Publicado en
abril 18, 2010
(1878 1911)
Edición de F.O. Matthiesen y Kenneth B. Murdock
Presentación
A los 68 años, examinando las posibilidades de la idea para un cuento, Henry James señalaba al pasar: «Ahora que acabo de desanudarlo —à propos— no podría decir que el argumento me impresiona en exceso, y sin embargo es éste el único modo de ahuyentar esos motivos que flotan alrededor de uno como fantasmillas. Hay que hacer el esfuerzo de formularlos —y después se ve. Por lo demás, esta prueba de la formulación es, en cualquier caso, algo tan exquisito que siempre vale la pena afrontarla, aunque más no sea porque reaviva el hechizo de los viejos días sagrados.» La observación, al igual que el largo esquema de un relato nunca escrito, figura en la entrada del 21 de abril de 1911, una de las últimas del último cuaderno de apuntes de James; y lo destacable en ella, más que la nostalgia de los «días sagrados» (los de producción más intensa, acaso entre 1885 y 1905), es que aporta una suerte de imagen concentrada del sentimiento de un oficio.
Si «formular» un tema o un argumento resultaba «exquisito» era porque en esa tarea se desplegaban sin apremios las virtudes de la imaginación. Leyendo las notas de más de treinta años se adquiere la certeza de que los bocetos de sus obras proporcionaban a James un placer extraordinario: el placer de la invención libre, intensificado por la inminencia de la composición. Los nueve cuadernos que conforman este volumen —fechados entre noviembre de 1878 y mayo de 1911— son tanto un registro de la dificultad de narrar como la crónica de una pasión. Tres de ellos podrían llamarse «diarios» (el II, que en parte refleja el primer regreso de James a Estados Unidos, tomada ya la decisión de establecerse en Europa, algunas memorias de viajes y la reacción por la muerte de la madre; el VII, que reflexiona sobre el viaje americano de 1904 1905, después de veinte años de ausencia; y el VIII, un conjunto de «croquis al natural» de diversos lugares de Londres, base para un libro sobre el escenario inglés); los demás son sobre todo cuadernos de trabajo, en los cuales figuran desde la situación entrevista o la anécdota prometedora hasta la discusión exhaustiva, capítulo a capítulo, de una larga novela que avanza arduamente.
Casi todas las obras narrativas que James escribió entre sus 35 y 7O años están registradas en los cuadernos. De algunas simplemente consta la idea generadora; de otras, un primer esbozo, a menudo reconsiderado o enriquecido en entradas sucesivas; de otras más, escrupulosos exámenes de secuencias dramáticas, del destino de cada personaje y de la pertinencia de cada detalle. What Maisie Knew y The Spoils of Poynton, las dos obras que más dilatadamente se discuten, están aquí reflejadas en su complicado proceso de redacción en muchos momentos un compromiso casi imposible entre las demandas de los editores (se publicaron por entregas) y la creciente necesidad que James tenía de espacio suficiente para desarrollar todas las posibilidades de un tema. Hay esquemas que casi no difieren del relato definitivo. Hay bosquejos de las complejas novelas del James tardío —The Ambassadors por ejemplo— que son pasmosos y ajustados resúmenes de historias abigarradísimas. Y hay llamamientos de James a sí mismo para dominar el arte del cuento, que en no pocos momentos fue el único capaz de solventarle algún apuro financiero.
Da la impresión de que la influencia del «Maestro» en la narrativa occidental contemporánea está lejos de haberse agotado. A igual distancia de sus colegas victorianos, del naturalismo europeo y del realismo norteamericano, James recogió la herencia de su compatriota Hawthorne, abrevó en Maupassant, Flaubert y Turgueniev, resumió en sus primeras obras el estado formal de la novela burguesa y, en la segunda mitad de su vida, planteó problemas y aportó soluciones que ni siquiera el brillante desfile de la novela experimental de nuestro siglo ha logrado empequeñecer. Cuestiones como el punto de vista, el foco de conciencia, los tipos de ambigüedad y sus significados, la economía dramática, la alternancia entre diálogo y descripción, las condiciones de verosimilitud de lo fantástico, el peso y el valor del tema no son triviales para el difuso debate sobre el futuro de la novela.
Parte del interés de los cuadernos consiste en que sus notas son, por así decir, lecciones aplicadas sobre estos aspectos; no sólo porque vemos cómo James avanza, se desdice o duda en el tratamiento de una idea determinada, sino porque, una vez cerrada la discusión, podemos confrontarla con la obra definitiva y detectar los cambios obrados durante la redacción (casi siempre beneficiosos). Aparte de esto, un James íntimo, con el lápiz en la mano, deja a la vista, mientras fantasea, la topografía de sus obsesiones, su avidez, sus preferencias y sus aversiones. Pocas líneas, no obstante, se dedican a cuestiones personales, e incluso al juicio de otros; la sajona continencia de James sólo cede ante algunos fenómenos sociales que considera particularmente infaustos —la publicidad, por ejemplo—, o ante el desaliento que le causa su fracaso en el teatro. No hay tampoco aforismos o meditaciones; no hay ideas generales ni teoría.
Lo más patente es que la escritura de narrativa, el «arte de la novela» (en sus palabras), era para él destino, límite y urgencia incesante. La lección, así, no es únicamente técnica: ilustra una manera ejemplar de responder a una vocación. El sometimiento de James a sus propias exigencias parece acentuarse con los años; la práctica de la economía descriptiva, el aprendizaje de lo que llamaba «exposición fundamental», el dominio de la «presentación escénica», la costumbre de trabajar con un guión ceñido, claro y completo (son expresiones suyas), lo seguían preocupando, es ostensible, cuando ya había escrito las tres cuartas partes de su obra.
Entre el primer apunte relativo a The Wings of the Dove y la redacción de la novela median ocho años. En 1911, James trabaja en el problemático desenlace de un cuento abordado por primera vez más de una década atrás, a raíz de una historia que le había contado su cuñada Alice. Éstos son apenas dos ejemplos entre muchos, pero informan sobre ciertas tenacidades. Los temas de James pocas veces nacían de ideas abstractas («¿Qué hay en la idea de «demasiado tarde»?», se lee en una nota); de vez en cuando surgían de una lectura; pero casi siempre procedían de una anécdota oída en alguna reunión o susurrada por la señora X en una cena de sociedad. Cuando al final de su vida preparó una colección de obras escogidas, encabezó cada uno de los veintiséis volúmenes con un prólogo en donde a menudo se explica la génesis de las piezas. De estos prólogos y de los cuadernos se infiere que el germen —anécdota o donnée, en su expresión— era para él inapreciable porque fundamentaba el tema.
«La solidez del tema, su importancia y capacidad emocional son lo único en lo cual me es de decisiva utilidad esforzarme», leemos en el prólogo a The Altar of the Dead. «Todo lo demás se quiebra, se derrumba, se adelgaza, se arruina, lo traicióna a uno miserablemente.» Una vez establecido ese tema, de la observación de la vida James obtenía detalles que iba acumulando para alimentar la fábula; pues, además, «la solución real a la apremiante cuestión de la vida» radicaba en su opinión en «la batalla íntima con la idea particular, el tema, la posibilidad, el lugar». El repetido expediente de anotar el germen de una idea, expandirlo en la imaginación y trazar luego un libreto lo más ceñido posible conforma mayormente el monótono pero fructífero paisaje de estos cuadernos.
¿Corresponden ciertas virtudes de la obra de James a las encantadoras infidencias de las damas de su amistad? El propio James se encargó de hacer la defensa de la parte del artista. Esta defensa se encuentra en el prólogo a The Spoils of Poynton. Dice así: «Dado que la vida es toda inclusión y discriminación, en tanto el arte es todo discriminación y selección, el artista, en busca del duro valor latente que le concierne de modo excluyente, olfatea la masa con el preciso instinto de un perro que sospecha dónde hay un hueso enterrado. La diferencia aquí, sin embargo, estriba en que, mientras el perro desea su hueso sólo para destruirlo, el artista en su minúsculo trozo limpio de desagradables adherencias y tallado en sagrada aspereza, encuentra la materia misma para una clara afirmación, la más afortunada oportunidad para crear lo indestructible.»
Los cuadernos de notas de Henry James, que el autor decidió preservar cuando poco antes de morir destruyó muchos de sus papeles, se conservan en la Biblioteca de la Universidad de Harvard. En 1947, autorizados por los herederos del escritor, F. O. Matthiessen y Kenneth B. Murdock llevaron a cabo una pulcra y erudita edición del material, publicada por la Oxford University Press, de Nueva York. De esta edición (la segunda, fechada en 197O) nos hemos servido para la nuestra, beneficiándonos no sólo de la claridad del texto, sino de los comentarios y referencias de Matthiessen y Murdock, en general consultados para nuestras notas aclaratorias. En nuestro volumen, sin embargo, no figuran tres apéndices que reproducen manuscritos también hallados entre los papeles póstumos de James. El primero, bajo el título de The K. B. Case (en probable alusión a Katherine Bronson), resume una novela cuya redacción no superó las primeras páginas, pero los nombres de cuyos personajes coinciden con los de los protagonistas de The Ivory Tower, una de las dos obras que James dejó inacabadas. El segundo es una formulación «preliminar» del argumento de The Sense of the Past (la otra novela inconclusa), cuya redacción James había abandonado en 1900 y reemprendió en 1914. El tercero es una detalladísima discusión del plan de The Ambassadors. Porque ninguno de estos textos es en realidad un «cuaderno», y porque, además de ser extensos, deberían publicarse junto a las obras respectivas, hemos decidido no recogerlos en esta edición.
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Cuaderno I
(7 de noviembre de 1878 — 11 de marzo de 1888)
3 Bolton St., W., 7 de noviembre de 1878
—Un joven inglés, en viaje por Italia hace veinte años, conoce en alguna ciudad antigua —Perusa, Siena, Rávena— a dos damas, madre e hija, con las cuales mantiene cierta relación momentánea: la madre es una mujer serena, delicada, interesante, enternecedora, con una impecable educación —el retrato de una perfecta dama, de la vieja escuela inglesa, con un toque de tristeza en el conjunto; la hija, una muchacha bella, pintoresca y efusiva; generosa, ardiente, tierna incluso, pero bastante coqueta y con cierta carga de dureza. Respecto al incidente que constituye el contacto circunstancial entre Harold Stanmer y Bianca Vane —los nombres son acaso provisionales— puede imaginarse que el primero, embarcado en la realización de un boceto del pintoresco casco antiguo de la ciudad italiana, ha encontrado que la figura de la muchacha se adapta a la composición y, puesto que ella está por ahí, le ha pedido cortésmente que se demore un momento y acepte ser incluida. Obtenido el consentimiento, hace un rápido apunte, que le regala. Así, en cierto modo se presentan; pero se separan sin preguntarse los respectivos nombres; ella, no obstante, ha provocado en el joven una considerable impresión, no exclusivamente grata.
2. Poco después Stanmer recibe una carta de un amigo íntimo, Bernard Longueville, quien le ruega que vaya a reunirse con él en Baden Baden (o algún otro balneario alemán), cosa que Harold se apresura a hacer. Ambos son viejos amigos —amigos muy íntimos. El interés de la historia dependerá en gran medida del hecho de que esta amistad es fuerte y profunda, y del contraste entre los dos caracteres. En efecto, son singularmente distintos. Ha de representarse a Harold como el de naturaleza compleja (hablando a grandes rasgos): el sutil, el refinado, el extravagante, el eminentemente moderno; siendo, por añadidura, cuatro o cinco años más joven. Longueville es más simple, más profundo, más masculino, más fácil de confundir, menos intelectual, menos imaginativo. Está muy influido por su amigo y tiene su opinión en alta estima. La carta en la cual pide a Harold que vaya a verlo concluye con la confesión de que debe consultarle algo importante. Se ha de hacer notorio en Longueville cierto elemento rígido, formal —una deferencia inglesa hacia todas las convenciones y decencias de la vida; pero esto no debe resultar en absoluto despreciable o ridículo, pues uno ha de sentir que en el fondo su temperamento es rico y tierno y que, cuando se lo conquista una vez, se lo ha conquistado para siempre. Stanmer, al reunirse con él, encuentra que está con las dos damas que él mismo ha conocido en Italia —y que el tema sobre el cual desea consultarle se relaciona con ellas. En una palabra, Longueville está enamorado de Bianca Vane, pero en cierto modo forcejea con su pasión. Siente por la muchacha una indefinible desconfianza, al tiempo que se halla hondamente afectado. La ha pedido en matrimonio y ella lo ha rechazado; pero tiene motivos para creer que si vuelve a hacerlo lo aceptará. Longueville quiere saber qué opina Stanmer de ella y Stanmer está bastante desconcertado. Esta llamada por parte de Longueville sólo puede aceptarse como natural considerando el grado de simplicidad y rectitud del joven y la costumbre de depositar su fe en las impresiones y juicios del amigo. Stanmer y las dos damas, desde luego, se han reconocido, pero hasta allí ha llegado la cosa; ante Longueville él se limita a aludir al hecho de haberlas visto en Siena. Harold no menciona el episodio del retrato; por instinto natural, espera a que lo haga Miss Vane; y, al descubrir que ella no lo ha hecho, opta por callar. En conjunto, después de conocerla mejor, se inclina a no concederle sus simpatías; hay en ella algo que le desagrada. No obstante, se reserva el veredicto, y por supuesto no se da prisa alguna en hablar a su amigo en contra de ella. Acontece que de pronto requieren a Longueville en otro sitio; se ve obligado a viajar a Inglaterra. Le pide a Stanmer que en su ausencia permanezca junto a las damas, a fin de darles cuidado y protección; y añade que la ocasión será excelente para que Harold se forme una opinión de Miss Vane. Tras declarar que a su propio regreso espera conocerla, procede a marcharse. Harold acepta el encargo —algo remiso, pero interesado en la propuesta. Longueville se mantiene ausente tres semanas, y durante este lapso Stanmer procura estudiar a Bianca Vane. Las observaciones lo llevan a considerarla, cree, una coqueta —decidida a enredarlo en sus flirteos. Pienso que en este punto podría ser muy interesante señalar el grado en el cual Stanmer —curioso, imaginativo, especulativo, audaz, y sin embargo escrupuloso y muy convencido de su honradez— se permite experimentar con Bianca, intentar que ella se ponga en evidencia y, en lo posible, lograr que se traicione. Considera que así ocurre —ella le deja una penosa impresión. Longueville regresa y —cándida, literalmente— le pregunta qué piensa de Blanche. Stanmer titubea; pero luego le revela la sencilla verdad. Piensa que es encantadora, interesante, pero peligrosa. Es falsa: ha intentado enredarlo. Como amigo, le cuenta lo que ha sucedido entre ambos. El relato afecta enormemente a Longueville —lo deja atónito.
—Pero a fin de cuentas —dice Stanmer— no fue literalmente una infidelidad, puesto que ella no te había dado palabra. Te había escuchado, pero para rechazarte.
Longueville lo mira un momento.
—Me había aceptado. Después de hablar contigo, la noche antes de marcharme, volví a proponerle el matrimonio. Entonces me aceptó.
Stanmer, considerablemente horrorizado: «Ah, ¿por qué no me lo dijiste?»
Longueville: «Me alegro de no haberlo hecho.»
Stanmer: «Ya, pero, amigo mío...»
Longueville, apartándose: «Lo siento.»
Y al día siguiente Stanmer se entera de que ha habido una ruptura; pero que la iniciativa la ha tomado Bianca, no Longueville. Éste no le da explicación alguna y Stanmer queda bastante alterado. El grupo se separa; Harold tiene, considerando todo, cierta compasión por Miss Vane; y la vaga sensación de que le ha hecho daño.
3. Se separan, como digo, y Stanmer se aleja tanto de Longueville como de las dos damas, quienes regresan a Inglaterra a vivir en el campo, recluidas, por una larga temporada. Transcurre el tiempo y la intimidad entre ambos hombres sufre una sensible decadencia. No se produce ruptura ni pelea, ningún cambio que sea reconocido; pero el hecho es que algo se ha interpuesto entre ellos y se ven mucho menos que antes. Tres o cuatro años después, por fin, Stanmer se entera de que Longueville está a punto de casarse. La boda se lleva a cabo —Stanmer se halla presente. A estudiar la figura de la novia —lo opuesto de Bianca. Un par de años más tarde, Harold oye, y tiene razones para creerlo, que la vida matrimonial de Longueville no es feliz —aunque no es por boca del mismo Longueville que lo sabe. Entonces sobreviene el gran golpe de la historia: Stanmer vuelve a encontrar a Bianca Vane —en Inglaterra— y se enamora violentamente de ella. Creo que esto puede resolverse de una forma a la vez muy impactante y muy natural. Ella es unos años mayor; sigue soltera; ha cambiado; está triste. El tiene la sensación de haber sido injusto; la encuentra terriblemente conmovedora. El casamiento de su amigo lo deja en libertad para abordarla, y ella lo escucha: lo acepta. En este momento, antes de que él haya tenido tiempo de comunicar la noticia a Longueville se enteran de que éste se ha separado de su mujer, que le ha sido cruelmente infiel; y casi de inmediato Longueville aparece. Se presenta; lo informan de que están a punto de casarse. Entonces, proveniente del pasado, se apodera de él un sentimiento de furia —prorrumpe en reproches contra Stanmer, a quien acusa de ser el más falso, el más traicionero de los amigos. En vano Stanmer aduce que ha actuado con integridad, que no fue con intenciones ulteriores o aviesas que predispuso a su amigo contra Miss Vane en Baden. En ese entonces no la amaba —todo ocurrió después, realizado ya el matrimonio de Longueville. Pero en Longueville el sentimiento de agravio —la fuerza del rencor— domina cualquier otro impulso; sigue protestando; prohíbe a Stanmer que se case. Revela que él siempre ha estado enamorado de Bianca —que nunca ha dejado de soñar con ella, de añorarla; que sólo la terquedad y la locura provocadas por el orgullo lo han llevado a consumar esa otra y desagraciada unión.
Stanmer: «¡Pero de todos modos, infortunadamente, estás casado! ¿De qué te serviría que yo renunciase a Miss Vane? No podrías casarte con ella.»
Longueville: «¿Que no podría? ¡Ya verás!»
—Tres días después aparece y les dice que está libre, que su esposa ha muerto. Es éste un punto terriblemente peligroso y delicado. Se permite suponer —no se aclara del todo— que él mismo ha sido el causante de esa muerte. (A determinar, con sumo cuidado las circunstancias del asunto.) Bianca entrevé la espantosa verdad y desde luego, horrorizada y perpleja, repudia a Longueville. Pero también, como algo casi inevitable, rompe con Stanmer y vuelve a sumirse en el retiro —en una vida religiosa. Stanmer queda con Longueville y su terrible secreto. Cuida de ambos. —La violencia de este desenlace, me parece, no lo descalifica. Creo que es posible hacerlo fuertemente dramático y natural. Hay, por supuesto, muchos detalles por estudiar, y aquí no he dicho nada del carácter de Blanche, que es de capital importancia.
[Sobre la base de este boceto James escribió Confidence (Confianza), novela que concluyó hacia julio de 1879 y que de inmediato comenzó a aparecer, por entregas en el Scribner's Monthly. La historia, salvo por un final más acorde con el folletín sentimental de la época, sigue a grandes rasgos el guión original. Los nombres de los personajes, en cambio, sufrieron
considerables variaciones.]
Un apellido. Mrs. Portier.
Mrs. Bullivant — Mrs. Almond.
[Es notoria a lo largo de los cuadernos la preocupación de James por los nombres de sus personajes, la relación de esos nombres con los caracteres respectivos y su poder de sugerencia. A James —escribió Edith Wharton en A Backward Glance— «le agradaba la magia de los nombres antiguos, extraños o magníficos, ásperos o melodiosos. Solía murmurarlos una y otra vez para sí en un suave canto, hasta crear personajes que se les adecuaran, y a veces familias enteras con sus complicaciones domésticas y sus alianzas matrimoniales, como los Dymme de Dymchurch, una de los cuales desposó a un Sparkle y fue madre de la pequeña Scintilla Dymme Sparkle, sujeto de abundante mirto e innumerables anécdotas». James, por su parte, toca el tema en una carta incluida en el cuaderno II.]
12 de diciembre. A menudo se me ha ocurrido que el siguiente podría ser un planteo interesante. —Un hombre de cierta edad (digamos 48), que ha vivido y pensado, ve reproducida ante sus ojos una situación de su propia juventud y vacila entre la curiosidad de ver cómo se resuelve en este caso particular y el impulso de intervenir, a la luz de su experiencia, en provecho de los actores. Mortimer, por ejemplo, viaja al extranjero y en alguna ciudad encuentra a la hija de una dama —la condesa G.— a la cual conociera cuando tenía veinticinco años, estando de visita en la misma ciudad, y de la cual se enamorara. Ese episodio de juventud vuelve a él con peculiar viveza —la hija es una extraña, interesante reproducción de la madre. La madre fue una mujer peligrosa y lo enredó en sus flirteos; una inescrupulosa hechicera —una Circe apremiante— al filo de cuya abismal coquetería él tembló durante una hora; o más bien durante unos cuantos días. Tras una lucha denodada él se apartó, escapó del peligro y pudo respirar con mayor libertad. Luego lamentó enormemente su discreción —deseó haber llegado a saber cómo era amar a una mujer semejante. Tiempo después, con todo, ciertas cosas que oye lo llevan a pensar que la fuga fue afortunada. La condesa G. tiene una intriga con otro hombre, con el cual, en consecuencia, su marido se bate en duelo. El conde G. es asesinado y la condesa se casa con el amante. Ahora ella ha muerto —todo esto, para Mortimer, es sólo recuerdo. Pero la hija, como digo, se le parece intensamente y agita en la mente de Mortimer las simas del pasado. Es una bella y peligrosa seductora. Revoloteando en torno a ella Mortimer descubre a un joven inglés que obviamente está muy enamorado, y que a Mortimer se le antoja una suerte de réplica de él mismo a los veinticinco años —la imagen de su propia inocencia temprana— de su tímida y retraída pasión. El joven le interesa y observa el desarrollo de sus relaciones con la dama. Éstas, le parece, concuerdan en todos los puntos con sus propias relaciones con la madre —de modo que al fin resuelve prevenirlo y abrirle los ojos.
(El boceto precedente fue desarrollado y quedó concluido el 17 de enero. — The Diary of a Man of Fifty.) [Esta historia fue publicada en Harper's Magazine y en Macmillan's Magazine en julio de 1879. El joven inglés, Edmund Stanmer, no se deja convencer y desposa a la condesa. El narrador se ve obligado a reconsiderar su pasado.]
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22 de enero. Tema para una historia de fantasmas.
Imagino una puerta —bien tapiada, bien hace largo tiempo bajo llave—, en la cual de vez en cuando se deja oír un golpe —un golpe que, puesto que el otro lado es inaccesible, sólo puede ser fantasmal. El ocupante de la casa o habitación que contiene la puerta se ha familiarizado con el ruido tiempo ha; y, considerándolo fantasmal, ha dejado de ponerle especial atención —ya que la presencia permanece más allá de la puerta y nunca se revela de otra forma. Pero cabe imaginar que esta persona tiene una preocupación grave y constante; y una segunda persona, que relata la historia, puede observar que los golpes se multiplican con cada nueva manifestación del problema. Fuerza la puerta y el problema desaparece —como si el espíritu hubiera deseado que lo admitiesen, para así lograr interponerse, redimir y proteger.
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Otro tema del mismo tipo.
Una muchacha, desconocida para sí misma, es seguida continuamente por una figura que otras personas ven. Ella no tiene la menor conciencia del hecho —pero se teme que llegue a tenerla. La figura es la de un joven —y existe la teoría de que, el día que se enamore, acaso ella la perciba repentinamente. Muere su madre y, al hallar entre las cartas y papeles de ésta una vieja miniatura, el narrador de la historia descubre que la figura es la de un joven que ella había rechazado en otro tiempo, y que a raíz de ello se había suicidado. La muchacha se enamora, claro, y ve la figura. Acepta a su pretendiente ¡y nunca más vuelve a verla!
[James no desarrolló la primera de estas dos historias. La segunda, doce años más tarde, se concentraría en Sir Edmund Orme, incluido junto a otros cuentos de fantasmas en el volumen The Altar of the Dead (El altar de los muertos).]
18 de enero.
A. «¿No odias a los ingleses?
B. «Odiarlos... ¿Cómo?»
A. «¿No los odias como nación?»
B. «Odiar a una nación es oneroso. He comprado demasiadas acciones de la raza humana como para hacer algo así. No me lo puedo permitir. Me arruinaría.»
A. «¡Ah, si guías tus emociones por principios económicos...!
22 de enero. Según oí decir hace algún tiempo, Anthony Trollope sustentaba la teoría de que era posible criar a un niño para ser novelista, tanto como para cualquier otro oficio. Sobre este principio crió —o intentó criar— a su hijo, y el joven llegó a ser granjero en Australia. El otro día Miss Thakeray (Mrs. Ritchie) me dijo que ella y su esposo tenían la intención de criar de ese modo a su hija. De inmediato se me ocurrió (como se me ha ocurrido antes) que sobre esto se podría hacer una pequeña historia. Una dama de letras (endeble novelista), o bien un endeble hombre de letras —esto ha de determinarse— confiesa al narrador que esa es la intención que alberga respecto de su hijito o su hijita. Posteriormente el narrador, a lo largo de varios años, encuentra de vez en cuando a padre e hijo en distintas partes del mundo —dándose por supuesto que la peculiar educación del niño está en marcha. Al fin, cuando el niño ha crecido, hay otro vislumbre; el pretendido novelista se ha entregado a alguna situación extremadamente prosaica, la cual constituye un comentario —una sátira de las encumbradas miras paternas.
[El tema volverá a mencionarse en la entrada correspondiente al 27 de febrero de 1889. Finalmente, catorce años después del primer apunte, James lo desplegaría en Greville Fane, un relato de 1892.].
&& 27 de enero. Un cuento basado en una situación, la siguiente: Henry Irving, el actor, rompió con los Bateman y se desembarazó de Isabel B. con el fin de montar Hamlet a gran escala y reemplazar a la pobre Isabel por Ellen Terry, una figura de mucho más lustre. Ellen Terry se presenta con inmenso éclat y la cosa resulta un éxito. Isabel se hunde en la oscuridad y es completamente olvidada. Cabe imaginar que Ellen Terry se enferma, y que de golpe Irving necesita una sustituta. En medio de la búsqueda le viene a la mente el nombre de Isabel B. —quien fue despedida y agraviada, presenció el triunfo de la otra y tuvo que rumiar su propia desgracia. Luego supongamos que, tras librar una breve batalla con su orgullo lastimado, ella responde a la llamada de Irving —sacrifica su rencor, se empequeñece— y retoma el papel en el cual Ellen T. la ha eclipsado tan rotundamente. El sacrificio es heroico —el de la más apasionada vanidad personal de una mujer. Motivos y revelación: que está secretamente enamorada del gran actor. Estas circunstancias bien podrían cambiarse; aunque dispuesta de otro modo, la idea seguiría girando en torno a una clase especial de sacrificio realizado por una mujer, y sus razones.
27 de enero. Una historia relatada por medio de cartas alternativamente escritas por una madre y su hija, de modo que ofrezcan versiones totalmente distintas de la misma situación. Madre e hija están estrechamente unidas —nunca ha habido entre ellas ni la sombra de una diferencia. Ambas son de lo más suaves y refinadas, y cada una es sutil y decidida. Ambas son asimismo enormemente escrupulosas. La muchacha ama con fervor a un joven que también la ama —si bien no ha habido entre ellos confesión o declaración alguna. Al fin el joven comunica sus sentimientos a la madre y pide la venia para hacer la petición. La madre, que lo considera indeseable como partido, rehúsa dar su consentimiento, asegurándole que la chica no se interesa por él. El afirma que no es así —lo siente, lo sabe; pero la madre insiste en que ella conoce mejor a su hija, que la ha observado y estudiado; que la chica está absolutamente libre de inquietudes amorosas. Y a esto se aferra —resuelta y deseosa de creerlo. El joven escribe a la muchacha —tres veces; y la madre intercepta las cartas. La muchacha, que no sospecha nada de esto, alimenta su pasión secreta, en tanto, por orgullo y por modestia, conserva el exterior que confirma la teoría materna sobre su indiferencia. Actitud mutua de madre e hija, con el secreto en medio y a pesar de ello con el aparente afecto manteniéndose invariable. Sobre todo actitud de la hija, que no quiere hacer sufrir a su madre .
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21 de febrero. Anoche Mrs. Kemble me contó la historia del compromiso de su hermano H. con Miss T. El joven H. K., subteniente en un regimiento de infantería, era muy apuesto («hermoso»), dijo Mrs. K., pero lujurioso y egoísta, y sin un penique a su nombre. Miss T. era una chica insulsa, simple y corriente, hija única del rector del King's College, de Cambridge, que poseía una atractiva fortuna privada (4.00O libras al año). Ella estaba muy enamorada de H. K. y era de esa clase de naturaleza lenta, sobria y diligente tal que, cuando recibe una impresión, no la olvida nunca. Su padre desaprobaba firme (y justamente) el compromiso, y le informó que si se casaba con el joven K. no le dejaría un penique de su dinero. H. no estaba interesado en otra cosa que ese dinero; quería una esposa rica que le permitiese vivir a sus anchas y dedicarse a los placeres. Atribulada, Miss T. le preguntó a Mrs. K. qué le aconsejaba hacer —pues Henry K. daba por sentado que si ella se mantenía en sus trece y se unía a él, al poco tiempo el viejo doctor cedería y ellos se alzarían con la dote. (Era esta convicción lo que lo mantenía junto a ella.) Mrs. K. aconsejó a la joven que de ninguna manera se casase con su hermano. «Si en verdad tu padre cede y te conviertes en una mujer acomodada, será un buen marido, al menos mientras todo vaya bien. Pero si no es así, y tuvieras que ser pobre, tendrás una vida desgraciada. Pues mi hermano sería un compañero muy ingrato —descargaría en ti su desengaño y su frustración.» Miss T. reflexionó un tiempo; y luego enamorada como estaba del joven, decidió desobedecer a su padre y afrontar las consecuencias. H. K., con todo, había llegado entretanto a la conclusión de que no se debía contar con el perdón del padre —que su actitud era inamovible y que, de casarse, nunca verían el dinero. Entonces empeñó todo su esfuerzo en zafarse. Se alejó, se quitó de encima el compromiso, hizo que la muchacha se apartara. Ella se sintió profundamente herida —se separaron. Pasaron unos años —el padre murió y ella heredó su fortuna. Nunca recibió propuestas de otro hombre —en secreto siempre siguió pensando en Henry K.—, pero de todos modos había resuelto permanecer soltera. K. anduvo por el mundo destinado a distintas bases militares, hasta que al fin, al cabo de diez años (o más), regresó a Inglaterra —todavía era un soldado apuesto, egoísta e insolvente. Sabiendo que Miss T. aún lo quería, una de sus otras hermanas (Mrs. S.) intentó entonces rehacer el compromiso. Procuró lograr que Mrs. K. se le uniera en la empresa, pero ésta rehusó aduciendo que se trataba de una especulación innoble y que su hermano había enajenado toda aspiración a merecer la confianza de Miss T. Sin embargo, K., bajo responsabilidad propia, volvió a dirigir sus atenciones a la dama. Ella lo rechazó —era demasiado tarde. Y no obstante lo quería, dijo Mrs. K., y no hubiera desposado a ningún otro hombre. Pero el egoísmo de H. K. se había extralimitado y así lo retribuía el tiempo.
Nombres. Mrs. Parlour — Mrs. Sturdy — Silverlock — Dexter Frere — Dovedale.
En una historia, alguien dice: «Ah, sí, los Estados Unidos, un país sin soberano, sin corte, sin nobleza, sin ejército, sin iglesia ni clero, sin cuerpo diplomático, sin un campesinado pintoresco, sin palacios ni castillos, ni haciendas, ni ruinas, sin literatura, sin novelas, sin un Oxford o un Cambridge, sin catedrales ni iglesias con hiedra, sin cabañas con celosías ni tabernas de pueblo, sin sociedad política, sin deportes, sin cacería del zorro ni caballeros campesinos, ¡¡sin un Epsom o un Ascot, un Eton o un Rugby...!!»
18 de marzo. La figura de una mujer americana (en Londres) joven, encantadora, inteligente, ambiciosa y consciente de sus méritos, inmensamente deseosa de entrar en sociedad, pero impedida por un marido corriente, vulgar, imposible. Lucha —apela al ministro americano, etc. (Mrs. H. L.)
Un tema. El conde G. de Florencia (me contó Mme. T. la otra noche) se casó con una muchacha americana, Miss F., para luego desatenderla en favor de otras mujeres, a quienes no cesaba de cortejar. Ella, que lo quería mucho, trató de consolarse coqueteando con otros hombres; pero no pudo hacerlo —no estaba en su temperamento— y se destrozó en el intento. Esto podría relatarse desde el punto de vista de uno de los hombres que ella elije para su propósito, y a quien realmente ella le importa. Sus caprichos, ausencias, preocupaciones, etc. Su manera mecánica y compulsiva de comportarse, su tristeza. Luego ella repentinamente quebrada, revelando el horror que siente por él —y él, entretanto, inocente y devoto.
Apellidos. Dainty — Slight — Cloake — Beauchemin — Lord Demesne.
Descripción de una situación o incidente en una alternancia de cartas, escritas desde un punto de vista aristocrático unas y desde uno democrático otras. Ambos ilustrados y sinceros.
Nombres. Osmond — Rosier — Mr. y Mrs. Match — Nombre para esposo en R. de D.: Gilbert Osmond — Raymond Gyves — Mrs. Gift — Nombre en «Times»: Lucky Da Costa — Nombre en Knightsbridge: Tagos Shout — Otros nombres: Couch — Bonnycastle — Theory — Cridge — Arrant — Mrs. Trippet — Noad.
R. de D. Después del casamiento de Isabel hay cinco entregas más, y el éxito de la historia íntegra depende de lo bien que se conduzca este trozo. Aprovechémoslo pues al máximo —imaginemos lo mejor. En la primera parte ha habido escasez de acción, y eso puede repararse aquí. Pienso que los elementos que quedan son en sí mismos muy interesantes, y sólo necesitan que se los combine con fuerza y acierto. La debilidad de la historia toda radica en el hecho de ser exclusivamente psicológica —en que depende demasiado poco del incidente; pero el despliegue completo de la situación determinada por el casamiento de Isabel puede ser, no obstante, suficientemente dramático. La idea del asunto es que la pobre muchacha, que ha albergado sueños de libertad y nobleza, que ha hecho algo, está convencida, generoso, natural, lúcido, se encuentra en realidad atrapada en la prensa misma de lo convencional. Tras un año o dos de matrimonio aflora el antagonismo entre su naturaleza y la de Osmond —la abierta oposición entre un carácter noble y uno mezquino. Hay aquí harto que hacer en una breve extensión; cada palabra, por lo tanto, debe decir —cada toque debe tener importancia. Si las cinco últimas partes de la historia aparecen apretadas, el defecto será más bien valioso comparado con la acaso excesiva dilatación del trecho anterior. Isabel despierta de su dulce engaño —¡ah, cuánto arte se requiere para que este engaño resulte natural!— y se encuentra cara a cara con un esposo que ha acabado por engendrar odio hacia sus superiores cualidades. Estos hechos, sin embargo, no son suficientes de por sí; la situación ha de estar señalada por acontecimientos importantes. Uno de tales acontecimientos es el descubrimiento de la relación que ha existido entre Osmond y Madame Merle, el descubrimiento de que se ha casado con el amante de Madame Merle. Madame Merle, en una palabra, es la madre de Pansy. Edward Rosier llega a Roma, se enamora de Pansy y quiere desposarla; pero Osmond se opone al casamiento, aduciendo que Rosier carece de medios suficientes. Isabel apoya a Pansy —advierte que Rosier será para ella un marido excelente, tierno y devoto—, pero Osmond veta tajantemente la idea. Llega a Roma Lord Warburton se encuentra con Isabel y le declara que está resignado, que ha conseguido aceptar la realidad del casamiento de ella y que, por su parte, ahora está también dispuesto a casarse. Traba conocimiento con Pansy, queda encantado con ella y al fin le dice a Isabel que le gustaría hacerla su esposa. Isabel está casi atónita, pues desconfía de este sentimiento de Lord Warburton; y el lector debe intuir que desconfía con razón. El sentimiento mismo es asunto espinoso. Hasta cierto punto es sincero; pero en el fondo, y sin que él lo sepa, lo que impulsa realmente a Lord Warburton es el deseo de estar cerca de Isabel, en quien ahora ve a una mujer decepcionada e infeliz. Esto es lo que Isabel ha percibido; presiente que será cruel para con Pansy, peligroso para ella misma, autorizar un matrimonio tal —en favor del cual, no obstante, existen tan grandes alicientes materiales que ella no puede oponerse abiertamente. Su posición es de lo más difícil, pues si le ruega a Lord Warburton que desista estará delatando la aprensión que siente por él, cosa que precisamente desea evitar. Además, teme perjudicar a Pansy. Madame Merle, mientras tanto, ha entrevisto el estado de ánimo de Warburton y recoge con entusiasmo la idea de que se case con la chica. Pansy está muy enamorada de Rosier —no desea para nada casarse con Lord W. Tanto se convence Isabel de esto que al fin llega a sentirse absuelta de la consideración de sus perspectivas con Lord W., trata a éste con tal frialdad que él comprende la vanidad de su esperanza y se retira de la escena, sin haber prestado, por cierto, atención directa a Pansy, a quien en modo alguno se le puede acusar de haber dado calabazas. Madame Merle, furiosa por esta retirada, acusa a Isabel de haberlo disuadido por celos, porque en otro tiempo fue su amante y quiere guardarlo sólo para sí; y continúa oponiéndose al matrimonio con Rosier porque las atenciones de Lord Warburton la han persuadido de que Pansy puede conseguir algo mucho más brillante. Isabel toma a mal la intervención de Madame Merle, le pregunta qué tiene ella que ver con Pansy. Ante lo cual Madame Merle, en cuyo pecho se ha ido enconando durante años el reprimido instinto maternal, y está inflamadamente celosa de la influencia de Isabel sobre Pansy, prorrumpe en el grito de que solamente ella tiene derecho —de que Pansy es su hija. (A establecer más adelante si la revelación es hecha por la misma Mme. Merle, o bien por la condesa Gemini. A muchos efectos sería mejor que la hiciese esta última; y sin embargo, así me pierdo una «gran escena» entre Madame Merle e Isabel.) En cualquier caso, todo este asunto de Madame Merle es (al igual que el estado de ánimo de Lord W. respecto a Pansy) muy peliagudo —muy delicado y difícil de manejar. Tornar natural el hecho de que ella haya podido inducir el casamiento de Isabel con su viejo amante —esto constituye de por sí una dificultad suprema. No se trata, de todos modos, de una imposibilidad, pues creo sinceramente que es una cuestión natural. Su antiguo interés por Osmond se conserva, aunque modificado; desea hacer algo por él, y lo hace a través de otro. Eso, me parece, es perfectamente natural. Más extraña aparece su conducta en relación con Pansy; pero debemos recordar que sólo estamos viendo la superficie —no el razonamiento. Isabel tiene dinero, y Mme. Merle confía grandemente en su benevolencia, en su generosidad; descarta que pueda ser una madrastra severa, y cree que impulsará la carrera de una muchacha que ella, por su parte, es incapaz de reconocer y no se atreve a favorecer abiertamente. A todo esto Osmond se pierde un poco en el fondo —pero uno debe retener la sensación de la exquisitamente desdichada repugnancia de Isabel. Han pasado tres años —tiempo suficiente para despertar. La mundanidad de él, su profundo esnobismo, su falta de generosidad, etc.; el odio que siente por ella cuando se da cuenta de que lo juzga, que condena moralmente gran parte de cuanto la rodea. La turbiedad del aire; los amantes de la condesa Gemini etc. Por supuesto, ha de reaparecer Caspar Goodwood, y Ralph, y Henrietta; también, por un momento, Mrs. Touchett. La impotente visión que Ralph tiene de la honda infelicidad de Isabel; la determinación de la mujer de no mostrarle nada y la incapacidad de él para ayudarla. Este será un elemento fuerte de la situación. A Pansy la envían de vuelta al convento, para apartarla de Rosier. Caspar Goodwood llega a Roma porque sabe a través de Henrietta que Isabel es desdichada, e Isabel lo aleja. Por una carta, proveniente de Gardencourt, ella se entera de que Ralph está allí muy enfermo, que de hecho se está muriendo. (La carta será de Mrs. Touchett, que se encuentra junto a él; o incluso estaría bien que fuese un telegrama; expresa el deseo de Ralph de verla.) Isabel le dice a Osmond que quiere ir; Osmond, celoso y repulsivo, se lo prohíbe; e Isabel, profundamente desconsolada y confundida, titubea. Entonces Madame Merle, quien desea que ella haga un coup de tête, que deje a Osmond, y se aleje así de Pansy, le confiesa su convencimiento de que fue Ralph quien indujo a su padre a dejarle las 70.00O libras. Isabel, pues, violentamente afectada y vencida, parte sin más hacia Inglaterra. Se reúne con Ralph en Gardencourt y encuentra que también están allí Caspar Goodwood y Henrietta: es decir, en Londres. Muerte de Ralph —regreso de Isabel a Londres, una entrevista con Caspar G.— La apasionada confesión de él; le suplica que regresen juntos a América. Ella, conmocionada, siente la fuerza desatada de su devoción —a la cual nunca ha hecho justicia; pero se niega. Parte de nuevo hacia Italia —y su partida es el clímax y la conclusión de la historia.
*
Me parece que con pulso firme puede conseguirse que todo resulte muy verdadero, muy poderoso, muy conmovedor. Desde luego, la crítica obvia será que no está terminado —que no he acompañado a la heroína hasta el fin de su situación, que la he dejado en l'air. Esto es cierto y al mismo tiempo falso. Nunca se cuenta todo sobre una situación; sólo se puede abordar aquello que tiende a agruparse. Lo que he hecho posee esa unidad: se agrupa. En sí mismo está completo —y el resto puede abordarse o no más adelante.
No estoy seguro de que no sea mejor no completar en ningún momento el desvelamiento de Mme. Merle, y sobre todo no hacer que se denuncie. Esto redundaría fuertemente en contra de la impresión que pretendo dar de su profundidad, su autocontrol, su preocupación por las apariencias. Acaso baste con que Isabel crea el hecho en cuestión —a consecuencia de lo que le ha dicho la condesa Gemini. Entonces, cuando Madame Merle le cuenta lo que Ralph ha hecho por ella en otro tiempo —se lo cuenta con la mencionada intención de precipitar su ruptura con Osmond—, Isabel puede retribuirla con el secreto de la condesa G. Madame Merle lo negará —pero lo negará de tal modo que Isabel sepa que está mintiendo; y entonces Isabel puede partir.— La última entrega (octubre) a transcurrir íntegramente en Inglaterra. Ya sobre el final Caspar Goodwood va al hotel Pratt, y le dicen que Mrs. Osmond se ha marehado la noche anterior. Después, ese mismo día, se encuentra con Henrietta, quien tiene la última palabra —pronuncia la última línea de la historia: una característica caracterización de Isabel.
17 de enero de 1881. Ayer oí aludir a un asunto en la historia de Mme. de Sévigné que me sugirió el germen de un relato. Mrs. Ritchie (Thackeray), que ha estado escribiendo un librito sobre ella, mencionaba la indecorosa conducta que adoptó al alinearse con su hija contra la pobrecita demoiselle de Grignan, a quien estaban obligando a recluirse en un convento porque el padre, siendo ella menor, había dilapidado todos sus bienes y se negaba a rendir cuentas. (Lo más probable es que fuera el padrastro: no lo recuerdo.) Esto me sugirió una situación; lamentablemente tendrá que entrar en el convento, que está bastante trillado. El guardián o tutor de la muchacha —puede ser un familiar lejano— tiene a su cargo los bienes de ella por cierto tiempo y los malversa en beneficio propio, de modo que, cuando ella está en edad, es imposible entregárselos o rendir un informe honrado de su tutoría. El hombre intenta hacerla entrar a un convento (lo cual, de todos modos, no lo libraría realmente de entregar los bienes), a fin de desembarazarse de ella y del peligro de que arme un escándalo. Para su sorpresa —aunque tiene justificados motivos para creer que ella presiente su infidelidad (ella ha de ser aún menor de edad)— ella consiente dócilmente —con una peculiar especie de tristeza y dulzura que lo conmueve. A tal extremo —tan enternecedoras son la falta de rencor de ella y su presteza para perdonarlo— que, al mezclarse con la sensación de haberle hecho daño, producen en la mente de él una gran conmoción, de la cual resulta la súbita conciencia de que se ha enamorado de la muchacha. Entonces intenta impedir que ella dé el paso, que se retire del mundo; suplica e implora que desista. Pero ella, con la misma ternura, con la misma tristeza, mantiene su decisión y se aleja de él para siempre. Luego él descubre que lo había amado y que su amor la había llevado a perdonar el daño que le causara, y a renunciar a cualquier reparación. Pero el deshonroso acto de él también la hizo avergonzarse de su pasión y desear enterrarse en la clausura.
18 de enero de 1881. Mrs. T., residente en América (Newport, digamos), tiene un hijo joven, soltero, listo y egoísta que se obstina en vivir en Europa y a quien, por lo tanto, sólo ve a largos intervalos. El prefiere la vida europea y se toma muy a la ligera las obligaciones filiales. Ella viaja a verlo de vez en cuando pero, por miedo a aburrirlo, no se atreve a establecerse definitivamente cerca de él. Por fin, con todo, él vuelve al hogar a hacer una visita breve, y todo lo que ella desea es convencerlo de que se quede unos meses. Tiene razones para creer que la tranquilidad de la casa cansará mucho al joven; y a fin de aumentar el atractivo invita a una muchacha —familiar distante, de otro lugar del país— a vivir con ella una temporada. No tiene el menor deseo de que el hijo se enamore seriamente de la chica; y no cree que vaya a ocurrir —teniendo en cuenta que él es de temperamento frío y volátil y mantiene una relación con cierta mujer extranjera. Simplemente piensa que la casa se volverá más agradable con la presencia de la chica, y su hijo se quedará más tiempo. Que ella quizás sea la sacrificada —es decir, que ella pueda llegar a interesarse demasiado por el hijo— es una idea que no está dispuesta a considerar. Llega el hijo, durante una semana es muy amable —luego se aburre mucho y da muestras de querer marcharse. Sin embargo, instado por la madre, se demora un tiempo más, y entonces sí que empieza a interesarse por la chica. Ella, que es por demás inteligente y observadora, se ha percatado del papel que le han endilgado y, poco después, se harta y decide marcharse. Entretanto el hijo se ha enamorado gravemente; va tras la muchacha, deja a la madre sola y pasa el tiempo restante de su estancia en América reclamando infructuosamente el afecto de la joven —de modo que, como justa retribución, la madre pierde también la compañía de él. La chica lo rechaza y él, presa del disgusto y la inquina, regresa a Europa, donde se casa con la otra persona, la mencionada antes, ¡y deja a la madre lamentándose! —El tema es bastante trivial, pero creo que algo puede hacerse. Si el desenlace sugerido pareciera demasiado cruel, podría imaginarse que al fin la muchacha accede a la pasión del hijo y se casa con él, siendo así la separación de la madre menos completa. La historia podría contarse en forma de diario de la madre.
Cuaderno II
(25 de noviembre de 1881 — 11 de noviembre de 1882)
Brunswick Hotel, Boston, 25 de noviembre de 1881
Si escribiese aquí todo aquello que podría escribir, rápidamente llenaría este cuaderno aún sin mancha, comprado en Londres hace seis meses pero no abierto hasta ahora; tanto tiempo hace que no tomo notas, no apelo a una libreta cualquiera, no escribo mis reflexiones corrientes, no me sirvo de una hoja de papel para vertir, por así decirlo, mis secretos. Mientras tanto tal cantidad de cosas han ido y venido, tal cantidad que ahora es demasiado tarde para apresarlas, reproducirlas, preservarlas. He dejado pasar demasiadas por haber perdido, o más bien por no haber adquirido, el hábito de tomar notas. Podría serme de gran provecho; y ahora que soy más viejo, que tengo más tiempo, que la tarea de escribir me resulta menos onerosa y puedo hacerlo más libremente, debería esforzarme por guardar, hasta cierto punto, un registro de las impresiones pasajeras, de todo aquello que va y viene, que veo, y siento, y observo. Apresar y conservar algo de la vida —a eso me refiero. Aquí estoy de vuelta en América, por ejemplo, después de seis años de ausencia, con posibilidades de ver y aprender muchas cosas que no deberían convertirse en materia de desperdicio. Aquí estoy, da vero, y lo más probable es que aquí permanezca por cinco meses. Me alegro de haber venido —fue una medida sabia. Necesitaba ver de nuevo a les miens, reavivar las relaciones con ellos y las consecuencias que esas relaciones pueden acarrear. Tales relaciones, tales consecuencias, son parte de la vida, y la mejor vida, la más completa, es la que toma muy en cuenta esas cosas. Esto sólo puede conseguirlo uno viendo a su gente de vez en cuando, estando con ellos, entrando en sus vidas. Desde otro punto de vista sostengo que para mí no era necesario venir a este país. Tengo 37 años, he hecho mi elección y Dios sabe que no me sobra tiempo que perder. He elegido el Viejo Mundo —lo he elegido, lo necesito, es mi vida. No me es preciso discutir hoy sobre el tema; para mí es una inestimable bendición, y una suerte no usual, que el problema se haya liquidado hace mucho, y que no me quede más que actuar sobre esas bases. —Mis impresiones aquí son exactamente lo que esperaba, y no veo el paisaje o percibo las maneras, la raza, el tono de las cosas, ahora que estoy sobre el terreno, con mucha más viveza que cuando aún me hallaba en Europa. Mi trabajo está allí —y con este vasto mundo nuevo je n'ai que faire. Uno no puede hacer las dos cosas —uno debe elegir. A ningún escritor europeo se le pide que asuma una carga tan terrible, y me parece cruel que me lo exijan a mí. La carga es necesariamente más pesada para un americano —porque, en mayor o menor grado, aun sólo por inferencia, debe tratar con Europa; mientras que ningún europeo está obligado a tratar con América en absoluto. Nadie soñará siquiera en calificarlo de menos completo por no hacerlo. (Hablo, desde luego, de quienes hacen la clase de trabajo que hago yo; no de economistas, o de gente de las ciencias sociales.) El pintor de costumbres que se desentienda de América no por ello estará incompleto hoy en día; pero de aquí a cien años (de aquí a cincuenta años quizá) lo estará sin duda. Al fin y al cabo, sin embargo, no escribiré aquí mis impresiones de América. No necesito escribirlas (al menos no à propos de Boston); sé muy bien lo que son. En muchos sentidos son extremadamente placenteras; pero, ¡el Cielo me perdone! «Tengo la sensación de estar perdiendo horriblemente el tiempo!
*
Es demasiado tarde para recuperar todas esas impresiones perdidas —las de los últimos seis años— de las que hablé al principio; además, no es que se hayan perdido del todo, sino que están bien enterradas en mi mente, se han hecho parte de mi vida, de mi naturaleza. Al mismo tiempo, si no tuviese nada que hacer, podría consentirme un repaso que resultaría interesante e incluso fructífero —una mirada hacia atrás sobre todo lo que me ha sucedido desde que dejé mi orilla nativa. Podría recordar con nitidez y no me cabe duda de que, si me tomara el trabajo, llegaría a expresarme con sobrada alegría. Podría recordar sin esfuerzo con qué irresistible ansiedad marché a Europa, con qué ardientes y sin embargo tímidas esperanzas, con qué indefinidas pero inspiradoras intenciones me alejé de les miens. Recuerdo perfectamente la maduración, durante el verano de 1875, de mi pequeño plan para viajar de nuevo al extranjero y quedarme muchos años; verano cuyo último tramo pasé en Cambridge. Se me ocurrió allí, al regresar de Nueva York, donde había soportado un invierno brillante, frío, poco remunerador y falto de interés, concluyendo Roderick Hudson y escribiendo para el «Nation». (Fueron estas dos tareas las que me mantuvieron con vida.) Había vuelto de Europa el año anterior, a comienzos de septiembre del 74, en un barco que me depositó en Boston con Wendell Holmes y su esposa como compañeros de viaje. Había vuelto para «tantear Nueva York», convencido de que mi deber era intentar vivir en casa antes de envejecer, y no dar excesivamente por sentado que la única posibilidad era Europa; sobre todo porque, entonces, Europa significaba para mí simplemente Italia, donde había vivido algunas horas de gran desaliento, y a la cual, encantadora y deseable como era, no veía como residencia permanente que presentase alguna salida. Yo quería algo más activo, y volví a buscarlo en Nueva York. Volví con una buena provisión de escepticismo pero con intenciones muy leales, y extremadamente presto a «interesarme». Como digo, me interesé pero con reparos, y en seguida decidí cuál sería la secuela del experimento. De ningún modo fue igualmente rápido, no obstante, que entreví cómo lograría cruzar de nuevo el Atlántico. Pero por último se me presentó la oportunidad —se alzó ante mí un día de verano, en Quincy St. Lo mejor que entonces era capaz de imaginar consistía en sentar mi residencia en París. Marché a París, pues (el barco zarpó hacia el 2O de octubre de 1875), y me instalé con la idea de pasar allí varios años. No era lo que realmente quería; lo que yo quería era Londres —y París era solamente una parada. Pero en esa época Londres se me antojaba imposible. Estaba convencido de que era mejor llegar allí en la plenitud de mis años, pero toda clase de obstáculos dificultaba entonces el proyecto. Ahora, a la luz de mi actual conocimiento de Inglaterra, me asombra muchísimo que esos obstáculos me parecieran tan enormes, tan abrumadores y deprimentes. Cuando un año más tarde fui a examinarlos realmente de cerca, se desvanecieron por completo. Pero aquel año en París no fue un año perdido —al contrario. Camino hacia allí pasé algo así como una quincena en Londres, hospedado en el Story's Hotel, en Dover St. Era noviembre —oscuro, brumoso, lleno de barro y de lluvia— y yo a duras penas conocía en la ciudad algún ser humano. No recuerdo haber llamado a nadie más que a Lady Rose y a H. J. W. Coulson, con quien fui a almorzar a Petersham, cerca de Richmond. Y pese a ello la gran ciudad me parecía encantadora, y hubiera dado el meñique a cambio de quedarme en vez de seguir hasta París. Pero marché a París, y durante un año viví en el 29 de la Rue de Luxembourg (ahora Rue Cambon). No haré el intento de narrar la historia de aquel año —me limitaré a decir que en modo alguno desperdicié el tiempo. Aprendí a conocer París y los asuntos franceses mucho mejor que antes, y establecí con la urbe cierta familiaridad (sumada a la que había adquirido en otro tiempo) que ya nunca perderé. Escribí cartas al «New York Tribune», de las cuales, por pobres que fuesen como material, puedo decir que eran demasiado buenas en cuanto a su propósito (por supuesto, no tuvieron éxito). Aquel invierno vi mucho a Charles Peirce —cuya cualidad de hombre de genio me reconcilió con su costado intolerable. En primavera, en casa de Madame Turgueniev, conocí a Paul Joukowsky. Non ragionam di lui —ma guarda e passa. Ni hablar de Ivan Turgueniev, el más delicioso y adorable de los hombres, ni de Gustav Flaubert, a quien siempre me alegraré tanto de haber conocido; un temperamento poderoso, serio, melancólico, viril, profundamente corrompido y sin embargo nada corruptor. Había en él algo que me atraía fuertemente, y él era conmigo muy gentil. Estaba muy por encima de los demás, los hombres que los domingos por la tarde veía en su casa —Zola, Goncourt, Daudet, etc. (Como hombre quiero decir, no como conversador, etc.) Recuerdo en especial una tarde en que fui a verlo (un día de semana) y lo encontré solo. Estuvimos sentados largo rato; algo lo indujo a repetirme un poemita de Th. Gautier: Les Vieux Portraits (lo que lo indujo a repetirlo fue que habíamos estado hablando de poetas franceses y él había expresado su preferencia por Théophile Gautier por sobre Alfred de Musset —il était plus français, etc.). Aquel invierno fui a menudo a la Comédie Française —aunque no tanto como durante mi estadía en París del año 72; en aquella época había ido todas las noches, o casi todas. Y desde entonces he estado muchas veces. Puedo decir que conozco la Comédie Française. Por supuesto que frecuenté bastante el pequeño «escenario» americano —la aldea americana enclavada en plein Paris. Todos fueron muy amables, muy amistosos, hospitalarios, etc.; hasta cierto punto conocían su París. Pero eran inefablemente agotadores e inaprovechables. Frecuentarlos se había convertido en una suerte de obligación y aquello tuvo mucho que ver con mi repentina decisión de abandonar los planes de residencia indefinida, huir a Londres y establecerme allí en las mejores condiciones que pudiera. Recuerdo bien lo criminal que le pareció la idea a Mrs. S.; y a una o dos personas a quienes yo era del todo ignorante de haber conferido el derecho a juzgar tan íntimamente mis pasos. Nada es más característico de ciertas mujeres americanas que la extraordinaria celeridad con que se adjudican tal derecho. Recuerdo cómo, de cien maneras, París había llegado a cansarme y disgustarme; yo no podía escapar del detestable París americano. Además odiaba los bulevares, la espantosa monotonía de los barrios nuevos. Advertía, para colmo, que iba a ser un eterno marginado. Me marché a Londres en noviembre de 1876. Diría que aquel verano lo había pasado esencialmente en tres lugares: Etretat, Varennes (con Lee Childes) y Biarritz —o más bien Bayona, donde me refugié al no poder encontrar hospedaje en Biarritz. Luego, a fines de septiembre, estuve una corta temporada en St. Germain, en el Pavillon Louis XIV. Estaba acabando The American (El americano). El episodio más agradable de aquel verano fue (de lejos) mi visita a los Childes; a quienes me había presentado la querida Jane Norton; quienes fueron sumamente amables conmigo durante el invierno; y quienes siguen siendo muy buenos amigos míos. Varennes es un pequeño castel fosado de las más pintorescas características, situado a pocas millas de Montargis, au coeur de l'ancienne France. Recuerdo bien la impresión que tuve al llegar —veníamos de Montargis con Edward Childe en una cálida tarde de agosto y llegamos al lugar en la vaga luz del crepúsculo, que le daba el preciso aspecto de un décor d'opéra. Más tarde he vuelto otras veces, y sigue siendo delicioso; pero en esa época yo no tenía la considerable experiencia que tengo ahora en visitas campestres en Inglaterra; no había visto tantas otras cosas maravillosas. Por lo tanto Varennes me despertó una exquisita sensación —un recuerdo que nunca me abandonará. Volví a instalarme en París —o intenté hacerlo (me gusta demorarme en estos detalles y recuperarlos uno por uno); no tenía intención de marcharme. Pero en la Rue de Luxembourg surgieron dificultades —no pude recuperar mi antiguo apartamento, que durante el verano había dejado. No recuerdo qué fue lo que me llevó a decir súbitamente: «Anda, probaré en Londres.» Creo que tuvo bastante que ver una carta de William, en la cual decía: «¿Por qué no lo haces? Ese debe de ser el lugar.» A veces una sola palabra de fuera nos toca más (al menos me toca más a mí) que la misma palabra infinitamente multiplicada en forma de simple voz interior. Claro que probé, y el éxito que obtuve superó la medida de mis más fervientes anhelos. Como creo haber escrito hace poco, la ciudad me ha llegado a gustar apasionadamente; es mi fondeadero de por vida. Heme aquí, sentado a garrapatear en mi habitación de un hotel de Boston —¡sobre una mesa de mármol!— y consciente de una nostalgia feroz —¡una nostalgia que me hace contemplar el día en que vuelva a ver los blancos acantilados de la vieja Inglaterra, irguiéndose a través de su bruma nativa, como uno de los más felices de mi vida! La historia de los cinco años que he pasado en Londres —prenda, imagino, de muchos años venideros— es demasiado larga y demasiado plena como para escribirla. Aquí sólo puedo echarle un vistazo. Me alojé en el 3 de Bolton Street, en Piccadilly; y allí he permanecido hasta hoy —allí he dejado, esperando mi regreso, las escasas posesiones terrenales que tengo. Allí he vivido mucho, sentido mucho; el pequeño y raído apartamento amueblado debería ser sagrado para mí. Llegué a Londres siendo un extraño absoluto y hoy conozco a demasiada gente. J'y suis absolument comme chez moi. Semejante experiencia constituye una educación —refuerza el carácter y tonifica la mente. Es difícil hablar de Londres ecuánime o apropiadamente. No es un sitio placentero; no es agradable, ni jovial, ni fácil, ni inmerecedor de reproches. Apenas es magnífico. Se puede confeccionar una lista descomunal de razones por las cuales debería resultar insoportable. Las brumas, el humo, la suciedad, las tinieblas, la humedad, las distancias, la fealdad, las brutales dimensiones, la horrible profusión de la sociedad, la manera en que esta insensata desmesura es fatal para la afabilidad, para el provecho, para la conversación, para los buenos hábitos —sobre todo esto y mucho más podría uno explayarse. Podría tildarse a la ciudad de deprimente, pesada, estúpida, insulsa, inhumana, vulgar en el fondo y fastidiosa en lo aparente. Algunas veces he sentido estas cosas con tal intensidad que he llegado a decir: «Ah, Londres, ¿entonces tú también eres imposible? Pero son explosiones pasajeras; y para alguien que la toma como yo, Londres constituye en conjunto la forma de vida más aceptable. Yo la tomo como artista y hombre soltero; como un apasionado de la observación, cuyo oficio es el estudio de la vida humana. Londres es en este aspecto la mayor aglomeración existente —el más acabado compendio del mundo. Allí la raza humana se encuentra mejor representada que en cualquier otro lugar, y si uno aprende a conocer su Londres estará aprendiendo muchísimas cosas. Todo esto lo intuía ya en aquel otoño de 1876 en que decidí tomar hospedaje en Bolton Street. Tenía muy pocos amigos, era la estación más oscura y húmeda del año; pero yo me hallaba en un estado de intenso regocijo. Gozaba de una libertad total, y de la perspectiva del trabajo productivo; solía hacer largas caminatas bajo la lluvia. Tomé posesión de Londres; sentía que era el lugar adecuado. Podía conseguir libros ingleses: me acostumbré a leerlos por las noches, frente a un fuego inglés. Ahora me sería difícil explicar cómo fue pero poco a poco empecé a conocer gente, a cenar fuera, etc. Yo no era capaz de hacer, ni hice, nada para que las cosas ocurrieran así; más bien todo sucedió por sí mismo. Llevaba muy pocas cartas —me daban miedo. Tres o cuatro de Henry Adams, tres o cuatro de Mrs. Wister, de las cuales, si mal no recuerdo, solamente presenté una (a George Howard). El pobre Motley, que murió unos meses más tarde, y para quien yo no tenía ninguna clase de misiva, me envió una invitación para el Ateneo, que se vio renovada a lo largo de varios meses y demostróse una inefable bendición. Una vez que uno se inicia en el mundo londinense (y se preocupa por él lo bastante, como hice yo, a fin de resultar agradable, como hice yo) cela va de soi, la cosa avanza con velocidad siempre creciente. Permanecí en Londres todo el verano siguiente —hasta el 1 de septiembre; luego me marché a pasar unas seis semanas en París que estaba algo vacía y muy encantadora, y fui mucho al teatro. De allí viajé a Italia, donde permanecí casi todo el tiempo en Roma (tenía en Capo le Case un apartamentito repleto de sol). Regresé a Inglaterra antes de Navidad y pasé en Bolton Street los nueve meses siguientes más o menos. La cuestión del club se había tornado seria y difícil; era indispensable pertenecer a uno, pero desde luego no lo había conseguido. Gracias a la gentileza de Gaskell (y a la de Locker, creo) frecuenté por un tiempo el Traveller's; luego, durante un buen período, el St. James', donde podía pagar una cuota mensual. Por último, he olvidado cuándo exactamente fui elegido para el Reform, creo que hacia abril de 1878. (Me había propuesto F. H. Hill y C. H. Roberts me apoyaba: o viceversa. Fue un excelente golpe de suerte, y desde entonces el club ha significado para mí un beneficio de primer orden. Sin él no hubiera podido quedarme en Londres, y he llegado a tomarle un intenso afecto; es un sólido vínculo local. Ahora sólo puedo enumerar someramente los hitos del resto de mi residencia en Londres. En el otoño de 1878 fui a Escocia, principalmente para conocer Tillypronie. (Después haría una corta visita a Gillesbie, la casa de Mrs. Rogerson en Dumfriesshire.) Era aquél mi primer viaje a Escocia, país que me causó una gran impresión. El año siguiente, 1879, viajé una vez más al extranjero —aunque no sólo a París. Durante todo agosto estuve en Londres escribiendo mi librito sobre Hawthorne, y el 1 de septiembre crucé a París y allí permanecí hasta pocos días antes de Navidad. Nuevamente me alojé en la Rue de Luxembourg, si bien en otra casa, un pequeño y delicioso entresol entre cour et jardin que, sin embargo, tuve que abandonar pocas semanas después dado que me lo habían cedido a plazo fijo. Me trasladé entonces a un apartamento de la Rue St. Agustin (de Choiseul y d'Egypte), donde me albergaba cuando se produjo la gran nevada de aquel año, que será recordada por mucho tiempo. Fue en octubre cuando volví a visitar Varennes; había hecho, a fin de ver algo más de Francia, otros planes que no pude llevar a cabo. Pero trabajé ingentemente: acabé el malhadado librito sobre Hawthorne , concluí Confidence (Confianza), comencé a escribir Washington Square, escribí A Bundle of Letters (Un puñado de cartas). Al igual que, según creo, hiciera el año anterior, aquella Navidad fui a casa de Ch. Milnes Gaskell (Thorne). En primavera marché a Italia —en parte para huir de la «temporada», que había llegado a aterrorizarme. No podía apartarme del bullicio (me había convertido en un avezado concurrente a cenas, etc.), y sus interrupciones, sus recurrencias, sus fatigas, además de ser horriblemente fastidiosas, tornaban el trabajo extremadamente difícil. Pasé en Florencia, pues, un par de meses, durante los cuales hice una breve escapada a Roma y a Nápoles, adonde no había vuelto desde mi primer viaje a Italia en 1869. Estuve tres días en Posilipo con Paul Joukowsky, y un par de días solo en Sorrento. Como siempre, Florencia se mostraba divina, y frecuenté la compañía de los Bootts. En aquel exquisito Bellosguardo del Hotel de l'Arno, en una habitación situada al frente, en aquel hondo retiro, comencé el Portrait of a Lady (Retrato de una dama) —es decir, retomé y rehice un viejo comienzo escrito largo tiempo atrás. Regresé a Londres para encontrarme con William, quien llegó a principios de junio y pasó un mes conmigo en Bolton St. antes de cruzar al continente. Durante el verano y el otoño aquéllos, tant bien que mal, trabajé en mi novela, que empezó a aparecer en Macmillan en octubre de 188O. Aunque no mucho, salí algunas veces de Londres —a Brighton, detestable en agosto, a Folkestone, a Dover, a St. Leonard, etc. Intenté trabajar de firme e hice muy pocas visitas. Tenía la idea de venir a América durante el invierno e incluso saqué billete; pero lo devolví. William regresó de fuera y antes de embarcarse rumbo a casa estuvo unos días más conmigo. Yo pasé tranquilamente en Londres noviembre y diciembre, enfrascado en el Portrait, que, puesto que escribía dos veces cada parte, avanzaba a ritmo sostenido, pero lento. Hacia Navidad viajé a Cornwall para visitar a John Clark y los suyos, y luego a ver a los Pakenham que ocupaban (y aún ocupan) la Casa de Gobierno de Plymouth. (El día de Navidad, por cierto, lo pasé en casa de los Pakenham —donde hubo una brillante cena militar a la cual llevé a Elizabeth Thompson [Mrs. Butler], la pintora de temas castrenses: una mujer amable, complaciente y muy sorda.) Cornwall estaba encantador, y el querido Sir John me obsequió con un largo paseo hasta Penzance y luego al Land's End, donde pasamos la mañana del primero de año —una suave mañana húmeda, con el enorme Atlántico acometiendo serenamente el punto más extremo de la vieja Inglaterra. (Un poco más arriba me equivoqué al decir que había ido primero a ver a los Clark. En realidad fui a su casa desde Devonport.) Regresé a Londres por unas semanas y luego, una vez más, marché al extranjero. Quería alejarme de la muchedumbre, del barullo, de todos los enredos e interferencias de la vida londinense; y llevar tranquilamente a término mi novela. Así pues, planeé trasladarme a Venecia. Partí el 10 de febrero y regresé a mediados del siguiente julio. En París siempre he de pagar peaje —es imposible pasar de largo. Me detuve allí quince días, que no disfruté en exceso. Luego me dirigí al sur de Francia, a Avignon, Marsella, Niza, Menton y San Remo, lugar este último en el cual tuve oportunidad de vivir tres semanas encantadoras, la mayor parte de las cuales gocé de la animada compañía de Mrs. Lombard y Fanny L., quienes vinieron desde Niza a pasar una quincena. Allí trabajé soberbiamente, lo cual me hizo muy feliz. Por las mañanas solía dar un paseo entre los olivos, por las colinas situadas detrás de la aldea negruzca y escarpada. Es extraordinaria la dulzura que efunden esos viejos caminos pavimentados que se alzan arriba por detrás de San Remo, trepando y serpenteando entre la luz crepuscular de los olivares. Abajo y a lo lejos se hallaban los profundos barrancos de cuyas laderas colgaban aldeas antiguas, y un mar azul que reverberaba a través del follaje gris. Fanny L. solía venir conmigo —disfrutaba tanto que era un placer invitarla. Volvía a la posada a tomar el almuerzo (es decir, la comida) y a la tarde escribía unas tres o cuatro horas. Luego, antes de la cena, daba otro paseo a la luz del ocaso. Nos acostábamos temprano pero yo solía leer hasta altas horas. Un día hermoso hice con los Lombard una excursión encantadora hasta la extraña y antigua aldea montañesa de Ceriana. Nunca lo olvidaré; es una de esas cosas que uno recuerda; las magníficas, claras colinas entre las cuales subíamos más y más; muy abajo, el largo valle que se deslizaba hacia el mar; el brillante Mediterráneo crecientemente pálido a medida que íbamos ganando altura; la espléndida quietud, la luz infinita, las hileras de olivos, los pueblos marrones horadados por la senda de carros, en la cual el vehículo se inclinaba hasta golpear los quicios de las puertas. Después de aquello pasé diez días en Milán, trabajando en mi relato y sin hablar apenas con un alma viviente; Milán estaba fría, sosa y menos atractiva de lo que me había resultado antes. De allí me dirigí directamente a Venecia, en donde permanecí hasta fin de junio —entre tres y cuatro meses. Sería muy largo ocuparme ahora de aquello; y, con todo, no puedo evitar detenerme. Fue un período maravilloso; una de esas cosas que no se repiten; tenía la impresión de haber rejuvenecido. La adorable primavera veneciana llegó y se fue, trayendo consigo una infinitud de impresiones, de horas deliciosas. Creció en mí un apasionado amor por el lugar, la vida, la gente, las costumbres. A veces me preguntaba si no sería una idea feliz establecer allí un pequeño pied à terre que se pudiera conservar para siempre. Visité apartamentos desamoblados; me imaginé regresando todos los años. Y regresaré; pero no todos los años. Herbert Pratt estuvo un mes en la ciudad y lo vi con tolerable frecuencia; solía hablarme de España del Este, de Trípoli, de Damasco; hasta que se me empezó a antojar que la vida quedaría manquée si uno no atinase a conocer algo de aquello. Era un tipo de lo más singular, de lo más interesante, y sin duda lo pondré en una novela. Ni siquiera creo que le importe si el retrato es o no reconocible. Ver tierras pintorescas sólo porque vale la pena, y sin hacer de ello uso alguno —eso, para él, constituye una pasión; pasión de la cual uno experimenta el contagio si vive un tiempo junto a él (un tiempo digo, no mucho). Me comunicó la nostalgia del sol, del sur, del color, de la libertad, de ser dueño de sí, de hacer absolutamente lo que a uno le plazca. «Conozco un lugar lleno de sol», solía decir, «bajo la muralla sur de Toledo. Crece allí una higuera salvaje; yo he estado tumbado en la hierba, con mi guitarra. Había un arriero que tocaba música, etc.». Recuerdo que una tarde me llevó a una extraña y pequeña taberna, sólo frecuentada por gondoleros y facchini, en un apartado rincón de Venecia. Bebimos un moscatel excelente; había descubierto el lugar y se encontraba allí como en su casa. Otra noche fui con él a sus habitaciones —casi donde acaba el Gran Canal, mirando al Rialto. Era una noche calurosa; del Canal llegaban los gritos de los gondoleros. Tomó un par de libros persas y me leyó pasajes de Firdousi y de Saadi. Con Herbert Pratt pueden hacerse montones de cosas. Con todo, no era sino una pequeña parte de mi Venecia. Me alojé en la Riva, 4161, quarto piano. La vista desde mis ventanas era una bellezza; la laguna centelleando a lo lejos, los muros rosados de San Giorgio, la curva descendente de la Riva, las islas lejanas, el movimiento en el muelle, el perfil de las góndolas. Allí, diligente, escribí todos los días y acabé, o virtualmente acabé, mi novela. Como digo, era una vida encantadora; a veces me parecía demasiado improbable, demasiado festiva. Por la mañana salía —primero al Florian, a desayunar; luego a tomar mi baño en el Stabilimento Chitarin; más tarde vagaba, mirando pinturas, la vida callejera, hasta el mediodía, momento en que iba al Café Quadri por mi verdadero almuerzo. A continuación trabajaba hasta las seis —o en ocasiones sólo hasta las cinco. En este último caso tenía tiempo de pasear una o dos horas en gondole antes de la cena. Por las noches caminaba por ahí, iba al Florian, escuchaba música en la Piazza y dos o tres veces a la semana acudía a casa de Mrs. Bronson. Era un recurso, pero el milieu resultaba en exceso americano. Ya muy avanzaba la primavera, llegaría desde Roma Mrs. V. R., quien se convertiría en un recurso más valioso. Un día fui con ella a Torcello y Burano, en el primero de los cuales sitios tomamos un refrigerio y almorzamos sobre un adorable canal. Hacia finales de abril bajé hasta Roma para pasar una quincena —durante parte de la cual me vi postrado por uno de esos terribles ataques que sufre mi cabeza. Pero Roma estaba preciosa; vi mucho a Mrs. V. R.; hice con ella varias excursiones hermosas. Recuerdo una, en particular, un domingo espléndido, hasta más allá del Ponte Nomentano. Dejamos el coche y, después de vagar por el campo, nos sentamos un rato a descansar. La exquisita inmovilidad, el horizonte divino me devolvieron desde un tiempo para mí enterrado toda la indecible, incomparable impresión que Roma me causara (1869, 1873). Regresé a Venecia por Ancona y Rimini. Desde Ancona hice una excursión a Loreto y, aprovechando la ocasión, a Recanati, a ver la casa de Giacomo Leopardi, cuyas cartas infinitamente conmovedoras había estado leyendo durante mi estancia en Roma. El día era espléndido y la excursión pintoresca; pero no me permitieron entrar a la casa de Leopardi. Conocí, no obstante, el melancólico pueblecito en las colinas donde pasó tantos años de su vida, rodeado por un marco de fascinante belleza y una extraña, brillante soledad. Conocí las calles —conocí los paisajes que él miraba... Era muy poco lo que podía haber cambiado. Solamente una noche me demoré en Rimini, donde entablé conocimiento con un guardia de lo más amable, que parecía encantado de conversar con un forestiero y recorrió conmigo todo el lugar (era un atardecer de domingo). Pasé cerca de Urbino: esto es, pasé por una estación desde donde de haber bajado a pernoctar, a la mañana siguiente hubiese podido llegarme hasta Urbino. ¡Pero no me detuve! Si un mes atrás me hubieran contado algo semejante, lo habría repudiado por demencial. Pero mis argumentos eran sólidos. Estaba tan nervioso a causa de la interrupción del trabajo que cada día perdido era una desgracia, de modo que me apresuré a regresar a Venecia y a mi manuscrito. En junio, sin embargo, volví a ausentarme brevemente —hice un giro de cinco días por Vicenza, Bassano y Padua. Tres de esos días los pasé en Vicenza —fue maravillosamente grato; la vieja Italia, y el viejo sentimiento que ella despertaba. Aun se mantiene vívida en mi memoria la tarde en que llegué, cuando fui andando hasta la plaza y, a la puerta de un caffé, me senté a la cálida sombra, rodeado por las losas suaves del viejo pavimento, el gran palacio, el alto campanile al otro lado, etc. Era tan dulce, tan tierno, tan sereno, tan afable, tan italiano; muy poco movimiento, apenas el extinguirse del día resplandeciente, la noche de verano aproximándose. Antes de marcharme de Venecia el calor se había hecho intenso, los días y las noches igualmente imposibles. Por fin partí, y un episodio feliz quedó cerrado; pero era mucho lo que llevaba conmigo.
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Fui directamente hasta el lago de Como en busca del Splügen; tan sólo pasé una noche magnífica (con la mañana siguiente) en Cadenabbia. Subí al Splügen bajo un cielo esplendente, y nunca olvidaré la sensación de ir subiendo, a medida que caía la noche, hacia el fresco, puro aire alpino (una vez comenzó el ascenso me puse a caminar sin descanso), mientras detrás se alejaba el sofocante calidarium de Italia. Cierto vaso de leche bebido aquella tarde, muy arriba, al anochecer (me lo había traído, en un hostal a la vera del camino, una mujer que acababa de ordeñar la vaca), lo recordaré siempre como la ráfaga más celestial que haya pasado por mis labios. Sin hacer paradas me dirigí a Lucerna a ver a Mrs. Kemble, quien ya se había marchado a Engelberg. Estuve un día en el lago, haciendo el giro; hacía un tiempo soberbio, y Suiza parecía más generosa de lo que yo había osado imaginar. Fui a Engelberg y pasé casi una semana con Mrs. Kemble y Miss Butler en ese valle torvo, desolado, algo vacío pero de ninguna manera cabalmente feo. Gocé de un día gratísimo en compañía de Miss Butler —subiendo al Trübse en direción al Paso de Joch. El Trübse es un pequeño lago del color del acero, situado en un fresco valle a los pies del Titlis, cuyas vastas nieves de plata brillante lo iluminan desde arriba. El lugar entero era un yermo de la rosa alpina —y la quietud de la montaña, el esplendor del clima, la belleza del paisaje causaban una imprsión imborrable. Nos acompañó un hombre que llevaba el almuerzo; y lo compartimos en el frío de una pequeña posada. La jornada toda me devolvió el recuerdo de los viejos días en Suiza; nunca había pensado que pudieran revivir con tal vigor.
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Nueva York, 115 East 25th Street, 2O de diciembre de 1881
El otro día en Boston tuve que interrumpirme —las intromisiones matinales son aquí intolerables. Este lapso del día no posee un ápice de la santidad social que se le concede en Inglaterra, y que lo conserva singularmente libre de interferencias. A la gente —por la cual aludo a las mujeres— le importa muy poco pedirle a uno que vaya a verla antes del almuerzo. Por supuesto que uno puede negarse, pero cuando son muchas las proposiciones de esa clase que aparecen, cierta cantidad se sale con la suya. Por lo demás tengo todo tipo de cosas que hacer, en su mayoría poco dignas de memoria. He estado tres semanas en Nueva York, todo el tiempo se me ha escurrido en mero movimiento. Como de costumbre procuro consolarme con la reflexión de que voy captando impresiones. Y es muy cierto; he acumulado muchas. Hice bien en venir; valía la pena. Algunas páginas más atrás me consentí caer en meditaciones que en parte eran consecuencia de un estado de ánimo melancólico. Pero puedo hacer algo aquí —no todo son complicaciones. Sin embargo, no es de esto que he de hablar primero ahora que vuelvo a tomar la pluma —sobre estas cuestiones volveré más adelante. Me gustaría concluir brevemente el pequeño repaso de los años recientes que dejé inacabado en la página anterior.
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Regresé de Suiza para reunirme con mi hermana Alice quien se hallaba en Inglaterra desde hacía un mes y a la cual vi de inmediato en el Star and Garter, en Richmond. Pasé allí tres días con ella, y más tarde volví a encontrarla en Kew; luego viajé con el mismo objeto a Svenoaks y a Canterbury, en cada uno de los cuales me quedé una noche. Durante julio y agosto llevé a cabo varias visitas. Una de ellas a Burford Lodge (a la casa de Sir Trevor Lawrence), en cuya ocasión resultaría memorable cierta caminata que (un domingo por la tarde) emprendimos por los campos del Deepdene, un paraje inglés artificial pero para mí enormemente subyugante y sugestivo —pleno de reminiscencias foráneas; la clase de sitio que de modo natural hubiera construido un inglés de hace ochenta años luego de haber hecho el gran tour y recalado en Italia. Fui a Leatherhead, y fui dos veces a Mentmore. (En una de estas ocasiones se encontraba allí Mr. Gladstone.) Me llegué a ver a Fredk. Macmillan en Walton on Thames y disfruté de unos encantadores momentos junto al río. Luego bajé hasta Somerset y pasé una semana en Midelney Place, la casa de Lady Trevelian. Es la marca que me dejó esta visita la que desearía que no se borrase por completo. Fue harto delicada (no la visita, sino la impresión que me causó el campo); me mantuvo como en un sueño por todo el tiempo que permanecí en el lugar. Se me antojaba muy al viejo estilo inglés; reinaba en todo un sentimiento peculiarmente terso y antiguo. Somerset no es especialmente bello; he visto escenarios ingleses mucho mejores. Pero creo que nunca me he sentido más penetrado —nunca he amado tanto la tierra. Fueron las viejas casas las que me embrujaron —Montacute, la admirable; Barrington, la soberbia Abadía de Ford, y muchas otras más pequeñas. En los largos días de agosto, enclavadas en el sur de la atmósfera inglesa, en el suelo sobre el cual tanto ha acontecido y que tanto ha dado, esas deliciosas construcciones antiguas se elevaban ante mí como una serie de apariciones. Pensé en cientos de cosas. ¿Adónde va a parar lo que uno piensa en momentos así? Hemos de esperar que no se pierda; se cobija en la mente para enriquecerla y ornarla. Pensé en historias, en dramas, en toda la vida pretérita —en cosas de las cuales difícilmente se puede hablar; hablar, quiero decir, en el momento. Es el arte el que las nombra; y esta idea me hace adorarlo más y más. Una casa como Montacute, tan perfecta, con su personalidad gris, sus jardines de antaño, sus acumulaciones de expresión, de tono —una casa así es realmente, au fond, una imagen imborrable; se puede confiar en que en el futuro vuelva a alzarse ante los ojos. Pero aquello en lo que pensamos con una suerte de serrement de coeur es la emoción efímera y perdida con la cual en su momento nos detuvimos a contemplarla. La imagen acaso revivirá; pero aquello es parte del pasado.
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Cambridge, 26 de diciembre
Puesto que Wilky ha viajado desde el Este (por primera vez en varios años) para verme, he venido a esta ciudad el 23 para pasar la Navidad. Heme aquí escribiendo, sentado en la vieja sala de estar trasera que solíamos ocupar con William, y que ahora utilizo yo solo —o a veces con el pobre Wilky, a quien no había visto durante unos once años, y que se mantiene estupendamente inalterado para tratarse de un hombre cuya vida no ha discurrido fácil. El largo intervalo se esfuma, y los bordes de la grieta «vuelven a unirse» transcurrido cierto lapso. Vuelve a mí el aire de esa época más joven en que me sentaba a emborronar, a soñar, a trazar proyectos, a otear el mundo en el cual debía buscar mi suerte y a sufrir los tormentos de mi maldito estado de salud. Era una época de padecimientos tan agudos que el hecho podría teñirlo por entero con sus oscuros matices; pero no es así como pienso hoy. Una vez nos hemos librado de la carga del dolor, cobran vida reminiscencias y emociones tan numerosas como los pequeños insectos que se afanan cuando, en el campo, uno quita de su sitio una piedra chata. La mala salud, el sufrimiento físico, constituyen en los años jóvenes una prueba dolorosa; pero no estoy seguro de que en ese momento no la soportemos con más facilidad. Pese a ella sentimos la alegría de la juventud; y es eso lo que hoy me viene a la mente entre las cosas que me recuerdan el pasado. La frescura de la sensibilidad y el deseo, la esperanza, la curiosidad, la vivacidad, el sentido de la riqueza y misterio del mundo que se alza ante nosotros —hay en todo ello un hechizo para aplacar el cual es necesaria una fuerte dosis de dolor y que más tarde, aunque nos llegue el éxito, no nos toca tan de cerca. De las dosis de dolor que me correspondieron, algunas fueron muy arduas; algunos de mis días y años, terriblemente ásperos. Pero todo eso es sagrado; es ocioso escribir sobre ello ahora.
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Lo que acude a mí libre, placenteramente, es la visión de aquellos años inexpertos. Nunca un pobre muchacho tuvo más; nunca estuvo joven ingenioso alguno más apasionado y, no obstante, más pacientemente anhelante de lo que podía traerle la vida. Ahora que la vida ha aportado algo, una considerable parte de lo que entonces soñaba, resulta conmovedor mirar atrás. Entonces sabía al menos lo que quería —ver algo de mundo. He visto buena parte, y es a la luz de este conocimiento que contemplo el pasado. Lo que me asombra es la cualidad definitiva, certera de aquellos anhelos. En gran medida, quería hacer lo que he hecho, y ahora el éxito, si así puedo llamarlo, tiende atrás una mano tierna hacia su hermano menor, el deseo. Recuerdo los días, las horas, los libros, las estaciones, los cielos de invierno y las umbrías habitaciones del verano. Recuerdo las viejas caminatas, los viejos esfuerzos, los viejos júbilos y depresiones. Recuerdo más de lo que hoy puedo decir aquí.
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El otro día, en Nueva York, tuve que volver a detenerme por fuerza: intentaba concluir la pequeña historia del año pasado. No hay mucho que añadir. De Midelney regresé a Londres para encontrarme con Alice, y pasé con ella diez días muy agradables de finales de agosto. Londres es para mí un deleite en esa época, cuando los horrores de la estación ya se han agotado en sí mismos y las largas tardes arrojan una templada luz grisácea sobre el West End desierto. Un deleite, también, era ver cómo lo disfrutaba ella —cuán interesante era el efecto de la enorme ciudad apacible. Londres es en esos momentos apacible; he ahí la palabra. Y luego fui a Escocia —a Tillypronie, Cortachy, Dalmeny, Laidlawstiel. Estaba pensado que el viaje de regreso enlazaría con una visita a Castle Howard; pero me retracté debido a la muerte de Lord Airlie. No puedo internarme en todo esto; hubo algunos momentos maravillosos y, como había ocurrido antes, Escocia me causó una fuerte impresión. Lo que tal vez me haya conmovido en mayor grado fue el trayecto que hice al anochecer desde Kirriemuir hasta Cortachy; aunque más tarde, transitando el camino a la luz del día, comprobé que era bastante corriente. En el tardío crepúsculo escocés, en el aire punzante, se tornaba romántico; al menos fue romántico vadear el río a la entrada de Cortachy, subir por las avenidas mortecinas rumbo a la muy iluminada mole del castillo; donde Lady A., al oír el estruendo de las ruedas en la grava (yo llegaba con retraso) asomó su bella cabeza a una ventana de la torre del reloj, preguntó si era yo y me deseó una noche placentera. Yo estaba en una novela de Waverley.
Luego mi excursión a Glamis (con ella); y mi excursión (con Miss Stanley) al castillo de Airlie, ¡fascinante lugar! Dalmeny es delicioso, una imponente masa boscosa se alza a orillas del Forth y el clima, mientras estuve allí, fue el más delicioso que me haya tocado conocer en las islas británicas. Pero la compañía no era interesante, y en el baile celebrado en Hopetoun para celebrar la mayoría de edad del heredero, al que acudimos todos, hubo bastante aburrimiento. El heredero, no obstante, era encantador, y conformaba una bonita imagen del joven noble que se apresta a ocupar su lugar en sociedad: apuesto, cultivado, galante, airoso, con 40.00O libras al año y el mundo a sus pies. Laidlawstiel, situado sobre una colina desnuda entre colinas, justo por encima del Tweed, se encuentra en el centro del país de Walter Scott. Una hennosa tarde Reay y yo fuimos a pie hasta Ashestiel; hay tan sólo una hora de camino. La casa ha cambiado grandemente desde los tiempos del «Sheriff»; pero el marco y la región son los mismos, y la cosa me pareció profundamente atractiva. Lo retrotraía a uno al pasado. Mientras me alojaba con los Reay cogí una de las novelas de Scott: Redgauntlet; hacía años que no leía ninguna. Siempre les encuentro cierto encanto —pero la endeblez de R. me dejó perplejo: l'enfance de l'art.
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En este preciso momento tengo un solo sentimiento —el deseo de retornar al trabajo. Hace casi seis meses que he soltado los remos —que dejo pasar las semanas sin nada que ofrecerles sino estas famosas «impresiones». El ocio prolongado me exaspera y me deprime y, aunque, encontrándome aquí, es una pena no moverme un poco y (si se presenta la oportunidad) ver el país, la perspectiva de no producir nada durante el resto del invierno se me hace absolutamente intolerable. Si se tratara de elegir entre estacionarme en un sitio y abordar el trabajo, o emprender un viaje durante el cual nada podré hacer, sin duda elegiría lo primero. Pero es probable que logre llegar a un compromiso: ver algo del país y pese a ello trabajar un poco. Tengo la mente repleta de planes, de ambiciones; se agolpan sobre mí, puesto que son éstos los años productivos de la vida. A estas alturas he estibado una formidable cantidad de material; en realidad nunca he hecho inventario de la carga. Tras largos años de espera, de obstrucciones, me encuentro capaz de poner en marcha el más caro de mis proyectos —el de empezar a trabajar para la escena. Fue uno de los más tempranos —lo alenté desde el principio. Ninguno me ha proporcionado esperanzas más luminosas —ninguno me ha dado emociones más dulces. De todos modos es extraño que nunca haya hecho nada —y hasta cierto punto es ominoso. A veces me maravilla que el sueño no se haya desvanecido. Ahora regresa, sin embargo, y el ansia de sentarme al fin a realizar un intento sostenido en esa dirección me quema. Creo que en verdad existen suficientes razones para no haberlo intentado antes: la pequeña cantidad de trabajo que podía llevar a cabo en cada sesión, la incesante necesidad de procurarme dinero inmediato, la incapacidad para hacer dos cosas al mismo tiempo, la ausencia de oportunidades, de aperturas. Podría añadir a esto la certidumbre de que me estaba permitido aguardar, de que el teatro, en mi opinión, es la más madura de las artes, aquélla a la que uno ha de aportar tanto lo mejor de lo adquirido como lo más natural, y de que, en tanto aguardaba, no dejaba de estudiar el arte y desbrozar mi terreno. Ahora puedo afirmar, pienso, que he estudiado el arte tan bien como es posible estudiarlo al modo contemplativo. En teatro francés soy un experto; lo digo sin vacilar. Lo tengo en el bolsillo, y me parece claro que es a la luz de él que se ha de trabajar hoy en día. En torno a estas cosas me he topado con tesoros de sabiduría. ¡Cuántas horas interesantes me han proporcionado, a qué inacabables reflexiones me han conducido! A veces, como digo, se me antoja sencillamente deplorable no haberme abocado antes al trabajo. Pero de momento era imposible, y yo sabía que la oportunidad iba a llegar. Hela aquí; y sepa yo protegerla como si fuera sagrada. Que nada me distraiga de ella; pues ahora toda pérdida de tiempo, que hasta ahora ha sido un simple proceso de maduración, se tornaría perniciosa. Je me résume, como dicen los héroes de George Sand. Recuerdo varias ocasiones; reviven nítidamente ciertas anunciaciones del propósito al que me refiero. Algunas de ellas, las más tempranas, obedecieron meramente al influjo de visitas al teatro —de ver grandes actores, etc. —en horas afortunadas; o de la lectura de una nueva pieza de Alej. Dumas, de Sardou, de Augier. No, querido amigo, nada de aquello se ha perdido. Ces emotions là ne se perdent pas; elles rentrent dans le fond même de notre nature; elles font partie de notre volonté. La volonté no ha expirado; hoy empieza a realizarse. Dos o tres de aquellas ocasiones a las que me he referido se encuentran entre las cosas que importan en la formación de un propósito; bien merecen una nota en este cuaderno. Lo que siempre ha importado, desde luego, es la Comédie Française; es para ella, en lo que respecta a este prolongado sueño diurno, que he vivido. Pero hubo una noche de las pasadas allí que recordaré por mucho tiempo; fue en septiembre de 1877. Yo había ido a París desde Londres; me alojaba en la Avenue d'Antin —la casa detrás de la cual había un tir. Fui a ver Jean Dacier, con Coquelin en el papel del héroe; sin duda no olvidaré la impresión. Supongo que en conjunto la pieza es mala; pero encierra algunas escenas muy eficaces, y los dos papeles principales ofrecían a Coquelin y Favart una magnífica oportunidad. Para Coquelin se trata siempre de la gran oportunidad, y más tarde me confesaría en Londres que es el papel que más aprecia. En él es consecutivamente de todo un poco, y yo no creo haber vuelto a seguir con tal intensidad la creación de un actor. Me sumergió en un tremendo estado de excitación; pensé seriamente en escribir a Coquelin contándole que habíamos sido compañeros de colegio , etcétera. La velada fue para mí como una iluminación —parecía alumbrar mi propio sendero. De haber podido entonces sentarme a escribir, con toda probabilidad no habría parado en seguida. Pero no lo hice; no podía; estaba escribiendo cosas por las cuales necesitaba que me pagaran mes tras mes. (Me gusta recordarme estos detalles —para justificar mis innumerables postergaciones.) Recuerdo que al salir del teatro —era una noche maravillosa— vagué largo rato bajo el influjo, no tanto de la pieza, como de la actuación de Coquelin, que la había convertido en algo tan humano, tan brillante, tan apreciable. Me hallaba agitado por lo que la interpretación del actor me comunicaba que podía hacer —que debía intentar. Anduve por la Place de la Concorde, a lo largo del Sena, por los Champs Elysées. Aquello se revelaría insignificante, sin embargo, comparado con el estado en que me arrojó un encuentro con Coquelin durante un almuerzo en el asunto de Andrew Lang, cuando la Comédie Française se presentó en Londres. Por obvias razones la ocasión no era propicia, pero tuve con él una breve charla que reavivó e inflamó mis ambiciones latentes. También por entonces tenía yo las manos atadas; no pude hacer nada, y el sentimiento se deshizo en humo. Pero me conmovió hasta las entrañas. La personalidad de Coquelin, su palabra, la forma en que desbordaba en él el artista —todo esto era terriblemente sugestivo. Fue poco lo que logré decirle allí —ni asomo de lo que deseaba; sólo podía escucharlo, y traducirle lo que decían los demás —¡embarazosa tarea! Pero escuché con cierto provecho, y nunca he perdido lo que gané aquella vez. Me excitó poderosamente; no olvidaré el paseo que después di desde South Kensington hasta Westminster. Me encontré con Jack Gardner, y caminó conmigo para dejar una tarjeta en la Cámara de Representantes. La impresión me duró todo el día, y muchos de los días siguientes. Con el tiempo se fue diluyendo, y hube de entregarme a otros asuntos. Pero ahora la recupero; y puedo afirmar que esos dos breves momentos fueron hitos. Hubo más tarde un incidente menor que me es grato recordar, porque guarda el extremo placer del momento. John Hare (lo encontré en una cena en casa de los Comyns Carr) me pidió —me instó, podría decir— que escribiera una obra, ofreciéndome sus servicios en la eventualidad de que decidiera aceptar. Le tomaré la palabra. Cuando en octubre pasado regresé de Escocia estaba embebido de esta tarea; tenía las manos libres; los bolsillos en regla; hubiera dado 100 libras por la libertad de sentarme a seguir trabajando. Pero en lugar de ello tuve que venir aquí. Sin embargo, si esto implica que he perdido parte de mi tiempo, ¡no necesariamente implica que lo haya perdido todo!
9 de febrero de 1882, 1O2 Mt. Vernon St., Boston
Cuando empecé a desarrollar estas notas algo inconducentes no imaginaba siquiera que en pocas semanas me vería obligado a escribir un relato tan triste como el de hoy. El 3O del mes pasado regresé de Washington (llegué a Cambridge al día siguiente) para descubrir que nunca volvería a ver a mi querida madre. Falleció el domingo 29 de enero (había sufrido un ataque de asma bronquial, pero en apariencia se estaba recobrando con fortuna), mientras al caer de la tarde se hallaba sentada junto a tía Kate. ¡Qué distintas serán ahora las cosas para mí! Sabía que la amaba —pero no supe con cuánta ternura hasta que la vi envuelta en la mortaja, en la fría habitación norte, con una sombría tormenta de nieve fuera, y tan dulce y serena como noble fuera en vida. Son éstas horas de indecible dolor; gracias al Cielo que una sola vez en la vida nos toca padecer este peculiar tormento. El domingo por la noche (las 1O en Washington) me estaba vistiendo para ir a la casa de Mrs. Robinson —quien me ha escrito una carta muy amable— cuando llegó un telegrama de Alice (la de William): «Tu madre gravemente enferma. Ven en seguida.» Era muy alarmante, pero no daba a entender que se hubiese perdido toda esperanza; e hice el viaje a Nueva York con cuanta se me ofreciera a alentar. En Nueva York fui a las 5 a ver al primo H. P. —y allí me tradujeron el telegrama. Estaba Eliza Ripley —y también Katie Rodgers—, y cuando salía me encontré con Lily Walsh. El resto fue harto triste. Regresé a la Casa Hoffman, donde camino al centro de la ciudad había reservado una habitación, y allí permanecí hasta las 9.3O, hora en que tomé el tren nocturno a Boston. Nunca en el futuro volveré a pisar ese lugar sin que vuelvan a mi memoria las horas desgraciadas que me deparó. En casa lo peor había terminado; encontré a papá, Alice y tía K. extraordinariamente serenos —casi felices. Mamá aún parecía estar con nosotros —tan bella, tan llena de lo que todos amábamos en ella parecía en la muerte. El funeral fue el miércoles 1 de febrero; un par de horas antes Wilkie había llegado de Milwaukee. Bob se hallaba en Boston desde hacía un mes —durante la enfermedad de mamá se había consagrado a ella. Era un espléndido día de invierno —la nieve se extendía alta y grave. Por el momento, la colocamos en una cripta provisional en el cementerio de Cambridge, y aunque tuve, imagino, la vaga noción de que algunos de nosotros descansaremos allí un día, no vi exactamente la imagen. Me es imposible expresar —empezar a expresar— todo lo que se ha ido a la tumba con ella. Ella era nuestra vida, era la casa, era la piedra angular del arco. Ella nos mantenía unidos, y ahora que no está somos cañas dispersas. Era la paciencia, la sabiduría, la exquisita maternidad. Su dulzura, su calidez, su inmensa bondad natural eran indecibles, y me resulta infinitamente desconsolador escribir aquí sobre ella como sobre alguien que era. Cuando pienso en todo lo que había representado durante años —cuando pienso en su incesante dedicación a cada uno de nosotros—, y que en diciembre pasado, cuando fui a Washington, le di el último beso, oí su voz por última vez, parece como si mi ser no albergase suficiente ternura para registrar la extinción de una vida semejante. Pero puedo discernir, con perfecta alegría, que había culminado su trabajo —que su larga paciencia había llegado al extremo. Había sobrellevado arduas preocupaciones y pesares, que soportó sin un lamento, y la había invadido la fatiga de la vejez. Prefiero haberla perdido para siempre que contemplarla internarse en un sufrimiento al cual probablemente se habría visto condenada, y con una suerte de bienaventuranza sagrada me permito pensar que ya no pesarán sobre ella angustias ni dolores. Su muerte ha alentado en mí una apasionada creencia en ciertas cosas trascendentes —la inmanencia de un ser tan noblemente creado como el suyo, la inmortalidad de tan inmensa virtud, la reunión de los espíritus en condiciones mejores que éstas. No es que hoy ella tenga de ángel más de lo que siempre había tenido; pero me niego a creer que baste el accidente de la muerte para que toda su inefable ternura se haya perdido para los seres que tan entrañablemente amaba. Ella está con nosotros, nos pertenece —el silencio eterno no es sino una forma de su amor. En medio de ese silencio uno puede oír su voz —sentir por siempre la inextinguible vibración de su fervor. Me es imposible no pensar que en esas últimas semanas no fui con ella lo bastante afectuoso —que fui ciego a su dulzura y su benevolencia. Me resulta inevitable no desear haber estado advertido de lo que sucedería, y así haberla cobijado en el cariño más reconfortante. Al regresar de Europa me conmovió verla gastada y consumida, y ahora comprendo que estaba casi sin fuerzas. Afrontaba sus actividades habituales, pero la carga de la vida se le había vuelto pesada y necesitaba descanso. Encuentro algo inexpresablemente enternecedor en el modo en que, durante estos últimos años, siguió adelante paso a paso sin proporcionárselo. De haber seguido viviendo lo habría tenido, y verla disfrutar de él hubiese sido maravilloso. ¡Y sin embargo, ahora lo ha alcanzado, en su forma más absolutamente perfecta! Verano tras verano permaneció sin salir de Cambridge —era imposible conseguir que papá se moviera de su propia casa. El campo, el mar, el cambio de aire y de paisaje eran para ella un deleite exquisito; pero soportaba la continua pérdida de esas oportunidades con la docilidad y la paciencia más profundas. Se pasaba los días y las noches en esa Cambridge árida, chata, calurosa, rancia y detestable, y nunca pensó en culpar por ello a Alice o a papá. La suya fue la vida de una madre perfecta —de una perfecta esposa. Traer hijos al mundo; brindarse, durante años, en pro de su felicidad y su bienestar; y luego, una vez ellos habían alcanzado la plena madurez, y tanto el mundo como sus propios intereses los habían absorbido, recostarse en unas fuerzas menguantes y entregar el alma pura al poder celestial que le había encomendado esa misión divina. Gracias a Dios, sólo una vez vivimos esta pérdida; ¡y, gracias a Dios, ciertos recuerdos supremos perduran!
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Todos mis planes se han alterado —por el momento, el regreso a Inglaterra se esfuma. Debo permanecer junto a papá; sus achaques no me permiten abandonarlo. Esto significa que me demoraré indefinidamente en este país —una perspectiva por demás reñida con mis recientes anhelos de partida.
3 de agosto de 1882, 3 Bolton St. De tiempo en tiempo uno siente la necesidad de hacer balance. En el pasado no he practicado mucho la costumbre, pero será beneficioso practicarla más de ahora en adelante. La previsión con la cual cerré la última entrada de estas páginas no se verificó. Partí de América en la fecha que había tenido en mente cuando marché a casa: el 1O de mayo. Papá estaba mejor físicamente y manifestó el deseo más enérgico de que yo realizara mi plan; Alice y él se habían trasladado a Boston y estaban cómodamente instalados en una hermosa casita (1O1 Mt. Vernon Street). Por lo demás, les estaban acabando a ritmo sostenido la casa de campo en Manchester; yo fui a verla poco antes de hacerme a la mar. Es muy bonita —no se observa la aspereza americana; el mar está cerca de las piazzas y el aire huele a laurel. Lo tendrán todo: descanso, serenidad, paz, compañía suficiente, paseos encantadores—. No había transcurrido mucho desde mi regreso aquí cuando la peripecia americana empezó a palidecer, a semejarse a un sueño; en gran parte, a un sueño sumamente doloroso. Mientras estuve allí, lo que parecía una ensoñación era Europa, Inglaterra —pero ahora todo esto es harto real. Gracias a Dios, la temporada ha terminado; lo que de ella me correspondió fue todo cuanto puede agolparse en junio y julio. Yo estaba sin ánimos, preocupado, indiferente, aburrido y ansioso de empezar a trabajar otra vez; pero, puesto que aquí estaba, me vi obligado a acomodarme a los imperativos del momento, y siempre con mi viejo bálsamo para el espíritu perturbado, la idea de estar viendo el mundo. Esta vez, en líneas generales, me pareció un mundo pobre; no hice ni vi mucho de interesante. Estoy enormemente contento de hallarme de nuevo en Londres; me siento unido a la ciudad por lazos profundos; esto seguirá siendo así; pero decididamente me gusta más cuando está «vacía», como en el período que comienza ahora. Conozco demasiada gente —he hecho demasiada vida social.
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Grand Hôtel, París, 11 de noviembre. Gracias a la «vida social», la cual, en forma de diversos vestigios de la temporada, de una retahíla de americanos de paso y de varias visitas al campo, continuó imponiéndome su marca durante la mayor parte del mes de agosto, ni siquiera tuve tiempo de acabar la última frase de lo escrito hace más de tres meses. A estas alturas apenas puedo ocuparme de la historia de los tres meses pasados: un simple vistazo ha de bastar. Me quedé en Inglaterra hasta el 12 de septiembre. Bob, a quien al llegar de América hacia fines de mayo había encontrado en Bolton Street descansando en mi sofá —más arriba ni siquiera tuve tiempo de mencionar que desembarqué en Irlanda y pasé allí unos días—, Bob, quien, como digo, me estaba esperando en mi apartamento de Londres, para gran sorpresa mía y, gracias al viaje que había hecho a las Azores, en un ánimo de lo más mustio y cabizbajo, se embarcó de nuevo hacia casa en los últimos días de agosto, tras haber pasado unas semanas en Londres, en Malvero y en Llandudno, Gales. Los últimos días antes de partir estuvo conmigo. Alrededor del 1O de septiembre William llegó de América camino al Continente, donde pensaba pasar el invierno. Luego de estar juntos un par de días, yo vine a París vía Folkestone (dormí allí antes de cruzar), mientras él cruzaba a Flushing desde Queenborough. He estado todo el verano intentando trabajar, pero tan numerosas han sido las interrupciones que sólo durante las últimas semanas he conseguido hacer algo, y aun así moderadamente. Mi relación de trabajo para todo el año pasado es terriblemente escueta, y acabo de abrir este cuaderno con la intención de hacer varios votos solemnes respecto al futuro. Pero ni siquiera sé si los llevaré a cabo. De todos modos no estoy seguro de que tales solemnidades sean necesarias, pues Dios sabe que me encuentro por demás deseoso de trabajar, y que estoy plenamente convencido de la necesidad de hacerlo, tanto por mi bien como por mi felicidad.
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Apenas si recuerdo incluso las tres o cuatro visitas a las cuales conseguí restringir mi «actividad social» durante el verano. Una agradable velada en Loseley —estaba allí Rhoda Broughton. En otra oportunidad volví para llevar a Howells (quien pasó en Londres todo agosto) y a Bob a un almuerzo. Dos días en Mentmore; una estancia de sábado a lunes (muy insípida) en casa de Miss de Rothschild en Wimbledon; un día muy grato en la de Arthur Russell, en Shiere. Esto último fue encantador; creo que no fui a ningún otro sitio —pues me escabullí de Midelney, de mi prometida visita a Mrs. Pakenham y de las promesas vagamente hechas a Tillypronie. Hacia el fin de la temporada, en Londres, pude disponer de mi tiempo con amplitud y, como siempre me ha ocurrido antes, sentí el hechizo de los largos días tranquilos, durante la época desierta, en que uno puede sentarse a escribir sin la obligación de responder billetes o hacer visitas. ¿He de confesar, no obstante, que las noches se han vuelto monótonas?
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Tenía pensado escribir cierta memoria de mis últimos meses en América, pero temo que la oportunidad ya haya pasado. Sin embargo, los recuerdo con enorme ternura. Boston no significa para mí absolutamente nada —ni siquiera me desagrada. Al contrario, me gusta; lo que me disgusta es vivir allí. Pero las últimas semanas que pasé en la ciudad, después de la muerte de mamá, rezumaron una quietud y una solemnidad exquisitas. Mis habitaciones en Mt. Vernon Street eran feas y peladas; pero también cómodas —en cierto modo eran simpáticas. Todas las mañanas solía salir a caminar y cruzaba el Common para desayunar en Parker's. Luego volvía a mi alojamiento y me sentaba a escribir hasta las cuatro o las cinco, tras lo cual iba andando hasta Cambridge a través de ese melancólico puente cuya longitud tantas veces había medido en el pasado y, cuatro o cinco veces a la semana, cenaba en Quincy Street con Alice y papá. Por la noche regresaba bajo la luz del claro cielo americano. —De modo tal que hacía ejercicio en abundancia. Fue una temporada sencilla, seria, fructífera. Parecía como si la muerte de mamá hubiese dejado tras de sí un blando murmullo benévolo, en el cual vivimos semanas, meses enteros, y que destilaba paz y dulzura. Por las noches, al caminar rumbo a Boston por esos oscuros caminos desiertos, donde en el aire invernal uno no encontraba nada salvo las farolas coloreadas y el distante cascabeleo de los coches de Cambridge, pensaba constantemente en ella. También el trabajo que había abordado por entonces me interesaba, y ahora vuelvo la mirada hacia aquellos tres meses con una suerte de veneración religiosa. El trabajo me interesaba aún más de lo que su importancia podría explicar —o de lo que sus resultados justificarían. Intentaba escribir una obra breve (DM) , y la escribí; pero mi pobre obrita no ha servido de estímulo. No es menester abundar en la cansadora historia de mis negociaciones con la gente del Madison Square Theatre, cuyos propietarios se comportaron como una mezcla de asnos y fulleros; el episodio daría lugar por sí solo a un brillante capítulo de una novela realista. Escribir la pieza me entusiasmaba enormemente, y el trabajo reafirmó todas mis convicciones respecto a la fascinación de esta clase de composiciones. Pero lo que me condujo a conocer, tanto en Nueva York como en Londres, de los modales e ideas de promotores y actores, y de las condiciones de producción en nuestra desdichada escena inglesa, resulta casi fatalmente asqueante y desalentador. He aprendido, con notable viveza, que si uno pretende trabajar para ella ha de estar preparado para el asco, un asco profundo e inexpresable. Mas por asqueado que me encuentre, no creo estar desanimado. La razón estriba en que sencillamente no puedo permitírmelo. He resuelto reservarme un año —incluso más si hiciera falta— para hacer experimentos, estudios, pruebas. La forma dramática me parece lo más bello del mundo; la desgracia es que la chatura de la escena angloparlante no le ofrece una base consistente. Cómo me las arreglaré para conciliar esto con el constante requerimiento que, tanto desde dentro como desde fuera, me urge a embarcarme en otra novela, es más de lo que estoy en condiciones de responder. Sin duda lo más sabio, de todos modos, es no comenzar una en seguida —no empeñarme en una obra de longue haleine. Debo hacer cosas cortas, tantas como necesite, que me dejen intervalos libres para el trabajo dramático. Digo esto con cierta soltura; pero a veces se apodera de mí un penoso apetito de sentarme a escribir otra novela. Si sólo lograse concentrarme: he aquí la gran lección de la vida. Me invaden horas de inexpresable revuelta contra la pequeñez de mi producción; contra mis lastimosos hábitos de trabajo —o de indolencia; contra mi ligereza, la vaguedad de mi mente, mi perpetua incapacidad para centrar la atención, para abstraerme, para mirar las cosas cara a cara, para inventar, en una palabra: para producir. En abril próximo cumpliré 4O años: ¡vaya horrible dato! No obstante, creo que he aprendido a trabajar y que es en momentos de obligada ociosidad, casi exclusivamente, cuando sobrevienen estas melancólicas reflexiones. Cuando estoy realmente volcado a la tarea, me siento feliz, fuerte, veo muchas oportunidades por delante. Es lo único que me hace la vida soportable. Sin embargo, en los próximos años he de realizar grandes esfuerzos si deseo no resultar al cabo un fracaso. ¡Habré sido un fracaso a menos que haga algo grande!
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«Los asuntos y los modos ingleses no me impresionan tanto como hace tres años. Inglaterra está obstruida y envarada por la enorme carga de fruslerías, la secular montaña de desperdicios y basura que viene arrastrando, embadurnada de bruma y humareda. Hay que ver lo leves e inteligentes que emergen todas las demás naciones de la Comparación.»
W. J., carta a su esposa desde Londres, 22 de diciembre de 1882.
«En cuanto a mí, he aprendido a ser cosmopolita, pero no puedo despegarme la sospecha de que ya no habrá que tener en cuenta a las razas latinas, incluso si llegaran a conquistar el mundo, cosa que no harán.»
E. Gryzanowshi a W. J., Livorno, 18 de diciembre de 1882.
«El sábado he de salvar mi vida huyendo a París. Es extraño decirlo: nunca lugar alguno ha parecido avenirse conmigo tanto como Londres. La gente me gusta cada vez más. De todos los Kunst produkte de este globo, esa estructura exquisita y extravagantemente pulida que se da en llamar Raza y Temperamento Inglés es la más preciosa. Me inclinaría a pensar que cualquier pobre francés contemplaría con una suerte de furor la manera fácil y templada en que aquélla resuelve, o alcanza sin necesidad de resolver, todo aquello que para su desdichado pueblo constituye lo imposible.»
W. J., Londres, 22 de enero de 1883.
A propos de Sarah B. en la Fedora de Sardou:
«Es una criatura maravillosa, pero no logro comprender cómo un ser de semejante inteligencia puede elaborar algo que posee tan poca materia moral, de modo tal de imponerlo. La obra es áspera y siniestra, y horrible, sin por ello resultar trágica o patética en el menor grado; al acabar, uno se sentía como una suerte de cómplice de una crueldad perpetrada a sangre fría. Me dieron ganas de abandonar a los franceses y llamar a mi propia especie a que se lave las manos y deje que se apodere de ellos su destino. Un desarrollo tan desproporcionado de las percepciones externas, una perversión tal de los sentimientos naturales ha de obrar su némesis de un modo u otro.»
W. J., París, 1O de febrero de 1883.
Boston, 8 de abril de 1883. Transcribo a continuación parte de una carta que acabo de escribir a J. R. Osgood, mi editor, en relación a una nueva novela.
«El marco de la historia se sitúa en Boston y sus alrededores; relata un episodio conectado con el así llamado «movimiento femenino». Los personajes que incluye son en su mayoría personas del tipo reformista radical, particularmente interesadas en la emancipación de las mujeres, en concederles el sufragio, librarlas de las ataduras, coeducarlas con los hombres, etc. Consideran que es ésta la gran cuestión del momento —la reforma más sagrada y urgente. La heroína es una joven muy inteligente y «dotada», asociada por nacimiento y circunstancias con un círculo inmerso en las mencionadas opiniones y en toda especie de agitación novedosa, hija de viejos abolicionistas, espiritualistas, trascendentalistas, etc. Ella está interesada en la causa; pero es objeto de un interés aún mayor por parte de su familia y sus amigos, quienes le han descubierto un notable talento natural para hablar en público, mediante el cual la creen capaz de hacer vibrar a grandes audiencias y aportar una valiosa ayuda a la liberación de su sexo. La adoran como si fuera una suerte de apóstol o redentora. La apariencia de ella es muy atractiva y su facilidad de palabra casi una gracia. Tiene una amiga íntima y querida, otra joven que, proveniente de un círculo social totalmente distinto (una familia rica, exclusiva y conservadora), se ha consagrado a estas cuestiones con intenso ardor y concebido una apasionada admiración por la muchacha, sobre la cual, por el influjo de un carácter en todo diferente, ha adquirido gran influencia. Posee dinero, aunque no talento para presentarse en público y sueña con que, trabajando codo a codo su amiga y ella (valiéndose una del dinero y la otra de la elocuencia) puedan revolucionar verdaderamente la condición de las mujeres. Considera que ésta es una tarea noble y elevada, una misión a la cual ha de sacrificarse todo lo demás, e implícitamente cuenta con su amiga. Esta, no obstante, conoce a un joven que se enamora de ella y por el cual ella también se interesa mucho, pero que, terco y conservador, se opone resueltamente al sufragio femenino y toda alteración similar. Cuanto más conoce a la heroína más la ama, y más se decide a arrancarla de las garras de sus amigas reformistas, a quienes detesta de corazón. Propone matrimonio a la muchacha, sin ocultar que, en caso de aceptar, ella deberá renunciar por completo a su «misión». Ella se da cuenta de que lo ama, pero también de que el abandono de la mencionada misión sería terrible, y mucho peor la decepción infligida a la familia, a los amigos y especialmente a la amiga. El pretendiente es pariente lejano de la joven rica, quien en mala hora, por casualidad y antes de conocer sus opiniones (él ha estado diez años viviendo en el Oeste) le ha presentado a la muchacha. Le suplica a su amiga que se mantenga firme —se lo suplica en nombre de la íntima amistad que las une y de todas las esperanzas que en ella se han depositado. La novela relata la lucha que tiene lugar en la mente de la muchacha. Tras diversas vicisitudes, esta lucha concluye con el abandono de todo, la ruptura definitiva con su amiga, en una terrible entrevista final, y la entrega al amante. Ha de haber varios personajes más a los cuales no me he referido —tipos de agitadores radicales— y todos los bocetos que pueda incluir del movimiento por los derechos de la mujer.» — Esto por lo que concierne a Osgood. Por mi parte, he de volver sobre el asunto más detalladamente. El tema es fuerte y bueno, con un interés ampliamente rico. La relación entre ambas jóvenes debería ser el estudio de una de esas amistades entre mujeres tan comunes en Nueva Inglaterra. Todo debe ser tan local, tan americano, tan lleno de Boston como sea posible: un intento de demostrar que puedo escribir una historia americana. Es indispensable que haya un hombre de prensa típico —el hombre cuyo ideal es el reportero vigoroso. Me gustaría bafouer toda la vulgaridad y la horridez que hay en esto —la impúdica invasión de la vida privada, la extinción de todo concepto de privacidad, etc. Lo que me dio la idea fue el Evangéliste de Daudet. «Si pudiera hacer algo con ese carácter pictórico! De cualquier modo el tema es de lo más nacional, de lo más típico. Deseaba escribir un relato muy americano, un relato característico de nuestras condiciones sociales, y me pregunté cuál era el punto más relevante y peculiar de la vida social en el país. La respuesta fue: la situación de las mujeres, la decadencia del sentimiento del sexo, la agitación desatada en su nombre.
*
En la misma carta a Osgood envié el bosquejo de plan para un cuento de la familia «internacional» —como Daisy Miller, The Siege of London (El sitio de Londres), etc. «La cosa se llamará Lady Barberina . El tema de la chica americana que se casa (o respecto de la cual existe la cuestión de si se casará o no) con un aristócrata británico, ya lo he tratado otras veces (más o menos). Esta historia invierte la situación y presenta un joven americano que concibe el propósito de casarse con una hija de la aristocracia. Es neoyorquino, bastante anglomaníaco y petimetre; y, puesto que tiene dinero en abundaneia, ella lo acepta y se casan. La 1a. mitad del relato transcurre en Inglaterra. En la 2a. la pareja es transportada a Nueva York, adonde él ha llevado a su esposa, y se relatan las peripecias por las que allí atraviesan, las impresiones que la muchacha produce y recibe, y la consiguiente catástrofe.» Esto en cuanto a Osgood. —Pienso que se podría hacer algo muy bueno —lo veo con total viveza.
Una buena comparación (americana): «Tan... y callado como un podólogo.»
Lady Barberina: Notas. (17 de mayo de 1883.)
Él, el joven que se casa con la hija del conde, tiene que ser médico, porque resulta sumamente nacional y típico. Unicamente aquí ocurriría que el hijo de un hombre rico —de un hombre tan rico como su padre— abrazara esa profesión, y la profesión en sí misma puede ser considerada «bastante aristocrática». El padre le deja una gran fortuna —pero él sigue siendo (digamos) el «doctor Jeune». No practica la medicina pero se interesa por ella, y es de lo más generoso y solidario con el sufrimiento de los pobres. Tiene un hermano vulgar y una madre encantadora; y las relaciones de ambos con Lady Barberina una vez ha llegado a N.Y. constituyen una de las líneas fundamentales de la historia. Las expectativas de Lady B. cuando va a ser presentada a Mrs. Jeune (su suegra, etcétera). Lo difícil, desde luego, será conseguir que el casamiento resulte natural: pero es una dificultad inspiradora. Por el lado de ella (de Lady B.), buena parte de la explicación descansará en la enorme fortuna del pretendiente. Aunque sea una criatura excelente, no es una belleza, y carece de la fortuna que podría ayudarla a encontrar marido en Inglaterra. Ha cumplido veintiséis años, su padre es un noble sin dinero y tiene cuatro hermanas y cinco hermanos. Su madre piensa que casándola con un rico là bas echaría un pied à l'étrier para el resto de la prole —que los muchachos en particular, algunos jóvenes aún, se acomodarían en Estados Unidos con ranchos y esposas adineradas. —Además, a Barberina le gusta el joven, y a él hay que hacerlo atractivo. La novedad, el cambio, la dejan prendada, todo lo americano es tan seductor. Lo de «doctor» es difícil de tragar; y pienso que debería conceder que en Londres, dado que ya no ejerce, el hombre no pone el título por delante. Es sólo después de casarse y llegar a Nueva York cuando ella descubre que todo el mundo se dirige a él de ese modo —sus propios hermanos lo llaman «doctor», etc. Una de las hermanas de ella, dicho sea de paso, ha de viajar a América con la pareja, y lo conveniente será que el país le guste a más no poder. Ha de casarse con un joven pobre: un guapo pastor neoyorquino. La cuestión radica en hacer que el casamiento con Lady B. parezca natural y posible para mi héroe, evitando al mismo tiempo presentarlo como un snob. Pero sin duda se puede conseguir. En primer lugar, nada obsta para que se enamore de la chica. Ella debe impresionarlo como una joven espléndida, que se adapta totalmente a su ideal de plenitud física, desarrollo afortuuado, salud perfecta, etc., cualidades todas éstas por las cuales ha de sentir un inmenso aprecio. Ha de ser un rendido admirador del físico de la raza inglesa y considerar a la muchacha un hermoso ejemplar. En cuanto a él, es un individuo menudo —en modo alguno posee una contextura que desee perpetuar telle quelle; pero también es frío, deliberado, terco y muy apegado a sus ideas: la resistencia suele darle bríos; y a su casamiento con Lady B. hay resistencia. Se da el caso de que los amigos y parientes de él, algunos, consideran tan extraño que desee casarse con la muchacha, como los de ella que pueda unirse a él. El se niega a ver por qué le ha de ser difícil casarse con la mujer que se le antoje, cualquiera que sea; y la determinación de que a ella sí le parezca cómodo y natural lo impulsará realmente a salirse con la suya. Maldita sea, si se ha encaprichado con una hija de conde, se llevará una hija de conde. A definir la actitud de la madre, y a ajustar los detalles del episodio en Nueva York. Luego la entrée en matière en Londres. Allí él debe tener un par de confidentes, que de modo accidental lo ponen en contacto con Lady B. y observan sus avances con diversión y temor. Además debe tener un amigo —un médico de Boston (del tipo de J. P.) .
«La muchacha que se ha hecho a sí misma»: muy buen tema para un cuento. Muy moderno, muy local; da para mucho.
3O de mayo de 1883. He prometido a Osgood aportarle tres cuentos (para la «Century»); y ahora Gilder me escribe que quiere primero los dos más cortos, antes que Lady Barberina, que ya había empezado y estaba a punto de acabar. Le he contestado que detendré éste y le enviaré los dos más breves lo antes posible. Así pues, debo seleccionar los cuentos —los temas. Hace poco pensé en una pequeña donnée por demás pintoresca que iba a titular The Impressions of a Cousin. Consiste en una modificación de algo que hace un tiempo me sugirió Miss Thackeray y yo registré aquí —la historia de la pequeña demoiselle de Grignan, que fuera obligada a ingresar en un convento porque el padre o el padrastro no deseaba rendir cuentas de la gestión de sus bienes. No entraré ahora en detalles: baste el hecho de que el falso depositario de marras es un caballero que la propietaria de los bienes ama (muy en secreto); y de que su deseo es inducirla a casarse con su hermanastro, que posee una fortuna propia, de modo que la pareja no insista en obtener una revelación que lo arruinaría —disuadidos en virtud del parentesco cercano, el orgullo familiar, etc. La muchacha rechaza tajantemente al primo, y no obstante tampoco insiste en que se rindan cuentas, sobrellevando en silencio el agravio que ha sufrido. Por consiguiente el depositario, à que ceci donne à penser, descubre que ella lo ama desde hace tres años y que, de no haber sido tan necio, hubiera podido casarse con ella y disfrutar honradamente de los bienes. Ahora ella sabe lo que ha hecho; no entablará juicio, pero, por supuesto, no puede casarse con él teniendo en cuenta su deshonra; y si bien no ingresa en el convento (mi relato es demasiado moderno), se retira del mundo, por decirlo así, con sus bienes, su herida y su secreto. La «prima» del título es una muchacha que cuenta la historia (en forma de diario) y, viviendo con su parienta como compañera, observa estos hechos e imagina el secreto. Es solamente en ese diario que el secreto «se trasluce». Por supuesto, la misma prima ha de ser un «tipo». Se me ocurrió infundirle un poquito de color americano ambientando la historia en Nueva York y representando a la prima como bostoniana, con el tono moral de Boston, etc. Pero resultaría un tanto pálido —la casa de la heroína en la calle 37, etc. Las calles de Nueva York son fatales para la imaginación. De cualquier modo he perdido entusiasmo por el tema, que es bastante magro y convencional, y carece de condiciones concretas. En esta etapa lo concreto debe ser mi rubro. Puedo trabajar en ello con infinito provecho. ¡La cuestión es hacerlo!
Londres, 2 de enero de 1884.
Apellidos. Daintry — Vandeleur — Grunlus — Nombres. Florimond — Ambrose — Mathias — Nombres de familia. Benyon — Pinder — Vallance — Nugerit — Maze — Dinn — Fiddler — Higgs. La mayoría está fuera de época en relación a la fecha consignada arriba. Muy ricos. — Chancellor — Ambient.
29 de enero de 1884. El otro día en casa de Mrs. Tennant oí hablar de una situación que me llamó la atención por lo dramática y bonita como tema. Se refería al joven Lord Stafford, hijo del duque de Sutherland. Parece que durante años ha estado enamorado de Lady Grosvenor, a quien había conocido antes de su casamiento con Lord G. Sin embargo, no tenía esperanza alguna de llegar a desposarla, si pensamos que el marido de ella era un joven robusto de la misma edad que él, etc. Cediendo a la presión familiar en lo relativo a tomar esposa, ofreció su mano a una muchacha encantadora e inocente, la hija de Lord Rosslyn. Fue aceptado con gratitud y se anunció el compromiso. Poco tiempo después, de repente, sin que nadie lo esperase, Lord Grosvenor muere y su esposa queda libre. Surgió el interrogante: ¿qué iba a hacer Lord S., quedarse con la muchacha o librarse de ella de la forma más digna posible y, transcurrido un intervalo, declararse a Lady G.? En tanto dilema ético, me parece a mí que la pregunta no tolera sino una respuesta; si le había propuesto matrimonio a Miss (o como se llame) Rosslyn, a esa propuesta debía atenerse. Pero la situación, como he dicho, podría servir de base a una historia pasible de adquirir diversos rumbos según el temperamento de los actores. El joven puede abandonar a Miss R. y volverse hacia Lady G., quien a su vez puede rechazarlo por haber adoptado una conducta que juzga deshonrosa. O bien Miss R. que imagina o descubre la verdad, puede sacrificarse y librarlo del peso de su albedrío. O bien al contrario, no obstante saber la verdad, puede aferrarse a él porque lo ama, porque no es capaz de abandonarlo y porque sabe que Lady G. lo ha rechazado. (Dado que ni siquiera conozco a estas personas, empleo las iniciales como meros signos útiles.) La actitud mantenida por Miss R. hasta el momento de encontrarse con Lady G., cuando acaso tiene lugar un brusco viraje, puede nacer sencillamente de sus temores. Tal vez sienta, sacudida por la impresión que le causa la otra mujer, mayor y más brillante, que aunque ésta se niegue a casarse con él, al precio de su deserción es ella quien ha de ser la dueña de sus pensamientos y al cabo se convertirá en su amante. La convicción —el presentimiento real— de que así ocurrirá puede posesionarse de ella, de modo que antes que enfrentar el peligro prefiere renunciar a un novio aristócrata y a un espléndido matrimonio. Hay un curso más de acción que podemos imaginar en el caso de otra clase de muchacha: una muchacha ambiciosa, tenaz, volontière, inescrupulosa, aun levemente cínica. La realidad de las cosas se le torna evidente —se ve obligada a reconocer que su prometido daría millones por la posibilidad de romper el compromiso. Sin embargo, dice: «No, no dejaré que te marches, no puedo, me moriría, porque he entregado el corazón a la idea de lo que significará casarme contigo. Pero no te pido cariño. Si te mantengo atado al compromiso, a cambio te doy la libertad de actuar como quieras. Déjame ser tu esposa, llevar tu nombre, tu cintiilo, gozar de tu riqueza y tu esplendor; y dedícate a Lady G. todo lo que se te antoje —hazla amante tuya, si lo deseas. Yo cerraré los ojos. No haré ningún escándalo.» —Tal es probablemente el tratamiento que yo adoptaría si fuese francés o naturalista—. Todos estos desarrollos enfocan el asunto desde el punto de vista de la muchacha. Como dije al comienzo, el dilema del hombre posee interés dramático; y aunque sólo existe una salida rígidamente honrosa, nos está dado imaginar algunas más. Lord S. puede decidir quedarse junto a la muchacha. Puede resistir la tentación y llegar a un acuerdo franco con Lady G., por el cual ella (que lo ama) se encumbra incluso hasta la altiva visión que él tiene del problema, concuerda en que deben renunciar el uno al otro, en que él ha de casarse con Miss G. y ambos (Lady G. y Lord S.) deben verse en el futuro lo menos posible. En este caso la muchacha permanece inocente e ignorante, pero el narrador de la historia proyecta sobre ella una luz patética. Este narrador podría ser un amigo y confidente de Lord S. que está iniciado en el secreto. Él conoce la fuerza de la pasión que Lord S. siente por Lady G., sabe que el compromiso con Miss R. fue meramente rutinario, porque es preciso que un hombre de su posición se case y tenga un heredero y el padre no ha cesado de fastidiarlo hasta que lo ha hecho. El, asimismo, conoce bastante a Lady G. y sabe de lo que es capaz. Cuando ambos, por lo tanto, proyectan juntos el noble renunciamiento, este hombre duda y teme y presagia lo peor para la pobre noviecita y está persuadido que sólo habrá que dar tiempo al tiempo para que Lord S. se convierta en amante de la viuda. «Ah, han acordado renunciar el uno al otro. ¡Pobre mujercita!» He aquí la nota que debería cerrar esta particular historia. Esta disposición convendría a la manera característica de H. J.— Probablemente lo aborde. En tal caso la historia toda podría ser narrada por el amigo de Lord S., quien la ha ido observando en su decurso. Puede relatársela a un visitante americano. El point de départ podría ser la aparición de Lord S. y Lady G. juntos en algún sitio público lo cual constituye un indicio de que ha ocurrido lo previsto por el amigo .
No veo razón alguna para no tratar lo de «la muchacha que se ha hecho a sí misma» —apuntada aquí el pasado invierno— de forma tal que la convierta en rival de Daisy Miller. Debo ponerla en acción, cosa que, me temo, sería difícil en tan poco espacio (16 páginas de revista, que en este momento estoy contemplando). Pero no veo por qué no he de dar al relato la concisión de Four Meetings (Cuatro encuentros). La concisión de Four Meetings con el éxito de Daisy Miller; ¡ésa tiene que ser la meta! ¡Pero antes tengo que idear la acción! Debe transcurrir en Nueva York. Aunque, por cierto, quizá valga Washington. Esto me daría la oportunidad de plasmar Washington, hasta donde la conozco, y trabajar con los pocos apuntes y los muy queridos recuerdos del invierno pasado. Hasta podría plasmar a Henry Adams y su esposa. El héroe podría ser un secretario de legación extranjera —alemán— inquisitivo y escrupuloso. Nueva York y Washington, digamos. El sentido de la historia radicaría naturalmente en exponer el contraste entre el humilde origen social de la heroína y la posición que se ha procurado —o está procurando para sí e, indirectamente, para su familia. Él debe encontrarla primero en Nueva York, luego en Washington, adonde ha ido por una temporada (con Mrs. Adams) y está visitando el despacho presidencial, etc.; luego una vez más en Nueva York; luego, por fin, en el campo, en verano. Su familia —un padre y una madre insoportables— cómo los maneja ella, etc. El retrato, admirado y reconocido. Debe ser un caso de «cuatro encuentros», cada uno con su breve capítulo, etc., cada uno un cuadro. El cuento debe llevar por título el nombre de la muchacha (como D. M.), cuidadosamente elegido. Si los capítulos son 4, 2O páginas de manuscrito para cada uno. —Puedo hacer de ello una «pequeña joya» —si me esfuerzo lo bastante.
26 de marzo de 1884.
Días pasados Edmund Gosse me habló de un hecho que me llamó la atención como una posible donnée. Hablaba de J. A. S., el escritor (de quien el otro día, en París, recibí una carta), de su esteticismo extremo y en cierto modo histérico, etc.: sus tristes condiciones de vida, exiliado como está en Davos a causa de una afección pulmonar, la enfermedad de su hija, etc. Dijo luego que, para colmo de desgracias, la esposa del pobre S. no era en absoluto afecta a lo que él escribía; que desaprobaba el tono, que consideraba sus libros inmorales, paganos, hiperestéticos, etc. «Nunca he leído una obra de John. Las considero sumamente indeseables.» Me pareció qu'il y avait là un drame —un drame intime; el choque entre la esposa estrecha, fría, calvinista, de un rígido moralismo, y el esposo impregnado —hasta la morbidez— del espíritu de Italia, del amor por la belleza, el arte, la visión estética del mundo, todo agravado —llevado hasta la extravagancia y la perversidad— por el sentimiento del repudio de la esposa. Le drame pourrait s'engager —si drame il y a— en torno a la educación del hijo —la manera de educarlo y enseñarle a mirar la vida; guiándolo el hombre en una dirección y la mujer en otra. El padre desea hacer de él un artista —la madre desea orientarlo hacia la Iglesia, consagrarlo a la moralidad y la religión, a fin de expiar, por así decirlo, el servicio que la familia, a través de la carrera literaria del padre (quien, por lo demás, es del todo decente), ha prestado al ateísmo. El desenlace estará en el destino del niño, quien, o bien al ir creciendo se encierra en sí mismo y —a fuerza de llevar una vida estúpida y vegetativa— se convierte en un patán y un ignorante; o bien, más patético aún, muere en la niñez, víctima de los tiraillements, las duras presiones de los padres; sin saber a qué responde tanto alboroto ni encontrar la existencia lo suficientemente sencilla. Si la historia no fuese bastante horrenda, podría suponerse que la madre lo sacrifica antes de permitir que caiga bajo la influencia del padre. Tiene una enfermedad durante la cual los dos, mientras él se consume ante sus ojos, se le consagran tierna, apasionadamente, y en el curso de la cual se hace obvio para la madre que el marido, con sus creencias paganas, con su falta de fe cristiana, no tiene esperanzas de reencontrar al niño en otra vida. Esto la reafirma en el sentimiento de las perniciosas opiniones de él, del peligro a que se expondrá el niño si sobrevive. Secretamente decide que lo mejor es que muera; resuelve no salvarlo. En el curso de una noche crítica permanece sentada mirándolo agonizar, aferrándole la mano pero sin hacer nada, permitiendo, por mandato de la ternura, que su vida se extinga. Esto, por supuesto, no «se trasluce», como dicen los periódicos americanos; el lector lo sabe (el marido nunca lo descubre) a través de lo imaginado por un admirador y devoto del padre (cuyo talento goza de la inmensa admiración de un grupo selecto y reducido), quien ha de ser el narrador del relato, como puedo tener la cortesía de llamarlo. La historia, pues, debería estar narrada por un joven americano que llega a Inglaterra y va a visitar al poeta (él mismo ha de ser poeta o novelista, o ambas cosas) para rendirle su hommage. Lo reciben con gran amabilidad —permanece unas semanas cerca de ellos, y son sus impresiones, relatadas posteriormente (à propos, por ejemplo, de la muerte del poeta), las que conforman la narración, que debería ser, que sólo toleraría ser extremadamente breve. El sospecha, y la mujer vislumbra que lo sospecha, que ella ha dejado morir al niño; emocionada, exaltada, ella virtualmente se lo confiesa. Él se reserva el secreto —nunca lo transmite al marido. Puede conjeturarse que tras la muerte del niño ella se muestra más tolerante. Todo esto requeriría un tacto de prodigiosa delicadeza; y aun así probablemente sea demasiado horripilante —tal vez la catástrofe parezca en exceso artificial. De todos modos pienso que haré la prueba; pues la idea general rezuma interés y es muy típica de ciertas situaciones modernas. La historia debería llevar por título El autor de (tal y tal), en referencia a la obra principal del poeta, por amor del cual el joven americano ha hecho la visita.
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Misma fecha. La otra noche Mrs. Kemble me transmitió una historia que le contó Edward Sartoris, a quien le fue contada por su nuera, Mrs. Algie, en la cual me pareció advertir una «situación». La historia peca del único tort de ser muy increíble, y casi tonta: suena como «inventada». Como sea, Mrs. A. refiere que, en una de las ciudades más alejadas del Oeste de América, conoció una muchacha que había entablado una relación con un joven oficial de los Estados Unidos destinado en el lugar, cuyas atenciones la familia de ella desaprobaba tajantemente. Los padres proclamaron que bajo ninguna circunstancia consentirían que se casase con él, y le prohibieron que siquiera por un momento pensase o pusiese esperanzas en tal contingencia. La pasión de la muchacha, no obstante, era más fuerte que las prohibiciones, y la llevó a casarse en secreto con el oficial. Pero volvió a la casa de su padre decidida a mantener el matrimonio en la más absoluta oscuridad. Al parecer ambos interesados se arrepintieron de lo hecho en un grado considerable. Con el tiempo, empero, la muchacha descubre que las cosas se ponen difíciles; hay un parto en perspectiva. Se desespera, no sabe qué hacer, etc.; y decide confesarse con una amiga, una mujer casada. Esta dama, compadecida, le ofrece llevarla a Europa y ocuparse de que el niño venga al mundo en algún lugar retirado. Los padres de la muchacha consienten que haga el viaje, ella va a Europa con la amiga y en alguna pequeña ciudad italiana da a luz. Junto con una suma de dinero, el niño es entregado a una mujer del lugar, y las otras se van por su lado. A su debido tiempo la joven regresa a la ciudad natal y la familia, reincorporándose al papel de hija de la casa. El oficial ha sido trasladado a una guarnición distante, y las relaciones entre ambos se han interrumpido. Pasado un tiempo se presenta otro prétendant que la familia juzga aceptable y acaba siendo aceptable para la muchacha. (Debería mencionar —¡pues es el punto fundamental!— que antes de casarse con el oficial ella le había arrancado la promesa de no exigirle jamás el reconocimiento de la unión, no reivindicarla nunca en público como esposa suya, etc. El ha dado su palabra del modo más solemne.) Se casa con el nuevo galán; el oficial no hace gesto alguno y durante años vive muy felizmente con su esposo y tiene varios hijos. Transcurrido este lapso se presenta el oficial. Le dice que para ella puede estar muy bien ser bígama pero no para él y que debe permitirle iniciar un juicio de divorcio alegando abandono, a fin de poder casarse a su vez, ya que está muy enamorado de otra mujer y es eso lo que desea. Para que pueda iniciar el juicio, exonerarlo de la promesa de no reclamarla como esposa, etc. A través del relato de Mrs. K. no me quedó claro qué hizo la heroína; pero la situación que acabo de indicar me cautivó: la de dos personas casadas clandestinamente, una de las cuales (el marido, como es natural) se ve maniatada por la promesa de guardar silencio, y, sin embargo, quiere deshacer el matrimonio a fin de recobrar su libertad —volver a casarse, criar hijos legítimos. A la otra le interesa que la unión permanezca ignorada —están en juego su honor, su seguridad, etc. El marido alega que, habiendo ella roto el juramento, sin duda él puede romper su promesa» etc. Los ruegos de ella para que no lo haga, su desazón ante la perspectiva del desvelamiento, etc. El único desenlace tolerable que se me ocurre sería que el oficial aceptase dejarla en paz, renunciando a la vez a su propia boda —sacrificándose a su palabra. A la impronta trágica de este hecho, etc., se sumará la imposibilidad de explicar a su nueva novia o, en todo caso, su nueva inamorata, las razones de su marcha atrás. No puede decirle por qué la abandona —no puede justificar su extraordinaria conducta. Sólo le caben dos alternativas: cometer bigamia o aguardar la muerte de su esposa bígama. Tal como la presenta la anécdota transcrita más arriba (que resulta impúdicamente cruda e incoherente), la situación debería modificarse en varios aspectos. El abandono del niño en Europa sería un incidente imposible. No es preciso que ella haya tenido un hijo —aunque, desde luego, si no ha tenido ninguno antes, sería casi necesario que tampoco los tuviera después.
Nombres. Papineau — Beaufoy — Birdseye — Morphy.
Nombres. Tester — Frankinshaw — Tarrant — (Italianos): Olimpino — Pagano — Avellana — Ginistrella — (Ingleses): Lightbody R(h)ymer — Busk — Wybrow — Bernardistone — Squirl — Secretan — Ransome.
19 de junio de 1884. Se podría escribir un cuento (muy breve) acerca de una mujer casada con un hombre que posee el carácter más afable pero es un tremendo, aunque inofensivo, mentiroso. Ella es muy inteligente, de una naturaleza espléndida, tranquila, elevada, pura, y está obligada a sentarse a escucharlo fantasear, más que nada por vanidad, por deseos de resultar interesante y a causa de un irresistible y peculiar impulso. El es bondadoso, amable, personalmente muy atractivo, muy apuesto, etc.: no posee prácticamente ningún otro defecto, aunque por supuesto se va tornando crecientemente ligero. Lo que ella sufre —lo que tiene que soportar— por lo general intenta rectificarlo, neutralizar los efectos nocivos matizando un poco, etc. Pero llega el día en que él cuenta una mentira descomunal que —por motivos a relatar— ella se ve obligada a asumir, a apuntalar. En una palabra: para salvarlo del desvelamiento, tiene que mentirse a sí misma. Se debate, etc.; miente —pero a partir de entonces lo odia. (Numa Roumestan.)
19 de junio. Hace unos días Mrs. H. Ward me refirió una idea suya para un cuento que podría resultar interesante —como estudio de un carácter histriónico. Una joven actriz es objeto de intensa atención y buena cantidad de críticas por parte de un hombre que ama el teatro (no tiene por qué ser un crítico profesional) y en el fondo, aunque artísticamente la deplore, ama a la muchacha misma. Cree que podría hacerse algo con ella, aunque no ve claramente qué: la alecciona, le da ideas, etc. Al fin ella (aunque llena de ambiciones es de evolución lenta) se queda con una de esas ideas, la lleva a escena y se convierte en una celebridad. Va más allá de él, lo deja atrás, mirándola asombrado. Una empieza allí donde el otro acaba —cuando ella remonta vuelo él la pierde. El interés, digo, estribaría en realizar el estudio de cierta nature d'actrice particular: una naturaleza por demás curiosa como para encontrarla a menudo. Veo a la muchacha muy tosca, etc. El asunto sería una confirmación de la teoría de Mrs. Kemble respecto de que el talento dramático existe por sí mismo —sin requerir superioridad mental alguna en el sentido general. El fuerte temperamento, la capacidad personal, la vanidad, etc., de la muchacha: su espíritu artístico, tan vívido y no obstante tan instintivo. Ignorante, iletrada. Rachel.
Días atrás Mrs. R. me contó otro asunto, acerca de Past, la criadita de Mrs. Duncan Stewart, que trabajó muchos años para su ama antes de que ésta muriese, y a quien más de una vez vi en casa de ella. Por supuesto, a la muerte de Mrs. S tuvo que buscar un nuevo puesto de trabajo, de modo que recayó en el servicio ordinario. Su dolor, la manera en que la afectó el cambio y cómo se lo expresó a Mrs. R. «Ah, sí, señora, usted ha perdido a su madre y sufre mucho, ¿pero qué significa su pérdida comparada con la mía?» (La mujer se había consagrado a Mrs. D. S.) «Usted se mantiene en buena compañía, viviendo con gente inteligente y culta: pero yo, que he vuelto a caer entre los de mi clase, nunca más podré ver gente así ni escuchar esas conversaciones. Su madre me trataba tan bien que yo vivía con ella, como si dijéramos; y nada me resarcirá de haber perdido sus palabras. Ahora, gente corriente, rústica: ¡eso me depara el futuro!» Representar esto —el carácter refinado de esta mujercita callada y sencilla, su afecto y el hastío que le producen las nuevas circunstancias; de ser posible, con un desenlace. Representar primero, desde luego, su vida junto a la vieja dama —silueta de la anciana Mrs. D. S. (modificada), su vida interior, su conversación. Las relaciones de Mrs. R. con sus criadas. «Niña mía —querida niña mía.»
9 de julio de 1884. El otro día me contaron que Lady Ashburton pidió a una muchacha que fuera a vivir con ella a Escocia, afirmando ante su madre (la de la muchacha) que sería la mejor de las damas de compañía y la cuidaría a la perfección. Bajo estos términos se permite que la muchacha acuda, y lo hace sola. Al llegar, se encuentra con que Lady A. ha olvidado por completo la convocatoria y el día anterior se ha marchado a un crucero. El sitio está lejos del ferrocarril, etc., y a la muchacha no le queda sino esperar, sobre todo porque la dueña, se supone, ha de volver dentro de dos días. Permanece en el lugar, y a la mañana siguiente llega un joven, invitado también y librado a su suerte. El beau jeune homme y la muchacha se encuentran frente a frente —situación ésta con la cual podría hacerse algo. Hay varios desarrollos posibles. Uno de ellos sería a través de cartas: incluida la dueña de la casa, una vez que, en el yate, recuerda que los ha llamado. Los escrúpulos del joven —que sin embargo desea quedarse, etc. Los temores de la chica —que sin embargo espera que él no se vaya. Tal vez sea un tanto barato —pero algo puede encerrar.
9 de julio de 1884. Esta idea me la ha sugerido la lectura del libro de Sir Lepel Griffin sobre América. Prototipo del inglés conservador, fastidioso, exclusivo (inteligente, sumergido en la vida pública etc.), que odia los Estados Unidos y los considera una fuente de contaminación para Inglaterra, una amenaza funeste, etcétera, y un país socialmente detestable. Se enamora de una joven americana y ella de él —debe conseguirse, por supuesto, que esto parezca lo más natural posible. Le confiesa con sinceridad que personalmente la adora tanto como aborrece a su país y le ruega que se case con él. Ella es una patriota de pro —una auténtica americanita— y profesa la fe de la tierra natal. Pero, enamorada del inglés, aunque sus convicciones patrióticas la impulsen a resistirse acaba por ceder y al fin se casa. Ella ha de tener un pariente cercano —hermano, por ejemplo— violentamente americano; un anglophobiste (dedicado a la actividad pública en Estados Unidos), por quien siente mucho afecto. El deplora el matrimonio, la incita a evitarlo, etc. El inglés y el hermano se detestan mutuamente. Tras el casamiento aumenta la hostilidad del inglés hacia los Estados Unidos, alimentada por la invasión de americanos, etc. Estado de ánimo de la esposa. Depresión, melancolía, remordimiento y vergüenza de haber desposado a un enemigo de su país. ¿Suicidio? La situación posee cierto atractivo —la dificultad de elegir y la resignación de parte de ella, el rencor por la ruptura con el hermano, etc. Cierto que lo del internacionalismo, etc., puede resultar excesivo, trillado. Hasta cierto punto es un argumento contra el tema; pero es un argumento débil. En todos los casos basta con que al autor le parezca una buena materia prima.
Nombres. Greenstreet — Wingrave — Major — Touchstone Luna — Midsummer — Utterson — Pardon — Monkhouse — Prance — Basil — Blythe — Lancelot — Farrinder — Bigwood — Float — Hendrik — Joscelind — Mummery — Middlemas — Burrage — Prendergast — Scambler — Wager — Baskerville — Langrish — Robina — Crookenden — Pynsent — Loam — Amandus — Vau — Foot — Oriel (de pila) — (Lord) Inglefield: o nombre de lugar — Severals (de lugar) — Jump — Maplethorpe (lugar) — Catching — Quarterman — Alabaster — Muniment — Stark — Whiteroy (lugar) — Middle — Maidment — Filbert — Fury — Trist (persona o lugar casa).
6 de agosto de 1884. Infinitamente oprimido y deprimido por la sensación de estar atrasado con la novela —es decir, con el inicio que, a través de Osgood, me he comprometido a escribir para la «Century». Hoy marcho por 36 horas a Waddesden, y el 9, por un lapso igual, a visitar a los Rallis. Son viejos acuerdos, que cumplo muy à contre coeur: de bastante mejor grado permanecería escribiendo, sin despegarme de mi mesa. Con todo, mucho más aconsejable parece cumplir —es el camino más valiente; pero qué divino alivio cuando haya vuelto de casa de los Rallis, el día 11, con los infernales vestigios de la temporada por fin apaciguados, un solo compromiso, el domingo 16 en <¿Buxril?>, por delante y la perspectiva de un despejado tramo de trabajo. Entonces me encontraré de nuevo en posesión de mi alma, mis facultades, mi imaginación, entonces sabré que la vida vale la pena y me sentiré (confío) tolerablemente tranquilo y contento. ¡Nada como una voluntad poderosa! La entereza de la voluntad, del ánimo, de la fe propios. «Esperar cuando se debe y actuar cuando se puede!
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Ni siquiera tengo título para mi novela, y temo que tendré que llamarla simplemente Verena: la heroína. Preferiría algo más descriptivo —aunque algo meramente descriptivo no serviría. The Newness (Lo nuevo) — The Reformers (Las reformadoras) — The Precursors (Las precursoras) — The Revealer (La reveladora) —etc.— todos muy malos, y con el inconveniente adicional de que la gente dirá que fueron tomados del Evangéliste de Daudet. La heroína se llamará Verena —Verena Tarrant. La madre vio el nombre en un libro y le gustó. El nombre del padre es Amariah. La amiga es Olive Chancellor. El héroe es Basil Ransom. El «otro hombre» (su otro pretendiente) es Mathias Pinder. La viejecita es Miss Birdseye.
Nombres. Croucher — Smallpiece — Corner — Buttery — Bide — Cash — Medley (lugar, casa de campo) — Dredge — Warongton — Probert — Henning — Beadle — Gallex — Bowerbank — Ermelinda — Lonely — Button — Filer — Dolman (Miss Dolman) — Rushout — Chad — Trantum — German (de pila) — Audrey (familiar) — Ivy (la planta) — Castanet — Bavard — Rust — Plaster — Buxbridge — Peachey — Pillar — Pontifex — Trigg — Suchbury — Pinching — Pulse — Gleed — Constant — Six — Frowd — Terbot — Wherry.
Nombres (continuación). Gamage — Fluid — Welchford — Fancourt — Trinder — Trender.
1O de agosto de 1885. A estas alturas me es absolutamente necesario clarificar la evolución futura de Princess Casamassima. Nunca hasta ahora me había embarcado en una novela cuyos detalles, una vez comenzada y entregado el manuscrito, permanezcan en tal estado de vaguedad. En parte —o del todo, bien mirado— esto se debe a lo terriblemente preocupado que —hasta hace muy poco— me ha tenido la desgraciada Bostonians, nacida con mala estrella . El tema de Princess es deslumbrante, y bastaría con poder entregar mi mente de forma adecuada —generosamente, confiadamente— para que el libro se diese forma a sí mismo con la fortuna que merece la idea. Me he sumergido en ella con alguna ceguera, y tengo entre manos un montón de personajes; pero si mantengo la calma y reflexiono ya irán ocupando sus sitios. Oh, arte, arte, «qué dificultades hay como las tuyas? Pero al mismo tiempo, ¿qué consuelos como los tuyos existen? La verdad, sin ti el mundo me parecería un melancólico desierto. Princess me dará trabajo arduo y continuado durante muchos meses. Pero también joyas demasiado sagradas como para empequeñecerlas con parloteos. —En la tercera entrega de la serie Hyacinth conoce a...
22 de agosto. Frases, de la gente.
«... eso te deja en cueros, comprendes.»
...un muchacho, a su patrón, en una tienda: «...ése hila muy fino.» «... Hoy estamos, mañana no: ése es su lema.»
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22 de agosto. Nada de valor se hace en arte o en literatura a menos que uno tenga ciertas ideas generales, y si las tiene, y le sirven de impulso y de sostén, lo último por lo que ha de preocuparse serán esas tonterías y vulgaridades (las reseñas injuriosas en los periódicos).
Nombres. Gamble — Balm — Stannary (de lugar, paraje) — Quibbler — Lonsgrove — Chick — Sholto — Ruffler — Booker — Longhurst (lugar) — Ambler — Campion — Gos (o Guss) — Leolin (muchacho) —
e (muchacha) — Starling — Lumb — Merryweather — Yeo — Rix — Francina (muchacha).
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Florencia, 12 de enero de 1887.
A. refiere en una carta que Sir J. R. va a casarse con Lady T., viuda; que «él se ruboriza cada vez que alguien menciona el nombre de la prometida, y que Mrs. S. C. dice que hace nada menos que cuarenta años que su madre se fue de este mundo». Hay un pequeño drama latente —al menos un drama posible— entre un padre y una hija colocados en semejante trance; sobre todo —quiero decir— si el primer matrimonio ha sido feliz y el segundo reaviva el recuerdo de la que fuera esposa y madre. El sentido filial de la falta de dignidad del paso dado por el padre —en tanto anciano, o persona mayor—, de la diferencia entre su madre y el nuevo amor, etc. El acto le repugna —se dirige a la novia, etc. Para que su resistencia sea natural, ha de sentir adoración por la memoria de la madre —y una suerte de horror. No estoy seguro de que sea un gran tema, pero podría dar para un cuento corto. El padre podría acusar la resistencia de la hija tanto como para arrepentirse del comprosniso. Está ébranlé, avergonzado, desea dar marcha atrás. Pero le dice que ya lo ha hecho y no puede eludirlo. «Muy bien», dice ella, «je m'en charge». Vuelve a entrevistarse (ella) con la novia y le cuenta algo sobre su padre —una pura fabulación— sobre la cual la obliga a jurar que guardará silencio, y que, se congratula, disuadirá a la mujer de seguir adelante con la boda. (Qué es lo que le dice constituye un punto delicado —a establecerse; y por supuesto ha de ocurrir bajo el imperio de una obstinada idée fixe.) Esta revelación causa efecto —poco después la futura esposa hace saber al padre que se arrepiente del compromiso y lo deja en libertad. Al principio él se complace —se complace de haber complacido a la hija— y ella (la hija) está encantada con lo que ha hecho. A poco, no obstante, comienza a advertir en su padre un cambio —está triste, meditabundo, sombrío; la mira de una manera diferente. En realidad, empieza a preguntarse cómo logró ella influir sobre la dama —qué hizo, de qué artes se valió— y a sospechar que muy posiblemente dijo algo injurioso para él. Ella nota el cambio —lo observa resentido y desdichado— y súbitamente, harta del asunto, depone su resistencia. Decide ir a ver a la dama y confesarle que todo cuanto le dijo era falso. Lo hace, y la otra replica: «¡Lo lamento mucho, pero acabo de prometerme con Mr. Tal!» Para que la acción de la hija sea un poco menos odiosa, puede sugerirse que la futura esposa, si bien no creyó realmente lo que le había contado —al sospechar que era una maniobra— pensó que la había enviado el padre y en consecuencia lo desprecia. No sería un relato demasiado «compasivo».
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Misma fecha. Hamilton (el hermano de V. L.) me contó algo curioso del capitán Silsbee —el crítico de arte bostoniano, adorador de Shelley; mejor dicho, una curiosa aventura suya. Miss Claremont, amante ci devant de Byron (y madre de Allegra) vivió hasta hace poco aquí en Florencia, muy anciana ya —8O años, poco más o menos—, acompañada de su sobrina, una Miss Claremont más joven —alrededor de 5O. Silsbee sabía que las damas guardaban papeles interesantes —cartas de Shelley y de Byron—, lo sabía desde mucho tiempo atrás, y acariciaba la idea de hacerse con ellos. Con este fin pergeñó el plan de ir a alojarse en casa de las señoritas Claremont, en la esperanza de que la anciana, dadas su edad y su frágil condición, muriese durante su permanencia y él pudiese echar mano de los documentos, de los cuales ella, en vida, rara vez se desprendía. Llevó adelante el plan —y las cosas se passèrent como había esperado. Efectivamente, la anciana murió, aprovechando lo cual Silsbee abordó a la sobrina —la vieja doncella de 5O años— respecto del tema de sus anhelos. La respuesta fue: «¡Le daré todas las cartas si se casa conmigo!» H. dice que Silsbee court encore. Sin duda hay aquí un temita: la pintura de las dos viejas damas inglesas, mustias, raras, pobres y desacreditadas, sobreviviendo en medio de una generación extraña, en un mohoso rincón de una ciudad extranjera —con estas cartas ilustres como más preciada posesión. Luego la conspiración del fanático de Shelley —su vigilancia, su espera, la forma en que couvers el tesoro. El desenlace no tiene por qué ser el relatado por el pobre Silsbee; y, como sea, la situación general constituye en sí misma un tema y una pintura. Me impresiona mucho. El interés radicaría en cierto precio que la anciana —o la sobreviviente— pone a los papeles y que el hombre debe pagar. Sus vacilaciones, su lucha interior —pues realmente sería capaz de darlo casi todo. — Mientras me encontraba allí llegó la condesa Gamba: su marido es sobrino de los Guccioli; y fue à propos del comentario de que éstos poseen una cantidad de cartas de Byron, de las cuales son guardianes más bien avaros y peligrosos, que H. me contó la historia antes apuntada. Se niegan a enseñar o publicar siquiera una, y cierta vez la condesa se enfadó muchísimo cuando H. le demostró que su deber —¡en especial con el público inglés!— era al menos exhibirlas: Elle se fiche bien del público inglés. Sostiene que las cartas —dirigidas a los Guccioli en italiano— son descrédito para Byron; ¡y H. le sonsacó la confesión de que había quemado una de ellas!
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Misma fecha. Considerar la idea de una madre mundana y una hija mundana, la segunda de las cuales ha sido instruida por la primera con tal perfección que se distingue y la supera, en tanto la madre, en cuya composición queda aún un sedimento de bondad, permanece estupefacta ante su propia obra. Ve a la hija tan inflexible, tan cruelmente ambiciosa, tan resuelta a alzarse a cualquier precio con un gran matrimonio y un gran éxito, que llega casi a temerla. Se arrepiente de lo que ha hecho —se avergüenza. Como objetivo a conquistar, la muchacha se fija un joven rico, suave, jovial —y la madre se descubre compadeciéndose del chico. Siente la tentación de ir a prevenirlo. Ya que Howells me escribe que hago mucho mejor lo «internacional» que cualquier otra cosa, quizá todos los personajes sean americanos en Europa. La historia la podría contar un americano de edad —el tío o el primo del joven muy rico a quien la moza juzga un parti merecedor de sus esfuerzos. Este hombre conoce de antiguo a las dos damas —ha sido testigo de la grandeza mundana de la madre y el cambio no se le escapa. La madre tendrá que ser una vieja pasión del narrador, y deberá haberlo abandonado; después de lo cual sus relaciones se habrán tornado sinceras —intensamente cándidas. Ella sabe que él conoce sus opiniones y sus esfuerzos —y han hablado de ellos abiertamente. A él no le gusta la muchacha —es responsable de los pasos de su rico sobrino— y pone a la madre sobre aviso —le dice que no permitirá que jueguen con el chico. La madre acusa recibo de la advertencia —que tal vez no se lance claramente, porque al fin y al cabo podría resultar demasiado brutal. No obstante, es un punto a determinar. Ella puede percatarse sola de que su viejo galán teme que se apoderen del chico (pues la muchacha es superficialmente encantadora), y decidir reivindicarse ante los ojos del tío impidiendo la captura. Siempre ha estado avergonzada de la forma en que trató al viejo admirador. Comprende que la hija ha resuelto atrapar al joven. De modo que clandestinamente lo va a ver, denuncia los planes de la muchacha y le recomienda que se aleje. El accede —lo que la mujer dice lo ha afectado— y escapa. La madre se sume en una suerte de exaltación —siente que se ha purificado. Busca al tío y le dice: «Y bien, ahora has de respetarme.» El la admira, y deberá describir esta escena en un tono animado. No obstante, lo apena un tanto la muchacha y poco después llega incluso a expresarlo. Entonces, a modo de última palabra, la madre puede replicar: «¡Bah, después de todo a mí no me parece que importe mucho! ¡Todavía se casará con un príncipe!». {Este asunto podría comenzar y por qué no transcurrir totalmente en algún balneario —Homburg, digamos—, o mejor quizás en Suiza. No caben descripciones. Tal vez Florencia sirviese. Como sea, el narrador se encuentra con las damas tras un largo intervalo. El sobrino llega —se le une— más tarde. El narrador debe comenzar el relato de este modo: «¡Nunca aseguren ustedes que lo saben todo sobre un corazón humano! Cierta vez fui obsequiado con un descubrimiento, asombroso y conmovedor, en la naturaleza de una persona a la que conocía bien, a la cual durante años había tratado estrechamente, cuyo carácter guardaba buenas razones, Dios lo sabe, para apreciar, y respecto de la cual me felicitaba de no tener nada más que descubrir. Una hermosa noche de verano, hace de esto casi diez años, me encontraba en la terraza del Kusaal, en Homburg. Estaba solo, pero eperaba a mi sobrino, etc., ete, Una banda tocaba música; ante mí la gente pasaba y volvía a pasar; fumando mi cigarro, yo me dedicaba a observar. Repentinamente divisé a Mrs. Gift y su hija. Si bien no había visto a Linda desde que tenía quince años, bien había advertido entonces hacia dónde apuntaba. El tiempo la había vuelto enormemente bonita —y, de un modo maravilloso, parecida a lo que su madre fuese veinte años atrás.» Se pasean (juntas madre e hija de un lado a otro) y él, inadvertido, las contempla un rato antes de hablarles. Nadie más lo hace: es casi como si fuesen poco respetables. (No sé si eso es fundamental.) La retrospectiva debo darla mientras las observa. Luego se levanta y las aborda —y viene el resto. No veo por qué no ha de ser una obrita maestra de concisión, todo relato —sin demasiado intento de fouiller, sin una sola palabra que no cuente. Si Cousin Maria no le parece a M. Schuyler adecuada para su «número de vacaciones» de Harper's, bien podría servir este cuento. (Nota de James.)}
Y el narrador dice: «Ahora es la condesa de Tal.»
No encuentro motivos para que los tres argumentos antes reseñados (el 2º y el 3º son con mucho los mejores —y pienso que el 2º es casi una joya) no deben tratarse, si decido abordarlos, con extrema brevedad.
Florencia, 21 de enero de 1887. El otro día Paul Bourget me habló, como tema para una nouvelle (dándome licencia para usarlo en caso de que, y como, me gustase), de una situación que, alterada, se ha convertido en mi mente en una idea que creo excelente. La forma en que me la dio vino sugerida por el suicidio, en Roma, de una joven y hermosa amiga suya, Mlle. S. La muchacha, en camisón, saltó a las 6 de la mañana por la ventana de un hotel, presa de un delirio febril. Bourget arriesgó sobre ella una teoría —que se había convencido de que su madre tenía amantes, que esto le pesaba horriblemente y quería escapar de la casa, huir y no ser más testigo de los dérèglements maternos. La única vía era casarse. A la casa iba con frecuencia un joven, parecía gustar de su compañía, etc. Ella pensaba que, pidiendo su mano —si se le concedía una oportunidad—, el mozo podría rescatarla. De modo que un día —y bien extraño y desesperado fue el impulso— le dijo: «Vienes mucho por aquí, da la impresión de que te gusto, etc. ¿A qué se debe? ¿A que te quieres casar conmigo? Si es así, habla.» No había acabado de pronunciar estas palabras cuando advirtió el error. Se hizo obvio que había tomado al joven por sorpresa; sonrojado, él parpadeó, tartamudeó, dijo que recibir la mano de ella era ciertamente un honor al cual muchos hubiesen aspirado —en caso de atreverse, etc. En resumen, fue cortés pero vago —intentó conducirse con toda la gentileza empleable por un hombre atrapado. Ella lo miró por un momento y se echó a llorar. «Oh; Dios, ¿qué acabo de hacer? Puesto que no te echas a mis pies alborozado ya veo lo grande que ha sido mi error. ¡Vete, vete ahora mismo y no vuelvas nunca más!» Respetuoso, el joven se marchó, no sólo de la casa sino también del lugar. La chica volvió a hundirse en la situación que la rodeaba y, no viendo salida alguna, poco tiempo después, asqueada, con el alma enferma y sin esperanzas, se destruyó. He de añadir que, uno o dos días después de referirme la historia, Bourget me comunicó que probablemente su interpretación del motivo del suicidio había sido flagrantemente arbitraria, En la historia real nada estaba claro salvo el hecho del suicidio, en tanto la inmoralidad de la madre y la apelación al joven quedaban relegadas a la incertidumbre. Sencillamente la muchacha padecía de fiebre tifoidea —antes había sido alegre y espontánea, etcétera. La versión de Bourget es muy característica de él —la facilidad con que surgió la hipótesis de que la madre era adúltera, etcétera. De todos modos ello no altera el poder de sugerencia del drama tal cual lo imaginó. Real o no, bien hubiera podido ser que se desarrollara así. Ahora bien: para aprovecharlo de algún modo yo tendré que modificarlo en su esencia —ya que en una revista americana no puedo, y por lo demás no quiero especialmente, describir a una mujer que se solaza en adulterios ante los ojos de su hija. El caso, imagino, sería en América tan raro como para considerarlo casi anormal. De esta especie es la forma que ha cobrado en mi imaginación. Lo veo como un episodio de la serie «internacional» que, verdaderamente, sin forzar las cosas ni romper el cántaro, presiento inconfundiblemente mío. Algo más o menos similar a Daisy Miller o The Siege of London. Una muchacha americana, muy bonita pero de muy ligera sustancia, fácilmente corrompible, se casa con un joven inglés y vive en medio de un ambiente londinense elegante y disipado, el P. de los W., etc. Es frívola outre mesure, y resulta una personita terrible «para los hombres». El esposo, aunque no mala persona, es un idiota que sólo vive para la diversión, el deporte, etc. Sería una excelente oportunidad para intentar reproducir mis impresiones londinenses en este terrena Lady Davenant (por conveniencia la llamaré así) tiene una hermana menor que ha venido de América a hacerle una larga visita, y ha de ser inherente a la posición de la chica el hecho de que carezca de otro hogar o refugio —de otro sitio adonde ir. También ha de ser esencial que su temperamento se asemeje lo menos posible al de su hermana —que sea grave, sensitiva, seria, franca, que no se adapte al mundo en el cual vive Lady D., que en él se sienta atribulada, atormentada, pero sobre todo afligida y alarmada por el rumbo que su hermana ha tomado. Es pobre, los padres han muerto, no tiene más hermanos ni hermanas —típicamente, el padre ha «fracasado» en Nueva York no mucho después del casamiento de la hija mayor. Este hecho, de por sí, es una fuente de incomodidad y humillación para la más pequeña. La hace sentirse infeliz, insegura de su pasos. Por el matrimonio de Lady D. se ha pagado una considerable dot; así pues, el fracaso, subsiguiente, no ha comprometido la fortuna de ésta, aunque tanto ella como su marido son tan extravagantes que viven por encima de sus posibilidades, etc. Esto —el hecho de que la hermana mayor ya haya recibido su parte y Laura (digamos) no cuente con nada— es preciso a fin de posibilitar la presentación de la segunda en la necesidad de vivir con la otra, de ser mantenida. Laura tiene ante ella el espectáculo de la desbocada frivolidad de Lady D., que la entristece y la azora —no sabe cómo manejarlo. Para ella —que durante años, una vez consumado el matrimonio, no ha viajado a Londres; que a causa de los problemas familiares debió permanecer en el hogar cuidando al padre, agobiado por sus reveses, y a la madre, arruinada tras la muerte de aquél, etc.
-se trata de algo nuevo. Cuando llega tiene veinticinco o veintiséis años; Lady D. anda por los treinta. Entretanto esta última ha tenido tiempo de apretar el paso —de volverse lancée por completo. Al llegar, su hermana la encuentra inmensamente cambiada y <¿consumida?>; pero le lleva cierto tiempo asimilarlo —comprender lo que la rodea. Al principio es demasiado inocente —en exceso pura, habituada a interpretaciones optimistas. Añadamos a esto el hecho de que su hermana se le impone porque es la mayor, por su belleza, por su brillo, etc. En este punto habrá que insistir —Laura ha adorado a Lady D., la ha admirado precisamente por ser tan distinta a ella. Es necesario que así sea para conseguir que la rebelión y el profundo dolor resulten mayores cuando descubra que se ha convertido en una inútil. Al principio no se atreve a juzgarla —únicamente poco a poco empieza a hacerlo. Tiene que haber una anciana —como Mrs. Duncan S. pero sólo por rango—, temperamental, inteligente, experimentada, a la vieja usanza, medio protectora, medio chocante, a quien ella visita para conversar, y quien en parte le abre los ojos y en parte la tranquiliza. Esta anciana ha de haberle cobrado mucho afecto —intenta casarla. Pero, puesto que Laura carece de dinero y no ha causado sensación en Londres, la empresa no tiene éxito. Acentuar el detalle de que la muchacha es de ese tipo, un tipo americano, que no suele causar sensación. Antes de que llegue su hermana, Lady D. ya ha tenido un amante; su reputación se halla considerablemente comprometida, pero el episodio ha concluido. La infeliz mujer, totalmente brouillée con su marido, que ni por asomo posee el tacto necesario para lidiar con ella, y cuyos propios gustos y miras apenas consiguen más que empujarla hacia el fango, toute dorée qu'elle soit, se encuentra a la deriva, flotando, dispuesta ya a hundirse una vez más. Poco a poco la situación se vuelve transparente para Laura —detallar los incidentes que la llevan a comprenderla. No le resulta fácil juzgar a su hermana, prevenirla, controlarla, pero al fin se decide. Protesta, suplica, hace lo posible por salvarla —y Lady D. finge escucharla, resistir, aferrarse a ella como tabla de salvación. Pero todo eso no es más que plaisir y comedia —es incorregiblemente ligera. Ojalá pueda hacer de Lady D. una pequeña obra maestra —el retrato de la gatita desalmada, vacía, simuladora, que sin embargo es capaz de escaparse con un guardia si le da el capricho. Debe haber dos niños por los cuales Laura se interesa, y que intenta ver bajo una luz patética. Pero no lo consigue —tan robustas, felices, saludables son estas criaturas británicas, tan poco inclinadas a la exasperación o la inquietud; destinadas a crecer en el mismo mundo, del mismo modo, sin dejarse perturbar por nada y juzgarlo todo natural. Cómo ha hecho Lady D., la americana —ese desecho neoyorquino— para producir tan perfecta pareja de inglesitos —mejor aún dos niños. Las relaciones de Laura con su cuñado, que le agrada, por quien siente piedad y desesperanza, y a quien en cierto grado también desprecia —por su complicidad, su resignación, su incapacidad para mantener recta a su mujer, porque todo forma parte del mismo asunto, de la misma vida, y a él le falta coraje para renunciar a uno y otra. A él Laura le gusta mucho —le dice que es una pena no haberse casado con ella. De modo, pues, que cambio el proyecto —una muchachita afligida y asqueada, no por las irregularidades de la madre, sino por las de la hermana. Es posible conseguir, creo, que las revistas americanas digieran esto al menos. El resto, muy parecido a lo que me contó B. —excepto que no quiero el suicidio. Es demasiado infrecuente, y ya lo utilicé hace unos días en Two Countries. (Continúa.)
En su deseo de huir, de hacerse una nueva vida, mi damita pronuncia el mismo extraño discurso ante un joven que suele ir a la casa y respecto del cual le está dado creer que es a ella a quien ronda —la misma singular apelación que, se supone, hizo la protagonista de la anécdota de B.: escena ésta que, para resultar verosímil y no caer en lo desagradable, demandará arte y cautela ingentes. Es realizable, no obstante, y una vez se hayan delineado firmemente los sentimientos de la muchacha con respecto a la situación toda, no tiene por qué haber en su conducta nada inconcebible. Ella es esencialmente un ser sensible —un temperamento necesitado de ayuda y sostén, incapaz de valerse por sí misma. Ha de ser interesante, conmovedora en su calidad de heroína no libre y audaz sino ansiosa y torturada. Mi joven deberá ser un inglés, empleado de la cancillería del tipo que conozco —compasée, ambicioso, con gran sentido del parti y de la responsabilidad de su trabajo, etc.; una de esas mediocridades competentes, incoloras, caballerescas, que tanto abundan en Londres y han hecho carrera. Laura advierte que su hermana está a punto de «rodar» con su nuevo amante —que se cierne una catástrofe, ella no podrá impedirla y la vergüenza y la desgracia caerán sobre la casa. Siente sobre todo que caerán sobre ella. El cuñado casi ha dejado de inspirarle piedad —acaba por considerarlo un pobre individuo, cínico y abyecto, merecedor de su destino. Se ha apoderado de ella el deseo de ponerse a resguardo antes de que el escándalo salga a la luz, pues presiente que hay en puerta un horrible caso de divorcio sembrado de detalles odiosos —al menos 2 corresponsales, etc. Cuando todo se haya descubierto, a ella le cabrá la deshonra de ser la hermana, la única hermana, de una mujer tan espantosamente desenmascarada. Entonces nadie querrá desposarla —tendrá que esconderse, que enterrarse. Experimenta una suerte de pánico ante ese destino, y es esto lo que late en el fondo de su emplazamiento. Piensa que el joven nada sabe —ojalá se la llevara a tiempo. Desde luego, después de que se hayan casado todo se hará público —pero a esas alturas ella estará a salvo; y mientras tanto habrá conseguido que su esposo la ame y la aprecie de tal modo que no se arrepentirá. Puede que la actitud no sea heroica, pero teniendo en cuenta de qué muchacha se trata es natural y enternecedora. No está obligada a preocuparse en demasía de que el esposo resulte estafado si la vergüenza de la hermana se desvela después —porque (y bien lo sabe) el engaño no habrá nacido de ella. Lo resarcirá el hecho de haber adquirido un tesoro —ella será incomparablemente buena. Sigue la escena que tiene lugar en la historia original y ella ordena al joven que se marche. Mientras tanto, si rechazo el desenlace del suicidio debo contar con otro —y me parece que el siguiente es el mejor. Como creo haber apuntado, la notable anciana amiga de Laura (Mrs. D. S.) se interesa en casarla, tanto más después de vislumbrar su estado de ánimo a consecuencia de lo que ocurre en su casa. En el momento en que se produce la escena antes descrita no conoce personalmente al joven de marras; lo conocerá más tarde. Podría ser tal vez que, enterada de lo mucho que él va a la casa, y a pesar de no haberlo visto, aconsejara a la muchacha que lo desafiase —le dijera que es eso lo que él está esperando. Esto, me parece, sería por cierto lo mejor —pues contribuiría al desenlace. Concluida la escena en la casa, la anciana se entera del penoso final —se lo sonsaca a Laura— y siente que, por haberlo precipitado, le debe a su joven amiga una reparación —una compensación. Decide recuperar al joven —imagina que Laura, con esa actitud, lo ha impresionado mucho más que con otra cualquiera asumida hasta entonces, y que al fin y al cabo acabó éste reflexionando «Después de todo, ¿por qué no?» Se figura que empieza a sentirse triste y enfadado de que lo hayan chasé. Lo manda llamar y le habla en un tono franco y original, muy propio de ella. Le cuenta que sabe lo que ha pasado, elogia inmensamente a Laura, por decirlo así intercede por ella. Hasta cierto punto, además, lo hace responsable —lo persuade de que en un caso semejante todo hombre de consideración debería casarse con la chica. Esto, desde luego, sería imposible si no hubiera un fermento dentro de él: tiene muchas ganas de ver de nuevo a Laura: Resuelve hacerlo, y tiene éxito. Entretanto las andanzas de Lady D. han alcanzado el clímax: Laura siente que se acerca lo peor —que ha ocurrido. Con el pretexto de un viaje a París, su hermana ha «rodado»: a sus oídos ha llegado alguna noticia. Todavía no lo sabe nadie salvo ella y el cuñado —pero es inevitable que en uno o dos días la cosa salte a la luz y la sociedad londinense retumbe con el escándalo. Sabe que el cuñado quiere el divorcio para casarse con otra mujer; y que puede obtenerlo porque no ha hecho de manera flagrante y constatable lo que ha hecho su esposa. Él pertenece al tipo, particulier, de hombre que en su situación no suele dar un paso así. ¿Aceptará ahora Laura a su pretendiente, quien se queja de que la última vez ella desconfiase y lo malinterpretara, y afirma que su más genuino deseo al presente es hacerla su esposa? Ella siente que ahora es imposible —lo único que quiere es huir de todo; lo rechaza y se larga, desaparece, regresa a América lo mejor que puede. Este ha de ser mi desenlace; lo juzgarán con vulgaridad, pero es el único posible.
Londres, miércoles 17 de noviembre de 1887.
El invierno pasado, en Florencia, quedé perplejo ante el extraño incidente de la inconcebible carta que Miss McC. escribiera al «World», de Nueva York, sobre la sociedad veneciana, de cuya hospitalidad acababa de gozar —y por la curiosa tipicidad del asunto todo. Ella actuó de completa buena fe y se sintió estupefacta, injuriada y perseguida al ver que le respondían con repulsas e indignación. El hecho de que sin duda actuara de buena fe, me pareció, arroja abundante luz sobre esa manía publicitaria que constituye uno de los signos más sorprendentes de nuestra época. La dama se condujo con inconsciencia e irresponsabilidad acabadas, y se le antojó agradable y natural y «chispeante» describir, en un periódico espantosamente grosero, tanto la gente con la cual había estado viviendo como sus secretos personales y acuerdos domésticos. Fue un incidente llamativo; me pareció que proveía exactamente el tema para un cuento. El dibujo que uno haga de su tiempo será imperfecto mientras no aborde ese tema particular: la intromisión, la impudicia y la desvergüenza de periódicos y entrevistadores, la devoradora publicidad de la vida, la extinción de todo sentido de la distancia entre lo público y lo privado. Es ésta la expresión más alta de la nota de «familiaridad», de hundimiento de los modales que, en tantos aspectos, trae aparejada la democratización del mundo. Me sentí impulsado a utilizar el incidente en cuestión, que me impresionó pieza sumamente ilustrativa de la vida contemporánea —el enfrentamiento entre la muchacha americana nutrida de periódicos, dada al garrapateo, a la publicidad, a la indiscreción, y el pequeño círculo social aún turbable, y por demás turbado, al cual inflige sus imprudentes triquiñuelas. El drama yace en las consecuencias que esto le acarrea a ella, y desde luego el interés se encuentra en relación con el tenor de las consecuencias. Tanto mayores serán éstas si el asunto desata una crisis y un cataclismo en las «perspectivas» de la moza. De modo preminente, por supuesto, dichas perspectivas tienen que ver con la cuestión del casamiento. Imaginemos a la muchacha prometida a un joven italiano o francés de seductora «posición», y por su parte bonita y dotée a fin de que haya llegado a este punto —y luego imaginémosla escribiendo «todo sobre» la familia y el círculo doméstico de su novio en un chillón periódico americano, y tendremos el cuento. Si el incidente no hubiese ocurrido en su perfil general, no habría pensado en él: no se puede decir que una muchacha americana guapa y «educada» no haría nunca una cosa así sencillamente porque quien la hizo fue Miss McC. No se puede decir que la chica no es «educada», cuando —hija de un ciudadano ilustre— posee tout ce qu'il y a de mieux là bas. Por cierto, no estaba prometida a un veneciano, debido a lo cual quizá su caso se preste menos; pero bien hubiera podido estarlo —le hubiera gustado— y el añadido es necesario. De todos modos he resuelto que no serviría valerse del caso tal cual —en parte porque podría dar la impresión de que se está «copiando», y en parte porque creo que se puede mejorar mucho. Así pues, lo dejo como simple punto de partida —una idea— y añado diversos hechos. Estos hechos son de mi entera invención. Una muchacha americana, residente en el extranjero con su padre y su hermana, se compromete con un joven europeo que ha sido educado y ha vivido totalmente inmerso dans les vielles idées. (Doy el tema en la menor cantidad posible de palabras.) Un joven americano, admirador de ella que ha intentado hacerle la corte y conquistarla, es un periodista del carácter más emprendedor y por ende más vulgar. Antes del compromiso ha estado con la muchacha, con ella ha cruzado el Atlántico, etc., y después vuelve a encontrarla en París. Razona que si no puede conseguir lo que originalmente pretendía, tal vez obtenga al menos otra cosa; advirtiendo, por lo tanto, cuáles son las nuevas compañías de su amiga, se empeña en mantener con ella una entrevista, y hacerle decir todo sobre la familia y asuntos de su prometido —de modo de componer con el conjunto una brillante carta «de sociedad». Prácticamente, entonces, serán el tipo y el carácter de él los más relevantes. No hay en su materia, por supuesto, una sola pizca de delicadeza (debo trabajarlo muy bien); no posee sentido alguno de la reserva o la disereción —simplemente obedece al tosco instinto periodístico y piensa que hallarse ante semejante oportunidad es un inusual golpe de suerte. Ella gusta de él —la negativa de casarse no trajo aparejada una ruptura de relaciones— y lo cree maravillosamente «brillante», maravillosamente divertido. Es simple, dulce, inculta, amable, inocente, pero lleva en la mente, en las ideas, el sello sus ancestros (debo buscarlos de la variedad correcta, es decir, aclaratoria). Al sonsacarla él no pone mala intención, como tampoco ella cuando le cuenta todo lo que sabe de su futuro círculo, que tanto ha hecho por ella, que tan deliciosamente la ha tratado, etc. (han aceptado la boda), y en medio del cual se ha alojado, vivido, etc. El resultado es una terrorífica carta del joven a su gran periódico de pacotilla —con preferencia una hoja del Oeste— «dejando al descubierto» a la muchacha misma y a todos los que ella mencionó —una carta tan monstruosa como la bestial y canallesca traición perpetrada el verano pasado por Julian H. contra J. R. L. He de disponerlo de modo que en ese momento el joven prometido haya viajado a América para ocuparse de ciertos asuntos, propiedades, etc., a fin de hacer más verosímil el que el periodista tenga acceso a la muchacha. Mientras se encuentra en Estados Unidos, el joven da con el horrible periódico, lo abre y se ve a sí mismo, a la familia, los amigos, las hermanas con sus esposos, las cuestiones más personales, los misterios, etc., sin excluir un secreto familiar procedente de otra generación y del cual nadie habla —todo ventilado en los términos más vulgares. Pasmado, regresa de inmediato a Europa en busca de una explicación. Entretanto su gente, que ya ha visto la carta, es presa del mismo horror y el mismo asombro. La muchacha se enfrenta con las consecuencias de su conducta —y la luz bajo la cual se le presentan la deja azorada. Ella no lo ha hecho con mala intención y apenas comprende a qué viene tanta alharaca. Debido a la actitud de su nueva familia la indisereción se le vuelve más patente —pero también ella está ofendida por el tono escandalizado, por el alboroto que arman; crece su orgullo (tanto más cuanto que empieza a tener noción de la monstruosidad que ha cometido) y, tras una escena con su novio, da marcha atrás y rompe el compromiso. Resumiendo: la batahola, el escándalo, la crisis, son inmensos. Dans ce monde là jamás se ha conocido nada similar: para ellos el periódico es algo repugnante. El final resulta un tanto difícil de decidir. Creo que lo más verdadero, mejor y más ilustrativo sería esto: que el joven periodista —quien por su parte está también virtuosamente indignado—, puesto al corriente del escándalo que ha desatado, de la ruptura del compromiso, etc., amenace a los vanidosos extranjeros con un nuevo espanto —o sea, hacer público el propio escándalo, con titulares gigantescos, la forma en que trataron a la muchacha, etc. Consternados por la posibilidad ellos «vuelven al redil» —perdonan, concilian, se tragan el rencor, etc.— y así la boda se lleva a cabo. El periódico determina y triunfa —lo cual es un reflejo de la realidad. Tal, a grandes trazos, el perfil de mi idea. La presentación ofrecía una dificultad real que no obstante creo haber sorteado: dónde encontrar en la Europa de hoy gente capaz de estremecerse hasta tal punto —de estremecerse tanto como mi enfrentamiento dramático necesitaba. No la veo para nada en Inglaterra, donde a estas alturas la publicidad ha calado demasiado en las costumbres sociales como para que mi representación posea alguna verosimilitud. «World» y «Truth» campean con desenfado, la gente escribe a los periódicos sobre cualquier cosa —en resumen también se trata de un mundo periodicizado en el cual, salvo un cuidado algo mayor por la forma, existe tan poca delicadeza como là bas. Los pobres venecianos, alejados de la empresa moderna, quedaron estupefactos ante la carta de Miss McC.; pero los tengo demasiado cerca como para usarlos. Además sus sentimientos no son lo bastante atrayentes —la raza es pobre y en la actualidad poco representa. Por razones muy semejantes (aunque en menor grado) tampoco serviría un medio romano o florentino. Así que fui a parar con los franceses —imaginé un viejo círculo legitimista claquemuré, lo más desapegado posible de tout ce que se fait, s écrit et se pense aujourd'hui. Con todo surgirían allí grandes dificultades, Ia menor de las cuales no sería la de llevar verdaderamente a cabo el retrato. Además he hecho votos de no volver nunca a plasmar a los franceses de una manera tan colectiva (como en The American); à peu près los efectos de ese estilo son demasiado baratos, demasiado fútiles. Encontré, pues, la solución allí donde, si el Cielo me ayuda, espero encontrar muchas otras en trabajos venideros; esto es, en la noción de los americanos europeizados. No es que la vía se proponga más fácil, pero supone una realidad más intensa. La tengo ante mis ojos; imagino los ingredientes de E. Lee Childe y D. S. Curtis amasados en una sola pasta, añado algunos de mi despensa y je tiens mon affaire. Tal sería realmente la gente más apartada y más susceptible; y a la luz de esta idea la historia íntegra se expande. Se ensambla —cobra solidez. Sabía que iba a encontrar algo, y ahora lo VEO. Cela se passe en France —comienza en París y en París transcurre mayormente. El anciano Mr. Probert encarna el más antiguo monde americano en la ciudad; su padre deberá haber llegado en 183O. Ha conseguido afincarse firmemente —merced al dinero, a las simpatías— dans le monde du Faubourg. Sus dos hermanas se han casado con viejos apellidos ingleses, su hija y su hijo menor en ont fait autant. El hijo mayor es el prometido de mi jovencita —nunca quiso imitar a los otros; ha mantenido siempre el sueño de casarse con una americana como su madre. La familia lo observa sonriendo: si al menos eligiera una que fuese educada. No ha de haber razones para esperar que se cruce con mi heroína —pero ocurre, por accidente, y el muchacho se enamora. También hay importantes elementos de dinero. A la familia esto la satisface y aceptan a la chica tapándose la boca —sobre todo para tragar mejor al padre y la hermana. Estas dos figuras ya las diviso, y todavía las veré mejor.
5 de enero de 1888.
El Patagonia. Nombre del barco (una lenta travesía, si bien en verano, de Boston —un viejo Boston Cunarder— a Liverpool) en el cual situaré la pequeña y trágica historia que me sugiriese la anécdota de Mrs. Kemble sobre Barry St. Leger y la dama (casada, con el marido aguardando en Inglaterra) con la cual regresó de la India. Ella era joven y bonita y viajaba al cuidado del capitán. A cierta altura de la travesía éste recibió la notificación de que los pasajeros estaban escandalizados por el coqueteo y los tratos de la mujer con B. St. L. El rumor llegó a oídos de ella y una noche saltó por la borda. Admirable temita lúgubre.
Otro se me ocurrió anoche mientras conversaba con Theodore Child sobre los efectos del matrimonio en el artista, el hombre de letras, etc. El mencionó los casos que había visto en París, en los cuales el paso había sido fatal para la calidad del trabajo, etc —en forma de sobreproducción, necesidad de afrontar gastos, dar la talla, etc. Y yo me referí a algunos de por aquí. Child habló de Daudet —su 3O Ans de Paris como claro ejemplo. «Nunca lo hubiese escrito de no haberse casado.» Así pues, pensé que sería muy interesante la situación de un artista o escritor maduro, cuyo matrimonio (en su opinión) lo ha arruinado y está obligándolo a producir de forma barata y promiscua; abordando su actitud respecto a un confrère más joven a quien ve al borde de un desastre parecido y se esfuerza por salvar, rescatar, mediante algún acto de audaz intrusión —romper el matrimonio, aniquilar a la esposa, provocar problemas entre marido y mujer.
Domingo 11 de marzo de 1888. Heme aquí sentado impaciente por trabajar: deseoso tan sólo de concentrarme, de entregarme a la tarea: lleno de ideas, lleno de ambición, lleno de capacidad —según creo. A veces los desánimos, sin embargo, parecen más fuertes que cualquier otra cosa —demoras, interrupciones, éparpillement, etc. Pero coraje, coraje, y adelante, adelante. Puestos a generalizar, ésta es la única generalización posible. Hay una enormidad por hacer y, sin vana presunción, en el peor de los casos haré una buena parte. Pero uno ha de contar con toda su hombría. x x x x x
Anotemos con algo más de detalle uno de los temas recién indicados —la obrita que he llamado El Patagonia. En el incidente, tal como me lo refiriese Mrs. Kemble, la heroína era una mujer casada a cargo del capitán del barco —quien presumiblemente conocía al marido y podía hablarle de la mala conducta de ella. Cambiaré esto y la presentaré como sencillamente «prometida»: no sólo a causa de los prejuicios del lector anglosajón, sino de que realmente lo considero más conmovedor —o sea, considero más conmovedor que salte por la borda para huir del casamiento que el hecho de que la denuncien ante el hombre hacia el cual viaja a reunirse. Y con todo, con todo. x x x x x
En cualquier caso, supongamos que es una mujer joven, aunque no ya en la primerísima juventud, que ha sido víctima de un «largo compromiso». Su prometido se encuentra en Europa y hasta ahora no han tenido medios para casarse. El estudia arquitectura y los estudios no se acaban nunca. A ella ya no le gusta tanto como al principio —está cansada, desilusionada, indiferente, pero es pobre y cree que debe casarse. Al fin su prometido la manda llamar, le dice que la unión ha de llevarse a cabo, pero él no puede regresar a su tierra —no puede interrumpir los estudios. Ha de ser ella la que vaya a su encuentro; él la esperará en Liverpool. —Hace cuatro años que no se ven. Ella acude, compulsivamente pero sin poner el corazón en la empresa. Debo contar la historia como si yo fuese testigo presencial; viajo en el barco y en cierta medida juego un papel en el drama. Debo haberla visto una vez —en tierra, justo antes de zarpar. Es un lento Boston Cunarder —una travesía de verano. Han cambiado el barco la veille, por un viejo sustituto, como pasó cuando viajé en el Atlas en octubre de 1874. La muchacha ha de haber sido confiada a la custodia de una dama —la anciana, vieja amiga mía, a la cual antes de partir yo visito en Boston. Voy a verla para preguntarle si puedo ser de alguna utilidad —para comunicarle que seremos compañeros de viaje. Es una tarde de estío en la ciudad desierta —en Mt. Vernon Street. Ella ha venido del campo (Beverly, etc.) a fin de embarcarse —para ir a visitar a su hija, que está en Alemania, o cualquier otro pretexto natural. Al principio está sola —me dice que tal vez la acompañe su hijo, de modo que no le hará falta molestarme. Si él no viajara, sin embargo, con todo placer ella recurriría a mí. El caso es que el hijo no consigue decidirse; titubea; acaba de llegarse hasta el club; parece como si no pudiera tomar una resolución; en realidad no lo sabrá hasta la mañana siguiente. Sugerencia de que es del tipo más bien disipado. En seguida aparece y sigue vacilante: está aguardando un telegrama; no sabe; dará otra vuelta por el club a ver si el telegrama ha llegado. Por el camarote no hay cuidado; 1 de agosto; barco viejo; seguro que a último momento aún quedarán varios libres. Es muy bien parecido, etc. Permanecemos sentados en la sala en penumbras, con abanicos y helados; la casa está desmantelada; las ventanas dan a Back Bay y sus luces. ¡Oh, espíritu de Maupassant, ven en mi ayuda! Esto puede ser un triunfo de la concisión robusta y vívida: y por cierto que debería serlo. Llega la muchacha con su madre. La madre no va a viajar; tiene que enviar a la hija sola. No conoce a mi anciana —excepto por cierta amiga común— y es un poco «atrevido» (la buena mujer ha de ser ligeramente rústica, y también desamparada, pobre y nerviosa) de su parte presentarse a hacer esta petición. Quiere que mi amiga se encargue de la muchacha —para no tener la sensación de que se encuentra totalmente sola. Esa es la excusa, sus aprensiones maternales. La muchacha tiene alrededor de 28 años —muy bonita y algo orgullosa y envarada. Deja actuar a la madre —la laisse faire, con cierta callada turbación. Actitud de mi vieja dama —educada condescendencia, mezclada con un ligero sentimiento de intrusión, etc. Acepta vigilar a la muchacha —no es muy buena marinera, pero hará lo que pueda. Las visitantes se quedan un rato y toman helados. Antes de que se marchen regresa el hijo, es presentado a las mujeres, habla con la hija y, no habiendo en el salón ventanas que miren al agua, pasa con ella a la sala contigua para salir a la terraza. Esto dura una media hora, o menos. Luego las damas se van, con promesas de encontrarse en el barco, etc. Una vez se han marchado el hijo anuncia a su madre que ha decidido embarcarse. Yo me retiro y él me acompaña hasta la puerta. Cruzamos un par de palabras —se menciona a Miss X. Me pregunto, volviendo a casa, si fue la visión de la muchacha lo que lo impulsó a decidirse. Tengo que decirle que viaja a reunirse con su prometido —puesto que ha sido en su ausencia que la madre de ella lo mencionó, él no lo sabe. La respuesta de él. Esto puede ser la parte I. Luego la del medio, la II; y el desenlace, la III. Me temo que toda la concisión del mundo no me alcanzaría para hacerla tan corta como me ha pedido Comyns Carr. Y bien, he ahí mi comienzo —y el resto debería marchar. Puedo confiar en mí. De pronto tomo conciencia, sin embargo, de que para que el miedo de la muchacha a la denuncia parezca un motivo (parcial) suficiente, yo debería dibujarme como viejo conocido de su novio. La impresión que tengo de él, en diez palabras. Ella ha de saber que yo lo conozco y temer que se lo cuente. Algo relacionado con esto debe suceder entre nosotros justo antes de que ella desaparezca. Esto que yo sé, la aprensión que ella siente, han de desempeñar el papel que en la anécdota de Mrs. K. juega la escandalizada opinión pública del barco (en el largo viaje desde la India). Si mi heroína sólo está prometida, no veo cómo el escándalo visible podría ser tan grande. Sin embargo, también a la madre del joven se ha de presentarla agitada —habla conmigo del asunto, muy afligida. Está sumamente disgustada con su hijo —de este modo su repudio de la muchacha se torna menos directo y en consecuencia menos operativo. Ahora bien, en la ocasión yo debo esforzarme al máximo —desde luego, he de tener una charla con el joven un poco en calidad de amigo y representante del novio agraviado. El ha de contarle a la muchacha que yo, indignado, he intercedido en nombre del otro —y así se fortalecerá en ella la sospecha de que puedo delatarla cuando desembarquemos. De más está decir que yo debo ser bastante mayor que el hijo de mi anciana —es preciso a fin de justificar la crítica y la intrusión si así puede llamársela. Lo que hago, más que nada, es señalarle —dado el cariz que adquiere la situación— que la muchacha está prometida, y que si ocasiona problemas entre ella y su novio tendrá al menos que estar preparado a desposarla. Esto es algo a lo cual él no se encuentra dispuesto en absoluto. Se comporta mal —la culpa es básicamente suya— y el horror de semejante desenlace ensombrecerá su vida para siempre.
Continuación del boceto del capítulo XIII de Tragic Muse.
<... > entre ambos resulta peculiar, interesante, dramático. Julia está encantada con él —así es como él le gusta—, lo ama, está dispuesta a todo. Se casaría en seguida si él se lo pidiera. El lo comprende bien y piensa que debería proponérselo. Ella ha hecho de todo por él, para que la eligiera —ha sido seductora, eficaz, maravillosa. No ha puesto dinero, desde luego —el único que lo ha puesto es Mr. C. Pero pondrá dinero —le dará su fortuna. Intenta seducirlo —lo quiere sobornar. Es preciso dedicar a este lance dos escenas —una sola no es bastante. Y no obstante quizá lo sea —con la 4a. sección de la entrega (la primera escena sería la tercera) dedicada a la visita de ella a Mr. C., para agradecerle. Mrs. Dallow le dice virtualmente a Nick: «Posee usted un talento enorme: podría tener un gran futuro. Pero carece de dinero, y sin él no se consigue nada. Yo poseo una inmensa fortuna y será suya. Sellaremos una alianza —si me promete que puedo contar con usted, nos casaremos. Quiero ser esposa de un gran estadista —estoy llena de ambición y lo que ambiciono es eso. Trabajaré con usted para usted. Además lo amo; lo adoro. Excepto que ha de prometerme... Es usted escurridizo y ha de darme garantías. ¿Qué quiso decir aquella noche en París? Lo amo, pero desconfío de usted. Tranquilíceme, pues. La mejor forma de hacerlo será amarme, poseerme. Vea lo deliciosa, lo encantadora, lo reanimante, lo comprensiva que puedo ser —y dicen que soy dura. Se muestra suave, seductora —pero en todo acecha su condición —sus términos. El está de lo más échauffé —pero no deja de percibirlo, siente el peso de la condición. Sí, sí: una escena, y el resto en St. Albans.
[Este texto continúa, parecería ser, una entrada cuyo comienzo estaría en un cuaderno perdido. Está escrito en tinta roja. Se refiere a la quinta entrega (mayo de 1889) de The Tragic Muse para Atlantic Monthly. Dicha entrega concluye con la primera parte del capitulo XIII, que muestra la alegría de Julia Dallow por la decisión de Nick Dormer, decisión no alentada directamente por la propia Julia sino por la madre del galán. En realidad, Julia no hace en toda la novela ninguna sugerencia que quepa calificar de «soborno». El hecho de que sea Lady Agnes, madre de Nick, quien lo persuada de las obvias ventajas del enlace, mejora ostensiblemente el conjunto, pues permite al personaje de Julia mantener el control que lo define.]
Verena. Mi división de entregas: páginas de manuscrito.
2º Nº (VI) empieza en página 86.
Final del capítulo IX (¿y Segunda Parte?)
Pág. 155 (manuscrito). En imprenta, pág. 97.
Cuaderno III
(2 de febrero de 1889 — 3 de noviembre de 1894)
34 De Vere Gardens, 2 de febrero de 1889.
He visto penosamente interrumpida la composición de mi novela larga para el «Atlantic»; y es del todo preciso que siga adelante sin más demora. Desde que en otoño trabajara por última vez con alguna continuidad o ardor, he tenido que escribir cuatro artículos (aceptar fue realmente estúpido, e inútil por añadidura). Al principio no me faltó ese ardor; y debo conseguir que vuelva a invadirme. Podría reavivarlo rápida y eficazmente con un poco de attention suivie. Lo principal es mantener la calma, no preocuparse ni ponerse nervioso; sobre todo pensar —¡poco como en verdad me las arreglo para hacerlo en general!— y reinstalarse en las condiciones que uno ha intentado imaginar. Gracias a Dios, todo esto suele manifestarse no bien le doy una oportunidad apenas decente. Está ahí, vivo, aguardando; la pintura vuelve a florecer tan pronto como fijo realmente la mirada en ella. Esta vez, creo, es de veras un buen tema: salvo que demasiado pálido. Me he empeñado en contar y describir demasiado —teniendo en cuenta los data de los que parto—, una de las razones para lo cual estribaba en el miedo a que la historia fuese demasiado sucinta. Por miedo a hacerla demasiado pequeña la he hecho demasiado grande. Como error, sin embargo, es bueno, y vislumbro la salida. Variedad y concisión debe ser mi fórmula para el resto del relato —rapidez y acción. Como de costumbre, desde luego, me he extendido en exceso con el primer capítulo —he sido demasiado complacientemente descriptivo e ilustrativo. Pero puedo repararlo con sólo aplicar un poco de voluntad —voluntad de atenerme a la brevedad y la rapidez en el manejo de los diversos episodios. Es imposible que me quepan todos a menos que tenga esto en cuenta. Escribamos cada pasaje como si fuera destinado a un cuento. No hay otra manera de salir del paso e incluirlo todo. Tengo cosas muy interesantes que relatar pero sólo debo tocarlas individualmente. Mi lema constante ha de ser: à la Maupassant. Debo depender del efecto colectivo. Por ejemplo: la visita de Nick a Mr. Carteret tiene que ser una pequeña obra maestra de 3O páginas de manuscrito. ¡Cómo tendré que controlarme! Lo mismo para el capítulo siguiente, la visita de Sherringham con Miriam a la Comédie Française —la impresión que el otro día, en París, tuve de Bartet en su loge. x x x x x.
[Aunque The Tragic Muse había empezado a aparecer en Atlantic Monthty en enero de 1888, James seguía teniendo problemas con el manejo de la historia. La visita a Mr. Carteret absorbe dos capítulos, y dos más transcurren antes de la escena en el teatro. En la descripción de esta última se hace patente la admiración que sentía James por la actriz Bartet, transfigurada en la novela en una Mlle. Voisin cuyo arte interpretativo despierta en Miriam Rooth la obstinada decisión de triunfar en las tablas.]
27 de febrero de 1889. He prometido a Archibald Grove escribir para la nueva revista que proyecta editar un cuento breve en tres partes; y tengo que poner manos a la obra. Las condiciones no son satisfactorias —estoy haciendo otras cosas, que deberé interrumpir, y no me gusta la forma del encargo (la división en tres partes, cada una de las cuales es muy corta: 4.500 palabras). Cualquier tema se resentirá pero haré lo que pueda: haré algo tan bueno como sea posible y (hasta que se publique en libro) no permitiré que la forma de presentación me preocupe mucho. x x x x x
[Grove era el editor de la New Review. En los números de diciembre, enero y febrero de 1889 19OO, James publicó en la revista el relato The Solution (La solución).]
Retorna a mí con cierta vívida insistencia una idea que, sugerida por algo que una vez me dijo o repitió Jennie Thackeray, apunté hace mucho tiempo. Es la alusión a que Trollope había planeado educar a su hijo para ser escritor de novelas en tanto oficio lucrativo. Mi amiga añadió (en su carácter de Mrs. Ritchie) que ella y su esposo cobijaban la misma idea respecto de su hijita. La adiestrarían como se hace para cualquier profesión corriente. Esto me sugirió la figura de un trabajador del campo de la ficción, golpeado y exhausto, que pretende llevar a cabo ese proyecto con un niño y, por una ironía del destino, se encuentra con la más extraña derrota. Vienen a la mente toda suerte de posibilidades implícitas. Se le da al hijo (o la hija) la oportunidad de «ver la vida», etc., para que haga acopio de material, y ve la vida en clave tal que acaba zozobrando o destruyéndose. Un elemento es ése. Luego la madre (sobre todo si fuera ella y no el padre la novelista) intenta alentar al hijo a que salga al mundo, pero por intereses propios —ver la sociedad, oír cosas, etc. La pobre madre suele describir la vida elegante y las clases superiores, y busca datos y material. No puede ir ella misma porque es anticuada y opaca, y está demasiado atareada. La estupidez del muchacho, que no trae nada a casa —no tiene poder de observación, etc. Pero debe haber alguna clase de acción, y lo que se me ocurre entonces es esto. Hay una hija, y se la presenta bonita e inteligente; es con ella (además hay un hijo) con quien se ha practicado el intento de formarla, de instruirla. En los años tempranos debe existir la visión tenue de un padre apuesto y perezoso que vive de su mujer. El coste de la educación de la chica, etc. —y también de la del varón, que es de buen ver y se desinteresa de toda actividad literaria. El peculiar drama consiste en que la chica se demuestra inservible como novelista, pero crece, se casa con un snob situado a orillas de la gran sociedad, es mundana e inflexible y va para dama de buen tono y se avergüenza de la madre. Piensa que sus novelas son simple basura; la mantiene a distancia; prácticamente la ignora; la hace muy desdichada. Entretanto la pobre mujer se ve obligada a seguir escribiendo para satisfacer las demandas de su hijo —al cual ha lanzado al mundo para que le recogiera información; pero se ha vuelto sencillamente holgazán, egoísta, extravagante y vicioso. Ella posee toda clase de romanticismos y naïvetés ; hacer un retrato muy vívido, divertido y patético de su mezcla de extrañas cualidades, etc. —su inmoralidad, su propensión natural a la licencia à la Ouida, de la cual se avergüenza la presuntuosa hija. Su amor al esplendor, a la aristocracia, a la alta sociedad —la riqueza y la hermosura que atribuye a sus personajes, etc., en contraposición a las mezquinas realidades de su propia vida. Al final muere exhausta, desilusionada, pobre. Mucho mejor será que lo cuente un testigo —amigo, crítico, periodista, etcétera: un 1a. persona: notas rápidas. Menciono el telegrama que, a la muerte de ella, me envía el editor de uno de los grandes periódicos pidiéndome 1/2 columna. Acepté, escribí la 1/2 columna y la hice benévola. Luego, en privado, escribí estas otras notas —más benévolas todavía. — Por título llevará el nom de plume de la pobre —un nombre de hombre más bien elegante.
El pequeño boceto del cual en líneas generales tengo muy buena opinión (28 de febrero) ganaría en efecto de ser el hipotético narrador también novelista, pero de una generación más joven y del moderno tipo psicológico. Se introducirían así toques que podrían contrastar el cómico y anticuado arte de la mujer con el punto de vista de él —toques de perplejidad ante la obra del colega por el lado de ella, y de indulgencia y humor por el del narrador.
[Retomando un tema cuyo primer atisbo se remontaba a diez años antes, James escribió Greville Fane, uno de sus cuentos más breves. Apareció en Illustrated London News en septiembre de 1892. Mediante el truco de hacer narrar los hechos a un escritor «serio» y más joven, James se permitió llevar a cabo la sátira de la novelista de gran venta que «era capaz de inventar historias por yardas, pero no podía escribir una sola página en inglés».]
28 de febrero. Me pregunto si no podría hacer algo considerablemente bueno con esa idea que anoté hace mucho —la idea de un joven al cual unos compañeros convencen de que, tanto se ha comprometido con una muchacha, que ahora debe proponerle matrimonio —es una cuestión de honor—, y crédulamente, naïvement, porque es lo correcto, se lo propone, y puesto que tiene dinero y es todo un parti ella lo acepta con entusiasmo. Me lo sugirió una anécdota que Mrs. Kemble contara en relación a algo ocurrido hace años —en el cuerpo diplomático destacado en Roma, creo, y a la vista de ella. El muchacho se casó con la moza —sin quererla en absoluto—, bajo el influjo del engaño que dos o tres de sus colegas (me parece que era secretario), por mera diversión, habían inducido —ingenuo y atractivo como lo sabían. Creo que la chica era inglesa, una de dos o tres hermanas con una madre cursi, mundana, firme e imperativa. «No será Olympia!», anoté cuando me contaron la pequeña historia: era la exclamación del individuo cuando los otros le decían que una de las tres hermanas tenía derecho a esperar que pidiera su mano. Consideraba a Olympia demasiado parecida a la madre —y, desde luego, era a los brazos de ella que los otros lo empujaban. La vida posterior con Olympia, etc. ¿No es la situación notablemente dramática? Encierra algo que podría resultar de lo más interesante —no me cabe duda. Tendría que contarlo uno de los actores, uno de los jeunes étourdis que perpetraron la broma (un inglés). Lo relata al fin de su vida —cuando es un viejo diplomático retirado, lleno de recuerdos, ¡La vieja Roma deliciosa, tranquila, soleada, indolente, de hace cuarenta o cincuenta años! Desde entonces ha sentido un enorme remordimiento —lo había sentido ya entonces, y al descubrir cuán lejos había llegado el juego intentó detenerlo. Todo esto lo apunté antes —pero no parecía suficiente. Sería menester desarrollar un drama completo, con secuela y conclusión. Empecé a escribir la historia, pero la abandoné —en algún sitio ha de estar el fragmento. Acaso sirva, mejor que lo que ayer anoté aquí, para cumplir con el encargo de A. Grove. No carecería de movimiento, pero sería corto y divisible en tres partes. El joven se desempeñó en la Secretaría Americana de Relaciones Diplomáticas. Su simplicidad, buena fe, etc., como atributos naturales —no resulta difícil persuadirlo de que ha de comportarse en consonancia con los hábitos europeos, y es ajustándose a ese canon que ha dado su palabra a la chica e incluso se ha comprometido con ella. El miedo del narrador al descubrir que las consecuencias son graves. Ha de haber tres hombres implicados —él y dos más. Pero, voyons, ¿cuál es el drama, el desenlace? Todo depende de ello. Intento evitarlo; hablo con la madre; es muy tarde. Me responde que anulará el acuerdo, el compromiso al cual se ha llegado, siempre y cuando yo me «haga cargo» de la hija. Pero yo no puedo hacerme a la idea. Me debato, dudo —pero no puedo. x x x x x
Creo que je tiens mon dénouement —y el resto de la acción. Tiene que haber en danza otra mujer; una mujer de la cual estoy bastante enamorado —inteligente, experimentada, independiente, etc. Sólo puede tratarse de una viuda —y esto resulta algo convencional.
18 de marzo. Anotar a continuación (hoy no tengo tiempo) las 2 cosas que la vieja Lady Stanley me dijo el otro día que le había contado la ex Lady Holland —y el admirable tema que ayer, domingo, en casa de Mrs. Jeune, me sugirió lo dicho por la esposa de Lynn Linton (y la de J.) acerca de F. H.: el hombre que se casa por dinero para invertirlo en una gran carrera política y fines públicos.
21 de marzo de 1889 (lunes).
Anoche, antes de cenar, di con G. du Maurier un paseo por las calles vacías cercanas a Porchester Terrace, bajo el suave crepúsculo de marzo (flotaba en el aire un bendito augurio de primavera), y volvió a hablarme de una idea para un cuento que considera muy buena —y yo también— y ya me mencionara uno o dos años atrás, durante una caminata por Hampstead, pero que a mí se me fue de la cabeza. Anoche me llamó la atención como algo curioso, pintoresco y claramente utilizable; si bien la falta de conocimientos musicales me entorpecerá un tanto el manejo. Ahora no puedo examinarla en detalle —me falta tiempo; pero debo hacerlo más adelante. Es la historia de la criada con una voz plena, maravillosa, que un pequeño judío extranjero dueño del poder de hipnotizar, una sensibilidad infinita y ningún otro recurso propio (salvo un acompañante que toca algún instrumento, el violín acaso), lleva al trance y hace cantar. La pasea por el mundo —cantando, por chelines, en las calles de ciudades extranjeras, etc. Ella interpreta magníficamente mientras él está a su lado, influyéndola. El hombre que relata la historia —un artista sin un centavo— la conoció en Londres cuando era la estúpida, bella hija de un ama de llaves suya o de uno de sus amigos. Encuentra a la pareja en otro país, la sigue, se asombra (puesto que ha reconocido a la chica, y una vez, hace mucho, ha visto al hombre —en una cena de artistas ofrecida por el amigo de marras en St. Newman, donde la chica había servido la mesa y el pequeño judío se había fijado en ella, lo suficiente para las necesidades de la historia). Ella no lo conoce —aparte de ese don maravilloso, que antes no poseía, se la ve cambiada, rara; y él está fascinado. Ya ha oído algo —dos o tres años antes, tras la inexplicada y original desaparición de la chica— acerca de una voz fabulosa —la de una mera chanteuse de café, etc.— de la cual un amigo diletante le hablara arrobado y la cual (la dueña de la voz) intentara buscar y dar alcance a fin de capturarla para una fiesta de Lady X, dama ésta que deseaba complacer. Supongamos que ella tiene dignidad, etc., y él la busca. Pero falla —la pareja se esfuma. Es después de esto que el narrador los encuentra en el extranjero —y los reconoce, no sólo como protagonistas de la anécdota del amigo, sino en sus respectivas calidades de fille bête de Londres y de desprestigiado extranjero espléndidamente doué. II s'y perd —porque realmente la muchacha no deja de estar galvanizada por su compañero un solo instante. Los hace ir a sus habitaciones en alguna parte —Nuremberg, o Siena— y actúan para él maravillosamente (todo esto requiere tacto respecto de la música) hasta que el hombre bebe demasiado y queda impedido. Entonces ella no puede hacer nada, se halla indefensa —bebe, chancelle, se comporta como si también estuviese ligeramente borracha. En suma: cae en la impotencia. Vuelven a desaparecer —me los encuentro una vez más, y ahora el hombre está muerto o agonizante. Muere. La chica se convierte en una Gros Jean comme devant —incapaz de entonar una nota. No ha sido más que sujeto de algo que se le ha comunicado enteramente por medio del hipnotismo. Ha poseído una voz gloriosa, pero nada de talento —era él quien detentaba el fuego sagrado, la insólita capacidad de organización musical, y los expresaba a través de ella. El final, en cuanto a la muchacha, miserablemente patético.
34 De Vere Gardens, 12 de mayo de 1889.
Esta húmeda y silenciosa mañana de domingo interrumpo otro trabajo para tomar unas notas sobre el tema de la obra que he acordado escribir para Edward Compton. No hace falta volver sobre la breve historia de este compromiso y las razones harto conocidas— que me llevaron a responder a la propuesta que me hiciera en diciembre pasado, mientras me hallaba en París. Yo había prácticamente abandonado mi viejo, querido, largamente acariciado sueño de hacer algo para el escenario, por amor a la fama, el arte y la fortuna; abrumado como me sentía por la grosería, la brutalidad, la bajeza del estado actual del teatro en idioma en inglés. Pero transcurrido un largo intervalo, la visión ha vuelto sobre bases nuevas y mucho más modestas, pero sobre todo bajo el acicate de la necesidad. De arte o fama il est maintenant fort peu question: simplemente es preciso que intente, y con seriedad, producir media docena —una docena, cinco docenas— de obras por amor a mi bolsillo, a mi futuro material. Del poco dinero que me procura la novela no hace falta que perore aquí. El teatro me ha seguido la pista —en la persona del aún no visto y bondadoso Compton. He escuchado, juzgado y reflexionado, y la cuestión ha sido transferida al imperio de una clave menor. Aceptar las circunstancias en su humildad extrema, y desempeñarme en ellas lo mejor posible: he aquí la moraleja de mi situación presente. Estas circunstancias son lo opuesto de lo ideal —pero queda el hecho incontestable de que, por mi parte al menos, puedo mejorarlas.
Tomar lo que hay y usarlo sin esperar siempre en vano lo preconcebido —escarbar en lo real y extraer algo de ello : ésa es sin duda la manera correcta de vivir. Si triunfo un poco me será fácil —creo— triunfar más; a medida que avance podré mejorar mis condiciones. El terreno es ordinario, pero también ancho y despejado —en cierto modo—, y ; y si produce dinero será una gran ayuda: pues todos los beneficios que pueda obtener por este medio redundarán en el logro de una verdadera libertad para la vida artística general: todo va unido (tiempo, ocio, independencia para la «verdadera literatura» y, por añadidura, una buena dosis de experiencia de tout un côté de la vie). Por lo tanto, mi plan es hacer la prueba con una sólida resolución —o sea, con la plena determinación de volver repetidamente a la carga, pasando por alto, reduciendo a la nada, despreciando los inconducentes desalientos, disgustos, écourements. La obligación de uno es usar esas cosas —ponerlas en el molinillo.
*
Lo que me propone es que convierta The American en una obra, y no cabe duda de que hay una obra en ese libro. He de extractar lo más simple, lo más fuerte, lo más desnudo, lo más rudimentario, lo que resulte a un tiempo más humorístico y más conmovedor, dándole una forma tal que su principal souci sea una mezcla de pura situación y pura unidad, por un lado, con brevedad pura por el otro. ¡Ah qué poco sutil, qué mala está obligada a ser! ¡A moi, Scribe; à moi, Sardou, à moi Dennery! —Reducida a su expresión más sencilla, y tal reducción ha de ser mi obra, The American es la historia de un hombre sencillo, al propio tiempo excelente sujeto, que llega a comprometerse con la hija de una familia patricia, aceptado por ésta en virtud de su riqueza, y luego se ve desplazado (por ellos) en beneficio de un partido mejor; después de lo cual vuelve sobre sus pasos para recuperar la prometida (a ella la han sometido con intimidaciones), valiéndose de la posesión de un secreto que para la familia es funesto, peligroso, y él esgrime como instrumento de compulsión y venganza. Ellos se asustan: acusan el chantaje, temen la revelación; pero en la novela el héroe ya ha perdido a la hija —la muchacha es arrastrada por la tragedia, se refugia en un convento, rompe el otro compromiso, impuesto, renuncia al mundo, desaparece. El héroe, lastimado, furioso, resentido, siente la aguda tentación de castigar a los Bellegardes, y por un momento llega casi a ceder a ella. Pery al fin hace lo típicamente magnánimo, lo típicamente educado: desaprovecha su oportunidad —los «libera», se desentiende de ellos. En la obra también debe hacerlo —pero se alza con la esposa.
Sábado, 19 de mayo de 1889.
Ayer tuve un encuentro muy interesante con Taine en un almuerzo ofrecido por Jusserand en el restaurante Bristol. Comensales: M. y Mme. Taine, su hija, el Dr. Jessopp, un amigo de Jusserand agradable y clerical, George du Maurier y yo. La impresión personal que me causó Taine fue notablemente grata; mucha más bonhomie, calidez y jovialidad que la que me habían permitido esperar su estilo y su forma severos, intelectuales, espléndidos, lógicos. Fascinante conversador —me reavivó la sensación de que la charla francesa es muy superior. Tiene una oblicuidad en la vista, pero no obstante es bien parecido, con una bella cabeza, tez castaña y rasgos rectos, fuertes y regulares: un tipo agradable, grave, masculino. Habló de muchas cosas, y de todas lo hizo bien: de Inglaterra, con conocimiento, simpatía, etc. —con gran autoridad; pero lo que aquí me interesa destacar especialmente es el tributo que rindió a Turgueniev —a su hondura, su diversidad, su forma, a las pequeñas piezas completamente perfectas que dejó y pervivirán gracias a su acabada objetividad, etc. Coloca a T. muy alto —incluso más alto, en lo relativo a la forma, de lo que lo he colocado yo. Pero sus palabras sobre él me han hecho la mar de bien —reviviendo, reanimando, confirmando, consagrando, por así decirlo, un deseo y un sueño que últimamente se han fortalecido en mí —el anhelo de que el legado literario, por pobre que sea, que yo pueda dejar, consista en un abundante número de piezas cortas, nouvelles y cuentos, ilustrativos de otros tantos aspectos de la vida —de la vida que veo y conozco y siento, y de cuanto exista de profundo y delicado —y de Londres, y del arte, y de todo: y eso será bello, singular, fuerte, sabio —y al fin acaso aun reconocido.
Empleando una expresión muy afortunada, Taine dijo que Turgueniev cortaba a la perfección el cordón umbilical que liga al autor con sus historias.
23 de enero. Anoche, cenando en casa de los Ch. Lawrence, Condie Stephen, que se sentaba a mi lado, contó haber oído la anécdota —el caso— de cierto hombre que, temiendo sufrir intensamente durante la enfermedad final, arrancó a su mujer la promesa de que, perdidas las esperanzas, le daría algo que acabase con su vida. A su debido tiempo enfermó, y entonces el corazón de la mujer la traicionó, llevándola a hacer cosas —una furtiva cucharada de brandy, etc. que sólo conseguían prolongar la agonía —incluso de un día a otro. Esto me impresionó —podría dar materia a un pequeño relato: sobre todo con complicaciones. Quizá la mujer, por ejemplo, le cuenta a otra persona que ha hecho la promesa, y es dable suponer que los reanimantes disimulados (ella se avergüenza de no cumplir lo pactado) tal vez estén precipitando lo contrario. En otras palabras, parece como si la mujer estuviese envenenando a su marido, cuando en realidad lo está manteniendo vivo. ¡Desenlace!
6 de febrero de 189O. (Enviado ayer el Acto II de The Californian a E. Compton.) Acaso la mejor fórmula para la fabricación una pieza dramática telle qu'il nous faut en faire, en las actuales condiciones, y si es que vamos a hacer algo, se pueda resumir así: acción que nunca es diálogo y diálogo que siempre es acción.
Vallombrosa, 27 de julio de 189O. Tema para un cuento breve: un hombre o mujer joven que, en una ciudad del lejano Oeste —Colorado o California— se rodea de una «atmósfera» europea valiéndose de libros franceses e ingleses —Maupassant, Revue des 2 Mondes, Anatole France, Paul Bourget, Jules Lemaître, etcétera; y, convirtiéndola en algo en verdad muy completo, en un mundo pegueño pero intenso de asociación y percepción en el aire extraño, en ella se instala sin más. Visita de un narrador que ha estado en Europa y conoce a esa gente (digamos que se trata de un pintor impresionista muy moderno); y contraste entre el conjunto de alucinaciones y la áspera fealdad del Oeste, el periodicismo, la vulgaridad y la democracia. Ha de haber una mujer de letras americana, de Nueva Inglaterra, «pura y refinada», tenue e intensa. El boceto, pintura o visión, à la Maupassant. El caso estriba en que, al cabo, aun cuando se ofrece la oportunidad de ir a ver las realidades —ir a París y conocer algo de la vida descrita en los libros—, el individuo se queda, prefiere no marcharse, prisionero del hechizo de conocerlo todo de esa forma —que es la mejor. Como «caso» no es demasiado notable, pero puedo afinarlo; pues es la situación, y lo que uno pueda aportarle, lo que constituye el caso.
París, Hotel Westminster, 22 de febrero de 1891.
En prosecución de mi proyecto de escribir algunos cuentos muy
cortos —piezas de entre 7.00O y 10.00O palabras, la extensión más fácil de «colocar»—, empecé ayer a redactar la pequeña historia que hace cierto tiempo me inspiró un incidente relatado por George du Maurier —la dama y el caballero que fueran a verlo de parte de Frith; una pareja senil, marchita —él, oficial del ejército que, incapaz de obtener un penique de otro modo, trataba de encontrar trabajo como modelo. Me conmovió el pathos, la rareza y tipicidad de la situación —la pequeña tragedia de una gente bien nacida, de buena apariencia, que toda su vida había sido estúpida y elegante, que al igual que tanta otra de su clase en Inglaterra había vivido de un ingreso fijo en casas de campo, balnearios y clubes, y ahora se veía flagrantemente incapaz de hacer lo que fuese —estaba desprovista de inteligencia, habilidad u oficio que le sirviese de gagne pain, no quedándole sino mostrarse torpemente como el par de animales finos, limpios, bien cuidados que eran, única esperanza de hacer un poco de dinero mediante el simple expediente de existir. Me pareció vislumbrar en esta donnée tema para un tratamiento muy somero —y aún me lo parece. Pero para hacer algo que valga la pena primero debo (como siempre, ¡Cielo santo!) aclarar muy bien qué hay en la historia y qué deseo obtener de ella. Ayer probé con un comienzo, pero al instante me di cuenta de que tengo que definir la idea. Debe ser una idea —no puede tratarse de una «historia» en el sentido vulgar de la palabra. Debe ser un retrato; debe ilustrar algo. De sobra sabe Dios si el asunto es ilustrativo. Lograr que pequeñas anécdotas de esta clase se vuelvan reales es un proyecto harto sugerente. Voyons un peu, por lo tanto, qué se puede poner en ésta —cuánta vida, quiero decir. Se ha de incluir algo de acción —no una acción estúpida, mecánica, arbitraria, sino algo que pertenezca a la esencia real del tema. Se me ocurrió representar al marido sintiéndose celoso de la mujer —es decir, celoso del artista que la emplea— desde el momento mismo en que, de hecho, ella empieza a posar. Pero esto es obvio y manido —no vale la pena en absoluto. Lo que deseo es representar el carácter confuso, inicuo, incompetente del intento, y la manera en que pone de manifiesto una vez más la eterna torpeza inglesa —la manera en que el esfuerzo superficial, inexperto, amateur, sucumbe en la confrontación con el arte elaborado, competitivo, inteligente, cualificado —sea cual sea el campo de referencia. Es de ese elemento que ha de surgir mi exigua acción; y empiezo ahora a ver de qué modo (tal cual siempre ocurre —Gloria al Altísimo— cuando uno se pone a examinar la cosa firme, sostenida y seriamente —a ensamblarla—, algo que yo sólo suelo hacer, es triste aceptarlo, con laxitud e inconsecuencia. ¡Qué temas encontraría —para todo— si únicamente llegara a practicarlo como costumbre!). Hagamos aquí que mi contraste y mi complicación provengan de la oposición entre mi melancólico mayor y su esposa, y un par de individuos —pequeños, ordinarios, profesionales— que, para consiguiente perplejidad, extravío y depresión de los primeros, saben. Su fracaso en entender cómo gente así puede ser mejor que ellos —su frustración, su desaliento, su desaparición; el alejamiento para volver a sumergirse en lo vago. Il y a bien quelque chose à tirer de ça. Carecen de sentido pictórico. Tan sólo son rígidos, pulcros y estúpidos. Los otros son sucios, incluso —el melancólico mayor y su esposa lo señalan, asombrados. El artista está por comenzar un gran libro ilustrado, una edición nueva de una novela famosa —Tom Jones, por ejemplo; y desea hacer el intento de trabajar con ellos porque le preocupa que pasen apuros y —escépticamente, pero con flexible simpatía artística— se siente atraído por los personajes. Desea someterlos a prueba. Dejar inferir que también él está sometido a prueba —es joven y va «en ascenso», pero aún tiene que ganar sus laureles. En somme, no puede permitirse cometer errores. Tiene trabajo regular como ilustrador de una novela publicada por entregas semanales en un periódico ilustrado; pero el gran proyecto —financiado por una poderosa editorial— de ilustrar a Fielding promete darle un impulso decisivo. Experimentalmente le han confiado (digamos) Joseph Andrews; tendrá que hacerlo con brillantez si quiere que le confirmen el contrato para el resto. Ya tiene dos modelos a su servicio —de ellos debe surgir la «complicación». Una es una muchacha londinense lista y común, del origen más humilde y carente de belleza convencional, pero dotada de aptitudes, de sensibilidad —totalmente segura de cómo se hace. Dice «poblema» y «acnédota», pero posee sensibilidad plástica; y puede asumir la apariencia que se le antoje. En suma, posa a la perfección. Otro tanto hace su colega, un profesional italiano, insignificante como sujeto, mal vestido, con olor a ajo, que sin embargo es admirablemente útil, del todo universal. Habrá que contrastarlos, confrontarlos, yuxtaponerlos a los otros; a quienes toman por gente que paga por posar hasta que, abrumados de escarnecida estupefacción, acaban por comprender la verdad. El desenlace consiste sencillamente en que el melancólico mayor y su esposa no sirven —no están «en la cosa». Su sorpresa, su aceptación orgullosa y desamparada —no tienen otra perspectiva; y al mismo tiempo el grado de su silencioso asombro por el éxito de dos seres inferiores, mucho menos agraciados que ellos. De todos modos, francamente, ¿alcanza este contraste para una historia? A mí me parece que sí, porque es una IDEA —¿y cómo diantre sería posible meter más en 7.00O palabras? Ha de ocupar apenas 5O págs. de manuscrito de las mías. El cuentito The Servant (Brooksmith), que hice el otro día para Black and White, se me ocurrió al mismo tiempo que éste, adquirió buena solidez con un número igualmente escaso de palabras, y en el presente caso probablemente descubra que se puede conseguir mucho más de lo que la extensión permitiría. Tengo que aspirar a una tremenda concisión —con un pulso rítmico muy apretado— y a una meticulosa selección del detalle —tengo, en otras palabras, que resumir intensamente y recortar el desarrollo lateral. El resultado debería ser una pequeña joya de forma brillante, vívida y veloz. Obtendré hasta la última pizca de acción que el espacio admita si en el platillo del artista pongo algo que obre como contrapeso —esto depende de la manera en que el hombre haga su trabajo particular. Es cuando descubre que perderá su gran oportunidad si continúa empleándolos, que se ve forzado a decir a los corteses individuos que sinceramente no le son útiles —arrojándolos así nuevamente a la frialdad del mundo. No debo cambiarles las edades que les he adjudicado —5O y 4O— porque así es más enternecedor; pero tendré que subir las de los otros dos modelos hasta hacerlas casi iguales. De este modo aumentan las dificultades (de los amateurs) para comprender su inutilidad. Pintar los hábitos de ociosidad, abundancia y falta de alarmas inmanentes en el mayor y su esposa —la vacuidad de su manière d'être. Pero qué poco espacio me dan para hacerlo. Si es que me toca escribir muchos así, éste será una lección —una lección magnífica. Tan compacto y escogido como un Maupassant.
Nombres. Beet — Bedington — Leander (familiar) — Stormer — Luard — Void (de lugar), o bien Voyd — Morn, o Morne — Facer — Furmel — Haddock — Windermere — Corner — Barringer — Jay — State — Vesey — Dacca — Ulick (de pila) — Brimble (también para una casa) — Fade — Eily, nombre inglés, bueno para una muchacha.
Marine Hotel, Kingstown, 13 de julio de 1891.
He de seguir abocándome al esfuerzo de escribir, con éxito y fortuna, un buen número de cosas muy cortas. En los últimos tiempos ya he escrito 1/2 docena, pero aprender el truco exige tiempo y práctica. Nunca antes había intentado lidiar con tan extrema brevedad. No obstante, la brevedad extrema sólo es condición necesaria para parte de estas obras —el resto puede ser de diversas clases o grados de extensión controlada. No necesito volver aquí sobre mis motivos y urgencias; baste recordar que son tan consistentes como cabales. Bajo ningún concepto debo atarme las manos con promesas de novelas si deseo mantenerlas disponibles para un auténtico y continuado asalto al teatro. He ahí una razón consistente, entre muchas otras; pero la razón artística sería suficiente por sí misma. Llamo razón artística par excellence, sencillamente, a la consideración de que al escribir cosas cortas puedo hacer muchas más, tocar más temas, irrumpir en más lugares, manejar más hilos de la vida. x x x x x
Todo esto, sin embargo, lo he repasado una y otra vez; lo llevo en la mente bajo la forma de un motivo totalmente digerido y asimilado —una profunda y clara inspiración. ¡El corolario de tales refiexiones es que sólo me hace falta soltarme! Es lo que me he repetido toda la vida —lo que me repetía en los lejanos días de tumultuosa y apasionada juventud. No obstante, nunca lo he hecho del todo. A veces el influjo de ese paso —de su necesidad— me arrolla con una fuerza imperativa: se presenta como la fórmula de salvación, de lo que me queda de futuro. Me encuentro en plena posesión de un cúmulo de recursos —únicamente tengo que usarlos, insistir, persistir, hacer algo más, mucho más que lo que he hecho. La manera de lograrlo —de afirmarse sur la fin— es tocar tantas notas plenas, profundas y rápidas como se pueda. A mi edad, con el alma artística entera convertida en crónica, uno lleva, por así decirlo, toda la vida en el bolsillo. Adelante pues, muchacho, y no cedas; goza de un veranillo de San Martín rico y prolongado. Inténtalo todo, hazlo todo, plásmalo todo —sé un artista, sé distinguido hasta el fin. Sobrevienen dudas, desalientos —pero apenas son otras tantas vibraciones esenciales del propio ideal. A tu alrededor, el campo aún espera ser conquistado; está repleto de flores que todavía habrá que recoger. Pero basta ya de lo general; esas cosas son el aire ambiente, la respiración de la vida artística e incluso de la vida personal. Ataca, ataca una y otra y otra vez lo particular; sólo te es preciso vivir y trabajar, mirar y sentir, reunir, anotar. Ahí tienes todos tus cadres. Adelante, sí, adelante, llénalos.
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Hace tiempo, creo, tomé una breve nota en torno a la idea (a raíz de un comentario de Mrs. Earle sobre la situación de Mrs. M. y una de sus hijas) de la adaptabilidad de ese peculiar temita a un cuento corto. La situación es la de una mujer que se ha comprometido gravemente cuando su hija era pequeña —ha desatado escándalos y bataholas, abandonado a su marido por un hombre al cual, llegado el momento, también abandona— y que, desdeñada por el mundo, aunque después de aquello no haya tenido otro amante, se ve enfrentada a sus hijos cuando éstos . Tiene que haber una niña y un par de niños. El padre se ha quedado con ellos y los ha criado, separado, por supuesto, de su esposa, de la cual no ha querido o no ha podido divorciarse. Ellos la han visto de vez en cuando, se les ha permitido ir a visitarla, y tienen vaga conciencia de la peculiaridad de la situación. La hija crece bonita y encantadora y la gente se apiada, considera una lástima que deba llevar sobre la cabeza la sombra de la deshonra de su madre, a la cual se parece —se lamentan del efecto que la experiencia tendrá en su futuro, etc. La idea del cuento, en una palabra, es que la chica se revela una personita tal que no sólo acepta valiente, alegre y tranquilamente guardar para su propio juicio y no abrir a nadie los hechos del destino de su madre, las «desventajas» de semejantes decisiones, etc., sino que resuelve revertir la situación y convertirse en providencia de la pobre mujer. La madre no puede hacer nada por ella en sociedad, no puede «sacarla», etc.; así pues, ella decide prestar esos servicios en lugar de recibirlos. Sacará a su madre de paseo —será su chaperona y protectora, le procurará un sitio. La madre, en suma, se verá reintegrada socialmente gracias a que la hija hace por ella lo que ella no puede hacer por la hija. Pienso que debe haber habido un divorcio —así la acción de la muchacha se vuelve más difícil y su tare más marcada. Tipo de la muchacha: bonita, muy bonita, con encanto; inteligente, serenamente decidida, reticente e imperturbable. Es tan atractiva que logra que la gente acepte a su madre para estar con ella. Se vuelve realmente atractiva para conseguirlo —siendo en realidad seria e indiferente al éxito vulgar. Es orgullosa, y está enamorada de un hombre inteligente, de mente algo estrecha, que se siente atraído por ella pero tiene sus reservas, está lleno de ocultos miramientos y condiciones. Je vois tout ça d'ici —los rasgos y elementos se multiplican y cobran vida. Es preciso que la muchacha haya elegido irse a vivir con la madre. El padre ha muerto, no sin haber expresado el más firme deseo de que se prohíba a los hijos hacer algo semejante. Hay otros dos —una chica más joven y un varón—, que no lo hacen. Tiene que haber una abuela y una tía, ambas desde luego paternales. Todos correspondientes a otros tantos tipos y figuras —el notorio mundillo londinense —la «sociedad» telle que je l'ai vue. El conjunto, muy corto —cada trazo una imagen, un paso. Contraste entre madre e hija —la madre frívola y trivial a pesar del pathos y los problemas, la hija asombrada de esas veleidades (invitaciones a fiestas, etc.) incluso cuando las emplea como instrumentos. La madre se ve reintegrada, la muchacha lo hace todo por ella; luego se casa con su soupirant, que ha de ser un joven soldado del particular tipo inglés moralista y religioso. Sin embargo, le queda un motivo de queja (a la madre, quiero decir) para con la hija; le reprocha que el yerno no la quiera ni la trate bien —¡a una mujer de su posición! ¿No podría hacer que la recibiera de otra forma, que pareciera más deseoso de verla en su casa? Ultimas palabras del cuento: «La muchacha, suspirando, se volvió; habló con voz cansada: «No, mamá; eso, me temo no podré conseguirlo».» Unica alusión ésta, dirigida a su madre, de lo que ha hecho.
Marine Hotel, Kingstown, 21 de julio del 91.
He hecho todo cuanto estaba a mi alcance por el temita precedente, pero insiste —ha insistido— en hacerse tratar en una extensión más amplia de lo que yo había pensado —en 2 partes, para el Atlantic. He acabado la primera lo bastante bien, creo, para que me interese enormemente extender las posibilidades de la otra hasta el logro del mejor efecto. Si puedo obtener de la Parte II todo lo que encierra, la pieza será realmente muy buena. Ha de ser puramente dramática, todo movimiento y acción. La escena ya ha quedado suficientemente establecida en el primer acto. El segundo tiene que basarse en una vívida pintura de Londres —la pintura de lo que hace Rose Tramore y de cómo lo hace. La idea es lo bastante bonita y curiosa como para expresarla acabadamente. Pero la fórmula correcta para la Parte II consiste en una serie de scènes de comédie con fuerte sabor irónico. Sumérgete en el meollo; el escenario está listo. Como centro de la pequeña acción he de introducir a cierta mujer londinense que quiere a Rose para su hijo —dejando en claro su apreciación de los alicientes y beneficios—, pero, puesto que la quiere sin la madre, intenta apartarla de ésta, tratar solamente con ella, etcétera. Desde el principio Rose se niega de plano a prestarse al juego, y comprende que esta regla indeclinable le permitirá cumplir finalmente su propósito. El capítulo tiene que abrirse con un episodio de fracaso aparente. Lo veo ya, y puedo sacarlo adelante. Debe ser intensamente breve y conciso; apenas 45 páginas de manuscrito.
Nombres. Wharton — Rosedew — Vaudrey (o Vanvdrey) Grutt — Stack — Fillingham — Smale — Morillion.
Kingstown, 27 de julio de 1891.
The Private Life (título del cuentito basado en la idea de F. L. y R. B.) debe empezar así: «Hablábamos de Londres, encarados con un enorme glaciar prístino y erizado. La hora y el marco conformaban una de esas impresiones que, en Suiza, suelen resarcirnos en parte de las modernas indignidades del viajar: las promiscuidades y groserías de la estación y el hotel, la lucha por conseguir una atención desganada, el sometimiento a la condición de número. El alto valle estaba ruborizado con el rosa de la montaña y la frescura del aire era la misma con la que uno se entregaba a la naturaleza. El vago tintineo de los cencerros del ganado parecía propiciar una amistad con cosas inocentes.»
Nombres. Pickerel — Chafer — Bullet — Whitethorne — Dash — Elsinore (lugar) — Douce — Doveridge (de persona o lugar) Adney — Twentyman (mayordomo) — Firminger — Wayard (lugar).— Wayworth — Greyswood (lugar) — Nona (nombre de muchacha) — Runting.
Nombres (continuación). — Scruby — Mellifont (lugar, o mejor aún título: Lord Mellifont) — Undertone (para una casa de campo) — Gentry — Butterton — Vallance — Ashbury — Alsager — Bosco (persona o lugar) — Isherwood — Loder — Garnet — Antram — Antrim — Cubit — Ambler — Urban (de pila) — Windle — Trivet — Middleship — Keep — Vigors — Film — Philmor— Champ — Cramp — Rosewood — Roslin — Littlewood — Esdaile — Galleon — Bray — Nurse — Nourse — Reul — Prestige — Poland — Cornice — Gosselin — Roseabel (de pila) — Shorting — Sire — Airey — Doubleday — Conduit — Tress — Gallop — Farrington — Bland — Arrand — Ferrand — Dominick — Heartfield — Teagle — Pam — Locket — Brickvgood — Boston Cribb — Trend — Aryles — Hoyle — Flake — Jury — Porches (lugar) — Morrish — Gole.
Marine Hotel, Kingstown, 3 de agosto de 1891.
The Private Life: desde luego, la idea de mezclar en un cuento el pequeño capricho sugerido por F. L. sobre la identidad privada de un individuo, con un personaje inspirado en R. B., es pura fantasía; ¿pero acaso no puede resultar bonita y divertida precisamente por ello? Tiene que ser muy breve —muy ligero, muy vivaz. Lord Mellifont es el intérprete público —un hombre cuya personalidad toda se vuelca de tal modo en la representación y el aspecto, y la sonoridad, y la fraseología, y la pulcritud y la fachada que no es absolutamente nada más —pero si ya lo estás viendo: empiézalo, ¡empiézalo! Basta de hablar, de darle vueltas.
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22 de octubre de 1891, De Vere Gardens. Ayer acabé mi difícil artículo sobre J R L para el Atlantic de enero y tengo que ponerme a trabajar en seguida en lo prometido a Kinloch Cooke. Poco a poco empiezo a recobrarme del sinnúmero de déboires e infortunios consiguientes a la producción de The American que ha hecho Edward Compton, y no me hace falta referirlos aquí para recordar lo que ha sido y en cierta medida sigue siendo el episodio; ni para saber hasta qué punto me da una razón para vivir en el futuro. Viviré, confío, para varias cosas; pero no será la menos destacada, sin duda, la decisión firme, exquisitamente enhiesta y profundamente arraigada de alcanzar, en el teatro, el sólido, honorable (¡si es que algo puede ser honorable en ese medio!) seductor y absoluto éxito. Entretanto, el remedio sedante, reparador, sagrado y saludable contra tantas vulgaridades y sufrimientos consistirá en sumergirme, dentro de esta bendita inexpugnada sala de trabajo, en el esfuerzo y el solaz inestimables del arte, en la producción decidida y benéfica. Regreso a todo esto con un tesoro de experiencia, de sabiduría, de material acumulado, de (me parece) templanza, fortaleza y capacidad incrementada. Adquirido al precio de hartos disgustos, de todos modos es un bien que, una vez apresado, sé que no debería dejar que se pierda. Ah, la terrible ley del artista —la ley de la fructificación de la fertilización, la ley por la cual todo va a parar a su molino; la ley en suma, de la aceptación de toda experiencia, de todo sufrimiento, de toda vida, de toda sugerencia, sensación y descubrimiento. Serle fiel: aspirar a lo perfecto, lo maduro, lo único y mejor; seguir adelante, a la claridad de la luz propia, con paciencia, valor y continuidad, vivir apoyado en el esfuerzo y la mira elevada, verse justificado —¡y con qué grandeza!— a su debido tiempo: no existe ninguna otra lección que para mí pueda contar. Vagas y débiles son estas palabras, pero la experiencia y el empeño son de oro fundido y de diamante. El consuelo, la dignidad, la dicha de vivir radican en que esas caídas y desalientos, depresiones y tinieblas se presentan únicamente cuando uno prescinde —prescinde, quiero decir, del luminoso paraíso del arte. Tan pronto como vuelvo a entrar en él —no bien cruzo el umbral querido, me encuentro en la alta cámara, en los divinos jardines—, todo el reino se ensancha a mi alrededor una vez más, el aire de la vida me llena los pulmones, la luz de la realización centellea por todas partes, y puedo creer, ver, hacer.
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¿Qué tal esta idea para un cuento muy corto? Es la situación de una mujer casada que durante toda la vida del esposo ha amado a otro hombre y, tras la muerte del primero, se encuentra frente a frente con el amante —con ese hombre a quien, al menos, ella le ha permitido cortejarla de una forma peculiar. Imagino que esa forma peculiar podría ser ésta: el esposo es mayor, más estúpido, más feo, no obstante lo cual ella, por supuesto, siempre ha tenido mala conciencia. Imagino que hay entre ella y el hombre más joven —que la ama de verdad— cierto coqueteo que ella interrumpe al descubrir que el marido está enfermo y va a morir. El hombre es amable, indulgente, confiado, y tanto la conmueven a ella su ternura y su sufrimiento que se deja invadir de remordimiento por la infidelidad y de inmediato rompe con su amante. Se consagra al marido, lo atiende y lo reconforta —pero poco después él muere. A ella la obsesiona la idea de que lo trató mal, le infundió sospechas, le destrozó el corazón, de que en realidad lo mató. En tal estado pasa 6 meses, al cabo de los cuales vuelve a encontrar al hombre que la ha amado y aún la ama. El espera que ahora puedan casarse —confía en haber conquistado a la mujer esperando, respetándola, dejándola tranquila. x x x x x
He parado porque súbitamente se me empieza a aclarar todo en la imaginación —oigo el leve chasquido que se produce cuando, pluma en mano, me pongo a desplegar las cosas, cuando realmente las aferro y me siento a observarlas de frente. He agarrado mi pequeña acción por la punta de la cola. Ya diviso mi pequeño drama. No hay 1 mujer y 2 hombres sino 4 personas —2 mujeres y 2 hombres. La revelación del estado del marido corre a cargo de la segunda mujer, no del hombre que ama a la heroína. Se trata de un acto calculado por parte de la segunda mujer, que está enamorada del segundo hombre. Esto parece atrozmente grosero, pero no lo es tal como lo veo yo. Es un tema, y puedo lograr que funcione para el English Illust. No me hace falta perder tiempo en desarrollarlo aquí. A buena fe, bastará comenzar para que salga adelante.
34 de Vere Gardens, 23 de octubre.
Vivir en el mundo de la creación; entrar en él y quedarse; frecuentarlo, habitarlo; pensar intensa, fecundamente; dar vida a intuiciones y combinaciones mediante una atención reflexiva, profunda y sostenida: no hay ninguna otra cosa que cuente. Y yo la descuido mucho, demasiado: por indolencia, por vaguedad, por distracción, y por un extraño miedo nervioso a soltarme. Si venzo este nerviosismo, el mundo es mío. x x x x x
Sin duda sería posible aplicar de otro modo, menos literal, la idea del pobre H. W. y la curiosa tragedia de su relación con el primo H. Podría escribir un cuentito cuyo motivo central fuera realmente una idea, por lo demás bonita y emocionante —la hipnotización de un temperamento débil por otro más fuerte, por una voluntad más firme, de modo que el primero asume cierta opinión inconciliable de sí mismo, se ve desde el punto de vista de una mente ajena, etc., y, a la muerte del dominador, se debe enfrentar con el extraño problema de la libertad.
5 de febrero de 1892. Si bien sólo por el momento, afortunadamente, la necesidad de hacer au plus tôt algunos relatos breves me ha apartado del intento de seguir con la obra de teatro. No bien me sumerjo en el trabajo comienza a obrar el hechizo, retornan el encanto y la fe; pero al principio es grande el esfuerzo. Alrededor, entretanto, bulle un mundo inmenso, sugerente, repleto de vida y movimiento, en el cual me basta con hundir la cuchara. Pero debo hundirla con mano libre y vigorosa.
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En cuanto al tema, drama y relato se nutren de la misma búsqueda. No ocurre así con la elección: en este plano ambos son cosas bien distintas; pero la enquête general, la actitud y la mirada son las mismas. La búsqueda amplia, sincera, alerta, constante, sería como una red dispuesta a atrapar las dos especies en su apretada malla.
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Me impresionó enormemente algo que M. d'Estournelles, a quien encontré en casa de Lady Brooke, me dijo el otro día sobre la vida y la situación de P. B., en lo concerniente a matrimonio y perspectivas: que su única seguridad —la única seguridad de ambos, él y ella, como ménage heureux— residía en mantenerse loin de France, en el extranjero, lejos de París. En el momento en que regresaran la pareja —la estabilidad en tanto ménage heureux, el afecto mutuo y la cohesión— se haría pedazos. Era triste, pero comme ça. París no toleraría la existencia de una pareja unida; inevitable, despiadadamente la desintegraría. Al «C'est bien triste!» de Lady B., mi interlocutora respondió: «Mon Dieu, madame, c'est comme ça!» Con esta tragedia, el destino inevitable que la rige, probablemente se pueda hacer algo; la pareja joven que lo presiente, la mezcla de horror y fascinación que les produce.
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Días atrás Henry Adams trajo a colación el final ciertas historias cuyos inicios había presenciado hace años, en Londres. Una era la de la pobre Lady M. H., quien en vísperas de la boda rompió su compromiso con X. Y. Z. y ahora, melancólica solterona, deambula a la cola de su madre, o de alguna otra anciana distinguida. La segunda, la de dos muchachas de la misma familia noble, una de las cuales, Augusta, se gana actualmente la vida dando clases de música. La otra, la hermana mayor, había nacido de la unión entre Lord A. B. —antes de que éste se casara— y una amante francesa —bailarina o algo así— y, en virtud de una cláusula del contrato, fue adoptada por el caballero y su esposa y a su amparo creció como si fuese legítima. Hay en esto el germen de una situación —en la relación entre ambas hermanas, quiero decir. Expresémoslo cruda y rápidamente del siguiente modo. Para la menor la auténtica, la relación se basa en los celos —está enamorada del mismo hombre que Cynthia. El visita la casa —ha dado la impresión de dudar, pero es Cynthia la que verdaderamente lo atrae. Augusta sufre, está resentida, pero ignora el secreto del nacimiento de su hermana. Sur ces entrefaites la madre, su propia madre (supongamos que a punto de morir), la pone al corriente, tanto como para, por así decirlo, proporcionarle un arma contra Cynthia —para permitirle desvelar la verdad y así desilusionar al valioso pretendiente —hacer que retroceda. (La idea es que Augusta se lo cuente a su hermana, confiando en que sea ésta quien lo comunique.) Pero Augusta está habitada por sentimientos más nobles. Aunque habla con la hermana del joven, en seguida se arrepiente y, horrorizada, más tarde regresa a suplicarle que no se lo diga a él. Puesto que la otra no tiene intención de hacerlo y se calla la boca, Augusta, estoicamente, ve cómo el matrimonio se lleva a cabo. (Podría al menos sentir la tentación de contárselo a su hermana —a Cynthia—, a fin de se soulager y tener cierto alivio, pero ni esto hace.) Entretanto, la dama con la cual se ha confiado está tan impresionada por esta actitud que se la menciona, como beau trait, a un caballero (¿ha de estar enamorada de él?— CLARO) ¡y es una mujer casada!) que, conmovido por el relato, queda hechizado por Augusta, valga la expresión, consigue que se la presenten, se enamora y se casa con ella: de modo que Augusta recibe un premio por su magnanimidad y no se queda sin esposo. Así dicho suena bastante chato y delgado, pero pienso que como dramita homogéneo se podría narrar con concisión.
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El otro día se me ocurrió vagamente una idée de comédie con el tema de la posición realmente terrible de un joven que, en Inglaterra, es todo un parti —el más formidable objetivo de las madres y las filles à marier. Todavía no percibo claramente la comedia latente, pero sí que veo un cuento breve dentro del tono. —Un joven noble —o apenas (mejor incluso) burgués de inmensa riqueza— se encuentra, en vísperas de la temporada veraniega londinense, en tal estado de incomodidad y peligro que llega a un pacto con una muchacha que conoce desde hace años, y le gusta, para que le haga el juego de modo tal que se permita suponer y anunciar que están comprometidos. Ha de ser la madre de él quien lo haya incitado. El se ha visto en el trance de repente, sin esperarlo. Conoce a la chica desde hace muchos años. Ni siquiera se le ocurre que tal vez la esté hiriendo. Ella acepta y el plan es un éxito. Pero a mediados de la temporada a ella le surge una oportunidad real de casarse —es decir, sospecha que cierto hombre le propondría matrimonio de no mediar ese compromiso supuesto. Así pues, le pide al parti permiso para acabar con la farsa. Piensa que quizás él se niegue —que acaso le pida convertirla en un compromiso de verdad. Pero él no se niega: aunque se muestra remiso, reluctante, la deja en libertad. Ella se casa con el pretendiente real —aunque al que ama en secreto es al parti. Y al final él descubre que hubo un malentendido: ella lo amaba de veras —y él a ella, pero no quería presionarla por miedo a atribuirle la codicia de la cual ambos creían estar sustrayéndolo. Extremada delicadeza en este punto, etc. —Intentar hacer tres para M. Morris, con la otra cosilla, la que se me ocurrió en Irlanda —aquella de la cual borroneé un comienzo: el joven que cena fuera.
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¿No podría hacerse algo —en la línea «internacional»— con el tema tremendamente típico de la mujer americana sin hombre residente en Europa, y cómo là bas todo lo social está en manos de esta especie, etc.? La idea, encarnada en Mrs. L. de N. Y. Su presión absoluta del marido. Me parece que ya tengo la punta del hilo —2 mujeres; 2 maridos. La descripción que cada una de ellas hace de la otra: minus el marido —o bien, la descripción de sí que hace a la otra, con los maridos, flagrantemente ignorados, que aparecen muy al final, casi como revelaciones, etc. Podría ser también que una de las mujeres hiciese a la otra un retrato de sí, luego ésta conociese al marido, lo apreciase (se trataría de una soltera, etc.) y descubriese que no es sino un apéndice de su nueva amiga. Tengo la certeza de que aquí hay algo en potencia.
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28 de febrero de 1892. Un estupendo tema (para un cuento) sería la idea —tangencialmente sugerida por la atroz «tragedia» de E. D. en el sur de Francia— de un joven frívolo, snob o botarate, sin escrúpulos ni dignidad, que se casa con una muchacha muy linda y paladea la perspectiva de introducirla en sociedad —en el mundo elegante y efímero, quiero decir, où l'on s'amuse; la clase de gente cuya frecuentación es el logro que más halaga su vanidad. No hay en el muchacho nada de malo, salvo que es un snob y un botarate. Su esposa, en verdad, es muy superior, inteligente, independiente, antojadiza e inconstante. Se cansa de él, de su chatura y la del mundo que los rodea y se agencia un amante. Ya ha tenido 2 hijos. Se arriesga, se compromete, la descubren y debe divorciarse. El amante es un homme sérieux, se casa con ella. Cambio de escena y de situación. Se convierte en una mujer seria y «honrada» —deplora la liviandad del 1er. marido, la forma en que educa a los hijos, con los cuales le han permitido quedarse. El vuelve a casarse y tiene un hijo más —y ella también. La 2a. mujer, tonta, pero «buena». Muere. Comentarios desdeñosos de la 1a. mujer sobre la clase de gente que son. Restablecimiento de relaciones, en las cuales la divorciada adopta una actitud moral sincera, superior —intentando rescatar a los otros de la frivolidad. Rapprochement de los niños. Ella desconfía del ejemplo que la primera camada puede dar a la segunda. Al fin la hija menor de su ex marido (nacida de la segunda esposa) quiere casarse con el hijo de ella (nacido del segundo marido), y ella se opone y el cuento —puramente irónico y satírico— se termina. Contado por mí —amigo y observador.
16 de marzo. Idea de un criado que hace esas cosas malvadas, bajas, que en Londres se suele dar por supuesto que hacen todos los criados: leer las cartas, los diarios, fisgonear, espiar, etc. Y que al fin resulta ser del todo inocente e incapaz de nada semejante, revirtiendo así el desprecio hacia el señor o la señora, en un momento en que, según se verá, se le habían atribuido todas las pequeñas bajezas posibles.
26 de marzo. Idea de la responsabilidad de la destrucción —de papeles, cartas, recuerdos, etc., relacionados con la vida privada y la historia personal de cierto hombre grande y respetado, que arrojan sobre él una luz muy diferente a la proyectada por la carrera pública. ¿No podría erigirse sobre esto —el dilema, la decisión de cómo actuar, el servicio de la verdad, etc.— un pequeño drama? El famoso personaje puede haber sido una encumbrada figura política, hombre de éxito ante el mundo pero dueño de una historia secreta, revelada en documentos comprometedores, rezumante de hipocresía, doblez, vanalidad, etc. Estos documentos han de llegar a manos de un joven —no emparentado con el personaje— lo bastante pobre como para verse tentado por su valor pecuniario, y para cuyo honor ningún peligro representa que los papeles se conozcan. Debe ser —al menos puede ser— un joven y necesitado hombre de letras, a quien la conciencia del fracaso y de la incapacidad intrínseca para producir, para «crear» —la falta de dotes y talento—, ha empujado al desaliento y la depresión. A determinar la forma en que llega a adueñarse de los papeles: un accidente dramático. Sabe lo que valen, en tanto no ignora el daño que causarán a la empinada reputación, y un editor, o el dueño de un periódico, le ofrece comprárselos. No hay familiares —nadie que vaya a sufrir. Falto de dinero, sin profesar excesiva simpatía por el temperamento y las opiniones del prócer, se siente tentado —y casi acepta entregar los documentos al editor. Pero un instinto raro, indefinible, una curiosa repugnancia, lo frena, invadiéndolo con una sensación insuperable cada vez que se encuentra a punto de cerrar el trato. El editor, con tanta elocuencia como interés, invoca las obligaciones sociales, los derechos de la verdad, etc. Mientras, mi joven ha conocido una muchacha —una mujer— pobre como él, de la cual se enamora. Con esto me basta para divisarlo —no es preciso entrar en detalles. Ella es pobre como él —actriz, cantante o artista. Vive, por ejemplo, en la misma casa que él; ocupa las habitaciones de abajo. Cómo es, el encanto que él le encuentra. Tiene una hijita, etc. Me parece que deberá ser algo más famosa y afortunada que él. Allí estriba la dificultad de conquistarla —poco tiene el joven que ofrecer. Pero la ve, la conoce, habla con ella y hasta cierto punto galantea. x x x x x
Veo el resto tan claramente que pondré ya mismo manos a la obra.
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26 de marzo de 1892. Idea del soldado —inducida en parte por la fascinada y cuidadosa lectura de las espléndidas memorias de Marbot: La imagen, el tipo, la mirada, el carácter, como una fuerza transmitida, hereditaria, mística, casi sobrenatural; como un acicate, un desafío, una presencia fabulosa, casi posesiva en la vida y la conciencia de un descendiente; un descendiente de temperamento y gama de cualidades totalmente distintos, y no obstante incitado a continuar la tradición de coraje exclusivamente militar —valentía y honor personal— por la presión de un miedo supersticioso. Noción de la dificultad, la imposibilidad, etc.; noción de lo horroroso, de la sangre, la mortandad, el sufrimiento. Encontrar algo que se le encomienda hacer, etc. No puedo completar ahora este apunte; pero lo retomaré, porque veo, si bien vaga y tenuemente, el atisbo de la idea para una historia breve —el tema, o más bien la idea, de un acto de valentía militar (un acto de heroísmo) realizado merced al esfuerzo mismo de evitar el aspecto atroz y brutal de esa religión; un sacrificio a cambio del cual se obtiene (¿por medio de una muerte trágica?) la recompensa de la nobleza —de manos del ancestro espectral. Es un boceto tosco y descuidado, pero seguramente contiene algo que acabaré por extraer.
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Me habré hecho con un temita excelente, me parece, luego de introducir una variación importante en la idea sugerida por Henry Adams (vide ante), la historia de Augusta, Cynthia, la bátardise, etcétera. Se trata de convertir a mi heroína en un héroe, a Augusta en Augustus, trasladando el quid del asunto al dinero —una herencia. El secreto de la bastardía de uno de los hermanos, revelado al otro por la madre en el lecho de muerte (el ilegítimo no es hijo de ella sino del marido, ya muerto), se torna en razón del deseo de conseguir que una rica familiar (familiar de ella) renuncie a sus atenciones para con el hijo erróneo —deje de favorecerlo. Hay además otras cosas, otras alternativas. El mencionado benefactor podría ser en realidad pariente del bastardo —hermano de su padre—, siendo el bastardo hijo de la mujer. Amásalo, y en todo caso céntralo en la lucha interior del muchacho, poniendo como móvil fundamental la cuestión del dinero.
Yellowley — Chemney — Monier, o Monyer — Branch — Farthing — Perch — Barber — Pudney — Leal — Carrier — Coil — Paramore (lugar) — Chichley — Pardie — Verus (nombre de pila) — Vera — Gerald — Harley — Crisford — Tregant — Pottinger — Drabble — Landsdale — Ryves (lugar) — Faith — Sisk (lugar) — Gaye (nombre de casa) — Taunt — Tant — (Miss Tant, nombre de gobernanta) — Carrow — Hardwig — Punchard — Chivers — Bawtry — Nassington (lugar) — German — Germon — Potcher — Dunderdale — Martle.
8 de marzo de 1892, De Vere Gardens.
¿No me será posible esculpir un poco la idea —para un cuento— del joven soldado? Es el individuo que, aunque predestinado a la carrera de las armas por la tradición entera de su estirpe, siente hacia ella un odio invencible —hacia el costado sangriento de la milicia, hacia el sufrimiento, el horror, la crueldad. De modo que decide rehusarse, romper con la profesión y abandonarla, afrontando toda clase de opiniones coercitivas (de los demás), la tremenda presión para que no destruya el honor de la familia (siempre relacionado con el ejército) la advertencia de que hay en su apostasía una especie de degradación, de entrega al ridículo y la ignominia. La idea sería que al fin y al cabo combate, que por sus propias convicciones se expone a las alternativas del peligro y la muerte —representa el papel de soldado, es soldado y heredero de la incontrovertible raza militar, y demuestra serlo aun en el mismísimo esfuerzo de la abjuración. La cuestión es inventar la situación heroica específica que le conviene —poner de relieve cómo se ha convertido en héroe aun cuando haya arrojado las armas. El asunto informaría una historia para el Graphic; por lo tanto no debe ser «psicológico» —entienden menos el género de lo que un mono entiende un solo de violín. Determinar la forma particular de resistencia, de coerción que debe enfrentar, y la manera en que es constaté su heroismo. Por el bien de la belleza, tiene que ser constaté por una mujer, una muchacha que él ama, pero se ha inclinado a despreciarlo a causa de su abdicación —cierta fille de soldat de lo más montée con el asunto, inflexible, etc. Pero lo que exige el tema es que se lo distancie, se lo relegue a un pasado pintoresco, cuando el ejército ocupaba en la vida un lugar más importante, poetizado además por la presencia de un escenario ligeramente romántico. Se podría incluso introducir un elemento sobrenatural —es decir, convertirlo en un cuento de fantasmas. Situar la escena en una vieja mansión campesina, en Inglaterra, a principios de este siglo —en tiempos de las guerras napoleónicas.— Podría urdirse, pienso, alguna trama de posesión que aportase color sin resultar ridícula, y concretar así la presión que obra sobre el joven. Lo voy divisando —se dibuja poco a poco. Por supuesto tiene que morir, ofrendarse, digamos, una noche, en su campo de batalla privado, en la habitación embrujada en la cual, se supone, aparece el fantasma de un lúgubre abuelo, sangriento guerrero de la estirpe, o un padre sacrificado en España o en Waterloo.
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D. V. G., 12 de mayo de 1892. Idea del viejo artista, u hombre de letras, que, cercana ya la muerte, es presa de una suerte de angustia o deseo de aplazamiento, de prolongación —de gozar de un trecho más de vida para hacer la gran obra que lleva dentro, aquello para lo cual todas las demás no han sido sino un lento adiestramiento. Es un hombre que ha madurado tarde, a través de impedimentos y dificultades, que ha necesitado toda la vida para aprender, desbrozar su camino, reunir material, y ahora siente que, si le concedieran otra existencia para empezar de veras, podría demostrar de qué es capaz. Algún incidente, entonces, pone de manifiesto que aquello de lo que es capaz es lo que ha hecho —que ha dado todo de sí, que en sus obras palpita el amor a la perfección y gracias a ese amor perdurarán. O bien un incidente de efecto contrario, que demostrara lo que podría haber hecho, en el momento preciso en que debe retirarse para siempre. La 1a. idea es la mejor. Hay un médico joven, devoto suyo. El duerme profundamente, y sueña que le han concedido el aplazamiento. Luego se despierta para descubrir que aquello con lo que ha soñado no es sino lo que ya ha hecho.
34 De Vere Gdns., 18 de mayo de 1892.
Pequeño tema inspirado en una conversación mantenida anoche con Lady Shrewsbury, durante una cena en casa de Lady Lindsay: la mujer que de joven ha sido muy fea, por esa fealdad ha sido desairada y humillada, y —como muy a menudo, o al menos a veces, suele ocurrir con las muchachas corrientes— en sus años maduros, y aun después, se vuelve mucho más agraciada, guapa incluso —y a consecuencia de ello encantadora, en todo caso, y atractiva—, de modo que los últimos años de vida le deparan el triunfo, la recompensa, la revanche. Idea de una mujer así que, en una situación semejante encuentra a un hombre que cuando joven la despreció y humilló, que acaso rechazó el casamiento —un casamiento proyectado por ambas familias—, y que por torpeza, aun por fatuidad e insensatez, le dio a entender que era demasiado poco para él. ¿No debería haber otra mujer, la mujer con la cual él se ha casado y en sus manos, años más tarde, se ha vuelto vulgar? ¿Acaso no podría hacerse algo con este capricho acerca del beau rôle que asume la otra, de cómo se toma la revancha protegiendo, ayudando, reconfortando al hombre cuyo comportamiento y situación son ahora tan diferentes? Supongamos que ella siempre lo ha amado —y ahora él es pobre. Muere su esposa —y el hombre tiene un hijo en edad casadera, nacido de la ex belleza, hijo que resulta ser abominable. Da con una oportunidad de casarlo bien (habrá que explicarlo de algún modo) si logra cumplir un único requisito. Digamos que posee un apellido respetado, antiguo, que los otros aceptarán como parte de la compensación por recibir un ejemplar tan deficiente. El resto corre a cuenta de la mujer encantadora, que posee dinero. O bien: la mujer encantadora, ya entrada en años, se ha casado, y es ella la que tiene un hijo, muy guapo (así es mucho mejor). El hombre desalentado tiene una hija, simpática pero muy fea. La magnánima revanche de la mujer —la forma de manifestar su voluntad de «protección»— consiste en persuadir a su hijo (o acaso solamente intentarlo) de que se case con la fea. Probablemente sea mejor que sólo se trate de un intento —un intento infructuoso. El hijo se resiste demasiado —dice que la chica es feísima.
«Cuando sea mayor se volverá más bonita.»
«¿Ella? Jamais de la vie!»
«Le pasará como a mí. Yo era horrible.»
«No te creo. Mientes. A ver, enséñame una fotografía.»
«Era demasiado fea como para que me retrataran.»
El muchacho no le cree. Ella tiene que decirle a su amigo: «Que voulez vous? ¡Mi hijo se niega a creerme!» —Cuando joven, ella ha de haber tenido dinero o perspectivas de tenerlo. Por eso la madre de él —vieja amiga de la madre de ella— concibió la posibilidad de un matrimonio. Por eso ha llegado a casarse más tarde. La historia debe empezar, años atrás, por la madre de él, que le propone la idea —él todavía no conoce a la muchacha. Luego la calificación:
«Ahora bien, debo advertirte que es de lo más corriente. —Pero tiene, etc., etc.» El promete hacer la prueba, la conoce, sigue intentándolo, la enamora —y al final descubre que ¡no puede!
22 de mayo de 1892.
Anoche leí en la Revue des 2 Mondes del 1 de abril un admirable artículo de André Chevrillon sobre La Vie Américaine, que por algún motivo espoleó mi imaginación, despertando el impulso de hacer algo más con el carácter americano. También sería un hombre —aunque no un advenedizo sino un individuo más acabadamente educado, amplio, rico completo, pero de rasgos muy marcados, en lo esencial un producto. La acción a la cual se ha de lanzarlo tiene que ser de grandes proporciones. No me es difícil ver la silueta —si la contemplo, se va acercando.
Hotel Richemont, Lausana, 4 de agosto de 1892.
Anoche, en Ouchy, cuando la conversación derivó un tanto hacia la forma en que los americanos arrastran a sus hijos por Europa, Miss R. dijo:
«Debería ser el esposo quien mostrara Europa a una muchacha, o la llevara de viaje. Antes, no tiene sentido que ella vea el mundo. Es él quien debe llevarla —él quien la debe iniciar.»
Me llamó la atención como anacrónica forma de pensar francesa y posible idea para un relato. La muchacha cuyo marido ha de mostrarle todo. Espera en su casa, pues, y nunca logra casarse. Es él quien la llevará al extranjero —pero él no llega nunca, etcétera. Hija de una madre conservadora y «afrancesada», etc. Un pretexto de la madre para ejercer su egoísmo, abandono, etc.— ella sí que viaja. La vida de la chica —esperar, envejecer, morir. El marido llega bajo la forma de la muerte, etc.
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Cierto pintor veneciano (Pasolini) dijo después de retratar a la emperatriz Federica: «Nadie más que las emperatrices saben sentarse —posar. Están acostumbradas a la situación, a que las miren y es tres veces más fácil pintarlas a ellas que a los demás.» Una idea a partir de esto para otro relatito de «modelos»; complemento de The Real Thing. Una mujer va a ofrecerse a un pintor como modelo pagada —es pobre, perfecta para los propósitos y muy misteriosa. Él se asombra de que resulte tan buena. ¡Y al fin descubre que es una princesa destronada! Reducida al misterio y la necesidad de ganarse la vida.
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La situación de aquel que en otro tiempo era miembro de una antigua familia veneciana (olvidé cuál), se había hecho monje y casi por la fuerza fue arrancado del convento y reintegrado al mundo para evitar que la familia se extinguiese. Era el último rejeton —era absolutamente imprescindible que se casara. Adaptarlo de un modo u otro a la actualidad.
Nombres. Beague — Vena (de pila) — Doreen (ídem) — Pasmore — Trafford — Norval — Lancelot — Vyner — Bygrave — Husson — Domville — Wynter — Vanneck — Bygone — Bigwood (lugar) — Zambra — Negretti — Messer — Coucher — Croucher — Woodwell — Chamley — Dann — Dane — Anderton (lugar) — Hamilton finch (o con otro segundo apellido corto) — Byng — Bing — Bing Bing — Oldfield — Bryant — Dencombe — Tyrrel — Desborough — Morland — Bradbury — Messenden — Ashington — Jewel — Billamore — Windle — Chiddle — Vernham — Illidge — Tertius (de pila) — Poynton — Monmouth.
34 De Vere Gardens, W., 12 de noviembre de 1892.
Hace dos días, durante una cena en casa de James Bryce, Mrs. Ashton —hermana de Mrs. Bryce— me habló de una situación que había conocido y de inmediato advertí que era posible transformar en un cuento. Un niño (varón o mujer, lo mismo da, aunque prefiero una niña para que el cuento no se parezca a The pupil) fue dividido entre sus padres, que se habían divorciado. Por alguna razón el tribunal, en vez de confiar la criatura exclusivamente a uno de los dos, como podría haber hecho, decretó que pasara, alternadamente, períodos iguales con cada uno. Ambos padres volvieron a casarse, y el niño iba de uno a tres meses a cada casa —encontrando una nueva madre en una y un nuevo padre en la otra. ¿No podría hacerse algo con la idea de una relación extraña y singular que se establece, 1º, entre mi niña y cada uno de los nuevos padres, y 2º entre uno de éstos y el otro, en torno a la criatura, a raíz y por medio de ella? Imaginemos que los padres legítimos mueren, etc. —entonces los postizos se casan para ocuparse de la hijastra, etc. La base de casi cualquier historia posible, de cualquier desarrollo, estaría en que la niña prefiriese el nuevo marido y la nueva mujer a los anteriores; esto es, que los verdaderos padres (no bien la hija deja de ser motivo de pelea) se volvieran indiferentes a ella, en tanto los otros se van interesando y encariñando cada vez más, al punto de apasionarse. Quizás lo mejor de todo fuera convertir a la niña en renovada fuente de conflicto, de situaciones dramáticas, du vivant entre los padres originales. La indiferencia de éstos acerca a los nuevos padres, atraídos por una simpatía mutua. De ahí surge un «coqueteo», una aventura amorosa entre ambos que despierta suspicacias, celos, otra separación, etc., todo con la inocente en el medio.
Nombres. Mackle — Spavin — Alabaster — Pollard — Patent — Waymouth — George — Allaway (o Alloway) — Barran — Count — Currier — Arden — Damant — Malling — Coldfield (lugar) — Malin — Cushion — Merino — Ramage — Helder — Harrish — Mariner (Marriner) — Chuck (o Check) borrough (título) — Cressage (lugar) — Edenbrook — Gravener — Hine — Millard — Linthorne — Mountain — Checkley — Pilling — Humber — Comrad — Maddock — Benefit — Blankley (o algo así, lugar de montaña) — Hue — Ashdown — Bycroft — Gunning — Wintle — Port — Braid — McBride — Goldring — Beaver — Berridge — Christmas — Pook — Devenish — Clarence (apellido).
34 De Vere Gardens, W., 24 de noviembre del '92.
— Si es que hago la prueba con una comedia más para Daly y «gran papel» para A. R., a lo cual me veo, bastante nítidamente, predestinado, sin duda el tema no podrá ser otro (tan designado e impuesto está por el dedo de la oportunidad) que el de la mujer americana en la sociedad londinense. Diviso el personaje —el tipo—, se alza ante mí y, desde luego, si un problema se plantea es el de la gran acción de comedia. Si la acción es fuerte, correcta, real, por fuerza habrá de contener los ingredientes del éxito. Pero, ah, qué interesante, qué delicioso, que noble (digámoslo así) debe ser el tema. Tiene que tratarse de algo lo más lejano, lo más distinto posible de mi cuento The Siege of London, con su miniatura de la aventurera inocente y su vago rappel de la «situación» del Demi Monde de Dumas —un hombre de honor que tiene que rendir testimonio sobre los antecedentes de una mujer que antaño ha tratado. Ésta ha de ser una donnée de una especie por completo diferente —sin rappel a algo familiar, convencional o ya hecho; fresco, encantador, superior, claramente elevado, grávido de exaltada comicidad. En lugar de una heroína de la crudeza, debo valerme de una heroína de lo nuevo, lo fresco, de la independencia y la libertad (y todo ello del modo más intenso). Lo que debo mostrar es el non plus ultra, por sobre todo la página inmaculada, la clara superficie de grano fino de la famosa «adaptabilidad». Si puedo plasmar lo que estoy viendo, será demasiado bueno para Ada R.; pero tengo que agradecer a Dios que no se trate de alguien peor. La idea de la comedia deberá radicar en el renversement, la alteración de las relaciones de ciertos elementos de intercambio; la inversión de aquello que los miembros de la pareja representan tradicionalmente. (Lo estoy esbozando muy sucinta y toscamente.) Lo que mi dama americana ha de representar, en definitiva, es la idea del apego al pasado, a lo novelesco, a la historia, a la continuidad y el conservadurismo. Lo representa desde un sentido renovado, a partir de una convicción individual, pero al fin y al cabo lo representa —y la acción tiene que permitirle hacerlo de modo efectivo— con un poder resguardador y preservador. En otras palabras, ella, dueña de un acendrado temperamento americano —con sus libertades, su inmunidad a las tradiciones, supersticiones, temores y riguardi, pero con una imaginación proclive, de un modo insólito, a cultivar la presencia del pasado, la continuidad, etc. —simboliza el espíritu conservador entre un puñado de personas (una vieja mansión, una familia, estirpe o núcleo) que ya comienzan a decaer, a vulgarizarse y (en su propia opinión) a americanizarse. Ella «se interpone», en resumen, aportando cierta hermosa benignidad, apasionamiento. En cómo se interpone, cómo frena, redime, recupera, invoca y despeja y salva —en la resolución de todo esto debe residir la acción de mi obra: cuestión sobre la cual la luz clara y sagrada sólo puede acudir en mi ayuda con mucha oración y mucho ayuno, por así decirlo, y poco a poco. Pero sería estimulante y atractivo, me parece, el problema de representar la combinación entre esta función suya, este trabajo, este encargo, este papel que juega, y la intensidad, la energía, la singularidad e individualidad de su carácter americano. Ya diviso el destello de un primer acto admirable —el acto de su presentación, de su iniciación entre todos los demás elementos, la irrupción del grupo con sus encantos, con la fascinación que experimentan ante ella; y el momento culminante, al finalizar este acto, en que presiente que puede hacer algo —que debe intentarlo y conseguirlo. Por supuesto —¡y cuán imprescindible es!— ha de haber una «razón amorosa» —que será uno y lo mismo con las otras partes de la situación. Una tenue iluminación me sugiere que mi heroína debería estar enamorada de un hijo menor, hermano menor, primo pobre, heredero fortuito o pariente próximo de un magnate regional. Quizás este joven sea un radical avanzado, empedernido demócrata teórico, etc. En lo posible, diría yo, ella debería entrar en conflicto, no amoroso, con el teórico de marras. Oportunidad de hacer un retrato satírico implacable —el aristócrata inglés radical, el demócrata de las alturas, etc., etc.
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26 de noviembre de 1892.
Curiosamente duraderas y cómicamente numerosas parecen ser las sugerencias y tramas vinculadas al incesante espectáculo —cuya lúgubre tosquedad constituye tema para un filósofo— del matrimonio angloamericano. Singular, fuertemente significativa es la circunstancia de que sólo se dé bajo una faz —o más bien una forma: siempre la unión del macho británico con la hembra americana —nunca al revés. Los hechos inherentes abastecen de copiosas oportunidades a la ficción satírica —de abundantes temas y situaciones. Parecería que lo hiciesen a propósito —on n'a qu'à puiser. Lo único que debe hacer uno es extraerlo. El contraste por ejemplo, entre el hombre con el cual se casa la chica americana y el hombre que se casa con una chica americana. Esto conduce —o se rattache— al tema general o la cuestión sobre la cual Godkin, recuerdo, me habló con energía e interés un día del verano pasado: el creciente distanciamiento entre la mujer americana (con su considerable soltura, su educación, su gracia, sus instintos sociales y ambiciones artísticas) y el macho americano sumergido en la ferocidad de los negocios, sin tiempo para otra cosa que los más sórdidos intereses meramente comerciales, profesionales, democráticos y políticos. Este divorcio se va convirtiendo velozmente en una grieta, un abismo de diferencia como nunca se ha visto otro bajo el sol. Se podría representarlo, pintarlo, en una serie de viñetas o episodios —proyectando sobre el fenómeno abundante luz. Poseería numerosos desarrollos, ramificaciones.
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28 de noviembre. Situación, no estrechamente relacionada con la anterior, sugerida por algo que hace poco me contaron sobre el casamiento simultáneo (o apenas «compromiso», me parece), en París, de un padre y una hija —una hija única. La hija —americana, por supuesto— está prometida a un mozo inglés, y exactamente al mismo tiempo el padre, un viudo todavía joven, ha pedido en matrimonio a una joven americana que tiene casi la misma edad que su hija. Digamos que lo ha hecho para consolarse del abandono —para paliar la pérdida de la hija, a la cual se había consagrado. Veo un pequeño relato, n'est ce pas?, en la idea de que todos se casen, como se ha previsto, derivándose esta consecuencia característica: que la hija no consigue absorber los afectos del joven esposo inglés, de quien la bella segunda esposa del padre se convertirá ahora en amistosa suegra. El padre no pierde a la hija ni mucho menos en la medida que temía, o esperaba, pues a ella el matrimonio, que no la gratifica sino a medias, le deja des loisirs, y entonces se dedica a él y a reparar, dentro de lo posible, el hecho de haberlo abandonado. Pasan juntos gran parte de su tiempo, se apoyan uno en otro y lloran y se asombran juntos y están más unidos que nunca. El observador (y supongo que, como siempre, será el observador quien cuente la historia —o No, esta vez lo veo de otro modo, sobre todo en interés de la brevedad), el observador, digo no ha de buscar muy lejos la razón: reside en que, a los ojos del joven marido de la muchacha, la segunda esposa del suegro se ha vuelto mucho más atractiva que la muchacha misma. Mettons que esta segunda esposa es casi tan joven como su hijastra, y más bonita, y más inteligente —sabe mejor lo que quiere. Mettons que el joven marido la había conocido en otra época, se había sentido atraído por ella y habría llegado a casarse con ella si la chica hubiese tenido dinero. Ella era pobre —el padre en cuestión era muy rico y fue eso lo que la indujo a casarse. Este hombre ha provisto a su hija de una generosa dot (reservándose, no obstante, abundantes medios de vida), dado lo cual el joven marido no tiene de qué preocuparse. Inevitablemente se traba una relación entre el mozo y la esposa del suegro —relación que, alentada por el placer que les proporciona la mutua compañía, deviene estrecha y muy íntima. Pasan juntos casi tanto tiempo como pasan juntos los otros, y por las mismas razones. La situación toda cobra una inevitable mecánica rotatoria —entra en lo que podría llamarse círculo vicioso. El tema, en realidad, es la patética simplicidad, la buena fe de padre e hija en su desamparo. Pese a sentirse abandonados se consuelan mutuamente, y en absoluto ven la cuestión como pueden verla los demás. La mecánica rotatoria, el círculo vicioso, consiste en las razones que cada cual da al otro. El padre se casa por desazón, pero esta desazón se esfuma cuando la hija vuelve a él a causa del insuccès de su vida matrimonial. La hija llora su insuccès sobre el hombro del padre —pero tal extrañamiento de la cercanía de su marido aporta a la madrastra el pretexto o la oportunidad de consolarla. Dado que no es tan necesaria como el padre la creyó al principio (cuando le parecía haber perdido del todo a la hija), esta mujer también tiene des loisirs, que acaba dedicando a su yerno. El yerno, al fin, sintiendo el alejamiento de su esposa, se encuentra a sus anchas y no puede menos de considerar caballeresco ser atento con la otra dama, teniendo en cuenta la situación que su «superfluidad», llamémosla así, le ha creado. Base indispensable para todo este complejo será un grado tan intenso como excepcional de intimidad entre padre e hija —él, paternal sobremanera; ella, apasionadamente filial. El joven marido podría ser francés —para un relato corto il faut que cela ce passe à Paris. Es pobre, pero posee cierto apellido o proviene de una posición social encumbrada —y al fin y al cabo es moralmente todo un français moyen: listo, diverso, inconstante, amistoso, cínico, inescrupuloso; siempre encantador con «la otra mujer». La otra mujer, el padre y la hija, todos fuertemente americanos.
34 De Vere Gardens, 18 de diciembre de 1892.
Sumamente pintoresca la impresión de la visita realizada ayer por la tarde a la Torre de Londres —a la «Casa de la Reina»— a invitación de Miss M., a quien hallé sola. Impresión de algo muy inglés, tremendamente inglés: el antiguo, histórico refugio hogareño en un rincón de un establecimiento militar, la encantadora chica, hija del viejo gobernador de la Torre, los recuerdos, los fantasmas, Ana Bolena, Guy Fawkes, el tajo, el potro y la amigable continuidad moderna. Ah, que de choses à faire, que de choses à faire!
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27 de diciembre. «Estoy tan decepcionado en Grecia como lo estaba en Inglaterra» —frase, tomada de una carta de su sobrino (Dick) que race orton citó y comentó como ejemplo de la indiferente vaguedad, Ia falta de temperamento y (supongo) de «pasión» de la moderna juventud (americana en particular), tal como ella la ve. Puede tomarse de aquí un punto de vista interesante, casi para una comedia o tragicomedia. Me hizo pensar en esa «cultura», carente de asimilación o aplicación posible —el engaño de la mediocridad cultivada, etc. Podría servir para un cuento: la reacción contra la sobredosis educativa por parte de un joven consciente de su mediocridad —una reacción frenética, salvaje, primitiva, comentario grotesco a cuanto se le ha metido a presión, a lo que de él se esperaba. A determinar la forma de la reacción, que en realidad ha de constituir el tema. Posible acercamiento al tema mediante la introducción de una 2a. figura concomitante y opuesta —el bárbaro anhelante (de cultura). ¿Una mujer?
Nombres. Bernal — Veitch (o Veetch) — Arrow — Painter — Melina (de pila) — Peverel — Chaillé (de Chaillé, para personaje francés) — Brasier — Chattock — Clime — Lys — Pelley — Paraday — Hurter — Collop — Hyme — Popkiss — Lupton — Millington — Mallington — Malville — Mulville — Wiffin — Christopher (de familia) — Dark — Milsom — Medway — Peckover — Alum — Braby (o de lugar) — Longhay — Netterville — Lace Round — Ferrard — Remnant (ya apuntado) — Polycarp (de pila) — Masterman — Morrow (casa, lugar) — Marrast — Usher — Carns — Hoy — Doy — Mant — Bedborough — Almerie (de pila) — Jesmond — Bague — Misterton (lugar) — Pruden — Boys — Kitcat — Oldrey — Dester — Wix — Prestidge.
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Dicho en defensa de cierto joven acusado de egoísmo —de egolatría: «No es que se ame a sí mismo; ¡ama su juventud!» O: «No es a sí mismo a quien ama, sino a su juventud. ¡Y quién va a culparlo por ello!»
«¿La palabra más bella de la lengua? ¡Juventud!
Hotel Westminster, París, 8 de abril de 1893.
Extraño el genio de Pierre Loti —tan exquisito aun en algo tan magro, tan comparativamente encogido y limitado como Matelot, que precisamente ahora estoy leyendo, y de algún modo explícito en la belleza de un pasaje que me conmueve (en virtud de ese encanto indefinible) tanto que a continuación lo transcribo:
«Donc, ils en venaient à s'aimer d'une également pure tendresse, tous les deux. Elle, ignorante des choses d'amour et lisant chaque soir sa Bible; elle, destinée à rester inutilemente fraîche et jeune encore pendant quelques printemps pâles comme celui ci, puis à veillir et se faner dans l'enserrement monotone de ces mêmes rues et de ces mêmes murs. Lui, gâté déjà par les baisers et les étreintes, ayant le monde pour habitation changeante, appelé à partir, peut être demain, pour ne revenir jamais et laisser son corps aux mers lointaines...»
Hotel National, Lucerna, 7 de mayo del '93.
Durante mucho tiempo me ha preocupado la forma dramática, la inefable forma teatral, pero ahora me encuentro en posesión de algunos días de receso (en cuya causa no es preciso abundar aquí, copiosamente relatados como están en otra parte), durante los cuales me gustaría mojar la pluma en otra tinta —el sagrado líquido de la ficción. Nada es tan sedante, entre las demoras, los desalientos, los déboires del oficio teatral, como recordar que la literatura, paciente, permanece sentada a mi puerta, y que no necesito sino quitar el cerrojo para permitir que entre la pequeña forma exquisita que después de todo está más cerca de mi corazón que a otra, y que estoy tan lejos de haber dominado. Le permito entrar y regresan las viejas horas valerosas; vuelvo a vivirlas —añado otro ladrillo al modesto monumento literario que se me ha concedido erigir. No importan las dimensiones: uno debe cultivar su jardín. Hacer muchas, y perfectas: ése será el refugio, y el asilo. Nunca me debe faltar una en reserva. Ha de estar allí, dispuesta a ser iniciada, y poco a poco crecerá. Entre los borradores de este viejo cuaderno cuento con 1/2 docena de puntos de partida aceptables. Y eso que aquí no me relato ni la décima parte de las historias que podría —aunque tampoco hace falta. Tan profundamente las conozco y las siento.
26 de agosto de 1893. (34 De Vere Gardens.)
Echo mano de la idea de una historia breve sobre el tema de la niña partagé —hija de padres divorciados— con referencia a la cual ya he redactado aquí una nota. La pequeña donnée rendirá más —surtirá un efecto más cómico, y es a esto que se debe apuntar principalmente en el caso—, pienso, si los padres originales, en lugar de morir, siguen viviendo, y traspasan la niña a las personas que cada uno de ellos ha desposado en secondes noces. A continuación lo que me pregunto. ¿No podría combinar el interés irónico y el otro (el «toque de ternura», o dulzura, o comprensión, o poesía, o lo que se necesite), mediante una concepción de esta especie, a saber: que tanto Hurter como su primera mujer vuelvan cada uno a casarse y dejen de cuidarse de la niña —como he postulado anteriormente— tan pronto como carezcan de motivos para discutir? Entonces el nuevo marido y la nueva esposa se interesan por la criatura, y en este terreno común se produce el encuentro. A raíz de esto los Hurter se pelean con ellos, y hay nuevas separaciones: cada uno de los Hurter, quiero decir, vuelve a separarse. ¿Y si hago morir a Hurter? La 1a. esposa sobrevive y se pone extremadamente celosa de la 2a. Debo tener en cuenta que, si Hurter muere, la situación se quiebra, porque entonces queda a su esposa la responsabilidad exclusiva del cuidado de Maisie, lo cual no sirve. No, viven los dos.
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3O de agosto. Me posee el deseo de escapar de la férula de lo demasiado intensamente breve; se agolpa y me solivianta —llevándome a preguntarme si no me estoy creando dificultades innecesarias. Sabe Dios lo preciosa que es la brevedad, cuán adorada es hoy la concisión. Pero se trata de una cuestión de grado, y de la cantidad de importancia que uno puede ofrecer. Ahora esa importancia lo es todo. Tratar de destilarla en un número fijo y menesteroso de palabras es un intento tan pobre como vano —una pérdida de tiempo. Existen ejemplos estupendos de novela corta —y el admirable Pierre et Jean del pobre Maupassant siempre me ha llamado la atención por lo supremamente feliz. Con toda su trivialidad, Octave Feuillet también posee una singular sabiduría en el manejo de la extensión. Quiero hacer algo que pueda concluirse en tres meses —algo de las dimensiones de Pierre et Jean. Me alegraría que mi historia se le pareciese también en otros sentidos. A mi alrededor, la gran cuestión del tema brota de una gris penumbra. Lo es todo —lo es todo. Tengo en mente 2 o 3 cosas, pero ocurre que son puramente irónicas. Serán útiles en alguna otra oportunidad: lo que ahora quiero hacer específicamente no es lo irónico. Quiero hacer algo excelente —un episodio humano fuerte, amplio, importante, algo que infunda carácter, sinceridad y pasión; algo que tenga el ritmo de un drama. ¡Tregua a todo tema que no sea superior! Tengo en mente dos cosas, y lo mejor es examinarlas aquí. Todo vuelve a conducir a la viejísima enseñanza —la del arte de la reflexión. Todo el campo se ilumina cuando la pongo en práctica —vuelvo a sentir la presencia multitudinaria de todas las situaciones y retratos humanos, el vigor y la presión de la vida. Allí están todas las pasiones, todas las mezclas. ¡Y, ah, el lujo, el valor de tener tiempo de leer! En cuanto a esto, no obstante, algo duele desde hace tiempo, demasiado como para expresarlo —cae sobre ello un silencio triste, torvo. x x x x x
Una de las cosas que en este momento tengo pendientes, pero dada su actual vaguedad y su presencia meramente formal necesita ser sometida a fuerte reanimación, es el tema a raíz del cual, en dos oportunidades, ya he borroneado aquí unas líneas, remitiéndolo a una anécdota o mención de Henry Adams. He esbozado tenuemente algo, amplia y vaga expansión de lo que esa anécdota me inspiró (vide ante). Luego está el tema que estuve considerando para una obra de teatro, de la cual, bajo el título de Monte Carlo, he abordado superficialmente el 1er. acto. Puntualizar un poco estas cosas no será una pérdida de tiempo. Respecto de la segunda, procede preguntarse cuán dispuesto puede hallarse uno a ceder a la necesidad pasajeramente presente de producir un relato, una donnée que se ha presentado como algo valioso para una obra —forma para la cual son tan poco habituales las buenas données. Esta, con todo, es una cuestión independiente. En el 1er caso (la sugerencia de H. A.), la lucha, el drama, se manifiesta en torno a un asunto de legitimidad. Como he apuntado antes (según H. A. me describió la situación original), había dos hijas de un cadet de una buena casa inglesa criadas como hermanas, como hijas de igual condición. Sin embargo, no es preciso recapitular. A una de ellas la madre, en su lecho de muerte, le informa que la otra es ilegítima. Nació de una relación anterior (prematrimonial) del difunto padre, y fue aceptada, adoptada por la esposa para ser criada como hija propia. No obstante, ya antes he anotado la variante de convertir a las hermanas en hermanos, trasladando el asunto, el foco de interés, de un casamiento a una herencia, una cuestión de dinero. Veamos un poco qué puede dar esto. Antes que nada otorga la ventaja de trabajar con un héroe, una figura central masculina, cosa que prefiero. Este joven es el hijo menor. Pero ¿qué fuerza de deterrence se puede suponer que la información dada por la madre, la revelación hecha por motivos propios, ejerce si se le imparte a la persona de la cual se espera el dinero? Digamos que este dinero se espera en la figura de una hija con fortuna, ofrecida a la familia por x x x x x
34 De Vere Gardens, W. 24 de diciembre de 1893.
En los últimos días me han contado tres breves historias que parecen merecer una nota (en particular 2 de las 3). Una de ellas me la relató anoche Mrs. Astruther Thompson durante una cena en casa de Lady Lindsay. Es un asunto pequeño y desagradable, pero en mi opinión contiene claramente el tema de un relato breve —una pequeña pintura social y psicológica. Parece ser que la circunstancia está a punto de salir a la luz en un proceso judicial. A la muerte de su padre, en Escocia, un joven terrateniente heredó una gran casa llena de objetos valiosos —cuadros, porcelana antigua, etc. La madre siempre había vivido, y seguía viviendo, en la rica casona, lo cual era para ella motivo de orgullo y de placer. Tras la muerte de su esposo, al principio el hijo le permitió seguir viviendo allí sin incomodarla, por más que en otra parte del país hubiese una casita de viudedad (construcción inferior y más reducida) incluida dentro de las propiedades. Pero el hijo se casó —joven y precipitado— y con su esposa fue a tomar posesión de la casa —posesión exclusive, desde luego— según la costumbre inglesa. Al llegar descubrió que faltaban cuadros y otros tesoros —la madre los había retirado. Interrogó, protestó, hizo un escándalo; en respuesta a lo cual la madre mandó pedir todavía algunas cosas más, que habían conformado rasgos de la casa tan valiosos como interesantes durante los años que pasara en ella. El hijo y su mujer se niegan, se resisten; la madre lleva a cabo una denuncia y (a través de un litigio o algo así) estalla un odioso pleito público acompañado de escándalo. La cosa ha acabado, me contó mi informante, con la madre —apasionada, en rebelión contra su destino, furiosa por la presencia de la joven esposa y la pérdida de la dignidad propia en su propia casa— recurriendo al formidable argumento (carente de valor real, no obstante) de que el joven no es hijo de su padre putativo. La mujer ha elegido deshonrarse con tal de infligirle una afrenta a él. Todo es bastante sórdido y espantosamente feo, pero sin duda encierra una historia. Es un caso magnífico de esa situación en la cual, en Inglaterra siempre me ha parecido entrever una historia —la situación de la madre desposeída en virtud de una ingrata costumbre inglesa, expulsada de la casona y relegada tras el casamiento del hijo. En este caso (el caso que yo construiría a partir del apunte anterior), se podría imaginar la rebelión de cierta especie particular de mujer orgullosa —una mujer que ha amado su casa, la casa suya y de su marido (poseedora de conocimientos, adoradora de la belleza artística, con los gustos, los hábitos de un coleccionista). Existirían circunstancias, detalles, intensificaciones que ahondarían y oscurecerían el conjunto. Estarían el tipo y el perfil peculiares de la esposa elegida por el hijo —una mujer salida de una casa filistea desabrida, odiosa, la clase de lugar cuyos mismos muros y muebles son fuente de una suerte de angustia para una señora como imagino que es la madre. Precisamente se me ocurrió que esa suerte de angustia podía brindar un tema durante los 2 días que, hace un mes más o menos, pasé en Fox Warren (no tenía intención de escribir el nombre). Pensé en la extraña, la terrible experiencia de un temperamento enamorado de la belleza, apasionado de ella, al cual circunstancias adversas llevan a unirse a una familia domiciliada en una casa semejante. De tal casa, justamente, imagino que proviene la joven esposa. Imagino que la madre ha escogido para el hijo una muchacha acorde con sus propios deseos; una muchacha que posee los mismos gustos exquisitos que ella y ha crecido rodeada de objetos adorables. El hijo no se siente atraído por esta chica en absoluto —perversa, estúpidamete, se vuelve hacia una muchacha infatuada de horripilancia. Es en la casa familiar de esta muchacha, antes del casamiento, donde se inicia la historia. La madre conoce a la otra, la que le gusta, aquella en la que descubre una afinidad de inclinaciones —de pasión, de sensibilidad y sufrimiento.
Nombres. Gisborne — Dessin — Barden — Carden — Deedy — Gent — Kingdom (antes) — Peregrine King (visto en el «Times») — Brendon — Franking — Crevace — Covington (casa) — Ledward — Bedward — Dedward — Deadward — Olguin — Alguin — Gannon — Leresche — Pinhorn — Loynsogorth — Loinsworth — Gallier — Parminter (Parmenter) — Count — Rouch — Carvel — Hildor — Medwick — Rumble (lugar) — Rumbal (persona) — Ariel — Cork — Gulliver — Nesfield — Nest (lugar, casa) — Rainy — Saltrem (o Saltram) — Cline — Stransom — Coxon — Derry — Lupus — Stamper — Creston — Cheston — Berry — Anvoy.
26 de diciembre de 1893 (34 De Vere Gardens).
En esta silenciosa tarde, en un Londres desierto tras la Navidad, he estado sentado a la lumbre intentando coger la punta de una idea, de un «tema». Vagas, evanescentes formas de concepciones imperfectas parecen rozarle a uno la cara con un velo de inspiración, un aleteo de alas impalpables. El espíritu prudente toma nota puntual de lo que pueda ser menos indefinido —de cualquier cosa que acceda a una relativa concreción. ¿Hay matería para un cuento, hay materia para una obra en algo que podría ser más o menos como sigue? Lo que estoy persiguiendo es la obra, pero de todos modos bien vale la pena, asimismo, la otra posibilidad.
Muy brevemente, imagino un joven que ha perdido a su mujer y tiene una hijita, único fruto de esa unión prematuramente frustrada. Del modo más solemne, jurándolo por su honor, ha prometido a la esposa agonizante que du vivant de la niña no volverá a contraer matrimonio. Le ha dado la seguridad más absolutamente sagrada y ella ha muerto creyéndole. Ella tenía una razón, un motivo para pedirle esa promesa: el miedo apabullante a la aparición de una madrastra; pues en su propia vida había existido una que la había hecho desgraciada, que le había oscurecido y estropeado la juventud. Deseaba, pues, evitar que su hijita sufriera un destino parecido. Durante cinco años todo marcha bien —el esposo no piensa en volver a casarse. Se solaza en la niña, se consuela con ella, vigila su crianza y pone la mirada en el futuro. Luego, inevitable, fatalmente conoce una muchacha de la cual se enamora profundamente —con un amor que ni siquiera había empezado a sentir por la pobre esposa muerta. Ella le corresponde el afecto, la pasión; pero el hombre no deja de ver el fantasma de su voto solemne, choca contra la terrible sombra de su sagrada promesa. Ante esta presencia vacila y, mientras la muchacha aguarda obviamente dispuesta a rendirse, él retrocede, intenta resistir la corriente que lo atraviesa. O bien hay otra figura firmemente engarzada en la acción —figura sin la cual no surgiría drama alguno. Es la de una joven que lo ama, que lo ha amado desde el momento en que lo vio por primera vez, desde que lo conoció du vivant de su esposa. Las circunstancias de este personaje son cuestiones a determinar. Lo esencial es que era amiga y tal vez pariente de la esposa, quien sentía por ella admiración y confianza y en cierto modo le encomendó que comprendiera y protegiese a la niñita a punto de perder a su madre. Mettons, provisionalmente, supuestamente, que era familiar de la esposa, y casada en el momento de la muerte —una mujer joven, ardiente y ya por entonces secretamente enamorada de mi héroe. Un momento —mejor que casada será, pienso, hacerla comprometida, comprometida con un mozo excelente a quien la esposa agonizante conoce, aprueba, en quien se complace en pensar como el futuro de la muchacha, su protector de por vida. En el primer capítulo de mi historia el joven se halla presente —1er capítulo de mi historia por el cual me refiero ¡al 1er capítulo de mi obra! Está sellado el compromiso —no falta mucho para que se casen. Bien, en pocas palabras, la esposa muere, obteniendo la promesa mencionada, y que al mismo tiempo se comunica a la muchacha —probablemente lo haga la misma esposa. En la primera parte del acto es incierto el estado de la esposa —no es del todo seguro que vaya a morir. Cuando su destino se vuelve cierto, la muchacha, por un revirement extraño y abrupto, y en vistas de la renovada demanda de su novio, la exigencia de «poner una fecha», de repente rompe con él, para perplejidad del joven aduce que no puede, que el compromiso ha llegado a su fin. El se retira abatido, y es después de esto que ella se entera del voto que ha asumido el héroe. En este primer acto aparecen también el médico y una seguuda muchacha —mi verdadera heroína, quien más adelante cobrará gran importancia aunque en el 1er. acto sólo sea presentada. Pues este primer acto obra a manera de prólogo. Muy, muy brevemente, tanto como para dar el más vago esqueleto y atar el plan con un lazo definitivo, continúo con la mera esencia de la historia. En el Acto II el telón se levanta 5 años más tarde. Mi Héroe, por supuesto, no se ha casado —como tampoco mi Heroína Mala. Está locamente enamorada de mi Héroe. Entretanto él se ha enamorado de la Heroína Buena quien, inocente, sin saber nada, corresponde a su pasión. Mi Heroína Mala tiene un miedo horrible de que se casen; así que, sabiendo cómo es la otra, resuelve ponerla al corriente de la promesa hecha a la esposa, convencida de que, si él la viola, la muchacha lo despreciará. Entonces, en cierto modo, viene lo que vislumbré hace 1/2 hora, sentado frente al chisporroteo del fuego en el atardecer de invierno. Las mujeres tienen una conversación —aquí, de momento, no responderé ni intentaré dar cuenta de vínculos o relaciones, por supuesto—, tienen una conversación durante la cual la chica buena, consternada, se entera de que es la vida de la niña lo que la separa de su enamorado. Desde el punto de vista de la mujer mala la revelación no surte el efecto esperado. Se rebela, protesta, dista mucho de mostrar la voluntad de darse por vencida. Entonces toma una decisión —resuelve envenenar a la niña, calculando que las sospechas recaerán sobre su rival. Lo hace —y, merced a la teoría de los móviles, las sospechas recaen en la infortunada muchacha. Dos figuras asumen la representación de la opinión pública —el mundo que juzga, se asombra, se espanta : el médico y una oportuna mujer mayor que ha aparecido en el 1er acto. Cae la sospecha; se constata que la niña fue envenenada —pero la cuestión es: ¿quién lo hizo? El Héroe, ante la evidencia del hecho atroz, y creyendo por un momento que la responsable es la Heroína Buena, se debate entre el horror y la angustia; pero en seguida, para encubrirla, toma una decisión sublime; cuenta una noble mentira dramática, asume la culpa (puesto que, es demostrable, el móvil se le puede adjudicar a él con igual fuerza) y exclama: «¡Lo hice yo!» Supongo que así debe terminar el Acto II, tramado de tal manera que tienda una mano mágica a la irrupción del desenlace. Pues al final de este acto ha regresado el amante rechazado por la Heroína Mala —ha regresado inesperadamente y desde lejos—, a tiempo para presenciar la declaración del Héroe, para estar en el lugar y quedar estupefacto. ¿No podría, no debería haber introducido en el primer acto cierto incidente, ocurrido entre este hombre y su entonces prometida, que ahora aporte la solución al espantoso apuro? ¿No podría haberle dado algo que ella siempre conservó y de lo cual se ha servido en su atentado contra la vida de la niña? ¿No podría haberse encontrado este objeto en la habitación de la criatura, cerca del cuerpo, de modo que él lo reconozca cuando vuelva a aparecer? Algo así me parece vislumbrar —que en el 1er acto puedan haberse cambiado unas palabras entre el prometido y el médico acerca del objeto en cuestión, sobre el hecho de que es un veneno raro y poco conocido, especie bastante valiosa que mi joven, da la casualidad, ha traído de un país lejano. Está en un relicario, digamos: se lo ha dado una mujer. Él se lo regala a la Heroína Mala antes de que ella lo rechace. Ella lo usa en el Acto II —él lo reconoce en el Acto III. En el Acto III hay una escena entre los dos en torno al veneno. También el médico ha estado enamorado de ella —sigue enamorado de ella hasta que se produce esta extraña revelación. El médico es sultero. E 2º amoureux es la vía de desmentir la heroica declaración del Héroe. En el 1er Acto, bien el médico, bien el 2º amoureux, han de haber abierto el relicario y sustituido el fluido letal por uno inocuo. La niña se recupera, pidiendo ver a la Heroína Buena, y el intento de la Mala es condenado y encubierto por el médico —¡que aspiraba obtener su mano!— y el hombre que la amó antes que ningún otro. A «pedido» de su hijita, el Héroe decide casarse con la Heroína Buena; y la otra mujer es apartada por el médico y el 2º amoureux. Mientras esbozo tan bárbara y toscamente la historia, me parece entrever en ella la materia prima de una obra, del limitado estilo y la categoría peculiar que sólo pueden soñarse para E. C. Pero no estoy tan convencido de que pueda ofrecer un papel para un actor productor. Una somera reflexión, sin embargo, me sugiere que esto se debe más que nada a la forma sumamente imperfecta e inarticulada de plantear el asunto. Je me fais fort plantearla nuevamente de forma tal que resalte el papel del Héroe —que ocupe su lugar y lo conserve.
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34 De Vere Gardens, 9 de enero de 1894.
Anoche, mientras me afligían unas horas de insomnio, me pareció apresar la punta de una idea que puede servir como tema para el cuento que me he comprometido a escribir para H. Harland y su «Yellow Book». Pertenece —el concetto que se me ocurrió, del cual lo que sigue no es sino un basto apunte— al grupo general de temas que podría ejemplificar The Private Life —auuque es cierto que con una fantasía menos acentuada. Meditaba en torno al drama, la tragedia, el conflicto general de la ambición defraudada; más específicamente, la del artista, el hombre de letras: quiero decir la ambición, el orgullo, la idea de grandeza que las circunstancias —mediante el obstáculo de la vida, el destino, el carácter, la debilidad, la presunción, la desventura— han limado y vencido; y en la pieza que encierra una situación tal o puede construirse a partir de ella. Pensé en la conciencia trágica, la muerte en vida, la desamparada lástima, la profunda humillación, etc., etc., presentes en un caso así. Después medité sobre las fuerzas, los contratiempos, los agentes activos a los cuales puede sucumbir una ambición, un orgullo, un deseo semejante —fuerzas ante las cuales no pueda sino bajar los brazos: debilidad intrínseca, acumulaciones de desventura, fracaso, casamiento, mujeres, política, muerte. La idea de la muerte me agitó al tiempo que me fascinaba; pues si por un lado significa la conclusión de la conciencia, por otro marca el comienzo de un drama en el caso de que la conciencia sobreviva. ¿En qué casos puede decirse que la conciencia sobrevive de tal modo que el hombre se torna espectador de su propia tragedia? En los casos de derrota, de fracaso, de sujeción, de sacrificio a otros sobornos u otras consideraciones. Me vino a la mente la fantasía de un sacrificio a la vida política —combinado con un casamiento. Un joven que ha soñado poseer genio de poeta —un joven lleno de anhelos de gloria artística, y también de dotes brillantes— accede, en un medio político, a un matrimonio mundano, llamativo, ventajoso, un matrimonio que lo promueve, lo maniata, lo vulgariza, destruye la fe que posee en su capacidad. Por esa meta abandona a una muchacha que en realidad amaba y es pobre e inteligente. Ella ha sido la confidente de sus sueños poéticos, literarios; ha escuchado sus versos, creído en su talento y su futuro. El rompe con ella y prueba una suerte totalmente distinta. Es ésa la muerte que mi donnée supone y demanda. Carecerá de forma o valor hasta que no se determine la manera, el modo en que se imagina a la «conciencia» del joven observando, siendo espectadora de su propia historia, alzándose en medio hasta convertirse en un elemento más del caso. Sugiero que cobre la forma de supervivencia de la relación que lo une a la mujer que originariamente amaba. Regresa a ella por mandato de esa conciencia. La mujer con la cual se casa lo aparta de su lado; pero, por decirlo así, en sus manos él ha muerto. Política públicamente, el cadáver está galvanizado; tiene éxito, notoriedad, hijos, pero en medio de esa situación ha desaparecido para sí mismo. Vuelve a encontrarse con la primera mujer —y la parte de él que estaba muerta resucita. También ella, tiempo después, se casó —y han muerto su marido y sus hijos. Aunque está rodeada de muerte, palpita de vida. La otra mujer —la esposa— está rodeada de vida y sin embargo trasunta muerte. Como The Private Life, la obrita únicamente puede ser impresionista, siendo el narrador uno de los espectadores de la historia. Así delineado, pluma en mano, el concetto todo me impresiona como más magro y menos pintoresco que en el momento en que se me ocurrió. He de meditarlo un poco, y quizá surja algo más de la índole de la imagen —como en P. L. Digamos (por ejemplo) que mi héroe muere en mitad de la historia —muere de verdad— y que, en la mujer que sigue amándolo, el hecho marca el inicio de una vida que solo existe para ella. Ella está de duelo pour tous les siens y de pronto se viste con colores radiantes. Ahora tiene con ella al hombre que ama —es todo suyo. Los versos, los poemas, las cosas que ha hecho para ella tienen que jugar un papel en el asunto.
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34 D. V. G., 23 de enero de 1894.
Plus je vais, plus je trouve que el único bálsamo y único refugio, la única solución real a la apremiante cuestión de la vida yace en la asidua, fructífera, íntima batalla con la idea particular, con el tema, la posibilidad, el lugar. En ella está el calmante, la salida, el ilimitado recurso benévolo. No hay en esta dirección esfuerzo vano, confianza ociosa, entrega que no signifique una victoria. —Debido a una interrupción, el otro día no pude, como pensaba, redactar una nota sobre la anécdota que hace un tiempo me contó Lady Gregory, quien me la ofreció como un «argumento», viendo en ella, lo confieso, más de lo que veo yo. De todos modos vale la pena transcribirla. (Quiero decir que advierto en ella todo lo que hay —pero lo que hay pertenece al rubro, hoy algo estéril, monótono y anticuado, del perdón o no perdón a la esposa extraviada. Cuando la robusta esposa de mediana edad tiene un «pasado» nefando, uno percibe cuán fastidiosa e insulsa, cuán sugestiva de enaguas maduras y otras fruslerías ha llegado a ser la situación toda.) Como sea, la historia de Lady G. era la de un caballero irlandés que descubrió a su mujer en una intriga. Ella se marchó del hogar, creo, con otro hombre —y abandonó a sus dos hijas pequeñas. El episodio se reveló breve y desastroso —en su momento el otro hombre la dejó a ella y el esposo la readmitió. El ocultó, silenció la ausencia de la mujer —tal vez se trasladó a otra región del país donde nadie conociera la historia; y ella volvió a ocupar su puesto en el foyer y en el cuidado y vigilancia de las niñas. Pero el marido había adoptado esa conducta con una condición inapelable —la mujer permanecería en la casa solamente mientras las hijas fueran jóvenes y necesitaran la presencia, tanto aparente como real, de una madre. «Deseo evitar el escándalo, toda clase de daño a sus vidas; no quiero que hagan preguntas que no podría contestar o sólo podría contestar con mentiras. No obstante, te quedarás únicamente hasta que tengan tal y tal edad, hasta tal fecha. Luego has de marcharte.» Ella acepta el trato y, para reparar su falta, hace todo lo que puede en punto a dedicación a las niñas. ¿Acaso espera inducir al marido a atenuar su rigor, o de verdad acepta la perspectiva que le aguarda? La historia no lo dice: lo único que dice es que el marido mantiene sus condiciones y el comportamiento de la esposa, invariable durante años, no consigue mitigarlas en el menor grado. El ha fijado una fecha particular, un año particular, y ambos han vivido de part et d'autre, con los ojos vueltos hacia el día funesto. Por su parte, las hijas ignoran la existencia del plazo, como ignoran todo lo demás. Pero al fin llega el día —han crecido; la madre ha hecho su trabajo y debe irse. No me parece que haya mucho que decir sobre el hecho de que las muchachas «salgan» o no; en todo caso, es precisamente para la tarea de introducirlas en el mundo, a los 17, a los 18, que el padre juzga a la mujer eminentemente inapropiada. En resumen: ella se marcha al dar las campanadas, abandonándolas a una perplejidad y una tristeza contra las cuales el padre debería haber considerado su deber prevenirlas —que desde mucho tiempo atrás debería haber presentado como inevitables. La solución que encuentra él en la anécdota de Lady G., en cualquier caso, consiste en contar a las hijas la verdad —revelarles los pormenores del caso. Estos pormenores las apabullan, causan el más espantoso efecto. Las muchachas son sensibles, puras, dignas, religiosas (católicas); sintiéndose mancilladas, repugnadas, horrorizadas, ambas se recluyen en un convento —toman los hábitos. Hasta aquí la anécdota de Lady G. Confieso que mientras así la escribo apresuradamente, me parece vislumbrar algo más —empiezan, de hecho, a abrirse sus posibilidades. En realidad se va convirtiendo en lo que uno ve o pone en ella; al punto de ofrecerse incluso como aceptable tema de una novela corta más bien fuerte —de 80.00O a 100.00O palabras. Resumamos con rapidez lo que parece recéler o sugerir. Veo el espectáculo de las consecuencias en los respectivos temperamentos de las muchachas. Veo una suerte de drama en torno a las esperanzas y miedos de la mujer. Veo la cuestión del casamiento de una de las hijas o de ambas —y la actitud, là dedans, el papel desempeñado por los jóvenes pretendientes. Veo que una de las muchachas se coloca en el acto «de parte» de la madre. La otra, distinta, se refugia en la religión. Digamos que la 1a. siempre ha conocido la verdad. La revelación no le enseña nada nuevo. Sin duda el tema esconde algo, algo que crece, debo decir, a medida que uno reflexiona. El carácter del esposo, su insólito, profundo, duradero y cultivado rigor —y sobre todo su responsabilidad: las consecuencias del paso dado sobre las hijas. Su estupidez, su insignificancia, sus alardes de consistencia, su falta de concepción, la incapacidad de imaginar lo que sentirán, cómo asimilarán el asunto. Su principal característica, la ausencia de imaginación. Luego el joven pretendiente —uno de los dos— y su papel en el drama, lo que sabe de antemano, el miedo a la revelación. Es el enamorado de la chica que abraza la religión. La otra —temeraria, cínica, con alma de cocotte— está sujeta por otro vínculo: una relación secreta con cierto mal sujeto al cual, imaginemos, se entrega. ¿Y la madre? ¿Y su amante? ¿Qué se hace de ella? ¿La ha esperado el amante, por ejemplo? O puede ocurrir que, al ver la destrucción provocada por su inhumana conducta, el marido se arrepienta y vuelva a unirse a ella sobre la ruinas de la felicidad doméstica común. x x x x x
Tema apropiadísimo tanto para un cuento como para una obra —me parece— puede surgir de la idea, de la forma dramática de la cual empecé días atrás a redactar un borrador bajo la étiquette de The Promise (La promesa). Claro que sí: allí anida una historia —una historia de 80.00O a 100.00O palabras, que se parecería mucho a una obra teatral. ¿No se podría hacer que la historia comenzara con una visita de la madrastra a la joven esposa, esa madrastra que la ha hecho sufrir y la muchacha detesta? En la casa, esta mujer conocería a la otra, la muchacha mala, protagonista de eventos ulteriores —sería la primera escena o incidente.
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Otro incidente —o «tema»— que me refirió Lady G, es el del eminente sacerdote londinense que, embarcado en viaje de bodas en el vapor de Dover a Calais, mientras su esposa se hallaba abajo recogió en la cubierta una carta dirigida a ella y, descubriendo que estaba escrita con llamativo ardor y era de un viejo amante (relación compromiso ruptura, dicho brevemente) del cual la mujer nunca le había hablado, desde París —y sin siquiera tocarla— la envió directamente de vuelta con sus padres, aduciendo que lo habían engañado. Con posterioridad acabó aceptándola en su casa, pero nunca llevó con ella vida marital. Hay un drama en potencia en las diversas consecuencias que puede acarrearle a la dama esa noche en París. Se entrega de inmediato a otro hombre, etcétera, etc., etc. x x x x x
Esto me recuerda algo que por entonces quise apuntar —lo que oí acerca de los W. B. cuando se produjo su extraña ruptura (también en París) inmediatamente después de haberse dado a conocer su no menos extraño casamiento. Él, según los rumores, había acordado con ella traerla de nuevo a Londres para la temporada, con la perspectiva de un par de meses de cenas, de ostentación, permitiéndole ocupar la cabecera de la mesa, usar los diamants de la familia, etc. A decir verdad, cumplió lo prometido —y al concluir la temporada la echó de la casa. Hay en esto un cuento, un cuento corto.
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34 De Vere Gardens, 3 de febrero de 1894. ¿No podría hacerse algo con la idea del gran artista (distinguido, celebrado) —ha de ser, para el caso, hombre de letras— que es tremendamente mimado, fêted, asediado en busca de autógrafos, retratos, etc., pero con cuya obra, en esta época de propaganda, periodismo, esta época de entrevistas, ninguna de las personas afectadas tiene la menor familiaridad? Al menos le cabría el mérito de corresponder a una vasta realidad —una realidad que no deja de asombrarme cada uno de los días de mi vida. Si pudiera idear una breve acción, una historia corta, ajustada al fenómeno al que me refiero y capaz de expresarlo, creo que el resultado valdría la pena. El fenómeno es el que día tras día suscitan los rapaces cazadores de autógrafos, cazadores de leones, explotadores de lo público; en cuya turba, sencillamente, uno tiene la impresión de que nunca se confundirá la persona advertida y amante de lo verdadero, de la obra. (El cuentito podría titularse The Lion —El león.) Por alguna vía habría que resolver la situación entera en un pequeño drama concreto. Éste podría estribar en una conexión estrecha, intensa, entre la situación personal del autor y la improbabilidad de que (entre la muchedumbre de cazadores) haya alguien que realmente, a la hora de la verdad, conozca la primera palabra de la obra que, fundamento de la reputación del autor, es la razón última de tanta alharaca. Para él algo ha de depender de que la conozcan —algo, tal vez, definitivo para su honor, para su recuerdo (algo importante, quiero decir, íntimo, vital)—, pero en ese momento queda completamente al desnudo la supina ignorancia de los otros. Tienen que matarlo, hein? —matarlo con la furia misma de su aprovechamiento egoísta, y después no tener siquiera idea de para qué lo han hecho. Trouve donc, mon bon, una acción ingeniosa y compacta que haga aflorar todo esto. Me parece ver tenues atisbos en la situación de un hombre al cual el reconocimiento público le ha llegado al final de la vida. La intención toda del cuento tiene que ser admirablemente satírica, irónica. Los periodistas asesinan al azorado héroe anciano —pero probablemente la conciencia de la moraleja sólo se afinca en la persona que narra la historia, un amigo, compañero, observador y testigo del drama. ¿No debería cobrar este pequeño drama, en parte, la forma de una defensa, de la defensa que el narrador intenta —vanamente— obrar en torno a su preciado amigo contra la invasión de reporteros, retratistas y sujetos por el estilo; contra la rapiña, en especial, de una cazadora de leones astuta y feroz? Esta parte de la historia se me anuncia de concepción tolerablemente fácil; la dificultad radica en lo que seré capaz de encontrar como expresión de la crisis, por así decir: la otra mitad de la acción —el desocultamiento de los intereses meramente egoístas que sostienen la leonización. Todo el relato debe descansar en un completo malentendido y un disparate en cuanto a la índole, la forma de la obra de ese hombre. De todos modos ya diviso la esencia de la cosa; como la fiesta en la mansión de campo, y la anfitriona ultramoderna, y los reporteros y cazadores de autógrafos —y el colapso, la extinción del héroe, y la posible aparición simultánea (para los periodistas) de una estrella en ascenso: la alternativa, representada por AB, la nueva mujer que escribe bajo nombre de varón, o por BA, el hombre nuevo que (para aprovecharse de la predominancia de las mujeres en boga) firma con nombre femenino. Imaginemos, también, que si el narrador (amigo, admirador, conocido, protector) entabla combate contra la horda destructora, sobre todo contra la cazadora de leones, es porque el héroe le ha impartido, leído, hablado de una obra espléndida, todavía no escrita, que le exigirá tiempo y fuerzas, y para escribir la cual el joven, el amigo, digamos, desea salvarlo, mantenerlo vivo. x x x x x
Me parece haber apresado (9 de feb.) las dos o tres junturas o bisagras indispensables para el tema precedente. Supongamos que lo llamo The Death of the Lion (La muerte del león) y hago de mi narrador —reflector crítico de lo que sucede— un joven ex reportero que se ha arrepentido, se ha dado cuenta, se ha hecho a un lado. «Lo que me ocurrió fue sencillamente eso que llaman cambiar de opinión; y empezó, supongo, cuando me devolvieron mi manuscrito» —así veo el comienzo.
34 De Vere Gardens, sábado 17 de febrero de 1894.
Anoche, en casa de Mrs. Crackanthorpe, Stopford Brooke me propuso 2 pequeñas ideas.
(1) El hombre (à propos de S. B.) que se ha tomado miedo a sí mismo cuando está solo —un miedo vago a su propia compañía, su personalidad, su disposición, su carácter, su presencia, su destino; y por lo tanto se sumerge en la sociedad, el ruido, el bullicio, el sentido de la diversión, la distracción y la protección relacionadas con la presencia de los otros, etc.
(2) El joven que se casa con una mujer mayor que él, obrando el efecto de volverla más y más lozana a medida que para él pasan los años. Cuando llega a la edad que tenía ella en el momento de la boda, la mujer ha vuelto a la que tenía él. —¿Podría esto traducirse acaso a la idea de inteligencia y estupidez? Una mujer inteligente se casa con un hombre espantosamente tonto, y pierde más y más su ingenio mientras él va exhibiéndolo en grado cada vez mayor. O bien la idea de una liaison, de cuya existencia, si bien se sospecha, no hay más prueba que la transfusión de cierta idiosincrasia de un amante al ser del otro, un intercambio o conversión. Así podría delatarse el hecho, el secreto de la liaison. Ambos aspectos —ambos elementos: «mente» y belleza— podrían exhibirse de forma correspondiente, concomitante, a través de la historia de dos parejas emparentadas —incluyendo en cada caso la oposición capaz de comunicar dramatismo al conjunto.
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Una o dos noches atrás se me ocurrió la noción de un hombre (presumiblemente joven) que tiene algo que contar —cierta pena secreta, un problema, una culpa— y no encuentra el recipiente. x x x x x
16 de marzo de 1894. En el primer momento libre, anotar la idea que, la otra noche (Boxhill, 11 de marzo), me inspiró la divertida pintura que hizo George Meredith del pasmo de A. M. ante las desmesuradas ínfulas de «conquista» de A. A. (de «haber superado reiteradamente a la mismísima Venus»). Me hizo pensar en un tema —o bien un tipo, un estudio : el hombre que celebra sus propias gestas y victorias de amor, su irresistibilidad. La confrontación con otro hombre —un hombre que, en sus años mozos, tuvo realmente un éxito inmenso pero ha guardado un inconmovible silencio. La mistificación, la tristeza, la comedia que hay en esto (y sobre todo en un tipo como el de A. A.) parece contener el germen de algo que podría desarrollarse.
Casa Biondetti, Venecia, 17 de abril de 1894.
Heme aquí sentado, tras muchas interrupciones, distracciones y reveses, con alguna perspectiva de obtener tiempo libre para abocarme una vez más al trabajo. Las últimas seis semanas, incluidas las 2 o 3 de una indisposición harto desconcertante anterior a mi partida de Londres, han sido un período de atroz sacrificio al voraz Moloch de las inagotables relaciones personales y sociales, de los eternos peligros, accidentes, desastres. Basta.
Todos los temitas que he apuntado últimamente se me antojan buenos y afortunados —esto es, esencialmente susceptibles de examen y desarrollo ulterior. x x x x x
Leyendo el libro de Dykes Campbell sobre Coleridge —tan magnífico es que uno casi olvida cuánto mejor lo habría hecho una pizca más de poder evocativo— me impresionó sin medida la aptitud de la figura de S. T. C. —una figura maravillosa, admirable— para el tratamiento pictórico. Llegó un punto en que, mientras leía, me pareció ver una pequeña historia —vislumbrar fugazmente el drama posible. Me pregunto si tal drama no ha de arraigarse necesariamente en la historia de alguien (alguien con algo importante en juego) que asume la responsabilidad general de elevarse a la grandeza de aceptar a otro tal como es, reconociendo su naturaleza rara, anómala, imponente, interesante, curiosa, tremendamente sugestiva, con vicios y todo, con todas las imperfecciones a la vista, y sin incurrir en la pedantería, la estupidez, la falta de imaginación que lleva a combatirlo, a repudiarlo en cuestiones de detalle —en el error de no reconocer que uno debe avenirse a su carácter porque en el fondo merece sobradamente la pena. El individuo del cual he dicho que posee algo en juego se aviene, en efecto, digámoslo así, en tanto hay otro que no quiere, se niega. La figura del excéntrico insólito, el fruto mismo de la discordia, es (potencialmente) tan espléndida, pienso, que se deben sostener firmemente las riendas de la historia —je tiens mon effet— desde el momento mismo en que se recurra a la acción que le dé vida. ¿Y no parece que esa acción, hasta cierto punto y en líneas generales, queda fundamentalmente indicada, designada —se deja manejar— no bien uno deslinda el grado y la cantidad ya implícitos en la propia personalidad y la presencia del héroe, en la obviedad de su destino? El personaje posee la gran cualidad de Coleridge: es un conversador magnífico, incomparable. Posee las otras virtudes —no me hace falta enumerarlas aquí, las veo a todas admirablemente, con el fuerte pintoresquismo del fino genio central rodeado de una costra anómala, desconcertante, desesperante, irrisoria. De donde: lo «obvio» en la acción requerida —una acción susceptible de convertir el relato en una pequeña obra maestra de 20.000 palabras— es justamente el elemento de oposición entre las dos maneras, la imaginativa y la miope, la literal y la constructiva, de tratar con él. Si puedo encarnar esta oposición en un pequeño drama que contenga la adecuada magia de suspenso, si consigo que adquiera efectiva forma de historia tal vez consiga algo capaz de resultar admirable. Es con esta historia, con la casta pero maleable y reveladora frescura de lo inevitable, que debo sumirme en el más sagrado y divino de los comercios. Vive un poco con ella, mon bon, y nacerá el niño feliz. x x x x x
Es tolerablemente claro que la contendiente, la creyente, la que asume la responsabilidad ha de ser una mujer. Las fuerzas que se le enfrentan son las propias pertenencias del hombre. ¿De qué pertenencias puede tratarse —dada la imperativa premisa, allanadora, pienso, de ciertas dificultades, de que el personaje es joven, una maravilla de promesas, con todas sus debilidades ya en flor y todo su genio ostensible para aquéllos capaces de percibirlo? (Cuando digo «joven», ¿puedo hablar de menos de 4O años? Hay que recordar que debo dar tiempo a que a ciertas personas se les haya agotado la paciencia —tiempo para el descrédito y las broncas.) Él ha de tener una esposa —¿una esposa que se divorcia? Sí, y la muchacha, la heroína, por asociación, por inducción, ha de motivar insinuaciones respecto de su propia virtud. ¿Es un gran sacrificio monetario uno de los que hace? Sin duda, y el drama, la historia, es la anécdota de ese sacrificio, de la decisión de llevarlo a cabo, arrostrando el escándalo, etc. —pues el dinero fue confiado a su alta responsabilidad. Es una donación —un «encargo de administración» proveniente de una pariente rica, bienintencionada, una tía, prima, o simplemente amiga (¿bostoniana?) que ha sentido la llamada de sus deberes para con la cultura. Así, la historia podría titularse apropiadamente El Fondo Tal, cuya administración en cierto modo corre a cargo de la muchacha. Dejemos que se constituya después de que la muchacha haya conocido al héroe, se haya interesado por él y comenzado a preguntarse, íntima, secretamente, si acaso no es uno de esos grandes por los cuales debería hacerse algo. Oculta esta intuición a su pariente (por pura inocencia), justamente por la época en que ésta (que está por morir y tal vez se halla impedida de ser explícita respecto de toda su voluntad testamentaria) delega sumariamente en ella —confiándola en parte a su juicio, como alta expresión de afectuosa confianza en su sabiduría—, la ejecución, la administración de cierto legado, en un espíritu particular ya explicado y con ella discutido. (The Coxon Fund.) Pongamos a Saltram (Coleridge o alguien así) bien plantado desde el principio: presentémoslo a la muchacha, dejemos que ella reciba su impresión. También la esposa de él y el asunto del divorcio. Él se hospeda en la casa de alguien (à la Coleridge) que ella va a visitar; la esposa (del dueño de casa) es una antigua amiga suya. Le ruega a Mrs. Saltram que no se divorcie de él —se lo pide antes de la muerte de la tía: anoto estas cosas tal como me vienen a la mente. Ella está prometida a un joven aprobado por la tía, el cual es coadministrador del fondo. Por lo tanto ella sacrifica su matrimonio. El se casa con una hermana de Mrs. Saltram. La acción, por lo tanto, es la disputa entre la muchacha y su prometido sobre la aplicación del fondo —y debe ser d'un serré. x x x x x
¡Por cierto que debe ser d'un serré! Pero tras una mañana entera (18 de abril) dedicada al comienzo de lo precedente (The Coxon Fund), un comienzo muy aceptable, reconozco que el tema es demasiado valioso y estimable como para echarlo a perder con mutilaciones —comprimiéndolo en el límite de las 20.000 palabras. En realidad la operación es flagrantemente impracticable —me doy cuenta de lo descabellada que es la empresa. ¿20.000? De entrada requiere no menos de 100.000. Algún día las tendrá. Será sin duda para bien. Dejémoslo allí como admirable argumento de una buena novela corta (1 vol.) al alcance de la mano; y, para abastecer el trabajo del momento, volvámonos pacientemente hacia algo mucho más simple.
Casa Biondetti, 19 de abril de 1894.
La idea que anoté aquí el otro día —el argumento sugerido por una alusión de George Meredith a A. A., Vainqueur de Vénus, y a su ansiosa, confundida consideración por parte de A. M. (justamente por parte de él, que era de un tipo tan distinto y realmente había sido amado)— vuelve a mí como un excelente tema. Sin embargo pertenece esencialmente, creo, al orden de lo irónico, de la comedia sutil, de la observación satírica, y no es exactamente lo que necesito para una historia de emoción, de cierta pasión, la historia de una relación tierna. Pero debo añadir que lo que en verdad es y puede llegar a ser sólo resultará determinable una vez haya sido emparejada con cierta acción, algún elemento de los que son requisito para convertirla en cuento. En el estado en que se encuentra ahora no pasa de ser una idea —y le falta de todo para convertirse en historia. En principio, la situación misma es altamente magra, y el «mensaje» se ha de deslindar por completo. Desde luego tiene que haber una mujer, o la cosa carece de sentido. Es la acción del pequeño drama la que debe revelarse a sí misma —la relación que los 2 hombres viven, tanto con las fuerzas reales del amor (es decir, con cierta mujer o ciertas mujeres), como el uno con el otro. Lo que esencialmente me llama en el concetto es, creo, la oportunidad de lanzar un pullazo contra el egoísmo y la fanfarronería que campea en estas cuestiones —retratar con unas pinceladas la actitud francesa, como la llamaré por conveniencia. A ella se ha de oponer dramáticamente algo que, por conveniencia, me permitiré llamar actitud inglesa. Debo idear, voyons, algo que para mi hombre genuino esté en juego —algo que esté cuestionado, o cuyo desenlace sea incierto; una pasión, una devoción, un éxito, o tal vez algo que vuelve del pasado, del pasado que forman sus propios triunfos personales. A tal punto lo ASOMBRAN los logros personales, vanteries, confidencias, alardes del hombrecito —tan estupefacto, mistificado, tan entristecido lo dejan (es un hombre simple, impresionable en su credulidad, etc.)— que se ve impulsado a colegir que si ésa es la clase de individuo a la cual sucumben las mujeres, su propia historia no puede ser sino un completo engaño y un mito. Varias pequeñas posibilidades parecen alzarse o flotar ante mí —desligándose tenuemente con ese aire divino, a la bendita manera restauradora, consoladora, con que siempre responden a la verdadera llamada, con esa lealtad pura, generosa que, mientras escribo (y así se expresa el agradecimiento) hace brotar lágrimas de mis ojos. ¿No sería posible dar cabida a 3 hombres en lugar de 2 —para contar así la historia del JOVEN cuyas aspiraciones se malogran en cogollo; es decir, el joven desalentado por el espectáculo de la anomalía del próspero vantard, que se le vuelve «mítica» en el futuro, tal como las del hombre de más edad, concebidas originalmente, se le antojan «míticas» en el pasado. Confraternidad de estos dos hombres, intercambio de perplejidades, comunicación mutua de melancolías e interrogantes. ¿No se convierte de este modo la acción —a pesar de sí mismos, de su modestia— en el descubrimiento por parte de cada uno de la falsedad de las pretensiones del otro? De alguna manera busco ilustrar, establecer que estas pretensiones (o sea, las de esta especie) no son lo verdadero —que lo verdadero es el silencio y la santidad. Quiero «pintar» al egoísta, el que se celebra a sí mismo. Quiero hacer que las propias mujeres aporten el desenlace, testimonien mi moraleja: quiero que ésta provenga de ellas. El mayor de los hombres se encuentra con algo que regresa a él desde su pasado —el joven, con algo que puede abordarlo desde su futuro. Me parece ver al mayor respondiendo una invocación de su conciencia, el recuerdo de cierto mal cometido —regresando para repararlo devota, tiernamente. Cree que en su juventud ha herido a una mujer —cree que ha herido a dos mujeres. Regresa (¿de la India?) para averiguar a cuál de las dos ha herido más (p. ej.: plantándola, decepcionándola) y, de ser posible, casarse con ella, resarcirla. La idea es que sus reflexiones (acerca de A. A.) lo inducen a sospechar que ha exagerado tanto su responsabilidad como su contrición. Me parece coger la resbaladiza cola de una idea al tender a algo así como la exaltación de la belleza y la virtud del silencio, y sobre todo de la verdad de que es el propio movimiento de huida defensiva, por así decir, emprendido por las mujeres, el que las precipita a FINGIRSE víctimas de A. A. —pues saben que acabará traicionándolas. Él es su amparo contra los hombres silenciosos —ésa es su función: y si dejan que aparente traicionarlas es sólo porque nada hay que traicionar. Tal vez pueda imaginar el siguiento trance —los 2 trances siguientes— para mi hombre de edad y mi mozo respectivamente: que la mujer a la cual el primero desea ofrecer una reparación se presta, por orgullo, a los juegos de A. A: (precisamente porque sigue amando a su viejo «malhechor»), y que el mismo refugio busca la mujer que desea conquistar el joven (ha de ser casada), y ello por miedo —miedo a sucumbir al joven, que la lleva a darle a entender que pertenece a otro hombre para que él abandone la persecución. El vantard es utilizado, pues, del modo más ignominioso —he ahí la ironía— y en ello radica la moraleja de mi pequeña comedia; la cual, ¡gracias a Dios!, será difícil de escribir. El vantard, el fanfarrón, siempre es utilizado —y el que utiliza es el silencioso; he ahí la generalización, la verdad derivada. ¿Es en exceso alambicado, demasiado retorcido y sutil? La respuesta a esta pregunta parece ser que no necesariamente tiene que serlo, siempre y cuando sepa asir el asunto autant cela qu'autre chose. Si se presenta vago y turbio —abstracto y sugerido— resultará demasiado «sutil»; si la acción es clara, directa, lúcida, si me brota del corazón, no veo por qué el dramita no puede resultar delicado e interesante. Lo que tengo que determinar es la forma: si la decido con fortuna, el sentido todo surgirá nítidamente por sí mismo. ¡Haz tu pequeña historia, descúbrela, cuéntala, y deja el resto a los dioses! ¡Ah, cómo se ponen los dioses de nuestra parte no bien entramos en el reino encantado! ¡Ah, gratificante, consolador aire del trabajo, inestimables horas sagradas! ¡Con ellas, toda duda es una afrenta; todo acto de fe, una victoria! x x x x x
De alguna manera mis dos hombres sinceros deben estar unidos —por un encuentro, una amistad, una confidencia o una serie de confidencias; y la diferencia de edad entre ambos no debe ser excesiva. Digamos que uno tiene cincuenta y tres y el otro, el «joven» treinta y seis. El más maduro, pienso, debe ser soldado; ¡acertado, indispensable atributo! El joven cobija aspiraciones políticas. Han de conocerse antes de que los dos vean al fanfarrón por primera vez. Pero el fanfarrón debe estar de algún modo en contacto con uno de ellos —el fanfarrón también ha de tener aspiraciones políticas. Digamos, en fin, que es el único que las tiene, en tanto el joven es alguna otra cosa, abogado, funcionario público incluso. Tal vez no sea especialmente preciso que se dedique a otra cosa —pueden ser tipos diferentes del genus político. Este aspecto, sin embargo, es harto manejable, lo que exige meditación es la particular plausibilidad de la circunstancia en la cual se produce la reunión de los protagonistas. Supongamos que los otros dos son colaboradores de un periódico que el general (o coronel) acaba de comprar. O supongamos que el fanfarrón —o uno de los otros, el de 36 años— es diplomático. Puesto que se trata de detalles, c'est encore bien convenible; lo esencial es la cuestión —difícil de presentar al público inglés, del costado «sexual» del asunto, el elemento de asedio, posesión, conquista, etc., por parte de los hombres, y de peligro, respuesta, deseo, rendición por la de las mujeres. No obstante, como siempre ha hecho, uno se confía en esto a la sinceridad la verdad y el gusto; a lo interesante como es habitual, donde quiera que yazga o resida. En cualquier caso, me parece ver a las dos mujeres conectadas con el general desde una época anterior —siendo aquella que ama el joven la segunda de las damas que provocan remordimiento al maduro. x x x x x
—Esta mañana (2O de abrii) parece brindárseme completa la pequeña comedia sincera, brillante, viril, humana —al menos los pasos iniciales. Empiézala —prueba un poco; ¡pon las manos en la masa!
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Casa Biondetti, 21 de abril de 1894.
Tengo que poner manos a la obra —lo hice ayer, en un limitado borrador matutino; y sin embargo, el tema, bueno de por sí, parece resistirse a hablarme para este propósito en particular. No es exactamente la materia objetiva que busco. Lo que busco, de todos modos, se presentará —se presentará «en su propia plenitud»: le abrirán la puerta las mañanas tranquilas, pacientes, generosas. Ellas lo son todo; o quieren serlo, piden serlo, únicamente cuando se les da permiso y aliento. ¡Oh, alma de mi alma; oh sagrada benignidad del hacer! Ohne Hast, ohne Rast! ¡Medita sobre muchas cosas y abre la mente hospitalaria! ¡Examina esto, juzga aquello y vuélvete hacia lo otro! Todo ayuda, fructifica y enriquece. x x x x x
Aparentemente hay algo que merece ser considerado en la idea, someramente esbozada semanas atrás, del joven al cual algo le ocupa la mente —un secreto, una preocupación, una desdicha, una carga, una opresión que, dada la falta de un confidente, un oído atento, un corazón comprensivo, un receptáculo inteligente, lleva consigo, sufriendo la imposibilidad de desahogarse. El, convencido de que así se aliviará, intenta comunicarlo. Va de casa en casa y de persona en persona, pero en todas partes encuentra indiferencia, una distracción demasiado visible, la preocupación de todo el mundo por otras cosas, por sus propios asuntos, problemas, alegrías, placeres, intereses —una atmósfera que refrena, escalofría, paraliza la posibilidad de todo acercamiento. Algunos están sumidos por completo en sus placeres, otros tienen problemas privados en torno a los cuales, piensa él, desatan extrañas alharacas —siendo, como son, tanto más ligeros y triviales que el suyo. Así, pues, erra, así va de un lado a otro —con una carga cada vez más pesada— buscando vanamente la comprensión ideal, el confesor atento, expectante, dispuesto a responder. Mi idea era que, en lugar de encontrarlo, se hallara con una súplica repentina, más violenta, por decirlo así, más digna de compasión de lo que él había creído la propia. En otras palabras, allí donde se había dirigido para llenar su necesidad, se topa con una demanda —demanda en la cual se encarna la revelación de un problema que, de inmediato, presiente es más grave que el suyo. Ante tal comunicación, olvida la suya en lugar de articularla, ya no necesita encontrar quien pueda absorberla. Su propio dolor, en otras palabras, lo abandona por obra de su piedad y su comprensión. Tal la breve idea, acaso tan bonita como la que más. Su encanto y su interés habrían de concentrarse necesariamente en la pintura —el pequeño panorama de sus inútiles relaciones y ruegos silenciosos, la visión de su espíritu afligido y de la gente, los lugares a los que se vuelve, sólo para descubrir que en todas partes su dolor particular suena como una nota desafinada. Nadie le dice —a nadie se le ocurre : «Tú llevas en el corazón algo muy doloroso; ¡cuéntanoslo, di si podemos ayudarte!» Ahora bien, ¿qué estoy viendo sino una persona con la cual él ha contado más que con ninguna otra, una mujer inevitablemente, una mujer a la cual se ha volcado confusa, ansiosa, tiernamente, de la cual no está seguro y por la cual experimenta un sentimiento del que tampoco está cierto en modo alguno? Cree que el hecho de que sea hacia ella, ahora, hacia quien se vuelve instintivamente su imaginación, aclara ese sentimiento. Considera que esta confianza que deposita en ella es una señal; y se declara que, si la muchacha responde, la cosa habrá quedado sellada, se habrá demostrado que ella es, en verdad, la sensible criatura de la cual estaba inseguro. Desafortunadamente ella está ausente —fuera de Londres, y él espera su regreso con terrible impaciencia. Es en este interludio, en busca de un sucedáneo, de una fuente que tal vez resuelva su caso, que él se dirige a otros lugares, a otra gente. Me parece vislumbrar que la pequeña historia se inicia con la visita de él, ya con su pena, con su desastre a cuestas, a la casa de ella. Describo, ¿no?, su desilusión, su desaliento cuando se entera de que no está, se ha marchado a París —por una temporada, y el criado no sabe cuándo regresará. El joven tenía todas las esperanzas de encontrarla —había motivos para que así fuera. En realidad la ausencia de ella está relacionada con el gran problema que la aqueja y él no conoce ni sospecha. El se retira profundamente abatido y decepcionado. Por una semana o diez días tendrá que deambular con su carga —intentando vanamente depositarla, quitársela de encima. Luego una suerte de intuición, una esperanza contra toda esperanza, ocurridos ya los otros fracasos y desilusiones, lo impulsa a retornar, a ver si por milagro acaso ella no ha vuelto ya. Ha vuelto, sí —¡ha vuelto! Y pronto se encuentran cara a cara. De extrema trascendencia —piedra angular de mi pequeño arco— es la cuestión de la índole de ambos «problemas». Ambos han de ser graves, desagradables, dolorosos; pertenecer, en mayor o menor medida, a los espantos, las conmociones, las perfidias, los desengaños, los padecimientos reales de la vida. Debo manejarlos con suma exactitud; pues a medida que voy redactando este breve boceto comienzo a vislumbrar que la situación encierra algo que, dentro de sus dimensiones, he dado claramente con un tema. Creo ver este elemento: que el asunto a raíz del cual la mujer apela a él, formula su pedido (vuelca la mesa hacia él, digamos), resulta ser algo que, exigiendo su participación, sus conocimientos, su piedad, no puede aportarle provecho o beneficio alguno. Si el joven se siente aliviado por obra de la compasión que siente por otro, es por la compasión misma —no por la recompensa que el ejercicio de ella pueda aportarle. Para ilustrar sencilla e improvisadamente lo que quiero decir, supongamos que ella es una mujer casada, una mujer que vive apartada de su marido.
Casa Biondetti, 25 de abril de 1894.
Me he comprometido a entregar 20.000 palabras a «Yellow Book» y vuelvo, para reexaminarla, sobre la idea de The Coxon Fund —preguntándome si no podré tratarla de manera tal que se ajuste a tan limitado espacio. Quiero hacer para Y. B. algo de gran calidad, y presiento que este tema es soberbio. La fórmula para presentarlo en 20.000 palabras es la de hacer de la historia una impresión —en el sentido en que es una impresión cualquier dibujo de Sargent. En otras palabras: debo escribirlo desde mi propio punto de vista —el de un imaginario observador, participante o cronista. Debo pintar, resumir, basarme en la sensación, en definitiva —imprimir y limitar el tema plasmándolo a modo de cuadro de lo que veo. De aquí se deriva la enorme ventaja, que al fin y al cabo quizás hubiera sido imperativa necesidad, de que el retrato de Saltram se dará como algo implícito y sugerido. Después de todo probablemente tendría que haber llegado al mismo punto —no habría podido contentarme con un simple registro literal, una cosa meramente narrativa con los detalles de lo narrativo. Pero, ¿qué ocurre si esa cosa se transforma en lo que yo veo —va contando lo que veo— en términos de acción, secuencia, historia, clímax? El tema permanecerá invariable, pero el gran gozne tal vez deba ser más prominente y el relato todo se simplifique. Un tema fuerte, un tema rico abreviado —he ahí mi memento y fórmula indispensable. x x x x x
Casa Biondetti, 29 de abril. He comenzado mi pequeño relato y escrito harto suficiente: unas 3.000 palabras —3.300 más bien—, que hacen 28 páginas de manuscrito, para fijar y poner holgadamente en scène a mi Frank Saltram y mi George Gravener —quedándome, en consecuencia, menos de 17.000 para hacer todo el resto. Me bastará, sin embargo, si le doy a mi drama el giro adecuado. Voyons un peu, mon bon de qué giro ha de tratarse. No me he movido un ápice de la convicción de que el tema es admirable, ni vacilo dentro de él; pero la propia certeza de que es así me pone especialmente nervioso. A tal punto quiero exprimirlo para obtener la perfección de una acción condensada. El pivote y clímax de esa acción, en esencia, consiste en que la muchacha resuelve, en circunstancias para ella decisivas, que la «moralidad» de Saltram, es decir, su conducta, es irrelevante en un caso tan excepcional. Creo que lo que debo lograr es una intensificación de su dramática alternativa, haciéndola girar sobre su resolución y depender doblemente de ella. Va de suyo, tácitamente, que la chica pierde su novio; pero debe hacer más que esto —de algún modo ha de arriesgar dinero, el dinero del «fondo». Cómo lo hace —en el caso especial de lo donado por la fundadora— es algo que llegaré a idear con un poco de paciencia. Lo que tengo que establecer con CONSISTENCIA es la abreviada exhibición de la incorregibilidad de Saltram —urdir el punto culminante de esta exhibición de modo tal que, por así decirlo, coincida con el punto culminante del entusiasmo de la chica al considerarlo merecedor de la ayuda. La pintura, así, deviene pintura del contrapunto entre ambas naturalezas. Advierto que mis saltos y elisiones, mis puentes colgantes y grandes lazos abarcadores (desplegados en una o dos frases vívidas y admirables) tendrán que ser tan absolutamente atrevidos como magistrales. Veo, me parece, que la pieza ha de consistir, y en ello radicarán mi resguardo y mi apoyo, en una división en secciones numeradas que deberán atenerse a la brevedad sin por ello perder riqueza ni la característica de excelente paso pictórico y dramático; de modo tal de sumar al cabo unas 15, cada una de entre 12 y 15 páginas de manuscrito. Me parece haber apresado ya mi próximo peldaño, y una idea afortunada, si hago que sea el mismo Saltram quien ofrezca la oportunidad de poner a la muchacha en relación con el narrador —cerrándose así un largo encabalgamiento. Está la sección III; entonces ella no conoce a George Gravener, pero luego se lo presentan, soy yo el intermediario, y la oportunidad me permite obtener la primera impresión de la muchacha, en tanto ella se forma su primer parecer respecto de Frank Saltram. Han pasado cuatro o cinco años, y dos más, supongamos, deben pasar antes de la sección siguiente, la IV. Este es un cálculo apresurado de las partes; pero me ayuda divinamente a avanzar. Lo que precipita un entretejido rápido es el elemento de la excéntrica tía benefactora; y lo que sobre todo impulsa a ganar lucidez son los términos de su testamento y la índole y grado precisos de la pusilanimidad de Saltram —la IMAGEN de su laxitud, su abandono des siens, su carencia de toda voluntad, ejemplificadas en cierto vicio profundo, cierto abismo. Deberá haber una sección breve dedicada íntegramente a la descripción impresionista de la belleza de su genio personal y el efecto sedante de su palabra. Dados los términos, acaso la sección IV no pueda ser suficientemente abarcadora sin que lo sea también la III. La debilidad más abordable en poco espacio que puedo conferirle es el abandono des siens —su intolerancia respecto de los vínculos familiares. Debe ser un hombre incapaz de soportar ligaduras —y ha de tener HIJOS NATURALES. La sección dedicada a su talento debe tratar de la NOBLEZA de su intelecto —discursos, conférences. ¿No tendría que dejarse caer la chica por una conferencia —antes que nada dejarse cautivar así? Tengo que preocuparme por ella —pero no es preciso pillarla. La chica debe haber visto alguna vez a Mrs. Saltram —debe haberla conocido. Mrs. Saltram ha de haber hecho algo por la tía benefactora. Es por eso que la chica ha ido a la conférence. Ha de haber una conferencia a la cual Saltram no se presenta —porque está borracho, porque está «ido». Es en ésa que el narrador conoce a la muchacha —sección III. Respecto de los fondos donados por la tía, ella debe poseer el derecho a decidir —la opción queda librada a su albedrío. No viaja con la tía; ha venido a verla. Existen un puñado de razones valederas, me parece, para que sea americana. En cuanto a la tía, si bien se encuentra en relación (de ayuda prestada) con Mrs. Saltram, jamás ha soñado que él sea la clase de persona pasible de convertirse en objeto de su donación. Como elemento presente en la vida de Mrs. Saltram, se refiere a él de forma vaga, altamente condenatoria. No puede ser sino una «excéntrica». No veo una forma aceptable de manejar la cuestión del albedrío de la muchacha a menos que la donación de los fondos se aborde una vez sellado el compromiso, y mientras éste dura. Yo he de conocerla en la conferencia (fallida) —pero ella no debe ver a Saltram en esa ocasión. Apenas debe oír de él por boca mía. Debo conversar un rato con ella —explicarle. Luego desaparece —pasa el tiempo. A mí me toca ponerla au courant —de todo. La sección III podría empezar con ella preguntándome si yo sé si Mr. Saltram se presentará realmente; o con las palabras: «Si aquella primera noche fue una de las de mis entusiasmos más vívidos, o en cualquier caso más puros, cuatro años más tarde hubo otra que sólo me acarreó disgustos. Habían anunciado que él daría una conferencia (en la pequeña sala de asambleas de St. James' Wood), pero no se presentó» —o algo de parecido tenor. Más o menos le hablo de él a la extraña joven —a la guapa americanita. He ahí la breve sección III. Por su parte, ella me cuenta cómo es que está allí, sonando así la nota de la tía excéntrica —todo en la sección III. ¡Atención: el mínimo de diálogo! La chica desaparece hasta la sección IV —o acaso hasta más tarde. Je crois que je tiens mi elemento del legado Coxon: ¡Ah, miséricorde divine, ah, arte exquisito, júbilo, privilegio! La muchacha tiene la promesa de recibir dinero —o cree tenerla—, y es sobre esta base, la del respaldo que recibirá de su padre, que lleva a cabo su compromiso con George Gravener. Después del compromiso su tía, que no es muy rica y debe atender también a otras necesidades, le cuenta que en un testamento ya redactado ha previsto donar un fondo para alentar la búsqueda desinteresada de la verdad —fórmula ésta a determinar, de forma que sea completamente persuasiva. Al principio no parece avenirse en absoluto con el caso de Saltram: únicamente resultará aplicable en la ulterior adaptación de la muchacha. La tía, en vistas del compromiso de su sobrina, le ofrece alterar la cláusula testamentaria y darle el dinero —pero ella, tras una discusión con el novio, lo rechaza, pues le resultaría insostenible privar de la ventaja de la donación a alguien que haya hecho meritorios esfuerzos. Tensión emanada de la actitud de Gravener —la cosa no le gusta y, con mucho, preferiría que la chica aceptase el regalo. Pero se traga el hueso —el padre lo consuela de las expectativas frustradas. La tía está tan encantada con la respuesta de la chica que, a modo de honor y gran cumplido, la nombra administradora del fondo —depositaria y ejecutora. Luego muere —la tía— y el casamiento se retrasa un poco. Después el padre de la chica, bien muere, bien se arruina —o ambas cosas; ella pierde toda perspectiva de contar con dinero —excepto unas 500 libras anuales, o menos. Esto retrasa aún más la boda y produce en Gravener cierto enfriamiento. Luego —o antes de esto— la chica traba pleno contacto con la palabra de Saltram. Esto tiene que coincidir con la ruina de su padre. Gravener quiere que la chica disponga la cosas de modo tal que al menos sea Mrs. Saltram la que maneje el dinero. Pero ella reflexiona —¿objeta?—. «Es para él —¿qué otra persona encarna la idea del legado?» Gravener le pone como condición que no haga eso. Mediante algún artificio, ella podría incluso guardar el dinero para sí; ARREGLAR ESTO. Sí, el conocimiento que va adquiriendo de Mrs. Saltram, de sus falsedades, su historia, sus representaciones —de lo cual me ocupo a través de mi conocimiento correspondiente—, ha de penetrar la parte que se extiende entre la noche de la conferencia y el verdadero encuentro con Saltram; y ha de ser por vía de Mrs. Saltram que yo me entero en parte de los entretelones —incidentes, condiciones. Dilema: ¿no exime todo esto, prácticamente, del expediente de que yo conozca a Gravener? ¡¡No!! [Nota: En la versión definitiva de The Coxon Fund —ver nota 32— el espacio concedido al personaje de Lady Coxon es mucho menor; las tensiones y la ruptura entre George Gravener y la heroína, Ruth Anvoy, sólo quedan brevemente perfilados. El relato se compone de doce capítulos de extensión casi igual. Da la impresión de que James consiguió una llamativa claridad ateniéndose, en efecto, a la fórmula de «abreviar» un tema rico en posibilidades. La pieza era, para orgullo de James y en su opinión, un señalado ejemplo del posible alcance y al propio tiempo, de la posible claridad de la nouvelle... cuyo principal mérito radica en el esfuerzo de hacer lo complicado con una fuerte brevedad y lucidez».]
Casa Biondetti, Venecia, 13 de mayo de 1894.
Me ha llamado la atención, leyendo en la Fortnightly Review de mayo de 1894 un artículo sobre Costumbres inglesas y francesas, el siguiente párrafo, que tal vez contenga algo así como un «tema»: «Cuando en Inglaterra se haya acabado de entender que la mayoría de los franceses (excepción hecha de los anglomaníacos de la sociedad avanzada) consideran que el «coqueteo» es un entretenimiento deshonroso, y que basta que una mujer haya oído una vez las proposiciones de un hombre para que consolarlo se le ocurra un acto de justicia, este aspecto del carácter francés resultará más comprensible para la mente inglesa.» Supongamos que se trata de 2 mujeres —con ideas contrapuestas de lo que es la «conducta». [Nota: James vuelve un año más tarde sobre esta idea, que finalmente conduce al relato The Given Case (El caso supuesto).]
15 Beaumont St., Oxford, 29 de septiembre de 1894.
Me parece divisar una idea muy bonita para un relato corto en una pequeña fantasía a la que debería titular The Altar of the Dead (El altar de los muertos). El nombre, al menos, es afortunado; ¡ojalá la historia fuese la mitad de feliz! Imagino un hombre cuya hermosa y noble religión es el culto de los muertos. Es la única religión que profesa; y para él significa un refugio y un consuelo. Alienta por los muertos silenciosos, pacientes, comprensivos, una ternura en la cual encuentra sagrada y casi secreta expresión toda su necesidad íntima de algo que requiera cuidado, piedad y entrega. Lo aflige que estén tan olvidados, tan apartados —que se los prive de honra, se los abandone, se los oculte; que se los condene a estar incluso más muertos de lo que ha decidido el destino que hizo presa de ellos. Lo conmociona la grosería, la frialdad que envuelve su recuerdo —la falta de un sitio consagrado a ellos en la existencia de los sobrevivientes. En realidad, la esencia de su religión consiste en erigir y conservar ese sitio. Doy al sitio —se lo da él— el nombre de altar; un altar que, en la oscuridad de sus espacios espirituales, parece resplandecer de luces y flores. Allí están al menos sus muertos, y para cada uno de ellos arde un gran cirio perpetuo. En cuanto a la situación, la acción que convierte la idea en un argumento, se me ocurre vagamente en los siguientes términos. Vaya por delante que al principio había imaginado el «altar» como entidad meramente espiritual —un altar de la mente, del alma, más esplendoroso al ojo espiritual que cualquier santuario tangibie. Pero es probable que no logre urdir una acción adecuada a menos que amplíe la idea. Por el momento supongamos, de todos modos, que el hombre ha erigido un altar espiritual —bien en alguna iglesia católica, bien en cierta sala o capilla de su propia casa. Me parece que la segunda alternativa es, con mucho, la menos practicable. En su expresión más simple, la idea de la historia consiste en que, mientras brinda al altar amor y atención, siente que no llegará a estar completo —no puede estarlo, no lo estará— hasta que no brille en él la llama de su propio cirio. Es a ese final, en tanto clímax, que debe apuntar el cuento. Creo que lo diviso, que ya se aproxima. La cosa empieza con la muerte de la madre —o bien la pérdida de algún amigo querido. La acción transcurre en Londres, vaga, oscuramente, sin realismo ni puntos sobre las íes. Desolado, mi personaje entra a una iglesia católica. Allí, en la penumbra de una tarde invernal, se sienta frente a un altar iluminado. Y siente la dulzura del consuelo y la paz. Mucho mejor sería acaso que sucediese en el extranjero; pero se trata de un detalle y, además, el tacto y el arte, el divino arte, todo lo transgreden. Como sea, en Londres o en el extranjero, ve una anciana pagando por un cirio —un cirio para su pobre muerto; y eso provoca el destello, la inspiración. Descubre que uno de los altares laterales de la iglesia está abandonado y en sombras —y llega a un acuerdo por el cual, pagando cierta suma de dinero, le permiten instalar allí una cantidad de velas perpetuas.
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34 De Vere Gardens, 2 de octubre de 1894.
Ayer volví a la ciudad —y, me parece, ahora veo mi tema, comparativamente, con alguna claridad. Por mucho tiempo el altar del héroe ha sido «espiritual» —ardía en la tiniebla de su alma. Luego se vuelve material, hecho éste que se determina de un modo que la historia se ocupa de referir. Una tarde de invierno el hombre entra a iglesia suburbana (católica, desde luego). Se encuentra bajo el coup, los efectos, de cierta percepción renovada del modo en que se olvida, se deshonra a los muertos, según he esbozado antes.
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24 de octubre de 1894. Si bien el apunte quedó interrumpido, sobre esa base escribí la mayor parte de un cuento muy corto; con el efecto, insólito en mí, de haber perdido todo antojo por el tema, al verlo de cerca, y preguntarme ahora si vale la pena seguir —o más bien sintiendo que no. Lo pospondré —tal vez la ilusión vuelva a capturarme. El asunto, sin embargo, es al fin y al cabo un «antojo» que no ofrece demasiado. Cada vez más (si es posible) me doy cuenta de que estas cosas lo traicionan a uno. Plus je vais, tanto más intensamente se afianza la certidumbre de que, a partir de ahora, en nada vale la pena emplear el menor gasto si no en la solidez, en la importancia y capacidad emocional del tema. Todo lo demás se vuelve quebradizo, se desploma, se adelgaza, se empobrece y estropea —lo traiciona a uno miserablemente. Todo aquello que no sea bello, humano, natural, fundamental, apasionado. Es cierto, desde luego, que en el caso de algo como este Altar of the Dead, una pieza corta de la cual harto dicen sus modestas dimensiones, de algún modo no resulta trascendente que uno siga o no adelante. Aquello que se ha visto en ella probablemente siga allí, y bastará cierta voluntad para hacerlo aflorar. Pero mirándola de cerca, lo que uno le exige es más bien poco. Permítaseme recordar que siempre he llevado las cosas hasta el fin. [Nota: El caso de The Altar of the Dead es extraño: en contraste con la ligereza o vaciedad que James atribuye al tema en estas notas, y que prácticamente lo llevaron a abandonarlo, el prefacio que hacia el final de su vida escribió para el relato sostiene que ninguna inteligencia artística alejada de lo vulgar podría dejar de sentirse atraída de por vida por el tema de los muertos perdidos. El tema, en efecto, es fuertemente sugerente, y el relato (del cual hay una excelente versión cinematográfica de François Truffaut: La chambre verte) está a su altura. Si la situación básica es la descrita en el cuaderno, el drama se intensifica mediante el añadido de un personaje femenino que también acude al altar erigido por Stransom, pero viéndolo como tributo a la memoria de un hombre que ha amado y cuya traición ha perdonado. El hecho es que ese hombre, antaño íntimo amigo de Stransom, le infligió más tarde un agravio, y por lo tanto no está representado en el altar por cirio alguno.] x x x x x
Entretanto, Henry Harper, en la espléndida cena ofrecida por McIlvaine en el Reform (en honor de él, H. H., el 17 de octubre), me trajo una especie de mensaje de Alden, de Magazine; mensaje, fuertemente apoyado por el portador, en el sentido de que querían «verme de nuevo en la revista». Henry Harper, muy agradable individuo de rostro transparente, sugirió incluso, remitiéndola (en parte) a Alden, ¡la chocante idea de que tenían un tema para mí!; tema sobre el cual podría basarse un relato cosmopolita, del tipo de Daisy Miller. ¡Lo curioso es que en la cosa probablemente hay algo que no me suena del todo mal, del todo vacío! Es —en grandes líneas— la eterna cuestión del snobismo de los americanos fuera de su país; cuya intensidad parece haberse hecho patente a ces messieurs por la situación y procederes de W. A. Pienso que se han equivocado ligeramente en el ejemplo —diría que W. A., por diversas razones, no constituye un buen símbolo. Pero da la impresión de que la propuesta despierta algo en mí, y me pregunto si no será —si no podría ser— el momento de extraer algo del tema insinuado. Es evidente que Henry Harper quiere otra Daisy Miller; y je ne demande pas mieux; sólo que hay varias cosas que decir: en primer lugar, y por sobre todo, que (si voy a materializar el tema en algo bueno) no puedo comprometerme a manejar la historia en una extensión tan reducida como la de Daisy Miller. Sea lo que sea lo que descubra en la sugerencia, he de resolverlo en una pieza del largo del Immortel de Daudet, más o menos —otra cosa no merece la pena. Hablando groseramente, L'Immortel se acerca a las ochenta mil palabras. The Reverberator tiene menos de 30.000.
[Nota: La extensión real de The Reverberator es de unas 50.000 palabras.]
Innumerables cuestiones y alternativas (questions d'art, alternativas de trabajo, de absorción presente) han girado a mi alrededor durante los últimos días; sobre todo los 2 —o 3— que he pasado encerrado con un malsano resfriado —el resfriado que el 22 traje de casa de los Millet. (Escrito esto el 25 de octubre de 1894.) Me he sentido nervioso y embrollado —pero de eso no vale la pena hablar aquí. x x x x x
3 de noviembre de 1894. ¿No existe un pequeño drama en la idea de una situación como la de A. L. —un hombre extremadamente inteligente y culto, alabado y seguido en sociedad, favorito como conversador y persona «brillante», cuya vida íntima es «imposible» a causa de la pesadez de su esposa y sus hijos, de su inferioridad, de su vulgaridad y estupidez gruesas, densas, insubsanables? Acaso la historia se enriqueciera si le diésemos al hombre un hijo —una niña— brillante, inteligente, perspicaz, parecido a él. Puede imaginarse la camaradería entre padre e hija, la comprensión, los acuerdos, las confesiones, la mutua entente frente a los demás. Con todo, esto es en conjunto tema de otra historia, y complica el sencillo efecto que yo buscaba. Me refiero al efecto del problema casi insoluble de la vida social de un hombre con tal carga: a la ausencia de una tragicidad aguda y la presencia, no obstante, de una completa desdicha. La hija, rotundamente incolocable; los hijos, meros patanes. Habría que constituir la pintura en alguna acción, construir la pieza en torno a cierto clímax. El clímax reside en la inevitabilidad de abandonarlo todo —largarse de Londres, enterrarlos en algún lugar en el campo, y enterrarse él mismo con ellos. La historia podría contarla, o el episodio relatarlo una persona, un amigo, que ha previsto todo desde el momento de su aparición en el horizonte londinense, ha sido consultado y advirtiendo los gérmenes de la situación, ha padecido dudas y tribulaciones. El pobre hombre viene a despedirse, a decir: «Adiós, me doy por vencido: es imposible.» No obstante, todo eso permanece à trouver. Lo que me parece advertir es que hay un tema en el fondo de este retrato, en el predicamento de un hombre a quien la sociedad encumbra, pero que soporta la carga de semejante familia. [Nota: El cuaderno se cierra con algunas direcciones y los cálculos del costo de una estadía en un hotel de Lucerna, en 1893.]
Cuaderno IV
(3 de noviembre de 1894 — 15 de octubre de 1895)
34 De Vere Gardens, W., 3 de noviembre de 1894.
¿Acaso no se puede hacer algo con la idea —que se me ocurrió hace un tiempo y hasta ahora no había anotado—, la pequeña idea de la situación de una criatura joven (sería preferible una mujer, me parece, pero de esto no estoy seguro) que, a los 2O años, en el umbral de una vida que se antojaba ilimitada, se ve súbitamente condenada a muerte (por consunción, enfermedad cardíaca o lo que fuere) por la voz del médico? Se entera de que sólo le queda un corto tiempo de vida y, aterrorizada, se rebela, llora en arrebatos de angustia, de joven y trágica desesperación. Está enamorada de la vida, sus sueños han sido inmensos y se aferra a ellos con pasión, suplicante. «¡No quiero morir; no moriré no... oh, haga usted que viva... sálveme!» Es tan patético su destino como el horror que siente ante él. Ruega vivir sólo un poco más; solo un poquito, un tiempo más. Es como una criatura que, profiriendo alaridos, se ve arrastrada a la guillotina —al degolladero. Considero la idea de un joven que la conoce, que, al saber cuál es su destino, se siente terriblemente conmovido, y concibe el proyecto de hacer cuanto esté a su alcance por ayudarla —por poco que sea. Ella nada conoce, nada ha visto, en su vida todo era inminencia. Incluso una pausa, una hora para gozar de lo que otra gente, gente feliz, puede conocer: incluso esto significaría para ella una redención, una bendición. Llevado de su piedad, el joven desea hacerla probar un sorbo de felicidad, darle algo sin lo cual le destrozaría el alma partir. Ese «algo» sólo puede ser —desde luego— la oportunidad de amar y ser amada. El no la ama, solamente se compadece: posee suficiente imaginación para comprender lo que ella siente. Su inclinación a la suavidad, a la indulgencia. Ella vivirá en plenitud apenas un fugaz momento —entonces ¿qué importa? Pero el joven está enredado con otra mujer, ligado, prometido, «comprometido» con otra —y es allí donde parece residir la historia. Lo veo como si tuviera que arriesgar algo, perder, sacrificar algo para ser tierno con la muchacha, y hacerlo sin esperar recompensa; pues, aun cuando lo amara, la pobre no tiene nada, ninguna vida que ofrecerle a cambio: ni vida, ni entrega física o personal, pues me parece que habría que representarla demasiado enferma para eso. Me ha perturbado pensar en esta breve pintura —la idea de la posesión física, el breve rapto pasional que al principio se me antojaba imprescindible; y me perturbó por la fealdad, la incongruencia, lo disgustante, en somme, de la noción de un hombre que «tiene» a una chica enferma; y también por lo penosamente obvio y grosero que resulta ofrecer tal remedio para la desesperación de ella —ese remedio nada más. «Oh, se va a morir sin haberlo probado. Démoselo, entonces, y que muera después»: sin duda esto es harto ramplón. ¿No late acaso una belleza mayor —y una mejor chance para la historia— en el hecho de que ya se encuentre demasiado enferma para ello, y de que él tenga apenas que mostrar una delicada dulzura, convencerla de que, de no haber sido tan tarde, podrían haberse amado ad infinitum? Con todo, no se trata sino de un detalle: lo que trae aparejado la tenue visión de un pequeño drama es el elemento de que este encuentro lo enfrenta a él con la mujer a la que por otra parte se halla vinculado, una mujer a la cual jamás ha dudado amar (no menos de lo que ella lo ama a él). Se presenta como inevitable, o necesario, preliminar, que el encuentro con la muchacha trágica se produzca a través de la otra mujer: que ésta también, quiero decir, sepa lo que ocurre (pueden ser parientes, y se acaban de reunir tras una ausencia o por primera vez) y sea privilegiada testigo de la historia. Si yo escribiera para un público francés todo sería muy simple: la mujer de más edad, la «otra», podría presentarse sencillamente como la amante del joven, y la anécdota se reduciría a que él se dedicara por un tiempo a la enferma, estableciendo con ella una relación temporal. Pero qué poco es lo que puede hacerse con el adulterio inglés —cuánto menos inevitable es, cuánto más feo, con sus ocultamientos y sus falsedades; tan minado está por nuestra inmemorial tradición de libertad de elección original y nuestra aceptación prácticamente universal del divorcio. Como sea, en este caso la anécdota, que por cierto todavía no diviso en absoluto, probablemente resulte más dramática, fuerza es decirlo, sobre la base de que esté en juego un matrimonio: con la otra mujer, ¡o aun con las dos! Entreveo que la pequeña acción residiría, de alguna manera, en la especial complicación que conlleva para el hombre su actitud (hacia la muchacha), complicación que culmina con un sacrificio o una pérdida terrible, un desastre. La dificultad radica en que la cosa es bella precisamente porque él no ama a la muchacha —se comporta con total desinterés. Ella sí que está enamorada de él —es decir: ya lo estaba antes de que la condenaran. El lo sabe, se entera al mismo tiempo que él —que ella, quiero decir— que la enfermedad se la llevará. Digamos que la muchacha entra en su campo visual en condición de prima —recién presentada— de la mujer a la cual se halla prometido. Digamos que está solemnemente comprometido con esta muchacha mayor, y desde hace algún tiempo, pero que cierto obstáculo grave retrasa el casamiento. Es lo que se llama un noviazgo largo. Están obligados a esperar, a demorar, a tener paciencia. El carece de ingresos y ella de fortuna, o bien existe de parte del padre de ella una oposición insuperable. El padre, la familia, poseen buenas razones para rechazar al mozo; el padre es enfermizo, la muchacha tendrá que estar junto a su marido hasta la muerte, él no hará nada por ellos, etcétera, etc. O supongamos que esta gente es humilde —lo cual presenta, por cierto, el inconveniente de que la situación no resultaría fiable respecto del héroe. Desde el momento en que un joven se compromete, debería contar con medios: de no ser así, no habría de dar el paso. La pequeña historia que j'entrevois me recuerda súbitamente, a estas alturas, la Germaine de Ed About, leída hace largos años y de la cual sólo poseo una vaga memoria. Pero no me importa. Si en definitiva, por la razón que sea, la joven pareja ha de esperar (bien debido a la muerte del padre de ella, bien a la muerte del de él), ya me he hecho con lo esencial. Ecco. Están a la espera. En tales circunstancias el mozo conoce a la chica enferma, amiga o pariente de su novia. Ella sí que tiene dinero —es rica. Está enamorada de él —resulta trágica y conmovedora. El decide confiarse abiertamente a su prometida, su novia, y le dice: «No te pongas celosa si soy amable con ella; ya sabes a qué se debe.» La novia es generosa, también magnánima —rezuma compasión. Le afloja la cuerda. Responde: «Oh, sí, pobrecita; trátala bien.» La cosa va demasiado lejos para su gusto; pero lo soporta, tan segura está de su novio. A todas luces la pobre chica se está muriendo: ¿qué importa, entonces? No durará mucho; ¡y está tan enamorada! Pero ambos prometidos se han cansado de esperar —y lo que más les preocupa son sus propias perspectivas. Se vuelve evidente que la enferma, si pudiera, se casaría con el joven sin pensarlo.
7 de noviembre de 1894.
El otro día dejé inconclusa la nota precedente —se me hacía tarde y me estaba llevando demasiado lejos. Hay en el asunto varias dificultades —y mi intención era apenas echar una sonda. Me había preguntado si no era prometedora la idea de que el joven acordara con su novia casarse con la pobre muchachita para hacerse con el dinero de ésta, estando por lo demás seguro de que ella morirá y se lo dejará —a resultas de lo cual (o sea, convertido él en viudo acomodado) ellos podrían casarse a su vez. ¿Y cuáles serían las secuelas? No puedo imaginar ninguna —dudo de llegar a hacerlo— que no sea desagradable y vulgar: vulgarmente desagradable, quiero decir. Tal sería el caso de la supervivencia de la muchacha —que no es en absoluto lo que busco, ni lo que pretendo expresar. Además, si está tan enamorada del mozo como yo la veo, le daría el dinero sin interponer la cuestión del casamiento, Me parece coger la punta de una bonita idea resolviendo que la felicidad, la vida, la arrebatadora experiencia que la muchacha anhela, CONSISTA, de hecho, en un arranque de esa índole —un acto de generosidad, de apasionada beneficencia, de sacrificio puro hacia el hombre que ama. La ventaja de esta salida sería la posibilidad de eludir todo «casamiento» entre ambos, algo tan vulgar como un «compromiso», y de despegar el deseo de la pobre criatura de los placeres de tipo egoísta, del sueño de poseer y ser poseída, etc., convirtiéndose así la historia en algo raro y exquisito. Creo que esta solución tiene mucho de bueno —débilmente empiezo a vislumbrarla. El comienzo, me parece, lo veo con las 2 muchachas —quienes no han de quererse. Esto implicaría que la enferma, a quien circunstancias de familia han puesto en relación con la otra, no sintiera afecto por ella, albergara alguna razón para rechazarla, al menos para no prestarle beneficio o hacerle favor alguno. Puede verse que la historia comienza con ellas —las dos juntas, un poco más unidas a causa de la enfermedad y la aflicción de la menor, de modo tal que la otra se convierte en primer testigo de su desesperación y es la primera en conocer su destino. La desdichada se desahoga, delira, no se puede contener. La mayor se halla prometida al joven privadamente, en secreto, y en el momento en que le dictan la sentencia mencionada la otra aún no lo ha visto nunca. Lo conoce y se enamora —él se convierte en testigo de su estado de ánimo y, como ya he dicho, se apiada inmensamente. Es a través de la visión de lo que podría hacer por él que ella renueva la súplica por la vida. Luego se percata, descubre —o más bien no lo descubre al principio— que los otros dos —la parienta y el joven— están prometidos. Me parece percibir lo que ocurre entre los novios en torno a este tema. La novia posee un plan —repentinamente advierte lo que puede suceder. Le prohíbe al joven decirle a la muchacha que están prometidos. El plan consiste en que él se le brinde por un tiempo, sea «amable», responda, sea expresivo, permita que ella lo ame y se comporte como si la amara. Prevé que en tales circunstancias la muchacha será capaz de un acto de grandiosa generosidad —generosidad de la cual se beneficiará su propia vida, su perspectiva de matrimonio—, todo ello sin arriesgar nada. Por lo tanto alienta el impulso de su novio, y él asiente, bastante desconcertado y perplejo. Al fin «comprende el juego» —ella no se lo explica formalmente. Ella sabe que la muchacha no la aprecia —digamos que ha rechazado a su hermano, quien tiempo después murió. El caso es que hay un motivo para esta inquina, y la mayor lo sabe. Más aún: se lo cuenta a su amante, pues al fin y al cabo ha de darle una razón, explicarle por qué la chica no la quiere. Al dársela, de hecho, virtualmente le comunica su plan. «Actúa un poco y te dará dinero. Claro que si sabe que ese dinero es para casarte conmigo, no lo obtendrás nunca. ¡Jamás!» Mi idea es que al fin la pobre muchacha (es decir, la rica) se entere. ¿Y cómo llega a enterarse? ¿Por boca del padre inflexible? ¿por boca del hermano despechado (en caso de que no haya muerto)? ¿Por boca del hombre (es decir, otro hombre) que el padre inflexible quiere para su hija, y que, furioso con ella, se vuelve hacia la adinerada inválida llevado de un espíritu vengativo y mercenario? ESTO, creo, estaría muy bien. Veo delinearse un pretendiente sin un penique al cual la mayor de mis muchachas rehúsa aceptar. Si lo hace —si perpetra una alianza a la moda— su padre está dispuesto a ayudarla. Ella se niega, de ahí su mérito y su valor, y es merced a este sacrificio que retiene a su amante —en le faisant valoir— y, por así decirlo, lo integra en su estrategia. Lord X. es un pobre individuo sin más posesiones que su título. Lo que la muchacha sacrifica es eso —pero nada más. Si, rechazado, Lord X. acude a la enferma con un espíritu vengativo y mercenario, y le revela «el juego» de la otra (esto es: los atisbos, las presunciones, los datos con los cuales, pieza a pieza o en un vívido relámpago de intuición, ella construye el compromiso secreto), prácticamente obtengo, me parece, una pequeña obra en tres actos —con el papel principal para una actriz joven. En cualquier caso, obtengo una acción bastante clara y dramática, ¿no?— Voyons un peu. Lo que descubre causa a la pobre moribunda un disgusto espantoso —pero poco después su pasión se sobrepone espléndidamente. Hacia esa pasión se abalanza, hacia el deseo de saborear brevemente la vida de ese modo —y se vuelve capaz de aferrarse aún a su generosidad. Se aferra, se aferra, Pero, a través de ella misma, el joven se entera de que sabe —que conoce la existencia del vínculo entre él y la otra. Esto le permite poner a prueba su devoción, la belleza de su alma —y el espectáculo le produce un efecto tremendo. Se avergüenza de haber aceptado tácitamente el plan de su novia —la idea lo horroriza. Este horror lo acerca más a la moribunda. Le dice a su prometida lo que la muchacha sabe, y que no obstante parece decidida a darlo todo. «¡Tanto mejor!», replica la prometida. Resumida del modo más crudo, mi historia pura y simplemente parece consistir en que la muchacha muere dejando dinero —abundante dinero— al hombre que ha amado con tanta generosidad como desesperanza, y a quien, ayudándolo de este modo, testimoniándole a cualquier precio una devoción pura, decidió alentar a que contribuyera a su única y suprema experiencia. Luego el joven, con el dinero, queda frente a frente con su novia. Es lo que sucede ahora entre ellos lo que conforma el clímax, el desenlace de la historia. Ella está deseosa, dispuesta a casarse, pero él se ha enamorado realmente de la muerta. Algo le repugna y lo mueve a apartarse en la actitud de la otra mujer ante el asunto, en el «juego» en cuyo instrumento él aceptó convertirse. A la luz de la exquisita naturaleza de la muerta comprueba cuán poco exquisita es la viva. Está desesperado, no sabe qué hacer: crispado, se pregunta hasta qué punto le es permitido ejercer violencia contra sí mismo. Este cambio, esta pena y esta revulsión, esta agitación profunda, son advertidos por su novia, que se apresura a acusarlo de infidelidad, de fallarle ahora que, por decirlo de algún modo, han arribado a la meta. ¿Acaso quiere guardarse todo el dinero? Hay entre ellos una escena muy penosa, casi violenta. (¡Cómo parece ordenarse todo en una obra en tres actos! —¿O me estoy sugestionando?) En una palabra: rompen. Puesto que la mujer, celosa y resentida (ahora del recuerdo de la otra), le da la oportunidad al proponerle el alejamiento, él dice: «¡De acuerdo!» Pero le ofrece el dinero y ella lo acepta. Luego, vengativa, despechada, con el dinero y el restablecido apoyo de su padre, se casa con Lord X., mientras él, pobre y soltero, vive fiel a la imagen de la muerta. Para una obra respecto de la cual pueda albergarse alguna esperanza de que llegue a escena, desde luego, habría que variar el desenlace. La acción sería la misma hasta el momento en que la muerte de la muchacha se hace inminente —y la donación del dinero tendría lugar antes del ACONTECIMIENTO. También se produciría antes la ruptura entre los prometidos —él la compraría con el dinero, igual que en el otro caso— y el héroe regresaría a la muchacha como a su único bien. Reanimada por semejante delicia, ella se alzaría hasta él y el telón caería sobre el abrazo y, digámoslo así, la posibilidad de que ella se salve y haya una boda. Lord X. y el adulador padre de la prometida serían personajes secundarios, y debería haber un confidente de la evolución del héroe, de sus emociones. Me parece discernir una figura vigorosa, tal vez esa figura —el apoyo del héroe— en el homme d'affaires de la moribunda. Podría ser que ella fuese americana, y el homme d'affaires un excelente prototipo americano de comedia. Su esposa sería la necesaria dama madura. Me parece ver la acción en Niza o Menton —o El Cairo, o Corfú—, al menos para el primer acto, y la posibilidad de reunir a los personajes en un espacio común, el salón o el jardín de un hotel. x x x x x
8 de noviembre de 1894. Como anoté ante (en un viejo cuaderno ya acabado), el otro día, en la cena de McIlvaine, Henry Harper me comunicó que Alden y él querían que escribiese una pequeña historia cosmopolita sobre el esnobismo americano en el extranjero. Tres semanas más tarde, al encontrarme nuevamente con H. H. en un almuerzo en el R C, volvió a formular el pedido, ahora con urgencia. Me parece sentir cierta inclinación a responder —considero que algo podría hacerse con la idea. Pero voyons un peu qué posibilidades tiene. La cosa no merece esfuerzo alguno a menos que se le extraiga algo tolerablemente grande y fuerte. Pero la única manera iluminadora de examinarlo consiste en buscar lo que pueda encerrar de más elocuente, ilustrativo y humano; de más característico y esencial —dar con la nota real intrínseca: dramática, trágica, cómica, patética, irónica. El interés principal no yace en el mero retrato grotesco de disparates y desventuras, de triunfos y sufrimientos; yace en la experiencia de cierta criatura que ve, sabe, juzga y siente todo eso, que tiene un papel a jugar en el episodio, a quien los hechos solicitan, ponen a prueba, perturban y dejan al descubierto, y que conforma el cristal, si puede decirse, a través del cual contemplamos el diorama. Ya desde el umbral se aprecia la dificultad de que el tema es demasiado grande —demasiado grande para ser tratado a la escala de Daisy Miller, que es lo que tienen en mente los de «Harper». Y, ay, excribir para «Harper» no ofrece más inspiración ni incentivo que los pecuniarios. Siempre quieren lo más corto, lo más ligero, lo más seguro, lo menos bueno; y la compañía que la revista le proporciona a uno es del más paralizante aburrimiento.
18 de noviembre de 1894 (34 De Vere Gdns. W.).
¿No hay acaso tema para un breve —muy breve— cuento (de moeurs littéraires) en la idea de un hombre de letras, poeta, novelista que, al cabo de años o de un considerable período de corresponderse feliz, confiada y más o menos afectuosamente con una «dama de letras», periodista, por ejemplo, descubre que ella lo ha débiné, «apaleado» sistemáticamente en las revistas con las que colabora? El la conoce desde hace largo tiempo y la aprecia; conoce sus trabajos literarios y los aprecia menos; y también sabe que periódicamente han aparecido los éreintements en cuestión, aunque nunca los ha relacionado con la dama, ni a ésta con ellos; y el descubrimiento constituye una revelación conmocionante, muy dolorosa. También puede ser un hombre el autor de las reseñas, y una mujer el escritor anónima y depravadamente —abusivamente, al menos— criticado. La cosa es si no existe un presumible tema o drama en la relación, la situación de los dos individuos una vez que todo aflora —el reseñista pretende mantener una actitud hacia el escritor como escritor y otra totalmente distinta en tanto miembro de la sociedad, amigo y ser humano. Pueden estar, el crítico puede estar, inconsciente, descorazonada, regulièrement enamorado de la víctima. No es más que una situación somera; pero tal vez lleve algo dentro.
Se me ocurre que también puede haber un argumento, un pequeño drama, en el concepto de la manera en que ciertas personas, estrechamente relacionadas, acusan los efectos de un suceso, un acto que se proyecta enérgica y penosamente sobre el inmaculado honor de su casa, su familia —evento presumiblemente encarnado en un individuo, un individuo deshonroso, vergonzoso, confundido, pecador, descarriado; las diferencias en torno al tratamiento del cual estallan entre los demás y constituyen la acción. De algún modo ha de tratarse de la marcada oposición entre 2 formas de orgullo —el orgullo capaz de endurecer y envarar su corazón, su mirada, su aparente, estudiada e impávida inconciencia de lo que ha sucedido, apartando al mismo tiempo la mirada de la vergüenza, ignorándola, desposeyendo, repudiando, sacrificando inexorablemente al culpable; y el orgullo que sufre, y que sufre del modo contrario, se sumerge, se oculta, se retira del mundo y no obstante, sin dejar de sufrir, se solidariza con el reo, es incapaz de desligarse inhumanamente de él. Todo esto —la situación, quiero decir— dependería por entero de lo que uno pudiese idear a modo de relación entre las dos tendencias, por así llamarlas, y de acto de compromiso por parte del 3er personaje, el que se «sacrifica». El caso de la mujer inmoral, me parece, está demasiado rancio y manido.
Nombres. Hanmer — Meldrum — Synge — Grundle — Adwick — Blanchett — Sansom — Saunt — Highmore — Hannington (o de lugar) — Medley (casa) — Myrtle — Saxon — Yule — Chalkley — Grantham — Farange — Grose — Corfe — Lebus — Glasspoole (o de lugar) — Bedfont, Redfont (¿lugares?) — Vereker — Gainer — Gayner — Shum — Oswald — Gonville — Mona (muchacha) — Mark — Floyer — Minton — Pantom — Summervale — Chidley — Shirley — Dreever — Trendle — Stannace — Housefield — Longworth — Langsom — Nettlefold — Nettlefield — Beaumorris — Delacoombe — Treston — Mornington — Warmington — Harmer — Oldfield — Horsefield — Eastmead.
Sábado, 12 de enero de 1895.
Anoto aquí la historia de fantasmas que el arzobispo de Canterbury me contó en Addington (la noche del jueves 10); un mero boceto vago, general, impreciso, puesto que no otra cosa le había referido (de modo harto malo e imperfecto) una dama que no poseía el arte de narrar ni claridad alguna. Es la historia de unos niños (de edad y en número indefinidos) que, muertos presumiblemente los padres, quedan al cuidado de sirvientes en una vieja casa de campo. Los sirvientes, malvados y corrompidos, corrompen y depravan a los niños; los niños se vuelven viles, capaces de ejercer el mal en un grado siniestro. Los sirvientes mueren (la historia no dice claramente cómo) y sus apariencias, sus figuras, vuelven para poseer la casa y los niños, a quienes parecen tentar, a quienes invitan y convocan desde más allá de lugares peligrosos, el profundo barranco tras un cerco derruido, etc., de modo que al entregarse a su poder los niños pueden destruirse, perderse. No se perderán mientras alguien los mantenga alejados; pero estas malignas presencias insisten una y otra vez, intentando hacer presa de ellos. Es cuestión de que los niños «vayan hacia allá». La pintura, la historia, es demasiado oscura e inacabada, pero inspira la realización de un efecto extrañamente horripilante. Ha de contarla —es tolerantemente obvio— un testigo u observador externo.
34 De Vere Gardens, W., 23 de enero de 1895.
Vuelvo a tomar mi propia pluma —la pluma de tantos viejos esfuerzos inolvidables y sagradas contiendas. Nada más es preciso decir hoy: El futuro aún se abre amplio y pleno y elevado. Sin duda es ahora cuando se me concede hacer la obra de mi vida. Y la haré, x x x x x Sólo me hace falta enfrentar mis problemas. x x x x x Pero todo esto pertenece a lo inefable —es demasiado profundo; demasiado puro para ser proferido. Descanse, pues, envuelto en sagrado silencio. x x x x x
26 de enero de 1895.
Sobre la idea de un pobre individuo, artista, hombre de letras que durante toda la vida intenta —aunque más no sea para ganarse el sustento— hacer algo común, encontrar la gran horma chata del zapato del público: ¿no habría en ella, quizás, una pequeña historia, si se pudiera animarla mediante cierta acción; historia que acaso sirviera para acompañar a The Death of the Lion? En realidad me la ha sugerido el puñado de escuetos recuerdos de mi propia ambición frustrada; y sobre todo, el hecho de que volviera a mi mente el hecho de que hace ya veinte años, cuando yo vivía en París y escribía crónicas para el N. Y. Tribune, Whitelaw Reid me pidió eso virtualmente: que las hiciera más simples y mezquinas, tan vulgares como era capaz de hacerlas él, que las hiciera, según decía, más «personales». Aquello fue hace veinte años, y así ha sido siempre, hasta la otra noche, la del 5 de enero, la de la première de Guy Domville. Seguir las huellas de la historia del delicioso talento, la encantadora naturaleza artística que, no hay otras palabras, ha sido víctima del esfuerzo inicuo, de un largo y vano estudio que le permitiera tomar la horma de marras, «satisfacer» las necesidades corrientes, fabricar, en definitiva, alpargatas con hilo de seda. Lo intenta una y otra vez, haciendo lo que considera más basto y grosero. De nada sirve —siempre resulta «demasiado sutil», siempre demasiado exquisito, nunca lo bastante vulgar. Tuve que contestarle a Whitelaw Reid que lo que me había esforzado tanto por hacer para el Tribune era lo peor de que era capaz. Perdí el puesto —no querían esas crónicas. Un pequeño drama con nudo y desenlace, una minúscula tragedia de la vie littéraire: ¿no podría oponerse al personaje cierta contrastante figura de otro tipo, la criatura que, apenas consciente de su acendrada vulgaridad, trata continuamente de ser refinada, todo lo cual no le impide en absoluto tener éxito? Digamos que es una mujer. Ella sí que triunfa. ¡Y se cree magnífica! De modo que la cosa se convierte en una obra maestra de íntima y acabada ironía. Podría haber una dificultad —me parece advertirla: la necesidad de que, a fin de plasmar la energía plena de ciertos esfuerzos, el narrador sea consciente, o tal VEZ SEMI CONSCIENTE. Como sea, el narrador es un personaje más del drama aquel que, perplejo, transita el camino inverso —el que trabaja sin esperanza en busca de la exquisitez.
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5 de febrero de 1895.
Ayer por la tarde, mientras en un tiempo tremendamente frío y despejado me bamboleaba sobre un coche traqueteante (para ir a cenar con los Lovelace, quienes, según previo acuerdo —y siendo la única otra invitada Miss De Morgan, persona harto iniciada en la materia— me mostraron algunos de los extremadamente interesantes papeles de Byron que poseen; en particular unos cuantos de los relacionados con la historia por demás indudable de su relación con Mrs Leigh, único amor verdadero, como declarara enfáticamente, de toda su vida), mientras me desplazaba, pues, me vino a la mente, no sé por qué, la idea de un dramita suscitado por la existencia de un afecto tan intenso como peculiar e interesante entre hermano y hermana. Fue una rara coincidencia que la inspiración sobreviniese cuando me dirigía a un lugar en donde iba a ver las cartas Byron Leigh —unas cuantas al menos. Claro que de esto (en lo concerniente a los documentos específicos) yo no sabía nada de antemano —no tenía la menor idea de que iba a ver esas cartas en especial. Por otra parte, la pequeña relación que imaginé se me presentó por completo desprovista del carácter nefando —anormal— de la arriba mencionada. Tal vez la idea no contenga nada —probablemente sea así; pero aquello en lo que medité vagamente (con claridad apenas suficiente, por cierto, a los efectos de esta nota) fue el acontecimiento de una unión (de sangre, identificación y ternura) tal que, por parte de cada cual, sólo puede favorecer la inteligencia y percepción de las condiciones, sentimientos e impulsos del otro —en absoluto su control y dirección, como es el caso en la mayoría de los entendimientos afectuosos, de las devociones conductoras, que penetran la naturaleza del objeto amado para su bien, para protegerlo a veces de sí mismo, de sus peligros originarios, etc. Imagino a mis hermanos entendiéndose demasiado bien —fatalmente bien. Ninguno es capaz de proteger el carácter del otro contra sus propias fuerzas —pues, en cada caso el otro representa, al propio tiempo, la identidad misma contra la cual se requiere protección, y sólo puede ahondar en el mismo sentido, ver con igual sensibilidad, con igual imaginación, vibrar con los mismos nervios, sufrir con el mismo sufrimiento: tener, en resumen, exacta, idénticamente, la misma experiencia de vida. Dos vidas, dos seres, pero una experiencia: creo es esto lo que quiero decir; surgiendo pues el dilema de qué situaciones, qué drama, qué pequeña historia puede extraerse de la idea. La manera en que compareció ante mí la cosa (el nudo), fue el hecho de que murieran juntos como único paso incapaz de desmerecer su entendimiento ideal, absolutamente perfecto. Imaginé un sentimiento de la vida tal que uno de ellos, influido por completo, «falla» en el juego con el otro, produciéndose un efecto, dada la total comprensión de las sensibilidades implicadas, exactamente igual —una suerte de resignado, inevitable, desilusionado suicidio doble. Es, pues, un reflejo, una reduplicación de la ironía, de la tristeza. Pueden ser gemelos, pero no me parece necesario. Ni siquiera es preciso que sean varón y mujer: pueden ser 2 hermanos e incluso 2 hermanas. Lo más recomendable, con todo, sería que fuesen hermano y hermana, y no gemelos. Ahora recuerdo —me ha vuelto a la mente— la pequeña imagen que me llevó a imaginar la historia: la idea de un sentimiento, una ternura indeciblemente intensa, de una compunción sagrada, por decirlo así, en relación al pasado, a los padres, a la adorada madre, al adorado padre —a aquellos que antes que ellos y por ellos han sufrido, cuya sangre corre por sus venas y cuya imagen los posee con un pathos casi paralizante, una inefabilidad de dolor, un sentido de lo irreparable, de una realidad trágica, o al menos de una realidad de tristeza mayor que la realidad factual. Probablemente, lo que a la pequeña donnée le cabría presentar correctamente es la imagen de una profunda, participadora devoción de uno hacia el otro (del hermano hacia la hermana, se presume), antes que la de un afecto absolutamente igual, matemáticamente dividido. El hermano sufre, vive la experiencia y los efectos de la experiencia, se ve arrastrado por el destino, etc.; y la hermana comprende, percibe, lo comparte con la más ínfima pulsación de su ser. No hace falta que él diga nada —ella sabe: hay una identidad de sensación, de vibración. Para ella se trata del Dolor de la Identificación: he ahí el tema, la fórmula. El desenlace estaría en: a qué conduce esto —a qué conduce a la víctima. La conduce a ser partícipe del destino del otro cualquiera sea. La historia es ese destino.
5 de febrero de 1895. ¿Qué hay en la idea del Demasiado tarde —en la idea de una pasión, amistad o vínculo, de un afecto largamente deseado y esperado que se materializa demasiado tarde? Demasiado tarde en la vida, quiero decir. ¿No depara algo la idea de que 2 personas puedan encontrarse (como si se hubieran buscado una a otra durante años) sólo a tiempo de comprender lo mucho que para ambos hubiera significado conocerse antes? Es vago, nebuloso —el mero atisbo de un atisbo. Se encuentran sólo para separarse o sufrir —se encuentran cuando una de las dos está a punto de morir «o algo por el estilo». Puede ser que en el pasado hayan tenido tenue conciencia de las posibilidades que latían entre los dos —que se hayan buscado a tientas en la oscuridad. El sentimiento es amor, amistad, comprensión mutua, lo que a uno se le antoje. Tal vez han oído hablar uno del otro —tal vez se hayan presentido, hayan notado, cada cual por su parte, un tirón en la cuerda, cierta vibración en el alma del otro. Se trata de una pasión que hubiera podido ser. Da la impresión de que recaigo en la idea de la persona casada que encuentra el compañero real, etcétera; pero no es eso lo que quiero decir. Casada o no —el casamiento es apenas un detalle. O más bien, me figuro, ninguno de los dos hubiera podido concebir un matrimonio tolerable. ¿No han esperado, entonces —y por demasiado tiempo— que sucediera otra cosa? Indefectiblemente, no hay «otra cosa» fuera del matrimonio que no sea desperdiciar la vida. Y el desperdicio de la vida lleva implícita la muerte. Tal vez haya en esto el germen de un argumento; pero es obvio que habrá que escarbar. x x x x x
A propósito de esto, enganchado del modo más vago y torcido, me viene no sé cómo a la mente aquel concetto que he anotado en otro cuaderno —la tragedia del hombre que ha renunciado a la ambición, al sueño de su juventud, a su genio, su talento, su vocación, con todo el honor y la gloria que le hubiera podido procurar: que lo ha vendido, trocado, cambiado por algo muy diferente e inferior, pero mundano y mercenario. Me basta escribir estas pocas palabras con todo, para ver que las 2 ideas no tienen nada en común. Son historias diferentes. Lo que imaginé en relación a esta última es que esa Identidad Muerta del pobre individuo aún pervive para El de forma indirecta, en la simpatía, la fidelidad (la presencia de alguna clase) de otra persona. En la nota anterior intenté esbozar en qué podría consistir esta identidad vicaria. Será preciso volver sobre el tema; lo que por ahora quería impedir que se me escabullese era el simple recordatorio de la belleza, la pequeña tragedia ligada tal vez a la situación del hombre de genio que, en una malhadada hora de su juventud, ha traficado con el más amoroso de los anhelos y desde entonces vive en la amarga sombra del arrepentimiento. Mi otra notita contenía la fantasía de una recuperación de la felicidad perdida, de la Identidad Muerta, a través de la relación con una persona, una mujer, que sabe cómo era esa identidad y en la cual ésta aún vive tenuemente. Esa relación es la verdadera vida de mi sujeto. Pero me parece haber dicho que todo eso es un poco banal; que, en la práctica, la situación ya habrá sido harto tratada; y que por lo tanto la cosa, probablemente, sólo podría tomar forma como la historia, no del hombre, sino de la mujer implicada. Es la noción que la mujer tiene de aquello que podría en él lo que cobra intensidad. (El nexo entre esta idea y la anterior fue sencillamente el descubrimiento de que ambas se referían a posibilidades.) Ella es su Identidad Perdida: él está vivo en ella y muerto en sí mismo —lo cual se asemeja un tanto a la pequeña fórmula que me pareció entrevoir. En el cuento, él, el hombre, también debe morir materialmente —morir en la carne como tiempo atrás había muerto en espíritu, en lo verdadero. Es entonces cuando su tesoro perdido resucita con más fuerza, ya no más contrarié por la existencia material, la existencia en el ser falso, errado. —Pero me temo que la cosa no dé para mucho: seguirla costaría un montón. [La idea de la vida dilapidada, tanto como la de las pasiones que hubieran podido ser, preocupaban a James ostensiblemente. Ambas cristalizarían en cuentos de sus últimos años como The Friends of the Friends (Los amigos de los amigos) y The Beast in the Jungle (La bestia en la jungla)].
6 de febrero de 1895. Ayer, citado de antemano, acudí a ver a Ellen Terry; y no pretenderé entrar aquí en la consideración del prolongado y trágico capítulo con el cual se asocia mi consideración (tan llena de problemas, tan infortunada, de momento al menos) de la propuesta contenida en la nota de ella que condujo a la entrevista. Hago la alusión, esta mañana, por la sencilla razón de que concierne a la charla mantenida, y a lo que de ella pueda resultar, el preguntarme de cette triste plume tâtonnante si, para una obrita de uno o dos actos como la que Ellen Terry desea, podría acaso sacarse algo de la idea de una Mme. Sans Gêne, por decirlo de algún modo, vuelta del revés, transpuesta. No hablo de una mujer del pueblo que debido a un golpe de suerte tiene que hacer el papel de grande dame, sino de una grande dame que a consecuencia de un golpe de la suerte tiene que hacer el papel de mujer del pueblo. No es en modo alguno imposible que la imagen pueda no estar vacía: todo dependería de la historia que le diese vida y de cómo se concibiera el golpe de suerte. Todo ello, a configurar admirablemente.
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Bailotea ante mí otra pequeña posibilidad —sólo tengo por ahora la punta de la madeja—, emanada de algo débilmente sugerido por la casual alusión de Miss Terry, más bien en el aire, ¡a que la ilusionaría interpretar a una mujer americana! Hace un par de años, en una nota previa escrita en horas de profundo desaliento (como tal vez lo sean éstas), boceteé algo muy vago (pensando en un papel para Ada Rehan) [Cf. la entrada del 24 de noviembre de 1892] sobre el tema de una mujer americana que interviene como agente benefactor en el drama de un medio social inglés, o una familia inglesa que atraviesa momentos críticos —cierta coyuntura de suprema dramaticidad, probablemente trágica, aunque quizás cómica en los asuntos de una vieja estirpe inglesa; coyuntura en la cual ella se introduce como auténtica conservadora, más papista que el papa, etc., y con un entusiasmo y una infatuación de su cuño, deliciosos, inteligentes, que restañan y redimen, sanan y recuperan. La simple punta de madeja que he conseguido aferrar de momento es la borrosa visión de la dama americana (viuda rica) llegando, en touriste, a ver una vieja casa de la cual ha oído hablar, o ha visto en una fotografía o dibujo, y con la cual ha soñado, para descender de pronto sobre la dramática crisis de la cual se convierte en guardiana y redentora. Probablemente esto favorecerá (¡y Dios me perdone si no es así!) la existencia de alguna clase de secuela; sobre todo porque en la idea me parece entrever la prefiguración de un relato corto aussi bien que de una pieza teatral. De todos modos, lo que por el momento vislumbro no es más que la figura y su fondo, con todo lo demás turbio aún y en crudo; me refiero a la criatura brillante, amable, cómica, inteligente, encantadora en esa casa museo agitada, convulsionada, amenazada, en cierto modo atribulada y expuesta. Percibo que los elementos «de exhibición» —los visitantes en tropel, los demás turistas— han de ser relevantes y útiles en el logro del efecto cómico. ¡Y ahora, mientras voy escribiendo, parece ocurrírseme algo, Dios mío! Y parece ocurrírseme como la flotante ramificación de una cierta fantasmagoría: la de la dama mostrando ella misma la casa, mostrándola mejor de lo que podría hacerlo cualquiera de ellos. No se sabe cómo, elle s'improvise cicerone. Tengo el nebuloso sueño de una ruptura o una crisis, en el seno de la familia dueña de la casa, respecto de la cuestión de arrendarla a un entrepreneur (como creo que fue arrendada Knole), de la falta de ingresos, de ganancias, de la urgente necesidad de dinero, de la posibilidad de llegar a un acuerdo más favorable, todo ello bajo una extrema presión. Ella se hace cargo entonces —con la colaboración del hijo menor. O bien, se me pone al alcance una alternativa: la presencia de una familia inglesa muy rústica, nueva y espantosa que, habiendo ido a ver la casa, piensa en comprarla; quiere hacerlo, lanza una oferta. Ella la salva de sus manos. Me figuro que ha de haber un hijo mayor del propietario ostensiblemente, brutalmente radical, y un hermano menor comprensivo y sensible, el «héroe», con quien ella puede entenderse. Pero todo esto es complicado y confuso —aún se expresa embarullada, toscamente. Tengo que retomarlo. Me basta, por el momento, con que la escueta pintura, el acto localizado y vigoroso, brille frente a mí. x x x x x [El esquema precedente fue desplegado en una obra denominada Summersoft, que James entregó a Ellen Terry. Según sabemos por una carta del autor a H. G. Wells, la actriz tuvo el manuscrito demorado durante «tres mortales años». Al cabo, intuyendo que el público inglés no leería el texto impreso de una obra de teatro, y decidido a no desperdiciar su trabajo, James lo convirtió, casi sin variantes, en el cuento Covering End. La heroína, Mrs. Gracedew, llega a la vieja mansión («Covering End» es el nombre de ésta), en cuya visita sirve de guía a otros turistas, y, ante la crisis que envuelve a la familia Yule dada la existencia de una hipoteca, acaba cediendo al heredero, no sólo el dinero para salvar la propiedad sino su corazón de viuda. James, por encargo, volvería a transformar el cuento en una obra en tres actos, y Mrs. Gracedew (tal el nuevo título) sería estrenada al fin en
Edimburgo, en marzo de 19O8, con éxito considerable.]
34 D.V.G., W., 14 de febrero de 1895.
Gracias a Dios, tengo la cabeza llena de visiones. Por muchas que uno posea, nunca serán suficientes. Ah, soltarse al fin: rendirse a aquello que durante tantos largos años uno (bastante heroicamente, pienso) ha soñado y aguardado: el aumento meramente potencial, y relativo, de cantidad en el acto material —el acto de dedicación y producción. Uno ha rogado y anhelado y esperado en resumen, ser capaz de trabajar más. Y ahora, cercano ya el fin, dentro de sus límites, parece haberle sido dado. Es todo lo que pido. Nada más en el mundo. Me inclino ante el destino, en señal tanto de sumisión como de agradecimiento. Esta vez es agradecimiento; pero, para ser real y adecuada, la gratitud ha de cobrar la forma de una acción duradera y confiada —de una creación espléndida y suprema. Basta. x x x x x
He estado releyendo la larga nota —1a de este cuaderno— que hace cierto tiempo escribí sobre el tema de la muchacha condenada a muerte que quiere vivir, vivir y amar, etc.; y me ha impresionado enormemente lo que contiene. La historia toda está allí; rica, sólida, está allí; algo, sin duda, de gran interés potencial y de una ossature artística firme y fuerte. El esquema es pleno; y lo único que hace falta es atizarlo à pleines mains. Aludo a mi esquema final, la idea de la ruptura entre los 2 novios, de que él le entregue el dinero y ella lo tome para casarse con Lord X. Entretanto ha hecho presa de mí la idea de hacer algo para Henry Harper, tal como él me lo planteara en otoño: algo que, escrito ahora, pronto, en tres meses, me procurara dinero en seguida. En otras palabras: aquí sentado, no me dan ganas de renunciar sin forcejeos a la idea de la breve novela «internacional» que quieren los Harper —por reducidas que al principio me hayan resultado las sugerencias de lo propuesto por H. H. Vivamos un tiempo con esa idea; mimémosla, aun cuando ello signifique estar aquí sentado, cada paciente mañana, en un mero y divino tâtonnement, durante una o dos semanas. Si no concibo nada de ello, al menos encontraré alguna otra cosa, por cierto una cosa tal vez mucho mejor. Débilmente el pequeño drama va irguiéndose de a poco; y al fin se me presentará completo. Mientras, lanzando destellos de llamada, se alza en mi camino —al menos parece alzarse— la idea que apunté hace un año o más y desde entonces se conserva intacta: la del padre y la hija (supuestamente en París) que, él para consolarse, se casan al mismo tiempo, no obstante lo cual acaban encontrándose más unidos que nunca gracias a que los respectivos cónyuges se gustan tanto uno a otro. Esto posee muchos de los elementos exigidos: es intensamente internacional, es breve, dramático, irónico, etc.; y el mero hecho de rozarlo me produce un escozor de ansiedad en los dedos. Creo vislumbrar algo compacto, charpenté, vivo, conmovedor, divertido. Todo lo califica para «Harper» salvo el tema —o más bien, quiero decir, el elemento de adulterio que el tema conlleva. ¿Pero no se tratará simplemente de saberlo manejar? Hagamos la prueba, por Dios: quiero sumergirme en esta idea: a tal punto languidezco por abocarme a una creación inmediata. Para mis enérgicos propósitos la cosa tiene el mérito inmenso de no prescribir una longitud determinada. Nominalmente le adjudicaría unas 60.000 palabras; que pueden convertirse en 75.000. Voyons, voyons: ¿no puedo enfrascarme ahora mismo en un guión más detallado, claro, completo? Mientras me hago la pregunta, con la pregunta misma, y con el sonido de esa palabra tan cargada de recuerdos y dolores, ante mí parece abrirse algo que al propio tiempo me aprieta en un abrazo de extraordinaria ternura. Parece como si recompensas y soluciones me aguardaran con los brazos abiertos, y me llegara algo del «significado» de la amargura pasada, de esa amargura reciente que de otro modo no hubiera parecido sino un mero sorbo insípido y asqueante. ¿Acaso ha sido parte de tanta pasión perdida y tiempo dilapidado (en los 5 últimos años) simplemente la preciosa lección, impartida del modo más tangencial y tortuoso, más cruelmente caro, del singular valor que también para un proyecto narrativo posee (no sé bien cómo llamarlo con propiedad) el divino principio del Guión? Si ése ha sido un costado de la moraleja aportada por la indecible, la trágica experiencia entera, bendigo casi las punzadas y los padeceres y las desdichas que me costó. Si en el núcleo de ella palpitaba una verdad tan exquisita (no puedo menos de retener el aliento al formularla; con tanto, tanto esplendor gravita lo que de ella depende —pues la exquisita verdad de lo que he llamado principio divino es la llave que, funcionando del mismo modo general, abre las complicadas cerraduras tanto del cofre del drama como del de la narrativa); si, digo, me he arrastrado por una larga esterilidad aparente, por intolerables tristezas y sufrimientos, para acceder a esa inusual percepción, entonces mis infinitas pérdidas minúsculas se han convertido en un pequeño beneficio casi infinito. El largo trabajo de figuración, el paciente, fervoroso pequeño cuaderno se transforma en el mot de l'énigme, lo que me ayuda a vivir. Permítaseme conmemorar aquí, de esta manera, tan portentoso descubrimiento, el descubrimiento de una verdad de valor real, incluso si, como me atrevería a aceptar, estoy exagerando su portée, su poder mágico. , parte de esas cualidades retrospectivamente vivifican —o parecen vivificar, en parte— el cúmulo de horrores por los que uno atravesó, toda la fe no agradecida, el trabajo despreciado. Qué cantidad del elemento precioso contenían, sin embargo, es algo que sólo se podrá descubrir poniéndolo a prueba. x x x x x [Como se verá, los temas de The Wings of the Dove y The Golden Bowl seguían unidos en la mente de James cuando, a finales del mismo año, los incluyó respectivamente en primero y segundo lugar en una lista de ideas para posibles novelas.]
34 De Vere Gardens, 27 de febrero de 1895.
Para una pieza muy corta: idea de una Muchacha —concebida al enterarme par où E. B. a consenti à passer en la cuestión de su compromiso con C. K. Al principio, la familia de él no tenía para con ella gesto alguno; la madre no le escribía —pues eran florentinos de vieille souche, orgullosos, «estirados». Exigían que escriibiese primero ella, que diese el primer paso. Ella aportaba una fortuna; en resumen, lo ponía todo. Sin embargo, aceptó: escribió primero. Es posible imaginar un caso en que la Muchacha —una Muchacha americana— se rehúsa: se mantiene firme en su propia costumbre —la de su gente : que la novia siempre reciba la bienvenida de parte de la madre de la familia en la cual se apresta a ingresar. Es posible imaginar una situación derivada de esa negativa. El joven afligido por la actitud de la novia, pero teniendo no obstante que luchar con la de su propia familia, con la rigidez de su madre, etc., intenta que ésta haga una concesión: que escriba ella en primer lugar. Podría ser que la madre se opusiera al casamiento, aunque sin motivos de peso para desmerecer a la chica; o bien podría ser mera, inflexible y bêtement, inexorablemente orgullosa. Espera a que la muchacha escriba —dice que, de hacerlo, ella, por su parte, se comportará apropiadamente. ¿Pero escribir primero?: ¡jamás! Esto es exactamente lo que dice la muchacha: en el caso de ella se trata de una idée fixe —no puede, no quiere, no debe. Se obstina exactamente igual que la madre. ¿Qué pasa entonces con el joven, el compromiso, la boda? La chica le pregunta si lo que desea es que se humille. Él responde que no, y consiente en passer outre. Pero entonces ella dice que no se presentará ante la familia si no recibe una carta de la madre. Tal vez esta actitud sea demasiado dura como para atribuírsela. Pero imaginemos por ahora que él adora a su madre, à l'italienne, no obstante lo cual acepta que la chica no escriba. Hay en ello el germen de un problema. Supongamos que al fin la madre escribe, pero demasiado tarde. La relación entre los amantes se ha dañado, arruinado; y en no menor medida se ha deteriorado la relación del hijo con su madre. [Miss Gunton of Poughskeepsie se publicó en Cornhill Magazine en mayo de 1900. La historia sigue el esquema en líneas generales, con el añadido de una narradora que es testigo de los hechos: Lady Champer, una inglesa que hacia el final, rota ya la relación, explica que aquello que la muchacha amaba en el joven, y la llevó a la tozuda aspiración de «ser bienvenida», era precisamente la tradición de la familia italiana.]
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Me impresionó mucho, el otro día, algo que Lady Playfair me contó sobre la senectud —y sus efectos— de una tía suya, la anciana Mrs Palfrey, de Cambridge, Mass. Tiene, o tenía 95 años, o una edad así de extraordinaria; y lo que me llamó la atención como pequeño motif fueron las consecuencias del hecho en la vida de sus 2 o 3 pobres hijas solteras, que han envejecido (lo suficiente como para morir) esperando sentadas, inacabablemente, que la dama falleciese —pese a que desde siempre se ha supuesto que iba a abandonarlas, no ha sido así, y por años y años las hijas han tenido que estar atentas, cerca, ocupándose de ella— sin alejarse ni un momento. Así había llegado Sarah P., a quien recuerdo vagamente, a los 7O años. Nunca han ido a ninguna parte, nunca han hecho nada —sus vidas han transcurrido en esa larga paciencia vacía. Con esta situación, con esta pintura, tal vez pueda hacerse alguna cosita. Una de las hijas —la mayor— podría morir de vieja; y el hecho, entretanto, ser ocultado a la anciana. Esta se pregunta qué se ha hecho de esa hija, intenta descubrirlo; y luego, por fin, una de las otras se lo dice, le dice que Fulanita ha muerto. La anciana la mira fijamente. ¿Y de qué murió?» Murió de vieja. A lo cual la anciana toma conciencia —y eso acaba con ella. O bien pueden ser 2, las 2 mayores, las que mueren (¡de viejas!), quedando sólo una para vigilar, para ocultarlo. Claro que, me parece, 2 hermanas son en principio el número apropiado —sería mejor que no hubiera más. [Europe, escrito cuatro años después de esta nota, se publicó en Scribner's en junio de 1899. El tema del anhelo de conocer Europa por parte de las hijas de Mrs. Rimmle —quien al contrario que ellas, ha viajado por el mundo—, proporciona a la anécdota un centro de gravedad diferente. Cada vez que se hacen planes para iniciar un viaje, la madre anuncia que intuye la inminencia de su muerte.]
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La otra noche, leyendo en el Athenaeum un pequeño volumen de Notes sur Londres escrito por cierto «Brada» con un prefacio muy laudatorio, y justo en líneas generales, del inteligente pero al cabo siempre algo vulgar (ça ne manque jamais) Augustin Filon—, hojeando el libro digo, me llamó fuertemente la atención lo que podría haber de dramático, de fértil, para la novela, para el retrato de costumbres contemporáneas, en 2 rasgos de la vida inglesa corriente sobre los cuales el autor no cesa de insistir. Tal vez uno de ellos sea más robusto que el otro; pero lo que en ambos me asombra es que, en cuanto temas, données a trabajar con la adecuada pericia, poseerían copiosas dosis de una suerte de actualidad iluminadora y estridente. Hablo, desde luego, de costumbres del país. Aquellas a las que «Brada» se refiere en particular, en tanto notas sociales para él más llamativas, son, Primo, la masculinización de las mujeres; y Secondo, la desmoralización de la aristocracia —el hecho de que ya no se tome en serio a sí misma; su comercio con cosas vulgares, apetencias vulgares, placeres vulgares; su vulgarización general. x x x x x Tengo que seguir con esto. Tengo que copiar el pasaje de «Brada».
4 de marzo de 1895. Idea de la niñita londinense que va creciendo «sentada» junto a una joven madre moderna y deslenguada, cumple 17 o 18 años, sale al mundo y, no consiguiendo casarse, tiene que «quedarse ahí» —y, aunque se supone que frente a ella expurgan la charla, inevitablemente oye atrocidades, las sospecha, imagina, deduce, asimila, se le vuelven familiares. Hay en esto, creo, un auténtico tema —una auténtica situación para un cuento corto—, siempre y cuando se provean circunstancias y localización adecuadas. Hay un mozo que la aprecia y, comprendiendo a lo que está expuesta, quiere alejarla, etc. Actitud de la madre, del padre, etc. El joven titubea porque piensa que la muchacha ya sabe demasiado; pero mientras titubea ella no deja de asimilar más y más. De algún modo él descubre cuánto sabe y, aterrorizado, lo abandona: en su opinión ella ha perdido toda ingenuidad. La actitud de él hacia la madre, a quien ha estimado, visitado, con quien ha hablado libremente y en cuya compañía se ha complacido. ¡Pero cuando se trata de aceptar a la hija...! Ella se lo ha perdido, le ha suplicado que la aleje. «Ah, si al menos alguien se casara con ella. Sé lo que está ocurriendo; me siento culpable.» Puede ser una chica fea —que se siente al mismo tiempo apasionada por el mundo, por la vida; que quiere ver, oír, saber— podría aparecer como contraste la amiga o hermana lista, avisée, extranjera o cosmopolita que, para apartar a su propia hija de la conversación y el medio que la rodean, le ha fraguado un casamiento virtuoso e insatisfactorio, desgraciado —e intenta reclutar a mi damita para las huestes de un sistema y unos atributos inferiores. De verdad, me parece que da para algo —sobre todo si uno abarca parte de la cuestión de las muchachas no casaderas, la desesperación de las madres, la total alteración de las maneras —en el sentido del osé— y el tono, pese a lo cual nuestra teoría de la participación, de la presencia de los jóvenes permanece inafectada. Luego el tipo de la chiquilla consciente y enterada. «Soy moderna, se supone que he de saber; no soy una jeune fille», etc. x x x x x [The Awkward Age (La edad difícil), publicada por entregas en Harper's Weekly entre octubre de 1898 y enero de 1899, no es por supuesto un relato breve sino una novela. No tuvo éxito. James atribuyó este fracaso a la forma escénica de la narración y a la falta de lectores capaces de advertir en qué clase de experimento se había embarcado. Por su parte, y si hacemos caso al prólogo, lo que a él le fascinaba más en el libro era el recuerdo de los placeres técnicos proporcionados por su composición en una serie de «escenas», a la manera de anillos concéntricos trazados en torno al tema aquí delineado. A fin de sustentar estos círculos se le hizo necesario introducir más personajes que los considerados en un principio. El más interesante es Mr. Longdon, un representante de las viejas costumbres, antaño enamorado de la abuela de la heroína (Nanda Brookenham), quien se asombra de que a la muchachita le sea permitido entrar en el tocador de su madre. Es precisamente este desconcierto de Mr. Longdon el que confiere forma dramática a la idea central de la historia. Como en otras novelas, por lo demás, James tensó la trama inicial creando relaciones entre los personajes no previstas en el plan inicial.]
Nombres. Genneret — Massigny — Mme. d'Ouvré (o Ouvray) — Ince — Haffenden — Moro — Snape — Gossage — Goldber — Vandenberg — Vanderberg — Beauville — Duchy — Pillow — Warry — Garry — Brigstoek — Bransby — Gracedew — Tregarthen — Gable — d'Audigny — Callow — Seneschal — Bounce — Bounds (casa, lugar) — Grander — Rix — Bembridge — Waterbath («lugar?) — Mme. de Jaume o Gaume — (Mme. J. o G.) — Mordan Gwither (o Gwyther) — Able — Mme. de la Faye — Robeek — Roebeck — Crimble — Birdwhistle — Ardrey — Acherley — Gysander — Gésangre — Heffernan — Considine — Limbert — Mellice — Thane — Turret — Atherfield — Otherfield — Gereth — Vanderbank — Desborough — Markwick — Derborough — Mysander — Bonnace — Bender (americano; podría servir para el Padre [y la hija] de la novela Mystification, incluso escrito Benda) — Messent — Bloore — Cheshire — Shriving — Pelter — Maryborough — Marsae — Russ — Counsel — Smout — Daft (lugar casa) — Umber — Umberley — Umberleigh — Ombré — Mme. d'Ombré — Rimmington — Rooí — Carvick — Corvick — Burbeck — Longdon — Silk — Mme. de Vionnet — Iffield — Buddle — Manders — Bamingham — Pugsley — Parm — Fradalon — Brere — Vizard.
«Donald Macmurdough yace aquí debajo,
fiero al enemigo, y al amigo malsano,
pero en suerte y desgracia incondicional a su amo.»
Encuentro algunas cosas estupendamente dichas y muy sugerentes (¡ah, el generalizado, corriente art de dire francés, presente incluso en un libro como éste!) en las Notes sur Londres de cierto «Brada» al que ya he aludido. La idea del librito es la Revolución obrada en la sociedad inglesa por el avènement de las mujeres, que el autor advierte en todo y por todas partes. Yo ya lo he notado hace tiempo —y he visto en el fenómeno un soberbio tema para el Novelista. Sobre éste y otros asuntos «Brada» tiene algunos pasajes muy bien articulados.
«Tel Gladstone, aujourd'hui Anglais jusqu'aux moelles, même dans une salutaire hypocrisie. Oui, assurément salutaire, et elle s'en va, elle disparaît: encore quelques années et il n'en restera plus rien; et ce sera un grand dommage, car c'était une belle chose après tout, que de voir une puissante aristocratie, une société si riche et si forte, tant d'êtres divers tenus en respect par quelques fictions que suffisaient à défendre l'édifice social; c'était une salutaire illusion que de supposer toutes les femmes chastes, tous les hommes fidèles, et d'ignorer, de chasser résolument ceux qui portaient quelque atteinte visible à cette fiction. Ce respect des mots, cette pudeur de convention, provoquaient et developpaient néanmoins de réelles vertus: cela s'en va; dans certains milieux cela a dejà disparu!» x x x x x «Lo mismo ocurre con Gladstone, hoy inglés hasta la médula, incluso en una saludable hipocresía. Sí, sin duda saludable, pero que se esfuma, desaparece: unos años más y ya no quedará nada; y será realmente una pena, ya que después de todo era bello ver a una poderosa aristocracia, a una sociedad tan rica y tan fuerte, a tantos seres diversos mantenidos a raya por unas pocas ficciones que alcanzaban para defender el edificio social; era una saludable ficción suponer que todas las mujeres eran castas, todos los hombres fieles, y desdeñar, expulsar resueltamente a todos los que atentaban visiblemente contra tal ficción. Este respeto por las palabras, este pudor de convención, provocaban y desarrollaban sin embargo, virtudes reales: esto se pierde; en algunos ambientes ya ha desaparecido.»
Y sobre el excelente tema de la déchéance de la aristocracia; su abandono del estilo, de la costumbre de tomarse en serio: «A vouloir être trop libérale et de bon accueil, à se moquer elle même de ses vieux préjugés, l'aristocratie anglaise joue une grosse partie, et sans étre un grand prophète on peut croire que dans sa forme actuelle ses jours sont comptés. Tout est permis à une caste femme qui est persuadée de sa supériorité, mais du moment qu'elle abdique elle même, prétend à la liberté d'allures du premier plébéien venu, on ne sait plus très bien ce qu'elle signifie, et il est à craindre qu'un beau jour on ne le lui demande un peu rudement. Aussi longtemps» (también) «que les femmes entretiennent le feu du sanctuaire on peut avoir bon espoir, mais du moment qu'elles se rient et du sanctuaire et du feu sacré, il est probable qu'il ne tardera pas à s'éteindre, et le grand mouvement d'émancipation qui s'accomplit à cette heure en Angleterre vient de la femme. Il y a plusieurs courants, mais tous tendent au même but: s'affranchir de la tutetle de l'homme —vivre d'une vie personnelle.»
«Por querer ser demasiado liberal y abierta, por mofarse de sus viejos prejuicios, la aristocracia inglesa juega una partida fuerte y, sin ser un gran profeta, se puede creer que, bajo su forma actual, tiene los días contados. Todo es lícito para una casta cerrada que se encuentra convencida de su superioridad pero a partir del momento en que ella misma abdica, limita la libertad de maneras de cualquier plebeyo recién llegado, ya no se sabe muy bien lo que esta aristocracia significa, y es de temer que un buen día le pidan cuentas por alguna rudeza. «Mientras (también) las mujeres mantengan encendido el fuego del santuario se pueden albergar esperanzas, pero a partir del momento en que se rían del santuario y el fuego sacro es probable que éste no tarde en apagarse, y el gran movimiento de emancipación que se conforma en este momento en Inglaterra viene de la mujer. Hay varias corrientes, pero todas tienden al mismo objetivo: liberarse de la tutela del hombre —vivir una vida personal.»
«Le succès de l'Américain s'explique par un côté particulier du caractère anglais, cette volonté d'ignorer certaines choses; l'Américain est un personnage anonyme, pour ainsi dire; on peut commodément feindre ne rien savoir de son passé ni de la source de sa fortune, ce qui est moins facile vis à vis du nouveau riche qui est de provenance nationale. L'amour propre souffre moins d'avouer une épousée de New York ou de Washington que de la prendre à l'ombre d'une usine; il y a là une nuance qui à été très commode à l'orgueil héréditaire; puis l'Américaine est un être particulier dont à l'occasion, la vulgarité sera traitée de couleur locale; ce qui n'est pas le cas pour un compatriote. Il ne faut pas oublier non plus que cette uniformité de gens bien élevés n'existe pas en Angleterre —que les manières de voir, les façons, les habitudes de la grande classe moyenne ne sont pas du tout celles de la classe supérieure; on ne s'y trompe pas lorsqu'on connaît l'un et l'autre, et par conséquent la fusion est bien plus difficile.» x x x x x «El éxito del americano se explica por un aspecto particular del carácter inglés, esa voluntad de ignorar ciertas cosas; el americano es un personaje anónimo, por decirlo así; se puede fingir cómodamente que nada se sabe acerca de su pasado ni la fuente de su fortuna, lo cual resulta más difícil respecto del nuevo rico de origen nacional. El amor propio sufre menos al confesar una cónyuge de Nueva York o de Washington que al desposarla a la sombra de una fábrica; hay en esto un matiz que ha resultado muy cómodo para el orgullo hereditario; y además el americano es un ser particular cuya vulgaridad será ocasionalmente considerada color local, lo cual no ocurriría con un compatriota. Tampoco debe olvidarse que la uniformidad de la gente bien educada es algo inexistente en Inglaterra —que las miras, las maneras, los hábitos de la gran clase media no son en absoluto las de la clase superior; nadie se equivoca cuando conoce a ambas, y por lo tanto la fusión es mucho más difícil.»
«Malgré tout l'Américain à Londres ne peut être qu'un accident, et le jour qu'on voudra le boycotter, rien de plus facile.» «Pese a todo, el americano, en Londres, sólo puede ser un accidente, y el día que se quiera boicotearlo, resultará de lo más fácil.»
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«Les 1ers à être corrompus par le changement de la vieille société ont été les jeunes gens; autrefois les bonnes grâces des nobles maîtresses de maison leur étaient nécessaires pour faire leur chemin dans le monde, aujourd'hui ce sont eux qui sont nécessaires aux maîtresses de maison. La plupart du temps ils sont invités par des tiers; le sans façon qu'ils ont apporté chez les parvenus indignes ou étrangers, ils le conservent comme manière définitive; la politesse la plus élémentaire est mise de côté, celle même de se faire présenter à son hótesse. De l'excès de conventionalité on est tombé à l'excès du cynisme: des fils de famille n'ont pas rougi de servir (moyennant finance) de recruteurs à des tapissiers ou à des couturières; eux mêmes sont devenus couturiers et recommandent l'article à leurs danseuses; il y a là le plus lamentable renoncement à la dignité personnelle, la véritable nécessité n'ayant rien à invoquer là dedans, et une société aristocratique qui ne saurait pas sauver ses membres d'une telle humiliation serait indigne d'exister.» x x x x x
He copiado los párrafos precedentes en beneficio de la exposición; y me parece que la dirección general de todas estas observaciones está repleta de temas y sugerencias. Como he observado otras veces, existe en potencia un gran tema abarcador en la déchéance de la aristocracia por causa de su propia falta de imaginación, de nobleza, de delicadeza, de exquisitez; y hay, asimismo, un abarcador tema potencial en el avènement, o mejor dicho en la masculinización de las mujeres —y su ingérence, su concurrence, el hecho de que, en muchos rubros y apartados, el «público quiere» cada vez más el producto barato que ellas pueden producir fácilmente. En definitiva, hoy en día «el público» no «quiere» nada que él no sea capaz de hacer. Creo divisar el gran tema amplio y rico de una larga novela satírica en la pintura, capaz de dar cabida a un buen puñado de elementos, del train dont va la sociedad inglesa ante nuestras propias narices, del gran colapso moderno de todas las formas, «supersticiones» y respetos, buenos y malos, y de las inhibiciones y misterios; un fresco vívido y meramente ilustrativo, general, de las decadencias y vulgaridades y equívocos y masculinizaciones y feminizaciones, de las materializaciones, abdicaciones, intrusiones y americanizaciones, de la pérdida del sentido, de la brutalización de los modales —de la publicidad, los periódicos, la revolución general, la falsedad de los melindres. Ah, que de choses, que de choses! Me entusiasma la sospecha de que algo encierran las últimas líneas, de las citadas antes, de este transparente «Brada» —algo, quiero decir, en forma de pequeño relato objetivo. Ella habla (también «Brada» es Ella) de la prevención de la déchéance por parte del cuerpo aristocrático, de la comercialización, la tendencia al pequeño negocio, a montar sobre les planches de sus miembros más infortunados. Sostiene que una aristocracia digna de existir se apresta a impedirlo y que todo esto no sucederá. Pero bien, cuando ocurra, tal vez se encarne en ayudas, prevenciones e interferencias por medio de limosnas, de dinero dado, de vínculos de dependencia impuestos a los individuos, etc. Es esto lo que sugiere una pequeña situación, y (en mi mente, de manera borrosa) esta situación se rattache a aquella otra, también vaga, muy escuetamente anotada en este cahier de notes, concerniente a las dos actitudes diferentes tomadas por los miembros de una «antigua familia» frente a cierta deshonra o abominación caída sobre alguien qui leur tient de près: esto es, las diferentes actitudes respecto de cómo tratar el asunto ante el mundo, siendo las alternativas, bien desposeer al réprobo (o réproba), repudiarlo, hundirlo, bien cubrirlo con el manto del honor colectivo, manteniéndose impávidos e inescrutables, presentando al mundo un inconsciente rostro de mármol. Me parecía que la corporización de estos puntos de vista contradictorios, irreconciliables, en sendas personas, y en una ocasión dada, daría pie a la emergencia de un pequeño drama. Uno dispondría, inventaría y animaría las circunstancias particulares —construiría la acción ilustrativa. Se me ocurre que, dada una específica donnée, la «acción ilustrativa» podría incluir precisamente la pintura de un conflicto tal como los que despuntan en las anteriores citas de «Brada». La sugerencia de los puntos de vista encontrados, alternativos, también se encuentra allí. Por una parte, el aristócrata desmoralizado abre una tienda o pretende hacerlo; en resumen, se compromete, o desea comprometerse, en una profesión mercenaria. Por otra, se salva de materializar el acto al aceptar «el socorro» de personas que se avergonzarían de verlo en semejante trance. Opongamos luego las contradictorias teorías de la vulgaridad y el socorro —dramaticémoslas introduciendo algo que, para ciertos actores de la historia, dependa de ellas. Convirtamos el conflicto, en otras palabras, en un drama —o bien démosle más espesor, enlazando pictóricamente el otro elemento, la posición del individuo culpable (de algo serio), sobre la actitud hacia el cual la familia, los parientes, los otros, adoptan puntos de vista divergentes. Por así decirlo, este individuo sería el pretexto del drama: los actores, los afectados, los agentes, son los otros, mutuamente enfrentados. x x x x x
13 de mayo de 1895.
Acabo de prometerle a Scudder 3 cuentos para la Atlantic. Tengo aquí anotado un buen número de asuntos entre los cuales elegir; pero en general deseo recordarme que, cada vez más, cualquier cosa de esta especie que emprenda tiene que ser un pequeño drama perfecto. La somera idea debe resolverse en una escueta acción, y ésta en el esencial drama mencionado. Voilà. Es la manera, tal vez la única, de hacer unas cuantas obras maestras. En todo caso es lo que yo quiero hacer. x x x x x
Vuelve el recuerdo de una idea que hace uno o dos años llevé al punto de escribir unas páginas —páginas que acabo de rescatar hurgando en mi escritorio; se trata de la idea que me sugiriera una cierta Mrs. Anstruther Thompson, junto a la cual me senté durante la cena de Navidad de Lady Lindsay. La dama me contó una anécdota que en ese momento anoté en otro cuaderno y ahora acabo de cazar. Releyendo el esbozo, encuentro que el caso está, aunque breve, bastante vigorosamente presentado, y es probable que pueda continuar el comienzo. Lo que hace falta es una plena redondez para la acción —el acabado de la cualidad dramática. Veo la acción hasta cierto punto, pero ¿en qué puede consistir la solución, el desenlace? La acción se centra en la negativa de la madre a dejar la casa, o los objetos. Pero esto en sí mismo no representa ninguna conclusión, ningún punto álgido. ¿Cómo seguir?» (15 de mayo de 1895.) Creo vislumbrar una pieza en tres capítulos, a la manera de 3 actos, el 1º de los cuales termina con el casamiento del hijo con una de las Brigstock —la detestada. En este 1er acto Mrs. Gereth lleva a la muchacha —la elegida por ella (Muriel Veetch)— a su propia casa, y por así decirlo la adopta, le muestra cuán bello es el lugar. Iniciación de la muchacha —relación entre ambas. Escena con Albert allí, antes de la boda. Mrs. Gereth amenaza con una ruptura si la boda se lleva a cabo. Ha de tener un encuentro con Nora Brigstock en Waterbath —el encuentro que la ayuda a tomar su decisión. Todo esto, espléndidamente abreviado; tal como debe ser la pieza entera. Luego, en el acto II, el drama desatado por la actitud de Mrs. Gereth, sus preparativos para abandonar la casa —la despedida; después el colapso, su incapacidad para s'en arracher y resignar sus tesoros. Por supuesto, en el acto I debe acordarse toda la preeminencia necesaria al elemento de la «falta de gusto» de Albert —su terrible, fatal inclinación hacia la fealdad, rasgo que tanta ansiedad ha provocado en su madre por salvarlo, por resguardarlo mediante la unión con una muchacha como Muriel Veetch, y que la persuade de que el matrimonio con una Brigstock lo perderá para siempre. Todo esto, cristalino, en el acto I. Como material para un acto, no cabe duda, es abundante. Cada acto tiene unas 50 páginas de manuscrito de las mías. Bien, pues; en el II doy el colapso de la madre, su negativa a rendirse. Pero he de llevar la acción un peldaño, un paso más allá para obtener el clímax del capítulo. ¿Cuál puede ser este clímax? ¿Tal vez algo que el hijo hace, un paso que da —cierta decisión, cierto acto violento? Y luego el desenlace, la solución, el punto culminante al cual conduce el capítulo III, ¿podría ser un daño infligido a Muriel Veetch? Tengo la vaga percepción de que el desenlace debe producirse a través de ella. De una cosa no me cabe duda, y es que debe estar realmente enamorada de Albert. Dispuesta ya la batalla entre Albert y su madre, la muchacha interviene de alguna manera. El «recoge el guante» y acaba el acto II. En el acto III Muriel se adueña del campo de batalla —se interpone, modera. Creo desentrañar algo de esta guisa: Que la démarche de Mrs. Gereth en II, la circunstancia que la lleva a dar batalla, es su decisión de llevarse a la casita de viuda todos sus objetos más preciados. No sólo lo decide: lo hace. Fuerza desencadenante de este paso es su resentimiento ante la forma en que se trata a «la madre» en Inglaterra. Tal vez la mujer tenga una hermana casada en Francia —una silueta, un mero contorno en carboncillo— que acentúa el contraste y la azuza. Mrs. Gereth expolia Umberleigh —o como se llame la casa—, la desnata, la deja desnuda. Se hace llevar a la nueva vivienda todo lo que hay de realmente valioso y exquisito. Lo hace mientras Muriel se halla ausente —mientras Muriel está lejos por motivos de familia (se le está muriendo el padre o algo así). Lo hace, además, sin prevenir antes a Albert. El llega y se encuentra el panorama —vuelve del viaje de bodas, o de un viaje posterior. Este descubrimiento aporta el clímax del capítulo II. Madre e hijo se enfrentan cara a cara en una trifulca. El amenaza con poner una denuncia —su esposa lo instiga. La intervención de Muriel obra el efecto de diluir un enfrentamiento tan odioso, consiguiendo que Mrs. Gereth haga la terrible concesión de devolver lo que se había llevado. Ella, Muriel, ama a Albert en secreto —he ahí la razón. Se impone; Mrs. Gereth devuelve los objetos. La conflagración ha de ser horI ible, atroz —y, en todo caso, servir como hipótesis de trabajo para el desenlace. x x x x x
34 De Vere Gardens, W., 4 de junio de 1895.
Se plantea la cuestión de hacer algo en un espacio muy limitado —10.000 (u 8.O00) palabras— con la idea que apunté hace cierto tiempo: la noción del pequeño drama acaso inherente al hombre de letras que derrocha su vida intentando ese éxito común que un talento demasiado fino le impide alcanzar. El hombre quiere casarse —al menos una vez procurará hacer algo que se venda; PERO —haga lo que haga— no puede fabricar alpargatas con hilo de seda. La acción ha de residir en este triste intento menor frustrado —casi trágicamente frustrado. El hombre sucumbe, de alguna manera tiene que fracasar, darse por vencido, derrumbarse materialmente, porque, en pocas palabras, lo peor que es capaz de hacer resulta demasiado bueno para triunfar, demasiado bueno para el mercado. Es la vieja historia de mis crónicas para el «N. Y. T.», de las cuales tuve que escribirle a Whitelaw R. que eran «lo peor que era capaz de hacer por dinero». Es al chocar contra una retahíla de situaciones como ésta, de despidos, de desgracias, de fracasos en el intento de captar el tono pese a los deseos y la necesidad de conseguirlo, que el talento incapaz de la adecuada grosería se rompt —«una vez tras otra». La pequeña historia sería la historia de lo que depende de este intento —de lo que el hombre está impedido de hacer (casarse, vivir, mantenerse a flote) por no dar en el clavo. No sé bien qué puedo esperar de las breves 8.000 palabras, como no sea mostrar 3 o 4 casos. Uno de ellos —el primero— podría ser parecido, o idéntico, a mi aventura con el «Tribune». Así como yo perdí el trabajo, el puesto, lo pierde él y queda varado. Con la salvedad de que, si en mi caso no todo dependía de esas crónicas, para mi imaginado héroe es al contrario. ¿Tiene un casamiento en vista? Uno se figuraría que sí. En 8.000 palabras —la extensión a la que debo tender— será improbable ofrecer más de 3 ejemplos. Me parece concebirlos como tres casos cruciales, impresionantes, observados por el narrador a intervalos. En mi nota anterior sobre el tema me había parecido apresar la huidiza punta de una idea en la posibilidad de hacer del narrador el irónico retrato de un ricachón desilusionado (hombre de letras también), obstinado confrère dueño de todo el éxito que se le niega a mi héroe, que puede hacer exactamente aquello que al otro se le escapa y que, vaga, nebulosamente consciente de no poseer las simpatías de los raffinés, de quienes importan, está tratando de hacer por una vez algo distinguido, algo que pueda llamarles la atención, algo que NO se venda. Hombre o mujer, esta persona, gracias a la venta, se ha hecho suficientemente rica como para se passer cette fantaisie —que se le despierta debido a la agitación espiritual comunicada por los contactos con nuestro amigo. ¿Es esta persona la que narra? ¿Estoy simplificando y comprimiendo en exceso? El inconveniente yace en que el narrador debería ser plena y ricamente, irónicamente consciente: ¿no es cierto? ¿Es posible elegir una persona semejante y hacerle contar naïvement el pequeño drama? No lo creo —sobre todo en una distancia tan corta: corro el riesgo de desperdiciar el material y perder el efecto. Pienso que debo optar por el pintor irónico; pero, si es así, presumiblemente tendré que arreglármelas para incluir al ricachón en el cuentito. Me hago narrador, pues, ya sea de forma impersonal o bien bajo mi encarnación innominada, inespecífica. Digamos que escojo el segundo camino, como en The Death of the Lion, The Coxon Fund, etcétera. Voyons un peu, en tal caso, qué me brinda preminentemente mi visión del tema. Tomemos como 1er ejemplo el episodio de las cartas a un periódico, las crónicas desde Londres para una hoja provinciana. ¿Se ha casado el héroe confiando en este ingreso? ¿O sólo lo ha proyectado? Oh, sí, lo segundo: me ofrece más drama. Justo está a punto de poder casarse cuando llega la carta con el despido. Tiene que posponerlo —esperar. Luego escribe su novela, y los raffinés la juzgan tan estupenda que es aceptada. Se publica y no vende nada; de modo que sigue sin poder casarse. Su novia ha de tener una madre opaca, vulgar, mundana, metida, qui s'y oppose —pone los ingresos como condición. ¿No puede ser que tenga pretensiones de «elegancia», de apellido, y al mismo tiempo venida a menos, mercenaria y egoísta, muy renuente a desprenderse de la posesión de una hija, debido a lo cual detesta la idea del casamiento y pone condiciones? Posee cierto dinero que dejar —y en cierta medida esto le permite retener a la chica. La chica es extremadamente bonita y toda una dama. La madre, considerándola una belleza, está persuadida de que podría haber encontrado un partido mucho más elegante. ¿O bien no puede ser la madre ésta un PADRE snob, pretencioso, tiránico, salvándose así el problema de manejarse con 3 mujeres? Esto es un pormenor —nous verrons bien. El caso es que diviso a mi ricachona, la novelista de éxito, como hermana (¿o hermano?) de la muchacha comprometida con mi héroe. Hermana, mettons, en bien del pequeño rayo, del arpegio de ironía añadida que en este caso aporta la cuestión del sexo. Es ella, iniciada, lancée como novelista, quien me da noticia de que el joven prometido de su hermana es un escritor en ciernes. Yo le consigo el trabajo en el periódico provinciano. En este momento la hermana que escribe no es aún la triunfadora en la que se convertirá más tarde. Es espantosamente fea. Tal vez se casa con un editor, o (para que no se asemeje demasiado a Miss Braddon) con un hombre de negocios que se ocupa de sus contratos. Cuando le da el capricho de hacer algo «literario» —es decir, que no se venda—, ¡el libro se vende más que NINGUN otro de los suyos! Me parece apresar la punta de un vislumbre de mi personalidad. Soy un crítico que tampoco vende; o sea: cuyo estilo es demasiado bueno —que no atrae la menor atención. Mi distinguido estilo le hace un menudo favor al de él —cada vez que intenta favorecerlo. Conseguir que deje de alabarlo se convierte para él en una necesidad perentoria —es uno de los aspectos de su lucha, la lucha por escribir, una o dos veces, algo que resulte remunerativo, que sea popular; pequeño esfuerzo éste, tan patético como vano, cuya exhibición constituye la esencia de mi tema. A fin de ayudarlo, yo intento no escribir sobre su obra. Esta actitud mía forma parte de la historia. Supongo, pues, que su novela (antes ha de haber escrito 2 o 3 más) es un fracaso comercial gracias a la actitud del padre o la madre hacia su casamiento. Pero el matrimonio debe consumarse, pues de otro modo no puede ocurrir luego lo que tengo pensado. ES DESPUÉS de la boda que él intenta hacer el trabajo que satisfaga a Whitelaw Reid, etc. Entonces la urgencia, la necesidad de ser capaz se acrecienta. Escribe una 2a. novela desinteresada —y yo consigo que una revista la publique por entregas. Es con ese dinero que se casa auspiciosamente. Pero (¡habiéndosele pagado toda de una vez!) el folletín se revela un fracaso; y el hombre, responsable de su esposa y sus hijos, se encuentra cara a cara con su futuro. Ahora bien: ¿en qué 2 o 3 casos relevantes, cruciales, a fin de ilustrar su infructuoso esfuerzo, puedo resumir ese futuro? ¿Cuáles son las cosas a las cuales, en virtud de su calidad literaria, se ve obligado a renunciar? Tiene que haber una o dos, y luego un desenlace ejemplar. ¿Puede estar en juego acaso cierto puesto —una jefatura de redacción que pierde porque, decidido a publicar únicamente escritos de calidad, no los consigue, en tanto se niega a incluir cosas mediocres? Desperdicia la oportunidad a raíz de una colaboración barata que el editor quiere publicar a la fuerza, y que él no puede avenirse a aceptar. Podría ponerse él mismo a trabajar para vender, ya que sabe lo que quiere hacer, o más bien lo que no quiere; pero se niega a publicar sandeces ajenas cuando pertenecen justamente a la especie que le desagrada. Sacrifica la jefatura de redacción —en un alarde de valentía— porque se da el caso de que esta vez ha aferrado —il tient— la idea capaz de convertirse en una novela de gran venta. Escribe la novela, y resulta ser (al menos eso juzgo yo) más exquisita que las anteriores. Siento ganas de decirlo —pero él me suplica que no meta las manos en el asunto. Dice: «¿Podría usted demolerla? Eso sí que ayudaría.» Respondo que veré, que haré la prueba. Pero descubro que no puedo —de modo que me callo la boca. Tengo la impresión de desear un desenlace tal que al fin acabo por hablar —me lanzo a hacerlo de modo incontrolable (sin que él lo sepa: corro el riesgo), con la consecuencia de que, al fin y al cabo, lo liquido por completo. Ha de existir algo que para él dependa de la venta del libro —algo que conseguirá o podrá hacer; hablo de este último caso, que constituye el desenlace. Voyons. El está enfermo y debe marcharse al extranjero —a Egipto. Es entonces cuando, con la intención de ayudarlo y fascinado por la belleza de la obra, yo corro el riesgo. Secretamente —es decir, sin pedirle permiso— echo campanas al vuelo en elogio de su talento. Sí: lo liquido. El libro no se vende más que los otros (él sigue cambiando de editor) y la responsabilidad cae sobre mi cabeza. Soy una plaga crítica. El se queda sin viajar —no puede costeárselo—, a causa de esto muere y su mujer, furiosa, se lanza contra mí. Pero se arrepiente, se retracta, dice que ahora que ha muerto ya puedo elogiarlo. El esfuerzo de la educada y vulgar cuñada (ha de tener un marido inflexible y tacaño que le prohíbe caridades y largesses), ese esfuerzo por no vender al menos una vez, que también fracasa, ha de ser, de alguna manera, sincrónico con el de mi héroe. Ella quiere que yo la elogie, LO CUAL quizá la ayude a vender poco y nada. Pero no puedo —de modo que al fin vendo. Me parece que la obrita puede titularse The Next Time (La próxima vez). Y comenzar así: «Sí, releyendo mis notas vuelvo a recordarlo.» ¿O quizá sea mejor empezar con la visita de la cuñada (tras la muerte de él, con el motivo aludido) y desde allí remontarse hacia atrás? Lo segundo, creo. Oh, requerirá 10.000 palabras.
26 de junio de 1895, 34 De Vere Gardens, W.
El otro día se me ocurrió una idea para un cuentito que Maupassant hubiera llamado Les lunettes (Las gafas), aunque me temo que The Spectacles no quedaría bien. Una mujercita muy guapa, muy hermosa, consagrada a su belleza (que cuida y tiene en alta estima, y en la cual se complace más que en cualquier otra cosa en el mundo), se ve amenazada, en realidad se encuentra totalmente afligida, por una enfermedad de la vista acerca de la cual consulta a muchos oculistas. Hace largo tiempo que la padece, y le han dicho que debe usar cierta clase de gafas, grandes, sólidas, poco favorecedoras, con una gran barra transversal, etc., si es que quiere conservar la vista. (La noción me la sugirió el otro día la imagen, en el autobús, de una mujer muy bonita con lentes.) Ella no ha podido sobrellevar semejante desfiguración —ha evitado y eludido la carga (usándolas solamente en secreto, cambiándoselas a veces por quevedos, etc.) —y el mal ha avanzado. La chica adora su belleza, y ésta tiene otros adoradores. La historia debe ser contada por una 3a. persona, digámoslo así; un testigo, un observador. Este hombre conoce el caso —la 1a. vez que la vio fue en el consultorio del oculista, adonde había ido por un problema propio. Como sea, el hecho es que se convierte en espectador de las relaciones de ella con un ferviente joven a quien sólo ofrece frialdad, quita importancia y, du haut de son orgueil et de sa beauté, trata como si no mereciera la menor molestia. El debe ser feo —al extremo de lo ridículo— y no muy brillante en otros aspectos. Entonces ella se ve obligada a usar gafas y desfigurarse. Ella puede haber sido una mujer casada que se ha separado del marido. O haberse casado con un individuo rico —ESTO ES MEJOR— a quien oculta su defecto físico. ¿No podría ocurrir tal vez que lo haya escondido precisamente para cazarlo, para echarle el lazo? Tiene miedo de perderlo si le cuenta que acaso en el futuro le sobrevengan incapacidades y achaques. El se casa con ella (¿o no? —¿llega a sospecharlo, finalmente, y la deja plantada?) y lo que al cabo me encuentro yo, como narrador, es una pobre mujer ciega y desamparada (pero bella aun en su ceguera) a cuyo lado se encuentra el viejo amante despreciado que ahora se consagra a ella con ternura, dedicándole su vida toda —que en una palabra, como ha de ser, la ha hecho su esposa. Pienso, con todo, que se debería hacer que PERDIESE al amante preferido —que lo perdiese en el último momento, porque, por casualidad, él llega a entrever el destino de la muchacha— y quedase sola, frente a frente con ese destino.
34 De Vere Gardens, W., 15 de julio de 1895.
Ayer, en casa de los Borthwick, en Hampstead, una alusión de Lady Tweedmouth al insano frenesí de fútil actividad impuesto por la temporada londinense vino a sumarse a la odiosa intuición del fenómeno —tan acentuado en los últimos tiempos— en mi propia mente, para sugerirme que bien podría haber un «tema» en cierta pintura del apabullante, contraproducente caos o cataclismo hacia el cual deriva la situación toda. La pintura, ejemplificada, residiría en la experiencia de un individuo tremendamente expuesto y harto consciente —el diluvio de gente, el insensato hábito del movimiento por el movimiento mismo, la ruina del pensamiento, de la vida, del trabajo, de la literatura, las muchedumbres ansiosas, tronantes, el «¿adónde vas?», la era de Mrs. Jack, la figura de Mrs. Jack, lo americano, la pesadilla —la conciencia individual—, el delirante, espectral clímax o desenlace. Trabajando en base a una acción o situación personal, sería un tema espléndido. x x x x x
Los americanos asomando amenazadores —indistintos, vastos, portentosos en sus millones, como una profusión de olas: los bárbaros del Imperio Romano.
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Osborne Hotel, Torquay, 11 de agosto de 1895.
Voyons un peu où je suis en la pequeña historia del conflicto entre madre e hijo, la del pequeño relato que he titulado The House Beautiful (La bella casa) y del cual he escrito ya unas 70 páginas de manuscrito. Se trata de un problema de concisión realmente magistral —me refiero al resto de las 15O páginas que, en total, constituyen el límite concedido por la Atlantic. Mona Brigstock y su madre se encuentran en Poynton, llevadas allí por Owen Gereth, quien considera que Mona se impone sobre las demás y está teniendo un éxito enorme. La embelesada torpeza, la estrechez e imbecilidad de percepción tan a menudo característica del joven inglés respecto de la mujer inferior, constituye la nota saliente de su actitud constante. De este modo Fleda se maravilla —y se maravilla sin sentir celos—, advierte claramente cuánto más doué está Owen para el afecto matrimonial que para el filial. En comparación, poco y nada se preocupa por su madre —el día menos pensado la sacrificaría por su virtuoso, filisteo, instintivo amor por Mona. Si Fleda está celosa, por así decirlo, es solamente por Mrs. Gereth; refiriéndose a Mona, dice: «¡Dios mío, qué corriente y estúpida me parecería una chica como ésta, comparada con Mrs. Gereth, en contraste con ella, si la mujer fuera mi madre!» Me gustaría, Dios mediante, planificar lo que resta a partir de este punto, tabularlo y ponerlo en claro, determinarlo y resumirlo de modo tal de poder encaminarme sin pausas ni desvíos al clímax, al desenlace. Cada vez más siento que debo llegar, a través de cosas como ésta, a la práctica adecuada y regular de cierta economía de planteo claro que me proporcione, de hito en hito, los pasos, etapas, matices, sombras, junturas y goznes, cada uno en su sitio, del tema correspondiente —que me proporcione, en una palabra, el orden claro y la secuencia expresada. Luego podré tomar sucesivamente de la tabla cada pieza ya dispuesta del pequeño mosaico. Cuando me pregunto qué pueden haberme dejado para mostrar la larga tribulación, los años desperdiciados, las paciencias y dolores del experimento teatral, la respuesta, como ya he observado aquí, se reduce tal vez a esto: he acumulado, para ser exactos, acaso cierto grado de destreza de exposición fundamental —de su arte y su secreto, de su expresión, del sagrado misterio de la estructura. Oh, sí, esos períodos de fastidio y pesar me han valido de algo; en las profundidades de su desechada piedad y su sufrimiento llevaban oculta una enseñanza, una pequeña lección. Cuál fue el resultado es lo que ahora debo mostrar activamente. x x x x x
«En qué ha de consistir, pues, el resto del 2º acto de lo que he llamado The House Beautiful? El clímax está —ha de estar, tajante e incontrovertiblemente: voilà— en el traslado, por orden de Mrs. Gereth, de todos los tesoros suyos que hay en la casa. ¿Qué pasos conducen a esto? Bien, los siguientes:
1º Owen ha de tener una escenita con Freda, durante la cual demuestra lo contento que está con el resultado de su visita, palabras éstas que ella no transmite a la madre de él.
2º La mañana en que se marchan (los Brigstock), Mrs. Gereth, si bien Owen no le adelanta nada, oye la alarma. El no lo ha decidido todavía —Mona no abre la boca hasta que se encuentran de nuevo en la ciudad. Pero más o menos Mrs. Brigstock ha hablado, y Owen no se ha privado de mostrarle a Mrs. Gereth lo contento que está. Debe haber una escena de algún tipo entre el joven y su madre —y otra entre Mrs. G. y Mona. No obstante, todo esto tendrá que ser sin duda muy, MUY breve y rápido —pues al fin y al cabo es preliminar, y el centro de gravedad de la pieza, consistente en que Owen se casa con Mona, corre el riesgo de trasladarse demasiado más allá respecto de este lugar. Lo cierto es que casi no tengo espacio para que mis personajes hablen. Lo que quiero que ocurra entre Mrs. Gereth y Owen y Mona, me parece, es que la primera deja escapar cierta nota de alarma —una expresión de sus razones, de lo que espera, de cómo se siente. Esto ha de ocurrir en presencia de Fleda. Hagamos, n'est ce pas?, que las piezas se sucedan en este orden.
a) Por la mañana Owen comparece ante su madre y Fleda; y Fleda, columbrando lo que ocurre, se retira para dejarlos solos. Paseando por los alrededores se encuentra con Mona; diez palabras sobre lo que tiene lugar entre ambas mujeres. Vuelven, y es entonces cuando Fleda presiente que —probable, horriblemente— Mrs. G. le ha dicho a Owen algo acerca de ella.
b) La escena de Mrs. con Mona, ante Owen y Fleda —escena que, en el parecer de Fleda, remacha y sella prácticamente lo de Mona. (Son las indicaciones del propio Owen, tras la noche en que todos se reúnen abajo, las que han alarmado a Mrs. G.) Owen y las mujeres se marchan, dejando a Mrs. G. con la impresión de que los ha atemorizado. Pero Fleda —aunque finja estar de acuerdo— sabe la verdad. Es entonces —una vez que los otros se han marchado— cuando Mrs. Gereth le permite inferir o sospechar lo que ella ya había creído adivinar, intuir: que la mujer (mientras F. se hallaba en el jardín con M.) dijo que la consideraba a ella, F., la nuera ideal. En razón de lo cual F. adquiere la redoblada certeza de que el compromiso con Mona se precipitará. Pocos días después, de hecho, Owen se presenta solo para anunciarlo. ¿Qué puede hacer entonces su madre? Ha de producirse la escena, ante Fleda, de la resignación de la casa —escena durante la cual Mrs. G. espera que él le diga (fervorosa, penosamente le da la oportunidad de hacerlo) que puede quedarse, que, sabiendo cómo siente, no la echará —o incluso que le dará parte de los objetos. Pero él no lo dice. x x x x
Ahora bien, ¿qué impide que al fin y al cabo se lo diga? ¿Prorrumpe por último su madre en el largamente contenido discurso sobre el barbarismo de Mona y los horrores de Waterbath? Es una escena espantosa, fatal: Fleda la ve o se entera de que se ha producido. Es entonces cuando viene la escena con Owen, una vez Fleda sabe lo que Mrs. G. le ha dicho a su hijo acerca de ella. Se resuelve en la decisión de Owen de permitir a su madre que conserve algunos objetos. Fleda interpone en este sentido su propia súplica y hace su propia reflexión. Antes de marcharse, Owen comunica a su madre lo que hará. Antes de la boda, sin embargo, se retracta —aduce que su esposa se niega a ceder nada. Quiere ser dueña de Poynton tal como él se la enseñara aquel día. Fue aquella visión de la casa lo que la decidió. Por lo tanto él debe mantener su palabra —¿y después de todo no está en su derecho? Se lleva a cabo la boda —todo en el acto III. Fleda no concurre. La joven pareja se marcha a Italia. Pero, una vez Mrs. Gereth se ha instalado en su nueva casa, Fleda acude a visitarla. Lo 1º que ve en el pequeño chalet de la viuda son las cosas que Mrs. G. ha hecho traer de Poynton. Voilà. Según lo había previsto, éste debería haber sido el momento culminante del 2º acto; pero no imagino cómo se puede lograr, ajustándome plausiblemente al espacio acordado, si quiero que el 2º acto coincida con el segundo capítulo o entrega. La única salida que me queda es multiplicar las divisiones a lo largo de todo el relato. x x x x x
Cuaderno V
(8 de septiembre de 1895 — 26 de octubre de 1896)
Osborne Hotel, Torquay, 8 de septiembre de 1895.
Me enfrento con varias alternativas de trabajo, y de hecho estoy en una suerte de apuro con cosas prometidas que se han retrasado: Debo desarrollar soluciones, determinar mis tareas. ¡Por cierto, es una idiotez perder tiempo escribiendo semejante observación! ¡Como si no me tomara estas cosas mucho más a pecho de lo que podría expresar!
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Lo más perentorio es volver a abordar la cuestión de una de las historias breves que le he prometido a Scudder: cuestión en torno a la cual, como he comprobado antes, en líneas generales es muy posible que se agolpen pequeños accidentes trágicos. Cuando hablo de pequeños accidentes trágicos me refiero al derroche de trabajo al cual me he visto condenado a menudo al intentar hacer piezas breves (realmente muy breves, quiero decir). A duras penas acabo de salir de un accidente de este tipo: el intento de satisfacer a Scudder con The House Beautiful, sobre la base de 10.000 palabras —intento que irremisible, incurablemente, ha conducido a 30.000, dejándome en las manos un producto que el hombre no acepta, y sobre el cual tendré que llegar a un acuerdo en otros términos, malos o, en el mejor de los casos, deprimentes. Ah, pero no entremos aquí en la discusión de los motivos por los cuales se me impone esta forma más larga —con todo derecho, por lo demás : ¡motivos de los que tengo el espíritu harto saturado! Baste el sencillo hecho de que me enfrento con el pequeño interrogante: ¿Puedo o no hacerlo en 10.000 palabras? Sin duda la respuesta es que no me hallo preparado para afirmar que no puedo. Creo que la dificultad, cada vez que lo intenté, radicó en no hacerlo del modo correcto. Perdí demasiado de vista la necesaria concisión, la necesaria unidad del tema. Fui demasiado orgulloso como para realizar lo más simple. Casi siempre di por sentado que la cosa exigía desarrollos laterales. Ahora bien, cada vez que me embarco en desarrollos laterales estoy perdido, porque son mi tentación y mi alegría. Me da demasiado miedo ser banal. Y sin embargo, no debo temer, pues corro escaso peligro. Lo que ahora me cabe es tratar de hacer algo de 10.000 palabras (recuperando y poniendo a buen recaudo un truco cuya utilización asisten todas las razones económicas). Y he de intentarlo, me digo, sobre la base de una rígida limitación temática. Es decir: debo abordar un incidente y sólo uno. Cuando hablo de un solo incidente, sé a lo que me refiero. The Real Thing, The Middle Years, Brooksmith, incluso The Private Life y Owen Wingrave son lo que denomino incidentes únicos. Muchos otros son esencialmente ideas que requieren desarrollo. Cherchons, piochons, patientons —tenons nous a la especie contraria. Para el tratamiento breve, intentemos no utilizar nada, absolutamente nada, que no sea indivisible, por decirlo así —que no comience y acabe en sí mismo. x x x x x
El otro día anoté el pequeño concetto que podría titular The Spectacles. Voyons, consideremos un poco qué giro se le puede dar. Posee la unidad requerida, ¿no? Si algo posee, sin duda es eso. x x x x x
Torquay, 22 de septiembre de 1895.
Anoto aquí más extensamente, a posteriori, 2 pequeños sujets de nouvelle sugeridos, uno por Mme. Bourget, y el otro por P. B. y su esposa. — El 1º surgió hablando de Hughes L y su elaborada imitación —personal, manual, literaria y demás— de Bourget. La idea consiste en que semejante imitación —en que el intérprete— obre como fuente de desencanto (mediante el acento puesto en los rasgos menos agradables) para una persona hondamente interesada en el modelo —en el individuo imitado. Digamos, más concretamente, que una mujer está enamorada del gran artista A. (poeta, soldado, orador, actor, lo que fuere). No lo conoce del todo bien, pero, aunque a regañadientes, se ha visto cautivada, fascinada, y por alguna razón ha debido resignarse, lo ha perdido. Conoce a B., el imitador, e impresionada por el fuerte parecido al principio se vuelca a él como fuente de interés, consuelo, sucedáneo. Luego, la manera como éste pone de relieve todos los aspectos del otro que a ella menos le atraían produce una desilusión —un disgusto. La imitación ha de sustentarse sobre todo en esos aspectos. Fatuo pero también (¡claro que sí!) sincero, el imitador debe hacerlo adrede, si bien con la intención de complacerla, de seducirla. La quiere conquistar para sí —es un intento consciente. Pero la admiración que siente por el modelo es real, profunda. Le parece encontrar semejanzas —sin duda las encuentra— y las cultiva con destreza. El Desenlace, se me ocurre a primera vista, ha de provocarlo la oportunidad —una oportunidad— que se le presenta a ella de recuperar al gran hombre, de volver a encontrarlo, a tenerlo, de conocerlo mejor. Es él quien desea ofrecérsela —ella le ha gustado. No se sabe cómo, inesperadamente, etc... el hombre ha vuelto. Pero ahora ella no lo quiere —se rehúsa, huye, lo aleja, se esconde: el imitador se ha probado fatal. Se me ocurre en primera instancia que al menos en este caso el narrador puede ser personal —una 1a persona. Creo ver que podría figurar un «yo». La cosa podría iniciarse con que conozco al imitador y hago de nexo entre él y la mujer. Después de este encuentro voy a visitarla a alguna parte —y me la encuentro bajo los efectos de la separación, de la pérdida del original. Le hablo del otro hombre, extraordinaria reproducción del que ella ama, y le cuento que en un día o dos también él llegará. ¿No es un buen comienzo? Asisto allí, pues, al pequeño drama. Desde luego, yo he de tener un conocimiento, un estudio independiente del original. Y ya vislumbro el finis —el VERDADERO final. El original «aparece» en el lugar —cualquiera sea—, pero sólo para toparse con la decepción de que la mujer no está, se ha marchado o algo por el estilo —pues, por decirlo de algún modo, ya no lo quiere. Lo encuentro yo, lo acompaño, le explico. —«Lo que ocurre, sabe usted, es que estuvo aquí Fulano (el Imitador).» «¡Oh, comprendo! ¡Se ha quedado con él!» «Al contrario: lo detesta.» El Gran Hombre está confundido. «Y sin embargo, se parece a mí terriblemente.» «¡Demasiado!» Pero el gran hombre no acaba de comprender.
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Apunto aquí, sin prisas, el otro temita: la situación de Cazalis y Jean Lahor; el médico de ville d'eau, dotado de gran talent de poète, que, para escribir poesía por orden de su mujer, cambia su nombre por un seudónimo literario —paso frívolo y comprometedor para un médico que debe alimentar a sus hijos, etc. —y luego, cuando la poesía le acarrea honores, algo de dinero, etcétera, tiene que volver a cambiárselo, de modo que... Hay que pensarlo bien. Es un buen tema. La pérdida o confusión de identidad, etc.
Hacer, más adelante, una exposición de la idea para el tratamiento del delicioso tema de El niño, de Gualdo.
Osborne Hotel, Torquay, 15 de octubre del '95.
Mi pequeña historia me ha crecido entre las manos —estoy hablando de The House Beautiful— y se extenderá hasta las 30.000 palabras. Pero aunque las dimensiones que va cobrando me asustan —dada la delgadez del tema— creo que sé cómo conseguir que colme su propia piel y resulte fina y sólida. x x x x x
Fleda Vetch se encuentra en Ricks —ha ido a ver a Mrs. Gereth, instalada ya y en posesión de la mayor parte de los tesoros de Poynton. Ayer hice cuanto estaba a mi alcance para manipular su arribo, pero a partir de este punto tengo que planear puntillosamente hasta la última pulgada de la trama. La percepción de lo que ha hecho su amiga azora a la muchacha, y lo ocurrido entre ella y Owen la prepara para experimentar una fuerte agitación sentimental en favor del joven —para identificarse con su rencor y apiadarse por la expoliación a que lo han sometido. Estoy lidiando aquí con elementos muy delicados, razón por la cual la presentación, la exposición de cada uno de ellos deberá ser aguda y clara hasta lo rotundo. Si el clímax de mi pequeño relato resulta confuso y embrouillé se resolverá en nada; sólo vale la pena hacerlo tendiendo a lo más cristalino posible. He de prevenirme un tanto contra la desventaja de haber virado, en el curso de la historia, en dirección a algo que al principio no pretendía —o no había esperado. Tenía la intención de hacer que Fleda «se enamorase» de Owen; o para expresarlo moins banalement, de presentarla enamorada de él. Pero no pensaba atribuir un sentimiento de esta especie al personaje de Owen. Ahora ha sucedido; en mi última aproximación a la historia (que sólo me han permitido abordar de modo intermitente), ésta cobró inevitablemente ese giro, y me toca a mí aceptar la idea y trabajarla. Al sobrevenir el giro mencionado, se me antojó necesario que lo que acaso ocurra entre Owen Gereth y Fleda sea algo de cierta intensidad. Mi idea era que, en la forma que fuere, para ella resultase determinante; y no me parecía que existiese manera de conferirle la intensidad y la fuerza de determinación suficiente si no era haciéndolo partir de Owen. Je m'entends.— A punto de celebrarse la boda entre Mona y Owen, Fleda se percata súbitamente de que el joven está... bien, lo que de hecho he escrito. Mi actual interrogante se refiere —para no gastar palabras— a lo que ocurre entre ambos cuando él aparece en Ricks. Pues eso creo divisar: que se presenta en la casa de su madre. Mrs. Gereth tiene que haber logrado llevar a cabo su saqueo mediante un coup de main de extraordinaria celeridad: esto se vuelve evidente en sus conversaciones con Fleda: su modo de proceder —una incursión nocturna, por así decirlo— está perfectamente claro. Al respecto, preguntas y respuestas definidas. Tras esto, la noche de Fleda en la «adorable» habitación que Mrs. Gereth le ha preparado —el sufrimiento, el odio, odio de disfrutar de semejantes cosas a costa de Owen, pongámoslo de este modo. Lo ocurrido no la lleva a pensar más que en el joven. La boda de él todavía no se ha llevado a cabo, pero es inminente. Fleda se rinde en beneficio de Mona. Teme que él no cumpla con su deber —que de alguna manera retroceda. Eso la llenaría de horror y abatimiento. Pero en el fondo no duda de que Owen afronte ese matrimonio. Ir a Ricks sólo le ha servido para sentir que se alejaba de él aún más. No había previsto —no podía preverlo— que él fuese a presentarse allí. Todo lo que desea es tener noticias de la boda. Rozar la nota de que, a ojos de ella, se ha retrasado indebidamente —tanto que el retraso le pone los nervios de punta. No ha recibido invitación, pero tampoco la esperaba. La luz arrojada, sin embargo, por la actitud de Mrs. Gereth, con la que se encuentra en Ricks, cambia la situación por completo; le corta el aliento, impidiéndole imaginar qué puede suceder exactamente. Y ahora, voyons un peu, mon bon: mi idea de fondo consiste en que Fleda llega a ser una persona bastante notable, HACE algo, se destaca (para el lector), y es en virtud de esto que la anécdota merece la pena de contarse. Me proporciona un realce, un aura, y por mi parte he de conseguir extraerle todo lo que pueda ofrecer en tal sentido. Pero me enfrento a una pequeña dificultad que requiere ser examinada de cerca con toda la frialdad y calma posibles, y con un esfuerzo de deducción. He visto a Fleda obrar con éxito (para decirlo del modo más amplio) en la consecución de que los objetos, en su mayor parte, sean devueltos a Poynton. Respecto de esto se plantean ahora 2 hechos necesarios. Uno es que cierto acontecimiento, o ciertos acontecimientos, ciertas fuerzas, conduzcan a ello al ejercer sobre la muchacha una presión irresistible. El otro reside en la particular manera en que ella responde a tal presión. Consigue devolver las cosas. ¿Cómo las devuelve? Mi idea era que llegase a persuadir a Mrs. Gereth de enviarlas. Esto parecía posible y adecuado en tanto mi intención era que ella sólo tuviera cierto sentimiento respecto de Owen: daba la impresión de corresponder a la misma clave de emoción reprimida. Pero ahora que la emoción se ha intensificado y, por decirlo así, el propio Owen se ha vuelto activo, creo tener ganas de desplegar algo más... no sé llamarlo de otra forma que dramático. Sin embargo, definamos primero exactamente lo que precede, para luego poder internarme mejor preparado en lo siguiente. Owen llega a Ricks impulsado por el descubrimiento de la expoliación de Poynton. Tras la marcha de su madre, ha ido a la casa y descubierto el panorama. Ha notificado a Mona, y entonces Mona ha ido a ver por sí misma, y el resultado es que —discutido el asunto entre ambos— él visita a su madre para exigirle la rendición. Tengo que motivar esta visita —el hecho de que Owen vaya en persona. Mona quería que la comunicación la realizase el abogado de ambos. Owen se niega: sabe que él será más tierno; pero Fleda adivina que si hace las cosas a su manera es porque Mona se ha empecinado en que se hagan como ella quiere. Owen, he de representarlo así, no tiene a Fleda en mente cuando llega: no piensa que ella pueda encontrarse en Ricks —en realidad piensa que no está. Ha ido simplemente porque debe hacerlo. El motivo de esta obligación sale a la luz a raíz de lo que ocurre entre Fleda y él. Su madre se niega a verlo —él se alberga en la posada. Mrs. Gereth le pide a la muchacha que la represente. Esto ocurre al día siguiente del arribo de Fleda. Aunque al principio lo muchacha piensa negarse, acaba por aceptar. Si ha intentado rehusarse es porque la situación la perturba y la atormenta, y porque se ha impuesto la regla de no verse con Owen, no «alentarlo», no permitirse insistir en ese «amor ilícito». Realmente creo que he reunido los elementos de algo excelente. La excelencia en juego es la de Fleda. Llevémoslo ahora lo más lejos posible —seamos consistentes y audaces y elevados; permitamos que el asunto despliegue por completo su pequeño toque poético. Mrs. Gereth fuerza a Fleda, digamos, a reanudar una relación a través de cuya ruptura la muchacha ha buscado la honra y la seguridad, la tranquilidad de haberse portado «bien». Ahora, prácticamente, la «arrojan» a los brazos de Owen. Lo mismo le ocurre al joven. También él ha intentado ser bueno. Ha renunciado a la relación. Ha decidido mantenerse junto a Mona. Su madre vuelve a lanzarlo al peligro. Mrs. Gereth está manejando un material mucho más inflamable de lo que sospecha. Al principio los jóvenes se encuentran como si la escena en Kensington Gardens no hubiera tenido lugar; y Fleda se dice que está arrepentida, avergonzada de esa escena. Pero se internan en aguas pantanosas. El la informa de la sommation que porta para su madre. Luego, breve, rápidamente, de fil en aiguille, llegan a la cuestión de su alternativa —la alternativa o camino previsto en caso de que Mrs. Gereth se niegue a devolver las cosas. Prácticamente Owen le revela de qué se trata. Ahora es Mona la que establece los términos; ha insistido en que él insista —y si no lo hace romperá el compromiso. Lo ha puesto como condición para que la boda se realice. Tal es el punto culminante de la escena entre los 2. Ayudará a alimentar la belleza que yo quiera conferir a la trama. Pues esa disyuntiva constituye la oportunidad de Fleda —su tentación. Si Mrs. Gereth no se rinde, Mona se separará de Owen, y si Mona se separa... he ahí un camino abierto para ella. Bien, parte del comportamiento de la muchacha consiste en su resistencia. Comprende lo que está ocurriendo, y no obstante se esfuerza, heroica, por cerrar los ojos. Comprende que Owen se avergüenza de su deslealtad hacia Mona y lo que siente por él es de naturaleza tal que no quiere, no puede soportar verlo incurrir en una deslealtad. He ahí, más o menos, el quid de la cuestión. Si mi intención es conferir belleza a la muchacha —belleza en cuanto a la acción y poesía en cuanto al efecto—, pienso que sólo allí puedo encontrarla: dándole al personaje un matiz heroico. Y para ser heroica, para cobrar belleza y poesía, ha de ocultar sus sentimientos ante Owen. Tenemos pues que él se revela pero ella no. Lo que pasa con Owen es que nunca ha conocido una mujer como ella, siendo no obstante una mujer como ella lo que desea. Todo esto lo lee Fleda en él, por él, y nosotros lo vemos a través de sus ojos, sin que él diga nada ni atine a expresarlo. De su parte todo es torpe y desarticulado; pero nosotros —aunque Fleda no permita que él se aleje de Mona— lo advertimos. ¿Qué hace Fleda entonces? ¿Cómo obra, cómo se manifiesta su heroísmo? Primero y más elevado, impulsándolo a que no retrase más la boda —urgiéndolo a que la celebre, como máximo, en el plazo de una semana. Por decirlo así, ella resuelve el expediente, fija la fecha: dice que ella se ocupará de lo demás. Cómo se ocupa de ello constituye el firme nudo de mi donnée. Despacha a Owen de vuelta junto a Mona, le asegura que se cumplirá lo que exigen. Owen en todo caso (ya que, desde luego, no está en condiciones de «asegurarle» nada), le da su palabra de que hará cuanto esté a su alcance para lograr la restitución de los objetos; y es sobre la base de este pacto que él parte, prometiéndole, digamos, que se casará de inmediato. Esto me enfrenta con el problema de la acción que Fleda ejerce sobre Mrs. Gereth, y de cómo la ejerce. Mi vieja idea era que trabajase sobre los sentimientos de la viuda. Pero, ¡eureka! Creo que ya lo tengo. Me parece divisar el giro interesante, la forma practicable. Es notable cómo un minúsculo chasquido de la percepción, de este género, me devuelve entero a la sagrada época de mis meditaciones, así, pluma en mano, sobre la materia de mis juicios teatrales. Las viejas paciencias e intensidades —la labor de la vieja pasión. Los viejos problemas y claroscuros —las viejas soluciones y los alumbramientos. ¿Se ha perdido para siempre la belleza de tanto esfuerzo, de tantas horas inefables? ¿Se ha perdido, perdido, perdido? ¡Cuánta más paciencia hará falta para llegar a saberlo! —Mi nueva estrategia se centraba en presentar a Flora embarcada —en bien de lo dramático— en algún gesto amplio y efectivo de su cuño. Pero ahora me parece un error; y creo que he dado con la salida correcta. ¿Pues no es lo correcto poner sencillamente a Fleda a trabajar sobre Mrs. Gereth, pero de un modo interesante? Procede a la ejecución del encargo de Owen auprès de sa mère, consciente no obstante de que sólo mediante un ruego podrá cumplir su propósito. No se le ocurre que pueda haber otra vía a su alcance. Por lo tanto ruega: sincera, firmemente —y tiene con su amiga la escena más denodada y a nivel que hayan protagonizado nunca. Examina la conducta de la viuda a la luz del honor, el deber, etc., del incumplimiento del contrato de Owen con Mona, a quien el joven había prometido dar la casa tal como la viera. Causa impresión —conmueve e influye a Mrs. Gereth; pero no por el ángulo de los argumentos específicos que emplea sino por la fuerza misma de su urgencia, por el ímpetu de su franqueza, de su pasión escondida. Adivinando esa pasión, afectada por su existencia, Mrs. Gereth se lanza hacia la nueva alternativa. Endereza las orejas, abre los ojos, exclama: de golpe interrumpe a la muchacha y la apabulla expresando el sentimiento que da razón a su conducta, el sentimiento que ha entrevisto en ella. Fleda, demudada al principio, fastidiada, atónita, advierte de inmediato la oportunidad que, en procura de la culminación a su juicio ideal, le concederá el hecho de admitir esa verdad a Mrs. Gereth. La admite, por lo tanto, pero no admite nada más —nada de aquello que, en extremo, ha pasado entre ella y Owen. Lo que ha pasado ha de poseer un carácter absolutamente definitivo: la promesa de Owen, a cambio de la intercesión de Fleda, de casarse cuanto antes. En este punto ha de haber habido una referencia a la cuestión de la fecha, del aplazamiento. Durante la entrevista entre ambos, Owen le cuenta a Fleda que Mona ha pospuesto la boda a fin de darle a él tiempo de actuar y a su madre de restituir los objetos. (La fecha original de la boda se hallaba demasiado cerca.) Fleda hace prometer a Owen que instará a Mona a fijar un día —la instará explicándole que ella (Fleda) se cuidará de persuadir a Mrs. Gereth, y que a esos efectos desea permanecer informada. La transacción entre ambos es así definitiva. Es respecto de esta transacción que la muchacha observa ante Mrs. Gereth un estudiado silencio. (Si Fleda puede coercionar a Owen para que acepte el acuerdo —o transacción, como la he llamado— es porque se encuentra en posesión del secreto del joven sin haberle revelado el propio. El «heroísmo» de la muchacha utiliza este secreto cambio sentimental del joven en relación a Mona.) No sólo mantiene a Mrs. Gereth alejada de la posibilidad de descubrir, percibir o inferir el estado de Owen, sino que miente virtuosa, «heroicamente» en ese tema. «¿Y lo sabe él?» «¡A Dios gracias, no!», puede responder Fleda honestamente; pero cuando —a cierta altura de su investigación— Mrs. Gereth se asombra lo bastante como para decir: «¿Y no podrá ser acaso que no siente lo que dice sentir por Mona, que la que le gusta eres tú?», Fleda lo niega enfáticamente. Mrs. Gereth, sin embargo, insiste. «¿No ha dejado escapar siquiera una palabra que pueda dar color a la posibilidad?» «No me ha dicho absolutamente nada.» Reste la cuestión del aplazamiento. Mrs. Gereth se entera de que se ha pospuesto la boda. El objeto, en realidad, es darle a ella tiempo para devolver los muebles. Pero Fleda no se lo dice. No le cuenta cuál es la condición que Mona ha puesto, y que ella conoce a través de Owen; pues su súplica a la viuda no se ha fundamentado en ese motivo, sino en la integridad del honor de Owen, etc. Pero, por decirlo así, maneja el tema del aplazamiento; permite que Mrs. Gereth vea en él una razón, un dato alentador y una esperanza. «Si Owen rompiera con ella y te propusiera matrimonio a ti, ¿aceptarías?»
«Sí, aceptaría», dice Fleda de todo corazón. Tras esto siguen sin tener noticias de la boda. Convencida, Mrs. Gereth actúa en consecuencia. Devuelve todo salvo unas pocas cosas —lo envía y se marcha al extranjero. x x x x x
A partir del punto que he alcanzado (16 de octubre) todo ha de ser una acción continua e inatenuada. En VII he dado la impresión que tiene Fleda de la situación en Ricks. El total asciende a 210 págs. de manuscrito —hasta la llegada de Owen, incluyendo el diálogo de las dos mujeres sobre este tema.
VIII — págs. 211 24O: «escena» en Ricks entre Fleda y Owen, incluyendo la partida del segundo.
IX págs. 241 271: el asunto de la Devolución, entre Mrs. Gereth y Fleda, incluyendo la decisión de la segunda.
X
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Torquay, 18 de octubre de 1895.
Sobre el pequeño tema que acaso pueda haber en el estudio de una mente romántica. —El término no ofrece sino un indicio tan tosco como vago de lo que quiero decir. Pero puede servir como recordatorio.
Idea del retrato, plenamente satírico, ilustrativo del «culto a Moloch» que es la jerarquía social en este país —los grados, peldaños y etapas de la nobleza relativa. Imagen de cierta sucesión o escalerilla de ejemplos, en el cual cada peldaño, cada «miembro» tenga algo o alguien debajo —y así hasta extremas profundidades ; de modo que, humillado y despreciado desde arriba, pueda desahogar su resentimiento haciéndole al de abajo lo que ha experimentado en carne propia. Hay que soportar lo que viene de Pedro, pero es posible ensañarse con Pablo. Seguir la larga serie encadenada —la alta columna de Pedros y Pablos. x x x x x
Torquay, 24 de octubre de 1893.
Creo entrever un pequeño tema en esta idea: el autor de ciertos libros, famoso por sostener —y también por declararlo, au besoin, ante las pocas personas con quienes se comunica— que sus escritos contienen, para quienes sepan leerlos con la apropiada inteligencia, que por así decir sepan penetrarlos —emprender su escrutinio con cierta cualidad perceptiva—, una intención latente o secreto bello y valioso, interesante y remunerador. Hay una idea general qui s'en dégage: él no dice cuál es —al lector le toca descubrirla. «Está allí», dice, «está allí. No puedo —o no quiero— revelarla; pero mis libros son su expresión.» Debería adelantar que, según mi parecer, estos libros han de ser necesariamente NOVELAS; de hecho, es esencialmente como novelista que el personaje se présente à ma pensée. Posee aquellas virtudes de destreza, estilo y talento que, se presume, es honroso y magnífico verse atribuidas —pero, por su parte, mantiene que no conoce su obra quien no conoce, no ha experimentado, imaginado o entrevisto ese pensamiento interior, esa belleza especial (he aquí la palabra más indicada) que la empapa, controla y anima. No hay ningún recensionista, ningún «crítico» que la haya soñado siquiera: hermosa oportunidad para ironizar con fineza sobre la vida de esa hermandad. Mettons que, al fin, el hombre cuenta la existencia del hecho a una sola persona —a mí, digamos, que bajo mi propia identidad narro el pequeño episodio. Digamos que soy un «crítico», uno de tantos escritorzuelos, un periodista. Mantengo con él cierta relación —relación admirativa, inquisitiva, de comprensión, engaño, escepticismo, lo que fuere. Yo no he visto nada en los libros salvo ciertas cosas agradables y encantadoras —o como quiera definirse a estas cosas, rasgos, méritos, desde un punto de vista obvio y superficial. No, yo no he descubierto nada. Pero él me lo cuenta: digamos (sí) que soy la única persona a quien se lo dice. (No puedo entrar aquí en etapas ni detalles —estoy haciendo el más escueto de los resúmenes.) Es decir, me revela el hecho: la existencia de esa belleza latente: pero, oh, qué es esa belleza, en qué consiste, no me lo dice ni a mí ni a nadie en absoluto. Eso no se lo confía a ninguna persona, y el no hacerlo le proporciona una serena, alegre satisfacción. Allí está, allí está ¡que allí permanezca! La gran diversión de su vida consiste en observar si existirá alguna vez alguien que realmente lo vea —si la magna raza de los críticos, sobre todo, llegará a poseer la facultad perceptiva suficiente para que la iluminación caiga sobre ella. «¿Pero entonces es en forma de iluminación que se deja advertir —como una revelación súbita?», le pregunto. Mi inquietud, mi curiosidad, mi pequeño tormento sobre qué demonios podrá ser. Mis preguntas, mis relecturas, y sus respuestas, su serenidad, su diversión ante la torpeza y la imbecilidad que exhibimos: pero todo ello sin el menor atisbo de una información real. Sus respuestas sólo consiguen atizar aún más mi curiosidad —y a él le importa un bledo. No se trata de un «sentido esotérico», como dicen los periódicos: «Es el único sentido, el alma y el centro mismo de mi obra.» Me pregunto si no estará bromeando —o si acaso se habrá vuelto loco. Por alguna razón me niego a creer que sea una burla (las circunstancias lo contradicen); y si está loco, ¿cómo ha podido hacer una obra tan perfecta? ¿Cómo puede ser esa obra tan cuerda y sensata en forma y sustancia? Está claro que ha de tratarse de una obra distinguida, con un encanto basado en cualidades palmarias; esto es preciso para invalidar la idea de la locura. Voyons, pues: una vez él me ha hecho la confesión (me ha dicho que la cosa está allí), yo, por mi parte, se lo cuento a un amigo mío, digamos que joven hombre de letras. Él está interesado en el autor —y se interesa enormemente por el hecho, la revelación, imperfecta como se presenta. A continuación el autor me dice que mejor no mencione ni repita lo que me ha contado —estaba destinado a mí, no al mundo vulgar. Le informo que ya se lo he transmitido a mi joven amigo, etc., pero que le pediré que no se lo cuente a nadie más. El Autor dice: «¡Oh, no importa!» —y la verdad es que parece no preocuparle. Yo opto por transmitir a mi joven amigo lo que el autor me ha dicho —sus prevenciones en cuanto a que la declaración se difunda; y mi amigo replica: «Lo siento muchísimo, ¡pero ya se lo he contado a Fulana de Tal!» Fulana de Tal es una joven por la que se siente muy atraído. «Bien, pues, dígale usted que lo guarde para sí», digo yo. El se lo pide —luego me dice que la muchacha será reservada. Pero también me dice que se le ha despertado el interés —es una «admiradora» del autor y quiere descubrir, si puede, en qué consiste la referencia. El joven (mi amigo) no lo desea menos —y es su tormento, su zozobra, su estudio de los hermosos libros lo que acaso represento más ampliamente. Yo, por mi parte, me he dado por vencido —el resultado no justifica tantas molestias. No se trata, razono, más que de un mal chiste o un engaño. Pero sé que mi amigo discute el asunto con su jovencita, se embarca con ella en la búsqueda, y con ella se interroga, se angustia, investiga, asume renunciamientos. Supongamos que yo me inclino por la teoría de la locura de nuestro héroe, o de una jocosidad rayana en la locura, y que es él quien se ocupa de defender la abierta belleza y la cordura de la obra. También él es crítico —pero de los que se avergüenzan, de los sensibles a los reproches. Yo no; a mí tanto me da; me aferro a mi explicación vulgar: no admiro particularmente las novelas de nuestro autor. Mi amigo siempre ha entrevisto en esas novelas más que yo. Posee sus teorías, sus explicaciones, claves y vislumbres; esgrime una, luego otra, luego una tercera —a las cuales ha de renunciar sucesivamente porque son insostenibles. Por su parte la joven tiene las suyas, de las cuales me habla y que también se derrumban. Discuten entre ellos —la búsqueda los obsesiona. ¿Conoce mi joven amigo al autor, lo visita, conversa con él? Es un punto a determinar, aunque creo que no: quiere conocerlo, pero prefiere esperar a haber exclamado realmente «¡Eureka!» antes de someter la solución a su juicio; decir «¿No es esto?» para obtener tal vez el gran asentimiento. Ahora bien, antes de que ello ocurra el Autor se muere —y la prueba, la luz, el desvelamiento se vuelve inaccesible para siempre. Ahora nadie lo sabrá —el hombre se ha llevado el secreto a la tumba. Sin embargo (aunque se trate de un relato largo ha de ser en verdad de los más breves) mi joven sigue obsesionado. Por fin, desde lejos, me comunica que lo ha descubierto. Esta vez lo ha conseguido, sin duda —es una revelación maravillosa. O quizás es la muchacha quien me cuenta que ha ocurrido. ¡Sí, es así como me entero! Él se encuentra lejos, pero se lo ha hecho saber. Ella aún no tiene idea de qué se trata, pero él va a decírselo. Entonces me devoran la curiosidad y el ansia. «¿Cuándo se lo dirá?» «Cuando nos hayamos casado», replica ella, incómoda. «¿Van ustedes a casarse?» Yo creía que se habían peleado, pero al parecer se ha producido una reconciliación. Ella me dice cuándo será —él está en el extranjero, o en Oriente, o en Escocia, pero vendrá a Londres y la boda tendrá lugar. Antes, de todos modos, yo le escribo pidiéndole que me apacigüe la curiosidad. Responde que lo hará cuando llegue a Londres para casarse. Le escribo explicándole que para esa fecha, ay, no estaré en la ciudad, y que mejor será que me haga la revelación por carta. El replica, no sólo que le conviene hacerla de viva voce, sino que así lo prefiere; y con eso tengo que conformarme. Ha especificado un momento cercano en el cual es muy probable que nos crucemos. Pero no llegamos a encontrarnos —no nos encontramos nunca. Me marcho de la ciudad antes de su llegada —y él se casa mientras estoy ausente. Tres meses después, antes de mi regreso, muere en un accidente. Se lleva consigo el descubrimiento —salvo que, después de la boda, se lo haya contado a su esposa. Yo preciso SABER de cierto que se lo ha contado. Pero por alguna razón siento que se trata de algo que no puedo preguntar y ella no puede decirme. Evidentemente, flota en torno a la cosa una extraña e incómoda delicadeza mixtificadora. Aunque la visito y ella sabe cuán curioso me siento, y tiene la oportunidad de satisfacerme, nunca lo hace. Me quedo, pues, con mi insatisfacción. Esto dura mucho tiempo. Lo extraño es que ahora, por algún motivo, intuyo que el misterio es una realidad. Presiento que el difunto no estaba loco. Casi tengo ganas de casarme con la viuda —para averiguar, en nombre de todos los milagros, de quoi il s'agit. Me parece que si nos casáramos me lo confiaría —pero que de otro modo no lo hará nunca. Sin embargo, no me caso con ella —¡sólo por eso no puedo! Al fin se casa con otro. Tengo la certeza de que a él se lo cuenta. Quiero preguntárselo, revoloteo en torno al sujeto, estoy a punto de hacerlo. Pero no —cuando llego casi a decidirme, no lo considero muy delicado ni honesto. No lo hago —me contengo. Andando el tiempo —durante un parto— ella muere. Luego, transcurrido un intervalo, se me presenta la oportunidad. Ella es la tercera persona que se ha llevado el secreto a la tumba; no obstante, en el último momento debe de haber dejado un depositario en la persona de su marido. Tengo la posibilidad de acercarme a él y lo hago. Le planteo el interrogante, le pregunto si su esposa no le confió el secreto. Él me mira fijamente —está perplejo, no comprende de qué hablo. «¿El secreto de los libros de Fulano?» Me mira como si estuviera loco. Ella jamás le dijo nada: se ha llevado el secreto, intransferido, al otro mundo. x x x x x
Dos cosillas se me ocurren en relación a este argumento. Una es la importancia de mi certeza de que el 1er marido ha hecho la revelación a la muchacha. La otra es la importancia de la certeza de él de haber hallado la solución. Respecto a esta última, él sólo puede haberla adquirido sometiendo la idea al juicio del propio Autor. A fin de lo cual la muerte del Autor debería no preceder al hallazgo. Digamos que yo lo convenzo de que visite al Autor, con su «descubrimiento», y la muerte de aquél se produce, por lo tanto fuera de Londres, entre la entrevista decisiva y mi conocimiento de la inminente boda. Lo que yo oigo de boca de la muchacha es que su novio ha sometido sus conclusiones al Autor. Luego el Autor muere —enfermo, en el extranjero, en una extraña atmósfera. Es allí adonde mi joven ha ido a verlo —donde está junto a él. Todo esto no son sino meras sugerencias —hay que decidirlo. La cosa ha de ser REALMENTE BREVE.
Torquay, 28 de octubre de 1895.
Recuerdo cómo Mrs. Procter me dijo una vez que, habiendo tenido una vida repleta de problemas, sufrimientos, cargas y devastaciones, la posibilidad de sentarse a leer un libro constituía para ella, en sus años otoñales, un placer singular, un lujo profundamente sentido: tan grande era el sentimiento de seguridad que de ello emanaba, la certeza de que, tras haber sobrevivido a tantas cosas, nada podía ocurrirle ahora. Prácticamente nunca había gozado de ese placer en tal grado y manera; y día tras día disfrutaba de él como si fuese nuevo. Tal vez exagero un poco la declaración de su éxtasis personal, pero lo cierto es que hizo el comentario y entonces me impresionó muchísimo. Ahora vuelve a mí con la sugerencia del minúsculo germen de un diminuto relato. La cosa, desde luego no puede pasar de ser un pequeño retrato —una suerte de viñeta. Tendría que contárselo uno a sí mismo, haberlo visto y retenido como una impresión. Habría una persona, anciana o entrada en años, persona que uno habría conocido —a través de cierto contacto que dio la oportunidad de observarla. En las tranquilas aguas de un fondeadero último, esta persona anciana trasluciría tal felicidad, tan conmovedora plenitud en el gozo de las más sencillas inmunidades y seguridades de la vida —un paso sereno, una lectura tranquila, la visita de cortesía a un amigo o el lujo de una relación de lo más corriente— que uno no podría menos de preguntarse qué clase de infortunios pretéritos habrían conferido semejante valor a los más habituales privilegios del presente. ¿Qué desdichas habría padecido, qué adversidades soportado el anciano (hombre o mujer)? Esto constituye un misterio sugerente. El anciano (de edad a determinar con propiedad) es reservado, oscuro, introvertido con respecto a ciertas cosas —y siempre está fatigado, y no obstante sereno. Uno se hace preguntas, pero en realidad nada quiere saber —lo que en verdad le interesa es proteger, salvaguardar estas simples alegrías. Uno observa y comprende, se enternece, se divierte, se complace en pensar que el anciano está a salvo por el resto de sus días. Entonces ocurre el pequeño desenlace. ¿Y no consiste éste, no debe consistir en que vuelve a hacerse real cierto espantoso peligro, cierta antigua amenaza o interrupción proveniente del pasado? Las pequeñas seguridades y placeres se tambalean. Lo que creo divisar es que se presenta alguien, alguien fatal. Voyons: —Me parece ver, por ejemplo, a un anciano cuya esposa vuelve a aparecer. La clave de su bienestar actual radica en que la fuente de las complicaciones y cargas precedentes había sido esa mujer. Pero regresa en la forma de una esposa arrepentida, reconciliada, compungida, reedificada. Abunda en esta actitud —pero precisamente por ello, tanto más sei'n Ruh ist hin. Más lo estorba con su arrepentimiento que con su... lo que fuese en otro tiempo. Ha regresado, es cierto (sincera, es cierto, aunque egoísta, en busca de paz y de quietud —también ella quiere leer un libro, etc.), pero de alguna manera su reposo acaba con el de él. De modo que al fin él desaparece abruptamente —se extingue, dejándola dueña de todo. Luego la diviso a ella —una vez lo ha exterminado— entregada a la misma feliz serenidad de que disfrutaba él. Se sienta en su silla, bajo su lámpara, ante su mesa: expresa la misma alegría minúscula y quieta que él expresaba. «Qué lujo es sentarse a leer un libro.» Se trata del mismo libro que yo lo viera leer a él en otro tiempo. Mi anciano, me parece, ha de pertenecer, necesariamente —permítaseme señalar—, al tipo específicamente refinado y distinguido: desde todo punto de vista un hombre de mundo, de calidad por así decir, a fin de que su satisfacción en las pequeñas alegrías, su felicidad en lo meramente negativo sea suficientemente conmovedora. Todo esto no sería lo bastante llamativo en una persona más simple. Lo mismo, supongo, vale o debería valer para la esposa. ¿No cabe imaginarlos a ambos como individuos raffinés que han sufrido una considerable pérdida de fortuna?
Nombres. Wilverley — Perriam — Boel — Beaudessin — Poyle — Jerram — Stanforth — Overmore — Undermore — Overend.
Torquay, 31 de octubre de 1895.
Anoche quedé impresionado con algo que me contó Jonathan Sturges, quien ha pasado aquí unos días: no fueron más que 10 palabras, pero, como de costumbre, capté en la anécdota el destello de un sujet de nouvelle. Hablábamos de W. D. H. y me contó que lo había visto durante una breve e interrumpida estancia que 18 meses atrás H. había cumplido en París, siendo requerido desde América —cuando acababa de llegar y no llevaba más de 10 días en la ciudad— por la repentina muerte —o enfermedad— de su padre. Apenas si había conocido París en otras oportunidades, y ahora se encontraba con el fin de visitar a un hijo suyo, allí domiciliado e iniciado en la vida, que estudiaba las Beaux Arts. Virtualmente en el ocaso de su vida, todo le resultaba nuevo: todo, todo, todo. Me dijo Sturges que se lo veía triste, meditabundo; y le pregunté (a Sturges) qué era lo que le había causado esa impresión. «Oh, un día estábamos juntos, no recuerdo dónde, cuando de repente me puso la mano en el hombro y, a propósito de una observación mía, exclamó: «Ah, usted es joven, usted es joven. Alégrese de ello: alégrese y viva. Viva todo lo que pueda: no hacerlo sería un error. Haga lo que sea, eso carece de importancia: pero viva. Este lugar me ha hecho comprender todo. Ahora lo veo claramente. Yo no lo he hecho —y ahora ya soy viejo. Es demasiado tarde. Para mí ha pasado la oportunidad —la he perdido. Usted aún tiene tiempo. Es joven. ¡Viva!»» Sin duda estoy exagerando y mejorándolo un poco —pero el tono era éste. La anécdota me conmueve: me parece como si lo viera, como si lo estuviese oyendo. Al igual que todo, gracias a Dios, la historia, desde luego, sugiere de inmediato una pequeña situación. Creo que va surgiendo de ello algo, de una especie reducida, que podría ocupar un sitio en el grupito de historias que me gustaría llamar Les vieux —Los viejos. (¿Cómo debería llamarlos en inglés: Los que peinan canas? No, sería barato y trivial.) En cualquier caso, me da la idea de la figura de un hombre ya mayor que no ha «vivido» —en el sentido de vivir pasiones, sensaciones, arranques, placeres— y que sur la fin, o cuando ya es muy tarde, y en presencia de un gran espectáculo humano, de cierta agitación en busca de lo Inmediato, de lo Agradable, cobra penosa conciencia de su situación. Nunca se ha divertido verdaderamente —no ha vivido más que para el deber y la rectitud, para estar a la altura del concepto que de ambas posee; para las puras apariencias y las obligaciones diarias; para el esfuerzo, la resignación, la abstención, el sacrificio. Me parece divisar ya su historia, su temperamento, sus circunstancias, su figura, su vida. No me parece que se haya batido contra las pasiones —no creo que alguna vez se haya visto arrastrado por su naturaleza o haya sospechado siquiera lo que se estaba perdiendo, lo que dejaba de hacer. No tenía a la vista la alternativa. Puede ser americano —aunque también inglés. En general no me gusta el aspecto banal de la revelación parisina —sería excesivamente obvio, manido, servirse de París como visión que le abre los ojos, lo lleva a percatarse de su error. Podría ser Londres; podría ser Italia; podría ser la impresión general de un verano en Europa, fuera de su país. Claro que también podría ser París. El hombre ha sido un trabajador infatigable, un trabajador local. ¿Pero de qué especie? Novelista no puedo hacerlo —resultaría demasiado parecido a W. D. H., y en general seriamente invraisemblable. Pero lo quiero «intelectual». Lo quiero sutil, inteligente, casi literario: de este modo se acentúan tanto la ironía como la tragedia. Un sacerdote es algo en exceso obvio y usado y por otra parte imposible. Un periodista, un abogado: éstos son hombres que, a través de su contacto con la vida, con las complicaciones, ruindades y vitalidad general de la humanidad, HABRAN «vivido». Lo mismo para un artista o un médico. Un mero hombre de negocios: éste serviría; pero no tendría la fibra intelectual que ando buscando. El director de una revista: eso se acercaría más (en absoluto de un periódico). Que fuera profesor de colegio secundario implicaría conferirle cierto conocimiento de las vidas de los jóvenes —aunque la comprensión final de no haber siquiera sospechado qué encerraban esas vidas podría aportar un efecto trágico. (Han pasado de largo frente a él —lo han dejado atrás.) El se ha casado muy joven, y de forma austera. Con alegría, sí, pero sin encanto; y, ay, con demasiados escrúpulos: tiene una esposa que rezuma rectitud de Nueva Inglaterra. Pero, ah, todo esto ha de presentarse con enorme delicadeza, ha de estar ligeramente resumido, tocado al pasar. Lo que me parece divisar es la posibilidad de una acción ilustrativa. Puesto que la idea del cuento es la revolución que se desata en el pobre hombre, o dicho de otro modo la impresión que le produce una experiencia particular, el punto à trouver es el incidente en el cual se encarnan dichas revolución e impresión. Las determinan ciertas circunstancias y provocan una situación, el itinerario de nuestro hombre a través de la cual constituye el pequeño drama. Quiero suponer que, en el pasado, el hombre se ha visto «instruido» por la salida de otra situación en condiciones opuestas, las mismas que ayudaron a nutrir en él un sentido de la vida y los sentimientos como el que he bosquejado, y cuyo recuerdo, cuya consciencia ahora lo acometen con ferocidad. En su incapacidad de sentir, de comprender aquello que esta experiencia le devuelve en una oleada de revulsión, de arrepentimiento, ha sacrificado a alguien: un amigo, un hijo o hermano menor. No había calculado que esas cosas, esas novedades, nuevas fuentes de emoción, nuevas influencias y tentaciones pudieran presentarse —no las había tenido en cuenta para nada. Fue en contacto con ellas que se debatió y sufrió (ahora le parece) el juicio, la naturaleza, el temperamento de esa víctima de su pasada ignorancia. Era un ser temerario, libre, apasionado; pero habría existido una forma de protegerlo. Nuestro amigo nunca lo comprendió —nunca, nunca; sólo ahora comienza a percatarse, amarga, tristemente. El joven murió: todo ha acabado. ¿Era un hermano menor, un hijo, un pupilo, o un hermano mayor? Puntos a determinar; aunque no estoy seguro de que la idea del hijo me seduzca. Bien, mi vaga fantasía es que mi personaje «sale», por así decir (viaja a Londres, a París —me temo que, siendo americano, tendrá que ser a París), a fin de dar cierto paso, decidir cierta cuestión relacionada con otra persona, embebido de sus sentimientos y hábitos de siempre, y que las nuevas influencias, para expresarlo de forma grosera, lo llevan a actuar exactamente a la inversa —lo impulsan a aceptar aquello con que se encuentra con un volte face, una inspiración de índole por completo distinta. Se trata de otra persona u otras personas, de una vida joven en cuyo camino debe cruzarse para rescatarla y devolverla al hogar. Digamos que «viaja al extranjero» (en parte) para cuidar, traer a casa a un joven por el cual su familia está preocupada, y que por su parte no quiere regresar, etc.; y bajo el influjo del cambio mi héroe se range du côté du jeune homme, acaba por decirle: «No. QUÉDATE AQUI. No vuelvas a casa.» Digamos que nuestro amigo es viudo, y que el jeune homme es hijo de una viuda con la cual él se ha prometido. Ella está forjada en la fragua de la tenacidad —es el reflejo de la pasada índole de nuestro amigo. Tiene dinero —lo admira y considera: han pasado cinco años desde la muerte de la 1a. esposa de él; 10 desde la de su hijo. Tiene 55 años. ¡Se casó a los 2O! Para él, decepcionar a la tenaz viuda representa un sacrificio —un daño. El matrimonio con ella le aportaría paz y seguridad pour ses vieux jours. La «revolución», no obstante, pone seriamente en peligro las perspectivas de casamiento. Pero mi desenlace, por supuesto, es que ocurre —el hombre afronta el sacrificio, lleva a cabo aquello que más arriba he previsto confusamente y pierde, a la vez, una futura esposa y todas las ventajas que ella representa. Ahora es para él demasiado tarde, demasiado tarde para vivir —pero lo que en él se agita con una aturdida fuerza de deseo, de no sé qué, es la intuición de que podrá regalarse una breve hora supersensual en la vicaria libertad de otro ser. Su pequeño drama consiste en la administración de los matices que contribuyen a prolongar esa libertad.
34 De Vere Gardens, 4 de noviembre de 1895.
Estoy pensando en hacer una prueba con el pequeño sujet de nouvelle que anoté días atrás en Torquay —el del secreto del autor— para el 1er número de una revista nueva, Cosmopolis, con la cual el director me ha pedido que contribuya; pero he de conseguir que quepa en 11.000 palabras estrictas o, en otros términos, en un centenar (no más) de mis páginas de manuscrito. Voyons, voyons. x x x x x
Tendré que dividirla en 10 capítulos, cada uno de 10 de dichas páginas. ¡Adelante, pues!
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I. La visita de mi amigo, quien debido a su empêchement (detallar) me pide que haga —por favor— una reseña de la nueva novela del autor, de la cual es él quien en realidad se ha responsabilizado. Él debe ausentarse —se va a encontrar con la muchacha que luego aparecerá; con ella y con la madre, pues ambas vuelven del extranjero (hacer hincapié aquí en la mención de la muchacha, claro). Él no tiene tiempo; he de escribirla yo; y además para mí es una buena oportunidad. Yo lo reconozco: en las palabras iniciales de mi relato presento el incidente como mi PRIMERA oportunidad real o valiosa. Acepto; hablamos del autor uno o dos minutos —durante los cuales asoma nuestra divergencia— y, a modo de coincidencia, yo aludo a mi aceptación de acudir, el sábado o domingo siguientes, a un lugar en el campo donde me han dicho que podré conocerlo. «Oh, pues si vas a verlo cara a cara tanto mejor escribirás. Tienes que hablarle de mí.» «Te aseguro que puedes estar tranquilo: ¡lo miraré bien de frente!» Se marcha; escribo mi reseña; acudo al lugar. Pero aquí no es preciso detallar los pasos —basta con señalarlos.
II. Informo a Corvick —se lo comunico: en una palabra, echo a rodar la bola. Vuelvo a ver a Vereker y me previene. Se lo transmito a Corvick y me dice que ya se lo ha contado a la muchacha. x x x x x
He desarrollado el tema precedentemente discutido en 68 páginas de manuscrito (22 de noviembre), y en lo que respecta al esqueleto de la parte restante tendré que ser tajantemente estricto. A lo sumo me quedan 4O páginas más. Gracias a Dios, sin embargo, son suficientes. Teniendo en cuenta el punto que he alcanzado, éstos son los hechos que aún falta manejar:
Corvick se ha marchado a Oriente enviado por un periódico.
Mrs. Erme sigue viva y Corvick aún no se ha comprometido con Gwendolen.
Me cuenta que él le escribe (¿desde Bombay?) diciendo que lo ha descubierto.
¿Qué es?
No sabe —él no se lo ha explicado. (Dice que se lo explicará «cuando estemos casados».) (Ella se casa para descubrirlo [?].) El anuncia que se detendrá en Mentone para entrevistarse con Vereker y exponerle la idea. Sólo después —si ha dado en el clavo, si el otro lo aprueba— se permitirá revelarlo. Apremio a Gwendolen para que averigüe qué ha sucedido. Sí: ha acertado. Vereker ha dado el visto bueno. El se encuentra junto a Vereker. «¿Y bien, qué es?» «Dice que me lo contará cuando nos casemos.» «¿Se han prometido ustedes?» «Así es, pero no podemos casarnos mientras viva mi madre.» No le pido informes sobre la salud de la madre, pero cavilo, ¡cavilo! Corvick, antes de marcharse de Inglaterra, me dijo que no estaban comprometidos. Le escribo; me responde diciendo que aguarde. Antes de que él regrese, me requieren en otro sitio: por lo tanto pierdo la oportunidad de verlo. Parto hacia América. Vereker muere. 4 meses después de
haberse casado, muere también Corvick. Lo anterior, en 2 secciones —reservando la última para todo lo que resta. Cada una de 12 págigas de manuscrito.
Nombres. Rotherfield — Fresson — Count — Delafield — Ash — Burr — Barb — Faber — Beale — Venning — Dandridge — Overmore — Balbeck — Bulbeck — Armiger — Gibelin — Beddom — Gerse — Nish — Bath — Brookenham — Fernanda («Nanda») — Maliphant — Sneath.
21 de diciembre de 1895, 34 De Vere Gardens.
Idea, para un atisbo de relato, basado en un ápice de fantasía, de 2 personas que constantemente han oído hablar una de otra, constantemente han estado a punto de cruzarse, constantemente se han perdido. No se han visto nunca, por más que repetidas veces les han dicho que deberían conocerse, etc.: una de esas cosas que ocurren tan a menudo. Tendrían que ser, imagino, un hombre y una mujer. Al fin todo se dispone —van a conocerse de veras— gracias a la intervención de una 3a. persona, amiga mutua, que por simpatía, desacierto o comedimiento —como también suele ocurrir con frecuencia— está interesada en el encuentro. Pero poco antes del acontecimiento uno de los dos muere —la cosa se vuelve imposible para siempre. Entonces el muerto acude hacia el sobreviviente; de modo que, contrariando al destino, finalmente se encuentran —y si es necesario también se aman—. Comprenden, conocen todo lo que les habría sido posible vivir si se hubiesen visto. Es una fantasía bastante menuda, pero acaso dé para un cuento de 5.000 o 6.000 palabras. Habría varias maneras de realizarla, y se me ocurre que el narrador debería ser la 3a. persona implicada, según es mi costumbre cuando quiero algo intensamente objetivo —y en realidad siempre lo quiero. Es la mujer quien se presenta como fantasma —la que acude hacia el hombre. A cada uno de ellos yo le he hablado del otro —es sobre todo a través de mí que se conocen. Yo no debo ser flagrantemente un entremetteur o una entremetteuse: incluso, si el mediador es una mujer, puede actuar con una pizca de reluctancia o suspicacia, sentirse apenas celosa. Si la que cuenta la historia es una mujer, acaso se le despierten celos de la amiga muerta. Sospecha, adivina, presiente que el hombre, del cual está más o menos enamorada, sigue viendo a la muerta. Ella, la narradora, ha pensado, ha creído que era importante para él; pero ahora lo nota ostensiblemente indiferente. Pero si no opto por la «3a. persona» como narradora, ¿qué efecto podría obtenerse de la forma impersonal —qué efecto peculiar, característico, gratificador, se podría conseguir? ¿Debería o no representar en este caso la entrevista post mortem? Sí —aunque no necesariamente. Podría introducir a esta 3a. persona de forma «impersonal», con sus sentimientos —contar la historia aun así desde su punto de vista. Probablemente de este modo el relato tendría que ser más largo —y la verdad es que no merece más de 5.000 palabras.
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Así pues, vuelvo inveterada y, en todo caso, necesariamente a la cuestión de la pieza realmente corta; y vuelvo por un motivo económico. En este momento puedo colocar 5.000 palabras: he ahí el hecho coercitivo, y es obvio que preciso ser capaz de conseguirlo. La cosa me ayudaría tanto a vivir que, no cabe duda, debo someter esa forma —me refiero a la idea de una brevedad extrema— a un juicio más científico. No es preciso perder tiempo en hacer aquí una declaración formal: Dios sabe a qué estoy aludiendo, cómo pienso, qué veo, qué siento. Mi mente agitada rebosa de una acendrada conciencia de estas cuestiones —rebosa de reflexión y percepciones. Las cosillas a realizar me irán saliendo al paso, nacidas de la observación, del pensamiento y la fantasía: la vida está repleta de ellas, las encuentro en cada esquina. Una cosa es cierta: más se presentarán cuanto más las necesite. Dejemos que surjan de un estado de saturación —que la vida misma me las entregue. Ya llegarán, ya llegarán: siempre llegan: han llegado: ilustraciones, ejemplos, figuras, tipos, expresiones —yo les abro los brazos, las cobijo. A l'oeuvre, mon bon, à l'oeuvre —roide! x x x x x
Anotar con concisión y brevedad, en el primer momento libre, todos los temas para novelas «cortas» (de 80.000 a 10O.O00 palabras) que tengo en tête, y especialmente los 2 que se me ocurrieron en los últimos días: The Advertiser (El anunciante) —magnífico, creo yo (H C etc.), y el que me sugirió lo que días pasados me contaron sobre los particulares del divorcio de W. K. Vanderbilt: el hombre se agenció en París una demi mondaine para s'afficher en su compañía y de este modo obligar a la harpía de su mujer a pedir el divorcio. Me parece distinguir en la anécdota toda clase de cosas: comedia, pequeño drama de colores delicados, bien narrado, bien teatralizado; un tema, en resumen, siempre y cuando uno sepa darle el giro justo. El nudo, desde luego, consiste en que al esposo le importa un bledo la cocotte y hace con ella un trato por completo independiente de la intimidad real. Le explica las características de su situación —que se reducen a que está enamorado de otra mujer. Hacia esa mujer lo propelen el carácter y la conducta de su esposa; pero la ama demasiado como para comprometerla. No se permitiría divorciarse a causa de ella —en cambio sí puede hacerlo por culpa de una femme galante que no tiene nada que perder, ni siquiera un apellido, y, al contrario, sí alguna notoriedad que ganar. Por supuesto, la femme galante podría tomarle un afecto tremendo, desinteresado: como sea, tengo el germen de un point de départ —me parece.
*
Me impresionó fuertemente la pintura que el otro día, mientras viajábamos juntos a Fairford en tren, Sargent me trazó de McKim, el arquitecto americano (miércoles 18 de diciembre). Me refiero a su principesca galantería (de procédés) con las mujeres —las damas—, con quienes mantiene relaciones irreprochables, etcétera: sobre todo por el tenor del fenómeno, su caballerosidad práctica; etc., etc. Podría dar para algo —en tanto característicamente americano. Plasmar al tradicional grand seigneur en un «nuevo envoltorio» —Frank H. girándole 100.000 libras a su esposa fugada: un caso ideal, la clase de hecho que 1.000 plumas francesas habrían celebrado del duque de Richelieu. x x x x x
He aqui, por cierto, los títulos provisionales o aproximados de los sujets de roman que hace poco afirmé tener en tête.
1º La Mourante (La moribunda): la muchacha que está por morir, el joven y la mujer con la cual él está comprometido.
2º The Marriages (Los casamientos): (¡qué pena haber usado este título!) el Padre y la Hija, con el marido de ella y la esposa de él enredados en una pasión mutua, en una intriga.
3º The Promise (La promesa): la donnée que bosquejé (lo tengo todo) como obra teatral en 3 actos para E.C.
4º The Awkward Age (La edad difícil): a cifrar de principio a fin. De momento sólo existe como breve nota anterior, y además en mi cabeza —pero estoy en condiciones de escribirlo no bien me siente, claro que con ayuda de la nota.
5º The Advertiser (El anunciante): tal como señalé noches atrás, cuando se me ocurrió tosca pero nítidamente mientras cenaba con Colvin y Barrie, la idea (Hall Caine) se me antoja realmente magnífica.
6º Por el momento, llamémoslo The Vanderbilt Story: vide supra. [Los títulos de las tres primeras obras de la lista serían en realidad The Wings of the Dove, The Golden Bowl y The Other House (La otra casa). The Advertiser no merecería prácticamente ninguna consideración ulterior. En cuanto a The Vanderbilt Story, pasaría a ser The Special Type.]
Permítaseme apuntar, aprovechando lo que queda de una mañana derrochada, 3 o 4 cosas que ya he anotado antes y podría identificar mediante breves etiquetas —3 o 4 pequeñas ideas que en este momento puedo concretar a razón de 5.000 palabras cada una: 5O páginas de manuscrito. La esencia misma de este trabajo —recordémoslo con la debida claridad— es que cada pieza consista sustancialmente en un solo incidente, un incidente definitivo, rotundo, limitado. Debo cultivar la observación, la anotación de esta clase de anécdotas —así como debo llegar a dominar el faire, el duro, delicado y repetido proceso. x x x x x
1. Tengo, para empezar, Les vieux (Los viejos) —aquello que anoté en Torquay a raíz de algo que me contó Mrs. Procter.
2. Tengo la sugerencia que obtuve del artículo publicado por una francesa en la Fortnightly Review sobre los contrapuestos pareceres de ingleses y franceses en cuanto a la responsabilidad emanada del coqueteo: unos convencidos de que existe una debida compensación (cuando el hombre queda verdaderamente tocado), los otros asumiendo la actitud, exactamente inversa, de retroceder. «Es un asunto grave», comprenden ambos bandos —pero las conclusiones a tal premisa son opuestas. Esto me parece harto tratable en mi pequeña extensión. ¿Por medio de una correspondencia en una serie de diálogos que reflejan los hechos o de algún otro modo? ¿Debo presentar a los 2 hombres juntos, o es mejor que sean 2 mujeres? La ley de TODO trabajo de esta clase ha de ser la de simplificar intensa, poderosamente. Ya daré con el tratamiento —en cualquier caso, el tema y est. Es obvio que ni en ésta ni en ninguna otra pieza semejante puedo acceder a la brevedad si no es a través de una tremenda condensación; pero tan remunerativo esfuerzo es parte del alto desafío general de la tarea. ¿No veo aquí mi biais, mi solución, en el uso para mí habitual de la tercera persona en cuestión: el observador, el que sabe, el confidente, bien de las 2 mujeres, bien de los 2 hombres? De hecho parece que los dos personajes diseñados deban ser realmente 2 mujeres. Esto me permite contar con las notas, las confidencias, las reflexiones, la anécdota aguda y brillante vertida por una persona ingeniosa e inteligente, quizás una mujer de edad, relacionada con ambas, devant laquelle la chose se passa. Voilà.
3. La madre que da por sentado que es el futuro marido de su hija quien ha de mostrarle el mundo —y el marido no aparece nunca. (Idea inspirada por una observación de Miss Reubell.)
4. La niña cuyos padres se divorcian y se convierte en un extraordinario vínculo entre sucesivas personas. (Nacida de algo que hace varios años, cenando en casa de J. Bryce, me refiriera Mrs. Ashton, cuñada de Mrs. Bryce.)
5. La fina dama mendaz que infiere que su doncella la ha espiado, le ha leído las cartas y sabe algunas cosas de su vida porque «los criados siempre hacen esas cosas». La figura de la doncella: inocente, incapaz de tales tortuosidades, y perdiendo al cabo su puesto —mise à la porte— porque, durante la crisis desatada por alguna inmoralidad de la ama, se ve incapaz —à l'improviste— de ayudarla, de salvarla actuando como si —ausente toda explicación— poseyera los datos, la nefasta clave que sólo habría podido obtener mediante un fisgoneo y una vigilancia igualmente nefastos.
6. La recensionista que éreintes a su amigo —el hombre de letras que suele visitarla— en el periódico para el cual hace críticas de novelas, porque está RAGEUSEMENT enamorada de él. El editor se da cuenta —podría titularse The Publisher's Story (La historia del editor). Tiene que haber un clímax, por supuesto: siendo la idea: «¿Cómo se puede lograr que pare?» «Escribe sobre ella una reseña halagadora y haz que se entere de que es tuya.» «Pero si odio sus libros.» «Pues no importa. Invéntate algo.» El novelista hace la prueba —no surte efecto—. Pero aquí me freno: acaso en el concetto haya algo (muy pequeño, por cierto, incluso para 5.000 palabras), pero no en esta dirección. Laissons cela hasta que aparezca algo más. x x x x x
22 de diciembre. Habiéndole prometido a H. Harland 10.000 palabras (reales) para el Yellow Book de abril, me he puesto a redactar la historia de la niñita cuyos padres se divorcian y, luego de volver a casarse cada uno por su lado, mueren, dejándola dividida entre los correspondientes 2º marido y 2a. mujer. Antes de seguir adelante, sin embargo, es preciso calcular un poco más, destilar mejor el tema, el drama —si es que realmente hay un drama en juego. Voyons un peu. ¿Qué pequeño drama encierra la historia? Ya lo tengo, ya lo tengo: he cogido por la cola la acción latente qu'il recèle. Antes cometí un error al pensar —al decir— que los padres divorciados «morían»: la esencia misma del asunto estriba en que siguen vivos. Una vez hallado el punto de vista, la línea, la aprehensión, la percepción débil, asustada, persistente de la niña, obtengo algo así: tan pronto como dejan de pelear entre ellos, los padres se tornan indiferentes a la criatura; ambos vuelven a casarse, primero el padre —y es su nueva esposa quien primero le cobra afecto a la niña. Pero mejor desplegémoslo 8 o 10 capítulos breves. x x x x x
I. 12 y 1/2 páginas sobre los padres.
II. 10 páginas: las primeras intuiciones que la niña tiene de la situación —sus dudas, perplejidades, luego la paulatina, inteligente comprensión de lo que debe hacer. Primero se la lleva Boyd —pretende disponer su vida en función de ella, simula ocuparse de sus necesidades, consagrársele. Le habla de Mrs. Farange —el espanto, el pavor de la niña a cambiar de manos. Luego acepta —las feroces caricias de la madre, su manera de sonsacarle lo que el padre ha dicho de ella. A resultas de esto, el comportamiento de la niña al regresar con el padre. Estos resultados no se manifiestan la 1a. vez: al principio sólo le repite al padre los comentarios de la madre, así como a ésta le ha repetido los de él. Luego, durante la 2a. visita a la madre, se inclina por no contar —su mentecita prematuramente afligida y aguzada vislumbra lo que puede hacer para apaciguarlos. Decepcionada, la madre se enfurece —de modo que, frenada su viciosa actividad, descuida a la niña, se desentiende de ella cruelmente, y la niña no ve la hora de volver junto al padre. A su regreso se encuentra con una gobernanta. ¿O la gobernanta se la pone la MADRE? Creo hallar razones en pro de esto último. La madre contrata una gobernanta para los tres meses finales de la visita, pero so pena de despido si llegase a trasladarse con la niña a la otra casa. Ha de esperar y volver a hacerse cargo seis meses después —bajo esa condición es contratada. Pero tanto se encariña con Maisie que rompe la promesa y la acompaña, a sabiendas de la falta que está cometiendo, para ofrecerse a Boyd. Al enterarse de que la gobernanta viene de la casa de su ex mujer —de haber convivido con Maisie bajo aquel techo— él se horroriza. Pero se calma al descubrir la clase de promesa que ha roto y le arranca la de no regresar adonde primero la emplearon. Ella accede porque su plan secreto consiste ahora en mantener a la pequeña en casa del padre. Se enamora de Boyd. La escena entre Boyd y la gobernanta se desarrolla en presencia de Maisie. Todo esto en II.
III. Relación entre Maisie y la gobernanta. Luego Maisie va una vez más a quedarse con su madre, sin la gobernanta —la cuida otra, que también acaba subyugada. Tras esta tercera permanencia la madre se olvida de Maisie, cuya estancia en la casa del padre se prolonga más y más. Un joven, en ausencia de Boyd, se presenta para hablar con él. Resulta ser el nuevo marido de la madre. Le han encargado que fuera —lo ha empujado la gobernanta subyugada, quien adora a la pequeña y quiere que se la devuelvan. Aquí, esencia del drama: el extraño, fatal, complicador efecto del adorable carácter de la niña. De todos modos se me ocurre que, en lugar de enviar al joven (algo un poco artificial e invraisemblable), mejor sería que la propia «gobernanta subyugada» —la segunda, mayor y más simple— fuera, ávida, desesperadamente, a preguntar si acaso la niña no va a volver a la casa de su madre. La mujer ha venido a ver a Boyd Farange, pero éste se encuentra de viaje. Ve a la otra gobernanta, la bonita, mi segunda «heroína»; y la escena entre ambas mujeres tiene lugar ante Maisie. La gobernanta simple, una honrada pelmaza, cuenta que Mrs. Farange se ha casado —es la 1a noticia que tienen. Se ha casado con el capitán Fulano —está fuera del país, la boda se ha llevado a cabo en Florencia. En un gesto característico, le ha escrito a la simplona incluyendo en el sobre un retrato del sposo —más joven que ella, muy apuesto. (La gobernanta «bonita» no tiene que ser muy guapa, de una excesiva belleza, sino de un tipo muy marcado.) Los sposi se aprestan a regresar —he ahí la razón de la oficiosa, patética diligencia de la pobre mujer. Se desboca su amor por la criatura. La levanta, la abraza. Ha de ser viuda: Mrs. Algo; la única hijita que tuvo se le murió. Movimientos entre ambas mujeres que precipitan la declaración de la más joven sobre el papel que le cabe, la autoridad con que habla: está prometida en casamiento a Boyd Farange.
IV. Debo manipular los años con libertad y elegancia —tratar los intervalos con destreza y valentía—, dominar los pequeños secretos relacionados con la expresión de la duración; convertirme en un maestro, quiero decir, en la cuestión del tiempo. Maisie acaba por visitar una vez más a su madre; conoce a su padrastro y se queda allí un año entero. El padrastro —el capitán— la trata con dulzura. Tipo bueno, sencillo y dócil, abusado y sacudido por su mujer, y predestinado a no tener un hijo propio, destino éste del cual empieza a estar cierto, o que en todo caso teme definitivamente, aunque sea casi exclusivamente para eso que se ha casado —pues lo cierto es que no ha sido Mrs. Farange quien lo ha apresado o capturado. (Tengo que apresurarme en conseguir un nombre para Mrs. F., de modo de no seguir llamándola por un apellido cambiado.) Se me ocurre que estaría bien adjudicar a Ida un parto —muy, MUY apurado—, acontecimiento éste cuyo corolario es el derrumbe de las esperanzas de paternidad del capitán. Ella pasa por grave peligro; la criatura muere, la convalescencia es larga y la actitud de Ida ante un posible episodio del mismo género no deja lugar a dudas. Es durante este período, para él atribulado y solitario, que el capitán confraterniza y se vuelca hacia Maisie, quien se encuentra tan «sola» como él —délaissée en un grado que lo conmueve. El año de permanencia con la madre se ofrece como compensación por el período en que Ida NO insistió en verla anteriormente. En realidad es el capitán quien, dado su afecto por la niña, busca que se transgreda el acuerdo temporal, lucha por ello y lo consigue. Resaltar con toda la viveza posible, marcar fuertemente, el abandono, la cínica resignación, en cada caso, de la responsabilidad de los verdaderos padres —de su conciencia del hecho y su fingimiento, la ligereza con que afrontan el problema. Hacer hincapié en el completo trastocamiento —trastocamiento que deja la cuestión en manos de los padrastros. Por ejemplo: ahora es el capitán quien se cuida de Maisie —él solo. Todo esto en la sección IV. Esta sección ha de concluir con la visita de la segunda esposa al capitán para recuperar la niña. Aquí se produce su ENCUENTRO —es la primera vez que se ven cara a cara, y esto ocurre a causa de la niña. El encuentro tiene lugar en presencia de Maisie —TODO TIENE LUGAR EN PRESENCIA DE MAISIE. Es inherente a la esencia del asunto —siendo el resto de tal esencia, segundo de los hilos dorados de mi forma, la ternura que la niña inspira. De hecho Maisie pasa con el capitán y con su madre más de un año, mucho más. Es en calidad de esposa de Boyd Farange —casada con él depuis bientôt 2 ans— que la gobernanta bonita se presenta. Ella también ha comprendido que no tendrá hijos. Acaso haya pasado por un parto (sí, perfecto) y la recién nacida haya muerto. Sí, sí: se lo cuenta al capitán. Prácticamente, este 1er encuentro señala el punto medio de mi relato. Ahora no estoy SEGURO de la conveniencia de que, al final de la sección III, ella le ANUNCIE a la simplona su compromiso con Boyd. Y sin embargo, ¿por qué no? Es tan poco lo que puedo disponer de antemano, son tales los saltos que debo dar, que un preparativo tal puede resultarme valioso. Nous verrons bien. Como sea, la relación establecida entre los 2 padrastros fluye hacia la sección V.
La SECCION V consiste, por lo tanto:
a) En el claro, rotundo afianzamiento del nexo mencionado y en
b) La segunda visita de la segunda esposa al capitán para seguir intentando llevarse a Maisie. Ida está de viaje —Boyd está de viaje: esto ejemplifica la forma en que se toman su deber. El capitán se encuentra con la niña en algún sitio junto al mar —en un albergue : Brighton digamos. En esta segunda oportunidad la segunda esposa va a Brighton. La gobernanta simplona ha conseguido estar de nuevo junto a Maisie —que ya tiene 10 años. Es ella quien lo ha buscado (¿contra viento y marea?); se aferra a la niña: es su único guardián REAL. TAÑIR esa cuerda en su sentimiento —en su intuición, en sus presagios. Advierte lo que ocurrirá entre los dos jóvenes —MOSTRAR que lo advierte.
c) Regreso de Maisie a casa de su padre y su madrastra.
d) El capitán acude allí a visitarla. Boyd lo consiente, contentísimo de ver que también el nuevo marido es infeliz junto a Ida. Este rapprochement entre los 2 hombres tiene lugar en presencia de la niña. Entretanto, la segunda mujer, que está celosa y desconfía de la gobernanta simplona, huele y prevé vagamente lo que puede ocurrir, y por intuir que la vieja mujer lo percibe quiere mantenerla alejada, acaba por prohibirle la entrada a la casa. Por una vez la anciana se cuela, para contárselo a Maisie. Es decir, le formula a la niña exactamente lo que yo acabo de formular aquí. Ante esta criatura todo es formulado y formulable. ¿No podría concluir V de esta forma —dejando que VI consista virtualmente en el crecimiento de la extraordinaria relación entre los podrastros, tal como es contemplado por Maisie? Sí, eso es. La declaración de la simplona al final de V me facilita la posibilidad de convertir a la niña en testigo del fenómeno en cuestión —prepara el espejo, la lámina sobre la cual se representa en tanto reflejo. Tenemos, por lo tanto:
VI. (sexto) La libertad, la facilidad que reinan entre los padrastros cuando están juntos con la niña. Dado que el capitán tiene permiso para visitarla, cela se passe chez Boyd. Descripción en forma de cuadro de la tenue percepción de la niña. Acaba con la irrupción de Ida —un ataque de celos. El capitán se halla con Maisie en algún lugar de Kensington Gardens —la ha llevado tras haberla recogido en casa de Boyd— cuando de repente se topa con Ida, a quien acompaña un caballero desconocido —desconocido para Maisie, pero conocido y muy bien, para el capitán. Escena de celos de Ida con el fin de anticiparse, de PREVENIR las sospechas del segundo marido (el capitán) en torno a sus relaciones con el extraño. A requerimiento de Ida, el extraño se lleva a Maisie a dar un paseíto. Este momento es descrito en 3 líneas (el caballero TOTALMENTE CALLADO —Maisie también), junto con la situación que encuentra la niña cuando al cabo se reúne con los otros. VI finaliza con el regreso de Maisie a la casa de la madre, quien tiene que aceptarla para reparar la ofensa que le ha infligido al capitán, pero a quien todo esto le importa un bledo, o bien aprovecha la presencia de la niña para mantener al capitán en el redil o estar en condiciones de hacerlo: estado de cosas, éste, que le resulta engorroso porque tiene un amante que recibir. En todo caso, el capítulo concluye con la reinstalación de la niña bajo el techo materno.
VII abarca: a) Lo que más arriba he encuadrado en trazo rojo. b) El veto impuesto por el capitán a la gobernanta chismosa. c) El incidente constituido por una salida de Maisie con su madrastra —quien la recoge en casa de la madre— y el encuentro (contrapartida del incidente ocurrido en VI) con su padre acompañado de una dama, extraña para Maisie pero de sobra conocida para el padrastro . Pasa lo mismo que antes. Se reproduce la escena entre ambos sposi. La dama extraña lleva a Maisie a dar un paseíto —sólo que esta mujer es extraordinariamente locuaz, parlotea casi con violencia. El bout de scène que Boyd improvisa a su esposa delante de Maisie es una escena de celos fingidos —igual que la improvisada por Ida al capitán. Pero antes de presentar el incidente he de dejar claro que el capitán le ha prohibido a la gobernanta simplona entrar en su casa —la ha echado. Maisie se entera de las razones por boca de él —se entera de que, a fin de congraciarse con Ida y tener acceso a la niña (ya que Mrs. Farange núm. 2 la ha rechazado, le ha cerrado la puerta en las narices), ella, la simplona, le ha comunicado a Ida lo que pensaba acerca de ambos padrastros. El objeto era hacer que Ida llevara a la niña a su casa, donde ella (la simplona) podría verla. No contaba con la eventualidad de que el capitán adivinase la estrategia (o llegase a conocerla a través de Ida) y se enojase, lo cual de todos modos no la ahuyenta. El capitán proclama que él educará a Maisie.
En VIII, Ida «se fuga» con el caballerito desconocido. El capitán se lo cuenta a Maisie. La lleva a la casa de la madrastra, donde la niña se entera —por boca de aquélla— que Boyd Farange se ha fugado con la desconocida damita.
En IX, Maisie observa cómo sus padrastros se acercan definitivamente, unidos en la devoción por ella. Ellos la cuidarán, se ocuparán de ella juntos —ambos reemplazarán cuanto ha perdido. A la niña la perspectiva la azora y encanta —los ve realmente exaltados, espléndidos; acepta la oferta, les dice que prefiere quedarse con ellos, etc., y se prepara a entregarse sin más. Entonces, con
X, aparece la vieja gobernanta simplona, interviene, se enfrenta con ellos en su gran escena, leur dit leur fait con grandeza, con intensidad (poner todo en sus labios) y se lleva a la niña para rescatarla, para salvarla. Será ella quien la eduque.
34 D.V.G., 10 de enero de 1896.
Voy a hacer para Oswald Crawfurd, en 7.000 palabras, el temita de las 2 personas que nunca en la vida se encontraron. Lo preveo en 5 capítulos, todos diminutos e intensamente escuetos —con cada palabra y cada toque contando algo. Sólo me queda llevarlo al papel; pero antes de dar un solo paso he de verlo todo claro como el cristal. Voyons un peu qué es lo que indefectiblemente debe figurar. Lo relevante, hasta la muerte de la mujer, tendrá que ser la condición, estado de cosas o relación suscitada entre ambos por el tema recurrente, incitante, de su necesario encuentro, el cual siempre queda en la nada. Perpetuamente se están desencontrando —son como cubos en un pozo. Parece que sea cosa del destino. De part et d'autre llega a ser objeto de bromas, cada uno con las personas que desean reunirlos: es decir (dado el poco espacio), sobre todo conmigo —el narrador interesado. Ambos dicen las mismas cosas, hacen lo mismo, sienten lo mismo. Es un JUEGO —en eso se convierte— de part et d'autre. Cada cual acaba por confesar que, à la fin, el asunto lo pone muy nervioso —y que en definitiva prefiere no conocer realmente al otro: de modo que posiblemente puede sobrevenir una decepción, un anticlímax. Cada uno sabe que el otro sabe —cada uno sabe de qué manera la cuestión afecta al otro: ha surgido cierta autoconsciencia, un retraimiento, cierta preocupada timidez. No remite. Tiñe la situación toda, de resultas de lo cual, necesariamente (viene a ocurrir), la cosa queda librada a la casualidad. La idea es que así sea. Se trata de algo demasiado serio para arreglarlo de otro modo. El encuentro ha de ser dispuesto por el azar. De librarse al azar se trata, pues. Es un juego, sobre todo para mí: es decir, constituye un elemento de la pequeña trama la percepción de que existe en el juego un costado serio que me impulsa a exclamar: «Tiens!» ¡Ah, divino principio del «scenario»! —parece como si bajo su influjo el infeliz pasado de paciencias y sufrimientos reluciera con el secreto que tanto he aguardado. Creo haber pillado ya por la cola la propia noción central de mi pequeña «cochonnerie», como decía Jusserand. El ULTIMO empêchement del encuentro, el supremo, el que señala el clímax y lo convierte todo en «algo más que un juego», «trop fort» y todo eso, es consecuencia de un acto mío. Yo lo impido, porque tomo consciencia de unos celos incipientes. Tomo consciencia de unos celos incipientes porque ha ocurrido algo entre el joven (el hombre de la historia en todo caso; tal vez ya no sea tan joven) y yo. A punto he estado de escribir: «ocurre algo justo antes del último fracaso de ambos por encontrarse —algo que propicia ese fracaso». Bien lo que ocurre es tout simplement ESO: es decir, que el joven y el narrador (la narradora) se «prometen». Es a raíz de este paso de ella que su amiga, más que nunca antes, quiere conocer a ese hombre que ahora ha pasado a ser su novio. Y este comparativo entusiasmo, sumado a una vaga aprensión, le atizan los celos. La induce a impedir el encuentro cuando (por fin) podría haberse producido realmente. Los otros fracasos se han dado por accidente: éste, que podría haberse evitado (la narradora advierte que esta vez no hay inconvenientes), es obra de una activa interferencia. ¿Qué es lo que hago? Le escribo a mi prometido para que no venga —digo que ella no puede. (Ella no debe vivir en Londres sino, digamos, en Richmond.) De modo que él no se presenta. Ella sí —y sentada junto a mí, lo espera en vano. Yo no le cuento a ella lo que he hecho; pero, esa misma noche, se lo confieso a él. Me avergüenzo —me avergüenzo y concibo una reparación. Ella, por la tarde, se ha marchado sin rencor aunque casi dolorosamente, muy ostensiblemente decepcionada. No se encuentra bien —se la nota «extraña», etc. Esto me deja conmovida. Mi reparación consiste en llevarlo a él a verla al día siguiente. ¿Descubrimos entonces que ha muerto —o que está muy enferma, o agonizando? La extrema brevedad de mi pobre forma hace sin duda indispensable que ya deba estar muerta. No puedo dedicar espacio alguno a lo que ocurre mientras agoniza, mientras dura la enfermedad. Tengo que pasarlo por alto —llegar (con todo lo merveilleux de la historia por venir aún) a lo que ocurre después de este acontecimiento—. Aunque, pensándolo bien, ¿no puedo haberme equivocado en esto —en este último trocito? ¿No lo veo —no debo verlo— de otro modo si reflexiono un poco? Voyons, voyons. Digamos que la narradora, llevada por el deseo de reparación, se lo ha contado todo al novio —se lo ha confesado— por la noche, tal como acabo de establecer: digamos que va a Richmond sola, en la mañana del día siguiente. Se encuentra con que la amiga ha muerto durante la noche. Vuelve a su casa, azorada; y entonces sobreviene el azoramiento aún mayor de su entrevista con él por la tarde. Él le cuenta la maravillosa experiencia que vivió la noche anterior —cómo, al llegar a su casa, encontró a la muchacha. CLARO que esto no lo dice sino a consecuencia de la conmoción —de la secousse— que le causa mi anuncio de que la muchacha ha muerto —de que murió a las 10 de la noche. A las diez: la estupefacción, el abatimiento, la cuestión de la hora, etc. Lo veo —lo veo: no es menester detallarlo aquí. Veo lo que ha ocurrido (para él), que ella nada ha dicho, etc. —ostensiblemente, ha ido tan sólo para verlo, para mostrársele: como si hubiese querido decir: «¿No es cierto que al fin nos habríamos gustado?» Así se lo expresa él a la narradora. La narradora, demudada, replica: «Pues a esa hora ya estaba muerta —ya había muerto.» Lo maravilloso del hecho, el contraste de notas. La posible duda en torno a la cuestión de si fue antes o después de la muerte. La ambigüedad, la posibilidad. Nuestra opinión —mi opinión. El efecto que sobre mí ejerce esta opinión. Desde aquí hasta el final la actitud respecto al tema me pertenece: vuelven los celos, lo acuso de que, tras haberla visto, ya no es el mismo; la ruptura final se debe enteramente a MI, a mis acusaciones y suspicacias. Estoy celosa de la muerta; lo siento a él, o imagino sentirlo, desapegado, lejano, frío —y mi relato acaba con las palabras: «La ve —la ve: ¡sé que sigue viéndola!» x x x x x
La base de la cual surge al principio la idea y la afirmación de que ambos tienen que conocerse es la extraordinaria peculiaridad inherente a la pretendida (constatée), reconocida, etc., experiencia que cada uno ha vivido de la premonición, el anuncio de la muerte de uno de los padres —él de la de su madre, ella de la de su padre una vez ocurrida—, a distancia y muy poco antes o después de producirse. Esto se sabe, es digno de crédito, etc. —bien amplia, públicamente, bien no; en cualquier caso, lo sabe la narradora. Cada uno de ellos me lo ha contado —yo se lo he transmitido al otro. Lo mismo han hecho otras personas —sí. En efecto, hasta este punto ha de hacerse —ha de haberse hecho— público: lo bastante para crear el consenso necesario —los comentarios que los hostigan, divierten y fascinan, la «miga» del primer 1/2 morceau. Si en vez de empezar la pieza como ayer, dedico las primeras 10 páginas (ESTRICTAMENTE diez) a referir sumariamente los mencionados rumores, y a su antigüedad, a que ambos saben que el otro sabe, etc., me quedan las 10 últimas (siempre estrictamente) para el clímax conformado por el estado de ánimo de la narradora, sus imputaciones, sospechas, interpretaciones, etc. Con lo cual habrá aún treinta para el resto: 10 de las cuales, digamos a ojo de buen cubero, corresponderán al compromiso y sus implicancias para ella. Pero basta reflexionar un momento para advertir que en este bloque ha de figurar también —aquí y allá— la cuestión de la última oportunidad de encuentro. Tal vez deba hacer 10 capítulos cortos. Probemos así: 25 páginas estrictas para cada uno. Veamos cómo resulta. Aunque, por otro lado, ¿no será mejor ver antes qué ofrecen cinco capítulos? PRIMERO. Exposición de la peculiaridad del par de personajes, y de cómo, a lo largo de 3 o 4 años, se han estado eludiendo, perdiendo, desencontrando. SEGUNDO. El compromiso de la narradora. Sus celos. El día en que acude la 2a. mujer y la narradora ataja al hombre. TERCERO. Arrepentimiento, confesión. El viaje a Richmond. El regreso, trayendo la noticia —con cierto alivio. Encuentro con el prometido. CUARTO. La historia que él le cuenta. Recrudecimiento de los celos. QUINTO. Mantenimiento del compromiso —el asombro, la malaise que él le despierta. Luego el hallazgo —el hallazgo de la explicación (de lo que observa). Sus acusaciones. La ruptura. Probemos ahora dividir estas pequeñas secciones en fragmentos menores —una serie de diez.
1 10. 1º Las 2 personas y su historia.
1O 16. 2º La larga, extraña frustración del encuentro.
16 2O. 3º El compromiso. Debido a ello, inminencia del encuentro entre los otros. Vecindad de la fecha —mis celos. Estoy prometida. ¡Si a último momento algo interfiriera! Lo haré yo: impediré que él venga.
2O 25. 4º La visita de ella; la espera; mi simulación; su partida.
25 3O. 5º Mi arrepentimiento, mi confesión; escena con él —pendiente de lo que antecede.
3O 35. 6º Mi viaje a Richmond. Lo que descubro allí; y mi regreso con la noticia —y cierto alivio.
35 40. 7º Mi escena con él. Su revelación. Mi perplejidad.
8º Ambigüedad. Indagación (mía). Renacer de los celos.
9º Vecindad de la boda; mi teoría; mis sospechas; mis acusaciones.
10º La ruptura. Durante años él continúa soltero. Entonces yo me aproximo (?) —busco la reconciliación. Il s'y soustrait par la mort (?)
34 D.V.G., W., 13 de febrero del '96.
La carta que el otro día me envió R. U. Johnson, devolviéndome mi articulito sobre Dumas por resultar chocante para la gazmoñería de su medio, alberga, tengo la impresión, el germen de un precioso e irónico, satírico relato breve —de la serie de pequeñas piezas sobre la vida y experiencias de los hombres de letras, el apartado de los cuentos «literarios». ¿No esconde acaso un tema exquisito la frase acerca del cálculo que hicieron, en el sentido de que mi artículo habría resultado inobjetable de haber poseído un carácter meramente personal? Si uno lo piensa, la belleza de la afirmación radica en que sugiere y paraît se prêter a la representación irónica de una pequeña trama ilustrativa —ilustrativa de todo este asunto hipócrita y detestablemente libidinoso. Lo admirable es la concepción de esta gente, la manera en que se imagina a su público —su bajeza y furtividad inefables. ¡Ah, el fenómeno íntegro se ofrece sin duda como una donnée! Lo que esperaban era que uno les entregase una descripción «personal» de un hombre distinguido, la mera exposición breve, reservada, fácilmente comprensible de un sujeto cuya obra juzgan demasiado escandalosa como para publicarla. Quieren aparentar que se ocupan de él porque es famoso —y es famoso porque escribió ciertas cosas que ellos desechan para el mencionado mundo de la comprensión fácil. De modo que buscan el tributo supremo pero tramposo de un retrato íntimo, carentes incluso del coraje de aclarar sobre qué bases desean que uno se refiera a ese hombre. Es preciso inventar una historia en la que se presente esta bêtise. Deberá haber un contraste —materializado en 2 jóvenes; uno, serio e inteligente, que à propos del grande y delicado escritor muerto redacta una presentación o breve estudio admirable; y otro astuto, avisado, corriente, quien, poseedor del instinto de la vulgaridad periodística, en lugar de decir algo valioso opta por el chisme y el cotorreo. Exito de éste, fracaso de aquél. Todo ha de asentarse, desde luego, en algún DRAMA objetivo, concreto, que me cabe urdir. Esto es un simple apunte despojado. Creo concebir algo así como una HIJA del notorio difunto (quien únicamente ha conquistado el reconocimiento común en el momento de morir, o después). ¿No diviso quizás la furiosa cacería organizada por una revista, por un periódico, en pos de un RETRATO, y los 2 jóvenes, las 2 actitudes enfrentadas con ELLA —la hija transparente, leal, ardorosa— en torno a la posible obtención de una fotografía para publicar? Esta vez la historia, en lugar de contarse en 1a. persona, se presentará desde fuera. —No ha habido nunca otra fotografía que esa. x x x x x
13 de febrero del '96.
Me enfrento de manera acuciante con la CONCLUSIÓN, para la Atlantic, de The Old Things (Las antiguas cosas), como, en su provecho, parece estar destinada a llamarse ahora The House Beautiful. He de cifrar aquí los capítulos y páginas finales hasta la última fracción. Como de costumbre me falta espacio —los primeros dos tercios se han desarrollado en exceso: el tercero desborda la extensión prevista o aparece en ella apretujado o mutilado mortalmente. Pero éste es mi problema. Antes que nada establezcamos a grandes rasgos lo que ahora tengo que mostrar. Su cruda esencia consiste en lo siguiente: Mrs. Gereth devuelve las cosas, luego tiene lugar la boda de Owen y Mona y, una vez los tesoros son triunfalmente repuestos en Poynton, la casa se incendia y queda reducida a cenizas ante los ojos de Fleda. Hasta aquí los hechos desnudos. Voyons un peu les détails. En parte, Mrs. Gereth resigna las cosas porque cree —y no sin razones— que a la larga llegarán a ser de Fleda. Pero este cálculo no parece motivo suficiente: ha de existir otro que lo refuerce. Por lo tanto la mujer las devuelve, además, porque parece imaginar que la certeza de que se encuentren nuevamente en Poynton como incentivo, herencia, recompensa, futuro (esta vez afincado allí de forma inmutable), alentará a Fleda a hacer lo que ella le ha pedido con tanta pasión: alejar a Mona de Owen. Se está preguntando (Mrs. Gereth) si acaso Mona NO decidirá romper. Al principio hace aquello que se mostraba al final de X: cumpliendo su amenaza, retiene las cosas. XI, me parece, debe comenzar del modo siguiente. Estamos en la misma tarde.
FLEDA: «Y bien, ¿qué debo responderle a Owen en la carta, entonces?»
MRS. G.: «Dile que vaya a encontrarse contigo en la ciudad.»
FLEDA: «¿Para qué?»
MRs. G.: «¡Para lo que tú quieras!»
Instiga a la muchacha a ir hacia él —de modo casi cínico, o indecente (haciéndole sentir DE NUEVO cuán poco cuenta para ella desde el punto de vista del merecido respeto; esbozar esto breve y delicadamente, la brutalidad e inmoralidad inconscientes de Mrs. G.). Incita a Fleda —sí— a que se dirija a él: CASI le gustaría que, en Londres, se le entregara. Tiene la visión del día en que lo «capturará» —y esto PESE al noble capricho de Fleda en lo tocante a que el joven no se interesa por ella. Ya verá ella, Mrs. G., si no se interesa. La esencia misma de este giro de la historia consiste en que la traición del secreto de la muchacha, el hecho de revelarle a Mrs. G. que ama a Owen, altera completamente (de un modo aún más auspicioso —al menos en lo concerniente a la actitud de la madre) las relaciones entre ambas mujeres. Las profundiza, profundiza el sentimiento de Mrs. Gereth por Fleda —aunque no el de Fleda (con todas sus reticencias y delicadezas) por su imperiosa, apremiante, abrumadora, alusiva y sugerente amiga. Es sobre la base de su «amor» que ahora Mrs. G. manipula extravagantemente a la muchacha. Al respecto se muestra libre, atrevida, franca, chistosa, cínica, más allá de lo que complace a la nobleza de Fleda. Continúa, maravillada, admirativamente alude a él —sin parar—, atribuyéndole (según juicio propio) una cualidad más VEHEMENTE que aquella a la cual pertenece en realidad la sacrificatoria exaltación de Fleda —y haciendo que ésta vacile y se retraiga ante tal oleada de familiaridad. Al mismo tiempo, y en esta dirección, apreso aquí DE MODO ADMIRABLE, me parece— un elmento capital de mi desenlace. Al final de X, la amenaza de su compañera de posponer la rendición deja a Fleda «derrumbada» —pero el revés no consigue sino espolearla, lanzándola a una acción y un esfuerzo renovado, aún más firme. La convicción de que debe ser útil a Owen —obrar un desatascamiento— es en ella una idée fixe. A consecuencia de lo cual se vuelve capaz de prestarse, en apariencia, a la inflamada visión que Mrs. G. tiene de su posible efecto sobre Owen y la derrota de Mona. Lo único que sigue abrigando es el secreto de Owen (su tímido, apenas delatado sentimiento por ella); todo lo demás ha estallado y la muchacha está dispuesta a aceptar tal estado de cosas y usarlo en la medida de lo posible. Lo que advierto aquí es que DEBE tener un nuevo encuentro personal con Owen. Es la última vez que lo ve. Ha de ir a la ciudad —fingiendo «sutilmente» aprovechar las directivas, inferencias e insinuaciones de Mrs. G— y pasar una hora con él donde sea y como sea. Digamos que en la casa de su padre en West Kensington. Nada más me sugiero. Si de aquí en adelante consigo únicamente trasladar esto al plano de la intensidad, la brevedad y la belleza ESCENICAS —hacer que avance con la exactitud de una pequeña y pura acción dramática—, creo que me habré anotado un tanto. Lo que Fleda le escribe a Owen tras el trocito de diálogo inicial es, 1º, que debe dominarse, que sin duda es difícil pero ella lo está ayudando; y, 2º, que acudirá a encontrarse con él en la ciudad. Se me ocurre que el encuentro en la ciudad debe ser una scène de passion —sí, debo darles eso a mis lectores. ¿Y no vislumbro de este modo, el mecanismo verdadero y más recóndito de mi final? Fleda se traiciona —permite que Owen comprenda que lo ama. Todo es disimulado —y delicado, y exquisito: ella lo emplaza a cumplir su deber literal para con Mona. Sobre esto llegan a un acuerdo sincero y definitivo. Esta es la base, el fond, el profundo TONO fundamental de la escena entre ambos. La iniciativa de la ruptura debe provenir de MONA —sólo de Mona. Si no la asume ella, todo lo que existe de honroso impide que lo haga él. Él está de acuerdo —ve que así ha de ser, lo siente, lo comprende, da su palabra.
«Pero Mona romperá si mamá no devuelve las cosas. Por lo tanto no debe hacerlo AHORA», dice Owen. El aveu de Fleda lo ha cambiado todo.
«No debes decir eso —no debes. En lo que te toca tienes que comportarte impecablemente. Yo me encargaré de convencer a tu madre.»
«Muy bien, dejémoslo así. Pero no lo hará. ¡No lo hará!», dice Owen, exultante.
Lo que preveo como secuela correcta es que en el momento mismo en que ellos mantienen este diálogo, por ponerlo así, Mrs. Gereth LO HACE. Y si devuelve las cosas es, 1º, porque a raíz de una visita de Mrs. Brigstock interpreta que la boda está virtualmente cancelada; y 2º, para halagar a Fleda. A fin de que todo esto sea posible debo representar el encuentro entre Owen y Fleda en tanto incidente emanado de una AUSENCIA de Fleda en Ricks. En efecto, la muchacha se marcha a la ciudad por una semana —para ver a su padre, para huir del acoso de Mrs. G., Y para demostrarle a ésta que abordará a Owen en el sentido por ella (Mrs G.) deseado. Tengo pues, en resumen, algo así:
XI. La nueva situación surgida en Ricks, entre las dos mujeres, a consecuencia del aveu de Fleda. La actitud de Fleda en consonancia con el nuevo terreno y la 1a. carta que le escribe a Owen. Le dice que se serene: ella se está ocupando —es todo muy difícil— debe tener paciencia. Al principio rechaza la sugerencia de Mrs. G. de encontrarse con él. Luego, al fin (¿quince días después?) se desdice, cambia de idea, no soporta permanecer en Ricks, aduce que le es preciso viajar a la ciudad. Parte con la alta venia de Mrs. G. Esperanzas de Mrs. G.
XII. Encuentro con Owen en la ciudad.
XIII. Sendos encuentros de ambas mujeres con Mrs. B.
XIV. Regreso de Fleda a Ricks para encontrarse con que no queda ni un objeto. Acaban de ser despachados los últimos. Mrs. Gereth ha ACTUADO. Revela el PORQUÉ. En parte, Fleda se halla preparada. Esa misma mañana ha aparecido en el «Morning Post» el anuncio de que el casamiento no se realizará. Luego Mrs. G. describe la visita —estúpida y temerosa— que Mrs. B. hizo para quejarse de Fleda. Pues se me ocurre que Owen y la muchacha han de haberse encontrado en Londres con Mrs. B. LA MUJER ACUDE A VER A FLEDA —a fin de averiguar qué intenciones tiene Mrs. G.— y resulta que también Owen está allí. Y como antigua conocida de Mrs. G. —huésped de ella en Waterbath, según consta en el cap. I—, conoce su paradero o domicilio. Así es: VA A QUEJARSE. Lo cual no logra sino animar y decidir a Mrs. G. —quien, como ya he dicho, procurará asegurarse, «halagar» a Fleda e influir en ella. Hela allí, en medio de la desnudez de Ricks; pero la noticia del «Morning Post» la regocija; y si bien Fleda, AHORA QUE SE HAN DEVUELTO LAS COSAS, alberga en realidad sus propias dudas y miedos (que no comunica), ambas mujeres pueden disfrutar de una hora, una semana de felicidad y esperanza vis a vis con el futuro. AHORA FLEDA DEBE DELATAR EL SECRETO DE OWEN.
XV. Noticia de que se ha llevado a cabo la boda. Esto (junto a otros elementos indispensables) tiene que ocupar en sí mismo un capítulo. Al principio, las dos mujeres esperan a que Owen se presente —casi de inmediato— para declararse a Fleda. Un nuevo giro vuelve a alterar la situación —me refiero al aveu de Fleda de que Owen «se interesa» por ella— en un grado equivalente al del cambio que en X obró la confesión de que ella se interesaba por Owen. Aguardan, aguardan. Fleda le cuenta a Mrs. G. que Owen ofreció darle alguno de los objetos de Poynton —lo que fuere: cualquier cosa que ella, Mrs. G., elija. La mujer se muestra alborozada: dice que hay algo que ya está en Ricks —la Cruz de Malta. Con ESO se quedará. (Tal vez sea mejor, se me ocurre, que en vez de regresar Fleda a Ricks, sea Mrs. G. quien se traslade a la ciudad. La casa está desolada: han pasado los embaladores. Fleda se encuentra A PUNTO de viajar cuando Mrs. G. llega. Así se entera de que todo ha sido despachado, incluyendo la Cruz de Malta. Mrs. G. arriba al anochecer del día en que el «M. P.» publica la información de la ruptura. Se hospeda en un hotel. Owen está en Poynton.) Por lo tanto es en Londres donde, juntas, reciben la noticia de que la boda SE HA realizado. Esto ocurre al cabo de 10 días. Entonces Mrs. G. (en qué estado, Cielos, en qué condición) resuelve marcharse al extranjero. Pero se entera de que lo mismo está por hacer la joven pareja. ULTIMO CAPITULO. —Fleda va a recuperar la Cruz de Malta y se encuentra la casa en llamas, o reducida ya a cenizas.
19 de febrero de 1896.
Deo volente, me sumergiré con valentía en The Old Things; pero antes debo detenerme un instante en la cuestión del segundo encuentro de Fleda y Owen en Londres, y el hecho de que Mrs. Brigstock los vea juntos. Il me faut en tirer todo lo que esto pueda ofrecer —sobre todo en términos de belleza. Sin duda puede brindar una pequeña scène de passion; pero también deseo que a partir de este punto todo aparezca severa y admirablemente mouvementé. Debe tratarse de una narración sostenidamente objetiva —un drama incesante. En una palabra, ha de ser un pequeño y apretado desfile de causas y efectos. Durante una semana Fleda permanece en Londres sin que nada ocurra. Entonces llega Owen a South Kensington. Se presenta porque su madre le ha comunicado que allí se encuentra la muchacha. Esta le exige explicaciones —y él alega el motivo mencionado. Su madre le ha escrito diciéndole que Fleda ha ido a la ciudad y tiene algo que pedirle de parte de ella. Esto es lo que le dice. Ha ido a ver qué tiene que pedirle. Penosamente desconcertada, Fleda deduce que Mrs. G. ha sido capaz de dar a entender que ella transmitirá a Owen su idea (la de Mrs. G.). Se indigna; sin embargo, Owen —al dar por descontado, según hace aparente, a qué se refiere su madre cuando habla del encargo de Fleda— le proporciona una pista. Al respecto, Fleda lo INQUIERE, descubriendo, antes de llegar muy lejos, qué es lo que él se figura —en otras palabras, se cerciora de que no se trata de lo que temía, de que Mrs. G. no ha insinuado al joven que ella lo ama. En realidad lo sonsaca sobre este punto —y, con harta claridad, las respuestas de él muestran que Mrs. G. no se ha atrevido a tanto, que el miedo la ha frenado. En consecuencia, Fleda respira —se siente más libre para recibirlo. Luego la visión, por él comunicada, de la forma en que su madre HA entendu el mensaje de Fleda, proporciona a ésta la indicación de una base para permanecer un rato sin traslucir emoción alguna. Lo QUE Owen supone es que su madre ha encomendado a Fleda preguntarle si, a cambio de la devolución de las cosas, él romperá con Mona —basándose en algo cuya obviedad parece desprenderse de la demora, la ESPERA de aquélla. Por lo demás, nada más natural que la precipitación de él en acudir a Fleda buscando más novedades que las presentes en su nota y su silencio acerca del punto de las interminables transacciones où ils en sont, tous —y de lo que le cabe esperar où il en est, lui. Ella ha estado «trabajando para él»; ha dicho: «Pero bueno, ¿acaso piensas que no hemos hecho nada?» La nota de su madre ha encaminado a Owen hacia Fleda para conocer cuanto se ha hecho. Corresponde a la esencia —a la necesidad al menos— de esta escena el que Fleda lo interrogue con verdadera claridad. Antes nunca ha mencionado a Mona —AHORA lo hace. Lo inquiere francamente —del mismo modo en que lo hace él. Él le pregunta qué ha ocurrido por parte de ella desde el diálogo que mantuvieron en Ricks —ella le pregunta qué ha ocurrido por parte de él. ¿Qué responde Owen? —Las preguntas de ella deben PERFILAR la respuesta. Se ve obligado a ser categórico. El mismo carácter ha de poseer la información aportada por ella, si es que quiere corresponder y satisfacerlo. ¿Qué tiene él, pues, que decirle? ¿Qué tiene ella que decirle a él? Owen tiene que decirle que Mona y él siguen aguardando, y que necesita hablar de esa joven más claramente, por así decirlo, de lo que le fuera permitido hacerlo en Ricks. En realidad necesita hablar muy claramente. Debe referirse a la extrema y para él humillante tensión producida por la demora de los objetos. AL PROPIO TIEMPO DEBE insinuarle que si los objetos no llegan él es libre, es suyo. Debe decirle que, si bien no ha visto a Mona durante quince días, ha tenido que describirle —le ha descrito— sin retaceos la escena vivida con ella (Fleda) en Ricks, a la par que todos los detalles de la visita. Por lo tanto, Mona sabe que él trata con Fleda —que Fleda se ha hecho cargo de todo lo relacionado con sus asuntos. Este dato forma parte de la tensión —de la turbación, embarazo y preocupación que él siente ahora. Owen debe contárselo todo —se lo cuenta, hasta el último detalle. Yo no debería intrrumpirlo excesivamente con elucidaciones, porque de lo contrario resultará inacabable. TIENE QUE SER TODO TAN DIRECTO COMO EN UNA OBRA DE TEATRO —no hay otra forma de hacerlo. Ah, mon bon, a ver si, en su pequeña escala, consigues que esto, ahora, justifique los largos años, los sufrimientos, la adquirida destreza de la presentación escénica. Lo que busco es el encastre, el gozne, para que, llegado cierto punto, la escena entre ambos discurra hacia la pasión, hacia el enfrentamiento conjunto con la verdad. El pasaje ha de estar determinado por cierto punto que la acción alcance lógicamente. Quiero conceder a Fleda su pequeño momento. Sólo puede obtenerlo si Owen se descubre por completo. Owen sólo puede descubrirse si advierte lo que de verdad oculta la muchacha. Debe ofrecerse a abandonar a Mona por ella —y ella debe rechazar la idea tajantemente. Lo que le contesta es que lo aceptará si en verdad es Mona la que rompe. Sí, he aquí mi encadenamiento, ¿no?: un acuerdo entre ambos, pendiente de cosas que no sucederán. La diferencia con la otra escena (en Ricks) estriba en que ahora se encuentran realmente —moralmente— cara a cara y hablan sin tapujos. Pero voyons, voyons, es menester que yo sea totalmente cristalino y completo, y mi charpente de acero. Lo que hay que hacer aflorar es la repetición, por boca de Owen, de la OFERTA hecha por Mrs. Gereth a Fleda en Poynton. Desde entonces Owen la ha tenido en cuenta —ha vivido pendiente de ella— y ahora sigue llevándola dentro. Es de primera necesidad, por lo tanto, que —AHORA— ambos reconozcan sin ambages la actitud de Mrs. G. Por Fleda, Owen deberá enterarse —se lo sonsacará— de que su madre está dispuesta a rendirse sin condiciones si él se casa con la muchacha. Se me ocurre en este momento, en relación y concordancia con lo presente, que debo dividir este episodio londinense en 2 capítulos, 2 ocasiones: finalizando la 1a con la llegada de Mrs. Brigstock a West Kensington. La mujer, luego, se lleva a Owen sin demora. Ha acudido a recibir de Fleda noticias y reparación. Sabe cuanto sabe Mona —que Fleda se encarga de los asuntos de Owen auprès de sa mère. Owen, por su parte, debe haberle contado a Fleda que le ha contado a Mona (por carta) que, por Mrs. G., se ha enterado de que ella (Fleda) se encuentra en la ciudad. Es así como todo ha llegado a conocimiento de Mrs. Brigstock. Ella confía más que su hija en la muchacha; y acude a Kensington para decir: «¿Se da usted cuenta de que estamos en un espantoso punto muerto?» Entonces ve confirmadas, en aquello que cree haber sorprendido en la joven pareja con la cual se encuentra, las peores sospechas y motivos de celos de su hija. Owen debe haberle dicho a Fleda sin rodeos que Mona está celosa. Esta confesión constituye el gozne o encastre adecuado con la ulterior franqueza. Pero lo que aquí me interesa planificar es la evolución del segundo capítulo protagonizado por ambos. Es éste el capítulo de pasión —catapultada por la intervención de Mrs. B. La mujer le ha hecho a Owen una escena de celos. Por «capítulo de pasión» entiendo la escena de los aveux de Fleda. La única alternativa que veo es que tenga lugar al día siguiente. Owen vuelve para contarle lo que le ha ocurrido con Mrs. Brigstoch. No SABE que Fleda ha decidido marcharse a Ricks sin demora. Me abruma, sin embargo, la constatación de que apenas si me queda espacio. Todo debe reducirse a CUARENTA PÁGINAS de letra pequeña (lo más pequeña que pueda, como ésta). Casi no puede haber diálogo. Se trata de una regla de hierro. Inflexible. He de exprimir todo lo que quepa en 40 páginas; ni una línea más. Por lo tanto, XIII, al menos, deberá consistir en pura narración densa y resumida. De otro modo, ¿cómo haré para inciuir a Mrs. Brigstock en un espacio tan minúsculo? Pero lo que sobre todo he de fijar es aquello que conforma la base emotiva sobre la cual se desarrolla el 2º encuentro entre Owen y Fleda. Ambos sienten que la intervención de Mrs. B. ha operado un cambio en la situación. MONA ROMPERA EL COMPROMISO. Fleda se rinde: le dice que se casará con él si realmente Mona le anuncia la ruptura. A partir de esto ambos interpretan su pequeño dueto. Es su hora de ilusión —su paraíso de tontos. Con todo, resulta indispensable dejar en claro que Fleda no acepta nada distinto de una libertad surgida de la ruptura de Mona; y, por lo tanto, dejar igualmente en claro, con anterioridad, cuál ES exactamente la verdadera actitud de Mona a las alturas a que ha llegado el asunto. Mona —voyons— tiene que haber lanzado un ultimátum —fijado una fecha: si para tal y tal día las cosas no han sido devueltas, anulará el compromiso. Este día se halla próximo. Mrs. Brigstock se ha ENFADADO —y en consecuencia ha estado enfureciendo a Mona con la descripción del modo como halló a los otros jóvenes juntos en West Kensington. Los aveux de Fleda cobran realce —melancolía, refinamiento y belleza— rodeados como están por el sentido de lo IMPOSIBLE —de la infinita improbabilidad de que Mona no se aferre al compromiso— y por la inquebrantable firmeza con que exige del honor de Owen que cumpla su palabra dada a Mona si ésta no produce la ruptura.
3O de marzo de 1896.
Me veo ahora cara a cara con la última parte de The Old Things, y (D. V.) debo conducirla a buen puerto con ayuda de hasta la última gota de la materia que pueda exprimirle. Me llevará 10 días de aplicación real —y luego tendré que volcarme directamente a las 65.000 palabras para Clement Shorter. x x x x x
Lo que tenemos es que, en XVIII, Fleda se percata de lo que ha hecho Mrs. Gereth y de por qué lo ha hecho: advierte toda la magnitud del soborno, la incitación y la presión implícitos en la confianza de su amiga. Debo realizarlo en 3 capítulos de 35 páginas cada uno. En XVIII, pues, la impresión que el descubrimiento causa en Fleda, el agobio, la sensación de que todo se ha perdido, y su confesión ante Mrs. Gereth —de la cual deviene una completa intimidad entre ambas y el intercambio exhaustivo de sentimientos y explicaciones sobre el asunto. Preveo que la entrega toda deberá desarrollarse entre ambas —pero especialmente este capítulo. Por decirlo de algún modo, se descargan juntas —se dan la cara una a otra más que nunca antes. Lo que, estando así enfrentadas, media entre ambas, es el interrogante de la decisión que habrá tomado Owen. Fleda da a entender que en su opinión es demasiado tarde, que Mona lo ha retenido. Mrs. Gereth acusa apasionadamente a su hijo —lo acusa de chambón y de marica, afirma que es menos que un hombre y que le da una vergüenza espantosa. Fleda lo defiende, y el capítulo (18), que al fin y al cabo debería constar como máximo de 3.000 palabras, concluye en este clima de incertidumbre. Lo que me pregunto es si haré regresar a Owen o no. Esta mañana, tembloroso aún a causa de un mal resfriado, un pequeño ataque de gripe, no me encuentro del todo bien; aunque convaleciente, no estoy del todo en mi assiette, razón por la cual debo resolver el problemita mencionado con flaqueante paciencia y considerable imperfección. Pero —a través de pequeños pero incesantes estorbos e interrupciones— la paciencia y el coraje me desbrozarán el camino, y sólo me quedará me cramponner —y sumar una palabra a otra. Se cramponner y sumar una palabra a otra son los términos de una fórmula indeclinable y eterna. Owen se ha casado —he aquí lo que ha sucedido; con ello tengo que vérmelas en 19 y 2O. ¿Cómo lo manejaré? ¿Cómo llega la noticia a conocimiento de las 2 mujeres? Me parece indispensable que OWEN no vuelva a aparecer. Lo contrario sería inverosímil, sin duda —y me proporcionaría 1/2 docena de imposibilidades y gaucheries de toda especie. Todo debe jugarse entre las dos mujeres, y el pequeño problema artístico consiste en mantenerlo entre ellas de modo fino, inspirador, en hacerlo palpitante, ceñido, dramático y pleno hasta el mismo final. Poco a poco, a medida que amaso, que pondero, parece perfilarse la forma de mi desenlace —parece adecuarse a sus proporciones y componerse. Veo, más bien, cuatro capítulos breves, de 25 páginas cada uno. Como sea, creo entrever que sobre el final de XVIII Fleda regresa a casa de Maggie. Allí, 2 ó 3 días después, recibe la visita de Mrs. Gereth. Sí, Mrs. Gereth debe verla allí. De suerte que así obtengo la forma en que Fleda conoce la noticia: es Mrs. Gereth quien se la da. Mrs. Gereth la ha recibido del propio Owen: EL HA IDO A VERLA EN LA CIUDAD PARA AGRADECERLE LO QUE HA HECHO: habiendo estado en Poynton, sabe que su madre ha devuelto las cosas. Así es, en efecto. El cambio ha afianzado a Mona y de inmediato se han casado en el registro civil. La escena donde se refieren estos acontecimientos tiene lugar entre Fleda y Mrs. G. en casa de Maggie.
The Vicarage, Rye, 22 de septiembre de 1896.
Mi pequeña historia de «Maisie» ha llegado a un punto a partir del cual debería ser capaz de continuarla sin vacilaciones; el punto en que la niña regresa junto a su padre y la domesticada Miss Overmore, después de su primera temporada con Mrs. Wix en la casa de su madre. Las relaciones entre Miss Overmore y Beale existen —son amantes. Esto, opino yo, constituye mi V, y debe incluir la prolongación de la estadía de Maisie y la visita de Mrs. Wix tal cual quedó anotado supra. x x x x x
34 De Vere Gardens, 26 de octubre.
He conducido este asuntillo de Maisie a un punto en el cual se vuelve indispensable un guión verdaderamente detallado del resto si quiero avanzar hacia el final con seguridad y firmeza. Quiera el Cielo impedirme desfallecer —¡y, Dios lo sabe, no es que tal sea mi inclinación!— en la profunda observancia de este método fuerte y benéfico —este marco preliminar intensamente estructural, plenamente engoznado y articulado. En la medida en que este marco es vago, me veo directamente perjudicado por su vaguedad; en la medida en que es pleno y acabado, me regocijo en su vigor. En mi capítulo VIII, Sir Claude ha recogido a la niña en casa de Mrs. Beale y la ha llevado a la de su madre. ¿Cuál es entonces la función y papel de IX? Desarrollar la relación entre Maisie y Sir Claude y, a través de ésta, entre Sir Claude y Mrs. Beale. He de dibujar un breve intérieur de Ida —su relación con el pobre Sir Claude, con Maisie, etc. Ida está muy enamorada de Sir Claude. No debe ser excesivamente monstruosa con Maisie —al principio debe recibirla con alegría. Mrs. Wix está en la casa —es ella quien debe explicarle las cosas a la niña. La mujer adora a Sir Claude —ambas lo adoran. Con Maisie él ha de ser muy simpático, muy encantador, pero ha de cansarse un poco de ella. Así como toda la pieza es acción, este capitulillo constituye su pequeña muestra al respecto; ¿y en qué medida ha de ser ésta producto de aquélla? Voyons, voyons. ¿Es que no lo veo todo reflejado en la charla, las confidencias, el intercambio con Mrs. Wix? Podría hacerse con esto algo muy bonito —un paulatino internarse de la mujer, dado por su comunicación con la niña, en la «crudeza», más allá de lo autorizado por su propia y empañada decencia, por su anacrónica consciencia; un suspirar patético por lo que se ve obligada a contarle, por lo que Maisie ya ha visto y sabido, de tal manera que, no por hablarle, la inicia más ni la «empeora», etc., etc.; todo lo cual cumple la función de tenue y oblicuo reflector de las condiciones que me interesa presentar de parte de los otros. El resto de mi historia, voyons, consiste en el agudo apunte, en una serie de momentos, de tales condiciones. Por lo tanto cada pequeño capítulo es un momento, una etapa. ¿De qué es, pues, IX, momento o paso representativo? Bien, de un cinismo más patente, más visible de parte de todos. ¿Pero qué paso da la acción en su transcurso? El del apartamiento de Sir C. respecto de Ida —y de Mrs. Beale respecto de Beale— en virtud de la ocasión y el pretexto aportados por la figura de Maisie. En VIII, Beale prácticamente la ha «resignado» —su madre, habiéndola recuperado por mediación de Sir Claude, habiéndola en principio atendido para complacerlo a él (exponer esto a través de lo dicho por Mrs. Wix a la niña), su madre, decía, acaba por estallar y crisparse con su presencia, o más bien con el renunciamiento de Beale. Sí, de tal modo veo, me parece, este pequeño acto de mi pieza. Ah, la divina concepción de los pequeños fragmentos y períodos a la luz de lo escénico —como ACTOS rotundos; la paciente, piadosa, noblemente vindicativa aplicación de la filosofía y el método escénicos. ¡Siento como si aún (y, por sobre todo, YA) tuviera mucho que brindarme, y pudiera llevarme tan lejos como sueño! ¡Sabe Dios cuán lejos, quiero decir en lo profundo del pródigo día agonizante! De part et de l'autre Maisie se ha convertido para sus padres en un estorbo —con Mrs. Wix contribuyendo a demostrarlo. Ellos deben seguir odiándose, e Ida ha de estar ferozmente celosa —de Mrs. Beale. Beale se muestra más indiferente, pero, siempre que pueda evitarlo, no aceptará de nuevo a Maisie. Lo que IX me trae es el acercamiento entre Sir Claude y Mrs. B. sobre la base del «Qué demonios les cabe hacer con la niña». Sir Claude dice que, por fin, Ida exige que Beale cumpla con su turno; Mrs. Beale dice que su esposo se muestra tremendamente recalcitrante. Ellos, pues, están juntos —con la niña en sus manos. A estos efectos tienen su momento de encuentro —momento que me parece conformar el apropiado clímax del capítulo IX. Tendré que enjamber mi período —la temporada que la niña pasa con la madre— desde el principio: preparar la taza —equivalente a un año— y luego ir vertiendo en ella mi capítulo —dar expresión al pequeño acto. Este tendrá que «traslucir» que la visita realizada por Claude a Mrs. Beale, su rapto de Maisie, son para Ida desconocidos. De este modo —por completo sincero y generoso y verdaderamente tierno con la niña— le ha permitido dar a las cosas su índole simpática; agradable, débil, abusada y al cabo disgustada —con Ida, por supuesto. Al principio Ida se niega a ver a Maisie —y Mrs. W. pone a la niña au courant. A continuación, clemencia de Ida y visión de Maisie: el Idolo pintado, la madre filosa, histriónica, fieramente inquisitiva. Le «sonsaca» a Maisie la escena en casa de Mrs. Beale. Lo que la enfurece es el modo en que se ha desarrolado —el hecho de que él haya ido allí a ver a esa mujer. Pero con la niña se muestra al comienzo fingidamente encantadora. Sin embargo, también al principio, ha de mantener bastante APARTADO a Sir Claude —absorbiéndolo, interponiendo la pasión que por él siente. Él desaprueba que abandone a su hija y se ocupa de ella: va a verla a la guardería, o más bien a la escuela, seduce cada vez más a Mrs. Wix (la mujer no está enamorada de él), desafía el ridículo saliendo con ambas cada vez que puede, llevándolas al teatro, etc. Luego viene la transición, el cambio. Ida se vuelve infiel. Beale se vuelve infiel. A raíz de ello se produce el acercamiento entre Sir Claude y Mrs. Beale, y «¿Qué vamos a hacer con Maisie?» Me parece vislumbrar que durante un año debo mantener ALEJADA a Mrs. Beale. Lo presento mediante el relato que Mrs. W. hace a la niña. Mrs. Wix le explica a Maisie que no es posible verla. Maisie sabe perfectamente cuán celosa de ella (de Mrs. B.) está su madre. Así pues, tras el inicio de las relaciones entre Sir Claude y Mrs. Beale, que he mostrado en VIII, sobreviene un intervalo. El clímax del acto, entonces, está dado por la reanudación de dichas relaciones, el enfrentamiento de ambos (¿en Brighton?), el «¿Se responsabilizará usted?», el «¿Y no puede usted cuidarla?», etc. Antes de ello, deberán habido mantener correspondencia —hacia finales del año— SOBRE la cuestión. Mrs. Wix la tiene AFERRADA. Pero a pesar de ello, sin la menor intención de hacer daño a la mujer, viéndose sin embargo obligado a actuar, a hacer algo, y deseoso de ver nuevamente —por el bien de Maisie— a Mrs. Beale —en cuya ternura hacia la niña cree—, Sir Claude asume en efecto la iniciativa, decide por sí solo, se la lleva a Brighton.
X.
Así pues, ¿qué me ofrece X? Antes que nada 2 cosas: una, que Maisie regresa a la casa de su padre; la otra, que hasta el final me libro de Mrs. Wix. Si preciso librarme de ella es para otorgar efectividad a su reaparición sobre el final, cuando todo lo demás ha fracasado. Y debo devolver a Maisie a su padre como único sustento posible para el desarrollo de la intriga entre los padrastros. Claude puede ir a esa casa —Mrs. Beale jamás podría ir a la de Ida. Ahora Claude es amante de Mrs. Beale, y es en X donde debo hacer que ocurra la escena de Kensington Gardens —el ataque de «celos» que se apodera de Ida cuando, paseando por allí con su propio amante, encuentra a su actual marido con su hija. He bocetado esta escena supra, y a ella me remito. El comienzo de X ha de descansar en tal escena —pues la fréquentation de la casa de Beale por parte de Sir Claude tendrá que ser posterior. Beale está siempre fuera —detrás de su dama; y X debe contener un pasaje protagonizado pnr él y por Maisie. Pero ¿cuál será su clímax? ¿El pasaje entre padre e hija? ¿O es preferible que esto vaya DESPUÉS de la escena pendiente —la de Maisie de paseo con Mrs. Beale y su encuentro con Beale y una dama desconocida, tal como estando con Sir Claude, se había topado con Ida acompañada de un desconocido caballero?
Cuaderno VI
(26 de octubre de 1896 — 10 de febrero de 19O9)
(Continuación de la nota del 26 de octubre de 1896 sobre Maisie, en la última página del cuaderno de tapas negras con línea dorada.) Creo que debe ir después, y XI (breve) consistir en este segundo episodio y el pasaje entre la niña y su padre. Este último, me parece, podría ser espléndido como retrato de la brutalidad del cinismo y la bajeza de Beale. Prepara al lector para la «fuga» y señala el clímax del corto capítulo. Ahora tengo que dejar a Maisie bajo el techo paterno; no puedo llevarla de nuevo a casa de la madre. Pero, ¿volvemos a ver a Ida tras la escena del encuentro? Pienso que sí —pienso que me puede proporcionar cierto efecto. Sí, Maisie tiene un pasaje con el padre y uno con la madre. Entonces, si el primero, consiguiente al segundo encuentro casual, constituye el clímax de XI, el otro tendrá que estar al comienzo de XII. Imagino a Ida yendo a ver a la niña a casa de Beale —oh, sí, sincera, encendida—, para decirle... bien, que está harta de disputas —que se la cede al padre. Está rara; llora, miente, la estrecha como solía hacer antes —y desaparece. Esta es la primera mitad de XII. Acto seguido, Maisie se «entera» de que su madre se ha «fugado». Sir Claude se presenta en casa de Beale, donde se encuentra la niña, para darle la noticia a Mrs. Beale. Claude «es libre», pero ambos saludan la noticia como una suprema treta de Ida en relación a la niña; dado que el acto la descalifica para seguir molestándose por el asunto en el futuro. En vista de la situación, Sir Claude le pregunta a Maisie si quiere ir a vivir a su casa: él reemplazará a la madre. Al enterarse de la fuga de ésta, la niña habrá debido tener un estallido de pena y vergüenza —su primera EXPRESIóN de violencia perceptiva. Llora, se derrumba. Es su único colapso. Sir Claude se conmueve —quiere aún más protegerla. La presiona —pero al ver esto Mrs. Beale protesta. No, será ella quien la cuide: él irá a visitarla. Por poco no se pelean. He de dejar en claro que Mrs. Beale se aferra realmente a Maisie —en parte por antiguo cariño, por el encanto que la niña posee (de cara al lector, este encanto tan inquietante y conflictivo para los demás, es expuesto a la niña a través de Mrs. Wix o de Sir Claude); en parte porque su presencia es un modo de atraer a Sir Claude y anudar la relación con él. Pero, después de Mrs. Wix es él la persona que más la quiere, y al fin consigue recibirla de Mrs. Beale —por una semana; logra llevársela a la casa vacía por la cual, abandonados por Ida, deambulan juntos vaga y tiernamente. Es decir: creo yo que la lleva a la casa vacía; esto permanece a decidir, a creuser. Voyons, voyons —arrangeons un peu cela. Lo que creo necesitar es que medie un corto intervalo entre los hechos anteriores y la revelación de que también Beale se ha escapado con una «querida». Si sólo pudiera controlar esto —o sea, hacerlo de veras dramático, acaso me alzaría con una especie de triunfo menor. Mrs. Beale ha de llegar a donde se encuentren Sir Claude y Maisie, con la buena nueva para el primero y el «Ahora somos libres». Mi clímax se limita al descubrimiento de que lo que conlleva para ellos esta liberación es la posibilidad de vivir juntos —de hacer lo que quieran—, si bien con la perpleja y algo avergonzada consciencia de que, encargados como están de la niña, en caso de conservarla la habrán mezclado en su malpropreté, su unión ilegítima. La incomodidad, la dificultad, la ironía, el cinismo, la melancólica comicidad, o como uno quiera llamarlo, de la situación. Entonces irrumpe Mrs. Wix —alzándose indignada en toda su fuerza, mostrándoles que (para ella, al menos) lo que están por hacer es horroroso; espetándoles, en una palabra, leur fait, y llevándose a Maisie, como culminación, a la desnuda, raída pobreza de su hogar y de su vida —rescatándola, proclamando que ella la cuidará. He aquí, claramente expuesto, mi clímax con su desenlace; PERO lo que me he estado preguntando es si no podría —o en rigor no debería— introducir con eficacia una breve irrupción anterior de Mrs. Wix después de la fuga de Ida y antes de la de Beale —en el intervalo que me veo obligado a observar. (¿E intercalarla en el episodio de la casa vacía?) No se trata únicamente de que este intervalo —la espera que da mayor efecto al arribo de Mrs. Beale con sus novedades, el informe de lo que ha ocurrido en su hogar— requiera cierto relleno; sino, además, de que existen otras dos razones. Una de ellas es que, dada la actitud ya imputada a Mrs. Wix con respecto a Sir Claude, me parece a mí que no puede reprobarlo de repente, romper con él tout d'un coup. La otra es que hago bien en concederle la oportunidad de suplicarle —y hago bien desde el punto de vista del pathos y la belleza dramática. ¿No es grotescamente patético el hecho en particular de que la mujer, al enterarse de que el ama se ha escapado (debo establecer claramente cómo se entera; considerando su relación con Ida esto es fácilmente manejable), rebelándose, se precipite hacia Sir Claude para ponerle ante los ojos la única salida bella y virtuosa que le queda? Ella comprende que el acontecimiento lo arrojará en los brazos de Mrs. Beale, y contra esto elle se démène. Le dibuja la oportunidad —la oportunidad de alejarse con Maisie y con ella. Estarán juntos —formarán un trío. La conmovedora extravagancia del ofrecimiento de sí misma como vencedora de la tentación, del indecoro de Mrs. Beale (unida a su pasión secreta). Esto, ADMIRABLE. El se resiste —todavía no lo comprende; y la mujer tiene que marcharse, quedando de tal modo preparado su regreso, por así decirlo, su siguiente aparición. Creo divisar esto no en la ciudad sino en Brighton, en un balneario quelconque. Veo a Mrs. W. «bajando» —la veo volviendo a «bajar». Y les arrebata a Maisie. Mrs. Beale y Sir Claude se van del país. Sí, la mujer regresa a Londres con la niña. Los otros, juntos, quedan atrás. Se embarcan rumbo al continente. ¿No me proporcionaría Folkestone la posibilidad de un buen efecto? Claro, es a Folkestone adonde Sir Claude se ha llevado a Maisie, y luego de la llegada de Mrs. Beale, consecuente a la «fuga» de su marido, es allí, excelente lugar, donde se enfrentan al problema de implicar a la niña en su relación adúltera. Pensé hacer que Mrs. Wio llegara el mismo día que Mrs. Beale —por la tarde— pero creo que el efecto será más vigoroso si pospongo su aparición por 3 ó 4 días. La exaltada y lastimosa consideración —por parte de la «pareja culpable»— de lo que han de afrontar, forma parte de la desagradable comedia, razón por la cual he de concederle cierto tiempo —unos días— para que pueda desplegarse. Deambulan con la niña —dirigiendo mientras los ojos a Francia y «el extranjero»—, y es en esta situación consumada que Mrs. Wix hace irrupción. También Susan Ash está con la niña —luego de que Sir Claude se hiciera cargo de Maisie, los ha acompañado a Folkestone. Y Susan Ash no es más que otra desvergonzada, a quien, o de quien, Mrs. Wix dit son fait.
21 de diciembre, 34 De Vere Gardens, W.
Me doy cuenta —no demasiado pronto— de que el método escénico es mi absoluto, mi imperativo, mi única salvación. Cada vez más, el avance de una acción es el procedimiento al que debo atenerme: al menos en mi caso, es lo único capaz de dar como resultado L'OEUVRE, y Dios sabe que es L'OEUVRE lo que yo busco. Pues bien, teniendo en cuenta mis tendencias, no puedo confiar sino en el esquema escénico para sostener el progreso de una acción. ¡Cómo lo comprendí hace un par de días, DE UNA VEZ Y PARA SIEMPRE, leyendo (en pruebas) el espléndido John Gabriel de Ibsen! Cuento ahora, perfectamente lo reconozco, con un magnífico recurso para salir de la espesura de esta inacabable Maisie; 10.000 palabras de la cual me restan aún por escribir. Si resuelta, triunfalmente tomo esta senda, pero sólo si la tomo, pueden adquirir un movimiento deslumbrante.
7 de mayo de 1898.
1. La historia inspirada en lo que, noches pasadas, Aug. Birrell me contó en Rosebery's acerca de Frank Lockwood —es decir, que poco después de la muerte de F. L., y rodeado de todas sus cosas, se hallaba escribiendo una Vida de aquél, cuando «tuvo la sensación de que podía aparecer».
2. Les vieux.
3. La historia de «Vanderbilt». La cocotte que (para posibilitar el divorcio) «tapa» a la verdadera mujer con que un hombre quiere casarse.
4. La vengativa, malvada Lady R. C. (Bourget), aderezando el incidente de la esposa joven.
5. La situación de la mujer de «Cazalis» (seudónimo literario y nombre de médico).
6. El incidente de Miss Balch y Lady G. Imaginemos a la protectora (La Respetable) matando la persona que viene a hacer la denuncia. Ella (La Respetable) debe conseguir el dinero, etc.
7. El parecido de la historia de Hugues L. con la de Bourget; la mujer afectada.
8. La historia de Gualdo sobre la niña retournée —la adquisición, construcción (mediante retrato, etc. ???) de un ANCESTRO en lugar de l'Enfant. La creación de un ser que debería haber vivido: un vrai mort. Imaginemos un matrimonio de ancianos que se encariñan con un joven: «Usted hubiera debido casarse con nuestra hija.»
«¿Su hija?»
«La hija que perdimos. Hubiera sido usted su prometido o su mari.» Imaginemos la situación del joven (tal como la ve una muchacha viva) que en cierto modo acepta el trato. Sucumbe al hechizo. Jura fidelidad a un recuerdo. Acaba creyéndoselo. Vive con los padres de la muerta. Ellos le dejan su dinero. Tiempo después vuelvo a verlo. Es un viudo. Muere, para reunirse con su esposa. Le deja la fortuna de los padres a la muchacha con la que no se casó. 35 páginas. (Tema tema.)
9. (En la misma clave.) La mujer que hubiera querido casarse —haber enviudado. Podría ir a ver a un pintor, à la Gualdo, para encargarle un retrato —el retrato del marido. El pintor lo hace. Y por añadidura muy bonito, pienso. Joven —amiga del pintor: «Cielos, ¡ojalá me pareciera a él! ¡O él se pareciera a mí! (La extraordinaria dama madura es rica.)
10. Otra vez Les vieux o The Waiters (Las que esperan): la historia de Lady P. sobre las señoritas Palfrey. La última sobrevive. O quizá sólo hay una que espera. (25 páginas.) La madre la sobrevive a ella. La hija muere. Cómo se lo presentan a la madre, o cómo lo presenta ella: «¡Oh, lo sabía, sabía que iba a hacerlo: se ha ido a Europa!»
11. El joven que no puede librarse de su secreto —de un oprimente conocimiento— y la solución de hacerse cargo de otro —de verse obligado a guardar el de otra persona— para que lo acompañe.
12. El caso de la hija de Etta R. madurando, marchitándose. «Ya le enseñará el mundo su esposo. El la llevará de viaje. Eso es lo que corresponde en nuestro monde.»
13. «La historia del editor.» Mrs. X —mujer de letras— EREINTE pendant de longues années a un escritor, preferiblemente novelista o poeta. Yo (el Editor) le pregunto: «¿Por qué no lo deja en paz? Usted lo conoce, lo aprecia.» «Sí, pero su obra no me gusta.» Luego, puesto que él nunca lee lo que ella dice, elle est rageuse. Pongo el dedo en la llaga: «Usted lo ama.» Tiene que admitirlo. «Bien, pruebe otro método.» Escribe una apología, que él lee; y cuya autoría averigua, a consecuencia de lo cual empieza a fijarse en el trabajo de ella. x x x x x Veo que hay otra mujer o muchacha que, apercibiéndose de que el hombre, al repasar algunos números anteriores de la revista, comprende quién se estuvo ensañando con él (no es preciso que haya sido durante mucho tiempo; basta con uno o dos años), dice: «Los escribí yo», para salvar a su amiga. Pero importa lo que yo pienso de cómo debe amarlo ésta, la 2a. muchacha. Abordar primero (7 de mayo de 1898) la de Frk. Lockwood; luego la de Playfair, la de Palfrey, la del Joven que se casa con la Hija Muerta, y el prodigioso arrebato de la pobre y noble dama (Miss B.) que, habiendo cogido el dinero para salvar a la tarée, mata al entrometido que viene a estropearle la faena. Sólo que el asesinato es difícil.
Nombres. Dedrick — Emerick — Bauker — Flickerbridge — Marsock — Sandbeach — Chirk — Rivory — Reever — Dirling — Catchmere — Catchmore — Cashmore — Pewbury (lugar) — Gallery — Mitchett — Mitcher — Stilmore (lugar) — Tribe — Pinthorpe (lugar) — Cutsome.
34, De Vere Gardens, W., 8 de mayo de 1898.
L'honnête femme n'a pas de roman —hermoso temita «literario (?)» para trabajar en un cuento corto. El juicio, la exposición, la prueba: o bien no hay «roman», o la mujer no es «honnête». Si la cosa salta, ella es culpable; si no es culpable, la cosa no salta.
11 de mayo. Idea que me dio ayer G T. L al salir juntos de un «té recepción» en la Embajada americana. 2 muchachas americanas (las señoritas C.) cuya historia lo puso en contacto con el fenómeno americano de la supresión de los padres. Ellas habían suprimido a los suyos, etc., etc. —y, de fil en aiguille, se me ocurrió el pequeño argumento: un caso en el cual 2 hijos, varón y mujer, me parece —el varón, sin embargo, esencialmente dominado y subalterno de su ambiciosa y «triunfadora» hermana— ocultan hasta tal punto a su hogareña madre —no sin la ayuda de la sumisa y retraída mujer— que, habiendo dado prácticamente a entender que ha muerto —impelidos por el miedo que les produce la supuesta obligación de esconderla porque resulta comprometedora—, y en ocasión de una emergencia grave o una crisis, se avergüenzan tanto de tener que mostrar que está viva, y que ellos la han sacrificado, que la persuaden —para la ocasión, y hasta que haya pasado el temporal y vuelvan a sentirse seguros, etc— de FINGIRSE muerta, de prestarse al juego —patética y desquiciada parte del cual es el hecho de que ella lo hace, obsecuente y perpleja, devotamente sobre todo. El hijo está CON ella —lo urde PARA la hermana tan sumisamente como debe —y tan tiernamente como puede.
Nombres. Leon — Brivet (lugar) — Trete (lugar) — Ure (lugar o persona) — Hessom — Manger — Hush (persona o lugar) — Mush — Issater — Ister (Icester) — Elbert — Challen — Challice (o Challis) — Challas — Syme — Dyme — Nimn — Etchester — Genrik (Gennerik) — úluce — Bagger — Clarring — Compigny — Cavenham — Grendon — Treck — Randidge — Randage — Bandidge — Neversome — Witherfield — Withermore — Chering (lugar) — Smarden — Addard — Petherton — Kirl — Rosling Ulph (lugar) — Treffry — Curd («Lucy Curd») — Lutley (o de lugar) — Staverton — Brissenden — Traffle — Verver (o, para lugar, Ververs) — Heighington — Hington — Hingley — Bradley — Gostrey — Beveridge — Waldash (Waldish) — Dadd — Charl Chelver — Iddings — Branson — Brinton — Laud — Blessingbourne — Mapleton — Withermore — Shirrs — Damerel — Dreuil (Mme. le Dreuil) — Bonair — Keel (Keal) — Tocs.
Lamb House, 22 de enero de 1899. George Alexander me escribe para pedirme que haga con Covering End algo para «él y Miss Davis», y acabo de responderle exponiendo los obstáculos y objeciones que encuentro. Pero también he dicho que le escribiré una pieza nueva en un acto; y resulta extraño que este pequeño restablecimiento del contacto con el teatro vulgar me agite y, en cierto modo, conmocione. Aunque tal vez no sea el contacto con el teatro —todavía, y como siempre, extrañamente odioso— sino el contacto con el DRAMA, con la pequeña FORMA divina, difícil, artística, ingeniosa, arquitectónica, lo que hace temblar mi pulso y me lleva a derramar lágrimas otra vez. Una mezcla de angustia y diversión vuelve a tocarme con su aliento. Es éste en Rye un domingo gris, ventoso, solitario —la resaca de una vasta y de hecho casi perpetua borrasca de invierno. El viento embiste las viejas chimeneas, silba y aúlla por entre los antiguos muros. Yo, sin embargo, estoy sentado en el pequeño y cálido estudio blanco, y muchas cosas me vuelven a la memoria. He estado 3 semanas en Londres —regresé el 2O; y siento el viejo aguijón reanimante del deseo de ponerme a trabajar. Si, eso es lo que echo de menos: vuelve a invadirme la divina inquietud. Es probable que esta nota de Alexander traiga el germen de algo. La pequeña conquista de algo ingenioso, quiero decir. ¡Ah, la obra en un acto! ¡Ah, el «cuento»! ¡En buena medida son la misma cosa! A propos del último, la otra noche, en la ciudad Edmund G. me dijo algo que amablemente consideraba un posible punto de partida —con esa intención se lo habían referido a él no hacía mucho. Cierta dama había presenciado un incidente y se lo había contado. Estaba en un vagón de tren. x x x x x (Completar más tarde el comentario al incidente de la éplorée viuda plañidera —relatado a Gosse por una compañera de viaje que la observaba desde un extremo del vagón—, que sube al tren para ser comprensivamente despedida por los parientes del marido muerto, y en la estación siguiente, cambiada de aspecto, se encuentra con un apuesto caballero, que sube, y con el cual se traslada a otro vagón —en consecuencias, etc.)
Lamb House, 27 de enero de 1899.
Es notable cómo me absorbe y cautiva, más allá de titubeos, conflictos y malos tragos, lo auténtico, el deseo de volver únicamente a lo grande (a los efectos escénicos, constructivos, «arquitectónicos»); llevándome a sentir que mucho más económico, desde el punto de vista del tiempo, es sumergirse en todo momento en la evocación y el discernimiento de eso que en cualquier otra pequeña ilusión. ¡Ah, soltarme una vez más! Me basta pensarlo para sentirme alimentado y en calma, como si una mano divina serenase mis nervios y benignamente echase luz sobre mis incertidumbres y oscuridades. Comiénzalo —y ya crecerá. Emprende ahora alguna breve novela fuerte, y regresa del continente con el proyecto acabado. Debo llevar a cabo un largo tête à tête conmigo mismo, una larga sesión de debate antes de empezar de veras. Basta. Tengo otras tareas por delante esta mañana y si me desvié fue a causa de una ráfaga de agitada impaciencia. En cierto modo me encuentro hechizado por la familia americana que (à propos de los «Lloyd Bryces») Mrs. Cameron me pintó el verano pasado. Sin embargo, se trata de un fresco amplio y abarcador, y lo que yo anhelo es representar una acción: quiero decir que lo que en este momento deseo, anhelo emprender, es una acción rápida, concreta: erigirla, construirla, ejercitarme en su dominio. Pero basta otra vez. A bientôt.
Lamb House, 10 de febrero del '99.
El otro día (domingo 5, en Boxhill), el viejo y querido George Meredith, en medio de algo que me contaba, arrojó una alusión que me sugirió un pequeño argumento —5.000 palabras. Una mujer iba a casarse con un hombre que sabía muy poco de ella. El hombre estaba muy enamorado: pero entonces afloró algo relacionado con el «pasado» de ella. «¿Qué es? ¿Algo...? ¿Algo que yo debería saber?» «Concédeme seis meses», responde ella. «Si entonces quieres saberlo, te prometo que te lo diré.» La alusión acabó allí, pero de inmediato yo me até un cordel en el dedo. Hay oculto un pequeño argumento —pero, ¿cuál? Creo ver diferentes posibilidades. En cualquier caso, la pieza se me presenta claramente irónica. Lo que más parece imponerse es esto:
La mujer es una mujer que puede haber tenido un pasado; de cierta edad de un tipo determinado. El interrogante, la sospecha, la posibilidad, la idea en resumen, se le ocurre al hombre que aspira a ella, que le ha hecho una proposición y ha recibido respuesta afirmativa. De ahí surgen la pregunta y la respuesta citadas. Ella no está enamorada de él, sino de otro hombre; un hombre que él conoce. Y bien, él considera que no puede aceptar esa condición. «Primero cuéntamelo. Lo mismo da. No me importará. Lo único que sucede es que quiero saberlo. Si estás convencida de que es algo que no cambiará las cosas, ¿por qué no puedes decírmelo?»
«Oh, es que no puedo. Y no lo haré. Sí, me casaré contigo. Creo que seré una buena esposa. Pero de momento debes tenerme confianza. ¡Juro que si dentro de seis meses todavía quieres saberlo...!»
«Ah, pero entonces estaremos casados.»
«Cierto, ¿pero qué habrás perdido?»
«¿Si me resigno a no saberlo, quieres decir?»
«Sí, si no preguntas. Si confías en mí ahora...»
«¿Seguiré confiando después? ¿Y qué pasa si es algo horrible? ¿Es algo horrible?»
«No sé qué puede parecerte. Si es que tienes que saberlo, ya lo juzgarás cuando te lo cuente. No sé cómo puedes llegar a opinar.» x x x x x
Amodorrado como estoy por la convalecencia de una gripe, no obstante, me doy cuenta de que hoy me es imposible continuar este esbozo. Me limito a anotar un indicio. Hay un 2º hombre, al cual el primero plantea su encrucijada. Éste, el 1º, da marcha atrás —no puede aceptar la condición. El «2º hombre» es aquel al cual la mujer ama —y el 1º que lo ignora y es amigo del otro, le habla del brete en que se encuentra y de su retirada. Tanto se interesa y conmueve el 2º que se acerca a la mujer —a su turno querrá obtenerla—, mencionándole lo que el 1º le ha contado. Se «enamora» de ella e insinúa que él sí aceptará la condición. Con esto ha soñado ella, y exclama: «¡De acuerdo, pues entonces...!»; y renueva la condición ante él; le promete que si, transcurridos seis meses, sigue deseando saber qué hubo en su pasado, hará un relato claro. Sobre esta base se casan. Son felices —ella es encantadora, lo satisface; él se complace altamente en su propia delicadeza y su magnanimidad, y cuando al cabo de seis meses ella le pregunta si quiere saber, desdeña la idea. No quiere. No le interesa, ni por todo el oro del mundo. Le prohíbe que se lo cuente —y ella, desde luego (confesando que no esperaba otra cosa), lo acepta de buen grado y vive su leve triunfo. Con todo, aclara: «¡Si alguna vez te ilusiona la idea, lo sabrás!» Pero a él no le hace ninguna ilusión: no quiere ni que se lo mencionen. Lo que sí le gusta es la belleza de sus propias fe y confianza, de su renunciamiento —y así continúan. El 1er hombre, entretanto, se ha desvanecido en el aire —tras el casamiento de su amigo, el pretendiente menos problemático, se ha alejado, o más bien, encontrándose lejos, le ha llegado la noticia. Pero andando el tiempo, desasosegado, insatisfecho consigo mismo, regresa. Su insistencia lo ha disgustado en la misma medida en que al marido feliz lo ha complacido su generosidad: como aún quiere a la mujer, se siente obsesionado e intranquilo. No ha podido casarse con otra. Piensa incesantemente en ella, se hace más y más preguntas. (¡Oh, vieja dicha divina del «Scenario», que palpita de incontenible emoción sagrada CADA VEZ QUE vuelvo a concederle el atisbo de una oportunidad!) Intenta averiguar cosas de ella, encuentra la pista, da con huellas de su «pasado», lo examina, lo desentraña. Pero nada de lo que consigue husmear es en absoluto cosa repudiable o comprometedora: en realidad, sólo son pruebas de su valentía y su bonne grâce; dificultades, luchas, paciencia, soledad —insignias de su honor. (Digamos que es profesora de música —una «dama» a la deriva—, o digamos incluso que «pinta».) Él queda aún más perplejo e insatisfecho al darse cuenta de lo que acaso ha perdido. Y, sin embargo, ¿qué significa el hecho de que ella misma haya admitido que algo hubo? En resumen, el hombre reaparece. Vuelve a verla. El esposo sigue siendo amigo suyo —de modo que goza de cierta libertad. Cuando se encuentra a solas con la mujer (antes ha retomado contacto con el esposo), plantea la cuestión, intenta sonsacarla.
«¿Se lo has contado a él?».
«Nunca.»
«Y él no quiere saberlo.»
«Para nada. Tampoco tú querrías —añade—, si hubieses confiado en mí.»
«Bien —replica el antiguo amante suspirando, dolorido, desdichado—, ¿me lo contarás ahora, al menos?»
«¡Ah no! ¡No faltaba más! Tanto no te está dado preguntar.»
«¿Temes que vaya a contárselo a tu esposo?»
«No, no es eso. El no te lo permitiría.»
«Bien, ¿qué te lo impide pues?»
El le revela —le da a entender— que todavía sigue amándola; pero, de todos modos, se separan sin que ella le haya satisfecho la curiosidad en modo alguno. El regresa; vuelve a verla; y por fin se confiesa. «He rastreado y examinado tu vida a fondo tan escrupulosamente como me fue posible. Pero no he hallado, no puedo hallar, nada. ¿Qué fue lo que hiciste? ¿CUÁNDO fue? Estoy convencido de que no hubo nada. ¿Es cierto? Por amor de Dios, ¡dímelo!»
Ella lo piensa.
«¿Me harás una promesa?»
«¡Todas!»
«Jurarás por tu sagrado honor?»
«Juraré.»
Lo hace —jura, quiero decir, no contarle a nadie lo que ella diga.
«Muy bien: no hubo nada.»
«¿Nada?»
«Nada.»
La amargura, la perplejidad, lo agobian.
«¿Pues entonces qué me hubieras dicho?»
«Nada. Porque no hubieras querido.»
«¿Cómo puedes estar segura...?»
«Bien, sencillamente te hubiera dicho que no hubo, que no hay, nada.»
«¿Pero entonces por qué hablabas como si algo hubiese?»
«Yo no hablaba de nada. Desde el principio fuiste tú quien lo hizo.»
«Sí, pero tú dejabas la cuestión a oscuras. Querías que me imaginara algo malo.»
«Sin duda: así te castigaba.»
«¿A costa de ti misma? ¿De tu reputación?»
«¿De qué reputación me hablas? ¿La de ser sencillamente demasiado orgullosa como para dar explicaciones?» x x x x x
Pero mis desarrollos me llevan demasiado lejos en un momento en que me siento aún enfermo y debilitado. Basta. Mi desenlace consiste en el éclaircissement entre estos dos: la explicación, la exposición del caso proporcionada por ella. El dice: «Y no quieres que tu esposo sepa que no hay nada... ?»
«Quiero que la cuestión permanezca como él prefiere: una vez más, intacta para siempre.»
«¿Y permitir que imagine toda clase de males?»
«»¿Toda clase?» Pero, mi estimado, ¡si él apenas si cree que haya habido ALGUNO!»
«Tus «apenas» me encantan! ¿Qué quieres decir? ¿Que no cree que haya sido algo tan horrible?»
«Bueno, él se da cuenta de que, sea como sea —no importa lo que haya ocurrido— soy una buena criatura; y de ello me beneficio. He sido muy buena con él.»
Un temps.
«De veras que no te gustaría que le dijese —como cosa mía— que no hubo nada...?»
Ella, divertida, adopta una positiva ironía.
«¿No te parece delicado ofrecer semejante seguridad?»
«Sólo como reparación, digo, por la charla que tuve con él hace unos años. Podría decirle que con el tiempo me empezó a pesar en la conciencia.»
«Pues cualquiera sea la manera, no te recomiendo que se lo menciones.»
Un temps.
«Oh, claro, no puedo hacerlo después de haberte dado mi promesa, de haber jurado.» Encore un temps. «Pero, por supuesto, ahora comprendo por qué me arrancaste el juramento.» Le demuestra que lo comprende. Pone el dedo en el hecho de que el esposo «mima» el sentido de la belleza que emana de su propia actitud y su perdón, el cual constituye el noeud o concetto de la cuestión.
Esta interpretación es aceptada por ella —y yo, con mi autoridad y mi lucidez, la respaldo. Luego el ex amante le dice, par exemple, que ahora está verdaderamente enardecido por los celos, habiéndose reavivado su pasión al pensar en la peculiar dicha de que disfruta el marido. Le dan ganas de destruirla —de dañar la autocomplacencia del otro. Está tentado de romper su promesa.
«Ah, pero no puedes.»
«No, no puedo.»
«Que seas capaz de comprenderlo es tu castigo.» Estas palabras de ella son, en buena lógica, la última nota de la pieza —su clímax y desenlace; pero antes, me parece, quisiera intercalar 2 o 3 detalles. Quiero decir que cualquier otro detalle (2 o 3) que se me ocurra introducir ha de insertarse antes de estas palabras —de modo que la mencionada nota domine el final. Sobre todo, «me parece que me parece» que no logro exactamente lo que quiero haciéndola confesar a ella que sencillamente no hay nada en su pasado. NO LA DEJEMOS DECIRLO TAN CLARAMENTE. Hagamos, simplemente, que se lo vaya sacando al ex amante, puesto que en tal sentido lo han conducido a él sus investigaciones. «Y bien, si no lo has descubierto...» Así es como lo dice ella, con un ligero, vago alivio. Y lo que él propone contarle al marido es precisamente que no ha sido capaz de «descubrirlo».
15 de febrero de 1899 (Lamb House).
«Sería realizable en 5.000 palabras la pequeña idea de la «madre (americana) suprimida»? Valdría la pena intentarlo —pues ne parece que de otro modo nunca la escribiré. Prueba entonces de la manera que la historia justifica. HAZLA EN 5.000 PALABRAS A CUALQUIER PRECIO. SÓLO SE PUEDE HACER DE LA MANERA MUTILADA en que lo indicaste. Se me ocurre que sería posible —y contribuiría a la brevedad— escribirla desde la posición —por así decir— y el punto de vista de la madre; es decir, hacer que fuese la madre quien la expusiera y presentara. No veo otra forma de conseguir una brevedad efectiva. (Calculo 3O páginas de «bloc» de manuscrito.) (Esto permite obtener 5 divisiones de 6 páginas o 6 secciones pequeñas de 5.) Ah, si tan sólo pudiera llegar a fijar una forma sólida y definitiva de esa exacta dimensión. ¡Cómo me ayudaría a mantener la caldera encendida! Pero bueno, cela ne tient qu'à moi —qu'à ma volonté. Tâchons, tâchons. Es cuestión de alzar la construcción acertada bajo el peso de la necesidad. —En este pequeño argumento veo 1º a las hijas; las veo tal como las vi —un par de señoritas Tal y Tal— aquel día de la primavera pasada en la Embajada americana —recién salidas del salón. Recuerdo que después me marché en compañía de G. T. Lapsley —bajo el sol de un mayo, o junio, floreciente paseamos a lo largo del Mall de St. James Park. Allí me hizo el relato —en el cual vibraba, encantadora, la nota de algo en lo cual reconocí al instante pequeña donnée. «¡Y, en resumen, se las arreglaron para mantener a la madre oculta...!» Eso era lo que habían hecho. —Bien, en lo que respecta a la narración, en I yo he conocido a las muchachas. Reproduzco la breve conversación que mantengo acerca de ellas con mi anfitriona (también americana). Ellas tienen una chaperona —une dame de compagnie. «Como de costumbre, una vez que todos se hubieron marchado —no por otra razón solía yo resistir hasta ese momento—, la anfitriona, desde su sofá junto al fuego, respondió a mis preguntas y despejó mis enigmas.» Comienzo más o menos en esa clase de tono. «¿Las 2 hermanas? Oh, las señoritas P. Vienen para ser presentadas.» El boceto que de ellas hace Lapsley, destacando la nota de ambigüedad —oscuridad— más o menos pronunciada de la cuestión de la madre.
II. Conozco a la madre —en Dresde o Suiza—, en una pension. Me habla de sus hijas. «Encuadro» el conjunto.
III. Vuelvo a encontrarme con las hijas —en Londres, París, Roma o cualquier otro lugar—, en una situación en que las veo pasar sin el apéndice. «¿Madre? —Oh, pero si no tienen.» Me dispongo a intervenir cuando la chaperona —D. de C.— me frena. «Espere —yo le diré el porqué.» Me lo explica. (La historia podría contarla la dame de compagnie.) x x x x x Emprender esto en otra ocasión —conservando la idea de que la madre acepta, para la oportunidad dada, no existir.
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No perder de vista el concetto, anotado en el vol. anterior, que se inicia con la fantasía del mozo que se casa con una mujer madura y va envejeciendo a medida que ella rejuvenece. Atenerme a mi juego: la liaison que se traiciona a sí misma por la transferencia de cualidades —cualidades a determinar— de uno a otro de los implicados. Hay un intercambio. Veo 2 parejas. Una está casada —es el par joven vieja. Observo su proceso, lo cual me sirve para iluminar el espectáculo (oscuro, encubierto, soslayado) de la pareja no casada.
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Tener en cuenta «La historia del editor». También la historia sobre L'honnête femme n'a pas de roman. De ésta habría que cuidarse de obtener algo. Tiene posibilidades. Y, para la historia del editor, remitirme a lo que (en este vol.) me pareció atisbar: la idea de una segunda mujer (muchacha) que falsamente se responsabiliza de los «palos» y a la cual el narrador atribuye la pasión secreta.
En la «Honnête femme», ¿no podrá haber algo como lo que sigue? (Muy, muy corto; 3 o 4.000 palabras.) Un hombre de letras, un artista, presenta o expresa a una mujer joven, «inocente», anhelante (una viuda, pongamos), el consabido punto de vista respecto de la honnête femme. Ella ha de haber discutido con él sobre la cuestión —à propos de la «novela francesa», de libros, pintura, etc. (de arte en general, quiero decir)—, apegándose siempre a la tesis imposible. Él es muy claro. Si la mujer es honnête no hay romance —si hay romance no es honnête. El está casado —es artista, hombre de conducta firme y sincera. Durante todo el tiempo que esto dura ella está enamorada de él —secreta, oscuramente, sin que nada se trasluzca. Pero tiene una amiga, una testigo, que también se encuentra enamorada del artista y presencia los altercados de la inocente relación. Esta mujer sí se ha delatado —el hombre y ella son amantes. Todo permanece satisfactoriamente oculto. Muestro, sin embargo, que ardiente, tormentosa, clandestinamente, la pasión existe. Al fin —después de algunas escenas y pasajes—, la muchacha dice, para refutar a su amiga (quien, para ella, coincide con el artista): «¡Y resulta que mientras se pasa el tiempo diciendo esas cosas, no lo sabe!» «¿No sabe el qué?» «Bueno, que yo lo adoro.» La amiga, cuyas relaciones con el artista han de haber sido sugeridas inconfundiblemente al lector, se asombra, titubea, pero logra controlarse. «¿Entonces tú no quieres que lo sepa?» «¡Jamás!» «Pero, ¿por qué?» «Porque ¿adónde iría a parar mi (decencia) honnêteté en ese caso?» Respuesta trágica, amarga, profunda de la otra mujer: «Pero, grandísima idiota, ¿dónde está entonces tu romance?» «Aquí.» Se golpea el corazón. «¡Ah!», dice la otra. A fines de acabado y lucidez, creo desear que se haga necesario un pasaje entre el artista y su amante en el cual esta última manifiesta lo siguiente. «Y a eso lo llama romance. ¿Pero cómo, dónde? Un romance es una relación: o sea, como la nuestra. ¿Dónde está su relación? No existe.» El artista da vueltas a la cuestión, sopesa, reflexiona. «Sí, una relación. ¿Pero no podría ser también, al fin y al cabo, una (especie de) estado de conciencia?» «¿Y cómo? ¿Qué significa eso? ¿De qué le sirve?» El tiene que decir que también a él le ocurre. «Pues bien. Sin embargo —siendo como es ella—, ¿qué bien le hace?» Él lo acepta. «Comprendo. Es sólo a MÍ a quien le puede hacer bien.» Tal, en mi opinión, el clímax. Pero también advierto que antes deben mediar —n'est ce pas?— 2 o 3 detalles. Es decir, debe resaltarse que, tal como dice ella (la mujer «extraviada»), «todo depende de lo que «relación» signifique para uno». Yendo más lejos, ¿no debería comenzar la pieza con la relación (pues así la llama ella) existente entre el artista y la mujer íntegra? Al ponerlo en claro, sin embargo, sería bonito no exagerar la crudeza de la evidencia. Mostrar sencillamente que ella la acepta, la ve como una relación. x x x x x Creo que el anterior es un tema para situarlo en Londres.
*
Fíjate asimismo un poco, mon bon, qué puede resultar, más adelante, de aquello depositado mucho tiempo atrás en tu memoria —tu fantasía— por la extraña confidencia que te hizo la difunta Miss B. (B...h) sobre el tema de lo que había emprendido en favor de la tarée Lady G. —una empresa frustrada, fracasada. Y digo «fíjate un poco» porque veo que el verano pasado, al comenzar este vol., apunté la referencia a cierto fulgor que la anécdota pareció lanzar entonces. Miss B. (su equivalente) ha tomado el dinero (es decir, ha recibido la mitad) y recibirá el resto cuando el trabajo esté concluido. El fracaso la amenaza encarnado en la interferencia y la indignación de una fatal aguafiestas, una reveladora que pone de manifiesto los hechos concretos de la verdadera historia de la mujer tarée. Para Miss B., que necesita el dinero, esto resulta espantoso. Tiene que oponerse, tiene que evitarlo. Si su empresa se frustra no conseguirá la preciosa suma. ¿Qué hace entonces? Creo haber sido visitado por la fugaz fantasía de que «mata» a la entrometida. La idea es en cierto modo estupenda —pero «matar» se dice muy fácil. «La dificultad», veo que señalé, «radica en el asesinato». ¡Ciertamente! Sin embargo, debo dejar que se cueza a fuego lento —¡borrarlo de mis preocupaciones! Desde luego, la esencia toda del asunto no yace en el muy usé elemento del deseo de la mujer tarée de reinsertarse, sino en la situación de Miss B., con sus deberes de gagne pain, su manera de trabajar las relaciones, etc., etc. Lo esencial es que lleva a cabo algo gordo, rápido y audaz. x x x x x
Se me acaba de ocurrir que Miss B. hace algo mejor que «matar» —y ese algo aflora en el procedimiento de que uno vea cómo la «audacia» y la rapidez se demuestran anticipadoras, preventivas y capaces de cambiar la suerte en sí mismas. Una vez más, con todo, la cosa se trueca en un pequeho drama, y a partir de ese momento exige más espacio. Bien, el único problema es que habrá que sacrificar más: eso es todo. Puede tratarse realmente de una pequeña comedia cínica. Miss B. cuenta con un apéndice oculto y desposeído de cierta especie horrenda y deshonrosa; no se me ocurre qué podría ser sino un hermano imposible y horrorosamente taré que a veces se presenta a pedir dinero, a exasperarla y mortificarla, a rogar o intentar extorsionarla para que lo reintegre a la sociedad. Años atrás ha sido protagonista de un «escándalo» y, si bien más o menos se ha esfumado, su nombre sigue siendo bien conocido. Mettons que no es una «esponja» —que tiene recursos, incluso que es rico. Sólo que está apartado de la sociedad. ¡Ojalá pudiera hacer de él un asesino! x x x x x
16 de febrero. He estado enfermo otra vez (con las brutales secuelas de la gripe) —a ello se debe que interrumpiera lo anterior. Pero intentemos continuar, y añadir 2 o 3 cosas más, balbuceadas casi y con mucha brevedad. x x x x x
Advierto que el «apéndice» de «Miss B...h» debe ser —digamos— un hermanastro (con diferente apellido); y que, decididamente, no debe ser rico, pues lo contrario representaría un evidente obstáculo. Ha caído en descrédito, en desgracia, ha tenido que abandonar Inglaterra; pero transcurrido un lapso regresa a pedirle dinero a su hermanastra. Apunto esto gruesa y provisionalmente. Lady G. y él han estado con ella el día de la visita de la amiga «indignada». Bien... bien... En el estado de malestar y debilidad en que me encuentro, no necesito llevar esto más allá de la sencilla explicación de que clímax y argumento consisten en la «luz» que se hace en Miss B. al ver que, repentinamente (¡por medio de cierta huella o atisbo!), en su visitante se enciende la curiosidad, el deseo de ver, de conocer a ESTE taré. El hermanastro se interpone entre ambas. «¡Y resulta que también él —malditos sean todos— quiere reintegrarse a la sociedad! Pero por él no puedo hacer nada. ¡Me lavo las manos!» x x x x x Efecto de esto en la visitante: «¿Lo considera usted perdido?» «Del todo» —pero ya ha MENCIONADO que lo que el hermanastro quiere es parte de su DINERO, ha aludido a ello para explicar su necesidad de esa suma (300 libras), de la cual la privaría el fracaso de sus esfuerzos en pro de Lady G. Hasta aquí el comienzo. La visitante simpatiza con él (este proceso se DESCRIBE); y el clímax está dado por la consumación del trato: la entrometida permitirá a Miss B. actuar en paz a condición de que ésta le presente a su pecador y comprometido hermanastro —le permita tomar el caso en sus manos. Ahora bien, ¿de dónde proviene el descrédito de él? He ahí la dificultad. Debo dejarlo en la vaguedad —o bien recurrir a los naipes. Su pobreza es una prueba de la inconsistencia de las acusaciones que ha recibido. x x x x x
Recojo por un momento la idea del retrato à la Gualdo. Me fascina. Ah, ¡hay que ver qué cosas, que enjambres me fascinan! (Por ejemplo, el minúsculo resplandor de la idea de un hombre que, bourru, antipático, descortés, pero absolutamente «honrado» en cierto sentido, se vuelve ostensible, crecientemente suave, gentil, BUENO —al punto de llamar la atención de un observador y espectador que, impresionado, asombrado, y hallando el fenómeno demasiado pronunciado, extraño, sospechoso incluso, lo observa hasta descubrir que el cambio es la contrapartida de cierto vicio adquirido o detestada irregularidad, «impropiedad», defecto. Es un deseo de se faire pardonner. Pero, ¿qué, donc? El narrador observa, estudia, descubre. La cosa ha de centrarse en el defecto.) (No perder, a continuación, la pista del pequeño concetto del pobre joven con la mente lastrada por la pena o secreto personal que anhela transmitir a alguien, e incansable, nervioso, deprimido, deambula por Londres en busca de un receptor, encontrando a todo el mundo, en la insensible y compulsiva sociedad de la gran urbe, absorto en asuntos que nada tienen que ver con la posibilidad de escucharlo. Había pensado, para esta idea, en que súbitamente se acercase al muchacho alguien que demandase su atención a causa de un horrible conflicto o aflicción —una aflicción tanto mayor que la suya, una congoja tan extrema, que él no tarda en comprender la enseñanza: que el bálsamo para su pena consiste, no en la comprensión de otra persona, sino en la obligación de ser él mismo quien comprenda a otro. El asunto, no obstante, me parece hasta cierto punto obvio y banal, n'est ce pas? —una «golosina» previsible de antemano. Una alternativa mejor parece reverberar en la posibilidad de que, al escucharlo, alguien desate una espantosa crisis. Él comprende más tarde qué ha sucedido —me refiero a la crisis, la preocupación del otro, sus peligros, su angustia. [Es preciso trabajar el tema, madurarlo.])
(No permitas tampoco que se te escape la idea de los 2 artistas de determinada especie —hombre y mujer, me parece, escritor él y pintora ella— que, orgullosamente, mantienen uno frente a otro el más estricto secreto en cuanto a «cómo les va», cómo marchan sus asuntos, cómo se venden sus obras, etc., hasta que algo los hace tambalearse y ambos prorrumpen en confesiones, AVEUX, trágicas entregas a la sinceridad, todo lo cual obra el efecto de unirlos en la necesidad de consuelo mutuo. ¿No deberían tal vez haber estado juntos en un tiempo y luego haberse separado? El acontecimiento, la situación que QUIEBRA EL ORGULLO DE AMBOS [he ahí la nuance] ha de determinarse, desde luego, con mucho cuidado.) x x x x x
Vuelvo por fin a la mujer que quiere el retrato de una persona inexistente (que nunca existió). Anteriormente anoté la idea definiendo al personaje como una mujer que «hubiera querido ser» viuda —y desea tener en su casa el retrato del marido. ¿Qué hay en este asunto? Me parece que algo veo destellar. «Es ella una vieja y enriquecida femme galante? Creo que no —creo, aunque no estoy seguro. Tiene que ser una criatura extraña. ¿Simplemente una vieja doncella encendida? Bien, como fuere, su índole y su pasado se traslucen, están implícitos. Es una ancienne, una ex femme galante, pero esto se revela por sí mismo. Acude a ver a un pintor de nombre.
«Quiero que pinte usted a mi esposo.»
«Fort bien. ¿Cuándo podrá posar?»
«Nunca. Está muerto.»
«Oh, pues entonces teudré que usar otro recuerdo. ¿Tiene fotografías?»
«No, ninguna. No tengo ningún recuerdo.»
«Entonces, señora, ¿cómo quiere...?»
Un temps.
«¿No puede hacerlo a partir de... No, no puedo darle eso. ¿No es usted capaz de imaginárselo?»
En resumen, mantienen una conversación, a consecuencia de la cual él va a ver a una pintora, amiga suya. Le refiere su entrevista con la visitante —lleva, en realidad, el consentimiento (final) de la visitante a que delegue el encargo. Cuenta todo el asunto —del cual, sin detenerme, acabo de aportar apenas las líneas iniciales. La extraña dama hubiera deseado casarse: querría ser una viuda. Quiere un buen retrato de gran tamaño del difunto. No tiene idea alguna —solamente ha de ser un très bel homme. Por lo demás, no debe ser el retrato hecho en vivo de una persona determinada, sino un producto de la fantasía. Tiene que inventarlo el artista —algo perfecto. Elle y mettra bien le prix. Bien, el pintor no puede hacerse cargo de tan fantástico encargo —pero piensa que acaso su vieja amiga y camarada sí pueda, y con la intención de ofrecerle el beneficio de la tarea, si es posible, acude a contarle la historia. Ella es una copista excelente; pero ha pintado también algunos cuadros encantadores, todos de aspecto antiguo. «¿Quién es esta mujer? ¿Qué es? Más o menos, él lo dice. (Pero esto hay que decidirlo.) La pintora hace el retrato —convencida de crearlo con la imaginación, y esforzándose en ello. Pero lo que en realidad resulta surge de su memoria —del recuerdo de un hombre que ha amado. El era el más guapo, el más irresistible: la dejó plantada, la engañó etc., cuando aún era joven. Tampoco ella se casó nunca. No le faltan —más o menos— motivos para execrarlo: siempre ha pensado en él, aussi, con una pasión que en igual medida se alimenta de amargura que de lo otro. Lo pinta casi con odio. Bref: cuando la primera mujer ve el cuadro reconoce a un hombre que ella conoció y fue el único con quien se hubiese casado, o del cual piensa ahora (tan baja es su opinión de los otros) que aceptaría tener un retrato. Situación: la pintora ha evocado y representado verdaderamente una realidad (muerta) —el hombre que ambas amaron. La Ancienne está deseosa de llevarse el retrato —pero ahora le toca el turno a la pintora. Ah, ahora no se lo puede dar. La otra mujer dobla el precio —ofrece dinero, más dinero. No no; ahora no se lo puede dar. Rechaza el dinero —se queda con el cuadro. Pintarlo, producirlo, le ha costado resentimiento, amargura —ha sido hecho con odio. Y, además, ahora comprende por quién la abandonó él. A la realidad de aquel hombre se añade una nueva —la realidad de la historia que con él vivió la otra mujer. Y, sin embargo, esa imagen de la crueldad y la hipocresía, que no ha producido para ella sino para otra, ha cobrado un repentino valor y no puede resignarla. Rechaza todo, se queda con el retrato, empieza a amarlo. Un día, hallándose su camarada, el artista famoso, en casa de ella, llega un visitante que, al ver el cuadro sobre la chimenea pregunta: «¿Quién es?» «Mi difunto esposo.» (Aunque acaso esto sea un poco demasiado extravagante y de trop.)
La noción de la pequeña venganza de Lady R. C. en la persona de la novia podría plasmarse del modo siguiente. El amante que la ha laché para desposar a la jovencita simple y encantadora viene a verme —antes de marcharse a la ciudad— y dice: ¿Qué debo hacer? ¿Cómo debo conducirme con ella? Estoy pensando en optar por la franqueza y la audacia, en entregarme a su magnanimidad. Ella es generosa, no es mala, y «Addie» —o como se llame— es un encanto. Le será imposible evitar que le guste. ¿No es por lo tanto una política óptima PEDIRLE que sea amable, rogarle que guíe y proteja a su mujercita? ¡Mmm! ¡No lo sé! Yo no estaría tan seguro. No confío a tal punto en la magnanimidad de Lady X. Esto tiene lugar —esta entrevista— en el extranjero. Me los encuentro durante su viaje de bodas. La conversación se refiere a lo que cabe hacer cuando vuelvan a Londres. Bien, yo dejo que mi amigo decida por su cuenta. Je me récuse —soy vago y eludo la cuestión. Luego los veo tiempo después, en la ciudad. TENGO, sí, la situación en mente —sólo que lo que se me ocurre es esto: yo como narrador, declaro que, fagotée en las manos de su terrible amigo, la noviecita está detestablemente vestida, en tanto Lady X se atavía espléndidamente: todo un despliegue de gusto y distinción. Pero ¡ah,los rostros! (Los rostros bien podría ser el título de la historia.) El de la novia, tenue, difusamente consciente de la mala pasada que le han jugado, patéticamente adorable pese a los aborrecibles trapos —angelical en su asombrada belleza; el de la otra mujer, de infernal expresión sobre su perfecta apariencia. El marido habla conmigo: lo observamos: lo formulamos y hacemos explícito. O, más bien, ¿no es un nuevo amante que Lady X intenta conquistar quien lo capta, lo explicita, me lo dice? Sí —y, así, es a sí misma a quien ella arruina.
19 de febrero.
Estoy impresionado por el hallazgo, hace una hora, del bonito germen para una pieza breve contenido en 4 o 5 líneas de Tales of N. E. (Cuentos de Nueva Inglaterra), el delicioso volumen de Miss Jewett. Una chica de visita en casa de una parienta recién descubierta, anticuada (una dama solterona), «idealizó a la anciana prima, no lo dudo; y la parquedad y reticencia de ésta ejercieron fuerte seducción en una muchacha hasta hacía poco habituada a gente que, con la misma facilidad con que cotorreaba e intimaba con uno del modo más directo, era capaz de olvidarlo». Esto es todo —pero la frase me acarició con la intuición de un argumento pequeño, diminuto. Algo más o menos así. Creo que se trata —debe tratarse— de un joven —un joven que por primera vez va a visitar a la anticuada prima (dama solterona) que acaba de descubrir. No sabía que existiese. Ella nunca había oído hablar de él. Él ha estado enfermo, aún se halla convaleciente —ha padecido una gripe infernal y no se recobra con mucha rapidez. Es abogado —periodista. Es pobre —pero se ha prometido. Bueno, el estilo, las maneras y la vieja usanza de su prima son una revelación. Viviendo, como vive, en un mundo de palabrerío, de familiaridad, de abusos, sobre todo de desvarío, la ausencia de locuacidad —de exceso de locuacidad— y de confianza que advierte en la prima se le antoja un baño de agua fresca. Sí, él vive en aquel mundo, y en aquel mundo vive su prometida. Es de las que parlotean, de las que desvarían. Escribe, es inteligente (¿una «ella» masculina?), es consciente de todo y lo valora. Bien, la forma que adopta el efecto, la impresión causada al joven por la parienta, es la del deseo de conservarla —para su privado deleite— tal como es; evitar que se le acerquen, que la conozcan y la echen a perder. Tiene un miedo horrible de que, si alguna vez la mujer llega a conocer a los charlatanes, puedan gustarle. Y, ¡oh, qué serenidad le da la prima! Esa gente le parecerá tan aguda —vociferará, intentará seducirla, la tratará como algo delicioso y pintoresco y le abrirá los ojos. Ella no sabe qué clase de persona es, cómo es —y tampoco lo saben quienes suelen rodearla. De modo que el mozo siente lo mismo que todos sentimos cuando queremos conservar para nosotros un pequeño lugar todavía no invadido —no publicitado en los periódicos, ni cruzado por el ferrocarril, ni repleto de excursionistas y vulgaridades semejantes. Así que cuando ella le pregunta inocentemente por su novia, él se aterroriza. Su novia es una escandalosa de marca mayor. Cotorreará alrededor de ella y con ella. La pondrá al día. La prima, no obstante, quiere conocerla —quiere que vaya. Tiene que hacerlo y él lo debe permitir. Bien, pues, la muchacha va, y se verifican las peores aprensiones del mozo. Hace todo lo que él temía, y con gran eficacia. La anciana se convierte en un espectáculo. Le gusta el papel. A él lo abruman la melancolía y la pena —que la novia, enfadada, atribuye a los celos. Bref, la anciana prima se convierte en figura pública, explotada y corrompida, y el joven, después de romper con su novia, se retira, huye, dejándola poseída por la cháchara y el desvarío.
Buscar un momento para adentrarse un poco más en el tema de «Vanderbilt» —el arreglo con la cocotte para encubrir a la mujer realmente elegida y conseguir que la aborrecida esposa pida el divorcio. Probablemente contenga algo —pero habrá que esforzarse para extraerlo. La cocotte s'y prête porque siente por él un cariño sincero; sabiendo cuáles son los términos, etc.
Palazzo Barbaro, 1 de mayo de 1899.
Tener en cuenta la historia de «Gordon Greenough» que me contó Mrs. C. —el joven hijo de un artista moderno que abre los ojos de su madre (única adepta del padre escultor) sobre lo grotesca y mísera que es la obra del Padre. Regresa de París (a Florencia, a Roma, el consabido y desgraciado vieux jeu de las camarillas americana e inglesa) para «poner a la mujer en contra» de su marido y quitarle la venda. Ella lo ha admirado enormemente. Debo presentar al hijo, me parece, afligido también por su propia producción —demasiado inteligente y crítico como para desear hacer algo que no sea precisamente lo que se le niega—, y a la madre apresada entre los dos; negándose el hijo, de hecho, a restañarle el orgullo herido por la ridiculez del padre. Este último, serena y jovialmente content de lui. G. G. murió.
Roma, Hotel de l'Europe, 16 de mayo.
Considerar la idea del joven que va de un lado a otro y en todas partes —en todas las habitaciones y cuartos que sucesivamente ocupa— oye (petita fantaisie) que llaman a la puerta (3 golpes fuertes, etc.). Lo cuento yo —estoy con él (él me lo ha dicho). Comparto en cierto modo (aunque siempre bromeando) su asombro, su preocupación, su expectativa. Yo tengo mi idea de lo que el hecho significa. El destino de mi amigo, etc. «Un día habrá algo —alguien.» En una ocasión estoy con él cuando ocurre, estoy con él la 1a. vez —quiero decir, la 1a. vez que lo presencio. (El no se da cuenta, yo sí; luego explica: «Oh, pensé que sólo era...» Abre la puerta; hay alguien —pero común y corriente. Es mi entrée en matière.) Todo depende del desenlace. ¿Qué es lo que finalmente se presenta? ¿Qué hay allí? Es preciso establecerlo.
El domingo pasado (cuando me encontraba en su magnífica casa cercana a San Pedro —con una terraza llena de flores en lo alto del Palazzo Rusticucci y una vista espléndida), Mrs. Elliot (Maude Howe) me habló de algo que me llamó la atención como bonito argumento: el succès de beauté obtenido por su madre (Julia W. H.) en Roma, cuando ambas vinieron a la ciudad el último invierno: su arribo (aprés) al final de una vida larga y difícil para gozar del postrer momento, tan maravilloso como inesperado —¡a los 78 años!—, de ser el viejo «Holbein» más pintoresco, llamativo y adorable (no obstante las arrugas y marcas) que se haya visto nunca. «Todos los artistas revoloteaban a su alrededor.» TERRIBLEMENTE buen tema, si se lo trabaja en forma adecuada. La revanche —¡a los 75!— de una anciana mujercita fea, o simple (menospreciada), al cabo de una vida insípida, menor, en medio de una «atmósfera europea» estéticamente sensible. Incluir en la situación el elemento representado por otra americana (quien ha tenido toda la «atmósfera europea» que ha querido) que tan bella fuese considerada cuando joven (y tanta envidia despertara en mi heroína), y ahora se ve tan «mustia». Elaborarlo.
Para la historia de W. W. Comienzo. «El escritor de estas páginas —(¿el transcriptor de esta agradable historia?) es consciente de que ha llegado tarde... PERO aquello que ahora, en opuestas condiciones, percibimos de la vieja Roma de los tiempos pasados, acaso consiga agraciar su trabajo.» x x x x x
Nombres. Steen — Steene — Liege — Bleat — Bleet (lugar) — Crawforth — Masset — Mulroney — Perrow (o de lugar) — Drydown (lugar) — Harbinge — Belpatrick — Beldonald — Belgeorge — Grigger — Dashley — Belgrave («Lord B.») — Counterpunt — Prime — Mossom — Birdle — Brash — Fresh — Flore (lugar) — Waymarl — Dundeen — Prevel — Mundham — Thanks (lugar o persona) — Outreau (o d'Autreau — Mme. d'O.).
Nombres. Pilbeam — Kenardington — Penardington — Ardington — Lindock — Sturch — Morrison Morgan — Mallow — Newsome — Ludovick — Bream — Brench — Densher — Ilcombe — Donnard — Camberbirdge — Marl (o de lugar) — Norrington — Froy (o de lugar) — Trumper — Husk — Vintry — Dunrose — Milrose — Croy — Match — Midmore.
Para «Anécdotas».
1. «La bocetista» —breve drama, situación, enredo, fantasía, pasible de convertir en miniatura, acerca de la mujer que no para de trabajar (en mi umbral y en alguna otra parte).
2. El cobarde —le brave. El hombre que por casualidad ha protagonizado en otro tiempo un acto de valentía; sabe que no podría repetirlo y vive aterrorizado de que pueda presentarse la ocasión que lo ponga a prueba. De ese terror MUERE.
3. «El Publicista» —el CLÍMAX (si han de ser 5.000 palabras, no puedo ser yo el narrador).
4. Los rostros.
5. El NOMBRE: Cazalis Jean Lahor: actitud de la esposa y sus efectos tal como me lo refirió Bourget.
6. La idea del hombre que se parece a otro (Hughes L. P. B.) al extremo de ejercer influencia en una mujer. Vide ante.
7. Las 2 parejas (vide ante: Stopf. B.).
8. El Roman de l'honnnête femme.
9. La criada que, se supone (se presume), lee las cartas.
10. El biógrafo (después de la muerte: A. B. y F. L.).
11. El asunto V...dr...t (cocotte divorcio).
12. El retrato (que encarga una cocotte) del supuesto marido. Vide ante.
13. El encuentro de la Madre y el Esposo (americano).
14. Sí —literalmente: la idea de Miss B. y Lady G. —concentradísimo: 4 secciones (con «conversación») de 27 28 páginas cada una.
Idea de la mujer rica nuancée condenada, que lo tiene todo — y por lo tanto todo puede perderlo o resignarlo— y pretende hacer con la mujercita pobre el arreglo de que muera en su lugar; no teniendo ésta nada que perder, nada que resignar. (Lady R. —la condenada.)
5 de octubre de 1899. No olvidar la pequeña idea de Gordon Greenough y su madre y su padre (en relación a las esculturas de éste). Practicable con el rígido esquema de Maupassant (en su más extrema concisión).
Me parece vislumbrar algo en la idea de 2 escenas contrastadas entre, (1) un par de londinenses «corrompidos» —amigos o amantes— que negocian algo basándose en la suposición, la presunción, de que «la criada (y el criado) suele leer las cartas de una»; y, (2) un par de sirvientes (hombre y mujer) que de algún modo demuestran no ser tan depravados como suponen los amos. El hombre cree que su patrón es muy bueno —la mujer, que su ama es muy mala. A uno le gustaría poder articular en la situación el destello de cierta acción limitada —y no cabe duda de que algo se puede planificar. (¡Ah, la dulce, suave fascinación, el hechizo que esta frase y este proceso aún destilan —pequeño, sagrado vestigio de los extraños tiempos del scenario! Todo cuanto deseo es volver a utilizarlo, entregarme a él por completo. Y bien, lo cierto es que lo hago —me estoy entregando: ¡ah, ya volverá! Lamb House, 9 de oct. de 1899.) Se presiente que hay en la idea cierta situación —reflejada en los respectivos puntos de vista de los que viven arriba y los que viven abajo. Por supuesto, tiene que haber IRONIA —tout est là. Lo que hace falta es tramarlo.
Del mismo modo hay que tramar la confluencia entre 2 apéndices ameri —la madre soslayada (por las hijas «introducidas» en sociedad) y el marido relegado (por la «introducida» esposa), que en algún lugar se conocen (ausentes los ambiciosos familiares) e, inconscientemente, se exponen uno a otro las situaciones en una serie de confidencias, comunicaciones, ejercicios de comparación de notas, etc., de la más infrecuente y característica naïveté. De una cosa pasan a otra —para un relato de 5.000 palabras, cuentan con las IV secciones breves. Como es habitual, hay que desplegar una acción —algo en lo cual día a día se vean respectivamente implicados en relación a las 2 hijas prominentes y la esposa viajera. He reflexionado antes sobre esto, a raíz de la idea (vide supra) de la madre que acepta estar temporalmente muerta (por así decirlo) a fin de ayudar a la hija a sortear alguna dificultad —cierto aprieto social, «casa de campo», etc. El marido parece inclinarse a ser objeto de similar procedimiento por parte de la esposa —situación ésta que no ha de ser exactamente igual a la otra sino equiparable, y del mismo «tono». «¿Separado?» «¿Enfermo?» «¿Curándose» de algo que nunca padeció? Siento que ambos deberían conocerse en algún hotel suizo, o alemán —ambos en una especie de atmósfera expectante y perdu. Podría resultar que la esposa del pobre hombre se halla —en calidad de chaperona— con las hijas de la pobre mujer. Creo divisar Muerte y «Separación». Se conocen, conversan —el cuentecillo todo consiste en sus conversaciones. Cada uno se entera por el otro de aquello que los familiares —juntos, a la sazón— han inducido a ambos a sobrellevar (temporariamente). Tal, en grandes líneas, la fórmula de la muy breve pieza.
Veo que esta clase de obritas escénicas, que se exponen por sí mismas —fragmentos o pasajes dramáticos, irónicos— tienen enormes posibilidades. En este preciso momento creo avistar, digamos, 4 temitas posibles de ser así tratados —según, es decir, el método del «diálogo» (sin propasarse). Los 2 precedentes: la que yo llamo «situación de Miss B...h y Lady G...ly»; y el que anoté hace mucho tiempo a raíz de unas palabras que dejó caer Miss R. —el hecho de casarse y ser conducida por el marido como única alternativa de ver mundo para una mujer (una muchacha). La extranjerizante madre americana que asume esa convicción, y la no extranjerizante ídem —o, mejor aún, joven ella misma— que encarna la resolución juvenil de viajar antes cuanto pueda, bien para mostrarle ella el mundo a su marido, bien porque después, sumida en el estado de adocenamiento y postergación que a tantas depara el matrimonio, no tendrá oportunidad de hacerlo. Podría dar las 3 imágenes: la muchacha à la Miss Reubell (me refiero a la evocada por sus palabras); y los dos casos recién mencionados. Conformarían un pequeño trío «escénico» en exposición. Et puis, vous savez, il n'y a pas de raison pour que je n'arrive pas á me dépêtrer —¡incluso en 3.000 palabras!
Ne lâchez donc pas, vous savez, mon bon, aquella idea del asuntillo sobre el roman de l'honnête femme. Podría conseguirse algo encantador —¡y 5.000 palabras son espacio abundante!
Apunto aquí, para confrontarlo —completarlo— con el memorándum, el breve argumento «irónico» de «H. A.» y la vida en las casas de campo. (Sugerido por los versos de H. A. incluidos entre las celebridades del maravilloso álbum de M. de N.)
Nombres. Berther — Champer — Server — Yateley — Lender — Casterton — Taker — Pouncer — Dandridge — Wantridge — Wantrage — Gunton — Medwin — Everina (fem., de pila) — Obert — Burbage — Bellhouse — Macvane — Murkle (o de lugar) — Mockbeggar (o de lugar) — Cintrey — Kenderdine — Surredge — Charlick — Carrick — Dearth — Mellet — Pellet — Brine — Bromage — Castle Dean (lugar).
11 de noviembre de 1899 (L H).
Argumento para obra en un acto con papel masculino equivalente al que Mrs. Gracedew, en Covering End, cumple como mujer, sugerido por la idea de transponer (¡transponer y desarrollar, mon bon!) la pequeña donnée registrada supra como «episodio de Miss B. y Lady G.». Ocurrencia de convertir a Miss B. en un hombre —un afable célibe londinense, favorito de las damas, cortés, divertido, irónico, experimentado, adepto a ellas (las damas), que suele verse solicitado en caso de problemas o dificultades y siempre está ayudando a alguna a salir de un aprieto. En la situación, en los elementos del pequeño incidente de «Miss B...h» busco una analogía, una similaridad tomada de las circunstancias de un soltero londinense como el descrito; y la posibilidad de brindar, como en C. E., y tras eficaz elaboración, un acto entero a la presencia alerta y feliz desempeño del personaje. Al fin y al cabo el argumento de C. E. lo transporté a una distancia mucho mayor, y conseguí que creciera en terreno mucho menos preparado. En el caso «B. y Lady G.» hay una situación masculina —quiero decir que veo allí la situación, la acertada. Escarba, ¡escarba! Creusons, fouillons! La idea del intercambio efectuado por el protagonista en interés tanto de su peticionaria como de su propio encumbramiento —el trato realizado a consecuencia de la feliz inspiración de practicar un disparatado londresismo de grande dame, el cual constituye la fortaleza cuyos muros la peticionaria, la que pide ayuda (la comprometida Lady G.) desea escalar—, esta idea, proporciona un núcleo mayor mucho mayor, que aquel del cual partí en la pieza para Ellen Terry. Me parece a mí que, dada la idea general —en su forma más amplia—, la tarea de «colocar» socialmente a alguien que en realidad poco le importa mediante la explotación, a modo de soborno, del conocimiento, de la disponibilidad de un tercero (mucho peor, etc.), DEBE —con paciencia, siempre sondeando, indagando, planificando a partir de esa base— conducir finalmente a algún resultado. No faltarán dificultades, desde luego, pero en ello consiste todo; y el evangelio del caso es Dale vueltas y vueltas y más vueltas. La pieza destella ante mí como retrato de una situación en la cual 3 o 4 damitas du monde, más o menos atolondradas y resollantes, pretenden todas algo de mi protagonista: todas salvo una, que no quiere nada en absoluto. O acaso el clou esté en otra parte; ahora la cuestión es dejar el tema a fuego lento. Cavilarlo hasta que se haga la luz.
12 de noviembre. Pequeña fantasía sobre los proyectados 2 volúmenes de correspondencia póstuma entre 2 hombres que han hecho sus vidas y sus carreras más o menos lado a lado, pero han sido rivales y conocido éxitos dispares (uno ha fracasado) —todo ello observado, registrado por la esposa (viuda —o amante) de uno de ellos (el fracasado), mujer esta que en otro tiempo conoció también íntimamente al triunfador (fue amada y maltratada por él). Ambos mueren —y ella, amarga y dolorosamente (dado el eclipsamiento de su marido, el fracasado), recuerda haber sentido siempre cuánto más brillante (para el experto, para el conocedor) era en verdad éste que el otro. Luego oye que van a publicarse las cartas del rival —y esto la excita, la impele: si de eso se trata, por qué no publicar las cartas de su marido (es la mujer del triunfador —una idiota, quoi!— quien ha hecho la edición), que sin duda han de parecer muy superiores y tendrán un éxito indiscutible. A diestra y siniestra va en busca de sus amigos: pero, ay, ninguno tiene siquiera una. No hay cartas que publicar. Bajo el peso de esta humillación final —nadie las ha conservado— la mujer se siente aplastada; y sólo le resta esperar, pálida y aún más amargada, la publicación de las del rival. Éstas aparecen— y hete aquí que resultan todo un fiasco, pues son de uua mediocridad y una chatura, de tal carácter grotesco (vuelta como queda su reputación del revés), que casi daría la impresión de que ha sido como ejemplos del grotesco y autotraiciones que, cínicos y astutos, sus amigos las preservaron. Viniéndose abajo, aplastan su inmerecida fama. Ella siente un tremendo alivio espiritual: ¡ha sido vengada! Luego (estoy pensando), publica las cartas que ella misma guardó (las que le enviara su esposo). Esas sí que las tiene: ELLA se encargó de conservarlas (¡¡por supuesto!!), pero hasta el momento la delicadeza y el qué dirán, etc., habían prevalecido. Ahora es otra cosa. Ya no le importa. Quiere triunfar. Las publica —y lo consigue. ¿O acaso hay algo Más —en relación con las cartas que se decide a publicar finalmente? —??? ??? ???
14 de diciembre del '99.
En mi superficial (todavía) visión de lo que suelo llamar «la historia de H. Adams», la madre moribunda le cuenta al hijo menor (el suyo) que el mayor no es legítimo; pensando que el muchacho se lo dirá a cierta persona, un conocido y presumible benefactor que desea ayudar a ese hijo, el menor. El mayor no es hijo de ella, sino un chico que el marido (antes de casarse) adoptó y crió como propio cumpliendo un acuerdo: en resumen, es hijo de una amante anterior del padre. Bueno, mi idea consiste en un acto de magnanimidad y heroísmo (comme qui dirait) protagonizado por el hermano menor —un varón, preferiblemente al menos, y no una chica (2 chicas) como ocurría en el leve germen anecdótico de H. A. ¿Qué propone hacer el conocido? ¿Qué se puede suponer que hará? Tiene que tratarse de algo definitivo: digamos que le ofrece dinero a condición de que se case. x x x x x
Bien, me parece encontrar la punta de cierto hilo al imaginar el encuentro del joven, aún no sé bien cómo, con la muchacha destinada a tal propósito, encuentro a través del cual se «trasluce» que tampoco ella es hija legítima. Es decir, despunta tenuemente la comprobación de que él utiliza el conocimiento que, respecto de su hermano, le fue impartido por x x x x x
28 de enero, 1900. Anotar con tiempo el tema del clérigo y el sermón por encargo que me inspirase algo mencionado por C. B. Mi idea del sacerdote depuesto, caído en desgracia, que vive en un cuchitril, etc., y escribe para un agente sermones que éste vende transcritos a máquina, y para los cuales no falta demanda.
Nombres. Chattle — Voyt — Podd — Tant — Murrum — Glibbery — Wiggington — Gemham — Blay — Osprey — Holder — Dester — Condrip — Cassingham — Dyde — Questrel — Glint — Stroker — Brothers («Brothers and Brothers») — Goldridge — Slate (o de lugar) — Culmer — Frale (lugar) — Drack — Drook — Gellatly — Gellattly — Welwood — Lauderdale — Bridgewater — Bree — Blint.
L. H., 17 de abril de 1900.
Tener en cuenta la pequeña idea del «Jongleur», del titiritero, tal como la capté conversando esta tarde con J S —mientras, después del té, nos demorábamos en el salón : la ilusión, la vulgaridad, la trivialidad de lo «impreso», cuyo carácter es tal que en última instancia el «auténtico» hecho artístico no le pertenece, siendo como es algo compuesto, parachevé, para ser luego aireado, dicho, dit. De aquí la idea del artista y la personita a la cual confía su repertorio, y que en la debida ocasión lo repite ante un público real. ¿Qué clase de situación, de drama, puede, podría resultar de ello —de esta confianza puesta en el individuo perecedero?
Nombres. Waterworth — Waterday — Pendrel — Pendrin — Cherrick — Varney — Castledene — Coyne — Minuet — Fallows — Belshaw — Quarrington — Dammers — Beldom — Deldham — Tangley.
Lamb House, 9 de agosto de 1900.
Tengo enormes deseos de ver si puedo pergeñar, como he pergeñado antes, alguna alternativa a la historia de 50.000 palabras en torno a la cual me he estado escribiendo con Howells, y a cuyo propósito he vuelto a atacar —he estado atacando— The Sense of the Past (El sentido del pasado). Me desvivo, tropiezo, je tâtonne más de una vez en busca de una alternativa a esa idea, que tan compleja y de ejecución tan condenadamente ardua se demuestra. Dios sabe que, por condenada que sea, la mera dificultad no me arredra; pero es fatal hallarse entregado a un tema que ni siquiera hay esperanzas de empezar a tratar en el espacio señalado, y respecto del cual sólo cabe esperar que lo traicione a uno cuando ya ha hecho el gasto de abordarlo. Lo ideal sería algo tan simple como The Turn of the Screw, sólo que diferente y menos grosero y meramente aparicional. Estaba bastante entusiasmado con la idea de Howells de un fantasma «internacional» —tan imaginativa, tan casi desafortunada, tan generosa, precipitada y fácilmente simpatizo, vibro, respondo a la sugerencia. Tratándose de algo tan corto, la fórmula me sedujo en buena medida —tanto más cuanto que, constreñido en este caso a las 50.000 palabras obligatorias, las cosas serias y sinceras que tengo en mente le van demasiado grandes. Y luego vino la notable confidencia de que había comenzado The Sense of the Past, una pieza verdaderamente «internacional», lo cual a su manera dio la impresión de que hubiese intervenido el dedo de la providencia. Me temo, sin embargo, que el dedo de la providencia me haya llevado por mal camino. Hay en The S. of the P. cosas admirablemente bellas y accesibles, pero no sabría tallarlas en ese espacio, y me temo que sencillamente debo confesar mi pánico ante el peligro, el riesgo, la eventualidad de desperdiciar, en este momento, horas preciosas. Hagamos, pues, compasivamente a un lado las muchas páginas ya trabajadas —y conservémoslas allí donde una ocasión más propicia pueda hallarlas. Ahora me toca proceder con economía más rigurosa, y doy vueltas tanteando cosas, preguntando, rogando, sondeando en busca de algo que sirva de reemplazo. Tomo, en otras palabras, la bendita, sagrada pluma de «elaborar» que tantos servicios me ha prestado ya, e invoco en su asistencia la bendición de los días de antaño, el socorro de la paciencia, la pasión y la piedad antiguas. Si me doy la oportunidad de convocarlas, ellas siempre están allí —quiero decir: aquí. Existen huellas de cosas que —gracias a la rápida pericia de mi mano— debería poder asir firmemente. Parecen corretear a mi alrededor —no parecen exigir más que un tiempo de dedicación, algo de «impulso» y de la vieja, paciente, mística presión. Ante mí, en resumen, relampaguean presagios de «pequeños» argumentos, y la cuestión radica en saber condensarlos. El pasado otoño, cuando con tanta ilusión perfilaba para Doubleday The S. of the P., experimenté la vaga sensación de que, como segunda pieza (de «terror») para el mismo volumen, yacía alguna posibilidad en algo significativo de la agudamente moderna, corrientemente políglota experiencia — americana — en — el — extranjero. Percibí algo; divisé sus destellos; pero, en mi vacilación del momento, no le seguí la pista. ¿Hay alguna pista que seguir? Vedremo bene. Quiero algo más simple que The S. of the P., pero que, de ser posible, no resulte, por así decir, menos digno. The S. of the P. descansa en una idea —y únicamente esa idea puede proporcionarme la situación. The Advertiser también es una idea —bella si uno pudiera otorgarle eficazmente un aire fantástico. Acaso se pueda —esto debería verlo, debería sondear justamente esa profundidad. Recuerda que es ésta la clase de proceso sagrado en el cual de sobra vale la pena invertir 1/2 docena de días, una SEMANA de sondeos profundos y serenidad. En esta clase de control nervioso, de dominio de la templanza, consiste la verdadera economía. A los efectos del trabajo presente, el aire fantástico ha de ser mi fórmula probable, y yo sé lo que quiero decir con ello en tanto distinto de la especie de esponja estrujada de The S. of the P. «Terror», sin embargo, peut bien en être, y toda la malaise efectiva que el caso exija. Ah, caro mio, las cosas se arremolinan en derredor, y me basta mantenerme pegado a la silla, guardar mi puesto y fijar la mirada para verlas fluir en una corriente en la cual puedo echar las redes y obtener mi provisión. ¿No se aferra ya, o más bien no se divisa algo en el resplandor general de la noción de aquello que la quasi grotesca situación euroamericana, impelida a la expresión plena y correcta de su carácter grotesco, puede dar en el plano de lo horripilante? Tal fórmula básica me seduce, no sólo como moralidad sino como motivo de terror, no sólo como idea sino como fantasma. No cabe duda de que cuento en esto con una pista, un rastro, un olor, una luz latente que seguir. Apuntemos, pues, a la vieja usanza, que no puedo recordar sin lágrimas las cosas según me acuden a la mente, en tanto la aguja errante y la violenta puntada definen poco a poco la figura. No sé exactamente cómo, pero lo cierto es que veo el dibujo —lo vi aquella noche, cuando volvía de Brighton en tren—, el dibujo de 2 o 4 siluetas americanas «asustadas» y ligeramente modernas, moviéndose contra el fondo de tres o cuatro milieux europeos, de diversas circunstancias europeas, desde las cuales se proyecta su obsesión, el espectro que los visita. Me parece verlos deambulando de uno de estos sitios a otro —azuzados por su destino—, buscando, huyendo de algo, y al mismo tiempo topándose en todas partes con ese algo que los sucesivos milieux corporizan para ellos, cada uno con el sello y la marca de su propio carácter. x x x x x —la expresión atrozmente dudosa de una entidad que lanza destellos demasiado tenues. Apenas cabe decir que me ha parecido olfatear un horror inglés, francés, italiano —¿excitado por un americano? Hasta aquí me condujo mi fórmula —lo cual no es demasiado lejos; y me pregunto ahora si, mirándolo con atención, alguna de las pequeñas situaciones americanas «en el extranjero» que he tenido en mente como propicias para la ironía, la sátira, como voire de considerable comedia, no se prestará a recibir cierta especie de tratamiento fantástico que resulte eficaz. x x x x x
¿Qué era aquello en que se basaba, según reflexioné, casi toda la belleza en flor de la idea de The S. of the P. sino el concepto del efecto revelado del terror, el hecho de que el propio joven deviniera fuente de él —o, hablando con mayor lucidez, el hecho de que la consciencia de tal terror fuese dada, no recibida, por el sujeto sensible situado en el centro de la historia? Me parecía un hallazgo exquisito; solución real y biais de trabajo —y aún me lo sigue pareciendo; por lo cual, «¡Dios santo!» (como dirían los Browning) no estoy seguro de no volver a considerarlo lo bastante vívido como para no sentir que aferrándome a la esencia completa de la concepción acaso pueda encaramarme en una ola que me ponga a salvo. Voyons un peu a qué SIMPLIFICACION puede arribarse de la presentación originalmente soñada. La idea germinal, por centésima vez, se me ocurre tan auténticamente bella que no debería arrinconarla siquiera por un tiempo sin examinar un poco más todo lo que puede aportarle la simplificación. Viejas palpitaciones y sonrojos parecen hacer presa de mí no bien comienzo a entrevoir que acaso, Dios mediante, mi ingenuidad y mi destreza AUN puedan salvarla. Algo me dice que se la podría atacar tanto desde un ángulo como desde un costado diferentes. O casi. Sin duda, no tarda en surgir una dificultad; ¿pero cuándo adjuré de la profunda fe de que no había para mí dificultad que no llevara en sí la mitad de su disolución? Cuando pienso en el recurso de adoptar como punto de vista del narrador el de las personas —la persona— que observa desde fuera, comprendo de inmediato cómo de ese modo se me impide que sea el sujeto del cual el «terror» mana quien exponga la certeza de constituir tal fuente. Por otro lado, contando la historia en «1a. persona», desde el punto de vista del propio joven, no veo forma de acceder a la intensa simplificación que busco. Al propio tiempo creo ver claramente que no hay esperanza ni posibilidad algunas de obrar una simplificación real como no sea mediante la primera persona. Lo que en grandes líneas me parece discernir es que si, ateniéndome a este precepto, consigo urdir algo lo bastante sencillo para relatarlo en primera persona, podré echarlo adelante; pero que de lo contrario no tiene sentido intentarlo. Mis «prólogos», ahora lo pienso más que nunca, suelen ser agobiantes devoradores de espacio; mis exposiciones invaden el tiempo y los dominios del propio drama. Creo que sólo sería capaz de dar autonomía al drama si pudiera arrojar al narrador directamente en medio de él y dejar que hable por sí mismo.
Nombres. Strett (Allan Strett) — Strether — Sound — Wildish — Wickamborough — Yarm — Crispin — Longhurst.
Nombres. Ferring — Leapmere — Longersh — Beddingham — Baberham — Billingbury — Warlingham — Poynings — Pallingham — Storrington — Ovingham — Warlingham — Worthingham — Maudling — Lillington — Wittering — Ashling — Bruss — Bress — Hillingly — Lissack — Mant — Cordner — Bayber — Berridge — Wrent — MARCHER — Mild — Montravers — Gasper — Brocco — Rashley — Darracott — Barrick.
Lamb House, 11 de septiembre de 1900.
Dos o tres cosillas me han llamado la atención últimamente como posibles bases para cuentos —en particular una o dos mencionadas por Alice (¡aunque no con ese fin!). Digamos primero, a propósito, que el mes pasado P. B. me refirió algo gracias a lo cual la «gualdiana» idea de «El niño» se vuelve por completo disponible a mis propios procedimientos. No tienen noticia de que Gualdo haya escrito o publicado nunca un cuento tal —si me lo mencionaron en Torquay fue porque él mismo se lo había mencionado a ellos. Qué hizo con la idea, si es que alguna vez llegó a emplearla, es algo que ignoran totalmente —y, por lo demás, para mí sólo se trata de un mero point de départ: una joven pareja sin hijos acude a ver un pintor y le pide —puesto que tanto desean un niño y de otro modo no logran tenerlo— que haga el retrato de una pequeña (o de una criatura quelconque) que puedan considerar suya. Mi argumento consiste en lo que obtengo a partir de eso. Varias cosas bonitas, por lo que pienso. Me voilà donc libre. Bon! x x x x x
Durante el paseo que Alice y yo dimos hoy —víspera de su partida desde Nauheim rumbo a Estados Unidos, acompañada de W.—, ella aludió a algo que le había ocurrido en Ginebra con Mme. F., en relación al posible casamiento de la hija de ésta con un joven, vástago de viejos amigos, que en punto a fortuna, posición, etc., combinaba toutes les convenances excepto una: era sordo como una tapia, y hereditariamente. Creo que no había nacido así (y por lo tanto no era mudo), pero que el defecto se había manifestado muy temprano, y ahora, a los 28 años más o menos, el individuo no oía absolutamente nada. De todo lo bueno que podía pedirse de él, no faltaba el menor atributo: pero existía ese impedimento. Era grave, muy grave; no obstante lo estaban pensando; ¿y qué debían hacer? Alice se récria: ¿pero cómo pueden ustedes dudar? ¿Cómo pueden aceptar el casamiento, a la vista de una tara tan espantosa? Fue la respuesta de Mme. F. la que me dio una pista. «Bueno, incluso ESTO exhibe un costado que no carece por completo de compensación o ventaja. En ciertos aspectos la deficiencia protegerá a mi hija; de alguna manera garantizará que elle peut être tranquille (respecto de las relaciones de él con otras mujeres), tranquilidad de la cual muchas de nosotras, hélas, Madame, no podemos disfrutar —y tratándose de su familia (¡donde no han faltado especímenes!) eso es algo que no cabe desdeñar.» La idea, en otras palabras, es —comme cela— que el joven resultaría más fiel, moins coureur, menos atractivo para las demás mujeres, y encontraría menos fácil entablar liaisons, etc. De alguna manera me inspiró la imagen de una muchacha así casada, sobre la base de tal razonamiento, de tales supuestos, con lo que de ello podría seguirse: el hecho particular capaz de conformar una situación. ¿Cuál habría de ser este hecho particular? Al punto se me ocurren dos alternativas: la ironía que del «trato» (ambas alternativas son inevitablemente irónicas) se desprende para la familia, para la esposa: resultando que, por sordo que sea, el individuo es coureur, o en todo caso no exactamente, pues eso sería incompatible, sino más bien galante e infiel comme pas un; de modo tal que la mujer no obtiene seguridad alguna, sino todo el fastidio y el cansancio que acarrea la sordera —y acaso pueda figurársela ignorando lo que le ha tocado, apiadándose de él, inconscienoemente permisiva. O bien —y mejor, pero más cínico—, ella, se privant, aprovecha la debilidad del marido para hacer su propia vida sin que él lo sepa —de modo que aquello que la deficiencia protege y garantiza son los coqueteos y libertades de ella. Así pues, es él el sacrificado,la figura patética; manteniéndose entretanto la ficción de que el matrimonio brinda a la mujer una felicidad completa, suerte de ideal sustentado en la sordera. Actitud de la madre al respecto. Algo promete la idea —algo muy, muy irónico. x x x x x
Hace un par de días Alice me relató otra anécdota, originaria de Weymouth, Nueva Inglaterra, en la cual podría encontrarse un muy buen argumento. Una mujer de la región, y su marido, fueron despertados cierta noche por un ruido proveniente de abajo, que les parecía, o estaban seguros, provocaban ladrones, y la cuestión era, naturalmente, que el marido bajase a ver de qué se trataba. Pero el marido se negó —por pereza, porque no tenía armas a mano, por temor— y la mujer proclamó que entonces lo haría ella. No sin exhibir, empero, su contrariedad y su desprecio. «¿Quieres decir, pues, que permitirás que baje?» «Bueno, no puedo prohibírtelo. ¡Pero yo no lo haré!» Dejándolo en la cama, ella baja las escaleras y en las regiones inferiores encuentra un hombre —un joven del lugar a quien conoce. Como es natural, no se trata de un asaltante profesional sino apenas de un sujeto en apuros, que pasa por un mal trance y, a fin de venderlo, quiere hacerse con algún objeto que ellos poseen. Pillado con las manos en la masa, y por ella, su seguridad flaquea en la misma medida en que la de ella crece con el dominio de la situación. También él es una pobre criatura —no le hace frente. Ella amenaza denunciarlo; él procura evitar que la mujer grite y le suplica que no lo arruine. Así se desarrolla la pequeña escena, y al fin ella, por esta primera vez, consiente dejarlo marchar. Pero si alguna vez vuelve a intentarlo... bueno, ella se encargará de decir que no es la primera: lo cual será para él tanto más grave. ¡Mucho cuidado, pues! El promete tener cuidado, ella lo deja largarse, él se escapa y ella vuelve junto a su marido. Este ha oído las voces, aunque sin distinguir nada, y sabe que algo ha sucedido. Ella sólo revela una parte —dice que, en efecto, había alguien, pero que lo dejó marcharse. ¿Quién era, entonces? —el hombre es todo avidez. Ah, eso sí que no se lo va a contar, replica ella, pagando curiosidad con burla y despego. No se lo contará nunca; él no podrá descubrirlo; y jamás lo sabrá, en justo castigo a su cobardía. Bien, el castigo del hombre consiste en esa desconcertada curiosidad, y el argumento, el breve argumento, en algún suceso al cual la situación conduce y es producto de ella. Torturante efecto de la negativa de la mujer —y nacimiento en él de la sospecha de una relación con el hombre que encontró. La anécdota alberga algo, pero para ser tratado escuetamente, por la sencilla razón de que no hay manera de otorgar a la poltronería de un marido la consciencia capaz de retener al lector por mucho tiempo. x x x x x
Anotar en alguna otra ocasión el temita sugerido por el relato hecho por Lady W. de la actitud y conducta de un propietario, en la mayor de sus casas, a raíz de que ella se instalara en la más pequeña y —superando lo soñado por el hombre— la utilizara felizmente para la creación de un ambiente tan atractivo como exquisito. Algo se percibe en la situación general: el resentimiento que en el estupefacto y equivocado propietario despierta una obra más encantadora que todo lo que él sea capaz de concebir, o incluso de comprender. Se trata del estudio una peculiar especie de celos: el rencor del suplantado. Por un lado la casa grande: fea, desamparada, irremediable —por otro la pequeña: hermosa, inteligente, inimitable. La superchería —el error original.
No olvidar —no abandonar— a las muchachas americanas y la madre ocultada; el encuentro de ésta con el hombre cuya esposa está en el extranjero.
Nombres. Pembrey — Landsbury (lugar) — Belph — Loveless — Duas — Styart — Tryart — Brabally — Lane Lander — Nevitt — STANT — Wain — Etcher — Wisper (de persona) — Wispers (de lugar) — Mora (muchacha) — Fencer — Dyas — DREED — Churcher — Bartram — Pletch (o de lugar) — Lowsley — Chapple — Perdy — Lewthwaite — Malham — Stanyer — Bilham — Barrace — Anning — Cavitt — Scruce (lugar) — Went — Crenden — Ferrand — Banyard — Boyer — Borron — Budgett — Rance — Daltrey — Casher — Gadham — Garvey — Pester — Astell — Formle — Assingham — Padwick — Lutch — Marfle — Bross — Crapp — Dideock — Wichells — Putchin — Brind — Coxeter — Cockster — Angus — Surrey — Dickwinter — Dresh — Ramridge — Pardew — FAWNS (casa de campo) — Jakes — Talmash — Bract — Chorner — Chawner — Colledge — Maule — Mawl — Hazel — Chance — Bundy — Flurrey (o de lugar) — Belton — Messiter — Motion — Pannel (lugar) — Flodgeley — Mitton.
Nombres. Drewitt — Courser — Tester — Player — Archdean — Manningham — Matcham — Matchlock — Marcher — Everel — Aldershaw (o de lugar) — Leakey — Pemble — Churley (o de lugar) — Wetherend — o Weatherend (lugar o persona) — Larkey — Shrive — Betterman — Say — Shreeve — Gray.
Lamb House, 23 de mayo de 19O1.
Creo divisar un tema en la pequeña idea —harto diminuta, por cierto— de un individuo que, tras la muerte de una persona estrecha, íntimamente unida a él (resulta inevitable, parece, verlos como marido y mujer), descubre algún aspecto o virtud insospechada, oculta, que la misma personalidad del superviviente ha obligado a mantener latente, relegada en la relación entre ambos, si bien se ha manifestado en el trato con terceros. La forma en que el caso se me presenta está dada por la noción —digamos francamente, por conveniencia, que son un matrimonio— de que la mujer pueda haber sido una espléndida conversadora, sin que el marido haya llegado siquiera a atisbarlo a causa de que, por su parte, siempre fue de una garrulería abrumadora y desconsiderada. Pensemos, a propósito, en F. T. P.: digamos que descubre que su mujer podía hablar —descubre, después de la muerte de ella, cierta relación en la cual ese don se manifestaba. Pero ¿y el desenlace? Porque dudo que con eso alcance. ¿Vuelve él a casarse —a modo de expiación— con una mujer charlatana para darle una oportunidad? ¿Pero adónde me lleva esto? Habrá que reflexionar. Es un pequeño germen —y seguramente habrá que alimentarlo. N. B. Cómo vuelve a resplandecer, después de tan largo receso, la encantadora costumbre de anotar temas para cuentos, alumbrándome con un resto de la antigua luz divina, reanimando los viejos atisbos y posibilidades, renovando el vínculo con los sagrados días de antaño. Oh, sagrados días que de algún modo siguen todavía allí —¡y que, redescubiertos sin la marca del derroche, serán la dorada dádiva y el milagro del presente!
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Lamb House, 12 de junio de 1901.
El otro día (3O o 31 de mayo), en Welcombe, los Trevelyan, o más bien Lady T., habló del extraño caso de la pareja que (precediendo a los actuales inquilinos), durante dos —o más— años había estado a cargo de la casa natal de Shakespeare, caso en el cual vislumbré la posibilidad de una pequeña donnée. Era gente de Newcastle, más bien tenaz y superior, que, considerando la tarea era hecha a su medida, viéndola llena de interés, dignidad, y merecedora de toda su cultura y refinamiento, la había abrazado con entusiasmo. Pero lo que pasó fue que a los seis meses acabaron hartos y desesperados de comprobar que el trabajo era el tipo de cosa que yo siempre me he figurado: algo repleto de patrañas, mentiras y supersticiones impuestas por la gran marea de visitantes que exigen oír la historia positiva y asombrosa de cada objeto, de cada elemento de la casa, de cada adorno dudoso —el cuento simplificado, inescrupuloso y tragable. Para esto ellos se encontraron excesivamente «refinados», excesivamente críticos —por nada del mundo el público habría aceptado crítica alguna (de la leyenda, de la tradición de lo probable o lo improbable)—, a raíz de lo cual acabaron contrayendo un feroz asco intelectual y moral por la manera en que debían satisfacer al público. Esto es todo lo que ofrece la anécdota —salvo que, pasado un tiempo, no pudieron soportarlo más y renunciaron al puesto. Podría haber en la historia algo —algo más, quiero decir, que los hechos desnudos. Me parece verlos —puesto que en la mera resignación del puesto no se aprecia catástrofe alguna— convertidos de algún modo, por el peso de la experiencia, en una rara suerte de escépticos, iconoclastas, decididos nihilistas. Empujados al extremo opuesto, se vuelven enemigos acérrimos, no sólo de la leyenda, sino del propio legado histórico. Digamos que acaban negando a Shakespeare, que un día lo hacen sobre el propio terreno, ante un nutrido grupo admirado y boquiabierto. Entonces tienen que irse. —ESTA historia parece manejable en 6.000 palabras. La verdad es que algo mayor no valdría la pena —y tampoco algo más simple. Se trata de esto o de nada. Y contado de forma impersonal —no por mi habitual narrador observador, quiero decir, que inevitablemente lo haría mucho más copioso.
P.S. No veo razón alguna para que esta pieza, la anterior y la de Gualdo («Niño») no puedan formar un trío.
Lamb House, 15 de junio de 19O1.
Leyendo en un pequeño vol. de cuentos de Howells una cosilla titulada Circle in the Water (Círculo en el agua), creo percibir que de modo indirecto me ha sugerido una idea. No muy felizmente en mi opinión, la historia de Howells aborda la situación de un hombre que se ve en libertad tras cumplir diez años de prisión por estafa, y la cuestión de si todo esto debe o no saberlo su hija. Ella vive con unos parientes que, habiéndola acogido, la han mantenido en la ceguera y querrían no quitarle la venda; otros amigos —antiguos amigos del padre— se pronuncian, sin embargo, por ponerlos cara a cara (y él también lo desea). Hay, pues, un diferendo, un enfrentamiento, etc. No obstante, si menciono esta historia (apenas una pequeña parte de la cual importa estrictamente) es sólo a causa del concepto de una posibilidad muy muy pequeña que —de fil en aiguille— me ha llevado a considerar. Creo divisar cierta muchacha, cierta mujer, en relación con la cual —sin que le quepa culpa alguna— existe algún hecho muy doloroso, y dos hombres que «se cuidan» de ella, uno convencido de que debería saberlo y el otro de lo contrario. ¿Es algo relativo a su madre? ¿Es la cuestión de que vea o no a su madre (como lo es la de ver al padre en el cuento de H.), mujer desprestigiada y deshonrada, pero que a la sazón se está rehaciendo? Me parece ver que algo aflora —aunque no mucho. Ambos quieren casarse con la muchacha, y cada uno adopta una actitud hacia la cuestión mencionada. La crisis queda atrás —ella no ve a su madre (o permanece en la ignorancia del hecho, sea cual fuere) y se casa con el hombre que se esforzó en ese sentido, cualquiera haya sido el caso. Pongamos que se trata de una madre que ha sido espantosa. A su lado el padre ha sufrido atrozmente y ahora está muerto —en parte por culpa de ella. Esto es lo que cree la muchacha. Ella adoraba al padre. La madre ha vuelto a aparecer, insistente, deseosa de verla. ¿Se le debe comunicar esto a la chica? A. opina que Sí —B. sostiene que No. La madre aguarda. Triunfa la postura de B. —la madre se aleja, muere, desaparece. La muchacha, que más tarde se entera de todo se casa con B. Pasa el tiempo, y el matrimonio no la hace feliz. Reaparece el rechazado A. Lo que ella sabe de él es principalmente que se pronunciaba porque viese a la madre. El marido, que tan contrario a esta idea se mostraba, en realidad no se había encontrado con ella. A., en cambio, sí la había visto —y continuó tratándola después. Esto vuelca a la muchacha hacia A. —la lleva a alejarse de B. Ahora es A. el meritorio. El la había reprobado por desdeñar a la pobre mujer, por no dirigirle una llamada. Ahora, unidos por el hecho, se encuentran, se tornan asiduos e íntimos, conversan. El punto de vista es el de una anciana (no narradora), como en Miss Gunton of Poughkeepsie. Ella es la observadora, el receptáculo, la confidente. El marido acude a verla y le dice las palabras finales —o ella se las dice a él. «Oh, pero comprenda que usted no quiso que ella viese a su madre.» (Digamos que estaban prometidos —¿y entonces qué era A.?, ¿un primo?, ¿un pretendiente relegado?) «Pero justamente por eso me eligió, por eso se casó conmigo.» Entonces viene la réplica de la anciana —que debo idear correctamente.— Puede que la historia no valga gran cosa. Pero, a propósito, no perdamos de vista el tema que yo sé —en algún sitio lo he señalado como tema de E. Deacon.
L. H., 19 de junio. Apunto aquí la idea, inspirada en un comentario de Louisa Loring, de la «muchacha de Chicago» (prometida a un «hombre de Boston») quien, afectada por una grave enfermedad (una fiebre), mostró, al recobrarse, haber olvidado por completo tanto al hombre a quien estaba prometida como el compromiso mismo. Vista la dificultad de restablecer su identidad frente a la muchacha, él se resignó —no pudo sino aceptar el extraño accidente. Pero garabateemos aquí una o dos nociones que, confusamente, se te ocurren a vuelapluma como secuencias relacionadas con la idea. (Esta noche no hay tiempo.)
1a. Se le sugiere al novio que acaso la muchacha recobre la memoria (él lo desea) si lo ve aparentemente interesado por otra mujer. «Tal vez, ¿pero cómo podría estarlo?» —Luego el «aparentemente», etc., etc.
2a. La muchacha finge su amnesia como una forma AMABLE de librarse de él —o bien, se plantea la cuestión de si no estará fingiendo. La historia la cuento «yo»; mi asombro, mis sospechas, mis dudas, etc., y a partir de ello mis indicios, o lo que fuere. El desenlace, a trabajar.
L. H., 28 de julio de 19O1.
Garabateo aquí (¡feliz palabra!), al correr de la pluma, unas notas sobre las 2 pequeñas nociones siguientes:
1a. La inspiración (marcadamente vaga) suscitada por un pasaje del Affaire du Collier, de Funck Brentano, situado en la página 115 y que versa sobre los criados del ancien régime.
2a. La inspiración, igualmente vaga, suscitada por cierto pasaje de una reciente carta de E. F. que destruí —pasaje en el cual, de modo característico, se me aconsejaba, con inquebrantable buena fe, que fuese a EEUU a dar conferencias sobre mi obra, por mor del dinero y del impacto. Me parece distinguir ese posible resultado y luego, como secuela, la extinción de cualquier otro efecto, deglutido y aniquilado como se ve todo interés por la publicidad y la chafardería satisfechas, saciadas, ahítas, derivando entonces la historia hacia algo semejante a mi vieja idea de The Advertiser. A rumiarlo —tal vez contenga algo.
Lamb House, 22 de agosto de 1901.
Tener en cuenta la idea surgida de una alusión de George Ashburner a lo dicho a Sir J. S. por el hombre con quien se había «fugado» y vivía su sobrina: «Si nos casamos ya no podré controlarla.» («Lo haré si usted insiste, etc. —pero, etc.») Los familiares insistieron, y se cumplió lo previsto —el joven perdió el control de la muchacha. Pero imaginemos un caso en el cual (dada la índole de la chica), una de las partes interesadas o implicadas no insiste, en tanto que, para guardar las apariencias, la otra sí lo hace, y la situación que se deriva —la resistencia, el drama apto para algo breve.
L. H., 27 de agosto de 1901.
Me parece que existe una idea, acaso de «primer orden», en una fugaz alusión hecha esta tarde por William a la actitud general adoptada por Mrs. W. (de Boston) hacia su difunto marido —muerto poco ha. El era un hombre insignificante, corriente, inferior, y ella —bueno, ya sabemos todo lo que es. Ella apenas si podía soportarlo —apenas si podía soportar, en especial, su manera de airear, por así decirlo, el recuerdo de las primeras épocas entre ambos, cuando él estaba a la altura de ella, cuando era un partido apetecible. Siempre se mantuvo junto a él, sin embargo, y cumplió sus deberes al pie de la letra, por más que sintiera disgusto y vergüenza y, sobre todo, mostrara que los sentía. Mi «historia» pareció dibujarse en uno de esos breves y veloces relámpagos en que se manifiestan estas cosas, cuando William, comentando el caso dijo: «¡Ah, qué perniciosa es en estas situaciones la suerte de tradición de la honnête femme americana! Sin duda hubiera sido mejor para ella abandonarlo, hacer su vida —o sea, por así decir, no ser una mujer leal, perpetuamente ejemplar y al cabo exasperada.» Tal vez no hayan sido éstas las palabras exactas, pero no era otro el interrogante que de ellas se desprendía. De inmediato concebí una novelita de tipos y costumbres americanas que siguiese bastante de cerca los hechos o apariencias del caso W. Ya creo divisar todo, dramáticamente enfrentado con el caso de la mujer que sí asume la disyuntiva de W. y, en lugar de someterse, acumular virtudes y sufrir, en cierto modo aparenta buscar, haber encontrado la solución en el abandono de la senda de la honnête femme, de la buena consciencia quand même —quand même que (al igual que Mrs. W.) desprecia y muestra despreciar. En resumen, hace lo contrario que Mrs. W. (si bien «sometiéndose» en lo exterior; es decir, sin «fugarse», etc.), de resultas de lo cual sufre, desprecia y en general «se preocupa» menos. Pienso que la idea ofrece mucho que escarbar —dada la complejidad dramática del entrecruzamiento de los 2 casos etc.— y me atrae sobre todo la posibilidad de moldearla, de modo peculiar, en mi vieja idea de algo que permita ilustrar y mettre en scène el típico fenómeno americano de la creciente separación de los 2 sexos —fenómeno debido a que la mujer, paulatinamente superior, arrebata la posesión de la cultura etc., a un hombre constantemente inmerso en los negocios y el dinero. Siempre he querido encontrar para esta idea un gozne, un pivote o plataforma; ¿y no da la impresión de que precisamente aquí lo pueda encontrar sobradamente? Bajo esta superficie, pienso, hay montones de cosas; y tengo que cavar —es decir, darle algunas vueltas— con más tiempo y en ocasión mejor. x x x x x
Entretanto hay algo más —probablemente una pequeñísima fantaisie— en la noción de un hombre que, a lo largo de su vida, es presa de un miedo cada vez mayor a que le ocurra algo: no sabe exactamente qué. Su vida parece estar a salvo y en orden, las contingencias y riesgos en buena medida limitadas y reducidas (a consecuencia del miedo), de modo tal que pasan los años y el golpe no se produce. No obstante, él se encuentra convencido de que «ocurrirá, todavía ocurrirá» —y por cierto se lo cuenta a alguien, una segunda conciencia presente en la anécdota. «Sucederá antes de la muerte; no me moriré sin haberlo visto.» Creo que al final ha de ser él quien lo vea —no la 2a. conciencia. ¿No debería ser ciertamente una dama esa «2a. conciencia», y ayudarlo a ver? Ella siempre lo ha amado —sí, esto es muy «bonito» para la historia—, mientras él, atareado en resguardar, proteger, preservar su propia vida (siempre en verdad, viviendo con y para el miedo), nunca se ha percatado. Él gusta de ella, conversa con ella, le tiene confianza, la visita a menudo —la côtoie, en cuanto a su pasión escondida, pero nada llega a imaginar. Entretanto ella no cesa de ver la vida de él tal como es. Es a ella a quien él confiesa su miedo —sí, ella es la «2º conciencia». Al principio ella asume en sí este sentimiento de él, y se muestra tierna, alentadora, protectora. Más adelante, como digo, comprende la verdad del caso y, aunque sin expresarlo, adquiere lucidez. Pasan los años y ve que la cosa no ocurre. Un día, al fin, de algún modo se enfrentan cara a cara con la cuestión y es entonces cuando ella habla. «Esa cosa tremenda que siempre has vivido temiendo, que siempre has tratado de impedir... te ha sucedido.» El queda estupefacto: ¿cuándo, qué, cómo? «¿Qué es?» «Bueno, ¡que no te ha sucedido nada!» Luego, más tarde, y para preservar la belleza, creo, ha de ocurrir que EL se dé cuenta, que comprenda. Ella siempre lo ha amado —y es eso lo que hubiera podido ocurrir. Pero ya es tarde —ella ha muerto. Esto, al menos así me parece, lo descubre él más tarde, transcurrido un intervalo, tiempo después de la muerte de la mujer. Ella se encuentra agonizante o enferma cuando se lo dice. En ese momento él NO comprende, no ve —o simplemente, tanto como para coincidir con ella, admite con pesar— que bien podría haberse tratado de eso: que no ha sucedido nada. Desiste; la mujer se ha ido; ha muerto. Pero en cierto modo, por su propio peso de verdad, aquello que ha dicho crea en el hombre un vacío de ella, lo lleva a necesitarla, a quererla decididamente, más. Pero ella ya no está y, habiéndola perdido, él comprende cuánto significaba. Ella lo ha amado. (Así debe sentirlo el lector en este punto.) Su cobardía y su mezquina seguridad le impidieron advertirlo. Era eso lo que hubiera podido ocurrir, y lo que ha ocurrido es que no ha ocurrido nada.
L. H., 29 de agosto de 1901.
MISMA FECHA. Anotar con más detalle que es posible en este momento el pequeño cuento sugerido por la alusión de W. a Edmund T y «Margaret», asistente y garde malade de Tía M. que el individuo heredó tras la muerte de esta última. Desde entonces la mujer ha estado con él —o había estado en los últimos tiempos—, y como se suponía que a él, con sus 87 u 88 años, le fallaba la vista, la costumbre de leerle se convirtió en parte de los deberes de ella —en parte de su corriente rutina nocturna. La voilà, pues, abocada a ello, sintiéndolo, no obstante, como un esfuerzo y una carga hasta que sus ojos flaquearon; raro e inesperado corolario de lo cual fue que él empezara entonces a leerle. Me parece percibir en esta situación el nudo de un brevísimo conte. Lo veo narrado por un amigo —el autor es el observador. A E. T. le gusta leer en voz alta —pues (en uno de esos chispazos de vida, comunes en los viejos, que subsanan la debilidad de la vista que hasta cierto instante era un obstáculo) ha descubierto que puede hacerlo—, y entonces se sientan uno junto a otro, convertida la corvée de Margarita en la obligación de escuchar. Es peor que lo de antes, me dice, quejosa. Ah, si sólo pudiera seguir leyendo ella, no sería tan molesto. ¿Podría yo intervenir para solucionarlo, quizá? ¿Podría conseguir que las cosas volvieran a ser como antes? Bien, hago la prueba, lo comento con él, pero no quiere saber nada —tan orgulloso está de su capacidad, de unos poderes que, a su edad, son por cierto misteriosos y sobrenaturales. Así que tengo que abandonar a la mujer a su destino. «Le seguirá leyendo hasta que muera.» «¿Ah sí? ¿Pero cuándo morirá?» «Bueno, debe usted esperar. Ahora —aquí viene él— vaya a sentarse.» Y él abre el libro y yo la dejo a ella intentando escuchar.
19 de octubre de 1901, Lamb House.
Algo en torno a un hombre que, como W. D. H. (pongamos por caso) no ha conocido nunca ninguna otra mujer QUE su esposa —y a «cierta altura de la vida» por alguna razón se percata de ello: pequeña situación implícita. De todos modos, ça rentre, más bien, dentro de la idea de The Ambassadors (es uno de sus aspectos). Pero nunca, NUNCA —en grado suficiente como para hablar de una relación: y en talante americano. x x x x x
Algo del tenor del hombre que se suscribe a una agencia de «recortes» —una Romeike, u otra quelconque, para que le envíen todo «lo que se publique sobre él»—, y acaba descubriendo que nunca se publica nada, que no le envían ningún recorte. x x x x x
Y la conexión entre esta última idea y la sugerida por el caso de la mujer que me escribió de parte de «Outlook» para que rellenara un papel. El caso de un o una joven periodista que necesita la respuesta de uno, que uno le preste un poco de atención —caso que cierta vez me inspiró la pequeña antítesis para un relato: el o la aspirante a periodista a quien, por una guignon suya, la gente no responde (y la tristeza que de ello se desprende); y otro que descubre que nunca fallan, que aceptan en seguida, se le echan encima, lo apuran, se exasperan, claman ser promocionados; y lo desagradable que es esto. Yacen aquí, me parece, posibilidades terriblemente prometedoras, en tanto eslabón y contraste entre los dos personajes —diferentes ejemplos del egoísmo humano y del embrollo de la prensa; o incluso en la confrontación, conjunción, rencontre de muchacha fracasada con hombre de fama.
Cuaderno VII
(11 de diciembre de 1904 — 3O de marzo de 1905)
...expresivamente (articuladamente) a los ojos benévolos: «Fíjate, fíjate, estamos envejeciendo, somos casi ancianos —lo bastante ancianos; y lo estamos asumiendo para entrar en la belleza del tiempo y la dignidad de la vida —al fin estamos empezando. Ahora ya no nos parecemos a nada, ¿no?» Y luego, ¡oh, Dios mío!, la cuestión del Portal y el recinto, y de lo que con tanta facilidad me daría aquello si no fuese porque me da demasiado. Pero así es —y lo mismo ocurre con la referencia que me gustaría hacer al efecto del retrato de H H pintado por Sargent, efecto vislumbrado algo tenuemente en aquel 1er. «anochecer» en la Universidad, y se rettachant a la perdurable viveza de las emociones de hace 23 años, cuando, el invierno de la muerte de Padre, pasé uno o dos meses en N. Y. y en Washington.
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11 de diciembre de 1904. Anoche regresé a Nueva York después (36 horas después) de la Cena de Harvey y aprovecho esta mañana de domingo, intensamente fría pero no menos intensamente soleada, para intentar seguir con lo que más arriba quedó interrumpido. Más y más, con el transcurso de cada día, excepto los <3?> últimos con su visión escabrosa y chocante de N. Y., crece en mí el sentido de lo que hay que hacer, de la afluencia de la Impresión y la Reflexión, de la «fortuna que con esto se te ofrece, por mi honra» —sólo que entretanto me pone algo nervioso el tamaño y el alcance de lo que ahora tengo entre manos. Tal como temía, el «Nueva Inglaterra II» me proporciona un material de marcada abundancia, pero no existe otro camino que dar entrada a todo ello —a todo lo que me sirva; verter todo en el cazo y elegir más tarde las piezas que pueda colocar. Estos concetti de Boston, de Cambridge, son cosas ya lejanas, pero volvamos un poco al punto donde hace demasiados días me detuve —aquel en que estaba por arribar a pequeñas conexiones en torno a las cuales luego redacté, en una hoja suelta, un breve memorándum que me sirviera hoy de referencia. Me movía torpemente, desgarbado, por la pequeña bruma de Cambridge, que por el mismo impulso trataba de percibir como «dorada», cuando anoté para ayudar a la memoria: «Los Portales —la cuestión de los Portales y la del carácter general de lo cercado y lo abierto. Sobre todo la tan inoportuna cuestión americana... (¡de la Divulgación, llamémosla así!). Esto, con un posible atisbo (pero ¿cómo y dónde?) de mi visión de las altas y antiguas grilles de Oxford y Cambridge con su admirable función de hacer que las cosas parezcan interesantes, justamente en virtud de su existencia, proporciona un concetto merecedor de ser desarrollado, bien que un brin; considerando, por ejemplo, cómo dentro del patio de un College los elementos y detalles ganan presencia gracias a lo que se ha hecho (por poco que en realidad sea, en punto a enmarcado —sin descuidar una mirada a los viejos desaguisados), y cómo puedo expresar que, cerradas, encuadradas, definidas, las cosas menos «buenas» con frecuencia ofrecen un aspecto mejor que el de las cosas menos buenas sin cercar, sin encuadrar, sin definir. Con lo cual, al mismo tiempo, me iba acercando a Sargent, à propos del retrato de H. H., y a la impresión de la Universidad a cómo veo y siento yo la Universidad, lo cual a su vez se vincula con otras cosas y obra, acaso, como una especie de gancho para utilizar aquel fragmento pequeño sobre el estadio, el partido de foot ball (Dartmouth), y cómo volvió a cernirse ante mí el enorme ruedo blanco, bizarro y fantasmal en la media luz, alzándose desde el otro lado del río, durante la 1/2 hora del maravilloso, inolvidable ocaso que pasé en el ementerio de C. Debo hacer aquello (su pintura), con el rosado anochecer de invierno y los fantasmas, los de los otros Lowell, de Longfellow, de Wm. Story. La imaginación, las asociaciones, me impulsan a divagar fantasiosamente en busca de nuevos nexos con el Sargent —de otras ramificaciones; pero hay tantas. Está la de la pintura de Boit, y la del retrato de Miss G, y por sobre todas la de la Biblioteca Pública de Boston, tendiendo ésta, quizá, un puente que me lleva directamente al apartado referente a Boston de mi pequeño tema, en el cual me sumerjo, con afortunada economía, yendo al centro mismo —aunque no quiero entrar allí hasta no haber salido totalmente de Cambridge. Teniendo en cuenta todo lo que hay por hacer en otros puntos, todo lo que aún espera, no debo volver sobre Cambridge; por lo tanto, mon bon, remacha Cambridge mientras te sea posible; haz del trozo algo bonito a lo cual no te veas obligado a volver una vez hayas cruzado el puente. Sin duda —por obra de mi imperativa economía— los diferentes clous (para C.) doivent tous y être. Tengo la impresión de estar pasando por alto «lo enorme» y su significado; me parece dejar de lado el concetto de amplitud, de la enorme magnitud de desarrollo que se extiende ante la Universidad, y para la cual me gustaría encontrar una FORMA ESPECIAL, de alto y magnífico esmero; algo que exprese cómo una institución (americana) tal puede, desde su asiento, pasear la mirada, de un modo que la distingue, por la inobstaculizada planicie de su futuro —con una suerte de incalculabilidad en cuanto a la probable, a la lógicamente inexplicable medida de sus recursos—, y por un horizonte tan remoto, tan indeterminado que uno no ve —o apenas ve— la menor o más tenue línea azulada. Eso, pues —un poco de eso. Lo cual, pese a todo, convoca en mi interior el tremendo deseo de echar siquiera un furtivo vistazo a lo «siniestro», a la ominosa posibilidad «Münsterberg» —la especie y género de fenómeno encarnado en el «extranjero» que llega y toma posesión; la alianza entre el viejo poder de compra y la falta de prejuicios —de ciertos prejuicios; el fácil sometimiento a lo impuesto por el extraño (en cuanto a actitud, etc.) y la pequeña verdad soberana de que acaso no exista rama, fase, aspecto o faceta más interesante que esta cuestión que aquí no deja uno de tener ante los ojos, y que más advierte cuanto más mira: la cuestión de cuál va a ser a la larga el efecto de la (llamémosla así) gran Infusión. Esta luz particular debe estar presente —esta luz al estilo profesor del futuro con cátedra en Harvard, esta noble y resuelta luz harvardianamente falta de prejuicios. Como añadido a lo cual me parece «arrastrar» dos hebras entrelazadas: mi propio regreso personal a la vieja, pequeña y desalojada Escuela de Derecho (en presencia de la actual, grande, nueva, moderna); y cierta clase de mirada sobre la forma en que de antiguo ve uno el Memorial Hall —en lo cual podría escarbarse un poco— como ramificación de la imagen y la sombra de la Unión. Así pues, da la impresión de que el paseo fantástico por Cambridge tiene demasiado para «dar» —¡Dios me asista! Lo cierto es que da más y más; todo segrega sin cesar no bien aprieto hábilmente. ¿Y qué presión que yo pueda ejercer no es diestra al fin y al cabo, teniendo en cuenta la diabólica ley divina que guía mi trabajo? —Bien, pues, entonces doy por sentado que mi puente hacia Boston estará representado por salto desde el Sargent que vi en la Universidad (H. H.) hasta el otro Sargent, el de Boston, y las abadías, etc. —pasando de allí al CENTRO de mis cuestiones bostonianas.
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Coronado Beach, Cal., miércoles 29 de marzo de 1905.
No necesito perder aquí un tiempo precioso señalando una y otra voz cómo el precedente esfuerzo por aprehender mis «impresiones» de comienzos del invierno se vieron velozmente condenadas a la frustración y el colapso. Por más que luché, todo aquello escapó a mi alcance —y perdí la oportunidad de poner en marcha esta preciosa, sagrada memoria y su crónica; pero la historia permanece escrita en mi atribulado y ansioso, mi siempre —extrañamente— más o menos dolido, titubeante, languideciente, y sin embargo también más o menos victorioso o en todo caso exaltado corazón. ¡Basta! Como sea, heme aquí sentado frente a mis deudas, tras largas semanas, con una acumulación interior de material cuya riqueza se hace sentir, y ante el cual sólo me queda invocar el familiar demonio de la paciencia, que por lo demás siempre acude, ¿no es verdad?, a mi llamada. A mi lado lo tengo, ambos de frente al verde Pacífico —está arrellanado muy junto a mí y siento en la mejilla su blando aliento que refresca, templa e inspira. Todo se modera: no se ha perdido nada; todo aguarda, y fertiliza, y renueva su dorada promesa, impulsándome a pensar, con los ojos cerrados por la fuerza de un profundo y agradecido anhelo, en los plenos días estivales de L H, cuando, concluida mi larga aventura polvorienta, podré hundir la mano, el brazo, profundamente, hasta el hombro, en el pesado saco de las reminiscencias, de la sugestión, de la imaginación, del arte, y pescar hasta la última pequeña silueta y felicidad, cada minúsculo hecho o fantasía que sirvan a mis propósitos. Ahora todo esto permanece embalado, demasiado denso como para penetrarlo, más hondo que lo que me es dado sondear, y allí hay que dejarlo descansar de momento, en su fresca y sagrada oscuridad, hasta que llegue el día de abrirlo a la suave y quieta luz de L H —bajo la cual lanzará fulgores y destellos y cobrará formas, como el oro y las joyas de una mina. x x x x x
La cuestión, no obstante, se refiere a, se relaciona con, lo que quiero ahora, y cómo necesito retroceder, para enganchar con ellas, a aquellas incipientes emociones y agitaciones y conmovidas sensibilidades de las primeras horas, días y aún semanas en Cambridge —aunque lo que importa en realidad es la agudeza y la cualidad, cualesquiera fuesen, de esas horas primerísimas durante las cuales los encantos del valiente otoño amable (y estirando este punto con suaves adjetivos no hago sino indulgirlo) pendían y se demoraban en derredor, formando algo así como un breve entorno para que la sensibilidad actuase. Fue aquél un buen momento, auténtico mientras duró, y sin duda lo bastante apto para ser conjurado mediante una diestra economía. De lo que al presente se trata es de amalgamar, con la ayuda de cierta nerviosa intensidad de la paciencia, una tercera parte para New England: an Autumn Impression (Nueva Inglaterra: una impresión de otoño), recién iniciada en la «N. A. Review». Dejo Boston de lado, para volver a ella más tarde (será la siguiente tarea) cuando escriba Three Cities (Tres ciudades) —siendo las otras dos Filadelfia y Washington. De ninguna manera hay espacio aquí para exprimir un restringido, famélico y limitado retrato de Boston. Oh, veo que la división es acertada —las «tres» se combinarán bellamente y lo mismo ocurrirá con Cambridge y sus accesorios en el despliegue de la breve New England. Siento que acaso pueda dispersar Cambridge, y en ello radica el peligro como siempre me ocurre. Pues mi pobre y pequeña Cambridge de los distantes, inefables años pasados, flota allá atrás, como un pálido fantasma patético, flota allá atrás, eserutándome con tiernos ojos suplicantes, ojos de exquisito atractivo patético, y sosteniendo en alto el espejo de plata, apenas empañado, que semeja una esfera poblada de antiguos espectros. ¿Cómo puedo nombrar siquiera a Cambridge, por ejemplo, sin hablar del querido J. R. Lowell y aun, por delicada, irónica asociación, de la Atlantic de las primeras épocas? Para no mencionar la vieja Shady Hill y la vieja Quincy St. y aquellos días que me hacen derramar lágrimas, y las siluetas que pueblan Shady Hill, las siluetas y las presencias de Jane Norton, de Sara Norton e incluso de George William Curtis, y las reminiscencias de aquella noche de Dickens y la imperecedera emoción que me produjo. Como influyó en mi idea de él y de su obra —y hubiera influido más sin las lecturas, las arduas lecturas insulsas (o à peu près) que me quedaron por delante. (Esto constituye, desde luego, un aspecto lateral inabordable, ¡pero lo que uno hace es pillar la punta del hilo de la remota emoción de un tembloroso florecer!) El punto decisivo (dada la fatal imposibilidad de extenderme) es que allí, en la antigua C. fantasmal, sobre la cual me siento a escribir aquí, junto al ajeno Pacífico, en el otro extremo del continente, viví mi initiation première (la divina, la única); allí y en Ashburton Place (de la cual llegué apenas a tiempo para tener, en octubre o noviembre, un vislumbre, antes de que, hace un mes, me encontrase con que ya no quedaba ni rastro). ¡Ah, aquellas semanas de la primavera de 1865 que «hicieron época»! —desde los primeros días de abril, más o menos, hasta el verano (pasado en parte en Newport; etc., y en parte en North Conway). Acaso algo de todo ello —algo delicado, tremendamente delicado, tremendamente sutil— aflore en Three Cities en relación con cualquier referencia al recordado Boston del «despertar». Ah, el patético, heroico, pequeño despertar mío, que se prolongó hasta el verano siguiente en Swampscott —el del '66, el de la Guerra de las Siete Semanas, verano de tanteos, búsquedas, sufrimientos, pugnas, juegos de sensibilidad, pasión interior. Vuelven a mí horas, momentos, días —rumbo a los comienzos del otoño, antes del traslado a Cambridge—, y me recorren aún, después de toda una vida, los escalofríos, estremecimientos y ensoñaciones que allí conocí. Tampoco puedo evitar tocar apenas con la punta de la pluma (aquí, aquí, solamente aquí), el recuerdo de aquel día (probablemente de agosto) en que subí a Boston desde Swampscott y me presenté en Charles St. para podir noticias de O. W. H, entonces en su primera, tímida y deliciosa visita a Inglaterra, y en el abigarrado, diminuto, fresco estudio de la casa (desde entonces nunca volví a pasar sin revivirlo) vi a su madre, y me dieron la nueva de todo su éxito en Londres, en Inglaterra en general, y de su felicidad, y tanto vibré de deslumbramiento, ansias de aventura y curiosidad, y también de leve, débil y tierna (¡tierna, sí!) envidia, que mi caminata colina arriba, y luego hasta Mount Vernon St. y con toda probabilidad el Atheneum se tiñó de colores y tonos dorados, y hasta tal punto perdura en mí la emoción, exquisita en su especie, que no puedo pensar en aquella ocasión, en aquella hora, sin considerarla un majestuoso alimento del germen de ese romántico principio interior que tanto más tarde (¡diez años!) decidiría mi emigración fascinada de visiones. Recuerdo, puedo SENTIR ahora, la desierta calle de agosto, la Mount Vernon St. de las casas cerradas y las «familias» ausentes, y mi lento, ascendiente, comprensivo y excitado paseo, y mi experiencia del resto del día en la ciudad —delante de los viejos «coches», para el regreso a casa—, tan inocente en mi pequeña aventura, ya por entonces cargado de visiones —todo lo cual se encadena también, no sé bien cómo, con el recuerdo de estar echado en mi cama, en Swampscott, tiempo después, hacia el fin del verano, leyendo, en un continuo estado de agitación, el Felix Holt de George Eliot, que acababa de salir y sobre el cual yo debía escribir, y escribí, una reseña para el «Nation». (Acababa de volver de una breve visita a los Temple, mala y «dolorosa» —he olvidado cómo se llamaba el lugar, era en White Mountains; y los Gourland se estaban alojando en nuestra casa en S., y yo me encontraba espantosamente maltratado por mi pobre espalda rota, del todo insoportable e irresistible de aquellos años —y aun de éstos, cuando me apura la fatiga.) Todavía ahora la relectura de las primeras páginas de Felix Holt hace revivir tímida, mansamente, aquel tiempo. Oh extrañas intensidades de la historia, de lo indeleble; ¡oh, raros delicados eslabones de la larga cadena, conservados por el más tierno tacto de nuestros dedos! ¡Santidades, compasiones, tesoros, abismos! x x x x x
Pero son éstos deslices caprichosos y excursiones imposibles; resbalones irrelevantes de la pluma que buscan desafiar toda economía. Mi tema me aguarda, en exceso erizado y cargado a la espera de la mayor pericia economizadora posible. Lo que me parece sentir es que la tendresse de Cambridge se alza en el camino como un león expectante —o, con mayor congruencia, como una arrullante paloma que me resisto a espantar. Yo quisiera un poco de tendresse, pero su temblor invadirá el terreno entero —o lo haría si le fuese posible. Y, con todo, en presentar estos accidentes consiste ser lo que se llama un maestro: en eso y en nada más. ¿Acaso no yace la nota más alta y profunda del asunto todo en el irrenunciable recuerdo de aquella hora vespertina en Mont Auburn —en el cementerio de Cambridge—, cuando, después de mucho esperar la hora propicia, me encaminé solo hacia un inefable conjunto de tumbas? Era a fines de noviembre; los árboles estaban desnudos, oscurecía temprano, el aire parecía quieto (cuán quieto es por lo general en Cambridge), y el cielo, al oeste, iba cobrando paulatinamente ese puro rosa polar que asoma detrás de los bosques americanos de invierno. Pero no puedo adentrarme en esto —sólo puedo, oh, amorosa, amablemente, lustrarlo y echarle aliento; echarle aliento y lustrarlo. Aquél fue el momento; la hora; la bendita corriente emotiva que, desbordándose al toque de mi súbita visión, me arrastró con ella. Entonces creí saber por qué había hecho aquello; entonces creí saber por qué había ido —y sentir que de lo contrario hubiera perdido miserable, atrozmente, lo que me estaba ocurriendo. Todo se hizo justo —todo se tornó invalorable. Allí estaba la luna, temprana, blanca y joven; parecía reflejarse en el rostro blanco del gran estadio vacío, marcando uno de los confines de Soldier's Field, que a través de la clara penumbra, desde el otro lado del Charles, me contemplaba fijamente. Todo estaba allí; todo había acudido; el reconocimiento, la quietud, la extrañeza, la compasión y la piedad y el terror, la pasmosa pasión y el divino alivio de las lágrimas. La inspirada transcripción que William eligiera para la exquisita urna florentina de las cenizas de Alice, el divino presente que William nos hiciera, y le hiciera a ella, con los versos de Dante
—Dopo lungo exilio e martiro
Viene a questa pace
hizo, con su penetrante exactitud, que se me formara tal nudo en la garganta, que fue como si me hincase de rodillas, en una suerte de agradecida angustia, ante algo que había esperado con un largo y pronunciado dolor. ¿Pero por qué escribo sobre lo que es improferible y abismal? ¿Por qué cae la pluma de mi mano al abordar la infinita tragedia y la piedad del pasado todo? Pobre pluma desamparada: al enfrentarse con lo inefable, con el frío rostro de Medusa de la vida, de todo lo vivido en todos los aspectos, sí, cae. ¡Basta, basta! x x x x x
Queda aquello que uno no puede, no debe, pasar por alto. Pero la infinita piedad del querido J. R. L.... ésa es una visión mía, una visión tierna y sincera que en la misma complicada y torturante medida desafía y resiste la expresión. No sé por qué, a partir de ella se eleva, con una acometida que es como un sollozo, una repentina viveza que impregna los viejos días de Whitby, las caminatas, tardes y tertulias de Whitby con George du Maurier —también húmedas, húmedas de una dulceamarga espectralidad. Basta, basta. Las palabras sobre Elmwood —hasta eso es posible remontarse, a lo sumo; más otras sobre la casa de Longfellow, y sobre la primera del pobre W. W. Story, y la reminiscencia de aquel paseo con William al anochecer —a última hora de la tarde—, mientras el otoño incipiente se demoraba, por la umbrosa parte «nueva» de Cambridge; concluyendo con el sitio donde una vez se hallara Fresh Pond, por donde los domingos por la tarde solía caminar con Howells. (Conceder, en lo posible, una palabra a ese feble recuerdo —aunque procurando no estrellarme contra la roca de la autobiografía.) Por alguna razón, el regreso con William desde el Club de Campo se conserva aún en mi mente, junto al sentido que entonces tuve de la virtud de esa gracia añadida a la vida —una nota en el concierto general de la mayor amenidad de que la nueva generación estaba rodeada. El tipo de cosas, agradables; la amplia casa de campo antigua («colonial»), con su vista, sus terrazas, sus deportes, sus descansos, su servicio, su civilidad, y aquello, antaño desconocido, que esas cosas aportan al más delgado aire de Nueva Inglaterra y a sus más magras perspectivas. Hay demasiado, estoy apilando material; pero me parece recordar ciertos reflejos, ciertas imágenes que vuelven a mí con la sospecha de que la joven generación de hoy se ve rodeada de más oportunidades, de una liberalidad mayor respecto de la de mi época —me parece recordar vagamente haber sentido allí, en la ancha terraza, entre los árboles añosos (cómo crece por todas partes el fino follaje), que de esto podría extraerse cierta pequeña crónica o efecto. Bastaría con una breve viñeta, pero lo cierto es que mi libro sólo puede consistir íntegramente en breves viñetas. Una breve viñeta para cada tema, cada pequeño tema: si mantengo las cosas dentro de ese límite, mi obrita está hecha. Pero la cosa es captar con exactitud las notas presentes «en» el valor del club de campo. ¿No era una de ellas la imagen «deportiva» de los jóvenes, los erguidos jóvenes bronceados de rostro doméstico y apta figura vigorosa? Quiero decir, comparados con las fuertes muchachas insípidas (trabajar correctamente este «insípidas»), fornidas, amantes de la jerga, en las cuales se intuye el indicio, la consecuencia, de la falta de un peligro proveniente de los hombres —así como todo a lo ancho de Nueva Inglaterra se siente en cada sexo la falta de un sentido, de una conciencia, de la existencia o el peligro del otro. Otros ecos y señales parecen reunirse partiendo del amable regusto de aquella tarde —cuando, en una de las grandes terrazas prominentes, W. y yo conversamos con ese buen escocés, Mr. Muirhead —¿no era él?—, quien escribió la excelente Baedeker de América. El sentido del club americano, que yo podría confirmar gustosamente, y que sin duda deberá contribuir con una página —aquí y allá, a través de distintos párrafos— o acaso dos: probablemente esto sí lo haya acariciado yo en la ocasión. Y, mientras volvíamos, también ha de haber sobrevenido mi 1a. buena visión de los turbadores síntomas, para mí tan nuevos, del admirable «sistema de parques» de Boston, visión que se tornaría más acentuada, más palpitante, durante la temporada que más tarde pasé junto a Mrs. Gardner en Brookline (¡ah, extraer de aquello algo, algo de lo que experimenté!), en su tan verdaderamente pintoresca Green Hill —la cual, pienso, bien podría dar pie a una viñeta que me permitiese posesionarme de todos los elementos. Cómo los amplios, inmensos caminos del «parque» abiertos según el nuevo sistema se extendían en su excelente especie durante 2 o 3 de las excursiones que hice con Mrs. G. —y cómo el «valor» del camino, empeño, promesa y portento, se corporizaba y parecía «decir». La civilización material —«no cabe duda de que con estas cosas todo es posible». Pero, como de costumbre, abundo en exceso; desperdicio mi arte; hago mi libro de una manera demasiado onerosa —el gasto en que incurro es demasiado consistente, heroico, ruinoso. De todos modos, quiero demorarme un momento más en el tibio, suave resplandor de aquella pequeña excursión que hice con William, concluida la cual (después de bajarnos del tranvía) regresamos andando a casa en el crepúsculo aún estival de la región (de Cambridge) que yo solía conocer como región cercana a la región (alrededor de «Fayerweather St.») donde antaño vivieron los queridos Gurney. Cada vez que uno está con William recibe una provisión tan inmensa de sugerencias e impresiones, que el recuerdo del episodio permanece embebido de la liquidez de las extraordinarias resonancias de su mente; y me parece rememorar cómo, por así decir, mi hermano otorgó luz y vida a la verdad, al interés, del cambio allí obrado por doquier en virtud de dos hechos, el inmenso crecimiento del tipo, escala y alcance de la casa americana —a medida que se multiplica más y más—, y la especial jovialidad del efecto que produce en las calles la vasta cultura del árbol. Los frondosos árboles abovedándose, la ayuda que prestan a la dignidad y el estilo, la enarcada ciudad —ciudades— del futuro. Apelaré un poco a esas cuerdas vibrantes. Pero, bueno, todo esto es suficiente, y sin duda es suficiente, en especial, si me observo que en un grado, ay, inmoderado, esta placentera efusión de evocaciones y pinturas posee una verdad únicamente aplicable al verano y el otoño. Con la desnudez del invierno se falsifican todas las observaciones y emergen la fealdad y la vileza. La transformación es total, y no bastan 2 o 3 elementos de belleza invernal para salvar la pintura, e incluso llegan casi a traicionarla. La nieve, el sol, iluminan y empobrecen las superficies boscosas, la mezquindad hecha de meras tintas y cartón. Lo único magnífico del invierno son los ocasos, la sangre sobre la nieve, el rosado cristal al oeste, la salvaje sinceridad, la salvaje tristeza (?) —por así llamarla— de la rendición.
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Antes de interrumpir estas notas en Cambridge, hace ya tanto tiempo, había estado lidiando con la cuestión de si no debería dejar que mi pequeña corriente me llevara, por un espacio de diez líneas, hasta la presencia de J. S. S., por mor del retrato de H. H. —que me llevara hasta allí, donde en realidad estuve, a impulsos de hacer algo con la primera impresión que tuve de la Universidad y su alto e inmenso vestíbulo; hacerlo, realmente, como parte de aquel primer y único paseo vespertino por el lugar en compañía de H., bendito muchacho al cual en realidad se reduce o refiere el más agudo e intenso latido sensible de mis renovadas impresiones. (Fue cuando volví con él —o más bien para encontrarme con él— desde Chocorua, el día anterior de marcharme a ver a Cotuit y Howard S.) Estaba solo allí, en Irving St., y había acudido, qué bendición, para encontrarse conmigo en Boston, y juzgo que fue aquella misma tarde cuando hicimos una breve visita simplificada antes de que oscureciese —y después tomamos el té con Mrs. Gibbens. Así lo reconstruyo, pero lo que sobre todo me acompañaba entonces era el sentimiento de que aquello, la acotada simplicidad del breve momento, serviría muy posiblemente para plasmar todo cuanto Cambridge, en resumidas cuentas, pudiera proporcionarme. Acababa de finalizar la última de las vacaciones «largas» como dirían en Oxford —el lugar se hallaba aún vacío, pero todo se veía reluciente y preparado para los cursos. H. me llevó a la gran escuela nueva de Derecho y febrilmente reviví mis melancólicos años (ay, tan descorazonadores) en el antiguo edificio, tan primitivo y arcaico; y a lo lejos vi a John Gray, leyendo en la amplia biblioteca nueva, ¡y me pregunté si no sería capaz de hacer algo con ello!
Miércoles 3O de marzo de 1905 (Coronado Beach).
Bastó borronear ayer las notas precedentes para que el ejercicio me diera la sensación de estar en marcha —que, a su escala, causara el efecto que el «proceso», el íntimo, el sagrado, el divino, suele causar siempre (¡ah, cómo creció durante aquellos años «desperdiciados»!): retrotraerme al punto en que puedo relacionarme con la idea, con la posibilidad, en que puedo relacionarme una vez más con mi tarea y mi vida. Pero voyons, voyons. Las otras piezas del tapiz danzan delante de mí —figuras y trozos que debo insertar a fin de que se complete el efecto de Cambridge. Está Dedham, adonde fui bajo una lluvia torrencial para cenar con Sam Warren —fue Mrs. G. quien me llevó, en el curso de la visita que le hice en Brookline, del mismo modo que en otra oportunidad me llevó a aquel extraño sitio, Blue Hill o algo por el estilo, a ver a las hijas de Wm. Hunt. Y luego está el día (los 2 días distintos, aunque mejor el primero) que pasé con Bob en Concord; y está el pequeño y adecuado fragmento de una parada para pernoctar.
Cuaderno VIII
(22 de agosto de 1907 — 1 de octubre de 1909)
22 de agosto, Spring Gardens.
Frente a las grandes demoliciones y vallados provisionales, me demoro en contemplar las pocas, muy pocas casas viejas que sobreviven, las buenas fachadas de otros tiempos, hechas de ladrillos, las ventanas arruinadas; las 2 o 3, situadas detrás del detestable nuevo anexo del Almirantazgo, que tienen buenas puertas y dinteles del siglo XVIII. Una de ellas, en esta tarde de fines de verano con una bonita, brumosa luz londinense, se abre a cámaras o despachos polvorientos: y un gato duerme al sol, a la tenue, vaga, tibia luz del sol, en tanto el amplio tragaluz de cristal rojo —como éste pero más alto— contribuye a crear un efecto de antaño, como de un mundo más hospitalario. Lo que, à propos del largo Mall nuevo, me ha impresionado es el extraordinario encanto típico que hoy destilaba en Londres la luz de agosto. La distante bruma azulada sobre la baja fachada del palacio (donde aún no han colocado el monumento), casi como una «azul lejanía», como un horizonte de colinas en el campo. La luz plateada, líquida, nebulosa —o más bien nebulosa, líquida, plateada, en este orden. Y mi complacencia, ahora, en el empinado cossus (inglés, opulento) que es la parte posterior de Carlton Terrace. En este punto, la asociación —y mi diversión al observarla, e incluso ahora, al volver sobre ella— con el sentimiento hacia lo que (si bien tan pobremente) se está emprendiendo en pro de la mayor grandeza del pobre, viejo y querido Londres; la suerte de afectuoso sentido de propiedad, el interés sentimental que va en ello. Volví a ese panorama, a los Cuarteles, a St. James' Park. Contemplando la parte trasera de Carlton Terrace —cerca de la vieja casa de Russell Sturgis—, me doy cuenta de que ignoro qué pequeña «elegancia», qué encanto doméstico o «social» londinense posee su pequeño y sólido balcón estucado, con puntales, en lo que hace a las ventanas de la segunda planta, cada una de ellas flanqueadas por los pilares corintios de la columnata. Y ese deplorable monumento boer que se halla justo enfrente, en el pequeño jardín a los pies del nuevo Almirantazgo, y la curva de momento tan bête y ordinaria de la fachada —de la voluminosa fachada— del Grand Hotel (llegando ya a Whitehall). En Londres, no obstante, los pasajes proporcionan vistas, y es justo a esta hora cuando diviso un pequeño ejemplar de la especie y de la manera en que conforma una deliciosa, pequeña pintura. Hay en un extremo de la terraza una abertura hacia Trafalgar Square, al final de cuyo breve trayecto un trocito de la National Gallery, de su fea cúpula misma, parece incorporarse para hablarle a uno. Vale decir: le habla a uno si uno posee el viejo sentido de lo londinense, el sentimiento y el cariño. Qué necesitadas de ello están aquí todas las apreciaciones personales: nada es tan noble, bello o artístico como para no requerirlo. Cómo la «malvada» estatuilla romana de un guerrero Jacobo Segundo —¿hierro, plomo?— que antes se hallaba detrás de Banqueting Hall en Whitehall, ha sido emplazada justo ante la parte del anexo del Almirantazgo que mira al pequeño jardín, como un molesto adorno casero que —por caro, muy caro, que haya costado— se relega al fin al peor de los cuartos traseros. Destacar aquí el conjunto todo, los fondos de los Cuarteles y la casa —la vieja casa gris negra, hacia la derecha, con su ELEVADA segunda planta y su frontón rococó, no tan «amanerado» en los viejos tiempos.
23 de agosto. Magnífica y «bonita» este mediodía la boca de Walbrook, junto a Mansion House, con la estrecha vista apagada, ligeramente grouillant, formada por aquélla y la tienda de libros de viejo adosada a la base de St. Stephen (plaqué con una sucia fachada de estuco), y arriba la torrecilla más bien fea —mala, tosca mampostería y mezquino pináculo. El interior (yo y absolutamente nadie más en el tibio mediodía de verano), que supera con mucho al pobre exterior sofocado (sofocado entre pasajes y por el alto muro trasero de Mansion House), acerca un atisbo, en todo presente —estupendo artesonado quadrillé con viejas rosetas y guirnaldas de yeso gris; cúpula alta y lejana; púlpito y altar de florido cedro antiguo; enfrente, la gran pintura sagrada amarilleando; las losas recordatorias del siglo XVIII; la cualidad de retiro del lugar todo, con el vago rumor ciudadano fuera—, del sentido fantasmal, de las incorpóreas presencias del Londres antiguo. Hay un viejo y grisáceo grabado del anverso de las uniformes —horizontalmente uniformes— ventanas superiores (no las del triforio, que son más altas), antes de que colocaran los horrorosos cristales modernos; grabado dedicado a C. W., Esq. (el hijo de Wren), en reconocimiento a una «de las nobles pruebas del genio superior de su padre».
Fuera, más allá de Mansion House, donde se alza la (deshonrada) capilla de St. Swithin (??), se abre St. Swithin x x x x x No, St. Swithin no; es Cannon Street, en la cual se cobija London Stone, y la callejuela es paralela a Walbrook y corre desde el ala oriental de Mansion House, tal como Walbrook corre desde el occidental hasta la estación de Cannon Street. Precioso enfoncement de plazoleta y fachada de Salter's Hall en St. Swithin's Lane, a la derecha, que debo visitar a comienzos de otoño.
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Qué bonita la Torre hoy, vista desde el río, estando uno de espaldas (en el vapor) al terrible puente. (Adecuado y estupendo símbolo de nuestro tiempo, con todo.) Interesante la arracimada mole baja, con sus vigorosos matices de color, suerte de rubicunda complexión humana conferida por los largos siglos. La terraza está abierta ahora al público —después de haber permanecido tanto tiempo cerrada a causa de un «atropello»—, y, repleto de gente, el lugar resultaba (resulta ahora, escribo esto en el barco) agradable, es decir, casi incongruentemente delicioso. Pero el remanso del río, rodeándome ahora, mientras escribo: las gabarras y remolcadores arrastrando barcazas de casco plano, los pequeños vapores con las narices alzadas, como si de ellas surgieran los silbidos estridentes, y el remolino de la grasienta corriente marrón desatado por su <¿paso? ¿marcha?>. Este asunto del paseo en vapor hay que volver a probarlo —es mucho mejor que la última vez que lo hice. Con la vasta, negra, fuliginosa ribera sur es imposible lidiar, pero por fortuna me veo limitado por Southwark. Sólo que por el momento no veo del todo cómo ha de ser mi Southwark —todavía. Ça viendra. Me quedaré a pasar en el barco esta entretenida tarde —sólo para hacer el río hasta Greenwich, aprovechando que j'y suis (23 de agosto —esta mañana despedí a Bill, que zarpaba para Quebec). Unico día para mí —en esta época del año— de aquí a muchos meses. Por lo demás, afortunadamente no tengo que lidiar con ello.
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Las barcazas remolcadas —sobre todo las remolcadas, quiero decir— a flor de agua, y los vacíos barcos planos: cosas tan bonitas para dibujar. He llegado hasta Greenwich —soberbio, arcaico e interesante el hospital gris, gris plata—, pero he tomado una barca de regreso y ahora, 3.30, estoy en camino —de modo tal de mirar hacia Londres, que es el modo correcto. Las lerdas barcazas —lerdas, digo: «lerdas» está bien. La ribera norte, terriblemente pintoresca —un enorme fouillis de retazos negros, marrones y bermejos en el muelle de Limehouse —en realidad justo encima de él. x x x x x
He intentado (4 de la tarde) entrar a St. Magnus the Martyr, situada cerca del puente de Londres y justo al sur de la columna del Incendio —pero estaba cerrada. Magnífica la fachada de piedra gris del edificio con columnas al noroeste del puente de Londres y el muelle del Mercado de Pescadores —pero la sordidez de Thames Square es aquí de lo peor (área de Fish St. Hill).
24 de agosto. Esta mañana he entrado en St. Clement Danes, la 2a. iglesia mirando al oeste al final del Strand y enfrente de Arundel Street. El interior, donde estoy sentado escribiendo estas líneas es de lo más elegante y encantador con sus ligeras galerías abovedadas —así — sobre los capiteles corintios de los pilares; su techo en forma «de tonel» (¿cóncavo?) y sus elaborados stuchi, guirnaldas de frutas y cabezas de querubines. También sus ventanas profundamente altas, que en un continuo se extienden desde poco más arriba del suelo hasta el techo pasando por detrás de la galería. Pero todo muy sobrecargado ahora, con estrellas (doradas) y..., etc. x x x x x
De la iglesia he salido al gran parque o jardín público nuevo que hay junto al ala oeste de los Tribunales —desde donde se ve la rica arquitectura y son agradables, en perspectiva, la torre y la aguja de St. Clement. Pero está lo nuevo —grandes, recientes edificios legales colmando por todas partes la pequeña extensión. Hay hacia el final escalones más altos, a los cuales he subido, y es todo muy iluminado y espacioso (orden inverso), y la piedra gris de los Tribunales se encuentra en un buen punto de ese plateado negruzco que es lo mejor a que pueden aspirar las construcciones londinenses en la operativa, torturante (no, encuentra la palabra adecuada, amable, afectuosa) atmósfera que trata las cosas tal como una familia irritable (no, irritable no) trata a sus miembros. Los escalones llevan hasta una gran reja o grille de hierro que se abre hacia otros precintos legales, graves y claros, y hacia Serle Street, con sus viejos y entrañables fondos dieciochescos (de viejas habitaciones), todos ellos de empañado ladrillo rojo y ventanas cuadradas de cuadrados paneles, más placenteros que la nueva, roja y pedante (presuntuosa —¿por qué presuntuosa?) arquitectura (Butterfieldiana) de New Court, con su marco invariablemente perpendicular, aunque bastante seductora esta mañana gracias al vívido parterre y los geranios plantados en el centro. He caminado hasta Lincoln's Inn Fields y ahora escribo esto en el gran jardín o parque central, donde el césped y la hierba lucen extraordinarios este húmedo verano y algunos de los árboles (¿fresnos, acaso?) son más esplendorosos de lo que imaginaba. Pero Licoln's Inn Fields y el Soane Museum valen por sí mismos y, cuando yo lo requiera, me darán algo, la paginilla apropiada. x x x x x
Más atrás olvidé intercalar un pequeño joli motif al sur de St. Clement Danes, la impronta del Nuevo Londres en la calle circular, suavemente curvada, donde al inmenso edificio estatuario de seguros (o lo que sea) ocupará el sitio de las viejas sordideces que, pese a todo, constituían el viejo mundo donde supo hallarse la agradable librería, tiempo ha desaparecida, del editor Buxton Forman. Las sugerencias del tránsito a un Londres erizado de fachadas estatuarias. x x x x x
New Square, Lincoln's Inn, deliciosos aún: hacer New Square. x x x x x
Graciosa la iglesia y abadía de St. Mary, de apagado ladrillo rojo, con su curvado patio —uno entre la miríada de atajos de la ciudad—, justo al salir de Cannon Street, al este de St. Swithin. Reverla. (St. Mary y St. Lawrence Pountney.) Nunca hasta ahora había descubierto St. Augustine y St. Faith, justo detrás de St. Paul, y el extraño cónclave de calles, callejones, Watling Street, la antigua Bolsa, Friday Street, Bread Street. x x x x x
St. Margaret Pattens es la iglesia de Eastchip, el camino que lleva del puente de Londres a la Torre —a la izquierda, al fondo, la vieja iglesia marrón e inexpresiva, con la escalera de emergencia al frente, etc. x x x x x
He aquí que repentinamente me encuentro, este mismo día encantador (24 de agosto) con la deliciosamente situada y antigua St. Dunstan's in the East (en cuya compañera, St. D. in the West, en Fleet St., intenté entrar hace una hora bajo la imagen de la reina Isabel). En ésta nunca había hecho la prueba —nada más dejar atrás Eastcheap, camino a la Torre y más allá (en dirección sur) de la pequeña St. Margaret Pattens. De alta y «noble» torre gótica con aguja, y construido como fue sobre la abrupta colina que baja hacia el río, el minúsculo y vacío cementerio parroquial se apoya en profundos cimientos bajo el muro de la iglesia y sirve de limitado refugio a mugrientos especímenes —tan infinitamente miserables— que ahora lo usan para dormitar y roer huesos. (Vi a dos vagabundos haciéndolo a la sombra del muro sur.) Estruendo de carros en la ribera, clamor de ruedas, etc., resonando con aspereza en el espacio cerrado, rodeado de edificios; pero los 3 o 4 árboles altos y esbeltos (¿un tilo y una acacia?) proyectan una sombra verde, y el reloj de la torre, su campana al menos, aporta una nota de inmensa hondura (2 de la tarde). Por supuesto, habrá que volver —entrar. Todas estas iglesias de ciudad tienen los horarios escritos en un papel a la entrada. Tomar nota de ellos.
8 de octubre de 1907. El sitio donde está la cafetería Garroway's en Change Alley (reconstruido en 1874). El lugar (C. A.), con su abertura para recibir el tráfico (de Lombard Street), parece haber prometido antaño llegar a convertirse en «algo», pero apenas es una desolación modernizada que no se salva ni siquiera merced a su sinuosidad —todo él grandes ventanas de oficina y paredes blanqueadas para dispersar la luz.
8 de octubre de 1907. St. Edmund, King and Martyr, y St. Nicholas Acon, vieja y gris iglesita de torre agachada en Lombard Street, enfrente de Clement's Lane y poco más allá de Change Lane, x x x x x
Muchas veces pasé por St. Michael, en Cornhill, sin prestarle atención —sin reparar, quiero decir, en la «importancia» de su gran torre gótica gris y cuadrada. Ve a verla y, si es posible, haz un pequeño boceto del efecto de la torre —de la gracia con que se alza por encima de objetos anteriores, pero más bajos, si se la observa desde el otro lado, desde George Yard (al salir de Lombard Street) —el pobre y «difunto» George Yard, que desemboca en Michael's Lane. El reducido patio o plaza situado en el flanco del callejón, cosa también prácticamente «difunta». Las dos placas recordatorias de mármol en el muro lateral de la iglesia, pulidas o restauradas, nada dicen en verdad. La intrincada red de vías tortuosas —callejones, plazuelas y encrucijadas— es característica; la taberna de Simpson y las fondas aportan una nota; pero el único bocado realmente sabroso es la enorme, grisácea torre de Cornhill vista desde la esquina próxima a la casi oculta librería Bumpus's. «Bengal Court (moderna): ¿antes White Lion Court?» El valor de los nombres, aun cuando todo lo demás se ha perdido. Cómo uno sabe apreciarlos a ambos. La iglesia de Allhallows, en Lombard Street, abierta de 10 a 4. Cerca de Gracechurch Street. x x x x x
Contemplo St. Mary at Hill —pobre templo mustio al comienzo de Love Lane— ¡y pienso si el opaco lugar tiene la menor oportunidad de ser el callejón del amor! Dando un rodeo, voy a la parte trasera —frente a St. Margaret Pattens. Largo y gracioso pasaje —un corredor interior— que lleva el nombre de G. Mincing Lane y viene de Eastcheap. La atmósfera del viejo Londres, que pese a todo reina en la ciudad por la noche: probar arrancarle a esto un buen bocado; algún pasaje sobre la cuestión; por la noche y en el atardecer de este día de octubre (6 de la tarde).
Lamb House, 26 de diciembre de 1908.
Mrs. F. F. (de Budd's Withersham, donde Aleck y yo acabamos de pasar la Navidad) me refirió un pequeño hecho local que despertó mi interés como donnée para un buen «cuento» corto del tipo ortodoxo. (A ella se lo contó cierta personita del lugar, empleado o dependiente.) Un hombre se había prometido con una joven, pero tiempo después, pensándolo mejor, dio marcha atrás; tales fueron la indignación y el resentimiento de ella que, bel et bien, lo amenazó con un juicio por ruptura de promesa matrimonial; con tal furia, y presumiendo tanto de que tendría éxito, que él, asustado, temiendo el escándalo y la humillación, etc., se comprometio a desembolsar las 200 libras que pagaban el daño —cifra estipulada por ella, etc. Si bien el hombre cumplió, el efecto que ello tuvo para él fue el de tambalearse durante años bajo el peso de las obligaciones contraídas para reunir el dinero. La vida toda se le echó a perder, se vio empobrecido, etc. —y así pasaron los años. En el caso ocurrido en Withersham —según oyó mi amiga—, el hombre se casó luego con otra, etc. Muerta su mujer, sin embargo, de algún modo volvió a dirigirse a ella, su primera novia —o ella lo buscó a él—, y no se sabe cómo repararon todo y se casaron. Lo que en esto me interesa, creo, es la vida y la conducta de ella —sus pasos subsiguientes. Tiene las 200 libras —ha sido ahorrativa y astuta; ha encontrado trabajo (quizás en otro sitio, como empleada doméstica en Londres); ha conservado el dinero y lo ha incrementado —se ha hecho una vida. En resumen, aguardó sin dejar de observar; desde lejos vigilaba al héroe de su episodio primaveral (pero me parece verla, más bien, haciéndolo con decidida conciencia, calculando casi lo que podría ocurrir.) Lo ve sufrir, lo ve abrumado y demolido, lo ve pagar por lo que le ha hecho; y todo lo sigue y lo mide, como resuelta a permitir que dure cierto tiempo. En la breve historia, según el giro que creo va cobrando, finalmente vuelven a encontrarse —y entonces se casan. Ella ha conservado el dinero para dárselo cuando sólo ese gesto pueda salvarlo. Me parece divisar que es ella quien acude a él —no es él quien la busca; ¡nunca! Y al principio él se niega a mirarla a la cara. Han de haberse cruzado antes y él ha de haberla visto próspera, etc. Entonces ha empezado a odiarla, etc. El asunto todo, expuesto al final por ella como plan, designio propio, etc. Ha tomado el dinero porque sabía que él llegaría a estar desesperadamente necesitado —andando el tiempo; y ha conservado el dinero pese a que, a causa de él, otros hombres la han pretendido. Le cuenta que ha rehusado casarse para que ningún marido pudiera hacerse con el dinero. A oídos de él ha llegado un caso: un sujeto que ella había conocido antes de conocerlo a él, a quien había rechazado o perdido, desperdiciado, para comprometerse con él, y con el cual él cree que —ya en posesión del dinero— ella se casará finalmente; desde su ángulo, la ve rechazar a ese hombre por la sola razón de que ya tiene el dinero y desea conservarlo —y se engaña y no comprende, piensa que el dinero la ha vuelto «orgullosa», vil. Pero la verdad es que se ha mantenido soltera para él. Cuando al final el héroe se entera de que ella ha guardado el dinero, acaba por aceptar su caridad y se casan.
Misma fecha. Mientras anotaba la historia anterior volvió a mí la pequeña donnée à la Mary Wilkins que registré mentalmente hace diez años: la situación que Mrs. E. S. (si mal no recuerdo) me refirió en relación a W. D. y sus costumbres alcohólicas. Sin duda es una historia factible —y la veo enfocada desde «el punto de vista de la mujer», ¿verdad?, lo cual sería harto eficaz. La mujer (con una mezcla de observación y ansiedad) rastrea, vislumbra, sigue, registra, refleja los efectos que el matrimonio que ella ha decidido realizar producen en el pretendiente descartado —su creciente tendencia a beber en público, su empeoramiento, etcétera. El propio día de su boda se le ofrece la evidencia. Se pone contenta de no haberlo elegido —y sin embargo, se preocupa a medida que la cosa empeora. Luego declina cualquier responsabilidad —o eso asegura. Y creo verlo «contado» a través de algunos —a través de «ciertos»— pasajes entre la heroína y un «confidente»; no el marido, no el hombre aceptado (sería complicado en exceso), sino su hombre de confianza, consejero, maduro amigo soltero o lo que fuere, qui lui rapporte, a quien comenta los hechos relacionados con el otro. Este confidente esperaba que la mujer «tomase» a W. D. Al ver que no es así teme que ocurra algo; y es únicamente a través de él que ella recibe noticias del despechado (me parece). El caso es que el tema debe favorecer la brevedad. Se desarrolla en una serie de «conversaciones» —o algo así. Presiento, por ejemplo, que es «ideal» para las 5.000 palabras. Sin la menor duda. Al menos da exactamente el tipo —no le falta nada. Y en cuanto a su predecesor, aquí anotado —si más no, ils ont pour eux. Claro que son demasiado parecidos para presentarlos en pareja. Pero al anterior lo veo en «5 de 5» —cinco secciones breves de 5 páginas cada una: 25 en total, y no más de 5.000 palabras, conteniendo cada sección 1.000 palabras, vale decir 200 por páginas. Este último, el de «W. D.» parece quizá dividirse en, digamos, 3 o 4 partes. Voyons alors.
Misma fecha. Encuentro en una página suelta una alusión a lo que llamo historia de G. L. G. (y el «coronel» H.) ¡Ah, esa historia!
Nombres. Parkyn — Dummett — Sugg — Gaymer (o Gammer) — Properly.
Lamb House, 10 de febrero de 1909.
Me invade la bella, divina sensación de estar volviendo a ligarme a los «sagrados años» de D. V. Gardens, los años del desplegado sueño teatral y las sesiones «de discusión»; con todo lo inefable e imborrable que con aquellos años se fue y ahora, no sé cómo (¡aunque sin duda sí que lo sé!), renace de las cenizas. Esa sensación, decía, me invade, traída por el concetto de estudiar un poco lo que llamo tema de C. F. y Katrina B. —el del nexo entre la princesa de M. y cierto de G. y las «humillaciones» de Mrs. B., privada de amanti entre tantos amanti de otras: aquello que con tanta inteligencia C. F. me dijo o puso ante los ojos un día.
12 de septiembre de 1909. Acabo de regresar de Overstrand —hermoso día de septiembre. En Fleet Street entré a St. Bride, espléndida iglesia «paladiana», espléndida, amplia, vacía, pero despiadadamente modernizada, lustrada, decorada, pintada y sembrada de dorado, y sin embargo tan tranquila en medio de la ciudad rugiente —amortiguado y tenue el rumeur de la calle—, tan respetable, tan burguesa, estricta negación de cualquier intimidad con pasiones, remordimientos, compasiones, tentaciones, de todo cuanto no sean las más humildes contriciones y los más decorosos sometimientos. Grande, no obstante, y cuadrada, y clara y reverenda —en su simplicidad—, y sin altar desde donde dirigirse a los fieles, ni libro, ni campana, ni cirio, ni cruz. Es una de las iglesias de Wren y la pequeña pila bautismal fue salvada del Incendio. Inmensa e imponente torre de gran altura, con superposición de plataformas en el campanario —diminuendo, como una torre de cartas.
Mismo día. St. Martin Ludgate —en L. Hill, a la izquierda, poco antes o debajo de St. Paul: pequeña y opaca iglesia revestida de madera, oblicua a la calle y de planta evidentemente pobre y apretada —más a tono con la ciudad—, pero con 2 o 3 hombres bastante jóvenes, muy de clase media, en oración absorta y prolongada; lo mismo que en St. Bride —pero aquí, también, una muchacha hondamente prosternada. Mucho más propicia que St. B. Esfuerzo —o arreglo— arquitectónico pobre e insípido.
De nuevo la misma tarde.
Me llegué hasta St. Paul, que estaba repleta de viajeros, pero estupenda, velada y venerable —hay que hacer algo sobre ella; y luego me alejé por Ludgate Hill (hacia el oeste), pasando por Old Bailey (el nuevo sustituto del viejo Newgate) hacia el hospital de St. Bartholomew. Entré al ancho patio gris donde los pacientes yacen en camas tomando el aire y conversé con un simpatiquísimo joven de rostro encantador (26 años), postrado por una enfermedad de la cadera.
1 de octubre de 1909, por la mañana, en la cripta de St. Paul.
—La sencilla tumba de C. Wren, «constructor de esta iglesia catedral de St. Paul» (ob. 1723); también la bonita y florida losa (mural) rococó que indica el sitio donde descansa su esposa. Por doquier, en el pavimento, losas que señalan las tumbas de los pintores —Turner, Millais, Leighton, Opie, Fuseli, nuestro B. West, P. R. A. , de Pensilvania, Landseer, Reynolds y otros; y en la pared un monumento mural bastante bello consagrado a Frk. Holl (ob. 1888). Espléndido también el dedicado a Randolph Caldecott, con un niño sosteniendo un medallón: conmovedores homenajes, ambos, a jóvenes desdichas. Hacer algo sobre el espacioso, vasto efecto exaltador de la cripta —a su manera un admirable Walhalla— con el grandioso templo encima y los sonidos de la ciudad reducidos a la más fantasmal de las levedades. —Para los corresponsales de guerra, un friso colectivo de cobre; y luego los idénticos monumentos murales a W. H. Russell y Archibald Forbes. También hay un monumento mural a Landeer, con un perro —muy bien por lo que respecta a éste— dolorido junto a un ataúd (alivio). Las tumbas de Nelson y Wellington son grandes sarcófagos protegidos y urnas funerarias aisladas (protegidas) que en el oscuro centro de la enorme cripta se alzan de modo harto impresionante horadando la profunda tiniebla. Señalar cómo la vastedad de la cripta da una medida del área de la catedral mejor que la proporcionada por la catedral misma. Y apuntar los frisos de homenaje a W. Besant, Charles Reade, Barham, George Smith, George Cruikshank y el fino busto de bronce de W. E. Henley hecho por Rodin. Los murales, conmemorativos (como los de Holl, Caldecott, etc.); las losas del suelo, únicamente sepulcrales.
Interesante sobremanera la Biblioteca, deliciosa en su encumbrado retiro de la vasta parte superior de la iglesia —tanto espacio en las zonas altas; casi elegante —MUY elegante, en realidad, con los grabados de G. Gibbon, y el clamor de Londres trepando con más vigor —no obstante intermitente y estompé— que el que alcanza, o más bien no alcanza, en la cripta. Subir aunque sólo sea para ver la gran copia de la Biblia de Lutero, y para leer el Libro de Donaciones para la reconstrucción después del Incendio, el autógrafo de Carlos II en pálida tinta ambarina: «Donaré mil libras al año», y el de Jacobo: «Donaré doscientas libras al año contando desde el inicio del verano.»
Mismo día. Paul's Alley harto estrecho, conduce hasta Paternoster Row, cruzándose de allí a Ivy Lane, de tan extraño nombre.
Los artificiosos nichos y cavidades, obra de Wren, en las alturas exteriores y los bellos flancos de la catedral (tan grandiosos como el viajero de antaño solía divisarlos desde la plataforma del ómnibus).
2 de la tarde. En el viejo cementerio de St. Giles, contemplando el bastión del antiguo muro de la ciudad —restaurado, es una pena, después del incendio de 1897, pero macizo aún y bizarro. El extenso predio, con un (práctico) pasaje compartimentado que lo atraviesa, interesante en sí mismo; vista desde aquí, la torre de la iglesia cobra un aspecto fuerte y lozano; fresco el verdor del césped y las plantas que han reemplazado a las losas mortuorias, sobre todo en este verano tan húmedo. Ningún cementerio de la ciudad ha conservado tanto su dignidad, con tanta holgura; pese a los atroces despachos y oficinas que sobre él se ciernen, parece mantenerlos en su sitio —guardar cortésmente las distancias y respetar un poco la inapreciable historia de las cosas.
Cuaderno IX
(21 de abril de 1911 — 10 de mayo de 1911)
21 de abril de 1911.
Esto es sólo para aferrar la punta del rabo de una idea que anoté hace bastante tiempo; idea que me dio Alice y era reminiscencia de algo, creo, ocurrido en Weymouth, Massachussets, durante su infancia. Se trata del incidente de la mujer que, a medianoche, se sobresalta a causa de un ruido que viene de la planta baja de la casa, como si hubiera alguien, y por ello despierta a su marido. Escuchan, meditan —al fin se convencen de que ha entrado un ratero, un ladrón, un bandido de alguna especie, y, pese a que se mueve con gran sigilo, no ha podido impedir que lo oyeran. Es obvio que el marido debe bajar a ver quién es, pero ella, primero con sorpresa y luego con resentimiento, percibe que el hombre no tiene la menor intención de hacerlo. Se lo pide, apela a su autoestima, a su elemental coraje, pero él se mantiene estólido y desvergonzado —con lo cual ella siente que por primera vez, y a la luz de tan deplorable exhibición, conoce su verdadero rostro. Esto le produce disgusto y turbación, e irritada como está, a fin de lograr que se avergüence, decide bajar ella misma. Por mucho que él protesta —aunque no tanto como para reemplazarla—, lo hace. Baja, pues; se enfrenta con el intruso —que resulta ser un joven del pueblo a quien conoce, o mejor dicho ha conocido. Sí: me parece discernir que son viejos conocidos o amigos, que muchos años atrás hubo algo entre los dos; cuando ella era una muchacha de veinte, digamos. El, el hombre, ha tenido con ella un flirt «de poca monta» —se vieron unas cuantas veces, o algo por el estilo—, habiendo roto ella a causa de los malos hábitos de él, de su carácter irascible o perezoso, de que no le inspiraba la debida confianza. Luego lo ha perdido de vista —él se ha marchado del lugar. He aquí entonces que, tiempo después, se lo vuelve a encontrar en una extraordinaria situación —de pie en su propia cocina a las 2 de la mañana. Asumo por lo tanto, momentáneamente, que ha habido una relación entre ambos, pero il faudra voir; así como presumo que el escenario ha de ser —es mejor que sea— un suburbio de Londres. Bien, se enfrenta con él —reconociéndolo o no (como viejo conocido de juventud)— y en cualquier caso la escena es curiosa y peculiar. Cobra un giro anómalo, notable. Decididamente, tienen que haberse visto antes; lo exige la economía del relato en cuanto pieza breve. El hecho decisivo es que él se revela inesperadamente sumiso, maleable y sensato —no la amenaza, amedrenta ni intimida—, en respuesta a lo cual (pasado un rato) ella no amenaza con denunciarlo. El intenta explicar y justificarse —dejar en claro que, tentado por una ventana entreabierta o algo así, únicamente se metió para llevarse un poco de comida. (A idear el pretexto, excusa o lo que sea; como también la cuestión de la sorpresa de él, y la de si sabía que la dueña de esa casa era ella —o su marido—, o bien la eligió como objetivo de la intentona por una insólita coincidencia.) Probablemente él haya de haber observado quiénes vivían allí, y obrado en concordancia: y de esto lo acusa la mujer, de haber perpetrado con ella y con el hombre que ella eligió su rencorosa y tardía venganza, de hacerle pagar el antiguo desdén. Algo en esta línea. El, desde luego, un pobre raté —esencialmente un vagabundo, si bien con rasgos redentores; y por supuesto sólo aspiro aquí al esqueleto más descarnado. Ella le da de comer y lo despacha —puesto que la escena no debe prolongarse en exceso, porque si no resultaría demasiado artificial que el marido no bajara. Si, pasado cierto lapso —durante el cual él presta atención desde el dormitorio— ella sigue abajo, él tendrá que ir a fijarse qué está haciendo —a menos, claro, que uno pueda sugerir que su demora y la aparente permanencia del ratero constituyen abono adicional para el temor, indicando acaso que la mujer pueda haber sido nefastamente maltratada de algún modo. Como sea, tiene lugar el pasaje entre ambos y lo sobresaliente es que ella queda interesada. Por una u otra razón el joven produce ese efecto; de modo que, aunque ella le dé de comer y le permita largarse en paz —se libre de él, quiero decir, sumamente malhumorada— en cierta manera no lo pierde del todo, al extremo de no rehusarse completamente a volver a verlo en condiciones muy distintas —y de extraerle algún dato acerca de dónde y cómo puede dar con él. El argumento del joven es que fue el trato que ella le brindó la causa de su ruina, el motivo original de su perversión. Pero ahora, siendo «amable», aún está a tiempo de ayudarlo, arguye, y no se marcha sin haber obtenido alguna seguridad de que así será. Ruborizada, ella vuelve al dormitorio, por así decir, esgrimiendo el triunfo de la osadía que ha mostrado, y más desilusionada y desdeñosa, en proporción, del papelón que ha hecho su amo y señor. (Él es un «oficinista», o algo semejante, y pueden darse el lujo de tener un criado que esa noche se encontraba ausente por algún problema personal, o tenía jornada libre.) Cuando el marido pregunta qué ha sucedido abajo —quién había y qué hizo ella—, la mujer se limita a mirarlo desde la sima de su disgusto, al principio callada, como si la pregunta le produjese perplejidad y náuseas por añadidura. Luego brota la inspiración. «No te lo diré.» Y ante la presión, la urgencia de él: «De ninguna manera conseguirás sacármelo.» El no tiene más remedio que tragárselo, y se duermen; pero a la mañana siguiente él vuelve a insistir: abyectamente, se obstina en saberlo. Al ver esto ella se reafirma en su idea —advierte que frustrándole la curiosidad puede castigar su apoltronamiento. «Nunca lo sabrás —no conseguirás nunca, nunca, nunca que te diga una palabra.» Al ver que la curiosidad lo corroe resuelve cumplir su promesa, y cuidarse de que no pueda descubrir nada por otros medios. Con este fin vuelve a encontrarse con su joven —considera que a él debe contarle cómo se está conduciendo frente a su marido en relación a lo ocurrido entre ambos aquella noche, explicarle que el hombre no debe llegar a saberlo: razón por la cual él, el joven, no ha de abrir la boca. Creo entrever que, de uno u otro modo, la irrupción ha de presentarse como algo relativamente inocuo e inocente —impregnado de un cierto tono de necesidad. Puede haber creído que no estaban en casa y haberse deslizado para tomar algo que necesitaba perentoriamente (claro que, ¿qué?). Ellos se hallaban fuera y acaban de regresar (esa tarde) —cosa que él ignora. La idea de la piececilla, entonces, surge ahí —en la relación que se crea entre la mujer y el joven, relación que crea para ella al ayudarlo a él a evitar la posibilidad de que el marido descubra lo que hizo, y alertarlo además de cómo se conduce con el marido y las razones que tiene para actuar así. Feliz ocurrencia: el joven no es un ratero; es alguien que ha visto al ladrón meterse y, no sin riesgo, ha entrado detrás de aquél para dar la alarma. Es un joven que ella conoce —piensa que no están en casa. Lo grande es que el marido sabe que el otro, «el hombre», sabe cuán cobarde ha sido. Ella le cuenta que se lo ha contado al hombre. Por lo tanto, ¿de qué hombre se trata? Intensa curiosidad del marido. Lo carcome horriblemente. Crece en él la sospecha de que existe una «relación»; relación, se figura, no nacida con propósitos «ilícitos», sino creada por el conocimiento que ambos, ella y el hombre, tienen de sus pequeñas abyecciones. Ah, si sólo pudiera saber, enterarse de quién es el copartícipe; y entretanto el enigma, el hecho de que el otro no dé señales, y la consiguiente sensación de que ella «maneja» al desconocido, no logra sino irritarlo y obsesionarlo todavía más. Bien, hasta aquí perfecto —si es que cabe la fórmula. Pero la cuestión es: ¿a qué conduce el planteo y dónde está la salida, clímax o desenlace? A alguna parte ha de llegar si quiero que no sea vacío y amorfo. Por más que me lo pregunto, no parece ocurrírseme gran cosa —y, dadas mis escasas perspectivas de usar algún día una donnée de tan sucinto esquema, luego de todas las humillaciones, dolores e incomodidades que la cuestión de mis relatos cortos me ha causado, no se ve que valga mucho la pena hurgar ahora en el final del argumento. No obstante, detesto ocuparme de las cosas tan sólo para abandonarlas, y la llamada de la vieja ideílla de aplicar esa peculiar presión firme y suave que, en el pasado, me ayudó a superar tantos oscuros dilemas, momentos difíciles, horas más o menos angustiosas («artísticamente» al menos), esa llamada palpita dentro de mí, o ante mí, una vez más, y me incita y me penetra. En el caso que tengo entre manos, creo ver el clímax reverberando en algo así como que el marido descubre, identifica al hombre. Lo descubre y... bueno, ¿qué pasa luego, qué hace? Creo desear que el descubrimiento obre para bien de él y no de su mujer —o al menos creo desear que obre para bien del «hombre», el conjurado o encubridor. Mettons que éste se ha aburrido de la alharaca que la mujer despliega con la cuestión del secreto —y mettons que en ese momento el marido lo «ubica» como el hombre. La manera en que el marido lo identifica hay que trabajarla; no es cosa impracticable. Luego el marido le comunica que lo ha identificado, pero le pide que no se lo cuente a su esposa. El hombre acepta, promete, el marido le cree y, en cierto modo, esto constituye el nudo —dados el cómo y el por qué de la identificación. La entrevista con el marido afecta al hombre, le produce compasión, risa, lo que fuere —y no veo (¿o sí veo?) por qué, en pro de la mejor economía posible y la mayor viveza (que radica en la mejor economía), no puede ser el hombre quien narre la historia, acerca de sí mismo, del marido y de la mujer. ¿No podría ocurrir que el marido se las arreglase para dar a entender al hombre que si es él la persona cuya identidad tan celosamente oculta la mujer, solamente él al fin y al cabo, bueno, en realidad la cosa le importa un bledo? Digamos que propone al hombre lo siguiente: sellar un pacto para mantener a la mujer en la ignorancia —en la ignorancia de que su marido ha detectado al tercero en juego; de lo que, una vez comprobada la identidad, ambos han conversado—, de tal modo que siga considerando, convencida, que la oscuridad y la preocupación del marido no dejan de ser completas, continuas y continuadas. Digamos que, en carne propia —esto habrá que presentarlo—, el hombre siente la fuerza de la extravagancia, de la «tortuosidad» de la propuesta, en cierto modo se ve tocado y tentado (aunque, ¿no será todo un poco inconsistente?), y, en resumidas cuentas, se aviene a cumplir lo que el marido le pide, pues comprende (como comprendemos nosotros) que el sujeto se atendrá a su promesa. Así sucede, y en la conciencia de todo ello radica la venganza final del marido. Se ha burlado de la mujer, ha conseguido superarla, l'a mise dedans. Pues ella sigue creyendo lo suyo, sigue convencida, y el otro hombre la engaña —y ésta es la revanche del marido. Ahora que acabo de desanudarlo —à propos— no podría decir que el argumento me impresiona en exceso —y sin embargo, no existe otro modo de ahuyentar estos motivos que flotan alrededor como fantasmillas. Hay que hacer el esfuerzo de formularlos —y después se ve. Por lo demás esta prueba de la formulación es en cualquier caso, algo tan exquisito que siempre vale la pena afrontarla, aunque más no sea porque reaviva el hechizo de los viejos días sagrados. Cuanto más creo poner en claro la pequeña materia en cuestión, tanto más claramente advierto que el único camino consiste en hacer que el narrador sea «el hombre», que la historia sea su aventura. La mujer, al acudir a él, le CUENTA lo que ha ocurrido en la planta alta, deja a su marido en evidencia ante él —en tal caso, bien puede ser que lo haya visto por primera vez en la ocasión desencadenante (esto puede señalarlo él). Tal actitud, desde el principio, y por más que acceda al pedido de ella, intranquiliza un poco al hombre y lo sorprende. La cosa no le gusta —puesto que, al fin y al cabo, no era necesario para ella contarle intimidades: hubiera podido aducir un pretexto cualquiera. Queda así sentada, desde el comienzo, una suerte de base para la evolución de su sentimiento y el giro del desenlace —aunque acaso, ay de mí... ¡Vaya gente!
25 de abril de 1911, 95 Irving Street.
Y luego está la pequeña fantasía sobre la joven (según se me ocurrió el mes pasado) tan fervientemente consagrada a una Madre en apariencia inválida sin remedio, tan fiel a la enferma, tan compasiva y agotadoramente adherida a su lecho —para despilfarro de su propia juventud, fuerza y alegría— que ciertas personas, el médico, uno o dos amigos, un par de parientes, se pronuncian unánimemente por la necesidad de tomar alguna medida —o sea, de apartarla de la madre, de salvarla mientras se esté a tiempo. Digamos que tiene 35 años —o acaso (para que la madre sea lo bastante joven) 32 o 33, y ha permanecido atada a la inválida durante 10, 12 o 14. Siempre ha rehusado moverse, por mucho que el motivo fuera de peso; ha permanecido entêtée en su tarea, rayana en lo sublime; pero ahora, a todas luces exhausta y gastada, está marchitándose en su tallo: es decir, desvaneciéndose, disolviéndose, sucumbiendo en su puesto. Así es que los otros intervienen —y, por mi parte, vuelvo a entrever que, more mea, el narrador de la historia ha de ser un testigo, agente y espectador a la vez; uno de los interventores, de los entrometidos —hombre o mujer, aunque más probablemente hombre—, uno de quienes en parte son responsables de la situación. Lo relata como caso curioso, casi risible. Bien, lo que ocurre según mi concetto es que, bajo tan extrema, comprensiva y benévola presión, la joven consiente tomarse las vacaciones, marcharse por un tiempo fuera, al extranjero —digamos que por 6 meses, dado el planteo. (El locus, desde luego, deberá ser americano: en Nueva Inglaterra.) Se resiga, hace el esfuerzo, se va. Quien cuenta la historia es la persona que ocupa su sitio auprès de la mère souffrante —Esto no ofrece lugar a dudas; ALLÍ se encuentra la garantía de una señalada concisión. Bien, pues; claro que, en definitiva, si el narrador ha de asumir esa identidad no podrá ser sino una dama. Entonces: «yo» (narradora) me hago cargo de la madre mientras mi pobre prima, la heroína en una palabra, parte rumbo a Europa según los arreglos para ella establecidos. Lo que en resumen sucede (pues aquí no puedo extenderme) es, primero, que Betty o como se llame (el nombre es provisional), en lugar de volver a los 6 meses prolonga su ausencia durante 12 o 15; y, segundo, que cuando al fin regresa se muestra del todo ajena e indiferente. Se ha curado de su devoción —las vacaciones le han hecho demasiado bien; el mundo la ha penetrado, y un solo pensamiento la posee: desprenderse de la carga. Se ha operado un cambio en su conciencia, dicho en una palabra, y es este cambio lo que yo refiero. He ahí el tema de la obrita: yo veo lo que hemos hecho, comprendo que el efecto supera lo esperado. «Gracias a sus experiencias là bas hemos inducido en ella un estado de indiferencia absoluta» —NADA MAS AL PRINCIPIO ; ¿qué diablos habrán sido entonces esas experiencias? De todos modos, esto sólo conforma la 1a. mitad del asunto; pues es evidente que debe haber un desarrollo y un suplemento o complemento para que existan drama y culminación —para completar el caso. ¿En qué consistirán, pues? Ya se me ha ocurrido: la ironía reside en el efecto que el cambio de actitud de Betty tiene en la madre. Por supuesto, sería estúpido, feo y aburrido en sumo grado que se tratara sencillamente de un mal efecto —que, por ejemplo, bajo el peso de la negligencia y la crueldad la madre sufriese o naufragase. Estoy pensando en un efecto muy distinto, del cual soy testigo; y que parece envolver una situación por demás bonita, curiosa y divertida. La madre se da cuenta de que la hija no quiere volver a su lado y, al principio, se siente herida, engañada, desvalida; pero luego, por imperio de las circunstancias, se recupera. ¿No podría ser, inter alia, que Betty hubiese reunido un pequeño héritage, justo lo suficiente como para acceder a la libertad si quisiera utilizarlo? Lo utiliza, en efecto —y son el nuevo carácter y la nueva actividad asumidas por Betty lo que ampara la recuperación de la madre. La «crueldad» de Betty, la magnitud de su desapego, la fascinan por sí mismos —la llevan a «levantarse». Primero se levanta por asombro, más tarde por una especie de curiosidad o interés rencoroso y aun vengativo. En cierto modo cambia y se reanima (y por lo tanto se vuelve tan capaz y convaleciente) como la propia Betty. Mi idea, mi visión narrativa, es que, al alejarse Betty, la anciana se lanza furiosamente tras ella. En la medida en que Betty huye, la madre se alza del largo sofá y empieza a perseguirla tenazmente. Saca fuerzas de la fascinación, del resentimiento, del deseo de llevar a Betty ante el tribunal (en parte; y en parte también de la curiosidad y las ganas de participar). Betty vuelve a lanzarse hacia Europa y, antes de que yo pueda darme cuenta, la madre, haciéndome a un lado, se precipita tras ella. Oigo decir que sigue a la hija como la cola sigue a un cometa. Esto se prolonga un tiempo —de hecho debe durar 2 o 3 años, en Europa (a mí me llegan ecos, destellos, rumores, informes, vislumbres). Luego veo regresar a Betty, sin aliento, con buena ventaja sobre su madre. A continuación veo llegar a la madre, también sin aliento, intentando dar alcance a Betty. Luego veo que Betty vuelve a embarcarse hacia Europa (lanzarse en absoluto secreto), y, de inmediato, que la madre toma el próximo vapor —que se va en busca de su hija; lo cual conforma el clímax, la última nota registrada del drama y el punto en donde yo las abandono a ambas. La cosa ha de nutrirse, desde luego, del carácter reciente del registro; llegando la crónica del narrador hasta la misma víspera. De ello depende todo.
10 de mayo de 1911, 95 Irving Street.
A ver si puedo aferrar —si en una ínfima medida valiese la pena— una pequeña fantasía que se me ocurrió hace unos meses en Nueva York, pero que, tal como la contemplé un momento atrás, poquísimo tiene para dar. Hablo de la idea del buen cuadrito perdido en una venta espuria, de la obrita vieja, sincera y auténtica que el «héroe» de la historia distingue en una colección de imposturas, un ramassis de falsas atribuciones que se exhiben antes de salir a subasta. La idea me vino a la mente al entrar en uno de esos extraordinarios lugares —extraordinarios por la pomposa y florida manera en que se ofrecen a la vista mentidas obras maestras— y percatarme de que era un despliegue de patrañas e imitaciones. Pero ahora, creo, prácticamente se me ha escapado. Había imaginado que en medio de una exhibición tal, rodeada de semejantes compañías, yo reconocía súbitamente, después de saltar de prisa, con ligereza, de un cuadro a otro, la genuina obrita de un viejo maestro, acaso un primitivo o algo así, y viéndola perdida en el montón, comprometida por sus vecinas, me apiadaba de ella. x x x x x Pero me interrumpo, dejando el asunto de lado por ahora.
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