Publicado en
abril 08, 2010
ÍNDICES
INTRODUCCIÓN
EL DESAPARECIDO
Gestación de la obra
Influencias en la obra
Interpretaciones
EL PROCESO
Historia editorial de El proceso
La obra y su circunstancia
Influencias en la novela
Interpretaciones
Interpretaciones religiosas
Interpretaciones existencialistas
Interpretaciones psicológicas y psicoanalíticas
Interpretaciones sociales y políticas
EL CASTILLO
Gestación de la obra
Historia editorial
Planteamientos exegéticos de El castillo
Influencias literarias y filosóficas Modelos literarios
Influencias filosóficas
EL DESAPARECIDO (AMÉRICA)
I. EL FOGONERO
II. EL TÍO
III. UNA CASA DE CAMPO EN LAS AFUERAS DE NUEVA YORK
IV. CAMINO DE RAMSES
V. EN EL HOTEL OCCIDENTAL
VI. EL CASO ROBINSON
VII. FRAGMENTOS (1) LA MUDANZA DE BRUNELDA (2)
VIII. EL DESAPARECIDO - NOTAS
INTRODUCCIÓN
En este volumen ofrecemos al lector las tres novelas inacabadas de Franz Kafka, El desaparecido, El proceso y El castillo, según la versión ma-nuscrita, incluyendo las distintas variantes y pasajes suprimidos por el autor, así como un aparato de notas que puede brindar un apoyo para la interpretación del texto y su correcta ubicación en el mundo intelectual kafkiano. Así se cumple el pronóstico de Max Brod de que en el futuro se publicarían todos los fragmentos, variantes y textos descartados por Kafka, ya que aportan criterios esenciales para comprender el trasfondo de sus obras. Con las tres novelas aquí incluidas, que forman el núcleo de una creación literaria insólita, definida con frecuencia como una épica del mundo moderno, el escritor praguense no sólo nos legó, como afirmó Max Brod, una «trilogía de la soledad», cuyo tema fundamental sería el destierro espiritual del individuo, sino tres testimonios de una insobornable búsqueda de la verdad. Si quisiéramos reducir a uno los motivos que inspiran sus tres novelas, podríamos decir que en el fondo son expediciones en busca de la verdad, una verdad inalcanzable por su esencia, pero a la que nos podemos aproximar. «La verdad -escribía Kafka- es lo que todo ser humano necesita para vivir y, sin embargo, no puede recibir o conseguir de nadie. Todo ser humano tiene que producirla una y otra vez desde su interior, si no perece. La vida sin verdad es imposible. La verdad es tal vez la vida misma». Esta búsqueda kafkiana de la verdad no conoce desfallecimientos, ni pausas, ni ofrece vías de escape, ella es la que descubre la realidad y nos revela la sustancia de nuestra época y de nuestro ser. En ese eterno estar en camino de la verdad actúa el hombre conforme a su naturaleza, y aunque esa búsqueda esté condenada al fracaso, renunciar a ella -lo cual no sólo es tentador, sino casi nos atreveríamos a decir que coherente- supondría el origen de un mundo frío, cruel y deshumanizado. Contra este mundo se alza Franz Kafka. Precisamente en el fracaso de sus novelas, esos torsos asombrosos y enigmáticos, se nos revela su grandeza como escritor.
El arte de Kafka, según Albert Camus en su obra El mito de Sisifo, consiste en obligar al lector a releer su obra. Sin embargo, sus solucio-nes, o la carencia de ellas, provocan una interpretación infinita. Aquí no se debería ver una contradicción o una deficiencia. En la fuerza de atracción que ejerce la obra de Kafka, en su función alentadora del pensamiento, reside su capacidad de supervivencia; su terca adaptación a las circunstancias, claro signo de que continuamos viviendo en una constelación kafkiana, demuestran que el mundo de Kafka, en lo fundamental, sigue siendo el nuestro. Como dijo certeramente H. D. Auden, el dilema de sus héroes es el dilema del hombre moderno.
En la obra de Kafka es evidente que encontramos una de las claves fundamentales para comprender el siglo XX, sobre todo sus contradicciones y aporías, sus paradojas e inseguridades, y tampoco dudamos en armar que su obra seguirá viva en nuestro siglo XXI como un elemento esencial para analizar una forma de existencia, ofuscada por las novedades y el relativismo, por las utopías biológicas y cibernéticas, que cada vez se preocupa menos por investigar sus propios fundamentos. Precisamente la capacidad de Kafka para percibir lo anormal en lo que la mayoría considera normal es uno de los atributos que nos van a ser más necesarios. Milena Jesenská llamaba la atención sobre esta cualidad del autor checo: «Era un hombre y un escritor de una conciencia tan escrupulosa que aún permanecía alerta donde los demás, los sordos, ya se sentían seguros». Con razón afirmaba Theodor W Adorno que las novelas de Kafka eran la respuesta a una constitución del mundo en el que la visión contemplativa se convierte en una burla sangrienta, puesto que la permanente amenaza de la catástrofe ya no permite a nadie la contem-plación desinteresada; Kafka impide al lector, mediante continuas con-mociones, la posibilidad de un recogimiento contemplativo ante lo leí-do, rompiendo la distancia estética y provocando un estado de excep-ción existencial en el cual se muestra la verdad de nuestro tiempo y de nuestro ser.
EL DESAPARECIDO
El manuscrito de la novela El desaparecido forma parte de la colección de manuscritos de Kafka que desde 1961 se conservan en la Bodleian Library de Oxford, salvo una página suelta, correspondiente al fragmento 11 ab, que Max Brod regaló a Stefan Zweig para su colección de escritos autógrafos y que en la actualidad se conserva en la Biblioteca Nacional de Viena. La obra se publicó por primera vez en 1927 con el título América, un título escogido arbitrariamente por Max Brod; en una carta a Felice Bauer de 11 de noviembre de 1912, Kafka se refiere a la novela con la designación El desaparecido, así como en una anotación de su Diario de 31 de diciembre de 1914. También se refirió a ella como su «novela americana». Habría que mencionar, sin embargo, que el primer capítulo, ligeramente modificado, apareció con anterioridad en la editorial Kurt Wolff, en 1913. Entre los primeros críticos de la obra podemos mencionar a Kurt Tucholsky, quien comenzaba su reseña con estas palabras: «...ahora queremos ocuparnos de un libro sobre América que en realidad no lo es y que, sin embargo, sí que lo es». Con estas palabras sugería ya una de las polémicas que iban a rodear la novela. Tucholsky destacó lo que él consideró el contenido real de la América imaginaria, pero, por otra parte, opinó que no se podía cuestionar el carácter ficticio del texto. Robert Musil, por su parte, en su reseña de El fogonero, hizo hincapié en la falta de composición del texto, pero lo alabó por la forma en que mostraba la interioridad de la experiencia; Oskar Walzel censuró en su lectura lo que le pareció un estilo demasiado fiel al de Heinrich von Kleist, sintiéndose atraído, sin embargo, por una acertada representación del subconsciente. En estas críticas tempranas de la obra ya se esbozan los distintos terrenos que con posterioridad hollarán los intérpretes.
Gestación de la obra
Como ocurre con otros textos kafkianos, habría que distinguir la gestación de la fase de redacción de la obra. Respecto a la idea de escribir una novela sobre América, tendríamos que remontarnos a sus tiempos de Instituto, probablemente influido por las historias que se contaban en el ámbito de su familia relativas a parientes que habían vivido o vivían en países considerados exóticos. En una anotación en su Diario de 19 de enero de 1911 recuerda que una vez quiso escribir una novela que describiese la lucha entre dos hermanos, de los cuales uno se marchaba a América, mientras que el otro permanecía en una cárcel europea. Al parecer, la idea fundamental de escribir una novela sobre América le acompañó durante muchos años. Cuando en 1911 se sintió capaz de concentrar todas sus fuerzas con el fin de forjarse una vida de escritor, emprendió el proyecto concebido en su infancia. Según los testimonios de que disponemos, la mayor parte de la novela se escribió en el periodo comprendido entre finales de septiembre de 1912 y el 24 de enero de 1913. En el manuscrito se reconocen tres fases en el proceso de redacción, la primera de ellas abarcó desde finales de septiembre hasta el 12 de noviembre de 1912; la segunda, desde el 14 de noviembre de 1912 hasta el 24 de enero de 1913; con posterioridad, y después de una pausa de un año y medio, se produjo una reanudación de la novela que comprendió un fragmento y los episodios de la «mudanza de Brunelda» y del «teatro de Oklahoma». Kafka mencionó en una carta a Felice la existencia de una primera versión que constaba de unas 200 páginas; según el autor, esta versión era «completamente inservible»; no se ha conservado nada de ella, así que es muy probable que fuese destruida. Resulta extraordinario que Kafka renunciase a esa versión, pues casi llegaba en su extensión a la versión definitiva. No obstante, durante ese periodo manifestó continuas quejas por la mala calidad de lo escrito, sintiéndose muy insatisfecho con su trabajo. En una carta a Max Brod de 10 de julio de 1911 expresa claramente esta circunstancia: «( ...) estoy muy triste y me considero incapaz. Esto no debe ser definitivo, lo sé. En todo caso no alcanza para escribir. La novela es tan grande, como diseñada sobre to-do el cielo (también tan incolora y confusa como hoy) y me quedo tra-bado en la primera oración que quiero escribir».
Poco después Kafka recobró la inspiración. Durante la fase de redacción, el escritor quedó absorbido por la obra. De ello encontramos testimonios en los Diarios de Max Brod: «Kafka en éxtasis, escribe toda la noche. Una novela ambientada en América». Poco después: «Kafka en un éxtasis increíble». Este estado de ánimo eufórico, cuyo origen se puede fechar en la conclusión de su relato La condena, se constata en la rápida sucesión de los seis primeros capítulos. En una carta a Felice de 11 de noviembre de 1912 Kafka comunica su proyecto: «La historia que escribo y que está esbozada hasta el infinito, se titula, para darle una idea provisional, El desaparecido, y está ambientada exclusivamente en los Estados Unidos de América. Por el momento hay cinco capítulos terminados, el sexto casi. Los capítulos se titulan: I. El fogonero; II. El tío; III. Una casa de campo en Nueva York; IV Camino de Ramses; V En el Hotel Occidental; VI. El caso Robinson. He mencionado estos títulos como si pudieran dar una idea del contenido, naturalmente que no es así, pero quiero que los conserve hasta que sea posible. Es el primer gran trabajo en el que desde hace 1 1/2 meses, después de 15 años de tormentos continuos, me siento a gusto». Dos días después de esta carta escribió a Max Brod: «Ayer el sexto capítulo con violencia y, por tanto, terminado de forma ruda y mala». Como hemos indicado, los seis primeros capítulos se escribieron con gran rapidez y las interrupciones debieron de ser muy breves. El ritmo de trabajo de Kafka supuso sin duda un esfuerzo extraordinario que perjudicó su salud e interfirió en sus obligaciones laborales, personales y familiares. Cualquier perturbación de su proceso creativo le resultaba en extremo desagradable. Así ocurrió cuando tuvo que hacerse cargo durante unos días de la fábrica por ausencia de su cuñado. Con esa ocasión escribió a Max Brod. «Después de haber escrito bien en la noche del domingo al lunes -habría podido escribir toda la noche y el día y la noche y el día y, finalmente, salir volando- hoy también podría haber escrito bien -incluso una página, en realidad un respiro de las diez de ayer, ya está terminada-, pero tengo que dejarlo por los motivos siguientes...»
Después de esta fase tan productiva se abre un periodo caracteriza-do por el agotamiento, y las quejas se suceden en su correspondencia. El 17 de diciembre escribe a Felice: «Lo escrito es miserable»; pocos días después:.«Ya no escribo nada más»; el 23 de diciembre: «Desde hace una semana no logro nada»; el 25 de diciembre: «He avanzado un poco con la novela, me aferro a ella, ya que la historia me ha rechaza-do». En sus Diarios se repiten las expresiones de descontento, todo lo escrito le parece mediocre y falto de inspiración. No obstante, en este mismo periodo interrumpió la novela para escribir La metamorfosis. Fi-nalmente, Kafka llega a un punto en que se considera incapaz de con-tinuar la novela. En una carta a Felice de 26 de diciembre muestra su impotencia: «¡Mi novela! Anteayer me declaré completamente derrota-do por ella. Se me va de las manos, ya no la puedo abarcar, no escribo nada que no esté conectado conmigo, últimamente se ha relajado de-masiado, han aparecido falsedades y no quieren desaparecer, todo el asunto corre más peligro si sigo trabajando en ella que si la dejo provi-sionalmente (...). En suma, dejo de escribir y por el momento me dedi-caré sólo a descansar, una semana, aunque, en realidad, quizá más». Los intentos siguientes de continuar la novela le parecieron superficiales y en los meses que se sucedieron comenzó a referirse a su obra como esa «desafortunada novela». Finalmente, en una recapitulación de su trabajo en marzo de 1913, se mostró decepcionado con casi toda la labor realizada: «... y así cogí los cuadernos, leí al principio con confianza indiferente, como si supiera de memoria la sucesión de lo bueno, lo menos bueno y lo malo, pero al hacerlo así me fui asombrando cada vez más y al final llegué al convencimiento irrebatible de que como un todo sólo el primer capítulo surge de una verdad interna, mientras que el resto, naturalmente con la excepción de algunos pasajes más pequeños y más grandes, se ha escrito en recuerdo de un gran sentimiento, pero ya completamente ausente, y, por lo tanto, hay que desecharlo, es decir, que de unas 400 páginas de los cuadernos sólo quedan (creo) 56». El 1 de mayo volvió a referirse a su «desafortunada novela» en una carta en la que mencionaba la próxima publicación del primer capítulo en la editorial Kurt Wolff «Es el primer capítulo de la «desafortunada nove-la» y se titula El fogonero. Un fragmento ». En realidad, Kafka había pla-neado incluir el texto en un volumen de mayor entidad acompañado de La condena y La metamorfosis bajo el título común de Los hijos. Este deseo, sin embargo, no se cumplió. No obstante, Kafka insistió a Kurt Wolff en el carácter fragmentario de la obra: «Es un fragmento y eso seguirá siendo, ese futuro da al capítulo un mayor acabamiento». Que Kafka quedó satisfecho con el primer capítulo es algo que ha quedado documentado con profusión, otro rasgo que demuestra esa satisfacción es el hecho de que lo leyera a sus amigos en varias ocasiones. El 24 de diciembre de 1913, en cambio, el día en que recibió los ejemplares de la editorial, escribió en su Diario que había leído el texto a sus padres: «Por la noche se lo leí a mis padres, no pudo haber un crítico mejor que yo durante la lectura ante mi padre, que escuchaba de mala gana. Muchos pasajes superficiales ante ostensibles profundidades inaccesi-bles».
A pesar de las declaraciones de Kafka que sugerían un abandono completo de la obra, realizó varios intentos de continuarla, como ates-tiguan las cuatro páginas de la «mudanza de Brunelda» y las doce del «teatro de Oklahoma». Debido a la falta de noticias al respecto, es difí-cil reconstruir el proceso de redacción, aunque debió de producirse, como menciona Pasley, entre agosto y octubre de 1914, un periodo de gran productividad, en el cual, sin embargo, se intensifican las quejas de dolores de cabeza, insomnio y agotamiento, y en el que Kafka tra-bajó principalmente en su novela El proceso.
Influencias en la obra
Como hemos mencionado, Kafka concibió en su infancia el pro-yecto de escribir una novela sobre América. Esta circunstancia se pudo deber a su entorno familiar, que despertó en él sueños de emigrar a Sudamérica o a España, donde trabajaba su tío. Así pues, entre sus parientes pudo encontrar numerosos destinos que le pudieron servir de inspiración, aunque sobre todo el de su primo, Otto Kafka. Éste no soportó mucho tiempo la vida provinciana, se marchó a los diecisiete años a París y poco después se embarcó hacia Buenos Aires. Durante los años siguientes viajó por todo el mundo, regresó un corto periodo a su país y luego se trasladó a Sudáfrica. Tras cumplir su servicio militar, regresó a Argentina donde fundó una empresa con un socio. Cuando Otto se encontraba en viaje de negocios por Europa, el socio liquidó la empresa y huyó con el dinero. Después de esta dura experiencia y completamente arruinado, Otto Kafka emigró a Estados Unidos. Como testimonio de que Kafka seguía los pasos de su primo, podemos citar una carta de 11 de diciembre de 1906 en la que escribió a Max Brod hablándole de un primo muy interesante de Paraguay y que se lo quería presentar. Una vez en Nueva York, Otto Kafka fue detenido como sospechoso de espionaje, y en su defensa escribió al Ministerio de justicia: «Cuando llegué no conocía a nadie, no tenía nada de dinero y tampoco dominaba el idioma. Comencé en una empresa de corsés como portero por 5 dólares a la semana y logré con mi trabajo ascender hasta jefe de departamento del comercio exterior, que yo mismo había creado...» Es evidente que en estos rasgos se descubren similitudes con Karl Rossmann, aunque también con su tío Jakob, puesto que Otto Kafka, en 1911, había fundado una empresa de exportación, «Distribution Corporation», con sede en Nueva York, y ese mismo año contrajo matrimonio con Alice Stickney, una mujer de «genuino» origen americano, perteneciente a una renombrada familia de políticos. Por lo que se conoce de su carácter caprichoso e independiente, pudo servir como modelo para el personaje de Klara. Como ha destacado Northey, Kafka estaba informado de todas estas particularidades, ya que Otto Kafka solía escribir cartas a su familia hasta que en 1915, con motivo de la guerra, interrumpió la relación epistolar. Además, en otoño del año 1911, Otto viajó a Europa con su esposa y su hijo para visitar a la familia. El joven hermano de Otto, llamado Franz o Frank, se trasladó a Nueva York cuando contaba dieciséis años, donde fue acogido por su hermano Otto. Por la parte materna de la familia, los hermanos Loewy, los tíos de Kafka, residieron temporalmente en América y también le debieron de informar de sus experiencias.
Para escribir la novela y familiarizarse con el mundo americano, Kafka recurrió a crónicas, informes y novelas que tratasen esa temática. Hartmut Binder, en su obra Kafka. Der Schaffensprozess y Anthony Northey en Kafkas Mischpoche, se han ocupado de investigar estas fuentes. En el siglo XIX la literatura con el motivo de América como tierra prometida y de oportunidades, donde se podía realizar el sueño de la libertad y de la felicidad, y donde aún era posible la aventura, experimentó un gran auge. Este subgénero fue iniciado por el escritor Friedrich Gerstácker y alcanzó gran popularidad. Sin embargo, y casi al mismo tiempo, surgió una perspectiva negativa que plasmaba el cansancio o la decepción de América. Lenau, que había emigrado a América, regresó profundamente decepcionado; sus experiencias fueron narradas por el escritor Ferdinand Kürnberger en la novela Der Amerika-Müde (1855), en ella describe la destrucción americana de todos los ideales humanistas por el despiadado afán de lucro. Esta literatura resquebrajaba el mito americano y es evidente que Kafka se situó en esa misma corriente; la imagen negativa de América llegó a convertirse en una constante en la literatura de entreguerras en lengua alemana, una imagen que podría sintetizarse con la célebre frase de Freud: «América es un error, un gigantesco error, pero un error».
Entre las obras que más influyeron en Kafka podemos mencionar la novela El pequeño Ashaverus, aparecida en 1909, del danés Johan Wilhelm Jensen. Pero sobre todo cobran importancia los informes de Arthur Holitscher durante su viaje por América que aparecieron en 1912 en forma de libro, así como las conferencias de Soukoup sobre el funcionariado americano y otros pormenores del sistema político de Estados Unidos. Estos informes se reflejan en la novela, y no sólo en la concepción del personaje Karl Rossmann como un típico emigrante de la época, sino, como ha mencionado Bodo Plachta, en su peregrinaje en territorio americano: en su estar «on the road» o en su adaptación al estereotipo del «Going West». En cierto modo la trama de la novela recuerda a la «road movie»; Max Brod, en el epílogo a su primera edición, constataba esta impresión: «Hay escenas en este libro (en concreto las escenas en los suburbios que he titulado «Un refugio») que recuerdan irresistiblemente a las películas de Chaplin, a películas tan bellas de Chaplin como no se habían concebido aún, en lo que tampoco se puede olvidar la época en que se escribió esta novela (¡antes de la guerra!), cuando Chaplin era un desconocido o quizá ni siquiera había comenzado a actuar». También Janouch nos ha transmitido que Kafka, al ser preguntado por su héroe Karl Rossmann, respondió: No dibujé seres humanos. Conté una historia. Son imágenes, sólo imágenes (...). Mis historias son una especie de cerrar los ojos».
Hay otras circunstancias biográficas que pudieron influir ocasional-mente en la novela. Por ejemplo, Hartmut Binder menciona la estancia de Kafka en esas fechas en el sanatorio «Just's Jungborn» en Stapelburg, donde vivió en una atmósfera cristiana, leyendo regularmente la Biblia, y donde intentaron convertirle al cristianismo. Binder opina que esa estancia podría haber influido en la concepción del episodio del teatro de Oklahoma.
Pero en el ámbito literario destaca soberana la influencia de Charles Dickens. Kafka leyó en 1911 su novela David Copperfield y afirmó su predilección por el escritor inglés: «Dickens es uno de mis autores favoritos. Sí, durante un tiempo fue incluso un modelo de lo que en vano pretendía alcanzar». Entre los analistas de la obra se han repetido con frecuencia las sugerencias de Kafka de que Karl Rossmann era un pariente lejano de David Copperfield y de Oliver Twist. No obstante, esta dependencia terminó causándole cierta insatisfacción. El 8 de octubre de 1917 anotaba en su Diario: «El Copperfield de Dickens (El fogonero: una banal imitación de Dickens, aún más la novela planeada). La historia de la maleta, lo dichoso y encantador, los trabajos deprimentes, la amante en la casa de campo, las casas sucias, etc., pero ante todo el método. Mi intención era, como veo ahora, escribir una novela de Dickens, sólo enriquecida con luces más intensas que yo había sacado de la época, y los asuntos que yo habría aportado. La riqueza de Dickens y el fluir poderoso y sin escrúpulos, pero, como consecuencia de ello, sus pasajes de espantosa debilidad, donde él, cansado, remueve confusamente todo lo ya alcanzado. Salvaje la impresión del todo absurdo, una barbarie que yo, sin embargo, he evitado debido a mi debilidad y a mi condición de epígono. Frialdad detrás del estilo inundado de sentimiento. Esos tipos humanos de burda caracterización que se imprimen artificialmente en todos los personajes y sin los cuales Dickens no sería capaz ni siquiera de levantar fugazmente su historia». Entre los intérpretes se ha discutido cómo se puede valorar la influencia de Dickens en la novela. Se ha des-tacado la perspectiva algo infantil, la representación de un mundo con-trolado por adultos, la descripción de conflictos generacionales, así co-mo cierto sentimentalismo en la exposición. Desde una perspectiva temática, se ha hecho hincapié en el intento de plasmar la soledad humana en los tiempos modernos. Para Spilka, sin embargo, se trató de una influencia superficial, aunque más que de influencia se debería hablar de un parentesco espiritual. Aquí también sería necesario indicar que Dickens fue uno de los escritores más populares a principios del siglo xx y precisamente en esos años acababa de ser descubierto por el público de habla alemana. Entre las editoriales se desató una fuerte competencia para publicar las traducciones de las obras del escritor inglés. Entre 1909 y 1914 aparecieron en la editorial Langen traducidas ni más ni menos que por Gustav Meyrink, el célebre autor de El golem, al igual que Kafka admirador de Dickens.
Hay otras obras literarias que merecen ser mencionadas en este ámbito por haberse constatado su influencia indirecta en la inspiración del autor checo, nos referimos a la obra de teatro de Moses Richter, Der Schneider als Gemeinderat, en la cual América aparece como la falsa tierra prometida. Y tampoco se pueden olvidar las obras de Knut Hamsun Benoni y Bendición de la tierra, así como los escritores Flaubert, Max Brod y Kleist, que Kafka leía con placer.
Interpretaciones
Peter U. Beicken, en su obra Franz Kafka. Eine kritische Einführung in die Forschung, realizó un primer acercamiento al complejo mundo inter-pretativo de la obra de Kafka, intentando sintetizar las distintas perspectivas desde las que se producía una búsqueda de sentido en el legado literario del escritor praguense. En el caso de la novela El desaparecido, un análisis interpretativo basado en un texto previamente depurado de manipulaciones cobra una especial importancia. Después de varios años de investigación filológica, no se puede dudar del hecho de que Max Brod, con la ordenación de los textos y con el título de América, quiso imponer una dirección a las corrientes interpretativas, ya fuese para facilitar su acogida en Estados Unidos o para hacer valer su propia interpretación de la novela. No conforme con esto, añadió un posible final sugerido por Kafka que no se corresponde con otros testimonios del autor. En el epílogo a la segunda edición de América, Max Brod escribió lo siguiente: «Por conversaciones sé que el capítulo incompleto del Teatro al aire libre de Oklahoma, un capítulo cuya introducción Kafka amaba especialmente y leía con una belleza conmovedora, debería ser el último capítulo y transmitir un mensaje reconciliador. Con palabras enigmáticas Kafka indicaba sonriendo que su joven héroe en ese teatro "casi ilimitado" volvería a encontrar una profesión, la libertad, apoyo, incluso el hogar y a los padres como por un encanto paradisíaco». Con esta declaración resulta ostensible el intento de Max Brod de otorgar un mensaje positivo a la novela. Esto queda confirmado en el título, aparentemente neutral, y que, sin embargo, contribuye a mantener en vida el mito de América, lo que no ocurre con un título como El desaparecido. En la primera edición, como ha demostrado Uyttersprot, Max Brod manipuló el final terminando el último capítulo fragmentario con la frase: «jamás habían realizado en América un viaje tan libre de preocupaciones» y no con la última frase real: «... tan cerca que el aliento de su frescor estremecía el rostro». También silenció que en la última página comenzaba un nuevo capítulo, lo cual indica claramente que el precedente no era el último, como opinaba Brod, quien escribió al respecto: «Sentimos cómo ese buen joven, Karl Rossmann, que se gana rápidamente nuestro corazón, a pesar de todas las falsas amistades y pérfidas enemistades alcanza su deseo de comportarse en la vida como un hombre decente y reconci-liarse con sus padres». Pero esta interpretación positiva de Brod se ve refutada por un pasaje fundamental en los Diarios de Kafka que de-muestra la fragilidad de esa versión: «Rossmann y K, el inocente y el culpable, finalmente los dos mueren sin diferencias como pena, el ino-cente con mano más ligera, más echado a un lado que matado a golpes». Este comentario de Kafka contradice la visión idílica del «Teatro de Oklahoma» como final feliz, y más bien refuerza otras versiones como que el teatro simboliza el reino de los muertos, que se trata de una antiutopía o de una burla o parodia de un mundo burocratizado. En todo caso, el episodio del teatro de Oklahoma, que representa un gran contraste con el resto de la obra, ha sido por regla general el núcleo de las interpretaciones y a través de él se ha intentado dar sentido al resto.
No olvidemos, sin embargo, que la novela de Kafka también transmite una imagen de América. A su editor Kurt Wolff le dijo que en ella había querido representar el Nueva York más moderno. Una vez abandonada la tesis de Max Brod por ser insostenible, la mayoría de los intérpretes coinciden en que la visión de América que Kafka nos transmite es negativa o, al menos, que inventa una América ficticia con rasgos muy negativos. Según Bodo Plachta, El desaparecido es un experi-mento narrativo, que no sólo destruye el mito de América, sino que deja de considerar el modelo social americano como una alternativa o como un ideal para Europa. En la novela queda claro que Kafka empleó sobre todo la parte negativa de los informes que leyó, su imagen de América comparte algunos de los atributos que caracterizan a las antiutopías y a las críticas de la civilización americana y del mundo capitalista.
Otra corriente interpretativa, como la representada por Politzer, clasifica la obra en el denominado género del «viaje interior» o de evolución espiritual, que culmina en el acceso a la madurez, en la acogida en el mundo adulto, simbolizado en el teatro de Oklahoma. Siguiendo estas pautas se ha hablado de un «Erziehungsroman», de una novela educativa en la misma línea que Heinrich von Ofterdingen de Novalis o Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, de Goethe. Esta interpretación, sin embargo, parece contradecirse con la evolución real del personaje que supone un continuo descenso en formas existenciales cada vez más degradadas. Este rasgo de la novela también ha estimulado interpretaciones políticas, algunas de claro origen marxista, que califican la obra como una crítica del capitalismo americano. Poco después de la publicación del primer capítulo ya se oyeron las primeras voces que consideraban la figura del fogonero como un símbolo del proletariado. En este sentido, Georg Lucáks afirmaba que en la novela de Kafka se describía el mundo capitalista como infierno y la impotencia de todo lo humano frente a ese averno. No se puede negar que en la novela de Kafka se refleja un sentimiento anticapitalista, pero que no se reduce a tomar el capitalismo como un mero sistema político económico, sino que va más lejos e intenta aprehenderlo como un producto del «espíritu del tiempo»: «El ca-pitalismo -decía Kafka, según Janouch- es un sistema de dependencias que van desde fuera hacia adentro, desde dentro hacia afuera, desde arriba hacia abajo, desde abajo hacia arriba. Todo es dependiente, todo está atado. El capitalismo es un estado del mundo y del alma».
Por último, El desaparecido también ha sido objeto de interpretaciones teológicas o metafísicas, sugeridas por Kafka y fomentadas por Max Brod. W Jahn considera que en la introducción de un héroe que actúa y en la idea moral de una inocencia subjetiva se descubre la disgregación de un mundo abandonado por Dios. En la novela, Rossmann es culpable en el sentido del aforismo kafkiano: «Pecaminoso es el estado en el que nos encontramos, con independencia de la culpa».
EL DESAPARECIDO (AMÉRICA)
I - EL FOGONERO
Cuando el joven de diecisiete años Karl Rossmann, que había sido enviado por sus padres a América porque le había seducido una sirvienta y había tenido un hijo con él , entró en el puerto de Nueva York a bordo de un barco que había reducido considerablemente su marcha, contempló la estatua de la diosa de la Libertad, visible ya desde hacía tiempo, como iluminada por un resplandor repentino de luz solar. Su brazo, portando la espada , se elevaba con ímpetu renovado y en torno a su figura soplaban los libres vientos.
«¡Qué alta!» , se dijo, y como no pensaba en apartarse, fue empuja-do por las olas de mozos de equipaje que le adelantaban, hasta llegar a la borda del barco.
Un joven, al que había conocido de un modo fugaz durante la tra-vesía, le dijo al pasar a su lado.
-¿No tiene ganas de desembarcar?
-Yo ya estoy listo -dijo Karl sonriéndole, y a continuación levantó su maleta sobre el hombro por altivez y porque era un joven fuerte. Pero al ver que su conocido se alejaba en compañía de los demás, ba-lanceando ligeramente el bastón, se dio cuenta consternado de que había olvidado su paraguas abajo, en el interior del barco. Rápidamente pidió a su conocido, que no pareció muy feliz por ello, que fuese tan amable de esperar un instante al lado de su maleta; se hizo una idea del lugar en que estaba para poder regresar sin problemas al mismo sitio y se dio prisa. Abajo encontró, para su desconsuelo, que el pasillo por el que podría haber acortado considerablemente su camino estaba cerrado por primera vez, lo que sin duda se debía al desembarco de los pasajeros. Por esta razón, se vio obligado a buscar con dificultad el otro camino a través de innumerables pequeñas estancias, por escaleras cortas que se sucedían interminables, por corredores sinuosos, a través de un camarote vacío con un escritorio abandonado, hasta que, como sólo había hecho este camino una o dos veces en compañía de otros muchos, se perdió irremediablemente. En su confusión, ya que no encontraba a ninguna persona y no dejaba de oír el roce de los miles de pies, así como, desde la lejanía, los últimos estertores de las máquinas ya paradas, comenzó a golpear sin pensar en una pequeña puerta, ante la que se había detenido su extraviado caminar.
-Está abierta -gritaron desde el interior, y Karl abrió la puerta con un suspiro de satisfacción.
-¿Por qué golpea la puerta como un loco? -preguntó un hombre gi-gantesco, apenas vio a Karl. A través de alguna claraboya, como si llegase ya gastada de la cubierta del barco, una luz turbia penetraba en el triste camarote, en el cual había una cama, un armario, una silla, y el hombre, permaneciendo todos juntos, como si hubiesen sido almacenados.
-Me he perdido -dijo Karl-; durante la travesía no me había dado cuenta, pero es un barco enorme.
-Sí, tiene razón -dijo el hombre con algo de orgullo, sin dejar de presionar con ambas manos el pestillo de un maletín, tratando de escu-char el ruido al cerrarse.
-¡Pero entre, no se quede ahí! -dijo el hombre a continuación-. No querrá permanecer ahí fuera, de pie, todo el día.
-¿No molesto? -preguntó Karl. -¡Bah! ¿Cómo va a molestar?
-¿Es usted alemán? -intentó asegurarse Karl, ya que había oído de los peligros que amenazaban a los recién llegados al toparse especial-mente con irlandeses.
-Lo soy, lo soy-dijo el hombre.
Karl aún dudaba. Entonces el hombre asió sin más el picaporte y empujó la puerta, que cerró con rapidez, dejando a Karl en el interior del camarote.
-No puedo soportar cuando me miran desde el pasillo -dijo el hombre, que volvió a ocuparse del maletín-. Eso de que todo el que pa-se pueda ver lo que hago no lo aguanto.
-Pero el pasillo está completamente vacío -dijo Karl, incómodo por estar aprisionado contra las patas de la cama.
-Sí, ahora-dijo el hombre.
«Precisamente de “ahora” se trata -pensó Karl-. Resulta difícil hablar con este hombre».
-Siéntese en la cama, ahí tendrá más espació -dijo el hombre. Karl trepó como pudo y rió cuando fracasó en su primer intento. Apenas lo consiguió, exclamó:
-¡Dios mío, he olvidado mi maleta! -¿Dónde está?
-Arriba, en la cubierta. Un conocido cuida de ella. -¿Cómo se llama?
Karl sacó una tarjeta de visita de un bolsillo secreto que su madre le había cosido en el forro de la chaqueta.
-Butterbaum, Franz Butterbaum. -¿Necesita usted la maleta? -Naturalmente.
-¿Y entonces por qué se la ha confiado a un extraño?
-He olvidado abajo mi paraguas y corría a recuperarlo, pero no quería llevar arrastrando la maleta. Luego me perdí.
-¿Está usted solo, sin acompañantes? -Sí, solo.
«Quizá debería fiarme de este hombre -se le pasó a Karl por la ca-beza-, pues dónde podría encontrar un amigo mejor».
-Y ahora, por añadidura, ha perdido la maleta. Del paraguas, para qué hablar.
Y el hombre se sentó en la silla, como si el asunto de Karl hubiese cobrado interés para él.
-Creo que la maleta todavía no está perdida.
-Bienaventurados los que creen -dijo el hombre, y se rascó con fuerza su pelo corto, oscuro y espeso-. En el barco cambian las costumbres con los puertos. En Hamburgo, su Butterbaum tal vez habría vigilado su maleta, aquí lo más probable es que no quede rastro de ninguno de los dos.
-En ese caso, tendré que ir de inmediato a comprobarlo -dijo Karl, y miró a su alrededor para ver por dónde podía salir.
-Quédese -dijo el hombre, y le empujó hacia la cama dándole un golpe brusco con la mano en el pecho.
-¿Por qué? -preguntó Karl enfadado.
-Porque no tiene ningún sentido-dijo el hombre-, además, dentro de un momento me iré yo también, así que podemos salir juntos. O han robado la maleta, por lo que ya no hay ayuda posible, o el hombre la ha abandonado allí, por lo que podremos encontrarla más fácilmente cuando el barco esté vacío del todo. Lo mismo ocurrirá con su paraguas.
-¿Sabe orientarse en el barco? -preguntó Karl receloso, ya que le parecía que el argumento, por lo demás convincente, de que las cosas se encontrarían mejor en el barco abandonado, escondía algún truco. -Yo soy fogonero del barco -dijo el hombre.
-¡Usted es fogonero! -exclamó Karl con alegría, como si eso super-ase todas sus expectativas, y, apoyándose en el codo, miró al hombre con más detenimiento-. Precisamente en el camarote en el que dormía con los eslovacos había una claraboya a través de la cual se podía ver la sala de máquinas.
-Sí, allí he trabajado yo -dijo el fogonero.
-Siempre me he interesado mucho por la técnica-dijo Karl, que si-guió insistiendo sobre el mismo tema-, y habría llegado a ser ingeniero, si no hubiera tenido que viajar a América.
-¿Por qué ha tenido que viajar?
-¡Ah, bah! -dijo Karl, y rechazó toda la historia de un manotazo. Al hacerlo miró sonriente al fogonero, como si le pidiese que mostrara indulgencia con lo que no le había confesado.
-Tendrá que haber un motivo -dijo el fogonero, pero no se sabía muy bien si con esa respuesta quería que le contaran el motivo o desea-ba ahorrárselo.
Ahora podría ser fogonero -dijo Karl-, a mis padres les es ya com-pletamente indiferente lo que sea.
-Mi puesto se queda libre -dijo el fogonero, quien, a continuación, metió las manos en los bolsillos de un pantalón arrugado, color gris plomo, de un material parecido al cuero, y estiró las piernas sobre la cama. Karl tuvo que acercarse más a la pared.
-¿Abandona el barco?
-Sí, señor, hoy nos marchamos. -¿Por qué? ¿No le gusta la vida aquí?
Así son las circunstancias; el que a uno le guste no siempre decide. Pero, por lo demás, tiene usted razón, no me gusta. Usted no dirá en serio eso de ser fogonero, aunque si es así lo más fácil es serlo. Yo se lo desaconsejo. Si quiso estudiar en Europa, ¿por qué no hacerlo aquí? Las universidades americanas son incomparablemente mejores que las europeas.
-Es posible -dijo Karl-, pero ya apenas tengo dinero para estudiar. He oído de alguien, es cierto, que trabajaba de día en un comercio y es-tudiaba por la noche. Llegó a hacer el doctorado y, según creo, fue al-calde, pero para eso se necesita mucha perseverancia ¿verdad? Me temo que a mí me falta. Además, no fui lo que se podría llamar un buen estudiante. Dejar la escuela no me supuso ningún esfuerzo. Las escuelas aquí son quizá hasta más severas. Apenas puedo hablar inglés y aquí tienen prejuicios contra los extranjeros, según creo.
-¿También está al tanto de eso? ¡Ah!, bien, entonces es usted mi hombre. Sabe usted, estamos en un barco alemán. Pertenece a la línea Hamburgo-América, pero, ¿por qué no somos aquí todos alemanes? ¿Por qué es el maquinista jefe un rumano? Se llama Schubal. Es increí-ble. Y ese perro vagabundo nos veja, a nosotros, los alemanes, ¡en un barco alemán! No se crea -se quedaba sin aire y agitaba las manos- que me quejo por quejarme, ya sé que usted no tiene la menor influencia y que es un pobre muchacho. ¡Pero es indignante! -y golpeó varias veces la mesa con el puño sin apartar la vista de él mientras lo hacía-. He ser-vido en tantos barcos -y nombró sucesivamente más de veinte nombres como si fueran una sola palabra; Karl quedó confuso-, y me he distinguido en ellos, he sido elogiado, era un trabajador que satisfacía a sus capitanes, incluso permanecí varios años en el mismo mercante -se alzó como si hubiese sido el punto culminante de su vida-, pero en esta caja de zapatos, donde todo está reglamentado a cordón, donde no se necesita ingenio alguno, aquí no pinto nada, aquí siempre estoy estorbando a Schubal, soy un vago, sólo merezco que me despidan y recibo mi salario por misericordia. ¿Comprende usted eso? Yo, no.
-No debería tolerarlo -dijo Karl excitado. Ya no se sentía perdido en el suelo inseguro de un barco y en la costa de un continente desco-nocido, tan bien se encontraba en la cama del fogonero-. ¿Ha visto al capitán? ¿Ha intentado que le haga justicia?
-¡Ah! Váyase, siga mejor su camino. No le quiero tener aquí. No escucha lo que le digo y encima me da consejos. ¡Cómo podría ir a ver al capitán! -y, cansado, el fogonero volvió a sentarse y puso el rostro entre las manos.
«No puedo dar un consejo mejor» -se dijo Karl. Y pensó que debería haber ido a recoger su maleta en vez de dar consejos que, por añadidura, se tomaban por tontos. Cuando el padre le entregó la maleta para siempre, preguntó en broma: «¿Cuánto tiempo serás capaz de conservarla?» Y ahora, tal vez, esa maleta tan cara se había perdido en serio. El único consuelo era que el padre, en su situación presente, no podría saberlo, aun en el caso de que investigara. La compañía marítima sólo podía informarle de que había llegado a Nueva York. No obstante, Karl lamentaba haber utilizado tan poco las cosas de la maleta, a pesar de que, por ejemplo, hacía tiempo que necesitaba cambiar de camisa. Ahí había ahorrado innecesariamente. Ahora, si hubiera necesitado vestir con limpieza por estar al comienzo de su carrera, tendría que aparecer con una camisa sucia. Si no fuera por eso, la pérdida de la maleta no habría sido tan grave, pues el traje que llevaba era incluso mejor que el del interior de la maleta, el cual, en realidad, sólo era un traje de emergencia que la madre había estado remendando poco antes de la partida. Ahora se acordaba también de que en la maleta había un trozo de salchichón de Verona, que la madre había empaquetado como regalo especial, pero del que apenas había comido, ya que durante la travesía no había sentido apetito y la sopa que servían en el entrepuente le había bastado. Pero en ese instante le hubiera gustado tener a mano la chacina para hacer los honores al fogonero, pues ese tipo de personas era fácil de ganar ofreciéndoles alguna pequeñez, eso lo sabía Karl de su padre, el cual se ganaba a todos los empleados inferiores con los que tenía contactos comerciales repartiendo cigarrillos. De lo que podía regalar, a Karl sólo le había quedado su dinero y, en el caso de que hubiera perdido la maleta, no quería tocarlo por el momento. Sus pensamientos volvieron de nuevo a la maleta, y no podía entender por qué la había vigilado con tanta atención durante la travesía, lo que casi le había costado el sueño, y ahora había dejado que se la quitasen con tanta facilidad. Recordó las cinco noches durante las cuales un pequeño eslovaco, que dormía dos literas a la izquierda de donde él se encontraba, le resultó sospechoso, pues se fijaba demasiado en su maleta. Ese eslovaco parecía espiarle con la intención de apropiarse de su equipaje. Con la ayuda de una barra, con la que jugaba o practicaba durante todo el día, y en cuanto Karl hubiese caído rendido y echase una breve cabezada, habría hecho desaparecer, sin duda, el objeto codiciado. Ese eslovaco, a la luz del día, ofrecía una apariencia lo suficientemente inocente, pero llegada la noche se incorporaba de vez en cuando y observaba con tristeza la maleta de Karl. Éste podía reconocerlo con claridad, pues siempre, en un momento u otro, alguien, con la intranquilidad propia del emigrante, encendía una luz, a pesar de estar prohibido por las ordenanzas del barco, y trataba de descifrar los folletos incomprensibles de la agencia de inmigración. Si se encendía una de esas luces en su cercanía, Karl podía adormilarse de nuevo, pero si se encendía más lejos o se permanecía en plena oscuridad, entonces se veía obligado a velar. Este esfuerzo lo había agotado, y ahora, quizá, había sido completamente inútil. Ese Butterbaum, ¡si pudiera toparse con él otra vez!
En ese momento resonaron afuera, en la lejanía, rompiendo la tranquilidad reinante, golpes cortos, como de pisadas infantiles, que se fueron aproximando con ruido creciente hasta sonar como una marcha tranquila de hombres. Era evidente que, a causa del estrecho pasillo, pasaban en fila; se oía un extraño tintineo, como de armas. Karl, que casi se había quedado dormido, olvidadas las preocupaciones por la maleta y el eslovaco, se asustó y empujó al fogonero para llamarle la atención, pues la procesión parecía haber llegado a la altura de la puerta.
-Ésa es la orquesta del barco -dijo el fogonero-, acaban de tocar arriba y ahora se van a hacer el equipaje. Ya está todo listo y podemos irnos. ¡Venga! -tomó a Karl de la mano, descolgó de la pared en el últi-mo momento una imagen enmarcada de la Virgen María, que luego guardó en un bolsillo interior de la chaqueta a la altura del pecho, cogió su maleta y abandonó a toda prisa el camarote con Karl.
-Ahora iré a la oficina y diré a los señores mi opinión. Ya no queda ningún pasajero a bordo, así que ya no me andaré con contemplaciones.
Esto mismo lo repitió el fogonero de distintas maneras, e intentó patear a una rata que se le cruzó en el camino, pero ésta fue más rápida y alcanzó a tiempo el agujero por el que desapareció. Era muy lento en sus movimientos, pues, aunque tenía las piernas largas, resultaban demasiado pesadas.
Pasaron por la cocina, donde algunas muchachas con delantales sucios -los manchaban intencionadamente- limpiaban la vajilla en grandes cubas. El fogonero llamó a una tal Line, rodeó su cadera con el brazo y la llevó un trecho a su lado. Ella se apretó coqueta contra su brazo.
Ahora toca la liquidación, ¿quieres venir? -preguntó él.
-Para qué me voy a molestar, tráeme tú el dinero -respondió, se zafó de su brazo y se fue-. ¿De dónde has sacado a ese chico tan guapo? -le dio tiempo a gritar, pero no pretendía ninguna respuesta. Se escucharon las risas de todas las muchachas, que habían interrumpido el trabajo.
Ellos siguieron adelante y llegaron ante una puerta que, en la parte superior, tenía un frontispicio sostenido por dos pequeñas y doradas cariátides. Para un barco de aquella condición, resultaba demasiado suntuoso. Karl se dio cuenta de que nunca había estado en esa parte del barco, la cual, durante la travesía, había quedado reservada, probablemente, a los pasajeros de primera y segunda clase, mientras que ahora, antes de comenzar la gran limpieza general, habían retirado las puertas de separación. Ya se habían encontrado con hombres que llevaban escobas al hombro y que habían saludado al fogonero. Karl estaba asombrado ante tanto despliegue; en el entrepuente había percibido muy poco de todo eso. A lo largo de los pasillos corrían cables eléctricos y había una campana pequeña que no dejaba de sonar.
El fogonero tocó respetuoso a la puerta y, cuando alguien desde el interior exclamó «adelante», hizo una seña a Karl con la mano para que entrase sin miedo. Entró, pero se quedó de pie al lado de la puerta. A través de las tres ventanas de la cámara vio las olas del mar, y al con-templar sus alegres ondulaciones le dio un vuelco el corazón, como si no hubiera visto el mar durante los últimos cinco días. Grandes barcos entrecruzaban sus rumbos y cedían ante el oleaje tanto como lo permitía su gravitación. Si se los miraba con ojos entornados, esos barcos parecían balancearse por un peso desmesurado. En sus mástiles portaban estrechas pero largas banderas, que aunque tensas por la marcha, ondeaban al viento. Resonaban salvas, probablemente de algún barco de guerra. Los cañones de un acorazado, que pasaba no muy lejos de donde se encontraban, resplandecían gracias al reflejo de su manto de acero, eran como acariciados por el curso seguro y suave del barco, curso que, sin embargo, no era del todo horizontal. Los barcos pequeños y los botes apenas eran discernibles, al menos desde la puerta; no obstante, se podía observar en la lejanía cómo atravesaban los espacios libres dejados por los grandes barcos. Detrás de todo, sin embargo, se hallaba Nueva York, que contemplaba a Karl con los cientos de miles de ventanas de sus rascacielos. Sí, en aquella habitación uno sabía dónde estaba.
Sentados a una mesa redonda se encontraban tres señores, uno era un oficial del barco con uniforme azul de la marina, los otros dos eran funcionarios portuarios, con uniformes negros norteamericanos. Sobre la mesa había una pila de documentos que el oficial, con la pluma en la mano, recorría con la vista; a continuación, se los entregaba a los otros dos, quienes unas veces los leían, otras anotaban algo o bien guardaban alguno de los documentos en sus carteras, a no ser que uno de ellos, que hacía un ruidito continuo con los dientes, no dictara algo a sus colegas para el acta.
Junto a la ventana, frente a un escritorio, se sentaba, dando la es-palda a la puerta, un hombre más pequeño, que manejaba grandes info-lios, alineados en un anaquel a la altura de su cabeza. A su lado se hallaba una caja fuerte abierta y vacía, al menos a primera vista.
En la segunda ventana no había nada y, por consiguiente, ofrecía la mejor vista. Junto a la tercera ventana había dos hombres de pie sumidos en una conversación a media voz. Uno de ellos se apoyaba en la ventana, llevaba también el uniforme de la marina y jugaba con la empuñadura de su sable. El que hablaba con él estaba situado mirando a la ventana y descubría de vez en cuando, al moverse, parte de las condecoraciones que adornaban el pecho del primero. Iba vestido de civil y tenía un fino bastón de bambú, el cual, como el propietario apoyaba ambas manos en las caderas, semejaba también un sable.
Karl no tuvo mucho tiempo para verlo todo, pues pronto se acercó un ordenanza hasta ellos y preguntó al fogonero con la mirada, como si no pintase nada allí, qué quería. El fogonero respondió en el mismo tono bajo de voz en el que fue preguntado que quería hablar con el señor cajero jefe. El ordenanza, por su parte, rechazó la solicitud con un movimiento de la mano, pero fue de puntillas, evitando con un amplio rodeo la mesa redonda, hasta el señor de los infolios. Este señor -se vio con toda claridad- casi quedó paralizado al escuchar las palabras del ordenanza, aunque finalmente se volvió hacia el hombre que deseaba hablarle; a continuación, hizo ademanes de severo rechazo contra el fogonero y, para asegurarse, también contra el ordenanza. Éste regresó de nuevo hacia el fogonero y le dijo en un tono casi confidencial: -¡Abandone de inmediato esta habitación!
El fogonero, después de esa respuesta, miró hacia abajo, hacia Karl, como si éste fuera su corazón ante el que se lamentaba en silencio. Sin pensárselo dos veces, Karl salió corriendo y cruzó la habitación, rozando incluso la silla del oficial. El ordenanza salió detrás agachado, con los brazos preparados para atraparlo como si fuera una alimaña, pero Karl llegó primero hasta la mesa del cajero jefe, a la que se aferró, por si el ordenanza intentaba llevárselo de allí.
Toda la habitación se animó de inmediato. El oficial de la mesa saltó de su asiento; los señores del organismo portuario miraron tran-quilos, pero con atención; los dos señores de la ventana se habían dado la vuelta; el ordenanza, que creía estar precisamente en el lugar por el que los señores mostraban interés, retrocedió. El fogonero esperaba tenso junto a la puerta hasta el instante en que se necesitara su ayuda. Y, finalmente, el cajero jefe giró su sillón hacia la derecha.
Karl hurgó entre los papeles de su bolsillo secreto, que no tuvo ningún reparo en mostrar a aquella gente, y sacó su pasaporte. En vez de presentarse, depositó el documento sobre la mesa. El cajero jefe pa-reció considerarlo algo superfluo, pues puso despectivamente el pasa-porte a un lado cogiéndolo con dos dedos, por lo que Karl, interpretando que había cumplido satisfactoriamente la formalidad, se lo volvió a guardar.
-Me permito decir -comenzó-, que, según mi opinión, al señor fo-gonero se le ha hecho una injusticia. Hay aquí un tal Schubal que le hace la vida imposible. Él mismo ha servido en muchos barcos con plena satisfacción, y los puede nombrar todos; es diligente, hace bien su trabajo, y no se puede comprender por qué precisamente en este barco, donde el servicio no es tan pesado como, por ejemplo, en un velero mercante, supuestamente no cumple con su deber. Una difamación le impide continuar su actividad y le niega su justo reconocimiento, que, en otro caso, seguro que no le hubiera faltado. He dicho lo esencial sobre el asunto, él en persona les transmitirá las quejas más detalladamente.
Karl se había dirigido con su discurso a todos los presentes, ya que, en realidad, todos escuchaban y, además, parecía más probable que entre todos ellos se encontrase un hombre justo, y no que ese justo fuera precisamente el cajero jefe. Por astucia, Karl había silenciado que conocía desde hacía tan poco tiempo al fogonero. Por lo demás, podría haber hablado mucho mejor si el rostro colorado del hombre con el bastón de bambú, rostro que veía por primera vez desde la nueva posición, no le hubiera confundido.
-Todo es cierto, palabra por palabra -dijo el fogonero, antes de que nadie le hubiera preguntado, aun antes de que nadie le hubiera ni siquiera mirado. Esa precipitación hubiera sido un gran error, si el señor con las condecoraciones, que, como ahora Karl dilucidaba, se trataba del capitán, no hubiera decidido ya escuchar al fogonero. El capitán extendió la mano y gritó:
-¡Acérquese! -la voz sonó fuerte, como para golpear sobre ella con un martillo. Ahora todo dependía de la conducta del fogonero, pues Karl no dudaba de la justicia de sus pretensiones.
Felizmente, en esa ocasión el fogonero mostró que era un hombre de mundo. Tranquilo, sacó sin dudar de su maletín un puñado de papeles, así como un libro de notas, con los que se dirigió, como algo evidente, e ignorando completamente al cajero jefe, hacia el capitán, ante el cual, en el antepecho de la ventana, extendió sus pruebas documentales. Al cajero jefe no le quedó otra alternativa que acudir hasta allí.
-Este hombre es un conocido litigante -dijo como explicación-, está más en la caja que en la sala de máquinas. Ha llevado a la desesperación a un hombre tan paciente como Schubal. ¡Escúcheme! -se volvió hacia el fogonero-. Esta vez lleva su impertinencia demasiado lejos. ¿Cuántas veces ha sido expulsado de la caja? Hecho que, por lo demás, se merece por sus reclamaciones completamente injustas, sin excepción alguna. ¿Cuántas veces se dirigió después a la tesorería? ¿Cuántas veces se le ha dicho con buenas palabras que Schubal es su superior, con el que usted, como subordinado, tiene que tratar estos asuntos? ¡Y ahora no se le ocurre otra cosa que venir aquí, cuando el capitán está presente, y no sólo no se avergüenza de molestarle, sino que encima se sirve de este jovencito como portavoz presuntuoso de sus acusaciones de mal gusto, al que, por añadidura, veo por vez primera a bordo!
Karl retrocedió con violencia para abalanzarse hacia adelante, pero el capitán ya estaba allí, y dijo:
-Oigamos a este hombre una vez más; ese Schubal cada vez actúa con más independencia, con lo que no quiero decir nada a favor de us-ted.
Lo último se refería al fogonero, era natural que no se iba a poner de su parte desde el principio, pero todo parecía discurrir por el buen camino.
El fogonero comenzó sus explicaciones y se superó desde el principio al nombrar a Schubal con el tratamiento de «señor». Cómo disfrutaba Karl desde el escritorio abandonado por el cajero jefe, donde una y otra vez presionaba un pesacartas de puro placer.
«¡El señor Schubal es injusto! ¡El señor Schubal prefiere a los ex-tranjeros! ¡El señor Schubal expulsó al fogonero de la sala de maquinas y le puso a limpiar retretes, lo que no es la tarea de un fogonero!»
Una vez se dudó, incluso, de la competencia del señor Schubal, que más bien era aparente que real. En ese momento, Karl miró fijamente y con toda su fuerza al capitán, sin parpadear, como si fuese su colega, y sólo para que la expresión poco hábil del fogonero no le perjudicase. No obstante, del discurso se deducían pocas precisiones y, aunque todavía se podía ver en los ojos del capitán la decisión de escuchar al fogonero hasta el final, al menos por esta vez, los otros señores comenzaron a mostrar cierta impaciencia, y la voz del fogonero ya no dominaba sin competencia la sala, lo que no hacía barruntar nada bueno. El primero fue el señor de civil, que comenzó a balancear el bastón y, aunque sin hacer apenas ruido, a golpear el suelo con él. Los otros señores, naturalmente, miraron de vez en cuando hacia allí; los de las instituciones portuarias, que carecían, a todas luces, de tiempo, tomaron de nuevo sus actas y, aunque algo ausentes, volvieron a leerlas; el oficial del barco retornó a su mesa; y el cajero jefe, que ya creía haber ganado la partida, lanzó un suspiro profundo de ironía. De la distracción general que se había apoderado de todos los presentes, sólo parecía haberse salvado el ordenanza, el cual participaba del dolor al que había quedado sometido aquel pobre hombre entre sus superiores, y miraba a Karl con seriedad, como si quisiera explicar algo.
Entre tanto la vida portuaria proseguía ante la ventana; un barco de carga, plano, con una montaña de barriles, apilados milagrosamente para que no salieran rodando, pasó por delante y proyectó una sombra que casi oscureció toda la habitación; pequeñas motoras, que a Karl, si hubiera tenido tiempo, le hubiera gustado observar con detenimiento, zumbaban al compás de los movimientos bruscos de las manos de un hombre situado de pie, firme como un poste, ante el timón; peculiares cuerpos flotantes emergían aquí y allá del mar intranquilo para, a continuación, sumergirse otra vez y hundirse ante la mirada asombrada del espectador; los botes del transatlántico eran impulsados hacia adelante por marineros que remaban con fuerza, y llevaban en su interior a numerosos pasajeros que esperaban sentados, tranquilos y esperanzados, como se les había obligado a hacer, aunque algunos no pudieran evitar mover la cabeza hacia los distintos escenarios. ¡Un movimiento infinito, una intranquilidad contagiada a los hombres y a sus obras por los intranquilos elementos!
Todo aconsejaba celeridad, claridad, exposición exacta; pero, ¿qué hacía el fogonero? Se perdía en palabras bañado en sudor; hacía tiempo que ya no podía sostener los papeles a causa de sus manos temblorosas; le surgían quejas sobre Schubal desde todas las direc-ciones del cielo, y cada una de ellas, según su opinión, habría bastado para enterrar definitivamente a Schubal; no obstante, sólo pudo ofrecer al capitán un triste y confuso galimatías de todas ellas. El señor con el bastón de bambú hacía tiempo que silbaba débilmente hacia el techo; los señores de la autoridad portuaria mantenían ya al oficial en su mesa y no hacían el menor gesto de volver a dejarlo libre; el cajero jefe no intervenía bruscamente en consideración a la paciencia que mostraba el capitán; el ordenanza esperaba en posición atenta a que el capitán impartiese en cualquier momento una orden referida al fogonero.
Karl no podía permanecer por más tiempo inactivo en esa situa-ción. Por consiguiente, se acercó lentamente al grupo y pensó mientras se aproximaba, con rapidez, cómo podría enfocar el asunto con habilidad. Ya era tiempo, sólo un rato más, y ambos podrían escapar bien del despacho. El capitán parecía un buen hombre y, además, así lo creía Karl, tenía un motivo especial para mostrarse como un supe-rior justo, pero tampoco era un simple instrumento con el que se pudiera jugar sin motivo ni razón, y precisamente así lo trataba el fo-gonero, aunque, si bien era cierto, esa actitud surgía de un corazón infinitamente ofendido.
Karl dijo entonces al fogonero:
-Debe usted explicarlo de un modo más simple, más claro, el capitán no puede valorar debidamente el asunto como usted lo cuenta. ¿Acaso puede conocer a todos los maquinistas y mozos recaderos por su apellido, o sólo por su nombre de pila, de tal manera que cuando usted los nombra pueda saber de inmediato de quién se trata? Ordene sus quejas, diga las más importantes primero y luego las restantes, tal vez ni siquiera sea necesario mencionar la mayoría de éstas. ¡A mí me lo ha descrito todo con tal claridad!
«Si se pueden robar maletas en América, también se puede mentir de vez en cuando», pensó como disculpa.
¡Si hubiera podido ayudar en algo! ¿Sería ya demasiado tarde? El fogonero se calló de inmediato al oír la voz conocida, pero con sus ojos, cubiertos de lágrimas por el honor mancillado, por los recuerdos horribles y por su situación desesperada actual, ya no podía reconocer a Karl tan bien como antes. Cómo podría ahora -Karl contemplaba circunspecto el silencio del otro hombre-, cómo podría ahora cambiar de repente su forma de hablar, pues le parecía que ya había dicho todo lo que tenía que decir, aunque sin ningún reconocimiento, pero también, por otro lado, le parecía que no había dicho nada y ahora no podía obligar a aquel señor a escucharlo todo de nuevo. Y en ese instante saltaba Karl, su único aliado, y quería sugerirle una buena estrategia, aunque, en vez de eso, le mostraba que todo, todo estaba perdido.
«Si hubiera intervenido antes y no me hubiera entretenido mirando por la ventana» se dijo Karl, y bajó el rostro ante el fogonero, llevando las manos a la costura del pantalón como signo de haber perdido toda esperanza.
Pero el fogonero interpretó mal su gesto, sospechó que Karl le hacía algún tipo de reproche y, con la buena intención de hablar con él, comenzó, para coronar sus actos, a discutir con Karl. Y precisamente en ese momento, cuando los señores de la mesa redonda hacía tiempo que estaban fastidiados por el ruido inútil que molestaba su trabajo, cuando el cajero jefe empezaba, lentamente, a no comprender la paciencia del capitán y se inclinaba por interrumpir la conversación, cuando el ordenanza, otra vez en el campo gravitatorio de sus jefes, comenzaba a dirigir miradas salvajes al fogonero, el señor del bastón de bambú, al que de vez en cuando el capitán lanzaba una mirada amable, ya del todo indiferente, sí, incluso molesta por el fogonero, sacó un pequeño cuaderno de notas, ocupado ostensiblemente en otros asuntos, y se dedicó a mirar alternativamente al cuaderno y a Karl.
-Ya sé, ya sé -dijo Karl, que ahora se esforzaba por defenderse del diluvio procedente del fogonero, aunque, a pesar de toda la disputa, to-davía tenía una sonrisa amistosa para él.
-Tiene razón, tiene razón, no lo he dudado nunca.
Le hubiera sujetado sus agitadas manos por miedo a que le golpea-sen, aún más, hubiera preferido llevarle a una de las esquinas y susurrarle un par de palabras tranquilizadoras, que nadie más hubiera debido oír. Pero el fogonero estaba fuera de sí. Karl comenzó ahora a albergar una suerte de consuelo al pensar que el fogonero, en caso de extrema necesidad, y con la fuerza de la desesperación, podría imponerse a los siete hombres allí presentes. No obstante, en el escritorio, como revelaba una mirada fugaz, se encontraba una pieza sobrepuesta con múltiples botones de los conductos eléctricos; con sólo presionarlos se podría poner en estado de rebelión a todos los pasillos infestados de hombres hostiles.
En ese momento el hombre tan desinteresado del bastón de bambú se acercó a Karl y a media voz, pero con claridad, amortiguando el griterío del fogonero, preguntó:
-¿Cómo se llama usted?
Pero también en ese instante, como si alguien hubiera esperado tras la puerta a esa pregunta, llamaron a la puerta. El ordenanza miró hacia el capitán, éste asintió, así que el ordenanza se acercó a la puerta y la abrió. Fuera permanecía un hombre con una vieja chaqueta , de mediana estatura, por su aspecto exterior no muy indicado para el trabajo en las máquinas y, sin embargo, se trataba de Schubal. Si Karl no le hubiera reconocido en todas las miradas, que expresaban cierta satisfacción, sin excluir al capitán, le podría haber reconocido por el horror que mostraba el rostro del fogonero, quien cerró los puños con tal fuerza que hacerlo parecía lo más importante para él, ya que estaba dispuesto a sacrificar toda su vida. Así que reunió todas sus fuerzas, aun aquellas que le mantenían de pie.
Y allí estaba el enemigo, libre y fresco, en traje de fiesta, con un li-bro, probablemente la lista de salarios y datos laborales del fogonero, mirando con descaro a los ojos de todos los presentes para asegurarse del estado anímico de cada uno de ellos. Los siete eran ya amigos suyos, pues, aunque el capitán parecía haber tenido contra él algunas objeciones o, tal vez, simplemente se había querido curar en salud, después del sufrimiento que le había causado el fogonero, era muy probable que no tuviera que objetar a Schubal lo más mínimo. Contra hombres como el fogonero no se podían emplear métodos lo suficientemente severos, y si se le podía reprochar algo a Schubal era la circunstancia de que no había podido romper a lo largo del tiempo la terquedad del fogonero, y por eso se había atrevido a comparecer ante el capitán.
Ahora se podría suponer que la confrontación del fogonero y Schubal no dejaría de causar la misma impresión ante aquel foro supe-rior que ante los demás hombres, pues aunque Schubal pudiera simular muy bien, era indudable que no podría resistir hasta el final. Un breve destello de su maldad bastaría para hacerla visible al resto, de eso se encargaría Karl. Dicho sea de paso, ya conocía la inteligencia y los puntos débiles, los humores de cada uno de los señores y, desde esa perspectiva, no había desperdiciado el tiempo que había transcurrido. Sólo si el fogonero hubiera hecho mejor figura, pero ahora parecía completamente incapaz de luchar. Si hubieran traído a Schubal hasta él, hubiera golpeado su odiado cráneo con los puños. Pero era incapaz de recorrer los dos pasos que lo distanciaban de él. No obstante, ¿cómo Karl no había podido prever lo más previsible, que Schubal tendría que aparecer más tarde o más temprano, si no por propia voluntad, llamado por el capitán? ¿Por qué no había acordado con el fogonero, en el camino, un buen plan de batalla, en vez de, como en realidad habían hecho, entrar simplemente donde había una puerta, sin preparación alguna? ¿Estaría aún el fogonero en condiciones de decir sí o no, como sería necesario en el careo que tendría lugar en el mejor de los casos? Allí estaba, con las piernas abiertas, inseguras las rodillas, la cabeza algo levantada, y el aire saliendo y entrando por la boca abierta como si careciese de pulmones que pudieran asimilarlo.
Karl, sin embargo, se sentía tan fuerte y ágil de mente como nunca lo había estado en su casa. ¡Si sus padres pudieran ver cómo él, en tierra extranjera, defendía el bien ante personas responsables y, aunque aún no hubiese podido cantar victoria, se aprestaba para la conquista final! ¿Cambiarían su opinión, sobre él? ¿Le sentarían entre ellos y le elogiarían? ¿Le mirarían una vez, una sola vez, con mirada afectuosa? ¡Preguntas inciertas y el instante menos idóneo para plantearlas!
-He venido porque creo que el fogonero me acusa de falta de pro-bidad. Una muchacha de la cocina me ha dicho que le había visto en camino a este despacho. Señor capitán y todos los señores aquí presen-tes, estoy dispuesto a rebatir toda acusación con los documentos que traigo y, en caso de necesidad, mediante la declaración de testigos im-parciales a quienes nadie ha aleccionado previamente, y que permanecen ante la puerta.
Así habló Schubal. Fue el discurso claro de un hombre y, al obser-var la modificación que se produjo en los gestos de los oyentes, se podría creer que oían por vez primera sonidos humanos. Sin embargo, no notaron que aun ese discurso presentaba defectos. ¿Por qué la primera palabra especializada que se le había ocurrido era «falta de probidad»? ¿Acaso la acusación debería hacer hincapié ahí, en vez de en sus prejuicios nacionales? Una muchacha de la cocina había visto al fogonero en camino, ¿y Schubal había comprendido de inmediato? ¿No sería su conciencia culpable la que había agudizado su capacidad de comprensión? Y había traído testigos, denominándolos, por añadidura, «imparciales» y «no aleccionados». ¡Bribonería! ¡Nada más que bribonería! ¿Y los señores lo toleraban y reconocían como una conducta correcta? ¿Por qué había dejado pasar tanto tiempo entre la información de la muchacha de la cocina y su llegada? Por ninguna otra razón que para que el fogonero cansara tanto a los señores que éstos perdieran paulatinamente su capacidad de discernimiento, que era la que Schubal temía. ¿Acaso no había llamado a la puerta, después de permanecer con toda seguridad largo rato detrás de ella, justo en el instante en que creyó, como consecuencia de la pregunta secundaria de aquel señor, que el fogonero estaba perdido?
Todo estaba suficientemente claro, y así había sido expuesto por Schubal, si bien contra su voluntad, pero había que mostrárselo a aque-llos señores, y de un modo más contundente. Necesitaban que los sacudieran. ¡Así que Karl, emplea con rapidez el tiempo antes de que entren los testigos e inunden la habitación!
Pero en ese preciso instante el capitán hizo un gesto negativo a Schubal, quien se hizo de inmediato a un lado pues su oportunidad pa-recía haberse postergado, y comenzó una conversación en voz baja con el ordenanza, que se había colocado a su lado, en la que no faltaron miradas sesgadas hacia el fogonero y Karl, así como ademanes con las manos que mostraban sus firmes convicciones. Schubal parecía preparar así su próximo discurso.
-¿No quería preguntarle algo al joven, señor Jakob? -dijo el capitán en medio de un silencio general al señor del bastón de bambú. -Es cierto -respondió, haciendo una ligera inclinación para agradecer la atención. Y preguntó de nuevo a Karl:
-¿Cómo se llama usted?
Karl, creyendo que iría en beneficio de la causa principal solucionar lo más rápido posible el contratiempo creado por el tozudo interrogador, respondió con brevedad y sin mostrar el pasaporte, como era su costumbre, ya que tendría que haberlo buscado:
-Karl Rossmann.
-Pero ... -dijo el aludido con el nombre de Jakob y retrocedió en principio incrédulo y sonriente. También el capitán, el cajero jefe, el oficial del barco, incluso el ordenanza mostraron claramente un asombro desmesurado al oír el nombre de Karl. Sólo los señores de la autoridad portuaria y Schubal permanecieron indiferentes.
-Pero ... -repitió el señor Jakob y se acercó a Karl con pasos algo torpes-, entonces soy tu tío Jakob y tú eres mi querido sobrino. ¡Lo sospeché todo el tiempo! -dijo al capitán antes de abrazar y besar a Karl, quien dejó que todo ocurriera sin pronunciar palabra.
-¿Cómo se llama usted? -preguntó Karl con gran cortesía, una vez que sintió que le habían soltado, pero sin mostrar ningún sentimiento, y se esforzó por prever las consecuencias que este nuevo acontecimiento podría traer consigo para el fogonero. Por el momento nada indicaba que Schubal pudiera salir beneficiado de la situación. -Hágase una idea de su suerte, joven -dijo el capitán, que creía dañada la dignidad del señor Jakob por la pregunta de Karl. Aquél se había retirado hacia la ventana, a todas luces para ocultar su rostro conmovido, que, además, había tapado con un pañuelo-. Es el senador Edward Jakob quien se ha presentado como su tío. Espera de usted, de ahora en adelante, y contra las expectativas albergadas hasta el momento presente, que haga una brillante carrera. Intente comprenderlo tan bien como pueda en este instante, ¡y cálmese!
-Yo tengo, es cierto, un tío Jakob en América -dijo Karl después de volverse hacia el capitán-, hermano de mi madre, pero Jakob es nombre de pila, y si he comprendido bien, Jakob es simplemente el apellido del señor senador.
-Así es -dijo el capitán esperanzado.
-Bien, mi tío Jakob, el hermano de mi madre, tiene como nombre de pila Jakob, mientras que su apellido, naturalmente, tendría que coin-cidir con el de mi madre, nacida Bendelmayer.
-¡Señores! -exclamó el senador, que había regresado animado del lugar junto a la ventana en que se había recuperado emocionalmente, refiriéndose a la explicación de Karl. Todos, con excepción de los funcionarios portuarios, rompieron en risas, algunos como si estuvieran conmovidos, otros con actitud inescrutable.
«No creo que haya sido tan ridículo lo que he dicho, de ninguna manera» -pensó Karl.
-Señores -repitió el senador-, son testigos, contra mi voluntad y la suya, de una pequeña escena familiar, y no puedo evitar darles una ex-plicación, pues, según creo, sólo el señor capitán -esta mención tuvo como consecuencia una ligera inclinación del aludido- está enterado de todo.
«Ahora tengo que prestar atención a cada palabra» -se dijo Karl, y se alegró al comprobar que la vida comenzaba a regresar al semblante del fogonero.
-Desde hace muchos y largos años de mi residencia en América -la palabra «residencia» no es muy conveniente aquí para el ciudadano americano con toda el alma que soy-, desde hace muchos años, digo, vivo completamente separado de mis parientes europeos, por motivos que, en primer lugar, no vienen al caso y, en segundo, me llevaría mucho tiempo explicar. Hasta temo, incluso, el instante en que, tal vez, estaré obligado a contárselo a mi querido sobrino, sin poder dejar de decir, lamentablemente, algunas palabras francas sobre sus padres y demás parientes.
«Es mi tío, no hay duda -se dijo Karl, y continuó escuchando-, quizá se ha cambiado el apellido».
-Mi querido sobrino ha sido -digamos la palabra que designa per-fectamente la acción, expulsado-, del mismo modo en que se pone a un gato de patitas en la calle, cuando molesta. De ningún modo pretendo suavizar lo que ha hecho mi sobrino, ni insinuar que no merece castigo, pero su culpa es tal que su simple mención contiene suficiente disculpa.
«Esto es digno de oírse -pensó Karl-, pero no quiero que se lo cuente a todo el mundo. Además, ¿de dónde puede haberlo sabido?» -Él fue -continuó el tío y se apoyó, balanceándose ligeramente, en el bastón de bambú que sostenía, logrando quitarle la innecesaria solemnidad al asunto, que en otro caso, sin duda, habría poseído-, él fue seducido por una criada, Johanna Brummer, una mujer de 35 años de edad. De ningún modo quisiera molestar a mi sobrino al emplear la palabra «seducir», pero es bastante difícil encontrar otro término tan preciso para designarlo.
Karl, que ya se había acercado bastante a su tío, se volvió para comprobar la impresión que estaba ejerciendo el relato en los rostros de los presentes. Ninguno reía, todos escuchaban pacientes y con serie dad. Al fin y al cabo nadie se ríe del sobrino de un senador a la primera oportunidad que se ofrece. Más bien se podría decir que el fogonero, aunque muy poco, esbozaba una ligera sonrisa hacia Karl, lo que, primero, significaba un nuevo signo de vida satisfactorio y, segundo, era completamente disculpable, ya que Karl, en el camarote, había querido hacer del asunto, que ahora se hacía tan público, un secreto.
-Bien, esa tal Brummer -continuó el tío- ha tenido un hijo de mi sobrino, un niño sano, que recibió el nombre de Jakob en la pila bau-tismal, sin duda en recuerdo a mi pequeñez, la cual, no obstante las menciones, seguramente de segundo orden, realizadas por mi sobrino, debió de impresionar a la muchacha. Por fortuna, pues, los padres, para evitar el pago de los alimentos o de otras necesidades derivadas del escándalo que les afectaba -no conozco, como debo reconocer, ni las leyes vigentes allí ni la situación de los padres-, obligaron a que mi querido sobrino se trasladara a América con una irresponsable carencia de medios de subsistencia, como se puede ver. No hubiera sido de extrañar que el joven, sin los signos y milagros que todavía se producen en América, abandonado a sí mismo, hubiera degenerado en alguna callejuela del puerto de Nueva York, si no se hubiera dirigido a mí esa muchacha de servicio por medio de una carta que, tras largo peregrinar, llegó anteayer a mis manos y por la que conocí toda la historia, además de una descripción personal de mi sobrino, y, sensatamente, el nombre del barco. Si me hubiera propuesto entretenerles, señores, no hubiera dudado en leerles algunos pasajes de esta carta y sacó del bolsillo dos pliegos enormes, escritos con letra apretada y los agitó. Seguro que tendría su efecto, ya que está escrita con una astucia simple, aunque benévola, y con mucho amor por el padre del niño. Pero no quiero entretenerles más de lo necesario, ni deseo herir los sentimientos de mi sobrino, que podrá leer la carta, si quiere, para su información, en la tranquilidad de la habitación que ya le espera.
Pero Karl ya no tenía ningún sentimiento hacia esa mujer. En la aglomeración de imágenes pasadas, cada vez más lejanas, ella aparecía sentada en la cocina, junto a la alacena, apoyándose con el codo en una de las tablas. Ella le contemplaba cuando él iba a la cocina a coger un vaso de agua para su padre o a cumplir un recado de su madre. A veces ella escribía cartas en un lugar incómodo, al lado de la alacena, y parecía buscar su inspiración en el rostro de Karl. A veces se tapaba los ojos con una de sus manos, signo de que no admitía ninguna conversación, otras veces se arrodillaba en su estrecha habitación, junto a la cocina, y rezaba ante una cruz de madera; en esos momentos, Karl, cuando pasaba de largo, la observaba con timidez por el resquicio que dejaba la puerta entornada. Algunos días corría alocada por la cocina, riendo como una bruja y retrocediendo cuando Karl se interponía en su camino. Otros días cerraba la puerta de la cocina cuando Karl estaba dentro y no soltaba el picaporte hasta que él pedía salir. De vez en cuando traía cosas que Karl no quería tener, pero que ella ponía silenciosa en sus manos. Una vez dijo «Karl» y le llevó, mientras éste no salía de su asombro por el tratamiento tan familiar, hasta su pequeño cuarto, que cerró, sin cesar de suspirar y hacer muecas. Abrazó su cuello como si quisiera estrangularlo y, mientras le pedía que la desvistiera, fue ella quien realmente se dedicó a quitarle la ropa a él, llevándole a continuación hasta la cama, como si no quisiera que nadie más se acercase a él, como si deseara acariciarle y cuidarle hasta el fin del mundo.
«¡Karl! ¡Oh, mi Karl!», exclamó como si le viera y al mismo tiempo confirmase su posesión, mientras él no podía ver ni lo más mínimo y se sentía incómodo entre las muchas y cálidas mantas que ella había acumulado, al parecer pensando en él. Luego, ella se echó a su lado y quiso saber alguno de sus secretos, pero él no le pudo revelar ninguno, por lo que ella se enfadó, en broma o en serio; le sacudió, auscultó su corazón, ofreció su pecho para que él también oyera el suyo, cosa que no pudo conseguir; presionó su estómago desnudo contra el cuerpo del joven, buscó con la mano entre sus piernas de un modo tan repugnante que Karl sacó sacudiendo la cabeza y el cuello de la almohada; golpeó su cuerpo varias veces contra el estómago de él, le parecía como si ella formara parte de sí mismo y tal vez por ese motivo le asaltó una horrible sensación de desamparo. Llorando, y después de escuchar muchos deseos de reencuentro, regresó finalmente a su cama. Eso había sido todo y, sin embargo, su tío había logrado fabricar una gran historia de todo ello. Y la cocinera había pensado en él, anunciando al tío su llegada. Había sido una bonita acción por su parte y él pensó que algún día se la recompensaría.
-Y ahora -exclamó el senador- quiero oírte decir abiertamente si soy o no tu tío.
-¡Eres mi tío! -dijo Karl, y le besó la mano, recibiendo él a su vez un beso en la frente-. Estoy muy contento de haberte encontrado, pero te equivocas si crees que mis padres sólo hablan mal de ti. Pero aparte de eso, en tu historia has cometido algunos errores, es decir, creo que no todo ha sucedido así en la realidad. No puedes juzgar correctamen-te las cosas desde aquí y pienso, además, que no se hará ningún daño irreparable, si a estos señores se les informa erróneamente sobre algu-nos acontecimientos que no les incumben en demasía.
-Bien dicho -dijo el senador, quien llevó a Karl ante el capitán, vi-siblemente interesado, y le preguntó:
-¿No tengo un sobrino magnífico?
-Estoy feliz -dijo el capitán con una inclinación que sólo gente con instrucción militar logra realizar- de haber podido conocer a su sobri-no. Es un honor para mi barco haber sido el lugar de un encuentro tan especial. Pero la travesía en el entrepuente ha debido de ser bastante dura, sí, es imposible saber quiénes son todos los que viajan a bordo . Bien, hacemos todo lo posible para facilitar el viaje a los pasajeros del entrepuente, mucho más, por ejemplo, que las líneas americanas, pero hacer de semejante viaje un viaje de recreo todavía no lo hemos logra-do del todo.
-No me ha perjudicado.
-¡No le ha perjudicado! -repitió riendo el senador.
-Bueno, temo haber perdido mi maleta -y al decir estas palabras recordó todo lo sucedido y todo lo que quedaba por hacer; miró a su alrededor y observó cómo todos los presentes, mudos de respeto y asombro, dirigían hacia él sus miradas desde sus puestos respectivos.
Sólo en los rostros satisfechos y severos de los funcionarios por-tuarios se podía comprobar que lamentaban haber llegado en una hora tan inoportuna, y el reloj de bolsillo que tenían ante sí parecía ser para ellos mucho más importante que todo lo ocurrido en la habitación y, quizá, aun de lo que podría ocurrir.
El primero que, después del capitán, expresó sus felicitaciones fue, curiosamente, el fogonero.
-Le felicito de todo corazón -dijo, y estrechó la mano de Karl, con lo que quiso expresar algo parecido al reconocimiento. Cuando pre-tendió dirigirse con las mismas palabras al senador, éste retrocedió, como si el fogonero se excediera en sus derechos; el fogonero renun-ció de inmediato.
El resto comprendió ahora lo que tenía que hacer, y formó un co-rro confuso alrededor de Karl y del senador. Así sucedió que Karl re-cibió una felicitación hasta de Schubal, la cual fue aceptada y agradeci-da. Por último, y cuando ya reinaba cierta tranquilidad, se acercaron los funcionarios portuarios y dijeron dos palabras en inglés, lo que causó una impresión ridícula.
El senador, de buen humor, disfrutaba recordando y narrando a los demás detalles de lo acaecido, lo que fue, naturalmente, no sólo to-lerado por todos, sino recibido con muestras de interés. Así, comentó que había anotado en su cuaderno los rasgos físicos de Karl mencio-nados en la carta, para hacer uso de ellos en el instante necesario. Du-rante la insoportable palabrería del fogonero había sacado el cuaderno de notas sólo para entretenerse y, como un simple juego, se había de-dicado a comparar las observaciones de la cocinera, no precisamente correctas ni propias de un detective, con el aspecto de Karl.
-¡Y así se encuentra a un sobrino! -concluyó en un tono como si quisiera recibir de nuevo felicitaciones.
-¿Qué ocurrirá con el fogonero? -preguntó Karl, después del últi-mo relato del tío. Creía que en su nueva posición podía decir todo lo que pensaba.
-Al fogonero le ocurrirá lo que se merece -dijo el senador-, y lo que el capitán considere justo. Creo que del fogonero tenemos de sobra, lo que los presentes seguramente corroborarán.
-Eso no importa en un asunto de justicia -dijo Karl, situado entre el tío y el capitán, creyendo que quizá influido por su situación podría tener la decisión en sus manos.
Y, no obstante, el fogonero parecía haber perdido la esperanza. Permanecía con las manos metidas a medias en el cinturón del pantalón, el cual, debido a los movimientos causados por la excitación, había dejado asomar las rayas de una camisa con dibujos. Eso no le preocupaba lo más mínimo; se había quejado de su miseria, ahora que los demás vieran algo de los harapos que cubrían su cuerpo, y luego que lo echaran. Imaginó que el ordenanza y Schubal, los dos de rango inferior entre los presentes, tendrían que hacerle el honor. Schubal se quedaría tranquilo y dejaría de desesperarse, como había mencionado el cajero jefe. El capitán podría volver a contratar rumanos, se hablaría rumano en todas partes y quizá así funcionaría todo mucho mejor. Ningún fogonero parlotearía en la Caja principal, sólo su último discurso quedaría como alegre recuerdo, ya que, como el senador había declarado expresamente, había contribuido de un modo directo al encuentro con su sobrino. Con anterioridad, este sobrino había intentado serle de utilidad, y por el servicio prestado al encontrar al tío ya hacía tiempo que se lo había agradecido bastante. Al fogonero no se le ocurrió reclamar ahora nada de él. Por lo demás, por muy sobrino que fuera del senador, aún no era, ni mucho menos, un capitán, y de la boca del capitán terminaría saliendo la ominosa palabra. Siguiendo su convicción, el fogonero intentaba no mirar a Karl, pero por desgracia, en esa habitación llena de enemigos, sus ojos no encontraron ningún otro lugar de reposo.
-No interpretes mal la situación -dijo el senador a Karl-, tal vez se trate de justicia, pero también, al mismo tiempo, de disciplina Ambas, y especialmente la segunda, se someten al juicio del señor capitán ..
Así es -murmuró el fogonero.
Quien lo oyó y pudo entenderle, sonrió con extrañeza.
-Además, hemos estorbado ya lo suficiente al capitán en sus fun-ciones, las cuales, precisamente al llegar a un puerto como el de Nueva York, se acumulan increíblemente, así que ha llegado el momento de que abandonemos el barco. Con ello evitaremos excedernos e inmis-cuirnos innecesariamente en una disputa nimia entre dos maquinistas, convirtiéndola en un acontecimiento. Comprendo perfectamente tu modo de actuar, querido sobrino, pero eso precisamente me otorga el derecho de sacarte de aquí de inmediato.
-Ordenaré en seguida que pongan un bote a su disposición -dijo el capitán, quien, para asombro de Karl, no puso ninguna objeción a las palabras del tío, las cuales, sin duda, se podían haber considerado como una humillación personal. El cajero jefe se apresuró a llegar hasta la mesa, allí cogió el teléfono y transmitió la orden del capitán al contramaestre.
«El tiempo apremia -se dijo Karl-, pero sin ofender a nadie, no puedo hacer nada. Ahora no puedo abandonar a mi tío, precisamente después de que me ha encontrado. El capitán es cortés, pero eso es to-do. En cuestiones de disciplina cesa su cortesía, y mi tío le ha hablado con toda seguridad desde el alma. Con Schubal no quiero hablar, aún más, me arrepiento de haberle dado la mano. Y el resto de los presentes sólo son paja».
Sumido en estos pensamientos, se fue acercando lentamente al fo-gonero, sacó su mano derecha del cinturón y la mantuvo en la suya con cierto gesto lúdico.
-¿Por qué no dices nada? -le preguntó-. ¿Por qué dejas que abusen de ti?
El fogonero arrugó la frente, como si buscase la expresión correcta que correspondiese a lo que quería decir. Por lo demás, miraba a Karl y a su mano.
-Contigo se ha cometido una injusticia, como no se ha cometido otra en todo el barco, lo sé muy bien -y Karl entrelazó sus dedos con los del fogonero, que miraba a su alrededor con ojos brillantes, como si experimentase una alegría que nadie podía reprochar.
-Tienes que defenderte, decir sí y no, en otro caso la gente no co-nocerá la verdad. Me tienes que prometer que seguirás mis consejos, pues temo, por buenos motivos, que ya no podré ayudarte más.
Dicho esto, Karl se puso a llorar mientras besaba la mano del fogonero. Luego tomó esa mano enorme y casi sin vida y la apretó contra su mejilla como un tesoro al que se tiene que renunciar. Pero el senador ya estaba a su lado y le retiró, si bien obligándole ligeramente. -El fogonero parece haberte hechizado -dijo el tío, y miró con ojos comprensivos por encima de la cabeza de Karl hacia el capitán-. Te has sentido solo y abandonado y has encontrado al fogonero, por lo que ahora le estás agradecido, eso es muy loable. Pero te pido, por mí, que no vayas tan lejos y que aprendas a ser consciente de la posición que ocupas.
Se pudo oír un ruido detrás de la puerta, luego se escucharon gritos y pareció, incluso, como .si se hubiera empujado violentamente a al-guien contra la puerta. Entró un marinero, de aspecto rudo, que traía puesto un delantal de mujer.
-Hay personas afuera -gritó, y agitó el codo a su alrededor como si todavía se encontrase en una aglomeración de gente. Finalmente, re-cobró el juicio y quiso saludar ante el capitán, pero entonces reparó en el delantal de mujer. Lo arrancó y lo tiró al suelo:
-Esto es repugnante, me han puesto un delantal de mujer -hizo chocar los talones y saludó.
Alguien intentó reírse, pero el capitán dijo con severidad: -A eso le llamo buen humor. ¿Quién está ahí afuera?
-Son mis testigos -dijo Schubal dando un paso hacia adelante-. Pido humildemente perdón por su conducta inapropiada. Cuando la tripulación tiene la travesía a sus espaldas, algunos se comportan como locos.
-¡Dígales que entren de inmediato! -ordenó el capitán, y volviéndose al senador dijo veloz, pero amable:
-Tenga la bondad, apreciado senador, de seguir con su sobrino a este marinero que les llevará hasta el bote. No sabe el placer y el honor que ha supuesto para mí conocerle personalmente, señor senador. Sólo deseo tener la oportunidad de reanudar nuestra conversación sobre la situación de la flota americana y, quizá, quién sabe, de ser de nuevo interrumpidos tan agradablemente como hoy.
-Por ahora me basta con este sobrino -dijo el tío sonriendo-. Le agradezco mucho su amabilidad. No sería del todo imposible que, en nuestro próximo viaje a Europa, pudiéramos permanecer -y abrazó a Karl con afecto- mucho más tiempo con usted.
-Sería para mí una gran alegría-dijo el capitán. Ambos hombres se estrecharon las manos. Karl sólo pudo dar fugazmente la mano al ca-pitán y sin pronunciar palabra, pues éste ya era reclamado por unas quince personas que, bajo la dirección de Schubal, aunque algo aver-gonzados, entraban hablando en voz alta. El marinero pidió al senador que le siguiera. Tanto éste como Karl atravesaron la multitud sin dificultades, caminando entre la gente que se inclinaba ligeramente a su paso. Parecía que todas esas personas de aspecto bonachón consideraban la disputa entre Schubal y el fogonero como un motivo de diversión, un entretenimiento que ni siquiera cesaba en presencia del capitán. Karl advirtió la presencia entre ellos de la joven de la cocina, Line, la cual, guiñando el ojo divertida, se colocaba el delantal arrojado al suelo por el marinero, ya que era el suyo.
Siguieron al marinero y abandonaron la oficina, luego continuaron por un pasillo estrecho que les llevó hasta una puerta pequeña, desde la cual una escalera corta conducía al bote preparado para ellos. Los marineros del bote, cuyo jefe se montó en ese instante de un salto, se levantaron y saludaron. El senador aconsejó a Karl que bajase con cuidado, cuando éste, con el pie todavía en el escalón superior, se puso a llorar desconsoladamente. El senador puso su mano derecha bajo la barbilla de Karl, le apretó contra sí y le acarició con la mano izquierda. De este modo bajaron escalón por escalón y entraron juntos en el bote, donde el senador buscó para Karl un buen sitio frente a él. Un signo del senador y los marineros apartaron el bote del barco, poniéndose manos a la obra. Pero apenas se habían separado un par de metros del barco, cuando Karl hizo el inesperado descubrimiento de que se encontraban precisamente en la zona divisada desde las ventanas de la oficina. Las tres ventanas estaban ocupadas por testigos de Schubal, que saludaban amigablemente agitando las manos, incluso el tío hizo un gesto de agradecimiento; un marinero tuvo la habilidad de lanzar un beso con la mano sin interrumpir el ritmo regular de la boga. Era como si ya no existiera ningún fogonero. Karl miró fijamente a los ojos del tío, cuyas rodillas rozaban las suyas, y tuvo dudas de si ese hombre podría sustituir alguna vez al fogonero. El tío desvió la mirada y contempló las olas que balanceaban el bote.
II - EL TÍO
En casa de su tío, Karl se acostumbró pronto a su nueva situación. Su tío le ayudó amablemente en cualquier pequeñez y Karl nunca tuvo que dejarse instruir por malas experiencias como las que al principio amargan tanto la vida en el extranjero.
La habitación de Karl estaba situada en el sexto piso de un edificio cuyos cinco pisos inferiores, a los que se añadían otros tres subterráne-os, estaban destinados a la empresa del tío. La luz que penetraba en su habitación a través de dos ventanas y la puerta de un balcón no dejaba de asombrar a Karl cuando se levantaba por la mañana en su pequeña alcoba. ¿Dónde habría tenido que vivir si hubiese desembarcado como un pobre e insignificante emigrante? Sí, incluso tal vez, lo que su tío creía muy probable según sus conocimientos de las leyes de inmigra-ción, ni siquiera le hubiesen permitido entrar en los Estados Unidos y le habrían mandado a casa, sin preocuparse de que él ya no tenía ninguna patria, pues allí no se podía contar con despertar compasión y en ese sentido era cierto lo que Karl había leído sobre América; entre los rostros despreocupados de su entorno, sólo las personas felices parecían disfrutar realmente de su felicidad.
Un estrecho balcón se prolongaba ante su habitación abarcándola en toda su longitud. Pero lo que en la ciudad natal de Karl habría sido el mirador más elevado, allí sólo permitía contemplar el panorama de una calle rectilínea, que corría entre dos hileras de edificios cortados a plomo, perdiéndose en una lejanía donde se elevaban gigantescas, como en una bruma, las formas de una catedral. Y tanto por la mañana como por la noche y en los sueños nocturnos esa calle quedaba congestionada por un tráfico que, visto desde arriba, tomaba el aspecto de una mezcla de figuras humanas desdibujadas y de techos de vehículos de todas clases que parecían entremezclarse sucesivamente, y de la cual se elevaba una confusión multiplicada y desenfrenada de ruido, polvo y olores, y todo eso era abarcado y penetrado por una luz poderosa que una y otra vez se veía dispersada, transportada y absorbida con vehemencia por la cantidad de objetos, apareciendo tan corpórea al ojo deslumbrado como si sobre esa calle se rompiese a cada instante y con toda la fuerza un cristal que la cubría por entero.
Cuidadoso como era el tío en todos los asuntos, aconsejó a Karl que provisionalmente no emprendiera nada. Debería examinarlo y comprobarlo todo, pero sin comprometerse. Los primeros días de un europeo en América se podían comparar a un nacimiento, puesto que allí también, para que Karl no tuviese ningún miedo, uno se acostum-braba con mayor rapidez que si llegase al mundo humano desde el más allá, sin embargo debía tener presente que la primera impresión siempre se sustenta en piernas débiles y que por esa causa se podrían distorsionar los juicios futuros, con cuya ayuda debería conducir en ese país su vida. Él mismo había conocido a recién llegados que, por ejemplo, en vez de comportarse conforme a esos buenos principios, habían permanecido días enteros en su balcón y habían mirado hacia la calle como ovejas perdidas. ¡Eso tenía que confundir irremediablemente! Esa solitaria inactividad en que se solazaba en el día intensamente laborable de Nueva York podía estar permitida a un turista y quizá, aunque no sin reservas, pudiese resultar en ese caso hasta aconsejable, pero para alguien que viviera allí sería la perdición; se podía emplear tranquilamente esa palabra, por más que se tratase de una exageración. Y, ciertamente, el tío arrugaba enojado el rostro cuando, en una de sus visitas, que siempre se producían una vez al día y a cualquier hora, encontraba a Karl en el balcón. Karl se dio cuenta en seguida y, por consiguiente, renunció en lo posible al placer de permanecer en el balcón.
Pero ése no era, ni mucho menos, el único placer que tenía. En su habitación había un escritorio americano de lo mejor, como el que su padre había deseado tener desde hacía años y había intentado comprar a un precio accesible para él en las subastas, sin que jamás le fuese posible adquirirlo por sus medios limitados. Naturalmente esa mesa no se podía comparar con esos escritorios supuestamente americanos que circulaban por las subastas europeas. En su parte superior, por ejemplo, tenía cien gavetas de los más variados tamaños e incluso el Presidente de la Unión había encontrado un lugar apropiado para cada uno de sus expedientes, pero, además, en el lateral había un mecanismo regulador con el que se podía lograr, girando una manivela, las inversiones y nuevas disposiciones de las gavetas que se deseasen, según las necesidades o los gustos de cada uno. Unos delgados paneles laterales descendían lentamente y formaban el fondo de nuevas gavetas que acababan de aparecer o las cubiertas de otras ascendentes; con un simple giro de la manivela la parte superior ofrecía un aspecto completamente distinto, y todo funcionaba lentamente o con una rapidez demencial, según la manera en que se girara la manivela. Era un invento reciente, pero a Karl le recordaba muy vivamente los Autos de la Natividad que en su ciudad , en el mercadillo de Navidad, se mostraban ante los atónitos niños. También Karl los había presenciado, bien abrigado con su ropa de invierno, y había comparado ininterrumpidamente los giros de la manivela, que eje-cutaba un anciano, con los efectos en la escena, con el avance intermi-tente de los tres Reyes Magos, con el relucir de la Estrella y con la vida cohibida en el establo sagrado. Y siempre le parecía como si su madre, que permanecía detrás de él, no siguiese los acontecimientos con la suficiente atención, él la había atraído hacia sí hasta sentirla a su espalda y le había mostrado con ruidosas exclamaciones las apariciones más ocultas, por ejemplo la de un conejillo que en la hierba de delante levantaba sus patitas y se disponía a salir corriendo, hasta que la madre le tapó la boca y probablemente cayó en su anterior apatía. Claro que el escritorio no había sido fabricado con el propósito de recordar esas cosas, pero en la historia de los inventos existía con toda seguridad un vínculo similar tan turbio como en los recuerdos de Karl. El tío, a diferencia de Karl, no estaba en absoluto de acuerdo con ese escritorio, había querido comprar para Karl un escritorio en regla y todos estos escritorios venían ya con esos dispositivos, cuya ventaja también consistía en que se podían instalar en los escritorios antiguos sin que fuese muy costoso. En todo caso, el tío no dejó de aconsejar a Karl que intentase no utilizar el mecanismo regulador; para fortalecer el efecto del consejo, el tío afirmó que la maquinaria era muy sensible, fácil de estropear, y que la reparación sería muy costosa. No era difícil de comprender que esas indicaciones no eran más que subterfugios, si bien por otro lado se podía decir que el regulador se fijaba con enorme facilidad, lo que el tío no hizo.
En los primeros días, en los que evidentemente se produjeron fre-cuentes conversaciones entre Karl y su tío, Karl también comentó que en su casa le había gustado tocar el piano aunque lo había tocado poco; en realidad sólo se había podido valer de los conocimientos básicos que le había impartido su madre. Karl era muy consciente de que su comentario era al mismo tiempo la petición de un piano, pues él ya había averiguado lo suficiente como para saber que su tío no tenía ninguna necesidad de ahorrar. Sin embargo, su petición no fue satisfecha en seguida, aunque unos ocho días después el tío dijo, casi con cierta resistencia, que el piano acababa de llegar y que Karl podía, si quería, vigilar el transporte. Eso fue, ciertamente, un trabajo fácil, pero no mucho más fácil que el transporte en sí mismo, pues el edificio tenía un montacargas propio en el que podía caber sin dificultades todo un camión de mudanza y en ese mismo montacargas subió el piano hasta la habitación de Karl. El mismo Karl podría haber subido en el montacargas con los mozos y el piano, pero como al lado había un ascensor libre, subió en él, se mantuvo gracias a una palanca a la misma altura que el montacargas y contempló fijamente, como a través de un escaparate, el bello instrumento que ahora era de su propiedad. Cuando ya lo tuvo en su habitación y tocó las primeras notas le poseyó una alegría tan inmensa que en vez de seguir tocando se levantó de un salto y prefirió admirar el piano desde la distancia con las manos en jarras. También la acústica de la habitación era excelente y contribuyó a que desapareciera por completo su pequeño e inicial malestar por vivir en un edificio de hierro. Y, en efecto, en su habitación, por muy férreo que pareciese el exterior del edificio, no se notaba ni el más pequeño componente de hierro y nadie habría podido señalar el menor detalle en el mobiliario que hubiese perturbado la completa comodidad que reinaba en ella. Al principio, Karl puso muchas esperanzas en el piano y no se avergonzaba de imaginar, al menos antes de dormir, la posibilidad de una influencia directa en las condiciones americanas a través de esa ocupación. En todo caso sonaba extraño cuando, ante la ventana abierta que dejaba pasar un aire henchido de ruido, tocaba una vieja canción militar de su patria natal , una canción cantada por los soldados y que se iba extendiendo por la noche de ventana a ventana, cuando se recostaban en las ventanas de los cuarteles y contemplaban la plaza sombría; pero cuando él miraba hacia la calle, la encontraba inalterada y sólo era un fragmento de un gran sistema rotatorio que no se podía detener en sí mismo sin conocer todas las fuerzas que obraban en su dinamismo. El tío toleraba que tocase el piano, tampoco dijo nada en contra, sobre todo porque Karl, sin que fuese necesaria ninguna advertencia, raras veces se permitía el placer de tocarlo, incluso le trajo a Karl partituras de marchas americanas y naturalmente también la del himno nacional, pero sólo por el placer musical no podía encontrar explicación que un día le preguntase a Karl sin asomo de broma si no quería aprender a tocar el violín o la corneta.
Naturalmente que era el aprendizaje del inglés la tarea primordial y más importante de Karl. Un joven profesor de la academia de comercio aparecía a las siete de la mañana en la habitación de Karl y ya le encontraba sentado a su escritorio ante sus cuadernos o paseando de un lado a otro memorizando. Karl comprendía muy bien la urgencia de aprender inglés y que ahí se ofrecía además la mejor oportunidad para darle a su tío una extraordinaria alegría por sus rápidos progresos. Y, ciertamente, aunque al principio el inglés en las conversaciones con su tío se limitaba a palabras de saludo y despedida, pronto logró conducir importantes partes de las conversaciones en inglés, por lo que al mismo tiempo comenzaron a tratarse temas más confidenciales. El primer poema americano, la descripción de un gran incendio, que recitó a su tío una noche le produjo una satisfacción, lo que se mostró en la expresión profundamente seria de su semblante. Aquella vez estaban de pie ante una de las ventanas de la habitación de Karl, el tío miraba hacia afuera, donde la claridad del cielo acababa de desaparecer, y acompañó los versos lenta y rítmicamente con la mano, mientras Karl, erguido, permanecía a su lado y arrancaba de su pecho el difícil poema.
Conforme iba mejorando el inglés de Karl, aumentaba también el deseo que mostraba el tío por presentarlo a sus amistades y dispuso que en cada uno de esos casos el profesor de inglés siempre se encontrase, al menos provisionalmente, cerca de Karl. El primer conocido a quien se le presentó una sobremesa fue un joven delgado e increíblemente flexible, a quien el tío condujo a la habitación de Karl con muchos cumplidos. Al parecer se trataba de uno de esos hijos de millonarios, desde la perspectiva de los padres, descarriados, cuya vida discurría de tal forma que un hombre corriente no podría seguir un día cualquiera en la vida de ese joven sin sentir dolor. Y como si lo supiera o lo sospechara, y como si lo afrontara, en lo que estaba en su poder, en sus labios y ojos se dibujaba una imperturbable sonrisa de felicidad que parecía destinada a él mismo, a quien se encontraba frente a él y a todo el mundo.
Con ese joven, un tal señor Mack , previa indispensable aquiescencia del tío, se acordó salir a cabalgar a eso de las seis de la mañana, ya fuese en la escuela de equitación o al aire libre. Karl dudó al principio en dar su consentimiento, pues jamás se había subido a un caballo y antes quería aprender un poco a montar, pero como su tío y Mack le insistieron tanto y le pintaron la equitación como un simple placer y como un ejercicio saludable y no como un arte, terminó finalmente por aceptar la propuesta. Sin embargo, a partir de entonces tuvo que estar levantado a las cinco y media y eso le costó con frecuencia un gran esfuerzo, pues allí, debido a la atención que tenía que prestar durante el día, padecía de falta de sueño, pero en su cuarto de baño perdía pronto su tristeza por un despertar tan temprano. A lo largo y ancho de toda la bañera se extendía el tamiz de la ducha-¿qué compañero en casa por rico que fuese poseía algo parecido y sólo para él?-, y allí yacía Karl completamente estirado, en esa bañera podía extender los brazos, y dejaba que descendiesen sobre él, según su gusto, ya fuese parcialmente o sobre toda la superficie, una corriente de agua tibia, luego caliente, después otra vez tibia y, finalmente, una helada. Allí permanecía como en una prolongación del placer del sueño y le gustaba especialmente recoger con los párpados cerrados las últimas gotas aisladas que caían y que luego se abrían y resbalaban por su rostro.
En la escuela de equitación, donde le dejaba el automóvil de carro-cería elevada del tío, ya le esperaba el profesor de inglés, mientras Mack llegaba siempre más tarde. Él también podía llegar más tarde con tranquilidad, pues se comenzaba realmente a cabalgar cuando él llegaba. ¿Acaso, al entrar él, no despertaban los caballos de la somnolencia en que habían estado sumidos hasta entonces? ¿Acaso no sonaba más fuerte el chasquido del látigo y no aparecían, de repente, de la galería circundante, algunas personas, espectadores, mozos de cuadra, alumnos de la escuela o lo que fuesen? Pero Karl aprovechaba el tiempo antes de la llegada de Mack para realizar aunque sólo fueran los ejercicios preliminares más primitivos de la equitación. Allí había un hombre de elevada estatura que alcanzaba el lomo del caballo más alto apenas estirando el brazo y que impartía a Karl una clase que apenas duraba un cuarto de hora. Los éxitos de Karl en ella no eran extraordinarios, en cambio podía aprender muchas exclamaciones de queja que él, durante ese aprendizaje, dirigía sin aliento en inglés hacia el profesor del mismo idioma, que siempre se apoyaba necesitado de sueño en la misma jamba de la puerta. Pero casi toda la insatisfacción con la equitación cesaba cuando llegaba Mack. El hombre alto era despedido y al poco tiempo ya no se oía otra cosa en el recinto aún semioscuro que los cascos de los caballos al galope y apenas se veía otra cosa que el brazo extendido de Mack con el que impartía a Karl alguna instrucción. Después de una media hora de ese placer que transcurría como en sueños, se detenían. Mack tenía mucha prisa, se despedía de Karl, le daba algunas palmadas en la mejilla cuando había estado especialmente satisfecho con su forma de montar y desaparecía, debido a su prisa, sin ni siquiera acompañar a Karl hasta la puerta. Entonces Karl tomaba al profesor en el coche y se dirigían a su clase de inglés, la mayoría de las veces dando rodeos, pues el camino que conducía directamente de la casa del tío a la escuela de equitación hubiera supuesto una gran pérdida de tiempo, debido a los atascos que obstruían las calles. Por lo demás, al menos el acompañamiento del profesor de inglés cesó pronto, pues Karl, que se hacía reproches por obligar inútilmente a que ese hombre agotado acudiese a la escuela de equitación, sobre todo considerando que el entendimiento en inglés con Mack era muy fácil, le pidió al tío que liberase al profesor de ese deber. Después de reflexionarlo, el tío también accedió a este ruego.
Transcurrió, en proporción, mucho tiempo antes de que el tío se decidiese a permitir a Karl sólo un pequeño atisbo en su negocio, a pe-sar de que Karl se lo había pedido con frecuencia. Se trataba de una es-pecie de negocio de comisión y expedición, algo que, por lo que Karl podía recordar, probablemente no existía en toda Europa. El negocio consistía en un comercio de mediación que, sin embargo, no mediaba entre el productor y el consumidor o tal vez los comerciantes, sino que se dedicaba a mediar en el suministro de todas las mercancías y materias primas para las grandes plantas industriales y entre ellas. Se trataba, por tanto, de un negocio que abarcaba la compra, el almacenamiento, el transporte y las ventas a una escala enorme y que exigía conexiones telefónicas y telegráficas exactas e ininterrumpidas con los clientes. La sala de los telégrafos no era más pequeña, sino más grande que la oficina de telégrafos de la capital en la que Karl había entrado una vez de la mano de uno de sus compañeros de escuela. En la sala de teléfonos se abrían y cerraban allá donde se miraba las puertas de las cabinas y el ruido era desconcertante. El tío abrió la puerta más próxima y allí se pudo ver, bajo una centelleante luz eléctrica, a uno de los empleados, indiferente frente a cualquier ruido procedente de las puertas y con la cabeza oprimida por una banda de acero que le apretaba los receptores a los oídos. El brazo derecho descansaba sobre una mesita como si fuera especialmente pesado y sólo los dedos que sostenían los lápices daban respingos con inhumana rapidez y monotonía.
Era muy parco en las palabras que decía en el transmisor y con fre-cuencia, incluso, se podía ver que tenía algo que objetar a su interlocu-tor, que quería preguntarle con más detalle, pero ciertas palabras que escuchaba le obligaban, antes de poder realizar su intención, a bajar sus ojos y a escribir. Tampoco tenía que hablar, como el tío le explicó a Karl en voz baja, pues esos mismos avisos como los tomaba ese hombre eran recibidos simultáneamente por otros dos empleados y luego se comparaban, de tal forma que los errores quedaban excluidos en lo posible. En el mismo instante en que el tío y Karl salían por la puerta, se deslizó un operario por ella y salió con el papel que se había escrito mientras tanto. En medio de la sala había un tráfico continuo de gente que se apresuraba de un lado a otro. Ninguno saludaba, el saludo se había suprimido, cada uno se acomodaba al paso del que le precedía y miraba al suelo, por el que quería desplazarse lo más rápidamente posible, o se limitaba a captar con rápidos vistazos algunas palabras o números de los papeles que sostenía en la mano y que ondeaban debido a la premura del paso.
-Realmente has llegado lejos -dijo Karl una vez en uno de esos pa-seos por la empresa, para cuya inspección se tendrían que haber invertido muchos días, aunque apenas se hubiesen querido ver los distintos departamentos.
-Y debes saber que todo lo organicé yo mismo hace treinta años. En aquella época tenía un pequeño negocio en el barrio portuario y cuando allí se descargaban cuatro cajas, ya era mucho, y yo me iba a casa todo orondo. Hoy mis almacenes son los terceros en dimensiones en el puerto y aquella tienda es el comedor y el depósito de material del grupo sesenta y uno de mis porteadores.
-Eso raya en lo milagroso -dijo Karl.
-Todo evoluciona aquí muy rápido -dijo el tío interrumpiendo la conversación.
Un día vino el tío poco antes de la hora de comer. K pensaba co-mer solo, como era habitual, pero su tío le dijo que se vistiera de etiqueta y que fuese con él a una comida en la que iban a estar presentes dos compañeros de negocios. Mientras Karl se vestía en la habitación contigua, el tío se sentó al escritorio y miró los ejercicios de inglés que acababa de concluir, dio una palmada en la mesa y exclamó: -¡Realmente excelente!
Sin duda que a Karl le resultó más fácil vestirse después de oír esa alabanza, pero ya estaba bastante seguro de su inglés.
En el comedor del tío, que él aún recordaba desde la primera noche de su llegada, se levantaron dos señores obesos para saludarle, uno de ellos un tal Green; el segundo, un tal Pollunder , como resultó en el curso de la conversación. El tío no solía perderse una sola palabra sobre alguno de sus conocidos y siempre dejaba que Karl dedujese mediante su propia observación lo necesario o lo interesante. Después de que durante la comida propiamente dicha sólo se hablase sobre asuntos privados de negocios, lo que para Karl supuso una buena lección respecto a su vocabulario comercial, y de que se hubiese dejado que Karl se ocupase de su comida, como si fuese un niño que ante todo se tenía que saciar debidamente, el señor Green se inclinó hacia Karl y le preguntó, con el evidente afán de hablar en el inglés más claro posible, sobre sus primeras impresiones de América. Karl respondió, rodeado por un silencio mortal y con algunas miradas de soslayo hacia su tío, con bastante detalle e intentó agradar, como agradecimiento, adoptando una forma de hablar neoyorquina. En una de sus expresiones incluso rieron los tres señores y Karl temió haber cometido un grave error, pero no fue así, había dicho incluso algo muy acertado, como le comentó después el señor Pollunder. A este señor Pollunder pareció agradarle la compañía de Karl y, mientras el tío y el señor Green regresaban a sus asuntos profesionales, el señor Pollunder atrajo el sillón de Karl hacia sí, le preguntó al principio sobre su nombre, su origen y su viaje, hasta que finalmente, para dejar descansar otra vez a Karl, habló deprisa entre sonrisas y toses acerca de él mismo y de su hija, con quien vivía en una pequeña casa de campo en las cercanías de Nueva York, donde, si bien es cierto, sólo podía pasar las noches, pues era banquero y su profesión le mantenía en Nueva York durante todo el día. Karl fue amablemente invitado a visitar esa casa de campo, un americano tan reciente como Karl seguro que también tenía a veces la necesidad de descansar de Nueva York. Karl en seguida le pidió permiso a su tío para aceptar la invitación y el tío otorgó el permiso aparentemente alegre, pero sin fijar una fecha determinada como Karl y Pollunder habían esperado.
Pero ya al día siguiente llamaron a Karl al despacho de su tío -quien tenía diez despachos diferentes sólo en ese edificio- donde se encontró a su tío y al señor Pollunder, los dos bastante parcos en palabras, apoltronados en dos sillones.
-El señor Pollunder-dijo el tío. Apenas se le podía reconocer en el crepúsculo de la habitación-, el señor Pollunder ha venido para llevarte a su casa de campo, como hablamos ayer.
-No sabía que iba a ser hoy-respondió Karl-, me habría preparado. -Si no estás preparado, quizá sea mejor aplazar la visita para una mejor ocasión -opinó el tío.
-¡Pero qué preparativos! -exclamó el señor Pollunder-. Un hombre joven siempre está dispuesto.
-No sólo es por él -dijo el tío dirigiéndose a su huésped-, tendría que subir a su habitación y usted tendría que esperar.
-Hay tiempo de sobra -dijo el señor Pollunder-, yo también he previsto la tardanza y he terminado antes con mis asuntos profesionales. -Ya ves -dijo el tío- cuántas molestias causa ya tu visita.
-Lo siento mucho -dijo Karl-, pero regresaré en seguida. Ya quería salir corriendo.
-No se apresure -dijo el señor Pollunder-, no me causa ninguna molestia, todo lo contrario, su visita me procura una gran alegría. -Mañana te perderás la hora de equitación, ¿la has anulado ya? -No -dijo Karl, para quien esa visita comenzaba a convertirse en una carga-, no sabía...
-Y, no obstante, ¿quieres irte? -siguió preguntando el tío.
El señor Pollunder, ese hombre tan amable, intervino en su ayuda. -En el camino pararemos en la escuela de equitación y lo arreglaremos todo.
-Ésa es una solución -dijo el tío-, pero Mack te esperará. -No, no me esperará-dijo Karl-, aunque sí que irá.
-Entonces, ¿qué? -dijo el tío como si la respuesta de Karl no hubiese sido ninguna justificación.
Una vez más el señor Pollunder dijo lo decisivo:
-Pero Klara-ella era la hija del señor Pollunder- también le espera y hoy mismo por la noche, ¿acaso no tiene preferencia frente a Mack?
-Cierto -dijo el tío-. Así pues, corre hacia tu habitación.
Y golpeó varias veces el brazo del sillón como sin voluntad. Karl ya estaba en la puerta cuando el tío le retuvo con otra pregunta. -¿Estarás mañana por la mañana aquí para la clase de inglés? -¡Pero bueno! -dijo el señor Pollunder, y lleno de sorpresa se volvió, en lo que le permitió su obesidad, en el sillón-. ¿Ni siquiera puede permanecer fuera al menos mañana por la mañana? Yo le traería pasado mañana temprano.
-En ningún caso -respondió el tío-, no puedo perturbar de esa ma-nera sus estudios. Más tarde, cuando lleve una vida profesional ordenada me encantará permitirle, incluso por largo tiempo, que acepte una invitación tan amable y honrosa.
«¡Cuántas contradicciones!» -pensó Karl. El señor Pollunder se puso triste.
-Por una tarde y una noche no merece la pena. -Ésa era también mi opinión -dijo el tío.
-Hay que aceptar lo que se nos da-dijo el señor Pollunder, y volvió a sonreír.
-Entonces esperaré -gritó a Karl, quien, como su tío ya no decía nada, se alejó a toda prisa. Cuando regresó dispuesto para partir, se en-contró en el despacho sólo al señor Pollunder, su tío ya se había ido. El señor Pollunder estrechó feliz las dos manos de Karl, como si quisiera asegurarse con todas sus fuerzas de que Karl iba a irse con él. Karl aún estaba sofocado por las prisas y seguía sacudiendo las manos del señor Pollunder, se alegraba de poder realizar la excursión.
-¿No se ha enfadado mi tío de que me vaya?
-¡Por supuesto que no! No, no lo ha dicho tan en serio. Se toma muy a pecho su educación.
-¿Se lo ha dicho él mismo? ¿Le ha dicho que no se tomaba tan en serio lo anterior?
-¡Oh, sí! -dijo el señor Pollunder alargando las palabras y demos-trando con eso que no podía mentir.
-Es extraña la mala gana con que me concedió el permiso para visitarle a pesar de que usted es su amigo.
Tampoco el señor Pollunder pudo encontrar una explicación, aun-que no lo reconoció sinceramente, y los dos pensaron aún bastante tiempo en ello cuando atravesaban el cálido atardecer en el auto móvil del señor Pollunder, a pesar de que hablaron en seguida de otros asun-tos.
Estaban sentados muy próximos el uno al otro y el señor Pollunder mantenía la mano de Karl en la suya mientras hablaba. Karl quería escuchar todo lo posible acerca de la señorita Klara como si estuviera impaciente por el largo camino y pudiese, con ayuda de su relato, llegar antes que en la realidad. Pese a que nunca antes había circulado por las calles de Nueva York y a que desde la acera y la calzada se precipitaba el ruido, cambiando de dirección en todos los instantes como un remolino de viento, como si no fuera causado por seres humanos sino como si fuera un elemento extraño, Karl sólo no se preocupaba, mientras intentaba captar correctamente las palabras del señor Pollunder, de ninguna otra cosa que de su chaleco oscuro, sobre el que colgaba tranquilamente una cadena de oro. Desde las calles donde la gente con un gran miedo por retrasarse, mostrado sin fingimientos, se apresuraba todo lo posible en llegar al teatro, ya fuese corriendo o en vehículos conducidos a la mayor velocidad posible, llegaron, a través de barrios de transición, a los arrabales, donde el automóvil fue una y otra vez desviado por la policía montada por calles laterales, ya que las principales estaban ocupadas por los manifestantes del ramo del metal que se encontraban en huelga, y sólo se permitía en los cruces el tráfico más necesario. Cuando el automóvil, viniendo de callejuelas oscuras y resonando sordamente, cruzaba uno de esos lugares que parecían plazas y en los que confluían varias calles, apareció en perspectiva hacia los dos lados, que nadie podía seguir hasta el final, una acera ocupada por una masa humana en movimiento cuyo canto era más uniforme que el de una sola voz. En la calzada que se había dejado libre se podía ver aquí y allá a un policía sobre un caba-llo inmóvil, o portadores de banderas o pancartas extendidas sobre la calle, o a un líder proletario rodeado de colaboradores o asistentes, o un vagón del tranvía eléctrico que no había podido retirarse con la suficiente rapidez y ahora permanecía allí oscuro y vacío mientras el conductor y el revisor esperaban sentados en la plataforma. Pequeños grupos de curiosos se encontraban alejados de los verdaderos manifestantes y no abandonaban sus puestos a pesar de que ignoraban lo que realmente estaba ocurriendo. K, sin embargo, se apoyaba contento en el brazo con que el señor Pollunder le había rodeado; la convicción de que pronto sería bienvenido en una casa de campo iluminada, rodeada por un muro y vigilada por perros, le satisfacía enormemente, y aunque debido a su incipiente somnolencia ya no podía captar tan bien o, al menos, sin interrupciones, lo que contaba el señor Pollunder, logró hacer un esfuerzo de vez en cuando y frotarse los ojos, aunque sólo para constatar por un rato si el señor Pollunder notaba su somnolencia, pues él quería evitarlo a cualquier precio.
III - UNA CASA DE CAMPO EN LAS AFUERAS DE NUEVA YORK
-Hemos llegado -dijo el señor Pollunder precisamente en uno de los momentos perdidos de Karl. El automóvil estaba ante una casa de campo, la cual, según el tipo de las casas de campo de gente rica en los alrededores de Nueva York, era más grande y elevada de lo que resultaba necesario para una casa de campo que sólo tenía que albergar una familia. Como sólo estaba iluminada la parte inferior de la casa, no se podía apreciar con exactitud cuál era su altura. Delante susurraban los castaños, entre los cuales -la verja ya estaba abierta- conducía un corto camino hacia la escalinata de la casa. Por su cansancio al subir las escaleras Karl creyó notar que el viaje había durado bastante. En la oscuridad de la alameda de castaños oyó una voz femenina que dijo a su lado: -Por fin, ya tenemos aquí al señor Jakob.
-Me llamo Rossmann -dijo Karl, y cogió la mano extendida de una joven que ahora reconocía en su contorno.
-Es sólo el sobrino de Jakob -dijo el señor Pollunder explicándoselo-: se llama Karl Rossmann.
-Eso no cambia nada en nuestra alegría por tenerle aquí -dijo la muchacha, a quien no le importaba mucho el nombre. No obstante, Karl, mientras se dirigía hacia la casa entre la joven y el señor Pollunder, aún preguntó:
-¿Es usted la señorita Klara?
-Sí -dijo ella, y la luz de la casa, que ayudaba algo a distinguir las
cosas, cayó sobre su rostro, que ella inclinaba hacia él-. No quería presentarme aquí en la penumbra.
«¿Entonces nos ha esperado en la verja?», pensó Karl, que se iba despertando paulatinamente mientras caminaba.
-Por lo demás, esta noche tenemos otro huésped -dijo Mara. -¡No es posible! -exclamó enojado el señor Pollunder.
-El señor Green -dijo Klara.
-¿Cuándo ha llegado? -preguntó Karl como si sospechase algo. -Hace un instante. ¿No habéis oído su automóvil delante del vuestro?
Karl miró a Pollunder para averiguar cómo enjuiciaba el asunto, pero éste tenía las manos en los bolsillos de los pantalones y se limitó a pisar más fuerte mientras caminaba.
-No sirve de nada vivir en las afueras de Nueva York, uno no se li-bra de que le molesten. Tendremos que mudarnos más lejos, aunque tenga que viajar toda la noche para llegar a casa.
Se detuvieron en la escalinata.
-Pero el señor Green hacía mucho tiempo que no venía -dijo Klara, que era evidente que se mostraba de acuerdo con su padre, pero quería calmarlo.
-¿Por qué viene precisamente hoy? -dijo Pollunder, y sus palabras rodaron furiosas sobre el abultado labio inferior que cobró fácilmente movimiento por ser como un trozo de carne fláccido y pesado. -¡Es verdad! -dijo Klara.
-Quizá se vaya en seguida -intervino Karl, y él mismo se asombró de la complicidad que tenía con esa familia que aún el día anterior le era completamente desconocida.
-¡Oh, no! -dijo Klara-, tiene algún gran negocio para papá y con toda seguridad las deliberaciones al respecto durarán mucho, pues él ya me ha amenazado en broma diciendo que si quiero ser un ama de casa cortés tendré que escuchar hasta por la mañana.
Así que eso también, entonces se queda a dormir -exclamó Pollun-der, como si se hubiese llegado a lo peor.
-Me dan ganas -dijo él y se tornó más amable con el nuevo pensa-miento-, me dan ganas de montarle, señor Rossmann, de nuevo en el automóvil y llevarle a casa de su tío. La noche de hoy ya ha quedado perturbada de antemano y quién sabe cuándo su tío nos volverá a per-mitir que le invitemos. Pero si esta misma noche le llevo de vuelta a ca-sa, la próxima vez no se atreverá a negárnoslo.
Y ya había tomado a Karl de la mano para ejecutar su plan. Pero Karl no se movió y Mara le pidió que se quedase allí, pues al menos el señor Green no les molestaría a ellos dos; finalmente, el señor Pollunder también advirtió que su decisión no era muy sólida. Además -y eso quizá fue lo decisivo- se oyó repentinamente cómo el señor Green gritaba desde la parte superior de la escalera hacia el jardín:
-¿Dónde están?
-Venid -dijo Pollunder y comenzó a subir la escalinata.
Detrás de él iban Karl y Klara, que se estudiaban ahora mutuamente a la luz.
«Qué labios más rojos tiene», se dijo Karl y pensó en los labios del señor Pollunder y en la hermosa transformación que habían experimentado en su hija.
-Después de la cena-dijo ella-, si le parece bien, nos retiraremos en seguida a mi habitación, para que así al menos nos libremos de ese señor Green si papá tiene que ocuparse de él. Y entonces será tan amable de tocar el piano para mí, pues papá ya me ha contado lo bien que toca; en lo que a mí respecta, carezco por completo de talento musical, y ni siquiera me atrevo a rozar mi piano, tanto amo la música.
Karl se mostró conforme con la propuesta de Klara, por más que él también hubiese querido que el señor Pollunder se uniera a su compañía. Ante la figura enorme de Green -a la estatura de Pollunder ya se había acostumbrado Karl-, que se iba alzando lentamente ante ellos mientras subían las escaleras, Karl perdió toda esperanza de poder arrebatarle de alguna manera al señor Pollunder esa noche.
El señor Green los recibió con muchas prisas, como si hubiese que recobrar el tiempo perdido, tomó el brazo del señor Pollunder y empujó a Karl y a Klara hacia el comedor, el cual, especialmente a causa de las flores sobre la mesa, que surgían en bandas de fresco follaje, ofrecía un aspecto festivo y hacía lamentar doblemente la presencia del molesto señor Green. Precisamente se alegraba Karl, que ya esperaba en la mesa a que los demás se sentaran, de que las grandes puertas de cristal que daban al jardín permaneciesen abiertas, pues un fuerte aroma se introducía como en un pabellón, cuando el señor Green, resoplando, se propuso cerrarlas, se inclinó hacia el pestillo inferior, se estiró hacia el superior y lo hizo todo con una rapidez tan juvenil que el criado, por más que se apresuró, al llegar ya no encontró nada que hacer. Las primeras palabras del señor Green en la mesa fueron expresiones de sorpresa de que Karl hubiese obtenido permiso del tío para realizar esa visita. Se llevó una y otra vez la cuchara llena de sopa a la boca y explicó a la derecha, hacia Klara, y a la izquierda, hacia el señor Pollunder, por qué se asombraba tanto y cómo el tío vigilaba a Karl y cómo el amor que sentía el tío por su sobrino era demasiado grande como para denominarlo el amor de un tío.
«No le basta con entrometerse aquí innecesariamente, sino que además se entromete entre mi tío y yo», pensó Karl, y no pudo introducir en su boca ni una sola cucharada de la sopa de color dorado. Pero intentó no dejar traslucir lo molesto que se sentía y comenzó a tragarse la sopa sin decir palabra. La cena transcurrió lentamente, como un tormento. Sólo el señor Green y, como mucho, Klara, se mostraron vivaces y encontraron la oportunidad para una risa breve. El señor Pollunder intervino sólo algunas veces en la conversación, cuando el señor Green comenzaba a hablar de negocios, pero pronto se retiraba también de esas conversaciones y el señor Green le sorprendía con el mismo tema después de un tiempo. Por lo demás, le daba importancia -y aquí fue cuando Klara advirtió a Karl, que escuchaba como si se cerniera una amenaza, de que el asado se encontraba ante él y de que se encontraba en una cena- a que no había tenido la intención de realizar esa visita inesperada. Pues si bien el negocio del que quería hablar era de especial urgencia, al menos ese mismo día se podría haber gestionado en la ciudad lo más importante y lo accesorio se podría haber dejado para más tarde o incluso para el día siguiente. Y así había estado mucho antes de la hora de cierre en el despacho del señor Pollunder, pero no le había encontrado, por lo que se había visto obligado a telefonear a casa para decir que no iba a regresar por la noche porque tenía que ir a las afueras.
-En ese caso tengo que disculparme -dijo Karl en voz alta y antes de que nadie tuviese tiempo de responder-, pues yo soy el culpable de que el señor Pollunder tuviese que abandonar hoy su despacho más pronto de lo, habitual y por eso lo lamento mucho.
El señor Pollunder se tapó la mayor parte de su rostro con la servi-lleta, mientras Klara, aunque sonreía a Karl, no mostraba una sonrisa de consentimiento, sino una con la que de alguna manera intentaba influirle.
-No necesita de ninguna disculpa -dijo el señor Green, que en ese momento se dedicaba a trocear una paloma con cortes afilados-, todo lo contrario, estoy contento de pasar esta velada en una compañía tan agradable en vez de cenar solo en casa, donde me sirve mi vieja ama de llaves, que es tan vieja que le resulta dificultoso el camino desde la puerta hasta la mesa, pudiendo reclinarme en mi silla durante un buen rato si quiero observar cómo se acerca. Hace poco he logrado que el sirviente lleve la comida hasta la puerta del comedor, pero el camino desde la puerta hasta mi mesa pertenece a ella, según lo entiendo.
-¡Dios mío! -exclamó Klara-. ¡Qué fidelidad!
-Sí, aún -se encuentra fidelidad en este mundo -dijo el señor Green, e introdujo una porción en su boca, donde la lengua, como Karl pudo observar casualmente, se apoderó con agilidad de la comida. Karl se sintió mal y se levantó. Casi al mismo tiempo el señor Pollunder y Klara le cogieron de las manos.
Aún debe permanecer sentado -dijo Klara. Y cuando se hubo sen-tado, le susurró-: Pronto desapareceremos juntos, tenga paciencia. El señor Green, mientras tanto, se había ocupado tranquilamente de su comida, como si fuese el cometido natural del señor Pollunder y de Clara tranquilizar a Karl cuando él le provocaba náuseas.
La cena se prolongó especialmente debido a la parsimonia con que el señor Green daba cuenta de todos los platos; si bien siempre estaba dispuesto a recibir cada nuevo plato sin muestras de cansancio, dio la impresión de que quería resarcirse a fondo de su vieja ama de llaves. Una y otra vez alabó el arte de la señorita Klara en la conducción de la casa, lo que a ella le agradó visiblemente, mientras que Karl intentaba rechazarle como si la estuviera atacando. Pero el señor Green no se contentó con ella, sino que lamentó con frecuencia la llamativa falta de apetito de Karl. Sin embargo, el señor Pollunder justificó esa falta de apetito, a pesar de que, al ser el anfitrión, tendría que haberle animado a comer. Y, ciertamente, Karl se mostró durante la cena tan susceptible, debido a la presión que padeció, que, contra su propio conocimiento de causa, interpretó esa expresión del señor Pollunder como una grosería. Y debido a ese estado ocurrió que una vez comió mucho y rápido de manera muy improcedente, y luego por mucho tiempo dejó caer con cansancio el tenedor y el cuchillo y se convirtió en el más inmóvil de toda la compañía, con quien el criado que servía la comida con frecuencia no sabía qué hacer.
-Mañana mismo le contaré al señor senador cómo usted, con su falta de apetito, mortificó a la señorita Klara-dijo el señor Green, y se limitó a expresar la intención humorística de sus palabras con la forma en que manejó los cubiertos-. Mire lo triste que está la joven -continuó, y tocó la barbilla de Klara. Ella le dejó hacer y cerró los ojos. -Qué preciosa es -exclamó, se reclinó en la silla y rió colorado como un tomate con la fuerza del saciado. En vano intentó explicarse Karl el comportamiento del señor Pollunder. Éste permanecía sentado con la vista fija en el plato como si allí sucediese lo que de verdad importaba. No atrajo hacia sí la silla de Karl y cuando hablaba, hablaba para todos, sin tener nada especial que decirle. En cambio, toleraba que Green, ese viejo solterón neoyorquino con estómago de avestruz, tocase con intención evidente a Klara, que insultase a Karl, el huésped de Pollunder, o al menos le tratase como un niño y que cobrase ánimos para emprender luego quién sabe qué acciones.
Después de levantarse de la mesa -cuando Green advirtió el am-biente general fue él el primero que se levantó y, en cierta medida, le-vantó a los demás con él-, Karl se apartó solo y se dirigió a una de las grandes ventanas, divididas por unos delgados listones blancos, que conducía a la terraza y que en realidad, como advirtió al aproximarse, eran puertas de verdad. ¿Qué había quedado del rechazo que el señor Pollunder y su hija habían sentido desde el principio hacia Green y que a Karl le había parecido en aquel entonces algo incomprensible? Ahora estaban juntos con Green y asentían a lo que decía. El humo del cigarro del señor Green -un regalo de Pollunder, que era de un grosor como el que aparecía en las fantasías del padre, como algo que él mismo probablemente jamás había visto-, se extendía por la sala y llevó la influencia de Green a los más escondidos rincones en los que él personalmente ni siquiera pondría el pie. Por muy lejos que estuviera Karl, aún notaba un cosquilleo del humo en la nariz y el comportamiento del señor Green, en el que se volvió a fijar fugazmente desde el lugar en que se encontraba, le pareció infame. Ahora ya no excluía que su tío le había negado el permiso para esa visita sólo porque conocía la debilidad de carácter del señor Pollunder y, por consiguiente, aunque no había previsto en esa visita una mortificación de Karl, al menos la consideró una posibilidad. Tampoco le gustaba la joven americana, aunque no se la había imagina-do mucho más bella. Desde que el señor Green tenía trato con ella, se había sorprendido incluso de la belleza que su rostro podía expresar, y especialmente del brillo de sus ojos indómitamente vivaces. Nunca había visto una falda que sé ciñese de aquella manera al cuerpo, pequeñas arrugas en la tela amarillenta, suave y consistente mostraban la fuerza de esa tensión. Y, sin embargo, a Karl no le importaba nada y le hubiera encantado renunciar a ser conducido a su habitación, si en vez de ello hubiese abierto la puerta, en cuyo picaporte él en todo caso había apoyado las manos, hubiese subido al automóvil o, si el conductor aún dormía, hubiese podido pasear solo hasta Nueva York. La noche clara, con aquella luna que se inclinaba hacia él, permanecía libre para cualquiera y tener miedo fuera, al aire libre, a Karl le parecía absurdo. Se imaginó -y por primera vez se sintió bien en esa sala- cómo por la mañana -más temprano no podía llegar caminando a casa- sorprendería a su tío. Nunca había estado en su dormitorio, ni siquiera sabía dónde se encontraba, pero ya lo averiguaría. Entonces llamaría a la puerta y cuando sonara el formal «¡entre!», correría hacia el interior para sorprender en pijama al querido tío, al que siempre había visto vestido y abotonado hasta arriba, cuando estuviese sentado en la cama con los ojos asombrados dirigidos hacia la puerta. Eso no era mucho considerado en sí mismo, pero había que imaginarse las consecuencias que esa acción podía tener. Quizá podría desayunar por primera vez con su tío; el tío en la cama, él en un sillón, el desayuno en una mesita entre ellos; tal vez ese desayuno conjunto se convirtiese en una costumbre, quizá a partir de entonces, y como consecuencia de ese desayuno, lo que incluso sería inevitable, podrían reunirse con más frecuencia y no sólo una vez durante el día y, naturalmente, podrían hablar mutuamente con más sinceridad. A fin de cuentas se debía a esa falta de comunicación que él se hubiese comportado ese día con desobediencia o, mejor, con tozudez. Y aun cuando esa noche tuviese que permanecer allí -por desgracia ésa era la impresión, a pesar de que le habían dejado allí en la ventana para que se entretuviera por su cuenta- quizá esa desafortunada visita sirviese de punto de inflexión para mejorar sus relaciones con el tío, quizá su tío tuviese esa noche en el dormitorio pensamientos similares.
Un poco consolado se dio la vuelta. Klara estaba ante él y le dijo: -¿No le agrada nuestra compañía? ¿No quiere sentirse un poco como en casa? Venga, quisiera hacer el último intento.
Le llevó a través de la sala hasta la puerta. A una mesa lateral se sentaban los dos señores, ante bebidas ligeramente espumeantes que llenaban largas copas, bebidas desconocidas para Karl y que habría tenido ganas de probar. El señor Green apoyaba un codo en la mesa y acercaba su rostro en lo posible al señor Pollunder; si no se hubiese conocido al señor Pollunder, se podría haber supuesto que allí se estaba tratando algo delictivo y no un negocio. Mientras el señor Pollunder seguía con mirada amable a Karl hasta la puerta, Green, aunque uno involuntariamente suele unirse a las miradas de su interlocutor, no miró en lo más mínimo a Karl, quien, en ese comportamiento, creyó descubrir la expresión de una especie de convencimiento de Green: cada uno para sí mismo tenía que saber manejarse allí según sus capacidades, la conexión social necesaria entre ellos resultaría con el tiempo de la victoria o de la aniquilación de uno de los dos.
«Si piensa eso», se dijo Karl, «entonces es un loco. No quiero nada de él y él debería dejarme en paz». Apenas acababa de salir al pasillo, se le ocurrió que probablemente se había comportado de una forma des cortés, pues con sus ojos fijos en Green casi se había dejado arrastrar por Klara fuera de la habitación. Tanto más solícito marchó ahora a su lado. En el camino a través de los pasillos al principio no dio crédito a sus ojos cuando cada veinte pasos vio a un criado con una rica librea sosteniendo un candelabro, cuyo grueso mango rodeaban con ambas manos.
-Hasta ahora sólo hay corriente eléctrica en el comedor -explicó Mara-. Hemos comprado esta casa hace poco y la hemos reconstruido por completo, en la medida en que se puede reconstruir una casa anti-gua con su estilo caprichoso.
Así que también en América hay ya casas antiguas -dijo Karl. -Pues claro -dijo Klara sonriendo y siguió avanzando-. Tiene extrañas ideas sobre América.
-No se ría de mí -dijo él enojado. A fin de cuentas él conocía Amé-rica y Europa; ella, sólo América.
Mientras caminaban Klara empujó una puerta con la mano ligera-mente extendida y, sin detenerse, dijo:
-Aquí dormirá usted.
Karl, naturalmente, quiso echarle un vistazo en seguida a la habita-ción, pero Klara le explicó con impaciencia, casi gritándole, que ya habría tiempo para eso y que antes debía ir con ella. Siguieron andan do por el pasillo tomando una dirección u otra y finalmente Karl pensó que no tenía que regirse exclusivamente por la voluntad de Klara, así que se desprendió de ella y entró en la habitación. La sorprendente oscuridad ante la ventana encontraba una aclaración en la copa de un árbol que se inclinaba hacia ella en todo su espesor. Se oía el canto de los pájaros. En la habitación, que aún no había sido iluminada por la luz lunar, apenas se podía distinguir algo. Karl lamentó no haber llevado la linterna que su tío le había regalado. En esa casa una linterna era indispensable; si se hubieran tenido unas cuantas de esas linternas, se podría haber enviado a los criados a dormir. Se sentó en el alféizar de la ventana y miró y escuchó hacia el exterior. Un pájaro, quizá perturbado, parecía querer abrirse paso por el follaje del viejo árbol. El silbato de un tren de las afueras de Nueva York sonó en algún lugar en medio del campo; por lo demás, todo estaba en silencio.
Pero no por mucho tiempo, pues Klara entró a toda prisa. Visible-mente enfadada, exclamó:
-¿Qué significa esto? -y dio una palmada en la falda. Karl sólo quería responder cuando fuese más amable. Pero ella se acercó a él con grandes pasos y le gritó:
-¿Quiere venir conmigo o no?
Y le golpeó en el pecho intencionadamente o guiada por su excita-ción, de tal forma que él se habría precipitado por la ventana si, in-clinándose, no hubiese logrado tocar el suelo con los pies desde el alféizar en el último momento.
-He estado a punto de caerme -dijo con un tono de reproche. -Es una pena que no haya sucedido así. ¿Por qué es usted tan descortés? Le voy a tirar abajo.
Y, ciertamente, le rodeó con los brazos y, con la fuerza de su cuer-po endurecido por el deporte, llevó a Karl, que sorprendido olvidó ofrecer resistencia, casi hasta la ventana. Pero allí se recuperó, se des prendió de ella con un giro de la cadera y ahora fue él quien la rodeó con los brazos.
-¡Ay!, me hace daño -dijo ella en seguida.
Pero entonces Karl creyó que ya no debía volver a soltarla. Le dejó algo de libertad, que diese los pasos que quisiera, pero la siguió y no la soltó. También era tan fácil rodearla con los brazos en ese vestido tan ajustado.
-Déjeme -susurró ella, su rostro sofocado junto al de Karl; él tenía que esforzarse por mirarla, tan cerca estaba de él-. Déjeme, le daré algo bonito.
«¿Por qué suspira así? -pensó Karl-, no le puede hacer daño, no la aprieto nada»; y siguió sin soltarla. Pero de repente, después de un ins-tante de pasividad silenciosa y de distracción, volvió a sentir la fuerza que se despertaba en su cuerpo y ella ya se le había escapado de las ma-nos; Klara le sujetó por el tronco de una forma muy efectiva, inmovilizó sus piernas con los pies aplicando una técnica de lucha desconocida y le fue desplazando, tomando aliento con espléndida regularidad, hasta la pared. Allí había un canapé, sobre el que cayó Karl, y le dijo sin inclinarse demasiado hacia él:
Ahora muévete si puedes.
-Gata, eres una gata salvaje -fue todo lo que pudo decir Karl en la confusión de furia y vergüenza en que se encontraba-. Estás loca, gata salvaje.
-Cuida tus palabras -dijo ella, y deslizó una de sus manos hacia su cuello, que ella comenzó a apretar con tanta fuerza que Karl era incapaz de hacer otra cosa que luchar por algo de aire, mientras ella, con la otra mano llegaba a su mejilla, la tocaba como si fuera de prueba, y agitaba la mano en el aire una y otra vez amenazándole con propinarle una bofetada.
-¿Qué ocurriría -le preguntó mientras eso hacía- si, para castigar tu conducta frente a una dama, te enviara a casa con una soberbia bofeta-da? Quizá sería útil para tu vida futura, aunque no fuese ningún recuer-do agradable. Me das pena y eres un joven soportablemente apuesto y si hubieras aprendido jiu-jitsu probablemente me hubieras dado una paliza. Sin embargo, me tienta enormemente abofetearte viéndote yacer ahí de esa forma. Probablemente lo lamentaré, pero si lo hiciera, puedes saber ya de antemano que lo he hecho en contra de mi voluntad. Y, naturalmente, no me conformaré con una sola bofetada, sino que golpearé a derecha e izquierda hasta que se hinchen tus mejillas. Y quizá seas un hombre de honor -casi quisiera creerlo- y no quieras seguir viviendo con las bofetadas, despidiéndote de este mundo. Pero ¿por qué te has puesto contra mí? ¿Acaso no te gusto? ¿No merece la pena venir a mi habitación? ¡Atento! Ahora he estado a punto de sacudirte una bofetada. Si hoy logras quedar libre, compórtate bien en adelante. Yo no soy tu tío, con el que puedes obstinarte para conseguir algo. Por lo demás, quiero advertirte de que, en el caso de que no te abofetee, no debes creer que tu situación actual y el ser abofeteado de verdad sean estados comparables desde el punto de vista del honor; si lo creyeses, preferiría abofetearte de verdad. ¿Qué dirá Mack cuando le cuente todo esto?
Con el recuerdo de Mack, ella le soltó; en sus confusos pensamientos, Mack le pareció a Karl como un liberador. Aún sintió un poco la mano de Klara en su cuello, siguió retorciéndose un poco por ello, pero terminó por quedarse quieto.
Ella le invitó a que se levantara, pero él no respondió y no se mo-vió. Ella encendió una vela en algún lado, la habitación comenzó a ilu-minarse, en el artesonado apareció un diseño azul en zigzag, pero Karl yacía con la cabeza apoyada en el cojín del sofá, como Klara le había colocado, y no la movía ni un dedo. Klara fue a un lado y a otro de la habitación, su falda crujía con el movimiento de sus piernas, probablemente permaneció un buen rato ante la ventana.
-¿Ya se te ha pasado el enfado? -se la oyó preguntar.
Karl encontraba penoso no poder disfrutar de tranquilidad en esa habitación que el señor Pollunder le había destinado para esa noche. Ahí caminaba de un lado a otro esa muchacha, se detenía y hablaba y él estaba indeciblemente harto de ella. Dormir lo más rápido posible e irse de allí, ése era su único deseo. Ya no quería acostarse, sino permanecer allí en el canapé. Se limitaba a aguardar con impaciencia a que se fuera para saltar detrás de ella y cerrar la puerta con cerrojo y luego arrojarse de nuevo en el canapé. Tenía la necesidad de estirarse y bostezar, pero no quería hacerlo en presencia de Klara. Y así yacía él, mirando fijamente hacia arriba, sintió cómo su rostro se iba tornando cada vez más estático y una mosca revoloteaba ante sus ojos sin que él supiera qué era realmente.
Klara se acercó otra vez a él, se inclinó en la dirección de su mirada y, si él no se hubiese obligado a desviar la mirada, habría tenido que verla.
-Me voy ya -dijo ella-, quizá luego tengas ganas de venir a mi habi-tación. La puerta de mi cuarto es la cuarta contada desde ésta, en esta parte del pasillo. Así que pasas tres puertas y la siguiente a la que llegas es la correcta. No bajaré al salón, sino que permaneceré en mi habita-ción. Me has agotado. No te esperaré, pero si quieres venir, ven. Re-cuerda que has prometido tocarme algo al piano. Pero tal vez te he ex-tenuado tanto que no puedes moverte, entonces quédate y duerme bien. A mi padre por ahora no le diré nada de nuestra riña; te lo digo sólo para el caso en que eso te causase preocupaciones.
A continuación, y a pesar de su supuesto cansancio, abandonó la habitación en dos saltos.
Karl se sentó de inmediato, esa forma de estar tendido se le había vuelto insoportable. Para realizar algo de ejercicio se acercó a la puerta y miró por el pasillo. ¡Qué sombrío estaba todo! Se quedó contento cuando hubo cerrado la puerta con cerrojo y se volvió a encontrar al lado de su mesa en el resplandor de la vela. Su decisión era no permanecer por más tiempo en esa casa, sino bajar a donde se encontraba el señor Pollunder y decirle con toda sinceridad cómo le había tratado Klara -no le importaba nada la confesión de su derrota- y con ese motivo bien fundamentado pedirle permiso para viajar en coche hasta su casa o simplemente para irse. Si el señor Pollunder tuviese algo que objetar contra esa decisión repentina de regresar a casa, Karl quería al menos pedirle que un criado le acompañase al hotel más cercano. De la manera planeada por Karl no se trataba por regla general a los anfitriones amables, pero más raro era aún que un huésped fuese tratado como Klara lo había hecho. Incluso había considerado una amabilidad no informar por el momento al señor Pollunder de su riña, eso clamaba al Cielo. ¿Acaso habían invitado a Karl a un combate de lucha libre de manera que le hubiese tenido que resultar vergonzoso ser expulsado por una muchacha que probablemente había invertido la mayor parte de su tiempo en aprender técnicas de lucha? Era muy posible que incluso hubiese recibido clases de Mack. Podía contárselo todo, él era razonable, eso lo sabía Karl, aunque no había tenido la oportunidad de experimentarlo. Karl también sabía que si Mack le diera clases, haría progresos más grandes que Klara, entonces regresaría allí, lo más probable sin ser invitado, investigaría cuidadosamente el lugar, cuyo conocimiento había supuesto una gran ventaja para Klara, la sujetaría y la arrojaría al mismo canapé en el que le había arrojado a él.
Ahora sólo se trataba de encontrar el camino hasta el salón, donde él probablemente había puesto su sombrero en un sitio inadecuado por la distracción. Era evidente que quería llevarse la vela, pero incluso con luz era difícil orientarse. Ni siquiera sabía, por ejemplo, si esa habitación estaba en el mismo piso que el salón. Klara le había llevado tan deprisa hasta allí que no había tenido tiempo de mirar a su alrededor; el señor Green y los criados con los candelabros también habían ocupado sus pensamientos, así que no sabía si habían subido una o dos escaleras o si no habían subido ninguna. Según la vista desde la habitación, parecía estar situada en una zona alta y, por tanto, intentó imaginarse que habían subido por unas escaleras, pero ya para entrar en la casa habían tenido que subir escaleras, ¿por qué esa parte de la casa no podía estar también elevada? Si al menos en alguna parte del pasillo se pudiese ver un rayo de luz a través de una puerta o se pudiese oír una voz desde la lejanía por muy baja que fuese.
Su reloj, un regalo de su tío, indicaba las once; cogió la vela y salió al pasillo. Dejó la puerta abierta para el caso de que su búsqueda fuese infructuosa; al menos así podría volver a encontrar su habitación y des-pués, en caso de extrema urgencia, la de Mara. Por seguridad, para que la puerta no se cerrase sola, colocó una silla ante ella. En el pasillo tuvo la desagradable sorpresa de que contra él soplaba una corriente de aire -él fue, naturalmente, alejándose de la puerta de Mara hacia la izquierda- que aunque era muy ligera, podría haber apagado la vela, así que Karl tuvo que proteger la llama con la mano y, además, permanecer varias veces quieto para que la llama se recuperase. Era un avance lento y el camino parecía, por ello, doblemente largo. Karl ya había pasado por extensos trechos de pared en los que no había ni una puerta, uno no podía imaginarse qué podía haber detrás de ellos. Luego se sucedieron una vez más las puertas, intentó abrir algunas, pero estaban cerradas y las habitaciones, al parecer, deshabitadas. Era un desperdicio de espacio sin igual y Karl pensó en las viviendas del este de Nueva York que su tío le había prometido mostrar, en donde supuestamente vivían varias familias en una pequeña habitación y donde el hogar de una familia consistía en un rincón en el cual los niños se apiñaban en torno a sus padres. Y allí había tantas habitaciones vacías y simplemente estaban allí para sonar a hueco cuando alguien llamaba en ellas. A Karl le pareció que el señor Pollunder había sido influido negativamente por falsos amigos y atontado por su hija, lo que le había corrompido. El tío probablemente le había enjuiciado correctamente, y sólo su principio de no influir en el juicio que Karl se formaba de las personas había sido el culpable de esa visita y de esa caminata por los pasillos. Karl quería contárselo todo sin más a su tío al día siguiente, pues, según su principio, también le gustaría escuchar tranquilamente el juicio del sobrino sobre él mismo. Por lo demás, ese principio quizá era lo único que a Karl le dis-gustaba de su tío, y ni siquiera ese desagrado era importante.
De repente la pared se interrumpió en uno de los lados del pasillo y una balaustrada de frío mármol apareció en su lugar. Karl colocó la vela a su lado y se inclinó cuidadosamente hacia abajo. Un oscuro vacío se abrió ante él. Si ése era el recibidor principal de la casa -en el resplandor de la vela aparecía un fragmento de techo abovedado-, ¿por qué no habían entrado por ese recibidor? ¿Para qué servía ese espacio tan profundo? Allí arriba daba la impresión de estar en la galería de una iglesia. Karl casi lamentó no poder permanecer en esa casa hasta el día siguiente, le hubiera agradado que el señor Pollunder le hubiese enseñado todo a plena luz del día y le hubiese informado de los detalles.
La balaustrada, sin embargo, no era larga y al poco tiempo Karl fue acogido nuevamente por otro pasillo. En un giro repentino del pasillo Karl chocó con toda la fuerza contra un muro y sólo el continuo cuidado con que mantenía rígidamente la vela le salvó, afortunadamente, de la caída y de que se apagara la llama. Como el pasillo parecía no tener fin, ninguna ventana permitía una vista al exterior, y como no se movía nada ni arriba ni abajo, Karl ya pensó que estaba caminando en círculo y puso sus esperanzas en volver a encontrar la puerta abierta de su habitación, pero ni la puerta ni la balaustrada volvieron a aparecer. Hasta ese momento Karl se había resistido a llamar en voz alta, pues no quería hacer ningún ruido tan tarde en una casa ajena, pero ahora comprobó que en esa casa sin iluminar eso no constituía ningún delito, así que se dispuso a gritar hacia ambos lados del pasillo un «hola» cuando de la dirección por la que había venido advirtió una pequeña luz que se aproximaba. Ahora podía apreciar la longitud del pasillo, la casa era una fortaleza, no una villa. La alegría de Karl por esa luz salvadora fue tan grande que olvidó toda precaución y corrió hacia ella, apagándose su vela con las primeras zancadas. No le importó, ya que no la necesitaba más, un criado venía a su encuentro con una linterna que le mostraría el camino correcto.
-¿Quién es usted? -preguntó el criado, y apuntó a Karl con la lámpara en el rostro, con lo que también iluminó el suyo. Su rostro aparecía algo rígido por una gran barba blanca que cubría el pecho con rizos sedosos. «Debe de ser un criado fiel puesto que le permiten llevar semejante barba», pensó Karl, y contempló fijamente la barba a lo largo y a lo ancho sin sentirse cohibido por ser observado. Por lo demás, respondió en seguida que era el huésped del señor Pollunder, que quería ir de su habitación al comedor y que no podía encontrarlo.
-¡Ah, ya! -dijo el criado-, aún no hemos instalado la luz eléctrica. -Ya sé-dijo Karl.
-¿No quiere encender su vela con mi lámpara? -dijo el criado. -Por favor -dijo Karl y así lo hizo.
-Por los pasillos corre aire -dijo el criado- y las velas se apagan fácilmente, por eso llevo una lámpara.
-Sí, es mucho más práctica-dijo Karl.
-Además, la vela le ha manchado la ropa -dijo el criado, e iluminó con la lámpara el traje de Karl.
-No lo he notado -exclamó Karl, y lo sintió mucho, pues se trataba de un traje negro del que su tío había dicho que era el que mejor le que-daba de todos. La pelea con Mara tampoco le tenía que haber sentado muy bien, recordó ahora. El criado fue tan amable como para limpiarle el traje lo mejor que pudo debido a las prisas. Una y otra vez Karl se daba la vuelta ante él y le señalaba aquí y allá una mancha que el criado quitaba solícito.
-¿Por qué corre aquí el aire de esta manera? -preguntó Karl cuando emprendieron el camino.
-Aún queda aquí mucho por construir -dijo el criado-, aunque ya se ha comenzado con la reconstrucción, se avanza muy despacio. Ahora también hacen huelga los obreros, como quizá sepa. Una obra así es muy enojosa. Ahora se han hecho aquí un par de aberturas de muros que nadie ha tapado y la corriente de aire atraviesa toda la casa. Si no tuviera los oídos llenos de algodón, no podría soportarlo. -Entonces, ¿tengo que hablar en voz alta? -preguntó Karl.
-No, usted tiene una voz muy clara-dijo el criado-. Pero para volver a la obra, especialmente aquí, cerca de la capilla, que más tarde será aislada completamente de la casa, la corriente de aire es insoportable.
-¿La balaustrada por la que se pasa por este pasillo conduce enton-ces hacia una capilla?
-Sí.
-Lo había sospechado -dijo Karl.
-Es digna de verse -dijo el criado-, si no hubiera estado, el señor Mack no habría comprado la casa.
-¿El señor Mack? -preguntó Karl-. Creía que la casa pertenecía al señor Pollunder.
-Cierto -dijo el criado-, pero el señor Mack fue quien decidió la compra. Usted conoce al señor Mack, ¿no?
-¡Oh!, sí -dijo Karl-, pero ¿qué relación tiene con el señor Pollun-der?
-Es el prometido de la señorita-dijo el criado. -Eso sí que no lo sabía-dijo Karl, y se detuvo. -¿Le sorprende mucho? -preguntó el criado.
-Sólo quiero ponerme al corriente. Cuando no se conocen esas relaciones, se pueden cometer los más grandes errores -respondió Karl.
-Sólo me asombra que no le hayan dicho nada -dijo el criado. -Sí, es verdad -dijo Karl avergonzado.
-Quizá pensaran que ya lo sabía-dijo el criado-. No es ninguna no-vedad. Por lo demás, ya hemos llegado.
Y abrió una puerta, detrás de la cual se mostró una escalera que conducía verticalmente hacia la puerta trasera del comedor, que estaba iluminado como cuando Karl llegó. Antes de que Karl entrase en el co-medor, desde el que se oían las voces inalteradas del señor Pollunder y del señor Green como hacía dos horas, el criado dijo:
-Si lo desea, le esperaré aquí y le conduciré hasta su habitación. Siempre resulta difícil orientarse en esta casa el primer día.
-No, no regresaré a mi habitación -dijo Karl, y no supo por qué se puso triste al suministrar esa información.
-No puede ser tan malo -dijo el criado, sonriendo un poco con su-perioridad y le dio una palmada en el brazo. Probablemente había en-tendido las palabras de Karl como la intención de éste de pasar toda la noche en el comedor, conversar con los señores y beber con ellos. Karl no quería hacer en ese momento ninguna confesión, además pensó que el criado, que le caía mejor que el resto de los criados, le podía mostrar la dirección hacia Nueva York, así que dijo:
-Si quiere esperar aquí, se tratará sin duda de una gran amabilidad de su parte y la acepto agradecido. En todo caso saldré en un momento y entonces le diré lo qué haré a continuación. Me parece que su ayuda me será necesaria.
-Bien -dijo el criado, colocó la linterna en el suelo y se sentó en un zócalo de escasa altura y vacío, quizá debido a la reconstrucción de la casa-. Entonces esperaré aquí. La vela la puede dejar conmigo -dijo aún el criado cuando Karl se disponía a entrar en el salón con la vela encendida.
-Soy muy distraído -dijo Karl, y le dio la vela al criado, quien se li-mitó a asentir sin que se supiera si lo hizo con intención o fue una con-secuencia de que se acariciase la barba con la mano.
Karl abrió la puerta, que chirrió sin que fuese culpa suya, pues con-sistía en un único panel de cristal que casi se inclinaba cuando la puerta se abría rápidamente y sólo se asía por el picaporte. Karl soltó la puerta aterrorizado, pues había querido entrar en silencio. Sin darse la vuelta, advirtió cómo el criado, detrás de él, que al parecer se había levantado del zócalo, cerró cuidadosamente la puerta y sin hacer ningún ruido.
-Disculpen si les molesto -dijo a los dos señores que le contempla-ron con gran asombro. Al mismo tiempo recorrió la estancia de un vis-tazo por si podía encontrar rápidamente su sombrero. Pero no lo vio por ninguna parte. La mesa donde habían comido ya estaba en su esta-do originario, tal vez el sombrero, de forma desagradable, había acabado de alguna manera en la cocina.
-¿Dónde ha dejado a Klara? -preguntó el señor Pollunder, a quien, por lo demás, la molestia no pareció sentarle mal, pues se sentó en se-guida de otra forma en su sillón y se puso frente a Karl. El señor Green se hizo el desinteresado, sacó su cartera, que resultaba enorme por sus dimensiones y grosor, pareció buscar algo en los numerosos bolsillos y, mientras buscaba, leyó otros papeles que casualmente caían en sus ma-nos.
-Tengo una petición que no comprenderá -dijo Karl, se acercó apresuradamente al señor Pollunder y puso su mano en el brazo del sillón para estar lo más cerca posible de él.
-¿De qué petición se trata? -preguntó el señor Pollunder y miró a Karl con una mirada sincera y franca-. Ya está concedida.
Y él rodeó a Karl con su brazo y le situó entre sus piernas.
Karl lo toleró encantado aunque se sentía en general demasiado adulto para ese tipo de tratamiento. Pero la formulación de su petición se hizo naturalmente más difícil.
-¿Se siente bien entre nosotros? -preguntó el señor Pollunder-. ¿No le parece que en el campo, por decirlo así, uno parece liberado cuando se viene de la ciudad? En general -y una mirada de soslayo inequívoca, algo tapada por Karl, se dirigió al señor Green-, en general tengo una y otra vez ese sentimiento, todas las noches.
«Habla -pensó Karl-, como si no supiera nada de la casa enorme, de los pasillos infinitos, de la capilla, de las habitaciones vacías, de la omnipresente oscuridad».
-¡Y bien! -dijo el señor Pollunder-. ¡La petición! -y sacudió amisto-samente a Karl, que permanecía allí de pie sin decir palabra. -Le pido -dijo Karl, y por mucho que bajara la voz, no se podía evitar que Green, sentado al lado, y ante quien le hubiera gustado no decir nada, escuchara todo lo que se podía interpretar como una ofensa al señor Pollunder-, le pido que me deje ir a casa esta misma noche. Y como lo más enojoso ya se había dicho, todo lo demás surgió con más rapidez, dijo cosas, sin emplear ninguna mentira, en las que antes ni siquiera había pensado.
-Quisiera irme a casa antes que ninguna otra cosa, me encantaría regresar en otra ocasión, pues donde usted está, señor Pollunder, tam-bién a mí me gusta estar. Pero esta noche no puedo permanecer aquí. Ya sabe, a mi tío no le ha gustado darme el permiso para esta visita. Se-guro que tenía sus buenos motivos, como para todo lo que hace, y yo he forzado que me otorgase su beneplácito. He abusado de su amor por mí. Los inconvenientes que pudiera tener contra esta visita son ya indiferentes, sé con toda seguridad que en esos inconvenientes no había nada que pudiese molestar al señor Pollunder, pues usted es el mejor amigo de mi tío, el mejor de todos. Ningún otro se puede comparar a usted, ni en lo más mínimo, en su relación amistosa con mi tío. Ésa es mi única disculpa por mi desobediencia, aunque no sea suficiente. Tal vez usted no tenga una visión exacta de la relación entre mi tío y yo, sólo quiero hablarle de lo más evidente. Mientras no haya terminado mis estudios de inglés y no me haya hecho una idea suficiente de los aspectos prácticos comerciales, dependo completamente de la bondad de mi tío, de la cual, bien es verdad, puedo disfrutar como pariente sanguíneo. No debe creer, y Dios no lo consienta, que ya podría ganarme honradamente el pan de alguna manera. Para eso mi educación ha sido muy poco práctica. He realizado cuatro cursos en un instituto europeo como un estudiante mediocre y eso para ganar dinero significa menos que nada, pues nuestros institutos están muy atrasados en sus planes de estudios. Se reiría si le contara las cosas que he aprendido. Cuando se sigue estudiando, se termina el instituto y se va a la universidad, entonces todo se compensa y al final se ha adquirido una formación ordenada con la que se puede comenzar algo y que otorga la habilidad para ganar dinero. Por desgracia, a mí se me ha arrebatado esa posibilidad, a veces creo que no sé nada y que, finalmente, todo lo que podría saber, para América siempre será demasiado poco. Ahora se fundan aquí y allá en mi país de origen institutos reformados donde se pueden aprender lenguas modernas y también tal vez comercio; cuando yo salí del instituto aún no había nada de eso. Mi padre quería que me dieran clases de inglés, pero, en primer lugar, en aquel entonces no podía ni sospechar la desgracia que se cernería sobre mí y cómo necesitaría el inglés y, en segundo lugar, tenía que estudiar mucho para el instituto, así que no me quedaba mucho tiempo para otras ocupaciones. Le menciono todo esto para mostrarle lo dependiente que soy de mi tío y lo obligado que me siento frente a él. Usted reconocerá seguramente que en esta situación no me puedo permitir hacer nada, por mínimo que sea, contra su voluntad, aunque ésta no haya sido manifestada con claridad. Y por esta razón, para reparar a medias el error cometido, tengo que regresar en seguida a casa.
Durante todo ese largo monólogo de Karl, el señor Pollunder le había escuchado con atención; con frecuencia, especialmente cuando mencionó a su tío, apretó, aunque imperceptiblemente, a Karl hacia sí y había mirado algunas veces hacia Green, quien seguía ocupado con su cartera, con seriedad y como lleno de esperanza. Karl, en cambio, conforme a lo largo de su discurso le fue resultando consciente su posición frente a su tío, se fue poniendo cada vez más intranquilo, había intentado instintivamente liberarse del brazo del señor Pollunder; todo le oprimía allí, el camino hacia el tío a través de la puerta de cristal, por la escalera, por la alameda, por la carretera comarcal, por los arrabales hasta las grandes arterias de tráfico, desembocando en la casa del tío, todo eso le parecía algo compacto e interdependiente, que permanecía ante él vacío y dispuesto y que le llamaba con una voz poderosa. La bondad del señor Pollunder y la repugnancia del señor Green se desvanecieron y él no quería nada para sí de esa habitación llena de humo salvo el permiso para despedirse. Aunque frente al señor Pollunder se sentía aislado y frente al señor Green se sentía dispuesto a la lucha, un miedo indeterminado le invadía desde fuera y sus empellones turbaban su mirada.
Retrocedió un paso y permaneció a la misma distancia del señor Pollunder y del señor Green.
-¿No quiere decirle algo? -preguntó el señor Pollunder al señor Green, y cogió con actitud suplicante la mano de este último.
-No se me ocurre qué podría decirle -dijo el señor Green, que fi-nalmente había sacado una carta de su cartera y la había puesto ante él en la mesa-. Es admirable que quiera regresar con su tío y es de prever que le dé una gran alegría al hacerlo. Es posible que debido a su des-obediencia haya ya enojado demasiado a su tío. En ese caso sería mejor que permaneciese aquí. Es difícil decir algo cierto, los dos somos amigos del tío y costaría un gran esfuerzo distinguir diferencias de rango entre mi amistad y la del señor Pollunder, pero no podemos saber cómo piensa su tío y, ante todo, eso resulta imposible a tantos kilómetros como son los que nos separan de Nueva York.
-Por favor, señor Green -dijo Karl, y se acercó al señor Green su-perando su aversión-, de sus palabras deduzco que usted también considera lo mejor que regrese en seguida.
-Eso no es lo que he dicho -opinó el señor Green y se quedó sumi-do en la contemplación de la carta, por cuyos bordes pasaba una y otra vez dos de sus dedos. Parecía querer indicar que le había pregunta do el señor Pollunder y que él le había contestado, pero que él no tenía nada que ver con Karl.
Mientras tanto el señor Pollunder se había acercado a Karl y le había apartado suavemente del señor Green hacia uno de los ventanales. -Querido señor Rossmann -le dijo inclinándose hacia su oído, se pasó como un preparativo el pañuelo por su rostro y cuando llegó a la nariz se sonó-. No creerá que quiero retenerle aquí en contra de su voluntad. Nada de eso. Si bien es cierto, no puedo poner a su disposición el automóvil, pues se encuentra lejos, en un garaje público, ya que no tengo tiempo, aquí, donde todo está en obras, de construir un garaje propio. El chófer tampoco duerme aquí, en la casa, sino cerca del garaje, ni siquiera sé exactamente dónde. Además, no forma parte de sus deberes estar ahora en casa, su deber consiste exclusivamente en traerme aquí a la hora convenida. Pero todo eso no sería ningún impedimento para su inmediato regreso a casa, pues si insiste en ello le acompañaré yo mismo hasta la parada de tranvía más cercana, que, sin embargo, está tan lejos que no podría llegar mucho antes a casa que si sale de aquí por la mañana temprano -solemos salir a las siete- en mi automóvil
-Entonces, señor Pollunder, preferiría regresar con el tranvía -dijo Karl-. No había pensado en el tranvía. Usted mismo dice que con el tranvía llegaría antes que con el automóvil.
-Pero se trata de una diferencia de tiempo muy pequeña.
-Sí, claro, pero hay una diferencia, señor Pollunder-dijo Karl-, siempre me encantará volver en recuerdo de su amabilidad, suponiendo que desee invitarme de nuevo después de mi comportamiento de hoy, y quizá la próxima vez pueda expresar mejor por qué hoy cada minuto que pueda ver antes a mi tío es para mí tan importante.
Y como si hubiese recibido ya el permiso para irse, añadió:
-Pero en ningún caso debe acompañarme, es completamente inne-cesario. Afuera hay un criado que me acompañará hasta la parada. Ahora sólo tengo que encontrar mi sombrero.
Y mientras decía las últimas palabras, recorría ya la habitación para realizar a toda prisa un último intento de encontrar allí el sombrero. -¿No podría ayudarle con un gorro? -dijo el señor Green, y sacó uno de su bolsillo-, quizá le esté bien por casualidad.
Karl se detuvo asombrado y dijo:
-No le privaré de su gorro, puedo ir sin problemas con la cabeza descubierta, no necesito nada.
-No es mi gorro, lléveselo.
-Se lo agradezco -dijo Karl para no retrasarse y cogió el gorro. Se lo puso y se rió, pues le quedaba bien, lo volvió a coger con la mano y lo contempló, pero no pudo encontrar lo peculiar que veía en él, era un gorro completamente nuevo.
-¡Me está muy bien! -dijo.
-¡Así que le está bien! -exclamó el señor Green y dio una palmada en la mesa.
K se dirigió hacia la puerta para recoger al criado, entonces se le-vantó el señor Green, se estiró después de la copiosa comida y de la larga inmovilidad, se golpeó el pecho y dijo en un tono entre consejo y orden:
-Antes de que se vaya tiene que despedirse de la señorita Klara. -Sí, debe hacerlo -dijo el señor Pollunder que también se había levantado. Se le escuchó que esas palabras no provenían del corazón, golpeó débilmente con las manos la costura del pantalón y abotonó y desabotonó una y otra vez su chaqueta que, según la moda, era corta y apenas llegaba a las caderas, lo que sentaba mal a personas tan obesas como el señor Pollunder. Por lo demás, cuando se le veía al lado del señor Green, se tenía la clara sensación de que en el caso del señor Pollunder no se trataba de un gordo sano, la espalda estaba inclinada por su gran masa, el estómago parecía blando e insostenible, una verdadera carga, y el rostro aparecía pálido y atormentado. El señor Green, en cambio, quizá más gordo que el señor Pollunder, tenía una gordura más homogénea y compacta, los pies permanecían en posición militar, llevaba la cabeza recta y algo oscilante, parecía un gran deportista, un profesor de gimnasia.
-Vaya entonces antes a despedirse de la señorita Klara -continuó el señor Green-. Eso le causará seguramente un placer y se adapta perfectamente a mi horario. Antes de que se vaya tengo algo interesante que decirle, algo que puede ser decisivo para su regreso. Por desgracia, tengo que cumplir una orden superior y no le puedo revelar nada antes de la medianoche. Puede imaginarse que lo lamento, pues eso perturba mi descanso nocturno, pero me atengo a mi encargo. Ahora mismo son las once y cuarto, así que puedo terminar mi conversación de negocios con el señor Pollunder, en lo que su presencia sólo estorbaría, y usted puede pasar un rato agradable con la señorita Mara. A las doce en punto preséntese aquí donde conocerá lo que tengo que comunicarle.
¿Podía rechazar Karl esa invitación que reclamaba de él sólo el mínimo de cortesía y agradecimiento hacia el señor Pollunder y que además había sido pronunciada por un hombre rudo e indiferente, mientras que el señor Pollunder, a quien le afectaba, se mantenía en lo posible al margen? ¿Y qué era eso tan interesante de lo que podía ente-rarse a medianoche? Si no emprendía su regreso a casa al menos en tres cuartos de hora, le interesaba poco. Pero su gran duda consistía en si realmente podía ir a la habitación de Mara, que ahora se había convertido en su enemiga. Si al menos hubiese tenido consigo la punterola que su tío le había regalado como pisapapeles. La habitación de Mara podía ser una madriguera peligrosa. Pero ya era imposible decir algo contra Klara, pues era la hija de Pollunder y la prometida de Mack. Si se hubiera comportado con él un poco de forma distinta, la habría admirado sinceramente por sus relaciones. Ahora lo sopesaba todo, pero pronto advirtió que nadie esperaba de él ninguna reflexión, pues Green abrió la puerta y le dijo al criado, quien saltó del zócalo: Acompañe a este joven a la habitación de la señorita Klara.
«Así se cumplen órdenes», pensó Karl cuando el criado, casi co-rriendo y jadeando por la edad, le llevó hasta la habitación de Mara por un camino especialmente corto. Cuando Karl pasó por su habitación, cuya puerta permanecía abierta, quiso entrar un instante, quizá para tranquilizarse. El criado, sin embargo, no se lo permitió.
-No -dijo-, tiene que ir a la habitación de la señorita Mara, ya lo ha oído.
-Sólo permaneceré aquí un instante -dijo Karl, y pensó en echarse un rato en el canapé por variar, para que el tiempo hasta la medianoche pasase más rápido.
-No dificulte el cumplimiento de mi encargo -dijo el criado. «Parece como si considerase un castigo que tenga que ir a la habitación de Klara», pensó Karl, y dio unos pasos, pero volvió a detenerse por obstinación.
-Pero venga conmigo, señor-dijo el criado-, ya que está aquí. Ya sé, quería irse aunque fuese de noche, no todo sale como uno quiere, ya le dije que eso no era posible.
-Sí, quiero irme y me iré -dijo Karl-, y ahora quiero despedirme de la señorita Klara.
-¡Ah! -dijo el criado, y Karl supo que no creía ni una palabra-. En-tonces ¿por qué duda tanto en despedirse? Venga conmigo. -¿Quién está en el pasillo? -resonó la voz de Mara y se la pudo ver inclinándose desde una puerta cercana y sosteniendo en la mano una lámpara de mesa con una pantalla roja. El criado acudió presuroso hacia donde estaba y le comunicó algo, Karl le siguió lentamente.
-Llega tarde-dijo Klara.
Sin contestarle por el momento, Karl le dijo al criado en voz baja, pero, como conocía su carácter, con el tono de una orden severa: -¡Espéreme ante esta puerta!
-Ya quería acostarme -dijo Klara, y puso la lámpara en la mesa. Como abajo en el comedor, el criado volvió a cerrar cuidadosamente la puerta desde fuera.
-Ya pasan de las once y media.
-Más de las once y media -repitió Karl con tono indagador, como asustado por esos números.
-Entonces tengo que despedirme en seguida-dijo Karl-, pues a las doce en punto tengo que estar en el comedor.
-¿Qué negocios tan urgentes tiene? -dijo Klara, y alisó distraída las arrugas de su bata suelta: su rostro estaba encendido y sonreía. Karl creyó reconocer que no había ningún peligro de volver a reñir con Mara.
-¿No podría al menos tocar algo el piano como ayer me prometió mi papá y hoy usted?
-¿No es ya muy tarde para eso? -preguntó Karl.
Le habría gustado ser complaciente, pues se comportaba de manera muy diferente a la anterior, como si hubiese subido al círculo de Pollunder y seguido hasta el de Mack.
-Sí, sí que es tarde -dijo ella, y pareció que había perdido las ganas de escuchar música-. Todo sonido aquí resuena en toda la casa, estoy convencida de que si toca se despertará toda la servidumbre que duerme en la buhardilla.
-Entonces renunciaré a tocar, espero que podré regresar; por lo demás, y si no le causa ninguna molestia, visite a mi tío alguna vez y pa-se por mi habitación, tengo un piano espléndido. Me lo ha regalado mi tío. En ese caso le tocaré, si le parece, todo mi repertorio: no consta de muchas piezas, y muchas de ellas no se adaptan a un instrumento tan bueno en el que sólo deberían tocar virtuosos. Pero también podrá te-ner ese placer si me anuncia con tiempo su visita, pues mi tío quiere contratar para mí a un célebre profesor de piano -ya puede imaginarse lo que me alegra- y podrá oírle tocar si me visita durante la clase. Si quiere que le sea sincero, estoy contento de que sea demasiado tarde para tocar, pues apenas sé tocar algo, se quedaría asombrada de lo poco que sé. Y ahora permítame que me despida, además ya es hora de dormir.
Y como Klara le miraba con bondad y no parecía guardarle ningún rencor por la riña, añadió sonriendo, mientras le extendía la mano:
-En mi patria se suele decir: que duermas bien y sueñes con los ángeles.
-Espere -dijo ella sin tomar su mano-, quizá debería tocar.
Y desapareció por una puerta lateral situada al lado del piano. «¿Qué ocurre aquí? No puedo esperar mucho tiempo, por muy amable que sea».
Alguien llamó a la puerta que daba al pasillo y el criado, que no se atrevía a abrir la puerta del todo, susurró a través de una rendija: -Disculpe, me acaban de llamar y no puedo esperar más. -Váyase -dijo Karl, que ahora confiaba en encontrar solo el camino hasta el comedor-. Déjeme la lámpara ante la puerta. Por lo demás, ¿qué hora es ya?
-Casi las doce menos cuarto -dijo el criado. -Qué lento transcurre el tiempo -dijo Karl.
El criado ya quería cerrar la puerta cuando Karl recordó que no le había dado ninguna propina, sacó un chelín del bolsillo del pantalón -siempre llevaba dinero suelto en el bolsillo del pantalón, según la cos-tumbre americana; billetes, en cambio, sólo en el bolsillo del chaleco-y se lo dio al criado con las palabras:
-Por sus buenos servicios.
Klara acababa de regresar, las manos en su firme peinado, cuando a Karl se le ocurrió que no tendría que haberle dado permiso al criado para irse, pues ¿quién le conduciría ahora hasta la parada del tranvía? Bueno, ya encontraría el señor Pollunder a algún criado, tal vez habían llamado al comedor a ese mismo criado y lo pondrían a su disposición. Así pues, le pido que toque algo. Aquí escucho tan poco música que no se puede desperdiciar una ocasión.
-Entonces adelante -dijo Karl sin más reflexiones y se sentó ante el piano.
-¿Quiere alguna partitura? -preguntó Klara.
-Gracias, pero aún no puedo leer bien las notas -contestó Karl, y se puso a tocar.
Era una canción breve, que como Karl sabía muy bien, tendría que haberla tocado muy despacio para que fuese comprensible para los oyentes, pero él se limitó a farfullarla hasta el final en el ritmo de mar cha más enojoso. En cuanto finalizó, el silencio de la casa volvió a im-ponerse como si se hubiese producido una gran congestión. Se queda-ron sentados y confusos, sin moverse.
-Muy bonito -dijo Klara, pero no había ninguna fórmula de cortesía que en ese momento, después de tocar, hubiese podido lisonjear a Karl.
-¿Qué hora es? -preguntó. -Las doce menos cuarto.
-Entonces aún tengo un poco de tiempo -dijo, y pensó para sí mis-mo: «O una cosa u otra, no tengo que tocar las diez canciones que sé, pero hay una que puedo tocar bien».
Comenzó a tocar su querida canción militar, con tal lentitud que el anhelo perturbado del oyente se extendía hacia la nota siguiente que Karl se demoraba en tocar y difícilmente concedía. Como con cualquier otra canción, tenía que buscar con la mirada la tecla necesaria, pero además sintió cómo se originaba en su interior una tristeza que buscaba otro final diferente más allá de la canción y no lo podía encontrar.
-No sé tocar -dijo Karl cuando terminó y miró a Klara con lágrimas en los ojos.
En ese momento resonaron fuertes palmadas en la habitación contigua.
-¡Hay alguien más que ha escuchado! -dijo Karl agitado. -Mack-dijo Klara en voz baja.
Y ya se oyó a Mack exclamar: -¡Karl Rossmann! ¡Karl Rossmann!
Karl saltó sobre el taburete del piano y abrió la puerta. Allí vio a Mack sentado en una gran cama con dosel, con la colcha cubriéndole los pies. El dosel, de seda azul, era el único lujo un poco femenino de una cama por lo demás simple y de madera tosca. En la mesilla de no-che ardía sólo una vela, pero la ropa de cama y la camisa de Mack eran tan blancas que la luz de la vela que se reflejaba en ellas irradiaba con una fuerza casi deslumbrante. También el dosel brillaba al menos en los bordes con su seda ligeramente ondulada y no tensa del todo. Pero detrás de Mack la cama y todo lo demás quedaba sumido en la oscuri-dad. Mara se apoyó en los postes de la cama y sólo tenía ojos para Mack.
-Hola -dijo Mack, y ofreció su mano a Karl-. Toca muy bien, hasta ahora sólo había conocido su pericia montando a caballo.
-Lo uno lo hago tan mal como lo otro -dijo Karl-, si hubiera sabido que usted estaba escuchando, no habría tocado. Pero su señorita -entonces se interrumpió y dudó en decir su «prometida», ya que era evidente que Mack y Klara ya dormían juntos.
-Ya lo sospechaba -dijo Mack-, por eso Klara tuvo que atraerle aquí desde Nueva York, en otro caso jamás habría podido escuchar cómo toca. Lo hace como un principiante e incluso en esas canciones que ya ha ensayado y que son bastante primitivas en su composición ha cometido algunos errores, pero en todo caso me ha encantado escucharle, aparte de que nunca desprecio la forma de tocar de ninguna persona. Pero ¿no quiere sentarse aquí un rato con nosotros? Klara, acércale una silla.
-Se lo agradezco -dijo Karl tartamudeando-, no puedo quedarme, por mucho que me gustara hacerlo. Me he dado cuenta demasiado tarde de que en esta casa hay habitaciones habitables.
-Estoy reconstruyendo esta casa-dijo Mack.
En ese momento sonaron doce campanadas con gran rapidez una detrás de otra, la primera invadiendo el sonido de la segunda, Karl sintió en sus mejillas el gran movimiento de esas campanas. ¿Qué pueblo era ése que tenía semejantes campanas?
-Ya es hora -dijo Karl, extendió las manos hacia Mack y Mara sin tocarlos y corrió hacia el pasillo. Allí no encontró la lámpara y lamentó haberle dado tan pronto una propina al criado. Quiso palpar las paredes hasta llegar a la puerta abierta de su habitación, pero apenas había recorrido la mitad del camino cuando vio al señor Green con una vela acercándose apresuradamente. En la mano con que sostenía la vela llevaba también una carta.
-Rossmann, ¿por qué no viene? ¿Por qué me hace esperar? ¿Qué ha estado haciendo en la habitación de Klara?
«Muchas preguntas -pensó Karl-, y ahora incluso me aprieta contra la pared», pues, ciertamente, se hallaba precisamente delante de Karl, quien se apoyaba con la espalda en la pared. Green adoptaba en ese pasillo unas dimensiones ridículas por lo desproporcionadas y Karl se hizo de broma la pregunta de si no se habría comido al buen señor Pollunder.
-No es un hombre de palabra. Promete bajar a las doce y en vez de eso se dedica a rondar la puerta de la señorita Klara. Yo, en cambio, le había prometido algo interesante para medianoche y aquí estoy con ello.
Y con esto le dio a Karl una carta. En el sobre estaba escrito «Para Karl Rossmann. Para entregársela personalmente a medianoche dondequiera que se encuentre».
-Por otra parte -dijo el señor Green, mientras Karl abría la carta-, creo que es digno de reconocimiento que por su causa haya venido desde Nueva York, y no he merecido que me haya hecho correr por los pasillos detrás de usted.
-¡De mi tío! -dijo Karl en cuanto echó un vistazo al contenido-. Lo había esperado -dijo volviéndose hacia el señor Green.
-Si lo esperaba o no me resulta completamente indiferente. Léala -dijo, y le acercó la vela.
A su luz, Karl leyó: «Querido sobrino:
Como habrás reconocido durante nuestra, por desgracia, demasiado corta convivencia, soy un hombre de principios. Eso no sólo es lo desagradable y triste para los que me rodean, sino también para mí mismo, pero agradezco a mis principios todo lo que soy y nadie puede reclamar que abjure de ellos, nadie, tampoco tú, mi querido sobrino, si bien tú serías el primero si se me ocurriese permitir ese ataque general contra mi carácter. Entonces sería precisamente a ti a quien tomaría y elevaría con estas dos manos con las que mantengo este papel y escribo. Pero como por ahora nada indica que eso pueda suceder, después del suceso de hoy me veo obligado a apartarte de mí y te pido encarecidamente que ni me busques personalmente ni intentes mantener una correspondencia conmigo o comunicarte a través de intermediarios. Hoy has decidido en contra de mi voluntad apartarte de mí, así que permanece el resto de tu vida con esa decisión, sólo de esa manera sería una decisión viril. Elegí como portador de este mensaje al señor Green, a mi mejor amigo, que seguramente encontrará para ti las palabras consoladoras que ahora no encuentro. Es un hombre influyente y en aras de nuestra amistad te ayudará con sus consejos y su apoyo en tus primeros pasos. Para comprender nuestra separación, que ahora cuando finalizo esta carta me vuelve a parecer inconcebible, debo decirme una y otra vez: de tu familia, Karl, no viene nada bueno. Si el señor Green llegase a olvidar entregarte tu maleta y tu paraguas, recuérdaselo. Con los mejores deseos para tu futuro, tu leal tío Jakob».
-¿Ha terminado? -dijo Green.
-Sí -respondió Karl-. ¿Me ha traído la maleta y mi paraguas? Aquí están -dijo Green, y puso su vieja maleta, que hasta ese momento había escondido con la mano izquierda detrás de su espalda, en el suelo al lado de Karl.
-¿Y el paraguas? -preguntó Karl.
-Todo está aquí -dijo Green, y sacó también el paraguas que había colgado de su bolsillo del pantalón-. Sus pertenencias las trajo un tal Schubal, un maquinista de primera clase de la Hamburg-Amerikalinie, afirmó haberlas encontrado en el barco. Se lo puede agradecer si surge la oportunidad.
-Bueno, al menos tengo mis viejas cosas -dijo Karl, y puso el para-guas sobre la maleta.
-Pero en el futuro debería cuidar mejor de ellas, se lo digo de parte del senador-comentó el señor Green, quien a continuación preguntó por pura curiosidad:
-¿De dónde ha sacado esa maleta tan extraña?
-Es la maleta que utilizan los soldados en mi país cuando son lla-mados a filas -respondió Karl-. Es la maleta militar de mi padre, por lo demás resulta muy práctica.
Sonriendo añadió:
-Presuponiendo que uno no la pierda por ahí.
-A fin de cuentas ya habrá escarmentado lo suficiente -dijo el señor Green-, y ya no tiene ningún otro tío en América. Aquí le doy un billete de tren en tercera clase a San Francisco. He decidido este destino para usted porque, en primer lugar, las posibilidades de ganar dinero en el Este son mejores y, en segundo lugar, porque aquí todos los sitios en que podría emprender algo tienen algo que ver con su tío y ante todo se tiene que evitar un encuentro entre ustedes dos. En Frisco podrá trabajar sin ser molestado, comience tranquilamente desde abajo e intente ir subiendo poco a poco.
Karl no pudo deducir ninguna maldad de esas palabras; la mala noticia, en el interior de Green toda la noche, ya había sido transmitida y desde ese momento Green parecía una persona inofensiva con la que quizá se pudiera hablar más francamente que con cualquier otra. El me-jor de los hombres, que sin culpa suya haya sido elegido como mensajero de una decisión tan secreta y atormentadora, parecerá sospechoso por fuerza mientras la guarde para él mismo.
-Abandonaré de inmediato esta casa -dijo Karl, esperando la con-firmación de un hombre experimentado-, pues he sido acogido como el sobrino de mi tío, mientras que aquí, como extraño, no se me ha perdido nada. ¿Sería tan amable de mostrarme la salida y señalarme el camino por el que puedo llegar al hostal más próximo?
-Pero volando -dijo Green-. Anda que no me está causando molestias.
Al contemplar la gran zancada que acababa de dar el señor Green, Karl se detuvo, ésa era una prisa sospechosa y agarró a Green por la falda de la chaqueta y, después de captar repentinamente el verdadero estado de las cosas, dijo:
-En el sobre de la carta que usted me ha entregado simplemente dice que yo la tenía que recibir a medianoche en cualquiera que fuera el sitio en que me encontrase. ¿Por qué entonces me ha retenido aquí con la excusa de la carta cuando quería irme a las once y cuarto? En eso se excedió en el encargo.
Green introdujo su respuesta con un movimiento de la mano con el que pretendió mostrar la futilidad del comentario de Karl. A continuación, dijo:
-¿Acaso está en el sobre que por su causa tenga que matarme co-rriendo o que quizá del contenido de la carta se pueda deducir que el encabezamiento se deba interpretar así? Si no le hubiese retenido habría tenido que entregarle la carta a medianoche en la carretera. -No -dijo Karl impertérrito-, no es del todo así. En el sobre está «para entregar después de medianoche». Si estaba tan cansado es posible que no me hubiese podido seguir o ya habría llegado a eso de la medianoche a casa de mi tío, lo que, ciertamente, el señor Pollunder ha negado, o, finalmente, hubiese sido su deber llevarme con su automóvil, que repentinamente ya nadie mencionó, a casa de mi tío, ya que yo insistía tanto en regresar. ¿Acaso no dice claramente el encabezamiento que la medianoche era para mí el último plazo? Y usted es el culpable de que yo no haya cumplido ese plazo.
Karl miró a Green con ojos penetrantes y reconoció cómo en Gre-en luchaba la vergüenza por ese desenmascaramiento con la alegría del triunfo de sus intenciones. Finalmente se calmó y, en un tono que pa-recía como si interrumpiera las palabras de Karl, quien ya hacía tiempo que permanecía en silencio, dijo:
-¡Ni una palabra más! -y empujó a Karl, quien había vuelto a coger su maleta y su paraguas, por una pequeña puerta situada ante él y que abrió de golpe.
Karl quedó asombrado ya al aire libre. Una escalera sin barandilla adosada a la casa conducía ante él hacia abajo. Sólo tenía que bajar y luego torcer un poco hacia la derecha, hacia donde se encontraba la alameda que conducía a la carretera. A la luz de la luna era imposible perderse. Abajo en el jardín oyó el ladrido de los perros que corrían sueltos a su alrededor en la oscuridad de los árboles. Se oía muy bien en el silencio cómo caían en la hierba después de dar grandes saltos.
Sin ser molestado por esos perros, Karl salió feliz del jardín. No sabía decir con certeza en qué dirección se encontraba Nueva York, en el viaje de venida apenas se había fijado en los detalles que ahora le podrían haber sido útiles. Finalmente se dijo que no tenía por qué ir necesariamente a Nueva York, donde nadie le esperaba y uno incluso no le esperaba con toda seguridad. Así que eligió una dirección al azar y se puso en camino.
IV - CAMINO A RAMSES
En el pequeño hostal al que Karl llegó después de una breve mar-cha, y que en realidad no era más que la estación terminal de los medios de transporte públicos neoyorquinos, Karl pidió la habitación más barata que había, pues creyó que tenía que comenzar a ahorrar lo más pronto posible. De acuerdo con su petición, el hostelero le hizo una señal como si fuera un empleado hacia la escalera, donde le recibió una criada desgreñada, enojada por el sueño perturbado, y que sin apenas escucharle y con ininterrumpidas advertencias de que no hiciese ruido al caminar, le condujo a una habitación, cuya puerta cerró no sin antes haberle susurrado un «¡sst!».
Al principio Karl no supo muy bien si es que habían corrido las cortinas o era que la habitación carecía de ventanas, tan oscuro estaba; finalmente descubrió una claraboya pequeña cubierta con un paño que Karl quitó y a través de la cual entró algo de luz. La habitación tenía dos camas, pero las dos estaban ya ocupadas. Karl vio a dos jóvenes que yacían sumidos en un sueño profundo y que parecían poco dignos de confianza ya que dormían vestidos sin que para ello hubiese un motivo razonable, uno de ellos incluso dormía con las botas puestas.
En el instante en que Karl destapó la claraboya, uno de los dur-mientes alzó un poco los brazos y las piernas, lo que ofreció una imagen que obligó a Karl a reír para sí a pesar de sus preocupaciones.
Pronto comprobó que, aparte de que tampoco había ninguna posi-bilidad para acostarse, ni siquiera un canapé o un sofá, no lograría conciliar el sueño, pues no podía exponer al peligro su recién recobrada maleta y el dinero que llevaba consigo. Pero tampoco quería irse, no se atrevía a pasar delante de la criada y del hostelero y abandonar en seguida la casa. Al fin y al cabo quizá allí no se encontraba más inseguro que en la carretera. Por lo demás, resultaba llamativo que en toda la habitación no se hallase ningún equipaje. Aunque quizá, y eso era lo más probable, los dos jóvenes eran criados que a causa de los huéspedes tendrían que levantarse temprano y por eso dormían vestidos. En ese caso no era muy honroso dormir con ellos, pero menos peligroso. No obstante, tenía que evitar por todos los medios quedarse dormido, mientras no obtuviera seguridad acerca de ello.
Debajo de una cama había una vela con cerillas que Karl recogió con pasos cuidadosos. No tenía ningún reparo en encender una luz, pues la habitación, según el hostelero, le pertenecía tanto a él como a los demás, quienes, por otra parte, ya habían disfrutado media noche de sueño y mediante la posesión de las camas se encontraban frente a él con una ventaja incomparable. En el resto, naturalmente, se esforzó por andar y tantear con cuidado para no despertarles.
Primero quería comprobar el interior de su maleta para hacerse una idea de sus cosas, de las cuales sólo se acordaba con imprecisión y de las que con toda seguridad habría desaparecido lo más valioso, pues cuando Schubal ponía su mano en algo, entonces había poca esperanza de recobrarlo incólume. Ciertamente podría haber esperado del tío una buena propina, mientras que, por otro lado, en el caso de que faltaran objetos siempre podía echarle la culpa al verdadero vigilante de la maleta, al señor Butterbaum.
Después de abrir la maleta y echar un primer vistazo, Karl se quedó horrorizado. ¿Cuántas horas había empleado durante el viaje en ordenar la maleta y volverla a ordenar? Y ahora todo estaba tan desordenado y había sido embutido con tal presión que la tapa saltó con sólo abrir el cerrojo. Pero pronto se dio cuenta Karl para su alegría de que ese desorden tenía un motivo: habían guardado con posterioridad el traje que él había llevado durante el viaje y para el que no había espacio en la maleta. No faltaba nada. En el bolsillo secreto de la chaqueta no sólo se encontraba el pasaporte, sino también el dinero traído de casa, de tal forma que Karl, añadiéndolo al que ya tenía, disponía por el momento de una cantidad suficiente. También encontró la ropa interior que había llevado a su llegada, lavada y planchada. Puso en seguida su reloj y el dinero en el bolsillo secreto. Lo único lamentable era que el salchichón veronés, que tampoco faltaba, había contagiado su olor al resto de las cosas. Si ese olor no se podía eliminar de algún modo, Karl tenía la perspectiva de tener que andar durante meses cubierto con él.
Al buscar algunos objetos que se encontraban en la parte del fondo, una Biblia de bolsillo, papel de carta y las fotografías de sus padres, se le cayó la gorra de la cabeza en la maleta. En su antiguo ámbito la reconoció en seguida, era su gorra, la gorra que le había dado la madre para el viaje. Sin embargo, y por precaución, no la había llevado puesta, pues sabía que en América en general se llevan gorras y no sombreros por lo que no había querido gastarla antes de llegar. Pero el señor Green la había empleado para mofarse de Karl. ¿Le habría dado su tío el encargo para hacerlo? Y en un movimiento involuntario de furia golpeó la tapa de la maleta que se cerró con ruido.
Ya no se podía evitar, los dos durmientes se habían despertado. Primero se estiró y bostezó uno de ellos, a él le siguió el segundo. Casi todo el contenido de la maleta estaba esparcido encima de la mesa, si eran ladrones, sólo necesitaban acercarse y elegir. No sólo para antici-parse a esa posibilidad, sino también para clarificar las cosas, Karl se acercó a las camas con la vela en la mano y les aclaró con qué derecho se encontraba allí. Ellos no parecieron haber esperado una aclaración semejante, pues aún demasiado soñolientos para poder hablar, se limi-taban a mirarse mutuamente con asombro. Los dos eran muy jóvenes, pero un trabajo duro o la necesidad había marcado los huesos en sus rostros. Barbas descuidadas pendían alrededor de sus barbillas, su pelo largo, sin cortar desde hacía tiempo, se acumulaba desordenado sobre sus cabezas y debido al sueño se restregaban con los nudillos sus ojos hundidos.
Karl quiso aprovecharse de su instantáneo estado de debilidad y dijo por esa razón:
-Me llamo Karl Rossmann y soy alemán. Por favor, ya que compartimos una habitación, díganme sus nombres y nacionalidad. Les aclaro desde el principio que no pretendo ocupar ninguna cama, ya que he venido tan tarde, y tampoco tengo ninguna intención de dormir. Por lo demás, no reparen en mi traje de calidad, soy completamente pobre y no tengo perspectivas.
El más pequeño de los dos -el que tenía puestas las botas- indicó con los brazos, las piernas y con gestos que nada de eso le interesaba y que ese momento no era el adecuado para ese tipo de discursos, así que volvió a echarse y se quedó dormido en seguida. El otro, un hombre de piel oscura, también se volvió a echar, pero, antes de dormirse, dijo con la mano extendida con indolencia:
-Ése se llama Robinson y es irlandés, yo me llamo Delamarche, soy francés y le pido silencio.
Apenas había terminado de hablar, apagó de un gran soplido la vela de Karl y cayó sobre la almohada.
«Por ahora he evitado ese peligro», se dijo Karl, y regresó a la mesa. Si su sueño no era fingido, todo estaba bien. Sólo resultaba desagradable que uno de ellos fuese irlandés. Karl ya no sabía con certeza en qué libro había leído en su casa que en América había que guardarse de los irlandeses. Durante su estancia en la casa del tío, había tenido la excelente oportunidad de profundizar en la cuestión de la peligrosidad de los irlandeses, pero lo había descuidado por completo ya que se creía en buenas manos para siempre. Ahora quería al menos contemplar con más precisión al irlandés con la vela que había vuelto a encender, y encontró que su aspecto era más soportable que el del francés. Incluso tenía una huella de redondez en las mejillas y sonreía amablemente durante el sueño, al menos en lo que Karl pudo constatar desde cierta distancia y contemplando la escena de puntillas.
A pesar de todo decidido a no dormir, Karl se sentó en la única silla de la habitación, aplazó provisionalmente hacer la maleta, pues para eso tenía aún toda la noche, y hojeó un poco la Biblia sin leer nada. Luego tomó la fotografía de los padres, en la que su padre, pequeño de estatura, aparecía muy erguido, mientras que la madre, sentada ante él en un sillón, daba la sensación de estar hundida. El padre posaba una de sus manos en el brazo del sillón, la otra, cerrada en un puño, en un libro ilustrado que, abierto, estaba situado en una débil mesa de adorno a su lado. También había una fotografía, en la que Karl aparecía con sus padres. Su padre y su madre le miraban fijamente, mientras que él, siguiendo las instrucciones del fotógrafo, había tenido que mirar hacia la cámara. Esa fotografía, sin embargo, no la había llevado con él en el viaje.
Más se fijó por tanto en la que tenía ante él e intentó captar la mirada del padre desde distintas perspectivas. Pero el padre, por más que cambiase la escena variando de posición varias veces la vela, no quería tornarse más vivo, su barba puntiaguda y rectilínea no se asemejaba a la que tenía en la realidad, no era una buena foto. La madre, en cambio, había salido mucho mejor, su boca estaba tan torcida como si le hubiesen hecho daño y se la obligase a reír. A Karl le pareció que ese rasgo por fuerza debía resultarle tan llamativo a todo aquel que contemplase la fotografía que al instante le pareció de nuevo que la claridad de esa impresión era demasiado fuerte, casi absurda. ¿Cómo se podía recibir de una imagen el convencimiento tan irrefutable de un sentimiento oculto en el retratado? Y durante un rato apartó la mirada dula fotografía. Cuando volvió a dirigir la mirada hacia ella, le llamó la atención la mano de la madre que colgaba en la parte delantera en el respaldo del sillón, tan cerca como para besarla. Pensó si quizá no sería conveniente escribir a los padres como los dos le habían insistido que hiciese y ante todo el padre con gran severidad en Hamburgo. Aunque en el momento en que la madre en la ventana, en aquella horrible tarde, le había anunciado el viaje a América, él había jurado irrevocablemente no escribir nunca, ¿qué significaba el juramento de un joven inexperto allí en las nuevas circunstancias que le rodeaban? Del mismo modo también habría podido jurar entonces que transcurridos dos meses de estancia sería General de las milicias americanas, mientras que ahora se encontraba en una buhardilla con dos vagabundos en un hostal en las afueras de Nueva York y además tenía que reconocer que allí se encontraba en su lugar. Y sonriendo examinó los rostros de los padres como si pudiera reconocer en ellos si aún tenían el deseo de recibir una noticia de su hijo.
En esa contemplación advirtió pronto que estaba muy cansado y que apenas podría permanecer despierto toda la noche. La foto se cayó de sus manos y luego posó el rostro en la foto cuyo frescor suscitó una sensación de agrado en su mejilla y con esa agradable sensación se dur-mió.
Se despertó muy temprano, cuando sintió unas cosquillas en la axi-la. Fue el francés quien se permitió esa impertinencia. Pero también el irlandés permanecía ante la mesa de Karl y los dos le miraban con el mismo interés con el que Karl les había mirado aquella noche. Karl no se sorprendió de que no le hubiesen despertado al levantarse; no debió ser necesario que ellos por mala intención hiciesen ruido, pues él había dormido profundamente y además, por el aspecto, no habían invertido mucho esfuerzo en vestirse y lavarse.
Entonces se saludaron mutuamente y con cierta formalidad, y Karl se enteró de que eran dos montadores mecánicos que desde hacía tiempo no habían encontrado ningún trabajo en Nueva York y, en consecuencia, se habían empobrecido bastante. Robinson, como prueba, se abrió la chaqueta y se pudo ver que no tenía camisa, lo que por lo demás se podía haber averiguado claramente debido al cuello suelto que había fijado a la chaqueta. Tenían la intención de alcanzar a pie el pueblo de Butterford, a dos días de camino de Nueva York, donde al parecer había trabajo. No tuvieron nada que objetar a que Karl les acompañase y le prometieron en primer lugar que se turnarían para llevar la maleta y, en segundo, que si encontraban trabajo, le darían un puesto de aprendiz, lo cual, si había trabajo en abundancia, sería algo muy fácil. Karl apenas había aceptado cuando ellos le aconsejaron amablemente que se quitase ese traje tan bonito pues le resultaría perjudicial en la búsqueda de trabajo. Precisamente en esa casa había una buena oportunidad para deshacerse del vestido, pues la criada comerciaba con trajes. Ayudaron a Karl, quien aún no estaba del todo decidido respecto al traje, a quitárselo y se lo llevaron. Cuando Karl, al quedarse solo, y estando todavía un poco soñoliento, comenzó a ponerse su viejo traje del viaje, se reprochó haber vendido el traje que quizá le habría perjudicado al buscar trabajo de aprendiz, pero que para un puesto mejor le podría haber sido útil, así que abrió la puerta para llamar a los dos, pero se tropezó con ellos. Éstos entraron y arrojaron en la mesa medio dólar como producto de la venta, y al hacerlo pusieron unos rostros tan alegres que era imposible no convencerse de que en la venta también ellos habían sacado una ga-nancia y, además, una enojosamente grande.
Pero no había tiempo para hablar sobre el asunto, pues la criada entró, tan soñolienta como por la noche, y quiso expulsar a todos al pasillo con la explicación de que tenía que arreglar la habitación para nuevos huéspedes. Naturalmente que eso era mentira, sólo lo hacía por maldad. Karl, que precisamente había querido comenzar a hacer su maleta, tuvo que ver cómo la mujer agarraba todas sus cosas con ambas manos y las arrojaba en la maleta con tal fuerza como si fueran animales que fuese necesario someter. Los dos montadores se acercaron a ella, tiraron de su falda, le dieron golpecitos en la espalda, pero si así tenían la intención de ayudar a Karl estaban equivocados. Cuando la mujer hubo cerrado la maleta, puso el asa en la mano de Karl, empujó a los montadores y sacó a los tres de la habitación con la amenaza de que si no obedecían no podrían tomar café. La mujer parecía haber olvidado que Karl no pertenecía desde el principio a los montadores, pues los trataba como si fuese de la misma banda. Aunque era cierto que los montadores le habían vendido el traje de Karl y con eso habían demostrado que tenían algo en común.
En el pasillo tuvieron que ir de un lado a otro durante un buen rato, especialmente el francés, que no se separaba de Karl; insultaba ininterrumpidamente; amenazaba al hostelero, si se aventuraba a ir, con derribarle a puñetazos; y parecía prepararse para ello frotándose los puños con furia. Finalmente llegó un niño inocente que tuvo que estirarse cuando le ofreció al francés la cafetera. Por desgracia, sólo había una cafetera y no había modo de hacer entender al niño que serían deseables unas tazas. Así sólo podía beber uno y los demás permanecían de pie ante él y esperaban. Karl no tenía ganas de beber, pero tampoco quería ofender a los demás, así que cuando llegaba su turno se llevaba la cafetera a los labios pero sin tomar nada.
En señal de despedida el irlandés arrojó la cafetera al suelo enlosa-do, abandonaron la casa sin ser vistos y salieron a la espesa niebla matutina. Caminaron por regla general en silencio uno al lado del otro por el borde de la carretera, Karl tuvo que llevar la maleta, los demás quizá le hubieran relevado si se lo hubiera pedido; de vez en cuando surgía un automóvil de la niebla y los dos giraban las cabezas hacia él, la mayoría eran coches enormes, llamativos en su carrocería y de una aparición tan breve que no se tenía tiempo ni siquiera de advertir la presencia de ocupantes. Más tarde comenzaron a pasar caravanas de vehículos que llevaban productos alimenticios a Nueva York y que circulaban tan seguidos, en cinco hileras que ocupaban toda la carretera, que nadie hubiera podido atravesarla. De vez en cuando, la carretera se ampliaba formando una plazoleta, en cuyo centro se elevaba una construcción en forma de torre por la que se paseaba un policía para poder supervisarlo todo y dirigir el tráfico que confluía allí, proveniente de las carreteras laterales y de la carretera principal, y que después permanecía sin supervisar hasta la próxima plazoleta y el próximo policía, pero que avanzaba con el orden mantenido por los silenciosos y atentos conductores y cocheros. Karl se asombró sobre todo de la tranquilidad general. Si no hubiese sido por los mugidos de las despreocupadas reses que eran llevadas al matadero, tal vez sólo se habría podido oír el tableteo de los cascos y el roce de las llantas. Naturalmente que en la carretera la velocidad de tránsito no siempre era la misma. Cuando en algunas plazoletas, a causa de la gran afluencia procedente de las carreteras laterales, se tenían que producir grandes aglomeraciones, las caravanas se detenían y avanzaban poco a poco, pero luego volvía a ocurrir que por un rato todas circulaban rápidas como el rayo, hasta que, como regidas por un único freno, volvían a calmarse. De la carretera no se levantaba nada de polvo, todo se movía en una atmósfera limpia. No había ningún peatón, por allí no caminaba ninguna mujer de mercado hacia la ciudad, como en la patria de Karl, pero de vez en cuando aparecían grandes vehículos planos en los que había veinte mujeres con cestas a la espalda, esto es, tal vez mujeres de mercado, que estiraban los cuellos para ver el tráfico y así alimentar esperanzas de que el viaje fuese más rápido. También se veían automóviles similares en los que paseaban algunos hombres con las manos en los bolsillos. En uno de esos automóviles, que llevaban distintos rótulos, Karl leyó sin que pudiera evitar proferir un ligero grito: «Se buscan trabajadores portuarios para la empresa de expedición Jakob». En ese mismo momento el vehículo avanzaba con lentitud y un hombre pequeño y vivaz, algo jorobado, que estaba en el estribo, invitó a los tres caminantes a subir. Karl se ocultó detrás de los montadores como si el tío pudiese encontrarse en el camión y verle. Estuvo contento de que también los otros dos rechazasen la invitación, aunque también en cierto modo le molestó la expresión arrogante de sus rostros al hacerlo. No debían de creer en absoluto que fueran demasiado buenos para entrar al servicio del tío. Se lo dio a entender en seguida, aunque no expresamente. Delamarche le pidió que fuese tan amable de no injerirse en cosas que no entendía, contratar a esa gente era una estafa vergonzosa y la empresa Jakob tenía mala fama en todos los Estados Unidos. Karl no respondió, pero a partir de ese momento trató más al irlandés, a quien también le pidió si le podía llevar un rato la maleta, a lo que éste se prestó, después de que Karl le repitiera varias veces su petición. Pero entonces comenzó a quejarse continuamente del peso de la maleta, hasta que quedó clara su intención: sólo quería aligerar la maleta del salchichón veronés que ya le había llamado agradablemente la atención en el hotel. Karl tuvo que sacarlo, el francés lo tomó para sí para cortarlo con un cuchillo que más parecía una daga y comérselo casi todo él solo. Robinson recibió de vez en cuando un trozo, Karl, en cambio, que de nuevo tuvo que llevar la maleta, si no quería dejarla abandonada en plena carretera, no recibió nada, como si ya hubiese recibido su parte de antemano. Le pareció demasiado humillante pedir un trozo, pero en su interior se le revolvió la bilis.
Se había desvanecido toda la niebla, en la lejanía resplandecía una alta cordillera cuya cresta ondulada se alzaba hacia las distantes nubes atravesadas por la luz solar. A los lados de la carretera había tierras mal labradas que se extendían alrededor de grandes fábricas ennegrecidas por el humo y situadas en medio del campo. En los grandes edificios de alquiler que se levantaban aislados y sin orden ni concierto, las numerosas ventanas vibraban debido al variado movimiento y a la iluminación;. en sus pequeños y débiles balcones los niños y las mujeres parecían muy ocupados, mientras que a su alrededor, ocultándolos y descubriéndolos, se agitaban por el viento matutino las ropas y sábanas colgadas, hinchándose poderosamente. Si se apartaba la mirada de las casas, se veían alondras en el cielo y más abajo golondrinas, no muy lejos de las cabezas de los viajeros.
Mucho de lo que veía, a Karl le recordaba su patria y no sabía si hacía bien en abandonar Nueva York y dirigirse al interior del país. En Nueva York estaba el mar y en todo momento la posibilidad de regresar a su patria. Se detuvo y les dijo a sus acompañantes que tenía ganas de quedarse en Nueva York. Y cuando Delamarche intentó que siguiera su camino empujándole, no se dejó empujar y dijo que tenía derecho a decidir sobre lo que quería hacer. El irlandés tuvo que intervenir y explicar que Butterford era mucho más bonito que Nueva York y aún tuvieron que convencerle durante un buen rato para que prosiguiera su camino. Y ni siquiera entonces habría seguido, si no se hubiese dicho que para él quizá fuese mejor llegar a un lugar donde la posibilidad de regresar a su patria no fuese tan fácil. Con toda seguridad allí trabajaría mejor y saldría adelante, ya que no le molestarían pensamientos inútiles.
Y entonces fue él quien alentó a los otros y ellos se alegraron tanto sobre su afán que, sin ni siquiera esperar a que se lo pidieran, se alternaron la maleta, y Karl no pudo comprender por qué había causado esa alegría. Llegaron a una zona que ascendía y cuando se detenían de vez en cuando podían contemplar, al mirar atrás, cómo se iba extendiendo más y más el panorama de Nueva York y de su puerto. El puerto que une Nueva York con Boston pendía frágil sobre el Hudson y temblaba cuando se entornaban los ojos. Parecía como si estuviese libre de tráfico y bajo él se extendía la lisa e inmóvil cinta del agua. En las dos ciudades enormes todo parecía absurdamente dispuesto y sin utilidad ninguna. Entre las casas apenas había diferencias ya fuesen grandes o pequeñas. En la profundidad invisible de las calles continuaba probablemente la vida a su modo, pero sobre ellas no se veía nada que no fuera una ligera neblina que, aunque no se movía, parecía disiparse sin esfuerzo. Incluso en el puerto, el más grande del mundo, había regresado la tranquilidad y sólo se creía ver aquí y allá, probablemente debido a la influencia del recuerdo de una visión anterior más próxima, a un barco que se desplazaba un corto trecho. Pero tampoco se le podía seguir mucho tiempo, se perdía de vista y ya no se podía volver a encontrar.
Delamarche y Robinson, en cambio, parecían ver mucho más, señalaban hacia la izquierda y la derecha y dibujaban en el aire con las manos extendidas plazas y jardines llamándolos por sus nombres. No podían comprender que Karl hubiese estado más de dos meses en Nueva York y que hubiese visto de la ciudad poco más que una calle. Y le prometieron que si llegaban a ganar suficiente dinero en Butterford irían con él a Nueva York para mostrarle todo lo que fuese digno de verse y sobre todo, naturalmente, aquellos lugares donde se podían divertir hasta alcanzar la felicidad suprema. Y Robinson comenzó a cantar una canción que Delamarche acompañó con palmas y que Karl reconoció como una melodía de opereta de su patria que allí, con el texto inglés, aún le gustó más de lo que le había gustado en casa. Y así se produjo una pequeña representación al aire libre en la que todos participaron, sólo la ciudad allá abajo, que al parecer se divertía tanto con esa melodía, no parecía saber nada de ella.
Una vez preguntó Karl dónde se encontraba el negocio de expedi-ción Jakob y en seguida vio los dedos índices de Delamarche y Robin-son dirigidos quizá al mismo punto quizá a puntos distantes varias mi-llas entre sí. Cuando siguieron camino, Karl preguntó cuándo podrían regresar a Nueva York si ganaban el suficiente dinero. Delamarche dijo que podía ser en un mes, pues en Butterford había carencia de trabaja-dores y los sueldos eran altos. Naturalmente que pondrían todo su dinero en una caja común para que diferencias casuales en las ganancias entre ellos, que eran camaradas, se pudiesen compensar.
Eso de la caja común no le gustó a Karl, aunque como aprendiz era evidente que ganaría menos que un trabajador especializado. Además, Robinson mencionó que si en Butterford no encontraban ningún trabajo, seguirían camino ya fuese para trabajar y encontrar acomodo como jornaleros o quizá, tal vez, hacia California, a los lavaderos de oro, lo que, según las narraciones detalladas de Robinson, era su plan preferido.
-¿Por qué se ha hecho entonces montador mecánico, si ahora quiere trabajar en los lavaderos de oro? -preguntó Karl, al que no le gustaba nada oír hablar de la necesidad de esos viajes inseguros.
-¿Por qué me he hecho montador? -dijo Robinson-. Bueno, seguro que no para que el hijo de mi madre se muera de hambre. En los lavaderos de oro se pueden obtener buenas ganancias.
-Se podían -dijo Delamarche.
-Aún se puede-dijo Robinson, y contó de muchos de sus conocidos que se habían enriquecido, que seguían allí, naturalmente sin mover ya un dedo, y que le ayudarían por su vieja amistad y, por supuesto, también a sus camaradas, a hacerse ricos.
-Por fuerza encontraremos trabajo en Butterford -dijo Delamarche, expresando el pensamiento más íntimo de Karl, pero no era una forma de expresarse de mucha confianza.
Durante el día sólo hicieron una pausa en un hostal y comieron al aire libre en, lo que así al menos le pareció a Karl, una mesa de hierro; comieron carne casi cruda que con cuchillo y tenedor no se podía cor-tar, sólo desgarrar. El pan tenía forma cilíndrica y de cada uno de los panes surgía un cuchillo. Con esa comida bebieron un líquido negruzco que raspaba la garganta. A Delamarche y a Robinson, en cambio, les gustaba, levantaron frecuentemente y con cualquier pretexto los vasos y brindaron, manteniendo un instante los vasos levantados. En las mesas contiguas se sentaban trabajadores con camisas salpicadas de cal y todos bebían el mismo líquido. Los automóviles que pasaban en gran número arrojaban nubes de polvo sobre las mesas. Se pasaban grandes periódicos, se hablaba con excitación de la huelga de los obreros de la construcción, el nombre de Mack resonó varias veces. Karl intentó averiguar algo sobre él y se enteró de que se trataba del padre del Mack que él conocía y que era el empresario de la construcción más importante de Nueva York. La huelga le estaba costando millones y quizá amenazaba su posición en los negocios. Karl no creyó una sola palabra de todas esas habladurías de gente mal informada y malintencionada.
A Karl también le amargó la sobremesa el hecho de que era muy cuestionable cómo se debía pagar la comida. Lo natural habría sido que cada uno pagase su parte, pero Delamarche y Robinson habían indicado esporádicamente que se habían gastado el último dinero que les quedaba en el alojamiento nocturno. No se les veían relojes, anillos o cualquier otro objeto enajenable. Y Karl no podía reprocharles que hubieran ganado algo de dinero en la venta de su traje, eso habría supuesto una ofensa y una despedida para siempre. Pero lo sorprendente era que ni Delamarche ni Robinson tenían la mínima preocupación acerca del pago, es más, tenían el buen humor suficiente como para intentar entablar relaciones con la camarera que, orgullosa, iba pesadamente de un lado a otro entre las mesas. Su pelo caía suelto en la frente y en los pómulos y ella se lo volvía a llevar hacia atrás con las manos. Finalmente, y cuando quizá se esperaba alguna palabra amable de ella, puso ambas manos en la mesa y preguntó:
-¿Quién paga?
Nunca reaccionaron manos más deprisa que las de Delamarche y Robinson, que ya señalaban a Karl. Él no se asustó, pues ya lo había previsto y no veía nada malo en que los camaradas, de los que esperaba alguna ventaja, se dejaran pagar por él alguna pequeñez, aunque habría sido más decente dejar claro el asunto antes de que llegase el momento decisivo. Desagradable era que tenía que sacar el dinero del bolsillo se-creto. Su primera intención había sido reservar el dinero para una situación de gran necesidad y así provisionalmente haberse puesto en el mismo nivel que sus camaradas. La ventaja que él lograba con ese dinero y ante todo con el silencio de su posesión frente a los camaradas quedaba para éstos más que compensado con el hecho de que ellos estaban en América desde su infancia, que tenían suficientes conocimientos y experiencias para ganar dinero y que, finalmente, no estaban acostumbrados a un mejor nivel de vida del que tenían en el momento presente. Esas intenciones que Karl tenía respecto a su dinero no podían ser perturbadas por el pago, pues podía prescindir de un cuarto de dólar y, por tanto, poner sobre la mesa un cuarto de dólar y explicar que ése era todo el dinero que poseía y que estaba dispuesto a sacrificarlo en el viaje común a Butterford. Para un viaje a pie esa cantidad bastaba. Sin embargo, no sabía si tenía el suficiente dinero suelto, y ese dinero se encontraba con los billetes en lo más profundo del bolsillo secreto, donde era más fácil encontrar las cosas si se vaciaba todo el contenido sobre la mesa. Además, era completamente innecesario que los camaradas supieran algo de ese bolsillo secreto. Por suerte pareció que los camaradas se interesaban más por la camarera que por el modo en que Karl sacaba el dinero para el pago. Delamarche atrajo a la camarera con la petición de que escribiese la factura entre él y Robinson y ella sólo pudo defenderse de la impertinencia de los dos poniendo toda su mano en el rostro de uno y de otro y apartándolos. Mientras tanto Karl, bajo la mesa, rojo por el esfuerzo, reunía en una mano el dinero y sacaba con la otra mano del bolsillo secreto moneda tras moneda. Finalmente creyó, a pesar de que no conocía muy bien el dinero americano, que ya tenía una cantidad suficiente y la puso encima de la mesa. El sonido del dinero interrumpió en seguida las bromas. Para enojo de Karl y para el asombro general resultó que había puesto casi un dólar. No obstante, ninguno preguntó por qué Karl no había dicho nada antes del dinero que habría bastado para un cómodo billete de tren a Butterford, pero Karl se quedó muy confuso. Lentamente, después de que la comida se hubiese pagado, retiró el dinero sobrante, pero aún de su mano tomó Delamarche una moneda que necesitaba como propina para la camarera, a la que abrazó y presionó para darle por el otro lado el dinero.
Karl también les quedó agradecido de que en el camino no le hiciesen ningún comentario acerca del dinero y durante un tiempo incluso pensó en confesarles el capital que portaba, pero lo dejó por que no encontró la oportunidad adecuada. Por la tarde llegaron a una zona rural más fértil. A su alrededor se veían tierras sin cercar que con su tierno verdor se extendían sobre suaves colinas. Ricas propiedades daban a la carretera y durante horas marcharon entre las verjas doradas de los jardines, varias veces cruzaron el mismo río que fluía lentamente y muchas veces, por encima de sus cabezas, oyeron el estruendo de los trenes que pasaban por los estremecidos viaductos.
Precisamente cuando el sol se estaba poniendo sobre los bordes rectos de lejanos bosques, se echaron en la hierba en medio de un grupo de árboles para recuperarse del esfuerzo. Delamarche y Robinson se estiraron todo lo que pudieron. Karl se sentó erguido mirando hacia la carretera que se extendía unos metros hacia abajo y por la que seguían circulando automóviles, como durante todo el día, unos al lado de otros, como si fuesen enviados desde la lejanía en el mismo número y fuesen esperados en otra lejanía en el mismo número. Durante todo el día, desde las primeras horas de la mañana, Karl no había visto detenerse a ningún auto ni que bajase ningún pasajero.
Robinson propuso pasar allí la noche, ya que todos estaban cansa-dos; además, así podrían emprender camino más temprano; también era cierto que les resultaría imposible encontrar un alojamiento más barato y mejor situado antes de que anocheciera. Delamarche estaba de acuerdo y sólo Karl se creyó obligado a declarar que tenía suficiente dinero para pagar el alojamiento nocturno para todos incluso en un hotel. Delamarche dijo que aún necesitarían el dinero, que debía conservarlo bien. Delamarche no ocultó en lo más mínimo que ya contaban con el dinero de Karl. Como su primera propuesta había sido aceptada, Robinson añadió que antes de dormir y con el fin de fortalecerse para el día siguiente, tendrían que comer algo sólido, y que uno de ellos debería traer la comida para los demás del hotel situado cerca de la carretera con el letrero luminoso «Hotel Occidental». Como era el más joven y como ninguno de los otros dos se mostró dispuesto, Karl no dudó en ofrecerse para ese cometido y se fue al hotel después de haber recibido el pedido de jamón, pan y cerveza.
Debía de haber una gran ciudad en las cercanías, pues la primera sala del hotel en la que Karl entró estaba llena de gente ruidosa y a lo largo del mostrador donde se encontraba el bufé, que se prolongaba por la pared principal y dos paredes laterales, corrían continuamente muchos camareros con delantales blancos hasta el pecho que no podían satisfacer a los impacientes huéspedes, puesto que siempre se oían una y otra vez en distintos lugares maldiciones y puños que golpeaban las mesas. Karl no llamó la atención de nadie. En la misma sala tampoco había servicio, los huéspedes, que se sentaban a mesas minúsculas que desaparecían con tres comensales, cogían todo lo que deseaban en el bufé. En todas las mesitas había un gran frasco de aceite, vinagre o algo parecido y todos los alimentos que se recogían se rociaban con el contenido de esos frascos. Si Karl quería llegar al bufé donde con toda probabilidad, especialmente en los lugares de los grandes pedidos, comenzarían las dificultades, tenía que serpentear entre las numerosas mesas, lo que, evidentemente, por mucha precaución que aplicase, supondría una grosera molestia a los huéspedes, quienes, sin embargo, lo aceptaron todo impertérritos, incluso cuando Karl fue empujado por un huésped contra una de las mesitas que él casi volcó. Aunque se disculpó, al parecer no le entendieron, por lo demás tampoco entendía él nada de lo que le grita-ban.
En el bufé encontró con esfuerzo un pequeño sitio libre en el que durante un rato le impidieron la vista los codos levantados de sus veci-nos. Parecía ser allí una costumbre acodarse en los mostradores y pre-sionar el puño contra la sien. Karl recordó cómo el profesor de latín, el Dr. Krumpal, precisamente había odiado esa postura y cómo siempre se había acercado en silencio y de improviso y había retirado el codo de la mesa con el golpe repentino y doloroso de una regla.
Karl estaba apretado contra el mostrador, pues apenas había logrado ocupar su puesto colocaron una mesa detrás de él y uno de los huéspedes que se había sentado a ella, cuando se reclinaba un poco al hablar, rozaba con su enorme sombrero la espalda de Karl. Allí había muy poca esperanza de recibir algo del camarero, aun cuando los dos toscos vecinos se habían ido ya satisfechos. Algunas veces Karl agarró sobre la mesa á algún camarero por el delantal, pero siempre lograron zafarse con el rostro desencajado. No se podían detener, se limitaban a correr y correr. Si al menos cerca de Karl se hubiese encontrado algo adecuado para comer y beber, lo habría cogido, habría preguntado por el precio, habría puesto el dinero y se habría ido contento. Pero precisamente ante él sólo había fuentes con pescados parecidos a los arenques, cuyas escamas negras relucían en los bordes como el oro. Esos pescados podían ser muy caros y probablemente no saciarían a nadie. Además de eso, a su alcance había pequeños barriles de ron, pero no quería llevarles ron a sus camaradas, en toda oportunidad y ya de por sí parecían siempre atraídos por el alcohol más concentrado y en eso no quería encima estimularles.
Así que a Karl no le quedó otra opción que buscarse otro sitio y comenzar de nuevo con sus esfuerzos. Pero entonces se dio cuenta de que se había hecho tarde. El reloj en el otro extremo de la sala, cuyas manecillas aún se podían reconocer fijando la mirada a través del humo, ya señalaba pasadas las nueve. En las otras partes del bufé, la multitud era aún mayor que en el sitio apartado donde había estado al principio. Además, cuanto más tarde se hacía, más se llenaba la sala. Una y otra vez entraban nuevos huéspedes por la puerta principal profiriendo un fuerte «hola». En algunos lugares los nuevos huéspedes limpiaban el mostrador con actitud despótica, se sentaban en él y bebían; eran los mejores sitios, desde ellos se podía ver toda la sala.
Karl intentó penetrar aún más, pero ya no tenía ninguna esperanza de alcanzar algo. Él se reprochaba que sin conocer las costumbres allí se había ofrecido a cumplir el encargo. Sus camaradas le amonesta rían con toda la razón y pensarían que no había traído nada sólo por ahorrar. Ahora se encontraba alrededor de unas mesas donde se comían platos calientes de carne con hermosas patatas doradas: le resultaba incomprensible cómo los habían conseguido.
Entonces vio a un par de pasos delante de él a una mujer mayor al parecer del personal del hotel que conversaba sonriendo con un hués-ped. Mientras hablaba jugaba con un pasador en su pelo. Karl decidió en seguida realizar su pedido a esa señora, sobre todo porque, al ser la única mujer en la sala, le parecía una excepción en el ruido y las prisas generales y también por el simple motivo de que era la única empleada del hotel que se encontraba a su alcance, presuponiendo que al dirigirle la palabra no se escapase para continuar su trabajo. Pero se produjo exactamente lo contrario. Karl aún no se había dirigido a ella, sólo la había espiado, cuando ella, como cuando alguien en medio de una conversación desvía la mirada, se fijó en Karl, interrumpió sus palabras, y preguntó amablemente en un inglés tan claro como el de una gramática, si buscaba algo.
-Pues sí -dijo Karl-, aquí no logro que me sirvan.
-Entonces venga conmigo, pequeño -dijo ella despidiéndose de su conocido, que se quitó el sombrero, lo que allí pareció de una increíble cortesía; cogió a Karl de la mano, se fue al bufé, apartó a uno de los huéspedes, abrió una puerta plegable en el mostrador, cruzó con Karl el pasillo que había detrás del mostrador, donde había que tener cuidado con los camareros que corrían incansables, abrió una puerta doble acolchada y se encontraron en una gran y fresca despensa.
«Hay que conocer el mecanismo», se dijo Karl.
-Bien, ¿qué desea? -dijo ella, y se inclinó hacia él solícita. Estaba muy gorda, su cuerpo se balanceaba, pero su rostro, naturalmente en proporción, poseía rasgos delicados; Karl, ante la visión de la gran cantidad de cosas comestibles que allí se acumulaban cuidadosamente en los estantes y sobre mesas, tuvo la tentación de pensar en una cena más fina, especialmente porque esperaba que esa mujer le serviría de buena gana; finalmente, sin embargo, y como no se le ocurría nada, volvió a nombrar sólo jamón, pan y cerveza.
-¿Nada más? -preguntó la mujer.
-No, gracias -dijo Karl-, pero para tres personas.
A la pregunta de la mujer por los dos restantes, Karl le habló en pocas palabras de sus camaradas; le causaba alegría que le preguntaran algo.
-Pero eso es comida de presidiarios -dijo la mujer, y pareció esperar otros deseos de Karl. Éste, sin embargo, temió que le regalaría algo y no aceptaría ningún dinero, así que permaneció callado.
-Lo arreglaremos en seguida -dijo la mujer, que se acercó a una mesa con una agilidad digna de admiración por su gordura, cortó un buen trozo de tocino con mucha carne con un cuchillo largo, delgado y en forma de sierra, tomó un pan del estante, levantó del suelo tres botellas de cerveza y lo puso todo en un cesto que entregó a Karl. Mientras, contó a Karl que le había llevado allí porque los alimentos en el exterior, en el bufé, por el humo y los vapores perdían su frescura a pesar del rápido consumo. La gente de fuera se conformaba con cualquier cosa. Karl ya no dijo nada más, pues no sabía a qué debía ese tratamiento privilegiado. Pensó en sus camaradas que, quizá, por muy buenos conocedores de América que fueran, no habrían podido penetrar en esa despensa y habrían tenido que contentarse con los alimentos podridos del bufé. Allí no se oía ninguna voz de la sala, las paredes tenían que ser muy gruesas para mantener esa estancia tan fresca. Karl ya tenía desde hace un rato el cesto en la mano, pero no pensaba en precios y tampoco se movía. Sólo cuando la mujer quiso añadir al cesto una botella similar a las que estaban fuera en las mesas, pensó en ello con un estremecimiento.
-¿Tiene aún mucho camino por delante? -preguntó la mujer. -Hasta Butterford-respondió Karl.
-Eso aún está muy lejos -dijo la mujer. A un día de viaje -dijo Karl.
-¿Nada más? -dijo la mujer. -¡Oh, no! -dijo Karl.
La mujer ordenó algunas cosas sobre la mesa, un camarero entró, buscó con la mirada a su alrededor, la mujer le indicó una fuente en la que había un montón de sardinas cubiertas con un poco de perejil y se llevó la fuente a la sala.
-¿Por qué quiere dormir al aire libre? -preguntó la mujer-. Aquí te-nemos espacio de sobra. Duerma con nosotros en el hotel.
Eso fue muy tentador para Karl, especialmente porque la noche anterior había dormido mal.
-Tengo mi equipaje fuera -dijo él dubitativo y no sin vanidad. -Tráigalo aquí -dijo la mujer-, eso no es ningún impedimento. -¡Pero mis camaradas! -dijo Karl, y notó en seguida que ellos sí que eran un impe-dimento.
-Naturalmente que también pueden dormir aquí -dijo la mujer-. ¡Anímese! No se haga tanto de rogar.
-Mis camaradas son gente honrada -dijo Karl-, pero no están muy limpios.
-¿Acaso no ha visto la suciedad en la sala? -preguntó la mujer, y frunció el rostro-. Aquí puede venir de lo peor. Entonces haré que preparen tres camas, aunque eso sí, en la buhardilla, pues el hotel esta-lle no; yo también me he trasladado a la buhardilla, en todo caso será mejor que al aire libre.
-No puedo traer a mis camaradas -dijo Karl.
Se imaginó el ruido que harían los dos en los pasillos de ese ele-gante hotel, y Robinson lo ensuciaría todo, y Delamarche molestaría sin duda a esa mujer.
-No entiendo por qué debería ser imposible -dijo la mujer-, pero si así lo quiere, deje a sus camaradas fuera y venga solo con nosotros.
-No puede ser, no puede ser -dijo Karl-, son mis camaradas y ten-go que permanecer con ellos.
-Usted es tozudo -dijo la mujer, y apartó la mirada de él-, una tiene buenas intenciones, pretende serle de alguna ayuda y usted se defiende con todas sus fuerzas.
Karl así lo entendió, pero no encontraba ninguna salida, así que se limitó a decir:
-Le agradezco mucho su amabilidad.
Entonces recordó que aún no había pagado, por lo que preguntó cuánto debía.
-Págueme cuando me devuelva el cesto -dijo ella-. Lo tiene que devolver, a más tardar, mañana a primera hora.
-Gracias -dijo Karl.
Ella abrió la puerta que conducía directamente al exterior y, mien-tras él salía con una inclinación, aún le dijo:
-Buenas noches, pero no actúa correctamente.
Él ya se había alejado unos pasos cuando ella exclamó: -¡Hasta mañana entonces!
Apenas había salido, oyó de nuevo el ruido sin amortiguar de la sa-la con el que se mezclaban ahora los sones de una orquesta. Se alegró de no haber tenido que atravesar la sala. El hotel estaba ahora ilumina-do en sus cinco pisos y alumbraba la carretera en toda su anchura. Aún seguían circulando automóviles, aunque ya de forma interrumpida; surgían de la lejanía con más rapidez que por el día, palpando el suelo de la carretera con los blancos rayos de luz de sus faros, y cruzaban con luces empalidecidas la zona alumbrada por el hotel, continuando a toda velocidad e iluminando la oscuridad que se extendía ante ellos.
Karl encontró a sus camaradas profundamente dormidos, había tardado mucho. Precisamente quería extender en los papeles los ali-mentos que encontró en el cesto para darles un aspecto apetitoso, y, al terminar, despertar a sus camaradas, cuando comprobó con un gran susto que su maleta, que él había dejado cerrada y cuya llave llevaba en su bolsillo, estaba completamente abierta, y la mitad de su contenido yacía desperdigado por la hierba.
-¡Levántense! -exclamó-. Mientras dormían han venido ladrones. -¿Falta algo? -preguntó Delamarche.
Robinson aún no se había despertado del todo y ya había cogido una cerveza.
-¡No lo sé! -gritó Karl-, pero la maleta está abierta. Es una impru-dencia quedarse dormido y dejar aquí la maleta sin vigilar. Delamarche y Robinson se rieron y el primero dijo:
-La próxima vez no debería tardar tanto. El hotel sólo está a unos pasos y usted necesita tres horas para ir y volver. Hemos tenido ham-bre, hemos pensado que quizá tuviera algo de comer en la maleta y hemos hurgado en la cerradura hasta que la hemos abierto. Por lo de-más, no había nada dentro y puede volver a hacer la maleta con toda tranquilidad.
-Bien -dijo Karl, miró fijamente el cesto que se quedaba vacío a gran velocidad y escuchó el ruido peculiar que Robinson hacía al be-ber, ya que el líquido penetraba hasta la garganta, pero luego era regur-gitado con una especie de pitido, como una efusión de lava, para ser acogido de nuevo en el interior del organismo.
-¿Han terminado de comer? -preguntó cuando los dos se tomaban un respiro instantáneo.
-¿No ha comido ya en el hotel? -preguntó Delamarche, creyendo que Karl exigía su parte.
-Si quieren seguir comiendo, dense prisa -dijo Karl, y fue hacia su maleta.
-Parece veleidoso -dijo Delamarche a Robinson.
-No soy veleidoso -dijo Karl-, pero quizá crean que es correcto abrir mi maleta durante mi ausencia y arrojar mis cosas alrededor. Ya sé que entre camaradas hay que ser tolerante, y me he preparado para ello, pero esto es demasiado. Dormiré en el hotel y no iré a Butterford. Coman deprisa, tengo que devolver el cesto.
-Ves, Robinson, así se habla -dijo Delamarche-, ésa es la forma cortés de expresarse. Se nota que es alemán. Ya me habías avisado acerca de él, pero he sido tonto y le he traído con nosotros. Le hemos otorgado nuestra confianza, le hemos remolcado con nosotros todo el día, por ello hemos perdido casi medio día y ahora -porque alguien le ha atraído con halagos en el hotel- se despide, simplemente se despide. Pero, como es un alemán falso, no lo hace abiertamente, sino que se busca el pretexto de la maleta y, como es un alemán grosero, no se puede ir sin insultar nuestro honor y llamarnos ladrones por el único motivo de haberle gastado una broma con la maleta.
Karl, que guardaba sus pertenencias, dijo sin volverse:
-Siga hablando así y facilitándome la despedida. Sé muy bien qué es la camaradería. También he tenido amigos en Europa y ninguno puede reprocharme que me hubiese comportado mal o indecorosa mente con él. Ahora, naturalmente, no tenemos ningún vínculo, pero si tuviese que regresar a Europa, todos me acogerían muy bien y me considerarían un amigo. Y ¿cómo le iba a traicionar a usted, Delamar-che, o a usted, Robinson, precisamente a ustedes dos que, lo que nunca ocultaré, fueron tan amables de aceptarme en su compañía y ofrecerme un posible puesto de aprendiz en Butterford? Pero esto es muy dife-rente. Ustedes no tienen nada y eso no les rebaja ante mis ojos, pero envidian mis escasas posesiones y por ello intentan humillarme, eso no lo puedo soportar. Y después de haber forzado mi maleta no se discul-pan con ninguna palabra, sino que me insultan y encima insultan a mi pueblo, con eso impiden cualquier posibilidad de quedarme a su lado. Por lo demás, no todo esto se lo reprocho a usted, Robinson. Contra su carácter sólo puedo objetar que depende demasiado de Delamarche.
-Ya lo comprendemos todo -dijo Delamarche acercándose a Karl y dándole un pequeño empellón como para llamar su atención-, ya vemos cómo se quita la careta. Todo el día ha estado detrás de mí, me ha seguido cogiéndose de mi chaqueta, ha imitado todos mis movi-mientos y permaneció tan quieto como un ratoncito. Ahora, sin em-bargo, que ha encontrado algún apoyo en el hotel, comienza a pronun-ciar grandes discursos. Usted es un pequeño listillo y aún no sé si lo vamos a tomar con tanta tranquilidad, si no le vamos a exigir dinero por lo que ha aprendido de nosotros. Robinson, dice que le envidia-mos, también sus pertenencias. Un día de trabajo en Butterford -por no hablar en California- y tendremos diez veces más de lo que nos ha mostrado y de lo que ha podido esconder en el interior de la chaqueta. Así que ¡más cuidado con lo que dice!
Karl se acababa de levantar junto a la maleta y vio cómo se acer-caba Robinson, aún algo dormido, pero animado por la cerveza.
-Si sigo aquí -dijo él-, seguro que seré testigo de más sorpresas. Pa-recen tener ganas de darme una paliza.
-Toda paciencia tiene un fin -dijo Robinson.
-Mejor es que se calle, Robinson -dijo Karl sin perder de vista a Delamarche-. En su interior me da la razón, pero exteriormente tiene que seguir a Delamarche.
-¿Acaso quiere sobornarle? -preguntó Delamarche.
-No se me ocurre tal cosa-dijo Karl-, estoy contento de irme y no quiero saber nada más de ustedes. Sólo quiero decir una cosa más, me han reprochado que poseo dinero y que lo he ocultado. Aceptando que fuese verdad, ¿no fue correcto actuar así ante personas a las que conocía sólo desde hacía unas horas?, y, en segundo lugar, ano confirman con su actual comportamiento la corrección de mi forma de actuar?
-Quédate quieto -dijo Delamarche a Robinson, a pesar de que éste no se movía. Entonces preguntó a Karl:
-Como usted es tan descaradamente sincero, ya que estamos aquí juntos siga con esa sinceridad y reconozca por qué quiere ir al hotel. Karl tuvo que retroceder un paso por encima de la maleta, tanto se había acercado a él Delamarche. Pero Delamarche no se dejó desconcertar por eso, echó la maleta a un lado, dio un paso hacia adelante, para lo que tuvo que poner el pie sobre una camiseta blanca que se había quedado sobre la hierba, y repitió la pregunta.
Como una respuesta subió desde la carretera hacia el grupo un hombre con una potente linterna. Era un camarero del hotel. Apenas hubo divisado a Karl, le dijo:
-Le busco desde hace una media hora. Ya he registrado todos los matorrales a ambos lados de la carretera. La señora cocinera mayor dice que necesita urgentemente el cesto que le ha dejado.
-Aquí está -dijo Karl con una voz insegura por la excitación. Dela-marche y Robinson se habían apartado con aparente modestia como siempre hacían con gente desconocida con buenas intenciones. El ca-marero tomó el cesto y dijo:
-La señora cocinera mayor me ha encargado que le pregunte si tal vez no lo ha pensado mejor y desea dormir en el hotel. También los otros dos señores serían bienvenidos, si los quisiera traer. Las camas ya están preparadas. Aunque la noche de hoy es templada, dormir aquí, en la cuneta, no carece de peligro, con frecuencia se encuentran serpientes.
-Como la señora cocinera mayor es tan amable, creo que aceptaré su invitación -dijo Karl, y esperó a que se manifestasen sus camaradas. Pero Robinson permaneció mudo y Delamarche se limitaba a mirar las estrellas con las manos en los bolsillos de los pantalones. Al parecer los dos contaban con que Karl les llevaría consigo sin más. -En ese caso -dijo el camarero-, tengo el encargo de conducirle al hotel y llevarle su equipaje.
-Entonces espere un momento, por favor -dijo Karl, y se inclinó para meter algunas cosas, que aún estaban por allí diseminadas, en la maleta.
De repente se levantó. Faltaba la fotografía, la había puesto en la parte de arriba y no la encontraba en ninguna parte. Todo estaba com-pleto, sólo faltaba la fotografía.
-No puedo encontrar la fotografía-dijo él suplicante hacia Delamarche.
-¿Qué fotografía? -preguntó éste. -La de mis padres -dijo Karl.
-No hemos visto ninguna fotografía-dijo Delamarche.
-No había ninguna fotografía dentro, señor Rossmann -confirmó también Robinson por su parte.
-Pero eso es imposible -dijo Karl, y sus miradas en busca de ayuda atrajeron al camarero.
-Estaba arriba del todo y ahora ya no está. Si no me hubieran gastado la broma con la maleta.
-Queda excluido cualquier error-dijo Delamarche-, en la maleta no había ninguna fotografía.
-Para mí era más importante que todo lo que tengo dentro de la maleta-dijo Karl al camarero que iba de un lado a otro buscando en la hierba.
-Es insustituible, no hay otra.
Y cuando el camarero abandonó la infructuosa búsqueda, Karl añadió:
-Era la única fotografía que tenía de mis padres.
A continuación, el camarero dijo en voz alta y sin ningún disimulo: -Tal vez podamos aún registrar los bolsillos de los señores.
-Sí -dijo en seguida Karl-, tengo que encontrar la fotografía. Pero antes de que registre los bolsillos, digo que quien me entregue volunta-riamente la fotografía, puede quedarse con toda la maleta.
Después de un instante de silencio general, dijo Karl al camarero. -Mis camaradas parecen preferir el registro de los bolsillos. Pero ahora le prometo incluso a aquel en cuyo bolsillo se encuentre la fotografía, toda la maleta. Más no puedo hacer.
El camarero se preparó en seguida para registrar a Delamarche, que le parecía más difícil de tratar que Robinson, dejando este último a Karl. Advirtió a Karl que habría que registrarlos al mismo tiempo, pues en otro caso uno de ellos se podía desembarazar de la fotografía sin ser visto. Nada más comenzar el registro, Karl encontró en su bolsillo una de sus corbatas, pero no la tomó y exclamó hacia el camarero:
-Cualquier cosa que encuentre en Delamarche, déjeselo, no quiero nada más que la fotografía, sólo la fotografía.
Mientras registraba el bolsillo de la chaqueta, Karl llegó a tocar con la mano el pecho caliente y grasiento de Robinson y tuvo conciencia de que quizá estaba cometiendo una gran injusticia con sus camaradas. Terminó todo lo rápido que le fue posible. Además, fue inútil, no se pudo encontrar la fotografía ni en Robinson ni en Delamarche. -No hay nada que hacer-dijo el camarero.
-Probablemente han roto la fotografía y han tirado los trozos -dijo Karl-. Pensé que eran mis amigos, pero en secreto sólo querían dañar-me. No Robinson, a quien jamás se le hubiera ocurrido que la fotografía pudiera tener tanto valor para mí, pero sí Delamarche.
Karl sólo veía al camarero ante sí, cuya linterna iluminaba un pe-queño círculo, mientras que todo lo demás, también Delamarche y Ro-binson, se encontraba en la oscuridad.
Por supuesto que ya no se habló de la posibilidad de que pudiesen acompañarle al hotel. El camarero se puso la maleta debajo del brazo, Karl tomó el cesto y se fueron. Karl acababa de llegar a la carretera, cuando se detuvo reflexionando y gritó hacia la oscuridad:
-¡Escúchenme! Si uno de ustedes aún tiene la fotografía y me la quiere llevar al hotel; recibirá la maleta y, lo juro, no le denunciaré. De arriba no llegó ninguna respuesta propiamente dicha, sólo se pudo oír una palabra sofocada, el comienzo de una llamada de Robinson, a quien Delamarche al parecerle tapó la boca. Karl aún esperó un rato por si se decidían por otra solución. Gritó dos veces espaciadas. -¡Todavía estoy aquí!
Pero nadie respondió ni una sílaba, sólo una vez rodó hacia abajo una piedra, quizá por casualidad, quizá fue un lanzamiento fallido.
V - EN EL HOTEL OCCIDENTAL
En el hotel, Karl fue conducido en seguida a una especie de despa-cho en el que la cocinera mayor, con un cuaderno de notas en la mano, dictaba una carta a una joven mecanógrafa sentada ante su máquina. El extremadamente preciso dictado, las elásticas y exactas pulsaciones adelantaban al tictac del reloj de pared sólo perceptible de vez en cuando, el reloj ya marcaba las once y media.
-¡Está bien! -dijo la cocinera mayor, cerró el cuaderno y la mecanógrafa se levantó, cubrió la máquina con la cubierta de madera, sin apartar la mirada de Karl durante esa labor mecánica. Tenía el aspecto de una colegiala, su delantal estaba cuidadosamente planchado, con ondulaciones en los hombros, llevaba un peinado muy alto y uno se asombraba un poco cuando después de esos detalles se veía su rostro serio. Tras inclinarse primero ante la cocinera mayor y después ante Karl, se alejó, y Karl miró involuntariamente a la cocinera mayor con un gesto interrogativo.
-Me alegro de que finalmente haya venido -dijo la cocinera mayor-. ¿Y sus camaradas?
-No los he traído -dijo Karl.
-Saldrán muy pronto por la mañana -dijo la cocinera como para encontrar un motivo que lo aclarase.
«¿No debería pensar que yo también viajo con ellos?», se preguntó Karl y por eso, para excluir cualquier duda, dijo:
-Nos hemos separado disgustados.
La cocinera mayor pareció tomarlo como una noticia agradable.
-Entonces, es usted libre? -preguntó.
-Sí, soy libre -dijo Karl, y nada le pareció más fútil. -Escúcheme, ¿no querría aceptar un puesto aquí en el hotel? -preguntó la cocinera mayor.
-Encantado -dijo Karl-, pero soy terriblemente ignorante. Ni si-quiera puedo, por ejemplo, escribir en una máquina.
-Eso no es lo más importante-dijo la cocinera-. Por el momento ocupará un puesto insignificante y deberá ver cómo puede ir ascen-diendo con diligencia y atención. En todo caso creo que para usted será más adecuado y mejor quedarse en algún lugar y no vagabundear por el mundo. Para eso me parece que no está hecho.
«Eso lo habría firmado mi tío», se dijo Karl, y asintió con la cabe-za. Al mismo tiempo recordó que él, por quien estaban tan preocupa-dos, aún no se había presentado.
-Disculpe, por favor-dijo él-, que aún no me haya presentado: me llamo Karl Rossmann.
-Usted es alemán, ¿verdad?
-Sí -dijo Karl-. No hace mucho que estoy en América. -¿De dónde es usted?
-De Praga, en Bohemia-dijo Karl.
-¡Qué casualidad! -exclamó la cocinera en un alemán con un fuerte acento inglés y casi levantó los brazos-, entonces somos compatriotas, me llamo Grete Mitzelbach y soy de Viena, y conozco muy bien Praga, estuve un año entero trabajando en El «Ganso de Oro» en la plaza Wenzel .
-¡Pues sí, qué casualidad! ¿Cuándo fue eso? -preguntó Karl. -¡Oh, ya hace mucho tiempo!
-El viejo «Ganso de Oro» -dijo Karl- fue derruido hace dos años.
-¿Sí? -dijo la cocinera sumida en pensamientos sobre los viejos tiempos.
Pero poniéndose vivaz de repente, tomó a Karl de las manos y ex-clamó:
-Ahora que ha resultado que somos compatriotas no puede aban-donarnos de ninguna manera. Eso no me lo puede hacer. ¿Le apetecer-ía ser, por ejemplo, ascensorista? Diga sólo que sí y ya lo es. Si conoce un poco este mundo sabrá que no es fácil conseguir esos empleos, pues son el mejor inicio que se puede pensar. Tendrá contacto con todos los huéspedes, siempre le verán, le harán péquenos encargos, en suma, todos los días tendrá la oportunidad de lograr algo mejor. Y deje que yo me encargue del resto.
-Me encantaría ser ascensorista-dijo Karl después de una pequeña pausa. Habría sido absurdo poner objeciones al puesto en considera-ción a sus estudios en el Instituto. Más bien en América sus años de Instituto habrían sido un motivo para avergonzarse. Por lo demás, los ascensoristas siempre le habían caído bien, le habían parecido como un adorno del hotel.
-¿No son necesarios conocimientos de idiomas? -preguntó. -Habla alemán y un buen inglés, eso basta y sobra.
-Inglés he aprendido en América en dos meses y medio -dijo Karl, no queriendo silenciar su único mérito.
-Eso habla mucho en su favor -dijo la cocinera mayor-. Cuando pienso en las dificultades que me ha creado el inglés. Aunque eso fue hace treinta años. Precisamente ayer hablé de ello. Por cierto, ayer fue mi cumpleaños, cumplí cincuenta años.
Y, sonriendo, intentó leer en el gesto de Karl la impresión que le hacía la dignidad de esa edad.
-En ese caso le deseo muchas felicidades y mucha suerte en el fu-turo.
-Eso siempre se puede necesitar -dijo ella, estrechó la mano de Karl y volvió a entristecerse algo por ese giro de su tierra natal del que había sido consciente al hablar en alemán.
-Pero le estoy entreteniendo aquí -exclamó ella-, y seguramente es-tará muy cansado, de todo esto podremos hablar mejor mañana. La alegría de haber encontrado a un compatriota me ha dejado aturdida. Venga, le conduciré a su habitación.
Aún quisiera pedirle un favor, señora cocinera mayor -dijo Karl al ver un teléfono encima de una mesa-. ¿Es posible que mañana, quizá muy temprano, mis antiguos camaradas puedan traerme una fotografía que necesito urgentemente? ¿Sería tan amable de telefonear al portero para que me envíe a esas personas o para que me vengan a buscar?
-Claro -dijo la cocinera jefe-, pero ¿no bastaría si él se hace cargo de la fotografía? Por cierto, ¿de qué fotografía se trata, si se puede preguntar?
-Es la fotografía de mis padres -dijo Karl-. Pero no, tengo que hablar personalmente con ellos.
La cocinera mayor no dijo nada más y dio por teléfono en la portería el correspondiente encargo y al hacerlo nombró el número 536 para designar la habitación de Karl.
A continuación, atravesaron una puerta situada en la parte opuesta a la puerta de entrada y salieron a un pequeño pasillo donde un ascensorista dormía apoyado en la barandilla del ascensor.
-Podemos servirnos nosotros mismos -dijo la cocinera mayor en voz baja e invitó a Karl a que entrase en el ascensor-. Un horario laboral de diez a doce horas es demasiado para un joven de esa edad -dijo ella mientras subían-. Pero es algo peculiar de América. Ahí está, por ejemplo, ese joven, hace sólo medio año que ha llegado con sus padres, es italiano. Ahora ofrece un aspecto que parece imposible que pueda soportar el trabajo, ya no le queda nada de carne en el rostro, se duerme en horas de servicio, a pesar de que es por naturaleza diligente, pero aún tiene que trabajar medio año aquí o en cualquier otro sitio en América y si lo soporta todo con ligereza, en cinco años será un hombre fuerte. Le podría mencionar durante horas ejemplos similares. En ello no pienso en usted, pues usted es un joven fuerte. Usted tiene diecisiete años, ¿no?
-El próximo mes cumpliré dieciséis -respondió Karl.
-¡Aún dieciséis! -dijo la cocinera jefe-. Entonces sólo necesita valor.
Arriba condujo a Karl a una habitación que si bien por ser una buhardilla tenía una pared oblicua, por lo demás, y con la iluminación de dos bombillas, parecía muy habitable.
-No se asuste por el mobiliario -dijo la cocinera jefe-, no es ninguna habitación de hotel, sino una habitación de mi vivienda que consta de tres habitaciones, de tal modo que no me molestará en absoluto. Cerraré las puertas de comunicación para que pueda sentirse a sus anchas. Mañana, como nuevo empleado del hotel, recibirá su propia habitación. Si hubiese venido con sus camaradas, tendría que haberle ofrecido las camas en el dormitorio colectivo de los criados, pero como está solo, pienso que aquí estará mejor aunque tenga que dormir en un sofá. Y ahora duerma bien con el fin de fortalecerse para el trabajo. Mañana no será muy duro.
-Le agradezco mucho su amabilidad.
-Espere -dijo ella deteniéndose en la salida-, aquí le despertarán temprano.
Y se acercó a una de las puertas laterales de la habitación, llamó y exclamó:
-¡Therese!
-¡Sí, señora cocinera mayor! -se anunció la voz de la pequeña me-canógrafa.
-Cuando me vayas a despertar por la mañana temprano, tienes que ir por el pasillo, aquí, en esta habitación, duerme un huésped. Está muy cansado.
Ella sonrió a Karl mientras dijo esto último. -¿Lo has entendido?
-Sí, señora cocinera mayor. -Entonces, buenas noches. -Buenas noches.
-Desde hace algunos años -dijo la cocinera como aclaración-, duermo muy mal. Ahora, con mi posición, puedo estar satisfecha y no necesito tener más preocupaciones. Pero debieron de ser las consecuencias de mis viejas preocupaciones las que me causaron este insomnio. Si puedo dormirme a las tres de la madrugada, puedo estar contenta, pero como tengo que estar en mi puesto ya a las cinco o, a más tardar, a las cinco y media, tengo que encargar que me despierten y con especial cuidado para que no me ponga más nerviosa de lo que estoy. Y entonces me despierta precisamente Therese. Pero ahora ya lo sabe realmente todo y yo nunca termino de irme. ¡Buenas noches!
Y a pesar de su corpulencia, se desplazó con gran rapidez por la habitación y salió.
Karl se alegró de poder dormir, pues los acontecimientos del día le habían fatigado mucho. No podía pensar en un entorno más conforta-ble para un tranquilo y prolongado sueño. Aunque la habitación no había sido concebida como dormitorio, más bien se trataba de un salón o más bien de una sala de recepción de la cocinera mayor, le habían traído un lavabo sólo por él y para esa noche; con todo, Karl no se sintió un intruso, sino muy bien tratado. Habían dejado allí su maleta, bien ordenada; desde hacía tiempo no se encontraba tan segura. En un armario bajo con cajones, sobre el que se había extendido un paño de punto de lana, había varias fotografías enmarcadas bajo un cristal; al inspeccionar la habitación, Karl se detuvo allí y las contempló. La mayoría de ellas eran fotografías antiguas y en ellas se veían muchachas con vestidos pasados de moda e incómodos y sombreros holgados, pequeños pero altos; apoyaban la mano derecha en un paraguas, permaneciendo vueltas hacia el observador, aunque desviando la mirada. Entre las fotografías masculinas, a Karl le llamó especialmente la atención el retrato de un joven soldado, que había dejado el quepis sobre una pequeña mesa; permanecía vigoroso con su despeinado pelo negro y su rostro mostraba una sonrisa orgullosa y reprimida. Los botones de su uniforme en la fotografía habían sido dorados con posterioridad. Todas esas fotografías procedían de Europa, probablemente se podría haber comprobado en su dorso, pero Karl no quería cogerlas con la mano. De la misma forma en que estaban esas fotografías, así quería él colocar la fotografía de sus padres en su futura habitación.
Después de lavar a conciencia todo su cuerpo, lo que se esforzó en hacer con el menor ruido posible en atención a su vecina, se estaba estirando en el canapé disfrutando con antelación del sueño, cuando creyó oír que llamaban suavemente a la puerta. No se podía confirmar en qué puerta era, también se podía tratar de un ruido casual. No se repitió inmediatamente, y Karl ya casi se había quedado dormido, cuando lo volvió a oír. Ya no había ninguna duda de que se trataba de golpes y procedían de la puerta de la mecanógrafa. Karl se acercó de puntillas hasta la puerta y preguntó en voz tan baja que si alguien durmiera al lado no le habría despertado:
-¿Desea algo?
La respuesta llegó en seguida y asimismo en voz baja. -¿No quisiera abrir la puerta? La llave está en su lado. -Espere, por favor-dijo Karl-, antes tengo que vestirme. Se produjo una corta pausa, luego se oyó:
-No es necesario, abra y acuéstese, yo esperaré un poco. -Bien -dijo Karl, y así lo hizo, no sin antes encender la luz. -Ya estoy en la cama-dijo él en un tono algo más elevado. Entonces entró desde su oscura habitación la pequeña mecanógrafa, vestida exactamente de la misma manera que abajo en el despacho; durante todo ese tiempo no había pensado en irse a dormir.
-Le ruego que me disculpe -dijo ella, y permaneció algo inclinada ante el lecho de Karl-, y por favor no me traicione. Tampoco le moles-taré mucho tiempo, ya sé que está cansado.
-No es tanta molestia-dijo Karl-, aunque quizá habría sido preferi-ble que me hubiese vestido.
Tenía que estar completamente estirado para quedar tapado hasta el cuello, pues no tenía ninguna camisa del pijama.
-Sólo estaré un instante-dijo ella, y cogió una silla-. ¿Puedo sentar-me al lado del canapé?
Karl asintió y ella se sentó al lado del canapé, tan cerca de él que Karl tuvo que retroceder hacia la pared para poder mirar hacia ella. Tenía un rostro redondo y bien proporcionado, sólo la frente era anormalmente elevada, pero eso podía deberse al peinado, que no le quedaba muy bien. Su vestido estaba muy limpio y cuidado. En su mano izquierda apretaba un pañuelo.
-¿Se quedará aquí mucho tiempo? -preguntó ella.
-Aún no lo sé -respondió Karl-, pero creo que por ahora me que-daré.
-Eso estaría muy bien -dijo ella, y se pasó el pañuelo por el rostro-, aquí estoy tan sola.
-Eso me sorprende -dijo Karl-. La señora cocinera mayor es muy amable con usted, no la trata como a una vulgar empleada. Pensé que estaban emparentadas.
-¡Oh!, no -dijo ella-, yo me llamo Therese Berchtold, soy de Pome-rania.
También Karl se presentó. Después, ella le miró por primera vez francamente a la cara, como si al mencionar su nombre se hubiese vuelto más extraño. Callaron durante un rato. Entonces ella dijo:
-No debe creer que soy desagradecida. Sin la cocinera mayor me iría mucho peor. Antes era pinche de cocina aquí en el hotel y con gran peligro de ser despedida, pues no podía realizar un trabajo tan duro. Aquí se exige mucho. Hace un mes una pinche de cocina se desmayó por el esfuerzo continuado y tuvo que permanecer catorce días en el hospital. Y yo no soy muy fuerte, con anterioridad padecí mucho y por eso no me he desarrollado con normalidad, seguro que no diría que ya tengo dieciocho años; pero ahora me estoy fortaleciendo.
-El servicio aquí tiene que ser realmente agotador -dijo Karl-. Aba-jo he visto a un joven ascensorista dormido de pie.
-Pues los ascensoristas son los que mejor están-dijo ella-. Ganan bastante dinero con las propinas y no están sometidos a los esfuerzos de la gente que trabaja en la cocina. Pero yo tuve suerte, la señora co-cinera mayor necesitó una muchacha para preparar las servilletas para un banquete y buscó entre las mozas de cocina, de las que aquí hay unas cincuenta, yo estaba en ese momento a mano y la dejé satisfecha, pues siempre se me ha dado muy bien eso de doblar servilletas. Y así, desde aquella vez, siempre me tuvo a su lado y me educó poco a poco para ser su secretaria. Gracias a ella he aprendido mucho.
-¿Tanto hay aquí para escribir? -preguntó Karl.
-Mucho -respondió ella-, ni siquiera se lo puede imaginar. Ya ha visto que yo he trabajado hoy hasta las once y media y hoy no es ningún día especial. No obstante, no me dedico a escribir continua-mente, también realizo encargos en la ciudad.
-¿Cómo se llama la ciudad? -preguntó Karl. -¿No lo sabe? -dijo ella-. Se llama Ramses. -¿Es una gran ciudad? -preguntó Karl.
-Muy grande -respondió ella-. No me gusta ir. Pero ¿no quiere dormirse ya?
-No, no -dijo Karl-, ni siquiera sé todavía para qué ha venido a vi-sitarme.
-Porque no puedo hablar con nadie. No me gusta quejarme, pero cuando no tienes a nadie, una es feliz de encontrar a alguien que te es-cuche. Le he visto abajo en la sala, precisamente iba a recoger a la co-cinera mayor cuando ella le conducía a la despensa.
-Es una sala horrible -dijo Karl.
-Yo ya no lo noto -respondió ella-. Pero sólo quería decir que la señora cocinera mayor es tan amable conmigo como sólo lo fue mi bendita madre. Pero la diferencia entre nuestros puestos es demasiado grande como para que pueda hablar libremente con ella. Entre las mo-zas de cocina tuve antes buenas amigas, pero ya hace tiempo que no están aquí y a las nuevas apenas las conozco. A veces me parece como si mi trabajo actual fuese más agotador que el anterior, que no lo reali-zo tan bien y que la cocinera mayor sólo me mantiene en el puesto por compasión. Al fin y al cabo tendría que haber recibido una mejor edu-cación escolar para ser secretaria. Es un pecado decirlo, pero con fre-cuencia temo volverme loca. Pero por amor de Dios -dijo repentina-mente y mucho más rápido, tocando fugazmente el hombro de Karl, ya que éste tenía las manos bajo la manta-, no debe decirle nada de esto a la señora cocinera mayor, si no estaría perdida. Sería el colmo que además de los problemas que le causo por mi trabajo, le provocase otros sufrimientos.
-Es evidente que no le contaré nada-respondió Karl.
-Entonces está bien -dijo ella-, y quédese aquí. Me alegraría de que permaneciese aquí y pudiésemos, si le parece bien, apoyarnos mutua-mente. Desde la primera vez que le he visto, le he cobrado con fianza; Y, sin embargo, a pesar de ello, fíjese lo mala que soy, creí que la coci-nera mayor podría nombrarle secretario y despedirme. Durante todo el tiempo en que permanecía aquí sentada mientras ustedes estaban en el despacho, me lo he imaginado así, pensé que incluso sería bueno que usted asumiese mi trabajo, pues sin duda lo haría mejor. Si usted no quisiera hacer los encargos en la ciudad, yo podría seguir realizando ese trabajo. En otro caso en la cocina podría ser mucho más útil, sobre todo porque ya soy más fuerte.
-El asunto ya está arreglado -dijo Karl-. Seré ascensorista y usted seguirá siendo secretaria. Pero si usted hace la menor indicación de sus planes a la señora cocinera mayor, yo traicionaré el resto de lo que me ha contado hoy, por mucho que me duela.
Ese tono excitó tanto a Therese que se arrojó al lado de la cama y, gimiendo, presionó el rostro contra la ropa de cama.
-No traicionaré nada-dijo Karl-, pero usted tampoco debe decir nada.
Entonces ya no pudo mantenerse oculto por la manta, acarició un poco su brazo, no encontró nada adecuado para decirle y sólo pensó que ésa era una vida amarga. Finalmente, ella se calmó al menos lo ne-cesario como para avergonzarse de sus lloros, miró agradecida a Karl, le dijo que durmiera el día siguiente hasta tarde y le prometió que si encontraba tiempo subiría a despertarle a eso de las ocho.
-Ya sé que sabe despertar con gran habilidad.
-Sí, hay cosas que sé hacer muy bien -dijo ella, pasó suavemente la mano sobre su manta como despedida y corrió hacia su habitación. Al día siguiente Karl insistió en ocupar en seguida su puesto, a pesar de que la cocinera mayor quería dejarle el día libre para visitar Ramses. Pero Karl repitió que para eso ya habría oportunidad, que para él lo más importante era comenzar con su trabajo, pues ya había interrumpido inútilmente en Europa otro trabajo, aunque con otra finalidad, y comenzaba como ascensorista a una edad en la que al menos los jóvenes más diligentes estaban a punto de ascender como una promoción natural. Era cierto que comenzaba como ascensorista, pero también era cierto que debía darse prisa. En esas circunstancias la visita de la ciudad no le causaría ningún placer. Ni siquiera le convenció una visita breve, como le propuso Therese. Siempre tenía en mente que finalmente, si no era diligente, podría llegar a la situación de Delamarche y Robinson.
En el sastre del hotel le probaron el uniforme de ascensorista, que en el exterior era muy lujoso con botones y cordones dorados, pero que al ponérselo le causó un estremecimiento, pues especialmente en las axilas la chaquetilla estaba fría y dura, además de húmeda, debido al sudor de los ascensoristas que la habían llevado antes que él. El uniforme se tuvo que agrandar especialmente para Karl en la zona del pecho, pues ninguno de los diez que tenían disponibles le valía. A pesar de ese trabajo de costura necesario y de que el sastre parecía muy puntilloso -dos veces devolvió el uniforme ya entregado al taller- todo estuvo listo en apenas cinco minutos y Karl abandonó la sastrería convertido ya en ascensorista, con los pantalones ajustados y una chaquetilla, pese a las contrarias aseveraciones del sastre, demasiado estrecha, tanto que inducía a realizar ejercicios respiratorios para comprobar si aún era posible respirar.
Después se presentó al camarero mayor a cuyas órdenes iba a estar, un hombre apuesto y delgado con una gran nariz, que muy bien podía encontrarse ya en la cuarentena. No tuvo tiempo ni de iniciar una conversación y se limitó a llamar a un ascensorista, casualmente a aquel a quien Karl había visto el día anterior. El camarero mayor le llamó sólo por su nombre de pila, Giacomo, como más tarde supo Karl, pues en la pronunciación inglesa quedaba irreconocible. Ese joven recibió el encargo de mostrarle a Karl todo lo necesario para el ejercicio de sus funciones, pero era tan tímido y presuroso que Karl, por más que fuese muy poco lo que le tenía que enseñar, ni siquiera eso pudo aprender. Con toda seguridad Giacomo se había enfadado porque había tenido que abandonar el servicio de ascensorista a causa de Karl y tenía que ocupar un puesto propio de sirvientas, lo cual, según determinadas experiencias que él silenció, le parecía deshonroso. Ante todo Karl quedó decepcionado por el hecho de que un ascensorista sólo tuviera algo que ver con la maquinaria del ascensor por cuanto que él se limitaba a ponerlo en movimiento con la simple presión de un botón, mientras que para las reparaciones en el mecanismo de accionamiento se empleaba exclusivamente a los mecánicos del hotel. Así, por ejemplo, Giacomo, a pesar de su servicio de medio año en el ascensor, no había visto con sus propios ojos ni el mecanismo de accionamiento en el sótano, ni la maquinaria en el interior del ascensor, aunque, según sus testimonios, le hubiese gustado mucho hacerlo. Era un trabajo tremendamente monótono y a causa del horario de doce horas, turnándose noche y día, tan fatigoso que, según Giacomo, no se podía resistir a no ser que se lograse dormir algunos minutos de pie. Karl no dijo nada, pero comprendió que precisamente ese arte le había costado el puesto a Giacomo.
A Karl le agradó que el ascensor que él tenía que manejar sólo iba a los últimos pisos, por lo que no tendría que tratar a la pretenciosa gente rica. Sin embargo, allí no se aprendería tanto como en otro lado y sólo era bueno para empezar.
Transcurrida la primera semana, Karl se dio cuenta de que estaba a la altura del trabajo. Los bronces de su ascensor eran los que más brillaban, ninguno de los otros treinta ascensores se podía comparar con el suyo, y habría brillado aún más si el joven que servía en el mismo ascensor hubiese sido tan diligente y no se hubiese sentido afirmado en su desidia por el esmero de Karl. Era norteamericano de nacimiento, de nombre Rennel, un joven vanidoso con ojos oscuros y mejillas lisas y algo hundidas. Tenía un elegante traje particular con el que, ligeramente perfumado, se apresuraba a visitar la ciudad en las tardes libres; de vez en cuando también le pedía a Karl que le sustituyera por la tarde, ya que tenía que irse por asuntos familiares y no le importaba nada que su aspecto contradijera esos pretextos. Aun así, Karl le toleraba y le gustaba cuando Rennel en esas tardes antes de salir se detenía ante él con su traje, abajo ante el ascensor, y se disculpaba mientras se ponía los guantes y se disponía a alejarse por el pasillo. Por lo demás, Karl, con esas sustituciones, sólo quería hacerle un favor, como en un principio le parecía evidente tratándose de un colega que llevaba allí mucho más tiempo, pero no debía convertirse en una costumbre, pues ese eterno bajar y subir en ascensor era lo suficientemente fatigoso, sobre todo en las últimas horas de la tarde, cuando apenas se producía una interrupción.
Pronto aprendió Karl a hacer las breves y profundas reverencias que se reclamaban de los ascensoristas y las propinas las cazaba al vuelo. Desaparecían en el bolsillo de su chaleco y nadie podría haber dicho por su gesto si había sido grande o pequeña. Ante las damas abría la puerta con un pequeño aditamento de galantería y se introducía más lentamente en el ascensor detrás de ellas, que, preocupadas por sus faldas, sombreros y adornos colgantes, solían entrar demorándose más que los hombres. Durante el viaje, por ser el sitio más discreto, se situaba al lado de la puerta, dando la espalda a sus pasajeros, y mantenía el asidero de la puerta del ascensor para, en el instante en que llegaban, empujarla repentinamente hacia uno de los lados, aunque no con tanta brusquedad como para asustarlos. Raras veces le tocaba alguien por detrás en el hombro durante el viaje para pedirle cualquier información, pero cuando se daba ese caso se volvía diligente, como si lo hubiera esperado, y respondía en voz alta y clara. Con frecuencia, y a pesar de los numerosos ascensores, sobre todo después de las funciones de teatro o de la llegada de determinados trenes expresos, se acumulaba tal multitud de gente que, apenas había dejado a los huéspedes arriba, tenía que bajar a toda velocidad para acoger a los que allí esperaban. También tenía la posibilidad, tirando de un cable que atravesaba la caja del ascensor, de aumentar la velocidad acostumbrada, si bien es cierto que estaba prohibido por las ordenanzas y además podía resultar peligroso. Karl no lo hacía nunca cuando llevaba pasajeros, pero en cuanto los había dejado arriba y esperaban otros abajo, no conocía consideración alguna y tiraba del cable con el vigoroso ritmo de un marinero. Por lo demás sabía que los demás colegas también lo hacían y él no quería que le quitaran a sus pa-sajeros. Algunos huéspedes, que vivían largo tiempo en el hotel, lo que allí era bastante usual, mostraban de vez en cuando con una sonrisa que Karl era su ascensorista favorito. Karl aceptaba encantado esa amabilidad con un rostro serio. A veces, cuando el tráfico no era muy intenso, también podía aceptar pequeños encargos, por ejemplo recoger en la habitación de un huésped alguna pequeñez que éste había olvidado, ya que no quería realizar el esfuerzo de ir a buscarla. Entonces salía volando solo en su ascensor tan de confianza en esas situaciones, entraba en la habitación ajena, donde la mayoría de las veces encontraba cosas extrañas que nunca había visto desperdigadas sobre los muebles o colgadas, percibía el aroma peculiar de un jabón, de un perfume, de una pasta dentífrica y se apresuraba a regresar sin detenerse ni un instante con el objeto hallado a pesar de las imprecisas indicaciones. Con frecuencia lamentaba no poder ejecutar encargos más importantes, pues para ello había mensajeros y sirvientes que recorrían su camino en bicicletas o incluso en motos; sólo surgían oportunidades favorables para transmitir mensajes desde las habitaciones a la sala del restaurante o a la sala de juego.
Cuando después de la jornada laboral de doce horas regresaba del trabajo, durante tres días a las seis de la tarde, los siguientes tres días a las seis de la mañana, estaba tan cansado que se iba directamente a la cama sin preocuparse de nadie más. Dormía en la habitación común de los ascensoristas; la señora cocinera mayor, cuya influencia quizá no era tan grande como él había creído la primera noche, se había esforzado en conseguirle una habitación pequeña y al final lo habría conseguido, pero como Karl vio las dificultades que causaba y como la cocinera telefoneaba con frecuencia al camarero mayor, su superior, con ese motivo, renunció a ello y convenció a la cocinera mayor de la seriedad de su renuncia, aduciendo que no quería que los demás compañeros le envidiaran por un privilegio que no se había ganado.
Esa habitación no era un dormitorio tranquilo, pues, como cada uno dividía su tiempo libre de doce horas de manera distinta: comiendo, durmiendo, entreteniéndose o ganando algo de dinero adicional, en el cuarto siempre había un gran barullo. Algunos dormían y se tapaban con la manta hasta las orejas para no oír nada; si despertaban a uno de ellos, gritaba tan furioso contra el griterío de los otros que ni siquiera los buenos dormilones podían soportarlo. Casi todos los ascensoristas tenían su pipa y se fumaba como una suerte de lujo, también Karl había conseguido una y pronto le cogió el gusto. De servicio, sin embargo, no se podía fumar, la consecuencia de eso era que en el dormitorio, mientras no se dormía, se fumaba. El resultado de esa actividad era que cada cama estaba cubierta por su propia nube de humo y toda la atmósfera quedaba impregnada por una especie de vapor general. Era imposible, aunque la mayoría lo aprobaba, que durante la noche sólo se encendiera una luz en el extremo del dormitorio. Si esa proposición hubiese tenido éxito, aquellos que hubiesen querido dormir lo podrían haber hecho tranquilamente en la oscuridad de una parte del dormitorio, pues era una sala grande con cuarenta camas, mientras que los demás en la parte iluminada podrían haber jugado a las cartas o a los dados o haber realizado sus actividades cotidianas para las cuales la luz resultaba necesaria. Si alguno de los que estaban en la parte iluminada hubiese querido acos-tarse, se podría haber metido en una de las camas libres de la parte oscura, ya que siempre quedaban camas libres y nadie pondría objecio-nes a una utilización provisional de su cama por un compañero. Pero no había ninguna noche en la que se pudiera haber realizado esa división. Una y otra vez, por ejemplo, se encontraban dos que, después de haber aprovechado la oscuridad para dormir, tenían ganas en sus camas de jugar a las cartas en un tablero situado entre ellos y, naturalmente, movían una lámpara con ese fin, cuya luz penetrante deslumbraba a los durmientes si se encontraban en esa dirección. Uno se daba la vuelta, pero finalmente no se podía hacer nada mejor que emprender un nuevo juego con el vecino, también despierto, añadiendo una nueva luz. Y otra vez humeaban todas las pipas. No obstante, había algunos que querían dormir a toda costa -Karl pertenecía la mayoría de las veces a ellos-, pero ¿cómo se podía seguir durmiendo cuando el vecino más próximo se levantaba en plena noche para, antes de entrar de servicio, divertirse algo en la ciudad, y se lavaba en el lavabo situado en la cabecera de la cama haciendo ruido y salpicando? Y por si eso no bastara, no sólo se ponía las botas con esfuerzo, sino que encima daba pisotones para ajustarlas mejor-casi todos calzaban botas demasiado estrechas, a pesar de ser de una horma americana-para luego, finalmente, como le faltaba alguna pequeñez en sus aditamentos, levantar la almohada del durmiente, debajo de la cual éste, por supuesto ya despierto, esperaba la oportuni-dad para arrojarse sobre el otro. Por añadidura, todos los jóvenes eran tipos fuertes y deportistas que no desaprovechaban ninguna oportuni-dad para realizar sus ejercicios gimnásticos. Y se podía estar seguro de que cuando uno se despertaba bruscamente en medio del sueño por un gran ruido, en el suelo, al lado de su cama, encontraría a dos luchadores y bajo una luz deslumbrante a expertos de pie en todas las camas de alrededor en camiseta y calzoncillos. Una vez, y con motivo de uno de esos combates de boxeo nocturnos, uno de los luchadores cayó encima de Karl mientras dormía y lo primero que Karl vio al abrir los ojos fue la sangre que caía de la nariz del joven y antes de que nadie pudiese emprender algo ensució toda la ropa de cama. Con frecuencia Karl empleaba las doce horas intentando conseguir algunas horas de sueño, por más que también le tentase participar en las diversiones de los demás; pero una y otra vez le parecía que todos los demás le llevaban algo de ventaja en la vida y que él tenía que compensarla con diligencia y renuncias. No obstante, y a pesar de que le daba mucha importancia al sueño a causa de su trabajo, no se quejó ni frente a la cocinera mayor ni frente a Therese sobre la situación en el dormitorio común, pues, en primer lugar, todos los jóvenes lo tenían igual de difícil en general sin quejarse seriamente y, en segundo lugar, el fastidio en el dormitorio era una parte necesaria de su actividad como ascensorista que él había asumido agradecido de las manos de la cocinera mayor.
Una vez a la semana, con motivo del cambio de turno, tenía veinti-cuatro horas libres, que en parte utilizaba en realizar alguna visita a la cocinera jefe o, adaptándose al escaso tiempo libre de Therese, para intercambiar fugazmente con ella algunas palabras en algún rincón, en el pasillo o, raramente, en su habitación. Algunas veces la acompañaba a sus encargos en la ciudad, todos los cuales se tenían que ejecutar con gran urgencia; entonces corrían, Karl llevándole el bolso en la mano, hacia la próxima estación del suburbano; el viaje transcurría en un ins-tante, como si el tren se hubiese deslizado sin ningún impedimento, y ya se habían bajado, cuando, en vez de esperar al ascensor, que les parecía demasiado lento, subían las escaleras; entonces aparecían las grandes plazas, de las cuales surgían las calles como los brazos de una estrella, y en las plazas se formaban aglomeraciones en el tráfico que circulaba rectilíneo hacia todas las direcciones; pero Karl y Therese se apresuraban, muy juntos, a visitar las distintas oficinas, lavanderías, los depósitos y negocios en los cuales había que hacer pedidos o presentar quejas que, a pesar de no ser muy importantes, no era fáciles de negociar por teléfono. Therese comprendió pronto que la ayuda de Karl en esa tarea no era despreciable, que más bien conseguía acelerar todas las diligencias. En su compañía nunca tenía que esperar, como era frecuente, a que los empleados atareados la escucharan. Él se acercaba a la mesa y golpeaba con los nudillos hasta que le atendían, gritaba sobre muros humanos su inglés algo exagerado fácilmente reconocible entre cien voces, se dirigía a la gente sin vacilaciones por más que se recluyeran con arrogancia en la profundidad de las más largas oficinas. No lo hacía por altivez y apreciaba toda resistencia, pero él se sentía en una posición segura que le otorgaba derechos, el Hotel Occidental era un cliente del que nadie se podía burlar y además, Therese, a pesar de su experiencia laboral, estaba falta de recursos. «Debería acompañarme siempre», decía ella a veces sonriendo feliz cuando regresaban de una expedición que había salido especialmente bien.
Sólo tres veces durante el mes y medio que Karl permaneció en Ramses, estuvo más de un par de horas en el pequeño cuarto de Therese. Era, naturalmente, más pequeño que cualquiera de las habita-ciones de la señora cocinera mayor; las pocas cosas que había estaban colocadas ante la ventana, pero Karl ya comprendía después de sus ex-periencias en el dormitorio común el valor de una habitación propia y relativamente tranquila y aunque no lo decía expresamente, Therese notaba lo que le gustaba su habitación. Ella no tenía ningún secreto ante él y tampoco hubiese sido posible guardar secretos, después de su visita aquella primera noche. Era una hija ilegítima, su padre era capataz de la construcción y había hecho venir a la madre y a la hija desde Pomerania, pero como si hubiese cumplido con su deber o como si hubiese esperado a otras personas, poco después de recoger en el muelle a la mujer, marcada por el duro trabajo, y a la débil niña, emigró a Canadá sin ninguna explicación y las dos abandonadas no recibieron ni una carta ni cualquier otra noticia de él, lo que, en parte, tampoco podía asombrar, pues ellas se encontraban alojadas en los barrios masificados del este de Nueva York y allí era imposible hallarlas.
Una vez le contó Therese -Karl estaba a su lado en la ventana y contemplaba la calle- la muerte de su madre: cómo la madre y ella, en una noche de invierno -ella tendría entonces unos cinco años- camina-ban por la calle con sus hatillos con la intención de buscar algún lugar para dormir; cómo la madre la condujo al principio de la mano -había una tormenta de nieve y resultaba difícil avanzar-, hasta que la mano se debilitó y soltó a Therese, quien, sin que la madre ni siquiera se volviese, tuvo que esforzarse por agarrarse a su falda. Therese tropezó con frecuencia e incluso llegó a caerse, pero la madre parecía ida y no se detenía. ¡Y aquella tormenta de nieve en las largas y rectas calles de Nueva York! Karl no había pasado ningún invierno en Nueva York. Si se ofrecía resistencia al viento, no se podían abrir los ojos ni un instante, el viento lanzaba continuamente la nieve hacia el rostro; si se corría, no se avanzaba apenas, era para desesperarse. Un niño, naturalmente, posee cierta ventaja respecto a los adultos, puede correr bajo el viento y puede disfrutar algo de esa situación. Así, aquella vez, Therese no había podido comprender del todo a su madre y estaba completamente convencida de que si ella, pues todavía era una niña, aquella noche, se hubiese comportado de un modo más inteligente con su madre, no hubiese tenido que sufrir una muerte tan miserable. La madre llevaba ya dos días sin trabajar, ya no les quedaba ni una moneda, habían pasado el día en la calle sin tomar un bocado y en sus hatillos arrastraban sólo algunos harapos inservibles que quizá no se atrevían a tirar por pura superstición. El día siguiente la madre tenía la posibilidad de trabajar en una obra, pero temía, como le intentó explicar durante todo el día a Therese, que no podría aprovechar esa oportunidad tan ventajosa, pues se sentía presa de un agotamiento mortal; había tosido y expulsado mucha sangre ya por la mañana en la calle, para horror de los paseantes, y su único anhelo consistía en calentarse en cualquier sitio y descansar. Y precisamente aquella noche era imposible encontrar plaza en ningún lado. Cuando no eran rechazadas por el portero en el mismo portal, en el que al menos se podrían haber resguardado algo de tiempo, recorrían los gélidos pasillos, subían a los numerosos pisos, rodeaban las estrechas terrazas de los patios y llamaban al azar a las puertas; había momentos en que ni siquiera osaba dirigirse a alguien, y otros en que suplicaba a cada uno de los que les salían al encuentro, y una vez la madre tuvo que sentarse sin respiración en uno de los peldaños de una silenciosa escalera. Allí atrajo hacia sí a Therese, quien casi se defendió, y la besó con dolorosa presión de los labios. Ahora que sabía que aquéllos fueron los últimos besos, no podía comprender, por más que entonces sólo fuera un pequeño gusano, cómo pudo ser tan ciega. En algunas de las habitacio-nes por las que pasaron, las puertas estaban abiertas para dejar salir un aire pestilente y de esa atmósfera humeante, que llenaba la habitación como si brotase de un incendio, aparecía la figura de alguien que permanecía en el umbral de la puerta y que demostraba la imposibilidad de alojarse allí ya fuese por su muda presencia o mediante una breve palabra. A Therese le parecía ahora, mirando hacia atrás, que la madre sólo buscó seriamente un alojamiento durante las primeras horas, pues en cuanto pasó de la medianoche, ya no se dirigió a nadie, a pesar de que no cesó de caminar con pequeñas pausas hasta el amanecer y pese a que en esas casas, en las que ni los portales ni las puertas de las viviendas estaban cerradas, siempre había vida y se encontraban con frecuencia a alguna persona. Naturalmente que no caminaban deprisa, la rapidez del avance se medía de otra forma, ya que era fruto del esfuerzo más extremo del que eran capaces y, en realidad, bien podía haber sido un mero arrastrarse. Therese tampoco supo si desde la medianoche hasta las cinco de la mañana habían estado en veinte casas o en dos o incluso en ninguna. Los pasillos de esos edificios se han diseñado, según los planes más astutos, para el mejor aprovechamiento del espacio, pero son desconsiderados respecto a la facilitación de la orientación, ¡cuántas veces pasaron por los mismos pasillos! Therese recordaba oscuramente que volvieron a abandonar la puerta de una casa que habían buscado una eternidad, pero también le parecía que en la calle regresaron y penetraron varias veces en esa misma casa. Para la niña, por supuesto, supuso un sufrimiento incomprensible, a veces cogida por la madre, otras aferrándose a ella, sin una palabra de consuelo, y, para su falta de razón, todo parecía tener como única explicación que su madre quería huir de ella. Por eso Therese se sujetaba a la madre aún con más fuerza; incluso cuando ella la tomaba de la mano, para más seguridad también se aferraba con la otra mano a la falda de la madre y lloraba a cada momento. No quería que la dejasen allí, entre aquella gente que subía con vigor las escaleras delante de ellas y con los que, detrás, aún invisibles, llegaban tras uno de los recodos de la escalera, ni con los que reñían en los pasillos ante una puerta y se empujaban mutuamente hacia el interior de una habitación. Unos borrachos vagaban por la casa con cantos roncos y afortunadamente la madre lograba deslizarse con Therese entre esos grupos que se cerraban a su paso. Con toda seguridad, ya tarde por la noche, cuando ya no se prestaba tanta atención y nadie afirmaba su derecho incondicionalmente, al menos podrían haber entrado en uno de esos dormitorios colectivos alqui-lados por los que pasaron, pero Therese no comprendía nada y la madre ya no quería ningún descanso. Por la mañana, en el inicio de un hermoso día de invierno, las dos se apoyaron en el muro de una casa y tal vez lograron dormir algo o simplemente permanecieron allí con la mirada fija. Comprobaron que Therese había perdido su hatillo y la madre comenzó a pegarle como castigo por su descuido, pero Therese no oyó ningún golpe ni tampoco lo sintió. Luego volvieron a caminar por las calles que comenzaban a cobrar vida, la madre apoyándose en el muro; llegaron a un puente, donde la madre fue quitando con la mano la escarcha del pretil y finalmente llegaron, aquella vez Therese lo aceptó sin sorpresa, hoy no lo entendía, precisamente a la obra donde la madre había encontrado trabajo para ese día. No le dijo a Therese si debía esperar o irse, y Therese lo consideró como una orden para esperar pues eso era lo que mejor correspondía a sus deseos. Así pues, ella se sentó sobre una pila de ladrillos y miró cómo la madre buscaba en el hatillo, sacaba un harapo multicolor y con él rodeaba el pañuelo de cabeza que había llevado durante toda la noche. Therese estaba demasiado cansada como para que se le hubiese ocurrido ayudar a la madre.
Sin presentarse en la oficina de la obra, como era usual, y sin pre-guntarle a nadie, la madre subió por una escalera como si ya supiese el trabajo que se le había encargado. Therese se sorprendió, ya que las que trabajaban como peones de albañil solían ocuparse sólo abajo con el apagamiento de la cal, llevando ladrillos y con otros trabajos simples. Ella pensó, por tanto, que la madre quería realizar ese día un trabajo mejor pagado y miró hacia ella sonriendo y medio dormida. La construcción aún no había alcanzado mucha altura, apenas habían concluido la planta baja, pero ya las vigas para la futura construcción, aunque aún sin los tirantes de comunicación, se elevaban hacia el cielo azul. Arriba la madre rodeó con habilidad a los albañiles que ponían ladrillo sobre ladrillo y que incomprensiblemente no le dirigieron la palabra; ella se sujetó cuidadosamente y con suavidad a un tabique de madera que servía como pasamanos y abajo Therese se asombró en su somnolencia de su habilidad y aún creyó haber recibido una sonrisa amistosa de su madre. Pero entonces su madre llegó en su recorrido a un pequeño montón de ladrillos, ante el cual cesaba el tabique y probablemente también el camino, pero ella no se detuvo, se dirigió directamente hacia el montón de ladrillos y cayó sobre él en el vacío. Muchos ladrillos cayeron detrás de ella durante un rato y finalmente se desprendió de alguna parte una pesada tabla que la golpeó. El último recuerdo de Therese acerca de su madre era cómo yacía con las piernas estiradas y abiertas en la falda a cuadros que aún procedía de Pomerania, cómo la basta tabla que tenía encima casi la cubría, cómo corría la gente desde todas partes y cómo algún hombre arriba, desde la obra, gritó furioso hacia abajo.
Ya se había hecho tarde cuando Therese terminó de contar su his-toria. La había contado minuciosamente, lo que no era habitual en ella, y precisamente en los pasajes más indiferentes, como en la descripción de las vigas, cada una de las cuales se elevaba por sí misma enhiesta hacia el cielo, tuvo que detenerse con lágrimas en los ojos. Conocía con exactitud, después de diez años, todos los detalles de lo que aconteció aquella vez, y como la visión de la madre, arriba en la planta baja aún no concluida, era el último recuerdo de la vida de su madre y no lograba transmitírselo con la suficiente claridad a su amigo, después de finalizar su narración quiso regresar a ese episodio, pero tartamudeó, cubrió el rostro con sus manos y ya no dijo una palabra más18.
Sin embargo, también había ratos alegres en el cuarto de Therese. En su primera visita Karl había encontrado allí un libro de texto de co-rrespondencia comercial y ella se lo había prestado. Convinieron al mismo tiempo que Karl realizaría los ejercicios contenidos en el libro y los entregaría a Therese para su corrección, quien ya había estudiado el libro al menos en lo que era necesario para sus pequeñas tareas. A partir de entonces Karl yacía en su cama del dormitorio común noches enteras con algodón en los oídos, alternando distintas posiciones, y leía el libro y escribía los ejercicios en un cuaderno con una pluma estilográfica que la cocinera mayor le había regalado como recompensa por haberle confeccionado un inventario muy práctico ejecutado con gran esmero. Logró evitar la mayoría de las molestias de sus compañeros al dejarse dar por ellos pequeños consejos en la lengua inglesa hasta que se cansaron y le dejaron en paz. Con frecuencia se asombraba de cómo los demás se habían reconciliado del todo con su situación presente, no sentían su carácter provisional -no se toleraba a ascensoristas de más de veinte años-, no comprendían la necesidad de una decisión sobre su futura profesión y a pesar del ejemplo de Karl no leían nada más que historias de detectives que pasaban de cama en cama en sucios jirones.
En sus encuentros Therese corregía con excesiva rigurosidad y surgían distintos puntos de vista, Karl citaba como testigo a su gran profesor de Nueva York, pero en Therese causaba tan poco efecto como las opiniones gramaticales de los ascensoristas. Le cogía la pluma de la mano y tachaba el pasaje de cuya incorrección estaba convencida; Karl, sin embargo, por afán de exactitud, tachaba a su vez en esos casos dudosos, a pesar de que en general ninguna autoridad superior a Therese lo iba a ver, las tachaduras de su amiga. A veces, ciertamente, venía la cocinera mayor y decidía siempre a favor de Therese, pues era su secretaria. Al mismo tiempo, sin embargo, lograba una reconciliación general, ya que preparaba té, traía galletas y Karl tenía que contar cosas de Europa, aunque con muchas interrupciones por parte de la cocinera mayor que preguntaba una y otra vez y no dejaba de asombrarse, con lo cual Karl fue consciente de los cambios radicales que se habían producido en relativo poco tiempo, de cuántos cambios se habrían producido desde su ausencia y de los que se producirían en el futuro.
Podría llevar Karl un mes en Ramses cuando una tarde Renell, al pasar a su lado, le dijo que un hombre llamado Delamarche se había dirigido a él ante el hotel y le había preguntado sobre Karl. Renell no había tenido ningún motivo para silenciar algo, así que le había contado conforme a la verdad que Karl era ascensorista, pero que por la protección de la cocinera mayor tenía perspectivas de conseguir otros puestos. Karl notó con cuánta precaución había tratado Renell a Delamarche, a quien incluso había invitado esa noche a cenar.
Ya no tengo nada que ver con Delamarche -dijo Karl-. ¡Cuídate tú también de él!
-¿Yo? -dijo Renell, se estiró y se alejó rápidamente. Era el joven más apuesto en el hotel y entre los demás compañeros circulaba el rumor, sin que se supiera su procedencia, de que al menos había sido besuqueado en el ascensor por una rica dama que vivía en el hotel desde hacía ya tiempo. Para quien conocía el rumor, le resultaba excitante ver pasar a su lado a esa dama consciente de sí misma, cuyo aspecto exterior no delataba ninguna posibilidad de un comportamiento semejante, con sus pasos tranquilos y ligeros, sus suaves velos y su talle muy ceñido. Vivía en el primer piso y el ascensor de Renell no era el suyo, pero, naturalmente, cuando los demás ascensores estaban ocupados momentáneamente, no se podía impedir la entrada de esos huéspedes en otro ascensor. Así ocurría que esa dama de vez en cuando iba en el ascensor de Karl y de Renell y, efectivamente, sólo cuando Renell estaba de servicio. Podía ser casualidad, pero nadie creía en ello y cuando el ascensor partía con los dos, en toda la hilera de ascensoristas se advertía una intranquilidad difícilmente controlable, que ya había conducido incluso a la inter-vención del camarero mayor. Ya fuese por la dama o por el rumor, en todo caso Renell había cambiado, se había vuelto aún más consciente de sí mismo, dejaba la limpieza por completo en las manos de Karl, quien ya esperaba la oportunidad para una conversación a fondo sobre el tema, y ya no se le veía en el dormitorio común. Ningún otro había abandonado de forma tan completa la comunidad dé los ascensoristas, pues en general, al menos en cuestiones de servicio, se apoyaban mutuamente y tenían una organización reconocida por el hotel.
Todo esto pasó por la cabeza de Karl, también pensó en Delamar-che y cumplió con su servicio como siempre. A eso de la medianoche tuvo un pequeño respiro en la rutina, pues Therese, que solía sorpren-derle con pequeños regalos, le trajo una gran manzana y una tableta de chocolate. Conversaron un poco, apenas interrumpidos por los viajes con el ascensor. También hablaron sobre Delamarche y Karl notó que en realidad se había dejado influir por Therese cuando él desde hacía algún tiempo le había considerado un hombre peligroso, pues así opinaba Therese de él según las narraciones de Karl. Él, sin embargo, sólo le tenía por un vagabundo que se había dejado corromper por la desgracia y con el que uno podía entenderse. Therese, por su parte, le contradecía vivamente y reclamaba de Karl en largos discursos la promesa de no hablar ninguna palabra más con Delamarche. En vez de hacer esa promesa, él la conminó a que se fuera a la cama, ya que pasaba de la medianoche, y cuando ella se negó, amenazó él con abandonar su puesto y conducirla a su cuarto. Cuando se mostró dispuesta a irse, dijo él:
-¿Por qué te preocupas innecesariamente, Therese? Para el caso de que así duermas mejor, te prometo que sólo hablaré con Delamarche si resulta inevitable.
Entonces se produjeron muchos viajes, pues mandaron al ascensorista contiguo a realizar un encargo y Karl tuvo que emplear los dos ascensores. Hubo huéspedes que hablaron de desorden y un señor, que acompañaba a una dama, incluso, tocó ligeramente a Karl con un bastón para acuciarle, una advertencia completamente innecesaria. Si al menos los huéspedes, al ver que en ese otro ascensor no había nadie, entraran en el ascensor de Karl, pero no lo hacían, sino que iban al ascensor contiguo y esperaban allí, con la mano en el picaporte o entraban solos en el ascensor, lo que los ascensoristas tenían que evitar a toda costa según los más severos párrafos de las ordenanzas. Así, Karl se vio sometido a un agotador ir y venir, sin por ello tener la conciencia de estar cumpliendo su deber con exactitud. A eso de las tres de la madrugada un mozo de cuerda, un hombre anciano con el que tenía algo de amistad, quiso que le ayudara en algo, pero no se lo podía permitir bajo ninguna circunstancia, pues en ese momento había huéspedes ante sus dos ascensores y requería presencia de ánimo decidirse en seguida y a grandes pasos por un grupo. Por esta razón, se puso contento cuando el otro joven ocupó su puesto, y le gritó unas palabras de reproche por su larga ausencia a pesar de que probablemente no tendría ninguna culpa. A partir de las cuatro de la madrugada se produjo algo de tranquilidad, y Karl la necesitaba urgentemente. Se apoyaba con pesadez en la barandilla, al lado de su ascensor, comía lentamente la manzana, de la cual surgió un fuerte aroma con el primer bocado, y miró hacia abajo por una claraboya, rodeada por las grandes ventanas de las despensas, tras las cuales se llegaban a vislumbrar, en la oscuridad, masas colgantes de plátanos.
VI - EL CASO ROBINSON
En ese instante alguien le tocó en el hombro. Karl, que natural-mente pensó que se trataba de un huésped, guardó rápidamente la manzana en el bolsillo y, apenas vio al hombre, se apresuró a llegar al ascensor.
-Buenas noches, señor Rossmann -dijo entonces el hombre-, soy yo, Robinson.
-Cuánto ha cambiado usted-dijo Karl, y sacudió la cabeza.
-Sí, me va bien -dijo Robinson, y miró su traje que quizá consistía en piezas de tela fina pero puestas de tal manera que parecían andrajos. Lo más llamativo era un chaleco, al parecer estrenado en esa ocasión, con cuatro pequeños bolsillos orlados de negro, sobre los que Robin-son intentaba llamar la atención hinchando el pecho.
-Lleva prendas caras -dijo Karl, y pensó fugazmente en su traje sencillo y bonito que incluso podría haber lucido al lado de Rebell y que los dos falsos amigos habían vendido.
-Sí -dijo Robinson-, casi todos los días me compro algo. ¿Qué le parece mi chaleco?
-Me gusta mucho -dijo Karl.
-Pero no son bolsillos de verdad, sólo lo aparentan -dijo Robin-son, y cogió la mano de Karl para que se convenciese por sí mismo. Pero Karl le evitó, pues de la boca de Robinson salía un insoportable olor a aguardiente.
-Vuelve a beber mucho -dijo Karl, y se situó de nuevo en la ba-randilla.
-No -dijo Robinson-, no mucho.
Y en contradicción con su anterior satisfacción, añadió: -¿Qué otra cosa le queda al hombre en este mundo?
Un viaje interrumpió la conversación y apenas había regresado Karl, recibieron una llamada telefónica, por la cual Karl tenía que ir a buscar al médico del hotel, ya que una dama en el séptimo piso había padecido un desmayo. Mientras recorría el camino, Karl alentó la espe-ranza de que Robinson se hubiese marchado, pues no quería que le viesen con él y, pensando en la advertencia de Therese, tampoco quería saber nada de Delamarche. Pero Robinson seguía esperando en la misma actitud rígida del borracho y precisamente en ese momento pasaba un alto empleado del hotel en levita negra y con chistera, sin al parecer prestar especial atención, afortunadamente, a Robinson.
-¿No quiere venir a nuestra casa, Rossmann? Ahora estamos muy bien -dijo Robinson, y miró a Karl con un gesto seductor.
-¿Me invita usted o Delamarche? -preguntó Karl.
-Yo y Delamarche, en eso estamos de acuerdo -dijo Robinson. -Entonces le digo a usted, y le ruego que le repita lo mismo a Delamar-che, que nuestra despedida fue, si no quedó lo suficientemente claro sin necesidad de más explicaciones, definitiva. Ustedes dos me han causado más sufrimientos que nadie. ¿Acaso se les ha metido en la ca-beza no dejarme en paz en el futuro?
-Pero nosotros somos sus camaradas -dijo Robinson, y a sus ojos asomaron lágrimas repugnantes debidas a la embriaguez-. Delamarche me manda decirle que desea indemnizarle por todo lo ocurrido. Ahora vivimos juntos con Brunelda, una cantante maravillosa.
Y a renglón seguido quiso cantar una canción a pleno pulmón, si Karl no lo hubiese evitado siseando a tiempo:
-Cállese de inmediato, ¿acaso no sabe dónde está?
-Rossmann -dijo Robinson, sólo intimidado respecto a la canción-, sigo siendo su camarada, diga usted lo que quiera. Y ahora tiene aquí un empleo tan bueno, podría dejarme algo de dinero.
-Se lo volvería a beber -dijo Karl-, incluso veo en su bolsillo una botella de aguardiente, de la que con toda seguridad ha bebido cuando yo estaba ausente, pues al principio aún estaba en sus cinco sentidos. -Eso es sólo para entonarme cuando estoy en camino -dijo Robinson disculpándose.
-Ya no quiero mejorarle en nada-dijo Karl.
-¡Pero el dinero! -dijo Robinson con los ojos muy abiertos.
-Ha recibido el encargo de Delamarche de llevar dinero. Bien, le daré dinero, pero sólo bajo la condición de que se vaya inmediatamen-te de aquí y no vuelva más. Si quiere decirme algo, escríbame. Karl Rossmann, ascensorista, Hotel Occidental, eso basta como dirección. Pero aquí, se lo repito, no puede volver a visitarme. Aquí estoy de ser-vicio y no tengo tiempo para visitas. ¿Quiere entonces el dinero bajo esas condiciones? -preguntó Karl, y se llevó la mano al bolsillo del cha-leco, pues estaba decidido a sacrificar las propinas de esa noche. Ro-binson se limitó a asentir con la cabeza a la pregunta y respiró con difi-cultad. Karl lo interpretó erróneamente y preguntó una vez más: -¿Sí o no?
Robinson hizo una señal para que se acercara y le susurró entre movimientos de deglución que ya eran notorios:
-Rossmann, me encuentro muy mal.
-¡Por todos los demonios! -se le escapó involuntariamente a Karl, y le arrastró con las dos manos hasta la barandilla.
Y de la boca de Robinson salió expulsado un chorro hacia las pro-fundidades. Desesperado, en las pausas que le dejaban las náuseas y las arcadas, intentaba aferrarse ciegamente a Karl.
«Usted es un buen muchacho -decía entonces, o bien-: ya va a pa-rar -lo que no era cierto, o-: ¿qué me habrán echado esos perros?» Karl no podía soportar estar a su lado por la excitación y el asco y comenzó a ir de un lado a otro. Allí, en el rincón, al lado del ascensor, Robinson quedaba algo oculto, pero ¿qué ocurriría si alguien se fijaba en él, uno de esos huéspedes ricos y nerviosos que sólo esperaban la ocasión para presentar una queja al funcionario del hotel, por la cual éste se vengaría furioso en toda la casa? O, ¿qué ocurriría si pasaba por allí uno de esos detectives del hotel que alternaban continuamente, que nadie conocía salvo la Dirección y a los que se reconocía en todos los hombres que lanzaban miradas inquisitivas, quizá simplemente por ser cortos de vis-ta?
Y abajo sólo se necesitaba que alguien de los que trabajaba en el Restaurante, que permanecía abierto toda la noche, fuese a la despensa, se quedase asombrado al notar la repugnancia en la claraboya y le pre-guntase por teléfono a Karl qué demonios estaba ocurriendo allá arriba. ¿Podía negar Karl que conocía a Robinson? Y si lo hiciese así, en vez de disculparse ¿no se remitiría Robinson precisamente a él en su necedad y desesperación? Y ¿no despedirían entonces de inmediato a Karl? ¿No se habría producido lo inaudito, que un ascensorista, el empleado más bajo y prescindible en la enorme jerarquía de servicios de ese establecimiento, había ensuciado el hotel a través de su amigo, había asustado o incluso ahuyentado a los huéspedes? ¿Se podía seguir tolerando a un ascensorista que tenía semejantes amigos, por los que, por añadidura, se dejaba visitar en las horas de servicio? ¿No parecía como si un ascensorista así fuese él mismo un borracho o algo peor?, pues ¿qué suposición podía ser más lógica que la de que él había estado atiborrándole con las reservas del hotel hasta que en un lugar de ese hotel, mantenido minuciosamente limpio, ocurrieron semejantes cosas, como la de Robinson? ¿Y por qué un joven como ése se iba a limitar al robo de alimentos, si las posibilidades de robar, debido al conocido descuido de los huéspedes, a los armarios abiertos por todas partes, a los objetos de valor en las mesas, a los estuches abiertos, a las llaves arrojadas en cualquier sitio, eran innumerables?
Precisamente en ese momento Karl vio subir a huéspedes que ven-ían de un local en el sótano, en el que acababa de concluir un espectáculo de variedades. Karl se situó delante de su ascensor y ni siquiera osó volverse hacia Robinson por miedo al espectáculo que se podía ofrecer a su vista. Le tranquilizó poco que no produjera ningún ruido, ni siquiera un suspiro. Cumplió con sus huéspedes y los llevó arriba y abajo, pero no podía ocultar del todo su distracción; en cada viaje descendente estaba preparado para experimentar una desagradable sorpresa.
Por fin encontró tiempo para mirar hacia Robinson, quien estaba acurrucado en su rincón y presionaba el rostro contra sus rodillas. Tenía echado hacia atrás su sombrero redondo y duro.
-Váyase ya-dijo Karl en voz baja y decidida-, aquí tiene el dinero. Si se apresura aún podré mostrarle el camino más corto.
-No podré irme -dijo Robinson, y se secó la frente con un pañuelo minúsculo-, moriré aquí. No puede imaginarse lo mal que me siento. Delamarche me lleva a todos los locales de lujo, pero yo no soporto esos brebajes afeminados, se lo digo todos los días a Delamarche.
Aquí no puede quedarse -dijo Karl-, considere bien dónde está. Si le encuentra alguien aquí, le castigarán y yo perderé mi empleo. ¿Quiere que eso suceda?
-No puedo irme -dijo Robinson-, antes me tiro por la barandilla. Y señaló hacia la claraboya entre los balaustres.
-Si permanezco aquí sentado de esta manera, lo puedo soportar, pero no puedo levantarme, ya lo he intentado cuando usted no estaba. -Entonces llamaré a un taxi para que le lleve al hospital -dijo Karl, y sa-cudió un poco las piernas de Robinson que amenazaba a cada momento en sumirse en una completa apatía. Pero apenas había escuchado Robinson la palabra «hospital», la cual pareció despertar en él ideas terribles, cuando comenzó a llorar en voz alta y extendió las manos hacia Karl suplicándole que tuviera compasión de él.
-Silencio -dijo Karl, le bajó las manos con una palmada, corrió hacia el ascensorista al que él había sustituido una noche, le pidió el mismo favor por un momento, regresó a donde estaba Robinson, levantó con todas sus fuerzas al que aún seguía sollozando y le susurró: -Robinson, si quiere que me haga cargo de usted, esfuércese por caminar derecho durante un trecho muy corto. Le voy a llevar hasta mi cama, donde podrá permanecer todo el tiempo que quiera. Se sorprenderá de lo pronto que se va a recuperar. Pero ahora compórtese razonablemente, pues en los pasillos hay gente por todas partes y también mi cama está en un dormitorio común. Si alguien llama la atención sobre usted, entonces ya no podré hacer nada para ayudarle. Y debe mantener los ojos abiertos, tampoco le puedo llevar como si fuese un agonizante.
-Quiero hacer todo lo que usted considere acertado -dijo Robinson-, pero usted solo no podrá llevarme. ¿No podría traer a Renell? -Renell no está aquí -dijo Karl.
-¡Ah!, sí -dijo Robinson-, Renell está con Delamarche. Los dos me han enviado a buscarle. Lo confundo todo.
Karl aprovechó ésos y otros incomprensibles monólogos para avanzar con él y pudo llegar felizmente hasta una esquina desde donde un pasillo mal iluminado conducía hacia el dormitorio de los ascensoristas. Precisamente en ese momento uno de ellos pasó a su lado corriendo a toda prisa. Por lo demás, hasta ese momento sólo habían tenido encuentros carentes de peligro; entre las cuatro y las cinco de la mañana era la hora más silenciosa y Karl sabía muy bien que si no lograba sacar de allí a Robinson, durante el amanecer y con el inicio del tráfico diario sería impensable.
En el dormitorio, en el otro extremo de la sala, había en ese preciso momento una gran pelea o cualquier otro acontecimiento parecido, se oían palmadas rítmicas, pataleos de excitación y exclamaciones deportivas. En la mitad de la sala más cercana a la puerta se veía a pocos durmientes imperturbables, la mayoría estaban echados boca arriba y fijaban la mirada en el techo, mientras que aquí y allá, vestido o desnudo, como estuviese en ese momento, había alguno que saltaba de la cama para mirar cómo estaban las cosas en el otro extremo de la sala. Así pudo Karl llevar a Robinson, quien se había acostumbrado ya un poco a caminar, hasta la cama de Renell, ya que estaba muy cerca y afortunadamente no estaba ocupada, mientras que en la suya propia, como vio desde lejos, había un joven a quien no conocía y que dormía plácidamente. En cuanto Robinson sintió la cama debajo de él, se durmió en seguida, aun cuando una de las piernas seguía fuera de la cama. Karl le tapó el rostro con la manta y creyó que por el momento podía dejar de preocuparse, ya que Robinson con toda seguridad no se despertaría antes de las seis y para esa hora ya estaría allí y podría encontrar quizá con Renell un medio para sacar a Robinson. Una inspección del dormitorio por algún órgano superior sólo se producía en casos extraordinarios, los ascensoristas ya habían logrado hacía años imponer la supresión de la habitual inspección general; así pues, por esa parte no había nada que temer.
Cuando Karl llegó a su ascensor, comprobó que tanto su ascensor como el de su vecino estaban subiendo. Esperó con inquietud para averiguar cómo se podía explicar eso. Su ascensor fue el primero en llegar y de él salió aquel joven que hacía un rato había pasado a su lado por el pasillo.
-¿Dónde te habías metido, Rossmann? -preguntó éste-. ¿Por qué te has ido? ¿Por qué no lo has avisado?
-Pero le dije que me sustituyera un instante -respondió Karl, y se-ñaló hacia el ascensorista del ascensor vecino que salía en ese momento-. Yo también le sustituí dos horas cuando había más tráfico.
-Eso está muy bien -dijo el aludido-, pero no es suficiente. ¿Acaso no sabes que la ausencia más breve durante el servicio se tiene que co-municar en el despacho del camarero mayor? Para eso tienes el telé fono ahí. Habría estado dispuesto a sustituirte, pero ya sabes que eso no es tan fácil. Precisamente ante los dos ascensores se aglomeraron huéspedes del tren expreso de las cuatro y media. No podía correr primero a tu ascensor y hacer esperar a mis huéspedes, así que primero subí en mi ascensor.
-¿Y bien? -preguntó Karl tenso, ya que los dos ascensoristas guar-daban silencio.
-Bien -dijo el joven del ascensor vecino-, entonces pasó el camarero mayor, vio a la gente ante tu ascensor sin que la atendieran, se puso de mal humor, me preguntó, ya que me había acercado a él corriendo, dónde te habías metido, yo no tenía ni idea, pues no me habías dicho nada de adónde habías ido, y así telefoneó al dormitorio para que otro ascensorista se presentara aquí de inmediato.
-Me encontré contigo en el pasillo -dijo el sustituto de Karl. Karl asintió.
-Naturalmente -afirmó solemnemente el otro ascensorista- que le dije inmediatamente que me habías pedido que te sustituyera, pero ¿acaso escucha esas disculpas? Probablemente aún no le conoces. Y hemos recibido el encargo de decirte que tienes que presentarte en seguida en la oficina. Así que no te detengas y corre, es posible que aún te perdone, en realidad sólo has estado dos minutos fuera. Aduce tranquilamente que me pediste que te sustituyera. De que tú me sustituiste es preferible que no digas nada, deja que te aconseje, a mí ya no puede ocurrirme nada, yo tenía permiso, pero no es bueno hablar de esas cosas y mezclarlas con este asunto con el que no tienen nada que ver.
-Es la primera vez que he dejado mi puesto -dijo Karl.
-Así ocurre siempre, sólo que resulta difícil de creer -dijo el joven, y corrió hacia su ascensor, pues se acercaba gente.
El sustituto de Karl, un niño de unos catorce años, que parecía sentir compasión por Karl, dijo:
-Ya han sucedido muchos casos como el tuyo que se han perdona-do. Normalmente trasladan a la gente a otro trabajo. Creo que por una cosa así sólo ha sido despedido uno. Únicamente tienes que pensar en una buena disculpa. No digas de ningún modo que te has encontrado mal, entonces se reirá de ti. Es mejor que digas que un huésped te ha encargado algo urgentemente para otro huésped y ya no has sabido quién era el primer huésped y al segundo no lo has podido encontrar. -Bueno -dijo Karl-, no será tan malo.
Después de todo lo que había oído, ya no creía en ninguna salida. Y en el caso de que esa negligencia en el servicio se disculpase, aún quedaba Robinson en el dormitorio como un testimonio de culpa viviente. Por el carácter malhumorado del camarero mayor era muy probable que no se contentarían con una investigación superficial y finalmente Robinson saldría a la luz. No existía ninguna prohibición expresa por la que extraños no pudiesen ser llevados al dormitorio común, pero no existía simplemente porque no se pueden prohibir cosas impensables.
Cuando Karl entró en la oficina del camarero mayor, éste estaba sentado en ese preciso momento tomando un sorbo de su café matuti-no, luego siguió mirando en un inventario que al parecer le había lleva-do el portero del hotel, asimismo presente, para su examen. Éste era un hombre alto, a quien su uniforme ricamente adornado -por los brazos serpenteaban cadenas doradas y bandas- le hacía aún más ancho de hombros de lo que ya era por naturaleza. Un bigote negro y brillante, afilado en las puntas como lo llevan los húngaros, ni siquiera oscilaba con los giros repentinos de la cabeza. Por lo demás, el hombre, como consecuencia de la carga que suponía su traje, sólo podía moverse con dificultad y tenía que permanecer con las piernas rígidas y abiertas para distribuir correctamente su peso.
Karl había entrado deprisa y sin vacilar, como se había acostumbrado a hacer en el hotel, pues la lentitud y la precaución, que en personas privadas significa cortesía, en los ascensoristas se consideraba pereza. Además, nada más entrar no tenía que percibirse en él el sentimiento de culpa. El camarero mayor, ciertamente, miró fugazmente a la puerta que se abría, pero volvió en seguida a su café y a su lectura sin preocuparse más de Karl. El portero, sin embargo, se sintió quizá molesto por la presencia de Karl, tal vez tenía también que transmitir una noticia confidencial o una petición, en todo caso siempre miraba con enojo y con la cabeza rígidamente inclinada hacia Karl para cuando, como parecía ser su intención, se cruzaban sus miradas, volver a desviar la suya hacia el camarero mayor. Karl creyó que no causaría un buen efecto si él ahora, una vez que había entrado, abandonase de nuevo el despacho sin haber recibido la orden del camarero mayor para ello. Éste, sin embargo, seguía estudiando el inventario y comía de vez en cuando un trozo de pastel del que, sin interrumpir la lectura, quitaba el azúcar. Una vez cayó una página del inventario al suelo, el portero no hizo ni siquiera el amago de recogerla, sabía que no lo lograría, pero tampoco fue necesario, pues Karl ya se encontraba allí y alcanzó la página al camarero mayor, quien lo cogió con un movimiento de la mano como si hubiese subido volando por sí mismo del suelo. Ese pequeño servicio no sirvió para nada, pues el portero no cesó de dirigirle miradas enojadas.
No obstante, Karl estaba más sereno que antes. Que su asunto tu-viese tan poca importancia para el camarero mayor podía ser una buena señal. Además, también era comprensible. Era evidente que un ascensorista no significaba nada y, por tanto, no podía permitirse nada, pero precisamente porque no significaba nada, tampoco podía causar nada extraordinario. A fin de cuentas el camarero mayor había sido ascensorista en su juventud -lo que era el orgullo de esa generación de ascensoristas-, él fue quien organizó por primera vez a los ascensoristas y seguramente que él también había abandonado alguna vez su puesto sin permiso, aunque nadie pudiera obligarle ahora a recordarlo, y tampoco se podía dejar de lado que precisamente él, como antiguo ascensorista, consideraba su deber mantener en orden el servicio mediante una severidad a veces premeditada. Karl ponía sus esperanzas en el transcurso del tiempo. Según el reloj del despacho, ya eran las seis y cuarto, Renell podía regresar en cualquier momento, tal vez ya estaba allí, pues tenía que haberle llamado la atención que Robinson no hubiese regresado, además Delamarche y Renell no podían haber estado muy lejos del Hotel Occidental, como se le ocurrió a Karl en ese instante, pues en otro caso Robinson, en el estado miserable en que se hallaba, no hubiese podido encontrar el camino hasta el hotel. Si Renell encontraba a Robinson en su cama, lo que tenía que ocurrir, entonces todo estaba bien. Pues práctico como era Renell, sobre todo cuando se trataba de sus propios intereses, lograría alejar de algún modo a Robinson del hotel, lo que sería mucho más fácil, ya que Robinson se habría fortalecido y, además, era probable que Delamarche esperase ante el hotel para hacerse cargo de él. En cuanto Robinson se hubiese alejado, Karl podría enfrentarse con más tranquilidad al camarero mayor y por esa vez quizá pudiera escapar aunque con una severa reprimenda. Luego discutiría con Therese si podía contarle la verdad a la cocinera mayor -por su parte no veía nada que lo impidiera- y si se consideraba posible, entonces el asunto quedaría suprimido del mundo sin daños especiales.
Precisamente se había tranquilizado Karl con esos pensamientos y ya se disponía a recontar sin que se dieran cuenta las propinas recibidas, pues le parecía que había sido una buena cantidad, cuando el camarero mayor dejó el inventario sobre la mesa con las palabras «espere un momento aún, por favor, Feodor», se levantó con elasticidad y gritó a Karl con voz tan alta que éste, asustado, al principio sólo pudo fijar su mirada en la negrura de su boca:
-¡Has abandonado tu puesto sin permiso! ¿Sabes lo que eso signifi-ca? Eso significa que estás despedido. No quiero escuchar ninguna dis-culpa. Te puedes guardar tus pretextos, a mí me basta por completo el hecho de que no estabas allí. Si tolero eso una vez y perdono, la próxi-ma vez los cuarenta ascensoristas abandonarán su servicio y yo tendré que subir a cuestas por las escaleras a mis quinientos huéspedes.
Karl callaba. El portero se había acercado más y tiró hacia abajo de la chaquetilla de Karl, que tenía algunas arrugas, sin duda para llamar la atención del camarero mayor sobre esa pequeña irregularidad en el traje de Karl.
-¿Quizá te has encontrado mal de repente? -preguntó con astucia el camarero mayor.
Karl le lanzó una mirada escrutadora y contestó:
-No.
-¿Así que no te has encontrado mal? Entonces te has tenido que inventar alguna mentira colosal. Suéltala. ¿Qué disculpa tienes?
-No sabía que había que pedir permiso por teléfono -dijo Karl. -Esto es maravilloso -dijo el camarero mayor, cogió a Karl por el cuello de la chaqueta y le llevó casi en vilo hasta la ordenanza de servicio del ascensor, que estaba colgada en la pared. También el portero fue detrás de ellos hasta la pared.
-¡Aquí lo tienes! ¡Lee! -dijo el camarero mayor, y señaló un párrafo. Karl creyó que lo tenía que leer para sí.
-¡En voz alta! -ordenó el camarero mayor.
En vez de leer en voz alta, y con la esperanza de tranquilizar al ca-marero mayor, dijo:
-Conozco el contenido, he recibido la ordenanza de servicio y la he leído con atención. Pero he olvidado esa disposición porque nunca se necesita. Trabajo ya dos meses de ascensorista y nunca he abandonado mi puesto.
-Por esa razón lo abandonarás ahora-dijo el camarero mayor, se fue hacia la mesa, volvió a coger el inventario como si quisiese seguir leyendo en él, pero golpeó con él la mesa como si fuese un harapo inservible y volvió a pasear de un lado a otro de la habitación con la frente y las mejillas intensamente enrojecidas.
-Lo que hay que soportar a causa de un granuja como éste. ¡Seme-jantes irritaciones en el servicio nocturno! -repitió varias veces con excitación-. ¿Sabe quién quería subir precisamente cuando este tipo se largó del ascensor? -se dirigió al portero. Y mencionó un nombre que hizo estremecerse de tal manera al portero, quien sin duda conocía a todos los huéspedes y los podía valorar, que miró rápidamente a Karl como si su existencia fuese una confirmación de que el portador de ese nombre se había visto obligado a esperar en vano ante el ascensor cuyo ascensorista había abandonado su puesto.
-¡Eso es horrible! -dijo el portero, y sacudió lentamente la cabeza con infinita inquietud hacia Karl, quien le contemplaba con tristeza y pensó que también tendría que pagar por la dureza de mollera de ese hombre.
-Por lo demás, a ti te conozco ya -dijo el portero, y estiró su grueso y rígido dedo índice-, tú eres el único ascensorista que no me saluda por principio. ¿Quién te crees que eres? Todo el que pasa por la recepción tiene que saludarme. Con los demás porteros, puedes hacer lo que quieras, pero yo exijo que me saludes. Hago como si no me diese cuenta, pero puedes estar tranquilo, sé muy bien quién me saluda y quién no, y tú no lo haces, granuja.
Y se apartó de Karl acercándose muy estirado al camarero mayor, quien, en vez de manifestarse en el asunto del portero, terminó su des-ayuno y hojeó un periódico matutino que un criado acababa de traer a la habitación.
-Señor portero mayor -dijo Karl, que, durante la distracción del ca-marero mayor, al menos quería clarificar el asunto con el portero, pues comprendía que quizá su reproche no le podía dañar, pero sí su hostili-dad-, seguro que siempre le saludo. No hace mucho que he llegado a América y vengo de Europa, donde es conocido que se saluda mucho más de lo que es necesario. Aún no he perdido esa costumbre y sólo hace dos meses intentaron convencerme a cada paso en Nueva York, donde tuve tratos casuales con altos círculos, de que dejase mi exagera-da cortesía. Y precisamente yo iba a ser quien no le saludase. Le he sa-ludado varias veces al día, pero naturalmente no todas las veces que le he visto, ya que paso por donde está usted más de cien veces al día.
-Me tienes que saludar todas las veces, todas, sin excepción. Además, mientras hables conmigo tienes que tener la gorra en la mano, tienes que dirigirte a mí siempre con la designación señor portero jefe y no de usted. Y eso siempre que me vea, siempre.
-¿Siempre? -repitió Karl en voz baja y con tono interrogativo, ahora recordaba cómo durante todo el tiempo que había estado allí el portero le había mirado siempre con severidad y gesto de reproche, ya desde la primera mañana en que, aún no adaptado a su nuevo puesto, quizá demasiado osado todavía, le había preguntado sin más a ese mismo portero con apremio y causándole molestias si tal vez no habían preguntado por él dos hombres y no habían dejado una fotografía para él.
-Ahora ves adónde conduce ese comportamiento -dijo el portero que una vez más se había aproximado a Karl y señalaba al camarero mayor, aún absorto en la lectura, como si éste fuese el instrumento de su venganza-. En tu próximo empleo ya sabrás que tienes que saludar al portero aunque se trate del antro más miserable.
Karl comprendió que ya había perdido su puesto, pues el camarero mayor ya lo había manifestado así, el portero jefe lo había repetido co-mo un hecho consumado y a causa de un ascensorista no sería necesaria la confirmación por parte de la dirección del hotel. Sin embargo, había ocurrido con más celeridad de lo que había pensado, a fin de cuentas había trabajado dos meses tan bien como había podido y con toda seguridad mejor que otros compañeros suyos. Pero nadie toma en consideración esas cosas en ninguna parte del mundo, ni en Europa ni en América, sino que se decide tal y como inspira el enojo inicial. Tal vez habría sido mejor que se hubiese despedido en seguida y se hubiese ido; era posible que la cocinera mayor y Therese aún durmieran, se habría podido despedir por carta para al menos ahorrarles la decepción y la tristeza de una despedida personal; habría podido empaquetar rápidamente sus cosas e irse en silencio. Pero si permanecía allí un día más -y, ciertamente, habría necesitado algo de sueño-, no le esperaría otra cosa que la difusión de su caso hasta formar un escándalo, reproches desde todas partes, la insoportable visión de las lágrimas de Therese y quizá incluso las de la cocinera mayor y posiblemente, para colmo de todo, una multa. Por otra parte, le confundía que allí se encontraba ante dos enemigos y que siempre habría uno que tendría algo que oponer a sus palabras forzando una interpretación negativa. Por esa razón, guardó silencio y disfrutó provisionalmente de la tranquilidad que dominaba en la habitación, pues el camarero mayor aún leía el periódico y el portero jefe ordenaba su inventario esparcido por la mesa según el número de las páginas, lo que le causaba grandes dificultades por su evidente cortedad de vista.
Finalmente el camarero mayor bajó el periódico bostezando, se aseguró con una mirada de que Karl aún estaba presente, y pulsó un número en el teléfono. Exclamó varias veces «hola» pero nadie con-testó.
-No contesta nadie -le dijo al portero jefe. Este último, quien, como a Karl le pareció, no observaba con especial interés la llamada, dijo:
-Ya son las siete menos cuarto. Seguro que ya está despierta, siga llamando.
En ese instante llegó, sin más requerimientos, una señal.
Aquí el camarero mayor Isbary -dijo el camarero mayor-. Buenos días, señora cocinera mayor. ¿No la habré despertado? Lo siento mu-cho. Sí, sí, ya son las siete menos cuarto. Pero siento mucho haberla asustado. Debería desconectar el teléfono mientras duerme. No, no, no tengo disculpa, sobre todo considerando la pequeñez por la que la llamo. Naturalmente que tengo tiempo, permaneceré al aparato si le parece bien. Debe de haber corrido en camisón a coger el teléfono -le dijo sonriendo el camarero mayor al portero jefe, que todo ese tiempo se había inclinado hacia el teléfono con expresión tensa-. Realmente la he despertado, normalmente la despierta esa muchacha que trabaja para ella como mecanógrafa y hoy, excepcionalmente, se le ha debido de olvidar. Siento mucho haberla asustado, de todas formas es nerviosa.
-¿Por qué no sigue hablando?
-Se ha ido a mirar qué ha pasado con la muchacha -respondió el camarero mayor con el auricular en la oreja, pues ya estaban hablando.
-Ya la encontrará -siguió diciendo en el teléfono-. No debe asustarse tanto por todo, realmente necesita un buen descanso. Bien, mi pequeña pregunta. Aquí está un ascensorista llamado... -se volvió hacia Karl con gesto interrogativo, quien, como prestaba gran atención, ayudó inmediatamente con su nombre-, eso, llamado Karl Rossmann, si recuerdo bien, usted se ha interesado algo por él. Por desgracia ha pagado mal su amabilidad, ha abandonado su puesto sin permiso, me ha causado por ello graves e impredecibles molestias y por tanto le he despedido. Espero que no se lo tome por lo trágico. ¿Qué dice? Despedido, sí, despedido. Pero ya le he dicho que abandonó su puesto. No, ahí no puedo transigir, querida señora cocinera mayor. Se trata de mi autoridad, hay mucho en juego, un joven así me arruina a toda la banda. Precisamente con los ascensoristas hay que tener mucho cuidado. No, no, en este caso no le puedo hacer el favor por mucho que quisiera mostrarme condescendiente. Y, si a pesar de todo le dejase aquí, sólo para mantener en actividad mi bilis, por usted, sólo por usted, señora cocinera mayor, no podría quedarse. Usted muestra un vivo interés que él no se merece y como no sólo le conozco a él, sino a usted también, sé muy bien que le llevará a una de las más graves decepciones que yo le quiero ahorrar a cualquier precio. Se lo digo con toda sinceridad, a pesar de que el obstinado muchacho se encuentra a tan sólo unos pasos de mí. Queda despedido, no, no, señora cocinera mayor, queda completamente despedido, no, no, no se le trasladará a otro empleo, es un inepto completo. Además, sobre él ya circulan otras quejas. El portero jefe por ejemplo, sí, ¿quién si no?, Feodor, sí, se ha quejado de la descortesía y frescura de este joven. ¿Qué? ¿Que eso no basta? ¡Ay!, señora cocinera mayor, contradice su carácter a causa de este joven. No, no, no puede presionarme de esa forma.
En ese instante el portero se inclinó hacia el oído del camarero mayor y susurró algo. El camarero mayor le miró primero asombrado y luego habló tan rápidamente al teléfono que Karl al principio no le comprendió del todo y se acercó dos pasos de puntillas.
-Querida señora cocinera mayor -dijo-, sinceramente, jamás hubiese creído que usted pudiese ser una conocedora tan mala del carácter de las personas. Ahora mismo acabo de enterarme de algo sobre su angelito que cambiará completamente su opinión sobre él y casi me da pena tener que decírselo. Este fino jovencito, que usted llama un modelo de decencia, no deja pasar una noche libre de servicio sin irse a la ciudad y regresar a la mañana siguiente. Sí, sí, señora cocinera mayor, esto está confirmado por testigos, por testigos libres de toda objeción. ¿Puede decirme de dónde tiene el dinero para esas excursiones placenteras? ¿Cómo puede mantener la necesaria atención para cumplir con su deber? Y ¿quiere aún que le describa sus actividades en la ciudad? Me apresuraré a desprenderme de este joven. Y usted, por favor, considérelo una advertencia de la precaución que hay que tener con vagabundos de esta calaña.
-Pero señor camarero mayor-exclamó Karl, aligerado por el gran error que parecía haberse deslizado allí y que quizá podría conducir a que todo mejorase inesperadamente-, aquí se ha producido una con fu-sión. Creo que el señor portero jefe le ha dicho que salgo todas las no-ches, eso no es verdad. En realidad, paso todas las noches en el dormi-torio, eso lo pueden confirmar todos mis compañeros. Cuando no duermo, aprendo correspondencia comercial, pero del dormitorio no me muevo. Eso es fácil de comprobar. El señor portero jefe me con-funde evidentemente con otro y ahora comprendo por qué cree que no le saludo.
-¡Quieres callarte de una vez! -gritó el portero jefe, y agitó el puño donde otros habrían movido un dedo-. ¿Que me confundo con otro? Sí, si confundiera a la gente, entonces ya no podría ser portero jefe. Escuche, señor Isbary, no podría ser portero jefe, si confundiera a la gente. En mis treinta años de servicio aún no me he confundido nunca, como pueden confirmar cien señores camareros mayores, que hemos tenido desde entonces, pero contigo, jovenzuelo miserable, he tenido que comenzar las confusiones. Contigo, que tienes esa jeta lisa y llamativa. ¿Cómo se te podría confundir? Podrías haberte escabullido todas las noches a mis espaldas para ir a la ciudad y yo podría confirmar, por tu cara, que eres un granuja redomado.
-¡Déjalo ya! -dijo el camarero mayor, cuya conversación telefónica con la cocinera mayor parecía haberse interrumpido repentinamente-. La cuestión es muy simple. No se trata en primer lugar de sus diversio-nes nocturnas. Quizá desee una investigación sobre sus ocupaciones nocturnas. Puedo imaginarme que eso le gustaría. Posiblemente se tendría que citar a los cuarenta ascensoristas para interrogarles, todos, naturalmente, le habrían confundido, así que habría que terminar por interrogar a todo el personal. El hotel, por supuesto, tendría que dejar de funcionar durante un rato y cuando finalmente se le echase a la calle, él al menos habría tenido su diversión. Así que preferimos no ir por ese camino. A la cocinera mayor, a esa buena mujer, ya la ha puesto en ridículo y con eso basta. No quiero escuchar nada más. Quedas despedido inmediatamente por tu negligencia en el servicio. Aquí te doy un recibo para la caja, allí te pagarán tu salario hasta el día de hoy. Por lo demás, por tu comportamiento, y dicho entre nosotros, eso no es más que un regalo que te hago exclusivamente en consideración a la señora cocinera mayor.
Una llamada telefónica impidió que el cocinero mayor firmase el recibo.
-¡Los ascensoristas me van a crear hoy problemas! -gritó en cuanto escuchó las primeras palabras-. ¡Eso es increíble! -gritó después de un rato.
Y apartándose del teléfono, se volvió hacia el portero del hotel y le dijo:
-Por favor, Feodor, mantenga aquí a este joven, aún tenemos cosas que hablar con él.
Y al teléfono dio la orden: -¡Venga en seguida!
Ahora el portero jefe al menos se pudo desfogar, lo que no había conseguido al hablar. Sujetó a Karl con fuerza por la parte superior del brazo, pero no asiéndole con fijeza, lo que habría sido soportable, sino que de vez en cuando aflojó la presión y luego apretó con más y más energía lo que, debido a su enorme fuerza corporal, no parecía detener-se y provocó que a Karl se le oscureciera todo ante los ojos. Pero no sólo sujetaba a Karl, sino que, como si hubiera recibido la orden de también estirarle, le levantó de vez en cuando en vilo y lo agitó, y mientras lo hacía una y otra vez le decía al camarero mayor con tono interrogativo.
-¿Que si le confundo? ¿Que si le confundo?
Para Karl supuso una liberación cuando entró el jefe de los ascen-soristas, un tal Bess, un joven gordo y eternamente jadeante, que logró desviar un poco la atención del portero jefe. Karl estaba tan desfallecido que apenas pudo saludar cuando detrás del joven, para su sorpresa, apareció Therese, pálida, vestida con prisas y despeinada.
En un instante estuvo a su lado y le susurró: -¿Lo sabe ya la cocinera mayor?
-El camarero mayor la ha llamado por teléfono -respondió Karl. -Entonces está bien, todo está bien.
-No -dijo Karl-. No sabes lo que tienen contra mí. Tengo que irme, la cocinera mayor ya se ha convencido de ello. Por favor, no te quedes aquí, vete, luego pasaré para despedirme.
-Pero Rossmann, qué cosas se te ocurren. Te quedarás con nosotras tanto tiempo como quieras. El camarero mayor hace todo lo que quiere la cocinera mayor, él la quiere, sí, lo he averiguado últimamente por casualidad. Quédate tranquilo.
-Por favor, Therese, vete ahora. No puedo defenderme bien si tú estás aquí, y tengo que defenderme bien, porque han hecho circular mentiras sobre mí. Cuanto más cuidado tenga y mejor me defienda, más esperanzas habrá de que me quede. Así que, Therese...
Por desgracia, y debido a un dolor repentino, no pudo evitar añadir en voz baja:
-¡Si el portero jefe me soltara! No sabía que era mi enemigo. Pero cómo aprieta y tira.
«¿Por qué se me ha ocurrido decir esto?», pensó al mismo tiempo, «ninguna mujer puede oír eso tranquilamente», y, ciertamente, Therese se volvió, sin que él hubiese podido detenerla con la mano libre, hacia el portero jefe:
-Señor portero jefe, por favor, suelte inmediatamente a Rossmann, le está causando dolores. La señora cocinera mayor se presentará aquí personalmente y entonces se comprobará la injusticia que se está cometiendo con él. Déjelo en paz, ¿qué placer le puede ocasionar torturarle así?
E incluso se aferró a la mano del portero jefe.
-Son órdenes, señorita, órdenes -dijo el portero jefe y atrajo ama-blemente con la mano libre a Therese hacia sí, mientras que con la otra mano apretó con más fuerza a Karl, no sólo como si quisiera causarle dolores, sino como si con el brazo que tenía en su poder tuviese un ob-jetivo determinado que aún no había alcanzado.
Therese necesitó algo de tiempo para escapar del abrazo del portero jefe y ya quería intervenir a favor de Karl ante el camarero mayor, que aún estaba escuchando lo que le contaba con prolijidad Bess, cuando entró con grandes pasos la cocinera mayor.
-¡Gracias a Dios! -exclamó Therese, y durante un instante sólo se oyeron en la habitación esas palabras en voz alta. El camarero mayor se levantó de un salto y apartó a Bess.
Así que ha decidido venir en persona, señora cocinera mayor, y por esta menudencia. Ya lo había sospechado después de nuestra conversación telefónica, pero no lo había podido creer. Además, la causa de su protegido cada vez se vuelve más enojosa. Me temo que no le despediré por ella, sino que me veré obligado a encerrarle. ¡Escuche usted misma!
E hizo una seña a Bess.
Antes me gustaría hablar un par de palabras con Rossmann -dijo la cocinera mayor, y se sentó en una silla, ya que el camarero mayor la in-vitó a ello.
-Karl, por favor, acércate -dijo ella entonces.
Karl obedeció o más bien fue arrastrado por el portero jefe.
-Pero suéltelo, no es ningún criminal -dijo la jefe de cocina enojada.
El portero jefe le soltó, pero antes apretó con tal fuerza que del es-fuerzo le brotaron lágrimas en los ojos.
-Karl -dijo la jefe de cocina, puso tranquilamente las manos en su regazo y miró a Karl con la cabeza inclinada. No era como un interrogatorio-, ante todo quiero decirte que aún tengo plena confianza en ti. También el señor camarero mayor es un hombre justo, de eso puedo responder. A los dos nos gustaría seguir teniéndote con no-sotros.
Al decir esto miró fugazmente hacia el camarero mayor como si quisiera pedirle que no la interrumpiera. Tampoco ocurrió.
-Así que olvida lo que aquí se ha dicho hasta ahora. Sobre todo no tienes que tomar a mal lo que quizá te haya dicho el portero jefe. Es un hombre que se excita muy pronto, lo que no sorprende con el trabajo que tiene que desempeñar, pero él tiene también esposa e hijos y sabe que no se puede atormentar innecesariamente a un joven que depende sólo de sí mismo, pues de eso ya se encarga de sobra el resto del mun-do.
En la habitación reinaba un gran silencio. El portero jefe miró al camarero mayor como exigiendo una explicación, éste miró a la cocinera mayor y sacudió la cabeza. El ascensorista Bess sonrió de forma absurda a espaldas del camarero mayor. Therese sollozó de alegría y sufrimiento y tuvo que esforzarse para que nadie la oyera.
Karl, sin embargo, y a pesar de que se podía interpretar como un mal signo, no miraba a la cocinera mayor, que con toda seguridad re-clamaba una mirada suya, sino ante sí al suelo. En su brazo aún sen tía cómo el dolor se proyectaba hacia todas las direcciones, la camisa se pegaba a los cardenales y en realidad habría tenido que quitarse la chaquetilla y mirar qué tenía. Lo que dijo la cocinera mayor encerraba, naturalmente, una intención amable, pero desgraciadamente le pareció como si precisamente por el comportamiento de la cocinera mayor tuviera que manifestarse que él no merecía ninguna amabilidad, que durante dos meses había disfrutado inmerecidamente de las bondades de la cocinera mayor, sí, que no merecía otra cosa que caer en las manos del portero jefe.
-Lo digo -continuó la cocinera mayor- para que ahora contestes con tranquilidad, lo que probablemente ya habrías hecho, como creo conocerte.
-¿Puedo, mientras tanto, ir a buscar al médico? El hombre podría desangrarse -se injirió de repente el ascensorista Bess con mucha cortesía, pero también enrareciendo el ambiente.
-Vete -dijo el camarero mayor a Bess, que salió corriendo en segui-da. Y luego a la cocinera mayor:
-El asunto es el siguiente. El portero jefe no ha retenido a este jo-ven sólo por diversión. Abajo, en el dormitorio común de los ascenso-ristas, han encontrado a un extraño cuidadosamente tapado en una ca-ma y completamente ebrio. Por supuesto que le han despertado y han querido expulsarle. Pero entonces ese hombre ha comenzado a armar un gran escándalo, una y otra vez ha gritado que el dormitorio pertenece a Karl Rossmann, del cual es huésped, quien le ha llevado hasta allí y que castigaría a todo el que se atreviese a tocarle. Por lo demás, tenía que esperar a Karl Rossmann porque le había prometido dinero y sólo había ido a recogerlo. Preste atención, señora cocinera mayor: había prometido dinero y había ido a recogerlo. Tú también, Rossmann, puedes prestar atención -añadió el camarero mayor mirando a Karl, que precisamente se había vuelto hacia Therese, quien fijaba su mirada en el camarero mayor como embrujada y que una y otra vez o se alisaba algunos pelos en la frente o realizaba ese movimiento mecánicamente.
-Pero quizá -prosiguió- también puedo recordarte algunas de tus obligaciones. El hombre de abajo ha dicho además que después de tu llegada haríais una visita nocturna a una cantante, cuyo nombre, cierta-mente, nadie ha comprendido, ya que el hombre sólo lo pudo pronun-ciar cantando.
Aquí se interrumpió el camarero mayor, pues la cocinera mayor, visiblemente pálida, se había levantado de la silla, que ella desplazó un poco hacia atrás.
-Le omitiré el resto -dijo el camarero mayor.
-No, por favor, no -dijo la cocinera mayor, y tomó su mano- siga contándolo, quiero escucharlo todo, por eso estoy aquí.
El portero jefe, que se adelantó y, como un signo de que él lo había sabido todo desde un principio, se dio un fuerte golpe en el pecho, fue al mismo tiempo tranquilizado y rechazado por el camarero mayor con las palabras:
-Sí, tenía razón Feodor. No hay mucho más que contar -continuó el camarero mayor-. Ya sabe cómo son los muchachos, al principio se rieron de él, luego tuvieron una riña y, como allí arriba siempre hay buenos boxeadores, simplemente le han propinado una paliza y ni siquiera me he atrevido a preguntar por cuáles y por cuántas partes del cuerpo está sangrando, pues esos jóvenes son boxeadores temibles y un borracho se lo pone, naturalmente, más fácil.
-Bien -dijo la cocinera mayor, se aferró al respaldo de la silla y se quedó mirando el asiento que había abandonado-. Bien, ¡di algo, Rossmann! -dijo ella entonces.
Therese se había aproximado desde su sitio hasta el lugar en que se encontraba la cocinera mayor y, lo que Karl jamás le había visto hacer, se había cogido a ella. El camarero mayor estaba situado inmediatamente detrás de la cocinera mayor y alisaba lentamente un pequeño y modesto cuello de encaje que se había doblado un poco. El portero jefe, al lado de Karl, dijo:
-¿Y bien? -pero sólo quiso enmascarar un golpe que propinó en la espalda de Karl.
-Es verdad-dijo Karl con más inseguridad que la deseada a causa del golpe- que he llevado a un hombre al dormitorio.
-Más no queremos saber-dijo el portero en nombre de todos. La cocinera mayor se volvió sin pronunciar palabra primero hacia el camarero mayor y luego hacia Therese.
-No pude hacer otra cosa -siguió Karl-. El hombre es un antiguo camarada, vino, después de que no nos hubiésemos visto en dos meses, para visitarme, pero estaba tan ebrio que no pudo regresar solo.
El camarero mayor repitió a media voz al lado de la cocinera ma-yor:
Así que vino para visitarle, pero después estaba tan ebrio que no pudo regresar solo.
La cocinera mayor susurró algo al camarero mayor sobre el hom-bro, pero él pareció objetarlo con una sonrisa que no venía al caso. Therese -Karl sólo miraba hacia ella- presionó su rostro en completa indefensión contra la cocinera mayor y no quería ver nada más. El único que estaba completamente satisfecho con la explicación de Karl era el portero jefe, que repitió varias veces:
-Eso está muy bien, a los camaradas de borrachera hay que ayudarlos -e intentó imponer esa aclaración a todos los presentes con miradas y aspavientos.
-Soy culpable -dijo Karl, e hizo una pausa, como si esperase una palabra amable de sus jueces que le insuflara valor para seguir defendiéndose, pero no se produjo-, pero sólo soy culpable de llevar a un hombre, se llama Robinson y es irlandés, al dormitorio. Todo lo demás que él ha dicho lo ha dicho en su ebriedad y no es verdad.
-Entonces ¿no le has prometido dinero? -preguntó el camarero mayor.
-Sí -dijo Karl, y sintió haberlo olvidado, se había calificado como inocente ya fuese por irreflexión o por distracción en expresiones demasiado concretas-. Le prometí dinero, porque él me pidió algo. Pero no quería ir a recogerlo, sino darle las propinas que había ganado esa noche.
Y, como prueba, sacó el dinero del bolsillo y mostró en la palma de la mano unas pocas monedas.
-Cada vez te enredas más -dijo el camarero mayor-. Si hubiera que creerte, habría que olvidar lo que has dicho con anterioridad. Así pues, primero llevaste a ese hombre -ni siquiera te creo el nombre de Robin-son, así no se ha llamado nunca un irlandés desde que existe Irlanda-, al dormitorio, sólo por ese motivo ya tendrías que salir volando de aquí, pero en principio no le prometiste dinero, pero luego, en cuanto se te pregunta de sorpresa, dices que le has prometido dinero. Pero éste no es ningún juego de preguntas y respuestas, sólo queremos oír tu justificación. Primero no querías ir a recoger dinero, sino darle las pro-pinas que has ganado hoy, pero luego resulta que tú aún tienes contigo ese dinero, así que es evidente que querías ir a recoger más dinero, sobre lo que habla en favor tu larga ausencia. A fin de cuentas, no sería extraño que quisieras coger dinero de tu maleta, pero lo que sí es extraño es que lo niegues con todas tus energías. Asimismo, también quieres ocultar que emborrachaste a ese hombre en el hotel, de lo que no hay ninguna duda, pues tú mismo has reconocido que había venido solo, pero que no se podía ir solo y él mismo ha proclamado a los cuatro vientos en el dormitorio que era tu huésped. Sólo quedan dos cuestiones dudosas, que tú, si quieres simplificar las cosas, podrías contestar, pero que también se podrán confirmar sin tu ayuda: primero, ¿cómo has logrado entrar en las despensas? y, segundo, ¿cómo has podido acumular tanto dinero como para querer regalarlo?
-Es imposible defenderse cuando no existe buena voluntad -dijo Karl, y ya no respondió al camarero mayor, por mucho que sufriera Therese por esa causa. Sabía que a todo lo que dijera, después se le daría la vuelta, y que quedaba sometido a decisiones fruto de los prejuicios buenos o malos que dominaran.
-No responde -dijo la cocinera mayor.
-Es lo más razonable que puede hacer -dijo el camarero mayor. -Ya se le ocurrirá algo -dijo el portero jefe, quien acarició cuidadosamente su barba con aquella mano antes tan cruel.
-Cállate -dijo la cocinera mayor a Therese, que comenzó a llorar a su lado-, ya lo ves, no responde, ¿cómo puedo entonces hacer algo por él? A fin de cuentas soy yo la que ha quedado mal frente al camarero mayor. Dime, Therese, según tu opinión, ¿he renunciado a hacer algo por él?
¿Qué podía saber Therese, y de qué servía que la cocinera mayor, mediante ese ruego y esa pregunta públicamente dirigidos a la mucha-cha, perdiera su dignidad ante los dos hombres?
-Señora cocinera mayor -dijo Karl, cobrando nuevamente ánimos, pero sólo para ahorrarle la respuesta a Therese, por nada más-, no creo que la haya avergonzado de alguna manera y mediante una investigación minuciosa cualquier otro así lo entenderá.
-Cualquier otro -dijo el portero jefe y señaló con el dedo al camarero mayor-, eso es una indirecta contra usted, señor Isbary. -Bueno, señora cocinera mayor -dijo éste-, son las siete y media, ya es muy tarde. Pienso que lo mejor es que me deje pronunciar la palabra final en este asunto ya tratado con demasiada tolerancia.
El pequeño Giacomo acababa de entrar, quiso acercarse a Karl, pero lo dejó, asustado por el silencio dominante, y esperó.
La cocinera mayor no había apartado la mirada de Karl desde las últimas palabras de éste y nada indicaba que hubiese oído la indicación del camarero mayor. Sus ojos estaban completamente fijos en Karl, eran grandes y azules, pero un poco turbios por la edad y las penas. Del modo en que estaba allí y en que balanceaba la silla que tenía delante, se podría haber esperado que en ese instante dijese: «Bien, Karl, el asunto, si lo pienso bien, no ha quedado claro y necesita, como tú mismo has mencionado, una investigación minuciosa. Y eso es lo que vamos a realizar ahora, ya haya quien esté de acuerdo o no, pues tiene que imperar la justicia».
En vez de eso, sin embargo, la jefe de cocina, después de una breve pausa, que nadie osó interrumpir -sólo se oyó que el reloj daba las siete y media confirmando las palabras del camarero mayor y todos supieron que, al mismo tiempo, todos los relojes en el hotel daban la misma hora, sonando en el oído y en el presentimiento como la doble contracción de una única y gran impaciencia:
-¡No, Karl, no, no! Eso no nos va a convencer. La verdad presenta un aspecto especial y tu asunto, debo reconocerlo, no presenta ese as-pecto. Puedo decirlo y debo decirlo, pues he sido yo quien ha venido predispuesta en tu favor. Ya ves, también Therese calla. (Pero ella no callaba, lloraba).
La cocinera mayor se interrumpió al llegar a una repentina decisión y dijo:
-Karl, ven a mi lado.
Y en cuanto se hubo acercado a ella -mientras a sus espaldas el ca-marero mayor y el portero jefe se enfrascaban en una viva conversa-ción-, ella le rodeó con su brazo izquierdo, se fue con él y con Therese, que la acompañó con actitud abúlica, hasta el fondo de la habitación, y allí caminó con ellos de un lado a otro diciendo:
-Es posible, Karl, y en ello pareces confiar, si no la verdad es que no te entendería, que una investigación te diera la razón en algún detalle. ¿Por qué no? Es posible que hayas saludado al portero jefe. Yo así lo creo, y también sé qué tipo de persona es el portero jefe. Puedes ver que hablo contigo con toda sinceridad. Pero esas pequeñas justificaciones no te ayudan en nada. El camarero mayor, cuyo conocimiento de los hombres he aprendido a valorar a lo largo de muchos años y que es uno de los hombres más fiables que conozco, ha mencionado claramente tu conducta culpable y me parece irrebatible. Tal vez hayas obrado irreflexivamente, quizá no seas la persona por la que te he tomado. Y, sin embargo... -aquí se interrumpió ella misma y miró fugazmente a los dos hombres-, no puedo quitarme de la cabeza que en el fondo eres un joven decente.
-¡Señora cocinera mayor! Señora cocinera mayor... -advirtió el ca-marero mayor, que había captado su mirada.
-En seguida acabamos -dijo la cocinera mayor y habló a Karl con más rapidez:
-Escucha Karl, tal y como están las cosas, aún me alegro de que el camarero mayor no quiera emprender ninguna investigación, pues si lo quisiera hacer, tendría que impedirlo en tu interés. Nadie debe saber cómo y para qué diste alojamiento a ese hombre, quien, por lo demás, no puede ser ninguno de tus antiguos camaradas, como aduces, pues con ellos tuviste una gran riña como despedida, de tal modo que ahora no ibas a agasajar a uno de ellos. Así que sólo puede ser un conocido con quien irreflexivamente has trabado amistad por la noche en alguna taberna de la ciudad. ¿Cómo pudiste Karl ocultarme todas esas cosas? Si quizá te resultaba insoportable vivir en el dormitorio común, y por ese motivo inocente comenzaste con tus correrías nocturnas, ¿por qué no has dicho ni una palabra acerca del tema? Ya sabes que yo quería conseguirte una habitación privada y sólo renuncié a ello por tus peticiones. Ahora parece que preferiste el dormitorio común porque allí te sentías más libre. Y si el dinero que ganabas lo guardabas en mi caja de caudales y las propinas las traías semana tras semana, por amor de Dios, Karl, ¿de dónde querías sacar el dinero para tu amigo? Éstas son cosas, naturalmente, que requieren una explicación, pero que ahora no quiero ni siquiera insinuar al camarero mayor, pues entonces una investigación sería inevitable. Por lo tanto tienes que abandonar el hotel y tan rápido como sea posible. Vete directamente a la Pensión
Brenner -ya has estado allí varias veces con Therese-, con esta re-comendación te acogerán sin más.
Y la cocinera mayor escribió con un lápiz dorado que sacó de la blusa algunas líneas en una tarjeta de visita, sin interrumpir sus palabras. -Enviaré tu maleta en seguida. Therese, corre al guardarropa de los ascensoristas y haz su maleta. (Pero Therese no se movió, después de haber soportado toda la desgracia, quería presenciar el giro positivo que tomaba el asunto de Karl gracias a la bondad de la cocinera mayor). Alguien abrió un poco la puerta sin mostrarse y la volvió a cerrar inmediatamente. Al parecer tenía algo que ver con Giacomo, pues éste se adelantó y dijo:
-Rossmann, tengo algo que decirte.
Ahora mismo -dijo la cocinera mayor y metió la tarjeta de visita en el bolsillo de Karl, quien la había escuchado con la cabeza agachada-. Por ahora guardaré tu dinero, ya sabes que me lo puedes confiar. Hoy quédate en casa y reflexiona sobre tu caso, mañana -hoy no tengo tiempo, también me he demorado demasiado aquí- iré a la Pensión Brenner y ya veremos qué se puede hacer contigo. No te abandonaré, de eso puedes estar seguro. No debes preocuparte sobre tu futuro, más bien sobre tu inmediato pasado.
Al decir esto le dio unas palmaditas en el hombro y se fue hacia el camarero mayor. Karl levantó la cabeza y vio cómo la robusta mujer se alejaba con desenvoltura y paso tranquilo.
-Pero ano estás contento -dijo Therese, que se había quedado con él- de que todo haya salido tan bien?
-¡Oh, sí! -dijo Karl, y sonrió, aunque no sabía por qué tendría que alegrarse de que le hubiesen despedido como a un ladrón. De los ojos de Therese irradiaba alegría, como si le resultara completamente indife-rente si Karl había roto algo o no, si había sido enjuiciado justamente o no, siempre que se le dejara escapar ya fuese con honor o deshonor. Y precisamente así se comportaba Therese, tan pundonorosa en sus asuntos y que analizaba y daba vueltas en su mente durante semanas a una palabra no del todo clara de la cocinera mayor. Karl preguntó intencionadamente:
-¿Vas a hacer mi maleta y a enviarla?
Contra su voluntad, Karl tuvo que sacudir de asombro la cabeza, con tal rapidez había captado la pregunta y el convencimiento de que en la maleta había cosas de las que era necesario guardar secreto ante los demás no la dejó mirar directamente a Karl, ni siquiera darle la mano, sino sólo musitar:
-Naturalmente, Karl, en seguida, en seguida haré tu maleta. Y ya había salido corriendo.
Entonces Giacomo ya no esperó más, e irritado por la larga espera gritó:
-Rossmann, el hombre no para de revolcarse en el pasillo y no deja que le saquen de aquí. Le quieren llevar al hospital pero se resiste y afirma que tú jamás tolerarías que le llevaran al hospital. Habría que pe-dir un taxi y mandarle a casa, ¿pagarías tú el coche?
-El hombre confía en ti -dijo el camarero mayor. Karl se encogió de hombros y le puso a Giacomo el dinero en la mano:
-No tengo más-dijo.
-También tengo que preguntarte si le vas a acompañar -preguntó aún Giacomo haciendo sonar las monedas.
-No le acompañará -dijo la cocinera mayor.
-Así pues, Rossmann -dijo el camarero mayor rápidamente sin ni siquiera esperar a que Giacomo hubiese salido de la habitación-, quedas despedido con efecto inmediato.
El portero jefe asintió con la cabeza varias veces, como si esas palabras fuesen las suyas propias.
-No puedo pronunciar en voz alta los motivos de tu despido, pues en otro caso tendría que encerrarte.
El portero jefe miró con llamativa severidad a la cocinera mayor, pues había reconocido muy bien que ella había sido la causa de ese tra-tamiento tan benévolo.
Ahora vete y busca a Bess, cámbiate, deja a Bess tu librea y aban-dona en seguida esta casa, en seguida.
La cocinera mayor cerró los ojos, con eso quería tranquilizar a Karl. Mientras él se inclinaba como despedida, vio fugazmente cómo el camarero mayor tomaba en secreto la mano de la cocinera mayor y jugaba con ella. El portero jefe acompañó a Karl con pasos pesados hasta la puerta, pero no la cerró, sino que la dejó abierta para aún poder gritarle a Karl:
-¡En un cuarto de minuto quiero verte pasar ante mí por el portal, tenlo presente!
Karl se apresuró todo lo que pudo sólo para evitar molestias en el portal, pero todo fue mucho más lento de lo que quería. En primer lu-gar, no fue tan fácil encontrar a Bess y en ese momento, la hora del desayuno, todo estaba lleno de gente; luego ocurrió que un joven había tomado prestados los pantalones viejos de Karl y éste tuvo que buscar en todas las perchas en casi todas las camas, de tal forma que pasaron más de cinco minutos antes de Karl llegase al portal. Precisamente ante él iba una dama entre cuatro señores. Todos se metieron en un gran automóvil que los estaba esperando y cuya puerta mantenía abierta un sirviente mientras estiraba rígida y horizontalmente hacia un lado la mano izquierda que le quedaba libre, lo que daba una impresión de gran solemnidad. Pero Karl había esperado en vano poder salir inadvertido en compañía de esa noble compañía. El portero, sin embargo, le agarró de la mano y le atrajo hacia sí entre dos señores a quienes tuvo que pedir disculpas.
-,Y esto es tardar un cuarto de minuto? -dijo él, y miró sesgadamente a Karl como si observase a un reloj que marcha mal-. Ven aquí -dijo, y le llevó a la portería, que Karl hacía mucho tiempo que había tenido ganas de ver y en la que ahora entraba con recelo empujado por el portero. Ya se encontraba en el umbral de la puerta cuando se volvió e intentó soltarse del portero y escapar.
-No, no, tienes que entrar aquí -dijo el portero jefe y dio la vuelta a Karl.
-Pero ya me han despedido -dijo Karl, y con ello quiso decir que en el hotel ya nadie le podía ordenar nada.
-Mientras te encuentres en mi poder aún no estás despedido -dijo el portero, lo que en realidad era cierto.
Karl tampoco encontró ningún motivo por el que tuviera que resis-tirse al portero. ¿Qué más le podía ocurrir? Además, las puertas de la portería consistían en grandes vidrieras desde las que se veía claramente la gente que circulaba por el vestíbulo como si se estuviera en medio de él. Sí, incluso parecía como si en toda la portería no hubiese ni una esquina en la que alguien se pudiera ocultar de la mirada de la gente. Por mucha prisa que tuvieran los pasantes -buscaban abrirse camino con los brazos extendidos, la cabeza inclinada, la mirada ágil y alzando el equipaje-, nadie dejaba de echar un vistazo a la portería, pues detrás de las vidrieras siempre había colgados anuncios y noticias de importancia tanto para los huéspedes como para el personal del hotel. Además, se producía un tráfico directo entre la portería y el vestíbulo, pues ante dos ventanas corredizas estaban sentados dos porteros auxiliares ocupados continuamente en proporcionar informaciones en los asuntos más dispares. Era gente sobrecargada de trabajo y Karl habría podido afirmar que el portero jefe, como le conocía, había tenido que eludir esos puestos para seguir avanzando en su carrera. Esos dos suministradores de información -desde fuera era imposible imaginárselo correctamente- tenían siempre en la ventanilla al menos a diez rostros interrogantes. Entre esas diez personas, que cambiaban continuamente, se producía con frecuencia una confusión de idiomas como si cada uno de ellos hubiese venido de un país distinto. Siempre preguntaban varios al mismo tiempo y, por añadidura, siempre hablaban algunos entre ellos. La mayoría deseaba recoger algo en la portería o dejar algo allí, así que también se veían manos impacientes agitándose entre la multitud. Una vez alguien tenía un requerimiento respecto a un periódico que involuntariamente abrió tapando por un momento todos los rostros. Todo eso se veían obligados a soportar los porteros auxiliares. Limitarse a hablar no habría bastado para su tarea, tenían que parlotear; sobre todo uno de ellos, un hombre sombrío con una barba negra que rodeaba todo su rostro, suministraba informaciones sin ninguna interrupción. No miraba ni hacia la tabla de la mesa, desde la que tenía que alcanzar constantemente cosas, ni al rostro de uno u otro huésped, sino que exclusivamente la fijaba ante sí, al parecer para ahorrar o acumular energías. Por lo demás, su barba dificultaba algo la comprensión de sus palabras y Karl, durante el momento que estuvo a su lado, sólo pudo comprender muy poco de lo que dijo, si bien era posible que, a pesar del acento inglés, estuviese hablando en idiomas extranjeros. Otro aspecto que confundía era que conectase tan rápidamente una respuesta a la siguiente, de tal manera que con frecuencia un huésped escuchaba con el rostro tenso, ya que creía que se trataba de su asunto, pero sólo para advertir transcurrido un rato que se trataba de otra información. También había que acostumbrarse a que el portero auxiliar nunca pedía que se repitiera una pregunta, incluso cuando se formulaba de una forma comprensible en general y sólo un poco oscura, una sacudida de cabeza traicionaba que no tenía la intención de contestar esa pregunta y era asunto del que la formulaba reconocer sus propios errores y plantearla mejor. Precisamente haciendo esto mismo pasaban muchas personas bastante rato ante la ventanilla. Para apoyar a los porteros auxiliares se les había asignado un mozo a cada uno que recorrían los anaqueles y traían de las distintas casillas todo lo que los porteros necesitaban. Ésos eran los puestos para jóvenes mejor pagados, aunque también los más agotadores, que había en el hotel, en cierto sentido eran más enojosos que los puestos de portero auxiliar, pues éstos tenían simplemente que reflexionar y hablar, mientras que esos jóvenes tenían que reflexionar y correr al mismo tiempo. Si alguna vez llevaban algo equivocado, naturalmente el portero auxiliar, debido a la prisa que tenía, no podía detenerse a darle las instrucciones necesarias, más bien se limitaba simplemente a arrojar con un manotazo de la mesa al suelo lo que le habían puesto sobre ella. Era muy interesante observar cómo se relevaban los porteros auxiliares; precisamente se produjo el relevo poco después de la entrada de Karl. Ese relevo, naturalmente, se producía con frecuencia durante el día, pues apenas había personas que pudiesen aguantar más de una hora detrás de la ventanilla. Una campana señalaba el momento del relevo y en seguida aparecían en una puerta lateral los dos porteros auxiliares que tenían que tomar el relevo, cada uno seguido de su mozo. Se ponían de pie provisionalmente e inactivos al lado de la ventanilla y contemplaban durante unos instantes a la gente de fuera para comprobar en qué fase se encontraba la respuesta a la pregunta. Si el momento les parecía adecuado, tocaban el hombro del portero auxiliar a quien tenían que relevar, quien, a pesar de que hasta entonces no se había preocupado de lo que sucedía a sus espaldas, comprendía inmediatamente y dejaba el puesto libre. Todo sucedía tan deprisa que con frecuencia sorprendía a la gente de fuera y casi retrocedían asustados por el nuevo rostro que aparecía ante ellos. Los dos hombres relevados se estiraban y mojaban sus ardientes cabezas en dos lavabos situados al efecto; los mozos relevados, sin embargo, no podían estirarse, sino que aún tenían que ocupar algo de tiempo recogiendo del suelo los objetos arrojados durante el servicio y colocándolos en su sitio.
Karl, concentrando su atención, había captado todo el proceso en pocos instantes, y siguió en silencio y con ligeros dolores de cabeza al portero jefe que no dejaba de empujarle. Al parecer también el portero jefe había advertido la gran impresión que había ejercido en Karl esa forma de suministrar información, y de repente tiró de la mano de Karl y dijo:
-Ves, así se trabaja aquí.
Desde luego que Karl no había vagueado en el hotel, pero de ese trabajo no había tenido ni idea, y casi olvidando por completo que el portero jefe era su enemigo, elevó la mirada hacia él y asintió con la ca-beza en silencio y con reconocimiento. Pero entonces eso le pareció al portero jefe una valoración excesiva de los porteros auxiliares y quizá una descortesía frente a su propia persona, pues, como si Karl le hubiese tomado por un necio, gritó sin preocuparse de que pudieran oírle:
-Naturalmente que ése es el trabajo más tonto de todo el hotel; cuando se ha escuchado una hora ya se conocen todas las preguntas que se plantean y el resto ya no es necesario responderlo. Si no hubieses sido impertinente y maleducado, si no hubieses mentido con mezquindad, bebido y robado, quizá habría podido colocarte en una de esas ventanillas, pues para eso únicamente necesito cabezas de chorlito como la tuya.
Karl pasó por alto los insultos en cuanto a él se referían, tanto le indignaba que el trabajo duro y honrado de los porteros auxiliares fuese despreciado en vez de reconocido, además despreciado por un hombre que, si alguna vez hubiese osado sentarse ante una de esas ventanillas, se hubiera tenido que retirar después de sólo unos minutos entre las risas de los huéspedes.
-Déjeme -dijo Karl, su curiosidad acerca de la portería ya había quedado completamente satisfecha-, no quiero tener que ver nada más con usted.
-Eso no basta para irse -dijo el portero jefe, apretó el brazo de Karl hasta tal punto que éste no pudo moverlo y le llevó prácticamente en vilo hasta el otro extremo de la portería. ¿No veía la gente del exterior la violencia del portero jefe? O si la veían, ¿cómo la interpretaban para que nadie se detuviera, para que nadie, al menos, golpease en los cristales para mostrarle al portero jefe que le estaban observando y que no podía actuar con Karl según su capricho?
Pero pronto también abandonó a Karl cualquier esperanza de reci-bir ayuda del vestíbulo, pues el portero jefe tiró de un cordón y se alza-ron unas cortinas negras que taparon la mitad de la portería. También en esa parte de la portería había personas, pero todas concentradas en su trabajo y sin oídos ni ojos para todo lo que ocurría al margen de su actividad. Además, dependían completamente del portero jefe y, en vez de ayudar a Karl, habrían ayudado a ocultar todo lo que al portero jefe se le hubiese ocurrido hacer. Allí había, por ejemplo, seis porteros auxiliares en seis teléfonos. Su ordenamiento se había dispuesto, como se notaba en seguida, para que uno siempre se limitase a recibir la llamada, mientras que su vecino, después de las primeras noticias recibidas, transmitiese los encargos por teléfono. Para ese cometido se reservaban los teléfonos más nuevos, para los que no eran necesarias cabinas, pues cuando sonaban sólo producían un chirrido, se podía musitar en el teléfono y, sin embargo, las palabras llegaban a su punto de destino como el retumbar de un trueno gracias a unos especiales amplificadores eléctricos. Por esa razón apenas se oía a los tres hablantes y se podía haber creído que observaban murmurando un proceso en el interior del auricular, mientras los tres restantes, como aturdidos por el sonido que llegaba hasta ellos y que era imperceptible para el entorno, hundían la cabeza en el papel que tenían ante ellos y cuya tarea consistía en rellenar. También aquí había un mozo para ayudar a los tres hablantes, esos tres jóvenes no hacían otra cosa que alternarse en extender las cabezas hacia sus superiores para escuchar y después, urgentemente, como si les estuvieran pinchando, buscar en enormes libros amarillos -la acción de pasar las masas de páginas apagaban con mucho cualquier ruido del teléfono- los números telefónicos.
Karl no podía resistirse a observar todo con exactitud, a pesar de que el portero jefe, quien se había sentado, insistía en mantenerlo fuer-temente atenazado.
-Es mi deber -dijo el portero jefe, y sacudió a Karl como si quisiera lograr que volviese el rostro hacia él-, que al menos, en nombre de la dirección del hotel, intente subsanar en algo las omisiones que, por los motivos que sean, ha cometido el camarero mayor. Aquí siempre puede hacer uno el trabajo de otro. Sin eso una empresa como ésta sería impensable. Quizá quieras decir que yo no soy tu superior inmediato, pues bien, más amable es de mi parte que me haga cargo de un asunto que en otro caso quedaría sin resolver. Por lo demás, en cierto sentido, como portero jefe, estoy por encima de todos, pues en mi circunscripción se encuentran todas las puertas del hotel, esto es, esta puerta principal, las tres puertas de servicio y las diez auxiliares, por no hablar de las innumerables puertas pequeñas y de las salidas sin puerta19. Por supuesto que todo el personal de servicio tomado en consideración me tiene que obedecer incondicionalmente. Frente a ese gran honor tengo, naturalmente, por otra parte, ante la dirección del hotel, el deber de no dejar salir a nadie que me resulte mínimamente sospechoso. Precisamente tú me resultas incluso extremadamente sospechoso.
Y de alegría por ello, elevó las manos y las dejó caer con fuerza, lo cual sonó y le debió doler.
-Es posible -añadió divirtiéndose como un rey- que hubieras podi-do salir desapercibido por otra puerta, pues no merecía la pena que to-mase medidas especiales por tu causa, pero ya que estás aquí voy a dis-frutar de tu presencia. Por lo demás, no he dudado que acudirías al en-cuentro que teníamos en la puerta principal, pues es una regla que el impertinente y desobediente cesa en sus vicios precisamente cuando le perjudican. Con toda seguridad aún lo podrás observar con frecuencia en ti mismo.
-No crea-dijo Karl, y percibió el olor sofocante que emanaba del portero jefe y que sólo allí, donde había estado tanto tiempo en su proximidad, había notado-, no crea que estoy completamente a su mer-ced, puedo gritar.
-Y yo puedo taparte la boca -dijo el portero jefe con la misma tranquilidad y rapidez como en caso de necesidad pensaba ejecutarlo-. Y ¿crees sinceramente que si alguien entrase por tu causa podría darte la razón frente a mí, el portero jefe? Ya veo que comprendes lo absurdo de tus esperanzas. ¿Sabes? Cuando aún llevabas el uniforme tenías un aspecto digno de atención, pero con ese traje que, ciertamente, sólo es posible en Europa...
Y tiró de distintas partes del traje, el cual, aunque hacía cinco meses había estado casi nuevo, ahora presentaba un aspecto usado, lleno de arrugas y, sobre todo, de manchas, lo que sin duda se debía a la desconsideración de los ascensoristas, quienes, todos los días, para mantener el suelo del dormitorio común brillante y sin polvo, tal y como rezaban las directivas, por pura pereza no emprendían ninguna limpieza en el sentido propio del término, sino que se limitaban a impregnar el suelo con un aceite cualquiera y al hacerlo salpicaban todos los trajes en los percheros. Ya podían colgarse los trajes donde uno quisiera que siempre había alguno que no tenía a mano su traje, pero que, en cambio, encontraba los trajes ajenos ocultos con facilidad, tomándolos prestados. Y precisamente ese alguien solía ser el encargado de limpiar ese día y que no sólo salpicaba los demás trajes con aceite, sino que encima rociaba el suyo desde arriba hasta abajo. Sólo Renell había escondido sus costosas ropas en un lugar secreto desde donde casi nunca se había sacado un traje, sobre todo porque tampoco se tomaban prestados trajes allí donde se encontraban por maldad o envidia, sino por prisa y negligencia. Pero incluso el traje de Renell tenía en medio de la espalda una mancha de aceite redonda y rojiza, y en la ciudad cualquier entendido habría podido reconocer en ese elegante joven a un ascensorista.
Y con ese recuerdo Karl se dijo que también él había sufrido lo su-ficiente como ascensorista y que todo había sido en vano, pues ese ser-vicio tampoco había sido un peldaño para un empleo mejor, como había esperado, más bien ahora había caído aún más bajo e incluso había estado a punto de acabar en la cárcel. Además, era retenido por el portero jefe, que aún reflexionaba acerca de cómo seguir avergonzando a Karl. Y olvidando por completo que el portero jefe no era un hombre que se dejase convencer, Karl, mientras se golpeaba la frente con la mano que le quedaba libre, exclamó:
-Y si realmente se hubiese dado el caso de que no le hubiese salu-dado, ¿cómo podría un hombre adulto ser tan vengativo por la omisión de un saludo?
-Yo no soy vengativo -dijo el portero jefe-, sólo quiero registrar tus bolsillos. Estoy convencido de que no voy a encontrar nada, pues ya habrás sido lo suficientemente cuidadoso y se lo habrás ido dando len-tamente todo a tu amigo, todos los días algo. Pero tengo que registrarte.
Y en ese instante metió la mano con tal violencia en uno de los bolsillos de la chaqueta de Karl que rompió las costuras laterales.
Así que esto no es nada -dijo, e inspeccionó el contenido del bolsi-llo en la palma de la mano: un calendario de publicidad del hotel; una hoja con un ejercicio de correspondencia comercial; algunos botones de la chaqueta y del pantalón; la tarjeta de visita de la cocinera mayor; un pulidor de uñas que una vez le había arrojado un huésped al hacer las maletas; un viejo espejo de bolsillo, que le había regalado Renell por agradecimiento al haberle sustituido quizá diez veces, y algunas cosas insignificantes.
Así que esto no es nada -repitió el portero, y lo arrojó todo bajo el banco como si fuese evidente que el lugar que correspondía a la propiedad de Karl, en cuanto no fuese robada, era debajo del banco.
«Ahora sí, basta ya», se dijo Karl, su rostro se puso rojo brillante y, cuando el portero jefe, perdida la cautela por la avaricia, hurgaba en el segundo bolsillo de Karl, éste se libró de sus mangas, al dar un salto in-controlado empujó a uno de los porteros auxiliares con bastante fuerza contra su aparato telefónico, atravesó el bochorno de la habitación con más lentitud de la que había previsto hasta llegar a la puerta, pero afor-tunadamente se encontró fuera antes de que el portero jefe con su pesado abrigo hubiese podido incorporarse siquiera. La organización del servicio de vigilancia no podía ser tan modélica; aunque, ciertamente, sonaban timbres desde varios lados, sólo Dios sabía con qué motivos. Algunos empleados del hotel iban de un lado a otro de la puerta principal, dando la impresión de que quizá querían impedir la salida de forma imperceptible, pues no se podía reconocer otro sentido en ese ir y venir, en todo caso Karl logró salir pronto al aire libre, pero antes tenía que recorrer la acera del hotel, pues no se podía llegar a la calle, ya que una hilera ininterrumpida de automóviles se movía poco a poco hacia la puerta principal. Esos automóviles, para llegar lo más pronto posible hasta sus dueños, parecían haberse encajado los unos en los otros, y cada uno de ellos era empujado por el precedente. Los peatones que tenían una prisa considerable por llegar hasta la calle, atravesaban los coches subiéndose a ellos como si fuesen pasadizos públicos y les resultaba completamente indiferente si en el automóvil se encontraba sólo el conductor y el servicio o también la gente rica. Ese comportamiento le pareció exagerado a Karl y había que conocer la situación para atreverse a imitarlo; lo fácil que podía resultar que entrase en un automóvil y los pasajeros lo tomasen a mal, lo arrojaran afuera y armasen un escándalo, y no había otra cosa que temiera más, siendo un empleado del hotel en mangas de camisa, dado a la fuga y sospechoso. Finalmente, la fila de automóviles no podía seguir así por toda la eternidad y en realidad, mientras permaneciese cerca del hotel, su aspecto era menos sospechoso. Al cabo Karl llegó a un lugar donde la fila de automóviles no se detenía, pero doblaba hacia la calle y dejaba más espacio. Pero precisamente quería sumirse en el tráfico de la calle, donde había gente que caminaba libremente con aspectos mucho más sospechosos que el suyo, cuando oyó que gritaban su nombre en su proximidad. Se volvió y vio cómo dos ascensoristas conocidos sacaban por un estrecho y bajo umbral, con un gran esfuerzo, una camilla, en la que, como Karl reconoció en seguida, yacía Robinson, con la cabeza, el rostro y los brazos vendados. Era lamentable ver cómo se llevaba los brazos a los ojos para limpiarse con las vendas las lágrimas que derramaba ya fuese por el dolor o por la alegría de volver a ver a Karl.
-¡Rossmann! -gritó lleno de reproche-. ¿Por qué me has hecho esperar tanto? Ya llevo una hora defendiéndome para que no me transporten antes de que tú llegues. Estos tipos -y le dio a uno de los ascensoristas un golpe en la cabeza, como si estuviese protegido con las vendas de recibir puñetazos-, son auténticos demonios. ¡Ay, Rossmann, el hecho de visitarte me ha salido caro!
-¿Qué te han hecho? -dijo Karl, y se acercó a la camilla, mientras los ascensoristas la bajaban sonriendo para descansar.
-¿Aún lo preguntas? -suspiró Robinson-. ¿Acaso no ves el aspecto que tengo? Es muy probable que me hayan dejado inválido de por vida. Padezco horribles dolores desde aquí hasta aquí -y señaló primero hacia la cabeza y luego a los dedos del pie-. Me habría gustado que hubieses visto cómo me ha sangrado la nariz. Me han echado a perder mi chaleco, lo he tenido que dejar allí, mis pantalones han quedado destrozados, estoy en calzoncillos -y levantó un poco la manta invitando a Karl a que mirara-. ¿Qué va a ser de mí ahora? Al menos tendré que quedar inmóvil unos meses y te lo digo ya, no tengo a nadie más que me pueda cuidar, sólo a ti, Delamarche es demasiado impaciente. ¡Rossmann, Rossmancito!
Y Robinson extendió la mano hacia Karl, quien retrocedió un poco para ganárselo con un gesto amable.
-¡Por qué tuve que venir a visitarte! -repitió varias veces para que Karl no olvidase la complicidad que tenía en su desgracia. No obstante, Karl reconoció en seguida que las quejas de Robinson no procedían de sus heridas, sino de la terrible jaqueca que sufría, pues con una gran borrachera apenas había dormido, le habían despertado al poco tiempo y, para su sorpresa, le habían propinado una sangrienta paliza y ya no podía orientarse en el mundo real. La insignificancia de las heridas se podía comprobar en los desordenados vendajes compuestos por jirones de sábanas viejas con los cuales los ascensoristas le habían envuelto todo el cuerpo por diversión. Y también los dos ascensoristas en los extremos de la camilla resoplaban de vez en cuando de risa. Pero ése no era el sitio adecuado para hacer que Robinson recobrase el sentido, pues por allí pasaba la gente a toda prisa sin preocuparse por el grupo y la camilla, algunos que llevaban zapatillas deportivas llegaron a saltar sobre Robinson; el conductor pagado con el dinero de Karl gritó:
-¡Adelante! ¡Adelante!
Y los ascensoristas levantaron la camilla empeñando la poca fuerza que les quedaba; Robinson tomó la mano de Karl y dijo en un tono lisonjero:
-Venga, ven conmigo.
¿No estaría más seguro Karl, en la tesitura en que se encontraba, en la oscuridad del automóvil? Y así se sentó al lado de Robinson, quien apoyó la cabeza sobre él; los ascensoristas, que aún permanecieron allí, le estrecharon amigablemente la mano como antiguos colegas a través de la ventanilla y el automóvil giró con brusquedad internándose en la carretera, pareció como si tuviera que ocurrir una desgracia, pero el omniabarcante tráfico absorbió tranquilamente el recorrido rectilíneo del automóvil.
VII
Tenía que tratarse de la calle de un suburbio apartado aquella en que el automóvil se detuvo, pues alrededor dominaba el silencio, en el borde de la acera se sentaban niños y jugaban, un hombre con un montón de trajes viejos sobre el hombro gritaba observando las venta-nas de las casas; en su cansancio Karl se sintió incómodo cuando salió del automóvil y pisó el asfalto, pues el sol de mediodía brillaba claro y caluroso.
-¿Realmente vives aquí? -gritó hacia el interior del automóvil. Ro-binson, que durante todo el viaje había dormido pacíficamente, gruñó cualquier afirmación imprecisa y pareció esperar a que Karl le cargase.
-Entonces ya no tengo nada más que hacer aquí, adiós -dijo Karl, y se dispuso a bajar por la calle descendente.
-Pero Karl, ¿cómo se te puede ocurrir eso? -gritó Robinson, y ya se había incorporado bastante en el coche por la preocupación, aunque con las rodillas algo temblorosas.
-Tengo que irme -dijo Karl, que había advertido la rápida recuperación de Robinson.
-¿En mangas de camisa? -preguntó éste.
-Ya me ganaré una chaqueta -respondió Karl confiado, saludó con la mano levantada y realmente se hubiera alejado si el taxista no le hubiese gritado:
-¡Un poco de paciencia aún, señor mío!
Resultó de forma desagradable que el taxista reclamó un pago adi-cional porque el tiempo de espera en el hotel todavía no se le había Pa-gado.
-Bueno, sí -exclamó Robinson desde el interior del automóvil en confirmación de la exactitud de esa reclamación-, tuve que esperarte allí tanto tiempo. Algo le tienes que dar.
-Sí, es cierto -dijo el conductor.
-Si tuviera algo -y Karl introdujo la mano en el bolsillo del pan-talón aunque sabía que era inútil.
-Sólo puedo esperarlo de usted -dijo el taxista, que se situó delante de él con las piernas abiertas-, al enfermo no se lo puedo reclamar.
Desde una puerta se acercó un joven con la nariz carcomida y es-cuchó a una distancia de unos pasos. Precisamente en ese instante un policía hacía la ronda, observó al hombre en mangas de camisa y el rostro hundido y se detuvo. Robinson, quien se había dado cuenta de la proximidad del policía, cometió la tontería de gritarle desde la otra ventanilla:
-¡No es nada! ¡No es nada! -como si se pudiese espantar a un po-licía como si fuese una mosca.
Los niños, que habían observado al policía, al ver que se detenía, dirigieron su atención hacia Karl y el conductor y trotaron hacia allí. En la puerta de enfrente había una anciana que miraba fijamente la es-cena.
-¡Rossmann! -gritó una voz desde arriba. Era Delamarche que gri-taba desde el balcón del último piso. Se le veía con mucha imprecisión contra el cielo blanco azulado, al parecer llevaba puesta una bata y ob-servaba la calle con unos gemelos de teatro. A su lado había una som-brilla abierta bajo la cual parecía sentarse una mujer.
-¡Hola! -exclamó Delamarche con gran esfuerzo para que le enten-diera-. ¿Está Robinson también contigo?
-Sí -respondió Karl, afirmación que se vio fuertemente apoyada desde el automóvil por un «sí» de Robinson aún más alto.
-¡Hola! -contestó él a su vez-. Voy en seguida. Robinson se inclinó para salir del automóvil.
-Ése sí que es un hombre -dijo él, y esa alabanza a Delamarche iba dirigida a Karl, al taxista, al policía y a todo aquel que quisiera oírlo. Allá arriba, en el balcón, al que todos seguían dirigiendo la mirada por distraerse, aunque Delamarche lo había abandonado hacía un rato, se levantó, efectivamente, una mujer con un traje rojo situada debajo de la sombrilla, cogió los gemelos de la barandilla y contempló con ellos a la gente de la calle que sólo lentamente apartaron sus miradas de ella. Karl, en espera de Delamarche, miró en el portal y más allá, en el patio, el cual era atravesado casi ininterrumpidamente por una fila de opera-rios de los cuales cada uno llevaba bajo el brazo una caja pequeña pero al parecer muy pesada. El taxista se había acercado a su automóvil y para aprovechar el tiempo limpiaba los faros con un trapo. Robinson se tocaba las piernas y parecía asombrado por los pocos dolores que podía sentir a pesar de sus grandes esfuerzos, así que comenzó a qui-tarse con gran cuidado y la cabeza inclinada una de las gruesas vendas que cubría la pierna. El policía mantenía su negra porra horizontal ante sí y esperaba en silencio con la gran paciencia que deben tener los po-licías, ya se encuentren en su servicio usual o al acecho. El tipo con la nariz carcomida se sentó en el zócalo de una puerta y extendió las piernas ante sí. Los niños se aproximaron a Karl lentamente, con pasos cortos, pues él les parecía, a pesar de que no les miraba, el más importante de todos por su camisa azul.
Por el tiempo que transcurrió hasta la llegada de Delamarche se podía calcular la gran altura del edificio. Y Delamarche incluso había bajado muy deprisa con una bata añadida fugazmente.
-¡Así que aquí estáis! -exclamó contento y severo a un mismo tiempo. Con sus grandes pasos se descubría continuamente durante un instante su abigarrada ropa interior. Karl no comprendía del todo por qué Delamarche allí, en la ciudad, en los enormes edificios de alquiler, caminaba por la calle vestido tan cómodamente como si estuviera en su villa privada. Al igual que Robinson también Delamarche había cambiado mucho. Su rostro oscuro, afeitado, desagradablemente lim-pio, formado de músculos trabajados con rudeza presentaba un aspec-to orgulloso e infundía respeto. El brillo llamativo de sus ojos, ahora casi siempre entornados, sorprendía. Su bata violeta era, ciertamente, vieja, sucia y demasiado grande para él, pero de ese feo ropaje destacaba abombándose una oscura corbata de pura seda.
-¿Y bien? -les preguntó a todos en conjunto. El policía se aproximó aún más y se apoyó en la caja del motor. Karl proporcionó una breve aclaración.
-Robinson está un poco enfermo, pero si se esfuerza un poco podrá subir las escaleras; el conductor aquí quiere que se le pague un dinero adicional por la carrera que ya le he pagado. Y ahora me voy, buenos días.
-Tú no te vas -dijo Delamarche.
-También yo se lo he dicho -intervino Robinson desde el auto-móvil.
-Sí que me voy -dijo Karl, y dio unos pasos.
Pero Delamarche ya estaba detrás de él y le detuvo con violencia. -¡Te digo que te quedas! -gritó.
-¡Déjame! -dijo Karl, y se dispuso, si fuera necesario, a recobrar su libertad a puñetazo limpio, por muy pocas que fueran sus perspectivas de éxito frente a un hombre como Delamarche. Pero el policía ya estaba allí, también el conductor, y aquí y allá caminaban grupos de trabajadores por la calle tranquila. ¿Se toleraría que Delamarche abusase de él? No habría querido estar en una habitación a solas con él, pero ¿allí? Delamarche pagó tranquilamente al taxista que, con muchas inclinaciones, se guardó la gran suma inmerecida y, por agradecimiento, se acercó a Robinson y al parecer le aconsejó cómo podría subir con más facilidad. Karl vio que nadie le observaba, quizá Delamarche toleraría más fácilmente un alejamiento silencioso; si así se podía evitar una pelea, naturalmente sería lo mejor y por tanto Karl se subió a la calzada para alejarse lo más rápidamente posible. Los niños acudieron a Delamarche para llamarle la atención sobre la huida de Karl, pero no tuvo que intervenir personalmente, pues el policía dijo con la porra levantada:
-¡Alto! ¿Cómo te llamas? -preguntó, se puso la porra bajo el brazo y sacó lentamente un libro de notas. Karl le veía ahora con más exactitud por primera vez, era un hombre fuerte, pero ya prácticamente tenía todo el pelo blanco.
-Karl Rossmann -dijo él.
-Rossmann -repitió el policía, sin duda porque era un hombre tranquilo y esmerado, pero Karl, para el que ésa era la primera vez que tenía algo que ver con las autoridades americanas, creyó advertir en esa repetición la expresión de cierta sospecha. Y, ciertamente, su asunto parecía feo, pues el mismo Robinson, que tan ocupado estaba con sus propias preocupaciones, pidió desde el coche con sordos y vivos movimientos de las manos a Delamarche que ayudase a Karl. Pero Delamarche se resistió con impetuosas sacudidas de cabeza y contempló la escena inactivo, con las manos en sus enormes bolsillos. El tipo en el zócalo de la puerta aclaró a una mujer que en ese momento salía del portal todo lo sucedido desde el principio. Los niños estaban en semicírculo detrás de Karl y miraban silenciosos al policía.
-Enséñame tus papeles -dijo el policía. Ésa era una simple formali-dad, pues cuando no se tiene chaqueta, tampoco se pueden tener mu-chos papeles de identificación. Por tanto, Karl se mantuvo en silencio para contestar detalladamente a la siguiente pregunta y así intentar disi-mular la falta de papeles. Pero la pregunta siguiente fue:
-¿Así que no tienes papeles?
Y Karl se vio. obligado a responder. -No, no los tengo conmigo.
-Malo -dijo el policía, miró con actitud reflexiva a su alrededor y golpeó con dos dedos la tapa de su cuaderno de notas.
-¿Ganas algún dinero? -preguntó finalmente el policía. -Era ascen-sorista-dijo Karl.
-Eras ascensorista, o sea que ya no lo eres, y entonces ¿de qué vives ahora?
Ahora buscaré un nuevo trabajo. -¿Te han despedido?
-Sí, hace una hora. -¿De repente?
-Sí -dijo Karl, y levantó la mano como para disculparse. Allí no podía contar toda la historia y, aun en el caso de que hubiese sido posi-ble, parecía inútil intentar conjurar la amenaza de una injusticia mediante el relato de una injusticia sufrida. Y si no había logrado que la bondad de la cocinera mayor y la penetración del camarero mayor le dieran la razón, seguro que no podía esperarlo de la compañía que te-nía allí en la calle.
-¿Y has sido despedido sin chaqueta? -preguntó el policía. -Bueno -dijo Karl, al parecer en América también era costumbre de las autoridades preguntar lo que veían claramente (cómo se había enojado su padre con los inútiles interrogatorios para conseguir el pasaporte). Karl tenía unas tremendas ganas de salir corriendo, esconderse en algún lado y no tener que escuchar más preguntas. Y entonces, por añadidura, el policía planteó la pregunta que Karl más había temido y que, en nerviosa previsión de la cual, él se había comportado hasta entonces probablemente con más cautela de la que de otro modo habría mostrado.
-¿En qué hotel estabas empleado?
Él bajó la cabeza y no respondió, a esa pregunta no quería respon-der en ningún caso. No podía ocurrir que tuviese que regresar al Hotel Occidental escoltado por un policía, que allí se celebrasen interrogato-rios, en los cuales tuvieran que participar sus amigos y sus enemigos, que la cocinera mayor tuviese que renunciar a su buena opinión sobre Karl, ya muy debilitada, ya que ella, suponiéndole en la Pensión Brenner, le encontraría apresado por un policía, en mangas de camisa y sin su tarjeta de visita, mientras que el camarero mayor asentiría tal vez lleno de comprensión y el portero jefe, en cambio, hablaría de la mano de Dios que al final había encontrado al granuja.
-Estaba empleado en el Hotel Occidental -dijo Delamarche, y se puso al lado del policía.
-¡No! -exclamó Karl, y dio un pisotón en el suelo-. No es cierto. Delamarche frunció con burla la boca como si pudiese traicionar otras muchas cosas. Entre los niños se produjo una gran agitación debido a la inesperada irritación de Karl, así que se trasladaron a la parte de Delamarche para desde allí contemplar a Karl con más atención. Robinson había sacado la cabeza completamente del coche y se mantenía tranquilo por la tensión. De vez en cuando guiñaba un ojo, siendo ése su único movimiento. El tipo de la puerta dio una palmada de placer, la mujer a su lado le dio un golpe con el codo para que se tranquilizase. Los mozos de carga tenían ese momento la pausa para desayunar y todos aparecieron con grandes cacerolas de café negro que removían con largos panes. Algunos se sentaron en el borde de la acera, todos sorbían el café haciendo mucho ruido.
-¿Usted conoce al joven? -preguntó el policía a Delamarche. -Más de lo que quisiera -dijo éste-. En su momento le hice mucho bien, pero me lo agradeció muy mal, como habrá comprendido fácilmente después del pequeño interrogatorio al que le ha sometido. -Sí -dijo el policía-, parece ser un joven incorregible.
-Eso es él -dijo Delamarche-, pero ésa no es la peor de sus cualidades.
-¿Cómo? -dijo el policía.
-Sí -dijo Delamarche cogiendo ya carrerilla en su discurso y dando, con las manos en los bolsillos, un movimiento ondulatorio a su bata-, es una buena pieza. Yo, y mi amigo allá, en el automóvil, le encontramos en un estado miserable, él no tenía en aquel tiempo ni idea de las costumbres americanas, acababa de llegar de Europa, donde tampoco le habrían necesitado, entonces nosotros cargamos con él, le dejamos que viviera con nosotros, le explicamos todo, le quisimos conseguir un empleo, pensamos hacer de él, a pesar de todos los signos que hablaban en contra, un hombre útil, pero entonces desapareció una noche, simplemente se largó y eso en unas circunstancias que prefiero callar. ¿Fue así o no? -preguntó finalmente Delamarche y tiró de una de las mangas de la camisa de Karl.
-¡Atrás, niños! -gritó el policía, pues éstos se habían adelantado tanto que Delamarche estuvo a punto de tropezar con uno. Mientras tanto los mozos de carga, que hasta ese momento habían menosprecia-do el interés de ese interrogatorio, prestaron cada vez más atención y se habían reunido muy juntos detrás de Karl, quien no habría podido retroceder ni un paso y quien, además, tenía en los oídos la continua confusión de voces de esos mozos de carga, que tartamudeaban más que hablaban un inglés incomprensible, tal vez salpicado con palabras eslavas.
-Gracias por la información -dijo el policía, y saludó a Delamarche-. En todo caso me lo llevaré y lo devolveré al Hotel Occidental. Pero Delamarche dijo:
-¿Podría pedirle un favor? ¿Podría dejarme provisionalmente al jo-ven? Tengo que dejar varias cosas claras con él. Me comprometo a lle-varle personalmente después al hotel.
-Eso no lo puedo hacer-dijo el policía. Delamarche dijo:
Aquí tiene mi tarjeta de visita -y le alcanzó una tarjetita. El policía la miró con reconocimiento, pero dijo sonriendo con obsequiosidad: -No, es inútil.
Por mucho que se había guardado Karl de Delamarche, ahora comprobó que era la única salvación. Aunque era sospechoso cómo in-tentaba interceder ante el policía a favor de Karl, en todo caso sería más fácil convencer a Delamarche que al policía para que no le condujese al hotel. E incluso si Karl regresaba al hotel de la mano de Delamarche, no era tan malo como llegar acompañado por un policía. Pero por el momento Karl no tenía que dar la impresión de que prefería a Delamarche, si no todo estaba perdido. E intranquilo miró la mano del policía que en cualquier momento podía alzarse para cogerle.
-Tendría que averiguar al menos por qué le han despedido tan de repente -dijo finalmente el policía, mientras Delamarche miró hacia un lado con el rostro malhumorado y apretó la tarjeta de visita con las ye-mas de los dedos.
-Pero si no le han despedido -exclamó Robinson para la sorpresa general y se inclinó hacia fuera del coche apoyándose en el conductor-. Todo lo contrario, allí tiene un buen puesto. En el dormitorio común es el superior y puede conducir allí a quien quiera. Sólo que está ocupadísimo y cuando se quiere algo de él, hay que esperar mucho. Casi todo el tiempo lo pasa con el camarero mayor y la cocinera mayor y es una persona de confianza. En ningún caso le han despedido. No sé por qué ha dicho eso. ¿Cómo pueden haberle despedido? Yo me he herido gravemente en el hotel y él ha recibido el encargo de traerme a casa y como precisamente estaba sin chaqueta en ese momento, me ha traído sin chaqueta. No podía esperar a que fuese a por la chaqueta.
-Entonces está claro -dio Delamarche con los brazos abiertos y con un tono como si reprochase al policía falta de experiencia con los hombres y sus palabras trajesen en la opacidad del testimonio de Robinson una claridad irrebatible.
-¿Es eso cierto? -preguntó el policía ya más débil-. Y si eso es cierto, ¿por qué pretende el joven haber sido despedido?
-Deberías responder-le dijo Delamarche.
Karl contempló al policía, cuyo deber allí, entre extraños que sólo pensaban en sí mismos, era restablecer el orden y algo de sus preocupaciones generales pasó a Karl. No quería mentir y mantuvo las manos fuertemente entrelazadas a la espalda.
En el portal apareció un vigilante y dio una palmada como signo para que los mozos de carga volviesen de nuevo al trabajo. Éstos sacu-dieron los posos de sus cafeteras y se retiraron mudos hacia la casa con pasos vacilantes.
- Así no llegamos a nada -dijo el policía, y quiso coger a Karl por ,el brazo. Karl se desvió un poco involuntariamente, sintió el espacio libre que, como consecuencia de la ausencia de los mozos de carga, se había abierto a sus espaldas, se dio la vuelta y se lanzó a la carrera iniciándola con unos grandes saltos. Los niños irrumpieron en un solo grito y corrieron con los bracitos extendidos unos pasos detrás de él.
-¡Deténganle! -gritó el policía hacia la larga calle casi desierta y co-rrió detrás de Karl profiriendo regularmente ese mismo grito. Su forma silenciosa de correr revelaba su gran fuerza y ejercitación. Fue una suerte para Karl que la persecución se produjese en un barrio de trabajadores. Éstos no colaboraban con las autoridades. Karl corrió por el centro de la calzada porque allí encontraba menos impedimentos y sólo de vez en cuando veía a trabajadores quietos en el borde de la acera observándole tranquilamente, mientras que el policía les gritaba 1511 «deténganle» y en su carrera se mantenía inteligentemente sobre la Lisa acera y extendía continuamente su porra hacia Karl. Éste tenía Pocas esperanzas y las perdió casi todas cuando el policía, como se aproximaban a calles transversales y en ellas también podía haber otros policías de patrulla, comenzó a emitir pitidos ensordecedores. La ventaja de Karl consistía únicamente en su ropa ligera: volaba o, mejor, se precipitaba por la calle siempre descendente, sólo que debido a su somnolencia realizaba con frecuencia distraído saltos demasiado altos e inútiles que le hacían per-der tiempo. Además, el policía siempre tenía su objetivo ante sus ojos sin la necesidad de reflexionar; para Karl, en cambio, la carrera era algo accesorio, tenía que reflexionar, elegir entre varias posibilidades, decidirse una y otra vez. Su plan algo desesperado era evitar provisio-nalmente las calles transversales, pues no se podía saber qué se escondía en ellas, quizá se metiera directamente en un puesto de vigilancia. Quería mantenerse mientras pudiera en esa calle tan fácil de abarcar con la vista y que mucho más abajo desembocaba en un puente que apenas comenzaba desaparecía en una bruma de agua y sol. Precisamente quería concentrarse y aumentar su velocidad después de esa decisión para pasar con la mayor rapidez posible la primera calle transversal, cuando vio no muy lejos de él a un policía acechando desde un muro oscuro de una casa situada a la sombra, dispuesto a saltar sobre Karl en el momento oportuno. Entonces ya no había otra solución que tomar la calle transversal y cuando alguien pronunció inocentemente su nombre desde esa calle -al principio le pareció una ilusión, pues ya desde hacía tiempo tenía un zumbido en los oídos- ya no dudó más y torció en esa calle para sorprender en lo posible al policía, vacilando sobre un pie en ángulo recto.
Apenas había avanzado dos zancadas -había vuelto a olvidar que alguien le había llamado, pero entonces sonó el silbato del segundo policía, notándose sus fuerzas incólumes, y los peatones en esa calle transversal parecieron adquirir un paso más rápido- desde la pequeña puerta de una casa salió una mano y le cogió con la palabra «silencio», llevándoselo por un pasillo oscuro. Era Delamarche, jadeando, con las mejillas encendidas, su pelo se pegaba a la cabeza. Llevaba la bata debajo del brazo y sólo estaba vestido con una camisa y el calzoncillo. La puerta, que no era precisamente la del portal, sino que formaba una insignificante entrada lateral, la acababa de cerrar con cerrojo.
-Un instante -dijo entonces, se apoyó en la puerta manteniendo la cabeza alta y respiró con dificultad. Karl prácticamente yacía sobre su brazo y presionaba casi inconsciente su rostro contra su pecho.
-Aquí vienen -dijo Delamarche, y extendió los dedos escuchando contra la puerta. Realmente los dos policías pasaron corriendo, sus pisadas sonaban en la calle vacía como cuando se golpea la piedra con acero.
-Estás agotado -le dijo Delamarche a Karl, que aún luchaba por respirar y no podía pronunciar palabra. Delamarche le sentó cuidado-samente en el suelo, se arrodilló a su lado, le acarició varias veces la frente y le observó.
-Ya me encuentro mejor -dijo finalmente Karl y se levantó con es-fuerzo.
-Entonces, vamos -dijo Delamarche, que se había vuelto a poner la bata y empujó a Karl ante sí, quien por debilidad aún mantenía la cabeza hundida. De vez en cuando sacudía a Karl para reanimarle.
-¿Y tú estás cansado? -dijo Delamarche-. Al menos tú pudiste co-rrer al aire libre como un caballo, pero yo tuve que deslizarme por los malditos pasillos y patios. Afortunadamente soy un buen corredor.
De orgullo le propinó a Karl un impetuoso golpe en la espalda. -De vez en cuando es un buen ejercicio una buena carrera con la policía.
-Ya estaba cansado cuando comencé a correr -dijo Karl.
-Para una mala carrera no hay disculpa posible -dijo Delamarche-. Si no hubiese estado aquí, haría tiempo que te hubiesen cogido. -También yo lo creo -dijo Karl-. Le estoy muy agradecido. -Sin duda-dijo Delamarche.
Avanzaron por un pasillo estrecho y largo pavimentado con oscuras y lisas losetas. De vez en cuando comenzaba a derecha e izquierda alguna escalera o se podía divisar otro pasillo. Apenas se veían adultos, sólo niños jugaban en las escaleras vacías. En una barandilla había una niña llorando y el rostro le brillaba por las numerosas lágrimas. Apenas percibió a Delamarche, subió corriendo las escaleras con la boca abierta y respirando agitada, tranquilizándose sólo cuando llegó arriba, cuando después de girar la cabeza con frecuencia se convenció de que nadie la perseguía o la quería perseguir.
-Hace un rato la atropellé -dijo Delamarche sonriendo y la amenazó con el puño, con lo que ella siguió subiendo con un grito. También los patios que atravesaron estaban casi desiertos. Sólo de vez en cuando topaban con algún empleado que empujaba una carretilla de dos ruedas; una mujer llenaba una jarra de agua en una bomba, un cartero atravesaba con pasos tranquilos el patio, un anciano con barba blanca se sentaba con las piernas cruzadas ante una puerta de cristal y fumaba una pipa, ante un comercio de expedición se descargaban cajas, los caballos desocupados giraban indiferentes las cabezas, un hombre con un mono de trabajo y con un papel en la mano inspeccionaba toda la labor, en una oficina permanecía abierta la ventana y un empleado, sentado ante su mesa, se había apartado de ella y miraba con actitud reflexiva hacia el lugar por el que precisamente pasaban Karl y Delamarche.
-No se puede desear una zona más tranquila-dijo Delamarche-. Por la tarde hay un par de horas de mucho ruido, pero durante el día esto es modélico.
Karl asintió, a él le parecía demasiada tranquilidad.
-No podría vivir en ningún otro sitio -dijo Delamarche-, pues Bru-nelda no soporta el ruido. ¿Conoces a Brunelda? Bueno, ya la verás. En todo caso te recomiendo que no hagas mucho ruido.
Cuando llegaron a la escalera que conducía a la vivienda de Dela-marche, el automóvil ya había desaparecido y el tipo con la nariz carcomida les dijo, sin asombrarse de la reaparición de Karl, que él había llevado a Robinson hasta arriba. Delamarche se limitó a asentir, como si fuera un criado que había cumplido su deber, y se llevó a Karl, que dudaba un poco y miraba hacia la calle soleada, por las escaleras.
-En seguida llegamos arriba -repitió Delamarche durante la subida, pero su pronóstico no quería cumplirse, una y otra vez se sucedía un nuevo tramo de escaleras en una dirección imperceptiblemente distinta. En una ocasión Karl llegó incluso a detenerse, en realidad no por cansancio, sino por indefensión ante la extremada longitud de las escaleras.
-La vivienda está en un piso muy alto -dijo Delamarche cuando si-guieron avanzando, pero también eso tiene sus ventajas. Uno sale rara-mente, se puede estar todo el día en bata, estamos muy cómodos. Naturalmente que a esta altura tampoco llegan muchas visitas.
«¿De dónde podrían venir esas visitas?», pensó Karl.
Por fin apareció Robinson en un descansillo de la escalera ante una puerta cerrada, eso significaba que ya habían llegado; la escalera, sin embargo, no se había acabado, sino que seguía en la semioscuridad sin que hubiese nada que indicase su pronta finalización.
-Ya me lo había imaginado -dijo Robinson en voz baja, como si aún le acometiesen dolores-. ¡Lo trae Delamarche! Rossmann, ¿que sería de ti sin Delamarche?
Robinson permanecía allí en ropa interior y trataba en lo posible de envolverse en una manta que le habían dado en el Hotel Occidental; no se podía comprender por qué no entraba en la vivienda en vez de ponerse allí en ridículo ante posibles vecinos.
-¿Duerme? -preguntó Delamarche.
-No creo -respondió Robinson-, pero he preferido esperar a que llegaras.
-Primero tenemos que comprobar si está durmiendo -dijo Dela-marche, y se inclinó hacia el ojo de la cerradura. Después de haber mi-rado con las más distintas posiciones de la cabeza, se levantó y dijo:
-No se la puede ver bien, la persiana está bajada. Está sentada en el canapé, tal vez duerma.
-¿Está enferma? -preguntó Karl, pues Delamarche se quedó como si pidiera consejo. Pero él respondió en un tono brusco: -¿Enferma?
-No la conoce-dijo Robinson como disculpándole.
Un par de puertas más allá había dos mujeres en el pasillo, se seca-ban las manos en sus delantales, miraban a Delamarche y a Robinson y parecían hablar sobre ellos. De una puerta salió una niña con un cabello rubio brillante y se arrimó a las dos mujeres, colgándose de sus brazos.
-Ésas son mujeres repugnantes -dijo Delamarche en voz baja, aun-que al parecer sólo en consideración al sueño de Brunelda-, la próxima vez las denunciaré a la policía y me dejarán en paz durante años. No mires -le susurró a Karl, que no había encontrado nada malo en mirar a las mujeres, si no había más remedio que esperar en el pasillo a que Brunelda se despertase. Y sacudió enojado la cabeza como si no tuviera que aceptar ninguna advertencia de Delamarche, y, para dejarlo aún más claro, quiso acercarse a las mujeres, pero entonces Robinson le sujetó por la manga con las palabras:
-Rossmann, ten cuidado.
Y Delamarche, ya irritado por Karl, se puso tan furioso por la car-cajada de la niña que se abalanzó hacia las mujeres con grandes aspa-vientos de las piernas y los brazos, pero ellas desaparecieron de la puerta como barridas por el viento.
Así tengo que limpiar con frecuencia los pasillos -dijo Delamarche cuando regresó con pasos más lentos. Entonces se acordó de la resis-tencia de Karl y dijo:
-De ti espero otra conducta, si no podrías tener conmigo malas ex-periencias.
Entonces en la habitación sonó una voz interrogativa en un tono suave y cansado:
-¿Delamarche?
-Sí -respondió Delamarche y miró la puerta con amabilidad-. ¿Po-demos entrar?
-¡Oh!, sí -dijo, y Delamarche abrió lentamente la puerta después de haber deslizado su mirada por los otros dos situados detrás de él. Entraron en una completa oscuridad. La cortina de la puerta que daba al balcón -no había ventana- estaba corrida y apenas dejaba pasar la luz; además, la acumulación en la habitación de muebles y vestidos esparcidos por doquier contribuía al oscurecimiento de la estancia. El aire era pesado y se podía oler el polvo que al parecer se había acumulado en rincones inaccesibles. Lo primero que Karl advirtió al entrar fueron tres armarios que casi estaban situados uno detrás del otro.
En el canapé yacía la mujer que antes había mirado hacia abajo desde el balcón. Su traje rojo se había desfigurado un poco en la parte inferior y colgaba hasta el suelo en una gran punta; se podían ver sus piernas casi hasta la rodilla, llevaba gruesas medias de lana blancas, estaba descalza.
-Qué calor, Delamarche -dijo ella, apartó el rostro de la pared, mantuvo su mano relajada en suspenso ante Delamarche, quien la tomó y besó. Karl sólo vio su doble papada, que también rodó con el giro de la cabeza.
-¿Quieres que descorra la cortina? -preguntó Delamarche.
-No, todo menos eso -dijo ella con los ojos cerrados y como desesperada-, entonces será peor. Karl se había acercado al extremo del canapé para poder ver mejor a la mujer, se asombró de sus quejas, pues el calor no era nada extraordinario.
-Espera, te pondré un poco más cómoda -dijo Delamarche temeroso, le desabrochó un par de botones del cuello y abrió un poco el vestido, de tal forma que el cuello y el nacimiento del pecho quedaron libres y apareció el borde suave y amarillento de una camisa.
-¿Quién es ése? -dijo de repente la mujer y señaló a Karl con el de-do-. ¿Por qué me mira de esa forma?
-Comienzas pronto a mostrarte útil -dijo Delamarche y apartó a Karl hacia un lado mientras tranquilizaba a la mujer:
-Es sólo ese joven que he traído para que te sirva.
-Pero no quiero tener a nadie -exclamó ella-. ¿Por qué traes a extraños a la casa?
-Tú misma no has dejado de repetir durante todo el tiempo que necesitas un sirviente -dijo Delamarche, y se arrodilló a su lado; al lado de Brunelda, en el canapé, a pesar de su anchura, no había nada de espacio.
-¡Ay!, Delamarche -dijo ella-, no me comprendes y no me com-prendes.
-Entonces realmente sí que no te comprendo -dijo Delamarche y puso su rostro entre sus dos manos-. Pero no ha ocurrido nada irrepa-rable, si quieres se marchará al instante.
-Bueno, como ya está aquí, se puede quedar -dijo, y Karl, debido a su cansancio, le quedó tan agradecido por esas palabras, quizá dichas sin un trasfondo de amabilidad, que sumido en pensamientos im-precisos sobre la infinita escalera, que quizá habría tenido que volver a bajar, se alejó hasta Robinson, pacíficamente dormido bajo su manta, y a pesar del enojoso manoteo de Delamarche dijo:
-Le agradezco en todo caso que me quiera dejar aquí un poco más. No he dormido durante veinticuatro horas, he trabajado bastante y he tenido varios momentos malos. Estoy terriblemente cansado. No sé muy bien dónde estoy. Pero si lograse dormir unas dos horas, me podrá expulsar sin más consideraciones y yo me iré encantado. -Puedes quedarte aquí -dijo la mujer y añadió con ironía-: Tenemos espacio suficiente, como ves.
-Entonces debes irte -dijo Delamarche-, no te necesitamos. -No, debe quedarse-dijo la mujer ahora en serio.
Y Delamarche le dijo a Karl como ejecutando ese deseo: -Échate pues por donde puedas.
-Puede acostarse sobre las cortinas, pero se tiene que quitar las bo-tas para no romper nada.
Delamarche le señaló a Karl el lugar al que ella se refería. Entre la puerta y los tres armarios había un gran montón de las más diversas cortinas. Si se las hubiese doblado ordenadamente, las más pesadas debajo y después las más ligeras y finalmente se hubiesen sacado las barras y las anillas de madera, habría podido convertirse en un lecho decente, pero como estaban era sólo una masa resbaladiza y bamboleante, sobre la cual, a pesar de todo, Karl se echó instantáneamente, pues estaba demasiado cansado para preparativos y tenía que guardarse de crear problemas ante sus anfitriones.
Casi se acababa de dormir cuando oyó un grito, se levantó y vio a Brunelda sentada y muy erguida en el canapé, con los brazos muy abiertos y abrazando a Delamarche que estaba arrodillado ante ella. Karl, a quien esa visión le resultaba desagradable, se volvió a echar y se hundió en las cortinas para proseguir su sueño. Le pareció claro que no soportaría aquello más de dos días, por eso lo más necesario era dormir profundamente para luego, en plenas facultades mentales, poder decidir deprisa y con acierto.
Pero Brunelda se había fijado en los ojos de Karl, muy abiertos por el cansancio, que ya la habían asustado antes, y gritó: -Delamarche, no soporto más este calor, ardo, tengo que desvestirme y darme un baño, manda a esos dos fuera de la habitación, a donde tu quieras, al pasillo, al balcón, pero que no les vea más. Una está en su propia casa y la siguen molestando. Si estuviera sola contigo, Delamarche. ¡Ay, Dios, aún siguen ahí! ¡Cómo se estira ese desvergonzado de Robinson en ropa interior y en presencia de una dama! ¡Y cómo ese joven desconocido que hace un instante me ha mirado con furia se ha vuelto a echar para engañarme! Fuera con ellos, Delamarche, son una carga para mí, me pesan en el pecho; si me muero ahora será por su culpa.
-En seguida estarán fuera, ya puedes comenzar a desvestirte-dijo Delamarche, quien se acercó a Robinson y le sacudió con el pie que le había puesto en el pecho. Al mismo tiempo gritó a Karl:
-¡Rossmann, arriba! ¡Los dos tenéis que ir al balcón! ¡Y cuidado con regresar antes de que os llame! Y ahora andando, Robinson -y le sacudió con más fuerza-, y tú, Rossmann, ten cuidado de que no te caiga encima a ti también -dijo dando dos palmadas.
-¡Cuánto tardan! -exclamó Brunelda desde el canapé; al sentarse había abierto las piernas para procurar más espacio a su cuerpo desme-suradamente obeso; sólo con un gran esfuerzo, y entre muchos suspiros y frecuentes pausas, logró inclinarse lo suficiente para alcanzar el extremo de sus medias y bajarlas un poco, quitárselas del todo no pudo, para eso tenía que ayudarla Delamarche, al que esperaba con impaciencia.
Aturdido por el cansancio, Karl había bajado reptando del montón de cortinas y se iba lentamente hacia la puerta del balcón, sin darse cuenta de que un fragmento de cortina se había quedado enredado en su pie y lo arrastraba con indiferencia. En su distracción dijo incluso a Brunelda cuando pasó a su lado:
-Le deseo buenas noches -y luego pasó junto a Delamarche, quien retiró un poco la cortina de la puerta, saliendo al balcón. Inmediatamente después de Karl salió Robinson, no menos somnoliento, sin dejar de murmurar para sí:
-¡Siempre maltratándole a uno! Si Brunelda no viene conmigo, no saldré al balcón.
Pero a pesar de esa afirmación salió al balcón sin ofrecer ninguna resistencia, donde, como Karl ya se había hundido en el sillón, se tendió en seguida en el suelo.
Cuando Karl se despertó era por la tarde, las estrellas ya brillaban en el cielo, detrás de los elevados edificios de la calle de enfrente se al-zaba la claridad de la luna. Sólo después de mirar a su alrededor en aquella zona desconocida y de respirar el aire refrescante, Karl tomó conciencia de donde se encontraba. Qué descuidado había sido, había ignorado todos los consejos de la cocinera mayor, todas las advertencias de Therese, todos sus propios temores, allí estaba sentado tranquilamente en el balcón de Delamarche y había pasado casi medio día durmiendo como si detrás de esa cortina no estuviese Delamarche, su gran enemigo. En el suelo se estiraba aquel haragán de Robinson y tiraba del pie de Karl; parecía que le había despertado, pues dijo:
-¡Cómo has dormido, Rossmann! Ésa es la despreocupada juven-tud. ¿Cuánto más vas a dormir? Te habría podido dejar durmiendo pe-ro, primero, me aburro aquí en el suelo y, segundo, tengo mucha ham-bre. ¿Puedes levantarte un poco? Debajo del sillón he guardado algo para comer, me gustaría sacarlo. Tú también recibirás algo.
Y Karl, después de apartarse, vio cómo Robinson, sin levantarse, se arrastró sobre el vientre y sacó con las manos extendidas de debajo del sillón una bandeja plateada como las que sirven para portar las tarjetas de visita. En la bandeja, sin embargo, había media salchicha negra, algunos cigarros delgados, una lata de sardinas aún llena pero rebosante de aceite y un montón de bombones, la mayoría de ellos rotos y amasados en una bola. Luego apareció un buen trozo de pan y una especie de frasco de perfume que parecía contener otra cosa que perfume, pues Robinson la señaló con especial satisfacción y se relamió hacia Karl.
-Ves, Rossmann -dijo Robinson mientras engullía sardina tras sar-dina y de vez en cuando se limpiaba el aceite de las manos en un paño de lana que al parecer Brunelda había olvidado en el balcón-, así hay que guardar la comida si uno no quiere morirse de hambre. A mí me dan de lado, y cuando a uno le tratan continuamente como a un perro, al final piensa que lo es realmente. Menos mal que estás aquí, Rossmann, al menos puedo hablar con alguien. En casa nadie habla conmigo, nos odian, y todo por Brunelda. Ella es, naturalmente, una mujer espléndida. ¿Sabes? -e hizo una señal a Karl para que se acercara, susurrándole a continuación-: Una vez la vi desnuda. ¡Oh! -y en recuerdo de esa alegría comenzó a apretar las piernas de Karl y a golpearlas, hasta que Karl exclamó:
-¡Robinson, estás loco!
Y cogió sus manos y las empujó.
Aún eres un niño, Rossmann -dijo Robinson, cogió un cuchillo, que llevaba en un cordón al cuello debajo de la camisa, lo sacó de la funda y cortó la dura salchicha-. Todavía tienes que aprender mucho, pero con nosotros te encuentras en el lugar adecuado. Pero siéntate. ¿No quieres comer algo? Bueno, a lo mejor te entra apetito viéndome comer. ¿Tampoco quieres beber? No quieres hacer nada. Y tampoco eres muy hablador. Pero es indiferente con quién se está en el balcón, siempre que se esté con alguien. Por lo demás, yo estoy mucho en el balcón, eso le divierte a Brunelda. Sólo se le tiene que ocurrir algo, a veces tiene frío, otras calor, otras quiere dormir, o peinarse, o abrirse el corsé, o vestirse, y entonces siempre me manda al balcón. A veces hace realmente lo que dice, pero la mayoría de las veces sigue acostada en el canapé como estaba y no se mueve. Antes yo apartaba un poco la cortina y miraba, pero desde que Delamarche una vez, en una de esas oportunidades -yo sé muy bien que él no quiso, sino que lo hizo a petición de Brunelda- me golpeó varias veces en la cara con el látigo -¿ves las marcas?- ya no me atrevo más a mirar. Y así permanezco aquí tendido en el balcón y no tengo ninguna distracción salvo la de comer. Hace un par de días, cuando estaba aquí solo por la noche -entonces aún tenía puesto mi elegante traje que, desgraciadamente, he perdido en tu hotel, ¡esos perros!, me arrancaron del cuerpo mi traje tan caro -, bueno, como decía, cuando estaba aquí solo por la noche y miraba por la barandilla hacia abajo, me puse tan triste que comencé a llorar. Sin que lo hubiese notado, Brunelda había salido casualmente al balcón con su vestido rojo -es el que mejor le queda-, me había mirado un rato y finalmente dijo:
-Robinson, ¿por qué lloras?
Entonces se levantó el vestido y me secó los ojos con el dobladillo. Quién sabe qué más habría hecho si Delamarche no la hubiese llamado y no hubiese tenido que entrar en seguida en la habitación. Naturalmente que pensé que era mi turno y pregunté a través de la cortina si ya podía entrar en la habitación. Y ¿qué crees que dijo Brunelda? «¡No!», dijo ella, y «¿cómo se te ocurre?»
-¿Por qué te quedas entonces aquí si te tratan así? -preguntó
Karl.
-Disculpa, Rossmann, pero no me preguntas con mucha sensatez -respondió Robinson-. Tú también permanecerás aquí aunque te traten mal. Por lo demás, tampoco te tratan tan mal.
-No -dijo Karl-, yo me iré con toda seguridad y si es posible esta misma noche. No me quedaré con vosotros.
-¿Cómo vas a arreglártelas para irte esta noche? -dijo Robinson, que había separado la miga del pan y la mojaba cuidadosamente en el aceite de la lata de sardinas-. ¿Cómo quieres irte si ni siquiera puedes entrar en la habitación?
-¿Por qué no podemos entrar?
-Mientras no nos llamen no podemos entrar -dijo Robinson, que comía el pan grasiento abriendo la boca todo lo que podía, mientras que con una de las manos capturaba las gotas de aceite que caían del pan para, de vez en cuando, mojar el resto del pan en la palma de la mano que servía de reserva-. Todo se ha vuelto muy severo. Al principio sólo había una cortina muy fina, no se podía ver a través de ella, pero por la noche se podían reconocer las sombras. Eso desagradó a Brunelda y entonces tuve que convertir una de sus capas de teatro en una cortina y colgarla allí en vez de la anterior. Ahora ya no se ve nada. Luego al principio siempre podía preguntar si podía entrar y me respondían según las circunstancias «sí» o «no», pero creo que abusé un poco y pregunté con demasiada frecuencia, Brunelda no pudo soportarlo -a pesar de su gordura posee una constitución muy débil, con frecuencia padece dolores de cabeza y casi siempre de gota en las piernas- así que se decidió que no podía preguntar más, sino que tocarían una campanilla de mesa cuando pudiera entrar. Produce un ruido tal que es capaz de despertarme, una vez tuve aquí un gato para entretenerme, pero se escapó por los sustos que le causaba la campanilla y no volverá más. Hoy, por lo pronto, aún no ha tocado, cuando toca no sólo puedo entrar, sino que debo hacerlo, y cuando pasa tiempo sin que toque aún puede durar mucho.
-Sí -dijo Karl-, pero lo que vale para ti no tiene por qué valer para mí. En realidad eso sólo vale para quien lo consiente.
-Pero -exclamó Robinson-, ¿por qué no valdría también para ti? Es evidente que también vale para ti. Espera aquí tranquilamente conmigo hasta que toque, luego podrás intentar escaparte.
-¿Por qué no te vas de aquí? ¿Sólo porque Delamarche es o, mejor, era tu amigo? ¿Acaso llamas a esto vida? ¿No sería mejor en Butterford, adonde queríais ir al principio? ¿O en California, donde tienes amigos?
-Sí -dijo Robinson-, esto no podía preverlo nadie. Y antes de seguir contando, dijo:
A tu salud, querido Rossmann -y se tomó un largo trago del frasco de perfume-. Cuando nos dejaste tirados con tanta crueldad, no nos fue bien. No pudimos conseguir ningún empleo durante los primeros días. Delamarche, por lo demás, no quería ningún trabajo, él sí que lo habría conseguido, pero siempre me enviaba a mí a buscar y yo no tengo suerte. Él se limitó a callejear, pero ya era casi de noche cuando trajo un monedero femenino, era muy bonito, de perlas, ahora se lo ha regalado a Brunelda, pero no había casi nada en el interior. Entonces dijo que teníamos que ir a pedir por las casas, al hacerlo, naturalmente, siempre se pueden encontrar cosas útiles; así que fuimos a pedir y, para dar una mejor impresión, yo cantaba ante las puertas. Y como Delamarche siempre tiene suerte, apenas nos habíamos situado ante la segunda casa, una casa muy rica con jardín, y habíamos cantado ante la puerta de la cocinera y del criado, cuando vimos a la dama a la que pertenecía esa casa, esto es, a Brunelda, subiendo las escaleras. Tal vez estaba demasiado ceñida y no podía salvar los pocos escalones. ¡Pero qué hermosa estaba, Rossmann! Llevaba puesto un vestido completamente blanco y sostenía una sombrilla roja. Estaba para comérsela, para bebérsela. ¡Ay, Dios, qué guapa estaba, qué guapa! ¡Qué mujer! Dime cómo puede haber una mujer así. Naturalmente que la cocinera y el criado fueron inmediatamente a su encuentro y casi la subieron en volandas. Nosotros nos habíamos quedado a derecha e izquierda de la puerta y saludamos, así se hace aquí. Ella se detuvo un momento, pues aún no había recobrado la respiración y no sé como ocurrió realmente, el caso es que el hambre que estaba sufriendo me había trastornado el juicio y al verla allí, a mi lado, más bella e inabarcable a causa de la proximidad, debido a un corsé especial -te lo puedo mostrar, está en una de las cajas-, parecía tan prieta de carnes que, en suma, la toqué un poco por detrás, pero con mucha ligereza, sólo tocándola. Naturalmente que eso no se puede tolerar, que un pedigüeño toque a una dama rica. Ni siquiera se puede decir que la toqué, pero al fin y al cabo sí que la toqué. Quién sabe lo mal que hubiera acabado todo si Delamarche no me hubiese propinado en se-guida una bofetada y, además, con tal fuerza que necesité las dos manos en la mejilla.
-Las cosas que os han ocurrido -dijo Karl absorto en la historia y se sentó en el suelo-. Así que ésa era Brunelda.
-Bueno, sí -dijo Robinson-, ésa era Brunelda.
-¿No dijiste una vez que era cantante? -preguntó Karl.
-Cierto, es una cantante, una gran cantante20 -respondió Robinson, que removía con la lengua una masa de bombones y que de vez en cuando volvía a meter un trozo que se le salía de la boca-. Pero entonces aún no lo sabíamos, sólo veíamos que era una dama rica y muy fina. Hizo como si no hubiera ocurrido nada y quizá tampoco había sentido nada, pues sólo la había rozado con la punta de los dedos. Ella, sin embargo, miró fijamente a Delamarche, y éste, con el acierto de siempre, le devolvió la mirada sin apartarla de sus ojos. Después le dijo: «Entra un ratito», y señaló con la sombrilla hacia la casa, con lo que Delamarche tenía que precederla. Entonces entraron los dos y cerraron la puerta detrás de ellos. A mí me olvidaron fuera y pensé que no duraría mucho, así que me senté en la escalera para esperar a Delamarche. Pero en vez de Delamarche salió el criado y me trajo un plato de sopa. «¡Una atención de Delamarche!», me dije. El criado permaneció un poco conmigo mientras comía y me contó algo sobre Brunelda y entonces comprendí la importancia que podía adquirir para nosotros esa visita en su casa. Pues Brunelda era una mujer divorciada, tenía un gran capital y era completamente independiente. Su ex marido, un fabricante de cacao, aún la amaba, pero ella no quería saber nada más de el. Frecuentaba mucho la casa, siempre muy elegante, como vestido para una boda, esto es verdad palabra por palabra, yo le conozco personalmente, por grande que fuera el soborno, no se atrevía a preguntarle a Brunelda si quería re-cibirle, pues ya había preguntado varias veces y Brunelda le había lanzado a la cabeza lo que en ese momento tenía más a mano. Una vez, incluso, su calientapiés lleno de agua caliente y con él le sacó un diente incisivo. Sí, Rossmann, ya puedes asombrarte.
-¿De qué conoces al hombre? -preguntó Karl. -Viene aquí de vez en cuando -dijo Robinson.
-¿Aquí? -Karl golpeó ligeramente el suelo por la sorpresa. -Puedes sorprenderte con toda tranquilidad -continuó Robinson-, yo mismo también me sorprendí cuando el criado me lo contó. Imagínate, cuando Brunelda no estaba en casa, el hombre se dejaba conducir por el criado a sus habitaciones y siempre se llevaba una pequeñez de recuerdo y siempre dejaba algo caro y fino para Brunelda, al criado le prohibía severamente que dijera de quién era. Pero una vez, cuando él -como dijo el criado y yo lo creo- trajo algo impagable de porcelana, Brunelda lo reconoció de algún modo, lo tiró en seguida al suelo, lo pisoteó, escupió sobre los restos y aún hizo más cosas por lo que el criado apenas pudo llevárselo del asco que le daba.
-¿Qué le hizo ese hombre? -preguntó Karl.
-No lo sé con exactitud -dijo Robinson-. Creo que nada en especial, al menos él ni siquiera lo sabe. Ya he hablado varias veces con él sobre ese tema. Me espera todos los días en esa esquina de la calle; cuando llego le tengo que contar las novedades; si no puedo ir, espera una media hora y se vuelve a ir. Para mí significaba un buen ingreso extraordinario, pues paga las noticias con liberalidad, pero desde que Delamarche se ha enterado, tengo que dárselo todo y ya voy muy raramente.
-Pero ¿qué quiere saber el hombre? -dijo Karl-. ¿Qué quiere saber? Sabe de sobra que ella ya no le quiere.
-Sí -suspiró Robinson, encendió un cigarrillo y expulsó el humo hacia arriba con grandes aspavientos, luego pareció decidirse por otra cosa y dijo:
-¿Qué me importa a mí? Sólo sé que daría mucho dinero por estar aquí en el balcón como nosotros.
Karl se levantó, se apoyó en la barandilla y miró hacia la calle. Ya se podía ver la luna, pero su luz aún no penetraba hasta el fondo de la calle. Esa calle, tan vacía durante el día, ahora estaba llena de gente, sobre todo ante los portales, todos se movían con lentitud y pesadez, las camisas de los hombres y los vestidos claros de las mujeres se distinguían débilmente en la oscuridad: todos tenían las cabezas descubiertas. Los numerosos balcones de alrededor estaban ocupados, allí se sentaban las familias a la luz de una bombilla, según las dimensiones del balcón alrededor de una mesita o simplemente en sillas formando hileras o al menos sacaban las cabezas de las habitaciones. Los hombres se sentaban con las piernas abiertas, con los pies entre los balaustres y leían periódicos, que casi llegaban hasta el suelo, o jugaban a las cartas, aparentemente en silencio, pero dando fuertes golpes en la mesa; las mujeres tenían el regazo lleno de trabajo de costura y de vez en cuando echaban un vistazo a su entorno o a la calle; una mujer rubia y débil en el balcón vecino bostezaba continuamente, ponía los ojos en blanco al hacerlo y se llevaba siempre a la boca una prenda que en ese momento remendaba. Incluso en los balcones más pequeños los niños lograban perseguirse mutuamente, lo cual a los adultos les resultaba muy molesto. En los in-teriores de muchas viviendas estaban puestos gramófonos y hacia el exterior salían canciones o música orquestal, pero nadie prestaba mucha atención a esa música, sólo de vez en cuando el padre hacía un gesto y alguien se apresuraba a entrar en la habitación para poner un nuevo disco. En algunas ventanas se veían parejas amorosas completamente inmóviles, en una ventana justo enfrente de Karl había una de esas parejas: el joven había rodeado a la mujer con su brazo y presionaba su pecho con la mano.
-¿Conoces a alguien de todo este vecindario? -preguntó Karl a Ro-binson, que se había levantado, y como sentía frío, además de con su manta se había envuelto también con la manta de Brunelda.
-A casi nadie. Eso es lo malo en mi posición -dijo Robinson, y atrajo hacia sí a Karl para susurrarle al oído:
-En otro caso no tendría de qué quejarme. La Brunelda ha vendido todo lo que tenía a causa de Delamarche y se ha mudado con todas sus riquezas a este suburbio para poder dedicarse exclusivamente a él y para que nadie la moleste; por lo demás también era el deseo de Delamarche.
-¿Y ha despedido a los criados? -preguntó Karl.
-Así es -dijo Robinson-. ¿Dónde iban a alojar aquí al servicio? Esos criados son señores muy exigentes. Una vez Delamarche expulsó a bofetadas a uno de esos criados de una habitación en la casa de Brunelda: le caían una tras otra hasta que el hombre estuvo fuera. Naturalmente que los demás criados se unieron a él e hicieron ruido ante la puerta, entonces salió Delamarche (en aquel tiempo yo no era sirviente, sino amigo de la casa, pero estaba con los criados) y preguntó: «¿Qué queréis?» Y el criado más viejo, un tal Isidor, respondió: «Usted no tiene nada que decirnos, nosotros sólo servimos a la señora». Como probablemente has percibido, ellos adoraban mucho a Brunelda. Pero Brunelda, sin preocuparse de ellos, corrió hacia Delamarche, en aquel tiempo no estaba tan gorda como ahora, le abrazó ante todos, le besó y le llamó «querido Delamarche». «Y echa a esos micos de aquí», dijo para finalizar. Micos, con ese término se refirió a los criados, imagínate los rostros que pusieron. Entonces Brunelda llevó la mano de Delamarche a su cartera, que llevaba en el cinturón. Delamarche cogió el dinero y comenzó a pagar a los criados; Brunelda sólo participó en el pago en cuanto estuvo allí con la cartera abierta en el cinturón. Delamarche tuvo que meter con frecuencia la mano en la cartera, pues él repartía el dinero sin contar y sin examinar las exigencias. Finalmente dijo: «Como no queréis hablar conmigo, os digo en nombre de Brunelda que hagáis las maletas, pero ya». Así los despidieron, aún hubo algún proceso, Delamarche tuvo incluso que presentarse una vez ante el juez, pero de eso no sé nada con precisión. Inmediatamente después del despido del servicio, le dijo Delamarche a Brunelda: «Ahora te has quedado sin servicio». Y ella dijo: «Pero si aquí está Robinson». A eso respondió Delamarche dándome una palmada en el hombro: «Muy bien, entonces tú serás nuestro sirviente». Y Brunelda me dio unas palmaditas en la mejilla; si surge la oportunidad, Rossmann, deja que te dé algunas palmaditas en la mejilla, te asombrarás de lo bello que es. -¿Así que te convertiste en el sirviente de Delamarche?
Robinson percibió el tono de lamentación en la pregunta y respon-dió:
-Soy sirviente, pero eso lo nota poca gente. Ya ves, tú mismo no lo has sabido, a pesar de que ya estás un rato con nosotros. Has visto cómo estaba vestido por la noche en el hotel. Llevaba puesto lo más fino, ¿acaso se visten así los criados? Lo único es que no puedo salir con frecuencia, siempre tengo que estar a mano, siempre hay algo que hacer en la casa. Una persona es muy poco para todo el trabajo que hay. Como quizá hayas notado, tenemos muchas cosas en la habitación; lo que no pudimos vender en la gran mudanza, lo hemos traído. Naturalmente que se podría haber regalado, pero Brunelda no regala nada. Piensa sólo en el trabajo que ha costado subir todas esas cosas por la escalera.
-Robinson, ¿has sido tú solo quien ha subido todo eso?
-¿Quién sino yo? -dijo Robinson-. Había un ayudante, un bribón más vago que la chaqueta de un guardia, tuve que hacer yo solo casi to-do el trabajo. Brunelda se quedó esperando abajo, en el coche, Dela-marche estaba arriba ordenando dónde se tenían que poner las cosas, y yo subía y bajaba. Duró dos días, mucho, ¿verdad? No sabes la cantidad de cosas que hay aquí dentro, todos los armarios están llenos hasta rebosar. Si hubiesen contratado a un par de personas para el transporte, se habría realizado todo en seguida, pero Brunelda no quería confiar en nadie salvo en mí. Eso era muy bonito, pero aquella vez arruiné mi salud para el resto de mis días y ¿qué tenía entonces aparte de mi salud? Si hago algún esfuerzo, siento punzadas aquí y aquí y aquí. ¿Crees acaso que esos jóvenes del hotel, esos renacuajos, pues qué otra cosa son, me habrían podido vencer si hubiese estado sano? Pero me ocurra lo que me ocurra, no les diré nada a Delamarche ni a Brunelda, trabajaré mientras pueda, y cuando ya no pueda me echaré y moriré, sólo entonces, demasiado tarde, se darán cuenta de que he estado enfermo y de que, a pesar de ello, he seguido trabajando sin parar y he trabajado hasta morirme a su servicio. ¡Ay, Rossmann! -dijo para finalizar, y se secó los ojos en la manga de la camisa de Karl.
-Vamos, Robinson -dijo Karl-, estás llorando continuamente. No creo que estés tan enfermo. Tu aspecto es muy saludable, pero como pasas tanto tiempo aquí solo en el balcón te lo has imaginado. Tal vez tengas de vez en cuando un pinchazo en el pecho, eso también lo tengo yo, eso lo tienen todos. Si todos los hombres tuvieran que llorar por cualquier insignificancia, como tú, ahora mismo deberían estar llorando todos en los balcones.
-Yo lo sé mejor -dijo Robinson, y se restregó los ojos con el pico de su manta-. El estudiante que vive al lado en casa de los caseros y que también cocina para nosotros, me dijo cuando le devolvía los platos: «Óigame, Robinson, ¿no estará enfermo?» Me está prohibido hablar con la gente, así que dejé los platos y quise irme. Entonces se acercó a mí y dijo: «Óigame, hombre, no lleve las cosas hasta esos extremos, usted está enfermo». «Sí, muy bien, ¿qué puedo hacer», le pregunté. «Eso es asunto suyo», dijo él, y se dio la vuelta. Los demás en la mesa se rieron, aquí tenemos enemigos por todas partes, así que preferí irme.
-Esto es, crees a la gente que te toma por necio, y a los que tienen buenas intenciones, no les crees.
-Pero yo tengo que saber cómo me siento -dijo Robinson, y volvió a los llantos.
-Precisamente no sabes lo que tienes. Deberías encontrar un trabajo adecuado en vez de hacer aquí de sirviente de Delamarche. Pues en lo que puedo enjuiciar por lo que me has contado y según lo que he visto hasta ahora, aquí no hay ningún servicio, sino sólo esclavitud. Eso no lo puede soportar nadie, eso te lo creo. Sin embargo, tú crees que no puedes abandonar a Delamarche porque eres su amigo. Eso es falso; si no se da cuenta de la vida miserable que llevas, frente a él no tienes ya ninguna obligación.
-Entonces, Rossmann, ¿crees que me recuperaría si dejase este tra-bajo?
-Seguro -dijo Karl.
-¿Seguro? -preguntó Robinson una vez más. -Seguro del todo-dijo Karl sonriendo.
-Entonces ya podría comenzar a recuperarme -dijo Robinson, y miró a Karl.
-¿Cómo? -preguntó éste.
-Bueno, porque tú vas a realizar aquí mi trabajo -respondió Robin-son.
-¿Quién te ha dicho eso? -preguntó Karl.
-Es un viejo plan, de eso ya se habla desde hace varios días. Todo comenzó cuando Brunelda me reprendió porque no mantenía limpia la casa. Naturalmente que le prometí que lo arreglaría todo, pero es muy difícil. En mi estado, por ejemplo, no puedo arrastrarme por todas par-tes para limpiar el polvo, ya en el centro de la habitación no hay quien pueda moverse, con tantos muebles y cajas depositadas. Y si se quiere limpiarlo todo bien, también habría que desplazar los muebles, ¿y eso debería lograrlo yo solo? Además, todo se debería hacer sin ruido, por-que a Brunelda, que ya apenas abandona la habitación, no se la puede molestar. Yo, ciertamente, prometí que lo limpiaría todo, pero en reali-dad no lo he limpiado. Cuando Brunelda se dio cuenta, le dijo a Dela-marche que eso no podía seguir así y que tendría que contratar a un ayudante. «No quiero, Delamarche -dijo ella-, que me hagas reproches por no conducir bien la casa. Como ves, no puedo realizar esfuerzos y Robinson no basta; al principio aún estaba fresco y podía con todo, ahora está continuamente cansado y se queda sentado casi todo el rato en un rincón. Pero una habitación con tantos objetos como la nuestra no se mantiene sola en orden». Después Delamarche reflexionó qué se podía hacer, pues en esta casa no se podía acoger a una persona cual-quiera, ni siquiera de prueba, pues nos vigilan desde todas partes. Pero como soy un buen amigo tuyo y conocí a través de Renell cómo te ten-ías que matar a trabajar en el hotel, te propuse. Delamarche se mostró en seguida de acuerdo, a pesar de que tú con anterioridad te habías portado con él con tanta arrogancia, y yo, naturalmente, me alegré mu-cho de poderte ser tan útil. Este empleo te viene como anillo al dedo. Eres joven, fuerte y hábil, mientras que yo ya no valgo nada. Sólo te quiero decir que aún no has sido aceptado, si no le gustas a Brunelda, no te necesitamos. Así que esfuérzate por serle agradable, de lo demás ya me ocuparé yo.
-¿Y qué harás tú si trabajo aquí como sirviente? -preguntó Karl; se sentía tan libre una vez que había pasado el primer susto que le habían causado las palabras de Robinson. Así pues, Delamarche no tenía otras malas intenciones respecto a él que convertirle en su sirviente. Si hubiese tenido malas intenciones, el charlatán de Robinson las habría traicionado; pero si así estaban las cosas, entonces Karl se atrevería a despedirse esa misma noche. Nadie puede obligar a alguien a aceptar un empleo. Y mientras que Karl antes había tenido suficientes preocupaciones acerca de si, después del despido en el hotel, para no pasar hambre, podría encontrar lo suficientemente pronto un empleo adecuado y respetable, cualquier otro empleo le parecía en comparación con el del que allí se hablaba, que a él resultaba repugnante, lo bastante bueno e incluso hubiese preferido a ese puesto la situación precaria del parado. Pero no intentó hacérselo comprensible a Robinson, sobre todo porque Robinson tenía ofuscado el juicio por la esperanza de que Karl le descargara de su trabajo.
-Por mi parte -dijo Robinson, y acompañó sus palabras con ama-bles movimientos de manos (los codos los había apoyado en la barandilla)-, primero te lo explicaré todo y te mostraré las provisiones. Eres instruido y tendrás seguramente una bonita letra, entonces podrás hacer en seguida un inventario de todas las cosas que tenemos. Eso lo ha deseado Brunelda desde hace mucho tiempo. Si mañana al mediodía hace buen tiempo, le pediremos a Brunelda que se siente en el balcón y mientras podremos trabajar tranquilamente en la habitación sin molestarla. Ten en cuenta, Rossmann, que después tienes que tener mucho cuidado. Todo menos molestar a Brunelda. Ella lo oye todo, es probable que como cantante tenga el oído muy sensible. Si sacas rodando el barril de licor, por ejemplo, que está detrás de las cajas, hace ruido, ya que es pesado y allí están acumuladas las cosas más diversas, de tal forma que no se puede sacar rodando de una vez. Brunelda, por ejemplo, yace tranquilamente en el canapé y caza moscas, que a ella tanto la molestan. Tú crees, entonces, que no te presta atención, y sigues rodando el barril. Ella sigue echada con toda tranquilidad. Pero en un instante, cuando tú menos lo esperas y cuando menos ruido estás haciendo, ella se incorpora repentinamente, golpea el canapé con las dos manos, que no se ven por el polvo -desde que estamos aquí no le he quitado el polvo al canapé, no he podido, siempre está encima-, y comienza a gritar horriblemente, como un hombre, y así durante horas. Los vecinos le han prohibido que cante, pero nadie le puede prohibir que grite, ella tiene que gritar; por lo demás, esto ahora sucede muy esporádicamente, Delamarche y yo nos hemos vuelto muy cuidadosos. A ella también le ha dañado mucho. Una vez se desmayó y tuve que traer al estudiante de al lado, ya que en ese momento Delamarche no estaba. El estudiante la roció con un líquido de una gran botella, eso la ayudó, pero ese líquido tenía un olor insoportable, incluso ahora, si se aplica la nariz al canapé, se puede oler. Con toda seguridad el estudiante es nuestro enemigo, como todos los demás aquí. Ante todo debes tener cuidado y no tratar con ninguno de ellos.
-Oye, Robinson -dijo Karl-, ese servicio es muy pesado. Vaya puesto para el que me has recomendado.
-No te preocupes -dijo Robinson, y sacudió la cabeza con los ojos cerrados para apartar todas las posibles preocupaciones de Karl-, el puesto también tiene ventajas como no te las puede ofrecer ningún otro empleo. Estarás continuamente en la proximidad de una dama como Brunelda. Incluso duermes a veces en la misma habitación; eso, como puedes imaginarte, trae consigo diversas ventajas. Te pagarán bien, aquí hay mucho dinero; yo, por ser el amigo de Delamarche, no he recibido nada, sólo cuando he salido, Brunelda me ha dado algo, pero a ti naturalmente te pagarán, como a cualquier otro sirviente. Tú tampoco eres otra cosa. Lo más importante para ti es que yo te haré cómodo el desempeño de tu cargo. Al principio, naturalmente, no haré nada para recuperarme, pero en cuanto esté algo mejor, puedes contar conmigo. El servicio personal a Brunelda lo reservo para mí, esto es, peinarla y vestirla, al menos aquello de lo que no se haga cargo Delamarche. Sólo tendrás que ocuparte de la limpieza de la habitación, de los pedidos y de las pesadas labores domésticas.
-No, Robinson -dijo Karl-, eso no me tienta nada.
-No hagas tonterías, Rossmann -dijo Robinson, muy cerca del ros-tro de Karl-, no pierdas esta buena oportunidad. ¿Dónde puedes encontrar en seguida un trabajo? ¿Quién te conoce? ¿A quién conoces? Nosotros, dos hombres que ya hemos vivido mucho y poseemos una gran experiencia, hemos vagado durante semanas y no hemos encontrado trabajo. No sólo no es fácil, sino condenadamente difícil.
Karl asintió y se sorprendió de lo razonablemente que podía llegar a hablar Robinson. Para él, sin embargo, esos consejos no poseían validez alguna, no podía quedarse allí; en la gran ciudad ya encontraría algún rincón para pasar toda la noche, eso lo sabía, los hostales estaban todos llenos, se necesitaba servicio para los huéspedes y él ya tenía experiencia en eso, se adaptaría rápidamente y sin llamar la atención en cualquier establecimiento. Precisamente en la casa de enfrente había una taberna de la que salía una música estrepitosa. La entrada principal sólo estaba cubierta por una gran cortina amarilla que a veces, impulsada por una corriente de aire, ondeaba con fuerza hacia la calle. Por lo demás, la calle se había tornado silenciosa. En la mayoría de los balcones reinaba la oscuridad, sólo en la lejanía se podía ver aquí Y allá alguna luz, pero apenas fijó la mirada aquella gente se levantó y, mientras regresaban al interior, un hombre se quedó, se acercó a la bombilla y, después de una breve mirada hacia la calle, apagó la luz.
«Ya es de noche -se dijo Karl-, si me quedo más aquí, seré uno de ellos». Se giró para retirar la cortina de la puerta.
-¿Qué quieres hacer? -dijo Robinson, y se colocó entre Karl y la cortina.
-Quiero irme-dijo Karl-. ¡Déjame!
-¿No querrás molestarlos? -exclamó Robinson-. ¿Cómo se te ocu-rre?
Y rodeó su cuello con el brazo, apoyándose en él con todo su peso, trabó con sus piernas las piernas de Karl y le tiró al suelo. Pero Karl había aprendido algo de lucha con los ascensoristas, así que golpeó a Robinson en la barbilla, aunque débilmente y sin querer hacerle daño. Entonces Robinson, rápidamente y sin consideración, le devolvió a Karl un puñetazo en el estómago, pero luego, con las manos en la barbilla, comenzó a quejarse en voz tan alta que en el balcón vecino un hombre ordenó silencio dando fuertes palmadas. Karl yació aún un rato en silencio para restablecerse del dolor que le había causado el puñetazo de Robinson. Sólo volvió el rostro hacia la cortina, que colgaba inmóvil y pesada ante la oscura habitación. No parecía haber nadie en ella, tal vez Delamarche había salido con Brunelda y Karl ya tenía completa libertad. A Robinson, que se comportaba como un perro guardián, ya se lo había quitado de encima.
En ese momento resonaron intermitentemente en la calle desde la lejanía tambores y trompetas. Gritos aislados de mucha gente se unieron pronto en un griterío general. Karl giró la cabeza y vio cómo los balcones volvían a cobrar vida. Se levantó lentamente, no podía incorporarse del todo, y tuvo que apoyarse contra la barandilla. Abajo, en las aceras, marchaban jóvenes dando grandes pasos, con los brazos extendidos, las gorras en las manos, los rostros inclinados hacia atrás. La carretera aún quedaba libre. Algunos, sobre largos zancos, hacían oscilar farolillos de papel rodeados de un humo amarillento. Precisamente en ese instante aparecieron, en anchas filas, los tamborileros y trompetas, y Karl se asombró de su número, entonces oyó voces detrás de él, se dio la vuelta y vio cómo Delamarche levantaba la cortina y cómo salía Brunelda de la oscuridad de la habitación, con un vestido . rojo, una mantilla de encaje sobre los hombros y una especie de cofia oscura sobre el cabello, probablemente despeinado, recogido aquí y allá a la ligera, dejando asomar las puntas. En la mano sostenía un pequeño abanico desplegado, pero que no agitaba, sino que lo mantenía apretado contra ella.
Karl se echó a un lado en la barandilla para dejarles espacio. Con certeza nadie le obligaría a quedarse allí, y aunque Delamarche lo inten-tase, Brunelda le dejaría irse en seguida si se lo pidiese. Ella no le podía soportar, sus ojos la asustaban. Pero cuando él dio un paso hacia la puerta, lo notó y dijo:
-¿Adónde quieres ir, pequeño?
Karl se detuvo ante la severa mirada de Delamarche y Brunelda lo atrajo hacia sí.
-¿No quieres ver el desfile? -dijo ella, y le llevó a la barandilla-. ¿Sabes de qué se trata? -oyó Karl cómo preguntaba detrás de él y realizó involuntariamente un esfuerzo infructuoso para sustraerse a su presión. Miró hacia la calle con tristeza, como si allí estuviese el motivo de su tristeza.
Al principio Delamarche permaneció detrás de Brunelda con los brazos cruzados, luego corrió hacia la habitación y le trajo a Brunelda unos gemelos de teatro. Abajo, detrás de los músicos, había aparecido la parte principal del desfile. Sobre los hombros de un hombre enorme se sentaba un señor del que, desde esa altura, sólo se podía ver una calva de brillo mortecino, y que mantenía constantemente su chistera alzada en actitud de saludo. A su alrededor, al parecer, portaban carteles de madera que, vistos desde el balcón, parecían blancos; todo estaba dispuesto de tal forma que esos carteles quedaban adosados por todas partes a los portadores, que surgían de su interior. Como todo estaba en movimiento, ese muro de carteles se dislocaba continuamente para volverse a ordenar de nuevo. En un amplio círculo alrededor del señor, en toda la anchura de la calle, aunque, en lo que podía vislumbrarse en la oscuridad, en una longitud insignificante, se reunían los adeptos del señor, quienes no cesaban de aplaudir y de anunciar como una cantinela lo que probablemente era el nombre del señor, un nombre muy corto, pero incomprensible. Algunos, apostados hábilmente entre la multitud, llevaban faros de automóvil que daban una luz poderosa, la cual paseaban lentamente, hacia arriba y hacia abajo, por los dos lados de la calle. A la altura de Karl la luz ya no molestaba, pero en los balcones inferiores se veía cómo la gente que se veía afectada por ella se llevaba inmediatamente las manos a los ojos.
Delamarche, a solicitud de Brunelda, preguntó a los vecinos qué acontecimiento era ése. Karl tenía algo de curiosidad sobre si le responderían y cómo lo harían. Y, ciertamente, Delamarche tuvo que preguntar tres veces para recibir una respuesta. Se inclinó peligrosamente sobre la barandilla, Brunelda dio un ligero pisotón de enojo por el disgusto que le causaban los vecinos, Karl sintió su rodilla. Finalmente recibió una respuesta, pero al mismo tiempo todos en ese balcón, atestado de personas, comenzaron a reírse en voz alta. Entonces Delamarche les gritó algo, en voz tan alta que si en ese instante no hubiese habido tanto ruido en toda la calle, todos a la redonda lo habrían oído asombrados. En todo caso tuvo el efecto de que la risa se extinguiera de un modo abrupto.
-Mañana se va a elegir un juez en nuestro distrito y a ese que llevan así es el candidato -dijo con toda tranquilidad Delamarche a Brunelda-. No -exclamó entonces y acarició a Brunelda en la espalda-. ya no sabemos lo que ocurre en el mundo.
-Delamarche -dijo Brunelda, volviendo al comportamiento de los vecinos-, cuánto me gustaría mudarme si no fuese tan fatigoso. Por desgracia no me atrevo.
Y entre fuertes suspiros, intranquila y distraída, jugueteaba con la camisa de Karl, quien una y otra vez intentaba alejar sin llamar la aten-ción esas manitas regordetas, lo que lograba fácilmente, ya que Brunelda no pensaba en él, estaba sumida en otros pensamientos muy distintos.
Pero también Karl olvidó pronto a Brunelda y toleró el peso de sus brazos en sus hombros, pues los acontecimientos en la calle absorbían toda su atención. Obedeciendo las indicaciones de un pequeño grupo de hombres gesticulantes que precedía al candidato y cuyas conversaciones parecían tener una importancia especial, pues se veía cómo se inclinaban hacia ellos los rostros en actitud de escucha, el desfile se detuvo inesperadamente ante la taberna. Uno de esos hombres competentes hizo una señal con la mano alzada que iba dirigida tanto a la multitud como al candidato. La multitud se calló y el candidato, que intentó varias veces ponerse de pie sobre los hombros de su portador y varias veces volvió a caer sentado, pronunció un pequeño discurso, mientras agitaba lentamente su chistera a izquierda y derecha. Se podía ver con gran claridad, pues mientras pronunciaba el discurso dirigieron hacia él todos los faros de automóvil, de tal forma que se encontraba en el centro de una estrella de luz.
Entonces también se pudo comprobar el interés que mostraba toda la calle en el asunto. En los balcones que estaban ocupados con partidarios del candidato se comenzó a corear su nombre y aplaudieron maquinalmente sobre la barandilla con las manos extendidas. En el resto de los balcones, que estaban incluso en mayoría, se elevaba un grito en contra que, sin embargo, no alcanzaba ningún efecto unificado, pues se trataba de partidarios de distintos candidatos. En cambio, todos los enemigos del candidato presente se unieron en un pitido general e incluso se volvieron a poner en funcionamiento los gramófonos. Entre los balcones se produjeron discusiones políticas fortalecidas por la irritación de las horas nocturnas. La mayoría estaban ya en pijama y se habían puesto abrigos por encima, las mujeres se envolvían en grandes mantones oscuros, los niños, descuidados, trepaban de forma alarmante a los saledizos de los balcones y salían cada vez en mayor número de las oscuras habitaciones en las que ya habían estado durmiendo. Aquí y allá algunos especialmente irritados arrojaron algunos objetos indefinidos en dirección a sus contrincantes: a veces alcanzaron su objetivo, pero la mayoría cayeron a la calle, donde con frecuencia provocaron un alarido de furia. Si el ruido les resultaba a los dirigentes demasiado fuerte, los tamborileros y los trompetas recibían la orden de atacar, y su sonido estremecedor, ejecutado con todas las energías y que no encontraba final, ahogaba todas las voces humanas hasta los tejados de los edificios. Y, apenas podía creerse, siempre cesaban de repente, entonces la multitud en la calle, al parecer ejercitada en esos menesteres, rompía el silencio repentino y general lanzando a los cuatro vientos las consignas de su partido. A la luz de los faros de los automóviles se podía ver la boca desmesuradamente abierta de cada uno de ellos, hasta que los contrincantes, volviendo en sí, gritaban diez veces más fuerte que antes desde todos los balcones y ventanas, silenciando por completo, al menos para esa altura, al partido de abajo, después de su corta victoria.
-¿Te gusta, pequeño? -preguntó Brunelda, quien, detrás de Karl y pegada a él, se volvía hacia uno y otro lado para poder verlo todo con sus gemelos. Karl sólo respondió asintiendo con la cabeza. Mientras, percibió cómo Robinson al parecer le contaba solícito a Delamarche algunos detalles acerca del comportamiento de Karl, pero a los que Delamarche no daba la sensación de atribuir ninguna importancia, pues intentaba continuamente alejar a Robinson con la mano izquierda, ya que con la derecha rodeaba a Brunelda.
-¿No quieres mirar por los gemelos? -preguntó Brunelda, y dio unos golpecitos en el pecho de Karl para mostrar que se refería a él. -Veo lo necesario -dijo Karl.
-Inténtalo -dijo ella-, yo lo veo todo.
Cuando ella le acercó los gemelos a sus ojos, él no lo concibió co-mo una amabilidad sino como una molestia y, ciertamente, ella se limitó a decir la palabra «venga» con acento melódico pero también amenazador. Y Karl ya tenía los gemelos en los ojos y no veía nada. -No veo nada -dijo él, y quiso retirar los gemelos, pero ella los mantenía fijos y él no podía mover la cabeza ni hacia atrás ni lateralmente, ya que quedaba encajonada entre los pechos de ella.
Ahora sí que podrás ver -dijo ella, y giró el regulador de los geme-los.
-No, sigo sin ver nada -dijo Karl, y pensó que, ciertamente, y contra su voluntad, había descargado a Robinson, pues los caprichos insoportables de Brunelda recaían sobre él.
-Pero ¿cuándo vas a ver algo? -dijo ella.
Karl recibió en su rostro todo su aliento, y ella siguió regulando los gemelos
-¿Ves ya? -preguntó.
-¡No, no, no! -exclamó Karl, aunque ya podía distinguirlo todo si bien algo borroso. Pero precisamente en ese momento Brunelda habla-ba con Delamarche, sólo mantenía los gemelos con lasitud ante Karl, así que, sin que ella se diese cuenta, pudo mirar por debajo de los gemelos hacia la calle. Más tarde ella renunció a sus deseos y sólo utilizó los gemelos para uso propio.
De la taberna de abajo había salido un camarero y, abandonando el umbral de la puerta, corría de un lado a otro y tomaba los pedidos realizados por los dirigentes. Se veía cómo se estiraba para poder mirar en el interior del local y llamar al mayor número de camareros posible. Mientras esto ocurría, lo que se podía considerar como los preparativos para un gran convite, el candidato no cesaba de hablar. Su portador, el gigante que le servía exclusivamente a él, siempre hacía un pequeño giro después de algunas frases para que las palabras llegasen a toda la multitud. El candidato se mantenía lo más encogido que podía e intentaba dar énfasis a su discurso con movimientos esporádicos con la mano que tenía libre y con la que llevaba la chistera. A veces, sin embargo, lo que ocurría en periodos regulares, se levantaba con las manos alzadas y ya no hablaba a un grupo, sino a la totalidad, hablaba a los habitantes de las casas hasta los pisos más altos, y quedaba claro que en los pisos inferiores ya nadie le podía oír, sí, que incluso si hubiese existido la posibilidad, nadie habría querido escuchar, pues cada ventana y cada balcón estaba ocupado al menos por un orador que gritaba. Mientras, algunos camareros de la taberna sacaron una tabla con las dimensiones de una mesa de billar, cubierta con vasos llenos y relucientes. Los dirigentes organizaron el reparto que se realizó conforme se' pasaba ante la puerta de la taberna. Pero aunque las copas en la mesa se llenaban una y otra vez, no bastaban para la multitud y dos filas de camareros tuvieron que deslizarse a izquierda y derecha de la mesa para satisfacer las demandas de la gente. El candidato, naturalmente, había cesado de pronunciar su discurso y empleó la pausa para fortalecerse. Separado de la multitud y de la luz deslumbrante, su portador le llevaba lentamente a un lado y a otro y sólo algunos de sus más estrechos colaboradores le acompañaban y hablaban con él.
-Mirad al pequeño -dijo Brunelda-, de tanto mirar se ha olvidado de dónde está.
Y sorprendió a Karl girando con ambas manos su rostro hacia el de ella, de tal forma que le pudo mirar a los ojos. Pero sólo duró un instante, pues Karl le quitó las manos en seguida y enojado por no dejarle ni un minuto de tranquilidad y, al mismo tiempo, con grandes ganas de bajar a la calle y de verlo todo de cerca, intentó liberarse de Brunelda empleando todas sus energías. A continuación, dijo:
-Por favor, deje que me vaya.
-Te quedarás con nosotros -dijo Delamarche sin apartar la mirada de la calle y se limitó a estirar una mano para impedir la salida de Karl.
-Déjale -dijo Brunelda, y rechazó la mano de Delamarche-, ya verás cómo se queda.
Y ella presionó a Karl aún más contra la barandilla, tendría que haberse peleado con ella para liberarse, y en el caso de que esto le hubiese sido posible, ¿qué habría conseguido con ello? A su izquierda se encontraba Delamarche, a su derecha se había situado Robinson, estaba prácticamente prisionero.
-Ya puedes estar contento de que no te echen -dijo Robinson, y dio unos golpecitos a Karl con la mano que él había deslizado bajo el brazo de Brunelda.
-¿Echarle? -dijo Delamarche-. A un ladrón fugado no se le echa, se le entrega a la policía. Y eso podría ocurrir perfectamente mañana tem-prano si no se tranquiliza.
Desde ese momento a Karl se le quitaron las ganas de seguir viendo el espectáculo. Sólo obligado, ya que a causa de Brunelda no podía mantenerse erguido, se inclinaba aún ligeramente sobre la barandilla. Lleno de preocupaciones, con miradas distraídas, miraba hacia abajo, donde grupos de unas veinte personas pasaban por delante de la puerta de la taberna, cogían los vasos, se volvían, alzaban el vaso en dirección del candidato, entonces ocupado consigo mismo, y lanzaban el saludo del partido para, a continuación, vaciar los vasos y, haciéndolos resonar, aunque desde esa altura era inaudible, volver a ponerlos en la mesa para dejar espacio a un nuevo grupo que no cesaba de hacer ruido por la impaciencia. Por encargo de los dirigentes, la orquesta, que hasta ese momento había estado tocando en el interior de la taberna, había salido a la calle; sus grandes instrumentos de viento brillaban entre la oscura multitud, pero su música casi se confundía con el general ruido. La calle, al menos en la parte donde se encontraba la taberna, seguía llena de gente. Acudían en masa desde arriba, desde donde había llegado Karl en automóvil por la mañana, y también desde abajo, viniendo por el puente, y ni siquiera los vecinos en las casas habían podido resistir la tentación de participar personalmente en el asunto, por lo que en las ventanas y en los balcones casi sólo habían quedado mujeres y niños, mientras que los hombres se apelotonaban abajo en los portales. Finalmente, la música y el convite habían alcanzado su finalidad, la reunión era lo suficientemente grande, un dirigente flanqueado por dos faros de automóvil hizo una señal para que dejasen de tocar, dio un fuerte silbido y se vio al portador, algo despistado, atravesar presuroso con el candidato una vía abierta por sus partidarios.
Apenas había llegado a la puerta de la taberna, el candidato, en el resplandor de los faros de automóvil que se mantenían a su alrededor, comenzó un nuevo discurso. Pero ahora era todo mucho más difícil que antes, el portador ya no tenía ninguna libertad de movimientos, el tumulto era demasiado grande. A los partidarios más próximos, que anteriormente habían intentado fortalecer por todos los medios posibles el efecto de las palabras del candidato, les costaba un gran esfuerzo mantenerse en su proximidad, unos veinte lograban aferrarse con trabajo al portador. Pero incluso ese hombre fuerte no podía avanzar un paso según su voluntad, y ya no podía pensarse en influir en la multitud mediante determinados giros o los adecuados retrocesos o avances. La muchedumbre afluía sin ningún orden, unos se apoyaban en otros, ninguno podía mantenerse ya recto, el número de los adversarios parecía haberse incrementado con el nuevo público, el portador se había detenido mucho tiempo en las proximidades de la puerta de la taberna, pero ahora se dejaba llevar, al parecer sin ofrecer resistencia, hacia ' arriba y hacia abajo, el candidato seguía hablando, pero ya no resultaba muy claro si seguía desglosando su programa o si pedía ayuda; si no engañaban las apariencias, había surgido un contrincante, un nuevo candidato, o quizá varios, pues aquí y allá destacaba un hombre, repentinamente iluminado, alzado por la multitud, con el rostro pálido y las manos crispadas en puños, que pronunciaba un discurso saludado con exclamaciones.
-¿Qué está ocurriendo? -preguntó Karl, y se volvió confuso y sin aliento hacia sus vigilantes.
-¿Has visto cómo le excita esto al chico? -dijo Brunelda a Delamarche y tomó a Karl de la barbilla para hacerle girar la cabeza, pero Karl no quiso y, más desconsiderado por los acontecimientos que se estaban produciendo en la calle, sacudió la cabeza con tal fuerza que Brunelda no sólo le soltó, sino que retrocedió y le dejó libre.
-Ahora ya has visto bastante -dijo ella, al parecer enojada por la conducta de Karl-, vete a la habitación, haz las camas y prepáralo todo para la noche.
Ella extendió la mano hacia la habitación. Ésa era la dirección que Karl había querido seguir desde hacía tiempo, no contradijo la decisión con ninguna palabra. Desde la calle se pudo oír un ruido como de rotu-ra de cristales. Karl no pudo resistirse y saltó rápidamente hasta la ba-randilla para mirar fugazmente una vez más hacia abajo. Un golpe de los contrincantes, quizá uno decisivo, había tenido éxito, los faros de automóvil de los partidarios, que con su intensa luz al menos lograban que los principales acontecimientos se produjesen públicamente, habían sido destrozados simultáneamente; al candidato y a su portador les rodeaba ahora la única e incierta iluminación común que, en su repentina difusión, producía la impresión de tinieblas. Tampoco se podía indicar, ni siquiera provisionalmente, dónde se encontraba el candidato, y lo engañoso de la oscuridad aún se intensificó por un canto amplio y homogéneo que comenzó en ese preciso momento y que se aproximaba desde abajo, desde el puente.
-¿Acaso no te he dicho lo que tienes que hacer? -dijo Brunelda-. Date prisa, estoy cansada -añadió, y estiró los brazos hacia arriba, de tal forma que su pecho se abombó más de lo usual. Delamarche, que aún la tenía rodeada con el brazo, la llevó consigo hacia una esquina del balcón. Robinson los siguió para retirar los restos de comida que aún quedaban allí.
Karl tenía que aprovechar esa oportunidad favorable, no había tiempo de mirar hacia abajo, de los acontecimientos que se produjeran ya vería abajo bastante y más que desde allí arriba. En dos saltos se apresuró a atravesar la habitación iluminada con una luz rojiza, pero la puerta estaba cerrada y no había llave. Tenía que encontrarla en seguida, pero ¿quién podría encontrar una llave en ese desorden y además en el tiempo tan corto y precioso que Karl tenía a su disposición? Ya tendría que estar en la escalera, corriendo a toda velocidad. ¡Y, sin embargo, se entretenía buscando una llave! La buscó en todos los cajones que le resultaron accesibles, revolvió la mesa, donde yacían esparcidas piezas de la vajilla, servilletas y el inicio de un bordado, fue atraído por un sillón sobre el que había un montón de ropa vieja completamente enmarañada, en el cual posiblemente se podría haber encontrado la llave, pero en el que nunca la hubiera podido encontrar, y se arrojó finalmente al maloliente canapé para palpar en todas las esquinas y arrugas en busca de la llave. Luego dejó de buscar y se detuvo en el centro de la habitación. «Con toda seguridad Brunelda habría colocado la llave en su cinturón -se dijo-, de él colgaban tantas cosas, toda la búsqueda había sido en vano».
Y ciegamente Karl cogió dos cuchillos y los introdujo en la ranura de la puerta, uno arriba, otro abajo, para así tener dos puntos distancia-dos con el fin de hacer fuerza. Apenas había tirado de ellos cuando, naturalmente, se rompieron las hojas. No había querido otra cosa, los mangos podían ahora incrustarse mejor y resistirían más. Y entonces tiró con toda su fuerza, con los brazos extendidos y las piernas muy abiertas, bien fijadas al suelo, gimiendo y prestando al mismo tiempo mucha atención a la puerta. No podía ofrecerle resistencia por mucho tiempo, lo comprobó con alegría al oír claramente cómo el cerrojo co-menzaba a desencajarse, cuanto más lento lo hiciera, mejor, no podía hacer saltar el cerrojo, ya que llamaría la atención en el balcón, se tenía que ir desprendiendo lentamente y en ello trabajaba Karl con sumo cuidado, aproximando los ojos cada vez más al cerrojo.
-Mira, mira, qué sorpresa -oyó la voz de Delamarche. Los tres se encontraban en la habitación, habían corrido la cortina detrás de ellos. Karl tenía que haber pasado por alto su llegada, sus manos cayeron de los cuchillos al verlos. Pero no tuvo tiempo de decir ni una palabra de explicación o de disculpa, pues en un ataque de furia que excedía en mucho el motivo Delamarche saltó -el cinturón suelto de la bata describió una gran figura en el aire- sobre Karl. Éste logró esquivar el ataque en el último momento; podría haber sacado los cuchillos de la puerta y emplearlos para defenderse, pero no lo hizo, en cambio se agachó y levantándose de un salto se apoderó del ancho cuello de la bata de Delamarche, lo levantó, lo dobló hacia arriba -la bata era demasiado grande para Delamarche-, y, por fin, felizmente, logró sujetar a Delamarche por la cabeza, quien, demasiado sorprendido, al principio braceó ciegamente y sólo después de un rato, pero no con todo su efecto, golpeó con sus puños en la espalda de Karl, quien, para proteger su rostro, se había arrojado sobre el pecho de Delamarche. Karl soportó los puñetazos, si bien se revolvía por el dolor, y aunque los golpes cada vez fueron más fuertes, ¿cómo no podría haberlos soportado, ya que ante él tenía la victoria? Con las manos en la cabeza de Delamarche y los pulgares en sus ojos, le conducía de un lado a otro contra la más enojosa confusión de muebles y, además, intentaba enredar con la punta de los pies el cinturón de la bata en los pies de Delamarche y así tirarle al suelo.
Como se veía obligado a ocuparse exclusivamente de Delamarche, sobre todo porque cada vez sentía cómo aumentaba su resistencia y cómo ese cuerpo hostil y musculoso se oponía enérgicamente a él, ol-vidó que no estaba solo con Delamarche. Pero esa circunstancia la pudo recordar demasiado pronto, pues de repente le fallaron los pies, y vio que Robinson, que se había lanzado al suelo detrás de él, los tenía cogidos con las manos gritando. Karl, lanzando un quejido, soltó a Delamarche, quien aún retrocedió un paso. Brunelda permanecía en todo su volumen en medio de la habitación, con las piernas abiertas y las rodillas ligeramente flexionadas, siguiendo los acontecimientos con ojos fulgurantes. Como si realmente participase en la lucha, respiraba con fuerza, apuntaba con los ojos y avanzaba lentamente los puños. Delamarche se bajó el cuello de la bata, ahora tenía la mirada libre y, naturalmente, ya no hubo más lucha, sino sólo un castigo. Cogió a Karl por delante, por el cuello de la camisa, casi lo levantó del suelo y lo arrojó -del desprecio ni siquiera le miraba- con tanta violencia hacia un armario a unos pasos de distancia que Karl, en el primer instante, creyó que los dolores intensos que sintió en la espalda y en la cabeza, causados por el golpe con el armario, procedían directamente del puño de Delamarche.
-¡Canalla! -aún oyó exclamar a Delamarche en la oscuridad que se originó ante sus ojos temblorosos. Y en el primer agotamiento con el que se desplomó ante el armario, aún le sonaron débilmente en los oí-dos las palabras «espera y verás».
Cuando recobró el conocimiento, se encontraba rodeado por la oscuridad, debía de ser tarde por la noche, desde el balcón y bajo las cortinas penetraba un ligero resplandor de luz de luna en la habitación. Se oía la tranquila respiración de los tres durmientes; la que hacía más ruido, con mucho, era Brunelda, ella resollaba en sueños como a veces lo hacía al hablar; pero no era fácil determinar en qué dirección se hallaba cada uno de los durmientes, toda la habitación estaba llena del resuello de su respiración. Sólo después de haber examinado un poco su entorno, Karl pensó en sí mismo y se asustó mucho, pues aunque se sentía encogido y rígido por los dolores, no había pensado que podría haber padecido una herida grave y sangrienta. Ahora, en cambio, sentía un gran peso en la cabeza y todo el rostro, el cuello y el pecho bajo la camisa estaban húmedos como con sangre. Tenía que ir a la luz para comprobar su estado, quizá le habían golpeado hasta dejarle inválido, en ese caso Delamarche estaría encantado de despedirle, pero ¿qué podría hacer entonces él? Ya no habría ningún futuro para él. Se acordó del joven con la nariz carcomida en el portal y cubrió durante un instante el rostro con las manos.
Involuntariamente se volvió hacia la puerta y se dirigió hacia ella a tientas y andando a cuatro patas. Pronto reconoció con las puntas de los dedos una bota y una pierna. Ése era Robinson, ¿quién si no iba a dormir con botas? Le habían ordenado que se echase ante la puerta para impedir que Karl pudiese huir. Pero ¿acaso no conocían el estado de Karl? Por el momento no quería huir, sólo quería llegar a la luz. Si no podía salir por la puerta, tenía que salir al balcón.
Al parecer encontró la mesa del comedor en un lugar muy distinto al de por la tarde; el canapé, al que Karl naturalmente se aproximó con sumo cuidado, estaba sorprendentemente vacío, en cambio tropezó en el centro de la habitación con ropa aplanada, mantas, cortinas, cojines y alfombras, todo apilado y prensado. Al principio pensó que sólo era un pequeño montón, similar al que había encontrado por la tarde en el sofá y que se había derrumbado hasta el suelo, pero para su sorpresa comprobó al seguir arrastrándose que allí había una carretada de todas esas cosas que probablemente se habían sacado para la noche de las cajas donde se guardaban durante el día. Rodeó el montón y pronto reconoció que todo formaba una especie de lecho en el cual, arriba del todo, de lo que se convenció palpando cautelosamente, descansaban Delamarche y Brunelda.
Ahora ya sabía dónde dormían todos y se apresuró para llegar al balcón. Al otro lado de la cortina se entraba en otro mundo. En el aire fresco de la noche, en pleno resplandor lunar, fue varias veces de un lado a otro del balcón. Miró hacia la calle, estaba silenciosa, en la taberna aún sonaba la música, pero de un modo apagado, ante la puerta un hombre barría la acera; en la misma calle en la que por la noche, debido al ruido que reinaba, no se había podido distinguir los gritos de un candidato electoral de miles de otras voces, ahora se oía claramente el roce de la escoba en el pavimento.
El ruido de una mesa en el balcón vecino atrajo la atención de Karl: allí había alguien sentado y estudiaba. Era un joven con una pequeña barba puntiaguda que no cesaba de retorcer mientras leía y que acompañaba la lectura con rápidos movimientos de los labios. Estaba sentado a una mesa pequeña, cubierta de libros, con la cara vuelta hacia Karl, había bajado la bombilla de la pared, la había encajado entre dos grandes libros de tal modo que quedaba bañado por una luz intensa.
-Buenas noches -dijo Karl, ya que creía haber notado que el joven había mirado hacia él.
Pero debía de tratarse de un error, pues el joven no pareció haber reparado en él, se puso la mano sobre los ojos para debilitar la luz y comprobar quién le saludaba repentinamente, a continuación, como seguía sin ver nada, levantó la bombilla para iluminar un poco con ella el balcón vecino.
-Buenas noches -dijo entonces, fijó un instante su mirada en el otro lado y añadió-: ¿Qué quiere?
-¿Le molesto? -preguntó Karl.
Así es, así es -dijo el hombre y volvió a colocar la bombilla en su lugar originario.
Con esas palabras rechazaba cualquier contacto, pero Karl, sin embargo, no abandonó la esquina del balcón en la que estaba más próximo al hombre. Observó calladamente cómo el hombre leía en su libro, pasaba las páginas, consultaba de vez en cuando en otro libro que siempre cogía con gran rapidez, y sacaba con frecuencia notas en un cuaderno: al hacerlo hundía el rostro en él de una forma exagerada.
¿Sería ese hombre un estudiante? Realmente parecía como si estu-diara. No de una forma muy diferente -ya hacía mucho tiempo de eso- se había sentado Karl a la mesa de los padres y había escrito sus debe-res, mientras el padre leía el periódico, realizaba asientos en algún libro o se encargaba de la correspondencia de una asociación y la madre estaba ocupada en su costura y tiraba del hilo levantando su mano. Para no molestar al padre, Karl sólo ponía sobre la mesa el cuaderno y los utensilios de escritura, mientras que antes había ordenado en sillas a derecha e izquierda los libros que iba a necesitar. ¡Qué silenciosa estaba la habitación entonces! ¡Qué pocos extraños habían entrado en esa habitación! Ya cuando era niño a Karl le había gustado mirar _ cómo la madre, llegada la noche, cerraba la puerta de la casa con llave. Ella no tenía ni idea de que Karl había llegado tan lejos como para intentar abrir puertas ajenas con cuchillos.
Y ¿qué finalidad habían tenido sus estudios? Lo había olvidado to-do; si hubiese querido continuar allí sus estudios, le habría resultado muy difícil. Recordó que una vez en su casa estuvo enfermo durante todo un mes: cuánto esfuerzo le costó después volver a emprender el aprendizaje interrumpido. Y salvo el manual de correspondencia inglesa, hacía tiempo que no había leído ningún libro.
-Usted, joven -oyó Karl cómo se dirigían a él de repente-, ¿no podría ponerse en otra parte? Su mirada fija me molesta terriblemente. A las dos de la madrugada uno puede pedir que se le deje trabajar en el balcón sin ser molestado. ¿Acaso quiere algo de mí?
-¿Estudia usted? -preguntó Karl.
-Sí, sí -dijo el hombre y empleó ese momento perdido para ordenar de nuevo sus libros.
-Entonces no deseo molestarle -dijo Karl-, regresaré a la habitación. Buenas noches.
El hombre ni siquiera respondió, con una decisión repentina se había puesto de nuevo a estudiar una vez eliminada la molestia y apoyó la frente pesadamente en la mano derecha.
Entonces Karl recordó apenas llegado a la cortina por qué había salido, en realidad no sabía cuál era su situación. ¿Qué es lo que pesaba tanto en su cabeza? Se tocó y se asombró de que no hubiera ninguna herida como había temido en la oscuridad de la habitación, se trataba de un vendaje en forma de turbante aún húmedo. De los retales que colgaban aquí y allá dedujo que se había rasgado de alguna vieja prenda de ropa de Brunelda y Robinson había envuelto a la ligera su cabeza con ella. Sin embargo, se había olvidado de escurrirla y mientras había durado la inconsciencia de Karl había caído el agua por el rostro, había corrido bajo la camisa y le había causado ese terrible susto.
-Ahora sí que me voy de verdad -dijo Karl-, sólo quería poder ver algo aquí fuera, en la habitación todo está muy oscuro.
-¿Quién es usted? -dijo el hombre, dejó el portaplumas en el libro que tenía abierto ante sí y se acercó a la barandilla-. ¿Cómo se llama? ¿Cómo es que está con esa gente? ¿Hace mucho tiempo que está aquí? ¿Qué quiere mirar? Gire su bombilla hacia arriba para que le pueda ver.
Karl así lo hizo, pero, antes de responder, cerró con fuerza la cortina para que nadie en el interior pudiese notar nada.
-Disculpe -dijo él entonces en un susurro- que hable tan bajo. Si los de dentro me oyen, volveré a tener bronca.
-¿Otra vez? -preguntó el hombre.
-Sí -dijo Karl-, esta noche he tenido con ellos una gran riña. Debo de tener un chichón terrible.
Y se tocó detrás de la cabeza.
-¿Qué riña fue ésa? -preguntó el hombre y añadió, ya que Karl no le respondió en seguida-: Puede confiarme tranquilamente todo lo que tiene contra esa gente. Los odio a los tres y especialmente a la «madame». Por lo demás me maravillaría que no le hubiesen predispuesto ya contra mí. Me llamo Josef Mendel y soy estudiante.
-Sí -dijo Karl-, ya me han contado cosas de usted, pero nada malo. Usted ha tratado una vez a Brunelda, ¿verdad?
-Cierto -dijo el estudiante y se rió-, ¿aún huele el canapé? -¡Oh!, sí-dijo Karl.
-Me alegro -dijo el estudiante, y se paso la mano por el pelo-. Y ¿por qué le hacen chichones?
-Fue una riña -dijo Karl reflexionando sobre cómo se lo podía ex-plicar al estudiante. Pero entonces se interrumpió y dijo-: Pero ¿no le molesto?
-En primer lugar -dijo el estudiante-, ya me ha molestado y, por desgracia, soy tan nervioso que necesito mucho tiempo para poder concentrarme otra vez. Desde que usted ha comenzado con sus paseos en el balcón, no logro avanzar en mi estudio. En segundo lugar, a las tres siempre hago una pausa. Así que siga contando con toda tranquilidad, además también me interesa.
-Es muy simple -dijo Karl-, Delamarche quiere que sea su criado, pero yo no quiero. Habría preferido irme esta misma noche, pero no me dejó. Cerró la puerta, yo intenté forzarla y entonces se produjo la riña. Soy desgraciado por seguir aquí.
-¿Tiene otro empleo? -preguntó el estudiante.
-No -dijo Karl-, pero no importa con tal de salir de aquí.
-Escúcheme -dijo el estudiante-. ¿Cómo es posible que no le importe?
Y los dos callaron un rato.
-¿Por qué no quiere permanecer con esa gente? -preguntó entonces el estudiante.
-Delamarche es un mal tipo -dijo Karl-, ya le conozco de antes. Una vez caminé con él durante todo un día y me alegré cuando pude separarme de él. ¿Y ahora tendría que ser su criado?
-¿Qué ocurriría si todos los criados fuesen tan caprichosos como usted al elegir a sus señores? -dijo el estudiante, y pareció sonreír-. Mire, yo durante el día soy vendedor, el vendedor más humilde, más bien soy recadero en las galerías de Montly. Ese Montly es sin duda un rufián, pero a mí me da igual, sólo estoy furioso por el miserable salario que me paga. Yo le puedo servir de ejemplo.
-¿Cómo? -dijo Karl-. ¿Durante el día es vendedor y por la noche estudia?
-Sí -dijo el estudiante-, no puede ser de otra manera. Ya he intentado todo lo posible, pero esta forma de vida es la mejor. Hace años sólo era estudiante, durante el día y la noche, ya sabe, y casi me morí de hambre, dormía en un sucio y viejo hotel y ni siquiera me atrevía a aparecer en las aulas con mi antiguo traje. Pero eso ya ha pasado. -Pero ¿cuándo duerme? -preguntó Karl, y miró asombrado al estudiante.
-Sí, ¡dormir! -dijo el estudiante-. Dormiré cuando termine mis estu-dios. Por el momento me dedico a tomar café negro.
Y se volvió, sacó de debajo de la mesa una gran botella, echó en una taza de café solo y se la tragó del mismo modo en que se traga una medicina para poder evitar el sabor en lo posible.
-Una gran cosa, el café -dijo el estudiante-. Es una pena que esté tan lejos y no le pueda alcanzar un poco.
-No me gusta el café solo -dijo Karl.
A mí tampoco -dijo el estudiante y se rió-. Pero ¿qué podría hacer sin él? Sin café, Montly no me mantendría ni un instante. Siempre digo Montly, aunque él naturalmente no sabe que existo en el mundo. En realidad no sé cómo me comportaría en el establecimiento si allí, en el mostrador, no tuviese preparada una gran botella como ésta, pues aún no he osado dejar de beber café, puede estar seguro de que me quedaría dormido detrás del mostrador. Por desgracia se sospecha, allí me llaman el «café negro», lo que es una broma tonta y ya me ha dañado en mi carrera.
-Y ¿cuándo terminará con sus estudios? -preguntó Karl.
-Va muy lento -dijo el estudiante con la cabeza hundida. Abandonó la barandilla y se sentó de nuevo a la mesa; apoyando los codos en el libro abierto y pasándose la mano por el cabello, dijo:
Aún puede durar uno o dos años.
-Yo también quería estudiar-dijo Karl, como si esa circunstancia le hiciese acreedor de una mayor confianza de la que el estudiante ya le había mostrado.
-¿Sí? -dijo el estudiante, y no quedó muy claro si ya leía en su libro o simplemente fijaba su mirada distraído-. Puede estar contento de haber dejado sus estudios. Yo estudio desde hace años y en realidad sólo por ser consecuente. Desde luego he recibido pocas satisfacciones y aún menos perspectivas de futuro. Qué perspectivas iba a tener. América está llena de matasanos.
-Yo quería ser ingeniero -añadió Karl deprisa al estudiante ya com-pletamente abstraído.
-Y ahora tiene que ser criado en casa de esa gente -dijo el estudiante y le miró fugazmente-; eso le duele, naturalmente.
Esa deducción del estudiante era en todo caso un malentendido, pero quizá podía serle de provecho a Karl. Por tanto preguntó:
-¿No podría conseguir un empleo en las galerías?
Esa pregunta arrancó al estudiante de su libro, no se le había pasa-do por la imaginación que podría serle de ayuda a Karl en la obtención de un empleo.
-Inténtelo -dijo-, o mejor no lo intente. Haber conseguido ese em-pleo en Montly ha sido hasta ahora el mayor éxito de mi vida. Si tuviera que elegir entre mi estudio y mi empleo, elegiría naturalmente el empleo. Todos mis esfuerzos están dirigidos a evitar la necesidad de esa elección.
-¿Tan difícil es conseguir allí un empleo? -dijo Karl más para sí mismo.
-Pero ¿qué se cree? -dijo el estudiante-. Aquí es más fácil ser juez del distrito que portero en Montly.
Karl se calló. Ese estudiante, que era mucho más experimentado que él, que, por un motivo desconocido para Karl, odiaba a Delamar-che y que, en cambio, no deseaba nada malo a Karl, no encontraba pa-ra él ninguna palabra de ánimo para abandonar a Delamarche. Y ni si-quiera conocía el peligro que amenazaba a Karl por parte de la policía y del que quedaba protegido sólo en parte por Delamarche.
-Ha visto la manifestación de esta noche ¿verdad? Si no se cono-ciese la situación, se podría pensar que ese candidato, se llama Lobter, podría tener futuro o al menos habría que tomarlo en consideración, ¿no?
-No entiendo nada de política-dijo Karl.
-Eso es un fallo -dijo el estudiante-. Pero aparte de eso, tiene ojos y oídos. El hombre ha tenido sin duda amigos y enemigos, eso no se le puede haber escapado. Y ahora piense que, según mi opinión, el hom-bre no tiene ninguna posibilidad de ser elegido. Casualmente lo sé todo sobre él, aquí vive alguien que le conoce. No es ningún incapaz y, por sus ideas políticas y por su pasado político, sería precisamente el juez adecuado para el distrito. Pero nadie piensa que puede ser elegido, fra-casará estrepitosamente como nadie puede fracasar, habrá tirado los pocos dólares que tiene en la campaña y ahí habrá acabado todo.
Karl y el estudiante se miraron mutuamente durante un rato en si-lencio. El estudiante asintió sonriendo y presionó con la mano sus ojos cansados.
-Bueno, ¿ahora se irá a dormir? -preguntó-. Tengo que ponerme a estudiar. Mire todo lo que me queda por hacer -y pasó rápidamente las páginas de medio libro para dar una idea a Karl del trabajo que aún le esperaba.
-Entonces buenas noches -dijo Karl, y se inclinó.
-Venga alguna vez a visitarnos -dijo el estudiante, que ya estaba sentado a su mesa-, naturalmente que sólo si tiene ganas. Aquí siempre encontrará compañía. De nueve a diez de la noche también tendré tiempo para usted.
-¿Así que me aconseja quedarme con Delamarche? -preguntó
Karl.
-Por supuesto -dijo el estudiante con la cabeza ya inclinada sobre los libros. Parecía como si no hubiese sido él quien hubiese pronuncia-do esas palabras, sino que hubiesen sido proferidas por una voz más profunda que la del estudiante, y continuaron resonando en los oídos de Karl. Se acercó lentamente a la cortina, lanzó una última mirada al estudiante, que ahora permanecía sentado inmóvil en un círculo lumi-noso rodeado por la oscuridad, y se deslizó en la habitación. Le recibió la respiración acompasada de los tres durmientes. Buscó la pared en la que se apoyaba el canapé y cuando la hubo encontrado, se echó tran-quilamente en él como si fuese su lecho habitual. Como el estudiante, que conocía bien a Delamarche y la situación allí y, además, era un hombre instruido, le había aconsejado quedarse, por el momento ya no tenía reparos. No aspiraba a tanto como el estudiante, quién sabe si en su casa habría logrado terminar los estudios, y si en su casa apenas le parecía posible, nadie podía exigir que lo hiciese allí en un país extran-jero. Pero la esperanza de encontrar un puesto en el que pudiese rendir algo y que recibiese un reconocimiento por su rendimiento era con to-da seguridad más grande allí, aunque provisionalmente tuviese que aceptar el puesto de criado de Delamarche y esperar la oportunidad apropiada desde esa seguridad. En esa calle parecía haber muchas ofi-cinas de baja y media categoría, que quizá, en caso de necesidad, no serían muy escrupulosas a la hora de elegir a su personal. Si fuera me-nester, le gustaría ser dependiente de comercio, pero tampoco se podía excluir que le contrataran sólo para trabajo de oficina y que alguna vez se sentase como empleado a su mesa y mirase un rato sin preocupa-ciones por la ventana abierta como aquel oficinista que había visto cuando atravesaba los patios. Cuando cerró los ojos se le ocurrió, lo que le procuró un efecto tranquilizador, que aún era joven y que De-lamarche algún día le dejaría libre; ese hogar no parecía hecho para du-rar una eternidad. Pero cuando Karl consiguiese uno de esos puestos en una oficina, no se ocuparía de otra cosa que no fuesen sus labores de oficina y no disgregaría sus energías como el estudiante. Si fuese necesario, emplearía la noche en la oficina, lo que en todo caso reclamarían al principio de él debido a su carencia de experiencia comercial. Sólo pensaría en interés del negocio para el que trabajaba y se sometería a todas las tareas, incluso a aquellas que los demás oficinistas rechazasen por indignas. Las buenas intenciones se hacinaban en su cabeza como si su futuro jefe se encontrase ante el canapé y las leyese en su rostro.
Karl se durmió sumido en esos pensamientos y sólo en su primer sueño fue perturbado por un violento suspiro de Brunelda, quien, pro-bablemente atormentada con pesadillas, daba vueltas en su lecho.
-¡Arriba! ¡Arriba! -gritó Robinson apenas Karl abrió los ojos. Aún no habían abierto la cortina, pero se notaba lo tarde que era por los ra-yos de sol que penetraban por algunos espacios. Robinson corría presuroso de aquí para allá con miradas preocupadas, de pronto llevaba una toalla o un cubo de agua o alguna prenda de ropa, y siempre que pasaba al lado de Karl intentaba animarle a que se levantara con un gesto de la cabeza y mostraba, alzando lo que llevaba en ese momento en la mano, cómo se estaba sacrificando por última vez por Karl, quien, naturalmente, en la primera mañana no podía comprender nada de las particularidades del servicio.
Pero pronto se dio cuenta Karl de a quién servía Robinson en realidad. En un espacio, que Karl aún no había visto, separado por dos armarios del resto de la habitación, alguien se estaba lavando a con ciencia. Se veía la cabeza de Brunelda y su cuello desnudo -el pelo caía precisamente en ese momento sobre el rostro-, el inicio de la nuca surgía sobre el armario y la mano levantada aquí y allá de Delamarche sostenía una esponja que salpicaba agua hacia todas partes y con la cual lavaba y frotaba a Brunelda. Se oían las breves órdenes que Delamarche impartía a Robinson, quien no alcanzaba las cosas solicitadas a través del verdadero acceso al espacio ahora cerrado, sino que tenía que contentarse con un pequeño hueco entre un armario y un biombo; por añadidura, al alcanzar las cosas tenía que extender el brazo todo lo posible y volver la cara.
-¡La toalla! ¡La toalla! -gritó Delamarche.
Robinson apenas se asustó por el encargo, ya que precisamente en ese momento estaba buscando otra cosa debajo de la mesa, pero en cuanto sacó la cabeza se oyó otra vez:
-Por todos los demonios ¿dónde está el agua?
Y sobre el armario apareció muy erguido el rostro furioso de Dela-marche. Todo lo que, según opinión de Karl, podía necesitarse para la-varse y vestirse una sola vez, allí se pidió y se llevó en todo orden de sucesión imaginable. Sobre un pequeño horno eléctrico había siempre un cubo con agua para calentar y una y otra vez Robinson portaba la pesada carga entre las dos piernas bien abiertas hasta el lavatorio improvisado. Si se consideraba la cantidad de trabajo que tenía, se comprendía que no se atuviera con exactitud a las órdenes y que en una ocasión, cuando le reclamaron por enésima vez otra toalla, cogiera simplemente una camisa del gran montón de ropa que formaba el lecho en el centro de la habitación y la arrojara sobre el armario arrugada hasta formar una pelota.
Pero también Delamarche tenía un duro trabajo y tal vez se mos-traba tan irritado con Robinson -en ese estado de irritación ignoraba por completo a Karl- debido a que él mismo no podía satisfacer las demandas de Brunelda.
-¡Ay! -gritó ella, y el mismo Karl que no participaba en nada se es-tremeció-. ¡Me haces daño! ¡Vete! ¡Prefiero bañarme yo sola en vez de sufrir de esta manera! Ahora vuelvo a no poder levantar el brazo. Me presionas con tanta fuerza que me pongo mala. Debo de tener toda la espalda llena de cardenales. Claro, tú no me lo vas a decir. Espera, haré que Robinson me mire la espalda, o nuestro pequeño. No, está bien, no lo haré, pero hazlo con más suavidad; ten consideración, Delamarche. Lo tengo que repetir todas las mañanas, nunca tienes consideración. ¡Robinson! -exclamó repentinamente y balanceó un pantaloncito de encaje sobre su cabeza-. ¡Ven a ayudarme! Mira cómo sufro, este Delamarche llama bañarse a esta tortura. Robinson, Robinson, ¿dónde te metes? ¿No tienes corazón?
Karl hizo a Robinson un signo con el dedo indicándole que debería ir, pero Robinson sacudió con superioridad la cabeza y bajó los ojos, él sabía mejor lo que tenía que hacer.
-Pero ¿cómo se te ocurre? -dijo Robinson inclinado hacia el oído de Karl-, no quiere decir eso. Sólo una vez fui y nunca más. Aquella vez me cogieron entre los dos y me metieron en la bañera, casi me ahogo. Y durante días me reprochó Brunelda que soy un desvergonzado y decía una y otra vez: «hace tiempo que no estás en el baño conmigo» o «¿cuándo vas a venir otra vez a mirarme mientras me baño?» Sólo cuando se lo supliqué de rodillas varias veces, dejó de fastidiarme. No lo olvidaré nunca.
Y mientras Robinson contaba eso, Brunelda no cesaba de gritar: -¡Robinson! ¡Robinson! ¿Dónde se ha metido ese Robinson? Aunque nadie acudía en su ayuda y ni siquiera recibió una res puesta -Robinson se había sentado al lado de Karl y los dos miraban en silencio hacia los armarios, sobre los que de vez en cuando aparecía la cabeza de Brunelda o de Delamarche-, Brunelda no cesaba de quejarse en voz alta sobre Delamarche.
-Pero Delamarche -exclamó-, ahora ni siquiera noto que me estás bañando. ¿Dónde tienes la esponja? Pues ponte a frotar. ¡Ay, si pudiera inclinarme, si sólo pudiera moverme! Entonces te enseñaría cómo se baña a una persona. ¿Dónde han quedado los días de infancia cuando allá en casa de mis padres me bañaba en el Colorado y era la más ágil de todas mis amigas? ¡Y ahora! ¿Cuándo aprenderás a bañarme? Delamarche, te limitas a mover la esponja, te esfuerzas y yo no noto nada. Cuando te dije que no me tenías que frotar hasta hacerme heridas no quise decir que debía quedarme aquí y resfriarme. Voy a saltar de la bañera y correré como estoy.
Pero no cumplió con esa amenaza -aunque tampoco le habría sido posible hacerlo-, pero Delamarche, por miedo a que se resfriara, al parecer la había cogido y presionado en el interior de la bañera, pues se oía un poderoso chapoteo en el agua.
-Eso sí que sabes hacerlo, Delamarche -dijo Brunelda en un tono algo más bajo-, adular y adular cuando has hecho algo malo. Entonces se produjo un momento de silencio.
Ahora la besa-dijo Robinson enarcando las cejas.
-¿Qué trabajo viene ahora? -preguntó Karl. Como había decidido quedarse, quería tener una idea de su trabajo. Dejó a Robinson, que no respondió, solo en el canapé y comenzó a deshacer el lecho que por el peso de los durmientes durante toda la noche había quedado comprimido para ir colocando ordenadamente cada pieza de esa masa, lo cual no había ocurrido desde hacía semanas.
-Mira, Delamarche -dijo entonces Brunelda-, creo que deshacen nuestra cama. Hay que pensar en todo, nunca puedes tener tranquilidad. Tienes que ser más severo con esos dos, si no hacen lo que quieren.
-Ése es seguro el pequeño con su condenado celo servicial -gritó Delamarche y probablemente quiso salir precipitadamente del baño; Karl ya lo había arrojado todo, pero afortunadamente dijo Brunelda:
-¡No te vayas, Delamarche! ¡No te vayas! ¡Ay!, qué caliente está el agua, me produce un gran cansancio. Quédate conmigo, Delamarche. Sólo en ese momento se percató Karl de cómo el vapor se elevaba continuamente detrás de los armarios.
Robinson se llevó aterrado la mano a la mejilla como si Karl hubiese cometido un estropicio.
-Hay que dejarlo todo en el mismo estado en que se encontraba -sonó la voz de Delamarche-, ¿acaso no sabéis que Brunelda aún descansa una hora después del baño? ¡Vaya servicio miserable! Esperad a que salga. Robinson, seguro que ya estás soñando otra vez. A ti, sólo a ti te hago responsable de todo lo que ocurre. Tienes que controlar al pequeño, aquí no se lleva la casa como a él le da la gana. Cuando se quiere algo, no se puede conseguir de vosotros, cuando no hay nada que hacer, entonces sois diligentes. Perdeos por cualquier lugar y esperad a que se os necesite.
Pero en seguida estaba todo olvidado, pues Brunelda musitó con cansancio como si se viese inundada por agua caliente:
-¡El perfume! ¡Traedme el perfume!
-¡El perfume! -gritó Delamarche-. ¡Moveos!
Sí, pero, ¿dónde estaba el perfume? Karl miró a Robinson y Robinson miró a Karl. Éste percibió claramente que él allí tenía asumir la responsabilidad, Robinson no tenía ni idea de dónde se podía encontrar el perfume, se limitó a echarse en el suelo, metió ambos brazos debajo del canapé, los llevó de un lado a otro y no sacó nada más que polvo y pelos de mujer. Karl se apresuró primero hacia el tocador, que estaba al lado de la puerta, pero en sus cajones sólo encontró viejas novelas inglesas, revistas y notas, estaban tan llenos de estas cosas que, una vez abiertos, no se podían cerrar.
-El perfume -suspiró mientras tanto Brunelda-. ¿Cuanto más va a tardar? ¿Podré ponerme hoy mi perfume?
Con esa impaciencia de Brunelda estaba claro que Karl no podía buscar a fondo en ningún lado, tenía que guiarse por las impresiones más superficiales. En el lavabo no estaba el frasco, en el lavabo sólo había viejos frascos de medicinas y ungüentos, todo lo demás se había llevado al baño provisional. Tal vez el frasco se encontrase en el cajón de la mesa en que se comía. Pero en el camino hacia ella -Karl pensaba sólo en el perfume, en ninguna otra cosa- chocó violentamente con Robinson, quien finalmente había renunciado a la búsqueda bajo el canapé y que presa de un vago presentimiento del lugar en que se encontraba el perfume corrió ciegamente al encuentro con Karl. Se oyó claramente el choque de las dos cabezas, Karl se quedó mudo y Robinson, aunque no se detuvo en su carrera, gritó para aliviar el dolor en un tono continuado y exagerado.
-En vez de buscar el perfume, se pelean -dijo Brunelda-. Este servicio me pone enferma, Delamarche, y estoy segura de que moriré en tus brazos. ¡Quiero el perfume! -gritó haciendo un esfuerzo-. ¡Lo quiero a toda costa! No saldré de la bañera hasta que me lo hayan traído, aunque tenga que pasar aquí toda la noche.
Y golpeó con el puño en el agua, oyéndose cómo salpicaba.
Pero el frasco de perfume tampoco se encontraba en el cajón de la mesa; en él, sin embargo, se encontraban exclusivamente objetos de aseo de Brunelda como viejas borlas para polvos, cajitas de maquillaje, cepillos de pelo, rulos y muchas otras pequeñeces enredadas y rotas, pero el perfume no estaba allí. Y tampoco Robinson -que aún gritando abría y rebuscaba en una esquina en la que se acumulaban cientos de estuches y cajas, cayendo al suelo la mitad de su contenido, formado en su mayor parte por utensilios de costura y correspondencia que allí se habían ido guardando-, pudo encontrar nada, como de vez en cuando mostraba a Karl con meneos de cabeza y encogimientos de hombros.
Entonces Delamarche, en ropa interior, salió de un salto del baño provisional, mientras se oía cómo Brunelda lloraba espasmódicamente. Karl y Robinson dejaron de buscar y se quedaron mirando a Delamar-che, que, completamente mojado, corriéndole el agua también por el rostro y el pelo, exclamó:
-¡Ahora haced el favor de poneros a buscar!
«¡Aquí!», ordenó primero a Karl que buscase y luego «¡allí!» a Ro-binson. Karl buscó de verdad y también examinó los lugares a los que había mandado a Robinson, pero no encontró al perfume; al igual que Robinson, que buscaba con más celo que él, miraba de soslayo a Dela-marche, quien, en lo que permitía el espacio, se desplazaba de un lado a otro de la habitación pisando con fuerza y a quien con toda seguridad le habría gustado pegar una paliza tanto a Karl como a Robinson.
-¡Delamarche! -gritó Brunelda-. Ven al menos a secarme. Esos dos no encuentran el perfume y lo único que hacen es desordenarlo todo. Que dejen de buscar en seguida, ¡en seguida! ¡Y que dejen todo lo que tienen en la mano! Convertirán la casa en un establo. ¡Si no dejan de buscar cógelos por el cuello, Delamarche! Pero, si siguen buscando, acaba de caerse una caja. Que ya no la levanten, que lo dejen todo y salgan de la habitación. Cierra el cerrojo detrás de ellos y ven conmigo. Hace ya demasiado tiempo que estoy en el agua, mis piernas se han en-friado.
-¡En seguida, Brunelda, en seguida! -gritó Delamarche y se apresuró con Karl y Robinson hacia la puerta. Pero antes de despedirles, les encargó que trajesen el desayuno y que tomasen prestado de alguien un buen perfume para Brunelda.
-En vuestra casa hay un desorden y una suciedad -dijo Karl fuera, en el pasillo-, después de que regresemos con el desayuno, tenemos que comenzar a ordenar.
-Si no estuviese tan enfermo -dijo Robinson-. ¡Y esa forma de tra-tarme!
A Robinson era evidente que le fastidiaba que Brunelda no hiciese ninguna distinción entre él, que ya la servía desde hacía meses, y Karl, que acababa de entrar en el puesto. Pero no se merecía nada mejor y Karl le dijo:
-Tienes que hacer un pequeño esfuerzo.
Pero para no dejarle sumido en la desesperación, añadió:
-Será un único trabajo. Te haré un lecho detrás de los armarios y en cuanto esté la habitación un poco ordenada, podrás quedarte allí acostado todo el día, sin tener que preocuparte de nada y ya verás cómo te curas en seguida.
Ahora ya te das cuenta de mi situación -dijo Robinson, y apartó el rostro de Karl para estar solo consigo mismo y su padecimiento-. Pero ¿me dejarán alguna vez descansar?
-Si quieres yo mismo hablaré sobre el asunto con Delamarche y Brunelda.
-¿Acaso tiene Brunelda alguna consideración? -exclamó Robinson y, tomando a Karl de sorpresa, abrió la puerta a la que acababan de lle-gar con el puño.
Entraron en una cocina, de cuyo hogar, que parecía necesitado de una reparación, ascendían negras nubes de humo. Ante la puerta del horno se arrodillaba una de las mujeres que Karl había visto en el pasillo el día anterior y metía grandes trozos de carbón en el fuego, que ella examinaba en todas las direcciones. Al hacerlo suspiraba en esa posición de rodillas, incómoda para una anciana.
-Naturalmente, a todo se añade esta plaga -dijo ella al ver a
Robinson, se levantó con esfuerzo y cerró la puerta del horno, cuya asa había envuelto con su delantal-. Ahora, a las cuatro de la tarde -Karl miró asombrado el reloj de la cocina- aún tenéis que desayunar, menuda banda. Sentaos -dijo después- y esperad a que tenga tiempo para vosotros.
Robinson se llevó a Karl hacia un pequeño banco cercano a la puerta y le susurró:
-Tenemos que obedecerla, dependemos de ella. Le hemos alquilado la habitación y puede cancelar el contrato en cualquier momento. Por lo demás, no podemos dejar la habitación, entonces tendríamos que sacar de allí todas las cosas y ante todo Brunelda no es transportable. -Y aquí, en el pasillo, ¿no se puede conseguir otra habitación? -Nadie nos acoge -respondió Robinson-, nadie nos acoge en toda la casa.
Así que permanecieron sentados en su banco y esperaron. La mujer corría continuamente entre dos mesas, una cuba de agua y el hogar. De sus exclamaciones supieron que su hija se encontraba mal y que ella, por ese motivo, tenía que hacer sola todo el trabajo, que consistía en alimentar y servir a treinta inquilinos. Por añadidura, el horno no funcionaba bien, la comida no quería terminar de hacerse, en dos ollas enormes hervía una sopa espesa y por más que la mujer la inspeccionaba con sus cazos y la dejaba caer desde la altura, no cuajaba, el mal fuego podía ser el culpable y así se sentaba casi en el suelo ante la puerta del horno y trabajaba con los picos del delantal removiendo los carbones encendidos. El humo que llenaba la habitación la obligaba a toser, y a veces le entraban tales ataques que se aferraba a una silla y durante varios minutos no podía hacer otra cosa que toser. Con frecuencia indicaba que ese día no serviría el desayuno porque no tenía ni tiempo ni ganas. Como Karl y Robinson habían recibido la orden de recoger el desayuno, pero no podían obligar a que se les sirviera, no contestaron a esas indicaciones y permanecieron en silencio como anteriormente.
A su alrededor, sobre sillas y pequeños taburetes, encima y debajo de las mesas, incluso en el suelo, acumulada en una esquina, se encon-traba sin lavar la vajilla empleada por los inquilinos para desayunar. Había jarras en las que aún había algo de leche o un poco de café, en algunos platos se podían ver restos de mantequilla, de una gran lata volcada se habían caído varias galletas. Era posible preparar un desayuno con todos esos restos al que Brunelda, sin conocer su origen, no podría reprochar nada. Cuando Karl pensó en ello y una mirada al reloj le mostró que ya llevaban esperando allí una media hora, que Brunelda probablemente había estallado ya de furia y que Delamarche echaba pestes del servicio, la mujer, que acababa de salir de un ataque de tos, les gritó, mientras Karl la miraba fijamente:
-Podéis sentaros ahí todo el tiempo que queráis, pero no vais a te-ner ningún desayuno. Sin embargo, en dos horas podéis recibir la cena.
-Ven, Robinson -dijo Karl-, nosotros nos prepararemos el desayu-no.
-¿Cómo? -gritó la mujer con la cabeza inclinada.
-Por favor, sea razonable -dijo Karl-. ¿Por qué no nos quiere dar el desayuno? Ya esperamos desde hace media hora, eso es suficiente. Le pagamos todo y seguro que lo pagamos mejor que los demás. Que des-ayunemos tan tarde es posible que sea molesto para usted, pero somos sus inquilinos y tenemos la costumbre de desayunar tarde y usted tam-bién debería adaptarse un poco a nosotros. Hoy naturalmente le resul-tará especialmente difícil a causa de la enfermedad de su hija, pero precisamente por eso estamos dispuestos a prepararnos el desayuno con los restos que han quedado, si no hay otro remedio y usted no nos ofrece nada fresco.
Pero la mujer no quiso participar en ninguna conversación amable, le parecía que para esos inquilinos incluso esas sobras del desayuno eran demasiado buenas; pero por otra parte ya estaba harta del entro metimiento de los dos criados, así que cogió una bandeja y la pegó con fuerza al cuerpo de Robinson, quien sólo después de un momento comprendió con rostro quejumbroso que debía mantener la bandeja para recibir la comida que la mujer quería escoger. A toda prisa llenó la bandeja con una gran cantidad de cosas, pero todo terminó pareciendo un montón de basura y no como un desayuno para servir. Mientras la mujer los empujaba y ellos, encogidos como si temiesen insultos o golpes, se dirigían hacia la puerta, Karl cogió la bandeja de las manos de Robinson, pues con él no parecía lo suficientemente segura.
Karl se sentó en el suelo del pasillo una vez que se habían alejado de la puerta de la casera para, ante todo, limpiar la bandeja, ordenar las cosas, esto es, juntar la leche, reunir los restos de mantequilla en un plato, luego apartar todos los signos de que había sido utilizado, es decir, limpiar los cuchillos y las cucharas, cortar rectos los trozos de pan mordidos, en definitiva darle un mejor aspecto al conjunto. Robinson tenía ese trabajo por innecesario y afirmó que el desayuno había presentado con frecuencia un aspecto mucho peor, pero Karl no se dejó influir por esa opinión y estuvo contento de que Robinson no quisiera ayudar con sus dedos sucios. Para mantenerle tranquilo le asignó en seguida, aunque, como le dijo expresamente, en calidad de entrega única, algunas galletas y el espeso poso de una pequeña vasija anteriormente llena de chocolate.
Cuando llegaron ante su vivienda y Robinson sin más puso el dedo en el timbre, Karl le detuvo, ya que no era seguro si podían entrar. -Claro que sí -dijo Robinson-; ahora sólo la peina.
Y, en efecto, Brunelda estaba en la habitación, aún sin ventilar y a oscuras, se sentaba en el sillón con las piernas muy abiertas y Delamar-che, que estaba detrás de ella, peinaba con el rostro inclinado hacia abajo su pelo corto y probablemente muy enmarañado. Brunelda volvía a llevar un traje muy suelto, esta vez de color rosa pálido, quizá era un poco más corto que el del día anterior, al menos se podían ver casi hasta las rodillas las medias blancas tejidas toscamente. Impaciente por la larga duración del peinado, Brunelda no cesaba de pasarse la roja y gruesa lengua hacia un lado y otro de los labios, y a veces se apartaba bruscamente de Delamarche con la exclamación «¡Pero Delamarche!», quien con el peine alzado esperaba tranquilamente hasta que ella volvía a colocar su cabeza en la posición anterior.
-Habéis tardado mucho -dijo Brunelda en general y especialmente a Karl le dijo:
-Tienes que ser un poco más despierto, si quieres que estemos satisfechos contigo. No debes tomar como ejemplo al vago y comilón de Robinson. En este tiempo seguro que ya habéis desayunado en algún lado, la próxima vez no lo consentiré.
Eso fue muy injusto y Robinson sacudió también la cabeza, mo-viendo los labios sin hacer ruido, Karl, en cambio, comprendió que sólo se podía influir en quien tenía el poder cuando se le mostraba un trabajo incontestable. Por eso tomó una pequeña mesa japonesa de un rincón, la cubrió con un mantel y puso sobre él lo que habían traído. Quien hubiese visto el origen del desayuno, podía quedar satisfecho con el conjunto, en otro caso, como Karl tuvo que reconocer, había más de una cosa que objetar.
Afortunadamente Brunelda tenía hambre. Aprobó con la cabeza mientras Karl lo preparaba todo y con frecuencia le interrumpió cuando con su mano grasienta, blanda y que lo estrujaba todo, se reservaba algún bocado.
-Lo ha hecho bien -dijo chasqueando con la lengua y se llevó hacia su lado a Delamarche, que dejó el peine incrustado en el pelo para pro-seguir más tarde el trabajo, para que se sentase en una silla. También Delamarche se volvió amable al ver el desayuno, los dos estaban muy hambrientos, sus manos se apresuraban sobre la mesita en todas las di-recciones. Karl comprendió que para dar allí una buena impresión siempre había que traer la mayor cantidad posible y recordando que había dejado en el suelo de la cocina algunos alimentos aún utilizables, dijo:
-La primera vez no he sabido cómo había que disponerlo todo, la próxima vez lo haré mejor.
Pero mientras decía eso recordó la clase de personas con quien es-taba hablando, se había esmerado demasiado en el asunto. Brunelda asintió hacia Delamarche satisfecha y le dio a Karl como recompensa un puñado de galletas.
FRAGMENTOS
(1)LA MUDANZA DE BRUNELDA
Una mañana empujó Karl la silla de ruedas en que se sentaba Brunelda por el portal. No era tan temprano como había esperado. Habían acordado realizar el éxodo cuando aún fuese de noche para no llamar la atención en la calle, lo que habría sido inevitable durante el día, por más que Brunelda pensara cubrirse modestamente con una gran manta gris. Pero el transporte por las escaleras había durado demasiado tiempo, a pesar de la ayuda más complaciente del estudiante, que era mucho más débil que Karl, como se descubrió en esa ocasión. Brunelda se mostró muy valerosa, apenas suspiró e intentó facilitar en lo posible el trabajo de sus portadores. Sin embargo, no se podía hacer de otra forma que sentándola cada cinco escalones para permitirle a ella y a ellos mismos el tiempo necesario para descansar. Era una mañana fría, por los pasillos corría el aire frío como en un sótano, pero Karl y el estudiante estaban bañados de sudor y durante las pausas se veían obligados a tomar partes de la manta de Brunelda, que ella, por lo demás, les alcanzaba amablemente, para secarse el rostro. Así ocurrió que sólo después de dos horas llegaran al lugar en el que desde la noche se había quedado la silla de ruedas. Alzar a Brunelda y sentarla costó cierto esfuerzo, pero una vez logrado se podía considerar que la operación había sido un éxito, pues el desplazamiento de la silla no podía ser difícil gracias a las grandes ruedas y sólo quedaba el temor de que la silla se desvencijara por el peso de Brunelda. Pero ese peligro había que aceptarlo, no se podía llevar una silla de repuesto, para cuya Preparación y conducción se había ofrecido medio en broma medio en serio el estudiante. Después se produjo la despedida del estudiante, que llegó a ser incluso muy entrañable. Todas las discrepancias entre Brunelda y el estudiante parecían haber desaparecido, él se disculpó por la antigua ofensa que infligió a Brunelda cuando estuvo enferma, pero Brunelda dijo que todo había quedado olvidado hacía tiempo y más que resarcido. Finalmente le pidió al estudiante que aceptase en recuerdo suyo un dólar que ella buscó con esfuerzo entre sus muchas faldas. Ese regalo, considerando la conocida avaricia de Brunelda, era muy importante, el estudiante también se alegró mucho y arrojó la moneda al aire de alegría. Luego, ciertamente, tuvo que buscarla en el suelo y Karl tuvo que ayudarle: al cabo la encontró Karl debajo de la silla de Brunelda. La despedida entre el estudiante y Karl fue, naturalmente, mucho más simple, se limitaron a darse la mano y expresaron su convencimiento de que volverían a verse y de que al menos uno de ellos -el estudiante lo afirmó de Karl, éste del estudiante- alcanzaría algo digno de elogio, lo que por desgracia no había sido así hasta ese momento. A continuación, Karl tomó con ánimo los asideros de la silla y la empujó por el portal. El estudiante se quedó mirándoles hasta que desaparecieron de vista y saludó con un pañuelo. Karl hizo con frecuencia gestos de despedida y a Brunelda también le hubiera gustado volverse, pero esos movimientos le resultaban demasiado fatigosos. Para facilitarle una última despedida, Karl giró en círculo la silla de ruedas al llegar al final de la calle, de tal forma que Brunelda también pudo ver al estudiante y éste aprovechó la ocasión para agitar con más fuerza el pañuelo.
Pero entonces dijo Karl que ya no se podían permitir ninguna pausa, que el camino era largo y habían salido mucho más tarde de lo que habían previsto. Y en verdad ya se veía algo de tráfico y, si bien muy aisladas, a personas que iban a trabajar. Karl no había querido decir na-da más con su indicación de lo que realmente había dicho, Brunelda, sin embargo, lo interpretó en su delicadeza de sentimientos de una ma-nera muy distinta, tapándose del todo con su manta gris. Karl no ob-jetó nada; la silla de ruedas cubierta con una manta gris llamaba la aten-ción, pero incomparablemente menos que una Brunelda descubierta. La condujo con sumo cuidado; antes de torcer en una calle, observaba la siguiente, incluso detenía la silla cuando lo creía necesario y la pre-cedía unos pasos. Si preveía algún encuentro desagradable, esperaba hasta que se pudiera evitar o incluso elegía el camino por otra calle di-ferente. Ni siquiera en estos casos, ya que había estudiado con antela-ción todos los caminos posibles, corría el peligro de realizar un rodeo significativo. No obstante, surgieron impedimentos que, si bien se pod-ían haber temido, no se habrían podido prever. Así ocurrió en una ca-lle, ligeramente ascendente, fácil de abarcar con la mirada y por fortuna completamente vacía, que Karl intentó aprovechar a toda prisa. En ella salió un policía de un oscuro rincón y preguntó a Karl qué llevaba en esa silla de ruedas tan bien cubierta. Por muy severa que fue la mirada que dirigió a Karl, no pudo hacer otra cosa que sonreír al levantar la manta y descubrir el rostro sofocado y angustiado de Brunelda.
-¿Cómo? -dijo el policía-. Pensaba que llevabas diez sacos de patatas y veo que sólo es una mujer. ¿Adónde vais? ¿Quiénes sois? Brunelda no osó mirar al policía, se limitó a mirar a Karl con la duda manifiesta de que ni siquiera él pudiera salvarla. Pero Karl ya tenía bastante expe-riencia con policías, el asunto no le pareció peligroso.
-Muéstreme, señorita -dijo el agente-, el documento que ha recibido.
-¡Ah!, sí -dijo Brunelda, y comenzó a buscar de una manera tan des-consolada que tenía que parecer sospechosa por fuerza.
-La señorita-dijo el policía con manifiesta ironía- no encontrará el documento.
-¡Oh!, sí -dijo tranquilamente Karl-, lo tiene seguro, sólo lo ha per-dido.
Él mismo comenzó a buscar y lo terminó sacando detrás de la es-palda de Brunelda. El policía sólo le echó un vistazo fugaz.
Así que aquí está -dijo sonriendo el agente-, ¿conque es una de esas señoritas? Y usted, joven, ¿se cuida de la mediación y del transporte? ¿Acaso no sabe encontrarse una mejor ocupación?
Karl se limitó a encoger los hombros, ésas eran de nuevo las conocidas intromisiones de la policía.
-Bien, buen viaje -dijo el policía al no recibir ninguna respuesta. En las palabras del policía había sin duda desprecio, por ello Karl continuó sin despedirse, el desprecio de la policía era mejor que su atención.
Poco después tuvo lo que pudo haber sido un encuentro mucho más desagradable. A él se acercó un hombre que empujaba ante sí un carro con grandes cántaros de leche y que tenía gran curiosidad por saber qué se encontraba debajo de la manta de la silla de ruedas. No era probable que tuviese el mismo camino que Karl, no obstante siguió a su lado, por muy sorprendentes que fuesen las vueltas y revueltas que Karl emprendía. Al principio se contentó con algunas exclamaciones: «debes de llevar una pesada carga» o «has cargado mal, se te va a caer algo de arriba». Pero después preguntó directamente:
-¿Qué tienes debajo de la manta? Karl dijo:
-¿Qué te importa?
Pero como esa respuesta le espoleó la curiosidad, finalmente dijo Karl:
-Son manzanas.
-¿Tantas manzanas? -dijo el hombre asombrado y no cesaba de repetir esa pregunta-. Eso es toda una cosecha-dijo después.
-Si usted lo dice -dijo Karl. Pero ya fuese porque no creyese a, Karl o simplemente porque quería enojarle, siguió caminando a su lado, co-menzó, mientras avanzaban, a extender la mano como en broma hacia la manta y finalmente incluso se atrevió a tirar de ella. ¡Cuánto tuvo que sufrir Brunelda! En consideración a ella, Karl no quería involucrarse en una riña con el hombre, así que se introdujo en el portal más próximo como si hubiese sido su lugar de destino.
-Ya he llegado a mi casa -dijo Karl-. Gracias por la compañía. El hombre se detuvo asombrado ante la puerta y miró a Karl, quien tran-quilamente se disponía, si era necesario, a atravesar todo el primer el patio. El hombre ya no podía dudar más, pero para hacer honor una vez más a su maldad, paró su carro, corrió de puntillas detrás de Karl y dio tal tirón a la manta que casi dejó al descubierto el rostro de Brunelda.
-Para que se aireen tus manzanas -dijo, y salió corriendo. También Karl soportó eso, ya que le liberaba definitivamente del hombre. Condujo entonces la silla hacia un rincón del patio, donde había unas grandes cajas vacías y donde protegido por ellas pudo decirle bajo la manta algunas palabras tranquilizadoras a Brunelda. Pero tardó tiempo en convencerla, puesto que estaba bañada en lágrimas y suplicaba con toda seriedad que la dejase quedarse todo el día allí, detrás de las cajas, y continuar sólo cuando hubiese llegado la noche. Tal vez no hubiese podido convencerla solo de lo erróneo que eso sería, pero cuando alguien, en el otro extremo de la pila de cajas, arrojó una caja vacía al suelo con un ruido terrible que resonó en todo el patio, se asustó tanto que, sin atreverse a decir una palabra, se cubrió con la manta y probablemente estaba contenta cuando Karl se decidió a emprender en seguida el camino.
Las calles se iban tornando cada vez más animadas, pero la atención que despertaba la silla de ruedas no era tan grande como Karl había te-mido. Quizá hubiese sido más inteligente escoger otra hora para el transporte. Si fuese necesario otro viaje como ése, Karl pensó que podría atreverse a realizarlo durante el mediodía. Sin ser molestado seriamente, torció al fin en la callejuela oscura y estrecha en la que se encontraba la «Empresa N.° 25» . Ante la puerta estaba el administrador bizco con el reloj en la mano.
-¿Eres siempre tan impuntual? -preguntó. -Ha habido algunas dificultades -dijo Karl.
-Ya se sabe que siempre las hay -dijo el administrador-. Pero aquí en esta casa no poseen validez, ¡toma nota!
Karl ya no prestaba oídos a ese tipo de discursos, cada uno se . aprovechaba de su poder y ofendía a los inferiores. Una vez que se había acostumbrado, no sonaba muy diferente que las regulares campanadas de un reloj. Sin embargo, cuando empujó la silla en el pasillo, í se asustó de la suciedad que allí dominaba y que, no obstante, había esperado. Cuando se miraba más cerca se comprobaba que era una suciedad indefinida. El suelo del pasillo se había barrido, la pintura de las paredes no era vieja, las palmeras artificiales tenían poco polvo, y, sin embargo, todo estaba grasiento y presentaba un aspecto repugnante, como si se hubiera empleado mal o como si ninguna limpieza fuese capaz de dejarlo en su estado originario. A Karl le gustaba pensar, siempre que llegaba a un sitio, qué se podría mejorar y qué alegría significaría ponerse en seguida manos a la obra, sin consideración al quizá inacabable trabajo que eso representaría. Allí, sin embargo, no sabía qué se podía hacer. Lentamente retiró la manta de Brunelda.
-Bienvenida, señorita -dijo con afectación el administrador, no cabía duda de que Brunelda le causaba una buena impresión. En cuanto Brunelda lo notó, comprendió en seguida, como Karl comprobó satisfecho, la forma en que podía aprovecharlo. Todo el miedo de las últimas horas desapareció. Ella...
(2)
Karl vio en una esquina de la calle un cartel con el siguiente mensaje: «¡En el hipódromo de Clayton se contratará hoy de seis de la mañana hasta la medianoche a personal para el teatro en Oklahoma! ¡El gran teatro de Oklahoma os llama! ¡Sólo os llama hoy, sólo una vez! ¡El que pierda ahora la oportunidad, la perderá para siempre! ¡El que piensa en su futuro, es de los nuestros! ¡Todos son bienvenidos! ¡El que desee ser artista que se presente! ¡Somos el teatro que está en condiciones de admitir a cualquiera! ¡Cada cual encontrará un puesto! ¡A quien se haya decidido ya, le felicitamos desde aquí! ¡Pero apresuraos para que se os pueda citar antes de la medianoche! ¡Todo se cerrará a las doce y ya no se abrirá más! ¡Maldito sea el que no nos crea! ¡Adelante, a Clayton!»
Había mucha gente ante el cartel, pero no parecía encontrar mucha aprobación. Había demasiados carteles, ya nadie creía lo que decían. Y ese cartel era aún más improbable de lo que solían ser los carteles. Ante todo tenía un gran error, no se decía ni una palabra del sueldo. Si hubiese sido al menos digno de mención, el cartel lo habría mencionado, no habría olvidado lo más tentador. Nadie quería ser artista, pero todos querían que les pagaran por su trabajo.
Pero para Karl, en cambio, en el cartel había una gran tentación. «Todos son bienvenidos», se decía. Todos, así que también Karl. Lo que había hecho con anterioridad pasaría al olvido, nadie le reprocha ría nada. Podía presentarse para un trabajo del que no había que avergonzarse, todo lo contrario, ya que le invitaban públicamente a desempeñarlo. Y del mismo modo, públicamente, se ofrecía la promesa de que también le admitirían. No reclamaba nada mejor, quería encontrar por fin el inicio de una carrera decente y ahí era probable que se mostrase ese inicio. Aunque todas las ampulosas palabras que constaban en el cartel fuesen una mentira, por más que el gran teatro de Oklahoma fuese un pequeño circo itinerante, quería contratar a gente, eso bastaba. Karl no leyó el cartel por segunda vez, pero buscó de nuevo la frase «Todos son bienvenidos».
Al principio pensó ir a pie hasta Clayton, pero eso habría significado una marcha fatigosa de tres horas y posiblemente habría llegado a tiempo para conocer que todas las plazas disponibles se habían ocupa do. Según el cartel, sin embargo, el número de plazas era indefinido, pero así se redactaban todo ese tipo de ofertas de empleo. Karl comprendió que tenía que renunciar al puesto o viajar hasta allí. Calculó el dinero que tenía, sin ese viaje le habría alcanzado para ocho días; movió de un lado a otro las monedas en la palma de la mano. Un señor que le había estado observando le dio un golpecito en el hombro y dijo:
-Buena suerte y buen viaje a Clayton.
Karl asintió mudo y siguió calculando. Pero se decidió con rapidez, separó el dinero necesario para el viaje y se dirigió al Metro. Cuando descendió en Clayton oyó en seguida el ruido de muchas trompetas. Era un ruido confuso, las trompetas no estaban armonizadas, se tocaba sin consideración. Pero eso no molestó a Karl, más bien le confirmó que el teatro de Oklahoma era una gran empresa. No obstante, cuando salió de la estación y pudo abarcar con su mirada toda la instalación, vio que era más grande de lo que habría podido pensar, y no comprendió cómo una empresa podía realizar tanto gasto con el fin de adquirir nuevo personal. Ante la entrada al hipódromo se había levantado una tarima larga y estrecha donde cien mujeres vestidas como ángeles, con vestidos blancos y con grandes alas en la espalda, soplaban en largas trompetas doradas y brillantes. Pero no se encontraban directamente sobre la tarima, sino que cada una permanecía sobre un pedestal que no se podía ver, pues los faldones largos y ondeantes de los trajes angélicos los cubrían por completo. Como los pedestales eran altos, hasta de dos metros de altura, las figuras femeninas parecían enormes, sólo sus pequeñas cabezas distorsionaban algo la impresión de grandeza, también su pelo suelto colgaba demasiado corto y casi ridículo entre las alas y a ambos lados. Para evitar la monotonía se habían empleado pedestales de distinto tamaño, había mujeres muy bajas y otras de tamaño natural, pero a su lado se elevaban otras a tal altura que uno podía creerlas en peligro con cualquier golpe de viento. Y todas esas mujeres se dedicaban a tocar.
No había muchos oyentes. Pequeños en comparación con esas grandes figuras, unos diez jóvenes se paseaban de un lado a otro de la tarima mirando hacia las mujeres. Entre ellos señalaban a una u otra, pero no parecían tener la intención de entrar y apuntarse. Sólo se podía ver a un hombre de más edad que permanecía un poco alejado. Acababa de llevar hasta allí a su esposa y a su hijo pequeño en un cochecito. La mujer mantenía el cochecito con una mano y con la otra se apoyaba en el hombro del hombre. Aunque admiraban el es-pectáculo, se podía ver que estaban decepcionados. También habían pensado encontrar una oportunidad de trabajo, pero ese soplar de trompetas les había confundido.
Karl estaba en la misma situación. Se acercó al hombre, escuchó un poco las trompetas y después dijo:
-¿Aquí es donde se realiza la acogida para el teatro de Oklahoma? Así lo creo yo también -dijo el hombre-, pero ya esperamos desde hace una hora y no oímos nada que no sean las trompetas. En ningún lado se ve un cartel, ni nadie que llame a la gente o que suministre información.
Karl dijo:
-Quizá esperen a que venga más gente. Aún hay muy pocos. -Es posible -dijo el hombre, y volvieron a permanecer en silencio. También era difícil comprender algo con el ruido de las trompetas. Pero entonces la mujer musitó algo en el oído del hombre, él asintió y gritó hacia Karl:
-¿No podría entrar en el hipódromo y preguntar dónde se realiza la selección?
-Sí -dijo Karl-, pero tendría que atravesar la tarima, por donde están los ángeles.
-¿Tan difícil le resulta? -preguntó la mujer.
A ella el camino de Karl le parecía fácil, pero no quería mandar a su marido.
-Pues sí -dijo Karl-, iré.
-Es usted muy amable -dijo la mujer, y tanto ella como el hombre le estrecharon la mano.
Los jóvenes se reunieron para ver de cerca cómo Karl subía a la tarima. Fue como si las mujeres tocasen más fuerte para saludar al primer candidato al empleo. Aquellas por cuyo pedestal pasaba Karl apartaban incluso la trompeta de sus labios y se inclinaban hacia un lado para seguir su camino. Karl vio al otro extremo de la tarima a un hombre nervioso que se alejaba y que al parecer esperaba a que llegase gente para suministrarles toda la información que podían desear. Karl quiso aproximarse a él, pero entonces oyó cómo alguien pronunciaba su nombre por encima de él:
-¡Karl! -exclamó un ángel.
Karl miró hacia arriba y comenzó a reír por la sorpresa. Era Fanny.
-¡Fanny! -gritó él, y la saludó con la mano.
-¡Ven aquí! -gritó Fanny-. No querrás pasar de largo.
Y movió los faldones de tal forma que dejaron al descubierto el pedestal y una estrecha escalera que llevaba hasta arriba.
-¿Está permitido subir? -preguntó Karl.
-¿Quién va a prohibir que nos estrechemos la mano? -exclamó Fanny, y miró irritada a su alrededor por si ya viniera alguien con la intención de prohibirlo. Pero Karl ya estaba subiendo la escalera.
-Más lento -dijo Fanny-, si no se caerá el pedestal y nosotros con él.
Pero no ocurrió nada. Karl llegó sin problemas hasta el último peldaño.
-Mira -dijo Fanny después de haberse saludado-, mira qué trabajo he conseguido.
-Es bonito -dijo, y miró a su alrededor.
Todas las mujeres en las proximidades ya se habían percatado de la presencia de Karl y murmuraban.
-Tú eres casi la más alta -dijo Karl, y extendió la mano para medir la altura de las demás.
-Te he visto en seguida -dijo Fanny-, desde que saliste de la esta-ción; pero por desgracia estoy en la última hilera, no se me ve y tam-poco podía llamarte. No obstante, toqué todo lo más fuerte que pude, pero no me has reconocido.
-Todas tocáis muy mal -dijo Karl-. Déjame a mí.
-Claro -dijo Fanny, y le dio la trompeta-, pero no estropees el coro, si no me despedirán.
Karl comenzó a tocar, había pensado que era una mala imitación de trompeta, sólo para hacer ruido, pero resultó que era un instrumento en el que se podía ejecutar cualquier fineza. Si todos los instrumentos eran de la misma calidad, se producía un gran uso impropio de ellos. Karl, sin dejarse perturbar por el ruido de las otras trompetas, tocó con brío una canción que había oído alguna vez en una fonda. Estaba contento de haber encontrado a una vieja amiga, de poder tocar, allí, preferido entre todos, y de poder encontrar pronto un buen empleo. Muchas mujeres dejaron de tocar y escucharon; cuando interrumpió de repente su tonada, ni siquiera la mitad de las trompetas sonaban, sólo lentamente volvió a formase el ruido originario.
-Eres un artista -dijo Fanny cuando Karl le devolvió la trompeta-. Puedes conseguir que te contraten como trompetista.
-¿También aceptan a hombres? -preguntó Karl.
-Sí -dijo Fanny-, nosotras tocamos dos horas, luego nos reemplazan los hombres, vestidos de demonios. La mitad toca la trompeta; la otra, tamborilea. Es un espectáculo muy bonito, así es de caro. ¿No es también bonito nuestro vestido? ¿Y qué te parecen las alas? -añadió mirándose de arriba abajo.
-¿Crees que también yo podría conseguir un empleo?
-Seguro que sí -dijo Fanny-, es el teatro más grande del mundo. Qué bien que volvamos a estar juntos. Aunque todo depende del puesto que consigas. Sería posible que los dos estuviéramos empleados aquí y que, sin embargo, no pudiéramos vernos.
-¿Acaso es todo esto tan grande? -preguntó Karl.
-Es el teatro más grande del mundo -repitió Fanny-, en realidad yo aún no lo he visto, pero algunas de mis compañeras que ya han estado en Oklahoma dicen que casi no tiene límites.
-Pero acude poca gente -dijo Karl, y señaló hacia abajo a los jóvenes y a la familia.
-Eso es verdad -dijo Fanny-, pero ten en cuenta que contratamos a gente en todas las ciudades, que nuestro grupo publicitario viaja continuamente y que hay muchos grupos como el nuestro.
-¿Acaso aún no han inaugurado el teatro? -preguntó Karl. -¡Oh!, sí -dijo Fanny-, es un viejo teatro, pero se amplía continuamente.
-Me sorprende -dijo Karl- que no acuda más gente a presentarse a esos puestos.
-Sí -dijo Fanny-, es extraño.
-Quizá -dijo Karl- todo este despliegue de ángeles y demonios ahuyente en lugar de atraer.
-Qué bien te das cuenta de las cosas -dijo Fanny-, es posible. Díselo a nuestro jefe, quizá lo que dices pueda serle de utilidad. -¿Dónde está? -preguntó Karl.
-En el hipódromo -dijo Fanny-, en la tribuna de los jueces. -También eso me sorprende -dijo Karl-, ¿por qué se produce la con-tratación en el hipódromo?
-Sí -dijo Fanny-, en todas partes hacemos los más grandes prepa-rativos para la mayor afluencia de público. En el hipódromo hay mu-cho espacio. Y en todas las taquillas donde se suelen cerrar las apuestas se han dispuesto los despachos de admisión. Serán unas doscientas oficinas.
-Pero -exclamó Karl- ¿acaso el teatro de Oklahoma tiene ingresos tan elevados como para poder mantener a tantos equipos de publici-dad?
-¿Qué nos importa a nosotros eso? -dijo Fanny-. Pero ahora,
Karl, ve para que no pierdas ninguna oportunidad. Yo también tengo que seguir tocando. Intenta como sea encontrar un puesto en este equipo y ven en seguida a decirme cuál ha sido el resultado. Piensa que espero con gran nerviosismo tus noticias.
Le estrechó la mano y le advirtió que tuviese cuidado al bajar, se llevó una vez más la trompeta a los labios y tocó, pero no antes de que viese a Karl ya seguro en el suelo. Karl puso los faldones sobre la escalera tal y como habían estado con anterioridad, Fanny se lo agradeció con un gesto de la cabeza, y Karl, después de reflexionar sobre lo que acababa de oír, se encaminó hacia el hombre que ya había visto a Karl con Fanny y se había aproximado al pedestal para esperarle.
-¿Quiere entrar en nuestra empresa? -preguntó el hombre-. Soy el jefe de personal de este equipo y le doy la bienvenida.
Estaba continuamente inclinado, como si fuese por cortesía, bai-loteaba, aunque no se movía del sitio y jugaba con la cadena de su reloj.
-Se lo agradezco -dijo Karl-. He leído el cartel de su compañía y me presento como allí se requería.
-Muy bien hecho -dijo el hombre con tono elogioso-, por desgracia no todos se comportan aquí con tanta corrección.
Karl pensó entonces que ése era el momento para llamar la atención del hombre sobre el hecho de que posiblemente fracasaran los medios de propaganda del equipo de publicidad debido a su grandiosidad. Pero no lo dijo, pues ese hombre no era el jefe del equipo y además hubiese sido poco recomendable que él, que ni siquiera había sido admitido, hiciese ya, de buenas a primeras, propuestas de mejora. Así que se limitó a decir:
-Fuera espera un hombre que también quiere entrar y que me ha enviado a mí por delante. ¿Puedo ir a por él?
-Naturalmente -dijo el otro-, cuanto más vengan, mejor. -Tiene a su esposa consigo y a un niño pequeño en un cochecito. ¿También ellos pueden venir?
-Claro que sí -dijo el hombre, y pareció sonreír ante las dudas de Karl-. Podemos necesitar a todos.
-Regresaré en seguida -dijo Karl, y corrió hacia el borde de la tarima. Hizo una seña al matrimonio y les gritó que podían entrar. Ayudó a su-bir el cochecito a la tarima y caminaron juntos. Los jóvenes que vieron eso, hablaron entre ellos, luego subieron lentamente a la tarima con las manos en los bolsillos, dudando hasta el último instante, y finalmente siguieron a Karl y a la familia. En ese preciso momento salían de la estación del Metro nuevos pasajeros que levantaron los brazos asombrados al ver la tarima con los ángeles. Parecía cómo si fuera a crecer el interés por los puestos. Karl estaba muy contento de haber venido tan temprano, quizá el primero; el matrimonio estaba asustado y le preguntó con insistencia sobre si serían grandes las exigencias. Karl les dijo que no sabía nada cierto, pero que había tenido la impresión de que aceptaban a todos sin excepciones. Él creía que a ese respecto podían tener confianza.
El jefe de personal les vino al encuentro, estaba muy satisfecho de que acudieran tantos, se frotaba las manos, saludaba a todos uno por uno con pequeñas inclinaciones y puso a todos en una fila. Karl era el primero, luego venía el matrimonio y después los demás. Cuando todos se hubieron situado, los jóvenes se empujaron mutuamente y se formó una ligera confusión, pero al poco tiempo todo se tranquilizó y entonces el jefe de personal, mientras las trompetas callaban, proclamó:
-Les doy la bienvenida en nombre del teatro de Oklahoma. Han lle-gado temprano (aunque temprano sería mediodía) y la afluencia aún no es grande, por esta razón las formalidades para su admisión se realizarán con brevedad. Naturalmente que todos llevarán consigo sus documentos de identidad.
Los jóvenes sacaron unos documentos de sus bolsillos y los agitaron ante el jefe de personal; el hombre dio un ligero empujón a su esposa, que sacó de debajo del colchón del cochecito todo un fajo de papeles. Karl, en cambio, no tenía ninguno. ¿Sería un obstáculo para su admi-sión? No era improbable. Con todo, Karl sabía por experiencia que esas disposiciones, si sólo se mostraba algo de decisión, se podían eludir fácilmente. El jefe de personal inspeccionó la fila, se aseguró de que todos tenían sus papeles y como Karl también levantó la mano, aunque vacía, consideró que también él cumplía el requisito.
-Está bien -dijo entonces el jefe de personal y rechazó con un gesto a los jóvenes, quienes querían que sus papeles fuesen inspeccionados en seguida-. Los documentos se examinarán en las oficinas de admisión. Como ya han visto en nuestros carteles, podemos necesitar a todos. Pero naturalmente tenemos que saber qué profesión han ejercido hasta ahora para que podamos destinarlos al lugar correcto, donde puedan aprovechar sus conocimientos.
«Pero si es un teatro», pensó Karl dubitativo y prestó gran atención.
-Por consiguiente -continuó el jefe de personal-, hemos dispuesto en las taquillas de los recaudadores de apuestas despachos de admisión, cada uno de los despachos corresponde a un grupo profesional. Cada uno de ustedes me indicará ahora su profesión, la familia pertenece en general al despacho de admisión del marido, les conduciré hacia las oficinas, donde primero se examinarán sus documentos y luego unos expertos comprobarán sus conocimientos. Será un examen corto, no hay razones para asustarse. Allí serán admitidos en seguida y les darán más instrucciones. Así que comencemos. Aquí está la primera oficina, como dice el letrero es para los ingenieros. ¿Hay quizá algún ingeniero entre ustedes?
Karl levantó la mano. Creyó que, como precisamente él no tenía do-cumentación, debía esforzarse por acelerar en lo posible todas las for-malidades; además, tenía una pequeña justificación, pues él había queri-do ser ingeniero. Pero cuando los jóvenes vieron que Karl se presenta-ba, tuvieron envidia y también se presentaron ellos. El jefe de personal se irguió y les dijo:
-¿Ustedes son ingenieros?
Entonces bajaron lentamente las manos; Karl, en cambio, se mantu-vo en su decisión. El jefe de personal le miró dubitativo, pues Karl le parecía pobremente vestido y demasiado joven como para ser ingeniero, pero no dijo nada más, quizá por agradecimiento, ya que Karl, al menos según su opinión, le había introducido los candidatos.
Se limitó a señalar la oficina invitándole a entrar y Karl entró mientras el jefe de personal se dirigía-a los demás.
En la oficina para ingenieros se sentaban dos señores a un pupitre rectangular y comparaban dos grandes registros que estaban ante ellos. Uno de ellos leía en voz alta, el otro tachaba en el registro los nombres mencionados. Cuando Karl se presentó ante ellos y saludó, dejaron inmediatamente los registros y tomaron otros grandes libros en los que consultaron. Uno de ellos, al parecer sólo un escribiente, dijo:
-¿Me puede dar su documento de identidad? -Por desgracia no lo he traído conmigo -dijo Karl.
-No lo tiene consigo -dijo el escribiente al otro señor y escribió en seguida la respuesta en su libro.
-¿Es usted ingeniero? -preguntó entonces el otro, que parecía ser el director de la oficina.
-Aún no -dijo rápidamente Karl.
-Suficiente -dijo el señor aún más deprisa-, entonces no nos per-tenece. Le pido que considere el letrero.
Karl apretó los dientes. El señor debió de darse cuenta y dijo: -No hay motivo para ponerse nervioso. Podemos necesitar a todos -e hizo una seña a uno de los sirvientes que iban de un lado a otro des-ocupados entre las barreras.
-Conduzca a este señor a la oficina para personas con conoci-mientos técnicos.
El sirviente cumplió literalmente la orden y tomó a Karl de la mano. Atravesaron muchas taquillas, en una Karl vio a uno de los jóvenes que ya había sido admitido y estrechaba agradecido la mano de los señores. En la oficina a la que fue llevado Karl, el proceso, como había previsto, fue similar al de la primera. Desde allí, y como habían oído que había visitado un instituto de enseñanza media, le enviaron a la oficina para los que habían sido estudiantes en un instituto de enseñanza media. Pero cuando Karl dijo allí que él había visitado un instituto europeo, allí también se declararon incompetentes, así que le enviaron a la taquilla para estudiantes europeos. Era una taquilla situada en el extremo más alejado, no sólo más pequeña, sino más baja que las demás. El sirviente que le había conducido hasta allí estaba furioso por el largo viaje y por los rechazos que, según su opinión, eran culpa exclusiva de Karl. Ni siquiera esperó a las preguntas, sino que salió corriendo en seguida. Esa oficina era el último refugio de Karl. En cuanto Karl miró al director, casi se asustó por la similitud de éste con un profesor que probablemente aún daba clase en la escuela de segunda enseñanza de su ciudad. El parecido, como resultó, se basaba sólo en detalles, pero las gafas descansando sobre la ancha nariz, la barba rubia cuidada como una pieza de museo, la espalda ligeramente encorvada y la voz inesperadamente alta, mantuvieron a Karl asombrado aún durante un tiempo. Por fortuna tampoco tuvo que esmerarse mucho, pues allí todo fue más simple que en las otras oficinas. Aunque también se anotó que no tenía documentación y el director mencionó que se trataba de un descuido incomprensible, el escribiente, sin embargo, que allí tenía la voz cantante, dejó rápidamente de lado ese tema y declaró, después de unas breves preguntas del director, mientras éste precisamente se disponía a plantear una pregunta importante, que Karl quedaba admitido. El director se volvió con la boca abierta hacia el escribiente, pero éste hizo un gesto decidido y concluyente con la mano, diciendo:
Admitido.
Y anotó en seguida la decisión en el libro.
Al parecer el escribiente era de la opinión de que ser un estudiante de enseñanza media europeo era algo tan ignominioso que había que creerlo sin más de cualquiera que lo afirmase de sí mismo. Karl, por su parte, no tenía nada que objetar, fue hacia él y quiso agradecérselo. Pero aún hubo un pequeño retraso cuando le preguntaron por su nombre. No respondió en seguida, sentía cierta vergüenza por decir su nombre verdadero y que lo escribieran. Hasta que no hubiese recibido el puesto más pequeño y lo hubiese desempeñado a la entera satisfacción no debían conocer su nombre verdadero, pero no en ese momento, demasiado tiempo lo había silenciado para revelarlo ahora. Así que por lo tanto, y como no se le ocurría ningún nombre, mencionó el nombre de pila que le habían puesto en sus anteriores empleos:
-Negro
-¿Negro? -preguntó el director, volvió la cabeza e hizo una mueca como si Karl hubiese llegado al colmo de la inverosimilitud. También el escribiente lanzó a Karl una mirada escrutadora, pero luego repitió «Negro» y escribió el nombre.
-¿No habrá escrito «Negro»? -intervino con aspereza el director. -Sí, «Negro» -dijo tranquilamente el escribiente e hizo un movimiento con la mano como si le tocase el turno al director. Éste se obligó, se levantó y dijo:
Así que el teatro de Oklahoma le...
Pero no pudo seguir, no podía hacer nada en contra de su con-ciencia y dijo:
-No se llama Negro.
El escribiente enarcó las cejas, se levantó y dijo:
-Entonces le comunico que ha sido admitido en el teatro de Oklahoma y que ahora le presentarán a nuestro director jefe.
Otra vez llamaron a un sirviente que condujo a Karl a la tribuna de los jueces.
Abajo, en la escalera, Karl vio el cochecito de niños y precisamente en ese momento bajaba el matrimonio, la mujer con el niño en brazos.
-¿Ha sido admitido? -preguntó el hombre. Él estaba mucho más animado que antes, también la mujer le miraba sonriendo por encima del hombro. Cuando Karl le respondió que él también había sido admitido y que iba a presentarse, dijo el hombre:
-Entonces le felicito. También nosotros hemos sido admitidos, parece ser una buena empresa, claro que no se puede estar en todo, aunque eso ocurre en todas partes.
Se dijeron mutuamente «hasta la vista» y Karl subió a la tribuna. Subió lentamente, pues la pequeña estancia arriba parecía llena de gente y no quería empujar a nadie. Incluso llegó a detenerse y abarcó con la mirada la pista de carreras que se perdía hacia ambos lados en lejanos bosques. Le dieron ganas de ver una carrera de caballos, en América no había tenido ninguna oportunidad de verla. En Europa una vez le llevaron a una carrera, pero sólo recordaba que la madre le hizo pasar entre muchas personas que no se querían apartar. Así que, en realidad, no había visto ninguna carrera. Detrás de él comenzó a chirriar una maquinaria, se dio la vuelta y vio, en el aparato en el que se anunciaban en las carreras el nombre del ganador, cómo aparecía el siguiente letrero: «Comerciante Kalla con esposa e hijo». Así que allí se comunicaban alas oficinas los nombres de los admitidos.
Precisamente en ese momento bajaron deprisa las escaleras algunos señores hablando entre ellos y con hojas y lapiceros en las manos; Karl se apretó contra el pasamanos para dejarles pasar y subió, ya que arriba había quedado espacio suficiente. En una esquina de la plataforma rodeada por una barandilla de madera -en general presentaba todo el aspecto del tejado plano de una torre estrecha- se sentaba un señor, con los brazos extendidos sobre la barandilla, que llevaba cruzada sobre el pecho una banda de seda ancha y blanca con el título: Director Jefe de la Sección Publicitaria del Teatro de Oklahoma. A su lado, en una mesita, se hallaba un teléfono, seguramente también empleado en las carreras, a través del cual el director jefe recibía los datos necesarios sobre cada uno de los candidatos antes de la presentación, pues al principio no planteó a Karl ninguna pregunta, sino que le dijo a un señor que se apoyaba a su lado con las piernas cruzadas y la mano en la barbilla :
-Negro, un estudiante europeo de enseñanza media.
Y como si con eso en lo que a él se refería hubiese despachado a Karl, quien saludó con una profunda reverencia, miró hacia abajo por la escalera por si no venía nadie más. Pero como nadie venía, escuchó a veces la conversación que el otro señor mantuvo con Karl, pero la mayoría del tiempo miró hacia la pista de carreras y tamborileó con los dedos en la barandilla. Esos dedos suaves y, sin embargo, fuertes, largos Y ágiles desviaron ocasionalmente la atención de Karl, aunque el otro señor le mantuvo bastante ocupado.
-¿Ha estado usted en paro? -preguntó al principio el señor. La pregunta, como todas las que formuló, era muy simple, del todo ino-cente, y las respuestas no fueron comprobadas con cuestiones inci-dentales. No obstante, el señor sabía darles una especial importancia por la manera en que las planteaba, con los ojos muy abiertos, observando su efecto con el torso inclinado hacia adelante, o por la manera en que acogía las respuestas con la cabeza inclinada hacia el pecho; de vez en cuando las repetía en voz alta, y esa supuesta importancia que asumían, aunque no se entendía, provocaba precaución e intimidaba: Ocurrió con frecuencia que Karl experimentó la necesidad de retirar la respuesta aportada y sustituirla por otra que quizá hubiese tenido una mejor acogida, pero siempre se echó atrás, pues sabía la mala impresión que darían esas vacilaciones y cómo, además, el efecto de las respuestas era de lo más incierto. Por otra parte, su admisión ya parecía decidida, ese pensamiento le ayudó.
La pregunta de si había estado parado, la respondió con un claro «sí».
-¿Dónde estuvo empleado por última vez? -preguntó entonces el se-ñor.
Karl quiso responder en seguida, pero entonces el señor elevó el de-do índice y repitió:
-¡Por última vez!
Karl había entendido correctamente la pregunta, involuntariamente rechazó con la cabeza la última indicación como desconcertante y res-pondió:
-En una oficina.
Ésa era la verdad, pero si el señor reclamaba una información más precisa sobre el tipo de oficina, tendría que mentir. Pero el señor no lo hizo, sino que planteó la siguiente pregunta, tan simple que se podía contestar conforme a la verdad:
-¿Estuvo allí satisfecho?
-¡No! -exclamó Karl casi interrumpiéndole.
Con una mirada de soslayo Karl comprobó que el Director jefe son-reía un poco. Karl lamentó la forma irreflexiva en que había dado su última respuesta, pero había sido demasiado tentador gritar el no, pues durante todo su último periodo de servicio había tenido el enorme de-seo de que cualquier empleador hubiese entrado alguna vez y le hubiese dirigido esa misma pregunta. Pero su respuesta podía traer otra desven-taja, pues el señor podía preguntar por qué no había estado satisfecho. Sin embargo, en vez de eso preguntó:
-¿Para qué empleo se cree capacitado?
Esa pregunta contenía posiblemente una trampa, pues, ¿por qué se había planteado, si Karl ya había sido admitido como actor? Aunque reconoció la intención, no pudo obligarse a responder que él se sentía especialmente capacitado para la profesión de actor. Así que eludió la pregunta y, aun con el peligro de parecer obstinado, dijo:
-He leído el cartel en la ciudad y allí ponía que podían necesitar a to-dos, y me he presentado.
-Eso ya lo sabemos -dijo el señor, se calló y mostró con ello que mantenía su pregunta anterior.
-He sido admitido como actor -dijo Karl dudando para hacer com-prensible al señor las dificultades en que le había puesto la última pre-gunta.
-Eso es cierto -dijo el señor, y volvió a callar.
-Bien -dijo Karl, y toda la esperanza de haber encontrado un empleo se tambaleó-, no sé si estoy capacitado para actuar en un teatro. Me esforzaré e intentaré cumplir todas las instrucciones que me den.
El señor se volvió hacia el Director Jefe, los dos asintieron con la cabeza, Karl parecía haber respondido correctamente, volvió a hacer acopio de valor y esperó animado la siguiente pregunta, que fue la siguiente:
-¿Qué quería estudiar originariamente?
Para concretar la pregunta en lo posible -al señor le importaba mu-cho concretar correctamente las preguntas-, añadió:
-En Europa, me refiero.
Aquí se quitó la mano de la barbilla y realizó un débil movimiento como si quisiera indicar al mismo tiempo cuán lejana estaba Europa y qué insignificantes eran los planes hechos en aquel tiempo. Karl respondió:
-Quería ser ingeniero.
Esa respuesta le repugnó, era ridículo con plena conciencia de su carrera hasta entonces en América querer refrescar el viejo recuerdo de que había querido ser ingeniero -¿acaso podría haberlo llegado a ser alguna vez en América?-, pero no se le ocurrió otra respuesta y por eso dijo ésa. Pero el señor la tomó en serio, como todo lo tomaba en serio. -Bien, ingeniero -dijo él-, pero no puede convertirse así, de pronto, en ingeniero, quizá le convenga provisionalmente realizar algunos trabajos técnicos básicos.
-Claro -dijo Karl.
Quedó muy satisfecho, si bien, al aceptar la oferta, acababa de ser desplazado del gremio de los actores y había caído en el de los ope-rarios técnicos, pero él realmente creyó que en ese trabajo sabría sa-tisfacer mejor las exigencias. Por lo demás, y esto se lo repetía una y otra vez, no era tan importante el tipo de trabajo, sino mantenerse en algún lugar de forma duradera.
-¿Es lo suficientemente fuerte para un trabajo duro? -preguntó el señor.
-¡Oh, sí! -dijo Karl.
Aquí el señor hizo un gesto para que Karl se acercara y tocó su brazo.
-Es un joven fuerte -dijo él entonces, mientras pasaba el brazo de Karl al Director Jefe. Éste asintió sonriendo, dio la mano a Karl, eso sí, sin alterar su postura de descanso, y dijo:
-Entonces todo está listo. En Oklahoma se examinará todo otra vez. ¡Haga honor a nuestro equipo de publicidad!
Karl se inclinó como despedida, también quiso despedirse del otro señor, pero éste ya paseaba de un lado a otro de la plataforma con el rostro dirigido hacia arriba, como si hubiese terminado con su trabajo. Mientras Karl bajaba la escalera, a su lado, en el tablón anunciador se elevó el letrero: «Negro, operario técnico». Como allí todo tomaba su curso establecido, Karl no habría lamentado mucho si en ese letrero se hubiese mencionado su verdadero nombre. Incluso todo había sido dispuesto con gran esmero, pues al pie de la escalera ya le esperaba un sirviente que le puso un lazo en el brazo. Cuando a continuación Karl levantó el brazo para ver qué lazo era ése, allí encontró la impresión correcta: «operario técnico».
Cualquiera que fuese el lugar al que ahora debían conducirle, pri-mero quiso anunciar a Fanny el éxito de su presentación. Pero con gran pesar supo por el sirviente que los ángeles, al igual que los demonios, ya habían salido de viaje hacia el próximo lugar de captación para anunciar la llegada del equipo publicitario al día siguiente.
-Es una pena -dijo Karl, era la primera decepción que sufría en esa empresa-, tenía una conocida entre los ángeles.
-La podrá volver a ver en Oklahoma -dijo el sirviente-, pero ahora venga, usted es el último.
Llevó a Karl a lo largo de la parte trasera de la tarima, en la que los ángeles habían estado con anterioridad, ahora sólo quedaban allí los pedestales vacíos. La suposición de Karl, sin embargo, de que sin la música de los ángeles acudirían más interesados, no resultó correcta, pues ante la tarima ya no había ningún adulto más, sólo algunos niños que se peleaban por una larga pluma blanca que probablemente se habría caído de las alas de un ángel. Uno de los niños la mantenía alzada, mientras que los otros presionaban su cabeza hacia abajo con una mano y con la otra intentaban arrebatarle la pluma.
Karl señaló a los niños, pero el sirviente dijo sin mirar:
-Venga más deprisa, ha pasado mucho tiempo hasta que se le ha admitido. ¿Acaso había dudas?
-No lo sé-dijo Karl asombrado, pero él no lo creyó.
Siempre se encontraba a alguien que, incluso en las situaciones más claras, quería causar preocupaciones a sus congéneres. Pero ante el agradable panorama de la gran tribuna de espectadores, a la que acababan de llegar, Karl olvidó pronto la indicación del sirviente. En esa tribuna había un largo banco cubierto con un mantel blanco, todos los admitidos estaban sentados en un segundo banco más bajo de espaldas a la pista de carreras y allí eran agasajados. Todos estaban contentos y excitados, precisamente cuando Karl se sentó el último e inadvertido en el banco, se levantaron muchos con las copas alzadas y uno de ellos formuló un brindis por el Director Jefe del décimo equipo publicitario, a quien llamó el «padre de los que buscan trabajo». Alguien llamó la atención de que desde allí se le podía ver y, en efecto, la tribuna de los jueces con los dos señores estaba visible a una distancia no demasiado grande. Entonces todos levantaron las copas en esa dirección, también Karl cogió la copa que estaba ante él, pero por más que gritaron e intentaron captar su atención, en la tribuna de los jueces nada indicaba que se hubiese advertido la ovación o al menos que se quisiera advertirla. El Director Jefe se apoyaba en la esquina, como antes, y el otro señor estaba ante él con la mano en la barbilla.
Todos volvieron a sentarse algo decepcionados, de vez en cuando uno se dio la vuelta hacia la tribuna de los jueces, pero pronto se ocuparon sólo de la abundante comida, se sirvieron aves tan grandes como no las había visto Karl en su vida, con muchos tenedores hun-didos en la carne sabrosamente asada. Los sirvientes escanciaban continuamente vino -apenas se notaba, todos se inclinaban sobre sus platos y en las copas caía el chorro de vino rojo- y quien no quería participar en la conversación general podía contemplar algunas es-tampas con vistas del teatro de Oklahoma que se habían colocado en un montón en el extremo de la mesa y que deberían pasar de mano en mano. Sin embargo, nadie se ocupaba de las estampas y así ocurrió que hasta Karl, que era el último, sólo llegó una de ellas. Por lo que se podía deducir de esa imagen, todas las demás debían de ser dignas de verse. Esa estampa representaba el palco del Presidente de Estados Unidos. A primera vista se podía pensar que no era un palco, sino un escenario, así sobresalía elevándose el antepecho en el espacio libre. Ese antepecho era de oro en todos sus elementos. Entre las columnatas que parecían modeladas con el corte más fino se sucedían medallones con los retratos de anteriores Presidentes, uno tenía una nariz llamativamente recta, labios abultados y bajo los párpados arqueados unos ojos rígidamente dirigidos hacia abajo. Alrededor del palco, desde los laterales y de la parte superior, venían rayos de luz; una luz blanca y, sin embargo, suave, que descubría literalmente la parte frontal del palco, mientras que en el fondo, detrás de un paño de terciopelo rojo desplegándose en diversos tonos y que caía rodeándolo, guiado por cordones, aparecía un vacío de un rojizo centelleante. Apenas se podía imaginar la presencia de seres humanos en ese palco, tan soberano era el aspecto que ofrecía. Karl no olvidó la comida, pero miró con frecuencia la estampa que había puesto al lado de su plato.
Finalmente le hubiera gustado al menos poder ver otra de las es-tampas, pero no quería ir a cogerla él mismo, pues un sirviente había puesto la mano sobre ellas y había que mantener el orden, así que in-tentó abarcar la mesa con la mirada y comprobar si no se acercaba alguna. Pero entonces reconoció asombrado -al principio no lo quería creer-, entre los que más se inclinaban sobre el plato para comer, el rostro de un buen conocido, de Giacomo. Corrió en seguida hacia él. -¡Giacomo! -gritó.
El aludido, tímido como siempre que se le sorprendía, dejó de comer, se levantó en el estrecho espacio que había entre los bancos, se limpió la boca con la mano, pero luego se alegró mucho de ver a Karl, le pidió que se sentara a su lado o le ofreció dirigirse hasta donde él estaba, querían contárselo todo y permanecer siempre juntos. Karl no quería molestar a los demás, cada uno debía mantener provisionalmente su sitio, la comida se terminaría pronto y entonces naturalmente podrían juntarse. Pero Karl aún siguió con Giacomo, sólo para contemplarle. ¡Qué recuerdos de tiempos pasados! ¿Dónde estaba la cocinera mayor? ¿Qué hacía Therese? Giacomo apenas había cambiado en su aspecto externo, la predicción de la cocinera mayor de que en medio año se habría convertido en un robusto americano no se había cumplido, era débil como antes, con las mejillas caídas como antes, aunque en ese instante se habían redondeado, pues tenía en la boca un gran trozo de carne y de ella sacaba lentamente los huesos sobrantes para luego arrojarlos al plato. Como Karl pudo leer en su banda tampoco Giacomo había sido admitido como actor, sino como ascensorista, realmente el teatro de Oklahoma parecía necesitar a todos.
Perdido en la visión de Giacomo, Karl permaneció demasiado tiempo lejos de su puesto, precisamente quería regresar cuando llegó el jefe de personal, se subió sobre un banco situado a mayor altura, dio unas palmadas y pronunció un pequeño discurso, durante el cual la mayoría se levantó y los que se habían quedado sentados, que no podían separarse de la comida, finalmente, a causa de los empujones de los demás, también se vieron obligados a levantarse.
-Espero -dijo; Karl ya había regresado de puntillas a su sitio que hayan quedado satisfechos con nuestra comida de recibimiento. En general se alaba la comida de nuestro equipo publicitario. Por des gracia tenemos que quitar ya la mesa, pues el tren, que les debe llevar a Oklahoma, sale en cinco minutos. Será un viaje largo, pero com-probarán que todo ha sido dispuesto para que les atiendan bien. Aquí les presento al señor encargado de su transporte y a quien deberán obedecer.
Un hombre pequeño y escuálido subió con dificultad al banco en que se encontraba el jefe de personal; apenas se tomó tiempo para hacer una ligera inclinación y comenzó en seguida a mostrar con movimientos nerviosos de manos cómo todos se tenían que reunir, situarse y ponerse en movimiento. Pero al principio nadie le siguió, pues aquel del grupo que ya antes había pronunciado un discurso, golpeó la mesa con la mano y comenzó un largo discurso de agrade-cimiento, a pesar -y Karl se puso muy nervioso- de que acababan de decir que el tren iba a salir de inmediato. Pero el orador ni siquiera se percataba de que el jefe de personal no le escuchaba, sino que se de-dicaba a transmitir algunas instrucciones al director del transporte; esbozó su discurso a grandes rasgos; enumeró todos los platos que se habían servido y emitió un juicio sobre cada uno de ellos y concluyó resumiendo con la exclamación:
-¡Estimados señores, ésta es la manera de conquistarnos!
Todos rieron menos los aludidos, pero era más verdad que broma. Hubo que expiar el discurso yendo hasta la estación a la carrera. Eso, sin embargo, no fue muy difícil, pues -Karl se fijó en ese momento- nadie llevaba equipaje, el único equipaje era en realidad el cochecito de niño, que ahora era empujado por el padre a la cabeza del grupo y que saltaba arriba y abajo como si hubiese perdido el control. ¡Qué grupo de personas desposeídas y de aspecto tan sospechoso se había reunido allí y, sin embargo, habían sido tan bien recibidas y tratadas! Y al director de transporte se los debían de haber confiado con especial encarecimiento. Tan pronto agarraba con una mano una de las asas del cochecito y levantaba la otra para animar al grupo, como se situaba en la última fila para espolearle o se fijaba en los más lentos que iban en medio del grupo e intentaba mostrarles moviendo sus brazos cómo venían que correr.
Cuando llegaron a la estación, el tren ya estaba dispuesto para partir. La gente que estaba en la estación señalaba al grupo, se oyeron exclamaciones como «todos ésos pertenecen al teatro de Oklahoma», el teatro parecía ser más conocido de lo que Karl había supuesto, aunque para decir la verdad nunca se había ocupado de asuntos tea-trales. Se había reservado todo un vagón para el grupo, el director del transporte les instaba a subir más que el revisor. Al principio miró en cada uno de los compartimientos, dispuso algo aquí o allá y sólo después subió él. A Karl le asignaron casualmente un asiento con ventanilla y se había llevado a Giacomo a su lado. Así pues, se sentaron muy apretados el uno junto al otro y se alegraron por el viaje, jamás habían realizado en América un viaje tan libre de toda preocupación. Cuando el tren se puso en marcha saludaron con las manos por la ventanilla, mientras que los otros muchachos les empujaron y lo consideraron ridículo.
Viajaron durante dos días y dos noches. Karl comprendió entonces las dimensiones de América. Incansable, miraba por la ventanilla y Giacomo se apretó tanto hasta que los jóvenes de enfrente, ocupados en jugar a las cartas, se hartaron y le dejaron voluntariamente la ventanilla. Karl se lo agradeció -el inglés de Giacomo era apenas comprensible- y con el paso del tiempo se fueron volviendo más amables, como no podía ser de otra manera entre compañeros de compartimiento, pero también su amabilidad se tornaba pesada, pues, por ejemplo, siempre que se les caía una carta al suelo y la buscaban, pellizcaban a Karl o a Giacomo con todas sus fuerzas en las piernas, Giacomo grita. sorprendido, y levantaba la pierna, Karl intentó una vez ¡ ` ha, siempre con una patada, pero en realidad lo toleró en silencio. Todo F' lo que aconteció en el pequeño compartimiento, lleno de humo incluso con la ventanilla abierta, se olvidaba con lo que se podía contemplar afuera.
El primer día atravesaron una elevada cordillera. Masas pétreas de color negro azulado se aproximaban hasta el mismo tren en puntiagudas cuñas. Uno sacaba la cabeza por la ventanilla y buscaba en vano la cumbre, se abrían valles oscuros, estrechos y desgarrados, y uno describía con el dedo la dirección en que se perdían; anchos ríos torrenciales se precipitaban con gran fuerza, como olas enormes, hasta el accidentado lecho, arrastrando consigo miles de pequeñas ondas espumosas, y se despeñaban bajo los puentes por los que pasaba el tren, tan cerca que el aliento de su frescor estremecía el rostro.
EL DESAPARECIDO – NOTAS