Publicado en
abril 08, 2010
En la tibieza del lecho, una ventosidad furtiva os trae a la nariz el efluvio de la carne que se descompone: las chuletas de cordero que devorasteis la noche anterior. Sazonadas con romero, las costillas envueltas en papel escarolado, como las vestiduras fúnebres. Otro cadáver digerido.
"Hágase vegetariano, entonces." Se la oyó decir siempre lo mismo; tedio de oírla, tedio de todo. Hastío de las cosas que digo y que trascienden a veces.
"No quiero nada de eso."
Estamos escuchando las noticias.
"¿Qué? ¿De qué estabas hablando? ¿Qué?"
¿Qué, verdaderamente? No: cuál. ¿Cuál es el que deseché? El muchachote que lanzó una piedra contra la policía resultó con ambos brazos rotos por ellos y después violado por los presos de la celda en que lo metieron; el diplomático secuestrado y el grupo (de hombres como yo y mujeres como ella) que envió por correo a la familia su dedo anular; la joven impregnada, con gasolina y quemada viva por traidora; los que morían de sed y los que se ahogaban en las inundaciones, muy lejos de allí; el hijo de 19 años del señor y de la señora, muerto por una tremenda sacudida elemental de 220 voltios cuando utilizaba una pistola de spray eléctrica en su bicicleta de motor. Lo deliberado, lo planeado, ejecutado por personas como yo, o lo fortuito, lo indiferente, ejecutado insensiblemente por fuerzas ¿Insensiblemente? ¿Por que hay mas sentido en los actos conscientes que se traducen en cadáveres? El sentido la conciencia no es sino el de la propia decepción. La inteligencia es una mentira.
"No estás diciendo nada del otro mundo. Eso es la vida."
Esa era su filosofía de salón de belleza. Anacrónica, animal, pasiva. Aunque tuviera opción no podía elegir, no podía decidirme por ninguna parte.
La diaria necrofilia.
"Hágase vegetariano, entonces."
Entre todos los demás, ningún otro pensaría nunca que algo andaba mal. El es consciente de ello; ella es consciente de que él es consciente, sintiendo cierto orgullo por el hecho de aparecer exactamente como ellos pensaban de él y esperaban de su concurso. Los invitados a la excursión de fin de semana -reunidos en la cabaña o lodge de un coto de caza privado-, incluirían al hombre práctico, que siempre improvisa; al payaso que se quema los dedos en el fuego del campamento y hace reír con eso; la mujer que se pasa el tiempo preparando la comida de todos; la joven atractiva que enciende los deseos; el animador que mantiene a todo el mundo bebiendo hasta horas avanzadas; el silencioso que se sienta aparte, contemplando la vegetación selvática; uno o dos recién llegados, de lastre, que pueden o no revelarse en alguna medida dignos de una conversación seria. ¿Por qué no aceptar? ¿No? Está bien. ¿Qué otra, cosa tiene él en el magín que pudiera gustarle más? Dímelo simplemente.
Nada.
¡Ahí lo tienes!
En contraste con el payaso, él es el seductor, el inteligente. Está al cabo de las debilidades de los demás; pone en marcha las anécdotas que todos se sientan protagonistas.
Cualquiera que sea el temperamento de cada uno, todos aman la naturaleza. No hay en ello nada de que deban avergonzarse... por supuesto, ni siquiera él. Su afición por la vida silvestre los une: la adinerada pareja dueña de la reserva y de la casa, que podría tener caballos de carrera o un yate; la hermosa joven que hace de modelo o trabaja en relaciones públicas; el animador que dirige una empresa minera; el arriesgado corredor de bolsa, el joven médico que trabaja por el sueldo de un oficinista en un hospital para negros; el pintoresco anticuario... Y él no tiene derecho a sentirse superior -en seriedad, moralidad (él lo sabe)- en esta compañía, porque incluye a un joven que ha estado preso por razones políticas. Este no se manifiesta severo para con las aficiones deportivas de sus colegas blancos desde el momento en que el régimen, por cuya destrucción ha puesto en peligro su libertad y por el que matará para que sea destruido, subsiste. Esa es la vida.
Comportarse sin que se advierta como se espera de uno es también una manera de protegerse contra el miedo de lo que uno es realmente ahora.
Quizá lo que se cree ver es así mismo, el ingenioso seductor. ¿Cómo podría saberlo? !Lo hace tan bien! Su mujer lo contempla descalzo con los brazos alrededor de las rodillas, en la atalaya desde la cual los excursionistas observan a los búfalos que pisotean los cañizales allá abajo en el río; presta oído a sus divertidas salidas que se le ocurren mientras asesta los prismático sobre la escena salvaje; repara en el modo como se ha dejado desabrochada la camisa, seguro de la hombría de su pecho bronceado por el sol: ¿es el silencio, los incomprensibles mensajes que vienen de él, a solas con ella una manera de atormentarla? ¿Lo hace él, quizá, sólo para molestar, para castigar? ¿Y qué ha hecho ella para merecer lo que no destina a otros? Él sabrá por qué. Tomaría un valium. Cualquier cosa, Se haría vegetariano.
En el bochorno del mediodía, cada cual se va a sus habitaciones o a sus camas provisionales en el espacio umbrío cerca del lodge para entregarse a la siesta del vino que se ha tomado en el almuerzo.
Inclusive en el cuarto en el cuarto que se le destinó, él persiste en su actitud, fuera de la vista de los demás (aunque sólo están tabique por medio), que es lo previsto. Hace tanto calor que él y ella se ha quedado con la ropa íntima solamente. Él le pasa una mano por los senos, exhala un suspiro de pereza y se duerme boca arriba. ¿Habría deseado él acaso hacerle el amor, de no haberse quedado dormido, o todo no era más que un gesto entre bambalinas por si a la audiencia se le ocurría echar un vistazo a la escena?
La gente reunida en el lodge es como el fuego que el sirviente enciende al anochecer dentro de la empalizada de bambú cerca de la cabaña.
Nunca se sabe cuando el fuego exterior va a echar humo o estallar en llamas limpiamente con un gran resplandor, como lo hace éste. Nunca se sabe cuando una pequeña compañía va a permanecer en desacuerdo, insensible, o cuando, como en esta ocasión, hombres y mujeres se van a encender, contribuyendo a una reunión animada. La ceremonia de la cena resultó algo ridícula, quizá a propósito, y divertida. Una parodia de viejos tiempos coloniales; la empalizada contra las bestias feroces; el negro batiendo el tambor para anunciar la comida; las sillas cuidadosamente colocadas por él en círculo de misionero predicador, apartadas del fuego, el whisky y el vino en las copas, y el olor de la carne asada que se eleva de las parrillas. Mirando hacia arriba en la niebla, la primera estrella es la luz del mástil de un barco que pasa soltando amarras, dejando este mundo. Y si se mira abajo, las llamas azules no son otra cosa que grasa ardiendo; sobre la tierra barrida, los huesos roídos.
Él ha estado bebiendo en demasía, ha notado ella. Con tal de que pueda aguantarlo, sin duda es lo que se dirá él mismo.
El fuego crepita bajo las cenizas y la gastronómica orquesta, cuyos instrumentos de cuerda son sus propios cuerpos, paras raspando las patas, las alas batiendo en el caparazón, ha sido silenciada por la aparición de la luna.
Pero las risas continúan. En la noche inmensa, no reducida a escala por la edificación ni enmarañada de postes y alambradas ni herida por las luces de calles y ventanas de la ciudad, las risas y las voces son vagarosos sonidos que en un momento vuelan audazmente en el alto espacio y al siguiente son tan sólo una onda tenue que muera casi al mismo tiempo que sale de los labios. Todos interrumpen a su interlocutor, discuten, zahieren. Hay momentos de acerbidad; las uvas que están comiendo crepitan en jugo burbujeante al hincarles el diente. Uno de los huéspedes menos locuaces se ha vuelto comunicativo, como suelen serio los que nunca arriesgan ideas u opiniones acerca de ellos mismos, pero le sienten capaces de reproducir, cuando vienen al caso, las informaciones que han leído y retuvieron.
Murciélagos que agitan sus velas aún más negras en la oscuridad: alguien sugirió, cuando una mujer hizo un gesto de viva aprensión, que el miedo de ellos obedece al hecho de que no se oye cuando se aproximan. "Si tienes los ojos cerrados y vuela un pájaro por encima puedes percibir la resistencia del aire en sus alas."
"Y tampoco puede uno decir a qué se parece un murciélago ni dónde tiene la cabeza... sólo que es una cosa, !uf!
El huésped comedido ya estaba explicando que no, que los murciélagos no chocan con uno, como cree el vulgo, porque tienen una especie de sistema de radar interior; ese sistema se llama sonar o ecofocalización.
"Tengo puesto un abrigo de piel de leopardo."
La desafiante declaración de soprano surgió de una subconversación a través del monólogo y distrajo la atención que le dispensaban.
Se trata de la joven agraciada; se ha untado la cara con crema contra la exposición al sol de ese día y su complexión se refleja con elegancia en la tenue claridad de la luna en cuarto creciente, en la reminiscencia ocasional de lumbre en la candela o en el halo momentáneo de un encendedor.
Aparece casi bella.
"¿Oíste eso?"
"Glynis, ¿de dónde sacaste a esa chica?"
"¿No sería cosa de exponerla a que se la coma su presa dejándola sobre su roca?"
"Lamentablemente, no hay leopardos por aquí."
"No los hay porque la gente los mata para hacer tapados con su piel."
El ingenio no estaba a la altura de su reputación; simplemente repetía con más afiladas paráfrasis personales lo que ya ha sido dicho, nadie recordaba por quién. Habló directamente a la joven mientras que los demás se mostraban cómicamente indignados a medias por su presencia. "El abrigo le quedaría mejor al leopardo que a ti." Pero la inferencia, ni del todo ecológica ni estética, pareció excitar el interés de la mujer por aquel hombre.
Por primera vez se había percatado de él, en el real sentido.
"Espera a verme dentro de él." El toque oportuno de independencia, de hostilidad.
"Eso podríamos convenirlo." Todo ello era un intercambio, ahora, por debajo de la conversación de los demás; él hacia lo que procede, respondiendo con las insinuaciones mediante las cuales hombres y mujeres reconocen las afinidades químicas que se establecen entre ellos. Y luego diría ella que habría sido llevada a ello como un murciélago, por ecolocalización, o como quiera que se lo llame, algo que vibraba en el disgusto de él. "¿Te gustaría que tuviera puesto un abrigo de piel de oveja? Supongo que comes cordero ¿no?"
Es fácil perderla en esa encrucijada de charla y risas para entrar en algún otro nivel y dejarla en la instancia en que ella se lo llevó. El ex prisionero político retiene entre las suyas la mano de su pálida amiga de grandes dientes nerviosamente expuestos; nada de belleza, todo amor. El último donde pudiera encontrarse el amor es en la belleza. La belleza es solamente una piel, ya sea de la propia criatura o de otro animal, que decae y se aja. El amor puede encontrarse en la prisión; esta mujer que no podemos llamar bonita lo amó mientras él no estaba presente. Y él ha sentido amor por sus hermanos -está hablando acerca de ellos sin usar el término, pero el sentido es igualmente eficaz- aunque ellos vivan allí confinados con sus propios baldes de inmundicias. Ama incluso a los asesinos cuyos morosos cantos de muerte escuchaba por la noche antes de que se los llevasen a la horca por la mañana.
"¿Criminales comunes? ¿En este país? ¿Bajo leyes como las nuestras? !Ah, sí!
A los presos políticos nos ponían aparte pero con el tiempo (yo estuve allí diez meses) nos ingeniábamos para comunicarnos. (Hay tantas maneras que no se imaginan, afuera, cuando uno no lo necesita.) Uno de ellos -joven de mi edad- había sido declarado criminal reincidente, encerrado por tiempo indefinido. La detención es también una sentencia indeterminada, en cierto modo, por lo que pude hacerme una idea.
"Usted no asesino ni robo... él, en cambio, debió hacerlo una y otra vez."
"Sí, lo ha hecho. Pero yo no nací hijo bastardo de una ayudante de cocina que no tenía otra cosa que su cuarto en el patio de una mujer blanca. A mí no me enviaron a un "homeland" donde la mujer que se suponía destinada a cuidar de mí se moría de hambre y siguió a su marido a un campamento de intrusos en Ciudad del Cabo en busca de trabajo. Yo no he ido a pedir limosna en la calle ni a robar lo necesario para comer ni he buscado un efímero bienestar aspirando pegamento. Él consiguió tener por primera vez ropa nueva, su primera cama propia, cuando se unió a una banda de ladrones de automóviles. Lote común, criminal común."
Una vulgar historia lacrimógena.
"Si lo hubiera encontrado fuera de la cárcel lo hubiera apuñalado para robarle reloj."
"!Probablemente! ¿Puede usted decir: "Esto es mío". A gente cuyo país le ha sido arrebatado por conquista, en un gigantesco asalto a punta de fusiles imperiales?"
Y las bombas en las calles, en los automóviles, en los hipermarkets, que matan con una finalidad moral, necesaria, no con intención criminal (sí, criminal es el acto de matar en beneficio propio)... esos no lo confunden a él, ni hacen carroña de la fraternidad.
Tiene el valor de reconocerlo. Y no se calla.
Se ha hecho un silencio en las voces y risas. No hemos venido a la selva para hablar de política. Es uno de los silencios de alerta, reclamados de vez en cuando por alguien que ha escuchado, a través de las voces humanas, un grito irracional. Shhhhhh.... En una ocasión era el ladrido desapacible de un chacal y -más cerca- el himplar ansioso de una hiena, esa criatura de grandes fosas nasales para husmear la sangre que mana. Luego, un chillido gutural que nadie podía identificar: ¿quizás una liebre paralizada por el vuelo concéntrico de un búho?, Un facóquero atacado, ¿por quién? ¿Qué es lo que se desarrolla entre ellos en ese otro orden de las bestias durante su noche?
"Ellos viven las veinticuatro horas; nosotros desperdiciamos la noche."
"Norbert, tú solías ser uno de esos pájaros de night-club."
Y el joven doctor diserta: "Ellos se turnan en la cacería para subsistir, exactamente igual que nosotros. Algunos duermen durante el día". "¡Ah! Pero ellos han sido concebidos como especies diferentes, con el fin de que usen activamente las veinticuatro horas. Nosotros pertenecemos a una especie hecha para el día solamente. No hace muchas generaciones -tan sólo la era preindustrial- nos íbamos a la cama al caer la tarde. Si las fuentes mundiales de energía se agotaran volveremos a esa costumbre. Sin luz eléctrica, sin turnos de la noche. No existe ninguna variedad en nuestra especie que vea en la oscuridad."
El experto en murciélagos captó al vuelo la indirecta. "Se están haciendo experimentos con aparatos que podrían dotarnos de visión nocturna. Consisten en...
"Shhhhh..."
Estalló una carcajada semejante a la pequeña explosión de un vaso.
"¡Cállate, Claire!"
Todos prestan oído. Sólo un destello en los ojos que giran a uno y otro lado, en medio de un silencio sepulcral.
Es difícil para ellos discernir en cuanto al motivo de su intriga. Una especie de forcejeo anhelante que apenas se resuelve en un gruñido. Como un eructo violento; pugna de esfuerzos. ¿No se trata de la brisa en las hojas muertas? No es el crepitar de los cañaverales hacia el río; procede de otra dirección, detrás del lodge. Se percibe allí como una aglomeración tumultuosa, y otra asamblea un poco más allá. Hay comunicaciones que sus oídos no pueden sintonizar, que su comprensión no alcanza a descifrar; algunos sucesos que están fuera de su órbita. Ni aun el ex prisionero político se explica lo que está oyendo; él, acostumbrado a escuchar a través de los muros de la cárcel; él, que ha comprendido y descifrado tantas cosas que otros no hubieran podido. Al fin y al cabo, el suyo es solamente humano discernimiento: tampoco es una criatura de las veinticuatro horas.
En medio del cuchicheo apagado irrumpe el hombre negro haciendo estrépito con la bandeja de los vasos que ha lavado. El anfitrión lo reprende: que se calle, que se vaya y deje de hacer barullo con los platos sucios. Pero él insiste con la sonrisa de suficiencia del que sabe que tienes algo que enseñar: "Leones. Han matado una, quizá dos. Cebras".
Todos rompen de pronto el silencio, como escolares a la salida de la clase.
"¿Dónde?"
"¿Cómo lo sabe"
"¿Qué es lo que está diciendo?"
El los mantiene un momento expectantes; alza la mano, con la palma hacia arriba, rosada por la inmersión en el agua jabonosa. Se la seca en el delantal. "Mis esposas lo oyeron, allá en mi casa. Cebras. Y ahora están comiendo. En aquel lado, allí detrás." El nombre del negro es demasiado difícil de pronunciar. Pero no carece ya de nombre; es el organizador de una expedición; todos tienen ya del anfitrión una versión abreviada del nombre: Siza. Ha sacado del cobertizo cerca de la casa un viejo camión de tracción en las cuatro ruedas, adaptado como un station-wagon grande. Cunde el entusiasmo. Es parte de la diversión que el dueño de casa se había propuesto brindar hasta donde fuera posible. Todos trotan a la luz de antorchas los cien metros desde el alojamiento, bajo árboles de mopane, pasando por la calzada de cañizo bordeada de piedras enjalbegadas (el anfitrión no ha tenido nunca el valor de decirle a Siza que esa clase de morada de hombre blanco no necesita de un jardín de hombre blanco) hasta los bancales de calabaza y tomate de las mujeres de Siza. Siza, entretanto, está reparando la manija de una de las puertas del vehículo con un alambre, mientras ordena en su propia lengua esto y lo otro a miembros de su familia que se hallan a su lado. Un rapaz negrito trastabilla a sus pies y él lo alza y lo quita de en medio. Dos mujeres se tocan con el turbante tradicional, pero una de ellas tiene una camisa en T con un logotipo de publicidad; llevan en brazos chiquillas que parlotean jerigonza. Los chicos brincan alegremente, sin hacer alboroto.
El status de Siza en esa situación se hace evidente cuando las dos esposas y sus niños no despiden a la expedición blanca, sino que saltan dentro del station-wagan junto con ellos: los pequeños pies de planta endurecida de los negritos buscan ágilmente su lugar entre los zapatos de los huéspedes y sus cabecitas redondeadas con el cabello tejido en forma de gorra contrastan enérgicamente con el resto del pasaje. Junto a la joven del cutis untado con crema y el cuerpo esbelto y perfumado está la masa blanda de una de las mujeres de Siza, con olor de humo de leña. "¿Subieron ya todos? ¿Todo en orden?" No, no, espera un momento... alguien fue a buscar una linterna olvidada. Siza ha puesto en marcha el motor, toda la carrocería se estremece.
No es hora de ocurrencias ingeniosas ni de cortejo amoroso; él hace lo que se espera de él: corre hasta el lodge en busca de un suéter, por si ella tiene frío. Queda apenas un hueco para deslizarse en la casa rodante; ella intenta sentar en sus faldas a uno de los negritos, pero el niño es demasiado tímido. El se acomoda lo mejor que puede. El vehículo se pone en movimiento; todos los cuerpos, afines y extraños, amontonados, bamboleándose al mismo tiempo, respirando juntos unos con otros. Ella sonríe al hombre, inclinando la cabeza a uno y otro lado, comentando con humor acerca de la prensa humana, como si él fuera ajeno a la partida: "Estamos en el safari".
No es posible salir de allí. Todo el mundo estará a salvo si permanece en el station-wagon con las ventanillas cerradas, dice el anfitrión. Los faros del viejo vehículo le van mostrando a Siza árboles como otros árboles, matorrales como otros matorrales, que le sirven como postes de señales. El autobús discurre por un accidentado trayecto, un camino plagado de arbustos, tocones de árboles, montículos de termitas y dongas. De pronto se detuvo, y más allá se alcanzaban a distinguir formas confusas y repentinos destellos fosforescentes cual hendijas bajo el arco sombrío de los árboles que dibujaba el límite de los faros, del mismo modo que una vela, mantenido en alto, configura débilmente una cueva de su propio aura.
Siza avanzó lentamente, meciendo su carga humana, hasta situarse más cerca. Cuatro formas elásticas se adelantaron en el área de los focos y se detuvieron. Aplicó los frenos. Motas de polvo, partículas de hojas y corteza de la vegetación en suspenso enturbiaban el cono luminoso que rodeaba a cuatro leonas que estaban a menos de diez metros. Sus ojos, muy abiertos, parecían gemas amarillentas, dilatados por el reflector que tenían enfrente, pero sin pestañear. Las fauces abiertas y la cabeza agitada por el jadeo, los cuerpos cual fuelles poderosos que se expandían y se contraían entre las ancas, y los sólidos lomos que sostenían la cabeza. La lengua, como tira de paño rojo con los bordes levantados en cada lado por largos colmillos.
Están sucias de sangre, y, a la vista del hombre, asexuadas, su condición de hembras sin femineidad, y su condición de amenaza y de fuerza ausentes, asociadas con el macho. No revisten belleza, excepto en la actitud formidable de su pose. No busquéis otra cosa en su expresión indiferente de hastío. Nada, salvo el hecho existencial, detrás de ellas, de los cachorros en la jaula de costillas de la cebra, tironeando y chupando jirones sangrientos.
Las patas y la cabeza intactas en su elegante traje negro y blanco. La bestia ha sido devorada interiormente. Han desaparecido completamente todas sus entrañas; el pasto semidigerido que había en su estómago yace en tierra, como, se puede ver; alguien lo señala en un susurro. Pero aun en voz baja era una transgresión. Las leonas no dejaban escapar el ominoso rugido con que pudieran reconocer su amenaza y saber con quién había que entendérselas. Esas manifestaciones externas no eran el expediente de esta confrontación. La mirada atenta. A eso se reduce todo. La masa que respira (el vehículo) y los corazones que laten en su interior; mientras observan, vigilantes, a los cachorros que pugnan por una posición ventajosa dentro del cadáver, las leonas no pierden de vista la masa que respira y los corazones palpitantes en el interior de la carrocería.
Las fieras no tienen noción del tiempo; lo miden solamente por el hartazgo. Para los otros, el tiempo comenzó de nuevo, súbitamente, cuando la novia del joven doctor empezó a llorar silenciosamente y los negritos apartaban su mirada de la escena para contemplar las lágrimas que resbalan por sus mejillas sin comprender su miedo. El joven médico pide que los lleven de regreso al lodge, se quebranta el consenso, la gente protesta. ¿Por qué no quedarse allí a ver qué sucede? Uno de los felinos rompe las y se vuelve hacia un cachorro ahíto para empujarlo fuera de la presa cóncava. No hay peligro; el vehículo es perfectamente seguro, con tal de que no se abran las ventanillas para tomar fotografías. Pero el médico insiste: "Este viejo chasis de camión está hecho polvo y lleva peso de más; podemos quedarnos aquí varados toda la noche".
¿Ficticio? De regreso en la casa, la esposa sale con uno de esos recipientes que han sido desprovistos de definición en el diccionario para que puedan adaptarse mejor a la aplicación que cada cual se tome el trabajo de asignarle. Como él no le contesta, ella permanece un momento de pie bajo el dintel con la ropa de cama en los brazos, sonriente, y mueve la cabeza como para significarle cuán impresionada había salido de todo aquello.
En fin, ¿qué hubiera podido esperar de ella? Ir, de todos modos. Podía haberse quedado en el alojamiento. Así que él no quería dormir a la intemperie en la terraza, bajo las estrellas. Está bien. No habría estrellas, entonces. El se acuesta solo y los mosquitos aguardan para chupar su sangre, de patas para arriba en el cielo raso de maderas blancas.
Ficticio no. Real. Lo que se dice real. Solo, puede conservarse intacto; exactamente eso: la estasis, la existencia sin tiempo; y sin tiempo no hay relación, el estado en el cual él tiene necesidad de poseer realmente no tiene parte allí en los ojos de las leonas. Entre las fieras y la carga humana, el vacío. Es más ansiado y horrible que cuanto hubiera podido imaginar; él no sabe a ciencia cierta si está dormido o muerto.
Todavía es domingo. La diversión no ha terminado. Algunos han presentido la presencia de leones alrededor del lodge, en medio de la noche. El escepticismo con que fuera recibida esa alarma queda desvirtuado cuando encuentran mechones inconfundibles en el polvo en torno de la piscina que como liquido amniótico mantiene a los huéspedes en la propia temperatura corporal. El anfitrión no se ha sorprendido, ha sucedido ya otras veces, las leonas habían bajado a apagar la sed que les ha producido su festín de la víspera. ¿Y el olfato de humanos durmiendo tan cerca, en la terraza, el sudor de las personas en la noche húmeda, sus murmullos y suspiros durante el sueño? ¿Sus sueños de placer o de ansiedad?
"Por lo que a los leones respecta, no existimos." De la hermosa joven, la observación era una insinuación interrogativa que quedó flotando en el aire.
"Cuando tenemos el estómago lleno, no percibimos el olor de la sangre."
El ex presidiario, ¿está acaso extrayendo conclusiones de la lucha de clases?, comentó el crítico, y el propio excarcelado fue quien más divertido se mostró. Después que los mosquitos se hubieran despachado a gusto sobrevino el sueño de modo tan indiferente como cualquier otro de los estados del cuerpo, el hambre o la sed. Un buen apetito para atacar un plato de paw- paw con tocino y, boerewors con huevos. Hambriento como los demás. Su mujer le sirve otro plato; quizá necesite que lo alimenten; hay una teoría según la cual todos los síntomas patológicos son en realidad de origen físico. La obsesión ante la injusticia... Todo lo que anda mal en el mundo es una enfermedad que uno, en tanto individuo, no puede curar; ésa es la vida. El que ha estado en la cárcel puede sufrir la falta de algo -aminoácidos, vitaminas- o un exceso de algo, sobrealimentación cuando chico o una glándula tiroides hiperactiva... Se está investigando.
Siza confirmó que las leonas, efectivamente, habían venido a beber. Pasaron al lado de su casa; él las oyó. Lo cuenta con la risita seca, socarrona, del que sabe un secreto, yendo de dormitorio en dormitorio. Después del almuerzo se dispone a llevar a la partida para ver durante el día el escenario de la cacería de los leones, la noche anterior.
"Pero, ¿hay algo que ver allí?"
Siza es paciente. "No se lo comieron todo. Era demasiado. De modo que dejaron un resto y esta noche vuelven para terminar a comida."
"No, gracias. No creo que debamos perturbarlos otra vez." Pero nadie quiere de todas maneras que el joven médico y su novia echen a perder la excursión.
"Los leones estar durmiendo ahora. Se fueron. Esta noche vuelven. No están allí ahora." La esposa observa para ver si ella y su marido van a ir juntos. Sí, él ha subido, flexible, al viejo vehículo de chasis deteriorado. Da una mano a la huésped y le dice algo que la hace reír.
Las mujeres negras lavan la ropa en una tina que hay afuera. Ni ellas ni sus niños irán con esta expedición. Habrá, entonces, espacio suficiente para respirar sin contacto otra vez. Todo es diferente durante el día; es cierto que las leonas están ausentes; el estado que él había alcanzado la noche anterior era también el de ausente, como ellas, narcotizadas por la luz diurna.
Ningún león a la vista. Siza ha detenido el station-wagon, y ha bajado indicando al mismo tiempo con un gesto de la mano que permanezcan todos en su sitio. La espesura achaparrado está en silencio; frágiles cápsulas estallan espontáneamente y siembran las simientes llevadas por el viento en lenta dispersión en espiral. Todos conversan. El corredor de bolsa abandona el vehículo y todos le gritan al unísono. Está bien. Está bien. Deja transcurrir un instante para demostrar que no tiene miedo y ocupa nuevamente su asiento. "Los leones no son toros ni osos, Fred." (*). Todos ríen la suave reconvención que era la que podía esperarse de su imagen de ingenio... A todos les divierte, excepto al corredor de bolsa, que sabe que la observación, a su vez, se refiere a su propia imagen como una persona de la que nadie sospecharía que es agente bursátil.
Siza regresa y hace una seña. El vehículo es prontamente abandonado. Y ahora la soledad de la selva es en verdad inquietante; no es posible distinguir en derredor lo que hay detrás de una vegetación muerta, al otro lado de los troncos caídos o de las cortinas de ramas bajas que limitan la visión a muy pocos metros. Se habla en voz baja con la sensación de ser espiados. El negro los guía por lo que se asemeja a una senda barrida, pero que en realidad ha sido barrida por una masa corpulenta arrastrada a través del polvo y las hojas muertas: allí estaban la osamenta y los despojos de la cebra, semiocultos en la maleza.
"No hay huella de neumáticos. ¡No hemos llegado hasta aquí en el vehículo! Este no pudo haber sido el sitio." "Lo han arrastrado hasta aquí para cuando vuelvan por la noche."
"¡Qué! ¿Para conservar fresca la carne?"
"Para que no puedan verla los pájaros." Siza da un nombre en su lengua. "Se refiere a los buitres. Buitres, ¿eh, Siza?" Y remeda la figura corcovada del buitre.
"Si, esos grandes pajarracos. Vengan a ver por aquí..." El tour continúa; los guía unos cuantos pasos más allá del cuerpo eviscerado de la cebra y se para al lado de un montículo sobre el cual se advierte que la tierra ha sido removida o pateada. Moscas de dorso brillante, de un verde metálico y dorado, están posadas sobre el túmulo. El negro concita la atención de su audiencia: toma un palo, lo introduce en el montículo y revuelve bajo el polvo como lo haría en carne picada y harina con un tenedor.
"¡Cristo! Los intestinos. ¡Miren el tamaño del hígado y el bazo!"
"¿Dice usted que los leones pueden hacer esto? ¿Almacenar así las cosas? ¿Y cómo han podido hacerlo, solamente con las zarpas?"
"Es exactamente la forma en que mi gato recubre su fechoría en el jardín, escarbando la tierra. Ellos también son felinos." El joven presidiario y su novia y el anticuario han hecho un descubrimiento por su propia cuenta, y en la confianza de su entusiasmo han desandado un corto trayecto del camino hacia el lugar en que las leonas habían matado a su presa. Y, encontraron la pila formada por el contenido del estómago de la cebra que algunos notaron la noche anterior.
Era otro túmulo. El se vino del otro montículo de vísceras del que todos se maravillaban. No hay nada que contemplar en la carne muerta; se la remueve y se desploma de nuevo y queda inerte. Pero este monto de pasto humeante que tiene el olor dulce del bolo alimenticio de los rumiantes; (ha sido entibiado por el sol como antes fuera calentado por el cuerpo que lo contenía) no es una sustancia, muerta para la percepción humana. Lo que se está verificando allí es una transformación visible de una masa inerte. Está siendo literalmente practicada por especies de insectos perfectamente diferenciadas que saben cómo vivir de la descomposición, de los desechos del tracto digestivo. Los escarabajos horadan con su cabeza acorazada hasta la base misma del túmulo y salen caminando para atrás rolando su pelota de excremento entre sus resistentes patas esmaltadas. Los túneles que han excavado se desmoronan y desparraman el montículo en porciones menores en la periferia; insectos más chicos revolotean perseverantes para establecerse allí donde pueden aplicarse sus equipos más livianos. Vuelan a otros destinos llevando su carga apropiada en una diminuta alforja… o entre sus patas delanteras, ni el mismo se imagina satisfactoriamente cómo.
Una tercera especie de tamaño intermedio, pero emitiendo un zumbido ruidoso, hace las veces de helicópteros, volando en círculo y desalojando la cima del túmulo. Así lo van alisando perfectamente. ¿Quién podría asegurar cómo o por qué razón se preocupan de la forma? Así es la vida. Si cada insecto tiene su sitio, cómo es posible la negación. Y si la negación es posible, cuál es el sitio. Sin signos de interrogación. Estos son conceptos, declaraciones. Por eso no vale la pena preguntárselo a nadie. No hay respuesta posible.
El túmulo va a desaparecer gradualmente. Quizás el vehículo se dispone a llevar de regreso a los expedicionarios al lodge. El fin de semana toca a su término. El se incorpora al resto de la partida, todavía congregada en torno de lo que queda de la cebra y del hombre negro. Por espacio de unos metros está sólo; durante unos segundos está equidistante de los que se encuentran en el montículo de estiércol y los que están allí delante, sin ser parte de unos ni de otros. Una sensación que no se puede prolongar. Ahora se encuentra de nuevo con el resto de la partida en el escenario de la cacería de los leones.
Hay una especie de inquieta actitud de atención en ellos. Se reúnen en círculo y luego se retiran unos pasos alrededor del sitio en que Siza, el negro, está en cuclillas. Está dedicado a sus funciones, concentrado, sin parar mientes en ninguno de ellos. Les ha brindado todo lo que estaba a su alcance; ahora daba la impresión de ocuparse de sí mismo. Tiene un cuchillo en la mano y el hombre blanco que acaba de reunirse con el grupo lo reconoce. Es el cuchillo que está en todas partes; en ninguna parte falta el cuchillo: en la crónica periodística, en las esquinas oscuras de las calles, bajo las luces que los guardas no apagan nunca. El negro ha hundido el cuchillo después de separar limpiamente el suave manto negro y blanco de la parte superior de la pata de la cebra y ha cortado una molla de nalga. No es un pedazo grande o grosero, sino un corte nítido de hábil carnicero... Una porción. Ellos ríen, maravillados de la destreza, curiosos. Como si nunca lo hubieran pensado, como si nunca en su vida hubieran hincado el diente en un bistec. "¿Qué piensa hacer con eso, Siza?" ¡Ah, sí! Meterlo en una bolsita para el perro y llevárselo a casa, una vez que se ha llenado la panza (como diría el presidiario).
El negro está en sus preparativos. Con el cuchillo se había un papel de diario. "Es para mí, para comerlo en mi casa, Para mi casa."
"¿Es buena carne?"
"Sí, buena."
Uno de los hombres lo reprende: "Pero ¿por qué no llevarse todo el resto de la nalga, el pernil entero, Siza? ¿Por qué una porción solamente?
El negro envuelve cuidadosamente la carne en el papel de diario; sabe que no tiene que manchar de sangre a los blancos.
Lo hace para su propia satisfacción, al mismo tiempo. Y levanta la vista hacia ellos: "Los leones saben que yo tengo derecho a llevarme una porción, porque descubrí dónde habían escondido ellos la carne. Ellos lo saben. Desde luego. Pero si me llevo demasiado, también lo sabrán. Y se llevarán a uno de mis chicos".
(Traducción de Jorge Ortiz Barili)
(*) En inglés, bull y bear (toro y oso) se usan también con una acepción bursátil de alza y baja, respectivamente.