Publicado en
abril 03, 2010
Poema a un Eclipse Lunar
Tu sombra, Tierra, del Polo al Mar Central,
se desliza ahora a lo largo del manso brillo de la luna
en una línea curva y monocroma
de serenidad imperturbable.
¿Cómo identificar en esa simetría que el sol proyecta
la forma desgarrada y convulsa que conozco como tuya,
ese perfil, plácido como una divina frente,
con continentes de tribulaciones y miserias?
¿Y la inmensa Mortalidad puede arrojar acaso
una sombra tan pequeña, y ese plan celestial para todos los hombres
estar aprisionado entre las costas que tu arco delimita?
¿Es esa entonces la medida estelar del espectáculo terrestre,
naciones en guerra, cerebros desbordantes,
héroes, y mujeres más hermosas que los cielos?
Thomas Hardy
El Momento del Eclipse
Las mujeres hermosas y de naturaleza corrupta siempre me obsesionaron. Una mirada encantadora pero también fría: sólo de esa conjunción puedo esperar el momento supremo.
El momento supremo, cuando el terror se une a la belleza. Esos dos atributos, me doy cuenta, son para la mayoría de la gente polos antagónicos. ¡Para mí son sólo uno!, o pueden llegar a serlo. Cuando se encuentran, cuando coinciden..., alcanzo el éxtasis. Y en Christiana vi la promesa de muchos de esos instantes.
Pero el instante único y distinto que quiero describir, ese instante en que el dolor y el placer se entrelazaron como dos hermafroditas, me sorprendió no cuando abrazaba a una amante lasciva sino cuando —¡al cabo de una larga persecución!— me detuve en el umbral mismo de la alcoba donde ella me aguardaba: me detuve..., y vi aquel espectro...
Podría decirse que un gusano había entrado en mí. Quizá esto sea una metáfora, y el gusano que pervertía mi visión y mi gusto ya había penetrado en mis vísceras años atrás, cuando yo era niño, infectando luego toda mi vida adulta. Tal vez. Pero, ¿quién puede salvarse de la cresa? ¿Quién no está contaminado? ¿Quién se atreve a llamarse sano? ¿Quién conoce la felicidad si no es acallando la enfermedad o sometiéndose a la fiebre?
La mujer se llamaba Christiana. Lo que ella deseaba no era infligirme años de dolor y búsqueda. Lo que ella deseaba fue siempre en verdad todo lo contrario.
Nos encontramos por primera vez en una aburrida reunión en la embajada danesa de una de las pequeñas capitales de Europa Oriental. Mi cara le era familiar y ella le pidió a un amigo que la llevara hasta mí para conocerme.
El amigo común me la presentó como poeta; acababa de publicar en Viena un segundo libro. En mí le había atraído ante todo mi afición a esa poesía que refleja una angustia romántica; por supuesto, conocía mi obra.
Aunque al principio hablamos en alemán, pronto descubrí lo que ya había sospechado por el aspecto de ella y los modismos que usaba: también Christiana era danesa. Nos pusimos a conversar de nuestra tierra natal.
¿Intentaré describir el aspecto de Christiana? Era una mujer alta de figura un tanto opulenta; el rostro, quizá un poco demasiado regular para ser verdaderamente bello, daba, desde ciertos ángulos, una impresión de estupidez que su conversación desmentía. En ese entonces tenía una brillante cabellera negra más abundante que lo decretado por la moda. Fue el aura de ella lo que me atrajo, una especie de melancolía en la sonrisa que es, me imagino, herencia escandinava. El artista noruego Edvard Munch pintó una vez una madonna desnuda, fantasmal, sufriente, erótica, pálida y generosa en carnes, con la muerte rondándole la boca; en Christiana, esa madonna respiraba y abría los ojos.
Nos encontramos de pronto hablando con entusiasmo de cierta camera obscura que aún existe en el condado de Aalborg en Jutlandia. Descubrimos que a ambos nos habían llevado allí de niños, que a ambos nos había fascinado ver un panorama de la ciudad de Aalborg extendido sobre una mesa luego de pasar por un pequeño orificio en el tejado. Me contó que aquel juguete óptico le había inspirado su primer poema; y yo le dije que empecé entonces a interesarme por las cámaras, y de ahí pasé al cine.
Pero apenas habíamos tenido tiempo de iniciar una conversación cuando el marido nos separó. Lo que no quiere decir que por medio de miradas y gestos ya no nos hubiéramos puesto secretamente de acuerdo, con sutileza pero sin sombra de duda.
Cuando, después de la reunión, quise saber algo más acerca de ella, me dijeron que era una infanticida y que estaba sometida a un tratamiento que combinaba elementos orientales y occidentales. Más tarde, gran parte de esta información resultó ser falsa; pero en ese momento sirvió para acicatear los deseos que nuestro breve encuentro había despertado en mí.
Algo fatalmente intuitivo sabía dentro de mí que en manos de ella, aunque acaso llegase a sufrir, encontraría el éxtasis ambiguo que yo buscaba.
En ese entonces yo tenía la posibilidad de dedicarme a la persecución de Christiana; mi última película, Magnitudes, estaba concluida, aunque yo aún tenía que retocarla un poco antes de presentarla en cierto festival cinematográfico.
También quiso la casualidad que yo estuviese entonces libre de mi segunda esposa, aquella dama parsi de modales gráciles y suaves, estrella funesta tanto de mi primera película como de mi vida, cuyos vastos y promisorios talentos revelaron demasiado pronto no ser más que una lengua muy suelta y un abrumador conocimiento de la medicina tropical. Nuestro caso había sido fallado ese mismo mes, y Sushila se había retirado a Bombay, aban-donándome a mis inclinaciones naturales.
Así entonces me propuse una vez más cultivar mi jardín erótico: y Christiana sería la primera en florecer en aquellos bien cuidados arriates.
Ciertos y particulares deseos cristalizan las percepciones a lo largo de ciertas coordenadas: me bastó estar un momento con ella para comprender que no vacilaría en engañar a su marido, en determinadas circunstancias, y que yo mismo podría proporcionar esas circunstancias; aquellos velados ojos grises me dijeron que también ella tenía una comprensión casi intuitiva de sus propios deseos y de los deseos de los hombres, y que la perspectiva de una aventura amorosa conmigo no le era indiferente.
No vacilé por lo tanto en escribirle y explicarle que en mi próxima película me proponía seguir desarrollando la temática de Magnitudes y que confiaba poder realizar una obra dramática de naturaleza bastante revolucionaria basada en un soneto del poeta inglés Thomas Hardy titulado «A un Eclipse Lunar». Le decía también que esperaba contar con su sensibilidad poética para que me ayudase a componer el guión, y le preguntaba si me haría el honor de concederme una entrevista.
En ese preciso momento había en mi vida otros intereses en juego. En particular, las negociaciones a través de mis agentes con el Primer Ministro de una república del África Occidental que quería que yo hiciese una película sobre su país. Y si bien yo tenía el deseo de visitar esa extraña parte del globo donde, siempre me había parecido, acechaba en la atmósfera misma una amenaza hecha de grandeza y sordidez que acaso fuese de mi gusto, yo estaba tratando de escapar a la propuesta del Ministro, no obstante su esplendidez, pues él parecía necesitar un director de documentales convencional, más que un innovador, y yo sospechaba que estaba más interesado en la resonancia de mi reputación que en su naturaleza misma. Sin embargo, no desistía, y yo trataba de eludir a un agregado cultural de su país con el mismo empeño que ponía en atrapar —o en dejarme atrapar— por Christiana.
Para escapar de ese negro gigantesco y afable, me encontré casi sin proponérmelo visitando a un amigo de la universidad, un profesor de arte bizantino, a quien conocía desde hacía años. Fue en su estudio, en los bajos y silenciosos recintos universitarios con ventanas que espían desde los muros como ojos muy hundidos en las cuencas, donde me presentaron a un joven estudioso llamado Petar. Estaba de pie junto a una de las ventanas de ancho alféizar del estudio, absorto en la contemplación de la calle empedrada, un joven desaliñado con ropas poco ortodoxas.
Le pregunté qué miraba. Me señaló a un viejo vendedor de periódicos que avanzaba a paso lento bordeando la acera, tirando de una traílla y arrastrando a un perro, que lo arrastraba a él.
—¡Estamos rodeados de historia, monsieur! Este edificio fue construido por los Habsburgo; y ese hombre que ve usted en el arroyo cree ser un Habsburgo.
—Tal vez esa creencia lo ayude a caminar por el arroyo.
—¡Yo diría que al contrario! —Me miró por primera vez. En aquellos ojos pálidos vi algo viejo, aunque en un principio él me había parecido extremadamente joven—. Mi madre cree..., bueno, no tiene importancia. En esta lóbrega ciudad, todos vivimos en las sombras del pasado. Hay cortinas en todas las ventanas.
Yo había oído ya en boca de otros estudiantes ese tipo de retórica. Más tarde uno se entera que ellos están leyendo a Schiller por primera vez.
Mi anfitrión y yo nos pusimos a discutir el soneto de Hardy; en la mitad de la polémica, el joven nos interrumpió para despedirse, pues, según dijo, tenía que visitar a su preceptor.
—Un espíritu frágil y atormentado —comentó mi amigo—. Si sobrevivirá aquí sin perder la razón, nadie puede saberlo. Yo, personalmente, me alegraré cuando su madre, esa mujer abominable, se marche de la ciudad; su influencia en él es simplemente nefasta.
—¿Nefasta en qué sentido?
—Se murmura que cuando Petar tenía trece años, y por supuesto no digo que haya algo de cierto en ese rumor infame, se lastimó en un accidente de automóvil y su madre se acostó junto a él, nada antinatural en eso; pero corre la voz que entre ellos pasaron cosas antinaturales. Probablemente puras fantasías, pero lo cierto es que Petar huyó de la casa. El pobre padre, que es un hombre público..., estas sucias historias giran siempre alrededor de grandes personajes...
Sintiendo que se me aceleraba el pulso, pregunté por el apellido de la familia, que creo no había sido mencionado hasta ese momento. ¡Sí! ¡El joven pálido que se sentía cercado por las sombras del pasado era hijo de ella, el hijo de Christiana! Y naturalmente, esa leyenda negra la hacía a mis ojos aún más atractiva.
En aquella oportunidad nada dije, y mi amigo y yo proseguimos discutiendo el soneto del poeta inglés, que yo imaginaba cada vez con más claridad como un film. Yo lo había leído en una traducción húngara, y me había impresionado inmediatamente.
Resumir un poema es absurdo; pero el contenido de ese soneto tenía para mí la profundidad de su estilo, grave y sobrio. En pocas palabras, el poeta contempla la sombra curva de la Tierra que se desliza sobre la superficie de la Luna; ve ese manso perfil y no alcanza a relacionarlo con los perturbados continentes que la sombra representa; le parece imposible que todo el vasto escenario de las tribulaciones humanas pueda proyectar una sombra tan pequeña; y se pregunta si no será esa la verdadera dimensión, de acuerdo con medidas ajenas a este mundo, de todas las esperanzas y los deseos del hombre. Ese soneto tan noblemente forjado reflejaba con tal fidelidad las dudas que me asediaran a lo largo de mi vida, que había llegado a ser para mí uno de mis más preciados tesoros; por esta misma razón quería destruirlo y recomponerlo en una serie de imágenes visuales que transmitiesen esa misma sombra del poema: la belleza y el terror unidos.
Mi anfitrión, sin embargo, opinaba que la secuencia de las imágenes visuales que yo había bosquejado como capaces de crear esa sensación de misterio caían con excesiva facilidad en la categoría de la ciencia ficción, y que necesitaba un enfoque más conservador, más convencional y no obstante más profundo, una visión más intimista que exterior; quizá una forma más clásica de mi angustia romántica. Estas aseveraciones me enfurecieron. Me enfu-recieron, y eso lo comprendí incluso entonces, porque tenían la fuerza de la verdad. El escenario no tenía que distraernos, y sí en cambio iluminar el significado. Así hablamos un tiempo, especialmente de los problemas filosóficos implícitos en la representación de un conjunto de objetos por otro: la meta de todo arte, el desplazamiento sin el que no es posible ningún emplazamiento. Cuando salí de la universidad, me sentía fatigado. Me invadió una suerte de desesperación al ver que caían las sombras, completando otro día de mi vida todavía incompleta.
Cuando bajaba la loma, a mitad de camino, allí donde hay una hornacina de la Virgen en el muro de la calle, el viejo vendedor de periódicos de Petar holgazaneaba con el astroso perro a sus pies. Le compré un periódico y tuve un escalofrío pensando cómo esta imagen, vislumbrada desde el ojo hundido de la universidad, se había enredado en mis cavilaciones con la de aquella madonna pervertida cuyos apetitos, tan tímidamente cuchicheados a sus largas espaldas, llegaban incluso a encender la fantasía de áridos pedantes como mi amigo erudito.
Y como si el azar de los acontecimientos tuviese, en la mente de algún ser superior, una secuencia narrativa, como si nosotros fuésemos simples parásitos en la cabeza de ese poder cuya existencia el mismo Thomas Hardy hubiera podido llegar a admitir, cuando llegué a mi hotel, con el periódico todavía sin abrir doblado bajo el brazo, fue para encontrar que en el casillero de la penumbrosa recepción, rutilante, ominosa, gritando a voz en cuello, silenciosa, una carta de Christiana me esperaba. ¡Supe que era de ella! Estábamos conectados.
Arrojando el periódico en un cesto de papeles, subí las escaleras con mi carta en la mano. Los pies se me hundían en la espesa piel de la alfombra, demorando mi ascenso; el corazón me daba saltos. ¿No era este —¡eso me lo pregunté luego!— uno de esos momentos supremos de la vida, de dolor y solaz inseparables? Porque cualquiera que fuese el contenido de la carta, era de naturaleza tal que, una vez revelado, como un veneno de acción rápida inyectado en mi torrente sanguíneo, me lanzaría convulsivamente a un nuevo modo de sentir y de actuar.
Supe que tendría que poseer a Christiana, lo supe hasta por la violencia inesperada de mi conmoción; y supe también que yo era un depredador tanto como una presa. ¿No era ese el sentido de la vida, el desplazamiento supremo? ¿No es acaso —como en el soneto inglés— lo grande infinitamente pequeño, y lo pequeño también infinitamente grande?
Bien, una vez en mi habitación, cerré la puerta con llave, puse la carta sobre la mesa y me senté al frente. Rasgué el sobre con un cortapapeles y saqué la carta.
Lo que decía era breve. Estaba muy interesada en mi propuesta y en las posibilidades que le sugería. Desafortunadamente, se marchaba de Europa al fin de la semana, dos días después, ya que el marido había aceptado un puesto oficial en África, como representante de su gobierno. Lamentaba que no hubiésemos podido ahondar nuestra relación.
Doblé la carta y la dejé otra vez sobre la mesa. Sólo entonces sentí el latigazo de la cola de la serpiente. Abalanzándome sobre la carta, la volví a leer. Ella y su marido —¡sí!— iban a radicarse en la ciudad capital de aquella misma república con cuyo Primer Ministro yo había negociado tanto tiempo. ¡Y esa misma mañana le había escrito al agregado cultural para anunciarle definitivamente que la filmación de la película que él proponía estaba más allá de mis posibilidades e intereses!
Esa noche dormí poco. A la mañana, cuando unos amigos fueron a visitarme, les hice decir que me sentía indispuesto; e indispuesto estaba; indispuesto para actuar; y poco dispuesto también a dejar escapar esta oportunidad. Era perversidad, sin duda, pensar en seguir a esa mujer, a esa madonna pervertida, a otro continente; había muchas otras mujeres con las que podía llegar a los más oscuros entendimientos con sólo levantar el receptor del teléfono, casi una pieza de anticuario junto a mi cama. Y quizá fue la perversidad lo que me permitió titubear durante tanto tiempo.
Pero a la tarde ya me había decidido. Desde una distancia lunar, Europa y África estaban al alcance de una sola mirada; también mi destino era algo muy pequeño. La seguiría por los medios tan fácilmente puestos a mi disposición.
Por lo tanto, redacté una carta para el afable agregado negro, diciendo que lamentaba mi decisión de la víspera, y explicando que esa carta había sido el instrumento que me había inducido a cambiar radicalmente de parecer, y anunciándole que ahora yo deseaba rodar la película. Le decía que estaba dispuesto a partir con mi equipo de camarógrafos y asistentes tan pronto como fuese posible. Le solicitaba el honor de una pronta entrevista. Y sin más ni más envié la carta con un mensajero.
Hubo un compás de espera que traté de eludir como pude. Los dos días siguientes los pasé encerrado en las oficinas que había arrendado en un tranquilo sector de la ciudad, trabajando en los retoques de Magnitudes. Sería una película satisfactoria, pero para mí era ya —como les ocurre a todos los artistas creadores— un simple punto de partida para mi próxima, obra. Ya las imágenes de África estaban invadiéndome el cerebro.
Al final del segundo día, rompí mi soledad y busqué un amigo. Le confesé mi furia porque el agregado no se había dignado contestarme cuando yo estaba tan dispuesto a partir. Mi amigo se rió.
—¡Pero si tu famoso agregado ha vuelto a su país con la cola entre las piernas! Se descubrió que robaba fondos. ¡Muchos de ellos lo hacen, me temo! ¡No están acostum-brados a tener autoridad! Los diarios de la tarde traían todos los detalles, un par de días atrás..., ¡todo un escándalo! Tendrás que escribirle a tu Primer Ministro.
Comprendí entonces que aquella no era una aventura vulgar. Había líneas magnéticas que llevaban al centro de atracción, así como en ciertas gatas de pura raza, según Remy de Gourmont, las marcas del pelo confluyen inexorablemente hacia las zonas sexuales. Sin duda tenía que lanzarme yo mismo a esa imperiosa llamada. Eso fue lo que hice escribiendo presuroso —y presuroso me despedí de mi amigo— al distante estadista en la distante ciudad africana, hacia la que mi calumniada dama se encaminaba esa misma noche.
De las terribles demoras que se sucedieron, prefiero no hablar. La caída en desgracia del agregado cultural (y no fue el único que cayó en desgracia) había repercutido en la lejana capital, y mi nombre, envuelto en el escándalo, no se vio beneficiado con ello. Al fin, sin embargo, recibí la esperada carta, invitándome a realizar la película en las condiciones que yo propusiera, y ofreciéndome todas las facilidades. ¡Un hombre menos perverso se hubiera sentido muy feliz!
Preparar todo lo necesario para poder salir de Europa, dar instrucciones a mi secretaria, y arreglar varios asuntos de negocios me llevó una semana. Mientras tanto, transcurrió el importante festival cinematográfico, y Magnitudes tuvo de los críticos la acogida que yo había previsto; es decir, los aduladores adularon y los despreciativos despreciaron, y unos y otros descubrieron en la película muchas cualidades que no tenía, y pasaron por alto aquellas que tenía. ¡Uno de ellos creyó descubrir una nueva versión del mito de las andanzas de Adán y Eva fuera del Edén! ¡En verdad, los ojos de los críticos, esos arrogantes aparatos ópticos, sólo ven lo que quieren ver!
Todos los motivos de irritación concluyeron al fin. Acompañado por un séquito de cinco personas, tomé un avión con destino a Lagos.
Al parecer ese momento culminante que yo perseguía no podía estar muy lejos, ni en el tiempo ni en el espacio. Pero lo imprevisto se interpuso.
Cuando llegué a destino, fue para encontrar la capital africana en un estado de convulsión; había manifestaciones y disturbios durante el día y toque de queda en las noches. Mi grupo quedó virtualmente confinado en el hotel, y los políticos estaban demasiado ocupados para molestarse en atender a un vulgar fabricante de películas.
En una ciudad así, ninguna de las inquietudes del hombre puede llegar a una adecuada culminación: excepto una. Recuerdo haber estado en Trieste cuando esa ciudad pasaba también por días turbulentos. Yo estaba en aquel momento embarcado en una dolorosa y exquisita aventura con una mujer que casi me doblaba en edad —¡pero mi edad era entonces la mitad de la que tengo ahora!— y la desorganización y el caos de la vida pública, las misteriosas requisas, y los igualmente misteriosos pandemonios que se desataban como el bora, eran como un fascinante contrapunto a los ritmos de la vida íntima, y a aquellas cesuras de desazón que son inevitables en las situaciones que involucran a una mujer hermosa y casada. De modo que averigüé discretamente por intermedio de la embajada de mi país el paradero de Christiana.
La república estaba a punto de dividirse en dos, un Sur cristiano y un Norte musulmán. El marido de Christiana había sido destinado al norte y ella lo había acompañado. La inquietud política y la destrucción de un puente estratégico impedían que yo pudiese seguirlos por algún tiempo.
Quizá parezca contradictorio si admito que entonces olvidé por completo a Christiana, mi única razón de ser en ese lugar y en ese continente. Y, sin embargo, la olvidé; nuestros deseos, y en particular los deseos del artista creador, son peripatéticos; algunas veces desaparecen inesperadamente, y nunca sabemos cuándo volverán a la superficie. El espíritu de perversión descendió a su Averno. En lo que a mí atañe, el puente volado nunca fue reconstruido.
Una vez que el Ejército decidió apoyar al gobierno (después que dos coroneles aparecieran asesinados) se acabaron los disturbios. Aunque los sentimientos del pueblo seguían siendo separatistas, pudo restablecerse algún orden. Una escolta militar me acompañó a recorrer la zona. Y toda la belleza y el horror de la ciudad —y del desolado interior— se me revelaron al instante.
No había imaginado nada con respecto al África Occidental. Nadie me había hablado de ella. Y eso fue precisamente lo que entonces me atrajo, como director. Comprendí que había allí un territorio inexplorado desde el cual bien podría emprenderse una incursión al mundo de lo caótico. Las imágenes de belleza-en-la-desesperación de las que yo estaba sediento se encontraban allí, aunque en una lengua extranjera. Mi tarea consistía en traducirlas, en desplazarlas.
Tan inmerso estaba en mi trabajo, que olvidé los problemas de mi país, y de Europa, y del mundo occidental donde mis películas eran aclamadas o abucheadas, y de todo el mundo excepto este rincón convulsionado del planeta (donde, en verdad, repercutían las angustias de todo el resto). Aquí tenía mi soneto: aquí podría darle al soneto de Hardy algo más que un apagado resplandor. ¡Aquí la relatividad de lo importante encontraba nuevos parámetros!
En la medida en que la situación política empezó a mejorar, también yo empecé a trasladar mis elementos de trabajo hacia el interior del país, como si hubiese entre un hecho y otro una relación directa. Habían puesto a mi disposición un experto cazador ibo.
Pese a que mi tema era el hombre y no creía estar interesado en la vida salvaje, la selva me conmovió extrañamente. Me levantaba al amanecer, indiferente a la tortura de las moscas madrugadoras, para presenciar el tremendo espectáculo de la luz al volcarse una vez más sobre el mundo, sintiéndome a la vez en ese momento de exaltación la más importante y la más insignificante de las criaturas. Y observaba —y más tarde filmé— cómo ese torrente de luz lanzaba no sólo a las moscas sino a aldeas enteras a la acción.
¡Cómo vibraban aquellos amaneceres y aquellos días! Todavía me estremece recordarlos.
Supongamos —¿cómo podríamos decirlo?— supongamos que mientras estaba en África filmando Algunos Eclipses, una parte de mí mismo estaba tan activa (una parte que hasta entonces nunca había sido expuesta al aire libre y la luz del sol), que la otra parte dormitaba de algún modo. Por no haber encontrado nunca una doctrina psicológica satisfactoria, no puedo expresar mi pensamiento en ninguna de las jergas al uso. Permítanme, entonces, que lo diga crudamente: las mujeres negras que me abrieron su belleza atesoraban en sus pieles oscuras y en sus formas extrañas y en sus gustos inauditos, una cuota suficiente de misterio como para apaciguar mi sed de tormentos más hondos. Esas alianzas fugaces me ayudaron también a exorcizar el fantasma envuelto en un sari de mi segunda esposa.
Me transformé, por un tiempo, en una persona diferente, un explorador de la psique en una región en la que otros de mis semejantes se habían limitado a cazar animales; y pude hacer una película libre de mis habituales arranques de perversidad.
Estoy convencido de haber creado una obra maestra. Para la época en que Algunos Eclipses era una acabada obra maestra, y yo estaba de regreso en Copenhague preparando la presentación del film, el régimen que tanto me ayudara había caído; el Primer Ministro había huido a Gran Bretaña; el Norte musulmán se había desvinculado de los cristianos del Sur. Y yo estaba una vez más enredado con otra mujer, y encarnado nuevamente en mi yo europeo, un poco más viejo, un poco más cansado.
Dos años transcurrieron antes que volviera a cruzarme en el camino de mi madonna pervertida, Christiana. Para entonces, las fuerzas magnéticas parecían haber desaparecido por completo: y en verdad, nunca llegaría a acostarme con ella como tan minuciosamente lo había planeado; pero el magnetismo desaparece y aflora en extraños lugares; de pronto lo invisible se hace carne ante nuestros propios ojos; y el horror puede estremecernos más que la belleza.
Mi fortuna se había acrecentado considerablemente, hecho no desvinculado de la declinación de mi talento. Sabiendo que por un tiempo no tendría más que decir, me dedicaba a filmar atrevidas historietas, utilizando en una forma más accesible algunos de mis viejos trucos, y siendo considerado en consecuencia por muchos como un audaz maestro del descaro. Yo vivía mi papel, y estaba pasando el verano en mi velero, La Venus Fantástica, navegando por el Mediterráneo.
Estábamos bebiendo en un pequeño restaurante francés de los muelles, cuando a mi grupo le llamó la atención el comportamiento de una pareja sentada a la mesa vecina, un joven que discutía con una mujer, sin duda alguna su amante, y muchísimo mayor que él. No reconocí al joven, pero él de pronto, cansado de discutir, se incorporó y se acercó a mí, presentándose como Petar. Recordé entonces nuestro único y breve encuentro, más de tres años atrás. Estaba borracho, y tenía una actitud desagradable. Descubrí que me odiaba en secreto.
Nos divirtió más que la acompañante de Petar se acercara a nosotros y se presentara. Era una celebridad cinematográfica internacional, una estrella, por así decir, aunque en los últimos años había actuado más en la cama que en la pantalla. Pero era una interlocutora mordaz, y nos entretuvo con una catarata de chismes tan abundantes que casi parecían ingeniosos.
Resueltamente, relegó a segundo plano al amigo borracho. De lo que hablé con él, concluí que la madre alojaba no lejos de allí, en un renombrado hotel. En aquella ciudad corrupta, era fácil seguir las inclinaciones de uno. Me separé furtivamente de mi grupo, llamé un taxi y pronto me encontré en presencia de una Christiana a quien el tiempo no había cambiado, respirando el aire que ella respiraba. Los ojos de mi madonna se escudaban tras unos pesados párpados. Me echó una mirada que parecía haber brillado en mi vida durante muchos años como una estrella fatídica. Era sin duda el eco de algo enterrado, algo que era preciso resucitar y observar tan de cerca como fuese posible.
—Si me perseguiste hasta el África, parece un poco trivial que vengas a encontrarme en Cannes —me dijo.
—Cannes es lo trivial, no el hecho en sí. La ciudad está aquí para nosotros, pero el hecho ha tenido que ser postergado.
Christiana frunció el ceño, clavó la vista en la alfombra, y luego dijo:
—No sé muy bien en qué hecho estás pensando. Yo no preveo ninguno en particular. Estoy aquí por pocos días con un amigo, antes de seguir viaje a algún lugar más apacible. He descubierto que la vida monótona me sienta muy bien.
—¿Tu marido?...
—No tengo marido. Me divorcié hace tiempo..., más de dos años. Fue bastante escandaloso: me sorprende que no te hayas enterado.
—No, no lo sabía. Debía estar todavía en África. África es prácticamente impermeable a los ruidos.
—Tu devoción por ese continente es muy conmovedora. Vi tu película. La vi más de una vez, lo confieso. Es una interesante obra de arte..., acaso lo único que se le pueda...
—¿Cuál es tu objeción?
—Para mí está incompleta —dijo ella.
—Yo también soy incompleto. Te necesito a ti para ser yo mismo, Christiana, ¡a ti que durante tanto tiempo has sido una parte espectral de mí!
Hablé entonces con pasión, y no evasivamente, como me había propuesto.
La tenía ante mí, y una vez más todas las líneas convergentes de la vida parecían llevarme hacia aquellos misterios. Pero estaba allí acompañada por un amigo, arguyó. Bueno, había tenido que marcharse de Cannes por un asunto de importancia vital (deduje que era ministro de cierto gobierno, todo un personaje), pero estaría de regreso con el avión de la mañana.
Al cabo de largos circunloquios —ahora mis manos aprisionaban las suyas— Christiana aceptó una invitación a cenar en La Venus Fantástica; tuve especial cuidado en hacerle saber que junto a mi cabina había otra desocupada que en un abrir y cerrar de ojos estaría en condiciones de recibir a un huésped femenino dispuesto a pasar la noche a bordo y bajar a tierra mucho antes que los aviones matutinos planeasen sobre la bahía.
Y etcétera, etcétera, etcétera.
Debe haber pocos hombres —y mujeres— que no hayan conocido alguna vez ese estado peculiar de éxtasis controlado que la promesa de una satisfacción sexual despierta en nosotros; ante ella los obstáculos no son nada, y las objeciones lógicas de las que normalmente somos víctimas, menos que nada. En esos momentos nuestros actos no nos pertenecen; estamos, por así decir, poseídos: para más tarde poseer.
Una característica curiosa de ese estado de posesión es que deja pocos recuerdos. Las únicas imágenes que alcanzo a evocar son las de haber cruzado a gran velocidad el hervidero metropolitano y haber notado que en un cine pequeño se exhibía Algunos Eclipses. ¡Aquel frágil juego de luces y sombras había perdurado más, tenía más vitalidad, que la república donde había nacido! Recuerdo haber pensado cuánto me habría gustado humillar al arrogante Petar llevándolo a ver el film. «Una en el ojo», me dije, y la frase hecha me divirtió, envidioso como me sentía de todas las otras cosas que los ojos de Petar pudieran haber contemplado.
Mi fiebre de alucinado disolvió todos los impedimentos. Me fue fácil convencer a mis amigos para que bajaran a disfrutar de una noche en tierra; los tripulantes, por supuesto, felices de poder escapar. Quedé por fin a solas, sentado en el centro del barco, mis expectativas invadiéndolo todo, y yo escuchando con deleite los más leves movimientos. La música de los otros veleros anclados en el muelle llegaba hasta mí como confirmando mi soledad inexpugnable.
Vi cómo el sol se fundía con el mar, velado por una nube antes del último parpadeo, y comenzaron los artificios de la noche. Como un negativo de sí mismo, el sol arrojaba nuestras sombras a través del espacio; una eterna oscuridad se arrastraba siguiendo al globo; ¡una negrura parásita, nunca vencida, reclamaba la mitad de la naturaleza del hombre!
Estas y otras impresiones nada desagradables me pasaban aún por la mente, cuando de pronto advertí que yo estaba temblando. Un malestar extraño se apoderó de mis sentidos, un frisson indescriptible. Aferrándome a los brazos de mi sillón, luché por no caer en un estado de inconsciencia. La macabra impresión que socavaba todo mi ser era —y la frase se me ocurrió en aquel mismo instante— que me estaban ocupando en silencio, así como yo ocupaba en silencio la nave desierta.
¡Qué momento para espíritus! ¡Cuando mi cita era con la carne!
Repuesto apenas de la primera oleada de pánico, me erguí en mi sillón. La música distante me llegaba chirriando a través del agua pizarreña. Moví una mano ante mí, para aclararme la vista, y vi una huella en la palma: el brazo del sillón de mimbre. Esto confirmó mi impresión del hecho que yo era a la vez huésped de una presencia espectral y un yo insustancial, una criatura de espacio infinito y dislocado más que un ser de carne y hueso.
¡Ese malestar terrible y fatídico, tan distinto de mi ánimo de hacía un momento! Y mientras yo todavía luchaba tratando de liberarme, mi ave de presa subió a bordo. Sutilmente todo el velero se rindió bajo su pie, y oí que me llamaba.
Con mucho esfuerzo, me arranqué de mi estado de ánimo fantasmal y fui a recibirla. Aunque mi mano estaba fría cuando le estreché la mano tibia, todo el imperioso magnetismo de Christiana me envolvió como un resplandor. Los pesados párpados de la voluptuosa madonna de Munch se abrieron para mí y una sola mirada me bastó para comprender que también aquella mujer de majestuosa presencia y reputación dudosa se desplegaba ahora a mis deseos.
—Hay algo de veneciano en este encuentro —dijo con una sonrisa—. ¡Tendría que haberme puesto un dominó!
Mi sensibilidad exacerbada sintió como en carne viva esa broma trivial. Podía significar, se me ocurrió, que ella estaba representando un papel; ¡y todas mis esperanzas y temores se lanzaron a conjeturar qué clase de papel, de triunfo o humillación supremos, estaba yo destinado a desempeñar en aquellas fantasías!
Nuestra charla fue vehemente, hasta voluble, cuando bajamos al bar de popa apenas iluminado a tomar un trago y brindar el uno por el otro. Era evidente que estaba ansiosa, y que no ignoraba que había dado un paso irreversible al comprometerse de ese modo: pero esa ansiedad parecía ser parte de un deleite más secreto. Por la manera de acercarse a mí pude ir interpretando sus deseos; y así, poco a poco, casi insensiblemente, conseguí llevarla a la cabina contigua a la mía.
De pronto, una vez más, ¡aquella extraña sensación de una fuerza desconocida que me había invadido! Pero ahora había también dolor, y cuando encendí las luces laterales, un espasmo me encegueció el ojo derecho, casi como si hubiese sorprendido una escena vedada.
Me aferré a la pared del camarote. Christiana estaba planteando el cumplimiento de no sé qué cosa absurda como condición para otorgarme sus favores; quizá alguna tontería con respecto a su hijo Petar; y al mismo tiempo me invitaba a acercarme a ella. Balbuceé alguna excusa —¡ahora estaba seguro de estar a punto de desintegrarme!— y le expliqué, tartamudeando, que yo me prepararía en la cabina próxima; le rogué que se pusiese cómoda, y me retiré tambaleando, trémulo como una hoja otoñal.
En mi cabina —mejor dicho en el baño— unos haces de luz reflejados por las aguas de la bahía proyectaban sobre la puerta la imagen borrosa de un ojo de buey. Bastaba esa luz; crucé hasta el espejo y me miré clavando los ojos en mi rostro desencajado.
¿Qué mal me aquejaba? ¿Qué enfermedad repentina, qué espíritu maléfico se había adueñado de mí —me poseía— en ese gozoso momento?
Mi rostro me devolvió la mirada. Y entonces: mi visión se eclipsó desde dentro...
¡Nada puede expresar el horror de esa experiencia! Algo se movía, se movía en mi visión, constante e inexorable como la sombra curva del soneto de Hardy. Y mientras aún miraba fijamente mi imagen del espejo, nimbada por un halo dorado, vi la sombra que se movía en mi ojo, cruzaba el globo ocular, reptaba lentamente de norte a sur —¡oh, tan lentamente!— por mi iris.
Sentí de pronto un exquisito dolor, físico y psíquico. Peor aún, me atravesó de parte a parte el terror a la muerte, a lo que yo imaginé una muerte nueva: y vi con absoluta nitidez, con un ojo interno también abrumado de dolor, que todos mis vivos placeres, tanto los de la carne como los del espíritu, y todos mis dones, se precipitaban en esa sombra última y fría de la tumba.
Allí, frente a ese espejo, como si toda mi vida hubiese echado raíces en aquel lugar, soporté a solas, aterrorizado, los espasmos que me sacudían el cuerpo, tan alejados de mis sentidos normales que ni siquiera podía oír mis propios gritos. ¡Y esa cosa terrible avanzó sobre mi pupila y me dominó!
Durante un rato estuve tendido en el suelo en una especie de letargo, incapaz por igual de desmayarme y de moverme.
Cuando por fin logré ponerme de pie, comprobé que me había arrastrado hasta mi camarote. La noche me rodeaba. Sólo fantasmas de luz, reflejos de luz que se perseguían en el cielo raso y desaparecían. Debilitado, trémulo, encendí la luz eléctrica y una vez más examiné mi ojo invadido. Esa cosa terrible era transitoria. El área que había ocupado estaba sensibilizada, pero ya no había dolor.
Christiana había desaparecido también. Había escapado, supe más tarde, al oír mis primeros gritos, dominada por el miedo de la culpa, ¡e imaginando quizá que el marido había contratado a un asesino para que la protegiera de la deshonra!
¡Yo también tenía que marcharme! ¡No podía tolerar el velero ni un día más! Pero ya nada era tolerable para mí, ni mi propio cuerpo; la impresión de estar habitado no cesaba nunca. Me sentía como un paria de la sociedad. Impulsado por una absoluta desesperación, fui a ver a un sacerdote de aquella religión que hacía tanto tiempo dejara de practicar; sólo pudo ofrecerme trivialidades acerca de la necesidad de inclinarme ante la voluntad de Dios. Consulté a un vienés cuya profesión era curar mentes enfermas; sólo sabía hablar de sentimientos de culpa.
Nada me era tolerable en los lugares conocidos. En un espasmo de inquietud, fleté un avión y volé a ese país africano donde una vez fuera feliz. Pese a que la república se había fragmentado —ahora sólo existía en mi película—, en el país mismo no había cambio alguno.
Mi viejo cazador ibo vivía aún; lo busqué, le ofrecí una buena paga, y nos internamos en la selva, como en otro tiempo.
Aquello que me poseía marchó conmigo. Ahora nos estábamos familiarizando, esa cosa y yo. De cuando en cuando alcanzaba a verla un instante, aunque la aterradora visión que eclipsó mi ojo derecho no se repitió nunca. Era peripatética, emprendía largos viajes por el interior de mi cuerpo, para de pronto salir a flor de piel, oscura, ominosa, en el brazo, en el pecho o la pierna, y una vez —y entonces de nuevo el terror y el dolor entrelazados— en el pene.
También comenzaron a aparecerme extraños tumores, que se hinchaban con rapidez hasta alcanzar el tamaño de un huevo de gallina, para desaparecer en un par de días. Algunas veces esas protuberancias abominables iban acompañadas de fiebre, pero nunca faltaba el dolor. Me sentía agotado, inútil y utilizado.
Traté de ocultar a los ojos de todos esas horribles manifestaciones. No obstante, durante uno de aquellos estados febriles, le mostré los tumores a mi fiel cazador. Me llevó —yo apenas sabía adónde íbamos— a ver a un médico norteamericano que vivía en una aldea cer-cana.
—¡No hay ninguna duda! —dijo el médico, luego de un examen casi rutinario—. Lo que usted tiene es una loiasis, una infección parasitaria de largo período de incubación, tres años o más. Pero usted no ha estado tanto tiempo en África, ¿no?
Le expliqué que ya antes había visitado estas tierras.
—¡Entonces, es un caso clarísimo! Fue en esa época cuando contrajo la infección.
Mi única respuesta fue mirarlo fijamente. Pertenecía a un universo muy distante del mío; allí cada hecho tenía una y sólo una explicación.
—El vector de la loiasis es una mosca que succiona sangre —me dijo—. Las hay por billones en esta región. Abundan sobre todo al amanecer y en las últimas horas del día. La larva de la loiasis entra en el torrente sanguíneo con la picadura de la mosca. Luego hay un período de incubación de tres o cuatro años hasta que llega al estado adulto. ¡Es, podríamos decir, un proceso bastante curioso!
—¡Entonces, según usted, estoy poseído por un gusano!
—Usted es sólo el involuntario huésped de un gusano parásito, ahora adulto, de hábitos peripatéticos y de marcada preferencia por el tejido subcutáneo. Esa es la causa de los tumores de usted. Algo así como una reacción alérgica.
—¿Así que no tengo lo que usted podría llamar un trastorno psicosomático?
El médico se echó a reír.
—Puedo asegurarle que es un gusano real. Y que puede vivir en el organismo de usted hasta unos quince años.
—¡Quince años! ¿Tendré entonces que resignarme a este súcubo horripilante durante quince años?
—¡Nada de eso! Lo trataremos con una droga llamada dietilcarbamazine, y pronto volverá a estar bien.
Ese optimismo maravilloso —«¡pronto volverá a estar bien!»—, bueno, desde su punto de vista estaba justificado, aunque la droga maravillosa tuvo algunos efectos colaterales desagradables. De eso no me quejaré; todo en la vida tiene efectos colaterales desagradables. Quizá —y es una suposición que examino en la película que estoy filmando ahora— la conciencia misma no es más que un efecto colateral, un truco de la luz, por así decir, que nosotros, los humanos, en nuestra búsqueda azarosa e incesante, llevamos accidentalmente y de vez en cuando a la superficie, en la posición y el momento en que nuestra presencia puede actuar sobre una más extendida red de sensaciones.
En mis oscuros vagabundeos secretos, nunca más volví a encontrar a la fatal Christiana (¡mi creciente aversión hacia ella no era bastante fuerte como para atraerme todavía más!), pero Petar, su hijo, se exhibe aún en los cotos más opulentos del soleado Mediterráneo, y se asoma con cierta frecuencia a la consideración del público desde las columnas de chismes de las revistas.
El Día que Embarcamos para Citerea.
La ruinosa ladera de la montaña junto al lago era un lugar idílico para la cordialidad y la conversación. Podíamos ver la ciudad pero no el palacio, y el río más allá de la ciudad, y en la templada barranca donde estábamos sentados crecían las flores. Los pinos destrozados, las cañadas increíbles, el aroma de las acacias, todo lo que podía pedirse de un día de pleno junio. Yo había olvidado mi guitarra, y mi robusto amigo Portinari insistía en usar su chaleco rojo de conversación.
Estaba, entonces, desarrollando grandilocuentes temas escarlatas, y yo lo acicateaba.
—La humanidad, a causa de la herencia del cerebro, vive entre dos mundos, el animal y el intelectual. Yo soy matemático y erudito. Pero también soy perro y mono.
—¿Habitas esos mundos contrapuestos alternativa o simultáneamente?
Portinari movió ampulosamente una mano, mientras miraba montaña abajo a los jóvenes que luchaban con pértigas amarillas.
—No hablo de mundos contrapuestos. Son complementarios, el uno del otro, el matemático, el erudito, el perro, el mono, todos en un vasto cerebro.
—Me sorprendes. —Tuve buen cuidado de no parecer sorprendido—. El matemático debe encontrar tediosas las cabriolas del perro, y ¿el mono no se rebela contra el erudito?
—Todos arreglan cuentas en la cama —dijo Clyton, cortante.
Creíamos que se había desinteresado de la conversación, dejándola librada a nuestros propios recursos, pues se había acuclillado a nuestros pies bajo una lápida despedazada, exhibiéndonos los dibujos fantásticos que adornaban la espalda de la camisa de seda, mientras se dedicaba a estudiar las viejas sepulturas.
—Todos arreglan cuentas en la ciencia —propuso Portinari, más como codicilo que como rectificación.
—La tregua se logra en el arte —dije yo, más a modo de coda que de codicilo.
—¿Y qué me dicen de este fósil de arte? —preguntó Clyton.
Se enderezó, sonriéndonos bajo el antifaz de polichinela, y nos alcanzó el fragmento de tumba que había estado examinando.
La piedra mostraba una figura humana apenas esbozada, borroneada aún más por el líquen, una de cuyas manchas, con micótica ironía, añadía a la figura un copete amarillento de vello pubiano. En una mano empuñaba un paraguas; la otra mano, con la palma hacia afuera, era de proporciones grotescas.
—¿Está suplicando? —pregunté.
—¿O saludando? —preguntó Portinari.
—Si es así, ¿saludando qué?
—¿A la muerte?
—Está averiguando si llueve. De ahí el paraguas —dijo Clyton.
Todos nos reímos.
Se oyeron gritos en las colinas bajas.
Nada aquí atraía a la vida, pues la sequía que se prolongaba desde hacía siglos había marchitado todo verdor. La quietud era la quietud de la parálisis, que ni los gritos lograban romper. A través de las colinas, apuntando a la línea de un horizonte lejano, corría la doble vía de un ferrocarril. Por los rieles, una gigantesca locomotora de vapor huía, gritando. Detrás persiguiéndola, iban los carnívoros.
Eran seis los carnívoros, con faros delanteros resplandecientes. Ahora ya alcanzaban casi a la presa. Los cláxones despertaban ecos dormidos cuando se llamaban unos a otros. Pocos minutos después derribarían a la víctima.
La locomotora era incansable, pero aun así no podía distanciarse de los carnívoros. Ni tampoco encontraría aquí ayuda alguna; la estación más cercana estaba a muchos cientos de kilómetros.
Ahora el carnívoro que iba a la cabeza de la jauría corría junto a la cabina. Desesperada, la máquina se lanzó bruscamente a un costado, fuera de los rieles, y entró a los empellones en el lecho seco del río que corría a un lado. Los carnívoros se detuvieron en seco, luego se desviaron también hacia el río, y la persiguieron otra vez, rugiendo. Ahora más que nunca ellos tenían todas las ventajas, pues las ruedas de la locomotora se hundían en el polvo.
En pocos minutos, todo había terminado. Las grandes bestias derribaron y arrastraron la presa. La locomotora se clavó de costado, pataleando en vano con los pistones. Implacables, los carnívoros se abalanzaron sobre el cuerpo negro y vibrante.
Se oyeron gritos en las colinas.
A pesar que el rey había decretado día de fiesta, todavía llevábamos nuestros custodios sujetos a las muñecas. Apreté el botón de Conocimientos Universales y pregunté por las lluvias caídas en la región cuatro siglos atrás. No había cifras. Se suponía que el clima no había variado.
—Las máquinas son tan condenadamente imprecisas —me quejé.
—¡Pero nosotros vivimos en la imprecisión, Bryan! Así es como el matemático y el cachorro de Portinari logran coexistir en esa bien dotada cabeza. Nosotros hicimos las máquinas, y por consiguiente llevan la marca de nuestra imprecisión.
—Son binarias. ¿Qué puede haber de impreciso en esto-aquello, sí-no?
—¡Pero si esto-aquello es la máxima imprecisión! Matemático-perro. Erudito-mono. Lluvia-buen tiempo. Vida-muerte. No se trata de lo impreciso de las cosas sino del hiato mismo, del guión entre esto y aquello. En ese hiato está nuestra herencia. La herencia que las máquinas han heredado.
Mientras Clyton hablaba, Portinari barría con la mano las agujas de pino del otro lado de la tumba (para que mi robusto amigo parezca más mortal quizá debiera haber dicho del lado opuesto de la tumba). Un aro de metal quedó al descubierto. Portinari tiró del aro y desen-terró una cesta de picnic.
Mientras aclamábamos alborozados el contenido de la cesta, llegó la hermosa Colombina. Nos besó a cada uno y propuso organizar un picnic. Sacó de la cesta el mantel blanco que la cubría, y extendiéndolo en el suelo empezó a disponer las viandas sobre él. Portinari, Clyton y yo permanecimos allí en actitudes pintorescas y observamos las avionetas de cuatro plazas que revoloteaban lentamente por el cielo azul sobre nuestras cabezas.
Fuera de los muros de la ciudad, una banda de resonancias argentinas celebraba el cumpleaños de la princesa. Las notas llegaban débilmente hasta nosotros apagadas, preservadas en el aire tenue. Casi se las podía saborear, como las finas hojas de papel plateado en que se cocinan las aves.
—Hoy es un día tan hermoso..., qué afortunados somos del hecho que no dure. La felicidad permanente sólo se encuentra en lo transitorio.
—Estás cambiando de tema, Bryan —dijo Portinari—. Se te estaba aplicando un impuesto a la imprecisión.
Me llevé la mano al corazón, fingiendo terror.
—Si me van a aplicar un tributo a la imprecisión, entonces cambiemos de rey, no de otra cosa.
Una fracción de segundo demasiado tarde, Clyton replicó:
—Tus problemas tributarios desencadenan torrentes de carcajadas.
Colombina rió graciosamente e hizo una reverencia para indicar que el festín estaba esperándonos.
Las sabanas terminaban aquí, se transformaban abruptamente en una región pedregosa, una extensión semidesértica en la que muy de tanto en tanto se aventuraban unos pocos herbívoros gigantes. Un mismo cielo denso se cernía sobre todo el paisaje. Algunas veces la lluvia caía durante años y años.
Comparados con los lentos herbívoros, los carnívoros se movían rápidamente. Marchaban por la terrible senda oscura, que atravesaba la sabana y el desierto.
Uno de ellos, echado a la orilla del camino, devoraba lentamente a una criatura bípeda, la máquina ronroneando aún. Un sol veleidoso le marcaba los flancos.
Cuando nos sentábamos para disfrutar de nuestro picnic, y nos quitamos los antifaces, uno de los enanos de la montaña apareció saltando en traje de terciopelo, y sentándose en el césped junto a nosotros tocó un salterio eléctrico para que Colombina bailase. Inclinado sobre las cuerdas del instrumento, parecía un feto humano, pero la voz era límpida y pura:
Yo escuchaba las palabras que ella decía
sabiendo, sabiendo que sólo en mi memoria
quedarían grabadas..., y sabiendo, sabiendo que mi memoria
las embellecería con el tiempo...
A este son, Colombina bailó una graciosa danza, no sin sus toquecitos burlones. Nosotros la contemplábamos mientras comíamos melón helado al jengibre, con camarones incrustados, y carpa plateada y tarta de ciruelas damascenas. Antes que finalizara la danza, unos niños con vestidos de seda que traían estandartes, y una diminuta niña negra con un tamboril, salieron de los bosquecillos de magnolias atraídos por la música. Sujeto a una cadena llevaban un pequeño dinosaurio verde y naranja que valsaba sobre las patas posteriores. Supusimos que este grupo venía de la corte.
Un niño obeso los acompañaba. Fue el primero que me llamó la atención, pues estaba totalmente vestido de negro; reparé entonces en la coriácea criatura voladora que llevaba posada en el hombro. No podía tener más de doce años, y sin embargo era de una gordura monstruosa y obviamente parecía complacerse en exhibir unos órganos sexuales anormalmente voluminosos, pues le colgaban del abultado vientre en una bolsa amarilla. Nos saludó quitándose la gorra, y luego, volviendo la espalda a la algazara, se sumió en la contemplación de los distantes bosques y colinas más allá del valle. Esta figura puso en la fiesta la justa nota contrastante, que nosotros observábamos mientras comíamos.
Todos hacían cabriolas al compás del salterio del enano de la montaña.
Los carnívoros corrían por los caminos interminables, indiferentes a la naturaleza de la región, así fuese desierto, sabana o bosque. Siempre encontrarían alimento, tan rápidos eran.
Los cielos encapotados quitaban al mundo el color y el tiempo. Los torpes herbívoros parecían casi paralizados. Sólo los carnívoros eran vivaces e infatigables, pues fabricaban su propio tiempo.
Un grupo de carnívoros marchaba hacia cierta encrucijada en una región de brezales. Uno de ellos, una enorme criatura gris, había hecho buena caza. Rugió mostrando la parrilla del radiador. Se despatarró todo a lo largo a la vera del camino para devorar el cuerpo de una joven hembra. Otras dos de su misma especie, recién sacrificadas, yacían no lejos de allí, para ser devoradas más tarde.
Esto ocurría mucho antes que los parásitos internos se hubieran metido serpeando en los mecanismos de la eternidad.
—A ver, Bryan —dijo Portinari mientras abría una segunda botella de vino nuevo—. Clyton estaba cuestionando tu imprecisión. Eludiste dos veces el tema, ¡y ahora finges estar absorto en las extravagancias de estos bailarines!
Clyton se apoyó en un codo, y tomando un gelatinoso hueso de pollo lo alzó en el aire con un movimiento señorial.
—La verdad, con el aroma de las acacias en flor y los efluvios de este vinillo nuevo, yo mismo he olvidado la discusión, Portinari, así que por esta vez dejaremos escapar a Bryan. ¡Queda en libertad!
—Que a uno lo dejen escapar no es necesariamente lo mismo que ser libre —dije—. Además, soy capaz de liberarme solo de cualquier discusión.
—Creo de veras que podrías escabullirte de una jaula de palabras —dijo Clyton.
—¿Por qué no? Pues en todas las frases hay contradicciones, como en nosotros mismos, en el sentido en que Portinari es a la vez matemático y perro, mono y erudito.
—¿Todas las frases, Bryan? —preguntó burlonamente Portinari.
Nos sonreímos, como cada vez que nos preparamos alguna trampa verbal. El grupo de niños cortesanos se había acercado a escuchar nuestra conversación, todos excepto el gordo vestido de negro. Recostado ahora contra el tronco de un álamo temblón, contemplaba la azul lejanía del paisaje. Con movimientos suaves, los demás se reclinaban unos contra otros, como si se consultaran para decidir si nuestra conversación era descabellada o inteligente.
Como es natural, Colombina no escuchaba. Entretanto, habían llegado nuevos enanos vestidos de terciopelo. Cantaban, bailaban y hacían mucho ruido. El enano del salterio había dejado de tocar y estaba acariciando y besando los hermosos hombros desnudos de Colombina.
Todavía sonriente, le alcancé mi vaso a Portinari y él lo llenó hasta el borde. Ambos estábamos tranquilos pero atentos, listos para empezar la prueba.
—¿Cómo describirías esa acción, Portinari?
Todos esperaron ansiosos. Con cautela, siempre sonriente, Portinari dijo:
—No seré impreciso, querido Bryan. Te serví un poco de vino recién embotellado, ¡nada más!
Un sapo saltó debajo de una lápida rota. Había tanto silencio en nuestro círculo, que yo podía oír claramente cada uno de los movimientos del animal.
—«Te serví un poco de vino recién embotellado» —cité—. Tal como lo predije, acabas de emitir una contradicción perfecta, amigo mío. Al principio de la frase sirves el vino, un vino que al final de la frase está recién embotellado. La secuencia contradice por completo el significado. ¡Tu sentido del tiempo está tan trastocado que en un mismo instante niegas lo que has hecho!
Clyton estalló en una carcajada, y hasta Portinari se tuvo que reír. Los niños chillaron alborotados, el dinosaurio cayó de bruces, y mientras Colombina aplaudía alegremente con sus hermosas manos, el enano de la montaña se movió con rapidez y le sacó del corselete los dos generosos orbes de los pechos. Sujetándoselos con ambas manos, Colombina se levantó de un salto y muerta de risa corrió por entre los árboles hacia el agua, seguida por su cervatillo favorito, y perseguida por el enano.
Sobre el césped crecido la lluvia se abría en cortinados de humedad. Más que caer, parecía estar suspendida en el aire, empaparlo todo entre tierra y cielo. Era un torrencial chaparrón de verano, silencioso y fugaz; había durado decenas de miles de años.
De tanto en tanto el sol irrumpía por entre las nubes, y entonces la móvil humedad del aire estallaba en colores violentos, para apagarse en un bronce mortecino cuando las nubes restañaban las heridas.
Las bestias metálicas avanzaban bajo esa lluvia perpetua aullando y bramando. Por fuera, brillaban como si fuesen invulnerables, la pintura y el cromado relucientes como navajas; pero bajo la armadura, los efectos del agua, eternamente despedida hacia arriba por el movimiento de las ruedas, eran letales. La herrumbre se infiltraba solapadamente en las piezas móviles, el cáncer del metal buscaba a tientas el corazón.
Las ciudades donde vivían las bestias estaban rodeadas por inmensos cementerios. En los cementerios, en unas tumbas miserables, esqueletos multitudinarios que ya no infundían terror se desintegraban en un polvillo color jengibre.
Mientras terminábamos el vino y comíamos las golosinas, los enanos y los niños bailaban sobre el césped. Algunos de los jóvenes treparon a sus aviones-gansos y pedalearon hasta elevarse por encima de nuestras cabezas y allí disputaron sus torneos aéreos. Entretanto, el niño gordo vestido de negro seguía contemplando el paisaje. Portinari, Clyton y yo nos reíamos y charlábamos, y galanteábamos a algunas mozas campesinas que pasaban por allí. Yo me sentía halagado cuando Portinari les explicaba mi paradoja de la imprecisión.
Cuando las muchachas se marcharon, Clyton, poniéndose de pie y arrebujándose en la capa, opinó que era hora de regresar al ferry.
—El sol se inclina hacia el poniente, amigos míos, y las colinas se cubren de bronce para resistir esa fogosa mirada. —Hizo un ademán majestuoso en dirección al sol—. Toda su trayectoria está dedicada, estoy seguro, a demostrar el anterior aforismo de Bryan, que la única felicidad permanente se encuentra en lo transitorio. Nos recuerda que el oro de este crepúsculo es sólo oro falso, que ya se adelgaza hasta desaparecer.
—A mí me recuerda que estoy engordando —dijo Portinari, incorporándose trabajosamente, eructando y masajeándose el estómago.
Recogí el fragmento de lápida con la figura tallada que Clyton había encontrado, y se la ofrecí.
—Sí, quizá conserve esta sombra con paraguas hasta que encuentre a quien pueda decirme algo sobre ella.
—¿Te está implorando a ti? —le pregunté.
—¿Te está saludando? —Portinari.
—Está tratando de saber si llueve —Clyton.
Nuevamente nos reímos los tres.
Casi oculta por la nauseabunda neblina que ella misma producía, una jauría de máquinas yacía al costado del camino, alimentándose.
El camino parecía un accidente natural del paisaje. La gran sabana, que se extendía por casi todo el planeta terminaba aquí al fin. Al parecer terminaba sin razón. De la misma manera inexplicable, empezaban las montañas, elevándose desde el polvo como témpanos de hielo en un mar petrificado. Todavía eran nuevas e inestables. Al pie de las montañas corría el camino, como un ruedo en la inmensa falda de la planicie.
Era una carretera elevada de veintidós carriles, proyectada para tránsito mac-positivo y mac-negativo. La jauría descansaba en uno de los contados paraderos, atracándose con las criaturas de entrañas tiernas y rojas que viajaban en las máquinas. La jauría era de cinco máquinas, que perpetuamente aceleraban y desaceleraban, chocando entre sí mientras trataban de conseguir mejores posiciones.
El jugo manaba a borbotones de las parrillas de los radiadores, chorreaba por las capotas, empañaba los parabrisas. El azul contaminado del aliento de las bestias flotaba en el aire. Estaban devorando a sus crías.
—¡Así nos retiramos de nuestro retiro! —dijo Clyton, cargando la piedra sobre el hombro. La chusma seguía bailoteando entre los árboles.
Cuando emprendimos la marcha, quedé por casualidad un poco a la zaga de mis amigos. En un impulso, tironeé de la manga del gordo vestido de negro y le pregunté:
—¿Puede un desconocido inquirir qué ha ocupado tus pensamientos durante toda esta esplendorosa tarde?
Cuando se volvió a mí y se quitó el antifaz, vi su singular palidez; la carne del cuerpo no encontraba eco en el rostro: parecía una calavera.
Me miró largamente antes de decir, con voz pausada:
—Quizá la verdad sea un accidente.
Y bajó la vista al suelo.
Estas palabras me sorprendieron, y no supe qué decir. Tal vez aquella grave actitud desalentaba cualquier posible retruécano.
Sólo en el momento en que ya me iba, el niño agregó:
—Es probable que usted y sus amigos hayan dicho la verdad por accidente, toda la tarde. Quizá nuestro sentido del tiempo esté en verdad trastocado. Quizá no se sirve nunca el vino, o se lo sirve eternamente. Quizá somos contradicciones, cada uno de nosotros. Quizá..., quizá somos demasiado imprecisos para sobrevivir...
Hablaba en voz muy baja, y el otro grupo seguía con su bullicio y su algazara, y los enanos continuarían bailando y riendo hasta mucho después del crepúsculo. Sólo mientras me alejaba a paso vivo entre los chiquillos, en pos de Portinari y Clyton, registré al fin aquellas palabras: «Quizá somos demasiado imprecisos para sobrevivir...»
¡Qué frase tan melancólica para un día tan alegre!
Y allí estaba el ferry, flotando en el lago oscuro, velado por los altos cipreses y por lo tanto bastante sombrío. Pero ya las linternas titilaban a lo largo de la costa, y llegó hasta mí el rumor de la música, las canciones, las risas de a bordo. De regreso en la taberna, nuestras enamoradas nos estarían esperando, y nuestra nueva obra se estrenaba a medianoche. Yo sabía mi papel de memoria, lo recordaba palabra por palabra, y esperaba el momento de salir de las bambalinas a la deslumbrante luz de las candilejas, cinosura de todas las miradas...
—¡Apresúrate, amigo! —gritó Portinari con entusiasmo, apartándose del grupo y tomándome el brazo—. ¡Mira, están mis primas a bordo! ¡Tendremos un alegre viaje de regreso! ¿Sobrevivirás?
¿Sobrevivir?
¿Sobrevivir?
¿Sobrevivir
La Orgía de los Vivos y los Moribundos
Fue así como le llegó a Tancred Frazer la voz de su mujer.
Desde el fresco vestíbulo de la casa de campo en el corazón de Hampshire, Inglaterra, ella fonovisó el código numérico mundial de su marido. Los impulsos de visión y sonido fueron aceptados por la central local y transmitidos por cable coaxial hasta la central principal de Southampton, y desde allí enviados al transmisor de Goonhilly Downs en Cornualles. Desde Goonhilly, la señal subió hasta el Postbird III, el satélite de comunicaciones, que al instante la envió de rebote a la Tierra.
La señal fue aceptada en Calcuta. Aquí ocurrió la primera demora, una espera de cuatro minutos y medio antes que la oficina de Allahabad, en la provincia de Uttar Pradesh, en pleno corazón de la India, pudiese recibir la llamada. Por último, en la central automática chasqueó un conmutador, y el siguiente eslabón del circuito quedó abierto. Luego de una breve demora, la llamada llegó hasta Faizabad, al norte de Allahabad.
En Faizabad se interrumpía el procesamiento automático. Habían planeado instalarlo allí en el año 2001, es decir el año siguiente; pero desde que el gobierno proclamara el estado de hambruna, era previsible que la nueva central tuviese que postergarse. Mientras tanto, el muy amable operador del conmutador consiguió, luego de algunos minutos, pasar la llamada a la aldea de Chandanagar, a treinta kilómetros de distancia.
Chandanagar era pequeña, y durante varios milenios, hasta que llegó la Organización para la Lucha contra el Hambre de las Naciones Unidas y levantó sus instalaciones en los alrededores semidesérticos, había sido una aldea anodina. En realidad, Chandanagar sólo podía recibir señales sonoras; no había allí ninguna consola de microfotografía diódica capaz de procesar visollamadas. Así entonces, Chandanagar transmitió únicamente la señal de sonido a la Sede de la OLHNU.
El muy amable operador de la Sede de la OLHNU repitió el código numérico mundial, lo comparó con una lista y dijo:
—¡Ah, usted quiere hablar con la Delegación Británica! Tancred Frazer está en la Delegación Británica. Sí, a unos ocho kilómetros de aquí, pero tengo una línea terrestre. ¡No corte!
Había una línea libre en ese momento. Inclinándose peligrosamente en el alto taburete, el operador insertó la clavija en un tablero auxiliar y agitó una manivela. A ocho kilómetros de distancia repiqueteó un teléfono.
Sonó en la oficina a la calle de un edificio con aire acondicionado, a cuyo alrededor, por muchos kilómetros a la redonda, se extendía la calcinada llanura del Ganges. Y sobre la llanura agobiada por la sequía yacía pesadamente la muerte.
Tancred Frazer en persona atendió el teléfono, luego [padeces de una desnutrición que es causa de esos males] del tercer repiqueteo, y pudo así escuchar la voz de su mujer que le hablaba desde el fresco vestíbulo de la casa de Hampshire.
A pesar de todos los ruidos de qué-contentos-estamos, el diálogo fue un tanto vacilante.
—A fines de la primera semana de abril casi no había narcisos.
La conversación ya derivaba a temas insustanciales.
—Un poco tarde para narcisos, ¿no? [morirá la flor y también la semilla pero algunas flores]
—No, querido, muy temprano. Hay algo que anda mal, ¿no? Si es así, dímelo, por favor. Sabes cómo me preocupo. ¿Es el espectáculo de toda esa pobre gente muriéndose de hambre lo que te deprime?
Tancred se pasó la mano por la frente.
—No, estoy bien. Kathie... —Pero no pudo decir una frase afectuosa; eso hubiera sido demasiado falso, hasta para él, dadas las circunstancias.
—Voy a cortar y me quedaré muy preocupada si no me lo dices.
—He tenido un bombardeo de voces —dijo Tancred de mala gana.
—¿Has estado comiendo bombones? Esta línea es terrible.
—Dije que tengo un bombardeo de voces en la cabeza, tu voz y la patética voz de toda esta gente.
—¡Pobre querido! Es el calor, estoy segura. ¿Hace mucho calor ahora en Chandanagar?
Ese era terreno más seguro; volvían a hablar del tiempo. Pero cuando por fin colgó el receptor, Tancred pensó, sintiéndose un miserable, claro que lo sabe, oyó en mi voz la confesión con tanta claridad como yo oí en la suya que ella lo sabe. Al fin y al cabo, ya le tocó muchas veces. ¡Qué hijo de perra soy! Pero en el fondo estaba furioso con Kathie, furioso porque ella era [y no habría casi narcisos a fines de la primera semana] inocente. Sujetándose la toalla alrededor de la cintura, regresó sin hacer ruido a la improvisada alcoba donde lo esperaba Sushila.
Sushila Nayyer, tapada con una sábana, se había reclinado en la cama con ese sencillo señorío innato en ella. Tenía ahora casi diecinueve años, una mujer madura y decidida. Tres años atrás se había alojado en casa de Tancred y Kathie en Inglaterra, cuando estudiaba me-dicina en el Guy Hospital; fue entonces cuando sintió [en el consuelo del último aliento de ella y deslumbrado] por primera vez el deseo violento de acostarse con ella. Mientras trabajaba para la ONU tuvo la oportunidad de viajar a las regiones de la India azotadas por el hambre. Se había dedicado en seguida a buscar a Sushila, y por eso estaba ahora en este sitio polvoriento. Todavía se asombraba de haber tenido tanta buena suerte.
—¿Era tu mujer? —le preguntó Sushila—. ¿Llamándote [no creo que puedas permitirte escuchar el verdadero] nada menos que desde Inglaterra?
—Sí. Kathie. Estaba preocupada por mí. Siempre se preocupa. No pasa nada.
Se miraron. Tancred se preguntó qué significaría íntimamente y para los dos esa mirada mutua.
—¿Quieres volver a la cama?
—¡Si querré!
Sushila le sonrió con su sonrisa lenta y seria que lo turbaba siempre.
Mientras él se sacaba la toalla de la cintura, Sushila retiró la sábana. Siendo ella una recatada mujer musulmana, este movimiento le pareció de una extraña humildad, como una confidencia entre ellos. El cuerpo de Sushila, la carne que envolvía los delicados huesos asiáticos, era un oasis comparado con los desiertos de cuerpos [Oh Babi Babi recordarán los niños a su madre como] consumidos de allí afuera, las madres enlutadas que recorrían centenares de kilómetros buscando agua para sus hijos. Tancred trató de apartar las fatigosas voces e [y en el pozo sólo un olor de huesos viejos y podridos] imágenes que no dejaban de perseguirlo, y trepó a la cama al lado de aquella hermosa criatura, dispuesto aun antes de tocarla a poseerla una vez más. Cuando le [cuyas congojas atormentan aún más mi alma que todos] besaba el vientre, casi podía olvidar aquellos pensamientos discontinuos y fragmentarios. En el momento en que hundía la cara en la cabellera negra, extrañamente fra-gante, el teléfono volvió convulsivamente a la vida.
—¡Mierda! —dijo Tancred. [monzones estallando al fin según el observatorio]
Esta vez la interrupción fue más prolongada. Cuando colgó el receptor, volvió a Sushila.
—¡Lo siento, criatura de amor! Tendré que vestirme. Era Frank Young. Hay una llamada general de emergencia. Terribles inundaciones en Bhagapur, y el Cuartel General quiere toda la ayuda que podamos prestar. Tengo que ir a ver a Young. ¿Dónde diantre queda Bhagapur, dicho sea de paso?
Le alegró ver que Sushila no iba a tomar esta interrupción con uno de aquellos habituales estallidos de mal humor; había apenas un dejo de contrariedad en su voz cuando dijo:
—Es un pueblito a unos ochenta kilómetros al norte, hacia la frontera con el Nepal. ¡Siempre hay inundaciones en Bhagapur! ¿Tendrás que ir? [Oh no te culpo, no hubieras podido serle fiel aunque]
—Espero que no. Depende de Young. Dice que saldrá con una unidad de socorro tan pronto como sea posible.
—¡Siempre es «tan pronto como sea posible» con ese idiota de Young! Es tan inglés. Con seguridad Bhagapur puede esperar.
—La postergación es una virtud en la India. En Europa, es una confesión de fracaso.
Frazer la besó.
Se vistió, pasó por la oficina, salió al camino, y se sintió devorado por el calor monstruoso de la llanura. Pero el sistema de aire acondicionado tenía tres respiraderos, uno a cada lado del edificio y un tercero en el frente, y era posible, estando de pie en el camino, aprovechar el aire más fresco expulsado por la antiestética rejilla sobre la puerta de la oficina. De todos modos, se sentía extrañamente enfermo, como le sucedía a menudo cuando estaba allí contemplando los desolados alrededores.
El destacamento se había aislado del resto del mundo; el terreno de varios acres estaba cercado con alambre de púas. El hospital era el único edificio importante del campamento: una construcción cuadrada y gris al final del camino, totalmente colmada. Alrededor se alzaban los miserables vivacs de los refugiados, una ruinosa aldea de cañas de bambú, arpilleras deshilachadas y telas de plástico. El sector de las oficinas estaba más cerca de la entrada. Era un edificio nuevo, que mostraba signos de deterioro. Al lado acababan de levantar un nuevo depósito que ya necesitaba de reparaciones; parte de la pared que miraba a las oficinas se había derrumbado.
Aunque era la sofocante hora de la tarde que la mayoría de la gente excepto los adúlteros dedicaba al descanso, [asomarse a la ventana para mirar la oscuridad del jardín] había mujeres albañiles trabajando en la reparación de la pared, caminando con digna lentitud, grises los pies desnudos, cargando sobre las cabezas canastas de ladrillos de fabricación casera, subiendo y bajando por los andamios, casi sin hablar, un pliegue de los saris sobre las cabezas, como una protección marginal contra el calor.
El camino se extendía frente al sector de las oficinas y el almacén. Del otro lado de la ruta había un viejo depósito de lata, saqueado varias veces y ahora casi vacío, y cabañas livianas donde vivía el equipo médico de la ONU. Más cerca de la puerta había un cobertizo, y luego la oficina de guardia y otros cuartos. Eso era todo. Un hiato casi imperceptible en la vasta monotonía de la llanura.
Aunque Frazer miraba todo esto, horrorizado y fascinado como siempre ante la crueldad del paisaje y el espectáculo de las víctimas del hambre, algunas de las cuales, lo mismo que él, se acuclillaban ahora o permanecían de pie fuera de las oficinas, fue el cielo sobre todo lo que le llamó la atención.
Hacia el norte, la llanura moría en una bruma purpúrea. Por encima de la bruma, nubes de tormenta se acumulaban en la atmósfera, distorsionadas, comprimidas, [ya ves que la pasión y la violencia son parte misma] coléricas, aquí negras, allí brillantes, como si dentro de ellas se agitaran unos fuegos atómicos. Allí iba el monzón, trayendo las bendecidas lluvias. Parecía que iban a caer sobre Chandanagar; pero lo mismo había parecido durante las últimas cinco noches. En cambio, la lluvia había caído en el norte, y en los pozos de Chandanagar sólo había un olor de huesos viejos mientras el suelo iba [en el pozo sólo un olor de huesos viejos y podridos] pudriéndose en tres años de sequía, y el río más arriba de Bhagapur se desbordaba y arrastraba a los habitantes. [En mi cántaro sólo migajas rotas de agua, sólo migajas]
Una anciana lo llamó, extendiendo un brazo que parecía un viejo paraguas roto. Frazer fue hacia la cabaña de Young.
Frank Young estaba ya trabajando. Era un hombre irascible casi sesentón, con cabellos ralos que apenas le cubrían el cráneo, tan prominente de mandíbula como de trasero, pero a pesar de todo ágil cuando se le exigía acción. Había dado vida a este destacamento de la OLHNU, lo había salvado de numerosas crisis, incluyendo una alarma de cólera, y no parecía todavía dispuesto a abandonar la lucha. Tampoco parecía tener ganas de simpatizar con Frazer, aunque como jefe que era no podía mostrarlo muy claramente. Los dos subordinados de Young, Garry Knowles y el doctor Kisari Mafatlal, [usted tenía órdenes y ninguna razón para abandonar] un bengalí rechoncho, estaban allí con él. Knowles salía en ese momento, y cuando Frazer entró, oyó que decía:
—Alistaré los planeadores.
Mafatlal obsequió a Frazer con una sonrisa nerviosa. Tenía una espesa cabellera negra abundantemente aceitada y modales refinados, atributos que lo hacían parecer fuera de lugar junto a Frank Young.
—Estaba tratando de explicarle al señor Young qué caprichoso es nuestro Ganges, y siempre lo ha sido en toda la historia, un brazo puede secarse por completo mientras el otro...
—Sí, dejemos eso ahora, Mafatlal —dijo Young con brusquedad. Trataba al verborrágico hombrecillo con desdeñoso sarcasmo, y casi todos los otros médicos imitaban a Young—. Frazer, ¿se da cuenta de la situación? Graves inundaciones en la región de Bhagapur. Galbraith acaba de llamar desde el Cuartel General pidiendo toda la ayuda posible. Se habla de más de un millar de ahogados en Bhagapur misma y que un grave deslizamiento de tierra amenaza las aldeas próximas. Llevaré allí los planeadores y el personal de la OLHNU, excepto la dotación del hospital y Mafatlal. Mafatlal y usted quedarán aquí a cargo de todo. Los llamaremos por radio en cuanto lleguemos al otro lado. ¿De acuerdo?
—No creo que yo pueda hacerme cargo oficialmente, señor. No soy más que un visitante. Si fuese con usted, y Knowles...
—A Knowles lo quiero conmigo. Garry conoce este tipo de trabajo. Usted se queda aquí y le tiende la mano a Mafatlal..., y también, por supuesto, a esa doctora, la señorita Nayyer. Es una simple cuestión de rutina. Eso sí, recuerde que hay valiosas reservas de granos en el depósito nuevo, y cuide que los guardias cumplan con su obligación.
—¿Por cuánto tiempo piensa estar ausente?
Tratando de no exasperarse, Young ajustó las correas del saco de dormir, se lo deslizó en el bolsillo, y luego dijo:
—Eso depende del monzón, no de mí, ¿no le parece? Vaya estupidez que se le ocurre preguntar, Frazer, si no se ofende.
—Justamente le decía al señor Young que la inundación podría llegar aquí en menos de veinticuatro horas —dijo Mafatlal, pero Young tras un seco gesto de asentimiento, dio por terminada la entrevista, e indicándoles la puerta salió junto con ellos.
—Qué hombre agradable —comentó Frazer sarcástico, mientras junto a Mafatlal seguía con la mirada la fofa figura de Young que iba y venía entre las cabañas, y llamaba a voz en cuello a los otros miembros del equipo.
—Sí, un hombre muy agradable en el fondo —dijo Mafatlal—. Primero hay que mirarle el corazón. La acción influye en el corazón, y él adopta entonces una actitud muy autoritaria, tal vez imitada del padre, creo que era militar. ¿No le parece, señor Frazer, que en general el hombre de acción es un tipo psicológico dócil en la vida cotidiana?
—Nunca me detuve a pensarlo. —Cristo, ¿iba a tener [tratas de ocultar que no te sientes seguro de tu propio] que soportar las disquisiciones filosóficas de Mafat todo el tiempo que faltasen los otros?
—Usted es un hombre que piensa mucho más de lo que dice, señor Frazer, ¿no?
Frazer entornó los ojos y los clavó en Mafatlal. Quizá debiera confiar en el médico, contarle lo de las voces; [morirán la flor y la semilla pero algunas flores no mueren] algunas veces le parecían extrañamente premonitorias; como si fuesen algo más que los síntomas de una misteriosa enfermedad.
—A decir verdad, Kisari, estoy preocupado. Pero no quiero hablar del tema.
—Claro, lo comprendo. Gracias de todos modos. Pero quizá yo pueda ayudarlo más de lo que usted cree, pues toda la vida me interesé... [mi niño niño niño esta pobre piltrafa que es tu madre]
—No quiero hablar de eso ahora.
Quería funcionar bien allí, ser útil. Un pequeño núcleo de refugiados empezó a cercarlos, a él y a Mafatlal. A cada uno le daban diariamente una escudilla de cocido de arroz con vitaminas; lo suficiente como para que siguieran con vida, pero no viviendo. Miraban de un modo que atormentaba a Frazer. Ya habían advertido que una crisis amenazaba el campamento y temían ahora por sus miserables vidas. Le hablaban a Mafatlal con voces gra-ves, suplicantes; y él les contestaba con sequedad, como si también él por un momento se hubiese convertido en [para mirar por la ventana la oscuridad del jardín] hombre de acción. La línea divisoria más infranqueable era la que separaba al satisfecho del hambriento.
Sushila apareció en la puerta del edificio de oficinas, vestida con un uniforme pulcro y severo. Contento de verla, Frazer se le acercó y le explicó la situación.
—La gente dice que la lluvia llegará aquí esta noche —dijo Sushila en voz baja—. Si eso ocurre, los que todavía [Divina Zenócrates un epíteto demasiado sucio para ti] pueden querrán regresar a las aldeas a ver si hay agua en los pozos. ¿Los dejarás ir?
—No queremos detenerlos. Hay arroz y harina en abundancia en el nuevo depósito, pero no sabemos cuándo llegará otra partida, así que cuantas menos bocas hambrientas queden aquí, tanto mejor.
—Pero, ¿cerrarás esta noche el campamento y redoblarás la guardia?
—Sí. Pero no creo que haya ningún peligro, ¿no?
—En Allahabad ya deben saber que aquí no queda casi nadie de la ONU. Siempre hay gente inescrupulosa en épocas difíciles.
Frazer sonrió.
—¡Eres tan espléndidamente hermosa, mi divina Zenócrates! Pero estás sobrexcitada. ¿Qué te parece si vuelves al hospital y tratas de serenar un poco los ánimos? Al atardecer te iré a buscar para tomar un trago.
Se miraron. Frazer sintió una ligera brisa que soplaba alrededor. Al parecer había conseguido tranquilizarla, pues ella sonreía ahora.
—Si las cosas marchan bien, quizá mañana haremos una pequeña excursión, Tancred —le dijo—. Si eres un buen chico.
Dio media vuelta y fue hacia el hospital.
Los motores de los dos grandes vehículos ya estaban encendidos; el polvo se arremolinaba en los flancos grises. [el polvo vivo cantando como moscardones amado Siva] Sopló envolviendo a las mujeres que ahora concluían letárgicamente el trabajo del día en la pared, y se alejó hacia el hospital y el miserable campamento, dejando atrás a los diez hombres de la OLHNU que se acercaban a los vehículos cargando mochilas. Los hombres agitaron los brazos saludando a Frazer y Mafatlal. [trata de volver antes de mi cumpleaños Tancred tú sabes]
Frazer y Mafatlal se quedaron en el camino hasta que las máquinas se perdieron a lo lejos. Vieron cómo se desplazaban lentamente por la abrasada planicie, seguidas por dos estelas de polvo que se elevaban en altos remolinos. Para ese entonces, las mujeres albañiles habían descendido ya de los andamios de madera y regresaban penosamente a sus viviendas. Pero los refugiados seguían indiferentes, sentados o echados a la sombra, o de pie frente a la rejilla por donde el ineficiente aparato de aire acondicionado expulsaba una bocanada un poco más fresca desde dentro de las oficinas.
En el cielo, las nubes graníticas se hinchaban y [las rosas necesitan lluvia aunque es hermoso el hechizo] deshinchaban, desmintiendo la lluvia. Frazer sintió frío y tristeza. Pensó con melancolía en su mujer traicionada. [es liegt der heisse Sommer mientras en mí el invierno] Maldición, Kathie; no lo puedo evitar; soy una víctima de la lujuria o algo así..., a lo mejor no me amamantaron bastante cuando era pequeño. Tal vez Mafat podría explicármelo...
No necesitaba explicaciones, lo que necesitaba era un trago, e invitó a Mafatlal a beber con él.
El pequeño doctor sólo aceptó un poco de whisky, muy diluido y con azúcar. Confesó que lo prefería diluido en champagne, pero sólo había agua a mano. Y mientras jugueteaba con el vaso, se esforzaba por mantener una conversación amable, a la que Frazer contestaba distraídamente.
—Señor Frazer —dijo al fin—, ¿puedo hacer un comentario personal?
—Adelante.
—Siempre me pregunto por qué me cuesta tanto entrar en confianza con los ingleses y los norteamericanos. ¿Será que les desagradan ciertas fallas de mi personalidad?
—Por Dios, Kisari, ¡no lo sé! En cuanto a mí, estas preguntas personales me parecen muy embarazosas, y mucha gente piensa lo mismo.
—Ah, ¿pero es lógico que las encuentre embarazosas? ¿No tendría que haber menos barreras entre la gente? Tal vez sea cierto el viejo dicho que los ingleses son reservados y sólo quieren vivir para sí mismos.
Un tanto irritado, Frazer dijo:
—En realidad, no tengo nada de inglés. Soy suizo. Lo que sucede es que he vivido casi toda mi vida en Inglaterra, y mi mujer es inglesa.
Mafatlal inclinó la cabeza hacia un costado y lo miró inquisitivamente.
—Ya veo. Bueno, yo no diría que eso invalide mi tesis. Quizá adquirió usted el hábito de cerrarse a los congéneres masculinos y sólo pueda conversar con mujeres, ¿no es eso?
Frazer se puso de pie y se sirvió otro whisky. Aunque se sentía irritado, no podía dejar de ver el lado cómico del interrogatorio. [si eres un buen chico haremos una pequeña excursión]
—Kisari, sé que se ha especializado en psicoanálisis. ¿Por qué no emplearlo un poco con usted? Lo que usted quiere en realidad es hablarme de Sushila, ¿no? Lo devoran los celos porque cree que me acuesto con ella todos los días, ¿no es cierto?
—Cualquier hombre le envidiaría el cuerpo de Sushila Nayyer, Tancred, ¡claro que sí! Aunque yo me entretengo ya bastante con las dulzuras del equipo de enfermeras. Pero no sé por qué se siente usted tan culpable disfrutando de Sushila.
—¡Culpable! ¡No me siento culpable! No es cuestión de..., mire, como le dije antes, pienso que estas discusiones íntimas son en verdad muy desagradables. Si ha terminado de beber, quizá no le importe dejarme solo, ¡maldita sea!
Mafatlal puso el vaso en la mesa, con cara de congoja.
—¿Puedo sugerirle que quizá también usted se sentiría [puedo sugerirle que alivie su conciencia confesándose] mejor si echara un terroncito de azúcar en el whisky? Sin ánimo de ofender, por supuesto. La vida ya es bastante amarga para todos nosotros...
Se puso de pie, dejando por una vez una frase inconclusa. Inclinó la cabeza, salió del cuarto, atravesó la oficina y se alejó por el camino. Dignísimo, pensó Frazer. Dignísimo, pero un dolor de muelas. Él no se sentía culpable en relación con Sushila. Bueno, no como [hábito de cerrarse a los congéneres masculinos de] Mafatlal insinuaba. Pero quizá fuese interesante saber qué podía decir al respecto el verborrágico pelafustán... Mafatlal no era nada tonto; Sushila tenía de él una alta opinión.
Se sentó y vació el vaso, sintiéndose súbitamente desgraciado. Caía la tarde. Tampoco esa noche llegarían las lluvias a Chandanagar. En cambio seguirían llevando barro a Bhagapur. Lo apenaban sinceramente las desdichadas víctimas de la hambruna; al mismo tiempo el espectáculo de toda esa gente desnutrida, de todas esas criaturas famélicas, lo perturbaba tanto que toleraría difícilmente la posibilidad de más refugiados. A menudo le parecía que eran las voces de esa gente las que oía en su cabeza. Pensó con ansiedad, la mía es una profunda dolencia espiritual. Tengo el estómago revuelto. Y el equipo de aire acondicionado gruñó detrás de él. [un enamorado y su amada llegaron juntos al anochecer]
Al caer la noche se encaminó al hospital, en busca de Sushila. Poco antes de cerrar las puertas, se permitió entrar a una familia. El hombre iba adelante, con paso majestuoso: cabello blanco, ojos hundidos, con un niño en brazos; la mujer lo seguía, llevando una olla de hierro sobre la cabeza y dos pequeños prendidos a las faldas. Cerraba la marcha una niña un poco mayor, ella también con un niño en brazos. Todos los niños parecían estar a las puertas de la muerte; los varones eran esqueletos andantes, de costillas visibles bajo la piel; la niña parecía una viejecita. Un sarro de polvo les cubría la piel. Una auxiliar del hospital, una rechoncha joven bihari con un diamante centelleante en una aleta de la nariz, los guió hacia las cocinas.
Frazer siguió al grupo lentamente. Ahora, en los albores del siglo xxi, la mayor parte del mundo comía alimentos industriales, y los disfrutaba. En la India, la gente se negaba a tocarlos, así como todavía rechazaban el pescado. Durante la década de 1980, había habido un vuelco relativamente progresista, y pareció que una píldora anticonceptiva sería aceptada al fin; luego había estallado el escándalo de Industrias Químicas Bombay, cuando a causa de una partida de píldoras mal elaboradas murieron más de dos mil mujeres. La publicidad adversa había devuelto la situación a fojas cero. Este traspié fue seguido por una revuelta de inspiración religiosa contra la Comisión de Control Climático, la que si bien robaba a Pedro para pagarle a Juan, había estado tratando de eliminar las sequías. Ahora el subcontinente volvía a resbalar pendiente abajo hacia la situación política y económica de las décadas del cincuenta y el sesenta. Por lo general, el nivel de vida era más alto en el cinturón ecuatorial de Marte que en Uttar Pradesh.
Todo alrededor del hospital, donde los miserables vivacs se apiñaban a la luz menguante, unas espirales [y no había casi narcisos a fines de la primera semana] de humo se elevaban flotando desde los sigris encendidos, y aquí y allá brillaba una que otra lámpara de petróleo. Ahora no soplaba ni la más leve brisa. Una vez más el monzón daba la espalda a esta región de la desdichada llanura. En esta nueva noche, la orgía de los vivos y los moribundos podría celebrarse sin que la esperanza viniera a turbarla. [eso es amor mío frótame con tus mágicos jugos salobres]
En la mañana siguiente Frazer anduvo de un lado a otro, recorriendo e inspeccionando el campamento. Todo estaba en orden, dentro de ese orden. Nadie se estaba muriendo; todo el mundo estaba recibiendo una cuota mínima de calorías determinada estadísticamente. Y si no había verdadera hambruna en el campamento, tampoco había enfermedades infecciosas. Lo que había era sufrimiento, el largo castigo del hambre nunca saciada, que traía consigo estupidez e indiferencia, y todo tipo de defectos físicos. Frazer creía en el cuerpo; era una de las pocas cosas en las que uno podía confiar; odiaba verlo víctima de este despilfarro en gran escala. Odiaba sobre todo ver a las mujeres cadavéricas dar a luz y amamantar a los bebés con ubres resecas. Aquello era una parodia del proceso de la vida.
Más allá del perímetro del campamento se extendía la tierra calcinada, salpicada de tanto en tanto por un achaparrado matorral, como las descoloridas manchas cutáneas de un sifilítico terciario. Aquí y allá las vacas se tambaleaban por el maidan; algunas, habían venido siguiendo unas huellas hasta Chandanagar, con la esperanza de encontrar agua. Las bestias estaban esqueléticas y agusanadas. Una se desplomó de costado a la vista de Frazer. Los buitres posados alrededor del campamento se acercaron a la osamenta, caminando lentamente por la planicie como andrajosos funcionarios de Calcuta con las manos cruzadas a la espalda. Nunca volaban en el área [los asquerosos bastardos les sacan las entrañas por el] de Chandanagar a menos que alguien los corriese y tratase de patearlos, como hacía a veces Frazer; en Uttar Pradesh uno podía alcanzar a la muerte a paso de marcha. [Delhi ya está harta, señor, harta de problemas ajenos]
—Estoy harto de este sitio —le dijo Frazer a Sushila mientras almorzaban en el fresco comedor de los médicos y enfermeras, y él ponía jugo de lima fresco mezclado con gin en el bistec de lomo artificial.
—¿Podemos salir de aquí e ir a Faizabad a pasar la tarde? Young acaba de llamar y cree que estarán fuera toda la semana.
—¿A quién dejarás a cargo?
—A Kisari Mafatlal, naturalmente. Es mi superior. [Está muerto de celos porque usted cree que me acuesto]
Clavándole aquellos ojos magnéticos, ella le dijo:
—La gente se pondrá muy inquieta, si ve que te vas; lo sabes, Tancred ¿no?
—¡Oh, qué tontería! —Pero no dejaba de sentir una cierta culpa—. No les importo. Están demasiado [y en nombre del amor salgamos y amemos y ayudemos] ocupados con sus propios problemas para interesarse en lo que yo haga.
—No es cierto. Pero si eso te hace feliz...
La hermosa voz de Sushila, siempre recordada en habitaciones frescas.
—Me hace feliz. Entonces, ¿las luces brillantes y el gentío enloquecedor de Faizabad?
—Querido, te olvidas que ayer te prometí un pequeño paseo.
—No. ¡Ah, sí, cierto! ¿He sido un buen chico? ¿Adónde vamos?
Volvió a sentirse enfermo cuando ella empezó a explicarle. Quería salir del campamento; pero cuando se presentaba la oportunidad, no podía pensar en otra cosa que en el calor y la muerte que aguardaban afuera.
No tuvieron problema alguno en conseguir un camión. Mientras Frazer iba a las oficinas, unos grupos de infelices refugiados seguían de pie junto al escape del aire fresco, las obreras aún subían y bajaban de los andamios con movimientos como de ensueño. Llamó a un chuprassi para que le avisara a Mafatlal a dónde iba. [un hombre muy agradable en el fondo pero la acción]
Sushila se había puesto una falda corta y rígida en provocador contraste con la monacal blusa blanca abotonada casi hasta la barbilla, y que le daba un engañoso aire de mojigata. Se sentó al lado de Frazer y mientras salían por la puerta principal le indicó el camino y encendió un cigarro recostándose en el asiento cuando Frazer puso el camión en automático.
—Te llevo a conocer la casa de mis padres, Tancred. Se me ocurrió que podía gustarte. Quiero ir a buscar alguna ropa. No tengo nada que ponerme en el campamento.
—Creía que estabas peleada con tu padre.
—Mi padre no está en casa. Ha ido a las colinas donde no hay sequía. Sólo hay un viejo chokidar de la familia cuidando la finca. Le han ordenado que no me deje entrar, pero me quiere y no les hará caso.
—¡Shabash! ¡Eso suena a una verdadera bienvenida!
—De todos modos, es una hermosa tarde para hacer un paseo, querido.
—Oh, sí, una tarde de mierda. ¡Precioso paisaje, también!
—Te gustará cuando te acostumbres.
Frazer se sentía intranquilo e irritable. Una emoción que no podía analizar emanaba de Sushila; en los últimos meses, había llegado a creer que era capaz de interpretar los sentimientos de los otros, y ahora su propia perplejidad le preocupaba demasiado.
Estaban llegando a la tierra de los muertos, donde el único color era el color de los excrementos de los vacunos. El campamento había quedado atrás, devorado por una bruma de calor. La traqueteada ruta iba de la nada a la nada bajo la dorada cúpula del cielo, sin desviarse [de otro siglo este lúgubre y enorme hotel abandonado] nunca, ni siquiera cuando cruzaban las aldeas. Las aldeas parecían petrificadas, inmóviles, moribundas, como si el [y yo sólo un cuenco de arcilla lleno del calor amargo] tiempo se hubiese transformado en gelatina bajo la furia [cómo puedes estar hambriento de sexo si te doy todo] del sol. De tanto en tanto, una vaca transparente como el papel quedaba de pronto paralizada en un portal; de tanto en tanto un perro sarnoso huía por entre las ruedas del camión, de tanto en tanto un viejo o una vieja se [siempre viviste protegido qué sabes de sufrimientos] moría cómodamente en un rincón de sombra. Los brazos [vida de ocio privilegiada que no conoce la verdadera] del aljibe apuntaban al cielo.
Fuera de las aldeas la desolación parecía menos tiránica.
Poco a poco, aparecieron las viviendas. La ruta era cada vez más accidentada, giraba y desaparecía en vericuetos y descendía en bruscas pendientes. Reapareció a la orilla de un río.
Era uno de los numerosos brazos del Ganges. A lo lejos se vislumbraba el agua, aprisionada entre kilómetros y kilómetros de arena y barro seco. En los bajíos habían levantado unas chozas, y la vida había continuado. De pronto, una noche llegaría el espumoso torrente y arrasaría con aquel simulacro lamentable, quizá esa misma noche.
Continuaron la marcha a lo largo de la huella que costeaba el río. Ahora las moscas zumbaban en la cabina del camión. Unos pocos árboles contrahechos, disecados y grises, crecían aquí y allá; sólo las palmeras prosperaban en la sequía. Buitres y milanos se posaban, meditabundos en las malezas cenicientas. Un esperpento avanzaba solemnemente por la ruta, agobiado bajo el peso de un odre chorreante. Pasaron varios minutos antes que la bocina de Frazer lo desalojara del centro del camino.
—¡Viejo imbécil! ¿Y dónde diantre queda esa casa tuya? ¿Cuánto tiempo marcharemos por este condenado desierto?
Sushila señaló al frente.
—Allí, pasando esos árboles. —Inclinándose ansiosa hacia adelante, arrojó por la ventanilla la colilla del cigarro.
La finca de los Nayyer estaba cercada de muros blancos y protegida por enormes pórticos de madera. Por entre las grietas de la madera Frazer y Sushila espiaron a un sikh entrado en años que dormitaba en un charpoy a la sombra de un mango reseco. A fuerza de gritos y silbidos lograron despertarlo; finalmente el viejo les abrió la puerta, rezongando entre dientes.
La casa era enorme, rodeada de galerías y balcones, ahogada por enredaderas moribundas. Había sido hermosa en otras épocas. A un costado, a la sombra de unos pinos gigantes, se extendía un terreno resquebrajado donde en un tiempo había habido un bonito estanque. Un chokidar envuelto en una descolorida túnica verde apareció saludando a Sushila con profundos salaam.
Era un anciano de descuidada barba gris, que calzaba unas chinelas y mascaba betel. Los llevó hasta una puerta lateral. Todas las aberturas de la casa estaban cerradas herméticamente. En los corredores flotaba un olor que [siempre vuelves al rincón de las cosas olvidadas como] parecía estar compuesto por la nostalgia del mundo, flores y polvo y humo de madera, y la hez de muchas vidas humanas. [ya no habrá narcisos cuando vuelvas y todavía seremos]
Lo dejó que vagabundeara por la casa mientras ella subía a su antigua alcoba. El chokidar le trajo a Frazer una botella de tibio jugo de pomelo; Frazer iba de un lado a otro, sorbiendo lentamente la bebida, mirando todo con curiosidad. El mobiliario era pesado y oscuro; las habitaciones en sombras guardaban celosamente sus secretos; la casa parecía acecharlo. La intensa sensación de ser un intruso lo excitaba de un modo extraño. De pronto, deseó a Sushila, y subió corriendo la amplia escalinata de piedra.
Sushila estaba en su alcoba; había abierto una celosía, y un rayo de sol ardía en la habitación junto a la ventana, difundiendo una luz refleja. Ella estaba inclinada sobre un arcón, sacando metros de sari. Cuando Frazer entró, dio media vuelta, el rostro iluminado desde abajo, comprendiendo [tú cerdo inmundo la persigues todo el tiempo no pero no] al instante lo que él quería.
Alzó un dedo a la altura de la oreja, en un gesto de desaprobación. Qué otra podía fruncir el ceño y sonreír al mismo tiempo.
—¡No, Tancred, nada de sexo! Tenemos que volver. Ahora que estamos aquí, sólo pienso en regresar al campamento, por si ha aparecido algún problema.
Frazer cerró con un golpe la tapa del arcón.
—¡Al demonio el campamento! ¡Te quiero aquí en tu ambiente natural, no en un campo de concentración!
La tomó con violencia, pasándole un brazo alrededor de los hombros y el otro entre las piernas, tironeándola, [los arreboles del verano en el hoyuelo de tu mejilla] luchando con ella para arrastrarla a la cama. Ella siempre respondía a la violencia, maravillosa muchacha, fuerte [mientras en ti yace el desolado invierno es liegt der] como una pantera pese a su fragilidad, fogosa, salvaje, la salvaje que despertaba en cualquier momento.
Se desplomaron sobre la cama, levantando una nube de polvo. Sushila le abofeteaba el cuello, y lo insultaba.
—¡Maricón, inmundo maricón suizo, asqueroso y lascivo maricón suizo!
—¡Vamos, putita, dekko chute! [como todos los europeos lo echas todo a perder no tengo]
Sobre la colcha blanca bajo el manto del mosquitero de muselina, lucharon, él tironeándole y arrancándole la ropa, hasta que poco a poco la fue desnudando. Sushila seguía luchando; ahora con él, no ya contra él. [en las murallas del cielo marchan los ángeles y vigilan]
Para él fue rápido y brutal, y todo terminó inmediatamente.
Luego Sushila se enfureció otra vez. Mientras él seguía en la cama, ella iba de un lado a otro recogiendo las ropas destrozadas, insultándolo y maldiciéndolo por haber arruinado lo que era de ella.
—¡Vuelve al campamento en sari, entonces! ¡Aquí tienes montones!
—¡Ustedes, malditos europeos, son todos iguales! Lo echas todo a perder, arruinas esto, aquello, arruinas todo, ¡a ti qué te importa! Ah, Tancred, te prevengo, sinceramente, te odio, te aborrezco tanto, cochino violador, ¡que no tengo palabras! ¡Eres un hombre sin principios!
Frazer ya le había oído decir todo eso. Estaba enfermo de premoniciones, avergonzado de sí mismo, enojado con ella.
De pronto Sushila le arrojó a Frazer un jarrón de bronce. El jarrón chocó contra la pared, por encima de la cabeza de él, y rebotó. Frazer saltó fuera de la cama y la tomó por la muñeca, retorciéndosela hasta que ella cayó al suelo jadeando de dolor.
—¡No te atrevas a arrojarme cosas, gatita salvaje! ¡Ponte un sari y volvamos al campamento! ¡Jaldhi jao! [reservas de granos y cuide que los guardias cumplan]
Sushila eligió un magnífico sari de doce metros, todo en cobres y castaños y púrpuras, y se lo envolvió lentamente alrededor del cuerpo, mientras decía:
—¡Nunca más me volveré a acostar contigo; prefiero al gordo Kisari Mafatlal! ¡Eres tan vulgar! ¡Tienes mujer en casa, hombre vulgar! Y si ella supiera que estás enredado con una mujer de color, ¿no te avergonzaría?
Frazer se puso los zapatos y se acercó al balcón, asomándose al moribundo jardín. Un papagayo de cabeza roja y alas verdes descendió a una galería inferior. Aterrizó cerca de una anciana que estaba de pie e inmóvil junto a la barandilla de la galería, para volver a levantar vuelo casi inmediatamente. Quizá la anciana fuese la mujer del chokidar. Le alegró pensar que lo más probable era que no entendiese inglés. Cuando la vieja levantó la vista y lo miró, Frazer se retiró a la alcoba. Sushila se estaba arreglando el cabello, las cejas espesas, toda de miel, magnífica. [morirá la flor y también la semilla pero algunas flores]
—¡Eres hermosa, Sushila! ¡Sé que soy un hijo de perra pero te amo!
—¡Tú no me amas! Y sé por qué me deseas, Mafatlal me lo dijo.
—Deja en paz a Mafatlal. ¡Date prisa! El cielo se está encapotando. Si el monzón se descarga ahora, no podremos irnos.
Sushila se llevó la mano a la boca.
—¡Oh, Dios me ampare! Entonces sí que habrá problemas. Nosotros anclados aquí, y Young regresando a Chandanagar para descubrir que desertaste y le robaste la mejor doctora del equipo y dejaste al rebaño sin pastor.
Las palabras de Sushila lo enfurecieron todavía más. ¡La zorra lo estaba azuzando! Bajó la escalera a paso vivo, salió al jardín, y encendió con impaciencia el motor del camión, mientras Sushila conversaba en la terraza con el chokidar a quien se había unido ahora la vieja que Frazer viera desde la ventana. La vieja llevó la maleta de Sushila y la depositó respetuosamente en la parte [mientras en mí el invierno yace frío y desolado] trasera del camión. Cuando el camión se puso en marcha, Sushila se despidió de la pareja de ancianos agitando la mano.
Avanzaron a lo largo de la reseca orilla del río, y Frazer entonó una vieja canción de Heine que su madre le había enseñado hacía mucho tiempo, allá en los días de Lauterbrunnen: Es liegt der heisse Sommer, repitiéndola una y otra vez mientras cruzaban rugiendo las aldeas fosilizadas.
Le dolía la cabeza. Por último dijo:
—Me doy por vencido, Sushila. La India no es para mí. Regreso a casa tan pronto como pueda. Aquí no sirvo para nada; no tengo espíritu de sacrificio.
Sushila seguía furiosa y no dijo nada. Para obligarla a hablar, para halagarla, Frazer continuó:
—Tu país es demasiado riguroso para mí, Sushila. Tú aquí sobrevives, frágil como una flor, pero a mí me está matando. Me sentí enfermo desde que llegué a Chandanagar. Quizá tengas razón en decir que soy vulgar. [eres tan vulgar y si ella supiera no te avergonzaría]
—Eres un corruptor, Tancred —dijo ella, inconmovible—, como todos los de tu raza. Haces que me sienta sucia. Esto es todo lo que puedo decirte.
—Todo, ¿eh? ¡Nada de la profunda sabiduría de la India para el decadente hombre blanco! Hay un mito en Suiza, y también en Inglaterra: que la India es una tierra de antigua sabiduría, donde un hombre llega al fin a enfrentarse cara a cara con el conocimiento de sí mismo. ¿No tienes nada de eso para ofrecerme, eh, en lugar de observaciones insidiosas?
Sushila se echó a reír.
—A menudo te enfrentas contigo mismo, Tancred, pero no quieres reconocerlo.
—¡Dímelo, entonces! ¡Comparte conmigo un poco de tu sabiduría, la sabiduría inmemorial del Oriente! A ver, ¿qué es lo que te bulle en el cerebro, aparte del sexo?
Sushila se puso a encender un cigarro, y luego miró a Frazer a través del humo.
—Te lo diré. Te diré algo para que lo guardes junto con las voces extrañas que te suenan en la cabeza. ¡Quizá me pegues, pero no me importa! No creo que tengas muchas ocasiones de escuchar la verdad acerca de ti mismo, ¿no? Has venido a Chandanagar y a la hambruna [Mutti Mutti no fue mi intención de veras no fue mi] en busca de algo que llevas dentro desde la infancia. No sé qué es. Y te has acercado a mí para atormentarme porque también yo represento para ti algo distinto de lo que realmente soy. Te das cuenta, tú no puedes comprender el hambre como hambre, porque allí, en tu mundo, eso no existe, y no puedes concebirlo sino como hambre de amor. ¡No puedes sentir otra cosa! El hambre de amor, esa es la experiencia que Europa y Norteamérica comparten. En ese sentido vuestras tierras son verdaderos desiertos. Esa hambre de amor es la gran neurosis que les lleva a vivir entre máquinas.
Frazer rió ásperamente.
—Estás bromeando, por supuesto.
Sushila arqueó las magníficas cejas y no sonrió.
—Padeces de una desnutrición del alma, que es causa de todos esos males que te aquejan. Te viste obligado a buscar consuelo en mi pecho porque tenías que responder al hambre que te rodeaba, cuando las fuerzas psíquicas de Chandanagar empezaron a agobiarte. Pero incluso a mi pecho tuviste que traer tus insatisfacciones más profundas de otros tiempos. ¡Hasta de mi pecho hiciste tu campo de batalla! ¡Tu sucio, vulgar, adúltero campo de batalla! Te estás muriendo lentamente, como los infelices del campamento.
Frazer no había esperado oír eso, retumbando en la cabina del camión, en ese paisaje de muerte, bajo el peso de nubes de tormenta. Las palabras de Sushila eran terribles; ninguna de sus premoniciones lo había preparado para un juicio semejante. Las defensas de la cólera habían sido abatidas; la relación entre ellos llegaba a su fin, ella la había matado deliberadamente, como quien corta la cabeza de una víbora. Le hubiera gustado poder llorar.
Cuando el vehículo se alejó del río, Sushila habló otra vez:
—La mayor parte de mi sabiduría no viene de mí, sino de Kisari Mafatlal. Él intuye y comprende todo lo [tratas de ocultar que no te sientes seguro de tu propio] que la gente oculta. Creo que realmente sabe cómo eres tú por dentro.
—¿Es necesario que me discutas con él?
—¡No gimotees como un viejo perro apaleado! Cuando hablábamos de ti, sólo esperábamos poder ayudarte a que te encontraras contigo mismo.
—Muy generoso de vuestra parte tomarse todo ese trabajo.
El corrosivo sarcasmo marchitó y murió. ¡Mafatlal, ese charlatán fatuo, hablando en serio, compartiendo confidencias con Sushila! Quizá habría que preguntarse si no compartían otras cosas. Estos hindúes eran tan [en los últimos días de abril ya no quedaban tulipanes] traicioneros... Hasta una joven educada en Inglaterra... Nunca se podía saber.
La larga tarde se fatigaba visiblemente sobre el inmenso cuenco de la llanura cuando avistaron el campamento. Durante el último kilómetro, mientras el camión avanzaba a los tumbos, no cambiaron una sola palabra. Una vez más se agigantaban en el cielo las nubes del monzón, sin que aquellos labios purpúreos escupieran una sola gota de humedad.
—¡Ya han puesto la barrera! —dijo Sushila.
Frazer miró adelante, y aceleró instintivamente. Apagando el comando automático, guió el camión hasta golpear el poste protegido por alambre de púa que cerraba la entrada. Saltó del vehículo, llamando a gritos en indi a los guardias para que levantasen la barrera.
Dos hombres corrieron hacia la entrada, muy negros y con ropas mugrientas. Frazer nunca los había visto antes. Ambos estaban armados. Dispararon contra él. En el momento en que se echaba de bruces al suelo, oyó que el parabrisas estallaba detrás, y el silbido de una bala en el aire. Zambulléndose detrás del camión, trepó al vehículo y a tientas buscó un arma en la caja de herramientas. No tuvo tiempo: ya tenía encima a los dos hombres. Frazer se abalanzó sobre uno de ellos, pero el hombre levantó bruscamente el rifle, y Frazer quedó encañonado. El otro hombre le apuntó a la garganta.
—¡No se resista, sahib!
Pocas eran las posibilidades de resistirse. No lo soltaban un instante. Eran hombres sin escrúpulos que no titubearían en matarlo. Otro hombre corrió, gritando. A los tirones sacó a Sushila de la cabina del camión; ella, indiferente, se sacudía del sari las esquirlas de vidrio. Cuando escoltados por los hombres, pasaron delante de la caseta, Frazer vio a los guardias, dentro, de espaldas, apoyando las manos en la pared, y con los pantalones bajos, mientras un bandido los vigilaba con un rifle. Al parecer, el campamento había cambiado de dueño.
—¡Todo por tu culpa, Frazer! —dijo Sushila.
Dentro del campamento había dos camiones extraños. Uno de ellos estaba a la entrada del nuevo depósito, el otro un poco más allá, junto al hospital.
Frazer sabía qué buscaban los bandidos: cereales. El depósito estaba repleto de arroz, además de grandes cantidades de trigo y harina y alimentos envasados. El saqueo empezaría de un momento a otro.
Los bandidos los llevaban a los empujones, sin miramientos. Se detuvieron junto al depósito, cuyas puertas estaban cerradas, y uno de ellos gritó algo, sin duda a un superior que se encontraba dentro. La puerta se abrió y una cara feroz se asomó mirando. Era un hindú [la luz del verano en el hoyuelo de tu mejilla fría] corpulento de pelambre larga y lacia. Estaba comiendo. En un intercambio de ásperos sonidos, señaló las oficinas contiguas y le arrojó una llave al guardián de Frazer.
Frazer y Sushila fueron arrastrados a las oficinas. Les abrieron la puerta, y les dijeron que se quedaran dentro [siempre dejamos cerradas las persianas cuando vamos] y en silencio, agregando que habían tenido suerte. Los empujaron al interior, cerraron bruscamente la puerta, y le echaron llave.
—Oh, Dios, están saqueando el depósito —dijo Frazer.
Sushila fue hasta una silla giratoria y se sentó, apoyando las delicadas muñecas sobre el escritorio.
—¡Lo primero que harán será asegurarse una buena comida! Los jefes están en el depósito dándose un festín mientras los subalternos vigilan afuera. Deben haber cortado todas las comunicaciones. ¡No podemos hacer nada! ¡Están desesperados! ¡Se llevarán todo!
Sushila empezó a llorar a gritos, con la cara entre las manos. Frazer, sorprendido, caminaba nerviosamente de un lado a otro.
—¡Qué locura la mía haber abandonado el campamento! Pero aunque los bandidos hayan encerrado a los médicos, ¿no harán algo los refugiados por salvar las reservas?
—¿Qué puede hacer esa pobre gente? ¿Qué puede hacer? No hará nada.
Era verdad, por supuesto. Era la historia de la India. Algunos de los refugiados ni se habían movido, seguían allá afuera esperando el aire fresco de segunda mano que salía del edificio, como si nada de lo que estaba ocurriendo pudiese afectarlos.
Un empleado despavorido apareció en la escalera. Los empleados estaban también encerrados en las oficinas, amenazados de muerte.
Frazer lo siguió escaleras arriba, repentinamente optimista.
—¡Echaremos la puerta abajo! ¿Cuántos hay dentro? Atacaremos a esos cerdos mientras comen.
Había diez empleados arriba. Avergonzados, confesaron por qué no intentaban salir del edificio: los bandidos tenían una bomba de napalm. Amenazaban el hospital en ese momento, pero la utilizarían contra cualquiera.
Frazer volvió a bajar y le explicó a Sushila lo de la bomba de napalm. Ella tenía la mirada perdida, y no dijo nada.
—¡Por eso se sienten seguros! ¡Sushila, tenemos que [usted tenía órdenes Frazer y nada justifica abandonar] hacer algo! No me quedaré aquí sentado, esperando que se llenen la panza!
Furioso y frustrado, entró en el cuarto donde dormía a veces. Kisari Mafatlal yacía en el catre de campaña, un empleado lo estaba atendiendo y le humedecía la frente. El rechoncho y pequeño doctor había sido brutalmente golpeado en la cara; espió a Frazer con un ojo muy hinchado. Frazer llamó a Sushila.
Moviendo apenas los labios doloridos, Mafatlal les contó cómo los bandidos se habían presentado con dos camiones en el portón, diciendo que traían provisiones desde Allahabad. El guardia, que no esperaba ninguna entrega, desconfió y llamó a Mafatlal. Mafatlal había sido bastante cauto como para telefonear al Cuartel General advirtiéndoles que si no volvía a llamar dentro de cinco minutos era porque había problemas en el cam-pamento. Luego se había encaminado valientemente al portón, había pedido que le mostraran las provisiones de Allahabad, y había sido apaleado.
—¿Cuánto hace de esto?
—Hace apenas un momento, como puede ver. Aquí me tiraron para que me muera.
—¡La policía del Cuartel General no tardará mucho!
—Tardará por lo menos una hora. Y para entonces esos cerdos habrán huido por el maidan. [usted tenía órdenes Frazer y lo considero responsable]
—¡Algo podremos hacer! Sushila, atiende a Kisari; yo voy a explorar.
Necesitaba..., no sabía qué. Abrió la puerta que daba al sótano y bajó de prisa los toscos escalones de cemento, buscando un arma. El autogenerador de aire acondicionado [tus insatisfacciones más profundas hasta de mi pecho] trabajaba allí con dificultad, chirriando [males que te aquejan hasta mi pecho semana de abril] ásperamente, como todos los días. Aparte de la máquina, el sótano estaba vacío. Miró, se dispuso a marcharse, y se detuvo en seco.
Introduciéndose un pañuelo en la boca para amortiguar las vibraciones, llevó rodando hasta la pared un barril de petróleo; lo sujetó con un ladrillo, y trepó al barril. Las voces lo atormentaban.
Quitando el primitivo ventilador de metal que expulsaba el aire viciado, pudo espiar por la rejilla el depósito [y mirar otra vez por la ventana la oscuridad del] donde los bandidos estaban comiendo. El andamio de [se acordarán los pequeños de mí una madre marchita] madera seguía en su sitio, pero las obreras se habían [no hay leche sino polvo y en mi cuenco sólo granos de] retirado. Hasta la pared nueva tenía grietas. La pared [bocas tiernas bocas tiernas mueren lentamente tiernas] que rodeaba la rejilla del ventilador y en la que Frazer se apoyaba también era un laberinto de grietas.
—Todas esas vibraciones... —musitó, temblando, casi [vibraciones abril el mes más cruel trayendo a Cristo] delirante.
Recordó de pronto, mientras observaba el funcionamiento de la máquina, que trepidaba pesadamente. Era una máquina primitiva, que llevaba la leyenda «Made in Bombay» y un número de patente y la fecha «1979» orgullosamente exhibida en el flanco. ¡Más de veinte años! Pero por supuesto, no era la vibración sino...
Miró rápidamente el circuito refrigerador, y los conductos de aire que serpeaban por los huecos de la pared. Sería posible interrumpir la circulación, y concentrar la expulsión de aire en una sola tronera... De pronto, supo lo que quería, y corrió escaleras arriba en busca de Sushila.
—Sushila, ayúdame a levantar a Kisari, para sacarle las mantas de abajo. Necesito las mantas. Luego..., ¡eso es!..., luego, quiero que me prestes tu sari...
Antes que ella pudiera estallar, le explicó el plan. A medida que él hablaba, ella le observaba la boca con suspicacia y desprecio.
Por último, se encogió de hombros y se desenrolló la tela rutilante. Agradecido, él le alcanzó una camisa limpia del baúl. Con la ayuda de Sushila, se envolvió en las mantas, y ella se las sujetó de pies a cabeza con el sari. Entonces ella le sonrió, y él le devolvió la sonrisa.
Cuando estuvo completamente embozado, volvió a bajar a tientas la escalera.
Cerró el paso de la corriente, y luego fue arrancando una por una las conexiones. Pronto el ventilador expulsaría todo el aire a través de la tronera del depósito nuevo.
Apretando los dientes, abrió una vez más la llave.
Ahora casi no oía. Pero sentía las ondas de sonido. Estaba seguro, aunque se le revolvía el estómago. Esto era infrasonido. La planta estaba emitiendo lentas vibraciones de aire a menos de diez hertz; el oído humano sólo registra encima de los dieciséis hertz. Los compresores irradiaban hacia afuera, casi todos en una misma dirección, como un primitivo rayo de la muerte. Hasta las voces callaron.
Espiando por entre las mantas, y a través de la fina seda del sari, observó ansiosamente el ventilador. Ahora oía vibraciones secundarias en la rejilla de acero, un débil gemido que subía y bajaba, casi como el silbido del monzón cuando cruza soplando las llanuras. ¿Cuánto tiempo tenía? No podía ver fuera...
De pronto oyó un rugido, curiosamente pulsátil. Sólo podía ser... Se lanzó hacia adelante y apagó la máquina mortífera. El rugido se estabilizó aclarándose y Frazer pudo identificarlo: desprendimientos de mampostería. Jadeando, se sacó el sari y las mantas de la cabeza; se sentía muy enfermo. Caminó tambaleándose hasta la pared, corrió a un lado la rejilla, y asomó la cabeza. Una enorme y turbulenta nube de polvo rojo lo cubría todo.
Llamando a voces, profiriendo gritos incoherentes, subió a duras penas las escaleras.
—¡Ayúdame a salir de este acolchado, Sushila, y vayamos afuera!
Mientras ella lo desenvolvía, Frazer pensó que aunque las mantas lo habían protegido, las ondas infrasónicas le habían alcanzado el cuerpo. Sentía los huesos fríos y quebradizos; un gemido constante parecía habérsele instalado en las circunvoluciones de los intestinos.
Con Sushila a la zaga, vestida con la camisa y un par de pantalones cortos, y tentadoramente seductora, Frazer se encaminó a la oficina del frente y se lanzó con todas sus fuerzas contra la puerta. A la tercera embestida, uno [eres sólo un corruptor, corrompes esto y aquello todo] de los paneles de madera cedió; lo sacó y saltó afuera, y ayudó a salir a Sushila.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó ella, con un tono de admiración que lo emocionó. Sushila le tomó la mano, sin dejar de mirar la enorme nube de polvo rojizo que ahora empezaba a dispersarse.
A través del polvo, pudieron ver que la pared cercana del depósito se había derrumbado, arrastrando el techo de plástico. Fuera de eso, el depósito se mantenía aproximadamente en pie, aunque había fisuras en toda la fachada. El interior no podía haber sufrido mucho daño.
—¡No soy más que un corruptor! —dijo Frazer—. Lo corrompo todo..., pero en este caso se podría agregar que la corrupción empezó hace mucho tiempo. Es por eso que siempre tuvieron problemas con la pared. Nuestro aparato de aire acondicionado irradiaba constantemente ondas infrasónicas bajas; todo lo que hice fue aumentar la potencia.
—No entiendo nada. ¿Hiciste esto con el sonido?
—Sí, con el infrasonido. Con el sonido que no es audible: lenta vibración del aire, en realidad. —Tuvo que apoyarse en el hombro de Sushila para mantener el equilibrio—. Crea una especie de movimiento pendular, que en pocos instantes puede provocar una reverberación aplastante en los objetos sólidos, o en los seres humanos. ¿No sientes cómo te vibran el corazón y el estómago?
—Me siento mal, sí. Supongo que es la emoción.
—El infrasonido, que quizá sea también un excitante emocional. Quizá las voces de mi cabeza vengan de una falla en el aparato de aire acondicionado. Desde que [el hambre alrededor cuando las fuerzas psíquicas de] llegué aquí un rayo de la muerte de baja potencia me ha estado apuntando todo el tiempo. Lo que tú dijiste: [te viste obligado a buscar consuelo en mi pecho porque] me estaba muriendo lentamente. Muriéndome lentamente, y literalmente.
—Pero, ¿ahora has apagado la máquina?
Frazer asintió.
—Tal vez ahora ya no soy tan hijo de perra.
Se miraron, cautelosos. Para disimular todo lo que sentía, Frazer dijo:
—Vamos a ver qué les pasó a los bandidos.
—¿Estarán muertos?
—Espero que no.
Llamó a voces a los guardianes de la caseta. Los bandidos que los habían estado vigilando se encontraban ahora frente al ruinoso depósito. Ni siquiera intentaron detener a Frazer cuando se acercó y abrió la puerta.
Remolinos de polvo escaparon del interior. Frazer dio un paso atrás, ahogado. Al cabo de uno o dos minutos, salieron los bandidos, enfermos y pidiendo clemencia, todos menos uno arrastrándose en cuatro patas. Frazer tenía una idea de cómo se sentían; las heridas invisibles incluirían una intensa irritación interna, como si las ondas infrasónicas hubiesen movido los distintos órganos frotándolos unos contra otros. Mañana ya se habrían repuesto. Y para ese entonces, estarían en la cárcel de Allahabad. Los médicos del hospital dominaban ya a los bandidos que tenían la bomba de napalm; la calamidad que se había abatido sobre los jefes los había acobardado.
El monzón no había estallado aún, los refuerzos policiales del Cuartel General aún no habían llegado; quizá el muy amable operador se había olvidado del destacamento y de sus problemas. Una situación muy propia de la India.
Habían curado las heridas de Mafatlal, que ahora descansaba en su cuarto. Sushila y Frazer bebían, sentados junto a él. Ella llevaba sandalias plateadas. Aunque Frazer era el héroe del momento, Mafatlal era el inválido del momento, y disfrutaba al máximo de esa circunstancia.
—Ya lo ve, Tancred, la pasión y la violencia son parte de la India. Pero aparecen y desaparecen, y lo mismo [él intuye y comprende todo lo que la gente oculta] ocurre con los seres humanos. Pero las cosas que ellas representan son permanentes, y hay que tolerarlas, con el espíritu más filosófico posible. —Los gestos de Mafatlal eran exquisitos. Se emocionaba con sus propias palabras—. Morirá la flor y la semilla y algunas flores no morirán, como dice Krishna, cuando enuncia la paradoja de la vida. Es, y estará usted de acuerdo, una situación muy hindú, desde el punto de vista de usted, quizá...
Frazer dudaba del hecho que Sushila estuviese escuchando. En ese momento, había un perfecto equilibrio entre los tres caracteres, pero no podía durar. La dinámica de la vida conspiraba inevitablemente en Sushila —aun en esta atmósfera de total estancamiento— contra cualquier forma de estabilidad. La expresión de lejanía del hermoso [qué es la belleza dijeron entonces mis sufrimientos] rostro contradecía la posible sociabilidad de la mano, que sostenía el vaso de gin.
Y él... Se preguntaba si le sería posible reencontrar aquellos felices momentos de intimidad. Nada era definitivo..., en Uttar Pradesh hasta lo definitivo parecía [te viste obligado a buscar consuelo en mi pecho porque] transitorio. En ese momento, tanto ella como Mafatlal sentían ante él algo así como una sombra de temor reverente, pues había desempeñado tan bien su papel de occidental, de corruptor; quizá el momento era propicio para probar suerte con Sushila una vez más. ¿O tendría que esperar a que volviese Young, afrontar el encuentro, y volver luego a Inglaterra y a Kathie? Haría lo que haría; lo que otros dijesen o pensaran acerca de él no tendría ningún peso, ¿no? Ahora, se limitaría a escuchar a Mafatlal, a contemplar a Sushila, a tomar otro trago.
Mañana, decidiría mañana. Vería cómo se sentía. Las [morirán la flor y la semilla y algunas flores nunca] decisiones podían postergarse. Esa también era una situación muy propia de la India. [morirán la flor y la semilla y algunas flores nunca]
Los Superjuguetes duran todo el Verano
En el jardín de la señora Swinton era siempre verano. Los delicados almendros estaban perpetuamente cubiertos de hojas. Mónica Swinton arrancó una rosa azafranada y se la mostró a David.
—¿No es preciosa? —dijo.
David levantó la cabeza y le sonrió, sin responder. De pronto, le arrebató la flor y echó a correr por el parque hasta desaparecer detrás de la casilla del perro donde el robot-guadaña esperaba agazapado, listo para cortar o barrer o rodar cuando llegase el momento. Mónica se quedó sola en el impecable sendero de grava plástica.
Había hecho todo lo posible por querer a David.
Cuando se decidió a seguir al pequeño, lo encontró en el jardín trasero, haciendo flotar la rosa en la pequeña piscina. Parecía absorto, con los pies en el agua y las sandalias puestas.
—David, querido, ¿es necesario que seas tan insoportable? Entra ahora mismo a cambiarte los zapatos y los calcetines.
El niño la siguió al interior de la casa sin protestar, la cabeza oscura bamboleándose a la altura de la cintura de Mónica. A los tres años, no mostraba ningún temor por el secador ultrasónico de la cocina. Pero antes que su madre pudiese alcanzarle un par de pantuflas, se había escabullido desapareciendo en el silencio de la casa.
Probablemente andaría buscando a Teddy.
Mónica Swinton, veintinueve años, figura grácil y ojos centelleantes, entró en la sala y se sentó cuidando cómo ponía las piernas. Empezó por sentarse y pensar; al rato sólo estaba sentada. El tiempo se le reclinaba en el hombro con la indolencia maníaca que reserva para los niños, los insanos y las esposas cuyos maridos están afuera, mejorando el mundo. Casi por reflejo, estiró el brazo y cambió la longitud de onda de las ventanas. El jardín se esfumó; en su lugar apareció, a la izquierda, el centro de la ciudad pululante de multitudes, botes neumáticos y edificios; pero no aumentó el volumen del sonido. Seguía sola. Un mundo superpoblado es el lugar ideal para estar sola.
Los directores de la Synthank estaban celebrando el lanzamiento de un nuevo producto con un almuerzo descomunal. Algunos de ellos usaban las máscaras faciales plásticas de moda en ese entonces. Todos eran elegantemente esbeltos, no obstante los suculentos manjares y las bebidas que estaban devorando. Las esposas eran elegantemente esbeltas, no obstante los suculentos manjares y las bebidas que también ellas estaban devorando. Una generación anterior y menos sofisticada los habría llamado hermosa gente, a no ser por los ojos.
Henry Swinton, Director Gerente de Synthank, se preparaba para pronunciar un discurso.
—Siento que su esposa no pueda estar con nosotros para escucharlo —le dijo un vecino de mesa.
—Mónica prefiere quedarse en casa pensando hermosos pensamientos —dijo Swinton, siempre sonriente.
—De una mujer tan hermosa como ella no se puede esperar más que pensamientos hermosos —dijo el hombre.
«Aparta tu pensamiento de mi mujer, hijo de perra», pensó Swinton, sin dejar de sonreír.
En medio de los aplausos de la concurrencia, se levantó a pronunciar el discurso. Luego de un par de bromas, comenzó:
—Hoy nuestra empresa da un paso gigantesco hacia el futuro. Hace casi diez años lanzamos al mercado mundial las primeras formas de vida sintética. Todos ustedes saben el éxito que han tenido, en especial los dinosaurios en miniatura. Pero ninguna de ellas estaba dotada de inteligencia.
»Parece paradójico que en este día y en esta época podamos crear vida pero no inteligencia. Nuestra primera línea de venta, el cruzacinta, es el que más se vende, y es el más estúpido.
Todos se rieron.
—Aunque las tres cuartas partes de nuestro mundo superpoblado pasen hambre, nosotros tenemos la suerte de poder comer más de lo necesario, gracias al control de la natalidad. Nuestro problema es la obesidad, no la desnutrición. Me imagino que no hay nadie alrededor de esta mesa que no tenga un cruzacinta trabajando en el intestino delgado, un parásito cibernético perfectamente inofensivo que permite ingerir hasta un cincuenta por ciento más de alimentos sin peligro de perder la silueta. ¿De acuerdo?
Gestos de asentimiento general.
—Nuestros dinosaurios en miniatura son casi igualmente estúpidos. Hoy lanzamos una forma de vida sintética inteligente: un servihombre de tamaño natural.
»Y no sólo tiene inteligencia, sino además una inteligencia limitada. Pensamos que un ser dotado de cerebro humano asustaría a la gente.
»Nuestro servihombre tiene en el cráneo una pequeña computadora.
»Ya hubo en el mercado autómatas con una minicomputadora como cerebro, objetos plásticos sin vida, superjuguetes, pero hemos encontrado al fin una manera de insertar circuitos cibernéticos en carne sintética.
David estaba en su cuarto, sentado junto al ventanal, luchando con papel y lápiz. Por último, dejó de escribir e hizo rodar el lápiz arriba y abajo por la inclinada tapa del pupitre.
—¡Teddy! —llamó.
Teddy estaba tendido en la cama contra la pared, debajo de un libro de imágenes móviles y un gigantesco soldado de material plástico. El registro de la voz del amo lo activó, y se sentó en la cama.
—¡Teddy, no se me ocurre qué decir!
Deslizándose fuera de la cama, el osito de felpa se acercó con movimientos rígidos y se abrazó a la pierna del niño. David lo alzó y lo sentó sobre el escritorio.
—¿Qué has dicho hasta ahora?
—He dicho... —Levantó la carta y la miró con atención—. Digo «Querida Mami, espero que estés bien ahora. Yo te quiero...»
Hubo un largo silencio, que el oso interrumpió:
—Eso suena muy bien. Ve abajo y dásela.
Otro largo silencio.
—No está del todo bien. No la entenderá.
En el interior del oso, una pequeña computadora revisó un programa de posibilidades.
—¿Por qué no la escribes otra vez con lápices de colores?
No hubo respuesta, y el oso repitió:
—¿Por qué no la escribes otra vez con lápices de colores?
David miraba absorto por la ventana.
—Teddy, ¿sabes lo que estaba pensando? ¿Cómo hace uno para distinguir las cosas reales de las que no son reales?
El oso barajó alternativas.
—Las cosas reales son buenas.
—Yo me pregunto si el tiempo es bueno. No creo que a Mami le guste mucho el tiempo. El otro día, hace muchos días, le oí decir que el tiempo no le alcanzaba. ¿Es real el tiempo, Teddy?
—Los relojes marcan el tiempo. Los relojes son reales. Mamá tiene relojes, de modo que le gustan. Lleva un reloj en la muñeca junto con el dial.
David había empezado a dibujar un avión jumbo en el dorso de la carta.
—Tú y yo somos reales, Teddy, ¿no?
Los ojos del oso se clavaron en el niño.
—Tú y yo somos reales, David.
Reconfortar era su especialidad.
Mónica se paseaba lentamente por la casa. Era casi la hora de sintonizar el correo de la tarde. Marcó en el dial de la muñeca el número de la Oficina Central de Correos, pero no se oyó nada. Unos minutos más.
Podía retomar su pintura. O llamar a sus amigas. O esperar el regreso de Henry. O subir a jugar con David...
Salió al vestíbulo y se detuvo al pie de la escalera.
—¡David!
Ninguna respuesta. Llamó de nuevo, y una tercera vez.
—¡Teddy! —llamó en un tono más áspero.
—Sí, Mami. —Al cabo de un momento, la dorada cabecita peluda de Teddy apareció en lo alto de la escalera.
—¿Está David en su cuarto, Teddy?
—David salió al jardín, Mami.
—¡Ven aquí, Teddy!
Impasible, observó la figurita peluda de patitas cortas y rechonchas que venía saltando de escalón en escalón. Cuando llegó al pie, Mónica lo levantó y lo llevó al vestíbulo. Inmóvil en los brazos de ella, el oso la miraba a la cara. Mónica alcanzaba a percibir la levísima vibración del motor de Teddy.
—Quédate ahí, Teddy. Quiero hablar contigo. —Lo puso sobre una mesa, y Teddy se quedó allí como ella se lo había ordenado, con los brazos extendidos hacia adelante, abiertos en la promesa eterna de un abrazo.
—Teddy, ¿David te pidió que me dijeras que había salido al jardín?
Los circuitos del cerebro del oso eran demasiado simples para cualquier artificio.
—Sí, Mami.
—Así que me mentiste.
—Sí, Mami.
—¡Deja de llamarme Mami! ¿Por qué me evita David? Me tiene miedo, ¿eh?
—No. Te quiere.
—¿Por qué no podemos hablar?
—David está arriba.
La respuesta la dejó perpleja. ¿Por qué perder tiempo hablando con esta máquina? ¿Por qué no subir, sencillamente, y tomar a David en brazos y hablarle, como una madre cariñosa a un hijo cariñoso? Oyó el peso del silencio sobre la casa, un silencio que pesaba de un modo diferente en cada habitación. En el descanso de arriba, algo se movía, sigiloso... David, tratando de esconderse de ella...
Ahora se acercaba al final del discurso. Los invitados estaban atentos; también lo estaba la Prensa, alineada en dos paredes de la sala de banquetes, grabando las palabras de Henry y sacándole una que otra fotografía.
—Nuestro servihombre será, en muchos sentidos, un producto de la computadora. Sin computadoras, nunca hubiéramos podido dominar las complejidades bioquímicas de la carne sintética. El servihombre será además un derivado de la computadora, pues tendrá una computadora en la cabeza, una computadora microminiaturizada capaz de afrontar casi todas las situaciones que puedan producirse en una casa. Con ciertas limitaciones, por supuesto.
Risas; muchos de los presentes conocían el acalorado debate que había dividido a los miembros del directorio antes que de decidir que el servihombre, bajo el uniforme impecable, fuese una criatura neutra.
—En medio de todos los triunfos de nuestra civilización, sí, y también en medio de todos los abrumadores problemas de la superpoblación, es triste recordar cuántos millones de personas sufren una soledad y un aislamiento crecientes. Nuestro servihombre será para ellos una bendición; siempre tendrá una respuesta, y ni la más insulsa de las conversaciones podrá aburrirlo.
»Para el futuro, estamos proyectando otros modelos, masculinos y femeninos, algunos de ellos sin las limitaciones de este primero, les doy mi palabra, de diseño más avanzado, verdaderos seres bioelectrónicos.
»No sólo tendrán sus propias computadoras, con posibles programaciones individuales: estarán además conectados con la Red de Información Mundial. Así todos podrán disfrutar del equivalente de un Einstein en sus propias casas. ¡La soledad habrá desaparecido para siempre!
Se sentó en medio de un aplauso entusiasta. Hasta el servihombre sintético, sentado a la mesa y vestido con un traje convencional, aplaudió con gusto.
Llevando a la rastra el maletín, David se escurrió subrepticiamente por el costado de la casa. Trepó al banco ornamental bajo la ventana del vestíbulo y espió con cautela hacia dentro.
La madre de David estaba de pie en medio de la habitación. Tenía el rostro en blanco, sin ninguna expresión. David la observó atemorizado y fascinado. Él no se movió; ella no se movió. El tiempo parecía haberse detenido dentro, como se había detenido en el jardín.
Al cabo, ella dio media vuelta y salió de la habitación. Poco después David golpeó en la ventana. Teddy miró alrededor, lo vio, se dejó caer de la mesa y se acercó a la ventana. Toqueteándola con las patitas torpes, al fin logró abrirla.
Se miraron.
—No sirvo para nada, Teddy. ¡Escapémonos!
—Tú eres un niño muy bueno. Tu Mami te quiere.
David meneó lentamente la cabeza.
—Si me quiere, ¿por qué no puedo hablar con ella?
—Estás haciendo el tonto, David. Mami se siente sola. Por eso te tiene a ti.
—Ella tiene a Papi. Yo no tengo a nadie excepto a ti, y me siento solo.
Teddy le dio un amistoso coscorrón en la cabeza.
—Si te sientes tan mal, lo mejor que puedes hacer es volver a ver al psiquiatra.
—Odio a ese viejo psiquiatra; me hace sentir como si yo no fuera real.
Echó a correr por el jardín. El oso saltó por la ventana y lo siguió tan rápido como se lo permitían las patitas.
Mónica Swinton entró en el cuarto de David. Llamó a su hijo una vez y luego se quedó allí, indecisa. Todo estaba en silencio.
Había lápices de colores sobre el escritorio. Obedeciendo a un impulso, Mónica se acercó al escritorio y lo abrió. Dentro había docenas de hojas de papel. Muchas de ellas escritas con lápices de colores por la insegura mano de David, cada letra de un color distinto a la ante-rior. Ninguno de los mensajes estaba terminado.
«Mi querida Mami, cómo estás realmente, me quieres tanto como...»
«Querida Mami, te quiero a ti y a Papi y brilla el sol...»
«Querida Querida Mami, teddy me esta ayudando a escribirte, te quiero a ti y a Teddy...»
«Adorada Mami, soy tu hijito único y te quiero tanto que a veces...»
«Querida Mami, tu eres de veras mi Mami y odio a Teddy...»
«Adorada Mami, adivina cuanto te...»
«Querida Mami, tu niñito soy yo, no Teddy y yo te quiero pero Teddy...»
«Querida Mami, esta es una carta para ti para decirte cuanto cuantísimo...»
Mónica dejó caer las hojas de papel y rompió a llorar. Las cartas, con sus confusas leyendas de alegres colores, revolotearon y se posaron en el suelo.
Henry Swinton tomó el expreso para volver a casa; estaba de muy buen humor y de tanto en tanto le hablaba al servihombre sintético que llevaba de regalo. El servihombre contestaba cortés y puntualmente, aunque las respuestas no eran siempre adecuadas, de acuerdo con los criterios humanos.
Los Swinton vivían en una de las manzanas más cotizadas de la ciudad, a medio kilómetro del nivel del suelo. Encerrada entre otras, la vivienda de los Swinton no tenía ventanas al exterior; a nadie le interesaba ver el superpoblado mundo de afuera. Henry abrió la puerta con el radar retiniano, y entró en la casa seguido por el servihombre.
Al instante, Henry estuvo rodeado por la grata ilusión de jardines en eterno verano. Era asombroso lo que el Todograma podía hacer para crear espejismos inmensos en espacios pequeños. Detrás de las rosas y las glicinas se levantaba la casa: la ilusión era perfecta: una mansión estilo georgiano apareció dándole la bienvenida.
—¿Qué te parece? —le preguntó al servihombre.
—Las rosas tienen parásitos a veces.
—Estas rosas están garantizadas, son perfectas.
—Es siempre aconsejable comprar mercaderías garantizadas, aunque cuesten un poco más.
—Gracias por la información —dijo Henry secamente.
Las formas de vida sintética tenían menos de diez años, los viejos autómatas androides menos de dieciséis; las fallas iban corrigiéndose año tras año.
Abrió la puerta y llamó a Mónica.
Mónica salió inmediatamente de la sala y le echó los brazos al cuello, besándolo con pasión en la mejilla y los labios. Henry estaba desconcertado.
Echó la cabeza hacia atrás para mirarle la cara, y vio que parecía irradiar luz y belleza. Hacía meses que no la veía tan excitada. Instintivamente, la abrazó con más fuerza.
—Querida, ¿qué sucede?
—Henry, Henry..., oh, amor mío, estaba desesperada... Pero sintonicé el correo de la tarde y..., ¡nunca lo creerás! ¡Oh, es maravilloso!
—Por amor del cielo, mujer, ¿qué es maravilloso?
Vio por el rabillo del ojo el membrete de la fotostática que ella tenía en la mano, recién salida del receptor mural y todavía húmeda: Ministerio de Población. Sintió que los colores se le quitaban de la cara, sorprendido y esperanzado.
—Mónica..., oh... ¡No me digas que salió nuestro número!
—Sí, amor mío, sí, ¡esta semana hemos ganado la lotería de paternidad! ¡Podemos concebir ahora mismo una criatura!
Henry soltó un grito de alegría. Bailaron alrededor del cuarto. La presión demográfica era tan abrumadora que la reproducción estaba estrictamente controlada. Para tener hijos se necesitaba un permiso del gobierno. Hacía cuatro años que esperaban este momento. Gritaban de alegría, con sonidos incoherentes.
Al fin se tranquilizaron, jadeantes, y se quedaron en el centro del cuarto riéndose cada uno de la felicidad del otro. Al bajar del cuarto de David, Mónica había quitado la opacidad de las ventanas, que ahora mostraban la vista del jardín. La luz del sol artificial se alargaba y doraba sobre el césped, y David y Teddy estaban mirándolos por la ventana.
Al verlos, Henry y su mujer se pusieron serios.
—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó Henry.
—Teddy no es problema. Funciona bien.
—¿David funciona mal?
—Hay dificultades aun en el centro de comunicación verbal. Creo que va a tener que volver a fábrica.
—Está bien. Veremos cómo se conduce antes que nazca el bebé. Lo cual me recuerda..., tengo una sorpresa para ti; ¡ayuda en el momento necesario! Acompáñame al vestíbulo y mira lo que he traído.
Cuando los dos adultos desaparecieron de la habitación, el niño y el oso se sentaron bajo las rosas artificiales.
—Teddy..., supongo que Mami y Papi son reales, ¿no?
—Haces unas preguntas tan tontas, David —dijo Teddy—. Nadie sabe realmente lo que quiere decir «real». Entremos.
—¡Primero me llevaré otra rosa!
Arrancó una brillante flor rosada y se la llevó a la casa. Podría ponerla sobre la almohada cuando se fuese a dormir. La belleza y la tersura de la rosa le recordaban a Mami.
Un Embaucador de Aldea
El gran tren diesel arrancó de la estación Naipur, y se alejó majestuosamente hacia el sur. Jane Pentecouth tuvo una última visión del convoy por sobre las movedizas cabezas de la multitud mientras seguía la camilla hasta la sala de espera de la estación.
Se abrió paso entre la excitada muchedumbre logrando llegar junto a su padre y reunirse con el formidable doctor Chandhari, quien se había hecho cargo de la situación.
—Mi auto llegará dentro de pocos minutos, señorita Pentecouth —dijo, dispersando con un ademán a la gente que se inclinaba sobre la camilla y tocaba con curiosidad al enfermo—. Nos llevará en un soplo hasta mi casa, a poco más de un kilómetro. Fue una suerte que por casualidad yo viajara en el mismo expreso que ustedes.
—Pero mi padre...
—No me agradezca, mi estimada señorita, no me agradezca. El placer es mío, y su padre está en buenas manos. Haré todo lo que pueda por él.
Jane no había tenido intención de darle las gracias a este hindú radiante y aterrador. Se estremeció, al borde de una protesta histérica. Hacía muchos años que no se sentía tan impotente. Como si no hubiera tenido bastante con el terrible ataque sufrido por su padre en el tren, un gentío espantoso se había arremolinado alrededor, todos ofreciendo consejos. Entonces había aparecido el doctor Chandhari, quien tomó el asunto en sus manos, y ordenó al conductor que detuviera el tren en Naipur, esta estación insignificante situada al parecer en medio de la nada, con el pretexto que él vivía en las inmediaciones. Incapaz de resistirse, Jane se había dejado llevar por aquel torbellino de obsequiosidad y elocuencia.
Sin embargo, creía que el doctor Chandhari le había salvado la vida a su padre. Robert Pentecouth respiraba ahora casi normalmente. Jane apenas lo reconoció cuando le tomó la mano; estaba en coma. Pero por lo menos seguía con vida y, en el expreso, viéndolo luchar entre estertores contra la trombosis coronaria, había pensado que se moría.
La multitud se precipitó a la sala de espera, disputándose la camilla. La atmósfera de la sala era opresiva; el ventilador del cielo raso sólo hacía circular el calor. Viendo que la avalancha de hombres no se interrumpía, Jane se puso de pie y dijo en voz alta:
—¡Por favor, retírense todos, excepto el doctor Chandhari y su secretario!
El doctor se sintió muy halagado con esta intervención, interpretándola como que ella lo aceptaba. Ordenó a su secretario que tratase de despejar el recinto, o que por lo menos impidiese la entrada de la multitud que seguía acudiendo en tropel. Obsequiando a Jane con una sonrisa aún más perfecta, le dijo:
—Mi joven inteligente hija Amma está afortunadamente en casa en este mismo momento, mi querida señorita Pentecouth, así que tendrá usted buena compañía mientras se recupera con nosotros.
Jane le devolvió la sonrisa, pensando para sí misma que mañana mismo, cuando su padre hubiese descansado, volverían a Calcuta y a la atención médica adecuada. Sobre ese punto, estaba decidida.
No obstante, la residencia de Chandhari la impresionó.
Era un feo edificio modernista, todo cemento resquebrajado por fuera, adquirido a una estrella de cine que se había suicidado, le dijo Amma alegremente. Todas las habitaciones, incluso el garaje bajo la casa, tenían aire acondicionado. Había una piscina en forma de cora-zón en el fondo, aunque vacía y con las paredes agrietadas. Altos muros blancos custodiaban la finca. Desde su alcoba, Jane veía por encima de la tapia un camino polvoriento flanqueado de palmeras y la pintoresca miseria de una docena de chozas; criaturas desnudas junto a las puertas y jaurías de perros olfateando y gruñendo entre los montones de basura.
—Qué contraste hay aquí entre ricos y pobres —dijo Jane, contemplando la escena.
Era la mañana siguiente.
—¡Qué observación tan europea! —dijo Amma—. Los pobres suponen que el doctor debe tener un nivel de vida adecuado, de lo contrario no goza de buena reputación.
Amma no tenía más que veinte años, quizá la mitad de la edad de Jane. Una joven atractiva, de modales delicados; Jane se sentía torpe junto a ella. Como Amma misma le explicara, era moderna y culta, y no pensaba casarse hasta que fuese mayor.
—¿Qué haces todo el día, Amma? —le preguntó Jane.
—Soy funcionaría del gobierno, por supuesto, pero ahora estoy de vacaciones. Me aburro bastante aquí, aunque de todos modos es un cambio. Me marcho la semana próxima. ¿Qué haces tú todo el día, Jane?
—Mi padre es uno de los directores del nuevo Fondo PBNE. Yo cuido de él. Ahora está haciendo una breve recorrida por la India, Pakistán y Ceilán, estudiando la forma en que se administrará el Fondo. Temo que el calor y el movimiento hayan sido un esfuerzo excesivo para él. Hacía varios días que respiraba mal.
—Es viejo. Tendrían que haber enviado un hombre más joven. —Al ver la expresión de la cara de Jane, agregó—: ¡No te ofendas, por favor! Lo que quiero decir es que no es justo que envíen un hombre de su edad a nuestro clima tropical. ¿Qué es ese fondo del que hablas?
—El Fondo Europeo de Productos Brutos Nacionales. Once grandes naciones europeas contribuyen con el uno por ciento del producto bruto nacional como ayuda para el desarrollo de esta parte del mundo.
—Ya veo. Más ayuda para la pobre India superpoblada, ¿no es eso? —Las dos mujeres se miraron. Por último, Amma dijo—: Te llevaré conmigo esta tarde, y así verás la clase de gente a la que va a parar ese dinero vuestro, si es que alcanzan a vivir el tiempo suficiente.
—Esta tarde me llevaré a mi padre de vuelta a Calcuta.
—Sabes que mi padre no lo permitirá, y él es el médico. Tu padre se morirá si te atreves a moverlo. Tienes que quedarte y disfrutar de nuestra humilde hospitalidad y tratar de no aburrirte demasiado.
—¡Gracias, no estoy aburrida! —La vida que llevaba la había convertido en una experta en el arte de no aburrirse. Más aún que haber perdido el dominio de la situación, la irritaba sentirse incapaz de comprender la actitud de esta gente. Con tanta afabilidad como pudo, le dijo a la joven—: Si el doctor Chandhari aconseja no mover a mi padre, te acompañaré esta tarde con mucho gusto.
A las dos, después del ligero refrigerio del mediodía, Jane estaba lista para salir. Pero Amma y el auto no estuvieron listos hasta casi las cinco, cuando el sol descendía hacia el oeste.
Robert Pentecouth, inmenso en una pequeña cama blanca, respiraba pesadamente. Ahora era de nuevo él mismo; parecía más joven. Jane no lo quería; pero haría cualquier cosa porque siguiera viviendo. Ese fue el veredicto a que llegó mientras lo miraba. Años atrás, Robert Pentecouth había disfrutado de la vida con avidez.
Algo en la habitación tenía un olor desagradable. Tal vez fuese su padre. Acurrucada junto al lecho había una mujer vieja vestida con un sari de colores apagados, castaños y rojos, arrugada de cara, con una gema que parecía una costra seca incrustada en la aleta de la nariz. No hablaba inglés. Jane se sentía incómoda con ella; no estaba segura del hecho que la vieja no fuese la mujer del doctor Chandhari. Se oían cosas tan raras acerca de las esposas hindúes.
El cielo raso era un laberinto de fisuras. Sería lo primero que su padre vería cuando abriese los ojos. Jane le tocó la frente y salió de la habitación.
Amma manejaba. El gran automóvil nuevo avanzaba con dificultad por el accidentado camino. Pronto llegaron a Naipur. Las casas barrocas y decadentes de la calle principal trepaban por la loma y no tardaban en convertirse en míseras cabañas. La luz del sol zumbaba. Al llegar a la cresta de la loma, la aldea, ya sin aliento, moría al pie de un enorme baniano. A la sombra del árbol había un viejo, sentado en una bicicleta.
Más allá, la tierra cauterizada, una rugosa llanura costera, devastada por la larga y agotadora ocupación del hombre.
—Sólo quince kilómetros —dijo Amma—. Un poco más adelante se pone más bonito. No queda lejos del océano, sabes. Vamos a visitar a una vieja nodriza mía que está enferma.
—¿Hay peste por estos lados?
—Orissa se ha salvado hasta ahora. Unos pocos casos allá, en Cuttack. Y naturalmente en Calcuta. Calcuta es la cuna de la peste. Pero nosotros no corremos peligro. Mi nodriza sólo se está muriendo de desnutrición.
Jane no dijo nada.
Tenían que avanzar lentamente pues el camino era cada vez más escabroso. Todo tenía ahora un ritmo más lento. La gente se alineaba a la orilla del trajinado camino, silenciosamente envuelta por la nube de polvo que levantaba el auto. Un camión destartalado se acercó con lentitud, y pasó con lentitud. Bajo el sol abrasador, hasta el tiempo tenía una herida.
Entre lomas, simples ondulaciones del terreno, cruzaron un puente sobre un río moribundo, y Amma se detuvo a la sombra de unos cedros. Cuando las mujeres se bajaban del auto, un mendigo sentado al pie de un árbol les pidió limosna a gritos, pero Amma no le prestó atención. Con ademanes corteses invitó a Jane a seguirla.
—Caminemos por la sombra hasta la casa de mi vieja nodriza. Quizá sea mejor que no entres conmigo, pero no tardaré mucho. Mientras tanto puedes recorrer la aldea. Hay un templo interesante.
Unos pocos metros más allá, Amma, gesticulando y sonriendo, se separó de Jane, e inclinando la cabeza entró en una casita de paredes de barro.
Era una aldea larga e incolora, regida por el sol. Ni bien desapareció Amma, Jane sintió hasta qué punto era ajena a ese mundo.
Un grupo de niños de ojos grandes la seguía. Cuchicheaban entre ellos, pero no se atrevían a acercársele. Un campesino que pasaba con una vaca esquelética llamó a los niños. Jane caminaba lentamente, espantándose las moscas de la cara.
Sabía que esta era una de las regiones más favorecidas de la India. No obstante, la pobreza —la pobreza de la edad de piedra— era abrumadora. Se alegró porque su padre no estuviese con ella en ese momento, pues esta tierra daba la impresión que absorbería el dinero del Fondo con tanta facilidad, tan sin dejar rastros, como absorbía las lluvias de los monzones.
Mientras caminaba bajo los árboles, vio un grupo de monos sentados o merodeando por los alrededores de un caserío un poco más distante, y se acercó a observarlos. Las cabañas, solitarias, estaban rodeadas por proyectos de huertos. Un perro olisqueaba los montones de basura, sin perder de vista a los monos.
Había piedras colocadas debajo del gran árbol donde se paseaban los monos. Algunas estaban pintadas o manchadas, y las ramas del árbol habían sido pintadas de blanco. Había ofrendas de flores en una diminuta hornacina adosada al tronco principal; una guirnalda se marchitaba colgada de una rama baja sobre la cabeza de una mona. La mona, vio Jane, amamantaba con pechos consumidos a su cría.
Un hombre salió de atrás del árbol y se acercó a Jane.
—Señora, ¿quiere comprar algo? —dijo saludándola.
Jane lo miró. Tenía algo repulsivo en un ojo, que atraía a las moscas. Sin embargo era un hombre bien plantado, delgado, claro está, pero no tan viejo como le había parecido al principio. Llevaba la cabeza afeitada, y sólo vestía un dhoti blanco. No parecía tener nada para vender.
—No, gracias —dijo Jane.
El hombre se le acercó un poco más.
—Señora, ¿usted señora inglesa? Usted compra pequeño recuerdo, cosa muy bonita de valor para llevar con usted a Inglaterra. Mire, yo muestro..., usted favor esperar aquí un minuto.
Dio media vuelta y se metió en la más deteriorada de las chozas. Jane miró alrededor, preguntándose si debía esperar. Al cabo de un momento, el hombre volvió a salir a la luz del sol, llevando un jarrón. Los niños los rodearon y miraron en silencio; sólo los monos estaban inquietos.
—Este es un muy precioso vaso hindú, señora, comprado en Jamshedpur, muy fino trabajo a mano. ¡Mire hermoso trabajo artístico, señora!
Jane titubeó antes de tomar en las manos el ordinario jarrón de bronce. El hombre se dio vuelta, llamó a gritos a alguien en la choza, y luego redobló sus argumentos de venta. Había trabajado en una fábrica de calzado en Jamshedpur, le explicó, pero la fábrica se había quemado y no pudo encontrar otro empleo. Había traído aquí a la mujer y los hijos, para vivir con un hermano.
—Lo lamento pero no tengo interés en comprar el jarrón —dijo Jane.
—¡Señora, por favor, usted da sólo diez rupias! ¡Sólo diez rupias!
De pronto calló. Una mujer acababa de salir de la cabaña y se detuvo junto a él, inmóvil. Llevaba un niño en brazos.
El niño miraba a Jane solemnemente con inmensos ojos oscuros. Estaba desnudo, salvo un trapo, y encima se combaba el vientre voluminoso. Tenía el cuerpo, y en especial la cara y el cráneo, cubiertos de pústulas rezumantes. Le habían embadurnado la cabeza con ceniza. El pequeño no se movía ni lloraba; qué edad tendría, Jane no pudo adivinarlo.
El padre había callado un momento. Ahora dijo:
—¡Mi hijo se va a morir, señora, mire, vea! Usted me da diez rupias.
Ahora Jane rechazaba el jarrón que el hombre insistía en ponerle en las manos. Dentro de la cabaña, otros niños se movían en las sombras. El niño enfermo miraba a lo lejos con una expresión de profunda sabiduría y belleza —o así lo interpretaba Jane— como si comprendiese y perdonase todas las cosas. Pero el silencio del pequeño la asustaba, eso y la inmovilidad de la madre. Dio un paso atrás, sintiendo un escalofrío.
—¡No, no, no quiero el jarrón! Tengo que irme...
Mascullando disculpas, dio media vuelta y de prisa, casi corriendo, regresó al auto. Oyó que el hombre la llamaba.
Jane subió al coche. El hombre se acercó y se quedó allí de pie, sin tocar el auto, discurriendo, explicándose, ofreciendo el jarrón por sólo ocho rupias, hablando, hablando. Siete rupias y media. Jane escondió la cara.
Cuando Amma salió, el hombre se hizo atrás, murmurando sumisamente. Amma le respondió con sequedad. El hombre dio media vuelta, abrazado al jarrón; los niños miraban. Amma se sentó al volante y encendió el motor.
—Quería venderme algo. Un jarrón. Lo único que tenía para vender, supongo —dijo Jane—. No estuvo grosero. —Sintió el cambio silencioso que acababa de producirse en la relación con Amma; ya no podía refugiarse en una supuesta superioridad, pues virtualmente acababa de ser rescatada. Al cabo de un momento, preguntó—: ¿Qué le pasaba al niño? ¿Te lo dijo?
—Es un hombre de las clases marcadas. El niño se está muriendo de viruela. Siempre hay viruela en las aldeas.
—Yo creí que era la peste...
—Ya te dije que la peste no llegó a Orissa todavía.
El viaje de regreso fue silencioso, mudo en la tierra castigada. Ahora la gente que volvía lentamente a sus casas proyectaba largas sombras Un criado las esperaba a la entrada de la mansión de Chandhari, listo para abrirles la puerta, y una muchacha de la servidumbre rondaba por allí; corrió junto al auto, hablándole a Amma, alborotada.
Amma se volvió a Jane y dijo:
—Jane, lamento decirte que tu padre acaba de sufrir otro ataque cardíaco.
El ataque ya había pasado. Robert Pentecouth yacía inconsciente en la cama, respirando roncamente. De pie junto a él el doctor Chandhari lo observaba mientras sorbía un jugo de lima helado. Cuando Jane se acercó a la cama, la saludó afectuosamente con un movimiento de cabeza.
—Naturalmente, le he administrado un anticoagulante, pero su padre está muy enfermo, señorita Pentecouth —dijo—. Hay un grave infarto cardíaco, junto con un debilitamiento de la válvula mitral, a la entrada del ventrículo izquierdo. Esto ha provocado una congestión pulmonar, y los consiguientes trastornos respiratorios, muy acentuados por la atmósfera tropical del subcontinente indio. He hecho por él todo lo que me fue posible.
—Tengo que llevarlo a casa, doctor.
Chandhari meneó la cabeza.
—El viaje aéreo será un esfuerzo excesivo para él. Le digo francamente, no creo ni por un instante que llegue con vida.
—¿Qué puedo hacer, doctor? ¡Estoy tan asustada!
—El corazón de su padre está muy dañado y deteriorado, mi querida señorita. Necesita un corazón nuevo, de lo contrario poco tiempo le queda.
Jane se sentó en la silla junto a la cama y dijo:
—Estamos en manos de usted.
El doctor se sintió encantado.
—No hay manos más seguras, querida señorita Pentecouth. —Miró a ambos con una extraña mezcla de respeto y temor mientras decía—: Permítame que le trace un pequeño plan de campaña. Mañana pondremos a su padre en el expreso a Calcuta. Puedo telefonear a la estación de Naipur para que lo hagan parar allí. ¡No se asuste! ¡Yo la acompañaré en el expreso! En el Hospital de Clínicas Radakhrishna de Howrah, en Calcuta, está ese hombre excelente, K. V. Menon, oriundo de Trivandrum, lo mismo que mi familia, un hombre muy civilizado e inteligente de la casta Nair. K. V. Menon. Un nombre famoso; él hará la operación.
—¿Operación, doctor?
—¡Seguro, seguro! Él le dará un corazón nuevo. K. V. Menon llevó a cabo con éxito muchos muchísimos transplantes de corazón. La operación es tan común en Calcuta como en California. ¡No se preocupe! Y yo personalmente estaré todo el tiempo junto a usted. Tal vez venga Amma también, porque ya veo que son buenas amigas. ¡Bueno, bueno, no se preocupe!
Llevado por el entusiasmo, le tomó el brazo y la hizo levantarse. Jane se quedó allí, firme pero indecisa, la mirada fija en Chandhari.
—Venga —le dijo el médico—. ¡Haremos todos los arreglos por teléfono! Provocaremos toda una conmoción en la aldea, ¿eh? Su padre está bien aquí con la vieja enfermera que lo cuida. Dentro de pocos días despertará con un corazón nuevo, sano otra vez.
Jane envió un telegrama explicando la situación a la sede central del Fondo en Delhi (la ciudad elegida por las autoridades quizá como resabio de viejas ínfulas colonialistas). Luego se retiró a segundo plano, mientras la conmoción se extendía.
Primero se extendió por la casa. Vivían en ella más personas de las que Jane había imaginado. Conoció a la esposa del médico, una mujer elegante que vestía un sari, hablaba inglés correctamente, y que al parecer ocupaba un ala independiente de la casa, junto con parte de la servidumbre que ahora iba de un lado a otro, excitada por la novedad. Se despachaban mensajeros al mercado para compras de último momento.
La conmoción se extendió con celeridad más allá de los muros de la casa. La gente acudía a interesarse por la salud del sahib blanco, esperando enterarse por sí mismas de lo peor. El representante del periódico local hizo una visita. Se presentó otro médico, y el doctor Chandhari lo llevó, no sin orgullo, a inspeccionar al paciente.
La conmoción creció todavía más, si era posible, después de la caída del sol.
Jane fue a sentarse junto a su padre, que seguía inconsciente. En una ocasión llegó a decir algo; era evidente que creía estar de regreso en Inglaterra, y aunque Jane le contestó, no dio señales de haberla oído. Amma entró a desearle las buenas noches antes de retirarse a dormir.
—Partiremos mañana a la mañana temprano —le dijo Jane—. Mi padre y yo no les hemos traído otra cosa que problemas. No es necesario que vayas a Calcuta con nosotros. Te pido que no te molestes.
—Claro que no. Yo iré solamente hasta la estación de Naipur. Me alegro si hemos podido ser de alguna ayuda. Y con un corazón nuevo, tu padre estará sano y fuerte otra vez. Menon es un gran experto en transplantes de corazón.
—Sí. He oído mencionar el nombre, creo. No me dijiste, Amma, cómo encontraste a tu vieja nodriza esta tarde.
—No me lo preguntaste. Por desgracia, había muerto la noche anterior.
—¡Oh! ¡Lo siento tanto!
—Sí, es duro para la familia. Tienen tantas deudas.
Se marchó; poco después también Jane se retiró a sus habitaciones. Pero no pudo dormirse. Al cabo de una o dos horas, se vistió de nuevo y bajó, obsesionada por la imagen del vaso de jugo de lima helado que le había visto beber al doctor. Oyó a la gente invisible que iba y venía por habitaciones en que nunca había entrado. También en el jardín se movían unas vacilantes lenguas de luz. Un transplante de corazón era todavía un acontecimiento insólito en Naipur, como lo fuera alguna vez en Europa y Norteamérica; quizá aquí tocara raíces de superstición más profundas que en otros continentes.
Cuando llegó un criado, Jane le pidió lo que quería. Luego de una larga demora, apareció con el vaso en una bandeja, sujetándolo con la mano para que no resbalase, y lo llevó a la galería. Jane se sentó en un sillón de mimbre y empezó a beberlo a pequeños sorbos. Una cara apareció en el jardín, una mano se elevó hacia ella en actitud suplicante.
—¡Por favor! ¡Señorita Señora!
Sobresaltada, reconoció al padre del niño moribundo con quien había hablado la tarde anterior.
A la mañana siguiente, uno de los criados del doctor la despertó. Embotada, falta de sueño, se vistió y bajó a tomar té. No encontraba nada que decir; su cerebro no había despertado aún. Amma y el doctor Chandhari hablaban entre ellos constantemente, en inglés.
Afuera esperaba el gran automóvil de la familia. Pentecouth fue instalado en él con mucho cuidado, y el equipaje apilado alrededor. Apenas había amanecido; cuando Jane, Amma y Chandhari subieron al auto y emprendieron la marcha, ya había figuras fantasmales en actividad. En alguna que otra casa chisporroteaba ya un pequeño fuego. Un tractor tronaba rumbo a los campos. A los lados del camino la gente, adormecida aún, se detenía para dejar pasar el coche. El aire era frío; pero en el cielo del levante ya flameaban violentamente las banderas de la canícula diurna.
Estaban casi por llegar a la estación cuando Jane le habló a Amma:
—El padre del niño que se estaba muriendo de viruela caminó desde la aldea hasta la casa para hablar conmigo. Me dijo que había venido no bien se enteró de la enfermedad de mi padre.
—Los criados no tenían que haberle permitido entrar. Así es como se propagan las enfermedades —dijo Amma.
—Anoche tenía otra cosa para venderme. No un jarrón de bronce. ¡Quería venderme su corazón!
Amma se rió.
—¡El jarrón hubiera sido mejor negocio, Jane!
—¿Cómo puedes reírte? Estaba tan desesperado por ayudar a su mujer y a su familia. Pedía cincuenta rupias. ¡Iría a llevarle el dinero a su mujer y vendría con nosotros al hospital de Calcuta para que le sacaran el corazón!
Tapándose cortésmente la boca con la mano, Amma volvió a reír.
—¿Qué tiene de gracioso? —preguntó Jane, exasperada—. Hablaba en serio. ¡Todo era tan negro para él que su vida no valía más de cincuenta rupias!
—¡Pero su vida no vale ni eso, de lejos! —dijo Amma—. No es más que un embaucador de aldea. Y de todos modos, el dinero no curaría al niño. El tipo de viruela que hay aquí es generalmente fatal, ¿no es así, papá?
El doctor Chandhari estaba sentado con una mano apoyada en la frente de Pentecouth.
—La idea de ese hombre, por supuesto —dijo—, no es científica. Pertenece a una de las clases marcadas, es un Intocable, como decíamos antes. Nunca comió lo suficiente y debe tener un corazón débil. No sería un corazón apropiado para el cuerpo de su padre, para que la sangre circule bien. —Con un gesto orgulloso, golpeó el pecho de Robert Pentecouth—. Éste es el cuerpo de un hombre bien alimentado. En Calcuta le conseguiremos un corazón grande, sano y eficiente.
Llegaron a la estación de ferrocarril. El sol, ya sobre el horizonte, ascendía con rapidez. Los rayos de oro se volcaban entre las ramas de los árboles que circundaban la estación y sobre los rostros de la gente que acudía a presenciar el acontecimiento: la detención del imponente expreso Madrás-Calcuta, para embarcar en él a un hombre blanco que necesitaba un transplante de corazón.
Jane miraba furtivamente a la multitud, tratando de ver si el hombre se encontraba allí. Pero, por supuesto, a esa hora tenía que estar en su casa de la aldea.
Observando la mirada de Jane, Amma le dijo:
—Jane, no le habrás dado dinero a ese hombre, ¿no?
Jane bajó los ojos, para no traicionarse.
—Te hubiese robado —insistió Amma—. El corazón no habría servido para nada. Esta gente nunca está libre de lombrices, sabes, en el corazón y en el estómago. Si lo que querías era un recuerdo de Naipur, tendrías que haber comprado ese jarrón..., no un corazón, ¡cielo santo!
El tren estaba entrando. La multitud se agitaba. Jane tomó la mano de Amma.
—No digas nada más. Me acordaré siempre de Naipur.
Y mientras el gran tren reluciente gruñía y se detenía en la estación, ella se movió ocupándose de la camilla de su padre.
Cayendo en la Escalada
A solas en la casa, no sintiéndome demasiado bien, dejé encendida la televisión para que me hiciera compañía. El volumen estaba bajo. Tres hombres vociferaban de un modo casi inaudible acerca del papel que desempeñaron los chinos en la guerra de Vietnam. Bajando la cabeza, me concentré en el manuscrito de mi tía Laura.
Había cambiado de peinado en estos días. Le sentaba muy bien; tenía setenta y tres años, mi tía, y nadie hubiera intentado darle menos; pero también podía decirse que era una mujer sin edad. Ahora había escrito su primer libro. «Una especie de autobiografía», me dijo cuando me pasó el fardo. Una terrible aprensión me dominó de pronto. Tuve que apoyar la cabeza en la mano. Se avecinaba otro ataque al corazón.
En la pantalla, unas figuras trepaban por una ladera. Todo muy confuso. O yo estaba quedándome ciego o era un noticiero chino caído en manos enemigas. Retahílas de animales; no se los veía bien, película ligeramente sobre-expuesta. Podían ser renos en la nieve, borricos en la arena. Ahora los oía, golpeando, golpeando, muy fríos.
¿Un helicóptero se estrellaba contra el suelo? El manuscrito se acercaba cada vez más, y mis piernas, mis labios, y los ruidos que yo hacía.
Había un barco encallado en el hielo. Nadie hubiera sospechado que allí corría un río. La nieve se acumulaba sobre pilas de hielo. Alrededor, la tierra era llana. Se oía música, y los sonidos distorsionados de una radio, balalaicas y acordeones. La música venía de una cabaña de madera. Por las ventanas empañadas veían el barco, hundido en la luz decaída. Algo avanzaba por la carretera, limpiando la carga de hielo cotidiana, feo de forma y movimientos. En la habitación de la música desagradable había cuatro personas; dos de ellas eran muchachas todavía adolescentes, de caras inexpresivas y miradas penetrantes; estudiaban en la universidad. Las otras dos, los padres de las jóvenes, comían una ensalada, dos tenedores, un solo plato. Tanto el hombre como la mujer habían estado en un campo de concentración cercano, en tiempos de Stalin. Ahora el campo había desaparecido. Trasladado a algún sitio, por otras razones.
El barco había salido del hielo, navegando en un mar de niebla. Ya no era una nave de paseo sino una nave de estudio. Los tripulantes cantaban. Cantaban que surcaban un lago tan extenso como Australia.
—No son hombres. ¡Son caballos! —Mi tía.
—Hay caballos a bordo.
—En verdad yo no veo ningún hombre.
—Qué caballos más raros.
—Entonces, ¿viste un lobo?
—Más bien parecen ponies, quiero decir. Peludos. Pequeños y peludos. ¿Está cargado ese revólver?
—Naturalmente. Son ponies selváticos..., quiero decir, no ponies sino renos. «La maldición del diablo», los llaman.
—¡Es esta maldita luz! Parecen renos. Pero deben ser hombres.
—¿Alguna vez los miraste a los ojos? Son los animales más aterradores.
Otra vez mi padre hablaba conmigo, hablaba por teléfono. Había pasado tanto tiempo. Me había olvidado de cuánto lo quería, cuánto lo extrañaba. Recordaba en cambio haber ido con mis dos hermanos al entierro de mi padre; pero tenía que ser el entierro de algún otro, el padre de algún otro. Tanta gente, tanta buena gente se moría.
Derramé mis sonrisas en el teléfono, el corazón rebosante, aliviado. Se había embarcado en una de aquellas maravillosas historias. Yo devoraba todo lo que él decía.
—Ese asunto del entierro no fue más que una broma, una estafa. Sabes, Bruce, cobré dos mil libras por eso. No, ¡miento! ¡Dos y media! Asunto fácil, en realidad, comparado con algunos de los enredos en que anduve metido. ¿Te conté alguna vez cómo Ginger Robbins y yo nos dimos de baja en Singapur al final de la guerra, en 1945? Compramos un furgón fúnebre a un par de comerciantes chinos; una pareja de gorditos muy simpáticos llamados Pi, ¡qué nombre maravilloso! Ginger y yo habíamos conservado los uniformes, así que nos metimos en un campamento de tránsito y organizamos un destacamento, reclutas recién cosechados, todos haciéndonos la venia como locos..., te hubieras reído. Les hicimos cargar en un cinco toneladas un gran motor de lancha de desembarco, y salimos muy orondos del campamento sin que nos hicieran una sola pregunta, y..., ¡zas!, derecho a los muelles y a nuestro viejo bote. Hacía un calor de todos los demonios, y hubieras visto a los soldaditos sudando la gota gorda mientras descargaban el motor y lo llevaban a pulso...
—Mierda, Pa, todo lo que me cuentas es muy gracioso y etcétera etcétera —le dije—, pero sabes, tengo trabajo. No vayas a pensar que no me divierten tus reminiscencias, pero por desgracia tengo que trabajar, ¿te das cuenta? ¿Sí?
Corté.
Me tomé la cabeza con las manos y..., no, no conseguí llorar. Me tomé la cabeza con las manos y sólo me pregunté por qué había hecho lo que había hecho. La actividad del subconsciente, por supuesto. Imaginé un cuento acerca de una raza de hombres que sólo tenía subconciencia. La conciencia les había sido extirpada sin dolor, quirúrgicamente.
Sin la carga de la conciencia, se movían con mayor rapidez, exhibiendo sonrisas lunáticas o lunáticos ceños. Inmediatamente después de la operación, con las cicatrices todavía frescas, habían resucitado la Segunda Guerra Mundial, algunos representando el papel de nazis o japoneses o guerrilleros yugoslavos o pilotos de cazas británicos con botas encarrujadas. Muchos hasta elegían ser italianos, y el papel de Mussolini era tan codiciado que en un cierto momento había una docena de Duces pavoneándose por ahí, acompañando a las manadas de Hitlers.
Algunos de estos Hitlers se ofrecían luego como voluntarios para volar con los Kamakazes.
Muchas mujeres se prestaban voluntariamente a ser violadas por la Wehrmacht, y una vez cumplidos los requerimientos, se ponían insoportables. Cuando se inauguraba un campo de concentración se llenaba en seguida; la gente tiene vocación por el dolor. La historia de la guerra fue un tanto corregida. Entraron en ella Passchendale y el Somme; un tal presidente Johnson comandaba las tropas británicas.
La guerra fue languideciendo con ventajas para Alemania. Quedaban pocos con vida. Se elegían a sí mismos como ciudadanos de segunda clase, la mayoría se convertía en judíos negros o vietnamitas. Los adultos se flagelaban unos a otros. Esta buena gente votaba al fin por unanimidad que se les extirpase el subconsciente, dejándoles tan sólo el ego.
Yo estaba en el suelo. Mi estudio. El nombre del suelo de vinilo era..., le habían puesto un nombre a ese diseño de taruguitos de madera, bastante abominable. Lo tenía en la punta de la lengua. Cuando me senté, me di cuenta de lo frío que yo estaba, frío y tembloroso; no coordinaba bien mis movimientos.
Mi cuerpo era bastante destructivo para la sociedad, como diría la Cúpula Clerical. Lo había usado para todo tipo de cosas; nadie sabía dónde había estado. Lo había usado en una guerra injusta. Festival. Se llamaba Festival. Nombre terrible, con seguridad dificultaba las ventas.
No pude levantarme. Me arrastré por el suelo hasta el armario de las bebidas en la habitación contigua. Visión borrosa. Al alzar los ojos vi el manuscrito de mi vieja tía sobre la mesa. Una hoja se había volado para posarse sobre Festival. Me arrastré hasta el comedor, pasé por la puerta, y el batiente me golpeó. Ni la mente ni el cuerpo eran ya el proyectil de precisión balística que fueran en otro tiempo.
La botella. La abrí antes de ver que era Martini Dulce y la dejé caer. La alfombra la absorbió; sin duda también la alfombra tenía nombre. Cansado, apoyé la cabeza en el suelo mojado.
—Si ahora me muero, nunca podré leer la vida de la tía Laura...
La cabeza en la alfombra, el trasero en el aire, alargué la mano y tomé la botella de whisky. ¿Por qué me costaba tanto trabajo alcanzar la botella? Al fin bebí. Me sentí muy muy enfermo.
Era Siberia otra vez, los temibles renos que surcaban eternamente los brumosos lagos de hielo. Mascaban cosas, piel y madera y hueso, y la saliva se congelaba en carámbanos que les colgaban de las quijadas. Ruido terrible, como golpes del corazón.
Me reía de mí. ¿A quién se le ocurre morirse soñando con renos..., a quién sino a los lapones? Hundiendo los dedos en mi alfombra innominada, intenté incorporarme. Me fue más fácil abrir los ojos.
En la habitación en sombras había una mujer sentada. Había dejado de mirar hacia fuera para mirarme a mí. El rostro era de contornos y planos suaves y apacibles. Se tardaba un rato en verlo como un rostro; incluso como motivo decorativo contra una ventana, me gustó mucho.
La mujer se acercó para mirarme con más detenimiento. Me di cuenta que yo estaba en la cama antes de descubrir que ella era mi mujer. Me tocó la frente, y mi sistema nervioso trató en seguida de saber si la señal era un impulso de placer o de dolor, de modo que las cosas dentro de mí estaban demasiado ocupadas para que yo oyese lo que ella me estaba diciendo. Me agradaba verla hablar, me impulsaba a pensar que tenía que contestarle.
—¿Cómo está tía Laura?
Los mensajes iban llegando, la antiquísima sabiduría seleccionaba el lenguaje, las sensaciones auditivas, visuales y táctiles, mediante los órganos apropiados. Había estado el médico; fue un ataque leve, dijo, pero esta vez era indispensable descansar, tomar todas las píldoras y no hacer locuras; mi mujer ya había telefoneado a la oficina y se habían mostrado muy comprensivos. Uno de mis hermanos estaba por llegar, pero ella no creía que la visita me conviniera. Yo pensaba lo mismo.
—Me olvidé de cómo se llama.
—¿Tu hermano Bob?
Yo hablaba confusamente. No sabía aún si podría o no mover las piernas que estaban guardadas conmigo en la cama. Llegado el momento enfrentaríamos ese pavoroso desafío.
—No Bob. No Bob. La..., la...
—Descansa tranquilo, querido. No trates de hablar.
—La alfombra...
Ella siguió hablando. La mano sobre la frente era una buena idea. Me pregunté, irritado, por qué no lo hacía cuando yo estaba bien y podía apreciarlo mejor. ¿Cómo demonios se llamaba? ¿Periplo?
—Periplo...
—Sí, querido. Has estado aquí varias horas, sabes. Todavía no estás despierto del todo, ¿no?
—Champú...
—Más tarde, tal vez. Apoya la cabeza en la almohada y duerme otro rato.
—Variedad...
—Trata de dormir otro rato.
Una de las dificultades de ser editor es tener que esquivar tantos manuscritos que los amigos de los amigos le traen a uno. Los amigos siempre tienen amigos con obsesiones literarias. La vida sería fácil —y ese era el secreto de una vida feliz— si los amigos no tuviesen amigos. Suponiendo que usted naufrague en una isla desierta, señor Hartwell, ¿qué ocho amigos de amigos llevaría consigo, siempre y cuando tuviese usted una inagotable provisión de manuscritos?
Me incliné sobre el escritorio y dije:
—Pero esto es peor. Tú no eres ni siquiera amiga de un amigo de un amigo, tiíta.
—¿Y si no soy amiga de un amigo?
—Bueno, eres la tía de un sobrino, te das cuenta, y después de todo, como empresa de antigua tradición, tenemos que atenernos a ciertas normas de conducta..., digamos, por las cuales...
Era difícil ver lo ofendida que estaba. La pila del manuscrito le ocultaba casi todo el rostro. No podía retirarlo, en parte porque de algún modo se sobrentendía que ese era su manuscrito. Por fin lo abrí.
—Es tu vida, Bruce. He escrito tu vida. Podría llegar a ser un best-seller.
—Variedad... No, Farándula...
—Pensé en titularlo «Bajo cualquier otro nombre»...
—Tenemos que atenernos a ciertas normas...
Estaba mejor cuando volví a despertarme. Tenía el nombre que había estado buscando: Festival. Ahora no recordaba a qué correspondía.
La alcoba había cambiado. Había flores por todas partes. El televisor portátil estaba sobre el tocador. Habían abierto las cortinas y yo veía el jardín. Mi mujer estaba todavía allí y ahora se acercaba, sonriendo. Varias veces se acercó, sonriente. La luz iba y venía, las flores cambiaban de posición, de color, el doctor se ponía delante de ella. Al fin llegó a mí.
—¡Lo conseguiste! ¡Eres maravillosa!
—¡Tú lo conseguiste! ¡Tú eres maravilloso!
Desde entonces no hubo más problemas. Teníamos la TV encendida y observábamos la escalada bélica en Vietnam y Camboya.
Sentirme sano me puso filosófico.
—Eso fue lo que me enfermó. Nada de lo que hice: la falta de ejercicios, excesos en las comidas..., demasiado alcohol..., demasiado tabaco..., fueron los refugiados.
—La apago si te intranquiliza.
—No. Me estoy adaptando. No me pescarán otra vez. Es el dolor que los aparatos de televisión irradian desde Vietnam al mundo entero. Eso es lo que provoca tantos ataques cardíacos. El cáncer de pulmón..., piensa cómo se ha incrementado desde que empezó allí la guerra. No son enfermedades verdaderas en el viejo sentido, son enfermedades prodrómicas, premonitorias de un mal más grave. El mundo entero tendrá que caer en la escalada de Vietnam.
Ella dio un salto, alarmada.
—¡La apagaré!
—¿La guerra?
—La TV.
La pantalla quedó en blanco. Yo los seguía viendo. Mujeres escuálidas en oscuros mamelucos azules, todos sus bienes colgados de una frágil caña de bambú apoyada en un hombro frágil. Papá había muerto en la época en que echaron a los franceses. Todos éramos bastardos. Quizá cada vez que uno de nosotros moría, una de las mujeres escuálidas vivía. Empecé a imaginar una nueva religión.
Habían vestido a los ángeles con uniformes de la ONU. Ya no parecían ángeles, no a causa del uniforme sino porque estaban disfrazados de diplomáticos occidentales, nadie en particular, pero ridículos, nerviosos, estólidos, con ojos centelleantes y pétreos.
Mi ángel llegó como una exhalación y me dijo:
—¿Puedes reunir unos cuantos amigos de amigos? Los refugiados esperan en la playa.
Éramos cuatro en las camas del hospital. Venciendo mil tropiezos, nos levantamos en seguida, arrastrando vendajes y escupideras y orinales. El fulano que me seguía llevaba a la rastra una botella de plasma. Trepamos al helicóptero.
En el camino rezamos.
—Te apuesto a que los voluntarios chinos y rusos no rezan cuando viajan —le insinué al ángel.
—No hay voluntarios chinos y rusos.
—A una tontería te contestan con otra tontería —dijo el hombre del plasma.
La mano de Dios empujaba el aparato. Más veloz que los motores pero tal vez menos segura. Aterrizamos en la playa junto a un río burbujeante. El calor se derramaba para abajo, para arriba, para los costados. Los refugiados parecían sucios y desvalidos. Un niñito de cabeza descubierta cargaba a hombros a un bebé de cabeza descubierta. Ambos sin edad, con ojos de renos, oscuros, húmedos, malditos.
—Voy a morir por esos dos —dije, señalándolos.
—Uno por uno. ¿Cuál eliges?
—Demonios, ángel, vamos, ¿no vale mi alma por las de dos de esos condenados chiquillos vietnamitas?
—Nada de descuentos, compañero. De todos modos, la tuya es una moneda bastante manoseada.
—Está bien, el mayor.
Desapareció instantáneamente en el helicóptero. Vi en la ventanilla la carita sucia y triste. El bebé lloraba despatarrado sobre la arena. Estaba desnudo, tenía costras en las rodillas. Gritaba a cámara lenta, orinándose, tratando de enterrarse en la arena. Yo extendí lentamente el brazo hacia él, pero el trato ya estaba cerrado y el ángel me arrojó el napalm a mí. Mientras caía, vi que el bebé se ennegrecía en mi sombra.
—Deja que baje un poco el fuego, si tienes demasiado calor, querido.
—Ajá. Y algo de beber...
Me ayudó a sentarme, me tomó por los hombros. Copa a los labios, dientes, agua fresca en la garganta.
—Dios, te amo, Ellen, gracias a Dios no eres...
—¿Qué? ¿Otra pesadilla?
—... no eres vietnamita...
Así estaba mejor, y ella se sentó y hablamos de lo que había sucedido, quién había venido, mi hermano, mi secretaria, los Roaches... «Vinieron los Roaches»... «¿Ningún Earwig?»... Los vecinos, el médico. Luego callamos un rato.
—Estoy mejor ahora, mucho mejor. La vieja generación está a salvo de todo esto, amor mío. Nacieron civiles. Nosotros no. Alcánzame el manuscrito de mi tía, ¿quieres?
—No empezarás a trabajar esta semana.
—No me hará mal. Habrá escrito sobre el pasado, antes de la guerra y todo eso. El pasado es seguro. Me hará bien. El estilo no importa.
Cuando salió de la habitación, me apoyé en las almohadas. Había flores delante de la TV, como si el aparato fuera un pequeño santuario.
Esa Incómoda Pausa entre la Vida y el Arte
Había visitado la exposición de pinturas de William Holman Hunt en el Museo Victoria & Albert. Después, fui a la cafetería, y me puse a beber naranjada tras naranjada. Una mujer cincuentona se sentó frente a mí, y cambiamos algunas palabras acerca del hermoso verano, y ella se lanzó inmediatamente a contarme la historia de su vida, una vida colmada de vicisitudes y con tres maridos; para no mencionar a un cocker que había sido atropellado en el desvío de Kingston.
En la obra de Hunt, se nos invita a creer en la inexistencia de la tela; una conspiración que ya no se estila entre los pintores y el público de hoy. El marco es siempre la entrada a un pequeño escenario inundado de luz. Dentro hay un diorama de brillante colorido. En un cuadro como La Cosecha de Manzanas, uno mira las manzanas, que cuelgan encarnadas entre la cesta de la muchacha y el saco, y espía de cerca para descubrir los hilos que tan milagrosamente las mantienen suspendidas en el aire. En Hunt, uno nunca ve los hilos.
El primer marido de esta mujer era muy rico; un cultivador de té, con plantaciones en Assam. Me dijo cuántos braceros empleaban en la plantación. Aun en las colinas, el clima era demasiado cálido para ella. Quizá era el caluroso día londinense lo que despertaba esos recuerdos. De todos modos, él murió en Assam y ella había vuelto sola a Inglaterra. Pero en el barco de regreso de Bombay había conocido a Albert. Encendió un cigarrillo y amistosamente me sopló el humo en la cara.
Mi interés en Holman Hunt data de hace muchos años. En ciertos aspectos, éramos bastante parecidos, por ejemplo, ¡ese disparate de transportar una cabra hasta las orillas del Mar Muerto para pintarla allí! Ese es el tipo de locuras en que yo mismo podría caer. Pero como escritor, también reacciono a lo que yo llamaría el problema de Hunt. Esa novela mía, Informe sobre la Probabilidad A, esa que no causó mucho revuelo, tenía como centro el mejor cuadro de Hunt: El Pastor Venal.
Yo también había estado en Bombay, pero no se lo dije. Ya a esa altura, ella no necesitaba incentivos. Al parecer el tal Albert era una autoridad en mariposas. ¿Alguien se referiría alguna vez a mí como «una autoridad en Holman Hunt»? Traté de imaginar a mi primera esposa intimando con un desconocido en una cafetería, parloteando de sus tribulaciones, entre las que yo ocuparía, supongo, un lugar prominente, y diciendo: «Era toda una autoridad en Holman Hunt». No, ella no me daría tanta importancia.
Mi intención era escribir una reseña crítica de la exposición. Tal vez es aquí donde aparece el único paralelismo entre Hunt y yo, y es un paralelismo bastante tenue. Hunt fue uno de los últimos coletazos de una tradición que se extingue, la tradición renacentista de distribuir objetos agradables en una composición ideal y pintarlos, asignándole al espectador el papel fundamental de completar la obra. Y mientras tanto, la fotografía se iba infiltrando en él subrepticiamente; para hombres como Degas y Toulouse-Lautrec no había nada fuera del marco que se refiriera a la escena pintada. Más tarde aún, los cubistas llegarían a explorar la superficie misma de la tela.
Por otra parte, Hunt era sosegadamente revolucionario en su manera de tratar los fondos. («Yo pinto —decía—, directamente sobre la tela, con todos los detalles que alcanzo a ver, y con la luz solar de ese momento».) Algunos de los montajes de Hunt podrían haber sido firmados por Salvador Dalí, y parecían realizados casi bajo los efectos de la mescalina. El tremebundo paisaje que rodea al Mar Muerto es una prueba al canto; Hunt vio un escenario surrealista.
—¿Puedo ofrecerle una naranjada? Yo voy a tomar otra.
—En realidad, no debería; ya tendría que haberme ido. Tengo que encontrarme con mi hermana en Harrods.
De todos modos se la fui a buscar. Esperaba que mientras yo estaba en el mostrador, ella reparase en el libro que yo llevaba: Tecnópolis de Nigel Calder; pero estaba demasiado inmersa en sus propios asuntos para detenerse a considerar todas mis maravillosas paradojas. Tendría que haberle dicho: «Mire, ¿no es típico de la versatilidad de la gente de hoy que yo esté tan fascinado por los usos o abusos de la ciencia, y tan obsesionado por el futuro que este presente anticipa, y a la vez interesado en un pintor..., bueno, francamente, no de primer orden como Holman Hunt?» A veces es difícil saber en qué punto se integran esos intereses antagónicos. En Hunt se libraba la misma lucha entre la religión (era muy Iglesia Anglicana) y la pintura. Quizá fue la pintura la que perdió. Nacido una generación más tarde, acaso hubiera llegado más alto.
Hunt era tan incomprendido que imprimió unos pequeños folletos para acompañar cada pintura, explicando lo que hacía. Trataba de simplificar las cosas. En ese aspecto, creadores y críticos son idénticos: todos se empeñan en hacer las cosas más simples o más complicadas. Yo sólo desearía que algunos de nuestros críticos se mostraran más humildes; uno quiere leer críticas, no autobiografías, pero sería sin duda honesto que un crítico dijera de vez en cuando: «Mis juicios totalmente adversos sobre Holman Hunt no deben ser considerados en modo alguno como definitivos, pues inmediatamente después de haber visto sus cuadros, distrajo mi atención una mujer cuyo tercer marido vive aún, pero separado de ella, y reside ahora, por lo que se sabe, en una aldea a doce kilómetros del centro de Torquay».
En cuanto a Tecnópolis, también esa reseña me distrajo. Calder escribe sobre las formas en que la sociedad puede controlar la tecnología. Admite que es difícil formular una política científica, porque en estas cosas los políticos nunca ven tan lejos como sería necesario. Quizá esto explique por qué no se hace nada coherente en relación con la explosión demográfica, como por ejemplo suprimir las asignaciones familiares. Pero mi mente sigue divagando; debo confesar que me interesa oír cómo los médicos le curaron el labio leporino a Irene, la hija de esta mujer. Ella me lo cuenta con muchos detalles, pero no con los detalles que a mí me importan. Igual que Hunt, en cierto modo.
Tropezaremos con dificultades para controlar el devenir de la ciencia y la tecnología, que hoy parecen estar un poco anquilosadas. Todavía enfrentamos los mismos problemas que en su momento enfrentaron los victorianos. En 1852, cuando Hunt expuso en la Royal Academy El Pastor Venal, la conocida actitud ambivalente con respecto a la máquina estaba ya muy difundida. Como no hay peligro a que quienes me están leyendo hayan oído hablar del Informe sobre la Probabilidad A, valdría la pena decir que uno de mis temas era la parálisis del tiempo, que yo pretendía descubrir y ver representado en lo anecdótico de esta tela, y otros cuadros victorianos similares. Esta pobre mujer sentada frente a mí —no va a tocar la naranjada que le traje— padece una parálisis personal del tiempo. Está reviviendo una y otra vez el pasado. Ese paquete de saldos y retazos de vida es sin duda ofrecido diariamente a algún desconocido. Es posible que la vida se le haya convertido en el espantoso revoltijo que ahora es por la sencilla razón que ella siempre piensa hacia atrás y nunca hacia adelante. Hunt pensaba constantemente en la Iglesia Primitiva y no en los Impresionistas. Ese sol que irrumpe entre los cipreses en el cuadro de Fiesole de 1868, ¿no es tan fresco a su manera como los estudios de luz y sombra en el Sena pintados por Monet el mismo año? Supongo que la respuesta es: No, no lo es. De la misma manera que en esta mujer las remembranzas del tiempo perdido no son una página de Proust, aunque quizá ella haya sufrido tanto como él.
Aquí estamos sentados, entonces: Hunt y ella y Calder y yo. Calder es el que se encuentra en mejor posición; escapando en un tiempo futuro, pues su libro no será publicado hasta la semana próxima; ni tampoco ha sido escrito en verdad para los parroquianos de la cafetería V & A. Pero los demás estamos paralizados por el tiempo. También lo está la hermana de ella, clavada en Harrods, esperándola. Y el tercer marido, allá en las afueras de Torquay. En cuanto a mí..., ¿ha intentado alguna vez un crítico llegar a un punto de vista objetivo en circunstancias similares, y lo ha admitido? Los críticos tendrían que confiarse más, como esta mujer; necesitamos saber más a menudo qué llevan dentro.
¿Qué tiene ella dentro? Ni siquiera fue a echarles una mirada a los Hunt. Dice que no le gusta mucho la pintura. Le interesaba cuando era niña. ¿Qué demonios está haciendo aquí, entonces? No puedo imaginar que haya venido especialmente a V & A para disfrutar de las delicias de la cafetería. No de la naranjada a un penique y tres chelines el vaso de cartón. Tal vez venga todas las mañanas, y siempre encuentre a alguien dispuesto a escucharla. Tengo que librarme de ella. Observo que me dice el nombre de todo el mundo menos el suyo. Esta histerectomía que ahora ella me está contando..., ¿abundaría tanto en detalles horripilantes si me la hubieran presentado formalmente? Ningún pintor pintó jamás una histerectomía, que yo sepa.
Quizá en Moscú, algún académico detestable, un pintor del realismo socialista... Es muy posible. Luz cegadora; cirujanos fornidos, anestesistas de mamelucos verdes; abnegadas enfermeras proletarias, casi asexuadas; escalpelos relucientes, operación casi terminada; busto de Lenin en segundo plano, rodeado de banderas; el útero emergiendo; elevación general de la moral. O quizá los rusos la consideren una operación capitalista decadente. Tal como ella la cuenta, ¡tienen razón!
Sea como sea, Hunt, William Holman. Mi reseña. Fundamentalmente un pintor religioso. Más competente que Millais. El único de los Hermanos Prerrafaelitas que no renegó de sus principios. Me separé de las telas de Hunt sospechando..., no, firmemente convencido del hecho que quizá no sea el más grande de los pintores victorianos, pero ocupará siempre un lugar..., no, es el colorista más que el moralista quien hoy..., no, no, no... Hasta esta mujer es más coherente. Salí de la exposición sintiéndome todavía muy unido a Hunt. Uno de los grandes pintores cómicos: cómico-macabro, como lo prueba La Sombra de la Muerte. Nacido demasiado tarde. Demasiado temprano... Todos lugares comunes... Tengo que escapar a ese lugar común de una vida que se desenvuelve ante mí... ¡Mallorca para reponerse, nada menos! Allí se encontró con ese ricachón español. Si al menos uno pudiese sospechar que miente. Esa incómoda pausa entre la vida y el arte no es para ella, como tampoco lo fue para Hunt.
Da vueltas y vueltas alrededor del sexo, uno lo nota, sin atreverse a abordar abiertamente el tema. Dios mío, todos vivimos vidas tan embrolladas, y tantas vidas al mismo tiempo. ¡Calder tendría que escribir un libro sobre cómo controlarnos a nosotros!
De prisa, me engullo la naranjada que ha dejado intacta y me marcho casi sin despedirme, camino a Harrods, donde me espera mi mujer.
Confluencia
Los habitantes del planeta Myrin tienen que tolerarles muchas cosas a los terráqueos, y esto es quizá inevitable, pues son las únicas criaturas inteligentes que hayamos encontrado en la galaxia. La Décima Flota de Investigación ha zarpado ya con destino a Myrin. Mientras tanto, algunas de las expediciones anteriores empiezan a dar frutos.
Como ya se sabe, la superior cultura de Myrin, la así llamada Confluencia de las Grandes Fuentes, se remonta a unos once millones de años (terrestres) y la lengua myriniana, Confluencia, a una época aún más remota. El grupo de estudios etimológicos de la Séptima Flota de Investigación tuvo el privilegio de sentarse a los pies de dos caballeros de la Academia Oeldrid-Postura. Descubrieron que Confluencia es un compuesto lingüístico, y que el significado de las palabras puede ser modificado radicalmente, o alterado por completo, según la postura que adopte el hablante. No hay por lo tanto ninguna posibilidad de compilar un diccionario Inglés-Confluencia, Confluencia-Inglés.
No obstante, la siguiente lista de vocablos confluentes hace caso omiso de las posturas implícitas, que se elevan a casi nueve mil, todas con sus nombres respectivos, y sólo pretende dar unas pocas definiciones, algunas de las cuales deben considerarse simples tentativas. Las definiciones, en esta temprana etapa de nuestro conocimiento de la cultura de Myrin, valen por sí mismas, no sólo porque revelan ciertas insuficiencias de nuestra propia lengua, sino también porque arrojan alguna luz sobre los misterios de una cultura extraterrestre. El sistema fonético romanizado que aquí empleamos es el sugerido por el doctor Rohan Harbottle, uno de los miembros del equipo etimológico de la Séptima Flota de Investigación, sin cuya generosa ayuda esta sucinta lista nunca hubiera podido ser compilada.
ab we tel min: La impresión de no estar ni de acuerdo ni en desacuerdo con lo que a uno le dicen, y con un único deseo: perder de vista al interlocutor.
arn tutkhan: Tener que levantarse temprano, antes que haya alguien por los alrededores; hablar con una máquina.
bagi rack: La disculpa como forma de ataque; un palo que parece un arma.
bag rack: Disculpas innecesarias y ofensivas.
baman: La dimensión de la conciencia en un hombre.
bi: Gallo mítico del norte; un ensueño que dura más de veinte años (terrestres).
bi san: Un ensueño que dura más de veinte años y de carácter religioso.
bit san: Un ensueño que dura más de veinte años y de carácter blasfemo.
bi tosi: Un ensueño que dura más de veinte años sobre temas cosmológicos.
bi tvas: Un ensueño que dura más de veinte años sobre temas geológicos.
biui tosi: Un ensueño que dura más de ciento cuarenta y dos años sobre temas cosmológicos; la resonancia del aire en una caverna; cabellera larga y oscura.
buit tash: Un ensueño que dura más de veinte años sobre temas Har Dar Ka.
cano lee min: Lo que se percibe fuera-de-la-vista y que volverá.
ca pata vatuz: El sabor de un abuelo materno.
cham on thzam: Ser ingenioso cuando nadie lo aprecia.
dar ayrhoh: La vestimenta de una vieja arpía; la añeja suposición que Myrin es un lugar hipotético.
en io play: La deliberada disolución de los sentidos en el sueño.
gee kutch: Empatía solar.
ge nu: La congoja de una madre cuando sabe que su hijo nacerá muerto.
ge nup dimu: La congoja de un niño en el vientre materno cuando sabe que nacerá muerto.
gor a: Habilidad para vivir ochocientos años.
ha atuz shak ean: Deshonra que acompaña a la muerte natural del abuelo materno.
har dar ka: La perfecta comprensión respecto a que todo el suelo de Myrin pasa por los cuerpos de sus lombrices cada diez años.
har di di kal: Un gusano pequeño; el creador hipotético de un hipotético planeta hermano de Myrin.
he yup: Las primeras palabras emitidas por las computadoras, que significan: «La luz no será necesaria».
holt cha: La sensación de deleite que precede y precipita el despertar.
holt che: El comando autónomo de los sentidos que produce la sensación de deleite que precede y precipita el despertar.
hoz stap san: La actitud de un escritor hacia sus colegas.
jily jip tup: Una máquina pensante en la que aparece un tartamudeo; la acción de sujetarse los pantalones mientras se corre cuesta arriba.
jil jipy tup: Cualquier máquina con un defecto incurable; risa agradable que sin embargo no es bien recibida; la acción de sujetarse los pantalones mientras se corre cuesta abajo.
karnad ees: Disfrutar de un día o un año sin hacer nada; ayunar.
karndal chess: Perder un día o un año por no hacer nada; ayunar.
karn doli yon tur: Estado místico alcanzado por la inacción; festín; un estudio erudito sobre la poesía del metal.
karndol ki ree: Malgastar la vida por no hacer nada; un tipo de ayuno
kundulum: Estar bien y en cama con dos hermanas bonitas.
lahah sip: Saborear el aire fresco después de haber trabajado varias horas en el escritorio.
la yun un: Una lucha en la que no se dice una sola palabra; la parte inferior de un peñasco inaccesible; la parte de la propia vida inalcanzable para los demás.
lee ke min: Cualquier cosa o persona fuera-de-la-vista cuando se siente que no volverá nunca; una disculpa por enfermedad.
likl ink th kuti: La maquinita que lo atiende a uno luego de la expulsión de los residuos.
mal: La impresión de ser vigilado desde dentro.
man naiz th: Tener conciencia de la electricidad que hay en cables ocultos en las paredes.
mur on tig won: La desagradable experiencia de escucharse a uno mismo en medio de un largo discurso y no comprender lo que uno está diciendo ni disfrutar del estilo; un acento extranjero; un león que ventosea después de la cena.
nam on a: El recuerdo, en cama, de hogueras de campamento.
no lee le mun: El amor de una esposa que se vuelve particularmente vívido cuando ella está casi fuera-de-la-vista.
nu crow: Morir en presencia de extraños.
nu di dimu: Morir en un lugar bajo, a menudo de una fiebre baja.
nu hin der vlak: Las estrellas invisibles; formas de muerte.
nun mum: Morirse en presencia del padre o de la madre; dejar de luchar porque el enemigo está ganando.
nut lap me: Morirse de risa.
nut la pom: Morir riéndose.
nut vato: Lograr morirse de pie; estatuas; espinas.
nutvu bag rack: Nacer muerto.
nu valk: Morir deliberadamente en un lugar solitario (alto).
obi dakt: Una obstrucción; tres o más máquinas hablando juntas.
oran muda: Un cambio de gobierno; un dicho campesino que significa: «La basura del río es diferente cada día».
pan wol le muda: La certeza a que mañana se parecerá mucho a hoy; una línea de máquinas manufactureras.
pat o bane ban: Los diez latidos del corazón que preceden al primer latido del orgasmo.
pi ki skab we: El parásito que infecta al hombre y al Tig Gag en distintas etapas larvales, y que cuando se amadriga en el cerebro del Tig Gag, lo hace hablar como un hombre.
pi shak rack chano: Los sueños regresivos del otoño atribuidos a la presencia en el torrente sanguíneo del Pi Ki Skab We.
pit hor: Quijadas de cerdo, o excrementos de cerdo.
play: La agudización de la conciencia cuando uno despierta en una habitación extraña que por un momento no puede identificar.
shak ale man: La lucha nocturna entre la urgencia de orinar y la urgencia de seguir durmiendo.
shak lo mun gram: Cuando la urgencia de seguir durmiendo es más importante que todo lo demás.
shean dorl: Mirarse en el espejo por razones que no tienen ninguna relación con la vanidad.
she ean mik: Ensayar posturas prohibidas delante de un espejo.
shem: Un ligero resfrío que afecta a una sola de las fosas nasales; los pensamientos que a uno se le ocurren cuando le estrecha la mano a un político.
shuk tack: La reducción de la estatura natural que le impone a un hombre una máquina aparentemente benévola.
sobi: Un ensueño que dura menos de veinte años sobre temas cosmológicos; una moneda pequeña.
sodi dorl: Una máquina que se corre para hacerle sitio a otra; decadencia, particularmente en los Continentes Fríos.
sodi in pit: Cualquier epíteto que no refleja con exactitud lo que pretende decir, tales como: «Serio como un juez», «Tonto de remate», «Como pez en el agua», «Está medio muerto», etc.
staini rack nusviodon: Experimentar el Staini Rack Nuul y luego darse cuenta que uno debe continuar en la misma vieja tesitura porque las alternativas son demasiado aterradoras, o porque uno es demasiado débil para cambiar; llevar ropas que llaman la atención.
staini rack nuul: Introspección (a veces suscitada por los cumpleaños) en la que uno descubre que no está viviendo como decidió vivir cuando era muy joven; o, por el contrario, que uno está viviendo tal como lo decidió cuando era muy joven y que esa forma de vida ya no es ni práctica ni adecuada.
stain tok i: Saber que uno vive irremediablemente un papel.
sta sodon: Los peores sentimientos que ni siquiera llevan al suicidio.
sta stlap: Los peores sentimientos que ni siquiera llevan a la risa.
su soda valkus: La comprensión súbita de la propia impureza, que lo asalta a uno en el Monte Rinvlak (en el Continente Austral).
ti: Agresión civilizada.
tig gag: La criatura que sonríe cuando duerme; la más parecida al hombre en el Continente Austral.
tipy lap kin: Risa que uno reconoce aunque no vea al hombre que ríe; la propia risa en una crisis.
tok an: Adivinar súbitamente la naturaleza e inminencia de la vejez a los treinta y un años.
tuan bolo: Un tipo de gente que uno sólo encuentra en los casamientos; el placer de sentirse un poco pálido.
tu ki tok: Momentos de genuina alegría logrados en un juego o charada sobre la alegría; la experiencia del deleite juvenil en la vejez.
tuz pat main (Osc.): La decisión de comerse al abuelo materno de uno.
u (Osc.): El tiempo que tarda un lagarto en transformarse en pájaro; amor.
ubi: Una muchacha que se levanta la falda en el preciso momento en que uno lo desea.
udi kal: La ropa de la mujer que uno ama.
udi ukal: El cuerpo de la mujer que uno ama.
ues we tel da: Amor entre un político y una política.
ugi slo gu: El amor que necesita un poco de engatusamiento.
umi rin tosit: Las sensaciones de una mujer cuando no sabe qué siente por un hombre.
umy rin ru: Las nuevas dimensiones que cobran existencia ilusoria cuando se desnuda por primera vez el cuerpo de la mujer amada.
unimgag bu: Un incomprensible amor a sí mismo; el sueño de una máquina.
unk tak: Una guía de turismo anticuada; la piel que abandona la víbora que predice lluvia.
upang hol: Darse cuenta que un acto de amor desesperado parecerá cómico a los amigos.
upang pla: Darse cuenta que un acto de amor desesperado, en general cómico para uno mismo, puede parecer heroico a los amigos; una obra de teatro con un elenco de tres o menos.
u ri rhi: Dos amantes que se emborrachan juntos.
usana nuto: Una novela que trata sólo del amor, escrita por una computadora.
usan i nut: Morir por amor.
usan i zun bi: Vivir para amar; un huracán tropical que llega del océano, generalmente al amanecer.
uz: Dos personas muy corpulentas que se casan en la edad madura.
uz to kardin: Comprender en la niñez que uno es el fruto de dos personas muy corpulentas que se casaron en la edad madura.
we faak: Un parque o un colegio clausurado al parecer por buenas razones; una ciudad donde uno desearía poder vivir.
ya gag: Demasiada educación; un trastorno digestivo durante un viaje.
ya gag lee: Disculpas que presenta una dueña de casa por una mala comida; el momento del eclipse.
ya ga tuz: Mala carne; (Osc.) Uñas sucias.
yag orn: Un presidente.
yatuz pati (Osc.): La ceremonia de comerse al abuelo materno de uno.
yatuz shak shak napang holi nun: Acostarse con la abuela materna de uno; cuando las gallinas se comen a sus polluelos.
ye flig tot: Un grupo de hombres sonriéndose y felicitándose unos a otros.
yu flu gan: Pensamientos filosóficos de poca monta; graffiti en un lugar sagrado; postergaciones infantiles.
yon torn: Un tigre de papel; dos niños con un juguete.
yon u san: La vacilación de un muchacho que va a besar por primera vez a su primera chica.
yor kin be: Una casa; un circunloquio; un sombrero impermeable; la sonrisa de una esposa ligeramente imperfecta.
yup pa: Un libro en el que todo es comprensible excepto los propósitos del autor; un paseo vespertino en trineo.
yuppa ga: Dolor de estómago que se disfraza de tensión ocular; un libro en el que nada es comprensible excepto los propósitos del autor.
yuth mod: La supuesta bonhomía de los visitantes y extranjeros.
zozo con: Una mujer en campo ajeno.
Herejías del Dios Enorme
El libro secreto de Harad IV
Yo, Harad IV, Escriba Supremo, declaro que este mi escrito sólo puede ser mostrado a los altos sacerdotes de la Iglesia Ortodoxa Universal Sacrificante y a los Ancianos del Consejo de la Iglesia Ortodoxa Universal Sacrificante, porque en él se trata de asuntos relativos a las cuatro Viles Herejías que no pueden ser vistos ni comentados por el pueblo.
Para una Adecuada Consideración de la herejía más reciente y más vil, debemos analizar en perspectiva los hechos históricos. Retrocedamos, por consiguiente, al Año Primero de nuestra época, cuando la Oscuridad Universal fue desterrada por la aparición del Dios Enorme, nuestro Señor más grande y más verdadero, a él todo honor y terror.
Desde el presente año, 910 D. E., es imposible rememorar cómo era el mundo en ese entonces, pero por los pocos vestigios que aún sobreviven, podemos sacar algunas conclusiones y hasta llevar a cabo las Contorsiones Mentales necesarias para entender cómo vieron los acontecimientos los pecadores involucrados.
El mundo al que llegó el Dios Enorme estaba colmado de gentes y máquinas, no preparados ninguno de ellos para la Visita. Quizá hubiera entonces cien mil veces más habi-tantes que en nuestra época.
El Dios Enorme aterrizó en lo que ahora es el Mar Sagrado, surcado en nuestros días por algunas de las más hermosas iglesias consagradas a Su Nombre. En aquellos tiempos, la región era mucho menos placentera, por estar fragmentada en numerosos estados nacionales. Este era un sistema de tenencia de la tierra practicado antes que se formularan nuestras actuales teorías de las migraciones y evacuaciones permanentes.
Las piernas traseras del Dios Enorme se extendieron hasta penetrar en el África —que en ese entonces no era aún un continente insular— tocando casi el Río Congo, en el lugar sagrado hoy marcado por la Iglesia Sacrificante de Basoko-Aketi-Ele, y en el lugar sagrado marcado hoy por la Iglesia Templo de Aden, obliterando el antiguo puerto de Aden.
Algunas de las piernas del Dios Enorme se extendieron sobre el Sudán y a través de lo que era entonces el Reino de Libia, hoy en día parte del Mar del Antiguo Dolor, mientras un pie descansaba en una ciudad llamada Túnez en lo que llamaban entonces la costa tunecina. Esas eran algunas de las piernas del costado izquierdo del Dios Enorme.
Del lado derecho, las piernas santificaron y oprimieron las arenas de Arabia Saudita, ahora llamada Valle Vivo, y los pies de las montañas del Cáucaso, derribando el monte llamado Ararat en Asia Menor, en tanto que la pierna más delantera avanzó hasta las estepas rusas, aplastando inmediatamente la gran ciudad capital de Moscú.
El cuerpo del Dios Enorme descansó al fin entre las poderosas piernas, posado principalmente sobre los tres antiguos mares, si las Antiguas Crónicas son dignas de fe, llamados el Mar Mediterráneo, el Mar Rojo y el Mar del Nilo, que hoy son el Mar Sagrado. También erradicó parte del Mar Negro, ahora llamado Mar Blanco, Egipto, Atenas, Chipre y la Península Balcánica, ocupándola hacia el norte hasta Belgrado, ahora Belgrado Santa, pues por encima de esta ciudad se elevó el Cuello del Dios Enorme en su Primera Visita a nosotros los mortales, a corta distancia de los techos de las casas.
En cuanto a la cabeza, se alzó por sobre la región montañosa que llamamos Italandia, que en ese entonces se llamaba Europa, una populosa parte del globo, y a tal altura que en días despejados podía vérsela con toda facilidad desde Londres, entonces como ahora la ciudad más importante de la tierra de los anglo-franceses.
Se estimó en aquellos primeros tiempos que la longitud del Dios Enorme era de casi ocho mil kilómetros, y que cada una de sus ocho piernas tenía unos mil quinientos kilómetros de largo. Ahora, uno de los Dogmas de nuestro Credo es que Dios cambia de forma y de longitud y de número de piernas según esté Complacido o Encolerizado con los hombres.
En aquellos tiempos, la naturaleza de Dios era desconocida. El advenimiento ocurrió inesperadamente, aunque algunos hablaban de un nuevo milenio. Por lo tanto, las conjeturas acerca de la naturaleza de Dios eran siempre erróneas y a menudo extremadamente blasfemas.
He aquí un extracto del famoso Documento Gersheimer, que tanto contribuyera a provocar la Primera Cruzada en el 271 D. E. No sabemos quién fue Black Gersheimer, excepto la insignificante noticia que éste era un Profeta Científico en cierto lugar llamado Cornell o Carnell, sin duda una Iglesia del Continente Norteamericano (en aquel entonces un territorio de muy distinta configuración).
«Los levantamientos aéreos indican que esta criatura (si se la puede llamar así), montada a horcajadas en el Mar Rojo y a través de todo el sudeste europeo, no es un ser viviente, al menos no como nosotros entendemos la vida. Quizá sea simple coincidencia que se asemeje de algún modo a una lagartija octópoda, y no es necesario que nos preocupemos por el posible carácter maligno de la cosa, como lo han sugerido ciertos periódicos.»
No toda la ruin jerga de aquellos remotos días es hoy inteligible, pero creemos que «levantamientos aéreos» se refiere a las máquinas volantes de aquella última generación de Ateos. Continúa Black Gersheimer:
«Si esta cosa no tiene vida, quizá sea un trozo de desecho galáctico adherido momentáneamente al globo, como una hoja otoñal que se adhiere a una pelota de fútbol. Esta idea no tiene por qué alterar nuestra concepción científica del cosmos. Que haya vida o no en esa cosa, no es motivo para caer en la superstición. Recor-demos que muchos fenómenos del universo, tal como lo concebimos a la luz de la ciencia del siglo xx, siguen siendo un misterio para nosotros. Por muy penosa que pueda parecemos esta visitación indeseada, consolémonos pensando que nos traerá nuevos conocimientos, sobre nosotros mismos, y sobre otros mundos, fuera de nuestro pequeño sistema solar.»
Aunque términos como «residuos galácticos» han perdido todo significado, si alguna vez lo tuvieron, la tónica general de este pasaje es ofensivamente obvia. Se intenta impedir el culto del Dios Enorme, y entronizar en su lugar a un herético Dios de la Ciencia. Sólo consideraremos otro pasaje de este manifiesto infamante, y que ayuda a comprender la Actitud Mental de Gersheimer y presumiblemente de la mayoría de sus contemporáneos.
«Como es natural, los pueblos del mundo, en particular quienes no han traspuesto aún el umbral de la civilización, están en estos días dominados por el miedo. Ven algo sobrenatural en la aparición de esta cosa, y yo creo que todo hombre sincero admitirá que lleva consigo un eco de ese miedo. Sólo podremos eliminarlo, y sólo podremos enfrentar el caos en que se encuentra el mundo, si somos capaces de tener una imagen galáctica de nuestra situación. La enormidad misma de esta cosa que ahora se extiende repulsivamente pegoteada a nuestro mundo es motivo de terror. Pero imaginémosla en su justa proporción. Un ciempiés está posado en una naranja. O, para buscar una analogía que parezca menos repulsiva, una pequeña salamanquesa, de quince centímetros de largo, descansa momentáneamente sobre un globo terráqueo de plástico de sólo sesenta centímetros de diámetro. Nos corresponde a nosotros, la raza humana, con todas las fuerzas tecnológicas de las que disponemos, unirnos más que nunca, y soplar esta cosa, este objeto enorme y estúpido, devolviéndolo a los abismos del espacio de donde vino una vez. Buenas noches.»
Mis motivos para repetir esta Blasfemia Inicial son los siguientes: aquí, en este mensaje de un miembro de la Oscuridad del Mundo, reconocemos las huellas de ese pecado original que pese a nuestros sacrificios, penurias y cruzadas aún no hemos erradicado del todo. Así es como enfrentamos hoy la mayor Crisis en la Historia de la Iglesia Ortodoxa Universal Sacrificante, y es así como ha llegado el momento de convocar a una Cuarta Cruzada que exceda en magnitud a todas las anteriores.
Durante muchos años el Dios Enorme permaneció donde estaba, absolutamente inmóvil, en lo que hoy conocemos como la Posición del Mar Sagrado.
Para la humanidad, este fue el gran período formativo de la Fe, cuando se fundó la Iglesia Universal, y hubo muchos cataclismos. Los primeros sacerdotes y profetas lucharon con denuedo para que la Palabra se extendiera por el Mundo, y para que las sectas blasfemas fuesen destruidas, aunque el Libro Secreto del Saber Eclesiástico insinúa que muchos de ellos eran en realidad miembros de iglesias ya existentes, que al ver la luz cambiaron de credo.
La poderosa figura del Dios Enorme fue objeto de muchos insultos mezquinos. Las Armas más Mortíferas de esa edad remota, fuerzas de la charlatanería técnica, las llamadas Bombas Nucleares, fueron arrojadas sobre el Dios Enorme, sin conseguir ningún resultado, como era de esperar. Murallas de fuego se alzaron en vano contra él. Nuestro Dios Enorme, a él todo honor y terror, es inmune a las debilidades terrenales. El cuerpo de Dios estaba Revestido de Metal, por así decir —y esta es la semilla de la Segunda Cruzada—, pero no tenía la debilidad del metal.
La llegada provocó la Respuesta inmediata de la naturaleza. Los antiguos vientos de siempre chocaron con los poderosos flancos de Dios y soplaron en otras direcciones. El centro de África se enfrió, y las selvas tropicales murieron junto con todas las criaturas que las habitaban. En las comarcas que bordeaban a Caspana (en ese entonces llamadas Persia y Kharkov, según antiguas crónicas), cayeron huracanes de nieve durante doce crueles invier-nos, llegando por el este hasta la India. En otras partes, en todo el mundo, el advenimiento del Dios Enorme alteró los cielos, y hubo lluvias antojadizas y vientos errantes y tormentas que duraban meses. También los océanos fueron perturbados; la colosal masa de agua desplazada por el cuerpo de Dios se derramó sobre las tierras cercanas, matando a muchos miles de seres y arrojando diez mil ballenas muertas a los puertos de Colombo.
La tierra se sumó también a los cataclismos. Mientras el territorio en que estaba posada la mole del Dios Enorme se hundía preparándose a recibir lo que más tardé llamaríamos el Mar Sagrado, las tierras circundantes se elevaban en pequeñas lomas, como las quebradas y salvajes Dolominas que ahora custodian las tierras australes de Italandia. Hubo terremotos y aparecieron nuevos volcanes y géiseres donde no se conocía el agua, y hubo plagas de serpientes y bosques incendiados y muchas señales prodigiosas que ayudaron a los Primeros Padres a luchar contra la ignorancia. Iban por todas partes, y predicaban que sólo rindiéndonos a él alcanzaríamos la salvación.
Muchos Pueblos Enteros perecieron en esta época de calamidades, tales como los búlgaros, los egipcios, los israelitas, los moravos, los kurdos, los turcos, los sirios, los turcos montañeses, así como también la mayoría de los eslavos del sur, los georgianos, los croatas, los recios valacos y las razas griega, chipriota y cretense, junto con otros cuyos pecados eran grandes y cuyos nombres no registran los anales de la Iglesia.
El Dios Enorme abandonó nuestro mundo en el año 89, o según algunos en el 90. (Esta fue la Primera Partida, y es celebrada como tal en el calendario de nuestra Iglesia, aunque la Iglesia Católica Universal la llama el Día de la Primera Desaparición.) Regresó en el 91, grande y terrible sea su Nombre.
Poco se sabe del período en que estuvo ausente de nuestra Tierra. En cuanto al estado espiritual de la gente en ese entonces baste decir que en general todas las naciones se regocijaron inmensamente. Los cataclismos naturales prosiguieron; los océanos se precipitaron en el gran cuenco que él había abierto, formando nuestro venerado y santo Mar Sagrado. Grandes Guerras estallaron en toda la faz del globo.
El regreso de Dios, en el 91, puso fin a las guerras; signo de la gran paz que la Presencia trajo al pueblo elegido.
Pero en ese Tiempo no todos los habitantes del mundo profesaban nuestra religión, pese a la prédica constante de nuestros profetas, y había muchos blasfemos. En el Museo Negro de la gran basílica de Orna y Yemen hay pruebas documentales señalando que en ese entonces intentaron comunicarse con el Dios Enorme por medio de máquinas. Como es natural, no hubo respuesta, pero muchos hombres razonaron oscuramente entonces y dijeron que el Dios era una cosa, como lo había profetizado Black Gersheimer.
El Dios Enorme, en el Segundo Advenimiento, bendijo nuestra tierra instalándose principalmente en el Círculo Ártico, o lo que entonces era el Círculo Ártico, el cuerpo a horcajadas desde el norte de Canadá, tal como era entonces, por encima de una dilatada península llamada Alaska, a través del mar de Behring e internándose en las regiones septentrionales de las estepas rusas hasta el Río Lena, hoy la Bahía de Lenn. Algunos de los pies traseros penetraron profundamente en el Hielo Ártico, posando los pies delanteros en el Océano Pacífico Norte. Pero en verdad no somos para él sino un poco de polvo, y es indiferente a nuestras montañas o nuestras Variaciones Climáticas.
En cuanto a la terrible cabeza, se la podía ver elevándose muy por encima de la estratosfera, resplandeciendo con un brillo metálico, desde todas las ciudades de la costa septentrional de Norteamérica, ciudades desaparecidas como Vancouver, Seattle, Edmonton, Portland, Blanco, Reno, y aun San Francisco. Fue la nación enérgica y pecadora donde se alzaban esas ciudades la que entonces se mostró más activa contra el Dios Enorme. Todo el peso de aquella impía civilización científica se volvió contra él, pero todo lo que lograron fue hacer volar por los aires la costa del continente.
Mientras tanto estaban ocurriendo otros cambios naturales. La masa del Dios Enorme desvió a la Tierra de su órbita cotidiana, y así cambiaron las estaciones y en los libros profetices leemos cómo los grandes árboles se cubrían de hojas en el invierno para perderlas en el verano. Los murciélagos volaban durante el día y las mujeres daban a luz niños peludos. Al derretirse los casquetes polares hubo terribles inundaciones, olas gigantescas y rocíos ponzoñosos, y sabemos que en una sola noche las aguas del Abismo se pusieron en movimiento, y la marea se alejó tanto de las Tierras Altas Malayas (tal como se conocen hoy) que la península continental de Terrabenita se formó en pocas horas con lo que antes fueran los continentes o islas llamados Singapur, Sumatra, Indonesia, Java, Sydney y Australia o Austria.
Gracias a esas señales portentosas, nuestros sacerdotes pudieron Convertir a los Pueblos, y millones de sobrevivientes se apresuraron a entrar en la Iglesia. Esta fue la Primera Época Magna de Nuestra Iglesia, cuando la Palabra se propagó por todo el globo asolado y transformado. En el transcurso de las generaciones siguientes nacieron nuestras instituciones, especialmente en los Concilios de la Nueva Iglesia (algunos de los cuales, según se comprobó más tarde, fueron heréticos).
No sin dificultades conseguimos afianzarnos, y muchos tuvieron que arder en las hogueras, para que en otros corazones ardiera luego la llama de la Fe. Pero con el correr de las generaciones, el Verdadero Nombre de Dios fue conociéndose en territorios cada vez más vastos.
Los únicos que en gran mayoría se aferraban aún a la grosera superstición eran los norteamericanos. Atrincherados en la ciencia, rechazaban la Gracia. Así en el año 271 se emprendió la Primera Cruzada, principalmente contra ellos, pero también contra los irlandeses, cuyas convicciones heréticas no gozaban de los beneficios de la ciencia; los irlandeses fueron erradicados sin tardanza, casi hasta el último hombre. Los norteamericanos eran un enemigo más formidable, pero esta circunstancia sólo sirvió para acercar a los pueblos y fortalecer aún más la unidad de la Iglesia.
La Primera Cruzada tenía que luchar contra la Primera Gran Herejía de la Iglesia, la Herejía que postulaba que el Dios Enorme era una Cosa y no un Dios, tal como dijera Black Gersheimer. Llegó a su fin con todo éxito cuando el líder de los norteamericanos, Lionel Undermeyer, se reunió con el Venerable Emperador-Obispo del Mundo, Jon II, y permitió que los emisarios de la Iglesia predicaran el Credo en América del Norte. Tal vez hubiéramos podido imponerles condiciones más duras, como sostienen algunos comentaristas, pero para ese entonces ambos bandos sufrían las terribles consecuencias de la peste y el hambre, pues se habían malogrado todas las cosechas. Fue una circunstancia afortunada que la población del globo ya se hubiera reducido a menos de la mitad, de lo contrario la reorganización de las estaciones habría causado la muerte por inanición de la otra mitad.
En todas las Iglesias del Mundo se elevaron preces al Dios Enorme para que enviase una señal de haber sido Testigo de la gran victoria sobre los infieles norteamericanos. Todos los que se opusieron a este acto de iluminación fueron destruidos. En el año 297, el Dios respondió a las plegarias avanzando con celeridad un trecho relativamente pequeño, para descansar casi por completo sobre el Océano Pacífico, extendiéndose por el sur hasta rozar lo que es hoy la Antarter, lo que era entonces el Trópico de Capricornio, y lo que previamente fuera el Ecuador. Algunas de sus piernas izquierdas cubrieron las poblaciones a lo largo de la costa occidental de Norteamérica, llegando por el sur hasta Guadalajara (donde la huella de un pie está marcada aún por el Templo del Dedo Sagrado), incluso algunas de las ciudades como la ya mencionada San Francisco. A éste lo llamamos el Primer Movimiento, y se lo consideró con justa razón prueba incuestionable del desdén del Dios Enorme por Norteamérica.
Esta opinión cundió también en Norteamérica. Purificada por el hambre, la peste, los violentos temblores de tierra y otros desastres naturales, la población aceptaba ahora de mejor grado la prédica de los sacerdotes, y la conversión fue casi unánime. Hubo peregrinaciones en masa para ir a contemplar el gran cuerpo del Dios Enorme, que se extendía de un extremo al otro de la nación. Los peregrinos más intrépidos se embarcaron en aeroplanos y volaron por encima del hombro de Dios, sobre quien cayeron Sin Cesar terribles aguaceros durante cien años.
Aquellos nuevos conversos fueron Más Fanáticos que los hermanos más viejos en la fe del otro lado del océano. Tan pronto las congregaciones norteamericanas se unieron a las nuestras, se produjo un cisma en el Concilio de la Tenca Muerta (322) a propósito de una cuestión doctrinaria. Esa fecha señala el comienzo de la Iglesia Católica Universal Sacrificante. En aquellos tiempos remotos, nosotros los del Credo Ortodoxo no teníamos con nuestros hermanos norteamericanos, al contrario de ahora, relaciones demasiado cordiales.
El punto de doctrina en que discreparon las iglesias fue, como todos saben, la cuestión de si el hombre podía llevar ropas que imitasen el brillo metálico de Dios. Se dijo que eso equivaldría a elevar al hombre hasta la Imagen del Dios Enorme; pero era en verdad una afrenta premeditada a los sacerdotes de la Ortodoxia Universal, que usaban vestiduras plásticas o metálicas, en honor del hacedor.
Esto desembocó en la Segunda Gran Herejía. Como este período prolongado y confuso ha sido ampliamente estudiado en otras oportunidades, podemos tocarlo aquí superficialmente, mencionando tan sólo que el conflicto llegó a su apogeo con la Segunda Cruzada que los Católicos Universales Norteamericanos lanzaron contra nosotros en el año 450. Por contar aún con una cuantiosa proporción de máquinas, pudieron imponer sus ideas, saquear varios monasterios a lo largo de las costas del Mar Sagrado, violar a nuestras mujeres, y retornar cubiertos de gloria.
Desde entonces, todos los habitantes del mundo sólo han usado vestimentas de lana o piel. Todos los que se opusieron a ese acto de iluminación fueron destruidos.
Sería un error hacer demasiado hincapié en las luchas del pasado. Durante todo ese período, la mayoría de aquellos a quienes se sacrificaba regularmente, cumplía en paz sus deberes religiosos, orando todos los días al crepúsculo y al amanecer (en la hora en que se presentaran) pidiendo que el Dios Enorme abandonase nuestro mundo, pues no éramos dignos de él.
La Segunda Cruzada dejó a su paso una estela de disturbios; los cincuenta años siguientes no fueron, en general, felices. Los ejércitos norteamericanos regresaron a su patria para encontrarse con que la enorme presión sobre la costa occidental había abierto una serie de volcanes a lo largo de la mayor cadena de montañas, las Rocallosas. El país estaba cubierto de fuego y lava, y el aire saturado de cenizas pestilentes.
Los norteamericanos leyeron correctamente estos signos: a los ojos del Dios Enorme (porque aunque nunca se demostró que tenga ojos, con seguridad Nos Ve) dejaban mucho que desear. Como nadie en el mundo había recibido un castigo semejante, concluyeron acertadamente que el pecado mayor era seguir aferrándose a la tecnología y a las armas de la tecnología en contra de los deseos de Dios.
Fortalecidos en su fe íntima, todos los instrumentos de la ciencia, desde los Nucleares hasta los Abrelatas, fueron destruidos, y cien mil vírgenes creyentes fueron arrojadas a volcanes adecuados como sacrificio propiciatorio. Todos los que se opusieron a estos actos de iluminación fueron destruidos, y algunos comidos en una ceremonia ritual.
Nosotros los de la Fe Ortodoxa aplaudimos la sincera y enérgica acción de nuestros hermanos. Sin embargo, no podíamos estar seguros que ellos se hubiesen purificado lo suficiente. Ahora, cuando ya no tenían ninguna arma y nosotros aún guardábamos algunas, era evidente que podíamos colaborar en esa purificación. Una poderosa armada de ciento sesenta y seis naves de madera zarpó entonces rumbo a Norteamérica, a ayudarlos a sufrir por la fe, y de paso recuperar parte del botín. Esta fue la Tercera Cruzada del año 482, al mando de Jon el Gordo.
Mientras los dos ejércitos luchaban en las afueras de Nueva York, ocurrió el Segundo Movimiento. Duró apenas cinco minutos.
En esa oportunidad, el Dios Enorme se volvió sobre el flanco izquierdo, reptó cruzando el centro de lo que era entonces América del Norte, cruzó el Atlántico como si fuese un charco, pasó por encima de África, y se echó a descansar al sur del Océano Índico, demoliendo Madagascar con un pie trasero. La Noche cayó en Todas Partes sobre la Tierra.
Cuando llegó la aurora, apenas quedaba un hombre que no creyese en la potestad y la sabiduría del Dios Enorme, que es Todo Terror y Poder. Por desgracia, entre los que no podían creer se contaban los ejércitos en pugna, que al paso de Dios fueron barridos como un solo hombre por una Ola de Tierra y Piedra.
En el caos subsiguiente, una sola voz de cordura prevaleció: la de la Iglesia. La Iglesia estableció como la Tercera Gran Herejía la utilización de cualquier máquina en contra de los deseos de Dios. Hubo algunas controversias acerca de si los libros podían ser considerados como máquinas. Se decidió que sí, para mayor seguridad. A partir de entonces, los hombres no tuvieron ninguna otra libertad que la de labrar la tierra y honrar al Dios Enorme y pedirle que se trasladase a un mundo más digno. Al mismo tiempo se incrementó el número de sa-crificios, y se introdujo el método del Fuego Lento (499).
Luego sobrevino la gran Paz, que duró hasta el año 900. Durante todo este tiempo, el Dios Enorme nunca cambió de posición; se ha dicho con verdad que los siglos no son más que segundos para él. Quizá la humanidad no haya conocido nunca una paz tan duradera, cuatrocientos años de paz, una paz que reinaba en el corazón si no en el exterior, porque en el mundo, naturalmente, prevalecía Cierto Caos. La fuerza colosal del Dios Enorme al avanzar a través de medio globo había alterado considerablemente el ciclo del día y la noche; algunas leyendas aseguran que antes del Segundo Movimiento el sol salía por el este y se ponía por el oeste, justo lo contrario del orden natural que hoy conocemos.
En forma paulatina, este período de paz fue testigo de un cierto reordenamiento de las estaciones del año, y cierta disminución de las inundaciones, lluvias de sangre, granizadas, terremotos, diluvios de carámbanos, apariciones de cometas, erupciones volcánicas, nieblas miasmáticas, vientos destructivos, plagas agrícolas, jaurías de lobos y dragones, maremotos, tormentas eléctricas de un año de duración, lluvias lacerantes, y otras calamidades diversas de las que con tanta elocuencia nos hablan las escrituras de este período. Los Padres de la Iglesia, retirándose a la relativa seguridad de los mares mediterráneos y soleadas praderas de Gobilandia en Mongolia, instauraron una nueva ortodoxia cuidadosamente planeada de plegarias y ofrendas humanas en la hoguera para incitar al Dios Enorme a abandonar nuestro pobre mundo miserable por otro más noble y mejor.
Así llegamos casi hasta el presente, al año 900, apenas una década atrás. ¡En ese año el Dios Enorme abandonó la Tierra!
Recuerden que la Primera Partida, en el 89, duró sólo veinte meses. Pero ahora el Dios Enorme ya no está con nosotros desde hace diez años. Lo necesitamos de vuelta. No podemos vivir sin él, como tendríamos que haberlo entendido Hace Tiempo si no hubiésemos blasfemado en nuestros corazones.
Al marcharse, lanzó a nuestro humilde globo en un curso tal que ahora estamos condenados a vivir todo el año en un profundo invierno; el sol está lejos y se ha encogido; los mares permanecen Helados la mitad del año; los témpanos cruzan nuestras praderas; al mediodía hay tan poca luz que no se puede leer sin una vela de junco. ¡Desdichados de nosotros!
Y sin embargo lo merecemos. Todo esto no es sino un justo castigo, pues durante todos los siglos de nuestra era, cuando nuestra especie vivía tan relativamente feliz y sin preocupaciones, rogamos como tontos que el Dios Enorme nos abandonase.
Pediré a todos los Ancianos del Consejo que con letras de fuego estigmaticen esas plegarias como la Cuarta y la Mayor de las Herejías, y que proclamen que de hoy en adelante todos los esfuerzos de los hombres estén consagrados a suplicar al Dios Enorme que regrese inmediatamente a nuestro mundo.
También pido que se incremente una vez más el número de sacrificios. Retacearlos sólo porque nos estemos quedando sin mujeres, no nos servirá de nada.
También pido que se emprenda una Cuarta Cruzada Redentora. ¡Pronto, antes que el aire se nos escarche en las narices!
La Circulación de la Sangre...
1
Bajo el impacto del sol, el océano parecía arder. Por entre la turbulencia de las llamas y las largas rompientes, emergía una vieja embarcación, el motor golpeando mientras iba hacia el angosto brazo entre los arrecifes de coral. Dos o tres pares de ojos lo observaban desde la costa, uno de ellos protegido por anteojos oscuros.
El Kraken apagó los motores. Al deslizarse entre las pinzas de coral dejó escapar un doble toque de sirena. Casi en seguida perdió impulso, y un ancla repiqueteó al caer sobre el hundido lecho de coral, claramente visible debajo del agua. Un momento después frotaba el casco despintado contra el muelle.
El muelle que se tendía desde la playa hasta las aguas de la orilla, crujía y se balanceaba. En el momento en que muelle y barco se convertían en una sola cosa, y en que un negro con una grasienta gorra marinera saltaba desde el puente para asegurar las amarras, una mujer salió de entre la sombra de los cocoteros que se alzaban como una cresta sobre la primera elevación de las arenas. Con paso lento, casi cauteloso, blandiendo ahora los anteojos de sol a la altura del hombro, se adelantó y descendió hasta el muelle, las sandalias crujiendo y resonando sobre las tablas.
La embarcación tenía levantado el descolorido toldo verde, que protegía una parte del puente de proa del sol abrasador. Un hombre de barba asomó la cabeza por el costado de la borda, emergiendo repentinamente entre las sombras de la lona. No llevaba nada más que unos viejos jeans, arrollados hasta la mitad de la pantorrilla, jeans y un par de anteojos con aro de metal; el sol le había bruñido la piel. Podía tener unos cuarenta y tantos años; un hombre de cara larga llamado Clement Yale. Volvía a casa.
Sonriéndole a la mujer, saltó al muelle. Se miraron un momento. Él observaba la línea que ahora le cruzaba a ella la frente, las leves arrugas en las comisuras de los ojos, el pliegue que se acentuaba alrededor de la boca carnosa. Notó que se había pintado los labios y empol-vado la cara para recibirlo. Lo que vio lo emocionó; era hermosa todavía, y en esa frase «hermosa todavía» resonaba el melancólico eco de otro pensamiento. Se cansa, se cansa, y no ha llegado aún a la mitad de la carrera.
—¡Caterina! —dijo.
Al abrazarla, él pensó: Pero tal vez, tal vez ahora podría hacerse algo para que viviera..., bueno, seamos mesurados y digamos..., digamos seiscientos o setecientos años...
Al cabo de un minuto se separaron. El sudor del torso de Clem había dejado una marca en el vestido de ella.
—Tengo que ayudarles a descargar algunas cosas, querida —dijo él—, y en seguida estaré contigo. ¿No vino Philip? Todavía está aquí, ¿no?
—Debe andar por ahí —dijo ella señalando vagamente al telón de fondo de las palmeras, la casa y más allá los riscos cubiertos de vegetación achaparrada: las únicas tierras altas de Kalpeni. Se volvió a poner los anteojos de sol, y Yale regresó al barco.
Ella miró cómo él se movía, sobriamente, recordando el modo lacónico y personal en que él ordenaba tanto sus palabras como los movimientos de sus brazos y piernas. Yale dio unas órdenes con calmosa autoridad a los ocho tripulantes, bromeando con Louis, el gordo cocinero nativo de la Isla Mauricio, supervisando el desembarco del microscopio electrónico. Poco a poco, una pequeña pila de cajas y baúles se alzó en el muelle de madera. Una vez miró alrededor para ver si Philip andaba por allí, pero el muchacho no estaba a la vista.
Caterina volvió a la playa cuando los tripulantes empezaron a cargar los bultos. Sin mirar alrededor, recorrió el camino de tablas sobre la arena, y entró en la casa.
La mayor parte del equipaje fue llevada al laboratorio contiguo a la casa, o al depósito auxiliar. Yale cerraba la fila, transportando una jaula armada con viejos cajones de fruta. Entre los barrotes de la jaula espiaban dos pichones de pingüinos Adelie, graznándose el uno al otro.
Yale entró en la casa por la puerta de atrás. La casa era una estructura simple de una sola planta, construida con trozos de coral y techada al estilo indígena, o el estilo indígena antes que los comerciantes de Madrás empezaran a importar hierro acanalado para los atolones.
—Querrás una cerveza, querido —dijo Caterina, acariciándole el brazo.
—¿Podrías traer un poco para los muchachos? ¿Dónde está Philip?
—Te dije que no lo sé.
—Tiene que haber oído la sirena del barco.
—Iré a buscar la cerveza.
Fue hacia la cocina donde Joe, el muchacho de servicio, holgazaneaba junto a la puerta. Yale contempló la fresca sala familiar con los libros en rústica sujetos por caracolas, la alfombra que habían comprado de paso por Bombay, el mapamundi, y el retrato al óleo de Caterina colgado en la pared. Hacía meses que no estaba en el hogar; bueno, podía llamarlo el hogar, aunque en realidad sólo fuese una estación de investigaciones pesqueras a la que habían sido destinados. Caterina estaba allí, de modo que tenía que ser un hogar; pero ahora podían pensar en volver al Reino Unido. La investigación había terminado, junto con el viaje. Sería mejor para Philip que volvieran a su país a descansar, al menos temporalmente, mientras él aún asistía a la universidad. Yale se encaminó a la puerta principal y escudriñó la isla de un extremo a otro.
Kalpeni tenía la forma de un anticuado abridor de botellas de cerveza; la acción del mar había roto la barra superior permitiendo la entrada de embarcaciones pequeñas en la laguna. A lo largo del centro de la isla crecían las palmeras. En el fondo se alzaba el minúsculo caserío nativo, un pequeño grupo de feas cabañas, no visible desde aquí a causa de una elevación del terreno.
—Sí, estoy en casa —dijo para sí mismo. Junto a su felicidad corría una hebra de preocupación, cuando se preguntaba cómo enfrentaría el clima lóbrego del norte de Europa.
Vio por la ventana a Caterina, que hablaba con los tripulantes del pesquero. Observó los rostros de los hombres y le complació el placer que ellos sentían mirando y hablando de nuevo a una mujer bonita. Joe trotaba detrás de ella con una bandeja de botellas de cerveza. Salió de la casa y se les acercó. Se sentó en el banco junto con ellos y disfrutó de la cerveza.
Cuando encontró un momento propicio, le dijo a Caterina:
—Vayamos a buscar a Philip.
—Ve tú, querido. Yo me quedaré aquí hablando con los hombres.
—Ven conmigo.
—Philip ya aparecerá. No hay prisa.
—Tengo algo muy importante que decirte.
Ella lo miró, ansiosa.
—¿De qué se trata?
—Te lo diré esta noche.
—¿Es algo acerca de Philip?
—No, claro que no. ¿Pasa algo con Philip?
—Quiere ser escritor.
Yale se rió.
—No hace mucho quería ser piloto lunar, ¿no? ¿Ha crecido mucho?
—Es prácticamente un adulto. Habla en serio cuando dice que quiere ser escritor.
—¿Cómo has estado, querida? ¿No te aburriste demasiado? ¿Dónde está Fräulein Reise, a propósito?
Caterina se refugió detrás de sus anteojos oscuros y miró hacia el bajo horizonte.
—Se aburrió. Se marchó. Te lo contaré luego. —Rió, molesta—. Tenemos tanto que contarnos, Clem. ¿Cómo estaba la Antártica?
—Oh..., ¡maravillosa! ¡Tendrías que haber venido con nosotros, Cat! Este es un mundo de coral y mar. aquél es hielo y mar. No puedes imaginártelo. Es límpido. Mientras estuve allí, viví en un estado de permanente exaltación. Es como Kalpeni: siempre se pertenecerá a sí misma; nunca será propiedad del hombre.
Cuando la tripulación volvía al barco, se puso un par de zapatillas de lona y con paso lento fue hacia las chozas de los nativos en busca de su hijo Philip.
Nada se movía en el mísero caserío. Un poco más allá de las largas rompientes, una hilera de barcas pesqueras descansaba en la playa. Sentada contra el tronco gris-elefante de una palmera, una vieja cuidaba unos pescados que se secaban al sol, demasiado indolente para espantarse las moscas de los párpados. Todo estaba quieto salvo el infinito Océano Índico. Hasta la nube sobre el distante Karavatti parecía anclada en el agua. De la más grande de las cabañas, que también hacía las veces de tienda, llegaba tenue la música de una radio y el canto de una mujer.
Felicidad, oh Felicidad,
es lo que tú eres, y no el Progreso.
Lo mismo, pensó Yale escuetamente, podía decirse de la pereza. Esta gente gozaba aquí de la buena vida, o de otra versión de la buena vida. No querían hacer nada, y casi lo lograban. A Caterina también le gustaba ese modo de vivir. Podía pasarse los días contemplando el horizonte desierto; él en cambio siempre tenía que hacer algo. Había que aceptarlo: las personas son diferentes; pero él siempre lo había aceptado, y hasta con cierta complacencia.
Agachó la cabeza y entró en la cabaña grande. Un amable y rechoncho joven madrasi, todo aceitado y negro y reluciente, estaba sentado detrás del mostrador escarbándose la boca. En la puerta, torpemente escrito sobre un tablón, en inglés y en sánscrito, se leía: V. K. Vandranasis. El joven se levantó y estrechó la mano de Yale.
—¿Contento de estar de vuelta del polo, me imagino?
—Muy contento, Vandranasis.
—Sin duda el Polo Sur es frío hasta en este tiempo caluroso.
—Sí, pero hemos estado de aquí para allá, sabe; prácticamente recorrimos diez mil millas marinas. ¡No nos quedamos sentados en el polo hasta congelarnos! ¿Cómo lo trata la vida? ¿Haciendo fortuna?
—Bueno, bueno, señor Yale, en Kalpeni nadie hace fortuna. ¡Usted lo sabe bien! —Resplandeció, encantado con la broma de Yale—. Pero la vida no es tan mala por aquí. De repente aparecieron tantos peces que los hombres no alcanzan a pescarlos. ¡Nunca se vieron tantos en Kalpeni!
—¿Qué clase de peces? ¿Guasas?
—Sí, sí, muchas muchas guasas. Otros no tan abundantes, pero las guasas llegan por millones.
—¿Y todavía aparecen ballenas?
—Sí, sí, cuando hay luna llena vienen las grandes ballenas.
—Me pareció ver esqueletos cerca del antiguo fuerte.
—Así es. Cinco esqueletos. El último el mes pasado y otro el mes anterior en la época de la luna llena. Pienso que a lo mejor vienen a comerse las guasas.
—No es posible. Las ballenas empezaron a visitar las Laquedivas antes que nos invadieran las guasas. De todos modos, las ballenas azules no se alimentan de guasas.
V. K. Vandranasis inclinó graciosamente la cabeza.
—Suceden muchas cosas raras que los científicos wallah y los hombres sabios ignoran. Este viejo mundo está cambiando continuamente, ¿no lo sabía? Tal vez este año las ballenas azules estén aficionándose al sabor de las guasas. Por lo menos, esa es mi teoría.
Para que el hombre no dejara de hacer su negocio, Yale le compró una botella de jugo de frambuesa y mientras charlaban bebió el tibio líquido escarlata. El tendero se sentía feliz poniéndolo al tanto de los chismes de la isla, que tenían tanto sabor como la azucarada mez-colanza que Yale estaba bebiendo. Por último, Yale tuvo que cortar la andanada preguntándole si había visto a Philip; pero al parecer Philip no había bajado a esa parte de la isla desde hacía un par de días. Yale le dio las gracias, y regresó por la estrecha franja de playa, dejando atrás a la vieja siempre inmóvil frente a los pescados que se secaban al sol.
Quería volver a la casa y pensar en las guasas. El estudio de varios meses sobre las corrientes oceánicas que acababa de terminar, organizado por el Ministerio Británico de Pesca y Agricultura y el Instituto Smithsoniano de Investigaciones Oceánicas con el patrocinio de la Organización Mundial de las Aguas, había sido inspirado por una plétora de peces, en este caso una superabundancia de arenques en las aguas intensamente explotadas del Báltico, que se había iniciado diez años atrás y que continuaba aún. Esa superabundancia se iba extendiendo lentamente a los bancos de arenques del Mar del Norte; en los últimos dos años, el rendimiento de estos reservorios de peces había superado el máximo conocido, en épocas ya remotas. Clem había sabido también, en la expedición al Antártico, que los pingüinos Adelie estaban multiplicándose. Y habría sin duda otras criaturas en parecido proceso de proliferación, que todavía no habían sido registradas.
Toda aquella proliferación aparentemente no planificada de la fauna marina no parecía haberse producido a expensas de otros animales, aunque por supuesto tal estado de cosas no se mantendría si la multiplicación alcanzaba proporciones realmente anormales.
Era una coincidencia que dicha proliferación ocurriese en un momento en que la explosión demográfica humana había declinado. A decir verdad, la explosión había sido más un mito temible que una realidad; ahora se había convertido en un espectro o en un pudo-haber-sido, algo semejante al peligro de una guerra nuclear inevitable, que también se había desvanecido en esta última década del viejo siglo xx. El hombre no había conseguido restringir a voluntad el índice de reproducción en una medida estadísticamente significativa, pero el simple hecho de la superpoblación con toda su secuela de malestares y presiones físicas, sumado a las presiones psíquicas de las neurosis, las aberraciones sexuales y la esterilidad actuando precisamente en los sectores antes más fecundos, había sido lo suficientemente dinámico como para nivelar la acelerada espiral de nacimientos en los países más poblados. Una de las consecuencias de esta situación fue un período de tranquilidad internacional desconocido para el mundo en lo que iba del siglo.
Era curioso que uno se diera a pensar tales cosas en Kalpeni. Las Laquedivas flotaban en medio del océano y a pleno sol; sus indolentes pobladores vivían con una dieta de pescado seco y coco, y no exportaban nada más que pescado salado y copra; eran ajenos a los graves problemas del siglo, de cualquier siglo. Y sin embargo, recordó Yale, modificando las palabras de Donne, ninguna isla es una isla. Ya las costas de esta isla eran bañadas por las olas de un cambio nuevo y misterioso que estaba invadiendo el mundo para bien o para mal, un cambio sobre el que el hombre no tenía dominio alguno, así como tampoco tenía dominio sobre el vuelo del albatros solitario en el aire de los mares del sur.
2
Caterina salió de la casa de coral para encontrarse con su marido.
—¡Philip está en casa, Clem! —le dijo, tomándole la mano.
—¿Por qué tanta ansiedad? —le preguntó Clem, y entonces vio a su hijo que salía de la penumbra agachándose ligeramente para evitar el dintel de la puerta. Philip se adelantó y le tendió la mano a su padre. Mientras se saludaban, Philip sonreía, ruborizado. Yale comprobó que en verdad se había convertido en un adulto.
Este hijo de su primer matrimonio —Yale se había casado con Caterina hacía sólo tres años y medio— se parecía mucho a Yale a los diecisiete años, con el pelo rubio muy corto y una cara larga y móvil que expresaba con demasiada claridad el estado de ánimo de su dueño.
—Me alegra verte. Vamos adentro y toma una cerveza conmigo —dijo Yale—. Es una suerte que el Kraken haya regresado antes que tú partieras hacia Inglaterra.
—Bueno, de eso quería hablarte, papá. Creo que es mejor que vuelva a casa en el Kraken, es decir, que me lleve hasta Aden, para de allí volar a Inglaterra.
—¡No! ¡Ellos zarpan mañana, Phil! Tendremos tan poco tiempo para vernos. No es imprescindible que te marches tan pronto, me imagino.
Philip desvió la mirada, y luego, mientras se sentaba a la mesa frente a su padre, dijo:
—Nadie te pidió que estuvieses casi todo el año fuera de casa.
La réplica tomó a Yale desprevenido.
—No pienses que no les extrañé a ti y a Cat.
—Eso no contesta la pregunta, ¿no?
—Phil, tú no me hiciste una pregunta. Lamento haber estado ausente tanto tiempo, pero el trabajo había que hacerlo. Esperaba que pudieses quedarte un poco más, para estar juntos algunos días. ¿Por qué tienes que irte tan de repente?
El muchacho tomó la cerveza que Caterina había traído, levantó el vaso saludándola cuando ella se sentó entre los dos, y bebió un largo sorbo. Luego dijo:
—Tengo que trabajar, papá. Los últimos exámenes son el año próximo.
—¿Te alojarás en casa de tu madre en Inglaterra?
—Mamá está en Cannes o no sé dónde con uno de esos amigos ricos. Me quedaré en Oxford con una persona amiga y voy a estudiar.
—¿Una amiga, Phil?
El intento de broma no resultó. Phil repitió sombríamente:
—Una persona amiga.
Hubo un silencio. Caterina notó que ambos le miraban las delicadas manos bruñidas, que tenía apoyadas sobre la mesa. Se las puso sobre la falda y dijo:
—Bueno, vayamos los tres a nadar a la laguna, como hacíamos antes.
Los dos hombres se levantaron, sin entusiasmo, pero sin querer rechazar la invitación.
Se pusieron los trajes de baño. La excitación y el placer reconfortaron a Yale cuando volvió a ver a su mujer en bikini. El cuerpo de Caterina era tan atractivo como siempre, y estaba más bronceado que nunca; en los muslos no había ni un gramo de más, y los pechos eran firmes. Ella le sonrió con malicia como si supiera lo que él estaba pensando, y le tomó la mano. Mientras bajaban al muelle, llevando unas patas de rana, máscaras y esnorkels, Yale dijo:
—¿Dónde te habías escondido cuando atracó el Kraken, Phil?
—Estaba en el fuerte, y no estaba escondido.
—Te preguntaba solamente. Cat dice que te dedicarás a escribir.
—Ah, ¿sí?
—¿Qué escribes? ¿Ficción? ¿Poesía?
—Supongo que tú lo llamarías ficción.
—¿Y cómo lo llamarías tú?
—Oh, por Dios, deja de examinarme ¿quieres? Ya no soy un mocoso.
—¡Tengo la impresión de haber caído en mal momento!
—Sí, si quieres saberlo, ¡sí! Te divorciaste de mamá y luego empezaste a correr detrás de Cat y te casaste con ella... ¿Por qué no la cuidas si la quieres?
Tiró al suelo el equipo, corrió a lo largo de la plataforma de madera y se lanzó de prisa a las aguas azules en una zambullida superficial. Yale se volvió a Caterina, pero ella no lo miró.
—¡Parece celoso! ¿Ha habido muchas escenas de este tipo?
—Está en la etapa del malhumor. Tienes que dejarlo tranquilo. No lo molestes.
—Si casi ni le he hablado.
—No te opongas a que se vaya mañana si está decidido.
—Ustedes dos han estado peleando por algo, ¿no?
La miraba desde arriba, sentada en la plataforma donde se calzaba las patas de rana. Le miró el nacimiento de los pechos, y el deseo lo dominó otra vez. Volverían a Londres, y Cat tendría allí un bebé, por el bien de ella; uno podía llegar a sacrificar demasiadas cosas sólo por amor al sol; una actitud civilizada implicaba tal vez la voluntad de someterse a dosis cada vez mayores de luz y calor artificiales; quizá hubiese una relación directa entre el creciente afán de poder en el mundo y el apuntalamiento del contrato social. Esta cavilación momentánea fue interrumpida por la respuesta de Cat.
—Al contrario, nos llevábamos muy bien en tu ausencia.
Algo en el tono de la voz de ella clavó a Clem en el lugar donde estaba, los ojos fijos en Cat, que ya nadaba hacia su hijastro. Philip jugueteaba en la laguna, más allá del Kraken. Lentamente, Clem se bajó la máscara, y se lanzó tras Caterina.
La zambullida les hizo bien a todos. Después de lo que dijera Vandranasis, a Yale no le sorprendió encontrar guasas en el agua, aunque por lo general no entraban en la laguna. Un ejemplar gordo y viejo, de más de un metro ochenta de largo, parecía dispuesto a otorgarle una amistad despectiva y burlona, y Clem deseó haber traído el fusil arpón.
Cuando se cansó de estar en el agua, nadó hacia el noroeste de la laguna, bajo el antiguo fuerte portugués, y se tendió sobre la áspera arena coralina. A los pocos minutos llegaron los otros y se unieron a él.
—Esto es vida —dijo Clem rodeando a Caterina con un brazo—. Algunos de nuestros pretendidos expertos explican la vida como deseo de poder, otros encuentran la explicación de todas las cosas en los propósitos de Dios; para otros, todo es cuestión de glándulas, y para otros todo se reduce a un problema de deseos incestuosos sublimados. Pero yo veo la vida como una búsqueda del sol.
Sorprendió la mirada tensa de su mujer.
—¿Qué te sucede? ¿No estás de acuerdo?
—Yo..., no, Clem, yo..., bueno, supongo que tengo otras aspiraciones.
—¿Cuáles?
Caterina no respondió, y Clem le preguntó a Philip:
—¿Cuáles son tus metas en la vida, muchacho?
—¿Por qué haces siempre preguntas tan aburridas? Yo vivo. No me paso la vida intelectualizando.
—¿Por qué se marchó Fräulein Reise? ¿Acaso porque eras tan descortés con ella como conmigo?
—Oh, vete a...
Philip se incorporó, se bajó de golpe la máscara, y volvió a arrojarse al agua, braceando violentamente hacia la otra orilla. Yale se levantó, se sacó de un puntapié las patas de rana, y subió a paso vivo la pendiente, insensible a las mordeduras de la arena coralina. En la cresta del banco de coral crecían unos pastos ralos, y luego la cuesta descendía hacia los arrecifes y la larga barrera del océano. Allí yacían pudriéndose las ballenas, a medias fuera del agua, carne que era ahora algo demasiado terrible para que aún se la considerase carne. Afortunadamente los alisios del sudoeste impedían que el hedor llegase a la otra franja de la isla; ahora Yale recordó que esas emanaciones de la carne putrefacta habían seguido al Kraken como una estela durante un largo trecho, como si toda Kalpeni fuese el trono de un crimen horrendo e inconmensurable. Pensó en eso ahora, mientras trataba de no sentirse furioso contra Philip.
Esa noche, invitaron a cenar a los hombres del pequeño pesquero. Fue una alegre comida de despedida, pero terminó temprano, y más tarde Yale, Philip y Caterina se sentaron en la galería, a tomar un último trago y contemplar las luces del Kraken en la laguna. Philip parecía haber dejado atrás el malhumor de la tarde y hablaba con animación, parloteando sobre la vida en la universidad hasta que Caterina lo interrumpió.
—He oído hablar de Oxford más que suficiente en estas últimas semanas. ¿Qué te parece si ahora oímos a Clem hablar del Antártico?
—A mí me suena de lo más aburrido y deprimente.
—Tiene sus momentos malos y sus momentos buenos —dijo Clem—, lo cual, supongo, se puede aplicar también a Oxford. Piensa por ejemplo en esos pingüinos que he traído. Las condiciones en las que se aparean son mortales para el hombre, tal vez unos treinta y cinco grados bajo cero y con tormentas de nieve aullando sobre sus cabezas a más de cien kilómetros por hora. Uno se congelaría literalmente en un clima así, y sin embargo los pingüinos lo consideran ideal para sus amoríos.
—¡Más que tontos!
—Ellos tienen sus razones. En ciertas épocas del año, la Antártica es un hervidero de alimentos, el lugar más rico del mundo. Oh, tienes que ir allí alguna vez, Philip. ¡Luz a raudales en el verano! Es..., bueno, allá abajo es otro planeta, y mucho más inexplorado que la Luna. ¿Te das cuenta que la gente va más a la luna que a la Antártica?
Los motivos que habían llevado al Kraken a aquellas lejanas aguas australes habían sido simplemente científicos. La recién fundada Organización Mundial de las Aguas, con sede en un novísimo rascacielos de la bahía de Nápoles, había inaugurado un estudio quinquenal de los océanos, y el viejo y herrumbrado Kraken era una modestísima parte de la contribución anglo-norteamericana. Equipado con correderas Davit y otros instrumentos oceanográficos modernos, había trabajado durante muchos meses en el levantamiento de las corrientes del Atlántico. Durante el viaje, Clement Yale se había encontrado, imprevisiblemente, haciendo el papel de detective.
—Te dije esta mañana que traía noticias importantes. Será mejor que me confiese ahora mismo. ¿Sabes qué es un copépodo, Cat?
—Te he oído hablar a ti. Son peces, ¿no?
—Son crustáceos que viven en el plancton, y un eslabón esencial en la cadena de la vida oceánica. Se ha calculado que puede haber más ejemplares de copépodos que individuos de todas las otras especies animales multicelulares sumadas: todos los seres humanos, los peces, las ostras, monos, perros y así sucesivamente, todos. Un copépodo tiene aproximadamente el mismo tamaño que un grano de arroz. Algunos géneros pueden comer en un día la mitad de su peso en alimentos, principalmente diatomeas. El cerdo campeón mundial nunca llegó a tanto. El ritmo digestivo y reproductor de esta diminuta brizna de vida bien podría tomarse como símbolo de la fecundidad de la vieja Tierra.
»También podría ilustrar cómo la vida toda se encadena alrededor del globo. Los copépodos se alimentan de las más minúsculas partículas vivientes del océano, y sirven de alimento a algunos de los más grandes, en particular la ballena-tiburón, el tiburón gigante y otros cetáceos. Algunas aves marinas también gustan de agregar a su dieta una pizca de copépodo.
»Los diferentes géneros de copépodos pululan en los distintos canales y niveles del multidimensional mundo del océano. Nosotros seguimos a nuestro género a lo largo de miles de kilómetros mientras rastreábamos una determinada corriente oceánica.
—¡Oh..., oh, ya me imaginaba que iba a terminar en su tema favorito! —dijo Philip.
—Tráele otro trago a tu padre y no seas descarado. El complejo de las corrientes oceánicas es tan indispensable para la vida humana como la circulación de la sangre. Ambas son la fuente madre de la existencia, el manantial de nuestros impulsos, querámoslo o no. A bordo del Kraken, nos interesamos en particular por un brazo de esa fuente, una corriente que los oceanógrafos sólo conocían como teoría. Hemos seguido su curso, y le hemos puesto un nombre.
»Dentro de un momento te diré ese nombre. Te divertirá, Cat. La corriente nace perezosamente en el Mar Tirreno, que es el nombre de esa muestra de Mediterráneo encerrada entre Cerdeña, Sicilia e Italia. Hemos nadado allí más de una vez en las afueras de Sorrento, Cat, pero para nosotros no era más que el Mediterráneo. De cualquier modo, el promedio de evaporación es alto allí, y el agua excesivamente salada se va al fondo y termina por volcarse en el Atlántico; el Mediterráneo no es más que un brazo del Atlántico, rodeado de tierra.
»La corriente desciende a mayor profundidad y se desvía hacia el sur. Pudimos seguirla fácilmente con los medidores de salinidad y velocidad y otros instrumentos. En un momento se divide, pero la corriente que nos interesa en particular mantiene una extraordinaria homogeneidad; una angosta cinta de agua que avanza a un promedio de cinco kilómetros por día. En el Atlántico queda encerrada entre otras dos corrientes que circulan en sentido contrario, corrientes que desde hace algunos años se conocen con los nombres de Agua Antártica Intermedia y Agua Antártica de Profundidad. Estas dos corrientes que van hacia el norte son grandes masas de agua; arterias principales. La corriente profunda es extremadamente salina y de una temperatura glacial.
»La seguimos más allá del Ecuador, por las latitudes australes, hasta las aguas frías del Océano Austral. Al fin la corriente aflora y se abre en abanico, desde el Mar de Weddel hasta el de Mackenzie, a lo largo de la costa antártica. En estas aguas más templadas, durante el breve verano polar, proliferan los copépodos y muchos peces diminutos. Otro pequeño crustáceo, el euphaustid o krill, tiñe los mares de color canela, a tal punto saturan las aguas. A menudo el Kraken navegaba por un mar rosáceo. Mientras ellos se comen a las diatomeas, las ballenas se los comen a ellos.
—¡La naturaleza es tan horrible! —dijo Caterina.
Yale le sonrió.
—Quizá, pero no hay ninguna otra cosa fuera de la naturaleza. Como quiera que sea, nos sentíamos muy orgullosos del hecho que nuestra corriente tuviese un itinerario tan largo. ¿Sabes el nombre que le hemos puesto? La hemos bautizado en honor del Director de la Organización Mundial de las Aguas. Se la conocerá como la Corriente Devlin, por Theodore Devlin, el gran ecólogo marino y tu primer marido.
Caterina nunca era tan atractiva como cuando se enojaba. Estirando la mano para sacar un cigarrillo de la caja de madera de sándalo que había sobre la mesa, exclamó:
—¡Supongo que esa es tu idea de una broma!
—Quizá sea una ironía. Pero es lo que corresponde, no te das cuenta. ¡Al diablo lo que es del diablo! Devlin es un gran hombre, de un nivel que yo nunca alcanzaré.
—¡Clem, tú sabes cómo me trataba!
—Claro que lo sé. Gracias a esa forma de tratarte, pude tenerte conmigo. No le guardo rencor al hombre. Después de todo, alguna vez fue mi amigo.
—No, no lo fue. Theo no tiene amigos, sólo utensilios. Después de vivir con él cinco años quizá lo conozca mejor que tú.
—Tu podrías tener prejuicios. —Sonrió, casi disfrutando del enojo de Caterina.
Cat le arrojó el cigarrillo y se levantó de un salto.
—¡Estás loco, Clem! ¡Me sacas de quicio! ¿Por qué no tomas partido alguna vez? ¡Eres siempre tan condenadamente ecuánime! ¿Por qué no puedes odiar a alguien, alguna vez? ¡A Theo en particular! ¿Por qué no pudiste odiar a Theo, por mí?
Clem también se puso de pie.
—Te quiero más cuando tratas de comportarte como una perra.
Caterina abofeteó a Yale en la cara, haciéndole volar los anteojos, y salió furiosa de la habitación. Philip no se movió. Yale fue hasta la silla de caña más cercana y recogió sus anteojos del asiento; no estaban rotos. Mientras se los volvía a poner, dijo:
—Espero que estas escenas no te violenten demasiado, Phil. Todos necesitamos válvulas de salida para nuestras emociones, sobre todo las mujeres. Caterina es maravillosa, ¿no te parece? Te llevaste bien con ella, ¿no?
Philip se sonrojó.
—Te dejo con tus tonterías. Tengo que ir a preparar mis maletas.
En el momento en que se disponía a salir, Yale lo tomó del brazo.
—No hay ninguna razón para que te vayas. Eres casi adulto. Tienes que aprender a enfrentar las emociones violentas. Nunca pudiste de niño..., pero son tan naturales como las tormentas en el mar.
—¡Niño! ¡Tú eres el niño, papá! Crees ser tan equilibrado, tan comprensivo, ¿no? ¡Pero nunca comprendiste los sentimientos de la gente!
Se soltó de un tirón. Yale se quedó solo en el cuarto.
—Explica y quizá comprenda —dijo en voz alta.
3
Cuando entró en el dormitorio, encontró a Caterina abatida, sentada en la cama, descalza, los pies apoyados en el suelo de piedra. Ella le clavó una mirada penetrante, con algo de la inmovilidad inescrutable de una gata.
—Bebí demasiado esta noche, querido. Sabes que la cerveza no me cae bien. ¡Lo siento!
Yale se le acercó, le puso la alfombra bajo los pies y se arrodilló junto a ella.
—¡Alcohólica perdida! Ven y ayúdame a darles de comer a los pingüinos antes de acostarnos. Philip se ha ido a la cama, me parece.
—Di que me has perdonado.
—¡Oh, por Dios, no me vengas con eso, mi dulce Cat! Ya ves que te he perdonado.
—¡Dilo entonces, dilo!
Clem pensó para sí: «Philip tiene razón —pensó Lasey—. No entiendo a nadie. Ni siquiera me entiendo a mí mismo. Es verdad que he perdonado a Cat, y sin embargo me cuesta decírselo sólo porque ella quiere que se lo diga. Quizá pienso que hay tan poco que perdonar. Bueno, ¿qué es la dignidad de un hombre frente a la necesidad de una mujer?» Y lo dijo.
Afuera, las olas lamían los arrecifes con un canturreo adormecedor, la cadencia de un perpetuo bienestar. Durante la noche la isla se veía tan baja que parecía un milagro que el mar no la arrollase. Salvo la lámpara del mástil del Kraken, no había ninguna otra luz a la vista.
Los dos pingüinos estaban en una de las jaulas fijas en el fondo del laboratorio. Dormían, con los picos escondidos bajo el ala, y no cambiaron de posición cuando se encendieron las luces.
Cat rodeó con un brazo la cintura de Clem.
—Siento haber perdido el control. Supongo que tendríamos que haberte felicitado. Quiero decir, supongo que esta corriente es un gran descubrimiento, ¿no?
—De lo que estoy seguro es del hecho que es un largo descubrimiento: quince mil kilómetros.
—Oh, hablemos en serio, querido. Como de costumbre, estás desvalorizando tu trabajo, ¿verdad?
—Oh, terriblemente. Cualquier día de estos me condecoran. De todos modos, tendremos que volar a Londres dentro de una semana para recibir algún homenaje, y habrá que preparar un informe más completo. A decir verdad, hay otro descubrimiento que he comunicado sólo a una persona y que quita toda importancia al descubrimiento de la Corriente de Devlin. Este segundo descubrimiento podría afectarnos a todos.
—¿Qué quieres decir?
—Es tarde y los dos estamos cansados. Te enterarás mañana por la mañana.
—¿No puedes decírmelo ahora, mientras les das de comer a los pájaros?
—Los pájaros están bien. Sólo quería verlos. Comerán mejor por la mañana. —La miró meditabundo—. Soy un hombre codicioso, Cat, aunque trato de disimularlo. Amo la vida y quisiera compartirla contigo durante mil años, me gustaría recorrer la Tierra durante mil años, ¡con o sin honores! Esa posibilidad existe.
Se miraron largamente tratando de percibir las corrientes neurales que fluían entre ellos, bastante distendidos después de la riña como para sentir que ya no eran dos organismos independientes.
—Ha aparecido una nueva infección en el torrente sanguíneo del mundo —dijo Yale—. Quizá llegue a provocar una especie de epidemia a la que podríamos llamar longevidad. Fue aislada por primera vez hace una década en un cardumen de arenques del Báltico. Es un virus. Cat..., entendiste cómo rastreamos la Corriente Devlin, ¿verdad? Teníamos sondas y aparatos de sonar y flotadores especiales que se hunden a densidades predeterminadas, y así pudimos verificar la salinidad y la temperatura y la velocidad de nuestra corriente en todo su curso. También pudimos observar la composición del plancton. Descubrimos que los copépodos eran portadores de un virus que yo pude identificar como una forma del virus Báltico, una forma sumamente característica. No sabemos de dónde vino originariamente el virus. Los rusos creen que fue traído a la Tierra dentro de una tectita, o por el polvo meteórico, así que podría ser de origen extraterrestre...
—¡Clem, por favor, no entiendo una palabra! ¿Qué hace este virus? ¿Prolonga la vida, dices?
—En ciertos casos. En ciertas especies.
—¿A hombres y mujeres?
—No. No todavía. No hasta donde yo sé. —Señaló con un ademán el equipo, sobre el banco del laboratorio—. Te mostraré qué aspecto tiene cuando haya instalado el microscopio electrónico. Es un virus muy pequeño, de unos veinte milimicrones de largo. Una vez que encuentra un huésped adecuado, se propaga rápidamente a través de los tejidos, destruyendo todo cuanto amenaza la vida de la célula. En realidad, es un reparador celular, y muy eficaz. ¡Te das cuenta de lo que esto significa! Toda criatura infectada por este virus podría vivir eternamente. El virus Báltico es capaz de reconstruir todo el tejido celular si encuentra el huésped que necesita. Por ahora parece no haber encontrado más que dos, ambos marinos, un pez y un mamífero, el arenque y la ballena azul. En cambio en los copépodos es apenas un virus latente.
Advirtió que Caterina se estremecía.
—¿Quieres decir que todos los arenques y ballenas azules son inmortales?... —preguntó.
—En potencia lo son, si se han infectado, sí. Por supuesto, los arenques se comen, pero los que escapan siguen reproduciéndose año tras año con una energía incontenible. Los animales que se alimentan de arenques no parecen haber adquirido la infección. En otras palabras, en ellos el virus no puede vivir. Es una ironía que este germen diminuto lleve consigo el secreto de la vida eterna, y que al mismo tiempo se vea constantemente amenazado por la extinción.
—Pero la gente...
—La gente no está en juego todavía. Los copépodos que encontramos a lo largo de nuestra corriente estaban infectados con el virus Báltico. Afloraron en el Antártico. Y allí hice un nuevo descubrimiento: hay otra especie que puede ser infectada. Los pingüinos Adelie. Ya no mueren por causas naturales como hasta hace poco. Estos dos pájaros son virtualmente inmortales.
Caterina se quedó mirándolos a través del alambre tejido de la jaula. Los pingüinos se habían posado en el borde enlozado del tanque. Estaban despiertos, pero no habían sacado el pico de debajo del ala, y ahora espiaban a la mujer con ojos brillantes e inmóviles.
—Clem..., es curioso, generaciones y generaciones de hombres han soñado con la inmortalidad. Pero nunca pensaron que podía ser privilegio de los pingüinos... ¡Lo que tú llamarías una ironía, supongo! ¿Hay alguna posibilidad de contagiarnos de estos pájaros?
Clem rió.
—No es tan fácil como contagiarse la psitacosis de un loro. Pero quizá las investigaciones de laboratorio encuentren la forma de infectar a los seres humanos. Antes que eso suceda, tendríamos que hacernos otra pregunta.
—¿Qué quieres decir?
—¿No hay ante todo un problema moral? ¿Somos capaces, como especie o como individuos, de vivir fructuosamente durante mil años? ¿Lo merecemos?
—¿Crees que los arenques lo merecen más que nosotros?
—Hacen menos daño que el hombre.
—¡Trata de explicárselo a tus copépodos!
Esta vez Clem se rió con genuino placer, disfrutando de una de esas raras ocasiones en que según él ella replicaba con ingenio.
—Es interesante cómo los copépodos llevan el virus desde el Mediterráneo al Antártico sin infectarse ellos mismos. Por supuesto, tiene que haber un eslabón que una el Báltico y el Mediterráneo, pero aún no lo hemos encontrado.
—¿Podría ser otra corriente?
—No lo creo. Por el momento no lo sabemos. Mientras tanto, la ecología terrestre está sufriendo una transformación lenta pero profunda. Hasta ahora, sólo se ha manifestado en una grata superabundancia de alimentos y en la supervivencia de ballenas que estaban a punto de extinguirse, pero con el tiempo podría traer hambre al mundo y otras desagradables calamidades naturales.
Ese aspecto le interesaba menos a Caterina.
—¿Mientras tanto investigarás si puedes implantar el virus en nosotros?
—Eso podría ser muy peligroso. Además, no es mi campo.
—No me dirás que vas a dejarlo escapar.
—No. He mantenido en secreto todo el asunto, incluso para los compañeros del Kraken. He comunicado el problema a sólo otra persona. Me odiarás por esto, Cat, pero es algo demasiado importante para permitir que circunstancias personales interfieran de algún modo. Le envié un informe cifrado a Theo Devlin a la OMA en Nápoles. Iré a verlo de paso para Londres.
De pronto Cat pareció cansada y envejecida.
—O eres un santo o estás loco de atar —dijo.
Los pingüinos observaron, inmóviles, a los dos humanos que salían del laboratorio. Mucho después que se apagaran las luces, cerraron los ojos y volvieron a dormirse.
El amanecer de la mañana siguiente incendió el cielo con un esplendor más que wagneriano, iluminando las primeras lánguidas actividades en el Kraken, y mezclándose con el olor de los huevos conservados que estaban friendo en la cocina de a bordo. Dentro de cuatro o cinco días la tripulación estaría de regreso en la base de Aden, disfrutando una vez más de sabrosos alimentos variados y frescos.
Philip también estaba en movimiento desde muy temprano. Había dormido desnudo entre las sábanas y se vistió sólo con un exiguo pantalón de baño. Dio la vuelta a la casa y miró por la ventana de la alcoba de su padre. Yale y Cat dormitaban plácidamente juntos en la cama de ella. Dio vuelta la cara con una mueca, y con paso vacilante se encaminó a la laguna para una última zambullida. Un rato después, Joe, el pequeño sirviente negro, iba y venía por la casa, preparaba el desayuno y cantaba una canción que hablaba de una mañana fresca.
Junto con el calor, aumentaba el ajetreo previo a la partida. Yale y su esposa fueron invitados a bordo del pesquero para un último almuerzo, que se sirvió bajo el toldo de cubierta. Yale trató de hablar con Philip, pero su hijo se había refugiado en un humor hosco y no hubo manera de sacarlo de él; Yale se consoló pensando que dentro de pocos días volverían a encontrarse en el Reino Unido.
El barco zarpó poco después del mediodía, haciendo sonar la sirena cuando atravesó la angosta boca del arrecife, como había hecho al llegar. Yale y Cat saludaron con la mano durante un rato, a la sombra de las palmeras, y luego regresaron a la casa.
—¡Pobre Philip! Espero que sus vacaciones le hayan hecho bien. Esta angustiada etapa de la adolescencia es difícil de sobrellevar. ¡Yo pasé por lo mismo, lo recuerdo bien!
—¿De veras, Clem? Lo dudo. —Miró desesperada alrededor, la bondadosa cara de su marido, el mar agitado en el que la barca era aún claramente visible, las pesadas hojas de las palmeras sobre sus cabezas. No encontró ayuda, al parecer, en ninguno de estos elementos. Al fin estalló—: ¡Clem, no puedo guardar el secreto, tengo que decírtelo ahora, no sé qué vas a decir ni qué harás, pero en estas últimas semanas Philip y yo fuimos amantes!
Él la miró perplejo, entornando los ojos detrás de los cristales, como si no pudiese comprender la expresión que ella había empleado.
—¡Por eso se fue como se fue! No podía soportar quedarse estando tú aquí. Me pidió que nunca te lo contase... Él... Clem, fue todo culpa mía, yo debí tener más sentido común. —Hizo una pausa y luego dijo—: Tengo edad suficiente como para ser su madre.
Yale se quedó muy quieto y exhaló una larga y ruidosa bocanada de aire.
—¡No..., no es posible, Caterina! ¡No es más que un niño!
—¡Es tan adulto como tú!
—¡No es más que un niño! ¡Tú lo sedujiste!
—Clem, trata de entender. En un principio fue la Fräulein. Fue ella..., o él empezó, no sé cuál de los dos. Pero la isla es pequeña. Los sorprendí una tarde, desnudos, dentro del antiguo fuerte. A ella la despedí, pero de algún modo el veneno cundió. Yo... Después de verlo...
—¡Oh Dios, es incesto!
—¡Tú siempre con esas estúpidas palabras anticuadas!
—¡Yegua! ¡Cómo pudiste hacerlo con él!
Yale se separó de ella y echó a andar. Cat no lo retuvo. No podía tenerse en pie. Tambaleándose, entró llorando en la casa y se tiró sobre la cama deshecha.
Durante tres horas, Yale estuvo paralizado en la orilla noroeste de la isla, con los ojos clavados en el mar. Durante todo ese tiempo apenas se movió, excepto una vez para quitarse las gafas y enjugarse los ojos. El corazón le latía pesadamente y miraba enfurecido la inmensidad que se extendía ante él como si lo desafiase.
Cat llegó hasta él en silencio, trayéndole un vaso de agua en la que había disuelto unos cristales de limón.
Clem tomó el vaso, le dio las gracias en voz baja, y bebió sin mirarla una sola vez.
—Si te sirve de algo, Clement, quiero decirte que te quiero y te admiro muchísimo. No soy digna de ser tu mujer, lo sé, y pienso que eres un santo. Por mucho que te haya herido, tu dolor fue sólo por lo que le puedo haber hecho a Philip, ¿no es así?
—¡No seas tonta! No debí dejarte sola todos estos meses. Te expuse a la tentación. —La miró con expresión grave—. Lamento lo que dije..., eso del incesto. Tú no tienes ningún parentesco con Philip, salvo por estar casada conmigo. Y en todo caso, el hombre es la única criatura que condena el incesto. La mayoría de las criaturas, incluyendo a los monos superiores, no ven ningún mal en él. Se podría definir al hombre como la especie que le teme al incesto. Algunos psicoanalistas definen todas las enfermedades mentales como obsesiones incestuosas, tú sabes. Así que soy yo...
—¡Basta! —Fue casi un grito. Por un instante Caterina luchó consigo misma y luego dijo—: Mira, Clem, ¡habla de nosotros, por amor de Dios, no de lo que dicen los psicoanalistas o lo que hacen los monos superiores! ¡Habla de nosotros! ¡Piensa en nosotros!
—Perdóname, soy un pedante, lo sé, pero lo que quiero decir...
—¡No, no, no me pidas perdón tú a mí! ¡Yo tendría que pedirte perdón a ti, de rodillas suplicar tu perdón! ¡Oh, me siento tan mal, tan culpable, tan desesperada! No tienes idea de lo que he pasado.
La abrazó, dolorido, y la sostuvo, y por un momento él se pareció mucho a su hijo.
—¡Te estás poniendo histérica! No quiero que te arrodilles, Cat, aunque gracias al cielo siempre fue uno de tus rasgos más adorables, que supieras reconocer tus errores como yo nunca pude hacer con los míos. Lo que hiciste estaba mal, tú puedes verlo. Estuve recapacitando, y entiendo que la culpa es sobre todo mía. No debí dejarte aislada aquí en Kalpeni tanto tiempo. Esto no cambiará nada entre los dos, una vez que me haya repuesto del golpe. Estuve recapacitando y creo que le escribiré a Philip y le diré que me lo has contado todo, y que no tiene por qué sentirse culpable.
—Clem..., ¿cómo puedes..., no tienes sentimientos? ¿Cómo puedes perdonar con tanta facilidad?
—No dije que te hubiese perdonado a ti.
—¡Acabas de decirlo!
—No, yo dije..., no hagamos juegos de palabras. Tengo que perdonarte. Te he perdonado.
Cat se aferró a él.
—¡Entonces dime que me has perdonado!
—Acabo de hacerlo.
—Dímelo. ¡Por favor, dímelo!
Furioso de pronto, Yale la arrojó lejos, gritando:
—¡Maldita seas, te dije que te he perdonado, perra de mierda! ¿Para qué seguir?
Ella cayó de espaldas sobre la arena. Yale se agachó en seguida a ayudarla a levantarse, disculpándose por su violencia, repitiéndole una y otra vez que la había perdonado. Cuando Cat estuvo nuevamente en pie, se dirigieron a la casa de coral, dejando tirado sobre la arena un vaso vacío. Mientras caminaban, Caterina dijo:
—¿Te imaginas el dolor de tener que vivir mil años?
El día después a que ella hiciera esa pregunta, Theodore Devlin llegó a la isla.
4
Casi toda la población de Kalpeni salió a ver aterrizar el helicóptero en el improvisado aeropuerto circular del centro de la isla. Hasta Vandranasis cerró la tienda y siguió a la fila de curiosos rumbo al norte.
Las grandes hojas de las palmeras aplaudieron cuando la máquina descendió, con la insignia de la OMA reluciendo en el casco negro. Cuando las palas dejaron de rotar, Devlin saltó a tierra, seguido por el piloto.
Devlin era dos o tres años mayor que Yale, un hombre fornido al borde de la cincuentena, bien conservado, y tan pulcro de apariencia como Yale era despreocupado y desaliñado. Era un hombre afilado de cara y de cerebro, respetado por muchos, querido por pocos. Yale, que no llevaba nada más que jeans y zapatillas de lona, se acercó morosamente a estrecharle la mano.
—¡Quién pensaría verte por aquí, Theo! ¡Kalpeni se siente honrada!
—¡En Kalpeni hace un calor de todos los infiernos! Por amor de Dios, llévame a la sombra, Clement, antes que me fría. ¡Cómo aguantas aquí, no lo entiendo!
—Me he aclimatado, supongo. Para mí es el hogar lejos del hogar. ¿Ves a mis dos pingüinos nadando en la laguna?
—Uh. —Devlin no estaba de humor para charlas triviales. Echó a andar a paso vivo, en un traje liviano y bien cortado, una cabeza más bajo que Yale, y de movimientos regulares y precisos, aun mientras caminaba por la arena movediza.
Al llegar a la puerta de la casa Yale se apartó para que entrasen Devlin y el piloto, un hindú descarnado. Caterina estaba de pie en la habitación, sin una sonrisa de bienvenida. Si a Devlin le molestaba encontrarse con su ex esposa, no lo demostró.
—Creía que en Nápoles hacía mucho calor. Aquí están viviendo en un verdadero horno. ¿Cómo estás, Caterina? Se te ve bien. No te veía desde que llorabas en el banquillo de los testigos. ¿Cómo te trata Clement? No al estilo a que estabas acostumbrada, espero.
—Es evidente que no has venido a hacerte simpático, Theo. Quizá tú y tu piloto quieran beber algo. ¿Tal vez nos lo ibas a presentar?
Luego de este rápido contraataque, Devlin frunció los labios y adoptó una acritud menos belicosa. Lo que dijo en seguida casi podía ser considerado una disculpa.
—Esos nativos de ahí afuera me irritaron, dejando sus impresiones digitales por todo el helicóptero. No han dado ni el más elemental paso adelante desde el principio de la humanidad. Son parásitos en todo el sentido de la palabra. Deben lo poco que tienen al pescado y al prodigioso coco, que les llega hasta los umbrales por cortesía de las mareas. Y aun esta maldita isla, ¡los insectos coralíferos la construyeron para ellos!
—Nuestra cultura tiene la misma deuda para con otras plantas y animales, y hasta con la lombriz de tierra.
—Por lo menos nosotros pagamos nuestras deudas. De todos modos, no se trata de esto. Lo que sucede es que yo no comparto tu debilidad sentimental por las islas desiertas.
—Nosotros no te invitamos a venir aquí, Theo —dijo Caterina. Todavía luchaba tratando de sofocar la sorpresa y la furia que había sentido al ver a Devlin.
Joe apareció y sirvió cerveza a todos. El piloto se quedó bebiendo junto a la puerta abierta, observando nerviosamente a su amo. Devlin, Yale y Caterina estaban sentados enfrentándose.
—Infiero que has recibido mi informe —dijo Yale—. Por eso estás aquí, ¿no es así?
—Me estás chantajeando, Clement. Por eso estoy aquí. ¿Qué pretendes?
—¿Qué?
—Me estás chantajeando. ¡Thomas!
Devlin chasqueó los dedos mientras hablaba y el piloto sacó una pistola, con algo que Yale reconoció como un silenciador; era la primera vez que veía uno en la vida real. El piloto seguía sosteniendo el vaso de cerveza con la mano izquierda, bebiendo como al descuido, pero su mirada distaba de ser casual. Yale se puso de pie.
—¡Siéntate! —le ordenó Devlin, apuntándole con el dedo—. Siéntate y escúchame, o más tarde resultará que tuviste un malentendido con un tiburón mientras nadabas. Te enfrentas con una organización implacable, Clement, pero puedes salir indemne si te cuidas. ¿Qué pretendes?
Yale meneó la cabeza.
—Tú eres el que tiene problemas, Theo, no yo. Será mejor que expliques toda esta situación.
—Tú siempre tan inocente, ¿verdad? Sé perfectamente bien que el informe que me enviaste, asegurándome que nadie más conocía los hechos, era un mal disimulado intento de chantaje. Dime cómo puedo comprar tu silencio.
Yale miró a su mujer; leyó en el rostro de ella el mismo desconcierto que él sentía ahora. Le enfurecía pensar que no podía entender a Devlin. ¿Qué pretendía este hombre? El informe no había sido más que un resumen científico del ciclo que transportaba el virus del Báltico del Mar Tirreno al Antártico. Ofuscado, sacudió la cabeza y bajó los ojos hasta sus manos entrelazadas.
—Lo siento, Theo; tú sabes lo cándido que soy. No logro entender de qué estás hablando, ni por qué consideras necesario apuntarme con un revólver.
—¡Esto es otra prueba de tu paranoia, Theo! —dijo Caterina. Se levantó y se acercó a Devlin con la mano extendida. El piloto apoyó el vaso precipitadamente y levantó la pistola, apuntando a Cat—. ¡Démela! —le dijo ella.
El hombre vaciló, esquivando la mirada de Caterina. Ella tomó el arma por el caño, se la sacó de las manos y la arrojó a un rincón de la habitación.
—Ahora, fuera de aquí. ¡Vaya y espere en el helicóptero! ¡Llévese su cerveza!
Devlin hizo un movimiento hacia el arma, y en seguida se detuvo. Volvió a sentarse, evidentemente perplejo. Optando por ignorar a Caterina como única forma de salvar la situación, dijo:
—Clement, ¿no me engañas? ¿Eres realmente tan tonto que no sabes de qué estoy ha-blando?
Caterina le palmeó el hombro.
—Será mejor que te vuelvas a casa. En esta isla no nos gusta que la gente nos amenace.
—Déjalo, Cat, vamos a ver si averiguamos qué idea loca se le ha metido en la cabeza. Ha venido aquí desde Nápoles, arriesgando su reputación para amenazarnos como si fuese un vulgar pistolero... —Le faltaban las palabras.
—¿Qué quieres, Theo? —dijo Caterina—. Es algo horrible sobre mí, ¿no es verdad?
Esa pregunta devolvió a Devlin el buen humor y parte de su aplomo.
—No, Caterina, ¡no es eso! No tiene nada que ver contigo. ¡Perdí todo interés en ti hace mucho mucho tiempo, mucho antes que te fugaras con este pescador!
Se levantó y cruzó hasta el mapamundi, reseco y manchado por las moscas, que colgaba de la pared.
—Clement, es mejor que vengas y mires esto. Aquí está el Báltico. Y aquí el Mediterráneo. Tú le seguiste la pista al virus de la inmortalidad desde el Báltico hasta el Antártico. Supuse que habrías adivinado cómo se forjó ese eslabón perdido entre el Báltico y el Mediterráneo; supuse que me sugerías que tu silencio tenía un precio. ¡Te sobrestimé! Todavía no lo descubriste, ¿no es así?
Yale frunció el ceño y se pasó la mano por la cara.
—No te hagas el superior, Theo. Esa área estaba fuera de mi alcance. Yo empecé en el Mar Tirreno. Por supuesto que si tú sabes cuál es el eslabón, eso me interesa sobremanera... Presumiblemente es una especie pelágica, que lo lleva de un mar a otro. Un pájaro podría ser un agente, pero hasta donde yo sé nadie ha determinado que el virus Báltico, el virus de la inmortalidad, como tú lo llamas, pueda sobrevivir en el cuerpo de un pájaro..., excepto en el pingüino Adelie, por supuesto, pero éstos no existen en el hemisferio norte.
Tomándolo del brazo, Caterina dijo:
—¡Querido, se está riendo de ti!
—Ja, Clement, eres un verdadero hombre de ciencia. ¡Nunca ves lo que tienes delante de las narices porque vives encerrado en tus teorías favoritas! ¡Pobre infeliz! El agente vital era humano: ¡yo! Yo trabajé con ese virus en una nave en el Báltico, lo llevé conmigo a Nápoles a la sede de la OMA, yo trabajé con él en mi laboratorio privado, yo...
—No veo cómo yo podía saberlo... ¡Oh!... ¡Theo, lo encontraste, encontraste el modo de infectar a los seres humanos!
La expresión del rostro de Devlin fue suficiente respuesta. Yale se volvió a Caterina.
—Querida, tú tienes razón y él tiene razón, ¡en verdad soy un idiota miope! Hubiera tenido que adivinarlo. Al fin y al cabo, Nápoles está en el Mar Tirreno, pero uno nunca lo recuerda con ese nombre y siempre lo llama el Mediterráneo.
—¡Al fin llegaste a puerto! —dijo Devlin—. Así es como el virus se filtró en tu corriente Devlin. En Nápoles hay una pequeña colonia humana con el virus ya inyectado en sus venas. Pasa a través del cuerpo como una forma inerte, y sobrevive a los procesos cloacales, de modo que es transportado hasta el mar siempre con vida, para ser digerido por los copépodos, como tú llegaste a descubrir.
—¡La circulación de la sangre!
—¿Qué?
—No tiene importancia. Una metáfora.
—Theo... Theo, entonces tú ahora..., tú lo tienes, ¿verdad?
—No temas decirlo, mujer. Sí, la inmortalidad corre por mis venas.
Tironeándose la barba, Yale fue a sentarse y bebió un largo trago de cerveza. Durante un rato, miró alternativamente a uno y a otro. Al fin dijo:
—Tú, Theo, tú eres a tu manera un verdadero hombre de ciencia, ¿no? Pero también eres un hombre de carrera. ¡No pudiste resistir la tentación de venir a decirme lo que sabes! Pero dejando eso de lado, nos dimos cuenta, claro está, que era teóricamente posible inocular al hombre. Cat y yo lo estuvimos discutiendo anoche hasta muy tarde. ¿Sabes qué decidimos? Decidimos que aun cuando fuese posible adquirir la inmortalidad, o digamos más bien la longevidad, tendríamos que rechazarla. Tendríamos que rechazarla porque ninguno de los dos se siente bastante maduro como para soportar la responsabilidad de una vida emocional y sexual que quizá dure centenares de años.
—Y eso es bastante negativo, ¿no? —Devlin se encaminó lentamente al rincón y recuperó la pistola. Antes que pudiera deslizársela en el bolsillo, Yale estiró la mano.
—Hasta que te vayas, yo te la guardaré. ¿Qué pensabas hacer con ella, en todo caso?
—Tendría que matarte, Yale.
—¡Dámela! Así evitarás la tentación. Quieres conservar tu secretito, ¿no es eso? ¿Cuánto tiempo crees que pasará antes que se sepa? Una cosa así no puede mantenerse oculta indefinidamente.
Devlin no dio muestras de querer entregar el arma.
—Hemos mantenido nuestro secreto durante cinco años —dijo—. Ahora somos cincuenta, cincuenta y tres, hombres con poder, y algunas mujeres. Antes que el secreto salga a la luz, vamos a ser aún más poderosos: toda una Institución. Sólo necesitamos unos pocos años. Mientras tanto, hacemos inversiones y alianzas. ¡Mira cómo Nápoles ha atraído en estos últimos años a gente brillante! No se trata únicamente de la OMA ni de la Sede del Gobierno Común Europeo. ¡Ha sido mi clínica! Dentro de cinco años más, estaremos listos para entrar en acción y gobernar Europa, y de allí a América y África no hay más que un paso.
—Ya lo ves —dijo Caterina—, está loco, Clem, es esa clase de locura cuerda que yo te contaba. ¡Pero no se atreve a disparar! ¡No se atreve a disparar, no vaya a ser que lo encierren toda la vida, y eso para él es un tiempo muy largo!
Advirtiendo la nota de histeria en la voz de Caterina, Yale le pidió que se sentara y bebiese otra cerveza.
—Voy a llevar a Theo a ver las ballenas. ¡Ven, Theo! Quiero mostrarte con qué enemigo tendrás que vértelas, tú y todas tus estériles ambiciones.
Theo le echó una mirada penetrante, como especulando si podría sacarle más información si le seguía la corriente; evidentemente llegó a la conclusión que sí, y se levantó y siguió a Yale. En el momento de salir, se volvió hacia Caterina. Ella eludió mirarlo.
Afuera la luz del sol era cegadora. La multitud rondaba aún al helicóptero, charlando a veces con el piloto de la máquina, Thomas. Haciendo caso omiso de ellos, Yale llevó a Devlin más allá de la máquina, alrededor del lago, deslumbrante al resplandor del mediodía. Devlin apretó los dientes y no dijo nada. Parecía disminuido en ese paisaje casi tan desnudo como un viejo hueso, avanzando por la angosta franja que se extendía entre el interminable océano azul y el cuenco verde de la laguna.
Sin detenerse un momento, Yale lo condujo hasta la exigua playa del noroeste. Descendía en una empinada cuesta, así que no podían ver nada del resto de la isla excepto el antiguo fuerte portugués. Sombrío, oscuro y ruinoso, podía haber sido una tumescencia inútil, erigida por fuerzas submarinas. Avanzaron y los esqueletos de las ballenas empezaron a alzarse entre ellos y el fuerte.
Aquí habían muerto cinco ballenas, dos de ellas hacía poco. Los cuerpos gigantescos de estos dos últimos cetáceos tenían aún carne en putrefacción, aunque los cráneos relucían de blancura en las partes en que los isleños les habían arrancado la carne y cortado la lengua. Parecía evidente que las otras tres habían sido arrojadas allí con anterioridad, porque ya no eran más que esqueletos arqueados con uno que otro fragmento de piel apergaminada sacudiéndose entre las costillas como una cortina al viento.
—¿Para qué me has traído aquí? —dijo Theo jadeante, agitado.
—Para enseñarte humildad y hacerte sudar. ¡Mira estas obras, tú el poderoso, y desespera! ¡Estas eran ballenas azules, Theo, el mamífero más grande que habitó jamás este planeta! ¡Observa este esqueleto! Con seguridad este ejemplar pesaba más de cien toneladas. Mide unos veinticinco metros de largo. —Mientras hablaba entró en la gigantesca caja torácica, que crujió como un árbol seco—. Aquí latía un corazón, Theo, un corazón que pesaba unos ocho quintales.
—Estas Cincuenta Sorprendentes Verdades de la Historia Natural, o cualquiera sea el título que quieras darle a tu conferencia, podías haberlas pronunciado a la sombra.
—Pero esto no es historia natural, Theo. Es profundamente antinatural. Estas cinco bestias que se pudren aquí tragaron alguna vez krill en las lejanas aguas del Antártico. Tienen que haber engullido algunos bocados de copépodos al mismo tiempo, copépodos que eran huéspedes del virus Báltico. El virus infectó a las ballenas. Como tú mismo lo has admitido, eso no pudo haber ocurrido hace más de cinco años, ¿eh? Pero bastó ese tiempo para asegurar que más ballenas azules (estaban casi extinguidas a causa de la excesiva explotación, como tú sabes) sobreviviesen a los azares de la inmadurez y procrearan. Eso significaría además la prolongación del período de fecundidad en los especimenes más viejos. Sin embargo cinco años no bastan para producir una plétora de ballenas, como ocurre con los arenques.
—¿Y en todo caso qué están haciendo ballenas azules en las cercanías de las Laquedivas?
—Nunca supe cómo preguntárselo a ellas. Sólo sé que estas criaturas aparecieron en la orilla con la luna llena, cada una en un mes diferente. Caterina podría decírtelo, ella las vio y me lo dijo en sus cartas. Mi hijo Philip estaba aquí con ella cuando llegó la última. Algo impulsó a las ballenas a cruzar el Ecuador e internarse en estos mares. Algo las impulsó a arrojarse sobre esta playa, desgarrándose los vientres contra los arrecifes, para morir aquí donde tú ahora las ves. Quédate unos diez días, hasta la próxima luna llena. Tal vez presencies otro suicidio de cetáceos.
Había cangrejos moviéndose en la arena, entre las sombras rayadas de los costillares, cavando y haciéndose señales unos a otros. Al fin Devlin habló, colérico otra vez.
—Está bien, inteligente pescador, dame la respuesta al acertijo. Sólo a ti te ha sido revelada, supongo. ¿Por qué se matan?
—Estaban sufriendo efectos colaterales, Theo. Los efectos colaterales de la enfermedad llamada inmortalidad. Tú sabes que el virus Báltico parece otorgar una larga vida, pero no has tenido tiempo de averiguar qué otras cosas trae aparejadas. Ha sido tal tu prisa que abandonaste el método científico. No querías ser ni un día más viejo cuando te infectaste. No te concediste un adecuado período de prueba. Quizá llegues a vivir mil años, pero, ¿qué más te va a suceder? ¿Qué cosa les sucedió a estas infelices criaturas que no pudieron soportar el aumento de sus años de vida? Tuvo que haber sido algo terrible, y pronto te alcanzará a ti, y a todos tus conspiradores, ahora inquietos y asustados en Nápoles.
El silenciador era sumamente efectivo. Sólo se oyó un ligero chasquido, como el de un hombre que escupe una semilla de fresa. La bala en cambio rebotó ruidosamente contra una costilla calcinada y voló hacia el océano. De pronto Yale se precipitó hacia adelante, con una celeridad que no desplegaba desde hacía años, embistiendo a Devlin antes que el hombre volviera a disparar. Cayeron sobre la arena. Yale encima, plantó un pie sobre un brazo de Devlin, lo tomó por el cuello con ambas manos y le sacudió una y otra vez la cabeza contra la arena. Cuando el arma resbaló de la mano de Devlin, Yale recogió rápidamente la pistola y de un salto se puso de pie. Resollando un poco, se sacudió la arena de los viejos jeans.
—No fue agradable —dijo, mirando con rabia al hombre que con la cara congestionada se retorcía a sus pies—. ¡Eres un imbécil! —Con un último golpe indignado a las piernas de Devlin, dio media vuelta y se alejó hacia la casa de coral.
Caterina salió a recibirlo, aterrorizada. Los isleños corrieron al principio hacia él, pero luego de pensarlo mejor, se apartaron dejándolo pasar.
—Clem, Clem, ¿qué has hecho? ¿No lo habrás matado?
—Quiero un vaso de limonada. Todo está bien, Cat, amor mío... No está realmente lastimado.
De pronto, sentado al fresco, bebiendo la limonada que ella le había preparado, Yale advirtió que estaba temblando, y no podía contenerse. Caterina no dijo nada, esperando a que se recobrase, y se quedó junto a él masajeándole el cuello. Al rato vieron por la ventana que Devlin venía a través de las dunas con paso inseguro. Sin echar una mirada a la casa, siguió caminando hasta el helicóptero y trepó a bordo con la ayuda de Thomas. A los pocos minutos el motor arrancó, las hélices empezaron a rotar, y la máquina se elevó. Miraron en silencio cómo se alejaba girando sobre las aguas, hacia el este, rumbo al subcontinente indio. El ruido del motor se apagó y pronto el aparato desapareció en las fauces del cielo gigantesco.
—Era otra ballena. Vino aquí a suicidarse.
—Tendrás que enviar un comunicado a Londres contándoles todo, ¿no te parece?
—Así es. Y mañana tendré que pescar algunas guasas. Sospecho que se están infectando.
Miró a su mujer de soslayo. Caterina se había puesto los anteojos de sol. Ahora volvió a sacárselos y sentada junto a él lo miraba con ansiedad.
—No soy un santo, Cat. Nunca más lo digas. Soy un condenado embustero. Tuve que decirle a Theo una mentira horrible acerca de las ballenas que venían a morir a nuestra playa.
—¿Por qué?
—No lo sé. Hace años que las ballenas mueren en la playa, y nadie sabe por qué. Theo lo habría recordado, si no hubiese tenido tanto miedo.
—Te preguntaba por qué le mentiste. Sólo hay que mentir a la gente que uno respeta, decía mi madre.
Clem se echó a reír.
—¡Bien dicho! Le mentí para asustarlo. Dentro de unas pocas semanas todo el mundo sabrá lo del virus de la inmortalidad, y sospecho que todos querrán contagiarse. Quiero asustarlos a todos. Entonces quizá se detengan a pensar en lo que piden: un lapso de muchas vidas para seguir viviendo con la misma ineptitud que hasta ahora.
—Theo se ha llevado tu mentira. ¿Quieres que se propague junto con el virus?
Yale se puso a limpiar los anteojos con un pañuelo.
—Así es. El mundo está a punto de sufrir un cambio drástico y radical. Cuanto más lento sea ese cambio, más posibilidad tendremos, todos los seres vivientes, quiero decir, también tú y yo, de vivir en paz y felicidad por muchos muchísimos años. Mi mentira podría ser algo así como un freno para el cambio. La gente tendría que pensar en lo terrible que es la inmortalidad, pues sacrifica los misterios de la muerte. Y ahora, ¿qué te parece una zambullida, como si no hubiese pasado nada?
Mientras se desvestían para ponerse los trajes de baño, y Caterina aún estaba desnuda, dijo de pronto:
—Acabo de tener una visión, Clem. Por favor, he cambiado de idea..., quiero que los dos vivamos tanto como sea posible. Sacrifico la muerte por la vida. Lo de Philip..., sabes. Fue sólo porque repentinamente sentí que la juventud se me escapaba. Tenía el tiempo en contra. Me desesperé. Con más tiempo..., bueno, todos nuestros valores cambiarían, ¿no es verdad?
Yale asintió con un movimiento de cabeza y dijo solamente:
—Tienes razón, por supuesto.
Los dos se echaron a reír, contentos y excitados. Riendo, corrieron hasta la playa mansa, y por un instante fue como si Yale hubiese dejado atrás, junto con la ropa, todas aquellas vacilaciones.
Cuando estaban sentados en la orilla, y se ponían las patas de rana, Yale dijo:
—Algunas veces comprendo cosas de la gente. Theo vino aquí para silenciarme. Pero él, que siempre es infalible, estuvo hoy tan ineficaz. Pienso que en el fondo vino a verte a ti, como tú lo adivinaste... Se me ocurre que buscaba compañía para ese futuro ilimitado que se ha ofrecido a sí mismo.
Mientras se deslizaban en el agua templada, ella dijo con naturalidad:
—Necesitamos tiempo para estar juntos, Clem, tiempo para comprendernos.
Se sumergieron, dejando una estela de burbujas bajo la centelleante superficie, asustando a los peces. Pataleando de costado, Yale buscó el canal que salía al mar abierto. Cat lo siguió, intensamente dichosa, como estaba destinada a serlo y lo sería durante la próxima veintena y medio de siglos.
...Y el Estancamiento del Corazón
Abrumadas bajo el peso del sol, las lomas se encogían. Las tres personas que viajaban en el planeador, sentadas detrás del piloto, tenían la impresión que en el camino que se extendía adelante se iban formando constantemente unos charcos —algo entre aceite y agua—, que desaparecían como por encanto en el momento en que llegaban allí. En todo el paisaje, sólo esta ilusión óptica indicaba la presencia de algún vestigio de humedad.
Los pasajeros no habían hablado durante largo rato. Ahora el Funcionario de Sanidad pakistaní, Firoz Ayub Khan, se volvió a sus invitados y les dijo:
—Dentro de una hora estaremos en Calcuta. ¡Esperemos y roguemos que el aire acondicionado de esta miserable máquina aguante hasta entonces!
La mujer sentada a su lado no dio señales de haberlo oído, y siguió mirando hacia delante a través de sus anteojos oscuros; dejó que su marido diese la respuesta apropiada. Era una mujer esbelta de tez cetrina y rostro alargado, notable sobre todo por la boca generosa. Las cuatro horas de viaje desde el puesto sanitario de la colina le habían revuelto los cabellos negros, recogidos sobre un hombro.
El marido era alto y delgado, al parecer de poco más de cuarenta años, y usaba anticuados anteojos con aros de acero. El rostro tranquilo tenía una expresión fatigada, como si el hombre hubiese pasado muchos años mirando paisajes parecidos al que ahora se extendía ante él. Al fin dijo:
—Muy amable de su parte permitirnos usar este lento medio de transporte, doctor Khan. Comprendo la impaciencia de usted por volver al trabajo.
—Bueno, bueno, estoy impaciente, no puedo negarlo. Calcuta me necesita, y a usted también, ahora que se ha restablecido de su enfermedad. Y a la señora Yale también, naturalmente.
Era difícil saber si la voz de Khan ocultaba algún sarcasmo.
—Vale la pena ver el lugar uno mismo, y entender así la magnitud de los problemas con que luchan Pakistán y la India.
Ya antes Clement Yale había advertido que cuando quería halagar al funcionario de sanidad obtenía casi siempre el efecto contrario.
—¿A qué problemas se refiere usted, señor Yale? —dijo Khan—. No hay problema alguno en ninguna parte, sólo el viejo problema satánico de la condición humana, eso es todo.
—Me refería a la evacuación de Calcuta y a las dificultades que trae aparejadas. Admitirá usted que constituyen un problema, supongo.
Esta especie de esgrima verbal había comenzado durante la última media hora.
—Bueno, bueno, es natural que en una ciudad de veinticinco millones de habitantes haya algunos problemas, ¿no está usted de acuerdo, señora Yale? Problemas más bien satánicos, tal vez, aunque nacen enraizados en la condición humana. Por eso siempre se necesita gente con autoridad como nosotros, ¿no es así?
Yale señaló con un movimiento de cabeza el espectáculo que se veía por la ventanilla, los carromatos rotos abandonados junto al camino.
—Este es el primer caso en los tiempos modernos de una ciudad que se hundió en un pantano y tuvo que ser evacuada. A eso yo lo llamaría un problema muy especial.
Apenas prestó atención a la respuesta larga y complicada de Khan; el oficial de sanidad se enredaba en contradicciones, que trataba de remediar en vano con largos discursos. Siguió mirando en cambio por la ventanilla el irreparable mundo de calor que iban dejando atrás. Los carromatos y los autos bordeaban el camino desde hacía rato, en realidad casi desde el hospital de las colinas, donde la Madrás oriental era aún verde. Aquí, más cerca de Calcuta, los esqueléticos despojos se multiplicaban. Entre las varas de algunos carromatos se veían huesos, muchos ya no identificables como de bueyes; esqueletos más pequeños tachonaban el páramo más allá del camino.
El piloto murmuraba constantemente para sí mismo. Los muertos no entorpecían el avance; pero aún había que tener en cuenta a los vivos y a los vivos a medias. Un poco más allá, manando a borbotones del gran hormiguero, se veían nudos de seres humanos, figuras solitarias, grupos familiares, hombres, mujeres, niños, los más afortunados con bestias de carga o carretillas o bicicletas. Avanzaban a ciegas, sin saber muy bien a dónde iban, pisoteando a los caídos, agachando las cabezas para esquivar la ambulancia que se acercaba flotando sobre el camino.
Durante siglos, gentes como estas se habían volcado sobre Calcuta desde el moribundo interior. Nueve meses atrás, cuando ya había caído el gobierno municipal y el Congreso de la India anunciara que la ciudad sería abandonada, el curso del torrente volvió atrás. Los refugiados se convirtieron nuevamente en refugiados.
Caterina, detrás de sus anteojos oscuros, absorbía las imágenes agostadas. La humanidad sometida siempre induce a los pies descalzos a tomar el eterno camino de la tierra sin otro destino real que el camino al agua y a los pastos más altos. Podremos conseguir algo de beber allí y ahora siempre pisando la piedra.
—Supongo —dijo Caterina— que no podremos tomar una ducha cuando lleguemos.
—El aire acondicionado no funciona bien, señora —dijo Ayub Khan—. De ahí la sensación de calor. El vehículo no ha sido bien cuidado. Presentaré la correspondiente queja cuando lleguemos, ¡no lo dude!
Desviándose bruscamente para evitar un grupo de refugiados, el vehículo bordeó una colina. La interminable planicie deltoide del Ganges se extendía ante ellos, perdiéndose en lontananza, aniquilándose a sí misma en la atmósfera solar.
A un costado del camino se alzaba un edificio lúgubre, de muros silenciosos y desnudos, de color de barro. Ni fortaleza ni templo; el funcionalismo sin sentido, ahora sin función, de alguna especie de fábrica. Unas cabras que andaban por allí huyeron despavoridas, desapareciendo.
Ayub Khan dio una orden al conductor. El vehículo se deslizó a un costado. El siguiente tramo de camino parecía desierto. La máquina rebotó sobre la cuneta y voló hacia la fábrica, levantando una alta polvareda, y al fin se posó en el suelo, apagando los motores. Ayub Khan extendió el brazo hacia atrás para alcanzar el rifle enfundado que llevaba en el portaequipaje.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Yale, despabilándose.
—Una distracción momentánea, señor Yale, que no nos hará perder más que un minuto. ¿Quizá a usted y a la señora les gustaría bajar conmigo un momento para estirar las piernas? Vaya con lentitud, recuerde que estuvo enfermo.
—No tengo ganas de bajar, doctor Khan. En Calcuta nos necesitan con urgencia. ¿Por qué nos detenemos? ¿Qué lugar es este?
El doctor pakistaní se sonrió y sacó una caja de cartuchos. Mientras cargaba el rifle, dijo:
—Me olvido que usted no sólo estuvo enfermo recientemente, sino que además es inmortal y debe tener el máximo cuidado. Pero las penurias satánicas de Calcuta nos esperarán, aunque nos tomemos un recreo de diez minutos, se lo aseguro. Recuerde, la condición humana no se da tregua.
La condición humana no se da tregua palos piedras arcos y flechas armas de fuego armas nucleares cargas teledirigidas y el pie y la cara hundiéndose en el polvo el lugar perfecto para morir. Cat se sacudió y dijo:
—La condición humana no se da tregua, doctor Khan, pero nos esperan hoy en Dalhousie Square.
Abriendo la portezuela, Khan le sonrió:
—Esperar es una parte agradable de nuestra vida, señora Yale.
Los Yale se miraron. El piloto se bajó y siguió a Ayub Khan, gesticulando, excitado.
—También disfrutar si es posible —dijo Yale.
—Nosotros mendigamos el viaje.
—El viaje..., ¡no la moralina! Sin embargo, es parte de la abrasión.
—¿Te sientes bien, Clem?
—Perfectamente. —Para demostrárselo, descendió del vehículo desplegando energías. Todavía estaba furioso consigo mismo por haberse enfermado de cólera en medio de un trabajo que requería una total dedicación, la metrópoli moribunda era caldo de cultivo de toda clase de enfermedades.
Ayudaba a Caterina a bajar, cuando sintieron de golpe el aplastante calor de la llanura. Era un calor de encierro, sin otra perspectiva que la de su propio entorno. La humedad les oprimía los pulmones; cada vez que respiraban sentían unos aguijonazos en los hombros, y los gemidos de los cuerpos.
Ayub Khan se adelantaba a paso vivo, el rifle preparado para entrar en acción; el piloto, llevando municiones de repuesto, lo acompañaba parloteando, agitado.
El tiempo, desangrándose lentamente, había cruzado apenas los fuegos del mediodía, y en la fábrica abandonada no había ninguna sombra. No obstante, los dos ingleses se encaminaron a ella, como por instinto, siguiendo a los pakistaníes, sintiendo al acercarse el viejo calor repelido por los muros del gran fósil.
—Vieja fábrica de cemento.
—Cementerio.
—Argamasa rescatada de la muerte...
—Sí, en verdad un cementerio de piedra...
El estruendo de un disparo de rifle.
—¡Le erré! —dijo Ayub Khan alegremente, sosteniendo el rifle, mientras se frotaba la coronilla con la otra mano. Corrió hacia adelante, y el piloto fue tras él. Las destartaladas ruinas de un cobertizo de metal se alzaban a un costado de la fachada de la fábrica; una viga pulverizada se desmoronó en el momento en que los hombres pasaban al trote y desaparecían.
Y también las termitas tienen celebraciones e imperios propios y nunca pretenden más de lo que pueden; crean y destruyen en una escala temporal mayor y sin embargo no tienen aspiraciones. El hombre enfermó cuando descubrió que vivía en un planeta; cuando el mundo fue de pronto finito las aspiraciones humanas se volvieron infinitas, ¿y qué demonios podían estar haciendo esos idiotas?
Encendiendo el ventilador de bolsillo, Yale subió los arenosos peldaños de la fábrica. La doble puerta de madera, antaño cerrada con una tranca, había sido derribada hacía mucho tiempo. Se detuvo en el umbral y volvió a mirar a su mujer, que permanecía indecisa al calor del sol.
—¿Entras?
Caterina hizo un gesto de impaciencia y lo siguió. Él la miraba. Ahora hacía casi cuatro siglos que la miraba caminar, sin cansarse nunca. Era el andar de ella: independiente, pero no del todo; estudiado y sin embargo, en el verdadero sentido, espontáneo; un andar sin prisa, que no era ni viejo ni joven; el andar de una mujer; el andar de Cat;1 un andar felino. La definía tan claramente como su voz. Se dio cuenta que en medio de las preocupaciones de los últimos dos meses, en la Calcuta sentenciada a muerte y en la sala de guardia del hospital, a menudo se había olvidado de ella, como ser viviente.
Cuando Caterina subió por los peldaños hasta ponerse a su mismo nivel, Yale la tomó del brazo.
—¿Sentimientos?
—Específicamente, y ante todo, irritación con Khan. En segundo lugar, la certeza que necesitamos tener nuestros Khans...
—Sí, ¿pero cómo ahora para ti?
—Nuestros siglos..., como siempre. Limitan gravemente las áreas de lo imprevisible en las relaciones de la comunidad caucásico-cristiana. Consiguiente acumulación de vetustez corroída por factores desconocidos.
—¿Como por ejemplo Khan?
—Claro. ¿Tú igualmente corroído, Clem?
—Khan tiene poder abrasivo. Lo mismo que todo el subcontinente.
Los dedos de Yale soltaron el brazo de ella. En la carne morena eternamente joven no quedaba ninguna señal del efímero contacto. Aunque el virus Báltico habría curado rápidamente el más duro de los apretones.
Examinaron el añejo caos de la fábrica, caminaron sobre los cascajos. En una oficina lateral yacía un cadáver, boquiabierto, vacío, sin hedor; algo se deslizó por debajo, huyendo.
Desde el pasillo un poco más allá, ruidos, ecos y ajetreos.
—¿De vuelta al carromato?
—Este viejo templo erigido al fracaso de la India...
Yale calló de golpe. Dos cabritas, negras de cara e imberbes se acercaban balando y trotando desde el fondo de la oscuridad; los ojos —para decirlo con la palabra predilecta de Ayub Khan— eran «satánicos».
Y desde la lejana confusión de sombras, Ayub Khan se detuvo y apuntó con el rifle. Yale levantó la mano cuando la bala partió.
Templos y deseos encontrados de crear y destruir sacerdotes ascéticos y obesos sacerdotes glotones mi amante esposo tenía aún un tierno corazón incólume por muchos años.
Moviendo las ancas las cabras pasaron junto a ellos y se alejaron, Yale cayendo al suelo como un peso muerto, el estampido de enorme poder prolongándose hacia el futuro, Cat traspasada, y en algún lugar un nuevo rayo de luz explorando el terreno como si una parte del techo hubiese cedido.
Corriendo hacia adelante, Ayub Khan ayudó a Caterina a moverse; ella se volvió hacia Yale, que ya se ponía de pie. El pakistaní gritaba, siempre con el piloto detrás.
—¡Mi querido y alocado señor Yale! ¡No le habré acertado, espero de veras! ¡Qué terrible desastre si usted se muere! ¿Cómo podía saber que ustedes entraron aquí en secreto? ¡Demonios! ¡Cómo me asustó! ¡Chofer! ¡Pani lao, jhaldi!
Se movió ansiosamente alrededor de Yale hasta que el piloto regresó de la ambulancia con una cantimplora. Yale bebió un poco de agua y dijo:
—Gracias, doctor Khan, estoy perfectamente bien, por suerte le falló el tiro.
—¿Qué demonios estaba haciendo? —preguntó Caterina.
Sujétate las manos para que no tiemblen y los muslos si hubiese muerto asesinado el homicidio el más temido de los crímenes hasta para los de corta vida y este idiota...
—Señora, usted debe haber visto seguramente que estaba apuntando a las cabras. Aunque espero ser un buen musulmán en todo sentido, estaba apuntando a esas dos malditas cabras satánicas. Este acto no necesita ninguna justificación, me imagino.
Caterina todavía temblaba y trataba de recobrarse. ¡Alto valor abrasivo sin duda!
—¿Cabras? ¿Aquí dentro?
—Señora Yale, el chofer y yo vimos esas cabras desde el camino y las perseguimos. Como el fondo de la fábrica está roto, huyeron de nosotros y se metieron aquí. ¿Cómo íbamos a saber que ustedes habían entrado en secreto por el frente? ¡Qué susto!
En el momento en que Khan se detenía a encender un mescahale, Caterina advirtió que al hombre le temblaba la mano, y le tuvo otra vez una cierta simpatía. Además, una mirada de soslayo a Yale contribuyó a tranquilizarla, pues ahora sus miradas, crípticas como sus conversaciones íntimas, eran siempre elocuentes; convencido del hecho que el disparo no había sido intencional, estaba ahora más interesado en la comedia de las reacciones de Ayub Khan que en las propias.
Sí muchos lo llamarían un hombre negativo sin advertir que tiene la capacidad de agregar a sus propios abismos los de otra gente. Ahí está él mientras otros hablan santamente más tarde él develará la esencia del problema. Mi fe que él desaprobaría en verdad tengo la obligación de no ser toda fe también incluye mi cuota de abrasión.
—¡En realidad, saben, aborrezco a estas cabritas satánicas! Hacen estragos en los territorios de Pakistán y la India y la tierra nunca revivirá mientras haya cabras en ella. En mi propia provincia, se trepan a los árboles para comerse los brotes tiernos. Por eso la nueva ley ordena ejecutar a las cabras, otorgando una recompensa de dos nuevas rupias por pezuña. Me parece tan importante, más de lo que ustedes, europeos, pueden comprender...
—De eso no queda duda, doctor Khan —dijo Yale—. El poder destructivo de las cabras me indigna tanto como a usted. Por desgracia, animales como estos son parte indivisible de nuestra historia, un tanto deshilvanada. Los cerdos aseguraron que las selvas antiguas, una vez taladas por las hachas de piedra, no volviesen a crecer, y las ovejas y cabras que fueron el alimento tradicional del hombre, han dejado una huella indeleble tanto en Europa como en Asia y en todo el resto del mundo. Las costas erosionadas del Mediterráneo y las tierras yermas que rodean ese mar son obra de las cabras, en alianza con el hombre.
¿Es la presión de mi pensamiento, que lo lleva a hablar ahora de la humanidad primigenia? A lo largo de estos siglos alegres y graves he llegado a ver el progreso del hombre como un intento ciego de huir de esos bufones optimistas tan expuestos no obstante al azar y sin embargo el azar castiga como el clima como quiera que uno se cubra las espaldas nosotros los que vivimos una larga vida sabemos que el corazón se estanca sin la abrasión y que el gran abrasivo es el azar.
Ahora Ayub Khan se había reanimado y sonreía entre el humo de su mescahale, mientras gesticulaba con una mano.
—Vamos, vamos, no se amargue, señor Yale; ¡nadie niega que los europeos hayan tenido su cuota de problemas menores! Pero reconozcamos con toda franqueza que también les ha tocado toda la suerte, ¿no le parece? Quiero decir, para dar un ejemplo, que el virus Báltico se dio en esa parte del mundo, ¿no?, lo mismo que la Revolución Industrial muchos siglos atrás.
—¡Esta parte del mundo, doctor, ya tiene bastante con que luchar sin agregarle el problema de la longevidad!
—¡Precisamente! Lo que para ustedes los europeos y para los norteamericanos detrás de ese largo y oprobioso aislacionismo es una ventaja, para las infelices naciones asiáticas es una tremenda desventaja, eso es lo que estoy diciendo. Es por eso precisamente que nuestros gobiernos han declarado ilegal la longevidad; como usted bien sabe, a un pakistaní se lo condena a la pena capital si se descubre que es longevo, por la simple razón que nosotros no resolvemos con tanta facilidad como Europa nuestro satánico problema demográfico. Así que estamos condenados a una expectativa de vida de apenas cuarenta y siete años, término medio, ¡contra los miles de ustedes! ¿Cómo puede ser justo eso, señor Yale? Todos somos seres humanos, dondequiera que vivamos, el Ecuador o el Polo, ¡demonios!
Yale se encogió de hombros.
—No pretendo decir que es justo. Nadie lo considera justo. Lo que sucede es que la «justicia» no es una ley natural. Fue el hombre quien inventó el concepto de justicia; una de sus ideas más brillantes, pero al resto del universo, por desgracia, le importa un bledo.
—Es muy fácil para ustedes sentirse tan cómodos.
Está tan furioso y dolorido la piel casi purpúrea los ojos amarillos parece una cabra no un hombre. Pero la antipatía nunca puede ser superada quienes tienen y quienes no tienen el Neanderthal y el Crô-Magnon los ricos y los pobres nunca podemos dar lo que tenemos. Hay que volver al carromato y proseguir la marcha. Me gustaría lavarme la cabeza. Las cabras iban y venían sin cesar por la llanura a cada paso que daban la ruina encantada que dejaban atrás se desintegraba en un material pajizo y mientras ellas avanzaban y se multiplicaban de los cuerpos humanos que tapizaban la llanura brotaban pastos altos y las cabras triscaban y comían.
—La comodidad no tiene nada que ver. Existen hechos y...
—¡Hechos! ¡Hechos! ¡Oh, esa satánica objetividad británica! ¡Supongo que llamará hechos a esta abundancia de cabras! ¿Cómo puede ser, pregúnteselo, cómo puede ser que estas cabras puedan vivir eternamente, y yo no, pese a mis superiores poderes de raciocinio?
—Temo no poder contestarle sino con otros hechos objetivos —dijo Yale—. Sabemos ahora, cosa que no supimos durante muchísimos años, que el virus Báltico es de origen extraterrestre, y que lo más probable es que haya llegado a este planeta en alguna tectita. Para sobrevivir en un organismo, el virus necesita de cierta rara condición dinámica en la mitocondria de las células, la llamada rubinducción, o la Vibración Roja según la prensa popular. Esta condición sólo se da en unos pocos tipos terrestres, entre ellos criaturas tan dispares como los copépodos, los pingüinos Adelie, los arenques, el hombre, y las cabras y ovejas.
—¡Ya bastante problema tenemos con esta sequía satánica sin necesidad de cabras inmortales!
—La inmortalidad, como usted llama a la longevidad, no es inmune al hambre. Aunque en teoría el período de fecundidad de las cabras se ha prolongado indefinidamente, todavía mueren por falta de alimento.
—¡No con la misma rapidez que los humanos!
—Evidentemente habrá que vigilarlas cuando lleguen las lluvias.
—¡Claro, ustedes los inmortales pueden esperar hasta entonces!
—Nosotros somos longevos, doctor Khan.
—¡Demonios! ¡Defina la diferencia entre longevidad e inmortalidad en un lenguaje accesible a un pakistaní no longevo!
—La inmortalidad puede olvidarse de la muerte, y por consiguiente de las responsabilidades de la vida. La longevidad no.
—Sigamos viaje a Calcuta —dijo Caterina.
Había buitres posados en la cresta de la sucia fachada. Se sintió inquieta, y fue hacia la salida. El piloto ya se había escurrido por los fondos de la fábrica.
En el largo camino las figuras miserables. Cuándo se habría bañado por última vez esa mujer para gestar hijos en tales condiciones. A eso se reduce la vida y dejamos las impolutas torres de nuestros países más fríos comodidades y compromisos en las regiones castigadas del mundo nadie se engaña acerca de la realidad de la vida Clem y yo y los otros longevos somos tan sólo inteligentes artefactos occidentales de putrefacción suspendida todos los días sabemos que un día tendremos que caer confundidos en un montón de escoria cada uno nuestra propia Calcuta oh por amor de Dios satánicamente.
Los hombres la siguieron. Ahora vio que Ayub Khan había apoyado una mano en el brazo de Yale y le hablaba en una actitud más cordial.
La puerta de la ambulancia había quedado abierta. Dentro el calor tenía que ser abominable.
Dos cabras esqueléticas cruzaron el camino, con las orejas gachas, pasando frente a dos refugiados. Los refugiados eran hombres que caminaban descalzos apoyándose en pértigas, llevando unos bultos a la espalda. Para ellos las cabras no sólo eran alimento sino también la recompensa que el gobierno ofrecía por las pezuñas. Como saliendo de un estado de trance, agitaron los brazos y blandieron los báculos. Una de las cabras fue golpeada en la descarnada columna vertebral. El animal echó a correr. Ayub Khan levantó el rifle y disparó contra la otra cabra, casi a quemarropa.
La alcanzó en el vientre. La criatura dobló las patas traseras. Orinando sangre, trató de arrastrarse fuera del camino, lejos de Ayub Khan. Los dos refugiados se abalanzaron sobre ella, empujándose con ademanes de espantapájaros. Gritando, furioso, Ayub Khan corrió y los apartó aguijoneándolos con el caño del fusil. Llamó al piloto, que acudió al trote, cuchillo en mano; acuclillándose, asestó varios golpes a las patas de la cabra hasta que consiguió seccionarle las pezuñas; para ese entonces el animal parecía estar muerto.
El gobierno pagará. Como toda legislación india esta generosidad favorece a los ricos y fuertes a expensas de los pobres y débiles. Como todo lo demás la fría justicia de Delhi se derrite al calor.
Encaramados sobre el portal de la fábrica, los buitres se agitaron y sacudieron las cabezas, aprobando.
Ayub Khan sé enderezó y llamó a los dos refugiados, invitándolos a que se llevaran el cuerpo. Los hombres parecían paralizados, como si temiesen un ataque. Con una palmada, Ayub Khan los despidió y se alejó, esquivando el cadáver del animal.
—Concédame un minuto más, señora —le dijo a Caterina—, mientras mato a esta segunda cabra. Es mi deber de ciudadano.
Sentarse a la sombra de la ambulancia o seguirlo y verlo cumplir su deber de ciudadano. No hay opción en realidad no podrá decir que somos remilgados no necesitamos esa horrible demostración para saber que también nosotros somos parte de la coalición general con la muerte. Recuerdo cuando Clem y yo regresamos de la corrida de toros en Sevilla Philip no más de siete años creo preguntó ¿Quién ganó? y se echó a llorar cuando nosotros nos reímos. Debemos ser toros bravos que viven de algo menos inclinado a eclipsarse que la esperanza.
—Sigamos —dijo Yale—, y éstos podrán al menos reclamar los despojos.
—Seguro, y asistimos a una ejecución caprina.
—Sanguinario capricho.
—Cabra kaputt.
—¿Acalorada?
—Sólo atrasada. Gracias.
Sonrisas en medio de la ceguera general.
—El atraso es producto de la falta de metas alcanzables.
—Viceversa también, supongo.
—Supongo. Cosa oriental. De ahí que la Revolución Industrial nunca prendiera aquí.
—Ejemplo fábrica, Clem.
—Así es. Mal ubicada respecto de abastecimientos, fuerza motriz, consumidores, distribución.
Calcuta misma un ejemplo similar en enorme escala satánica.
Situada sobre el Hooghli, río ahora casi cegado por el aluvión pese a desesperados esfuerzos. Y la división varias veces centenaria entre India y Pakistán como un miembro amputado los refugiados desbaratando todos los intentos de organización finalmente las napas de agua bajo la ciudad irremediablemente contaminadas por las cloacas erupciones masivas de enfermedades huidizos hombres mesolíticos acurrucados en cavernas intercam-biando enfermedades virus se sirven de la humanidad como ciudades de paso.
—Calcuta de algún modo igual.
—Silencio, fundada por mercader de la India Oriental, ¡se enojará Khan!
Se miraron, sonriéndose casi imperceptiblemente, mientras se encaminaban a los fondos de la fábrica.
La cabra sobreviviente tenía el cuerpo blanco, moteado con manchas pardas; la cabeza y la cara eran de color pardo, oscuro o negro, los ojos amarillos; caminaba a lo largo de una serie de bashas bajas, abandonadas ahora, al parecer utilizadas en un tiempo como cabañas por los propietarios del edificio. Las arruinadas paredes de paja les daban un aire de transparencia. La luz las atravesaba de un lado a otro.
Más allá, la masa oscura de Calcuta se alzaba en las áreas nebulosas donde la tierra se confundía con el cielo.
La cabra estiró el cuello y mordió vorazmente las hojas de palmera que cubrían una basha. En el momento en que un sector del techo se desmoronaba en medio de una cascada de polvo, Ayub Khan disparó. Sacudiendo los valiosos cascos, la cabra desapareció entre las cabañas.
Ayub Khan volvió a cargar el rifle.
—Por lo general tengo una puntería satánica. Este condenado calor me hace fallar. ¿Por qué no prueba un tiro, Yale, y ve si tiene mejor suerte? ¡Ustedes los ingleses son tan buenos deportistas!
Le ofreció el rifle.
—No, gracias, doctor. Preferiría seguir viaje a Calcuta.
—Calcuta es sólo una tragedia, ¡que espere, que espere! ¡La sangre de cazador se me ha subido a la cabeza! Primero, ¡un poco de diversión con esta terrible cabra satánica!
—¿Diversión? ¡Hace un momento era su deber de ciudadano!
Ayub Khan lo miró.
—Al fin y al cabo, ¿qué está usted haciendo aquí, con su bonita esposa? Todo esto, ¿no es para usted simple diversión a la vez que deber de ciudadano? ¿Era necesario que viniera a nuestra Asia satánica, pregúnteselo?
No tiene razón quizá nosotros no tenemos que redimirnos eternamente por el privilegio de vivir y ver otra vida por haber sacrificado la muerte Clement debió haberse dicho a menudo esto mismo al sacrificar la muerte no sólo sacrificamos las normas de la vida normal en esta vida tan largamente dilatada no es nuestra expiación nuestra diversión ayudar a supervisar la evacuación de Calcuta nuestra cacería de cabras. Para él nunca podremos redimirnos sólo para nosotros mismos.
—En lugar de empapelar las rajaduras que tenemos en casa, doctor, preferimos asomarnos al borde de los abismos de ustedes. Perdónenos. Vaya y mate su cabra y luego seguiremos viaje a Calcuta.
—Es muy muy curioso que cuando usted parece hablar sensatamente, yo no sea capaz de comprenderlo. ¡Piloto idhar ao!
Haciéndole una seña al conductor, el oficial de sanidad desapareció detrás de las destartaladas cabañas.
En el camino, los refugiados continuaban marchando perdiéndose en las brumas de la distancia y el tiempo. La individualidad había sido olvidada: no eran más que organismos, moviéndose de acuerdo con ciertas leyes, llevando a cabo antiguos movimientos. En el Hooghli, el agua fluía, arrastrando el cieno desde el nacimiento hasta el delta, y las dragas se oxidaban, las arterias se cegaban, pequeños cangrejos moteados reptaban por los grises bancos de arena.
1 Gato, gata, en inglés.
El Gusano que Vuela
Cuando la nieve empezó a caer, el viajero estaba demasiado absorto en sus ensueños para darse cuenta. Andaba lentamente, con sus rígidas y elaboradas vestiduras, pliegue sobre pliegue, adorno sobre adorno, separándose de su cuerpo como la tienda de un hechicero.
El camino a lo largo del cual andaba se había ido hundiendo en un gran valle, y cada vez quedaba más cercado por paredes montañosas. En varias ocasiones había parecido que no podía encontrarse un camino de salida de aquellas enormes acumulaciones de materia terrestre, que el enigma geológico era insoluble, pero entonces valle y cerro pequeño creaban entre ellos una nueva dirección, una sorpresa, un escape, y el camino tomaba nuevo aliento y se hundía más profundamente aún en el solevantamiento circundante.
El viajero, cuyo nombre era Tapmar para su esposa y Argustal para el resto del mundo, seguía esta armonía natural en completa parestesia, tan cerca estaba en espíritu de la atmósfera que reinaba aquí. Este lazo era tan fuerte, que la caprichosa nevada no hacía más que intensificar la comunicación.
Aunque sólo era mediodía, el cielo mostraba el intenso gris azulado del atardecer. Las Fuerzas anidaban de nuevo en el sol, obscureciendo su luz. En consecuencia, Argustal apenas fue capaz de detectar el momento en que la mole fracturada de roca que se erguía a su lado izquierdo, y cuya cima invisible se hallaba a una milla por encima de su cabeza, quedaba parchada por medios artificiales y se penetraba en el dominio de los Hombres-árbol de Or.
En otra revuelta del camino, Argustal vio a otro viajero delante de él, caminando en dirección a él. Era un gran pino, inmóvil hasta que el calor penetró de nuevo el mundo y la savia se removió lo suficiente en sus entrañas para hacerle progresar lentamente hacia adelante una vez más. Agitó sus faldas verdes, apologético pero sin hablar.
Aquel encuentro bastó para levantar su conciencia por encima del nivel del trance. Su mente extendida, que se había alargado para abarcar la espléndida discordancia terrestre de los alrededores, se encogió para concentrarse de nuevo en las particularidades de su situación, y vio que había llegado a Or.
El camino se bifurcaba, incapaz de elegir entre dos quebradas poco prometedoras; Argustal vio un grupo de humanos de pie como estatuas en la bifurcación de la izquierda. Avanzó hacia ellos, y permaneció allí silencioso hasta que ellos reconocieran su presencia. Detrás de él, la nieve húmeda se deslizaba en las huellas de sus pisadas.
Aquellos humanos estaban muy avanzados en la Nueva Forma, tal como Argustal había sido advertido. Eran cinco, con sus grandes extensiones branquiales soportando un tierno follaje marrón, y uno de ellos alcanzaba una altura de casi veinte pies. La nieve se alojaba en sus ramas y en su pelo.
Argustal esperó durante un largo espacio de tiempo, hasta que estimó que la tarde estaba muy avanzada, antes de comenzar a impacientarse. Haciendo bocina con sus manos, gritó:
—¡Hombres-árbol de Or, despierten de vuestro sueño arbóreo y conversen conmigo! Mi nombre es Argustal para el mundo, y he viajado desde mi hogar en el lejano Talembil, donde el mar tiene un color rosado con el plancton de primavera. Necesito de ustedes un componente para mi paraproyector, de modo que les suplico que hablen.
Ahora, la nieve había desaparecido. Una lluvia abrasadora había disuelto sus huellas. El sol brillaba de nuevo, pero su ojo desfigurado no miraba nunca al fondo de aquella que-brada. Uno de los humanos sacudió una rama, esparciendo a su alrededor gotas de agua, y se preparó para hablar.
Era un humano pequeño, de no más de diez pies de estatura, y la antigua forma primate que había empezado a abandonar hacía un par de millones de años, tal vez, era todavía evidente. Entre los nudos y verticilos de su carne, podía discernirse su boca; la abrió y dijo:
—Nosotros hablamos contigo, Argustal-para-el-mundo. Eres el primer hombre-mono que ha recorrido este camino en mucho tiempo. De modo que te damos nuestra más cordial bienvenida, aunque hayas interrumpido nuestra búsqueda de nuevas ideas.
—¿Han encontrado alguna idea nueva? —inquirió Argustal, con su acostumbrada osadía—. He oído decir que no había ninguna en todo Izazys.
—Es cierto. Pero es mejor que nuestro decano te hable de ellas, si lo estima oportuno.
Argustal no estaba seguro de querer oír lo que eran las nuevas ideas, ya que los Hombres-árbol eran conocidos por sus desviaciones a lo incomprensible. Pero hubo una especie de furor entre los cinco, como si unos vientos particulares se agitaran en sus ramas, y Argustal se sentó en un peñasco, disponiéndose a esperar. Su propia investigación era tan importante que todos los impedimentos para su realización parecían desdeñables.
El hambre le asaltó antes que hablara el decano. Rebuscó a su alrededor y encontró unas raíces arrancadas debajo de unos troncos, y recogió un puñado de diminutos peces en el arroyo y otro puñado de bayas de un arbusto que crecía junto al arroyo.
Cayó la noche antes que hablara el decano. Mientras se aclaraba la nudosa garganta, una estrella marchita se encendió en el cielo. Era Hrt, la piedra llameante. Ella y el sol de Izazys ardían solos en el mismo borde de la catarata de fuego que era el Universo. Todo el resto del cielo nocturno, en este hemisferio, estaba lleno del ilimitado terror del vacío, una nada amenazadora que se prolongaba sin final ni principio.
Hrt no tenía mundos que la esperasen. Era la última cosa del Universo. Y, por el parpadeo de su luz, los ciudadanos de Izazys sabían que estaba infestada ya por las Fuerzas que habían brotado a enjambres de sus nidos en el corazón de la moribunda galaxia.
El ojo de Hrt parpadeó muchas veces en la vacía calavera del espacio antes que el decano de los Hombres-árbol de Or se dirigiera a Argustal.
Alto y nudoso, sus cuerdas vocales estaban encastradas dentro de su retorcido cuerpo, y hablaba curvando sus ramas hasta que sus tallos más finos, situados contra su boca, permitían soplar a través de ellos una susurrante versión de lenguaje. El gesto le confería el aspecto de una solterona hablando con un dedo pegado a los labios.
—En realidad tenemos una nueva idea, Argustal-para-el-mundo, aunque es posible que esté más allá de nuestras posibilidades de expresión o de tu capacidad de comprensión. Hemos percibido que existe una dimensión llamada tiempo, y de ello hemos extraído una deducción.
»Te explicaremos el tiempo dimensional de un modo muy simple. Sabemos que todas las cosas han vivido tan prolongadamente en Izazys que sus orígenes se han olvidado. Lo que podemos recordar nos lleva desde aquella cosa perdida-en-la-niebla hasta el momento presente; es el tiempo en que vivimos, y nosotros estamos acostumbrados a pensar en él como en todo el tiempo que existe. Pero los hombres de Or hemos razonado que no es así.
—Tienen que existir otros tiempos pasados en las perdidas distancias del tiempo —dijo Argustal—, pero no son nada para nosotros, debido a que no podemos tocarlos como podemos tocar nuestros propios pasados.
Como si esta observación no hubiese existido, el susurro plateado continuó:
—Del mismo modo que una montaña parece pequeña cuando se contempla desde otra montaña, las cosas de nuestro pasado que recordamos parecen pequeñas desde el presente. Pero, supongamos que retrocedemos a aquel pasado para mirar a este presente... No podríamos verlo, aunque sabríamos que existe. De esto deducimos que existe aún más tiempo en el futuro, aunque no podamos verlo.
Durante largo rato le fue permitido a la noche existir en silencio. Luego, Argustal dijo:
—Bueno, no me parece un razonamiento demasiado maravilloso. Sabemos que, si las Fuerzas lo permiten, el sol volverá a brillar mañana, ¿no es cierto?
El pequeño Hombre-árbol que había hablado en primer lugar dijo:
—Pero «mañana» es tiempo expresional. Nosotros hemos descubierto que mañana existe también en tiempo dimensional. Es ya real, tan real como ayer.
«¡Espíritus sagrados! —pensó Argustal—. ¿Por qué me he dejado enredar en filosofías?»
Y en voz alta, dijo:
—Háblenme de la deducción que han extraído de todo esto.
Otra vez el silencio, hasta que el decano reunió sus ramas y susurró desde un emparrado de vástagos:
—Nosotros hemos demostrado que el mañana no es una sorpresa. Es tan inalterado como el hoy o el ayer, otra yarda del sendero del tiempo, simplemente. Pero nosotros compren-demos que las cosas cambian, ¿no es cierto? Tú comprendes eso, ¿verdad?
—Desde luego. Ustedes mismos están cambiando, ¿no?
—Ciertamente, aunque ya no recordamos lo que éramos antes, porque ello se ha hecho demasiado pequeño en el tiempo. Consecuencia: si el tiempo es todo de la misma calidad, no hay cambios posibles. Consecuencia: existe otro elemento desconocido en el mundo que fuerza los cambios.
Así, en sus fragmentarios susurros, volvían a introducir el pecado en el mundo.
Debido a la oscuridad, Argustal experimentó la necesidad de dormir. Con permiso del Hombre-árbol decano, trepó a sus ramas y permaneció allí completamente dormido hasta que el alba retornó al fragmento de cielo que se recortaba entre las montañas y se filtró hasta su retiro. Argustal saltó al suelo, se despojó de sus ropajes exteriores y realizó sus acostumbrados ejercicios. Luego habló otra vez a los cinco seres, contándoles lo de su paraproyector, y preguntó por ciertas piedras.
Aunque no era probable que comprendieran lo que andaba buscando, le concedieron permiso, y Argustal inició su recorrido por los alrededores, tratando de encontrar una piedra necesaria.
La quebrada estaba bloqueada en su extremo más lejano por un desprendimiento de rocas, pero el arroyo conseguía filtrarse a través de los intersticios. Trepando trabajosamen-te, Argustal escarbó sobre la masa rocosa hasta encontrarse en un pasadizo húmedo y frío, una simple cavidad entre dos lomos de montaña. Allí la luz era escasa, y apenas podía verse el cielo, debido a las rocas que colgaban sobre los numerosos anaqueles pétreos por encima de su cabeza. Pero Argustal apenas miraba hacia arriba. Seguía el arroyo desde donde fluía en la propia roca, hasta desvanecerse para siempre de la vista humana.
Llevaba tanto tiempo en su negocio, adiestrado a través de tantos milenios, que las piedras casi le hablaban. Y estaba más seguro que nunca de encontrar una piedra que encajara en su gran proyecto.
Estaba allí. Inmediatamente encima del agua, con la parte superior pulimentada. Cuando la hubo librado de los guijarros y la grava que la rodeaban, la levantó y pudo ver que por debajo estaba ligeramente mellada, como si a una goma lisa le crecieran dientes negros. Quedó sorprendido, pero se agachó para examinarla y se dio cuenta que para su proyecto de paraproyector era necesaria precisamente cierta rugosidad. Inmediatamente se le reveló la fase siguiente del proyecto, y por primera vez vio la cosa tal como sería en su totalidad. La visión le desconcertó y le excitó.
Se sentó donde estaba, con los dedos alrededor de la piedra lisa-rugosa, y por algún motivo desconocido empezó a pensar en su esposa Pamitar. Se sintió invadido por una cá-lida sensación amorosa, hasta el punto que se sonrió a sí mismo y enarcó las cejas.
Cuando se puso en pie y trepó fuera del desfiladero, sabía mucho acerca de la nueva piedra. Su olfato-para-las-piedras intuyó la época en que su tamaño era mucho mayor, cuando ocupaba una gran posición en una montaña, cuando se sumió en las entrañas de la montaña, cuando había sido un componente de un lecho de roca, cuando aquella roca había sido légamo, cuando había sido una lluvia suave de sedimento volcánico, filtrándose a través de una atmósfera irrespirable y a través de mares cálidos en un lugar cercano y desconocido.
Con tierno respeto, se guardó la piedra en un bolsillo y emprendió el camino de regreso. No se despidió de los cinco de Or. Estaban juntos, mudos, con las ramas entrelazadas, soñando en el oscuro pecado del cambio.
Argustal se dirigía ahora rápidamente hacia su hogar, viajando primero a través de las tierras fronterizas de la Antigua Crotheria y luego a través de la región de Tamia, donde sólo había barro. Existían leyendas que decían que Tamia había conocido la fertilidad en otras épocas, y que peces de abigarrados colores habían nadado en arroyos que discurrían entre bosques; pero ahora el barro lo había conquistado todo, y las pocas aldeas eran de barro cocido, en tanto que los caminos eran de barro seco, el cielo era del color del barro y los escasos seres humanos color-de-barro, que decidieron quedarse a vivir allí por sus propios motivos manchados de barro, tenían apenas astas creciendo en sus hombros y parecían a punto de licuarse en barro. No había una sola piedra decente en toda la región. Argustal encontró a un árbol llamado David-junto-al-foso-que-seca que estaba moviéndose en su propia región natal. Deprimido por el interminable color pardo de Tamia, Argustal suplicó al árbol que le condujera un trecho y trepó a sus ramas. Era viejo y nudoso, con ramas y raíces igualmente retorcidas, y hablaba espaciando mucho las sílabas de sus pocas ambiciones.
En tanto escuchaba, esforzándose en recordar cada sílaba mientras esperaba la siguiente, Argustal vio que David hablaba tal como lo había hecho la gente de Or, cubriendo con vástagos sibilantes un orificio en su tronco; pero en tanto que parecía que los Hombres-árbol estaban perdiendo el uso de sus cuerdas vocales, el árbol-hombre estaba desarrollando algunos de los tegumentos de sus fibras, de modo que se convertía en un atractivo problema averiguar quién inspiraba a quién, quién copiaba a quién, o si —ya que ambas partes parecían tan absortas en sí mismas que esto era también una posibilidad— habían llegado a una imagen-espejo de perversidad independientemente.
—El movimiento es la belleza primordial —dijo David-junto-al-foso-que-seca, y tardó muchos grados del sol a través del cielo de lodo en decirlo—. El movimiento está en mí. En el suelo no hay movimiento. No hay movimiento en el suelo. El suelo permanece quieto, y reposar en el suelo equivale a no ser. La belleza no está en el suelo. Más allá del suelo está al aire. El aire y el suelo hacen todo lo que existe, y yo soy producto del suelo y del aire. Yo era del suelo y del aire, pero seré sólo del aire. Si existe suelo, existe otro suelo. Las hojas vuelan en el aire y mis anhelos están con ellas, pero ellas sólo son parte de mí debido a que soy de madera. ¡Oh, Argustal, tú no conoces los pesares de la madera!
Argustal no pudo asentir, ya que mucho antes que David completara su discurso la luna se había levantado y la silente noche de lodo había caído con Hrt parpadeando por encima de sus cabezas, y él estaba dormido en las retorcidas ramas de David, con la piedra en su bolsillo.
Dos veces más se durmió, dos veces más contempló su lento progreso a lo largo de los caminos secos, dos veces más trabó conversación con el melancólico árbol. Y cuando des-pertó de nuevo, todos los cielos estaban cubiertos de nubes algodonosas que mostraban el azul entre ellas, y a poca distancia se divisaban unas colinas bajas. Argustal se bajó de un salto. Allí crecía el césped y el camino estaba empedrado de guijarros. Aulló y gritó de placer. El barro había desaparecido.
Expresando a voces su gratitud, echó a andar a través del brezal.
«... crecimiento...», dijo David-junto-al-foso-que-seca.
El brezal terminó bruscamente y dio paso a la arena, bordeada de hierba que rozaba las ropas de Argustal mientras éste avanzaba. Este era su propio país, y Argustal se regocijó, orientándose por los ocasionales montones de piedras que apuntaban un dedo de sombra a través de la arena. En un momento determinado una de las Fuerzas voló por encima de él, de modo que por un instante de terror el mundo quedó sumido en la noche, retumbó el trueno y un centenar de gotas de lluvia descendieron del cielo; luego se encontraba ya en los lejanos confines del dominio del sol, sumergiéndose en otra parte..., no importa dónde.
Pocos animales, y menos aves, sobrevivían aún. En los suaves desiertos de Talembil Exterior eran particularmente raros. Sin embargo, Argustal pasó junto a un ave posada sobre un montón de piedras, con su ojo anublado por millones de años de peligro. Al verle agitó una de sus alas, en tributo a antiguos reflejos, pero Argustal respetaba demasiado el hambre en su estómago para tratar de aplacarla con entrañas y plumas, y el ave pareció reconocer el hecho.
Estaba acercándose a su hogar. El recuerdo de Pamitar le precedía agudamente, de modo que podía seguirlo como un rastro. Pasó junto a otro individuo de su raza, un viejo mono que llevaba una máscara roja colgando casi hasta el suelo; apenas se dirigieron un gesto de reconocimiento. Poco después, Argustal vio los bloques que señalaban Gornilo, el primer pueblo de Talembil.
El ulcerado sol viajaba a través del cielo. Estoicamente, Argustal viajó a través de las interyacentes dunas y llegó a la sombra de los blancos bloques de Gornilo.
Nadie podía recordar ahora —el recuerdo era una de las cosas perdidas cuya pérdida era considerada por muchos como un privilegio— qué factores habían determinado ciertas características de la arquitectura de Gornilo. Este era un pueblo simiesco-humano, y tal vez para construir un monumento conmemorativo de cosas todavía más lejanas y terribles, los primeros habitantes del pueblo se habían hecho esclavos de sí mismos y de los otros seres que ahora ya no existían, y habían erigido aquellos grandes cubos que ahora mostraban huellas de desgaste, como si estuvieran cansados de proyectar diariamente sus sombras alrededor de sus bases. Los simio-humanos que vivían aquí eran los mismos simio-humanos que siempre habían vivido aquí; se sentaban bajo sus poderosos bloques tan incansablemente como habían hecho siempre —llamando ahora a Argustal mientras pasaba tan lánguidamente como se arrojan piedras a través de la superficie de un lago—, pero eran incapaces de recordar si y cómo habían arrastrado los bloques a través del desierto; es posible que aquel olvido formara una parte integral del ser tan permanente como el granito de los bloques.
Más allá de los bloques se alzaba el pueblo. Algunos de los árboles eran visitantes, que se movían como David-junto-al-foso-que-seca, pero la mayoría crecían al modo antiguo, contentos con el suelo e indiferentes al movimiento. Anudaban sus ramas así y retorcían sus troncos asá, proporcionando ingeniosos y siempre cambiantes hogares a los habitantes de Gornilo.
Por fin Argustal llegó a su hogar, en el extremo opuesto del pueblo.
El nombre de su hogar era Cormok. Lo palmeó y lo lamió cariñosamente antes de encaramarse por su tronco hasta la vivienda.
Pamitar no estaba allí.
No quedó sorprendido, ni siquiera decepcionado, tan sereno era su estado de ánimo. Anduvo lentamente alrededor de la habitación, saltando de cuando en cuando hasta el te-cho para divisarlo mejor, lamiendo y olfateando mientras avanzaba, persiguiendo las últimas imágenes de la presencia de su esposa. Finalmente, se echó a reír y cayó en el centro de la habitación.
—¡Tranquilízate, muchacho! —dijo.
Sentándose en el lugar donde había caído, vació sus bolsillos, sacando las cinco piedras que había adquirido en sus viajes y dejándolas a un lado de sus otras pertenencias. Sin levantarse, se desvistió, disfrutando con la dificultad que significaba su postura. Luego trepó al baño de arena.
Mientras Argustal yacía allí, se levantó un gran viento aullante y la habitación quedó sumida en una enfermiza semioscuridad. Una plegaria brotó en el exterior, una plegaria que la gente dirigía a las Fuerzas para que no destruyeran el sol. El labio inferior de Argustal se movió en un gesto de satisfacción y de enojo al mismo tiempo; había olvidado las plegarias de Talembil. Esta era una ciudad religiosa. Muchos de los seres sin clasificar se reunían aquí procedentes de los lugares más remotos, personas o animales cuyas mentes les habían arrastrado oblicuamente de lo que fueron, convirtiéndolos en formas rococó que definían de un modo más exacto sus cualidades inherentes, hasta conferirles el aspecto de formas olvidadas o extinguidas, o de formas que no habían sido hasta ahora, y que no tenían causa común con ningún otro ser viviente..., excepto en este deseo de preservar la alegre luz del sol de una posterior ruina.
Bajo los fragantes granos del baño, sumergido del todo a excepción de la cabeza, una rodilla y una mano, Argustal abrió de par en par sus percepciones a todo lo que podía llegar: y finalmente sólo pensó lo que había pensado a menudo mientras yacía allí (ya que los armarios de la cerebración habían sido vaciados desde hacía mucho tiempo de toda munición nueva, a pesar de lo que pretendían los Hombres-árbol de Or): que en tales baños, bajo un viento tan impredecible, las formas de vida más importantes de Izazys, hombres y árboles, habían experimentado por primera vez, quizás, los impulsos del cambio. Pero, el cambio en sí..., ¿había existido algo más antiguo soplando alrededor del mundo que todos habían olvidado?
Por algún motivo, la pregunta despertó cierta inquietud en Argustal. Intuía vagamente que existían otros aspectos de la vida además del contento y de la felicidad; todos los seres experimentan contento y felicidad; pero, aquellas cualidades, ¿eran una unidad, o no constituían más que una sola cara de un.., de un escudo?
Argustal gruñó.
«¡ Empieza a pensar tonterías como ésas, y acabarás siendo humano, con astas sobre los hombros!»
Sacudiéndose la arena, salió del baño, moviéndose con una rapidez inusitada para él, y bajó de su hogar, sin molestarse en vestirse.
Sabía dónde encontrar a Pamitar. Estaría más allá del pueblo, protegiendo al paraproyector de los harapientos y furiosos vagabundos de Talembil.
Soplaba un viento frío, transportando ocasionalmente un polvo fangoso, muy molesto, que hacía parpadear. Mientras caminaba a través del verde y elegante centro de Gornilo, Argustal levantó la mirada hacia el sol. Era visible por fragmentos, desgarrado a través de árboles y nubes. Su rostro aparecía manchado, y se oscurecía y encendía alternativamente. Parecía soplar un viento que laceraba la piel y helaba la sangre.
De modo que Argustal llegó a su propia pieza de terreno en pleno desierto, lejos del pueblo, y vio a su esposa Pamitar, para el resto del mundo llamada Miram. Estaba agachada, dando la espalda al viento, los agudos granos voladores de arena chocando contra sus peludas caderas. A unos pasos de distancia, uno de los vagabundos gambeteaba entre las piernas de Argustal.
Pamitar se puso en pie lentamente, quitándose el chal de la cabeza.
—¡Tapmar! —exclamó.
Argustal la envolvió entre sus brazos, enterrando su rostro en el hombro de Pamitar. Se susurraron mutuamente palabras tiernas, tan absortos que no se dieron cuenta que la brisa se apagaba, y el desierto perdía su movimiento, y la luz del sol se hacía más intensa.
A una señal oculta, Argustal se separó de Pamitar, saltando casi por encima de su hombro, y se precipitó sobre el vagabundo que merodeaba en la arena.
Era un ser deforme, con brazos creciendo de sus brazos, una cabeza como la de un lobo y las piernas arqueadas como las de un gorila, vestido con un centenar de trozos de tela. Mientras rodaba por el suelo soltó una carcajada y gritó, con voz chillona:
—Tres hombres tendidos bajo un arbusto y nadie para oír lo que dice el primero: «Aquí se arrastran las mieses». El segundo se acuesta con monstruos. Contesta, amigo: ¿Cuál es el nombre del tercero?
—¡Lárgate de aquí, viejo cuervo!
Y mientras el viejo cuervo se alejaba corriendo, llegó su respuesta, envuelta en una risa:
—¡El nombre es Tapmar, porque no habla en ninguna parte!
Argustal y Pamitar se volvieron a mirarse, aprovechando la intensa luz del sol para escudriñar mutuamente sus rostros, ya que ambos habían olvidado la última vez que estu-vieron juntos, tan largo era el tiempo, tan confuso el recuerdo. Pero existían recuerdos, y mientras Argustal escudriñaba volvieron. La nariz chata de Pamitar, la morbidez de sus fosas nasales, la redondez de sus ojos, la curva del borde de sus labios: todo esto, porque era querido, fue recordado, convirtiéndose en algo más que belleza.
Se hablaron cariñosamente el uno al otro, sin dejar de mirarse. Y, lentamente, algo de aquello que Argustal había sospechado acerca de la cara oscura del escudo le penetró, ya que el semblante de su amada no era el que había sido. Alrededor de sus ojos, y especialmente debajo de ellos, había sombras, y unas finas arrugas se ahondaban en las comisuras de su boca.
Su inquietud creció hasta el punto que se vio obligado a hablar a Pamitar de aquellas cosas, aunque no existía ningún medio adecuado para expresarlas. Ella pareció no comprender, a menos que comprendiera sin saberlo, ya que su excitación fue evidente, hasta el punto que Argustal decidió interrumpir su interrogatorio y se dirigió hacia el paraproyector para disimular su inquietud.
Se extendía sobre una milla de arena, y se alzaba varios pies en el aire. De cada una de sus largas expediciones, Argustal no había traído más de cinco piedras, pero allí había reunidas centenares de miles de piedras, tal vez millones, todas cuidadosamente colocadas. Muchas eran sostenidas en el aire a diversas alturas por estacas o pértigas, pero la mayoría reposaban en el suelo, donde Pamitar las conservaba siempre a salvo del polvo y de los hombres salvajes; y de las del suelo, algunas se erguían aisladas, en tanto que otras aparecían en grupos, pero todas en un diseño que sólo era aparente para Argustal. ¿Tendrían también un lugar dentro del diseño las arrugas del rostro de su esposa?
¿Tenía algún sentido lo que el vagabundo había gritado, que él hablaba a ninguna parte?
Preocupado, tomó a su esposa del brazo y regresó con ella a su hogar, en las alturas del árbol sin hojas.
—Tapmar mío —dijo Pamitar aquella noche, mientras comían un plato de fruta—, es bueno que hayas regresado a Gornilo, ya que el pueblo alberga extraños sueños, como el lecho de un viejo río, y estoy asustada.
Al oír aquellas palabras Argustal se alarmó en su fuero íntimo, ya que el lenguaje que Pamitar había utilizado parecía encajar con las arrugas que acababa de descubrir en su rostro; de modo que le preguntó a su esposa qué sueños eran aquellos, con una voz más tímida de lo que solía hacer.
Mirándole de un modo extraño, Pamitar dijo:
—Los sueños son tan espesos como pieles, tan espesos que se encallan en mi garganta al hablarte de ellos. Anoche soñé que andaba por un terreno que parecía estar cubierto de pieles hasta los más lejanos horizontes, pieles de colores sombríos, especialmente negras y azules. Y mientras contemplaba intrigada aquel raro fenómeno, me convertí...; bueno, descubrí la palabra en mi sueño: me convertí en una niña.
La mirada de Argustal se distendió por encima de la vegetación del pueblo y dijo:
—Esos sueños no pueden ser de Gornilo, sino solamente tuyos, Pamitar. ¿Qué es niña?
—No existe una cosa así en la realidad, que yo sepa, pero en el sueño la niña que era yo, era pequeña y lozana, y en sus actos lista y torpe al mismo tiempo. Era ajena a mí, sus movimientos y sus ideas no me pertenecían..., y sin embargo me resultaba familiar. Yo era aquella niña, Tapmar. Y ahora que estoy despierta, estoy segura que en otro tiempo fui una niña.
Argustal repiqueteó con sus dedos sobre sus rodillas, sacudiendo la cabeza y parpadeando con súbito furor.
—¡Este es tu mal secreto, Pamitar! ¡Supe que tenías uno en el momento en que te vi! ¡Lo leí en tu cara, que ha cambiado de un modo maligno! Sabes que no has sido otra cosa que Pamitar en todos los millones de años de tu vida, y que niña tiene que ser un fantasma maligno que te posee. ¡Tal vez te convertirás ahora en niña!
Pamitar profirió un grito y tiró una fruta verde que acababa de morder. Argustal la cazó en el aire antes que se estrellara contra él.
Hicieron las paces, provisionalmente, antes de acostarse. Aquella noche, Argustal soñó que también él era pequeño y vulnerable y apenas capaz de manejar el lenguaje; sus in-tenciones eran como una flecha y su dirección clara.
Despertando, sudó y tembló, ya que sabía que había sido niño en su sueño, de modo que había sido niño en otra época de su vida. Y esto ahondaba en él más profundamente que la enfermedad. Cuando sus apenadas miradas se dirigieron al exterior, vio que la noche era como seda tornasolada, con un efecto moteado de luz y de sombra en la oscura cúpula azul del cielo, lo cual significaba que las Fuerzas se estaban divirtiendo con el sol mientras éste viajaba a través de Izazys; y Argustal pensó en sus viajes a través del rostro de Izazys, y en su visita a Or, cuando los Hombres-árbol habían hablado de un elemento desconocido que fuerza el cambio.
«¡Me prepararon para este sueño!», murmuró.
Ahora sabía que el cambio había operado en sus mismos cimientos; en otra época, había sido aquella cosa extraña y diminuta llamada niño, y su esposa lo había sido también, y posiblemente otros. Pensó de nuevo en aquella pequeña aparición, con sus delgadas piernas y su voz chillona; el horror puso escalofríos en su corazón; estalló en prolongados gemidos, y Pamitar pasó el resto de la noche tratando de tranquilizarle.
Dejó a Pamitar triste y pálida. Se llevó las piedras que había reunido en su viaje, la de forma extraña del desfiladero y las que había adquirido antes de aquélla. Sujetándolas fuertemente contra él, Argustal cruzó el pueblo en dirección a su instalación espacial. Durante mucho tiempo, había sido su principal preocupación; hoy, el extenso proyecto quedaría completado; sin embargo, debido a que ni siquiera podía decir por qué le había preocupado tanto, se sentía desmoralizado. Algo había penetrado en él, matando su alegría.
El viejo vagabundo se hallaba junto al paraproyector, con la cabeza apoyada sobre una piedra azul. Argustal estaba demasiado decaído para echarle de allí.
—Cuando tu armazón de piedras forme palabras, las palabras se convertirán en piedras —dijo el vagabundo.
—¡Te romperé los huesos, viejo cuervo! —gruñó Argustal, pero en su interior se maravilló de lo que acababa de decir el vagabundo, y de lo que había dicho el día anterior respecto a que Argustal no hablaba en ninguna parte, ya que Argustal no había discutido el objetivo de aquella estructura con nadie, ni siquiera con Pamitar. En realidad, él mismo no había reconocido el objetivo de aquella estructura hasta sus dos viajes anteriores... ¿O habían sido tres, o cuatro? El diseño había empezado simplemente como un diseño, y sólo mucho más tarde la obsesión se convirtió en un objetivo.
Colocar correctamente las nuevas piedras requería tiempo. Dondequiera que se dirigiera Argustal, el vagabundo le seguía, a veces sobre dos patas, a veces sobre cuatro. Otros personajes del pueblo se reunieron para curiosear, pero ninguno se atrevió a pisar el perímetro interior de la estructura, de modo que permanecieron lejos, como pequeños tallos creciendo en los bordes de la mente de Argustal.
Algunas piedras tenían que ser tocadas, otras simplemente apartadas. Argustal anduvo, se detuvo y anduvo, respondiendo al gran diseño que ahora sabía que contenía una ley universal. La tarea le envolvió en un deslumbramiento estético similar al que había experimentado siguiendo el camino laberíntico que conducía a Or, aunque con mayor intensidad.
El hechizo quedó roto cuando el vagabundo habló desde unos pasos de distancia con una voz muy distinta de su sonsonete habitual:
—Te recuerdo perfectamente colocando la primera de esas piedras, cuando eras un niño.
Argustal se estremeció.
Se sintió invadido por el frío, a pesar que el bilioso sol brillaba ahora con fuerza. No pudo encontrar su voz. Mientras la buscaba, su mirada se clavó en los ojos del viejo vagabundo.
—¿Tú sabes que en otro tiempo fui un fantasma..., un niño? —preguntó.
—Todos somos fantasmas. Todos hemos sido niños. Del mismo modo que hay jugo en nuestros cuerpos, en otro tiempo nuestras horas fueron pocas.
—¡Viejo cuervo! Estás describiendo un mundo distinto..., no el nuestro.
—Cierto, muy cierto. Pero, en otro tiempo, ese mundo fue el nuestro.
—¡Oh, no! ¡No!
—¡Habla de ello con tu máquina! Su lengua es de roca y no puede mentir como la mía.
Argustal recogió una piedra y la lanzó contra el vagabundo.
—¡Eso es lo que haré! ¡Ahora, aléjate de mí!
La piedra golpeó al viejo en las costillas. Gimió dolorosamente, retrocedió unos pasos, tropezó y cayó sobre la arena.
Argustal corrió inmediatamente hacia él.
—¡Perdóname, viejo cuervo! El miedo que hay en mis pensamientos me hizo atacarte..., y existe una especie de horror en tu presencia.
—¡Y en tu modo de lanzar las piedras! —murmuró el viejo, luchando por incorporarse.
—¡Tú sabes algo de niños! En todos los millones de años que he trabajado en mi proyecto, nunca has hablado de esto. ¿Por qué?
—Hay un momento para cada cosa..., incluso en Izazys.
Se miraron a los ojos mientras el viejo vagabundo se incorporaba lentamente, con los brazos y la capa extendidos de un modo que sugería que iba a lanzarse sobre Argustal o que se disponía a emprender la huida. Argustal no se movió. Con los nudillos hundidos en la arena, dijo:
—... incluso en Izazys... ¿Por qué has dicho eso?
—¡Tú eres de Izazys! Nosotros, los humanos, no lo somos, si puedo llamarme humano a mí mismo. Miles de millares de años antes que tú fueras un niño, yo llegué del corazón de las estrellas con otros muchos. ¡Ahora no hay vida allí! ¡La raíz se extiende desde el centro! ¡Las chispas vuelan de sol a sol! Incluso para Izazys, ha llegado la hora.
Súbitamente cayó al suelo, volvió a levantarse y huyó apresuradamente, retorciendo sus miembros de un modo que le desposeía de toda semejanza con la especie humana. Se abrió paso a través de la hilera de espectadores y desapareció.
Durante largo rato Argustal permaneció agachado en el mismo lugar, como distorsionado por la tormenta que soplaba en su interior. Cuando finalmente llegó a la conclusión que lo único que podía hacer era completar el paraproyector, temblaba aún con el nuevo conocimiento: sin ser capaz de comprender por qué, sabía que el nuevo conocimiento destruiría el mundo antiguo.
Todo estaba ahora en posición, excepto la piedra de extraña forma de Or, la cual transportó firmemente sobre un hombro, apretada entre la oreja y la mano. Por primera vez, se dio cuenta de lo gigantesco de la estructura que había labrado. Había sido un atisbo comercial, sin involucrar el sentimiento. Ahora, Argustal no era más que una burbuja rodando a través de los vastos intersticios que le rodeaban.
Cada una de las piedras conservaba su propia crónica temporal, así como su posición espacial; cada una de ellas representaba distintas tensiones, distintas épocas, distintas temperaturas, materiales, elementos químicos, intensidades... Todas las piedras juntas representaban un anagrama de Izazys, su entera composición y continuidad. La última piedra era simplemente un punto focal para el conjunto dinámico, y mientras Argustal caminaba lentamente entre los vibrantes arcos, aquella dinámica alcanzó su punto culmi-nante.
Argustal la oyó crecer. Se detuvo. Siguió ahora este camino, ahora aquél. Y mientras lo hacía se dio cuenta que allí no había una posición focal sino una miríada de ellas, según la posición y la dirección de la piedra clave.
Muy suavemente, dijo:
—... que mis temores puedan ser confirmados...
Y a su alrededor, muy suavemente, llegó una voz de piedra, balbuciendo antes de hacerse más clara, como si conociera las palabras desde hacía mucho tiempo pero nunca las hubiese practicado.
—Tú...
Un largo silencio.
—Tú, tú artista; oh, tú artista gusano tú artista enfermo en la aullante tormenta tú artista en la tormenta. Artista gusano has descubierto que lo que vuela en la noche destruye la vida. El gusano invisible, el gusano invisible que vuela en la noche, en la aullante tormenta, ha descubierto un oscuro secreto de amor..., el secreto de amor que destruirá tu vida.
Argustal huía ya precipitadamente de aquel lugar.
No pudo encontrar consuelo en los brazos de Pamitar. Aunque se apresuró a ir allí, al hogar en lo alto de las ramas, el gusano que vuela le roía por dentro. Finalmente, se apartó de Pamitar y dijo:
—¿Quién oyó nunca una voz tan terrible? No puedo hablar otra vez con el Universo.
—Tú no sabes que era el Universo —trató de excitarle Pamitar—. ¿Por qué tendría que hablar el Universo con el pequeño Tapmar?
—El viejo cuervo dijo que yo hablaba con ninguna parte. Ninguna parte es el Universo, donde el sol se oculta por la noche, donde se ocultan nuestros recuerdos, donde nuestros pensamientos se evaporan. Yo no puedo hablar con él. Debo buscar al viejo cuervo y conversar con él.
—¡No hables más, no hagas más preguntas! ¡Todo lo que descubras aumentará tu miseria! Mira: ni siquiera te fijas en mí, tu pobre esposa... Apartas tus ojos.
—¡Por encima de todo, debo descubrir lo que nos atormenta!
En el centro de Gornilo, donde vivían muchos de los seres sin clasificar, la madera desnuda surgía del suelo, creando cuevas y guaridas y extraños miembros sobre los cuales y en los cuales los viejos vagabundos, de otro modo sin hogar, podían refugiarse. Allí se presentó Argustal al caer la noche, en busca del vagabundo.
El viejo cuervo estaba tendido al lado de una olla rota, sujetando unos harapos contra su cuerpo. Dio vueltas en su pequeña celda, tratando de huir, pero Argustal le agarró por el cuello y le mantuvo inmóvil.
—¡Quiero tu conocimiento, viejo cuervo!
—¡Búscalo en los hombres religiosos: ellos saben más que yo!
Esto hizo que Argustal se calmara un poco, pero no aflojó la presión de su mano.
—Ahora te tengo a ti, y tú debes hablarme. Sé que el conocimiento es dolor, pero también lo es la ignorancia cuando uno ha intuido su presencia. Dime algo más acerca de los niños y de lo que hacían. Háblame de lo que llamas el corazón de las estrellas...
En tono febril, el viejo cuervo dijo:
—Lo que yo sé es muy poco, tan poco como una brizna de hierba en un campo. Y los lejanos tiempos pasados son como briznas de hierba. A través de todos esos tiempos llegan los manojos de cuerpos ahora sobre esta Tierra. Ahora no hay cuerpos nuevos. Pero en otro tiempo, antes incluso de aquellos tiempos pretéritos..., tú no puedes..., no puedes comprender...
—Lo comprendo perfectamente.
—¡Tú eres un científico! Antes de los tiempos pretéritos existió otra época, y entonces..., entonces había niños y distintas cosas que ya no existen, muchos animales, y aves...
—¿Qué ocurrió? ¿Por qué se produjo el cambio, viejo cuervo?
—Unos hombres..., científicos..., estudiaron el jugo de los cuerpos y otorgaron a todas las personas y animales y árboles la vida eterna. Seguimos viviendo desde aquella época, hace muchísimo tiempo... Tanto tiempo, que hemos olvidado lo que entonces se hizo.
Argustal le preguntó:
—¿Y por qué no hay niños ahora?
—Los niños no son más que pequeños adultos. Nosotros somos adultos y procedemos de unos niños. Pero antes de aquellos tiempos pretéritos, antes que los científicos llegaran a Izazys, los adultos producían niños. Igual que los animales y los árboles. Pero, con la vida eterna, esto no puede ser: aquellas partes del cuerpo productoras de niños tienen menos vida que la piedra.
—¡No hables de piedras! De modo que viviremos siempre... Dime, viejo cuervo, ¿me recuerdas como niño?
Pero el viejo vagabundo estaba sumido en una especie de trance, haciendo girar los ojos en sus órbitas.
—¡Peor aún! Me recuerdo a mí mismo como un niño, corriendo como una flecha... ¡Estoy loco, ya que recuerdo! —Empezó a gritar y a sollozar, y los vagabundos que le rodeaban le hicieron coro.
—¡Todos recordamos! ¡Todos recordamos! —gimieron, fuera cierto o no.
Aplastando su mano sobre la boca del vagabundo, Argustal inquirió:
—Pero tú no fuiste niño en Izazys... ¡Háblame de eso!
Temblando, el otro replicó:
—Ya te lo he dicho antes: todos los humanos llegaron del corazón de las estrellas. ¡Izazys está colgado de un extremo del Universo! En otros tiempos había tantos mundos como días en la eternidad; ahora todos se han desvanecido como el humo por la chimenea. Sólo este último lugar era seguro.
—¿Qué ocurrió? ¿Por qué?
—¡No ocurrió nada! La vida es vida, excepto cuando el cambio se introduce en ella.
Y, ¿qué era esto sino un eco de las palabras de los Hombres-árbol de Or, los cuales habían hablado de algún elemento desconocido que forzaba el cambio? Argustal se agachó con la cabeza inclinada, mientras el vagabundo temblaba a su lado, y en el exterior los otros vagabundos repetían sus últimas palabras como una especie de salmodia:
—¡El cambio se introduce en ella! ¡El cambio se introduce en ella! ¡La luz del día humea y el cambio se introduce en ella! ¡El cambio se introduce en ella!
Sus horribles aullidos actuaron como lanzas en el flanco de Argustal. Más tarde recordaba su demencial huida a través del pueblo, de paredes y troncos y suciedad y caminos, pero en aquel momento todo fue tan insustancial como más tarde el recuerdo. Cuando finalmente cayó al suelo, jadeando, ignoraba dónde se encontraba.
Luego vio que yacía en medio de su gran estructura, con su mejilla contra la piedra de Or en el lugar donde la había dejado caer. Y mientras su atención se concentraba en ella, la gran estructura que le rodeaba respondió sin que él tuviera que hablar.
Se encontraba en un nuevo punto focal. La voz que resonó era nueva, tan fría como insegura había sido la anterior. Sopló sobre él en un viento helado.
—No existe ningún amaranto en este lado de la tumba, oh Argustal, ningún nombre repetido con el mayor énfasis de apasionado amor que no acabe por enmudecer. El expe-rimento X dio vida para la eternidad a todos los seres vivientes del mundo, pero incluso la eternidad está marcada por períodos de alivio y de sufrimientos. La antigua vida tenía su infancia y su final, la nueva no posee esa lógica. Ha encontrado su propia lógica después de muchos milenios, basándose en las mentes individuales. Un hombre se convierte en lo que era; un árbol se convierte en lo que era.
Argustal levantó su cansada cabeza de su almohada de piedra. De nuevo la voz cambió de tono, como en respuesta a aquel pequeño gesto.
—El presente es una nota en la música. La nota no puede ser sostenida mucho tiempo. Incluso la inmortalidad debe tener un final. La vida ha pasado como un prolongado fuego a través de la galaxia. Ahora arde rápidamente incluso aquí, el último refugio del hombre.
Argustal se puso en pie y arrojó lejos de sí la piedra de Or. Voló, cayó, rodó..., y antes de detenerse había despertado un gran coro de voces universales.
Todo Izazys se irguió y un viento sopló del oeste. Mientras Argustal empezaba a moverse de nuevo, vio que los hombres religiosos del pueblo estaban en marcha, vio a las Fuerzas que anidaban en el sol sobre su ala de medianoche, vio a Hrt, la piedra llameante, rodando por encima de su cabeza, vio a todas las cosas más activas de lo que nunca habían estado.
Pero Argustal caminaba lentamente sobre sus pies planos de simio, en busca de Pamitar. Nunca más se sentiría impaciente entre sus brazos. A partir de ahora, el tiempo sería demasiado breve.
Conocía ahora al gusano que vuela y anidaba en la mejilla de Pamitar, en su propia mejilla, en todas las cosas, incluso en los Hombres-árbol de Or, incluso en las poderosas Fuerzas impersonales que habían expoliado al sol, incluso en las entrañas sagradas del Universo a las cuales él había prestado una lengua temporal. Ahora sabía que había re-gresado aquella Majestad que anteriormente dio razón de ser a la vida, la Majestad que había estado alejada del mundo durante tanto tiempo, la Majestad llamada Muerte.
Trabajando en los Astilleros del Espacio
Mi primer trabajo remunerado en mis años mozos fue en los astilleros del espacio, donde pensé que mi talento y mi pericia podían beneficiar mayormente a la sociedad. Me desempeñaba como ayudante del oficial armador de FTL. El oficial armador era una mujer llamada Nellie. A medida que más y más mujeres ingresaban en el plantel de los astilleros, para trabajar entre los hombres y los androides y los robots, los hombres tenían una actitud cada vez más circunspecta. Los juramentos eran más cautelosos, los gestos menos groseros y la apariencia personal menos descuidada. Eso me sorprendió, pues las mujeres mostraban sin rodeos que les importaban un bledo los juramentos, los gestos, las apariencias.
De los cestos para papeles recogí muchos mensajes suicidas. La mayoría nunca habían llegado a las destinatarias y eran simples borradores de mensajes suicidas:
Mi adorada: Cuando recibas ésta, no estaré ya en condiciones de molestarte de nuevo.
Para cuando recibas esta carta, ya nunca podré.
Para cuando recibas ésta, ya no estaré.
Mi adorada: Nunca más podremos destrozarnos mutuamente los corazones.
Has sido más que la vida para mí. Amor mío..., me he equivocado tanto.
Es muy encomiable que la gente trate de escribir bien, aun in extremis. La educación ha dado sus frutos. En mi escuela, sólo aprendimos a escribir cartas comerciales. Con referencia a su último embarque de hierro marciano fundido/fundidos de hierro. Puesto que la vida es un negocio tan trágico, ¿por qué no nos enseñan a escribir cartas suicidas como la gente?
En esta era de progreso, en la que todo es progresista y tecnológico y nuevo, la única partícula de nuestro Ser con que nos hemos quedado es nuestra Condición Humana, la que por supuesto sigue siendo miserable, a pesar de las tres comidas de proteínas que ingerimos diariamente. Las proteínas no nos socorren en la Noche Oscura del Alma. Los androides, que tanto se parecen a nosotros (ya hay androides negros que trabajan en los astilleros del espacio), no tienen alma, y muchos de ellos se sienten profundamente desdichados por desconocer el largo y lento dolor de muelas de la Condición Humana. Algunos han abandonado el trabajo, y se paran en las esquinas con anteojos oscuros, pidiendo limosna con patéticos mensajes colgados sobre el pecho. Huérfano de la Tecnología. Salido de Fávrica Demaciado Joben. Apiádense de mi Pobre Esqueleto de Metal. Y uno especialmente trágico que vi en el Distrito de Queens. La Obsolescencia es la Muerte del Pobre. No le faltan sus traumas; el simple hecho de carecer de Condición Humana tiene que ser traumático.
La mayoría de los androides aborrece a los mendigos-androides. A la salida del trabajo recorren las calles, golpean a todos los mendigos que encuentran y a puntapiés les tiran a las alcantarillas los tiestos de lata. Los androides sin cara son pavorosos. Parecen hombres con máscaras de hierro. Uno nunca se salva de desempeñar un papel.
Estábamos construyendo naves línea Q cuando yo trabajaba en el astillero. Eran las naves experimentales. La Q1, la Q2 y la Q3 ya habían sido terminadas, y remolcadas en órbita más allá de Marte, y lanzadas hacia Alfa del Centauro. Nunca se volvió a saber de estas naves. Quizá estén dando una vuelta por todo el universo, y regresen al Sistema Solar cuando el sol esté envuelto en una capa de permaescarcha de diez kilómetros de profundidad. De todos modos, yo no viviré para ver ese día.
No era ninguna diversión construir esas naves. No tenían lujos, no tenían cabinas, ni muebles ni avíos, ni cocinas, ni kilómetros y kilómetros de alfombras, ni todas las demás galas de una verdadera nave del espacio. Y lo que podíamos obtener como recompensa suplementaria era mínimo. Las computadoras de a bordo llevaban una vida muy austera.
—¡Para cuando tú regreses al Sistema Solar habrá en el sol una capa de permaescarcha de diez kilómetros! —le dije a Torpe, la computadora del Q3, mientras la empotrábamos en la pared—. ¿Qué harás entonces?
—Mediré la permaescarcha.
He observado una cosa a propósito de la verdad. Uno no la espera, y a menudo suena a broma. Las computadoras y los robots parecen muchas veces graciosos porque no interpretan ningún papel. Se limitan a decir la verdad. A este Torpe le pregunté:
—¿Para quién medirás la permaescarcha?
—La mediré por su interés intrínseco.
—¿Aunque no queden seres humanos a quienes pueda interesarle?
—No entiendes el significado de intrínseco.
Cada una de estas naves Q cuesta más que la renta nacional anual de un estado como Gran Bretaña. Zum, allá las despacharon, rumbo al universo. ¡No se las vio más! La obra de mis manos. Todos esos kilómetros de perfecta soldadura. La obra de mi vida.
Opino que las computadoras dicen la verdad. Pero es sólo la verdad que ellas ven. Ocurren cosas que nosotros no vemos. ¿Debemos incluirlas en nuestra verdad personal, o no?
Mi madre era una mujer insólita. Antes que yo cumpliera los diez años y me dieran mi destino extrafamiliar, ella y yo nos divertíamos en grande. Era un corazón de oro; más, de uranio. Tenía una vieja amiga sorda, la señora Patt, que iba a visitarla una vez por semana y se sentaba en el sillón mientras mi madre aullaba preguntas y comentarios.
Ahora entiendo por qué yo no podía soportar a la señora Patt: porque todo sonaba tan trivial y estúpido cuando yo lo repetía a gritos.
—Qué bien la ley de la luz de luna extra, ¿no?
—¿Qué qué qué dices?
—Dije si no estás contenta con la ley de la luz de luna extra.
—¿Contenta qué?
—¿No estás contenta con la ley de la luna extra? Nos vendría bien tener otra luna.
—No oigo lo que dices.
—Digo si no te hace gracia la ley de la luna extra.
—¿Qué rey es ése?
—La ley de la luna extra. ¡Ley! ¿No te hace gracia la ley de la luna extra?
Yo solía esconderme detrás del sillón antes que llegase la señora Patt. Cuando ella y mamá empezaban a gritar, yo me asomaba por detrás del respaldo del sillón para que la señora Patt no me viese, me metía los pulgares en las orejas y los meñiques en la nariz, arrugándola y deformándola, y movía los otros dedos mientras subía y bajaba las cejas y sacaba la lengua y parpadeaba como un loco, para hacer reír a mamá. Y ella tenía que simular que no me veía.
De tanto en tanto fingía que se sonaba la nariz, para disfrutar de una risita breve.
Teníamos un gato grande, negro y malo. A veces yo aparecía por detrás del sillón con la escudilla del gato a modo de sombrero, maullando y moviendo las orejas.
La pregunta que ahora me hago, habiendo alcanzado la edad de sentar cabeza —la señora Patt visitó hace años la clínica de eutanasia— es si debo incluirme o no en la lista de verdades de la señora Patt. Como no me contaba entre los fenómenos para ella observables, yo no podía ser parte de su Verdad. Para la señora Patt, yo no existí en mi manifestación post-sillón; por lo tanto yo no tenía ningún efecto sobre ella; por lo tanto yo no era parte de la Verdad, tal como ella la veía.
Si había habido en mí mala intención, o no, tampoco tenía importancia, puesto que yo no había afectado la conciencia de ella. El único efecto de mis payasadas fue que llegó a considerar a mi madre como muy propensa a los resfríos, pues necesitaba sonarse la nariz a cada rato.
Esto indicaría que hay dos clases de verdades: una es la verdad personal, y la otra, que para no caer en un término más necio, llamaré Verdad Universal. A esta última categoría pertenecen obviamente aquellos acontecimientos que nadie observa, como mis dedos en la nariz, los vuelos de las Q1, Q2 y Q3, y Dios.
Todo esto traté de explicárselo una vez a Jackson, mi amigo androide. Traté de hacerle comprender que él sólo percibía la Verdad Universal, y que no conocía la Verdad Personal.
—La Verdad Universal es la más grande, de modo que soy más grande que tú, que sólo percibes la Verdad Personal —me dijo.
—¡De ninguna manera! Por supuesto, yo percibo la totalidad de la Verdad Personal, como es obvio, y también buena parte de la Verdad Universal. Así que tengo una idea mucho más clara que tú de la Verdad Total.
—Ahora estás inventando una tercera especie de verdad, para poder ganar la discusión. Sólo porque tienes Condición Humana, te empeñas en demostrar que eres mejor que yo.
Lo desconecté. Yo soy mejor que Jackson. Yo puedo desconectarlo a él.
Al día siguiente, al volver a tomar mi turno, lo conecté de nuevo.
—Hay toda clase de cosas horripilantes que hacen señas por detrás de tu sillón metafórico, y de las que tú no te das cuenta —me dijo sin más ni más.
—Los seres humanos al menos escriben cartas suicidas —dije. Es un arte menor al que nunca se le ha dado la importancia que merece. Un arte muy íntimo. No se puede escribir una carta suicida a alguien que no se conoce.
Estimado Presidente: Mi nombre puede no serle familiar, pero voté por usted en las elecciones últimas, y cuando reciba la presente ya no estaré en condiciones de molestar de nuevo.
Nunca más estaré en condiciones de votarlo de nuevo. No estaré en condiciones de apoyarlo en la próxima campaña.
Estimado Presidente: Esta le caerá como una bomba, sobre todo porque usted no me conoce, pero.
Estimado Señor: Usted ha sido más que un presidente para mí.
Las horas en los astilleros del espacio eran interminables, especialmente para nosotros los jóvenes. Trabajábamos de diez a doce, y luego de dos a cuatro. Los robots trabajaban de diez a cuatro. Los androides trabajaban de diez a doce y de dos a cuatro cuando empecé en los astilleros como ayudante de oficial armador FTL, y no podían ir a la cantina, en tanto los hombres y mujeres tenían quince minutos libres por hora para el café y las drogas. Después de unos diez meses de mi ingreso en los astilleros, se aprobó una ley que concedía a los androides cinco minutos por hora para el café (ellos no toman drogas). Los hombres se declararon en huelga contra esta legislación, pero todo se enfrió para Navidad, después de un aumento de salarios. La Q4 se atrasó otras dieciséis semanas pero, ¿qué son dieciséis semanas cuando uno va a dar la vuelta al universo?
Las mujeres eran muy sentimentales. Muchas de ellas se enamoraban de androides. Los hombres estaban muy molestos por este motivo. Mi primer amor, Nellie, la oficial armadora de FTL, me dejó por un electricista androide. Decía que era más respetuoso.
En la cantina, nosotros los hombres solíamos hablar de sexo y filosofía y de quién iba ganando el último Certamen de Pensamiento Ilimitado. Las mujeres intercambiaban recetas. A menudo pienso que las mujeres no tienen tanta Condición Humana como nosotros.
La primera vez que nos acostamos juntos Nellie dijo:
—Estás un poquito nervioso, ¿no?
Bueno, lo estaba, pero le dije:
—No, no estoy nervioso, no es nada más que esa cuestión de los papeles que uno puede desempeñar. No he elaborado ninguno que corresponda a esta situación particular.
—Bueno, arremete entonces, o sonará la sirena. Puedes hacer de Gran Amante o algo así, ¿no?
—¿Tengo algo de Gran Amante? —le pregunté, exasperado.
—Los he visto más pequeños —dijo ella, y sonrió. Después de eso, siempre nos entendimos, y entonces tuvo que dejarme por ese electricista androide.
Durante unos días me sentí terriblemente desdichado. Pensé en escribirle una carta suicida, pero no sabía cómo redactarla.
Querida Nellie: Te sé demasiado dura de corazón para que esto te importe un bledo, pero. Sé que no te intereso un bledo, pero. Sé que no darías un bledo por mí. Un penique. Eres indiferente a. Eres indiferente a lo que a mí me pasa, pero.
Mientras te acurrucas en los brazos sintéticos de tu amante, quizá te interese saber que estoy a punto de.
Pero en realidad no estaba a punto de, porque había iniciado una relación íntima con Nancy, y ella disfrutaba con mi papel de Gran Amante. Ella estaba muy bien en el de Yo-Sé-Que-Ambos-Somos-Realmente-Demasiado Sensibles-Para-Este-Papel. Al cabo de un tiempo conseguí un traslado para poder trabajar con ella en el condentistor de estribor. Ella me pasaba recetas de platos exóticos. A veces, era un verdadero alivio encontrarme con mis compinches en la cantina.
Por fin llegó el gran día en que la Q4 quedó terminada. Vino el Presidente y nos arengó, e inspeccionó la aguja de reluciente acero de tres kilómetros de altura. Nos dijo que había costado más de lo que valía toda Sudamérica, y que inauguraría una Nueva Era en la Historia de la humanidad. O tal vez dijera un Nuevo Error. Sea como fuere, la Q4 nos pondría en contacto con algún otro mundo, a muchos años luz de distancia. Era imperativo para nuestra supervivencia que nos pusiéramos en contacto con ellos antes que nuestros enemigos.
—¿Y por qué no nos ponemos sencillamente en contacto con nuestros enemigos? —me preguntó Nancy con voz avinagrada. No tenía sentido de la oportunidad.
Cuando nos dispersábamos después de la ceremonia, tuve una sorpresa desagradable. Vi a Nellie con el brazo alrededor de ese electricista androide, y él iba renqueando. ¡Un androide renqueando! ¡Eso se llama desempeñar un papel! ¡Androides byronianos! Si nos descuidamos nos escamotearán la Condición Humana así como ahora nos escamotean las mujeres. El futuro es negro y las arcas de nuestro destino se están llenando de cartas suicidas.
Me sentí realmente enfermo. Nancy me miró como si por encima de mi hombro viese a alguien que se ponía los pulgares en las orejas y los meñiques en la nariz y todo lo demás. Naturalmente, cuando me di vuelta, no había nadie.
—Vayamos y representemos los Grandes Amantes mientras nos quede tiempo —le dije.
¡Svástica!
El 30 de abril de 1945, en su reducto de la Cancillería de Berlín, Adolf Hitler rompía con los dientes una ampolla de cianuro de potasio. En ese mismo momento su valet Heinz Linge le disparaba un tiro a la cabeza, y su cuerpo fue llevado al jardín de la Cancillería y quemado, o parcialmente quemado.
Algunos de estos «hechos» se conocieron casi inmediatamente. Por fortuna las Fuerzas Soviéticas fueron las primeras en llegar a la escena del crimen, y apenas veintitrés años más tarde se apresuraron a divulgar el resto de los hechos. El único detalle que me hace dudar de la veracidad de toda la historia es que yo sé que Hitler está vivo y goza de perfecta salud y vive en Ostende bajo el nombre supuesto —al menos supongo que es supuesto— de Geoffrey Bunglevester.
Fui a verlo la semana pasada, antes que el invierno hubiese avanzado demasiado. Como es natural, ahora se está poniendo viejo, pero es asombrosamente vivaz para su edad y todavía se interesa por la política, apoyando a los flamencos contra los valones.
Como de costumbre, nos reunimos en un bar pequeño y acogedor no muy lejos de donde él vivía. Empezamos hablando de negocios pero poco a poco la conversación derivó a temas más personales.
—Al mirar hacia atrás —le dije—, ¿tienes algo para arrepentirte?
—Desearía haberme dedicado más a mi pintura. —Una expresión reminiscente apareció en sus ojos—. La pintura de paisajes, ése habría sido mi campo. Me jacto de haber tenido siempre buen ojo para descubrir hermosos paisajes. —Empezó a deshilvanar nombres: Renania, Austria, Checoslovaquia, Polonia...
Para que no se desviara del tema, le dije:
—Estoy perfectamente de acuerdo contigo en que algunas de tus primeras acuarelas revelaban un talento promisorio, pero, ¿nunca te arrepentiste..., bueno, de ninguna de tus decisiones militares?
Echando hacia atrás el flequillo, clavó en mí una mirada penetrante.
—No te estarás burlando de mí, Brian, ¿no? No estarás tratando de hacerte el sarcástico.
—No, sinceramente no, Geoff, ¿por qué habría de hacerlo?
Se inclinó hacia mí por encima de la mesa y miró rápidamente de soslayo.
—Tú eres ario, ¿verdad?
—Fui a una escuela pública inglesa, si es lo que quieres decir.
—Eso a mí me basta. ¡Excelente e incomparable sistema disciplinario! Bueno, te pido disculpas, creí que me estabas atacando por haber intentado dar una solución definitiva al problema judío.
—Nunca me pasó por la cabeza, Geoff.
—Muy bien, lo que ocurre es que en este punto soy un poco susceptible, te das cuenta. He sido muy injustamente criticado en ese terreno desde la caída del Tercer Reich en 1945. Pues verás, había un proyecto de mucho mayor envergadura detrás del exterminio de los judíos; ese era apenas un ejercicio mínimo para entrar en calor y poner la máquina en movimiento. La meta última, la empresa que me proponía acometer a más tardar en 1950, antes de ser tan desconsideradamente interrumpido, era el exterminio de las razas negras.
La enormidad de lo que decía me dejó sin habla.
—Seguro..., seguro, un error táctico... —empecé a decir.
Arrebatado, casi infantil, Geoff interpretó erróneamente mis balbuceos. Inclinándose por encima de la mesa, los ojos brillantes, dijo:
—Sí, quizá fue un error táctico..., te das cuenta, admito que cometo errores alguna que otra vez..., no haber anunciado al mundo mi grandioso proyecto. Entonces los norteamericanos habrían sido comprensivos y no se habrían metido en la guerra. Bueno, ahora es demasiado tarde para llorar sobre la leche derramada... Si al menos hubiera podido dar un primer impulso a la erradicación de los negros, no niego que al principio hubiera sido difícil, pero luego me habrían aceptado, creo que es justo decirlo, como un benefactor.
—¿Excepto por los propios negros?
Tomó mi inocentada por el lado bueno.
—Mi querido muchacho, hasta los propios negros reconocen que nadie los quiere. Me habría bastado con llevar ese plan a una conclusión lógica. El cielo sabe que nunca busqué la popularidad por la popularidad misma, pero admitirás que he soportado una cuota más que excesiva de calumnias y difamaciones. Hasta el pueblo alemán tiene que fingir que se ha vuelto contra mí.
Meneó la cabeza, con expresión de profundo abatimiento. Para consolarlo, le dije:
—Bueno, Geoff, el mundo es siempre injusto con los derrotados..., hoy no hay respeto por la ambición...
—¡Derrotado! ¿Quién fue derrotado? ¿También tú has sido víctima de toda esa falaz propaganda judía burguesa bolchevique antinazi? Yo no fui derrotado...
—Pero en 1945...
—¡Lo que pasó en 1945 no es ni lo uno ni lo otro! No es más que el año en que decidí retirarme y dejar que otros continuaran el arduo trabajo de la guerra, sacando a pueblos enteros de esa inercia de esclavos.
—¿No querrás decir..., no estás reclamando una especie de victoria psicológica? Una...
Escanció para ambos otra medida de vino tinto y lo diluyó con agua mineral.
—Fueron mis viejos enemigos racistas los que propagaron la mentira respecto a que la paz estalló en 1945. No es verdad... El viejo Winston, en su estilo tan cómico, lo habría llamado una inexactitud terminológica. Ese fue el año en que los norteamericanos arrojaron la primera bomba A e iniciaron la carrera de las armas nucleares que no da señales de ceder, especialmente ahora que los EEUU y la URSS han conseguido que China intervenga en la competencia. ¡Nosotros, ay, no teníamos recursos para fabricar material bélico en semejante escala!
—¡Pero no puedes comparar la guerra fría con la Segunda Guerra Mundial, Adolf!
—Geoff para ti, Brian.
—Geoff, quise decir. Perdona.
—No estoy comparando. Una nació de la otra; 1945 vio el cambio de una fase a la siguiente. La secuencia es clara. ¡Mira a los rusos! No tengo una gran opinión de las razas eslavas, pero algo hay que reconocerles: una política de agresión que tiene ya medio siglo de coherencia. No sé si recuerdas el nombre de José Stalin. Un bribón, pero un hombre de los que a mí me gustan. Me dijo una vez..., oh, 1938 debió ser, creo, que le gustaría meterse en Europa...
—El Mercado Común...
—Y desde luego lo hizo y ya ves, este mismo año, los secuaces de Stalin siguen llevando adelante sus órdenes y ocupan Checoslovaquia, ¡como lo hice yo mismo, hace tanto tiempo! —Se palmeó el muslo con genuino placer—. ¡Qué días aquellos! Formidables, como dirían hoy los muchachos! ¡Hermosa ciudad, Praga! Brillaba el sol, la Wehrmacht lucía sus mejores uniformes, rodaban los tanques, todo el mundo aclamaba «Heil...», bueno, Heil Yo, digamos, y las bonitas muchachas checas nos colgaban al cuello guirnaldas de flores... —Las gratas reminiscencias le suavizaron el duro perfil—. En aquel entonces tú no eras más que un niño, Brian...
—Recuerdo la época sin embargo. Pero la invasión rusa a Checoslovaquia en 1968 es algo diferente...
—Sigue siendo parte de la Segunda Guerra Mundial, igual que la guerra de Corea y la de Vietnam y la caldera del diablo del Oriente Medio. Todas estas conflagraciones fueron provocadas por la antorcha que yo encendí en Europa.
Era un concepto que estaba casi más allá de mi comprensión, y así se lo dije.
—Tendrás que permitirme que discrepe. Después de todo, los tratados de paz de 1945...
—No quiero parecerte desagradable, pero al fin y al cabo yo estaba un poco más metido en la cosa que tú. Podría asegurarte que ese General Curtis Le May o tu Vizconde «Monty» no piensan que la guerra haya terminado, ni de lejos. Hombres como ellos, hombres fuertes, hombres que han nacido con hierro en los huesos, todos tienen algo de Bismarck: para ellos los tiempos de paz no son otra cosa que una pausa para el rearme. ¿Cómo está tu vino? ¿Más agua mineral?
Puse la mano sobre mi copa.
—No, gracias, está bien así. Bueno, no discutiremos...
—Discúlpame, claro que discutiremos si no aceptas mi punto de vista. Mi guerra, como yo con justa razón la considero, todavía sigue en pie, está recomenzando, y hasta es posible que pronto vuelva a su tierra de origen. ¿Qué puede significar todo esto si no la victoria para mí y mis ideales?
Conmovido si no convencido, tuve la impresión de estar en contacto con la grandeza misma.
—¡Siempre el viejo guerrero, Geoff! Tú nunca has desesperado, ¿verdad?
—¡Desesperar! ¿Quién puede permitirse desesperar? Además, el mundo me ha dado pocos verdaderos motivos para desesperar. Aún hay en todas partes hombres de casta guerrera.
—Me imagino que sí. Pero me sorprendió un poco lo que dijiste hace un momento acerca del General Le May. Tenía entendido que en principio el espíritu norteamericano no te inspiraba mucho respeto.
Bebiendo el vino a pequeños sorbos, me echó una mirada de reproche.
—Seamos justos con los norteamericanos. Sé tan bien como tú que todo el continente está infestado por una chusma de eslavos, y judíos y mexicanos y españoles y la escoria de África y Escandinavia; pero por fortuna hay allí también una columna vertebral de moral militar teutónica y anglosajona. No todos son una decadente ponzoña de ghettos semiasiáticos como Roosevelt. Sé que en el pasado prevaleció a menudo una mentalidad racialmente inferior de lacayo de última ralea, pero en los últimos tiempos ha empezado a ganar terreno un elemento más probo, decidido a no seguir tolerando necedades, y a triunfar sobre los amorfos procesos democráticos. Me ha alentado enormemente ver la vigorosa actitud intransigente de líderes norteamericanos como Reagan y el gobernador Wallace. También Nixon tiene su lado bueno. Pero la conducción de las maniobras bélicas de los norteamericanos en Vietnam es desastrosa, y...
—¿Blanda?
—Sí, eso, blanda... Exceptuando al pobre viejo De Gaulle, los franceses son blandos, ¿eh? ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, un espíritu más realista asoma en Norteamérica. Les falló la lógica cuando no se atrevieron a usar armas termonucleares en Vietnam, pero esa actitud oscurantista está cambiando, y espero que pronto recurran a las verdaderas soluciones, restableciendo así la disciplina interna.
—¡El gran estratega incurable! —sonreí—. ¿Sueles revivir una y otra vez tus antiguas campañas?
—No lo creo, no más que la mayoría de la gente. Himmler era terriblemente sentimental, pero yo no. Yo diría que soy un hombre bastante común. Me gusta estar al tanto de los acontecimientos. Leo todos los días The Times, que un amigo me envía de Inglaterra. Y como creo habértelo dicho, ahora escribo poesía. —Sonrió modestamente, crispando el mostacho.
—No sé cómo lo tomarás, Geoff, pero, ¿te parece que alguna vez yo podría ver tus poemas? ¿Echarles una ojeada?
Se recostó en la silla y me miró, risueño, y sin embargo me pareció que se le empañaban los ojos, como si mi interés lo hubiese emocionado.
—¿Qué posible interés podría tener para ti la poesía de un viejo?
Tal vez el vino rebajado estaba afectándome. Puse los codos sobre la mesa, y le dije:
—Difícilmente puedas imaginarte la profunda impresión que me causabas cuando yo era chico, Geoff. En Inglaterra, en la década del treinta, nunca tuvimos un líder fuerte como tú, y, por dios, qué terrible necesidad tenemos ahora de uno así... ¡Harold Wilson es tan blando y condescendiente! Yo..., bueno, sé que suena sentimental..., pero tú fuiste para mí una figura paterna, Geoff, y para miles que como yo tuvieron la suerte de pelear en la guerra. ¡Todas aquellas maravillosas procesiones con antorchas que tú organizabas, y las aclamaciones, y las hermosas Fräuleins de pechos opulentos, y la forma en que tus tropas desfilaban con un paso tan arrogante! Y luego la forma espectacular en que arrasaste toda Europa como un vendaval, a fines de la década del treinta y comienzos del cuarenta... ¡Algo maravilloso! Quiero decir, no tenía importancia que estuviésemos en bandos distintos; sabíamos que en realidad eras un amigo del Imperio Británico.
—Un mejor amigo que los decadentes norteamericanos, como se vio luego. —Clavó la mirada en la copa de vino y no pude dejar de notar las arrugas de fatiga que le marcaban la boca—. Sí, Brian, aquellos fueron grandes días, no lo negaré. No tienes nada que reprocharte por sentir lo que sientes. Nadie está hoy a esa altura: los rusos, los sudafricanos, los rodesianos, los portugueses... No están a esa altura.
Meneó la cabeza. Por un instante, ambos nos sentimos demasiado emocionados para poder hablar, preguntándonos tal vez si los grandes días no habrían desaparecido para siempre. Luego le dije, en voz baja:
—¿Deseas alguna vez que las cosas hubiesen tomado un curso distinto, Geoff? Quiero decir..., ¿para ti, personalmente?
Nunca olvidaré su respuesta. No levantó la cabeza, siguió aferrando la copa con manos que le temblaban ligeramente (la vieja enfermedad todavía le molestaba de tanto en tanto) y con la vista clavada en el vino.
En un tono tenso, tratando de contener las lágrimas, dijo al fin:
—Me estoy poniendo viejo y sentimental, no puedo ocultártelo. Pero a veces desespero para que el mundo vuelva a ser como antes. El enfrentamiento permanente entre el Este y el Oeste está bien, y las dos manías persecutorias interdependientes de norteamericanos y rusos han servido para mantener la alerta bélica mundial durante algunos años, que de otra manera hubieran tenido poco interés. Pero...
Suspiró. Jamás hombre alguno pareció tan desolado como él en ese instante. Me hizo pensar en un místico que contemplase un sueño dorado por el extremo equivocado de un telescopio.
—Pero... —sugerí—. ¿Tenías un plan maestro?
—A lo largo de los años han venido emisarios a verme, Brian. A ti puedo contártelo. Vienen a mí humildemente, exiliado aquí, en Ostende. Soviéticos y norteamericanos..., y también británicos, para empezar. Han venido hasta mí en enjambres, secretamente. Sí, y también los dictadores de pacotilla. Nasser, Papá Doc, ese rodesiano: ¿Jones? ¿Smith?..., el ingrato de Chou En Lai, Castro, ese sucio comunista. ¡Todos de rodillas aquí! Hasta..., sí, hasta el general Dayan de Israel. No mala persona, considerando... Todos querían que me encargase de sus planes de guerra, que los esclareciera, que los estructurase. «Puede quedarse con todo el Pacífico si me ayuda a tomar Pekín». Eso fue..., hmm, me falla la memoria..., lo que me dijo Sukarno. Siempre era a mí a quien necesitaban. El viejo carisma...
—Eso es algo que uno tiene o no tiene —asentí—. ¿Por qué no aceptaste sus ofertas..., las de los norteamericanos y los rusos, quiero decir?
—¡Porque los imbéciles me pedían que los gobernase pero no querían otorgarme plenos poderes! —Golpeó la mesa con el puño—. ¡Me querían a mí y sin embargo me tenían miedo! LBJ y yo nos citamos en este café..., cara a cara..., ¿recuerdas a LBJ? Esto es confidencial, no lo olvides, y no quiero que se sepa.
—Puedes confiar en mí —le aseguré con vehemencia. Los ojos se me salían de las órbitas—. ¿Realmente te encontraste aquí con LBJ?
—Pagó las bebidas. Insistió. ¡Bastante suelto de lengua dijo que la mujer lo había enviado! Tenía problemas con los comunistas del exterior, y en el país con los negros y los criptomulatos subversivos de la chusma blanca. ¿Estaba yo dispuesto a ayudarle? Le dije que sí. Conmigo al frente, los Estados Unidos habrían conquistado el Mundo. ¡Sin ninguna duda! Rusia primero..., ¡utilizando hasta la última de esas herrumbradas bombas H! ¡Pffft!... Luego Europa invadida y puesta en razón. Y entonces el resto del mundo sería borrado del mapa, sin dejar rastro, empezando quizá por Sudamérica. Sin dejar rastro. Nada de sentimentalismo.
—¿Por qué LBJ no te tomó la palabra? ¡Hubiera sido su gran oportunidad!
—Aunque no lo creas, ese cerebro de mosquito tenía un plan para salvar a la India de la destrucción. Era un liberal cobarde en el fondo y el trato quedó en nada.
Yo estaba estupefacto.
—¿A quién se le ocurriría salvar a la India? ¿Nada menos que a la India?
—Mi querido amigo, las ambiciones colonialistas norteamericanas son un misterio para mí, tanto como para ti. Una lástima..., juntos, o mejor aún, yo solo, hubiéramos podido construir un mundo más organizado, ¡un mundo mucho más organizado en el que la gente haría exactamente lo que se le dijera!
—La cobardía es la raíz de todo esto —dije, al cabo de una pausa—. Durante la guerra teníamos conductores y bombardeos y disciplina, y todo el mundo trabajaba duro. Ahora, con la sociedad permisiva, nos hemos empantanado.
Él parecía pensativo. Pasaron uno o dos minutos antes que hablase otra vez, y yo veía que el bar estaba a punto de cerrar.
—Me estoy poniendo viejo y sentimental, como tú sabes, Brian. Pero ojalá hubiera conquistado Inglaterra en vez de Polonia. Inglaterra es un lugar mucho más bonito. La gente es más simpática. Hubiera podido instalarme en Torquay o en algún sitio parecido y casarme con una agradable joven inglesa de pura sangre. Pero ya ves..., eso no era para mí. No tiene sentido ponerse sentimental...
Le había llegado el momento de retirarse. Caminamos lentamente por las calles de Ostende. Él vestía una vieja trinchera gris, en la que aún lucía las svásticas que nunca se había molestado en sacar. ¡Qué símbolos de nostalgia! En un rapto de inspiración encontré el título para la comedia musical sobre su vida que había ido a discutir con él: «¡Svástica!» ¡Por supuesto! «¡Svástica!» Siempre recordaré ese momento como uno de los más dramá-ticos de toda mi vida, incluyendo la guerra.
Nos detuvimos en el umbral de su casa.
—No te invito a pasar —me dijo—. El concierge está en cama con gripe. —Siempre se refería a Martin Bormann como «el concierge», con ese humor tan suyo.
—Ha sido un placer hablar contigo —le dije.
—También lo fue para mí —respondió—. Y te prometo ir a Londres para el estreno, siempre y cuando ese tipo judío no escriba la música.
—Cuenta conmigo —le dije simplemente—. Y no lo olvides: dos y medio por ciento de las ganancias brutas.
Intercambiamos una mirada de perfecto entendimiento. Yo sabía cómo hubiera querido despedirme de él; pero pasaba gente, y me sentía un poco turbado. En cambio, tomé entre mis manos la suya frágil y gastada.
—¡Hasta la vista, Geoffrey!
—¡Auf wiedersehen, Brian, mi querido muchacho!
Parpadeando, quitándome la humedad de los ojos, corrí al aeropuerto, con el contrato en el bolsillo.
FIN