Publicado en
abril 25, 2010
Ir a la Parte 1
9
RESTOS Y DESPOJOS
Gandalf y la escolta del rey se alejaron cabalgando, doblando hacia el este para rodear los destruidos muros de Isengard. Pero Aragorn, Gimli y Legolas se quedaron en las puertas. Soltando a Arod y Hasufel para que tascaran alrededor, fueron a sentarse junto a los hobbits.
—¡Bueno, bueno! La cacería ha terminado y por fin volvemos a reunirnos, donde ninguno de nosotros jamás pensó en venir —dijo Aragorn.
—Y ahora que los grandes se han marchado a discutir asuntos importantes —dijo Legolas—, quizá los cazadores puedan resolver algunos pequeños enigmas personales. Seguimos vuestros rastros hasta el bosque, pero hay muchas otras cosas de las que querría conocer la verdad.
—Y también de ti hay muchas cosas que nosotros quisiéramos saber —dijo Merry—. Nos enteramos de algunas por Bárbol, el Viejo Ent, pero de ningún modo nos parecen suficientes.
—Todo a su tiempo —dijo Legolas—. Nosotros fuimos los cazadores y a vosotros os corresponde narrar lo que os ha ocurrido en primer lugar.
—O en segundo —dijo Gimli—. Será mejor después de comer. Me duele la cabeza; y ya es pasado el mediodía. Vosotros, truhanes, podríais reparar vuestra descortesía trayéndonos una parte de ese botín de que hablasteis. Un poco de comida y bebida compensaría de algún modo mi disgusto con vosotros.
—Esa recompensa la tendrás —dijo Pippin—. ¿La quieres aquí mismo, o prefieres comer más cómodamente entre los escombros de las garitas de guardia de Saruman, allá, bajo la arcada? Tuvimos que comer aquí, al aire libre, para tener un ojo puesto en el camino.
—¡Menos de un ojo! —dijo Gimli—. Pero me niego a entrar en la casa, le ningún orco; ni quiero tocar carnes que hayan pertenecido a los orcos ni ninguna otra cosa que ellos hayan preparado.
—Jamás te pediríamos semejante cosa —dijo Merry—. Nosotros mismos estamos hartos de orcos para toda la vida. Pero había muchas otras gentes en Isengard. Saruman, a pesar de todo, tuvo la prudencia de no fiarse de los orcos. Eran hombres los que custodiaban las puertas: algunos de sus servidores más fieles, supongo. Como quiera que sea, ellos fueron los favorecidos y obtuvieron buenas provisiones.
—¿Y tabaco de pipa? —preguntó Gimli.
—No, no creo —dijo Merry riendo—. Pero ese es otro asunto, que puede esperar hasta después de la comida.
—¡Bueno, a comer entonces! —dijo el enano.
Los hobbits encabezaron la marcha, pasaron bajo la arcada y llegaron a una puerta ancha que se abría a la izquierda, en lo alto de una escalera. La puerta daba a una sala espaciosa, con otras puertas más pequeñas en el fondo y un hogar y una chimenea en un costado. La cámara había sido tallada en la roca viva; y en otros tiempos debió de ser oscura, pues todas las ventanas miraban al túnel. Pero la luz entraba ahora por el techo roto. En el hogar ardía un fuego de leña.
—He encendido un pequeño fuego —dijo Pippin—. Nos reanimaba en las horas de niebla. Había poca leña por aquí y casi toda la que encontrábamos estaba mojada. Pero la chimenea tira muy bien: parece que sube en espiral a través de la roca y por fortuna no está obstruida. Un fuego es siempre agradable. Tostaré el pan, pues ya tiene tres o cuatro días, me temo.
Aragorn y sus compañeros se sentaron a uno de los extremos de la larga mesa y los hobbits desaparecieron por una de las puertas interiores.
—La despensa está allá adentro y muy por encima del nivel de la inundación, felizmente —dijo Pippin, cuando volvieron cargados de platos, tazas, fuentones, cuchillos y alimentos variados.
—Y no tendrás motivos para torcer la cara, maese Gimli —dijo Merry —. Esta no es comida de orcos, son alimentos humanos, como los llama Bárbol. ¿Queréis vino o cerveza? Hay un barril allí dentro... bastante bueno. Y esto es cerdo salado de primera calidad. También puedo cortaros algunas lonjas de tocino y asarlas, si preferís. Nada verde, lo lamento, ¡las entregas se interrumpieron hace varios días! No puedo serviros un segundo plato excepto mantequilla y miel para el pan. ¿Estáis conformes?
—Sí, por cierto —dijo Gimli—. La deuda se ha reducido considerablemente.
Muy pronto los tres estuvieron dedicados a comer; y los dos hobbits se sentaron a comer por segunda vez, sin ninguna vergüenza.
—Tenemos que acompañar a nuestros invitados —dijeron.
—Sois todo cortesías esta mañana —rió Legolas—. Pero si no hubiésemos llegado, quizás estuvieseis otra vez comiendo, para acompañaros a vosotros mismos.
—Quizás, ¿y por qué no? —dijo Pippin—. Con los oreos, la comida era repugnante, y antes de eso más que insuficiente durante muchos días. Hacía tiempo que no comíamos a gusto.
—No parece haberos hecho mucha mella —dijo Aragorn—. A decir verdad, se os ve rebosantes de salud.
—Sí, por cierto —dijo Gimli, mirándolos de arriba abajo por encima del borde del tazón—. Cómo, tenéis el pelo mucho más rizado y espeso que cuando nos separamos; y hasta juraría que habéis crecido, si tal cosa fuera todavía posible en hobbits de vuestra edad. Ese Bárbol, en todo caso, no os ha matado de hambre.
—No —dijo Merry—. Pero los ents sólo beben y la bebida sola no satisface. Los brebajes de Bárbol son nutritivos, pero uno siente la necesidad de algo sólido. Y de cuando en cuando, para variar, no viene mal un bocadito de lembas.
—¿Así que habéis bebido de las aguas de los ents? —dijo Legolas—. Ah, entonces es posible que a Gimli no le engañen los ojos. Hay canciones extrañas que hablan de los brebajes de Fangorn.
—Muchas historias extrañas se cuentan de esta tierra —dijo Aragorn—. Yo nunca había venido aquí. ¡Vamos, contadnos más cosas de ella y de los ents!
—Ents —dijo Pippin—. Los ents son... bueno, los ents son muy diferentes unos de otros, para empezar. Pero los ojos, los ojos son muy raros. —Balbució unas palabras inseguras que se perdieron en el silencio.— Oh, bueno —prosiguió—, ya habéis visto a algunos a la distancia... ellos os vieron a vosotros, en todo caso, y nos anunciaron que veníais... y veréis muchos más, supongo, antes de marchamos. Mejor que juzguéis por vosotros mismos.
—¡Vamos, vamos! —dijo Gimli—. Estamos empezando el cuento por la mitad. Yo quisiera escucharlo en el debido orden, empezando por el extraño día en que la Compañía se disolvió.
—Lo tendrás, si el tiempo alcanza —dijo Merry —. Pero primero, si es que habéis terminado de comer, encenderemos las pipas y fumaremos. Y entonces, durante un rato, podremos imaginar que estamos de vuelta en Bree, todos sanos y salvos, o en Rivendel.
Sacó un saquito de cuero lleno de tabaco.
—Tenemos tabaco de sobra —dijo—. Y podréis llevaros lo que queráis, cuando nos marchemos. Hicimos un pequeño trabajo de salvamento esta mañana, Pippin y yo. Hay montones de cosas flotando por ahí y por allá. Fue Pippin quien encontró los dos barriles, arrastrados por la corriente desde alguna bodega o almacén, supongo. Cuando los abrimos, estaban repletos de esto: el mejor tabaco de pipa que se pueda desear y perfectamente conservado.
Gimli tomó una pizca, se la frotó en la palma y la olió.
—Huele bien; parece bueno —dijo.
—¡Bueno! — dijo Merry —. Mi querido Gimli, ¡es de Valle Largo! En los barriles estaba la marca de fábrica de Tobold Corneta, clara como el agua. Cómo llegó hasta aquí no puedo imaginármelo. Para uso personal de Saruman, sospecho. Nunca pensé que pudiera llegar tan lejos de la Comarca. Pero ahora nos viene de perlas.
—Eso sería si yo tuviese una pipa para fumarlo. Desgraciadamente, perdí la mía en Moria, o antes. ¿No habrá una pipa en vuestro botín?
—No, temo que no —dijo Merry—. No hemos encontrado ninguna, ni siquiera aquí en las casas de los guardias. Parece que Saruman se reservaba este placer. ¡Y no creo que sirva de mucho llamar a las puertas de Orthanc para pedirle una pipa! Tendremos que compartir nuestras pipas, como buenos amigos en momentos de necesidad.
—¡Medio momento! —dijo Pippin. Metiendo la mano en el frente de la chaqueta, sacó una escarcela pequeña y blanda que pendía de un cordel—. Guardo un par de tesoros aquí, contra el pecho, tan preciosos para mí como los Anillos. Aquí tenéis uno: mi vieja pipa de madera. Y aquí hay otro: una sin usar. La he llevado conmigo en largas jornadas, sin saber por qué. En realidad, jamás pensé que encontraría tabaco para pipa durante el viaje, cuando se me acabó el que traía. Pero ahora tiene una utilidad, después de todo. —Mostró una pipa pequeña de cazoleta achatada y se la tendió a Gimli.— ¿Salda esto la deuda que tengo contigo? —dijo.
—¡Sí la salda! —exclamó Gimli—. Nobilísimo hobbit, me deja a mí gravemente endeudado.
—¡Bueno, vuelvo al aire libre, a ver qué hacen el viento y el cielo! —dijo Legolas.
—Iremos contigo —dijo Aragorn.
Salieron y se sentaron sobre las piedras amontonadas frente al pórtico. Ahora podían ver a lo lejos en el interior del valle; las nieblas se levantaban y se alejaban llevadas por la brisa.
—¡Descansemos aquí un rato! —dijo Aragorn—. Nos sentaremos al borde del precipicio a deliberar, como dice Gandalf, mientras él está ocupado en otra parte. Nunca me había sentido tan cansado. —Se arrebujó en la capa gris, escondiendo la cota de malla, y estiró las largas piernas. Luego se tendió boca arriba y dejó escapar entre los labios una hebra de humo.
—¡Mirad! —dijo Pippin—. ¡Trancos el Montaraz ha regresado! —Nunca se ha ido —dijo Aragorn—. Yo soy Trancos y también Dúnadan, y pertenezco tanto a Gondor como al Norte.
Fumaron en silencio un rato, a la luz del sol; los rayos oblicuos caían en el valle desde las nubes blancas del oeste. Legolas yacía inmóvil, contemplando el sol y el cielo con una mirada tranquila, y canturreando para sus adentros. De pronto se incorporó.
—¡A ver! —dijo—. El tiempo pasa y las nieblas se disipan, o se disiparían si vosotros, gente extraña, no os envolvierais en humareda, ¿Para cuándo la historia?
—Bueno, mi historia comienza cuando despierto en la oscuridad atado de pies a cabeza en un campamento de orcos —dijo Pippin—. Veamos ¿qué día es hoy?
—Cinco de marzo según el calendario de la Comarca —dijo Aragorn. Pippin hizo algunos cálculos con los dedos.— ¡Sólo nueve días! —exclamó—.1 Se diría que hace un año que nos capturaron. Bueno, aunque la mitad haya sido como una pesadilla, creo que los tres días siguientes fueron los más atroces. Merry me corregirá si me olvido de algún hecho importante; no entraré en detalles: los látigos y la suciedad y el hedor y todo eso, no soporto recordarlo.
Ya continuación se puso a contar la última batalla de Boromir y la marcha de los orcos de Emyn Muil al bosque. Los otros asentían cuando los diferentes puntos coincidían con lo que ellos habían supuesto.
—Aquí os traigo algunos de los tesoros que sembrasteis por el camino —dijo Aragorn—. Os alegrará recobrarlos. —Se desprendió el cinturón bajo la capa y sacó los dos puñales envainados.
—¡Bravo! —exclamó Merry—. ¡Jamás pensé que los volvería a ver! Marqué con el mío a unos cuantos orcos; pero Uglúk nos los quitó. ¡Qué furioso estaba! Al principio creí que me iba a apuñalar, pero arrojó los puñales a lo lejos como si le quemasen.
—Y aquí tienes también tu broche, Pippin —dijo Aragorn—. Te lo he cuidado bien, pues es un objeto muy precioso.
—Lo sé —dijo Pippin—. Me dolía tener que abandonarlo; pero ¿qué otra cosa podía hacer?
—Nada —respondió Aragorn—. Quien no es capaz de desprenderse de un tesoro en un momento de necesidad es como un esclavo encadenado. Hiciste bien.
—¡La forma en que te cortaste las ataduras de las muñecas, ése fue un buen trabajo! —dijo Gimli —. La suerte te ayudó en aquella circunstancia, pero tú te aferraste a la ocasión con ambas manos, por así decir.
—Y nos planteó un enigma difícil de resolver —dijo Legolas—. ¡Llegué a pensar que te habían crecido alas!
—Desgraciadamente no –dijo Pippin—. Pero vosotros no sabéis nada acerca de Grishnákh. —Se estremeció y no dijo una palabra más, dejando que Merry describiera aquellos últimos y horribles momentos: el manoseo, el aliento quemante y la fuerza atroz de los velludos brazos de Grishnákh.
—Todo esto que contáis acerca de los orcos de Mordor, o Lugbúrz como ellos lo llaman, me inquieta —dijo Aragorn—. El Señor Oscuro sabía ya demasiado y también sus sirvientes; y es evidente que Grishnákh envió un mensaje a través del río después del combate. El Ojo Rojo mirará ahora hacia Isengard. Pero en este momento Saruman se encuentra en un atolladero que él mismo se ha fabricado.
—Sí, y quienquiera que triunfe, las perspectivas no son brillantes para él —dijo Merry—. La suerte empezó a serle adversa cuando los orcos entraron en Rohan.
—Nosotros alcanzamos a verlo fugazmente, al viejo malvado, o por lo menos eso insinúa Gandalf —dijo Gimli—. A la orilla del bosque.
—¿Cuándo ocurrió? —preguntó Pippin.
—Hace cinco noches.
—Déjame pensar —dijo Merry— hace cinco noches... ahora llegamos a una parte de la historia de la que nada sabéis. Encontramos a Bárbol esa mañana después de la batalla; y esa noche la pasamos en la Casa del Manantial, una de las moradas de los ents. A la mañana siguiente fuimos a la Cámara de los Ents, una asamblea éntica, y la cosa más extraña que he visto en mi vida. Duró todo ese día y el siguiente, y pasamos las noches en compañía de un ent llamado Ramaviva. Y de pronto, al final de la tarde del tercer día de asamblea, los ents despertaron. Fue algo asombroso. Había una tensión en la atmósfera del bosque como si se estuviera preparando una tormenta: y de repente estalló. Me gustaría que hubierais oído lo que cantaban al marchar.
—Si Saruman lo hubiera oído, ahora estaría a un centenar de millas de aquí, aun cuando hubiese tenido que valerse de sus propias piernas —dijo Pippin.
Aunque Isengard sea fuerte y dura, fría como la piedra y desnuda como el hueso,
¡marcharemos, marcharemos, marcharemos a la guerra, a demoler la piedra y derribar las puertas!
»Había mucho más. Una buena parte del canto era sin palabras y parecía una música de cuernos y tambores; muy excitante. Pero yo pensé que era sólo una música de marcha, una simple canción... hasta que llegué aquí. Ahora he cambiado de parecer.
»Pasamos la última cresta de las montañas y descendimos al Nan Curunir luego de la caída de la noche —prosiguió Merry—. Fue entonces cuando tuve por primera vez la impresión de que el bosque avanzaba detrás de nosotros. Creía estar soñando un sueño éntico, pero Pippin lo había notado también. Los dos estábamos muy asustados; pero entonces no descubrimos nada más.
»Eran los Ucornos, como los llamaban los ents en la "lengua abreviada". Bárbol no quiso hablar mucho acerca de ellos, pero yo creo que son ents que casi se han convertido en árboles, por lo menos en el aspecto. Se los ve aquí y allá en el bosque o en los lindes, silenciosos, vigilando sin cesar a los árboles; pero en las profundidades de los valles más oscuros hay centenares y centenares de ucornos, me parece.
»Hay mucho poder en ellos y parecen capaces de envolverse en las sombras: verlos moverse no es fácil. Pero se mueven. Y pueden hacerlo muy rápidamente, cuando se enojan. Estás ahí inmóvil, observando el tiempo, por ejemplo, o escuchando el susurro del viento, y de pronto adviertes que te encuentras un bosque poblado de grandes árboles que andan a tientas de un lado a otro. Todavía tienen voz y pueden hablar con los ents, y es por eso que se los llama ucornos, según Bárbol; pero se han vuelto huraños y salvajes. Peligrosos. A mí me asustaría encontrármelos, sin otros ents verdaderos que los vigilaran.
»Bien, en las primeras horas de la noche nos deslizamos por una larga garganta hasta la parte más alta del Valle del Mago, junto con los ents y seguidos por todos los ucornos susurrantes. Naturalmente, no los veíamos, pero el aire estaba poblado de crujidos. La noche era nublada y muy oscura. Tan pronto como dejaron atrás las colinas, echaron a andar muy rápidamente, un ruido corno de ráfagas huracanadas. La Luna no apareció entre las nubes y poco después, de medianoche un bosque de árboles altos rodeaba toda la parte norte de Isengard. No vimos rastros de enemigos ni de la presencia de centinelas. Una luz brillaba en una ventana alta de la torre y nada más.
»Bárbol y algunos otros ents siguieron avanzando sigilosamente hasta tener a la vista las grandes puertas. Pippin y yo estábamos con él. Ibamos sentados sobre los hombros de Bárbol y yo podía sentir la temblorosa tensión que lo dominaba. Pero aun estando excitados, los ents pueden ser muy cautos y pacientes. Inmóviles como estatuas de piedra, respiraban y escuchaban.
»Entonces, de repente, hubo una tremenda agitación. Resonaron las trompetas y los ecos retumbaron en los muros de Isengard. Creímos que nos habían descubierto y que la batalla iba a comenzar. Pero nada de eso. Toda la gente de Saruman se marchaba. No sé mucho acerca de esta guerra, ni de los jinetes de Rohan, pero Saruman parecía decidido a exterminar de un solo golpe al rey y a todos sus hombres. Evacuó Isengard. Yo vi partir al enemigo: filas interminables de orcos en marcha; y tropas de orcos montados sobre grandes lobos. Y también batallones de hombres. Muchos llevaban antorchas y pude verles las caras a la luz. Casi todos eran hombres comunes, más bien altos y de cabellos oscuros, y de rostros hoscos, aunque no particularmente malignos. Pero otros eran horribles: de talla humana y con caras de trasgos, pálidos, de mirada torva y engañosa. Sabéis, me recordó al instante a aquel sureño de Bree: sólo que el sureño no parecía tan orco como la mayoría de estos hombres.
—Yo también pensé en él —dijo Aragorn—. En el Abismo de Helm tuvimos que batirnos con muchos de estos semi—orcos. Parece indudable ahora que aquel sureño era un espía de Saruman; pero si trabajaba alas órdenes de los Jinetes Negros, o sólo de Saruman, lo ignoro. Es difícil saber, con esta gente malvada, cuándo están aliados y cuándo se engañan unos a otros.
—Bueno, entre los de una y otra especie, debían de ser por lo menos diez mil —dijo Merry—. Tardaron una hora en franquear las puertas. Algunos bajaron por la carretera hacia los Vados y otros se desviaron hacia el este. Allí, alrededor de una milla, donde el lecho del río corre por un canal muy profundo, habían construido un puente. Podríais verlo ahora, si os ponéis de pie. Todos iban cantando con voces ásperas y reían, y la batahola era horripilante. Pensé que las cosas se presentaban muy negras para Rohan. Pero Bárbol no se movió. Dijo: «Tengo que ajustar cuentas con Isengard esta noche, a piedra y roca.»
»Aunque en la oscuridad no podía ver lo que estaba sucediendo, creo que los ucornos empezaron a moverse hacia el sur, ni bien las puertas volvieron a cerrarse. Iban a ajustar cuentas con los orcos, creo. Por la mañana estaban muy lejos, valle abajo; en todo caso había allí una sombra que los ojos no podían penetrar.
»Tan pronto como Saruman hubo despachado a toda la tropa, nos llegó el turno. Bárbol nos puso en el suelo y subió hasta las arcadas y golpeó las puertas llamando a gritos a Saruman. No hubo respuesta, excepto flechas y piedras desde las murallas. Pero las flechas son inútiles contra los ents. Los hieren, por supuesto, y los enfurecen: como picaduras de mosquitos. Pero un ent puede estar todo atravesado de flechas de orcos, como si fuera un alfiletero, sin que esto le cause verdadero daño. Para empezar, no pueden envenenarles; y parecen tener una piel tan dura y resistente como la corteza de los árboles. Hace falta un pesado golpe de hacha para herirlos gravemente. No les gustan las hachas. Pero se necesitarían muchos hacheros para herir a un solo ent. Un hombre que ataca a un ent con un hacha nunca tiene la oportunidad de asestarle un segundo golpe. Un solo puñetazo de un ent dobla el hierro como si fuese una lata.
»Cuando Bárbol tuvo clavadas unas cuantas flechas, empezó a entrar en calor, a sentir "prisa", como diría él. Emitió un prolongado hum—hom y unos doce ents acudieron a grandes trancos. Un ent encolerizado es aterrador. Se aferra a las rocas con los dedos de las manos y los pies y las desmenuza como migajas de pan. Era como presenciar el trabajo de unas grandes raíces de árboles en centenares de años, todo condensado en unos pocos minutos.
»Empujaron, tironearon, arrancaron, sacudieron y martillaron; y clac—bum—cras—crac, en cinco minutos convirtieron en ruinas aquellas puertas enormes; y algunos comenzaban ya a roer los muros, como conejos en un arenal. No sé qué pensó Saruman entonces; en todo caso no supo qué hacer. Es posible, por supuesto, que sus poderes mágicos hayan menguado en los últimos tiempos; pero de todos modos creo que no tiene muchas agallas, ni mucho coraje cuando se encuentra a solas en un sitio cerrado sin esclavos y máquinas y cosas, si entendéis lo que quiero decir. Muy distinto del viejo Gandalf. Me pregunto si su fama no procede ante todo de la astucia con que supo instalarse en Isengard.
—No —dijo Aragorn—. En otros tiempos la fama de Saruman era justa: una profunda sabiduría, pensamientos sutiles y manos maravillosamente hábiles; y tenía poder sobre las mentes de los otros. Sabía persuadir a los sabios e intimidar a la gente común. Y ese poder lo conserva aún sin duda alguna. No hay muchos en la Tierra Media en quienes yo confiaría, si se los dejara conversar un rato a solas con Saruman, aun luego de esta derrota. Gandalf, Elrond y Galadriel, tal vez, ahora que la maldad de Saruman ha sido puesta al desnudo, pero no muchos otros.
—Los ents están a salvo —dijo Pippin—. Parece que los embaucó una vez, pero nunca más. Y de todos modos no los comprendió; y cometió el gran error de no tenerlos en cuenta. No los había incluido en ningún plan y cuando los ents entraron en acción ya no era tiempo de hacer planes. Tan pronto como iniciamos nuestro ataque, las pocas ratas que aún quedaban en Isengard huyeron precipitadas a través de las brechas que habían abierto los ents. A los hombres, las dos o tres docenas que habían permanecido aquí, los dejaron marcharse, luego de interrogarlos. No creo que hayan escapado muchos orcos, de una u otra especie. No de los ucornos: para entonces había ya todo un bosque de ellos alrededor de Isengard, además de los que habían bajado al valle.
»Cuando los ents hubieron reducido a polvo la mayor parte de las murallas que miraban al sur, Saruman, abandonado por sus últimos servidores, trató de escapar, aterrorizado. Parece que cuando llegamos estaba junto a las puertas; supongo que había salido a observar la partida de aquel espléndido ejército. Cuando los ents forzaron la entrada, huyó a toda prisa. En un principio nadie reparó en él. Pero la noche era clara entonces, a la luz de las estrellas, y los ents alcanzaban a ver los alrededores, y de pronto Ramaviva lanzó un grito: "¡El asesino de árboles, el asesino de árboles!" Ramaviva es una criatura muy dulce, pero eso no impide que odie con ferocidad a Saruman: los suyos sufrieron cruelmente bajo las hachas de los orcos. Se precipitó al sendero que parte de la puerta interior, y es veloz como el viento cuando monta en cólera. Una figura pálida se alejaba, presurosa, apareciendo y desapareciendo entre las sombras de las columnas, y había llegado casi a la escalera que conduce a la puerta de la torre. Pero fue cosa de un momento. Ramaviva lo perseguía con una furia tal, que estuvo a un paso de atraparlo y estrangularlo cuando Saruman logró escabullirse por la puerta.
»Una vez de regreso en Orthanc, sano y salvo, Saruman no tardó en poner en funcionamiento una de sus preciosas máquinas. Ya entonces muchos ents habían entrado en Isengard: algunos habían seguido a Ramaviva y otros habían irrumpido desde el norte y el este; iban de un lado a otro causando grandes destrozos. De pronto, empezaron a brotar llamaradas y humaredas nauseabundas: los respiraderos y los pozos vomitaron y eructaron por toda la llanura. Varios de los ents sufrieron quemaduras y se cubrieron de ampollas. Uno de ellos, Hayala creo que se llamaba, un ent muy alto y apuesto, quedó atrapado bajo una lluvia de fuego líquido y se consumió como una antorcha: un espectáculo horroroso.
»Esto los enfureció. Yo pensaba que habían estado realmente enojados ya antes, pero me había equivocado. Sólo en ese momento conocí al fin la furia de los ents. Era asombroso. Rugían y bramaban y aullaban de tal modo que las piedras se resquebrajaban y caían. Merry y yo, echados en el suelo, nos tapábamos los oídos con las capas. Los ents daban vueltas y vueltas alrededor del peñasco de Orthanc, feroces y violentos como una tempestad, despedazando las columnas, arrojando avalanchas de piedras a los fosos, lanzando al aire enormes bloques de roca como si fuesen hojas. La torre estaba en el centro mismo de un ciclón. Vi los pilares de hierro y los bloques de mampostería volar como cohetes a centenares de pies, para ir a estrellarse contra las ventanas de Orthanc. Pero Bárbol no había perdido la cabeza. Afortunadamente, no tenía quemaduras. No quería que en esa furia se lastimaran los suyos y tampoco quería que Saruman huyese por alguna brecha en medio de la confusión. Muchos de los ents se abalanzaban contra la roca de Orthanc; y Orthanc los rechazaba: es lisa y muy dura. Ha de tener alguna magia, más antigua y más poderosa que la de Saruman. Como quiera que sea, no podían aferrarse a la torre ni quebrarla; y se estaban lastimando e hiriendo contra ella.
»Bárbol entró entonces en el círculo y gritó. La voz enorme se alzó, dominando la batahola. De pronto hubo un silencio de muerte. Y en ese silencio oímos una risa aguda en una ventana alta de la torre. Esto afectó de un modo curioso a los ents. Habían estado en plena ebullición; ahora estaban fríos, hoscos como el hielo y silenciosos. Abandonaron la llanura y fueron todos a reunirse alrededor de Bárbol, muy quietos y callados. Bárbol les habló un momento en la lengua de los ents. Creo que les estaba explicando un plan que había concebido mucho antes. Luego las figuras se desvanecieron lentas y silenciosas a la luz grisácea. Amanecía.
»Dejaron una guardia para que vigilara la torre, creo, pero los vigías estaban tan bien disimulados entre las sombras y permanecían tan inmóviles, que no alcancé a verlos. Los otros partieron hacia el norte. Durante todo el día estuvieron ocupados en algún sitio. La mayor parte del tiempo nos dejaron solos. Fue un día triste; y anduvimos de un lado a otro, sin saber qué hacer, aunque cuidando de mantenernos en lo posible fuera de la vista de las ventanas de Orthanc, que nos miraban como amenazándonos. Buena parte del tiempo la pasamos buscando algo para comer. Y también nos sentábamos a conversar, preguntándonos qué estaría sucediendo allá en el sur, en Rohan, y qué habría sido del resto de nuestra Compañía. De vez en cuando oíamos a la distancia el estrépito de las piedras que se rompían y desmoronaban, y ruidos sordos que retumbaban entre las colinas.
»Por la tarde dimos la vuelta al círculo y fuimos a ver qué ocurría. Había un gran bosque sombrío de ucornos a la entrada del valle y otro alrededor de la muralla septentrional. No nos atrevimos a entrar. Pero desde el interior llegaban los ecos de un trabajo fatigoso y duro. Los ents y los ucornos, decididos a destruirlo todo, estaban cavando fosos y trincheras, construyendo represas y estanques, para juntar las aguas del Isen y de los manantiales y arroyos que encontraban. Los dejamos allí.
»Al anochecer Bárbol volvió a la puerta. Canturreaba entre dientes y parecía satisfecho. Se detuvo junto a nosotros y estiró los grandes brazos y piernas y respiró profundamente. Le pregunté si estaba cansado.
»"¿Cansado?" dijo, "¿cansado? Bueno, no, no cansado pero sí embotado. Necesito un buen sorbo del Entaguas. Hemos trabajado duro; en el día de hoy hemos picado más piedras y roído más tierras que en muchos de los años anteriores. Pero ya falta poco. ¡Cuando caiga la noche alejaos de esta puerta y del antiguo túnel! Es probable que el aluvión pase por aquí y durante algún tiempo será un agua nauseabunda, hasta que haya arrastrado toda la inmundicia de Saruman. Luego las aguas del Isen serán otra vez puras". Se puso a arrancar un pedazo de muro, despreocupadamente, como para entretenerse.
»Nos estábamos preguntando dónde podríamos descansar seguros y dormir un rato, cuando ocurrió la cosa más extraordinaria. Se oyeron los cascos de un caballo que se acercaba veloz por el camino. Merry y yo nos quedamos inmóviles y Bárbol se escondió bajo la arcada sombría. De pronto un jinete llegó a galope tendido, como un rayo de plata. Ya oscurecía, pero pude verle claramente el rostro: parecía bañado en una luz y estaba todo vestido de blanco. Me senté y lo contemplé boquiabierto. Traté entonces de gritar, pero no pude.
»No fue necesario. Se detuvo junto a nosotros y nos miró desde arriba. "¡Gandalf!" dije finalmente, pero mi voz fue apenas un murmullo. ¿Y creéis que dijo: "¡Hola, Pippin! ¡Qué sorpresa tan agradable!"? ¡Qué va! Dijo: "¡A ver si te levantas, Tuk, pedazo de bobo! ¿Dónde rayos podré encontrar a Bárbol, en medio de todas estas ruinas? Lo necesito. ¡Rápido!"
»Bárbol oyó la voz de Gandalf y salió inmediatamente de las sombras y aquél sí que fue un extraño encuentro. Yo era el sorprendido, pues ninguno de los dos mostraba sorpresa alguna. Era evidente que Gandalf esperaba encontrar aquí a Bárbol; y Bárbol rondaba sin duda por los alrededores de las puertas con el propósito de ver a Gandalf. Sin embargo, nosotros le habíamos contado al viejo ent todo lo ocurrido en Moria. Pero yo recordaba la mirada curiosa que nos había echado en aquel momento. Sólo puedo suponer que él mismo había visto a Gandalf, o había recibido alguna noticia de él, pero no había querido decir nada apresuradamente. "No apresurarse" es el lema de Bárbol; pero nadie, ni siquiera los elfos, dirán gran cosa acerca de las idas y venidas de Gandalf cuando él no está.
»¡Hum! ¡Gandalf!" dijo Bárbol. "Me alegra que hayas venido. Puedo dominar bosques y aguas, troncos y piedras. Pero aquí se trata de vencer a un mago.
»"Bárbol" dijo Gandalf. "Necesito tu ayuda. Mucho has hecho, pero necesito todavía más. Tengo que enfrentarme con unos diez mil orcos." Los dos se alejaron, yéndose a algún rincón a celebrar concejo. A Bárbol aquello tuvo que parecerle muy apresurado, pues Gandalf estaba con mucha prisa, y ya hablaba a todo trapo cuando dejamos de oírlos. Estuvieron ausentes unos pocos minutos, un cuarto de hora tal vez. Luego Gandalf volvió a donde estábamos nosotros y parecía aliviado y casi contento. Hasta nos dijo, en ese momento, que se alegraba de volvernos a ver.
» ¡Pero Gandalf!" exclamé. "¿Dónde has estado? ¿Has visto a los otros?"
»"Dondequiera que haya estado, ahora he vuelto" respondió en su estilo peculiar. "Sí, he visto a algunos de los otros. Pero las noticias quedarán para otra ocasión. Esta es una noche peligrosa y he de partir rápidamente. Aunque quizás el amanecer sea más claro; y si es así, nos encontraremos de nuevo. ¡Cuidaos y manteneos alejados de Orthanc! ¡Hasta la vista!"
»Bárbol quedó muy pensativo luego de la partida de Gandalf. Era evidente que se había enterado de muchas cosas en contados minutos y ahora estaba digiriéndolas. Nos miró y dijo: "Hm, bueno, me doy cuenta de que no sois tan apresurados como yo suponía. Habéis dicho mucho menos de lo que sabíais, y no más de lo que debíais. Hm... ¡éstas sí que son noticias en montón! Bien, ahora Bárbol tiene que volver al trabajo."
»Antes de que se marchara, conseguimos que nos revelara algunas de aquellas noticias; que por cierto no nos animaron. Pero por el momento nos preocupaba más la suerte de vosotros tres que la de Frodo y Sam, y el desdichado Boromir. Porque suponíamos que se estaba librando una cruenta batalla, o que no tardaría en iniciarse, y que vosotros lucharíais en ella y acaso no salierais de allí con vida.
»"Los ucornos ayudarán" dijo Bárbol. Y se alejó y no volvimos a verlo hasta esta mañana.
—Era noche cerrada. Yacíamos en lo alto de una pila de piedras y no veíamos nada más allá. Una niebla o unas sombras lo envolvían todo como un gran manto, a nuestro alrededor. El aire parecía caluroso y espeso; y se oían rumores, crujidos y un murmullo como de voces que se alejaban. Creo que centenares de ucornos pasaron por allí para ayudar en la lucha. Un poco más tarde unos truenos resonaron en el sur y a lo lejos, más allá de Rohan, los relámpagos iluminaron el cielo. De cuando en cuando veíamos los picos montañosos, a millas y millas de distancia, que emergían repentinamente, blancos y negros, y desaparecían luego con la misma rapidez. Y detrás de nosotros el trueno parecía estremecer las colinas, pero de una manera diferente. Por momentos el valle entero retumbaba.
»Debía de ser cerca de medianoche cuando los ents rompieron los diques y volcaron todas las aguas a través de una brecha en el muro norte, en dirección a Isengard. La oscuridad de los ucornos había desaparecido y el trueno se había alejado. La luna se hundía en el oeste, detrás de las montañas.
»En Isengard aparecieron pronto unos charcos y arroyos de aguas negras, que brillaban a los últimos resplandores de la luna, a medida que inundaban el llano. De tanto en tanto las aguas penetraban en algún pozo o un respiradero. Unas nubes blancuzcas de vapor se elevaban siseando. El humo subía, ondulante. Había explosiones y llamaradas súbitas. Una gran voluta de vapor trepaba en espiral, enroscándose alrededor de Orthanc, hasta que la torre pareció un elevado pico de nubes, incandescente por abajo y arriba iluminado por la luna. Y el agua continuó derramándose, e Isengard quedó convertido en algo así como una fuente enorme, humeante y burbujeante.
—Anoche, cuando llegábamos a la entrada del Nan Curunir, vimos una nube de humo y de vapor que venía del sur —dijo Aragorn—. Temimos que Saruman nos estuviese preparando otro sortilegio.
—¡No Saruman! –dijo Pippin—. ¡Lo más probable es que se estuviera asfixiando y ya no se riera! En la mañana, la mañana de ayer, el agua se había escurrido por todos los agujeros, y había una niebla espesa. Nosotros nos refugiamos en el cuarto de los guardias y estábamos muertos de miedo. El lago desbordó y se derramó a través del viejo túnel y el agua subía rápidamente por las escaleras. Temíamos quedar atrapados en una cueva, lo mismo que los orcos; pero en el fondo del depósito de vituallas descubrimos una escalera de caracol que nos llevó al aire libre en lo alto de la arcada. No nos fue nada fácil salir de allí, pues los pasadizos se habían agrietado, y más arriba las piedras los obstruían en parte. Allí, sentados por encima de la inundación, vimos cómo Isengard se hundía bajo las aguas. Los ents continuaron vertiendo más y más agua, hasta que todos los fuegos se extinguieron y se anegaron todas las cavernas. Las nieblas crecieron lentamente y se elevaron al fin en una enorme y vaporosa sombrilla de nubes, quizá de una milla de altura. Al atardecer un gran arco iris apareció sobre las colinas del este; y de pronto el sol en el ocaso quedó oculto detrás de una llovizna espesa en las laderas de las montañas. Todo aquello sucedía en medio de un gran silencio. Algunos lobos aullaban lúgubremente en la lejanía. Por la noche, los ents detuvieron la inundación, y encauzaron de nuevo las aguas del Isen, que volvió a su antiguo lecho. Y así terminó todo.
»Desde entonces las aguas han vuelto a bajar. Tiene que haber algún desagüe en las cavernas subterráneas supongo. Si Saruman espía desde una ventana, verá sólo desolación y caos. Merry y yo nos sentíamos muy solos. Ni siquiera un ent con quien conversar en medio de toda esta ruina; y ninguna noticia. Pasamos la noche allá arriba, en lo alto de la arcada, y hacía frío y estaba húmedo y no pudimos dormir. Teníamos la impresión de que algo iba a ocurrir de un momento a otro. Saruman sigue encerrado en su torre. Hubo un ruido en la noche como un viento que subiera por el valle. Creo que fueron los ents y los ucornos que se habían marchado y ahora regresaban; pero a dónde se han ido, no lo sé. Era una mañana brumosa y húmeda cuando bajamos a echar una mirada, y no había nadie. Y esto es más o menos todo lo que tengo que decir. Parece casi apacible, ahora que ha quedado atrás. Y también más seguro, ya que Gandalf ha regresado. ¡Al fin podré dormir!
Durante un momento todos callaron. Gimli volvió a llenar la pipa. —Hay algo que me intriga —dijo, mientras la encendía con yesca y pedernal—: Lengua de Serpiente. Tú le dijiste a Théoden que estaba con Saruman. ¿Cómo llegó hasta Orthanc?
—Ah, sí, me había olvidado de él —dijo Pippin—. No llegó aquí hasta esta mañana. Acabábamos de encender el fuego y de preparar el desayuno cuando Bárbol reapareció. Oímos cómo zumbaba y nos llamaba.
»"He venido sólo a ver cómo estáis, mis muchachos" dijo, "y a traeros algunas noticias. Los ucornos han regresado. Todo marcha bien; ¡sí, muy bien en verdad!". Rió y se palmeó los muslos. "No más Orcos en Isengard, ¡no más hachas! Y llegarán gentes del sur antes que acabe el día; gentes que quizás os alegre volver a ver."
»"No bien había dicho estas palabras, cuando oímos un ruido de cascos en el camino. Nos precipitamos fuera de las puertas y me detuve a mirar, con la certeza de ver avanzar a Trancos y Gandalf cabalgando a la cabeza de un ejército. Pero el que salió de la bruma fue un hombre montado en un caballo viejo y cansado; y también él parecía ser un personaje extraño y tortuoso. No había nadie más. Cuando salió de la niebla y vio ante él toda aquella ruina y desolación, se quedó como petrificado y boquiabierto, y la cara se le puso casi verde. Estaba tan azorado que al principio ni siquiera pareció advertir nuestra presencia. Cuando por fin nos vio, dejó escapar un grito, y trató de que el caballo diera media vuelta para huir al galope. Pero Bárbol dio tres zancadas, extendió un brazo larguísimo y lo levantó de la montura. El caballo escapó aterrorizado y el jinete fue a parar al suelo. Dijo ser Gríma, amigo y consejero del rey, y que había sido enviado con mensajes importantes de Théoden para Saruman.
»"Nadie se atrevía a cabalgar por campo abierto, plagado como está de orcos inmundos" dijo, "y me enviaron a mí. Y el viaje ha sido peligroso y estoy hambriento y cansado. Tuve que desviarme hacia el norte, lejos de mi ruta, perseguido por los lobos".
»Advertí las miradas de soslayo que le echaba a Bárbol y dije para mis adentros "mentiroso". Bárbol lo observó con su mirada larga y lenta durante varios minutos, hasta que el desdichado se retorció por el suelo. Entonces, al fin, habló Bárbol: "Ah, hm, a ti te esperaba, Señor Lengua de Serpiente." Al oírse llamar así, el hombre se sobresaltó. "Gandalf llegó aquí primero, de modo que sé de ti todo cuanto necesito saber y sé también qué he de hacer contigo. Pon todas las ratas juntas en una ratonera, me dijo Gandalf; y eso es lo que haré. Yo soy ahora el amo de Isengard, pero Saruman está encerrado en la torre; y puedes ir allí y darle todos los mensajes que se te ocurran."
»"¡Dejadme ir, dejadme ir!", dijo Lengua de Serpiente. "Conozco el camino."
»"Conocías el camino, no lo dudo", dijo Bárbol. "Pero las cosas han cambiado un poco por estos sitios. ¡Ve y verás!"
»Soltó a Lengua de Serpiente, que echó a andar cojeando a través de la arcada, seguido por nosotros de cerca, hasta que llegó al interior del círculo y pudo ver las inundaciones que se extendían entre él y Orthanc. Entonces se volvió a nosotros'
»"Dejadme ir", lloriqueo. "¡Dejadme ir! Ahora mis mensajes son inútiles."
»"En verdad lo son", dijo Bárbol. "Pero tienes una alternativa: quedarte aquí conmigo hasta que lleguen Gandalf y tu señor; o atravesar el agua. ¿Por cuál te decides?"
»Al oír nombrar al rey el hombre se estremeció; puso un pie en el agua y lo retiró en seguida. "No sé nadar", dijo.
»"El agua no es profunda", dijo Bárbol. "Está sucia, pero eso no te hará daño, señor Lengua de Serpiente. ¡Entra de una vez!"
»Y allí fue el infeliz, cojeando y tropezando. Antes que lo perdiese de vista, el agua le llegaba casi al cuello. Cuando lo vi por última vez se aferraba a un viejo barril o un pedazo de madera. Pero Bárbol lo siguió durante un trecho, vigilándolo.
»"Bueno, allá va", dijo al volver. "Lo vi trepar escaleras arriba como una rata mojada. Aún queda alguien en la torre: una mano asomó y lo arrastró adentro. De modo que ya está allí y espero que la acogida haya sido buena. Ahora necesito ir a lavarme para quitarme todo este fango. Estaré arriba, del lado norte, si alguien quiere verme. Aquí abajo no hay agua limpia para que un ent pueda beber o bañarse. Así que os pediré a vosotros dos, muchachos, que vigiléis la puerta y recibáis a los que vengan. Estad atentos, pues espero al Señor de los Campos de Rohan. Tenéis que darle vuestra mejor bienvenida: sus hombres han librado una gran batalla con los orcos. Tal vez conozcáis mejor que los ents las palabras con que conviene recibir a tan noble señor. En mis tiempos, hubo muchos señores en los campos, pero nunca aprendí la lengua de esos señores, ni supe cómo se llamaban. Querrán alimentos de hombres y vosotros entendéis de esas cosas, supongo. Buscad pues, lo que a vuestro entender es bocado de reyes, si podéis." Y éste es el final de la historia. Aunque me gustaría saber quién es ese Lengua de Serpiente. ¿Era de veras consejero del rey?
—Era —dijo Aragorn—, y también espía y sirviente de Saruman en Rohan. El destino lo ha tratado como se merecía, sin misericordia. El ruinoso espectáculo de cuanto consideraba magnífico e indestructible ha de haber sido para él castigo suficiente. Pero temo que le esperen cosas todavía peores.
—Sí, no creo que Bárbol lo haya enviado a Orthanc por pura generosidad —dijo Merry—. Parecía encontrar un placer maligno en la historia y se reía para sus adentros cuando se marchó a beber y bañarse. Nosotros estuvimos muy ocupados después de eso, buscando restos flotantes y yendo de aquí para allá. Encontramos dos o tres almacenes en distintos lugares, cerca de aquí, sobre el nivel de las aguas. Pero Bárbol mandó algunos ents y ellos se llevaron casi todos los víveres. »"Necesitamos alimentos de hombres para veinticinco personas”, dijeron los ents, así que como veis alguien os había contado cuidadosamente antes que llegarais. A vosotros tres, evidentemente, os incluían entre los grandes. Pero no habríais sido mejor atendidos que aquí. Conservamos cosas tan buenas como las otras, os lo aseguro. Mejores, pues no les mandamos bebidas.
»"¿Y para beber?", les pregunté a los ents.
»"Tenemos el agua del Isen", respondieron "y es tan buena para los ents como para los hombres". Espero, sin embargo, que los ents hayan tenido tiempo de hacer fermentar algunos brebajes en los manantiales de las montañas, y aún veremos cómo se le rizan las barbas a Gandalf cuando esté de vuelta. Los ents se fueron y nos sentimos cansados y hambrientos. Pero no nos quejamos: nuestros esfuerzos habían sido bien recompensados. Fue durante la búsqueda de alimentos para hombres cuando Pippin descubrió el botín más preciado, estos barrilitos de Corneta. Pippin dijo que la hierba de pipa es mejor después de la comida, y así termina la historia.
—Ahora lo entendemos todo perfectamente —dijo Gimli.
—Todo excepto una cosa —dijo Aragorn—: hierbas de la Cuaderna del Sur en Isengard. Más lo pienso y más raro me parece. Nunca estuve en Isengard, pero he viajado por estas tierras y conozco muy bien los páramos desnudos que se extienden entre Rohan y la Comarca. Ni mercancías ni personas han transitado por este camino durante largos años, no a la luz del día. Sospecho que Saruman tenía tratos secretos con alguien de la Comarca. No sólo en el Castillo del Rey Théoden hay Lenguas de Serpiente. ¿Viste alguna fecha en los barriles?
—Sí —dijo Pippin—. Eran de la cosecha de 1417, es decir del año pasado; no, ahora el antepenúltimo, por supuesto: un año óptimo.
—Ah, sí, todos los males que amenazaban a la Comarca han pasado ahora, espero; o en todo caso, están, por el momento, fuera de nuestro alcance —dijo Aragorn—. Sin embargo, creo que hablaré de esto Con Gandalf, por insignificante que le parezca en medio de esos importantes asuntos que le ocupan la mente.
—Me pregunto en qué andará —dijo Merry—. La tarde avanza. ¡Salgamos a echar una mirada! De todos modos, ahora puedes entrar en Isengard, Trancos, si así lo deseas. Pero no es un espectáculo muy regocijante.
10
LA VOZ DE SARUMAN
Atravesaron la ruinosa galería y desde un montículo de piedras contemplaron la roca oscura de Orthanc, con numerosas ventanas, una amenaza más en la desolación de alrededor. Ahora el agua se había retirado casi del todo. Aquí y allá quedaban algunos charcos sombríos, cubiertos de espuma y desechos; pero la mayor parte del ancho círculo era de nuevo visible: un desierto de fango y escombros de piedra, de agujeros ennegrecidos, de columnas y pilares que se tambaleaban como ebrios. Al borde de ese tazón en ruinas se veían vastos montículos y pendientes, como cantos rodados acumulados por un huracán; y más allá el valle verde se internaba serpeando entre los brazos oscuros de las montañas. Del otro lado de la desolada llanura vieron unos jinetes que venían del norte y ya se acercaban a Orthanc.
—¡Son Gandalf y Théoden y sus hombres! —dijo Legolas—. ¡Vayamos a su encuentro!
—¡Pisad con prudencia! —dijo Merry—. Hay piedras flojas que pueden darse vuelta y arrojamos a un pozo, si no tenéis cuidado.
Recorrieron lo que antes fuera el camino que iba de las puertas a la Roca de Orthanc, avanzando lentamente, pues las losas estaban rajadas y cubiertas de lodo. Los jinetes, al verlos acercarse, se detuvieron a esperarlos a la sombra de la roca. Gandalf se adelantó y les salió al encuentro.
—Bien, Bárbol y yo hemos tenido una conversación muy interesante y hemos trazado algunos planes —dijo—, y todos hemos gozado de un merecido reposo. Ahora hemos de ponernos otra vez en camino. Espero que también tú y tus compañeros hayáis descansado y recobrado las fuerzas.
—Sí —dijo Merry —. Pero nuestras discusiones comenzaron y acabaron en humo. Sin embargo, y en relación con Saruman, no estamos tan mal dispuestos como antes.
—¿De veras? —dijo Gandalf—. Pues bien, yo no he cambiado. Me queda algo pendiente antes de partir: una visita de despedida a Saruman. Peligrosa y probablemente inútil; pero inevitable. Aquéllos de vosotros que lo deseen, pueden venir conmigo... pero ¡cuidado! ¡Nada de bromas! Este no es el momento.
—Yo te acompañaré —dijo Gimli—. Quiero verlo y saber si es cierto que se parece a ti.
—¿Y cómo harás para saberlo, Señor Enano? —dijo Gandalf—. Saruman puede mostrarse parecido a mí a tus ojos, si conviene a sus designios. ¿Y te consideras bastante perspicaz como para no dejarte engañar por sus ficciones? En fin, ya veremos. Quizá no se atreva a presentarse al mismo tiempo ante tantas miradas diferentes. Pero he rogado a los ents que no se dejen ver y puede ser que así consigamos que salga.
—¿Cuál es el peligro? —preguntó Pippin—. ¿Que nos acribille a flechazos y arroje fuego por las ventanas, o acaso puede obrar un sortilegio desde lejos?
—La última hipótesis es la más verosímil, si llegáis a sus puertas desprevenidos —dijo Gandalf —. Pero nadie puede saber lo que es capaz de hacer, o de intentar. Una bestia salvaje acorralada siempre es peligrosa. Y Saruman tiene poderes que ni siquiera sospecháis. ¡Cuidaos de su voz!
Llegaron a los pies de Orthanc. La roca negra relucía como si estuviese mojada. Las aristas de las facetas eran afiladas y parecían talladas hacía poco. Algunos arañazos y esquirlas pequeñas como escamas junto a la base eran los únicos rastros visibles de la furia de los ents.
En la cara oriental, en el ángulo formado por dos pilastras, se abría una gran puerta, muy alta sobre el nivel del suelo; y más arriba una ventana con los postigos cerrados, que daba a un balcón cercado por una balaustrada de hierro. Una ancha escalera de veintisiete escalones, tallada por algún artífice desconocido en la misma piedra negra, conducía al umbral. Aquella era la única entrada a la torre; pero muchas troneras de antepecho profundo se abrían en los muros casi verticales, y espiaban, como ojos diminutos, desde lo alto de las escarpadas paredes.
Al pie de la escalera Gandalf y el rey se apearon de las cabalgaduras.
—Yo subiré —dijo Gandalf —. Ya he estado otras veces en Orthanc y conozco los peligros que corro.
—Y yo subiré contigo — dijo el rey —. Soy viejo y ya no temo a ningún peligro. Quiero hablar con el enemigo que tanto mal me ha hecho. Eomer me acompañará y cuidará de que mis viejos pies no vacilen.
—Como quieras —dijo Gandalf—. Aragorn irá conmigo. Que los otros nos esperen al pie de la escalinata. Oirán y verán lo suficiente, si hay algo que ver y oír.
—¡No! —protestó Gimli—. Legolas y yo queremos ver las cosas más de cerca. Somos aquí los únicos representantes de nuestras razas. También nosotros subiremos.
—¡Venid entonces! –dijo Gandalf, y al decir esto empezó a subir, con Théoden al lado.
Los Caballeros de Rohan permanecieron inquietos en sus cabalgaduras, a ambos lados de la escalinata, observando con miradas sombrías la gran torre, temerosos de lo que pudiera acontecerle a Théoden. Merry y Pippin se sentaron en el último escalón, sintiéndose a la vez poco importantes y poco seguros.
—¡Media milla de fango de aquí hasta la puerta! —murmuró Pippin—. ¡Si pudiera escurrirme otra vez hasta el cuarto de los guardias sin que nadie me viera! ¿Para qué habremos venido? Nadie nos necesita.
Gandalf se detuvo ante la puerta de Orthanc y golpeó en ella con su vara. Retumbó con un sonido cavernoso.
—¡Saruman, Saruman! —gritó con una voz potente, imperiosa—. ¡Saruman, sal!
Durante un rato no hubo ninguna respuesta. Al cabo, se abrieron los postigos de la ventana que estaba sobre la puerta, pero nadie se asomó al vano oscuro.
—¿Quién es? —dijo una voz—. ¿Qué deseas?
Théoden se sobresaltó.
—Conozco esa voz —dijo—, y maldigo el día en que la oí por primera vez.
—Ve en busca de Saruman, ya que te has convertido en su lacayo. ¡Gríma, Lengua de Serpiente! —dijo Gandalf—. ¡Y no nos hagas perder tiempo!
La ventana volvió a cerrarse. Esperaron. De improviso otra voz habló, suave y melodioso: el sonido mismo era ya un encantamiento. Quienes escuchaban, incautos, aquella voz, rara vez eran capaces de repetir las palabras que habían oído; y si lograban repetirlas, quedaban atónitos, pues parecían de poco poder. Sólo recordaban, las más de las veces, que escuchar la voz era un verdadero deleite, que todo cuanto decía parecía sabio y razonable, y les despertaba, en instantánea simpatía, el deseo de parecer sabios también ellos. Si otro tomaba la palabra, parecía, por contraste, torpe y grosero; y si contradecía a la voz, los corazones de los que caían bajo el hechizo se encendían de cólera. Para algunos el sortilegio sólo persistía mientras la voz les hablaba a ellos y cuando se dirigía a algún otro, sonreían como si hubiesen descubierto los trucos de un prestidigitador mientras los demás seguían mirando boquiabiertos. A muchos, el mero sonido bastaba para cautivarlos; y en quienes sucumbían a la voz, el hechizo persistía aún en la distancia, y seguían oyéndola incesantemente, dulce y susurrante y a la vez persuasiva. Pero nadie, sin un esfuerzo de la voluntad y la inteligencia podía permanecer indiferente, resistirse a las súplicas y las órdenes de aquella voz.
—¿Y bien? —preguntó ahora con dulzura—. ¿Por qué habéis venido a turbar mi reposo? ¿No me concederéis paz ni de noche ni de día?
El tono era el de un corazón bondadoso, dolorido por injurias inmerecidas.
Todos alzaron los ojos, asombrados, pues Saruman había aparecido sin hacer ningún ruido; y entonces vieron allí, asomada al balcón, la figura de un anciano que los miraba: estaba envuelto en una amplia capa de un color que nadie hubiera podido describir, pues cambiaba según donde se posaran los ojos y con cada movimiento del viejo. Aquel rostro alargado, de frente alta, y ojos oscuros, profundos, insondables, los contemplaba ahora con expresión grave y benévola, a la vez que un poco fatigada. Los cabellos eran blancos, lo mismo que la barba, pero algunas hebras negras se veían aún alrededor de las orejas y los labios.
—Parecido y a la vez diferente —murmuró Gimli.
—Veamos —dijo la dulce voz—. A dos de vosotros os conozco, por lo menos de nombre. A Gandalf lo conozco demasiado bien para abrigar alguna esperanza de que haya venido aquí en busca de ayuda o consejo. Pero a ti, Théoden, Señor de la Marca de Rohan, a ti te reconozco por las insignias de tu nobleza, pero más aún por la bella apostura que distingue a los miembros de la casa de Eorl. ¡Oh digno hijo de Thengel el Tres Veces Famoso! ¿Por qué no has venido antes, en calidad de amigo? ¡Cuánto he deseado verte, oh rey, el más poderoso de las tierras occidentales! Y más aún en estos últimos años, para salvarte de los consejos imprudentes y perniciosos que te asediaban. ¿Será ya demasiado tarde? No obstante las injurias de que he sido víctima y de las que los hombres de Rohan han sido ¡ay! en parte responsables, aún quisiera salvarte de la ruina que caerá inexorable sobre ti si no abandonas la senda que has tomado. Ahora en verdad sólo yo puedo ayudarte.
Théoden abrió la boca como si fuera a hablar, pero no dijo nada. Miró primero a Saruman, quien lo observaba desde el balcón con ojos profundos y solemnes, y luego a Gandalf, a su lado; parecía indeciso. Gandalf no se inmutó; inmóvil y silencioso como si fuera de piedra, parecía aguardar pacientemente una llamada que no llegaba aún.
En el primer momento los caballeros se agitaron y aprobaron con un murmullo las palabras de Saruman; luego también ellos callaron, como bajo los efectos de algún sortilegio. «Gandalf», pensaban, «nunca había exhortado a Théoden con palabras tan justas y tan hermosas». Rudas y viciadas por la soberbia les parecían ahora las prédicas de Gandalf. Y una sombra empezó a oscurecerles los corazones, el temor de un gran peligro: el final de la Marca hundida en el abismo de tinieblas al que Gandalf parecía arrastrarla, mientras Saruman entreabría la puerta de la salvación, por la que entraba ya un rayo de luz. Hubo un silencio tenso y prolongado.
Fue Gimli el enano quien lo rompió súbitamente.
—Las palabras de este mago no tienen pies ni cabeza —gruñó, a la vez que echaba mano al mango del hacha—. En la lengua de Orthanc ayuda es sinónimo de ruina y salvación significa asesinato, eso es claro como el agua. Pero nosotros no hemos venido aquí a mendigar favores.
—¡Paz! —dijo Saruman, y por un instante la voz fue menos suave y un resplandor fugaz le iluminó los ojos—. Aún no me he dirigido a ti, Gimli hijo de Glóin —dijo—. Lejos está tu casa y poco te conciernen los problemas de este país. No te has visto envuelto en ellos por tu propia voluntad, de modo que no voy a reprocharte ese discurso, un discurso muy valiente, no lo dudo. Pero te lo ruego, permíteme hablar primero con el Rey de Rohan, mi vecino y mi amigo en otros tiempos.
»¿Qué tienes que decir, Rey Théoden? ¿Quieres la paz conmigo y toda la ayuda que pueda brindarte mi sabiduría, adquirida a lo largo de muchos años? ¿Quieres que aunemos nuestros esfuerzos para luchar contra estos días infaustos y reparar nuestros daños con tanta buena voluntad que estas tierras puedan reverdecer más hermosas que nunca?
Théoden continuaba callado. Nadie podía saber si luchaba contra la cólera o la duda. Eomer habló.
—¡Escuchadme, Señor! —dijo—. He aquí el peligro sobre el que se nos ha advertido. ¿Habremos conquistado la victoria para terminar aquí, paralizados y estupefactos ante un viejo embustero que se ha untado de mieles la lengua viperina? Con esas mismas palabras les hablaría el lobo a los lebreles que lo han acorralado, si fuera capaz de expresarse. ¿Qué ayuda puede ofrecemos, en verdad? Todo cuanto desea es escapar de este trance difícil. ¿Vais a parlamentar con este farsante, experto en traiciones y asesinatos? ¡Recordad a Théodred en el Vado y la tumba de Háma en el Abismo de Helm!
—Si hemos de hablar de lenguas ponzoñosas ¿qué decir de la tuya, cachorro de serpiente? —dijo Saruman, y el relámpago de cólera fue ahora visible para todos—. ¡Pero seamos justos, Eomer hijo de Eomund —prosiguió, otra vez con voz dulce—. A cada cual sus méritos. Tú has descollado en las artes de la guerra y conquistaste altos honores. Mata a aquellos a quienes tu señor llama sus enemigos y conténtate con eso. No te inmiscuyas en lo que no entiendes. Tal vez, si un día llegas a ser rey, comprenderás que un monarca ha de elegir con cuidado a sus amigos. La amistad de Saruman y el poderío de Orthanc no pueden ser rechazados a la ligera en nombre de cualquier ofensa real o imaginaria. Habéis ganado una batalla pero no una guerra y esto gracias a una ayuda con la que no contaréis otra vez. Mañana podríais encontrar la Sombra del Bosque a vuestras puertas; es caprichosa e insensible, y no ama a los hombres.
»Pero dime, mi señor de Rohan, ¿he de ser tildado de asesino porque hombres valientes hayan caído en la batalla? Si me haces la guerra, inútilmente, pues yo no la deseo, es inevitable que haya muertos. Pero si por ello han de llamarme asesino, entonces toda la casa de Eorl lleva el mismo estigma; pues han peleado en muchas guerras, atacando a quienes se atrevieron a desafiarlos. Sin embargo, más tarde hicieron la paz con algunos: una actitud sabia e inteligente. Te pregunto, rey Théoden: ¿quieres que haya entre nosotros paz y concordia? A nosotros nos toca decidirlo.
—Quiero que haya paz —dijo por fin Théoden con la voz pastosa y hablando con un esfuerzo. Varios de los jinetes prorrumpieron en gritos de júbilo. Théoden levantó la mano—. Sí, quiero paz —dijo, ahora con voz clara—, y la tendremos cuando tú y todas tus obras hayan perecido y las obras de tu amo tenebroso a quien pensabas entregarnos. Eres un embustero, Saruman, y un corruptor de corazones. Me tiendes la mano y yo sólo veo un dedo de la garra de Mordor. ¡Cruel y frío! Aun cuando tu guerra contra mí fuese justa (y no lo era, porque así fueses diez veces más sabio no tendrías derecho a gobernarme a mí y a los míos para tu propio beneficio), aun así, ¿cómo justificas las antorchas del Folde Oeste y los niños que allí murieron? Y lapidaron el cuerpo de Háma ante las puertas de Cuernavilla, después de darle muerte. Cuando te vea en tu ventana colgado de una horca, convertido en pasto de tus propios cuervos, entonces haré la paz contigo y con Orthanc. He hablado en nombre de la Casa de Eorl. Soy tal vez un heredero menor de antepasados ilustres, pero no necesito lamerte la mano. Búscate otros a quienes embaucar. Aunque me temo que tu voz haya perdido su magia.
Los caballeros miraban a Théoden estupefactos, como si despertaran sobresaltados de un sueño. Aspera como el graznido de un cuervo viejo les sonaba la voz del rey después de la música de Saruman. Por un momento Saruman no pudo disimular la cólera que lo dominaba. Se inclinó sobre la barandilla como si fuese a golpear al rey con su bastón. Algunos creyeron ver de pronto una serpiente que se enroscaba para atacar.
—¡Horcas y cuervos! — siseó Saruman, y todos se estremecieron ante aquella horripilante transformación—. ¡Viejo chocho! ¿Qué es la casa de Eorl sino un cobertizo hediondo donde se embriagan unos cuantos bandidos, mientras la prole se arrastra por el suelo entre los perros? Durante demasiado tiempo se han salvado de la horca. Pero el nudo corredizo se aproxima, lento al principio, duro y estrecho al final. ¡Colgaos, si así lo queréis! —La voz volvió a cambiar, a medida que Saruman conseguía dominarse. — No sé por qué he tenido la paciencia de hablar contigo. Porque no te necesito, ni a ti ni a tu pandilla de cabalgadores, tan rápidos para huir como para avanzar, Théoden Señor de Caballos. Tiempo atrás te ofrecí una posición superior a tus méritos y a tu inteligencia. Te la he vuelto a ofrecer, para que aquellos a quienes llevas por mal camino puedan ver claramente el que tú elegiste. Tú me respondes con bravuconadas e insultos. Que así sea. ¡Vuélvete a tu choza!
»¡Pero tú, Gandalf! De ti al menos me conduelo, compadezco tu vergüenza. ¿Cómo puedes soportar semejante compañía? Porque tú eres orgulloso, Gandalf, y no sin razón, ya que tienes un espíritu noble y ojos capaces de ver lo profundo y lejano de las cosas. ¿Ni aun ahora querrás escuchar mis consejos?
Gandalf hizo un movimiento y alzó los ojos.
—¿Qué puedes decirme que no me hayas dicho en nuestro último encuentro? —preguntó—. ¿O tienes acaso cosas de que retractarte?
Saruman tardó un momento en responder.
—¿Retractarme dices? —murmuró, como perplejo—. ¿Retractarme? Intenté aconsejarte por tu propio bien, pero tú apenas escuchabas. Eres orgulloso y no te gustan los consejos, teniendo como tienes tu propia sabiduría. Pero en aquella ocasión te equivocaste, pienso, tergiversando mis propósitos.
»En mi deseo de persuadirte, temo haber perdido la paciencia; y lo lamento de veras. Porque no abrigaba hacia ti malos sentimientos; ni tampoco los tengo ahora, aunque hayas vuelto en compañía de gente violenta e ignorante: ¿Por qué habría de tenerlos? ¿Acaso no somos los dos miembros de una alta y antigua orden, la más excelsa de la Tierra Media? Nuestra amistad sería provechosa para ambos. Aún podríamos emprender juntos muchas cosas, curar los males que aquejan al mundo. ¡Lleguemos a un acuerdo entre nosotros y olvidemos para siempre a esta gente inferior! ¡Que ellos acaten nuestras decisiones! Por el bien común estoy dispuesto a renegar del pasado y a recibirte. ¿No quieres que deliberemos? ¿No quieres subir?
Tan grande fue el poder de la voz de Saruman en este último esfuerzo que ninguno de los que escuchaban permaneció impasible. Pero esta vez el sortilegio era de una naturaleza muy diferente. Estaban oyendo el tierno reproche de un rey bondadoso a un ministro equivocado aunque muy querido. Pero se sentían excluidos, como si escucharan detrás de una puerta palabras que no les estaban destinadas: niños malcriados o sirvientes estúpidos que oían a hurtadillas las conversaciones ininteligibles de los mayores, y se preguntaban inquietos de qué modo podrían afectarlos. Los dos interlocutores estaban hechos de una materia más noble: eran venerables y sabios. Una alianza entre ellos parecía inevitable. Gandalf subiría a la torre, a discutir en las altas estancias de Orthanc problemas profundos, incomprensibles para ellos. Las puertas se cerrarían y ellos quedarían fuera, esperando a que vinieran a imponerles una tarea o un castigo. Hasta en la mente de Théoden apareció el pensamiento, como la sombra de una duda: «Nos traicionará, nos abandonará... y nada ya podrá salvarnos.»
De pronto Gandalf se echó a reír. Las fantasías se disiparon como una nubecilla de humo.
—¡Saruman, Saruman! —dijo Gandalf sin dejar de reír—. Saruman, erraste tu oficio en la vida. Tenias que haber sido bufón de un rey y ganarte el pan, y también los magullones, imitando a sus consejeros. ¡Ah, pobre de mí! —Hizo una pausa y dejó de reír.— ¿Un entendimiento entre nosotros? Temo que nunca llegues a entenderme. Pero yo te entiendo a ti, Saruman, y demasiado bien. Conservo de tus argucias y de tus actos un recuerdo mucho más claro de lo que tú imaginas. La última vez que te visité eras el carcelero de Mordor y allí ibas a enviarme. No, el visitante que escapó por el techo, lo pensará dos veces antes de volver a entrar por la puerta. No, no creo que suba. Pero escucha, Saruman, ¡por última vez! ¿Por qué no bajas tú? Isengard ha demostrado ser menos fuerte que en tus deseos y tu imaginación. Lo mismo puede ocurrir con otras cosas en las que aún confías. ¿No te convendría alejarte de aquí por algún tiempo? ¿Dedicarte a algo distinto, quizá? ¡Piénsalo bien, Saruman! ¿No quieres bajar?
Una sombra pasó por el rostro de Saruman; en seguida se puso mortalmente pálido. Antes de que pudiese ocultarlo, todos vieron a través de la máscara la angustia de una mente confusa, a quien repugnaba la idea de quedarse, y temerosa a la vez de abandonar aquel refugio. Titubeó un segundo apenas y todo el mundo contuvo el aliento. Luego Saruman habló, con una voz fría y estridente. El orgullo y el odio lo dominaban otra vez.
—¿Si quiero bajar? —dijo, burlón—. ¿Acaso un hombre inerme baja a hablar puertas afuera con los ladrones? Te oigo perfectamente bien desde aquí. No soy ningún tonto y no confío en ti, Gandalf. Los demonios salvajes del bosque no están aquí a la vista, en la escalera, pero sé dónde se ocultan, esperando órdenes.
—Los traidores siempre son desconfiados —respondió Gandalf con cansancio —. Pero no tienes que temer por tu pellejo. No deseo matarte, ni lastimarte, como bien lo sabrías, si en verdad me comprendieses. Y mis poderes te protegerían. Te doy una última oportunidad. Puedes irte de Orthanc, en libertad... si lo deseas.
—Esto me suena bien —dijo con ironía Saruman—. Muy típico de Gandalf el Gris; tan condescendiente, tan generoso. No dudo que te sentirías a tus anchas en Orthanc y que mi partida te convendría. Pero ¿por qué querría yo partir? ¿Y qué significa para ti «en libertad»? Habrá condiciones, supongo.
—Los motivos para partir puedes verlos desde tus ventanas —respondió Gandalf—. Otros te acudirán a la mente. Tus siervos han sido abatidos y se han dispersado; de tus vecinos has hecho enemigos; y has engañado a tu nuevo amo, O has intentado hacerlo. Cuando vuelva la mirada hacia aquí, será el ojo rojo de la ira. Pero cuando yo digo «en libertad» quiero decir «en libertad»: libre de ataduras, de cadenas u órdenes: libre de ir a donde quieras, aun a Mordor, Saruman, si es tu deseo. Pero antes dejarás en mis manos la Llave de Orthanc y tu bastón. Quedarán en prenda de tu conducta y te serán restituidos un día, si lo mereces.
El semblante de Saruman se puso lívido, crispado de rabia, y una luz roja le brilló en los ojos. Soltó una risa salvaje.
—¡Un día! gritó, y la voz se elevó hasta convertirse en un alarido ¡Un día! Sí, cuando también te apoderes de las Llaves de Barad—dûr, supongo, y las coronas de los siete reyes, y las varas de los Cinco Magos; cuando te hayas comprado un par de botas mucho más grande que las que ahora calzas. Un plan modesto. ¡No creo que necesites mi ayuda! Tengo otras cosas que hacer. No seas tonto. Si quieres pactar conmigo, mientras sea posible, vete y vuelve cuando hayas recobrado el sentido. ¡Y sácate de encima a esa chusma de forajidos que llevas a la rastra, prendida a los faldones! ¡Buen día! — Dio media vuelta y desapareció del balcón.
—¡Vuelve, Saruman! —dijo Gandalf con voz autoritaria. Ante el asombro de todos, Saruman dio otra vez media vuelta, y como arrastrado contra su voluntad, se acercó a la ventana y se apoyó en la barandilla de hierro, respirando agitadamente. Tenía la cara arrugada y contraída. La mano que aferraba la pesada vara negra parecía una garra.
—No te he dado permiso para que te vayas —dijo Gandalf con severidad—. No he terminado aún. No eres más que un bobo, Saruman, y sin embargo inspiras lástima. Estabas a tiempo todavía de apartarte de la locura y la maldad, y ayudar de algún modo. Pero elegiste quedarte aquí, royendo las hilachas de tus viejas intrigas. ¡Quédate pues! Mas te lo advierto, no te será fácil volver a salir. A menos que las manos tenebrosas del Este se extiendan hasta aquí para llevarte. ¡Saruman! —gritó, y la voz creció aún más en potencia y autoridad—. ¡Mírame! No soy Gandalf el Gris a quien tú traicionaste. Soy Gandalf el Blanco que ha regresado de la muerte. Ahora tú no tienes color y yo te expulso de la orden y del Concilio.
Alzó la mano y habló lentamente, con voz clara y fría.
—Saruman, tu vara está rota. —Se oyó un crujido, y la vara se partió en dos en la mano de Saruman; la empuñadura cayó a los pies de Gandalf.— ¡Vete! —dijo Gandalf. Saruman retrocedió con un grito y huyó, arrastrándose como un reptil. En ese momento un objeto pesado y brillante cayó desde lo alto con estrépito. Rebotó contra la barandilla de hierro, en el mismo instante en que Saruman se alejaba de ella, y pasando muy cerca de la cabeza de Gandalf, golpeó contra el escalón en que estaba el mago. La barandilla vibró y se rompió con un estallido. El escalón crujió y se hizo añicos con un chisporroteo. Pero la bola permaneció intacta: rodó escaleras abajo, un globo de cristal, oscuro, aunque con un corazón incandescente. Mientras se alejaba saltando hacia un charco, Pippin corrió y la recogió.
—¡Canalla y asesino! —gritó Eomer.
Pero Gandalf permaneció impasible. —No, no fue Saruman quien la arrojó —dijo—; ni creo que lo haya ordenado. Partió de una ventana mucho más alta. Un tiro de despedida de maese Lengua de Serpiente, me imagino, pero le falló la puntería.
—Tal vez porque no pudo decidir a quién odiaba más, a ti o a Saruman —dijo Aragorn.
—Es posible —dijo Gandalf —. Magro consuelo encontrarán estos dos en mutua compañía: se roerán entre ellos con palabras. Pero el castigo es justo. Si Lengua de Serpiente sale alguna vez con vida de Orthanc, será una suerte inmerecida.
»¡Aquí, muchacho, yo llevaré eso! No te pedí que lo recogieras —gritó, volviéndose bruscamente y viendo a Pippin que subía la escalera con lentitud, como si transportase un gran peso. Bajó algunos peldaños, y yendo al encuentro del hobbit le sacó rápidamente de las manos la esfera oscura y la envolvió en los pliegues de la capa—. Yo me ocuparé —dijo—. No es un objeto que Saruman hubiera elegido para arrojar contra nosotros.
—Pero sin duda podría arrojar otras cosas —dijo Gimli—. Si la conversación ha terminado, ¡pongámonos al menos fuera del alcance de las piedras!
—Ha terminado —dijo Gandalf—. Partamos.
Volvieron la espalda a las puertas de Orthanc y bajaron la escalera. Los caballeros aclamaron al rey con alegría y saludaron a Gandalf. El sortilegio de Saruman se había roto: lo habían visto acudir a la llamada de Gandalf y escurrirse luego como un reptil.
—Bueno, esto es asunto concluido —dijo Gandalf—. Ahora he de encontrar a Bárbol y contarle lo que ha pasado.
—Se lo habrá imaginado, supongo —dijo Merry—. ¿Acaso podía haber terminado de alguna otra manera?
—No lo creo —dijo Gandalf—, aunque por un instante la balanza estuvo en equilibrio. Pero yo tenía mis razones para intentarlo, algunas misericordiosas, otras menos. En primer lugar, le demostré a Saruman que ya no tiene tanto poder en la voz. No puede ser al mismo tiempo tirano y consejero. Cuando la conspiración está madura, el secreto ya no es posible. Sin embargo él cayó en la trampa, e intentó embaucar a sus víctimas una por una, mientras las otras escuchaban. Entonces le propuse una última alternativa y generosa, por cierto: renunciar tanto a Mordor como a sus planes personales y reparar los males que había causado ayudándonos en un momento de necesidad. Nadie conoce nuestras dificultades mejor que él. Hubiera podido prestarnos grandes servicios; pero eligió negarse y no renunciar al poder de Orthanc. No está dispuesto a servir, sólo quiere dar órdenes. Ahora vive aterrorizado por la sombra de Mordor y sin embargo sueña aún con capear la tempestad. ¡Pobre loco! Será devorado, si el poder del Este extiende los brazos hasta Isengard. Nosotros no podemos destruir a Orthanc desde afuera, pero Sauron... ¿quién sabe lo que es capaz de hacer?
—¿Y si Sauron no gana la guerra? ¿Qué le harás a Saruman? —preguntó Pippin.
—¿Yo? ¡Nada! —dijo Gandalf —. No le haré nada. No busco poder. ¿Qué será de él? No lo sé. Me entristece pensar que tantas cosas que alguna vez fueron buenas se pudran ahora en esa torre. Como quiera que sea a nosotros no nos ha ido del todo mal. ¡Extrañas son las vueltas del destino! A menudo el odio se vuelve contra sí mismo. Sospecho que aun cuando hubiésemos entrado en Orthanc, habríamos encontrado pocos tesoros más preciosos que este objeto que nos arrojó Lengua de Serpiente.
Un grito estridente, bruscamente interrumpido, partió de una ventana abierta en lo más alto de la torre.
—Parece que Saruman piensa como yo —dijo Gandalf—. ¡Dejémoslos!
Volvieron a las ruinas de la puerta. Habían atravesado apenas la arcada, cuando Bárbol y una docena de ents salieron de entre las sombras de las pilas de piedras, donde se habían ocultado. Aragorn, Gimli y Legolas los miraban perplejos.
—He aquí a tres de mis compañeros, Bárbol —dijo Gandalf —. Te he hablado de ellos, pero aún no los habías conocido. —Los nombró a todos.
El Viejo Ent los escudriñó largamente y los saludó uno por uno. El último a quien habló fue a Legolas.
—¿Así que has venido desde el Bosque Negro, mi buen elfo? ¡Era un gran bosque, tiempo atrás!
—Y todavía lo es —dijo Legolas—, pero nosotros, los que habitamos en él, nunca nos cansamos de ver árboles nuevos. Me sentiría más feliz si pudiera visitar el Bosque de Fangorn. Apenas llegué a cruzar el linde y desde entonces no sueño en otra cosa que en regresar.
Los ojos de Bárbol brillaron de placer.
—Espero que tu deseo pueda realizarse antes que las colinas envejezcan —dijo.
—Vendré, si la suerte me acompaña —dijo Legolas—. He hecho un pacto con mi amigo, que si todo anda bien, un día visitaremos Fangorn juntos... con tu permiso.
—Todo elfo que venga contigo será bien venido —dijo Bárbol.
—El amigo de quien hablo no es un elfo —dijo Legolas—; me refiero a Gimli hijo de Glóin, aquí presente —Gimli hizo una profunda reverencia y el hacha se le resbaló del cinturón y chocó contra el suelo.
—¡Hum, hm! ¡Ajá! —dijo Bárbol, observando a Gimli con una mirada sombría—. ¡Un enano y con un hacha con añadidura! ¡Hum! Tengo buena voluntad para con los elfos, pero pides demasiado. ¡Extraña amistad la vuestra!
—Puede parecer extraña —dijo Legolas—; pero mientras Gimli viva no vendré solo a Fangorn. El hacha no está destinada a los árboles sino a las cabezas de los orcos. Oh Fangorn, Señor del Bosque de Fangorn. Cuarenta y dos decapitó en la batalla.
—¡Ouuu! ¡Vaya! —dijo Bárbol—. Esto suena mejor. Bueno, bueno, las cosas seguirán el curso natural; es inútil querer apresurarlas. Pero ahora hemos de separarnos por algún tiempo. El día llega a su fin y Gandalf dice que partiréis antes de la caída de la noche y que el Señor de la Marca quiere volver en seguida a su casa.
—Sí, hemos de partir, y ahora mismo —dijo Gandalf —. Tendré que dejarte sin tus porteros me temo. Pero no los necesitarás.
—Tal vez —dijo Bárbol—. Pero los echaré de menos. Nos hicimos amigos en tan poco tiempo que quizá me estoy volviendo apresurado... como si retrocediera a la juventud, quizá. Pero lo cierto es que son las primeras cosas nuevas que he visto bajo el Sol o la Luna en muchos, muchísimos años. Y no los olvidaré. He puesto esos nombres en la Larga Lista. Los ents los recordarán.
Ents viejos como montañas, nacidos de la tierra,
grandes caminadores y bebedores de agua;
y hambrientos como cazadores, los niños Hobbits,
el pueblo risueño, la Pequeña Gente.
»Mientras las hojas continúen renovándose, ellos serán nuestros amigos. ¡Buen viaje! Pero si en vuestro país encantador, en la Comarca, tenéis noticias que puedan interesarme ¡hacédmelo saber! Entendéis a qué me refiero: si oís hablar de las ent—mujeres, o si las veis en algún lugar. Venid vosotros mismos, si es posible.
—Lo haremos —exclamaron a coro Merry y Pippin, mientras se alejaban de prisa. Bárbol los siguió con la mirada y durante un rato guardó silencio moviendo pensativamente la cabeza. Luego se volvió a Gandalf.
—¿Así que Saruman no quiso marcharse? —dijo—. Me lo esperaba. Tiene el corazón tan podrido como el de un ucorno negro. Sin embargo, si yo fuese derrotado y todos mis árboles fueran destruidos, tampoco yo me marcharía mientras tuviera un agujero oscuro donde ocultarme.
—No —dijo Gandalf—. Aunque tú no pensaste invadir con tus árboles el mundo entero y sofocar a todas las otras criaturas. Pero así son las cosas, Saruman se ha quedado para alimentar odios y tramar nuevas intrigas. La Llave de Orthanc la tiene él. Pero no podemos permitir que escape.
—¡Claro que no! De eso cuidaremos los ents —dijo Bárbol—. Saruman no pondrá el pie fuera de la roca, sin mi permiso. Los ents lo vigilarán.
—¡Excelente! —dijo Gandalf —. No esperaba menos. Ahora puedo partir y dedicarme a otros asuntos. Pero tienes que poner mucha atención. Las aguas han descendido. Temo que unos centinelas alrededor de la torre no sea suficiente. Sin duda hay túneles profundos excavados debajo de Orthanc y Saruman espera poder ir y venir sin ser visto, dentro de poco. Si vas a ocuparte de esta tarea, te ruego que hagas derramar las aguas otra vez; hasta que Isengard se convierta en un estanque perenne, o hasta que descubras las bocas de los túneles. Cuando todos los sitios subterráneos estén inundados y hayas descubierto los desagües, entonces Saruman se verá obligado a permanecer en la torre y mirar por las ventanas.
—¡Déjalo por cuenta de los ents! —dijo Bárbol—. Exploraremos el valle palmo a palmo y miraremos bajo todas las piedras. Ya los árboles se disponen a volver, los árboles viejos, los árboles salvajes. El Bosque Vigilante, lo llamaremos. Ni una ardilla entrará aquí sin que yo lo sepa. ¡Déjalo por cuenta de los ents! Hasta que los años en que estuvo atormentándonos hayan pasado siete veces, no nos cansaremos de vigilarlo.
11
EL PALANTIR
El sol se hundía detrás del largo brazo occidental de las montañas cuando Gandalf y sus compañeros, y el rey y los jinetes partieron de Isengard. Gandalf llevaba a Merry en la grupa del caballo y Aragorn llevaba a Pippin. Dos de los hombres del rey se adelantaron a galope tendido y pronto se perdieron de vista en el fondo del valle. Los otros continuaron a paso más lento.
Una solemne fila de ents, erguidos como estatuas ante la puerta, con los largos brazos levantados, asistía silenciosa a la partida. Cuando se hubieron alejado un trecho por el camino sinuoso, Merry y Pippin volvieron la cabeza. El sol brillaba aún en el cielo, pero las sombras se extendían ya sobre Isengard: unas ruinas grises que se hundían en las tinieblas. Ahora Bárbol estaba solo, como la cepa de un árbol distante: los hobbits recordaron el primer encuentro, allá lejos en la asoleada cornisa de los lindes de Fangorn.
Llegaron a la columna de la Mano Blanca. La columna seguía en Pie, pero la mano esculpida había sido derribada y yacía rota en mil pedazos. En el centro mismo del camino se veía el largo índice, blanco en el crepúsculo, y la uña roja se ennegrecía lentamente. ,
—¡Los ents no descuidan ningún detalle! —observó Gandalf.
Continuaron cabalgando y la noche se cerró en la hondonada.
—¿Piensas cabalgar toda la noche, Gandalf? –preguntó Merry al cabo de un rato—. No sé cómo te sentirás tú con esta chusma que llevas a la rastra prendida a los faldones, pero la chusma está cansada y le alegraría dejar de ir a la rastra y echarse a descansar.
—¿Así que oíste eso? —dijo Gandalf—. ¡No lo tomes a pecho! Alégrate que no te hayan dedicado palabras más lisonjeras. Nunca se había encontrado con un hobbit y no sabía cómo hablarte. No te sacaba los ojos de encima. Si esto puede de algún modo reconfortar tu amor propio, te diré que en este momento tú y Pippin le preocupáis más que cualquiera de nosotros. Quiénes sois; cómo vinisteis aquí; y por qué; qué sabéis; si fuisteis capturados y en ese caso cómo escapasteis cuando todos los orcos perecieron... éstos son los pequeños enigmas que ahora perturban esa gran mente. Un sarcasmo en boca de Saruman, Meriadoc, es un cumplido, y puedes sentirte honrado por ese interés.
—¡Gracias! —dijo Merry—. ¡Pero prefiero la honra de ir prendido a tus faldones, Gandalf! Ante todo, porque así es posible repetir una pregunta. ¿Piensas cabalgar toda la noche?
Gandalf se echó a reír.
—¡Un hobbit insaciable! Todos los magos tendrían que tener uno o dos hobbits a su cuidado, para que les enseñaran el significado de las palabras y los corrigieran. Te pido perdón. Pero hasta en estos detalles he pensado. Seguiremos viaje aún algunas horas, sin fatigarnos, hasta el otro lado del valle. Mañana tendremos que cabalgar más de prisa.
»Cuando llegamos, nuestra intención era volver directamente de Isengard a la morada del Rey en Edoras, a través de la llanura, una cabalgata de varios días. Pero hemos reflexionado y cambiado los planes. Hemos enviado mensajeros al Abismo de Helm, a anunciar que el rey regresará mañana. De allí partirá con muchos hombres hacia el Sagrario, por los senderos que pasan entre las colinas. De ahora en adelante es preciso evitar que más de dos o tres hombres cabalguen juntos, tanto de día como de noche.
—Tú, como de costumbre, ¡no nos das nada o nos das doble ración! —dijo Merry—. ¡Y yo que no pensaba en otra cosa que en un lugar donde dormir esta noche! ¿Dónde está y qué es ese Abismo de Helm y todo lo demás? No sé absolutamente nada de este país.
—En ese caso harías bien en aprender algo, si deseas comprender lo que está sucediendo. Pero no en este momento, ni de mí: tengo muchas cosas urgentes en que pensar.
—Está bien, se lo preguntaré a Trancos, cuando acampemos: él es menos quisquilloso. Pero ¿por qué tanto misterio? Creía que habíamos ganado la batalla.
—Sí, hemos ganado, pero sólo la primera victoria, y ahora el peligro es mayor. Había algún vínculo entre Isengard y Mordor que aún no he podido desentrañar. Intercambiaban noticias, es evidente, pero no sé cómo. El ojo de Barad—dûr ha de estar escudriñando con impaciencia el Valle del Mago, creo; y las tierras de Rohan. Cuanto menos vea, mejor que mejor.
El camino proseguía lentamente, serpenteando por el valle. Ahora distante, ahora cercano, el Isen fluía por un lecho pedregoso. La noche descendía de las montañas. Las nieblas se habían desvanecido. Soplaba un viento helado. La luna, ya casi llena, iluminaba el cielo del este con un pálido y frío resplandor. A la derecha, las estribaciones de las montañas parecían lomas desnudas. Las vastas llanuras se abrían grises ante ellos.
Por fin hicieron un alto. Desviándose del camino principal, cabalgaron otra vez tierra adentro por las largas estribaciones herbosas. Luego de haber recorrido una o dos millas hacia el oeste llegaron a un valle. Se abría hacia el mar, recostado sobre la pendiente del redondo Dol Baran, la última montaña de la cordillera septentrional, de verdes laderas y coronada de brezos. En las paredes del valle, erizadas de helechos del año anterior, apuntaban ya en un suelo levemente perfumado las enmarañadas frondas de la primavera. Allí, en los bajíos cubiertos de espesos zarzales, levantaron campamento, una o dos horas antes de la medianoche. Encendieron la hoguera en una concavidad junto a las raíces de un espino blanco, alto y frondoso como un árbol, encorvado por la edad, pero de miembros todavía vigorosos: las yemas despuntaban en todas las ramas.
Organizaron turnos de guardia, de dos centinelas. Los demás, luego de comer, se envolvieron en las capas, y cubriéndose con una manta se echaron a dormir. Los hobbits se acostaron juntos sobre un montón de helechos secos. Merry tenía sueño, pero Pippin parecía ahora curiosamente intranquilo. Daba vueltas y vueltas, y el camastro de helechos crujía y susurraba.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Merry—. ¿Te has acostado sobre un hormiguero?
—No —dijo Pippin—. Pero estoy incómodo. Me pregunto cuánto hace que no duermo en una cama.
Merry bostezó.
—¡Cuéntalo con los dedos! —dijo—. Pero no habrás olvidado cuándo partimos de Lórien.
—Oh, ¡eso! —dijo Pippin—. Quiero decir una cama verdadera, en una alcoba.
—Bueno, entonces Rivendel —dijo Merry—. Pero esta noche yo podría dormir en cualquier lugar.
—Tuviste suerte, Merry —dijo Pippin en voz baja, al cabo de un silencio—. Tú cabalgaste con Gandalf.
—Bueno ¿y qué?
—¿Conseguiste sacarle alguna noticia, alguna información?
—Sí, bastante. Más que de costumbre. Pero tú las oíste todas, o la mayoría; estabas muy cerca y no hablábamos en secreto. Pero mañana podrás cabalgar con él, si crees que podrías sacarle alguna otra cosa... y si él te acepta.
—¿De veras? ¡Magnífico! Pero es poco comunicativo ¿no te parece? No ha cambiado nada.
—¡Oh, sí! —dijo Merry, despertándose un poco, y empezando a preguntarse qué preocupaba a sus compañeros. Ha crecido, o algo así. Es al mismo tiempo más amable y más inquietante, más alegre y más solemne, me parece. Ha cambiado. Pero aún no sabemos hasta qué punto. ¡Piensa en la última parte de la conversación con Saruman! Recuerda que Saruman fue en un tiempo el superior de Gandalf: jefe del Concilio, aunque no sé muy bien qué significa eso. Era Saruman el Blanco. Ahora Gandalf es el Blanco. Saruman acudió a la llamada y perdió la vara, y luego Gandalf lo despidió, ¡y él acató la orden!
—Bueno, si en algo ha cambiado, como dices, está más misterioso que nunca, eso es todo —replicó Pippin —. Esa... bola de vidrio, por ejemplo. Parecía contento de tenerla consigo. Algo sabe o sospecha. ¿Pero nos dijo qué? No, ni una palabra. Y sin embargo fui yo quien la recogió, e impedí que rodase hasta un charco. Aquí, muchacho, yo la llevaré... eso fue todo lo que dijo. Me gustaría saber qué es. Pesaba tanto. —La voz de Pippin se convirtió casi en un susurro, como si hablara consigo mismo.
—¡Ajá! —dijo Merry—. ¿Así que es eso lo que te tiene a mal traer? Vamos, Pippin, muchacho, no olvides el dicho de Gildor, aquel que Sam solía citar: No te entremetas en asuntos de magos, que son gente astuta e irascible.
—Pero si desde hace meses y meses no hacemos otra cosa que entrometernos en asuntos de magos —dijo Pippin—. Además del peligro, me gustaría tener alguna información. Me gustaría echarle una ojeada a esa bola.
¡Duérmete de una vez! —dijo Merry—. Ya te enterarás, tarde temprano. Mi querido Pippin, jamás un Tuk le ganó en curiosidad un Brandigamo; ¿pero te parece el momento oportuno?
—¡Está bien! ¿Pero qué hay de malo en que te cuente lo que a mí me gustaría: echarle una ojeada a esa piedra? Sé que no puedo hacerlo, con el viejo Gandalf sentado encima, como una gallina sobre un huevo. Pero no me ayuda mucho no oírte decir otra cosa que no—puedes—así—que—duérmete—de—una—vez.
—Bueno ¿qué más podría decirte? —dijo Merry—. Lo siento, Pippin, pero tendrás que esperar hasta la mañana. Yo seré tan curioso como tú después del desayuno y te ayudaré tanto como pueda a sonsacarle información a los magos. Pero ya no puedo mantenerme despierto. Si vuelvo a bostezar, se me abrirá la boca hasta las orejas. ¡Buenas noches!
Pippin no dijo nada más. Ahora estaba inmóvil, pero el sueño se negaba a acudir; y ni siquiera parecía asentarlo la suave y acompasado respiración de Merry, que se había dormido pocos segundos después de haberle dado las buenas noches. El recuerdo del globo oscuro parecía más vivo en el silencio de alrededor. Pippin volvía a sentir el peso en las manos y volvía a ver los misteriosos abismos rojos que había escudriñado un instante. Se dio vuelta y trató de pensar en otra cosa.
Por último, no aguanto más. Se levantó y miró en torno. Hacía frío y se arrebujó en la capa. La luna brillaba en el valle, blanca y fría, y las sombras de los matorrales eran negras. Todo alrededor yacían formas dormidas. No vio a los dos centinelas: quizás habían subido a la loma, o estaban escondidos entre los helechos. Arrastrado por un impulso que no entendía, se acercó con sigilo al sitio donde descansaba Gandalf. Lo miró. El mago parecía dormir, pero los párpados no estaban del todo cerrados: los ojos centelleaban debajo de las largas pestañas. Pippin retrocedió rápidamente. Pero Gandalf no se movió; el hobbit avanzó otra vez, casi contra su voluntad, por detrás de la cabeza del mago. Gandalf estaba envuelto en una manta, con la capa extendida por encima; muy cerca, entre el flanco derecho y el brazo doblado, había un bulto, una cosa redonda envuelta en un lienzo oscuro; y al parecer la mano que la sujetaba acababa de deslizarse hasta el suelo.
Conteniendo el aliento, Pippin se aproximó paso a paso. Por último se arrodilló. Entonces lenta, furtivamente, levantó el bulto; pesaba menos de lo que suponía. «Quizá no era más que un paquete de trastos sin importancia», pensó curiosamente aliviado, pero no volvió a poner el bulto en su sitio. Permaneció un instante muy quieto con el bulto entre los brazos. De pronto se le ocurrió una idea. Se alejó de puntillas, buscó una piedra grande, y volvió junto a Gandalf.
Retiró con presteza el lienzo, envolvió la piedra y arrodillándose la puso al alcance de la mano de Gandalf. Entonces miró por fin el objeto que acababa de desenvolver. Era el mismo: una tersa esfera de cristal, ahora oscura y muerta, inmóvil y desnuda. La levantó, la cubrió presurosamente con su propia capa, y en el momento en que iba a retirarse, Gandalf se agitó en sueños, y murmuró algunas palabras en una lengua desconocida; extendió a tientas la mano y la apoyó sobre la piedra envuelta en el lienzo; luego suspiró y no volvió— a moverse.
«¡Pedazo de idiota!», se dijo Pippin entre dientes. «Te vas a meter en un problema espantoso. ¡Devuélvelo a su sitio, pronto!» Pero ahora le temblaban las rodillas y no se atrevía a acercarse al mago y remediar el entuerto. «Ya no podré acercarme sin despertar a Gandalf», pensó. «En todo caso será mejor que me tranquilice un poco. Así que mientras tanto bien puedo echarle una mirada. ¡Pero no aquí!» Se alejó un trecho sin hacer ruido y se detuvo en un montículo verde. La luna miraba desde el borde del valle.
Pippin se sentó con la esfera entre las rodillas levantadas y se inclinó sobre ella como un niño glotón sobre un plato de comida, en un rincón lejos de los demás. Abrió la capa y miró. Alrededor el aire parecía tenso, quieto. Al principio la esfera estaba oscura, negra como el azabache, y la luz de la luna centelleaba en la superficie lustrosa. De súbito una llama tenue se encendió y se agitó en el corazón de la esfera, atrayendo la mirada de Pippin, de tal modo que no le era posible desviarla. Pronto todo el interior del globo pareció incandescente; ahora la esfera daba vueltas, o eran quizá las luces de dentro que giraban. De repente, las luces se apagaron. Pippin tuvo un sobresalto y aterrorizado trató de liberarse, pero siguió encorvado, con la esfera apretada entre las manos, inclinándose cada vez más. Y súbitamente el cuerpo se le puso rígido; los labios le temblaron un momento. Luego, con un grito desgarrador, cayó de espaldas y allí quedó tendido, inmóvil.
El grito había sido penetrante y los centinelas saltaron desde los terraplenes. Todo el campamento estuvo pronto de pie.
—¡Así que éste es el ladrón! —exclamó Gandalf. Rápidamente echó la capa sobre la esfera—. ¡Y tú, nada menos que tú, Pippin! ¡Qué cariz tan peligroso han tomado las cosas! —Se arrodilló junto el cuerpo de Pippin: el hobbit yacía boca arriba, rígido, los ojos clavados en el cielo.— ¡Cosa de brujos! ¿Qué daño habrá causado, a él mismo, y a todos nosotros? —El semblante del mago estaba tenso y demudado.
Tomó la mano de Pippin y se inclinó sobre él; escuchó un momento la respiración del hobbit, luego le puso las manos sobre la frente. El hobbit se estremeció. Los ojos se le cerraron. Lanzó un grito; y se sentó, mirando con profundo desconcierto las caras de alrededor, pálidas a la luz de la luna.
—¡No es para ti, Saruman! —gritó con una voz aguda y falta de tono, apartándose de Gandalf —. Mandaré a alguien para que me lo traiga en seguida. ¿Me entiendes? ¡Di eso solamente! —Luego trató de ponerse de pie y escapar, pero Gandalf lo retuvo con dulzura y firmeza.
—¡Peregrin Tuk! —dijo—. ¡Vuelve!
El hobbit dejó de debatirse y volvió a caer de espaldas, apretando la mano del mago.
—¡Gandalf! —gritó—. ¡Gandalf! ¡Perdóname!
—¿Que te perdone? —dijo el mago—. ¡Dime primero qué has hecho!
—Yo... te saqué el globo y lo miré —balbució Pippin—, y vi cosas horripilantes. Y quería escapar pero no podía. Y entonces vino él y me interrogó; y me miraba fijo; y... y no recuerdo nada más.
—Me basta con eso —dijo Gandalf severamente—. ¿Qué fue lo que viste y qué dijiste?
Pippin cerró los ojos estremeciéndose, pero no contestó. Todos observaban la escena en silencio, excepto Merry que miraba a otro lado. Pero la expresión de Gandalf era aún dura e inflexible.
—¡Habla! —dijo.
En voz baja y vacilante Pippin empezó a hablar otra vez y poco a poco las palabras se hicieron más firmes y claras.
—Vi un cielo oscuro y murallas altas —dijo—. Y estrellas diminutas. Todo parecía muy lejano y remoto, y sólido a la vez y nítido. Las estrellas aparecían y desaparecían... oscurecidas por el vuelo de criaturas aladas. Creo que eran muy grandes, en realidad; pero en el cristal yo las veía como murciélagos que revoloteaban alrededor de la torre. Me pareció que eran nueve. Una bajó directamente hacia mí y era más y más grande a medida que se acercaba. Tenía un horrible... no, no lo puedo decir.
»Traté de huir, porque pensé que saldría volando fuera del globo; pero cuando la sombra cubrió toda la esfera, desapareció. Entonces vino él. No hablaba con palabras. Pero me miraba y yo comprendía.
»¿De modo que has regresado? ¿Por qué no te presentaste a informar durante tanto tiempo?"
»No respondí. Él me preguntó: "¿Quién eres?" Tampoco esta vez respondí, pero me costaba mucho callar, y él me apremiaba, tanto que al fin dije: "Un hobbit."
»Entonces fue como si me viera de improviso y se rió de mí. Era cruel. Yo me sentía como si estuvieran acuchillándome. Traté de escapar, pero él me ordenó: " ¡Espera un momento! Pronto volveremos a encontrarnos. Dile a Saruman que este manjar no es para él. Mandaré a alguien para que me lo traiga en seguida. ¿Has entendido bien? ¡Dile eso solamente!" Entonces me miró con una alegría perversa. Me pareció que me estaba cayendo en pedazos. ¡No, no! No puedo decir nada más. No recuerdo nada más.
—¡Mírame! —le dijo Gandalf.
Pippin miró a Gandalf a los ojos. Por un momento el mago le sostuvo la mirada en silencio. Luego el rostro se le dulcificó y le mostró la sombra de una sonrisa. Puso la mano afectuosamente en la cabeza de Pippin.
—¡Está bien! —dijo—. ¡No digas más! No has sufrido ningún daño. No ocultas la mentira en tus ojos, como yo había temido. Pero él no habló contigo mucho tiempo. Eres un tonto, pero un tonto honesto, Peregrin Tuk. Otros más sabios hubieran salido mucho peor de un trance como éste. ¡Pero no lo olvides! Te has salvado, tú y todos tus amigos, ayudado por la buena suerte, como suele decirse. No podrás contar con ella una segunda vez. Si él te hubiese interrogado en ese mismo momento, estoy casi seguro de que le habrías dicho todo cuanto sabes, lo que hubiera significado la ruina de todos nosotros. Pero estaba demasiado impaciente. No sólo quería información— te quería a ti, cuanto antes, para poder disponer de ti en la Torre Oscura. ¡No tiembles! Si te da por entrometerte en asuntos de magos, tienes que estar preparado para eventualidades como ésta. ¡Bien! ¡Te perdono! ¡Tranquilízate! Las cosas hubieran podido tomar un sesgo aún mucho más terrible.
Levantó a Pippin con delicadeza y lo llevó a su camastro. Merry lo siguió y se sentó junto a él.
—¡Acuéstate y descansa, si puedes, Pippin! —dijo Gandalf—. Ten confianza en mí. Y si vuelves a sentir un cosquilleo en las palmas, ¡avísame! Esas cosas tienen cura. En todo caso, mi querido hobbit, ¡no se te ocurra volver a ponerme un trozo de piedra debajo del hombro! Ahora os dejaré solos a los dos un rato.
Y con esto Gandalf volvió a donde estaban los otros, junto a la piedra de Orthanc, todavía perturbados.
—El peligro llega por la noche cuando menos se lo espera —dijo—. ¡Nos hemos salvado por un pelo!
—¿Cómo está el hobbit Pippin? —preguntó Aragorn.
—Creo que dentro de poco todo habrá pasado —respondió Gandalf—. No lo retuvieron mucho tiempo y los hobbits tienen una capacidad de recuperación extraordinaria. El recuerdo, o al menos el horror de las visiones, habrá desaparecido muy pronto. Demasiado pronto, quizá. ¿Quieres tú, Aragorn, llevar la piedra de Orthanc y custodiarla? Es una carga peligrosa.
—Peligrosa es en verdad, mas no para todos —dijo Aragorn—. Hay alguien que puede reclamarla por derecho propio. Porque este es sin duda el palantir de Orthanc del tesoro de Elendil, traído aquí por los Reyes de Gondor. Se aproxima mi hora. La llevaré.
Gandalf miró a Aragorn y luego, ante el asombro de todos, levantó la piedra envuelta en la capa y con una reverencia la puso en las manos de Aragorn.
—¡Recíbela, señor! —dijo— en prenda de otras cosas que te serán restituidas. Pero si me permites aconsejarte en el uso de lo que es tuyo, ¡no la utilices... por el momento! ¡Ten cuidado!
—¿He sido alguna vez precipitado o imprudente, yo que he esperado y me he preparado durante tantos años? —dijo Aragorn.
—Nunca hasta ahora. No tropieces al final del camino —respondió Gandalf —. De todos modos, guárdala en secreto. ¡Tú y todos los aquí presentes! El hobbit Peregrin, sobre todo, ha de ignorar a qué manos ha sido confiada. El acceso maligno podría repetírsela. Porque ¡ay! la ha tenido en las manos y la ha mirado por dentro, cosa que jamás debió hacer. No tenía que haberla tocado en Isengard y yo no actué con rapidez suficiente. Pero todos mis pensamientos estaban puestos en Saruman y no sospeché la naturaleza de la piedra hasta que fue demasiado tarde. Pero ahora estoy seguro. No tengo ninguna duda.
—Sí, no cabe ninguna duda —dijo Aragorn—. Por fin hemos descubierto cómo se comunicaban Isengard y Mordor. Muchos misterios quedan aclarados.
—¡Extraños poderes tienen nuestros enemigos y extrañas debilidades! —dijo Théoden—. Pero, como dice un antiguo proverbio: El daño del mal recae a menudo sobre el propio mal
—Ha ocurrido muchas veces —dijo Gandalf —. En todo caso esta vez hemos sido extraordinariamente afortunados. Es posible que este hobbit me haya salvado de cometer un error irreparable. Me preguntaba si no tendría que estudiar yo mismo la esfera y averiguar para qué la utilizaban. De haberlo hecho, le habría revelado a él mi presencia. No estoy preparado para una prueba semejante y no sé si lo estaré alguna vez. Pero aun cuando encontrase en mí la fuerza de voluntad necesaria para apartarme a tiempo, sería desastroso que él me viera, por el momento... hasta que llegue la hora en que el secreto ya no sirva de nada.
—Creo que esa hora ha llegado —dijo Aragorn.
—No, todavía no —dijo Gandalf —. Queda aún un breve período de incertidumbre que hemos de aprovechar. El enemigo pensaba obviamente que la piedra seguía estando en Orthanc ¿por qué habría de pensar otra cosa? Y que era allí donde el hobbit estaba prisionero y que Saruman lo obligaba a mirar la esfera para torturarlo. La mente tenebrosa ha de estar ocupada ahora con la voz y la cara del hobbit y la perspectiva de tenerlo pronto con él. Quizá tarde algún tiempo en darse cuenta del error. Y nosotros aprovecharemos este respiro. Hemos actuado con excesiva calma. Ahora nos daremos prisa. Y las cercanías de Isengard no son lugar propicio para que nos demoremos aquí. Yo partiré inmediatamente con Peregrin Tuk. Será mejor para él que estar tendido en la oscuridad mientras los otros duermen.
—Yo me quedaré aquí con Eomer y diez de los caballeros —dijo el rey—. Saldremos al amanecer. Los demás escoltarán a Aragorn y podrán partir cuando lo crean conveniente.
—Como quieras — dijo Gandalf —. ¡Pero procura llegar lo más pronto posible al refugio de las montañas, al Abismo de Helm!
En ese momento una sombra cruzó bajo el cielo ocultando de pronto la luz de la luna. Varios de los caballeros gritaron y levantando los brazos se cubrieron la cabeza y se encogieron como para protegerse de un golpe que venía de lo alto: un pánico ciego y un frío mortal cayó sobre ellos. Temerosos, alzaron los ojos. Una enorme figura alada pasaba por delante de la luna como una nube oscura. La figura dio media vuelta y fue hacia el norte, más rauda que cualquier viento de la Tierra Media. Las estrellas se apagaban a su paso. Casi en seguida desapareció.
Todos estaban ahora de pie, como petrificados. Gandalf miraba el cielo, los puños crispados, los brazos tiesos a lo largo del cuerpo.
—¡Nazgûl! —exclamó—. El mensajero de Mordor. La tormenta se avecina. ¡Los Nazgûl han cruzado el río! ¡Partid, partid! ¡No aguardéis hasta el alba! ¡Que los más veloces no esperen a los más lentos! ¡Partid!
Echó a correr, llamando a Sombragris. Aragorn lo siguió. Gandalf se acercó a Pippin y lo tomó en sus brazos.
—Esta vez cabalgarás conmigo —dijo—. Sombragris te mostrará cuanto es capaz de hacer. —Volvió entonces al sitio en que había dormido. Sombragris ya lo esperaba allí. Colgándose del hombro el pequeño saco que era todo su equipaje, el mago saltó a la grupa de Sombragris. Aragorn levantó a Pippin y lo depositó en brazos de Gandalf, envuelto en una manta.
—¡Adiós! ¡Seguidme pronto! –gritó Gandalf—. En marcha, Sombragris.
El gran corcel sacudió la cabeza. La cola flotó sacudiéndose a la luz de la luna. En seguida dio un salto hacia adelante, golpeando el suelo, y desapareció en las montarías como un viento del norte.
—¡Qué noche tan hermosa y apacible! —le dijo Merry a Aragorn—. Algunos tienen una suerte prodigiosa. No quería dormir y quería cabalgar con Gandalf... ¡y ahí lo tienes! En vez de convertirlo en estatua de piedra y condenarlo a quedarse aquí, como escarmiento.
—Si en vez de Pippin hubieras sido tú el primero en recoger la piedra de Orthanc, ¿qué habría sucedido? —dijo Aragorn—. Quizás hubieras hecho cosas peores. ¿Quién puede saberlo? Pero ahora te ha tocado a ti en suerte cabalgar conmigo, me temo. Y partiremos en seguida. Apróntate y trae todo cuanto Pippin pueda haber dejado. ¡Date prisa!
Sombragris volaba a través de las llanuras; no necesitaba que lo azuzaran o lo guiaran. En menos de una hora habían llegado a los Vados del Isen y los habían cruzado. El túmulo de los Caballeros, el cerco de lanzas frías, se alzaba gris detrás de ellos.
Pippin ya estaba recobrándose. Ahora sentía calor, pero el viento que le acariciaba el rostro era refrescante y vivo; y cabalgaba con Gandalf. El horror de la piedra y de la sombra inmunda que había empañado la luna se iba borrando poco a poco, como cosas que quedaran atrás entre las nieblas de las montañas o como imágenes fugitivas de un sueño. Respiró hondo.
—No sabía que montabas en pelo, Gandalf — dijo— ¡No usas silla ni bridas!
—Sólo a Sombragris lo monto a la usanza élfica —dijo Gandalf—. Sombragris rechaza los arneses y avíos: y en verdad, no es uno quien monta a Sombragris; es Sombragris quien acepta llevarlo a uno... o no. Y si él te acepta, ya es suficiente. Es él entonces quien cuida de que permanezcas en la grupa, a menos que se te antoje saltar por los aires.
—¿Vamos muy rápido? —preguntó Pippin—. Rapidísimo, de acuerdo con el viento, pero con un galope muy regular. Y casi no toca el suelo de tan ligero.
—Ahora corre como el más raudo de los corceles —respondió Gandalf —; pero esto no es muy rápido para él. El terreno se eleva un poco en esta región, más accidentada que del otro lado del río. ¡Pero mira cómo se acercan ya las Montañas Blancas a la luz de las estrellas! Allá lejos se alzan como lanzas negras los picos del Thrihyrne. Dentro de poco habremos llegado a la encrucijada y al Valle del Bajo, donde hace dos noches se libró la batalla.
Pippin permaneció silencioso durante un rato. Oyó que Gandalf canturreaba entre dientes y musitaba fragmentos de poemas en diferentes lenguas, mientras las millas huían a espaldas de los jinetes. Por último el mago entonó una canción cuyas palabras fueron inteligibles para el hobbit: algunos versos le llegaron claros a los oídos a través del rugido del viento:
Altos navíos y altos reyes
tres veces tres.
¿Qué trajeron de las tierras sumergidas
sobre las olas del mar?
Siete estrellas y siete piedras
y un árbol blanco,
—¿Qué estás diciendo, Gandalf? —preguntó Pippin.
—Estaba recordando simplemente algunas de las antiguas canciones —le respondió el mago—. Los hobbits las habrán olvidado supongo, aun las pocas que conocían.
—No, nada de eso —dijo Pippin—. Y además tenemos muchas canciones propias, que sólo se refieren a nosotros, y que quizá no te interesen. Pero ésta no la había escuchado nunca. ¿De qué habla...? ¿Qué son esas siete estrellas y esas siete piedras?
—Habla de los Palantiri de los Reyes de la Antigüedad —dijo Gandalf.
—¿Y qué son?
—El nombre significa lo que mira a lo lejos. La piedra de Orthanc era una de ellas.
—¿Entonces no fue fabricada —Pippin titubeó—, fabricada... por el enemigo?
—No —dijo Gandalf —. Ni por Saruman. Ni las artes de Saruman ni las de Sauron hubieran podido crear algo semejante. Los palantiri provienen de Eldamar, de más allá del Oesternesse. Los hicieron los Noldor; quizá fue el propio Fëanor el artífice que los forjó, en días tan remotos que el tiempo no puede medirse en años. Pero nada hay que Sauron no pueda utilizar para el mal. —¡Triste destino el de Saruman! Esa fue la causa de su perdición, ahora lo comprendo. Los artilugios creados por un arte superior al que nosotros poseemos son siempre peligrosos. Sin embargo, ha de cargar con la culpa. ¡Insensato! Lo guardó en secreto, para su propio beneficio y jamás dijo una sola palabra a ninguno de los miembros del Concilio. Ni siquiera sospechaba que uno de los palantiri se había salvado de la destrucción de Gondor. Fuera del Concilio ya nadie recordaba entre los elfos y los hombres que alguna vez existieron esas maravillas, excepto en un antiguo poema que las gentes del país de Aragorn recitan aún.
—¿Para qué los utilizaban los hombres de antaño? —inquirió Pippin, feliz y estupefacto; estaba obteniendo tantas respuestas y se preguntaba cuánto duraría eso.
—Para ver a la distancia y para hablar en el pensamiento unos con otros —dijo Gandalf —. Así fue como custodiaron y mantuvieron unido el reino de Gondor durante tanto tiempo. Pusieron piedras en Minas Anor, y en Minas Ithil, y en Orthanc en el círculo de Isengard. La piedra maestra y más poderosa fue colocada debajo de la Cúpula de las Estrellas de Osgiliath antes que fuera destruida. Las otras estaban muy lejos. Dónde, pocos lo saben hoy pues ningún poema lo dice. Pero en la Casa de Elrond se cuenta que estaban en Annúminas y en Amon Sol, y que la piedra de Elendil se encontraba en las Colinas de la Torre que miran hacia Mithlond en el Golfo de Lune, donde están anclados los navíos grises.
»Los palantiri se comunicaban entre ellos, pero desde Osgiliath podían vigilarlos a todos a la vez. Al parecer, como la roca de Orthanc ha resistido los embates del tiempo, el palantir de esa torre también ha sobrevivido. Pero sin los otros sólo alcanzaba a ver pequeñas imágenes de cosas lejanas y días remotos. Muy útil, sin duda, para Saruman; es evidente, sin embargo, que él no estaba satisfecho. Miró más y más lejos hasta que al fin posó la mirada en Barad—dûr. ¡Entonces lo atraparon! ¿Quién puede saber dónde estarán ahora todas las otras piedras, rotas, o enterradas, o sumergidas en qué mares profundos? Pero una al menos Sauron la descubrió y la adaptó a sus designios. Sospecho que era la Piedra de Ithil, pues hace mucho tiempo Sauron se apoderó de Minas Ithil y la transformó en un sitio nefasto. Hoy es Minas Morgul.
»Es fácil imaginar con cuánta rapidez fue atrapado y fascinado el ojo andariego de Saruman; lo sencillo que ha sido desde entonces persuadirlo de lejos y amenazarle cuando la persuasión no era suficiente. El que mordía fue mordido, el halcón dominado por el águila, la araña aprisionada en una tela de acero. Quién sabe desde cuándo era obligado a acudir a la esfera para ser interrogado y recibir instrucciones; y la piedra de Orthanc tiene la mirada tan fija en Barad—dûr que hoy sólo alguien con una voluntad de hierro podría mirar en su interior sin que Barad—dûr le atrajera rápidamente los ojos y los pensamientos. ¿No he sentido yo mismo esa atracción? Aún ahora querría poner a prueba mi fuerza de voluntad, librarme de Sauron y mirar a donde yo quisiera... más allá de los anchos mares de agua y de tiempo hacia Tirion la Bella, y ver cómo trabajaban la mano y la mente inimaginables de Fëanor, ¡cuando el Arbol Blanco y el Arbol de Oro florecían aún! —Gandalf suspiró y calló.
—Ojalá lo hubiera sabido antes —dijo Pippin—. No tenía idea de lo que estaba haciendo.
—Oh, sí que la tenías —dijo Gandalf—. Sabías que estabas actuando mal y estúpidamente; y te lo decías a ti mismo, pero no te escuchaste. No te lo dije antes porque sólo ahora, meditando en todo lo que pasó, he terminado por comprenderlo, mientras cabalgábamos juntos. Pero aunque te hubiese hablado antes, tu tentación no habría sido menor, ni te habría sido más fácil resistirla. ¡Al contrario! No, una mano quemada es el mejor maestro. Luego cualquier advertencia sobre el fuego llega derecho al corazón.
—Es cierto —dijo Pippin—. Si ahora tuviese delante de mí las siete piedras, cerraría los ojos y me metería las manos en los bolsillos.
—¡Bien! —dijo Gandalf—. Eso era lo que esperaba.
—Pero me gustaría saber... —empezó a decir Pippin.
—¡Misericordia! —exclamó Gandalf—. Si para curar tu curiosidad hay que darte información, me pasaré el resto de mis días respondiendo a tus preguntas. ¿Qué más quieres saber?
—Los nombres de todas las estrellas y de todos los seres vivientes, y la historia toda de la Tierra Media, y de la Bóveda del Cielo y de los Mares que Separan —rió Pippin—. ¡Por supuesto! ¿Qué menos? Pero por esta noche no tengo prisa. En este momento pensaba en la Sombra Negra. Oí que gritabas: «mensajero de Mordor». ¿Qué era? ¿Qué podía hacer en Isengard?
—Era un Jinete Negro alado, un Nazgûl —respondió Gandalf—. Y hubiera podido llevarte a la Torre Oscura.
—Pero no venía por mí ¿verdad que no? —dijo Pippin con voz trémula—. Quiero decir, no sabía que yo...
—Claro que no —dijo Gandalf —. Hay doscientas leguas o más a vuelo de pájaro desde Barad—dûr a Orthanc y hasta un Nazgûl necesitaría varias horas para recorrer esa distancia. Pero sin duda Saruman escudriñó la piedra luego de la huida de los Orcos y reveló así muchos pensamientos que quería mantener en secreto. Un mensajero fue enviado entonces con la misión de averiguar en qué anda Saruman. Y luego de lo sucedido esta noche, vendrá otro, y muy pronto, no lo dudo. De esta manera Saruman quedará encerrado en el callejón sin salida en que él mismo se ha metido. Sin un solo prisionero que enviar, sin una piedra que le permita ver, y sin la posibilidad de satisfacer las exigencias del amo. Sauron supondrá que pretende retener al prisionero y que rehusa utilizar la piedra. De nada servirá que Saruman le diga la verdad al mensajero. Pues aunque Isengard ha sido destruida, Saruman sigue aún en Orthanc, sano y salvo. Y de todas maneras aparecerá como un rebelde. Y sin embargo, si rechazó nuestra ayuda fue para evitar eso mismo.
»Cómo se las arreglará para salir de este trance, no puedo imaginarlo. Creo que todavía, mientras siga en Orthanc, tiene poder para resistir a los Nueve jinetes. Tal vez lo intente. Quizá trate de capturar al Nazgûl, o al menos matar a la criatura en que cabalga por el cielo.
»Pero cuál será el desenlace y si para bien o para mal, no sabría decirlo. Es posible que los pensamientos del enemigo lleguen confusos o tergiversados a causa de la cólera de él contra Saruman. Quizá Sauron se entere de que yo estuve allá en Orthanc al pie de la escalinata con los hobbits prendidos a los faldones. Y que un heredero de Elendil, vivo, estaba también allí, a mi lado. Si Lengua de Serpiente no se dejó engaitar por la armadura de Rohan, se acordará sin duda de Aragorn y del título que reivindicaba. Eso es lo que más temo. Así pues, no hemos huido para alejarnos de un peligro sino para correr en busca de otro mucho mayor. Cada paso de Sombragris te acerca más v más al País de las Sombras, Peregrin Tuk.
Pippin no respondió, pero se arrebujó en la capa, como sacudido por un escalofrío. La tierra gris corría veloz a sus pies.
—¡Mira! —dijo Gandalf —. Los valles del Folde Oeste se abren ante nosotros. Aquí volveremos a tomar el camino del este. Aquella sombra oscura que se ve a lo lejos es la embocadura del Valle del Bajo. De ese lado quedan Aglarond y las Cavernas Centelleantes. No me preguntes a mí por esos sitios. Pregúntale a Gimli, si volvéis a encontramos, y por primera vez tendrás una respuesta que te parecerá muy larga. No verás las Cavernas, no al menos en este viaje. Pronto las habremos dejado muy atrás.
—¡Creía que pensabas detenerte en el Abismo de Helm! —dijo Pippin—. ¿A dónde vas ahora?
—A Minas Tirith, antes de que la cerquen los mares de la guerra. —¡Oh! ¿Y a qué distancia queda?
—Leguas y leguas —respondió Gandalf —. Tres veces más lejos que la morada del Rey Théoden, que queda a más de cien millas de aquí, hacia el este: cien millas a vuelo del mensajero de Mordor. Pero el camino de Sombragris es más largo. ¿Quién será más veloz?
»Ahora, seguiremos cabalgando hasta el alba y aún nos quedan algunas horas. Entonces hasta Sombragris tendrá que descansar, en alguna hondonada entre las colinas: en Edoras, espero. ¡Duerme, si Puedes! Quizá veas las primeras luces del alba sobre los techos de oro de la Casa de Eorl. Y dos días después verás la sombra purpurina del Monte Mindolluin y los muros de la torre de Denethor, blancos en la mañana.
»De prisa, Sombragris. Corre, corazón intrépido, como nunca has corrido hasta ahora. Hemos llegado a las tierras de tu niñez y aquí conoces todas las piedras. ¡De prisa! ¡Tu ligereza es nuestra esperanza!
Sombragris sacudió la cabeza y relinchó, como si una trompeta lo llamara a la batalla. En seguida se lanzó hacia adelante. Los cascos relampaguearon contra el suelo; la noche se precipitó sobre él.
Mientras se iba durmiendo lentamente, Pippin tuvo una impresión extraña: él y Gandalf, inmóviles como piedras, montaban la estatua de un caballo al galope, en tanto el mundo huía debajo con un rugido de viento.
LIBRO CUARTO
1
SMEAGOL DOMADO
—Y bien, mi amo, no hay duda de que estamos metidos en un brete —dijo Sam Gamyi. De pie junto a Frodo, desanimado, la cabeza hundida entre los hombros, Sam entornaba los ojos escudriñando la oscuridad.
Hacía tres noches que se habían separado de la Compañía, o por lo menos eso creían ellos: casi habían perdido la cuenta de las horas mientras escalaban afanosamente las pendientes áridas y pedregosas de Emyn Muil, a menudo obligados a volver sobre sus pasos, pues no encontraban una salida, o descubriendo que habían estado dando vueltas en un círculo que los llevaba siempre a un mismo punto. No obstante, a pesar de todas las idas y venidas, no habían dejado de avanzar hacia el este, procurando en lo posible no alejarse del borde exterior de aquel grupo de colinas, intrincado y extraño. Pero siempre tropezaban con los flancos de las montañas, altas e infranqueables, que miraban ceñudamente a la llanura; y más allá de las faldas pedregosas se extendían unas ciénagas lívidas y putrefactas, donde nada se movía y ni siquiera se veía un pájaro.
Los hobbits se encontraban ahora en la orilla de un alto acantilado, desolado y desnudo, envuelto a los pies en una espesa niebla; a espaldas de ellos se erguían las cadenas de montañas coronadas de nubes fugitivas. Un viento glacial soplaba desde el este. Ante ellos la noche se cerraba sobre un paisaje informe; el verde malsano se transformaba en un pardo sombrío. Lejos, a la derecha, el Anduin, que durante el día había centelleado de tanto en tanto, cada vez que el sol aparecía entre las nubes, estaba ahora oculto en las sombras. Pero los ojos de los hobbits no miraban más allá del río, no se volvían hacia Gondor, hacia sus amigos, hacia la tierra de los hombres. Escudriñaban la orilla de sombras del sur y el este por donde la noche avanzaba, allí donde se insinuaba una línea oscura, como montañas distantes de humo inmóvil. De vez en cuando un diminuto resplandor rojo titilaba allá lejos en los confines del cielo y la tierra.
¡Qué brete! —dijo Sam—. Entre todos los lugares de que nos han hablado, aquel es el único que no desearíamos ver de cerca; ¡y justamente a él estamos tratando de llegar! Y por lo que veo, no hay modo de llegar. Tengo la impresión de que hemos errado el camino de medio a medio. Posibilidad de bajar, no tenemos ninguna; y si la tuviésemos descubriríamos, se lo aseguro, que toda esa tierra verde no es otra cosa que un pantano inmundo. ¡Puaj! ¿Huele usted? —Husmeó el viento.
—Sí, huelo —dijo Frodo, pero no se movió, ni apartó los ojos de la línea oscura y de la llama trémula—. ¡Mordor! —murmuró—. ¡Si he de ir allí, quisiera llegar cuanto antes y terminar de una vez! —Se estremeció. Soplaba un viento helado, cargado a la vez de un frío olor a podredumbre.— Bueno —dijo al fin, desviando la mirada—. No podemos quedarnos aquí la noche entera, brete o no brete. Necesitamos encontrar un sitio más reparado y volver a acampar; y tal vez la luz del nuevo día nos muestre algún sendero.
—O la del siguiente, o la del otro o la del tercero —murmuró Sam—. 0 la de ninguno. Por aquí no llegaremos a ninguna parte.
—Quién sabe —dijo Frodo—. Si es mi destino, como creo, ir allá, al lejano País de las Sombras, tarde o temprano algún sendero tendrá que aparecer. ¿Pero quién me lo mostrará, el bien o el mal? Todas nuestras esperanzas se cifraban en la rapidez. Esta demora favorece al enemigo... y heme aquí: demorado. ¿Es la voluntad de la Torre Oscura la que nos dirige? Todas mis elecciones resultaron equivocadas. Debí separarme de la Compañía mucho antes, y bajar desde el norte, por el camino que corre al este del río y los Emyn Muil, y cruzar por tierra firme el Llano de la Batalla hasta los Pasos de Mordor. Pero ahora no será posible que tú y yo solos encontremos un camino, y en la orilla oriental merodean los orcos. Cada día que pasa es un tiempo precioso que perdemos. Estoy cansado, Sam. No sé qué hacer. ¿Qué comida nos queda?
—Sólo esas... ¿cómo se llaman...? esas lembas, señor Frodo. Una buena cantidad. Son mejor que nada, en todo caso. Sin embargo, nunca me imaginé, la primera vez que les hinqué el diente, que llegarían a cansarme. Pero eso es lo que me pasa ahora: un mendrugo de pan común y un jarro de cerveza... ay, siquiera medio jarro... me caerían de perlas. Desde la última vez que acampamos traigo a cuestas mis enseres de cocina, ¿y de qué me han servido? Nada con que encender un fuego, para empezar; y nada que cocinar; ¡ni una mísera hierba!
Dieron media vuelta y descendieron a una hondonada pedregosa. El sol ya en el ocaso desapareció entre unas nubes y la noche cayó rápidamente. A pesar del frío consiguieron dormir por turno en un recoveco entre unos pináculos altos y mellados de roca carcomida por el tiempo; por lo menos estaban al reparo del viento del este.
—¿Los ha vuelto a ver, señor Frodo? —preguntó Sam, cuando estuvieron sentados, ateridos de frío, mascando lembas a la luz yerta y gris del amanecer.
—No —dijo Frodo—, no he oído ni visto nada desde hace dos noches.
—Yo tampoco —dijo Sam—. ¡Grrr! Esos ojos me helaron la sangre. Tal vez hayamos conseguido despistarlo, a ese miserable fisgón. ¡Gollum! Gollum le voy a dar yo en el gaznate si algún día le pongo las manos encima.
—Espero que ya no sea necesario —dijo Frodo—. No sé cómo habrá hecho para seguirnos; pero es posible que haya vuelto a perder el rastro, como tú dices. En esta región seca y desierta no podemos dejar muchas huellas, ni olores, ni aún para esa nariz husmeadora.
—Ojalá sea como usted dice —dijo Sam—. ¡Ojalá nos libráramos de él para siempre!
—Sí —dijo Frodo—; pero no es él mi mayor preocupación. ¡Quisiera poder salir de estas colinas! Les tengo horror. Me siento desamparado aquí en el este, sin nada que me separe de la Sombra sino esas tierras muertas y desnudas. Hay un Ojo en la oscuridad. ¡Coraje! ¡De una u otra manera, hoy tenemos que bajar!
Pero transcurrió la mañana y cuando la tarde dio paso al anochecer, Frodo y Sam continuaban arrastrándose fatigosamente a lo largo de la cresta sin haber encontrado una salida.
A veces, en el silencio de aquel paisaje desolado, creían oír detrás unos sonidos confusos, el rumor de una piedra que caía, pisadas furtivas sobre las rocas. Pero si se detenían y escuchaban inmóviles, no oían nada, sólo los suspiros del viento en las aristas de las piedras... pero también esto sonaba a los oídos de los hobbits como una respiración sibilante entre dientes afilados.
A lo largo de toda esa jornada la cresta exterior de Emyn Muil se fue replegando poco a poco hacia el norte. El borde de esa cresta se extendía en un ancho altiplano de roca desgastada y pulida, en el que se abrían, de tanto en tanto, pequeñas gargantas que bajaban abruptamente hasta las grietas del acantilado. Buscando algún sendero, un camino entre esas gargantas que eran cada vez más profundas y frecuentes, Frodo y Sam no cayeron en la cuenta de que se desviaban a la izquierda, alejándose del borde, y que por espacio de varias millas habían estado descendiendo en forma lenta pero constante hacia la llanura: la cresta llegaba casi al nivel de las tierras bajas.
Por último se vieron obligados a detenerse. La cresta describía una curva más pronunciada hacia el norte, que estaba cortada por una garganta más profunda que las anteriores. Del otro lado volvía a trepar bruscamente, en varias decenas de brazas: un acantilado alto y gris se erguía amenazante ante ellos, y tan a pique que parecía cortado a cuchillo. Seguir adelante era imposible y no les quedaba otro recurso que cambiar de rumbo, hacia el oeste o hacia el este. Pero la marcha hacia el este sería lenta y trabajosa, y los llevaría de vuelta al corazón de las montarías; y por el este sólo podían llegar hasta el precipicio.
—No hay otro remedio que intentar el descenso por esta garganta, Sam —dijo Frodo—. Veamos a dónde nos conduce.
—A una caída desastrosa, sin duda —dijo Sam.
La garganta era más larga y profunda de lo que parecía. Un poco más abajo encontraron unos árboles nudosos y raquíticos, la primera vegetación que veían desde hacía muchos días: abedules contrahechos casi todos y uno que otro pino. Muchos estaban muertos y descarnados, mordidos hasta la médula por los vientos del este. Parecía que alguna vez, en días más benévolos, había crecido una arboleda bastante espesa en aquella hondonada; ahora, unos cincuenta metros más allá, los árboles desaparecían, pero unos pocos tocones viejos y carcomidos llegaban hasta casi el borde mismo del acantilado. El fondo de la garganta, que corría a lo largo de una falla de la roca, estaba cubierto de pedruscos y descendía en una larga pendiente escabrosa y torcida. Cuando llegaron por fin al otro extremo, Frodo se detuvo y se asomó.
—¡Mira! —dijo—. O hemos descendido mucho, o el acantilado ha perdido altura. Ahora está mucho más abajo, y hasta parece fácil de escalar.
Sam se arrodilló al lado de Frodo y asomó con desgana la cabeza. Luego alzó los ojos y observó el acantilado que se levantaba a la izquierda cada vez más alto.
—¡Más fácil! —gruñó—. Bueno, quizás es más fácil bajar que subir. ¡Quien no sepa volar, que salte!
—Sería un buen salto de todos modos –dijo Frodo—. Alrededor de... un momento —se irguió midiendo la distancia con la vista— ...alrededor de unas dieciocho brazas, me parece. No más.
—¡Y ya es bastante! —dijo Sam—. ¡Brrr! ¡No me gusta nada mirar para abajo desde una altura! Pero mirar es siempre mejor que bajar.
—En todo caso —dijo Frodo— creo que por aquí podríamos descender; y tendremos que intentarlo. Mira... la roca no es lisa como unas millas atrás. Se ha deslizado y hay muchas grietas.
En efecto, la cara externa no era vertical, sino ligeramente oblicua. Parecía más bien un rompeolas, o un murallón que se había desplazado sobre sus cimientos, ahora retorcido y resquebrajado, con fisuras y largos rebordes sesgados que por momentos eran anchos como escalones.
—Y si vamos a intentar el descenso, más vale que lo intentemos ahora mismo. Está oscureciendo temprano. Creo que se avecina una tormenta.
En el oeste, los contornos ya borrosos de las montarías se diluían en una oscuridad más profunda que ya comenzaba a extender unos brazos largos hacia el oeste. Sopló una brisa que trajo de lejos el murmullo del trueno. Frodo husmeó el aire y observó el cielo con una expresión de incertidumbre. Se ajustó la capa con el cinturón y se acomodó sobre el hombro el ligero equipaje; luego avanzó hacia el borde de la cresta.
—Lo intentaré —dijo.
—¡De acuerdo! — dijo Sam con aire sombrío —. Pero yo iré primero.
—¿Tú? —exclamó Frodo—. ¿Cómo has cambiado de idea?
—No he cambiado de idea. Es simple sentido común; poner más abajo a quien es probable que resbale. No quiero caerme encima de usted y derribarlo: no tiene sentido que mueran dos en una sola caída.
Antes de que Frodo pudiese detenerlo, Sam se sentó, con las piernas colgando sobre el borde, y dio media vuelta, buscando a tientas con los dedos de los pies un apoyo en la roca. Nunca había mostrado tanto coraje a sangre fría, ni tanta imprudencia.
—¡No, no! ¡Sam, viejo asno! — dijo Frodo —. Te vas a matar bajando así sin mirar siquiera dónde pondrás el pie. ¡Vuelve! —Tomó a Sam por las axilas y lo alzó en vilo. —¡Ahora espera un momento y ten paciencia! —dijo. Se echó al suelo y se asomó al precipicio; la luz desaparecía ya rápidamente, aunque el sol aún no se había ocultado—. Creo que podremos hacerlo —dijo—. Yo al menos; y también tú, si no pierdes la cabeza y me sigues con cautela.
—No sé cómo puede estar tan seguro —dijo Sam—. No se alcanza a ver el fondo con esta luz. ¿Y si cae en un lugar donde no haya nada en que apoyar los pies o las manos?
—Volveré a subir, supongo —dijo Frodo.
—Es fácil decirlo —objetó Sam—. Mejor espere hasta mañana, cuando haya más luz.
—¡No! No si puedo evitarlo —dijo Frodo con una vehemencia repentina y extraña—. Cada hora que pasa, cada minuto, me parece insoportable. Lo intentaré ahora. ¡No me sigas hasta que vuelva o te llame!
Aferrándose con los dedos al borde del precipicio se dejó caer lentamente y cuando ya tenía los brazos estirados, los pies encontraron una cornisa.
—¡Un primer paso! — dijo —. Y esta comisa se ensancha a la derecha. Podría mantenerme en pie sin sujetarme con las manos. Iré... —la frase fue bruscamente interrumpida.
La oscuridad que avanzaba veloz y se extendía rápidamente, se precipitó desde el este devorando el cielo. El estampido seco y fragoroso de un trueno resonó en lo alto. Los relámpagos restallaron entre las colinas. Luego sopló una ráfaga huracanado, y simultáneamente, mezclado con el rugido del viento, se oyó un grito agudo y penetrante. Los hobbits habían escuchado el mismo grito allá lejos en el Marjal cuando huían de Hobbiton, y ya entonces, en los bosques de la Comarca, les había helado la sangre. Aquí, en el desierto, el terror que inspiraba era mucho mayor: unos cuchillos helados de horror y desesperación los atravesaban paralizándoles el corazón y el aliento. Sam se echó al suelo de bruces. Involuntariamente, Frodo soltó las manos del borde para cubrirse la cabeza y las orejas. Vaciló, resbaló y con un grito desgarrador desapareció en el abismo.
Sam lo oyó y se arrastró hasta el borde.
—¡Amo! ¡Amo! —gritó—. ¡Amo! —Ninguna respuesta le llegó del precipicio. Descubrió que estaba temblando de pies a cabeza, pero tomó aliento y volvió a gritar:— ¡Amo!
Le pareció que el viento le devolvía la voz a la garganta; pero mientras el aire pasaba, rugiendo, a través de la hondonada y se alejaba sobre las colinas, llevó a oídos de Sam un apagado grito de respuesta.
—¡Todo bien! ¡Todo bien! Estoy aquí. Pero no se ve nada.
Frodo gritaba con voz débil. En realidad, no estaba muy lejos. Había resbalado pero no había caído, yendo a parar, de pie, a una cornisa más ancha pocas yardas más abajo. Por fortuna en aquel punto la pared de roca se retiraba hacia atrás y el viento había empujado a Frodo contra ella, impidiendo que se precipitara en el abismo. Trató de mantenerse en equilibrio apoyando la cara contra la piedra fría, sintiendo el corazón que le golpeaba en el pecho. Pero o bien la oscuridad se había vuelto impenetrable, o Frodo había perdido la vista. Todo era negro alrededor. Se preguntó si se habría quedado ciego de golpe. Respiró hondo.
—¡Vuelva! ¡Vuelva! —oyó la voz de Sam desde allá arriba, en las tinieblas.
—No puedo —dijo—. No veo nada. No encuentro en qué apoyarme. No me atrevo a moverme.
—¿Qué puedo hacer, señor Frodo? ¿Qué puedo hacer? — gritó Sam, asomándose peligrosamente. ¿Por qué su señor no veía? Estaba oscuro, sin duda, pero no tanto. Sam distinguía allá abajo la figura de Frodo, gris y solitaria contra la cara oblicua del acantilado, lejos del alcance de una mano amiga.
Volvió a retumbar el trueno y empezó a llover a torrentes. Una cortina de agua y granizo enceguecedora y helada azotaba la roca.
—Bajaré hasta usted —gritó Sam, aunque no sabía cómo podría ayudar de ese modo.
—¡No, no, espera! —le gritó Frodo ahora con más fuerza—. Pronto estaré mejor. Ya me siento mejor. ¡Espera! No puedes hacer nada sin una cuerda.
—¡Cuerda! — exclamó Sam, excitado y aliviado —. ¡Si merezco que me cuelguen de una, por imbécil! ¡No eres más que un pampirolón, Sam Gamyi!: eso solía decirme el Tío, una palabra que él había inventado. ¡Cuerda!
—¡Basta de charla! —gritó Frodo, bastante recobrado ahora como para sentirse divertido e irritado a la vez—. ¡Qué importa lo que dijera tu compadre! ¿Estás tratando de decirte que tienes una cuerda en el bolsillo? Si es así, ¡sácala de una vez!
—Sí, señor Frodo, en mi equipaje junto con todo lo demás. ¡La he traído conmigo centenares de millas y la había olvidado por completo!
—Entonces ¡manos a la obra y tírame un cabo!
Sam descargó rápidamente el fardo y se puso a revolverlo. Y en verdad allá en el fondo había un rollo de la cuerda gris y sedosa trenzada por la gente de Lórien. Le arrojó un extremo a su amo. Frodo tuvo la impresión de que la oscuridad se disipaba, o de que estaba recobrando la vista. Alcanzó a ver la cuerda gris que descendía balanceándose, y le pareció que tenía un resplandor plateado. Ahora que podía clavar los ojos en un punto luminoso, sentía menos vértigo. Adelantando el cuerpo, se aseguró el extremo de la cuerda alrededor de la cintura y la tomó con ambas manos.
Sam retrocedió y afirmó los pies contra un tocón a una o dos yardas de la orilla. A medias izado, a medias trepando, Frodo subió y se dejó caer en el suelo.
El trueno retumbaba y rugía en lontananza, y la lluvia seguía cayendo, torrencial. Los hobbits volvieron a arrastrarse al interior de la garganta en busca de reparo; no encontraron ninguno. El agua que descendía en arroyuelos no tardó en convertirse en un torrente espumoso que se estrellaba contra las rocas antes de precipitarse a chorros desde el acantilado como desde el alero de una enorme techumbre.
—Si me hubiese quedado allá abajo, ya estaría casi ahogado, o el agua me habría arrastrado no sé dónde —dijo Frodo—. ¡Qué suerte extraordinaria que tuvieras esa cuerda!
—Mejor suerte hubiera sido que lo pensara un poco antes —dijo Sam—. Tal vez usted recuerde cómo las pusieron en las barcas, cuando partíamos: en el país élfico. Me fascinaron y guardé un rollo en mi equipaje. Parece que hiciera años de eso. Puede ser una buena ayuda en muchas ocasiones dijo Haldir o uno de ellos. Tenía razón.
—Lástima que no se me ocurriera a mí traer otro rollo —dijo Frodo—; pero me separé de la Compañía con tanta prisa y en medio de tanta confusión. Quizá pudiera alcanzarnos para bajar. ¿Cuánto medirá tu cuerda, me pregunto?
Sam extendió la cuerda lentamente, midiéndola con los brazos. —Cinco, diez, veinte, treinta varas, más o menos.
—¡Quién lo hubiera creído! —exclamó Frodo.
—¡Ah! ¿Quién? —dijo Sam—. Los elfos son gente maravillosa. Parece demasiado delgada, pero es resistente; y suave como leche en la mano. Ocupa poco lugar y es liviana como la luz. ¡Gente maravillosa sin ninguna duda!
—¡Treinta varas! —dijo Frodo, pensativo—. Creo que será suficiente. Si la tormenta pasa antes que caiga la noche, voy a intentarlo.
—Ya casi ha dejado de llover —dijo Sam—, ¡pero no haga otra vez nada peligroso en la oscuridad, señor Frodo! Quizás usted haya olvidado ese grito en el viento, ¡pero yo no! Parecía el grito de un jinete Negro... aunque venía del aire, como si pudiese volar. Creo que lo mejor sería quedarnos aquí hasta que pase la noche.
—Y yo creo que no me quedaré aquí ni un minuto más de lo necesario, atado de pies y manos al borde de este precipicio mientras los ojos del País Oscuro nos observan a través de las ciénagas —dijo Frodo.
Y con estas palabras se incorporó y volvió al fondo de la garganta. Miró a lo lejos. El cielo estaba casi límpido en el este. Los nubarrones se alejaban, tempestuosos y cargados de lluvia, y la batalla principal extendía ahora las grandes alas sobre Emyn Muil; allí el pensamiento sombrío de Sauron se detuvo un momento. Luego se volvió, golpeando el valle de Anduin con granizo y relámpagos, y arrojando sobre Minas Tirith una sombra que amenazaba guerra. Entonces, descendiendo a las montañas, pasó lentamente sobre Gondor y los confines de Rohan, hasta que a lo lejos, mientras cabalgaban por la llanura rumbo al oeste, los caballeros vieron las torres negras que se movían detrás del sol. Pero aquí, sobre el desierto y sobre las ciénagas hediondas, el cielo de la noche se abrió una vez más, y unas estrellas titilaron como pequeños agujeros blancos en el palio que cubría la luna creciente.
—¡Qué felicidad volver a ver! — exclamó Frodo, respirando profundamente —. ¿Sabes que durante un rato creí que había perdido la vista? A causa de los rayos o de algo más terrible tal vez. No veía nada, absolutamente nada hasta que apareció la cuerda gris. Me pareció que centelleaba.
—Es cierto, parece de plata en la oscuridad —dijo Sam—. Es raro, no lo había notado antes, aunque no recuerdo haberla mirado desde que la puse en el paquete. Pero si está tan decidido a bajar, señor Frodo, ¿cómo piensa utilizarla? Treinta anas, unas dieciocho brazas, digamos: más o menos la altura que usted supuso.
Frodo reflexionó un momento.
—¡Amárrala a ese tocón, Sam! — dijo —. Creo que esta vez tendrás la satisfacción de ir primero. Yo te bajaré por la cuerda, y sólo tendrás que usar los pies y las manos para no chocar contra la roca. De todos modos, si puedes apoyarte en la cornisa y me das un respiro, tanto mejor. Cuando hayas llegado abajo, yo te seguiré. Me siento muy bien ahora.
—De acuerdo —dijo Sam sin mucho entusiasmo—. Si tiene que ser ¡que sea en seguida!
Tomó la cuerda y la ató al tocón más próximo a la orilla; luego se aseguró el otro extremo a la cintura. Se volvió a regañadientes y se preparó para dejarse caer por segunda vez.
Sin embargo, el descenso resultó mucho menos difícil de lo que había esperado. La cuerda parecía darle confianza, aunque más de una vez, al mirar hacia abajo tuvo que cerrar los ojos. A cierta altura, en un tramo donde no había cornisa y la pared del acantilado se inclinaba hacia adentro, pasó un mal rato: resbaló y quedó suspendido en el aire. Pero Frodo sujetaba la cuerda con mano firme y la iba soltando poco a poco, y al fin el descenso concluyó. Lo que más había temido el hobbit era que la cuerda se acabase demasiado pronto, pero Frodo tenía aún un buen trozo entre las manos cuando Sam le gritó:
—¡Ya estoy abajo! —La voz llegaba nítida desde el fondo del abismo, pero Frodo no distinguía a Sam: la capa gris de elfo se confundía con la penumbra del crepúsculo.
Frodo tardó un poco más en seguir a Sam. Se había asegurado la cuerda a la cintura y la había recogido manteniéndola siempre tensa; quería evitar en lo posible el riesgo de una caída; no tenía la fe ciega de Sam en aquella delgada cuerda gris. Sin embargo en dos sitios tuvo que confiar enteramente en ella: dos superficies tan lisas que ni sus vigorosos dedos de hobbit encontraron apoyo, y la distancia entre una cornisa y otra era demasiado grande. Pero al fin también él llegó abajo.
—¡Albricias! ¡Lo conseguimos! ¡Hemos escapado de Emyn Muil! ¿Y ahora? Quizá pronto estemos suspirando por pisar otra vez una buena roca dura.
Sam no contestó: tenía los ojos fijos en el acantilado.
—¡Pampirolón! —dijo— ¡Estúpido! ¡Mi tan hermosa cuerda! Ha quedado allá amarrada a un tocón y nosotros aquí abajo. Mejor escalera no podíamos dejarle a ese fisgón de Gollum. ¡Es casi como si hubiéramos puesto aquí un letrero, indicándole qué camino hemos tomado! Ya me parecía que todo era demasiado fácil.
—Si se te ocurre cómo hubiéramos podido bajar por la cuerda y al mismo tiempo traerla con nosotros, entonces puedes pasarme a mí el pampirolón o cualquier otro epíteto de esos que te endilgaba tu compadre —dijo Frodo—. ¡Sube, desátala y baja, si quieres!
Sam se rascó la cabeza.
—No, no veo cómo, con el perdón de usted —dijo—. Pero no me gusta dejarla, por supuesto. —Acarició el extremo de la cuerda y la sacudió levemente. — Me cuesta separarme de algo que traje del país de los elfos. Hecha por Galadriel en persona, tal vez. Galadriel —murmuró moviendo tristemente la cabeza. Miró hacia arriba y tironeó por última vez de la cuerda como despidiéndose.
Ante el asombro total de los dos hobbits, la cuerda se soltó. Sam cayó de espaldas y las largas espirales grises se deslizaron silenciosamente sobre él. Frodo se echó a reír.
—¿Quién aseguró la cuerda? —dijo— ¡Menos mal que aguantó hasta ahora! ¡Pensar que confié a tu nudo todo mi peso!
Sam no se reía.
—Quizás yo no sea muy ducho en eso de escalar montañas, señor Frodo —dijo con aire ofendido—, pero de cuerdas y ñudos algo sé. Me viene de familia, por así decir. Mi abuelo, y después de él mi tío Andy, el hermano mayor del Tío, tuvo durante muchos años una cordelería cerca de Campo del Cordelero. Y nadie hubiera podido atar a ese tocón un nudo más seguro que el mío, en la comarca o fuera de ella.
—Entonces la cuerda ha tenido que romperse... al rozar contra el borde de la roca, supongo —dijo Frodo.
—¡Apuesto a que no! —dijo Sam en un tono aún más ofendido. Se agachó y examinó los dos cabos—. No, no me equivoco. ¡Ni una sola hebra!
—Entonces me temo que haya sido el nudo —dijo Frodo.
Sam sacudió la cabeza sin responder. Se pasaba la cuerda entre los dedos, pensativo.
—Como quiera, señor Frodo —dijo por último—, pero para mí la cuerda se soltó sola... cuando yo la llamé. —La enrolló y la guardó cariñosamente.
—Que bajó no puede negarse –dijo Frodo—, y eso es lo que importa. Pero ahora hemos de pensar cuál será nuestro próximo paso. Pronto caerá la noche. ¡Qué hermosas están las estrellas y la Luna!
—Regocijan el corazón ¿verdad? —dijo Sam mirando el cielo—. Son élficas, de alguna manera. Y la Luna está en creciente. Con este tiempo nuboso, hacía un par de noches que no la veíamos; ya da mucha luz.
—Sí —dijo Frodo— pero hasta dentro de unos días no habrá luna llena. No me parece prudente que nos internemos en las ciénagas a la luz de una media luna.
Al amparo de las primeras sombras de la noche iniciaron una nueva etapa del viaje. Al cabo de un rato Sam volvió la cabeza y escudriñó el camino que acababan de recorrer. La boca de la garganta era como una fisura en la pared rocosa.
—Me alegro de haber recuperado la cuerda —dijo—. En todo caso ese malandrín se encontrará con un pequeño enigma difícil de resolver. ¡Que intente bajar por las cornisas con esos inmundos pies planos!
Avanzaron con precaución alejándose del pie del acantilado, a través de un desierto de guijarros y piedras ásperas, húmedas y resbaladizas por la lluvia. El terreno aún descendía abruptamente. Habían recorrido un corto trecho cuando se encontraron de pronto ante una fisura negra que les interceptaba el camino. No era demasiado ancha, pero sí lo suficiente para que no se atrevieran a saltar en la penumbra. Creyeron oír un gorgoteo de agua en el fondo. A la izquierda la fisura se curvaba hacia el norte, hacia las colinas, cerrándoles así el paso, por lo menos mientras durase la oscuridad.
—Será mejor que busquemos una salida por el sur a lo largo del acantilado —dijo Sam—. Tal vez encontremos un recoveco, o una caverna, o algo así.
—Creo que tienes razón —dijo Frodo—. Estoy cansado y no me siento con fuerzas para seguir arrastrándome entre las piedras esta noche... aunque odio retrasarme todavía más. Ojalá tuviésemos por delante una senda clara: en ese caso seguiría hasta que ya no me dieran las piernas.
Avanzar a lo largo de las faldas escabrosas de Emyn Muil no fue más fácil para los hobbits. Ni Sam encontró un rincón o un hueco en que cobijarse: sólo pendientes desnudas y pedregosas bajo la mirada amenazante del acantilado, que ahora volvía a elevarse, más alto y vertical. Por fin, extenuados, se dejaron caer en el suelo al abrigo de un peñasco, no lejos del pie del acantilado. Allí se quedaron algún tiempo, taciturnos, acurrucados uno contra otro en la noche fría e inclemente, luchando contra el sueño que los iba venciendo. La luna subía ahora alta y clara. El débil resplandor blanco iluminaba las caras de las rocas y bañaba las paredes frías y amenazadoras del acantilado, transformando la vasta e inquietante oscuridad en un gris pálido y glacial estriado de sombras negras.
—¡Bueno! —dijo Frodo, poniéndose de pie y arrebujándose en la capa—. Tú, Sam, duerme un poco y toma mi manta. Mientras tanto yo caminaré de arriba abajo y vigilaré. —De pronto se irguió, muy tieso; en seguida se agachó y tomó a Sam por el brazo.— ¿Qué es eso? —murmuró—. Mira, allá arriba, en el acantilado.
Sam miró y contuvo el aliento.
—¡Sss! — susurró —. Ya está ahí. ¡Es ese Gollum! ¡Sapos y culebras! ¡Y pensé que lo habíamos despistado con nuestra pequeña hazaña! ¡Mírelo! ¡Arrastrándose por la pared como una araría horrible!
A lo largo de una cara del precipicio, que parecía casi lisa a la pálida luz de la luna, una pequeña figura negra se desplazaba con los miembros delgados extendidos sobre la roca. Quizás aquellos pies y manos blandos y prensiles encontraban fisuras y asideros que ningún hobbit hubiera podido ver o utilizar, pero parecía deslizarse sobre patas pegajosas, como un gran insecto merodeador de alguna extraña especie. Y bajaba de cabeza, como si viniera olfateando el camino. De tanto en tanto levantaba el cráneo lentamente, haciéndolo girar sobre el largo pescuezo descarnado, y los hobbits veían entonces dos puntos pálidos, dos ojos, que parpadeaban un instante a la luz de la luna y en seguida volvían a ocultarse.
—¿Le parece que puede vernos? —dijo Sam.
—No sé —respondió Frodo en voz baja—, pero no lo creo. Estas capas élficas son poco visibles, aun para ojos amigos: yo no te veo en la sombra ni a dos pasos. Y por lo que sé, es enemigo del Sol y de la Luna.
—¿Por qué entonces desciende aquí, precisamente? —inquirió Sam.
—Calma, Sam —dijo Frodo—. Tal vez pueda olernos. Y tiene un oído tan fino como el de los elfos, dicen. Me parece que ha oído algo ahora; nuestras voces probablemente. Hemos gritado mucho allá arriba; y hasta hace un momento hablábamos en voz demasiado alta.
—Bueno, estoy harto de él —dijo Sam—. Nos ha seguido demasiado tiempo para mi gusto y le cantaré cuatro frescas, si puedo. De todos modos creo que ahora será inútil que tratemos de evitarlo. —Cubriéndose la cara con la caperuza gris, Sam se arrastró con pasos furtivos hacia el acantilado.
—¡Ten cuidado! —le susurró Frodo, que iba detrás—. ¡No lo alarmes! Es mucho más peligroso de lo que parece.
La forma negra había descendido ya las tres cuartas partes de la pared y estaba a unos quince metros o menos del pie del acantilado. Acurrucados e inmóviles como piedras a la sombra de una roca, los hobbits lo observaban. Al parecer había tropezado con un pasaje difícil, o tenía alguna preocupación. Lo oían olisquear y de tanto en tanto escuchaban una respiración áspera y siseante que sonaba como un juramento reprimido. Levantó la cabeza y a los hobbits les pareció que escupía. Luego siguió avanzando. Ahora lo oían hablar con una voz cascada y sibilante.
—¡Ajjj, sss! ¡Cauto, mi tesoro! Más prisa menos ligereza. No corramos el riesssgo de rompernos el pessscuezo, no, tesssoro. ¡No, tesssoro... gollum! —Levantó otra vez la cabeza, le guiñó los ojos a la luna, y volvió a cerrarlos rápidamente.— La aborrecemos —siseó—. Odiosssa, odiosssa luz trémula es... sss... nos essspía, tesoro... nos lassstima los ojos.
Se iba acercando y los siseos eran ahora más agudos y claros.
—¿Dónde essstá, dónde essstá: mi tesssoro, mi tesssoro? Es nuestro, es, y nosotros lo queremos. Los ladrones, los inmundos ladronzuelos. ¿Dónde están con mi tesoro? ¡Malditos! Los odiamos de veras.
—No parece saber dónde estamos ¿eh? –susurró Sam—. ¿Y qué es su tesoro? ¿Se referirá al ...?
—¡Calla! —susurró Frodo—. Se está acercando y ya podría oírnos.
Y en efecto, Gollum había vuelto a detenerse de improviso, e inclinaba la cabezota hacia uno y otro lado como si estuviese escuchando. Había abierto a medias los ojillos pálidos. Sam se contuvo, aunque los dedos le escocían. Tenía los ojos encendidos de cólera y asco, fijos en la miserable criatura, que ahora avanzaba otra vez, siempre cuchicheando y siseando entre dientes.
Por fin, se encontró a no más de una docena de pies del suelo, justo encima de las cabezas de los hobbits. Desde esa altura la caída era vertical, pues la pared se inclinaba ligeramente hacia adentro, y ni el propio Gollum hubiera podido encontrar en ella un punto de apoyo. Trataba al parecer de darse vuelta, y ponerse con las piernas para abajo, cuando de pronto, con un chillido estridente y sibilante, cayó enroscando las piernas y los brazos alrededor del cuerpo, como una araña a la que han cortado el hilo por el que venía descendiendo.
Sam salió de su escondite como un rayo y en un par de saltos cruzó el espacio que lo separaba de la pared de piedra. Antes que Gollum pudiera levantarse, cayó sobre él. Pero descubrió que aun así, tomado por sorpresa después de una caída, Gollum era más fuerte y hábil de lo que había creído. No había alcanzado a sujetarlo cuando los largos miembros de Gollum lo envolvieron en un abrazo implacable, blando pero horriblemente poderoso que le impedía todo movimiento, y lo estrujaba como cuerdas que fuesen apretando lentamente. Unos dedos pegajosos le tantearon la garganta. Luego unos dientes afilados se le hincaron en el hombro. Todo cuanto Sam pudo hacer fue sacudir con violencia la cabeza dura y redonda contra la cara de la criatura. Gollum siseó escupiendo, pero no lo soltó.
Las cosas habrían terminado mal para Sam si hubiera estado solo. Pero Frodo se levantó de un salto, desenvainando a Dardo. Con la mano izquierda tomó a Gollum por los cabellos ralos y lacios y le tironeó la cabeza hacia atrás, estirándole el pescuezo, y obligándolo a fijar en el cielo los pálidos ojos venenosos.
—¡Suéltalo, Gollum! — dijo —. Esta espada es Dardo. Ya la has visto antes. ¡Suéltalo, o esta vez sentirás la hoja! ¡Te degollaré!
Gollum se aflojó y se derrumbó como una cuerda mojada. Sam se incorporó, palpándose el hombro. Echaba fuego por los ojos, pero no podía vengarse: su miserable enemigo se arrastraba por el suelo gimoteando.
—¡No nos hagas daño! ¡No dejes que nos hagan daño, mi tesoro! No nos harán daño, ¿verdad que no, pequeños y simpáticos hobbits? No teníamos intención de hacer daño, pero nos saltaron encima como gatos sobre unos pobres ratones, eso hicieron, mi tesoro. Y estamos tan solos, gollum. Seremos buenos con ellos, muy buenísimos, si también ellos son buenos con nosotros, ¿no? Sí, así.
—Bueno ¿qué hacemos con él? —dijo Sam—. Atarlo, para que no nos siga más espiándonos, digo yo.
—Pero eso nos mataría, nos mataría —gimoteó Gollum—. Crueles pequeños hobbits. Atarnos y abandonarnos en las duras tierras frías, gollum, gollum. —Los sollozos se le ahogaban en gorgoteos.
—No —dijo Frodo—. Si lo matamos, tenemos que matarlo ahora. Pero no podemos hacerlo, no en esta situación. ¡Pobre miserable! ¡No nos ha hecho ningún daño!
—¿Ah no? —dijo Sam restregándose el hombro—. En todo caso tenía la intención y la tiene aún. Apuesto cualquier cosa. Estrangularnos mientras dormimos, eso es lo que planea.
—Puede ser –dijo Frodo—. Pero lo que intenta hacer es otra cuestión. —Calló un momento, ensimismado. Gollum yacía inmóvil, pero ya no gimoteaba. Sam le echaba miradas amenazadoras.
De pronto Frodo creyó oír, muy claras pero lejanas, unas voces que venían del pasado:
«¡Qué lástima que Bilbo no haya matado a esa vil criatura, cuando tuvo la oportunidad!»
«¿Lástima? Sí, fue lástima lo que detuvo la mano de Bilbo. Lástima y misericordia: no matar sin necesidad.»
«No siento ninguna lástima por Gollum. Merece la muerte. La merece, sin duda. Muchos de los que viven merecen morir y algunos de los que mueren merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures en dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos.»
—Muy bien —respondió en voz alta, bajando la espada—. Pero todavía tengo miedo. Y sin embargo, como ves, no tocaré a este desgraciado. Porque ahora que lo veo, me inspira lástima.
Sam clavó la mirada en su amo, que parecía hablar con alguien que no estaba allí. Gollum alzó la cabeza.
—Sssí, somos desgraciados, tesoro —gimió—. ¡Miseria! ¡Miseria! Los hobbits no nos matarán, buenos hobbits.
—No, no te mataremos —dijo Frodo—. Pero tampoco te soltaremos. Eres todo maldad y malicia, Gollum. Tendrás que venir con nosotros, sólo eso, para que podamos vigilarte. Pero tú tendrás que ayudarnos, si puedes. Favor por favor.
—Sssí, sí, por supuesto —dijo Gollum incorporándose—. ¡Buenos hobbits! Iremos con ellos. Les buscaremos caminos seguros en la oscuridad, sí. ¿Y a dónde van ellos por estas tierras frías, preguntamos, sí, preguntamos?
Levantó la mirada hacia ellos y un leve resplandor de astucia y ansiedad apareció un instante en los ojos pálidos y temerosos.
Sam le clavó una mirada furibunda y apretó los dientes; pero notó que había algo extraño en la actitud de su amo, y comprendió que las discusiones estaban fuera de lugar. Pero la respuesta de Frodo lo dejó estupefacto.
Frodo miró a Gollum y la criatura apartó los ojos.
—Tú lo sabes, o lo adivinas, Sméagol —dijo Frodo con voz severa y tranquila—. Vamos camino de Mordor, naturalmente. Y tú conoces ese camino, me parece.
—¡Aj! ¡Sss! —dijo Gollum, cubriéndose las orejas con las manos, como si tanta franqueza y esos nombres pronunciados en voz alta y clara le hicieran daño—. Lo adivinamos, sí lo adivinamos —murmuró—, y no queríamos que fueran, ¿no es verdad? No, tesoro, no los buenos hobbits. Cenizas, cenizas, y polvo, y sed, hay allí, y fosos, fosos, fosos, y orcos, orcos, millares de orcos. Los buenos hobbits evitan... sss... esos lugares.
—¿Entonces has estado allí? —insistió Frodo—. Y ahora tienes que volver, ¿no?
—Ssí. Ssí. ¡No! –chilló Gollum—. Una vez, por accidente ¿no fue así, mi tesoro? Sí, por accidente. Pero no volveremos, no, ¡no! —De pronto la voz y el lenguaje de Gollum cambiaron, los sollozos se le ahogaron en la garganta, y habló, pero no para ellos. — «¡Déjame solo gollum! Me haces daño. Oh mis pobres manos, ¡Gollum! Yo, nosotros, no quisiera volver. No lo puedo encontrar. Estoy cansado. Yo, nosotros no podemos encontrarlo, gollum, gollum, no, en ninguna parte. Ellos siempre están despiertos. Enanos, hombres y elfos, elfos terribles de ojos brillantes. No puedo encontrarlo. ¡Aj!» —Se puso de pie y cerró la larga mano en un nudo de huesos, y la sacudió mirando al este. — ¡No queremos! —gritó—. ¡No para ti! —Luego volvió a derrumbarse. Gollum, gollum —gimió de cara al suelo—. ¡No nos mires! ¡Vete a dormir!
—No se marchará ni se dormirá porque tú se lo ordenes, Sméagol — le dijo Frodo—. Pero si realmente quieres librarte de él, tendrás que ayudarme. Y eso, me temo, significa encontrar un camino que nos lleve a él. Tú no necesitas llegar hasta el final, no más allá de las puertas de ese país.
Gollum se incorporó otra vez y miró a Frodo por debajo de los párpados.
—¡Está allí! —dijo con sarcasmo—. Siempre allí. Los orcos te indicarán el camino. Es fácil encontrar oreos al este del río. No se lo preguntes a Sméagol. Pobre, pobre Sméagol, hace mucho tiempo que partió. Le quitaron su Tesoro y ahora está perdido.
—Tal vez podamos encontrarlo, si vienes con nosotros —dijo Frodo. —No. No, ¡jamás! Ha perdido el Tesoro —dijo Gollum.
—¡Levántate! —ordenó Frodo.
Gollum se puso en pie y retrocedió hasta el acantilado.
—¡A ver! — dijo Frodo —. ¿Cuándo es más fácil encontrar el camino, de día o de noche? Nosotros estamos cansados; pero si prefieres la noche, partiremos hoy mismo.
—Las grandes luces nos dañan los ojos, sí —gimió Gollum—. No la luz de la Cara Blanca, no, todavía no. Pronto se esconderá detrás de las colinas, sssí. Descansad antes un poco, buenos hobbits.
—Siéntate entonces —dijo Frodo— ¡y no te muevas!
Los hobbits se sentaron uno a cada lado de Gollum, de espaldas a la pared pedregosa, y estiraron las piernas. No fue preciso que hablaran para ponerse de acuerdo: sabían que no tenían que dormir ni un solo instante. Lentamente desapareció la luna. Las sombras cayeron desde las colinas y todo fue oscuridad. Las estrellas se multiplicaron y brillaron en el cielo. Ninguno de los tres se movía. Gollum estaba sentado con las piernas encogidas, las rodillas debajo del mentón, las manos y los pies planos abiertos contra el suelo, los ojos cerrados; pero parecía tenso, como si estuviera pensando o escuchando.
Frodo cambió una mirada con Sam. Los ojos se encontraron y se comprendieron. Los hobbits aflojaron el cuerpo, apoyaron la cabeza en la piedra, y cerraron los ojos, o fingieron cerrarlos. Pronto se los oyó respirar regularmente. Las manos de Gollum se crisparon, nerviosas. La cabeza se volvió en un movimiento casi imperceptible a la izquierda y a la derecha, y primero entornó apenas un ojo Y luego el otro. Los hobbits no reaccionaron.
De súbito, con una agilidad asombrosa y la rapidez de una langosta o una rana, Gollum se lanzó de un salto a la oscuridad. Eso era precisamente lo que Frodo y Sam habían esperado. Sam lo alcanzó antes de que pudiera dar dos pasos más. Frodo, que lo seguía, le aferró la pierna y lo hizo caer.
—Tu cuerda podrá sernos útil otra vez, Sam —dijo.
Sam sacó la cuerda.
—¿Y a dónde iba usted por estas duras tierras frías, señor Gollum? —gruñó—. Nos preguntamos, sí, nos preguntamos. En busca de algunos de tus amigos orcos, apuesto. Repugnante criatura traicionera. Alrededor de tu gaznate tendría que ir esta cuerda y con un nudo bien apretado.
Gollum yacía inmóvil y no intentó ninguna otra jugarreta. No le contestó a Sam, pero le echó una mirada fugaz y venenosa.
—Sólo nos hace falta algo con que sujetarlo —dijo Frodo—. Es necesario que camine, de modo que no tendría sentido atarle las piernas... o los brazos, pues por lo que veo los utiliza indistintamente. Átale esta punta al tobillo y no sueltes el otro extremo.
Permaneció junto a Gollum, vigilándolo, mientras Sam hacía el nudo. El resultado desconcertó a los dos hobbits. Gollum se puso a gritar: un grito agudo, desgarrador, horrible al oído. Se retorcía tratando de alcanzar el tobillo con la boca y morder la cuerda, aullando siempre.
Frodo se convenció al fin de que Gollum sufría de verdad; pero no podía ser a causa del nudo. Lo examinó y comprobó que no estaba demasiado apretado; al contrario. Sam había sido más compasivo que sus propias palabras.
—¿Qué te pasa? —dijo—. Si intentas escapar, tendremos que atarte; pero no queremos hacerte daño.
—Nos hace daño, nos hace daño —siseó Gollum—. ¡Hiela, muerde! ¡La hicieron los elfos, malditos sean! ¡Hobbits sucios y crueles! Por eso tratamos de escapar, claro, tesoro. Adivinamos que eran hobbits crueles. Hobbits que visitan a los elfos, elfos feroces de ojos brillantes. ¡Quitad la cuerda! ¡Nos hace daño!
—No, no te la sacaré —dijo Frodo— a menos... —se detuvo un momento para reflexionar—... a menos que haya una promesa de tu parte en la que yo confíe.
—Juraremos hacer lo que él quiere, sí, sssí —dijo Gollum, siempre retorciéndose y aferrándose el tobillo—. Nos hace daño.
—¿Jurarías? —dijo Frodo.
—Sméagol —dijo Gollum con voz súbitamente clara, abriendo grandes los ojos y mirando a Frodo con una extraña luz—. Sméagol jurará sobre el Tesoro.
Frodo se irguió y una vez más Sam escuchó estupefacto las palabras y la voz grave de Frodo.
—¿Sobre el Tesoro? ¿Cómo te atreves? —dijo—. Reflexiona.
Un Anillo para gobernarlos a todos y atarlos en las Tinieblas.
»¿Te atreves a hacer una promesa semejante, Sméagol? Te obligará a cumplirla. Pero es aún más traicionero que tú. Puede tergiversar tus palabras. ¡Ten cuidado!
Gollum se encogió.
—¡Sobre el Tesoro, sobre el Tesoro! —repitió.
—¿Y qué jurarías? —preguntó Frodo.
—Ser muy muy bueno —dijo Gollum. Luego, arrastrándose por el suelo a los pies de Frodo, murmuró con voz ronca, y un escalofrío lo recorrió de arriba abajo, como si el terror de las palabras le estremeciera los huesos—: Sméagol jurará que nunca, nunca, permitirá que Él lo tenga. ¡Nunca! Sméagol lo salvará. Pero ha de jurar sobre el Tesoro.
—¡No! No sobre el Tesoro —dijo Frodo, mirándolo con severa piedad—. Lo que deseas es verlo y tocarlo, si puedes, aunque sabes que enloquecerías. No sobre el Tesoro. Jura por él, si quieres. Pues tú sabes dónde está. Sí, tú lo sabes, Sméagol. Está delante de ti.
Por un instante Sam tuvo la impresión de que su amo había crecido y que Gollum había empequeñecido: una sombra alta y severa, un poderoso y luminoso señor que se ocultaba en una nube gris, y a sus pies, un perrito lloroso. Sin embargo, no eran dos seres totalmente distintos, había entre ellos alguna afinidad: cada uno podía adivinar lo que pensaba el otro.
Gollum se incorporó y se puso a tocar a Frodo, acariciándole las rodillas.
—¡Abajo! ¡Abajo! Ahora haz tu promesa.
—Prometemos, sí, ¡yo prometo! —dijo Gollum—. Serviré al señor del Tesoro. Buen amo, buen Sméagol, ¡gollum, gollum! —Súbitamente se echó a llorar y volvió a morderse el tobillo.
—¡Sácale la cuerda, Sam! —dijo Frodo.
De mala gana, Sam obedeció. Gollum se puso de pie al instante y caracoleó como un cuzco que recibe una caricia luego del castigo. A partir de entonces hubo en él una curiosa transformación que se prolongó un cierto tiempo.
La voz era menos sibilante y menos llorosa, y hablaba directamente con los hobbits, no con aquel tesoro bienamado. Se encogía y retrocedía si los hobbits se le acercaban o hacían algún movimiento brusco, y evitaba todo contacto con las capas élficas; pero se mostraba amistoso, y en verdad daba lástima observar cómo se afanaba tratando de complacer a los hobbits. Se desternillaba de risa y hacía cabriolas ante cualquier broma, o cuando Frodo le hablaba con dulzura; y se echaba a llorar si lo reprendía. Sam casi no le hablaba. Desconfiaba de este nuevo Gollum, de Sméagol, más que nunca, y le gustaba, si era posible, aún menos que el antiguo.
—Y bien, Gollum, o como rayos te llames —dijo—, ¡ha llegado la hora! La luna se ha escondido y la noche se va. Convendría que nos pusiéramos en marcha.
—Sí, sí —asintió Gollum, brincando alrededor—. ¡En marcha! No hay más que un camino entre el extremo norte y el extremo sur. Yo lo descubrí, yo. Los orcos no lo utilizan, los orcos no lo conocen. Los orcos no atraviesan las Ciénagas, hacen rodeos de millas y millas. Es una gran suerte que hayáis venido por aquí. Es una gran suerte que os encontrarais con Sméagol, sí. Seguid a Sméagol.
Se alejó unos pasos y volvió la cabeza, en una actitud de espera Solícita, como un perro que los invitara a dar un paseo.
—¡Espera un poco, Gollum! —le gritó Sam—. ¡No te adelantes demasiado! Te seguiré de cerca, y tengo la cuerda preparada.
—¡No, no! —dijo Gollum—. Sméagol prometió.
En plena noche y a la luz clara y fría de las estrellas, emprendieron la marcha. Durante un trecho Gollum los guió hacia el norte por el mismo camino por el que habían venido; luego dobló a la derecha alejándose de las escarpadas paredes de Emyn Muil, y bajó por la pendiente pedregosa y accidentada que llevaba a las ciénagas. Rápidos y silenciosos desaparecieron en la oscuridad. Sobre las interminables lenguas desérticas que se extendían ante las puertas de Mordor, se cernía un silencio negro.
2
A TRAVES DE LAS CIENAGAS
Gollum avanzaba rápidamente, adelantando la cabeza y el cuello, y utilizando a menudo las manos con tanta destreza como los pies. Frodo y Sam se veían en apuros para seguirlo; pero ya no parecía tener intenciones de escaparse, y si se retrasaban, se daba vuelta y los esperaba. Al cabo de un rato llegaron a la entrada de la garganta angosta que antes les cerrara el paso; pero ahora estaban más lejos de las colinas.
—¡Helo aquí! — gritó Gollum —. Hay un sendero que desciende en el fondo, sí. Ahora lo seguimos... y sale allá, allá lejos. —Señaló las ciénagas, hacia el sur y hacia el este. El hedor espeso y rancio llegaba hasta ellos pese al fresco aire nocturno.
Gollum iba y venía a lo largo del borde y por fin los llamó a gritos. — ¡Aquí! Por aquí podemos bajar. Sméagol fue por este camino una vez. Yo fui por este camino, ocultándome de los orcos.
Gollum se adelantó y siguiéndole los pasos los hobbits bajaron a la oscuridad. No fue una empresa difícil, pues allí la grieta no medía más de doce pies de altura y unos doce de ancho. En el fondo corría agua: la grieta era en realidad el lecho de uno de los muchos riachos que descendían de las colinas a alimentar las lagunas y las ciénagas. Gollum giró a la derecha, hacia el sur, y pisó chapoteando el fondo pedregoso del riacho. Parecía inmensamente feliz al sentir el agua en los pies; reía entre dientes y hasta creaba a ratos una especie de canción.
Las duras tierras frías
nos muerden las manos,
nos roen los pies.
Las rocas y las piedras
son como huesos
viejos y descarnados.
Pero el arroyo y la charca
son húmedos y frescos:
¡buenos para los pies!
Y ahora deseamos...
—¡Ja!, ¡ja! ¿Qué deseamos? —dijo, mirando de soslayo a los hobbits—. Te lo diremos —croó—. Él lo adivinó hace mucho tiempo, Bolsón lo adivinó. —Un fulgor le iluminó los ojos, y a Sam, que alcanzó a verlo en la oscuridad, no le causó ninguna gracia.
Vive sin respirar;
frío como la muerte;
nunca sediento, siempre bebiendo,
viste de malla y no tintinea.
Se ahoga en el desierto,
y cree que una isla
es una montaña
y una fuente, una ráfaga.
¡Tan bruñido y tan bello!
¡Qué alegría encontrarlo!
Sólo tenemos un deseo:
¡que atrapemos un pez
jugoso y suculento!
Estas palabras no hicieron más que acrecentar la preocupación que acuciaba a Sam desde que supo que su amo iba a adoptar a Gollum como guía: el problema de la alimentación. No se le ocurrió que quizá también Frodo lo hubiera pensado, pero de que Gollum lo pensaba no le cabía ninguna duda. Quién sabe cómo y de qué se había alimentado durante sus largos vagabundeas solitarios. No demasiado bien, se dijo Sam. Parece un tanto famélico, Y no creo que, a falta de pescado, tenga demasiados escrúpulos en probar el sabor de los hobbits... en el caso de que nos sorprendiera dormidos. Pues bien, no nos sorprenderá: no a Sam Gamyi por cierto.
Avanzaron a tientas por la oscura y sinuosa garganta durante un tiempo que a los fatigados pies de Frodo y Sam les pareció interminable. La garganta, luego de describir una curva a la izquierda, se volvía cada vez más ancha y menos profunda. Por fin el cielo empezó a clarear, pálido y gris, a las primeras luces del alba. Gollum, que hasta ese momento no había dado señales de fatiga, miró hacia arriba y se detuvo.
—El día se acerca —murmuró, como si el día pudiese oírlo y saltarle encima—. Sméagol se queda aquí. Yo me quedaré aquí y la Cara Amarilla no me verá.
—A nosotros nos alegraría ver el Sol —dijo Frodo—, pero también nos quedaremos: estamos demasiado cansados para seguir caminando.
—No es de sabios alegrarse de ver la Cara Amarilla —dijo Gollum—. Delata. Los hobbits buenos y razonables se quedarán con Sméagol. Orcos y bestias inmundas rondan por aquí. Ven desde muy lejos. ¡Quedaos y escondeos conmigo!
Los tres se instalaron al pie de la pared rocosa, preparándose a descansar. Allí la altura de la garganta era apenas mayor que la de un hombre, y en la base había unos bancos anchos y lisos de piedra seca; el agua corría por un canal al pie de la otra pared. Frodo y Sam se sentaron en una de las piedras, recostándose contra el muro de roca. Gollum chapoteaba y pataleaba en el arroyo.
—Necesitaríamos comer un bocado — dijo Frodo —. ¿Tienes hambre, Sméagol? Es poco lo que nos queda, pero lo compartiremos contigo.
Al oír la palabra hambre una luz verdosa se encendió en los pálidos ojos de Gollum, que ahora parecían más saltones que nunca en el rostro flaco y macilento. Durante un momento les habló como antes.
—Estamos famélicos, sí, famélicos, mi tesoro —dijo—. ¿Qué comen ellos? ¿Tienen buenos pescados? Movía la lengua de lado a lado entre los afilados dientes amarillos, y se lamía los labios descoloridos.
—No, no tenemos pescado —dijo Frodo—. No tenemos más que esto... —le mostró una galleta de lernbas— ...y también agua, si es que el agua de aquí se puede beber.
—Ssí, ssí, agua buena —dijo Gollum—. ¡Bebamos, bebamos, mientras sea posible! ¿Pero qué es lo que ellos tienen, mi tesoro? ¿Se puede masticar? ¿Es sabroso?
Frodo partió un trozo de galleta y se lo tendió envuelto en la hoja. Gollum olió la hoja, y un espasmo de asco y algo de aquella vieja malicia le torcieron la cara.
—¡Sméagol lo huele! —dijo—. Hojas del país élfico. ¡Puaj! Apestan. Se trepaba a esos árboles, y nunca más podía quitarse el olor de las manos, ¡mis preciosas manos!
Dejó caer la hoja, y mordisqueó un borde de la lembas. Escupió y un acceso de tos le sacudió el cuerpo.
—¡Aj! ¡No! —farfulló echando baba—. Estáis tratando de ahogar al pobre Sméagol. Polvo y cenizas, eso él no lo puede comer. Se morirá de hambre. Pero a Sméagol no le importa. ¡Hobbits buenos! Sméagol prometió. Se morirá de hambre. No puede comer alimentos de hobbits. Se morirá de hambre. ¡Pobre Sméagol, tan flaco!
—Lo lamento —dijo Frodo—, pero no puedo ayudarte, creo. Pienso que este alimento te haría bien, si quisieras probarlo. Pero tal vez ni siquiera puedas probarlo, al menos por ahora.
Los hobbits mascaron sus lembas en silencio. A Sam de algún modo, le supieron mucho mejor que en los últimos días: el comportamiento de Gollum le había permitido descubrir nuevamente el sabor y la fragancia de las lembas. Pero no se sentía a gusto. Gollum seguía con la mirada el trayecto de cada bocado de la mano a la boca, como un perro famélico que espera junto a la silla del que come. Sólo cuando los hobbits terminaron y se preparaban a descansar, se convenció al parecer de que no tenían manjares ocultos para compartir. Entonces se alejó, se sentó a solas a algunos pasos de distancia, y lloriqueo.
—¡Escuche! —le murmuró Sam a Frodo, no en voz demasiado baja; en realidad no le importaba que Gollum lo oyera o no—. Necesitamos dormir un poco; pero no los dos al mismo tiempo con este malvado hambriento en las cercanías. Con promesa o sin promesa, Sméagol 0 Gollum, no va a cambiar de costumbres de la noche a la mañana, eso se lo aseguro. Duerma usted, señor Frodo, y lo llamaré cuando se me cierren los ojos. Haremos guardias, como antes, mientras él ande suelto.
—Puede que tengas razón, Sam —dijo Frodo hablando abiertamente—. Ha habido un cambio en él, pero de qué naturaleza y profundidad, no lo sé todavía con certeza. A pesar de todo, creo sinceramente que no hay nada que temer... por el momento. De cualquier manera, monta guardia si quieres. Déjame dormir un par de horas, no más, y luego llámame.
Tan cansado estaba Frodo que la cabeza le cayó sobre el pecho, y ni bien hubo terminado de hablar, se quedó dormido. Al parecer, Gollum no sentía ya ningún temor. Se hizo un ovillo y no tardó en dormirse, indiferente a todo. Pronto se le oyó respirar suave y acompasadamente, silbando apenas entre los dientes apretados, pero yacía inmóvil como una piedra. Al cabo de un rato, temiendo dormirse también él si seguía escuchando la respiración de sus dos compañeros, Sam se levantó y pellizcó ligeramente a Gollum. Las manos de Gollum se desenroscaron y se crisparon, pero no hizo ningún otro movimiento. Sam se agachó y dijo pessscado junto al oído de Gollum, mas no hubo ninguna reacción, ni siquiera un sobresalto en la respiración de Gollum.
Sam se rascó la cabeza. «Ha de estar realmente dormido», murmuró. «Y si yo fuera como él, no despertaría nunca más.» Alejó las imágenes de la espada y la cuerda que se le habían aparecido en la mente, y fue a sentarse junto a Frodo.
Cuando despertó el cielo estaba oscuro, no más claro sino más sombrío que cuando habían desayunado. Sam se incorporó bruscamente. No sólo a causa del vigor que había recobrado, sino también por la sensación de hambre, comprendió de pronto que había dormido el día entero, nueve horas por lo menos. Frodo tendido ahora de costado, aún dormía profundamente. A Gollum no se lo veía por ninguna parte. Varios epítetos poco halagadores para sí mismo acudieron a la mente de Sam, tomados del vasto repertorio paternal del Tío; luego se le ocurrió pensar que su amo no se había equivocado: por el momento no tenían nada que temer. En todo caso, allí seguían los dos todavía vivos; nadie los había estrangulado.
—¡Pobre miserable! —dijo no sin remordimiento—. Me pregunto a dónde habrá ido.
—¡No muy lejos, no muy lejos! — dijo una voz por encima de él. Sam levantó la mirada y vio la gran cabeza y las enormes orejas de Gollum contra el cielo nocturno.
—Eh, ¿qué estás haciendo? —gritó Sam, inquieto una vez más como antes, no bien vio aquella cabeza.
—Sméagol tiene mucha hambre —dijo Gollum—. Volverá pronto. —¡Vuelve ahora mismo! —gritó Sam—. ¡Eh! ¡Vuelve! —Pero Gollum había desaparecido.
Frodo despertó con el grito de Sam y se sentó y se frotó los ojos. —¡Hola! —dijo—. ¿Algo anda mal? ¿Qué hora es?
—No sé —dijo Sam—. Ya ha caído el sol, me parece. Y el otro se ha marchado. Decía que tenía mucha hambre.
—No te preocupes —dijo Frodo—. No podemos impedirlo. Pero volverá, ya verás. Todavía cumplirá la promesa por algún tiempo. Y de todos modos, no abandonará su Tesoro.
Frodo tomó con calma la noticia de que ambos habían dormido profundamente durante horas con Gollum, y con un Gollum muy hambriento por añadidura, suelto en las cercanías.
—No busques ninguno de esos epítetos de tu Tío —le dijo a Sam—. Estabas extenuado y todo ha salido bien: ahora los dos estamos descansados. Y tenemos por delante un camino difícil, el tramo más arduo.
—A propósito de comida —comentó Sam—, ¿cuánto tiempo cree que nos llevará este trabajo? Y cuando hayamos concluido, ¿qué haremos entonces? Este pan del camino mantiene en pie maravillosamente bien, pero no satisface para nada el hambre de adentro, por así decir: no a mí al menos, sin faltar el respeto a quienes lo prepararon. Pero uno tiene que comer un poco cada día, y no se multiplica. Creo que nos alcanzará para unas tres semanas, digamos, y eso con el cinturón apretado y poco diente. Hemos estado derrochándolo.
—No sé cuánto tardaremos aún... hasta el final —dijo Frodo—. Nos retrasamos demasiado en las montañas. Pero Samsagaz Gamyi, mi querido hobbit... en verdad Sam, mi hobbit más querido, el amigo por excelencia, no nos preocupemos por lo que vendrá después. Terminar con este trabajo, como tú dices... ¿qué esperanzas tenemos de terminarlo alguna vez? Y si lo hacemos ¿sabemos acaso qué habremos conseguido? Si el Unico cae en el Fuego, y nosotros nos encontramos en las cercanías, yo te pregunto a ti, Sam, ¿crees que en ese caso necesitaremos pan alguna vez? Yo diría que no. Cuidar nuestras piernas hasta que nos lleven al Monte del Destino, más no podemos hacer. Y empiezo a temer que sea más de lo que está a mi alcance.
Sam asintió en silencio. Tomando la mano de Frodo, se inclinó. No se la besó, pero unas lágrimas cayeron sobre ella. Luego se volvió, se enjugó la nariz con la manga, se levantó y se puso a dar puntapiés en el suelo, mientras trataba de silbar y decía con voz forzada:
—¿Por dónde andará esa condenada criatura?
En realidad, Gollum no tardó en regresar; pero con tanto sigilo que los hobbits no lo oyeron hasta que lo tuvieron delante. Tenía los dedos y la cara sucios de barro negro. Masticaba aún y se babeaba. Lo que mascaba, los hobbits no se lo preguntaron ni quisieron imaginarlo.
«Gusanos o escarabajos o algunos de esos bichos viscosos que viven en agujeros», pensó Sam. «¡Brrr! ¡Qué criatura inmunda! ¡Pobre desgraciado!»
Gollum no les habló hasta después de beber en abundancia y lavarse en el arroyo. Entonces se acercó a los hobbits lamiéndose los labios.
—Mejor ahora ¿eh? —les dijo—. ¿Hemos descansado? ¿Listos para seguir viaje? ¡Buenos hobbits! ¡Qué bien duermen! ¿Confían ahora en Sméagol? Muy, muy bien.
La etapa siguiente del viaje fue muy parecida a la anterior. A medida que avanzaban la garganta se hacía menos profunda y la pendiente del suelo menos inclinada. El fondo era más terroso y casi sin piedras, y las paredes se transformaban poco a poco en barrancas. Ahora el sendero serpenteaba y se desviaba hacia uno u otro lado. La noche concluía, pero las nubes cubrían la luna y las estrellas, y sólo una luz gris y tenue que se expandía lentamente anunciaba la llegada del día.
En una fría hora de marcha llegaron al término del arroyo. Las orillas eran ahora montículos cubiertos de musgo. El agua gorgoteaba sobre el último reborde de piedra putrefacta, caía en una charca de aguas pardas y desaparecía. Unas cañas secas silbaban y crujían, aunque al parecer no había viento.
A ambos lados y al frente de los viajeros se extendían grandes ciénagas y marismas, internándose al este y al sur en la penumbra pálida del alba. Unas brumas y vahos brotaban en volutas de los pantanos oscuros y fétidos. Un hedor sofocante colgaba en el aire inmóvil. En lontananza, casi en línea recta al sur, se alzaban las murallas montañosas de Mordor, como una negra barrera de nubes despedazadas que flotasen sobre un mar peligroso cubierto de nieblas.
Ahora los hobbits dependían enteramente de Gollum. No sabían, ni podían adivinar a esa luz brumosa, que en realidad se encontraban a sólo unos pasos de los confines septentrionales de las ciénagas, cuyas ramificaciones principales se abrían hacia el sur. De haber conocido la región, habrían podido, demorándose un poco, volver sobre sus pasos y luego, girando al este, llegar por tierra firme a la desnuda llanura de Dagorlad: el campo de la antigua batalla librada ante las puertas de Mordor. Aunque ese camino no prometía demasiado. En aquella llanura pedregosa, atravesada por las carreteras de los orcos y los soldados del enemigo, no había ninguna posibilidad de encontrar algún refugio. Allí ni siquiera las capas élficas de Lórien hubieran podido ocultarlos.
—¿Y ahora por dónde vamos, Sméagol? — preguntó Frodo —. ¿Tenemos que atravesar estas marismas pestilentes?
—No, no —dijo Gollum—. No si los hobbits quieren llegar a las montañas oscuras e ir a verlo lo más pronto posible. Un poco para atrás y una pequeña vuelta... —el brazo flaco señaló al norte y el este— ...y podréis llegar por caminos duros y fríos a las puertas mismas del país. Muchos de los suyos estarán allí para recibir a los huéspedes, felices de poder conducirlos directamente a Él, oh sí. El Ojo vigila constantemente en esa dirección. Allí capturó a Sméagol, hace mucho mucho tiempo. — Gollum se estremeció. — Pero desde entonces Sméagol ha aprendido a usar sus propios ojos, sí, sí: he usado mis ojos y mis pies y mi nariz desde entonces. Conozco otros caminos. Más difíciles, menos rápidos; pero mejores, si no queremos que Él vea. ¡Seguid a Sméagol! Él puede guiaros a través de las ciénagas, a través de las nieblas espesas y amigas. Seguid a Sméagol con cuidado, y podréis ir lejos, muy lejos, antes que Él os atrape, sí, quizás.
Ya era de día, una mañana lúgubre y sin viento, y los vapores de las ciénagas yacían en bancos espesos. Ni un solo rayo de sol atravesaba el cielo encapotado, y Gollum parecía ansioso y quería continuar el viaje sin demora. Así pues, luego d.— un breve descanso, reanudaron la marcha y pronto se perdieron en un paisaje umbrío y silencioso, aislado de todo el mundo circundante, desde donde no se veían ni las colinas que habían abandonado ni las montarías hacia donde iban. Avanzaban en fila, a paso lento: Gollum, Sam, Frodo.
Frodo parecía el más cansado de los tres, y— a pesar de la lentitud de la marcha, a menudo se quedaba atrás. Los hobbits no tardaron en comprobar que aquel pantano inmenso era en realidad una red interminable de charcas, lodazales blandos, y riachos sinuosos y menguantes. En esa maraña, sólo un ojo y un pie avezados podían rastrear un sendero errabundo. Gollum poseía ambas cosas sin duda alguna, y las necesitaba. No dejaba de girar la cabeza de un lado a otro sobre el largo cuello, mientras husmeaba el aire y hablaba constantemente consigo mismo en un murmullo. De vez en cuando levantaba una mano para indicarles que debían detenerse, mientras él se adelantaba unos pocos pasos, y se agachaba para palpar el terreno con los dedos de las manos 0 de los pies, o escuchar, con el oído pegado al suelo.
Era un paisaje triste y monótono. Un invierno frío y húmedo reinaba aún en aquella comarca abandonada. El único verdor era el de la espuma lívida de las algas en la superficie oscura y viscosa del agua sombría. Hierbas muertas y cañas putrefactas asomaban entre las neblinas como las sombras andrajosas de unos estíos olvidados.
A medida que avanzaba el día, la claridad fue en aumento, las nieblas se levantaron volviéndose más tenues y transparentes. En lo alto, lejos de la putrefacción y los vapores del mundo, el Sol subía, altivo y dorado sobre un paisaje sereno con suelos de espuma deslumbrante, pero ellos, desde allí abajo, no veían más que un espectro pasajero, borroso y pálido, sin color ni calor. Bastó no obstante ese vago indicio de la presencia del Sol para que Gollum se enfurruñara y vacilara. Suspendió el viaje, y descansaron, agazapados como pequeñas fieras perseguidas, a la orilla de un extenso cañaveral pardusco. Había un profundo silencio, rasgado sólo superficialmente por las ligeras vibraciones de las cápsulas de las semillas, ahora resecas y vacías, y el temblor de las briznas de hierba quebradas, movidas por una brisa que ellos no alcanzaban a sentir.
—¡Ni un solo pájaro! —dijo Sam con tristeza.
—¡No, nada de pájaros! —dijo Gollum—. ¡Buenos pájaros! –Se pasó la lengua por los dientes.— Nada de pájaros aquí. Hay serpientes, gusanos, cosas de las ciénagas. Muchas cosas, montones de cosas inmundas. Nada de pájaros —concluyó tristemente. Sam lo miró con repulsión.
Así transcurrió la tercera jornada del viaje en compañía de Gollum. Antes que las sombras de la noche comenzaran a alargarse en tierras más felices, los viajeros reanudaron la marcha, avanzando casi sin cesar, y deteniéndose sólo brevemente, no tanto para descansar como para ayudar a Gollum; porque ahora hasta él tenía que avanzar con sumo cuidado, y a ratos se desorientaba. Habían llegado al corazón mismo de la Ciénaga de los Muertos y estaba oscuro.
Caminaban lentamente, encorvados, en apretada fila, siguiendo con atención los movimientos de Gollum. Los pantanos eran cada vez más aguanosos, abriéndose en vastas lagunas; y cada vez era más difícil encontrar donde poner el pie sin hundirse en el lodo burbujeante. Por fortuna, los viajeros eran livianos, pues de lo contrario difícilmente hubieran encontrado la salida.
Pronto la oscuridad fue total: el aire mismo parecía negro y pesado. Cuando aparecieron las luces, Sam se restregó los ojos: pensó que estaba viendo visiones. La primera la descubrió con el rabillo del ojo izquierdo: un fuego fatuo que centelleó un instante débilmente y desapareció; pero pronto asomaron otras: algunas corno un humo de brillo apagado, otras como llamas brumosas que oscilaban lentamente sobre cirios invisibles; aquí y allá se retorcían como sábanas fantasmales desplegadas por manos ocultas. Pero ninguno de sus compañeros decía una sola palabra.
Por último Sam no pudo contenerse.
—¿Qué es todo esto, Gollum? —dijo en un murmullo—. ¿Estas luces? Ahora nos rodean por todas partes. ¿Nos han atrapado? ¿Quiénes son?
Gollum alzó la cabeza. Se encontraba delante del agua oscura y se arrastraba en el suelo, a derecha e izquierda, sin saber por dónde ir.
—Sí, nos rodean por todas partes —murmuró—. Los fuegos fatuos. Los cirios de los cadáveres, sí, sí. ¡No les prestes atención! ¡No las mires! ¡No las sigas! ¿Dónde está el amo?
Sam volvió la cabeza y advirtió que Frodo se había retrasado otra vez. No lo veía. Volvió sobre sus pasos en las tinieblas, sin atreverse a ir demasiado lejos, ni a llamar en voz más alta que un ronco murmullo. Súbitamente tropezó con Frodo, que inmóvil y absorto contemplaba las luces pálidas. Las manos rígidas le colgaban a los costados del cuerpo: goteaban agua y lodo.
—¡Venga, señor Frodo! —dijo Sam— ¡No las mire! Gollum dice que no hay que mirarlas. Tratemos de caminar junto con él y de salir de este sitio maldito lo más pronto posible... si es posible.
—Está bien —dijo Frodo como si regresara de un sueño—. Ya voy. ¡Sigue adelante!
En la prisa por alcanzar a Gollum, Sam enganchó el pie en una vieja raíz o en una mata de hierba y trastabilló. Cayó pesadamente sobre las manos, que se hundieron en el cieno viscoso, con la cara muy cerca de la superficie oscura de la laguna. Oyó un débil silbido, se expandió un olor fétido, las luces titilaron, danzaron y giraron vertiginosamente. Por un instante el agua le pareció una ventana con vidrios cubiertos de inmundicia a través de la cual él espiaba. Arrancando las manos del fango, se levantó de un salto, gritando.
—Hay cosas muertas, caras muertas en el agua —dijo horrorizado—. ¡Caras muertas!
Gollum se rió.
—La Ciénaga de los Muertos, sí, sí: así la llaman —cloqueó—. No hay que mirar cuando los cirios están encendidos.
—¿Quiénes son? ¿Qué son? —preguntó Sam con un escalofrío, volviéndose a Frodo que ahora estaba detrás de él.
—No lo sé —dijo Frodo con una voz soñadora—. Pero yo también las he visto. En los pantanos cuando se encendieron las luces. Yacen en todos los pantanos, rostros pálidos, en lo más profundo de las aguas tenebrosas. Yo los vi: caras horrendas y malignas, y caras nobles y tristes. Una multitud de rostros altivos y hermosos, con algas en los cabellos de plata. Pero todos inmundos, todos putrefactos, todos muertos. En ellos brilla una luz tétrica. —Frodo se cubrió los ojos con las manos.— Ahora sé quiénes son; pero me pareció ver allí hombres y elfos, y orcos junto a ellos.
—Sí, sí —dijo Gollum—. Todos muertos, todos putrefactos. Elfos y hombres y orcos. La Ciénaga de los Muertos. Hubo una gran batalla en tiempos lejanos, sí, eso le contaron a Sméagol cuando era joven, cuando yo era joven y el Tesoro no había llegado aún. Fue una gran batalla. Hombres altos con largas espadas, y elfos terribles, y orcos que aullaban. Pelearon en el llano durante días y meses delante de las Puertas Negras. Pero las ciénagas crecieron desde entonces, engulleron las tumbas; reptando, reptando siempre.
—Pero eso pasó hace una eternidad o más –dijo Sam—. ¡Los muertos no pueden estar ahí realmente! ¿Pesa algún sortilegio sobre el País Oscuro?
—¿Quién sabe? Sméagol no sabe —respondió Gollum—. No puedes llegar a ellos, no puedes tocarlos. Nosotros lo intentamos una vez, sí, tesoro. Yo traté una vez; pero son inalcanzables. Sólo formas para ver, quizá, pero no para tocar. ¡No, tesoro! Todos muertos.
Sam lo miró sombríamente y se estremeció otra vez, creyendo adivinar por qué razón Sméagol había intentado tocarlos.
—Bueno, no quiero verlos —dijo—. ¡Nunca más! ¿Podemos continuar y alejarnos de aquí?
—Sí, sí —dijo Gollum—. Pero lentamente, muy lentamente. ¡Con mucha cautela! Si no los hobbits bajarán a acompañar a los muertos y a encender pequeños cirios. ¡Seguid a Sméagol! ¡No miréis las luces!
Gollum se arrastró en cuatro patas hacia la derecha, buscando un camino que bordeara la laguna. Frodo y Sam lo seguían de cerca, y se agachaban, utilizando a menudo las manos lo mismo que Gollum. «Tres pequeños tesoros de Gollum seremos, si esto dura mucho más», murmuró Sam.
Llegaron por fin al extremo de la laguna negra, y la atravesaron, reptando o saltando de una traicionera isla de hierbas a la siguiente. Más de una vez perdieron pie y cayeron de manos en aguas tan hediondas como las de un albañal, y se levantaron cubiertos de lodo y de inmundicia casi hasta el cuello, arrastrando un olor nauseabundo.
Era noche cerrada, cuando por fin pisaron una vez más suelo firme. Gollum siseaba y murmuraba entre dientes, pero parecía estar contento: de alguna manera misteriosa, gracias a una combinación de los sentidos del tacto y el olfato, y a una extraordinaria memoria para reconocer formas en la oscuridad, parecía saber una vez más dónde se encontraba y por dónde iba el camino.
—¡En marcha ahora! —dijo—. ¡Buenos hobbits! ¡Valientes hobbits! Muy muy cansados, claro; también nosotros, mi tesoro, los tres. Pero al amo hay que alejarlo de las luces malas, sí, sí. —Con estas palabras reanudó la marcha casi al trote, por lo que parecía ser un largo camino entre cañas altas, y los hobbits lo siguieron, trastabillando, tan rápido como podían. Pero poco después se detuvo de pronto y husmeó el aire dubitativamente, siseando como si otra vez algo lo preocupara o irritara.
—¿Qué te ocurre? —gruñó Sam, tomando a mal la actitud de Gollum—. ¿Qué andas husmeando? A mí este olor poco menos que me derriba, por más que me tape la nariz. Tú apestas y el amo apesta: todo apesta en este sitio.
—¡Sí, sí, y Sam apesta! —respondió Gollum—. El pobre Sméagol lo huele, pero Sméagol es bueno y lo soporta. Ayuda al buen amo. Pero no es por eso. El aire se agita, algo va a cambiar. Sméagol se pregunta qué: no está contento.
Se puso de nuevo en marcha, pero parecía cada vez más inquieto, y a cada instante se erguía en toda su estatura, y tendía el cuello hacia el este y el sur. Durante un tiempo los hobbits no alcanzaron a oír ni a sentir lo que tanto parecía preocupar a Gollum. De improviso los tres se detuvieron, tiesos y alertas. Frodo y Sam creyeron oír a los lejos un grito largo y doliente, agudo y cruel. Se estremecieron. En el mismo momento advirtieron al fin la agitación del aire, que ahora era muy frío. Mientras permanecían así, muy quietos, y expectantes, oyeron un rumor creciente, como el de un vendaval que se fuera acercando. Las luces veladas por la niebla vacilaron, se debilitaron, y por fin se extinguieron.
Gollum se negaba a avanzar. Se quedó allí, como petrificado, temblando y farfullando en su jerigonza, hasta que el viento se precipitó sobre ellos en un torbellino, rugiendo y silbando en las ciénagas. La oscuridad se hizo algo menos impenetrable, apenas lo suficiente como para que pudieran ver, o vislumbrar, unos bancos informes de niebla que se desplazaban y alejaban encrespándose en rizos y en volutas. Y al levantar la cabeza vieron que las nubes se abrían y dispersaban en jirones; de pronto, alta en el cielo meridional, flotando entre las nubes fugitivas, brilló una luna pálida.
Por un instante el tenue resplandor llenó de júbilo los corazones de los hobbits; pero Gollum se agazapó, maldiciendo entre dientes la Cara Blanca. Y entonces Frodo y Sam, mirando el cielo, la vieron venir: una nube que se acercaba volando desde las montañas malditas; una sombra negra de Mordor; una figura alada, inmensa y aciaga. Cruzó como una ráfaga por delante de la luna, y con un grito siniestro, dejando atrás el viento, se alejó hacia el oeste.
Se arrojaron al suelo de bruces y se arrastraron, insensibles a la tierra fría. Mas la sombra nefasta giró en el aire y retornó, y esta vez voló más bajo, muy cerca del suelo, sacudiendo las alas horrendas y agitando los vapores fétidos de la ciénaga. Y entonces desapareció: en las alas de la ira de Sauron voló rumbo al oeste; y tras él, rugiendo, partió también el viento huracanado dejando desnuda y desolada la Ciénaga de los Muertos. Hasta donde alcanzaba la vista, hasta la distante amenaza de las montañas, sólo la luz intermitente de la luna punteaba el páramo inmenso.
Frodo y Sam se levantaron, frotándose los ojos, como niños que despiertan de un mal sueño, y encuentran que la noche amiga tiende aún un manto sobre el mundo. Pero Gollum yacía en el suelo, como desmayado. No les fue fácil reanimarlo; durante un rato se negó a alzar el rostro y permaneció obstinadamente de rodillas, los codos apoyados en el suelo protegiéndose la parte posterior de la cabeza con las manos grandes y chatas.
—¡Espectros! —gimoteaba . ¡Espectros con alas! Son los siervos del Tesoro. Lo ven todo, todo. ¡Nada puede ocultárselas! ¡Maldita Cara Blanca! ¡Y le dicen todo a Él! Él ve, Él sabe. ¡Aj, gollum, gollum, gollum! —Sólo cuando la luna se puso a lo lejos, más allá del Tol Brandir, consintió en levantarse y reanudar la marcha.
A partir de ese momento Sam creyó adivinar en Gollum un nuevo cambio. Se mostraba más servil y más pródigo en supuestas manifestaciones de afecto; pero Sam lo sorprendía a veces echando miradas extrañas, principalmente a Frodo; además, recaía, cada vez más a menudo, en el lenguaje de antes. Y Sam tenía otro motivo de preocupación. Frodo parecía cansado, cansado hasta el agotamiento. No decía nada, en realidad casi no hablaba; tampoco se quejaba, pero caminaba como si soportara una carga cuyo peso aumentaba sin cesar; y se arrastraba con una lentitud cada vez mayor, al punto que Sam tenía que rogarle a menudo a Gollum que esperase a fin de no dejar atrás al amo.
Frodo sentía, en efecto, que con cada paso que lo acercaba a las puertas de Mordor, el Anillo, sujeto a la cadena que llevaba al cuello, se volvía más y más pesado. Y empezaba a tener la sensación de llevar a cuestas un verdadero fardo, cuyo peso lo vencía y lo encorvaba. Pero lo que más inquietaba a Frodo era el Ojo: así llamaba en su fuero íntimo a esa fuerza más insoportable que el peso del Anillo que lo obligaba a caminar encorvado. El Ojo: la creciente y horrible impresión de la voluntad hostil, decidida a horadar toda sombra de nube, de tierra y de carne para verlo: para inmovilizarlo con una mirada mortífera, desnuda, inexorable. ¡Qué tenues, qué frágiles y tenues eran ahora los velos que lo protegían! Frodo sabía bien dónde habitaba y cuál era el corazón de aquella voluntad: con tanta certeza como un hombre que sabe dónde está el sol, aun con los ojos cerrados. Estaba allí, frente a él, y esa fuerza le golpeaba la frente.
Gollum sentía sin duda algo parecido. Pero lo que acontecía en aquel corazón miserable, acorralado como estaba entre las presiones del Ojo, la codicia del Anillo ahora tan al alcance de la mano, y la promesa reticente y humillante que hiciera a medias bajo la amenaza de la espada, los hobbits no podían adivinarlo. Frodo no había pensado en eso en ningún momento. Y Sam preocupado como estaba por su señor, casi no había reparado en la nube que le ensombrecía el corazón. Ahora caminaba detrás de Frodo, y observaba con mirada vigilante cada uno de sus movimientos, sosteniéndolo cuando vacilaba, procurando alentarlo, con palabras desmayadas.
Cuando despuntó por fin el día, los hobbits se sorprendieron al ver cuánto más próximas estaban ya las montañas infaustas. El aire era ahora más límpido y fresco, y aunque todavía lejanos, los muros de Mordor no parecían ya una amenaza nebulosa en el horizonte, sino unas torres negras y siniestras que se erguían del otro lado de un desierto tenebroso. Las tierras pantanosas terminaban transformándose paulatinamente en turberas muertas y grandes placas de barro seco y resquebrajado. Ante ellos el terreno se elevaba en largas cuchillas, desnudas y despiadadas, hacia el desierto que se extendía a las puertas de Sauron.
Mientras duró la luz grísea del alba, se agazaparon encogiéndose como gusanos debajo de una piedra negra, temiendo que el terror alado pasara nuevamente y los ojos crueles alcanzaran a verlos. El resto de aquel día fue una sombra creciente de miedo en que la memoria no encontró nada en que posarse a descansar. Durante dos noches más avanzaron penosamente por aquella tierra monótona y sin caminos. El aire, les parecía, se había vuelto más áspero, cargado de un vapor acre que los sofocaba y les secaba la boca.
Por fin, en la quinta mañana desde que se pusieran en camino con Gollum, se detuvieron una vez más. Ante ellos, negras en el amanecer, las cumbres se perdían en una alta bóveda de humo y nubarrones sombríos. De las faldas de las montañas, que se alzaban ahora a sólo una docena de millas, nacían grandes contrafuertes y colinas anfractuosas. Frodo miró en torno, horrorizado. Si las Ciénagas de los Muertos y los páramos secos de la Tierra—de—Nadie les habían parecido sobrecogedores, mil veces más horripilante era el paisaje que el lento amanecer desvelaba a los ojos entornados de los viajeros. Hasta el Pantano de las Caras Muertas llegaría acaso alguna vez un trasnochado espectro de verde primavera; pero estas tierras nunca más conocerían la primavera ni el estío. Nada vivía aquí, ni siquiera esa vegetación leprosa que se alimenta de la podredumbre. Cenizas y Iodos viscosos de un blanco y un gris malsanos ahogaban las bocas jadeantes de las ciénagas, como si las entrañas de los montes hubiesen vomitado una inmundicia sobre las tierras circundantes. Altos túmulos de roca triturada y pulverizada, grandes conos de tierra calcinada y manchada de veneno, que se sucedían en hileras interminables, como obscenas sepulturas de un cementerio infinito, asomaban lentamente a la luz indecisa.
Habían llegado a la desolación que nacía a las puertas de Mordor: ese monumento permanente a los trabajos sombríos de muchos esclavos, y destinado a sobrevivir aun cuando todos los esfuerzos de Sauron se perdieran en la nada: una tierra corrompida, enferma sin la más remota esperanza de cura, a menos que el Gran Mar la sumergiera en las aguas del olvido.
—Me siento mal —dijo Sam. Frodo callaba.
Permanecieron allí unos instantes, como hombres a la orilla de un sueño en el que acecha una pesadilla, procurando no amilanarse, pero recordando que sólo atravesando la noche s e llega a la mañana. La luz crecía alrededor. Las ciénagas ahogadas y los túmulos envenenados se recortaban ya nítidos y horribles. El sol, ahora alto, surcaba el cielo entre nubes y largos regueros de humo, pero la luz parecía impura y viciada, y no alegró los corazones de los hobbits. La sintieron hostil, pues les mostraba el desamparo en que estaban: pequeños fantasmas atribulados y errantes entre los túmulos de cenizas del Señor Oscuro.
Demasiado fatigados, buscaron un sitio donde descansar. Durante un rato estuvieron sentados y sin hablar a la sombra de un túmulo de escoria, pero los vapores fétidos les atacaban la garganta y los sofocaban. Gollum fue el primero en levantarse. Escupiendo y echando maldiciones, se puso de pie, y sin una palabra ni una mirada a los hobbits se alejó en cuatro patas. Frodo y Sam se arrastraron detrás, hasta que llegaron a un foso enorme y casi circular que se elevaba en el oeste en un terraplén. Estaba frío y muerto y un cieno viscoso y multicolor rezumaba en el fondo. En ese agujero maligno se amontonaron, esperando que la sombra los protegiera de las miradas del Ojo.
El día transcurrió lentamente. La sed atormentaba, pero apenas bebieron algunas gotas de las cantimploras. Las habían llenado por última vez en la garganta, que ahora, en el recuerdo, les parecía un remanso de paz y belleza. Los hobbits se turnaron para descansar. Tan agotados estaban, que al principio ninguno de los dos pudo dormir, pero cuando el sol empezó a descender a lo lejos, envuelto en nubes lentas, Sam se quedó dormido. A Frodo le tocó pues hacer la guardia. Apoyó la espalda contra la pared inclinada del foso, pero seguía sintiéndose como si llevara una carga agobiante. Alzó los ojos al cielo estriado de humo y vio fantasmas extraños, jinetes Negros y rostros del pasado. Flotando entre el sueño y la vigilia, perdió la noción del tiempo, hasta que el olvido vino y lo envolvió.
Sam despertó bruscamente, con la impresión de que su amo lo estaba llamando. Era de noche. Frodo no podía haberlo llamado, porque se había quedado dormido, y había resbalado casi hasta el fondo del pozo. Gollum estaba junto él. Por un instante Sam pensó que estaba tratando de despertar a Frodo; pero en seguida comprendió que no era así. Gollum estaba hablando solo. Sméagol discutía con un interlocutor imaginario que utilizaba la misma voz, sólo que la pronunciación era entrecortado y sibilante. Un resplandor pálido y un resplandor verde aparecían alternativamente en sus ojos mientras hablaba.
—Sméagol prometió —decía el primer pensamiento.
—Sí, sí, mi tesoro —fue la respuesta—, hemos prometido: para salvar nuestro Tesoro, para no dejar que lo tenga Él... nunca. Pero está yendo hacia Él, con cada paso se le acerca más. ¿Qué pensará hacer el hobbit, nos preguntamos, sí, nos preguntamos?
—No lo sé. Yo no puedo hacer nada. El amo lo tiene. Sméagol prometió ayudar al amo.
—Sí, sí, ayudar al amo: el amo del Tesoro. Pero si nosotros fuéramos el amo, podríamos ayudarnos a nosotros mismos, sí, y a la vez cumplir las promesas.
—Pero Sméagol dijo que iba a ser muy bueno, buenísimo. ¡Buen hobbit! Quitó la cuerda cruel de la pierna de Sméagol. Me habla con afecto.
—Ser muy bueno, buenísimo, ¿eh mi tesoro? Seamos buenos, entonces, buenos como los peces, dulce tesoro, pero con nosotros mismos. Sin hacerle ningún daño al buen hobbit, naturalmente, no, no.
—Pero el Tesoro mantendrá la promesa —objetó la voz de Sméagol.
—Quítaselo entonces —dijo la segunda voz—, y será nuestro. Entonces, nosotros seremos el amo, ¡gollum! Haremos que el otro hobbit, el malo y desconfiado, se arrastre por el suelo, ¿sí, gollum?
—¿No al hobbit bueno?
—Oh no, si eso nos desagrada. Sin embargo es un Bolsón, mi tesoro, un Bolsón. Y fue un Bolsón quien lo robó. Lo encontró y no dijo nada, nada. Odiamos a los Bolsones.
—No, no a este Bolsón.
—Sí, a todos los Bolsones. A todos los que retienen el Tesoro. ¡Tiene que ser nuestro!
—Pero Él verá, Él sabrá. ¡Él nos lo quitará!
—Él ve. Él sabe. Él nos ha oído hacer promesas tontas, contrariando sus órdenes, sí. Tenemos que quitárselo. Los Espectros buscan. Tenemos que quitárselo.
—¡No para Él!.
—No, dulce tesoro. Escucha, mi tesoro: si es nuestro, podremos escapar, hasta de Él ¿eh? Podríamos volvernos muy fuertes, más fuertes tal vez que los Espectros. ¿El Señor Sméagol? ¿Gollum el Grande? ¡El Gollum! Comer pescado todos los días, tres veces al día, recién sacado del mar. ¡Gollum el más precioso de los Tesoros! Tiene que ser nuestro. Lo queremos, lo queremos, ¡lo queremos!
—Pero ellos son dos. Despertarán demasiado pronto y nos matarán —gimió Sméagol en un último esfuerzo—. Ahora no. Todavía no.
—¡Lo queremos! Pero... —y aquí hubo una larga pausa, como si un nuevo pensamiento hubiera despertado—. Todavía no ¿eh? Tal vez no. Ella podría ayudar. Ella podría, sí.
—¡No, no! ¡Así no! —gimió Sméagol.
—¡Sí! ¡Lo queremos! ¡Lo queremos!
Cada vez que hablaba el segundo pensamiento, la larga mano de Gollum avanzaba lentamente hacia Frodo, para apartarse luego de pronto, con un sobresalto, cuando volvía a hablar Sméagol. Finalmente los dos brazos, con los largos dedos flexionados y crispados, se acercaron a la garganta de Frodo.
Fascinado por esta discusión, Sam había permanecido acostado e inmóvil, pero espiando por entre los párpados entornados cada gesto y cada movimiento de Gollum. Como espíritu simple, había imaginado que el peligro principal era la voracidad de Gollum, el deseo de comer hobbits. Ahora caía en la cuenta de que no era así: Gollum sentía el terrible llamado del Anillo. Él era evidentemente el Señor Oscuro, pero Sam se preguntaba quién sería Ella. Una de las horrendas amigas que la miserable criatura había encontrado en sus vagabundeas, supuso. Pero al instante se olvidó del asunto pues las cosas habían ido sin duda demasiado lejos y estaban tomando visos peligrosos. Una gran pesadez le agarrotaba todos los miembros, pero se incorporó con un esfuerzo y logró sentarse. Algo le decía que tuviera cuidado y no revelara que había escuchado la discusión. Suspiró largamente y bostezó con ruido.
—¿Qué hora es? —preguntó con voz soñolienta.
Gollum dejó escapar entre dientes un silbido prolongado. Se irguió un momento, tenso y amenazador; luego se desplomó, cayó hacia adelante en cuatro patas, y echó a correr, reptando, por el borde del pozo.
—¡Buenos hobbits! ¡Buen Sam! —dijo—. ¡Cabezas soñolientas, sí, cabezas soñolientas! ¡Dejad que el buen Sméagol haga la guardia! Pero cae la noche. El crepúsculo avanza. Es hora de partir.
«¡Más que hora!» pensó Sam. «Y también hora de que nos separemos. » Pero en el mismo instante se le cruzó la idea de que Gollum suelto y en libertad podía ser tan peligroso como yendo con ellos. «¡Maldito sea!», masculló. «¡Ojalá se ahogara!» Bajó la cuesta tambaleándose y despertó a su amo.
Cosa extraña, Frodo se sentía reconfortado. Había tenido un sueño. La sombra oscura había pasado y una visión maravillosa lo había visitado en esta tierra infecta. No conservaba ningún recuerdo, pero a causa de esa visión se sentía animado y feliz. La carga parecía menos pesada ahora. Gollum lo saludó con la alegría de un perro. Reía y parloteaba, haciendo crujir los dedos largos y palmoteando las rodillas de Frodo. Frodo le sonrió.
—¡Coraje! —le dijo —. Nos has guiado bien y con fidelidad. Esta es la última etapa. Condúcenos hasta la Puerta y una vez allí no te pediré que des un paso más. Condúcenos hasta la Puerta y serás libre de ir a donde quieras... excepto a reunirte con nuestros enemigos.
—Hasta la Puerta, ¿eh? —chilló la voz de Gollum, al parecer con sorpresa y temor—. ¿Hasta la puerta, dice el amo? Sí, eso dice. Y el buen Sméagol hace lo que el amo pide. Oh sí. Pero cuando nos hayamos acercado, veremos tal vez, entonces veremos. Y no será nada agradable. ¡Oh no! ¡Oh no!
—¡Acaba de una vez! —dijo Sam—. ¡Ya basta!
La noche caía cuando se arrastraron fuera del foso y se deslizaron lentamente por la tierra muerta. No habían avanzado mucho y de pronto sintieron otra vez aquel temor que los había asaltado cuando la figura alada pasara volando sobre las ciénagas. Se detuvieron, agazapándose contra el suelo nauseabundo; pero no vieron nada en el sombrío cielo crepuscular, y pronto la amenaza pasó a gran altura enviada tal vez desde Barad—dûr con alguna misión urgente. Al cabo de un rato Gollum se levantó y reanudó la marcha en cuatro patas, mascullando y temblando.
Alrededor de una hora después de la medianoche el miedo los asaltó por tercera vez, pero ahora parecía más remoto, como si volara muy por encima de las nubes, precipitándose a una velocidad terrible rumbo al oeste. Gollum sin embargo estaba paralizado de terror, convencido de que los perseguían, de que sabían dónde estaban.
—¡Tres veces! —gimoteó—. Tres veces es una amenaza. Sienten nuestra presencia. Sienten el Tesoro. El Tesoro es el amo para ellos. No podemos seguir adelante, no. ¡Es inútil, inútil!
De nada sirvieron ya los ruegos y las palabras amables. Y sólo cuando Frodo se lo ordenó, furioso, y echó mano a la empuñadura de la espada, Gollum se movió, otra vez. Se levantó al fin con/un gruñido, y marchó delante de ellos como un perro apaleado.
Y así, tropezando y trastabillando, prosiguieron la marcha hasta el fatigoso término de la noche, hacia el amanecer de un nuevo día de terror, caminando en silencio con las cabezas gachas, sin ver nada, sin oír nada más que el silbido del viento.
3
LA PUERTA NEGRA ESTA CERRADA
Antes que despuntara el sol del nuevo día habían llegado al término del viaje a Mordor. Las ciénagas y el desierto habían quedado atrás. Ante ellos, sombrías contra un cielo pálido, las grandes montañas erguían las cabezas amenazadoras.
Mordor estaba franqueada al oeste por la cordillera espectral de Ephel Dúath, las Montañas de las Sombras, y al norte por los picos anfractuosos y las crestas desnudas de Ered Lithui, de color gris ceniza. Pero al aproximarse las unas a las otras, estas cadenas de montañas que eran en realidad sólo parte de una muralla inmensa que encerraba las llanuras lúgubres de Lithlad y Gorgoroth, y en el centro mismo el cruel mar interior de Nûrnen, tendían largos brazos hacia el norte; y entre esos brazos corría una garganta profunda. Era Cirith Gorgor, el Paso de los Espectros, la entrada al territorio del enemigo. La flanqueaban unos altos acantilados, y dos colinas desnudas y casi verticales de osamenta negra emergían de la boca de la garganta. En las crestas de esas colinas asomaban los Dientes de Mordor, dos torres altas y fuertes. Las habían construido los hombres de Gondor en días muy lejanos de orgullo y grandeza, luego de la caída y la fuga de Sauron, temiendo que intentase rescatar el antiguo reino. Pero el poderío de Gondor declinó, y los hombres durmieron, y durante largos años las torres estuvieron vacías. Entonces Sauron volvió. Ahora, las torres de atalaya, en un tiempo ruinosas, habían sido reparadas, y las armas se guardaban allí, y las vigilaban día y noche. Los muros eran de piedra, y las troneras negras se abrían al norte, al este y al oeste, y en todas ellas habia ojos avizores.
A la entrada del desfiladero, de pared a pared, el Señor Oscuro había construido un parapeto de piedra. En él había una única puerta de hierro, y en el camino de ronda los centinelas montaban guardia. Al pie de las colinas, de extremo a extremo, habían cavado en la roca centenares de cavernas y agujeros; allí aguardaba emboscado un ejército de orcos, listo para lanzarse afuera a una señal como hormigas negras que parten a la guerra. Nadie podía pasar por los Dientes de Mordor sin sentir la mordedura, a menos que fuese un invitado de Sauron, o conociera el santo y sería que abría el Morannon, la puerta negra.
Los dos hobbits escudriñaron con desesperación las torres y la muralla. Aun a la distancia alcanzaban a ver en la penumbra las idas y venidas de los centinelas negros por el adarve y las patrullas delante de la puerta. Echados en el suelo, miraban por encima del borde rocoso de una concavidad a la sombra del brazo más septentrional de Ephel Dúath. Un cuervo que a través del aire denso volara en línea recta, no necesitaría recorrer, quizá, más de doscientas varas para llegar desde el escondite de los hobbits hasta la cúspide de la torre más próxima, de la que se elevaba en espiral una leve humareda, como si un fuego lento ardiera en las entrañas de la colina.
Llegó el día y el sol pajizo parpadeó sobre las crestas inánimes de Ered Lithui. Entonces, de improviso, resonó el grito de bronce de las trompetas: llamaban desde las torres; y de muy lejos, desde las fortalezas y avanzadas ocultas en las montañas, llegaban las respuestas; y más distantes aún, remotos pero profundos y siniestros, resonaban a través de las tierras cavernosas los ecos de los cuernos poderosos y los tambores de Barad—dûr. Un nuevo y tenebroso día de temor y penurias había amanecido para Mordor; los centinelas nocturnos eran llevados de vuelta a las mazmorras y cámaras subterráneas, y los guardias diurnos, malignos y feroces, venían a ocupar sus puestos. El acero relumbraba débilmente en los muros.
—¡Y bien, henos aquí! —dijo Sam—. He aquí la Puerta, y tengo la impresión de que no podremos ir más lejos. A fe mía, creo que el Tío tendría un par de cosas que decir, ¡si me viera aquí ahora! Decía siempre que yo terminaría mal, si no me cuidaba, eso decía. Pero ahora no creo que lo vuelva a ver, nunca más. Se perderá la oportunidad de decirme Yo te lo decía, Sam: tanto peor. Ojalá siguiera diciéndolo hasta que perdiera el aliento, si al menos pudiera ver otra vez esa cara arrugada. Pero antes tendría que lavarme, pues si no no me reconocería.
»Supongo que es inútil preguntar "A dónde vamos ahora". No podemos seguir adelante... a menos que pidamos a los orcos que nos den una mano.
—¡No, no! —,dijo Gollum—. Es inútil. No podemos seguir. Ya lo dijo Sméagol. Dijo: iremos hasta la Puerta, y entonces veremos. Y ahora vemos. Oh sí, mi tesoro, ahora vemos. Sméagol sabía que los hobbits no podían tomar este camino. Oh sí, Sméagol sabía.
—Entonces ¿por qué rayos nos trajiste aquí? —prorrumpió Sam, que no se sentía de humor como para ser justo y razonable.
—El amo lo dijo. El amo dijo: Llévanos hasta la Puerta. Y el buen Sméagol hace lo que el amo dice. El amo lo dijo, el amo sabio.
—Es verdad —dijo Frodo, con expresión dura y tensa, pero resuelta. Estaba sucio, ojeroso y deshecho de cansancio, mas ya no se encorvaba, y tenía una mirada límpida—. Lo dije porque tengo la intención de entrar en Mordor y no conozco otro camino. Por consiguiente iré por ese camino. No le pido a nadie que me acompañe.
—¡No, no, amo! —gimió Gollum, acariciando a Frodo con sus manazas, y al parecer muy afligido—. Por este lado es inútil. ¡Inútil! ¡No le lleves a Él el Tesoro! Nos comerá a todos, si lo tiene, se comerá a todo el mundo. Consérvalo, buen amo, y sé bueno con Sméagol. No permitas que Él lo tenga. 0 vete lejos de aquí, ve a sitios agradables, y devuélvelo al pequeño Sméagol. Sí, sí, amo: devuélvelo ¿eh? Sméagol lo guardará en un sitio seguro; hará mucho bien, especialmente a los buenos hobbits. Hobbits, volveos. ¡No vayáis a la Puerta!
—Tengo la orden de ir a las tierras de Mordor y por lo tanto iré —dijo Frodo—. Si no hay más que un camino, tendré que tomarlo. Suceda lo que suceda.
Sam se quedó callado. La expresión del rostro de Frodo era suficiente para él; sabía que todo cuanto pudiera decirle sería inútil. Al fin y al cabo, él nunca había puesto ninguna esperanza en el éxito de la empresa; pero era un hobbit vehemente y temerario y no necesitaba esperanzas, mientras pudiera retrasar la desesperanza. Ahora habían llegado al amargo final. Pero él no había abandonado a su señor ni un solo instante; para eso había venido, y no pensaba abandonarlo ahora. Frodo no iría solo a Mordor. Sam iría con él... y en todo caso, al menos se verían por fin libres de Gollum.
Gollum, sin embargo, no tenía ningún interés en que se libraran de él, al menos por el momento. Se arrodilló a los pies de Frodo, retorciéndose las manos y lloriqueando.
—¡No por este camino, mi amo! — suplicó —. Hay otro camino. Oh sí, de verdad, hay otro. Otro camino más oscuro, más difícil de encontrar, más secreto. Pero Sméagol lo conoce. ¡Deja que Sméagol te lo muestre!
—¡Otro camino! —dijo Frodo en tono dubitativo, escrutando el rostro de Gollum.
—¡Sssí! Sssí, ¡de verdad! Había otro camino. Sméagol lo descubrió. Vayamos a ver si todavía está.
—No dijiste nada de ese camino, antes.
—No. El amo no preguntó. El amo no dijo lo que quería hacer. No le dice nada al pobre Sméagol. Dice: Sméagol, llévame hasta la Puerta... y luego ¡adiós! Sméagol puede marcharse y ser bueno. Pero ahora le dice: pienso entrar en Mordor por este camino. Y entonces Sméagol tiene mucho miedo. No desea perder al buen amo. Y él prometió, el amo le hizo prometer que salvaría el Tesoro. Pero el amo se lo llevará a Él, directamente a la Mano Negra, si va por este camino. Entonces Sméagol piensa en otro camino, de mucho tiempo atrás. Buen amo. Sméagol muy bueno, siempre ayuda.
Sam arrugó el ceño. Si hubiera podido, habría atravesado a Gollum con los ojos. Tenía muchas dudas. En apariencia Gollum estaba sinceramente afligido y deseaba ayudar a Frodo. Pero a Sam, recordando la discusión que había escuchado a hurtadillas, le costaba creer que el Sméagol largamente sumergido hubiese salido a la superficie; esta voz, en todo caso, no era la que había dicho la última palabra en la discusión. Lo que Sam sospechaba era que las dos mitades, Sméagol y Gollum (que él llamaba para sus adentros el Bribón y el Adulón), habían pactado una tregua y una alianza temporal: ninguno de los dos quería que el Anillo fuese a parar a manos del enemigo; ambos querían evitar que Frodo cayese prisionero, para poder vigilarlo ellos mismos tanto tiempo como fuera posible... al menos mientras Adulón tuviese la posibilidad de recuperar el «Tesoro». De que hubiera realmente otro camino a Mordor, Sam no estaba seguro.
«Y es una suerte que ninguna de las mitades de este viejo bribón conozca las intenciones del amo, se dijo. Si supiera que el señor Frodo se propone acabar de una vez por todas con el Tesoro, apuesto a que muy pronto se armaría la gorda. Como quiera que sea, el viejo Adulón le tiene tanto miedo al enemigo (y está o estuvo de algún modo bajo sus órdenes) que preferiría entregarnos a Él a que lo atrapen ayudándonos, y a que fundan el Tesoro, quizás. Esta es mi opinión, por lo menos. Y espero que el amo lo piense con cuidado. Es tan sagaz como cualquiera, pero tiene un corazón demasiado tierno, eso es lo que pasa. ¡Y lo que vaya a hacer ahora está más allá del entendimiento de un Gamyi!»
Frodo no le respondió a Gollum en seguida. Mientras estas dudas pasaban por el cerebro lento pero perspicaz de Sam, había estado mirando los acantilados oscuros que franqueaban el Cirith Gorgor. La hoya en que se habían refugiado estaba excavada en el flanco de una loma, un poco por encima de un largo valle atrincherado que se abría entre la colina y las estribaciones de la montaña. En el centro del valle se alzaban los cimientos negros de la torre de atalaya occidental. Ahora, a la luz de la mañana podían verse claramente los caminos que convergían hacia la Puerta de Mordor, pálidos y polvorientos: uno serpenteaba en dirección al norte; otro se perdía en el este entre las nieblas que flotaban en las faldas de Ered Lithui; el tercero venía hacia ellos. Luego de describir una curva brusca alrededor de la torre, se internaba en una garganta angosta y pasaba no muy lejos de la hondonada.
A la derecha giraba hacia el oeste, bordeando las estribaciones montañosas, y hacia el sur desaparecía en las sombras que envolvían las laderas occidentales de Ephel Dúath; más allá de donde alcanzaba la vista, se internaba en 1 estrecha lengua de tierra que corría entre las montañas y el Río Grande.
Mientras miraba en esa dirección, Frodo advirtió que había mucho movimiento y agitación en la llanura. Se hubiera dicho que ejércitos enteros estaban en marcha, aunque ocultos en parte por los vahos y humaredas que el viento traía a la deriva desde las ciénagas y desiertos lejanos. No obstante, vislumbraba aquí y allá el centelleo de las lanzas y los yelmos; y por los terraplenes vecinos a las carreteras se veían jinetes que cabalgaban en compañías numerosas. Recordó la visión que había tenido en lo alto del Amon Hen, hacía apenas unos días, aunque ahora le parecieran años. Y supo entonces que la esperanza que en un raro momento le había encendido el corazón era vana. Las trompetas no habían tronado en son de desafío sino de bienvenida. No era éste un ataque al Señor Oscuro organizado por los Hombres de Gondor que como espectros vengadores habían salido de las tumbas de los héroes desaparecidas hacía tiempo. Estos eran hombres de otra raza, venidos de las vastas comarcas del este, que acudían al llamado del Soberano; ejércitos que luego de acampar por la noche delante de la Puerta, ahora entraban en la fortaleza para engrosar aquel creciente poderío. Como si de súbito tomara conciencia cabal del peligro que corrían, solos, a la creciente luz de la mañana, tan al alcance de esa inmensa amenaza, Frodo se cubrió prestamente la cabeza con el frágil capuchón, y descendió al valle. Luego se volvió a Gollum.
—Sméagol —le dijo—. Confiaré en ti una vez más. Se diría en verdad que he de hacerlo, y que es mi destino recibir ayuda de ti cuando menos la busco, y el tuyo ayudarme a mí, a quien tanto tiempo perseguiste con designios perversos. Hasta ahora has merecido mi confianza, y has mantenido fielmente tu promesa. Fielmente, digo y creo —agregó mirando a Sam de soslayo—, pues dos veces nos tuviste a tu merced y no nos hiciste daño alguno. Tampoco has intentado quitarme lo que antes codiciabas. ¡Ojalá esta tercera prueba sea la mejor! Pero te lo advierto, Sméagol, estás en peligro.
—¡Sí, sí, amo! —dijo Gollum—. ¡Un peligro terrible! Los huesos de Sméagol tiemblan al pensarlo, pero él no huye. Él tiene que ayudar al buen amo.
—No me refería al peligro que todos compartimos —dijo Frodo—. Hablo de un peligro que sólo tú corres. Juraste cumplir una promesa por eso que llamas el Tesoro. ¡Recuérdalo! Te obligará a cumplirla, pero tratará de volverla contra ti para destruirte. Ya ha empezado a volverla contra —ti. Tú mismo te delataste hace un momento por atolondrado. Devuélveselo a Sméagol, dijiste. ¡No lo digas nunca más! ¡No dejes que ese pensamiento crezca en ti! Nunca podrás recuperarlo. Pero la codicia que sientes por él puede traicionarte y arrastrarte a la desgracia. Nunca podrás recuperarlo. Como último recurso, Sméagol, yo me pondré el Tesoro; y el Tesoro te dominó hace mucho tiempo. Si entonces yo te diese una orden, tendrías que obedecerla, aunque dijera que saltaras al fuego desde un precipicio y ésa sería mi orden. ¡Así que ten cuidado, Sméagol!
Sam le lanzó a Frodo una mirada de aprobación, pero a la vez de sorpresa: había algo en la expresión del rostro y en el tono de la voz de Frodo que él nunca había conocido antes. Siempre había pensado que la bondad del querido señor Frodo era tal que entrañaba una considerable dosis de ceguera. Por supuesto, siempre había sostenido a pie juntillas la creencia incompatible de que el señor Frodo era la persona más sabia del mundo (con la posible excepción del anciano señor Bilbo y Gandalf). Gollum a su modo (y con muchas más disculpas, pues su relación con Frodo era tanto más reciente) debía de haber cometido el mismo error, confundiendo bondad con ceguera. En todo caso, este discurso lo había apabullado y aterrorizado. Se arrastraba por el suelo y era incapaz de pronunciar palabras más inteligibles que buen amo.
Frodo esperó pacientemente, y luego volvió a hablar, en tono menos severo.
—A ver, Gollum, o Sméagol si prefieres, háblame de ese otro camino, y muéstrame qué esperanzas podemos poner en él, y si justifican que me desvíe del rumbo elegido. Tengo prisa.
Pero el estado de Gollum era deplorable; la amenaza de Frodo lo había desarmado por completo. No fue fácil obtener de él una explicación clara, entre balbuceos y gemidos, y las frecuentes interrupciones en las que se retorcía por el suelo y les suplicaba que fuesen buenos con «el pobrecito Sméagol». Al cabo de un rato se tranquilizó un poco, y Frodo pudo al fin sacar en limpio, pedazo a pedazo, que si un viajero seguía el camino que giraba hacia el oeste de Ephel Dúath, llegaría en cierto momento a una encrucijada en un círculo de árboles sombríos. A la derecha, un camino descendía hasta Osgiliath y los puentes del Anduin; en el centro, el camino continuaba hacia el sur.
—Continúa, continúa y continúa —dijo Gollum—. Nunca fuimos por ese camino, pero dicen que continúa así un centenar de leguas hasta que se ven las Grandes Aguas que nunca están quietas. Hay muchos peces allí y grandes pájaros que se comen los peces: pájaros buenos; pero nosotros nunca estuvimos allí, ¡ay, no! Nunca tuvimos la oportunidad. Y más lejos aún hay otras tierras, dicen, dicen, pero allí la Cara Amarilla es muy caliente, y casi nunca hay nubes, y los hombres son feroces y tienen la cara negra. Nosotros no queremos ver esa región.
—¡No! —dijo Frodo—. Pero no te alejes de lo que importa. ¿Y el tercer camino?
—Oh sí, oh si, hay un tercer camino —dijo Gollum—. Es el de la izquierda. No bien comienza empieza a trepar, a trepar, y serpentea y vuelve siempre trepando hacia las sombras altas. Cuando pasas el recodo de la roca negra, la ves, la ves de pronto; allá arriba, sobre tu cabeza, y entonces quieres esconderte.
—La ves, la ves... ¿Qué ves?
—La antigua fortaleza, muy vieja, muy horrible hoy. Oíamos historias del sur, cuando Sméagol era joven, hace mucho tiempo. Oh sí, nos contaban muchos cuentos por la noche, sentados junto a las orillas del Río Grande, envíos saucedales, cuando también el río era más grande, ¡gollum, gollum! —Gollum empezó a llorar y balbucir. Los hobbits esperaron con paciencia.
—Historias del Sur —siguió diciendo Gollum— acerca de los hombres altos de ojos brillantes, y de casas como colinas de piedra, la corona de plata del rey y el Arbol Blanco: cuentos maravillosos. Levantaban torres altísimas, y una de ellas era blanca como la plata, y allí había una piedra parecida a la luna, rodeada de grandes muros blancos. Oh sí, había muchas historias acerca de la Torre de la Luna.
—Esa ha de ser Minas Ithil, construida por Isildur el hijo de Elendil —dijo Frodo—. Fue Isildur quien le cortó el dedo al Enemigo.
—Sí, Él tiene sólo cuatro dedos en la Mano Negra, pero le bastan —dijo Gollum estremeciéndose—. Y Él odiaba la ciudad de Isildur.
—¿Qué es lo que él no odia? — dijo Frodo —. Pero ¿qué tiene que ver con nosotros la Torre de la Luna?
—Bueno, amo, allí estaba, y aún está allí: la torre alta y las casas blancas y el muro; pero no agradables ahora, no hermosas. Él las conquistó hace mucho tiempo. Es un lugar terrible ahora. Los viajeros tiemblan al verlo, se ocultan, evitan la sombra de los muros. Pero el amo tendrá que ir por ese camino. Ese es el único otro camino. Porque allí las montañas son más bajas, y el viejo camino sube y sube, hasta llegar en la cima a una garganta sombría, y luego desciende, desciende otra vez... hasta Gorgoroth. —La voz se perdió en un susurro y Gollum se estremeció de nuevo.
—¿Pero de qué nos servirá? —preguntó Sam—. Sin duda el enemigo conoce palmo a palmo todas esas montañas, y es seguro que en ese camino hay tantos vigías como aquí. La torre no está vacía ¿verdad?
—¡Oh no, vacía no! — murmuró Gollum —. Parece vacía, pero no lo está, ¡oh no! Criaturas muy terribles viven en ella. Orcos, sí, siempre orcos; pero cosas peores; también viven allí cosas peores. El camino trepa en línea recta bajo la sombra de los muros y pasa por la puerta. Nada puede acercarse por el camino sin que ellos lo noten. Las criaturas de allí dentro lo saben: los Centinelas Silenciosos.
—Así que ese es tu consejo —dijo Sam—, que emprendamos otra interminable caminata hacia el sur, para encontrarnos nuevamente en este mismo brete, o quizás en otro peor, cuando lleguemos allí, si alguna vez llegamos.
—No, no, claro que no —dijo Gollum—. Los hobbits tienen que verlo, tratar de comprender. El no espera un ataque por ese lado. El Ojo de Él está en todas partes, pero a algunos sitios llega más que a otros. Entendedlo, El no puede verlo todo al mismo tiempo, todavía no. Ha conquistado todos los territorios al oeste de las Montañas de las Sombras, hasta el río, y domina los puentes. Cree que nadie podrá llegar a la Torre de la Luna sin librar una batalla en los puentes, o sin traer cantidades de embarcaciones imposibles de ocultar y que Él descubriría.
—Pareces saber mucho acerca de lo que Él hace y piensa —dijo Sam—. ¿Has estado hablando con El recientemente? ¿O te has codeado con los orcos?
—No bueno el hobbit, no sensato —dijo Gollum, lanzándole a Sam una mirada furiosa y volviéndose a Frodo—. Sméagol ha hablado con los orcos, claro que sí, antes de encontrar al amo, y con mucha gente: ha caminado mucho y lejos. Y lo que ahora dice, lo dice mucha gente. Aquí en el Norte está ese gran peligro que lo amenaza a Él, y también a nosotros. Un día saldrá por la Puerta Negra, un día muy cercano. Ese es el único camino por el que pueden venir los grandes ejércitos. Pero allá, en el oeste, El no teme nada, y allí están los Centinelas Silenciosos. —¡Exactamente! —replicó Sam, que no era nada fácil de convencer—. Sólo tenemos que subir y llamar a la puerta de la Torre y preguntar si ese es el camino que lleva a Mordor. ¿O son demasiado silenciosos para responder? Esto no tiene ni pies ni cabeza. Tanto valdría probar aquí, y ahorrarnos una larga caminata.
—No hagas bromas sobre eso —siseó Gollum—. No le veo ninguna gracia. ¡Oh no! No es divertido. No tiene ni pies ni cabeza tratar de llegar a Mordor. Pero si el amo dice He de ir o Iré, entonces tiene que buscar algún camino. Pero no ir a la ciudad terrible. Oh no, claro que no. Aquí es donde Sméagol ayuda, buen Sméagol, aunque nadie le dice de qué se trata. Sméagol ayuda otra vez. Él lo descubrió. Él lo conoce.
—¿Qué descubriste? —preguntó Frodo.
Gollum se enroscó sobre sí mismo y bajó la voz hasta que habló en un susurro.
—Un pequeño sendero que sube hasta las montañas; y a continuación una escalera, una escalera estrecha. Oh sí, muy larga y muy estrecha. Y luego —la voz bajó todavía más— un túnel, un túnel oscuro; y por último una rajadura, una pequeña rajadura, y un sendero muy por encima del paso principal. Fue por ese camino por dónde Sméagol salió de las tinieblas. Pero eso sucedió hace muchos años. El sendero puede haber desaparecido desde entonces; pero tal vez no, tal vez no.
—No me gusta nada como suena todo eso —dijo Sam—. Suena demasiado fácil, al menos en palabras. Si el sendero existe todavía, también ha de estar vigilado. ¿No estaba vigilado, Gollum? —Mientras decía estas palabras, vio, o creyó ver, un resplandor verde en la mirada de Gollum. Gollum masculló y no dijo nada.
—¿No está vigilado? —le preguntó Frodo con voz severa—. ¿Y tú escapaste de las tinieblas, Sméagol? ¿No habrá sido más bien que te dejaron partir, con una misión? Eso era al menos lo que pensaba Aragorn, que te encontró cerca de las Ciénagas de los Muertos hace algunos años.
—¡Mentira! —siseó Gollum, y un resplandor maligno le cruzó los ojos cuando oyó el nombre de Aragorn—. Mintió, sí, mintió. Es verdad que escapé, solo y sin ayuda, pobre de mí. Es verdad que me encomendaron que buscara el Tesoro, y lo he buscado y buscado, seguro que sí. Pero no para Él, no para el Oscuro. El Tesoro era nuestro, era mío, te dije. Yo me escapé.
Frodo tuvo una extraña certeza: que Gollum por una vez no estaba tan lejos de la verdad como se podría sospechar, que de algún modo había llegado a encontrar la manera de salir de Mordor y que atribuía el hallazgo a su propia astucia. Notó, en todo caso, que Gollum había utilizado el yo, lo que era de algún modo un signo, las raras veces que aparecía, de que en ese momento predominaban los restos de una veracidad y sinceridad de otros tiempos. Pero aunque en este aspecto se pudiera confiar en Gollum, Frodo no olvidaba la astucia del enemigo. La «evasión» bien podía haber sido permitida o arreglada, y perfectamente conocida en la Torre Oscura. Y en todo caso, no cabía duda de que Gollum callaba muchas cosas.
—Vuelvo a preguntarte —dijo— ¿no está vigilado ese camino secreto?
Pero el nombre de Aragorn había puesto de mal talante a Gollum. Tenía todo el aire ofendido de un mentiroso de quien se sospecha que está mintiendo, cuando por una vez ha dicho la verdad, o parte de ella. No contestó.
—¿No está vigilada? —repitió Frodo.
—Sí, sí, tal vez. Ningún lugar es seguro en esta región —dijo Gollurn malhumorado—. Ningún lugar es seguro. Pero el amo tiene que intentarlo o volverse atrás. No hay otro camino. —No consiguieron hacerle decir otra cosa. El nombre del paraje peligroso y del paso alto, no pudo, o no quiso decirlo.
Era Cirith Ungol, un nombre de siniestra memoria. Quizás Aragorn hubiera podido decirles este nombre y explicarles su significado; Gandalf los habría puesto en guardia. Pero estaban solos, y Aragorn se encontraba lejos, y Gandalf estaba entre las ruinas de Isengard, en lucha con Saruman, retenido por traición. No obstante, en el momento mismo en que decía a Saruman unas últimas palabras, y el Palantir se desplomaba en llamas sobre las gradas de Orthanc, los pensamientos de Gandalf volvían sin cesar a Frodo y Sam; a través de las largas leguas los buscaba siempre con esperanza y compasión.
Quizá Frodo lo sentía, sin saberlo, como lo había sentido en el Amon Hen, aunque creyera que Gandalf había partido, partido para siempre a las sombras de la Moria distante. Durante largo rato permaneció sentado en el suelo, en silencio, cabizbajo, tratando de recordar todo cuanto le dijera Gandalf. Mas con respecto a esta elección no podía recordar ningún consejo. En verdad, la guía de Gandalf les había sido arrebatada demasiado pronto, cuando el País Oscuro estaba aún muy lejano. Cómo harían para entrar por fin en él, Gandalf no lo había dicho. Tal vez no lo supiera. En una oportunidad se había aventurado a entrar en la fortaleza enemiga del norte. Pero ¿había viajado alguna vez a Mordor, a la Montaña de Fuego y a Barad—dûr desde que el Señor oscuro recobrara el poder? Frodo no lo creía. Y ahora él, un pequeño mediano de la Comarca, un simple hobbit de la apacible campiña, estaba aquí ¡obligado a encontrar un camino que los mayores no podían o no se atrevían a transitar! Triste destino el suyo. Pero Frodo ya lo había aceptado en su propia salita en la remota primavera de otro año, tan remota que le parecía un capítulo en la historia de la juventud del mundo, cuando los Arboles de Plata y de Oro todavía estaban en flor. Era una elección nefasta. ¿Qué camino elegir? Y si ambos conducían al terror y a la muerte, ¿de qué le valía elegir?
Avanzaba el día. Un silencio profundo cayó sobre el pequeño hueco gris en que yacían tendidos, tan cercano a las orillas del reino del terror: un silencio palpable, como un velo espeso que los separara del mundo circundante. Allá arriba una cúpula de cielo pálido, con estrías de un humo fugitivo, parecía alta y lejana, como si la observaran a través de profundos abismos de aire, cargado de inquietos pensamientos.
Ni aun un águila volando contra al sol habría reparado en los hobbits sentados allí, bajo el peso del destino, silenciosos e inmóviles, envueltos en los delgados mantos grises. Acaso se habría detenido un instante a examinar a Gollum, una figura minúscula, inerte contra el suelo: quizás eso que allí yacía era el esqueleto enflaquecido de un niño humano, las ropas en harapos aún adheridas al cuerpo, los brazos y piernas largos y blancos y resecos como huesos; de carne, ni un mísero bocado.
Frodo tenía la cabeza inclinada y apoyada sobre las rodillas, pero Sam, recostado de espaldas, con las manos detrás de la cabeza, contemplaba por debajo del capuchón el cielo desierto. 0 por lo menos estuvo desierto un rato. De pronto creyó ver la forma oscura de un pájaro que revoloteaba en círculos, se cernía sobre ellos y se alejaba otra vez. Otras dos la siguieron y luego una cuarta. A simple vista, parecían muy pequeños, pero algo le decía a Sam que eran enormes, de alas inmensas y que volaban a gran altura. Se tapó los ojos e inclinó el cuerpo hacia adelante, acurrucándose. Sentía el mismo temor premonitorio que había conocido en presencia de los jinetes Negros, aquel horror irremediable que llegara con el grito en el viento y la sombra sobre la luna, aunque ahora no era tan aplastante y compulsivo: la amenaza parecía más remota. Pero era una amenaza. También Frodo la sintió, e interrumpió sus meditaciones. Se movió y se estremeció, pero no levantó la cabeza. Gollum se enroscó sobre sí mismo como una araría acorralada. Las figuras aladas giraron y en rápido descenso partieron como flechas rumbo a Mordor.
—Los jinetes andan otra vez por aquí, en el aire —dijo Sam en un ronco murmullo —. Yo los vi. ¿Cree que ellos nos hayan visto? Volaban muy alto. Y si son jinetes Negros, los mismos de antes, no ven mucho a la luz del día ¿verdad?
—No, tal vez no —respondió Frodo—. Pero los corceles podían ver. Y estas criaturas aladas en que ahora cabalgan tienen la vista más aguda que cualquiera otra. Son como grandes aves de rapiña. Algo andan buscando: el enemigo está en guardia, me temo.
El sentimiento de terror pasó, pero el silencio que los envolvía se había roto. Durante un tiempo habían estado aislados del mundo, como en una isla invisible; ahora estaban de nuevo al desnudo, el peligro había retornado. Pero Frodo seguía sin hablarle a Gollum, y aún no se había decidido. Tenía los ojos cerrados, como si soñara, o se escudriñase interiormente el corazón y la memoria. Por fin se movió, se puso de pie y pareció que iba a hablar y decidir:
—¡Escuchad! —dijo en cambio—. ¿Qué es esto?
Un nuevo temor cayó sobre ellos. Oyeron cantos y gritos roncos. Al principio parecían lejanos, pero se acercaban hacia ellos. A los tres les asaltó la idea de que las Alas Negras los habían descubierto y habían enviado hombres armados a capturarlos; nada era nunca demasiado rápido para aquellos terribles servidores de Sauron. Se acurrucaron, escuchando. Las voces y el ruido metálico de las armas y los arneses se oían ahora muy cerca. Frodo y Sam desenvainaron las pequeñas espadas. Huir era imposible.
Gollum se incorporó lentamente y trepó como un insecto hasta el reborde del hueco. Con extrema cautela, pulgada por pulgada, se encaramó hasta poder mirar hacia abajo entre dos aristas de la piedra. Allí estuvo inmóvil un tiempo, sin hacer ningún ruido. Pronto las voces comenzaron a alejarse otra vez, hasta extinguirse poco a poco. Un cuerno sonó a lo lejos en las murallas del Morannon. Entonces Gollum se retiró en silencio y se deslizó nuevamente en el agujero.
—Más hombres que van a Mordor —dijo en voz baja—. Caras oscuras. Nunca vimos hombres como estos hasta ahora. No, Sméagol nunca los vio. Parecen feroces. Tienen los ojos negros, largos cabellos negros y aros de oro en las orejas: sí, montones de oro muy bello. Y algunos tienen pintura roja en las mejillas y mantos rojos; y los estandartes son rojos, y también las puntas de las lanzas; y llevan escudos redondos, amarillos y negros con grandes clavijas. No buenos: hombres malos muy crueles, parecen. Casi tan malvados como los orcos y mucho más grandes. Sméagol piensa que vienen del Sur, de más allá del extremo del Río Grande: llegaban por ese camino. Iban todos hacia la Puerta Negra; pero otros podrían venir detrás. Siempre más gente llegando a Mordor. Un día todos estarán adentro.
—¿Había algún Olifante? —preguntó Sam, olvidándose del miedo, ávido de noticias de países extraños.
—No, no, ningún olifante. ¿Qué son los olifantes? —dijo Gollum.
Sam se levantó, y poniendo las manos en la espalda (como siempre cuanto «decía poesías»), declamó:
Gris como una rata,
grande como una casa,
la nariz de serpiente,
hago temblar la tierra
cuando piso la hierba;
y los árboles crujen.
Con cuernos en la boca
por el Sur voy moviendo
las inmensas orejas.
Desde años sin cuento,
marcho de un lado a otro,
y ni para morir
en la tierra me acuesto.
Yo soy el Olifante,
el más grande de todos,
viejo, alto y enorme.
Si alguna vez me ves,
no podrás olvidarme.
Y si nunca me encuentras
no pensarás que existo.
Soy el viejo Olifante,
el que nunca se acuesta.
—Este —dijo Sam cuando hubo terminado de recitar—, este es uno de los poemas que se dicen en la Comarca. Puede que sean tonterías, puede que no. Pero te diré una cosa, nosotros también tenemos nuestras historias y noticias del Sur. En los viejos tiempos los hobbits partían de viaje de tanto en tanto. No eran muchos los que regresaban, y no siempre la gente creía lo que decían: noticias de Bree y no tan seguras como las habladurías de la Comarca, como se suele decir. Pero yo he escuchado historias de la Gente Grande de allá lejos, de las Tierras del Sur. Endrinos los llamamos en nuestras historias; y montan olifantes cuando luchan, según dicen. Ponen casas y torres sobre las grupas de los olifantes y se arrojan rocas y árboles unos a otros. Por esto cuando tú dijiste «Hombres que vienen del Sur, todos de rojo y oro», yo te pregunté «¿Había algún olifante?», porque si los hay, peligro o no peligro, iré a echar una ojeada. Pero ahora supongo que nunca en mi vida veré un olifante. Tal vez ese animal no exista. —Sam suspiró.
—No, ningún olifante —repitió Gollum—. Sméagol no ha oído hablar de ellos. No quiere verlos. No quiere que existan. Sméagol quiere irse de aquí y esconderse en un lugar seguro. Sméagol quiere que el amo se vaya. Buen amo, ¿no te irás con Sméagol?
Frodo se levantó. Aunque estaba muy preocupado, se había reído de buena gana cuando Sam sacó a relucir el viejo poema del Olifante, y esa risa había puesto fin a sus titubeos.
—Ojalá tuviéramos un millar de olifantes, y a Gandalf a la cabeza montado en uno de blanco —dijo—. Entonces podríamos tal vez abrirnos paso en esa tierra maldita. Pero no los tenemos; sólo contamos con nuestras pobres piernas fatigadas y nada más. Y bien, Sméagol, esta alternativa puede ser la mejor. Iré contigo.
—¡Amo bueno, amo sabio, querido amo! —exclamó Gollum radiante de alegría, palmoteando las rodillas de Frodo —. ¡Buen amo! Entonces, ahora descansad, queridos hobbits, a la sombra de las piedras, ¡muy cerca de las piedras! Descansad y quedaos tranquilos, hasta que la Cara Amarilla se haya marchado. Partiremos entonces. ¡Tenemos que ser sigilosos y rápidos como sombras!
4
HIERBAS AROMATICAS Y GUISO DE CONEJO
Descansaron durante las pocas horas de luz que aún quedaban, corriéndose a medida que el sol se movía, hasta que la sombra de la cresta del valle se alargó por fin, y el hueco todo se pobló de oscuridad. Entonces comieron un poco y bebieron unos sorbos. Gollum no quiso comer, pero aceptó el agua de buena gana.
—Pronto conseguiremos más —dijo, lamiéndose los labios—. Corre agua buena por los arroyos que van al Río Grande, hay agua sabrosa en las tierras a donde vamos. Allí Sméagol también conseguirá comida, tal vez. Tiene mucha hambre, sí, ¡gollum! —Se llevó las manazas al vientre encogido, y una débil luz verde le animó los ojos.
La oscuridad era profunda cuando por fin se pusieron en marcha, deslizándose por encima de la pared del valle, y desvaneciéndose como fantasmas en las tierras accidentadas que se extendían más allá del camino. Era la tercera noche de plenilunio, pero la luna no asomó por encima de las montañas hasta pasada la medianoche, y en esas primeras horas la oscuridad era casi impenetrable. Excepto una luz roja encendida en lo alto de las Torres de los Dientes, no se veía ni oía ningún otro indicio de la insomne vigilancia mantenida sobre el Morannon.
Durante muchas millas, mientras huían tropezando a través de un campo yermo y pedregoso, tuvieron la impresión de que el ojo rojo no dejaba de observarlos. No se atrevían a marchar por el camino, pero procuraban no alejarse de él, siguiendo sus sinuosidades por la izquierda lo mejor que podían. Por fin, cuando la noche envejecía y el cansancio empezaba a vencerlos, pues sólo habían hecho un breve alto, el ojo se empequeñeció, fue una menuda punta de fuego y desapareció al fin: habían bordeado el oscuro rellano septentrional de las montañas más bajas y ahora iban hacia el sur.
Con el corazón extrañamente aligerado volvieron a descansar, mas no por mucho tiempo. Gollum opinaba que la marcha era demasiado lenta. Según él había casi treinta leguas desde el Morannon hasta la encrucijada en lo alto del Osgiliath, y esperaba que cubrieran esa distancia en cuatro etapas. De modo que pronto reanudaron la penosa caminata, hasta que el alba se extendió lentamente en la vasta soledad gris. Para ese entonces habían recorrido ya casi ocho leguas, y los hobbits no podían ir más allá, aun cuando se hubiesen atrevido.
La luz creciente les descubrió una región ya menos yerma y estragada. A la izquierda, las montañas se erguían aún amenazantes, pero ya alcanzaban a ver el camino del sur, que ahora se alejaba de las raíces negras de las colinas y descendía hacia el oeste. Más allá, las pendientes estaban cubiertas de árboles sombríos, como nubes oscuras, pero alrededor crecía un tupido brezal de retamas, cornejos y otros arbustos desconocidos. Aquí y allá asomaban unos pinos altos. Los corazones de los hobbits parecieron reanimarse: el aire, fresco y fragante, les trajo el recuerdo de allá lejos, de las tierras altas de la Cuaderna del Norte. Era una felicidad que se les concediera aquella tregua, y un placer pisar un suelo que el Señor Oscuro dominaba desde hacía sólo pocos años, y aún no había caído en la ruina total. No se olvidaron, sin embargo, del peligro que los amenazaba, ni de la Puerta Negra, muy cercana aún, por oculta que estuviese detrás de aquellas elevaciones lúgubres. Observaron los alrededores en busca de un sitio donde ocultarse de los ojos maléficos mientras durase la luz.
El día transcurrió, inquietante. Tendidos en la espesura del brezal, contaban las horas lentas, y les parecía que poco o nada cambiaba; se encontraban aún bajo la sombra de Ephel Dúath, y el sol estaba velado. Frodo dormía por momentos, profunda y apaciblemente, ya fuera porque confiaba en Gollum o porque estaba demasiado cansado para preocuparse; pero Sam a duras penas conseguía dormitar, aun en los momentos en que Gollum dormía visiblemente a pierna suelta, resoplando y contrayéndose en sueños secretos. El hambre acaso, más que la desconfianza, lo mantenía despierto; había empezado a añorar una buena comida casera, «un bocado caliente sacado de la olla».
Tan pronto como la tierra fue sólo una extensión gris con la proximidad de la noche, reanudaron la marcha. Poco después Gollum los hizo bajar al camino del sur; y a partir de ese momento empezaron a avanzar más rápidamente, aunque ahora el peligro era mayor. Aguzaban los oídos, temerosos de escuchar ruidos de cascos o de pies delante de ellos o detrás; pero la noche pasó sin que oyeran nada.
El camino, construido en tiempos muy remotos, había sido recientemente reparado a lo largo de unas treinta millas bajo el Morannon, pero a medida que avanzaba hacia el sur cobraba un aspecto cada vez más salvaje. La mano de los hombres de antaño era aún visible en la rectitud y la seguridad del recorrido y en la uniformidad de los niveles: de tanto en tanto se abría paso a través de las laderas de las colinas, o un arco armonioso de sólida mampostería atravesaba un río; pero al cabo todo signo de arquitectura desaparecía, excepto una que otra columna rota que emergía aquí y allá entre los matorrales, o algunos desgastados adoquines que asomaban aún entre el musgo y las malezas. Brezos, árboles y helechos invadían en espesa maraña las orillas o se extendían por la superficie. El camino parecía al fin un sendero rural poco frecuentado; pero no serpeaba: iba siempre en la misma dirección y los llevaba por la vía más corta.
Cruzaron así las marcas septentrionales de ese país que los hombres llamaban antaño Ithilien, una hermosa región de lomas boscosas y de aguas rápidas. A la luz de las estrellas y de una luna redonda, la noche se volvió transparente, y los hobbits tuvieron la impresión de que la fragancia del aire aumentaba a medida que avanzaban; y a juzgar por los resoplidos y bisbiseos de desagrado de Gollum, también él lo había notado. Al despuntar el día hicieron una nueva pausa. Habían llegado al extremo de una garganta larga y profunda, de paredes abruptas en el centro, por la que el camino se abría un pasaje a través de una cresta rocosa. Escalaron la cuesta occidental y miraron a lo lejos.
La luz del día se desplegaba en el cielo y las montañas estaban ahora mucho más distantes, retrocediendo hacia el este en una larga curva que se perdía en la lejanía. Frente a ellos, cuando miraban hacia el oeste, las lomas descendían en pendientes y se perdían allá abajo entre brumas ligeras. Estaban rodeados de bosquecillos de árboles resinosos, abetos y cedros y cipreses, y otras especies desconocidas en la Comarca, separados por grandes claros; y por todas partes crecía una exuberante vegetación de matas y hierbas aromáticas. El largo viaje desde Rivendel los había llevado muy al sur de su propio país, pero sólo ahora, en esta región más protegida, los hobbits advertían el cambio del clima. Aquí ya había llegado la primavera: a través del musgo y el mantillo despuntaban las hojas, las florecillas se abrían en la hierba, los pájaros cantaban. Ithilien, el jardín de Gondor, ahora desolado, conservaba aún la belleza de una dríade desmelenada.
Al sur y al oeste, miraba a los cálidos valles inferiores del Anduin, protegidos al este por el Ephel Dúath, aunque no todavía bajo la sombra de la montaña, y reparados al norte por los Emyn Muil, y abiertos a las brisas meridionales y a los vientos húmedos del Mar lejano. Numerosos árboles crecían allí, plantados en tiempos remotos y envejecidos sin cuidados en medio de una legión de tumultuosos y despreocupados descendientes; y había montes, y matorrales de tamariscos y terebintos espinosos, de olivos y laureles; y enebros, y arrayanes; el tomillo crecía en matorrales, o unos tallos leñosos y rastreros tapizaban las piedras ocultas; las salvias de todas las especies se adornaban de flores azules, encarnadas o verdes; y la mejorana y el perejil recién germinado, y una multitud de hierbas cuyas formas y fragancias escapaban a los conocimientos hortícolas de Sam. Las saxífragas y la jusbarba ocupaban ya las grutas y las paredes rocosas. Las prímulas y las anémonas despertaban en la fronda de los avellanos; y los asfodelos y lirios sacudían las corolas semiabiertas sobre la hierba: una hierba de un verde lozano, que crecía alrededor de las lagunas, en cuyas frescas oquedades se detenían los arroyos antes de ir a volcarse en el Anduin.
Volviendo la espalda al camino, los viajeros bajaron la pendiente. Mientras avanzaban, abriéndose paso a través de los matorrales y los pastos altos, una fragancia dulce embalsamaba el aire. Gollum tosía y jadeaba; pero los hobbits respiraban a pleno pulmón, y de improviso Sam rompió a reír, no por simple chanza, sino de pura alegría. Siguiendo el curso rápido de un arroyo que descendía delante de ellos, llegaron a una laguna de aguas transparentes en una cuenca poco profunda: ocupaba las ruinas de una antigua represa de piedra, cuyos bordes esculpidos estaban casi enteramente cubiertos de musgo y rosales silvestres; lo rodeaban hileras de lirios esbeltos como espadas, y en la superficie oscura, ligeramente encrespada, flotaban las hojas de los nenúfares; pero el agua era profunda y fresca, y en el otro extremo se derramaba suave e incesantemente por encima del borde de piedra.
Allí se lavaron y bebieron hasta saciarse. Luego buscaron un sitio donde descansar y donde esconderse, pues el paraje, aunque hermoso y acogedor, no dejaba de ser territorio del enemigo. No se habían alejado mucho del camino, pero ya en un espacio tan corto habían visto cicatrices de las antiguas guerras, y las heridas más recientes infligidas por los orcos y otros servidores abominables del Señor Oscuro: un foso abierto lleno de inmundicias y detritus; árboles arrancados sin razón y abandonados a la muerte, con runas siniestras o el funesto signo del Ojo tallado a golpes en las cortezas.
Sam, que gateaba indolente al pie de la cascada, tocando y oliendo las plantas y los árboles desconocidos, olvidado por un momento de Mordor, despertó de pronto a la realidad de aquel peligro omnipresente. Al tropezar de pronto con un círculo todavía arrasado por el fuego, descubrió en el centro una pila de huesos y calaveras rotos y carbonizados. La rápida y salvaje vegetación de zarzas y escaramujos y clemátides trepadoras empezaba ya a tender un velo piadoso sobre aquel testimonio de una matanza y de un festín macabros; pero no cabía duda de que era reciente. Se apresuró a regresar junto a sus compañeros, mas nada dijo de lo que había visto: era preferible que los huesos descansaran en paz, y no exponerlos al toqueteo y el hociqueo de Gollum.
—Busquemos un sitio donde descansar —dijo—. No más abajo. Más arriba, diría yo.
Un poco más arriba, no lejos del lago, y al reparo de un frondoso monte de laureles de hojas oscuras, que trepaba por una loma empinada coronada de cedros añosos, las matas cobrizas de los helechos del año anterior habían formado una especie de cama profunda y mullida. Allí resolvieron descansar y pasar el día, que ya prometía ser claro y caluroso. Un día propicio para disfrutar, en camino, de los bosques y los claros de Ithilien. No obstante, si bien los orcos huían de la luz del sol, muchos eran los parajes donde podían esconderse para acecharlos; y muchos eran también los ojos malignos y avizores: Sauron tenía innumerables siervos. De todos modos, Gollum no aceptaría dar un paso bajo la mirada de la Cara Amarilla: tan pronto como asomara por detrás de las crestas sombrías del Ephel Dúath se enroscaría, desfalleciente, aplastado por la luz y el calor.
Durante la caminata, Sam había estado pensando seriamente en la comida. Ahora que la desesperación de la Puerta infranqueable había quedado atrás, no se sentía tan inclinado como su amo a no preocuparse por el problema hasta después de haber llevado a cabo la misión; y de todos modos consideraba prudente economizar el pan de viaje de los elfos para días más aciagos. Al menos seis habían pasado desde que viera que les quedaban provisiones sólo para tres semanas.
«Tendremos suerte», pensó «Si, al paso que vamos, llegamos al Fuego en ese tiempo. Y tal vez querremos regresar. ¡Tal vez!».
Además, al cabo de una larga noche de marcha, y después de haberse bañado y bebido, sentía más hambre que nunca. Una cena, o un desayuno, junto al fuego en la vieja cocina en Bolsón de Tirada, eso era lo que añoraba en realidad. Se le ocurrió una idea y se volvió a Gollum. Gollum acababa de escabullirse y se deslizaba a cuatro patas por la cama de helechos.
—¡Eh! ¡Gollum! —dijo Sam—. ¿A dónde vas? ¿De caza? A ver, a ver, viejo fisgón, a ti no te gusta nuestra comida, y tampoco a mí me desagradaría un cambio. Tu nuevo lema es siempre dispuesto a ayudar. ¿Podrías encontrar un bocado para un hobbit hambriento?
—Sí, tal vez, sí —dijo Gollum—. Sméagol siempre ayuda, si le piden... si le piden amablemente.
—¡Bien! —dijo Sam—. Yo pido. Y si eso no es bastante amable, ruego.
Gollum desapareció. Estuvo ausente un buen rato, y Frodo, luego de mascar unos bocados de lembas, se instaló en el fondo de la oscura cama de helechos y se quedó dormido. Sam lo miraba. Las primeras luces del día se filtraban apenas a través de las sombras, bajo los árboles, pero Sam veía claramente el rostro de su amo, y también las manos en reposo, apoyadas en el suelo a ambos lados del cuerpo. De pronto le volvió a la mente la imagen de Frodo, acostado y dormido en la casa de Elrond, después de la terrible herida. En ese entonces, mientras lo velaba, Sam había observado que por momentos una luz muy tenue parecía iluminarlo interiormente; ahora la luz brillaba, más clara y más poderosa. El semblante de Frodo era apacible, las huellas del miedo y la inquietud se habían desvanecido, y sin embargo recordaba el rostro de un anciano, un rostro viejo y hermoso, como si el cincel de los años revelase ahora toda una red de finísimas arrugas que antes estuvieran ocultas, aunque sin alterar la fisonomía. Sam Gamyi, claro está, no expresaba de esa manera sus pensamientos. Sacudió la cabeza, como si descubriera que las palabras eran inútiles y luego murmuró:
«Lo quiero mucho. Él es así, y a veces, por alguna razón, la luz se transparenta. Pero se transparente o no, yo lo quiero.»
Gollum volvió sin hacer ruido y espió por encima del hombro de Sam. Mirando a Frodo, cerró los ojos y se alejó en silencio. Sam se unió a él un momento después, y lo encontró masticando algo y murmurando entre dientes. En el suelo junto a él había dos conejos pequeños que Gollum empezaba a mirar con ojos ávidos.
—Sméagol siempre ayuda —dijo—. Ha traído conejos, buenos conejos. Pero el amo se ha dormido, y quizá Sam también quiera dormir. ¿No quiere conejos ahora? Sméagol trata de ayudar, pero no puede atrapar todas las cosas en un minuto.
Sam, sin embargo, no tenía nada que decir contra los conejos. Al menos contra el conejo cocido. Todos los hobbits, por supuesto, saben cocinar, pues aprenden ese arte antes que las primeras letras (que muchos no aprenden jamás); pero Sam era un buen cocinero, aun desde un punto de vista hobbit, y a menudo se había ocupado de la cocina de campamento durante el viaje, cada vez que le era posible. No había perdido aún las esperanzas de utilizar los enseres que llevaba en el equipaje: un yesquero, dos cazuelas pequeñas —la menor entraba en la más grande—, en ellas guardaba una cuchara de madera, y algunas broquetas; y escondido en el fondo del equipaje, en una caja de madera chata, un tesoro que mermaba irremediablemente, un poco de sal. Pero necesitaba un fuego y también otras cosas. Reflexionó un momento, mientras sacaba el cuchillo, lo limpiaba y afilaba, y empezaba a aderezar los conejos. No iba a dejar a Frodo solo y dormido ni un segundo más.
—A ver, Gollum —dijo—, tengo otra tarea para ti. ¡Llena de agua estas cazuelas y tráemelas de vuelta!
—Sméagol irá a buscar el agua, sí —dijo Gollum—. Pero ¿para qué quiere el hobbit tanta agua? Ha bebido y se ha lavado.
—No te preocupes por eso —dijo Sam—. Si no lo adivinas, no tardarás en descubrirlo. Y cuanto más pronto busques el agua, más pronto lo sabrás. No se te ocurra estropear una de mis cazuelas, o te haré picadillo.
Durante la ausencia de Gollum, Sam volvió a mirar a Frodo. Dormía aún apaciblemente, pero esta vez Sam descubrió sorprendido la flacura del rostro y de las manos. «¡Qué delgado está, qué consumido!», murmuró. «Eso no es bueno para un hobbit. Si consigo guisar estos conejos, lo despertaré.»
Amontonó en el suelo los helechos más secos, y luego trepó por la cuesta juntando una brazada de leña seca en la cima; la rama caída de un cedro le procuró una buena provisión. Arrancó algunos trozos de turba al pie de la loma un poco más allá del helechal, cavó en el suelo un hoyo poco profundo y depositó allí el combustible. Acostumbrado a valerse de la yesca y el pedernal, pronto logró encender una pequeña hoguera. No despedía casi humo, pero esparcía una dulce fragancia. Acababa de inclinarse sobre el fuego, para abrigarlo con el cuerpo mientras lo alimentaba con leña más consistente, cuando Gollum regresó, transportando con precaución las cazuelas y mascullando.
Las dejó en el suelo, y entonces, de súbito vio lo que Sam estaba haciendo. Dejó escapar un grito sibilante, y pareció a la vez atemorizado y furioso.
—¡Ajj! ¡Sss... no! —gritó—. ¡No! ¡Hobbits estúpidos, locos, sí, locos! ¡No hagáis, eso!
— ¿Qué cosa? —preguntó Sam, sorprendido.
—Esas lenguas rojas e inmundas —siseó Gollum—. ¡Fuego, fuego! ¡Es peligroso, sí, es peligroso! Quema, mata. Y traerá enemigos, sí.
—No lo creo —dijo Sam—. No veo por qué, si no le ponemos encima nada mojado que haga humo. Pero si lo hace, que lo haga. Correré el riesgo, de todos modos. Voy a guisar estos conejos.
— ¡Guisar los conejos! —gimió Gollum, consternado—. ¡Arruinar la preciosa carne que Sméagol guardó para vosotros, el pobre Sméagol muerto de hambre! ¿Para qué? ¿Para qué, estúpido hobbit? Son jóvenes, son tiernos, son sabrosos. ¡Comedlos, comedlos! —Echó mano al conejo que tenía más cerca, ya desollado y colocado cerca del fuego.
—Vamos, vamos —dijo Sam—. Cada cual a su estilo. A ti nuestro pan se te atraganto y a mí se me atraganto el conejo crudo. Si me das un conejo, el conejo es mío ¿sabes?, y puedo cocinarle, si me da la gana. Y me da. No hace falta que me mires. Ve a cazar otro y cómelo a tu gusto... lejos de aquí y fuera de mi vista. Así tú no verás el fuego y yo no te veré a ti, y los dos seremos más felices. Cuidaré de que el fuego no eche humo, si eso te tranquiliza.
Gollum se alejó mascullando y desapareció entre los helechos. Sam se afanó sobre sus cacerolas. «Lo que un hobbit necesita para aderezar el conejo», se dijo, «son algunas hierbas y raíces, especialmente patatas... De pan ni hablemos. Hierbas podremos conseguir, me parece».
—¡Gollum! —llamó en voz baja—. La tercera es la vencida. Necesito algunas hierbas. —La cabeza de Gollum asomó entre los helechos, pero la expresión no era ni servicial ni amistosa. — Algunas hojas de laurel, y un poco de tornillo y salvia me bastarán... antes que empiece a hervir el agua —dijo Sam.
—¡No! —dijo Gollum—. Sméagol no está contento. Y a Sméagol no le gustan las hierbas hediondas. El no come hierbas ni raíces, no a menos que esté famélico o muy enfermo, pobre Sméagol.
—Sméagol irá a parar al agua bien caliente, cuando empiece a hervir, si no hace lo que se le pide —gruñó Sam —. Sam lo meterá en la olla, sí mi tesoro. Y yo lo mandaría a buscar nabos también, y zanahorias, y aun patatas, si fuera la estación. Apuesto que hay muchas cosas buenas en las plantas silvestres de este país. Daría cualquier cosa por una media docena de patatas.
—Sméagol no irá, oh no, mi tesoro, esta vez no —siseó Gollum—. Tiene miedo, y está muy cansado, y este hobbit no es amable, no es nada amable. Sméagol no arrancará raíces y zanahorias y... patatas. ¿Qué son las patatas, mi tesoro, eh, qué son las patatas?
—Pa—ta—tas —dijo Sam—. La delicia del Tío, y un balasto raro y excelente para una panza vacía. Pero no encontrarás ninguna, no vale la pena que las busques. Pero sé el buen Sméagol y tráeme las hierbas, y tendré mejor opinión de ti. Y más aún, si das vuelta la hola y no cambias de parecer, un día de éstos guisaré para ti unas patatas. Sí: pescado frito con patatas fritas servidos por S. Gamyi. No podrás decir que no a eso.
—Sí, sí que podríamos. Arruinar buenos pescados y patatas, chamuscarlos. ¡Dame ahora el pescado y guárdate las sssucias patatas fritas!
—Oh, no tienes compostura —dijo Sam—. ¡Vete a dormir!
En resumidas cuentas, tuvo que ir él mismo a buscar lo que quería; pero no le fue preciso alejarse mucho, siempre a la vista del sitio donde descansaba Frodo, todavía dormido. Durante un rato Sam se sentó a esperar, canturreando y cuidando el fuego hasta que el agua empezó a hervir. La luz del día creció, calentando el aire; el rocío se evaporó en la hierba y las hojas. Pronto los conejos desmenuzados burbujeaban en la cazuela junto con el ramillete de hierbas aromáticas. Los dejó hervir cerca de una hora, pinchándolos de cuando en cuando con el tenedor y probando el caldo, y más de una vez estuvo a punto de quedarse dormido.
Cuando le pareció que todo estaba listo retiró las cazuelas del fuego y se acercó a Frodo en silencio. Frodo abrió a medias los ojos mientras Sam se inclinaba sobre él, y en este instante el sueño se quebró: otra dulce e irrecuperable visión de paz.
—¡Hola, Sam! —dijo— ¿No estás descansando? ¿Pasa algo malo? ¿Qué hora es?
—Unas dos horas después del alba —dijo Sam—, y casi las ocho y media según los relojes de la Comarca, tal vez. Pero no pasa nada malo. Aunque tampoco nada que yo llamaría bueno: no hay provisiones, no hay cebollas, no hay patatas. He preparado un poco de guiso para usted y un poco de caldo, señor Frodo. Le sentará bien. Tendrá que beberlo en el jarro; o directamente de la olla, cuando se haya enfriado un poco. No he traído escudillas, ni nada apropiado.
Frodo bostezó y se desperezó.
—Tendrías que haber descansado, Sam —dijo —. Y encender un fuego en este paraje era peligroso. Pero la verdad es que tengo hambre. ¡Hmm! ¿Lo huelo desde aquí? ¿Qué has cocinado?
—Un regalo de Sméagol —dijo Sam—: un par de conejos jóvenes; aunque sospecho que ahora Gollum se ha arrepentido. Pero no hay nada con que acompañarlos excepto algunas hierbas.
Sentados en el borde del helechal, Sam y Frodo comieron el guiso directamente de las cazuelas, compartiendo el viejo tenedor y la cuchara. Se permitieron tomar cada uno medio trozo del pan de viaje de los elfos. Parecía un festín.
—¡Huuii, Gollum! —llamó Sam y silbó suavemente—. ¡Ven aquí! Aún estás a tiempo de cambiar de idea. Si quieres probar el guiso de conejo, todavía queda un poco. —No obtuvo respuesta.
—Oh bueno, supongo que habrá ido a buscarse algo. Lo terminaremos.
—Y luego tendrás que dormir un rato —dijo Frodo.
—No se duerma usted, mientras yo echo un sueño, señor Frodo. Sméagol no me inspira mucha confianza. Todavía queda en él mucho del Bribón, el Gollum malvado, si usted me entiende, y parece estar cobrando fuerzas otra vez. Si no me equivoco, ahora trataría de estrangularme primero a mí. No vemos las cosas de la misma manera, y él no está nada contento con Sam. Oh no, mi tesoro, nada contento.
Terminaron de comer y Sam bajó hasta el arroyo a lavar los cacharros. Al incorporarse, volvió la cabeza y miró hacia la pendiente. Vio entonces que el sol se elevaba por encima de los vapores, la niebla o la sombra oscura (no sabía a ciencia cierta qué era aquello) que se extendía siempre hacia el este, y que los rayos dorados bailaban los árboles y los claros de alrededor. De pronto descubrió una fina espiral de humo gris azulado, claramente visible a la luz del sol, que subía desde un matorral próximo. Comprendió con un sobresalto que era el humo de la pequeña hoguera, que no había tenido la precaución de apagar.
—¡No es posible! ¡Nunca imaginé que pudiera hacer tanto humo! —murmuró, mientras subía de prisa. De pronto se detuvo a escuchar, ¿Era un silbido lo que había creído oír? ¿O era el grito de algún pájaro extraño? Si era un silbido, no venía de donde estaba Frodo. Y ahora volvía a escucharlo, ¡esta vez en otra dirección! Sam echó a correr cuesta arriba.
Descubrió que una rama pequeña, al quemarse hasta el extremo, había encendido una mata de helechos junto a la hoguera, y el helecho había contagiado el fuego a la turba que ahora ardía sin llama. Pisoteó vivamente los rescoldos hasta apagarlos, desparramó las cenizas y echó la turba en el agujero. Luego se deslizó hasta donde estaba Frodo.
—¿Oyó usted un silbido y algo que parecía una respuesta? —le preguntó—. Hace unos minutos. Espero que no haya sido más que el grito de un pájaro, pero no sonaba del todo como eso: más como si alguien imitara el grito de un pájaro, pensé. Y me temo que mi fuego haya estado humeando. Si por mi causa hubiera problemas, no me lo perdonaré jamás. ¡Ni tampoco tendré la oportunidad, probablemente!
—¡Calla! —dijo Frodo en un susurro—. Me pareció oír voces.
Los hobbits cerraron los pequeños bultos, se los echaron al hombro prontos para una posible huida, y se hundieron en lo más profundo de la cama de helechos. Allí se acurrucaron, aguzando el oído.
No había duda alguna respecto de las voces. Hablaban en tono bajo y furtivo, pero no estaban lejos y se acercaban. De pronto, una habló claramente, a pocos pasos.
—¡Aquí! ¡De aquí venía el humo! ¡No puede estar lejos! Entre los helechos, sin duda. Lo atraparemos corno a un conejo en una trampa. Entonces sabremos qué clase de criatura es.
—¡Sí, y lo que sabe! —dijo una segunda voz.
En ese instante cuatro hombres penetraron a grandes trancos en el helechal desde distintas direcciones. Dado que tratar de huir y ocultarse era ya imposible, Frodo y Sam se pusieron en pie de un salto y desenvainaron las pequeñas espadas.
Si lo que vieron los llenó de asombro, mayor aún fue la sorpresa de los recién llegados. Cuatro hombres de elevada estatura estaban allí. Dos de ellos empuñaban lanzas de hoja ancha y reluciente. Los otros dos llevaban arcos grandes, casi de la altura de ellos, y grandes carcajs repletos de flechas largas con penachos verdes. Todos ceñían espadas y estaban vestidos, de verde y castaño de varias tonalidades, como para poder desplazarse mejor sin ser notados en los claros de Ithilien. Guantes verdes les cubrían las manos, y tenían los rostros encapuchados y enmascarados de verde, con excepción de los ojos que eran vivos y brillantes. Inmediatamente Frodo pensó en Boromir, pues esos hombres se le parecían en estatura y postura, y también en la forma de hablar.
—No hemos encontrado lo que buscábamos —dijo uno de ellos—. Pero ¿qué hemos encontrado?
—Orcos no son —dijo otro, soltando la empuñadura de la espada, a la que había echado mano al ver el centelleo de Dardo en la mano de Frodo.
—¿Elfos? —dijo un tercero, poco convencido.
—¡No! No son elfos —dijo el cuarto, el más alto de todos y al parecer el jefe—. Los elfos no se pasean por Ithilien en estos tiempos. Y los elfos son maravillosamente hermosos, o por lo menos eso se dice.
—Lo que significa que nosotros no lo somos, supongo —dijo Sam—. Muchas, muchas gracias. Y cuando hayáis terminado de discutir acerca de nosotros, tal vez queráis decirnos quiénes sois vosotros, y por que no dejáis descansar a dos viajeros fatigados.
El más alto de los hombres verdes rió sombríamente.
—Yo soy Faramir, Capitán de Gondor —dijo—. Mas no hay viajeros en esta región: sólo los servidores de la Torre Oscura o de la Blanca.
—Pero nosotros no somos ni una cosa ni otra —dijo Frodo—. Y viajeros somos, diga lo que diga el Capitán Faramir.
—Entonces, decidme en seguida quiénes sois, y qué misión os trae —dijo Faramir—. Tenemos una tarea que cumplir, y no es este momento ni lugar para acertijos o parlamentos. ¡A ver! ¿Dónde está el tercero de vuestra compañía?
—¿El tercero?
—Sí, el fisgón que vimos allá abajo con la nariz metida en el agua. Tenía un aspecto muy desagradable. Una especie de orco espía, supongo, o una criatura al servicio de ellos. Pero se nos escabulló con una zancadilla de zorro.
—No sé dónde está —dijo Frodo—. No es más que un compañero ocasional que encontramos en camino, y no soy responsable por él. Si lo encontráis, perdonadle la vida. Traedlo o enviadlo a nosotros. No es otra cosa que una miserable criatura vagabunda, pero lo tengo por un tiempo bajo mi tutela. En cuanto a nosotros, somos hobbits de la Comarca, muy lejos al Norte y al Oeste, más allá de numerosos ríos. Frodo hijo de Drogo es mi nombre, y el que está conmigo en Samsagaz hijo de Hamfast, un honorable hobbit a mi servicio. Hemos venido hasta aquí por largos caminos, desde Rivendel, o Imladris como lo llaman algunos. —Faramir se sobresaltó al oír este nombre y escuchó con creciente atención. — Teníamos siete compañeros: a uno lo perdimos en Moria, de los otros nos separamos en Parth Galen a orillas del Rauros: dos de mi raza; había también un enano, un elfo y dos hombres. Eran Aragorn y Boromir, que dijo venir de Minas Tirith, una ciudad del Sur.
—¡Boromir! —exclamaron los cuatro hombres a la vez—. ¿Boromir hijo del Señor Denethor? —dijo Faramir, y una expresión extraña y severa le cambió el rostro—. ¿Vinisteis con él? Estas sí que son nuevas, si dices la verdad. Sabed, pequeños extranjeros, que Boromir hijo de Denethor era el Alto Guardián de la Torre Blanca, y nuestro Capitán General; profundo dolor nos causa su ausencia. ¿Quiénes sois, pues, vosotros y qué relación teníais con él? ¡Y daos prisa, pues el sol está en ascenso!
—¿Conocéis las palabras del enigma que Boromir llevó a Rivendel? —replicó Frodo.
Busca la espada quebrada
que está en Imladris.
—Las palabras son conocidas por cierto —dijo Faramir, asombrado—. Y es prueba de veracidad que tú también las conozcas.
—Aragorn, a quien he nombrado, es el portador de la Espada que estuvo rota —dijo Frodo— y nosotros somos los medianos de que hablaba el poema.
—Eso lo veo —dijo Faramir, pensativo—. 0 veo que podría ser.
Y qué es el Daño del Isildur?
— Está escondido —respondió Frodo—. Sin duda aparecerá en el momento oportuno.
—Necesitamos saber más de todo esto —dijo Faramir— y conocer los motivos de ese largo viaje a un Este tan lejano, bajo las sombras de... —señaló con la mano sin pronunciar el nombre—. Mas no en este momento. Tenemos un trabajo entre manos. Estáis en peligro, y no habríais llegado muy lejos en este día, ni a través de los campos ni por el sendero. Habrá golpes duros en las cercanías antes de que concluya el día. Y luego la muerte, o una veloz huida de regreso al Anduin. Dejaré aquí dos hombres para que os custodien, por vuestro bien y por el mío. Un hombre sabio no se fía de un encuentro casual en estas tierras. Si regreso, hablaré más largamente con vosotros.
—¡Adiós! —dijo Frodo, con una profunda reverencia—. Piensa lo que quieras, pero soy un amigo de todos los enemigos del Enemigo Unico. Os acompañaríamos, si nosotros los medianos pudiéramos ayudar a los hombres que parecen tan fuertes y valerosos, y si la misión que aquí me trae me lo permitiese. ¡Que la luz brille en vuestras espadas!
—Los medianos son, en todo caso, gente muy cortés —dijo Faramir—. ¡Hasta la vista!
Los hobbits volvieron a sentarse, pero nada se contaron de los pensamientos y dudas que tenían entonces. Muy cerca, justo a la sombra moteada de los laureles oscuros, dos hombres montaban guardia. De vez en cuando se quitaban las máscaras para refrescarse, a medida que aumentaba el calor del día, y Frodo vio que eran hombres hermosos, de tez pálida, cabellos oscuros, ojos grises y rostros tristes y orgullosos. Hablaban entre ellos en voz baja, empleando al principio la Lengua Común, pero a la manera de antaño, para expresarse luego en otro idioma que les era propio. Con profunda extrañeza Frodo advirtió, al escucharlos, que hablaban la lengua élfica, o una muy similar; y los miró maravillado, pues entonces supo que eran sin duda Dúnedain del Sur, del linaje de los Señores del Oesternese.
Al cabo de un rato les habló; pero las respuestas de ellos fueron lentas y prudentes. Se dieron a conocer como Mablung y Damrod, soldados de Gondor, y eran montaraces de Ithilien; pues descendían de gentes que habitaran antaño en Ithilien, antes de la invasión. Entre estos hombres el Señor Denethor escogía sus adelantados, que cruzaban secretamente el Anduin (cómo y por dónde no lo dijeron) para hostigar a los orcos y a otros enemigos que merodeaban entre los Ephel Dúath y el Río.
—Hay casi diez leguas desde aquí a la costa oriental del Anduin —dijo Mablung— y rara vez llegamos tan lejos en nuestras expediciones: hemos venido a tender una emboscada a los Hombres de Harad. ¡Malditos sean!
—Sí, ¡malditos Sureños! —dijo Damrod—. Se dice que antiguamente hubo tratos entre Gondor y los Reinos de Harad en el Lejano Sur; pero nunca una amistad. En aquellos días nuestras fronteras estaban al sur más allá de las bocas de Anduin, y Umbar, el más cercano de los reinos de Harad, reconocía nuestro imperio. Pero eso ocurrió tiempo atrás. Muchas vidas de hombres se han sucedido desde que dejamos de visitarnos. Y ahora, recientemente, hemos sabido que el Enemigo ha estado entre ellos y que se han sometido o han vuelto a Él (siempre estuvieron prontos a obedecer), como lo hicieron tantos otros en el Este. No hay duda de que los días de Gondor están contados, y que los muros de Minas Tirith están condenados, tal es la fuerza y la malicia que hay en Él.
—Sin embargo nosotros no vamos a quedarnos ociosos y permitirle que haga lo que quiera —dijo Mablung—. Esos malditos Sureños vienen ahora por los caminos antiguos a engrosar los ejércitos de la Torre Oscura. Sí, por los mismos caminos que creó el arte de Gondor. Y avanzan cada vez más despreocupados, hemos sabido, seguros de que el poder del nuevo amo es suficientemente grande, y que la simple sombra de esas colinas habrá de protegerlos. Nosotros venimos a enseñarles otra lección. Nos hemos enterado hace algunos días de que una hueste numerosa se encaminaba al Norte. Según nuestras estimaciones, uno de los regimientos aparecerá aquí poco antes del mediodía, en el camino de allá arriba que pasa por la garganta. ¡Puede que el camino la pase, pero ellos no pasarán! No mientras Faramir sea quien conduzca todas las empresas peligrosas. Pero un sortilegio le protege la vida, o tal vez el destino se la reserva para algún otro fin.
La conversación se extinguió en un silencio expectante. Todo parecía inmóvil, atento. Sam, acurrucado en el borde del helechal, espió asomando la cabeza. Los ojos penetrantes del hobbit vieron más hombres en las cercanías. Los veía subir furtivamente por las cuestas, de a uno o en largas columnas, manteniéndose siempre a la sombra de la espesura de los bosquecillos, o arrastrándose, apenas visibles en las ropas pardas y verdes, a través de la hierba y los matorrales. Todos estaban encapuchados y enmascarados, y llevaban las manos enguantadas, e iban armados como Faramir y sus compañeros. Pronto todos pasaron y desaparecieron. El sol subía por el Sur. Las sombras se encogían.
«Me gustaría saber dónde anda ese malandrín de Gollum», pensó Sam, mientras regresaba gateando a una sombra más profunda. «Corre el riesgo de que lo ensarten, confundiéndolo con un orco, o de que lo ase la Cara Amarilla. Pero imagino que sabrá cuidarse.» Se echó al lado de Frodo y se quedó dormido.
Despertó, creyendo haber oído voces de cuernos. Se puso de pie. Era mediodía. Los guardias seguían alertas y tensos a la sombra de los árboles. De pronto los cuernos sonaron otra vez, más poderosos, y sin ninguna duda allá arriba, por encima de la cresta de la loma. Sam creyó oír gritos y también clamores salvajes, pero apagados, como si vinieran de una caverna lejana. Luego, casi en seguida, un fragor de combate estalló muy cerca, justo encima del escondite de los hobbits. Oían claramente el tintineo del acero contra el acero, el choque metálico de las espadas sobre los yelmos de hierro, el golpe seco de las hojas sobre los escudos: los hombres bramaban y aullaban, y una voz clara y fuerte gritaba: —¡Gondor! ¡Gondor!
—Suena como si un centenar de herreros golpearan juntos los yunques —le dijo Sam a Frodo—. ¡No me gustaría tenerlos cerca!
Pero el estrépito se acercaba.
—¡Aquí vienen! —gritó Damrod—. ¡Mirad! Algunos de los sureños han conseguido escapar de la emboscada y ahora huyen del camino. ¡Allá van! Nuestros hombres los persiguen, con el Capitán Faramir ala cabeza.
Sam, dominado por la curiosidad, salió del escondite y se unió a los guardias. Subió gateando un trecho y se ocultó en la fronda espesa de un laurel. Por un momento alcanzó a ver unos hombres endrinos vestidos de rojo que corrían cuesta abajo a cierta distancia, perseguidos por guerreros de ropaje verde que saltaban tras ellos y los abatían en plena huida. Una espesa lluvia de flechas surcaba el aire. De pronto, un hombre se precipitó justo por encima del borde de la loma que les servía de reparo, y se hundió a través del frágil ramaje de los arbustos, casi sobre ellos. Cayó de bruces en el helechal, a pocos pies de distancia; unos penachos verdes le sobresalían del cuello por debajo de la gola de oro. Tenía la túnica escarlata hecha jirones, la loriga de bronce rajada y deformada, las trenzas negras recamadas de oro empapadas de sangre. La mano morena aprisionaba aún la empuñadura de una espada rota.
Era la primera vez que Sam veía una batalla de hombres contra hombres y no le gustó nada. Se alegró de no verle la cara al muerto. Se preguntó cómo se llamaría el hombre y de dónde vendría; y si sería realmente malo de corazón, o qué amenazas lo habrían arrastrado a esta larga marcha tan lejos de su tierra, y si no hubiera preferido en verdad quedarse allí en paz... Todos esos pensamientos le cruzaron por la mente y desaparecieron en menos de lo que dura un relámpago. Pues en el preciso momento en que Mablung se adelantaba hacia el cuerpo, estalló una nueva algarabía. Fuertes gritos y alaridos. En medio del estrépito Sam oyó un mugido o una trompeta estridente. Y luego unos golpes y rebotes sordos, como si unos grandes arietes batieran la tierra.
—¡Cuidado! ¡Cuidado! — gritó Damrod a su compañero — ¡Ojalá el Valar lo desvíe! ¡Mûmak! ¡Mûmak!
Asombrado y aterrorizado, pero con una felicidad que nunca olvidaría, Sam vio una mole enorme que irrumpía por entré los árboles y se precipitaba como una tromba pendiente abajo. Grande como una casa, mucho más grande que una casa le pareció, una montaña gris en movimiento. El miedo y el asombro quizá la agrandaban a los ojos del hobbit, pero el Mûmak de Harad era en verdad una bestia de vastas proporciones, y ninguna que se le parezca se pasea en estos tiempos por la Tierra Media; y los congéneres que viven hoy no son más que una sombra de aquella corpulencia y aquella majestad. Y venía, corría en línea recta hacia los aterrorizados espectadores, y de pronto, justo a tiempo, se desvió, y pasó a pocos metros, estremeciendo la tierra: las patas grandes como árboles, las orejas enormes tendidas como velas, la larga trompa erguida como una serpiente lista para atacar, furibundos los ojillos rojos. Los colmillos retorcidos como cuernos estaban envueltos en bandas de oro y goteaban sangre. Los arreos de púrpura y oro le flotaban alrededor del cuerpo en desordenados andrajos. Sobre la grupa bamboleante llevaba las ruinas de lo que parecía ser una verdadera torre de guerra, destrozada en furiosa carrera a través de los bosques; y en lo alto, aferrado aún desesperadamente al pescuezo de la bestia, una figura diminuta, el cuerpo de un poderoso guerrero, un gigante entre los endrinos.
Ciega de cólera, la gran bestia se precipitó con un ruido de trueno a través del agua y la espesura. Las flechas rebotaban y se quebraban contra el cuero triple de los flancos. Los hombres de ambos bandos huían despavoridos, pero la bestia alcanzaba a muchos y los aplastaba contra el suelo. Pronto se perdió de vista, siempre trompeteando y pisoteando con fuerza en la lejanía. Qué fue de ella, Sam jamás lo supo: si había escapado para vagabundear durante un tiempo por las regiones salvajes, hasta perecer lejos de su tierra, o atrapada en algún pozo profundo; o si había continuado aquella carrera desenfrenada hasta zambullirse al fin en el Río Grande y desaparecer debajo del agua.
Sam respiró profundamente.
—¡Era un olifante! —dijo—. ¡De modo que los olifantes existen y yo he visto uno! ¡Qué vida! Pero nadie en la Tierra Media me lo creerá jamás. Bueno, si esto ha terminado, me echaré un sueño.
—Duerme mientras puedas —le dijo Mablung—. Pero el Capitán volverá, si no está herido; y partiremos en cuanto llegue. Pronto nos perseguirán, no bien las nuevas del combate lleguen a oídos del enemigo, y eso no tardará.
—¡Partid en silencio cuando sea la hora! —dijo Sam—. No es necesario que perturbéis mi sueño. He caminado la noche entera.
Mablung se echó a reír.
—No creo que el Capitán te abandone aquí, maese Samsagaz —dijo—. Pero ya lo verás tú mismo.
5
UNA VENTANA AL OESTE
Sam tenía la impresión de haber dormido sólo unos pocos minutos, cuando descubrió al despertar que ya caía la tarde y que Faramir había regresado. Había traído consigo un gran número de hombres; en realidad todos los sobrevivientes de la batalla estaban ahora reunidos en la pendiente vecina, es decir unos doscientos o trescientos hombres. Se habían dispuesto en un vasto semicírculo, entre cuyas ramas se encontraba Faramir, sentado en el suelo, mientras que Frodo estaba de pie delante de él. La escena se parecía extrañamente al juicio de un prisionero.
Sam se deslizó fuera del helechal, pero nadie le prestó atención, y se instaló en el extremo de las hileras de hombres, desde donde podía ver y oír todo cuanto ocurría. Observaba y escuchaba con atención, pronto a correr en auxilio de su amo en caso necesario. Veía el rostro de Faramir, ahora desenmascarado: era severo e imperioso; y detrás de aquella mirada escrutadora brillaba una viva inteligencia. Había duda en los ojos grises, clavados en Frodo.
Sam no tardó en comprender que las explicaciones de Frodo no eran satisfactorias para el Capitán en varios puntos: qué papel desempeñaba el hobbit en la Compañía que partiera de Rivendel; por qué se había separado de Boromir; y a dónde iba ahora. En particular, volvía a menudo al Daño de Isildur. Veía a las claras que Frodo le ocultaba algo de suma importancia.
—Pero era a la llegada del mediano cuando tenía que despertar el Daño de Isildur, o así al menos se interpretan las palabras —insistía—. Si tú eres ese mediano del poema, sin duda habrás llevado esa cosa, lo que sea, al Concilio de que hablas, y allí lo vio Boromir. ¿Lo niegas todavía?
Frodo no respondió.
—¡Bien! —dijo Faramir—. Deseo entonces que me hables más de todo eso; pues lo que concierne a Boromir me concierne a mí. Fue la flecha de un orco la que mató a Isildur, según las antiguas leyendas. Pero flechas de orcos hay muchas, y ver una flecha no le parecería una señal del Destino a Boromir de Gondor. ¿Tenías tú ese objeto en custodia? Está escondido, dices; ¿no será porque tú mismo has elegido esconderlo?
—No, no porque yo lo haya elegido —respondió Frodo—. No me pertenece. No pertenece a ningún mortal, grande o pequeño; aunque si alguien puede reclamarlo, ese es Aragorn hijo de Arathorn, a quien ya nombré, y que guió nuestra compañía desde Moria hasta el Rauros.
—¿Por qué él, y no Boromir, príncipe de la Ciudad que fundaron los hijos de Elendil?
—Porque Aragorn desciende en línea paterna directa del propio Isildur hijo de Elendil. Y la espada que lleva es la espada de Elendil.
Un murmullo de asombro recorrió el círculo de hombres. Algunos gritaron en voz alta:
—¡La espada de Elendil! ¡La espada de Elendil viene a Minas Tirith! —Pero el semblante de Faramir permaneció impasible.
—Puede ser —dijo—. Pero un reclamo tan grande necesita algún fundamento, y se le exigirán pruebas claras, si ese Aragorn viene alguna vez a Minas Tirith. No había llegado, ni él ni ninguno de vuestra Compañía, cuando partí de allí seis días atrás.
—Boromir aceptaba la legitimidad de ese reclamo —dijo Frodo—. En verdad, si Boromir estuviese aquí, él podría responder a tus preguntas. Y puesto que estaba ya en Rauros muchos días atrás, y tenía la intención de ir directamente a Minas Tirith, si vuelves pronto tendrás allí las respuestas. Mi papel en la Compañía le era conocido, como a todos los demás, pues me fue encomendado por Elrond de Imladris en presencia de todos los miembros del Concilio. En cumplimiento de esa misión he venido a estas tierras, pero no me es dado revelarla a nadie ajeno a la Compañía. No obstante quienes pretenden combatir al enemigo harían bien en no entorpecería.
El tono de Frodo era orgulloso, cualquiera que fuesen sus sentimientos, y Sam lo aprobó; pero no apaciguó a Faramir.
—¡Ah, sí! —dijo—. Me conminas a ocuparme de mis propios asuntos, y volver a casa, y dejarte en paz. Boromir lo dirá todo cuando vuelva. ¡Cuando vuelva, dices! ¿Eras tú un amigo de Boromir?
El recuerdo de la agresión de Boromir volvió vívidamente a la mente de Frodo, y vaciló un instante. La mirada alerta de Faramir se endureció.
—Boromir fue un valiente miembro de nuestra Compañía —dijo al cabo—. Sí, yo por mi parte era amigo de Boromir.
Faramir sonrió con ironía.
—¿Te entristecería entonces enterarte de que Boromir ha muerto?
—Me entristecería por cierto —dijo Frodo. Luego, reparando en la expresión de los ojos de Faramir, se turbó—. ¿Muerto? —dijo—. ¿Quieres decirme que está y que tú lo sabías? ¿Has pretendido enredarme en mis propias palabras, jugar conmigo? ¿O es que me mientes para tenderme una trampa?
—No le mentiría ni siquiera a un orco. —¿Cómo murió, entonces, y cómo sabes tú que murió? Puesto que dices que ninguno de la Compañía había llegado a la ciudad cuando partiste.
—En cuanto a las circunstancias de su muerte, esperaba que su amigo y compañero me las revelase.
—Pero estaba vivo y fuerte cuando nos separamos. Y por lo que yo sé vive aún. Aunque hay ciertamente muchos peligros en el mundo.
—Muchos en verdad —dijo Faramir—, y la traición no es el menor.
La impaciencia y la cólera de Sam habían ido en aumento mientras escuchaba esta conversación. Las últimas palabras no las pudo soportar, y saltando al centro del círculo fue a colocarse al lado de su amo.
—Con perdón, señor Frodo —dijo—, pero esto ya se ha prolongado demasiado. El no tiene ningún derecho a hablarle en ese tono. Después de todo lo que usted ha soportado, tanto por el bien de él como el de estos Hombres Grandes, y por el de todos.
»¡Oiga usted, Capitán! —Sam se plantó tranquilamente delante de Faramir, las manos en las caderas, y una expresión ceñuda, como si estuviese increpando a un joven hobbit que interrogado acerca de sus visitas a la huerta, se hubiese pasado de "fresco", como el mismo Sam decía. Hubo algunos murmullos, pero también algunas sonrisas en los rostros de los hombres que observaban. La escena del Capitán sentado en el suelo, enfrentado por un joven hobbit, de pie frente a él, abierto de piernas y erizado de cólera, era inusitada para ellos.— ¡Oiga usted! —dijo—. ¿A dónde quiere llegar? ¡Vayamos al grano antes que todos los orcos de Mordor nos caigan encima! Si piensa que mi señor asesinó a ese Boromir y luego huyó, no tiene ni un ápice de sentido común; pero dígalo. ¡Y acabe de una vez! Y luego díganos qué se propone. Pero es una lástima que gente que habla de combatir al enemigo no pueda dejar que cada uno haga lo suyo. El se sentiría profundamente complacido si lo viera a usted en este momento. Creería haber conquistado un nuevo amigo, eso creería.
—¡Paciencia! —dijo Faramir, pero sin cólera—. No hables así delante de tu amo, que es más inteligente que tú. Y no necesito que nadie me enseñe el peligro que nos amenaza. Aún así, me concedo un breve momento para poder juzgar con equidad en un asunto difícil. Si fuera tan irreflexivo como tú, ya os hubiera matado. Pues tengo la misión de dar muerte a todos los que encuentre en estas tierras sin autorización del Señor de Gondor. Pero yo no mato sin necesidad ni a hombre ni a bestia, y cuando es necesario no lo hago con alegría. Tampoco hablo en vano. Tranquilízate, pues. ¡Siéntate junto a tu señor, y guarda silencio!
Sam se sentó pesadamente, el rostro acalorado. Faramir se volvió otra vez a Frodo.
—Me preguntaste cómo sabía yo que el hijo de Denethor ha muerto. Las noticias de muerte tienen muchas alas. A menudo la noche trae las nuevas a los parientes cercanos, dicen. Boromir era mi hermano. —Una sombra de tristeza le pasó por el rostro. — ¿Recuerdas algo particularmente notable que el Señor Boromir llevaba entre sus avíos?
Frodo reflexionó un momento, temiendo alguna nueva trampa y preguntándose cómo acabaría la discusión. A duras penas había salvado el Anillo de la orgullosa codicia de Boromir, y no sabía cómo se daría maña esta vez, entre tantos hombres aguerridos y fuertes. Sin embargo tenía en el fondo la impresión de que Faramir, aunque muy semejante a su hermano en apariencia, era menos orgulloso, y a la vez más austero y más sabio.
—Recuerdo que Boromir llevaba un cuerno —dijo por último.
—Recuerdas bien, y como alguien que en verdad lo ha visto —dijo Faramir—. Tal vez puedas verlo entonces con el pensamiento: un gran cuerno de asta, de buey salvaje del Este, guarnecido de plata y adornado con caracteres antiguos. Ese cuerno, el primogénito de nuestra casa lo ha llevado durante muchas generaciones; y se dice que si se lo hace sonar en un momento de necesidad dentro de los confines de Gondor, tal como era el reino en otros tiempos, la llamada no será desoída.
»Cinco días antes de mi partida para esta arriesgada empresa, hace once días, y casi a esta misma hora, oí la llamada del cuerno; parecía venir del norte, pero apagada, como si fuese sólo un eco en la mente. Un presagio funesto, pensamos que era, mi padre y yo, pues no habíamos tenido ninguna noticia de Boromir desde su partida, y ningún vigía de nuestras fronteras lo había visto pasar. Y tres noches después me aconteció otra cosa, más extraña aún.
»Era la noche y yo estaba sentado junto al Anduin, en la penumbra gris bajo la luna pálida y joven, contemplando la corriente incesante; y las cañas tristes susurraban en la orilla. Es así como siempre vigilamos las costas en las cercanías de Osgiliath, ahora en parte en manos del enemigo, y donde se esconden antes de saquear nuestro territorio. Pero era medianoche y todo el mundo dormía. Entonces vi, o me pareció ver, una barca que flotaba sobre el agua, gris y centelleante, una barca pequeña y rara de proa alta, y no había nadie en ella que la remase o la guiase.
»Un temor misterioso me sobrecogió; una luz pálida envolvía la barca. Pero me levanté, y fui hasta la orilla, y entré en el río, pues algo me atraía hacia ella. Entonces la embarcación viró hacia mí, y flotó lentamente al alcance de mi mano. Yo me atreví a tocarla. Se hundía en el río, como si llevase una carga pesada, y me pareció, cuando pasó bajo mis ojos, que estaba casi llena de un agua transparente, y que de ella emanaba aquella luz, y que sumergido en el agua dormía un guerrero.
»Tenía sobre la rodilla una espada rota. Y vi en su cuerpo muchas heridas. Era Boromir, mi hermano, muerto. Reconocí los atavíos, la espada, el rostro tan amado. Una única cosa eché de menos: el cuerno. Y vi una sola que no conocía: un hermoso cinturón de hojas de oro engarzadas le ceñía el talle. ¡Boromir!, grité. ¿Dónde está tu cuerno? ¿A dónde vas? ¡Oh Boromir! Pero ya no estaba. La embarcación volvió al centro del río y se perdió centelleando en la noche. Fue como un sueño, pero no era un sueño, pues no hubo un despertar. Y no dudo que ha muerto y que ha pasado por el río rumbo al Mar.
—¡Ay! —dijo Frodo—. Era en verdad Boromir tal como yo lo conocí. Pues el cinturón de oro se lo regaló en Lothlórien la Dama Galadriel. Ella fue quien nos vistió como nos ves, de gris élfico. Este broche es obra de los mismos artífices. —Tocó la hoja verde y plata que le cerraba el cuello del manto.
Faramir la examinó de cerca.
—Es muy hermoso —dijo—. Sí, es obra de los mismos artífices. ¿Habéis pasado entonces por el País de Lórien? Laurelindórenan era el nombre que le daban antaño, pero hace mucho tiempo que ha dejado de ser conocido por los hombres —agregó con dulzura, mirando a Frodo con renovado asombro—. Mucho de lo que en ti me parecía extraño, empiezo ahora a comprenderlo. ¿No querrás decirme más? Pues es amargo el pensamiento de que Boromir haya muerto a la vista del país natal.
—No puedo decir más de lo que he dicho —respondió Frodo—. Aunque tu relato me trae presentimientos sombríos. Una visión fue lo que tuviste, creo yo, y no otra cosa; la sombra de un infortunio pasado o por venir. A menos que sea en realidad una superchería del enemigo. Yo he visto dormidos bajo las aguas de las Ciénagas de los Muertos los rostros de hermosos guerreros de antaño, o así parecía por algún artificio siniestro.
—No, no era eso —dijo Faramir—. Pues tales sortilegios repugnan al corazón; pero en el mío sólo habla compasión y tristeza.
—Pero ¿cómo es posible que tal cosa haya ocurrido realmente? —preguntó Frodo—. ¿Quién hubiera podido llevar una barca sobre las colinas pedregosas desde Tol Brandir? Boromir pensaba regresar a su tierra a través del Entaguas y los campos de Rohan. Y además ¿qué embarcación podría navegar por la espuma de las grandes cascadas y no hundirse en las charcas burbujeantes, y cargada de agua por añadidura?
—No lo sé —dijo Faramir—. Pero ¿de dónde venía la barca?
—De Lórien —dijo Frodo—. En tres embarcaciones semejantes a aquélla bajamos por el Anduin a los Saltos. También las barcas eran obra de los elfos.
—Habéis pasado por las Tierras Ocultas —dijo Faramir— pero no habéis entendido, parece. Si los hombres tienen tratos con la Dueña de la Magia que habita en el Bosque de Oro, cosas extravías habrán por cierto de acontecerles. Pues es peligroso para un mortal salir del mundo de ese Sol, y pocos de los que allí fueron en días lejanos volvieron como eran.
»¡Boromir, oh Boromir! — exclamó —. ¿Qué te dijo la Dama que no muere? ¿Qué vio? ¿Qué despertó en tu corazón en aquel momento? .Por qué fuiste a Laurelindórenan, por qué no regresaste montado de mañana en los caballos de Rohan?
Luego, volviéndose a Frodo, habló una vez más en voz baja.
—A estas preguntas creo que tú podrías dar alguna respuesta, Frodo, hijo de Drogo. Pero no aquí ni ahora, quizá. Mas para que no sigas pensando que mi relato fue una visión, te diré esto: el cuerno de Boromir al menos ha vuelto realmente, y no en apariencia. El cuerno regresó, pero partido en dos, como bajo el golpe de un hacha o de una espada. Los pedazos llegaron a la orilla separadamente: uno fue hallado en los cañaverales donde los vigías de Gondor montan guardia, hacia el norte, bajo las cascadas del Entaguas; el otro lo encontró girando en la corriente un hombre que cumplía una misión en las aguas del río. Extrañas coincidencias, pero tarde o temprano el crimen siempre sale a la luz, se dice.
»Y el cuerno del primogénito yace ahora, partido en dos, sobre las rodillas de Denethor, que en el alto sitial aún espera noticias. ¿Y tú nada puedes decirme de cómo quebraron el cuerno?
—No, yo nada sabía —dijo Frodo—, pero el día que lo oíste sonar, si tu cuenta es exacta, fue el de nuestra partida, el mismo en que mi sirviente y yo nos separamos de los otros. Y ahora tu relato me llena de temores. Pues si Boromir estaba entonces en peligro y fue muerto, puedo temer que mis otros compañeros también hayan perecido. Y ellos eran mis amigos y mis parientes.
»¿No querrás desechar las dudas que abrigas sobre mí y dejarme partir? Estoy fatigado, cargado de penas, y tengo miedo de no llevar a cabo la empresa o intentarla al menos, antes que me maten a mí también. Y más necesaria es la prisa si nosotros, dos medianos, somos todo lo que queda de la comunidad.
»Vuelve a tu tierra, Faramir, valiente Capitán de Gondor, y defiende tu ciudad mientras puedas, y déjame partir hacia donde me lleve mi destino.
—No hay consuelo posible para mí en esta conversación —dijo Faramir—; pero a ti te despierta sin duda demasiados temores. A menos que hayan llegado a él los de Lórien, ¿quién habrá ataviado a Boromir para los funerales? No los orcos ni los servidores del Sin Nombre. Algunos miembros de vuestra Compañía han de vivir aún, presumo.
»Mas, sea lo que fuere lo que haya sucedido en la Frontera del Norte, de ti, Frodo, no dudo más. Si días crueles me han inclinado a erigirme de algún modo en juez de las palabras y los rostros de los hombres, puedo ahora aventurar una opinión sobre los medianos. Sin embargo —y sonrió al decir esto—, noto algo extraño en ti, Frodo, un aire élfico, tal vez. Pero en las palabras que hemos cambiado hay mucho más de lo que yo pensé al principio. He de llevarte ahora a Minas Tirith para que respondas a Denethor, y en justicia pagaré con mi vida si la elección que ahora hiciera fuese nefasta para mi ciudad. No decidiré pues precipitadamente lo que he de hacer. Sin embargo, saldremos de aquí sin más demora.
Se levantó con presteza e impartió algunas órdenes. Al instante los hombres que estaban reunidos alrededor de él se dividieron en pequeños grupos, y partieron con distintos rumbos, y no tardaron en desaparecer entre las sombras de las rocas y los árboles. Pronto sólo quedaron allí Mablung y Damrod.
—Ahora vosotros, Frodo y Samsagaz, vendréis conmigo y con mis guardias —dijo Faramir—. No podéis continuar vuestro camino rumbo al sur, si tal era vuestra intención. Será peligroso durante algunos días, y lo vigilarán más estrechamente después de esta refriega. De todos modos, tampoco podríais llegar muy lejos hoy, me parece, puesto que estáis fatigados. También nosotros. Ahora iremos a un lugar secreto, a menos de diez millas de aquí. Los orcos y los espías del enemigo no lo han descubierto todavía, y si así no fuera, igualmente podríamos resistir largo tiempo, aun contra muchos. Allí podremos estar y descansar un rato, y vosotros también. Mañana por la mañana decidiré qué es lo mejor que puedo hacer, tanto por mí como por vosotros.
No le quedaba a Frodo otra alternativa que la de resignarse a este pedido, o esta orden. Parecía ser en todo caso una medida prudente por el momento, ya que después de esta correría de los Hombres de Gondor, un viaje a Ithilien era más peligroso que nunca.
Se pusieron en marcha inmediatamente: Mablung y Damrod un poco más adelante, y Faramir con Frodo y Sam detrás. Bordeando la orilla opuesta de la laguna en que se habían lavado los hobbits, cruzaron el río, escalaron una larga barranca, y se internaron en los bosques de sombra verde que descendían hacia el oeste. Mientras caminaban, tan rápidamente como podían ir los hobbits, hablaban entre ellos en voz baja.
—Si interrumpí nuestra conversación —dijo Faramir— no fue sólo porque el tiempo apremiaba, como me recordó maese Samsagaz, sino también porque tocábamos asuntos que era mejor no discutir abiertamente delante de muchos hombres. Por esa razón preferí volver al tema de mi hermano y dejar para otro momento el Daño de Isildur. No has sido del todo franco conmigo, Frodo.
—No te dije ninguna mentira, y de la verdad, te he dicho cuanto podía decirte —replicó Frodo.
—No te estoy acusando —dijo Faramir—. Hablaste con habilidad, en una contingencia difícil, y con sabiduría, me pareció. Pero supe por ti, o adiviné, más de lo que decían tus palabras. No estabas en buenos términos con Boromir, o no os separasteis como amigos. Tú y también maese Samsagaz, guardáis, lo adivino, algún resentimiento. Yo lo amaba, sí, entrañablemente, y vengaría su muerte con alegría, pero lo conocía bien. El Daño de Isildur... me aventuro a decir que el Daño de Isildur se interpuso entre vosotros y fue motivo de discordias. Parece ser, a todas luces, un legado de importancia extraordinaria, y esas cosas no ayudan a la paz entre los confederados, si hemos de dar crédito a lo que cuentan las leyendas. ¿No me estoy acercando al blanco?
—Cerca estás —dijo Frodo—, mas no en el blanco mismo. No hubo discordias en nuestra Compañía, aunque sí dudas; dudas acerca de qué rumbo habríamos de tomar luego de Emyn Muil. Sea como fuere, las antiguas leyendas también advierten sobre el peligro de las palabras temerarias, cuando se trata de cuestiones tales como... herencias.
—Ah, entonces era lo que yo pensaba: tu desavenencia fue sólo con Boromir. Él deseaba que el objeto fuese llevado a Minas Tirith. ¡Ay! Un destino injusto que sella los labios de quien lo viera por última vez me impide enterarme de lo que tanto quisiera saber: lo que guardaba en el corazón y el pensamiento en sus últimas horas. Que haya o no cometido un error, de algo estoy seguro: murió con ventura, cumpliendo una noble misión. Tenía el rostro más hermoso aún que en vida.
»Pero Frodo, te acosé con dureza al principio a propósito del Daño de Isildur. Perdóname. ¡No era prudente en aquel lugar y en tales circunstancias! No había tenido tiempo para reflexionar. Acabábamos de librar un violento combate, y tenía la mente ocupada con demasiadas cosas. Pero en el momento mismo en que hablaba contigo, me iba acercando al blanco, y deliberadamente dispersaba mis flechas. Pues has de saber que entre los gobernantes de esa ciudad se conserva aún buena parte de la antigua sabiduría, que no se ha difundido más allá de las fronteras. Nosotros, los de mi casa, no pertenecemos a la dinastía de Elendil, aunque la sangre de Númenor corre por nuestras venas. Mi dinastía se remonta hasta Mardil, el buen senescal, que gobernó en el lugar del rey, cuando éste partió para la guerra. Era el Rey Eärnur, último de la dinastía de Anárion, pues no tenía hijos, y nunca regresó. Desde ese día el senescal reinó en la ciudad, aunque hace de esto muchas generaciones de hombres.
»Y una cosa recuerdo de Boromir cuando era niño, y juntos aprendíamos las leyendas de nuestros antepasados y la historia de la ciudad: siempre le disgustaba que su padre no fuera rey. "¿Cuántos centenares de años han de pasar para que un senescal se convierta en rey, si el rey no regresa?", preguntaba. "Pocos años, tal vez, en casas de menor realeza", le respondía mi padre. "En Gondor no bastarían diez mil años." ¡Ay! pobre Boromir. ¿Esto no te dice algo de él?
—Sí –dijo Frodo—. Sin embargo siempre trató a Aragorn con honor. —No lo dudo —dijo Faramir—. Si estaba convencido, como dices, de que las pretensiones de Aragorn eran legítimas, ha de haberlo reverenciado. Pero no había llegado aún el momento decisivo: no habían ido aún a Minas Tirith, ni se habían convertido aún en rivales en las guerras de la ciudad.
»Pero me estoy alejando del tema. Nosotros, los de la casa de Denethor, tenemos por tradición un conocimiento profundo de la antigua sabiduría; y en nuestros cofres conservamos además muchos tesoros: libros y tabletas escritos en caracteres diversos sobre pergamino, sí, y sobre piedra y sobre láminas de plata y de oro. Hay algunos que nadie puede leer; en cuanto a los demás, pocos son los que logran alguna vez entenderlos. Yo los sé descifrar, un poco, pues he sido iniciado. Son los archivos que nos trajo el Peregrino Gris. Yo lo vi por primera vez cuando era niño y ha vuelto dos o tres veces desde entonces.
—¡El Peregrino Gris! —exclamó Frodo—. ¿Tenía un nombre?
—Mithrandir lo llamaban a la manera élfica —dijo Faramir—, y él estaba satisfecho. Muchos son mis nombres en numerosos países, decía. Mithrandir entre los ellos, Tharkûn para los enanos; Olórin era en mi juventud en el Oeste que nadie recuerda, Incánus en el Sur, Gandalf en el Norte; al Este nunca voy.
—¡Gandalf! — dijo Frodo —. Me imaginé que era Gandalf el Gris, el más amado de nuestros consejeros. Guía de nuestra Compañía. Lo perdimos en Moria.
—¡Mithrandir perdido! —dijo Faramir—. Se diría que un destino funesto se ha encarnizado con vuestra comunidad. Es en verdad difícil de creer que alguien de tan alta sabiduría y tanto poder, pues muchos prodigios obró entre nosotros, pudiera perecer de pronto, que tanto saber fuera arrebatado al mundo, ¿Estás seguro? ¿No habrá partido simplemente en uno de sus misteriosos viajes?
—¡Ay! sí —dijo Frodo—. Yo lo vi caer en el abismo.
—Veo que detrás de todo esto se oculta una historia larga y terrible —dijo Faramir— que tal vez podrás contarme en la velada. Este Mithrandir era, ahora lo adivino, más que un maestro de sabiduría: un verdadero artífice de las cosas que se hacen en nuestro tiempo. De haber estado entre nosotros para discutir las duras palabras de nuestro sueño, él nos las hubiera esclarecido en seguida, sin necesidad de ningún mensajero. Pero quizá no habría querido hacerlo, y el viaje de Boromir era inevitable. Mithrandir nunca nos hablaba de lo que iba a acontecer, o de sus propósitos. Obtuvo autorización de Denethor, ignoro por qué medios, para examinar los secretos de nuestro tesoro, y yo aprendí un poco de él, cuando quería enseñarme, cosa poco frecuente. Buscaba siempre y quería saberlo todo de la Gran Batalla que se libró sobre el Dagorlad en los primeros tiempos de Gondor, cuando aquel a quien no nombramos fue derrotado. Y pedía que le contáramos historias de Isildur, aunque poco podíamos decirle; pues acerca del fin de Isildur nada seguro se supo jamás entre nosotros.
Ahora la voz de Faramir se había convertido en un susurro.
—Pero una cosa supe al menos, o adiviné, que siempre he guardado en secreto en mi corazón: que Isildur tomó algo de la mano del Sin Nombre, antes de partir de Gondor, cuando fue visto por última vez entre hombres mortales. Aquí estaba, pensaba yo, la respuesta a las preguntas de Mithrandir. Pero parecía en ese entonces que estos asuntos concernían sólo a los estudiosos de la antigua sabiduría. Ni cuando discutíamos entre nosotros las enigmáticas palabras del sueño, pensé que el Daño de Isildur pudiera ser la misma cosa. Pues Isildur cayó en una emboscada y fue muerto por flechas de orcos, de acuerdo con la única leyenda que nosotros conocemos, y Mithrandir nunca me dijo más.
»Qué es en realidad esa Cosa no puedo aún adivinarlo; pero tiene que ser un objeto de gran poder y peligro. Un arma temible, tal vez, ideada por el Señor Oscuro. Si fuese un talismán que procura ventajas en la guerra, puedo creer por cierto que Boromir, el orgulloso y el intrépido, el a menudo temerario Boromir, siempre soñando con la victoria de Minas Tirith (y con su propia gloria) haya deseado poseerlo y se sintiera atraído por él. ¡Por qué habrá partido en esa búsqueda funesta! Yo habría sido elegido por mi padre y los ancianos, pero él se adelantó, por ser el mayor y el más osado (lo cual era verdad), y no escuchó razones.
»¡Pero no temas! Yo no me apoderaría de esa cosa ni aun cuando la encontrase tirada a la orilla del camino. Ni aunque Minas Tirith cayera en ruinas, y sólo yo pudiera salvarla, así, utilizando el arma del Señor Oscuro para bien de la ciudad, y para mi gloria. No, no deseo semejantes triunfos, Frodo hijo de Drogo.
—Tampoco los deseaba el Concilio —dijo Frodo—. Ni yo. Quisiera no saber nada de esos asuntos.
—Por mi parte —dijo Faramir— quisiera ver el Arbol Blanco de nuevo florecido en las cortes de los reyes, y el retorno de la Corona de Plata, y que Minas Tirith viva en paz: Minas Anor otra vez como antaño, plena de luz, alta y radiante, hermosa corno una reina entre otras reinas: no señora de una legión de esclavos, ni aun ama benévola de esclavos voluntarios. Guerra ha de haber mientras tengamos que defendernos de la maldad de un poder destructor que nos devoraría a todos; pero yo no amo la espada porque tiene filo, ni la flecha porque vuela, ni al guerrero porque ha ganado la gloria. Sólo amo lo que ellos defienden: la ciudad de los Hombres de Númenor; y quisiera que otros la amasen por sus recuerdos, por su antigüedad, por su belleza y por la sabiduría que hoy posee. Que no la teman, sino como acaso temen los hombres la dignidad de un hombre, viejo y sabio.
»¡Así pues, no me temas! No pido que me digas más. Ni siquiera pido que digas si me he acercado a la verdad. Pero si quieres confiar en mí, podría tal vez aconsejarte y hasta ayudarte a cumplir tu misión, cualquiera que ella sea.
Frodo no respondió. A punto estuvo de ceder al deseo de ayuda y de consejo, de confiarle a este hombre joven y grave, cuyas palabras parecían tan sabias y tan hermosas, todo cuanto pesaba sobre él. Pero algo lo retuvo. Tenía el corazón abrumado de temor y tristeza: si él y Sam eran en verdad, como parecía probable, todo cuanto quedaba ahora de los Nueve Caminantes, entonces sólo él conocía el secreto de la misión. Más valía desconfiar de palabras inmerecidas que de palabras irreflexivas. Y el recuerdo de Boromir, del horrible cambio que había producido en él la atracción del Anillo, estaba muy presente en su memoria, mientras miraba a Faramir y escuchaba su voz: eran distintos, sí, pero a la vez muy parecidos.
Durante un rato continuaron caminando en silencio, deslizándose como sombras grises y verdes bajo la sombra de los árboles, sin hacer ningún ruido; en lo alto cantaban muchos pájaros, y el sol brillaba en la bóveda de hojas lustrosas y oscuras de los siempre verdes bosques de Ithilien.
Sam no había intervenido en la conversación, pero la había escuchado; y al mismo tiempo había prestado atención, con su aguzado oído de hobbit, a todos los rumores y ruidos ahogados del bosque. Una cosa había notado, que en toda la conversación el nombre de Gollum no se había mencionado una sola vez. Se alegraba, aunque le parecía que era demasiado esperar no volver a oírlo de nuevo. Pronto advirtió también que aunque iban solos, había muchos hombres en las cercanías: no solamente Damrod y Mablung, que aparecían y desaparecían entre las sombras delante de ellos, sino otros a la izquierda y la derecha, encaminándose furtiva y rápidamente a algún sitio señalado.
Una vez, al volver bruscamente la cabeza, como si una picazón en la piel le advirtiera que alguien lo observaba, creyó entrever una pequeña forma negra que se escabullía por detrás del tronco de un árbol. Abrió la boca para hablar y la cerró otra vez. «No estoy seguro», se dijo, «¿y para qué recordarles a ese viejo bribón, si ellos han preferido olvidarlo? ¡Ojalá yo también lo olvidara!».
Así continuaron la marcha, hasta que la espesura del bosque empezó a ralear, y el terreno a descender en barrancas más empinadas. Dieron vuelta una vez más, a la derecha, y no tardaron en llegar a un pequeño río que corría por una garganta estrecha: era el mismo arroyo que nacía, mucho más arriba, en la cuenca redonda, y que ahora serpeaba en un rápido torrente, por un lecho profundamente hendido y muy pedregoso, bajo las ramas combadas de los acebos y el oscuro follaje del boj. Mirando hacia el oeste podían ver, más abajo, envueltas en una bruma luminosa, tierras bajas y vastas praderas, y centelleando a lo lejos a la luz del sol poniente las aguas anchas del Anduin.
—Aquí, lamentablemente, cometeré con vosotros una descortesía —dijo Faramir—. Espero que sabréis perdonarla en quien hasta ahora ha desechado órdenes en favor de buenos modales a fin de no mataros ni amarraros con cuerdas. Pero un mandamiento riguroso exige que ningún extranjero, aun cuando fuese uno de Rohan que lucha en nuestras filas, ha de ver el camino por el que ahora avanzamos con los ojos abiertos. Tendré que vendaros.
—Como gustes —dijo Frodo—. Hasta los elfos lo hacen cuando les parece necesario, y con los ojos vendados cruzamos las fronteras de la hermosa Lothlórien. Gimli el enano lo tomó a mal, pero los hobbits lo soportaron.
—El lugar al que os conduciré no es tan hermoso —dijo Faramir—. Pero me alegra que lo aceptéis de buen grado y no por la fuerza.
Llamó por lo bajo, e inmediatamente Mablung y Damrod salieron de entre los árboles y se acercaron de nuevo a ellos.
—Vendadles los ojos a estos huéspedes —dijo Faramir—. Fuertemente, pero sin incomodarlos. No les atéis las manos. Prometerán que no tratarán de ver. Podría confiar en que cerrasen los ojos voluntariamente, pero los ojos parpadean, si los pies tropiezan en el camino. Guiadlos de modo que no trastabillen.
Los guardias vendaron entonces con bandas verdes los ojos de los hobbits y les bajaron las capuchas casi hasta la boca; en seguida, tomándolos rápidamente por las manos, se pusieron otra vez en marcha. Todo cuanto Frodo y Sam supieron de esta última milla, fue lo que adivinaron haciendo conjeturas en la oscuridad. Al cabo de un rato tuvieron la impresión de ir por un sendero que descendía en rápida pendiente; muy pronto se volvió tan estrecho que avanzaron todos en fila, rozando a ambos lados un muro pedregoso; los guardias los guiaban desde atrás, con las manos firmemente apoyadas en los hombros de los hobbits. De tanto en tanto, cada vez que llegaban a un trecho más accidentado, los levantaban, para volver a depositarlos en el suelo un poco más adelante. Constantemente a la derecha oían el agua que corría sobre las piedras, ahora más cercana y rumorosa. Al cabo de un tiempo detuvieron la marcha. Inmediatamente Mablung y Damrod los hicieron girar sobre sí mismos, varias veces, y los hobbits se desorientaron del todo. Treparon un poco; hacía frío y el ruido del agua era ahora más débil. Luego, levantándolos otra vez, los hicieron bajar numerosos escalones y volver un recodo. De improviso oyeron de nuevo el agua, ahora sonora, impetuosa y saltarina. Tenían la impresión de estar rodeados de agua, y sentían que una finísima llovizna les rociaba las manos y las mejillas. Por fin los pusieron nuevamente en el suelo. Un momento permanecieron así, amedrentados, con vendas en los ojos, sin saber dónde estaban; y nadie hablaba alrededor.
De pronto llegó la voz de Faramir, muy próxima, a espaldas de ellos. —¡Dejadles ver! —dijo.
Les quitaron los pañuelos y les levantaron las capuchas, y los hobbits pestañearon y se quedaron sin aliento.
Se encontraban en un mojado pavimento de piedra pulida, el rellano, por así decir, de una puerta de roca toscamente tallada que se abría, negra, detrás de ellos. Enfrente caía una delgada cortina de agua, tan próxima que Frodo, con el brazo extendido, hubiera podido tocarla. Miraba al oeste. Del otro lado del velo se retractaban los rayos horizontales del sol poniente, y la luz purpúrea se quebraba en llamaradas de colores siempre cambiantes. Les parecía estar junto a la ventana de una extraña torre élfica, velada por una cortina recamada con hilos de plata y de oro, y de rubíes, zafiros y amatistas, todo en un fuego que nunca se consumía.
—Al menos hemos tenido la suerte de llegar a la mejor hora para recompensar vuestra paciencia —dijo Faramir—. Esta es la Ventana del Sol Poniente, Henneth Annûn, la más hermosa de todas las cascadas de Ithilien, tierra de muchos manantiales. Pocos son los extranjeros que la han contemplado. Mas no hay dentro una cámara real digna de tanta belleza. ¡Entrad ahora y ved!
Mientras Faramir hablaba, el sol desapareció en el horizonte y el fuego se extinguió en el móvil dosel de agua. Dieron media vuelta, traspusieron el umbral bajo la arcada baja y amenazadora, y se encontraron de súbito en un recinto de piedra, vasto y tosco, bajo un techo abovedado. Algunas antorchas proyectaban una luz mortecina sobre las paredes relucientes. Ya había allí un gran número de hombres. Otros seguían entrando en grupos de dos y de tres por una puerta lateral, oscura y estrecha. A medida que se habituaban a la penumbra, los hobbits notaron que la caverna era más grande de lo que habían imaginado, y que había allí grandes reservas de armamentos y vituallas.
—Bien, he aquí nuestro refugio —dijo Faramir—. No es un lugar demasiado confortable, pero os permitirá pasar la noche en paz. Al menos está seco, y aunque no hay fuego, tenemos comida. En tiempos remotos el agua corría a través de esta gruta y se derramaba por la arcada, pero los obreros de antaño desviaron la corriente más arriba del paso, y el río desciende ahora desde las rocas en una cascada dos veces más alta. Todas las vías de acceso a esta gruta fueron clausuradas entonces, para impedir la penetración del agua y de cualquier otra cosa; todas salvo una. Ahora hay sólo dos salidas: aquel pasaje por el que entrasteis con los ojos vendados, y el de la Cortina de la Ventana, que da a una cuenca profunda sembrada de cuchillos de piedra. Y ahora descansad unos minutos, mientras preparamos la cena.
Los hobbits fueron conducidos a un rincón, donde les dieron un lecho para que se echaran a descansar, si así lo deseaban. Mientras tanto los hombres iban y venían atareados por la caverna, silenciosos, y con una presteza metódica. Tablas livianas fueron retiradas de las paredes, dispuestas sobre caballetes y cargadas de utensilios. Estos eran en su mayor parte simples y sin adornos, pero todos de noble y armoniosa factura: escudillas redondas, tazones y fuentes de terracota esmaltada o de madera de boj torneada, lisos y pulcros. Aquí y allá había una salsera o un cuenco de bronce pulido; y un copón de plata sin adornos junto al sitio del Capitán, en la mesa del centro.
Faramir iba y venía entre los hombres, interrogando a cada uno en voz baja, a medida que llegaban. Algunos volvían de perseguir a los Sureños; otros, los que habían quedado como centinelas y exploradores cerca del camino, fueron los últimos en aparecer. Se conocía la suerte que habían corrido todos los sureños, excepto el gran mûmak: qué había sido de él nadie pudo decirlo. Del enemigo, no se veía movimiento alguno; no había en los alrededores ni un solo espía orco.
—¿No viste ni oíste nada, Anborn? —le preguntó Faramir al último en llegar.
—Bueno, no, señor —dijo el hombre—. Por lo menos ningún orco. Pero vi, o me pareció ver, una cosa un poco extraña. Caía la noche, y a esa hora las cosas parecen a veces más grandes de lo que son. Así que tal vez no fuera nada más que una ardilla. —Al oír esto Sam aguzó el oído. — Pero entonces era una ardilla negra y no le vi la cola. Parecía una sombra que se deslizaba por el suelo. Se escurrió detrás del tronco de un árbol cuando me aproximé, y trepó hasta la copa rápidamente, en verdad como una ardilla. Pero vos, señor, no aprobáis que matemos sin razón bestias salvajes, y no parecía ser otra cosa, de modo que no usé mi arco. De todas maneras estaba demasiado oscuro para disparar una flecha certera, y la criatura desapareció en un abrir y cerrar de ojos en la oscuridad del follaje. Pero me quedé allí un rato, porque me pareció extraño, y luego me apresuré a regresar. Tuve la impresión de que me silbó desde muy arriba, cuando me alejaba. Una ardilla grande, tal vez. Puede ser que al amparo de las sombras del Sin Nombre algunas de las bestias del Bosque Negro vengan a merodear por aquí. Ellos tienen allá ardillas negras, dicen.
—Puede ser —dijo Faramir—. Pero ese sería un mal presagio. No queremos en Ithilien fugitivos del Bosque Negro. —Sam creyó ver que al decir estas palabras Faramir echaba una mirada rápida a los hobbits. pero no dijo nada. Durante un rato él y Frodo permanecieron acostados de espaldas observando la luz de las antorchas, y a los hombres que iban y venían hablando a media voz. Luego, repentinamente, Frodo se quedó dormido.
Sam discutía consigo mismo, defendiendo ya un argumento, ya el argumento contrario. «Es posible que tenga razón», se decía, «pero también podría no tenerla. Las palabras hermosas esconden a veces un corazón infame». Bostezó. «Podría dormir una semana entera, y bien que me sentaría. ¿Y qué puedo hacer, aunque me mantenga despierto, yo solo en medio de tantos Hombres Grandes? Nada, Sam Gamyi; pero tienes que mantenerte despierto a pesar de todo.» Y de una u otra forma lo consiguió. La luz desapareció de la puerta de la caverna, y el velo gris del agua de la cascada se ensombreció y se perdió en la oscuridad creciente. Y el sonido del agua siempre continuaba, sin cambiar jamás de nota, mañana, tarde o noche. Murmuraba y susurraba e invitaba al sueño. Sam se hundió los nudillos en los ojos.
Ahora estaban encendiendo más antorchas. Habían espitado un casco de vino, abrían los barriles de provisiones y algunos hombres iban a buscar agua a la cascada. Otros se lavaban las manos en jofainas. Trajeron para Faramir un gran aguamanil de cobre y un lienzo blanco, y también él se lavó.
—Despertad a nuestros huéspedes —dijo—, y llevadles agua. Es hora de comer.
Frodo se incorporó y se desperezó, bostezando. Sam, que no estaba habituado a que lo sirvieran, miró con cierta sorpresa al hombre alto que se inclinaba, acercándole un aguamanil.
—¡Déjala en el suelo, maestro, por favor! —dijo —. Será más fácil para ti y también para mí. —Luego, ante el asombro divertido de los hombres, hundió la cabeza en el agua fría y se restregó el cuello y las orejas.
—¿Es costumbre en vuestro país lavarse la cabeza antes de la cena? —preguntó el hombre que servía a los hobbits.
—No, antes del desayuno —replicó Sam—. Pero si estás falto de sueño, el agua fría en el cuello te hace el mismo efecto que la lluvia a una lechuga marchita. ¡Listo! Ahora me podré mantener despierto el tiempo suficiente como para comer un bocado.
Condujeron a los hobbits a los asientos junto a Faramir: barriles recubiertos de pieles y más altos que los bancos de los hombres para que estuvieran cómodos. Antes de sentarse a comer, Faramir y todos sus hombres se volvieron de cara al oeste y así permanecieron un momento, en profundo silencio. Faramir les indicó a Frodo y a Sam que hicieran lo mismo.
—Siempre lo hacemos —dijo Faramir cuando por fin se sentaron—; volvemos la mirada a Númenor, la Númenor que fue, y más allá de Númenor al Hogar de los Elfos que todavía es, y más lejos aún hacia lo que es y siempre será. ¿No hay entre vosotros una costumbre semejante a la hora de las comidas?
—No —respondió Frodo, sintiéndose extrañamente rústico y sin educación—. Pero si hemos sido invitados, saludamos a nuestro anfitrión con una reverencia, y luego de haber comido nos levantamos y le damos las gracias.
—También nosotros lo hacemos —dijo Faramir.
Luego de tanto peregrinar y de acampar a la intemperie, y de tantos días pasados en tierras salvajes y desiertas, la colación de la noche les pareció a los hobbits un festín: beber el vino rubio, fresco y fragante, y comer el pan con mantequilla, y carnes saladas y frutos secos, y un excelente queso rojo, ¡con las manos limpias y vajilla y cubiertos relucientes! Ni Frodo ni Sam rehusaron una sola de las viandas que les fueron ofrecidas, ni una segunda porción, ni aun una tercera. El vino les corría por las venas y los miembros cansados, y se sentían alegres y ligeros de corazón como no lo habían estado desde que partieran de las tierras de Lórien.
Cuando todo hubo terminado, Faramir los llevó a un nicho al fondo de la caverna, aislado en parte por una cortina; allí pusieron una mesa y dos bancos. Una pequeña lámpara de barro ardía en una hornacina.
—Pronto podréis tener ganas de dormir —dijo—, especialmente el buen Samsagaz, que no ha querido cerrar un ojo antes de la cena aunque no sé si por miedo a embotar un noble apetito o por miedo a mí. Pero no es saludable irse a dormir en seguida de comer, y menos aún luego de un prolongado ayuno. Hablemos pues un rato. Tendréis mucho que contar de vuestro viaje desde Rivendel. Y también querríais saber algo de nosotros y del país en que ahora os encontráis. Habladme de mi hermano Boromir, del viejo Mithrandir y de la hermosa gente del país de Lothlórien.
Frodo ya no tenía sueño y estaba dispuesto a conversar. Sin embargo, aunque se sentía bien luego de la comida y el vino, no había perdido del todo la cautela. Sam estaba radiante y canturreaba en voz baja; pero cuando Frodo habló, al principio se contentó con escuchar, aventurando sólo una que otra exclamación de asentimiento.
Frodo relató muchas historias, pero eludiendo una y otra vez el tema de la misión de la Compañía y el Anillo, extendiéndose en cambio en el valiente papel que Boromir había desempeñado en todas las aventuras de los viajeros, con los lobos en las tierras salvajes, en medio de las nieves bajo el Caradhras, y en las minas de Moria donde cayera Gandalf. La historia del combate sobre el puente fue la que más conmovió a Faramir.
—Ha de haber enfurecido a Boromir tener que huir de los orcos —dijo— y hasta de la criatura feroz de que me hablas, ese Balrog, aun cuando fuera el último en retirarse.
—Él fue el último, sí —dijo Frodo—, pero Aragorn no tuvo más remedio que ponerse al frente de la Compañía. De no haber tenido que cuidar de nosotros, los más pequeños, no creo que ni él ni Boromir hubiesen huido.
—Quizás hubiera sido mejor que Boromir hubiese caído allí con Mithrandir —dijo Faramir—, en vez de ir hacia el destino que lo esperaba más allá de las cascadas del Rauros.
—Quizá. Pero háblame ahora de vuestras vicisitudes —dijo Frodo eludiendo una vez más el tema—. Pues me gustaría conocer mejor la historia de Minas Ithil y de Osgiliath, y de Minas Tirith la perdurable. ¿Qué esperanzas albergáis para esa ciudad en esta larga guerra?
—¿Qué esperanzas? —dijo Faramir—. Tiempo ha que hemos abandonado toda esperanza. La espada de Elendil, si es que vuelve en verdad, podrá reavivarla, pero no conseguirá otra cosa, creo, que aplazar el día fatídico, a menos que recibiéramos también nosotros ayuda inesperada, de los elfos o de los hombres. Pues el enemigo crece y nosotros decrecemos. Somos un pueblo en decadencia, un otoño sin primavera.
»Los Hombres de Númenor se habían afincado a lo ancho y a lo largo de las costas y regiones marítimas de las Grandes Tierras, pero la mayor parte de ellos cayeron en maldades y locura. Muchos se dejaron seducir por las Sombras y las artes negras; algunos se abandonaron por completo a la pereza o la molicie, y otros a la guerra entre hermanos, hasta que se debilitaron y fueron conquistados por los hombres salvajes.
»No se dice que las malas artes fueran siempre practicadas en Gondor, ni que honraran al Sin Nombre; la sabiduría y la belleza de antaño, traídas del Oeste, perduraron largo tiempo en el reino de los Hijos de Elendil el Hermoso, y todavía subsisten. Pero aun así, fue Gondor la que provocó su propia decadencia, hundiéndose poco a poco en la ñoñez, convencida de que el enemigo dormía, cuando en realidad estaba replegado, no destruido.
»La muerte siempre estaba presente, porque los númenoreanos, como lo hicieran en su antiguo reino, que así habían perdido, ambicionaban aún una vida eternamente inmutable. Los reyes construían tumbas más espléndidas que las casas en que habitaban, y en sus árboles genealógicos los nombres del pasado les eran más caros que los de sus propios hijos. Señores sin descendencia holgazaneaban en antiguos castillos sin otro pensamiento que la heráldica; en cámaras secretas los ancianos decrépitos preparaban elixires poderosos, o en torres altas y frías interrogaban a las estrellas. Y el último rey de la dinastía de Anárion no tenía heredero.
»Pero los senescales fueron más sabios y más afortunados. Más sabios, porque reclutaron las fuerzas de nuestro pueblo entre la gente robusta de la costa marítima y entre los intrépidos montañeses de Ered Nimrais. Y pactaron una tregua con los orgullosos pueblos del Norte, que a menudo nos habían atacado, hombres de un coraje feroz, pero nuestros parientes muy lejanos, a diferencia de los salvajes Hombres del Este o los crueles Haradrim.
»Ocurrió entonces que en los días de Cirion, el Duodécimo Senescal (y mi padre es el Vigesimosexto), acudieron en nuestra ayuda y en el gran Campo de Celebrant destruyeron al enemigo que se había apoderado de las provincias septentrionales. Estos son los Rohirrim, como nosotros los llamamos, señores de caballos, y a ellos les cedimos las tierras de Calenardhon que desde entonces llevan el nombre de Rohan: pues ya en tiempos remotos esa provincia estaba escasamente poblada. Y se convirtieron en nuestros aliados y siempre se han mostrado leales, ayudándonos en momentos de necesidad, y custodiando nuestras fronteras en el Paso de Rohan.
»De nuestras tradiciones y costumbres han aprendido lo que quisieron, y sus señores hablan nuestra lengua si es preciso; pero en general conservan las costumbres y tradiciones del pasado; y entre ellos hablan en la lengua nórdica que les es propia. Y nosotros los amamos: hombres de elevada estatura y mujeres hermosas, valientes todos por igual, fuertes, de cabellos dorados y ojos brillantes, nos recuerdan la juventud de los hombres, como eran en los Tiempos Antiguos. Y en verdad, nuestros maestros de tradición dicen que tienen de antiguo esta afinidad con nosotros porque provienen de las mismas Tres Casas del Hombre, como los númenoreanos: no de Hador el de los Cabellos de Oro, el amigo de los elfos, tal vez, sino de aquellos hijos y súbditos de Hador que no atravesaron el Mar rumbo al Oeste, desoyendo la llamada.
»Pues así denominamos a los hombres en nuestra tradición, llamándolos los Altos, o los Hombres del Oeste, que eran los númenoreanos; y los Pueblos del Medio, los Hombres del Crepúsculo, como los Rohirrim y las gentes como ellos que habitan aún muy lejos en el Norte; y los Salvajes, los Hombres de la Oscuridad.
»Pero si con el tiempo los Rohirrim han empezado a parecerse en algunos aspectos a nosotros, aficionándose a las artes y a maneras más atemperadas, también nosotros hemos empezado a parecernos a ellos, y ya casi no podemos reclamar el título de Altos. Nos hemos transformado en Hombres del Medio, del Crepúsculo, pero con el recuerdo de otras cosas. De los Rohirrim hemos aprendido a amar la guerra y el coraje como cosas buenas en sí mismas, juego y meta a la vez; y aunque todavía pensamos que un guerrero ha de tener inteligencia y conocimientos, y no sólo dominar el manejo de las armas y el arte de matar, consideramos no obstante al guerrero superior a los hombres de otras profesiones. Así lo exigen las necesidades de nuestros tiempos. Guerrero era también mi hermano, Boromir: un hombre intrépido, considerado por su temple como el mejor de Gondor. Y era muy valiente: en muchos años no hubo en Minas Tirith un heredero como él, tan resistente a la fatiga, tan denodado en la batalla, ninguno capaz de arrancar del Gran Cuerno una nota más poderosa. —Faramir suspiró y durante un rato guardó silencio.
—No habla usted mucho de los elfos en sus relatos, señor —dijo Sam, armándose súbitamente de coraje. Había notado que Faramir aludía a los elfos con reverencia, y esto, aún más que la cortesía con que trataba a los hobbits, y la comida y el vino que les ofreciera, le había ganado el respeto de Sam, menos receloso ahora.
—No, en efecto, maese Samsagaz —dijo Faramir—, pues no soy versado en la tradición élfica. Pero has tocado aquí otro aspecto en el que también hemos cambiado, en la declinación que va de Númenor a la Tierra Media. Sabrás tal vez, si Mithrandir fue compañero vuestro y si habéis hablado con Elrond, que los Edain, los Padres de los Númenoreanos, combatieron junto a los elfos en las primeras guerras, y recibieron en recompensa el reino que está en el centro mismo del Mar, a la vista del Hogar de los Elfos. Pero en la Tierra Media los hombres y los elfos se distanciaron en días de oscuridad, a causa de los ardides del enemigo y de las lentas mutaciones del tiempo, pues cada especie se alejó cada vez más por caminos divergentes. Ahora los hombres temen a los elfos y desconfían de ellos, aunque bien poco los conocen. Y nosotros, los de Gondor, nos estamos pareciendo a los otros hombres, pues hasta los Hombres de Rohan, que son los enemigos del Señor Oscuro, evitan a los elfos y hablan del Bosque de Oro con terror.
»Sin embargo aún entre nosotros hay quienes tienen tratos con los elfos, cuando pueden, y de vez en cuando algunos viajan secretamente a Lórien, de donde rara vez retornan. Yo no. Porque considero que es hoy peligroso para un mortal ir voluntariamente en busca de las Gentes Antiguas. Sin embargo envidio de veras que hayas hablado con la Dama Blanca.
—¡La Dama de Lórien! ¡Galadriel! — exclamó Sam —. Tendría usted que verla, ah, por cierto que tendría que verla, señor. Yo no soy más que un hobbit, y jardinero de oficio, en mi tierra, señor, si me comprende usted, y no soy ducho en poesía... no en componerla: alguna copla cómica, tal vez, de tanto en tanto, ¿sabe?, pero no verdadera poesía... por eso no puedo explicarle lo que quiero decir. Habría que cantarlo. Haría falta Trancos, es decir Aragorn, para ello, o el viejo señor Bilbo. Pero me gustaría componer una canción sobre ella. ¡Es hermosa, señor! ¡Qué hermosa es! A veces como un gran árbol en flor, a veces como un narciso, tan delgada y menuda. Dura como el diamante, suave como el claro de luna. Ardiente como el sol, fría como la escarcha bajo las estrellas. Orgullosa y distante como una montaña nevada, y tan alegre como una muchacha que en primavera se trenza margaritas en los cabellos. Pero he dicho un montón de tonterías y ni me he acercado a la idea.
—Ha de ser muy bella en efecto —dijo Faramir—. Peligrosamente bella.
—No sé si es peligrosa —dijo Sam—. Se me ocurre que la gente lleva consigo su propio peligro a Lórien, y allí lo vuelve a encontrar porque lo ha tenido dentro. Pero tal vez se podría llamarla peligrosa, pues es tan fuerte. Usted, usted podría hacerse añicos contra ella, como un barco contra una roca, o ahogarse, como un hobbit en un río. Pero ni en la roca ni el río habría culpa alguna. Y Boro... —Se interrumpió de golpe, enrojeciendo hasta las orejas.
—¿Sí? Y Boromir, dijiste —dijo Faramir—. ¿Qué estabas por decir? ¿Él llevaba consigo el peligro?
—Sí, señor, con el perdón de usted, y un hermoso hombre era su hermano, si me permite decirlo así. Pero usted estuvo cerca de la verdad desde el principio. Yo observé y escuché a Boromir durante todo el camino desde Rivendel, para cuidar de mi amo, como usted comprenderá, y sin desearle ningún mal a Boromir, y es mi opinión que fue en Lórien donde vio claramente por primera vez lo que yo había adivinado antes: lo que él quería. ¡Desde el momento en que lo vio, quiso tener el Anillo del Enemigo!
—¡Sam! —exclamó Frodo, consternado. Había estado ensimismado en sus propios pensamientos, y salió de ellos bruscamente, pero demasiado tarde.
—¡Caracoles! —dijo Sam palideciendo y enrojeciendo otra vez hasta el escarlata—. ¡Ya hice otra barrabasada! Cada vez que abres el pico metes la pata solía decirme el Tío, y tenía razón. ¡Caracoles! ¡Caracoles!
—¡Oiga, señor! —Dio media vuelta y miró cara a cara a Faramir con todo el coraje que pudo juntar. — No vaya ahora a aprovecharse de mi amo porque el sirviente sea sólo un tonto. Usted nos ha arrullado todo el tiempo con palabras hermosas, hablando de los elfos y todo, y bajé la guardia. Pero lo hermoso es bueno, como decimos nosotros. He aquí una oportunidad de demostrar su nobleza.
—Así parece —dijo Faramir, lentamente y con una voz muy dulce y una extraña sonrisa—. ¡Así que esta era la respuesta de todos los enigmas! El Anillo Unico que se creía desaparecido del mundo. ¿Y Boromir intentó apoderarse de él por la fuerza? ¿Y vosotros escapasteis? ¿Y habéis corrido tanto camino... para llegar a mí? Y aquí os tengo, en estas soledades: dos medianos, y una hueste de hombres a mi servicio, y el Anillo de los Anillos. ¡Un golpe de suerte! Una buena oportunidad para Faramir de Gondor de mostrar su nobleza. ¡Ah! — Se incorporó muy erguido, muy alto y grave, los ojos grises centelleando.
Frodo y Sam saltaron de sus taburetes y se pusieron lado a lado de espaldas al muro, buscando a tientas la empuñadura de las espadas. Hubo un silencio. Todos los hombres reunidos en la caverna dejaron de hablar y los miraron con asombro. Pero Faramir volvió a sentarse y se echó a reír quedamente, y luego, de pronto pareció grave otra vez.
—¡Ay desdichado Boromir! ¡Fue una prueba demasiado dura! — dijo —. Cuánto habéis acrecentado mi tristeza, vosotros dos ¡extraños peregrinos de un país lejano, portadores del peligro de los hombres! Pero juzgáis peor a los hombres que yo a los medianos. Nosotros, los Hombres de Gondor, decimos la verdad. Nos jactamos rara vez pero entonces actuamos o morimos intentándolo. No lo recogería ni si lo viese tirado a la orilla del camino, dije. Aunque fuese hombre capaz de codiciar ese objeto, aunque cuando lo dije no sabía qué era, de todos modos consideraría esas palabras como un juramento, y a ellas me atengo.
»Mas no soy ese hombre. 0 soy quizá bastante prudente para saber que el hombre ha de evitar ciertos peligros. ¡Descansad en paz! Y tú, Samsagaz, tranquilízate. Si crees haber flaqueado, piensa que estaba escrito que así habría de ser. Tu corazón es tan perspicaz como fiel, y él vio más claro que tus ojos. Por extraño que pueda parecer, no hay peligro alguno en que me lo hayas dicho. Hasta podría ayudar al amo a quien tanto quieres. Puede ser favorable para él, si está a mi alcance. Tranquilízate entonces. Pero nunca más vuelvas a nombrar esa cosa en voz alta. ¡Basta una vez!
Los hobbits volvieron a sus taburetes y se sentaron en silencio. Los hombres retornaron a la bebida y la charla, suponiendo que el Capitán había estado divirtiéndose a expensas de los pequeños huéspedes, pero que la chanza ya había terminado.
—Bien, Frodo, ahora por fin nos hemos entendido —dijo Faramir—. Si asumiste la responsabilidad de ser el portador de ese objeto no por elección sino a instancias de otros, te compadezco y te honro. Y me dejas maravillado: lo llevas escondido y no lo utilizas. Sois para mí gente de un mundo nuevo. ¿Son semejantes a vosotros todos los de esa raza? Vuestra tierra parece un remanso de paz y tranquilidad, y honráis sin duda a los jardineros.
—No todo es allí felicidad —dijo Frodo—, pero es cierto que honramos a los jardineros.
—Pero también allí la gente tiene que aburrirse, aun en los huertos, como todas las cosas bajo el Sol de este mundo. Y vosotros estáis lejos de vuestro hogar y habéis viajado mucho. Basta por esta noche. Dormid los dos en paz, si podéis. ¡Nada temáis! Yo no deseo verlo, ni tocarlo, ni saber de él más de lo que sé (y ya es más que suficiente), no sea que el peligro me tiente, y si me enfrentara a esa prueba no sé si tendría la entereza de Frodo hijo de Drogo. Id ahora a descansar... mas decidme antes si es posible: a dónde deseáis ir y qué queréis hacer. Pues yo he de velar, y esperar, y reflexionar. El tiempo pasa. En la mañana partiremos unos y otros por los caminos que el destino nos ha marcado.
Pasado el primer sobresalto, Frodo no había dejado de temblar. Ahora un inmenso cansancio descendió sobre él como una nube. Incapaz de seguir disimulando, no se resistió más.
—Buscaba un camino para entrar en Mordor —dijo con voz débil—. Iba a Gorgoroth. Tengo que encontrar la Montaña de Fuego y arrojar el objeto en el abismo del Destino. Así dijo Gandalf. No creo que llegue jamás allí.
Faramir lo contempló un instante con asombrada seriedad. Luego, de improviso, viéndolo vacilar, sostuvo a Frodo, lo levantó con dulzura y lo llevó hasta el lecho y allí lo acostó y lo abrigó. Al instante Frodo cayó en un sueño profundo.
Otra cama fue instalada al lado para el sirviente de Frodo. Sam titubeó un momento, luego se inclinó en una profunda reverencia:
—Buenas noches, Capitán, mi señor —dijo—. Habéis aceptado el desafío, señor.
—¿Sí? —dijo Faramir.
—Sí señor, y habéis mostrado vuestra nobleza: la más alta.
Faramir sonrió.
—Eres un sirviente atrevido, maese Samsagaz. Mas no importa: el alabar lo que es digno de alabanza no necesita recompensa. Sin embargo no había nada loable en todo esto. No tuve ni la tentación ni el deseo de hacer otra cosa.
—Ah bueno, señor —dijo Sam—, habéis dicho que mi amo tenía un cierto aire élfico; y eso era bueno, y cierto además. Pero yo puedo ahora deciros que vos también tenéis un aire, señor, un aire que me hace pensar en... en... bueno, en Gandalf, en los Magos.
—Es posible —dijo Faramir—. Quizá distingas desde lejos el aire de Númenor. ¡Buenas noches!
6
EL ESTANQUE VEDADO
Al despertar, Frodo vio a Faramir inclinado sobre él. Por un segundo le volvieron los viejos temores y se sentó y retrocedió.
—No hay nada que temer —le dijo Faramir.
—¿Ya es la mañana? —preguntó Frodo, bostezando.
—Aún no, pero la noche ya toca a su fin y la luna llena se está ocultando. ¿Quieres venir a verla? Hay también una cuestión acerca de la cual quisiera que me dieras tu parecer. Lamento haberte despertado, pero ¿quieres venir?
—Sí —dijo Frodo levantándose, y tembló ligeramente al abandonar el calor de las mantas y las pieles. Hacía frío en la caverna sin fuego. El rumor del agua se oía claramente en la quietud de la noche. Se envolvió en la capa y siguió a Faramir.
Sam, despertando bruscamente por una especie de instinto de vigilancia, vio primero el lecho vacío de su amo y se levantó de un salto. En seguida vio dos siluetas oscuras, la de Frodo y un hombre, recortadas en la arcada, nimbada ahora por un resplandor blanquecino. Se encaminó de prisa a reunirse con ellos, más allá de las hileras de hombres que dormían sobre jergones a lo largo de la pared. Al pasar cerca de la entrada vio que la cortina se había transformado en un velo deslumbrante de seda y perlas e hilos de plata: carámbanos de luna en lenta fusión. Pero no se detuvo a admirarla y dando la vuelta siguió a su amo a través de la puerta angosta tallada en la pared de la caverna.
Tomaron primero por un pasadizo negro, luego subieron varios escalones mojados, y llegaron así a un pequeño rellano tallado en la roca, iluminado por un cielo pálido que resplandecía muy arriba, distante, como la cúpula de un alto campanario. De allí partían dos escaleras: una conducía a la orilla elevada del río; la otra se doblaba en un recodo hacia la izquierda. Siguieron por esta última, que subía en espiral, como la escalera de una torre.
Salieron por fin de las tinieblas de piedra y miraron alrededor. Se encontraban en una ancha plataforma de roca lisa sin antepecho ni pretil. A la derecha, en el este, el torrente caía en cascadas sobre numerosas terrazas, y descendiendo en brusca y vertiginosa carrera, con la oscura fuerza del agua, y cuajado de espuma, iba a verterse en un lecho; por fin, rizándose y arremolinándose casi sobre la plataforma, se precipitaba por encima de la arista que se abría a la derecha. Un hombre estaba allí de pie, cerca de la orilla, en silencio, mirando hacia abajo.
Frodo se volvió a contemplar las cintas de agua aterciopelado, que se curvaban y desaparecían. Luego alzó los ojos y miró en lontananza. El mundo estaba silencioso y frío, como si el alba se acercase. A lo lejos, en el poniente, la luna llena se hundía redonda y blanca. Unas brumas pálidas relucían en el valle ancho de allá abajo: un vasto abismo de vapores de plata, bajo los que fluían las aguas nocturnas y frescas del Anduin. Y más allá una tiniebla negra y amenazante, en la que rutilaban de tanto en tanto, fríos, afilados, remotos y blancos como colmillos fantasmales, los picos de Ered Nimrais, las Montañas Blancas de Gondor, coronadas de nieves eternas.
Frodo permaneció un momento sobre la alta piedra, preguntándose con un estremecimiento si en algún lugar de esas vastas tierras nocturnas caminarían aún sus antiguos compañeros, 0 dormirían, o si yacerían muertos envueltos en sudarios de niebla. ¿Por qué lo habían traído aquí arrancándolo del olvido del sueño?
Sam, que estaba preguntándose lo mismo, no pudo reprimirse y murmuró, sólo para el oído de su amo, creyó él:
—¡Es una vista hermosa, señor Frodo, pero le hiela a uno el corazón, por no hablar de los huesos! ¿Qué sucede?
Faramir lo oyó y respondió:
—La luna se pone sobre Gondor. El bello Ithil al abandonar la Tierra Media, echa una mirada a los rizos blancos del viejo Mindolluin. Bien vale la pena soportar algunos escalofríos. Mas no es esto lo que os he traído a ver, aunque en verdad a ti, Samsagaz, yo no te he llamado, y ahora estás pagando por tu exceso de celo. Un sorbo de vino remediará el problema. ¡Venid ahora y mirad!
Se acercó al centinela silencioso en el borde oscuro, y Frodo lo siguió. Sam se quedó atrás. Ya bastante inseguro se sentía en aquella alta plataforma mojada. Faramir y Frodo miraron abajo. Muy lejos, en el fondo, vieron las aguas blancas que se vertían en un cauce espumoso, giraban alrededor de una profunda cuenca oval entre las rocas, hasta encontrar por fin una nueva salida por una puerta estrecha, y se alejaban murmurando y humeando hacia regiones más llanas y apacibles. El claro de luna iluminaba aún con rayos oblicuos el pie de la cascada y centelleaba en el menudo y tumultuoso oleaje de la cuenca. Pronto Frodo creyó ver una forma pequeña y oscura en la orilla más próxima, pero en el momento mismo en que la observaba, la figura se zambulló y desapareció detrás del remolino de la cascada, hendiendo el agua negra con la precisión de una flecha o de una piedra arrojada de canto.
Faramir se volvió hacia el centinela.
—¿Y ahora qué dirías que es, Anborn? ¿Una ardilla, o un pájaro pescador? ¿Hay pájaros pescadores en las charcas nocturnas del Bosque Negro?
—No sé qué puede ser, pero no es un pájaro —respondió Anborn—. Tiene cuatro miembros y se zambulle como un hombre; y con maestría, además. ¿En qué andará? ¿Buscando un camino por detrás de la cortina para subir a nuestro escondite? Me parece que al fin hemos sido descubiertos. Aquí tengo mi arco, y he apostado otros arqueros, casi tan buenos tiradores como yo, en las dos orillas. Sólo esperamos vuestra orden para disparar, Capitán.
—¿Dispararemos? —preguntó Faramir, volviéndose rápidamente a Frodo.
Frodo tardó un momento en responder. Luego dijo:
—¡No! ¡No! ¡Te suplico que no lo hagas! —De haberse atrevido, Sam habría dicho «Sí» más pronto y más fuerte. No alcanzaba a ver, pero por lo que Frodo y Faramir decían, podía imaginarse qué estaban mirando.
—¿Sabes entonces qué es eso? —dijo Faramir—. Bien, ahora que lo has visto, dime por qué hay que perdonarlo. En todas nuestras conversaciones, no has nombrado ni una sola vez a vuestro compañero vagabundo, y yo lo dejé pasar por el momento. Podía esperar hasta que lo capturaran y lo trajeran a mi presencia. Envié en su busca a mis mejores cazadores, pero se les escapó, y no volvieron a verlo hasta ahora, excepto Anborn, aquí presente, que lo divisó un momento anoche, a la hora del crepúsculo. Pero ahora ha cometido un delito peor que ir a cazar conejos en las tierras altas: ha tenido la osadía de venir a Henneth Annûn, y lo pagará con la vida. Me desconcierta esta criatura: tan solapada y tan astuta como es, ¡venir a jugar en el lago justo delante de nuestra ventana! ¿Se imagina acaso que los hombres duermen sin vigilancia la noche entera? ¿Por qué lo hace?
—Hay dos respuestas, creo yo —dijo Frodo—. Por una parte, esta criatura conoce poco a los hombres, y aunque es astuta, vuestro refugio está tan escondido que ignora tal vez que hay hombres aquí. Además, creo que ha sido atraído por un deseo irresistible, más fuerte que la prudencia.
—¿Atraído aquí, dices? —preguntó Faramir en voz baja—. ¿Es posible... sabe entonces lo de tu carga?
—Lo sabe, sí. El mismo la llevó durante años.
—¿El la llevó? —dijo Faramir, estupefacto, respirando entrecortadamente—. Esta historia es cada vez más intrincada y enigmática. ¿Entonces anda detrás de tu carga?
—Tal vez. Es un tesoro para él. Pero no hablaba de eso. —¿Qué busca entonces la criatura? —Pescado —dijo Frodo—. ¡Mira!
Escudriñaron la oscuridad del lago. Una cabecita negra apareció en el otro extremo de la cuenca, emergiendo de la profunda sombra de las rocas. Hubo un fugaz relámpago de plata y un remolino de ondas diminutas se movió hacia la orilla. Luego, con una agilidad asombrosa, una figura que parecía una rana trepó fuera de la cuenca. Al instante se sentó y empezó a mordisquear algo pequeño, plateado y reluciente: los rayos postreros de la luna caían ahora detrás del muro de piedra en el confín del agua.
Faramir se rió por lo bajo.
—¡Pescado! — dijo —. Es un hambre menos peligrosa. 0 tal vez no: los peces del lago Henneth Annûn podrían costarle todo lo que tiene.
—Ahora le estoy apuntando con la flecha —dijo Anborn—. ¿No tiraré, Capitán? Por haber venido a este lugar sin ser invitado, la muerte es nuestra ley.
—Espera, Anborn —dijo Faramir—. Este asunto es más delicado de lo que parece. ¿Qué puedes decir ahora, Frodo? ¿Por qué habríamos de perdonarle la vida?
—Esta criatura es miserable y tiene hambre —dijo Frodo—, y desconoce el peligro que la amenaza. Y Gandalf, tu Mithrandir, te habría pedido que no lo mates, por esa razón y por otras. Les prohibió a los elfos que lo hicieran. No sé bien por qué, y lo que adivino no puedo decirlo aquí abiertamente. Pero esta criatura está ligada de algún modo a mi misión. Hasta el momento en que nos descubriste y nos trajiste aquí, era mi guía.
—¡Tu guía! Esta historia se vuelve cada vez más extraña. Mucho haría por ti, Frodo, pero esto no puedo concedértelo: dejar que ese vagabundo taimado se vaya de aquí en libertad para reunirse luego contigo si le place o que los orcos lo atrapen y él les cuente todo lo que sabe bajo la amenaza del sufrimiento. Es preciso matarlo o capturarlo. Matarlo, si no podemos atraparlo en seguida. Mas ¿cómo capturar a esa criatura escurridiza que cambia de apariencia, si no es con un dardo empenachado?
—Déjame bajar hasta él en paz —dijo Frodo—. Podéis mantener tensos los arcos, y matarme a mí al menos si fracaso. No escaparé.
—¡Ve pues y date prisa! —dijo Faramir—. Si sale de aquí con vida, tendrá que ser tu fiel servidor por el resto de sus desdichados días. Conduce a Frodo allá abajo, a la orilla, Anborn, e id con cautela. Esta criatura tiene nariz y orejas. Dame tu arco.
Anborn gruñó, descendiendo delante de Frodo la larga escalera de caracol, y ya en el rellano subieron por la otra escalera, hasta llegar al fin a una angosta abertura disimulada por arbustos espesos. Salieron en silencio, y Frodo se encontró en lo alto de la orilla meridional, por encima del lago. Ahora la oscuridad era profunda, y las cascadas grises y pálidas sólo reflejaban la claridad lunar demorada en el cielo occidental. No veía a Gollum. Avanzó un corto trecho y Anborn lo siguió con paso sigiloso.
—¡Continúa! —susurró al oído de Frodo—. Ten cuidado a tu derecha. Si te caes en el lago, nadie salvo tu amigo pescador podrá socorrerte. Y no olvides que hay arqueros en las cercanías, aunque tú no puedas verlos.
Frodo se adelantó con precaución, valiéndose de las manos a la manera de Gollum para tantear el camino y mantenerse en equilibrio. Las rocas eran casi todas lisas y planas, pero resbaladizas. Se detuvo a escuchar. Al principio no oyó otro ruido que el rumor incesante de la cascada a sus espaldas. Pero pronto distinguió, no muy lejos, delante de él, un murmullo sibilante.
—Pecesss, buenos pecesss. La Cara Blanca ha desaparecido, mi tesoro, por fin, sí. Ahora podemos comer pescado en paz. No, no en paz, mi tesoro. Pues el Tesoro está perdido: sí, perdido. Sucios hobbits, hobbits malvados. Se han ido, y nos han abandonado, gollum; y el Tesoro se ha ido también. El pobre Sméagol no tiene a nadie ahora. No más Tesoro. Hombres malos lo tomarán, me robarán mi Tesoro. Ladrones. Los odiamos. Pecesss, buenos buenos pecesss. Nos dan fuerzas. Nos ponen los ojos brillantes y los dedos recios, sí. Estrangúlalos, tesoro. Estrangúlalos a todos, sí, si tenemos la oportunidad. Buenos pecesss. ¡Buenos pecesss!
Y así continuó, casi tan incesante como el agua de la cascada, interrumpido solamente por un débil ruido de salivación y gorgoteo. Frodo se estremeció, escuchando con piedad y repugnancia. Deseaba que se interrumpiera de una vez y que nunca más tuviera que escuchar esa voz. Anborn, detrás de él, no estaba lejos. Frodo podía volver arrastrándose y pedirle que los cazadores dispararan los arcos. No les costaría mucho acercarse, mientras Gollum engullía y no estaba en guardia. Un solo tiro certero, y Frodo se liberaría para siempre de aquella voz miserable. Pero no, Gollum tenía ahora derechos sobre él. El sirviente adquiere derechos sobre su amo a cambio de servirlo, aun cuando lo haga por temor. Sin Gollum se habrían hundido en las Ciénagas de los Muertos. Y además Frodo sabía de algún modo, y con absoluta certeza, que Gandalf hubiera defendido la vida de Gollum.
—¡Sméagol! —llamó en voz baja.
—Pecesss, buenos pecesss —dijo la voz.
—¡Sméagol! —repitió Frodo, un poco más alto. La voz calló. —Sméagol, el amo ha venido a buscarte. El amo está aquí. ¡Ven, Sméagol! —No hubo respuesta, pero sí un suave silbido.
—¡Ven, Sméagol! — dijo Frodo —. Estamos en peligro. Los hombres te matarán, si te encuentran aquí. Ven pronto, si quieres escapar a la muerte. ¡Ven al amo!
—¡No! — dijo la voz —. Amo no bueno. Abandona al pobre Sméagol y se va con otros amigos. Amo puede esperar. Sméagol no ha terminado.
—No hay tiempo —dijo Frodo—. Trae el pescado contigo. ¡Ven!
—¡No! Tengo que terminar el pescado.
—¡Sméagol! —dijo Frodo desesperado—. El Tesoro se enfadará. Sacaré el Tesoro y le diré: haz que se trague las espinas y se ahogue. Nunca más probarás pescado. Ven. ¡El Tesoro espera!
Hubo un silbido agudo. Un instante después, Gollum emergió de la oscuridad en cuatro patas, como un perro errabundo que acude a una llamada. Tenía en la boca un pescado comido a medias y otro en la mano. Se detuvo muy cerca de Frodo, casi nariz con nariz, y lo olió. Los ojos pálidos le brillaban. Entonces se sacó el pescado de la boca y se irguió.
—¡Buen amo! —murmuró—. Buen hobbit, venir a buscar al pobre Sméagol. El buen Sméagol ha venido. Ahora vamos, pronto, sí. A través de los árboles, mientras las Caras están oscuras. ¡Sí pronto, vamos!
—Sí, pronto iremos —dijo Frodo—. Pero no en seguida. Yo iré contigo como prometí. Te lo prometo de nuevo. Pero no ahora. Todavía no estás a salvo. Yo te salvaré, pero tienes que confiar en mí.
—¿Tenemos que confiar en el amo? — dijo Gollum, dudando —. ¿Por qué no partir en seguida? ¿Dónde está el otro, el hobbit malhumorado y grosero? ¿Dónde está?
—Allá arriba —dijo Frodo, señalando la cascada—. No partiré sin él. Tenemos que ir a buscarlo. —Se le encogió el corazón. Esto se parecía demasiado a una celada. No temía en realidad que Faramir permitiese que mataran a Gollum, pero probablemente lo tomaría prisionero y lo haría atar; y lo que Frodo estaba haciendo le parecería sin duda una traición a la infeliz criatura traicionera. Quizá nunca llegaría a comprender o creer que Frodo le había salvado la vida del único modo posible. ¿Qué otra cosa podía hacer, para guardar al menos cierta lealtad a uno y a otro?— ¡Ven! —dijo—. Si no vienes el Tesoro se enfadará. Ahora volveremos, subiendo por la orilla del río. ¡Adelante, adelante, tú irás al frente!
Gollum trepó un corto trecho junto a la orilla, olisqueando con recelo. Muy pronto se detuvo y levantó la cara.
—¡Hay algo allí! —dijo—. No es un hobbit. –Retrocedió bruscamente. Una luz verde le brillaba en los ojos saltones.— ¡Amo, amo! —siseó—. ¡Malvado! ¡Astuto! ¡Falso! —Escupió y extendió los brazos largos chasqueando los dedos.
En ese momento la gran forma negra de Anborn apareció por detrás y cayó sobre él. Una mano grande y fuerte lo tomó por la nuca y lo inmovilizó. Gollum giró en redondo con la celeridad de un rayo, mojado como estaba y cubierto de lodo, retorciéndose como una anguila, mordiendo y arañando como un gato. Pero otros dos hombres salieron de las sombras.
—¡Quieto! —le dijo uno de ellos—. O te ensartaremos más púas que las de un puercoespín. ¡Quieto!
Gollum se derrumbó y empezó a gimotear y lloriquear. Los hombres lo ataron con cuerdas, sin demasiados miramientos.
—¡Despacio, despacio! —dijo Frodo—. No tiene tanta fuerza como vosotros. No lo lastiméis, si podéis evitarlo. Se calmará. ¡Sméagol! No te harán daño. Yo iré contigo y no pasará nada. A menos que me maten también a mí. ¡Ten confianza en el amo!
Gollum volvió la cabeza y escupió a Frodo en la cara. Los hombres lo alzaron, lo embozaron con un capuchón hasta los ojos, y se lo llevaron.
Frodo los siguió, sintiéndose profundamente desdichado. Pasaron por la abertura disimulada entre los arbustos, y a través de las escaleras y los pasadizos regresaron a la caverna. Ya habían encendido dos o tres antorchas. Los hombres iban de un lado a otro, en plena actividad. Sam, que estaba allí, lanzó una mirada curiosa al bulto fofo que los cazadores llevaban a la rastra.
—¿Usted lo atrapó? —le preguntó a Frodo.
—Sí. Bueno, no, no lo atrapé yo. El vino voluntariamente, porque confió en mí al principio, me temo. Yo no quería que lo atasen así. Ojalá salga bien; pero odio todo esto.
—También yo —dijo Sam—. Y nunca nada saldrá bien donde se encuentre esa criatura abominable.
Un hombre se acercó a los hobbits, les hizo una sería y los condujo al nicho del fondo de la caverna. Allí Faramir los esperaba sentado en su silla, y en la hornacina la lámpara estaba encendida otra vez. Con un ademán invitó a los hobbits a sentarse junto a él, en los taburetes.
—Traed vino para los huéspedes —dijo—. Y traedme al prisionero.
Sirvieron el vino, y un momento después entró Anborn, llevando a Gollum. Levantándole el capuchón, lo ayudó a ponerse en pie, permaneciendo junto a él para sostenerlo. Gollum entornó los ojos, ocultando detrás de los párpados pálidos y pesados una mirada maligna. Chorreando agua y entumecido, y con olor a pescado (todavía llevaba uno apretado en la mano), parecía la viva imagen de la miseria; los cabellos ralos le colgaban como algas fétidas sobre las órbitas huesudas, la nariz le moqueaba.
—¡Desatadnos! ¡Desatadnos! —dijo—. La cuerda nos hace daño, sí, nos lastima, duele, y no hicimos nada.
—¿Nada? —dijo Faramir clavando en la infeliz criatura una mirada incisiva, pero sin expresión alguna, ni de cólera, ni de piedad ni de extrañeza—. ¿Nada? ¿Nunca hiciste nada que mereciera que te atasen o castigos peores? No es a mí, sin embargo, a quien incumbe juzgarte. Por fortuna. Pero esta noche has venido a un lugar donde sólo venir significa la muerte. Caros se pagan los peces de este lago.
Gollum dejó caer el pescado que tenía en la mano.
—No queremos pescado —dijo.
—El precio no está en el pescado —dijo Faramir—. Basta venir aquí y mirar el lago para merecer la muerte. Si hasta este momento te he perdonado la vida ha sido gracias a las súplicas del amigo Frodo, quien dice que él al menos te debe cierta gratitud. Pero también a mí tendrás que satisfacerme. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Y a dónde vas? ¿Cuál es tu ocupación?
—Estamos perdidos —dijo Gollum—. Sin nombre, sin ocupación, sin el Tesoro, nada. Sólo vacío. Sólo hambre; sí, tenemos hambre. Unos pocos pescaditos, horribles pescaditos espinosos para una pobre criatura, y ellos dicen muerte. Tan sabios son; tan justos, tan verdaderamente justos.
—No verdaderamente sabios —dijo Faramir—. Pero justos sí, tal vez: tan justos como lo permite nuestra menguada sabiduría. ¡Desátalo, Frodo! —Faramir sacó del cinto un cuchillo pequeño y se lo tendió a Frodo. Gollum, interpretando mal el gesto, lanzó un chillido y se desplomó.
—¡Vamos, Sméagol! —dijo Frodo—. Tienes que confiar en mí. No te abandonaré. Contesta con veracidad, si puedes. Te hará bien, no mal. —Cortó las cuerdas que sujetaban las muñecas y los tobillos de Gollum, y lo ayudó a ponerse en pie.
—¡Acércate! —dijo Faramir—. ¡Mírame! ¿Conoces el nombre de este lugar? ¿Has estado antes aquí?
Gollum levantó la vista lentamente y de mala gana miró a Faramir. La luz se le apagó en los ojos, y por un instante los clavó, taciturnos y pálidos, en los ojos claros e imperturbables del hombre de Gondor. Hubo un silencio de muerte. De pronto Gollum dejó caer la cabeza y se enroscó sobre sí mismo, hasta quedar en el suelo tembloroso, hecho un ovillo.
—No sabemos y no queremos saber —gimoteó—. Nunca vinimos aquí; nunca volveremos.
—Hay en tu mente puertas y ventanas condenadas, y recintos oscuros detrás —dijo Faramir—. Pero en esto juzgo que eres sincero. Mejor para ti. ¿Sobre qué jurarás no volver nunca más y no guiar hasta aquí ni con palabras ni por señas a ningún ser viviente?
—El amo sabe —dijo Gollum con una mirada de soslayo a Frodo—. Sí, él sabe. Lo prometeremos al amo, si él nos salva. Se lo prometemos al Tesoro, sí. —Se arrastró hasta los pies de Frodo.— ¡Sálvanos, buen amo! —gimió—. Sméagol se lo promete al Tesoro, lo promete lealmente. ¡Jamás volveré, jamás hablaré, nunca más! ¡No, tesoro, no!
—¿Estás satisfecho? —preguntó Faramir.
—Sí —dijo Frodo—. En todo caso, o aceptáis esta promesa o aplicáis la ley. Más no conseguirás. Pero yo le prometí que sí venía a mí no le harían ningún daño. Y no me gustaría faltar a mi palabra.
Faramir permaneció pensativo un momento.
—Muy bien —dijo al cabo hablándole a Gollum—. Te entrego a manos de tu amo, Frodo hijo de Drogo. ¡Que él declare qué hará contigo!
—Pero, Señor Faramir —dijo Frodo inclinándose—, no has declarado aún tu voluntad respecto al susodicho Frodo, y hasta tanto no la des a conocer él no podrá trazar ningún plan ni para él mismo ni para sus compañeros. Tu decisión quedó postergada hasta la mañana; y el amanecer ya está muy próximo.
—Entonces declararé mi sentencia —dijo Faramir—: En lo que a ti concierne, Frodo, en la medida de los poderes que me son conferidos por una autoridad más alta, te declaro libre en el reino de Gondor hasta los últimos confines de sus antiguas fronteras; con la sola salvedad de que ni a ti ni a ninguno de quienes te acompañan le estará permitido venir aquí a menos que haya sido invitado. Este veredicto tendrá vigencia por un año y un día, y vencido ese término caducará salvo que antes vayas tú a Minas Tirith y te presentes ante el Señor y Senescal de la Ciudad. A quien rogaré que ratifique mi veredicto y que lo prolongue por vida. De aquí a entonces, toda persona que tomes bajo tu protección estará también bajo mi protección y al amparo del escudo de Gondor. ¿Te satisface esta respuesta?
Frodo se inclinó profundamente.
—Me satisface, sí —dijo —, y permíteme que te ofrezca mis servicios, si fueran dignos de alguien tan noble y tan honorable.
—Son altamente dignos —dijo Faramir—. Y ahora, Frodo, ¿tomas a esta criatura, Sméagol, bajo tu protección?
—Sí, tomo a Sméagol bajo mi protección —dijo Frodo. Sam dejó escapar un sonoro suspiro; y no a causa de las fórmulas de cortesía, las cuales, como lo haría cualquier hobbit, aprobada sin reservas. A decir verdad, en la Comarca un asunto de esa naturaleza habría exigido muchas más reverencias y más palabras.
—En ese caso —dijo Faramir volviéndose a Gollum—, te advierto que pesa sobre ti una sentencia de muerte. Pero mientras permanezcas junto a Frodo estarás a salvo, por lo que a mí me atañe. No obstante, si alguna vez un hombre de Gondor te encontrase merodeando y sin tu amo, la sentencia será ejecutada. Y quiera la muerte llegar pronto a ti, dentro o fuera de Gondor, si no le sirves con la debida lealtad. Y ahora, respóndeme: ¿a dónde querías ir? Eres su guía, dice él. ¿A dónde lo llevabas? —Gollum no respondió.
—No admitiré secretos en cuanto a esto —dijo Faramir—. Respóndeme, o revocaré mi veredicto.
Tampoco esta vez Gollum respondió.
—Yo responderé por él —dijo Frodo—. Me guió hasta la Puerta Negra, como yo se lo había pedido; pero esa puerta era infranqueable.
—No hay ninguna puerta abierta para entrar en el País Sin Nombre —dijo Faramir.
—Por lo tanto cambiamos de rumbo y vinimos por la ruta del Sur —prosiguió Frodo—; pues según él hay, o puede haber un camino cerca de Minas Ithil.
—Minas Morgul —dijo Faramir.
—No lo sé exactamente —dijo Frodo—; pero el camino trepa, creo, entre las montañas del lado norte del valle, donde se alza la ciudad antigua. Sube hasta muy arriba, hasta una hendidura, y luego desciende otra vez hasta... lo que está más allá.
—¿Conoces el nombre de esa garganta? —dijo Faramir.
—No —respondió Frodo.
—Se llama Cirith Ungol. — Gollum lanzó un silbido agudo y se puso a mascullar.— ¿No es ese el nombre? —dijo Faramir, volviéndose a Gollum.
—¡No! —dijo Gollum, y en seguida gimió, como si le hubieran dado un puñetazo—. Sí, sí, hemos oído ese nombre, una vez. Pero ¿qué nos importa el nombre? El amo dice que él necesita entrar. Es preciso entonces que tratemos de encontrar algún camino. No hay otro camino posible, no.
—¿No hay otro camino? —dijo Faramir—. ¿Y tú cómo lo sabes? ¿Quién ha explorado todos los confines de este reino sombrío? —Miró a Gollum larga y pensativamente. Luego volvió a hablar:— Llévate de aquí a esta criatura, Anborn. Trátala con dulzura, pero vigílala. Y tú, Sméagol, no intentes arrojarte en las cascadas. Allí las rocas tienen dientes tan afilados que morirás antes de tiempo. ¡Déjanos pues, y llévate tu pescado!
Anborn salió de la cueva, y Gollum fue delante de él, sumisamente. La cortina se cerró tras ellos.
—Frodo, pienso que eres demasiado imprudente en este asunto —dijo Faramir—. No creo que tengas que ir con esa criatura. Es malvada.
—No, no es del todo malvada —dijo Frodo.
—No del todo, quizá —dijo Faramir—; pero la malicia está devorándolo como un chancro, y el mal crece. No te conducirá a nada bueno. Si te separas de él, le daré un salvoconducto y un guía, y haré que lo acompañen al punto que él nombre, a lo largo de la frontera de Gondor.
—No lo aceptaría —dijo Frodo—. Me seguiría como lo ha hecho durante tanto tiempo. Y yo le he prometido muchas veces tomarlo bajo mi protección e ir a donde él me lleve. ¿No me pedirás que falte a la palabra que he empeñado?
—No —respondió Faramir—. Pero mi corazón te lo pediría. Parece menos grave aconsejar a alguien que falte a una promesa que hacerlo uno mismo, sobre todo si se trata de un amigo atado involuntariamente por un juramento nefasto. Pero ahora... tendrás que soportarlo si quiere ir contigo. Sin embargo, no me parece necesario que tengas que ir a Cirith Ungol, del que no te ha dicho ni la mitad de lo que sabe. Esto al menos lo vi claro en la mente de ese Sméagol. ¡No vayas a Cirith Ungol!
—¿A dónde iré entonces? –dijo Frodo—. ¿Volveré a la Puerta Negra para entregarme a los guardias? ¿Qué sabes tú en contra de ese lugar que hace su nombre tan temible?
—Nada cierto —respondió Faramir—. Nosotros los de Gondor nunca cruzamos en nuestros días al este del camino, y menos nuestros hombres más jóvenes, así como ninguno de nosotros ha puesto jamás el pie en las Montañas de las Sombras. De esos parajes sólo conocemos los antiguos relatos y los rumores de tiempos lejanos. Pero la sombra de un terror oscuro se cierne sobre los pasos que dominan Minas Morgul. Cuando se pronuncia el nombre de Cirith Ungol, los ancianos y los maestros del saber se ponen pálidos y enmudecen.
»El valle de Minas Morgul cayó en poder del mal hace mucho tiempo, y era una amenaza y un lugar de terror cuando el enemigo se había retirado muy lejos, e Ithilien estaba en su mayor parte bajo nuestra protección. Como sabes, esa ciudad fue antaño una plaza fuerte, orgullosa y espléndida, hermana gemela de nuestra propia ciudad. Pero se apoderaron de ella hombres feroces, que el enemigo había dominado en sus primeras guerras, y que luego de su caída erraban sin hogar y sin amo. Se dice que sus señores eran hombres de Númenor que se habían entregado a una maldad oscura: el enemigo les había dado anillos de poder, y los había devorado: se habían convertido en espectros vivientes, terribles y nefastos. Y cuando el enemigo partió, tomaron Minas Ithil y allí vivieron, y la ciudad declinó, así como todo el valle circundante: parecía vacía mas no lo estaba, pues un temor informe habitaba entre los muros ruinosos. Había allí Nueve Señores, y después del retorno del Amo, que favorecieron y prepararon en secreto, adquirieron poder otra vez. Entonces los Nueve jinetes partieron de las puertas del horror, y nosotros no pudimos resistirlos. No te acerques a esa ciudadela. Te descubrirán. Es un lugar de malicia en incesante vigilia, poblado de ojos sin párpados. ¡No vayas por ese camino!
—¿Pero a dónde entonces me encaminarías tú? —dijo Frodo—. No puedes, me dices, conducirme tú mismo a las montarías, ni por encima de ellas. Pero un compromiso solemne contraído con el Concilio me obliga a atravesarlas, a encontrar un camino o perecer en el intento. Y si me echara atrás, si rehusara el amargo final del camino, ¿a dónde iría entonces entre los elfos o los hombres? ¿Querrías tú acaso que yo fuera a Gondor con este Objeto, el Objeto que volvió loco de deseo a tu hermano? ¿Qué sortilegio obraría en Minas Tirith? ¿Habrá dos ciudades de Minas Morgul contemplándose mutuamente con una sonrisa burlona a través de una tierra muerta cubierta de podredumbre?
—Yo no querría que eso sucediera —dijo Faramir.
—Entonces ¿qué querrías que hiciera yo?
—No lo sé. Pero no que te encaminaras a la muerte o al suplicio. Y no creo que Mithrandir hubiera elegido ese camino.
—No obstante, puesto que él se ha ido, he de tomar los caminos que yo pueda encontrar. Y no hay tiempo para una larga búsqueda –dijo Frodo.
—Es un duro destino y una misión desesperada, Frodo hijo de Drogo —dijo Faramir— — Pero al menos ten presente mi advertencia: cuídate de ese guía, Sméagol. Ya ha matado una vez. Lo he leído en sus ojos. —Suspiró. — Bien, así nos encontramos y así nos separamos, Frodo hijo de Drogo. No es preciso que te endulce el oído con palabras de consuelo: no espero volver a verte bajo este Sol. Pero ahora partirás con mis bendiciones, sobre ti, y sobre todo tu pueblo. Descansa un poco mientras preparan alimentos para vosotros.
»Mucho me gustaría saber por qué medios esa criatura escurridiza, Sméagol, llegó a poseer el Objeto de que hablamos, y cómo lo perdió, pero no te importunaré con eso ahora. Si algún día, contra toda esperanza, regresas a las tierras de los vivos y una vez más nos narramos nuestras historias, sentados junto a un muro y al sol, riéndonos de las congojas pasadas, tú entonces me lo contarás. Hasta ese día, o algún otro momento más allá de lo que alcanzan a ver las Piedras Videntes de Númenor, ¡adiós!
Se levantó, se inclinó profundamente ante Frodo, y corriendo la cortina entró en la caverna.
7
VIAJE A LA ENCRUCIJADA
Frodo y Sam volvieron a sus lechos y se acostaron en silencio a descansar, mientras los hombres se ponían en actividad y los trabajos del día comenzaban. Al cabo de un rato les llevaron agua y los condujeron a una mesa servida para tres. Faramir desayunó con ellos. No había dormido desde la batalla de la víspera, pero no parecía fatigado.
Una vez terminada la comida, se pusieron de pie.
—Ojalá no os atormente el hambre en el camino —dijo Faramir—. Tenéis escasas provisiones, pero he dado orden de acondicionar en vuestros equipajes una pequeña reserva de alimentos apropiada para viajeros. No os faltará el agua mientras caminéis por Ithilien, pero no bebáis de ninguno de los arroyos que descienden del Imlad Morgul, el Valle de la Muerte Viviente. Algo más he de deciros: mis exploradores y vigías han regresado todos, aun algunos que se habían deslizado subrepticiamente hasta tener a la vista el Morannon. Todos han observado una cosa extraña. La tierra está desierta. No hay nada en el camino; no se oye en parte alguna ruido de pasos, de cuernos ni de arcos. Un silencio expectante pesa sobre el País Sin Nombre. Ignoro lo que esto presagia. Pero todo parece precipitarse hacia una gran conclusión. Se aproxima la tormenta. ¡Daos prisa, mientras podáis! Si estáis listos, partamos. Muy pronto el Sol se levantará sobre las, sombras.
Les trajeron a los hobbits sus paquetes (un poco más pesados que antes) y también dos bastones de madera pulida, herrados en la punta, y de cabeza tallada, por la que pasaba una correa de cuero trenzado.
—No tengo regalos apropiados para el momento de la partida —dijo Faramir—, pero aceptad estos bastones. Pueden prestar buenos servicios a los caminantes o a quienes escalan montañas en las regiones salvajes. Los Hombres de las Montañas Blancas los utilizan: si bien éstos han sido cortados para vuestra talla y herrados de nuevo. Están hechos con la madera del hermoso árbol lebethron, cara a los ebanistas de Gondor, y les ha sido conferida la virtud de encontrar y retornar. ¡Ojalá esta virtud no se malogre enteramente en las Sombras en que ahora vais a internaros!
Los hobbits se inclinaron en una reverencia.
—Magnánimo y muy benévolo anfitrión —dijo Frodo—, me fue augurado por Elrond el Medio Elfo que encontraría amigos en el camino, secretos e inesperados. Mas no esperaba por cierto una amistad como la tuya. Haberla encontrado trueca el mal en un auténtico bien.
Se prepararon para la partida. Gollum fue sacado de algún rincón o de algún escondrijo, y parecía más satisfecho de sí mismo que antes, aunque no se apartaba un momento del lado de Frodo y evitaba la mirada de Faramir.
—Vuestro guía partirá con los ojos vendados —dijo Faramir—, pero a ti y a tu servidor Samsagaz no os obligaré, si así lo deseáis.
Gollum lanzó un chillido, y se retorció, y se aferró a Frodo, cuando fueron a vendarle los ojos; y Frodo dijo:
—Vendadnos a los tres, empezando por mí, así comprenderá tal vez que nadie quiere hacerle daño.
Así lo hicieron y los guiaron fuera de la caverna de Henneth Annûn. Cuando dejaron atrás los corredores y las escaleras, sintieron alrededor el aire fresco, puro y apacible de la mañana. Todavía a ciegas prosiguieron la marcha un corto trecho, primero subiendo, luego bajando unas suaves pendientes. Por fin la voz de Faramir ordenó que les quitasen las vendas.
Estaban nuevamente en el bosque bajo las ramas de los árboles. No se oía ningún rumor de cascadas de agua, pues una larga pendiente se extendía ahora en dirección al sur entre ellos y la hondonada por la que corría el río. Y a través de los árboles, en el oeste, vieron luz, como si el mundo terminara allí bruscamente, y en ese punto comenzara el cielo.
—Aquí se separan definitivamente nuestros caminos —dijo Faramir—. Si seguís mi consejo, no tomaréis hacia el este. Continuad en línea recta, pues así tendréis el abrigo de los bosques durante muchas millas. Al oeste hay una cresta y allí el terreno se precipita hacia los grandes valles, a veces bruscamente y a pique, otras veces en largas pendientes. No os alejéis de esta cresta y de los lindes del bosque. Al comienzo de vuestro viaje podréis caminar a la luz del día, creo. Las tierras duermen el sueño de una paz ficticia, y por un tiempo todo mal se ha retirado. ¡Buen viaje, mientras sea posible!
Abrazó a Frodo y a Sam, a la usanza del pueblo de Gondor, encorvándose y poniendo las manos sobre los hombros de los hobbits, y besándoles la frente.
—¡Id con la buena voluntad de todos los hombres de bien! —dijo.
Los hobbits saludaron inclinándose hasta el suelo. Faramir dio media vuelta, y, sin mirar atrás ni una sola vez, fue a reunirse con los dos guardias que lo esperaban allí cerca. La celeridad con que ahora se movían esos hombres vestidos de verde, a quienes perdieron de vista casi en un abrir y cerrar de ojos, dejó maravillados a los hobbits. El bosque, donde un momento antes estuviera Faramir parecía ahora vacío y triste, como si un sueño se hubiese desvanecido.
Frodo suspiró y se volvió hacia el sur. Como mostrando qué poco le importaban todas aquellas expresiones de cortesía, Gollum estaba arañando la tierra al pie de un árbol.
«Tiene hambre otra vez», pensó Sam. «¡Bueno, de nuevo en la brecha!»
—¿Se han marchado por fin? —dijo Gollum—. ¡Hombres sssucios malvados! Todavía le duele el cuello a Sméagol, sí, todavía. ¡En marcha!
—Sí, en marcha –dijo Frodo—. ¡Pero calla si sólo sabes hablar mal de quienes te trataron con misericordia!
—¡Buen amo! —dijo Gollum—. Sméagol hablaba en broma. El siempre perdona, sí, siempre, aun las zancadillas del amo. ¡Oh sí, buen amo, Sméagol bueno!
Ni Frodo ni Sam le respondieron. Cargaron los paquetes, empuñaron los bastones y se internaron en los bosques de Ithilien.
Dos veces descansaron ese día y comieron un poco de las provisiones que les había dado Faramir: frutos secos y carne salada, en cantidad suficiente para un buen número de días; y pan en abundancia, que podrían comer mientras se conservase fresco. Gollum no quiso probar bocado.
El sol subió y pasó invisible por encima de las cabezas de los caminantes y empezó a declinar, y en el poniente una luz dorada se filtró a través de los árboles; y ellos avanzaron a la sombra verde y fresca de las frondas, y alrededor todo era silencio. Parecía como si todos los pájaros del lugar se hubieran ido, o hubieran perdido la voz.
La oscuridad cayó temprano sobre los bosques silenciosos, y antes que cerrara la noche hicieron un alto, fatigados, pues habían caminado siete leguas o más desde Henneth Annûn. Frodo se acostó y durmió toda la noche sobre el musgo al pie de un árbol viejo. Sam, junto a él, estaba más intranquilo: despertó muchas veces, pero en ningún momento vio señales de Gollum, quien se había escabullido tan pronto como los hobbits se echaron a descansar. Si había dormido en algún agujero cercano, o si se había pasado la noche al acecho de alguna presa, no lo dijo; pero regresó a las primeras luces del alba y despertó a los hobbits.
—¡A levantarse, sí, a levantarse! —dijo—. Nos esperan caminos largos, al sur y al este. ¡Los hobbits tienen que darse prisa!
El día no fue muy diferente del anterior, pero el silencio parecía más profundo; el aire más pesado era ahora sofocante debajo de los árboles, como si el trueno se estuviera preparando para estallar. Gollum se detenía con frecuencia, husmeaba el aire, y luego mascullaba entre dientes e instaba a los hobbits a acelerar el paso.
Al promediar la tercera etapa de la jornada, cuando declinaba la tarde, la espesura del bosque se abrió, y los árboles se hicieron más grandes y más espaciados. Imponentes encinas de troncos corpulentos se alzaban sombrías y solemnes en los vastos calveros, y aquí y allá, entre ellas, había fresnos venerables, y unos robles gigantescos exhibían el verde pardusco de los retoños incipientes. Alrededor, en unos claros de hierba verde, crecían celidonias y anémonas, blancas y azules, ahora replegadas para el sueño nocturno; y había prados interminables poblados por el follaje de los jacintos silvestres: los tallos tersos y relucientes de las campánulas asomaban ya a través del mantillo. No había a la vista ninguna criatura viviente, ni bestia ni ave, pero en aquellos espacios abiertos Gollum tenía cada vez más miedo, y ahora avanzaban con cautela, escabulléndose de una larga sombra a otra.
La luz se extinguía rápidamente cuando llegaron a la orilla del bosque. Allí se sentaron debajo de un roble viejo y nudoso cuyas raíces descendían entrelazadas y enroscadas como serpientes por una barranca empinada y polvorienta. Un valle profundo y lóbrego se extendía ante ellos. Del otro lado del valle el bosque reaparecía, azul y gris en la penumbra del anochecer, y avanzaba hacia el sur. A la derecha refulgían las Montañas de Gondor, lejos en el oeste, bajo un cielo salpicado de fuego. Y a la izquierda, la oscuridad: los elevados muros de Mordor; y de esa oscuridad nacía el valle largo, descendiendo abruptamente hacia el Anduin en una hondonada cada vez más ancha. En el fondo se apresuraba un torrente: Frodo oía esa voz pedregosa, que crecía en el silencio; y junto a la orilla más próxima un camino descendía serpenteando como una cinta pálida, para perderse entre las brumas grises y frías que ningún rayo del sol poniente llegaba a tocar. Allí Frodo creyó ver, muy distante, flotando por así decir en un océano de sombras, las cúpulas altas e indistintas y los pináculos irregulares de unas torres antiguas, solitarias y sombrías.
Se volvió a Gollum.
—¿Sabes dónde estamos? —le preguntó.
—Sí, amo. Parajes peligrosos. Este es el camino que baja de la torre de la Luna hasta la ciudad en ruinas por las orillas del río. La ciudad en ruinas, sí, lugar muy horrible, plagado de enemigos. Hicimos mal en seguir el consejo de los hombres. Los hobbits se han alejado mucho del camino. Ahora tenemos que ir hacia el este, por allá arriba. —Movió el brazo descarnado señalando las montañas envueltas en sombras. — Y no podemos ir por este camino. ¡Oh no! ¡Gente cruel viene por ahí desde la Torre!
Frodo miró abajo y escudriñó el camino. En todo caso nada se movía allí por el momento. Descendía hasta las ruinas desiertas envueltas en la bruma y parecía solitario y abandonado. Pero algo siniestro flotaba en el aire, como si en verdad hubiera unas cosas que iban y venían, y que los ojos no podían ver. Frodo se estremeció mirando una vez más los pináculos distantes, y que ahora desaparecían en la noche, y el sonido del agua le pareció frío y cruel: la voz de Morgulduin, el río de aguas corruptas que descendía del Valle de los Espectros.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo—. Hemos andado mucho. ¿Buscaremos algún sitio aquí atrás, en el bosque, donde poder descansar escondidos?
—Inútil esconderse en la oscuridad —dijo Gollum—. Los hobbits tienen que esconderse ahora, sí, de día.
—¡Oh, vamos! —dijo Sam—. Necesitamos descansar, aunque luego nos levantemos en mitad de la noche. Todavía quedarán horas de oscuridad, tiempo de sobra para que nos guíes en otra larga marcha, si en verdad conoces el camino.
Gollum consintió a regañadientes, y fue otra vez hacia los árboles, hacia el este al principio, a lo largo del linde del bosque, donde la arboleda era menos espesa. No quería descansar en el suelo tan cerca del camino malvado, y luego de algunas discusiones se encaramaron los tres en la horqueta de una encina corpulenta, de ramaje espeso, y que era un buen escondite y un refugio más o menos cómodo. Cayó la noche y la oscuridad se cerró, impenetrable, bajo el palio de fronda. Frodo y Sam bebieron un poco de agua y comieron una ración de pan y frutos secos, pero Gollum se enroscó en un ovillo y se durmió instantáneamente. Los hobbits no cerraron los ojos.
Habría pasado apenas la medianoche cuando Gollum despertó: los hobbits vieron de pronto el resplandor de aquellos ojos pálidos y muy abiertos. Gollum escuchaba y husmeada, cosa que parecía ser, como ya lo habían advertido antes, su método habitual para conocer la hora de la noche.
—¿Hemos descansado? ¿Hemos dormido maravillosamente? ¡En marcha!
—No, no hemos descansado ni hemos dormido maravillosamente —refunfuñó Sam—. Pero si hay que partir, partamos.
Gollum se dejó caer inmediatamente de las ramas del árbol en cuatro patas, y los hobbits lo siguieron con más lentitud.
Tan pronto como llegaron al suelo reanudaron la marcha en la oscuridad, bajo la conducción de Gollum, subiendo hacia el este por una cuesta empinada. Veían muy poco; la noche era tan profunda que sólo reparaban en los troncos de los árboles cuando tropezaban con ellos. El suelo era ahora más accidentado y la marcha se les hacía más difícil, pero Gollum no parecía preocupado. Los guiaba a través de malezas y zarzales, bordeando a veces una grieta profunda o un pozo oscuro, otras bajando a los agujeros negros escondidos bajo la espesura y volviendo a salir; y si descendían un trecho, la cuesta siguiente era más larga y más escarpada. Trepaban sin descanso. En el primer alto se volvieron para mirar y a duras penas alcanzaron a ver la techumbre del bosque que habían dejado atrás: una sombra densa y vasta, una noche más oscura bajo el cielo oscuro y vacío. Algo negro e inmenso parecía venir lentamente desde el este, devorando las estrellas pálidas y desvaídas. Más tarde la luna en descenso escapó de la nube, pero envuelta en un maléfico resplandor amarillo.
Al fin Gollum se volvió a los hobbits.
—Pronto de día —anunció—. Hobbits tienen que apresurarse. ¡Nada seguro mostrarse al descampado en estos sitios! ¡De prisa!
Apretó el paso, y los hobbits lo siguieron cansadamente. Pronto comenzaron a escalar una ancha giba. Estaba cubierta casi por completo de matorrales de aulaga y arándano, y de espinos achaparrados y duros, si bien aquí y allá se abrían algunos claros, las cicatrices de recientes hogueras. Ya cerca de la cima, las matas de aulaga se hacían más frecuentes; eran viejísimas y muy altas, flacas y desgarbadas en la base pero espesas arriba, y ya mostraban las flores amarillas que centelleaban en la oscuridad y esparcían una fragancia suave y delicada. Eran tan altos aquellos matorrales de espinos que los hobbits podían caminar por debajo sin agacharse, atravesando largos senderos secos, tapizados de un musgo profundo, erizado de espinas.
Al llegar al otro extremo de la colina ancha y gibosa se detuvieron un momento y luego corrieron a esconderse bajo una apretada maraña de espinos. Las ramas retorcidas que se encorvaban hasta tocar el suelo, estaban recubiertas por un laberinto de viejos brezos trepadores. Toda aquella intrincada espesura formaba una especie de recinto hueco y profundo, tapizado de zarzas y hojas muertas y techado por las primeras hojas y brotes primaverales. Allí se echaron un rato a descansar, demasiado fatigados aún para comer; y espiando por entre los intersticios de la hojarasca aguardaron el lento despertar del día.
Pero no llegó el día, sólo un crepúsculo pardo y mortecino. Al este, un resplandor apagado y rojizo asomaba bajo los nubarrones amenazantes: no era el rojo purpúreo de la aurora. Más allá de las desmoronadas tierras intermedias, se alzaban las montañas siniestras de Ephel Dúath, negras e informes abajo, donde la noche se demoraba; arriba los picos dentados y las crestas duramente recortadas se erguían amenazantes contra el fiero resplandor. A lo lejos, a la derecha, una gran meseta montañosa se adelantaba hacia el oeste, lóbrega y negra en medio de las sombras.
—¿Por qué camino marcharemos ahora? —preguntó Frodo—. ¿Y aquélla es la entrada de... del Valle de Morgul, allí arriba, detrás de esa mole negra?
—¿Ya tenemos que pensar en eso? —dijo Sam—. Me imagino que ya no nos moveremos hoy durante el día, si esto es el día.
—Tal vez no —dijo Gollurn—. Pero pronto tendremos que partir, hacia la Encrucijada. Sí, la Encrucijada. Sí, amo, aquel es el camino.
El resplandor rojizo que se cernía sobre Mordor se extinguió al fin. La penumbra crepuscular se cerró todavía más mientras unos vapores se alzaban en el este y se deslizaban por encima de los viajeros. Frodo y Sam comieron frugalmente y luego se echaron a descansar, pero Gollum estaba inquieto. No quiso la comida de los hobbits; bebió un poco de agua y luego se puso a corretear de un lado a otro bajo los matorrales, husmeando y mascullando. De pronto desapareció.
—Habrá salido de caza, supongo —dijo Sam, y bostezó. Esta vez le tocaba a él dormir primero, y pronto cayó en un sueño profundo. Creía estar de vuelta en el jardín de Bolsón Cerrado buscando algo; pero cargaba un fardo pesado que le encorvaba las espaldas. De algún modo todo parecía cubierto de malezas, y los espinos y helechos habían invadido los macizos hasta casi la cerca del fondo.
—Menudo trabajo me espera, por lo que veo; pero estoy tan cansado —repetía una y otra vez. De pronto recordó lo que había ido a buscar—. ¡Mi pipa! —dijo, y en ese momento se despertó.
—¡Tonto! —exclamó, mientras abría los ojos y se preguntaba por qué se había acostado debajo del cerco—. ¡Estuvo todo el tiempo en tu equipaje! —Entonces se dio cuenta, primero, que la pipa bien podía estar en el equipaje, pero que era inútil, puesto que no tenía hojas, y en seguida que él se encontraba a cientos de millas de Bolsón Cerrado. Se incorporó. Parecía ser casi de noche. ¿Por qué el amo lo había dejado dormir fuera de turno, hasta el anochecer?
—¿No ha dormido, señor Frodo? —dijo—. ¿Qué hora es? Parece que se está haciendo tarde.
—No, nada de eso —dijo Frodo—. Pero el día no aclara, y en cambio se oscurece cada vez más. Hasta donde yo puedo saber, aún no es mediodía, y tú no has dormido más de tres horas.
—Me pregunto qué sucede —dijo Sam—. ¿Será que se avecina una tormenta? En ese caso, será la peor que hubo jamás. Desearemos estar metidos en un agujero profundo, no sólo amontonados debajo de un seto. —Escuchó con atención.— ¿Qué es eso? ¿Truenos, o tambores, o qué?
—No lo sé —dijo Frodo—. Ya hace un buen rato que dura. Por momentos la tierra parece temblar y por momentos tienes la impresión de que el aire pesado te late en los oídos.
Sam miró alrededor.
—¿Dónde está Gollum? —preguntó— ¿Todavía no ha vuelto?
—No —dijo Frodo—. No lo he visto ni lo he oído.
—Bueno, yo no lo paso —dijo Sam—. A decir verdad, nunca salí de viaje con nada que menos lamentaría perder en el camino. Pero sería muy de él, después de habernos seguido todas estas millas, venir a perderse ahora, justo cuando lo necesitamos más... es decir, si alguna vez nos sirve de algo, cosa que dudo.
—Te olvidas de las ciénagas —dijo Frodo—. Espero que no le haya ocurrido nada.
—Y yo espero que no nos esté preparando alguna triquiñuela. Y en todo caso espero que no vaya a caer en otras manos, como quien dice. Porque entonces, pronto nos veríamos en figurillas.
En ese momento se oyó otra vez, más fuerte y cavernoso, un ruido sordo, vibrante y prolongado. El suelo pareció temblar bajo los pies de los hobbits.
—Me parece que nos veremos en figurillas de todas maneras —dijo Frodo—. Me temo que nuestro viaje se esté acercando a su fin.
—Tal vez —dijo Sam—; pero donde hay vida hay esperanza, como decía mi compadre, y necesidad de vituallas, solía agregar. Coma usted un bocado, señor Frodo, y luego échese un sueño.
La tarde, como Sam suponía que había que llamarla, transcurrió lentamente. Cuando asomaba la cabeza fuera del refugio no veía nada más que un mundo lúgubre, sin sombras, que se diluía poco a poco en una oscuridad monótona, incolora. La atmósfera era sofocante, pero no hacía calor. Frodo dormía con un sueño intranquilo, se movía y daba vueltas, y de cuando en cuando murmuraba. Sam creyó oír dos veces el nombre de Gandalf. El tiempo parecía prolongarse interminablemente. De pronto Sam oyó un silbido detrás de él, y vio a Gollum en cuatro patas, mirándolos con los ojos relucientes.
—¡A despertarse, a despertarse! ¡A despertarse, dormilones! —murmuró—. ¡A despertarse! No hay tiempo que perder. Tenemos que partir, sí, tenemos que partir en seguida. ¡No hay tiempo que perder!
Sam le clavó una mirada recelosa: Gollum parecía asustado o excitado.
—¿Partir ahora? ¿Qué andas tramando? Todavía no es el momento. No puede ser ni la hora del té, al menos en los lugares decentes donde hay una hora para tomar el té.
—¡Estúpido! —siseó Gollum—. No estamos en ningún lugar decente. Los minutos corren, sí, vuelan. No hay tiempo que perder. Tenemos que partir. Despierte, amo, ¡despierte! —Se prendió a Frodo, que despertó sobresaltado, y tomó a Gollum por el brazo. Gollum se desasió rápidamente y retrocedió.
—No seáis estúpidos —siseó—. Tenemos que partir. No hay tiempo que perder. —Y no hubo modo de sacarle una palabra más. No quiso decir de dónde venía ni por qué tenía tanta prisa. A Sam todo aquello le parecía muy sospechoso y lo demostraba; de Frodo en cambio no podía saberse lo que le pasaba por la mente. Suspiró, levantó el paquete y se preparó para salir a la creciente oscuridad.
Gollum les hizo descender muy furtivamente el flanco de la colina, tratando de mantenerse oculto siempre que era posible, y corriendo, encorvado casi contra el suelo en los espacios abiertos; pero la luz era ahora tan débil que ni siquiera una bestia salvaje de ojos penetrantes hubiera podido ver a los hobbits, encapuchados, envueltos en los oscuros mantos grises, ni tampoco oírlos, pues caminaban con ese andar sigiloso que con tanta naturalidad adopta la gente pequeña. Ni una rama crujió, ni una hoja susurró mientras pasaban y desaparecían.
Durante cerca de una hora prosiguieron la marcha en silencio, en fila, bajo la opresión de la oscuridad y la calma absoluta de aquellos parajes, sólo interrumpida de tanto en tanto por lo que parecía un trueno lejano, o un redoble de tambores en alguna hondonada de las colinas. Siempre descendiendo, dejaron atrás el escondite, y se volvieron hacia el sur y tomaron por el camino más recto que Gollum pudo encontrar: una larga pendiente accidentada que subía a las montarías. Pronto, no muy lejos camino adelante, vieron un cinturón de árboles que parecía alzarse como una muralla negra. Al acercarse notaron que eran árboles enormes y quizá muy viejos, pero erguidos aún, aunque las copas estaban desnudas y rotas, como castigadas por la tempestad y el rayo, que no había podido matarlos ni conmover las raíces insondables.
—La Encrucijada, sí —susurró Gollum, hablando por primera vez desde que salieron del escondite—. Hemos de tomar ese camino. —Virando ahora al este, los guió cuesta arriba; y entonces, de improviso, apareció a la vista el Camino del Sur: se abría paso serpenteando desde el pie de las montañas, para venir a morir aquí, en el gran anillo de los árboles.
—Este es el único camino —cuchicheó Gollum—. No hay ningún otro. Ni senderos. Tenemos que ir a la Encrucijada. ¡Pero de prisa! ¡Silencio!
Furtivamente, como exploradores en campamento enemigo, se deslizaron al camino y con pasos sigilosos de gato en acecho avanzaron a lo largo del borde occidental, al amparo de la barranca pedregosa, gris como las piedras mismas. Llegaron por fin a los árboles y descubrieron que se encontraban dentro de un vasto claro circular, abierto bajo el cielo sombrío; y los espacios entre los troncos inmensos eran como las grandes arcadas oscuras de un castillo ruinoso. En el centro mismo confluían cuatro caminos. A espaldas de los hobbits se extendía el que conducía a Morannon; delante de ellos partía nuevamente rumbo al sur; ala derecha subía el camino de la antigua Osgiliath, y luego se perdía en los sombras del este: el cuarto camino, el que ellos tomarían.
Frodo se detuvo un instante atemorizado y de pronto vio brillar una luz: un reflejo en la cara de Sam, que estaba junto a él. Se volvió y alcanzó a ver bajo la bóveda de ramas el camino de Osgiliath que descendía y descendía hacia el oeste, casi tan recto como una cinta estirada. Allí, en la lejanía, más allá de la triste Gondor ahora envuelta en sombras, el Sol declinaba y tocaba por fin la orla del paño funerario de las nubes, que rodaban lentamente, y se hundían, en un incendio ominoso, en el Mar todavía inmaculado. El breve resplandor iluminó una enorme figura sentada, inmóvil y solemne como los grandes reyes de piedra de Argonath. Los años la habían carcomido, y unas manos violentas la habían mutilado. Habían arrancado la cabeza, y habían puesto allí como burla una piedra toscamente tallada y pintarrajeado por manos salvajes; la piedra simulaba una cara horrible y gesticulante con un ojo grande y rojo en medio de la frente. Sobre las rodillas, el trono majestuoso, y alrededor del pedestal unos garabatos absurdos se mezclaban con los símbolos inmundos de los corruptos habitantes de Mordor.
De improviso, capturada por los rayos horizontales, Frodo vio la cabeza de rey: yacía abandonada a la orilla del camino.
—¡Mira, Sam! —exclamó con voz entrecortado—. ¡Mira! ¡El rey tiene otra vez una corona!
Le habían vaciado las cuencas de los ojos, y la barba esculpida estaba rota, pero alrededor de la frente alta y severa tenía una corona de plata y de oro. Una planta trepadora con flores que parecían estrellitas blancas se había adherido a las cejas como rindiendo homenaje al rey caído, y en las fisuras de la cabellera de piedra resplandecían unas siemprevivas doradas.
—¡No podrán vencer eternamente! —dijo Frodo. Y entonces, de pronto, la visión se desvaneció. El Sol se hundió y desapareció, y como si se apagara una lámpara, cayó la noche negra.
8
LAS ESCALERAS DE CIRITH UNGOL
Gollum le tironeaba a Frodo de la capa y siseaba de miedo e impaciencia.
—Tenemos que partir —decía—. No podemos quedarnos aquí. ¡De prisa!
De mala gana Frodo volvió la espalda al oeste y siguió al guía que lo llevaba a las tinieblas del este. Salieron del anillo de los árboles y se arrastraron a lo largo del camino hacia las montarías. También este camino corría un cierto trecho en línea recta, pero pronto empezó a torcer hacia el sur, para continuar al pie de la amplia meseta rocosa que poco antes habían divisado en lontananza. Negra y hostil se levantaba sobre ellos, más tenebrosa que el cielo tenebroso. A la sombra de la meseta el camino proseguía ondulante, la contorneaba, y otra vez torcía rumbo al este y ascendía luego rápidamente.
Frodo y Sam avanzaban con el paso y el corazón pesados, incapaces ya de preocuparse por el peligro en que se encontraban. Frodo caminaba con la cabeza gacha: otra vez el fardo lo empujaba hacia abajo. No bien dejaron atrás la Encrucijada, el peso del Objeto, casi olvidado en Ithilien, había empezado a crecer de nuevo. Ahora, sintiendo que el suelo era cada vez más escarpado, Frodo alzó fatigado la cabeza; y entonces la vio, tal como Gollum se la había descrito: la Ciudad de los Espectros del Anillo. Se acurrucó contra la barranca pedregosa.
Un valle en largo y pronunciado declive, un profundo abismo de sombra, se internaba a lo lejos en las montañas. Del lado opuesto, a cierta distancia entre los brazos del valle, altos y encaramados sobre un asiento rocoso en el regazo de Ephel Dúath, se erguían los muros y la torre de Minas Morgul. Todo era oscuridad en torno, tierra y cielo, pero la ciudad estaba iluminada. No era el claro de luna aprisionado que en tiempos lejanos brotaba como agua de manantial de los muros de mármol de Minas Ithil, la Torre de la Luna, bella y radiante en el hueco de las colinas. Más pálido en verdad que el resplandor de una luna que desfallecía en algún eclipse lento era ahora la luz, una luz trémula, un fuego fatuo de cadáveres que no alumbraba nada y que parecía vacilar como un nauseabundo hálito de putrefacción. En los muros y en la torre se veían las ventanas, innumerables agujeros negros que miraban hacia adentro, hacia el vacío; pero la garita superior de la torre giraba lentamente, primero en un sentido, luego en otro: una inmensa cabeza espectral que espiaba la noche. Los tres compañeros permanecieron allí un momento, encogidos de miedo, mirando con repulsión. Gollum fue el primero en recobrarse. De nuevo tironeó, apremiante, de las capas de los hobbits, pero no dijo una palabra. Casi a la rastra los obligó a avanzar. Cada paso era una nueva vacilación, y el tiempo parecía muy lento, como si entre el instante de levantar un pie y el de volverlo a posar. Transcurriesen unos minutos abominables.
Así llegaron por fin al puente blanco. Allí el camino, envuelto en un débil resplandor, pasaba por encima del río en el centro del valle y subía zigzagueando hasta la puerta de la ciudad: una boca negra abierta en el círculo exterior de las murallas septentrionales. Unos grandes llanos se extendían en ambas orillas, prados sombríos cuajados de pálidas flores blancas. También las flores eran luminosas, bellas y sin embargo horripilantes, como las imágenes deformes de una pesadilla; y exhalaban un vago y repulsivo olor a carroña; un hálito de podredumbre colmaba el aire. El puente cruzaba de uno a otro prado. Allí, en la cabecera, había figuras hábilmente esculpidas de formas humanas y animales, pero todas repugnantes y corruptas. El agua corría por debajo en silencio, y humeaba; pero el vapor que se elevaba en volutas y espirales alrededor del puente era mortalmente frío. Frodo tuvo la impresión de que la razón lo abandonaba y que la mente se le oscurecía. Y de pronto, como movido por una fuerza ajena a su voluntad, apretó el paso, y extendiendo las manos avanzó a tientas, tambaleándose, bamboleando la cabeza de lado a lado. Sam y Gollum se lanzaron tras él al mismo tiempo. Sam lo alcanzó y lo sujetó entre los brazos, en el preciso instante en que Frodo tropezaba con el umbral del puente y estaba a punto de caer.
—¡Por ahí no! ¡No, no, no por ahí! —murmuró Gollum, pero el aire que le pasaba entre los dientes pareció desgarrar el pesado silencio como un silbido, y la criatura se acurrucó en el suelo, aterrorizada.
—¡Coraje, señor Frodo! —musitó Sam al oído de Frodo—. ¡Vuelva! Por ahí no, Gollum dice que no, y por una vez estoy de acuerdo con él.
Frodo se pasó la mano por la frente y quitó los ojos de la ciudad posada en la colina. Aquella torre luminosa lo fascinaba, y luchaba contra el deseo irresistible de correr hacia la puerta por el camino iluminado. Al fin con un esfuerzo dio media vuelta, y entonces sintió que el Anillo se le resistía, tironeándole de la cadena que llevaba alrededor del cuello; y también los ojos, cuando los apartó, parecieron enceguecidos un momento. Delante de él la oscuridad era impenetrable.
Gollum, reptando por el suelo como un animal asustado, se desvanecía ya en la penumbra. Sam, sin dejar de sostener a su amo que se tambaleaba, lo siguió lo más rápido que pudo. No lejos de la orilla del río había una abertura en el muro de piedra que bordeaba el camino. Pasaron por ella, y Sam vio que se encontraban en un sendero estrecho, vagamente luminoso al principio, como lo estaba el camino principal, pero luego, a medida que trepaba por encima de los prados de flores mortales y se internaba, tortuoso y zigzagueante, en los flancos septentrionales del valle, la luz se iba extinguiendo y el camino se perdía en las tinieblas.
Por este sendero caminaban los hobbits trabajosamente, juntos, incapaces de distinguir a Gollum delante de ellos, salvo cuando se volvía para indicarles que se apresuraran. Los ojos le brillaban entonces con un fulgor blanco—verdoso, reflejo tal vez de la maléfica luminosidad de Morgul, o encendidos por algún estado de ánimo correspondiente al lugar. Frodo y Sam no podían olvidar aquel fulgor mortal y las troneras sombrías, y una y otra vez espiaban temerosos por encima del hombro, y una y otra vez se obligaban a volver la mirada hacia la oscuridad creciente del sendero. Avanzaban lenta y pesadamente. Cuando se elevaron por encima del hedor y los vapores del río envenenado, empezaron a respirar con más libertad y a sentir la mente más despejada, pero ahora una terrible fatiga les agarrotaba los miembros, como si hubiesen caminado toda la noche llevando a cuestas una carga pesada, o hubiesen estado nadando. Al fin no pudieron dar un paso más.
Frodo se detuvo y se sentó sobre una piedra. Habían trepado hasta la cresta de una gran giba de roca desnuda. Delante de ellos, en el flanco del valle, había una saliente que el sendero contorneaba, apenas una ancha cornisa con un abismo a la derecha; trepaba luego por la cara escarpada del sur, hasta desaparecer arriba, en la negrura.
—Necesitaría descansar un rato, Sam —murmuró Frodo—. Me pesa mucho, Sam, hijo, me pesa enormemente. Me pregunto hasta dónde podré llevarlo. De todos modos necesito descansar antes de que nos aventuremos a entrar allí. —Señaló adelante el angosto camino.
—¡Sssh! ¡Sssh! —siseó Gollum corriendo apresuradamente hacia ellos—. ¡Sssh! —Tenía los dedos contra los labios y sacudía insistentemente la cabeza. Tironeando a Frodo de la manga, le señaló el sendero; pero Frodo se negó a moverse.
—Todavía no —dijo—, todavía no. —La fatiga y algo más que la fatiga lo oprimían; tenía la impresión de que un terrible sortilegio le atenazaban la cabeza y el cuerpo.— Necesito descansar —murmuró.
Al oír esto, el miedo y la agitación de Gollum fueron tales que volvió a hablar esta vez claramente, llevándose la mano a la boca, como para que unos oyentes invisibles que poblaban el aire no pudieran oírlo. No aquí, no. No descansar aquí. Locos. Ojos pueden vernos. Cuando vengan al puente nos verán. ¡Vamos! ¡Arriba, arriba! ¡Vamos!
—Vamos, señor Frodo —dijo Sam—. Otra vez tiene razón. No podemos quedarnos aquí.
—Está bien —dijo Frodo con una voz remota, como la de alguien que hablase en un duermevela—. Lo intentaré. —Penosamente volvió a incorporarse.
Pero era demasiado tarde. En ese momento la roca se estremeció y tembló debajo de ellos. El estruendo prolongado y trepidante, más fuerte que nunca, retumbó bajo la tierra y reverbero en las montañas. Luego, de improviso, con una celeridad enceguecedora, estalló un relámpago enorme y rojo. Saltó al cielo mucho más allá de las montañas del este y salpicó de púrpura las nubes sombrías. En aquel valle de sombras y fría luz mortal pareció de una violencia insoportable y feroz. Los picos de piedra y las crestas que parecían cuchillos mellados emergieron de pronto siniestros y negros contra la llama que subía del Gorgoroth. Luego se oyó el estampido de un trueno.
Y Minas Morgul respondió. Hubo un centelleo de relámpagos lívidos: saetas de luz azul brotaron de la torre y de las colinas circundantes hacia las nubes lóbregas. La tierra gimió; y un clamor llegó desde la ciudad. Mezclado con voces ásperas y estridentes, como de aves de rapiña, y el agudo relincho de caballos furiosos y aterrorizados, resonó un grito desgarrador, estremecido, que subió rápidamente de tono hasta perderse en un chillido penetrante, casi inaudible. Los hobbits giraron en redondo, volviéndose hacia el sitio de donde venía el sonido y se tiraron al suelo, tapándose las orejas con las manos.
Cuando el grito terrible terminó en un gemido largo y abominable, Frodo levantó lentamente la cabeza. Del otro lado del valle estrecho, ahora casi al nivel de los ojos, se alzaban los muros de la ciudad funesta, y la puerta cavernosa, como una boca franqueada de dientes relucientes, estaba abierta. Y por esa puerta salía un ejército.
Todos los hombres iban vestidos de negro, sombríos como la noche. Frodo los veía contra los muros claros y el pavimento luminoso: pequeñas figuras negras que marchaban en filas apretadas, silenciosos y rápidos, fluyendo como un río interminable. Al frente avanzaba una caballería numerosa de jinetes que se movían como sombras disciplinadas, y a la cabeza iba uno más grande que los otros: un jinete, todo de negro, excepto la cabeza encapuchado protegida por un yelmo que parecía una corona y que centelleaba con una luz inquietante. Descendía, se acercaba al puente, y Frodo lo seguía con los ojos muy abiertos, incapaz de parpadear o de apartar la mirada. ¿No era aquel el Señor de los Nueve jinetes, el que había retornado para conducir a la guerra a aquel ejército horrendo? Allí, sí, allí, estaba por cierto el rey espectral, cuya mano fría hiriera al Portador del Anillo con un puñal mortífero. La vieja herida le latió de dolor y un frío inmenso invadió el corazón de Frodo.
Y mientras estos pensamientos lo traspasaban aún de terror y lo tenían paralizado como por un sortilegio, el jinete se detuvo de golpe, justo a la entrada del puente, y toda la hueste se inmovilizó detrás. Hubo una pausa, un silencio de muerte. Tal vez era el Anillo que llamaba al Señor de los Espectros, y lo turbaba haciéndole sentir la presencia de otro poder en el valle. A un lado y a otro se volvía la cabeza embozada y coronada de miedo, barriendo las sombras con ojos invisibles. Frodo esperaba, como un pájaro que ve acercarse una serpiente, incapaz de moverse. Y mientras esperaba sintió, más imperiosa que nunca, la orden de ponerse el Anillo en el dedo. Pero por más poderoso que fuese aquel impulso, ahora no se sentía inclinado a ceder. Sabía que el anillo no haría otra cosa que traicionarlo, y que aun cuando se lo pusiera, no tenía todavía poder suficiente para enfrentarse al Rey de Morgul... todavía no. Ya no había en él, en su voluntad, por muy debilitada por el terror que ahora estuviera, ninguna respuesta a ese mandato, y sólo sentía aquella fuerza extraña que lo golpeaba. Una fuerza que le tomaba la mano, y mientras Frodo la observaba con los ojos de la mente, sin consentir pero en suspenso (como si esperase el final de una vieja leyenda de antaño), se la acercaba poco a poco a la cadena que llevaba al cuello. Entonces la voluntad de Frodo reaccionó: lentamente obligó a la mano a retroceder y a buscar otra cosa, algo que llevaba escondido cerca del pecho. Frío y duro lo sintió cuando el puño se cerró sobre él: el frasco de Galadriel, tanto tiempo atesorado y luego casi olvidado. Al tocarlo, todos los pensamientos que concernían al Anillo se desvanecieron un momento. Suspiri5 e inclinó la cabeza.
En ese mismo instante el Rey de los Espectros dio media vuelta, picó espuelas y cruzó el puente, y todo el sombrío ejército marchó tras él. Quizá las caperuzas élficas habían resistido la mirada de los ojos invisibles y la mente del pequeño enemigo, fortalecido ahora, había logrado desviar los pensamientos del jinete. Pero llevaba prisa. La hora ya había sonado, y a la orden del Amo poderoso tenía que marchar en son de guerra hacia el Oeste.
Pronto se perdió, una sombra en la sombra, en el sinuoso camino, y tras él las filas negras aún cruzaban el puente. Nunca un ejército tan grande había partido de ese valle desde los días del esplendor de Isildur; ningún enemigo tan cruel y tan fuertemente armado había atacado aún los vados del Anduin; y sin embargo no era más que un ejército, y no el mayor, de las huestes que ahora enviaba Mordor.
Frodo se sacudió. Y de pronto volvió el corazón a Faramir.
«La tormenta al fin ha estallado», se dijo. «Este enorme despliegue de lanzas y de espadas va hacia Osgiliath. ¿Llegará a tiempo Faramir? Él lo predijo, ¿pero sabía la hora? ¿Y quién ahora defenderá los vados, cuando llegue el Rey de los Nueve Jinetes? Y a este ejército le seguirán otros. He venido tarde. Todo está perdido. Me he demorado demasiado. Y aun cuando llegase a cumplir mi misión, nadie lo sabría. No habrá nadie a quien pueda contárselo. Será inútil.» Débil y abatido, Frodo se echó a llorar. Y mientras tanto los ejércitos de Morgul seguían cruzando el puente.
De pronto lejana y remota, como surgida de los recuerdos de la Comarca, Iluminada por el primer sol de la mañana, mientras el día despertaba y las puertas se abrían, oyó la voz de Sam:
—¡Despierte, señor Frodo! ¡Despierte! —Si la voz hubiese agregado: «Tiene el desayuno servido» poco le habría extrañado. Era evidente que Sam estaba ansioso. — ¡Despierte, señor Frodo! Se han marchado —dijo.
Hubo un golpe sordo. Las puertas de Minas Morgul se habían cerrado. La última fila de lanzas había desaparecido en el camino. La torre se alzaba aún como una mueca siniestra del otro lado del valle, pero la luz empezaba a debilitarse en el interior. La ciudad toda se hundía una vez más en una sombra negra y hostil, y en el silencio. Sin embargo, seguía poblada de ojos vigilantes.
—¡Despierte señor Frodo! Ellos se han marchado, y lo mejor será que también nosotros nos alejemos de aquí. Todavía hay algo vivo en ese lugar, algo que tiene ojos, o una mente que ve, si usted me entiende; y cuanto más tiempo nos quedemos, más pronto nos caerá encima. ¡Animo, señor Frodo!
Frodo levantó la cabeza y luego se incorporó. La desesperación no lo había abandonado, pero ya no estaba tan débil. Hasta sonrió con cierta ironía, sintiendo ahora tan claramente como un momento antes había sentido lo contrario, que lo que tenía que hacer, lo tenía que hacer, si podía, y poco importaba que Faramir o Aragorn o Elrond o Galadriel o Gandalf o cualquier otro no lo supieran nunca. Tomó el bastón con una mano y el frasco de cristal con la otra. Cuando vio que la luz clara le brotaba entre los dedos, lo volvió a guardar junto al pecho y lo estrechó contra el corazón. Luego, volviendo la espalda a la ciudad de Morgul, que ahora no era más que un resplandor trémulo y gris en la otra orilla de un abismo de sombras, se dispuso a ir camino arriba.
Gollum se había escabullido al parecer a lo largo de la comisa hacia la oscuridad del otro lado, cuando se abrieron las puertas de Minas Morgul, dejando a los hobbits en el sitio en que se habían echado a descansar. Ahora volvía a cuatro patas, rechinando los dientes y chasqueando los dedos.
—¡Locos! ¡Estúpidos! —siseó—. ¡De prisa! Ellos no tienen que pensar que el peligro ha pasado, no ha pasado. ¡De prisa!
Los hobbits no le contestaron, pero lo siguieron y subieron tras él por la cornisa empinada. Ese tramo del camino no les gustó mucho ni a Frodo ni a Sam, aun después de tantos peligros como habían pasado; pero duró poco. Pronto el sendero describió una curva, penetrando bruscamente en una angosta abertura en la roca, y allí el flanco de la colina volvía a combarse. Habían llegado a la primera escalera, que Gollum había mencionado. La oscuridad era casi completa, y más allá de las manos extendidas no veían absolutamente nada; pero los ojos de Gollum brillaban con un resplandor pálido, pocos pasos más adelante, cuando se dio vuelta.
—¡Cuidado! –susurró— ¡Escalones! ¡Muchos escalones. ¡Cuidado!
La cautela era necesaria por cierto. Al principio Frodo y Sam se sintieron más seguros, con una pared de cada lado, pero la escalera era casi vertical, como una escala, y a medida que subían y subían, menos podían olvidar el largo vacío negro que iban dejando atrás; y los peldaños eran estrechos, desiguales, y a menudo traicioneros; estaban desgastados y pulidos en los bordes, y a veces rotos, y algunos se agrietaban bajo los pies. El ascenso era muy penoso, y al fin terminaron aferrándose con dedos desesperados al escalón siguiente, y obligando a las rodillas doloridas a flexionarse y estirarse; y a medida que la escalera se iba abriendo un camino cada vez más profundo en el corazón de la montaña, las paredes rocosas se elevaban más y más a los lados, por encima de ellos.
Por fin, cuando ya les parecía que no podían aguantar más, vieron los ojos de Gollum que escudriñaban otra vez desde arriba.
—Hemos llegado —les dijo—. Hemos pasado la primera escalera. Hobbits hábiles para subir tan alto; hobbits muy hábiles. Unos escalones más y ya está, sí.
Mareados y terriblemente cansados, Sam, y Frodo tras él, subieron a duras penas el último escalón, y allí se sentaron, y se frotaron las piernas y las rodillas. Estaban en un oscuro pasadizo que parecía subir delante de ellos, aunque en pendiente más suave y sin escalera. Gollum no les permitió descansar mucho tiempo.
—Hay otra escalera más —les dijo—. Mucho más larga. Descansarán después de subir la próxima escalera. Todavía no.
Sam refunfuñó.
—¿Más larga, dijiste?
—Sí, sssí, más larga —dijo Gollum—. Pero tan difícil. Hobbits subieron ya la Escalera Recta. Ahora viene la Escalera en Espiral.
—¿Y después? —dijo Sam.
—Ya veremos —dijo Gollum en voz baja—. ¡Oh sí, ya veremos! —Me parece que hablaste de un túnel —dijo Sam—. ¿No hay que atravesar un túnel, o algo así?
—Oh sí, un túnel —dijo Gollum—. Pero los hobbits podrán descansar antes. Si lo pasan habrán llegado casi a la cima. Casi, si lo pasan. Oh sí casi a la cima.
Frodo se estremeció. El ascenso lo había hecho sudar, pero ahora sentía el cuerpo mojado y frío, y una corriente de aire glacial, que llegaba desde alturas invisibles, soplaba en el pasadizo oscuro. Se levantó y se sacudió.
—¡Bien, en marcha! —dijo—. Este no es sitio para sentarse a descansar.
El pasadizo parecía alargarse millas y millas, y siempre el soplo helado flotaba sobre ellos, transformándose poco a poco en un viento áspero. Se hubiera dicho que las montañas al echarles encima ese aliento mortal, intentaban desanimarlos, alejarlos de los secretos de las alturas, o arrojarlos al tenebroso vacío que habían dejado atrás. Supieron que al fin habían llegado cuando de pronto ya no palparon el muro a la derecha. No veían casi nada. Grandes masas negras e informes y profundas sombras grises se alzaban por encima de ellos y todo alrededor, pero ahora una luz roja y opaca parpadeaba bajo los nubarrones oscuros, y por un momento alcanzaron a ver las formas de los picos, al frente y a los lados, como columnas que sostuvieran una vasta techumbre a punto de desplomarse. Habían subido al parecer muchos centenares de pies, y ahora se encontraban en una cornisa ancha. A la derecha una pared se elevaba a pique y a la izquierda se abría un abismo.
Gollum marchaba delante casi pegado a la pared rocosa. En ese tramo ya no subían, pero el suelo era más accidentado y peligroso, y había bloques de piedra y roca desmoronada en el camino. Avanzaban lenta y cautelosamente. Cuántas horas habían transcurrido desde que entraran en el Valle de Morgul, ni Sam ni Frodo podían decirlo con certeza. La noche parecía interminable.
Al fin advirtieron que otro muro acababa de aparecer, y una nueva escalera se abrió ante ellos. Otra vez se detuvieron y otra vez empezaron a subir. Era un ascenso largo y fatigoso; pero esta escalera no penetraba en la ladera de la montaña; aquí la enorme y empinada cara del acantilado retrocedía, y el sendero la cruzaba serpenteando. A cierta altura se desviaba hasta el borde mismo del precipicio oscuro, Y Frodo, echando una mirada allá abajo, vio un foso ancho y profundo, la hondonada de acceso al Valle de Morgul. Y en el fondo, como un collar de luciérnagas, centelleaba el camino de los espectros, que iba de la ciudad muerta al Paso Sin Nombre. Frodo volvió rápidamente la cabeza.
Más y más allá proseguía la escalera, siempre sinuosa y zigzagueante, hasta que por fin, luego de un último tramo corto y empinado, desembocó en otro nivel. El sendero se había alejado del paso principal en la gran hondonada, y ahora seguía su propio y peligroso curso en una garganta más angosta, entre las regiones más elevadas de Ephel Dúath. Los hobbits distinguían apenas, a los lados, unos pilares altos y unos pináculos de piedra dentada, entre los que se abrían unas grietas y fisuras más negras que la noche; allí unos inviernos olvidados habían carcomido y tallado la piedra que el sol no tocaba nunca. Y ahora la luz roja parecía más intensa en el cielo; no podían decir aún si lo que se acercaba a este lugar de sombras era en verdad un terrible amanecer o sólo la llamarada de alguna tremenda violencia de Sauron en los tormentos de más allá de Gorgoth. Todavía lejana, y aún altísima, Frodo, alzando los ojos, vio tal como él esperaba la cima misma de ese duro camino. En el este, contra el púrpura lúgubre del cielo, en la cresta más alta, se dibujaba una abertura estrecha y profunda entre dos plataformas negras: y en cada plataforma había un cuerno de piedra.
Se detuvo y miró más atentamente. El cuerno de la izquierda era alto y esbelto; y en él ardía una luz roja, o acaso la luz de la tierra de más allá brillaba a través de un agujero. Y la vio entonces: una torre negra que dominaba el paso de salida. Le tomó el brazo a Sam y la señaló.
—¡El aspecto no me gusta nada! —dijo Sam—. De modo que en resumidas cuentas tu camino secreto está vigilado — gruñó, volviéndose a Gollum—. Y tú lo sabías desde el comienzo, ¿no es cierto?
—Todos los caminos están vigilados, sí —dijo Gollum—. Claro que sí. Pero los hobbits tienen que probar algún camino. Ese puede estar menos vigilado. ¡Quizá todos se fueron a la gran batalla, quizá!
—Quizá —refunfuñó Sam—. Bueno, por lo que parece, queda aún mucho que caminar y mucho que subir. Y además falta el túnel. Creo que es momento de descansar, señor Frodo. No sé en qué hora estamos, del día o de la noche, pero hemos andado mucho tiempo.
—Sí, tenemos que descansar –dijo Frodo—. Busquemos algún rincón abrigado, y juntemos fuerzas... para la última etapa. —Y en realidad estaba convencido de que era la última: los terrores del país que se extendía más allá de las montañas, los peligros de la empresa que allí intentaría le parecían todavía remotos, demasiado distantes aún para perturbarle. Por ahora tenía un único pensamiento: atravesar ese muro impenetrable, eludir la vigilancia de los guardias. Si llevaba a cabo esa hazaña imposible entonces de algún modo cumpliría la misión, o eso pensaba al menos en aquella hora de fatiga, mientras caminaba entre las sombras pedregosas bajo Cirith Ungol.
Se sentaron en una grieta oscura entre dos grandes pilares de roca: Frodo y Sam un poco hacia adentro, y Gollum acurrucado en el suelo cerca de la entrada. Allí los hobbits tomaron lo que creían habría de ser la última comida antes del descenso al País Sin Nombre, y acaso la última que tendrían juntos. Comieron algo de los alimentos de Gondor y el pan de viaje de los elfos, y bebieron un poco. Pero cuidaron el agua, y tomaron apenas la suficiente para humedecerse las bocas resecas.
—Me pregunto cuándo encontraremos agua de nuevo —dijo Sam—. Aunque supongo que allá arriba han de beber. Los orcos beben ¿no?
—Sí, beben —dijo Frodo—. Pero ni hablemos de eso. Lo que ellos beben no es para nosotros.
—Más razón para que llenemos nuestras botellas —dijo Sam—. Pero no hay agua por aquí y no he oído ningún rumor, ni el más leve susurro. Y de todos modos Faramir nos recomendó no beber las aguas de Morgul.
—No beber las aguas que desciendan del Imlad Morgul, fueron sus palabras —dijo Frodo—. No estamos ahí aún, y si encontramos un manantial, el agua fluirá hacia el valle y no desde el valle.
—Yo no me fiaría demasiado —dijo Sam—, a menos que me estuviese muriendo de sed. Hay una atmósfera maligna en este sitio. —Husmeó el aire.— Y un olor, me parece. ¿No lo siente usted? Un olor muy raro, como a encierro. No me gusta.
—A mí no me gusta nada de aquí: piedra y viento, hueso y aliento. Tierra, agua, aire, todo parece maldito. Pero es el camino que nos fue trazado.
—Sí, es verdad —dijo Sam—. Y de haber sabido más antes departir, no estaríamos ahora aquí seguramente. Aunque me imagino que así ocurre a menudo. Las hazañas de que hablan las antiguas leyendas y canciones, señor Frodo: las aventuras, como yo las llamaba. Yo pensaba que los personajes maravillosos de las leyendas salían en busca de aventuras porque querían tenerlas, y les parecían excitantes, y en cambio la vida era un tanto aburrida: una especie de juego, por así decir. Pero con las historias que importaban de veras, o con esas que uno guarda en la memoria, no ocurría lo mismo. Se diría que los protagonistas se encontraban de pronto en medio de una aventura, y que casi siempre ya tenían los caminos trazados, como dice usted. Supongo que también ellos, como nosotros, tuvieron muchas veces la posibilidad de volverse atrás, sólo que no la aprovecharon. Quizá, pues, si la aprovecharan tampoco lo sabríamos, porque nadie se acordaría de ellos. Porque sólo se habla de los que continuaron hasta el fin... y no siempre terminan bien, observe usted; al menos no de ese modo que la gente de la historia, y no la gente de fuera, llama terminar bien. Usted sabe qué quiero decir, volver a casa, y encontrar todo en orden, aunque no exactamente igual que antes... como el viejo señor Bilbo. Pero no son ésas las historias que uno prefiere escuchar, ¡aunque sean las que uno prefiere vivir! Me gustaría saber en qué clase de historia habremos caído.
—A mí también —dijo Frodo—. Pero no lo sé. Y así son las historias de la vida real. Piensa en alguna de las que más te gustan. Tú puedes saber, o adivinar, qué clase de historia es, si tendrá un final feliz o un final triste, pero los protagonistas no saben absolutamente nada. Y tú no querrías que lo supieran.
—No, señor, claro que no. Beren, por ejemplo, nunca se imaginó que conseguiría el Silmaril de la Corona de Hierro en Thangorodrim, y sin embargo lo consiguió, y era un lugar peor y un peligro más negro que este en que nos encontramos ahora. Pero esa es una larga historia, naturalmente, que está más allá de la felicidad y más allá de la tristeza... Y el Silmaril siguió su camino y llegó a Eärendil. ¡Cáspita, señor, nunca lo había pensado hasta ahora! Tenemos... ¡usted tiene un poco de la luz del Silmaril en ese cristal de estrella que le regaló la Dama! Cáspita, pensar... pensar que estamos todavía en la misma historia. ¿Las grandes historias no terminan nunca?
—No, nunca terminan como historias —dijo Frodo—. Pero los protagonistas llegan a ellas y se van cuando han cumplido su parte. También la nuestra terminará, tarde... o quizá temprano.
—Y entonces podremos descansar y dormir un poco —dijo Sam. Soltó una risa áspera—. A eso me refiero, nada más, señor Frodo. A descansar y dormir simple y sencillamente, y a despertarse para el trabajo matutino en el jardín. Temo no esperar otra cosa por el momento. Los planes grandes e importantes no son para los de mi especie. Me pregunto sin embargo si algún día apareceremos en las canciones y en las leyendas. Estamos envueltos en una, por supuesto; pero quiero decir: si la pondrán en palabras para contarla junto al fuego, o para leerla en un libraco con letras rojas y negras, muchos, muchos años después. Y la gente dirá: —¡Oigamos la historia de Frodo y el Anillo!» Y dirán: «Sí, es una de mis historias favoritas. Frodo era muy valiente ¿no es cierto, papá?» —Sí, hijo mío, el más famoso de los hobbits, y no es poco decir.»
—Es decir demasiado —respondió Frodo, y se echó a reír, una risa larga y clara que le nacía del corazón. Nunca desde que Sauron ocupara la Tierra Media se había escuchado en aquellos parajes un sonido tan puro. Sam tuvo de pronto la impresión de que todas las piedras escuchaban y que las rocas altas se inclinaban hacia ellos. Pero Frodo no hizo caso; volvió a reírse—. Ah, Sam si supieras... —dijo—, de algún modo oírte me hace sentir tan contento como si la historia ya estuviese escrita. Pero te has olvidado de uno de los personajes principales: Samsagaz el intrépido. «¡Quiero oír más cosas de Sam, papá! ¿Por qué no ponen más de las cosas que decía en el cuento? Eso es lo que me gusta, me hace reír. Y sin Sam, Frodo no habría llegado ni a la mitad del camino ¿verdad, papá?»
—Vamos, señor Frodo —dijo Sam— no se burle usted. Yo hablaba en serio.
—Yo también —dijo Frodo—, y sigo hablando en serio. Estamos yendo demasiado de prisa. Tú y yo, Sam, nos encontramos todavía atascados en los peores pasajes de la historia, y es demasiado probable que algunos digan, al llegar a este punto: «Cierra el libro, papá, no tenernos ganas de seguir leyendo.»
—Quizá —dijo Sam—, pero no es eso lo que yo diría. Las cosas hechas y terminadas y transformadas en grandes historias son diferentes. Si hasta Gollum podría ser bueno en una historia, mejor que ahora a nuestro lado, al menos. Y a él también le gustaba escucharlas en otros días, por lo que nos ha dicho. Me gustaría saber si se considera el héroe o el villano...
»¡Gollum! —llamó—. ¿Te gustaría ser el héroe?... Bueno, ¿dónde se habrá metido otra vez?
No había rastros de él a la entrada del refugio ni en las sombras vecinas. Había rechazado la comida de los hobbits, aunque aceptara como de costumbre un sorbo de agua; y luego, al parecer, se había enroscado para dormir. Suponían que uno al menos de los propósitos de Gollum en la larga ausencia de la víspera había sido salir de caza, en busca de algún alimento de su gusto; y ahora era evidente que había vuelto a escabullirse a hurtadillas mientras ellos conversaban. Pero ¿con qué fin esta vez?
—No me gustan estas escapadas furtivas y sin aviso —dijo Sam—. Y menos ahora. No puede andar buscando comida allá arriba, a menos que quiera morder un pedazo de roca. ¡Si aquí ni el musgo crece!
—Es inútil preocuparse por él ahora —dijo Frodo—. Sin él no habríamos llegado tan lejos, ni siquiera a la vista del paso, y tendremos que amoldarnos a sus caprichos. Si es falso, es falso.
—De todos modos preferiría no perderlo de vista. Y con mayor razón, si es falso. ¿Recuerda usted que nunca quiso decirnos si este paso estaba vigilado, o no? Y ahora vemos allí una torre... y quizás esté abandonada y quizá no. ¿Cree usted que habrá ido a buscarlos? ¿A los orcos o lo que sean?
—No, no lo creo —respondió Frodo—. Aun cuando ande en alguna trapacería, lo que no es inverosímil, no creo que se trate de eso. No ha ido en busca de orcos ni de ninguno de los servidores del enemigo. ¿Por qué habría esperado hasta ahora, por qué habría hecho el esfuerzo de subir y venir hasta aquí, de acercarse a la región que teme? Sin duda hubiera podido delatarnos muchas veces a los orcos desde que lo encontramos. No, si hay algo de eso, ha de ser una de sus pequeñas jugarretas de siempre que él imagina absolutamente secreta.
—Bueno, supongo que usted tiene razón señor Frodo —dijo Sam—. Aunque eso no me tranquiliza demasiado. Pero en una cosa sé que no me equivoco: estoy seguro de que a mí me entregaría a los orcos con alegría. Pero me olvidaba... el Tesoro. No, supongo que de eso se ha tratado desde el principio, El Tesoro para el pobre Sméagol. Ese es el único móvil de todos sus planes, si tiene alguno. Pero de qué puede servirle habernos traído aquí, no alcanzo a adivinarlo.
—Lo más probable es que ni él mismo lo sepa —dijo Frodo—. Y tampoco creo que tenga en la embrollada cabeza un plan único y bien definido. Pienso que en parte está intentando salvar el Tesoro del enemigo, tanto tiempo como sea posible. También para él sería la peor de las calamidades, si fuese a parar a menos del enemigo. Y es posible que además esté tratando de ganar tiempo, esperando una oportunidad.
—Bribón y Adulón, como dije antes —observó Sam—. Pero cuanto más se acerque al territorio del enemigo, más será Bribón que Adulón. Recuerde mis palabras: si alguna vez llegamos al Paso no nos permitirá que llevemos el Tesoro del otro lado de la frontera sin jugarnos alguna mala pasada.
—Todavía no hemos llegado —replicó Frodo.
—No, pero hasta entonces convendrá mantener los ojos bien abiertos. Si nos pesca dormitando, Bribón correrá a tomar la delantera. No es que sea arriesgado que ahora se eche usted a dormir, mi amo. No hay ningún peligro en que descanse en este sitio, bien cerca de mí. Y yo me sentiría muy feliz si lo viera dormir un rato. Yo lo cuidaré; y en todo caso, si usted se acuesta aquí, y yo le paso el brazo alrededor, nadie podrá venir a toquetearlo sin que Sam se entere.
—¡Dormir! —dijo Frodo, y suspiró, como si viera aparecer en un desierto un espejismo de frescura verde—. Sí, aun aquí podría dormir.
—¡Duerma entonces, señor! Apoye la cabeza en mis rodillas.
Y así los encontró Gollum unas horas más tarde, cuando volvió deslizándose y reptando a lo largo del sendero que descendía de la oscuridad. Sam, sentado de espaldas contra la roca, la cabeza inclinada a un lado, respiraba pesadamente. La cabeza de Frodo descansaba sobre las rodillas de Sam, que apoyaba una mano morena sobre la frente blanca de Frodo, mientras la otra le protegía el pecho. En los rostros de ambos había paz.
Gollum los miró. Una expresión extraña le apareció en la cara. Los ojos se le apagaron, y se volvieron de pronto grises y opacos, viejos y cansados. Se retorció, como en un espasmo de dolor, y volvió la cabeza y miró para atrás, hacia la garganta, sacudiendo la cabeza como si estuviese librando una lucha interior. Luego volvió a acercarse a Frodo y extendiendo lentamente una mano trémula le tocó con cautela la rodilla; más que tocarla, la acarició. Por un instante fugaz, si uno de los durmientes hubiese podido observarlo, habría creído estar viendo a un hobbit fatigado y viejo, abrumado por los años que lo habían llevado mucho más allá de su tiempo, lejos de los amigos y parientes, y de los campos y arroyos de la juventud; un viejo despojo hambriento y lastimoso.
Pero al sentir aquel contacto Frodo se agitó y se quejó entre sueños, y al instante Sam abrió los ojos. Y lo primero que vio fue a Gollum, «coqueteando al amo», le pareció.
—¡Eh, tú! —le dijo con aspereza— ¿Qué andas tramando?
—Nada, no nada —respondió Gollum afablemente—. ¡Buen amo!
—Eso digo yo —replicó Sam—. Pero ¿dónde te habías metido?... ¿Por qué desapareces y reapareces así, furtivamente, viejo fisgón?
Gollum encogió el cuerpo y un fulgor verde le centelleó bajo los párpados pesados. Ahora casi parecía una araña, enroscado sobre las piernas combadas, los ojos protuberantes. El momento fugaz había pasado para siempre.
—¡Fisgón, fisgón! —siseó—. Hobbits siempre tan amables, sí. ¡Oh buenos hobbits! Sméagol los trae por caminos secretos que nadie más podría encontrar. Cansado está, sediento, sí, sediento; y los guía y les busca senderos, y ellos le dicen fisgón, fisgón. Muy buenos amigos. Oh sí, mi tesoro, muy buenos.
Sam sintió un ligero remordimiento, pero no menos desconfianza. —Lo lamento —dijo—. Lo lamento, pero me despertaste bruscamente. No tendría que haberme dormido, por eso me alteré. Pero el señor Frodo, él está cansado, y le pedí que se echara a dormir, y bueno, nada más. Lo lamento. Pero ¿dónde has estado?
—Fisgoneando —dijo Gollum, y el fulgor verde no se le iba de los ojos.
—Oh, está bien —dijo Sam—; ¡como tú quieras! Me imagino que lo que dices no está tan lejos de la verdad. Y ahora, creo que lo mejor será que vayamos a fisgonear todos juntos. ¿Qué hora es? ¿Es hoy o mañana?
—Es mañana —dijo Gollum—, o era mañana cuando los hobbits se quedaron dormidos. Muy estúpidos, muy peligroso... si el pobre Sméagol no hubiese fisgoneado vigilando.
—Me temo que pronto estaremos hartos de esa palabra —dijo Sam—. Pero no importa. Despertaré al amo. — Gentilmente echó hacia atrás los cabellos que caían sobre la frente de Frodo e inclinándose sobre él le habló con dulzura.
—¡Despierte, señor Frodo! ¡Despierte!
Frodo se movió y abrió los ojos, y sonrió al ver el rostro de Sam inclinado sobre él.
— Me despiertas temprano, ¿eh, Sam? ¡Todavía está oscuro!
—Sí, aquí siempre está oscuro —dijo Sam—. Pero Gollum ha vuelto, señor Frodo, y dice que ya es mañana. Así que nos pondremos en camino. La última etapa.
Frodo respiró hondo y se sentó.
—¡La última etapa! —dijo—. ¡Hola, Sméagol! ¿Encontraste algo para comer? ¿Descansaste un poco?
—Nada para comer, nada de descanso, nada para el pobre Sméagol —dijo Gollum—. No hace otra cosa que fisgonear.
Sam chasqueó la lengua, pero se contuvo.
—No te pongas calificativos, Sméagol —dijo Frodo—. No es prudente, así sean verdaderos o falsos.
—Sméagol toma lo que le dan —dijo Gollum—. El nombre se lo puso el amable maese Samsagaz, ese hobbit que tantas cosas sabe.
Frodo miró a Sam.
—Sí, señor —dijo Sam—. Yo empleé esa palabra, al despertar sobresaltado y todo lo demás. Y al encontrármelo aquí, al lado. Ya le dije que lo lamentaba, pero creo que pronto voy a dejar de lamentarlo.
—Bueno, bueno, a olvidar —dijo Frodo —. Pero me parece, Sméagol, que hemos llegado al final, tú y yo. Dime, ¿podremos encontrar solos el resto del camino? Tenemos el paso a la vista, una vía de acceso, y si podemos encontrarlo, creo que nuestro pacto ha tocado a su fin. Cumpliste con lo que habías prometido, y ahora eres libre: libre de ir a procurarte alimento y reposo, libre de ir a donde más te plazca, excepto en busca de los servidores del enemigo. Y algún día tal vez podré recompensarte, yo o quienes me recuerden.
—¡No, no, todavía no! —gimió Gollum—. ¡Oh no! No podrán encontrar solos el camino ¿verdad que no? Oh, seguro que no. Ahora viene el túnel. Sméagol tiene que seguir. Nada de descansar. Nada de comer. ¡Todavía no!
9
EL ANTRO DE ELLA—LARAÑA
Acaso fuera en verdad de día, como lo aseguraba Gollum, pero los hobbits no notaron mayor diferencia, salvo quizás el cielo de una negrura menos impenetrable, semejante a una inmensa bóveda de humo; y en lugar de las tinieblas de la noche profunda, que se demoraba aún en las grietas y en los agujeros, una sombra gris y confusa envolvía como en un sudario el mundo de piedra de alrededor. Prosiguieron la marcha, Gollum al frente y los hobbits uno al lado del otro, cuesta arriba entre los pilares y columnas de roca lacerada y desgastada por la intemperie que franqueaban la larga hondonada como enormes estatuas informes. No se oía ningún ruido. Un poco más lejos, a una milla o algo así de distancia, había una muralla gris, el último e imponente macizo de roca montañosa. Más alto y sombrío a medida que se acercaban, al fin se alzó sobre ellos impidiéndoles ver todo cuanto se extendía más allá. Sam husmeó el aire.
—¡Puaj! ¡Ese olor! —dijo—. Es cada vez más insoportable.
Pronto estuvieron bajo la sombra y vieron allí la boca de una caverna. — Este es el camino — dijo Gollum en voz baja—. Por aquí se entra en el túnel. —No dijo el nombre: Torech Ungol, el Antro de Ella—Laraña. Un hedor repugnante salía del agujero, no el nauseabundo olor a podredumbre de los prados de Morgul, sino un tufo fétido y penetrante, como si allí, en la oscuridad, hubiesen acumulado montones de indecibles inmundicias.
—¿Este es el único camino, Sméagol? —le preguntó Frodo.
—Sí, sí —fue la respuesta—. Sí, ahora tenemos que tomar este camino.
—¿Quieres decir que ya estuviste en este agujero? — preguntó Sam ¡Puaj! Pero quizás a ti no te preocupan los malos olores.
Los ojos de Gollum relampaguearon.
—Él no sabe lo que a nosotros nos preocupa ¿verdad, tesoro? No, no lo sabe. Pero Sméagol puede soportar muchas cosas. Sí. Ya ha pasado antes por aquí. Oh sí, ha ido hasta el otro lado. Es el único camino.
—¿Y qué es lo que produce el olor?, me pregunto —dijo Sam—. Es como... bueno, prefiero no decirlo. Una infecta cueva de orcos, apuesto, repleta de inmundicias de los últimos cien años.
—Bueno —dijo Frodo—, orcos o no, si es el único camino, tendremos que ir por él.
Entraron en la caverna. A los pocos pasos se encontraron en la tiniebla más absoluta e impenetrable. Desde que recorrieran los pasadizos sin luz de Moria, Frodo y Sam no habían visto oscuridad semejante: la de aquí les parecía, si era posible, más densa y más profunda. Allá en Moria, había ráfagas de aire, y ecos, y cierta impresión de espacio. Aquí, el aire pesaba, estancado, inmóvil, y los ruidos morían, sin ecos ni resonancias. Caminaban en un vapor negro que parecía engendrado por la oscuridad misma, y que cuando era inhalado producía una ceguera, no sólo visual sino también mental, borrando así de la memoria todo recuerdo de forma, de color y de luz. Siempre había sido de noche, siempre sería de noche y todo era noche.
Durante un tiempo, sin embargo, no se les durmieron los sentidos; por el contrario, la sensibilidad de los pies y las manos había aumentado tanto al principio que era casi dolorosa. La textura de las paredes, para sorpresa de los hobbits, era lisa, y el suelo, salvo uno que otro escalón, recto y uniforme, ascendiendo siempre en la misma pendiente empinada. El túnel era alto y ancho, tan ancho que aunque los hobbits caminaban de frente y uno al lado del otro, rozando apenas las paredes laterales con los brazos extendidos, estaban separados, aislados en la oscuridad.
Gollum había entrado primero y parecía haberse adelantado sólo unos pasos. Mientras aún estaban en condiciones de atender a esas cosas, oían su respiración sibilante y jadeante justo delante de ellos. Pero al cabo de un rato se les embotaron los sentidos, fueron perdiendo el oído y. el tacto, y continuaron avanzando a tientas, trepando, caminando, movidos sobre todo por la misma fuerza de voluntad que los había llevado a entrar, la voluntad de ir hasta el final y de llegar a la puerta alta que se abría del otro lado del túnel.
No habían ido aún muy lejos, quizá, pues habían perdido toda noción de tiempo y distancia, cuando Sam, que iba tanteando la pared, notó de pronto que de ese lado, a la derecha, había una abertura: sintió por un instante un ligero soplo de aire menos pesado, pero pronto lo dejaron atrás.
—Aquí hay más de un pasaje —murmuró con un esfuerzo; le parecía muy difícil respirar y emitir a la vez algún sonido—. ¡Jamás vi mejor sitio para orcos!
Después de aquel boquete, primero Sam a la derecha, y luego Frodo a la izquierda, encontraron tres o cuatro aberturas similares, algunas más grandes, otras más angostas; pero en cuanto a la dirección del camino principal, que era siempre recto y empinado, no cabía ninguna duda. ¿Cuánto les quedaría aún por recorrer, cuánto tiempo más tendrían que soportarlo, o podrían soportarlo? A medida que subían el aire era cada vez más irrespirable; y ahora tenían a menudo la impresión de encontrar en las tinieblas una resistencia más tenaz que la del aire fétido. Y mientras se empeñaban en avanzar sentían cosas que les rozaban la cabeza o las manos, largos tentáculos o excrecencias colgantes, tal vez: no lo sabían. Y aquel hedor crecía sin cesar. Creció y creció hasta que tuvieron la impresión de que el único sentido que aún conservaban era el del olfato. Una hora, dos horas, tres horas: ¿cuántas habían pasado en aquel agujero sin luz? Horas... días, semanas más bien. Sam se apartó de la pared del túnel y se acercó a Frodo, y las manos de los hobbits se encontraron y se unieron, y así, juntos, continuaron avanzando.
Por fin Frodo, que tanteaba la pared de la izquierda, sintió de pronto un vacío y estuvo a punto de caer de costado en el agujero. Allí la abertura en la roca era mucho más grande que todas las anteriores, y exhalaba un olor fétido tan nauseabundo y una impresión de malicia acechante tan intensa que Frodo vaciló. Y en ese preciso momento también Sam trastabilló y cayó de bruces.
Luchando al mismo tiempo contra la náusea y el miedo, Frodo apretó la mano de Sam.
—¡Arriba! — le dijo en un soplo ronco, sin voz —. Todo proviene de aquí, el olor y el peligro. ¡Escapemos! ¡Pronto!
Apelando a todo cuanto le quedaba de fuerza y de resolución, logró poner a Sam en pie, y obligó a sus propias piernas a moverse. Sam se tambaleaba. Un paso, dos pasos, tres pasos... seis pasos por fin. Acaso habían dejado atrás el horrendo agujero invisible, pero fuera o no así, de pronto se movieron con más facilidad, como si una voluntad hostil los hubiese soltado momentáneamente. Siempre tomados de la mano, prosiguieron el ascenso.
Pero casi en seguida encontraron una nueva dificultad. El túnel se bifurcaba, o parecía bifurcarse, y en la oscuridad no podían ver cuál era el camino más ancho, o el más recto. ¿Cuál tomar: el de la derecha o el de la izquierda? No había nada que pudiese orientarlos, pero una elección equivocada sería sin duda fatal.
—¿Qué dirección tomó Gollum? —jadeó Sam—. ¿Y por qué no nos esperó?
—¡Sméagol! —dijo Frodo, tratando de gritar—. ¡Sméagol! —Pero la voz le sonó como un graznido, y se extinguió no bien le llegó a los labios. No hubo ninguna respuesta, ni un solo eco, ni una vibración del aire.
—Esta vez se ha marchado de veras —murmuró Sam—. Sospecho que este es exactamente el lugar al que quería traernos. ¡Gollum! Si alguna vez vuelvo a ponerte las manos encima, te aseguro que las pagarás.
En seguida, tanteando y dando vueltas a ciegas en la oscuridad, descubrieron que la abertura de la izquierda estaba obstruida: o era un agujero ciego, o una gran piedra había caído en el pasadizo.
—Este no puede ser el camino —susurró Frodo—. Para bien o para mal, tendremos que tomar el otro.
—¡Y pronto! —dijo Sam, jadeante—. Hay algo peor que Gollum muy cerca. Siento que nos están mirando.
Habían recorrido apenas unos pocos metros, cuando desde atrás les llegó un sonido, sobrecogedor y horrible en el silencio pesado: un gorgoteo, un ruido burbujeante, y un silbido largo y venenoso. Dieron media vuelta, mas nada era visible. Inmóviles, como petrificados, permanecieron allí, los ojos fijos y muy abiertos, en espera de no sabían qué.
—¡Es una trampa! — dijo Sam, y apoyó la mano en la empuñadura de la espada; y al hacerlo, pensó en la oscuridad del túmulo de donde provenía—. ¡Cuánto daría porque el viejo Tom estuviera ahora cerca de nosotros! —pensó. Y de pronto, mientras seguía allí de pie, envuelto en las tinieblas, el corazón rebosante de cólera y de negra desesperación, le pareció ver una luz: una luz que le iluminaba la mente, al principio casi enceguecedora, como un rayo de sol a los ojos de alguien que ha estado largo tiempo oculto en un foso sin ventanas. Y entonces la luz se transformó en color: verde, oro, plata, blanco. Muy distante, como en una imagen pequeña dibujada por dedos élficos, vio a la Dama Galadriel de pie en la hierba de Lórien, las manos cargadas de regalos. Y para ti, Portador del Anillo, le oyó decir con una voz remota pero clara, para ti he preparado esto.
El burbujeo sibilante se acercó, y hubo un crujido como si una cosa grande y articulado se moviese con lenta determinación en la oscuridad. Un olor fétido la precedía.
—¡Amo! ¡Amo! — gritó Sam, y la vida y la vehemencia le volvieron a la voz—. ¡El regalo de la Dama! ¡El cristal de estrella! Una luz para usted en los sitios oscuros, dijo que sería. ¡El cristal de estrella!
—¿El cristal de estrella? —murmuró Frodo, como alguien que respondiera desde el fondo de un sueño, sin comprender—. ¡Ah, sí! ¿Cómo pude olvidarlo? ¡Una luz cuando todas las otras luces se hayan extinguido! Y ahora en verdad sólo la luz puede ayudarnos.
Lenta fue la mano hasta el pecho, y con igual lentitud levantó el frasco de Galadriel. Por un instante titiló, débil como una estrella que lucha al despertar en medio de las densas brumas de la tierra; luego, a medida que crecía, y la esperanza volvía al corazón de Frodo, empezó a arder, hasta transformarse en una llama plateada, un corazón diminuto de luz deslumbradora, como si Eärendil hubiese descendido en persona desde los altos senderos del crepúsculo llevando en la frente el último Silmaril. La oscuridad retrocedió y el frasco pareció brillar en el centro de un globo de cristal etéreo, y la mano que lo sostenía centelleó con un fuego blanco.
Frodo contempló maravillado aquel don portentoso que durante tanto tiempo había llevado consigo, de un valor y un poder que no había sospechado. Rara vez lo había recordado en camino, hasta que llegaron al Valle de Morgul, y nunca lo había utilizado porque temía aquella luz reveladora.
—Aiya Eärendil Elenion Ancalima! —exclamó sin saber lo que decía; porque fue como si otra voz hablase a través de la suya, clara, invulnerable al aire viciado del foso.
Pero hay otras fuerzas en la Tierra Media, potestades de la noche, que son antiguas y poderosas. Y Ella la que caminaba en las tinieblas había oído en boca de los elfos la misma exhortación en los días de un tiempo sin memorial y ni entonces la había arredrado, ni la arredraba ahora. Y mientras Frodo aún hablaba, sintió que una maldad inmensa lo envolvía, y que unos ojos de mirada mortal lo escudriñaban. A corta distancia de allí, entre ellos y la abertura donde habían trastabillado, dos ojos se iban haciendo visibles, dos grandes racimos de ojos multifacéticos: el peligro inminente por fin desenmascarado. El resplandor del cristal de estrella se quebró y se refractó en un millar de facetas, pero detrás del centelleo un fuego pálido y mortal empezó a arder cada vez más poderoso, una llama encendida en algún pozo profundo de pensamientos malévolos. Monstruosos y abominables eran aquellos ojos, bestiales y a la vez resueltos, y animados por una horrible delectación, clavados en la presa, ya acorralada.
Frodo y Sam, aterrorizados, como fascinados por la horrible e implacable mirada de aquellos ojos siniestros, empezaron a retroceder con lentitud; pero mientras ellos retrocedían los ojos avanzaban. La mano de Frodo tembló, y el frasco descendió lentamente. Luego, de pronto, liberados del sortilegio que los retenía, dominados por un pánico inútil para diversión de los ojos, se volvieron y huyeron juntos; pero mientras corrían Frodo miró por encima del hombro y vio con terror que los ojos venían saltando detrás de ellos. El hedor de la muerte lo envolvió como una nube.
—¡Párate! ¡Párate! —gritó con voz desesperada—. Es inútil correr.
Los ojos se acercaban lentamente.
—¡Galadriel! —llamó, y apelando a todas sus fuerzas levantó el frasco una vez más. Los ojos se detuvieron. Por un instante la mirada cedió, como si la turbara la sombra de una duda. Y entonces a Frodo se le inflamó el corazón dentro del pecho, y sin pensar en lo que hacía, fuera locura, desesperación o coraje, tomó el frasco en la mano izquierda, y con la derecha desenvainó la espada. Dardo relampagueó, y la afilada hoja élfica centelleó en la luz plateada, y una llama azul tembló en el filo. Entonces, la estrella en alto y esgrimiendo la espada reluciente, Frodo, hobbit de la Comarca, se encaminó con firmeza al encuentro de los ojos.
Los ojos vacilaron. La incertidumbre crecía en ellos a medida que la luz se acercaba. Uno a uno se oscurecieron, retrocediendo lentamente. Nunca hasta entonces los había herido una luz tan mortal. Del sol, la luna y las estrellas estaba al abrigo allá en el antro subterráneo, pero ahora una estrella había descendido hasta las entrañas mismas de la tierra. Y seguía acercándose, y los ojos empezaron a retraerse, acobardados. Uno por uno se fueron extinguiendo; y se alejaron, y un gran bulto, más allá de la luz, interpuso una sombra inmensa. Los ojos desaparecieron.
—¡Señor, Señor! — gritó Sam. Estaba detrás de Frodo, también él espada en mano—. ¡Estrellas y gloria! ¡Estoy seguro de que los elfos compondrían una canción, si algún día oyeran esta hazaña! Ojalá viva yo el tiempo suficiente para contarla y oírlos cantar. Pero no siga adelante, señor. ¡No baje a ese antro! No tendremos otra oportunidad. ¡Salgamos en seguida de este agujero infecto!
Y así volvieron sobre sus pasos, al principio caminando y luego corriendo: pues a medida que avanzaban el suelo del túnel se elevaba en una cuesta cada vez más empinada y cada paso los alejaba del hedor del antro invisible, y las fuerzas les volvían al corazón y los miembros. Pero el odio de la Vigía los perseguía aún, cegada acaso momentáneamente, pero invicta y ávida de muerte. En aquel momento una ráfaga de aire, fresco y ligero, les salió al encuentro. La boca, el extremo del túnel estaba por fin ante ellos. Jadeando, deseando salir al fin al aire libre, se precipitaron hacia adelante: y allí, desconcertados, tropezaron y cayeron hacia atrás. La salida estaba bloqueada por una barrera, pero no de piedra: blanda y más bien elástica, al parecer, y al mismo tiempo resistente e impenetrable; a través de ella se filtraba el aire, pero ningún rayo de luz. Una vez más se abalanzaron y fueron rechazados.
Levantando el frasco, Frodo miró y vio delante un color gris que la luminosidad del cristal de estrella no penetraba ni iluminaba, como una sombra que no fuera proyectada por ninguna luz, y que ninguna luz pudiera disipar. A lo ancho y a lo alto del túnel había una vasta tela tejida, como la tela de una araña enorme, pero de trama más cerrada y mucho más grande, y cada hebra era gruesa como una cuerda.
Sam soltó una risa sarcástica.
—¡Telarañas! —dijo—. ¿Nada más? ¡Telarañas! ¡Pero qué araña! ¡Adelante, abajo con ellas!
Las atacó furiosamente a golpes de espada, pero el hilo que golpeaba no se rompía. Cedía un poco, y luego, como la cuerda tensa de un arco, rebotaba desviando la hoja y lanzando hacia arriba la espada y el brazo. Tres veces golpeó Sam con toda su fuerza, y a la tercera una sola de las innumerables cuerdas chasqueó y se enroscó, retrocediendo y azotando el aire. Uno de los extremos alcanzó a Sam, que se echó atrás con un grito, llevándose la mano a la boca.
—A este paso tardaremos días y días en despejar el camino —dijo—. ¿Qué hacer? ¿Han vuelto los ojos?
—No, no se les ve —dijo Frodo—. Pero tengo aún la impresión de que me están mirando, o pensando en mí: maquinando algún otro plan, tal vez. Si esta luz menguase, o fallara, no tardarían en reaparecer.
—¡Atrapados justo al final! —dijo Sam con amargura. Y otra vez, por encima del cansancio y la desesperación, lo dominó la cólera—. ¡Moscardones atrapados en una telaraña! ¡Que la maldición de Faramir caiga sobre Gollum, y cuanto antes!
—Nada ganaríamos con eso ahora —dijo Frodo—. ¡Bien! Veamos qué puede hacer Dardo. Es una hoja élfica. También en las hondonadas oscuras de Beleriand donde fue forjada había telarañas horripilantes. Pero tú tendrás que estar alerta y mantener los ojos a raya. Ven, toma el cristal de estrella. No tengas miedo. ¡Levántalo y vigila!
Frodo se aproximó entonces a la gran red gris, y lanzándole una violenta estocada, corrió rápidamente el filo a través de un apretado nudo de cuerdas, mientras saltaba de prisa hacia atrás. La hoja de reflejos azules cortó el nudo como una hoz que segara unas hierbas, y las cuerdas saltaron, se enroscaron, y colgaron flojamente en el aire. Ahora había una gran rajadura en la tela.
Golpe tras golpe, toda la telaraña al alcance del brazo de Frodo quedó al fin despedazada, y el borde superior flotó y onduló como un velo a merced del viento. La trampa estaba abierta.
—¡Vamos, ya! —gritó Frodo—. ¡Adelante! ¡Adelante! —Una alegría frenética por haber podido escapar de las fauces mismas de la desesperación se apoderó de pronto de él. La cabeza le daba vueltas como si hubiera tomado un vino fuerte. Saltó afuera, con un grito.
Luego de haber pasado por el antro de la noche, aquella tierra en sombras le pareció luminosa. Las grandes humaredas se habían elevado, y eran menos espesas, y las últimas horas de un día sombrío estaban pasando; el rojo incandescente de Mordor se había apagado en una lobreguez melancólica. Pero Frodo tenía la impresión de estar contemplando el amanecer de una esperanza repentina. Había llegado casi a la cresta del murallón. Faltaba poco ahora. El Desfiladero, Cirith Ungol, ya se abría delante de él, una hendidura sombría en la cresta negra, franqueada a ambos lados por los cuernos de la roca, cada vez más oscuros contra el cielo. Una carrera corta, una carrera rápida, y ya estaría del otro lado.
—¡El paso, Sam! — gritó, sin preocuparse por la estridencia de su voz, que libre de la atmósfera sofocante del túnel resonaba ahora vibrante y fogosa—. ¡El paso! Corre, corre, y llegaremos al otro lado... ¡antes que nadie pueda detenernos!
Sam corrió detrás de él, tan rápido como se lo permitían las piernas; no obstante la alegría de encontrarse en libertad, se sentía inquieto mientras corría, y miraba atrás, a la sombría arcada del túnel, temiendo ver aparecer allí los ojos, o alguna forma monstruosa e inimaginable que se acercara a los saltos. El y su amo poco conocían de las astucias y ardides de Ella—Laraña. Muy numerosas eran las salidas de esta madriguera.
Allí tenía su morada, desde tiempos inmemoriales, una criatura maligna de cuerpo de araña, la misma que en los días antiguos habitara en el País de los Elfos, en el Oeste que está ahora sumergido bajo el Mar, la misma que Beren combatiera en Doriath en las Montañas del Terror, y que en ese entonces, en un remoto plenilunio, había venido a Lúthien sobre la hierba verde y entre las cicutas. De qué modo había llegado hasta allí Ella—Laraña, huyendo de la ruina, no lo cuenta ninguna historia, pues son pocos los relatos de los Años Oscuros que han llegado hasta nosotros. Pero allí seguía, ella que había ido allí antes que Sauron y aun antes que la primera piedra de Barad—dûr, y que a nadie servía sino a sí misma, bebiendo la sangre de los elfos y de los hombres, entumecida y obesa, rumiando siempre algún festín; tejiendo telas de sombra; pues todas las cosas vivas eran alimento para ella, y ella vomitaba oscuridad. Los retoños, bastardos de compañeros miserables de su propia progenie, que ella destinaba a morir, se esparcían por doquier de valle en valle, desde las Ephel Dúath hasta las colinas del Este, y hasta el Dol Guldur y las fortalezas del Bosque Negro. Pero ninguno podía rivalizar con Ella—Laraña la Grande, última hija de Ungoliant para tormento del desdichado mundo.
Años atrás la había visto Gollum, el Sméagol que fisgoneaba en todos los agujeros oscuros, y en otros tiempos se había prosternado ante ella y la había venerado; y las tinieblas de la voluntad maléfica de Ella—Laraña habían penetrado en la fatiga de Gollum, alejándolo de toda luz y todo remordimiento. Y Gollum le había prometido traerle comida. Pero los apetitos de Ella—Laraña no eran semejantes a los de Gollum. Poco sabía ella de torres, o de anillos o de cualquier otra cosa creada por la mente o la mano, y poco le preocupaban a ella que sólo deseaba la muerte de todos, corporal y mental, y para sí misma una hartura de vida, Sola, hinchada hasta que las montañas ya no pudieran sostenerla y la oscuridad ya no pudiera contenerla.
Pero ese deseo tardaba en cumplirse, y ahora encerrada en el antro oscuro, hacía mucho tiempo que estaba hambrienta, y mientras tanto el poder de Sauron se acrecentaba y la luz y los seres vivientes abandonaban las fronteras del reino; y la ciudad del valle había muerto y ningún elfo ni hombre se acercaban jamás, sólo los infelices orcos. Alimento pobre, y cauto por añadidura. Pero ella necesitaba comer, y por más que se empezasen en cavar nuevos y sinuosos pasadizos desde la garganta y desde la torre, ella siempre encontraba alguna forma de atraparlos. Esta vez, sin embargo, le apetecía una carne más delicada. Y Gollum se la había traído.
—Veremos, veremos —se decía Gollum, cuando predominaba en él el humor maligno, mientras recorría el peligroso camino que descendía de Emyn Muil al Valle de Morgul—, veremos. Puede ser, oh sí, puede ser que cuando Ella tire los huesos y las ropas vacías, lo encontremos, y entonces lo tendremos, el Tesoro, una recompensa para el pobre Sméagol, que le trae buena comida. Y salvaremos el Tesoro, como prometimos. Oh sí. Y cuando lo tengamos a salvo, Ella lo sabrá, oh sí, y entonces ajustaremos cuentas con Ella, oh sí mi tesoro. ¡Entonces ajustaremos cuentas con todo el mundo!
Así reflexionaba Gollum en un recoveco de astucia que aún esperaba poder ocultarle, aunque la había vuelto a ver y se había prosternado ante ella mientras los hobbits dormían.
Y en cuanto a Sauron: sabía muy bien dónde se ocultaba Ella—Laraña. Le complacía que habitase allí hambrienta, pero nunca menos malvada; ningún artificio que él hubiera podido inventar habría guardado mejor que ella aquel antiguo acceso. En cuanto a los orcos, eran esclavos útiles, pero los tenía en abundancia. Y si de tanto en tanto Ella—Laraña atrapaba alguno para calmar el apetito, tanto mejor: Sauron podía prescindir de ellos. Y a veces, como un hombre que le arroja una golosina a su gata (mi gata la llamaba él, pero ella no lo reconocía como amo) Sauron le enviaba aquellos prisioneros que ya no le servían. Los hacía llevar a la guarida de Ella—Laraña, y luego exigía que le describieran el espectáculo.
Así vivían uno y otro, deleitándose con cada nueva artimaña que inventaban, sin temer ataques, ni iras, ni el fin de aquellas maldades. Jamás una mosca había escapado de las redes de Ella—Laraña, y jamás había estado tan furiosa y tan hambrienta.
Pero nada sabía el pobre Sam de todo ese mal que habían desencadenado contra ellos, salvo que sentía crecer en él un terror, una amenaza indescriptible; y esta carga se le hizo pronto tan pesada que casi le impedía correr, y sentía los pies como si fuesen de plomo.
El miedo lo cercaba, y allá adelante, en el paso, estaban los enemigos, a cuyo encuentro Frodo corría ahora, imprudentemente, en un arranque de frenética alegría. Apartando los ojos de las sombras de atrás y de la profunda oscuridad al pie del risco a la izquierda, miró hacia adelante y vio dos cosas que lo asustaron todavía más. Vio que la espada de Frodo centelleaba todavía con una llama azul; y vio que si bien el cielo por detrás de las torres estaba ahora en sombras, el resplandor rojizo ardía aún en la ventana.
—¡Orcos! — murmuró entre dientes —. Con precipitarnos no ganaremos nada. Hay orcos en todas partes, y cosas peores que orcos. —Luego, volviendo con presteza a la larga costumbre de estar siempre ocultando algo, cerró la mano alrededor del frasco que aún llevaba consigo. Roja con su propia sangre le brilló un instante la mano, y en seguida guardó la luz reveladora en lo más profundo de un bolsillo, cerca del pecho, y se envolvió en la capa élfica. Luego procuró acelerar el paso. Frodo estaba cada vez más lejos; ya le llevaba unos veinte pasos largos, y se deslizaba, veloz como una sombra; pronto lo habría perdido de vista en ese mundo gris.
Apenas hubo escondido Sam la luz del cristal de estrella, Ella—Laraña reapareció. Un poco más adelante y a la izquierda Sam vio de pronto, saliendo de un negro agujero de sombras al pie del risco, la forma más abominable que había contemplado jamás, más horrible que el horror de una pesadilla. En realidad se parecía a una araña, pero era más grande que una bestia de presa, y un malvado designio reflejado en los ojos despiadados la hacía más terrible. Aquellos mismos ojos que Sam creía apagados y vencidos, allí estaban de nuevo, y relucían con un brillo feroz, arracimados en la cabeza que se proyectaba hacia adelante. Tenía grandes cuernos, y detrás del cuello corto semejante a un fuste, seguía el cuerpo enorme e hinchado, un saco tumefacto e inmenso que colgaba oscilante entre las patas; la gran mole del cuerpo era negra, manchada con marcas lívidas, pero la parte inferior del abdomen era pálida y fosforescente, y exhalaba un olor nauseabundo. Las patas de coyunturas nudosas y protuberantes se replegaban muy por encima de la espalda, los pelos erizados parecían púas de acero, y cada pata terminaba en una garra.
En cuanto el cuerpo fofo y las patas replegadas pasaron estrujándose por la abertura superior de la guarida, Ella—Laraña avanzó con una rapidez espantosa, ya corriendo sobre las patas crujientes, ya dando algún salto repentino. Estaba entre Sam y su amo. 0 no vio a Sam, o prefirió evitarlo momentáneamente por ser el portador de la luz, lo cierto es que dedicó toda su atención a una sola presa, Frodo, que privado del frasco e ignorando aún el peligro que lo amenazaba, corría sendero arriba. Pero Ella—Laraña era más veloz: unos saltos más y le daría alcance.
Sam jadeó, y juntando todo el aire que le quedaba en los pulmones alcanzó a gritar:
—¡Cuidado atrás! ¡Cuidado, mi amo! Yo estoy... —pero algo le ahogó el grito en la garganta.
Una mano larga y viscosa le tapó la boca y otra le atenazó el cuello, en tanto algo se le enroscaba alrededor de la pierna. Tomado por sorpresa, cayó hacia atrás en los brazos del agresor.
—¡Lo hemos atrapado! —siseó la voz de Gollum al oído de Sam—. Por fin, mi tesoro, por fin lo hemos atrapado, sí, al hobbit perverso. Nos quedamos con éste. Que Ella se quede con el otro. Oh sí, Ella—Laraña lo tendrá, no Sméagol: él prometió; él no le hará ningún daño al amo. Pero te tiene a ti, pequeño fisgón inmundo y perverso. —Le escupió a Sam en el cuello.
La furia desencadenada por la traición, y la desesperación de verse retenido en un momento en que Frodo corría un peligro mortal, dotaron a Sam de improviso de una energía y una violencia que Gollum jamás habría sospechado en aquel hobbit a quien consideraba torpe y estúpido. Ni el propio Gollum hubiera sido capaz de retorcerse y debatirse con tanta celeridad y fiereza. La mano se le escurrió de la boca, y Sam se agachó y se lanzó hacia adelante, tratando de zafarse de la garra que le apretaba la garganta. Aún conservaba la espada en la mano, y en el brazo izquierdo, colgado de la correa, el bastón de Faramir. Trató de darse vuelta para traspasar con la espada a su enemigo. Pero Gollum fue demasiado rápido: estiró de pronto un largo brazo derecho y aferró la muñeca de Sam: los dedos eran como tenazas: lentos, implacables; le doblaron la mano hacia atrás y hacia adelante, hasta que con un alarido de dolor Sam dejó caer la espada; y entretanto la otra mano de Gollum se le cerraba cada vez más alrededor del cuello.
Sam jugó entonces una última carta. Tironeó con todas sus fuerzas hacia adelante y plantó los pies con firmeza en el suelo; luego, con un movimiento brusco, se dejó caer de rodillas, y se echó hacia atrás.
Gollum, que ni siquiera esperaba de Sam esta sencilla treta, cayó al suelo con Sam encima de él, y recibió sobre el estómago todo el peso del robusto hobbit. Soltó un agudo silbido y por un segundo la garra cedió en la garganta de Sam; pero los dedos de la otra seguían apretando como tenazas la mano de la espada. Sam se arrancó de un tirón y volvió a ponerse en pie y giró en círculo hacia la derecha, apoyándose en la muñeca que Gollum le sujetaba. Blandiendo el bastón con la mano izquierda, lo alzó y lo dejó caer con un crujido sibilante sobre el brazo extendido de Gollum, justo por debajo del codo.
Dando un chillido, Gollum soltó la presa. Entonces Sam atacó otra vez; sin detenerse a cambiar el bastón de la mano izquierda a la derecha, le asestó otro golpe salvaje. Rápido como una serpiente Gollum se escurrió a un lado, y el golpe, destinado a la cabeza, fue a dar en la espalda. La vara crujió y se quebró. Eso fue suficiente para Gollum. Atacar de improviso por la espalda era uno de sus trucos habituales, y casi nunca le había fallado. Pero esta vez, ofuscado por el despecho, había cometido el error de hablar y jactarse antes de aferrar con ambas manos el cuello de la víctima. El plan había empezado a andar mal desde el momento mismo en que había aparecido en la oscuridad aquella luz horrible. Y ahora lo enfrentaba un enemigo furioso, y apenas más pequeño que él. No era una lucha para Gollum. Sam levantó la espada del suelo y la blandió. Gollum lanzó un chillido, y escabulléndose hacia un costado cayó al suelo en cuatro patas, y huyó saltando como una rana. Antes que Sam pudiese darle alcance, se había alejado, corriendo hacia el túnel con una rapidez asombrosa.
Sam lo persiguió espada en mano. Por el momento, salvo la furia roja que le había invadido el cerebro, y el deseo de matar a Gollum, se había olvidado de todo. Pero Gollum desapareció sin que pudiera alcanzarlo. Entonces, ante aquel agujero oscuro y el olor nauseabundo que le salía al encuentro, el recuerdo de Frodo y del monstruo lo sacudió como el estallido de un trueno. Dio media vuelta y en una enloquecida carrera se precipitó hacia el sendero, gritando sin cesar el nombre de su amo. Era quizá demasiado tarde. Hasta ese momento el plan de Gollum había tenido éxito.
10
LAS DECISIONES DE MAESE SAMSAGAZ
Frodo yacía de cara al cielo, y Ella—Laraña se inclinaba sobre él, tan dedicada a su víctima que no advirtió la presencia de Sam ni lo oyó gritar hasta que lo tuvo a pocos pasos. Sam, llegando a todo correr, vio a Frodo atado con cuerdas que lo envolvían desde los hombros hasta los tobillos; y ya el monstruo, a medias levantándolo con las grandes patas delanteras, a medias a la rastra, se lo estaba llevando.
Junto a Frodo en el suelo, inútil desde que se le cayera de la mano, centelleaba la espada élfica. Sam no perdió tiempo en preguntarse qué convenía hacer, o si lo que sentía era coraje, o lealtad, o furia. Se abalanzó con un grito y recogió con la mano izquierda la espada de Frodo. Luego atacó. Jamás se vio ataque más feroz en el mundo salvaje de las bestias, como si una alimaña pequeña y desesperada, armada tan sólo de dientes diminutos, se lanzara contra una torre de cuerno y cuero, inclinada sobre el compadreo caído.
Como interrumpida en medio de una ensoñación por el breve grito de Sam, Ella—Laraña volvió lentamente hacia él aquella mirada horrenda y maligna. Pero antes que llegara a advertir que la furia de este enemigo era mil veces superior a todas las que conociera en años incontables la espada centelleante le mordió el pie y amputó la garra. Sam saltó adentro, al arco formado por las patas, y con un rápido movimiento ascendente de, la otra mano, lanzó una estocada a los ojos arracimados en la cabeza gacha de Ella—Laraña. Un gran ojo quedó en tinieblas.
Ahora la criatura pequeña y miserable estaba debajo de la bestia, momentáneamente fuera del alcance de los picotazos y las garras. El vientre enorme pendía sobre él con una pútrida fosforescencia, y el hedor le impedía respirar. No obstante, la furia de Sam alcanzó para que asestara otro golpe, y antes de que Ella—Laraña se dejara caer sobre él y lo sofocara, junto con ese pequeño arrebato de insolencia y coraje, le clavó la hoja de la espada élfica, con una fuerza desesperada.
Pero Ella—Laraña no era como los dragones, y no tenía más puntos vulnerables que los ojos. Aquel pellejo secular de agujeros y protuberancias de podredumbre estaba protegido interiormente por capas y capas de excrecencias malignas. La hoja le abrió una incisión horrible, mas no había fuerza humana capaz de atravesar aquellos pliegues y repliegues monstruosos, ni aun con un acero forjado por los elfos o por los enanos, o empuñado en los días antiguos por Beren o Túrin. Se encogió al sentir el golpe, pero en seguida levantó el gran saco del vientre muy por encima de la cabeza de Sam. El veneno brotó espumoso y burbujeante de la herida. Luego, abriendo las patas, dejó caer otra vez la mole enorme sobre Sam. Demasiado pronto. Pues Sam estaba aún en pie, y soltando la espada tomó con ambas manos la hoja élfica, y apuntándola al aire paró el descenso de aquel techo horrible; y así Ella—Laraña, con todo el poder de su propia y cruel voluntad, con una fuerza superior a la del puño del mejor guerrero, se precipitó sobre la punta implacable. Más y más profundamente penetraba cada vez aquella punta, mientras Sam era aplastado poco a poco contra el suelo.
Jamás Ella—Laraña había conocido ni había soñado conocer un dolor semejante en toda su larga vida de maldades. Ni el más valiente de los soldados de la antigua Gondor, ni el más salvaje de los orcos atrapado en la tela, había resistido de ese modo, y nadie, jamás, le había traspasado con el acero la carne bienamada. Se estremeció de arriba abajo. Levantó una vez más la gran mole, tratando de arrancarse del dolor, y combando bajo el vientre los tentáculos crispados de las patas, dio un salto convulsivo hacia atrás.
Sam había caído de rodillas cerca de la cabeza de Frodo; tambaleándose en el hedor repelente, aún empujaba la espada con ambas manos. A través de la niebla que le enturbiaba los ojos entrevió el rostro de Frodo, y trató obstinadamente de dominarse y no perder el sentido. Levantó con lentitud la cabeza y la vio, a unos pocos pasos, y ella lo miraba; una saliva de veneno le goteaba del pico, y un limo verdoso le rezumaba del ojo lastimado. Allí estaba, agazapada, el vientre palpitante desparramado en el suelo, los grandes arcos de las patas, que se estremecían, juntando fuerzas para dar otro salto, para aplastar esta vez, y picar a muerte: no una ligera mordedura venenosa destinada a suspender la lucha de la víctima; esta vez matar y luego despedazar.
Y mientras Sam la observaba, agazapado también él, viendo en los ojos de la bestia su propia muerte, un pensamiento lo asaltó, como si una voz remota le hablase al oído de improviso, y tanteándose el pecho con la mano izquierda encontró lo que buscaba: frío, duro y sólido le pareció al tacto en aquel espectral mundo de horror el frasco de Galadriel.
—¡Galadriel! —dijo débilmente, y entonces oyó voces lejanas pero claras: las llamadas de los elfos cuando vagaban bajo las estrellas en las sombras amadas de la Comarca, y la música de los elfos tal como la oyera en sueños en la Sala de Fuego de la morada de Elrond.
Gilthoniel A Elbereth!
Y de pronto, como por encanto, la lengua se le aflojó, e invocó en un idioma para él desconocido:
A Elbereth Gilthoniel
o menel palan—díriel,
le nallon sí di'nguruthos!
A tiro nin, Fanuilos!
Y al instante se levantó, tambaleándose, y fue otra vez el hobbit Samsagaz, hijo de Hamfast.
—¡A ver, acércate bestia inmunda! —gritó—. Has herido a mi amo y me las pagarás. Seguiremos adelante, te lo aseguro, pero primero arreglaremos cuentas contigo. ¡Acércate y prueba otra vez!
Como si el espíritu indomable de Sam hubiese reforzado la potencia del cristal, el frasco de Galadriel brilló de pronto como una antorcha incandescente. Centelleó, y pareció que una estrella cayera del firmamento rasgando el aire tenebroso con una luz deslumbradora. Jamás un terror como este que venía de los cielos había ardido con tanta fuerza delante de Ella—Laraña. Los rayos le entraron en la cabeza herida y la terrible infección de luz se extendió de ojo a ojo. La bestia cayó hacia atrás agitando en el aire las patas delanteras, enceguecida por los relámpagos internos, la mente en agonía. Luego volvió la cabeza mutilada, rodó a un costado, y adelantando primero una garra y luego otra, se arrastró hacia la abertura en el acantilado sombrío.
Sam la persiguió, vacilante, tambaleándose como un hombre ebrio. Y Ella—Laraña, domada al fin, encogida en la derrota, temblaba y se sacudía tratando de huir. Llegó al agujero y se escurrió dejando un reguero de limo amarillo verdoso, y desapareció en el momento en que Sam, antes de desplomarse, le asestaba un último golpe a las patas traseras.
Ella—Laraña había desaparecido; y la historia no cuenta si permaneció largo tiempo encerrada rumiando su malignidad y su desdicha, y si en lentos años de tinieblas se curó desde adentro y reconstituyó los racimos de los ojos, hasta que un hambre mortal la llevó a tejer otra vez las redes horribles en los valles de las Montañas de las Sombras.
Sam se quedó solo. Penosamente, mientras la noche del País sin Nombre caía sobre el lugar de la batalla, se arrastró de nuevo hacia su amo.
—¡Mi amo, mi querido amo! —gritó. Pero Frodo no habló. Mientras corría hacia adelante en plena exaltación, feliz al verse en libertad, Ella—Laraña lo había perseguido con una celeridad aterradora y de un solo golpe le había clavado en el cuello el pico venenoso. Ahora Frodo yacía pálido, inmóvil, insensible a cualquier voz.
—¡Mi amo, mi querido amo! —repitió Sam, y esperó durante un largo silencio, escuchando en vano.
Luego, lo más rápido que pudo, cortó las cuerdas y apoyó la cabeza en el pecho y en la boca de Frodo pero no descubrió ningún signo de vida, ni el más leve latido del corazón. Le frotó varias veces las manos y los pies y le tocó la frente, pero todo estaba frío.
—¡Frodo, señor Frodo! —exclamó—. ¡No me deje aquí solo! Es su Sam quien lo llama. No se vaya a donde yo no pueda seguirlo. ¡Despierte, señor Frodo! ¡Oh, por favor, despierte, Frodo! ¡Despierte, Frodo, pobre de mí, pobre de mí! ¡Despierte!
Y entonces la cólera lo dominó, y levantándose corrió frenéticamente alrededor del cuerpo de su amo, y hendió el aire con la espada, y golpeó las piedras dando gritos de desafío. Luego se volvió, e inclinándose miró a la luz crepuscular el rostro pálido de Frodo. Y de pronto descubrió que esta era la imagen que se le había revelado en el espejo de Galadriel en Lórien: Frodo de cara pálida dormido al pie de un risco grande y oscuro. Profundamente dormido, había pensado entonces.
—¡Está muerto! —dijo—. ¡No está dormido, está muerto! —Y mientras lo decía, como si las palabras hubiesen activado el veneno, le pareció que el rostro de Frodo cobraba un tinte lívido y verdoso. Y entonces la desesperación más negra cayó sobre él, y se inclinó hasta el suelo y se cubrió la cabeza con la capucha gris, mientras la noche le invadía el corazón, y no supo nada más.
Cuando al fin las tinieblas se disiparon, Sam levantó la cabeza y vio sombras en torno; pero no hubiera sabido decir durante cuántos minutos o cuántas horas el mundo había continuado arrastrándose. Estaba en el mismo lugar, y aún allí junto a él yacía su amo muerto. Ni las montarías se habían desmoronado ni la tierra había caído en ruinas.
—¿Qué haré, qué haré? —se preguntó—. ¿Habré recorrido con él todo este camino para nada? —Y en ese preciso instante oyó su propia voz diciendo palabras que al comienzo del viaje él mismo no había comprendido: Tengo que hacer algo antes del fin, y está ahí adelante, tengo que buscarlo, señor, si usted me entiende.
—¿Pero qué puedo hacer? No por cierto abandonar al señor Frodo muerto y sin sepultura en lo alto de las montañas, y volverme para casa. O continuar. ¿Continuar? —repitió, y por un momento lo sacudió un estremecimiento de miedo y de incertidumbre—. ¿Continuar? ¿Es eso lo que he de hacer? ¿Y abandonarlo?
Entonces por fin rompió a llorar; y volviendo junto a Frodo le estiró el cuerpo, y le cruzó las manos frías sobre el pecho, y lo envolvió en la capa élfica, y luego puso a un lado su propia espada y al otro el bastón que le había regalado Faramir.
—Si voy a continuar, señor Frodo —dijo—, tendré que llevarme su espada, con el permiso de usted, pero le dejo esta otra al lado, así como estaba junto al viejo rey en el túmulo; y usted tiene además la hermosa cota de mithril del viejo señor Bilbo. Y el cristal de estrella, señor Frodo, usted me lo prestó, pero voy a necesitarlo, pues de ahora en adelante andaré siempre en la oscuridad. Es demasiado precioso para mí, y la Dama se lo regaló a usted, pero ella tal vez comprendería. Usted lo comprende, ¿verdad, señor Frodo? Tengo que seguir.
Sin embargo no pudo seguir, todavía no. Se arrodilló, tomó la mano de Frodo y no la pudo soltar. Y el tiempo pasaba y él seguía allí, de rodillas, estrechando la mano de Frodo, mientras en su corazón se libraba una batalla.
Trató de reunir las fuerzas necesarias para arrancarse de allí y partir en un viaje solitario: el viaje vengador. Si al menos pudiera partir, la furia lo llevaría por todas las rutas del mundo detrás de Gollum, hasta dar por fin con él. Y entonces Gollum moriría en un rincón. Pero no era eso lo que él pretendía. Abandonar a su amo sólo por eso no tenía ningún sentido. No le devolvería la vida. Nada ahora le devolvería la vida. Hubiera sido preferible que murieran juntos. Y aún así sería también un viaje solitario.
Miró la punta reluciente de la espada. Pensó en los lugares que habían dejado atrás, la orilla negra, el precipicio que se abría al vacío. Por ese lado no había salida posible. Sería como no hacer nada, no valía la pena. No era eso lo que él pretendía.
—Pero entonces ¿qué he de hacer? —gritó de nuevo, y ahora le pareció conocer exactamente la dura respuesta: Tengo que hacer algo antes del fin. También un viaje solitario, y el peor.
»¿Cómo? ¿Yo, solo, ir hasta la Grieta del Destino y todo lo demás? —Titubeaba aún, pero la resolución crecía.— ¿Cómo? ¿Yo sacarle a él el Anillo? El Concilio se lo entregó a él.
Pero al instante le llegó la respuesta: «Y el Concilio le dio compañeros, a fin de que la misión no fracasara. Y tú eres el último que queda de la Compañía. La misión no puede fracasar.»
—¡Por qué me habrá tocado ser el último! — gimió —. ¡Cuánto daría porque estuviese aquí el viejo Gandalf, o algún otro! ¿Por qué me habrán dejado solo para que yo decida? Me equivocaré, estoy seguro. Y no me corresponde a mí sacarle el Anillo, y ponerme por delante.
»Pero no eres tú quien se pone por delante, te han puesto. Y en cuanto a no ser la persona adecuada, tampoco lo era el señor Frodo, se podría decir, ni el señor Bilbo. Tampoco ellos eligieron.
»Pues bien, tengo que decidirlo, y lo decidiré. Aunque estoy seguro de equivocarme: qué otra cosa puede hacer Sam Gamyi.
»A ver, reflexionemos un poco: si nos encuentran aquí, 0 si encuentran al señor Frodo, y con esa cosa encima, bueno, el enemigo se apoderará de él. Y será el fin de todos nosotros, de Lórien y de Rivendel, y de la Comarca y todo lo demás. Y no hay tiempo que perder, pues entonces será el fin, de todas maneras. La guerra ha comenzado, y es muy probable que todo vaya ahora a favor del enemigo. Imposible regresar con la cosa en busca de permiso o consejo. No, se trata de quedarse aquí hasta que ellos vengan y me maten sobre el cuerpo de mi amo, y se apoderen de la cosa, o de tomarla y partir. —Respiró profundamente.— ¡Tomémosla, entonces!
Se agachó. Desprendió con delicadeza el broche que cerraba la túnica alrededor del cuello de Frodo, e introdujo la mano; luego, levantando con la otra la cabeza, besó la frente helada y le sacó dulcemente la cadena. La cabeza yació otra vez, descansando. No hubo ningún cambio en el rostro sereno, y más que todos los otros signos esto convenció por fin a Sam de que Frodo había muerto y había abandonado la Búsqueda.
—¡Adiós, amo querido! —murmuró —. Perdone a su Sam. Él regresará en cuanto haya llevado a cabo la tarea... si lo consigue. Y entonces nunca más volverá a abandonarlo. Descanse tranquilo hasta mi regreso: ¡y que ninguna criatura inmunda se le acerque! Y si la Dama pudiese oírme y concederme un deseo, desearía volver, y encontrarlo otra vez. ¡Adiós!
Luego, inclinándose, se pasó la cadena por la cabeza y al instante el peso del Anillo lo encorvó hasta el suelo, como si le hubiesen colgado una piedra enorme. Pero poco a poco, como si el peso disminuyera, o una fuerza nueva naciera en él, irguió la cabeza y haciendo un gran esfuerzo se levantó y comprobó que podía caminar con la carga. Y entonces alzó un momento el frasco para mirar por última vez a su amo, y la luz ardía ahora suavemente, con el débil resplandor de la estrella vespertina en el estío, y a esa luz la lividez verdosa desapareció del rostro de Frodo, y fue hermoso otra vez, pálido pero hermoso, con una belleza élfica, el rostro de alguien que ha partido hace mucho tiempo del mundo de las sombras. Y con el triste consuelo de esta última visión, luego de haber escondido la luz, Sam se internó con paso vacilante en la creciente oscuridad.
No tuvo mucho que caminar. La boca del túnel se abría atrás, no lejos de allí; pero adelante a unas doscientas yardas o quizá menos, corría el Desfiladero. El sendero era visible en la penumbra del crepúsculo, un surco profundo excavado a lo largo de los siglos, que ascendía en una garganta larga franqueada por paredes rocosas. La garganta se estrechaba rápidamente. Pronto Sam llegó a un tramo de escalones anchos y bajos. Ahora la torre de los orcos se erguía justo encima, negra y hostil, y en ella brillaba el ojo incandescente. Las sombras de la base ocultaban al hobbit. Llegó a lo alto de la escalera y se encontró por fin en el Desfiladero.
—Lo he decidido —se repetía a menudo. Pero no era verdad. Pese a que lo había pensado muchas veces, lo que estaba haciendo era del todo contrario a su naturaleza—. ¿Me habré equivocado? —murmuró—. ¿Qué hubiera tenido que hacer?
Mientras las paredes casi verticales del desfiladero se cerraban alrededor de él, antes de llegar a la cima misma, y antes de mirar por fin el sendero que descendía al País sin Nombre, dio media vuelta. Por un momento, paralizado por la duda intolerable, miró hacia atrás. La boca del túnel era todavía visible, una mancha borrosa y pequeña en la penumbra; y creyó ver o adivinar el lugar donde yacía Frodo. Y de pronto le pareció que allá abajo en el suelo ardía un leve resplandor, o tal vez fuese tan sólo un efecto de las lágrimas que le empacaban los ojos, mientras escudriñaba aquella cumbre pedregosa donde su vida entera había caído en ruinas.
—Si al menos pudiera cumplir mi deseo —suspiró—, mi único deseo: ¡volver y encontrarlo! —Luego, por fin, se volvió hacia el camino que se extendía ante él y avanzó unos pocos pasos: los más pesados y más penosos que hubiera dado alguna vez.
Apenas unos pocos pasos; y ahora sólo unos pocos más, y luego descendería y ya nunca más volvería a ver aquellas alturas. Y entonces, de improviso, oyó gritos y voces. Sam esperó inmóvil, como petrificado. Voces de orcos. Adelante y atrás de él. Un fuerte ruido de pisadas y voces roncas: los orcos subían al Desfiladero desde el otro lado, tal vez desde alguna de las puertas de la torre. Pasos precipitados y gritos detrás. Dio media vuelta y vio unas lucecitas rojas, antorchas que parpadeaban a lo lejos a la salida del túnel. La cacería había comenzado al fin. El ojo de la torre no era ciego. Y Sam estaba atrapado.
La temblorosa luz de las antorchas y el retintín de los aceros se iban acercando. Un momento más, y llegarían a la cima, y caerían sobre él. Había perdido un tiempo precioso en decidirse, y ahora todo era inútil. ¿Cómo huir, cómo salvarse, cómo salvar el Anillo? El Anillo. No fue ni un pensamiento ni una decisión: de pronto se dio cuenta de que se había sacado la cadena y de que tenía el Anillo en la mano. La vanguardia de la horda de orcos apareció en el Desfiladero, justo delante de él. Entonces se puso el Anillo en el dedo.
El mundo se transformó, y un solo instante de tiempo se colmó de una hora de pensamiento. Advirtió en seguida que oía mejor y que la vista se le debilitaba, pero no como en el antro de Ella—Laraña. Aquí todo cuanto veía alrededor no era oscuro sino impreciso; y él, en un mundo gris y nebuloso, se sentía como una pequeña roca negra y solitaria, y el Anillo, que le pesaba y le tironeaba en la mano izquierda, era como un globo de oro incandescente. No se sentía para nada invisible, sino por el contrario, horrible y nítidamente visible; y sabía que en alguna parte un Ojo lo buscaba.
Oía crujir las piedras, y el murmullo del agua a lo lejos en el Valle de Morgul; y en lo profundo de la roca la bullente desesperación de Ella—Laraña, extraviada en algún pasadizo ciego; y voces en las mazmorras de la torre; y los gritos de los orcos que salían del túnel; y ensordecedor, rugiente, el ruido de los pasos y los alaridos de los orcos. Se acurrucó contra la pared de roca. Pero ellos seguían subiendo, un ejército espectral de figuras grises distorsionadas en la niebla, sólo sueños de terror con llamas pálidas en las manos. Y pasaron junto al hobbit. Sam se agazapó, tratando de escabullirse y esconderse en alguna grieta.
Prestó oídos. Los orcos que salían del túnel y los que ya descendían por el Desfiladero se habían visto, y apurando el paso hablaban entre ellos a voz en cuello. Sam los oía claramente, y entendía lo que decían. Tal vez el Anillo le había dado el don de entender todas las lenguas (o simplemente el don de la comprensión), en particular la de los servidores de Sauron, el artífice, de modo tal que si prestaba atención entendía y podía traducir los pensamientos de los orcos. Sin duda los poderes del Anillo aumentaban enormemente a medida que se acercaba a los lugares en que fuera forjado; pero de algo no cabía duda: no transmitía coraje. Por el momento Sam no pensaba en otra cosa que en esconderse, en pegarse al suelo hasta que retornase la calma, y escuchaba con ansiedad. No hubiera sabido decir a qué distancia hablaban, ya que las palabras le resonaban casi dentro de los oídos.
—¡Hola! ¡Gorbag! ¿Qué estás haciendo aquí arriba? ¿Aún no estás harto de guerra?
—Ordenes, imbécil. ¿Y qué estás haciendo tú, Shagrat? ¿Cansado de estar ahí arriba, agazapado? ¿Tienes intenciones de bajar a combatir?
—Las órdenes te las doy yo a ti. Este paso está bajo mi custodia. De modo que cuida lo que dices. ¿Tienes algo que informar?
—Nada.
—¡Ha¡! ¡Hai! ¡Yo¡!
Un griterío interrumpió la conversación de los cabecillas. Los orcos que estaban más abajo habían visto algo. Echaron a correr. Y de pronto todos los demás los siguieron.
—¡Ha¡! ¡Hola! ¡Hay algo aquí! En el medio del camino. ¡Un espía! ¡Un espía! — Hubo un clamor de cuernos enronquecidos y una babel de voces destempladas.
Sam tuvo un terrible sobresalto, y la cobardía que lo dominaba se disipó como un sueño. Habían visto a su amo. ¿Qué le irían a hacer? Se contaban acerca de los oreos historias que helaban la sangre. No, era inadmisible. De un salto estuvo de pie. Mandó a paseo la misión, todas sus decisiones y junto con ellas el miedo y la duda. Ahora sabía cuál era y cuál había sido siempre su lugar: junto a su amo, aunque ignoraba de qué podía servir estando allí. Se lanzó escaleras abajo y corrió por el sendero en dirección a Frodo.
—¿Cuántos son? — se preguntó —. Treinta o cuarenta por lo menos los que vienen de la torre, y allá abajo hay muchos más, supongo. ¿Cuántos podré matar antes que caigan sobre mí? Verán la llama de la espada no bien la desenvaine, y tarde o temprano me atraparán. Me pregunto si alguna canción mencionará alguna vez esta hazaña: De cómo Samsagaz cayó en el Paso Alto y levantó una muralla de cadáveres alrededor del cuerpo de su amo. No, no habrá canciones. Claro que no las habrá, porque el Anillo será descubierto, y acabarán para siempre las canciones. No lo puedo evitar. Mi lugar está al lado del señor Frodo. Es necesario que lo entiendan... Elrond y el Concilio, y los grandes Señores y las grandes Damas, tan sabios todos. Los planes que ellos trazaron han fracasado. No puedo ser yo el Portador del Anillo. No sin el señor Frodo.
Pero los orcos ya no estaban al alcance de la debilitada vista del hobbit. Sam no había tenido tiempo de pensar en sí mismo. De pronto se sintió cansado, casi exhausto: las piernas se negaban a responder. Avanzaba con increíble lentitud. El sendero le parecía interminable. ¿A dónde habrían ido los orcos en medio de semejante niebla?
¡Ah, ahí estaban otra vez! A bastante distancia todavía. Un grupo de figuras alrededor de algo que yacía en el suelo; unos pocos correteaban de aquí para allá, encorvados como perros que han husmeado una pista. Sam intentó un último esfuerzo.
—¡Coraje, Sam! —se dijo—, o llegarás otra vez demasiado tarde. —Aflojó la espada. Dentro de un momento la desenvainaría, y entonces...
Se oyó un clamor salvaje, gritos, risas cuando levantaron algo del suelo.
—¡Ya hoi! ¡Ya harri hoi! ¡Arriba! ¡Arriba!
Entonces una voz gritó:
—¡De prisa ahora! ¡Por el camino más corto a la Puerta de Abajo! Parece que ella no nos molestará esta noche. —La pandilla de sombras se puso en marcha. En el centro cuatro de ellos cargaban un cuerpo sobre los hombros.— ¡Ya hoi!
Se habían marchado y se llevaban el cuerpo de Frodo. Sam nunca podría alcanzarlos. Sin embargo, no se dio por vencido. Los orcos ya estaban entrando en el túnel. Los que llevaban el cuerpo pasaron primero, los otros los siguieron, a los codazos y los empujones. Sam avanzó algunos pasos. Desenvainó la espada, un centelleo azul en la mano trémula, pero nadie lo vio. Avanzaba aún, sin aliento, cuando el ultimo orco desapareció en el agujero oscuro.
Sam se detuvo un instante, jadeando, apretándose el pecho. Luego se pasó la manga por la cara, y se enjugó la suciedad, y el sudor, y las lágrimas.
—¡Basura maldita! —exclamó, y saltó tras ellos hundiéndose en la sombra.
Esta vez el túnel no le pareció tan oscuro; tuvo más bien la impresión de haber pasado de una niebla más ligera a otra más densa. El cansancio aumentaba, pero se sentía cada vez más decidido. Le parecía vislumbrar, no lejos de allí, la luz de las antorchas, pero por más que se esforzaba no conseguía llegar hasta ellas. Los orcos se desplazaban veloces por los subterráneos, y este túnel lo conocían palmo a palmo: no obstante las persecuciones de Ella—Laraña estaban obligados a utilizarlo a menudo, pues era el camino más rápido entre las montañas y la Ciudad Muerta. En qué tiempos inmemoriales habían sido excavados el túnel principal y el gran foso redondo en que Ella—Laraña se había instalado siglos atrás, los orcos lo ignoraban, pero ellos mismos habían cavado a los lados muchos otros caminos a fin de evitar el antro de la bestia mientras iban y venían cumpliendo órdenes. Esa noche no tenían la intención de descender muy abajo, sólo querían encontrar cuanto antes un pasadizo lateral que los llevara de vuelta a su propia torre. Casi todos estaban contentos, felices con lo que habían visto y hallado, mientras corrían y parloteaban y gimoteaban a la manera de los orcos. Sam oyó las voces ásperas y opacas en el aire muerto, y distinguió dos en particular, más fuertes y cercanas. Al parecer los cabecillas marchaban a la retaguardia, y discutían.
—¿No puedes ordenarle a tu chusma que no arme ese alboroto, Shagrat? —gruñó uno de ellos—. No tenemos interés en que nos caiga encima Ella—Laraña.
—¡Vamos, Gorbag! Tu gente es la que grita más —respondió el otro—. ¡Pero déjalos que jueguen! Si no me equivoco, por algún tiempo no tendremos que preocuparnos de Ella—Laraña. Al parecer se ha sentado sobre un clavo, y no vamos a llorar por eso. ¿No viste el reguero de podredumbre a lo largo de la galería que lleva al antro? Ordenarles que se callen sería tener que repetirlo un centenar de veces. Déjalos pues, que se rían. Por fin hemos tenido un golpe de suerte: hemos encontrado algo que le interesa a Lugbúrz.
—Le interesa a Lugbúrz ¿eh? ¿Qué se te ocurre que puede ser? Parece un elfo, pero de talla más pequeña. ¿Qué peligro puede haber en una cosa así?
—No lo sabremos hasta que le hayamos echado una ojeada.
—¡Oh! De modo que no te han dicho qué era ¿eh? No nos dicen todo lo que saben ¿verdad? Ni la mitad. Pero pueden equivocarse, sí, hasta los de arriba pueden equivocarse.
—¡Calla, Gorbag! —La voz de Shagrat bajó de tono, y Sam, aunque ahora tenía un oído extrañamente fino, a duras penas alcanzaba a distinguir las palabras. — Pueden, sí, pero tienen ojos y oídos por todas partes; y algunos entre mi propia gente, sospecho. Pero es indudable que algo les preocupa. Por lo que me dices, los Nazgûl están inquietos; y también Lugbúrz. Al parecer, algo estuvo a punto de escabullirse.
—¡A punto, dices! —observó Gorbag.
—Está bien —dijo Shagrat—, pero dejemos esto para más tarde. Esperemos a estar en el camino subterráneo. Allí hay un lugar donde podremos conversar tranquilos, mientras los muchachos siguen adelante.
Poco después las antorchas desaparecieron de la vista de Sam. Oyó un fragor, y en el momento en que aceleraba el paso, un golpe seco. Sólo pudo imaginar que los orcos habían dado vuelta al recodo, entrando en el túnel que Frodo encontrara obstruido. Seguía obstruido.
Una gran piedra parecía interceptarse el paso, y sin embargo los orcos habían salvado el obstáculo de algún modo, ya que Sam los oía hablar del otro lado. Continuaban corriendo, adentrándose cada vez más en el corazón de la montaña hacia la torre. Sam estaba desesperado. Algún propósito maligno abrigaban sin duda al llevarse el cuerpo de Frodo, y él no podía seguirlos. Se abalanzó contra el peñasco y empujó, pero la piedra no se movió. Entonces le pareció oír no lejos de allí, dentro, las voces de los dos capitanes. Por un instante permaneció inmóvil, escuchando, esperando tal vez enterarse de algo útil. Quizá Gorbag, que evidentemente pertenecía a Minas Morgul, volviera a salir, y entonces él podría escabullirse y entrar.
—No, no lo sé —decía la voz de Gorbag—. En general los mensajes llegan más rápidos que el vuelo de los pájaros. Pero yo no pregunto cómo. Más vale no arriesgarse. ¡Grr! Esos Nazgûl me ponen la carne de gallina. Te desuellan sin siquiera mirarte, y te dejan afuera en el frío y la oscuridad. Pero a El le gustan; en estos tiempos son sus favoritos. Así que de nada sirven las protestas. Te lo aseguro. No es juguete servir abajo, en la ciudad.
—Tendrías que probar lo que es estar aquí, en compañía de Ella—Laraña —dijo Shagrat.
—Quisiera más bien probar algún sitio donde no tuviera que encontrarme ni con ella ni con los otros. Pero ya la guerra ha comenzado, y cuando concluya tal vez las cosas anden mejor.
—Parece que andan bien, por lo que dicen.
—¿Qué otra cosa quieres que digan? —gruñó Gorbag—. Ya veremos. De todos modos, si en verdad termina bien, habrá mucho más espacio. ¿Qué te parece?... Si tenemos una oportunidad de escapar tú y yo por nuestra cuenta, con algunos muchachos de confianza, a algún lugar donde haya un botín bueno y fácil de conseguir, y nada de grandes patrones.
—Ah —exclamó Shagrat—, como en las viejas épocas.
—Sí —dijo Gorbag—. Pero no contemos con eso. Yo no estoy nada tranquilo. Como te decía, los grandes patrones, sí —y la voz descendió hasta convertirse casi en un susurro—, sí, hasta el Más Grande puede cometer errores. Algo estuvo a punto de escabullirse, dijiste. Y yo te digo: algo se escabulló. Y tenemos que estar alertas. A los pobres uruks siempre les toca remediar entuertos, y sin ninguna recompensa. Pero no lo olvides: a nosotros los enemigos no nos quieren más que a Él, y si Él cae, también nosotros estaremos perdidos. Pero dime una cosa: ¿cuándo te dieron a ti la orden de salir?
—Hace alrededor de una hora, justo antes de que tú nos vieras. Llegó un mensaje: Nazgûl inquieto. Se temen espías en Escaleras. Redoblen la vigilancia. Patrullen arriba en Escaleras. Y vine en seguida.
—Fea historia —dijo Gorbag—. Escucha... nuestros vigías silenciosos estaban inquietos desde hacía más de dos días, eso lo sé. Pero mi patrulla no recibió orden de salir hasta el día siguiente, y no se envió a Lugbúrz ningún mensaje: a causa de la Gran Señal y la partida para la guerra del Gran Nazgûl, y todo eso. Y luego no pudieron conseguir que Lugbúrz los atendiera en seguida, según me han dicho.
—Supongo que el Ojo habrá estado ocupado en otros asuntos —dijo Shagrat—. Dicen que allá abajo, en el oeste, acontecen grandes cosas.
—Me imagino —dijo Gorbag—. Pero mientras tanto los enemigos han llegado hasta las Escaleras. ¿Y tú qué hacías? Se suponía que estabas allí vigilando, con órdenes especiales o sin ellas. ¿En qué andas?
—¡Basta ya! No me enseñes a mí lo que tengo que hacer. Estábamos bien despiertos y alertas. Sabíamos que estaban sucediendo cosas extrañas.
—¡Muy extrañas!
—Sí, muy extrañas: luces y gritos y todo. Pero Ella—Laraña andaba en una de sus diligencias. Mis muchachos la vieron, a ella y al Fisgón.
—¿El Fisgón? ¿Qué es eso?
—Tienes que haberlo visto: uno pequeñito, flaco y negro; también él se parece a una araña, o quizá más a una rana famélica. Ya había estado antes por aquí. Hace años salió de Lugbúrz la primera vez, y tuvimos orden de arriba de dejarlo pasar. Desde entonces volvió un par de veces a subir por las Escaleras, pero nosotros lo dejábamos en paz: al parecer se entiende con la Señora. Supongo que no será un bocado muy apetitoso, pues a ella no le preocupan las órdenes de arriba. Pero ¡vaya la guardia que montáis en el valle: él estuvo aquí arriba un día antes de que se armase toda esta tremolina! Anoche, temprano, lo vimos. De todos modos mis muchachos informaron que la Señora se estaba divirtiendo, y con eso fue suficiente para mí, hasta que llegó el mensaje. Suponía que el Fisgón le había llevado algún juguete, o que quizá vosotros le habíais mandado un regalito, un prisionero de guerra o algo por el estilo. Yo no me meto cuando ella juega. Nada se le escapa a Ella—Laraña cuando sale de caza.
—¡Nada, dices! ¿Para qué tienes ojos? Te repito que no estoy nada tranquilo. Lo que subió por las escaleras, ha escapado. Cortó la telaraña y huyó por el agujero. ¡Eso da que pensar!
—Ah, bueno, pero a fin de cuentas ella lo atrapó ¿no?
—¿Lo atrapó? ¿Atrapó a quién? ¿A esta criatura insignificante? Pero si hubiera estado solo, ella se lo habría llevado mucho antes a su despensa, y allí se encontraría ahora. Y si a Lugbúrz le interesaba, te hubiera tocado a ti ir a rescatarlo. Buen trabajo. Pero había más de uno.
A esta altura de la charla, Sam se puso a escuchar con más atención el oído pegado a la piedra.
—¿Quién cortó las cuerdas con que ella lo había atado, Shagrat? El mismo que cortó la telaraña. ¿No se te había ocurrido? ¿Y quién le clavó el clavo a la Señora? El mismo, supongo. ¿Y ahora dónde está? ¿Dónde está, Shagrat?
Shagrat no respondió.
—Te convendría usar la cabeza de vez en cuando, si la tienes. No es para reírse. Nadie, nadie jamás, antes de ahora, había pinchado a Ella—Laraña con un clavo, y tú tendrías que saberlo mejor que nadie. No es por ofenderte, pero piensa un poco... Alguien anda rondando por aquí y es más peligroso que el rebelde más condenado que se haya conocido desde los malos viejos tiempos, desde el Gran Sitio. Algo se ha escabullido.
—¿Qué, entonces? —gruñó Shagrat.
—A juzgar por todos los indicios, capitán Shagrat, diría que se trata de un gran guerrero, probablemente un elfo, armado sin duda de una espada élfica, y quizá también de un hacha: y anda suelto en tu territorio, para colmo, y tú nunca lo viste. ¡Divertidísimo en verdad! — Gorbag escupió. Sam torció la boca en una sonrisa sarcástica ante esta descripción de sí mismo.
—¡Bah, tú siempre lo ves todo negro! —dijo Shagrat—. Puedes interpretar los signos como te dé la gana, pero también podría haber otras explicaciones. De cualquier modo, tengo centinelas en todos los puntos claves, y pienso ocuparme de una cosa por vez. Cuando le haya echado una ojeada al que hemos capturado, entonces empezaré a preocuparme por alguna otra cosa.
—Me temo que no encontrarás mucho en ese personajillo —dijo Gorbag—. Es posible que no haya tenido nada que ver con el verdadero mal. En todo caso el gran guerrero de la espada afilada no parece haberle dado mucha importancia... dejarlo allí tirado: típico de los elfos.
—Ya veremos. ¡En marcha ahora! Hemos hablado bastante. ¡Vamos a echarle una ojeada al prisionero!
—¿Qué te propones hacer con él? Note olvides que yo lo vi primero. Si hay diversión, a mí y a mis muchachos también nos toca.
—Calma, calma —gruñó Shagrat—. Tengo mis órdenes, y no vale la pena arriesgar el pellejo, ni el mío ni el tuyo. Todo merodeador que sea encontrado por los guardias será recluido en la torre. Habrá que desnudar al prisionero. Una descripción detallada de todos sus avíos, vestimenta, armas, carta, anillo, o alhajas varias tendrá que ser enviada inmediatamente a Lugbúrz y solamente a Lugbúrz. El prisionero será conservado sano y salvo, bajo pena de muerte para todos los miembros de la guardia, hasta tanto Él envíe una orden, o venga en Persona. Todo esto es bien claro, y es lo que haré.
—Desnudarlo, ¿eh? —dijo Gorbag—. ¿También los dientes, las uñas, el pelo y todo lo demás?
—No, nada de eso. Es para Lugbúrz. Ya te lo he dicho. Lo quieren sano e intacto.
—No te será tan fácil como supones —rió Gorbag—. A esta altura es sólo carroña. No me imagino qué podrá hacer Lugbúrz con una cosa semejante. Bien podrían echarlo en la cazuela.
—¡Pedazo de imbécil! —ladró Shagrat—. Te crees muy astuto, pero ignoras un montón de cosas que conoce casi todo el mundo. Si no te cuidas, serás tú el que terminará en una cazuela o en la panza de Ella—Laraña. ¡Carroña! Entonces conoces bien poco a la Señora. Cuando ella ata con cuerdas, lo que busca es carne. No come carne muerta ni chupa sangre fría. ¡Este no está muerto!
Sam se estremeció, aferrándose a la piedra. Tenía la impresión de que todo aquel mundo oscuro se daba vuelta patas arriba. La conmoción fue tal que estuvo a punto de desmayarse, y mientras luchaba por no perder el sentido, oía dentro de él un comentario: «Imbécil, no está muerto, y tu corazón lo sabía. No confíes en tu cabeza, Samsagaz, no es lo mejor que tienes. Lo que pasa contigo es que nunca tuviste en realidad ninguna esperanza. ¿Y ahora qué te queda por hacer?» Por el momento nada más que apoyarse contra la piedra inamovible y escuchar, escuchar las horribles voces de los orcos.
—¡Garn! —dijo Shagrat—. Ella tiene más de un veneno. Cuando sale de caza, le basta dar un golpecito en el cuello, y las víctimas caen tan fofas como peces deshuesados, y entonces ella se da el gusto. ¿Recuerdas al viejo Ufthak? Lo habíamos perdido de vista durante varios días. Por último lo encontramos en un rincón: colgado, sí, pero bien despierto, y echando fuego por los ojos. ¡Cómo nos reímos! Quizás ella se había olvidado de él, pero nosotros no lo tocamos... no es bueno meterse en los asuntos de Ella. No... esta basura despertará dentro de un par de horas; y aparte de sentirse un poco mareado durante un rato, no le pasará nada. 0 no le pasará si Lugbúrz lo deja en paz. Y aparte, naturalmente, de preguntarse dónde está y qué le ha sucedido.
—¿Y qué le va a suceder? —rió Gorbag—. En todo caso, si no podemos hacer nada más, le contaremos algunas historias. No creo que haya estado jamás en la bella Lugbúrz, de modo que quizá le guste saber lo que allí le espera. Esto va a ser más divertido de lo que yo pensaba. ¡Vamos!
—No habrá ninguna diversión, te lo aseguro yo —dijo Shagrat—. Hay que conservarlo sano e intacto, pues de lo contrario todos podríamos darnos por muertos.
—¡Bueno! Pero si yo fuera tú atraparía al grande que anda suelto antes de enviar ningún mensaje a Lugbúrz. No les hará mucha gracia enterarse de que has atrapado al gatito y has dejado escapar al gato.
Las voces se apagaron. Sam oyó el sonido de las pisadas que se alejaban. Empezaba a recobrarse y ahora se sentía furioso.
—¡Lo hice todo mal! —gritó—. Sabía que iba a pasar. ¡Ahora ellos lo tienen, los demonios! ¡Los inmundos! Nunca abandones a tu amo, nunca, nunca, nunca: ésa era mi verdadera norma. Y en el fondo de mi corazón, lo sabía. Quiera el cielo perdonarme. Pero ahora tengo que volver a él. De alguna manera. De alguna manera.
Desenvainó otra vez la espada y golpeó la piedra con la empuñadura, pero sólo obtuvo un sonido sordo. Sin embargo, la espada resplandecía, tanto que ahora él podía ver alrededor. Sorprendido, descubrió que el peñasco tenía la forma de una puerta pesada, y casi el doble de la altura de él. Arriba, un espacio oscuro separaba la parte superior del arco bajo de la puerta. Probablemente estaba destinado a impedirle la entrada a Ella—Laraña, y se cerraba por dentro con algún mecanismo invulnerable a la astucia de la bestia. Con las fuerzas que le quedaban, Sam dio un salto y se aferró a la parte superior de la puerta, trepó, y se dejó caer del otro lado; luego echó a correr como un loco, la espada incandescente en la mano, dando vuelta un recodo y subiendo por un túnel sinuoso.
La noticia de que su amo estaba aún con vida le daba el ánimo necesario para hacer un último esfuerzo. No veía absolutamente nada, pues este nuevo pasadizo consistía en una larga serie de curvas y recodos; pero tenía la impresión de estar ganando terreno: las voces de los orcos volvían a sonar más cerca, quizás a unos pocos pasos.
—Eso es lo que haré —dijo Shagrat—. Lo llevaré en seguida a la cámara más alta.
—¿Pero por qué? —gruñó Gorbag—. ¿Acaso no tienen mazmorras ahí abajo?
—No tiene que correr ningún riesgo, ya te lo dije —respondió Shagrat—. ¿Has entendido? Es muy valioso. No confío en todos mis muchachos, y en ninguno de los tuyos; ni en ti, cuanto te entra la locura de divertirle. Lo llevaré donde me plazca, y donde tú no podrás ir, si no te comportas como es debido. A lo alto de la torre, he dicho. Allí estará seguro.
—¿Eso crees? —dijo Sam—. ¡Te olvidas del gran guerrero élfico que anda suelto! —Y al decir estas palabras dio vuelta al último recodo para descubrir, no supo si a causa de un truco del túnel o al oído que el Anillo le había prestado, que había estimado mal la distancia.
Las siluetas de los orcos estaban bastante más adelante. Y ahora los veía, negros y achaparrados, contra una intensa luz. El túnel, recto por fin, se elevaba en pendiente; y en el extremo había una puerta doble, que conducía sin duda a las cámaras subterráneas bajo el alto cuerno de la torre. Los orcos ya habían pasado por allí con el botín, y Gorbag y Shagrat se acercaban ahora a la puerta.
Sam oyó un estallido de cantos salvajes, un estruendo de trompetas y el tañido de los gongos: una algarabía horripilante. Gorbag y Shagrat estaban en el umbral.
Sam lanzó un grito y blandió a Dardo, pero la vocecita se ahogó en el tumulto. Nadie la había escuchado.
La gran puerta se cerró con estrépito. Bum. Del otro lado golpearon sordamente las grandes trancas de hierro. Bam. La puerta estaba cerrada. Sam se arrojó contra las pesadas hojas de bronce, y cayó sin sentido al suelo. Estaba afuera y en la oscuridad. Y Frodo vivía, pero prisionero del enemigo.
FIN DEL LIBRO "LAS DOS TORRES"