Publicado en
abril 08, 2010
2002-2003
Walter Edgrado Eckart Nació el 21 de junio de 1966 en “Tres Isletas”, provincia del Chaco, República Argentina.
Fue Sacerdote en la Arquidiócesis de Resistencia hasta 1997 y profesor de materias dogmáticas durante 3 años en el Seminario Interdiocesano “La Encarnación” de Resistencia, Chaco.
Actualmente posee una pequeña cadena de ferreterías, colabora con la Arquidiócesis de Resistencia en varios ámbitos y continúa sus estudios.
Está casado hace casi 8 años con María Gloria Mena, a quien dedica muy especialmente este y todos sus cuentos.
Febrero de 2005
I
La verdad es que estaba caminando bastante lento, sin ningún apuro, con una bufanda protegiendo mi cuello y las manos en el bolsillo del saco. Caminaba y meditaba ciertas cuestiones. Según lo pactado, pocos minutos antes habíamos terminado -con mi esposa- la lectura de la carta. Quedamos realmente conmocionados.
Mi esposa sólo pudo lagrimear en silencio. Yo me quedé aturdido. Ahora, mientras caminaba -sólo-, comencé a pensar muchas cosas.
Pensaba, por ejemplo, en lo horroroso que debe ser desear profundamente algo y no poder alcanzarlo.
Consideré también que si eso que se desea toca incisivamente las profundidades del corazón, entonces la desgracia es ya infinita, espantosa, putrefacta. No me imagino una desgracia mayor, sencillamente porque no hay peor desdicha que buscar eso que llamamos felicidad y no hallarla. Porque, en el fondo, de eso se trata: si algo es capaz de atacar de raíz el corazón, es porque ha entrado en juego el drama existencial más profundo: la búsqueda de la realización personal bajo la forma de la búsqueda de la felicidad.
En medio de mi dolor, recordé el contenido de la carta y pensé para mis adentros ¡Y hay tanta gente infeliz que quiere dejar de serlo y no sabe cómo....!. Por eso, no creo que haya una experiencia mayor de impotencia que ésta: desear ser feliz - con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser- y no poder serlo. Solo la imagen del infierno me pareció más o menos apropiada para ilustrar -como de lejos- un dolor tan grande y aberrante.
Y no creo que haya un miedo mayor que éste, al menos en quienes han tomado conciencia de lo que significa vivir.
Caminando por la vereda y para sorpresa mía, me encontré con un amigo que hace tiempo no veía. No es que fuésemos grandes amigos, pero compartíamos cierta intimidad, aunque no el modo de pensar. En realidad éramos muy diferentes en un montón de cosas.
Lo saludé con el entusiasmo del que fui capaz y fuimos a un café. Escuché sus novedades y yo, por mi parte, le compartí las mías. También le conté lo de la carta, que lo impactó bastante.
Seguimos charlando durante un tiempo bastante largo. En un momento yo le expresé algo de lo que había estado meditando mientras caminaba. Él me escuchó en silencio y después me dijo: la felicidad es una utopía. Nunca se es feliz. Y como todos intuimos esto, algunos nos anestesiamos para no sentir el dolor de no serlo: o con los ideales, o con la religión, o con el suicidio, o con cualquier otra cosa.
Lo escuché y le dije que, si él estaba en lo cierto, entonces el ser humano era un absurdo: ¿Cómo podía latir en sus entrañas un anhelo tan grande si éste era imposible de realizar?
No me hizo caso. Volvió a exponer sus ideas y dio por terminado el tema.
Me pareció que estaba un poco incómodo.
A la salida del café compró el diario en el kiosco, miró la tapa, me comentó uno de los titulares y me hizo ver cómo aquella noticia era absolutamente previsible.
Me pidió que salude a mi esposa en su nombre, con un abrazo se despidió de mí, y siguió su camino.
Y yo me quedé quieto, mirando al amigo que se iba. Para mi sorpresa, cuando estaba él por cruzar la calle, se dio vuelta y con una triste sonrisa me gritó: Algunos nos anestesiamos leyendo el diario. Y siguió caminando.
Y esta vez, el de la triste sonrisa fui yo.
Creo que todo eso me impactó bastante. Seguí caminando y comencé a recordar. Recordé la charla del café, recordé el rostro de un cura y también el de mi mamá; recordé el título de un pequeño librito, más o menos sabio: El arte de amar. Y me sonreí tristemente. Y pensé para mis adentros con cierto sarcasmo ¿Cuándo se escribirá en serio sobre El arte de vivir?. Concluí que tendría que ser no un pequeño libro sino una enciclopedia, con tantas hojas como dolores y trampas hay escondidos en el corazón del hombre. Y comprendí -como se dice en alguna parte- que entonces ni el mundo mismo sería capaz de ofrecer un espacio tan grande como para recibir una obra así.
Me dije que vivir es realmente una aventura hermosa y desafiante a la vez. A veces, demasiado desafiante.....
En cierto sentido, pensé, es como un gran reto. Si. Es un reto serio vivir, vivir dignamente. Y no estaba aludiendo sólo a lo material, sino también a aquello otro; a eso que hace que uno prodigue bienes a los demás porque lleva en el corazón el misterioso tesoro de vivir en plenitud.
Más de una vez me pregunté qué será lo que pasa por la mente de quién se descubre infeliz y sin medios para cambiar. Siempre supuse que una situación así, cuando menos, lleva a la locura. No creo que la psiquis humana esté preparada para resistir cabalmente algo semejante.
Una vez alguien me había dicho que todo lo que no se puede contar, por lo menos a una persona en el mundo, eso es malo.
Recordé nuevamente la charla del café y pensé que la cosa no es tan así. Acudí a la memoria para visualizar el rostro de mi amigo y concluí que, a veces, hay cosas que pasan en las vidas de las personas, que no se pueden contar a nadie porque uno mismo no las entiende, y aunque las entendiera, no sabría como expresarlas.
Es cuando el misterio de lo humano hace sentir su peso.
Y seguí caminando.....
II
A veces, el lento caminar tiene algo de mágico. Es como que uno se encuentra de golpe con una faceta nueva de la archiconocida realidad cotidiana.
Digo esto porque, ensimismado en mi caminar y de repente, no se cómo, me quedé contemplando la imagen de un mendigo. Una de esas personas que se suelen sentar en la vereda, por la mañana temprano, junto a una obra en construcción.
No sé por qué me detuve, lo seguí mirando, y finalmente me senté a su lado. En silencio.
Hacía frío y él tenía en las manos una botella de agua mineral. Cuando me la ofreció le pregunté qué contenía. Me dijo que alcohol puro.
Con recelo pero... me animé... y tome un trago cerrando los ojos.....
Luego le pregunté porque bebía semejante cosa.
Me dijo que por tres motivos: primero, porque era alcohólico; segundo porque no tenía dinero para conseguir algo mejor; y tercero, por lo mismo que yo había bebido el primer sorbo: por un gran dolor en el corazón.
Me desconcertó la última parte de la respuesta. No la esperaba.
Con cierta picardía le pregunté por qué suponía que yo llevaba dentro un gran dolor.
Mientras seguía mirando a la gente que pasaba me dijo: ¿Qué pensaría Ud. -si estuviera en mi lugar- de un señor bien vestido, afeitado y de manos cuidadas, que de sopetón se sienta a su lado, le acepta un trago de alcohol, se queda mirando como obnubilado a la gente, sin siquiera sospechar que casi lo atropella un auto al cruzar la calle?
Me avergoncé.
Ahora que él lo decía comprendí que era cierto. De mi inconsciente brotó la imagen de un auto, frenando a centímetros de mis pies.
Creo que me ruboricé. Lo miré, le saqué de las manos la botella y bebí un nuevo sorbo.
Cuando me repuse, endurecí el rostro y, como con indiferencia, le pregunté:¿Y cuál es el dolor que agobia tu corazón?
Me contestó: Sabe..... a veces me asombra la inconsistencia de algunas peguntas que hace la gente.....
Era la segunda vez que sentí que me tomaba el pelo. Me embronqué.
Hice el intento de levantarme para continuar mi camino, pero me agarró del brazo. Siguió mirando a la gente, y mientras lo hacía me dijo: Espere....discúlpeme. Quédese. Se lo voy a contar. Tal vez incluso eso me alivie
Lo pensé un momento y luego me aflojé. Me quedé en silencio, esperando.
Él bebió un nuevo sorbo. Siguió mirando a la gente y después me dijo:
El ser humano tiene una fortaleza tremenda. En cierta forma es soberano de todo. Pero tiene su talón de Aquiles: el desamor. Sólo la ausencia del amor puede derrumbarlo.
Yo antes tenía familia: una mujer, un hijo precioso. Trabajaba. Era carpintero, sabe.....Trabajaba con todas mis fuerzas y, aunque ni siquiera terminé el secundario, siempre me di un tiempo para leer. Es algo que aún hoy me apasiona, aunque ya no tengo libros ni dinero para comprarlos.
Mi esposa era una santa. Nunca voy a entender por qué la maltraté tanto si la quería con toda mi alma. Mi hijo, gracias a Dios, no era en nada parecido a mi. Heredó el temple de la madre.
A veces lo contemplaba y veía como crecía: fuerte, erguido, vivaz, alegre.
Una mañana, en el desayuno, me dijo que le dolía la columna. Yo no le di importancia.
Al tiempo me lo volvió a decir. Tampoco le hice caso. Un día no se pudo levantar de la cama porque le dolía demasiado.
Lo llevamos al hospital. Primero estuvo en traumatología. Después le hicieron los estudios. El resultado fue: cáncer en la columna.
Le dieron un tratamiento, le aplicaron rayos..... Así estuvo un año..... Por temporadas en el hospital y tiempos cortos en la casa.
Un día nos dijeron que ya no se podía hacer nada, que el cáncer había hecho metástasis por todas partes. Murió en la madrugada de un martes
Esa noche -la del lunes para martes- yo había ido al hospital, después de cerrar la carpintería. Entré caminando por la playa de estacionamiento. Doble hacia la derecha y seguí hasta que me encontré con la sala de aislamiento. Entré a la sala, y mientras caminaba, veía a los distintos enfermos, en sus camas, detrás de la media pared que indicaba el límite del pasillo. Hasta que llegue a la cama de Javier. Me senté a su lado y lo acaricié permanentemente. Murió a los dos de la mañana.
Cuando murió, miré a todos mis parientes, a mi esposa. Los dejé y salí a caminar. No fue lo mejor, pero fue lo que hice.
Caminaba y lloraba. Lloraba y pensaba. Incluso recordé a alguien -un joven muy religioso, autor de un pequeño libro- que había dicho que la muerte es, sin dudas, el gran momento de la existencia humana.
En cierta forma -decía ese autor- la muerte es la clave de lectura de todo cuanto existe en este mundo. Es la gran novedad. La experiencia única. En el horizonte de la fe, la muerte es el momento más deslumbrante, más maravilloso, más indecible. Es el momento del paso hacia el encuentro con el absoluto, es derramar lágrimas de amor por estar tan pero tan cerca de gozar indescriptiblemente de aquello que tanto desea el corazón humano.
Porque todo pasa. Es cierto. Todo envejece........ las ciudades, los líderes, las casas, los autos, las plantas, los objetos....el mismo ser humano. Todo es caduco. Todo pasa. Todo es apariencia. Todo excepto Dios. Sólo el Absoluto permanece, esperando, cada día, a muchos de sus hijos que se unirán a él para toda la eternidad.
Recuerdo que en aquella oportunidad, cuando leí todo esto me había emocionado. Esa noche, cuando caminaba, sólo podía llorar.....
Después de un tiempo, una mañana de invierno, como la de hoy, mi esposa me dijo que ya nada la unía a mi; qué me quería pero que se había cansado de soportar tantos maltratos. Me dijo que se iba.
Y me quedé solo......
Y ya no encontré a nadie que me ame.....
Antes bebía quién sabe por qué motivos. Ahora soy alcohólico y mendigo por una gran dolor en el corazón. No. No soy feliz.....
Y calló.....
Inclinó la cabeza sobre sus rodillas y cuando la volvió a levantar comprendí que lloraba. Yo me enternecí. El relato me había conmovido. Le acaricié el cabello y luego le apreté fuerte el brazo, como queriendo transmitirle una carga mágica de fortaleza.
Con el brazo secó sus lágrimas, endureció el rostro y me dijo que no me compadeciera, que mi situación no era mejor que la suya. Y siguió llorando.
Yo me incorporé, lo miré una vez más, y reanudé mi marcha.
Al cabo de unos metros sentí su voz. Me detuve, me di vuelta y me dijo: Gracias.
Yo pensé un momento y después le pregunté por qué.
Por haber conseguido el milagro de que vuelva yo a llorar.
Me sonreí y seguí caminando.
III
Sólo la ausencia del amor es capaz de derrumbar a las personas. Es lo que había dicho el mendigo cuando quiso explicarme la raíz de su infelicidad.
Realmente -pensé para mis adentros- el dolor enseña.
No se qué conciencia tendría el mendigo al decir algo así, pero me pareció acertadísimo, porque, al meditarlo, comprendí que en el fondo, si uno lo piensa bien, la palabra felicidad no hace sino expresar la experiencia personal del amor. En ese sentido, decir que uno es feliz es expresar que uno ama y se siente amado.
Por eso -pensé- la ausencia de la experiencia del amor, seguramente que es la tragedia máxima para cualquier ser humano. Y no es raro, justamente por esto, que alguien -por ejemplo- elija el suicidio si se descubre huérfano en relación al amor.
Recordé la sentencia de alguien que había dicho que El amor es mucho más que un pretexto para una canción romántica o una película tierna; es la expresión religiosa del mismo hecho de vivir, y me imaginé entonces al amor como el motor que hace latir el corazón del espíritu humano. Me dije que es lo único capaz de ponernos en movimiento y marcar un rumbo cierto a nuestra marcha por este mundo.
El mendigo tiene razón, pensé nuevamente mientras decidía agilizar mi marcha.
De pronto un sacudón violento me retrotrajo a la realidad: un joven, más o menos de 25 años, acababa de atropellarme. Se disculpó de inmediato y subió corriendo las escalinatas de la Iglesia. Miré la antigua construcción y al muchacho que se perdía en las penumbras del templo.
Cuando ya desapareció de mi vista decidí seguirlo. Y entonces transité también yo por aquella escalinata antigua.
Entre y contemple por unos momentos la arquitectura interior. Realmente era muy bella. Me sedujo, y fue inevitable asociarla con lo sagrado. Todo allí hablaba de algo que no se podía percibir con los ojos pero que, sin embargo, hacía sentir su presencia.
Baje los ojos y contemplé a la gente que rezaba. Bien adelante, en la parte de pasillo que corresponde a los primeros bancos, pude distinguir al joven que me había atropellado. Me llamo la atención la posición que había adoptado: estaba en medio del pasillo, postrado, y cada tanto golpeaba su cabeza con el mármol del piso. La escena me recordó la descripción de Kafka en su Conversación con el que reza.
Me senté en el último banco, me quedé un rato y recé también yo.
Al cabo de un tiempo, el joven se levantó y emprendió su regreso. Caminaba lentamente y al pasar cerca mío pude ver sus lágrimas.
¿Qué pasará dentro suyo? pensé.
Movido por un impulso -y sin pensar- me incorporé rápidamente y salí corriendo de la Iglesia. Lo alcancé en la escalinata. Lo tomé del hombro y le pregunté qué le sucedía.
Me miró y –con el gesto – era como si me dijera ¡Qué le importa!....y siguió caminando.
Tardé unos segundo en reaccionar. Comprendí que me había entrometido en algo que no era de mi incumbencia. De todos modos, volví a correr para alcanzarlo y lo tomé nuevamente del hombro.
Especulando, le dije: Di más bien que no tengo el derecho de saberlo. De todos modos sí me importa.
Se detuvo bruscamente y casi me gritó al decirme ¡Por favor!..... ¡Déjeme en paz!
Resignado acepté: ¡Está bien! ¡está bien!....... Digamos que sólo tengo curiosidad.
Me miro un momento, fijamente, y luego inclinó la cabeza hacia abajo.
Yo no sabía que hacer.....pero comprendí que lloraba nuevamente.
Me conmovió. Le hablé....lo invite a caminar..... y accedió. Después de unos metros le dije: Vamos a tomar un café (a sabiendas de que ya era el segundo en un tiempo muy breve)..... y volvió a aceptar......
Cuando ya estábamos en el bar y después de un silencio prolongado me dijo: Hay días, como el de hoy, en que me hundo en la desesperación. Entonces voy a la Iglesia y hago.... bueno... Ud. ya lo vió. ....
Le pregunté si ahora, más tranquilo, le gustaría compartir lo que le pasaba. Terminé de preguntárselo y caí en la cuenta de que era insólito lo que estaba haciendo. Me estaba entrometiendo en la vida de un desconocido.
Sin embargo, el asintió. Revolvió el café y comenzó a hablar.
Me gradué hace 5 meses. Soy abogado.
Siempre tuve mucha ilusión con mi carrera. Ahora veo que el título no cambia nada. Me familia está igual,..... no consigo trabajo....no me siento bien.....
A veces recuerdo los últimos meses del secundario. Nos decían tantas cosas.... nos regalaban tantos ideales.....¡Qué decepcionado estoy de todo eso.....!
Estuve a punto de compadecerme pero, como si fuéramos amigos de toda la vida, reaccioné en sentido inverso. Pará....pará...¿ Que esperabas? -le dije- ¿Acaso creías que el título lo iba a cambiar todo...? ¿Pensás –acaso- que basta que uno imagine soluciones para que las cosas funcionen.....?
Después intenté serenarme. No lo había llevado a aquel bar para reprenderlo sino para aliviarlo. Sabía que quería escucharlo, pero no sabía como preguntar. Entre a mover las manos como un desesperado, intentando hablar con ellas, pero solo obtuve, como respuesta, una mirada perdida.
Decidí quedarme en silencio, y esperar que él tome la iniciativa. Al cabo de un rato, efectivamente, reanudó su relato.
Me explicó que últimamente estaba algo sensible, que cualquier contratiempo lo afectaba grandemente, y que todo ahora le parecía negro, aunque concedía que, en la realidad, el panorama no era, seguramente, tan sombrío como él lo percibía.
Me dijo también que, aunque no lo veía con claridad, tenía una sospecha de lo que estaba aconteciendo en él. Y pensaba que se trataba de algo así como de un gran despojo: se estaba comenzando a quedar sin muchos de sus sueños de adolescente y experimentaba cierta resistencia en aceptar -y más aún, en ilusionarse- con las propuestas de la realidad.
De pronto -continuó- comencé a descubrir mi soledad. Tal vez siempre estuvo, pero tan sólo hace un tiempo la vi .
No es que me guste el bullicio; al contrario, aprecio el silencio y la intimidad, pero esto es diferente. Me siento solo porque -en cierta forma- veo ahora que todo depende de mi.
Cuando salí del secundario sabía que tenía un objetivo por delante. Sabía que la facultad me esperaba, como antes me había esperado el colegio al terminar el primario. Aprendí cómo se debían hacer la cosas y las reglas que se debían seguir. Sentía la presencia de mis padres y el aliento de mis amigos. Mi cabeza rebozaba de ideales y me sentía con fuerzas para todo.
Hoy eso cambió. Conservo algunos amigos y siento cercanos a mis padres. Pero ahora.... ahora no sé lo que me espera. El colegio y la facultad ya pasaron; varios de mis años también. Miro hacia adelante y me pregunto ¿Y ahora qué?¿Qué es lo que en verdad deseo? ¿Qué camino debo tomar? ¿Qué reglas debo observar? ¿Quién acompañará mi marcha?
¿Vé Ud.?. Son unas cuantas preguntas y no encuentro respuestas y, para peor, sé que nadie las encontrará por mi.
Siempre creí que el estudio universitario era -en cierta forma- lo máximo en el plano del saber. Hoy comprendo que no: hay otra sabiduría, una sabiduría mejor. La sabiduría de la vida. Y yo, respecto de ésto, me parece que estoy en el jardín de infantes.
Supongo que todo esto está relacionado con eso que se llama madurez, adultez, experiencia..... Diría, más precisamente, experiencia de vida.
No me interesa hacer una apología del concepto de experiencia. Es más, en mi parecer, el estado actual del mundo ha desmitificado esta idea. Siempre escuché que debía escuchar a la gente de experiencia. Más de una vez me sentí ridículo cuando alguien me chantó la experiencia que tenía en tal o cual aspecto.
En estas ocasiones, al reflexionar, pensé que la cosa no es tan así. De hecho, es gente de experiencia la que maneja los grandes hilos de la humanidad, y lo resultados dejan mucho que desear. La experiencia, como tal, no es garantía de nada; no es sinónimo de sabiduría.
Sin embargo, creo hoy que hay situaciones en las que la experiencia es fundamental. Por ejemplo, en lo que se refiere al paso del mundo ideal que uno se construye desde la niñez, al mundo real que descubre en la madurez de la vida, y que -curiosamente- conserva una cuota de ilusión, de ideal, pues también el ideal es parte de la realidad.
Y yo, creo, estoy en vías de dar éste paso. Sólo que es doloroso, porque uno se ve despojado de muchas cosas en las cuales antes creía. Y, a veces, el dolor es tan grande que uno hace papelones como el que yo hice hoy en la iglesia. Además, como se trata de una experiencia estrictamente personal, uno se siente sólo, y eso, a veces, angustia hasta el extremo.
De todos modos, conservo la esperanza. Voy a seguir intentándolo. Le agradezco a Ud. el haberme escuchado. Me hizo bien compartirle lo que llevaba dentro.
Me sonreí, estiré el brazo y juguetee con su pelo. Lo contemplé un momento y pensé en el gran parecido que tenía con mi hijo.
Seguimos hablando un rato más, me contó algo respecto de algunos proyectos que tenía y del temor que le embargaba cuando pensaba en realizarlo.
Traté de darle ánimo y le expresé que, cuando quisiera, podía ir a mi casa
Pagué el café y nos levantamos. El se despidió de mi con un abrazo y se marcho.
Y yo seguí caminando.
IV
Finalmente llegue a casa. Miré el reloj y vi que era poco más de las una de la tarde. Me sonreí. Era increíble. Mi camino de regreso había durado más de cuatro horas, y eso que no había caminado más de treinta cuadras.
Abrí la puerta, encendí la luz, contemplé el living, caminé hacia uno de los sillones, me quité el saco, me senté, aflojé mi corbata, y comencé a recordar. Recordaba y me sonreía: el amigo que hace tiempo no veía, el mendigo de la botella de alcohol, el joven abogado..... Es increíble -pensé-. ¡Cuantas cosas coincidentes pueden pasar en una caminata tan corta!.
Sabía que en casa no había nadie. Mi esposa no llegaría hasta la tarde, después de pasar el día en casa de su madre. Estaba solo, y comencé a sentir muchas ganas de llorar, pero me contuve.
Me incorporé, me serví una copa, encendí un cigarrillo y busque en el bolsillo interno del saco, hasta que encontré la carta.
Contemplé el papel doblado y experimenté una mezcla de impotencia, bronca y consuelo. Por un momento tuve el deseo de romperlo en mil pedazos pero.... lo mire una vez más y, con cierta ingenuidad, .... lo puse sobre mi pecho y lo acaricié.....
Después volví a sillón, desplegué el papel y volví a leer aquella carta: la más terrible de toda mi vida y, a la vez, la que más consuelo me regaló:
Querido viejo:
Imagino cuanto deben estar sufriendo vos y mamá en estos momentos. Esta carta probablemente sea contraproducente, porque aunque decidí escribirla para consolarlos, posiblemente sólo sirva para aumentar el dolor de ustedes, porque supongo que no ha de ser nada grato leer la última carta del hijo que acaba de morir.
De todos modos, necesitaba hacerlo. Tal vez sea cruel, pero quería que tengan una palabra mía cuando yo ya no estuviera. Por eso decidí poner como condición para entregártela la promesa tuya de que no la abrirías hasta después del funeral.
Y lo que quería decirles -a vos y a mamá- tiene que ver, básicamente, con dos cosas.
En primer lugar quería decirles que aunque jamás pensé que moriría tan joven -y menos por causa de mi corazón- la inminencia de mi muerte me ha ayudado a revalorizar todo lo que ustedes me brindaron. Y eso es mucho. Con orgullo puedo decir que tuve una familia excelente. Tu rostro y el de mamá fueron como un sacramento a través del cual yo percibí el rostro de Dios.
Por otra parte, quería compartirles la felicidad que siento en estos últimos momentos. Se que casi no hay ninguna posibilidad de transplante y el tiempo corre aprisa. No me queda mucho. Estoy a punto de pasar por la experiencia de la muerte, el gran momento de la existencia de cualquier ser humano.
¿Te acordás que sobre esto escribí en mi libro, hace tres años (libro, dicho sea de paso, que no sé por obra de quien llegó a la editorial y se publicó)?
En estos días recordé algunos párrafos que había escrito allí. Recordé, por ejemplo, que, en cierta forma, la muerte es la clave de lectura de todo cuanto existe en este mundo. Es la gran novedad. La experiencia única. Y en el horizonte de la fe, la muerte es el momento más deslumbrante, más maravilloso, más indecible. Es el momento del encuentro con el Absoluto del amor. Si. Siempre me sentí amado. Siempre intenté amar, en especial a aquellos cuyas vidas eran una tragedia por la ausencia del amor. Ése es hoy mi consuelo. Esa fue siempre mi felicidad.
Papá, mamá: los quiero mucho. Hasta el reencuentro.
Raúl.
Doblé la carta -cuya primera lectura, con mi esposa, después del funeral, nos había tocado hasta le médula-, y ya no pude más. Cerré los ojos y por fin pude estallar en llanto.
FIN