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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
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    ESTILOS:
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    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
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    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    S1
    S2
    S3
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    B15
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    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

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    SIDEBAR
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    Widget 7














































































































    CRONICAS DEL REINO - LA BUSQUEDA ESPIRITUAL (John Burkitt & David Morris)

    Publicado en abril 03, 2010
    Finalmente, este relato es un trabajo de ficción. Cualquier remembranza con alguna persona viva o muerta es mera coincidencia. Bueno, en realidad no. Con amor y respeto queremos homenajear a aquellos que nos enseñaron a reír y llorar. Sin haber sido modelos para ningún personaje, muchas almas grandiosas—algunas no humanas—han dejado una marca indeleble en nuestras vidas que nos ha llevado a terminar en “La Búsqueda Espiritual.”

    Todos tenemos alguna gracia.
    El chiste de la vida está en descubrirla a tiempo.

    ISABEL ALLENDE



    PREFACIO

    El poder de la naturaleza se reafirmó durante la elaboración de este trabajo. El Huracán Fran devastó partes de la ciudad de David; estuvimos fuera de contacto por varios días. Nunca antes me había dado cuenta de lo mucho que apreciaba su amistad, su agradable humor y su perspicacia—son cosas que nunca más daré por sentadas. Es como Uzuri dijo sabiamente, “No hay mucho tiempo entre el amanecer y el ocaso. Si no quieres que la noche te sorprenda, entonces debes dejar algún tiempo para todas las cosas importantes.”
    Este trabajo aborda la perspectiva única de Rafiki, sin hacerlo ver como un simple personaje secundario de Crónicas. Al leerlo encontrarás que hay un poco de Rafiki en todos nosotros.
    Ahora discutamos un poco acerca de leones y de nosotros mismos. Cuando los leones macho toman alguna manada a veces matan a los cachorros. Sin embargo, hay ocasiones en que no lo hacen, y esto es muy significativo. La sociedad leonina es una madeja de posibilidades, probabilidades, y de vidas ejemplares que establecen una meta más alta para la especie. A su manera, la sociedad humana es muy parecida. Tenemos posibilidades muy prometedoras, otras muy deprimentes, y vidas ejemplares que establecen una meta más alta para nuestra especie—como Moisés, Francisco de Asís y Florence Nightingale. El holocausto Nazi y el sacrificio de prisioneros de guerra en la sociedad Maya están documentados como comportamientos humanos. Somos humanos, lo cual significa que estos hechos son parte de las conductas observadas de NUESTRA especie. ¿Eso te hace sentir ofendido? Estos eventos nos provocan repulsión a muchos, a pesar de que son comportamientos que forman un patrón recurrente en la historia de nuestra especie. Aceptémoslo—aún siguen ocurriendo, y seguramente ocurrirán por mucho que nos esforcemos en evitarlo. Bajo este criterio, “Crueldad, Humano” se ha ganado un lugar junto a “Asesinato de Cachorros, León Macho” en la enciclopedia de conductas. ¿Es esto una deliberada y molesta acusación contra la raza humana? Es dudoso. ¿Qué hay con la “Carta Magna,” Robert Louis Stevenson, y el Hospital de Caridad Livingstone en África Central? ¿Es que todo esto no es también parte del legado humano? Por supuesto que lo es; la “Carta Magna” tiene un lugar junto a “Amor Maternal, Leona.” Una luz comienza a brillar en nosotros, y su significado se hace cada vez más claro; después de todo no somos tan diferentes. En cada uno de nosotros hay una divina chispa de amor, aguardando el momento para explotar en una cálida flama. Cuídala, avívala, dale el calor del respeto y sopla amablemente sobre ella con palabras gentiles. Aquellos de nosotros—humanos, leones y mandriles—que brillen luminosamente en la obscuridad no sólo caminan con Dios, también iluminan el camino para otros. Sigue ese camino y esfuérzate en establecer una meta más alta para ti y para tu especie—esa será tu propia Búsqueda Espiritual.

    John Burkitt, Nashville, Tennessee
    Octubre 1º, 1996


    Es bueno estar de regreso. Es como volver a casa, a las Tierras del Reino. Hay muchos lugares maravillosos que visitar y muchos rostros que conocer… Es como dice la canción, “Hay mucho más para ver de lo que se puede ver, más para hacer de lo que da el vigor,” así que quédate un poco más con nosotros.
    Aún quedan algunos lugares que podemos visitar.
    En la noche del Sábado 7 de Septiembre el Huracán Fran se ganó un lugar en la historia de Wilmington. La energía eléctrica se había ido, y yo estaba sentado en medio de la obscuridad de mi cuarto. Una vela me iluminaba mientras trataba de escribir una escena de esta historia; entonces sonó el teléfono. Me sentí absolutamente sorprendido cuando escuché la voz de John en la bocina. Su desinteresada preocupación por mí me conmovió hasta las lágrimas, y el optimista efecto que tuvo en mi espíritu fue inconmensurable. Me siento muy afortunado de tener un amigo como él.

    David Morris, Wilmington, Carolina del Norte
    Octubre 1º, 1996


    DEDICATORIA

    Este trabajo está dedicado a Aslan, el león a quien hemos adoptado a través de la Born Free Foundation. Su nueva libertad y el amoroso cuidado que le dan sus amigos de la BFF es una fuente de dicha para nuestros espíritus.

    “¡Cómo te amo! Haces que la mañana de partida.
    Mi corazón se llena de dicha al tu nombre proclamar.
    Eres mi adoración, a mi mundo te doy la bienvenida,
    Sin importar el Destino, mi vida no tendrá par.”



    DEDICATORIA (DEL TRADUCTOR)

    Deseo dedicar este trabajo a la memoria de Mufasa, mi hijo.
    Él fue un hermoso gato blanco con manchas color miel. Tenía unos preciosos ojos color canela. Fue una criatura llena de vida y decisión.
    Llegó a mí el 8 de noviembre de 1997, gracias a una bendita casualidad—o quizá fue el destino. Llenó de amor mi existencia y cambió mi vida para siempre. Siempre estará en mi corazón y en mi memoria.
    El 2 de mayo de 1999 entregó su vida valientemente, en nombre de la libertad en la que siempre creyó. Murió con honor.

    Hasta siempre, pequeño Mufasa.


    AIHEU ABAMAMI, MUFASA. VIVE POR SIEMPRE, HIJO MÍO. VIVE POR SIEMPRE EN EL AMOR.



    “Aiheu es maravilloso, Él conoce tu dolor;
    Él te brindará alivio a través de la obscuridad.
    A quienes tú más amaste Su mano dará calor,
    Hasta que logres verlos en Su eterna claridad.”



    PRÓLOGO

    “Mas el justo está confiado como un león.”

    — Proverbios 28:1

    Era de mañana. Busara , un joven mandril chamán, se alejaba de la aldea para recolectar Raíz Tiko. Esta raíz era valiosa y muy escasa, pero Busara conocía algunos lugares secretos donde podía encontrarla con facilidad.
    Como esta reserva de raíz era secreta, Busara se cuidaba mucho de no ser seguido. Su esposa era la única persona a la que le confiaba el lugar en el que crecía la planta, y siempre tenía cuidado de no seguir la misma ruta dos veces.
    Aquel día se había atrevido a pasar por entre los altos pastizales de la sabana. Estaba rodeado por dorados tallos que servían de escondite para sus enemigos, pero que se movían ruidosamente en torno a él, quebrándose bajo sus pies. Busara estaba muy nervioso; sentía como si alguien lo observara. Se detuvo a escuchar cuidadosamente al tiempo que observaba los alrededores, buscando cualquier señal que pudiera revelar algún par de ojos espías.
    Entonces pudo ver a una leona entre los pastizales, lo que le provocó una enorme sorpresa. Fue un momento de enorme tensión en el cual comenzó a evaluar la situación ante la que se encontraba. La leona ya lo había visto, y vigilaba cada uno de los movimientos de Busara. El mandril comenzó a estremecerse violentamente.
    Consideró el alejarse lentamente, pero pensó que el hacerlo provocaría que la leona saltara sobre él y lo matara. Si se atrevía a correr la leona lo perseguiría. “Gran Pishtim ,” pensó, “Escucha mi ruego. Si es éste el día en que debo morir, te pido te apiades de mi alma. ¡Pero, por favor, no me dejes morir!”
    Entonces pudo ver una horrible herida en el hombro de la leona. Nadie caza búfalos sin correr riesgos; ella se había arriesgado y, obviamente, había perdido. Aquella leona no se atrevería a atacar al mandril. De hecho, ella estaba más asustada que Busara.
    Busara se sintió aliviado y suspiró profundamente. El aire en sus pulmones ventiló sus temores y lo hizo sentirse muy bien. Comenzó a alejarse; sus piernas aún le temblaban. Pensó en su casa y su esposa, a quien por un momento pensó que perdería para siempre. “¡Cuando llegue a casa voy a darle un beso a esa linda chica!” También le daría una ofrenda a Pishtim y rezaría por aquella pobre leona—ojalá que su sufrimiento terminara pronto.
    Trató de borrar de su mente la penosa expresión de aquella criatura. No era algo fácil, pues Busara era un curandero y su compasión por los demás era su manera de adorar a Dios. Una vez, cuando era un pequeño, su padre había llevado a casa una pequeña leopardo que estaba enferma. Durante tres días con sus noches trataron de mitigar su apetito con una fórmula tras otra, hasta que murió de hambre en los brazos de Busara. En aquel momento no le importó que los leopardos comieran mandriles; Busara lloró y sostuvo el pequeño y cálido cuerpo en sus manos. Esa fue su primera experiencia con la muerte, pero no la última. Busara sabía que la muerte era parte de la vida, y también sabía que él no era responsable de la herida que había imposibilitado a aquella leona. Pero toda muerte le arrancaba un pedazo de su alma, y lo hacía sangrar en su interior. En ese momento se abrieron en él viejas heridas.
    “Rezaré por ella,” se dijo a sí mismo. “No puedo hacer nada más. Está muriendo, pero aún así podría matarme.”
    Siguió caminando. Tenía que recolectar Raíz Tiko. Tenía una esposa por quien preocuparse y muchos trueques que hacer. Después de todo había dedicado su vida a aliviar a los enfermos. Si ofrecía su vida para salvar a esa leona, muchos sufrirían en el futuro. ¡No había nada que pudiera hacer!
    “Pishtim, cuida de ella. Haz que su sufrimiento sea corto. Apiádate de ella.” Sin embargo, los tristes ojos y la horrenda cicatriz en el hombro de la leona no dejaban de perseguirlo. ¡Vaya que debía estar sufriendo! Con seguridad estaría adolorida y pasando sed, agotando con cada jadeo sus últimas reservas de humedad, observando como su vida se escapaba a través de un rojo río de muerte. “¡No puedo hacer nada!”
    Busara comenzaba a acercarse al claro; tal vez el trabajo podría hacer que dejara de pensar en aquella leona. Pero algo en su interior lo hizo sentirse enfermo—era la clase de enfermedad que no puede ser curada con Raíz Tiko. Trató de continuar, pero sintió como si algo lo obligara a retroceder. “Si estuviera solo y no tuviera esposa, entonces regresaría. Pero debo pensar en el bienestar de Kima .”
    Se detuvo. En su corazón sabría que aquella mañana había salido de casa como un marido compasivo, pero que regresaría convertido en alguien distinto si se atrevía a abandonar a aquella criatura en manos de una muerte lenta y dolorosa. Jamás volvería a ser el mismo Busara, pues en su interior se volvería cínico y despreocupado. No le agradó la persona en la que estaba a punto de convertirse.
    Entonces se dirigió hacia la leona, yendo en contra de todo su sentido común. “Sé que voy a arrepentirme de esto.”
    La leona lo recibió con un gruñido que hizo que a Busara se le erizara el pelo de la espalda y el cuello. “¡Vete de aquí! ¡Lárgate, simio!”
    Busara observó el hombro de la leona. Era evidente que no podía caminar.
    “¡Dije que te largaras! ¿Crees que puedes aventarme ramas y piedras? ¿¿Te crees muy gracioso?? ¡Voy a hacerte reír hasta que le supliques a la muerte que te lleve!”
    Busara permaneció en pie; las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas y su mandíbula se estremeció. A pesar de todo su valor era obvio que aquella criatura estaba atemorizada y llena de angustia. Busara tomó una calabaza que pendía de su bastón “Justo bajo la piel de mi garganta hay una arteria,” dijo calmadamente mientras trazaba con su dedo una línea alrededor de su cuello. “Si me das un zarpazo en este lugar moriré en dos minutos, quizá tres, y entonces no tendrás que morir sola.”
    La leona se sorprendió con aquella respuesta. “Eres muy valiente—o muy estúpido.”
    Busara se agachó sobre la calabaza y tomó algunas hierbas humedecidas. “Quédate quieta.” Comenzó a colocar las hierbas sobre el hombro herido de la leona, pero entonces una pata le rasguñó la mano. Busara gimió al tiempo que se sostenía la ensangrentada mano. La expresión de la leona cambió de enojo a sorpresa.
    Busara se puso en pie sin decir palabra alguna; comenzó a recoger las hierbas que se habían desperdigado sobre el pasto. Puso algunas de ellas en su propia herida y dijo, “No deseo hacerte daño. ¿Sería mucha molestia si pudieras mantenerte un poco más quieta que hace un momento?”
    Se acercó a la leona, paciente pero temeroso. “No te dolerá—lo prometo.”
    “¿Qué es esa cosa?”
    “Algo que aliviará tu dolor.”
    “A mi me parece que sólo es hierba.”
    “Esta hierba puede salvarte.” Busara acercó su brazo a la mandíbula de la leona; antes de que ella sospechara qué es lo que se proponía, Busara deslizó su mano por entre los afilados colmillos. La leona volteó a mirarlo, totalmente sorprendida. “Considera esto como nuestro convenio: si te lastimo puedes morderme.”
    A pesar de sus dudas la leona permaneció quieta mientras Busara colocaba el fomento sobre la herida. No sintió dolor alguno, así que permitió que el mandril le masajeara la región lastimada para restaurar la circulación.
    La leona suspiró aliviada y dejó que Busara retirara la mano de entre sus mandíbulas. “Eso se sintió muy bien,” dijo ella. “En el pasado los monos me habían aventado piedras. No sabía que pudieran ser tan agradables como tú.”
    Busara miró los enormes y hermosos ojos de la leona. “Cualquiera puede ser agradable.”
    La leona lo miró “¿Estás llorando?”
    “El Bedango me hace llorar.” Se limpió los ojos y tomó otra calabaza. “Bebe un poco de agua.”
    Lenta y cuidadosamente le dio a beber a la leona. Algo de líquido se desparramó, pero lo que bebió fue suficiente para hacerla sonreír, llena de alivio. “Los dioses deben haberte enviado. ¿Cuál es tu nombre?”
    “Busara.”
    “‘Maestro.’ Es un buen nombre. Yo soy Asumini.”
    “Significa ‘jazmín.’ Una delicada flor.” Volteó a ver la cortada en su mano y después observó el lastimado aunque poderoso brazo de Asumini. Sonrió lleno de alegría; comenzó a recolectar un poco de pasto e hizo un colchoncillo para que Asumini recargara su cabeza. “Asumini, en cuanto puedas caminar tendremos que quitarte del sol. Yo vivo en una cueva cercana; ahí tendrás refugio de los celosos ojos de la noche.”
    “No puedo permanecer aquí. Yo no puedo comer fruta y tú no eres un cazador.”
    “Puedo buscar carroña.”
    “Así que piensas ahuyentar a las hienas, ¿eh?” Lo miró llena de nostalgia. “Sé que no me queda mucho tiempo en este mundo, pero rezaré por ti, Busara.”
    “Debe haber alguien que pueda ayudarte,” dijo Busara. “¿Tienes familia o amigos?”
    “Tengo a mi esposo y a mis Hermanas de Manada,” respondió. “Si vas hacia el oeste, en dirección a la Roca del Rey, los dioses te recompensarán algún día. Mientras caminas, canta ‘Aiheu abamami,” y así sabrán que eres un amigo. Diles que Asumini te envía.”
    “Los encontraré.”
    “Es un viaje muy largo.”
    “No importa.” Se inclinó sobre ella y le acarició el rostro. “No te preocupes. La muerte no ganará en esta ocasión. Te lo prometo.”
    Asumini le tocó la mano con su lengua. “Jamás te olvidaré.”
    “Ni yo a ti.” Era claro que en ese momento no fue el Bedango lo que lo hizo llorar.
    Así fue como comenzó la ‘Paz de Asumini’, gracias a la cual todos los mandriles son corban—están a salvo de todo daño. Este pacto ha sido honrado en las Tierras del Reino hasta este día.



    CAPÍTULO I
    EL NACIMIENTO DE RAFIKI

    La mandril Neema lloraba por la angustia que le provocaba el dar a luz a su nuevo hijo. Su esposo, el Jefe Kinara , estaba sentado tranquilamente, con una calmada sonrisa entre los labios, cuando escuchó el alboroto. Ahora estaba claramente afligido al escuchar los quejidos de su esposa. Sus hijos Makedde y Makoko trataban de consolarlo lo mejor que podían.
    “Resiste,” decía la comadrona. “Te va a doler más, pero así será más rápido. Resiste.”
    Neema lanzó un desgarrador grito, dejando muy en claro que sentía dolor. “¡Oh dioses! ¡Oh dioses! ¡Ayúdenme por favor!”
    La comadrona le dijo, “Mientras más te duela más querrás a tu hijo.”
    “¡¡Si lo quiero todavía más moriré!!”
    A pesar de su dolor conservaba su sentido del humor. Sin embargo, el Jefe no estaba tan alegre. Sus manos se torcían compulsivamente mientras daba vueltas alrededor de la habitación. “¡Por qué tarda tanto!”
    “Está haciendo lo mejor que puede,” le dijo Makedde. “Hay cosas que no pueden apresurarse.”
    “Así es,” agregó la comadrona. “¡Vamos, Neema! ¡Ya casi terminas!”
    Finalmente la habitación se inundó por un llanto que fue como una llamada de alivio; algunos momentos después se escuchó un agudo chillido; una nueva voz estaba hablando.
    La comadrona se acercó al Jefe. Los jóvenes hijos fueron llevados al exterior de la habitación momentáneamente. “Ya tendrán su oportunidad. No fatiguen a su madre.”
    El Jefe Kinara observó a Neema y al pequeño y húmedo bulto de pelos que sostenía entre sus brazos. “Nuestro hijo,” susurró Neema.
    “Nuestro hijo,” respondió Kinara; se agachó para besar a Neema en su sudorosa frente. “Dijiste que te gustaría tener una hija en esta ocasión. ¿Has cambiado de opinión?”
    “Me mantengo firme en lo que dije. Lo sabes bien.”
    Kinara volteó a ver el pequeño rostro que estaba frente a él. Se encogió de hombros al contemplar aquella visión, simple aunque al mismo tiempo placentera. “Metutu ,” dijo, pues el pequeño no era bonito, aunque tampoco era feo. La comadrona no entendió por qué el Jefe había dicho aquello, así que salió de la habitación y dijo “¡Escuchen todos! El Jefe Kinara tiene un hijo. ¡Por la voluntad de los dioses, Metutu!”
    Neema frunció el ceño. “Mira lo que has hecho.”
    “Metutu significa ‘aquel cuyo rostro no miente.’”
    “También significa sin gracia.”
    “Es el hijo del jefe. ¡Si saben lo que les conviene no lo llamarán de esa manera!” Miró al pequeño a los ojos.
    “¡Mira, me está sonriendo!”
    “Yo creo que quiere eructar,” dijo Neema.
    “Te digo que está sonriendo,” insistió Kinara. “Y vaya que habrá de sonreír. Su vida será fácil y libre de penas, al menos mientras dependa de mí.” Besó al pequeño. “Bienvenido a casa, Metutu.”



    CAPÍTULO II
    COMO DUELE CRECER

    Los primeros días que Metutu pasó en casa estuvieron llenos de placenteras experiencias. Kinara estaba cumpliendo su promesa, pues los únicos sufrimientos por los que Metutu tuvo que pasar fue el que lo obligaran a escuchar las historias sobre dioses y héroes que su madre solía contar. Todas sus necesidades eran satisfechas por su devota madre y sus leales sirvientes.
    Cuando Metutu cumplió tres lunas de edad—una edad en la que a la mayoría de los jóvenes mandriles comienzan a asignarles pequeños deberes—se le dijo que estuviera al pendiente de que sus sirvientes no trataran de esquivar sus responsabilidades. Incluso a esa edad no había duda de que estaban preparándolo para el liderazgo; muy probablemente sería el próximo Jefe.
    Los hermanos de Metutu eran mucho mayores que él. Trataban a su pequeño hermano con afecto y gentileza, aunque estaban interesados en tener compañeros de juego de su propia edad, que pudieran comprender los rudos y complejos juegos de los chicos. Así que cuando Metutu quiso jugar con alguien, Busara tuvo mucho cuidado en seleccionar a un joven de alguna de las poderosas familias del Consejo, que fuera de su edad, brillante y muy educado. Debido a su temperamento y educación, Wandani fue la opción perfecta. Además, los padres de Wandani eran fieles a la administración de Kinara; no habría peligro de que Wandani tratara de influir en el Jefe a través de Metutu.
    Wandani comenzó a ser instruido en sus labores hacia el joven hijo del Jefe; él sabía perfectamente que el honor que le otorgaban estaba balanceado con el peso de la responsabilidad que tenía que cargar bajo sus hombros. La única pregunta que quedaba en el aire era si a Metutu le agradaría el joven Wandani. Para el deleite de todos, esa duda quedó despejada muy pronto—Metutu estaba encantado con su nuevo amigo.
    Sería muy poco amable el sugerir que Wandani tan sólo hacía un trabajo. Metutu era un alma amable, como su madre. No tenía el encanto de su padre, pero gracias a su acomodada vida no necesitaba saber lo que era la compasión. Wandani sabía esto perfectamente, y lo demostraba con el fervor que ponía al cuidar al pequeño Metutu.
    Metutu sabía que él era diferente de los demás. Sabía que los demás niños no eran tan privilegiados, y que tenían que trabajar duro. También sabía que los demás, incluyendo a Wandani, poseían alguna clase de belleza que él no tenía. Una vez Metutu le preguntó a Wandani si de verdad era tan falto de gracia; Wandani lo negó rotundamente. Sin embargo, Metutu sabía que Wandani era gentil con él, y le bastó el contemplar su reflejo en el agua para reafirmar sus sospechas.
    Wandani, en un momento de gran madurez, le dijo a Metutu que su belleza estaba en el interior. Pero eso no fue de mucha ayuda cuando Metutu tuvo que enfrentarse con los demás pequeños, quienes se burlaban cruelmente de su nombre. Sin embargo, nunca olvidó lo que Wandani le había dicho. Como la mayoría de los pequeños machos, no era muy demostrativo respecto a sus sentimientos hacia sus compañeros de juego. Pero cuando se refería a Wandani lo hacía mediante el nombre que algún día habría de tener: Rafiki Wandani, “mi más querido amigo Wandani.”
    La mayoría del tiempo Metutu jugaba con Wandani y Asumini, la hija del Escribano en Jefe Busara. Se rumoraba que su hija Asumini había sido llamada así en honor a una leona que solía visitar la cueva de Busara.
    Esos dos amigos eran todo el círculo social de Metutu; se podría decir que ellos y sus padres eran todo su mundo. Kinara se preguntaba continuamente si esta situación era saludable para su hijo, o si contribuiría a apartarlo del resto del mundo. En lo POSIBLE, un buen político debía ser capaz de relacionarse con la gente. Y ahí estaba el problema; Kinara quería que a Metutu le agradaran los demás, pero que no los imitara. Siempre solía invitar a la gente “correcta” a su casa, después de enseñarle a Metutu qué decir y cómo comportarse. Metutu siempre tartamudeaba cuando se veía obligado a saludar a los demás, y siempre que tenía la oportunidad se escondía de ellos. Pero cuando estaba con Wandani y Asumini era muy expresivo, amistoso, e incluso un poco presuntuoso.
    Siempre que Kinara se proponía hacer algo para convertir a Metutu en una pequeña versión de él mismo, Neema intervenía sigilosa y sutilmente, haciéndolo cambiar de opinión. Neema era, de una forma humilde y tranquila, el más grande poder de la aldea. A ella le gustaba que Metutu fuera tal y como era. Su amor hacia él era incondicional, y el único plan que había trazado para él era que encontrara la felicidad.
    Por otro lado, había un abusador llamado Duma que se dedicaba a hacerle a Metutu la vida miserable. Tenía la edad de Wandani, pero era todo lo contrario a él—grosero, injusto, y muy ágil para decir cosas que dañaban el espíritu hasta las mismas arterias. Tenía una gran facilidad para encontrar a Metutu y Wandani cuando los demás adultos no estaban cerca. Lo que era peor, siempre estaban a su lado varios de sus zánganos amigos. Pero cuando se trataba de golpear a Metutu siempre trazaba un límite. El leal Wandani siempre le recordaba, “¡Será mejor que no lo hagas! Si te atreves a tocarlo llamaré al Jefe y VAS a sentirte muy mal.”
    Aquellas palabras eran como un talismán mágico, una muestra del gran respeto que sentían por Kinara lo mismo viejos que jóvenes. Metutu se sentía alegre de estar a salvo, y también se sentía alegre de no tener que ser él quien tuviese que pronunciar aquella penosa excusa. Los abusadores iban y venían, pero él siempre sería falto de gracia; algunas veces se escabullía para llorar a solas, hasta que se sentía con la fuerza necesaria para volver a encarar al mundo.


    CAPÍTULO III
    BAJO CONTROL

    “Había aventado cuatro grandes piedras, pero el leopardo seguía aproximándose. Al Pequeño Hermano Chako sólo le quedaba una pequeña piedra a la mano, así que la tomó y la aventó hacia un panal de avispones. ¡Kerplunk! El panal cayó sobre la espalda del leopardo; los avispones salieron del panal, dispuestos a descargar toda su ira, ¡pero fijaron su objetivo en el leopardo, el cual tuvo que correr para salvar su vida! Y el Pequeño Hermano Chako se rió abiertamente. ‘¡Lo que importa no es que tan grande sea la roca, sino la manera en que la avientes!’”

    — “EL PEQUEÑO HERMANO CHAKO”, Sección 10-B

    Metutu, Wandani y Asumini estaban jugando a los encantados, pero pronto se aburrieron y comenzaron a buscar nuevas emociones.
    “Yo sé donde hay un enorme árbol lleno de enredaderas,” dijo Metutu. “Síganme.”
    Comenzaron a adentrarse en la jungla, donde ya no había caminos marcados. “¿A dónde vamos?” preguntó Wandani. “¡Este lugar es muy peligroso!”
    “¿Peligroso?” dijo Asumini. “Ni siquiera sabemos dónde estamos.”
    “¡Oh, no seas tan mwana ! He estado aquí cientos de veces. ¡Es seguro!”
    Wandani se agarró la cabeza con las manos. “Así que has estado escapándote. Sabes que tu papá me hará picadillo si se entera.”
    “Sí, pero no lo sabe. Y no lo sabrá a menos que se lo digas. Él nunca nos dejará hacer cosas divertidas hasta que seamos demasiado viejos como para divertirnos haciéndolas. Quiero decir, ¿cuántas veces lo has visto columpiándose de alguna enredadera?”
    Wandani se rascó la cabeza. “Aún así no me agrada.” Sin embargo, continuó caminando; Asumini los siguió. Las sutiles marcas que había en los troncos de los árboles dejaban ver que Metutu ya HABÍA recorrido ese camino por lo menos una vez, pues él siempre dejaba un rastro cuando se adentraba en nuevos territorios. Saltaron unas malezas llenos de entusiasmo; al poco tiempo todos pensaban que bien valía la pena arriesgarse a algunos azotes por el buen rato que estaban pasando.
    Finalmente pudieron encontrar lo que buscaban. Eran un par de árboles en medio de un claro; de ellos colgaban innumerables enredaderas que caían hasta tocar el suelo. Metutu gritó emocionado. “¡Miren esto!”
    “¡Sí!” Wandani se olvidó de sus preocupaciones. Tomo una enredadera, retrocedió algunos pasos y se impulsó con los pies. “¡Oh, esto es grandioso!” Mientras se columpiaba comenzó a cantar, “¡Asante sana, squash banana! ¡We we nugu, mi mi apana! ”
    Asumini se le unió. Ella era muy ligera, y las enredaderas la sostenían fácilmente; comenzó a columpiarse de liana en liana hasta llegar a una rama baja. Puso sus rodillas sobre la rama y se colgó boca abajo. “¡Hey, Metutu! ¡Mira!”
    “¡No hagas eso!” Metutu estaba fuera de sí. “¡Podrías matarte!”
    “Estoy bien. Deberías de—¡por los dioses!”
    “¿¿Estás bien?? ¡Resiste! ¡Iré por ti!”
    “¡Es un leopardo! ¡Aléjate, aléjate!”
    Por un momento Metutu pensó que se trataba de una broma. Pero después lo pensó dos veces; dio un brinco, se agarró de una liana y se abrió camino entre las ramas. Segundos después, un enorme y moteado gato lo embistió, alcanzando a tocarle la punta de los pies con una garra. Metutu no pudo verlo hasta que estuvo a salvo en una horquilla del árbol, entre dos enormes ramas. Metutu bajó la vista e intentó ver a Wandani; lo vio columpiándose de una rama cercana al suelo.
    “Tienes suerte de que la haya visto,” dijo Asumini. “Te pudo haber matado.” Comenzó a trepar hacia donde se encontraba Metutu, estremeciéndose a cada paso.
    “Oh, no me asusté,” dijo Metutu. “Sólo estaba preocupado por ustedes. Tienes que enseñarles quién es el que manda aquí. Ellos huelen el miedo, ¿lo sabías?”
    “¿En verdad?” pregunto Wandani.
    “Seguro. Mira esa horrible nariz. Lo ves, está oliendo. Busca a alguien que esté asustado, pues no se atreverá a atacarte a menos que tengas miedo. Jamás se atreverá a meterse conmigo.”
    “Pues yo no tengo miedo,” dijo Wandani; tomó una nuez y se la aventó a la leopardo. Cayó al lado de la felina, quien volteó a mirarlo con furia.
    “¿Cómo es posible que no puedas darle a un blanco tan grande?” Metutu tomó una nuez y la aventó. La leopardo lanzó un repentino rugido y comenzó a brincar hacia los jóvenes mandriles, lanzado zarpazos al aire. “¡Justo en el trasero!” exclamó Metutu. “Esta vez le voy dar en medio de los ojos.”
    “Yo no lo haría si fuera tú,” interrumpió Asumini. “Los gatos grandes tienen un gran sentido del orgullo. Si la haces molestarse ten por seguro que te atrapará.”
    “Sí, claro. No te preocupes por mi, niñita—tengo todo bajo control.
    “Yo sé lo que te digo; estás cometiendo un grave error.”
    “¿Oh? ¿Y quién te ha enseñado tanto sobre gatos grandes?”
    “Tengo una Tía que es una leona; ella me ha enseñado.”
    “¿A sí? ¿Es en serio? ¡Pues entonces yo tengo un Tío que es un elefante!” Metutu tomó otra nuez y apuntó con sumo cuidado. “¡Cuidado allá abajo!”
    ¡Whap! Le dio justo en medio de los ojos, provocando que la leopardo respingara. “¡Te dije que tuvieras cuidado!”
    “¡Ya tuve suficiente con ustedes, pequeños malcriados!” La leopardo estaba furiosa; comenzó a trepar el árbol. “¡Voy a despellejarlos vivos, y cada vez que griten voy a reírme!”
    Su paso era pesado pero firme, y hacía que todo el árbol se sacudiera. Además, era bastante rápida. Los tres jóvenes mandriles tuvieron que saltar rápidamente hacia otro árbol. Wandani saltó sin pensarlo dos veces; Asumini lo siguió, pero en vez de aterrizar sobre sus pies se agarró de una rama con sus manos, columpiándose por un momento.
    Metutu volteó a ver la tierra que estaba bajo él. Comenzó a sentirse mareado y perdió el valor. Se apretó el estómago con las manos y gritó, “¡No puedo hacerlo!”
    La leopardo se abría paso por entre las pequeñas ramas del árbol. La frágil rama sobre la que se encontraba Metutu comenzó a oscilarse peligrosamente. Finalmente encontró la motivación, y con el corazón en la garganta dio un salto. Durante algunos segundos se encontró volando entre centenares de ramas; intentó aferrarse a alguna de ellas con desesperación. ¡Por fin lo logró!
    Se esforzó en aferrarse a aquella rama. Por fin pudo recuperar el aliento. Se asió bien al nuevo árbol en el que se encontraba y dio un salto hacia la seguridad de una enredadera que colgaba de una rama cercana.
    La leopardo también saltó, logrando aferrarse con sus patas en una rama. Se balanceó algunos segundos, pero después escuchó como la rama crujía. “¡Crack!”
    El resultado casi provocó que Metutu cayera de la rama en que se encontraba. La leopardo cayó de rama en rama y finalmente se estrelló contra la tierra; su pelaje estaba cubierto de maleza y hojas verdes. Su dignidad estaba herida, pero la leopardo estaba intacta. Permaneció imperturbable; se lamió las patas, y luego estornudó cómicamente.
    Metutu le gritó, “¡Se lo diré a mi papá!”
    La leopardo se encogió de hombros. “¡Tal vez lo despelleje por criar a un maleducado como tú!” Comenzó a trepar por el tronco una vez más.
    Asumini, con la voz temblorosa, le gritó, “Perdona a mi amigo. Fue un tonto en retar tu honor. Eres muy poderosa, y tu furia debe ser incontrolable. Me arrodillo ante ti, Madre de la Muerte.”
    La leopardo se detuvo. “Tu madre te ha educado bien. Te perdonaré a ti y al que ha permanecido callado.”
    “Te lo pido por la sangre de la misericordia. Recuerda quién es el que separa la leche del barro. Permite que también separe tu ira de tu sabiduría. Sólo es un niño—si lo perdonas, aprenderá de esta experiencia.” Asumini estaba profundamente asustada, pero comenzó a avanzar hacia la leopardo; su respiración estaba agitada y su corazón latía rápidamente. Asumini se acercaba lentamente; la leopardo observaba cada uno de sus movimientos con sus avellanos ojos. Asumini continuó acercándose hasta que estuvo a menos de un brazo de distancia de la poderosa cazadora; extendió su temblorosa mano hacia ella.
    La leopardo acercó tanto su nariz a la mano de Asumini que la joven mandril pudo sentir su aliento. Podían pasar dos cosas, dependiendo de que tan buena había sido la disculpa. Asumini cerró los ojos fuertemente, contuvo el aliento y rezó.
    Una rosada lengua le lamió la mano. La leopardo comenzó a ronronear. “Mi honor está satisfecho. Voy a perdonarlo en el remoto caso de que tengas razón—sólo por TI.”
    La leopardo comenzó a descender, mas no tenía prisa por marcharse. Hizo honor a su reputación; comenzó a acicalar su poderoso y ágil cuerpo, clavó sus afiladas garras en el tronco del árbol, y lanzó un forzado pero impresionante bostezo que permitió ver su poderoso arsenal de muerte. Después se adentró calmadamente entre los árboles del bosque.
    Algunos minutos después, Metutu—quien tenía todo bajo control—se reunió con Wandani y Asumini; estaban asustados y molestos, pero ahora eran un poco más sabios. Metutu miró a Asumini y dijo. “Nunca pensé que te agradara tanto.”
    Asumini frunció el ceño y le dio una bofetada con toda su fuerza. “¡JAMÁS vuelvas a hacerme eso!”
    “¡Se lo diré a su papá!” dijo Wandani.
    “¡Pues también asegúrate de decirle que fueron ustedes quienes comenzaron todo! ¡Si te atreves a delatarme lo contaré todo!”
    “No te atreverías a contárselo.”
    “Sólo pruébame.”
    Metutu se sobó la mejilla. “Sólo quería decirte ‘gracias.’”



    CAPÍTULO IV
    ES TIEMPO DE ACTUAR

    La leopardo no era el único problema de Metutu, aunque tampoco era el peor, pues ella tenía un gran sentido del honor y la justicia. Metutu era el blanco favorito de los abusadores de la aldea. Era víctima de constantes acosos, y eventualmente llegó el momento en que las cosas tuvieron que definirse. Wandani no podía ser la eterna solución de sus problemas, y el amenazar a Duma con decírselo a Kinara ya estaba muy gastado.
    Aquel día Duma miró a Metutu de reojo con una burlona y triunfante sonrisa en sus labios. “Claro, díselo a su papi. El pequeño bebito no puede cuidarse por sí mismo. Ve a decírselo a su papi antes de que empiece a llorar.”
    “¡No soy un bebito!” respondió Metutu.
    Duma sabía que tenía el triunfo en sus manos. “¡No llores, bebé! Tu papi me castigará si se entera que te hice llorar. ¡Todos sabemos que jamás permitiría que su horrible bebé se lastimara!”
    “¡Yo te mostraré quién es horrible!” gritó Metutu mientras las lágrimas comenzaban a rodar por su pobre y desagraciado rostro. “¡Te odio! ¡Te odio!”
    “¡Si te atreves a tocarlo se lo diré a toda la villa!” gritó Wandani.
    “¡No lo harás!” protestó Metutu, quien lo tomó por los hombros y lo sacudió. “No soy un bebé. Tengo que pelear mis propias batallas, y no quiero que se lo digas a mi Papá, ¿has entendido? Prométemelo.”
    “¡No puedo hacerlo!”
    “¡Tienes que hacerlo! ¡Si en verdad eres mi amigo y no sólo un sirviente debes prometérmelo!”
    Wandani en verdad apreciaba a Metutu, así que el tono de aquellas palabras lo dejó petrificado. “Si en verdad eres mi amigo, por favor no lo hagas. Es más grande que tú. ¡Te masticará y después te escupirá! Por favor, no lo hagas.”
    “Será mejor que escuches a tu amigo,” dijo Duma burlonamente. “Si tu cara fuera más horrible tendrías que usar una canasta encima.”
    Metutu miró a Wandani directo a los ojos. “Tengo que hacer esto, Rafiki Wandani. No lo hagas más difícil de lo que ya es. En el momento en que vayas a decírselo a papá pelearé con él.”
    Las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Wandani. “Está bien. Da lo mejor de ti.”
    Metutu tenía miedo, pero se enfrentó a Duma diciendo, “Esto será sólo entre nosotros dos. Wandani está fuera de esto.”
    “Como tú quieras.” Duma observó como Metutu se protegía la cara con las manos. Le mandó un golpe falso hacia la barbilla; Metutu trató de protegerse, y entonces Duma le golpeó el estómago. Metutu se dobló por el dolor. Se puso en pie rápidamente y le lanzó unos débiles puñetazos a Duma; a cambio recibió repetidos golpes en la cara y el estómago que lo llevaron hasta el límite de su resistencia; comenzó a perder el control, y no se dio cuenta de que Wandani estaba pasando por lo mismo que él. Metutu estaba a punto de perder el sentido; finalmente cayó sobre sus rodillas. “Me rindo.”
    “No es tan fácil,” le respondió Duma. “¡Tú comenzaste esto, así que también lo terminarás!”
    Wandani empujó a Metutu hacia la tierra y lo cubrió con su cuerpo.
    Duma pateó a Wandani por un costado y lo golpeó en la espalda. Duma se hizo a un lado; después tomo a Metutu y comenzó a apretarlo fuertemente al tiempo que le mostraba los colmillos a Wandani.
    “¡Déjalo ya!” gritó Wandani. “¡Vete de aquí!”
    “¡Voy a terminar con esto!” Duma pateó a Wandani en las costillas.
    “¡Ya lo lastimaste lo suficiente! ¡Vete de aquí, o yo mismo pelearé contigo! ¡Quizá no gane, pero ten por seguro que te dejaré algunas cicatrices!” Wandani saltó como una bestia rabiosa y agarró a Duma por el cuello, tomándolo por sorpresa. Le rasguñó la cara con las uñas, provocando que le brotara sangre de la piel. “¡Juro que te marcaré de por vida aunque muera en el intento! ¡No podrás librarte de mí lo suficientemente rápido! ¡De dejaré marcado de por vida!”
    Duma se dio cuenta de que la diversión ya había terminado; empujó a Wandani y le sonrió forzadamente a sus amigos. “¡Sólo di la hora y el lugar, enclenque! ¡Hey, muchachos! ¡Vámonos de aquí, antes de que el bebito empiece a llorar!”

    CAPÍTULO V
    LA ACUSACIÓN

    Wandani se puso en pie una vez que todo estuvo en silencio. Trató de levantar a Metutu, lo cual no fue fácil pues Metutu estaba casi inconsciente; su nariz sangraba y tenía el cuerpo horrendamente golpeado. “Oh, Metutu, ¿por qué no me hiciste caso?”
    Metutu dijo, “No te enojes conmigo, Rafiki Wandani.” Le puso los brazos alrededor del cuello para poder sostenerse, pero era claro que también lo estaba abrazando; los ojos de Wandani se llenaron de lágrimas. “No puedes pelear todas mis batallas. Lamento haber herido tus sentimientos. ¿Seguirás siendo mi Rafiki?”
    “Siempre lo seré.” Wandani ayudo a Metutu a ponerse en pie, y lo sostuvo durante todo el trayecto a casa.
    “¿Crees que Papá se dará cuenta?”
    “Se daría cuenta incluso en una noche de luna nueva, con los ojos cerrados y con un arbusto sobre su cabeza.”
    Kinara estaba fuera de sí. Estaba molesto con el Viejo Maloki, el cacique de la aldea vecina. “¡Puedes creer lo que nos estaba pidiendo a cambio de la Raíz Tiko! ¡Cinco bultos de Bonewort! ¡Y todo eso tan sólo para este marchito tallo de Mitobi. Sólo míralo—¡parece que ha estado bajo el sol durante todo el día!” En ese momento apareció Metutu. “¿Hijo? ¡Por los dioses! ¿¿Han estado peleándose??”
    “No entre nosotros,” dijo Metutu. “Wandani es mi amigo.”
    Neema estaba horrorizada; corrió a abrazar y besar a su hijo. Kinara estaba molesto, pero mantenía una fingida calma que sorprendió a toda la aldea.
    “Quiero que me digas quién te hizo esto. No tengas miedo; no estoy enojado. Bueno, sí lo estoy, pero no contigo.”
    “No puedo decírtelo. Ya no soy un bebé. Prometí que no te lo diría; si lo hago, todos pensarán que soy un bebé.”
    “¿Así que lo prometiste?” Kinara sonrió—era una sonrisa sincera—y acarició suavemente la mejilla de Metutu. “Esta mañana salió de casa un pequeño niño, pero ha regresado convertido en un hombre.”
    La golpeada cara de Metutu estalló en una cálida sonrisa.
    “¿Quién ganó?”
    La sonrisa de Metutu se extinguió. “Acabó conmigo. Si Wandani no hubiese intervenido, seguiría tirado en ese lugar.”
    Kinara abrazó a su hijo. “Aún así eres un ganador. Has triunfado sobre ti mismo, y eso no es algo fácil de hacer.”
    “Wandani me ayudó bastante. Peleó como un tejón mielero. Velo, está muy lastimado.”
    “Puedo verlo. Puedes estar seguro de que recibirá su recompensa.” Kinara se alejó en compañía de Wandani, dejando a Metutu con su madre.
    El Jefe le preguntó a Wandani en tono bajo, “¿Quién lastimó a mi hijo?”
    “Me hizo prometer que no lo revelaría.”
    Kinara no se molestó, pero se mostró muy preocupado. Le dijo a Wandani, “Voy a PROMETERTE algo, Wandani. Si no me dices quién hizo esto, tu padre no será promovido en el Consejo. Quiero tener a mi cargo un sacerdote cuya familia respete la ley por encima de promesas precipitadas.” Kinara observó el golpeado rostro de Wandani; sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. Kinara se arrodilló y abrazó al pequeño. “No le diré que fuiste tú quien me lo dijo. Jamás se enterará. ¿Pero cómo crees que podremos protegerlo si no me dices la verdad, eh? ¿Es que no te das cuenta de que YO también quiero protegerlo?”
    Wandani estaba avergonzado; sacudió su cabeza y comenzó a llorar. “Fue Duma.”
    “Duma,” dijo el Jefe lentamente. “El hijo de Nyongo . Siempre se ha creído mejor que los demás, pero se atreve a golpear a un niño indefenso.” Kinara acarició a Wandani afectuosamente. Me aseguraré de que Metutu y tú estén seguros en el futuro, pequeño diablillo.” Kinara miró a Wandani y sonrió. “¿Amigos?”
    “Amigos.”
    Kinara lo besó en la frente. “Siempre te vi como mi cuarto hijo, ¿lo sabías? Si tu papá intenta reprenderte por haber peleado dile que te nombré un gran héroe. Ahora vete a casa.”
    El Jefe regresó con su hijo. “Metutu, estoy orgulloso de ti. La valentía es una de las marcas que hacen a un verdadero jefe. Aunque no me digas quién fue ese abusador sé algo sobre él. Él piensa que te dio una paliza, pero no es ni la mitad de hombre que tú. No te cubras la cara cuando pases frente a él. Demuéstrale que estás confiado. Cuando pases junto a él, míralo a los ojos. Si te cubres la cara sabrá que ganó, y lo volverá a hacer. Después de ser más fuerte que alguien, lo mejor es ser lo suficientemente fuerte como para no dejarte intimidar.”
    “¿En verdad crees que me dejará en paz?”
    “Estoy seguro.”
    Metutu no tuvo que esperar para darse cuenta de ello. Al día siguiente su padre le hizo un encargo. Ningún sirviente debía hacerlo en esta ocasión—Kinara insistió en que debía hacerlo su hijo en persona. Wandani lo acompañó para apoyarlo moralmente, pero sobre todo para protegerlo; a pesar de ello Metutu aún era vulnerable, y estaba muy asustado.
    Y su preocupación por haber sido derrotado era mucho más grande que el dolor mismo. Una pelea ya no era un temor desconocido, sino un recuerdo poco placentero. Decidió no mostrar temor y controlarse cuando estuviera frente a Duma. Tal vez sonreiría y diría “Buen día.” Si, eso sería seguro. Por supuesto, también existía la posibilidad de que Duma dijera. “Es un buen día, pero no para ti.” Era una posibilidad a la que tenía que enfrentarse.
    Pasó junto a un árbol de acacia; Duma no estaba esperándolo en ese lugar. No estaba entre las enredaderas, donde solía descansar. Por un momento, Metutu pensó que Duma había escapado de la aldea.
    “Es muy tarde. Ya debería estar despierto.”
    Continuaron caminando; Duma apareció en el camino que conducía a la Roca del Consejo.
    Metutu lo enfrentó. “Buen día, Duma.”
    Duma se mordió el labio. No era evidente a simple vista, pero su cara estaba hinchada y golpeada. “Sí. Buen día.” Se acercó a Metutu, pero esta vez no fue para empujarlo. “Mira, Metutu. Estoy muy apenado de haberlos golpeado a ti y a Wandani en este lugar. No eres un bebé ni eres horrible. Dije todas esas cosas sólo por los demás muchachos.”
    “Esta bien. Disculpa aceptada.”
    “¿Te encuentras bien?”
    “Aún estoy un poco adolorido.” Metutu miró a Duma de cerca. “Sé que no pude haberte golpeado tan duro. ¿Quién te atacó? ¿¿Acaso Wandani provocó esos hinchazones??”
    “No te preocupes.”
    “No sé quién fue el que te hizo eso, pero yo no dije nada, en serio.”
    “Dije que no te preocuparas, ¿¿entendido??” El tono de su voz se suavizó. “Lamento haberte golpeado. Jamás volverá a pasar.”
    “Es muy amable de tu parte. Bueno, adiós.”
    Metutu suspiró aliviado y continuó su camino. Sin embargo, había una duda que lo perturbaba. Sabía que, de alguna forma, un testigo le había dicho todo a su papá. ¿Pero golpear a un muchacho de esa manera? Era seguro que eso no estaba estipulado en las leyes de la aldea. Entonces se le ocurrió que su padre lo había mandado a hacer ese encargo sólo para que pudiera escuchar la disculpa de Duma. De algún modo su Papá sabía que Duma estaría ahí, herido y sangrando. Lo sabía por que era él quien lo había hecho.
    Metutu aún quería a su padre, y podía comprender que Kinara también lo quería. Pero no supo si sentirse orgulloso o avergonzado de su Papá.




    CAPÍTULO VI
    LA DISCUSIÓN

    Asumini fue a ver a Metutu en cuanto se enteró de la pelea que había tenido. Metutu estaba temeroso de verla, pues pensó que le volvería a reprochar el incidente de la leopardo. Pero Asumini se mostró bondadosa y compasiva.
    Metutu estaba agradecido por tener de regreso a su amiga. “Valió la pena que me golpeara; gracias a ello he vuelto a agradarte. Te extrañé mucho.”
    “Nunca dejaste de agradarme,” contestó Asumini. “Es sólo que necesitas aprender un poco de humildad. ¿Cómo crees que me habría sentido viéndote gritar y morir?” Le acarició su hinchada mejilla con la mano.
    “Por supuesto.” Metutu bajó la mirada, apenado, pero la miró de reojo y sonrió un poco. “Gracias de nuevo. Fuiste muy valiente.”
    Asumini sonrió. “No sé cómo es que pude hacerlo. Siempre que recuerdo lo cerca que estuvo de mi mano me pregunto si tendré el valor de volver a hacerlo…”
    “Oh, claro. Sé a qué te refieres.” La sonrisa de Metutu se desvaneció.
    “Sólo estaba bromeando—pero jamás vuelvas a probarme.”
    “Aprovechando que estás aquí tal vez podríamos ir a saltar rocas. ¿Qué te parece?”
    “No puedo en este momento. ¿Qué te parece al rato?”
    “Seguro.” Metutu se frotó la mejilla. “¿En verdad no estás enojada conmigo?”
    “De verdad.” Asumini se acercó a él y lo besó. “Bien, así se pondrá mejor.”
    Metutu miró a Asumini; estaba sorprendido y muy apenado. “¿Nos veremos mañana?”
    “Quizás.”
    A la mañana siguiente Metutu fue a la cueva de Asumini. Desde el exterior pudo vislumbrar a los padres de su amiga. Busara y Kima eran víctimas de muchos y maliciosos rumores, incluyendo uno que hablaba sobre sacrificios de sangre a la luz de la luna llena. A pesar de todo, su hija era muy amable y bondadosa. Era imposible que esos rumores estuvieran fundamentados.
    “¿Asumini? ¿Puedes salir?”
    Asumini se acercó dando saltos; en su mano llevaba un cepillo de cerdas de pasto. Al llegar a la entrada vio a Metutu sosteniendo una pequeña roca. “Oh, el riachuelo. Lo olvidé.”
    “Claro.” Metutu se recargó sobre el muro. “¿Crees que podrías salir por un momento? Verás, pensé que tal vez podríamos sobrepasar nuestra antigua marca.”
    “Lo siento, pero tengo quehaceres.”
    “¡Pero Asumini, lo prometiste! Puedo ordenarle a alguno de mis sirvientes que venga a barrer la cueva. No se negarían.”
    “Prefiero hacerlo yo misma, como papá me lo ordenó.”
    “No se lo diré si tú no lo haces.”
    Asumini frunció el ceño. “Eso no es correcto. Pensé que eras mejor que eso, ¿cómo es posible que tu padre sea un político? Te estás volviendo igual a él.”
    “¿Qué es lo que quisiste decir con ESO?”
    “Mi papá dice que Kinara tiene el corazón de un leopardo, ¡y no lo dijo como un cumplido!”
    La referencia al leopardo provocó que Metutu se estremeciera.
    “¡Vaya! ¡Mira nada más quien habla! ¡Vine hasta aquí para jugar contigo, y tú te pones a insultar a mi Papá! Pues yo escuché que tu Papá es un hechicero. ¡Tema dice que Busara mata cabras en las noches de luna llena!”
    “¡Eso no es cierto! ¡Él es bueno y amable, y siempre está curando a criaturas enfermas! ¡Nunca en su vida ha matado a alguien! ¡Eres un horrible monstruo, Metutu! ¡Vete de aquí!”
    Metutu se alejó corriendo. Algunos segundos después Asumini gritó, “¡No quise decir eso! ¡Oh dioses! ¡Por favor, regresa!” En verdad sonaba desesperada.
    Metutu quería perdonarla, pero en su interior estaba muy indignado; por aquel momento ganó su indignación. “¡Se arrepentirá de haber llamado leopardo a mi papá! ¡Me llamó horrible monstruo!” Eso fue lo que más lo lastimó, pues estaba consciente de que no ERA muy atractivo. “Tal vez no regrese mañana. ¡Tendrá tiempo para hacer TODOS sus estúpidos quehaceres!”
    Metutu regresó a su casa. Trepó a la horquilla en la que solía dormir. En aquel lugar había un nudo que tenía la forma de un conejo. “¿Que te parece, pequeño conejo? ¡Chicas!”
    Kinara lo estaba observando. “Guau, debe haber una tormenta por aquí cerca—acabo de ver una nube obscura alejándose.”
    “Muchas nubes sería más apropiado.”
    “Ohhh. ¿Te gustaría hablarme sobre ello?”
    Metutu volteó a ver a Kinara. “Papá, ¿por qué no pueden ser las demás hembras como Mamá?”
    “Todas son como Mamá. Ahí está el problema.”
    “Pero ella no está enloqueciéndote todo el tiempo. ¿O sí?”
    “No, por que yo conozco un gran secreto que me permite sobrellevarla.”
    Metutu bajó de la rama y se acercó a su padre. “¿En verdad? ¿Y cuál es?”
    Kinara miró a los alrededores, luego se aproximó a Metutu y le susurró al oído. “Hay que darles lo que ellas quieren. Ellas quieren tenerte en sus manos; mientras más pronto te des cuenta de ello y les sigas el juego, será mejor para ti.”
    “Pero ella no quiere nada.”
    “Supongo que hablamos de Asumini.”
    “Sí.” Metutu se rascó la oreja nerviosamente. “¿Sabes que me dijo? Dijo que me estaba volviendo igual a ti.”
    “¡Por todos los dioses!” Kinara gimió y se tapó la cara con las manos. “¡Llamen a los chamanes! ¡Esto es muy serio!”
    Metutu intentó no reírse y se concentró en su enojo. “Dijo que su papá te llamó un mal político con corazón de leopardo, y no lo dijo como cumplido.”
    “¡Un leopardo!” Kinara rompió en carcajadas. “¡Peores enemigos me han dicho insultos más grandes! Creo que sé por qué piensa eso Busara—la abundancia ha ablandado sus garras. Está rodeado de comodidades pero tiene las ambiciones de un topo. ¡Hasta vive en un agujero!” Kinara se rió de su broma, mostró sus dientes frontales y comenzó a menear los dedos frente a su oreja. “¡Ese Kinara es un mal político con el corazón de un leopardo!” dijo burlonamente. “¡Apuesto que esta noche va a ir a cazar antílopes!”
    Metutu no pudo controlarse más y comenzó a reír. Kinara le pasó el brazo alrededor del hombro y le dio una palmadita. “La próxima vez que la veas discúlpate como un loco.”
    “¿Pero por qué?”
    “Por lo que hayas hecho que hizo que Asumini se enojara de esa manera. Y jamás vuelvas a hacerlo. Ella posee dones que aún eres muy joven para apreciar, pero que quizás querrás disfrutar en un futuro.”




    CAPÍTULO VII
    MADURANDO

    La disculpa de Metutu debió haber funcionado. Los días pasaron, convirtiéndose en semanas y meses; Metutu y Asumini comenzaron a verse con más frecuencia. De vez en cuando, Metutu escuchaba extrañas historias acerca de Busara, pero no hacía caso de ellas por el cariño que le tenía a Asumini.
    La relación de ambos era un poco confusa. Cuando estaban en buenos términos, Metutu trataba de impresionarla con alguna habilidad nueva. Casi siempre fallaba en su intento, pero Asumini tenía muy buenos modales a diferencia de otras mandriles hembra. Sin embargo, todas las vanidosas demostraciones de Metutu eran lo que más le atraía a Asumini. Cada vez que Metutu fracasaba en su empaño, Asumini se volvía más deseable; además, si no le era posible impresionarla con habilidades atléticas o con ingenio, siempre quedaba la posibilidad de perseguir metas más intelectuales. Esa área era de más fácil dominio para Metutu.
    Una vez Metutu se acercó a Asumini para recitarle lo que había memorizado de la Saga de la Flor Maravillosa. Sin embargo Asumini conocía los versos mejor que él, así que terminó corrigiéndole la mayor parte. Era una situación difícil para Metutu, pues mientras más frustrado se sentía más versos olvidaba.
    Por un momento se sintió molesto, pero no podía dejar de reconocer el talento de Asumini. Finalmente permaneció sentado para poder escuchar cuidadosamente la interpretación de su amiga.
    Asumini comenzó a recitar los versos; los ademanes de sus manos eran tan delicados y hermosos que no habrían podido pasar desapercibidos ni ante los mismos dioses:

    “El pueblo durante muchos días peregrinó.
    El ocaso se extinguió cuando la noche cayó,
    Mas el albor del día siempre los acompañó.
    Una fervorosa danza en el cielo se observó;
    La luz del sol y la luna en todos resplandeció.”

    “Ante la enorme fatiga su esperanza menguó;
    Una gran aflicción a su espíritu desconsoló.
    A pesar de todo su líder no los traicionó:
    Imperturbable su rostro siempre permaneció;
    Su indomable fuerza jamás los abandonó.”

    “La Gran Numinu ante los extraños apareció;
    De sus sagradas aguas una barrera se elevó,
    Y con su fuerza los sagrados caminos protegió.
    Por medio de su poder el mágico jardín floreció;
    La Gran Numinu de los ladrones lo resguardó.”

    Asumini se detuvo al percatarse de la absorta expresión de Metutu. “¿Te encuentras bien? ¿Acaso me equivoqué?”
    “En ningún momento,” dijo Metutu lentamente. “Eras como una diosa; las palabras fluían de tu boca, tan delicadas y hermosas como el agua que fluye de las rocas. Deberías ser la interprete del Consejo.”
    “¿Estás seguro de que fue mi voz la que te gustó.”
    “Bueno…” balbuceó el joven mandril. “También tienes una presencia muy especial. Tus expresiones son muy hermosas. Todo en ti es hermoso… tú sabes lo que quiero decir.
    “Sí, lo sé,” contestó Asumini, dándole un beso en la mejilla. “Eres muy tierno. Pero si crees que eso fue bonito, deberías escucharme recitar la Ceremonia Leonina de Trascendencia. La recite hace una luna, cuando mi Tía Asumini murió.”
    “¿En serio?” Nunca antes había oído que una hembra llevara a cabo ceremonias. “¿Se trataba acaso de la leona sobre la que todos murmuraban?—entonces los rumores eran ciertos.”
    “Te dije que tenía una Tía que era una leona. Sería justo decir que fue mi segunda madre.”
    “Lamento tu pérdida. Debiste quererla mucho; es triste que no puedas volver a verla.”
    “No te preocupes tanto; cuando yo muera, ella vendrá por mí. Hasta que ese día llegue, ella estará protegiéndome.” Asumini colocó su mano sobre su pecho. “¡Algunas veces está con nosotros! No existe diferencia alguna en la forma en que los dioses nos tratan cuando morimos. Yo sigo el camino de Aiheu, y creo que todos los animales somos hermanos.”
    Metutu esta sorprendido. “¿Eres una Aiheusista? Siempre pensé que eras una de nosotros.”
    “¿Una de ustedes?” Asumini sonrió. “Todos somos uno; somos una gran familia. Lo único que nos divide son nuestras opiniones, pero no existe opinión alguna que pueda alterar la verdad. El pertenecer a un grupo u otro está sólo en la mente.”
    “Supongo que sí,” respondió Metutu, un poco dudoso. “¿Tu Tía Asumini te enseñó eso?”
    “Tengo muchas amigas que son leonas.”
    “¡Ufff! ¿Conoces a algún león?”
    “Sólo los he visto un par de veces, y no tuve oportunidad de hablar mucho con ellos; pero sus melenas son grandiosas. ¿Sabes? Tengo el deseo secreto de tomar a un león del cuello y sumergir la cara en su melena.”
    “Sumergirías tu cara… pero en su garganta; te devoraría en cuestión de segundos. No le tomaría más que un par de mordidas; eso si es que no te devora de un sólo bocado.”
    “¿Ya te olvidaste de la leopardo tan rápido? ¿Es que no te diste cuenta de que su honor no le permitió morderme? Los colmillos y las garras de los leones están afilados, pero en su mayor parte son suaves y peludos.” Asumini se sentó y recargó su espalda contra el tronco del árbol. “El Consejo dice que Dios es alguien como nosotros, sólo que más grande. ¡Cómo si cualquiera pudiera aspirar a ser como Él simplemente con aprender los hechizos necesarios que te hagan ser inmortal! Yo no lo creo así. En Dios hay justicia y bondad que son una meta que todos nos esforzamos en alcanzar, pero a la que nunca podremos llegar.”
    “¿Cuál es la apariencia de Aiheu?”
    “El lo es todo, pero al mismo tiempo no es nada.”
    “Eso NO TIENE SENTIDO.”
    “¿En verdad? A diferencia de los que creen en el Gran Simio Pishtim, los que seguimos a Aiheu creemos que Él se preocupa de todas las criaturas vivientes. Si no fuera así, ¿cómo podríamos esperar que escuchara nuestras oraciones? No es posible que sea un viejo simio, pues de ser así sólo escucharía a unos cuantos. El viento es real aunque no puedas ver su forma; sabes que está aquí porque sientes sus efectos. Si Dios no es un viejo simio, entonces los simios sólo alcanzaremos la superioridad ACTUANDO de manera superior. Y eso no puede lograrse a través de los engaños o las negociaciones, sino a través de la compasión, la generosidad y la honestidad. Eso es lo que nos hace ser como Dios. Hay muchos animales que siguen ese camino, por lo que todos los animales somos hermanos y tenemos las mismas oportunidades para complacer a los dioses. La verdadera grandeza proviene del corazón, no es algo que se adquiera como un derecho de nacimiento.”
    “Esa filosofía es muy agradable. ¡Eres tan inteligente como el Pequeño Hermano Chako!”
    “¡No digas eso! El Pequeño Hermano Chako era un tramposo que no cumplía sus promesas. Que el Consejo haya aclamado como un héroe a alguien así es un insulto a los dioses. Cuando alguien hace una promesa debe cumplirla, y así será bien visto. Aquellos que nos tratan con honestidad son nuestros hermanos, no como el Pequeño Hermano Chako.”
    Metutu estaba muy sorprendido, pero no molesto. “Apuesto a que pasas la mayor parte del tiempo pensando.”
    “Deberías intentarlo, Metutu.”
    “¿Crees que nunca lo hago?”
    “No quise decir eso. El problema de la filosofía de los mandriles es que te enseña QUÉ pensar, mas no CÓMO pensar. Nos dice que jamás debemos cuestionar la autoridad.”
    “¡Guau! Debemos continuar con esta plática otro día.” Metutu se marchó a casa. Se quedó pensando en la plática que había tenido con Asumini; ella tenía razón en muchas cosas. “Así que todos los animales somos hermanos,” se dijo a sí mismo. “Incluso la leopardo y yo.”
    Finalmente llegó a su casa. El viejo Wajoli lo estaba esperando; tenía un tazón en su mano. “Amo Metutu, tu cena está lista; es tu favorito: Estofado de Elefante.”
    Metutu observó el tazón y aspiró profundamente. “Ahhh, está fresco y apetitoso. Lo preparaste muy bien.”
    Metutu tomó el platillo; se dio cuenta de que Wajoli lo observaba anhelante. “Wajoli, ¿ya comiste?”
    “No, señor. Se me hizo un poco tarde, así que vine aquí directamente. Antes que nada debo ver por ti. Una vez que hayas terminado, y si no necesitas algo más, veré que es lo que puedo conseguir.”
    “Ya veo.” Metutu le ofreció el tazón. “¿Que te parecería esto? Yo comeré algo del huerto.”
    “¡Oh, no señor! Si tu padre lo descubriera se molestaría mucho.”
    “Sólo SI lo descubre. Pero puedes esconderte detrás de aquellos árboles.”
    “¿Es que acaso no te agradó como lo preparé?”
    “Estoy seguro de que te quedó muy bien. Pero, ¿sabes algo? Si deseas ser como los dioses, debes ser compasivo, generoso y honesto. Tú siempre has sido así conmigo, así que ahora quiero ser así contigo.” Le entregó el tazón a Wajoli y le dio una palmadita. “Disfrútalo, viejo amigo.”
    “Lo haré,” respondió. “En verdad disfrutaré el que tú seas el próximo Jefe, aún cuando no viva para verlo.”
    Una sonrisa se dibujó en el rostro de Metutu. Se dirigió hacia el huerto; su corazón estaba inundado por una dicha que era demasiado grande para expresarse con palabras. “¡Vaya que sí! ¡En verdad me siento como un dios!”



    CAPÍTULO VIII
    EL GRAN EXTERIOR

    Metutu bostezó; se rascó la espalda lánguidamente y se estiró sobre la alta rama del árbol en el que Makedde había instalado su casa. Al principio la mudanza fue divertida; Metutu pensó que le agradaría el ser independiente de sus padres, pero al cabo de algunos días comenzó a extrañar las comodidades de su antigua casa. La primer noche que pasó en su nueva habitación no pudo dormir bien; constantemente se despertaba tan sólo para ver las pálidas estrellas del cielo matutino. Metutu se sentó y se estiró… ¡vaya que era decepcionante no tener a su madre recibiéndolo con un buen tazón de Estofado de Elefante! Ya no tenía a Wajoli, ni a Wandani, ni a Asumini. Sólo su hermano estaba ahí para darle los buenos días.
    Makedde tomó su bastón y comenzó a juguetear con él. “Por las mañanas suelo salir a caminar. ¿Te gustaría acompañarme?”
    “¡Claro!”
    Los dos hermanos descendieron cuidadosamente del árbol; al llegar a la base se detuvieron por un momento. Makedde miró pensativo hacia todas direcciones; después volteó a ver a Metutu. “¿Por cuál camino iremos?”
    “Ehhh… por aquel, supongo.” Metutu señaló un camino.
    “¿Y por qué deberíamos ir por ahí?”
    Metutu frunció el ceño. “No sé. ¿Qué tiene de malo?”
    “¿Debería haber algo malo?” preguntó Makedde, mirándolo fijamente.
    “¿Acaso hay un pantano en esa dirección? ¿Hay mosquitos? ¿¿Serpientes??”
    “¿TÚ qué crees?” inquirió Makedde al tiempo que inclinaba la cabeza sobre Metutu, guiñando el ojo. “Usa tus poderes de observación.”
    Metutu miró aquel camino cuidadosamente. “Pues…” Metutu se detuvo y volteó a ver a Makedde; se dio cuenta de que su hermano ya no podía contener la risa, y entonces lo empujó. “¡Sucio tramposo! ¡Dioses, odio que hagas eso!”
    Makedde soltó una carcajada. “¡No puedo evitarlo! ¡Debiste haber visto tu cara!” Le dio una palmadita en el hombro. “Vamos. Iremos por mi ruta acostumbrada.”
    Caminaron sin prisa, disfrutando la fresca brisa y el cálido sol que caía sobre sus espaldas. La casa de Makedde se encontraba en la frontera entre la jungla y la sabana; Metutu observaba con ansia el nuevo mundo que estaba a punto de explorar. Algunos árboles sobresalían del profundo mar de tonos verdosos y dorados; el viento soplaba sobre las acacias y formaba olas sobre el pastizal. Había pequeños matorrales que se elevaban desafiantes hacia el cielo. A cada paso que daban aparecían más y más acacias; Metutu pudo ver un distante tronco seco que apuntaba hacia el cielo, como si fuera un dedo acusador.
    Su pulso comenzó a agitarse, y entonces se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Exhaló apresuradamente y después se rió lleno de emoción. “¡Dioses, esto es hermoso!”
    Makedde sonrió. “Ahora sabes por qué vivo en la frontera del bosque.”
    “Papá dijo que lo hacías porque eras un ermitaño.”
    Makedde estalló en carcajadas. “Todo lo contrario. Vivo aquí por que me gusta la compañía de TODOS.”
    “¿Qué?”
    “Vamos, te mostraré los alrededores.” Makedde saltó ágilmente hacia la parte baja de un wadi y le indicó a Metutu que lo siguiera. Metutu se encogió de hombros y obedeció a su hermano; comenzó a seguirlo a lo largo del cauce del río.
    “Metutu, al limitar tus experiencias limitas tus conocimientos. Algunas veces, la declaración más sabia es una pregunta. ¿Puedes entenderlo?”
    “Creo que sí.”
    Makedde sonrió. “Una vez hubo tres hermanos. Uno sabía, otro sabía quién sabía, y otro no sabía nada. Cuando los espíritus malignos se presentaron ante el que sabía, el hermano que sabía supo que hacer. El hermano que sabía quién era el sabía que hacer acudió al hermano que sabía, y entonces también supo que hacer. El hermano que no sabía nada supo demasiado tarde que debió haber sabido quién sabía lo que él no sabía.”
    Metutu estaba muy ocupado contando con sus dedos y susurrándose palabras a sí mismo. “¿Me lo dirías otra vez?”
    Makedde se rió. “Sólo recuerda esto: el camino de la sabiduría comienza con la curiosidad y termina en la iluminación.”
    “¡Oh!” Metutu sonrió.
    Continuaron caminando; algún tiempo después, ambos se detuvieron a descansar bajo la sombra de una acacia. Makedde alzó la vista al cielo y observó la posición del sol. “Muchacho, ya es media día. ¿Qué te parece si nos sentamos y tomamos el almuerzo?”
    “¿Qué te sucede? ¿Estás muy viejo y cansado para continuar?” comenzó a bromear Metutu; le jaloneó la barba a su hermano. “Mira nada más. Ya la tienes de color gris. ¡Cuéntame una historia, Abuelito!”
    Makedde se rió suavemente y le aventó una fruta a Metutu con gran destreza. “Pequeño cachorro. De acuerdo. Come tu fruta mientras te cuento una historia.”
    Metutu sonrió; partió la fruta en dos y le dio una mitad a su hermano. Metutu le dio una profunda mordida a su media fruta, disfrutando la sensación del jugo cayendo por su barbilla. Se limpió la boca y comenzó a masticar lentamente mientras escuchaba a su hermano.
    “Hace mucho tiempo, durante el reinado del gran Rey Ramallah-”
    “¿Qué clase de nombre es ese?” Metutu comenzó a reírse. “¿Ramallah? ¿Qué era él, un gibón?”
    Makedde frunció el ceño. “Metutu, Ramallah fue una vez el Rey León de las Tierras del Reino. Hace más de treinta generaciones, él y los suyos fueron absolutos gobernantes de esta tierra.”
    Metutu dejó de reír al escuchar aquello. “¿El Rey León? ¿En serio?”
    “Sí. Su territorio es más pequeño ahora, y se encuentra hacia el oeste.”
    Metutu observó el lugar en el que se encontraban. “Guau. ¿Crees que podamos ver un león?”
    “Lo dudo. Es muy raro que se aventuren hasta aquí.” Makedde carraspeó. “Como sea. La esposa de Ramallah, Chakula, había dado a luz hijos gemelos; sus nombres eran N’ga y Sufa. La Reina tenía muchas responsabilidades, así que constantemente tenía que dejar a sus cachorros bajo el cuidado de alguna otra leona. La niñera favorita de la reina era Alba, su hermana menor.”
    Makedde se rascó la pierna y después se acomodo el pelaje.
    “Un día, mientras Alba cuidaba a N’ga y Sufa, los tres quedaron atrapados en un derrumbe.”
    “¿Qué es un derrumbe?”
    “¿Recuerdas cómo se ve la casa de Busara, el Escribano en Jefe?”
    “Sí.”
    “Pues imagínate qué es lo que pasaría si el techo se cayera. Eso es un derrumbe.”
    Metutu estaba aterrorizado. “¡Dioses, eso es horrible! ¿Qué pasó?”
    “Bueno, los tres leones quedaron atrapados en la cueva. Pasó un día, y después otro. N’ga y Sufa tenían hambre y comenzaron a debilitarse, pues lo cachorros pequeños necesitan leche para vivir y Alba no podía ofrecérselas, así que se abrió las venas de una de sus patas y alimentó a los cachorros con su propia sangre; así fue como pudieron sobrevivir hasta que Chakula pudo liberarlos algunos días después.”
    “¡Oh no!” Metutu estaba profundamente afligido. “¿Alba murió?”
    “Sí.”
    “¿Pero por qué? ¡No hizo nada malo!”
    “Entregó su vida para que los cachorros pudieran vivir, hermano. Su sacrificio jamás fue olvidado, pues la roja flor llamada Alba, ‘la sangre de la misericordia,’ es la más preciada medicina de un chamán.” Makedde se estiró; después se puso en pie y tomó su bastón. “Es tiempo de irnos.”
    Makedde comenzó a caminar lentamente; se preguntaba qué era lo que podía significar el profundo silencio de su hermano. “Quizás me adelanté demasiado,” se reprochó Makedde en silencio. “Creo que aún no está listo.”
    “¿Makedde?”
    Makedde se dio la vuelta y observó a su hermano.
    “El otro día estaba hablando con Asumini.”
    “¿Cuál de todos?” Makedde se rió ligeramente. “Hablas con ella todo el tiempo, hermano.”
    Metutu le golpeó el brazo ligeramente. “¡Makedde, estoy hablando en serio!”
    “Está bien. ¿Y de qué hablaron?”
    “Ella me dijo que… bueno… ‘La verdadera grandeza proviene del corazón, no es algo que se adquiera como un derecho de nacimiento.’”
    El corazón de Makedde comenzó a latir rápidamente al tiempo que trataba de mantener el equilibrio. “Esa es una gran verdad.”
    “¿En serio lo crees?” Metutu sonrió aliviado. “Alba fue grandiosa, ¿no crees?”
    “Así es.”
    “Es decir, sé que Mamá habría hecho eso por nosotros.”
    Makedde sonrió. “Yo también lo creo. El amor es la fuente de la grandeza.” Makedde continuó caminando; Metutu lo siguió. “Hay muchas otras personas como ella. Su sacrificio es un ejemplo de ello. Hay muchos que tal vez no den todo lo que ella dio, pero sus regalos jamás son ignorados por Aiheu.”
    Metutu lo miró lleno de asombro. “Lo sabía; había algo en ti que me recordaba a Asumini. ¿También crees en Él?”
    El mandril sonrió abiertamente. “Sí, creo en Él. Sus enseñanzas no son sobre engaños y fraudes, sino sobre amor y confianza. Esa es la clase de cosas que quiero compartir contigo, hermano. Y es todo lo que te pido a cambio.”
    “Entonces supongo que yo también creo en Aiheu.”
    Makedde abrazó fuertemente a su hermano y le dio una palmadita en el hombro. “Tu futuro es prometedor, hermano mío. Grandes cosas estarán a tu alcance.”
    Continuaron caminando hasta que Makedde finalmente se detuvo. “¡Ah! Al fin llegamos.”
    Metutu observó el lugar en el que se habían detenido; pudo ver el tronco seco que había divisado por la mañana. “¿Qué tiene de especial? Tan sólo es un árbol.”
    “¿Estás seguro? Mira más de cerca.” Ambos se acercaron al enorme tronco. Metutu lo recorrió con su mano y se sorprendió al descubrir que pequeños granos caían de aquel tronco cuando lo tocaba. “¡Hey, está hecho de tierra!” Comenzó a mirar en todas direcciones, cautelosamente. “¿Quién pudo haber hecho esto?”
    “Mira más abajo?”
    Metutu bajó la mirada y pudo ver cerca de sus pies unas pequeñas criaturas que se movían rápidamente. “¡Ughhh! ¡Termitas! ¿Ellas hicieron esto?”
    “Así es.” Makedde se arrodilló, tomó algunas termitas con su mano y las observó caminar frenéticamente sobre su palma. “Criaturas tan pequeñas como éstas pueden construir casas tan duras como la roca y tan altas como un árbol. Ellas son la personificación del trabajo duro, Metutu. Pero demasiado trabajo es tan malo como no hacer el suficiente.”
    “¿Cómo?”
    Makedde se arrodilló una vez más y se sacudió los insectos suavemente. “Las termitas trabajan muy duro durante toda su vida; nunca se toman algún tiempo para observar la belleza de la tierra y los regalos con los que nos ha bendecido Aiheu. Metutu, para hallar la felicidad debemos ser capaces de encontrar un punto intermedio.” Makedde se dio la vuelta y comenzó a caminar de regreso a casa.
    Tan sólo habían avanzado algunos pasos cuando Makedde se detuvo. “No, esto no está bien.”
    “¿Qué sucede?”
    “Hermano mío, me sigues como si fueras un pequeño chacal siguiendo a su madre. Explora los alrededores si te place. Detente a oler alguna flor. Observa las nubes. ¡Disfruta el paseo, por el amor de Dios!” Makedde sonrió y comenzó a frotarle la cabeza a Metutu.
    “¡Ya basta!” Metutu comenzó a reírse; le dio un codazo a su hermano en las costillas. El mandril se quejó; Metutu se lanzó contra él juguetonamente y ambos rodaron sobre el pasto, riendo escandalosamente. Después de una rato ambos quedaron fatigados; se acostaron sobre el pasto y permanecieron en silencio mientras observaban el azul y brillante cielo que estaba sobre ellos.
    “¡Mira! ¡Allá va un ave!”
    “¿Qué?” Metutu miró lleno de curiosidad. “No veo ninguna ave, a no ser que te refieras al buitre que está sobre aquel árbol.
    “Quizás piense que somos su cena,” comentó Makedde entre risas. “No sabes lo feliz que estoy de decepcionarlo. Pero no me refería a él, sino a aquella nube. ¿La ves? Parece una ave pequeña.”
    Metutu la miró fijamente. “A mí no me lo parece.”
    “¿Ves ese extremo? Es el pico. Y esa punta que está arriba es una ala…”
    “¡Oh!” exclamó Metutu. “¡Ya la veo! ¡Ya la veo!” Se rió alegremente. “¡Vaya que sí parece una ave!” Comenzó a mirar en todas direcciones, muy animado; sus ojos brincaban de un lado a otro. “¡Mira! ¡Aquella parece una tortuga!”
    “¿En dónde? ¡Oh! ¡Sí, tienes razón!”
    “¡Y mira esa!” Metutu se puso en pie y corrió una pequeña distancia. “¡Esa parece una liebre! ¡Y aquella!” Se rió alegremente. “Se parece a Umbogi, el miembro del consejo… ¿ya viste su enorme barriga?”
    “¡Oh dioses! ¡Nunca vayas a decir eso en frente de él!” Makedde se rió. “¡Pero tienes razón, puedo verlo!”
    Metutu señaló otra nube. “¡Mira! ¡Aquella parece un león!”
    Makedde observó con curiosidad. “¿En dónde?” Makedde miró en todas direcciones, pero no pudo ver ni el más mínimo rastro de la nube que Metutu estaba señalando.
    “¡Está justo ahí!” Metutu se rió una vez más. “A decir verdad parece una leona, sólo que es blanca y no dorada.” Permaneció mirando al cielo, perdido en su propia ensoñación, y después sonrió. “Pareciera como si estuviera sonriéndome.”
    Makedde miró una vez más el vacío cielo que Metutu observaba con tanto interés; después miró a su hermano. Su interés se renovó y un leve estremecimiento recorrió su piel. “Sí, supongo que en verdad te está sonriendo, hermano.”




    CAPÍTULO IX
    EL PLACER DEL TRABAJO

    Mientras más quehaceres realizaba Metutu, más se daba cuenta de que los buenos sentimientos eran parte de cada trabajo. La mayor parte del tiempo tenía otras sensaciones—fatiga, transpiración e incluso aburrimiento. Cuando comenzó a ayudar a su hermano Makedde esperaba sentirse tan bien como cuando le dio su comida a Wajoli. Sin embargo, después del pequeño estallido de orgullo llegó a él una gran dosis de realidad. Metutu no tenía la preparación suficiente, así que lo único que podía hacer eran las labores pesadas, lo que le permitía a Makedde especializarse en sus prácticas médicas.
    La Raíz Campa es un recurso muy valioso para la medicina de los chamanes. Es fácil de reconocer y prácticamente invulnerable. Debido a esto, el recoger Raíz Campa era una buena forma de comenzar a entrenar a un nuevo aprendiz.
    Metutu repetía para sí mismo uno de los versos que le ayudaban a mantener en mente lo que estaba buscando:

    “Tres hojas quitaré, pero dos devolveré;
    Sólo las hojas y las vayas comeré.
    ¡Si siempre lo hago así muy sano creceré,
    Y cuando sea viejo calvo jamás estaré!”

    Después de casi tres horas de estar jalando raíces de Campa había acumulado un gran montículo de hojas que desechar y sólo un pequeño montoncito de raíces. Cuando vio lo poco que había acumulado llegó al límite de su paciencia.
    Metutu estaba disgustado con él y con su trabajo; se dispuso a tomar el almuerzo y entregarle su renuncia a Makedde. Se dirigió hacia el baobad. “Hermano, tenemos que hablar.”
    “Espera un momento.” Makedde estaba ocupado en revisar a un pequeño mandril. “A ver, hijo, abre la boca.”
    El pequeño obedeció. “Ah, ya veo. ¿Te duele?”
    “Ahhh haa,” contestó el pequeño.
    “Pero no tienes tos, ¿verdad?”
    “Ahh ahh.”
    “Muy bien. Ya puedes cerrarla.” Makedde sonrió. “Es un dolor de garganta; no es nada serio. Vamos a darte algo para el dolor, y tal vez un poco de Raíz Tiko. ¿Te gustaría?”
    “¡Sí, señor!”
    Makedde acarició con ternura la cabeza del pequeño. “Jamala , asegúrate de que tome tres de estas, tres veces al día; deben estar machacadas en un tazón con agua. Eso le aliviará el dolor. Con dos días bastará, pero si el dolor persiste ya sabes dónde encontrarme.” Tomó un pedazo de Raíz Tiko y se lo dio al pequeño. “¡Estás creciendo como una enredadera! ¡Hijo, muy pronto tendré que alzar la mirada para poder verte a la cara!”
    El pequeño se rió y empezó a comerse su Raíz Tiko.
    Cuando los pacientes se marcharon, Makedde volteó a mirar a Metutu. “¡No sé cómo podría arreglármelas sin tu ayuda!” Tomó la vasija que estaba frente a él. “Vaya que recolectaste una buena cantidad de Raíz Campa. ¿De verdad estaba vacía cuando la tomaste?”
    “Sí, hermano.”
    “Impresionante. ¿Y de qué querías hablarme?”
    Metutu sonrió tímidamente. “Lo olvidé. Supongo que no era tan importante.”

    CAPÍTULO X
    LA PACIENCIA DE AIHEU

    Gotas de sudor comenzaban a rodar por el rostro de Metutu; caían por la punta de su nariz provocándole comezón. Sin embargo no se atrevió a levantar la mano para limpiarse la cara. Estaba muy concentrado en arrancar un tallo de Euphorbia. Makedde había sido muy claro cuando le dijo que la necesitaba intacta, pues la virtud de la raíz de Euphorbia radicaba en la piel. Si la piel de la raíz estaba rasgada era prácticamente inservible.
    Metutu estaba enfrascado en un combate mortal con la planta. Apretó los dientes muy fuertemente. “¡Tarde o temprano serás conquistada, y entonces me reiré de ti! ¿¿Lo oyes??”
    Por supuesto que la planta no podía escucharlo. Metutu se sentía algo tonto por estar discutiendo con un vegetal; observó las pequeñas raíces que había logrado sacar de entre la tierra; por un momento pensó en utilizar la estaca afilada que Makedde le había dado para escarbar alrededor de la planta. Suspiró profundamente y finalmente decidió descartar aquella idea; en su lugar prefirió utilizar una buena parte de su preciada ración de agua para humedecer la tierra. Después de algunos momentos comenzó a introducir sus dedos para remover el lodo; lentamente fue sacando más y más de la planta, hasta que finalmente logró sacarla toda. Metutu había triunfado sobre la planta, y sonrió lleno de orgullo.
    “¡Estúpida maleza! ¿¿En verdad creíste que podrías ganarle a mi inteligencia superior??”
    Metutu tomó su trofeo y se dirigió hacia la casa del baobad; el sol estaba ardiendo y ya no tenía agua para poder apagar su sed. Y no era su único problema; el lodo se había secado sobre sus manos y los raspones que tenía en su piel comenzaban a molestarle. “La próxima vez traeré más agua.”
    Makedde estaba atendiendo a un paciente. Uwezo lucía muy mal, y en verdad se sentía así. Metutu esperaba poder encontrar a Makedde a solas para compartir con él su momento de triunfo; a pesar de que detestaba interrumpir a su hermano durante su trabajo sintió que debía enseñarle el fruto de su esfuerzo. “¡Hey, mira lo que traigo!”
    Makedde se veía un poco molesto. “Muy bien. En este momento estoy ocupado en… ¡Oh! ¡Mira tus manos!”
    “Oh, es que me raspé mientras sacaba la raíz.”
    “¡Y por qué no también te golpeaste la cabeza con una roca!” Makedde observó fijamente al imprudente joven. “Dios te dio sólo un par de manos; siempre habrá más raíces para recoger.”
    Uwezo se rió. “Sabes, esto me recuerda que…” respingó momentáneamente. “…la garganta me está doliendo; lamento tener que interrumpirlos.”
    Makedde se dio la vuelta y continuó examinando a Uwezo. “Metutu, el extracto de Bedango está en…” se dio la vuelta para señalarle a Metutu el anaquel indicado, pero Metutu estaba muy ocupado restregándose las manos. “¡Hfff! ¡Pues perdóname!”
    Metutu se paró a un lado de Makedde y lo observó mientras revisaba a Uwezo, quien describía sus malestares tan detalladamente que resultaba monótono.
    “No pude dormir la noche pasada,” dijo Uwezo. “Sin embargo, todo lo que he estado haciendo hoy es dormitar. Además, cuando agachó la cabeza me punzan las orejas; todo el tiempo estoy escuchando un molesto tic, tic, tic. Me duele la cabeza, tengo dolor de garganta y mi nariz está muy reseca.”
    “Y también tienes comezón bajo los brazos, ¿verdad?” inquirió Metutu.
    “Sí, también.” Se quedó observando al joven mandril. “No sabía que también fueras un chamán.”
    “Todavía no lo es,” interrumpió Makedde. “Y dime Metutu, ¿cuál es tu diagnóstico?”
    “Hermano, a mí me parece que es Dol Sani.”
    Makedde y Uwezo rompieron en carcajadas. “El Dol Sani es una enfermedad INFANTIL, Metutu. ¡Tan sólo MÍRALO!”
    Uwezo era un mandril robusto que servía a Kinara como guardaespaldas. Se quedó mirando a Metutu indulgentemente. ¡Oh, POL FAVOL, no se lo digas a mi mami! ”
    “¿Alguna vez padeciste Dol Sani cuando eras pequeño?” preguntó Metutu.
    “Bueno… no.”
    “Eso supuse. Cuando fuiste pequeño habitaste en las afueras de la aldea.” Metutu miró a Makedde con una irónica sonrisa.
    “Pero él DEBIÓ padecerlo en ALGÚN momento,” agregó Makedde incrédulamente. “Todos lo padecen cuando son pequeños. Es decir, es casi una ley tribal.” Se rió nerviosamente.
    Metutu se encogió de hombros. “Supongo que sí. Aún así, ese dolor en los brazos habla por sí mismo. Tú me preguntaste qué era lo que opinaba…”
    Metutu bajó del árbol y continuó recolectando hierbas. Decidió ya no hacer más diagnósticos por aquel día.
    “Tienes un buen hermano, Makedde.”
    “Así es, Uwezo. Ha andado por un trecho muy largo.” Makedde sonrió y se inclinó sobre Uwezo para continuar su revisión; comenzó a explorarle la mandíbula con sus sensitivas manos, palpándole las glándulas. “Aún recuerdo cuando era imposible CONVENCERLO de trabajar en algo. Ahora me es imposible impedirle que…” Makedde se detuvo y frunció el entrecejo; se sentó enfrente de Uwezo y lo observó fijamente. “¿Dijiste que te dolían las articulaciones?”
    Uwezo lo miró, muy confundido. “Sí, un poco. Aún no estoy demasiado viejo para contraer Mifupa, ¿verdad?”
    “No. Los síntomas de Mifupa son diferentes.” Makedde se dio un golpecillo en la barbilla y sonrió irónicamente. “¡Por los dioses! ¡Metutu tiene razón! ¡Tú TIENES Dol Sani!”
    Uwezo miró a Makedde lleno de preocupación. “¿Cómo? ¡Voy a ser el hazmerreír de la villa!”
    Makedde le dio una palmadita. “No te preocupes. Nadie se enterará por mí ni por Metutu. Sólo diles que tienes—hmmm—una graciosa astenia pediátrica.”
    “Me da gusto que creas que mi… lo que sea pediátrica es graciosa, pero dejémoslo en que se trata de una gripa, ¿de acuerdo?”
    “Muy bien.” Le entregó a Uwezo un elixir de Protothecus milleri. “Bebe esto.”
    “¡Ughhh! Huele horrible.”
    “¡Bébelo o se lo diré a tu mami!”
    A Uwezo no le hizo gracia aquella broma, pero agradeció el que Makedde lo encubriera. Bebió el molesto remedio que le dejó un olor a azufre. “¡Oh, dioses!” Tomó la vasija con agua que le ofreció Makedde y la bebió en un par de tragos. “¡Ughhh! ¡Qué asco!”
    Se dio la vuelta y salió del árbol. “No fue nada,” dijo Makedde con un poco de resentimiento. Makedde observó como se alejaba Uwezo. Susurró para sí mismo, “Tú TIENES una graciosa astenia pediátrica. Se rió ligeramente mientras pensaba en las nuevas habilidades para diagnosticar que Metutu estaba desarrollando. “Tengo que decírselo.”
    Escuchó un ruido debajo de él y miró hacia la base del árbol. “Metutu, tengo que hablar contigo.”
    Pero el que subía por el árbol era Kinara, su padre. Se veía muy molesto.
    “Podrías vivir un poco más cerca de la tierra, como la gente civilizada.” Kinara se veía muy agotado.
    Makedde suspiró. “¿Qué puedo hacer por ti, Padre? ¿Te sigue doliendo la espalda?”
    Kinara dijo, “¿Es que no has hecho lo suficiente?”
    “¿Qué es lo que quieres decir?”
    “Sé que Metutu te quiere mucho, y no siento envidia de eso. Pero NO voy a cruzarme de brazos a observar como lo corrompes.”
    Makedde intentó protestar ante aquellas acusaciones, pero fue interrumpido por Kinara. “¡Oh, no!” No trates de negarlo.”
    “¿Corromperlo? ¿Sólo porque lo pongo a hacer un poco de trabajo? El trabajo es bueno para el alma.”
    “¡Bahhh!” gritó Kinara. “Un poco de trabajo no le hace mal a nadie. ¡Pero tú has estado llenándole la cabeza con pasto seco e historias de leones! ¡Una estúpida religión de carnívoros sobre leonas que alimentan cachorros con su propia sangre! ¡Por los dioses! ¡Crees que me gusta que mi hijo escuche todas esas perversiones!”
    “¡No son perversiones! Trato de respetar las creencias de todas las personas cuando éstas son sinceras, pero un dios que miente y roba no está bien para mí. He tenido el valor de seguir a un Dios puro de corazón, cuyo amor es incondicional.”
    Kinara azotó su bastón contra el suelo. “Por lo menos tienes el valor de no negarlo. Siempre fuiste demasiado honesto; me di cuenta de que nunca servirías para guiar a nuestro pueblo de manera efectiva. Fue por eso que no objeté tu locura de convertirte en un curandero. Pero ahora te dedicas a corromper el espíritu mientras sanas el cuerpo. ¿¿Quién eres tú para decir que Pishtim—alabado sea—engaña o roba?? Él es la fuente de la verdad y de todo lo que existe. ¡Él puede cambiar la verdad si lo cree conveniente, y también puede tomar lo que nos ha dado! ¡No oses ofenderlo con tus impías vociferaciones!”
    “¿Que yo soy impío? Padre, ¿es que no conoces a tu propio hijo? ¿Es que el amor no te ha ayudado a ver y escuchar la verdad?”
    “No te atrevas a decir que no te quiero, pues me he esforzado mucho en proteger tu secreto ante el Consejo. He arriesgado mi cuello por ti, y siempre lo haré, ¡pero NO voy a permitir que alejes a Metutu del camino verdadero! Lo siento mucho, Makedde, pero ya no serás su tutor. Lo enviaré a vivir con Busara; él lo instruirá en las antiguas tradiciones que hemos seguido por generaciones. Hará de él un líder merecedor de ocupar mi lugar cuando haya muerto. ¡Dioses, desearía haberte educado mejor! Como quisiera que las cosas fueran diferentes. ¡Vas a enviarme a la tumba con el corazón roto y lleno de arrepentimiento!”
    “¡Padre!”
    “No trates de interferir. No hagas demasiado alarde de los lazos que nos unen, pues yo aún soy tu líder y tú aún eres mi súbdito, ¿lo has entendido?”
    “Por completo, SEÑOR.”
    “¡No seas impertinente! Aún puedo darte unos buenos azotes, ¡y estoy seguro de que te harían mucho bien!”
    Kinara se dio la vuelta y se marchó; descendió del baobad tan bruscamente que casi se golpeó contra el suelo.
    Makedde se sentó sobre el piso y suspiró. Le echó un vistazo a los dibujos que estaban sobre el tronco del árbol, especialmente a un estilizado retrato de Metutu que destacaba sobre la corteza. “Los dioses actúan de formas misteriosas. Padre, lo has apartado del riachuelo sólo para zambullirlo el cause del río.” Alzó la mirada y observó el azul cielo que estaba más allá de las oscilantes ramas de su casa. Era una victoria agridulce, pues había dejado tras de sí una espina más entre él y su padre, después de que alguna vez habían sido tan unidos. “Toca su espíritu, Aiheu. Bendice a mi padre en medio de su obscuridad y guía su corazón a través del camino de la sabiduría.”



    CAPÍTULO XI
    EL DEBER

    Metutu observó muy cautelosamente la pared del acantilado. Las cavernas estaban a sólo unos minutos de distancia de las suntuosas casas aéreas del resto de la aldea; sin embargo, para los mandriles supersticiosos constituían un mundo totalmente diferente. Eran muy pocos los que se aventuraban hasta aquellos lugares. La sabiduría de Busara era legendaria, pero también lo eran sus excentricidades; Metutu podía recordar innumerables historias sobre Busara que involucraban sacrificios de cabras a la luz de la luna llena para obtener poderes de algún perverso Makei. Sin embargo, Kinara siempre insistía en que su Escribano en Jefe era amable y muy paciente. “Aprenderás a quererlo. Debería darme una patada por no haberte llevado con él desde hace mucho tiempo.”
    Metutu había visto a Busara de lejos un par de veces, pero jamás había sido presentado con él. Era una gran lástima, pues Metutu le tenía un gran cariño a Asumini y tenía mucha curiosidad en saber cómo eran sus padres. Ahora estaba a punto de develar todos los misterios acerca de la familia de su amiga, y ello lo hacía sentirse un poco nervioso.
    Metutu no dejaba de pensar en el acontecimiento que estaba a punto de ocurrir mientras veía a las aves revoloteando y gorjeando sobre su cabeza; su brillante plumaje brillaba ante la luz del sol mientras recolectaban comida y la llevaban a sus pequeños, quienes los esperaban en sus nidos construidos entre las salientes de las rocas. Algunas de aquellas aves eran tejedorcillos, los cuales construían elaborados nidos que daban la apariencia de ser canastos hechos de pasto cuidadosamente tejido.
    “¿Te gusta el paisaje?”
    Metutu se dio la vuelta muy sorprendido; pudo ver a Asumini parada detrás de él, quién lo miraba llena de alegría. “¿Qué es lo que quieres, Metutu? No tengo mucho tiempo; mi padre está esperando a un nuevo aprendiz, y tengo que recibirlo.”
    Metutu le sonrió. “Ya lo has hecho. ¡Voy a estudiar para ser escribano!”
    Asumini abrió los ojos de par en par, llena de incredulidad. “¿Tú?” Se rió abiertamente. “¡Oh, que buena broma, Metutu! Podrías contarle a todos como escapar de los leopardos. ¡Estoy segura de que tendrás la situación bajo control!” Una vez que pudo controlarse agregó. “Estaba hablando en serio. El nuevo aprendiz llegará en cualquier momento.”
    “Asumini, ese no es modo se tratar a un invitado, ¿no crees?” Aquella cascada voz era amable, aunque tenía un cierto tono de reproche. Los dos jóvenes mandriles se dieron la vuelta y pudieron ver a Busara, quien caminaba apoyándose sobre su bastón. Su arrugada faz mostraba el paso de los años, pero sus ojos brillaban con inteligencia y estaban coronados por un par de cejas maravillosamente expresivas. Su sonrisa era agradable y tan cálida como un buen abrazo. “Asumini, por favor muéstrale el interior de la cueva y condúcelo sus aposentos. Tenemos mucho de que discutir, y ya casi es medio día.”
    Asumini observó detenidamente a Metutu, incapaz de ocultar su asombro.
    Era la primera vez que Metutu veía una cueva. Avanzó hacia el interior y sintió la frescura que había en aquel lugar. Esperaba que todo en el interior estuviese obscuro, pero descubrió con asombro que en el fondo de la cueva había una luz artificial. “¿Te gustan las lámparas? Funcionan con grasa derretida. Mi pequeña Asumini la obtiene de las carroñas abandonadas, y así nunca nos hace falta. Tienes que darte prisa en esa clase de trabajo, pues de lo contrario las hienas arrasan con todo.”
    Ahora era el turno de Metutu para sorprenderse. Miró a Asumini con respeto.
    Aquellas centelleantes luces eran como estrellas en el cielo nocturno, sólo que mucho más brillantes. Los tres mandriles se adentraron cada vez más en la cueva; llegaron a lo que Busara llamaba su “tronco de árbol.” Se trataba de un asta vertical de piedra sólida que se alzaba desde el suelo hasta el techo de la caverna. Metutu tocó aquella formación lleno de asombro, pues era evidente que no había sido tallada; era una formación natural. Busara se detuvo a un lado de Metutu. “Dime algo, jovencito, ¿sabes en dónde está Mano?”
    Metutu le respondió calmadamente, “No tengo idea. Tendrás que preguntarle a Minshasa.” Aquella era la contraseña mediante la cual los Aiheusistas podían reconocerse.
    Busara tomó al joven del brazo. Le susurró al oído, en un tono casi suplicante, “Sé que eres el hijo del Jefe, pero también sé la razón por la que te mandó aquí. Ahora te pido que me digas con toda sinceridad si estás aquí para espiarme, o si sólo vienes en busca del camino verdadero.”
    “Todo lo que busco es la verdad,” respondió Metutu. “Mi padre me ha enseñado que los dioses discuten entre ellos y que han alcanzado la grandeza a través de trampas y hurtos. Mi hermano me ha dicho que el Creador es un ser perfecto y sagrado que nos ama a todos; deseo con todo mi corazón creer en sus palabras. Hace unos momentos vi a unas aves, y me es imposible creer que toda la belleza que veo y todas las cosas hermosas que siento al verla provienen de dioses mezquinos, ladrones y mentirosos, a quienes hay que sobornar para que permitan que la lluvia caiga o para que curen a los enfermos. Si yo fuera Dios, haría esas cosas sólo por el placer de ver a la gente feliz.”
    “Permíteme decirte en lo que yo creo. Hijo, estás muy cerca de la fuente de toda la fe. Aiheu no es un secreto que esté oculto debajo de un roca. Su obra está en todo lo que vemos, llenando al mundo de maravillosa belleza. Abre tu corazón y permite que entre en ti. Lo más difícil es NO creer en Él.”
    El rostro de Busara era iluminado por la dorada luz de las lámparas, provocando que se viera casi celestial. “Mira esto, hijo. ¿Puedes ver esas pinturas?”
    Metutu observó las paredes de la caverna; estaban cubiertas por dibujos que eran muy similares a los que había en el baobad de Makedde, sólo que habían sido hechos con una talento artístico tan grande que provocaron que Metutu se quedara sin aliento.
    “Tengo que mantener las luces apagadas cuando Kinara viene hasta aquí. Desearía que pudieran ser vistas por todos, para que sus palabras de aliento entraran en sus corazones y en sus mentes.”
    Metutu se sintió tan humilde al estar frente a aquellas paredes. “Lamento haber dicho que eras un hechicero maligno. Pero ya sabes, los chicos crecimos escuchando acerca de sacrificios de cabras hechos en las noches de luna llena.”
    “Una vez traje una cabra muerta. Tuve que cortar carne de ella para alimentar a unos leones cachorros que estaban enfermos. Es posible que haya sido en una noche de luna llena—realmente no lo recuerdo. Todo lo que sabía en ese momento era que no podía dejarlos morir de hambre.” Busara sacudió la cabeza. “Y pensar lo mucho que quiero a los niños. ¿Podrías decir algo bueno sobre mí la próxima vez que escuches alguna habladuría?”
    “Puedes estar seguro de ello.”
    Metutu observó el muro de arriba a abajo. Pudo reconocer muchos dibujos que también estaban en el árbol de su hermano, pero había algo que faltaba. “¿En dónde está tu historia? Apuesto que es muy interesante.”
    Busara sonrió. “Me gusta pensar que lo es. Déjame ver tus manos.” Observó las palmas de Metutu a través de la luz de las linternas. “Son jóvenes y nuevas; no están acostumbradas al trabajo pesado.” Las manos de Busara estaban llenas de callosidades. “El trabajo pesado es parte de mi historia.” Le dio un tirón a su grisácea barba. “La preocupación por el futuro de mi hija; la primera vez que contrajo Dol Sani, y la ocasión en que casi murió de neumonía.” Con sus dedos recorrió las arrugas que cruzaban por sus mejillas. “Largas horas de estudio, de atender a los enfermos, de enseñar antiguas tradiciones, de llorar lágrimas de pena y de sonreír con dicha.” Después recorrió las arrugas de su frente. “Noches en vela cuidando leones cachorros que estaban enfermos, e incluso a un par de leopardos. ¡Oh, sí! Toda mi historia es evidente. La juventud se ha ido de mi cuerpo, pero en mi interior me siento tan joven como antaño.”
    Busara le mostró a Metutu el reverso de su mano, donde ostenta la marca de cinco cicatrices verticales. “A ti podrán parecerte horribles, pero para mí son hermosas. Verás, mi hermana leona Asumini fue una vez cálida y fuerte, como tú y yo.” Se retiró del cuello un cordón de pasto entretejido del cual colgaba un colmillo. “Alguna vez pudo cargarme sobre su espalda sin esfuerzo alguno; Ahora yo traigo muy cerca de mi corazón todo lo que ha quedado de ella.” Sus ojos comenzaron a humedecerse con lágrimas. “Si algo has de aprender a través de mí, que sea esto: siempre ama a todos; es lo mejor que puede hacer un chamán, además de recoger hojas y ramas.” Le dio una palmada a la columna de piedra. “El amor es el tronco y la raíz de todas las cosas buenas.”
    Busara se sentó sobre una almohadilla de hojas; le indicó a Metutu que lo acompañara. “Voy a contarte una historia de amor. Es una historia muy extraña; es sobre un joven mandril chamán y una leona. Escucha muy bien mis palabras, pues yo puedo ayudarte a ver pero no a comprender.”
    “¿Acaso se trata de la leona sobre la que hablan los rumores?”
    “Los rumores palidecen ante la verdad.” Tomó la reliquia y la besó. “Hubo una vez en que todo lo que buscaba eran tesoros materiales, pero en ves de ello encontré a Dios. Pero en ese momento no me di cuenta de la importancia de lo que estaba a punto de pasarme, pues la verdad llegó a mí en la forma de una leona herida. Arriesgue mi propia vida para atender sus heridas y salvarla. Su nombre era Asumini, que significa ‘jazmín,’ y es justo decir que aquella flor es más hermosa por el hecho de tener su nombre.” Volvió a poner el colmillo alrededor de su cuello. “Ella recibió alivió para su cuerpo, y a cambio le dio alivio a mi espíritu. Todo lo sucedido antes de conocerla ya no cuenta ya para mí. Todo lo que me sucedió después lo he atesorado. A través de ella pude ver cosas que para los demás eran tan sólo un pálido reflejo. Gracias a ella he podido ver el rostro de Aiheu y dormir a los pies de Minshasa y Mano. Y sé que algún día, cuando muera, me sentaré junto a ellos y junto a los Grandes Reyes de Pasado.”
    “¿Quiénes son los Grandes Reyes?”
    “Aquellos cuyos corazones están llenos con la dicha que les brindó el proporcionar servicios. Es bueno recibir la vida eterna, pero es mucho más grandioso el otorgar amor eterno. En el principio, todos los animales fueron hermanos espirituales; al final, todos volveremos a ser hermanos. Algunos de esos espíritus serán cachorros llorando por leche; otros espíritus responderán a sus llantos diciendo, ‘Vengan, ustedes que están hambrientos de leche. A ninguno he de rechazar.’” Se acercó a Metutu y le estrechó la mano. “Aiheu te está llamando. Te está diciendo, ‘Metutu, aliméntalos. Alimenta a mis cachorros.”
    Metutu se arrodilló lentamente e inclinó su cabeza. Busara le tocó la cabeza con su mano y lo bendijo.
    “¡Aiheu, entra en mi corazón! ¡Alimentaré a tus cachorros! ¡Lo juro!”
    Busara se arrodilló frente a él y lo abrazó. “¡Bendito seas, hijo mío! He podido vivir para ver que la promesa se cumpla en ti. ¡La luz jamás se extinguirá!”
    Kinara quería mucho a Metutu, pero en Busara había un cariño muy profundo y genuino que no podía pasar desapercibido a Metutu. “Cuando sea Jefe todos podrán venir a ver tus pinturas, y no habrá castigos por venerar a los dioses en la forma en lo dicte el corazón de cada quien.”
    Las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Busara. “¡He podido vivir para ver este momento convertirse en realidad!” ¡Ahora puedo morir en paz!”



    CAPÍTULO XII
    LA CENA

    Busara les dijo, “Vamos a celebrar, ¿qué les parecería algo de comer?”
    “¡Excelente!”
    “Pues entonces síganme. Vamos a preparar la cena.” Un segundo después agregó, “Había olvidado que tenías sirvientes. ¿Sabes como preparar comida?”
    “Lo que no sepa hacer podré aprenderlo.”
    “¡Vas a llegar muy lejos con esa actitud, hijo mío!” le puso el brazo alrededor del cuello y lo condujo a la despensa.
    El frescor de los pasajes más profundos de la caverna se mantenía durante todo el año, y permitía poder almacenar verduras en estado fresco durante algunos días. Busara pudo encontrar todo lo que necesitaba gracias a la tenue luz de sus lámparas.
    “¡No puedo creerlo!” Metutu pudo ver hierbas y frutas que ya habían pasado de temporada. “¡Es increíble! ¡Eres todo un genio!”
    Busara se rió. “También hago una deliciosa ensalada de frutas.” Tomó un mango con una mano, y con la otra tomó una daga afilada que estaba en el muro, la cual utilizaba para poder partir la fruta en rebanadas y después picarla.
    “¿¿Pero qué es eso??”
    “Es un objeto humano. Hace algunos años encontré a un enorme humano macho que se había ahogado en el río. Fue muy triste, pero llevaba esto consigo. Supuse que ya no lo necesitaría.”
    “¿Un objeto humano? ¡Pero esa cosas están malditas!”
    “Claro que no. La única manera en que están malditas es cuando están en manos malignas. Esas grandes criaturas sin pelo son graciosas: todas sus colecciones de cosas no pueden librarlos de ser mortales y tener temores, como nosotros. Aiheu nos creó a todos por una u otra razón. Aún no he podido descubrir la razón por la que creó a los humanos, pero me basta con saber que tuvo alguna razón para mostrarles tolerancia y comprensión.” Le sonrió a Metutu. “Con todo, son capaces de hacer grandes cosas.”
    “Si tú lo dices,” murmuró Metutu, mirando de cerca la daga pero sin atreverse a tocarla.
    Mientras comían Metutu observó fijamente el colmillo que colgaba del cuello de Busara.
    “Háblame más acerca de esa leona.”
    “Es posible que esté escuchándonos en éste momento,” respondió Busara. “Se muestra a quien ella le place cuando su espíritu se lo dicta.”
    “No, me refiero a su carácter.”
    Busara sonrió. “Ella está llena de amor, un amor que ha hecho eco en sus hijos y en su nieto Ahadi, quien gobierna la Roca del Rey. Nuestros espíritus son uno; siempre estarán unidos con lazos que no pueden ser rotos. Nos llevó a mi familia y a mí hacia la luz. Le debo algo que nunca podré pagarle.” Se inclinó sobre su esposa Kima y la besó. “Mi esposa es muy comprensiva respecto a toda esta situación—me comparte con Asumini. Estoy seguro de que si le hubiera demostrado todo ese cariño a algún otro mandril…”
    “Te habría matado,” interrumpió Kima, besándole la mejilla. Se dio la vuelta para dirigirse a Metutu. “Algunas veces Busara duerme muy cerca de ella. Asumini siempre espera a que esté bien dormido para retirarse. Pero era mucho peor cuando ella estaba viva; se recostaba sobre el suelo y Busara se acurrucaba junto a ella. Los dos roncaban con el estruendo de una tormenta. Algunas veces Busara le frotaba el estómago, y Asumini se ponía a patalear.”
    “Hablas como si hubiera sido una molestia,” dijo Busara frunciendo el ceño. “Recuerdo muy bien que pasabas horas acicalándola, quitándole las garrapatas y diciéndole ‘Cariñito.’ Y era peor con sus cachorros; ¡siempre pensé que ibas a pelearte con ella por la custodia de los pequeños!”
    “Bueno, algunas veces era muy molesta. Pero sólo de vez en cuando.” Kima sonrió pensativamente. “Siempre fue muy dulce. Algunas veces decía cosas tan repentinas y maravillosas que eran capaces de dejarte sin aliento. En esos momentos todo lo que podías hacer era abrazarla y no dejarla ir. Era muy sabia sobre muchas cosas.”
    “Deben de ser grandes filósofos. Y yo que pensaba que todo lo que sabían hacer era cazar.”
    Busara lazó una carcajada. “¡Oh, muchacho! ¿Qué es lo que constituye una gran filosofía? Recuerdo muy bien lo que Asumini solía decir:

    “Tienes mucho tiempo para sentarse, cruzar las piernas en esa extraña forma y pensar. Esa clase de vida debe ser maravillosa—yo paso mucho tiempo cazando y cuidando a mi familia. Pero incluso cuando estoy muy ocupada hay momentos en que escucho una pequeña voz dentro de mí que me dice muchas verdades. Eso funciona para mí.
    En cierta forma no existe madre alguna que no sea filósofa. Nosotras utilizamos aquello que nos es útil, pero si te interesa puedo decirte algunas verdades. Por un lado, todos somos capaces de ver la belleza que nos rodea. El Padre Cielo, la Madre Tierra, el rocío sobre el pasto. Sabemos que Dios es hermoso aunque nunca lo hemos visto. Tú puedes saber cómo es una madre con sólo ver a sus cachorros. Hasta en una criatura tan pequeña puede apreciarse la belleza de Dios.”

    “¡Por los dioses!” exclamó Metutu.
    Busara suspiró. “¡Que fe tan hermosa, pura e inocente! En lugar de discutir sobre vanos conceptos trajo alivio a nuestros espíritus… palabras que nos ayudaron a encarar las dichas y pesares de la vida. Bien, hijo mío; ella me ayudó en ese entonces. Vivió mucho más que el promedio de los leones; vino aquí para morir, pero jamás se ha ido. Algunas veces, durante la noche, se le puede ver cuidándome. Mi bendita Nisei; sus oraciones siempre son escuchadas por Aiheu.” Sus ojos se humedecieron con lágrimas una vez más. “Y pensar que cada día ella renuncia a compartir la bendita presencia de Aiheu tan sólo para permanecer en las sombras en las que ahora vivo. Ella sanó mi espíritu, ¡y todo lo que hice fue sanar su cuerpo!”
    Busara comenzó a mirar en todas direcciones repentinamente. “¡No! ¡No estoy exagerando!” Permaneció en silencio por un momento, como si escuchara algo que no era audible para Metutu. “¡Es verdad!”
    “¿Es ella?”
    “Sí. Ella está con nosotros. Al parecer no ha decidido mostrarse ante ti.”
    “Pues entonces dile que lo haga. Si se lo pides lo hará.”
    “Estoy seguro que sí, pero no pienso forzarla. Cuando se sienta lista, se mostrará ante ti por su propia voluntad.”
    La hija de Busara se puso en pie y se inclinó como si tratara de tocar algo, sólo que Metutu no pudo ver nada. “¿Se trata de ella?” preguntó Metutu.
    “Así es.”
    Metutu se inclinó en la misma dirección que la joven mandril. Asumini frunció el ceño. “¡La espantaste! Dale tiempo—ella misma vendrá a ti cuando se sienta lista.”
    “¿Me enteraré cuando llegue el momento?”
    “Si quisiera podría masticarte y escupirte. Creo que sí te darías cuenta de eso.”
    “¿Es temperamental? Quiero decir, ¿es buena con ustedes?”
    Asumini le respondió, “Fue como una segunda madre para mí. Era estricta pero muy linda, como los son la mayoría de las madres leonas. Nunca podía escaparme porque me delataba con Papá.”
    “Apuesto a que lo detestabas.”
    “En realidad no. Siempre me cuidó muy bien. Como desearía haber podido conocerla mejor antes de que muriera. Recuerdo que me acicalaba cuando era muy pequeña. Me parece que fue hace tanto tiempo. Al menos podía esconderme de ella en ese entonces.” Volteó hacia un lado. “¡Ya basta, Tía! Sabes que sólo bromeo.” Asumini rompió en carcajadas. “¡Ni en tus sueños!”
    Metutu se sentía muy extraño al escuchar esa conversación a medias, y este sentimiento aumentaba cuando su bastón comenzaba a moverse misteriosamente. “Ella es algo tímida con los recién llegados, pero quiere que respetes su existencia. Es su sutil manera de decirte ‘hola.’”
    “Oh.” Comenzó a mirar a todos lados con incertidumbre. “Hola, dondequiera que estés.” Se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y rompió en carcajadas.
    Asumini lo miró muy extrañada. “¿Acaso crees que es gracioso?”
    “¡No! ¡Creo que tú eres graciosa! ¡Tu padre dijo que Asumini buscaba grasa en la carroña antes de que las hienas acabaran con ella! ¡Creo que se refería a que la hienas acabaran contigo!”
    “¿Estás tan seguro de eso?”
    Metutu la observó. “Estás bromeando—¿verdad?”
    Asumini sonrió. “Bueno, podría ser.”




    CAPÍTULO XIII
    LOS HECHOS DE LA VIDA

    Metutu estaba muy emocionado por su nueva religión, pero aquellos a quienes más quería contarles sobre ella eran precisamente los que menos debían saberlo. Wandani nunca había hablado sobre religión con él; no podía ni pensar en comentarlo con su padre, y le preocupaba el que la noticia pudiera horrorizar y entristecer a su madre. Ante la falta de una audiencia adecuada con la cual discutir sus ideas, éstas comenzaron a manifestarse en su estado de ánimo. Había mantenido en secreto el plan de Busara de ir a la sabana abierta, escabulléndose entre los pastizales, para poder ver un león real. Quería vivir en carne propia todas las maravillosas historias que hasta ese momento sólo había podido ver en su imaginación; quería pararse en el promontorio de la Roca del Rey y ver la bóveda celeste, llena de estrellas. Quería escuchar un rugido auténtico.
    Pasó frente a su madre. “¡Hola, Mamá!” Le dio un gran beso. “¡No es maravilloso estar vivo!”
    “Ya lo creo que sí.” Su madre le devolvió el beso. “¿Aprendiste algo interesante el día de hoy?”
    “¡Claro que sí!”
    Sin mayor preámbulo, Metutu trepó a su rama personal y observó el tronco que estaba bajo él. El nudo que siempre le había recordado la cabeza de un conejo lo miraba con la vista perdida.
    “Muy bien, Señor Conejo,” pensó, “¡Le preguntaré la próxima vez que lo vea! Sí, pensaremos en ALGUNA buena excusa para Mama y Papá. Les diremos que se trata de una excursión de campo prolongada, o algo por el estilo.”
    No sería nada fácil, pero si Aiheu escuchaba sus oraciones encontrarían alguna buena excusa que cimentara su relación y fortaleciera su nuevo lazo. “Aiheu, luz de luces, creador del universo, yo soy aquel recién iniciado que te ha encontrado esta tarde. ¡Ayúdame a encontrar un camino hacia el amor!”
    “Te preparé un poco de fruta fresca,” le gritó Neema desde abajo.
    “En realidad no tengo mucha hambre, Mamá.”
    “¿Ya comiste en casa de Busara?”
    “Sólo un poco.”
    “Hijo, recuerda que estás creciendo. Necesitas alimentarte.”
    “Está bien, pero sólo un poco.”
    Neema trepó hasta donde se encontraba Metutu; llevaba un par de rebanadas de melón en su mano. “Quiero que te comas esto, ¿entendido?” Lo miró a la cara y sonrió, “¿Cómo te has sentido, cariño?”
    “Bien, Mamá,” dijo afectivamente aunque un poco distraído.
    “¿Te gustaría hablar de ello?”
    Metutu se rió. “¿Y qué parte quieres que te explique exactamente?”
    “¡Ya sabes a qué me refiero!”
    Metutu dijo tan honestamente como le fue posible, “Busara es gran maestro. Quiero mucho a Papá, pero es agradable poder escuchar a alguien sin que se la pase mencionando al Viejo Maloki.”
    Neema volteó a ver los alrededores y después se rió ligeramente. “No deberías decir eso,” le susurró, “Pero no sabes cuánto te envidio.”
    “Además, en verdad me agradan Busara y Kima.”
    “¿Y también te agrada Asumini?”
    “Claro, Me agrada mucho.”
    Neema asintió y sonrió. “Ella es muy agradable. Es el tipo de persona que podría llegar ser una buena esposa y una excelente madre. Siempre pensé que a alguien tan curioso como tú le agradaría una intelectual como ella.”
    “Pues, este… supongo que tienes razón.”
    “Eres como tu padre; a él le agradaba la política, así que tomó por esposa a una política. Mi voto no es muy tomado en cuenta más allá de este árbol, pero él permanece más de la mitad de su tiempo aquí.”
    “¿Acaso tú sabes cómo dar órdenes, Mamá?”
    “No me subestimes. Pero jamás me atrevería a hacer mal uso de ese poder. En lo posible, trato de ayudar a tu padre y mantenerlo con los pies sobre la tierra cuando empieza a perder la cabeza. El elegir a alguien a quien realmente ames y que además puedas confiar en él es la verdadera llave hacia la felicidad. Si me permites dar mi opinión…”
    “Por supuesto, Mamá.”
    “Yo creo que los dioses los hicieron a ti y a Asumini el uno para el otro. Si pudiera verlos casados, moriría sin ninguna preocupación ni arrepentimiento. Makedde está casado con su trabajo, y Makoko podrá arreglárselas de algún modo; él es muy capaz. Pero Metutu, tú tienes un corazón amoroso. Sin amor, te marchitarías como un retoño en la estación seca.”
    “Podré arreglármelas.”
    “No quise insultarte. Es sólo que creo que tu corazón fue hecho para amar y ser amado; ese fue el regalo que Dios te dio. Si le das la espalda a ese regalo habrá consecuencias. Lo que sea que hagas, y adondequiera que vayas, asegúrate de que el amor siempre esté contigo. Cuando me haya ido y tu padre esté ocupado con alguna locura, sé que Asumini estará ahí sosteniendo tu mano. Y cuando esté arriba, observándolos, me sentiré dichosa.”
    Metutu besó a su madre. “Eso fue muy lindo, Mamá. Pero quédate por aquí un poco más; no quiero que te vayas demasiado pronto.”
    “Me iré cuando tenga que hacerlo,” respondió Neema, estrechándole la mano a su hijo. “Pero aún soy muy joven. Antes me gustaría jugar con mis nietos.”
    Neema bajó del árbol y recogió el resto de la fruta. “Kinara, cariño. ¿Ya comiste?”
    Kinara se acercó al árbol. “¡Oh, eso se ve muy sabroso! ¿Ya regresó Metutu?”
    Neema bajo la voz y le pidió que la acompañara al bosque para que pudieran hablar en privado.
    “Siempre que te comportas así es que traes algo entre manos, Neema.”
    “Nuestro pequeño niño ha vuelto convertido en un hombre, y necesita que alguien tenga La Plática con él.”
    “¿Qué quieres decir?”
    “Asumini, eso es lo que quiero decir; tan sólo míralo. Está tan nervioso que daría un brinco hasta el cielo con sólo tocarlo. Metutu necesita que alguien con experiencia le hable sobre los hechos de la vida antes de que lo haga alguno de sus amigos. Recuerdo que cuando tenía su edad pensaba que podía embarazarme por tan sólo besar a un muchacho.”
    “De acuerdo. Hablaré con él muy pronto.”
    “¿Y que te parecería esta misma tarde?”
    Kinara regresó al árbol, pero no pudo ver a Metutu. Sintió una corazonada que lo llevó a buscar en el riachuelo; ahí pudo encontrar a su hijo aventando piedrecillas sobre el agua. “¡Pero si todavía es un niño!” suspiró Kinara.
    “¿Metutu?”
    “¿Sí, señor?”
    “No me llames así. Hoy vengo no sólo como tu padre; recuerda que también soy tu amigo. Ha llegado el momento de que hablemos de corazón a corazón, ¿de acuerdo?”
    Se sentó a un lado de su hijo; ambos sumergieron los pies en la fresca agua del río. Colocó su brazo alrededor del hombro de Metutu y comenzó a hablarle de manera indirecta. “¿Recuerdas cuando murió tu abuela? Todos tenemos que envejecer y morir.”
    “¿En serio?” Metutu se cubrió la cara con las manos. “¿También yo?”
    “No estoy bromeando. Vamos a hablar claramente. Sé todo sobre Asumini.”
    Por supuesto, Metutu pensó que Busara estaba manteniendo la historia sobre su leona en secreto.
    “Te parecerá que la amistad que tienes con ella es un poco diferente de la que tienes con el resto de tus amigos. Es posible que sientas extraños deseos que no puedes comprender. Vas a querer tocarla, besarla, estar con ella.”
    Metutu se sintió desconcertado. “Bueno, ella es muy agradable. Me gustaría poder verla más—poder tocarla y sentir su suave pelaje, mirar sus avellanos ojos. Algunas veces desearía poder recargar mi cabeza sobre ella y sentir el suave arrullo de su respiración.”
    Kinara le apretó el hombro a su hijo. “Sé cómo te sientes, hijo. Pero es necesario que sepas a dónde te conducirán todos esos sentimientos. Si te esfuerzas, ella será tan apegada a ti como el verdor lo es a las hojas. Tu madre y yo nos sentimos de esa manera cuando teníamos tu edad, pero decidimos respetarnos el uno a la otra y esperar que estuviéramos casados para que nuestra intimidad llegara hasta ese nivel. Es muy fácil perder el control de la situación.”
    Metutu se horrorizó ante aquellas palabras. Repentinamente se dio cuenta de cual era el tema de la conversación. “¡Oh, te refieres a la hija de Busara!” Comenzó a reírse.
    “¿Es que acaso hay otra Asumini?”
    “Papá, ¿a qué se debe toda esta conversación?”
    “Tu madre y yo hemos visto todas las señales clásicas. Inquietud, pérdida del apetito, cambios de ánimo. Si Asumini no es la causa, ¿entonces a qué se debe?”
    Metutu se rió una vez más. “Veamos. Comencé a entrenar con Busara, y ha sido muy agradable; he entrado en una cueva por primera vez. Estoy emocionado por la vida. Algún día seré parte del Consejo. No niego que Asumini es muy bonita, pero Papá…”
    “¿Y entonces a qué te referías con todo ese asunto de tocar su suave pelaje, y de recargar tu cabeza sobre ella y arrullarte con su respiración?”
    “¡Estaba hablando acerca de una leona!” Metutu comenzó a reírse descontroladamente. “No te preocupes, ambos respetamos nuestros sentimientos y esperaremos a estar casados para que nuestra intimidad llegue hasta ese nivel. No queremos perder el control de la situación.”
    Kinara no se dio cuenta de la broma de Metutu. “¿¿Una leona?? ¡Te comería de un sólo bocado!”
    “No lo creo, Papá. Está muerta.”
    “Oh, eso es muy diferente.” Se rascó la cabeza nerviosamente. ¡Quieres acurrucarte al lado de una leona MUERTA!”
    “¡No me refiero a su cuerpo muerto! ¡Estoy hablando de un espíritu guardián! Su nombre también es Asumini.”
    Kinara suspiró aliviado y cerró sus ojos. “Gracias a los dioses.” Miró a Metutu y sonrió; Metutu le devolvió la sonrisa. “Te quiero mucho, hijo. Podemos hablar siempre que quieras. Todo lo que tienes que hacer es acercarte a mí y decir, ‘Papá, quiero hablar contigo.’”
    “Gracias, Papá. Yo también te quiero.” Metutu miró a su padre con una irónica sonrisa en los labios. “¿Mamá te obligó a hacer esto?”
    “Puedes apostarlo. ¿Acaso fue tan obvio?”
    “Bueno, se comportó muy extraña hace rato.”
    “Cuando le cuente lo que hemos estado hablando va a pegar un brinco tremendo.” Kinara acarició a Metutu en la cabeza. “Yo quería ponerte otro nombre; fue un error el que te llamara Metutu. Quería llamarte Mawata, como tu abuelo. Seamos honestos, hijo; no eres tan bien parecido como Makoko, pero tu belleza interna es tan grande que tu apariencia física no importa. Nunca le digas a nadie que dije esto, pero de mis tres hijos siempre te he amado más a ti.”
    “¡Oh, papá!”
    “Déjame terminar. Tu inspiras amor en las personas, y algún día una hembra deseará ser tu esposa. Necesitas saber sobre todas estas cosas para que sepas qué hacer cuando Asumini, o quien sea, te haga perder la cabeza. No hay necesidad de que hagas caso de los rumores, no mientras yo esté aquí.”
    Kinara y Metutu hablaron en la tranquilidad del bosque sobre la renovación de la vida y sobre el amor. Esa fue una de las pocas veces que Metutu pudo ver a Kinara en una actitud tan tranquila y tímida. Años después recordaría aquel día con una sonrisa en los labios.



    CAPÍTULO XIV
    NO TODO LO QUE BRILLA ES ORO

    Metutu se encaminó hacia la cueva de Busara; se sentía un poco molesto e imploraba por un poco de paz interior.
    Kima salió y lo recibió afectuosamente. “¡Entra, hijo mío! ¡Mira, Busara! ¡Es Metutu!”
    Busara salió y lo recibió con un gran abrazo, como si se tratara de un viejo amigo. Con esas manifestaciones de afecto Metutu sintió que su ira comenzaba a derretirse como si fuera cera bajo el sol. “¡Justamente estaba pensando en ti, y hete aquí! Toma algunas uvas frescas y entra para que podamos hablar.”
    “¿Sobre qué?”
    “Puedo ver que estás molesto con alguien. Espero que no sea con alguno de nosotros.”
    “¡Claro que no!”
    “¿Se trata de tu padre?”
    Metutu tomó algunas uvas, las bendijo y comenzó a comerlas de dos en dos. “No lo digo de mala fe, pero en verdad odio la política. Quiero mucho a mi padre, pero no puedo tolerar lo que hace para vivir.”
    “¡Ufff! ¿No será que has perdido tu fe en la política?” Busara le ofreció a Metutu un poco de agua fría, quien la aceptó gustoso. “¿Y de que se trata esta vez? ¿De nuevo es sobre el Viejo Maloki?”
    “¿Acaso no es siempre sobre él?” Metutu se rascó la cabeza. “Quiero decir, ¿por qué no tratan de llevarse bien esos dos? No creo que el Viejo Maloki sea tan malvado como mi padre dice que es.”
    “Bueno, tú sabes que ellos son así. Pero aún hay algo más, ¿no es así?”
    “Sí.” Metutu se puso la cabeza entre las manos y comenzó a refunfuñar. “Papá le dice una cosa a Chidu, luego se da la vuelta y le dice a Bugweto lo contrario. Le pregunté que era lo que se proponía y me contestó que Dios es la fuente de toda la verdad, así que Él puede cambiar la verdad para lograr sus objetivos.” Miró a Busara lleno de aflicción. “Puede decirse de mil maneras, pero no importa cómo lo veas; lo único que hizo fue mentir. Siempre recuerdo que mi madre me decía que no debía mentir, pero lo único que recuerdo de mi padre es que me decía que no debía mentirle a ÉL. ¡Ya nunca más sabré cuándo creerle!”
    “Ya veo.” Busara colocó su brazo alrededor del hombro de Metutu. “Puedo ver qué es lo que te molesta. Pero también puedo ver que hay más que aún no me has dicho; mucho más.”
    Metutu sentía que ya había dicho demasiado. Tomó un par de uvas y las masticó lentamente.
    Busara comprendió su silencio y sonrió. “Te preocupa el que algún día, cuando tomes su lugar, las mentiras dejarás de molestarte. Te preocupa que llegues a pensar que el fin justificará los medios. El sólo imaginarlo te hace sentir sucio de alguna manera.”
    Metutu lo observó a los ojos. “¿Mentir es parte de ser Jefe? ¿Es que no puedo hacer las cosas correctas sin dejar de ser honesto? ¿En verdad crees que Dios puede alterar la verdad?”
    Busara suspiró profundamente. “Las mentiras son frutas que por fuera lucen maduras y hermosas, pero que en su interior están llenas de gusanos. Lo mismo se aplica a las personas en las que no se puede confiar. Yo creo en Dios con mi vida y con la de mi familia. Sé que sus promesas siempre permanecerán incorruptibles y perfectas. Ahora, si me permites ser honesto contigo, sinceramente creo que serías un pésimo Jefe.”
    Metutu agachó la cabeza. “Ya veo. ¿Entonces para qué sirvo?”
    Busara le alzó la barbilla a Metutu y lo miró a los ojos. “Anoche tuve una visión en la qué tú te inclinabas ante Mano y Minshasa. Mano te besaba y decía, ‘Levántate, hijo mío. Tu padre fue Jefe en una pequeña aldea, pero si eres fiel a tus convicciones gobernarás al lado de los Grandes Reyes que están en los cielos, lleno de esplendor y fortaleza.’”
    “¿¿Yo?? ¿Estás seguro de que no fue sólo un sueño?”
    “¿Un sueño?” Busara le dio un golpecito en la mejilla. “Hijo mío, toda tu vida ha sido un sueño. Ha llegado el momento de que despiertes.”
    “¿Pero qué es lo que Aiheu espera de mí? ¿Qué es lo que debo hacer?”
    “Tan sólo has dado el primer paso. Siempre pregúntate qué es lo que Aiheu espera de ti. Has de ese pensamiento tu oración matutina y vespertina; debe ser lo primero en lo que pienses al despertar y lo último cuando vayas a dormir. Lo siguiente que deberás hacer es partir en búsqueda de una visión, abriéndole tu corazón al Creador. Cuando un cachorro llora por su madre recibe alimento. Cuando lloramos por Dios, puedes estar seguro de que no nos dejará con una sensación de vacío. Su guía te mostrará el camino.”
    “¿Quieres que me convierta en un chamán?”
    “Lo que yo quiera no tiene importancia. Le pongo muy poca atención a lo que deseo, y aún así tengo todo lo que en verdad quiero junto a mí. Es un trato muy simple; tú preocúpate de lo que quiera Aiheu, y Él se preocupará de lo que tú quieras. Yo sé lo que te digo, hijo; una vez que el cetro del Jefe está en tus manos es muy difícil deshacerse de él. Sentirás remordimientos por el resto de tu vida, pero te aferrarás a ese puesto como la liana se aferra al árbol. Yo sé que una meta más alta te aguarda, una meta que jamás te hará sentir pena.”
    “Si no estoy destinado a ser el próximo Jefe, ¿entonces quién liberará a nuestra gente?”
    “Algún día la gente se liberará por sus propias manos. Si esa es la voluntad de Aiheu, así ha de pasar. Puedes huir de Dios, pero no puedes ocultarte de Él.”
    “¿Pero qué es lo que puedo ofrecerle a Dios? No me siento como un pequeño de Mano; sé que quiero hacer esto, pero me asusta.”
    Busara sonrió. “¿Y acaso crees que eres el único que está asustado? El mundo es vasto, y tú eres sólo un pequeño punto. ¿Pero no crees que es mejor ser un punto brillante entre las estrellas que un punto obscuro entre la tierra?”
    Metutu suspiró. “Siempre sabes decir lo más apropiado. “Ahora sé qué es lo que debo hacer.”



    CAPÍTULO XV
    LA DISPUTA

    “Koko se sintió muy astuto cuando finalmente pudo arreglárselas para alcanzar el cesto y quitar el tótem sin ser descubierto. ¡Ahora tenía un gran poder otorgado por los dioses! ¡Ahora podría lastimar a todos los enemigos que se habían burlado de él! Comenzó a escabullirse riéndose entre dientes. Pero los dioses no tardaron en detenerlo y reclamar la propiedad que les había sido robada. Decidieron condenarlo a muerte, pero como los dioses eran justos le permitieron a Koko elegir el método de ejecución. Koko dijo sin pensarlo dos veces, ‘Deseo morir por vejez.’
    Aquella respuesta impresionó a los dioses, y se dieron cuenta de que Koko no se trataba de un simio ordinario; no cualquiera habría podido robar el tótem. Así que permitieron que Koko continuara su camino y conservara el tótem, siempre y cuando lo utilizara para bien. Le advirtieron que el día que se atreviera a conjurar un hechizo para dañar a alguien sería el día en que moriría, y que no sería muerte por vejez. Fue debido a ello que Koko se convirtió en un gran curandero—él fue el primer chamán. Y a pesar de que jamás conjuró un hechizo maligno sus enemigos dejaron de reírse de él. Su vida en la Tierra fue larga y muy feliz.”

    — “EL PEQUEÑO HERMANO CHAKO”, Sección 7-B

    El Consejo de Ancianos estaba muy molesto. La rivalidad entre Kinara y Maloki—quien vivía cruzando el río—siempre había sido un tema muy controversial, pero siempre lo había manejado a nivel personal; era muy poco común que sus problemas involucraran a todo el Consejo.
    Chango y Bugweto había ido al río por un poco de agua. Todos sabían lo que Maloki cobraba por permitir tomar agua del río, pues se había autonombrado como el propietario este. Pero para Kinara fue demasiado cuando los miembros de la villa de Maloki comenzaron a tomar frutas del árbol que se alzaba por enzima del río.
    “¡Ese árbol está en nuestro territorio! ¡Es nuestro árbol!” reclamó Kinara. “¡Esto es un ultraje!”
    Azima , el hijo de Maloki, permanecía inflexible. “¡No hay forma en que pudieran recogerla sin traspasar nuestro territorio!”
    “¡Cuando se paga renta no se traspasa el territorio!” gritó Bugweto.
    “La renta es sólo por agua. ¡Por agua! Ustedes pueden tomar toda la fruta que caiga en su territorio. ¡Eso es legal y justo ante los dioses! ¿Debo recordarles que entre nosotros hay un acuerdo honorable?”
    “No hay nada honorable con las cuotas que cobras en cada renta,” respondió Kinara, permaneciendo con los brazos cruzados. “Sin embargo, entre nosotros hay una voz irreprochable en lo que concierne a las leyes.” Le hizo una señal a Busara. “Todos sabemos que su palabra es imparcial y honesta. ¿Qué tienes que decir, Escribano?”
    Busara permaneció pensativo. Se paró entre Kinara y Azima, quienes estaban peligrosamente cerca. “Una vez hubo dos hermanos. Ambos pelearon arduamente durante cinco días y cinco noches para decidir quién sería el ganador de un premio grandioso. No se detuvieron para comer ni para dormir. En el quinto día ambos cayeron al suelo, completamente rendidos. Y mientras estaban dormidos, llegó un extraño y se robó el premio.”
    “¿Qué tratas de decir?” preguntó Azima.
    “Una vez que toda la fruta del árbol esté madura recoléctenla y júntenla en un sólo montón. Después divídanla equitativamente entre nuestros pueblos.”
    “Me parece justo,” dijo Kinara. “Pero yo lo supervisaré personalmente. Azima es tan tramposo como su padre.”
    “¿¿Qué?? ¿¿Que YO SOY un tramposo??”
    “Por favor, distinguidos oponentes…” Busara se interpuso entre los dos mandriles. “Tengo una solución. Uno de ustedes dividirá el montón de fruta, pero permitirá que sea el otro quien escoja primero. De esa forma, ninguno de los dos se atreverá a hacer trampa.”
    “¿Pero por qué habría de darle algo a ellos?” inquirió Kinara. Los demás asintieron y comenzaron a murmurar. “¿Por qué debería hacer caso de sus exigencias?”
    Busara le indicó a Kinara que lo acompañara para que hablaran a solas; suspiró profundamente y le dijo, “Lo que más le gusta a Maloki es hacerte enojar,” le susurró, mirando a Azima de reojo. “Si eres generoso y le das la mitad de la fruta, ya no tendrá pretextos para maldecirte a tu espalda. Entonces se sentirá muy miserable.”
    Kinara lo pensó por un momento, se rascó la barbilla y sonrió. “Me agrada. ¡Y la próxima vez que me acuse de ser codicioso, podré echárselo en cara!”
    Kinara regresó al río. Le sonrió amistosamente a Azima y le dio una palmadita en la espalda. “Muchacho, tienes razón. Les daremos la mitad de la fruta, tal y como mi amigo ha sugerido. Lo digo en serio. Hasta podría darles un poco más. ¿Por qué no la toman toda? Nosotros tenemos suficiente.”
    Azima comenzó a incomodarse. “¿Es que acaso hay algo malo en esa fruta?”
    “¡No! ¡En lo absoluto! Está perfecta. Espero que la disfruten. Vamos, llévate algunas frutas a casa.”
    Azima comenzó a rascarse la cabeza. “¡Espera un minuto! ¿Qué es lo que te dijo Busara?”
    “Me dijo que dar es mucho mejor que tomar.”
    Azima volteó a ver a los demás. Se estremeció a medida que veía cada par de ojos, buscando la más mínima pista de qué era lo que estaba pasando. “¡Así que te dijo eso!” gritó, alzando sus manos. “¡Todos ustedes son un montón de taimados, pulgosos y buenos para nada! ¿¿Acaso crees que soy estúpido?? ¡Quédate con la fruta! ¡Espera que se la COMAN toda! ¡Por los dioses, espero que lo que sea que hayan tramado se les devuelva triplicado!”
    Azima se alejó encolerizado. Durante algunos momentos no se escuchó sonido alguno. Una vez que se hubo alejado, Kinara comenzó a reírse ligeramente para después estallar en carcajadas; colocó su brazo alrededor del hombro de Busara. “¡Eres un diablillo maquiavélico! ¡Nunca creí que tuvieras tanta astucia!”
    Busara sonrió, pero en su interior no se sentía tan feliz.
    Después de aquel encuentro, Kinara le indicó a Busara que lo acompañara. “Quiero mostrarte mi agradecimiento, viejo amigo. Quiero que seas mi Consejero en Jefe. Sabes que ese puesto es el más importante después del mío. Te lo ofrezco por que eres tan astuto como honesto.”
    Busara se sentía incómodo. “Gracias, Gran Jefe, pero quizás no sea tan astuto como tú crees—o al menos como debería serlo.”
    Kinara sonrió, pero le apretó el hombro a Busara firmemente. “Guarda tu doble sentido para nuestros rivales. Cuando quiera que me digas un acertijo te lo pediré en calidad de Escribano en Jefe, pero en este momento sólo necesito escuchar una palabra. Y me parece que esa palabra es ‘sí.’”
    “Lo siento mucho, amigo mío. No soy el tipo de persona que necesitas.”
    “¿Cómo?”
    “Con todo respeto, todo lo que tú quieres es ganar a cualquier precio. El triunfar sobre tus rivales se ha convertido en tu fruta y tu agua. Tus deseos se han convertido en tu dios, pero cuando mueras todos tus poderes terrenales te abandonarán. Tan sólo el amor es capaz de llevarte al Reino Bendito.”
    “¿Me estás diciendo impío?”
    “No, viejo amigo. Creo que eres valioso y muy bueno. Creo que eres un pequeño de los dioses, y es por eso que deseo para ti algo más grande que lo que puede ofrecerte este mundo. Cuando llegues a casa besa a tu esposa, y habla con tu hijo Makedde. Haz las paces con el muchacho; él aún te quiere mucho. Esas cosas son más importantes que toda la fruta del mundo.”
    Kinara permaneció mirando a Busara sin saber qué pensar. Pudo darse cuenta que había bondad genuina en las palabras de su viejo amigo, así que le dio una palmadita en la espalda. “Empiezas a sonar como mi madre. Ya soy un chico grande; puedo cuidarme yo solo. Y respecto a mi hijo Makedde, todas las noches rezo por él.”
    Busara se despidió de Kinara y se encaminó hacia su cueva. Kinara se acercó a uno de sus guardias. “Tú y Uwezo síganlo. Quiero saber qué es lo que se propone.”




    CAPÍTULO XVI
    LA PAREDES OYEN

    Uwezo y Doya eran muy buenos en su labor. Ambos eran guardaespaldas de Kinara, pero también eran extremadamente silenciosos y cautelosos a pesar de su gran tamaño. Ellos eran una mancuerna que le había permitido a Kinara mantener su poder durante muchos años.
    El que Kinara espiara a sus oponentes, por lo general, no provocaba demasiados daños. De hecho, muchos miembros de la villa compartían con él cierto lazo. Ellos le pedían consejo sobre asuntos que jamás se atreverían a confesarle a nadie más, y Kinara siempre trataba de ofrecerles toda su ayuda. Desde ese punto de vista, Kinara era el Padre Confesor de los ricos y poderosos, y nunca se había atrevido a quebrantar su voto de confianza hacia ellos.
    Uwezo era muy observador, y su oído era extremadamente agudo, pero se sintió algo confundido al escuchar dos juegos de pisadas cuando pasó Busara. Uno de los dos juegos de pisadas parecía ser producido por una criatura muy pesada. Comenzó a mirar hacia todos lados, pensando que un leopardo lo estaba espiando a ÉL. Lo único que pudo ver fue a Doya, quien venía por detrás de él, pero Doya era muy bueno para ocultar el sonido de sus pisadas.
    Repentinamente se escuchó el tremendo rugido de una leona. Uwezo se olvido de toda discreción y comenzó a retroceder escandalosamente. Busara volteó la cabeza, pero para cuando pudo ver a los dos mandriles ambos ya se encontraban demasiado lejos como para ser reconocidos.
    “¿Qué pasó, querida?”
    “No confío en esos dos,” le respondió una voz. “Se ven sospechosos.”
    No era buena idea seguir a Busara una vez que ya estaba alerta de lo que pasaba. Uwezo y Doya tenían una misión muy importante, y ninguno estaba dispuesto a enardecer la ira de Kinara fallando en su encomienda. Decidieron esperar a que Busara regresara a su casa para espiarlo desde las afueras de la cueva.
    “Este siempre será tu refugio,” dijo Busara. “Siempre serás bien recibido cuando necesites un lugar al que puedas ir y ser aceptado tal y como eres.”
    “Gracias,” respondió Metutu. “¡Te quiero más de lo que puedo expresar con palabras! Has sido tan amable conmigo. Tú, Kima y Asumini.”
    “Que Aiheu te bendiga, hijo mío,” susurró Kima.
    Doya volteó a mirar a Uwezo. “¡Oh ohh!”
    “¡Shhhh!”
    “Un destino muy especial te aguarda, Metutu,” dijo Busara. “Hoy traté de traer un pequeño cambio a nuestra aldea. Si soy afortunado, tal vez viva para ver a Kinara y Maloki entablar una conversación civilizada. Pero algún día tú serás el nuevo Jefe. Harás cosas grandiosas en un sólo año, cosas que yo no podría hacer ni en toda mi vida. La libertad florecerá y crecerá como capullos de Alba, y la adoración a los dioses será algo que nazca del corazón, no una imposición del Consejo.”
    “Sólo espera a que Kinara se entere de esto,” murmuró Doya.
    En ese momento escucharon unas pisadas muy pesadas que avanzaban desde el interior de la cueva hacia el lugar donde ellos se encontraban. “Es ese sonido otra vez. ¡Vámonos de aquí!”
    Busara se quedó observando. “¿Que la habrá pasado a Asumini? ¡Parecería que vio un fantasma!”
    La leona entró en la cueva algunos segundos después; estaba muy agitada. “Doya y Uwezo estaban afuera de la cueva.”
    “¿Qué tanto escucharon?”
    “Probablemente todo.”
    Busara cerró los ojos e inclinó la cabeza. Gimió como si alguien lo hubiese golpeado. “Estamos en grave peligro.”
    “Permíteme matarlos,” sugirió Asumini.
    “No, pequeña mía. Eso le daría aún más sospechas a Kinara. No somos jueces ni verdugos; no somos como él.”
    Uwezo y Doya aparecieron ante Kinara; el Jefe se encontraba en compañía del Sacerdote en Jefe Kasisi . Los dos espías competían entre ellos por ser el primero en darle la noticia a Kinara, pues sabían que tarde o temprano recibirían una recompensa.
    “Busara es un Aiheusista,” dijo Uwezo.
    “Esta instruyendo a Metutu en su creencia,” interrumpió Doya.
    “Dijo que había intentado hacer que tú y Maloki entablaran una comunicación; está seguro de que cuando Metutu sea el nuevo Jefe acabarán todas las disputas.”
    Kinara estaba petrificado; se sentó por un momento y después se dobló lleno de dolor. Él jamás mostraba su estado de ánimo, pero en ese momento tomó una fruta que había estado comiendo y la lanzó contra un árbol.
    “¡Mi hijo! ¡Busara planea poner a mi propio HIJO en contra mía! ¡Tres veces maldito sea ese bárbaro pagano! ¡Yo confié en él! ¡Le entregué a mi propio hijo! ¡Oh dioses!”
    Uwezo y Doya en verdad esperaban ser recompensados por su trabajo; en lugar de ello, Kinara les ordenó retirarse con un movimiento de su mano.
    Kasisi estaba a punto de estallar en cólera. “¡Tenemos que limpiar toda esta perversidad! ¡Es como una enfermedad que se extiende lentamente! ¡Te digo que debes acabar con esto!”
    “Tendré que conversar con Busara.”
    “Tendrás que matarlo,” dijo tajantemente el Sacerdote en Jefe.
    “¿Denunciar a mi amigo ante el Consejo? ¿Acusarlo como si se tratara de un ladrón o un adultero? Lo desterraré.”
    “Destiérralo y lo convertirás en un héroe ante los ojos de tu hijo,” interrumpió Kasisi. “Lo mismo pasará si lo ejecutas públicamente. No, debemos hacerlo desaparecer, repentinamente y sin dejar rastro alguno, ¿lo has entendido?”
    “¡Pero Kasisi, Busara es mi amigo!”
    “¡Busara está guiando a tu hijo directo al infierno! ¡Cuando Metutu haya sido apartado para siempre del Reino Bendito te maldecirá por toda la eternidad! Todos los días repetirá ‘¡Mi padre me hizo esto!’”
    “¿¿Pero asesinarlo??”
    “¡Dios te bendecirá por ello, así que no será asesinato! Yo sé lo que te digo, Kinara; en esta aldea hay muchos que están dispuestos a seguir a Busara. Todos ellos están en peligro, como tu hijo Makedde.”
    “¡¿Qué hay con Makedde?!”
    Kasisi cruzó los brazos presuntuosamente. “¡¿Acaso pensaste que jamás lo descubriría?! ¿Pensaste que me tenías controlado, viejo amigo? ¡Será mejor que cumplas con tus deberes ante Dios, o juro que denunciaré a Makedde como debí hacerlo desde hace mucho tiempo!”
    “¡Atrévete a hacerlo y te mataré!”
    “¿Matarás al Sacerdote en Jefe por ser fiel a su religión? ¿Crees que eso te ayudaría? ¿Acaso crees que podrías ocultar semejante acción? ¿Piensas que soy tan tonto como para venir a este lugar sin decirle a nadie en dónde estaría?”
    “¡Ya basta!” Kinara permaneció mirando hacia los árboles por un largo momento; después se dio la vuelta silenciosamente. “No voy a disfrutarlo como tú lo harás, pero así ha de ser.”
    Kinara llamó a sus dos guardaespaldas. Agarró a Doya de las barbas. “Escúchame bien; a nuestro Escribano en Jefe le gusta estar en contacto con el mundo de los espíritus.” Frunció el ceño tristemente. “Pues bien; nos aseguraremos de que Busara pueda pasar el resto de su vida en ese lugar, si sabes a lo que me refiero.”
    “Sí, señor.”
    “Maneja la situación con discreción, pero arréglalo antes del amanecer. Y si me fallas-” Le dio una palmada a Uwezo en la cabeza. “Esperemos que no suceda eso. No te atreverías a fallarme, ¿verdad?”
    Ambos guardaespaldas hicieron una rápida reverencia y se alejaron corriendo.




    CAPÍTULO XVII
    LA DIÁSPORA

    Busara estaba aterrorizado. “Metutu, debo tomar mis pertenencias y marcharme. Llevaré a Kima y a Asumini lejos de aquí.”
    “Llévame contigo.”
    Busara lo besó en la mejilla. “Siempre estarás en mi corazón. No nos ayudaría a ninguno de los dos el que escaparas de casa en este momento.”
    “¿Pero a dónde irás? Puedes decírmelo.”
    “Mandaré a Asumini por ti cuando sea seguro. Ellos no podrán lastimarla.” Tomó a Metutu de los hombros firmemente. “No tengo mucho tiempo. Hay tantas cosas que quisiera decirte, hijo mío, pero por ahora debes mantener tu fe en secreto. No en la manera como tratas a los demás, pero si en la forma en que les hablas. Llegará el día en que tu fe por Aiheu resplandecerá, pero el darla a conocer en estos momentos podría provocar graves consecuencias. Recuerda todo lo que te enseñé. Tú eres nuestra única esperanza, Metutu. No me falles, o mi sacrificio habrá sido en vano.”
    Metutu estrechó la mano de Busara y lo abrazó. “Aiheu, dame fortaleza. Que los dioses nos acompañen hasta el día en que nos volvamos a ver.”
    “Bendíceme por mi muerte, en caso de que las cosas salgan mal.”
    “¡Oh, dioses! ¡No digas eso!”
    “¡Bendíceme, Metutu! Es algo que debe hacer mi hijo mayor, y ese eres tú.”
    Metutu se estremeció, pero reunió la fuerza para dibujar un círculo alrededor del ojo derecho de Busara y tocarle la barbilla con sus dedos. “Que logres encontrar el camino hacia Dios y hablar con Él.” Las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Metutu; abrazó una vez más a su amigo. “¡Fuiste mi padre, mi amigo y mi maestro! ¡Jamás me abandones! ¡No te atrevas a morir y dejarme solo!”
    “Haré lo que esté en mis posibilidades.” Busara le limpió las lágrimas a Metutu. “Debes irte. No le digas a nadie que estuviste aquí.”
    Metutu volvió a abrazar a Busara; después comenzó a alejarse por el largo y serpenteante camino que conducía a la aldea. No quería ser visto alejándose de la cueva de Busara.
    “No se marchen de aquí hasta que yo haya regresado,” le dijo Busara a su familia. “Voy a explorar el camino para asegurarme de que no estamos siendo espiados.”
    Salió de la cueva en compañía de la leona Asumini; comenzaron a recorrer el camino que pasaba a través del campo de cañas y arbustos. No era buena idea salir por los caminos acostumbrados. La ruta que estaba siguiendo le había servido en innumerables ocasiones para poder recolectar Raíz Tiko; los conduciría en dirección a la aldea de Maloki. El Viejo Maloki detestaba a Kinara, y aceptaría a su Escribano en Jefe como huésped sólo por el gusto de ver a su adversario enfadarse hasta sus límites.
    Asumini se detuvo y comenzó a investigar los alrededores. Busara, quien estaba un poco sordo, confiaba en los agudos instintos de su amiga. “¿Qué sucede, pequeña? ¿Alguien nos sigue?”
    Busara se dio la vuelta. “¡Uwezo! ¡Doya!”
    Doya sostenía una enorme piedra entre sus manos.
    “¡Yo solía contarles historias cuando eran pequeños! ¡Por favor! ¡Déjenme huir y sólo digan que me mataron!”
    Doya lo miró con falsa compasión. “De acuerdo. Pero debes jurar que nunca regresarás.”
    “¡Lo juro!” Busara se dio la vuelta; su corazón latía fuertemente. “¡Jamás regresaré!”
    Doya levantó la piedra y la estrelló contra la cabeza de Busara con todas sus fuerzas. Busara cayó al suelo emitiendo un terrible gemido. Doya lo golpeó una vez más, y los quejidos cesaron.
    Asumini apareció frente a ellos, gruñendo amenazadoramente. Doya estaba aterrorizado; aventó la roca que estaba entre sus manos hacia la leona, quien se encontraba agazapada y lista para atacar, pero el proyectil pasó a través de ella sin causarle daño alguno. “¡No me mates! ¡Por favor, no me mates! ¡Oh dioses!”
    “Tal vez te deje huir y sólo diga que te maté.”
    “¡Oh dioses! ¡Ten piedad de mí! ¡Me ordenaron hacerlo!” Se arrodilló sobre el suelo, y se habría humillado frente a aquella leona si no hubiese sido por que el cuerpo de Busara yacía frente a él, bañado en su propia sangre. “¡Por el amor de los dioses!”
    “Por el amor de los dioses,” gruñó Asumini, lanzándose sobre él.
    A la mañana siguiente Busara no se presentó al desayuno que había acordado la mañana anterior con Kinara. El Jefe se mostró impaciente e hizo un esfuerzo simbólico de mandar buscarle. Metutu encontró algo de sangre en la tierra, así como señales evidentes de una tremenda pelea entre el pasto. “¡Ven a ver esto!”
    “Este camino es muy antiguo,” dijo Chango. “Debió ser atacado por un leopardo.”
    El Jefe siguió a Chango; se preguntaba por qué sus confiables guardaespaldas no habían regresado la noche anterior. En ese momento los encontraron; estaban horriblemente despedazados, con sus cabezas casi decapitadas. Al parecer habían sido atacados por leones, pero no había rastros de que su carne hubiese sido comida.
    “¡Oh dioses!” gimió Kinara.
    No había huella alguna en los alrededores, pero no había duda alguna sobre lo que había ocurrido. “Chango, confío en ti. En estos momentos necesito de tu ayuda; llévate los cuerpos y entiérralos en un lugar apartado. Y júrame que NADIE sabrá NI UNA PALABRA acerca de esto.”
    “Lo juro.”
    Metutu ya sabía que era lo que había ocurrido; se dirigió hacia su casa. Escuchó unas pisadas detrás de él; eran muy pesadas.
    “Asumini, ¿eres tú?”
    Asumini apareció a su lado. “Metutu, ten coraje. Estoy triste, ¡muy triste!”
    “Sé lo mucho que lo amabas.”
    “No estoy triste por él. ¡Estoy triste por ti! Estoy triste por que sé que amas a tu padre sin importar lo que haga. Estoy triste por que te aguardan pruebas muy duras. Pero ten valor, pues yo nunca te abandonaré hasta que mi trabajo haya finalizado.”



    CAPÍTULO XVIII
    ENAMORADOS

    Aquella mañana Metutu regresó al único lugar en el que podía encontrar paz. Entró a la cueva y vio a Kima preparando la comida. Kima se encontraba realizando las tareas que había hecho durante toda su vida, pero había algo diferente en su mirada; sus ojos estaban apagados y sin vida.
    “¿Kima? ¿Te encuentras bien?”
    Kima alzó la mirada. “¿Metutu?”
    Aquella mandril se veía tan acabada. Sin pensarlo dos veces, Metutu se aproximó a ella y la abrazó. El antiguo fuego de su mirada regresó a ella mientras sollozaba en el hombro de Metutu. “¡Gracias a Dios que estás a salvo! Eres un buen muchacho. ¡No es de extrañar que Busara te quisiera tanto!”
    “Yo también lo quise. Te prometo que mis sentimientos por él nunca cambiarán. Quiero ayudarte en todo lo posible, si me lo permites.”
    “No deberías venir aquí. Podría irte muy mal si te descubren; hay espías por todos lados.” Kima no mencionó el nombre de Kinara, pero agregó, “Sabes muy bien que ÉL sabe todo lo que pasa en la aldea. Debemos ser cuidadosos.”
    “No me importa estar en peligro. ¡Si alguien me elimina sé que triunfaré sobre la muerte, como lo hizo Busara!” Se adentró en la cueva y tomó una lámpara que estaba junto a las pinturas. Pudo ver un retrato que lo representaba a él en compañía de toda la familia; Metutu se arrodillo y comenzó a llorar. “¡Debió ser lo último que pintó!” Tocó la pintura con sus dedos, muy cuidadosamente. “¡Oh, dioses! ¡No puedo creer que se haya ido! Me aseguraré de que su muerte no haya sido en vano, Kima. Continuaré con su trabajo. ¡Dioses, denme fuerza!”
    “¿Puedes ver esa línea que te une con Asumini? Era su deseo el que algún día ustedes se unieran en matrimonio. También es mi deseo el que ustedes puedan disfrutar de un amor basado en la verdad y la belleza.”
    Metutu, comprensiblemente, no quería delatar a su propio padre ante el Consejo. Además, no habría servido de mucho; las sospechas acerca de la religión de Busara habían sido confirmadas. Sin embargo, Metutu no podía perdonar lo que su padre había hecho.
    “Kima, continuaré estudiando con Makedde. Me convertiré en un chamán, tal y como lo prometí.”
    Kima sonrió, pero en sus ojos había tristeza. “Aiheu te bendiga. Como desearía que Busara hubiese podido terminar de entrenarte. Anhelaba tanto el poder hacerlo.”
    “No lo conocí mucho, pero jamás olvidaré su bondadosa sabiduría. Me dijo que siguiera mis sueños, y eso es lo que haré.”
    “Debes ser muy cuidadoso. No dejes que los ignorantes extingan tu luz.”
    “Estoy dispuesto a derramar mi sangre por el amor de Aiheu. Sin su amor la vida no vale la pena.”
    “Pero no debes menospreciar tu vida. No la abandones tan fácilmente. Recuerda que hay muchos que te amamos.”
    Metutu abrazó a Kima. “También hay quienes te amamos a ti.”
    Asumini estaba observando las pinturas. “Ahí está mi Tía,” dijo entre sollozos. “Ella nos quiso mucho, pero siempre fue más apegada a mi padre. Voy a extrañarla.”
    “Ella me dijo que no se iría hasta que hubiera terminado su trabajo.” Permaneció pensativo por un momento. “Pero yo siempre estaré contigo.” Metutu tomó a Asumini de las manos. “Tu padre dio su vida para que yo pudiera ver la verdad. Yo me aseguraré de que nunca te falte nada, ¡sin importar lo que tenga que hacer para lograrlo! Seré un hijo para Kima, y un esposo para ti.”
    “Metutu, no queremos tu lástima. Esa no es la clase de amor que sentimos por ti.”
    “¡No es lástima! Siempre he estado enamorado de ti. Siempre tuviste la sabiduría y belleza que me fueron negadas a mí.”
    “Tú no eres feo.”
    “Sólo por que tú eres lo suficientemente hermosa para los dos.” Metutu le dio un beso en cada mejilla. “No me odies por sentirme atraído hacia ti. Ningún hijo de Chako podría verte sin pensar en alguna maldad.”
    Asumini le dio un inocente beso. “Ya habrá tiempo para pensar en maldades cuando el sufrimiento haya borrado su huella, y esos pensamientos serán para ti. Si me amas, dame tiempo.”
    “Te doy toda mi vida. Siempre estaré aquí cuando me necesites.”

    CAPÍTULO XIX
    EL NEXO

    Metutu no se podía sacar de la mente lo que la leona Asumini le había dicho. “Ten coraje.” ¿Qué habría querido decir? ¿Coraje por la muerte de Busara? ¿Coraje para mantenerse fiel a su nueva fe? En secreto tenía fantasías en las que llamaba a la leona Asumini, abría sus brazos y decía, “¡Ven a mí, Asumini!” Entonces Asumini iba hacia él, lo nombraba su hermano y le contaba maravillosas cosas acerca de la vida y la belleza.
    Kinara quería que Metutu fuera el próximo Jefe, pero el joven mandril sentía que Aiheu lo llamaba en otra dirección; él anhelaba una vida de sinceridad. Por supuesto, tenía esperanza en que la sociedad de los mandriles cambiara algún día, pero ese cambio debería provenir de una fuente distinta. ¿Acaso era ese el tipo de coraje que debía tener?
    La disputa entre Kinara y el Viejo Maloki comenzaba a definirse. El privilegio que tenía la aldea rival de Kinara para tomar agua en su propia tierra iba a comenzar a costarles. Así eran las cosas; Maloki se había estado aferrando a sus tierras con gran tenacidad, pero muchos de sus súbditos demandaban un cambio. Kinara pensaba que el mejor cambio sería una aldea más grande y un Consejo unificado.
    ¿Pero cuál podría ser la mejor manera de lograrlo? Definitivamente no podría hacerlo usando fuerza militar, al menos no con las tropas que poseía. La mejor manera de realizar su propósito sería atacar desde el interior, por medio de rumores bien planeados. Después de todo, el Jefe sentía que no había nada que pudiera decir sobre el viejo envidioso de Maloki que fuese peor que la verdad.
    Kinara se encontraba planeando su estrategia; Neema se acercó para darle su cena favorita: una mezcla de diferentes frutas machacadas junto con un huevo; Neema lo preparaba colocando la fruta en un tazón y machacándola con un hueso de antílope. A sus tres hijos les encantaba ese platillo, no tanto por su sabor o textura, sino por la forma en que Neema lo preparaba mientras les contaba la historia de un elefante que pisoteaba la aldea. Ella solía llamarle a este platillo “Estofado de Elefante.”
    “Neema, ¿eres tú?”
    Neema se sobresaltó y dejó caer el plato, derramando el contenido sobre su esposo.
    “¿¿Pero qué es lo que te sucede, Missy??”
    Neema se agarró la cabeza con las manos. “¡Oh, dioses! ¡Lo siento tanto!”
    “¿Pasa algo malo?”
    “He estado algo entorpecida los últimos días. Quizás se debe a este dolor de cabeza.”
    “¿Dolor de cabeza? Oh.” Kinara se limpió los restos de comida lo mejor que pudo, pero el guiso era un poco pegajoso. “No te preocupes—yo lo limpiaré. Después de todo, necesito descansar un poco de tanta planeación.”
    En cualquier otro momento Neema habría insistido en levantar ella misma aquel tiradero. Kinara se dirigió al río para lavarse el pelaje; mientras caminaba se preguntaba si aquel dolor de cabeza era más doloroso de lo que Neema le confesaba. Ahora que recordaba, Neema había estado padeciendo aquel dolor desde hace tantos días que Kinara ya había perdido la cuenta.
    Makedde se encontraba tarareando una canción mientras limpiaba el tazón de madera que utilizaba para preparar sus medicinas; después de que hubo terminado se deshizo del puñado de hojas que utilizó, y después depósito el tazón en una esquina de su casa. Se puso en pie y se dio la vuelta; estuvo a punto de chocar con Neema. Makedde se sorprendió y retrocedió impulsivamente, desordenando una pila de vasijas que se desperdigaron sobre el suelo.
    “¡Dios misericordioso! ¡Casi me matas del susto!” Se tocó el pecho con la mano y exhaló fuertemente.
    “Lo siento, hijo. No fue mi intención asustarte.”
    “Lo sé, Madre. Es sólo que no esperaba que me visitaras.”
    Neema se estrujó las manos nerviosamente y su mejilla se estremeció a causa de un ligero tic nervioso. “Lo sé; no me gusta molestarte, pero es que…”
    “Madre,” interrumpió Makedde con un tono ligeramente represivo. “Tú jamás me molestas; siempre eres bien venida en mi casa. ¿Qué es lo que pasa esta vez?” La miró lleno de curiosidad. “¿Te encuentras bien?”
    Neema sonrió ligeramente. “En realidad no. Me duele la cabeza.”
    “¿De nuevo?” Makedde la besó. “Si tuviera que soportar los planes de papá todos los días, también sufriría de dolores de cabeza. ¿Que sucedió ahora? ¿Se trata otra vez del Viejo Maloki?”
    “Sí. Siempre es el Viejo Maloki.” Neema gimió. “Me preguntaba si podrías ayudarme. Creo que necesito algo más fuerte.”
    Makedde sonrió ligeramente y condujo a su madre hacia la colchoneta en la que solía dormir; ambos tomaron asiento. “Oh, el día que no pueda curar un pequeño dolor de cabeza será el día en que me retire.” Sacudió la cabeza mientras estudiaba el rostro de su madre. “¿Te caíste o sólo comenzó a dolerte la cabeza sin razón aparente?” Comenzó a palparle la cabeza con suma suavidad.
    “No, no me he caído. El dolor comenzó repentinamente hace algunos días, y ha ido de mal en peor desde entonces.”
    Makedde le masajeó las sienes; Neema comenzó a quejarse por el dolor. Al escuchar el grito de su madre Makedde apartó sus manos tan rápidamente como si se hubiera quemado. La miró lleno de asombro. ¿Hace cuántos días comenzó?”
    Neema lo miró llena de aflicción; las lágrimas comenzaron a brotar por las comisuras de sus ojos. “Desde el último día en que cenaste con nosotros; fue el día del cumpleaños de Metutu, ¿lo recuerdas?”
    Makedde estaba muy sorprendido. “¿¿Te ha estado doliendo la cabeza por dos lunas?? ¡Por todos los dioses! ¡Por qué no me lo habías dicho!”
    Neema comenzó a llorar. “Por favor, no te enojes conmigo. Tú sabes como es tu padre; si supiera que he estado viniendo a verte se molestaría mucho. No lo comprendería.”
    “¿Y por qué no fuiste a ver a otro curandero?”
    “Ninguno es tan bueno como mi hijo. No sé nada sobre este Aiheu a quién le rindes culto, pero irradias una luz que es capaz de brillar en la más profunda obscuridad. No estoy segura de si creo en Él, pero sé que creo en ti.”
    Makedde sintió como las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas; se acercó a su madre y la abrazó. Makedde se sentó y observó como Neema se limpiaba las lágrimas con su temblorosa mano. “Seré tan gentil como me sea posible.”
    Makedde se detestó a si mismo por el dolor que sabía estaba a punto de causarle a su madre. Colocó sus dedos sobre las sienes de Neema, quien comenzó a gemir por el dolor pero permaneció totalmente quieta. Makedde se alarmó por el agitado pulso que pudo sentir en las sienes de Neema; el corazón de su madre latía como el de una cebra atemorizada. Palpó las glándulas bajo la mandíbula de Neema; su propio pulso estaba agitado por el terror que sentía. Neema tenía las glándulas hinchadas y endurecidas, y tenía tanta fiebre que parecía una roca bajo el sol de mediodía. Tomó una vara que solía usar para preparar sus medicamentos y la sostuvo frente a los ojos de Neema. “Madre, quiero que mires esta vara. Síguela con los ojos.”
    Neema lo miró muy asombrada, pero siguió sus instrucciones.
    Makedde movió muy lentamente la vara hacia la izquierda mientras estudiaba muy fijamente como los ojos de Neema seguían el movimiento. Después movió la vara hacia la derecha, y obtuvo el mismo resultado. Comenzó a tranquilizarse; Neema no estaba presentando los síntomas que más temía. Dejó de mover la vara, pero permaneció observando a su madre.
    Neema permaneció observando la vara, pero unos momentos después sus ojos comenzaron a moverse incontrolablemente. Repentinamente sus pupilas se dilataron; segundos después, Neema se desmayó.
    “¡Oh no! ¡Gran Aiheu, por favor no!” Avanzó hacia ella y la acunó entre sus brazos suavemente; comenzó a mecerla mientras lloraba inconsolablemente.
    Hubo una gran conmoción cuando Kinara llegó al baobad; entró corriendo y escurriendo agua. “¿Has visto a tu madre? He estado buscando por todos lados y…” Se detuvo repentinamente al presenciar la imagen de Makedde y Neema. “¡Pero que has hecho! ¿¿Qué le sucedió??”
    Makedde lo observó frenéticamente. “Está muy enferma. Por favor, ayúdame a cargarla. Tenemos que llevarla a su casa—ahora.”
    Kinara obedeció en silencio. Ayudó a Makedde a bajar a Neema del baobad. Pasaron por entre la muchedumbre y se dirigieron hacia el pequeño árbol en el que el Jefe había instalado su casa. Cargaron a Neema y la depositaron sobre una colchoneta de hojas que usaba para dormir. Makedde le palpó la frente a su madre y gimió lleno de terror; la fiebre había incrementado aún más. Ya no había duda alguna.
    “¿Makedde?” Kinara observó a su hijo nerviosamente; la confianza que siempre había habido en su voz había desaparecido por primera vez desde que Makedde tenía memoria. “¿Hijo? ¿Qué le pasa?”
    Makedde fue incapaz de responderle; se sentó y permaneció mirando el techo de ramas que estaba encima de ellos mientras sus ojos se inundaban con lágrimas. Finalmente dijo con la voz temblorosa, “Vamos a caminar.” Volteó a ver a Metutu, quien permanecía sentado en una esquina con los ojos abiertos de par en par y profundamente asustado. “Metutu, cuida a Mamá por un momento. Avísame si despierta.”
    Makedde se puso en pie y salió con su padre. “Está enferma, Padre.”
    “¿Qué tan grave es?”
    “Ha contraído el Beh’to.”
    Kinara permaneció en silencio. Sacudió la cabeza incrédulamente al tiempo que se apartaba de Makedde. “Las personas mueren a causa de eso. Dime qué es lo que tengo que hacer y lo haré.”
    “Hazla sentirse feliz hasta que llegue el fin.”
    “¿Debe terminar así?” La mirada de Makedde era implacable. “¿Es que no puedes hacer algo por ella? ¿No hay ni siquiera una pequeña oportunidad?”
    “No. Tú sabes tan bien como yo que ya sólo es cuestión de tiempo. Estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos.”
    “Por favor, Makedde, ayúdala. De todos los chamanes tú eres el más experimentado. “¿Acaso ese Aifor—o como se llame—en el que crees no puede hacer nada?”
    “Estoy seguro de que sí puede. Aiheu lo sabe todo, pero los chamanes no. Busara podría haber hecho algo por ella. Por supuesto, eso ya no será posible.”
    “De eso se trata, ¿no es así?” Su padre lo miró, lleno de angustia. “¿Yo soy la razón? No te preocupes—puedes decírmelo. Haré todo lo que tú quieras. Me degradaré frente a todo el Consejo, Makedde, si eso es lo que quieres. Pero por amor a tu madre, ¡HAS algo!”
    “No hay nada que pueda hacer.”
    Kinara lo tomó por los hombros y lo miró frenéticamente. “Te doy mi vida por la de ella, ¿de acuerdo? ¡Pensé que Busara quería arruinar nuestro modo de vida y lo maté! ¡Lo admito! ¡Te doy mi vida por la de ella! Mátame—¡sacrifica mi sangre ante tu Aiheu! ¡Él la está matando sólo para castigarme!”
    “No le digas a nadie lo de Busara,” dijo Makedde severamente. “Sólo te destruirías, y no lograrías salvarla. Aiheu no quiere tu sangre. Él no destruye a los inocentes para castigar a los culpables. Reza y pide perdón, por el bienestar de tu propia alma.”
    “Caminaré en la luz verdadera, lo juro.” Sus ojos se llenaron de lágrimas. “¿Cuánto tiempo le queda.”
    Makedde abrazó a su padre; pudo sentir como el dolor lo estaba desmoronando. “Días. Horas. Tal vez minutos. Haz que cada momento cuente.”
    Ambos se petrificaron cuando escucharon un espeluznante grito que procedía de la casa.
    “¡Makedde! ¡Ven rápido!”
    “¿Hermano?” Makedde cruzó la distancia que lo separaba de la casa con la velocidad de una saeta; avanzó por entre las ramas tan rápido como le era posible. Kinara se esforzó en avanzar al ritmo de su hijo.
    Makedde se deslizó por entre las ramas y se quedó mudo del horror. Metutu estaba pidiendo ayuda y tirando de su madre para tratar de controlarla. Neema había tomado un pesado tronco y se estaba golpeando la cabeza con él, una vez tras otra; la sangre escurría por su rostro mientras gemía por la agonía. Metutu sintió que la sangre se le helaba al escucharla gritando, “¡Haz que se detenga! ¡Haz que se detenga!” Makedde saltó hacia donde se encontraban y trató de sujetar a su madre; estuvo a punto de salir volando del árbol por la fuerza con que tiró de Neema.
    “¡Padre, ayúdame!”
    “¡Oh dioses!” Kinara comenzó a ayudar a Makedde; Metutu se les unió. Entre los tres lograron hacer que Neema soltara la rama con que se estaba golpeando. Neema se convulsionó violentamente y después permaneció quieta.
    “¿Qué vamos a hacer ahora?” le preguntó Kinara a Makedde. “¿Qué vamos a hacer?”
    “No puedo salvar su vida, pero puedo prolongarla por un día o dos si utilizo Mechoti. Deberás mantenerla alejada de cualquier veneno y tenerla encerrada, pues el dolor la hará intentar cualquier cosa. Por otro lado, podría darle Corteza Dakim. Sus últimos momentos los pasará sin dolores, y podrá despedirse con sus pensamientos claros.”
    “Ésta no es una decisión; es una prueba de mi amor.” Kinara se mordió el puño. “La amo lo suficiente como para elegir la Corteza Dakim. ¡Oh dioses! Si debe morir que al menos sea sin dolor.”
    Makedde se aproximó a su padre y le susurró, “Ni siquiera intentes limpiar tu consciencia confesándole tus culpas. Deja que Mamá muera en paz, ¿¿me has escuchado??”
    La mandíbula de Kinara se estremeció, “No te enojes conmigo, hijo. No creo poder soportarlo en estos momentos. Por favor.”
    Makedde abrazó a su padre; después fue por su provisión de Corteza Dakim y la humedeció con agua. Le dio la preparación a su madre, que reaccionó con prontitud. Makedde y Metutu observaron como Kinara se arrodillaba ante Neema y le sostenía la mano.
    “No soy tonta,” dijo Neema. “Sé que estoy muriendo. No hay nada que pueda hacer. Kinara, mi amor, tú si puedes hacer muchas cosas; libera a nuestros hijos. Ellos deben encontrar su propio camino hacia la felicidad, lo mismo que hacia su Dios. Prométeme que les darás su libertad. Nunca vuelvas a hacerle a alguien lo que le hiciste a Busara.”
    “¡Oh dioses!” Kinara se dejó caer al suelo. “¡Oh dioses, Neema! ¡Lo siento tanto! ¡He deseado tanto poder traerlo de regreso!”
    “Aún a costa de tu propia vida,” dijo Neema. “Lo he escuchado todo.” Neema se puso en pie y limpió las lágrimas que caían del rostro de Kinara. “Aprende de ello, mi amor. Hay misericordia en Aiheu si estás dispuesto a implorársela.”
    Neema miró a su alrededor. “¿Dónde está Makoko?”
    “No lo sé,” respondió Kinara, besándole la frente. “Si quieres puedo buscarlo, ¡pero tengo miedo de dejarte!”
    “Ya no hay tiempo,” respondió Neema, recostándose una vez más. “Los amo a todos. Díganle a Makoko que sé lo mucho que me ama. No tiene que decirlo—yo lo sé. Fui muy afortunada en el amor. Los esperaré a todos, y siempre rezaré por ustedes.”
    Kinara la levantó y la sostuvo contra su pecho. “Hijos, déjenos solos un momento.”
    Makedde salió de la casa y comenzó a guardar sus cosas; sus manos temblaban tanto que le tomó más tiempo del acostumbrado. Comenzó a enrollar el cordón de pasto con el que asía en su bastón; se esforzó en enrollarlo de forma plana y firme, como le gustaba que estuviera. Muy pronto tendría que trenzar un nuevo cordón con el flexible pasto que crecía cerca del río. Este pasto no era fácil de obtener y preparar, y además tomaba bastante tiempo el poder trenzar un buen cordón.
    “¡Oh dioses!”
    Makedde dejó caer el bastón y el cordón. Él y Metutu corrieron hacia la casa de sus padres. Kinara se encontraba sobre el inmóvil cuerpo de Neema, llorando desconsoladamente. “¡Neema! ¡Mi preciosa Neema!”
    Makedde, Metutu y Kinara se abrazaron y lloraron. Makoko entró en la casa. “¿Qué está pasando?”
    Se acercó a la cama y miró horrorizado el cuerpo de su madre. Su rostro estaba cortado y ensangrentado, pero en ella podía apreciarse una mirada de paz. Se arrodilló ante su madre y le tomó la mano. “¡Madre!”
    Metutu puso su brazo alrededor del hombro de Makoko. “Dijo que te amaba. También dijo que sabía lo mucho que la amabas. No podíamos dejarla para ir a avisarte.”
    Un recuerdo vino a la mente de Metutu. “Ten coraje,” le había dicho Asumini. Ahora sabía qué es lo que había querido decir. El joven mandril pudo sentir la presencia de su amiga en la forma de una fresca brisa que le dio la fuerza que tanto necesitaba en ese momento.
    Extendió su mano y tocó el hombro de Kinara. “Padre.”
    “¿Sí?”
    Metutu tragó saliva temerosamente. “Me duele mucho decir esto, pero tengo que hacerlo. No puedo tomar tu lugar como Jefe del Consejo. Aiheu me ha dado el don de curar a los demás, y no puedo menospreciar su regalo. Él quiere que yo sea un chamán, y eso es lo que voy a ser.”
    Su padre permaneció silencioso; la quijada de Metutu se estremeció. “Lo siento mucho, Padre. Sé que elegí un mal momento para decírtelo.”
    “No te disculpes, hijo mío.” Kinara se acercó a Metutu y lo abrazó. “Metutu, tu Madre estaba muy orgullosa de ti. Yo también lo estoy.”
    “¿En verdad, Papá?”
    “No lo diría si no lo estuviera. La mano que cura a los demás es bendita ante Dios.” Kinara estrechó la mano de su hijo y le dio un pequeño apretón. “Algún día Makoko tomará mi bastón y seguirá mis pasos. Pero tú, hijo mío, tomarás un bastón hecho en el Cielo, y todos los que te vean sabrán que eres un hijo de las estrellas, y las estrellas resplandecerán sobre ti. Has de tu vida lo mejor que puedas, y sin importar a dónde vayas o lo que sea que hagas, recuerda siempre que mi corazón estará contigo.”


    CAPÍTULO XX
    LA NOTICIA

    “Oh, perezoso Pishtim, ¿¡cuánto tiempo deberemos rezar por lluvia?! ¡Nosotros, tus elegidos, nos estamos viendo como unos tontos ante todos aquellos que dicen que tú no eres el Dios de Dioses! Ellos se mofan de nosotros y nos dicen, ‘¡Qué clase de dios es el de ustedes! ¡Ni siquiera puede hacer que caiga lluvia durante la temporada seca!’ ¡Gran Pishtim, ponte en pie y haz que la lluvia caiga! Pon un alto a su estupidez y haz que los paganos se den cuenta de que tú eres el Dios de Dioses, la Luz de Luces, la Fuerza de Fuerzas.”

    — ORACIÓN TRADICIONAL DE LOS MANDRILES PARA PEDIR POR LLUVIA

    Aquella tarde el Gran Sacerdote Kasisi fue a consolar a Kinara de acuerdo a las costumbres de su fe. “Hay una gran espina en mi corazón,” dijo Kasisi. “Tú sufrimiento es mío también, pero Pishtim es misericordioso. A sus elegidos les da dolor en esta vida para que después de morir podamos darle la cara con todas nuestras deudas pagadas y nuestras almas liberadas.”
    Kinara estuvo en desacuerdo con esto. “Mi Neema jamás cometió pecado alguno. Ella utilizó su vida entera para dar, dar y dar, recibiendo muy poco a cambio.”
    “Sí, pero mi hermano, sólo quise decir que…”
    “Yo sé qué es lo que quisiste decir, pero creo que Pishtim le debía algo. Ella no tenía cuentas pendientes—él le jugó sucio. ¡Muy sucio! ¡Ella está muerta por causa mía! ¡Por que asesiné a un amigo inocente!”
    “No sabes qué es lo que estás diciendo,” respondió el sacerdote. “Regresaré más tarde, cuando hayas despejado tu mente.”
    “No te molestes en regresar. ¡Ve a rezar por los pecados que has cometido y déjame en paz!”
    La casa de Kinara estaba llena de recuerdos dolorosos. La visita de Kasisi sólo hizo que Kinara terminara de decidirse a ir al baobad de Makedde.
    “¡Hijo! ¿¿Estás en casa??”
    “¿Padre?”
    “¡Gracias a los dioses!” Kinara comenzó a trepar por el árbol; Makedde se encontraba machacando hierbas.
    “¿Es ese dolor de espalda otra vez?”
    La mandíbula de Kinara se estremeció. “Esta vez es mi corazón,” le respondió.
    “¡Papá!” Makedde abrazó a su padre fuertemente. “Gracias por venir. Tu visita honra mi casa.”
    Kinara lloró en el hombro de su hijo. “El sacerdote fue a visitarme. Se atrevió a insinuar que Neema merecía todo el dolor que sufrió. ¡Dijo que lo merecía! Hijo, ¿crees que ella merecía sufrir así?”
    “¡Oh dioses, no!” Makedde frunció el ceño. “¡Espero que hayas corrido a ese viejo estúpido!”
    “No como debí hacerlo; le hablé duramente. Pero el qué tan fuerte fui con él dependerá de lo que me respondas, así que habla con mucho cuidado, hijo mío. ¿Las enfermedades y la muerte son castigos de Aiheu para los pecadores, o son cosas que les pasan a los inocentes?”
    Makedde le dio una palmadita a Kinara. “Papá, en este mundo de dolor hay cosas malas que les suceden a las personas buenas, pero el reino de Aiheu se rige por el amor y no hay dolor en él. Si rezas, Él te escuchará, incluso en esta tierra de dolor. Enfrenta al mundo y repite mis palabras.”
    Kinara se arrodilló y se inclinó hasta tocar el suelo con la frente.
    “Acepta su espíritu en tus manos, pues ella llenó el mundo de belleza.”
    “Acepta su espíritu en tus manos,” balbuceó Kinara. “Pues ella llenó el mundo de belleza.” Estalló en lágrimas. “¡Por favor, Dios, quien quiera que seas, se amable con ella! ¡Por favor! ¡Haz que esta espina salga de mi corazón!”
    Makedde abrazó a su padre y comenzó a llorar.
    Permanecieron en silencio por un momento; después Kinara dijo calmadamente, “Quiero entregarle mi vida a Él. Ahora sé que no existe Pishtim, sólo Aiheu. ¿Crees que Él me aceptará?”
    Makedde besó a su padre. “Él creía en ti antes de que tú creyeras en Él. Él te amaba antes de que tú lo amaras. Él te aceptó antes de que tú lo aceptaras.”
    Kinara estrechó la mano de su hijo con fuerza. “De la misma forma que Dios me ha aceptado yo debo aceptar a los demás. Debe haber libertad para que las personas lo adoren en la forma que se los dicte su corazón.”



    CAPÍTULO XXI
    HACIENDO UN REGISTRO JUSTO

    El Gran Sacerdote Kasisi convocó al Consejo a una reunión de emergencia. Sin la protección de Uwezo y Doya y con los ancianos en su contra, Kinara estaba completamente indefenso.
    Kinara había sido el motivo de muchas reuniones del Consejo, pero nunca antes había visto miradas tan frías en torno a él. Y la más fría de todas las miradas provenía del Gran Sacerdote.
    “He acudido a su llamado. ¿Para que soy requerido?”
    “Para una sola cosa,” respondió Kasisi. “Una muy importante; la más importante de todas.”
    “Ve directo al grano,” le interrumpió Kinara.
    El Gran Sacerdote dijo, “Se puede tolerar que otras personas se rebelen contra Pishtim, el Dios Verdadero, pero no las personas que Él ha elegido como ejemplo para el mundo. Si estas personas no le son leales, deben ser castigadas. Sus esposas enfermarán y sus hijos morirán. Todo Jefe que tenga el justo derecho de gobernarnos debe clamar, ‘¡Grande eres, Pishtim, Dios de Dioses, Luz de Luces, Creador del Universo!’” Se aproximó a Kinara. “Tu esposa ya ha muerto por tu falta de fe, y la pena no terminará aquí a menos que jures lealtad a Pishtim. Todavía tienes oportunidad de ser perdonado si tomas el cascabel sagrado y juras lealtad al Dios Verdadero.”
    Kasisi se paró frente a Kinara y le mostró el cascabel. Kinara lo tomó entre sus manos y dijo, “Escuchen todos. Los dioses son testigos de mi juramento inquebrantable.” Observó la triunfal sonrisa que se dibujó en el rostro del sacerdote. “¡Yo, Kinara, Jefe de la Tribu, le digo a mi ANTIGUO AMIGO Kasisi que puede irse DIRECTO AL INFIERNO!”
    Kinara aventó el cascabel contra la cabeza de Kasisi. El sacerdote cayó sobre el suelo; un par de mandriles acudieron a ayudarle. La multitud guardó un silencio tan profundo que habría podido escucharse inclusive el caminar de una hormiga arrastrando una hoja.
    “¡Aiheu es el único Dios Verdadero!” exclamó Kinara. “¡Dios de Dioses, Luz de Luces, Creador del Universo! ¡Bendito seas, Gran Padre!”
    “¡Blasfemia!” gritaron algunos de los mandriles; aventaron tierra al aire y se golpearon el pecho. Pero Bazoto y sus dos hijos corrieron hacia Kinara, se arrodillaron ante él y le besaron las manos. “¡Aiheu abamami! ¡Aiheu abamami!” Kinara colocó sus manos sobre ellos y los bendijo.
    “¡Convoco una votación!” dijo el Sacerdote, extendiendo sus brazos. “¿¿Seguiremos al único Dios verdadero o dejaremos que este blasfemo siga mancillándonos con estiércol de leones??”
    Jadi gritó, “¡Pishtim!”
    Los hermanos Makali y Kumba se le unieron, “¡Pishtim!”
    El corazón de Kinara se entristeció al ver a todos y cada uno de los ancianos del Consejo gritando, “¡Pishtim!”
    Observó suplicantemente a Kobi, su viejo amigo. Kobi apartó la mirada, apenado. “Pishtim,” balbuceó. Kobi tenía una esposa y un pequeño por quienes ver, y Kinara comprendió su situación.
    El Gran Sacerdote miró presuntuosamente a Kinara y los tres mandriles que lo acompañaban. “Ya conocemos tu voto; la situación es muy clara. ¿Quiéres que hagamos un recuento? ¡Oh, por favor! No quiero que digas que no te dimos una oportunidad.”
    Kinara suspiró profundamente y dijo, “Dimito mi puesto como Jefe en favor de mi hijo Makoko. Ésta ha sido la decisión del Jefe—que así sea.” Aventó su bastón al suelo.
    “Sabia decisión,” dijo Kasisi con desprecio. “Ahora quiero que tú y estos tres salgan del Consejo. Y que les quede muy claro a todos…” Miró a todos los miembros del Consejo y luego apuntó a Kinara y a los que le eran fieles. “…si alguno de ESTOS impíos VUELVE a mancillar este suelo sagrado, serán ejecutados INMEDIATAMENTE. Ésta ha sido la decisión del Sacerdote en Jefe—¡que así sea!”

    CAPÍTULO XXII
    MEA CULPA

    A la mañana siguiente, Kinara caminó el sendero más largo que había recorrido en toda su vida. Para Metutu la cueva de Busara había sido un templo de paz, pero para Kinara era un monumento a su aplastante culpa.
    “Kima, ¿estás ahí?”
    “¿Y dónde más podría estar?” Kima salió de la cueva y lo miró fríamente.
    “Me preguntaba si estabas bien. ¿Tienes suficiente comida?”
    “No tengo ninguna necesidad por ahora. Lamento lo de tu esposa.”
    “Lamento lo de tu esposo,” dijo Kinara al tiempo que un nudo se le atravesaba en la garganta. “No sabes lo mucho que lo lamento.”
    “Creo que no.”
    “Lo que quise decir es…” Kinara se rascó el mentón nerviosamente. “Lo que quise decir es que es una lástima que no haya vivido para ver una era en la que la gente será libre de adorar a Dios en la forma que se los dicte su corazón.”
    “En verdad ES una lástima.”
    “No me estás ayudando mucho… ¡no te estoy maldiciendo! Los Jefes van y vienen, y la gente pronto se olvida de ellos. Busara tenía un tipo de grandeza muy diferente. Cuando yo muera me sentiría honrado—no, sería extremadamente afortunado si Busara me permitiera servirle el desayuno o hacerle algún encargo.”
    Kima observó a Kinara. “Tú lo mataste, ¿verdad?” le preguntó calmadamente.
    “¡No! fueron mis guardaespaldas…” Se detuvo y miró el suelo por un momento. Suspiró profundamente. “Estaban siguiendo mis órdenes. Debo pagar por lo que he hecho.”
    Kima tomó una estaca afilada y acorraló a Kinara contra un muro; mantuvo la estaca presionada contra la garganta del antiguo Jefe. “¡Oh, ya lo creo que pagarás!”
    “¡Por favor, escúchame!”
    “Si en verdad estás arrepentido, ¿por qué no aceptas tu culpa ante el Consejo para ser castigado? Dame una sola buena razón para dejarte vivir.”
    “Por el bien de mi hijo. Metutu dejaría a un lado todo lo que Busara le enseñó para cuidarte a ti y a tu hija. Los sirvientes son fáciles de conseguir, pero mi hijo ha sido llamado por el gran poder que posee, un poder que no puedo comprender. Debo darle su libertad para que haga el trabajo que Aiheu le ha encomendado. Busara lo hubiera querido así.”
    Kima bajó un poco la estaca. “Si te importa tanto lo que Busara quería, ¿por qué lo mataste? Era un anciano bondadoso que nunca le hizo daño a nadie.” Le clavó ligeramente la punta de la estaca; era evidente que hubiera querido hacer más.
    “Pensé que estaba corrompiendo a mi hijo. Amo a mi hijo y mataría por él. Tú me habrías matado para proteger a Busara. Incluso ahora sostienes esa estaca como una leona lista para atacar. Puedo sentir tu ira; es muy parecida a la mía.”
    “¿Cómo puedes saber lo que siento? ¿Cómo puedes siquiera imaginarlo?”
    “Mi Neema,” respondió Kinara. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. “Si tu esposo hubiera estado vivo habría podido salvarla. He hecho mucha maldad en mi vida, pero le entregué a mi familia el mismo amor que tú le profesas a tu Dios. Ahora tu Dios es lo único que me queda.”
    Kima vaciló por un momento; después soltó la estaca. “Muy bien. Voy a tolerarte, pero eso no significa que me simpatizarás.”
    Kima tomó un cesto y le dio uno a Kinara. “Acompáñame. Se silencioso y asegúrate de que nadie nos siga.”
    Kima lo condujo a través de un camino largo y serpenteante que conducía al lugar en el que Busara solía recolectar Raíz Tiko. Al llegar al límite del bosque se detuvo un momento y se agachó para observar el pasto. Era tan silenciosa y observadora que Kinara sintió curiosidad.
    “¿Pasa algo malo?”
    “No. Es que su presencia es muy fuerte en este lugar.”
    “¿Su presencia? Te refieres a la leona, ¿verdad? Las historias eran ciertas, ¿o no?”
    “Sí. Ella mató a tus guardaespaldas. Al que detuvo a mi esposo y al que lo golpeó con la roca.”
    El rostro de Kinara se enrojeció por la sorpresa. “¿Entonces lo sabías todo?”
    “Si no hubieras venido a verme ella misma te habría matado. Ella lo amaba; a su manera, lo amó tanto como yo. Ella nos amó a Asumini y a mí, pero Busara era su preferido. Siempre que él…” Kima dejó de hablar; se dejó caer sobre el suelo y comenzó a llorar. “¡Kinara, maldito seas por la pena que le trajiste a nuestra familia! Nunca lastimamos a nadie—¡éramos curanderos y maestros de los jóvenes!”
    Kinara le tocó el hombro. “Daría cualquier cosa para poder traerlo de regreso.”
    Kima le apartó el brazo. “¡Pero no puedes! Tendrás que llenar el hueco que has echo por ti mismo. Toda tu vida lo único que has hecho es tomar; ahora deberás dar a otros como lo hizo mi esposo, pues algún día Aiheu te llamará ante Él para que le rindas cuentas. ¡Ésta es tu única oportunidad, y será mejor que no la pisotees de la forma en que pisoteaste mi corazón!”
    Caminaron juntos hacia el fresco lugar en el que crecía la rara planta y comenzaron a recolectarla.



    CAPÍTULO XXIII
    LA MISERICORDIA NO ES FÁCIL DE OBTENER

    Kinara no tuvo problemas en volver a encontrar la planta, a pesar de que Kima le indicó deliberadamente un camino largo y sinuoso. Kinara tomó su canasta y comenzó a recolectar la raíz, e incluso hurtó un pequeño pedazo para poder disfrutar de su delicioso sabor y aroma. Su sentido de la orientación era muy bueno, pero su habilidad para eludir a los espías aún necesitaba desarrollarse.
    Había caminado sólo una pequeña distancia desde el bosque hacia los pastizales cuando tuvo la sensación de que no estaba solo. Comenzó a mirar ansiosamente en todas direcciones mientras respiraba agitadamente. Empezó a caminar más rápido; sabía que su única oportunidad era poder llegar a la cueva lo antes posible.
    Escuchó algunos susurros entre el pasto. Comenzó a correr; sus intentos por escapar sigilosamente se estropearon cuando tres mandriles le salieron al paso. No tardaron mucho en aprisionarlo; dos de ellos lo agarraron de los brazos; el tercero—un viejo enemigo llamado Jambazi —golpeó a Kinara en el estómago repetidas ocasiones. Finalmente lo soltaron; Kinara cayó al suelo, retorciéndose del dolor.
    “¡Oh dioses, ayúdenme!” gimió. “¡Ayúdenme!” Permaneció tirado por un largo rato antes de que pudiera moverse. Después comenzó a buscar lentamente el canasto que llevaba consigo. Ya no estaba ahí, ni tampoco la Raíz Tiko. Se dejó caer al suelo, vencido por el cansancio.
    Regresó a la cueva de Busara; Kima estaba fuera de sí por el enojo y la preocupación. “¡Ha estado afuera por horas! ¡Qué estúpida fui en mostrarle el lugar en el que crecía la raíz! ¡Qué estúpida fui al confiar en él! ¡Me utilizó, en la misma forma que siempre ha utilizado a la gente!”
    La leona Asumini la acarició. “Voy a matarlo, cariño. Nadie pensará que tú estás involucrada. ¡Se arrepentirá por haber lastimado a mi pequeña Kima!”
    “Aún no, pequeña mía. Aún no. Primero quiero verlo y escuchar que excusa tiene. Será divertido escuchar que mentiras inventa esta vez.”
    “Aún creo que una buena mordida en el cuello le haría mucho bien.”
    “Ya tendrás oportunidad, te lo prometo.” Kima se arrodilló. Se sintió reconfortada al sentir el cálido pelaje de su amiga leona. “Pequeña mía, tú me mantienes cuerda. La bondad que mi esposo te demostró nos la has devuelto con creces.”
    En ese momento se escuchó un peculiar sonido que provenía del exterior de la cueva. Kima se puso en pie y salió a la entrada de la caverna. Observó una extraña figura arrastrándose hacia ella y se acercó a investigar. Era Kinara, quien estaba gateando hacia la cueva; la sangre le caía profusamente por la boca. Escuchó a Kima acercándose hacia él y alzó la mirada, acongojado, mientras extendía su temblorosa mano. “¡Kima, ayúdame!”
    Kima se arrodilló y le tomó la mano. Lo ayudó a ponerse en pie y lo condujo al interior de la cueva. “¿Qué pasó?”
    “Jambazi me encontró. El cobarde iba en compañía de dos amigos; no tiene el valor para enfrentarme por sí solo.” Lanzó una maldición. “Gracias a los dioses no saben el lugar donde crece la raíz—no se los diría ni para salvar mi vida.”
    “Olvídate de la raíz,” le respondió. Tomó una vasija con agua y le lavó la cara. “¡Recuéstate en la cama! Te daré algo para el dolor.”
    Comenzó a preparar un té especial y trajo un poco de pasto seco para que se recostara. No pasó mucho tiempo para que comenzara a mostrar mejorías. “¡Que los dioses te bendigan, Kima!”
    “Estuviste fuera mucho tiempo; estaba preocupada por ti.” Decidió no decirle lo que había estado discutiendo con Asumini.
    “Mis enemigos… una vez me tuvieron miedo, pero ahora se ríen de mí. ¡Mira a este viejo tonto!” Sus ojos se llenaron de lágrimas. “¡Qué bajo he caído!”
    Por la noche comenzó a recuperar sus fuerzas, especialmente después de que Kima le atendió las heridas en su estómago y le dio a tomar un poderoso té soporífico que lo ayudo a pasar la noche sin sueños que lo perturbaran; durmió profundamente hasta el día siguiente.
    Por la mañana se despertó con una resolución que era una reminiscencia de su antigua personalidad; tomó una cesta y salió de la cueva.
    “Ten cuidado.”
    “Lo tendré. Esta vez llevaré una buen tronco para defenderme. ¡Voy a azotarlos contra el suelo!”
    “Deberíamos delatarlos con los escribanos para que los arresten.”
    “Los escribanos no me ayudarán; me detestan.” Estrechó levemente la mano de Kima. “Me di cuenta demasiado tarde de quienes eran mis verdaderos amigos.”
    Kima apartó su mano. “Ten cuidado.”
    Kinara partió llevando consigo el canasto. Kima lo observó alejarse. Una vez que se encontró lo bastante lejos volteó a ver a Asumini. “Síguelo.”
    Kinara decidió tomar otro camino. Se sintió un poco más seguro llevando el pesado tronco consigo. Comenzó a mirar los alrededores, alerta a cualquier percance que pudiera presentarse.
    Sin que pudiera darse cuenta apareció una mano de entre los arbustos y le arrebató el tronco. “Estaba deseando poder tener un buen tronco entre mis manos ¡Y mira, ya tengo uno!” Era Jambazi. Salió de entre los arbustos y se enfrentó a Kinara; sus dos cómplices salieron por detrás de él e impidieron que Kinara escapara.
    Comenzaron a reírse y a empujar a Kinara de un lado a otro.
    “Sabes, acostumbro conseguir lo que quiero. Quería un tronco y ahora lo tengo. Y en estos momentos tengo mucho deseos de tener algo de Raíz Tiko. Ya sabes, sólo un pedazo o dos. ¿O quizá un poco más? ¿De casualidad sabes en dónde puedo conseguir un poco?”
    “Tal vez Makedde tenga. Mi hijo suele almacenarla.”
    “Creo que me gustaría comerla fresca, viejo tonto. ¿Donde puedo conseguirla?”
    “No lo sé, y aunque así fuera no te lo diría.”
    “Claro que lo sabes, y vas a decírmelo.”
    “¡Por el amor de los dioses, déjenme solo! ¡Estoy tratando de ayudar a una viuda!”
    “Oh, así que de eso se trata.” Jambazi le hizo un gesto a sus cómplices. Sin mencionar palabra alguna, los otros dos mandriles tomaron a Kinara de los brazos y lo sostuvieren firmemente. “Como yo veo las cosas, tú mataste a Busara. Nosotros podríamos ayudar a la pobre viuda mandándole tus orejas en una vasija—o tal vez tu corazón.” Lanzó una carcajada. “Claro que no tenemos que llegar a ese nivel de violencia. Podríamos arreglar un trato en éste mismo lugar.”
    “Tú no quieres ayudarla,” dijo Kinara. “Lo único que quieres es robarle su Raíz Tiko.”
    “¡Ohhh! ¡Escuchen eso, muchachos! ¡Estoy ofendido! ¡Muy ofendido!” Jambazi se aproximó a Kinara. “El hecho es que vamos a demostrarte que estás muy equivocado.” Jambazi golpeó a Kinara en el estómago provocando que lanzara un tremendo gemido. “Vas a mostrarnos el lugar en el que crece la raíz, y nosotros nos encargaremos de protegerla. ¿Lo has entendido?”
    “Lo entiendo perfectamente,” Kinara le escupió la cara.
    Jambazi se limpió con la mano, sonrió forzadamente y añadió, “¡Creo que es un buen momento para enseñarte buenos modales, viejo estúpido!” Tomó el tronco y la partió en dos; el extremo del pedazo que conservó estaba terriblemente astillado. “Cuántas posibilidades tan interesantes, ¿verdad? ¿Donde deberíamos empezar, Kinara? ¿En es estómago o en las costillas?”
    Se preparó para atestarle el primer golpe. “¡Contéstame rápido o te golpearé en los dos lugares!” Intentó atestarle un golpe, pero algo lo detuvo. Volteó la cabeza pero no pudo ver nada. “¿Qué demonios?”
    Un tremendo tirón provocó que el tronco saliera volando de su mano.
    “¿Pero qué estás haciendo?” Preguntó uno de sus cómplices.
    “¡No lo sé!” Jambazi comenzó a retroceder. “¡Tal vez conoce magia! ¡Magia mortal!”
    “Sí, ¡es él o nosotros!”
    “¡Pero y la raíz!”
    “¡Olvídala!” Jambazi tomó una estaca afilada que llevaba atada a la cintura e intentó arremeter contra Kinara. Algo afilado y puntiagudo lo tomó del tobillo y le dio una voltereta, provocando que cayera de cara contra el suelo.
    Se dio la vuelta pero sólo pudo ver el aire vacío. Algo muy pesado cayó sobre él. Pidió ayuda a sus amigos, pero ya no estaban ahí. “¡Oh dioses! ¡Oh dioses! ¡Algo me atrapó! ¡Regresen! ¡Ayúdenme!”
    “¿Así que te gusta molestar a los ancianos?” le gruñó la voz de una leona. “¡¿Por qué no pruebas suerte conmigo?!”
    Jambazi dejó caer la estaca y comenzó a lloriquear. “¡No me lastimes! ¡Por favor, no me lastimes! ¡Déjame ir!”
    Sintió sobre su cara un bao caliente y substancioso que lo hizo sentirse ahogado; una voz le susurró al oído. “Si tú o cualquier otro toca una sola barba de Kinara lo despedazaré hasta que no quede ni lo suficiente para satisfacer a un chacal. Te asegurarás de comunicárselo a tus amigos, ¿verdad?”
    “¡Sí señora!”
    “Ahora, ¡LÁRGATE!”
    “¡Sí señora! ¡Muchas gracias, señora!”
    Jambazi se puso en pie y salió corriendo rumbo a la aldea tan pronto como sintió que el peso sobre su pecho se aligeraba.
    Kinara permaneció silencioso y temeroso de moverse. Observó una huellas que se aproximaban hacia él y se detenían repentinamente. Una cálida lengua le tocó el rostro; pudo sentir una fragancia de miel silvestre rodeándolo. Una tenue luz comenzó a aparecer frente a él, materializándose en la figura de Asumini.
    “Así que los rumores eran ciertos.” Su mandíbula se estremeció. “Me has salvado. Te debo la vida.”
    “Le debes tu vida a Kima. Sólo me aseguro de que saldes tu deuda.”
    “¿Es esa la única razón?” Se arrodillo y le acarició la mejilla. “¿No será posible que ya me hayas perdonado por lo que hice?”
    Asumini sacudió la cabeza. “No.”
    Kinara bajó la mirada. “¿Entonces Aiheu me ha rechazado?”
    “Él ha rechazado al antiguo Kinara.” Una sonrisa se dibujó en el rostro de Asumini, quien se acercó a Kinara y lo ayudó a ponerse en pie. “Tú también has rechazado al antiguo Kinara. Debes tener valor.”
    Kinara abrazó a Asumini.
    La leona le dijo, “Busara siempre reza por ti y me pide que te ayude. También lo hacen tu esposa Neema y tus padres. Tienes bastantes amigos para tener tan pocos escrúpulos, pequeño simio irritante.”
    “Gracias… eso creo. Estoy seguro de que merezco algo peor.”
    “Puedo ver bondad en ti; está luchando para poder salir. Una vez encontré bondad en un lugar inesperado. Es posible que vuelva a hacerlo.”
    “¿Es posible que sea en mí?”
    “Cuidaré de ti siempre que salgas para ayudar a mi Kima. Seré tu compañera, y cuando lo necesites te brindaré amistad.”
    “¡Bendita seas! ¡Bendita seas!”
    Asumini lo tocó con su cálida lengua. “Seremos buenos amigos, Kinara. Este lazo entre nosotros existirá mientras la bondad en ti prevalezca; mientras así sea cuidaré de ti. Pero escúchame bien, mi arrepentido amigo, si te atreves a intentar algo con la Señora K te despellejaré muy lentamente.”
    Kinara sonrió tímidamente. “De acuerdo, querida. Pero no tengo de qué preocuparme. Tú eres mucho más mi tipo.” Kinara se acercó a Asumini y la besó.
    “Aún tienes ese viejo encanto, ¿eh?” Asumini se acicaló la pata y ronroneó suavemente.
    Kima se dispuso a tomar una caminata por la tarde; salió de la cueva y pudo ver a Kinara cerca de la efigie funeraria de su esposo—era una pequeña estatuilla de arcilla que representaba a Busara, confeccionada con motivo de luto. Kima se ocultó tras un arbusto escuchó en silencio.
    Kinara lloraba desconsoladamente. Tomó una espina afilada y se la enterró en la palma de la mano, dejando caer algunas gotas de sangre sobre la estatuilla. “¡Te aprecié tanto, Busara! ¡Descansa en paz, viejo amigo! Recuérdame siempre.”
    Alzó la mirada y vio aparecer la primera estrella de la noche. “Kinara,” le susurró aquel distante lucero, “Recuerda la admonición.”
    “Daima pendana,” susurró Kinara. “Ámense los unos a los otros.” En ese momento pudo descifrar su significado. No se trataba de un error que tuviera que lamentar, sino de un pecado por el cual debía arrepentirse. La fe en la que Busara creía no tenía importancia, pues él había sabido su significado. ¡Siempre lo supo, al igual que el Gran Sacerdote! “¡Dios, perdóname! ¡Perdóname, Dios mío! ¡Perdóname!” Lloró desconsoladamente, pero al hacerlo sintió que un gran peso se levantaba de sus hombros. “¡Jamás volveré a olvidar la admonición! ¡Lo juro!”
    Aquella noche Kinara se dirigió a la colchoneta que solía utilizar, en el exterior de la cueva de Busara. Miró al cielo, esperando poder ver alguna amigable estrella que estuviera cuidando de él, pero todas las estrellas habían sido ocultadas por nubes provenientes del oeste. La fresca brisa traía consigo un húmedo aroma, señal de una lluviosa noche que sería muy agradable de contar con un refugio. Kinara se acurrucó contra un árbol, en espera de lo que sabía estaba a punto de llagar.
    Una fresca gota de agua cayó sobre su nariz, después cayó otra sobre su oreja. Muchas gotas más comenzaron a caer, golpeteando ligeramente las hojas del árbol bajo el cual Kinara se había resguardado. Desafortunadamente aquel árbol no era muy frondoso; la lluvia comenzó a incrementar y el pelaje de Kinara se humedeció. El viento empezó a soplar más fuerte y la tormenta arreció. El árbol bajo el que estaba Kinara dejó de servir como refugio, y el viejo mandril terminó de empaparse.
    Un gran relámpago inundó las cielos. Algunos segundos después se escuchó el poderoso estruendo del trueno al que nadie se atrevía a desafiar. “Creo que no podré dormir esta noche,” pensó Kinara. Aquella contemplación fue confirmada por un segundo relámpago, seguido de otro trueno.
    Kima se acercó a la entrada de la cueva. “Pasa, Kinara.”
    Kinara obedeció sin discutir si merecía aquel privilegio o no. Kinara le ofreció algunas hojas para que se secara.
    “Bendita seas.”
    Kima vio la sangre en la mano de Kinara. Pretendió estar sorprendida y le preguntó, “¿Qué es lo que te pasó?”
    “¿Te refieres a esto?” Trató de evadir la pregunta, pero no pudo evitar comenzar a llorar. Le tomó un poco de tiempo el recuperar la compostura.
    “Tú mismo te hiciste esa herida, ¿verdad?”
    “Es la sangre de mi culpabilidad,” respondió Kinara. “Ningún Dios clama por la sangre de la gente buena y bondadosa. Ni Pishtim ni Aiheu. Quizá existan circunstancias en las que alguien haría lo que yo hice, pero eso no hace que sea correcto.”
    Kima lo miró con compasión. “Por fin lo has comprendido. No puedes matar en nombre de Dios, así como no puedes curar en nombre de los Makei. La única forma de conocer a Dios es conociendo el amor. Ese es el único misterio de nuestra fe.”
    Kinara sonrió. En su rostro había un candor tal que Kima no pudo evitar el devolverle la sonrisa. “Debes estar helado. Déjame prepararte un poco de té caliente.”




    CAPÍTULO XXIV
    LA BÚSQUEDA DE LA VISIÓN

    El escándalo de Kinara era la comidilla de la aldea, aunque la mayoría de las personas procuraban ser discretas a causa de que su hijo Makoko era el nuevo Jefe.
    Metutu estaba muy orgulloso de que su padre hiciera frente a todos en nombre de su fe, pero resentía mucho el que hubiese tardado tanto en hacerlo. Esa situación pudo haber afectado en su petición para salir en la búsqueda de su visión; Metutu necesita la oportunidad para poder poner en orden su vida, lidiar contra su dolor y prepararse para el futuro.
    Metutu estaba determinado a seguir su sueño a pesar de lo que decidiera el Consejo. Sin embargo, sabía que le sería difícil poder negociar trueques de hierbas y pasar el tiempo de entrenamiento necesario con Makedde si no recibía la bendición del Consejo.
    La costumbre le prohibía ejercer presión directa sobre el Jefe a pesar de ser su hermano. En vez de ello recurrió a Makedde.
    Makedde podía hablar ante el Jefe en representación de otra persona, y utilizó toda su influencia en favor de Metutu; eso incluía el llegar a un acuerdo con el amable pero astuto Makoko. Makoko quería mucho a sus hermanos, pero tenía que atender a una petición del Rey León Ahadi que lo atormentaba. Pudo ver una oportunidad en la situación que se le presentaba; para que accediera a la petición de Metutu, Makedde debía aceptar convertirse en el padrino de Metutu—lo cual era una gran responsabilidad—y acceder en regresar a los Tierras del Reino para ser el curandero del Rey León por dos años más.
    Como Makoko veía las cosas, el vivir en un baobad localizado en los límites del bosque debía ser muy difícil, así que esperaba que su hermano estuviera a disgusto con el trato. Makedde hizo su mejor esfuerzo para aparentar enojo y tratar de convencer a Makoko que lo hacía sólo “por el bienestar del muchacho.”
    La verdad era que Makedde estaba ansioso de introducir a Metutu en la cultura y religión de los leones, su familia adoptiva. Pero no podía atreverse a mostrar entusiasmo ante el Jefe, ni aunque se tratase de su propio hermano.
    “Hermano, te doy mi palabra con los dioses por testigos,” dijo Makedde con un fingido suspiro. “Que sea como tú has decidido.”
    Era la excusa perfecta para poder salir de la aldea antes de que comenzaran a circular los rumores acerca de la muerte de Busara, lo cual no tardaría en suceder. Se dirigió a su casa y tomó todas sus medicinas y amuletos. Sus antiguos pacientes serían remitidos con Andara. Con un entusiasmo muy poco disimulado tomó una calabaza y la colgó en la entrada de su casa. En la calabaza pintó una pequeña luna que significaba “No estoy en casa,” y después le ató cinco pequeños fardos de pasto. Uno significaba “Regresaré en un momento.” Dos significaban “Regresaré por la tarde.” Tres significaban “Quizá esté de vuelta mañana.” El mensaje de cinco fardos era evidente, “Regresaré algún día, si Dios lo quiere así.”
    Metutu había alcanzado el segundo paso en su búsqueda espiritual. Para poder ser aceptado como chamán, el solicitante debía alejarse de todos los demás para recluirse en un periodo de meditación y abnegación. Este periodo podía durar unos días o algunas semanas, pero también era posible que nunca más se le volviera a ver. Él debía buscar una visión mística que lo guiará durante su entrenamiento y que le permitiera planear el resto de su vida de servicio. Aquella visión la señalaría sus fuerzas y debilidades. No podía presentarse ante el consejo sin haber encontrado su visión.
    Metutu se despidió de Kima y Asumini y partió con mucha menos preparación de la que había tenido su hermano Makedde. Metutu salió de la aldea en la que había pasado toda su vida; lo único que llevaba consigo era un amuleto que se había atado al cuello con una soga de pasto.
    Metutu sabía que tenía que buscar una señal; su viaje duraría hasta que la hubiese encontrado. Un águila se posó sobre un kopje. En cualquier otra ocasión Metutu habría abandonado su esperanza, pero sabía que la visión que buscaba debía provenir de los dioses; la vería cuando fuese el momento indicado.
    Conforme caminaba el aburrimiento comenzaba a posesionarse de él. Oró para recibir alivio, y los dioses le mandaron una canción. Metutu no sabía si las letras que estaba cantando era muy antiguas, neologismos o simplemente sonidos sin sentido, pero fueron capaces de reconfortarle el corazón. Una parte de la canción iba así:

    Be’ha, me’ha, topi ko hiha
    ¡Menego muta kohoki! (dos palmadas)
    Do’ka, mo’ka, lopi mo gopa
    ¡Menego muta aloki! (dos palmadas)

    Aquellos versos parecían tener poderes mágicos. Mientras los cantaba no sentía cansancio ni hambre, ni le molestaba el tener que racionar sus provisiones, pero si dejaba de cantar aunque fuera sólo un momento la fatiga y el hambre lo golpeaban con fuerza en el rostro.
    Por supuesto, había ocasiones en que tenía que detenerse a descansar, pues caminaba durante todo el día y era claro que no podía continuar caminando toda la noche. Metutu observó las estrellas que estaban sobre él, fascinado por su resplandor; se preguntó quiénes podrían estar tras esa majestuosa belleza. A pesar de que conocía muchas historias sobre las estrellas sólo se había detenido a mirarlas un par de veces, así que no le fue posible recordar el nombre de las constelaciones que observaba. Esto era muy común entre los habitantes de los bosques, pues en esos lugares el cielo es bloqueado por las incontables ramas de los árboles. Había una innumerable cantidad de sonidos extraños para Metutu; podían escucharse algunas ranas en la distancia. A pesar de que Metutu esta muy fatigado después de haber caminado todo el día, tuvo algunos problemas para poder conciliar el sueño. Había una estrella en particular que parecía estar llamándolo; mientras más la miraba más se sentía atraído por ella. Recordó lo que Busara le había contado sobre los Grandes Reyes del Pasado. ¿Podría ser posible que se tratara de algún amigo? Aquella estrella parecía resplandecer con un brillo especial. ¿Cómo podría ser posible que no estuviese llamándolo? ¿Es que acaso quería reconfortarlo?
    Repentinamente pudo ver una resplandor azul seguido de una misteriosa risa. Eran las risas de Asumini y Busara. Metutu permaneció mirando hasta que la luz se materializó en la forma de sus dos amigos. Asumini se agazapó mientras movía su cola de un lado a otro. Busara comenzó a moverse de derecha a izquierda, burlándose de ella. “¡No puedes atraparme!”
    “¿Ah sí?” Asumini se preparó para saltar. Se lanzó sobre Busara, pero el mandril dio un salto y provocó que Asumini pasara por debajo de él. Busara cayó sobre la espalda de Asumini y comenzó a reír. Asumini rodó sobre el suelo, provocando que Busara cayera sobre su pata. Ambos comenzaron a juguetear; Asumini lo impulsó por los aires con sumo cuidado para después atraparlo con sus cuatro poderosas patas.
    Busara abrazó a Asumini y la besó. “¡Te quiero tanto que podría comerte!”
    Metutu estaba deleitado y comenzó a correr hacia ellos. “¡Espérenme! ¡Hey! ¡Soy yo, Metutu!”
    Ambos voltearon a ver a Metutu con una apacible sonrisa en sus labios. Asumini se puso en pie y corrió hacia él, deteniéndose justo antes de que ambos chocaran. No dijo ni una palabra, pero respiró profundamente y después sopló en el rostro de Metutu. Aquel soplo tenía una fragancia de miel silvestre que hizo que Metutu se sintiera embriagado.
    “Asumini,” le dijo, embebido con aquella bendita fragancia. “¡Mi linda niña!”
    Asumini sopló sobre él una vez más. “Duerme y se feliz.”
    Metutu cayó sobre el suelo. Permaneció mirando hacia arriba, negándose a cerrar los ojos. Asumini y Busara lo miraron y sonrieron.




    CAPÍTULO XXV
    EL PRESAGIO

    El sueño de Metutu fue interrumpido por el cantar matutino de las aves. Miró los alrededores; el sol ya se había levantado y el campo lucía casi mágico bajo el resplandor de la luz matutina. ¡A dónde se había ido la noche!
    Metutu estaba hambriento, y por primera vez no había nadie que le preparara el desayuno. ¡Su estómago estaba a punto de hacer un motín, así que necesitaba comer algo a como diera lugar! Tomó un poco de fruta seca de su cesto y se las arregló para encontrar algunos frutos maduros de Mafufu. Con eso bastaría. Tomó un poco de su preciada reserva de agua y comenzó a comer muy lentamente para poder sentirse más satisfecho. Una vez terminado el desayuno se dispuso a realizar su meditación matutina para poder mantener su mente alejada de aquél magro desayuno. Rezó por todos los amigos que había dejado en la aldea, así como por algunos que tenían poco de haber encontrado el camino de Aiheu. Finalmente recordó a Asumini. ¡Cuánto deseaba su difunta madre el haber podido verlos casados antes de morir! Ahora que estaba alejado de todas las personas asociadas a sus labores y penas pudo apreciar a Asumini por sus propios méritos; su cabeza estaba despejada y su corazón purificado, y gracias a ello podía ver que no se equivocaba en sus sentimientos: ¡en verdad la amaba! Más allá de los planes de los demás y del llamado de Aiheu había un amor verdadero. La extrañaba terriblemente y anhelaba con ansia que Asumini sintiera lo mismo respecto a él.
    Reanudó su marcha, pues había un gran camino frente a él. Le preocupó el que pudiera perderse si no buscaba señales específicas que le ayudaran a encontrar el camino de regreso, e inclusive pensó en hacer algunas señales el mismo. Mientras más avanzaba el camino se asemejaba cada vez más a un simple rayón sobre la tierra, y sintió temor de que su rastro desapareciera por completo.
    Pero la situación era mucho peor. El camino que seguía comenzaba a entrecruzarse con muchos otros caminos. Ahora sabía que sin la ayuda de Dios jamás podría regresar a casa, pero se mantuvo fiel a su fe y continuó caminando.
    Finalmente llegó a la sabana. Era un lugar de extraordinaria belleza, pero también era un lugar que no celebrara la Paz de Asumini. En este lugar Metutu no era corban. “¡Aiheu abamami!” gritó. ¡Nadie se atrevería a atacarlo si pronunciaba el sagrado nombre de Dios! “¡Aiheu abamami!” Miró al águila que había visto el día anterior; su corazón comenzó a latir rápidamente. Él águila lo miró y dijo, “¡Aiheu abamami!” para después alejarse volando. Metutu se dio cuenta de que estaba a salvo, así que se sentó en el suelo y comenzó a rezar. Ya no tenía miedo a pesar de encontrarse en un lugar bastante expuesto.
    Comía algunas plantas que podía encontrar en el camino, pero sólo durante el amanecer y el ocaso. Este régimen espartano habría sido suficiente para ahuyentar a la mayoría de los jóvenes mandriles. Metutu dormía poco, la mayor parte del tiempo se la pasaba rezando y cantando, recostado sobre la tierra y entregado totalmente a la misericordia de los dioses para que lo mantuvieran a salvo.
    Los primeros dos días transcurrieron sin que encontrara su visión, pero la sencilla vida que ahora llevada le permitió abrir su espíritu y escuchar sus pequeñas voces interiores de una forma que no había logrado en días completos de hablar con los habitantes de la aldea. En algunas ocasiones sentía las presencias de Asumini y Busara dándole pequeños empujones en la dirección correcta. Las oraciones fluían de su corazón en forma natural—no tenía que forzarlas ni inventarlas. La sensación de mareo que le provocaba el comer poco y beber mucho lo limpió de todas las impurezas espirituales de su pasado. Se sentía como una calabaza esperando ser llenada. De alguna manera sabía que su espera terminaría pronto. De alguna manera sabía que los dioses estaban con él.
    Al tercer día llegó a una etapa muy importante. Metutu se sentía dichoso de haber emprendido ese viaje, sin importar si estaba siendo o no un espectáculo. En su corazón había una paz que no había sentido desde la enfermedad de su madre. Se sintió como el jovencito que escuchaba las historias de Busara sentado en el interior la cueva.
    Finalmente, al cuarto día pudo ver un presagio. A su mente llegó la imagen del espíritu de una leopardo procedente de la jungla. La reconoció desde el primer momento en que la vio; pudo sentir su gran fuerza, pero no sintió temor. “Bienvenida seas, Madre de la Muerte.”
    “Ahora soy Madre de la Vida,” ronroneo la leopardo. En sus avellanos ojos había candor y aprobación. “Te perdoné por una razón que entonces no pude comprender. Creo que es lo mejor que hice en toda mi vida.”
    “Tú me enseñaste que las demás personas también tienen sentimientos.” Metutu extendió su brazo. “Asumini no está aquí ahora. Te pido de corazón que me disculpes por como me comporté.”
    La leopardo se aproximó y sonrió. “Sí, vaya que has cambiado.” Ronroneó profundamente y le tocó la mano con la lengua. “Has de encontrar las respuestas que estás buscando.” Antes de que Metutu pudiera responderle la leopardo ya había desaparecido.
    Ese mensaje resultaba capcioso. ¿Había querido decir “En este día encontrarás respuestas,” o “Encontrarás respuestas en este día”? Sea como fuere, Metutu sintió que sus esperanzas se renovaban; extendió sus brazos y le rezó a Aiheu. Miró hacia el sol y después agachó su cabeza contra el suelo. Se concentró profundamente en la frase “Aiheu abamami,” y al hacerlo bloqueó todos sus demás pensamientos. La emoción que sentía le dificultaba el abrirse de la manera en que quería, pero eventualmente su emoción cedió ante la pureza de su cuerpo en ayunas; su mente se abrió y pudo darse cuenta de que su espíritu estaba siendo conducido por un misterioso sendero. Cerró los ojos y volvió a agachar la cabeza contra el suelo.
    Repentinamente sintió que algo tiraba de él, a pesar de que no pudo sentir que hubiese alguna mano sobre su cuerpo. Al abrir los ojos se encontró en un desolado lugar; no había árboles, pasto ni aves. Todo estaba sin vida.
    Entonces vio a una leona totalmente blanca. Con anterioridad había visto a un leopardo de cerca, mirándolo a través de los árboles. Siempre había tenido miedo de volver a encontrarse ante una situación así, pero a pesar de que la criatura que estaba ante él era más grande—mucho más grande—no sentía temor alguno. La leona le habló de cosas extrañas y maravillosas que eran como una oasis de dicha en aquel desolado mundo:

    “Hermosos cisnes plateados frente a la luna volarán,
    La obscura noche sobre las criaturas vivientes caerá.
    Brillantes gotas de rocío a las flores acariciarán,
    ¡Sígueme, pequeño, el misterio nos acompañará!”

    Aquella melodiosa voz hizo que Metutu se pusiera en pie y la siguiera.

    “Mi suave pelaje hacia la dicha te trasladará;
    En este hermoso lugar de placer nos colmaremos.
    El tiempo no importa, pues el cielo no nos atará;
    ¡Sígueme, pequeño, por tierra sagrada viajaremos!”

    Metutu estuvo a punto de seguirla hacia un desfiladero, pero la leona lo previno en el último momento. Ambos comenzaron a corretear por los alrededores. Llegaron a la cima de una montaña sagrada y se detuvieron en la entrada de una cueva; la leona se aproximó al joven mandril. “Metutu,” le susurró. “¿Alguna vez has escuchado el amanecer? ¿Alguna vez has saboreado el viento?”
    “No, hermosa dama.”
    “Yo tampoco.” Su risa era melodiosa y contagiosa. “Cosas aún más extrañas habrás de escuchar y saborear. Por ahora, permítenos crear vida.” Metutu se sorprendió al ver un león completamente blanco acercándose por la cordillera. Se acercó tan silenciosamente como un copo de nieve y se inclinó sobre la leona. “Quédate aquí,” le dijo la leona a Metutu; acarició apasionadamente al león blanco y ambos entraron en la cueva.
    Metutu no vio nada, pero momentos después escuchó un grito de éxtasis seguido de una hermosa luz dorada que comenzó a irradiar desde el interior de la cueva. Casi simultáneamente empezó a crecer pasto ante Metutu. Florecieron centenares de hermosas flores en un estallido de éxtasis. Los bosques comenzaron a elevar sus ramas hacia los dioses, y las aves comenzaron a gorjear, llenas de dicha. El río, antes seco, comenzó a fluir apasionadamente hacia un lago distante. El cielo grisáceo se torno azul profundo, y la dorada luz del sol comenzó a resplandecer sobre el lugar, avivando todos sus colores.
    El león blanco salió de la cueva, tambaleándose.
    “¿Eres un dios?” preguntó Metutu.
    “¿Acaso lo eres tú?” respondió el león. Se dejó caer sobre la tierra y lanzó un profundo suspiro.
    Metutu corrió hacia el león y le tocó el pecho; no pudo sentir su corazón. Había muerto. Metutu había logrado hacer algo que siempre quiso, aunque fue bajo circunstancias muy desafortunadas. Recorrió con su mano la blanca y suave melena del león. Tomó un pedernal de el saco que llevaba consigo; con él cortó un pequeño mechón de la melena y muy cuidadosamente lo colocó a un lado. “Pobre, pobre y hermosa criatura. Reza por mí cuando te encuentres entre las estrellas.”
    “No llores por los que aún viven,” le dijo Busara, “Toda su vida y su poder nos rodean.”
    La repentina aparición de Busara sorprendió a Metutu. “¿Qué significa esto?” preguntó Metutu.
    “¿Es que todo debe tener un significado?” Busara sonrió y abrazó a Metutu. “Tal vez haya una luz aún más grande en tu interior. Tal vez esa luz se encuentra en todos nosotros, esperando ser liberada por la fuerza del amor. Una vez que te hayas rendido ante ese amor, tarde o temprano habrá de regresar a ti.”
    La leona blanca salió de la cueva. Se acercó al león blanco y le sopló en el rostro; al hacerlo, el león abrió los ojos. El león, más hermoso que nunca, levantó la cabeza y la besó. Metutu los miró, lleno de dicha. Por fin lo había comprendido. “Vive por siempre, amigo mío. Vive por siempre en el amor.”
    Repentinamente Metutu se encontró sentado sobre el kopje al que había ido a meditar. Observó los alrededores y vio que nada había cambiado desde la mañana. Sólo para estar seguro echó un vistazo en su saco; ante su asombro encontró un mechón de pelo blanco que antes no estaba ahí. Cerró los ojos y frotó el mechón de pelo contra su mejilla, “¡Oh, gracias Padre Mano! ¡Muchas gracias! ¡Vive por siempre! ¡Vive por siempre en el amor!”



    CAPÍTULO XXVI
    LA INICIACIÓN

    Cuando Metutu regresó de su búsqueda no fue a ver a su padre ni a sus amigos. Fue interceptado en las afueras de la aldea por un par de pajes que lo condujeron en silencio al sitio de reunión del consejo. El caminar en silencio sobre ese sendero se debía a la pena de destierro a la que Metutu había sido condenado, y de la cual sería liberado hasta que probara que los espíritus malignos no hablaban a través de él.
    El Consejo de Ancianos—formado por los líderes más importantes de la aldea—se había congregado en torno a la Piedra del Consejo, encima de la cual estaba sentado el hermano de Metutu, Makoko, que ahora era el Jefe del Consejo.
    Metutu se arrodilló ante Makoko. “No soy digno de estar ante ti.”
    “Sí lo eres, hermano mío. Levántate.”
    Makoko miró a Metutu seriamente. Metutu esperaba que así fuera; los eventos que estaban pasando eran parte de la iniciación, así que no se sintió molesto. “Así que has regresado ante nosotros, candidato Metutu. ¿Qué es lo que te han mostrado los dioses?”
    Metutu miró al enorme grupo. Se esforzó por mantener la calma, respiró profundamente y exhaló con tranquilidad. “Me llevaron a una tierra estéril, cubierta por un cielo gris; era un lugar frío y desolado. Entonces vino a mí una leona completamente blanca que comenzó a cantarme. Me invitó a que la acompañara hacia una montaña sagrada; cuando llegamos a la cima, ella se encontró con un león blanco. La leona me dijo me dijo, ‘Permítenos crear vida.’ Los dos entraron en una cueva y entonces…” Metutu agachó la cabeza tímidamente.
    “Candidato, las revelaciones de los dioses están más allá de todo reproche.”
    “Ellos hicieron el amor… o al menos eso creo por la manera en que el león gritó.”
    Uno de los miembros más jóvenes comenzó a reírse, pero fue reprendido rápidamente por una gran cantidad de frías miradas.
    “Como sea. Después de que él—gritó—una luz brillante comenzó a irradiar desde el interior de la cueva, y todo lo que estaba muerto se llenó de vida. El cielo se tornó azul y se llenó de aves cantantes; crecieron los árboles y el pasto, surgió un río y comenzaron a llegar muchas clases de animales. ¡Fue muy hermoso!”
    “¿Y qué es lo que significa?”
    “Busara apareció ante mí y me dijo que en mi interior había una luz que estaba esperando el momento para salir al exterior.”
    “¿Busara apareció ante ti?”
    “Fue una visión, pero Busara estuvo ahí. ¡Todos estuvieron ahí! ¡Miren!” Les mostró el mechón de pelo blanco. “¡Yo corté este mechón de la melena del león!”
    Toda la congregación enmudeció del asombro.
    Makedde se aproximó hacia Metutu. “Pido permiso para introducir al candidato en el aprendizaje de la medicina.”
    “Que así sea, Makedde. Pero primero debo advertirle al candidato que aquellos que buscan la verdad suelen encontrarla.”
    Al día siguiente Metutu comenzó a prepararse para partir a las Tierras del Reino. Esa mañana fue a visitarlo su amiga Asumini, un nombre que le sentaba a la perfección, pues ella era tan fragante como las flores que presionaba contra su pelaje.
    “Estoy orgullosa de ti, Metutu. El primer día que viniste a estudiar con nosotros me reí, pero no hay nada cómico respecto a ti. Creo que eres muy valiente y que el amor de la verdad arde en tu interior.”
    “El aliento que me brindas es una de las cosas que más apreció, Asumini.”
    “Estuve muy preocupada por ti. Durante todo el tiempo que te fuiste sólo pude dormir por algunas horas. Te extrañé mucho.”
    “¡Oh, Asumini! ¡Yo también te extrañé! Eres mi amiga más especial.
    “Tan especial como podrías necesitar o querer.” Asumini se acercó a Metutu y lo besó apasionadamente.
    Metutu se estremeció. “Oh, dioses, me siento como el león blanco.”
    “Háblame sobre él.”
    “En mi visión había una leona que era tan blanca como las nubes. Ella me llevó a un mundo estéril y me dijo que debíamos crear vida.”
    “¿Y lo hiciste?”
    “¡Cómo crees!” Metutu sonrió. “¡Claro que no! Un león blanco se acercó a nosotros. Ambos se acariciaron y entraron a una cueva.”
    “Ohhh, eso suena tan romántico.”
    “Y espera a oír lo que sigue; una brillante luz surgió del interior de la cueva—era una luz que tenía vida propia—y el mundo estéril se llenó de vida. Entonces apareció Busara.”
    “¿Viste a mi padre?”
    “Sí. Él me dijo, ‘Tal vez hay una luz que se encuentra en todos nosotros, esperando ser liberada por la fuerza del amor.’”
    Asumini acarició a Metutu en la mejilla y el mentón. “El momento ha llegado. Permíteme liberar tu luz.”
    “Asumini,” susurró Metutu. “No tengo derecho a pedirte tal cosa. Mi camino es largo y pedregoso. Te llevaría lejos de tus amigos y la seguridad de la jungla. Te conduciría a largas horas de trabajo pesado.”
    Asumini le estrechó la mano y se la apretó ligeramente. “No te preocupes. Yo iré a donde tú vayas, Haré que brille tu luz interior, y podrás traer vida al mundo.”
    Metutu le contestó, “Si muriera y tú soplaras sobre mí, volvería a la vida.” La tomó de ambas manos. “Debemos ir a ver al sacerdote. Si vienes conmigo te entregaré toda mi alma, pero si me dejas la perderé. Debes amarme por siempre, o no amarme nunca más.”
    “Te amaré por siempre, Metutu. Viviremos por siempre en el amor.”
    Metutu enmudeció al escuchar aquella frase. “Viviremos por siempre, amiga mía,” dijo besándola en la mejilla. “Viviremos por siempre en el amor.”
    Una suave brisa sopló sobre ellos mientras permanecían quietos, abrazándose el uno a la otra, profundamente enamorados. No se dieron cuenta del fascinante aroma a miel silvestre que los rodeaba, ni de que Busara abrazaba dulcemente a Neema mientras ambos intercambiaban besos en la frente. “Sólo míralos. ¡Nuestros pequeños, por fin casados! ¡Cómo ha pasado el tiempo!”
    Por la tarde Metutu y Asumini fueron a ver al sacerdote. Metutu miró los ojos de Asumini y sonrió, pues su amada resplandecía con la luz del amor. “Metutu,” susurró Asumini, “Tus ojos están brillando.” El sacerdote les ató las manos con una enredadera. “Una sola sangre, un sólo amor, una sola familia,” recitó. “Vean por ellos, oh Grandes Dioses.”



    CAPÍTULO XXVII
    EN LA GUARIDA DE LOS LEONES

    Makedde comenzó a llamar “¡Aiheu abamami!” Esa fue la primera señal de que los mandriles habían llegado a las Tierras del Reino. “¡Aiheu abamami!” gritó una vez más. Estaba oscureciendo, un momento muy peligroso para ser un pequeño caminando por los alrededores.
    Metutu estaba un poco asustado, pero Asumini estaba rebosante de expectación y dicha. Esas eran las tierras del nieto de su Tía Asumini, el Rey León Ahadi. La joven mandril había tenido la oportunidad de ver al padre de Ahadi en una ocasión, cuando la Reina Asumini lo llevó llena de orgullo hasta la cueva de Busara. En ese entonces era tan sólo un cachorro, aún demasiado pequeño para sentir miedo de los extraños monos de caras rayadas. La mandril Asumini, quien también era pequeña, trató de acariciar al Príncipe Zari , pero lo único que consiguió fueron algunos rasguños y un frenético juego de escondidas. Ahora guardaba el secreto anhelo de satisfacer sus deseos con el gran hijo de Zari. ¡Esta vez sería su turno de estar asustada!
    “¡Aiheu abamami!” volvió a llamar Makedde.
    “¡Aiheu abamami!” respondió una leona. “¿Quién está ahí?”
    “Makedde y dos amigos que quieren ver al Rey.”
    El placentero rostro de Yolanda emergió de entre los pastizales. “¡Mi viejo amigo!” Yolanda acarició a Makedde, quién tomó la gran cabeza de la leona entre sus brazos y la besó.
    “¡Maestra, el verte hace que regocije mi corazón!” exclamó Makedde. “¿Y cómo está el Rey?”
    “Muy bien—gracias a los dioses—¿y qué tal tú?”
    “He regresado.”
    “Puedo verlo.”
    “No. Quiero decir que he regresado al lugar en el que vive mi corazón. Yolanda, he REGRESADO.”
    Yolanda sonrió abiertamente. “¡Rogué tanto a los dioses por que llegara este día! ¿Y por cuánto tiempo será está vez?”
    “Hasta que sea demasiado viejo para poder seguir soñando.”
    “¿Y quienes son tus dos amigos?”
    “Yo soy Asumini,” contestó la joven mandril. “Y él es mi esposo Metutu.”
    “Asumini,” dijo Yolanda pensativamente. “Eres ESA Asumini?”
    “Supongo que sí. Busara era mi padre.”
    “¡Ahora sí que tenemos un nombre muy conocido por estos lugares! ¿Cómo está el viejo Busara?”
    Asumini bajó la mirada. “Murió hace poco,” respondió Asumini.
    “¡Oh! ¡Cuánto lo siento, cariño! Tú y tus amigos deben ir a ver al Rey. Estaremos encantados de tenerlos por aquí.”
    Metutu miró a Asumini y sonrió tímidamente. “Voy a pasar a la historia—como el esposo de Asumini.”
    Asumini sonrió con un ligero aire de picardía. “Cuando estemos a solas sabrás por qué.”
    Makedde le dio un pequeño codazo a su hermano. “¡Vaya que va a gustar ese título!”
    Yolanda los condujo hacia un gran monolito de piedra que se alzaba al centro de un inmenso mar de pasto, iluminado por la plateada luz de la luna. La Roca del Rey era emocionante con sólo mirarla; parecía ser una criatura viviente que observaba orgullosamente la sabana, sin importar las lluvias o las sequías, el sol o la luna. Mientras más se acercaban al soberbio centinela de piedra más crecía, tanto en tamaño como en poder, hasta que la misma Yolanda pareció ser muy pequeña ante él.
    Un serpenteante camino conducía a la ladera de la montaña, hacia un impresionante promontorio de piedra. Yolanda y los tres mandriles caminaron hasta el promontorio dando grandes zancadas. Makedde se sentía un poco fatigado, pero la emoción se apoderaba de él a medida que se acercaban al promontorio. En la base del promontorio había una cueva, y en la cueva estaba Ahadi.
    “¡El Rey tiene invitados!” exclamó alegremente Yolanda. Un soberbio rostro emergió de la cueva; la pálida luz de la luna lo hacía lucir con un tomo marfileño. “¿Acaso se tratará de mi viejo amigo Makedde?”
    “¡Así es!” gritó Makedde, apresurándose a recorrer la corta distancia que lo separaba del Rey. “¡Cuánto tiempo ha pasado!” Colocó sus brazos alrededor de la suave melena y abrazó a su amigo; Ahadi le devolvió el abrazo. Akase apareció por detrás de su esposo.
    “¡Miren al viejo anciano!” Se acercó y besó a Makedde, quien le respondió con un abrazo.
    Asumini observaba la escena con gran emoción. “¡Acaso no son hermosos! ¡Míralos, Metutu! ¡Míralos!”
    Ahadi alzó la mirada. “¡Acérquense, amigos! No tengan miedo.”
    Asumini se dirigió hacia Ahadi como si estuviera hechizada. Una dichosa sonrisa había vencido todos sus temores; imitó a su cuñado y sumergió sus brazos en la melena de Ahadi, besándolo en la cara. “¡Oh, hermosa criatura! ¡Aiheu te ha bendecido con gran belleza!”
    “Pequeña mía,” respondió Ahadi, tocándola con su lengua.
    A Metutu lo inundaba la emoción, pero se mantenía reservado. Se arrodilló ante Ahadi y exclamó, “¡Toco tu melena!”
    “Puedo sentirlo. Levántate, amigo mío.”
    Metutu se paró ante el grandioso Rey. Anhelaba tanto el poder causarle una buena impresión.
    “Señor, te he traído algunos regalos. ¡Una de estas hierbas te ayudará a librarte de garrapatas y pulgas!”
    “¿En serio?”
    “¡De verdad!”
    Metutu sostuvo un manojo de hierba ante Ahadi; el Rey lo olfateó. “¡Oh dioses! Ya lo creo que me librará de garrapatas y pulgas. Pero también de cachorros latosos, leonas, y todo lo que se te ocurra.”
    “Bueno, tiene un olor algo molesto.”
    “¿¿Algo molesto??” Ahadi se rió abiertamente. “¡Pon eso sobre una carroña fresca y ni una hiena hambrienta se atreverá a comerla!”
    Metutu bajó la mirada, apenado. “Oh, lamento haberte hecho perder el tiempo.”
    Ahadi lo acarició. “Anímate, Metutu. Si tanto te preocupan las garrapatas, tal vez podrías venir a acicalarme algún día.”
    “¿¿En verdad, Señor??”
    “Por supuesto.” Ahadi miró profundamente a Metutu; el mandril bajó la cabeza, apenado. “Puedo ver que eres muy tímido.”
    “¿Ehhh? Bueno, puedo estar un poco avergonzado, pero es por que quiero mostrar respeto. Tú eres un Rey y yo no.”
    Ahadi se rió. “Tú eres un simio y yo no. Ahora que ya nos conocemos podremos ser amigos. Asumini te ha dado un buen ejemplo.”
    Metutu se aproximó a Ahadi muy cautelosamente. Se acercó al rostro del Rey, inseguro de como continuar. Se rió nerviosamente. “Oh, sí.” Se agachó tímidamente y sumergió la cabeza en la profunda melena de Ahadi.
    “¡Oh! ¡Es maravilloso!” La suave melena lo envolvió completamente. Comenzó a acariciar a Ahadi y dijo casi sin pensar, “¡Oh, hermosa criatura! ¡En verdad eres un rey! ¡Oh!”
    Metutu retrocedió al percatarse la libertad que se estaba tomando. Antes de pudiera recuperar la compostura Akase le pidió que se acercara a ella. La Reina no tenía melena, pero Metutu sintió el candor y suavidad de su poderoso cuello, lo que lo hizo sentirse confiado.
    “¡Y pensar que por poco renuncio a esto sólo para convertirme en Jefe!”
    En ese momento entró una partida de leonas en la cueva. Muchos cachorros comenzaron a aparecer, rodeando a los tres mandriles. La pequeña Ajenti se acercó ronroneando a Yolanda y la acarició. “¿¿Qué trajiste, Mami?? ¿¿Qué trajiste??”
    “Nada, cariño. Pero no será así por mucho tiempo.”
    Uzuri se acercó a Ahadi. “Mi Señor, no hubo suerte esta noche. “Afortunadamente, nadie salió herida.”
    Ahadi la acarició. “Gracias a Dios.”
    “Toco tu melena.”
    “Puedo sentirlo.”
    Uzuri había permanecido en calma y con una tranquila disposición, pero una de las hembras estaba muy decepcionada. Ésta había sido su primera oportunidad para convertirse en una leona—había sido su Primer Cacería, pero había fallado. Makedde le susurró a Metutu la importancia de ese evento.
    “Ella aún es menor de edad ante los ojos de la manada. ¿Por qué no hablas con Uzuri, la Líder de Caza? Ella podría tratar de animarla.”
    “¿Qué es una Líder de Cacería?”
    “Ella es quien dirige la cacería. Las demás leonas obedecen sus órdenes, pues sólo pueden alcanzar el éxito por medio de la cooperación.”
    “Oh, ¿es como una reina?”
    “En la cacería lo es. Cuando está aquí es una de las Hermanas de Manada.”
    Metutu no estaba acostumbrado a juzgar a las leonas, pero le pareció que Uzuri era demasiado joven para tener tal responsabilidad. Se acercó nerviosamente y se presentó. Uzuri no parecía estar de humor como para animar a alguien más, o siquiera platicar con alguien.
    “Hola.” Metutu la miró cuidadosamente. “Soy Metutu.”
    “Yo soy Uzuri,” le respondió.
    “Escuché que eres la Líder de Caza.”
    “Así es.”
    Metutu cruzó los pies nerviosamente y comenzó a retorcerse un poco. “Tal vez me equivoque, pero te ves muy joven para ser la Líder de Caza.”
    “Gracias.”
    “Debes ser muy hábil.”
    “Gracias—ehhh—eres Metutu, ¿verdad?”
    “Sí, señora.”
    “¿Esas rayas son reales? Quiero decir, ¿te pintas la cara o son naturales?”
    “Son naturales,” respondió Metutu. “Las hembras tienen un poco de coloración, pero no tanta como los machos.”
    Uzuri se recostó en el suelo y comenzó a acicalarse. Metutu estaba impresionado; se acercó a su hermano. “Las leonas van a estar hablando sobre nosotros durante muchas lunas.”
    Makedde sonrió con indulgencia. “Para haber sido su primer contacto fue un encuentro muy tórrido. Es decir, ¡te hizo una pregunta!”
    “Así que es algo callada, ¿eh?”
    “Tuvo una mala cacería, eso es todo. Además, ella no se muestra amistosa con los extraños de buenas a primeras. Es su forma de ser; dale un poco de tiempo.”
    Metutu asintió. “Creo que ella es como un melón, de color grisáceo por afuera pero luminoso y fragante en el interior. Sólo mira sus ojos; hay mucho en ellos que no se atreve a mostrarnos.”
    “Tu percepción te será muy útil. Ella lo es todo menos insensible, es sólo que no le demuestra sus sentimientos a cualquiera. Tal vez algún día puedas descubrir su verdadero ser. Su amor es como un escarabajo debajo de una gran piedra; no puedes verlo hasta que levantas la piedra, pero entonces sale volando hacia ti.”
    “Pareciera que ya tienes experiencia con ella.”
    Makedde presentó a Metutu ante Yolanda, quien era mucho más expresiva. En el momento en que ella vio acercarse a Metutu sonrió amigablemente. “¿Y quién es tu amigo?”
    “Es Metutu. Ha querido conocerte desde que llegó.”
    Metutu sonrió tímidamente. “¡Que cachorro tan lindo! ¿Te molestaría que lo tocara?”
    “Es una hembra. Su nombre es Ajenti.” Yolanda permaneció pensativa por un momento. “Claro, por qué no. Asegúrate de sostenerla bien de la cabeza y la espalda. No pareces tener mucha experiencia.”
    Metutu levantó a la pequeña Ajenti y la acunó contra su pecho. “¡Oh dioses, que criaturita tan preciosa! Será tan hermosa como su madre. ¿Acaso no es hermosa, Asumini?”
    Yolanda ronroneó. Metutu colocó una vez más sobre el suelo a la pequeña cachorrita; Yolanda se acercó a él y le tocó la mano con su cálida lengua. “Bienvenido a las Tierras del Reino.”
    Asumini sonrió. “Nuestro pequeños también serán hermosos, como su padre.”
    “Me siento hermoso cuando estoy contigo.” Respondió Metutu, acariciándole la mejilla suavemente. “Eres lo suficientemente hermosa para los dos. Y creo que… ¡Oh, Dios! ¡Ya es muy tarde!”
    Asumini miró la luna. “Sí, querido. No queremos que nuestros anfitriones se fastidien.”
    Yolanda sonrió evasivamente. “Si están de humor para observar un grandioso paisaje pueden caminar por un lindo sendero que conduce a la cisterna que está tras la Roca del Rey. Es un lugar muy tranquilo en el que podrán platicar sin ser molestados.”
    Metutu y Asumini se tomaron de la mano y se despidieron de sus anfitriones. Se alejaron hacia aquel tranquilo lugar para poder pasar su noche de bodas bajo la plateada luz de las estrellas. Una vez ahí, fuera del alcance de miradas curiosas, hicieron brillar su luz interior.



    CAPÍTULO XXVIII
    UNA LABOR CALMADA

    La vida en el baobad no siempre era fácil. Asumini se adaptó tomando una animada actitud. El discutir no aminoraba el trabajo, y en su lugar sólo lograba hacer que el ánimo decayera. Era por ello que Asumini se negaba a discutir cuando estaba realizando algún trabajo pesado.
    Un día Metutu la encontró trabajando muy duro bajo el sol de mediodía; estaba recolectando hierbas. Metutu se paró frente a ella mientras Asumini escarbaba con una estaca.
    “Ven conmigo.”
    Asumini se puso de pie; estaba un poco aturdida por el calor. Metutu la abrazó y la besó. “Métete a la casa. Sabes muy bien que los jazmines no crecen bien bajo la luz intensa. Yo me haré cargo.”
    Metutu se arrodillo y comenzó a escarbar con la estaca. El sol calentaba intensamente, y Metutu tenía una reserva de agua muy pequeña; después de algunos minutos comenzó a sudar copiosamente. “¿Pero qué es lo que le he hecho a mi pobre Asumini? Debe amarme mucho para haberme seguido hasta aquí.”
    Ocasionalmente alguien se detenía en el baobad, lo mismo un cachorro con cólicos que una leona con una espina en la pata. Incluso Ahadi acudía a Metutu para pedirle que lo espulgara. Era muy agradable el tener alguien con quien platicar; Metutu disfrutó mucho el tiempo que pasó con sus nuevos amigos, pues ello le permitía conocerlos mejor. Asumini no vacilaba en sumergirse bajo la melena de Ahadi y llenarlo de besos; Metutu aprovechaba la excusa de acicalarlo para poder acariciarlo y disfrutar de su compañía. Ahadi comprendía a Metutu, y pronto se formó el hábito de ir frecuentemente a que su joven amigo lo espulgara. Algunas veces Ahadi observaba la penosa condición en que se encontraba el pelaje de Metutu y él mismo se ofrecía a acicalarlo. Esa era la forma en que ambos se demostraban el profundo afecto que sentían entre ellos.
    Por la tarde Uzuri llegó de una cacería exitosa. Metutu aprovechó la dicha de Uzuri y se acercó directamente a ella. “Así que cazaste algo bueno.”
    “Fue trabajo de equipo,” respondió Uzuri al tiempo que le limpiaba a Yolanda una mancha de sangre para después comenzar a acicalarla.
    “¡Apuesto a que te sentiste como toda una cazadora esta noche!”
    Uzuri lo miró de reojo. “Algo así.”
    “Se siente bien, ¿verdad?”
    “Supongo que sí.”
    “Bueno, pues cuéntame sobre ello. Es decir, si no te molesta.”
    Uzuri le contestó en unas cuantas palabras, aunque sin dejar de acicalar a Yolanda. “Pues no hay mucho que decir. Era una gacela hembra algo vieja. Utilizamos la formación en tenazas. No hubo problemas.”
    Uzuri observaba seriamente a Yolanda; continuaba acicalándola a pesar de que la sangre ya había desaparecido. Metutu se dio cuenta de que estaba incomodándola, así que se alejó para lamentarse a solas por su fracasado intento de platicar con la joven leona. En realidad le agradaba mucho Uzuri, pero apresurando las cosas no conseguiría nada, aunque sentía que jamás conseguiría nada con ella.
    Mientras Yolanda recibía toda la atención, Metutu se conformó con jugar con la pequeña Ajenti. La cachorrita era fuerte y tenía garras afiladas; Metutu tuvo que practicar mucho como mantenerse seguro sin hacerle pasar un mal rato a la pequeña. Finalmente le tomó las patas y le retrajo las garras lo suficiente como para que entendiera el mensaje. “Tu Tío Metutu es muy frágil. Tendrás que retraer tus garras cuando juegues con él.”
    Cuando Metutu y Makedde estaban a solas, el joven aprendiz recibía la lección por la que siempre estaba anhelante. “Dale tiempo, hermano. Su amor es como una hermosa flor: primero es sólo un brote, después sale un capullo, y finalmente llega el día en se abre con tanta belleza que te quita la respiración.”
    “¿Por qué hay personas así, Makedde? ¿Por qué no sólo demuestran lo que sienten?”
    “Cuando dices lo que sientes ya no puedes retractarte. ¿Recuerdas el día en que regresabas de la cueva de Busara y estabas tan emocionado que querías gritarlo al mundo entero? ¡Mamá pensó que estabas enamorado!”
    “¿Papá te lo contó?”
    “Puedes apostarlo. ¡Todo, hasta lo de acurrucarte con una leona muerta!” Makedde se rió. “Aún eres joven y quieres tenerlo todo, pero la razón por la que Aiheu nos da una vida es porque toma toda una vida el poder vivirla.”
    “¿Pero qué hay con todo el tiempo que desperdiciamos? Uzuri y yo podríamos ser amigos; ella en verdad me agrada. Siempre pensamos que vamos a vivir para siempre y que las cosas nunca van a cambiar, hasta que un día tu madre comienza a golpearse la cabeza con un tronco.” Los ojos de Metutu comenzaron a llenarse de lágrimas. “Ella se ha ido. Yo creo que siempre debes decirle a las personas cómo te sientes, y vivir cada día como si fuera el último.”
    Makedde sonrió con indulgencia. “Hermano, nadie muere en verdad. Lo digo en serio. Cuando quieres a alguien como yo te quiero a ti la muerte es una situación inconveniente y dolorosa, pero no es lo suficientemente fuerte como para romper el lazo que nos une.”
    Metutu se mordió el labio y después abrazó a su hermano. “Siempre sabes qué decir.”
    Dos días después Uzuri regresó de la cacería con una cortada en la pata. Acudió a Makedde para pedirle ayuda.
    Makedde pensó por un momento y después dijo, “Tengo muchas cosas que hacer en este momento, pero Metutu estará encantado de ayudarte.”
    Metutu tomó un poco de desinfectante y algunas hierbas para el dolor con las que le cubrió la pequeña herida. Después utilizó resina de Dwe’dwe para que los bordes de la cortada se mantuvieran unidos.
    “Me va a dejar cicatriz,” dijo Uzuri muy malhumorada. “Será la primera que tenga. Pensé que era mejor en la cacería, pero cometí un error muy estúpido. ¡Estúpida, estúpida, estúpida!”
    “Yo no me preocuparía tanto,” dijo Metutu. Mezcló un poco de Dahlia rubidium con algunas gotas de la saliva de Uzuri. “Esto evitará que te salga cicatriz si tienes el cuidado de no lamerte la herida.”
    “¿De verdad?”
    “Es una cura milagrosa, especialmente en las partes peludas del cuerpo.” Le puso un poco de aquella medicina en la herida y comenzó a frotarla ligeramente. “Vamos a frotar un poco para hacer que se reanude la circulación.”
    Uzuri soportó pacientemente aquel masaje, especialmente por que no le causó dolor alguno. Por el contrario, le pareció muy agradable, así que permitió que Metutu continuara con el hombro. Poco a poco el joven mandril se aventuró a acariciarla suavemente, sin ninguna intensión en particular. Uzuri permaneció quieta, con los ojos semicerrados; eventualmente comenzó a ronronear. Sonrió ligeramente. “Mi otro hombro necesita un poco de masaje,” dijo casi inconscientemente. Metutu se sintió apenado, pero comenzó a frotarle el otro hombro.
    “No, un poco más arriba. Oh, sí.” Suspiró muy relajada. Después de aquellos agradables momentos exclamó, “¡Dios mío, tengo que ir a ver a Yolanda!” Se puso en pie, se estiró y comenzó a salir del baobad. Se detuvo un momento, volteó a ver a Metutu y le sonrió.
    “Si tienes problemas no dudes en regresar,” le dijo Metutu.
    “Gracias,” contestó Uzuri. Comenzó a avanzar hacia sus Hermanas de Manada, pero se detuvo nuevamente. Se dirigió a Metutu, “¿Tu pueblo tiene leyendas sobre las estrellas?”
    “Sí. Me encanta mirar las constelaciones.”
    “Recuérdame que algún día veamos las estrellas juntos.”
    Después de que Uzuri partió Metutu volteó a ver a Makedde. “Hermano, creo que tengo una nueva amiga.”
    Makedde asintió. “Pero recuerda que no debes presionarla. Harás bien si dejas que la Naturaleza siga su camino.”
    “Así lo haré, hermano. Me has dicho el mismo sermón más de cinco veces.”
    “Es que necesita quedar muy claro.”
    “No creo que sea tan NECESARIO.” Metutu sonrió y colocó su brazo sobre el hombro de Makedde. “Pero no creo que haga daño alguno.”




    CAPÍTULO XXIX
    LA INVITACIÓN

    Akase estaba en celo. Después de su último aborto sabía que era muy probable que no sobreviviera a otro embarazo. Ahadi era muy efusivo con ella, incluso en público, pero sabía que su esposa podría morir si volvía a embarazarse, así que no le expresó su necesidad de intimidad de la forma acostumbrada. En vez de ello buscaba formas de disfrutar la intimidad con su esposa sin entregarse a sus fuertes deseos.
    Ahadi trataba de calmar sus necesidades recargando la cabeza a un lado de su amada y durmiendo tranquilamente. Cuando la besaba lo hacía muy recatadamente, y siempre le decía que la amaba por quien era, y que siempre sería así; siempre le decía que el sólo estar con ella era el más grandioso placer de su vida.
    Akase no le ofrecía mucha ayuda a su esposo. Ella sentía el fuerte llamado de sus inclinaciones naturales. No podía alejar su mente de todos los momentos dichosos que había pasado con su esposo, ni de los sueños y esperanzas que habían compartido. Ahora no tenían cachorros, y lo que era peor, ni siquiera tenían la oportunidad de intentar tenerlos.
    “Esposo mío,” le susurró Akase a Ahadi. “Amado, ven a mí.”
    “Llámame esposo, pero no amado.” Ahadi bajó la cabeza, apenado. “Me estás haciendo pensar cosas.”
    “Alguien tiene que hacerlo.”
    “Ya hemos pasado por esto; después de tu aborto pensé que AMBOS habíamos acordado que nuestro matrimonio duraría, pero que seríamos fuertes y nos enfrentaríamos a esto racionalmente.”
    “¡Pues entonces lo que quieres no es una esposa sino una hermana! ¡Si debo vivir como tu hermana, sin jamás tenerte a mi lado, entonces prefiero morir!”
    “¡Querida!”
    “¡Amado!” repitió firmemente, “¡Amado, amado! ¡Ese es con quien me casé!”
    “¡No me hagas esto! ¡Te estoy mostrando mi amor en la mejor forma que puedo!”
    “Cuando te veo te deseo, pero tú dices que no puedo tenerte y que tú no puedes tenerme. ¿Acaso has declarado que nuestro matrimonio es nulo y sin valor?”
    “¡No! Te amo—¡Dios sabe que es cierto! ¡Es que no quiero que te pase nada malo!”
    “Pero algo malo me está pasando. ¿Es que no te das cuenta? Esto no es natural.” Akase lo acaricio de extremo a extremo. “Puede ser que no quede embarazada. Siempre existe algún riesgo, pero es un riesgo que estoy dispuesta a tomar.”
    “¡Pero cariño!”
    Akase lo acarició y lo besó apasionadamente. “¡Hazme el amor, te lo suplico! ¡Hazme el amor!”
    “¡Oh dioses!”
    “Hazme el amor, esposo mío. Amado, sé que me deseas. ¡Déjame escucharte gritando mi nombre en éxtasis!”
    Ahadi la miró lleno de dolor. En verdad estaba angustiado. “¡Oh dioses, no puedo soportarlo! ¿¿Es que no puedes ayudarme tan sólo un poco?? ¡Aiheu, ayúdame!”
    Akase lo acarició. “¿Es que Él no puede AYUDARME tan sólo un poco? No quiero un milagro—sólo te quiero a ti.”
    “Haría lo que fuera por ti, pero me hace sentir culpable el pensar que también voy a disfrutarlo. No tengo derecho a sentir ningún placer que ponga en riesgo tu vida. ¡Si murieras, mis gritos de pasión volverían y me perseguirían como una maldición! ¡Tendría que vivir con eso por el resto de mi vida!”
    “¡Nunca permitas que eso te haga sentir impuro! ¡Nunca! ¿Es que no sabes que nuestro placer está basado en el amor? Un amor que perdurará más allá de nuestros cuerpos mortales, un amor que hace hermoso todo lo que toca. ¡Es un amor que nos reunirá en los cielos! Ven a mí sin sentir culpa alguna, ¡ven a mí por que me amas!” Akase le acarició la mejilla. “Quiero hacerte feliz. Quiero hacerte delirantemente feliz. Quiero sentirte estremeciéndote como un relámpago.”
    “¡Oh dioses!” Ahadi comenzó a besarla apasionadamente. “¡Te deseo!”
    Akase caminó algunos pasos frente a él y se agazapó. Volteó sobre su hombro y miró profundamente en los ojos de su amado; su mandíbula se estremeció.
    Ahadi se acercó al delicado y dorado cuerpo de su amada, inundado por la creciente fiebre de su pasión. “¡Amada mía, voy a ti!”

    CAPÍTULO XXX
    ELABORANDO EL TÓTEM

    Metutu había estudiado duramente mucho tiempo. Los dioses lo habían bendecido con una gran sabiduría y con la fuerza necesaria para utilizarla, y el joven mandril hacía muy buen uso de esas bendiciones para ser alguien cuyo corazón estaba lleno de distracciones. Había ocasiones en que lo único que quería era estar con Asumini, pero tenía que sentarse a escuchar sus clases sobre las leyendas de las estrellas y explorar los pastizales de la sabana para aprender sobre las diferentes plantas y sus usos medicinales. Asumini esperaba pacientemente a que su esposo regresara; ella constantemente recordaba a su padre y la forma en que siempre anteponía las labores al placer. Metutu le recordaba mucho a él, y eso era muy confortable para ella. Además, al igual que Busara, Metutu sacaba provecho de hasta el más mínimo segundo que pasaba en compañía de su esposa. Metutu se sentía culpable por lo que le hacía pasar a Asumini; siempre descansaba el menor tiempo posible y comía lo más rápido que podía. Los pocos minutos que tenía libres los aprovechaba para estrechar la mano de su amada, acicalar su pelaje, hablar con ella; por supuesto, también había ocasiones en que la tomaba de la mano y la llevaba a algún lugar solitario. Makedde sonreía y trataba de hacer caso omiso de los quehaceres que Metutu descuidaba, pues él estaba casado con su trabajo pero comprendía que Metutu no era como él.
    Cierto día Makedde le hizo a Metutu un arduo examen acerca de la curación de heridas y el acomodo de huesos fracturados. Makedde se esforzó en encontrar algún punto débil en los conocimientos de su hermano para saber en qué áreas reforzar el entrenamiento, sin embargo no pudo encontrar ninguna falla en su joven aprendiz. Makedde estaba ansioso de ayudar a que Metutu y Asumini se establecieran por completo como curanderos, así que se ofreció a llevar a su hermano ante el Consejo.
    Por fin llegó la tarde; Metutu se encontraba muy nervioso. Fue conducido al centro del Consejo de Ancianos, ante su hermano Makoko. Esta ocasión no era para saludarse casualmente; Metutu no podría hablar a menos que se le autorizara.
    Algunos de los ancianos permanecían muy suspicaces. Dedou preguntó, “¿Cómo puede este jovencito, por brillante que sea, saber todo lo que necesita saber un chamán y cargar con el peso de semejante responsabilidad? ¿No será que lo que tenemos aquí es optimismo juvenil y no la opinión cuidadosamente considerada de su estimado padrino?”
    Makoko miró a Metutu. “¿Y bien, candidato? Responde.”
    Metutu miró todos los rostros que lo observaban fijamente; después volteó la mirada directamente a Dedou. “Mi amor por el Rey es la luz de mi mundo. Su pueblo es mi dicha y su bienestar es mi preocupación constante. Aún cuando me lo prohibieran me inclinaría ante él y le ofrecería mi servicio. Las maravillas que hay en una sola hoja de acacia son tan profundas que jamás podría conocerlas en su totalidad. ¿Cómo es que puedo esperar comprender todo el mundo de Dios? Siendo que ningún chamán puede aspirar a conocerlo todo, lo que deberíamos preguntarnos es si conoce lo suficiente como para reconfortar a aquellos que sufren. Les digo, hermanos míos, que soy un experto en sufrimiento, pues he sufrido en gran cantidad; fue el sufrimiento lo que me colocó en este camino. Pero también conozco el amor, pues he recibido mucho durante mi vida, y es el amor lo que me mantiene en este sendero. Si no anduviera en este camino mi vida no tendría sentido. Ésta es mi respuesta, estimado Dedou.”
    “Retiro mi objeción,” dijo Dedou.
    Makoko se puso en pie, se aproximó a Metutu e hizo caso omiso del requerimiento de la edad, permitiendo que Metutu entrara al Consejo. El Gran Sacerdote le entregó a Metutu una roca para que la sostuviera. “Ésta es la carga que has decidido aceptar por tu propia voluntad, pues con la sabiduría viene el peso de la responsabilidad.”
    Makedde tomó la roca de manos de Metutu. “El amor es un regalo de Dios que inspira a tus amigos a compartir la carga que pesa sobre ti, pero sólo cuando su amor es genuino. Debes amar a los demás por el resto de los días que Dios te de en este mundo.”
    El Consejo elaboró un tótem de arcilla para Metutu, el cual fue consagrado de acuerdo a las leyes de la aldea. Le enseñaron a Metutu la contraseña para entrar al círculo: “Daima pendana”—que significa “Ámense los unos a los otros.”
    Makoko abrazó a su hermano. “Estoy orgulloso de ti, hermano. ¡La dicha fluye de mi corazón como las lluvias durante la primavera!”
    Afuera del círculo estaban aquellos que no habían sido iniciados; Kinara estaba sentando junto a ellos, observando mientras lágrimas de dicha corrían por sus mejillas.



    CAPÍTULO XXXI
    EL REY Y YO

    Metutu y Asumini estaban ayudando a Makedde en sus labores diarias. El pobre Makedde se hacía cada más viejo con el paso de los días. Metutu se había convertido en un miembro más de la comunidad leonina, y prácticamente había asumido todas las labores que su hermano tenía como curandero; esto le permitía al viejo mandril el concentrarse apropiadamente en las artes místicas.
    Metutu ya casi había terminado de frotar la pasta que había puesto en la herida del hombro de Avina. “Muy bien,” exclamó Metutu, reclinándose contra la pared para observar su trabajo con un aire de satisfacción. “No estuvo tan mal, ¿verdad?”
    Avina flexionó su pata muy cuidadosamente y sonrió al ver que podía pararse sobre ella. “¡Hermoso! ¿Cómo lo haces?”
    “¡Muy fácil, cariño! El dolor aún está ahí, sólo que no puedes sentirlo en este momento. Ahora debes ir a casa y descansar.”
    “Ah,” Avina le dio un golpecito con la pata. “He cazado en peores condiciones, y además yo sola.”
    “Lo sé muy bien, cariño, pero el que puedas hacerlo no quiere decir que esté bien. Esa pezuña casi te desgarró el músculo. Si hubieses estado con alguien más no habrías tenido que cojear hasta acá.” Metutu se acercó a Avina, claramente afligido. “Por favor, Avina, ve a casa y descansa por un tiempo. Haz feliz a este viejo y tonto simio sólo por esta vez.”
    “No eres ningún tonto, Tootles.” Avina sonrió, pues sabía lo mucho que Metutu se apenaba con ese sobrenombre. Ronroneó y le acarició la mejilla. “De acuerdo, lo haré si te hace sentir mejor.”
    Metutu sonrió. “Absolutamente.” Le dio una palmadita en el hombro que no estaba lastimado y se despidió de ella. Se agachó para recoger el cuenco que utilizaba para preparar sus medicinas; hizo un gesto cuando sintió como le tronaban las rodillas. Una sombra apareció detrás de él; Metutu se dio la vuelta y vio a su hermano Makedde parado justo detrás de él, frunciendo el ceño.
    “¿Hermano? ¿Qué sucede?”
    Makedde sacudió la cabeza con reproche. “Usar Bonewort machacado en esa forma no es exactamente lo que yo habría hecho, Metutu. Debiste haberle dado alguna otra cosa.”
    “¿Tú crees? ¿Y qué es lo que un mono viejo como tú sabe sobre medicina?”
    Makedde sonrió y agarró a Metutu por las orejas juguetonamente, sacudiéndole la cabeza. “¡Jovenzuelo imprudente! Me atrevo a decir que vas a ser el mejor chamán que ha habido en las Tierras del Reino.”
    “¿En verdad lo crees?” Metutu frunció el ceño y miró con preocupación hacia la sabana. “No sé si en verdad encajo en este lugar.”
    “¿Cuál es el problema? ¿Es que acaso no te gusta este lugar?”
    “¡Claro que me gusta! No estoy hablando de eso.” Metutu sacudió su mano. “Lo que quiero decir es que no creo que a los demás les guste que yo tome tu lugar; tú has estado aquí por mucho tiempo. Además, el Consejo tendría que aprobar el que yo te sucediera.”
    Makedde escupió repentinamente. “¡Y a quién le importa lo que piense el Consejo! El Rey es quien tomará esa decisión. No creas todo lo que el Consejo dice, Metutu. La palabra de Ahadi tiene un peso tremendo, aunque el Consejo no quiera admitirlo. Y créeme que el Rey te ha estado observando muy cuidadosamente, hermano. Puedes creerlo.”
    “¿Muy cuidadosamente?” gimió Metutu. “¿Y si cometo algún error?”
    Makedde lo miró solemnemente. “Bueno, pues en ese caso es probable que decida comerte.”
    “¿¿Qué??” Metutu lo miró muy alarmado hasta que se dio cuenta de que Makedde no podía controlar la risa. “Eres un sucio…”
    Un tremendo grito se escuchó desde las afueras, provocando que ambos mandriles se estremecieran. “¡AUXILIO!” Muy sorprendidos corrieron hacia una rama exterior y miraron hacia abajo. Metutu observó a Yolanda a través de las hojas, quien se aproximaba hacia el baobad a toda velocidad.
    Los dos descendieron rápidamente hacia la base del árbol para encontrarse con ella. “Tranquila, cariño,” dijo Makedde calmadamente. “¿Qué sucede?”
    “¡Por favor! ¡Vengan rápido!” Yolanda jadeaba muy agitadamente. “¡Oh dioses, vengan rápido! ¡Akase está en problemas!”
    “¿Qué tiene?”
    “Esta mañana, cuando salí de cacería, estaba quejándose de un dolor de estómago. Cuando regresé la encontré tirada sobre el suelo, gimiendo. ¡Está sangrando!”
    “¿Se cortó?”
    “¡No, es del interior de su cuerpo! ¡No sé que hacer!” Yolanda se mordió el labio y su voz se debilitó. “¡Deben salvarla!”
    Makedde y Metutu intercambiaron miradas. Sin decir palabra alguna Metutu se dirigió hacia el baobad; Makedde tomó su bastón y siguió a la leona a través de la sabana. Metutu escaló el tronco del baobad frenéticamente y se dirigió al lugar en el cual almacenaban las medicinas. Se apresuró a tomar algunas panaceas y unos cuantos medicamentos contra el dolor para después descender del baobad.
    Algunos minutos después alcanzó a Makedde. Yolanda había aminorado su paso considerando la avanzada edad de Makedde, pero la tardanza comenzaba a molestarle. Metutu iba al paso de su hermano, jadeando por el esfuerzo. “Traje panaceas y también un poco de Alba, además de…”
    Makedde le echó un vistazo a la farmacopea que Metutu llevaba consigo y asintió bruscamente. “No sigas, hermano; estoy seguro de que trajiste todo lo necesario.” Su rostro estaba pálido por el nerviosismo. “Lo que me preocupa es que tal vez no conozcamos la medicina apropiada.”
    “¿Qué es lo que le pasa?” inquirió Metutu, aunque ya sabía la respuesta.
    “Lo que temíamos. Su cuerpo está rechazando a los cachorros.”
    “¡Oh dioses!” Metutu apartó la mirada por un momento. “¿Hay algo que podamos hacer?”
    Makedde suspiró. “Desearía poder saberlo. Sólo espero que se trate de otra cosa, pero lo dudo. Los síntomas son muy claros.”
    Los tres continuaron en silencio hasta que llegaron a la base de la Roca del Rey, donde fueron recibidos por Ahadi. Los dos mandriles se inclinaron ante el monumental león. “Toco tu melena,” dijo Makedde con reverencia.
    “Puedo sentirlo.” Ahadi dejó salir una gran bocanada de aire, “Que Aiheu te bendiga por haber venido, Makedde. Es un viaje muy largo y sé muy bien que ya no eres joven.”
    Makedde respondió, “Mi hermano vino conmigo. Juntos podremos salir adelante.” Se acercó a Ahadi y le dio una palmada en el hombro.
    El león cerró los ojos y se desplomó visiblemente. Asintió con la cabeza, incapaz de poder hablar.
    Yolanda se acercó a ellos rápidamente. “Por aquí, Makedde.” Comenzaron a seguir a Yolanda; Metutu volteó la cabeza y vio a Ahadi, pero continuó su camino inmediatamente. El joven mandril se sintió profundamente dolido por la visión de aquel gran rey llorando tan desconsoladamente.
    Akase yacía en el piso de la cueva, tratando de gemir inútilmente. Se estremeció al sentir una onda de dolor recorriéndole el abdomen; sentía como si su parte media estuviese siendo torcida entre las manos de un gigante. “¡Oh dios, por favor ayúdame!” gritó. “¡Por favor!” Una cálida lengua le tocó la mejilla en respuesta. Akase parpadeó con cansancio, abrió un ojo y pudo ver a Yolanda a su lado. “¿Cómo te sientes, cariño?”
    Akase gimió una vez más. “No muy bien.”
    “No te preocupes. Makedde y Metutu han venido a verte.”
    Akase abrió su ojo completamente. “¡Alabado sea Aiheu! ¡Tráelos por favor!”
    “Ya están aquí.” El preocupado rostro de Yolanda fue reemplazado por la el exhausto y agradable rostro de Makedde. “¿Como te sientes, cariño?”
    “Muy mal.”
    “Ya veo.” Se rió ligeramente para tratar de animarla. Makedde se arrodilló lentamente, gruñendo por el esfuerzo que le causaba, y depositó su bastón a un lado. Se inclinó sobre Akase y le acarició la mejilla. “Descansa, Akase. Todo se arreglará de alguna forma.” Su sonrisa se desvaneció. “Debes tener coraje.”
    Akase asintió y cerró los ojos. Empezó a respirar agitadamente mientras Makedde le examinaba las costillas con sus sensibles dedos; comenzó a disminuir la fuerza que aplicaba en el frotamiento a medida que se acercaba al abdomen. Makedde estaba impactado; el abdomen de Akase ardía cual fuego y además estaba terriblemente hinchado, mucho más de lo que debía estar considerando su embarazo. Acercó su mano al ombligo de Akase, pero ella gritó tan fuerte que Makedde retrocedió sorprendido. “Perdóname, Akase. No quise lastimarte.”
    “Lo… sé, viejo amigo,” gimió Akase.
    Metutu también estaba muy perturbado. La piel de Akase estaba manchada con sangre; la leona había perdida tanta sangre que estaba terriblemente debilitada. Metutu miró a Makedde y se estremeció; el pobre mandril no sabía qué hacer.
    El mandril asintió y regresó con Akase. Tomó un par de hierbas y le tocó la nariz a Akase. “Muy bien. Quiero que mantengas esta hierbas bajo tu lengua. Saben algo amargas, pero te harán sentir un poco mejor, ¿de acuerdo?”
    Akase asintió y abrió la boca. Makedde le colocó las hierbas cuidadosamente, evadiendo diestramente los afilados colmillos. Se puso en pie y le dio una palmadita en la mejilla. “Descansa un momento; Metutu y yo vamos a caminar un momento.” Los dos mandriles salieron de la cueva.
    Makedde parpadeó ante el repentino reflejo del sol y casi chocó con Avina. La leona se sentó en la entrada de la cueva y miró hacia el interior muy acongojada. “Es mi culpa, ¿verdad?”
    “¿Qué cosa?”
    “Si no me hubiese lastimado por salir a cazar yo sola ella no se habría preocupado tanto. Eso fue lo que le causó el malestar, ¿verdad?”
    “No digas tonterías,” Makedde le dio una palmadita, tratando de consolarla. “¿Por qué no también te maldices por la sequía o por que el viento cambia de rumbo mientras acechas. Tú no tienes nada que ver con esto, Avina, sólo es algo que pasó.”
    “¿Se pondrá bien?”
    Makedde suspiró. “No lo sé por ahora.” Se disculpó y se alejó con Metutu. El joven mandril tuvo que esforzarse para poder escuchar la voz de su hermano.
    “He hecho todo lo que está en mis manos para hacerla sentir cómoda hasta que suceda lo inevitable. Ella perderá a los pequeños.”
    Metutu sacudió la cabeza violentamente. “¡No! Debe haber algo que-”
    “¡Shhhh! ¡Baja la voz!” Makedde lo miró con tristeza. “Hermano, no me ha sido posible encontrar una cura para ella a pesar de que la he buscado por años. Después de que perdieron su primer camada Ahadi y Akase aguardaron pacientemente mientras buscaba la cura, pero terminé admitiendo mi derrota. Y no puedo culparlos por intentarlo; el llamado de la vida es muy fuerte. ¿Cómo podían saber que pasaría de nuevo?” Se cubrió los ojos con su temblorosa mano. “Y esta vez será peor.”
    “¿Qué tanto?”
    “Akase ya ha perdido demasiada sangre y su fiebre ha aumentado mucho. Es probable que no sobreviva.” Una profunda voz se escuchó por detrás de ellos. “Entonces es lo que yo temía.”
    Los dos mandriles se dieron la vuelta y vieron a Ahadi parado a sólo unos pasos de ellos. “Señor,” balbuceó Makedde muy nerviosamente. “Sólo quise decir que…”
    Ahadi levantó una pata para que guardara silencio. “Ha pasado mucho tiempo desde que tú y yo tuvimos que ocultar cosas. No empecemos de nuevo.” Ahadi suspiró profundamente y se estremeció; una sola lágrima rodó por su ojo y cayó sobre su mejilla. “He estado sentado aquí observando como se debilita cada vez más y más. Se ha estado debilitando incluso mientras la revisaban.” Ahadi carraspeó. “Todo lo que…” Se detuvo por un momento y después continuó. “Todo lo que les pido es que hagan que sus últimas horas sean pacíficas. ¿Harán lo posible por ayudarla?”
    Makedde sintió un nudo en la garganta y después asintió. “Haremos todo lo posible. Ven, Mi Señor, vamos con ella.” Sacó algunas hierbas para el dolor del saco de Metutu y le indicó a su hermano que los esperara. Se dio la vuelta y se dirigió con Ahadi al interior de la cueva.
    Entraron en la fresca penumbra de la caverna. Makedde caminaba junto a Ahadi; ambos se aproximaron a Akase. El rey avanzaba con indecisión; sentía que cada paso que daba era más pesado que el anterior, hasta que le pareció que estaba hundiéndose a través del suelo. Se inclinó sobre su esposa y la acarició. “¿Akase?”
    “¿Hmm?” La leona abrió sus ojos y lo miró “¿Fueso escufir esfo? ”
    “¡Oh!” Makedde asintió. “Claro que sí.” Makedde colocó su mano frente a Akase mientras ella escupía delicadamente las hojas sobre su palma. “¿Te sientes mejor?”
    Akase asintió. “Un poco. No duele tanto, pero si aún así duele. Gracias por tratar.” Le dirigió una inquietante mirada al mandril. “¿Sobre que estaban murmurando allá afuera.”
    León y mandril intercambiaron una incómoda mirada. “Dama mía, no estoy muy seguro sobre cómo decir esto…”
    Akase sonrió ligeramente, respingando inmediatamente por el esfuerzo. “Makedde, sé que mi vida se acorta. Muy pronto podré ver el rostro de Aiheu, lo sé muy bien.” Miró hacia su flanco nostálgicamente. “Sólo desearía haber podido pasar algún tiempo con mis hijos…” Sus ojos se humedecieron al tiempo que sacudía la cabeza.
    “¡Oh dioses!” Ahadi se inclinó sobre su esposa y recargó la cabeza al lado de ella. Comenzó a llorar abiertamente, sin importarle lo que pensaran los demás. “Amada mía, lo siento tanto. Es culpa mía. Jamás debí atreverme a tocarte.”
    Akase levantó la cabeza y lo miró. “No digas tonterías. ¿Cómo puedes decir eso? Durante el tiempo que pasé contigo conocí todo el amor de doce gloriosas vidas.” Una lágrima cayó por su mejilla. “Sólo desearía haber podido tener esta camada. Quería poder darte un hijo, mi amor. ¡Oh, Ahadi! Si hay que maldecir a alguien es a mí. Debiste haberte casado con otra leona.” Akase se estremeció y ocultó su rostro entre sus patas. “Eso es lo que debes hacer cuando me haya ido. Yo los miraré desde arriba y bendeciré su unión.”
    Ahadi se inclinó sobre Akase y le acarició la mejilla. “Mira nada más quién es la que está diciendo tonterías ahora. Jamás habrá nadie más. Pude haber vivido sin un hijo, pero no puedo vivir sin ti.” Las lágrimas cayeron por sus mejillas. “Si pudiera pedirle un sólo deseo a Aiheu sería que ambos partiéramos juntos.”
    “Ahadi…” Akase lo acarició y le besó la mejilla. “Eres demasiado joven para morir.”
    “Tú también lo eres.”
    “Entonces lo que necesitamos es rezar, no llorar.” Akase se recostó en el suelo una vez más, acariciando el rostro de Ahadi con su pata. “Vamos, amor. Estaré bien por un momento más.”
    Ahadi volteó a ver a Makedde, quien asintió en silencio. “Muy bien. Descansa, amada mía.” Ahadi le besó la mejilla y salió de la cueva en compañía del mandril
    Metutu observó como ambos salían de la caverna y se alejaban una corta distancia, susurrando en voz baja. Metutu se dio cuenta de que ambos estaban rezando fervorosamente y se dio la vuelta rápidamente. Se alejó hasta que estuvo fuera de vista; se sentó y suspiró profundamente. La brisa vespertina alborotaba suavemente el pelaje de su cuello y hombros; se sintió fresco, más no aliviado. Tomó una vara que usaba como mortero y comenzó a trazar círculos sin sentido en la tierra mientras observaba a través de la sabana su distante casa en el baobad. Bajó la mirada y se sorprendió al darse cuenta de lo que inconscientemente había dibujado sobre el suelo; se trataba de un dibujo en forma de espiral con líneas que radiaban de ella. Lo reconoció inmediatamente; era uno de los primeros dibujos que Busara le había enseñado durante su entrenamiento. Era el maishamazingo, el Gran Ciclo de la Vida.
    La vena del centro de la frente de Metutu comenzó a palpitar al ritmo de su corazón. Se puso en pie de un salto, tomó un puñado de tierra y lo arrojó sobre el dibujo, lleno de ira. “¡No! ¡No está bien! ¡No es la culpa de Akase! ¿Por qué habría de serlo?” Se dio cuenta de que había algunas leonas mirándolo, así que se encaminó a un sendero escarpado y serpenteante que conducía a una elevación de granito que resaltaba del resto de la Roca del Rey. Se sentó sobre el suelo y pegó sus rodillas contra su pecho. Permaneció acurrucado en esa forma, observando la vasta pradera. Comenzó a mirar hacia todos lados, identificando las distintas plantas que veía de acuerdo a su utilidad.
    Repentinamente se puso en pie y observó con interés. Examinó cuidadosamente la flora a su alrededor, esforzándose en encontrar alguna forma de resolver el predicamento de Akase. Pasaron algunos minutos y finalmente se dejó caer sobre la tierra, lleno de desesperanza.
    “Oh, Aiheu. Ni toda la sabiduría con la que me has bendecido puede ayudarme a salvar a una leona.” Alzó la vista, suplicante, al cielo. “Quizá no sea digno de ser un curandero, pero esto es lo único que te pido: ayúdame a traerles un poco de dicha a sus vidas. Por favor.” Recargó la cabeza sobre sus pecho; las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. En ese momento escuchó las pisadas de una leona que se acercaba detrás de él para después recargar ligeramente la barbilla sobre su hombro.
    Metutu se sintió irritado por la intrusión; le habló a aquella leona sin siquiera voltear la cabeza. “Avina, por favor déjame solo.”
    “¿Ehhhh? ¿Es esa la forma de tratar a un familiar? Pensé que te había educado mejor.”
    Metutu abrió los ojos de par en par y volteó a ver a la desconocida. Frente a él estaba una hermosa leona a quien reconoció inmediatamente. “¡Asumini!”
    La leona sonrió; sus ojos brillaban por la alegría. “¿Y que no hay un abrazo para tu vieja Tía? ¿O es que acaso ya estás muy grande para eso?”
    Metutu le respondió abrazándola fuertemente y sumergiendo su cabeza en el suave cuello de Asumini. “¡Oh dioses! ¡Estoy tan triste! ¡Te he extrañado tanto!”
    “Lo sé.” Asumini sonrió una vez más. Una tenue luz plateada comenzó a irradiar de ella, como si fuera un halo de escarcha alrededor de la luna. “Escuché que estabas diciendo tonterías, así que vine a verte.”
    “No soy digno.” Se sentó y la miró muy malhumorado. “Akase está muriendo y no hay nada que pueda hacer. Pasé tantas horas con Busara aprendiendo sobre las propiedades de las plantas, y no puedo hacer nada cuando más se me necesita. Soy un inútil.” Se dio la vuelta y permaneció mirando el suelo.
    “¡Bahhh! ¿Acaso no has escuchado lo que he estado diciéndote? ¡Usa la cabeza, tontito!” Asumini le dio un fuerte golpe con su cola. “Hay gran virtud el Maraliscus cuando está mezclado con Heartleaf.”
    “¿¡Qué!?” Metutu volteó rápidamente para ver a Asumini, pero sólo pudo ver el aire vacío. Miró hacia todos lados, muy confundido, al tiempo que su mente comenzaba a trabajar a toda velocidad.
    “El Maraliscus es mortal,” susurró. “Detiene la respiración. Pero el Heartleaf expande los pulmones y…” Abrió los ojos de par en par y lanzó un grito de júbilo. “¡Sí! Estimula la respiración. ¡Ambas plantas se balancean! ¡Podría funcionar!” Comenzó a recoger sus cosas y se dirigió al sendero que llevaba hacia la base de la Roca del Rey; sin embargo, se detuvo tras haber dado algunos pasos.
    “Pero el plantío más cercano de Maraliscus está a más de media luna de viaje.” Se dejó caer sobre la tierra. “¡Oh dioses! ¡Tan cerca y tan lejos!” Se recargó contra el muro de roca y extendió sus brazos para apoyarse. Su mano izquierda se cerró sobre algo suave y aterciopelado; Metutu volteó involuntariamente y miró lo que estaba en su mano.
    Junto a él se encontraba un montoncito de plantas de Maraliscus, colocadas cuidadosamente junto a una muestra de Heartleaf.
    Metutu tomó las valiosas plantas y las levantó frente a su rostro. Aspiró la ligera fragancia a miel silvestre que se desprendía de ellas. Rezó una silenciosa oración a Aiheu, se puso en pie y se dirigió a la entrada de la cueva principal, donde pudo ver a Makedde hablando con Yolanda.
    Sin mayor preámbulo le mostró a Makedde las plantas y le explicó lo que intentaba hacer.
    “¡Absolutamente no! Metutu, sé que sabes mucho sobre las propiedades de las plantas, pero éste no es momento para hacer experimentos. Akase está muy débil, y un cambio abrupto podría apresurar su fin.”
    “Hermano, por favor escúchame. Ésta es la única oportunidad que tenemos. Sé que tengo razón.”
    Makedde lo observó por un largo momento y después asintió lentamente. “Muy bien. Debo decírselo a Ahadi. Lo que sea que intentes hacer hazlo rápido. Le queda muy poco tiempo a Akase.”
    Metutu tomó sus cosas y se apresuró a entrar en la cueva donde yacía Akase; el pelaje de la leona estaba completamente empapado de sudor. “¿Dama mía?”
    Akase abrió los ojos lentamente para observar al joven mandril. “¿Metutu?” balbuceó; el efecto de las hierbas que le habían dado anteriormente le entorpecía la voz.
    “Sí. Te he traído algo.” Echó agua en un recipiente y despedazó un pedazo de Heartleaf en ella. Tomó una hoja de Maraliscus, pero se alarmó al darse cuenta de que no sabía la dosis en qué debía utilizarla. Pensó rápidamente; evaluó el peso de Akase, considerando el hecho de que estaba embarazada. Tomó una esquina de la hoja y cerró los ojos. “Aiheu, guía mi mano.”
    Cortó un pequeño pedazo de la hoja y la añadió a la mezcla. La preparación adquirió un horrible color amarillo verdoso y comenzó a emitir un fuerte y ácido olor.
    Tomó la preparación y se la ofreció a Akase. “Aquí tienes. Bébelo.”
    Akase lo olfateó cuidadosamente y sintió asco. “¡Dioses! ¿Qué es eso?”
    “Algo que tal vez pueda ayudarte.”
    “¿Tal vez?” Akase lo miró con extrañeza. “¿No sabes si funcionará?”
    “No,” admitió Metutu. “No lo sé.” Tomó el recipiente y lo hizo a un lado. “Es un riesgo que hay que correr, pero es lo único que podría salvar tu vida y la de tus cachorros.”
    Akase abrió los ojos de par en par y miró a Metutu fijamente. “¿También salvará a los cachorros? ¿Podré tener a mis hijos?”
    “Posiblemente.”
    “Entonces dámelo.”
    “Pero, mi dama, y si-”
    “¿Si qué?” Akase sonrió y acarició suavemente el atormentado rostro de Metutu con su pata. “Metutu, si llego a morir te sonreiré desde las estrellas, pues sabré que hiciste todo lo posible por mi y por mis pequeños.”
    Metutu estrechó la pata de Akase y asintió en silencio. Se movió por detrás de ella y le levantó la cabeza, gimiendo por el esfuerzo, hasta que Akase pudo alcanzar el tazón con la medicina. Ella lo olió de nueva cuenta, arrugó la nariz con repulsión y miró a Metutu a los ojos.
    “Aiheu abamami,” susurró Akase para después beber el contenido.
    Metutu emergió de la caverna algunos minutos después; se dejó caer sobre el piso. Makedde se acercó a su hermano y se sentó junto a él. Lo abrazó y ambos se estremecieron por el frío de la noche que se aproximaba. “¿Y bien?”
    “Tendremos que esperar y ver.” Trató de buscar al rey con la mirada; pudo verlo sentado en la cima del promontorio, junto a otro león. “¿Ya se lo dijiste?”
    “Sí.”
    “¿Y que te dijo?”
    “Dijo que confiaba en ti y en Aiheu, y que eso era suficiente para él.”
    Metutu miró silenciosamente a Ahadi.
    El rey estaba sentado en silencio, observando el ébano manto nocturno que se extendía sobre las Tierras del Reino. Los Grandes Reyes del Pasado tomaron sus lugares uno por uno en la inmensa bóveda celeste, pero por aquella noche no pudo sentir consuelo con su presencia. Su mente permanecía en la cueva, al lado de Akase.
    Shaka, su hermano, permanecía en silencio junto a él. “¿Ahadi?”
    “¿Hmmm?”
    “¿Estás despierto?”
    “Por supuesto,” respondió Ahadi, muy ofendido.
    Las orejas de Shaka se retrajeron. “Lo siento.”
    Ahadi suspiró y acarició a su hermano. “No, soy yo quien debe disculparse. Es sólo que estoy nervioso.”
    Shaka no dijo nada, pero se acercó un poco más a su hermano y compartió su calor con él. Los cuatro hermanos se consolaron entre ellos mientras aguardaban el amanecer.
    En las profundidades de la cueva Akase permanecía inmóvil mientras la medicina ejercía sus extraños efectos en el interior de su cuerpo. El tiempo había perdido todo significado, así que se sorprendió mucho cuando abrió los ojos y vio la grisácea luz del amanecer filtrándose a través de la caverna. Levantó la cabeza débilmente y trató de ponerse en pie, pero casi inmediatamente después se desplomó sobre el suelo, jadeando muy fuertemente. ¡Dioses! ¡Qué cansada se sentía! Su estómago estaba gruñendo; se preguntó si no abría algún pedazo de cebra por ahí.
    Abrió sus ojos y observó su abdomen con mucho interés. El dolor que sentía no eran las agudas punzadas que había tenido el día anterior sino los apacibles retortijones del hambre. Pero además tenía otra sensación… se petrificó al sentir una suave patada de uno de los cachorros que tenía en su vientre.
    “¡Oh Dios!” exclamó llena de dicha. “¡Ahadi!”
    El Rey se estremeció al escucharla gritando. Se puso en pie de un salto y, sin darse cuenta, le golpeó la nariz a Shaka con una pata trasera.
    “¡Ouch!” El león se despertó violentamente y se sobó la nariz; observó como su hermano se alejaba en dirección a la caverna. Ahadi entró en la cueva, se acercó a Akase y la acarició amorosamente. “¡Amada mía! ¡Gracias a Dios que estás bien!”
    “Oh, ya basta. ¡Escucha!” Colocó su pata sobre el cuello de Ahadi y le acercó la cabeza hacia su vientre. Akase sonrió llena de dicha al ver el gozo que inundaba el rostro de Ahadi. “¡Puedo sentirlos! ¡Puedo sentirlos, Akase!” Akase comenzó a reírse; el sonido de su risa inundó el ambiente como hermosa melodía; después besó a su esposo en la mejilla. “Gracias a Aiheu.”
    “Gracias a Aiheu, y a cierto mandril que conocemos.” Ahadi sonrió abiertamente. “¡Metutu! ¡Makedde! ¡Vengan inmediatamente!”
    Los dos hermanos entraron semidormidos y frotándose los ojos. El observar a Akase y a Ahadi tan llenos de dicha los hizo despertar por completo. Metutu se arrodilló ante Ahadi. “Su Majestad.”
    Ahadi lo acarició tan fuerte y repentinamente que Metutu salió rodando sobre su espalda. “Metutu, te debo más de lo que jamás podré pagarte.” Besó al mandril son su cálida y húmeda lengua. “¡Bendito seas! Haz salvado a mi esposa y a mis hijos. Si hay algo que desees, sólo dilo.”
    “Su Alteza, yo curo a los demás por amor. El amor me trajo aquí, y fue el amor quien me dio el secreto para salvar la vida de la Reina. Lo único que deseo es tu amistad.”
    “Ya la tienes. ¿Es que no hay algo más que desees?”
    “Pues…” Metutu miró tímidamente a Makedde; su hermano asintió. “Su Alteza, mi hermano está envejeciendo y muy pronto será reemplazado por otro chamán. Si me quieres, permíteme permanecer aquí; mi hermano sabe que tú has capturado mi corazón. Si tuviera que irme mi corazón se rompería.”
    Ahadi permaneció mirándolo por un largo momento. “¿Eso es lo que quieres de mí?”
    “S-Sí. Si es demasiado pedir puedo comprenderlo.”
    “Metutu, déjame decirte algo.” Ahadi se acercó al joven mandril hasta que estuvo frente a él. “Si tu Consejo de Ancianos se atreve a mandarme a alguien más que no seas tú como mi chamán cuando Makedde se haya retirado me sentiré ofendido, muy ofendido. ¿Lo has entendido?”
    “Lo he entendido.” Metutu besó la melena de Ahadi. “Te quiero mucho, Ahadi.”
    Ahadi sonrió. “Sí, puedo verlo en tu rostro. Y ese rostro para mí lo es todo menos un rostro sin gracia, mi pequeño amigo rayado. Hay otra manera en la que te mostraré mi agradecimiento. A partir de este día no serás llamado Metutu, sino Rafiki, pues en verdad eres mi amigo.”




    CAPÍTULO XXXII
    LOS GEMELOS

    El momento para que Akase diera a luz a los cachorros se acercaba, y Rafiki permanecía al pendiente. Ningún mandril macho había presenciado un alumbramiento, y Rafiki estaba más que curioso al respecto. Pero había mucho más que simple curiosidad, pues Rafiki sentía que tenía un parentesco con aquellas pequeñas vidas a las que había salvado en una ocasión.
    Akase le mostraba un gran afecto a Rafiki y le permitía que apoyara el oído contra su vientre para escuchar a los cachorros. ¡Cuántos mandriles habían tenido oportunidad de hacer eso!
    “¿Y cuando escucharemos buenas noticias de parte de nuestro chamán?”
    Rafiki sonrió irónicamente. “Akase, digamos que aún no se ha presentado la oportunidad… aunque no ha sido por falta de deseo.”
    Akase le dio una afectuosa palmadita. “Estoy segura de que los dioses te darán hermosos cachorros. Me gustaría estar presente cuando abran sus ojos.”
    Rafiki trataba de ocultar su felicidad. “Nacen con los ojos abiertos, pero no pueden ver bien durante los primeros días.”
    “Me gustaría ser su Tía, si me lo permites.”
    “¿Permitírtelo? ¡Me aseguraré de que no te retractes!”
    Uzuri entró en la cueva. La Líder de Caza miró a Rafiki y se rió.
    “¿Qué es tan gracioso, señorita?”
    “No quise ofenderte,” respondió entre risas. “Es que te vez muy simpático cuando caminas en cuatro patas de esa manera.”
    “Eso no fue de buena educación,” dijo Akase frunciendo el ceño.
    “Oh, eso es de muy buena educación viniendo de Uzuri,” dijo Rafiki con una sonrisa. “Ayer se rió de las coloridas rayas en mi cara, y antes de eso fue por las rayas de mi… otra parte.”
    Rafiki saludo a Uzuri y se alejó; se dio la vuelta y observó a la Líder de Caza mirándole su coloreado trasero con una gran sonrisa entre los labios. “Lo que pasa es que estás celosa.”
    Rafiki comenzó a caminar tarareando muy alegremente. Uzuri solía reírse de su apariencia, pero en ella había una muy sincera amistad que le alegraba el corazón. En muchas ocasiones quiso devolverle las bromas, pero Uzuri era tan hermosa y poseía una presencia tan encantadora que nunca se sentía capaz de hacerlo.
    Debido a la compleja naturaleza del embarazo de Akase, Rafiki tenía que permanecer cerca de la Roca del Rey día y noche. El tiempo extra que pasaba con los leones era muy instructivo, pues al poco tiempo dejaron de actuar como si tuvieran compañía y comenzaron a ser ellos mismos. Las madres acicalaban a sus cachorros y todos se espulgaban las garrapatas sin importar dónde estuvieran. Pero además de todo las pláticas se volvieron más sueltas y libres. Rafiki aprendió más sobre la manera de pensar de las leonas durante esos días que en toda su estancia en las Tierras del Reino. También descubrió un placer que muy raramente se tomaba—dormir la siesta donde fuera y a la hora que quisiera. Por primera vez, después de mucho tiempo, tenía todo el tiempo libre del mundo. Las leonas se recostaban sobre la tierra en pequeños grupos, disfrutando del contacto. Esto representaba un problema para Rafiki, pues él era un mandril, pero Uzuri encontró una solución; cuando ella se recostaba y veía que Rafiki quería hacer lo mismo daba algunos golpecillos en la tierra y le hacía una seña a Rafiki con la cabeza. Rafiki se acercaba agradecido y se acurrucaba junto a ella; muy pronto descubrió que, si pretendía estar dormido, había veces en que Uzuri le tocaba la mejilla con su cálida y húmeda lengua, para después ronronear suavemente. Rafiki tenía que luchar con él mismo para no sonreír y permanecer muy quieto.
    Pasaron muchos días con sus noches. Akase se estaba poniendo inquieta, pero no se le permitía salir de cacería pues tenía que cumplir con su muy importante “labor real” y evadir cualquier posibilidad de poner en peligro el ya de por sí arriesgado embarazo.
    Rafiki estaba aún más inquieto. A Akase le traían comida después de cada cacería, pero Metutu se sentía miserable cuando observaba los manjares que le traían. Usualmente sonreía y comía un poco de carne, pero después tenía que escabullirse para buscar algo de pasto fresco y tomar un poco de Raíz Tiko para tranquilizarse. Su reserva de raíz sólo le duraba una semana y después tenía que recolectar más, pero sin el preciado bulbo nunca habría podido soportar la carne. La aromática fragancia de la raíz se impregnaba en él, presentándose en cada una de sus exhalaciones. Un día Uzuri regresó de la cacería trayendo consigo un racimo de uvas silvestres y un gran melón. “¿Te gustan estos?”
    Rafiki tomó el regalo con infinito agradecimiento. “¡Sí! ¡Muchas gracias!” Se comió el racimo de uvas de una sola sentada y después se sentó muy satisfecho por primera vez en muchos días. La sensación lo hizo sentirse somnoliento, por lo que se dispuso a tomar una siesta al lado de Uzuri.
    “¡Ya es tiempo!” gritó Akase. “¡Aprisa!”
    Rafiki despertó inmediatamente. Corrió hacia la cueva en la que Akase se encontraba. La Reina estaba bañada en sudor y jadeaba fuertemente. Rafiki le ofreció un tazón con agua mientras Uzuri tomaba su lugar como comadrona.
    “¿Te encuentras bien?” preguntó Rafiki.
    “Siento como si me estuvieran partiendo en dos. Fuera de eso estoy bien.”
    Uzuri acarició a Akase. “¿Cómo van las contracciones?”
    “Son muy fuertes y rápidas.” Akase los miró a ambos y continuó jadeando. “¡Oh dioses!” exclamó. “¡Ya viene!” Su fuente se rompió; Akase apretó sus dientes. Comenzó a respirar cada vez más agitadamente.
    “Puedo ver una pequeña nariz,” exclamó Uzuri llena de emoción. Se acercó muy cuidadosamente para ver al recién nacido. “¡Aquí viene el pequeño!”
    Rafiki observaba horrorizado. Siempre había escuchado que el nacimiento era un hermoso milagro, pero todo lo que veía era un mar de sangre. Rápidamente tomó un pedazo de Raíz Tiko y comenzó a masticarlo.
    “¡Es un pequeño macho! ¡Oh, míralo!” Akase le limpió los tejidos y fluidos con la emoción de un niño que está abriendo un regalo de cumpleaños. “¡Es tan hermoso!” A Rafiki le pareció que el recién nacido se veía como una rata ahogada.
    Otra pequeña nariz comenzó a salir, seguida por el resto del cuerpo. “¡Es otro macho! ¡Tienes unos hermosos gemelos!”
    Akase sonrió. “¡Gemelos!” Mucho líquido y sangre comenzaron a brotar, causando un gran desorden en el piso de la cueva.
    “¡No está respirando!” Uzuri comenzó a lamer y golpear ligeramente al segundo cachorro. “¡Oh no! ¡Está muerto!”
    “Ha sido la voluntad de Aiheu,” dijo Akase calmadamente. “Al menos tengo un hijo. Es más de lo que soñé tener.”
    Rafiki fue invadido por un repentino pensamiento; después diría que se había tratado de una visión. Se olvidó de toda náusea y se apresuró a tomar al húmedo cachorro sin vida, colocándolo sobre el suelo. Juntó sus manos y comenzó a bombear sobre el pequeño pecho del cachorro un par de veces, después colocó su boca sobre la del cachorro y comenzó a soplar dentro de él hasta que el pecho del pequeño se levantó. Dejó que el aire saliera y repitió la operación.
    “¿¿Pero qué estás haciendo??” inquirió Uzuri. “Ya está muerto. ¡Déjalo descansar en paz!”
    “Ten un poco de paciencia.” Rafiki continuó soplando en la boca del pequeño; cuando estaba a punto de darse por vencido el cachorro reaccionó, tosió ásperamente y lanzó un profundo jadeo.
    “¡Por los dioses!” gritó Uzuri. “¡Lo ha revivido!”
    “¿Qué pasó?” inquirió Akase. “¿Acaso es lo que creo haber escuchado?”
    “¡Está vivo!”
    Rafiki estaba lleno de regocijo; sostuvo al pequeño cachorro cerca de su corazón. “¡Gracias, Aiheu! ¡Gracias!” Besó al pequeño y comenzó a dar vueltas alrededor de la cueva, sosteniendo el pequeño y húmedo cuerpo contra su rostro. “¡Oh, pequeña y hermosa criatura! ¡Dios te bendiga! ¡Vive por siempre!”
    “El pequeño debe alimentarse,” le recordó Akase. “Amigo mío, si ya terminaste…”
    “Oh, sí.” Colocó al pequeño a un lado de su hermano y observó como ambos se alimentaban junto a su madre. Se inclinó sobre Akase y la besó; después se acercó a Uzuri, la abrazó y le besó la mejilla.
    “Entre nosotros existe una antigua costumbre,” dijo Akase suavemente. “Tú has salvado su vida dos veces. Ahora eres su tío, y él es tu sobrino.”
    “Me gusta esa costumbre.”
    Rafiki miró al cachorro. “¿Cuál es su nombre?”
    “Lo he llamado Taka, y su hermano es Mufasa. Pensé en esos nombres desde hace mucho tiempo.”
    “Taka,” repitió Rafiki. “Mi pequeño Taka.”
    En medio de toda su dicha recordó que había abrazado y besado a Uzuri. Volteó a mirarla, pero se sintió tan apenado que su coloreada cara se tornó un poco más brillante. Uzuri permaneció mirándolo y frotándose la mejilla.
    Rafiki tomó su bastón y su recipiente para agua silenciosamente, le hizo una reverencia a la Reina y se retiró.
    No se atrevió a volver la vista, pero pudo escuchar los pasos de una leona detrás de él. Trató de comportarse casualmente durante el camino hacia el baobad, pero aún sentía que alguien lo seguía. Finalmente llegó al baobad.
    “Ehhh, ¿Rafiki?”
    Rafiki permaneció quieto pero no volteó. “Sí, Uzuri.”
    Uzuri apareció por detrás y caminó hasta quedar frente a él. “Podría estar equivocada, pero… ¿me diste un beso cuando estabas en la cueva?”
    “Creo que fue en la mejilla.” Hizo un débil intento por reírse. “Es que estaba muy contento por el pequeño Taka. Ya sabes, el cachorro al que salve.”
    “¿Así que fue eso? ¿Sólo estabas contento por el pequeño Taka?” Uzuri se acercó a Rafiki, tratando de no revelar sus emociones. “¿Y te gustó?”
    “No estoy muy seguro. ¿Debería haberme gustado?”
    Uzuri le obsequió una gran sonrisa. “¿Por qué no lo intentas de nuevo? Esta vez pon más atención.”
    Rafiki sonrió lleno de vergüenza y se aproximó a Uzuri. “¿Así?” La abrazó, le acarició el costado con las manos y recargó su mejilla contra el hombro de Uzuri. “Uzuri, disfruto cada momento que pasamos juntos. Eres una dama muy especial, y te apreció mucho.”
    Uzuri lo tocó con su lengua. “Debes enseñarme como darle respiración a un cachorro. ¿En dónde aprendiste a hacer eso?”
    “Pues verás, no lo aprendí de nadie,” dijo al tiempo que abrazaba a Uzuri con mayor fuerza. “Simplemente vino a mí.”
    “Eso es sorprendente.” Lo tocó una vez más con su lengua. “¿Me permites marcharme ya?”
    “Oh.” Le dio una palmadita más y después retrocedió. “Me dejé llevar por el entusiasmo.”
    “Está bien, pero la próxima vez lávate antes de abrazarme.”
    “Oh.” El pelaje de Rafiki estaba cubierto con sangre y secreciones que lo hacían oler como un cachorro recién nacido. “¡Ughhh! ¡Por todos los cielos!” exclamó mientras salía corriendo hacia el arroyo.



    CAPÍTULO XXXIII
    LA PREDICCIÓN

    “Koko el Gorila—quien había derramado lodo en el lago sagrado—se preocupó mucho por lo que había hecho, pues del contaminado lago de Mara surgieron los Makei, cutos rostros eran terribles a la vista. Había caído tanto lodo en el lago que los Makei pudieron tomar formas de Ma’at, mas no su solidez; anhelaban el poder experimentar el placer, pero eran incapaces de sentirlo. Lo único que podían sentir era pena e ira, y eso los hizo hundirse más y más profundo, pues sólo se sentían vivos cuando estaban enojados o tristes.
    Así que se acercaron a Aiheu y le dijeron, ‘¡Señor! ¿Por qué nos has hecho capaces de sentir únicamente el dolor? ¿En dónde están nuestra belleza y felicidad?’
    Aiheu lloró por ellos, pues su dolor era enorme, y les dijo, ‘Aunque la causa no reside en sus acciones, ustedes están contaminados. No permitan que el resentimiento los invada; permanezcan atentos a la esperanza que les ofrezco. La pureza proviene del interior, de un corazón limpio y un alma sincera. Serán tentados por el lodo, pero debido a que están llenos de mi leche podrán sobrepasar los obstáculos que se les presenten. Recuerden que a pesar de la obscuridad mi luz siempre estará con ustedes, alumbrando el camino hacia la verdad.’”

    — EL GÉNESIS SEGÚN LOS LEONES, Variación D-4-A

    Cuando los hijos de Ahadi tuvieron la edad suficiente fueron a conocer a Makedde, quien amaba a todos los pequeños. Él les contaba historias sobre simios y leones. A Rafiki también le gustaba escuchar las historias, y siempre tenía preparados algunos bocadillos para los cachorros. El preparar esos bocadillos no era fácil; consistían en pequeños pedazos de carne deshidratados por medio de especias. El que Rafiki se pusiera a escudriñar entre la carroña para poder preparar esos bocadillos era una muestra de su devoción hacia los pequeños cachorros, pues aunque los mandriles eran corban para los leones, no lo eran para las hienas—quienes no respetaban la Paz de Asumini y estarían muy gustosas en poner los colmillos sobre la carne de un mandril. Sin embargo, Rafiki olvidaba muy pronto los peligros a los que se sometía cuando veía las sonrientes caras de los cachorros al momento en que les ofrecía los bocadillos. “¿Acaso hay algún lindo cachorrito por aquí?” A continuación había un tumulto ensordecedor, pero Rafiki y Makedde se sentían deleitados con ello.
    Makedde no aprobaba los bocados extra que Rafiki les daba a los cachorros a escondidas; algunas veces se preguntaba por qué los pequeños siempre se congregaban alrededor de su hermano cuando los llamaban. Pero de entre todos los cachorros, Taka era el único que ocasionalmente recibía un pedazo de Raíz Tiko. Rafiki solía sostener en alto la raíz y decir, “¿A quién quieres?”
    “¡A ti, Tío Fiki!”
    “¿Y qué tanto me quieres?”
    “¡Más que a la vida!”
    Rafiki se reía y aventaba la Raíz Tiko para que Taka la atrapara. El pequeño Taka siempre atrapaba el apetitoso bocadillo antes de que cayera al suelo; jamás se le escapó ni una sola raíz. Después de que se comía su premio se acercaba a Rafiki, lo acariciaba y le decía, “En verdad te quiero.” Sabía que después de decir eso tenía que cerrar sus ojos, pues era seguro que Rafiki lo besaría en la cara y le susurraría, “¡Mi precioso muchachito!” Algún día Taka compararía aquellos momentos de dicha desenfrenada con la profundidad de la pena que le estaba destinada.
    Rafiki se sentía muy presionado por la gran cantidad de cosas que tenía que aprender. Makedde era paciente con él, pero sabía que a su joven hermano le hacían falta mucho conocimientos para poder ser reconocido como chamán, así que trataba de enseñarle a Rafiki todo lo posible; además su urgencia no carecía de argumentos. La rivalidad entre el Aiheusismo y el Pishtisismo estaba aumentando, al menos por lo que Wandani les había contado la última vez que había ido al baobad. Makoko no tenía los años de aceptación que le habían dado a su padre un lugar seguro en la política, y lo que era peor es que no tenía el talento ni el deseo de hurgar en los secretos de los enemigos que había heredado por el simple hecho de ser el hijo de Kinara.
    La hidromancia era la actividad favorita de Rafiki, pero le habría gustado mucho más si Makedde no le hubiese impuesto reglas tan estrictas. La búsqueda del futuro y del pasado puede hacer que uno aleje su mente del presente, que es donde todas las criaturas de Aiheu deben hacer su vida. Rafiki tenía la tendencia de aferrarse a su madre, lo cual sólo servía para aumentar su dolor, pues podía verla mas no tocarla. Makedde era estricto, pero sólo lo necesario, pues había ocasiones en que estaba bien que Rafiki contactara con sus seres queridos.
    El abrir puertas hacia el mundo espiritual siempre acarrea riesgos; es una técnica que tiene que hacerse con sumo cuidado y sólo después de haber tomado ciertas precauciones. Los Makei menores son, en general, espíritus malhumorados que están en busca de salvación y son propensos a pensar en ellos mismos. No obstante, los grandes Makei son despiadados y hacen todo lo posible por llevar su maldad al mundo de Ma’at. Siempre están en espera de alguien que abra un pasaje hacia el mundo de Ma’at por el cual puedan pasar. Debido a esto ningún chamán debe practicar la hidromancia sin antes invocar al Gran Jefe de los Nisei; Mano y Minshasa son los más poderosos de entre los Nisei, y su conexión con Aiheu es muy fuerte. Ellos se encargan de alejar a los malos espíritus y permitir que se conozca sólo la verdad. Rafiki estaba practicando sus oraciones de protección cuando llegaron tres visitantes al baobad.
    “¡Rafiki, prepara un fomento inmediatamente!” Makedde se acercó corriendo hacia el ensangrentado cachorro. “Oh, pequeño Amo Taka, ¡y ahora que hiciste!”
    Rafiki se sintió sobrecogido. Su cachorro favorito estaba sufriendo. “¡Oh dioses!”
    Makedde comenzó a examinar cada lado de la cabeza de Taka. “Este lado no responde. Esto es malo, muy malo. Pero tal vez pueda remediarlo.”
    Makedde tomó un poco de Alba humedecida que Rafiki le proporcionó y comenzó a aplastarla contra el suelo. La tierra formó lodo que Makedde tomó cuidadosamente en su mano.
    “Esto es obra de un tejón,” dijo el viejo mandril. “Aún cuando no pudiera verlo, podría olerlo.” Sacudió la cabeza en desaprobación. “¿En qué estabas pensando cuando te pusiste a jugar con tejones? Sabes que son muy peligrosos.”
    “Era un tejón blanco,” respondió Taka. “Quería pedirle un deseo, como N’ga y Sufa.”
    “Ya veo.” Makedde frunció el ceño. “¡Es que no conoces las diferencias que hay entre una leona blanca y un tejón blanco! Así que querías un deseo, ¿eh?”
    “Fue idea mía,” interrumpió Mufasa. “Después de que hayamos muerto quiero que mi hermano esté a mi lado, junto con los Grandes reyes del Pasado.”
    Aquella inocente idea provocó que los ojos de Rafiki se humedecieran.
    “En verdad es un noble sentimiento,” dijo Makedde. “Pero todas las criaturas son preciosas para Aiheu. Él los recibe a todos y los mantiene muy cerca de él, no por su valentía o la fortaleza de sus cuerpos, sino por su Ka inmortal. Si tu Ka esta lleno de amor y sabiduría, no importa que seas más pequeño que tu hermano. Ten valor, pequeño.”
    Makedde untó el ojo de Taka con el barro medicinal y comenzó a presionar suavemente para poder acomodarlo en su órbita. El ojo de Taka tenía algunos ligeros rasguños, pero afortunadamente no había sido pinchado gravemente. Makedde comenzó a enjuagar el lodo poco a poco. “No parpadees, haces que sea más difícil.” Después de haber retirado por completó el barro cerró los bordes de la herida con resina de Dwe’dwe.
    Rafiki trajo un cuenco con agua para que Taka pudiera beber; Makedde le agregó al agua algunas hierbas que le ayudarían a recuperar sangre y aliviar el dolor, así como un desinfectante. Añadió un poco de miel para endulzar el medicamento, aunque no fue de mucha ayuda. “No sabe muy bien que digamos, pero te hará sentir mejor.”
    Sarabi preguntó, “¿Podrá volver a utilizar su ojo?”
    “Rafiki,” dijo Makedde, “Ya escuchaste a la damisela. ¿Qué va a ser de Taka?”
    Rafiki estaba muy nervioso. Tenía tanto temor de la respuesta como lo tenía el pequeño Taka. Era la primera vez que utilizaría la hidromancia para ver el futuro de alguien más; observó el agua muy pensativamente, tratando de recordar todo lo que su hermano le había enseñado. Sintió una ráfaga de viento, proveniente del oeste, que sacudió el agua y formó ondas en ella. Aquella corriente traía consigo el olor de la putrefacción. Las ondas del agua se disiparon y Rafiki emitió un quejido. “Aguarden, veo algo. Creo que…”
    “¿Qué?” inquirió Sarabi, llena de impaciencia.
    Rafiki observó el agua con detenimiento. Un escalofrío lo recorrió al tiempo que sentía como su espíritu era aprisionado dentro de su propio cuerpo por una tremenda fuerza. “¡Makedde, ayúdame!” gritó, pero ningún sonido salió de su boca. Trató de mostrar su terror mediante gestos, o por lo menos una mirada de horror, pero fue inútil. No tenía control alguno sobre su cuerpo; había sido posesionado por un espíritu.
    Una profunda voz salió de su interior. “El camino es largo y difícil. Aquellos que sonríen en tu presencia te muestran los dientes cuando les das la espalda.” Rafiki sintió como se alejaba del cuenco de hidromancia para pararse frente a Taka. Trató de luchar, pero estaba tan débil e indefenso como un cachorro recién nacido. El espíritu señaló acusadoramente a Taka y dijo, “Encontrarás amigos en lugares desolados, pero te abandonarán en tu hora de necesidad. Aquel que te tocó por primera vez habrá de causar tu perdición, aquella que te entregó su amor habrá de tornarlo en odio.”
    ¡La oración! ¡Rafiki había olvidado la oración de admonición! “¡Mano!” grito desesperadamente. “¡Minshasa! ¡Ayúdenme! ¡Gran Aiheu! ¡Oh dioses!”
    “¡Rafiki!” gritó Makedde. “¡Contrólalo! ¡Es un espíritu maligno!”
    “La ira es tu única salvación,” murmuró el espíritu al tiempo que agarraba a Taka de la mejilla. Ármate con el más cruel de los odios. Toma lo que es tuyo por la fuerza, ya que no te será entregado fácilmente.”
    Taka se alejó y trató de esconderse detrás de Sarabi y Mufasa; se agazapó y permaneció temblando. “¡No! ¡No puede ser! ¡Dime que no es verdad!”
    “¡Detente!” Makedde sacudió a Rafiki violentamente. “¡Detente en el nombre de los dioses!”
    Rafiki lo miró estupefacto, como si hubiese visto un fantasma. Se dio cuenta de que podía moverse y hablar nuevamente. Le tomó algunos momentos el poder reponerse por completo. “¿Hermano? ¿Qué me pasó? No pude controlarme. ¡Estaba paralizado, y algo estaba controlándome!”
    Mufasa se había quedado boquiabierto por el horror. “¿De verdad va a pasar? ¿No podemos evitarlo?”
    Rafiki estaba tan debilitado como un gatito recién nacido. Se agachó por detrás de Muffy y Sassie para poder mirar al atemorizado Taka. “No te asustes, hijo mío.” Acarició al pequeño y comenzó a llorar. “¡Por los dioses! No era yo el que hablaba. No era yo. Yo jamás habría dicho esas cosas. Debes amar a todos, siempre, como yo te amo a ti. Perdóname, por favor perdóname.”
    “Mi hermano no sabía lo que decía,” interrumpió Makedde. “No estaba controlando el agua—el agua lo controlaba a él. ¿Sienten el olor de muerte que hay en el aire? Los espíritus malignos nos hablan con frecuencia, pero usan verdades a medias para causar daño a los demás. Cuando esté a solas contigo, Taka, voy a decirte tu futuro. Y lo haré correctamente.”
    Taka lloró. “¿Es que ellos realmente me odian?”
    “No, Taka,” dijo Mufasa. “Todos te amamos, aún cuando estés metiéndote en problemas todo el tiempo.”
    “¿Pero que tal si es verdad?” preguntó Sarabi. “Es decir, si es una verdad a medias… ¿no quiere eso decir que la mitad es verdad?”
    “Nada de eso es verdad,” interrumpió Mufasa. Se acercó a Taka y le tocó el hombro con la pata. “Ahí tienes—soy el primero en tocarte. Yo soy tu mejor amigo en todo el mundo, así que no tienes de que preocuparte.”
    “Y yo soy la que más te ama,” dijo Sarabi. “Cuando seamos grandes, quiero casarme contigo.” Le dio un beso a Taka, pero en seguida recordó que se encontraba lastimado. “Oh, Taka. ¿Estás bien?”
    Taka sonrió. “¡Puedo verte! ¡Puedo verte con ambos ojos!” Taka se acercó a Sarabi y la acarició. “¿Tu jamás me lastimarías, verdad Sassie?”
    “¡Jamás! Ni en un millón de años.”
    Después de que los cachorros se marcharon, Rafiki se recargó contra uno de los muros del baobad; apoyó su cabeza en la pared y comenzó a llorar. “¡Pobre pequeño! ¡No permitan que lo lastimen! ¡Por favor no lo permitan! ¡Sería capaz de darle la sangre de la misericordia! ¡Sería capaz de morir por él!”
    “Rafiki, ¿te encuentras bien?”
    “¡Qué importa cómo estoy yo! ¿¿Taka se encontrará bien??”
    “¿Tú qué crees?”
    “Hermano, estoy seguro de lo que vi. No sé por qué lo dije, pero sé que era así.”
    “Lo sé,” respondió Makedde. “Pero algunas veces, la manera en la que decimos las cosas es la que hace que éstas se realicen. Olvidaste la oración de admonición—y quedaste desprotegido. Los espíritus malignos aguardan por oportunidades como ésta. Ellos dice su parte, y llenan cabecitas inocentes con ideas tontas para causar problemas. Algunas veces, el silencio es la profecía más sabia de todas.”
    Rafiki inclinó la cabeza. “Estoy tan avergonzado. ¿No puedo remediarlo, hermano? ¿Es que no hay algo que pueda hacer?”
    Makedde se aproximó al cuenco de hidromancia. Observó profundamente el agua y rezó a Mano y Minshasa para que lo protegieran. Entonces comenzó a soplar un suave brisa, proveniente del este, que llevaba consigo el reconfortante aroma de la miel silvestre. La brisa formó ondas sobre la superficie del agua. Las ondas se disiparon; el poder de la sagrada pareja hizo a un lado las sombras de la maldad.
    Makedde parecía estar en trance. “Rafiki, si escuchas las palabras de Aiheu, pon atención. Una verdad pequeña es como una diminuta rama que no puede alcanzar el fruto anhelado.”
    El joven mandril se inclinó. “Te escuchó, Señor.”
    “Has liberado la maldad, y serás el responsable de detenerla. Lo que resta de tu vida habrás de emplearlo para enmendar un momento de descuido. La leche y el lodo se mezclan con facilidad, ¿pero es igual de fácil separarlos? Tus palabras han mancillado la leche, pero no te he abandonado. Ya que la leche y el lodo son mis creaciones, puedo encomendar a quien yo quiera el separarlos, Y así ha de ser.”
    Makedde ayudó a Rafiki a que se pusiera en pie y trepara hacia una enorme rama que se encontraba cerca de una bifurcación en lo alto del baobad. En aquella parte las ramas se entrelazaban fuertemente formando un pequeño rincón en el cual Rafiki se sentó.
    Recargó la barbilla sobre su mano y permaneció pensativo y muy silencioso, sintiendo como el árbol oscilaba lentamente. El viento susurraba en sus oídos mientras el sol surcaba a través de la gran bóveda celeste.
    Pasaron algunas horas; las centelleantes estrellas comenzaron a emerger de sus escondites y observaron a Rafiki, quien había permanecido inmóvil todo ese tiempo. La suave brisa se había convertido en un viento helado; el joven mandril permanecía ahí, tiritando, sin hacer el menor esfuerzo para moverse.
    “Me lo merezco,” pensó. “¡He destruido a la criatura que más amo!” Gritó en voz alta, “¡Oh Dios! ¿Qué es lo que estoy haciendo?”
    “Estaba a punto de preguntarte lo mismo.”
    Se dio la vuelta y vio a Asumini detrás de él. “¿Qué pasa?”
    “Tu cena está lista.”
    Rafiki sacudió la cabeza. “En este momento no tengo apetito.”
    Asumini se sentó a un lado de su esposo y lo abrazó; la brisa nocturna alborotó su pelaje. “¿Qué sucede?”
    “Hoy he arruinado la vida del pequeño Taka. ¡Dioses! ¡¿Cómo pude ser tan estúpido?!” Se agarró la cabeza con las manos. “¿Es que en verdad soy el elegido de Minshasa para servir al Rey? Que Dios guarde el alma de tu padre, pero creo que sus sueños eran más grandes que su noción de la realidad.” Rafiki levantó la cabeza y observó tristemente a Asumini. “De cualquier forma a ti siempre te gustó más el bosque que la sabana, ¿no es verdad?”
    Asumini frunció el ceño, llena de confusión. “¿De qué estás hablando?”
    “Estoy hablando de retirarme.” Volteó la mirada hacia el obscuro horizonte para evadir la cuestionante mirada de su esposa. “Sería mejor que tratase de llevar una vida normal en vez de estar jugando con cosas para las cuales no tengo talento alguno.”
    “¿Qué?” Asumini estaba estupefacta. “¡Metutu, no puedes hacer eso! Eres un magnífico curandero y un gran chamán.”
    “¡Bahhh! Debí haberme conformado con ser un escribano. Cuando mi Madre murió me dolió mucho. ¡Por los dioses, Asumini! ¡Tan sólo quería poder haber HECHO algo para ayudarla, algo que hubiese hecho una diferencia!” Rafiki sacudió la cabeza y se rió sarcásticamente. “¡Oh! ¡Ya lo creo que hice una diferencia! En cuestión de segundos tomé todo lo que era importante para Taka y lo rompí en mil pedazos. El pobre pequeño habría estado mejor si yo nunca hubiese mostrado mi cara por estos lugares.”
    Asumini se movió frente a Rafiki y lo miró directamente a los ojos. “El pobre pequeño estaría muerto si nunca hubieses mostrado tu cara por estos lugares, al igual que su hermano y su madre. Cariño, hiciste una diferencia en este lugar, y lo volverás a hacer.”
    “¿Así que le salvé la vida sólo para arruinársela tres lunas después? Creo que lo único que he hecho es consumar su destrucción.” Se estiró y rompió una rama que estaba cerca de él para después manipularla entre sus dedos lentamente. “Asumini, tu padre me mostró su sueño. Se suponía que yo sería el Jefe que salvaría a la sociedad de los mandriles de su propia destrucción. Se SUPONÍA que yo llevaría las palabras de Aiheu a mi pueblo.” Arrojó la rama lleno de furia. “He pagado la confianza que depositó en mí trayéndote a la mitad de la nada para jugar a ser Dios.”
    Asumini se sentó en silencio durante algunos momentos y después se pudo en pie. Se dirigió cautelosamente hacia una rama y comenzó a descender, pero se detuvo un momento. “¿Rafiki?”
    Rafiki la miró de reojo. “¿Sí?”
    “Te amo, cariño; siempre estaré a tu lado sin importar lo que decidas. Pero piensa en esto; si tuvieras la oportunidad de volver a vivirlo todo una vez más y decidir de nueva cuenta entre convertirte en el Gran Jefe de nuestro pueblo o salvar la vida de ese pequeño cachorro, ¿que elegirías?” Asumini se marchó sin esperar a que Rafiki le respondiera.
    No fue sino hasta muy entrada la noche que Rafiki se decidió a seguir a su esposa. No pudo conciliar el sueño, pues constantemente era atacado por pesadillas en las que la escena de Taka se repetía una vez tras otra. Finalmente se dio por vencido y se levantó mucho antes de que amaneciera; salió en silencio y trepó a la rama en la que había estado sentado la noche anterior. Cruzó sus piernas y permaneció observando el expectante cielo oriental cual centinela de piedra que resguarda un invaluable tesoro.
    Sintió como el árbol se sacudía ligeramente; volteó y miró a Makedde ascendiendo por detrás de él. “Buenos días, hermano.”
    “Buenos días, Rafiki. Madrugando, ¿eh?” Makedde comenzó a buscar una rama a la cual asirse pero se congeló ante el terror que le provocó el mirar a su hermano frente a frente. “¡Oh Dios mío! ¡¿Qué es lo que te ha pasado?!”
    “¿De qué estás hablando?”
    “¡Tan sólo mírate!”
    Rafiki descendió de la rama, visiblemente malhumorado. “Bueno, no dormí muy bien que digamos, hermano.” Llegó al naos del baobad y se aproximó al cuenco de hidromancia que aún estaba lleno de agua. “Por tu cara pensé que habías visto un monstruo.”
    Repentinamente se percató de su reflejo. Frente a él se encontraba un viejo mandril, tan viejo que estaba lleno de arrugas y canas.
    “¡Por los dioses! ¡¿Qué es lo que me pasó?!” gimió Rafiki al tiempo que se apretaba las mejillas con sus dedos, sintiendo la prueba irrefutable de las líneas que le atravesaban el rostro. Volteó a ver a Makedde, quien permanecía detrás de él; el horror que invadía los ojos de Rafiki se reflejó en los de su hermano. “¿Hermano? ¿Qué es lo que me pasó?”
    “Es obra del Makei.” Makedde se dejó caer sobre el suelo. “Ese maligno espíritu absorbió mucha de tu juventud.”
    “Y tan sólo ha dejado esta cáscara seca,” añadió Rafiki con un irónico tono al tiempo que observaba sus marchitas manos. “¿¿Por qué no terminó con todo el trabajo de una sola vez?? ¡Por que no continuó hasta matarme!”
    “¡No digas estupideces!” Makedde tomó a Rafiki de los hombros y lo sacudió con fuerza. “Tu cuerpo pudo haberse debilitado, pero tu mente está intacta. ¡Éste es el momento en que debes usarla! ¡Piensa, hermano!”
    “Es lo que intento.” Rafiki se apartó y tomó un cesto vacío que Makedde solía utilizar para almacenar hierbas secas. Acto seguido tomó su estaca de escarbar para depositarla en el cesto junto con una pequeña provisión de medicinas.
    “¿Qué estás haciendo?” inquirió Makedde mientras veía a su hermano depositando un objeto tras otro en el cesto.
    “Estoy pensando.” Rafiki continuó echando cosas en el cesto sin voltear la mirada. “Estoy pensando que sería mejor que me largara de este lugar por el bien de todos.”
    Makedde se alarmó. “Hermano, te estás precipitando. Estás pensando con el corazón, no con la cabeza. Reconsidéralo.”
    Rafiki sacudió la cabeza. “Es lo mejor que puedo hacer. Seré de mayor ayuda para la familia de Ahadi si me mantengo lo más lejos posible. Ya he causado demasiado daño con mis estupideces.” Tomó un bulto de medicinas y lo aventó en el cesto. Para colmó de males, un pequeño bulto de medicinas se deslizó del interior del cesto y cayó sobre el suelo. Rafiki gruñó y se levantó para poder recogerlo.
    La vieja y frágil envoltura de la medicina se resquebrajó y dejó al descubierto algunos residuos de Maraliscus. Las suaves hojas le hicieron cosquillas a Rafiki cuando las tomó suavemente entre sus dedos.
    Makedde asomó la cabeza, lleno de curiosidad. “¿Qué es eso?”
    “¿Eh? Oh, nada. Sólo algunas hojas de Maraliscus.” Sin mayor preámbulo aventó las hojas en el cesto. “Ya sabes, sólo son algunas sobras.”
    “Vaya si lo sabré.” Makedde frunció el ceño severamente. “Y sé que cometerás un gran error si te vas.”
    “¡Hermano, por favor! Sabes que es lo mejor que puedo hacer.”
    “Yo no sé nada de eso. Lo que SÍ SÉ es que-” se detuvo y permaneció mirando el hombro de Rafiki. Rafiki se dio la vuelta y vio una pequeña pata emergiendo por la entrada del baobad. Unas pequeñas garras se extendían lentamente al tiempo que un pequeño y fatigado cachorro se esforzaba por abrirse camino hacia el árbol.
    “¿¿Taka?? ¿¿Qué estás haciendo aquí??”
    El pequeño cachorro miró a Rafiki lleno de curiosidad. “Mi Tío Fiki me dijo que regresara por la mañana para que pudiera revisarme el ojo. ¿Aún está dormido?”
    Rafiki sintió como si una espina le atravesara el corazón. “¡No! No, Taka. ¡Soy yo!” Rafiki se aproximó al pequeño y se arrodilló frente a él al tiempo que le extendía la mano. Taka lo olfateó curiosamente para después observarlo con detenimiento y asombro. “¡¿Tío Fiki?! ¿Qué le pasó a tu cara?”
    Rafiki recorrió las arrugas de su rostro con su temblorosa mano y después sonrió forzadamente. “Es sólo que me estoy volviendo viejo. Ahora quiero que seas un buen muchacho y permanezcas quieto mientras te reviso esa cortada, ¿de acuerdo?”
    “De acuerdo.” Taka levantó la cabeza complacientemente pero cerró los ojos con fuerza, anticipándose al dolor.
    Rafiki removió el pelaje alrededor del ojo lastimado con sumo cuidado. El mandril asintió con aprobación al ver el área cuidadosamente limpiada por la lengua de Akase. “Muy bien, no hay señal de infección. Pero me temo que mi hermano tiene razón; te va a quedar una cicatriz.” Rafiki se rió cordialmente. “Mi pobre pequeño. Esto jamás debió pasarle a alguien tan joven.”
    Taka le sonrió. La hinchazón de su párpado hizo que su sonrisa luciera desproporcionada y mucho más encantadora. “Está bien. No me duele tanto.”
    “¡Oh! ¡Pero que león tan valiente tenemos aquí!” Rafiki se esforzó en volver a sonreír al tiempo que controlaba sus emociones, preguntándose cómo era posible que Taka no se diera cuenta de su verdadero estado de ánimo.
    Taka le echó un vistazo al cesto que estaba detrás de ellos. “¡Oh! ¿Qué hay ahí? ¿Algún bocadillo?” Taka salió corriendo hacia el cesto sin esperar a que le respondieran y comenzó a olfatear en su interior antes de que Rafiki pudiera detenerlo.
    “¡Taka, no! ¡Por favor, no toques eso!”
    El cachorro miró a Rafiki lentamente. “Todas tus cosas están aquí Rafiki. ¿Es que acaso te vas a ir?”
    Rafiki volteó a ver a su hermano, incapaz de pronunciar palabra alguna. “Sí, Taka.”
    La mandíbula de Taka se estremeció; sus ojos se abrieron de par en par y comenzaron a humedecerse. “¡Pero yo te quiero! ¡No puedes irte!”
    “Taka, tengo que hacerlo. Fue culpa mía el que escucharas esa estúpida profecía. Debo irme antes de que te cause más pena.” Se movió hacia el cachorro para intentar reconfortarlo, pero Taka se apartó de él.
    “¿No vas a quedarte ni aunque yo te lo pida?” Las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Taka. “¿Acaso ya está comenzando? ¿Es que ya no quieres que seamos amigos?” Taka hundió la cabeza entre sus patas y comenzó a llorar. “Es culpa mía, ¿verdad? Yo hice que te pusieras viejo. No quise hacerlo, Tío Fiki. ¡LO JURO!” Taka se dejó caer sobre el suelo y lloró desconsoladamente. “¡Jamás volveré a pedirte me digas mi futuro! ¡LO SIENTO!”
    “¡Oh dioses! ¡¿Pero qué estoy haciendo?!” Rafiki se acercó al atemorizado cachorro y comenzó a abrazarlo y acariciarlo. “Yo pensé que ya no querrías volver a verme después de lo de ayer. ¡Claro que quiero que seamos amigos! ¡Oh, Taka! ¡Sabes muy bien cuánto te quiero!”
    Taka lo miró sollozando; sus ojos estaban enrojecidos por las lágrimas. “¿D-De verdad? ¿En serio me quieres?”
    “¡Más que a la vida! ¡Del mismo modo que tú me quieres a mí!” Rafiki se puso en pie y con su mano recorrió las arrugas de su rostro. “Estas arrugas son la marca de mi amor por ti, jamás lo olvides. Si no hubiese luchado contra ese espíritu maligno como lo hice aún sería joven. Pero luché contra él—¡luché con garras y dientes! ¡Me enfrentaría a una manada entera de espíritus malignos por mi precioso muchachito!”
    El pequeño Taka lo observó a los ojos por un largo momento y después asintió. Se puso en pie y se aproximó al rostro de Rafiki lentamente. Puso sus patas sobre las mejillas de su Tío y las recorrió suavemente. “No está tan mal,” dijo finalmente. “Te ves mejor que yo.”
    Rafiki se sintió incapaz de pronunciar palabra alguna; lo único que pudo hacer fue abrazar a Taka y arrullarlo de un lado a otro mientras acariciaba su obscuro y suave pelaje.
    Makedde se acercó silenciosamente al cesto y vació su contenido sobre el suelo. Se agachó, tomó las medicinas de Rafiki y las regresó a su antiguo lugar. Satisfecho, tomó el cesto y lo aventó en una esquina del baobad. “Creo que no volverás a necesitar esto.”



    CAPÍTULO XXXIV
    MODUS OPERANDI

    De entre todos los animales de las Tierras del Reino sólo los leones superaban a las hienas en su percepción del tiempo. El clan de las hienas observaba ansiosamente cómo la Hermana Luna entraba en cinta una vez más. Esta era la sexta camada de la Hermana Luna desde el nacimiento de Mufasa y Taka; las hienas aguardaban con ansia las migración de manadas que próximamente pasarían a través de las Tierras del Reino. Cierto día los exploradores reportaron haber visto antílopes pastando a tan sólo unos minutos de distancia. Los cazadores comenzaron a reírse entre dientes mientras salían para comenzar la cacería; la Gran Roh’kash les había sonreído por aquel día. Algunas horas después, justo al medio día, los vigías pudieron ver a la cuadrilla de cacería avanzando hacia el Cementerio de Elefantes tan rápido como se los permitían sus patas Entraron al cementerio dando veloces zancadas y se apresuraron a confundirse entre el grupo de los vigías.
    Varios guardias se congregaron, movidos por la curiosidad. “¿Qué ha sucedido?”
    “¡Shhhh! ¡Nada!”
    “¿Pero qué es ese olor?” Uno de los guardias olfateó cautelosamente para después retroceder horrorizado. “¡Por los dioses! ¿Se han comido a un león?”
    “¡No es asunto tuyo?”
    Una de las hienas, Jalkort, se había retrasado durante el escape. Se resbaló al pasar sobre la colina que marcaba la entrada al Cementerio de Elefantes y rodó hasta caer sobre una pila de huesos. Detrás de él iba Shaka, el Príncipe Segundo de las Tierras del Reino.
    “¡Estúpidos! ¡HAN estado comiendo león! ¡Vamos a morir todos!”
    Un momento después Shaka se había abalanzado sobre Jalkort. Las costillas de la pequeña hiena tronaron ante el enorme peso del león. “¡Mataste a mi esposa! ¡Has destrozado mi corazón, así que yo destrozaré el tuyo! Será mejor que le reces a tu dios.”
    Las hienas se congregaron rápidamente; algunas estaban indignadas, otras simplemente tenían curiosidad. Entre ellas se encontraba Amarakh, la Roh’mach en turno.
    “¡Suéltalo! Has invadido nuestro territorio,” le dijo Amarakh a Shaka. “Has aprisionado a uno de los míos.”
    “¡Es un asesino!” Shaka miró a Amarakh; sus ojos estaban ardiendo con una furia terrible. “¡Asesinó a mi esposa a sangre fría en mi propia tierra! Ella tenía hijas, Amarakh. ¡Dos hijas que no tendrán a su madre esta noche! ¡La despedazaron viva! ¡Viva!”
    Amarakh observó a la temblorosa hiena que estaba aprisionada bajo las enormes patas de Shaka; era un rostro que conocía a la perfección. “Voy a investigarlo. Lo conozco. Es un busca pleitos; puedes estar seguro de que será castigado, si es culpable.”
    “¿¿SI ES CULPABLE??” Shaka observó a su prisionero. “Yo vi su cuerpo. Zazú presenció la matanza.” Shaka inclinó su cabeza sobre el angustiado rostro de la hiena. “¡Díselo!” le rugió a Jalkort; la fuerza de su voz provocó que la hiena retrajera las orejas contra su cabeza. “¡Díselo sabandija!”
    La inmovilizada hiena comenzó a chillar. “¡Ayúdenme!” Volteó a ver a la multitud de hienas; sus ojos se encontraron con los de Fabana y permaneció mirándola suplicantemente. Fabana lo miró y murmuró en silencio, “¡Esposo mío! ¿¿Por qué lo hiciste??”
    Amarakh miró a Shaka directamente a los ojos, tratando de verse lo más amenazante que le era posible. “No lograrás que confiese de esa manera.” Volteó a mirar a las demás hienas y pudo ver que estaban de acuerdo con ella; eso la hizo sentirse alentada. “Esta es mi tierra, y te juro que investigaré de acuerdo a nuestras leyes. Pero debes dejarlo ir. Déjalo—¡ahora!”
    Shaka escupió al suelo. “No te creo.”
    “No estás en posición de negociar,” remarcó Amarakh. “Vete ya. Veré a tu hermano el Rey esta noche. Tendremos una charla.”
    Las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Shaka. “Tienes razón,” dijo al tiempo que miraba a Amarakh; sus ojos estaban tan vacíos como el cielo de verano. “Tienes toda la razón. NO Estoy en posición de negociar.” Shaka miró al cielo y suspiró profundamente. “¡Aiheu abamami!” Hundió sus dientes en el cuello de la hiena y cerró sus quijadas sobre ella hasta casi decapitarla. La sangre brotó profusamente y salpicó a algunos de los testigos; el cuerpo de Jalkort se retorció en dolorosos espasmos hasta que, finalmente, cayó sobre el suelo; en sus ojos había una vacía mirada.
    Fabana se estremeció y comenzó a correr en pequeños círculos. “¡Oh dioses! ¡Oh dioses!”
    Las hienas se miraron unas a otras. La ira comenzó a apoderarse de ellas, creciendo como un incendio. Todas se abalanzaron sobre Shaka y lo despedazaron como si obedecieran alguna invisible señal.
    Cuando Amarakh logró poner orden entre su gente ya quedaba muy poco de Shaka. La Roh’mach miró los restos de Shaka, y entonces el terror se clavó en su corazón como una daga de hielo. “Dentro de poco Roh’kash pondrá a prueba nuestra entereza,” dijo fríamente. “El Rey León Ahadi no dudará en vengar la muerte de su hermano. Bueno, pelearemos colmillo a colmillo y garra a garra.” Puso su cabeza en alto. “¡Oh, Elegidos! ¡Cuiden de sus hijos en su hora de necesidad!” Se dirigió hacia su esposo y le acarició el hombro. “Dobla la vigilancia, mi amor. Dentro de poco tendremos compañía.”
    La tensión se incrementó con el paso del tiempo. Tres horas más tarde uno de los guardias dio la voz de alarma, “¡Los leones se acercan!”
    Ahadi estaba al borde de la depresión. Detrás de él estaban Sarafina, Uzuri, Isha y Zazú.
    Los cuatro leones llegaron a la frontera del Cementerio de Elefantes. Los aguardaba una cuadrilla encabezada por Amarakh. “Manténganse firmes. ¡Estén listos para morir por la Gran Roh’kash y por su Roh’mach!”
    Los leones caminaban en una formación muy apretada y mostrando los colmillos. Ahadi se adelantó y se aproximó directamente a Amarakh. “¿Dónde está Shaka?”
    “Lo que queda de él ya ha sido retirado del lugar donde murió.” Amarakh se esforzó en verse desafiante. “Tomó la ley en sus propios colmillos y mató a uno de los nuestros en nuestra propia tierra, sin haber llegado a un acuerdo. Ofrecimos llevar a cabo una investigación, un juicio justo de acuerdo a nuestras leyes. Pero nos rechazó y mató a un macho cuya esposa está embarazada.”
    Ahadi la miró con la frialdad de una roca. “¡Así que lo asesinaron!”
    “Lo EJECUTAMOS. No podíamos esperar a que matara a otros. Era muy peligroso para ponerlo bajo arresto.”
    “No hay duda de que era peligroso después de que su esposa fue despedazada viva.” Ahadi lanzó un terrible rugido; Uzuri e Isha se le unieron infundiendo terror en la guardia de hienas. “Hemos visto la evidencia.”
    “Nosotros no, Mi Señor. No podíamos estar seguros, y no podíamos esperar a estarlo.” Ordenó que trajeran a Fabana ante su presencia. “Aquí está la esposa del macho muerto. Si quieres tu venganza, permite que todos vean que peleas con honor, cuerpo a cuerpo. Permite que vean que le has dado a esta hembra una oportunidad JUSTA para defender el honor de su familia.”
    La aterrada hiena comenzó a balbucear, “¡Piedad! ¡Ten piedad! ¡Estoy embarazada!”
    Ahadi la miró con algo de lástima. “Ahora sabes lo que se siente perder a alguien que amas. La Roh’mach me ofrece una víctima para jugar con mi dolor, pero ella ha ganado este encuentro. No te dañaré.”
    Ahadi miró severamente a Amarakh. “Ya que tu gente mató a mi hermano y asesinó cobardemente a su esposa, los marco con la señal de Corban. Jamás volverán a buscar carroña en las Tierras del Reino. No hasta que el último de los que mataron a Avina haya muerto.”
    “¡Pero Mi Señor, pasaremos hambre!”
    “Tal vez algunas noches sin comida te motivaran a mejorar tus leyes, Amarakh. Además, éste no es un mal lugar para buscar carroña. Nunca se sabe cuándo querrá morir algún elefante.”
    Amarakh levantó la cabeza y lo miró fijamente. “Te burlas de mí por que eres poderoso, y yo tan solo soy una hiena. Pero los dioses saben que debo ser justa con mi gente. La pena te ha cegado, ha dañado tu juicio y te ha despojado de tu sabiduría.”
    Ahadi y las leonas se retiraron. Alguien debería darle la noticia a Sarabi y Elanna. Ahadi sabía que las pequeñas gemelas eran su responsabilidad y que era él quien debía darles la dolorosa noticia. “Aiheu abamami,” murmuró. “Por favor, Dios mío, dame fuerza.”
    Amarakh permaneció en silencio mientras los observaba marcharse. Se dio cuenta de que todos los esfuerzos de las generaciones de hienas anteriores a ella se habían esfumado junto con la cuadrilla de leones. Rechinó los dientes con frustración y avanzó hacia su esposo.
    “Esto requiere de una acción inmediata. El castigo que Ahadi nos ha impuesto significará la muerte para todos nosotros si no encontramos una forma de aplacarlo—lo antes posible.”
    “¿Pero cómo? Ya lo escuchaste. Todos los culpables deberán morir para que levante el castigo.”
    “Precisamente. La ira de Ahadi no tiene un blanco en específico. Puede haber sólo un responsable…” Amarakh observó a su esposo silenciosamente.
    “¿No crees que ya es un poco tarde para eso?” gruñó con cierto desprecio. “¿Qué es lo que vas a hacer? ¿Olfatear la boca de todos para ver quién huele a león? Shaka era enorme—hay suficiente de él por aquí como para satisfacer a todos.”
    “Te estás sobrepasando,” le gruñó Amarakh.
    “Bien, ¿entonces qué es lo que SUGIERES? Tal vez deberíamos preguntar quién fue el que lo hizo, ¿eh?”
    Amarakh se sentó silenciosamente; una sonrisa de dibujó en sus labios. “No. No lo haremos NOSOTROS. Shimbekh lo hará.”
    “¿La vidente?”
    “¿Acaso conoces alguna otra Shimbekh?” le dijo dándole una ligera cachetada. “Claro que la vidente. Shimbekh es la más talentosa que ha habido en muchas generaciones. Ella, mejor que nadie, podrá dar con la verdad.” Amarakh miró en la distancia hacia la Roca del Rey, la cual destellaba ante el calor de la tarde.
    “Y una vez que hayamos encontrado al culpable tendremos justicia. El responsable será llevado ante el Rey León para ser juzgado bajo sus leyes.” Se levantó y se alejó.
    El clan de hienas se congregó en el gran patio que marcaba la entrada al Cementerio de Elefantes donde aguardó silenciosamente; todos estaban formados en línea. A todos y cada uno se les hizo una pregunta: “¿Fuiste tú quien dirigió el ataque?” A todos aquellos que eran inocentes se les marcó en la mejilla una huella impresa con la sangre de Shaka.
    Al final de la hilera había una hiena que observaba como el número de sospechoso se reducía progresivamente. Él jamás podría pasar la prueba, y no quería morir tan indefensamente como lo había hecho Jalkort. Gur’mekh se alejó por un momento, reunió todo el valor que le fue posible y se mordió el muslo con todas sus fuerzas. Apretó los dientes firmemente y trató de contener las lágrimas. Se humedeció la pata con su propia sangre, se marcó la mejilla y después, con profunda agonía, se cubrió la herida con tierra para tratar de detener la hemorragia. El engaño no sería muy convincente si no lograba parar la hemorragia.
    Trató de disimular su cojera y se mezcló entre las demás hienas. Se horrorizó al darse cuenta de que se había marcado la mejilla equivocada, pero ya era demasiado tarde. Lo único que podía hacer era tratar de pasar desapercibido.
    “¡Hey, Gur’mekh, tu pierna está sangrando! ¿¿Cómo fue que te hiciste eso??”
    “¡Shhh, Korg! ¡No tan fuerte! Sabes muy bien lo que hice, y será mejor que guardes silencio.”
    Korg sacudió la cabeza compasivamente. “Deberías atenderte esa herida.”
    “Lo haré más tarde.”
    “Habló en serio.” Se agachó y examinó la herida de cerca.
    “¡Yo también hablo en serio! ¡Deja ya esta conversación!”
    Korg le olfateó la herida a Gur’mekh. “Se ve muy grave.” Lo único que ganó Korg con su preocupación fue una cachetada por parte de Gur’mekh. “¡DETÉNTE!”
    Todas las hienas voltearon. Ahora Gur’mekh era el objeto del escrutinio de docenas de hienas. Gur’mekh sintió pánico. Trató de correr, pero la herida de su pierna se lo impidió. Pronto se encontró obstaculizado por innumerables colmillos, rodeándolo por todos lados. Shimbekh se abrió paso entre la multitud. Gur’mekh trató de no mirarla a los ojos.
    Finalmente Shimbekh logró su objetivo. “¿Fuiste tú quien dirigió el ataque?”
    Gur’mekh se estremeció. “¡Ya estaba muriendo de todas maneras! ¡En el nombre de los dioses! ¡No había forma en que pudiese haber sobrevivido!” Luchó frenéticamente con dientes y garras, pero fue asido fuertemente por la garganta y sofocado hasta que quedó totalmente sometido. Shimbekh se dio la vuelta y se dirigió a Amarakh. “Gur’mekh es culpable.”
    Amarakh lo miró. “Has sido una molestia por demasiado tiempo. Esta vez has llegado demasiado lejos, y vas a pagar por ello.”



    CAPÍTULO XXXV
    JUSTICIA

    Una enorme escolta se encargó de llevar a Gur’mekh a la Roca del Rey. Amarakh envió algunos mensajeros para que se adelantaran; no pasó mucho tiempo para que las hienas comenzaran a divisarse entre los pastizales. Seis leonas se aproximaron a la comitiva de hienas y las rodearon sin decir palabra alguna. Las hienas comenzaron a murmuran entre ellas; se preguntaban si en verdad Gur’mekh sería el único en ser castigado aquel día.
    La escolta fue recibida por dos leonas más que aguardaban en la base de la Roca del Rey; ambas flanquearon al prisionero, una a cada lado, mientras descendía por la ladera. Gur’mekh trataba de mantenerse firme mientras ascendían hacia el promontorio, pero se atemorizó cuando vio a Ahadi sentado en la entrada de la cueva principal. A un lado de Ahadi estaba Rafiki, quien observaba el desarrollo de la situación con sumo interés.
    “¿Qué está pasando?” Miró a Ahadi con curiosidad, pero el Rey León permanecía inmóvil cual estatua de piedra. El mandril sintió que alguien le tocaba el hombro. Volteó la cabeza y pudo ver a Yolanda; sus facciones, normalmente apacibles, estaban endurecidas por la ira. La leona se inclinó sobre Rafiki y le susurró algo al oído. El mandril se estremeció al escuchar los detalles sobre la muerte de Avina y Shaka. Cuando observó a la aterrada hiena que estaba frente a ellos lo comprendió todo de golpe y lanzó un ligero gemido.
    “Éste es Gur’mekh. Él es el responsable de la muerte de Avina,” dijo Amarakh. “Sus patas están manchadas con la sangre de la princesa. Lo hemos traído para que sea juzgado ante tu justicia.”
    La hiena se aterró al observar el rostro de Ahadi. Hacía algunos momentos había observado lo que le había pasado a Jalkort; perdió el control de sus acciones y orinó sobre el suelo. “¡Gran Madre Roh’kash, ayúdame! ¡Ayúdame!”
    Rafiki observaba lleno de terror.
    Ahadi se aproximó lentamente a Gur’mekh. Le susurró al oído, tranquilamente y sin malicia en su corazón, “No deseo matar tu Ka inmortal; Aiheu será quien decida eso. Te doy lo oportunidad de que admitas tu culpa.”
    “¡Ten piedad! ¡Oh dioses!” Gur’mekh cayó sobre su espalda, humedeciéndose el pelaje con su propia orina, y comenzó a patalear hacia Ahadi. “¡No quiero morir!”
    “En este momento ya no tienes ninguna otra opción.” Ahadi asintió solemnemente. “Tendrás la oportunidad de ser sincero con tu Dios. Ahora, Gur’mekh, quiero que me digas una cosa; no te torturaron para que te echaras la culpa, ¿verdad? ¿Eres el responsable de la muerte de Avina?”
    Gur’mekh se relamió los labios y tragó saliva. “Perdona a los demás,” balbuceó. “Yo los obligué a que me siguieran; todo es culpa mía. La Roh’mach no sabía lo que estabamos haciendo; soy el único responsable, y lo siento mucho. ¡En verdad lo siento!”
    “Es bueno que estés arrepentido. Tus amigos pueden estar tranquilos; no voy a castigarlos. ¿Acaso no se siente bien decir la verdad?”
    “Cre-creo que sí. Sí, se siente bien.”
    “Muy bien. Ahora quiero que pienses muy cuidadosamente. Puedo hacer que esto sea muy rápido y prácticamente indoloro, pero de ser así tal vez los dioses piensen que no has sufrido lo suficiente por tus acciones. Por otro lado, puedo hacerte sufrir en este momento, pero morirás perdonado.”
    El folklore de las hienas hacía mucho énfasis en la condenación eterna, pero no era muy específico respecto a los detalles. Sin embargo Avina ya estaba muriendo, y ni siquiera un chamán habría podido hacer mucho por ayudarla—o al menos era lo que Gur’mekh pensaba. La hiena trató de imaginar que su alma realmente estaba ante un peligro fatal aunque, por otro lado, las garras y los colmillos de Ahadi hablaban por sí mismos. “No lo sé,” jadeó Gur’mekh. “¡No lo sé!”
    “Pero debes saberlo, Gur’mekh. Cuando hacemos algo, sea bueno o malo, hay consecuencias. A mí no me gustaría enfrentarme a Dios después de haber tenido una muerte fácil. Yo preferiría recibir mi castigo en vida, pero esa es una decisión que debes tomar por ti mismo.”
    La hiena comenzó a jadear incontrolablemente; su corazón latía lleno de temor. “Pues en ese caso creo que quiero estar totalmente seguro. Lastímame. Lastímame muy fuerte.”
    Ahadi miró alrededor. “Llévense a los cachorros. Llévenselos muy lejos. Querida, tal vez tú también quieras retirarte.” Ahadi miró a Rafiki, pero el mandril no podía moverse ni pronunciar palabra alguna.
    Pasaron algunos momentos para que los pequeños y temerosos se marcharán del lugar. Finalmente permanecieron sólo algunos leones adultos, dos mandriles y todas las hienas—de las cuales ninguna se había retirado.
    “Tú despedazaste viva a Avina,” dijo Ahadi gravemente. “Si deseas encontrar paz, deberás pagar ojo por ojo.” Alzó la vista al cielo. “Oh dioses, cuiden a su hijo. Presencien su sufrimiento y acepten su arrepentimiento.”
    “Si haces esto, ¿prometes que me perdonarás? ¿Lo prometes?”
    “Lo prometo, hijo. Mientras puedas moverte, aléjate los más posible. Tus amigos tendrán que arrastrarte el resto del camino.”
    Gur’mekh se estremeció ante aquella idea pero asintió en silencio. “Lo entiendo.” Gur’mekh cerró sus ojos fuertemente y gritó lleno de dolor, “¡¡¡Gran Madre Roh’kash!!!”
    Ahadi extendió sus garras y le dio un certero zarpazo con el cual expuso las entrañas de la hiena. El profundo gemido de Gur’mekh se disipó entre los confines de la cueva. Las hienas se estremecieron. Gur’mekh permaneció jadeando y se estremeció por algunos momentos mientras sus más profundos secretos comenzaban a salir a través de las cinco paralelas cortadas. Después de la sorpresa inicial Gur’mekh bajó la mirada y observó la herida para después mirar las expresiones de horror reflejadas en los rostros de los demás. Trató de mantenerse en pie, pero el dolor que le provocaba cada movimiento era tremendo. “¡Ayúdenme!” gritó desesperadamente. “¡No puedo pararme!”
    Las hienas no podían hacer nada; estaban tan inmóviles como árboles. Ahadi miró a Gur’mekh con la bondad de una leona que esta cuidando a sus cachorros; tomó a la hiena por el cuello y la ayudó a ponerse en pie. “¿Puedes caminar?”
    “Lo intentaré,” jadeó Gur’mekh. Reunió todo el valor que pudo y dio algunos vacilantes pasos mientras de su abdomen salían entrañas ensangrentadas. Comenzó a caminar con vacilación; la sangre le brotaba profusamente dejando tras de sí un carmesí rastro. “Roh’kash, Gran Madre,” jadeó. “Mi espíritu anhela poder estar a tu lado. Por favor, perdóname. Hermano Sol, Hermana Luna, por favor no brillen sobre mis pecados. Brillen sólo sobre mis buenas acciones. Permitan que pague mi deuda. ¡Oh dioses! ¡Me duele tanto!” La multitud se horrorizó a medida que la despedazada hiena comenzaba su tortuoso viaje hacia los brazos de la muerte. Algunas de las hienas pudieron verlo hablando con invisibles testigos. “Está en shock,” se le escuchó decir a alguien.
    Gur’mekh continuó arrastrándose entre la multitud, pregonando en voz alta su arrepentimiento, tratando de encontrar el perdón entre los seres que muy pronto dejaría atrás.
    “¿Ahora ya te sientes mejor?” preguntó Amarakh indiscretamente. “Tal vez quieras evitarnos la molestia de tener que arrastrarte todo el camino de regreso. Nunca antes he comido una hiena, pero siempre hay una primera vez.”
    “¡Cuida tu lengua!” gritó Ahadi.
    “No pelees por mí,” le dijo Gur’mekh. “Sólo estoy recibiendo lo que merezco. Deja que todo quede aquí.”
    La Roh’mach no dijo una palabra más; se dio la vuelta y le ordenó a las hienas que la siguieran. Entre todas formaron una espantosa comitiva para guiar al titubeante Gur’mekh, brindarle algo de apoyo e incluso empujarlo ligeramente mientras se arrastraba hacia el promontorio. Rafiki sintió que las lágrimas comenzaban a rodarle por las mejillas y tuvo que apartar la mirada.
    Gur’mekh logró, finalmente, arrastrarse hasta el final del promontorio. “¡Gran Madre Roh’kash, permíteme morir!” Miró por encima del borde; incluso en ese momento sintió temor de la caída. Temeroso de que alguien lo empujara gritó, “¡No me toquen! ¡No puedo soportar las alturas!” Después alzó la mirada. “¡Ayúdame, Gran Madre Roh’kash! ¡Por favor, termina con mi dolor!” Comenzó a patalear con sus ensangrentadas extremidades, respingando por el esfuerzo, pero no se detuvo. Sus lastimeros aullidos fueron interrumpidos por unas dolorosas punzadas.
    Ahadi se aproximó al promontorio; las demás hienas permanecieron inmóviles. Gur’mekh alzó la mirada hacia el brillante sol hasta que pudo ver el entristecido rostro de Ahadi.
    “¿Crees que ya podrás liberarme, amigo mío? ¿Crees que ya pague mi deuda?”
    Ahadi se inclinó sobre él y le susurró, “La has pagado completamente. Te perdono. Relájate, hijo mío—seré gentil y rápido.”
    El león tomó a la hiena por el cuello y cerró sus mandíbulas con fuerza. Sus colmillos se cerraron sobre el cuello de Gur’mekh; Ahadi pudo sentir una pata que le tocaba la melena. Gur’mekh permaneció inmóvil, esperando a que la muerte lo liberara de su dolor.
    Algunos momentos después sus ojos se cerraron y una pacífica expresión se dibujó en su rostro. Ahadi arrojó a Gur’mekh del promontorio; su cuerpo cayó durante algunos segundos y finalmente se detuvo sobre la pradera.
    Ahadi volteó a ver a Amarakh y le dijo fríamente, “A ustedes no los he perdonado. Mataron a mi hermano vengativamente y no en nombre de la justicia que proclaman. Después de haber matado a esa hiena ya no habría tenido fortalezas para matar a alguien más, pero permitiste que tu gente se abalanzara sobre él en vez de detenerlos. Ahora has traído la muerte a nuestro hogar y la has exhibido como si fuera un desfile, enfrente de nuestros cachorros. Me has insultado en mi propia casa y aún así esperas que me muestre misericordioso. Alégrate de que somos justos, pues de lo contrario te enviaría al mismo destino que tuvo Gur’mekh. ¡Y por los dioses, vaya que estoy tentado a hacerlo! ¡Ahora lárguense! ¡Lárguense todas!”
    “Tomaremos el cuerpo y no iremos, Señor.”
    “No, Amarakh. Van a dejar el cuerpo. Quiero que se larguen inmediatamente—¡ahora LÁRGATE!” Rugió fuerte y amenazadoramente; las hienas no pudieron hacer más que retroceder. Rafiki observó a la Roh’mach en búsqueda de alguna señal de arrepentimiento, pero si acaso se sentía arrepentida logró ocultarlo muy bien con temor y frustración.
    Ahadi agachó la cabeza. Una leve brisa le alborotó la melena pero permaneció sobre el promontorio, tan inmóvil como una roca; permaneció así durante algún tiempo. Rafiki sintió que era pertinente decir algo, así que se acercó al león. Ahadi lo miró.
    El mandril le devolvió la mirada; lo miró a los ojos muy fijamente. La profunda tristeza que invadía a Ahadi se asió a él cual pasto húmedo.
    “Adelante, hijo mío. Llámame tirano; no me enojaré contigo.”
    Rafiki continuó mirando los ojos de Ahadi. “Sientes lástima por él, ¿no es así?”
    “El matarlo no trajo de vuelta a Avina ni a mi hermano. Hice lo que tenía que hacer, tan sólo me he quedado con un gran vacío en el interior.”
    “Conozco el camino por el que estás andando. No tienes que recorrerlo solo.” Rafiki puso sus brazos alrededor de la suave melena de Ahadi y lo abrazó.



    CAPÍTULO XXXVI
    UNO DE ESOS DÍAS

    Rafiki observaba el amplio cielo azul que se extendía sobre él, preguntándose qué es lo que había hecho para que los dioses se enfadaran; aquel día nada le había salido bien. Por la mañana, al estar descendiendo del baobad, se había enterrado una astilla en la mano; mientras trataba de sacarla se rompió y le quedó encajada por debajo de la piel. La herida seguía doliéndole a pesar del bálsamo medicinal que se había aplicado, y era muy probable que se infectara. Entre gruñidos Rafiki decidió dirigirse hacia el manantial llevando consigo un montón de calabazas huecas para llenarlas con agua que pudiera llegar a necesitar posteriormente. Ya había llenado cerca de la mitad de las calabazas cuando se detuvo un momento para hundir su mano lastimada en el manantial y aliviar un poco su dolor, pero un movimiento repentino llamó su atención. Las calabazas estaban atadas entre ellas mediante un cordón de pasto seco; el peso de las calabazas llenas de agua provocó que se hundieran en el manantial, junto con las calabazas restantes. Rafiki hizo a un lado la idea de sumergirse en el manantial para tratar de rescatar las calabazas, pero cuando fue al baobad para buscar algunos reemplazos se encontró con que ya no había ninguna calabaza. Le esperaban una gran cantidad de viajes al manantial para poder cubrir sus necesidades de agua.
    Comenzó a atardecer; Rafiki decidió darse por vencido y dirigirse a casa. Comenzó a ascender por el tronco del baobad hasta llegar al lugar en el que se había clavado la espina por la mañana y decidió rodearlo para poder esquivarlo. Llegó a las ramas más bajas, suspiró profundamente y se dirigió hacia su lugar favorito. Se sentó, pero en ese momento sintió una terrible picazón. Gimió por el dolor, se puso en pie de un saltó y cayó violentamente sobre su espalda. Una constante picazón le aquejaba en el brazo, provocando que abriera la palma de su mano. Un avispón negro y amarillo zumbaba furiosamente por encima de su cabeza mientras volaba desesperadamente en búsqueda de algún lugar en donde posarse.
    Una pequeña lágrima brotó del ojo de Rafiki mientras observaba su hinchada mano y examinaba la herida. Grandioso; ahora tenía lastimadas AMBAS manos, además de su trasero. No había forma en que pudiera estar sentado o acostado sin sentir molestias con excepción de su estómago, e incluso sentía temor de intentar acostarse de esa manera. Comenzó a maldecir en voz baja, pero finalmente decidió recostarse sobre su estómago; cruzó los brazos y recargó su cabeza encima de ellos.
    Asumini descendió cautelosamente de entre las ramas superiores. “¿Qué pasa? Pensé que había un búfalo atrapado por aquí abajo.”
    Rafiki suspiró tristemente. “No, pero dentro de poco mi trasero tendrá el tamaño uno de ellos.”
    Asumini se rió dulcemente, lo abrazó y lo besó en la mejilla. “Te traeré un poco de marhamu para la picazón. ¡Oh! ¡Vamos, Metutu! ¡Sonríe! ¿Cómo es que puedes estar tan decaído en una tarde tan maravillosa?”
    “¿¿Y por qué es tan maravillosa??”
    “Por que estoy embarazada.”
    Rafiki se quedó en silencio por un momento. Tragó algo de saliva; sintió que se le hacía un nudo en la garganta mientras miraba los brillantes ojos de su joven esposa. La magia del momento hizo que olvidara todos sus pesares. “¡Oh, Asumini! ¿Estás segura?”
    “¿Te complace la noticia?”
    “¡Oh dioses!” Rafiki abrazó a su esposa y la meció de un lado a otro. “¡Bendita seas! Tal vez sea una pequeña Asumini, o un pequeño Rafiki…”
    “¿Qué es lo que te gustaría más, querido mío? ¿Un hijo o un hija?”
    Rafiki la besó dulcemente. “No importa si es un hijo o una hija, habrá de ser muy querido. Tanto como lo es su madre.”



    CAPÍTULO XXXVII
    PENDA

    Con el paso de las lunas el amor de Rafiki y Asumini fue tomando una forma tangible. Ahadi estaba muy complacido, y había un gran regocijo entre las leonas. Uzuri adquirió un gran interés en el progreso de la futura madre y su retoño. Asumini se sintió muy halagada con todas las atenciones que estaba recibiendo, y en son de broma solía decir que muy probablemente sería la primer mandril en tener a una leona como comadrona. Cuando Uzuri la oía decir eso simplemente se encogía de hombros.
    “No me molestaría ser tu comadrona. De hecho, insisto en serlo. Después de todo, quiero que todo salga a la perfección,” solía decir al tiempo que se acicalaba y examinaba insistentemente alguna de sus patas.
    “Oh, claro que sí,” le respondía Rafiki.
    Finalmente llegó el momento de que Asumini diera a luz. Uzuri permaneció a su lado mientras la pobre mandril resistía los dolores del parto; la leona le susurraba palabras cariñosas y la acariciaba suavemente. Makedde permaneció a un lado, listo para prestar su ayuda en cuanto fuera necesario.
    Rafiki estaba sentado a un lado de su hermano; tamborileaba con sus dedos muy nerviosamente sobre una calabaza, preguntándose por qué estaba tardando tanto. Un grito de dolor lo sacó de su trance; olvidó por completo el lugar donde se encontraba y lo único que acertó a hacer fue ponerse en pie para tratar de ayudar a su esposa. Un sólido ¡GUAM! resonó en la habitación; Rafiki se golpeó la cabeza contra una rama y cayó sobre su espalda, respingando. “¡Dioses! ¡Eso dolió!”
    Makedde le sonrió. “¿También estas sintiendo dolores? Creo que tendrás que esperar tu turno.”
    Rafiki lo miró y se agarró la cabeza, pero su antes de que pudiera responderle a su hermano fue interrumpido por la repentina aparición de Uzuri, cuyo pelaje estaba ligeramente manchado con el carmín de la sangre. Makedde y Rafiki la observaron.
    Uzuri se acercó y acarició a Rafiki. “Muchas felicidades al nuevo padre. Aiheu te ha bendecido con una hija.”
    Rafiki permaneció petrificado, incapaz de pronunciar palabra alguna.
    Uzuri le susurró al oído. “Eso significa que ya puedes acercarte a verla.”
    “¡Oh!” Rafiki corrió al lado de su esposa. Asumini yacía recostada tranquilamente; su frente brillaba por el sudor, pero su rostro resplandecía con orgullo mientras sostenía contra su pecho al pequeño y húmedo bultito de pelos. “Tan sólo mírala,” susurró Asumini con una gran sonrisa entre los labios. “¿Acaso no es hermosa?”
    Rafiki asintió al tiempo que le acariciaba suavemente la mejilla. “Tanto como su madre.” Se inclinó sobre ella Asumini, le besó la frente dulcemente y la tomó de la mano. “¿Y cómo la llamaremos?”
    “Penda. Tú dijiste que no importaría que fuera niño o niña, pues habría de ser muy querido, así que ‘querida’ será su nombre.”




    CAPÍTULO XXXVIII
    LA FIEBRE

    Como toda nueva madre que se precie de serlo, Asumini se desvivía en atender a su pequeña. Los cuidados que le prodigaba eran absolutos, así que no le quedaba tiempo para recolectar hierbas o buscar plantas raras. En consecuencia, Rafiki se vio empujado hasta el límite de su resistencia para poder llevarle suficiente comida a su esposa y tener tiempo disponible para poner en práctica sus conocimientos. Debido a ello dormía muy poco, pero siempre que alguien requería de él acudía sin protestas.
    Por otro lado, Rafiki estaba muy orgulloso de su familia y aprovechaba la menor oportunidad para mostrarle su pequeña y hermosa hija a cualquiera. En las pocas ocasiones que tenía para relajarse, él y su familia visitaban a sus amigos en la Roca del Rey. Estás visitas, invariablemente, resultaban de gran diversión para Penda, pues la pequeña era adorada por todos. Su juego favorito era tratar de atrapar el mechón de pelo de la cola de Akase; la majestuosa leona siempre se encargaba de mantener su cola en movimiento y lejos de alcance cuando la pequeña Penda estaba cerca. Mientras tanto, los adultos se ponían a conversar sobre las más recientes travesuras de los cachorros de Akase y Yolanda; en esos momentos Rafiki solía carraspear solemnemente.
    “Vaya que ES una lástima. Por supuesto, yo no tengo ninguna clase de problemas con mi pequeña Penda.”
    “¿En serio?” Yolanda lo observaba con los ojos abiertos de par en par, como si nunca antes lo hubiese escuchado decir eso. “¿Cómo haces para lograrlo?”
    “Nada, en realidad,” respondía Asumini muy sorprendida. “Así es Penda. Nunca se mete en problemas.”
    Pero el orgullo de los dos padres pronto se desmoronaba cuando Penda, incapaz de poder atrapar la cola de Akase, fijaba su objetivo en el pequeño Taka; segundos después le daba un jocoso apretón en la cola, despertándolo de su siesta.
    “¡Ayyyyy!” Sus brillantes y verdes ojos se abrían de par en par al tiempo que pegaba un repentino brinco para después dar una ágil voltereta en el aire y aterrizar frente a la pequeña Penda. La pequeña mandril quedaba deleitada; se reía dulcemente y abrazaba el peludo cuello de Taka. “¡Taga!” El pobre cachorro jadeaba incómodamente y se retorcía muy avergonzado ante las animadas miradas de los adultos. Finalmente se desprendía de la pequeña, se sacudía y se alejaba trotando con un cierto aire de dignidad ofendida.
    Pasaron algunas semanas. Un día Rafiki regresaba a su casa completamente desgastado por sus deberes; había tenido que hacer un viaje de varias millas para poder recolectar Alba, pues sus reservas estaban agotadas. Aquella rara flor era muy valiosa, pero cada vez era más difícil poder conseguirla. Recientemente había encontrado una pequeña reserva cercana al bosque, pero el llegar a ella requería de un día completo de viaje. Seguía siendo preferible obtenerla mediante trueques con los demás mandriles, pero el precio de aquella planta se incrementaba después de cada transacción.
    Rafiki entró en su fresca y sombreada casa; fue recibido por Asumini, quien se encontraba inusualmente cansada. “Hola, querido.”
    “¿Qué sucede?” Rafiki la abrazó y después la sostuvo entre sus brazos. “¡Dioses! ¡Estás ardiendo en fiebre!”
    Asumini sonrió ligeramente. “Bueno, me siento algo cansada…”
    “No puedo imaginarme por qué.” Rafiki la condujo hacia su colchoneta de hojas y la ayudo a que se recostara. En seguida preparó una infusión con un poco de agua y algunas hierbas seleccionadas; la ayudó a que bebiera el medicamento lentamente. “Relájate, querida.”
    “Pero, ¿y tu trabajo…?”
    “Mi trabajo puede esperar. Tú eres lo que más me importa, no mirar esta vieja cara en un cuenco con agua.”
    Asumini se irguió y acarició la mejilla de Rafiki con su dedo. “Sólo es vieja en la superficie, amor mío.” Asumini cerró los ojos y se durmió.
    Rafiki trabajó frenéticamente durante las siguientes horas para tratar de disminuir la fiebre que consumía a Asumini desde el interior. Deseaba desesperadamente que Makedde regresara, pero el viejo mandril estaba atendiendo una reunión especial del Consejo, y probablemente tardaría algún tiempo en regresar. Rafiki no podía contar con nadie más que consigo mismo, además de la reconfortante presencia de su pequeña hija. Abrazó a Penda mientras permanecía sentado a un lado de Asumini, observándola agitarse y quejarse por su enfermedad, incapaz de poder ayudarla.
    Durante las primeras horas de la mañana la temperatura de Asumini se elevó aún más; Rafiki comenzó a aterrorizarse. “¿Cuánto más podrá soportarlo?” pensó. La piel de Asumini estaba ardiendo y constantemente se despertaba entre sueños para sacudirse a causa de tremendos escalofríos. Después de algún tiempo Rafiki trató de ayudarla a beber un poco de agua para evitar que fuera a deshidratarse.
    El sol comenzaba a arreciar; el día era claro y hermoso, pero Rafiki no puso atención en ello. Continuaba cuidando cautelosamente a su esposa. Penda hacía tiempo que se había quedado dormida sobre el regazo de su padre. Rafiki observaba a su pequeña; estaba muy cansado y tenía los ojos enrojecidos, pero sonrió al ver la dichosa expresión que había en el rostro de su hija. Se levantó cuidadosamente, colocó a Penda a un lado de su madre muy suavemente y se dirigió hacia el rincón en el que almacenaba sus medicinas. Tomó una calabaza con un poco de agua y revolvió en ella algunos extractos pulverizados para después depositar el recipiente sobre una rama cercana. Se paró frente al medicamento y lo miró con desgano; repentinamente se dejó caer sobre el suelo. El impacto le lastimó la columna y provocó que le castañetearan los dientes muy dolorosamente. Se recargó contra el tronco del baobad y sus ojos se cerraron, casi como si tuvieran voluntad propia. Fue sólo un momento, y después se puso en pie y comenzó a mezclar la medicina que había preparado para Asumini. Fue sólo un momento…
    Abrió sus ojos lentamente y miró los alrededores, muy confundido. Se puso en pie y lanzó un gemido al sentir el dolor de su espalda. Se frotó los ojos y observó, parpadeando, el tazón que estaba frente a él.
    Ahí estaba aquel cuenco, silencioso, pensando en sus propios asuntos. El sol brillaba sobre él; su rojizo resplandor reflejaba la sombra del cuenco contra el tronco del baobad…
    Rafiki abrió los ojos de par en par y observó aquella sombra lleno de horror. El sol estaba tan rojo como la sangre y comenzaba a ocultarse hacia el oeste. ¡Oh dioses! ¡Se había quedado dormido por HORAS!”
    “¿Asumini?” Rafiki buscó por todos lados sólo para encontrarse con que la colchoneta donde su esposa dormía estaba vacía. También pudo sentir la ausencia de Penda; no había rastro alguno de la pequeña. Rafiki buscó rápidamente en cada rincón del baobad así como en los alrededores del exterior. No encontró a nadie.
    Se dio la vuelta para tratar de descender del tronco pero repentinamente se quedó paralizado. Sus ojos se abultaron y su boca se abrió completamente mientras observaba, en silencio, las pinturas que había en su muro de oración. Los retratos de Asumini y Penda que amorosamente había dibujado estaban ahí, sólo que además había un Ojo de Aiheu—que él no había dibujado—encima de sus cabezas.
    “¡Oh Dios, no! ¡NO!” Se dirigió hacia el muro y golpeó con furia contra la madera, pero aquel dibujo no le manchó las manos. La pintura estaba profundamente arraigada en la madera, mostrando la silenciosa señal de algo que su mente se negaba a creer.
    Se dio la vuelta y descendió del baobad; comenzó a buscar frenéticamente entre el pasto con la esperanza de encontrar algún rastro de Asumini y Penda. Finalmente dio con un hueco sobre el terreno, cerca del cual encontró un áspero rastro de huellas vacilantes que se alejaban del baobad. Comenzó a seguir el rastro sin importarle el dolor que sentía en las rodillas, levantando tierra mientras corría. “¡ASUMINI! ¡PENDA! ¡Por favor, dioses, permítanme encontrarlas!”
    Repentinamente se resbaló y se vio obligado a detenerse para no caer. Un parda silueta emergió de entre el pasto y permaneció observándolo. “¿Rafiki?”
    “¡Ahadi! ¡Gracias a los dioses!” El mandril corrió hacia el león, jadeando. “Mi esposa tiene fiebre; temo que haya salido y se haya llevado a Penda con ella.”
    Ahadi se sobresaltó. “¿Cuánto tiene que se fue?”
    “No lo sé. Me quedé dormido como un viejo estúpido y cuando desperté ya no estaban. Pudieron haber sido muchas horas. ¡No lo sé!”
    Ahadi observó a su amigo; el agotamiento de Rafiki era muy claro. “Sobrepasaste tu propia resistencia, amigo mío. Te ayudaré a encontrarla.”
    Rafiki se desplomó y comenzó a estremecerse. “Muchas gracias, Mi Señor. ¿Crees que puedas rastrear su esencia?”
    “No habrá necesidad de ello. Su rastro es bastante claro.” Ahadi entrecerró sus ojos levemente mientras observaba el pasto. “El rastro aún está fresco; no tiene más de una hora que pasó por aquí.” Se dio la vuelta y comenzó a correr a la velocidad suficiente para que Rafiki pudiera mantenerle el paso. El pasto comenzaba a adelgazarse, convirtiéndose en un denso follaje. Pequeños arbustos y matorrales empezaban a proliferar sobre el terreno; Rafiki pudo escuchar en la distancia el gorjeante sonido de un riachuelo. Ahadi disminuyó su velocidad para poder abrirse paso por entre la densa maleza. La hermosa melena de Ahadi se atoraba entre espinas y ramas que le arrancaban pequeños mechones de pelo. Ahadi no le dio importancia y continuó caminando hasta que se detuvo frente al borde del riachuelo; Rafiki casi chocó contra él, pero la imponente figura del león le impidió ver el riachuelo que estaba frente a ellos. Escuchó un repentino jadeo del león; trató de dar un salto para poder ver por encima de él. “¿Que encontraste?”
    “Gran Aiheu,” balbuceó Ahadi. “¡Oh dioses! ¡Oh dioses!”
    “¡¿Qué?!” gritó Rafiki. Trató de abrirse pasó por entre las espinas y el hombro de Ahadi, pero el Rey León se dio la vuelta y le impidió el paso. Ahadi se sentó silenciosamente.
    Ahadi suspiró con vacilación y miró a Rafiki temblorosamente. “No vayas allá, amigo mío. Ya no hay nada que puedas hacer.” El león miró sobro su hombro pero parpadeó inmediatamente. “La fiebre debió orillarla a dirigirse hasta aquí para intentar refrescarse en el agua.”
    “¿Está muerta? ¿En dónde está Penda?”
    “Parece que fue el ataque de un cocodrilo,” dijo Ahadi finalmente. “Asumini fue lastimada, pero tuvo fuerzas para alejarse de la orilla. Al parecer murió por la pérdida de sangre.” Ahadi se frotó los ojos con una pata. No hay señal alguna de Penda. Es posible que haya sido una presa más fácil para el cocodrilo.” Finalmente alejó su mirada de aquella deprimente visión.
    Rafiki permaneció observando a Ahadi, sintiendo como si la sangre se le drenara del cuerpo. El temor y el dolor desaparecieron por completo y en su lugar sólo quedó una profunda sensación de entumecimiento. Permaneció en silencio por un momento, después asintió y se alejó de aquel lugar.



    CAPÍTULO XXXIX
    VERDADEROS AMIGOS

    La luna emergió por la tarde, llena y de color anaranjado, iluminando el cielo nocturno. La noche encontró a Rafiki sentado silenciosamente en el naos del baobad, asiendo su saco de medicinas fuertemente contra su regazo y observando silenciosamente las pinturas del baobad. La brisa nocturna movía ligeramente las ramas formando extrañas siluetas sobre el muro que hacían que los retratos se vieran con vida propia.
    En ese momento recordó la vez en que había hablado con Dedou ante la presencia del consejo, el día que se convirtió en chamán. “Les digo, hermanos míos, que soy un experto en sufrimiento, pues he sufrido en gran cantidad; fue el sufrimiento lo que me colocó en este camino. Pero también conozco el amor, pues he recibido mucho durante mi vida, y es el amor lo que me mantiene en este camino.”
    Rafiki suspiró profundamente. “Un experto en sufrimiento,” se dijo a sí mismo con un tono de reproche. “Tenías razón, Dedou. Tan sólo era un joven optimista hablando en boca de su inexperiencia. ¡Un tonto que sabía mucho sobre hierbas, pero muy poco sobre el dolor!”
    Comenzó a hurgar en el saco de medicinas y sacó un cuenco lleno con una pasta blanquecina. “El Euphractus es mortal,” pensó. “El joven y prometedor chamán finalmente hará su última prescripción: algo que le ayudará a aliviar las penas de su corazón.” Hundió su dedo en el tazón y tomó un poco de aquella mortal pasta. En dosis pequeñas el Euphractus sirve para aliviar los calambres, pero la cantidad que tenía en su dedo era suficiente como para matar a todos los mandriles de su aldea natal. “Así que aquí va a terminar todo,” murmuró mientras observaba vacilantemente los retratos en el muro. “Busara, espero que puedas perdonarme. Todas tus enseñanzas ahora son como semillas de kundra desperdigadas en el viento. No pude llegar a la iluminación. Miró por última vez el retrato de Asumini y suspiró. “Vive por siempre. Vive por siempre en el amor.” Abrió la boca y cerró sus ojos fuertemente al tiempo que acercaba su tembloroso dedo hacia su boca…
    “¿Rafiki?”
    Rafiki abrió los ojos, bajó la mano y habló sin voltear la cabeza. “Por favor déjame sólo. En este momento no puedo ayudarte.”
    “¿Por qué no?”
    “No es de tu…” se dio la vuelta para dirigirse directamente al visitante y echarlo, pero se detuvo al darse cuenta de que se trataba de Uzuri. “Oh, hola.”
    “¿Qué sucede?”
    “Mi esposa y mi hija murieron hoy,” dijo llanamente. “Estoy de duelo.”
    Uzuri permaneció atónita mientras sus ojos brillaban bajo la luz de la luna. “¡Oh dioses! ¿¿Las dos?? ¡Rafiki, lo siento tanto!” Se aproximó a él y le tocó el hombro.
    “Estoy bien, querida. Gracias.” Le dio una palmadita en la pata. “Estas cosas pasan. Así es la vida, supongo. Bueno o malo, todos tenemos que morir algún día.”
    Uzuri lo miró por un largo momento. “Parece ser que lo has tomado muy bien.”
    “Sí, bueno, como chamán he aprendido a aceptar la muerte de una forma u otra. Así pasa. No debemos luchar contra ello; debemos estar preparados para cuando pasa.”
    Uzuri fijó sus ojos en Rafiki y frunció el ceño. “Yo prefiero pensar que debemos disfrutar la vida todo el tiempo posible.”
    Los labios de Rafiki se estremecieron; se dio la vuelta y quedó de frente al muro una vez más. “Creo que deberías irte.”
    Mientras permanecía de espaldas Uzuri echó un vistazo por encima de él y observó la pasta que tenía en su dedo. “¿Qué es eso?”
    “Oh, tan sólo es algo que me ayudará a sentirme mejor.”
    Uzuri olfateo aquella pasta. El acre olor que despedía le provocó picazón en la nariz, provocando que se sobresaltara. Uzuri se alejó algunos pasos; los músculos de su mandíbula se tensaron mientras miraba al mandril. “¿Puedo probar un poco? También me hará sentir mejor.” Se agachó rápidamente y tocó la pasta con la punta de su nariz.
    La respuesta de Rafiki fue inmediata; se puso en pie con la velocidad de un relámpago. “¡No te atrevas a lamer eso!” Desesperadamente tomó un cuenco con agua y la vació sobre la nariz de Uzuri hasta enjuagar por completo la pasta que había alcanzado a embarrarse. Tomó un pedazo de piel y le secó la nariz muy cuidadosamente. Se inclinó sobre Uzuri y olfateo cautelosamente; sintió una intensa picazón en la nariz, sacudió su cabeza y repitió el proceso.
    Mientras Rafiki secaba la nariz de Uzuri por segunda vez la leona movió su pata y golpeó el cuenco que contenía aquel mortal ungüento. La vasija rodó por la entrada del baobad y cayó silenciosamente a través del aire hasta llegar al suelo, derramando su contenido sobre las raíces del árbol y manchándolas con aquella blanca muerte.
    Rafiki permaneció observando mientras sus ojos se humedecían con lágrimas. “Me tomará tres días poder volver a recolectar esa cantidad de pasta,” dijo. “Por favor, se una buena chica y déjame solo.”
    Uzuri lo miró directamente a los ojos. “Despeja tu mente. ¿Debo ser una buena chica o debo dejarte a solas?” La leona se acostó sobre el suelo e invitó a Rafiki a que se recostara a un lado de ella. “Nosotros los leones tenemos una costumbre que tal vez te ayude a sentirte mejor.”
    Rafiki la observó sin decir palabra alguna.
    Uzuri se sintió un poco triste por la negativa de Rafiki, pero continuó hablando. “Cuando alguien a quien amamos muere, solemos rugir. Es nuestra forma de desahogarnos. ¿Ustedes no gritan o hacen alguna clase de ruido cuando sienten pesar?”
    “Lloramos.”
    Uzuri sacudió la cabeza. “Nosotros también. Pero yo me refiero a algo grande, algo que le diga a todo el mundo el dolor que sienten.”
    “No, no hacemos nada de eso.”
    “¿Por qué no lo intentas?”
    “Me sentiría como un tonto.”
    “Te sentirás mejor. Grítalo. Si no puedes rugir, entonces grita, ‘¡Ellas se han ido!’”
    “¡Ellas se han ido!” Rafiki suspiró. “Ahí está, ¿Ya estás contenta?”
    “¡No! No fueron a buscar hierbas. ¡Se fueron para siempre! ¡Has que mis oídos se estremezcan!”
    “‘¡¡Ellas se han ido!!’”
    “¿¿Es que no las amabas más que eso?? ¡Por los dioses, eran tu esposa y tu hija! ¡No es justo! ¿¿Qué clase de marido y padre eras??”
    “¡Ya basta! ¡Me estás haciendo enojar!”
    “¡Muy bien! ¡No fue justo y DEBERÍAS estar enojado!”
    La manos de Rafiki comenzaron a estremecerse y sus ojos se cerraron con fuerza. Empezó a respirar agitadamente. “¡Estoy muy disgustado! Traté de llevar una buena vida, ¿¿y qué es lo que he obtenido?? ¡¡Primero murió mi madre y ahora esto!! ¡¡Todo mi entrenamiento no vale ni un montón de vainas de Kavana!!” Tomó un tazón con pintura roja y lo arrojó violentamente contra el muro de los retratos, manchándolos cual profusas hemorragias. “¡Estúpidas e inútiles pinturas! ¡Estúpida casa en medio de una estúpida nada! ¡No hubo nadie que le impidiera tomar a la pequeña! ¡Estúpido hermano en la estúpida reunión del estúpido consejo! ¡¡Oh dioses!! ¡¡Por qué tuve que traerlas a este lugar!!” Tomó su bastón y comenzó a golpear las pinturas mientras gritaba furiosamente. “¿¿Y en dónde estaban los dioses?? Les he dedicado toda mi vida y así es como me pagan—¡¡con nada más que un corazón roto, lleno de amargura y resentimiento!!”
    Rafiki observó el muro y sollozó en silencio por algunos momentos. Finalmente dejó caer el bastón y dijo humildemente, “No quise decir eso, Aiheu. Lo siento. ¡Lo siento! Por favor, no te enojes conmigo. ¡Por favor, no me abandones!”
    Entre paciencia y desesperación empezó a limpiar los restos de pintura roja que manchaban el Ojo de Aiheu; después utilizó algo de aquella pintura para delimitar los trazos del dibujo hasta restaurar en parte su aspecto original. En la comisura del Ojo de Aiheu dibujó una lágrima.
    “Él te comprende, Rafiki. Está bien que estés disgustado con Él en este momento.”
    Rafiki se dio la vuelta y miró a Uzuri; el rostro del viejo mandril estaba decaído y empapado en lágrimas. “¿Así es como se sienten cuando rugen?”
    “Probablemente.” Una lágrima rodó por la mejilla de Uzuri. “¿Te sientes mejor?”
    “Me siento… tan…” Sus labios comenzaron a estremecerse y rompió en lágrimas. “¡Me siento solo! ¡Tan solo! ¡Mi juventud se ha ido y he lastimado a todos los que amo!” Uzuri lo acarició; Rafiki la abrazó fuertemente y lloró sobre su suave pelaje. Uzuri lo besó con su rosada lengua, limpiándole las lágrimas de su rostro.
    “Creo que ahora ya me siento mejor,” dijo Rafiki. “Creo que podré sobrellevarlo.”
    Uzuri permaneció con él. Siempre que no estaba de cacería iba con Rafiki para tratar de sacarlo de la gruesa concha de depresión en la que estaba inmerso. Le contaba historias y lo acicalaba como a un pequeño cachorro, e incluso le buscaba algunas cosas especiales que pudiera comer a pesar de que estaba muy poco familiarizada respecto a la dieta de los mandriles. Le llevaba algunos huevos y una que otra fruta que encontraba tirada en el suelo y que había aprendido a reconocer. Rafiki, en términos generales, tenía muy poco apetito, pero Uzuri siempre se las arreglaba para obligarlo a comer. Rafiki la observaba inexpresivamente, pero le acariciaba su suave pelaje mientras ella hablaba. Cuando Uzuri no podía estar con él dejaba a Makedde a cargo de la vigilancia, con estrictas instrucciones de no permitirle mezclar ningún tipo de medicina.
    Finalmente, después de una semana, Rafiki miró a Uzuri sin evadirla. “He tomado una decisión.”
    “¿De verdad?”
    “He decidido vivir.”
    Uzuri asintió ronroneando. “Es una sabia decisión.”
    Uzuri se puso en pie y se dispuso a marcharse, pero Rafiki la detuvo. “Muchas gracias, Uzuri. Los dioses te bendecirán por todo lo que hiciste por mí. Recibirás tu recompensa cuando vayas al cielo.”
    “Es bueno saberlo, pero pretendo esperar algo de tiempo antes de recibir esa recompensa. Me gustaría que tu hicieras lo mismo.” Uzuri lo acarició, se dio la vuelta y se alejó entre el pastizal; los dorados tallos se abrieron a su paso para después cerrarse tras de ella. La cálida brisa del atardecer susurraba suavemente. Rafiki la observó por un momento mientras sus blancos cabellos ondulaban frente a su rostro, después se dio la vuelta y entró en el baobad.



    CAPÍTULO XL
    PERDIENDO LOS LOGROS DEL AMOR

    Zazú se deslizó por encima de los termales que flotaban tranquilamente sobre el terreno que se extendía por debajo de él. Sus ojos se movieron inquietamente, rastreando el terreno que estaba ante él, catalogando todo lo que podía ver para futuras referencias que pudieran ser de utilidad al Rey. Bajó ligeramente los extremos de sus alas, descendió lentamente, se arqueó sobre la majestuosa cúspide de la Roca del Rey para detenerse sutilmente sobre la base del promontorio. Se dirigió hacia la cueva principal para darle su reporte a Ahadi; se dio cuenta de que Mufasa y Rafiki estaban en la punta del promontorio, teniendo una muy animada discusión. Se rió para sí mismo al percatarse de la forzada expresión de concentración que Mufasa estaba haciendo.
    “¡Oh, Dios mío! ¡Creo que es tiempo de ensayar la Ceremonia de Cubrimiento una vez más!” Sus plumas se erizaron por la risa y se dirigió hacia la cueva contoneándose, dejando atrás al león y al mandril.
    Rafiki agitó sus brazos animadamente. “¡Ah! No te jorobes. Ponte erguido, veamos… sí. ¡Alza la cabeza!” exclamó mientras alzaba su barbilla ante el león.
    Mufasa alzó la cabeza tal alto que casi quedó mirando al cielo. “¿Así?”
    “No…” Rafiki estiró la mano y tomó a Mufasa de la melena; mientras le manipulaba la cabeza sintió como los enormes músculos de la mandíbula del león se movían bajo sus dedos. “Mantén la cabeza así, hijo.”
    Mufasa permaneció quieto y sin protestar mientras Rafiki lo examinaba cuidadosamente. En su mente podía ver a la multitud congregada sobre la pradera con la única intención de presenciar su gran día. Su pecho se alzó con orgullo provocando que, inconscientemente, su barbilla se alzara más de lo debido.
    Rafiki le respondió con un ligero golpe en la nariz. “No, no. Ahora te vez arrogante. Baja la nariz…” Extendió los brazos y jaló hacia abajo la cabeza de Mufasa. Los flecos de su nueva melena le hicieron cosquillas a Rafiki, complicándose así la tarea del mandril. “Más bajo… ¡ah-HA! ¡Eso es!”
    Mufasa giró sus ojos, temeroso de moverse, para poder ver a Rafiki. “Me duele el cuello.”
    “Sólo tendrás que sentarte así hasta que tu padre termine el discurso.”
    Mufasa se dejó caer, terminándo así con la majestuosa pose y dejando en su lugar una profunda expresión de horror. “¿QUÉ? Ohhh, vamos Rafiki. Tú sabes lo que se tarda Papá en los discursos…” Lanzó un leve quejido y escondió la cabeza entre sus patas.
    “Tonterías. Tu padre sólo dice lo que tiene que decir y nada más.”
    “¡Sí, pero se toma mucho tiempo para decirlo!”
    Rafiki sonrió. “Reza por que ésta sea la prueba más difícil a la que tengas que enfrentarte, hijo mío. ¡Muy bien! ¡Alza la cabeza!” Una sombra pasó por encima de ellos cuando se disponían a continuar con el entrenamiento; Rafiki pudo ver la silueta blanquiazul del mayordomo del Rey dirigiéndose hacia las Tierras del Reino. Siguió al ave con la mirada por un momento, pero inmediatamente después regresó la atención a su reacio estudiante.
    Zazú planeó en un arco ascendente; el viento lo interceptaba mientras se elevaba con rapidez. Miró a los alrededores para asegurarse que nadie lo observaba y sonrió para sí mismo. Tenía un poco de tiempo libre antes de su reunión con Boga Kwitu, el Incosi de los elefantes, y pretendía aprovechar al máximo ese momento. Plegó sus alas, se inclinó en el aire y se dejó caer como una roca. El suave susurrar del viento en sus oídos se convirtió en un ensordecedor rugido a medida que se acercaba al suelo. Movió sus alas ligeramente para poder quedar nivelado a tan sólo dos pies de distancia del suelo. Se rió lleno de dicha mientras pasaba por entre los pastizales; los delgados tallos eran tan sólo una borrosa nube que pasaba por debajo de él. En su mente retumbaba una voz acusadora que le recordaba lo peligroso que era volar a baja altura. Había muchos depredadores lo suficientemente ágiles como para atraparlo en el aire y hacerlo descender a la tierra por última vez, sólo para darse cuenta—demasiado tarde—que aquella ave se trataba del consejero del Rey, y que era corban para todos. No obstante, aquél era el único vicio que había aprendido de sus insoportables hermanos, y aprovechaba esos momentos para poder satisfacer ese vergonzoso capricho.
    Repentinamente apareció una abertura entre el pasto; era uno de los muchos caminos que los leones utilizaban para ir al manantial cercano. Se elevó y divisó una parda figura moviéndose por el camino, pero pasó algo de tiempo para que pudiera identificarla. Comenzó a darse la vuelta, pero el repentino destello del sol le recordó su reunión con los elefantes. Suspiró, alzó una ala y comenzó a elevarse con dirección al sudoeste.
    Muy abajo de él se encontraba Sarabi, trotando a través del camino que innumerables generaciones de leones habían trazado. Una sonrisa se dibujaba en su juvenil rostro, aunque su felicidad era parcialmente ensombrecida por la frágil figura de una liebre muerta que llevaba entre sus mandíbulas. Sarabi se movió por entre los pastizales con la ligereza de un espíritu, tarareando para ella misma una tonada mientras caminaba, moviendo su cola de un lado a otro al ritmo de la canción que canturreaba. Llevaba la canción en su mente, incapaz de cantarla en voz alta por el trofeo que ostentaba entre sus mandíbulas.

    “Moko Melenudo en su talla exageraba,
    Este gato en estatura nunca regateaba.
    Un día por la montaña con valor trepaba
    Para ver si a lo lejos algo divisaba.
    El gato iba trepando y la lluvia lo golpeaba,
    Y el viento con fuerza lo enfrentaba…”

    Sarabi sonrió y alzó la vista hacia el cielo. “¿Puedes verme, Padre?” pensó. “¿Acaso no estás orgulloso de mí? Como desearía que pudieras estar aquí en este día.” Sus mejillas se elevaron ligeramente por encima de la liebre al tiempo que lanzaba un profundo suspiro, pero después se reprendió a ella misma por ser tan caprichosa. Su padre podría no estar ahí, pero había alguien que la quería tanto como Shaka. Cambió su dirección y se encaminó hacia la base de la Roca del Rey, hacia un accidentado y derrumbado montón de rocas que estaba a una corta distancia de ahí. Su piel se estremeció por la emoción a medida que se acercaba a la pequeña cueva desde la cual podía divisarse la silueta de un joven león.
    Taka estaba recostado tranquilamente, disfrutando el frescor de las rocas que yacían bajo su estómago; sus piernas se extendían libremente sobre el suelo, permitiendo que la mayor parte de su abdomen estuviera en contacto con las rocas. Sus ojos se movían inquietantemente, rastreando hasta el más pequeño movimiento. Los pastizales que estaban ante él ondulaban ante la brisa, al compás de su estado de ánimo. Últimamente todo había estado saliendo muy mal, por una razón o por otra. Todo lo que Muffy decía le irritaba al punto de que deseaba darle un buen golpe en la nariz. Y Sassie… su pulso se agitaba con tan sólo pensar en ella. Involuntariamente sus garras se extendieron y rasguñaron sobre las rocas, dejando leves marcas en la gris superficie. Cruzó las patas y recargó la cabeza sobre ellas mientras observaba el caluroso resplandor que danzaba hacia el horizonte.
    Sus orejas se respingaron al percatarse de un leve susurrar. Levantó la cabeza y miró alrededor, y entonces vio a Sarabi acercándose hacia él; sus patas se movían alegremente mientras se acercaba y se sentaba a un lado de Taka. “Hola, Sassie,” dijo alegremente. Alzó una ceja al percatarse de lo que Sarabi llevaba en la boca. “¿Qué traes ahí?”
    Sarabi se aproximó a él y depósito la liebre a sus pies; después se paró frente a Taka. Lo acarició fuertemente, provocando que él perdiera su balance y chocara contra el muro de la cueva. “Es para ti, cariño,” ronroneó mientras le daba la vuelta y lo acariciaba por el otro lado. “Es algo especial.” Se detuvo frente a Taka, se sentó y sonrió; sus ambarinos ojos brillaban de dicha.
    “¿Ehhh?” Taka miró la liebre muerta y después observó con detenimiento la enigmática expresión de Sarabi. Miró una vez más la liebre y entonces tragó algo de saliva. “Oye, Sassie…”
    “¿Mm-hmm?”
    “Ehhh, a mí me parece que es una liebre cualquiera.”
    Sarabi irguió la cabeza y sonrió. “¿En verdad?”
    El tono en su voz hizo que Taka la mirara con mayor interés. Intentó abrir la boca para preguntarle qué era lo que estaba pasando, pero las palabras se congelaron en su boca antes de poder salir. Se quedó mirándola fijamente.
    En la mejilla izquierda de Sarabi estaba impresa la rojiza huella de una leona, goteando levemente ante la brisa vespertina.
    “¡Oh-ho!” Una sonrisa se dibujó en el rostro de Taka; se puso en pie y frotó su mejilla contra la de Sarabi. El sonido de sus ronroneos retumbaba con gran estrépito ante el silencio del atardecer. Finalmente, Taka se sentó. Observó detenidamente el rostro de Sarabi, incapaz de contener su alegría.
    “¡Miren a mi hermosa leona!” Le acarició la mejilla una vez más; Sarabi le respondió lamiéndole lentamente la mejilla, provocándole a Taka una agradable sensación que le recorrió la espalda. “Todo lo que tiene que ver contigo me emociona.” Se inclinó y frotó su rostro contra el pecho de Sarabi. “Puedo escuchar tu corazón, Sassie.” Sarabi se estremeció y cerró sus ojos mientras Taka le recorría sus contornos, perdido en su propia ensoñación. “¡Orgullosas y fuertes caderas de leona, gritando por amor!”
    Los ojos de Sarabi se abrieron abruptamente y se dio la vuelta; alzó la pata y le dio una bofetada a Taka. “¡No me toques así! Aún no estamos comprometidos.”
    Taka se frotó la adolorada mejilla. Sus ojos se humedecieron levemente, “No estaba intentando VIOLARTE. Tranquilízate, chica. Dentro de poco estaremos comprometidos.”
    “Pero aún no lo estamos.”
    “¿Y qué tiene de malo?” Se alejó alguno paso y la miró. “¡¿Estás avergonzada de mí o que pasa?!”
    “¡No! ¡¿Es que acaso tratas de probar algo?! Mira, es sólo que pienso que no está bien. Tienes que respetar mis sentimientos.”
    “¿Y crees que yo no tengo sentimientos?” añadió mordazmente.
    “Pues es obvio que tienes UN sentimiento que necesitas calmar.” Se dio la vuelta y se alejó latigueando la cola con furia. Taka permaneció paralizado mientras la observaba alejándose. Bajó la vista hacia la liebre muerta que permanecía en el mismo lugar en el que Sarabi la había dejado. Se inclinó sobre ella y la olfateó con desgano.
    “Bien hecho, idiota,” murmuró.
    Conforme pasaron los días Mufasa hizo excelentes progresos en el aprendizaje de su parte en la Ceremonia de Cubrimiento. Taka, por el contrario, tenía algún tiempo sin practicar. A Rafiki le preocupaba que un desastre estuviera a punto de ocurrir.
    Finalmente su paciencia se agotó y convocó una audiencia con el Rey. Se sentía muy mal tener que poner a Taka en aprietos, pero no deseaba que el muchacho inadvertidamente arruinara el que sería uno de los días más importantes de su vida. Zazú le indicó al mandril que aguardara mientras le notificaba a Ahadi de su presencia.
    No tuvo que esperar mucho tiempo.
    “Su Majestad, desearía que tuvieras una plática con tu hijo Taka. Ha tenido muy poca práctica.”
    Ahadi lo observó y parpadeó muy confundido. “¿¿Es que acaso lo has visto??”
    “¿Su Majestad?” Era el turno de Rafiki para mostrarse sorprendido.
    “Taka está perdido. Su madre y yo estamos volviéndonos locos. Si llegas a verlo, dile que quiero que se reporte conmigo INMEDIATAMENTE.”
    “Sí, Señor.” Rafiki se alejó, preguntándose en qué clase de lió se había metido Taka. “Ese chico me va a matar un día de estos.”
    Rafiki rodeó los altos pastizales que lo conducían a su casa cuando repentinamente vio algo que se aproximaba hacia él. Los tallos del pasto se abrieron ante él revelando un rostro bañado en lágrimas que pertenecía a una leona que conocía muy bien. “¡Sarabi! ¿Has visto a Taka?” Rafiki alzó su cabeza con algo de curiosidad y miró el entristecido rostro de Sarabi. “¿Qué sucede?”
    Sarabi rompió en lágrimas. “¡Se ha ido! ¡Ha huido de aquí, y todo es culpa mía!”
    “¿Cómo es eso?”
    “Él cree en esa profecía, pero nunca antes me di cuenta de qué tanto creía en ella hasta esta mañana.”
    “¿Y qué pasó?”
    “Él pensaba que si permanecía aquí la profecía se realizaría. Quería que yo fuera con él, pero no pude hacerlo.”
    “Así que no es tu culpa después de todo.”
    “Pero yo…” Sarabi suspiró. “¿No puedes decirle que todo fue un error? ¿Que todo es sólo una horrible pesadilla?”
    Rafiki le acarició la mejilla suavemente. “Pequeña mía, no fue un error. No quiero que te preocupes, pero alguna abominación del más allá vino a este mundo a través del pasaje que yo abrí. Mucho me temo que se trata de un Makei. Muchos de los problemas de Taka los ocasiona él mismo, pero este ha sido ocasionado por mentiras muy bien planeadas, mentiras enterradas tan profundamente en su corazón que sólo Dios es capaz de erradicarlas. Mucho me temo que Taka no podrá encontrar paz en esta vida.”

    CAPÍTULO XLI
    LA LEY

    Durante los siguientes meses Rafiki vio, incapaz de hacer algo al respecto, como su relación con Taka iba de mal en peor. Aunque Taka era el gran favorito de Rafiki a la mayoría de las leonas no les agradaba el joven león y Zazú se dirigía a él con abierto desprecio, pero el afecto de Rafiki hacia él era firme. Sin embargo, todos los intentos de Rafiki por mejorar su relación con Taka eran mal interpretados por él.
    Finalmente, cuando Sarabi dejó a Taka y se desposó con Mufasa—y muchos pensaron que Taka se lo tenía bien merecido—los frágiles límites de su cordura comenzaron a desaparecer. Rafiki se vio en la necesidad de evadir constantemente a Taka para evitar alguna herida “accidental.” El hecho de que Taka parecía estar poseído hacía cada vez más difícil que Rafiki evadiera esas confrontaciones y pudiera seguir ejerciendo sus labores de chamán.
    Fue en medio de toda esa desdicha que Sarabi, llena de optimismo, anunció que su amor por Mufasa muy pronto traería nueva vida al mundo. Aquellas palabras reconfortaron a todos—con la excepción de Taka. Había veces en que Taka rezaba oraciones llenas de belleza, pero había otras ocasiones en que maldecía a Dios y desafiaba al universo entero. Desde ese punto de vista estaba siendo partido en dos desde el interior, yendo del odio al amor y viceversa. Rafiki trataba, tímidamente, de avivar la bondad que estaba en el interior de su sobrino. Una vez, cuando Taka estaba inmerso en sus oraciones, Rafiki se aproximó a él y le ofreció un bocadillo.
    “Te quiero mucho, mi precioso muchachito. ¿Recuerdas cuando Makedde les contaba historias? ¿Recuerdas cómo solías escabullirte para buscar algunos bocadillos extras?”
    Taka lo miró con furia. “¡Déjame sólo! ¿¿Es que no tienes misericordia??”
    “La misericordia nace del sufrimiento. La misericordia nace de la muerte y la desesperanza. La misericordia es algo que sólo puede ser entendido por quien ha sufrido, pero yo también he querido. Te he querido a ti, he aliviado tus fiebres y he curado tus heridas. No me rechaces, Fru Fru. ¡No me claves esa espina en mi corazón!”
    “¡No me llames así!” gruñó Taka. “Mi nombre es Skar, ¿lo recuerdas? Así es como todos me llaman. Es muy difícil de olvidar; ¡tan sólo tienes que mirarme a la cara para poder recordarlo!”
    Rafiki pasó su mano por encima de su propio rostro, arrugado y profundamente marcado. “¿Y es que acaso yo soy diferente? Ambos hemos sido marcados por la pena con cicatrices que todos pueden ver, pero yo llevo mis cicatrices con orgullo porque son la marca del amo, el amor que siento por ti, pequeño mío.”
    La furia en el rostro de Taka se desvaneció. Se dio la vuelta, caminó hacia una esquina de la cueva, se dejó caer sobre el suelo y comenzó a sollozar. “¡Oh dioses! ¡Desearía estar muerto!”
    Rafiki se acercó a él, lo abrazó, le acarició la melena y lo besó en la mejilla. “¡No, mi pequeñito! ¡No digas eso, Fru Fru! Sabes que me lastimas cuando la haces. Yo te salve una vez. ¡Vas a vivir para siempre! ¡Tienes que vivir! ¡Tienes que hacerlo!”
    Taka levantó su pata y la colocó suavemente sobre Rafiki. “Quédate un poco más. No me vendría mal un poco de compañía en estos momentos.” En aquel instante Rafiki se sintió perfectamente seguro y muy querido.
    Había ocasiones como esa, pero también había otras muy obscuras en las que Rafiki temía por su vida. A pesar de todo, el viejo mandril les había prometido a Ahadi y a Akase que cuidaría de Taka por mientras que Aiheu le permitiera vivir.



    CAPÍTULO XLII
    ¡KOH’SUUL!

    Después del matrimonio de Mufasa y Sarabi desapareció toda la dicha que existía en la vida de Taka. Lo único que mantenía su espíritu y cuerpo unidos era el incondicional amor de sus padres, en particular el de su madre, pues ella era capaz de ver la añoranza de amor tan infantil e inocente que había en Taka, y respondía a esa necesidad de la misma forma en que siempre lo había hecho desde que su hijo era un pequeño cachorro.
    Rafiki conservaba una vaga esperanza por Taka. Se había negado resueltamente a llamarlo “Skar,” pues aquel tejón también lo había lastimado a él. Era de mañana y el viejo mandril estaba en su baobad, rezando. “¡Mano, Minshasa, protejan a su pequeño! ¡Protejan a Taka de la influencia del Makei! ¡Traigan de vuelta el brillo de su mirada! ¡Tengan piedad de él!”
    En ese momento Zazú entró revoloteando al baobad, invadido por el pánico. “¡Rafiki, ven rápido! El Rey está ardiendo en fiebre—¡está moribundo!”
    A Rafiki le tomó una eternidad poder llegar hasta la cueva, a pesar de que hizo todos sus esfuerzos. El mandril llegó a la cueva sin aliento, llevando consigo una pequeña bolsa con polvo de Chi’pim y su bastón.
    Rafiki tomó un poco de agua de la cisterna, mezcló el Chi’pim en ella y le dio la infusión a Ahadi para que le bajara la fiebre y recuperara el sentido. Después de que Ahadi bebió la medicina le examinó los ojos e incluso el interior de los párpados. Le introdujo su pulgar en la comisura de la boca y le examinó el interior. Después le escuchó el pecho. Su expresión era muy seria.
    Condujo a Akase a la parte trasera de la cueva. “¿Ha tenido problemas para dormir últimamente?”
    “Sí.”
    “¿Y cómo le ha ido con el agarrotamiento?”
    “¿Te habló de eso?”
    “No. Mucho me temo que no. Es un síntoma del Koh’suul.” Le susurró al oído, “Cuando vuelva en sí, llévalo a las orillas del bosque.”
    “¿A dónde?”
    “Al lugar más adecuado. La fiebre va a cesar, y podrá pensar claramente por un par de horas. Pero debes apresurarte, pequeña mía. No vivirá para ver la luna.”
    “¡Oh dioses, no!”
    “¡Shhh!”
    “Eres un chamán,” le susurró en voz baja pero llena de desesperación. “¿Es que no puedes hacer algo por él? ¿Cualquier cosa? ¡No puedo permitir que la muerte me lo arrebate de esa manera! ¡No puedo!”
    El viejo mandril la miró a los ojos y le cerró los párpados con el pulgar muy suavemente. “No te preocupes, Aiheu te ha mostrado piedad a su manera.” En silencio le trazó un círculo alrededor del ojo derecho con la yema del dedo y después la tocó por debajo de la barbilla. “Dos, quizás tres días de soledad. Utiliza ese tiempo para prepararte.”
    “Oh.” Asintió al tiempo que las lágrimas caían por sus mejillas. “Entiendo. Aiheu es misericordioso. Si tan sólo pudiese ver a mi nieto antes de morir. Dile que lo amé aún antes de que llegara al mundo.”
    Rafiki le limpió las lágrimas de su rostro. “Si los amas, no te despidas. No debes beber de manantiales o arroyos hasta que hayas cruzado la pradera. No deberás descansar hasta que hayas encontrado el lugar apropiado. Tendré que purificar la caverna para que sea segura.” Rafiki besó a Akase. “¿Hay algo que quieras que le diga a Mufasa?”
    “No, sólo despídeme de él.” Suspiró profundamente. “Mi pobre Taka, no viviré lo suficiente para decirle lo que siente mi corazón. Prométeme que cuidarás de él. Es tan dependiente. Prométeme que lo harás.”
    “Te prometo hacer todo lo posible.”
    “¿Murmurando a mis espaldas, querida?” Era Ahadi, quien ya se encontraba un poco recuperado.
    “Sólo le contaba a Rafiki acerca de la sorpresa. No te has sentido bien últimamente, y ahora que la medicina te ha ayudado, estoy segura de que podrás acompañarme para ver algo muy especial.”
    “Sí, estoy mucho mejor. No tienes que forzarme a ir; sé que es una sorpresa agradable. No creas que no sé que mi tiempo se acaba. La muerte me ha estado acechando—ahora está ansiosa por capturar a su presa.” Observó a Akase con dulzura. “Te hizo la señal de Aiheu. ¿Debo suponer que estamos juntos en esto, amada mía?”
    “Como siempre.” Akase lo acarició suavemente.
    Con el corazón abatido Rafiki recolectó pasto seco de la sabana y lo juntó en una pequeña pila, en el interior de la cueva; en la cima del montón de pasto colocó algunos helechos y después roció todo con Alba pulverizada. Tomó una vasija de barro que contenía unos carbones encendidos que hecho sobre la pila de pasto.
    El carbón comenzó a satisfacer su fogoso apetito al tiempo que el interior de la cueva se llenó con el penetrante olor del obscuro humo.
    “¡Fuego! ¡Fuego!” Era Taka. El joven león entró corriendo al interior de la cueva, tosiendo y respirando pesadamente a causa del humo. “¿Hay alguien aquí?”
    “Debes salir de aquí,” dijo Rafiki.
    “¡Tú, mono imprudente! ¿¿Qué crees que estás haciendo?? ¿¿Acaso has perdido la razón?? ¡Cuando Mamá y Papá vean esto te darán tu merecido!”
    “Ellos jamás verás esto,” contestó Rafiki. “Fue el Koh’suul. Huye de aquí. Corres un gran peligro si permaneces en este lugar.”
    “¿Koh’suul?” Taka se quedó estupefacto. “Pero eso es mortal. ¿Intentas decir que Papá está muriendo? ¿Mamá lo sabe?”
    “Akase se ha marchado con él.”
    “¡¿Qué?!” Taka esta petrificado. “Ella estaba sana. La vi esta mañana. ¡Estaba sana! ¿Qué quieres decir con eso de que se ha marchado con él? ¿¿Sin decírmelo?? ¡Se va a contagiar! ¿¿En dónde está ella??”
    “No puedes verla. Significaría tu muerte. Lo siento, pero ella ya lo había contraído cuando llegué. La muerte la ha marcado.”
    “¡Debo verla!” Taka se abalanzó sobre Rafiki, aprisionándolo contra el suelo. “¡Dime en dónde está, si es que aprecias tu vida!”
    “Tu madre me hizo prometerle que cuidaría de ti. Si debes matarme, entonces hazlo.”
    Taka estaba lleno de confusión y tristeza; finalmente liberó a Rafiki. Se dio la vuelta hasta quedar de frente al muro. “Sassie no me ama. Mi hermano no me ama. Los dioses no me aman. Todo lo que tenía en el mundo estaba aquí. Ahora estoy completamente solo. Están matándome pedazo a pedazo. Esta vez han matado mi corazón.” Se estremeció. “Puedo caminar y hablar, pero en mi interior estoy muerto. Muerto.”
    “Debe haber algo que pueda hacer por ti,” dijo Rafiki, poniéndose en pie.
    “¿Es que no has hecho ya suficiente?”
    “Eso no es justo, Taka. Cuando era joven, mi madre murió a causa del Beh’to. Antes de que su vida terminara se golpeó la cabeza con un tronco, una vez tras otra, en un desesperado intento por aminorar sus dolores. Yo la vi morir presa de la más horrenda agonía. Fue entonces cuando supe que mi deber era convertirme en chamán. No quería volver a sentirme tan impotente.”
    “¿Entonces por qué no los ayudaste?”
    “Conforme crecía mi conocimiento me di cuenta de que con cada respuesta llegaban nuevas preguntas. No puedo aliviar todas las heridas, así que más importante que mis hierbas y hechizos es saber las palabras correctas para reconfortar el Ka cuando estos frágiles cuerpos de Ma’at sucumben.”
    “Entonces di algo que logre reconfortarme.”
    Rafiki se acercó a Taka y le acarició la melena. “He estado pensando en la profecía. Pienso en ella constantemente. Oh, estaba tan seguro de lo que quería hacer con mi vida dentro de un año, cinco años, diez años… Ahora estoy comprometido para luchar con esto. Todas mis esperanzas y sueños se han desecho. Desde ese punto de vista ambos somos iguales, amigo mío. Nuestros sueños infantiles se han terminado. La mañana ha llegado, y tenemos que despertar y encarar la realidad de frente al sol. Debemos encontrar algo verdadero en la luz del sol, algo que nos complazca, y aferrarnos a ello. Todo lo demás es vanidad.”
    “Eres un mono tonto,” dijo Taka. “Pero hasta un tonto puede decir las palabras correctas, de vez en cuando.”
    Por la tarde Zazú reportó la muerte del Rey.
    Rafiki se acercó a Mufasa, lo abrazó y le susurró, “Llegó la hora.”
    Mufasa comenzó a ascender lentamente hacia el promontorio de la Roca del Rey. Cuando llegó a la cima se detuvo. Levantó la cabeza y rugió. Era un rugido lleno de dolor y tristeza que desgarró los cielos; las leonas se le unieron. El Rey ha muerto. Que viva el Rey.
    Las siguientes semanas afectaron lo mismo a Mufasa que a Taka. La muerte de Ahadi y Akase los dejó sin guía alguna, y tuvieron que aprender a confiar en ellos mismos. El golpe emocional fue especialmente fuerte en Taka, aunque Mufasa estuvo a punto de desmoronarse por las presiones del gobierno. Constantemente acudía con Rafiki en busca de ayuda.
    El mandril solía cruzarse de brazos y reír ligeramente. “¿Por qué me preguntas a mí? Tú eres el Rey; yo sólo soy un mono viejo y ordinario.”
    “No eres ordinario. Eres mucho más sabio que yo.”
    Rafiki sacudía su cabeza vehementemente. “¡No! Sólo soy mucho más viejo.”
    Mufasa estaba algo nervioso. “Tienes un don, Rafiki. Puedes ver el futuro. ¿Podrías decirme cual es el camino que debo seguir?”
    “Ah, así que de eso se trata.” Gruñó levemente mientras se sentaba sobre una pequeña roca. “Ven acá, muchacho.”
    Mufasa obedeció y se sentó a un lado del mandril. Rafiki se puso en pie y le dio un golpecito a Mufasa en el hombro. “Dioses, como has crecido. Aún recuerdo al pequeño cachorro que iba a verme para que le diera algunos bocadillos.”
    “Me agradaba visitarte,” contestó Mufasa.
    “Déjame darte un consejo. No será tan sabroso como un bocadillo, pero reconfortará tu espíritu.” Rafiki se inclinó sobre él. “Mufasa, es mejor no estar atado al futuro. Lo natural es que las cosas pasen cuando deban pasar. Tu hermano está atado al futuro. El destino se trepa sobre él como una enredadera, pero observa lo que pasa cuando la enredadera crece demasiado.” Rafiki tomó uno de sus bastones; la parte superior de éste estaba enrollada y torcida. “Llegará a dominar tu vida, partiendo tu camino en muchas direcciones. Dejarás de ACTUAR y comenzarás a REACCIONAR. Serás como una roca que sólo puede permanecer en un lugar, quieta e indefensa, esperando a que el futuro la conduzca por su camino.”
    Mufasa suspiró. “Supongo que tienes Razón. Es sólo que… me preocupa tomar decisiones equivocadas.” Miró a Rafiki con una expresión llena de honestidad. “No quiero arruinar la vida de los demás por causa de una mala decisión.”
    Rafiki se quedó sin habla ante aquellas palabras. En su mente estaba fijo el recuerdo del pequeño Taka, agazapado en una esquina del baobad y gritando lleno de terror. “¡No! ¡No puede ser! ¡Dime que no es verdad!” Jadeó y dejó caer su bastón.
    Mufasa parpadeó y lo miró. “¿Te encuentras bien?”
    Rafiki suspiró profundamente. “Estoy bien, muchacho. Es que no creo que sea prudente que te auxilie en cada pequeña decisión. Aún así, supongo que no le haremos daño a nadie si te ayudo en ESTA OCASIÓN.” Rafiki suspiró lenta y profundamente. “Ven al baobad hoy por la tarde, y ven solo. No se lo digas a nadie.”
    El día parecía interminable. Zazú se presentó con varios reportes a los que Mufasa prestó poca atención; su mente estaba fija en el cielo vespertino.
    Rafiki también estaba inquieto. Durante toda la tarde se dedicó a rezar y preparase. Acomodó muy cuidadosamente una gran dosis de mortal Euphractus a un lado el cuenco de hidromancia. A la primera señal de problemas lo tomaría para cerrar su boca para siempre. Nunca más sería usado por un Makei como un arma para herir a sus seres queridos.
    Mufasa se encontraba pidiéndole al sol que apresurara su marcha. Finalmente, la refrescante brisa vespertina cubrió la pradera; Mufasa se disculpó con los demás. Se deslizó a través de las sombras de la noche y recorrió los ya conocidos caminos que lo conducirían al baobad. Rafiki lo recibió calurosamente y le indicó que aguardara afuera.
    Rafiki entró en el baobad y se dirigió al cuenco de hidromancia; la superficie del agua se movió ligeramente por la brisa que soplaba en el interior de la casa.
    “Mano, protégenos. Mano, prepáranos. Mano, te damos las gracias.” Tras terminar sus plegarias se sentó con las piernas cruzadas frente al cuenco de hidromancia. Sobre la superficie del agua se formaron ondas durante un largo momento para después desaparecer. Rafiki sintió un estremecimiento y después todo se obscureció en torno a él.
    Comenzó a deambular entre las sombras, flotando apaciblemente. Éste tan sólo era el comienzo del proceso; algunas veces le parecía que pasaban horas para que llegara a él la visión. La impaciencia tan sólo lograba romper su concentración y retrasar el proceso, así que se relajó y aguardó pacientemente.
    Repentinamente la obscuridad se profundizó; Rafiki sintió un temor que lo hizo estremecerse. Pudo sentir la helada presencia de la muerte, aún más fría que el viento ártico, soplando junto a él. Sintió que algo comenzaba a arrastrarlo, jalándolo inexorablemente con la fuerza del hierro. Retrocedió violentamente al percatarse de que justo frente a él había dos ojos llameantes que emanaban una luz fría e incapaz de iluminar la profunda obscuridad en la que se encontraba. Comenzó a sentir un dolor en sus manos que no tardó en extenderse hacia sus brazos en una tremenda oleada de agonía. Repentinamente los llameantes ojos se desvanecieron junto con la sensación de ser arrastrado; Rafiki comenzó a deambular por entre la obscuridad, gritando por el terror al tiempo que invisibles siluetas lo abofeteaban sin piedad alguna, en medio de una espantosa e invisible corriente de fuerza…
    Entonces abrió los ojos y vio el cuenco de agua resplandeciendo bajo la brillante luz de la luna que se filtraba a través de las hojas del baobad. Se estremeció después de haber vivido aquella aterradora experiencia; se sentó un momento para tratar de recobrar la compostura. “¿Mufasa?”
    El león apareció rápidamente. Comenzó a hablar, pero se detuvo al percatarse del pálido rostro del mandril. “¿Te encuentras bien? Parece que hubieras visto un fantasma.”
    Rafiki se rió entrecortadamente. “Se supone que debo ver fantasmas, muchacho. Ese es mi trabajo, ¿lo recuerdas?” Extendió una mano hacia el suelo para ponerse en pie, pero respingo. Sentía un profundo dolor en sus manos; bajó la mirada y observó los rasguños que había en ellas, rasguños que desaparecieron casi al instante en que los vio, dejando tan sólo el dolor.
    Mufasa bajó la mirada con curiosidad. “¿Qué sucede?”
    “Nada. Es sólo un poco de mifupa que se me está acumulando en los huesos.” Flexionó sus manos cuidadosamente. “Tuve una visión muy extraña.”
    Mufasa alzó una pata; la expresión que había en su rostro, tan similar al de su padre, rompió el corazón de Rafiki. “Espera, amigo mío. Mientras aguardaba allá abajo estuve pensando sobre lo que me dijiste por la mañana. Ya no quiero saberlo. Quiero hacer mi propio destino.”
    Rafiki se sintió relajado y sonrió ligeramente. “Y dijiste que no eras sabio.” Colocó su mano sobre el hombro de Mufasa. “Muy bien, pero permíteme darte este pequeño consejo: algunos de nosotros estamos destinados a vivir vidas largas y otros no. Sin embargo, un poco de precaución jamás ha acortado la vida de alguien.”
    “Es un buen consejo para un rey.” Mufasa sonrió. “Muchas gracias, amigo mío.” Se dispuso a marcharse pero se detuvo un momento. “¿Estás seguro de que no quieres decirme nada? En verdad te veías asustado.”
    “No, amigo mío.” Rafiki puso sus brazos alrededor del cuello de Mufasa y le dio un rápido abrazo. “Es sólo que a veces me preocupo por ti. Supongo que son sólo los nervios de un mono viejo y tonto.” Retrocedió algunos pasos y agitó las manos hacia el enorme león, como si tratase de ahuyentar a una mosca. “¡Largo de aquí! Sassie debe estar esperándote.”
    “Bueno, ya que lo pones así…” Mufasa se río mientras desaparecía por entre las sombras de la noche. Rafiki lo observó alejarse y después alzó las manos hacia su rostro; su sonrisa se desvaneció al observar los rojos puntos que habían quedado en ellas.
    Al día siguiente Rafiki habló a solas con Uzuri. “Me preguntaba si podrías hacerme un pequeño favor.”
    “Por supuesto.”
    “¡Shhhh! No tan fuerte. Si hubiese la necesidad de que Mufasa te acompañara en las cacerías, por favor se muy cuidadosa. No me gustaría que alguien saliera lastimado.”
    “Siempre pongo mucho cuidado en cada cacería sin importar quienes vayan.” No le dio mucha importancia al asunto y meneó ligeramente su cola, como suelen hacer los leones en esos casos. “Aún así, a nadie le haría daño un poco más de precaución.” Uzuri observó a Rafiki cautelosamente. “¿Por qué? ¿Sucede algo malo?”
    “Es sólo un presentimiento.” Suspiró profundamente al tiempo que le daba un golpecito en el hombro. “No te preocupes, no creo que sea muy importante.”



    CAPÍTULO XLIII
    ASUNTOS FAMILIARES

    La cálida luz del sol alumbraba la espalda del viejo mandril, extendiendo su oscilante sombra por enfrente de él mientras caminaba entre la multitud de animales. Rafiki asintió y sonrió a los familiares rostros que estaban frente a él mientras se desplazaba entre la muchedumbre; los animales retrocedían ante su paso cual una marea viviente. Finalmente llegó a la base de la Roca del Rey y comenzó a escalar por las empinadas rocas muy cuidadosamente, asiéndose de las desgastadas rocas mientras ascendía hacia la cima.
    Extendía y curvaba los brazos hacia el firmamento para después dejarlos caer sobre la ladera del promontorio al tiempo que se impulsaba hacia el frente. Equilibró su peso y, al levantar la cabeza, pudo ver la imponente silueta de Mufasa, quien lo aguardaba silenciosamente. El viento agitó ligeramente la melena de Mufasa al tiempo que una sonrisa se dibujaba en su rostro. Rafiki le devolvió la sonrisa, colocó su bastón en el suelo y abrazó a su viejo amigo. Los dos permanecieron así por un momento para después darse la vuelta y mirar por detrás de Mufasa.
    Sarabi yacía recostada silenciosamente; sus patas envolvían amorosamente una pequeña bolita de pelo que se había convertido en el centro de todo su universo. Mufasa se acercó a Sarabi y ella lo acarició para después hundir la cabeza en la suave melena de su esposo. Los ronroneos de ambos se fusionaron en un suave rumor. La feliz pareja bajó la mirada hacia el pequeño fruto que su amor había traído al mundo.
    Rafiki se aproximó muy despacio y observó con interés al cachorro que yacía al lado del pecho de Sarabi. La pequeña cabeza se dio la vuelta y miró al viejo simio; sus jóvenes ojos se abrieron y observaron a Rafiki con una extrañeza que deleito al mandril. Sarabi sonrió y asintió, tras lo cual Rafiki levantó suavemente al cachorro y lo sostuvo contra su pecho al tiempo que sentía su suave ronroneo. Miró a Mufasa y a Sarabi por un momento, después se dio la vuelta y se dirigió hacia el promontorio. Al llegar a la cima miró con fascinación la basta muchedumbre de criaturas vivientes que estaban congregadas frente a él. Aquella visión le robó el aliento, y entonces sostuvo en alto al pequeño cachorro para que todos lo contemplaran. “Que la brisa sople en ti gentilmente,” susurró suavemente al tiempo que la multitud bajo el estallaba en júbilo. “Que el sol te alumbre con esplendor. Que los dioses te guíen a su corazón.”
    Las nubes se apartaron y despejaron el cielo como respondiéndole, y un brillante haz de luz descendió directamente sobre él, deslumbrándolo. Un dorado resplandor rodeó al cachorro que sostenía en sus manos, y lo único que pudo hacer fue observar lleno de fascinación mientras los animales que estaban debajo se arrodillaban en reverencia.
    Finalmente bajó al cachorro y lo sostuvo entre sus brazos por un momento para después regresarlo al lado de su amorosa madre. Sarabi sonrió radiantemente y lo acarició. “Muchas gracias, Rafiki.”
    Mufasa acarició a su hijo una vez más, luego se dio la vuelta y ascendió por entre las rocas muy cuidadosamente al tiempo que su buen humor se disipaba paso a paso. Tenía que hacer una visita no muy grata.
    Un poco apartado de aquel dichoso lugar había una pequeña ratoncita que se agitaba violentamente, presa del pánico, mientras pendía en el aire; su cola estaba atrapada entre dos enormes garras. Taka observaba al roedor a través de la pequeña distancia que los separaba, sintiéndose como si estuviera ardiendo en llamas. Balanceaba a la ratoncita de un lado a otro, viendo con ocio el ligero destello que emanaba de aquellos pequeños y brillantes ojos negros inundados por el terror.
    “La vida no es justa, ¿verdad?” le preguntó al atemorizado roedor. “Verás, yo nunca seré rey…” Dejó salir una ronca risa y después observó a su prisionera con un gesto de burlona compasión. “…y tú nunca verás la luz de otro día.” Se rió ligeramente y abrió las mandíbulas, exponiendo de esa manera sus tremendos colmillos que resplandecían ante la luz matutina. “Adieu.” Cerró los ojos y extendió su lengua expectantemente, preparándose para saborear con deleite el crujido que el pequeño roedor haría en su boca antes de que lo tragara por completo.
    Por detrás de él se escuchó una voz que últimamente se había convertido en una constante molestia para él. “¿Nunca te dijo tu madre que no jugaras con tu comida?” Zazú miró a Taka; el león bajó a la ratoncita al suelo y suspiró con exasperación.
    “Ahhh, ¿y ahora que quieres?” gruñó.
    “Vengo a comunicarte que el Rey Mufasa está en camino,” le informó Zazú alegremente. “Espero que tengas una buena excusa por haber faltado a la ceremonia.”
    Las garras de Taka se flexionaron por el disgusto y pudo sentir como la ratoncita lograba escapar de su aprisionamiento. La pequeña criatura salió corriendo a través del suelo y en dirección de una gruta por la que logró escabullirse. “Zazú, me hiciste perder mi bocado,” gruñó con disgusto.
    El almuerzo se convirtió en la última de sus preocupaciones cuando Mufasa apareció finalmente.
    “Sarabi y yo no te vimos en la presentación de Simba,” dijo el hermano de Taka. “Por favor, dime que estabas enfermo,” pensó Mufasa. “No me importa si es verdad o no.”
    El alma se le fue a los pies cuando Taka lo contempló con profundo desdén. “¡Ohhh! ¿Era hoy? ¡Ohhh! ¡Me siento en verdad terrible!” Taka se estiró, recargó sus garras sobre la superficie de una roca y rasgó sobre ella provocando un chirrido que le hizo que Mufasa rechinara los dientes. “Se me debe haber pasado.”
    “¿Sí? Eso es algo imperdonable. Como hermano del Rey, tú debiste estar en primera fila.” Zazú observó a Taka fijamente; su hostilidad se desvaneció rápidamente al tiempo que se alejaba de los filosos colmillos de Taka que se cerraban frente a él.
    “Yo estaba en primera fila,” dijo Taka ásperamente, “hasta que llegó esa bola de pelos.” La pequeña oportunidad que habría podido tener para ser alguien se había desvanecido con el nacimiento de aquel cachorro.
    Mufasa sintió que su sangre comenzaba a arder ante aquel insulto. “La bola de pelos,” gruñó con ira, “es mi hijo, y tu futuro Rey.”
    La discusión se fue cuesta abajo a partir de ese momento. Taka emergió de la cueva muy enfurecido; su cola se movía de un lado a otro, golpeando con furia mientras el león apartaba con ira las rocas que se atravesaban en su camino. ¡Su propio hermano lo había retado! ¡Por los dioses! Y nada menos que enfrente del idiota de Zazú. Taka gruñó con disgusto y se dejó caer sobre unos matorrales, ocultando la cabeza entre las patas.
    Rafiki lo encontró en ese lugar algunos minutos después. “¿Taka? ¿Por qué te estás escondiendo ahí?”
    “¿A quién puede importarle lo que yo haga? Ya tienen a su príncipe,” dijo entre dientes y mordiéndose el labio bruscamente. “Ya nadie me necesita.”
    Rafiki se aproximó a Taka y se atrevió a colocar su brazo sobre él; se relajó cuando vio que el león no hacía ningún esfuerzo para alejarse. “No seas ridículo, por supuesto que te necesitamos. Simba necesitará a su madre y a su padre más que cualquier otra cosa en el mundo, pero habrá momentos en los que necesitará a alguien más con quien hablar, y ese alguien es su tío.” Rafiki vio a Taka cara a cara. “Tú eres especial, Fru Fru. Simba compartirá contigo cosas que no le dirá a nadie más. Tú serás su mejor amigo y su más confiable mentor.”
    “¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?” inquirió Taka.
    “Por que yo tengo a mi propio sobrino, ¿o acaso ya lo olvidaste?” le dio un ligero golpecillo a Taka en la punta de la nariz con su dedo.
    El león respingó, miró a Rafiki a los ojos por un momento y después sonrió con sinceridad. Era la primera vez que Rafiki lo veía sonreír así desde la muerte de Ahadi y Akase. “Tienes razón. ¡Por los dioses! ¡Iré a verlo en este momento!” Se puso en pie y abrazó al sorprendido mandril. “¡Muchas gracias!”
    Algunos momentos después Sarabi se sorprendió al ver los brillantes ojos verdes de Taka parpadeando temerosamente entre la penumbra de la cueva. “¿Sassie?”
    “¿Sí?”
    Taka se aproximó inquietamente. “¿Puedo… me preguntaba si podría… verlo?”
    “¿Verlo? Pudiste haber hecho mucho más que eso si hubieses estado aquí esta mañana,” respondió Sarabi fríamente. “¿Por qué habrías de molestarte ahora?”
    Las orejas y los bigotes de Taka se retrajeron mientras bajaba la mirada. “Me equivoqué,” dijo suavemente. “Lo siento mucho.” Se dio la vuelta y se dispuso a marcharse; su cola se arrastraba sobre el suelo mientras se alejaba.
    “¡Espera!” Sarabi lo miró por un momento. “Ven aquí.” Levantó la pata mientras Taka se inclinaba lentamente sobre ella; poco a poco comenzó a descubrir al pequeño y somnoliento cachorro ante la atónita mirada de Taka, quien permaneció observando aquella pequeña silueta.
    Simba yacía silenciosamente junto a su madre; la luz matutina brillaba sobre él, resplandeciendo sobre los pequeños bigotes que brotaban de su boca. El pequeño respingó y se movió ligeramente, absorto en sus placenteros sueños infantiles, disfrutando de una paz a la que Taka añoraba poder regresar. Taka se inclinó sobre el pequeño cachorro, aspiró profundamente y se inundó con la esencia de su sobrino. Tocó a Simba suavemente con la punta de la nariz. “¡Oh dioses! Sassie, es hermoso.”
    Sarabi lo observó maravillada; podía ver en él el candor que no había vuelto a ver desde su infancia. Los ojos de Taka brillaban con profundo deleite. “Sí, es hermoso.” Comenzó a lamer al pequeño cachorro, obteniendo a cambio un tardío respingo de su hijo. “Algún día será un gran Rey.”
    Taka sintió una terrible pena ante aquellas palabras; cerró los ojos fuertemente hasta que el dolor pasó. La luz que se filtraba a través de la cueva se volvió fría y apagada para él. Se sentó y observó el objeto que estaba entre las patas de Sarabi. “Oh, sí. Es como su padre.” Miró son desinterés al cachorro; las palabras caían sobre sus propios oídos cual pasto seco. No importaba a quién se pareciera aquel cachorro, nada tenía que ver con él. Miró fríamente a Simba. “Tendrá una vida interesante.”
    Se dio la vuelta y salió de la cueva.




    CAPÍTULO XLIV
    HUÉSPEDES NO GRATOS

    “…y con el corazón destrozado subiré al trono.” Taka hizo una pausa, se mordió el labio y miró a las leonas que estaban congregadas frente a él con una expresión de profunda pena grabada en su rostro. Sin embargo, en su interior había algo que bailaba y brincaba con frenética alegría. Lo había LOGRADO. ¡Por los dioses! ¡Finalmente lo había logrado! Nadie era más sabio que él. La euforia lo inundaba; suspiró profundamente, como si estuviera esforzándose por controlar el llanto.
    “Pero desde las cenizas trágicas ascenderemos para saludar el principio de la nueva era, en la que el león y la hiena se unirán, en un futuro grande y glorioso.” Tras aquella señal las hienas comenzaron a emerger de sus escondites, escabulléndose por entre las rocas y arrastrándose entre los barrancos; sus ojos destellaban bajo la pálida luz de la luna creciente que se elevaba sobre las Tierras del Reino, resplandeciendo como la guadaña de un segador que se acerca a reclamar lo que es suyo.
    Al caer la noche Rafiki salió de la cueva, conducido por Krull y dos hienas.
    Mientras descendía a empujones por el pedregoso camino recordaba con temor la maniática expresión que había en los ojos de Taka en el momento en que lo enfrentó. “Oh, Taka,” gimió Rafiki mientras los guardias lo conducían al baobad. “¿Qué es lo que te ha pasado?”
    “¡Cállate!” gruñó amenazadoramente uno de los guardias. Empujó a Rafiki por la espalda con la nariz, provocando que el mandril perdiera el equilibrio y rodara sobre la tierra. Una estridente risotada resonó en los oídos de Rafiki mientras yacía sobre el suelo, mirando el áspero pasto que se agitaba bajo la suave brisa. Una vacilante sombra se extendió frente a él; Rafiki alzó la mirada, esperando ver algún guardia abalanzándose sobre él.
    En vez de ello sólo vio el aire vacío. Frunció el ceño inquietamente mientras Krull reprendía a los guardias y los obligaba a obedecerlo para después señalar a Rafiki con una pata. “Párate, anciano. No tenemos toda la noche.”
    Mientras se acercaban al baobad Rafiki se preguntaba nerviosamente si el golpe de la muerte de Mufasa le había nublado los sentidos, pues veía sombras moviéndose en derredor suyo que se desvanecían entre las penumbras de la noche cuando volteaba la mirada. Mientras ascendían por el baobad una pequeña e inaudible voz le susurraba a Rafiki algo al oído; el mandril se dio la vuelta y miró a Krull con curiosidad. “¿Qué dijiste?”
    La hiena lo miró de reojo. “Por los dioses, ¿acaso eres un imbécil? ¡Yo no he dicho nada!” Lo empujó con la nariz al interior del baobad y lo miró firmemente a la cara. “Por la autoridad del Rey he sido nombrado el capitán de ésta guardia. Eres mi prisionero, y tu vida está en mis patas. Si te atreves a traspasar los límites en los que el Rey te ha confinado yo mismo te despedazaré, ¿lo has entendido?”
    “Muy claramente,” balbuceó Rafiki.
    “Muy bien.” Krull asintió y salió del baobad.
    El mandril lo vio descender y tomar su lugar al pie del baobad. Suspiró profundamente y se sentó; sus piernas se balanceaban sobre el árbol mientras observaba con nostalgia la vacía esquina donde alguna vez había estado la colchoneta de Makedde. Rafiki extrañaba terriblemente a su hermano, pero por lo menos él no había tenido que ver esta tragedia. Rafiki se frotó los ojos, gimió débilmente y miró su propia sombra, perfectamente nítida bajo la luz de la luna pendiendo del cielo nocturno que se extendía frente a él.
    Su rostro se llenó de confusión. La luna creciente se alzaba frente a él; una rápida mirada le confirmó que su sombra permanecía tras su espalda, que era su correcto lugar. Volteó la cabeza a su derecha y observó una obscura silueta que estaba junto a él; se preguntaba de donde podría estar proviniendo la otra luz.
    Sus ojos se abrieron de par en par al percatarse de que la sombra comenzaba a extenderse y revolotear frente a él, infiltrándose por entre las cavidades del baobad. Un tenebroso susurrar llegó a sus oídos, provocando que Rafiki sacudiera la cabeza reflexivamente. Los cabellos de su cabeza se erizaron al tiempo que un escalofrío le recorrió la espina, provocando que se estremeciera. Se arrodilló y dijo una rápida oración a Mano y Minshasa. Abrió sus ojos nuevamente y miró a la sabana; un leve gemido se escapó de sus labios.
    Innumerables siluetas giraban en torno al baobad, revoloteando de un lado a otro pero sin revelarse por completo. Alcanzó a percibir un débil siseo, como el sonido de la lluvia cayendo sobre la sabana, y ocasionalmente escuchaba susurros ininteligibles. Miró al cielo y observó las siluetas girando en torno a él, dibujando vagamente un patrón circular que le pareció familiar.
    Se inclinó al frente, se asió a una rama y se balanceó en ella; saltó de una rama a otra ágilmente hasta alcanzar su lugar favorito. Era en aquella rama donde le encantaba observar los dorados rayos del amanecer extendiéndose a través de las Tierras del Reino. Pero en aquel momento permaneció allí, indefenso y boquiabierto, observando el obscuro amanecer que tomaba lugar frente a sus ojos.
    Una obscura masa de nubes, matizada en sus extremos con el púrpura color de la ira, danzaba por encima del Cementerio de Elefantes. En uno de sus extremos había una larga proyección con la forma de un tentáculo que se extendía hacia la Roca del Rey, de cuya cima emergían las sombrías siluetas, descendiendo en espirales por el pináculo y extendiéndose sobre la pradera.
    “El Makei,” susurró Rafiki. “Está por todos lados. ¡Oh dioses! ¿Qué será de nosotros?” Alzó los ojos al cielo suplicantemente. “Aiheu, ayúdanos. Guíanos en nuestra hora necesidad.”
    Una de las sombras que danzaban en el cielo se abalanzó sobre Rafiki, le envolvió el pecho y le congeló el aliento en los pulmones. Una segunda sombra le siguió, envolviéndole el rostro. Rafiki se vio totalmente rodeado por la obscuridad; lanzó un profundo grito y cayó agitándose ciegamente entre el aire. Se golpeó contra varias ramas antes de detenerse contra el suelo, produciendo un seco sonido. Palpó los alrededores con las manos para poder alcanzar su bastón. Finalmente lo tomó y comenzó a agitarlo violentamente en derredor suyo, pero la única respuesta que obtuvo fue el ligero sonido de una carcajada. La helada sensación que sentía en su pecho comenzó a extenderse mientras caminaba a tientas, buscando algún tipo de arma; lo único que pudo encontrar fue el saco en el que guardaba sus medicinas. Se arrodilló y derramó su contenido sobre el suelo; comenzó a arrojar frenéticamente las hierbas y raíces. Se dejó caer sobre el suelo mientras sus dedos seguían buscando con desesperación. Finalmente pudo sentir la confortable suavidad de un mechón de melena que yacía hasta el fondo de su bolsa. Lo agarró débilmente, deseando poder sentir la suavidad de aquel mechón contra su rostro una última vez…
    Un infernal chirrido retumbo en su cabeza. Repentinamente el obscuro velo que se cernía en torno a él se disipó hasta que Rafiki pudo ver el brillante manto de estrellas sobre su cabeza. El entumecimiento que sentía en el pecho comenzó a despejarse; Rafiki suspiró profundamente y tosió mientras observaba el mechón de melena que estaba entre sus dedos, resplandeciendo en medio de la obscuridad con un destello que emergía desde su interior.
    “Mano,” susurró débilmente. “Muchas gracias.” Se puso en pie y miró a su alrededor. Ya no había señales de las sombras que había visto anteriormente, pero no podía pasar por alto la sensación de maldad que había en el aire. Aquella maldad lo había golpeado; había sentido el abismo de maldad amenazando con regresar, esperando con ansia el momento de devorarlo de un sólo bocado. Rafiki estrechó el blanco mechón de pelo contra su pecho, y al hacerlo la sensación se disipó inmediatamente. Asintió para sí mismo y tomó un desgarrado pedazo de piel que utilizaba para limpiar las medicinas derramadas. Lo enrolló cuidadosamente alrededor del mechón de melena y después ató al fardo un delgado cordón de piel que colgó de su cuello. Aquel improvisado relicario lucía cálido contra su pecho; Rafiki caminó al extremo del baobad. Miró lentamente hacia la Roca del Rey y después se dirigió al lugar de adoración que con tanto cuidado había tallado Makedde. Sus dedos delinearon el contorno del retrato de Simba que él mismo había dibujado en la corteza mientras una lágrima rodaba por su mejilla.
    “Pobre criatura. Tan inocente, y ahora está muerto por culpa mía.” Inundado por la tristeza paso su mano sobre la pintura, manchando así la muestra de su adoración. “De alguna manera, sin importar lo que tenga que hacer para lograrlo, voy a terminar con toda esta maldad. Juro que no dejaré de intentarlo hasta que la muerte me lleve de este mundo.”




    CAPÍTULO XLV
    LA SEQUÍA

    Conforme pasaron los meses Rafiki se dio cuenta de que aumentaba la desconfianza que le tenían el nuevo monarca y sus asistentes. Taka no era ningún tonto; sabía perfectamente que un chamán que es capaz de ver el futuro también puede ver el pasado; es mucho más fácil determinar lo que ya fue que lo que será. Rafiki fue forzado a dejar la hidromancia por las hienas que lo vigilaban.
    Había un guardia en particular que se deleitaba en atormentar a Rafiki golpeando su invaluable cuenco de hidromancia. “No te quejes, Cara Pintada,” le decía. “Yo te ayudaré a adivinar el futuro. Déjame predecir lo que va a pasar si no cuidas tu boca respecto a lo que dices de nuestro grandioso y noble Rey.” Le mostró los dientes en una fría sonrisa.
    Krull, a quien no le producía placer el atormentar al viejo mandril, le ordenaba detenerse con la mirada. “Ya es suficiente, Skulk, o te destituiré.”
    Skulk le escupía burlonamente a Rafiki, pero se marchaba sin mayor queja. De cualquier manera el viejo simio nunca se defendía, y no había mucha diversión en tratar de provocarlo.
    Rafiki miró a Krull con interés. “¿Por qué los restringes? ¿Por qué no simplemente les permites que me golpeen contra el suelo?”
    “No hay honor alguno en insultar a un mono viejo e indefenso.”
    “¡¿Indefenso!? ¡Tan sólo dame mi bastón y te mostraré que tan indefenso soy!”
    “Cálmate, anciano. No es dolor lo que necesito de ti, sino curación.” Krull respingó y entrecerró los ojos, y entonces Rafiki pudo ver la secreción que emanaba de su ojo izquierdo. “Pensé que tan sólo tenía una basura en el ojo, pero ahora me duele más que ayer. Creo que requiere de los servicios de un curandero.” Con su ojo sano miró a Rafiki. “Si eres tan bondadoso como tus amigas dicen que eres, entonces no habrá problemas con el hecho de que sea una hiena.”
    La expresión de Rafiki se suavizó. “Sé poco acerca de la bondad, pero no importa lo que seas mientras tengas una molestia.” La hiena se sentó mientras Rafiki comenzaba a examinarle el ojo con sumo cuidado.
    Krull miró curiosamente a Rafiki con su ojo saludable. “¿Por qué te odia tanto Skar?”
    “¿Es que nunca te lo ha dicho?”
    Krull se rió ligeramente. “Supongamos que no. ¿Qué tienes que decir?”
    Rafiki dejó de examinar a Krull por un momento. “Diría que en parte soy culpable.” Apartó la mirada de la hiena. “Una vez jugué con poderes que no comprendía del todo, y al hacerlo le di pie a la maldición que lo consume.”
    El ojo sano se Krull se abrió completamente. “¡Ufff! ¡Vaya que eres sincero! Una verdad a medias es como una carroña a medias—puede alargarse hasta el doble.” Le sonrió a Rafiki por un breve momento. “Háblame de esa maldición—ayúdame a entenderla.”
    Krull se maldijo a sí mismo al recordar haber dicho esas palabras. Él había encontrado comprensión al entregar sus servicios al mandril que yacía dormido frente a él. Observó el suave sube y baja del pecho de Rafiki, quien parecía estar profundamente atrapado en el cálido abrazo del sueño. La paz de la noche lo rodeaba por todos lados, y que pensó quizás nunca más tendría una oportunidad como esa; quién sabe que mágico encantamiento pudiera poner aquel viejo simio sobre él una vez que despertara. Era mejor marcharse en ese momento. Se levantó silenciosamente; sus ojos resplandecían entre las penumbras de la noche.
    Krull acababa de dar algunos pasos cuando Rafiki, entre sueños, comenzó a balbucear inquietamente. En su sueño se encontraba persiguiendo a Taka; el pequeño cachorro reía placenteramente mientras su Tío Fiki se tropezaba entre las plantas, tratando de alcanzarlo. Rafiki sonrió y se abalanzó cual león sobre el pequeño, saltando en el aire y aterrizando sobre el cachorro para después atraparlo entre sus manos. “¡Te tengo!”
    El cachorro, entre risas, se dio la vuelta hasta estar frente a Rafiki, pero repentinamente su sonrisa se desvaneció. Su cuerpo comenzó a hincharse debajo de Rafiki, creciendo hasta convertirse en un león adulto. La piel de su ojo izquierdo se abrió, formando un horrenda cicatriz. Sus jóvenes ojos se nublaron con temor y odio mientras miraba con horror al viejo mandril. “¡Tú me hiciste esto! ¡Todo es culpa tuya, Tío Fiki!” gritó roncamente. “¡Todo es culpa tuya!”
    Rafiki se despertó en ese momento, completamente bañado en sudor. Comenzó a jadear pesadamente mientras Krull se inclinaba sobre él, sumamente preocupado. “Gran Madre Roh’kash, ¿pero que te pasa? ¡¿Acaso estás poseído?!”
    Rafiki extendió su temblorosa mano y estrechó el relicario de piel que se había caído de su cuello durante la noche. “No,” respondió mientras se lo colgaba una vez más. La sensación de terror se disipó rápidamente y su respiración se normalizó. “Muchas gracias, Krull. Lamento haberte despertado.” Le dio un golpecito a la hiena en el hombro. “Vuelve a dormirte.”
    La hiena sintió lástima mientras regresaba a su esquina para recostarse. Era obvio que el viejo simio estaba terriblemente aterrado por algo, y aún así le preocupaba despertar a Krull.
    Con el paso de las semanas Rafiki se fue haciendo más y más enigmático para la hiena. Muchas de las extrañas historias que había escuchado acerca del mandril palidecían ante la realidad, mientras que había otras que eran rotundas mentiras. Krull descubrió que era relajante hablar con el viejo chamán; era una sensación que nunca había sentido en compañía de sus hermanos.
    Cierto día de la víspera de verano ambos estaban recostados en el naos del baobad, relajándose bajó la refrescante brisa. Conversaban sobre ningún tema en particular hasta que repentinamente se encontraron discutiendo sobre las diferencias entre las hembras de sus especies.
    Por casualidad la hiena le preguntó a Rafiki si alguna vez había estado casado. Se sintió muy apenado al enterarse de la muerte de Asumini y Penda. “Lo siento mucho.”
    “No fue tu culpa, hijo mío.” Rafiki lo miró. “¿Y qué hay de ti?”
    “No.” La hiena sonrió para sí misma. “Aunque estuve muy cerca de estarlo. Me escape por la gracia de los dioses y por la virtud de un estómago muy delicado.”
    “¡¿Qué?!” Rafiki lo miró con interés.
    “Bueno, es una historia muy larga.”
    “Tenemos mucho tiempo.” Rafiki sonrió maliciosamente. “Cuéntamela.”
    Krull permaneció en silencio por un momento mientras recordaba los detalles. “En nuestro clan hay un ritual para aquellos miembros que han cumplido tres años y no han contraído matrimonio. Le llamamos “El Valor,” y es una ceremonia muy divertida… a menos que SEAS uno de los que no están casados.” Krull se rió ligeramente. “Se lleva a cabo en una noche de luna llena. Los desafortunados machos que aún son solteros son llevados al centro de un círculo de espectadores. Todos quieren elegir a la mejor hembra, pero cada uno debe dar tres vueltas alrededor del círculo y luego correr hacia el lado opuesto. Dar tres vueltas y luego en sentido contrario.”
    “Oh, dioses,” dijo Rafiki entre risas.
    “Eso fue lo que yo dije,” sonrió Krull al tiempo que sacudía la cabeza. “La reputación del macho está en juego, pues tiene que acercarse a la hembra estando mareado y tambaleante. Él macho tiene que elegir, pero la hembra tiene el derecho de aceptar o rehusarse. Los padres de las hembras les aconsejan NO rehusarse, pues de hacerlo tendrían que ser responsables de ellas por un año más. Después de un breve descanso los machos tienen que repetir todo el proceso. Si algún macho vomita queda automáticamente descalificado hasta la siguiente temporada.”
    “Suena justo,” Rafiki se rió disimuladamente. “¿Y qué pasó contigo? ¿Ella se rehusó?”
    La piel de Krull se sonrojó por debajo de su grisáceo pelaje. “Pues… no exactamente. Yo estaba tambaleándome alrededor del círculo hasta que finalmente logré llegar a donde estaban sentadas las hembras. Entonces la Roh’mach se acercó y me preguntó si me sentía bien, y yo…” Se frotó el cuello nerviosamente con una pata. “Creo que vomité sobre ella.”
    Rafiki se agarró el estómago y comenzó a reírse escandalosamente mientras sus ojos se humedecían por la jocosidad. Después de un momento recobró el aliento y le dio un golpecito a la hiena en el hombro. “No te preocupes, hijo mío. Apuesto a que lo lograrás la próxima temporada.”
    “Sí lo logré, pero ella me rechazó.” Bajó la mirada al suelo, acongojado. “No puedes forzar a alguien a que te ame con sólo chocar contra ella.”
    La sonrisa de Rafiki se desvaneció. “Lo siento mucho.”
    “No lo sientas. Aún nos vemos de vez en cuando. Es decir, su esposo y yo somos los mejores amigos. Lo compartimos todo.”
    “¿Quieres decir que…?”
    “¡Oye! Si ella se hubiera casado conmigo él no esperaría recibir menos de mí. Entre nosotros la amistad es lo más importante.”
    “Eso es muy agradable,” respondió Rafiki al tiempo que sacudía la cabeza y se rascaba la barba. “Guau, hay mucho que debo aprender acerca de ustedes.”
    Krull miró a Rafiki mientras sus ojos brillaban con una jocosa chispa y comenzó a reírse entre dientes.
    Rafiki lo miró muy disgustado. “¡Tú, viejo canalla! ¡Me estabas engañando!”
    “¡No TE diste cuenta de que era una broma! ¡Y resulta que YO soy el viejo canalla!” Krull estalló en carcajadas. La hiena tenía una risa tan placentera y contagiosa que Rafiki lamentó el no haberse dado cuenta de ello antes. “De hecho, ya estoy comprometido. Su nombre es Brill, ¡y si mi propio hermano se atreviera a tocarla le mordería la cola y le golpearía la nariz!”
    Rafiki sonrió. “¡Muy bien dicho! Así que su nombre es Brill, ¿eh? ¿Qué significa?”
    “Significa ‘querida.’”
    Rafiki sonrió nostálgicamente. “Es un buen nombre. En nuestra lengua se pronuncia Penda.”
    “¿Tú hija?”
    “Así es, Krull. Gracias por recordarlo.” Rafiki le dio una afectuosa palmadita a la hiena. “Una vez una leopardo me enseñó que las demás personas también tienen sentimientos. Algunas veces olvidamos muy rápido.”




    CAPÍTULO XLVI
    EL AUGURIO DE MINSHASA

    Ya estaba entrado el segundo año del reinado de Taka cuando las cosas comenzaron a ponerse notoriamente mal. Rafiki había visto pasar innumerables temporadas de sequía, pero la de este año había comenzado muchas semanas antes y con una gran ferocidad. Intensos vientos soplaban a través de las praderas, levantando polvo en cada rincón y cada grieta y ensuciando todos los lugares. Las leonas se dieron cuenta de que comenzaba a ser necesario limpiar cualquier lugar en el que quisieran recostarse, aún cuando se tratara de sus propias cuevas. El polvo también comenzó a acumularse en los menguantes manantiales, haciendo imposible el poder tomar un trago de agua limpia. El polvo incluso se metía en el cuerpo de los animales, de una forma u otra; Rafiki podía sentir los granos de arena rechinando entre sus dientes cuando masticaba su comida, y sus pacientes constantemente lo mantenían ocupado en limpiarles el polvo de sus heridas abiertas que se rehusaban a cicatrizar ante el constante acoso de la polvareda pues, sencillamente, se infectaban a cada instante.
    Una tarde Rafiki se sentó después de haber atendido a Khemoki de una cortada en sus ancas. El Incosi de los Cebra’ha había sufrido una herida en realidad muy pequeña, pero sus quejas habrían hecho pensar a cualquiera que su pierna completa había sido partida en dos. El lastimero quejido y el constante reclamar de Khemoki hizo que los nervios de Rafiki se pusieran de punta; después de que la cebra se retiró se preparó un poco de té para poder tranquilizarse.
    La agradable esencia de la infusión, combinada con su ligero efecto terapéutico, obtuvo el resultado esperado; Rafiki comenzó a sentirse somnoliento y un poco desconectado de su problemas. Se recargó sobre su espalda, cerró los ojos y comenzó a rezar en voz baja. El ojo de su mente se abrió, y entonces Rafiki se encontró a sí mismo sentado sobre una roca, en el medio de una basta pradera cubierta por verde pasto.
    Escuchó un ligero susurrar por detrás de él y volvió la mirada con curiosidad. Una pequeña zorra se abría paso por entre los pastizales, empujando delicadamente los tallos con su nariz. La zorra alzó la mirada y se alegró. “¡Oh! ¡Aquí estás!”
    “No creo que haya tenido el placer de…”
    Las largas orejas de la zorra se irguieron rápidamente por la alegría. “Oh, yo no tengo nombre. No lo necesito. Tan sólo soy la mensajera.”
    “Oh. ¿Y cual es tu mensaje?”
    “Minshasa vendrá dentro de poco. Ahora está algo ocupada.”
    “Oh.” Rafiki la miró muy desconcertado. Nunca antes había escuchado que un Nisei tuviera su agenda llena. “Supongo que esperaré aquí.”
    “¡Buena idea!” La zorra se sentó y comenzó a acicalar su exuberante cola. Rafiki se sentó sobre el suelo, recargó su espalda contra la roca y alzó la vista hacia el hermoso cielo que se extendía sobre él. Decidió pasar el tiempo buscando siluetas de animales en las nubes que pasaban sobre su cabeza, divirtiéndose en tratar de contar cuántos animales de cada tipo podía ver. El primero en llegar a veinte ganaría.
    Ya había llegado a cincuenta, con los leones a la delantera, cuando por fin se dio por vencido; comenzó a mirar agitadamente en todas direcciones. “¡¿En dónde ESTÁ?! Ni siquiera un Nisei debería tomarse tanto tiempo para hacer algo.”
    La zorra, que había estado dormitando, levantó la cabeza de entre sus patas. “¿Qué sucede?”
    “Ella cree que me puede tener en ascuas, pero no. Verás, yo sé qué es lo que se propone.” Agitó un dedo frente a la zorra. “Esa diablilla está tratando de jugar conmigo.”
    “Así que crees que ya lo tienes todo resuelto, ¿eh?”
    “Lo suficiente como para saber que desearía ser más grande para poder darle su merecido.”
    La zorra sonrió repentinamente, provocando que sus dientes resplandecieron ante la luz del sol. “Debiste hacerlo cuando tuviste la oportunidad.” Rompió en carcajadas y salió disparada hacia una roca cercana.
    Rafiki se sentó. “¡Oye tú! ¡Vuelve acá!”
    “Está bien.” La brillante y blanca cabeza de una leona se levantó por encima de la roca. “¡Dame mi merecido, papi!” le respondió sonriendo al tiempo que se lanzaba sobre él. Rafiki pataleó violentamente mientras la leona descendía sobre él, aprisionándolo contra la tierra y dejándolo sin aliento.
    El viejo mandril jadeaba y luchaba por recobrar el aliento; estaba a punto de asfixiarse cuando la leona le tocó el rostro con su legua en una larga, húmeda y viscosa lengüetada. “Me encanta que seas malo conmigo.”
    “¡De acuerdo! ¡Me rindo!”
    Minshasa rodó sobre el suelo y se recostó cómodamente sobre el pasto, animando a Rafiki a que se sentara junto a ella. El rostro de Minshasa se agravó mientras Rafiki recargaba la cabeza sobre su hombro. “Estás en busca de respuestas.”
    “Así es.” Rafiki la miró anhelantemente. “Estamos siendo afectados por una terrible sequía. Ya antes había pasado por años difíciles, pero esto no es natural. Siento que el Makei es responsable de todo esto.”
    “Estás en lo correcto.” Minshasa volvió la mirada hacia el horizonte, distante y tornasolado. “Los peores Makei que existen son los que se alimentan de la pena. Uno de ellos ha entrado en las Tierras del Reino, atraído por el sufrimiento que Taka carga sobre sus hombros así como por el pesar que él mismo lleva consigo.”
    Rafiki se estremeció. “¿Cómo podemos detener esto? Nuestra tierra está muriendo enfrente de nuestros propios ojos.”
    “El Makei que tiene dominada a esta tierra no permitirá que el Nisei “Aquel-que-trae-la-lluvia” entre en ella. El sufrimiento de este territorio le ha dado un gran poder, el suficiente como para tener esclavizados a los otros Makei y mantener su dominio sobre ti.” Se detuvo un momento y miró a Rafiki a los ojos. “A pesar de todo existe una manera para detenerlo, pero descubrirás que es más difícil de lo que crees.”
    “¡Dímelo, por favor! ¡Ante Aiheu te juro que lo intentaré, sin importar lo que me cueste!”
    “Muy bien. Este Makei esta fijado al Ka de Taka. Su Ka es el centro de todo el sufrimiento que aqueja a esta tierra y es el ancla que le permite al Makei permanecer aquí. Sus esperanzas se reducen a tres opciones. Debes aliviar la pena de Taka, desterrarlo de las Tierras del Reino, o matarlo.”
    El mandril gimió y se cubrió los ojos. “Preferiría lanzarme de la cima de mi baobad antes que matarlo. Por favor, no me pidas que haga eso.”
    Minshasa se inclinó sobre Rafiki y le besó la frente. “Por supuesto que no lo haré. Tu rostro era joven y no había sido mancillado por la maldad que se ha liberado con esta maldición. Aún ahora puedo ver en él todo el amor que tu corazón siente por Taka.”
    “Pero entonces, ¿qué es lo que voy a hacer? Aún soy el sirviente de Aiheu, pero tan sólo soy un viejo simio.”
    “No pierdas la esperanza, hijo mío. Algún día, cuando aún haya tiempo, te enviaré una luz entre la obscuridad. Cuando ese momento llegue recibirás una señal de inmensa dicha. Espera al hijo del Rey.”
    “Bendita seas, Señora Mía.” Rafiki se arrodilló ante Minshasa. “Toco tu rostro.”
    “Puedo sentirlo.”
    Cuando se puso en pie Minshasa ya se había ido.
    El día que Taka salió de la cueva y proclamó que Elanna estaba embarazada llenó a Rafiki de regocijo. “¡Es la señal!” Sin embargo sus esperanzas comenzaron a quebrantarse la terrible noche en que Krull le indicó que debía ir a la Roca del Rey para impedir el aborto de Elanna. Rafiki trabajó febrilmente en tratar de aliviar a la leona, pero sus medicinas estaban agotadas por completo, y ni toda la confianza que Uzuri y Taka habían depositado en él podía impedir el inminente aborto.
    En un momento de desesperación Rafiki salió de la cueva. “¡Oh dioses! ¿Dónde está Asumini? ¿En dónde está cuando el mundo entero grita por ella?” En la distancia pudo ver una débil luz; se dirigió hacia ella lleno de esperanza, sólo para descubrir que tan sólo se trataba de la luz de la luna reflejándose sobre la superficie del manantial. Se sintió desanimado, dio la vuelta y regresó a la cueva.
    Pasó enfrente de Zazú, quien estaba abandonado en su prisión de costillas; miró pensativamente al cálao por un momento y entonces se detuvo con los ojos abiertos de par en par. “¡Taka!”
    El león se acercó rápidamente. “¿Qué?”
    “Necesito dos plantas para hacer una medicina que puede salvar a tu esposa. Sin embargo, ambas crecen muy lejos de aquí.” Le describió las hierbas, y al hacerlo Zazú empezó a dar brincos de emoción.
    “Yo conozco esas plantas,” dijo Zazú desde su prisión. “Por favor, permíteme ir por ellas.”
    “¡Pero no regresarás!” gruñó Taka.
    “¡Regresaré por Elanna!”
    La discusión fue interrumpida por un terrible grito de dolor, seguido de un lamento bajo y agonizante. Isha emergió de la cueva; las lágrimas rodaban por sus mejillas al tiempo que sostenía en su boca al fallecido hijo de Taka y Elanna. “¡Suéltalo!” le ordenó Taka. Isha depositó al pequeño ante Taka, quien permaneció petrificado. “Tu hijo, Bayete. Mano lo ha llamado ante él.”
    Todas las leonas inclinaron la cabeza. “Él aguarda por ti,” entonaron suavemente. “Él aguarda al lado de Minshasa.”
    Taka permaneció mirando al pequeño que yacía frente a él. “¡Rafiki, haz algo! ¡Lo que sea! ¡¡Mi hijo, mi hijo!!”
    Isha tomó al cachorro y lo llevó ante Rafiki. Él lo tomó suavemente entre sus brazos, acariciando el pequeño cuerpo ya sin vida mientras las lágrimas rodaban por su rostro. “Tan pequeño. Tan hermoso. Qué horrible pérdida. Su espíritu ya está con los dioses. No puedo hacer que regrese.” Lo estrechó con fuerza y pensó para sí mismo, “Tú eras nuestra única esperanza. ¡Oh dioses! ¡Ahora todos estamos condenados a morir!”
    Taka tocó el pequeño cuerpo con su nariz; las lágrimas le nublaban la visión mientras inhalaba la esencia de su pequeño hijo, grabándola en su memoria para siempre. “Aiheu abamami,” dijo finalmente, con la voz a punto de quebrársele.
    Krull tuvo mucho cuidado en mantener alejados a los intrusos mientras escoltaba a Rafiki hacia el baobad. El pobre mandril tuvo que tomar cuatro raciones de té para poder calmar sus nervios. Esa cantidad de té era peligrosamente alta, pero su cuenco de hidromancia estaba roto y necesitaba hablar con Minshasa lo antes posible. Krull miró con fascinación como los ojos del mandril comenzaban a agitarse entre las profundidades de su viaje interior.
    La visión de Rafiki se despejó y pudo ver a Minshasa recostada plácidamente mientras alimentaba a un pequeño cachorro. Mano estaba inclinado a un lado de ella, observándola amorosamente. Rafiki los miró a ambos. “¿Es tu cachorro?”
    “Ahora lo es.”
    Rafiki estalló en alegría al darse cuenta que se trataba del cachorro de Taka. “¡Por los dioses!” Minshasa lo interrumpió en el medio de su jocosidad. “Shhh,” le dijo. “Guarda silencio.”
    Rafiki sonrió al contemplar el pequeño cuerpo, ahora lleno de salud y vitalidad. Se arrodilló y besó a Minshasa en la frente. Mano asintió con una cálida sonrisa.
    Rafiki le devolvió la sonrisa y miró a Minshasa. “Ahora tienes a un pequeño que cuidar.”
    “Tengo cientos de pequeños a quienes cuidar,” le respondió la leona. “Él no es el último. Los desesperanzados, los indefensos y los perdidos, todos vienen a mí. Mano les da seguridad y yo les doy consuelo.”
    “Bendita seas. ¿Pero cómo es que tienes tiempo para cuidar de ellos?”
    “Todo el pasado y el futuro me pertenecen. También tengo tiempo para satisfacer tus necesidades.” Tomó al cachorro entre sus dientes con sumo cuidado y lo depósito entre sus enormes patas; comenzó a acicalarlo con su cálida lengua. “Este pequeño no era la señal. Deberás esperar por la señal verdadera.”
    “¿Tan sólo eso?”
    “Tan sólo eso. No hay acertijos en ésta ocasión.” Minshasa dejó de acicalar al cachorro. La expresión que había en su rostro era tan gentil que Rafiki no pudo evitar arrodillarse para interrumpirla por una última vez. “¿Cómo está Asumini?”
    Minshasa lo miró y sonrió cariñosamente. “Tu camino no ha sido fácil, Metutu; has andado por el pedregoso camino de la servidumbre. Si permaneces fiel a tus creencias el Señor retirará todas las espinas de tu corazón y limpiará tus lágrimas.”
    Rafiki inclinó su cabeza y cerró los ojos por un momento mientras aquellas cálidas palabras llenaban con una radiante luz la obscuridad que le inundaba el interior. Cuando abrió sus ojos de nuevo se encontró frente a Krull. El rostro de la hiena irradiaba luz desde su interior.
    “¿Pudiste verla, Krull?”
    “No, pero pude sentir como jalaba cada uno de mis bigotes.” Se recargó somnoliento contra un muro. “Pude sentir una presencia. ¡Oh dioses! Que sensación tan pacífica. La última vez que sentí algo parecido fue cuando…” En ese momento bajó la vista, muy apenado.
    “¿Cuando te amamantabas al lado de tu madre?” Rafiki sonrió. “Ella murió cuando tú eras muy joven.”
    La seriedad regresó al rostro de Krull. “¿Quién te lo dijo?”
    “Nadie. Pude verlo en tus ojos.” Rafiki extendió su brazo hacia Krull y le dio una palmadita en el hombro. “Bien, amigo mío, la esperanza no ha muerto. La vida debe continuar. Esperaremos por la señal verdadera.”

    CAPÍTULO XLVII
    BUSCANDO AMOR

    El anuncio del embarazo de Uzuri resultó ser una molestia para Taka, lo que se hizo más evidente cuando los pequeños nacieron. Taka sintió como si las leonas comenzaran a abandonarlo, tal vez preparándose para huir e integrarse a otras manadas. Su esposa Elanna no se encontraba menos turbada; al principio veía todos los embarazos como una evidencia de que las excursiones nocturnas de Taka eran más que simples “rondas.”
    Cuando Elanna vio a los pequeños Togo y Kombi sintió un poco de confianza, pues los cachorros no tenían ninguna de las marcas características de Taka. Incluso su olor era distinto, y Elanna se regocijó con el secreto deleite de que Taka era solamente suyo. Por la tarde Elanna se acurrucó al lado del cálido cuerpo de su esposo, acariciándole su obscura melena.
    “Los hijos de Uzuri son hermosos, ¿no crees?” dijo con ensoñación.
    “Aún no lo sé; ni siquiera pude acercármele el día de hoy,” dijo malhumorado. “Pensarías que esas leonas nunca antes han visto un cachorro.” Sus ojos se obscurecieron. “Tendré que hacer una inspección formal por la mañana.”
    “Muy bien. Eso significa que eres todo mío por esta noche.” Elanna le mordisqueó la oreja, provocando un leve escalofrío que recorrió la espalda de Taka.
    “No trates de distraerme. Sabes a lo que me refiero.”
    “Si, cariño. Lo sé. Ahora déjame mostrarte a lo que yo me refiero.” Elanna le besó la mejilla mientras la suave penumbra de la noche se cernía sobre ellos.
    A la mañana siguiente Uzuri sintió una helada oleada de terror recorriéndole el cuerpo cuando Taka entró en su cueva. “Buenos días, Líder de Caza.”
    “Buenos días, Señor.” Uzuri miró con asombro como Taka tocaba a los cachorros con su lengua. “Los dioses te han bendecido, Uzuri.”
    Por primera vez en su vida Uzuri se quedó sin habla. Asintió en silencio al tiempo que Taka se sentaba; su cola se movía inquietamente mientras observaba a los pequeños cachorros retozando en el regazo de su madre.
    “Una vez fui joven e inocente, como ellos. Eso fue antes de que me marcaran, antes de que la vida me hiciera pagar el precio. Hubo personas que pensaban que era agradable. ¿Lo recuerdas, Uzuri?”
    “Fuiste un cachorro adorable,” le respondió Uzuri. “Lo recuerdo muy bien.”
    “Sólo míralos. Son demasiado jóvenes para saber que soy feo. Cuando los beso no tratan de limpiarse frotándose contra el pasto.”
    “No te ves tan mal,” dijo Uzuri con sinceridad. “Es sólo que las demás están asustadas, asustadas de ti y de las hienas. Tal vez tú compartes algún tipo de lazo con ellas, un lazo que a ellas les agrada, pero es una conexión que nosotras no compartimos. Las hienas no dudan en hacernos ver que sólo somos buenas para cazar. No tienes que creer sólo lo que yo te digo—tan sólo pregúntaselo a las hienas y podrás comprobarlo.”
    “Ya es demasiado tarde para cambiarlo.” Taka sacudió la cabeza. “No viviré para verlas marcharse, así como tampoco viviré para ser perdonado por haberlas traído aquí. No creo que yo les agrade más de lo que les agradan ustedes, pero hacen reverencias cuando paso frente a ellas para ganar mi favor.” Suspiró profundamente. “Me matarán en cuanto tengan la oportunidad. Siempre que paso frente a alguna de ellas me pregunto, ‘¿Acaso serás tú?’ Todas las noches tengo la misma pesadilla, un terrible recordatorio de que el siguiente día podría ser el último.”
    “¡Oh dioses! ¡Eso es terrible!”
    “¿Así que mi pesar no te regocija? Tienes un corazón noble, Uzuri. Eres como tu madre.”
    Taka le habló a Uzuri tan dulcemente que la leona se atrevió a hacerle una petición.
    “Señor, el día que naciste no estabas respirando. Yo vi a Rafiki soplando la vida en ti con su propia boca. ¿No podrías encontrar perdón para él en tu corazón? Significaría mucho para mí. Por favor.”
    Taka lanzó un profundo suspiro de resignación y agregó, “Puedo perdonarle todo excepto el que me haya atrapado en esta vida de dolor. Lo que es peor, soy demasiado cobarde como para tratar de anularlo. Si tan sólo pudiera irme a dormir una noche y nunca más despertar…” Suspiró profundamente, después se inclinó y besó a los cachorros nuevamente. Taka se rió ligeramente. “Suelo decir muchas tonterías, ¿verdad?” Se dio la vuelta en silencio y se alejó.
    Por la tarde se encontraba en la cima de la Roca del Rey. Su mayordomo Gopa, la cigüeña, se acercó dando grandes aletazos. “Te traigo tu reporte diario, Señor.”
    Taka miró a Uzuri, quien estaba asoleándose sobre la saliente de una roca debajo de él mientras sus cachorros se amamantaban plácidamente. Tameka estaba recostada a un lado de ella; la hinchazón de su vientre era bastante evidente. “Gopa, ¿de dónde están saliendo todos estos nuevos cachorros? ¡Están brotando hasta por detrás de mis orejas!”
    Gopa parpadeó; el carnoso inferior de su pico se agitó suavemente mientras observaba a las leonas. Alzó la vista hacia Taka. “¿Y tú quién CREES que los trajo? ¿La cigüeña? Créeme que no fui yo.”
    Taka miró a Gopa de reojo. “¿De qué demonios estás hablando?”
    “Olvídalo,” suspiró Gopa. “¿Quieres que te entregue el reporte o no?”



    CAPÍTULO XLVIII
    UN LUGAR ESTRECHO

    Rafiki y Krull habían terminado sus oraciones vespertinas cuando surgió una gran tumulto entre las hienas que estaban afuera del baobad. Fabana fue bruscamente aventada al interior del árbol. Uno de los guardias miró a Krull y le comunicó las órdenes de Shenzi.
    “Krull, merketh Fabana om arant. Beershomb nik gorun om Shenzi flethun, ¡om Fabana marukh! ¿Oblez?”
    “¡Oblez!”
    “¡Kreblat Roh’mach!”
    “¡Roh’mach kreblash!”
    Krull miró a Rafiki. “Parece que tendremos compañía. Indefinidamente.”
    “Comprendo.” Rafiki suspiró.
    Fabana se arrodilló frente a Krull. “Krull, ¡oms merketha besath! ¡Beshum Taka gatha om Shenzi pardu om I’bu! ¡Roh’kash ne nabu!”
    Krull trató de confortar a Fabana lo mejor que pudo. “Fabana, Roh’kash ne nabu. Disi blechuri m’oh, okash.”
    Rafiki los interrumpió. “¡Eso es muy triste! ¡Tu propia hija!”
    Fabana lo miró sorprendida. “¿Bet’ra hyanikha?”
    “Bih hyanikha,” asintió Krull. “Y debo decir que no se le nota el acento.”
    “¿Acaso existe algo que no sepas?”
    “Muchas cosas, como el por qué tu hija te ha desconocido.”
    Las orejas de Fabana se irguieron con rabia. “Porque yo la desconocí primero. Es una asesina y una ingrata. Va a atentar contra la vida de Taka volviéndolo loco y orillándolo a suicidarse. Ninguna hija mía se atrevería a hacerle eso a su propio hermano.”
    “Entonces es verdad, ¿eh? Tú lo adoptaste.”
    “Así es. Ahora probablemente van a decirle que he muerto o que huí.” Fabana miró a Krull. “Krull, en el nombre de los dioses, comunícale a Taka lo que me ha pasado.”
    “No es una buena idea,” intervino Rafiki. “Si tu corazón aún ama a tu familia, y estoy seguro de que así es, no se lo dirás a Taka. Por amor a ti mataría a Shenzi. ¿Acaso quieres estar ante esa decisión? ¿Tu hijo o tu hija?”
    Fabana suspiró profundamente. “¡Oh dioses!”
    Rafiki se rascó la cabeza pensativamente. “Pequeña mía, eres una víctima en todo esto, como yo.”
    “No tienes ningún derecho a hablar así. Tú pusiste una maldición sobre mi Taka. ¡Todo esto es culpa tuya! Todo es tu…”
    “¡Ahora tú escúchame a mí!” gritó Rafiki al tiempo que sostenía su bastón amenazadoramente. “¡No estoy dispuesto a escuchar eso una vez más, ni de ti ni de nadie! Yo soplé sobre su boca cuando nació para salvarle la vida. Sólo los dioses saben cuántas carroñas tuve que escudriñar para darle los bocadillos que tanto le gustaban cuando era un cachorro. Yo quise a ese muchacho como su fuera mi propio hijo—más de lo que quise a Mufasa. Aún lo quiero, pero si tuviera la oportunidad lo mataría a golpes con este bastón, ¿lo has entendido? Siento lástima por ti, ¡pero no la suficiente como para soportar tus constantes gimoteos en este pequeño baobad!”
    Fabana bajó la mirada y sus orejas se retrajeron. “Siempre supe que Taka moriría joven. Pero por favor, nunca lo golpees con ese bastón. Ponlo a dormir con alguna de tus hierbas, y prométeme que no lo despedazarás. Esa es su peor pesadilla, tú lo sabes.”
    “Lo sé. Haré lo que esté en mis manos.” Se inclinó sobre Fabana y le acarició las orejas. “Tal vez nos llevemos bien después de todo.”
    Fabana comenzó a rascarse energéticamente. “¡Oh no!” gritó Rafiki; estiró el brazo para tomar un repelente de pulgas. “¡Deja esas pestes afuera cuando pases aquí adentro!” Krull sonrió mientras Rafiki agarraba a la rebelde Fabana del cuello para untarle el remedio en el pelaje.



    CAPÍTULO XLIX
    LA SEÑAL

    Fabana escuchó el jubiloso grito de Rafiki y se apresuró a ver qué era lo que pasaba. Al llegar pudo ver al mandril dando cabriolas, riendo y bailando alegremente. Uhuru estaba sentado frente a él, sonriendo abiertamente. “¡¿Pero qué es lo que está pasando?!”
    Rafiki corrió hacia ella dando alegres gritos y bailando con emoción. “¡Mira!” le dijo mientras sostenía un puñado de flores de algodoncillo. “¡Tan sólo míralo!” Sostuvo el puñado de flores ante su rostro para que pudiera examinarlo.
    Fabana estornudó repentinamente, provocando aún más la hilaridad de Rafiki. “¿Qué tiene de grandioso un puñado de tierra?”
    “¡Es la señal! ¡Simba está vivo!”
    Rafiki no sabía el impacto que esas palabras habían tenido en Fabana, pues ella había estado presente en la ceremonia de la toma de poder de Taka. Ella había escuchado el terrible lamento de los labios de Taka, había presenciado la enorme pena que le había causado la muerte de su hermano, había escuchado el profundo dolor con el que había descrito el inanimado cuerpo de su sobrino junto al de su padre. Y ahora esto… Fabana sacudió la cabeza totalmente sorprendida al escuchar como Rafiki le decía al recién bautizado Uhuru, “¡Vamos a ver al Rey!”
    Las protestas de Fabana no fueron tomadas en cuenta, así que cuando Uhuru y Rafiki lograron evadir a la guardia de hienas para encontrar al verdadero Rey, Fabana se decidió a acompañarlos. Si no podía lograr que cambiaran de opinión entonces trataría de convencer Simba.
    El viaje fue lento y tortuoso, pues ninguno de los tres estaba preparado para combatir los rigores del desierto. El sofocante calor los obligaba a refugiarse durante el día, lo cual les dejaba bastante tiempo para reflexionar. Aquellos momentos eran demasiado extensos para una hiena en particular; Fabana agonizaba constantemente al recordar el lamento de Taka por su hermano y su sobrino. Fabana podría jurar que Taka había sido sincero. Ese tonto simio debía haber mal interpretado la señal de las flores de algodoncillo, en el supuesto caso de que hubiera alguna señal en ellas.
    Mientras continuaban su camino la verdad llegó a ella, golpeándola casi tan fuerte como el calor del desierto. ¿Por qué habría de mentirle Rafiki? Fabana lo había escuchado rezar por las noches, pidiéndole a los dioses que perdonaran a Taka. Había visto los retratos del cachorro en el baobad y, a pesar de que desconocía el significado exacto de las marcas que había alrededor de él, podía comprender lo suficiente. Aquel mandril veía a Taka como un miembro más de su familia. La verdad la golpeó con la fuerza de un martillo hasta que se acercó a Uhuru, incapaz de soportar el suspenso un momento más.
    Uhuru la escuchó con una seria pero compasiva expresión en su rostro. “¿Y qué es lo que vas a hacer?” le dijo finalmente.
    “No lo sé.” Fabana inclinó la cabeza y miró al suelo. “Pero si lo que Rafiki dice es verdad, entonces mi pequeño ha cometido un terrible pecado. Cuando la Gran Madre Roh’kash lo llame ante ella tendrá muchas cuentas que rendirle.” Suspiró profundamente.
    Uhuru le dio una palmadita en el hombro, tratando de consolarla. “No pierdas la esperanza. He hablado con Rafiki, y a mi parecer el hijo de Mufasa promete ser un alma generosa. Yo te apoyaré, Fabana, y también a Taka. Tal vez ambos podamos convencer a Simba de que tenga compasión de Taka. Después de todo, es un hijo de Aiheu.”
    “¡Muchas gracias!” Fabana lo acarició afectivamente. “¡Por los dioses! Mi pequeño pudo haber extraviado el buen camino, pero sé que volverá a encontrarlo. Tiene que lograrlo.”



    CAPÍTULO L
    RECUERDA QUIÉN ERES

    Rafiki, Uhuru y Fabana continuaron su camino a través de la jungla; Fabana se tropezó por enésima vez con una enredadera. “¿Pueden decirme a dónde VAN?”
    La silenciosa respuesta fue muy perturbadora. Rafiki se guiaba por algo ambiguo, por alguna silenciosa voz que le indicaba el camino que debía seguir. Debía haber alguna señal en la nudosa madera de algún árbol que le mostraba el camino correcto. Aquella situación era desconcertante para Uhuru y Fabana, quienes estaban acostumbrados a rastrear olores perceptibles, señales visuales y sonidos claros. Fabana perdió la paciencia cuando el mandril se detuvo por un momento, cerrando los ojos e indicándoles, “En esa dirección.”
    “Oh, sabio maestro, ¡¿es que no deberías mantener los ojos abiertos cuando estás rastreando una señal?!” le dijo bruscamente.
    Rafiki la miró y sonrió. “Las imágenes y los sonidos tan sólo son una distracción. Obstaculizan el buen juicio.”
    “¡El buen juicio es precisamente lo que hace falta en este lugar!”
    Uhuru se paró frente a ella. “Es tu ignorancia la que está hablando. ¡Ya deberías haberte dado cuenta de todo lo que él es capaz de hacer!”
    “Eso es precisamente lo que temo.” Fabana suspiró profundamente y continuó tras de ellos.
    Rafiki sintió un presentimiento y les indicó que se detuvieran. “Ya estamos cerca. Deben permanecer atrás.”
    Fabana sacudió la cabeza con ira y Uhuru se sintió frustrado. “¿Hemos caminado todo este tiempo sólo para detenernos aquí?”
    “Uhuru, tú eres mi hermano. Mi corazón anhela que estés a mi lado, pero en mi mente sé que no debes interferir, pues tu entrenamiento está incompleto. Fabana, tú quieres presentar tu caso ante Simba, pero sólo yo puedo hacerlo, pequeña mía. Trataré de proteger a Taka, pero no debo interferir con la justicia de los dioses.”
    Rafiki se sentó. Tomó una calabaza de la cual extrajo algunas semillas color amarillo azafrán. “Debo tener mucho cuidado al mezclar esto. Por favor, permanezcan en silencio.”
    “¿Qué es eso?” inquirió Uhuru.
    Rafiki sonrió entre dientes. “Es muy gracioso, ¿sabes? Siempre que digo ‘por favor, permanezcan en silencio,’ me responden con una pregunta.” Le guiñó maliciosamente el ojo a la hiena para hacerle entender que no lo había dicho con malas intenciones. “Esto me pondrá en contacto cercano con el reino espiritual, pero es muy poderoso. Si uso muy poco lo único que obtendré serán efectos secundarios. Si utilizo demasiado tendré convulsiones y moriré. En este otro paquete tengo un vomitivo. Si me convulsiono o me caigo podría no tener la fuerza suficiente para poder tomarlo; si eso sucede tú tendrás que sostenerme, vaciar todo el contenido en mi boca y después darme mucha agua. ¿Lo has comprendido todo, Uhuru?”
    “Sí, Maestro.” Uhuru miró a Rafiki muy confundido. “¿Qué clase de efectos secundarios podrías obtener?”
    “Oh, tú sabes. Podría marearme o ponerme terriblemente deprimido. Muy bien, primero debemos comenzar con una oración de admonición.”
    Uhuru y Fabana se recostaron sobre el suelo, con el abdomen hacia arriba, y elevaron las patas hacia el cielo. Luego se pusieron en pie y levantaron la vista hacia el firmamento. Aquella ceremonia era una acto de alabanza entre las hienas. Rafiki se arrodilló y se inclinó hasta que su frente tocó el suelo. “¡Oh, Mano! ¡Toco tu melena! ¡Escucha las oraciones de aquellos que necesitan de tu amor!”
    “¡Sí, Padre! ¡Sí, Madre!” gritó Uhuru en el éxtasis de su oración. “¡Favoritos de Aiheu! ¡Nuestros amigos en la hora de aflicción!”
    “Bendigan nuestra misión,” dijo Rafiki. “No por nosotros, sino por aquellos a quienes servimos.”
    “Permitan que no confiemos en nuestra propia sabiduría, que ante ustedes está falta de juicio,” gritó Uhuru con fervor.
    “Los convocamos desde el vestíbulo de los rectos.”
    Rafiki se puso en pie y acarició a Uhuru entre las orejas muy afectuosamente. Después miró las amarillentas semillas y contó muy cuidadosamente dieciocho de ellas. Las contó una vez más para estar perfectamente seguro y después las mezcló con un poco de pasta de Raíz Tiko para evitar que su organismo las rechazara. “Por los dioses y por mis buenos amigos,” dijo mientras ingería aquella mezcla.
    El sabor amargo de las semillas lo hizo estremecerse a pesar de la Raíz Tiko. Su aliento quedó con un profundo olor a menta. “¡Cielos! ¡Vaya golpe!” Tomó una calabaza con agua y bebió rápidamente. “¡Guajh!”
    “¿Te sientes bien? Inquirió Fabana.
    “Creo que sí.” Rafiki se frotó la cabeza. “Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hice esto, pero creo que no estuvo tan mal, al menos hasta que todo haya terminado. Pero entonces, ¡oh muchacho! ¡que buen dolor de cabeza voy a tener!” Rafiki se rió entre dientes. “¡Tan sólo imagíname a mí, un chamán, sin estar pensando en recostarse sobre un buen surtido de panaceas, la prescripción más común! ¡Qué tonto fui—un completo estúpido!” Soltó una abierta carcajada. “¡No lo olvidaré tan rápido!” Le dio unas afectivas palmaditas a la calabaza que estaba entre sus manos. “Así es, seeeee-ñor. ¡NO voy arruinarlo ESTA vez! ¡Ahora sí tomé un buen puñado! ¡MUY BUENO!”
    “Que bien,” dijo Uhuru cautelosamente. “¿Cómo te sientes ahora?”
    “Muy bien, ¿y tú como estás, amigo mío?” Rafiki se rió nuevamente. “Espero que esto comience a hacer efecto pronto. No tengo todo el día.”
    “Oh, yo creo que ya está haciendo un muy buen efecto.”
    Rafiki miró los alrededores; gradualmente comenzó a darse cuenta de que no estaban solos. Había inquietos espíritus que recorrían la sabana. A lo lejos corría una manada completa de ñus que sólo él podía ver; un expectante leopardo pasó frente a él con una expresión de profunda curiosidad en el rostro; dos leones cachorros jugueteaban y reían entre los pastizales; en la distancia había una pareja de animales que Rafiki no pudo distinguir. Una Tigre Dientes de Sable se acercó; su aspecto era muy leonino, pero de su boca salían unos enormes colmillos. Al principio no se dirigió a Rafiki, y de hecho parecía que no le importaba en lo absoluto su presencia, pero entonces la droga terminó de hacer su efecto y Rafiki le dirigió la palabra. “¡Saludos, Hermana de Manada!”
    La Tigre Dientes de Sable lo miró atónita. “¿Oue Khuch? ¿Ghash’ee spumu kio?”
    “¿Puedes entenderme?”
    Ella inclinó la cabeza con asombro. “¿Quién sois vos? ¿Podéis verme a pesar de que sois una criatura terrenal?”
    “Sí. No creo que seas de por aquí.”
    “Ésta fue mi tierra hace mucho tiempo. Ahora ni noble raza ha desaparecido. Nuestros cachorros ya no se amamantan más al lado de sus madres.”
    “Eso es muy triste.” Rafiki comenzó a llorar. “¡Eres tan hermosa!” El mandril se arrodilló ante ella. “¡Es tan triste! ¡Tan triste!”
    La felina asintió con serenidad. “Los buenos modales no se han extinguido. Que la paz esté con vos.”
    Uhuru se acercó a Rafiki y lo sacudió. “¿Te sientes bien?”
    “¡Por supuesto que me siento bien!” Rafiki se puso en pie y se sacudió las rodillas. “¿No estarás pensando que ya soy demasiado viejo, verdad? ¡Has de saber que todavía hay mucho por utilizar en este viejo cuerpo!” Se irguió lleno de orgullo. “¡Mis barbas podrán estar encanecidas, pero aún puedo levantarte!”
    Rafiki comenzó a avanzar hacia Uhuru, provocando que la hiena retrocediera. “No creo que sea una buena idea.”
    “¡Tonterías!” Rafiki lanzó una carcajada. “¡Soy pequeño pero muy fuerte! Vamos, déjame mostrártelo.”
    “Uhuru tiene razón,” dijo la voz de una leona. “No es una buena idea.”
    Rafiki se dio la vuelta y vio a Minshasa, tan blanca como las nubes. Sus cristalinos ojos lo observaban fijamente.
    “¡Madre Minshasa!” Rafiki se arrodilló ante ella humildemente y le besó las patas. Se puso en pie y la abrazó. “¡La pequeña favorita de Aiheu!”
    Minshasa lo tocó con su lengua. Uhuru y Fabana no pudieron verla, pero si vieron a Rafiki inclinándose y recargando su cabeza sobre el aire. Los pelos de sus espaldas se erizaron.
    “Mi hermoso ángel,” balbuceó Rafiki. “Llévame contigo cuando todo esto haya terminado. Quiero ser uno de tus cachorros. ¡Bésame otra vez! ¡Hazme uno de los tuyos! ¡Bendíceme por toda la eternidad!” La abrazó nuevamente. “Cuéntame una historia sobre aquella leona de los grandes colmillos. ¡Es tan triste lo que le pasó a su noble raza!”
    “Esa droga ha afectado tus sentidos,” le dijo Minshasa mientras lo alejaba con una pata. “Será mejor que te controles.”
    “Lo que tú digas, querida.”
    “Sígueme.”
    “A dondequiera que vayas, ángel mío.”
    “Y ya es suficiente de todo eso,” dijo Minshasa firmemente. “Trata de comportarte hasta que todo esto haya terminado; hasta entonces podrás decirme todo lo que quieras.”
    Minshasa lo alejó de Uhuru y Fabana. Lo condujo hacia un árbol y alzó la mirada. “Desde allá arriba podrás verlo.”
    Rafiki estaba emocionado; se acercó a Minshasa y la besó nuevamente. “¡Muchas gracias, Madre de la Luz!” Trepó de rama en rama, mirando entre el follaje hacia los pastizales que se extendían frente a él. Pudo ver a Simba caminando sobre la pradera. Aquél león era magnífico en porte y gracia; su cabeza estaba coronada por una espléndida melena. Tenía algunas características de su padre, pero su rostro era delgado y bien proporcionado, como el de su madre. “¡Pero que apuesto es!” Minshasa asintió en silencio.
    “¡Shhh! Escucha con mucha atención, Rafiki.”
    Simba estaba hablando consigo mismo. “Se equivoca,” dijo. “No puedo regresar. ¿De qué iba a servir? No cambiaría nada. No se puede cambiar el pasado.”
    “¿Quién se equivoca?” le preguntó Rafiki a Minshasa.
    “Nala. Ella le pidió que regresara. ¡Ahora escucha!”
    Simba miró a las estrellas. “¡Dijiste que siempre estarías cuidándome! Pero no es cierto… ¡Todo es por mí! Es mi culpa… es mi culpa.” Simba inclinó la cabeza y comenzó a sollozar.
    “¡Pobrecito!” susurró Rafiki. “¡Tengo que animarlo!” Rafiki no sabía que decir; lo único que se le ocurrió fue entonar una rima para llamar la atención de Simba. Era una rima que Wandani solía canturrear cuando trataba de animarlo.
    “¡Asante sana, squash banana! ¡We we nugu, mi mi apana!”
    Simba volteó muy sorprendido. El haber logrado llamar la atención de Simba emocionó tanto a Rafiki que estuvo a punto de salir brincando de su escondite.
    Simba se alejó Rafiki lo siguió. El león se recostó sobre un tronco que pasaba por encima de un pequeño estanque; Rafiki le aventó una piedra. El viejo mandril aún tenía muy buena puntería, pues logró que la piedra cayera sobre el agua, justo en frente de Simba. Rafiki salió corriendo hacia un árbol para evadir el tremendo garrazo al que pensó se había hecho acreedor, pero Simba sólo lo miró algo molesto.
    “¡Asante sana, squash banana! ¡We we nugu, mi mi apana!”
    “¡Vamos!” le reclamó Simba. “Corta con eso.”
    Rafiki comenzó a reírse mientras se acercaba dando brincos. “Si lo corto vuelve a crecer.” Se rió ante la broma que acababa de hacer. Minshasa lo miró. “¡Cuando yo lo corte no volverá a crecer! ¡Será mejor que te comportes!”
    Rafiki trató de suavizar su tono mientras seguía a Simba. El león volvió la mirada; se dio cuenta de que se trataba de un mandril y que por lo tanto era corban. Decidió no hacer caso de sus instintos y no convertir a aquella pequeña peste en su cena.
    “Mico desquiciado… ¡Ya! ¡Deja de seguirme! ¡¿Quién eres?!”
    Rafiki se apresuró hasta quedar enfrente de Simba. “La pregunta es… ¿quién… eres tú?”
    Simba se sintió sorprendido y suspiró profundamente. “Creí saberlo, pero no estoy seguro.”
    “Yo sé quién eres. ¡Shhh! Ven acá… es secreto.” Tomó a Simba de la cabeza y lo jaló hasta tenerlo al lado de su boca y entonces le susurró al oído. “¡Asante sana, squash banana! ¡We we nugu, mi mi apana!” para después lanzar una carcajada.
    “¡Ya basta!” Simba lo miró muy confundido. “¿Qué quiere decir todo eso?”
    “Quiere decir que eres un simio, y yo no.”
    “Creo que estás algo confundido.”
    “No. Tú eres el confundido. ¡No sabes ni quién eres!”
    Simba comenzó a disgustarse. “¿Y supongo que tú sí?”
    “¡Claro! Eres el hijo de Mufasa. Rafiki sonrió al ver el efecto que había provocado en Simba y después salió corriendo. “¡Adiós!”
    “¡Oye! ¡Espera!”
    Simba persiguió al mandril a través de la pradera. Cuando finalmente lo alcanzó lo encontró sentado sobre una roca, meditando profundamente.
    “¿Conociste a mi padre?”
    Rafiki tan sólo volteó la mirada. “Corrección… CONOZCO a tu padre.”
    Simba inclinó la cabeza y le dijo con profunda pena, “No quisiera decírtelo, pero…” Comenzó a sollozar aún antes de que las lágrimas corrieran por sus mejillas. “…él murió, hace mucho tiempo.”
    Rafiki comenzó a agitarse. Saltó de la roca y se dirigió hacia un bosquecillo que estaba frente a ellos. “¡No! ¡Te equivocas! ¡Ja, ja, ja, ja! Está vivo, y te lo voy a mostrar. Sigue al viejo Rafiki; conoce el camino. ¡Ven!”
    El viejo mandril salió corriendo por entre las ramas y los arbustos con una energía que sólo podía ser efecto de la poderosa droga que corría por su sangre. Simba, debido a su gran tamaño, tuvo que esforzase mucho para poder mantenerle el paso.
    Rafiki reía y se adelantaba con facilidad al paso del león. Se detuvo repentinamente y colocó su mano justo enfrente del rostro de Simba. “¡Alto!”
    Le indicó a Simba que se acercara a unos cañaverales que estaban frente a ellos. “Shhh…” Hizo las cañas a un lado y apuntó con su bastón. “Mira allá abajo.”
    Simba avanzó hasta llegar a la orilla de un estanque en el que pudo ver su propio reflejo. Miró aquella imagen por algunos momentos y después suspiró muy decepcionado. “No es mi padre, es sólo mi reflejo.”
    “No…” le dijo Rafiki con insistencia. “Ahí está.”
    El mandril realizó algunos movimientos sobre el agua. Se esforzó en concentrarse a pesar del mareo que le había causado la droga. Su cariño por Simba salió completamente y se enfocó en él. El agua comenzó a formar algunas ondas, rompiendo el reflejo de Simba en miles de coloridos fragmentos que se materializaron en la imagen del rostro de Mufasa.
    “¿Lo ves? Él vive en ti.”
    Simba observó aquella imagen como si estuviera hechizado. Rafiki arrancó una astilla de su bastón y, apretando los dientes, se pinchó la palma de la mano. Contuvo la lágrima que comenzaba a brotar de su ojo al tiempo que las rojas gotas de sangre caían sobre el agua.
    Su sacrifico había sido aceptado. Un fuerte viento comenzó a soplar; por entre las nubes se acercó un Nisei—¡era Mufasa! Su aspecto era imponente, pero la apacible luz que irradiaban sus ojos era muy reconfortante.
    “¿Simba?” dijo Mufasa tranquilamente.
    “¿Padre?”
    “Simba… Me has olvidado.”
    Simba se sintió profundamente dolido. “¡No! ¡Eso nunca!”
    Mufasa permaneció firme. “Olvidaste quién eres, y así me olvidaste a mí.” Lo miró con un poco de compasión pero conservó la severidad en su tono. “Ve en tu interior, Simba. Eres más de lo que eres ahora. Toma tu lugar en el Ciclo de la Vida.”
    “¿Cómo puedo regresar? No soy el mismo de antes.”
    La imagen de Mufasa comenzó a aclararse. La luz de su amor llenó a Simba de admiración y pena entremezcladas. “Recuerda quién eres. Tú eres mi hijo, el Rey verdadero. Recuerda quién eres…”
    La imagen de Mufasa comenzó a retroceder y desvanecerse lentamente. Simba corrió tras de él.
    “¡No! ¡Padre! ¡No me dejes!”
    “Recuérdalo…” repitió Mufasa.
    “¡Padre!”
    “Recuérdalo…”
    Simba gritó desesperadamente, “¡No me dejes!” pero ya era inútil. Mufasa se había ido. El joven león se estremeció.
    Rafiki se acercó a Simba. “¿Qué fue eso?” Lanzó una leve carcajada. “El clima… ¡Brrrr! Muy peculiar… ¿no crees?”
    “Sí. Parece que los vientos cambian.”
    “Ahhh… el cambio es bueno.”
    “Sí, pero no es fácil. Sé lo que tengo que hacer, pero… si regreso tendré que enfrentarme al pasado.” Simba sintió temor. “Y he estado huyéndole desde hace tanto.”
    Rafiki lo miró con una maliciosa sonrisa y golpeó a Simba en la cabeza con su bastón.
    “¡Ayyy! ¡¿Por qué hiciste eso?!”
    “¡No importa! ¡Está en el pasado!” Rafiki se rió ante su acertada respuesta.
    “Sí, pero me dolió.”
    “Oh sí… el pasado puede doler. Pero según lo veo puedes o huir de él o… aprender.” Trató de golpear una vez más a Simba, pero el león se agachó justo a tiempo. “¡Ah! ¡Ves! ¿Y qué es lo que vas a hacer?”
    Simba no pudo resistir la tentación. “Primero, te quito el bastón.” Le arrebató el bastón a Rafiki con un sorpresivo movimiento.
    “¡No, no, no, no! ¡No mi bastón!”
    Rafiki se inclinó para recoger su bastón y en ese momento Simba salió corriendo.
    “¡Oye! ¿A dónde vas?”
    Simba le gritó, “¡Voy a regresar!”
    “¡Eso! ¡Anda! ¡Date prisa!” Lanzó una abierta carcajada que estaba inundada con la dicha de su triunfo.
    Minshasa se acercó a Rafiki. “¡Lo lograste, cariño!”
    “¿Lo logré! ¡Lo logramos!”
    “La humildad te sienta bien.”
    “La bondad te sienta bien.” Rafiki abrazó a Minshasa. “¡Oh dioses! ¡Oh, grandes dioses! ¿En verdad podrá remediar las cosas?”
    “No te preocupes, pequeño mío.” Minshasa lo acarició y le besó la mejilla. “Respira profundamente.”
    Rafiki obedeció. Conforme lo hacía Minshasa le soplaba suavemente sobre el rostro. La esencia de miel silvestre inundó los pulmones de Rafiki al tiempo que su mente se aclaraba. “¡Oh, mi hermosa dama, hazlo de nuevo!” Rafiki respiró una vez más, sintiendo como la extraña energía se esfumaba de su cuerpo. “¡Oh sí! ¡Así está mucho mejor!”
    Rafiki bajó la mirada, apenado. “Todas esas cosas que te dije… Lo siento mucho. Es decir, todos esos sentimentalismos…”
    “Mírame a los ojos cuando me hables,” le dijo Minshasa suavemente. “Una hierba jamás te hará decir algo que en verdad no sientas. Tan sólo puede soltar tu lengua más de lo que te gustaría.”
    “Bueno, quizás tengas razón.”
    Minshasa ronroneó suavemente y comenzó a acicalar el rostro de Rafiki. “¿Quizás?”
    Las coloridas mejillas de Rafiki se ruborizaron notoriamente, “Mi hermosa dama, debo recordar que no eres una leona ordinaria.”
    “Ninguna leona es ordinaria,” le contestó Minshasa. “Tampoco hay mandriles ordinarios.” Minshasa se recostó sobre el pasto. Sopló una vez más sobre Rafiki, desvaneciendo así las tensiones que lo aquejaban de la misma forma en que la tierra seca se disuelve bajo las lluvias primaverales. “Descansa, leal sirviente.”
    Rafiki recargó su cabeza sobre ella y cerró los ojos. Momentos después se encontraba apaciblemente dormido sobre el suave pelaje de Minshasa. Una tranquila sonrisa se dibujó en su rostro.
    Uhuru y Fabana aparecieron. “Hey, Rafiki,” le dijo Uhuru. “¿Viste el enorme león que estaba entre las nubes?”
    Minshasa miró a las dos hienas. Uhuru y Fabana pudieron verla; ambos se arrodillaron ante ella.
    “¡Shhh! ¡Está dormido!” les dijo Minshasa. La leona le sonrió a Uhuru e hizo el ademán de un beso con la punta de la lengua. “Sus oraciones son como un pequeño y cálido cachorro acurrucado en mi regazo.”
    Uhuru miró a Fabana; sus ojos resplandecían. “¿Acaso no es maravillosa, Fabana?”
    “Por los dioses,” balbuceó Fabana, pero ningún sonido salió de sus labios.




    CAPÍTULO LI
    LA BATALLA

    Fue terrible presenciar la batalla por la Roca del Rey. Los relámpagos centelleaban y los truenos desgarraban el cielo mientras Rafiki se esforzaba en encontrar un lugar al cual asirse. Por encima de él se encontraban Simba y Taka luchando cuerpo a cuerpo, rugiendo y lanzándose feroces zarpazos en un desesperado intento por obtener la victoria.
    Ambos lanzaban poderosos ataques y se defendían valientemente. Simba le mandó un ataque a Taka, pero Taka logró defenderse y responderle con un feroz zarpazo que mandó al joven león hacia el borde del promontorio.
    Un relámpago cruzó los cielos; Rafiki sintió una fuerte ráfaga de viento pasando junto a él, tan fuerte como las corrientes que recorren el desierto al mediodía. Una torcida y desgarrada silueta comenzó a revolotear ante él, elevándose cual fantasmal nube tormentosa hasta quedar sobre Taka.
    “¡El Makei!” exclamó Rafiki. La tierra tembló bajo sus pies; el mandril se puso en pie lentamente y se desprendió el relicario que pendía de su cuello. Aquel amuleto, que siempre era cálido al contacto, ahora resplandecía con su propia luz interna mientras Rafiki lo sostenía en alto. El viejo mandril tomó con firmeza el cordón de piel y anudó una piedra al relicario para hacerlo más pesado. Comenzó a girar el relicario por encima de su cabeza; la luz que irradiaba de él formaba luminosos círculos en el aire que iluminaban el rostro del mandril, centelleando con gran determinación sobre sus arrugadas facciones.
    Rafiki continuó girando el relicario cada vez más rápido, aguardando el momento indicado. Simba cayó al suelo presa de un repentino ataque por parte de Taka. Era ahora o nunca.
    “¡Aiheu, no me falles en este momento!” Finalmente soltó el relicario, el cual salió volando a través del aire y en dirección a la cima del promontorio donde peleaban Simba y Taka, dejando una luminosa estela tras de sí…
    El relicario atravesó la oscilante y obscura nube que se elevaba sobre la cabeza de Taka, provocando que ésta estallara en un centenar de fragmentos luminosos.
    Taka dio un brinco para atacar a Simba. Las patas de Simba se hundieron sobre el estómago de Taka provocando que perdiera el aliento y saliera rodando por la cuesta del promontorio. Rafiki miró horrorizado como Taka rodaba cuesta abajo y desaparecía en las rocas que estaban en la base de la montaña.
    “Lo siento mucho, pequeño mío,” susurró débilmente. Una fresca gota de agua cayó sobre su cabeza; Rafiki alzó la mirada, parpadeando con asombro. Una segunda gota cayó, y después otra, cada vez más rápido. En poco tiempo el mandril se vio inundado por la gentil caricia de la lluvia. La suave voz de Minshasa resonó en los oídos de Rafiki “¡Permítenos crear vida!”
    El viejo mandril se arrodilló y se regocijó con el sisear de la bendita lluvia que extinguía las flamas que había en derredor. “¡Que así sea, amiga mía! ¡Toco tu rostro!”




    CAPÍTULO LII
    ¡BUSA SIMBA IYO!

    Sarabi caminó lentamente bajo la lluvia; las gotas de agua le nublaban la visión y la forzaban a caminar casi a ciegas. Parpadeó rápidamente, lanzó un profundo suspiro y luchó por controlarse a sí misma. El aliento comenzaba a faltarle cuando rodeó la base de la Roca del Rey, donde pudo ver a las demás leonas en la distancia. Una leona con el pelaje de color crema levantó la mirada y se regocijó al ver a Sarabi.
    “¡Sassie!” Sarafina se puso en pie, se aproximó a Sarabi y le frotó la mejilla. “¿Te encuentras bien?”
    “Estoy bien, Fini.” Sarabi le regresó la caricia. “¿En dónde está Nala?”
    Sarafina miró por encima de su hombro. “Por allá, descansando. Todas estamos esperando a que Simba descienda.” Los ojos de Sarabi se iluminaron mientras continuaba observando a su vieja amiga. “¡Oh, Fini! ¡Mi hijo está vivo! ¡Alabado sea Aiheu! ¡Está vivo!”
    Sarafina acarició a Sarabi. “¡Mira! ¡Ahí está!” Ambas voltearon y vieron a Simba descendiendo por la ladera de la Roca del Rey. Simba emergió de entre el humo y la neblina, avanzando lenta pero seguramente entre el pedregoso camino. Sarabi, incapaz de controlarse un instante más, se levantó y corrió hacia él.
    Simba la miró y sonrió con inseguridad. “¿Madre?”
    “¿Sí?”
    “Me duele la nariz.”
    Sarabi se rió suavemente; sus lágrimas se entremezclaron con la lluvia mientras veía de reojo la quemadura que Simba tenía en la boca. “Si es lo único que te duele deberías considerarte afortunado.” Le lamió el rostro afectuosamente con su cálida y húmeda lengua para después acariciarle su húmeda melena. “¡Oh! ¡Te quiero tanto, hijo mío!”
    Simba cerró los ojos y se estremeció. Por fin estaba escuchando las palabras que pensó jamás volvería a oír desde la muerte de su padre. “Yo también te quiero, madre.” Le sonrió dulcemente. “Te extrañé tanto.”
    “Nosotras también.” Simba se dio la vuelta y vio a Uzuri detrás de él, sonriendo con profunda satisfacción. “Siempre solía decirte que me obedecieras y comieras correctamente para crecer grande y fuerte como tu padre.” La Líder de Caza irguió una ceja al tiempo que analizaba la muscular complexión de Simba. “¿Pues qué es la que has estado comiendo?”
    “No me lo preguntes.” Una cálida silueta pasó junto a él; Simba se dio la vuelta y vio a Nala parada frente a él. “Amado mío,” ronroneó suavemente al tiempo que lo acariciaba con firmeza.
    Simba le devolvió la caricia, pero fue interrumpido por el cascabelear de una calabaza llena con semillas secas. Todos voltearon y vieron a Rafiki asiéndose a una saliente. El viejo mandril asintió y levantó su bastón, apuntando al promontorio de la Roca del Rey.
    Simba sintió que un estremecimiento lo recorría, seguido de una picazón de emoción. Lentamente se apartó de su familia y se paró frente a Rafiki. Los cafés ojos del mandril miraron fijamente en los ambarinos ojos de Simba. Rafiki sonrió y se inclinó ante Simba.
    Simba sintió una cálida onda recorriéndole el cuerpo y llevándose consigo la humedad de la lluvia. Levantó su imponente pata y la colocó suavemente sobre el hombro de Rafiki, lo acercó hacia él y le dio un afectuoso abrazo. Rafiki extendió sus brazos y abrazó a Simba por un momento para después apararse. Miró al león a los ojos y asintió.
    “Llegó la hora.”
    Simba asintió y retrocedió. Comenzó a ascender a través del pedregoso camino que conducía al promontorio.
    Las leonas lo seguían reverentemente con la mirada. “Que los dioses me perdonen,” dijo Isha, “pero pensé que no viviría para ver este día.” Su voz se quebrantó entre lágrimas mientras acariciaba a su pequeño cachorro Habusu. “¡Mira, Habu! ¡Él es tu Rey!” Habu estiró el cuello hasta quedar completamente curvado mientras contemplaba boquiabierto al magnífico león que estaba sobre él.
    Simba caminó hasta la orilla del promontorio; estaba tan emocionado que sintió un ligero vértigo. Al llegar a la cima bajó la mirada hacia los esperanzados rostros de las leonas que no apartaban su mirada de él. Irguió la cabeza hacia el cielo y miró las grises nubes que se extendían en el firmamento. La lluvia continuaba cayendo sobre él, escurriéndole por las orejas y empapándole la melena, pero permaneció inmóvil. Las nubes se apartaron y formaron un hueco a través del cual pudo ver las estrellas resplandeciendo en la bóveda celeste. Una voz le inundó los oídos y le despejó la mente. Era la voz de su padre.
    “Recuerda…”
    Simba permaneció inmóvil en la cima del promontorio, suspendido por un momento entre el Cielo y la Tierra, flotando en el medio de un sentimiento tan intenso que apenas podía respirar. Podía sentir perfectamente las gotas de lluvia cayendo sobre él y la suave brisa acariciándole le rostro y llevando consigo una innumerable cantidad de esencias que lo inundaron profundamente. Irguió la cabeza una vez más, cerró los ojos y rugió con un fuerza que colmó su alma cual relápago mandado por la propia mano de Dios.
    Uzuri fue la siguiente en rugir bajo la refrescante lluvia. “¡Admiren al Rey!” Respondió al rugido de Simba con el suyo propio al tiempo que el resto de las leonas se le unían. Simba les respondió con mayor fuerza; el sonido de los rugidos hizo eco entre los kopjes y las rocas y recorrió las humedecidas praderas en dirección al imponente bosque. Finalmente, después de tanto tiempo, el elegido de Mufasa se había convertido en Rey.
    Nala lo observó descender, siguiendo cada uno de sus movimientos con la mirada mientras bajaba dando ágiles brincos. Simba se paró frente a ella, jadeando mientras el agua se evaporaba al hacer contacto sobre su cuerpo. Todas las leonas presenciaron como Simba colocaba su pata sobre el hombro de Nala, recorriendo su grácil silueta y sintiendo sus fuertes músculos moviéndose ante su tacto. Nala le respondió con un profundo ronroneo; alzó el rostro y sus miradas se encontraron. El resplandor de las agonizantes flamas se reflejó sobre sus hermosos ojos verdes provocando un mágico encanto del cual Simba no deseaba salir jamás. Simba suspiró profundamente y finalmente se atrevió a hablar.
    “Ante los dioses, ante las estrellas, ante todos juro darte por siempre mi protección, mi amor y mi consuelo.”
    Nala se estremeció. “Hasta el último latido de mi corazón, hasta mi último aliento, nuestras vidas serán una. Dioses, denme fuerza.” Se aproximó a él y recargó la cabeza sobre su melena, ronroneando suavemente.
    Simba la acarició, olvidándose por completo del dolor que le provocaba la quemadura de su boca. “Hasta este día tan sólo había sido medio león. Tú me haces sentir completo.”
    Rafiki descendió hasta la base de la Roca del Rey en donde Sarabi y Fabana estaban sentadas, al lado del ensangrentado cuerpo de Taka. Rafiki se arrodilló ante aquel cuerpo ya sin vida. Introdujo su temblorosa mano en su valija y sacó uno de los bocadillos que tanto le habían gustado a Taka. Sarabi y Fabana observaron en silencio como le mostraba a Taka un pedazo de Raíz Tiko. Se inclinó sobre su sobrino, cuya expresión se había relajado finalmente, y depósito ambos objetos a un lado de su boca. “¡No puedo soplar vida en ti esta vez, pequeño mío!” Estrechó la pata de Taka entre sus manos al tiempo que las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas, entremezclándose con la plateada cortina de lluvia que caía sobre él.




    CAPÍTULO LIII
    LA DIVERGENCIA

    “Raptar a un león cachorro,” pensó Uhuru con disgusto mientras sacudía la cabeza. “¿Qué es lo que harán después?
    Permaneció en silencio mientras observaba a Skulk y a su grupo de rebeldes y malhechores desvaneciéndose entre las sombras de las noche. “Pareciera que no va a terminar nunca” pensó con disgusto. Era una prueba tras otra. En tono de broma se preguntó si acaso estaba siendo castigado por los pecados de algún antiguo ancestro suyo.
    Suspiró profundamente e hizo a un lado aquella idea. Había permanecido fiel al llamado de Aiheu, y él lo sabía. Tal vez con la expulsión de la maligna influencia de Shenzi las cosas podrían volver a la normalidad. Uhuru tenía esperanza de que así fuera, pues estaba harto de peleas, decepciones y traiciones. Ya había visto suficiente de eso durante los tres últimos años, pero por desgracia parecía haber un abismo insuperable entre los pequeños de Roh’kash y los de Aiheu, y él no podía hacer nada contra ello.
    Comenzó a mirar los alrededores y se dio cuenta de que Simba se aproximaba a él. Uhuru respingó levemente y avanzó hacia el Rey. Parecía ser que las cosas iban a ir de mal en peor. La combativa atmósfera que había dejado el Shih’kal se había disipado; los leones y las hienas permanecían separados, cada grupo congregado en torno a sus respectivos líderes cual limaduras de hierro reunidas en torno a un imán. El leve sonido de las conversaciones que estaban tomando lugar se disipó a medida que Simba tomaba su lugar al frente de las leonas. Las hienas se apartaron para abrirle paso a Uhuru, quien les hizo un ademán de asentimiento. Los dos líderes se contemplaron uno al otro en silencio por un momento. Uhuru se arrodilló y extendió una pata ante Simba. “Incosi aka Incosi. Toco tu melena.”
    Simba exhaló un silencioso suspiro de alivio. “Puedo sentirlo. Ponte en pie, amigo mío.” Parpadeó con suma fatiga; los eventos que habían ocurrido en los últimos días lo habían dejado terriblemente agotado. Aún así se sintió profundamente satisfecho al observar a la hiena que estaba frente a él. Su confianza en Uhuru ahora estaba totalmente justificada. Miró a las hienas que estaban congregadas junto a Uhuru; sus apariencias eran similares en todos los aspectos. Las pobres criaturas estaban delgadas y desnutridas, y sus grises pieles lucían pálidas y tristes, pero permanecían lado a lado, fieles a una hiena que hacía menos de tres días había sido denunciada como traidor. Uhuru les había devuelto la confianza, a diferencia de lo que había logrado la banda de rufianes de Shenzi. Aquellas hienas no se habían aliado con Uhuru para obtener algún beneficio personal sino por que sabían que su líder jamás los traicionaría para salvarse a sí mismo. Uhuru les había devuelto la capacidad de confiar en los demás. Ahora era el momento de devolverles la esperanza.
    Simba carraspeó levemente. “Sólo puede haber armonía cuando hay justicia. Proclamo esto ante los dioses y los Grandes Reyes del Pasado: la prohibición de buscar carroña en las Tierras del Reino, impuesta por el gran Ahadi, ha terminado.” Las hienas abrieron los ojos de par en par y miraron de un lado a otro mientras Simba continuaba hablando. “No hay razón alguna por la que no podamos vivir en la forma que Aiheu pretendía.”
    El silencio prevaleció por algunos segundos para después romperse en un estridente clamor que emergió entre las hienas al tiempo que comenzaban a bailar, llenas de dicha. Uhuru permaneció sentado entre el tumulto, impactado por el regocijo de ver a sus hermanos inclinándose ante Simba. “¡Ebu Simba!” exclamaron llenos de dicha. “¡Roh’mach aka Roh’mach!”
    Rafiki le dio una palmadita en el hombro a Uhuru, provocando que la hiena saltara por la sorpresa. “Felicidades, amigo mío. Supiste muy bien cómo manejar a Shenzi.”
    “No tan bien como tú,” le respondió Uhuru con una sonrisa. “Lo tenías todo planeado, ¿no es así? Sabías que yo ganaría.”
    “Muchacho,” dijo Rafiki entre risas, “No tenía idea alguna sobre lo que pasaría.” Rafiki se inclinó sobre un pequeño montículo de pasto y se sentó en él, gruñendo son satisfacción. “¡Y bien! ¿Qué es lo que va a pasar? ¿Qué vas a hacer ahora que tienes a las Tierras del Reino de tu lado?”
    “Para ser honesto, no lo sé.” Uhuru permaneció observándolo. “Voy a ser sincero contigo, Rafiki. Esto no me agrada. Simba debió elegir a alguien más para ser Roh’mach.”
    “¿Por qué dices eso?”
    “Tal vez habríamos podido evitar todo esto.”
    “Así es. Pudimos haber evitado todo esto y seguir peleando entre nosotros. No te subestimes, Uhuru.” Rafiki acarició afectivamente a su amigo entre las orejas.
    Uhuru le sonrió y miró a la multitud. “Míralos,” susurró.
    Rafiki observó a las hienas marchando hacia sus hogares en pequeños grupos; el aire nocturno estaba inundado con gritos de alegría, risas y bromas.
    “No los había visto así desde que era un cachorro,” dijo Uhuru maravillado. “¿Puedes sentirlo?”
    “Sí. Una vez te hablé de ‘La Paz de Asumini.’ Tus hijos recordarán este día como el comienzo de ‘La Paz de Uhuru.’ Esta noche ha nacido algo maravilloso. Cuídalo con mucho amor, cuídalo como si se tratara de tu propio hijo.”
    “¡En verdad quiero hacerlo! ¡Por los dioses! ¡No puedo abandonar a los míos ahora! Pero un hijo debe sentir afecto por su padre, afecto como el que yo siento por ti.” Uhuru miró al mandril con indecisión. “¡No puedo dejarte así! ¿Quién te ayudará en el baobad? Y no te atrevas a decirme que podrás arreglártelas, Rafiki. ¡No quiero verte arrancando raíces del suelo a tu edad!”
    Rafiki se rió levemente y le dio una palmadita a Uhuru en la espalda. “No te preocupes, amigo mío. No voy a discutir eso contigo. Tengo amigos en las aldeas de mandriles que estarán gustosos de colaborar. Aún hay algunas espaldas fuertes que podrán ayudarme con mis medicamentos.”
    “Pero…”
    “Pero nada. Aiheu te ha mostrado tu lugar en este mundo. No lo rechaces.” Rafiki se inclinó sobre su amigo y lo abrazó fuertemente. “No te preocupes. Estás tomando la decisión correcta.” El mandril colocó su mano sobre la cabeza de Uhuru. “Aiheu abamami, Uhuru. Que Dios te bendiga. Una cosa más, Uhuru. Ofrécele matrimonio a Brill hoy mismo. Entre mi gente hay un viejo dicho: ‘Debes cosechar mientras la fruta aguarda.’”
    La hiena sonrió. “¡Me leíste la mente!” Se dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo un momento y miró a la última hiena que aún permanecía en aquel lugar, aguardando por él.
    Rafiki también la miró. “¡Ah! ¿Se trata de ella?”
    “Sí,” dijo Uhuru totalmente cautivado. “¿Acaso no es hermosa?”
    Rafiki se rascó la cabeza mientras contemplaba las facciones de aquella hiena. “Ehhh… ahhh… sí, por supuesto. Su belleza resplandece desde su interior,” dijo con sinceridad.
    “¿Verdad que sí?” asintió Uhuru. Se aproximó a Brill y le acarició la mejilla. Brill le regresó la caricia, recargó la cabeza sobre el hombro de Uhuru y se acurrucó junto a él. Rafiki los observó alejarse lentamente mientras desaparecían entre las sombras de la noche.




    CAPÍTULO LIV
    SINTIENDO EL PESO DE LA EDAD

    La vida regresó a la normalidad en las Tierras del Reino. Simba y Nala tuvieron un hijo al que llamaron Tanabi. Tanabi contrajo matrimonio con Misha—una gran amiga de su infancia—y no fue de sorprender que muy pronto ambos estuvieran a punto de dar origen a una nueva generación.
    Rafiki, en contraste, seguía viviendo solo. Su envejecimiento prematuro era como un guepardo que acecha a su víctima, listo para atacar en cualquier momento. Sus habilidades en farmacología eran lo único que lograban mantenerlo activo y alerta.
    La bruma matutina cubría la pradera africana; las copas de los árboles sobresalían de entre la ligera manta gris de la neblina. Había un árbol en particular que ejercía un dominio especial en torno a la pradera; era el majestuoso baobad que parecía admirar el paisaje con la benevolencia de un monarca.
    Rafiki estaba sentado entre las ramas más altas; se estaba limpiando los dientes con una rama de acacia masticada mientras aguardaba el amanecer. Sus ojos observaban el inmaculado paisaje que se extendía frente a él mientras sentía el frenético zumbido de la actividad que se desarrollaba, escondida bajo la neblina matutina. Esperaba pacientemente con la sabiduría de alguien que ya ha aguardado en muchas ocasiones, como un anciano administrador resguardando su tierra.
    El aire a su alrededor esta embebido con el dorado rojizo del amanecer. El ardiente disco hacía su aparición, inundando la tierra con sus cálidos rayos. Una suave brisa alborotó el pelo sobre la frente de Rafiki e impulsó algunas delgadas ramas sobre él. El viejo mandril sonrió para sí mientras escuchaba el silbar de las hojas que hablaban en algún secreto idioma sobre cierto simio muy gracioso. Bajó la mirada y observó con interés como la brisa abría enormes surcos en la neblina a través de los cuales podía ver la tierra que yacía bajo él.
    Dio un salto al frente mientras mantenía sus ojos fijos un en una señal de movimiento que acababa de captar. Rafiki sonrió y se sintió relajado al darse cuenta de que se trataba de un grupo de lonas muy fatigadas dirigiéndose a casa después de la cacería nocturna. Levantó la mirada por encima de la neblina que comenzaba a desvanecerse y miró en dirección a la imponente silueta de la Roca del Rey que se divisaba en la distancia. Las leonas tenían un largo camino por recorrer; muy probablemente llegarían a media mañana.
    Descendió lentamente por entre las ramas hacia el centro del baobad, escuchando el ligero tintinear de las campanillas de viento que se movían ante el soplar de la suave brisa. Comenzó a tararear una cancioncilla al compás de las campanillas de viento mientras caminaba hacia el muro de adoración. Tomó una vasija con pintura ocre y comenzó a delinear algunos trazos sobre el aún inconcluso retrato de Habusu, agregando unos pequeños mechones de una rojiza melena que le cubría la cabeza y los hombros. Se detuvo por un momento, dudando, y suspiró profundamente; colocó la vasija sobre el suelo y se limpió los dedos. No estaba poniendo su corazón en la realización del dibujo, y no quería arruinar el retrato por culpa de un corazón desanimado. Comenzó a mirar hacia los alrededores cuando repentinamente se sintió completamente perdido. El cálido tintinear de las campanillas de viento ahora era tan sólo un sonido hueco y sin sentido que reflejaba lo que había en su interior.
    Se sentía tan viejo. Aquello que había tratado de negar era demasiado obvio para ignorarlo. Ya no era viejo tan sólo en su exterior; muy pronto llegaría el día en que Minshasa llegaría para llevárselo con ella.
    Parpadeó sorpresivamente al escuchar un sonido gutural que procedía de la parte baja del baobad. Bajó la mirada y vio a una leona sentada frente a la base del árbol. Rafiki sonrió al reconocer a Uzuri. “Buenos días, señorita.”
    “¡Buenos días, Rafiki! Conque parándote tarde otra vez, ¿eh!”
    “Como siempre.” Rafiki asintió con la cabeza. “¿Cómo estuvo la cena?”
    “¡Bahhh!” gruñó Uzuri. “Fue un total desperdicio de tiempo; tan sólo pudimos ver algunas gacelas que seguramente tenían sangre de guepardo en alguna parte.” Sacudió la cabeza muy molesta. “¡Dioses! ¡Qué rápidas eran!”
    Rafiki sonrió levemente. “No te preocupes; estoy seguro de que tendrán mejor suerte la próxima vez.”
    “¿Aún tienes pensado venir a examinar a Misha?”
    “Claro que sí.”
    “¿Entonces por qué no vienes conmigo? Es un largo camino para que vaya yo sola y un poco de compañía no me caería mal.” Uzuri lo miró inquisitivamente. “A menos que tengas algo más que hacer. No me gustaría interrumpir algo importante.”
    Una sonrisa se dibujó en el rostro de Rafiki al tiempo que tomaba su bastón y descendía al lado de Uzuri. “No tienes que obligarme.”
    Uzuri sonrió mientras emprendían la marcha. “Éste es uno de esos días en los que te sientes dichoso por el simple hecho de estar vivo.”
    Rafiki miró a su amiga y asintió. “Sí. Sé lo que quieres decir.” Mientras avanzaban Rafiki se reprendió a sí mismo por ser tan pesimista. Pensó con tristeza que había habido una vez en que podía contar a los amigos como Uzuri con los dedos de una mano, y que las mañanas como la que estaba viviendo eran pocas y muy raras.



    CAPÍTULO LV
    EL DESCANSO DE MAKEDDE

    Una vez Makedde oró pidiendo que no le permitieran morir en un día lluvioso, sino en uno soleado y hermoso. Quería que la belleza del mundo de Aiheu reconfortara a aquellos que dejaría atrás el día en que partiera.
    Y así fue. El sol resplandecía sobre el fragante pasto y el viento silbaba una silenciosa melodía entre los árboles cuando Zazú llegó volando al baobad para darle una urgente noticia a Rafiki. “¡Ven rápido! ¡Tu hermano está muriendo!”
    Rafiki tomó una bolsa que tan sólo contenía algunas panaceas. No había necesidad de llevar nada más, pues la muerte de Makedde ya era de esperarse. Era como una manada de perros salvajes abalanzándose sobre un rastro de sangre.
    Rafiki corrió tan velozmente como le fue posible, lo cual no era muy rápido. Su pulso corría agitadamente y el sudor le escurría por la frente. Aún así se esforzó en mantener el paso, pues sabía que su hermano habría hecho lo mismo por él.
    Finalmente llegó a la cueva de Makedde. El viejo mandril yacía recostado sobre una colchoneta de heno fresco recolectado por algún amigo. El heno desprendía el olor de la pradera matutina, disimulando el aroma a humedad que predominaba en la caverna. Aún así había un ligero y persistente olor que se infiltraba a través de los resquicios—el olor de la muerte. Era un aroma inconfundible que tan sólo un chamán como Rafiki era capaz de percibir.
    “¿Está muerto?” se atrevió a preguntar Zazú.
    Makedde abrió los ojos. “Aún no.” Se apoyó sobre su brazo para erguirse débilmente. Rafiki le estrechó la mano. “Sabía que vendrías,” le dijo Makedde con una sonrisa. “Espero que Zazú no te haya despertado.” La cabeza de Makedde cayó bajo su propio peso y su brazo perdió todas sus fuerzas.
    “Oh no,” dijo Rafiki suavemente al tiempo que le apretaba ligeramente la mano para después colocarla sobre el pecho de su hermano. “Oh no.” Sus ojos se inundaron de lágrimas. “Era él último miembro de mi familia. Ahora tan sólo quedo yo.”
    “¿El último miembro de tu familia? No digas tonterías. Es decir, aún están Simba, Nala, Misha, y no te olvides de Uzuri.”
    “¿O de ti?”
    Zazú se pavoneó ligeramente. “Pues… sí. Estoy seguro de que aún quedan muchos más.”
    Rafiki meditaba sobre aquel incidente mientras permanecía sentado en lo más alto del baobad. Sonrió para sí mismo al tiempo que las lágrimas rodaban por sus mejillas al recordar a los demás miembros de su familia que se había marchado tiempo atrás. La imagen de Busara vino a su memoria, y después la de su madre. También recordó a Kinara, siempre discutiendo sobre el Viejo Maloki. Recordó a Asumini, a Penda… Suspiró profundamente.
    Una pálida luz resplandeció por detrás de él; se dio la vuelta y vio a un pequeño cachorro sentado frente a él. El hecho de que aquel cachorro estaba flotando en el aire, a seis pies de la tierra, fue irrelevante en el momento en que Rafiki reconoció sus rasgos. “¡Taka!”
    Una sonrisa se dibujó en el rostro de Taka al tiempo que se frotaba contra los tobillos de Rafiki. “Hola, Tío.”
    Rafiki tomó la bolsa que estaba a su lado, pero se detuvo un momento. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la había empleado de esa manera. ¿Cómo podría utilizarla un viejo mandril en ese momento…?
    Sintió un nudo en la garganta cuando finalmente alcanzó una Raíz Tiko que estaba hasta el fondo del bolso. Su mano se estremeció cuando finalmente logró sacarla.
    La reacción fue inmediata. El cachorro se paró sobre sus patas traseras por encima del aire vacío, tratando de mantener el equilibrio.
    “¿A quién quieres?” susurró Rafiki.
    “¡A ti, Tío Fiki!”
    “¿Y qué tanto me quieres?”
    “¡Más que a la vida!”
    Rafiki aventó el suculento bocadillo y Taka lo atrapó en el aire. “En verdad te quiero, tú lo sabes. ¡No importa qué es lo que haya dicho!” Las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Taka. “¡Por favor, perdóname!”
    “Por supuesto, Fru Fru,” le dijo Rafiki al tiempo que le acariciaba afectuosamente el suave pelaje de su rostro. “No tienes que esconderte de mí.”
    El cachorro inclinó la cabeza. La luz que irradiaba de él comenzó a destellar cada vez más fuerte. Rafiki cerró los ojos, incapaz de poder mirarlo directamente. “¿Taka?”
    Una cálida oleada de emoción recorrió a Rafiki cuando la luz le tocó el rostro. “¿Cómo es que aún puedes quererme, Tío Fiki?”
    “Yo siempre pude ver esa luz en tu interior. Con los años se fue opacando cada vez más, pero nunca se opacó tanto como para que dejara de verla.”
    La luz comenzó a desvanecerse hasta materializarse en la familiar figura de Taka. Su obscura melena resplandecía con luminosos rayos de luz mientras observaba a Rafiki. “He venido aquí para prestar servicio y encontrar prosperidad y tranquilidad a través de él.” Se aproximó a Rafiki y lo acarició. “La sabiduría ha madurado en ti, Rafiki. Ha llegado el momento de que des frutos.”
    “No comprendo.”
    “El lazo entre el Ka y la carne es muy fuerte, pero no es eterno. Debes buscar a alguien a quien puedas transmitirle tus conocimientos antes de que se pierdan en el viento.”
    “¡Lo intenté, pero Aiheu tenía otros planes para Uhuru! Él ha encontrado su lugar.” Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Rafiki una vez más, pero el mandril se limpió los ojos antes de que comenzaran a caer. “Ya no tengo a nadie más.”
    “No me estaba refiriendo a esa hiena. El árbol del conocimiento comienza en las raíces; ese es el lugar en el que debes buscar.” Taka le sonrió. “Encontrarás que el campo es mucho más fértil ahora que cuando te fuiste.” Retrocedió un paso y colocó su pata sobre el hombro de Rafiki. “Es imperativo que no te precipites en aceptar consejos no deseados. Ten valor al momento de tomar las decisiones difíciles y respeta siempre la primera impresión.” Comenzó a alejarse lentamente. “Debo irme, Tío. Ya te he demorado mucho tiempo. Debes regresar a casa.”
    “¿Ahora?”
    “Sí, ahora. Date prisa.”
    Rafiki se puso en pie, parpadeando. Las hojas del baobad se balanceaban suavemente mientras se recuperaba de los efectos de la visión.
    “¿Rafiki?”
    “¿Quién llama?”
    “Misha.”
    Rafiki se iluminó ante la sola mención de aquel nombre. La joven leona entró al interior del baobad. “Tuve un accidente.”
    Tan sólo era una pequeña cortada en su hombro, pero cuando Rafiki la vio se sintió profundamente dolido. Misha miró los rastros de lágrimas que había en su rostro.
    “Oh, vamos. No es tan malo. Ni siquiera debí haber venido a molestarte.”
    “No es la cortada, pequeña mía. Es que…” Rafiki extendió los brazos, la abrazó y le besó la mejilla. “Es sólo que necesito un amigo en este momento. Mi hermano murió el día de hoy.”
    Las orejas de Misha se retrajeron. “Lo siento tanto.”
    “Muchas gracias. Su muerte era de esperarse. Supongo que todos dirán lo mismo sobre mí algún día, ‘Ese viejo simio tenía que irse tarde o temprano.’ Puedo recordar perfectamente a tu abuelo. El fue un muy querido amigo mío y un orgulloso ancestro tuyo.”
    “En verdad no sé si envidiarte o compadecerte,” le dijo Misha con franqueza. “¿Quién querría sobrevivir a todos sus amigos?” Miró las lágrimas que rodaban por el rostro de Rafiki y se arrepintió de lo que acababa de decir. Lo acarició suavemente y le preguntó, “¿Por qué no vienes a vivir con nosotros en la Roca del Rey? Al principio tal vez se vea algo concurrida, pero todos te queremos mucho. Sabes que te invitado en muchas ocasiones.”
    “Y yo te lo agradecido en muchas ocasiones.”
    Misha frunció el entrecejo. “Me vas a decir que no otra vez, ¿verdad?”
    “Mi pequeña Misha, este trabajo requiere que viva cerca del bosque. Jamás podría recolectar las hierbas que necesito si viviera en la Roca del Rey. Tengo un lugar para cada cosa, y cada cosa está en su lugar. Además, este árbol ha sido mi hogar casi toda mi vida. Lo más probable es que muera en este lugar.” Le dio un beso a Misha en la mejilla. “Aún así, cada vez que me lo pides me siento muy dichoso.”
    “Entonces te lo voy a pedir más seguido.”
    Rafiki tomó algunas panaceas y las mezcló hasta formar una pasta; con sumo cuidado cubrió la cortada con el medicamento. “Ahí está. Con eso te sentirás mejor.”
    “Ya lo creo.” Misha le tocó la mejilla a Rafiki con su cálida lengua.
    “Cuídate mucho, cariño,” le dijo Rafiki.
    “No tengo prisa,” le respondió Misha. “Siéntate. Vamos a hablar.”
    Rafiki sonrió con tanta belleza que su viejo rostro se iluminó. Se sentó sobre el suelo con las piernas cruzadas; Misha se recostó y recargó su cabeza sobre el regazo de Rafiki. Lagrimas de dolor y alegría fluyeron por las mejillas de Rafiki mientras acariciaba el suave pelaje de su querida amiga.




    CAPÍTULO LVI
    EL ANTIGUO VECINDARIO

    Rafiki no tenía miedo de la muerte a pesar de que su propia mortalidad estaba acechándolo. Algún día saltaría sobre él para asestarle el golpe final, y debía encontrar a alguien que continuara con su trabajo para cuando llegara ese día.
    Finalmente decidió regresar a casa por primera vez desde su partida hacía ya tantos años atrás. Regresaría a los escenarios de su infancia para encontrarse con los pocos remanentes de su pasado y mirar hacia el futuro. Tomó una calabaza y lo colgó cerca de la entrada del baobad. La luna que pintó sobre la calabaza significaba “No estoy en casa.” A un lado de ella ató cinco pequeños fardos de pasto. Uno significaba “Regresaré en un momento.” Dos significaban “Regresaré por la tarde.” Tres significaban “Quizá esté de vuelta mañana.” El que hubiera atado cinco fardos era un mensaje inconfundible, “Regresaré algún día, si Dios lo quiere así.”
    Partió llevando consigo únicamente su bastón y algunas hierbas para su dolor de espalda.
    Las hierbas que necesitaba crecían en la frontera del bosque, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había adentrado entre los densos árboles. La luz era muy escasa y caía alrededor de él en pequeños parches dorados que se embebían en el viento. Había troncos tan enormes como columnas, coronados por verdes hojas. A Rafiki le tomó un momento poder ubicarse en aquel lugar.
    El camino había cambiado un poco, pero aún le traía viejos recuerdos que lo conmovieron profundamente. Atravesó un arroyo en el que solía jugar cuando pequeño; se agachó y tomó una pequeña roca. Se impulsó un poco y aventó la piedra con gran rapidez a pesar de sus edad; la piedra rebotó una, otra y otra vez sobre la superficie del agua. “No he perdido mi toque,” murmuró con satisfacción. Caminó hacia la orilla y se sentó en el mismo lugar en el que alguna vez su padre le habló sobre los hechos de la vida. Mucha de la ira que había cargado por años se había ido; ahora tan sólo tenía el buen recuerdo de un padre bondadoso que había amado a su familia.
    Después de una larga caminata llegó a la aldea en la que había nacido. Sonrió con indulgencia ante el reencuentro. Miró el claro y la solitaria acacia que se erguía al centro de éste. Había una hembra que estaba machacando hierbas con una piedra, y otra que amamantaba a su pequeño mientras conversaba con su compañera. Había pequeños corriendo por los alrededores y jugando a los encantados. “¡Asante sana, squash banana! ¡We we nugu, mi mi apana!” Alguna vez había sido como ellos.
    Se detuvo para hablar con una de las hembras. Todos los antiguos amigos por los que preguntaba ya estaban muertos. El hijo de Chango aún estaba vivo, al igual que un sobrino de Bugweto. Duma, quien alguna vez lo había aterrorizado, era una pálida sombra de su antigua persona. No pudo reconocer a Rafiki, pero su hijo le dijo, “Hay veces en las que no me reconoce ni a mí. Hoy no es su mejor día.” Rafiki sintió compasión de él; se esforzó mucho en no tratar de asociar aquel tembloroso y asustado espectro con el que había sido el acérrimo enemigo de su infancia.
    La mayoría de las personas con las que Rafiki se encontraba nunca antes habían oído hablar de él, aún cuando utilizó su antiguo nombre. Finalmente encontró a su viejo amigo Wandani.
    Wandani se acercó al desconocido mandril; aún se veía bastante joven. “¿Puedo ayudarte en algo, anciano?”
    “¡No me hables así, Wandani! ¿Pero qué es lo que te pasa?—¿acaso no reconoces a tu mejor amigo?”
    Wandani lo miró con sumo cuidado y sus ojos se empañaron con lágrimas. “¡Pero por los dioses!” Extendió la mano hacia Rafiki y le tocó las blancas barbas al tiempo que miraba su arrugado rostro. “Metutu, ¿qué te ha pasado?”
    “¿Es esa la forma de recibir a un viejo amigo?”
    “¡Lo siento mucho!” Wandani lo abrazó fuertemente. “Metutu, ¡no me había dado cuenta de todo el tiempo que ha pasado! ¡Mi querido amigo!” Comenzó a sollozar sobre el hombro de Rafiki.
    “El verte de nuevo me alegra el corazón.”
    “Lo mismo digo. ¿Y cómo está Asumini? ¿Cuántos hijos tienen?”
    “¿Es que acaso no lo sabes?” La pena se reflejó en el rostro de Rafiki al tiempo que las lágrimas le humedecían los ojos. “Asumini murió al primer año de nuestro matrimonio. Mi hija Penda también murió. Fueron presas de un cocodrilo.”
    Wandani se sintió impactado; se mordió el labio y comenzó a sollozar. “¡Oh no!” Abrazó a su amigo tan fuerte que Rafiki apenas y podía respirar. “Perdóname, amigo mío, pero hay algo que debo decirte. Yo estaba enamorado de Asumini.”
    “¿Por qué nunca me lo dijiste?”
    “Ya no importa. Ella jamás me correspondió. ¡Oh dioses! ¡No mi pequeña Asumini!”
    “Rafiki Wandani, mi viejo y querido amigo. ¡Cuántas veces me pregunté qué es lo que habría sido de ti!”
    Wandani se esforzó en recobrar la compostura. “Pues bien, veamos. Tu hermano Makoko murió por la fiebre hace tres años. Su hijo Kudura es el Jefe de la aldea. Tu padre murió hace mucho tiempo, pero supongo que ya lo esperabas.”
    Wandani condujo a Rafiki al lugar en el que Kinara había muerto. “Aquí fue donde sepultamos su tótem, al lado de la efigie de Kima. Ese fue su último deseo. Ahora hay algunos que quieren destruirlo por haber sido un Aiheusista. Sigue siendo una filosofía no muy segura, pero ya no es ilegal. Está comenzando a extenderse.”
    Rafiki sonrió. “Eso fue lo que dijo Busara. Sabía muy bien lo que decía.”
    A continuación pasaron junto al viejo árbol en el que Rafiki había crecido; aquel gigante seguía conservando el mismo aspecto. Sin embargo aún quedaba un lugar que esperaba el regreso de Rafiki, uno que había sido un fugaz refugio contra la rudeza del mundo.
    La cueva de Busara estaba desocupada. Rafiki y Wandani se adentraron entre las sombras tan lejos como el valor se los permitió, pues las antiguas lámparas se habían secado hace ya mucho tiempo. Ni siquiera lograron llegar a la columna de piedra en la que Rafiki consagró su vida al servicio de Aiheu por primera vez.
    Repentinamente surgió una pálida luz azul. Ambos miraron hacia ella, desconcertados. “¿Asumini?”
    La leona ronroneó suavemente. “Bienvenido a casa, cariño. ¡Hola Wandani!”
    “¡Es ella!” dijo Wandani, temblando. “¡Es la fantasma!”
    “Es muy agradable cuando llegas a conocerla.” Rafiki se arrodilló y la abrazó. “¡Es tan bueno volver a verte! ¿Es que acaso te cuesta demasiado trabajo viajar? ¿Por qué nunca fuiste a visitarme?”
    “Ya no me necesitas. Casi toda mi familia ha muerto, así que ya no hay mucho que me mantenga atada a este mundo. Pero mi amor por ti es inmortal.” Asumini lo acarició. “Toma el cordón que pende de mi cuello.”
    Rafiki obedeció. Era el colmillo que Busara había portado con tanto orgullo—el colmillo de Asumini, atado a un cordón tejido con un trozo de la melena de Ahadi. Rafiki se señaló con el dedo, dudoso, y Asumini asintió con la cabeza. El mandril tomó el cordón y se lo colgó del cuello.
    “Siempre que te sientas solo estaré ahí, al lado de tu corazón. Pero no quiero que vivas atrapado en el pasado. Lo que yo fui para Busara lo ha sido Uzuri para ti. Debes apreciar lo que Aiheu te ha dado.”
    “Lo sé, pero jamás voy a olvidarte.”
    Asumini asintió. Repentinamente las lámparas volvieron a la vida; era como si Busara regresara después de haber salido a dar una caminata. Rafiki se sintió reconfortado con la luz; avanzó hacia el pilar de roca y observó el muro. Las pinturas de Busara le transmitían mensajes de compasión y dicha, pero también eran recordatorios de una época feliz que se había ido hace ya mucho tiempo. Se inclinó para contemplar el retrato que los representaba a él y a Asumini con las manos estrechadas. Rafiki extendió la mano y tocó con sus dedos el retrato de Asumini. “Mi esposa, mi amada, mi querida amiga.” Miró a Wandani con una melancólica sonrisa en sus labios. “Estoy envejeciendo muy rápido. Algún día, cuando mi pueblo sea libre, debes traerlos aquí y mostrarles estas pinturas. Háblales sobre Busara. Diles que ni la muerte pudo destruir la obra de Aiheu.”
    “Te lo prometo. Si no lo hago yo, lo hará mi hijo.”
    “¿Cuál es su nombre?”
    “Metutu, por supuesto.”




    CAPÍTULO LVII
    LA ELECCIÓN DEL CONSEJO

    “Cuando Baba—quien fue el primer león que existió sobre la Tierra—exhaló su aliento sobre la mejilla Mamaan, ella trajo nueva vida al mundo. Después de dos lunas Mamaan comenzó a mostrar señas de su estado. Ni ella ni Baba podía comprender la luz que había en su mirada. Mamaan sintió temor, y le pidió a Aiheu que la curara.
    Aiheu le sonrió y dijo, ‘Te aseguro que no morirás. Debes estar dichosa, pues vas traer nueva vida al mundo.’
    Baba y Mamaan no pudieron comprenderlo, pues nunca antes había habido cachorros. Pero tenían confianza en Dios, así que soportaron los dolores del parto con la esperanza de la promesa que el Señor les había hecho.
    Y entonces nacieron los dos primeros cachorros de león, y ambos alegraron los corazones de sus padres. El pequeño macho fue llamado Huba, pues había nacido del amor. La pequeña hembra fue Rajua, pues era una promesa de esperanza.
    Aiheu bajó para ver a los cachorros, así como para enseñarles a Baba y a Mamaan acerca de la paternidad. También les dijo muy claramente que las enseñanzas que les estaba dando deberían ser pasadas a través de las generaciones, de padre a hijo y de madre a hija. Y así ha sido hasta este día, de acuerdo a la voluntad de Dios.”

    — LA SAGA LEÓNIDA, Sección “A”, Variación 3

    La fama de Rafiki había llamado la atención del Consejo, por lo que no tuvo problemas en conseguir que los ancianos de recibieran. Todos tenía mucha curiosidad de verlo, más que por otra razón para preguntarle sobre las nuevas y misteriosas curas que había descubierto.
    Sin embargo, todo lo que Rafiki quería era encontrar un sucesor. Se arrodilló ante el Jefe Kudura. “No soy digno de estar ante ti.”
    “Yo te dignifico. Levántate, Rafiki. Hemos considerado tu petición. Entre nosotros hay un joven que es brillante y tiene la voluntad de aprender. Te presento a Tambo .”
    Tambo y su joven hermano Makaka se presentaron ante Rafiki. “Gran Chamán, he estudiado por mucho tiempo. Ponme a prueba de acuerdo con tu gran sabiduría. Evalúa si soy digno de ayudarte y aprender de ti.”
    “En verdad es muy bueno,” dijo Makaka. “También trabaja muy duro.”
    Tambo frunció el ceño. “Habla sólo cuando te lo pidan. ¡Estamos en una reunión del Consejo!”
    Rafiki miró fijamente a Tambo durante un largo momento y después observó al joven Makaka. “Y bien, pequeño, ¿dices que tu hermano trabaja muy duro?”
    “Sí, señor.”
    “Hijo, mírame a los ojos.”
    Makaka le obedeció. “Oh, Dios mío,” exclamó Rafiki. El viejo chamán miró a Tambo una vez más. El hermano mayor comenzaba a impacientarse. “¿No vas a hacerme alguna pregunta, señor?”
    “Ya lo he hecho.” Rafiki se frotó la barba. “Y me has contestado honestamente.” Colocó su mano sobre la cabeza de Makaka. “Dime, hijo, ¿sabes lo que es un león?”
    “Sí, señor.”
    “¿Te gustaría conocer uno?”
    “Sí, señor.”
    “¿Te gustaría venir a vivir conmigo?”
    Makaka sonrió tímidamente. “¿Quieres decir que también puedo ir?”
    “No, sólo quiero que vengas tú. ¿Te gustaría convertirte en el próximo Chamán del Rey?”
    “¡Cielos! ¡Grandioso!”
    Los miembros del Consejo se escandalizaron ante la elección de Rafiki. Kudura les indicó guardar silencio mediante una movimiento de su mano. “¿Estás seguro de tu elección?”
    “Estoy seguro, Mi Señor. Él tiene la señal.”
    Kudura esperaba que Tango fuera el elegido. La posición social de Tambo tenía se debía a que siempre apoyaba al Jefe en todas sus decisiones. Kudura podía confiar en que Tambo regresaría periódicamente para reportarle sobre las extrañas actividades de un chamán, cosas como las aplicaciones del polvo de Alba y la adivinación con raíz de sepal. Pero Kudura no podía permitir que adivinaran sus sentimientos, así que conservó su placentera aunque enigmática sonrisa. “Permítenos tener un breve receso mientras consideramos tu petición.”
    Rafiki fue escoltado a poca distancia de los miembros del Consejo, quienes comenzaron a tener una animada discusión. A pesar de su decisión Rafiki sabía muy bien que no debía tomar a la ligera las recomendaciones del Consejo, especialmente después de lo que le había pasado a su padre.
    Después de un rato Kudura en persona se acercó a Rafiki. “Quiero hablar a solas contigo, anciano. Te estás atreviendo a mucho tan sólo por ser mi tío. ¿Sabes qué creo? Creo que quieres llevarte todos tus secretos contigo. Si quieres conservar al pequeño deberás responderme una pregunta. Tú fuiste el hijo de Kinara y estabas destinado a convertirte en Jefe. Sin embargo dejaste el poder por algo. Mis seguidores consideran que yo poseo todo lo que podría desear en la vida. No me ocultes nada; quiero que me digas que es esa cosa que valía más que el liderazgo de la aldea.”
    Rafiki sonrió y se animó a colocar su brazo sobre el hombro del Jefe. Recordó una pregunta que alguna vez le había hecho a Busara. “Muchas espinas se han clavado en mi corazón. He sostenido en mis brazos a muchos cachorros, y los he visto crecer y marchitarse como el pasto de la pradera. He curado heridas y arrancado raíces hasta tener callos en las manos. He dormido poco y he dejado pasar muchas comidas. He perdido a mi esposa y a mi hija. Me robaron mi juventud antes de que pudiera disfrutarla. Aún así he recibido más amor del que jamás podrías imaginar. La clase de poder que tú tienes es capaz de inspirar temor y respeto, pero jamás podrá darte lo que yo he encontrado. Eso es algo que debes encontrar siguiendo otros caminos.”
    Kudura lo miró con asombro. “Has hablado honestamente. No podría sentir ira con semejante candor. Con sólo mirarte me siento más noble.”
    Rafiki se inclinó ante Kudura. “Con sólo escucharte me siento más noble, mi grandioso sobrino.”
    “No me halagues, Rafiki. No hay halagos en mis palabras. Ya es demasiado tarde para mí. Todo hubiera sido diferente si me hubieras llevado contigo cuando tenía la edad de Makaka.”




    CAPÍTULO LVIII
    CARA A CARA

    “Entre el pastizal, hermanas, habremos de caminar;
    El sol nos grita, mas la luna nos ha de susurrar.
    Los nocturnos misterios por las sombras suelen rondar;
    La incertidumbre de la sabana al acecho ha de estar.”

    “Madre Tierra, yo sé que mi cuerpo podrás ocultar;
    Gran Dios del Viento, ¿contra mi rostro podrías soplar?
    Así la gacela mi esencia no podrá detectar,
    Y el deseo de mi corazón al fin podré realizar.”

    — WIMBOA SIMBAKE (LA CANCIÓN DE LA LEONA)

    Makaka se sintió un poco aprehensivo conforme él y Rafiki se acercaban a la frontera de la sabana. “¿Crees que les agrade?”
    “Por supuesto que sí. Tú me agradaste desde el momento en que te conocí.”
    “¡Que enorme es este lugar! ¡Hay tanto pasto!”
    “Es bueno para el espíritu. Espera a que veas el amanecer desde la Roca del Rey.”
    “¿Es ahí donde vives?”
    “Sí.”
    “¿Podré tener mi propia habitación?”
    “Si así lo deseas.”
    “¿Podré visitar mi hogar de vez en cuando?”
    “Por supuesto que sí. Me gustaría que lo hicieras, pero después de algún tiempo descubrirás que ya tienes un hogar. Tu hogar es donde eres amado.”
    “¿Cuándo conoceré a un león?”
    “En cualquier momento. De hecho, en este momento se están acercando algunas leonas.”
    “¿En dónde? ¿¿En dónde??”
    “Justo ahí. No tengas miedo; te acostumbrarás dentro de muy poco.”
    Makaka alzó la mirada y sus rodillas comenzaron a estremecerse. Rafiki colocó su calmada mano detrás de la espalda de Makaka para evitar que se cayera.
    La enorme cabeza de la cazadora comenzó a acercarse. Makaka pudo sentir la cálida humedad de su aliento y la suave fragancia de su pelaje. Los enormes ojos de la leona se clavaron sobre él.
    “Por favor, no me lastimes.”
    “No lo haré.” Uzuri sonrió y se aproximó a él, acariciándolo suavemente. Acto seguido le tocó la mejilla con su enorme lengua.
    Makaka sintió un poco más de valor y la miró cuidadosamente. “¡Acaso no es hermosa!” le dijo a Rafiki. Estaba temeroso de dirigir el comentario directamente a Uzuri, pero entonces ella lo acarició una vez más. Makaka se animó a preguntarle, “¿Podría…?”
    Finalmente pudo realizar su sueño al estrechar sus brazos en torno al poderoso cuello de Uzuri. “¡Oh, tu pelaje es tan suave! ¡Oh, esto es maravilloso! ¡Hueles tan bien! ¿Podría ir a casa contigo?”
    Uzuri miró a Rafiki. “¿No traes a alguien más como él?”
    Rafiki se rió levemente. “Creo que ya lograste otra conquista.”
    Makaka miró a Uzuri a los ojos sin temor alguno. Uzuri le sonrió dulcemente y Makaka le devolvió la sonrisa. “¿Cuál es tu nombre?”
    “Uzuri.”
    Makaka se inclinó torpemente. “Yo soy Makaka,” le dijo. “Es un placer conocerte, Uzuri.”
    “El placer es todo mío.” Uzuri le acarició la mejilla con una gentileza sorprendente. “Es un gran placer conocerte, Makaka.”
    “Podré verte otra vez?”
    “Cuando quieras.”
    “¿En dónde puedo encontrarte.”
    “No te preocupes. Yo te encontraré a ti.”
    Uzuri desapareció entre los pastizales emitiendo tan sólo un leve susurró.
    “¡Guau!” exclamó Makaka. “¡Acabo de estar frente a una leona de carne y hueso!”
    “En realidad fueron siete leonas de carne y hueso.”
    Makaka comenzó a mirar en todas direcciones, muy alarmado. “¿Siete?”
    “Son las que pude contar. No te preocupes; estás a salvo. En ningún otro lugar podrías estar más seguro.”
    Mientras reanudaban su camino Makaka continuó hablando de Uzuri sin parar ni por un momento. “¿Todos los leones son como ella?”
    “No hay dos leones que sean iguales. Son como nosotros; cada uno es diferente.”
    “Quiero decir si son igual de agradables que ella.”
    “Pues, más o menos. El hecho es este: si fueras un antílope no te habría agradado tanto.”
    “Supongo que no,” respondió Makaka riendo nerviosamente. “Esos colmillos si que eran grandes. ¡Muy grandes!”
    “Así es. Pero cuando cargan a algún cachorro no le dejan ni una sola marca. Lo que hace peligrosa a una boca no es la forma en la que se ve sino la manera en la que se utiliza. Mi antiguo Maestro murió a causa de una palabra pronunciada por un mandril, un mandril como tú o como yo.”
    “¿Fue una palabra mágica?”
    “No. Fue una palabra imprudente. Esa es la peor clase de palabras que existen.”
    “¿Crees que yo le agrado a Uzuri?”
    “Ya lo creo que sí,” le respondió Rafiki.
    “Me alegro. Odiaría que se molestara conmigo.”
    “No sólo me refería a que estarás a salvo con ella. Quise decir que en verdad le agradas y que va a extrañar mucho tu compañía. Por lo general no es tan afectuosa con los extraños. Debes ser muy especial.”
    Makaka sonrió abiertamente. “Me da mucho gusto. Ella también me agrada; en verdad es muy especial.”
    “Si te pones a pensarlo, todos somos especiales,” le contestó Rafiki. “El día de hoy me has hecho sentir muy orgulloso. Tomé un gran riesgo al rechazar la elección del Consejo, pero los dioses te habían señalado a ti.” Rafiki se frotó la barba. “Pero no quiero que se te vaya a subir a la cabeza, ¿lo has entendido? Los dioses no te eligieron por lo que has hecho, sino por lo que estás destinado a hacer.”
    “¿Y qué es lo que estoy destinado a hacer?”
    “Lo que hiciste hoy; propagar todo tu amor. Déjame decirte algo, amigo mío. Hay hierbas que suministro en pequeñas cantidades; una sola pizca es capaz de hacer maravillas mientras que grandes cantidades pueden matarte. Pero cuando se trata de amor es mejor darlo en cantidades grandes y continuas. Yo puedo enseñarte cómo utilizar las hierbas, pero sólo Dios puede enseñarte a amar. Esa fue la razón por la que no elegí a tu hermano, además de algunas otras.”
    Makaka ahora era parte de las labores de Rafiki, así que debía presentárselo a todos. La Roca del Rey se elevaba majestuosamente ante ellos, como un monumento al inmenso poder de la naturaleza. Su magnificencia dejó a Makaka sin aliento.
    “¿Podríamos acercarnos más?”
    “Claro. De hecho vamos a trepar hasta la cima.”
    Caminaron por el serpenteante camino que conducía a la cueva principal. Zazú los recibió en la entrada. “Saludos, Maestro Makaka. ¡Bienvenido a las Tierras del Reino!”
    “Muchas gracias. ¿Quién es ese enorme león?”
    “Él es el Rey Simba, y a su lado está la Reina Nala.”
    Makaka se inclinó ante Simba hasta tocar el suelo con la frente, como solía hacerlo en presencia del Jefe de la aldea, y exclamó, “¡No soy digno de estar ante ti! ¡No soy digno de estar ante ti!”
    Simba sonrió. “Pequeño amigo, no es posible que seas tan indigno. De ser así no podrías estar aquí.”
    Makaka permaneció con la frente pegada al suelo, aguardando a que le indicaran que podía ponerse en pie. Simba no comprendió lo que pasaba.
    Después de algunos embarazosos segundos Rafiki se aproximó y le susurró a Makaka algo al oído. El joven mandril alzó la mirada tímidamente y dijo, “Toco tu melena.”
    “Puedo sentirlo.”
    “¿En verdad?” Makaka se acercó inocentemente y acarició la suave y larga melena de Simba. Miró a Nala y sonrió. “Cielos, que linda eres.”
    Nala ronroneó y acarició la mejilla de Makaka con su pata. “Tu también eres lindo.”
    Makaka sonrió algo apenado, pero en cuanto sintió que había demostrado su respeto se acercó a Uzuri y colocó la mano sobre su hombro.
    Algunos momentos después caminó hacia el promontorio. “Aquí es desde donde los grandes reyes pueden admirar su reino.”
    Makaka avanzó hasta la cima del promontorio y miró hacia abajo. La altura lo asustó por un momento—era mucho más alto que cualquier árbol al que hubiera trepado. Reunió todo su valor, respiró profundamente y lanzó su más temible rugido. “¡Roooaaarrr!”
    Rafiki se acercó y le dijo, “Tendrás que practicar mucho si quieres llegar a ser el Rey de la Roca algún día.”
    Makaka cerró los ojos, respiró profundamente y abrió la boca. Entonces pudo escucharse un estremecedor rugido que tomó por sorpresa a Rafiki. El viejo mandril miró por encima de su hombro y vio a Uzuri mirándolo con una maliciosa sonrisa entre los labios.




    CAPÍTULO LIX
    UZURI Y MAKAKA

    Uzuri llegó a ver a Makaka casi como si fuera su propio cachorro. Siempre cuidaba de él y le daba a Rafiki infinidad de consejos gratuitos cobre como cuidarlo, y siempre que tenía la oportunidad se ponía a consentirlo. Makaka correspondía todos los cuidados que Uzuri le profesaba; la adoraba como si fuera su diosa personal.
    Fue por eso que Uzuri terminó contándole historias sobre la antigüedad, de los dioses y de sus costumbres. Con ella se le presentaba a Makaka la oportunidad de conocer el punto de vista de los leones en su totalidad porque—después de todo—ella era la autoridad. Poco a poco Makaka comenzó a encariñarse con su cultura. Rafiki se contentó con instruir a Makaka en las artes ceremoniales y farmacológicas.
    Una vez Uzuri le habló a Makaka sobre como rastrear una presa. “Si el rastro está cercano es porque el animal se estaba moviendo lentamente. Si está lejos es porque se movía rápido. La profundidad de la huella indica el peso del animal, y hasta si es un macho o una hembra. El punto es que analizando las huellas puedes saber muchas cosas acerca del animal al que pertenece. Si quieres conocer a Aiheu sólo tienes que mirar sus huellas. Él ha dejado su rastro en esta tierra, así como en cada criatura que la habita. Cuando te miro puedo ver su belleza y sabiduría, y así no tengo ninguna excusa para ignorarlo.”
    Makaka la besó y bostezó profundamente; estaba muy cansado después de haber estado escuchando historias todo el día. Se acurrucó a un lado de Uzuri, quien cobijó afectuosamente al pequeño con su pata. Rafiki, quien estaba buscándolo, lo encontró profundamente dormido a un lado de Uzuri.
    “Guarda silencio,” le susurró Uzuri. “Está dormido. Creo que fue demasiado folklore para él.”
    “Si no aprende bien sus lecciones de medicina será culpa tuya.” Rafiki le habló amistosamente, pero en su voz había cierto tono de reproche.
    “Si no recibe amor, sus medicamentos no tendrán corazón.”
    “Bien dicho,” dijo Rafiki con aprobación. Se arrodilló silenciosamente y le susurró, “El muchacho necesita una madre. Trato de cuidarlo, pero no puedo ser una madre para él.”
    “Debe comer contigo. Yo no se nada sobre sus necesidades alimenticias.”
    “Estoy de acuerdo, en eso y en sus lecciones medicinales. Todo lo demás lo dejo a tu cargo. Francamente envidio al pequeño.”
    “Puedo verlo. Posee poderes que hasta yo puedo sentir, aunque no pueda comprenderlos.”
    “No son sus poderes lo que envidio,” le contestó Rafiki. Se rascó ligeramente la barba. “Hay veces en que el viejo Rafiki se siente triste y abatido. No quiero volver a ser joven, pero anhelo poder sentir los cálidos brazos de mi madre abrazándome. Nadie más ha podido hacerme sentir tan seguro y feliz—nadie excepto tú.”
    Uzuri lo miró con sus gentiles ojos y ronroneó suavemente.




    CAPÍTULO LX
    DÁNDOLE LA ESPALDA AL SOL

    Makaka miraba con gran interés las pinturas del interior del baobad. “¿Qué es eso? Parece un ojo.”
    “Es el Ojo de Aiheu. Siempre está cuidándonos.”
    “Mira esos simios. Esos somos tú y yo, ¿pero quién es ese?”
    “Bueno, ese si soy yo, pero la de al lado es mi esposa, y la otra es mi hija.”
    “¿En dónde están?”
    Rafiki recorrió el retrato con sus dedos. “Están con Dios, en el cielo.”
    “¿Las extrañas?”
    “Todo el tiempo.” Se acurrucó en un rincón del baobad y tomó una esfera de madera tallada. “Esto perteneció a mi hija. Su nombre era Penda.”
    Makaka tomó la esfera; una extraña expresión se dibujó en su rostro. “No importa si es un hijo o una hija, habrá de ser muy querido.”
    “Siempre supuse que sabías interpretar marcas.” Rafiki le proporcionó a Makaka la estaca para escarbar de Asumini.
    Makaka la recorrió con sus dedos. “Los jazmines no crecen bien bajo la luz intensa.” Tocó la punta de la estaca con su dedo y entonces una mueca de dolor se reflejó en su rostro, mas no fue por haberse pinchado con la estaca. Comenzó a llorar. “¡Regrésenme a mi hija! ¡Oh dioses! ¡No permitan que la mate! ¡Metutu! ¡Ayúdanos!”
    Makaka comenzó a jadear incontrolablemente; estaba teniendo un ataque de asma. Rafiki le quitó la estaca de la mano y comenzó a buscar algo de Chi’pim. Unas cuantas inhalaciones de la fuerte fragancia lograron calmar el ataque de Makaka, pero a Rafiki le tomó mucho más tiempo poder controlar su llanto. “¡Oh, mi precioso muchachito! ¡Qué corazón tan generoso tienes!”
    No habría más experimentos con la lectura de marcas por aquel día. De hecho no habría más lecciones de ningún tipo, ni de medicina ni de ceremonias. Rafiki llevó a Makaka con Uzuri para que le contara algunas historias.
    Makaka adoraba a Uzuri; su amor era tan grande que sorprendía a todos aquellos que los veían juntos. Uzuri le correspondía en igual medida. Era evidente que ellos eran madre e hijo en todos los sentidos.
    La pena de Makaka pasó; al poco tiempo se encontraba bromeando con Uzuri y tratando de atrapar el mechón de pelo de su cola. Ambos pasaron un buen rato. Uzuri descubrió que no tenía que estar contándole historias todo el tiempo para mantenerlo atento, aunque a ambos les agradaba escuchar historias de épocas pasadas.
    Una vez Uzuri le contó una historia que no tenía mucho tiempo de haber pasado. Eligió contársela por amor.
    “Una vez hubo un mandril llamado Metutu—que quiere decir ‘sin gracia,’ pues su cara no era muy bonita aunque tampoco era del todo fea. En su interior había una gran belleza que era evidente para todos aquellos que lo veían con el corazón.”
    “El provenía de un lugar muy lejano, un lugar perdido en el bosque que está junto a la Roca del Rey. La Reina Akase muy pronto sería la madre de dos gemelos, pero cierta mañana se despertó presa de un gran dolor y una horrenda fiebre. Todos sus amigos pensaban que no podría tener a los pequeños; de hecho, estaba tan enferma que todos habían perdido la esperanza de que pudiera sobrevivir. Entonces llegó Metutu, y pudo ver la tristeza que sentían Akase y su esposo, el Rey Ahadi. Metutu decidió que debía salvar a la futura madre y a sus cachorros a cualquier costo.”
    “Esa noche caminó bajo las estrellas y rezó con todo su fervor. Entonces llegó a él un ángel que le dio una hierbas mágicas con las que podría salvar la vida de Akase y sus cachorros.”
    “El Rey Ahadi estaba tan agradecido con Metutu que lo besó y le otorgó un nuevo nombre. Ahora es conocido como Rafiki, que significa ‘amigo.’”
    Makaka sonrió. “Háblame sobre Asumini y Penda.”
    Uzuri se perturbó un poco, pero logró controlar sus emociones. “No las conocí mucho, pero ambas fueron unas excelentes personas. Tal vez hagas sonreír a tu Tío si le preguntas sobre la leopardo a la que una vez le aventó nueces. Siempre que sonríe es cuando puedes hablar con él más fácilmente.”
    “¿La leopardo? ¿Es una historia graciosa?”
    “Sí, ¡pero lo que es peor es que es verídica! Quizá hagas que se apene un poco, pero por lo menos no se pondrá triste.”
    Makaka bostezó con cansancio y se estiró perezosamente. Ya era hora de su siesta, la cual siempre tomaba acurrucado al lado del suave pelaje de Uzuri. Volteó sobre su hombro y miró a Uzuri; sonrió suavemente ante la agradable sensación del baño que Uzuri comenzaba a darle, algo que Makaka disfrutaba mucho más que Togo y Kombi. Makaka nunca daba nada por sentado y siempre disfrutaba todo lo que hacía. Pero entonces tuvo la sensación de que había algo mal, terriblemente mal.
    “¡Uzuri, deténte!”
    “¿Qué sucede?”
    “¡No estoy seguro, pero sé que tengo que ir a ver a Rafiki inmediatamente!”
    “Sólo es un ataque de pánico.”
    “¡No! ¡Es real! ¡Estoy seguro!” Makaka la besó rápidamente. “¡Regresaré! ¡Lo prometo!”
    Makaka salió corriendo con el corazón en la boca. Corrió a través de la sabana tan rápido como sus cortas piernas se lo permitieron. Corrió hasta que le faltó al aliento, corrió sin preocuparse por las serpientes, las gallinas de guinea o los buitres que escarbaban entre la carroña.
    Finalmente llegó al baobad, completamente agotado. “¡Rafiki! ¡Ven rápido! ¡Necesito tu ayuda!”
    Rafiki yacía sin sentido sobre el suelo.
    “¡Rafiki! ¡Despierta!” Comenzó a sacudir al inconsciente mandril sin obtener respuesta alguna. “¡Despierta! ¡Despierta por el amor de Dios!” Makaka comenzó a sentir pánico. Tomó una pluma de búho y la sostuvo con firmeza en frente de la nariz de Rafiki, con la esperanza de que se agitara aunque fuera un poco; no obtuvo movimiento alguno. Sostuvo el pequeño mechón de pelusa que estaba en la base de la pluma junto a los orificios nasales del viejo mandril hasta que finalmente obtuvo un ligero movimiento.
    Makaka corrió hacia la entrada del baobad. “¡Uzuri! ¡Quien sea! ¡Ayúdenme! ¿¿Pueden oírme?? ¡¡Oh dioses!! ¿¿Hay alguien que pueda oírme??”
    Comenzó a sollozar. “¡No me dejes, Tío! ¡No me dejes!” Un recipiente con bonewort estaba tirado a un lado de Rafiki. Era su medicamento acostumbrado—pero nunca antes lo había afectado de esa manera. Recogió algunas de las hierbas junto a las cuales había algo más. Se trataba de una delgada rama color verde brillante que no pudo reconocer. Era evidente que Rafiki se había intoxicado, pero Makaka no tenía idea alguna de qué es lo que había utilizado.
    “¡Oh dioses! ¡Ayúdenme por favor! ¡Aiheu, si puedes oírme te ruego que no lo dejes morir! ¡Por favor!”
    En ese momento Makaka se dio cuenta de que había pasado todo ese tiempo acurrucado al lado de Uzuri. Se inclinó sobre Rafiki y lloró desconsoladamente. El joven mandril sabía que Rafiki nunca usaba las hierbas a la ligera. Rafiki recolectaba raíces, pero siempre las revisada cuidadosamente antes de emplearlas. Se escarbó el cerebro desesperadamente, tratando de encontrar una pequeña pista que le indicara qué hacer. Intentó controlar su llanto, pero no pudo. “¡Oh dioses! ¡Ayúdenos por favor!” La respiración de Makaka comenzó a dificultarse; la tensión le había provocado un ataque de asma.
    “¡Ahora no!” Si quería salvar la vida de Rafiki tenía que mantener el valor.
    Makaka inclinó la cabeza hasta tocar el suelo. “¡Mano, protégelo! ¡Minshasa, reconfórtalo! ¡Aiheu, sálvalo! ¡Por favor! ¡Si pueden oírme sálvenlo!”
    El viento comenzó a soplar repentinamente de norte a oeste. La suave fragancia de la miel silvestre inundó el baobad. Makaka aspiró profundamente, embriagándose con la dulce esencia, y comenzó a relajarse poco a poco. Sus pulmones se despejaron y su dolor se desvaneció. Comenzó a sentirse muy tranquilo. Sus manos comenzaron a resplandecer suavemente.
    “¿Quién eres? ¿Qué eres? ¿Qué me estás haciendo?” Makaka aspiró una vez más la suave fragancia de la miel silvestre y exhaló lentamente. Con aquella inhalación su temor se disipó por completo. Extendió sus manos y, a falta de una mejor idea, las colocó sobre Rafiki. Un ligero estremecimiento le recorrió los dedos hasta llegar a la palma de sus manos. Pudo sentir una cálida energía que fluía hacia Rafiki.
    Rafiki jadeó repentinamente y sus ojos se abrieron. “¿Qué pasó?”
    Makaka se inclinó sobre él y lo abrazó tan fuerte que lo hizo perder el aliento.
    Rafiki lo besó en la mejilla. “Mi espíritu había abandonado mi cuerpo. Estaba flotando en el aire, mirando mi propio cuerpo. Recuerdo haber dicho, ‘¡Oh dioses! ¡Envíen a mi pequeño Makaka para que me ayude!’ Y entonces llegaste. De alguna manera sabía que vendrías a salvarme, hijo mío.”


    CAPÍTULO LXI
    EL CALÓ DE MAKAKA

    Makaka estaba ansioso de jugar rudo con alguien de su propio tamaño. Togo y Kombi no eran precisamente de su tamaño, pero por lo menos les gustaba jugar rudo.
    “¡Oigan, amigos!” les grito Makaka.
    “¡Qué hay, Makaka! ¿Quieres jugar?”
    “¡Chispas! ¡Seria genial!”
    Togo miró a Kombi con asombro. “¿Estará hablándonos en Mandrileño?”
    “No lo creo. Al parecer tenemos un grave problema aquí.”
    Kombi palpó la frente de Makaka. “Saca la lengua, Maestro Makaka.”
    “Ahhhh.”
    “¡Ahora eructa!”
    “¡Buuurrrrrp!”
    “¡Uhhh!” exclamó Kombi. “¡Ese estuvo bueno! ¡Me encanto! Creo que aún tienes esperanzas.”
    Togo sacudió la cabeza. “No estoy seguro. Date la vuelta, Makaka.”
    Makaka comenzó a dar algunos pasos, muy preocupado, al tiempo que observaba el perturbado rostro de Togo. “¿Qué tiene de malo mi forma de caminar?”
    “Eso no es caminar, tan sólo es ir de un lugar a otro. Tendremos que darte un poco de terapia. Es lo mejor que puedo hacer por ti.”
    Kombi colocó la pata sobre el hombro de Makaka y le dio una reconfortante palmadita. “Déjaselo al doctor. Él te pondrá al día.”
    Togo se estiró, extendió las garras y lanzó un profundo bostezo. “Muy bien. ¡Primero que nada quiero que te pongas de patas sobre el suelo!”
    “Hazle caso, Makaka,” dijo Kombi.
    “Ahora quiero que hagas esto.” Comenzó a deslizarse rítmicamente. “Y uno, y dos, y un, dos, tres. Si te quieres ver actual como yo debes andar. Mantén alta la cabeza y no dejes de avanzar. Deja ya de retozar y comienza a caminar.”
    Makaka trató de imitarlo con todo su corazón. “¡Y uno, y dos, y un, dos, tres!”
    “Con más ritmo,” le dijo Kombi. “Ponle más acción y serás la sensación. ¡Ay caramba! ¡Ya lo captaste, nene!”
    “¡Chispas! ¡Se siente genial!”
    Togo detuvo a Makaka de golpe y se dirigió hacia él. “¡Tendremos que hacer algo con tu ‘genial’ problema! ¡Creo que tenemos una emergencia cultural!”
    Kombi se acercó a Makaka, “Repite conmigo. ¡Qué buen rollo!”
    “¡Qué buen rollo!”
    “¡Órale!”
    “¡Órale!”
    Kombi sonrió. “¡Bájale!”
    “¡Bájale!”
    “¡Aprende rápido!” exclamó Kombi. “Escúchame bien; lo que sigue requiere de mucho esfuerzo.” En ese momento alzó la pata; Makaka captó el mensaje al instante y le respondió la palmada.
    “¿¿Cómo se sintió, monito??”
    “¡Chispas! ¡Se siente genial!”
    Kombi miró a Togo con un gesto de compasión. “Detesto verlo sufrir. Cancela mis demás citas.”

    Mientras tanto, la madre de Togo y Kombi estaba recibiendo un masaje en el hombro por parte de Rafiki. Uzuri entrecerró los ojos y ronroneó mientras las diestras manos del mandril ahuyentaban el dolor.
    “El día de hoy Makaka escarbó su primera Raíz Campa,” le contó Rafiki. “Ese muchacho va a lograr grandes cosas. Cuando yo tenía su edad todo lo que hacía era jugar con mis amigos. En este momento debe estar rezando sus oraciones matutinas.”
    “Yo no sé nada sobre eso,” le contestó Uzuri. “Los niños deben ser niños; no son adultos pequeños. Yo le doy amor—y no quiero decir que tú no lo hagas—y tú le das sabiduría, pero él necesita salir a jugar. Pero no debe jugar solo; necesita aprender junto con otras mentes jóvenes. Necesita consumir energía. Necesita vivir.”
    “¿Y crees que no tiene una vida?”
    “No quise decir eso. Sólo quiero decir que todos necesitamos prestar servicio, pero también necesitamos que nos sirvan. Makaka es tan sólo un niño; necesita tener una infancia.”
    Rafiki puso sus manos bajo las orejas de Uzuri y comenzó a frotárselas suavemente. Uzuri ronroneó nuevamente y cerró los ojos. “¡Oh, sí!” susurró.
    “Muy buen punto, pequeña mía. Creo que algunas veces olvido lo que se siente ser joven. ¿Crees que los cachorros quieran jugar con él?”

    “¡Órale!” gritó Kombi. “¡Lo logramos!”
    “¡Qué buen rollo!” agregó Togo.
    “Sólo hay que seguir el programa,” dijo Makaka deslizándose rítmicamente mientras pavoneaba su cola de un lado a otro. “¡Esta onda no es poca cosa! ¡Lo es todo en la vida!”
    “Estoy tan orgulloso,” dijo Kombi dándose una palmadita en el pecho. “¡He salvado una vida más!”

    Por la tarde Rafiki regresó al baobad; estaba cansado, pero se sentía muy reconfortado por el tiempo que había pasado con Uzuri. “Hola, Makaka.”
    “¡Qué hay, mi buen ruco!”
    “¿Ehhh?”
    “Te ves acabado, maestrín. Cálmex, que yo orita te busco tu papa.”
    “¿Cálmex?” Rafiki vio la manera en que Makaka se agachaba sobre el cuenco con fruta. “¿Le pasó algo a tus piernas?”
    “¡Viejo, mis perracos gruñen! Ya sabanas lo que dicen—vaya que la vidorria apes…”
    Rafiki le tapó la boca a Makaka antes de que pudiera terminar. “¡¡TOGO!! ¡¡KOMBI!!”
    CAPÍTULO LXII
    REQUERIMIENTOS ALIMENTICIOS

    “Aiheu les mostró que la Tierra era extensa pero con fronteras, así que les dio a escoger. ‘Pueden elegir quién de entre ustedes será fructífero y poblará la Tierra, o pueden elegir ser tratados con igualdad, en cuyo caso decidiré como limitar el crecimiento de sus poblaciones.’
    Tan sólo hubo una pequeña discusión antes de que los animales le respondieran, ‘Mi Señor, todos somos hermanos y no queremos negarles a otros lo que deseamos para nosotros mismos.’ En aquellos días el amor que sentían entre ellos era fresco, pues todos se consideraban iguales y no querían oprimirse los unos a los otros.
    Aiheu sonrió y les dijo, ‘Siempre hay sabiduría en la compasión. Todos habrán de ser fructíferos, pero deberán enfrentar retos de su gente así como de los demás pueblos.’
    Aiheu los separó en dos grupos, uno de los cuales era más grande que el otro. ‘Al grupo más grande le entrego las plantas del campo y los frutos de los árboles, pero para que su descendencia no arrase con toda la vegetación que existe, al grupo más pequeño le daré gusto por la sangre. A ellos les entrego los comedores de plantas.’
    Algunos de los comedores de plantas estaban molestos y le rogaron a Aiheu que no los dejara morir. Aiheu les contestó, ‘Yo los he entregado a los cazadores, pero para que puedan comerlos primero deberán atraparlos. Estén alertas, sean sabios y muy cuidadosos, y así no tendrán que perecer en la tierra que les he ofrecido.’
    Por algún tiempo la vida fue temerosa para el cazador y para el cazado, pero conforme pasaron las estaciones todos descubrieron nuevos placeres y trajeron nueva vida al mundo, y fue sólo hasta ese momento que apreciaron en su totalidad lo maravilloso de sus existencias.”

    — EL GÉNESIS SEGÚN LOS LEONES, Variación C-7-A

    Rafiki y Makaka podían escuchar el clímax de la cacería que se desarrollaba no muy lejos del baobad. Makaka permanecía inmóvil, viendo un lado de sus amigos que no conocía. Sabía que debían cazar para vivir, pero nunca antes había visto todos los sangrientos detalles de una cacería.
    Makaka volteó a ver a Rafiki. “Pueden llegar a ser muy gentiles.”
    “Tú también. Esto se lo debemos a la creación, cuando Aiheu nos ofreció una oportunidad a todas las criaturas vivientes. Todos estuvieron de acuerdo en que este camino era mejor que las alternativas. Todos vivimos, amamos y morimos. Todos somos hijos del mismo Dios, y cuando hacemos lo que se nos encomienda regresamos a Él. Todos alcanzamos el mismo destino y la misma dicha. En un corazón lleno de amor no hay lugar para los malos sentimientos.”
    Makaka se puso en pie y se unió al grupo de leonas. Agarró un pedazo de carne y lo mordió. Mientras lo masticaba en su rostro se reflejó un gesto de desagrado, pero no quiso parecer mal educado y continuó masticando lentamente.”
    “¿Verdad que está bueno?” le preguntó uno de los cachorros. Makaka asintió con la cabeza, tragó el bocado con dificultad y regresó a un lado de Rafiki.
    “¡Ughhh!” Sacó la lengua como si se la hubiera quemado. El húmedo y oloroso aroma emanaba de su ensangrentado rostro al tiempo que le inundaba el aliento conforme exhalaba y se limpiaba la garganta. “¡Ughhh! ¿No tienes una Raíz Tiko?”
    Rafiki sacó la preciada raíz de su bolsa. Se la dio a Makaka, quien comenzó a masticarla rápidamente, regocijándose con el mentolado aroma que poco a poco disipaba el olor de la carne y le tranquilizaba el estómago.
    “¿Cómo es que les gusta comer eso?”
    “No sólo les gusta; les encanta. Fuiste muy valiente. Yo jamás me habría atrevido a comer esa cosa.”
    Makaka continuó masticando su Raíz Tiko. “¡Oh sí! Ya me siento mucho mejor. ¿No tendrías un poco de agua?”
    Uzuri se acercó sonriendo y con un gran pedazo de carne entre los dientes. “Ésta es la mejor parte. Me fue muy difícil poder quitárselo a esas envidiosas.”
    “¿Lo hiciste por mí?” le preguntó Makaka.
    “No fue nada. Lo que sea por mi pequeño muchachito especial.”
    Makaka la miró sonriendo con expectación. Tomó el pedazo de carne y sin titubear le dio una gran mordida. “Muchas gracias,” le dijo mientras una pequeña gota de sangre le escurría por la mejilla.
    Uzuri estaba complacida. “¡Mi pequeño muchachito va a crecer grande y fuerte si sigue comiendo así!”
    Makaka se acercó a Uzuri, la abrazó y acarició su suave pelaje. Su corazón estaba tan lleno de amor por Uzuri que se olvidó de las nauseas.



    CAPÍTULO LXIII
    LA MAÑANA LE SIENTA BIEN

    Uzuri había estado deprimida desde el cubrimiento de Togo y Kombi. Fue por esa razón que Habusu sintió que estaba a punto de darle la más maravillosa de las noticias. El joven león salió corriendo en busca de la Líder de Caza.
    “¡Adivina qué, Uzuri! ¡Acabo de ver a Togo y a Kombi!”
    “¿En serio? ¿¿En dónde??”
    “¡Cerca de las Tierras del Reino! Ahora son nuestros vecinos. Han tomado el reino del difunto Rey Ugas. ¡Qué te parece! Ahora podrás escaparte de vez en cuando para visitarlos.”
    “Sí,” respondió Uzuri al tiempo que las rodillas se le debilitaban. “Ya veo.”
    “Sabía que te emocionarías.”
    “Sí, por supuesto. Muchas gracias.” La mandíbula de Uzuri comenzó a estremecerse y los ojos se le humedecieron. Salió corriendo de la cueva para que no fueran a verla en aquel estado. Se dirigió al único lugar en el que sabía que podría encontrar comprensión al predicamento en el que se encontraba: el baobad de Rafiki. Corrió a través de la sabana sin detenerse ni un segundo.
    Rafiki estaba mirando sobre su cuenco de hidromancia. Sin siquiera alzar la mirada susurró, “Pasa, Uzuri. Te he estado esperando.”
    Uzuri miró el cuenco con agua. “¿Qué tanto es lo que sabes?”
    “Sabía que vendrías.”
    “¿Y que sabes sobre Ugas? ¿Está…?
    “Sí. Así es.” Rafiki la miró con preocupación. “Te enteraste hoy, ¿no es verdad?”
    “Habusu me lo dijo.” Uzuri se sentó con la cabeza erguida, tratando de mantener su dignidad aún con la gran pena que sentía; tan sólo su cola podía revelar sus verdaderos sentimientos. “Necesito que me ayudes. Voy a contarte un secreto—no se lo digas a nadie. Ugas, mi esposo, debe tener su luto.”
    “Por supuesto.”
    “Quiero que me acompañes. Mi corazón está destrozado y no hay nadie a quien pueda contárselo. Te necesito, Rafiki, de la misma forma en que tú me necesitaste a mí.”
    “Me siento honrado,” le respondió el mandril al tiempo que estrechaba la pata de Uzuri entre sus manos, dándole un ligero apretón. Uzuri lograba controlar su magnífica compostura, pero Rafiki sabía perfectamente cómo se sentía.
    “Uzuri,” se atrevió a susurrar Rafiki, “Ugas era un muy buen amigo mío. Me habló de ti muchas veces. Solía preguntarme sobre Togo y Kombi. Es una lástima que nunca los haya conocido—sus propios hijos.”
    “En verdad fue una lástima,” murmuró Uzuri tristemente.
    Rafiki estaba preocupado por toda la pena que Uzuri se estaba guardando. “¿Dónde quieres que realicemos la ceremonia?”
    “En nuestro lugar especial. La ribera del arroyo que corre a través de la frontera de nuestros reinos. Cerca de ahí hay un cañaveral. Solíamos encontrarnos ahí.”
    “Lo sé.”
    “¿Te lo dijo? ¿Es que lo conocías tan bien?”
    “Lo conocí muy bien.” Rafiki vio como Uzuri comenzaba a mover la cola. Su mirada era imponente, pero estaba rígida y forzada. Rafiki decidió hablarle con el corazón en la mano. “Tu secreto está a salvo conmigo, pero tú deberás guardar un secreto mío. Hay algo que quiero mostrarte.”
    Rafiki se inclinó sobre una calabaza de la cual extrajo un mechó de pelo dorado. “Traje esto para mi muro de adoración.” Se lo mostró a Uzuri, mirando cómo ella lo olfateaba y reconocía la familiar esencia.
    Uzuri estiró su pata y acarició el mechón de melena. Sus ojos se humedecieron al tiempo que dejaba caer la cabeza sobre el suelo. “Ugas,” susurró. “¡Mi amado Ugas!”
    Rafiki se tomó la libertad de abrazarla y acurrucarla sobre su regazo. Uzuri recargó su cabeza sobre el hombro de Rafiki.
    “Uzuri, me rompe el corazón verte sufrir. Yo sé lo que se siente perder a un ser amado. Voy a rezar por ti día y noche.”
    “Eres un buen amigo,” dijo Uzuri suavemente. “Sabía que lo entenderías.”
    Eso fue lo más cerca que Uzuri estuvo de decirle a Rafiki que lo quería; el mandril le dio un ligero apretón. “Siempre has sido una Reina para mí, y siempre lo serás.”
    En cuanto Uzuri logró recobrar la compostura dijo, “Será a la media noche.” Se puso en pie, caminó con dignidad hacia el exterior del baobad y se despidió.
    Fue una mañana muy agitada para el viejo mandril, quien recibió una visita tras otra; finalmente llegó la noche. Rafiki estaba sumamente nervioso; hubiera querido llevar a cabo la ceremonia un poco más temprano para poder evitar un grave e inminente peligro, así como para que aquel “lugar especial” fuera a ser utilizado con otros propósitos. Tomó una estaca y la clavó sobre el suelo. La sombra que la daga reflejaba bajo la luz de la luna se acortaba, y a cada instante se iba acercando el momento de llevar a cabo la ceremonia. “Por favor, dioses, permítanos terminar con esto antes de que sea demasiado tarde.”
    Uzuri llegó un poco más temprano, como en respuesta a la petición de Rafiki. La Líder de Caza se acercó sombríamente y por aquél breve instante dejó a un lado su reservado carácter. Ugas estaba muerto, y Uzuri no quería que el espíritu de su amado la mirara sin expresar sus verdaderos sentimientos.
    “¡Oh, Ugas! ¡Oh, dioses! ¡Mi esposo, mi amado, mi amor! ¡Ya no estás aquí!”
    Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Quería rugir, pero no se atrevió a hacerlo. En lugar de ello se acurrucó en los brazos de Rafiki y sollozo silenciosamente.
    “¡Era un león maravilloso! ¡Tenía un alma tan gentil y dulce! ¡El poco tiempo que pasamos juntos me hizo sentir más noble y grandiosa tan sólo por el hecho de amarlo! Rafiki, déjame decirte que para mí era más importante el estar a su lado que sentir su aliento sobre mi mejilla.”
    “Lo sé, querida.”
    “Era tan cariñoso, con una voz tan cálida como un abrazo y una caricia tan suave como los rayos del sol. Había ocasiones en que tan sólo nos recostábamos lado a lado y yo me embriagaba con el fragante aroma de su melena. Siempre me hizo sentir especial y muy hermosa. La última vez que hicimos el amor me dijo…” Las lágrimas corrieron por sus mejillas; bajó la cabeza, incapaz de controlarse a sí misma.
    “¿Qué te dijo?”
    “Me miró con tristeza y dijo. ‘Ámame como si ésta fuera la última vez.’” Aquellas palabras aturdieron a Rafiki, quien la abrazó con fuerza y la besó en la mejilla.
    “¡Pobre pequeña! ¡Mi pobre pequeñita! El tiempo lo cura todo. Jamás volverás a ser la misma, pero aprenderás a sobrellevar la pérdida como yo lo he hecho.”
    Uzuri alzó la mirada y tocó a Rafiki con su cálida lengua. “Estaba en lo cierto. Tú sí puedes comprenderme.” Recargó su cabeza sobre el regazo de Rafiki, quien le murmuró suavemente, “Así, mi pequeñita. Siempre estaré contigo, no sólo por esta noche. Tú lo sabes, ¿verdad?”
    En aquel doloroso momento otra leona hizo su aparición—era Barata. Rafiki suspiró con pesar.
    “¿Qué es lo que hace ella aquí?” inquirió Uzuri bruscamente.
    “Uzuri, cariño, trata de no molestarte.”
    Uzuri se aproximó a Barata, quien se sintió apenada e intimidada por la furia de la Líder de Caza. “¿¿Estás aquí por él, no es así??”
    “¿También tenía amoríos contigo? ¡No lo sabía! ¡Te juro que no lo sabía!”
    “¿¿Amoríos?? ¡Él era mi esposo!”
    “¡Jamás me lo dijiste!” Barata se dejó caer sobre su espalda. “¡Te juro que no lo sabía, Uzuri! ¡Jamás te habría engañado! Sólo fue una vez, y fue hace muchas lunas. ¡Oh dioses! ¡Sabes que te quiero! ¡Eres mi Hermana de Manada! ¡Lamento haberlo hecho!”
    Uzuri la acarició. “Ponte en pie, amiga mía. Yo debí haber estado con él. Lo dejé solo, así que puedo entender cómo fue que pasó.” Inclinó su cabeza algo dudosa. “Siempre pensé que a ti no te interesaba—ya sabes.”
    “El que nunca me haya embarazado no quiere decir que…” Barata volteó a ver a Rafiki. “Ya lo sabes.”
    En ese momento Ajenti asomó la cabeza por entre los matorrales. Miró a las otras dos leonas y se quedó boquiabierta. “¡Por los dioses!”
    Isha apareció por detrás de ella y miró a las demás leonas al tiempo que sacudía la cabeza. “Sabía que yo no era la única, pero creo que subestime al viejo león.”
    “¡Cuidado con lo que dices acerca de mi esposo!” le gritó Uzuri.
    “¿¿Tu esposo??” exclamó Isha con asombro.
    “¿¿Tu esposo??” clamó Ajenti desconcertada.
    Rafiki alzó las manos y trató de dar inicio a la ceremonia. “La muerte se ha llevado a nuestro querido amigo Ugas. Recordémoslo como un león valiente y bondadoso, con un corazón lleno de amor…”
    “¡Vaya que sí! ¡Puedes repetir eso!” dijo Ajenti con un sarcástico tono.
    Isha asintió. “Él fue el padre de Bango . Debo admitir que fue un buen león—muy bueno.”
    “Sí,” agregó Sarafina. “Era muy bueno, ¿verdad?”
    “Sarafina, ¿tú también?”
    Isha se acercó. “¿Tú y Ugas?”
    “¿Y por qué no?” contestó Sarafina. “Eramos una buena pareja. Jamás pensé que te gustara,” le dijo Sarafina a Isha. “A mí me gustan las rutinas cómodas, pero tú debes haberte vuelto loca de hacer siempre lo mismo.”
    “¡Jamás hicimos lo mismo dos veces!” le respondió Isha. “¿Estamos hablando del mismo Ugas?”
    “Y su sentido del humor,” agregó Sarafina. “Siempre decía los chistes más divertidos. La mayoría de ellos no me atrevería a decirlos en público, pero una vez me contó uno muy bueno sobre un elefante y un rinoceronte que las mataría de la risa.”
    “¿¿Chistes??” Uzuri estaba perpleja. “¿¿Aquel sombrío, poderoso y trágico león del destino contando chistes??”
    Barata agregó, “Parece ser que Ugas nos acechaba como presas. Eligió una manera distinta para cortejarnos a cada una. ¡Hermanas, nos engañó a todas!”
    “Valió la pena,” interrumpió Sarafina.
    “Yo aprendí algunas cosas,” agregó Isha.
    Rafiki suspiró profundamente. “Señoritas,” se atrevió a decir finalmente. Una vez que llamó la atención de las leonas bajó el tono de su voz para darle algo de dignidad a la ceremonia. “Ugas significó mucho para todas ustedes; estamos aquí para honrar su vida. Fue un padre devoto hacia su extendida familia; estaba rodeado de amor, y murió en la misma forma en que vivió, haciendo lo que mejor sabía hacer.”
    “Debió haber sido ‘El Viejo Número Cuatro,’” dijo Isha. “Es mortal para un corazón débil.”
    Rafiki sacudió la cabeza. “Señoritas, no lo juzguen. Estuvo entre nosotros por un tiempo y ahora se ha ido. Debemos recordar que, independientemente de lo que haya hecho, era un pequeño de Aiheu, un león compasivo y justo, un gobernante sabio y un muy querido amigo mío. Todos vamos a extrañarlo. Su primer esposa murió de Babesa; fue algo terrible. Su segunda esposa murió en un accidente de cacería. Después de eso siempre se sintió temeroso de comprometerse. Él era, como Uzuri ha dicho, un trágico león que sufrió mucho. El alivio que ustedes le brindaron fue lo único que pudo alumbrar su larga y solitaria vida. Por amor fue que quiso tenerlas a su lado, y fue ese mismo amor lo que lo hizo mantenerlas alejadas de todo daño. Ahora está entre las estrellas, mirando sus entristecidos rostros, y ya no siente temor alguno de amarlas con todo su corazón.”
    Todas las leonas rugieron al unísono y después comenzaron a llorar. Se abrazaron y lloraron juntas. ¡Se sentía tan bien poder compartir aquella secreta pena con una amiga!
    La luna continuaba recorriendo el cielo. Las leonas partieron de una en una hacia la Roca del Rey para tratar de conciliar el sueño. Finalmente quedaron Uzuri y Rafiki a solas; era evidente que Uzuri estaba en espera de algunas respuestas.
    “¿Por qué, Rafiki? Si esto es verdad, ¿por qué Ugas se casó conmigo?”
    “Para que tus hijos fueran los legítimos herederos de su trono. Verás, tú eres la viva imagen de su segunda esposa. Él solía llamarla Kamba—‘Amada mía.’”
    “Él me llamaba así cuando…” Volteó a ver a Makaka y se detuvo. “Tú sabes… en el clímax de la pasión.” Sus ojos se llenaron de lágrimas. “¡Oh dioses! ¡Bendigan su precioso corazón! ¡Mi pobre y triste león!”
    Uzuri partió en silencio, delatada tan sólo por sus sollozos, perdiéndose entre las sombras de la noche para poder estar sola.
    Makaka tiró del brazo de Rafiki. “Es muy triste. Deberíamos rezar por ella.”
    “Lo haremos.”
    “También deberíamos rezar por Ugas y sus dos esposas.”
    “Jamás existieron esas dos esposas,” contestó Rafiki. “Pero eso es algo que jamás deberás decirle a nadie, en especial a Uzuri.”
    “¿Le mentiste?”
    “En su caso era lo más piadoso que se podía hacer.”
    Makaka lo miró desconcertado. “¿Qué es ‘El Viejo Número Cuatro’?”
    Rafiki le dio una palmadita en la espalda. “Isha prometió que me lo diría algún día—cuando tuviera la edad suficiente.”

    CAPÍTULO LXIV
    EL OCASO

    “Te digo que está sonriendo. Y vaya que habrá de sonreír. Su vida será fácil y libre de penas, al menos mientras dependa de mí.”

    — EL JEFE KINARA

    Makaka se había apresurado demasiado en subir por la ladera de la Roca del Rey. Estaba teniendo un ataque de asma; Rafiki hurgó entre sus medicamentos alumbrado tan sólo por la pálida luz del crepúsculo, buscando con desesperación un poco de menta plateada. Sólo pudo reconocer la hierba por el olor; machacó algunas hojas y las colocó bajo la nariz de Makaka; el joven comenzó a reponerse y respirar tranquilamente.
    “Puedo llevarte hasta abajo, pero no puedo cargarte hasta la cima.”
    “Sigamos adelante. Puedo hacerlo.”
    Makaka ascendió hasta la cima del monolito de roca con suma precaución y reserva; Rafiki iba tras él.
    “Debes ser más cuidadoso,” le dijo Rafiki al tiempo que tomaba asiento.
    Makaka se sentó al lado de Rafiki. “Lo intento. Bueno, de vez en cuando.”
    “¿Qué quieres decir?”
    “Sólo pensaba.” Makaka guardó silencio por un largo momento. “Ya sabes, es como Minshasa me dijo. Estaba más seguro en la ladea, pero aquí soy más feliz.”
    “Debo admitir que yo soy más feliz contigo a mi lado.”
    Makaka colocó su brazo sobre el hombro de Rafiki. “Yo también te quiero.”
    Ambos permanecieron sentados, mirando el clímax del ocaso africano. El rojizo disco oscilaba suavemente al tiempo que se perdía en el horizonte. Por encima de su resplandor, en las inmensidades de un purpúreo cielo, comenzaban a centellear las primeras estrellas, observando la pradera y sus habitantes. Una leona se acercó silenciosamente y se sentó a un lado de los mandriles. Makaka se recargó sobre ella y la abrazó. Uzuri tocó al pequeño con su cálida y rosada lengua para después mirar a Rafiki. “Eres tú a quien vine a ver.”
    “¿Yo?”
    “Sí. Makaka puede esperar en la cueva.” Uzuri le indicó al joven mandril que los dejará a solas mediante una leve palmadita, y después se acercó a Rafiki. “Estás cansado, cariño. El mundo te ha desgastado. Casi puedo ver la luz de la luna atravesándote.”
    “No estamos haciéndonos jóvenes, amiga mía.”
    “Lo sé muy bien.” Uzuri miró directamente a Rafiki con sus enormes y hermosos ojos, viejos pero aún alertas. “No hay mucho tiempo entre el amanecer y el ocaso. Si no quieres que la noche te sorprenda, entonces debes dejar algún tiempo para todas las cosas importantes.”
    Rafiki colocó su mano sobre la pata de Uzuri. “No hables de ocasos, pequeña mía. Ya he visto demasiados en mi vida.”
    “No hagas esto más difícil de lo que ya es.” Uzuri suspiró profundamente. “Hoy me resbalé mientras estábamos de cacería. Una pezuña casi me despedaza la mejilla. Por un momento pensé que moriría.”
    “¡Uzuri, cariño!” Rafiki le dio un ligero apretón. “Debes tener cuidado. No me claves una espina más en el corazón. Tú, Makaka y Misha son las únicas razones que tengo para seguir viviendo. Debes vivir para siempre.”
    “Todos debemos morir algún día, pero hay algunas cosas que debo decir antes de marcharme. Cosas muy importantes.”
    “¿Acaso es lo que yo creo?”
    “Eso espero.” Uzuri tocó a Rafiki con su cálida lengua y lo miró fijamente a los ojos. “Te amo, Rafiki.”
    “¡Oh, Uzuri!” Lágrimas de dicha comenzaron a rodar por su rostro. Se inclinó sobre ella y la abrazó al tiempo que sentía el suave ritmo de su corazón. “Yo también te amo.”

    FIN

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