dedos anormalmente largos en un bolsillo de la túnica, y sacó una varita mágica. También la acarició suavemente, y luego la levantó y apuntó con ella a Colagusano, que se elevó en el aire y fue a estrellarse contra la tumba a la que Harry estaba atado. Cayó a sus pies y quedó allí, desmadejado y llorando. Voldemort volvió hacia Harry sus rojos ojos, y soltó una risa sin alegría, fría, aguda.
La túnica de Colagusano tenía manchas sanguinolentas, pues éste se había envuelto con ella el muñón del brazo.
—Señor... —rogó con voz ahogada—, señor... me prometisteis... me prometisteis...
—Levanta el brazo —dijo Voldemort con desgana.
—¡Ah, señor... gracias, señor...!
Alargó el muñón ensangrentado, pero Voldemort volvió a reírse.
—¡El otro brazo, Colagusano!
—Amo, por favor... por favor...
Voldemort se inclinó hacia él y tiró de su brazo izquierdo. Le retiró la manga por encima del codo, y Harry vio algo en la piel, algo como un tatuaje de color rojo intenso: una calavera con una serpiente que le salía de la boca, la misma imagen que había aparecido en el cielo en los Mundiales de quidditch: la Marca Tenebrosa. Voldemort la examinó cuidadosamente, sin hacer caso del llanto incontrolable de Colagusano.
—Ha retornado —dijo con voz suave—. Todos se habrán dado cuenta... y ahora veremos... ahora sabremos...
Apretó con su largo índice blanco la marca del brazo de Colagusano.
La cicatriz volvió a dolerle, y Colagusano dejó escapar un nuevo alarido. Voldemort retiró los dedos de la marca de Colagusano, y Harry vio que se había vuelto de un negro azabache.
Con expresión de cruel satisfacción, Voldemort se irguió, echó atrás la cabeza y contempló el oscuro cementerio.
—Al notarlo, ¿cuántos tendrán el valor de regresar? —susurró, fijando en las estrellas sus brillantes ojos rojos—. ¿Y cuántos serán lo bastante locos para no hacerlo?
Comenzó a pasear de un lado a otro ante Harry y Colagusano, barriendo el cementerio con los ojos sin cesar. Después de un minuto volvió a mirar a Harry, y una cruel sonrisa torció su rostro de serpiente.
—Estás sobre los restos de mi difunto padre, Harry —dijo con un suave siseo—. Era muggle y además idiota... como tu querida madre. Pero los dos han tenido su utilidad, ¿no? Tu madre murió para defenderte cuando eras niño... A mi padre lo maté yo, y ya ves lo útil que me ha sido después de muerto.
Voldemort volvió a reírse. Seguía paseando, observándolo todo mientras andaba, en tanto la serpiente describía círculos en la hierba.
—¿Ves la casa de la colina, Potter? En ella vivió mi padre. Mi madre, una bruja que vivía en la aldea, se enamoró de él. Pero mi padre la abandonó cuando supo lo que era ella: no le gustaba la magia.
»La abandonó y se marchó con sus padres muggles antes incluso de que yo naciera, Potter, y ella murió dándome a luz, así que me crié en un orfanato muggle... pero juré en-contrarlo... Me vengué de él, de este loco que me dio su nombre, Tom Ryddle.
Siguió paseando, dirigiendo sus rojos ojos de una tumba a otra.
—Lo que son las cosas: yo reviviendo mi historia familiar... —dijo en voz baja—. Vaya, me estoy volviendo sentimental... ¡Pero mira, Harry! Ahí vuelve mi verdadera familia...
El aire se llenó repentinamente de ruido de capas. Por entre las tumbas, detrás del tejo, en cada rincón umbrío, se aparecían magos, todos encapuchados y con máscara. Y uno a uno se iban acercando lenta, cautamente, como si apenas pudieran dar crédito a sus ojos. Voldemort permaneció en silencio, aguardando a que llegaran junto a él. Entonces uno de los mortífagos cayó de rodillas, se arrastró hacia Voldemort y le besó el bajo de la negra túnica.
—Señor... señor... —susurró.
Los mortífagos que estaban tras él hicieron lo mismo. Todos se le fueron acercando de rodillas, y le besaron la túnica antes de retroceder y levantarse para formar un círculo silencioso en torno a la tumba de Tom Ryddle, de forma que Harry, Voldemort y Colagusano, que yacía en el suelo sollozando y retorciéndose, quedaron en el centro. Dejaban huecos en el círculo, como si esperaran que apareciera más gente. Voldemort, sin embargo, no parecía aguardar a nadie más. Miró a su alrededor los rostros encapuchados y, aunque no había viento, un ligero temblor recorrió el círculo, haciendo crujir las túnicas.
—Bienvenidos, mortífagos —dijo Voldemort en voz baja—. Trece años... trece años han pasado desde la última vez que nos encontramos. Pero seguís acudiendo a mi llamada como si fuera ayer... ¡Eso quiere decir que seguimos unidos por la Marca Tenebrosa!, ¿no es así?
Echó atrás su terrible cabeza y aspiró, abriendo los agujeros de la nariz, que tenían forma de rendijas.
—Huelo a culpa —dijo—. Hay un hedor a culpa en el ambiente.
Un segundo temblor recorrió el círculo, como si cada uno de sus integrantes sintiera la tentación de retroceder pero no se atreviera.
—Os veo a todos sanos y salvos, con vuestros poderes intactos... ¡qué apariciones tan rápidas!... y me pregunto: ¿por qué este grupo de magos no vino en ayuda de su señor, al que juraron lealtad eterna?
Nadie habló. Nadie se movió salvo Colagusano, que no dejaba de sollozar por su brazo sangrante.
—Y me respondo —susurró Voldemort—: debieron de pensar que yo estaría acabado, que me había ido. Volvieron ante mis enemigos, adujeron que habían actuado por inocencia, por ignorancia, por encantamiento...
»Y entonces me pregunto a mí mismo: ¿cómo pudieron creer que no volvería? ¿Cómo pudieron creerlo ellos, que sabían las precauciones que yo había tomado, tiempo atrás, para preservarme de la muerte? ¿Cómo pudieron creerlo ellos, que habían sido testigos de mi poder, en los tiempos en que era más poderoso que ningún otro mago vivo?
»Y me respondo: quizá creyeron que existía alguien aún más fuerte, alguien capaz de derrotar incluso a lord Voldemort. Tal vez ahora son fieles a ese alguien... ¿tal vez a ese paladín de la gente común, de los sangre sucia y de los muggles, Albus Dumbledore?
A la mención del nombre de Dumbledore, los integrantes del círculo se agitaron, y algunos negaron con la cabeza o murmuraron algo.
Voldemort no les hizo caso.
—Me resulta decepcionante. Lo confieso, me siento decepcionado...
Uno de los hombres avanzó hacia Voldemort, rompiendo el círculo. Temblando de pies a cabeza, cayó a sus pies.
—¡Amo! —gritó—. ¡Perdonadme, señor! ¡Perdonadnos a todos!
Voldemort rompió a reír. Levantó la varita.
—¡Crucio!
El mortífago que estaba en el suelo se retorció y gritó. Harry pensó que los aullidos llegarían a las casas vecinas. «Que venga la policía —pensó desesperado—; cualquiera, quien sea...»
Voldemort levantó la varita. El mortífago torturado yacía en el suelo, jadeando.
—Levántate, Avery —dijo Voldemort con suavidad—. Levántate. ¿Ruegas clemencia? Yo no tengo clemencia. Yo no olvido. Trece largos años... Te exigiré que me pagues por estos trece años antes de perdonarte. Colagusano ya ha pagado parte de su deuda, ¿no es así, Colagusano?
Bajó la vista hacia éste, que seguía sollozando.
—No volviste a mí por lealtad sino por miedo a tus antiguos amigos. Mereces el dolor, Colagusano. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, señor —gimió Colagusano—. Por favor, señor, por favor...
—Aun así, me ayudaste a recuperar mi cuerpo —dijo fríamente Voldemort, mirándolo sollozar en la hierba—. Aunque eres inútil y traicionero, me ayudaste... y lord Voldemort recompensa a los que lo ayudan.
Volvió a levantar la varita e hizo con ella una floritura en el aire. Un rayo de lo que parecía plata derretida salió brillando de ella. Sin forma durante un momento, adquirió luego la de una brillante mano humana, de color semejante a la luz de la luna, que descendió y se adhirió a la muñeca sangrante de Colagusano.
Los sollozos de éste se detuvieron de pronto. Respirando irregular y entrecortadamente, levantó la cabeza y contempló la mano de plata como si no pudiera creerlo. Se había unido al brazo limpiamente, sin señales, como si se hubiera puesto un guante resplandeciente. Flexionó los brillantes dedos y luego, temblando, cogió del suelo una pequeña ramita seca y la estrujó hasta convertirla en polvo.
—Señor —susurró—. Señor... es hermosa... Gracias... mil gracias.
Avanzó de rodillas y besó el bajo de la túnica de Voldemort.
—Que tu lealtad no vuelva a flaquear, Colagusano —le advirtió Voldemort.
—No, mi señor... nunca.
Colagusano se levantó y ocupó su lugar en el círculo, sin dejar de mirarse la mano nueva. En la cara aún le brillaban las lágrimas. Voldemort se acercó entonces al hombre que estaba a la derecha de Colagusano.
—Lucius, mi escurridizo amigo —susurró, deteniéndose ante él—. Me han dicho que no has renunciado a los viejos modos, aunque ante el mundo presentas un rostro respetable. Tengo entendido que sigues dispuesto a tomar la iniciativa en una sesión de tortura de muggles. Sin embargo, nunca intentaste encontrarme, Lucius. Tu demostración en los Mundiales de quidditch estuvo bien, divertida, me atrevería a decir... pero ¿no hubieras hecho mejor en emplear tus energías en encontrar y ayudar a tu señor?
—Señor, estuve en constante alerta —dijo con rapidez la voz de Malfoy, desde debajo de la capucha—. Si hubiera visto cualquier señal vuestra, una pista sobre vuestro paradero, habría acudido inmediatamente a vuestro lado. Nada me lo habría impedido...
—Y aun así escapaste de la Marca Tenebrosa cuando un fiel mortífago la proyectó en el aire el verano pasado —lo interrumpió Voldemort con suavidad, y el señor Malfoy dejó bruscamente de hablar—. Sí, lo sé todo, Lucius. Me has decepcionado... Espero un servicio más leal en el futuro.
—Por supuesto, señor, por supuesto... Sois misericordioso, gracias.
Voldemort se movió, y se detuvo mirando fijamente al hueco que separaba a Malfoy del siguiente hombre, en el que hubieran cabido bien dos personas.
—Aquí deberían encontrarse los Lestrange —dijo Voldemort en voz baja—. Pero están en Azkaban, sepultados en vida. Fueron fieles, prefirieron Azkaban a renunciar a mí... Cuando asaltemos Azkaban, los Lestrange recibirán más honores de los que puedan imaginarse. Los dementores se unirán a nosotros: son nuestros aliados naturales. Y lla-maremos a los gigantes desterrados. Todos mis vasallos devotos volverán a mí, y un ejército de criaturas a quienes todos temen...
Siguió su recorrido. Pasaba ante algunos mortífagos sin decir nada, pero se detenía ante otros y les hablaba:
—Macnair... Colagusano me ha dicho que ahora te dedicas a destruir bestias peligrosas para el Ministerio de Magia. Pronto dispondrás de mejores víctimas, Macnair. Lord Voldemort te proveerá de ellas.
—Gracias, señor... gracias —musitó Macnair.
—Y aquí —Voldemort llegó ante las dos figuras más grandes— tenemos a Crabbe. Esta vez lo harás mejor, ¿no, Crabbe? ¿Y tú, Goyle?
Se inclinaron torpemente, musitando:
—Sí, señor...
—Así será, señor...
—Te digo lo mismo que a ellos, Nott —dijo Voldemort en voz baja, desplazándose hasta una figura encorvada que estaba a la sombra del señor Goyle.
—Señor, me postro ante vos. Soy vuestro más fiel servidor...
—Eso espero —repuso Voldemort.
Llegó ante el hueco más grande de todos, y se quedó mirándolo con sus rojos ojos, inexpresivos, como si pudiera ver a los que faltaban.
—Y aquí tenemos a seis mortífagos desaparecidos... tres de ellos muertos en mi servicio. Otro, demasiado cobarde para venir, lo pagará. Otro que creo que me ha dejado para siempre... ha de morir, por supuesto. Y otro que sigue siendo mi vasallo más fiel, y que ya se ha reincorporado a mi servicio.
Los mortífagos se agitaron. Harry vio que se dirigían miradas unos a otros a través de las máscaras.
—Ese fiel vasallo está en Hogwarts, y gracias a sus esfuerzos ha venido aquí esta noche nuestro joven amigo...
»Sí —continuó Voldemort, y una sonrisa le torció la boca sin labios, mientras los ojos de todos se clavaban en Harry—. Harry Potter ha tenido la bondad de venir a mi fiesta de renacimiento. Me atrevería a decir que es mi invitado de honor.
Se hizo el silencio. Luego, el mortífago que se encontraba a la derecha de Colagusano avanzó, y la voz de Lucius Malfoy habló desde debajo de la máscara.
—Amo, nosotros ansiamos saber... Os rogamos que nos digáis... como habéis logrado... este milagro... cómo habéis logrado volver con nosotros...
—Ah, ésa es una historia sorprendente, Lucius —contestó Voldemort—. Una historia que comienza... y termina... con el joven amigo que tenemos aquí.
Se acercó a Harry con desgana, y ambos fueron entonces el centro de atención. La serpiente seguía dando vueltas alrededor de Harry.
—Naturalmente, sabéis que a este muchacho lo han llamado «mi caída» —dijo Voldemort suavemente, clavando sus rojos ojos en Harry; la cicatriz empezó a dolerle tanto que éste estuvo a punto de chillar de dolor—. Todos sabéis que, la noche en que perdí mis poderes y mi cuerpo, había querido matarlo. Su madre murió para salvarlo, y sin saberlo fue para él un escudo que yo no había previsto... No pude tocarlo.
Voldemort levantó uno de sus largos dedos blancos, y lo puso muy cerca de la mejilla de Harry.
—Su madre dejó en él las huellas de su sacrificio... esto es magia antigua; tendría que haberlo recordado, no me explico cómo lo pasé por alto... Pero no importa: ahora sí que puedo tocarlo.
Harry sintió el contacto de la fría yema del dedo largo y blanco, y creyó que la cabeza le iba a estallar de dolor.
Voldemort rió suavemente en su oído; luego retiró el dedo y siguió dirigiéndose a los mortífagos.
—Me equivoqué, amigos, lo admito. Mi maldición fue desviada por el loco sacrificio de la mujer y rebotó contra mí. Aaah... un dolor por encima de lo imaginable, amigos. Nada hubiera podido prepararme para soportarlo. Fui arrancado del cuerpo, quedé convertido en algo que era menos que espíritu, menos que el más sutil de los fantasmas... y, sin embargo, seguía vivo. Lo que fui entonces, ni siquiera yo lo sé... Yo, que he ido más lejos que nadie en el camino hacia la inmortalidad. Vosotros conocéis mi meta: conquistar la muerte. Y entonces fui puesto a prueba, y resultó que alguno de mis experimentos funcionó bien... porque no llegué a morir aunque la maldición debiera haberme matado. No obstante, quedé tan desprovisto de poder como la más débil criatura viva, y sin ningún recurso que me ayudara... porque no tenía cuerpo, y cualquier hechizo que pudiera haberme ayudado requería la utilización de una varita.
»Sólo recuerdo que me obligué a mí mismo a existir, sin desfallecer. Me establecí en un lugar alejado, en un bosque, y esperé... Sin duda, alguno de mis fieles mortífagos trataría de encontrarme... alguno de ellos vendría y practicaría la magia que yo no podía, para devolverme a un cuerpo. Pero esperé en vano.
Un estremecimiento recorrió de nuevo el círculo de los mortífagos. Voldemort dejó que aquel estremecimiento creciera horriblemente antes de continuar:
—Sólo conservaba uno de mis poderes: el de ocupar los cuerpos de otros. Pero no me atrevía a ir a donde hubiera abundancia de humanos, porque sabía que los aurores se-guían buscándome por el extranjero. En ocasiones habité el cuerpo de animales (por supuesto, las serpientes fueron mis preferidos), pero en ellos no estaba mucho mejor que siendo puro espíritu, porque sus cuerpos son poco aptos para realizar magia... y, además, mi posesión de ellos les acortaba la vida. Ninguno duró mucho.
»Luego... hace cuatro años... encontré algo que parecía asegurarme el retorno. Un mago joven y confiado vagaba por el camino del bosque que había convertido en mi hogar. Era la oportunidad con la que había estado soñando, pues se trataba de un profesor del colegio de Dumbledore. Fue fácil doblegarlo a mi voluntad... Me trajo de vuelta a este país, y después de un tiempo ocupé su cuerpo para vigilarlo de cerca mientras cumplía mis órdenes. Pero el plan falló: no logré robar la piedra filosofal. Perdí la oportunidad de asegurarme la vida inmortal. Una vez más, Harry Potter frustró mi intento...
Volvió a hacerse el silencio. Nada se movía, ni siquiera las hojas del tejo. Los mortífagos estaban completamente inmóviles, y en las máscaras les brillaban los ojos, fijos en Voldemort y en Harry.
—Mi vasallo murió cuando dejé su cuerpo, y yo quedé tan debilitado como antes —prosiguió Voldemort—. Volví a mi lejano refugio temiendo que nunca recuperaría mis poderes. Sí, aquéllos fueron mis peores días: no podía esperar encontrarme otro mago cuyo cuerpo pudiera ocupar... y ya había perdido toda esperanza de que mis mortífagos se preocuparan por lo que hubiera sido de mí.
Uno o dos de los enmascarados hicieron gestos de incomodidad, pero Voldemort no hizo caso.
—Y entonces, no hace ni un año, cuando ya había abandonado toda esperanza, sucedió al fin: un vasallo volvió a mí. Colagusano, aquí presente, que había fingido su propia muerte para huir de la justicia, fue descubierto y decidió volver junto a su señor. Me buscó por el país en que se rumoreaba que me había ocultado... ayudado, claro, por las ratas que fue encontrando por el camino. Colagusano tiene una curiosa afinidad con las ratas, ¿no es así? Sus sucios amiguitos le dijeron que, en las profundidades de un bosque albanés, había un lugar que evitaban, en el que animales pequeños como ellas habían encontrado la muerte al quedar poseídos por una sombra oscura.
»Pero su viaje de regreso a mí no careció de tropiezos, ¿verdad, Colagusano? Porque una noche, hambriento, en las lindes del mismo bosque en que esperaba encontrarme, paró imprudentemente en una posada para comer algo... ¿y a quién diríais que halló allí? A la mismísima Bertha Jorkins, una bruja del Ministerio de Magia.
»Ahora veréis cómo el hado favorece a lord Voldemort: aquél podría haber sido el final de Colagusano y de mi última esperanza de regeneración, pero Colagusano (demos-trando una presencia de ánimo que nunca habría esperado hallar en él) convenció a Bertha Jorkins de que lo acompañara a un paseo a la luz de la luna; la dominó... y la trajo hasta mí. Y Bertha Jorkins, que podría haberlo echado todo a perder, resultó ser un regalo mejor del que hubiera podido soñar... porque, con un poco de persuasión, se convirtió en una verdadera mina de información.
»Fue ella la que me dijo que el Torneo de los tres magos tendría lugar en Hogwarts durante este curso, y también la que me habló de un fiel mortífago que estaría deseando ayudarme, si conseguía ponerme en contacto con él. Me dijo muchas cosas... pero los medios que utilicé a fin de romper el encantamiento que le habían echado para borrarle la memoria fueron demasiado fuertes, y, cuando le hube sacado toda la información útil, tenía la mente y el cuerpo en tan mal estado que no había arreglo posible. Ya me había servido. No podía encarnarme en su cuerpo, así que me deshice de ella.
Voldemort sonrió con su horrenda sonrisa. Sus rojos ojos tenían una mirada cruel y extraviada.
—El cuerpo de Colagusano, por supuesto, era poco adecuado para mi encarnación, puesto que todos lo creían muerto y, de ser visto, atraería demasiado la atención. Sin embargo, él fue el vasallo que yo necesitaba, dotado de un cuerpo que puso a mi servicio. Y, aunque no es un gran mago, pudo seguir las instrucciones que le daba y que me fueron devolviendo a un cuerpo, al mío propio, aunque débil y rudimentario; un cuerpo que podía habitar mientras aguardaba los ingredientes esenciales para el verdadero renacimiento... Uno o dos encantamientos de mi invención, un poco de ayuda de mi querida Nagini... —los ojos de Voldemort se dirigieron a la serpiente, que no dejaba de dar vueltas—, una poción elaborada con sangre de unicornio, y el veneno de reptil que Nagini nos proporcionó... y retomé enseguida una forma casi humana, y me encontré lo bastante fuerte para viajar.
»Ya no había esperanza de robar la piedra filosofal, porque sabía que Dumbledore se habría ocupado de destruirla. Pero estaba deseando abrazar de nuevo la vida mortal, antes de buscar la inmortal. Así que me propuse expectativas más modestas: me conformaría con retornar a mi antiguo cuerpo, y a mi antigua fuerza.
»Sabía que para lograrlo (la poción que me ha revivido esta noche es una vieja joya de la magia oscura) necesitaría tres ingredientes muy poderosos. Bueno, uno de ellos ya estaba a mano, ¿verdad, Colagusano? Carne ofrecida por un vasallo...
»El hueso de mi padre, naturalmente, nos obligaba a desplazarnos a este lugar, donde está enterrado. Pero la sangre de un enemigo... Si por Colagusano hubiera sido, habría utilizado la de cualquier mago, ¿verdad? Cualquier mago que me odiara... ¡y hay tantos que todavía lo hacen! Pero yo sabía a quién tenía que usar si quería ser aun más fuerte de lo que había sido antes de mi caída: quería la sangre de Harry Potter, quería la sangre del que me había desprovisto de fuerza trece años antes, para que la persistente protección que una vez le dio su madre residiera también en mis venas.
»Pero ¿cómo atrapar a Harry Potter? Porque ha estado mejor protegido de lo que incluso él imagina, protegido por medios ingeniados hace tiempo por Dumbledore, cuando se ocupó del futuro del muchacho. Dumbledore invocó magia muy antigua para asegurarse de que el niño no sufría daño mientras se hallaba al cuidado de sus parientes. Ni siquiera yo podía tocarlo allí... Luego, naturalmente, estaban los Mundiales de quldditch. Pensé que su protección se debilitaría en el estadio, lejos de sus parientes y de Dumbledore, pero yo todavía no me encontraba lo bastante fuerte para intentar secuestrarlo en medio de una horda de magos del Ministerio. Y después el muchacho volvería a Hogwarts, donde desde la mañana a la noche estaría bajo la nariz aguileña de ese loco amigo de los muggles. Así que ¿cómo podía atraparlo?
»Pues, por supuesto, aprovechándome de la información de Bertha: usando a mi único mortífago fiel, establecido en Hogwarts, para asegurarme de que el nombre del muchacho entraba en el cáliz de fuego, usándolo para asegurarme de que el muchacho ganaba el Torneo... de que era el primero en tocar la copa, la Copa que mi mortífago habría convertido en un traslador que lo traería aquí, lejos de la protección de Dumbledore, a mis brazos expectantes. Y aquí está... el muchacho que todos vosotros creíais que había sido «mi caída».
Voldemort avanzó lentamente, y volvió su rostro a Harry. Levantó su varita.
—¡Crucio!
Fue un dolor muy superior a cualquier otro que Harry hubiera sufrido nunca: los huesos le ardieron, la cabeza parecía que se le iba a partir por la cicatriz, los ojos le daban vueltas como locos. Deseó que terminara... perder el conocimiento... morir...
Y luego cesó. Su cuerpo quedó colgado, sin fuerzas, de las cuerdas que lo ataban a la lápida del padre de Voldemort, y miró aquellos brillantes ojos rojos a través de una especie de niebla. Las carcajadas de los mortífagos resonaban en la noche.
—Creo que veis lo estúpido que es pensar que este niño haya sido alguna vez más fuerte que yo —dijo Voldemort—. Pero no quiero que queden dudas en la mente de nadie.
Harry Potter se libró de mí por pura suerte. Y ahora demostraré mi poder matándolo, aquí y ahora, delante de todos vosotros, sin un Dumbledore que lo ayude ni una madre que muera por él. Le daré una oportunidad. Tendrá que luchar, y no os quedará ninguna duda de quién de nosotros es el más fuerte. Sólo un poquito más, Nagini —susurró, y la serpiente se retiró deslizándose por la hierba hacia los mortífagos—. Ahora, Colagusano, desátalo y devuélvele la varita.
34
Priori incantatem
Colagusano se acercó a Harry, que intentó sacudirse su aturdimiento y apoyar en los pies el peso del cuerpo antes de que le desataran las cuerdas. Colagusano levantó su nueva mano plateada, le sacó la bola de tela de la boca, y luego, de un solo golpe, cortó todas las ataduras que sujetaban a Harry a la lápida.
Durante una fracción de segundo, Harry podría haber pensado en huir, pero la pierna herida le temblaba, y los mortífagos cerraban filas, tapando los huecos de los que faltaban y formando un cerco más apretado en torno a Voldemort y él. Colagusano se dirigió hacia el lugar en que yacía el cuerpo de Cedric, y regresó con la varita de Harry, que le puso con brusquedad en la mano, sin mirarlo, para volver luego a ocupar su sitio en el círculo de mortífagos.
—¿Te han dado clases de duelo, Harry Potter? —preguntó Voldemort con voz melosa. Sus rojos ojos brillaban a través de la oscuridad.
Aquellas palabras le hicieron recordar a Harry, como si se tratara de una vida anterior, el club de duelo al que había asistido brevemente en Hogwarts dos años antes... Todo cuanto había aprendido en él era el encantamiento de desarme, Expelliarmus. ¿Y qué utilidad podría tener quitarle la varita a Voldemort, si es que conseguía hacerlo, cuando estaba rodeado de mortífagos y serían por lo menos treinta contra uno? Nunca había aprendido nada que fuera adecuado para aquel momento. Sabía que se iba a enfrentar a aquello contra lo que siempre los había prevenido Moody: la maldición Avada Kedavra, que no se podía interceptar. Y Voldemort tenía razón: aquella vez su madre no se encontraba allí para morir por él. Estaba completamente desprotegido...
—Saludémonos con una inclinación, Harry —dijo Voldemort, agachándose un poco, pero sin dejar de presentar a Harry su cara de serpiente—. Vamos, hay que comportarse como caballeros... A Dumbledore le gustaría que hicieras gala de tus buenos modales. Inclínate ante la muerte, Harry.
Los mortífagos volvieron a reírse. La boca sin labios de Voldemort se contorsionó en una sonrisa. Harry no se inclinó. No iba a permitir que Voldemort se burlara de él antes de matarlo... no iba a darle esa satisfacción...
—He dicho que te inclines —repitió Voldemort, alzando la varita.
Harry sintió que su columna vertebral se curvaba como empujada firmemente por una mano enorme e invisible, y los mortífagos rieron más que antes.
—Muy bien —dijo Voldemort con voz suave, y, cuando levantó la varita, la presión que empujaba a Harry hacia abajo desapareció—. Ahora da la cara como un hombre. Tieso y orgulloso, como murió tu padre...
»Señores, empieza el duelo.
Voldemort levantó la varita una vez más, y, antes de que Harry pudiera hacer nada para defenderse, recibió de nuevo el impacto de la maldición cruciatus. El dolor fue tan intenso, tan devastador, que olvidó dónde estaba: era como si cuchillos candentes le horadaran cada centímetro de la piel, y la cabeza le fuera a estallar de dolor. Gritó más fuerte de lo que había gritado en su vida.
Y luego todo cesó. Harry se dio la vuelta y, con dificultad, se puso en pie. Temblaba tan incontrolablemente como Colagusano después de cortarse la mano. En su tambaleo llegó hasta el muro de mortífagos, que lo empujaron hacia Voldemort.
—Un pequeño descanso —dijo Voldemort, dilatando de emoción las alargadas rendijas de la nariz—, una breve pausa... Duele, ¿verdad, Harry? No querrás que lo repita, ¿a que no?
Harry no respondió. Moriría como Cedric. Aquellos ojos rojos despiadados se lo estaban diciendo: iba a morir, y no podía hacer nada para evitarlo. Pero a lo que no estaba dispuesto era a doblegarse. No iba a obedecer a Voldemort... no iba a implorarle...
—Te he preguntado si quieres que lo repita —dijo Voldemort con voz suave—. ¡Respóndeme! ¡Imperio!
Y, por tercera vez en su vida, Harry sintió la sensación de que su mente se vaciaba de todo pensamiento... Era una bendición, no pensar; era como flotar, soñar... Di simplemente «no, por piedad»... Di «no, por piedad»... Simplemente dilo...
«No lo haré —dijo otra voz más fuerte desde la parte de atrás de la cabeza—; no responderé.. .»
Di «no, por piedad»...
«No lo haré, no lo diré...»
Di «no, por piedad»...
—¡NO LO HARÉ!
Y estas palabras brotaron de la boca de Harry. Retumbaron en el cementerio, y la somnolencia desapareció tan de repente como si le hubieran echado un jarro de agua fría. Pero regresaron inmediatamente los dolores que la maldición cruciatus le había dejado en todo el cuerpo, y la conciencia del lugar y la situación en que se encontraba.
—¿No lo harás? —dijo Voldemort en voz baja, y los mortífagos no se rieron aquella vez—. ¿No dirás «no, por piedad»? Harry, la obediencia es una virtud que me gustaría enseñarte antes de matarte... ¿tal vez con otra pequeña dosis de dolor?
Voldemort levantó la varita, pero aquella vez Harry estaba listo: con los reflejos adquiridos en los entrenamientos de quidditch, se echó al suelo a un lado. Rodó hasta quedar a cubierto detrás de la lápida de mármol del padre de Voldemort, y la oyó resquebrajarse al recibir la maldición dirigida a él.
—No vamos a jugar al escondite, Harry —dijo la voz suave y fría de Voldemort, acercándose más entre las risas de los mortífagos—. No puedes esconderte de mí. ¿Es que estás cansado del duelo? ¿Preferirías que terminara ya, Harry? Sal, Harry... sal y da la cara. Será rápido... puede que m si quiera sea doloroso, no lo sé... ¡Como nunca me he muerto...!
Harry permaneció agachado tras la lápida, comprendiendo que había llegado su fin. No había esperanza... nadie iba a ayudarlo. Y, al oír a Voldemort acercarse aún más, sólo supo una cosa que escapaba al miedo y a la razón: que no iba a morir agachado como un niño que jugara al escondite, ni iba a morir arrodillado a los pies de Voldemort. Moriría de pie como su padre, intentando defenderse aunque no hubiera defensa posible.
Antes de que Voldemort asomara la cabeza de serpiente por el otro lado de la lápida, Harry se había levantado; agarraba firmemente la varita con una mano, la blandía ante él, y se abalanzaba al encuentro de Voldemort para enfrentarse con él cara a cara.
Voldemort estaba listo. Al tiempo que Harry gritaba «¡Expelliarmus!», Voldemort lanzó su «¡Avada Kedavra!».
De la varita de Voldemort brotó un chorro de luz verde en el preciso momento en que de la de Harry salía un rayo de luz roja, y ambos rayos se encontraron en medio del aire. Repentinamente, la varita de Harry empezó a vibrar como si la recorriera una descarga eléctrica. La mano se le había agarrotado, y no habría podido soltarla aunque hubiera querido. Un estrecho rayo de luz que no era de color rojo ni verde, sino de un dorado intenso y brillante, conectó las dos varitas, y Harry, mirando el rayo con asombro, vio que también los largos dedos de Voldemort aferraban una varita que no dejaba de vibrar.
Y entonces (nada podría haber preparado a Harry para aquello) sintió que sus pies se alzaban del suelo. Tanto él como Voldemort estaban elevándose en el aire, y sus varitas seguían conectadas por el hilo de luz dorada. Se alejaron de la lápida del padre de Voldemort, y fueron a aterrizar en un claro de tierra sin tumbas. Los mortífagos gritaban pidiéndole instrucciones a Voldemort mientras, seguidos por la serpiente, volvían a reunirse y a formar el círculo en torno a ellos. Algunos sacaron las varitas.
El rayo dorado que conectaba a Harry y Voldemort se escindió. Aunque las varitas seguían conectadas, mil ramificaciones se desprendieron trazando arcos por encima de ellos, y se entrelazaron a su alrededor hasta dejarlos encerrados en una red dorada en forma de campana, una especie de jaula de luz, fuera de la cual los mortífagos merodeaban como chacales, profiriendo gritos que llegaban adentro amortiguados.
—¡No hagáis nada! —les gritó Voldemort a los mortífagos.
Harry vio que tenía los ojos completamente abiertos de sorpresa ante lo que estaba ocurriendo, y que forcejeaba en un intento de romper el hilo de luz que seguía uniendo las varitas. Harry agarró la suya con más fuerza utilizando ambas manos, y el hilo dorado permaneció intacto.
—¡No hagáis nada a menos que yo os lo mande! —volvió a gritar Voldemort.
Y, entonces, un sonido hermoso y sobrenatural llenó el aire... Procedía de cada uno de los hilos de la red finamente tejida en torno a Harry y Voldemort. Era un sonido que Harry pudo reconocer, aunque antes sólo lo había oído una vez: era el canto del fénix.
Para Harry era un sonido de esperanza... lo más hermoso y acogedor que había oído en su vida. Sentía como si el canto estuviera dentro de él en vez de rodearlo. Era un sonido que lo conectaba a Dumbledore, como si un amigo le hablara al oído...
No rompas la conexión.
«Lo sé —le dijo Harry a la música—, ya sé que no debo.» Pero, en cuanto lo hubo pensado, se convirtió en algo bastante más difícil de cumplir. Su varita empezó a vibrar más fuerte que antes... y el rayo que lo unía a Voldemort había cambiado también: era como si unos guijarros de luz se deslizaran de un lado a otro del rayo que unía las varitas. Harry notó que su varita se sacudía en el interior de su mano mientras los guijarros comenzaban a deslizarse hacia su lado lenta pero incesantemente. La dirección del movimiento del rayo era de Voldemort hacia él, y notaba que su varita vibraba con enorme fuerza...
Cuando el más próximo de los guijarros de luz se acercó a la varita de Harry, la madera que tenía entre los dedos se puso tan caliente que a Harry le dio miedo que se prendiera. Cuanto más se acercaba el guijarro, con más fuerza vibraba la varita de Harry. Tuvo la certeza de que, en cuanto tocara la varita, ésta se desharía. Parecía a punto de hacerse astillas entre sus dedos...
Concentró cada célula de su cerebro en obligar al guijarro a retroceder hacia Voldemort, con el canto del fénix en los oídos y los ojos furiosos, fijos. Lentamente, muy lentamente, los guijarros se fueron deteniendo, y luego, con la misma lentitud, comenzaron a desplazarse en sentido opuesto... y entonces fue la varita de Voldemort la que empezó a vibrar con terrible fuerza. Voldemort parecía anonadado y casi temeroso.
Uno de los guijarros de luz temblaba a unos centímetros de distancia de la varita de Voldemort. Harry no sabía por qué lo hacía, no sabía qué podría sacar de aquello... pero se concentró como nunca en su vida en obligar a aquel guijarro de luz a ir hacia la varita de Voldemort, y despacio, muy despacio, el guijarro se movió a través del hilo dorado, tembló por un momento, y luego hizo contacto.
De inmediato, la varita de Voldemort prorrumpió en estridentes alaridos de dolor. A continuación (los rojos ojos de Voldemort se abrieron de terror) una mano de humo denso surgió de la punta de la varita y se desvaneció: el espectro de la mano que le había dado a Colagusano. Más gritos de dolor, y luego empezó a brotar de la punta de la varita de Voldemort algo mucho más grande, algo gris que parecía hecho de un humo casi sólido. Formó una cabeza... a la que siguieron el pecho y los brazos: era el torso de Cedric Diggory.
Esto conmocionó a Harry de tal manera, que si en algún momento podría haber soltado la varita habría sido aquél, pero el instinto se lo impidió, de manera que el rayo de luz dorada siguió intacto, aunque el espeso espectro gris de Cedric Diggory (¿era un espectro?, ¡parecía corpóreo!) salió en su totalidad de la punta de la varita de Voldemort como de un túnel muy estrecho. Y aquella sombra de Cedric se puso de pie, miró a ambos lados el rayo de luz dorada, y habló:
—¡Aguanta, Harry! —dijo.
La voz resonó distante. Harry miró a Voldemort, que contemplaba atónito la escena, con los ojos abiertos como platos. Aquello lo había cogido tan de sorpresa como a Harry. Éste oyó los apagados gritos de terror de los mortífagos, que rondaban fuera de la campana dorada.
Surgieron nuevos gritos de dolor de la varita, y luego algo más brotó de la punta: la densa sombra de una segunda cabeza, rápidamente seguida de los brazos y el torso. Un viejo al que Harry había visto en cierta ocasión en un sueño salía de la punta de la varita exactamente igual que había hecho Cedric... Su espectro, o su sombra, o lo que fuera, cayó junto al de Cedric y, apoyándose sobre su cayado, examinó con alguna sorpresa a Harry, a Voldemort, la red dorada y las varitas conectadas.
—Entonces, ¿era un mago de verdad? —dijo el viejo, fijándose en Voldemort—. Me mató, ése lo hizo... ¡Pelea bien, muchacho!
Pero ya estaba surgiendo una nueva cabeza... y aquélla, gris como una estatua de humo, era la de una mujer. Soportando las sacudidas con ambas manos para no soltar la varita, Harry la vio caer al suelo y levantarse como los otros, observando.
La sombra de Bertha Jorkins contempló con los ojos muy abiertos la batalla que tenía lugar ante ella.
—¡No sueltes! —le gritó, y su voz retumbó al igual que la de Cedric, como si llegara de muy lejos—. ¡No sueltes, Harry, no sueltes!
Ella y los otros dos fantasmas comenzaron a deambular por la parte interior de la campana dorada, mientras los mortífagos hacían algo parecido en la parte de fuera... Las víctimas de Voldemort cuchicheaban rodeando a los duelistas, le susurraban a Harry palabras de ánimo y le decían a Voldemort cosas que Harry no alcanzaba a oír.
Y entonces otra cabeza salió de la punta de la varita de Voldemort... Harry supo quién era en cuanto la vio, lo comprendió como si la hubiera estado esperando desde el momento en que Cedric había surgido de la varita, lo comprendió porque la mujer que salía era la persona en la que más había pensado aquella noche...
La sombra de humo de una mujer joven de pelo largo cayó al suelo tal como había hecho Bertha, se levantó y lo miró... y Harry, con los brazos temblando furiosamente, devolvió la mirada al rostro fantasmal de su madre.
—Tu padre está en camino... —dijo ella en voz baja—. Quiere verte... Todo irá bien... ¡ánimo!...
Y entonces empezó a salir: primero la cabeza, luego el cuerpo, alto y de pelo alborotado como Harry. La forma etérea de James Potter brotó del extremo de la varita de Voldemort, cayó al suelo y se puso de pie como su mujer. Se acercó a Harry, mirándolo, y le habló con la misma voz lejana y resonante que los otros, pero en voz baja, para que Voldemort, cuya cara estaba ahora lívida de terror al verse rodeado por sus víctimas, no pudiera oírlo:
—Cuando la conexión se rompa, desapareceremos al cabo de unos momentos... pero te daremos tiempo... Tienes que alcanzar el traslador, que te llevará de vuelta a Hogwarts. ¿Has comprendido, Harry?
—Sí —contestó éste jadeando, haciendo un enorme esfuerzo por sostener la varita, que se le resbalaba entre los dedos.
—Harry —le cuchicheó la figura de Cedric—, lleva mi cuerpo, ¿lo harás? Llévales el cuerpo a mis padres...
—Lo haré —contestó Harry con el rostro tenso por el esfuerzo.
—Prepárate —susurró la voz de su padre—. Prepárate para correr... ahora...
—¡YA! —gritó Harry.
No hubiera podido aguantar ni un segundo más. Levantó la varita con todas sus fuerzas, y el rayo dorado se partió. La jaula de luz se desvaneció y se apagó el canto del fénix, pero las víctimas de Voldemort no desaparecieron: lo cercaron para servirle a Harry de escudo.
Y Harry corrió como nunca lo había hecho en su vida, golpeando a dos mortífagos atónitos para abrirse paso. Corrió en zigzag por entre las tumbas, notando tras él las maldiciones que le arrojaban, oyéndolas pegar en las lápidas: fue esquivando tumbas y maldiciones, dirigiéndose como una bala hacia el cuerpo de Cedric, olvidado por completo del dolor de la pierna, concentrado con todas sus fuerzas en lo que tenía que hacer.
—¡Aturdidlo! —oyó gritar a Voldemort.
A tres metros de Cedric, Harry se parapetó tras un ángel de mármol para evitar los chorros de luz roja. La punta de una de las alas del ángel cayó rota al ser alcanzada por las maldiciones. Agarrando más fuerte la varita, salió corriendo.
—¡Impedimenta! —gritó, apuntando con la varita por encima del hombro a los mortífagos que lo perseguían.
Por un grito amortiguado, pensó que había dado al menos a uno de ellos, pero no tenía tiempo de pararse a mirar. Saltó sobre la Copa y se echó al suelo al oír más maldiciones tras él. Nuevos chorros de luz le pasaron por encima de la cabeza mientras, tumbado, alargaba la mano para coger el brazo de Cedric.
—¡Apartaos! ¡Lo mataré! ¡Es mío! —chilló Voldemort.
La mano de Harry había aferrado a Cedric por la muñeca. Entre él y Voldemort se interponía una lápida, pero Cedric pesaba demasiado para arrastrarlo, y la Copa quedaba fuera de su alcance.
Los rojos ojos de Voldemort destellaron en la oscuridad. Harry lo vio curvar la boca en una sonrisa, y levantar la varita.
—¡Accio! —gritó Harry, apuntando a la Copa de los tres magos con la varita.
La Copa voló por el aire hasta él. Harry la cogió por un asa.
Oyó el grito furioso de Voldemort en el mismo instante en que él sentía la sacudida bajo el ombligo que significaba que el traslador había funcionado: se alejaba de allí a toda velocidad en medio de un torbellino de viento y colores, y Cedric iba a su lado. Regresaban...
35
La poción de la verdad
Harry cayó de bruces, y el olor del césped le penetró por la nariz. Había cerrado los ojos mientras el traslador lo transportaba, y seguía sin abrirlos. No se movió. Parecía que le hubieran cortado el aire. La cabeza le daba vueltas sin parar, y se sentía como si el suelo en que yacía fuera la cubierta de un barco. Para sujetarse, se aferró con más fuerza a las dos cosas que estaba agarrando: la fría y bruñida asa de la Copa de los tres magos, y el cuerpo de Cedric. Tenía la impresión de que si los soltaba se hundiría en las tinieblas que envolvían su cerebro. El horror sufrido y el agotamiento lo mantenían pegado al suelo, respirando el olor del césped, aguardando a que alguien hiciera algo... a que algo sucediera... Notaba un dolor vago e incesante en la cicatriz de la frente.
El estrépito lo ensordeció y lo dejó más confundido: había voces por todas partes, pisadas, gritos... Permaneció donde estaba, con el rostro contraído, como si fuera una pe-sadilla que pasaría...
Un par de manos lo agarraron con fuerza y lo volvieron boca arriba.
—¡Harry!, ¡Harry!
Abrió los ojos.
Miraba al cielo estrellado, y Albus Dumbledore se encontraba a su lado, agachado. Los rodeaban las sombras oscuras de una densa multitud de personas que se empujaban en el intento de acercarse más. Harry notó que el suelo, bajo su cabeza, retumbaba con los pasos.
Había regresado al borde del laberinto. Podía ver las gradas que se elevaban por encima de él, las formas de la gente que se movía por ellas, y las estrellas en lo alto.
Harry soltó la Copa, pero agarró a Cedric aún con más fuerza. Levantó la mano que le quedaba libre y cogió la muñeca de Dumbledore, cuyo rostro se desenfocaba por momentos.
—Ha retornado —susurró Harry—. Ha retornado. Voldemort.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha sucedido?
El rostro de Cornelius Fudge apareció sobre Harry vuelto del revés. Parecía blanco y consternado.
—¡Dios... Dios mío, Diggory! —exclamó—. ¡Está muerto, Dumbledore!
Aquellas palabras se reprodujeron, y las sombras que los rodeaban se las repetían a los de atrás, y luego otros las gritaron, las chillaron en la noche: «¡Está muerto!», «¡Está muerto!», «¡Cedric Diggory está muerto!».
—Suéltalo, Harry —oyó que le decía la voz de Fudge, y notó dedos que intentaban separarlo del cuerpo sin vida de Cedric, pero Harry no lo soltó.
Entonces se acercó el rostro de Dumbledore, que seguía borroso.
—Ya no puedes hacer nada por él, Harry. Todo acabó. Suéltalo.
—Quería que lo trajera —musitó Harry: le parecía importante explicarlo—. Quería que lo trajera con sus padres...
—De acuerdo, Harry... Ahora suéltalo.
Dumbledore se inclinó y, con extraordinaria fuerza para tratarse de un hombre tan viejo y delgado, levantó a Harry del suelo y lo puso en pie. Harry se tambaleó. Le iba a estallar la cabeza. La pierna herida no soportaría más tiempo el peso de su cuerpo. Alrededor de ellos, la multitud daba empujones, intentando acercarse, apretando contra él sus oscuras siluetas.
—¿Qué ha sucedido? ¿Qué le ocurre? ¡Diggory está muerto!
—¡Tendrán que llevarlo a la enfermería! —dijo Fudge en voz alta—. Está enfermo, está herido... Dumbledore, los padres de Diggory están aquí, en las gradas...
—Yo llevaré a Harry, Dumbledore, yo lo llevaré...
—No, yo preferiría...
—Amos Diggory viene corriendo, Dumbledore. Viene para acá... ¿No crees que tendrías que decirle, antes de que vea...?
—Quédate aquí, Harry.
Había chicas que gritaban y lloraban histéricas. La escena vaciló ante los ojos de Harry...
—Ya ha pasado, hijo, vamos... Te llevaré a la enfermería.
—Dumbledore me dijo que me quedara —objetó Harry. La cicatriz de la frente lo hacía sentirse a punto de vomitar. Las imágenes se le emborronaban aún más que antes.
—Tienes que acostarte. Vamos, ven...
Y alguien más alto y más fuerte que Harry empezó a llevarlo, tirando de él por entre la aterrorizada multitud. Harry oía chillidos y gritos ahogados mientras el hombre se abría camino por entre ellos, llevándolo al castillo. Cruzaron la explanada y dejaron atrás el lago con el barco de Durmstrang. Harry ya no oía más que la pesada respiración del hombre que lo ayudaba a caminar.
—¿Qué ha ocurrido, Harry? —le preguntó el hombre al fin, ayudándolo a subir la pequeña escalinata de piedra.
Bum, bum, bum. Era Ojoloco Moody.
—La Copa era un traslador —explicó, mientras atravesaban el vestíbulo—. Nos dejó en un cementerio... y Voldemort estaba allí... lord Voldemort.
Bum, bum, bum. Iban subiendo por la escalinata de mármol...
—¿Que el Señor Tenebroso estaba allí? ¿Y qué ocurrió entonces?
—Mató a Cedric... lo mataron...
—¿Y luego?
Bum, bum, bum. Avanzaban por el corredor...
—Con una poción... recuperó su cuerpo...
—¿El Señor Tenebroso ha recuperado su cuerpo? ¿Ha retornado?
—Y llegaron los mortífagos... y luego nos batimos...
—¿Que te batiste con el Señor Tenebroso?
—Me escapé... La varita... hizo algo sorprendente... Vi a mis padres... Salieron de su varita...
—Pasa, Harry... Aquí, siéntate. Ahora estarás bien. Bébete esto...
Harry oyó que una llave hurgaba en la cerradura, y se encontró una taza en las manos.
—Bébetelo... Te sentirás mejor. Vamos a ver, Harry: quiero que me cuentes todo lo que ocurrió exactamente...
Moody lo ayudó a tragar la bebida. Harry tosió por el ardor que la pimienta le dejó en la garganta. El despacho de Moody y el propio Moody aparecieron entonces mucho más claros a sus ojos. Estaba tan pálido como Fudge, y tenía ambos ojos fijos, sin parpadear, en el rostro de Harry:
—¿Ha retornado Voldemort, Harry? ¿Estás seguro? ¿Cómo lo hizo?
—Cogió algo de la tumba de su padre, algo de Colagusano y algo mío —dijo Harry. Su cabeza se aclaraba; la cicatriz ya no le dolía tanto. Veía con claridad el rostro de Moody, aunque el despacho estaba oscuro. Aún oía los gritos que llegaban del distante campo de quidditch.
—¿Qué fue lo que el Señor Tenebroso cogió de ti? —preguntó Moody.
—Sangre —dijo Harry, levantando el brazo. La manga de la túnica estaba rasgada por donde la había cortado Colagusano con la daga.
Moody profirió un silbido largo y sutil.
—¿Y los mortífagos? ¿Volvieron?
—Sí —contestó Harry—. Muchos...
—¿Cómo los trató? —preguntó en voz baja—. ¿Los perdonó?
Pero Harry acababa de recordar repentinamente. Tendría que habérselo dicho a Dumbledore, tendría que haberlo hecho enseguida...
—¡Hay un mortífago en Hogwarts! Hay un mortífago aquí: fue el que puso mi nombre en el cáliz de fuego y se aseguró de que llegara al final del Torneo...
Harry trató de levantarse, pero Moody lo empujó contra el respaldo.
—Ya sé quién es el mortífago —dijo en voz baja
—¿Karkarov? —preguntó Harry alterado—. ¿Dónde está? ¿Lo ha atrapado usted? ¿Lo han encerrado?
—¿Karkarov? —repitió Moody, riendo de forma extraña—. Karkarov ha huido esta noche, al notar que la Marca Tenebrosa le escocía en el brazo. Traicionó a demasiados fieles seguidores del Señor Tenebroso para querer volver a verlos... pero dudo que vaya lejos: el Señor Tenebroso sabe cómo encontrar a sus enemigos.
—¿Karkarov se ha ido? ¿Ha escapado? Pero entonces... ¿no fue él el que puso mi nombre en el cáliz?
—No —dijo Moody despacio—, no fue él. Fui yo.
Harry lo oyó pero no lo creyó.
—No, usted no lo hizo —replicó—. Usted no lo hizo... no pudo hacerlo...
—Te aseguro que sí —afirmó Moody, y su ojo mágico giró hasta fijarse en la puerta. Harry comprendió que se estaba asegurando de que no hubiera nadie al otro lado. Al mismo tiempo, Moody sacó la varita y apuntó a Harry con ella—. Entonces, ¿los perdonó?, ¿a los mortífagos que quedaron en libertad, los que se libraron de Azkaban?
—¿Qué?
Harry miró la varita con que Moody le apuntaba: era una broma pesada, sin duda.
—Te he preguntado —repitió Moody en voz baja— si él perdonó a esa escoria que no se preocupó por buscarlo. Esos cobardes traidores que ni siquiera afrontaron Azkaban por él. Esos apestosos desleales e inútiles que tuvieron el suficiente valor para hacer el idiota en los Mundiales de quidditch pero huyeron a la vista de la Marca Tenebrosa que yo hice aparecer en el cielo.
—¿Que usted...? ¿Qué está diciendo?
—Ya te lo expliqué, Harry, ya te lo expliqué. Si hay algo que odio en este mundo es a los mortífagos que han quedado en libertad. Le dieron la espalda a mi señor cuando más los necesitaba. Esperaba que los castigara, que los torturara. Dime que les ha hecho algo, Harry... —La cara de Moody se iluminó de pronto con una sonrisa demente—. Dime que reconoció que yo, sólo yo le he permanecido leal... y dispuesto a arriesgarlo todo para entregarle lo que él más deseaba: a ti.
—Usted no lo hizo... No puede ser.
—¿Quién puso tu nombre en el cáliz de fuego, en representación de un nuevo colegio? Yo. ¿Quién espantó a todo aquel que pudiera hacerte daño o impedirte ganar el Torneo? Yo. ¿Quién animó a Hagrid a que te mostrara los dragones? Yo. ¿Quién te ayudó a ver la única forma de derrotar al dragón? ¡Yo!
El ojo mágico de Moody dejó de vigilar la puerta. Estaba fijo en Harry. Su boca torcida sonrió más malignamente que nunca.
—No fue fácil, Harry, guiarte por todas esas pruebas sin levantar sospechas. He necesitado toda mi astucia para que no se pudiera descubrir mi mano en tu éxito. Si lo hubieras conseguido todo demasiado fácilmente, Dumbledore habría sospechado. Lo importante era que llegaras al laberinto, a ser posible bien situado. Luego, sabía que podría librarme de los otros campeones y despejarte el camino. Pero también tuve que enfrentarme a tu estupidez. La segunda prueba... ahí fue cuando tuve más miedo de que fracasaras. Estaba muy atento a ti, Potter. Sabía que no habías descifrado el enigma del huevo, así que tenía que darte otra pista...
—No fue usted —dijo Harry con voz ronca—: fue Cedric el que me dio la pista.
—¿Y quién le dijo a Cedric que lo abriera debajo del agua? Yo. Sabía que te pasaría la información: la gente decente es muy fácil de manipular, Potter. Estaba seguro de que Cedric querría devolverte el favor de haberle dicho lo de los dragones, y así fue. Pero incluso entonces, Potter, incluso entonces parecía muy probable que fracasaras. Yo no te quitaba el ojo de encima... ¡Todas aquellas horas en la biblioteca! ¿No te diste cuenta de que el libro que necesitabas lo tenías en el dormitorio? Yo lo hice llegar hasta allí muy pronto, se lo di a ese Longbottom, ¿no lo recuerdas? Las plantas acuáticas mágicas del Mediterráneo y sus propiedades. Ese libro te habría explicado todo lo que necesitabas saber sobre las branquialgas. Suponía que le pedirías ayuda a todo el mundo. Long-bottom te lo habría explicado al instante. Pero no lo hiciste... no lo hiciste... Tienes una vena de orgullo y autosuficiencia que podría haberlo arruinado todo.
»¿Qué podía hacer? Pasarte información por medio de otra boca inocente. Me habías dicho en el baile de Navidad que un elfo doméstico llamado Dobby te había hecho un regalo. Así que llamé a ese elfo a la sala de profesores para que recogiera una túnica para lavar, y mantuve con la profesora McGonagall una conversación sobre los retenidos, y sobre si Potter pensaría utilizar las branquialgas. Y tu amiguito el elfo se fue derecho al armario de Snape para proveerte...
La varita de Moody seguía apuntando directamente al corazón de Harry. Por encima de su hombro, en el reflector de enemigos colgado en la pared, vio que se acercaban unas formas nebulosas.
—Tardaste tanto en salir del lago, Potter, que creí que te habías ahogado. Pero, afortunadamente, Dumbledore tomó por nobleza tu estupidez y te dio muy buena nota. Qué respiro.
»Por supuesto, en el laberinto tuviste menos problemas de los que te correspondían —siguió—. Fue porque yo estaba rondando. Podía ver a través de los setos del exterior, y te quité mediante maldiciones muchos obstáculos del camino: aturdí a Fleur Delacour cuando pasó; le eché a Krum la maldición imperius para que eliminara a Diggory, y te dejé el camino expedito hacia la Copa.
Harry miró a Moody. No comprendía cómo era posible que el amigo de Dumbledore, el famoso auror, el que había atrapado a tantos mortífagos... No tenía sentido, ningún sentido.
Las nebulosas formas del reflector de enemigos se iban definiendo. Por encima del hombro de Moody vio la silueta de tres personas que se acercaban más y más. Pero Moody no las veía. Tenía su ojo mágico fijo en Harry.
—El Señor Tenebroso no consiguió matarte, Potter, que era lo que quería —susurró Moody—. Imagínate cómo me recompensará cuando vea que lo he hecho por él: yo te entregué (tú eras lo que más necesitaba para poderse regenerar) y luego te maté por él. Recibiré mayores honores que ningún otro mortífago. Me convertiré en su partidario predilecto, el más cercano... más cercano que un hijo...
El ojo normal de Moody estaba desorbitado por la emoción, y el mágico seguía fijo en Harry. La puerta había quedado cerrada con llave, y Harry sabía que jamás conseguiría alcanzar a tiempo su varita para poder salvarse.
—El Señor Tenebroso y yo tenemos mucho en común —dijo Moody, que en aquel momento parecía completamente loco, erguido frente a Harry y dirigiéndole una sonrisa malévola—: los dos, por ejemplo, tuvimos un padre muy decepcionante... mucho. Los dos hemos sufrido la humillación de llevar el nombre paterno, Harry. ¡Y los dos gozamos del placer... del enorme placer de matar a nuestro padre para asegurar el ascenso imparable de la Orden Tenebrosa!
—¡Usted está loco! —exclamó Harry, sin poder contenerse—, ¡está completamente loco!
—¿Loco yo? —dijo Moody, alzando la voz de forma incontrolada—. ¡Ya veremos! ¡Veremos quién es el que está loco, ahora que ha retornado el Señor Tenebroso y que yo estaré a su lado! ¡Ha retornado, Harry Potter! ¡Tú no pudiste con él, y yo podré contigo!
Moody levantó la varita y abrió la boca. Harry metió la mano en la túnica...
—¡Desmaius!
Hubo un rayo cegador de luz roja y, con gran estruendo, echaron la puerta abajo.
Moody cayó al suelo de espaldas. Harry, con los ojos aún fijos en el lugar en que se había encontrado la cara de Moody, vio a Albus Dumbledore, al profesor Snape y la pro-fesora McGonagall mirándolo desde el reflector de enemigos. Apartó la mirada del reflector, y los vio a los tres en el hueco de la puerta. Delante, con la varita extendida, estaba Dumbledore.
En aquel momento, Harry comprendió por vez primera por qué la gente decía que Dumbledore era el único mago al que Voldemort temía. La expresión de su rostro al observar el cuerpo inerte de Ojoloco Moody era más temible de lo que Harry hubiera podido imaginar. No había ni rastro de su benévola sonrisa, ni del guiño amable de sus ojos tras los cristales de las gafas. Sólo había fría cólera en cada arruga de la cara. Irradiaba una fuerza similar a la de una hoguera.
Entró en el despacho, puso un pie debajo del cuerpo caído de Moody, y le dio la vuelta para verle la cara. Snape lo seguía, mirando el reflector de enemigos, en el que todavía resultaba visible su propia cara. Dirigió una mirada feroz al despacho.
La profesora McGonagall fue directamente hasta Harry.
—Vamos, Potter —susurró. Tenía crispada la fina línea de los labios como si estuviera a punto de llorar—. Ven conmigo, a la enfermería...
—No —dijo Dumbledore bruscamente.
—Tendría que ir, Dumbledore. Míralo. Ya ha pasado bastante por esta noche...
—Quiero que se quede, Minerva, porque tiene que comprender. La comprensión es el primer paso para la aceptación, y sólo aceptando puede recuperarse. Tiene que saber quién lo ha lanzado a la terrible experiencia que ha padecido esta noche, y por qué lo ha hecho.
—Moody... —dijo Harry. Seguía sin poder creerlo—. ¿Cómo puede haber sido Moody?
—Éste no es Alastor Moody —explicó Dumbledore en voz baja—. Tú no has visto nunca a Alastor Moody. El verdadero Moody no te habría apartado de mi vista después de lo ocurrido esta noche. En cuanto te cogió, lo comprendí... y os seguí.
Dumbledore se inclinó sobre el cuerpo desmayado de Moody y metió una mano en la túnica. Sacó la petaca y un llavero. Entonces se volvió hacia Snape y la profesora McGonagall.
—Severus, por favor, ve a buscar la poción de la verdad más fuerte que tengas, y luego baja a las cocinas y trae a una elfina doméstica que se llama Winky. Minerva, sé tan amable de ir a la cabaña de Hagrid, donde encontrarás un perro grande y negro sentado en la huerta de las calabazas. Lleva el perro a mi despacho, dile que no tardaré en ir y luego vuelve aquí.
Si Snape o McGonagall encontraron extrañas aquellas instrucciones, lo disimularon, porque tanto uno como otra se volvieron de inmediato, y salieron del despacho. Dum-bledore fue hasta el baúl de las siete cerraduras, metió la primera llave en la cerradura correspondiente, y lo abrió. Contenía una gran cantidad de libros de encantamientos. Dumbledore cerró el baúl, introdujo la segunda llave en la segunda cerradura, y volvió a abrirlo: los libros habían desaparecido, y lo que contenía el baúl era un gran surtido de chivatoscopios rotos, algunos pergaminos y plumas, y lo que parecía una capa invisible que en aquel momento era de color plateado. Harry observó, pasmado, cómo Dumbledore metía la tercera, la cuarta, la quinta y la sexta llaves en sus respectivas cerraduras, y volvía a abrir el baúl para revelar en cada ocasión diferentes contenidos. Luego introdujo la séptima llave, levantó la tapa, y Harry soltó un grito de sorpresa.
Había una especie de pozo, una cámara subterránea en cuyo suelo, a unos tres metros de profundidad, se hallaba el verdadero Ojoloco Moody, según parecía profundamente dormido, flaco y desnutrido. Le faltaba la pata de palo, la cuenca que albergaba su ojo mágico estaba vacía bajo el párpado, y en su pelo entrecano había muchas zonas ralas. Atónito, Harry pasó la vista del Moody que dormía en el baúl al Moody inconsciente que yacía en el suelo del despacho.
Dumbledore se metió en el baúl, se descolgó y cayó suavemente junto al Moody dormido. Se inclinó sobre él.
—Está desmayado... controlado por la maldición imperius... y se encuentra muy débil —dijo—. Naturalmente, necesitaba conservarlo vivo. Harry, échame la capa del impostor: Alastor está helado. Tendrá que verlo la señora Pomfrey, pero creo que no se halla en peligro inminente.
Harry hizo lo que le pedía. Dumbledore cubrió a Moody con la capa, asegurándose de que lo tapaba bien, y volvió a salir del baúl. Luego cogió la petaca que estaba sobre el escritorio, desenroscó el tapón y la puso boca abajo. Un líquido espeso y pegajoso salpicó al caer al suelo.
—Poción multijugos, Harry —explicó Dumbledore—. Ya ves qué simple y brillante. Porque Moody jamás bebe si no es de la petaca, todo el mundo lo sabe. Por supuesto, el impostor necesitaba tener a mano al verdadero Moody para poder seguir elaborando la poción. Mira el pelo... —Dumbledore observó al Moody del baúl—. El impostor se lo ha estado cortando todo el año. ¿Ves dónde le falta? Pero me imagino que con la emoción de la noche nuestro falso Moody podría haberse olvidado de tomarla con la frecuencia necesaria: a la hora, cada hora... ya veremos.
Dumbledore apartó la silla del escritorio y se sentó en ella, con los ojos fijos en el Moody inconsciente tendido en el suelo. Harry también lo miraba. Pasaron en silencio unos minutos...
Luego, ante los propios ojos de Harry, la cara del hombre del suelo comenzó a cambiar: se borraron las cicatrices, la piel se le alisó, la nariz quedó completa y se achicó; la larga mata de pelo entrecano pareció hundirse en el cuero cabelludo y volverse de color paja; de pronto, con un golpe sordo, se desprendió la pata de palo por el crecimiento de una pierna de carne; al segundo siguiente, el ojo mágico saltó de la cara reemplazado por un ojo natural, y rodó por el suelo, girando en todas direcciones.
Harry vio tendido ante él a un hombre de piel clara, algo pecoso, con una mata de pelo rubio. Supo quién era: lo había visto en el pensadero de Dumbledore, intentando convencer de su inocencia al señor Crouch mientras se lo llevaba una escolta de dementores... pero ya tenía arrugas en el contorno de los ojos y parecía mucho mayor...
Se oyeron pasos apresurados en el corredor. Snape volvía llevando a Winky. La profesora McGonagall iba justo detrás.
—¡Crouch! —exclamó Snape, deteniéndose en seco en el hueco de la puerta—. ¡Barty Crouch!
—¡Cielo santo! —dijo la profesora McGonagall, parándose y observando al hombre que yacía en el suelo.
A los pies de Snape, sucia, desaliñada, Winky también lo miraba. Abrió completamente la boca para dejar escapar un grito que les horadó los oídos:
—Amo Barty, amo Barty, ¿qué está haciendo aquí?
—Se lanzó al pecho del joven—. ¡Usted lo ha matado! ¡Usted lo ha matado! ¡Ha matado al hijo del amo!
—Sólo está desmayado, Winky —explicó Dumbledore—. Hazte a un lado, por favor. ¿Has traído la poción, Severus?
Snape le entregó a Dumbledore un frasquito de cristal que contenía un líquido totalmente incoloro: el suero de la verdad con el que había amenazado en clase a Harry. Dumbledore se levantó, se inclinó sobre Crouch y lo colocó sentado contra la pared, justo debajo del reflector de enemigos en el que seguían viéndose con claridad las imágenes de Dumbledore, Snape y McGonagall. Winky seguía de rodillas, temblando, con las manos en la cara. Dumbledore le abrió al hombre la boca y echó dentro tres gotas. Luego le apuntó al pecho con la varita y ordenó:
—¡Enervate!
El hijo de Crouch abrió los ojos. Tenía la cara laxa y la mirada perdida. Dumbledore se arrodilló ante él, de forma que sus rostros quedaron a la misma altura.
—¿Me oye? —le preguntó Dumbledore en voz baja.
El hombre parpadeó.
—Sí —respondió.
—Me gustaría que nos explicara —dijo Dumbledore con suavidad— cómo ha llegado usted aquí. ¿Cómo se escapó de Azkaban?
Crouch tomó aliento y comenzó a hablar con una voz apagada y carente de expresión:
—Mi madre me salvó. Sabía que se estaba muriendo, y persuadió a mi padre para que me liberara como último favor hacia ella. Él la quería como nunca me quiso a mí, así que accedió. Fueron a visitarme. Me dieron un bebedizo de poción multijugos que contenía un cabello de mi madre, y ella tomó la misma poción con un cabello mío. Cada uno adquirió la apariencia del otro.
Winky movía hacia los lados la cabeza, temblorosa.
—No diga más, amo Barty, no diga más, ¡o meten a su padre en un lío!
Pero Crouch volvió a tomar aliento y prosiguió en el mismo tono de voz:
—Los dementores son ciegos: sólo percibieron que habían entrado en Azkaban una persona sana y otra moribunda, y luego que una moribunda y otra sana salían. Mi padre me sacó con la apariencia de mi madre por si había prisioneros mirando por las rejas.
»Mi madre murió en Azkaban poco después. Hasta el final tuvo cuidado de seguir bebiendo poción multijugos. Fue enterrada con mi nombre y mi apariencia. Todos creyeron que era yo.
Parpadeó.
—¿Y qué hizo su padre con usted cuando lo tuvo en casa?
—Representó la muerte de mi madre. Fue un funeral sencillo, privado. La tumba está vacía. Nuestra elfina doméstica me cuidó hasta que sané. Luego mi padre tuvo que ocultarme y controlarme. Usó una buena cantidad de encantamientos para mantenerme sometido. Cuando recobré las fuerzas, sólo pensé en encontrar otra vez a mi señor... y volver a su servicio.
—¿Qué hizo su padre para someterlo? —quiso saber Dumbledore.
—Utilizó la maldición imperius. Estuve bajo su control. Me obligó a llevar día y noche una capa invisible. Nuestra elfina doméstica siempre estaba conmigo. Era mi guardiana y protectora. Me compadecía. Persuadió a mi padre para que me hiciera de vez en cuando algún regalo: premios por mi buen comportamiento.
—Amo Barty, amo Barty —dijo Winky por entre las manos, sollozando—. No debería decir más, o tendremos problemas...
—¿No descubrió nadie que usted seguía vivo? —preguntó Dumbledore—. ¿No lo supo nadie aparte de su padre y la elfina?
—Sí. Una bruja del departamento de mi padre, Bertha Jorkins, llegó a casa con unos papeles para que mi padre los firmara. Mi padre no estaba en aquel momento, así que Winky la hizo pasar y volvió a la cocina, donde me encontraba yo. Pero Bertha Jorkins nos oyó hablar, y escuchó a escondidas. Entendió lo suficiente para comprender quién se escondía bajo la capa invisible. Cuando mi padre volvió a casa, ella se le enfrentó. Para que olvidara lo que había averiguado, le tuvo que echar un encantamiento desmemorizante muy fuerte. Demasiado fuerte: según mi padre, le dañó la memoria para siempre.
—¿Quién le mandó meter las narices en los asuntos de mi amo? —sollozó Winky—. ¿Por qué no nos dejó en paz?
—Hábleme de los Mundiales de quidditch —pidió Dumbledore.
—Winky convenció a mi padre de que me llevara. Necesitó meses para persuadirlo. Hacía años que yo no salía de casa. Había sido un forofo del quidditch. «Déjelo ir!», le rogaba ella. «Puede ir con su capa invisible. Podrá ver el partido y le dará el aire por una vez.» Le dijo que era lo que hubiera querido mi madre. Le dijo que ella había muerto para darme la libertad, que no me había salvado para darme una vida de preso. Al final accedió.
»Fue cuidadosamente planeado: mi padre nos condujo a Winky y a mí a la tribuna principal bastante temprano. Winky diría que le estaba guardando un asiento a mi padre. Yo me sentaría en él, invisible. Tendríamos que salir cuando todo el mundo hubiera abandonado la tribuna principal. Todo el mundo creería que Winky se encontraba sola.
»Pero Winky no sabía que yo recuperaba fuerzas. Empezaba a luchar contra la maldición imperius de mi padre. Había momentos en que me liberaba de ella casi por completo. Aquél fue uno de esos momentos. Era como si despertara de un profundo sueño. Me encontré rodeado de gente, en medio del partido, y vi delante de mí una varita mágica que sobresalía del bolsillo de un muchacho. No me habían dejado tocar una varita desde antes de Azkaban. La robé. Winky no se enteró: tiene terror a las alturas, y se había tapado la cara.
—¡Amo Barty, es usted muy malo! —le reprochó Winky. Las lágrimas se le escurrían entre los dedos.
—O sea que usted cogió la varita —dijo Dumbledore—. ¿Qué hizo con ella?
—Volvimos a la tienda. Luego los oímos, oímos a los mortífagos, los que no habían estado nunca en Azkaban, los que nunca habían sufrido por mi señor, los que le dieron la espalda, los que no fueron esclavizados como yo, los que estaban libres para buscarlo pero no lo hacían, los que se conformaban con divertirse a costa de los muggles. Me des-pertaron sus voces. Hacía años que no tenía la mente tan despejada como en aquel momento, y me sentía furioso. Con la varita en mi poder, quise castigarlos por su desleal-tad. Mi padre había salido de la tienda para ir a defender a los muggles, y a Winky le daba miedo verme tan furioso, así que ella usó sus propias dotes mágicas para atarme a ella. Me sacó de la tienda y me llevó al bosque, lejos de los mortífagos. Traté de hacerla volver, porque quería regresar al campamento. Quería enseñarles a los mortífagos lo que significaba la lealtad al Señor Tenebroso, y castigarlos por no haberla observado. Con la varita que había robado proyecté en el aire la Marca Tenebrosa.
»Llegaron los magos del Ministerio, lanzando por todas partes sus encantamientos aturdidores. Uno de esos encantamientos se coló por entre los árboles hasta donde nos encontrábamos Winky y yo. Quedamos los dos desmayados y con las ataduras rotas por el rayo del encantamiento.
»Cuando descubrieron a Winky, mi padre comprendió que yo tenía que estar cerca. Me buscó entre los arbustos donde la habían encontrado a ella y me halló echado en el suelo. Esperó a que se fueran los demás funcionarios, me volvió a lanzar la maldición imperius, y me llevó de vuelta a casa. A Winky la despidió porque no había impedido que yo robara la varita y casi me deja también escapar.
Winky exhaló un lamento de desesperación.
—Quedamos solos en la casa mi padre y yo. Y entonces... entonces... —la cabeza de Crouch dio un giro, y una mueca demente apareció en su rostro —mi señor vino a buscarme.
»Llegó a casa una noche, bastante tarde, en brazos de su vasallo Colagusano. Había averiguado que yo seguía vivo. Había apresado en Albania a Bertha Jorkins, la había torturado y le había extraído mucha información: ella le habló del Torneo de los tres magos y de que Moody, el viejo auror, iba a impartir clase en Hogwarts; luego la torturó hasta romper el encantamiento desmemorizante que mi padre le había echado, y ella le contó que yo me había escapado de Azkaban y que mi padre me tenía preso para impedir que fuera a buscar a mi señor. Y de esa forma supo que yo seguía siéndole fiel... quizá más fiel que ningún otro. Mi señor trazó un plan basado en la información que Bertha le había pasado. Me necesitaba. Llegó a casa cerca de medianoche. Mi padre abrió la puerta.
Una sonrisa se extendió por el rostro de Crouch, como si recordara el momento más agradable de su vida. A través de los dedos de Winky podían verse sus ojos desorbitados. Estaba demasiado asustada para hablar.
—Fue muy rápido: mi señor le echó a mi padre la maldición imperius. A partir de ese momento fue mi padre el preso, el controlado. Mi señor lo obligó a ir al trabajo como de costumbre y a seguir actuando como si nada hubiera ocurrido. Y yo quedé liberado. Desperté. Volvía a ser yo mismo, vivo como no lo había estado desde hacía años.
—¿Qué fue lo que lord Voldemort le pidió que hiciera?
—Me preguntó si estaba listo para arriesgarlo todo por él. Lo estaba. Ése era mi sueño, mi suprema ambición: servirle, probarme ante él. Me dijo que necesitaba situar en Hogwarts a un vasallo leal, un vasallo que hiciera pasar a Harry Potter todas las pruebas del Torneo de los tres magos sin que se notara, un vasallo que no lo perdiera de vista, que se asegurara de que conseguía la Copa, que convirtiera aquella copa en un traslador y capaz de llevar ante él a la primera persona que lo tocara. Pero antes...
—Necesitaba a Alastor Moody —dijo Albus Dumbledore. Le resplandecían los ojos azules, aunque la voz seguía impasible.
—Lo hicimos entre Colagusano y yo. De antemano habíamos preparado la poción multijugos. Fuimos a la casa, Moody se resistió, provocó un verdadero tumulto. Justo a tiempo conseguimos reducirlo, así que lo metimos en un compartimiento de su propio baúl mágico, le arrancamos unos pelos y los echamos a la poción. Al beberla me convertí en su doble, le cogí la pata de palo y el ojo, y ya estaba listo para vérmelas con Arthur Weasley, que llegó para arreglarlo todo con los muggles que habían oído el altercado. Cambié de sitio los contenedores de la basura y le dije a Weasley que había oído intrusos en el patio, andando entre los contenedores. Luego guardé la ropa y los detectores de tenebrismo de Moody, los metí con él en el baúl y me vine a Hogwarts. Lo mantuve vivo y bajo la maldición imperius porque quería poder hacerle preguntas para averiguar cosas de su pasado y aprender sus costumbres, con la intención de engañar incluso a Dumbledore. Además, necesitaba su pelo para la poción multijugos. Los demás ingredientes eran fáciles. La piel de serpiente arbórea africana la robé de las mazmorras. Cuando el profesor de Pociones me encontró en su despacho, dije que tenía órdenes de registrarlo.
—¿Y qué hizo Colagusano después de que atacaron ustedes a Moody? —preguntó Dumbledore.
—Se volvió para seguir cuidando a mi señor en mi casa y vigilando a mi padre.
—Pero su padre escapó —observó Dumbledore.
—Sí. Después de algún tiempo empezó a resistirse a la maldición imperius tal como había hecho yo. Había momentos en los que se daba cuenta de lo que ocurría. Mi señor pensó que ya no era seguro dejar que mi padre saliera de casa, así que lo obligó a enviar cartas diciendo que estaba enfermo. Sin embargo, Colagusano fue un poco negligente, y no lo vigiló bien. De forma que mi padre pudo escapar. Mi señor adivinó que se dirigiría a Hogwarts. Efectivamente, el propósito de mi padre era contárselo todo a Dumbledore, confesar. Venía dispuesto a admitir que me había sacado de Azkaban.
»Mi señor me envió noticia de la fuga de mi padre. Me dijo que lo detuviera costara lo que costara. Yo esperé, atento: utilicé el mapa que le había pedido a Harry Potter. El mapa que había estado a punto de echarlo todo a perder.
—¿Mapa? —preguntó rápidamente Dumbledore—, ¿qué mapa es ése?
—El mapa de Hogwarts de Potter. Potter me vio en él, una noche, robando ingredientes para la poción multijugos del despacho de Snape. Como tengo el mismo nombre que mi padre, pensó que se trataba de él. Le dije que mi padre odiaba a los magos tenebrosos, y Potter creyó que iba tras Snape. Esa noche le pedí a Potter su mapa.
»Durante una semana esperé a que mi padre llegara a Hogwarts. Al fin, una noche, el mapa me lo mostró entrando en los terrenos del castillo. Me puse la capa invisible y bajé a su encuentro. Iba por el borde del bosque. Entonces llegaron Potter y Krum. Aguardé. No podía hacerle daño a Potter porque mi señor lo necesitaba, pero cuando fue a buscar a Dumbledore aproveché para aturdir a Krum. Y maté a mi padre.
—¡Nooooo! —gimió Winky—. ¡Amo Barty, amo Barty!, ¿qué está diciendo?
—Usted mató a su padre —dijo Dumbledore, en el mismo tono suave—. ¿Qué hizo con el cuerpo?
—Lo llevé al bosque y lo cubrí con la capa invisible. Llevaba conmigo el mapa: vi en él a Potter entrar corriendo en el castillo y tropezarse con Snape, y luego a Dumbledore con ellos. Entonces Potter sacó del castillo a Dumbledore. Yo volví a salir del bosque, di un rodeo y fui a su encuentro como si llegara del castillo. Le dije a Dumbledore que Snape me había indicado adónde iban.
»Dumbledore me pidió que fuera en busca de mi padre, así que volví junto a su cadáver, miré el mapa y, cuando todo el mundo se hubo ido, lo transformé en un hueso... y lo enterré cubierto con la capa invisible en el trozo de tierra recién cavada delante de la cabaña de Hagrid.
Entonces se hizo un silencio total salvo por los continuados sollozos de Winky.
Luego dijo Dumbledore:
—Y esta noche...
—Me ofrecí a llevar la Copa del torneo al laberinto antes de la cena —musitó Barty Crouch—. La transformé en un traslador. El plan de mi señor ha funcionado: ha recobrado sus antiguos poderes y me cubrirá de más honores de los que pueda soñar un mago.
La sonrisa demente volvió a transformar sus rasgos, y la cabeza cayó inerte sobre un hombro mientras Winky sollozaba y se lamentaba a su lado.
36
Caminos separados
Dumbledore se levantó y miró un momento a Barty Crouch con desagrado. Luego alzó otra vez la varita e hizo salir de ella unas cuerdas que lo dejaron firmemente atado. Se dirigió entonces a la profesora McGonagall.
—Minerva, ¿te podrías quedar vigilándolo mientras subo con Harry?
—Desde luego —respondió ella. Daba la impresión de que sentía náuseas, como si acabara de ver vomitar a alguien. Sin embargo, cuando sacó la varita y apuntó con ella a Barty Crouch, su mano estaba completamente firme.
—Severus, por favor, dile a la señora Pomfrey que venga —indicó Dumbledore—. Hay que llevar a Alastor Moody a la enfermería. Luego baja a los terrenos, busca a Cornelius Fudge y tráelo acá. Supongo que querrá oír personalmente a Crouch. Si quiere algo de mí, dile que estaré en la enfermería dentro de media hora.
Snape asintió en silencio y salió del despacho.
—Harry... —llamó Dumbledore con suavidad.
Harry se levantó y volvió a tambalearse. El dolor de la pierna, que no había notado mientras escuchaba a Crouch, acababa de regresar con toda su intensidad. También se dio cuenta de que temblaba. Dumbledore lo cogió del brazo y lo ayudó a salir al oscuro corredor.
—Antes que nada, quiero que vengas a mi despacho, Harry —le dijo en voz baja, mientras se encaminaban hacia el pasadizo—. Sirius nos está esperando allí.
Harry asintió con la cabeza. Lo invadían una especie de aturdimiento y una sensación de total irrealidad, pero no hizo caso: estaba contento de encontrarse así. No quería pensar en nada de lo que había sucedido después de tocar la Copa de los tres magos. No quería repasar los recuerdos, demasiado frescos y tan claros como si fueran fotografías, que cruzaban por su mente: Ojoloco Moody dentro del baúl, Colagusano desplomado en el suelo y agarrándose el muñón del brazo, Voldemort surgiendo del caldero entre vapores, Cedric... muerto, Cedric pidiéndole que lo llevara con sus padres...
—Profesor —murmuró—, ¿dónde están los señores Diggory?
—Están con la profesora Sprout —dijo Dumbledore. Su voz, tan impasible durante todo el interrogatorio de Barty Crouch, tembló levemente por vez primera—. Es la jefa de la casa de Cedric, y es quien mejor lo conocía.
Llegaron ante la gárgola de piedra. Dumbledore pronunció la contraseña, se hizo a un lado, y él y Harry subieron por la escalera de caracol móvil hasta la puerta de roble. Dumbledore la abrió.
Sirius se encontraba allí, de pie. Tenía la cara tan pálida y demacrada como cuando había escapado de Azkaban. Cruzó en dos zancadas el despacho.
—¿Estás bien, Harry? Lo sabía, sabía que pasaría algo así. ¿Qué ha ocurrido?
Las manos le temblaban al ayudar a Harry a sentarse en una silla, delante del escritorio.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, más apremiante.
Dumbledore comenzó a contarle a Sirius todo lo que había dicho Barty Crouch. Harry sólo escuchaba a medias. Estaba tan agotado que le dolía hasta el último hueso, y lo único que quería era quedarse allí sentado, que no lo molestaran durante horas y horas, hasta que se durmiera y no tuviera que pensar ni sentir nada más.
Oyó un suave batir de alas. Fawkes, el fénix, había abandonado la percha y se había ido a posar sobre su rodilla.
—Hola, Fawkes —lo saludó Harry en voz baja. Acarició sus hermosas plumas de color oro y escarlata. Fawkes abrió y cerró los ojos plácidamente, mirándolo. Había algo reconfortante en su cálido peso.
Dumbledore dejó de hablar. Sentado al escritorio, miraba fijamente a Harry, pero éste evitaba sus ojos. Se disponía a interrogarlo. Le haría revivirlo todo.
—Necesito saber qué sucedió después de que tocaste el traslador en el laberinto, Harry —le dijo.
—Podemos dejarlo para mañana por la mañana, ¿no, Dumbledore? —se apresuró a observar Sirius. Le había puesto a Harry una mano en el hombro—. Dejémoslo dormir. Que descanse.
Lo embargó un sentimiento de gratitud hacia Sirius, pero Dumbledore desoyó su sugerencia y se inclinó hacia él. Muy a desgana, Harry levantó la cabeza y encontró aquellos ojos azules.
—Harry, si pensara que te haría algún bien induciéndote al sueño por medio de un encantamiento y permitiendo que pospusieras el momento de pensar en lo sucedido esta noche, lo haría —dijo Dumbledore con amabilidad—. Pero me temo que no es así. Adormecer el dolor por un rato te haría sentirlo luego con mayor intensidad. Has mostrado más valor del que hubiera creído posible: te ruego que lo muestres una vez más contándonos todo lo que sucedió.
El fénix soltó una nota suave y trémula. Tembló en el aire, y Harry sintió como si una gota de líquido caliente se le deslizara por la garganta hasta el estómago, calentándolo y tonificándolo.
Respiró hondo y comenzó a hablar. Conforme lo hacía, parecían alzarse ante sus ojos las imágenes de todo cuanto había pasado aquella noche: vio la chispeante superficie de la poción que había revivido a Voldemort, vio a los mortífagos apareciéndose entre las tumbas, vio el cuerpo de Cedric tendido en el suelo a corta distancia de la Copa.
En una o dos ocasiones, Sirius hizo ademán de decir algo, sin dejar de aferrar con la mano el hombro de Harry, pero Dumbledore lo detuvo con un gesto, y Harry se alegró, porque, habiendo comenzado, era más fácil seguir. Hasta se sentía aliviado: era casi como si se estuviera sacando un veneno de dentro. Seguir hablando le costaba toda la entereza que era capaz de reunir, pero le parecía que, en cuanto hubiera acabado, se sentiría mejor.
Sin embargo, cuando Harry contó que Colagusano le había hecho un corte en el brazo con la daga, Sirius dejó escapar una exclamación vehemente, y Dumbledore se levantó tan de golpe que Harry se asustó. Rodeó el escritorio y le pidió que extendiera el brazo. Harry les mostró a ambos el lugar en que le había rasgado la túnica, y el corte que tenía debajo.
—Dijo que mi sangre lo haría más fuerte que la de cualquier otro —explicó Harry—. Dijo que la protección que me otorgó mi madre... iría también a él. Y tenía razón: pudo tocarme sin hacerse daño, me tocó en la cara.
Por un breve instante, Harry creyó ver una expresión de triunfo en los ojos de Dumbledore. Pero un segundo después estuvo seguro de habérselo imaginado, porque, cuando Dumbledore volvió a su silla tras el escritorio, parecía más viejo y más débil de lo que Harry lo había visto nunca.
—Muy bien —dijo, volviéndose a sentar—. Voldemort ha superado esa barrera. Prosigue, Harry, por favor.
Harry continuó: explicó cómo había salido Voldemort del caldero, y les repitió todo cuanto recordaba de su discurso a los mortífagos. Luego relató cómo Voldemort lo había desatado, le había devuelto su varita y se había preparado para batirse.
Cuando llegó a la parte en que el rayo dorado de luz había conectado su varita con la de Voldemort, se notó la garganta obstruida. Intentó seguir hablando, pero el recuerdo de lo que había surgido de la varita de Voldemort le anegaba la mente. Podía ver a Cedric saliendo de ella, ver al viejo, a Bertha Jorkins... a su madre... a su padre...
Se alegró de que Sirius rompiera el silencio.
—¿Se conectaron las varitas? —dijo, mirando primero a Harry y luego a Dumbledore—. ¿Por qué?
Harry volvió a levantar la vista hacia Dumbledore, que parecía impresionado.
—Priori incantatem —musitó.
Sus ojos miraron los de Harry, y fue casi como si hubieran quedado conectados por un repentino rayo de comprensión.
—¿El efecto de encantamiento invertido? —preguntó Sirius.
—Exactamente —contestó Dumbledore—. La varita de Harry y la de Voldemort tienen el mismo núcleo. Cada una de ellas contiene una pluma de la cola del mismo fénix. De ese fénix, de hecho —añadió señalando al pájaro de color oro y escarlata que estaba tranquilamente posado sobre una rodilla de Harry.
—¿La pluma de mi varita proviene de Fawkes? —exclamó Harry sorprendido.
—Sí —respondió Dumbledore—. En cuanto saliste de su tienda hace cuatro años, el señor Ollivander me escribió para decir que tú habías comprado la segunda varita.
—Entonces, ¿qué sucede cuando una varita se encuentra con su hermana? —quiso saber Sirius.
—Que no funcionan correctamente la una contra la otra —explicó Dumbledore—. Sin embargo, si los dueños de las varitas las obligan a combatir... tendrá lugar un efecto muy extraño: una de las varitas obligará a la otra a vomitar los encantamientos que ha llevado a cabo... en sentido inverso, primero el más reciente, luego los que lo precedieron...
Miró interrogativamente a Harry, y éste asintió con la cabeza.
—Lo cual significa —añadió Dumbledore pensativamente, fijando los ojos en la cara de Harry— que tuvo que reaparecer Cedric de alguna manera.
Harry volvió a asentir.
—¿Volvió a la vida? —preguntó Sirius.
—Ningún encantamiento puede resucitar a un muerto —dijo Dumbledore apesadumbrado—. Todo lo que pudo haber fue alguna especie de eco. Saldría de la varita una sombra del Cedric vivo. ¿Me equivoco, Harry?
—Me habló —dijo Harry, y de repente volvió a temblar—. Me habló el... el fantasma de Cedric, o lo que fuera.
—Un eco que conservaba la apariencia y el carácter de Cedric —explicó Dumbledore—. Adivino que luego aparecieron otras formas: víctimas menos recientes de la varita de Voldemort...
—Un viejo —dijo Harry, todavía con un nudo en la garganta—. Y Bertha Jorkins. Y...
—¿Tus padres? —preguntó Dumbledore en voz baja.
—Sí —contestó Harry.
Sirius apretó tanto a Harry en el hombro que casi le hacía daño.
—Los últimos asesinatos que la varita llevó a cabo —dijo Dumbledore, asintiendo con la cabeza—, en orden inverso. Naturalmente, habrían seguido apareciendo otros si hubieras mantenido la conexión. Muy bien, Harry: esos ecos... esas sombras... ¿qué hicieron?
Harry describió cómo las figuras que habían salido de la varita habían deambulado por el borde de la red dorada, cómo le dio la impresión de que Voldemort les tenía miedo, cómo la sombra de su padre le había indicado qué hacer y la de Cedric, su último deseo.
En aquel punto, Harry se dio cuenta de que no podía continuar. Miró a Sirius, y vio que se cubría la cara con las manos.
Harry advirtió de pronto que Fawkes había dejado su rodilla y había revoloteado hasta el suelo. Apoyó su hermosa cabeza en la pierna herida de Harry, y derramó sobre la herida que le había hecho la araña unas espesas lágrimas de color perla. El dolor desapareció. La piel recubrió lisamente la herida. Estaba curado.
—Te lo repito —dijo Dumbledore, mientras el fénix se elevaba en el aire y se volvía a posar en la percha que había al lado de la puerta—: esta noche has mostrado una valen-tía superior a lo que podríamos haber esperado de ti, Harry. La misma valentía de los que murieron luchando contra Voldemort cuando se encontraba en la cima de su poder. Has llevado sobre tus hombros la carga de un mago adulto, has podido con ella y nos has dado todo lo que podíamos esperar. Ahora te llevaré a la enfermería. No quiero que vayas esta noche al dormitorio. Te vendrán bien una poción para dormir y un poco de paz... Sirius, ¿te gustaría quedarte con él?
Sirius asintió con la cabeza y se levantó. Volvió a transformarse en el perro grande y negro, salió del despacho y bajó con ellos un tramo de escaleras hasta la enfermería.
Cuando Dumbledore abrió la puerta, Harry vio a la señora Weasley, a Bill, Ron y Hermione rodeando a la señora Pomfrey, que parecía agobiada. Le estaban preguntando dónde se hallaba él y qué le había ocurrido.
Todos se abalanzaron sobre ellos cuando entraron, y la señora Weasley soltó una especie de grito amortiguado:
—¡Harry!, ¡ay, Harry!
Fue hacia él, pero Dumbledore se interpuso.
—Molly —le dijo levantando la mano—, por favor, escúchame un momento. Harry ha vivido esta noche una horrible experiencia. Y acaba de revivirla para mí. Lo que ahora necesita es paz y tranquilidad, y dormir. Si quiere que estéis con él —añadió, mirando también a Ron, Hermione y Bill—, podéis quedaros, pero no quiero que le preguntéis nada hasta que esté preparado para responder, y desde luego no esta noche.
La señora Weasley mostró su conformidad con un gesto de la cabeza. Estaba muy pálida. Se volvió hacia Ron, Hermione y Bill con expresión severa, como si ellos estuvieran metiendo bulla, y les dijo muy bajo:
—¿Habéis oído? ¡Necesita tranquilidad!
—Dumbledore —dijo la señora Pomfrey, mirando fijamente el perro grande y negro en el que se había convertido Sirius—, ¿puedo preguntar qué...?
—Este perro se quedará un rato haciéndole compañía a Harry —dijo sencillamente Dumbledore—. Te aseguro que está extraordinariamente bien educado. Esperaremos a que te acuestes, Harry.
Harry sintió hacia Dumbledore una indecible gratitud por pedirles a los otros que no le hicieran preguntas. No era que no quisiera estar con ellos, pero la idea de explicarlo todo de nuevo, de revivirlo una vez más, era superiora sus fuerzas.
—Volveré en cuanto haya visto a Fudge, Harry —dijo Dumbledore—. Me gustaría que mañana te quedaras aquí hasta que me haya dirigido al colegio.
Salió. Mientras la señora Pomfrey lo llevaba a una cama próxima, Harry vislumbró al auténtico Moody acostado en una cama al final de la sala. Tenía el ojo mágico y la pata de palo sobre la mesita de noche.
—¿Qué tal está? —preguntó Harry.
—Se pondrá bien —aseguró la señora Pomfrey, dándole un pijama a Harry y rodeándolo de biombos.
El se quitó la ropa, se puso el pijama, y se acostó. Ron, Hermione, Bill y la señora Weasley se sentaron a ambos lados de la cama, y el perro negro se colocó junto a la cabecera. Ron y Hermione lo miraban casi con cautela, como si los asustara.
—Estoy bien —les dijo—. Sólo que muy cansado.
A la señora Weasley se le empañaron los ojos de lágrimas mientras le alisaba la colcha de la cama, sin que hiciera ninguna falta.
La señora Pomfrey, que se había marchado aprisa al despacho, volvió con una copa y una botellita de poción de color púrpura.
—Tendrás que bebértela toda, Harry —le indicó—. Es una poción para dormir sin soñar.
Harry tomó la copa y bebió unos sorbos. Enseguida le entró sueño: todo a su alrededor se volvió brumoso, las lámparas que había en la enfermería le hacían guiños amistosos a través de los biombos que rodeaban su cama, y sintió como si su cuerpo se hundiera más en la calidez del colchón de plumas. Antes de que pudiera terminar la poción, antes de que pudiera añadir otra palabra, la fatiga lo había vencido.
Harry despertó en medio de tal calidez y somnolencia que no abrió los ojos, esperando volver a dormirse. La sala seguía a oscuras: estaba seguro de que aún era de noche y de que no había dormido mucho rato.
Luego oyó cuchicheos a su alrededor.
—¡Van a despertarlo si no se callan!
—¿Por qué gritan así? No habrá ocurrido nada más, ¿no?
Harry abrió perezosamente los ojos. Alguien le había quitado las gafas. Pudo distinguir junto a él las siluetas borrosas de la señora Weasley y de Bill. La señora Weasley estaba de pie.
—Es la voz de Fudge —susurraba ella—. Y ésa es la de Minerva McGonagall, ¿verdad? Pero ¿por qué discuten?
Harry también los oía: gente que gritaba y corría hacia la enfermería.
—Ya sé que es lamentable, pero da igual, Minerva —decía Cornelius Fudge en voz alta.
—¡No debería haberlo metido en el castillo! —gritó la profesora McGonagall—. Cuando se entere Dumbledore...
Harry oyó abrirse de golpe las puertas de la enfermería. Sin que nadie se diera cuenta, porque todos miraban hacia la puerta mientras Bill retiraba el biombo, Harry se sentó y se puso las gafas.
Fudge entró en la sala con paso decidido. Detrás de él iban Snape y la profesora McGonagall.
—¿Dónde está Dumbledore? —le preguntó Fudge a la señora Weasley.
—Aquí no —respondió ella, enfadada—. Esto es una enfermería, señor ministro. ¿No cree que sería mejor...?
Pero la puerta se abrió y entró Dumbledore en la sala.
—¿Qué ha ocurrido? —inquirió bruscamente, pasando la vista de Fudge a la profesora McGonagall—. ¿Por qué estáis molestando a los enfermos? Minerva, me sorprende que tú... Te pedí que vigilaras a Barty Crouch...
—¡Ya no necesita que lo vigile nadie, Dumbledore! —gritó ella—. ¡Gracias al ministro!
Harry no había visto nunca a la profesora McGonagall tan fuera de sí: tenía las mejillas coloradas, los puños apretados y temblaba de furia.
—Cuando le dijimos al señor Fudge que habíamos atrapado al mortífago responsable de lo ocurrido esta noche —dijo Snape en voz baja—, consideró que su seguridad personal estaba en peligro. Insistió en llamar a un dementor para que lo acompañara al castillo. Y subió con él al despacho en que Barty Crouch...
—¡Le advertí que usted no lo aprobaría, Dumbledore! —exclamó la profesora McGonagall—. Le dije que usted nunca permitiría la entrada de un dementor en el castillo, pero...
—¡Mi querida señora! —bramó Fudge, que de igual manera parecía más enfadado de lo que Harry lo había visto nunca—. Como ministro de Magia, me compete a mí decidir si necesito escolta cuando entrevisto a alguien que puede resultar peligroso...
Pero la voz de la profesora McGonagall ahogó la de Fudge:
—En cuanto ese... ese ser entró en el despacho —gritó ella, temblorosa y señalando a Fudge— se echó sobre Crouch y... y...
Harry sintió un escalofrío, en tanto la profesora McGonagall buscaba palabras para explicar lo sucedido. No necesitaba que ella terminara la frase, pues sabía qué era lo que debía de haber hecho el dementor: le habría administrado a Barty Crouch su beso fatal. Le habría aspirado el alma por la boca. Estaría peor que muerto.
—¡Pero, por todos los santos, no es una pérdida tan grave! —soltó Fudge—. ¡Según parece, es responsable de unas cuantas muertes!
—Pero ya no podrá declarar, Cornelius —repuso Dumbledore. Miró a Fudge con severidad, como si lo viera tal cual era por primera vez—. Ya no puede declarar por qué mató a esas personas.
—¿Que por qué las mató? Bueno, eso no es ningún misterio —replicó Fudge—. ¡Porque estaba loco de remate! Por lo que me han dicho Minerva y Severus, ¡creía que actuaba según las instrucciones de Voldemort!
—Es que actuaba según las instrucciones de Voldemort, Cornelius —dijo Dumbledore—. Las muertes de esas personas fueron meras consecuencias de un plan para restaurar a Voldemort a la plenitud de sus fuerzas. Ese plan ha tenido éxito, y Voldemort ha recuperado su cuerpo.
Fue como si a Fudge le pegaran en la cara con una maza. Aturdido y parpadeando, devolvió la mirada a Dumbledore como si no pudiera dar crédito a sus oídos. Entonces, sin dejar de mirar a Dumbledore con los ojos desorbitados, comenzó a farfullar:
—¿Que ha retornado Quien-tú-sabes? Absurdo. ¡Dumbledore, por favor...!
—Como sin duda te han explicado Minerva y Severus —dijo Dumbledore—, hemos oído la confesión de Barty Crouch. Bajo los efectos del suero de la verdad, nos ha relatado cómo escapó de Azkaban, y cómo Voldemort, enterado por Bertha Jorkins de que seguía vivo, fue a liberarlo de su padre y lo utilizó para capturar a Harry. El plan funcionó, ya te lo he dicho: Crouch ha ayudado a Voldemort a regresar.
—¡Pero vamos, Dumbledore! —exclamó Fudge, y Harry se sorprendió de ver surgir en su rostro una ligera sonrisa—, ¡no es posible que tú creas eso! ¿Que ha retornado Quien-tú-sabes? Vamos, vamos, por favor... Una cosa es que Crouch creyera que actuaba bajo las órdenes de Quien-tú-sabes... y otra tomarse en serio lo que ha dicho ese lunático...
—Cuando Harry tocó esta noche la Copa de los tres magos, fue transportado directamente ante lord Voldemort —afirmó Dumbledore—. Presenció su renacimiento. Te lo explicaré todo si vienes a mi despacho. —Miró a Harry y vio que estaba despierto, pero añadió: Me temo que no puedo consentir que interrogues a Harry esta noche.
La sorprendente sonrisa de Fudge no había desaparecido. También él miró a Harry; luego volvió la vista a Dumbledore, y dijo:
—¿Eh... estás dispuesto a aceptar su testimonio, Dumbledore?
Hubo un instante de silencio, roto por el grañido de Sirius. Se le habían erizado los pelos del lomo, y enseñaba los dientes a Fudge.
—Desde luego que lo acepto —respondió Dumbledore, con un fulgor en los ojos—. He oído la confesión de Crouch y he oído el relato de Harry de lo que ocurrió después de que tocara la Copa: las dos historias encajan y explican todo lo sucedido desde que el verano pasado desapareció Bertha Jorkins.
Fudge conservaba en la cara la extraña sonrisa. Volvió a mirar a Harry antes de responder:
—¿Vas a creer que ha retornado lord Voldemort porque te lo dicen un loco asesino y un niño que...? Bueno...
Le dirigió a Harry otra mirada, y éste comprendió de pronto.
—Señor Fudge, ¡usted ha leído a Rita Skeeter! —dijo en voz baja.
Ron, Hermione, Bill y la señora Weasley se sobresaltaron: ninguno se había dado cuenta de que Harry estaba despierto. Fudge enrojeció un poco, pero su rostro adquirió una expresión obstinada y desafiante.
—¿Y qué si lo he hecho? —soltó, dirigiéndose a Dumbledore—. ¿Qué pasa si he descubierto que has estado ocultando ciertos hechos relativos a este niño? Conque habla pársel, ¿eh? ¿Y conque monta curiosos numeritos por todas partes?
—Supongo que te refieres a los dolores de la cicatriz —dijo Dumbledore con frialdad.
—¿O sea que admites que ha tenido dolores? —replicó Fudge—. ¿Dolores de cabeza, pesadillas? ¿Tal vez... alucinaciones?
—Escúchame, Cornelius —dijo Dumbledore dando un paso hacia Fudge, y volvió a irradiar aquella indefinible fuerza que Harry había percibido en él después de que había aturdido al joven Crouch—. Harry está tan cuerdo como tú y yo. La cicatriz que tiene en la frente no le ha reblandecido el cerebro. Creo que le duele cuando lord Voldemort está cerca o cuando se siente especialmente furioso.
Fudge retrocedió medio paso para separarse un poco de Dumbledore, pero no cedió en absoluto.
—Me tendrás que perdonar, Dumbledore, pero nunca había oído que una cicatriz actúe de alarma...
—¡Mire, he presenciado el retorno de Voldemort! —gritó Harry. Intentó volver a salir de la cama, pero la señora Weasley se lo impidió—. ¡He visto a los mortífagos! ¡Puedo darle los nombres! Lucius Malfoy...
Snape hizo un movimiento repentino; pero, cuando Harry lo miró, sus ojos estaban puestos otra vez en Fudge.
—¡Malfoy fue absuelto! —dijo Fudge, visiblemente ofendido—. Es de una familia de raigambre... y entrega donaciones para excelentes causas...
—¡Macnair! —prosiguió Harry.
—¡También fue absuelto! ¡Y trabaja para el Ministerio!
—Avery... Nott... Crabbe... Goyle...
—¡No haces más que repetir los nombres de los que fueron absueltos hace trece años del cargo de pertenencia a los mortífagos! —dijo Fudge enfadado—. ¡Debes de haber visto esos nombres en antiguas crónicas de los juicios! Por las barbas de Merlín, Dumbledore... Este niño ya se vio envuelto en una historia ridícula al final del curso anterior... Los cuentos que se inventa son cada vez más exagerados, y tú te los sigues tragando. Este niño habla con las serpientes, Dumbledore, ¿y todavía confías en él?
—¡No sea necio! —gritó la profesora McGonagall—. Cedric Diggory, el señor Crouch: ¡esas muertes no son el trabajo casual de un loco!
—¡No veo ninguna prueba de lo contrario! —vociferó Fudge, igual de airado que ella y con la cara colorada—. ¡Me parece que estáis decididos a sembrar un pánico que desestabilice todo lo que hemos estado construyendo durante trece años!
Harry no podía dar crédito a sus oídos. Siempre había visto a Fudge como alguien bondadoso: un poco jactancioso, un poco pomposo, pero básicamente bueno. Sin embargo, lo que en aquel momento tenía ante él era un mago pequeño y furioso que se negaba rotundamente a aceptar cualquier cosa que supusiera una alteración de su mundo cómodo y ordenado, que se negaba a creer en el retorno de Voldemort.
—Voldemort ha regresado —repitió Dumbledore—. Si afrontas ese hecho, Fudge, y tomas las medidas necesarias, quizá aún podamos encontrar una salvación. Lo primero y más esencial es retirarles a los dementores el control de Azkaban.
—¡Absurdo! —volvió a gritar Fudge—. ¡Retirar a los dementores! ¡Me echarían a puntapiés sólo por proponerlo! ¡La mitad de nosotros sólo dormimos tranquilos porque sabemos que ellos están custodiando Azkaban!
—¡A la otra mitad nos cuesta más conciliar el sueño, Cornelius, sabiendo que has puesto a los partidarios más peligrosos de lord Voldemort bajo la custodia de unas criaturas que se unirán a él en cuanto se lo pida! —repuso Dumbledore—. ¡No te serán leales, Fudge, porque Voldemort puede ofrecerles muchas más satisfacciones que tú a sus apetitos! ¡Con el apoyo de los dementores y el retorno de sus antiguos partidarios, te resultará muy difícil evitar que recupere la fuerza que tuvo hace trece años!
Fudge abría y cerraba la boca como si no encontrara palabras apropiadas para expresar su ira.
—El segundo paso que debes dar, y sin pérdida de tiempo —siguió Dumbledore—, es enviar mensajeros a los gigantes.
—¿Mensajeros a los gigantes? —gritó Fudge, recuperando la capacidad de hablar—. ¿Qué locura es ésa?
—Debes tenderles una mano ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde —repuso Dumbledore—, o de lo contrario Voldemort los persuadirá, como hizo antes, de que es el único mago que está dispuesto a concederles derechos y libertad.
—No... no puedes estar hablando en serio —dijo Fudge entrecortadamente, negando con la cabeza y alejándose un poco más de Dumbledore—. Si la comunidad mágica sospechara que yo pretendo un acercamiento a los gigantes... La gente los odia, Dumbledore... Sería el fin de mi carrera...
—¡Estás cegado por el miedo a perder la cartera que ostentas, Cornelius! —dijo Dumbledore, volviendo a levantar la voz y con los ojos de nuevo resplandecientes, evidenciando otra vez su aura poderosa—. ¡Le das demasiada importancia, y siempre lo has hecho, a lo que llaman «limpieza de sangre»! ¡No te das cuenta de que no importa lo que uno es por nacimiento, sino lo que uno es por sí mismo! Tu dementor acaba de aniquilar al último miembro de una familia de sangre limpia, de tanta raigambre como la que más... ¡y ya ves lo que ese hombre escogió hacer con su vida! Te lo digo ahora: da los pasos que te aconsejo, y te recordarán, con cartera o sin ella, como uno de los ministros de Magia más grandes y valerosos que hayamos tenido; pero, si no lo haces, ¡la Historia te recordará como el hombre que se hizo a un lado para concederle a Voldemort una segunda oportunidad de destruir el mundo que hemos intentado construir!
—¡Loco! —susurró Fudge, volviendo a retroceder—. ¡Loco...!
Se hizo el silencio. La señora Pomfrey estaba inmóvil al pie de la cama de Harry, tapándose la boca con las manos. La señora Weasley seguía de pie al lado de Harry, poniéndole la mano en el hombro para impedir que se levantara. Bill, Ron y Hermione miraban a Fudge fijamente.
—Si sigues decidido a cerrar los ojos, Cornelius —dijo Dumbledore—, nuestros caminos se separarán ahora. Actúa como creas conveniente. Y yo... yo también actuaré como crea conveniente.
La voz de Dumbledore no sonó a amenaza, sino como una mera declaración de principios, pero Fudge se estremeció como si Dumbledore hubiera avanzado hacia él apuntándole con una varita.
—Veamos pues, Dumbledore —dijo blandiendo un dedo amenazador—. Siempre te he dado rienda suelta. Te he mostrado mucho respeto. Podía no estar de acuerdo con algunas de tus decisiones, pero me he callado. No hay muchos que en mi lugar te hubieran permitido contratar hombres lobo, o tener a Hagrid aquí, o decidir qué enseñar a tus estudiantes sin consultar al Ministerio. Pero si vas a actuar contra mí...
—El único contra el que pienso actuar —puntualizó Dumbledore— es lord Voldemort. Si tú estás contra él, entonces seguiremos del mismo lado, Cornelius.
Fudge no encontró respuesta a aquello. Durante un instante se balanceó hacia atrás y hacia delante sobre sus pequeños pies, e hizo girar en las manos el sombrero hongo. Al final, dijo con cierto tono de súplica:
—No puede volver, Dumbledore, no puede...
Snape se adelantó, levantándose la manga izquierda de la túnica. Descubrió el antebrazo y se lo enseñó a Fudge, que retrocedió.
—Mire —dijo Snape con brusquedad—. Mire: la Marca Tenebrosa. No está tan clara como lo estuvo hace una hora aproximadamente, cuando era de color negro y me abrasaba, pero aún puede verla. El Señor Tenebroso marcó con ella a todos sus mortífagos. Era una manera de reconocernos entre nosotros, y también el medio que utilizaba para convocarnos. Cuando él tocaba la marca de cualquier mortífago teníamos que desaparecernos donde estuviéramos y aparecernos a su lado al instante. Esta marca ha ido haciéndose más clara durante todo este curso, y la de Karkarov también. ¿Por qué cree que Karkarov ha huido esta noche? Porque los dos hemos sentido la quemazón de la Marca. Entonces, los dos supimos que él había retornado. Karkarov teme la venganza del Señor Tenebroso porque traicionó a demasiados de sus compañeros mortífagos para esperar una bienvenida si volviera al redil.
Fudge también se alejó un paso de Snape, negando con la cabeza. Daba la impresión de que no había entendido ni una palabra de lo que éste le había dicho. Miró fijamente, con repugnancia, la fea marca que Snape tenía en el brazo. A continuación, levantó la vista hacia Dumbledore y susurró:
—No sé a qué estáis jugando tú y tus profesores, Dumbledore, pero creo que ya he oído bastante. No tengo más que añadir. Me pondré en contacto contigo mañana, Dum-bledore, para tratar sobre la dirección del colegio. Ahora tengo que volver al Ministerio.
Casi había llegado a la puerta cuando se detuvo. Se volvió, regresó a zancadas hasta la cama de Harry.
—Tu premio —dijo escuetamente, sacándose del bolsillo una bolsa grande de oro y dejándola caer sobre la mesita de la cama de Harry—. Mil galeones. Tendría que haber habido una ceremonia de entrega, pero en estas circunstancias...
Se encasquetó el sombrero hongo y salió de la sala, cerrando de un portazo. En cuanto desapareció, Dumbledore se volvió hacia el grupo que rodeaba la cama de Harry.
—Hay mucho que hacer —dijo—. Molly... ¿me equivoco al pensar que puedo contar contigo y con Arthur?
—Por supuesto que no se equivoca —respondió la señora Weasley. Hasta los labios se le habían quedado pálidos, pero parecía decidida—. Arthur conoce a Fudge. Es su interés por los muggles lo que lo ha mantenido relegado en el Ministerio durante todos estos años. Fudge opina que carece del adecuado orgullo de mago.
—Entonces tengo que enviarle un mensaje —dijo Dumbledore—. Tenemos que hacer partícipes de lo ocurrido a todos aquellos a los que se pueda convencer de la verdad, y Arthur está bien situado en el Ministerio para hablar con los que no sean tan miopes como Cornelius.
—Iré yo a verlo —se ofreció Bill, levantándose—. Iré ahora.
—Muy bien —asintió Dumbledore—. Cuéntale lo ocurrido. Dile que no tardaré en ponerme en contacto con él. Pero tendrá que ser discreto. Fudge no debe sospechar que interfiero en el Ministerio...
—Déjelo de mi cuenta —dijo Bill.
Le dio una palmada a Harry en el hombro, un beso a su madre en la mejilla, se puso la capa y salió de la sala con paso decidido.
—Minerva —dijo Dumbledore, volviéndose hacia la profesora McGonagall—, quiero ver a Hagrid en mi despacho tan pronto como sea posible. Y también... si consiente en venir, a Madame Maxime.
La profesora McGonagall asintió con la cabeza y salió sin decir una palabra.
—Poppy —le dijo Dumbledore a la señora Pomfrey—, ¿serías tan amable de bajar al despacho del profesor Moody, donde me imagino que encontrarás a una elfina doméstica llamada Winky sumida en la desesperación? Haz lo que puedas por ella, y luego llévala a las cocinas. Creo que Dobby la cuidará.
—Muy... muy bien —contestó la señora Pomfrey, asustada, y también salió.
Dumbledore se aseguró de que la puerta estaba cerrada, y de que los pasos de la señora Pomfrey habían dejado de oírse, antes de volver a hablar.
—Y, ahora —dijo—, es momento de que dos de nosotros se acepten. Sirius... te ruego que recuperes tu forma habitual.
El gran perro negro levantó la mirada hacia Dumbledore, y luego, en un instante, se convirtió en hombre.
La señora Weasley soltó un grito y se separó de la cama.
—¡Sirius Black! —gritó.
—¡Calla, mamá! —chilló Ron—. ¡Es inocente!
Snape no había gritado ni retrocedido, pero su expresión era una mezcla de furia y horror.
—¡Él! —gruñó, mirando a Sirius, cuyo rostro mostraba el mismo desagrado—. ¿Qué hace aquí?
—Está aquí porque yo lo he llamado —explicó Dumbledore, pasando la vista de uno a otro—. Igual que tú, Severus. Yo confió tanto en uno como en otro. Ya es hora de que olvidéis vuestras antiguas diferencias, y confiéis también el uno en el otro.
Harry pensó que Dumbledore pedía un milagro. Sirius y Snape se miraban con intenso odio.
—Me conformaré, a corto plazo, con un alto en las hostilidades —dijo Dumbledore con un deje de impaciencia—. Daos la mano: ahora estáis del mismo lado. El tiempo apremia, y, a menos que los pocos que sabemos la verdad estemos unidos, no nos quedará esperanza.
Muy despacio, pero sin dejar de mirarse como si se desearan lo peor, Sirius y Snape se acercaron y se dieron la mano. Se soltaron enseguida.
—Con eso bastará por ahora —dijo Dumbledore, colocándose una vez más entre ellos—. Ahora, tengo trabajo que daros a los dos. La actitud de Fudge, aunque no nos pille de sorpresa, lo cambia todo. Sirius, necesito que salgas ahora mismo: tienes que alertar a Remus Lupin, Arabella Figg y Mundungus Fletcher: el antiguo grupo. Escóndete por un tiempo en casa de Lupin. Yo iré a buscarte.
—Pero... —protestó Harry.
Quería que Sirius se quedara. No quería decirle otra vez adiós tan pronto.
—No tardaremos en vernos, Harry —aseguró Sirius, volviéndose hacia él—. Te lo prometo. Pero debo hacer lo que pueda, ¿comprendes?
—Claro. Claro que comprendo.
Sirius le apretó brevemente la mano, asintió con la cabeza mirando a Dumbledore, volvió a transformarse en perro, y salió corriendo de la sala, abriendo con la pata la manilla de la puerta.
—Severus —continuó Dumbledore dirigiéndose a Snape—, ya sabes lo que quiero de ti. Si estás dispuesto...
—Lo estoy —contestó Snape.
Parecía más pálido de lo habitual, y sus fríos ojos negros resplandecieron de forma extraña.
—Buena suerte entonces —le deseó Dumbledore, y, con una mirada de aprehensión, lo observó salir en silencio de la sala, detrás de Sirius.
Pasaron varios minutos antes de que el director volviera a hablar.
—Tengo que bajar —dijo por fin—. Tengo que ver a los Diggory. Tómate la poción que queda, Harry. Os veré a todos más tarde.
Mientras Dumbledore se iba, Harry se dejó caer en las almohadas. Hermione, Ron y la señora Weasley lo miraban. Nadie habló por un tiempo.
—Te tienes que tomar lo que queda de la poción, Harry —dijo al cabo la señora Weasley. Al ir a coger la botellita y la copa, dio con la mano contra la bolsa de oro que estaba en la mesita—. Tienes que dormir bien y mucho. Intenta pensar en otra cosa por un rato... ¡piensa en lo que vas a comprarte con el dinero!
—No lo quiero —replicó Harry con voz inexpresiva—. Cogedlo vosotros. Quien sea. No me lo merezco. Se lo merecía Cedric.
Aquello contra lo que había estado luchando por momentos desde que había salido del laberinto amenazaba con ser más fuerte que él. Sentía una sensación ardorosa y punzante por dentro de los ojos. Parpadeó y miró al techo.
—No fue culpa tuya, Harry —susurró la señora Weasley.
—Yo le dije que cogiéramos juntos la Copa —musitó Harry.
En aquel momento tenía aquella sensación ardorosa también en la garganta. Le hubiera gustado que Ron desviara la mirada.
La señora Weasley posó la poción en la mesita, se inclinó y abrazó a Harry. Él no recordaba que nunca ningún ser humano lo hubiera abrazado de aquella manera, como a un hijo. Todo el peso de cuanto había visto aquella noche pareció caer sobre él mientras la señora Weasley lo aferraba. El rostro de su madre, la voz de su padre, la visión de Cedric muerto en la hierba, todo empezó a darle vueltas en la cabeza hasta que apenas pudo soportarlo y su rostro se tensó para contener el grito de angustia que pugnaba por salir.
Se oyó un ruido como de portazo, y la señora Weasley y Harry se separaron. Hermione estaba en la ventana. Tenía algo en la mano firmemente agarrado.
—Lo siento —se disculpó.
—La poción, Harry —dijo rápidamente la señora Weasley, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano.
Harry se la bebió de un trago. El efecto fue instantáneo. Lo sumergió una ola de sueño grande e irresistible, y se hundió entre las almohadas, dormido sin pensamientos y sin sueños.
37
El comienzo
Incluso un mes después, al rememorar los días que siguieron, Harry se daba cuenta de que se acordaba de muy pocas cosas. Era como si hubiera pasado demasiado para añadir nada más. Las recapitulaciones que hacía resultaban muy dolorosas. Lo peor fue, tal vez, el encuentro con los Diggory que tuvo lugar a la mañana siguiente.
No lo culparon de lo ocurrido. Por el contrario, ambos le agradecieron que les hubiera llevado el cuerpo de su hijo. Durante toda la conversación, el señor Diggory no dejó de sollozar. La pena de la señora Diggory era mayor de la que se puede expresar llorando.
—Sufrió muy poco, entonces —musitó ella, cuando Harry le explicó cómo había muerto—. Y, al fin y al cabo, Amos... murió justo después de ganar el Torneo. Tuvo que sentirse feliz.
Al levantarse, ella miró a Harry y le dijo:
—Ahora cuídate tú.
Harry cogió la bolsa de oro de la mesita.
—Tomen esto —le dijo a la señora Diggory—. Tendría que haber sido para Cedric: llegó el primero. Cójanlo...
Pero ella lo rechazó.
—No, es tuyo. Nosotros no podríamos... Quédate con él.
Harry volvió a la torre de Gryffindor a la noche siguiente. Por lo que le dijeron Ron y Hermione, aquella mañana, durante el desayuno, Dumbledore se había dirigido a todo el colegio. Simplemente les había pedido que dejaran a Harry tranquilo, que nadie le hiciera preguntas ni lo forzara a contar la historia de lo ocurrido en el laberinto. Él notó que la mayor parte de sus compañeros se apartaban al cruzarse con él por los corredores, y que evitaban su mirada. Al pasar, algunos cuchicheaban tapándose la boca con la mano. Le pareció que muchos habían dado crédito al artículo de Rita Skeeter sobre lo trastornado y posiblemente peligroso que era. Tal vez formularan sus propias teorías sobre la manera en que Cedric había muerto. Se dio cuenta de que no le preocupaba demasiado. Disfrutaba hablando de otras cosas con Ron y Hermione, o cuando jugaban al ajedrez en silencio. Sentía que habían alcanzado tal grado de entendimiento que no necesitaban poner determinadas cosas en palabras: que los tres esperaban alguna señal, alguna noticia de lo que ocurría fuera de Hogwarts, y que no valía la pena especular sobre ello mientras no supieran nada con seguridad. La única vez que mencionaron el tema fue cuando Ron le habló a Harry del encuentro entre su madre y Dumbledore, antes de volver a su casa.
—Fue a preguntarle si podías venir directamente con nosotros este verano —dijo—. Pero él quiere que vuelvas con los Dursley, por lo menos al principio.
—¿Por qué? —preguntó Harry.
—Mi madre ha dicho que Dumbledore tiene sus motivos —explicó Ron, moviendo la cabeza—. Supongo que tenemos que confiar en él, ¿no?
La única persona aparte de Ron y Hermione con la que se sentía capaz de hablar era Hagrid. Como ya no había profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, tenían aquella hora libre. En la del jueves por la tarde aprovecharon para ir a visitarlo a su cabaña. Era un día luminoso. Cuando se acercaron, Fang salió de un salto por la puerta abierta, la-drando y meneando la cola sin parar.
—¿Quién es? —dijo Hagrid, dirigiéndose a la puerta—. ¡Harry!
Salió a su encuentro a zancadas, aprisionó a Harry con un solo brazo, lo despeinó con la mano y dijo:
—Me alegro de verte, compañero. Me alegro de verte.
Al entrar en la cabaña, vieron delante de la chimenea, sobre la mesa de madera, dos platos con sendas tazas del tamaño de calderos.
—He estado tomando té con Olympe —explicó Hagrid—. Acaba de irse.
—¿Con quién? —preguntó Ron, intrigado.
—¡Con Madame Maxime, por supuesto! —contestó Hagrid.
—¿Habéis hecho las paces? —quiso saber Ron.
—No entiendo de qué me hablas —contestó Hagrid sin darle importancia, yendo al aparador a buscar más tazas.
Después de preparar té y de ofrecerles un plato de pastas, volvió a sentarse en la silla y examinó a Harry detenidamente con sus ojos de azabache.
—¿Estás bien? —preguntó bruscamente.
—Sí —respondió Harry.
—No, no lo estás. Por supuesto que no lo estás. Pero lo estarás.
Harry no repuso nada.
—Sabía que volvería —dijo Hagrid, y Harry, Ron y Hermione lo miraron, sorprendidos—. Lo sabía desde hacía años, Harry. Sabía que estaba por ahí, aguardando el momento propicio. Tenía que pasar. Bueno, ya ha ocurrido, y tendremos que afrontarlo. Lucharemos. Tal vez lo reduzcamos antes de que se haga demasiado fuerte. Eso es lo que Dumbledore pretende. Un gran hombre, Dumbledore. Mientras lo tengamos, no me preocuparé demasiado.
Hagrid alzó sus pobladas cejas ante la expresión de incredulidad de sus amigos.
—No sirve de nada preocuparse —afirmó—. Lo que venga, vendrá, y le plantaremos cara. Dumbledore me contó lo que hiciste, Harry. —El pecho de Hagrid se infló al mirarlo—. Fue lo que hubiera hecho tu padre, y no puedo dirigirte mayor elogio.
Harry le sonrió. Era la primera vez que sonreía desde hacía días.
—¿Qué fue lo que Dumbledore te pidió que hicieras, Hagrid? Mandó a la profesora McGonagall a pediros a ti y a Madame Maxime que fuerais a verlo... aquella noche.
—Nos ha puesto deberes para el verano —explicó Hagrid—. Pero son secretos. No puedo hablar de ello, ni siquiera con vosotros. Olympe... Madame Maxime para vosotros... tal vez venga conmigo. Creo que sí. Creo que la he convencido.
—¿Tiene que ver con Voldemort?
Hagrid se estremeció al oír aquel nombre.
—Puede —contestó evasivamente—. Y ahora... ¿quién quiere venir conmigo a ver el último escreguto? ¡Era broma, era broma! —se apresuró a añadir, viendo la cara que ponían.
La noche antes del retorno a Privet Drive, Harry preparó su baúl, lleno de pesadumbre. Sentía terror ante el banquete de fin de curso, que era motivo de alegría otros años, cuando se aprovechaba para anunciar el ganador de la Copa de las Casas. Desde que había salido de la enfermería, había procurado no ir al Gran Comedor a las horas en que iba todo el mundo, y prefería comer cuando estaba casi vacío para evitar las miradas de sus compañeros.
Cuando él, Ron y Hermione entraron en el Gran Comedor, vieron enseguida que faltaba la acostumbrada decoración: para el banquete de fin de curso solía lucir los colores de la casa ganadora. Aquella noche, sin embargo, había colgaduras negras en la pared de detrás de la mesa de los profesores. Harry no tardó en comprender que eran una señal de respeto por Cedric.
El auténtico Ojoloco Moody estaba allí sentado, con el ojo mágico y la pata de palo puestos en su sitio. Parecía extremadamente nervioso, y cada vez que alguien le hablaba daba un respingo. Harry no se lo podía echar en cara: era lógico que el miedo de Moody a ser víctima de un ataque se hubiera incrementado tras diez meses de secuestro en su propio baúl. La silla del profesor Karkarov se encontraba vacía. Harry se preguntó, al sentarse con sus compañeros de Gryffindor, dónde estaría en aquel momento, y si Voldemort lo habría atrapado.
Madame Maxime seguía allí. Se había sentado al lado de Hagrid. Hablaban en voz baja. Más allá, junto a la profesora McGonagall, se hallaba Snape. Sus ojos se demoraron un momento en Harry mientras éste lo miraba. Era difícil interpretar su expresión, pero parecía tan antipático y malhumorado como siempre. Harry siguió observándolo mucho después de que él hubo retirado la mirada.
¿Qué sería lo que Snape había tenido que hacer, por orden de Dumbledore, la noche del retorno de Voldemort? Y ¿por qué... por qué estaba tan convencido Dumbledore de que Snape se hallaba realmente de su lado? Había sido su espía, eso había dicho Dumbledore en el pensadero. Y se había pasado a su lado, «asumiendo graves riesgos personales». ¿Era ése el trabajo que había tenido que hacer? ¿Había entrado en contacto con los mortífagos, tal vez? ¿Había fingido que nunca se había pasado realmente al bando de Dumbledore, que había estado esperando su momento, como el propio Voldemort?
Los pensamientos de Harry se vieron interrumpidos por el profesor Dumbledore, que se levantó de su silla en la mesa de profesores. El Gran Comedor, que sin duda había estado mucho menos bullanguero de lo habitual en un banquete de fin de curso, quedó en completo silencio.
—El fin de otro curso —dijo Dumbledore, mirándolos a todos.
Hizo una pausa, y posó los ojos en la mesa de Hufflepuff. Aquélla había sido la mesa más silenciosa ya antes de que él se pusiera en pie, y seguían teniendo las caras más pálidas y tristes del Gran Comedor.
—Son muchas las cosas que quisiera deciros esta noche —dijo Dumbledore—, pero quiero antes que nada lamentar la pérdida de una gran persona que debería estar ahí sentada —señaló con un gesto hacia los de Hufflepuff—, disfrutando con nosotros este banquete. Ahora quiero pediros, por favor, a todos, que os levantéis y alcéis vuestras copas para brindar por Cedric Diggory.
Así lo hicieron. Hubo un estruendo de bancos arrastrados por el suelo cuando se pusieron en pie, levantaron las copas y repitieron, con voz potente, grave y sorda:
—Por Cedric Diggory.
Harry vislumbró a Cho a través de la multitud. Le caían por la cara unas lágrimas silenciosas. Cuando volvieron a sentarse, bajó la vista a la mesa.
—Cedric ejemplificaba muchas de las cualidades que distinguen a la casa de Hufflepuff —prosiguió Dumbledore—. Era un amigo bueno y leal, muy trabajador, y se comportaba con honradez. Su muerte os ha afligido a todos, lo conocierais bien o no. Creo, por eso, que tenéis derecho a saber qué fue exactamente lo que ocurrió.
Harry levantó la cabeza y miró a Dumbledore.
—Cedric Diggory fue asesinado por lord Voldemort.
Un murmullo de terror recorrió el Gran Comedor. Los alumnos miraban a Dumbledore horrorizados, sin atreverse a creerle. Él estaba tranquilo, viéndolos farfullar en voz baja.
—El Ministerio de Magia —continuó Dumbledore— no quería que os lo dijera. Es posible que algunos de vuestros padres se horroricen de que lo haya hecho, ya sea porque no crean que Voldemort haya regresado realmente, o porque opinen que no se debe contar estas cosas a gente tan joven. Pero yo opino que la verdad es siempre preferible a las mentiras, y que cualquier intento de hacer pasar la muerte de Cedric por un accidente, o por el resultado de un grave error suyo, constituye un insulto a su memoria.
En aquel momento, todas las caras, aturdidas y asustadas, estaban vueltas hacia Dumbledore... o casi todas. Harry vio que, en la mesa de Slytherin, Draco Malfoy cuchicheaba con Crabbe y Goyle. Sintió un vehemente acceso de ira. Se obligó a mirar a Dumbledore.
—Hay alguien más a quien debo mencionar en relación con la muerte de Cedric —siguió Dumbledore—. Me refiero, claro está, a Harry Potter.
Un murmullo recorrió el Gran Comedor al tiempo que algunos volvían la cabeza en dirección a Harry antes de mirar otra vez a Dumbledore.
—Harry Potter logró escapar de Voldemort —dijo Dumbledore—. Arriesgó su vida para traer a Hogwarts el cuerpo de Cedric. Mostró, en todo punto, el tipo de valor que muy pocos magos han demostrado al encararse con lord Voldemort, y por eso quiero alzar la copa por él.
Dumbledore se volvió hacia Harry con aire solemne, y volvió a levantar la copa. Casi todos los presentes siguieron su ejemplo, murmurando su nombre como habían murmurado el de Cedric, y bebieron a su salud. Pero, a través de un hueco entre los compañeros que se habían puesto en pie, Harry vio que Malfoy, Crabbe, Goyle y muchos otros de Slytherin permanecían desafiantemente sentados, sin tocar las copas. Dumbledore, que a pesar de todo carecía de ojo mágico, no se dio cuenta.
Cuando todos volvieron a sentarse, prosiguió:
—El propósito del Torneo de los tres magos fue el de promover el buen entendimiento entre la comunidad mágica. En vista de lo ocurrido, del retorno de lord Voldemort, tales lazos parecen ahora más importantes que nunca.
Dumbledore pasó la vista de Hagrid y Madame Maxime a Fleur Delacour y sus compañeros de Beauxbatons, y de éstos a Viktor Krum y los alumnos de Durmstrang, que estaban sentados a la mesa de Slytherin. Krum, según vio Harry, parecía cauteloso, casi asustado, como si esperara que Dumbledore dijera algo contra él.
—Todos nuestros invitados —continuó, y sus ojos se demoraron en los alumnos de Durmstrang— han de saber que serán bienvenidos en cualquier momento en que quieran volver. Os repito a todos que, ante el retorno de lord Voldemort, seremos más fuertes cuanto más unidos estemos, y más débiles cuanto más divididos.
»La fuerza de lord Voldemort para extender la discordia y la enemistad entre nosotros es muy grande. Sólo podemos luchar contra ella presentando unos lazos de amistad y mutua confianza igualmente fuertes. Las diferencias de costumbres y lengua no son nada en absoluto si nuestros propósitos son los mismos y nos mostramos abiertos.
»Estoy convencido (y nunca he tenido tantos deseos de estar equivocado) de que nos esperan tiempos difíciles y oscuros. Algunos de vosotros, en este salón, habéis sufrido ya directamente a manos de lord Voldemort. Muchas de vuestras familias quedaron deshechas por él. Hace una semana, un compañero vuestro fue aniquilado.
»Recordad a Cedric. Recordadlo si en algún momento de vuestra vida tenéis que optar entre lo que está bien y lo que es cómodo, recordad lo que le ocurrió a un muchacho que era bueno, amable y valiente, sólo porque se cruzó en el camino de lord Voldemort. Recordad a Cedric Diggory.
• • •
El baúl de Harry estaba listo. Hedwig se encontraba de nuevo en la jaula, y la jaula encima del baúl. Con el resto de los alumnos de cuarto, él, Ron y Hermione aguardaban en el abarrotado vestíbulo los carruajes que los llevarían de vuelta a la estación de Hogsmeade. Era otro hermoso día de verano. Se imaginó que, cuando llegara aquella no-che, en Privet Drive haría calor y los jardines estarían frondosos, con macizos de flores convertidos en un derroche de color. Pero pensar en ello no le proporcionó ningún placer.
—¡«Hagui»!
Miró a su alrededor. Fleur Delacour subía velozmente la escalinata de piedra para entrar en el castillo. Tras ella, vio a Hagrid ayudando a Madame Maxime a hacer recular dos de sus gigantescos caballos para engancharlos: el carruaje de Beauxbatons estaba a punto de despegar.
—Nos «volveguemos» a «veg», «espego» —dijo Fleur, tendiéndole la mano al llegar ante él—. «Quiego encontgag tgabajo» aquí «paga mejogag» mi inglés.
—Ya es muy bueno —señaló Ron con la voz ahogada.
Fleur le sonrió. Hermione frunció el entrecejo.
—Adiós, «Hagui» —se despidió Fleur, dando media vuelta para irse—. ¡Ha sido un «placeg conocegre»!
El ánimo de Harry se alegró un poco, mientras contemplaba a Fleur volviendo a la explanada con Madame Maxime. Su plateado pelo ondeaba a la luz del sol.
—Me pregunto cómo volverán los de Durmstrang —comentó Ron—. ¿Crees que podrán manejar el barco sin Karkarov?
—«Karrkarrov» no lo manejaba —dijo una voz ronca—. Se quedaba en el «camarrote» y nos dejaba «hacerr» el «trrabajo». —Krum se había acercado para despedirse de Hermione—. ¿«Podrríamos hablarr»? —le preguntó.
—Eh... claro... claro... —contestó Hermione, algo confusa, y siguió a Krum por entre la multitud hasta perderse de vista.
—¡Será mejor que te des prisa! —le gritó Ron—. ¡Los carruajes llegarán dentro de un minuto!
Pero dejó que Harry se ocupara de mirar si llegaban o no los carruajes, y él se pasó los minutos siguientes levantando el cuello para vigilar a Krum y Hermione por encima de la multitud. No tardaron en volver. Ron observó a Hermione, pero su rostro estaba impasible.
—Me gustaba «Diggorry» —le dijo Krum a Harry de repente—. «Siemprre erra» amable conmigo. «Siemprre.» Aunque yo «estuvierra» en «Durrmstrrang», con «Karrka-rrov» —añadió, ceñudo.
—¿Tenéis ya nuevo director? —preguntó Harry.
Krum se encogió de hombros. Tendió la mano como había hecho Fleur, y estrechó la de Harry y la de Ron.
Ron parecía inmerso en una lucha interna. Krum ya se iba cuando él le gritó:
—¿Me firmas un autógrafo?
Hermione se volvió, sonriendo, y observó los carruajes sin caballos que rodaban hacia ellos, subiendo por el camino, mientras Krum, sorprendido pero halagado, le firmaba a Ron un pedazo de pergamino.
El tiempo no pudo ser más diferente en el viaje de vuelta a King’s Cross de lo que había sido a la ida en septiembre. No había ni una nube en el cielo. Harry, Ron y Hermione habían conseguido un compartimiento para ellos solos. Pigwidgeon iba de nuevo tapado bajo la túnica de gala de Ron, para que no estuviera todo el tiempo chillando. Hedwig dormitaba con la cabeza bajo el ala, y Crookshanks se había hecho un ovillo sobre un asiento libre, y parecía un peluche de color canela. Harry, Ron y Hermione hablaron más y más libremente que en ningún momento de la semana precedente, mientras el tren marchaba hacia el sur. Parecía que el discurso de Dumbledore en el banquete de fin de curso había hecho desaparecer la reserva de Harry. Ya no le resultaba tan doloroso tratar de lo ocurrido. Sólo dejaron de hablar de lo que Dumbledore podría hacer para detener a Voldemort cuando llegó el carrito de la comida.
Cuando Hermione regresó del carrito y guardó el dinero en la mochila, sacó un ejemplar de El Profeta que llevaba en ella.
Harry lo miró, no muy seguro de querer saber lo que decía, pero Hermione, al ver su actitud, le comento con voz tranquila:
—No viene nada. Puedes comprobarlo por ti mismo: no hay nada en absoluto. Lo he estado mirando todos los días. Sólo una breve nota al día siguiente de la tercera prueba diciendo que ganaste el Torneo. Ni siquiera mencionaron a Cedric. Nada de nada. Si queréis mi opinión, creo que Fudge los ha obligado a silenciarlo.
—Nunca silenciará a Rita Skeeter —afirmó Harry—. No con semejante historia.
—Ah, Rita no ha escrito absolutamente nada desde la tercera prueba —aseguró Hermione con voz extrañamente ahogada—. De hecho, Rita Skeeter no escribirá nada durante algún tiempo. No a menos que quiera que le descubra el pastel.
—¿De qué hablas? —inquirió Ron.
—He averiguado cómo se las arregla para escuchar conversaciones privadas cuando tiene prohibida la entrada a los terrenos del colegio —dijo Hermione rápidamente.
Harry tuvo la impresión de que ella llevaba días muriéndose de ganas de contarlo, pero que se reprimía por todo lo que había ocurrido.
—¿Cómo lo hacía? —preguntó Harry de inmediato.
—¿Cómo lo averiguaste? —preguntó a su vez Ron, mirándola.
—Bueno, en realidad fuiste tú quien me dio la idea, Harry.
—¿Yo? ¿Cómo?
—Con tus micrófonos ocultos —contestó Hermione muy contenta.
—Pero los micrófonos no funcionan...
—No los electrónicos. No, pero Rita Skeeter es ella misma como un minúsculo micrófono negro... Rita Skeeter es una animaga no registrada. Puede convertirse... —Hermione sacó de la mochila un pequeño tarro de cristal cerrado— en un escarabajo.
—¡Bromeas! —exclamó Ron—. Tú no has... Ella no...
—Sí, ella sí —declaró Hermione muy contenta, blandiendo el tarro ante ellos.
Dentro había ramitas, hojas y un escarabajo grande y gordo.
—Eso no puede ser... Nos estás tomando el pelo —dijo Ron, poniendo el tarro a la altura de los ojos.
—No, en serio —afirmó Hermione sonriendo—. Lo cogí en el alféizar de la ventana de la enfermería. Si lo miráis de cerca veréis que las marcas alrededor de la antena son como las de esas espantosas gafas que lleva.
Harry miró y vio que tenía razón. Recordó algo.
—¡Había un escarabajo en la estatua la noche en que oímos a Hagrid hablarle a Madame Maxime de su madre!
—¡Exacto! —confirmó Hermione—. Y Viktor Krum me quitó un escarabajo del pelo después de nuestra conversación junto al lago. Y, si no me equivoco, Rita estaría en el alféizar de la clase de Adivinación el día en que te dolió la cicatriz. Se ha pasado el año revoloteando por ahí en busca de historias.
—Cuando vimos a Malfoy debajo de aquel árbol... —dijo Ron pensativo.
—Estaba contándole cosas, la tenía en la mano —continuó Hermione—. Por supuesto, él lo sabía. Así es como ella ha obtenido esas entrevistas tan encantadoras con los de Slytherin. A ellos les daba igual que ella estuviera haciendo algo ilegal mientras pudieran contarle cosas horribles sobre nosotros y Hagrid.
Hermione cogió el tarro de cristal que le había pasado a Ron, y sonrió al escarabajo, que revoloteaba pegándose furiosos golpes contra el cristal.
—Le he explicado que la dejaré salir cuando lleguemos a Londres. Al tarro le he echado un encantamiento irrompibilizador, para que ella no pueda transformarse. Y ya sabe que tiene que estar calladita un año entero. Veremos si puede dejar el hábito de escribir horribles mentiras sobre la gente.
Sonriendo serenamente, Hermione volvió a meter el escarabajo en la mochila.
La puerta del compartimiento se abrió.
—Muy lista, Granger —dijo Draco Malfoy.
Crabbe y Goyle estaban tras él. Los tres parecían más satisfechos, arrogantes y amenazadores que nunca.
—O sea que has pillado a esa patética periodista —añadió Malfoy pensativamente, asomándose y mirándolos con una leve sonrisa en los labios—, y Potter vuelve a ser el niño favorito de Dumbledore. Mola. —Su sonrisa se acentuó. Crabbe y Goyle también los miraban con sonrisas malévolas—. Intentando no pensar en ello, ¿eh? ¿Haciendo como si no hubiera ocurrido?
—Fuera —dijo Harry.
No había vuelto a tener a Malfoy cerca desde que lo había visto cuchichear con Crabbe y Goyle durante el discurso de Dumbledore sobre Cedric. Sintió un zumbido en los oídos. Bajo la túnica, su mano agarró la varita.
—¡Has elegido el bando perdedor, Potter! ¡Te lo advertí! Te dije que debías escoger tus compañías con más cuidado, ¿recuerdas? Cuando nos encontramos en el tren, el día de nuestro ingreso en Hogwarts. ¡Te dije que no anduvieras con semejante chusma! —señaló con la cabeza a Ron y Hermione—. ¡Ya es demasiado tarde, Potter! ¡Ahora que ha retornado el Señor Tenebroso, los sangre sucia y los amigos de los muggles serán los primeros en caer! Bueno, los primeros no, los segundos: el primero ha sido Digg...
Fue como si alguien hubiera encendido una caja de bengalas en el compartimiento. Cegado por el resplandor de los encantamientos que habían partido de todas direcciones, ensordecido por los estallidos, Harry parpadeó y miró al suelo.
Malfoy, Crabbe y Goyle estaban inconscientes en el hueco de la puerta. Harry, Ron y Hermione se habían puesto de pie después de lanzarles distintos maleficios. Y no eran los únicos que lo habían hecho.
—Quisimos venir a ver qué buscaban estos tres —dijo Fred como sin querer la cosa, pisando a Goyle para entrar en el compartimiento. Había sacado la varita, igual que George, que tuvo buen cuidado de pisar a Malfoy al entrar tras Fred.
—Un efecto interesante —dijo George mirando a Crabbe—. ¿Quién le lanzó la maldición furnunculus?
—Yo —admitió Harry.
—Curioso —comentó George—. Yo le lancé el embrujo piernas de gelatina. Se ve que no hay que mezclarlos: se le ha llenado la cara de tentáculos. Vamos a sacarlos de aquí, no pegan con la decoración.
Ron, Harry y George los sacaron al pasillo empujándolos con los pies. No se sabía cuál de ellos tenía peor pinta, con la mezcla de maleficios que les habían echado. Luego volvieron al compartimiento y cerraron la puerta.
—¿Alguien quiere echar una partida con los naipes explosivos? —preguntó Fred, sacando un mazo de cartas.
Iban por la quinta partida cuando Harry se decidió a preguntarles:
—¿Nos lo vais a decir? ¿A quién le hacíais chantaje?
—Ah —dijo George con cierto misterio—. ¡Eso!
—No importa —contestó Fred, moviendo la cabeza hacia los lados—. No tiene importancia. Ya no la tiene, por lo menos.
—Hemos desistido —añadió George encogiéndose de hombros.
Pero Harry, Ron y Hermione siguieron insistiendo, hasta que Fred dijo al fin:
—Bien, de acuerdo. Si de verdad lo queréis saber... se trataba de Ludo Bagman.
—¿Bagman? —exclamó Harry con brusquedad—. ¿Quieres decir que estaba envuelto en...?
—Qué va —repuso George con un dejo sombrío—. Ni mucho menos. Es un cretino. No tiene bastante cerebro para eso.
—¿Entonces? —preguntó Ron.
Fred vaciló un momento antes de responder.
—¿Os acordáis de la apuesta que hicimos con él, en los Mundiales de quidditch? Apostamos a que ganaría Irlanda pero que Krum atraparía la snitch.
—Nos acordamos —dijeron Harry y Ron.
—Bien, el muy cretino nos pagó en oro leprechaun que había cogido de las mascotas del equipo de Irlanda.
—¿Sí?
—Sí —confirmó Fred con malhumor—. Y se desvaneció, claro. A la mañana siguiente, ¡no quedaba nada!
—Pero... habrá sido una equivocación, ¿no? —comentó Hermione.
George se rió con cierta amargura.
—Sí, eso fue lo que pensamos al principio. Creímos que si le escribíamos explicándole el error que había cometido, soltaría la pasta. Pero de eso nada. No hizo caso de nuestra carta. Intentamos repetidamente hablar con él en Hogwarts, pero siempre tenía alguna excusa para marcharse.
—Al final se volvió bastante desagradable —explicó Fred—. Nos dijo que éramos demasiado jóvenes para apostar, y que no nos daría nada.
—Así que le pedimos que al menos nos devolviera nuestro dinero.
—¡No se negaría a eso! —exclamó Hermione casi sin voz.
—¡Ya lo creo que se negó! —dijo Fred.
—Pero ¡eran todos vuestros ahorros!
—No nos lo tienes que explicar —dijo George—. Por supuesto, al final averiguamos lo que ocurría. El padre de Lee Jordan también había tenido muchos problemas para que Bagman le diera el dinero. Resulta que está metido en líos con los duendes. Le prestaron mucho dinero. Una banda de ellos lo acorraló en el bosque después de los Mundiales y le cogió todo el oro que llevaba con él, y aún no bastaba para pagar todo lo que les debía. Lo siguieron a Hogwarts para que no se les escabullera. Lo ha perdido todo en el juego. No tiene dónde caerse muerto. ¿Y sabéis cómo intentó pagar a los duendes?
—¿Cómo? —preguntó Harry.
—Apostó por ti, tío —explicó Fred—. Apostó un montón contra los duendes a que ganabas el Torneo.
—¡Por eso se empeñaba en ayudarme! —exclamó Harry—. Bueno... yo gané, ¿no? ¡Así que ahora puede daros lo que os debe!
—Nones —dijo George, negando con la cabeza—. Los duendes juegan tan sucio como él: dicen que empataste con Diggory, y que Bagman apostó a que ganabas de manera absoluta. Así que Bagman ha tenido que darse a la fuga. Escapó después de la tercera prueba.
George exhaló un hondo suspiro y volvió a repartir cartas.
El resto del viaje fue bastante agradable. Harry hubiera querido que durara todo el verano, de hecho, para no llegar nunca a King’s Cross... Pero, como había aprendido aquel último curso, el tiempo no transcurre más despacio cuando nos espera algo desagradable, y el expreso de Hogwarts no tardó en acercarse al andén nueve y tres cuartos aminorando la marcha. La confusión y el alboroto usuales llenaron los pasillos mientras los estudiantes se apeaban. Ron y Hermione pasaron con dificultad los baúles por encima de Malfoy, Crabbe y Goyle. Harry, en cambio, no se movió.
—Fred... George... esperad un momento.
Los dos gemelos se volvieron. Harry abrió su baúl y sacó el dinero del premio.
—Cogedlo —les dijo, y puso la bolsa en las manos de George.
—¿Qué? —exclamó Fred, pasmado.
—Que lo cojáis —repitió Harry con firmeza—. Yo no lo quiero.
—Estás mal del coco —dijo George, tratando de devolvérselo.
—No, no lo estoy. Cogedlo y seguid inventando. Para la tienda de artículos de broma.
—Se ha vuelto majara —dijo Fred, casi con miedo.
—Escuchad: si no lo cogéis, pienso tirarlo por el váter. Ni lo quiero ni lo necesito. Pero no me vendría mal reírme un poco. Tal vez todos necesitemos reírnos. Me temo que dentro de poco nos van a hacer mucha falta las risas.
—Harry —musitó George, sopesando la bolsa—, aquí tiene que haber mil galeones.
—Sí —contestó Harry, sonriendo—. Piensa cuántas galletas de canarios se pueden hacer con eso.
Los gemelos lo miraron fijamente.
—Pero no le digáis a vuestra madre de dónde lo habéis sacado... aunque, bien pensado, tal vez ya no tenga tanto empeño en que os hagáis funcionarios del Ministerio.
—Harry... —comenzó Fred, pero Harry sacó su varita.
—Mira —dijo rotundamente—, si no os lo lleváis, os echo un maleficio. He aprendido algunos bastante buenos. Pero hacedme un favor, ¿queréis? Compradle a Ron una túnica de gala diferente, y decidle que es regalo vuestro.
Salió del compartimiento sin dejarlos decir ni una palabra más, pasando por encima de Malfoy, Crabbe y Goyle, que seguían tendidos en el suelo, con las señales de los maleficios.
Tío Vernon lo esperaba al otro lado de la barrera. La señora Weasley estaba muy cerca de él. Al ver a Harry, ella le dio un abrazo muy fuerte y le susurró al oído:
—Creo que Dumbledore te dejará venir un poco más avanzado el verano. Estaremos en contacto, Harry.
—Hasta luego, Harry —se despidió Ron, dándole una palmada en la espalda.
—¡Adiós, Harry! —le dijo Hermione, e hizo algo que no había hecho nunca: le dio un beso en la mejilla.
—Gracias, Harry —musitó George, mientras Fred, a su lado, asentía fervientemente con la cabeza.
Harry les guiñó un ojo, se volvió hacia tío Vernon y lo siguió en silencio hacia la salida. No había por qué preocuparse todavía, se dijo mientras se acomodaba en el asiento posterior del coche de los Dursley.
Como le había dicho Hagrid, lo que tuviera que llegar, llegaría, y ya habría tiempo de plantarle cara.
FIN DEL LIBRO 4