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abril 25, 2010
Si el sujeto se estructura en el interior de la red discursiva, lo hace a varios niveles. ¿Cuáles son esos niveles? Aquí interviene nuevamente un tercer término. En efecto, si el “pensamiento ternario” que ya evocamos con los nombres de Frege y Peirce, permite recuperar el problema de la construcción de lo real, eliminado por la bidimensionalidad del modelo saussureano de signo, juega también un papel capital en la conceptualización de los niveles de funcionamiento a través de los cuales se construye el sujeto en el seno de la semiosis.
El punto de partida de esta conceptualización lo encontramos en la célebre trilogía peirciana del ícono, el índice y el símbolo; recordemos que esta categorización interviene cuando se trata de considerar los signos en su relación con sus objetos.[1] En el interior de la Terceridad que es el orden del sentido, de la “representación”, el ícono es un primero, el índice un segundo y el símbolo un tercero. El tercer término que aquí reintroducimos es sin duda el índice, que corresponde a un modo de funcionamiento olvidado durante mucho tiempo: la reflexión sobre los signos y la comunicación fue dominada por otro binarismo, que consiste en distinguir por un lado los fenómenos propiamente lingüísticos (en la terminología de Peirce, el orden del símbolo) y, por el otro... todo el resto. Este binarismo fue consagrado en “teoría de la información” por la distinción entre “códigos digitales” (cuyo lenguaje es el ejemplo más acabado) y “códigos analógicos”, los primeros constituidos por unidades discretas y combinables, teniendo los segundos, como soporte, una materia significante continua, es decir, que no presenta articulaciones entre unidades claramente diferenciadas una de otras (como por ejemplo todas las especies de imágenes).
Desde hace mucho tiempo se acostumbra oponer lo arbitrario de los signos lingüísticos al carácter “no arbitrario” (o “motivado”) que funda los fenómenos icónicos: la palabra “mesa” no se parece al objeto que designa; mientras que la fotografía de un gato no lo sería si no hubiera una semejanza entre el “referente” y su representación. Ahora bien, el interés de los procesos indiciales es no corresponder ni a una ni a otra de esas dos categorías; el humo es con certeza un índice no arbitrario del fuego, pero no se le parece.[2]
“(Un índice es) un signo... que remite a su objeto no tanto porque tenga alguna semejanza o analogía con él, ni porque se lo asocie con los caracteres generales que posee, cuanto porque está en conexión dinámica (comprendida allí la espacial) con el objeto individual, por un lado, y con los sentidos o la memoria de la persona para quien sirve como signo, por el otro.”[3] “Los índices se pueden distinguir de los otros signos... por tres rasgos característicos: en primer lugar, no tienen ninguna semejanza significante con sus objetos; en segundo lugar, remiten a individuos, unidades singulares, colecciones singulares de unidades, o de continuos singulares; en tercer lugar, llaman la atención sobre sus objetos por impulso ciego.”[4]
Dos campos fundamentales de la discursi-vidad pueden entonces ser tratados a partir de la noción de funcionamiento indicial: los comportamientos sociales en su dimensión interaccional, y las estructuraciones de los espacios sociales, incluyendo entre éstos a los “sistemas de objetos”; constituyendo la articulación entre ambos campos la mate-rialidad significante de la semiosis social.
Si el puño cerrado agitado de una manera amenazante puede significar, por un mecanismo indicial, la agresión posible, ello es así porque el acto de cerrar el puño es un fragmento de una secuencia conductal de ataque, que ha sido extraída de la secuencia para significarla.
Peirce hablaba a este propósito de lazo existencial entre el signo y su objeto. El nivel de funcionamiento indicial es una red compleja de reenvíos sometida a la regla metonímica de la contigüidad: parte/ todo; aproximación/alejamiento; dentro/fuera; delante/detrás; centro/ periferia; etcétera. El pivote de este funcionamiento, que llamaré la capa metonímica de producción de sentido, es el cuerpo significante.[5] El cuerpo es el operador fundamental de esta tipología del contacto, cuya primera estructuración corresponde a las fases iniciales de lo que Piaget llamaba el período sensomotriz, anterior al lenguaje.[6]
Podemos comprender mejor la naturaleza y el funcionamiento de esta capa metonímica de producción de sentido con el auxilio de la distinción entre simetría y complementaridad, propuesta por Gregory Bateson. Una de las primeras formulaciones de esta distinción data de 1935, un año antes de la publicación de su célebre obra sobre los Iatmul.[7] Fue introducida en relación con problemas ajenos a la cuestión del cuerpo significante: se trataba de describir tipos de diferenciación social entre grupos en el interior de una sociedad. Esta diferenciación opera según un principio de simetría cuando las respuestas de un grupo B a los comportamientos X, Y, Z de otro grupo A son del mismo tipo: X, Y, Z. En otras palabras, a un comportamiento dado se responde con una secuencia del mismo comportamiento. Por ejemplo, se responde a la agresión con agresión, a una oferta se responde con otra oferta. El principio de diferenciación se puede llamar complementario cuando ciertas conductas desencadenan, como respuestas, conductas de naturaleza diferente pero que tienen con las primeras un enlace específico de correspondencia. Sobre este último principio reposan, como Bateson mismo lo señaló más tarde al generalizar estas nociones, las relaciones que se describen inevitablemente en parejas de términos tales como: dominación / dependencia; sadismo / masoquismo; exhibicionismo / voyeurismo; etcétera... En un artículo de 1949 en el que Bateson retomaba la distinción simetría/complementaridad a propósito de una descripción de la cultura balinesa, remarcaba de paso: “Es interesante notar que todos los modos asociados con las zonas erógenas, por más que no sean claramente cuantificables, definen temas que conciernen a las relaciones de complemen-taridad”.[8] En un trabajo de 1964, Bateson enumera toda una serie de fenómenos que ilustran las “estructuras complementarias de interacción”. En primer lugar, “todos los temas asociados con las zonas erógenas —intrusión, invasión, exclusión, eyección, retención y así sucesivamente— son complementarios”. En segundo lugar, “podemos añadir los temas relacionados con la locomoción y la mecánica corporal —soporte, equilibrio, levantarse y caer, control, alcanzar (reach), asir (grasp), etcétera. . . (. ..) Una tercera categoría de temas complementarios contiene aquellos que se asocian a los órganos de los sentidos y a la percepción —comprender, ignorar, prestar atención (attending), etcétera... (...) Cuando el perro para sus orejas, no está simplemente mejorando su percepción sensorial, sino que también está trasmitiendo un enunciado (statement) relativo a la orientación de su atención y que, en las relaciones entre perros, se convierte también en un enunciado de autoafirmación (self confidence) frente al otro individuo (.. .). Para finalizar, hay dos temas importantes de interacción complementaria, tan estrechamente ligados entre sí que es mejor mencionarlos juntos: se trata de la relación progenitor/niño y del territorio. Ni uno ni otro son separables de los otros tres tipos; los temas de las relaciones progenitor/niño están sin duda alguna estrechamente ligados con los temas relativos a las zonas erógenas, y los temas del territorio quizá debieran entenderse considerando el territorio como una extensión del cuerpo (...). En suma, concentraremos la atención en el cuerpo y las relaciones progenitor/ niño como fuentes primarias donde posiblemente encuentre sus orígenes todo comportamiento”.[9]
La capa metonímica de producción de sentido tiene inicialmente la forma de una red intercorporal de lazos de complementaridad. Esta red está constituida por reenvíos cuya economía reposa en la regla de la contigüidad: el sentido de la conducta de demanda del niño se produce como reenvío a la conducta alimentadora o protectora de la madre (así como el sentido del comportamiento exhibicionista, por el que un cuerpo se muestra, se realiza en la mirada de otro cuerpo). Tenemos frente a nosotros un sistema de deslizamientos intercorporales, dinamizado por las pulsiones.
En su forma inicial, la red de unidades intercorporales complementarias permanece estrechamente ligada a situaciones específicas, definidas por el ritmo de las necesidades corporales y su satisfacción.
Se podría decir que en este estadio el tejido es compacto y relativamente rígido: pero a partir de un cierto momento comienza a funcionar una regla de similaridad, y la red de los cuerpos actuantes se vuelve multidimensional. En efecto, la regla de similaridad implica necesariamente un principio de equivalencia, que permita comparaciones y por lo tanto sustituciones. Entonces un mismo fragmento de conducta adquiere valores significantes en el seno de una multiplicidad de secuencias de comportamiento diferentes. Cada unidad de conducta pierde de este modo su univocidad “orgánica” inicial y deviene el “lugar de paso” de una pluralidad cada vez más compleja de reenvíos metonímicos. La regla de similaridad/no similaridad, cuando entra en composición con la regla de contigüidad, se puede describir como una especie de operador que produce una desagregación de la red de los cuerpos actuantes, que trasforma la superficie inicial de unidades complementarias en un espacio multidimensional. De este modo, fragmentos de conducta se desprenden parcialmente en el interior de la red, siendo portadores, al mismo tiempo, de significaciones cada vez más complejas: cada uno de ellos se convierte en eslabón de un número cada vez mayor de cadenas metonímicas. Se podría también decir que la puesta en práctica de un principio de equivalencia, aplicado a la materia metonímica de los cuerpos actuantes, pone en marcha el funcionamiento de un proceso de abstracción y hace así posible la estructuración de niveles parcialmente diferenciados. Se aprecia con claridad que el efecto de un operador de equivalencia por similaridad/no similaridad no es, en principio, el de neutralizar la regla metonímica sino , por el contrario, el de multiplicar el poder significante de esta última, haciendo posible la manifestación, en un espacio multidimen-sional, de los encadenamientos de la contigüidad.
El problema así planteado es el de los operadores que pueden investir la materia significante de los cuerpos actuantes; y es a esta cuestión que Bateson (bajo otra forma y enunciándola con otros conceptos) vuelve una y otra vez a lo largo de sus escritos. La posibilidad de que un mismo fragmento de conducta pertenezca a una multiplicidad de cadenas metonímicas diversas supone la existencia de por lo menos dos niveles “lógicos”; implica la posibilidad mínima de identificar clases de comportamientos y clases de situaciones. Dicho en otras palabras, hay que postular que tanto la información propioceptiva cuanto la información exteroceptiva son tratadas por el organismo en, por lo menos, dos niveles diferentes. Una diferenciación tal no tiene nada que ver con una “conciencia subjetiva”, porque parece deber postularse para dar cuenta de procesos de aprendizaje en niveles infrahumanos.[10] Ahora bien, este funcionamiento implica una discriminación entre la conducta a cumplir (la “tarea” aprendida o a aprender) y la situación (el “contexto” dice Bateson), en la cual la conducta tiene lugar. De esta manera se hace posible transferir un mismo tipo de comportamiento a situaciones nuevas; y al revés, reconocer una clase de situaciones en relación con la cual es posible desplegar comportamientos diferentes. Los lazos metonímicos entre las conductas y su contexto y los que ligan entre sí los fragmentos de acción están así sometidos a un proceso de abstracción y generalización.[11]
El tejido intercorporal se torna así multidimen-sional, en la medida en que se multiplican y entrecruzan las secuencias de comportamiento, un fragmento cualquiera de conducta siendo el punto de pasaje de varias cadenas comportamentales. Si hablamos de un tejido multidimensional, es para subrayar que la materia significante de que se trata no es en absoluto lineal. El trabajo de “socialización” de la materia significante de los cuerpos producirá como resultado una linealización (a excepción de los casos de fracaso total —psicosis—o parcial —neurosis—), linealización que consiste en trasformar la red metonímica intercorporal en un conjunto ordenado de secuencias fijas de actividades socialmente aceptables. Esto supone operadores lingüís-ticos en funcionamiento.
Ahora bien, estos operadores se deben injertar en una materia significante cuyas propiedades son muy especiales. En su artículo citado de 1964, Bateson ya había tratado de enumerar dichas propiedades; las podemos recordar aquí con la ayuda de un trabajo de François Bresson.[12]
El tejido intercorporal no contiene, en sí mismo, huellas que permitan distinguir entre, por un lado, los operadores, y por otro lado los elementos sobre los cuales se efectúan las operaciones. Dicho en otros términos, resulta imposible constituir en el interior de la red de cuerpos actuantes reenvíos que recaigan sobre reenvíos. Como lo subraya Bresson, sólo la lengua “conserva la huella de las operaciones que la constituyeron”, lo que supone la linealidad . “Esta linealidad en el lenguaje es la condición necesaria para que las marcas de operaciones puedan ser definidas con la indicación de su extensión.”[13] En el caso de la imagen, siempre resulta posible definir un trayecto que instaura una linealidad de “lectura”, lo que lleva a “transcribir un sistema espacial con dos grados de libertad, en un espacio lineal con un grado de libertad”.[14] La materia significante de los cuerpos actuantes es un espacio con n grados de libertad.
Por lo tanto, en el interior de esta capa metoní-mica de producción de sentido no existe negación posible; tampoco es posible introducir modalizaciones. [15]
La diferencia crucial entre la materia significante de los cuerpos actuantes y los sistemas llamados “icónicos” respecto de su relación respectiva con el lenguaje se expresa por la diferencia misma entre el principio de sustitución (propio de todo “ícono”) y el principio de contigüidad. En la medida en que opera según el principio de sustitución, ningún fenómeno de analogía comporta el riesgo de confundir el significante con el significado (habría más bien que decir: el ícono no comporta ningún riesgo de confusión entre el término inicial del reenvío analógico y el término final). Los principios significantes de una imagen no impiden en modo alguno (más bien al contrario) distinguirla perfectamente de lo que “representa”. Es completamente distinto lo que ocurre con la materia corpórea: este “peligro” se encuentra, por definición, siempre presente, pues lo propio de la regla de contigüidad es precisamente, dar status de significante a una parte del significado. Ahora bien, ¿cuál es este significado? La multidimensionalidad del tejido de los cuerpos actuantes demuestra que jamás hay un significado fijo (fuera, por supuesto, de la intervención del lenguaje). Cada fragmento de comportamiento remite a una multiplicidad de secuencias posibles de conductas, que lo pueden prolongar (a fortiori si pensamos en términos de intercambio, es decir, en términos de reenvíos a comportamientos de otro cuerpo).
La combinatoria de dichas propiedades permite enunciar una última, particularmente importante: la materia significante de los cuerpos actuantes es indiferente a la contradicción.
El germen de la idea de esta “indiferencia” del material metonímico a la contradicción está presente en los textos de Bateson, cuando habla, precisamente, de las relaciones de complementaridad: allí enuncia ni más ni menos que la ley del pasaje al contrario. En efecto, como esta materia (metonímica para nosotros, “analógica” para Bateson) no tiene operadores de “puntuación”, cada relación de complementaridad (que se describe bajo la forma de oposiciones: dominación/dependencia; exhibicionismo/voyeurismo, etcétera...) se puede “leer” en un determinado sentido o bien... en el sentido contrario. Esta idea es retomada varias veces en los trabajos de Bateson, incluso bajo forma humorística, cuando evoca a la rata de laboratorio que se dice: “He llegado a domar a mi experimentador. Cada vez que apoyo la palanca, me da de comer”. En las palabras de Bateson, esta rata rechazaba la puntuación de la secuencia que el experimentador buscaba imponerle”.[16]
Una constatación muy importante resulta de lo que hemos dicho hasta aquí. El conjunto de las propiedades que creímos poder descubrir en esta red de reenvíos indiciales (ausencia de negación, de modalizadores y, en general, de operadores metalingüísticos, no linealidad, confusión siempre posible entre significante y significado, indiferencia a la contradicción, pasaje al contrario), son exactamente las que caracterizan a los procesos que el psicoanálisis llama “primarios”. Esta aproximación se impuso a Bateson de una manera explícita: las propiedades del material que él llama “analógico” son las del sueño. “...es importante subrayar que las características de los procesos primarios... son inevitablemente las características de todo sistema de comunicación entre organismos que sólo pueden utilizar la comunicación icónica. Esta misma limitación es la del artista y del que sueña, así como la del mamífero prehumano y del pájaro”.[17]
Agreguemos otra aproximación a la que acabamos de señalar. Quizá no sea inútil recordar que cuando Freud discute sobre las pulsiones y su destino, tratando de precisar la idea de la transformación en el contrario, todos sus ejemplos corresponden exactamente a lo que Bateson llama las relaciones de complementaridad.[18]
Es en el curso del proceso de socialización, como ya lo hemos dicho, que se producirá la nivelación del tejido multidimensional de reenvíos intercorporales: ciertos trayectos serán prohibidos, ciertos deslizamientos caerán bajo el golpe de la represión, ciertas secuencias serán privilegiadas por los agentes socializantes y las unidades que los componen perderán su polivalencia semántica. Este proceso por el cual el cuerpo significante se somete a la ley social resulta inseparable del surgimiento de la imagen del cuerpo propio, es decir, de la estructuración del analogon así como de la intervención masiva del lenguaje: la constitución del cuerpo propio (en el sentido de propiedad) no es discernible de la constitución del cuerpo propio (en el sentido de lo correcto).
La estructuración de la imagen del cuerpo (teorizada por Lacan en el “estadio del espejo” [19]) implica la estabilización progresiva del espacio perceptual. La mirada aparece entonces como una bisagra entre el orden metonímico y el orden icónico. Hay que subrayar que el modo de operación de la mirada es estructuralmente metonímico: la mirada es un sistema de deslizamientos, sólo puede operar bajo la forma de trayectos. Desde este punto de vista, la mirada tiene la misma estructura que el cuerpo significante: tejido de reenvíos compuesto de múltiples cadenas entrecruzadas. Antes de constituirse la imagen del cuerpo propio, la mirada funciona en el interior de la red intercorpórea de reenvíos metonímicos, es prolongación y anticipación del contacto. Se puede concebir a las zonas de esta red que están asociadas con los contactos erógenos como “paquetes” de recorridos fuertemente investidos por las pulsiones y que funcionan por deslizamiento metonímico. La intervención progresiva de las prohibiciones provoca rupturas en las cadenas de la contigüidad intercorpórea, dando lugar a suspensiones de recorridos. Rosolato, a propósito precisamente de Bateson, compara la interrupción del acto a la negación, pero reproduce la confusión, presente en Bateson, entre el material de los actos (lo que llamo aquí el cuerpo significante) y el “material analógico”.[20] La suspensión del acto es, a mi juicio, la primera forma de intervención de la censura sobre la materia de los cuerpos actuantes, la primera forma de la represión como ruptura de las cadenas de deslizamiento metonímico. Muy probablemente estas rupturas sean inseparables del surgimiento de las imágenes, como puntos de inmovilización en el interior de la red intercorporal. Estos “puntos de suspensión” se producen ante todo en la materia significante de los cuerpos, pero se convierten en lugares de anclaje para el surgimiento de lo figural, para el surgimiento de los íconos como correlatos de las rupturas en los recorridos metonímicos. Se ve allí con claridad el papel de “bisagra” de la mirada: ella se sitúa exactamente en el punto de encuentro entre la suspensión de un trayecto, evento que se produce en el plano de la materia significante del cuerpo, y la inmovilización que da nacimiento al fantasma, la inmovilización que está en el origen de lo icónico. Este encuentro no parece separable de la censura: pensemos en el fantasma de la escena primitiva. Este proceso se completa en el estadio del espejo: la formación del cuerpo propio (cuerpo visible) implicada en el desdoblamiento del espejo, consagra la instauración de la distancia que separa la mirada de la figura mirada: a partir de ese momento, la mirada será una mirada “habitada”, localizada “en mi cuerpo”, separada para siempre del ícono que vino a ocupar el lugar producido por la ruptura de la cadena metonímica. Este lugar será también ocupado, sin duda, por el cuerpo del otro.
La mirada no pierde, sin embargo, su estructura operativa fundamental: procede, como ya lo dijimos, por deslizamientos. En virtud de su relación con la mirada, en consecuencia, toda imagen es a la vez ícono, figura aislable que obedece a la similaridad, a la sustitución, y espacio de deslizamientos metonímicos. El enlace de la figura al tejido del cuerpo significante, en otras palabras, jamás desaparece por completo, aunque más no sea por el hecho de que allí se ha ejercido la censura. Es por ello que toda imagen puede ser el punto de partida de un deslizamiento hacia cadenas anteriormente afectadas por la represión.[21] Toda imagen es portadora de la posibilidad de activar trayectos prohibidos: si está en relación de sustitución con lo que no hay que mirar, si se yergue como pantalla en el punto mismo en que se suspendió el acto, ofrece por este mismo hecho a la mirada, operador metonímico, la posibilidad de reacti-vación de un trayecto primario.
Sobre esta estructura compleja, compuesta de un tejido metonímico de contactos intercorpóreos empobrecido por obra de los “puntos de fijación” icónicos, llega finalmente a injertarse la matriz del lenguaje. Como lo subrayó Bateson, no existe código (en el sentido estricto del término) para pasar del nivel de las relaciones corporales complementarias al lenguaje;[22] tampoco existe pasaje codificado entre el cuerpo significante y el orden icónico, entre los íconos y el lenguaje. Todo pasaje de un nivel a otro está afectado de indeterminación, como el pasaje del sueño a su “relato”. Todo sueño, para ser comunicable, ya es relato de sueño; sabemos que el sueño y su puesta en palabras no son idénticos; mas por definición no podemos probar esta diferencia ni medir su distancia.
El sujeto significante está hecho de la composición de estos tres órdenes; todo intercambio entre “sujetos hablantes” es un “paquete” compuesto por mecanismos significantes de los tres niveles, resultado de la puesta en acto de los tres órdenes. Entre estos últimos, por lo tanto, se establecen relaciones interdiscursivas complejas; pero sólo el lenguaje puede engendrar relaciones metadiscursivas, es decir, referir a los otros niveles. Las operaciones de referenciación, por supuesto, no anulan la indeterminación que existe entre los tres niveles: un gesto es irreductible a lo que se puede decir de él.
Sería un error pensar que el problema de la articulación entre los tres órdenes del sentido sólo es pertinente en el nivel de los intercambios interpersonales entre actores sociales. Estos tres órdenes son aquéllos a través de los cuales se despliega la semiosis entera. Se podría decir que el surgimiento de la cultura y la constitución del lazo social se define por la transferencia de estos tres órdenes sobre soportes materiales autónomos, en relación con el cuerpo significante: desde el arte rupestre de la prehistoria hasta los medios electrónicos masivos, la cultura implica un proceso por el cual materias significantes distintas del cuerpo son investidas por los tres órdenes del sentido. El extraordinario dinamismo de las pinturas primitivas testimonia que no se trata de íconos fijados por la mirada en una pura relación de sustitución; estos bestiarios están marcados por el tejido metonímico del contacto; lo que así se representa no es sólo analógico, sino también (y quizá sobre todo) el sistema de relaciones metonímicas que inviste los lazos entre el hombre y las especies animales, como por ejemplo, para usar la terminología de René Thom, la “creoda de captura”.[23]
Es por ello que estos tres órdenes del sentido son, como lo había entendido Peirce, no tipos de signos, sino niveles de funcionamiento: los tres órdenes están presentes bajo diversas formas y en grados diversos, en cualquier discurso, aun dentro de los límites de la materia lingüística: en la palabra, las modalidades del decir permiten que el destinatario categorice al locutor por medio de operaciones de comparación analógicas, y el tono de la voz construye la naturaleza del contacto; en la escritura impresa, lo figural y lo metonímico aparecen tan pronto como prestamos atención al funcionamiento de la “puesta en página”. La importancia de la articulación de los tres grandes órdenes se vuelve a fortiori crucial cuando consideramos “paquetes” significantes complejos (postura gestual y palabra en los intercambios interpersonales, texto e imagen en los discursos mediáticos).
Cuando leemos el diario, desentrañamos lo simbólico en el texto, interpretamos los íconos de la actualidad en las imágenes; y la puesta en página y las variaciones tipográficas definen el contacto. Cuando estamos frente al aparato de televisión, en el momento del noticiario, el locutor se dirige a nuestros mecanismos simbólicos por lo que dice, se ofrece a nuestra interpretación analógica por sus vestimentas, su estilo físico, sus modales (que asociamos a modelos psicológicos, sociales, culturales, etcétera) y nos mira a los ojos, en busca de contacto.[24]
La presencia de los tres órdenes en cualquier discurso proviene del hecho de que el sujeto significante es el invariante universal, podríamos decir, del reconocimiento de sentido; pues no debemos olvidar que la evolución histórica de las sociedades humanas desde el punto de vista de la producción discursiva, desde los pueblos sin escritura hasta la actual “revolución de las comunicaciones” es un proceso que sólo tuvo que ver con las condiciones y las gramáticas de producción. La más sofisticada de las tecnologías de comunicaciones debe adaptarse siempre, en reconocimiento, al equipamiento biológico de la especie, invariable desde el alba de la humanidad: el sujeto significante y sus cinco tipos de captores sensoriales. Considerar las tecnologías de producción de discurso como “extensiones del hombre” a la manera de McLuhan,[25] es olvidar el desajuste entre la producción y el reconocimiento y proyectar, de modo mecánico, las innovaciones de los dispositivos de producción sobre el sujeto receptor: en el dominio de los discursos sociales, la utopía tecnocrática consiste en provocar una suerte de encuentro imaginario entre producción y reconocimiento, proyectando la primera sobre el segundo.
El sujeto significante no es la fuente del sentido, sino punto de pasaje necesario, relé en la circulación de sentido. No es fuente porque, aun en el nivel de los intercambios interper-sonales, donde la circulación discursiva no se halla mediatizada por dispositivos tecnológicos, más allá del equipamiento biológico de los individuos, el sentido de un discurso A, en virtud del desajuste entre la producción y el reconocimiento, sólo se realiza en el discurso B que constituye la respuesta. A medida que las condiciones de producción se vuelven complejas con la intervención de los dispositivos tecnológicos, crece el desajuste entre la producción y el reconocimiento: la principal consecuencia de la transformación social de las condiciones tecnológicas de producción discursiva sobre la teoría del sentido fue, quizás, iluminar la existencia de este desajuste constitutivo, que permanece “invisible” cuando funcionan la producción y el reconocimiento en el mismo nivel, como es el caso de los intercambios interpersonales. Lo que se puede llamar el paso a la sociedad mediatizada consiste precisamente en una ruptura entre producción y reconocimiento, fundada en la instauración de una diferencia de escala entre las condiciones de producción y las de reconocimiento.
¿Es casualidad que las condiciones de surgimiento de una ciencia del lenguaje, se dibujen y se precisen a lo largo de todo el siglo XIX, que es el de la aparición y consolidación del primer fenómeno mediático en la historia, a saber, la mediatización de la escritura en la prensa? En todo caso, el privilegio acordado a la oralidad, en el marco de un proyecto científico que será el de la lingüística, ocurre en el momento mismo en que las sociedades occidentales, por vez primera, se ven sometidas a la circulación masiva del escrito impreso. La distancia será en lo sucesivo cada vez mayor, entre la teoría que se está elaborando sobre la lengua -a la luz de la cual la escritura sólo es una trasposición secundaria, un código parásito de la palabra- y los fenómenos discursivos que invaden la sociedad, en los cuales la escritura no remite más a la palabra, ya que el sujeto hablante ha desaparecido del dispositivo tecnológico de producción: sólo hay sujeto en reconocimiento. Se debió esperar largo tiempo, antes de que apareciera esta inadecuación radical entre la teoría de la lengua y el funcionamiento de los discursos sociales, así como para que se abandonara la ilusión según la cual todos los fenómenos de lenguaje propios de los discursos sociales son sólo la “complejización” de los fenómenos más simples y fundamentales, estudiados por la lingüística. El carácter inadmisible de la hipótesis según la cual yendo de la lingüística al análisis de los discursos se pasa de lo simple a lo complejo (o, si se prefiere, de la competencia a la performance), se hace patente a partir del momento en que se comprende que las frases del lingüista no son los elementos simples con los cuales se construye la complejidad de los discursos. Por el contrario, las frases son objetos construidos, extraídos de la actividad del lenguaje por una operación que a su vez no se puede explicar sino a la luz de la noción de discurso. Aquí también lo complejo está primero; y si la ciencia avanzó tanto en todos los dominios, descomponiendo y simplificando lo complejo, hoy busca comprender los sistemas complejos en tanto tales, en su propio nivel de determinación.[26]
NOTAS
[1] Véase supra, segunda parte, capítulo 3.
[2] Véase mi artículo: “Pour une sémiologie des opérations translinguistiques” VS, Quaderni di studi semiotici, 4: 81 100 (1973).
[3] Ch. S. Peirce, Ecrits sur le signe, op. cit., pág. 158.
[4] lbid, pág. 160.
[5] Eliseo Verón, “Corps Signifiant”, en Sexualité et pouvoir, París, Payot, 1978.
[6] La investigación experimental sobre el desarrollo de la gestualidad avanzó mucho en estos últimos años . “ Las investigaciones que se han multiplicado en este dominio, el de los procesos de desarrollo socioafectivo, llevaron a considerar el papel regulador del niño de pecho en las relaciones madre hijo, obligando a conceptualizar la noción de sistema de interacción. Ello aparece, por ejemplo. en el estudio de los intercambios mímicos o gestuales, tanto entre adulto y niño cuanto entre niños. La inducción de las conductas de uno de los compañeros por las conductas del otro ya no se estudia más en un solo sentido, sino en ambos; su análisis fue encarado como tratando de interacciones comunicativas” (S. de Schonen y F. Bresson, “Données et perspectives nouvelles sur les débuts du développement”, en “Le développement dans la première année”, Symposium de l’Association de Psychologie Scientifique de Langue Française, 1981). Un programa de investigación sobre las regulaciones interactivas entre niño y adulto se desarrolla en el Centro de Estudio de los Procesos Cognitivos y del Lenguaje (EHESSCNRS) bajo la dirección de François Bresson.
[7] Gregory Bateson “Contact culturel et schismogenèse”, en Vers une écologie de l’esprit, vol. l, París, Seuil, 1977, págs. 77 87. La obra sobre los Iatmul es Naven. Cambridge, Cambridge University Press, 1936 (tr. fr.:La cérémonie du Naven, París, Editions de Minuit, 1971).
[8] G. Bateson, “Bali: le système de valeurs d’un état stable” en: Vers une écologie de l’esprit, op. cit. vol. 1, pág. 123. He traducido aquí el texto inglés de una manera ligeramente diferente de la propuesta por la edición francesa.
[9] G. Bateson y D. D. Jackson, “Some varieties of pathogenic organization”, en: Disorders of Communication, vol. 42, págs. 270-290 (1964). Este texto no ha sido traducido al francés.
[10] Cf. G. Bateson, “Planning social et concept d’ apprentissage secondaire”, Vers une écologie de l’esprit, op. cit., vol. 1, págs. 193-208.
[58l Según la hipótesis de Bateson, la perturbación sistemática de las relaciones entre comportamiento y contexto (y más en general, la perturbación de los lazos de complementaridad) puede producir desórdenes graves en los mamíferos superiores; por ello están estas ideas estrechamente ligadas a lo que sería la célebre teoría batesoniana de la esquizofrenia. Cf. ‘’Vers une théorie de la schizophrénie”, en: Vers une écologie de l’esprit, op. cir., vol. 2, 1980, págs. 9 34.
[12] François Bresson, Fonction et développement des systémes de représentation, Centre d’Etude des Processus Cognitifs et du Langage EHESS CNRS. Nótese que ni Bateson ni Bresson distinguen entre fenómenos icónicos y fenómenos metonímicos.
[13] F. Bresson, Fonction et développement des systémes de représentation, op. cit.
[14] F. Bresson, Ibid.
[15] G. Bateson y D. D. Jackson, ‘Some varieties of Pathogenic Organization”, loc. cit .
[16] Ibid.
[17] G Bateson, “Style, grace et information dans l’art primitif’, Vers une écologie de l’esprit, op. cit., vol. 1, pág. 152.
[18] Sigmund Freud, Métapsychologie, París, Gallimard, 1968.
[19] Jacques Lacan, “Le stade du miroir comme formateur de la fonction du Je”, Ecrits, París, Seuil 1966.
[20] Guy Rosolato, La relation d’inconnu, París, Gallimard, 1978, págs. 69 70.
[21] Potencialidad de la imagen bien conocida de los creadores publicitarios.
[22] G. Bateson y D. D. Jackson. “Some varieties of Pathogenic Organization”. Ioc. cit.
[23] René Thom, Stabilité structurelle et morphogènese, Reading, Mass, W.A. Benjamin Inc. 1972.
[24] Véase E. Verón, “Il est là, je le vois, il me parle”, Communications.
[25] Marshall Mc Luhan, Pour comprendre les médias. París. Mame/ Seuil, 1977 .
[26] lllya Prigogine e Isabelle Stengers, La nouvelle alliance, París, Gallimard. Cf. también Gregory Bateson. La nature et la pensée. París, Seuil, 1984.
FIN