Publicado en
abril 03, 2010
Vivía gente muy curiosa en aquella manzana.
—¿No anduviste nunca por esta calle? —preguntó Art Slick a Jim Boomer, que acababa de llegar.
—No lo he hecho desde que era chico. Después de que la fábrica de prendas de trabajo se incendiara, un curandero plantó allí su tienda durante un verano. La calle solo tiene la longitud de una manzana y muere en el terraplén del ferrocarril. No hay en ella más que un grupo de barracas y parcelas cubiertas de hierbajos. Las barracas tienen ahora un aspecto diferente, parece que haya más. Creí que las habían echado abajo hacía unos meses.
—Jim, he estado contemplando esa primera casucha durante dos horas. Había esta mañana delante de ella un tractor con un remolque de trece metros, que cargaron con material de cajas de cartón que sacaron del interior. Luego se fueron.
—¿Y qué hay de malo en ello, Art?
—Jim, dije que llenaron el remolque. Por la lentitud que llevaba al alejarse, debería acarrear unos treinta mil kilos de carga. Una caja de cartón de quince kilos (calculo este peso por el esfuerzo que hacían los hombres) cada tres segundos y medio durante dos horas, es decir, dos mil cajas.
—Si, claro, hoy día muchos remolques sobrepasan los límites de carga estipulados. No cumplen las ordenanzas.
—Jim, esa barraca no es más que una especie de cajón de dos metros y medio de lado. La mitad de ella está ocupada por una puerta y en su interior hay un hombre sentado en una silla situado detrás de una mesita. La otra mitad se halla ocupada por un vertedero. Caben seis o siete de casas barracas en aquel remolque.
—Midámosla—propuso Jim Boomer—. Acaso sea mayor de lo que parece.
La barraca ostentaba un rótulo en el que podía leerse “VENDO TODO A PRECIO DE SALDO”. Jim Boomer midió la barraca con una vieja cinta métrica. Tenía, en efecto dos metros y medio cúbicos, sin trampa ni cartón. Estaba instalada sobre una especie de parapeto de ladrillos desportillados y ello permitía fisgar en su interior.
—Le vendo una cinta metálica nueva de quince metros —dijo el hombre sentado ante la mesa—. Tire esa vieja.
El hombre sacó una cinta nueva de un cajón de su mesa-escritorio, aunque Art Stick tenía la seguridad de no haber visto más que una mesa sencilla de cuatro patas, sin lugar alguno para un cajón.
—Es completamente plegable y con baño de rodio, deslizante, con manilla Ramsey, y su propio estuche de contención hermética.
Jim Boomer pagó el dólar pedido por ella.
—¿Cuántas tiene? —preguntó.
—Puedo disponer de cien mil dispuestas para su entrega en diez minutos—respondió el hombre—. En lotes de cien mil las vendo con un considerable descuento: a ochenta y ocho centavos la pieza.
—¿Era esta mercancía la que expidió usted esta mañana en el remolque? —quiso saber Art.
—No, posiblemente fue otra mercancía. Esta es la primera cinta metálica que jamás he fabricado. Se me ocurrió la idea en el preciso momento en que le vi medir mi barraca con su cinta vieja.
Art Slick y Jim Boomer se dirigieron a la puerta siguiente de otra barraca muy semejante, si bien ésta era más pequeña, apenas de unos dos metros cúbicos. En el rótulo de la puerta se leía: "Taquimecanógrafa pública". Se oía el teclear de una máquina de escribir, pero el ruido cesó al abrir ellos la puerta.
Una linda morenita se hallaba sentada ante una mesita. No había nada ni nadie más en el cuarto, ni siquiera una máquina de escribir.
—Creí haber oído el teclear de una máquina de escribir aquí—dijo Art.
—¡Oh, soy yo! —repuso con una sonrisa la muchacha—. A veces me divierto produciendo el ruido de una máquina de escribir, tal como se supone que ha de hacerlo una taquimecanógrafa.
—¿Qué haría usted si alguien viniera y le hiciera un encargo?
—¿Qué se imagina? Pues se lo haría.
—¿Puede usted pasarme a máquina una carta?
—Pues claro, amigo. Son cincuenta centavos la página, trabajo esmerado, copia con papel carbón y sello.
—Vaya. Veamos, cómo lo hace. Le dictaré mientras usted mecanografía.
—Dicte primero. Luego escribiré. No tiene sentido hacer dos cosas a un tiempo.
Art dictó una extensa y complicada carta que había pensado escribir días atrás. Se sintió anonadado al hacerlo mientras la muchacha se pulía las uñas.
—¿Cuál será la razón de que las taquimecas siempre se estén puliendo las uñas?—adujo la muchacha, mientras Art dictaba con voz monótona. Sin embargo, yo intento hacerlo bien. Las limo y cuando vuelven a crecer, vuelvo a limarlas. He estado haciéndolo toda la mañana... Parece una bobada ¿verdad?
—Bueno... eso es todo—dijo Art cuando hubo acabado de dictar.
—¿No hay una postdata con "cariño y besos" —indagó la joven.
—No veo por qué. Es una carta de negocios a una persona que apenas conozco.
—Yo siempre pongo una postdata con "cariño y besos" a personas que apenas conozco—repuso la muchacha—. Bien: su carta llenará tres páginas, o sea un dólar cincuenta. Por favor, salgan los dos afuera durante diez segundos y la pasaré a máquina. No puedo hacerlo si me están mirando. Empujó a los dos hacia la salida y cerró la puerta.
Hubo un silencio.
—¿Qué está usted haciendo, señorita?—exclamó desde fuera.
—¿Quiere que le venda también un curso de memorización? ¿Acaso lo olvidó ya? Estoy mecanografiando su carta —respondió ella.
—¡Pero si no oigo el ruido de ninguna máquina de escribir!
—¡Y qué! ¿Es que se exige también verosimilitud? ¡Tendré que cargarle un extra!
Se oyó una risita, y luego, el sonido de un rapidísimo tecleo durante unos cinco segundos.
La muchacha abrió la puerta y tendió a Art la carta de tres páginas, por supuesto, perfectamente mecanografiada.
—Hay algo raro en todo esto—opinó Art.
—¡Oh, las faltas de sintaxis son cosa suya, señor! ¿Debiera también haberlas corregido?
—No. Se trata de otra cosa. Dígame la verdad, joven, ¿cómo es que el hombre de la otra puerta expide cargamentos de material desde un edificio diez veces más pequeño que la mercancía que despacha?
—Vende a precios muy bajos.
—¿Quiénes son ustedes? El hombre de la otra puerta se parece a usted.
—Es mi tío. Decimos a todos que somos indios de la raza de los Innominados.
—No existe tal tribu —observo lisa y llanamente Jim Boomer.
—¡Ah no! En tal caso tendremos que decir a la gente que somos otra cosa ¿Cuál es la mejor tribu?
—La de los Shawnee —propuso Jim Boomer.
—Muy bien. Entonces seremos indios shawnee. Ya ve lo fácil que es.
—Eso tampoco sirve—objetó Boomer—. Yo soy shawnee y conozco a todos los shawnee de la ciudad.
—¡ Hola, primo ! —exclamó la muchacha, guiñando un ojo. Eso es de una broma que aprendí; sólo el comienzo era diferente. Ya puede advertir con qué astucia le doy la vuelta a todas sus objeciones.
—Hablando de la vuelta, me debe cincuenta centavos —dijo Art.
—Lo sé—dijo la muchacha—. Olvidé por un momento el dibujo que lleva la moneda, por lo que me retrasé mientras lo recordaba. ¡Ah, sí, ese raro pajarraco sobre un haz de leña! Un momento. Aquí lo tiene. Tendió la moneda a Art Slick, y añadió:
—Le agradeceré comunique a todos sus amigos que hay aquí una afable y experta taquimeca cuyo trabajo es excelente.
—Sin máquina de escribir—completó Art Slick—. ¡Ea, vámonos Tim!
—Postdata “cariño y besos” —dijo la muchacha a sus espaldas.
—El Club del Hombre Frío se hallaba en la puerta contigua y era una cervecería de reducidísimas dimensiones con un exiguo mostrador. La camarera podría haber sido hermana de la taquimecanógrafa pública.
—Quisiéramos beber un par de tragos, pero no parece tener usted ninguna clase de bebida—dijo Art.
—¿Y quién necesita tenerla? —-replicó la muchacha—. Aquí tienen sus cervezas.
Art hubiera pensado que la camarera se las había sacado de las mangas. Pero no llevaba mangas. La cerveza estaba fría y era muy buena.
—Oiga, muchacha: ¿puede usted decirnos cómo puede el tipo de la esquina cargar todo un remolque con material del que carecía un momento antes de proceder al embarque?
—Tendría que haberlo sacado de algún sitio —agregó Jim Boomer.
—No, no —respondió la muchacha—. Estudio su idioma. Conozco las palabras. Sacarlo de algún sitio es juntar, reunir; no, hacer. El hace.
—¡Es extraño! —dijo boquiabierto Slick—. La marca Budweiser se halla equivocada en esta botella... La i esta antes que la e.
—¡Oh, mentecata de mí! —exclamó la camarera—. No recordaba cómo era, y por ello puse una en una botella y otra en la otra. Ayer un hombre me pidió una botella de la marca Progreso, y le serví una de Brogreso. A veces hago las cosas mal. ¡Ea, voy a enmendar la suya!
Pasó la mano por la etiqueta, y la marca apareció correctamente escrita.
—¡Pero si esa etiqueta estaba ya impresa! —objetó atónito.
—¡Oh, claro! Y además, hecho con el mayor primor —dijo la muchacha—. Habré de tener más cuidado. Una vez puse por error gusto de Jax en una botella de Schlitz, y al cliente no le gustó. Tuve que cambiar en un santiamén el sabor de aquella cerveza, fingiendo que le daba otra botella. “Es la luz de aquí lo que la hace parda”, —le dije—. ¡Diablos! Si no tenemos ni siquiera luz aquí. —Y yo, en otro santiamén, hice que la botella fuera de color verde. Es difícil dejar de equivocarse cuando se es tan estúpida.
—No, usted no tiene ni luz ni ventana aquí, y, sin embargo, hay claridad —dijo Slick—. No tiene usted refrigeración, ni hay cables de electricidad que comuniquen con ninguna de las barracas de esta manzana. ¿Cómo se las arregla pues, para tener fría la cerveza?
—En efecto. ¿Acaso no es buena y fría la cerveza? Observe con qué habilidad eludo su pregunta. ¿Desean tomar otras dos?
—Pues sí. Y me interesa ver de dónde las saca —respondió Slick.
—¡Oh, miren, hay serpientes detrás de ustedes!—exclamó la muchacha.
—¡Cómo se sobresaltaron! —rió después—. ¿Es que creían de verdad que iba a tener serpientes en mi lindo bar?
Pero había servido otras dos cervezas, y el lugar se hallaba tan despojado de todo como antes.
—¿Hace tiempo que andan ustedes viviendo por esta parte?
—¿Quién se mantiene eternamente en un sendero?—respondió la muchacha—. La gente va de aquí para allá.
—Usted no es de por aquí—dijo Slick—. No es de ningún lugar que yo conozca. ¿De dónde procede? ¿De Júpiter?
—¿Quién habla de Júpiter?
La muchacha pareció indignada.
—¡Si allá no se comercia más que con insectos! ¡Y además se le hiela a una la nariz! —exclamó
—¿No será usted una bromista, eh, muchacha? —preguntó Slick.
—Seguro que no me costaría serlo si quisiera. Aprendí toda una serie de chistes, pero todos los cuento mal. Mejor me iría. De todos modos, procuro parecer ocurrente para que la gente vuelva a mi establecimiento.
—¿Quién está en la barraca siguiente?
—Mi prima hermana—dijo la muchacha . Hoy, precisamente, puso su establecimiento para hacer crecer cabello de cualquier color a los calvos. Yo le digo que está loca. Eso no es negocio. Si quisieran tener pelo, ya no estarían calvos.
—¡Ah! ¿Pero puede hacer salir el pelo a los calvos? —inquirió Slick.
—Pues claro. ¿Es que usted no es capaz de hacerlo?
Había otras tres o cuatro tienduchas más en la manzana. No parecía que fuesen tantas cuando los dos amigos entraron en el Club del Hombre Frío.
—No recuerdo haber visto esta barraca hace unos minutos —manifestó Boomer, dirigiéndose al hombre que estaba delante de la última casucha de la hilera.
—¡Oh! La acabo de construir—repuso el hombre.
Tablas carcomidas, clavos oxidados... y afirmaba que la acababa de levantar.
—¿Por qué no... construyó algo decente, ya que se puso?
—Esto es más disimulado —dijo el hombre—. ¿Quién se sorprende cuando se descubre de improviso un edificio viejo? Somos nuevos aquí y queremos tantear el terreno sin llamar la atención. Ahora estoy pensando en qué puedo comerciar. ¿No creen que aquí puede haber un buen mercado para vender automóviles de lujo por cien dólares? Supongo, no obstante, que tendré que respetar el sentimiento religioso local cuando los fabrique.
—¿Qué es eso?
—La adoración ancestral. El viejo depósito de gasolina y el sistema de combustión empleados como un mero atavismo, cuando ya es de uso corriente la energía natural. Sí, eso haré. En tres minutos fabricaré uno, si es que quieren esperar.
—No. Yo tengo ya un coche —dijo Slick—. Vámonos, Jim.
Aquella era la última barraca, por cuya razón dieron la vuelta a la manzana.
—Me estaba preguntando qué habría en esta manzana donde nadie viene nunca—comentó Slick—. Hay una serie de rincones raros en nuestra ciudad.
Había algunos tipos estrafalarios en la hilera de barracas que estaban aquí antes de éstas—repuso Boomer—. Algunos solían venir a beber al Gallo Rojo. Uno de ellos parecía un pavo por el glu-glú que hacía al beber. Otro hacía girar un ojo en una dirección y el otro en la opuesta. Se dedicaban a descortezar vainas en la fábrica de aceite de linaza antes de que se incendiara.
—Volvieron a pasar ante la barraca de la taquimecanógrafa.
—Sin bromas, cielito: ¿Cómo escribe a máquina sin máquina? —le preguntaron.
—Mecanografiar es demasiado lento —respondió la muchacha.
—Yo pregunté cómo y no por qué.
—Lo sé. ¿No es estupenda la forma con que doy la vuelta a las palabras? Creo que mañana tendré un gran roble creciendo frente a mi establecimiento, para que me de sombra. ¿Tiene alguno de ustedes, apuestos caballeros, una bellota en el bolsillo?
—¡Ah... no! ¿Cómo escribe a máquina, en realidad, muchacha?
—¿Me prometen no decirlo a nadie?
—Prometido.
—Hago la escritura con la lengua —dijo la muchacha.
Echaron a andar lentamente manzana arriba, y, volviéndose de pronto, Jim Boomer preguntó:
—¿Y las copias en papel carbón?
—Con mi otra lengua.
Había otro remolque de doce metros o más, cargado ante la primera barraca de la manzana. Eran "atados" de tubería de doce milímetros de diámetro y siete metros de longitud; siete metros de tubería rígida saliendo de un cobertizo de tres metros...
—Me pregunto cómo se podrán sacar tales cargamentos de semejante material de una barraca como esa—comentó perplejo y aún no convencido Slick.
—Tal como dijo la muchacha, con una rebaja en los precios—repuso Boomer—. ¡Ea, vámonos al Gallo Rojo a ver si pasa algo por allá! Siempre vivió una buena pandilla de gente estrafalaria en esta manzana.
FIN