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abril 02, 2010
Sábado por la mañana a eso de las once, la señora Edna Berthelson estaba lista para emprender su pequeño viaje de negocios. Si bien se trataba de un acontecimiento semanal que requería cuatro valiosas horas de su tiempo, siempre hacía sola el lucrativo viaje, para no tener que compartir el secreto de su descubrimiento.
De eso se trataba, justamente; un verdadero descubrimiento, una racha de buena suerte. En los cincuenta y tres años que llevaba de conocimiento del comercio, nunca le había ocurrido nada semejante. En realidad, si contaba la época en que vivía su padre, más años aún hacía que estaba en los negocios, pero aquellos no podían computarse, ya que, tal como él mismo se lo había aclarado, sólo había sido tiempo de experiencia, pues no recibía pago alguno. Pero alguna vez comenzó a atender sus propios negocios, a desarrollar la habilidad de ocuparse de un pequeño comercio de campaña, a quitarle el polvo a los cuadernos, a desplegar el papel mata-moscas, a despachar judías secas, y cuando hacía falta, espantar el gato que dormía sobre la lata de las galletas.
Ella y el negocio habían envejecido a la par. Hacía muchos años que el hombre corpulento de oscuras cejas que fuera su padre, había muerto. Los hijos que ella había engendrado, y los hijos de sus hijos, estaban dispersos por distintos lugares. Uno a uno habían venido a este mundo y después de vivir en Walnut Creek y de sudar en los veranos resecos, calcinados por el sol, se hablan ido uno por uno, tal como habían venido. Cada año que pasaba tanto ella como el negocio cedían un poco, se asentaban algo más, se tornaban más frágiles, más adustos y también, más severos. Se volvían un poco más —y mutuamente— ellos mismos.
Esa mañana, bien temprano, Jackie le había dicho:
—Abuela, ¿adónde vas?
Por supuesto que sabía adónde iba. Saldría como siempre en el camión, en su viaje de todos los sábados. Pero le gustaba preguntárselo, de todos modos; la invariabilidad de la respuesta lo complacía. Era siempre la misma.
Pero la repetida respuesta a otra pregunta, también repetida, no le gustaba tanto. Era ésta: «¿Puedo ir contigo?» correspondía siempre la misma contestación: «No».
Edna Berthelson acarreaba afanosamente paquetes y voluminosas cajas desde la trastienda del negocio, hasta el ya desvencijado camión pick-up, oxidado y cubierto de polvo. El rojizo metal de sus costados aguantaba, paciente, calentándose al sol del mediodía. Cerca de las ruedas, algunos pollos escuálidos picoteaban entre el polvo. Una lanuda oveja blanca se había echado bajo el porche del negocio y observaba pasivamente la actividad general, con sus ojos indolentes y vacuos.
Algunos coches y camiones circulaban por el Boulevard Mount Diablo. Unos pocos granjeros y sus esposas hacían las compras caminando lentamente por la avenida Lafayette y mezclándose con pequeños comerciantes, peones de campo y algunas mujeres de la ciudad, vestidas alegremente con pantalones de tonos vivos, camisas estampadas, sandalias y pañuelos atractivos. Desde el frente del negocio, una radio transmitía con voz metálica canciones populares.
—Te hice una pregunta —dijo Jackie, indignado—, te pregunté adónde vas.
La señora Berthelson se agachó con dificultad, para levantar la última caja. La noche anterior el sueco Arnie se había ocupado de casi toda la carga. Era un hombre corpulento, de pelo blanco, empleado para todo el trabajo pesado del negocio.
—¿Qué? —preguntó distraída la anciana, el rostro gris arrugado por la concentración—. Sabes perfectamente adónde voy.
Jackie la siguió, quejoso, mientras ella volvía al negocio para buscar su cuaderno de pedidos.
—¿Puedo ir? ¡Por favor! ¿No puedo acompañarte? Nunca me dejas ir; no permites que nadie vaya contigo.
—Claro que no —contestó en tono cortante la señora Berthelson—, a nadie le interesa.
—Pero yo quiero ir contigo —dijo Jackie, a título de explicación.
La astuta viejecilla volvió la cabeza gris y observó largamente al chico como un pájaro cansado y descolorido observa un mundo al que no entiende del todo.
—Lo mismo sucede con los demás —dijo la señora Berthelson, apretando los labios para reprimir una sonrisa—; pero nadie puede ir.
Enfurruñado, Jackie refugió su contrariedad en un rincón, las manos bien hundidas en los bolsillos del jean, empecinado en no participar en algo que le estaba vedado. La señora Berthelson no le prestó atención. Se colocó el raído suéter azul sobre los hombros escuálidos, buscó sus gafas de sol, cerró con cuidado la puerta de alambre tejido y con paso firme se dirigió al camión.
Hacer arrancar ese vehículo era un proceso bastante complicado. La mujer se sentó un rato tironeando malhumorada de la palanca, bombeando enérgicamente el embrague mientras esperaba impaciente que los dientes engranaran. Por fin, tras una sucesión de chirridos desagradables, los engranajes encajaron. El camión dio un pequeño barquinazo, la señora Berthelson puso entonces el motor en segunda y liberó el freno de mano.
Mientras la camioneta saltaba ronroneando por la senda para coches, Jackie se apartó de la sombra de la casa y corrió por un trecho junto al vehículo. No veía a su madre por ninguna parte. Lo único que había a la vista era la oveja adormecida y los dos pollos hambrientos; ni siquiera el sueco Arnie andaba por allí, tal vez había entrado a buscar una coca-cola. Era el momento oportuno. No se le presentaría otra ocasión igual. De todas maneras, tarde o temprano, tenía que ocurrir; estaba decidido a acompañar a su abuela.
Tomándose con fuerza de la chapa trasera del camión Jackie se dió un ágil impulso hacia arriba y se dejó caer, boca abajo, sobre las pilas de cajas y paquetes perfectamente embalados. Sentía bajo su cuerpo los barquinazos del vehículo. Jackie se agarró con todas sus fuerzas, como si de ello dependiera su vida, y cogiendo las cajas llevó las piernas hacia adelante hasta quedar en cuclillas, mientras trataba desesperadamente de no ser despedido hacia atrás. Poco a poco la marcha del vehículo se hizo más regular, y los saltos disminuyeron. Con un suspiro de alivio Jackie se acomodó para seguir el viaje.
¡Al fin lo había logrado! Aunque ella no lo supiera, estaba acompañando a la señora Berthelson en su secreto viaje semanal. Se sentía partícipe en una empresa misteriosa de la que, según decían, sacaba ganancias fabulosas. Nadie entendía bien esos viajes, y en los pliegues de su mente infantil él sabía que debía tratarse de algo maravilloso y aterrador al mismo tiempo. Bien valía la pena correr algún riesgo. Deseó con fervor que la anciana no se detuviera en medio del camino para controlar la carga, de lo contrario estaría perdido.
Tellman preparó con esmero una taza de café. Primero, llevó una taza desde la lata llena de granos tostados hasta el tambor de gasolina que la colonia usaba para mezclar alimentos; después de arrojar el contenido allí, agregó un puñado de achicoria y algunas hebras de salvado. A pesar del temblor que agitaba sus manos sucias consiguió hacer fuego entre las cenizas y carbones que quedaban en el hoyo, bajo la parrilla de metal. Colocó sobre las llamas una cacerola de agua tibia y buscó una cuchara.
—¿Qué andas haciendo? —le preguntó desde atrás su mujer.
—Ah... —murmuró Tellman, escurriéndose nerviosamente entre Gladys y su preparación—. Paso el tiempo, nada más.
A su pesar, la voz pareció un gemido rezongón.
—Creo que tengo derecho a prepararme algo, ¿verdad? Como todo el mundo.
—Tendrías que ir a ayudar.
—Ya lo hice, pero creo que me disloqué algo en la espalda.
El hombre delgado, de edad mediana, se alejó incómodo del lado de su mujer, tironeándose los restos de la sucia camisa blanca.
—¡Maldito sea! Uno tiene derecho a descansar de vez en cuando.
—Podrás descansar cuando lleguemos —le reconvino Gladys monótonamente mientras cepillaba su pelo rubio oscuro—. Imagina, si todos fueran como tú... —agregó, en tono burlón.
Un rubor de indignación coloreó el rostro de Tellman.
—Después de todo, ¿quién trazó el trayecto? ¿Quién se encargó de todas las tareas de navegación?
Los labios resecos de la mujer se distendieron en una sonrisa irónica.
—Ya habrá ocasión de ver si esos mapas sirven de algo. Entonces podrás hablar —dijo.
Furioso, Tellman salió de la casilla y se zambulló bajo el sol cegador de la tarde.
¡Cómo detestaba ese sol! Estéril resplandor blanco que duraba desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche. La Gran Explosión había evaporado toda la humedad contenida en el aire; el sol castigaba sin piedad, nadie se salvaba de sus rayos, pero no quedaban muchos para que importara.
A su derecha estaba el grupo de casuchas que componía el campamento; mezcla heterogénea de cartones, láminas de metal, alambre y papel alquitranado, y algún que otro bloque vertical de hormigón armado. Todo lo que hablan podido arrastrar desde San Francisco, a unos sesenta y cinco kilómetros hacia el oeste. Frazadas viejas y trapos se agitaban lúgubremente en las puertas, en un vano intento por proteger a la gente de las nubes de insectos que de tanto en tanto invadían el campamento. Los pájaros, enemigos naturales de los insectos, habían desaparecido. Hacía dos años que Tellman no veía un pájaro, y ya no esperaba volver a verlos. Más allá del campamento se extendían las negras cenizas muertas, la faz chamuscada del mundo, desprovista de accidentes, vacía de vida.
Habían asentado la colonia en una depresión natural del terreno. Un costado estaba protegido por las desmoronadas ruinas de lo que fuera alguna vez una cadena de montañas bajas. La sacudida de la explosión había hecho estallar los gigantescos acantilados, y durante varios días, una lluvia interminable de rocas había descendido en cascada hasta el valle. Después del incendio que arrasó San Francisco, los sobrevivientes se habían arrastrado hacia los muros de grandes rocas buscando refugio del sol. No intentaban siquiera protegerse de los insectos ni de las nubes de cenizas radiactivas, ni de la furia blanca de las explosiones, sino del sol. Muchos más eran los muertos debidos a la deshidratación, la sed y la locura enceguecedora, que los causados por los gases tóxicos.
Tellman sacó del bolsillo de la camisa un precioso paquete de cigarrillos. Tembloroso, encendió uno. Sus manos sarmentosas, delgadas como garras, temblaban de cansancio, de ira, de tensión. ¡Cómo odiaba ese campamentos y todos los que estaban en él, su mujer también! A veces se preguntaba si valdría la pena salvarlos. Tenía dudas. Casi todos se habían convertido en bárbaros. ¿Qué importaba si la nave podía o no salir? Para salvarlos había sudado día y noche, pensando, tratando de utilizar los escasos medios de que disponían. ¡Al diablo con todos!
Pero su destino estaba irremediablemente ligado al de los demás; si no se salvaban todos, él también estaba perdido.
Movió con esfuerzo las piernas entumecidas y se acercó a Barnes y Masterson, que conversaban.
—¿Cómo va todo? —preguntó ásperamente.
—Muy bien —repuso Barnes—, ya no falta mucho.
—Una carga más —dijo Masterson con un tic nervioso—. Espero que no nos falle. Ella debe llegar de un momento a otro.
Tellman detestaba el olor de animal sudoroso que emanaba del cuerpo gordo de Masterson. La situación en que estaban no era excusa para andar sucios como cerdos... En Venus las cosas serían diferentes. En esos momentos, Masterson y su habilidad mecánica eran muy valiosos, insustituible para montar una turbina y los chorros de la nave; pero después de aterrizar, después que saquearan la nave...
Tellman pensaba obsesionado en el restablecimiento de un orden justo. Simultáneamente con la destrucción de las ciudades, las jerarquías se habían derrumbado, las autoridades caducaron; ya llegaría el momento en que volverían a imponerse más fuertes que nunca. Allí estaba Flannery, por ejemplo. ¿Quién era Flannery sino un irlandés bocasucia, un estibador acostumbrado a vivir en casuchas? Pero dirigía la operación de cargar la nave, el trabajo más importante en ese momento. Flannery era el principal... por ahora. Pero las cosas podían cambiar.
Tendrían que cambiar, pensó Tellman para sí, tratando de consolarse mientras se apartaba de Masterson y Barnes para ir hacia la nave, que era enorme. A pesar de las cenizas llevadas por el viento y los rayos calcinantes del sol, conservaba aún su identificación, marcada en su parte delantera:
EJERCITO DE LOS ESTADOS UNIDOS. ARTILLERÍA. SERIE A—3.
En su origen había sido empleada como arma de alta velocidad para represalias masivas y, provista de una unidad H de guerra, estaba equipada para sembrar la muerte indiscriminadamente en territorio enemigo. El misil no había sido disparado nunca. Cristales tóxicos de origen soviético se habían introducido lentamente por las puertas y ventanas del comando local. Cuando llegó el día del lanzamiento ya no había tripulación para llevarla a cabo. No tenía mucha importancia..., tampoco quedaban enemigos. Por muchos meses el cohete había estado sentado en sus nalgas y en esa posición estaba aún cuando los primeros refugiados tambaleantes buscaron abrigo en las montañas demolidas.
—Es bonito, ¿verdad? —preguntó Patricia Shelby, levantando la vista de su trabajo mientras sonreía legañosamente a Tellman.
La fatiga, el cansancio visual, marchitaron tempranamente el rostro bonito, de delicadas facciones, de la joven.
—Me hace recordar al trilón de la Feria Mundial de Nueva York —agregó.
—¡Dios mío! —dijo Tellman—, ¿aún recuerdas aquella época?
—Tenía ocho años solamente —dijo Patricia.
Protegida por la sombra de la nave, trabajaba controlando los relojes automáticos encargados de mantener constantes el aire, la temperatura y la humedad interior de la nave.
—Nunca lo olvidaré. Tal vez fue un presentimiento; cuando lo vi apuntando la nariz hacia el cielo, algo me dijo que algún día sería de gran importancia para todos.
—Para todos... Para los veinte que hemos quedado. —agregó Tellman, que en un gesto espontáneo le ofreció el resto de su cigarrillo. —Toma, aquí tienes; creo que te vendrá bien.
—Gracias —dijo Patricia, y continuó trabajando, el cigarrillo entre los labios—. Me falta poco para terminar. ¡Dios, algunos relés son tan pequeños! —la chica levantó una microscópica lámina de plástico transparente y agregó: —Piensa un poco. Durante el tiempo en que todos estemos sin sentido, de esto dependerá la vida y la muerte de toda la humanidad— sus ojos azul oscuro se abrieron expresando un extraño asombro.
—Eres igual que Flannery —rezongó Tellman—, siempre balbuceando esa jerga idealista.
Sentado junto a Flannery y Jean Dobbs, el profesor John Crowley, ex jefe del departamento de historia de la Universidad de Stanford y líder de la colonia, examinaba el brazo supurante de un niño de diez años.
—Es consecuencia de las cenizas que están asentándose. Si no logramos irnos pronto de aquí, estamos listos —dijo.
—No es radiación —le corrigió Flannery con una seguridad recién adquirida en la voz—; es envenenamiento por los cristales tóxicos. En las colinas ese polvo llega a la altura de las rodillas y el niño ha estado jugando por ese lugar.
—¿Es cierto? —preguntó Jean Dobbs.
El chico asintió, sin atreverse a mirarla.
—Tienes razón —dijo la mujer a Flannery.
—Ponle un poco de ungüento —dijo Flannery—, y ojalá se salve. Ya sabes que lo único que tenemos es un poco de sulfatiazol, a menos que hoy nos traiga la penicilina —agregó, poniéndose repentinamente tenso.
—Si no la trae hoy, nos quedaremos sin eso —afirmó Crowley—. Esta es la última carga y en cuanto la hayamos almacenado, debemos partir.
—Saquemos el dinero entonces —exclamó Flannery, restregándose las manos.
—¡Eso es! —contestó Crowley, sonriente.
Buscó a tientas en uno de los armarios de acero inoxidable usados como depósito, y extrajo un puñado de billetes. Sostuvo un manojo ante el rostro de Tellman y lo abanicó con ellos, incitándolo.
—Elige el que quieras. Llévatelo todo.
—Ten cuidado dijo Tellman, nervioso—, probablemente nos aumente el precio de todo.
—¡Tenemos dinero de sobra! —exclamó Flannery, y tomando algunos billetes al azar los metió dentro de un cargamento a punto de ser enviado a la nave—. Ya ves cuánto llega de todas partes volando por el aire, mezclado con las cenizas y astillas de huesos. Cuando lleguemos a Venus no nos servirá para nada. Da lo mismo que se lo entreguemos todo a ella.
Tellman pensó en Venus. Cuando lleguemos allá, pensó furioso para sí, las cosas volverán a su cauce natural y Flannery tendrá que cavar zanjas, como le corresponde.
—¿Qué nos trae hoy? —preguntó dirigiéndose a Crowley y Jean Dobbs, sin prestar atención a Flannery—. ¿En qué consiste la última carga?
Flannery, un joven alto, delgado de cabello oscuro, se secó la transpiración de la frente que mostraba signos de una calvicie prematura.
—Revistas de historietas y algunas armónicas —contestó con aire soñador.
Crowley le guiñó el ojo.
—Una colección de ukeleles, así, cuando pasemos el día tendidos en las hamacas colgantes, tendremos acompañamiento musical para entonar distintas canciones.
—Y varillas calientes —le recordó Flannery—, para producir muchas burbujas en nuestro champagne cosecha ‘38.
—Son un par de... degenerados —dijo Tellman, hirviendo de ira.
Crowley y Flannery soltaron la risotada y Tellman se fue, echando chispas, agobiado por una nueva humillación. ¿Qué clase de imbéciles y lunáticos eran? Todavía tenían ganas de hacer chistes en momentos como el que estaban viviendo. Dirigió hacia la nave una mirada cargada de reproches y mal humor. ¿Qué clase de mundo iban a fundar?
La enorme nave centelleaba bajo el despiadado resplandor blancuzco. El gran tubo de aleación y mezcla de fibras protectoras sobresalía entre el grupo de chozas miserables. Un cargamento más y podrían despegar. Faltaba sólo un camión repleto de las provisiones que les traía su única fuente de recursos, y estarían listos. Esa lenta entrega de mercaderías libres de contaminación representaba la diferencia entre la vida y la muerte.
Tellman se volvió, esperando la llegada de la señora Berthelson y su destartalado camión rojo. Rogaba para sí que nada saliera mal. Ella era el frágil cordón umbilical que los unía a un pasado opulento y sano.
Bosquecillos de apetitosos albaricoques se extendían ambos lados del camino. Moscas y abejas zumbaban embriagadas entre la fruta en descomposición, esparcida por el suelo. De vez en cuando aparecía un puesto de venta al costado del camino, atendido por niños que parecían sonámbulos. En las calzadas había muchos automóviles Buick Oldsmobile estacionados. Perros de campo vagabundeaban aquí y allá. En una intersección, una lujosa taberna ostentaba un aviso de luz fluorescente que parpadeaba continuamente, destacándose apenas bajo el sol pálido de la media mañana.
La señora Berthelson dirigió una mirada hostil a la taberna y a los coches estacionados a su alrededor. La gente de la ciudad se mudaba hacia los valles; cortaba los añosos cedros, echaba abajo las viejas quintas de árboles frutales elegían su casa en los suburbios. Hacían un alto alegre en el camino para beber cócteles, y luego seguían conduciendo un poco alegres. Muchas veces conducían a más de ciento veinte kilómetros por hora sus fastuosos Chryslers con capota baja. Detrás del camión se había formado una columna de coches; no tardaron en hacerse a un lado y dejarlos atrás. Con el rostro endurecido, ella los dejó pasar, indiferente. Tenían su castigo por andar siempre deprisa. Si ella también se hubiese apresurado, como todos los demás, no habría tenido oportunidad de prestar atención a esa extraña habilidad que descubrió en sus viajes solitarios e introspectivos. Nunca habría podido descubrir que tenía capacidad de mirar «hacia delante», jamás habría descubierto ese orificio en la urdimbre del tiempo que le permitía negociar tan fácilmente a precios exorbitantes. ¡Que se apuren, qué más da...! —pensó.
En la parte posterior del camión, la pesada carga saltaba rítmicamente. El motor ronroneaba; una mosca medio muerta zumbaba pegada al cristal posterior. Jackie disfrutaba del viaje, tirado entre las cajas y cartones, contemplando con satisfacción los árboles de albaricoque y los coches que pasaban. Contra un cálido cielo blanco y azul se elevaba el Mount Diablo, pared de fría roca. Velos de niebla se adherían a la cima, ya que la altura de la montaña era bastante considerable. Hizo una morisqueta a un perro que esperaba indolente, al costado del camino. Le dijo adiós con la mano al hombre de la compañía de teléfonos que reparaba las líneas desenrollando metros y metros de cable de una enorme bobina.
Súbitamente el camión tomó un recodo y salió de la carretera del estado, metiéndose por un camino lateral, de superficie negra. Ahora circulaban menos coches. El camión empezó a ascender por la montaña... Las ricas huertas fueron quedando atrás y en su lugar aparecieron chatos campos de color parduzco. Hacia la derecha había una granja destartalada; la miró con interés, pensando en qué año habría sido construida. Cuando eso se perdió de vista no volvió a ver nada hecho por la mano del hombre. Los campos estaban descuidados. De vez en cuando se veían restos de cercos destrozados, caídos; algunos avisos rotos, ilegibles. El camino se acercaba ya a la base de Mount Diablo... Muy poca gente venía por ese lado.
El chico se preguntó por qué el viaje de la señora Berthelson tomaba ese rumbo. Nadie vivía por allí. De pronto no hubo más campos, sólo matorrales y arbustos, campo abierto y salvaje, el costado escabroso de la montaña. Un conejo saltó ligeramente cruzando el camino casi inexistente. Excepto por alguna torre de los servicios estatales, no había nada; colinas y una amplia extensión de árboles y rocas esparcidas por todas partes; de vez en cuando algún depósito de agua. Vio una zona para pic-nics mantenida antes por el estado, y ahora completamente abandonada.
El niño se sintió azuzado por el dedo del miedo. En ese lugar no podía haber clientes... El había estado casi seguro que el desvencijado camión rojo los llevaría a alguna ciudad; que él y la carga irían a parar a San Francisco, a Oakland o a Berkeley, donde podría correr y ver cosas interesantes. Por estos lugares no había nada, sólo el desierto desolado, silencio y extraños presentimientos. Al llegar al pie de la montaña el aire se tornó helado. Tembló. En ese momento deseó no haber hecho el viaje.
La señora Berthelson aminoró la marcha y con un chirrido prolongado hizo el cambio de velocidad. Entre rugidos del motor y explosivos eructos de gases, el camión empezó a subir una empinada cuesta por un estrecho del sendero limitado por guijarros filosos y amenazantes. A lo lejos, un ave lanzó un chillido agudo; Jackie escuchó perderse el eco del canto, y se preguntó cómo haría para llamar la atención de su abuela. ¡Qué lindo sería viajar en la cabina...!
En ese momento lo vio; al principio no pudo creerlo, pero tenía que creerlo. Bajo su cuerpo, el contorno del camión empezó a desdibujarse. Se borraba lentamente, en forma casi imperceptible. El camión se tornaba más pálido; sus costados rojizos se volvieron grises, después incoloros y por último, el camino negro pudo verse bajo el camión transparente. Dominado ya por el pánico, el chico se aferró desesperadamente a la pila de cajas. Pero las manos pasaron entre las cosas; estaba navegando precariamente sobre un mar de formas vagas, fantasmas casi invisibles.
Una brusca sacudida lo hizo deslizarse hacia abajo. En ese momento quedó suspendido en la mitad del camión, justo encima del tubo de escape. Dando manotazos trató desesperadamente de sostenerse cogiéndose a las cajas que estaban encima de él.
—¡Socorro! —gritó.
El eco de su voz reverberó en torno. Era el único sonido, ya que el ruido del camión se estaba extinguiendo. Por último quedó aferrado a la forma esfumante del camión; después, suave y gradualmente la última imagen del camión se desvaneció del todo, y el niño cayó sobre el camino con un crujir espantoso de huesos.
El impacto lo hizo rodar entre los pastos secos, más allá de la cuneta. Sorprendido, mareado por el dolor y desconcertado, quedó unos minutos tirado, jadeante, hasta que trató débilmente de ponerse de pie. Todo era silencio; el camión y la señora Berthelson habían desaparecido. Estaba completamente solo. Cerró los ojos y continuó tendido, atontado de miedo.
Poco más tarde lo despertó el chirrido de unos frenos. Un camión anaranjado, cubierto de polvo, de una división de mantenimiento del estado, se habla detenido con un barquinazo; dos hombres con uniforme de color caqui descendieron para ayudarlo. Lo hicieron ponerse de pie de un tirón, mientras lo miraban serios y preocupados.
—¿Qué hacer por aquí? —le preguntaron.
—Me caí del camión —logró farfullar el niño.
—¿De qué camión? —preguntó uno de los hombres—. ¿Cómo sucedió?
¿Cómo podría explicarles? Lo único que sabía era que la señora Berthelson se había ido. Después de todo, no había logrado su propósito y ella continuaba el viaje sola, como siempre. Nunca podría saber adónde iba, y se quedaría sin descubrir quiénes eran sus clientes.
Prendida con fuerza al volante del camión, la señora Berthelson tuvo conciencia de que ya había ocurrido la transición. Tenía una vaga noción de que los campos parduzcos, las rocas y los matorrales verdes habían desaparecido. La primera vez que había seguido «hacia delante» el camión se había tambaleado sobre un mar de cenizas negras. La excitación que le provocaba el descubrimiento le habla impedido «escudriñar» las condiciones del otro lado del orificio. Supo que había clientes y sin vacilar se dirigió rápidamente a través de la urdimbre para llegar primero. Sonrió satisfecha, no había sido necesario apresurarse... Allí no había ninguna competencia. En realidad los clientes estaban tan ansiosos por hacer negocios con ella, que habían hecho lo imposible para facilitarle las cosas.
Los hombres habían construido una burda sección de camino hasta la zona de las cenizas; era una especie de plataforma de madera sobre la que rodaba el camión. Pero había descubierto el momento preciso de «seguir adelante»; era justo cuando el camión pasaba la alcantarilla de drenaje, un cuarto de kilómetro dentro de los límites del parque del estado. Allí todavía quedaban restos de la alcantarilla, un cúmulo desordenado de piedra destruida. Y el camino estaba totalmente hundido. Ya podía escuchar el crujir y el gemido de los toscos tablones bajo el peso del camión. Si pinchaba una llanta se vería en aprietos, aunque uno de ellos, con toda seguridad, podría arreglársela. Se pasaban el tiempo trabajando y una pequeña tarea más para ellos no significaba mucho. Ya podía verlos. De pie, al final de la plataforma de madera la esperaban con impaciencia. Detrás de ellos estaba el grupo de casuchas desvencijadas y malolientes, más atrás todavía, la nave.
Le importaba un bledo la nave que tenían. Sabía muy bien de qué se trataba: material robado al ejército. Su mano huesuda apretó con fuerza la perilla de cambio de velocidad y puso el camión en neutral para hacerlo detener. Mientras los hombres se acercaban, empezó a tirar del freno de mano.
—...tardes —murmuró el profesor Crowley, clavando la mirada ansiosa en la parte posterior del camión; bultos, paquetes, cajas...
La señora Berthelson farfulló una respuesta ininteligible. Esos hombres le daban asco... Eran sucios, olían a sudor, a miedo, tenían las ropas cubiertas de mugre; parecían envueltos en un manto de desesperación del que nunca podrían despojarse. Se arracimaron en torno al camión como niños lastimosos, sorprendidos, tanteando ansiosamente los paquetes, bajándolos hasta el suelo negruzco sin esperar.
—Un momento —ordenó ella con voz áspera—. Dejen esas cosas donde están.
Retiraron las manos como si se hubieran quemado. La señora Berthelson descendió con firmeza del camión, tomó su hoja de inventario y caminó con afán hacia Crowley.
—Deben esperar —dijo ella—; primero debemos controlar los paquetes.
El asintió, dirigió una mirada a Masterson y mojándose los labios resecos se dispuso a esperar. Todos esperaban. Siempre era lo mismo. Ellos sabían, tan bien como ella, que era la única forma de obtener las provisiones. Si no las recibían así, la comida y los medicamentos y las ropas y los instrumentos y las herramientas y la materia prima no podrían salir en la nave.
En este mundo, en el mundo «hacia delante», no existían esas cosas. Por lo menos no en una forma en que cualquiera pudiera disponer de ellas. Una sola mirada le había bastado para comprobarlo; podía ver las ruinas con sus propios ojos. No habían sabido cuidar su mundo. Lo hablan desperdiciado, destruido, convertido en ruinas y cenizas negras. Bueno, era asunto de ellos que no le incumbía para nada.
Nunca se habla interesado mucho en la relación entre el mundo de los otros y el propio. Le bastaba saber que ambos existían y que ella podía pasar del propio al de ellos y después volver. Era la única que sabía cómo hacerlo. En varias oportunidades, gentes de este mundo, miembros del grupo con el que comerciaba, habían tratado de «volver hacia allá» junto con ella, pero siempre habían fracasado. En el momento de la transición quedaban detrás. Era un poder especial, una facultad que sólo ella poseía; no era algo que pudiera compartirse, y eso le causaba alegría. Además, para una persona de negocios era realmente una facultad muy valiosa.
—Está bien —afirmó con vigor.
Parada en un punto desde el que podía observarlos, empezó a controlar cada caja, a medida que la sacaban del camión. Seguía siempre la misma rutina, precisa y justa; era parte de su vida. Por tanto tiempo como su memoria le permitía recordar, había efectuado negocios de una manera muy personal. Su padre le había enseñado a desenvolverse en el mundo comercial, y ella había aprendido muy bien sus reglas y principios rigurosos. Ahora no hacía más que ponerlos en práctica.
Flannery y Patricia Shelby estaban juntos, hacia un costado. Flannery tenía el dinero para pagar la entrega.
—Y bien —murmuró él entre dientes—, ya podemos decirle que se vaya y se tire en el río.
—¿Estás seguro? —preguntó Pat, nerviosa.
—Ya tenemos el último cargamento —dijo Flannery, sonriendo y alisándose los cabellos escasos con mano insegura—. Ahora podemos preparar el despegue. Con toda esta mercadería la nave estará repleta. Tal vez debamos sentarnos a comer algo de lo que tenemos ahora —dijo, señalando una caja de productos de almacén—: tocino, huevos, leche, café legítimo... Quizá no convenga ponerlos en el congelador, ¿por qué no hacer una orgía aquí, la última cena antes del vuelo?
—Sería maravilloso —dijo Pat, ávidamente—. Hace tanto tiempo que no disfrutamos de una buena comida...
Masterson se acercó a grandes pasos.
—¿Por qué no la matamos y la hacemos hervir en una gran olla? —dijo—. Vieja bruja y flaca..., tal vez haga buen caldo.
—Sería mejor en el horno —corrigió Flannery—, un poco de pan de jengibre para comer en el viaje.
—Quisiera que no hablaran de esa manera —dijo Pat, aprehensiva—. Es tan... Bueno, tal vez es una bruja; es decir, tal vez las brujas eran así..., viejas, poseedoras de extraños dones, como ella, que es capaz de pasar a través del tiempo.
—Por suerte para nosotros —dijo Masterson secamente.
—Pero ella no entiende, ¿no les parece? ¿Creen que sabe lo que hace? ¿Creen que siquiera se le ocurre que podría salvarnos compartiendo su habilidad? Quizá ni sabe lo que le sucedió a nuestro mundo y a nosotros, aquí, extraviados...
—Tal vez no lo sepa, o no le interese —sentenció Flannery, después de pensarlo—. Una mentalidad como la suya, que sólo ve los negocios y la posible ganancia, que sólo piensa en sacarnos fabulosas utilidades vendiéndonos estas cosas a precios increíbles... La ironía de la situación es que el dinero no significa nada para nosotros. Si ella pudiera ver, tendría que darse cuenta. En este mundo el dinero es un simple papel, pero ella sigue pegada a su mezquina rutina; negocios, ganancias —meneó la cabeza—. Una mente como la suya, distorsionada, del tamaño de una mosca..., y miren, ella posee ese único talento.
—Pero ella ve —insistió Pat—; ve las cenizas, las minas. ¿Cómo es posible que no sepa?
Flannery se encogió de hombros.
—Probablemente no lo relaciona con su propia vida. Después de todo, ¿cuánto más podrá vivir? Dentro de un par de años morirá y no podrá presenciar la guerra en su época verdadera, sólo verá este resultado, la realidad presente como una región que puede visitar, una especie de catálogo de viajes por tierras extrañas. Ella puede ir y venir, pero nosotros estamos atrapados. ¡Qué sensación de seguridad debe darle poder salir de un mundo y entrar en otro! ¡Dios, lo qué no daría yo por volverme como ella...!
—Ya se ha intentado —señaló Masterson—. Tellman, ese estúpido, trató de hacerlo y tuvo que volver a pie, cubierto de cenizas. Dijo que el camión se había esfumado.
—Así fue la cosa —dijo tímidamente Flannery—. La vieja lo condujo a Walnut Creek, de vuelta al año 1965.
Habían terminado de descargar el camión. Los miembros de la colonia subían fatigosamente por el declive, cargados con los cajones, hasta la zona de control que estaba al pie de la nave.
La señora Berthelson, acompañada de Crowley, se acercó a Flannery.
—Aquí está el inventario —dijo, sin titubear—; faltan algunas cosas, ya les dije que no tengo existencia de todo en mi negocio. Debo pedir casi todos los artículos.
—Sí, lo sabemos —dijo Flannery con calma, un poco divertido.
En realidad habría sido muy curioso encontrar un negocio de campo que tuviera microscopios, largavistas, tornos blindados, paquetes congelados de antibióticos, transistores de radio de alta frecuencia, libros de texto avanzados en todas las ramas de la ciencia.
—Por eso debo cobrarles un poco más —continuó la mujer, haciendo uso de la táctica habitual para extorsionar—, por los artículos que tengo que pedir a otros proveedores, para traérselos a ustedes.
Revisó el inventario y después devolvió la lista de diez páginas, escritas a máquina, que Crowley le había dado en visita anterior.
—Faltan algunas cosas que no pude encontrar, pero las marqué para volver a pedirlas. Ese laboratorio del Este dijo que los metales... Tal vez más adelante —una mirada astuta relampagueó en los viejos ojos grises—, y seguramente han de costar muchísimo.
—No importa —dijo Flannery, entregándole el dinero—; Puede cancelar ese pedido.
Al principio no cambió de expresión. No pareció comprender.
—No habrá más embarques —explicó Crowley.
Estaban libres de tensión. Por primera vez no le temían a vieja. La tenue relación había llegado a su fin. Ya no dependían del rojo camión oxidado. Habían recibido el último embarque, y estaban listos para irse.
—Vamos a despegar —dijo Flannery, riendo de oreja a oreja—. Ya tenemos todo.
De súbito comprendió.
—Pero yo he colocado pedidos por esos artículos —la voz chillona no revelaba emoción—; me los enviarán y tendré que pagarlos.
—Y bien —dijo Flannery, suavemente—. Vea usted qué mala suerte.
Crowley lo miró, tratando de prevenirlo.
—Lo siento —dijo a la anciana—. No podemos permanecer más tiempo aquí; este lugar es cada vez más peligroso. Debemos irnos lo antes posible.
La cara marchita pasó de una expresión de sorpresa, a otra de ira.
—Me han pedido esas cosas y tendrán que recibirlas —dijo, con un graznido de furia—. ¿Qué quieren que haga con todo eso?
Pat Shelby intervino para quitarle a Flannery la oportunidad de lanzarle una respuesta cruda.
—Señora Berthelson, ya es mucho lo que ha hecho por nosotros, aunque no quiso hacernos pasar por el orificio del tiempo. Le estamos muy agradecidos. De no ser por usted, no tendríamos las provisiones necesarias. Pero realmente debemos irnos —alargó la mano, tratando de tocar el hombro de la anciana, que se apartó furibunda—. Lo que deseo de expresar —insistió Pat un poco torpemente—, es que no podemos quedamos más tiempo. Ya no se trata de si deseamos o no. ¿Ve usted toda esa ceniza negra? Pues bien, es radiactiva y lentamente se va filtrando, cada vez más. El nivel de envenenamiento se eleva constantemente; si nos quedamos un poco más, terminará por destruirnos.
La señora Berthelson continuaba de pie, apretando en su mano la hoja de inventario. Su rostro tenía una expresión desconocida para los presentes. Había desaparecido el violento espasmo de ira y en ese momento, una dura capa de frialdad parecía cubrir las viejas facciones. Los ojos, semejantes a piedras grises, no revelaban ningún sentimiento.
Flannery continuaba imperturbable.
—Aquí está su botín —le dijo, entregándole un puñado de billetes, y volviéndose hacia Crowley agregó—. ¡Qué diablos! ¿Y por qué no le damos también el resto? Metámoslo todo en su maldita garganta.
—Cállate —replicó Crowley.
Flannery se hizo hacia atrás, resentido.
—¿Con quién crees que estás hablando?
—¡Basta ya! —exclamó Crowley, tenso y preocupado.
Dirigiéndose a la vieja, trató de hacerla razonar.
—No pretenderá que nos quedemos aquí para siempre, ¿verdad?
La mujer no contestó. Volviéndose súbitamente, se dirigió al camión con paso decidido.
Masterson y Crowley se miraron, intranquilos.
—Ahora sí que se ha enojado —dijo Masterson con aprehensión.
Tellman llegó presuroso, miró a la vieja que subía al camión y se agachó para elegir entre los paquetes de productos de almacén, la cara enjuta iluminada por una intensa avaricia infantil.
—Mira —dijo, jadeando—. Es café; más de cinco kilos. ¿Por qué no abrimos una lata? ¿Puedo abrir una, para celebrar:..?
—Por cierto —contestó Crowley con tono opaco, sin apartar los ojos del camión.
El vehículo describió una amplia curva y con un bronco rugido, ascendió por la rústica plataforma en dirección a las cenizas. Siguió rodando por sobre el blando polvo, se deslizó un corto trecho y luego desapareció. Sólo quedó la oscura planicie tétrica, castigada por el sol.
—¡Café! —exclamó alegremente Tellman, y arrojó la lata de metal brillante al aire para recibirla torpemente de vuelta.
—¡A celebrar! La última noche... Nuestra última cena en la Tierra.
Era cierto.
Mientras el rojo camión pick-up trotaba metálicamente por el camino, la señora Berthelson escudriñó el «más adelante» y comprobó que los hombres le habían dicho la verdad. Contrajo los labios delgados y sintió en la boca un ácido gusto bilioso. Había dado por sentado que continuarían comprándole siempre. No tenía competencia, era la única fuente de aprovisionamiento, pero ahora estaban listos para irse. Si lo lograban, no le quedarían más clientes.
¿Dónde podría encontrar un cliente tan satisfactorio como ese grupo? Era perfecto; el grupo de refugiados era el cliente perfecto. Tenía casi doscientos cincuenta mil dólares escondidos en la caja con llave, detrás del negocio, bajo las bolsas de reserva de granos. En el curso del mes la colonia prisionera le había ido entregando una verdadera fortuna, mientras trataba de reconstruir la nave.
Y pensar que ella lo había hecho posible. Ella era responsable de que estuvieran en condiciones de irse. Debido a su miopía, ahora estaban listos para escaparse. No había sabido emplear la cabeza.
Sentada al volante del camión, de regreso al pueblo, trató de calmarse, de pensar con serenidad. La culpa era exclusivamente suya, era la única capaz de llevarles provisiones, sin ella estaban indefensos.
Sin perder la esperanza empezó a mirar aquí y allá, como un pescador que arroja varios anzuelos, tratando de penetrar con su profundo sentido los «más adelantes» diversos. Porque había más de uno, por supuesto. Existía una trama intrincada de «más adelantes» distribuidos en distintos casilleros del tiempo. Podía elegir el que quisiera y penetrar en él. Pero en ninguno parecía hallar lo que deseaba. En todos encontraba planicies sombrías cubiertas de ceniza negra y desprovistas de vida humana. No había lo que ella buscaba: clientes.
Era muy compleja la trama de los «más adelantes» formada por eslabones entrelazados. Un paso llevaba al próximo..., pero no era posible pasar a cadenas paralelas.
Con sumo cuidado y gran precisión empezó la tarea de búsqueda a través de cada una de las cadenas. Había muchísimas... Una verdadera infinitud de posibles «más adelantes». Tenía el poder de elegir, así como había tenido el poder especial de penetrar en aquella única y determinada cadena donde se apretujaba la colonia que trabajaba para reconstruir la nave. Al penetrar en ella, la había puesto de relieve; había logrado inmovilizarla en la realidad. La rastreó entre otras muchas, entre una verdadera multitud de posibilidades.
Ahora era preciso rastrear otra; ese determinado «más adelante» había resultado insatisfactorio; el mercado se habla escabullido.
El camión entraba ya en el agradable pueblo de Walnut Creek, pasando ante negocios alegres, casas y supermercados, cuando al fin lo localizó. Había tantos, y su mente era tan vieja..., pero ya lo había elegido. Apenas lo encontró, supo que era el adecuado. Su innato sentido de los negocios lo confirmó; ese «más adelante» engranó perfectamente.
Había encontrado la única entre varias posibilidades. La nave estaba bien construida y había pasado todas las pruebas. Un «más adelantes» tras otro, la nave se elevaba, parecía vacilar un poco hasta que la maquinaria automática arrancaba y después, con una gran explosión, salía hacia arriba hendiendo la atmósfera en pos de la estrella matutina. Unos pocos «más adelantes» después, la nave estallaba en fragmentos blancos. Pero ella desdeñó esos «más adelantes», no había en ellos ninguna ventaja.
En otros «más adelantes» en cambio, la nave no lograba despegar; las turbinas jadeaban, se producía una pérdida de gas y la nave quedaba clavada en el mismo lugar. Entonces los hombres empezaban a salir y se distribuían en distintas direcciones, iban hacia las turbinas en busca de las partes que podían haber fallado. Nada lograría ella pues, en segmentos posteriores de la cadena; los otros reparaban la avería de la nave y el despegue se cumplía, más tarde pero satisfactoriamente.
Pero había una cadena perfecta; en ella cada elemento, cada eslabón se desarrollaba a la perfección. Los cierres eran herméticos; la nave despegaba del terreno liso de negra ceniza. Cuando había ascendido a unos cuatro kilómetros, los chorros posteriores se desprendían. La nave vacilaba, entraba en una curva descendente ensordecedora y se dirigía de punta a la Tierra. Equipo de descenso de emergencia, diseñado para Venus, era arrojado hacia afuera. La nave perdía velocidad, planeaba durante minutos agonizantes, para chocar por último contra el cono de deshechos que fuera el Mount Diablo. Allí quedaban los restos de la nave; láminas de metal retorcido, humeando en medio del silencio desolador...
Los hombres salían de la nave, temblorosos y enmudecidos, dispuestos no obstante, a inspeccionar los daños. Era preciso volver a empezar la miserable y fútil tarea. Acumular provisiones, emparchar el cohete... La vieja sonrió para sí. Eso era lo que quería. Sería perfecto. Todo lo que debía hacer —una verdadera insignificancia—, era elegir la serie durante su próximo viaje. Sería el sábado próximo, cuando hiciera su pequeño viaje de negocios.
Crowley yacía semi-enterrado en las negras cenizas, frotándose débilmente una profunda herida en la mejilla. Se le había roto un diente y la encía le palpitaba. Sangre espesa le manaba de la boca y sentía el gusto salado del fluido orgánico que perdía irremediablemente. Trató de mover la pierna, pero no tenía sensibilidad. Rota. El aturdimiento, la desesperación, le impedían comprender.
Cerca de él, Flannery se movió en la penumbra. Se oyó un lamento de mujer. Heridos y agonizantes estaban dispersos entre las rocas y las partes destrozadas de la nave. Una silueta logró enderezarse, trastabilló y volvió a caer. Hubo un destello de luz. Era Tellman, abriéndose paso torpemente entre los restos descalabrados de su mundo. Miró a Crowley con expresión tonta, las gafas le colgaban de una oreja, le faltaba parte del maxilar inferior. De pronto cayó de bruces sobre un cúmulo humeante de provisiones. Su cuerpo flaco fue sacudido por una serie de convulsiones.
Crowley logró arrodillarse. Masterson se inclinó hacia él y oyó que le hablaba, repitiendo siempre las mismas palabras.
—Estoy bien —carraspeó Crowley.
—Nos hemos venido abajo; naufragamos.
—Lo sé.
La cara destrozada de Masterson reveló los primeros síntomas de histeria.
—Ustedes creen que...
—No —murmuró Crowley—, no es posible.
Masterson dejó escapar una risita tonta. Las lágrimas desteñían la mugre de sus mejillas; gruesos goterones le resbalaban por el cuello.
—Lo consiguió. Miren lo que ha logrado. Quiere que nos quedemos aquí.
No podía ser; simplemente, no era posible.
—Nos iremos —afirmó—. Vamos a juntar los restos y empezar de nuevo.
—Verán que volverá —dijo Masterson con voz temblorosa—. Ella sabe que la estamos esperando aquí. ¡Sus clientes!
—¡No! —volvió a decir Crowley, incrédulo, forzándose por no ver la realidad—. ¡Tenemos que irnos!
FIN
Título Original: Captive Market © 1974,