Publicado en
abril 03, 2010
Traducción: Gustavo M. Senatore
Era la noche previa al día fijado para su coronación, y el joven rey estaba sentado y solo en su lujosa cámara. Sus cortesanos se habían retirado, inclinando las cabezas hacia el suelo, de acuerdo a la ceremoniosa usanza de aquellos días, y dirigido hacia el Gran Salón del Palacio, a recibir una última lección del Profesor de Etiqueta, había algunos que aún conservaban sus maneras vulgares, lo que en un cortesano resulta, vale decir, una muy grave ofensa.
El muchacho —porque sólo era un muchacho, de alrededor de dieciséis años de edad— no sintió pena por la partida de sus acompañantes, y lanzando un gran suspiro se recostó sobre el mullido respaldo de su ornamentado sofá, permaneciendo allí, con la mirada azorada y la boca abierta, como un rubio fauno silvestre, o algún pequeño animal del bosque recién capturado por los cazadores.
De hecho, habían sido cazadores quienes le encontraron, casi por azar, de miembros desnudos y vara en mano, siguiendo al rebaño del humilde pastor de cabras que le había adoptado, y de quien siempre creyó ser el hijo. El niño de la hija única del viejo rey, casada en secreto con uno muy por debajo de su condición —un extranjero, decían algunos, quien, sirviéndose de la maravillosa magia de su laúd, enamoró a la joven princesa; mientras que otros hablaban de cierto artista de Rimini, con quien la princesa había alternado mucho, honrándole quizá en exceso, y que súbitamente desapareció del pueblo, dejando inconcluso su trabajo en la Catedral— había sido arrebatado, a la semana de nacer, del lado de su madre mientras ella dormía, y dado en adopción a una pareja de labriegos que carecían de hijos propios, y vivían en alguna parte remota del bosque, a más de una día de camino del poblado. La tristeza o la peste, según sostuvo el médico de la corte, o, como sugerían otros, un eficaz veneno italiano administrado en una copa de perfumado vino, consumió, dentro de la primera hora del día, a la blanca joven que le había dado a luz, y mientras un mensajero de confianza galopaba con el niño cruzado sobre la silla, detenía su caballo rendido, y golpeaba a la puerta de la cabaña del pastor, el cuerpo de la princesa era depositado en una fosa recién abierta en el desolado cementerio de una iglesia de las afueras de la ciudad, la misma tumba en donde, según decían algunos, también yacía el cuerpo de un varón de extranjera y maravillosa belleza, con las manos atadas a la espalda, y el pecho acribillado con rojas heridas.
Esta era, al fin, la versión que los hombres murmuraban entre ellos. Lo cierto fue que el viejo rey, en su lecho de muerte, movido a remordimiento por su terrible pecado, o meramente deseando que su Reino no pasara a otra línea sucesoria, mandó a buscar al muchacho, y en presencia del Consejo lo reconoció como su sucesor.
Y parece que tras ser reconocido, desde el primer momento mostró signos de una extraña pasión por la belleza, la que estaría destinada a ejercer una gran influencia sobre su destino. Aquellos que le acompañaban, en el grupo de habitaciones dispuestas para su exclusivo servicio, a menudo hablaban del sollozo de placer que brotó de sus labios cuando vio los delicados vestidos y las ricas joyas que habían sido preparadas para él, y de la casi salvaje alegría con que echó a un lado su grosera túnica de cuero y su rústica capa de piel de oveja.
Por momentos extrañaba, ciertamente, la agradable libertad de la vida en el bosque, y siempre se hallaba inclinado al fastidio durante las tediosas ceremonias de la Corte, que ocupaban la mayor parte de cada día; pero el grandioso palacio —La Joyeuse , como solían llamarlo— del cual ahora se encontraba a sí mismo como único señor, aparecía ante sus ojos como un mundo recién creado para su exclusivo deleite; y apenas lograba escapar de la Mesa del Consejo o de la Cámara de Audiencias, descendía corriendo por la gran escalera con sus leones de dorado bronce y sus escalones de brillante pórfido, y deambulaba de habitación en habitación, de corredor a corredor, como quien busca en la belleza un alivio para la congoja, o una suerte de cura para alguna enfermedad.
En esas expediciones de exploración, como él solía llamarlas —y de hecho eran para él como verdaderos viajes por tierras de maravilla—, solía ser acompañado por los pajes de la corte con sus delgadas figuras, sus lacias melenas, sus finas capas flotando en el aire y sus coloridas fajas ondulantes; pero más a menudo acostumbraba andar solo, intuyendo gracias a cierto ágil instinto, lo cual era casi una revelación, que los secretos del arte son mejor aprendidos en secreto, y la Belleza, como la Sabiduría, prefieren a los solitarios entre todos sus devotos.
Acerca de él, muchas curiosas historias fueron relatadas durante este período. Se dijo que un importante Burgomaestre, que vino a ofrecerle un florido discurso en nombre de los habitantes de la ciudad, lo sorprendió contemplando de rodillas, en real adoración, una grandiosa pintura recién llegada de Venecia, y que parecía como si anunciara el culto de alguno de esos nuevos dioses. En otra ocasión, fue echado en falta durante varias horas, y después de una prolongada búsqueda se lo halló en una pequeña cámara de una de las torres del lado norte de palacio, mirando, como en estado de trance, una gema griega tallada con la figura de un Adonis. Había sido visto, según se rumoreó, oprimiendo sus calientes labios contra el rubio mármol de una estatua antigua que había sido descubierta en el lecho de un río durante la construcción de un puente de piedra, y que estaba firmada con el nombre del esclavo bitinio de Adriano. Llegó a pasarse una noche entera estudiando los efectos de la luz de Luna sobre una imagen de Endimión labrada en plata.
Todos los materiales raros y costosos por cierto que ejercían sobre él una gran fascinación, y en su avidez por procurárselos, había despachado numerosos mercaderes, algunos a comerciar por ámbar con los rudos pueblos pescadores de los Mares del Norte; algunos a Egipto tras esa curiosa turquesa verde que sólo se encuentra en las tumbas de los faraones, y a la que se atribuía la posesión de propiedades mágicas; algunos a Persia por alfombras de seda y alfarería pintada; y otros a India a comprar gasa y marfil patinado, piedras de luna y brazaletes de jade, madera de sándalo y esmalte azul y mantillas de fina lana.
Pero lo que más le había ocupado era el manto que usaría en su coronación, el manto de oro tejido, y la corona engarzada con rubíes, y el cetro con sus rondas de perlas. Ciertamente, era con esto que llenaba sus pensamientos nocturnos, echado en su lujoso diván, mientras miraba al gran leño de pino que ardía en la chimenea. Los diseños le habían sido remitidos varios meses atrás, y había dado órdenes que los artesanos debían cumplir trabajando noche y día para llevar a término, y el mundo entero debía ser registrado en busca de los materiales más dignos para tales creaciones. Se imaginaba a sí mismo parado ante el altar mayor de la Catedral vestido con las galas reales, y una elaborada sonrisa suspendida en sus jóvenes labios, y sus oscuros ojos marrones encendidos con un lustre brillante.
Pasado un momento se alzó de su diván, y reclinado contra el cumbrero labrado de la chimenea, contempló la habitación en penumbras. Las paredes estaban cubiertas con ricos tapices representando el Triunfo de la Belleza. Un enorme grabado, incrustado de ágata y lapislázuli, ocupaba una esquina, y de cara a la ventana se alzaba un gabinete llamativamente manufacturado, de paneles laqueados con oro en polvo sobre los cuales descansaban algunas delicadas copas de cristal veneciano, y un vaso de ónix de vetas oscuras. Pálidas amapolas habían sido bordadas en la colcha de seda que cubría la cama, como caídas de las cansadas manos del sueño, y largas cánulas de marfil enhebradas colgaban del dosel de terciopelo, del cual emergían grandes penachos de pluma de avestruz, como espuma blanca, contra el pálido plateado del cielo raso decorado con relieves. Un sonriente Narciso en verde bronce sostenía por encima de su cabeza un espejo pulido. Sobre la mesa se posaba una jofaina de amatista.
Hacia fuera, podía ver el gran domo de la Catedral, emergiendo como burbuja por sobre las sombrías casas, y a los cansados centinelas, yendo y viniendo por la brumosa terraza que daba a la rivera. A la distancia, desde algún huerto, cantaba un ruiseñor. Un delgado aroma a jazmín penetraba por la ventana abierta. Apartó de su frente sus rizos castaños, y tomando un laúd, dejó a sus dedos correr sobre las cuerdas. Sus pesados párpados se cerraron, y le sobrevino una extraña languidez. Nunca antes había experimentado tan intensamente, o con tan exquisita alegría, la magia y el misterio de las cosas hermosas.
Cuando el reloj de la torre sonó a medianoche, tocó una campanilla, y sus pajes entraron y lo desvistieron con mucha ceremonia, vertiendo agua de rosas sobre sus manos, y esparciendo flores sobre su almohada. Poco después de que ellos dejaran la habitación, se quedó dormido.
Y mientras dormía tuvo un sueño, y este fue su sueño. Creyó hallarse en un enorme y profundo sótano, en medio del zumbido y el traqueteo de numerosos telares. El magro reflejo de la luz del día apenas penetraba por las ventanas enrejadas, mostrándole las flacas figuras de los tejedores inclinados sobre sus marcos. Niños pálidos y de enfermiza apariencia se acuclillaban frente a robustos travesaños. Cuando las lanzaderas bajaban trazando sus arcos, ellos alzaban las pesadas vigas, y cuando las lanzaderas se detenían, ellos dejaban caer los maderos y presionaban las hebras unas contra otras. Sus rostros estaban consumidos por el hambre, y sus delgadas manos crispadas y temblorosas. Unas mujeres macilentas estaban sentadas a una mesa, cosiendo. Un horrible tufo inundaba el lugar. La atmósfera era fétida y pesada, y las paredes exudaban y goteaban de humedad.
El joven rey fue hacia uno de los tejedores, y se detuvo a su lado y lo observó.
Y el tejedor lo miró airadamente, y dijo “¿Por qué estás mirándome? ¿Acaso eres un espía puesto sobre nosotros por nuestro amo?”.
“Quién es vuestro amo?” preguntó el joven rey.
“¡Nuestro amo!”, sollozó el tejedor, amargamente.” Él es un hombre como yo lo soy. Pero la diferencia entre nosotros es que él viste finas ropas mientras yo voy en harapos, y mientras yo estoy débil por el hambre él sufre y no poco de sobrealimentación.”
“La tierra es libre” dijo el joven rey, “y tú no eres esclavo de ningún hombre.”
“En la guerra”, contestó el tejedor, “el fuerte hace esclavos de los débiles, y en la paz el rico hace esclavos de los pobres. Nosotros debemos trabajar para vivir, y ellos nos pagan tan mezquinos salarios que así morimos. Nos deslomamos para ellos de sol a sol, y mientras ellos acumulan oro en sus cofres, nuestros hijos mueren antes de tiempo, y los rostros de aquellos a quienes amamos se vuelven duros y perversos. Nosotros pisamos la uva y otros se beben el vino. Nosotros sembramos el grano y nuestra despensa está vacía. Nosotros cargamos grilletes que nadie quiere ver, y somos en verdad esclavos aunque los hombres nos llamen libres.”
“¿Así es con todos?”, preguntó.
“Así es con todos”, respondió el tejedor, “con los jóvenes así como con los viejos, con las mujeres así como con los hombres, con los niños pequeños así como con aquellos ya marcados por los años. Los mercaderes nos explotan, y estamos obligados a obedecer sus mandatos. Allá va el sacerdote a decir sus oraciones, y ningún hombre cuida de nosotros. Por nuestras oscuras calles se arrastra Pobreza con sus ojos hambrientos, y Pecado con su ebria expresión le sigue el rastro. Miseria nos despierta por la mañana, y Vergüenza se sienta con nosotros durante la noche ¿Pero qué significarían estas cosas para ti? Tú no eres uno de nosotros. Te ves demasiado feliz.” Y dio vuelta la cara frunciendo el entrecejo, y empujó la lanzadera a través del tejido, y el joven rey observó que el telar estaba enhebrado con hilos de oro.
Y un enorme terror hizo presa de él, y preguntó al tejedor, “¿De quién es esta capa que estás tejiendo?”
“Este es el manto para la coronación del joven rey,” respondió; “ ¿O qué otra cosa te parece a ti?”
Y el joven rey lanzó un fuerte alarido, y despertó, ¡y oh sorpresa! se encontró en su propia cámara, y a través de la ventana vio la luna color miel suspendida en el cielo oscuro.
Y volvió a dormirse y a soñar, y este fue su sueño.
Creyó estar tendido sobre la cubierta de una galera impulsada por cien esclavos con sus remos. A su lado sobre una alfombra se hallaba sentado el capitán de la nave. Era negro como el ébano, y usaba un turbante de seda carmesí. Grandes aretes de plata pendían de los lóbulos de sus orejas, y en sus manos sostenía un par de balanzas de marfil.
Los esclavos iban desnudos, a no ser por un andrajoso taparrabos, y cada uno de ellos se hallaba encadenado a su vecino. El ardiente sol se abatía sobre ellos con sus resplandores, y los negros corrían por la pasarela hacia arriba y hacia abajo, azotándolos con látigos de cuero. Ellos extendían sus finos brazos empujando dentro del agua los pesados remos. El rocío salado se elevaba al golpe de las aspas.
Al fin arribaron a una pequeña bahía, y comenzaron a sondear . Un viento ligero soplaba sobre la costa, arrojando un fino polvo rojo sobre la cubierta y la gran vela triangular. Tres árabes montados en asnos salvajes cargaron contra ellos disparándoles dardos. El capitán de la galera tomó en su mano un arco pintado y les disparó, acertándole a uno en la garganta. Cayó al suelo pesadamente, y sus compañeros se alejaron al galope. Una mujer envuelta en un paño amarillo les seguía lentamente montada en un camello, con la mirada vuelta hacia el cuerpo muerto que dejaban atrás.
Tan pronto como echaron el ancla y arriaron el velamen, los negros entraron a la bodega y trajeron una escala de cuerdas bien lastrada con cargas de plomo. El capitán de la galera la lanzó por la borda, enganchando enseguida los extremos a dos puntales de hierro. Luego, los negros tomaron al más joven de los esclavos, y soltaron sus grilletes, y taparon con cera sus narices y sus oídos, y le ataron una gran piedra alrededor de su cintura. El esclavo se arrastró esforzadamente, y bajó por la escala de cuerdas, y desapareció dentro del mar. Unas pocas burbujas emergieron por donde él se había hundido. Algunos de los demás esclavos espiaban curiosos por la borda. A la proa de la galera se hallaba sentado un encantador de tiburones, tocando en su tambor un ritmo monótono.
Pasado algún tiempo, el buzo emergió del agua, y se aferró jadeando a la escala con una perla en su mano derecha. Los negros se la quitaron, y lo lanzaron de nuevo al agua. Los esclavos se quedaron dormidos sobre sus remos.
Una y otra vez volvía, y en cada ocasión traía consigo una hermosa perla. El capitán de la galera la pesaba, y guardaba en una pequeña bolsa de cuero verde.
El joven rey trató de hablar, pero su lengua parecía pegársele al paladar, y sus labios se rehusaban a moverse. Los negros parloteaban entre ellos, y comenzaron a disputar por un collar de brillantes abalorios. Dos grullas volaban alrededor de la nave.
Entonces, el buzo volvió por última vez, y la perla que trajo consigo era más bella que todas las perlas de Ormuz, porque estaba moldeada como la Luna Llena, y era aún más blanca que la estrella matutina. Pero su rostro se hallaba extrañamente pálido, y tras desmayarse sobre cubierta, brotó la sangre a borbotones de sus oídos y narices. Se estremeció unos instantes, y luego quedó inmóvil. Los negros se encogieron de hombros, y lanzaron el cuerpo por sobre la borda.
Y el capitán de la galera rió a carcajadas, y estirando el brazo alcanzó la perla, y cuando la vio, la oprimió contra su frente e hizo una reverencia, “Ésta será,” dijo, “para el cetro del joven rey,” y ordenó a los negros levar el ancla. Y cuando el joven rey lo escuchó, lanzó un terrible alarido, y despertó, y vio a través de la ventana los largos dedos grises del alba ahogando las estrellas mortecinas.
Y volvió a dormirse, y a soñar, y este fue su sueño.
Creyó estar vagando por un bosque tenebroso, tachonado de extrañas frutas y hermosas flores venenosas. Las serpientes le siseaban al pasar, loros de brillantes plumajes volaban chillando de rama en rama. Robustas tórtolas yacían dormidas sobre el cálido cieno. Los árboles estaban repletos de monos y pavos reales.
Y avanzó en su marcha, hasta alcanzar los lindes de la foresta, donde vio una gran multitud de hombres trabajando en el lecho desecado de un río. Enjambrados como hormigas sobre las peñas, cavaban profundos túneles y se sumergían en ellos. Algunos partían las rocas con grandes hachas, otros rebuscaban en la arena. Arrancaban los cactos de raíz, y pisoteaban las flores escarlatas. Se apresuraban, animándose unos a otros, y ningún hombre holgazaneaba.
Desde la oscuridad de una caverna, Muerte y Avaricia les contemplaban, y Muerte dijo, “Estoy cansada; dame un tercio de todos ellos y déjame partir.”
Pero Avaricia meneó la cabeza. “Son mis sirvientes,” le contestó.
Y Muerte le dijo, “¿Qué es lo que tienes en tu mano?”
“Tengo tres granos de maíz,” respondió; “¿o qué te parece a ti que son?”
“Dame uno,” clamó Muerte, “para sembrarlo en mi jardín; sólo uno y me iré de este lugar.”
“Nada voy a darte,” dijo Avaricia, y escondió la mano en el pliegue de su túnica.
Y Muerte rió, y tomó una copa, y la volcó en un estanque de agua, y de la copa surgió Malaria. Ella pasó por entre la gran multitud, y un tercio de la muchedumbre cayó muerto. Una niebla fría avanzaba tras ella, y las serpientes de agua se apartaban a su paso.
Y cuando Avaricia vio que la tercera parte de la multitud había muerto, se golpeó el pecho y lloró. Golpeó su pecho yermo y lloró. “Tú has aniquilado a la tercera parte de mis sirvientes,” gritó, “vete de aquí. Hay guerra en las montañas de Tartaria, y los reyes de ambos bandos están llamándote. Los afganos ya sacrificaron al novillo negro, y están marchando a la batalla. Han golpeado sus lanzas contra sus escudos, y se han calzado los yelmos de hierro ¿Qué es mi valle para ti, para que permanezcas en él? Vete de aquí y nunca vuelvas.”
“No,” respondió Muerte, “hasta que me hayas dado uno de tus granos de maíz, no me iré.”
Pero Avaricia cerró su mano y apretó los dientes. “Nada voy a darte,” masculló.
Y Muerte rió, y tomó una piedra negra, y la lanzó a lo profundo del bosque, y surgida de un matorral de cicuta silvestre vino Fiebre con su manto de fuego. Pasó entre la multitud, y los tocó, y todo hombre tocado por ella murió. La grama se secaba bajo sus pies al andar.
Y Avaricia se estremeció, y echó cenizas sobre su cabeza. “Eres cruel,” le gritó, “eres cruel. Hay hambruna en las ciudades fortificadas de la India, se han secado las cisternas de Samarcanda. Hay hambruna en las ciudades fortificadas de Egipto, y la langosta ha llegado desde el desierto. El Nilo no ha desbordado su cauce, y los sacerdotes maldijeron a Isis y a Osiris. Vete con aquellos que te necesitan, y déjame a mis sirvientes.”
“No,” respondió Muerte, “hasta que me des uno de tus granos de maíz, no me iré.”
“Yo no voy a darte nada,” dijo Avaricia.
Y Muerte volvió a reír, y silbó a través de sus dedos, y llegó una mujer volando por los aires. Peste estaba escrito en su frente, y una parva de cuervos volaba a su alrededor. Ella cubrió el entero valle con sus alas, y ni a un solo hombre dejó con vida.
Y Avaricia echó a correr dando alaridos por el bosque, y Muerte saltó sobre su rojo caballo y salió galopando, y su galope era más rápido que el viento.
Y del limo del fondo del valle treparon dragones y horribles cosas con escamas, y los chacales llegaron trotando por la arena, olisqueando el aire con sus hocicos.
Y el joven rey lloró, y dijo. “¿Quiénes eran esos hombres y qué cosa buscaban?”
“Rubíes para la corona de un rey,” respondió uno que estaba parado detrás de él.
Y el joven rey se sobresaltó, y, dándose la vuelta, vio un hombre vestido como un peregrino y con un espejo de plata en la mano. Y palideció, y dijo: “¿Para cuál rey?”
Y el peregrino le respondió: “mira en este espejo y lo verás.”
Y miró en el espejo, y, viendo su propio rostro, dio un fuerte grito y despertó, y la brillante luz de sol inundaba el dormitorio, y desde los árboles del paseo-jardín las aves cantaban.
Y el Chambelán y los altos oficiales de Estado llegaron y le reverenciaron, y los pajes le entregaron el manto tejido en oro, y exhibieron ante él la corona y el cetro.
Y el joven rey los contempló, y eran bellísimos. Los objetos más bellos que jamás hubiera visto. Pero recordó sus sueños, y dijo a sus nobles: “llévense esas cosas, porque nunca voy a usarlas.”
Y los nobles quedaron pasmados, y algunos de ellos rieron porque creyeron que estaba bromeando.
Pero volvió a hablarles severamente, y dijo: “llévense esas cosas, y ocúltenlas de mi vista. Aunque este sea el día de mi coronación, no pienso usarlas. Porque en el telar de la Congoja, y por las blancas manos del Dolor, fue tejido este manto de hilos dorados. Hay sangre en el corazón de este rubí, y muerte en el corazón de esta perla.” Y les contó sus tres sueños.
Y cuando los nobles los oyeron, se miraron unos a otros, y murmuraron, diciendo: “Seguramente está loco; porque qué es un sueño sino un sueño, y una visión sino una visión? Esas no son cosas reales a las que se deba atender ¿Y qué deberíamos hacer con las vidas de aquellos que trabajan para nosotros ¿Acaso un hombre no debe comer pan hasta haber conocido al sembrador, ni tampoco beber vino hasta haber conversado con el vinatero?
Y el Chambelán le habló al joven rey, y dijo: “Mi señor, te ruego hagas a un lado esos negros pensamientos suyos, y te pongas este precioso manto, y ciñas esta corona a tu cabeza ¿O cómo sabrá el pueblo que eres es el rey, si no vistes el atuendo de un rey?”
Y el joven le miró. “¿Así son las cosas, entonces?”, cuestionó. “¿Ellos no me reconocerán como rey si no visto el atuendo de un rey?”
“No te reconocerán, mi señor,” exclamó el Chambelán.
“Yo creí que había habido hombres que fueron en sí mismos semejantes a reyes,” respondió, “pero tal vez sea como tú lo has dicho. Aún así, no voy a usar esta capa, ni seré coronado con esta corona, y como entré a este palacio saldré de él.”
Y los despidió, y ellos le dejaron, excepto un paje al que retuvo en su compañía. Un joven apenas un año menor que él. Para su servicio lo retuvo, y cuando se hubo bañado en agua limpia, abrió un gran cofre pintado, y de allí extrajo la túnica de cuero y la rústica capa de piel de oveja que usara cuando en las colinas se dedicaba a cuidar las cabras lanudas del humilde pastor. Esas fueron las prendas que se puso, y empuño en su mano la tosca vara de pastor.
Y el pequeño paje, asombrado, abrió muy grandes sus ojos azules, y dijo sonriéndole, “Mi señor, puedo ver tu capa y puedo ver tu cetro ¿pero dónde está la corona?”
Y el joven rey cortó una rama del brezo espinoso que pendía del balcón, y lo trenzó, e hizo un círculo con él, y se lo puso en la cabeza.
“Ésta será mi corona,” respondió.
Y así ataviado salió de su cámara hacia el Gran Salón, donde los nobles le esperaban.
Y los nobles hicieron bulla, y algunos le reclamaron, “Mi Señor, el pueblo espera por su rey, y tú le muestras un mendigo,” y otros sintiéndose injuriados dijeron, “Trae vergüenza sobre nuestro Estado, y es indigno de ser nuestro jefe.” Pero él no les respondió una palabra, sino que pasó entre ellos, y bajó por la escalera de pórfido, y pasó a través de los portales de bronce, y montó su caballo, y marchó hacia la Catedral, el pequeño paje corría a su lado.
Y el pueblo rió y dijo, “Ese a caballo es el rey de los tontos,” e hicieron mofa de él.
Y él detuvo su caballo y dijo, “Nada de eso, sino que en verdad yo soy el Rey.” Y les contó sus tres sueños.
Y un hombre surgió de entre la multitud y le habló con amargura, y dijo, “Señor, ¿sabías tú que del lujo de los ricos viene la vida del pobre? Es tu pompa la que nos alimenta, y tus vicios nos dan pan. Amargo es trabajar para un amo severo, pero es mucho más amargo no tener un amo para quien trabajar ¿O acaso creíste que los cuervos irían a alimentarnos? ¿Y qué remedio tienes tú para estos males? ¿Le dirás al comprador, ‘Tú comprarás a tanto,’ y al vendedor, ‘Tu venderás a tal precio’? Yo no lo creo. Entonces vuelve a tu palacio a vestir tu púrpura y tu refinado lino ¿Qué tienes que hacer con nosotros y con nuestros padecimientos?”
“¿No son los pobres y los ricos hermanos?”, preguntó el joven rey.
“Así es,” respondió el hombre, “y el nombre del hermano rico es Caín.”
Y los ojos del joven rey se llenaron de lágrimas, y avanzó entre las murmuraciones del pueblo, y el pequeño paje se asustó y lo abandonó.
Y cuando arribó a los portales de la Catedral, los soldados le opusieron sus alabardas y dijeron, “¿Qué buscas aquí? Nadie pasa por esta puerta sino el rey.”
Y su rostro se encendió de rabia, y les dijo, “Yo soy el Rey,” y apartaron sus alabardas y pasó al interior.
Y cuando el viejo obispo le vio llegar con su atuendo de pastor, se levantó sorprendido de su trono, y fue a su encuentro, y le dijo, “Hijo mío ¿Es éste el atavío de un Rey? ¿Y con qué corona habré de coronarte, y qué cetro pondré en tu mano? Por cierto que éste debería ser para ti un día de alegría, en lugar que de humillación.”
“¿Puede Alegría vestir lo que Tristeza ha modelado?” dijo el joven rey. Y le contó sus tres sueños.
Y cuando el obispo le hubo escuchado, frunció el entrecejo y dijo, “Hijo mío, yo soy un hombre viejo y en el invierno de mis días, sé de muchas cosas malvadas que se hacen en el mundo. Fieros bandidos bajan de las montañas, y raptan a los niños pequeños y los venden a los moros. El león se embosca al paso de las caravanas y salta sobre los camellos. Salvajes jabalíes arrancan de raíz el cereal en el valle, y las zorras rapiñan los viñedos en las colinas. Los piratas asolan las costas y queman los barcos de los pescadores. En los salitrales viven los leprosos; ellos tienen chozas tejidas con ramas, y nadie puede pernoctar con ellos. Los mendigos vagan por las ciudades, y toman su alimento junto con los perros ¿Puedes evitar que esas cosas sucedan? ¿Llevarás al leproso a tu cama y al mendigo a tu mesa? ¿Acaso el león cumplirá tus pedidos, y el berraco salvaje irá a obedecerte? Yo te ruego que ya no hagas lo que estás haciendo, y te invito a volver al palacio a componer tu semblante, y vestir el atavío que corresponde a un rey, y con la corona de oro voy a coronarte, y el cetro de perlas pondré en tu mano. Y respecto a tus sueños, ya no pienses en ellos. El peso del mundo es demasiado grande como para que lo cargue un solo hombre, y el sufrimiento del mundo es demasiado doloroso para ser sufrido por un solo corazón.
“¿Dices semejante cosa en esta misma casa?” respondió el joven rey, y rebasó al obispo, y trepó los escalones del altar, y se plantó ante la imagen de Cristo.
Se plantó ante la imagen de Cristo, y en su mano derecha y en su mano izquierda estaban las maravillosas vasijas de oro, el cáliz con el vino amarillo, y el frasco del santo óleo. Se prosternó ante la imagen de Cristo, y los grandes cirios resplandecieron sobre el relicario enjoyado, y el humo del incienso ascendía en tenues volutas azules hacia la cúpula. Inclinó la cabeza en oración, y los sacerdotes en sus rígidos hábitos se apartaron del altar.
Y súbitamente, un salvaje tumulto vino de la calle, y entraron los nobles blandiendo espadas y agitando pendones, y escudos de lustroso acero. “¿Dónde está ese soñador de sueños?” gritaban. “¿Dónde está ese rey, que se viste como un mendigo, ese mozo que atrae vergüenza sobre nuestro estado? De seguro lo mataremos, porque es indigno de mandar sobre nosotros.”
Y el joven rey volvió a inclinar su cabeza, y oró, y cuando terminó su plegaria se incorporó, y volviéndose los miró con tristeza.
¡Y oh maravilla! a través de los coloridos ventanales penetraba la luz del sol cayendo sobre él, y los rayos solares urdieron a su alrededor un manto tanto más bello que aquel otro de oro tejido especialmente para su regocijo. La madera muerta de su vara retoñó, y brotaron lirios más blancos que las perlas. El seco espino de su corona retoñó, y brotaron rosas que eran más rojas que rubíes. Más blancas que finas perlas eran los lirios, y sus tallos eran de plata brillante. Más rojos que rubíes eran las rosas, y sus hojas eran de oro pujado.
Allí se erguía con las galas majestuosas de un rey, y la Gloria de Dios inundaba el lugar, y los santos en sus cavados nichos parecían moverse. En las majestuosas galas de un rey se irguió ante ellos, y el órgano soltó su música, y los trompeteros soplaron sus trompetas, y los niños cantores entonaron sus himnos.
Y el pueblo cayó de rodillas en reverencia, y los nobles envainaron sus espadas y rindieron homenaje, y el rostro del obispo palideció, y sus manos temblaron. “Uno más grande que yo es quien te ha coronado.” exclamó, y se arrodilló ante él.
Y el joven rey descendió del altar, y se retiró andando por entre la gente. Pero ningún hombre se atrevió a mirar su rostro, porque éste era como el rostro de un ángel.
FIN