Publicado en
abril 25, 2010
Título original: The End Of The Story
Contenido:
Introducción
Averoigne (un poema)
El oráculo de Sadoqua (sinopsis)
El escultor de gárgolas
La santidad de Azédarac
La perdición de Azédarac (sinopsis)
El coloso de Ylourgne
La madre de los sapos
La hechicera de Sylaire
La bestia de Averoigne
Las mandrágoras
La exhumación de Venus
Una cita en Averoigne
El sátiro
El final de la historia
Introducción:
CLARK ASHTON SMITH nació el 13 de enero de 1893 en Long Valley, California, en una
cabaña rodeada de bosques cercana al pueblecito de Auburn. Allí pasó gran parte de su vida, dedicando su tiempo a diversos trabajos, affaires amorosos y, fundamentalmente, a autoeducarse”. Fue consultor atento y asiduo de la Enciclopedia Británica y el Diccionario Completo de Oxford. También aprendió idiomas, consiguiendo un considerable dominio del español y del francés, que le permitió incluso escribir poemas en estos idiomas.
Permaneció en Auburn basta 1954, donde se casó con Carol Jones Dorman, y, siete años antes
de su muerte, se fue a vivir a Pacific Grove, California, donde moriría el 14 de agosto de1961. Muchos obstáculos se opusieron a su proyectada carrera de poeta. El negocio de sus padres la cría de pollos no era muy rentable, y tuvo que aceptar multitud de trabajos, desde leñador hasta editor nocturno de un periódico local, pasando por recolector de fruta, minero y mecanógrafo.
En 1912 publica The Startreader y consigue la protección del poeta George Sterling ingresando en el círculo literario de San Francisco, que incluía figuras como Jack London y Ambrose Bierce. Con Ebony and Crystal (1922) alcanza su auge como poeta, pero poco después abandonará la poesía para escribir relatos con los que poder ganarse la vida. Si al principio sus narraciones son rechazadas por Farnsworth Wright, editor de la entonces famosa Weird Tales, al final se convertirá en uno de sus colaboradores más importantes. Sin embargo, a partir de 1936 decae espectacularmente su producción. La desaparición de algunos de sus colegas, entre ellos Lovecraft, pudo influir en esta ausencia de creatividad.
Clark Ashton Smith es conocido en nuestro país de la mano de H. P Lovecraft por su inclusión en el círculo del autor de Providence y su participación en Los Mitos de Cthulhu. Sin embargo, la correspondencia de H. P. nos revela una posible relación inversa de maestro alumno. Fue el propio Lovecraft quien quedó fascinado por la poesía de Smith y se dirigió primeramente a él (carta del 12 de agosto de 1922), e incluso le pidió que ilustrara uno de sus relatos, El horror oculto”, para Weird Tales. Con el tiempo, Smith va a ir perdiendo esta posición predominante, pero nunca del todo, manteniéndose siempre como uno de los más originales e independientes autores cercanos a Lovecraft. El estilo de sus relatos confirma esta teoría si los comparamos con aquellos de August Derleth, Donald Wandrei, Belknap Long o Robert Bloch en su primera época.
Al abordar la obra de un escritor de relatos como Smith, se hace difícil lograr una acertada edición y selección de sus narraciones por lo variopinto de sus temas. Lo ideal hubiera sido iniciar una publicación cronológica, considerando la fecha de sus manuscritos, tarea prácticamente imposible por la multitud de cuentos recogidos en volúmenes, algunos poco menos que incunables para los lectores del género.
Otra alternativa hubiera sido la presentación de las antologías originales, editadas por Arkham House, desde las más antiguas a las más actuales, las primeras en vida del autor. Sin embargo, los problemas de los derechos de estos libros han hecho imposible esta elección. En definitiva, se ha preparado un volumen con lo mejor del autor paternidad de la propia Arkham House , dividido en ciclos temáticos: Averoigne, Atlantis Poseidonis y Los Mundos Perdidos, para seguir en la línea de nuestro título anteriormente publicado en la colección Ícaro, Zothique.
El ciclo de Averoigne, nos remite a la pasión del escritor por la cultura francesa y, sobre todo, por la literatura simbolista del siglo XIX no por nada, posee el barroquismo y la exuberancia de aquella época . Entre sus obras favoritas destacaban Las tentaciones de San Antonio y Salambó, de Gustave Flaubert, además de haber llegado a traducir Las Flores del Mal, de Baudelaire. Averoigne evoca las reminiscencias de un reino pagano situado en la Galia Romana del siglo V, donde florece el culto prohibido de los druidas, cuyas connotaciones sacrílegas se acercan a los Mitos de Cthulhu de Lovecraft al inventarse el propio Smith el livre d'Eibon, alter ego del Necronomicon y cúmulo del saber blasfemo de aquella época.
(Extraído de la introducción a la edición de "Los Mundos Perdidos" de Edaf, 1991)
Una nota del Conde Vargas:
Además de todos los relatos pertenecientes al ciclo de Averoigne, -que he ordenado según el año en que se desarrollan- he decidido incluir tambien, el poema del mismo nombre, y dos sinopsis -o bocetos argumentales no desarrollados-, extraídos del cuaderno de notas de Clark Ashton Smith, que fue publicado con el nombre de The Black Book of Clark Ashton Smith.
Existen además, otros tres bocetos, que yo sepa: The werewolf of Averoigne y The Tower of Istarelle, que forman el hilo argumental de lo que acabaría siendo el relato "La hechicera de Sylaire", y "The queen of the sabbath", que no he podido encontrar.
Averoigne (un poema)
Clark Ashton Smith
En Averoigne la encantadora ha practicado
Extraños hechizos que conjuran un gemelo sol,
O arrastran la luna de Hécate
Bajo las torres de marfíl encapuchadas.
Al atardecer, en sus sombrías moradas,
Reptando, serán las víboras
Las emisarias de su malicia;
Y filtros, de las hojas de las tumbas sacados
Gotean a través de tamices plateados.
En Averoigne flotan fantasmas sumidos
En pestilentes fosos y lagos estancados.
Deslizándose hasta la ruidosa jarana
De ciudades con antorchas, en el tiempo detenidas.
En las que, por muerte o nacimiento, tañían
Inmutables y equívocas campanas
Resonantes, mientras sátiros tallados
Con bocas de oscuro mineral sombrío
Emiten, sin fín, silenciosos gemidos.
En Averoigne habita el mago.
En la profundidad de su celda silenciosa,
escucha la vida, monarquías interminables
Que caminan con atronadora bravura
En castillos de hierro más allá de la luna...
Cayendo en el foso de las eternidades;
Y escucha las risas quejumbrosas
De las Norns, que tejen las eras que vendrán
Y las guerras que los soles emprenderán.
En Averoigne la lamia canta
Canciones sacadas de tumbas polvorientas,
Y deja sueltos sus rizados cabellos
Ante un necromántico cristal.
Contempla a sus rendidos amantes pasar,
Se lamentan débilmente, todos ellos
De la dicha que buscan, y lo poco que encuentran,
Y arrancan ecos en las cuerdas deslustradas
Que narran cosas, ya olvidadas.
Publicado en:
The Dark Chateau and Other Poems, Arkham House 1951
Traducción: Javier Jiménez
El oráculo de Sadoqua (The Oracle of Sadoqua) Sinopsis
Clark Ashton Smith
Horatius, un oficial romano apostado en la recién conquistada provincia de Averonia, busca en vano a su desaparecido compañero, Galbius, de quien no existe al parecer ni señal ni rumor entre los nativos. Horatius, desesperado, solicita por último un oráculo de los druidas paganos: el [temible] y maligno oráculo del espantoso dios Sadoqua, el cual se cree dormita eternamente bajo tierra en una caverna en medio de los profundos bosques de Averonia. Encuentra el lugar, acompañado por varios soldados, y es llevado por los sombríos, repulsivos druidas que le [ordenan] entrar en la cueva del oráculo [solo]. En una gruta hendida de arriba a abajo, donde la luz de fuera desciende lúgubremente al interior de medio veladas sombras, halla a un extraño ser mitad humano, peludo, atezado, encadenado junto a una [fétida, humeante] sima de donde vahean hórridos, hediondos vapores. El ser [responde] habla en un semiarticulado latín, y da una críptica contestación a sus preguntas relativas al destino de Galbius. Horatius se siente extrañamente desasosegado por algo en la voz; y cuando la medio tamizada luz del sol cae por un momento sobre el insólito oráculo, cree ver en este ser un remoto, deformado, imposible parecido con el perdido Galbius. La criatura, empero, niega ser Galbius; y Horatius se marcha con sus hombres, más dolorosamente perplejo y confuso que antes. Al irse, se encuentra con una preciosa chica pagana, que mora en las proximidades de la caverna. Se produce una inmediata atracción entre los dos; y Horatius regresa más tarde, solo, para continuar conociéndola. El amor crece entre ellos y la chica le cuenta, de mala gana, alguno de los verdaderos secretos de la caverna del oráculo, y confiesa que el actual oráculo es efectivamente el perdido Galbius, quien fue secuestrado por los druidas y encadenado al lado de la sima. Los vapores elevándose desde ella le habían hecho olvidar rápidamente todos sus recuerdos normales y habían causado su degradación en una forma subhumana. De esta manera, se había convertido en un apropiado médium a fin de ser influido por el durmiente dios Sadoqua, el que conoce todas las cosas; y podía responder las preguntas con las respuestas que el dios le dictaba. Muchos otros habían sido los oráculos del dios. Se decía que los vapores emanados de la sima eran su mismo aliento; y su efecto era tan terrible que pocos mortales podían resistirlos mucho tiempo sin morir o cuando menos tornarse tan embrutecidos que ya no eran capaces de hablar y perdían su valor como mediadores. Al saber esto, [Horatius] encolerizado entra de nuevo en la cueva secreta, y se encuentra con que Galbius se ha convertido en una casi informe masa de negro, velludo plasma, que profiere inarticulados sonidos. Horrorizado, trata de matar a la cosa. Los druidas entran y lo prenden mientras hunde su espada en el metamorfoseado Galbius. Es dejado inconsciente de un golpe. Al recobrar más tarde la consciencia, se encuentra a sí mismo encadenado junto a la maligna sima, inhalando los humos que le hacen olvidar su pasado humano en un loco, primigenio delirio.
Título original: The Oracle of Sadoqua (The Black Book of Clark Ashton Smith)
Traducido por: Fermín Moreno González
El escultor de gárgolas (The Maker of Gargoyles)
Clark Ashton Smith
ENTRE LAS NUMEROSAS gárgolas ceñudas y lascivas que asoman por el tejado de la nueva
catedral de Vyones, dos destacan sobremanera tanto por su exquisita factura como su extrema deformidad. Las había esculpido Blaise Reynard, un tallador de piedra nacido en Vyones que, no ha mucho, regresó tras una larga estancia en varias ciudades de Provenza y que consiguió trabajo en la catedral tres años después de finalizar su construcción y ornamentación. Cuando el arzobispo Ambrosius contempló el maravilloso talento de Reynard, lamentó profundamente no haber podido encargarle la ejecución de todas las gárgolas; pero otras personas, de gusto mucho menos liberal que el clérigo, disentían de aquel juicio.
Acaso tal opinión se debía a lo que la gente de Vyones pensaba de Reynard, ya desde su misma
infancia, y que a su retorno se había reavivado con cierta intensidad. Justa o injustamente, su aspecto físico siempre le había granjeado el rechazo entre sus semejantes: era marcadamente oscuro, de cabellos y barba de un color negro azulado casi sobrenatural; sus ojos almendrados y brillantes le conferían un aire siniestro, perverso. Los supersticiosos atribuían sus ademanes melancólicos y taciturnos a prácticas y conocimientos nigrománticos. Incluso había quien lo acusaba a escondidas de alianzas con Satán. Si bien las acusaciones eran vagas conjeturas, los rumores anónimos, aunque carentes de pruebas, terminan convirtiéndose en hechos irrefutables. Quienes sospechaban de los diabólicos tratos de Reynard decían que aquellas dos gárgolas eran la prueba evidente. A menos que lo inspirara el Maligno, nadie podría ser capaz de plasmar semejante obra, que reflejase en la basta piedra el mal y los pecados mortales con tal perfección y detalle.
Ambas gárgolas estaban colgadas en los extremos opuestos de una torre alta de la catedral. Una era un monstruo de cabeza felina que gruñía amenazadoramente, con labios separados que mostraban formidables colmillos; bajo las cejas, sus ojos despedían un abismal odio. Tenía las garras y las alas de un grifo, y daba la impresión de estar a punto de saltar sobre Vyones como una arpía sobre su presa. Su compañera era un sátiro astado con el aspecto de un enorme murciélago como los que yerran por las cavernas subterráneas, con fuertes y afilados talones, y una mirada rebosante de satánica lujuria, como si se regodeara ante las indefensas víctimas de su pernicioso deseo. Ambas piezas estaban completas, incluso sus cuartos traseros; parecían no estar unidas al tejado a la manera habitual. Podría esperarse a que, en cualquier momento, se
liberaran de la piedra que inmovilizaba sus formas.
Ambrosius, amante del arte, las contemplaba con manifiesto placer; las consideraba obras maestras por la técnica y la verosimilitud con que Reynard les había dado forma. Pero otros, entre los que había dignatarios eclesiásticos de rango inferior, se escandalizaron en mayor o menor medida. Aseveraron que el tallador había reflejado en aquellas figuras todos sus vicios a mayor gloria de Belial y no de Dios, y que de este modo había perpetrado una blasfemia. Por supuesto, reconocieron, las gárgolas siempre precisan de cierto carácter deforme y siniestro; sin embargo, afirmaron que en aquel caso se habían sobrepasado los límites de lo tolerable.
Con todo, al finalizarse la catedral, y pese la oposición, la gente fue asumiendo las gárgolas de
Blaise Reynard, como el resto de detalles del edificio, como parte del conjunto, de modo que prácticamente se olvidaron del asunto. El escándalo se fue atenuando y el autor de las figuras, sin perder la mala fama entre sus conciudadanos, recibió otros encargos. Se quedó en Vyones; al poco, aunque sin éxito, reparó en la hija de un tabernero, Nicolette Villom, de quien se decía que llevaba mucho tiempo enamorado a su manera hosca y retraída. Sin embargo, para nada se había olvidado de sus gárgolas A menudo, al pasar ante la soberbia mole de la catedral, alzaba la mirada para observarlas con una secreta delectación cuya causa difícilmente podía explicar o definir. Parecían atraer su atención de un modo extraño y místico, para indicar un triunfo oscuro pero placentero.
Si le hubieran preguntado, habría dicho que el motivo de su satisfacción era enorgullecerse de
la obra que había producido. No habría revelado, quizá él mismo lo ignorase, que en una de ellas había vertido todo su rencor, su amargura, su odio por los habitantes de Vyones, que siempre lo habían aborrecido; y había plasmado la imagen de su resentimiento para que contemplase toda la ciudad para siempre desde un lugar elevado. Y acaso jamás hubiera imaginado que en la segunda gárgola había expresado su pasión adusta y de sátiro por Nicolette, una pasión que lo había hecho retornar a la infame ciudad de su juventud tras años de vagabundeo; una pasión singularmente obsesionada por un motivo y en ese sentido diferente de la lujuria habitual de una naturaleza tan atroz como la de Reynard.
Para el tallador de piedra, incluso más que para sus acérrimos detractores, las gárgolas eran
criaturas vivas que manifestaban una vitalidad y sensibilidad singulares. Y semejaron más vívidas que nunca al término del estío, cuando las lluvias otoñales comenzaron a precipitarse sobre Vyones. Así, cuando los canalones de la catedral vertían el agua sobre las calles, cualquiera podría haber creído que las babas de una presencia maléfica, el auténtico siervo de la lujuria, se mezclaban con el agua que vomitaban las bocas de las gárgolas.
En aquella época, concretamente en el año de Nuestro Señor de 1138, Vyones constituía el núcleo principal de la provincia de Averoigne. El enorme bosque, con fama de encantado, lugar de leyendas terroríficas, fantasmas y hombres lobo, llegaba hasta los mismos muros de la ciudad por dos puntos y proyectaba sus sombras sobre ellos antes del mediodía y al anochecer. Los otros puntos estaban circundados por huertas y campos cultivados, tranquilas corrientes cuyas aguas descendían plácidamente por los meandros, entre álamos y sauces, y carreteras que cruzaban una llanura despejada hasta llegar al elevado castillo de los nobles señores y conducir a regiones allende Averoigne.
La ciudad vivía en la prosperidad, preservada de la mala fama de los bosques. Había sido santificada por la presencia de dos conventos y un monasterio. Y ahora, al concluir las obras de una catedral largo tiempo deseada, se creía que Vyones gozaba de una protección de santidad adicional y más augusta que mantendría apartados con mayores garantías que antes a demonios, brujas e íncubos. Por supuesto, como era corriente en cualquier población medieval, se podrían dar casos esporádicos de manifiesta brujería o de posesión infernal. Más de una vez, las peligrosas tentaciones de los súcubos habían intentado socavar la pía virtud de Vyones: no era nada sorprendente en un mundo siempre expuesto al demonio y sus malas artes. Pero nadie habría vaticinado el torrente de horrores infernales que hicieron que los últimos meses de otoño siguientes a la construcción de la catedral devinieran terroríficos. Para que el asunto sea comprensible, y más blasfemo de lo que era ya de por sí, el primero de tales horrores sucedió en las proximidades de la catedral, prácticamente bajo su sombra protectora.
Dos hombres, un respetable sastre llamado Guillaume Maspier y un tonelero de idéntica reputación llamado Gerome Mazzal, regresaban a sus casas a última hora de una noche de noviembre, tras haber degustado en más de una taberna los vinos blancos y tintos que ofrece la región. Según Maspier, el único que vivió para contarlo, pasaban por una calle que circunda la planta de la catedral; la inmensa mole del edificio se recortaba entre las estrellas del firmamento, cuando un monstruo alado, negro como el hollín de Abaddón, picó hacia ellos y agredió a Gerome Mazzal, a quien abatió con sus pesadas alas y apresó con sus enormes dientes y afilados talones. Maspier fue incapaz de describir a la criatura con detalle, apenas la vio en la oscuridad
de la calle; asimismo, el final de su compadre, que yacía sobre el empedrado con el demonio negro enroscándose y desgarrándole el cuello, le aconsejó huir lo antes posible. Corrió lo más deprisa que pudo, hasta detenerse frente a la casa de un sacerdote, a muchas calles del suceso, a quien relató aquel episodio entre estremecimientos y respingos.
Armado con agua bendita y un hisopo, secundado por multitud de ciudadanos que portaban antorchas, barras y alabardas, Maspier condujo al sacerdote hasta el lugar del crimen. Allí encontraron el exánime cuerpo Mazzal con el rostro terriblemente desfigurado, el cuello y el pecho hendidos por sangrientas heridas. No se halló rastro del demoniaco atacante, y aquella noche nada más se vio ni encontró; ahora bien, cuantos pudieron contemplar su obra regresaron a sus hogares atemorizados, pensando que una criatura de los infiernos subterráneos había venido a Vyones y, lo peor de todo, iba a permanecer en ella.
A la mañana siguiente, cuando la noticia se extendió por toda la ciudad, imperó la consternación.
Los clérigos practicaron exorcismos contra el demonio invasor en todos los espacios públicos y frente a los umbrales de las puertas. Sin embargo, la aspersión de agua bendita y los formulismos resultaron infructuosos. El espíritu del mal seguía imperando, su malignidad quedó manifiesta una vez más la noche siguiente a la hórrida muerte de Gerome Mazzal.
En aquella ocasión dos fueron las víctimas, probos y destacados ciudadanos que bajaban por un estrecho callejón. Picó sobre uno de ellos y lo mató al instante. Inmediatamente después se ocupó del otro, que en vano intentó huir. Los estentóreos gritos de las víctimas indefensas y los guturales gruñidos del demonio fueron percibidos por la gente que vivía en el callejón. Y varios de ellos, apenas con arrestos para mirar por la ventana, presenciaron la marcha del infame agresor, ocultando las estrellas autumnales con sus alas enormes y terribles, proyectándose cual execrable amenaza sobre los tejados.
Salvo en casos de extrema urgencia o necesidad, tras aquello muy pocos se atrevieron a salir de noche. Y quienes se arriesgaban lo hacían en grupos armados con antorchas, como si de este modo pudieran atemorizar al demonio, a quien juzgaron criatura de la oscuridad y temerosa de la luz, algo propio de los de su clase. Pero la osadía del monstruo trascendía lo concebible, ya que atacó a más de un grupo de valerosos ciudadanos sin importarle lo más mínimo las antorchas que le dirigían al rostro y que apagaba con sus poderosos aleteos.
Sin ninguna duda, se trataba de un espíritu imbuido de odio homicida, puesto que sus víctimas terminaban horriblemente deformadas o destrozadas por garras y talones. Quienes lo vieron y escaparon de la muerte apenas si podían describirlo vagamente y con imprecisión; ahora bien, todos coincidieron en que tenía la cabeza de una bestia feroz y las alas de un ave monstruosa. Algunos, los más versados en demonología, aventuraron que se podría tratar de Modo, encarnación del asesinato; otros afirmaron que era uno de los lugartenientes principales de Satán, quizá Amaimon o Alastor, enloquecidos hasta el infinito por la incontestable supremacía de Jesucristo en la ciudad santa de Vyones.
El terror que enseguida prevaleció en la ciudad, bajo aquella panoplia de incursiones y ataques satánicos, devino un oscuro manto diabólico, candente y coagulado de obsesión supersticiosa, por denominarlo de algún modo. Aun a la luz del día, las góticas alas de una pesadilla parecían extenderse en constante opresión sobre la ciudad. El miedo latía omnisciente como imparable corrupción de una plaga epidémica. Los habitantes, llenos de miedo, caminaban rezando. Tanto el arzobispo como sus subordinados se confesaron incapaces de combatir el imparable horror.
Enviaron un emisario a Roma, en busca de agua bendecida personalmente por el Papa. Creyeron
que bastaría para ahuyentar a tan terrible huésped.
Mientras, el horror creció y alcanzó su culminación. Una noche de mediados de noviembre, el abad del monasterio de Cordeliers, que había ido a administrar la extremaunción a un amigo moribundo, fue emboscado por el engendro justo antes de cruzar el umbral de su morada; fue muerto con la misma atrocidad con que las otras víctimas habían sido asesinadas. A tal hazaña doblemente infame no tardó en añadirse una increíble blasfemia. A la noche siguiente, mientras el cuerpo del abad yacía en un rico catafalco en la catedral, cuando se decían misas y ardían las velas, el demonio invadió la alta nave a través de la puerta abierta, apagó todas las velas con un solo movimiento de sus alas y arrastró al menos a tres sacerdotes oficiantes a una impía muerte entre tinieblas. Todo el mundo pensaba que los poderes del mal estaban emprendiendo un formidable asalto para poner a prueba la fe cristiana de Vyones. En medio de aquel horror abyecto, el desorden extremo, el desaliento que cundieron tras la última atrocidad, tuvo lugar un deplorable estallido de homicidios, asesinatos, rapiñas y latrocinio, junto con clandestinas manifestaciones de satanismo y celebraciones de misas negras a las que asistían numerosos neófitos.
Y entonces, en medio de aquel caótico miedo y frenética confusión, comenzó a circular el rumor de que otro demonio deambulaba por Vyones; que al monstruo asesino lo acompañaba un espíritu tanto o más deforme y tenebroso, con intenciones lascivas y que sólo hostigaba a mujeres. El ser había atemorizado a varias damas, doncellas y sus damas de compañía hasta sumirlas en auténtica histeria al aparecer su rostro en las ventanas de los dormitorios. Asimismo, se había acercado con sigilo, lascivamente, con inequívocos sonidos, muecas y aleteos grotescos de sus alas de murciélago, a otros que osaron salir de sus casas y transitar las calles por la noche.
Sin embargo, pasaba algo extraño, ya que el honor de ninguna mujer fue realmente agraviado por aquel molesto íncubo. Se acercó a mucha gente, aterrada ante su comportamiento desmesuradamente repulsivo y libidinoso, pero sin llegar a tocar a nadie. A pesar de aquellos tiempos de terror físico y espiritual, hubo quien se burló procazmente del singular celibato que guardaba el demonio y se decía que en realidad buscaba en Vyones a alguien al cual aún no había encontrado.
Un oscuro y sinuoso callejón separaba el alojamiento de Blaise Reynard de la taberna que regentaba Jean Villom, el padre de Nicolette. Reynard tenía por costumbre ir de noche a la taberna, aunque su presencia era mal vista por el dueño, que había desaprobado la petición de mano de su hija, aspiraciones más bien desalentadas por la joven. Ahora bien, toleraban su presencia porque siempre traía la bolsa llena y manifestaba una ilimitada capacidad para aguantar el vino. Siempre acudía temprano, a primera hora de la noche, y permanecía sentado en silencio, hora tras hora, contemplando con ardor e intensidad a Nicolette, bebiendo sin tasa
los fuertes caldos de Averoigne. Pese al deseo de no perderlo como cliente, le tenían un poco de miedo a causa de su reputación de hechicero y su carácter hosco. No deseaban porfiar con él más de lo estrictamente necesario. Como todo el mundo en Vyones, Reynard había acusado la sofocante carga de terror supersticioso durante aquellas noches, cuando el terrorífico rondador acechaba en la ciudad y agredía a los desdichados viandantes en cualquier momento y cualquier lugar. Sólo la urgencia e imperiosidad de su deseo semisalvaje por Nicolette lo habrían hecho atravesar el callejón, en medio de las tinieblas, para entrar en la taberna y contemplar a la muchacha entre trago y trago.
Las noches otoñales habían vetado la presencia de la luna. Ahora bien, la noche posterior a la
profanación de la catedral por parte del engendro, un nuevo cuarto creciente iluminaba con tonalidad sanguinolenta los tejados y el suelo cuando Reynard se dirigía a la taberna a la hora de costumbre. Los rayos no llegaban hasta la parte baja de la estrecha y sinuosa callejuela; no pudo evitar estremecerse mientras aceleraba el paso entre sombras esporádicamente interrumpidas por la luz que despedían unas pocas ventanas. Le daba la sensación de que en cada recodo, en cada esquina, unas satánicas alas cuajaban la oscuridad con su maléfico influjo, que en cualquier momento podrían aparecer unos ojos brillantes, encendidos como los carbúnculos
que arden en el averno. Ya al final del callejón, se percató con irrefrenable pánico de que una nube con la apariencia de alas arqueadas y puntiagudas cubría el cuarto creciente.
Por fin llegó a la taberna con una sensación de inmenso alivio, pues había comenzado a intuir con nitidez que alguien o algo, sin hacer ruido e invisible, lo había seguido, una presencia que parecía teñir la oscuridad de una amenaza sobrenatural. Entró; cerró la puerta con mucha rapidez, como si lo hubiera hecho ante las mismas narices de su terrible perseguidor.
Aquella noche la taberna contaba con pocos parroquianos. Nicolette servía vino al ayudante de
un mercero, un tal Raoul Coupain, joven agradable y nuevo en la vecindad; tabernera y cliente se reían con una alegría que Reynard juzgó de un regocijo indecoroso ante los piropos y comentarios que le dedicaba Raoul. Jean Villom hablaba en susurros sobre los últimos acontecimientos y bebía tanto o más que sus clientes. Sintiendo unos celos crecientes a causa de la presencia de Raoul Coupain, al cual ya consideraba un aventajado rival, Reynard se sentó en silencio y observó con malignidad los flirteos de la pareja. Pareció como si nadie hubiese reparado en su llegada: Villom seguía hablando con sus compadres sin parar, y Nicolette y su
cliente seguían enfrascados en juegos. A la furia de sus celos Reynard pronto añadió el resquemor de quien cree estar siendo ignorado deliberadamente. Para llamar la atención comenzó a aporrear la mesa con sus poderosos puños.
Villom, que había permanecido sentado de espaldas, llamó a Nicolette despreocupadamente, sin
girarse, y le indicó que atendiera a Reynard. Dedicando una última sonrisa a Coupain, con lentitud y ostensible renuencia, la muchacha se acercó a la mesa del tallador de piedra. Menuda, de pecho generoso, con unos cabellos pelirrojos que descendían en abundantes bucles por los lados del rostro, iba ataviada con un ceñido vestido verde que resaltaba aún más las sensuales formas de caderas y busto. Con Reynard se mostraba desdeñosa y algo fría, pues le disgustaba, evidencia que escondía más bien poco. Precisamente aquella noche Reynard la encontró más hermosa y deseable que nunca, y le asaltó un salvaje impulso de tomarla en sus brazos, de llevársela ante las mismísimas narices de Raoul Coupain y de su padre.
Tráeme una jarra de La Frenaie ordenó bruscamente en un tono que revelaba la mezcla de su resentimiento y deseo.
Moviendo la cabeza ligeramente y a modo de burla, mirando de nuevo a Coupain, obedeció. Sin musitar palabra, depositó ante Reynard el fuerte tinto y regresó junto al ayudante de mercero para reanudar sus devaneos amorosos.
Reynard comenzó a beber. Lo único que hizo el potente caldo fue inflamar su tácita animadversión y ofuscado deseo. La mirada se le tornó ponzoñosa; los labios se le torcieron de malignidad como los que había tallado en las gárgolas de la nueva catedral. Su interior se consumía en una furia siniestra y primordial, como la de un fauno frustrado y taciturno. Procuró reprimir aquel fuego; permaneció en silencio e inmóvil, salvo las frecuentes ocasiones en que se servía de la jarra. Raoul Coupain también había ingerido una nada despreciable cantidad de vino. Por eso, su cortejo devino más atrevido e intentaba besar la mano de Nicolette, que ya se había sentado a su lado en el banco. Le sostenía la mano juguetonamente; su propietaria, tras
propinarle un enérgico pero suave bofetón, le dio permiso para proceder de un modo que Reynard consideró, cuando menos, libertino.
Gruñendo sin separar los labios, poseído por un ciego impulso de abalanzarse sobre su victorioso rival y matarlo con sus propias manos, se levantó y fue hacia la distraída pareja. Uno de los contertulios, sentado en una apartada esquina, adivinó sus intenciones y avisó al instante al tabernero. Este se alzó, tambaleándose un poco por el vino, cruzó la estancia con cautela sin apartar la vista de Reynard, listo para intervenir si la violencia estallaba. Reynard se detuvo, como presa de una momentánea vacilación, y prosiguió, obnubilado por un enorme odio hacia todos. Deseaba con toda su alma matar a Villom y a Coupain, terminar de una vez con los estúpidos parroquianos que lo observaban desde los rincones y por último, por encima de sus cuerpos estrangulados, asaltar a besos y ahogar a caricias los carnosos labios y el cimbreante cuerpo de Nicolette.
Al ver cómo el escultor de gárgolas se acercaba, conociendo su mal carácter y sus celos insanos, Coupain también se alzó y tentó, debajo de la capa, la empuñadura de su pequeña daga. Mientras, Jean Villom había interpuesto su corpachón entre los dos antagonistas. Deseaba evitar a toda costa cualquier disputa y preservar así la intachable reputación de su local.
Vuelve a tu mesa, tallador instó a Reynard con firme vehemencia.
Desarmado y en inferioridad numérica, Reynard se detuvo de nuevo, pese a notar que la cólera
le bullía como el contenido del caldero de un brujo. Clavó sus perturbadores ojos en los tres con intensidad asesina. Más allá del trío observó, más por instinto que por deseo consciente, los paneles superiores de los ventanales; en sus cristales se reflejaba la trémula llama de las velas, las fulgentes copas, las cabezas de Coupain, Villom, Nicolette, así como su cara sombría entre ellos. Sin saber por qué, diríase que con incoherencia, en aquel instante se acordó de la nube oscura e indefinida que había atravesado el cuarto creciente de la luna, la pertinaz sensación de intuir una siniestra persecución mientras cruzaba la calle.
Así, todavía absorto en la imagen de los cuatro reflejada en el cristal, retumbó un atronador estruendo. Los paneles de la ventana y la visión del grupo estallaron hacia dentro en incontables fragmentos. Antes de que uno solo de los cristales rotos hubiese rozado el suelo, penetró en la estancia una forma oscura y monstruosa cuyo poderoso aleteo casi apagó las velas e hizo bailar las sombras como en un aquelarre de amorfos demonios. Cuando repararon en ella, por unos momentos permaneció inmóvil suspendida en el aire, y les pareció que era más alta que la oscuridad que reinaba sobre las cabezas de los presentes. Se fijaron en la infernal intensidad de sus ojos, que ardían como los carbones que palpitan en lo más profundo del Tártaro, y la curvatura de sus labios repulsivos, que mostraban unas fauces con dientes más grandes que los de una serpiente.
Detrás de él irrumpió un segundo monstruo batiendo sus poderosas y puntiagudas alas. Todos sus ademanes rezumaban una inextricable lascivia, del mismo modo que en el otro exudaba un odio homicida y una ilimitada maldad. Sus facciones de sátiro estaban contraídas en una inalterable y repulsiva mueca. Suspendido en el aire, como el primer intruso, observó fijamente a Nicolette.
La sorpresa y la consternación, extremas hasta el punto de convertirse en un pánico insoportable, petrificaron a todos los parroquianos, incluido Reynard. Inmóviles, mudos, contemplaron la demoniaca invasión. La congoja de Reynard era el fruto de una inefable sorpresa, la angustiada certeza de comprender lo que sucedía. Por su parte, Nicolette, inundada de horror, gritó desesperadamente, se dio la vuelta y empezó a correr por la sala.
Como si aquel grito hubiese sido la provocación, la señal que estaban esperando, los dos demonios se lanzaron sobre las víctimas. Con un furibundo zarpazo de sus garras totalmente extendidas, rasgó el cuello de Jean Villom, que cayó emitiendo un sordo gorgeo y un sanguinolento gemido. Inmediatamente después, Raoul Coupain sufrió idéntica suerte. Por su parte, el otro engendro había volado en pos de la chica; sus bestiales brazos la retenían en contra de su voluntad, sus alas la envolvieron como un manto infernal.
La taberna devino un torbellino de gemidos, totalmente sumida en un caos de gritos y convulsiones, de sombras que forcejeaban en la oscuridad. Reynard percibió el gutural gruñido del monstruo asesino amortiguado por Coupain, cuyo cuerpo estaba desgarrando con los colmillos. Y le llegó nítidamente la lúbrica risa del íncubo por encima de los histéricos gritos de Nicolette. Entonces, cuando una súbita corriente de aire apagó las grotescas llamas de las velas, algo propinó un violento golpe a Reynard, el mazazo de un objeto que se movía con rapidez, acaso un ala, duro y pesado como la piedra. Cayó al suelo inconsciente.
Pesada y confusamente, con enormes esfuerzos, procuró volver en sí. Tardó un poco en recordar dónde se hallaba y qué había pasado. Cuando abrió los ojos, le inquietó el punzante palpitar de las sienes, el revoloteo de voces exaltadas a su alrededor, el brillo de muchas luces, la acumulación masiva de rostros; y, sobre todo, aquella sensación indefinida pero dolorosa, atenazada por el terror, que lo oprimió nada más recuperar la consciencia. La memoria retornó a él, con renuencia y retardo y, con ella, el pleno conocimiento de lo que había pasado.
Yacía sobre el suelo de la taberna; su propia sangre le manaba de una dolorosa herida en la cabeza y resbalaba por la cara en hilillos. La sala estaba llena de gente que portaba antorchas, cuchillos y alabardas. Contemplaban los cuerpos sin vida, inundados de vino y sangre entre un desastre de madera astillada y vajilla rota. Nicolette, con el vestido verde hecho girones, como si todavía siguiera atrapada por los brazos del demonio, murmuraba quedamente, mientras las mujeres la interpelaban con gritos inútiles y preguntas que ni oía ni comprendía. Los dos compadres de Villom, hórridamente traspasados y desgarrados, estaban muertos junto a la mesa donde se habían sentado, ahora patas arriba. Estupefacto de horror, todavía aturdido por el golpe, Reynard se puso en pie, al instante rodeado de caras y voces inquisitivas. Algunos recelaban de él, único superviviente de la matanza y con sospechosa reputación; sin embargo, sus respuestas convencieron a la gente de que aquel nuevo crimen sólo podía ser obra de los engendros demoniacos que durante semanas habían aterrorizado Vyones tan cruelmente. No obstante, omitió parte de lo que había visto ni reveló los motivos que últimamente alimentaban su miedo y su desconcierto. Guardaba aquello en lo más recóndito de su alma, atormentada y gobernada por el Maligno.
Consiguió salir de la devastada taberna; se abrió paso entre la multitud arracimada y temerosa, y se quedó transitando por las calles, a medianoche. Menoscabando el peligro que podía cernirse sobre su cabeza, sin apenas saber adónde se dirigía, erró por la ciudad durante muchas horas. En algún momento, su deambular lo condujo hasta el taller donde trabajaba. Sin una razón lógica que lo sustentara, entró y salió de nuevo, armado con un pesado martillo que siempre había llevado con él en los años de peregrinación por las distintas capitales para trabajar como tallador de piedra. A continuación, hechizado por su horrorosa y constante tortura interior, siguió errando hasta que el pálido amanecer lamió agujas y tejados con luz espectral.
Movido por una compulsión apenas voluntaria, sus pasos lo llevaron hasta la plaza frente a la catedral. Sin prestar la más mínima atención al sorprendido sacristán, que justo había abierto las puertas, penetró en la catedral y buscó las escaleras que hendían tortuosamente la torre y llevaban hasta donde estaban sus gárgolas. En medio de una mañana pálida y fría, el sol oculto, salió al tejado y, asomándose peligrosamente al borde, observó las figuras talladas. No se sorprendió en absoluto, sino que confirmó definitivamente un terror demasiado brutal para ser nombrado en voz alta, al reparar en que los dientes y las garras del grifo con cabeza felina y expresión diabólica estaban maculados de sangre ennegrecida; que de los talones del sátiro alado y lujurioso pendían, enganchados, girones del vestido de Nicolette. Bajo la enfermiza luz matinal, le dio la sensación de que el sátiro llevaba estampado en el rostro un rictus de inefable triunfo, de perversa ironía. Lo contempló con miedo y contradictoria fascinación, con una rabia impotente, una repulsa y un arrepentimiento más profundos que los del infierno que le brotaba del interior. Apenas fue consciente de alzar el martillo para golpear frenéticamente al sátiro astado, hasta que percibió el desagradable y furioso sonido del impacto y se dio cuenta de que se hallaba sobre el borde del tejado, luchando por mantener el equilibrio.
Los furiosos golpes apenas vulneraron las facciones del sátiro, sin conseguir borrarle la malsana lujuria, la expresión de inalterable triunfo. Alzó de nuevo la pesada herramienta, pero esta vez sólo hirió el aire. Reynard notó que él mismo era alzado y rechazado por algo que, afilado y puntiagudo como varios cuchillos a la vez, hendió su carne. Intentó ponerse en pie infructuosamente; resbaló, quedó tumbado sobre el borde de granito del tejado, cabeza y hombros pendiendo sobre el abismo de la calle desierta y oscura.
A punto de desvanecerse, entrevió que encima de él estaba la otra gárgola con las garras del cuarto delantero derecho firmemente incrustadas en su hombro. Aumentó la saña con que le aprisionaba el hombro, las garras penetraron todavía más, como aumentando el sadismo con que atenazaban el hombro. Daba la impresión de que el monstruo era todavía más grande, una bestia fantástica sobre su presa; sintió que resbalaba vertiginosamente por el canalón de la catedral, que la gárgola se retorcía y giraba como si desease recuperar su postura normal sobre el abismo. El vértigo semejaba conferirle una impresión de caída lenta e inexorable. La torre de la catedral se inclinó y giró debajo de él de un modo enfermizo, como en una delirante pesadilla. Débilmente, aturdido por el miedo y la agonía, Reynard vio la despiadada cara felina que se dirigía hacia él mostrándole los espantosos dientes en un rictus eterno de odio infernal. Sin explicarse cómo, aún empuñaba el martillo; una instintiva necesidad de supervivencia hizo que golpease con él a la gárgola, cuyas repulsivas facciones parecían aproximarse a su propia cara como una imagen en el clímax de una tormenta delirante y enajenada.
Pese a su resistencia a golpes de martillo, siguieron los movimientos compulsivos y las contorsiones; los talones lo arrastraron hacia fuera, al aire del vacío. En aquella postura tan forzada e inverosímil, la eficacia de los golpes disminuyó aún más. La cabeza de la herramienta caía con irrisoria fuerza sobre el antebrazo cuyos curvos talones se le clavaban en el hombro cual ganchos de carnicería. El martilleo cesó con un agudo sonido quebrado; a medida que se precipitaba hacia el vacío, la gárgola se desvaneció de sus ojos. No vio nada más, salvo la oscura masa de la torre, que parecía alejarse de él por los aires, elevarse con inaudita rapidez hacia un cielo sin estrellas en el que la luz del sol tardío apenas si se notaba.
Fue el arzobispo Ambrosius quien, de camino hacia la catedral para oficiar la primera misa del día, se topó con el destrozado cuerpo de Reynard, boca abajo sobre la calzada. Sorprendido por tan terrible visión, se persignó nada más descubrir el objeto que seguía aferrado al hombro del desdichado y repitió el gesto más fervorosamente si cabía. Se acercó para examinarlo. Su infalible memoria de auténtico amante del arte lo reconoció enseguida. Y acto seguido, con idéntica claridad, comprendió que la pétrea extremidad, tan profundamente hendida en la carne del tallador, había cambiado inexplicablemente. Creía recordar que la zarpa siempre había estado distendida, ligeramente flexionada; ahora estaba rígidamente extendida, alargada como la de un predador que hubiese cazado alguna cosa o arrastrado una pesada carga con sus brutales talones.
[1932]
Titulo original: The Maker of Gargoyles
Traducido por: Enric Navarro
La Santidad de Azédarac
Clark Ashton Smith
¡Por la cabra de las mil tetas! ¡Por la cola de Dagón y los cuernos de Derceto! dijo Azédarac mientras acariciaba el pequeño frasco panzudo lleno de un líquido escarlata colocado en la mesa frente a él . Algo hay que hacer con este pestilente hermano Ambrosio. He descubierto ahora que ha sido enviado a Ximes por el arzobispo de Averoigne sin ningún otro propósito que reunir pruebas de mi conexión subterránea con Azazel y los Antiguos. Ha espiado mis invocaciones en las criptas, ha escuchado las fórmulas ocultas y ha contemplado la auténtica manifestación de Lilit, e incluso de Iog Sotôt y Sodagui, esos demonios que son más antiguos que el mundo; y esta misma mañana, hace una hora, ha montado en su asno blanco para el viaje de regreso a Vyones. Hay dos maneras o, en un sentido, hay una manera en las cuales puedo evitar las molestias e inconvenientes de un juicio por brujería: el contenido de este frasco debe ser administrado a Ambrosio antes de que llegue al final de su viaje, o, a falta de esto, yo mismo me veré obligado a hacer uso de un medicamento semejante.
Jehan Mauvaissoir miró el frasco y luego a Azédarac. No estaba en absoluto horrorizado, ni siquiera sorprendido, por los nada episcopales juramentos y afirmaciones poco antieclesiásticas que acababa de escuchar del obispo de Ximes. Había conocido al obispo demasiado tiempo y demasiado íntimamente, y le había prestado demasiados servicios de una naturaleza anticonvencional, para sorprenderse ante nada. De hecho, había conocido a Azédarac mucho antes de que el hechicero hubiese soñado con convertirse en sacerdote, en una fase de su existencia que era del todo insospechada por las gentes de Ximes; y Azédarac no se había molestado en tener muchos secretos con Jehan en ningún momento.
Comprendo dijo Jehan . Puedes contar conque el contenido del frasco será administrado. El hermano Ambrosio difícilmente viajará con rapidez sobre aquel asno blanco que va al paso; y no alcanzará Vyones antes de mañana al mediodía. Hay tiempo abundante para alcanzarle. Por supuesto, él me conoce. O, al menos, conoce a Jehan Mauvaissoir... Pero eso puede remediarse fácilmente.
Azédarac sonrió confiado.
Dejo el asunto y el frasco en tus manos, Jehan. Por supuesto, no importa cuál sea el resultado; con todos los medios satánicos y pre satánicos a mi disposición, no estaré en ningún gran peligro por parte de esos fanáticos mentecatos. Sin embargo, me encuentro muy cómodamente situado aquí en Ximes, y el destino de un obispo cristiano que vive entre el olor del incienso y de la piedad, y mantiene mientras tanto un acuerdo privado con el Adversario, es ciertamente
preferible a la vida accidentada de un hechicero de campo. Preferiría no ser molestado o distraído, o ser expulsado de mi sinecura, si algo semejante puede evitarse.
Ojalá que Moloch devore a ese pequeño mojigato maricón de Ambrosio continuó , debo estar volviéndome viejo y tonto al no haber sospechado de él antes. Fue la expresión horrorizada y de asco que tenia últimamente lo que me hizo pensar que había observado a través del agujero de la cerradura los ritos subterráneos. Entonces, cuando oí que se marchaba, sabiamente decidí revisar mi biblioteca y descubrí que el Libro de Eibon, que contiene los hechizos más antiguos y la sabiduría secreta olvidada por el hombre, de Iog Sotôt y Sodagui, había desaparecido. Como tú sabes, había sustituido su encuadernación original de piel de un aborigen subhumano por la de cordero de un misal cristiano y había rodeado el volumen con filas de libros de oración legítimos. Ambrosio se lleva debajo de su túnica una prueba concluyente de que soy un adicto de las Artes Negras. Nadie en Averoigne será capaz de leer el alfabeto inmemorial de Hiperboria; pero las ilustraciones hechas con sangre de dragón y los dibujos bastarán para condenarme.
Amo y criado se miraron mutuamente durante un intervalo de silencio significativo. Jehan miró con respeto la estatura orgullosa, las facciones tristemente marcadas, la tonsura rizada, la extraña y rojiza cicatriz en forma de media luna sobre la pálida frente de Azédarac, los brillantes puntos de fuego amarillo naranja que parecían arder en las profundidades del ébano líquido y congelado de sus ojos. Azédarac, por su parte, estudió con confianza las facciones vulpinas y el aire discreto, inexpresivo, de Jehan, quien podría haber sido y aún podía serlo, si fuese necesario cualquier cosa, desde un emisario a un clérigo.
Es lamentable continuó Azédarac que cualquier duda sobre mi santidad y probidad devocional se haya levantado entre la clerecía de Averoigne. Pero supongo que era inevitable tarde o temprano. Aunque la principal diferencia entre yo mismo y otros muchos eclesiásticos es que yo sirvo al demonio a sabiendas y por mi propia voluntad, mientras que ellos hacen lo mismo en su ceguera sanctimoniosa... Sin embargo, debemos hacer lo que podamos para retrasar la mala hora del escándalo público y la expulsión de nuestro bien emplumado nido En la actualidad, sólo Ambrosio puede probar algo para mi daño; y tú, Jehan, enviarás a Ambrosio a un reino en que sus chivateos frailunos tendrán escasas consecuencias. Después de eso, estaré doblemente vigilante. El próximo emisario de Vyones, te lo aseguro, no encontrará otra cosa sobre la que informar que santidad y el recitado del Rosario.
II
Los pensamientos del hermano Ambrosio estaban gravemente perturbados, y en contraste con la tranquila escena rústica que le rodeaba, mientras cabalgaba a través del bosque de Averoigne entre Ximes y Vyones. El horror anidaba en su corazón como un nido de malignas víboras; y el maléfico Libro de Eibon, ese manual de hechicería primordial, parecía arder debajo de su túnica como un enorme y caliente amuleto satánico, apoyado contra su regazo. No por primera vez, se le ocurrió la idea de que Clemente, el arzobispo, hubiese delegado en otro para investigar la negra depravación de Azédarac. Residiendo durante un mes en el hogar del obispo, Ambrosio había aprendido demasiado para la tranquilidad del espíritu de un piadoso clérigo y había visto cosas que eran como una mancha secreta de terror y vergüenza en las páginas blancas de su memoria. Descubrir que un prelado cristiano podía servir a los poderes de la más completa perdición, que podía recibir en privado perversiones más antiguas que Asmodai, era abismalmente intranquilizador para su alma devota; y desde entonces le había parecido oler la corrupción por todas partes, y había sentido por todos lados el avance serpentino del oscuro Adversario.
Mientras cabalgaba a través de los tristes pinos y los verdosos hayales, deseó también haber montado sobre algo más rápido que este amable asno, blanco como la leche, destinado a su uso por el arzobispo. Era seguido por la sugestión sombría de burlones rostros de gárgolas, de invisibles pies hendidos, que le seguían detrás de los árboles que se amontonaban y a lo largo de los umbrosos recodos del camino. En los oblicuos rayos, en las alargadas redes de sombras traídas por la tarde agonizante, el bosque parecía esperar, conteniendo el aliento, el apestoso y furtivo acontecer de cosas innominables. Sin embargo, Ambrosio no había encontrado a nadie en varias millas; y no había visto ni animal ni pájaro ni víbora en el bosque veraniego. Sus pensamientos volvían con insistencia temible hacia Azédarac, quien le parecía un Anticristo alto, prodigioso, alzando sus negras vanguardias y su figura gigantesca del barro ardiente de Abaddon. De nuevo, vio los sótanos debajo de la mansión del obispo, en los cuales una noche fue testigo de una escena de terror y asquerosidad infernales. Había contemplado al obispo envuelto en las coloridas exhalaciones de incensarios malditos, que se mezclaban en medio del aire con los vapores sulfurosos y bituminosos del abismo; y a través de los vapores había visto los miembros que se ondulaban lascivamente, los engañosos rasgos, que se deshacían, de asquerosas y enormes entidades... Recordándolas, tembló de nuevo ante la preadamita lujuria de Lilit, de nuevo sintió un escalofrío ante el horror transgaláctico del demonio Sodagui y la fealdad ultra dimensional del ser conocido como Iog Sotôt por los hechiceros de Averoigne.
Cuán perniciosamente poderosos y subversivos, pensó él, eran estos demonios de antigüedad inmemorial, quienes habían situado a su sirviente Azédarac en el propio seno de la Iglesia, en una situación de confianza elevada y sagrada. Durante nueve años, el malvado prelado había mantenido la posesión de su cargo sin despertar sospechas ni ser puesto en duda, había envilecido la tiara obispal de Ximes con descreimientos que eran mucho peores que los de los sarracenos. Entonces, de alguna manera, a través de un canal anónimo, un rumor había alcanzado a Clemente, un aviso susurrado que ni siquiera el arzobispo se había atrevido a decir en voz alta; y Ambrosio, un joven monje benedictino, había sido enviado para estudiar privadamente la vileza que se extendía, que amenazaba la integridad de la Iglesia. Sólo en ese momento, se acordó alguien de lo poco que se sabía con seguridad en relación a los antecedentes de Azédarac; cuán tenues eran sus pretensiones a un ascenso eclesiástico, o hasta al simple sacerdocio; lo oscuros y dudosos que eran los pasos por los cuales había alcanzado su puesto. Fue entonces cuando se supo que una brujería formidable había estado operando.
Nerviosamente, Ambrosio se preguntó si Azédarac ya había descubierto que el Libro de Eibon había sido retirado de los misales que contaminaba con su presencia, y cuánto tardaría en conectar la desaparición del volumen con la partida de su visitante.
En este punto, las meditaciones de Ambrosio fueron interrumpidas por el duro resonar de herraduras galopantes, que se aproximaban por detrás. La aparición de un centauro, procedente de los más antiguos bosques del paganismo, difícilmente podría haber despertado en él un pánico más vivo; y miró nerviosamente por encima del hombro al jinete que se aproximaba. Esta persona, montada sobre un buen caballo negro con arreos opulentos, era un hombre de barba poblada y evidente importancia, porque sus alegres ropajes eran propios de un noble o un cortesano. Alcanzó a Ambrosio y pasó de largo con una educada inclinación de cabeza, aparentemente absorbido por completo en sus propios asuntos. El monje se sintió muy aliviado, aunque vagamente preocupado durante unos instantes, por la sensación de que había visto anteriormente, en circunstancias que era incapaz de recordar, los ojos estrechos y el perfil afilado que contrastaban tan extrañamente con la poblada barba del jinete. Sin embargo, estaba bastante seguro de que nunca había visto a aquel hombre en Ximes. El jinete desapareció pronto detrás de un recodo frondoso de la arbórea pista. Ambrosio volvió al horror piadoso y a la aprehensividad de su anterior soliloquio.
Al continuar, le pareció que el sol se había puesto con una rapidez lamentable e inoportuna. Aunque los cielos sobre él estaban limpios de nubes y el aire libre de vapores, los bosques se hallaban sumergidos en una lobreguez inexplicable que aumentaba visiblemente por todos lados. Y, en esta tiniebla, los troncos de los árboles estaban extrañamente distorsionados y las masas bajas de follaje adquirían formas antinaturales e inquietantes. Le pareció a Ambrosio que el silencio a su alrededor era una frágil película a través de la cual el ronco rumor y el murmullo de voces diabólicas podría abrirse paso en cualquier momento como la madera podrida sumergida que se alza de nuevo a la superficie de la corriente de un río de raudo fluir.
Con mucho alivio, recordó que no se encontraba lejos de una posada situada al lado del camino, conocida como la posada de Bonne Jouissance. Aquí, dado que le faltaba poco para completar la mitad de su viaje a Vyones, decidió reposar durante Ja noche.
Un minuto más, y vio las luces de la posada. Ante su brillo, benigno y dorado, las equívocas sombras del bosque que le seguían parecieron parar y retirarse cuando alcanzó el refugio del patio, sintiéndose como alguien que había escapado por los pelos de un ejército de peligrosos duendes. Entregando su montura al cuidado del sirviente del establo, Ambrosio entró en el cuarto principal de la posada. Allí fue recibido con el respeto debido a su hábito por el forzudo y seboso posadero y, tras asegurársele que los mejores alojamientos del lugar estaban a su disposición, se sentó en una de las diversas mesas donde los otros huéspedes se habían reunido para esperar la cena.
Entre ellos, Ambrosio reconoció al jinete de poblada barba que le había alcanzado en los bosques hacía una hora. Estaba sentado solo, un poco separado. Los otros invitados, una pareja de sederos, un notario y dos soldados, reconocieron la presencia del monje con toda la debida educación; pero el jinete se levantó de su mesa y, acercándose hasta Ambrosio, comenzó inmediatamente a hacerle propuestas que excedían la normal educación.
¿No cenará conmigo, señor fraile? invitó con una voz brusca pero insinuante que resultaba extrañamente familiar a Ambrosio, y que, sin embargo, como el perfil lobuno, no podía reconocer en aquel momento.
Soy el Sieur des Èmaux, natural de Touraine, a vuestro servicio el hombre continuó . Parece que estamos viajando en la misma dirección y posiblemente con el mismo destino. El mío es la ciudad catedralicia de Vyones. ¿Y el vuestro?
Aunque estaba vagamente molesto, e incluso sentía algunas sospechas, Ambrosio se encontró incapaz de rechazar la invitación. Como respuesta a la última pregunta, reconoció que él mismo también se encontraba en camino hacia Vyones. No le gustaba del todo el Sieur des Èmaux, cuyos ojos rasgados devolvían la luz de las velas de la posada con un brillo equívoco, y cuyos modales resultaban hasta cierto punto melosos, por no decir cargantes. Pero no parecía existir razón ostensible para rechazar una cortesía que era sin duda bienintencionada y genuina. Acompañó a su anfitrión a su mesa separada.
Pertenece a la orden benedictina, he observado dijo el Sieur des Èmaux mirando al monje con esa extraña sonrisa mezclada de ironía furtiva . Es una orden que yo siempre he admirado grandemente, una muy noble y digna hermandad. ¿No podría preguntarle su nombre?
Ambrosio proporcionó la información pedida con una curiosa desgana.
Bueno, entonces, hermano Ambrosio dijo el Sieur des Èmaux , sugiero que bebamos por la salud y prosperidad de su orden con el vino rojo de Averoigne mientras esperamos que nos sea servida la cena. El vino es siempre bienvenido en un viaje largo, y no es menos beneficioso antes de una buena comida que después.
Ambrosio murmuró un asentimiento involuntario. No hubiera sido capaz de decir el porqué, pero la personalidad de aquel hombre le resultaba cada vez más desagradable. Le parecía detectar un siniestro doble sentido por debajo de la voz ronroneante, sorprender una intención malvada en aquella mirada de párpados cargados. Y, mientras tanto, su cerebro era atormentado por sugerencias de una memoria olvidada. ¿Había visto a su interlocutor en Ximes? ¿Era el autoproclamado Sieur des Èmaux un secuaz de Azédarac disfrazado?
El vino fue ahora pedido por su anfitrión, quien abandonó la mesa para hablar con el posadero sobre ese asunto, e incluso insistió en hacer una visita a la bodega para poder seleccionar una cosecha adecuada en persona. Notando la reverencia prestada a aquel hombre por el público de la taberna, quien se dirigía a él por su nombre, Ambrosio se sintió tranquilizado hasta cierto punto. Cuando el posadero, seguido por el Sieur des Èmaux, regresó con dos jarras de barro llenas de vino, prácticamente había conseguido olvidar sus vagas dudas y todavía más vagos temores.
Dos grandes copas fueron colocadas sobre la mesa, y el Sieur des Èmaux las llenó inmediatamente con el contenido de una de las jarras. Le pareció a Ambrosio que la primera de aquéllas jarras ya contenía una pequeña cantidad de algún fluido sanguinolento, antes de que el vino fuese vertido en su interior; pero no podría haberlo jurado bajo aquella tenue luz, y pensó que debería estar equivocado.
Aquí hay dos cosechas inigualables dijo el Sieur des Èmaux, indicando las copas ; ambas son tan excelentes, que soy incapaz de elegir entre ellas; pero tú, hermano Ambrosio, quizá seas capaz de decidir sobre sus méritos con un paladar más fino que el mío empujó una de las copas llenas hacia Ambrosio.
Éste es un vino de La Frênaie dijo él . Bebe, en verdad te transportará de este mundo en virtud del poderoso fuego que duerme en su interior.
Ambrosio tomó la jarra que se le ofrecía y se la llevó a los labios. El Sieur de Èmaux estaba inclinado hacia adelante sobre su propia copa inhalando su bouquet, y algo en su postura resultaba aterradoramente familiar a Ambrosio. En un gélido fogonazo de horror, su memoria le dijo que las facciones, delgadas y afiladas detrás de la barba cuadrada, eran sospechosamente parecidas a las de Jehan Mauvaissoir, a quien había visto con frecuencia en el hogar de Azédarac, y quien, como tenía razones para pensar, estaba implicado en las hechicerías del obispo. Se preguntó por qué no había reconocido el parecido antes, y qué brujería había nublado su capacidad de recordar. Incluso ahora no estaba seguro, pero la simple sospecha le aterrorizaba como si alguna mortífera serpiente hubiese levantado la cabeza desde el otro lado de la mesa.
Bebe, hermano Ambrosio insistió el Sieur des Èmaux, vaciando su propia copa . A tu salud y a la de todos los buenos benedictinos.
Ambrosio vaciló. Los fríos ojos hipnóticos de su interlocutor estaban sobre él y era incapaz de negarse, a pesar de todos sus temores. Temblando ligeramente, con la sensación de alguna coacción irresistible, y con el presentimiento de que podía caer muerto por el efecto repentino de un veneno virulento, vació su copa. Un instante más, y sintió que sus peores miedos habían estado justificados. El vino ardió como las llamas líquidas de Phlegethon en su garganta y en sus labios; parecía llenar sus venas con caliente mercurio infernal. Entonces, de repente, un frío insoportable inundó su ser; un gélido remolino le envolvió con espirales de rugiente aire, la silla se derritió bajo su peso y cayó a través de interminables espacios helados. Las paredes de la posada habían volado como vapores que se disuelven; las luces se apagaron como las estrellas en la niebla negra de una marisma; y el rostro del Sieur des Èmaux se desvaneció con ellas en las sombras que se revolvían, como una burbuja en un remolino nocturno.
III
Con cierta dificultad, Ambrosio se convenció a sí mismo de que no estaba muerto. Le pareció haber caído eternamente, a través de una noche gris habitada por formas siempre cambiantes, con masas borrosas e inestables que parecían disolverse dentro de otras masas antes de alcanzar un perfil definido. Por un momento, había nuevamente paredes a su alrededor; y entonces volvió a caer, de terraza en terraza, por un mundo de árboles fantasmas. A ratos, pensó que también había rostros humanos, pero todo era dudoso y evanescente, todo era humo flotante y oleadas de sombra.
Abruptamente, sin sensación de tránsito ni impacto, descubrió que ya no caía. La vaga fantasmagoría en torno a él había vuelto a ser una escena definida, pero una escena en que no había rastro de la posada de Bonne Jouissance o del Sieur des Èmaux.
Ambrosio observó, a través de ojos incrédulos, una situación que resultaba verdaderamente increíble. Estaba sentado a plena luz del día en un gran bloque cúbico de granito toscamente pulido. Alrededor de él, a escasa distancia, más allá del espacio abierto de un prado con hierba, estaban los altos pinos y frondosos hayales de un bosque antiguo, cuyas ramas ya habían sido tocadas por el oro de un sol poniente. Inmediatamente enfrente de él, había varios hombres en pie.
Estos hombres parecían mirar a Ambrosio con un asombro profundo, casi religioso. Eran barbudos y de aspecto salvaje, con túnicas blancas de una moda que él nunca había visto. Su cabello era largo y con nudos, como nidos de negras serpientes, y sus ojos ardían con un fuego frenético. Cada uno de ellos portaba en su mano derecha un tosco cuchillo de afilada piedra pulida. Ambrosio se preguntó si no habría muerto después de todo y si estos seres eran los extraños demonios de algún infierno ignoto. Teniendo en cuenta lo que había sucedido, y a la luz de las creencias del propio Ambrosio, no era una conjetura irracional. Miró con azoramiento lleno de miedo a los supuestos demonios, y comenzó a murmurar una oración al Dios que le había abandonado tan inexplicablemente a sus enemigos espirituales. Entonces recordó los poderes nigrománticos de Azédarac y concibió otra premisa: que había sido transportado corporalmente de la posada de Bonne Jouissance y entregado a manos de estas entidades pre satánicas que servían al obispo hechicero. Convencido de su propia solidez e integridad corporal, y reflexionando que aquélla era difícilmente la situación que le correspondía a un alma descarnada, y además que la escena selvática que le rodeaba era difícilmente característica de las regiones infernales, aceptó esto como la verdadera explicación. Todavía estaba vivo y sobre la tierra, aunque las circunstancias de su situación eran más que misteriosas y estaban llenas de un peligro grave y desconocido.
Los extraños seres habían mantenido un completo silencio, como si estuviesen demasiado asombrados para hablar. Escuchando los rezos murmurados de Ambrosio, parecieron recobrarse de su sorpresa y se volvieron, no sólo capaces de hablar, sino vociferantes. Ambrosio no podía comprender ninguno de sus chillones vocablos, en los cuales los sonidos silbados, los guturales y los aspirados se combinaban a menudo de una manera que resultaba difícil imitarlos para una lengua humana normal. Sin embargo, entendió varias veces la palabra taranit repetida, y se preguntó si era ése el nombre de un demonio especialmente malévolo.
El habla de los extraños seres empezó a adquirir una especie de tosco ritmo, como la entonación de un canto primordial. Dos de ellos avanzaron y sujetaron a Ambrosio, mientras que las voces de sus compañeros se alzaron en una aguda y malévola letanía.
Apenas consciente de lo que había sucedido y aún menos de lo que vendría después, Ambrosio fue arrojado tumbado sobre el bloque de granito y sujetado por uno de sus captores, mientras el otro levantaba en alto el afilado cuchillo de sílex que portaba. La hoja estaba en el aire, encima del corazón de Ambrosio, y el monje se dio cuenta, con repentino temor, de que caería con terrible velocidad y le atravesaría en un instante.
Entonces, por encima del canto demoniaco, que se había elevado a un frenesí loco y maligno, escuchó una voz de mujer dulce y autoritaria. En medio de la confusión incontrolada de su pánico, las palabras le resultaron extrañas y sin sentido; pero fueron comprendidas claramente por sus captores, e interpretadas como una orden que no podían desobedecer. El cuchillo de piedra fue retirado con desgana, y a Ambrosio se le permitió sentarse sobre la plana losa.
Su salvadora estaba de pie en el borde del prado, bajo la amplia sombra de un antiguo pino. Avanzó, y los individuos de túnica blanca retrocedieron ante ella con evidente respeto. Era muy alta, con una conducta resuelta y un porte regio. Llevaba un vestido azul oscuro, hecho con una tela brillante, como el azul lleno de estrellas de las oscuras noches de verano. Su pelo estaba recogido en una trenza castaña con brillos dorados, tan pesada como los resplandecientes anillos de una serpiente oriental. Sus ojos eran de un extraño ámbar; sus labios, un toque bermellón con la frialdad umbría de los bosques, y su piel era de una claridad alabastrada.
Ambrosio vio que era hermosa; pero le inspiraba la misma reverencia que podría haber sentido ante una reina, junto a algo del miedo y aturdimiento que un joven y virtuoso monje sentiría en la peligrosa presencia de algún tentador súcubo.
Ven conmigo dijo a Ambrosio, en una lengua que sus estudios monacales le permitieron reconocer como una variante anticuada del francés de Averoigne, un idioma que se suponía que ningún hombre había hablado desde hacía muchos siglos. Obedientemente, y muy maravillado, se levanto y la siguió, sin ningún impedimento por parte de sus coléricos y renuentes captores. La mujer le condujo a lo largo de un estrecho sendero que culebreaba sinuoso a través del profundo bosque. En breves momentos, el prado, el bloque de granito y el puñado de hombres vestidos de blanco se perdieron de vista tras el denso follaje.
¿Quién eres tú? preguntó la dama, volviéndose hacia Ambrosio . Pareces uno de esos misioneros locos que, hoy en día, están empezando a entrar en Averoigne. Creo que la gente les dice cristianos. Los druidas han sacrificado tantos a Taranit, que me asombro ante tu temeridad de venir aquí.
Ambrosio encontró difícil de comprender el arcaico fraseado; y el sentido de sus palabras era tan completamente extraño y sorprendente, que estaba seguro de haberla comprendido mal.
Soy el hermano Ambrosio replicó, expresándose lenta y torpemente en aquel dialecto, largo tiempo en desuso . Por supuesto que soy un cristiano; pero confieso que no consigo comprenderte. He oído hablar de los druidas paganos; pero seguramente fueron expulsados de Averoigne hace muchos siglos.
La mujer se quedó mirando a Ambrosio con clara pena y asombro; sus ojos castaño amarillentos eran claros y brillantes como un vino añejo.
Pobrecillo dijo ella . Me temo que tus temibles experiencias han servido para alterarte. Fue afortunado que llegase en ese momento y que decidiese intervenir.
Rara vez me entrometo con los druidas y sus sacrificios, pero te vi sentado sobre su altar hace un rato y me quedé impresionada por tu juventud y galanura.
Ambrosio se sentía, cada vez más, como si hubiese sido víctima de una hechicería muy rara; pero, incluso entonces, se encontraba lejos de sospechar el verdadero alcance de esa hechicería. Se dio cuenta, entre divertido y consternado, de que le debía la vida a aquella extraña y hermosa mujer que estaba a su lado, y comenzó a farfullar su gratitud.
No hace falta que me des las gracias dijo la dama con una dulce sonrisa . Yo soy Moriamis la hechicera, y los druidas temen mi magia, que es más eficaz y excelente que la suya, aunque la uso sólo en beneficio de los hombres, nunca para su ruina o perdición.
El monje se entristeció al saber que su hermosa liberadora era una hechicera, aunque sus poderes fuesen declaradamente benignos. El conocimiento aumentó su alarma; pero consideró que seria atinado ocultar sus emociones a este respecto.
En verdad, te estoy agradecido protestó él . Y ahora, si puedes decirme cual es el camino a la posada de Bonne Jouissance, que abandoné no hace mucho, estaría todavía más en deuda contigo.
Moriamis juntó sus livianas cejas.
Nunca he oído hablar de la posada de Bonne Jouissance. No existe tal lugar en esta región.
Pero este es el bosque de Averoigne, ¿no es así? preguntó el asombrado Ambrosio. Y seguramente no nos encontramos lejos de la carretera que va desde Ximes hasta Vyones.
Tampoco he oído hablar de Ximes o de Vyones dijo Moriamis . Verdaderamente, esta tierra es conocida como Averoigne y este bosque es el gran bosque de Averoigne, que los hombres han llamado así desde años inmemoriales. Pero no hay ciudades como las que tú mencionas, hermano Ambrosio. Me temo que aún desvarías un poco.
Ambrosio era consciente de una confusión enloquecedora.
He sido engañado de la manera más condenable dijo, a medias, para sí mismo . Es todo obra de ese abominable hechicero Azédarac, estoy seguro.
La mujer le miró fijamente como si la hubiese picado una abeja salvaje. Había algo ansioso y duro en la mirada escrutadora que volvió hacia Ambrosio.
¿Azédarac? le preguntó . ¿Qué sabes tú de Azédarac? Una vez conocí a alguien con ese nombre; y me pregunto si podría ser la misma persona. ¿Es alto y un poco entrecano, con ojos calientes y oscuros, y un aire colérico y medio enfadado y una cicatriz con forma de media luna en la frente?
Muy confuso y más preocupado que nunca, Ambrosio admitió la veracidad de la descripción. Dándose cuenta de que, de una manera desconocida, se había tropezado con los antecedentes secretos del hechicero, le confió la historia de sus aventuras a Moriamis, con la esperanza de que ella pudiese reciprocar con información adicional acerca de Azédarac.
La mujer le escuchó con la actitud de alguien que está interesado pero no sorprendido.
Ahora comprendo comentó cuando él hubo terminado . A continuación, aclararé todo lo que te confunde y preocupa. También creo conocer a este Jehan Mauvaissoir; él ha sido largo tiempo el sirviente de Azédarac, aunque su nombre fue Melchire en otros días. Estos dos siempre han sido los lacayos del mal, y han servido a los Antiguos en maneras ya olvidadas, o nunca conocidas, por los druidas.
En verdad, espero que puedas explicarme lo que ha sucedido. Es una cosa temible y extraña y antinatural, beber un trago de vino en una taberna al caer la noche y encontrarse a continuación en el corazón del bosque a la luz del mediodía, entre demonios como esos de los que me rescataste.
Sí replicó Moriamis , es todavía mas extraño de lo que tú imaginas. Dime, hermano Ambrosio, ¿en qué año fue en el que tu entraste en la posada de Bonne Jouissance?
¿Que...? En el año del señor de 1175, por supuesto. ¿En que otro año podría haber sido?
Los druidas emplean una cronología distinta replicó Moriamis , y su calendario no significaría nada para ti. Pero, de acuerdo con el que los misioneros cristianos están introduciendo ahora en Averoigne, el año actual es el 475 A. D. Has sido enviado a no menos de setecientos años en lo que la gente de tu época consideraría el pasado. El altar druídico en que te encontré tumbado esta posiblemente colocado en el futuro emplazamiento de la posada de Bonne Jouissance.
Ambrosio estaba más que estupefacto. Su mente era incapaz de captar el significado completo de las palabras de Moriamis.
Pero ¿cómo pueden ser tales cosas? gritó él . ¿Cómo puede un hombre volver atrás en el tiempo, entre años y personas que son polvo hace largo tiempo?
Ése, quizá, es un misterio que le corresponde a Azédarac resolver. Sin embargo, el pasado y el futuro coexisten con lo que llamamos el presente, y son simplemente dos segmentos del círculo del tiempo. Los vemos y les damos nombre de acuerdo con nuestra posición en el círculo.
Ambrosio sintió que había ido a parar entre nigromancias de la clase más impía, y que era víctima de brujerías ignoradas por los catálogos cristianos.
Guardando silencio al ser consciente de que todo comentario, toda protesta o incluso la oración resultarían inadecuados ante esta situación, vio que una torre de piedra con pequeñas ventanas en forma de rombo resultaba ahora visible sobre las copas de los pinos a lo largo del camino que él y Moriamis recorrían.
Éste es mi hogar dijo Moriamis, al avanzar entre los árboles que clareaban hasta los pies de una pequeña loma sobre la que estaba situada la torre . Hermano Ambrosio, debes ser mi huésped.
Ambrosio fue incapaz de rechazar la ofrecida hospitalidad, a pesar de su sensación de que Moriamis era difícilmente la anfitriona más adecuada para un monje casto y temeroso de Dios. Sin embargo, los escrúpulos piadosos que ella le inspiraba no dejaban de estar mezclados con fascinación. Y además, como un niño perdido, se agarraba a su única protección disponible en una tierra de temibles peligros y sorprendentes misterios.
El interior de la torre era limpio, ordenado y acogedor, aunque el mobiliario pertenecía a una clase más rústica que aquel al que Ambrosio estaba acostumbrado, y los tapices de vivo colorido estaban toscamente tejidos.
Una sirvienta, tan alta como la propia Moriamis pero más morena, le trajo un enorme cuenco de leche y pan de trigo, y el monje fue ahora capaz de calmar el hambre que habría quedado sin satisfacer en la posada de Bonne Jouissance.
Mientras se sentaba ante su sencilla ración, se dio cuenta de que el Libro de Eibon todavía le pesaba en la pechera de su túnica. Sacó el volumen y se lo entregó delicadamente a Moriamis. Los ojos de ella se desorbitaron, pero no hizo comentario alguno hasta que él hubo terminado su comida.
Entonces, ella dijo:
Este volumen es verdaderamente propiedad de Azédarac, quien fue anteriormente vecino mío. Conocí al canalla bastante bien... De hecho, le conocí demasiado bien el pecho de ella tembló, a causa de una oscura emoción, mientras hizo una pausa . Él era el más sabio y el más poderoso de los hechiceros y, al mismo tiempo, el más discreto; porque nadie conoce el momento ni la manera de su llegada a Averoigne, o la forma en que se había procurado el inmemorial Libro de Eibon, cuyos escritos rúnicos están más allá de la sabiduría de los otros brujos. Era el maestro de todos los encantamientos, el amo de todos los demonios, y asimismo el mezclador de poderosas pócimas. Entre estas, había ciertos filtros, mezclados por medio de potentes hechizos y poseedores de una virtud única, que enviarían a quien los bebiese adelante o atrás en el tiempo. Uno de ellos, yo creo, te fue administrado por Melchire, o Jehan Mauvaissoir; y el propio Azédarac, junto a su sirviente, hicieron uso de otro, quizá no por primera vez, cuando avanzaron de esta época actual de los druidas hasta esa época de autoridad cristiana a la que perteneces. Había un frasquito rojo como la sangre para el pasado, y otro verde para el futuro. ¡Mira! Tengo uno de cada clase aunque Azédarac ignoraba que yo conociese su existencia.
Ella abrió un pequeño cofre, que contenía varios hechizos y medicamentos, las hierbas secadas por el sol y las esencias mezcladas bajo la luna que una hechicera emplearía. De entre ellas, sacó dos frascos, uno de los cuales contenía un líquido de color sanguinolento, y el otro un fluido de brillantez esmeralda.
Los robé un día, impulsada por mi curiosidad femenina, de su almacén escondido de filtros, elixires y fórmulas magistrales continuó Moriamis . Podría haber seguido al sinvergüenza cuando desapareció en el futuro, si hubiese querido; pero estoy bastante satisfecha con mi propia época, y además no soy la clase de mujer que persigue a un amante agotado y reacio...
Entonces dijo Ambrosio, más asombrado que nunca, pero esperanzado , si bebiese el contenido del frasco verde, volvería a mi propia época.
Precisamente. Y estoy segura, por lo que me has dicho, de que tu regreso sería una fuente de muchas molestias para Azédarac. Es propio del sujeto haberse establecido en una jugosa prelatura. Siempre fue el amo de las circunstancias, con el ojo puesto en su propia comodidad y confort. Poco le iba a gustar. Estoy segura, si llegases a alcanzar al arzobispo... Yo no soy vengativa por naturaleza..., pero, por otra parte...
Es difícil comprender cómo alguien puede cansarse de ti dijo Ambrosio galantemente, al empezar a comprender la situación.
Moriamis sonrío.
Eso estuvo bien dicho. Y tú eres en verdad un joven encantador, a pesar de esa túnica de aspecto patético. Estoy contenta de haberte rescatado de los druidas, quienes te habrían arrancado el corazón y se lo habrían ofrecido a su demonio, Taranit.
¿Y ahora me enviarás de vuelta?
Moriamis frunció un poco el ceño y luego adoptó su aspecto más seductor.
¿Tienes tanta prisa en abandonar a tu anfitriona? Ahora que estás viviendo en un siglo diferente al tuyo, un día, una semana o un mes no representarán diferencia alguna en la fecha de tu regreso. También he conservado las fórmulas de Azédarac; y sé cómo regular la poción si fuese necesario. El periodo habitual de viaje en el tiempo es de setecientos años; pero el filtro puede ser reforzado o debilitado un poco.
El sol se había puesto detrás de los pinos, y un suave crepúsculo comenzaba a invadir la torre. La sirvienta había abandonado el cuarto. Moriamis se acercó y se sentó junto a Ambrosio en el rústico banco que este ocupaba. Todavía sonriente, fijó sus ojos de ámbar en él, con una lánguida llama brillando en su interior...
Una llama que parecía hacerse más fuerte conforme el crepúsculo se hacía mas profundo. Sin hablar, ella comenzó lentamente a deshacer la trenza que sujetaba su tupida cabellera, de la cual emanaba un perfume tan sutil y delicioso como el de las flores del viñedo. Ambrosio se sentía avergonzado ante esta deliciosa proximidad.
No estoy seguro, después de todo, de que me quede. ¿Que pensaría el arzobispo?
Mi querido niño, el arzobispo no nacerá por lo menos en seiscientos cincuenta años. Y todavía falta más para que tú nazcas. Y, cuando vuelvas, cualquier cosa que hayas hecho durante tu estancia aquí conmigo habrá sucedido no menos de siete siglos antes..., lo que debería ser tiempo suficiente para obtener la remisión de cualquier pecado sin importar la frecuencia con que se haya repetido.
Como un hombre que ha caído en las redes de un extraño sueño, y descubre que el sueño no es del todo desagradable, Ambrosio cedió ante este razonamiento, femenino e irrefutable. Apenas tenía idea de lo que sucedería después; pero, bajo las extraordinarias circunstancias puntualizadas por Moriamis, los rigores de la disciplina monástica bien podían relajarse hasta cualquier extremo concebible, sin que eso representase la perdición espiritual o una seria ruptura de los votos.
IV
Un mes más tarde, Moriamis y Ambrosio estaban de pie junto al altar druida. Estaba bien avanzada la tarde; una luna ligeramente gibosa se había puesto sobre el claro desierto y cubría las copas de los árboles con una trama de plata. El cálido aliento de la noche de verano era tan delicado como el suspiro de una mujer dormida.
¿Tienes de verdad que irte, después de todo? dijo Moriamis, con una voz que expresaba ruego y arrepentimiento.
Es mi deber. Debo regresar a Clemente con el Libro de Eibon y las otras pruebas que he reunido contra Azédarac las palabras sonaban un poco irreales a Ambrosio mientras las pronunciaba, y se esforzó mucho, pero en vano, para convencerse de la congruencia y validez de sus argumentos. Lo idílico de su estancia con Moriamis, a quien era extrañamente incapaz de vincular al pecado con verdadera convicción, había conferido a todo lo que le había precedido un aire de triste insubstancialidad. Libre de toda responsabilidad o control, en medio del puro olvido de los sueños, había vivido la vida de un pagano feliz; y ahora debía regresar a la lóbrega vida de un monje medieval impulsado por un oscuro sentido del deber.
No intentaré retenerte suspiró Moriamis , pero te echaré de menos y te recordaré como un amante digno y un agradable compañero de juegos. Aquí esta el filtro.
La esencia verde estaba fría y casi sin color a la luz de la luna, mientras Moriamis la vertía en una pequeña copa y se la entregaba a Ambrosio.
¿Estás segura de su precisa eficacia? inquirió el monje . ¿Estás segura de que volveré a la posada de Bonne Jouissance, en un tiempo no muy tardío de mi partida de allí?
Sí dijo Moriamis , porque la poción es infalible. Pero espera, también he traído el otro frasco..., el frasco del pasado. Llévatelo contigo... porque, ¡quien sabe!, puedes desear volver en algún momento a visitarme de nuevo.
Ambrosio tomó el frasco rojo y lo colocó en su túnica, junto al antiguo manual de magia hiperbórea. Entonces, después de una adecuada despedida de Moriamis, vació con repentina resolución el contenido de la copa.
El claro a la luz de la luna, el altar gris y Moriamis, todo desapareció en un remolino de llamas y sombra. Le pareció a Ambrosio que estaba flotando sin fin a través de golfos fantasmagóricos, a través del movimiento sin fin y el derretirse de cosas inestables, el formarse momentáneo y el desvanecerse de mundos irresolubles.
Al final, se encontró de nuevo sentado en la posada de Bonne Jouissance, en lo que supuso que era la misma mesa ante la cual se había sentado con el Sieur des Èmaux. Era pleno día y el cuarto estaba lleno de gente, entre la cual buscó en vano el rostro rubicundo del posadero, o de los sirvientes y el resto de los huéspedes que había visto previamente. Todos le resultaban desconocidos; y el mobiliario estaba extrañamente gastado y más sucio de como lo recordaba.
Notando la presencia de Ambrosio, la gente empezó a mirarle con franca curiosidad y asombro. Un hombre alto, con ojos doloridos y mandíbula cuadrada, avanzó apresuradamente con aire medio servil pero lleno de impertinencia inquisitiva.
¿Qué es lo que desea? preguntó.
¿Es ésta la posada de Bonne Jouissance?
El posadero se le quedó mirando fijamente.
No, ésta es la posada de Haute Espérance, de la cual he sido el tabernero durante estos últimos treinta años. ¿No podía haber leído el cartel? Fue llamada la posada de Bonne Jouissance en tiempos de mi padre, pero el nombre fue cambiado después de su muerte.
A Ambrosio le invadió el terror.
¡Pero si la posada tenía un nombre diferente y era llevada por un hombre diferente cuando la visité, no hace mucho! gritó asombrado . El posadero era un hombre gordo y alegre que no se te parecía en lo más mínimo.
Eso se corresponde con la descripción de mi padre dijo el tabernero mirando a Ambrosio de arriba a abajo con más sospechas que nunca . Lleva muerto estos treinta años de los que hablo, y seguramente tu no habías ni nacido en el momento de su muerte.
Ambrosio empezó a darse cuenta de lo que había sucedido. La poción esmeralda, por algún error o exceso de potencia, ¡le había conducido mucho más allá de su propio tiempo en el futuro!
Debo continuar mi viaje a Vyones dijo con una voz asombrada sin comprender del todo las consecuencias de su situación . Tengo un mensaje para el arzobispo Clemente... y no puedo retrasarme más en entregarlo.
¡Pero si Clemente lleva muerto más tiempo todavía que mi padre! exclamó el posadero . ¿De dónde has salido, que ignoras esto? resultaba evidente, por sus modales, que había empezado a dudar de la cordura de Ambrosio. Otros, espiando la extraña discusión, empezaban a amontonarse alrededor y asaeteaban al monje con preguntas jocosas y, a veces, obscenas.
¿Y qué hay de Azédarac, el obispo de Ximes? ¿Está él también muerto? preguntó Ambrosio, desesperadamente.
Te refieres, sin duda, a San Azédarac. Vivió más que Clemente, pero, sin embargo, lleva muerto y canonizado debidamente treinta y dos años. Algunos dicen que no murió, sino que fue transportado al cielo en vida, y que su cuerpo nunca fue enterrado en el gran mausoleo preparado para él en Ximes. Pero esto es sin duda una simple leyenda.
Ambrosio fue dominado por una tristeza indescriptible y por la confusión. Mientras tanto, la multitud a su alrededor había aumentado, y. a pesar de sus hábitos, estaba siendo objeto de comentarios groseros y burlas.
¡El buen hermano ha perdido el seso! gritaban algunos.
¡Los vinos de Averoigne son demasiado fuertes para él! gritaban otros.
¿En qué año estamos? exigió, en su desesperación, Ambrosio.
En el año de nuestro Señor de 1230 replicó el tabernero, rompiendo a reír burlonamente . ¿Y en qué año creías que estábamos?
Fue en el año 1175 cuando visité por última vez la posada de Bonne Jouissance admitió Ambrosio. Su afirmación fue recibida con gritos y burlas.
Vaya, joven señor, en esa fecha no habías sido ni concebido dijo el tabernero. Entonces, recordando algo, adquirió un tono más reflexivo . Cuando yo era un niño, mi padre me habló de un monje joven, más o menos de tu edad, que llegó a la posada de Bonne Jouissance una tarde de verano del 1175 y que desapareció inexplicablemente después de tomar un trago de vino tinto. Creo que su nombre era Ambrosio. Quizá tú eres ese Ambrosio y acabas de regresar de una visita a ninguna parte hizo un gesto burlón, y el nuevo chiste corrió de boca en boca de los habituales de la taberna.
Ambrosio estaba intentando medir la gravedad de su problema. Su misión era ahora inútil a causa de la muerte o desaparición de Azédarac; y no quedaba nadie en Averoigne que le reconociese o creyese su historia. Notó con desesperación que era un extraño en ese tiempo y entre gentes desconocidas. Repentinamente, recordó el frasco rojo que le había sido entregado por Moriamis al despedirse. La poción, como el filtro verde, podría resultar incierta en su efecto; pero estaba dominado por un deseo que le consumía por escapar de la extraña vergüenza y el asombro de su actual situación. Además, deseaba a Moriamis como un niño perdido añora a su madre, y también el encanto de su visita al pasado pesaba sobre él como un hechizo irresistible. Ignorando las caras burlonas y las voces a su alrededor, sacó el frasco de su pechera, lo abrió y se tragó su contenido...
V
Estaba de vuelta en el prado del bosque, junto al altar gigantesco. Moriamis se hallaba de nuevo junto a él, hermosa y cálida y en carne y hueso, mientras la luna se ponía sobre las copas de los pinos. Parecía que apenas había transcurrido un momento desde que se despidió de su querida hechicera.
Pensé que quizá volvieses dijo Moriamis , y decidí esperar un ratito.
Ambrosio le hablo de la singular desgracia que le había acontecido en su viaje en el tiempo.
Moriamis inclinó la cabeza gravemente.
El filtro verde era más poderoso de lo que había supuesto comentó . Es afortunado, sin embargo, que el filtro rojo fuese igualmente fuerte, y pudiese devolverte a mí a través de todos esos años añadidos. Tendrás que quedarte conmigo ahora, porque sólo poseía aquellos dos frascos. Espero que no lo lamentes.
Ambrosio comenzó a demostrar, de una manera algo inadecuada para un monje, que la esperanza de ella estaba completamente justificada.
Ni entonces, ni en ningún otro momento, le dijo Moriamis que ella misma había reforzado ligeramente, y por igual, los dos filtros por medio de la fórmula privada que ella también le había robado a Azédarac.
Títulooriginal:The Holiness Of Azedarac, V 1931
(Weird Tales, XI 33. Lost Worlds, X 44)
Trad. Arturo Villarubia, EDAF 1991
La perdición de Azederac (The Doom of Azederac). Sinopsis
Clark Ashton Smith
Azederac, el obispo brujo de Ximes, supuestamente muerto en olor de santidad, en realidad se transporta a sí mismo hasta un mundo de otra dimensión que representa un desarrollo alternativo de la esfera terráquea a partir de las mismas causas y origenes primordiales. En este mundo rigen muchas leyes y condiciones peculiares, junto con ciertas deformadas semejanzas con la Tierra. Azederac se halla él mismo en una curiosamente trastocada Averoigne, [donde los seres humanos ocupan el puesto de los animales inferiores], cuya gente sólo es vagamente humana. Se encuentra con un ser que es la alternativa a sí mismo del otro mundo, y tiene lugar un insólito duelo entre los dos, usando cada uno todos sus recursos de hechicería y nigromancia. A la postre Azederac, estando fuera de su elemento normal, pierde, y es absorbido como una sombra por el otro.
Nota: en la cuarta palabra del título, la quinta letra "e" ha de sustituirse por una "a".
Título Original: The Doom of Azederac (The Black Book of Clark Ashton Smith)
El Coloso De Ylourgne
Clark Ashton Smith
I
LA FUGA DEL NIGROMANTE
El tres veces infame Nathaire, alquimista, astrólogo y nigromante, con sus diez discípulos que le había dado el diablo, se había marchado muy repentinamente en circunstancias de estricto secreto de la ciudad de Vyones. La opinión común, entre la gente del vecindario, era que su marcha se había visto empujada por un saludable miedo a las empulgueras y a las hogueras eclesiásticas. Otros brujos, menos famosos que él, ya habían sido conducidos a la estaca durante un año de inusual celo por parte de los inquisidores; y era bien sabido que Nathaire había incurrido en la desaprobación de la Iglesia. Pocas personas, por tanto, consideraban un misterio las razones de su marcha, pero los medios de transporte que había empleado, así como el destino del hechicero y sus discípulos, eran considerados más que problemáticos.
Corrían un millar de rumores, oscuros y supersticiosos; y los transeúntes hacían la señal de la cruz cuando pasaban cerca de la elevada y siniestra casa que Nathaire había construido a una proximidad blasfema de la gran catedral y que había llenado con muebles de un lujo y una rareza satánicos. Dos ladrones valientes, que habían penetrado en la mansión cuando el hecho de que estaba abandonada se confirmó, informaron que muchos de sus muebles, así como los libros y el resto de las propiedades de Nathaire, habían partido aparentemente con su dueño, sin duda hacia la misma frontera. Esto sirvió para aumentar el terrible misterio, porque era evidentemente imposible que Nathaire, con sus diez aprendices, con varios carros llenos de mobiliario, pudiese haber atravesado las puertas de la ciudad, siempre vigiladas, de ninguna manera legítima sin el conocimiento de sus guardianes. Y, según decían los más religiosos y devotos, el archidemonio, con una legión de asistentes alados como murciélagos, se los había llevado en una medianoche sin luna. Había clérigos, y también respetables ciudadanos, que decían haber visto el vuelo de oscuras formas, parecidas a hombres, contra las borrosas estrellas junto a otras que no eran hombres, y haber escuchado los gritos quejosos del grupo, destinado al infierno, mientras desaparecían en medio de una nube maléfica a través de las murallas y los tejados de la ciudad.
Otros pensaban que los hechiceros se habían marchado de Vyones utilizando sus propias artes diabólicas, y se habían retirado a algún desierto poco frecuentado donde Nathaire, quien había tenido mala salud desde hacía largo tiempo, pudiese morir en medio de la paz y serenidad de que puede disfrutar alguien que se encuentra entre las llamas de un auto de fe y las de Abaddon. Se decía que había hecho su horóscopo, por primera vez en sus cincuenta y pico años, y había leído allí la inmediata conjunción de planetas desastrosos que significaban una muerte temprana.
Todavía otros, entre los que se encontraban ciertos astrólogos rivales y hechiceros, decían que Nathaire se había retirado de la vista del público simplemente para poder comunicarse sin interrupción con varios demonios ayudantes, y así poder tejer, sin ser molestado, los negros hechizos de una malicia suprema y licantrópica. Estos hechizos serían a su debido tiempo sentidos sobre Vyones, daban a entender, y quizá sobre la región de Averoigne entera; y sin duda tomarían la forma de una peste terrible, una invasión de buitres, o una incursión por todo el reino de íncubos y súcubos.
Entre el palpitar de extraños rumores, fueron recordadas muchas historias medio olvidadas, y nuevas leyendas fueron creadas de la noche a la mañana. Se sacó mucho partido del oscuro nacimiento de Nathaire y de su sospechoso vagabundeo antes de establecerse, seis años atrás, en Vyones. La gente dijo que había sido engendrado por un demonio, como el afamado Merlín, siendo su padre nada menos que un personaje como Alastor, el demonio de la venganza, y su madre una bruja deforme y enana. Del primero había recibido su mezquindad y maldad; de la segunda, su físico rechoncho y ridículo.
Había viajado por tierras orientales y aprendido de maestros egipcios o sarracenos el arte maldito de la nigromancia, en cuya práctica no tenía rival. Había negros susurros respecto al uso que había dado a cuerpos largo tiempo muertos, a huesos sin carne, y los servicios que había conseguido de hombres muertos a quienes tan sólo el séptimo ángel podía despertar legítimamente. Nunca había sido popular, aunque muchos habían buscado sus consejos y ayuda para el progreso de sus propios asuntos, más o menos turbios. Una vez, al tercer año de su llegada a Vyones, había sido apedreado en público a causa de sus aborrecidas nigromancias, y quedó cojo para siempre gracias a un pedrusco bien apuntado. Esta afrenta, se pensó, él nunca la había perdonado; y se decía que respondía al antagonismo de los clérigos con el odio fiero de un Anticristo.
Aparte de las brujerías maléficas y los abusos que por lo general se sospechaban de él, se le había considerado desde hacía tiempo como a un corruptor de la juventud. Pese a su mínima estatura, su deformidad y su fealdad, poseía un poder digno de ser tenido en cuenta, una capacidad de persuasión mesmeriana, y sus discípulos, a quienes se decía que él había arrojado a un sinfín de perversiones necrófilas, eran hombres jóvenes que ofrecían las más brillantes promesas. En conjunto, su marcha fue considerada como una oportuna liberación del mal.
Entre la gente de la ciudad hubo un hombre que no participó en los siniestros rumores ni en las espeluznantes especulaciones. Este hombre era Gaspard du Nord, él mismo un estudiante de las ciencias prohibidas, quien había estado durante un año entre los discípulos de Nathaire, pero había elegido retirarse tranquilamente del hogar del maestro después de descubrir las barbaridades que acompañarían una iniciación más avanzada. Él, sin embargo, se había llevado consigo muchos conocimientos raros y singulares, junto con una cierta comprensión de los temibles poderes y los motivos, oscuros como la noche, del nigromante.
A causa de sus conocimientos y de su comprensión, Gaspard prefirió guardar silencio cuando conoció la marcha del nigromante. Además, no le parecía bien revivir el recuerdo de su pasado pupilaje. Solo con sus libros, en un ático austeramente amueblado, fruncía el ceño sobre un espejo pequeño y oblongo, enmarcado con un arabesco de víboras doradas que había sido anteriormente propiedad de Nathaire.
No era el reflejo de su rostro agraciado y juvenil, aunque sutilmente arrugado, lo que le hacía fruncir el ceño. En verdad, el espejo era de un tipo distinto del que refleja las facciones de quien se mira. En sus profundidades, durante unos instantes, había contemplado una escena extraña y ominosa, cuyos participantes le resultaban conocidos, pero cuya situación no conseguía reconocer ni localizar. Antes de que pudiese estudiarla con detalle, el espejo se había nublado como si se alzasen vapores de un experimento de alquimia, y él no había visto nada más.
Este nublar, reflexionó, sólo podía significar una cosa: Nathaire se había sabido vigilado y había lanzado un contrahechizo que había dejado inútil el espejo vidente. Fue el darse cuenta de este hecho, junto con el breve y siniestro vistazo a las actividades actuales de Nathaire, lo que preocupaba a Gaspard y provocaba que un horror frío se acumulase lentamente en su mente: un horror que todavía no había encontrado una forma palpable o un nombre.
II
LA REUNIÓN DE LOS MUERTOS
La marcha de Nathaire y sus discípulos ocurrió a finales de la primavera de 1281, durante la oscuridad entre las puestas de luna. Después, una luna nueva creció sobre los campos floridos y los bosques de brillante hojarasca, y menguó con un fantasmal color plateado. Con su mengua, la gente comenzó a hablar de otros magos y de misterios más recientes.
Entonces, durante las noches sin luna de principios del verano, llegaron una serie de desapariciones más antinaturales e inexplicables que la del malvado mago enano.
Un día se descubrió, por enterradores que habían acudido temprano a su tarea en un cementerio fuera de las murallas de Vyones, que no menos de seis tumbas recientemente ocupadas habían sido abiertas, y los cuerpos, que eran de ciudadanos respetables, robados. Al ser examinadas de cerca, resultó más que evidente que esta sustracción no había sido cometida por ladrones. Los ataúdes, que yacían inclinados o levantados verticalmente de la tumba, ofrecían todas las apariencias de haber sido hechos pedazos desde dentro mediante la utilización de una fuerza sobrehumana; y la tierra fresca estaba revuelta, como si los hombres muertos, a consecuencia de una terrible resurrección fuera de tiempo, se hubiesen abierto camino cavando hasta la superficie.
Los cadáveres habían desaparecido sin dejar rastro, como si el infierno se los hubiese tragado, y, hasta el punto que podía saberse, no había testigos de su destino. En aquella época, plagada de demonios, sólo una explicación de lo sucedido parecía creíble: los demonios habían entrado en las tumbas y, tomando posesión corporal de los muertos, les habían hecho levantarse y partir. Para la consternación y el horror de todo Averoigne, la extraña desaparición fue seguida con rapidez enfermiza por muchas otras de una clase parecida. Era como si una invocación oculta, irresistible, hubiera sido pronunciada para los muertos. Cada noche, durante un periodo de dos semanas, los cementerios de Vyones y también los de otras ciudades, pueblos y aldeas, entregaban su horrible cuota de inquilinos. Desde tumbas con aldabas de bronce, desde fosas comunes, desde agujeros superficiales sin consagrar, desde las bóvedas con puerta de mármol de iglesias y catedrales, el extraño éxodo seguía sin cesar.
Peor que esto, si tal cosa fuese posible, los cadáveres recién conducidos al cementerio saltaban de sus tumbas o catafalcos, y, haciendo caso omiso de los horrorizados espectadores, se adentraban con grandes saltos de frenesí automático en la noche, para no volver a ser vistos nunca más por aquellos que los lamentaban.
En todos los casos, los cuerpos pertenecían a hombres jóvenes y fuertes que habían muerto recientemente a causa de la violencia o de un accidente antes que de una enfermedad consuntiva. Algunos eran criminales que habían pagado el precio por sus fechorías; otros eran guardias o condestables muertos en el cumplimiento de su misión. Entre ellos se contaban caballeros que muchos eran las víctimas de las cuadrillas de bandidos que infestaban Averoigne en aquel entonces. Había monjes mercaderes, nobles, vasallos, pajes y sacerdotes; pero nadie, en ningún caso, que hubiese dejado atrás la flor de la vida. Los viejos y los débiles estaban a salvo de los demonios animadores.
La situación era considerada por los más supersticiosos como una verdadera señal del próximo fin del mundo. Satán iba a la guerra, junto a sus cohortes, y conducía los cuerpos de los santos muertos a una cautividad en el infierno La consternación aumentó cien veces cuando quedó claro que ni siquiera la más generosa salpicadura de agua bendita o la realización de los exorcismos más terribles y pertinentes resultaban eficaces como protección ante esta violación demoniaca. La Iglesia se reconoció incapaz de hacer frente a este extraño mal; y las fuerzas de la ley secular no podían hacer nada para frenar o castigar la agencia intangible.
A causa del miedo universal que prevalecía, no se hizo esfuerzo alguno para seguir los cadáveres desaparecidos. Historias repugnantes, sin embargo, fueron contadas por caminantes retrasados que se habían encontrado con estos seres, recorriendo solos o en compañía las carreteras de Averoigne. Daban la impresión de estar sordos, atontados, completamente privados de cualquier inteligencia, y de apresurarse con una velocidad y una seguridad horribles hacia algún objetivo remoto, predestinado. La dirección general de su huida, pareció, era hacia el este; pero sólo al final del éxodo, que había contado con varios cientos de personas, empezó alguien a sospechar cuál era el destino concreto de los muertos.
El destino, de alguna manera, se rumoreaba, era el ruinoso castillo de Ylourgne, más allá de los bosques plagados de hombres lobos, en las colinas exteriores, casi montañosas, de Averoigne.
Ylourgne, una gran pila escarpada que había sido construida por una dinastía de malvados barones ladrones, era un lugar que hasta los pastores de cabras preferían evitar. Se decía que los espectros coléricos de sus sangrientos señores paseaban turbulentamente por sus ruinosos salones, y los residentes de este castillo eran los muertos vivientes. Nadie quería vivir a la sombra de sus muros, construidos sobre un abismo, y la morada más próxima de hombres vivientes era un monasterio de monjes cistercienses a más de una milla en la cuesta opuesta del valle.
Los monjes de esta austera hermandad mantenían escaso comercio con el mundo exterior más allá de las colinas, y pocos eran los visitantes que buscaban ser admitidos por sus portales de altos arcos. Pero, durante aquel terrible verano, una extraña e inquietante historia salió del monasterio para recorrer toda Averoigne, siguiendo a las desapariciones de los muertos.
Comenzando el final de la primavera, los monjes cistercienses se vieron obligados a tomar nota de variados fenómenos extraños, visibles desde sus ventanas, en las viejas ruinas, largo tiempo abandonadas, de Ylourgne. Habían contemplado luces que llameaban donde ninguna luz debía brillar; llamas de un misterioso azul y escarlata que temblaban detrás de las murallas rotas cubiertas de musgo, o se alzaban hacia el este sobre las almenas irregulares. Sonidos espantosos habían salido de las ruinas durante la noche, junto con las llamas, y los monjes habían escuchado un estrépito como de yunques y martillos infernales, el resonar de gigantescas mazas y armaduras, y habían considerado que Ylourgne se había convertido en un lugar de reunión de los demonios. Olores mefíticos, como el del azufre y el de la carne quemada, habían flotado a través del valle, e incluso durante el día, cuando los ruidos guardaban silencio y las luces ya no llameaban, una delgada capa de vapor de un azul infernal flotaba sobre los bastiones.
Estaba claro, pensaban los monjes, que el lugar había sido tomado desde abajo por seres subterrestres; pero nadie había sido visto aproximándose a través de las desnudas y abiertas pendientes y riscos. Observando estos signos de la actividad del Archienemigo en la vecindad, se persignaban con nuevo fervor y frecuencia, y decían sus Paters y sus Aves más interminablemente que antes. Sus tareas y su austeridad también redoblaron. De todos modos, dado que el viejo castillo era un lugar abandonado por los hombres, no hicieron caso de la supuesta ocupación, considerando buena idea encargarse de sus propios asuntos, a no ser que hubiese una abierta hostilidad satánica.
Mantuvieron una vigilancia cuidadosa, pero durante varias semanas no vieron a nadie que entrase en Ylourgne o saliese de allí. Excepto por las luces nocturnas y los ruidos, y el vapor flotante durante el día, no había prueba de ocupación humana o diabólica.
Entonces, una mañana, en el valle debajo de los jardines escalonados de los monjes, dos hermanos, que arrancaban malas hierbas en un huerto de zanahorias, contemplaron el transito de una singular procesión de gente que venía del gran bosque de Averoigne y se dirigía hacia arriba, trepando la empinada y agrietada cuesta hacia Ylourgne.
Esta gente, observaron los monjes, avanzaban a grandes zancadas con gran prisa, con pasos rígidos pero rápidos, y todos eran de facciones extrañamente pálidas y ataviados con las galas de la tumba. Los sudarios de algunos estaban arrugados y desgarrados; todos estaban polvorientos a consecuencia del trayecto o mugrientos a causa del entierro. Esta gente alcanzaba el número de la docena o más, y, detrás de ellos, a intervalos, venían varios rezagados vestidos como el resto. Con una velocidad y agilidad maravillosas, subieron por la colina y desaparecieron entre las murallas caídas de Ylourgne.
Por aquel entonces, ningún rumor de las tumbas y ataúdes violados había alcanzado a los cistercienses. La historia les llegó más tarde, después de que hubiesen contemplado, en muchas mañanas sucesivas, el paso de distintos grupos, grandes y pequeños, en dirección al castillo ocupado por el demonio. Centenares de estos seres, juraron, habían desfilado debajo del monasterio y, sin duda, muchos otros habían pasado sin ser descubiertos en la oscuridad. A ninguno, sin embargo, se le había visto salir de Ylourgne, que se los había tragado como una fosa que no los vomitaba.
Aunque gravemente asustados y seriamente escandalizados, los hermanos todavía consideraron correcto abstenerse de actuar. Algunos, los más fuertes, irritados frente a estos signos de flagrante mal, habían deseado visitar las ruinas con agua bendita y crucifijo levantados. Pero su abad, en su sabiduría, les indicó que esperasen. Mientras tanto, las llamas nocturnas se volvieron más brillantes y los ruidos más fuertes.
También, en el curso de esta espera, mientras incesantes plegarias partían del pequeño monasterio, algo espantoso sucedió. Uno de los hermanos, un hombre fornido llamado Théophile, violando la rigurosa disciplina, había hecho visitas demasiado frecuentes a las bodegas donde se guardaba el vino. Sin duda había intentado ahogar su horror piadoso ante estos acontecimientos embarazosos. En cualquier caso, después de sus libaciones, él había tenido la mala suerte de vagabundear entre los precipicios y partirse el cuello.
Lamentando su muerte y su abandono, los hermanos colocaron a Théophile en la capilla y cantaron sus misas por el descanso de su alma Estas misas, durante las horas oscuras de la madrugada, fueron interrumpidas por la inoportuna resurrección del monje muerto, quien, con su cabeza colgándole horriblemente de su roto cuello, partió como lleno de demonios de la capilla y corrió, colina abajo, hacia los demoniacos fogonazos y clamores de Ylourgne.
III
EL TESTIMONIO DE LOS MONJES
Siguiendo el suceso anteriormente mencionado, dos de los hermanos que previamente habían deseado visitar el castillo maldito pidieron de nuevo su permiso al abad, diciendo que Dios seguramente les ayudaría a vengar el secuestro del cuerpo de Théophile además de los de tantos otros de suelo consagrado. Maravillado ante la temeridad de estos fogosos monjes, quienes se proponían tirar de la barba al Archienemigo en su propio cubil, el abad les permitió partir equipados con hisopos y frascos de agua bendita, y llevando grandes cruces de carpe, tales que habrían servido para abrirle la cabeza a un caballero con armadura.
Los monjes, cuyos nombres eran Bernard y Stéphane, partieron valientemente a media tarde para asaltar la fortaleza del mal. Era una ascensión ardua, entre peñascos colgantes y grietas resbaladizas, pero ambos eran fuertes y ágiles, y, lo que es más, acostumbrados a ese tipo de ascensiones. Puesto que el día era caluroso y sin viento, sus túnicas blancas pronto estuvieron manchadas de sudor; pero, parando tan sólo para una breve plegaria, continuaron; y enseguida llegaron al castillo sobre cuyos grises bastiones, erosionados por el paso del tiempo, todavía no podían discernir prueba de ocupación o actividad.
El profundo foso que una vez había rodeado el castillo estaba ahora seco, y había sido rellenado parcialmente con tierra desmenuzada y detritus de las murallas.
El puente levadizo se había podrido, pero las piedras de la tronera, al desplomarse en el foso, habían creado una especie de tosca acera a través de la cual era posible atravesarlo. No sin inquietud, y levantando sus crucifijos igual que los guerreros levantan sus armas al asaltar una fortaleza enemiga, los hermanos treparon sobre las ruinas de la tronera adentrándose en el patio.
Éste, al igual que las murallas, estaba aparentemente desierto. Ortigas exuberantes, malas hierbas y arbustos habían echado raíces entre las piedras del pavimento. Los elevados calabozos, de proporciones masivas, la capilla y esa parte de la estructura del castillo que contenía el gran salón habían conservado sus principales perfiles después de siglos de abandono. A la izquierda de la gran cárcel, una puerta bostezaba como la boca de una oscura caverna en la escabrosa masa del edificio del salón, y de esta puerta salía un delgado vapor de color azulado, retorciéndose en tentáculos fantasmales hacia los cielos descubiertos.
Aproximándose a aquella entrada, los hermanos contemplaron un brillo de rojos fuegos en el interior, como ojos de dragones parpadeando a través de una oscuridad infernal. Se sintieron seguros de que aquel lugar era una avanzadilla de Erebus, una antecámara del abismo, pero, de todos modos, entraron valientemente, recitando en voz alta sus exorcismos y blandiendo sus fuertes cruces de carpe.
Atravesando la entrada cavernosa, podían ver en la oscuridad pero sin distinguir los detalles, estando hasta cierto punto cegados por el sol de verano que habían dejado atrás. Entonces, con el gradual aclaramiento de su visión, una escena monstruosa se presentó ante ellos, con grotescos detalles de horror cada vez mas apiñados. Algunos de esos detalles eran oscuros y misteriosamente aterrorizantes; otros, demasiado claros, se marcaron como por una llamarada de fuego infernal imborrable en las mentes de los monjes.
Estaban de pie a la entrada de una cámara de proporciones colosales, que parecía haber sido edificada echando abajo el piso superior y las particiones interiores adyacentes al gran salón del castillo, por sí mismo un cuarto de una extensión enorme. La cámara parecía retroceder a través de sombras interminables, con rayos de luz solar cayendo por las desgarraduras de las ruinas: una luz solar que era impotente para disipar la oscuridad y el misterio infernales.
Los monjes contaron mas tarde que habían visto a mucha gente moviéndose por el lugar, en compañía de diferentes demonios, algunos de los cuales eran fantasmales y gigantescos, mientras que a otros apenas se les podía distinguir de los hombres. Esta gente, además de sus familiares, estaban ocupados en la atención de hornos de reverbero e inmensos frascos con forma de pera y de piña como los que se emplean en la alquimia. Algunos, además, estaban parados ante grandes calderos humeantes, como brujos ocupados mezclando alguna droga terrible. Contra la pared opuesta. estaban apoyadas dos enormes cubas, construidas con piedra
y mortero, cuyos lados circulares se alzaban más elevados que la cabeza de un hombre; así que Bernard y Stéphane fueron incapaces de determinar su contenido.
Una de las cubas despedía un brillo blanquecino; la otra, una luminosidad rojiza.
Cerca de las cubas, y sobre todas ellas, se levantaba una especie de cama baja o litera, hecha con tejidos lujosos, decorados con figuras extrañas, como las que fabrican los sarracenos. Encima de ella, los monjes discernieron a un enano, pálido y arrugado, con ojos de helada llama que brillaban como maléficos berilios a través de la oscuridad. El enano, quien en conjunto tenía el aspecto de un débil moribundo, estaba supervisando las tareas de los hombres y sus demonios familiares.
Los ojos asombrados de los hermanos empezaron a comprender otros detalles. Vieron otros cadáveres, entre los cuales reconocieron el de Théophile, tumbados en medio del suelo, junto a un gran montón de huesos humanos que habían sido cercenados de las articulaciones, y grandes montones de carne apilados como los que arrancan los carniceros. Uno de los hombres estaba cogiendo los huesos y arrojándolos en el caldero debajo del cual brillaba un fuego de color rubí; y otro estaba arrojando los montones de carne a una bañera llena de algún líquido incoloro que despedía un silbido como el de un millar de malvadas serpientes.
Otros habían arrancado los sudarios de los cadáveres, y estaban comenzando a atacarlos con largos cuchillos. Algunos estaban montando toscas escaleras de piedra junto a las paredes de las inmensas urnas, portando recipientes de sustancias semilíquidas que vaciaban sobre sus altos bordes.
Asqueados ante esa visión de maldad humana y satánica, y sintiendo una más que justificada indignación, los monjes reemprendieron su canto de sonoros exorcismos y continuaron avanzando. Su entrada, por lo que pareció, no fue notada por el grupo siniestramente ocupado de hechiceros y demonios.
Bernard y Stéphane, llenos del ardor de la cólera divina, estaban a punto de arrojarse contra los carniceros que habían empezado a atacar el cuerpo muerto.
El cadáver lo reconocieron como el de un notorio forajido, llamado Jacques Le Loupgarou, quien había sido muerto hacía unos días en combate con los oficiales del Estado. Le Loupgarou, famoso por su fuerza, astucia y ferocidad, había aterrorizado durante largo tiempo los bosques y caminos de Averoigne. Su gran cuerpo había perdido la mitad de sus vísceras a causa de las espadas de los alguaciles, y su barba estaba rígida y escarlata como consecuencia de una herida que había partido su cara por la mitad de la frente a la boca. Había muerto sin confesión, pero aun así los monjes eran reacios a dejar que su cadáver indefenso fuese empleado en algún uso maldito más allá de la comprensión de los cristianos.
El enano pálido de aspecto maligno había notado la presencia de los hermanos. Le escucharon gritar en un tono chillón, autoritario, que se levantó por encima del silbido siniestro de los calderos y el ronco murmullo de los hombres y de los demonios.
No entendieron sus palabras, que eran en alguna lengua extranjera, y sonaban como un hechizo. Instantáneamente, como respondiendo a una orden, dos de los hombres abandonaron su química maldita y, levantando recipientes de cobre llenos de algún licor fétido y desconocido, arrojaron su contenido a los rostros de Bernard y Stéphane.
Los hermanos fueron cegados por el fluido pungente, que aguijoneó su carne como por muchos dientes de serpiente, y fueron vencidos por los vapores apestosos; así que las grandes cruces cayeron de sus manos al desplomarse ambos inconscientes sobre el suelo del castillo.
Recobrando al rato su vista y sus otros sentidos, escucharon la voz del malvado enano, ordenándoles que se levantasen. Obedecieron, aunque torpemente y con dificultad, habiéndoseles negado el ayudarse con las manos. Bernard, que todavía estaba mareado por los vapores venenosos que había inhalado, se cayó dos veces antes de conseguir ponerse en pie, y su incomodidad fue recibida con un vendaval de risa asquerosa y obscena por la asamblea de hechiceros.
Ahora, cuando estaban de pie, el hechicero se burló de los hermanos y los despreció, con blasfemias impresionantes tales como sólo podían ser pronunciadas por un vasallo de Satán. Por último, de acuerdo con su testimonio, les dijo:
Volved a vuestra perrera, vosotros, cachorros de Ialdabaoth, y llevaos este mensaje: Ellos que vinieron aquí como muchos partirán como uno solo.
Entonces, como obedeciendo una fórmula terrible pronunciada por el enano, dos de los demonios familiares, que tenían la forma de enormes bestias con el perfil envuelto en sombras, se aproximaron a los cuerpos de Le Loupgarou y del hermano Théophile. Uno delos asquerosos demonios, como un vapor que se hunde en un pantano, entró por las ensangrentadas fosas nasales de Le Loupgarou, desapareciendo milímetro a milímetro, hasta que su cornuda cabeza de animal quedó fuera de la vista. El otro, de una manera semejante, entró por las pituitarias del hermano Théophile, cuya cabeza descansaba apoyada sobre su hombro, desde su cuello roto.
Entonces, cuando los demonios hubieron completado su posesión, los cuerpos, de una manera horrible de contemplar, se levantaron del suelo del castillo, el uno con las entrañas colgándole de sus amplias heridas, el otro con la cabeza que le colgaba suelta hacia adelante sobre su pecho. Entonces, animados por los demonios, los cadáveres recogieron las cruces de carpe que habían sido dejadas caer por Bernard y Stéphane, y, utilizándolas como bastones, obligaron a los monjes a huir de una manera ignominiosa del castillo, entre grandes risas infernales y tempestuosas del enano y su nigromántica compañía. Y el cadáver desnudo de Le Loupgarou y el de Théophile, vestido con una túnica, les persiguieron a través de una gran distancia, por las cuestas llenas de precipicio bajo Ylourgne, dándoles grandes golpes con las cruces, así que las espaldas de los dos cistercienses eran una masa de cardenales sangrientos.
Después de una derrota tan señalada y aplastante, ninguno de los monjes se atrevió a dirigirse contra Ylourgne. A partir de entonces, el monasterio entero dio triples muestras de austeridad, cuadruplicó sus devociones; y, esperando la oscura voluntad de Dios, y las igualmente oscuras artimañas del demonio, mantuvo una fe piadosa que estaba algo mezclada con la inquietud.
Al cabo del tiempo, a través de pastores que visitaban a los monjes, la historia de Stéphane y Bernard se extendió por todo el Averoigne, añadiéndose a la triste alarma que se había producido a causa de la desaparición generalizada de los muertos. Nadie sabía realmente lo que sucedía en el castillo maldito o qué era lo que se había hecho con los centenares de cadáveres, porque la luz que arrojaba en su destino la historia de los monjes, aunque vívida y temible, era demasiado inconcluyente, y el mensaje enviado por el enano era algo cabalístico.
Todo el mundo sentía que alguna amenaza gigantesca, algún negro hechizo infernal, estaba siendo destilado dentro de esos ruinosos muros. El malvado enano moribundo fue identificado con toda facilidad por el hechicero desaparecido Nathaire, y sus lacayos, estaba claro, eran los pupilos de Nathaire.
IV
LA PARTIDA DE GASPARD DU NORD
Solo en su habitación del ático, Gaspard du Nord, estudiante de la alquimia y de la magia y, otrora, pupilo de Nathaire, intentó repetidamente, pero siempre en vano, consultar el espejo rodeado de vapores. El cristal permaneció oscuro y nublado, como por los vapores que se levantan de un satánico alambique o de un siniestro brasero nigromántico. Delgado y agotado por las largas noches de vigilia, Gaspard era consciente de que Nathaire estaba aún más en guardia que él.
Leyendo con ansioso cuidado la configuración general de las estrellas, descubrió el aviso de una gran catástrofe que estaba a punto de caer sobre Averoigne.
Pero la naturaleza del mal no resultaba evidente.
Mientras tanto, la asquerosa resurrección y emigración de los muertos estaba teniendo lugar. Todo Averoigne temblaba ante la repetida barbaridad. Como la noche sin tiempo de la plaga de Menfis, el terror se aposentaba por todas partes, y la gente comentaba cada nueva atrocidad en susurros apagados, sin atreverse a contar en voz alta la execrable historia. A Gaspard, lo mismo que al resto, le llegaron los susurros, y de igual manera, cuando el horror parecía que había cesado a principios del mes de junio, le llegó la espantosa historia de los monjes cistercienses.
Ahora, por fin, el vigilante, largo tiempo confuso, tuvo una intuición de lo que buscaba. El escondite del nigromante fugitivo y de sus discípulos, por fin, había sido descubierto, y los muertos que desaparecían habían sido encontrados en donde habían sido conducidos. Pero todavía, incluso para el perceptivo Gaspard, quedaba un enigma por resolver: la naturaleza exacta de la abominable mezcla, la magia oscura como el infierno que Nathaire estaba cocinando en su remoto cubil.
Gaspard estaba seguro tan sólo de una cosa: el esplénico enano agonizante, sabiendo que el tiempo que le quedaba era poco y odiando a la gente de Averoigne con un rencor sin fondo, prepararía una enorme magia maléfica sin paralelo.
Incluso con sus conocimientos de las propensiones de Nathaire y de su ciencia arcana prácticamente inagotable, reservas de brujería abismal poseídas por el enano, él podría formar tan sólo una conjetura vaga y terrorífica del mal que se incubaba. Pero, con el paso del tiempo, sintió un peso que iba en continuo aumento, el presagio de una amenaza monstruosa arrastrándose desde el borde oscuro del mundo. No podía apartar esta inquietud, y finalmente decidió, a pesar de los evidentes peligros de esa excursión, hacer una visita secreta a los alrededores de Ylourgne.
Gaspard, aunque procedía de una familia acomodada, se encontraba en ese momento en circunstancias difíciles, porque su devoción a una ciencia de dudosa reputación era, hasta cierto punto, desaprobada por su progenitor. Su único ingreso consistía en una misérrima cantidad, que le era entregada secretamente al joven por su hermana y su madre. Ésta era suficiente para su escasa comida, el alquiler de su cuarto y la adquisición de algunos libros, instrumentos y productos químicos, pero no le permitiría la compra de un caballo, o incluso de una humilde mula, para el planeado viaje de más de cuarenta millas.
Sin dejarse abatir, se puso en marcha a pie, portando solo una daga y una alforja con vituallas. Planeó su viaje de forma que llegase a Ylourgne al caer la noche al ponerse la luna llena. Una gran parte del trayecto pasaba por medio del gran bosque amenazador que se aproximaba a los propios muros de Ylourgne por el este y que trazaba un siniestro arco a través de Averoigne hasta la boca del valle rocoso debajo de Ylourgne. Después de unas pocas millas salió del gran bosque de pinos, robles y alerces; y a partir de entonces, durante el primer día, siguió el río Isoile a lo largo de una llanura abierta, bastante habitada. La cálida noche de verano la pasó debajo de un haya, en los alrededores de una pequeña aldea, sin atreverse a dormir en los bosques solitarios donde lobos y bandidos, y criaturas de reputación más perniciosa, se suponía que habitaban.
Por la tarde del segundo día, después de atravesar las partes más antiguas y más montaraces del inmemorialmente vetusto bosque, llegó a un valle empinado y pedregoso que le conducía a su destino. Este valle era la fuente del río Isoile, que había disminuido hasta un simple arroyo. En el crepúsculo ocre, entre la puesta del sol y la salida de la luna, vio las luces del monasterio cisterciense, y, opuesta en los temibles acantilados amontonados, la siniestra y áspera masa de la fortaleza en ruinas de Ylourgne, con pálidos fuegos mágicos parpadeando tras sus altas troneras. Aparte de estas hogueras, no había signo de que el castillo estuviese ocupado; y no escuchó en momento alguno los siniestros sonidos denunciados por los monjes.
Gaspard esperó a que la oronda luna, gualda como el orbe de una inmensa ave nocturna, comenzase a espiar sobre el valle que se oscurecía. Entonces, con muchas cautelas, dado que los alrededores eran desconocidos para él, comenzó a abrirse camino hacia el lóbrego y melancólico castillo.
Incluso para alguien bastante acostumbrado a semejantes ascensiones, la escalada ofrecía bastante peligro y dificultad a la luz de la luna. Varias veces, encontrándose al borde de un repentino precipicio, se vio obligado a desandar lo que tanto esfuerzo había recorrido; y a menudo se salvó de tropezar tan sólo gracias a los atrofiados matojos y zarzas que habían echado raíz en el mezquino suelo. Desfallecido, con la ropa desgarrada, con las manos heridas y sangrantes, alcanzó al fin la cúspide de la escarpada cota, debajo de las murallas.
Aquí hizo una pausa para recobrar el aliento y recuperar sus escasas fuerzas. Podía ver, desde su posición ventajosa, un pálido reflejo como de llamas ocultas que golpeaban hacia arriba desde el muro interior de la elevada cárcel.
Escuchó el bajo murmullo de sonidos confusos, sintiéndose confundido sobre la distancia y dirección en que venían. A veces parecían flotar bajando desde las oscuras murallas, a veces parecían surgir de alguna profundidad subterránea lejos en la colina.
Aparte de este remoto, ambiguo zumbido, la noche estaba encerrada en un silencio mortal. Los propios vientos parecían evitar la vecindad del temido castillo.
Una nube inadvertida, pegajosa y de paralizadora maldad colgaba sobre todas las cosas, y la pálida e hinchada luna, la patrona de las brujas y hechiceros, destilaba su verde veneno sobre las torres que se derrumbaban en medio de un silencio más antiguo que el tiempo.
Gaspard notó el peso, que se le pegaba de una manera obscena, de algo más pesado que su propia fatiga, cuando reemprendió su progreso hacia la barbacana; redes invisibles del mal que esperaba, aumentando continuamente, parecían frenarle. El lento, intangible batir de invisibles alas golpeaba con fuerza su rostro. Parecía respirar un viento que surgía de bóvedas insondables y cavernas de corrupción. Aullidos inaudibles, burlones o amenazadores, se amontonaban en sus oídos, y asquerosas manos parecían empujarle atrás. Pero, inclinando la cabeza como contra una tormenta que se levantaba, continuó y trepó por la ruina del terraplén de la barbacana hasta el patio lleno de hierbas.
El lugar estaba desierto según todas las apariencias, y buena parte de él todavía estaba profundamente cubierta por las sombras de las torretas y murallas. Cerca, en el negro edificio grande y macizo, con almenas de plata, vio abierta la entrada cavernosa descrita por los monjes. Estaba iluminada desde el interior por un vívido brillo, pálido y extraño como un luego fatuo. El zumbido, ahora audible como un murmullo de voces, salía de esa puerta, y Gaspard pensó que podía ver oscuras figuras manchadas de hollín moviéndose rápidamente por el interior iluminado.
Continuando en las sombras, siguió avanzando a lo largo del patio dando la vuelta a las ruinas. No se atrevía a aproximarse a la entrada abierta por miedo a ser visto, aunque, por lo que podía ver, el lugar carecía de vigilancia.
Llegó a la cárcel, sobre cuya muralla superior la pálida luz parpadeaba oblicuamente a través de una especie de desgarrón en el largo edificio adyacente. Esta abertura estaba a alguna distancia del suelo, y Gaspard vio que había sido anteriormente la apertura a un balcón de piedra. Un tramo de escaleras rotas conducía, subiendo por la pared, al resto medio deshecho de ese balcón, y se le ocurrió al joven que podía subir por esas escaleras y espiar, sin ser visto, el interior de Ylourgne.
Faltaban algunos de los tramos de las escaleras, y el resto estaba cubierto por profundas sombras. Gaspard encontró precariamente su camino hasta el balcón, parándose una vez con considerable miedo cuando un fragmento de la gastada piedra, aflojado por su pisada, cayó haciendo un gran ruido contra las piedras del patio de abajo. Aparentemente, no fue escuchado por los ocupantes del interior del castillo, y al cabo de un rato reinició su ascenso. Cautelosamente, se aproximó a la larga e irregular abertura desde la cual la luz salía hacia arriba.
Agazapándose en una estrecha cornisa, que era todo lo que quedaba del balcón, espió un espectáculo de lo más sorprendente y aterrador, cuyos detalles le produjeron tal perplejidad, que tardó muchos minutos en comprenderlos.
Estaba claro que la historia contada por los monjes, teniendo en cuenta sus prejuicios religiosos, había estado lejos de ser exagerada. Casi todo el interior del gran edificio medio derrumbado había sido demolido y desmantelado para proporcionar espacio a las actividades de Nathaire. Esta demolición era por sí misma una tarea sobrehumana para cuya ejecución el hechicero debía haber empleado una legión de demonios familiares, además de sus diez discípulos.
La vasta cámara estaba irregularmente iluminada por el brillo de atanores y braseros, y, por encima de todo, por el extraño centelleo de las enormes cubas de piedra. Incluso desde su ventajosamente elevado punto de observación, el observador no podía ver el contenido de esas cubas, pero una luminosidad blanca se derramaba hacia arriba desde el borde de una de ellas, y una fosforescencia de color carne desde el otro.
Gaspard había visto alguno de los experimentos y llamamientos de Nathaire, y estaba más que familiarizado con los utensilios de las artes oscuras. Dentro de ciertos límites, no era melindroso; tampoco era probable que se sintiese muy aterrorizado por las formas brutales e indefinidas de los demonios que trabajaban al borde del abismo junto a los pupilos, vestidos de negro, del hechicero, pero un horror frío sobrecogió su corazón cuando vio la increíble cosa enorme que ocupaba el suelo central: un colosal esqueleto humano de más de cien pies de largo, extendiéndose más allá de la longitud del viejo salón del castillo; el grupo de hombres y demonios, según todas las apariencias, ¡estaba ocupándose de vestir con carne humana el huesudo pie derecho del esqueleto!
El prodigioso y macabro armazón, completo en cada parte, con costillas como arcos de una nave satánica, brillaba como si todavía estuviese calentado por los fuegos de la infernal fusión. Parecía brillar y arder con una vida antinatural, temblar con una inquietud maligna sobre el brillo infernal y la oscuridad. Los grandes huesos de los dedos, curvándose como garras en el suelo, parecía como si estuviesen a punto de cerrarse en torno a una presa indefensa. Los tremendos dientes estaban fijos en una sonrisa sin fin de sardónica crueldad y malicia. Las vacías cuencas de los ojos, profundas como los fosos del tártaro, parecían bullir con una minada de luces engañosas, como los ojos de espíritus burlones que emergen de una sombra obscena.
Gaspard se quedó atontado por la sorprendente fantasmagoría fuera de lo normal que se abría ante él como un infierno habitado. Después, nunca estuvo por completo seguro de ciertas cosas, podía recordar muy poco de la manera concreta en que el trabajo de los hombres y los asistentes era realizado. Oscuras y ambiguas criaturas, similares a murciélagos, parecían estar revoloteando de un lado a otro, entre las cubas de piedra y el grupo que trabajaba como escultores, cubriendo el pie huesudo con un plasma rojizo que aplicaban y modelaban como si fuese barro. Gaspard pensó, pero no estuvo seguro después, que este plasma, que brillaba como si fuese una mezcla de sangre y fuego, estaba siendo traído de la cuba que despedía un brillo rosado en jarras llevadas en las garras de las sombrías criaturas aladas. Ninguna de ellas, sin embargo, se aproximaba a la otra cuba, cuya luz pálida estaba momentáneamente debilitada, como si se estuviese apagando.
Buscó la mínima figura de Nathaire, a quien no podía distinguir entre la multitud que ocupaba la escena. El nigromante enfermo, si es que no había sucumbido ya a la poco conocida enfermedad que le había consumido por dentro como una llama, estaba sin duda oculto de la vista por el colosal esqueleto, y quizá dirigiendo las tareas de los hombres y de los demonios desde su cama.
Hechizado en la precaria terraza, el observador no consiguió escuchar los furtivos pasos gatunos que ascendían detrás de él, por las escaleras en ruinas.
Demasiado tarde, oyó el ruido de un fragmento suelto cerca de sus talones y, volviéndose sorprendido, se desplomó en el puro olvido como por el impacto de un golpe de maza, y ni siquiera fue consciente de que el principio de su caída hacia el patio había sido detenido por los brazos de su asaltante
V
EL HORROR DE YLOURGNE
Gaspard, volviendo de su oscuro salto en una negrura como del Leteo, se encontró a si mismo mirando a los ojos de Nathaire: cuencas de noche líquida y de ébano, en las cuales nadaban los helados fuegos de las estre1!as que se habían hundido en una perdición irremediable. Por algún tiempo, en la confusión de sus sentidos, no podía ver otra cosa que los ojos, que parecían atraerle en su desmayo como siniestros imanes. Aparentemente sin cuerpo, o situados sobre un rostro demasiado vasto para la percepción humana, ardían en un fuego caótico. Entonces, paulatinamente, fue viendo las otras facciones del hechicero, y los detalles de una escena vívida, y fue consciente de su propia situación.
Intentando levantar las manos a su cabeza dolorida, encontró que estaban atadas fuertemente por las muñecas. Estaba medio tumbado, medio apoyado, contra un objeto de dura superficie y bordes que le lastimaban la espalda. El objeto, descubrió que era una especie de horno alquímico, o atanor, parte de un montón de aparatos en desuso que estaban de pie o tumbados por el suelo del castillo. Copelas, aludeles y retortas de alambiques, como enormes calabazas y peceras globulares, estaban mezcladas en extraña confusión, amontonadas junto a los libros con candados de hierro, los sucios calderos y los braseros de una ciencia más siniestra.
Nathaire, apoyado contra almohadones de estilo sarraceno decorados con arabescos de apagado oro y fulgurante escarlata, le estaba observando desde una cama improvisada, hecha con fardos de alfombras orientales y tapicerías de Arrás, ante cuyo lujo las rudas paredes del castillo, manchadas por el moho y moteadas de secos hongos, ofrecían un grotesco contraste. Pálidas luces y sombras que oscilaban siniestras parpadeaban sobre la escena, y Gaspard podía escuchar el gutural murmullo de voces detrás de él. Torciendo un poco la cabeza, vio una de las cubas de piedra, cuya luminosidad rosada estaba manchada y apagada por las alas de un vampiro que se movían de un lado a otro.
Bienvenido dijo Nathaire al cabo de un intervalo durante el cual el estudiante comenzó a percibir el fatal progreso de la enfermedad en las facciones, contraídas por el dolor, que había ante él . ¡Así que Gaspard du Nord ha venido a visitar a su antiguo maestro! la voz dura y autoritaria surgía sorprendentemente con un volumen demoníaco de la mustia figura.
He venido dijo Gaspard en un lacónico eco . Dígame, ¿cuál es la obra del diablo en que le encuentro ocupado? ¿Y qué es lo que ha hecho con los cuerpos muertos que fueron robados por sus detestables demonios familiares?
El frágil cuerpo agonizante de Nathaire, como poseído por algún demonio sardónico, se acunó de un lado a otro de la lujosa cama en un largo y violento brote de carcajadas, sin ninguna otra respuesta.
Si su aspecto es un testigo digno de confianza dijo Gaspard cuando la siniestra risa hubo cesado , usted está mortalmente enfermo, y escaso es el tiempo que le resta para expiar sus actos de maldad y hacer las paces con Dios, si en verdad aún es posible que usted haga las paces. ¿Qué asquerosa y maligna pócima está usted preparando para asegurar la definitiva perdición de su alma?
El enano fue de nuevo presa de un espasmo de risa demoniaca.
Voto que no, de ningún modo, mi buen Gaspard dijo finalmente . Yo he forjado otro vínculo que aquel con que vosotros, cobardes llorosos, queréis comprar la buena voluntad y el perdón del Tirano Celestial. El Infierno me tomará al final, si lo desea, pero el Infierno ha pagado, y aún ha de pagar, un precio amplio y generoso. Pronto he de morir, es cierto, porque mi final esta escrito en las estrellas, pero en la muerte, por la gracia de Satanás, viviré de nuevo, y marcharé dotado con los poderosos músculos de los muertos para cumplir mi venganza sobre la gente de Averoigne, quien, desde hace largo tiempo, me ha odiado por mi nigromántica sabiduría y me ha despreciado por mi estatura de enano.
¿Qué locura es esa con la que vos soñáis? preguntó el joven, aterrado ante la maldad y locura sobrehumanas que parecían extenderse de la desgastada figura y verterse como un torrente desde el brillo oscuro e infernal de sus ojos.
No es locura, sino algo verdadero; un milagro, tal vez, si la vida en sí es un milagro... De los cuerpos frescos de los muertos, que de otro modo se habrían podrido en la asquerosidad del cementerio, mis pupilos y mis demonios familiares me están fabricando, bajo mis instrucciones, el gigante cuyo esqueleto has contemplado. Mi alma, a la muerte del actual cuerpo, pasará a esta colosal residencia a través del funcionamiento de ciertos hechizos de transmigración en los cuales mis fieles asistentes han sido cuidadosamente instruidos. Si conmigo hubieses permanecido, Gaspard, y no te hubieses echado atrás, llevado por tus mezquinos remilgos de meapilas, las maravillas y la profunda sabiduría te habría desvelado, y ahora sería privilegio tuyo participar en la creación de este prodigio..., y, si hubieses venido antes por tu presuntuosa curiosidad, podría haber hecho un uso peculiar de tus fuertes huesos y músculos..., el mismo uso que he dado a otros hombres jóvenes, quienes han muerto a causa de un accidente o de la violencia. Pero es demasiado tarde incluso para eso, ya que la construcción de los huesos ha sido completada y sólo resta investirlos de carne humana. Mi buen Gaspard, no hay nada en absoluto que hacer contigo..., excepto apartarte del medio de una manera segura. Providencialmente, para este propósito, hay un calabozo de prisión perpetua con entrada por el techo debajo del castillo. Un lugar de residencia algo deprimente, sin duda, pero que fue construido fuerte y profundo por los fieros señores de Ylourgne.
Gaspard fue incapaz de concebir réplica alguna para este siniestro y extraordinario discurso. Buscando palabras en su mente, congelada por el horror, se notó sujetado por las manos de seres no vistos que se habían acercado por detrás, contestando a algún gesto de Nathaire, una señal que el cautivo no había notado. Le taparon los ojos con algún pesado tejido, polvoriento y lleno de moho como un sudario, y fue conducido tropezando a través de la acumulación de extraños aparatos, y bajado por una escalera que daba muchas vueltas a través de tramos estrechos y en ruinas, de los cuales salía el repugnante aliento del agua estancada para recibirle, mezclado con el aceitoso olor a almizcle de las serpientes.
Pareció descender una distancia que no admitiría regreso. Lentamente, el hedor se volvió más fuerte, más insoportable; las escaleras acabaron; una puerta hizo un reticente sonido metálico sobre goznes herrumbrosos, y Gaspard fue empujado adelante a un suelo empapado, desigual, que parecía haber sido desgastado por una miríada de pisadas.
Escuchó el chirriar de una pesada losa de piedra. Sus muñecas fueron liberadas, la venda retirada de sus ojos, y vio a la luz de antorchas parpadeantes, un agujero redondo a sus pies que bostezaba en el suelo rezumante de humedad.
Junto a éste, estaba la losa que había sido su tapa. Antes de que pudiese volverse para ver a sus captores, para descubrir si eran hombres o diablos, fue agarrado con brusquedad y arrojado al aguero que se abría. Cayó a través de una negrura como la del submundo, por una oscuridad inmensa, antes de golpear el fondo. Tumbado, medio atontado, en un charco fétido de poca profundidad, escuchó sobre él el seco golpe funeral de la losa al deslizarse de nuevo.
VI
LOS FOSOS DE YLOURGNE
Gaspard fue revivido, al cabo de un rato, por la frialdad del agua en que descansaba. Sus ropas estaban medio empapadas, y el mefítico y poco profundo charco se hallaba a una pulgada de su boca, como descubrió al primer movimiento. Podía escuchar un goteo, continuo y monótono, en algún lugar de la noche sin luz del calabozo. Se puso de pie tropezando, descubriendo que sus huesos estaban intactos, y comenzó una exploración cautelosa. Gotas sucias caían sobre su cara levantada y su cabello; sus pies resbalaban y salpicaban en el agua podrida; había silbidos furiosos y vehementes, y anillos serpentinos se deslizaban fríamente por sus tobillos.
Pronto alcanzó una tosca pared de piedra, y, siguiendo la pared con la punta de sus dedos, intentó determinar el tamaño del calabozo. Éste era más o menos circular, sin esquinas, y no consiguió hacerse una idea justa de su perímetro. En algún lugar de su vagabundeo, encontró un montón de escombros con forma de estantería; y aquí, a causa de la relativa comodidad y sequedad, se instaló, después de expulsar a un cierto número de reptiles indignados. Las criaturas, parecía, eran inofensivas, y probablemente pertenecían a alguna especie de serpientes de agua, pero temblaba al tocar sus escamas viscosas. Sentado en el montón de escombros, Gaspard repasó en su mente los diversos horrores de una situación que era infinitamente lúgubre y desesperada. Había descubierto el increíble secreto de Ylourgne, capaz de revolver el alma, el proyecto inimaginablemente monstruoso y blasfemo de Nathaire; pero ahora, encerrado en este apestoso agujero como en una tumba subterránea, en las profundidades bajo ese castillo maldecido por los demonios, ni siquiera podía avisar al mundo sobre la inminente amenaza.
La bolsa de comida, ahora casi vacía, con la cual había partido de Vyones, todavía colgaba de su espalda, y se aseguró, investigándolo, de que sus captores no se habían molestado en privarle de su daga. Mordisqueando un mendrugo de pan rancio en la oscuridad y acariciando con la mano el pomo de su preciada arma, buscó alguna brecha en la desesperación que le envolvía por todas partes. No tenía medios para contar las horas negras que transcurrieron para él con la lentitud de un río cegado por el barro, arrastrándose en ciego silencio por un mar subterráneo. El incesante goteo del agua, probablemente procedente de pozos subterráneos formados por el deshielo que habían aprovisionado al castillo en anteriores años, era lo único que rompía el silencio. Pero el sonido se convirtió, con el paso del tiempo, y por su equívoca igualdad de tono, en una risa que sugería la de duendes invisibles, una cadencia perpetua y sin alegría para su mente delirante. Por fin, debido al puro y simple agotamiento corporal, se sumió en un problemático sopor repleto de pesadillas.
No podría haber dicho si era de noche o de día en el mundo exterior cuando se despertó, porque la misma oscuridad estancada, sin el alivio de un rayo o de un brillo, desbordaba en el calabozo. Temblando, se dio cuenta de que había una corriente de aire que soplaba continuamente sobre él: un aire empapado, malsano, como el aliento de sótanos en desuso que, durante su reposo, hubiesen despertado a una vida y a una actividad misteriosas. No había notado la corriente hasta entonces, y su cerebro adormilado se encontró con una repentina esperanza por este motivo. Evidentemente, existía alguna brecha subterránea, o un canal, por donde entraba el aire; y esta brecha, de alguna manera, podría proporcionar un punto de salida del calabozo.
Poniéndose de pie, tanteó inseguro hacia adelante en la dirección de la corriente. Tropezó con algo, que crujió y se rompió bajo sus talones, y se frenó con dificultades para no caer en el charco, lleno de barro e infestado de serpientes. Antes de que pudiese investigar el obstáculo o reemprender sus ciegos tanteos, escuchó un ruido brusco y chirriante por encima de él, y un tembloroso rayo de luz amarilla descendió por la boca abierta del calabozo. Sorprendido, levantó la cabeza, y vio el agujero redondo a unos diez o doce pies por encima de él; a través de éste, una mano oscura había bajado una antorcha ardiente. Una pequeña cesta, conteniendo una hogaza de pan áspero y una botella de vino, estaba siendo bajada al extremo de una cuerda. Gaspard recogió el pan y el vino, y la cesta fue elevada.
Antes de la retirada de la antorcha y de que la losa volviese a ser colocada en su sitio, consiguió hacer un precipitado estudio de su mazmorra.
El sitio era irregularmente circular, como había supuesto, y tenía quizá unos quince pies de diámetro. La cosa con la que había tropezado era un esqueleto humano, tumbado entre un montón de escombros y el agua sucia. Estaba marrón y podrido por el paso del tiempo, y sus ropas hacía largo tiempo que se habían deshecho en una mancha de moho líquido. Las paredes estaban acanaladas y con arroyuelos por los siglos de humedad, y parecía que la propia piedra estuviese pudriéndose lentamente. En el lado opuesto, al fondo, vio la abertura que había imaginado: un agujero bajo, no mucho mas grande que la guarida de un zorro, por el cual fluía el agua sucia. Su corazón se angustió ante esa visión: el agua era más profunda de lo que parecía, y el agujero era demasiado estrecho como para permitir el paso del cuerpo de un hombre. En un estado de desesperación como de auténtico ahogo, encontró su camino de regreso al montón de escombros cuando la luz fue retirada.
La hogaza de pan y la botella de vino estaban todavía en sus manos. Mecánicamente, desganado y embotado, mordisqueó y bebió. Después se sintió más fuerte; y el amargo vino peleón que sirvió para calentarle le debió inspirar la idea que concibió en ese momento.
Acabándose la botella, se abrió camino a través de la mazmorra hasta el agujero, semejante a una madriguera. La corriente de aire que entraba se había hecho más fuerte, y esto lo considero una señal favorable. Desenfundando su daga, empezó a excavar en la pared medio podrida y en descomposición, esforzándose para aumentar la abertura. Se vio obligado a arrodillarse en un apestoso cieno, y, mientras trabajaba, los anillos de las serpientes de agua avanzaban sobre él retorciéndose, mientras emitían temibles silbidos. Evidentemente, el agujero era su medio de entrada y salida, dentro y fuera del calabozo.
La piedra se deshacía con facilidad ante su daga, y Gaspard olvidó lo repugnante y horrible de su situación ante la esperanza de la fuga. No tenía miedo de conocer la anchura del muro, o la naturaleza y extensión del subterráneo que se extendía más allá, pero se sentía seguro de que existía algún canal de conexión con el mundo exterior.
Durante horas o días enteros, trabajó con su daga, cavando ciegamente en la blanda pared, y arrancando el detritus que salpicaba en el agua a su alrededor.
Después de un rato, tumbado sobre su barriga, se arrastró por el agujero que había ensanchado y, cavando como un topo, se fue abriendo camino pulgada a pulgada.
Por fin, para su enorme alivio, la punta de su daga se hundió en un espacio vacío. Rompió con las manos la delgada barrera de piedra que quedaba como obstáculo, y entonces, arrastrándose en la oscuridad, descubrió que podía ponerse de pie en una especie de suelo cuadrangular.
Estirando sus entumecidos miembros, avanzó muy cautelosamente. Estaba en una especie de bodega estrecha o en un túnel, cuyos lados podía tocar simultáneamente con las yemas de los dedos extendidos. El suelo se inclinaba hacia abajo, y el agua se volvía más profunda, subiendo hasta sus rodillas y luego basta su cintura. Probablemente el lugar había sido utilizado una vez como salida subterránea del castillo, y el suelo, al derrumbarse, había bloqueado el agua.
Muy desanimado, Gaspard comenzó a cuestionarse si había cambiado el sucio calabozo, rondado por esqueletos, por una cosa incluso peor. La noche que le rodeaba seguía intacta y sin ningún rayo de luz, y la corriente de aire, aunque fuerte, venía cargada con una mohosidad y una humedad que sugerían subterráneos interminables.
Tocando los lados del túnel a intervalos, avanzó vacilante, adentrándose en el agua cada vez más profunda; descubrió una curva brusca a su derecha, que conducía a un espacio libre. El lugar resultó ser la entrada de un pasadizo que se interseccionaba, cuyo suelo estaba inundado, y, por lo menos, era recto y no se hundía más en la estancada porquería. Explorándolo, tropezó con el nacimiento de un tramo de escaleras que subían. Ascendiéndolas a través del agua, cuya profundidad disminuía, pronto se encontró de pie sobre suelo seco.
Los escalones, rotos, estrechos, irregulares y sin barandillas, parecían dar vueltas en una eterna espiral que se enroscaba en la oscuridad de las entrañas de Ylourgne. Resultaban tan cerradas y asfixiantes como una tumba, y no eran la causa de la corriente de aire que Gaspard había comenzado a seguir. A dónde podrían conducirle, él lo ignoraba; no hubiera sido capaz de decir si eran las mismas escaleras por las cuales había sido conducido al calabozo. Pero siguió adelante con constancia, parándose tan sólo a largos intervalos para recuperar el aliento como buenamente podía en ese aire estancado y maligno.
Al cabo de un rato, en la oscuridad compacta, desde arriba en la distancia, comenzó a escuchar un sonido misterioso y amortiguado: un estrépito. apagado pero repetido, de grandes bloques y masas de piedra que caían. El ruido resultaba indescriptiblemente triste y siniestro, y parecía hacer retumbar las paredes invisibles en torno a Gaspard, y estremecer los tramos de la escalera que pisaba con una siniestra vibración.
Subió ahora con una precaución y un cuidado intensificados, parándose a cada instante para escuchar. El ruido de caídas se volvió más alto, más siniestro, como sise situase sobre él directamente, y, al oírlo, se quedó agazapado en las oscuras escaleras por un tiempo que pudo ser de muchos minutos, sin atreverse a avanzar más. Por fin, de una manera desconcertante por lo repentina, el sonido se detuvo, dejando una tranquilidad tensa y llena de miedos.
Con muchas conjeturas siniestras. sin saber con qué nueva barbaridad iba a encontrarse. Gaspard se aventuró a reemprender su ascenso. De nuevo, en la oscura y compacta tranquilidad, fue recibido por un sonido: el de voces, apagadas y resonantes, que cantaban, como en una misa satánica o en una liturgia con cadencias de funeral convertidas en un himno, intolerablemente exultante, al triunfo del mal. Mucho antes de que pudiese comprender las palabras, tembló ante el latido, fuerte y maléfico, de un ritmo monótono, cuyas ascensiones y caídas parecían corresponderse con los latidos de algún colosal demonio.
Las escaleras dieron un giro por centésima vez en su tortuosa espiral y, saliendo de aquella larga medianoche, Gaspard parpadeó ante el pálido brillo que fluía hacia él desde arriba. Las voces del coro le recibieron con una sonora explosión de cánticos infernales, y él reconoció las palabras de un raro y poderoso hechizo, empleado por los brujos para una finalidad supremamente detestable y maléfica. Con espanto, mientras subía los últimos peldaños, descubrió lo que estaba teniendo lugar en las ruinas de Ylourgne.
Levantando su cabeza con cuidado sobre el suelo del castillo, vio que los peldaños terminaban en una esquina apartada del vasto cuarto en que había contemplado la impensable creación de Nathaire. Toda la extensión del edificio, desmantelado por dentro, se ofrecía a su vista, lleno por un extraño brillo en donde los rayos de una luna gibosa se mezclaban con las rojizas llamas de los rescoldos de los atanores y las lenguas multicolores que se enroscaban entre sí, surgiendo de los braseros nigrománticos.
Gaspard, durante un instante, se quedó confundido por el brillo de la luz de la luna entre las ruinas. Entonces, vio que casi todo el muro interior del castillo, que daba al patio, había sido demolido. Era el derribo de estos bloques de tamaño prodigioso, sin duda a través de un trabajo de hechicería ajeno al género humano, lo que había escuchado durante su ascensión subterránea desde los sótanos. Se le heló la sangre en las venas, se le puso la carne de gallina, cuando se dio cuenta del fin para el que la pared había sido echada abajo.
Era evidente que un día entero y parte de una noche habían transcurrido desde su encierro, porque la luna se levantaba alta en un firmamento de pálido zafiro.
Bañadas por su helado brillo, las pétreas cubas ya no emitían su extraña y eléctrica fosforescencia. La cama de tejidos sarracenos, en la cual Gaspard había contemplado al enano agonizante, estaba ahora parcialmente oculta a la vista por las emanaciones ascendentes de braseros y turíbulos, entre los cuales los diez discípulos del mago, ataviados de negro y escarlata, estaban practicando el rito espantoso y repugnante en una maléfica letanía.
Lleno de miedo, como alguien que afronta una aparición surgida de un infierno remoto, Gaspard contempló al coloso que yacía inerte, como sumido en un sueño ciclópeo, sobre las losas del castillo. La figura ya no era un esqueleto: los miembros habían sido redondeados en extremidades enormes y musculosas, como los miembros de los gigantes de la Biblia; los costados eran una muralla insuperable; los deltoides del poderoso pecho eran anchos como plataformas; las manos podrían haber aplastado los cuerpos de los hombres como si fuesen piedras de molino... Pero el rostro del asombroso monstruo, visto de perfil contra los desbordantes rayos de la luna, ¡era el rostro del satánico enano Nathaire..., aumentado cien veces, pero idéntico en su implacable maldad y malevolencia!
El vasto pecho parecía levantanse y caer, y. Durante una pausa del ritual nigromántico, Gaspard escuchó el sonido inconfundible de una poderosa respiración. El ojo del perfil estaba cerrado; pero su párpado parecía temblar como un gran cortinaje, como si el monstruo estuviese a punto de despertar; una mano extendida, con dedos pálidos y azulados como filas de cadáveres, se retorcía inquieta sobre las losas del castillo.
Un terror insuperable le apresó, pero ni siquiera ese terror podía inducirle a volver a los apestosos sótanos que había dejado atrás. Con unas dudas y un miedo infinitos, escapó de la esquina, manteniéndose dentro de la zona de sombras de ébano que flanqueaban los muros del castillo. Al marchar, contempló por un momento, a través de los engañosos velos de vapor, la cama en que la forma marchita de Nathaire estaba tumbada, pálida y sin movimiento. Parecía como si el enano hubiese muerto, o hubiese caído en el letargo que precede a la muerte. Entonces, las voces corales, gritando su terrible encantamiento, se elevaron aún más en un triunfo satánico; los vapores se desvanecieron como una nube nacida en el infierno, revolviéndose en torno a los brujos con la forma de pitones, y ocultando de nuevo la oriental cama y a su ocupante, quien parecía un cadáver.
El peso de un interminable infortunio oprimía el aire. Gaspard sintió que la terrible transmigración, invocada e implorada con liturgias blasfemas en continuo aumento, estaba a punto de suceder.., o quizá ya había sucedido. Pensó que el gigante que respiraba se había revuelto, como alguien que tiene el sueño ligero.
Pronto, la masa tumbada, inmensa y enorme, se interpuso entre Gaspard y los nigromantes que cantaban. No le habían visto, y ahora se atrevió a salir corriendo, alcanzando el patio sin ser molestado ni perseguido. A partir de ahí, sin volver la vista, escapó como alguien a quien persiguen los demonios, atravesando las empinadas cuestas llenas de barrancos, debajo de Ylourgne.
VII
LA LLEGADA DEL COLOSO
Después del fin del éxodo de los zombies, un terror universal todavía prevalecía: una extensa sombra de recelo infernal y funeral, que caía estancada sobre Averoigne.
Había extrañas señales de desastres en la apariencia de los cielos: meteoros de roja estela habían sido vistos cayendo más allá de las colinas del este; un cometa, en el lejano sur, había apagado las estrellas con su estela luminosa durante varias noches, para después desvanecerse dejando entre los hombres la profecía de la ruina y la pestilencia que habrían de venir. Durante el día, el aire era bochornoso y agobiante, y el cielo azul estaba calentado como al rojo vivo. Nubes de tormenta, oscuras y concentradas, agitaban sus lanzas fulgurantes en el horizonte lejano, como un ejército invasor de titanes. Una melancolía, como la que los hechizos de los magos producen, estaba extendida entre el ganado. Todos estos signos y prodigios eran un peso añadido sobre los oprimidos espíritus de los hombres, quienes iban de un lado para otro con un miedo diario de los preparativos y maquinaciones ocultas del Infierno.
Pero, hasta la salida propiamente dicha de la amenaza incubada, nadie, excepto Gaspard do Nord, tenía el conocimiento de cuál era su verdadera forma. Y Gaspard, escapando precipitadamente hacía Vyones, bajo la luna gibosa, y temeroso de escuchar en cualquier momento las pisadas de un perseguidor de tamaño colosal detrás de él, había pensado que era del todo inútil dar un aviso a los pueblos y aldeas que quedaban en la dirección de su fuga. ¿Dónde, en verdad incluso con un aviso , podían los hombres tener la esperanza de esconderse de esa cosa temible, engendrada por el Infierno de un osario violado, que saldría como un muerto viviente para desencadenar su cólera estruendosa sobre un mundo pisoteado?
Así, durante esa noche y el día siguiente, Gaspard du Nord, con el barro seco del calabozo sobre su indumentaria desgarrada por las espinas. avanzó como un loco por los elevados bosques infestados de hombres lobos y bandidos. La luna, poniéndose por el oeste, parpadeó ante sus ojos a través de los troncos de los árboles, lóbregos y retorcidos, mientras corría; y el alba le alcanzó con sus pálidos rayos como flechas penetrantes. La luna derramó sobre él su blanco bochorno, como metal calentado en un horno sublimado en luz. Y la porquería coagulada que se pegaba a sus prendas se convirtió de nuevo en barro por efecto de su propio sudor. Pero todavía continuó su marcha de pesadilla, mientras que un vago plan, aparentemente sin esperanza, tomaba forma en su mente.
En el intervalo, varios monjes de la hermandad cisterciense, vigilando las murallas grises de Ylourgne, a primera hora de la mañana en su guardia habitual, fueron los primeros, después de Gaspard, en mirar el monstruoso horror creado por los nigromantes. Su informe podía estar algo teñido de exageraciones piadosas, pero juraron que el gigante se elevó abruptamente, levantando su cintura a la altura de las ruinas de la tronera, entre un repentino restallar de fuegos de larga lengua y un retorcerse de oscuros humos que salían en erupción de Ylourgne. La cabeza del gigante estaba a la misma altura que el piso superior del calabozo, y su brazo derecho, extendido, descansaba como una barrera de nubes tormentosas contra el sol que acababa de salir.
Los monjes cayeron gimoteando de rodillas, creyendo que el Archienemigo en persona había llegado, utilizando Ylourgne como pasaje desde el abismo. Entonces, a través del valle, que tenía millas de anchura, escucharon una carcajada de risa monstruosa; y el gigante, saltando sobre el terraplén de la barbacana de un solo paso, comenzó a descender por la desigual y escarpada colina.
Cuando se aproximó, saltando de loma en loma, sus rasgos eran, de una manera manifiesta, los de algún gran demonio inflamado por la ira y la malicia contra los hijos de Adán. Su pelo, en mechones enmarañados, le caía por detrás como un amasijo de negras pitones; su piel desnuda estaba lívida y pálida y mortecina, como la piel de los muertos; pero, debajo de ella, los portentosos músculos de un titán se agitaban y movían. Los ojos, saltones y brillantes, resplandecían como calderos descubiertos calentados por algún insondable abismo.
El rumor de su llegada se extendió como una tormenta de terror a través del monasterio. Muchos de entre los hermanos, considerando la prudencia la parte más positiva del fervor religioso, se ocultaron en las bodegas de piedra y en los sótanos. Otros se agazaparon en sus celdas, murmurando y chillando plegarias incoherentes a todos los santos. Todavía otros, los más valientes, se retiraron en grupo a una capilla y se arrodillaron, en oración solemne, ante el gran crucifijo de madera.
Sólo Bernard y Stéphane, ahora algo recobrados de su terrible paliza, se atrevieron a vigilar el avance del gigante. Su horror aumentó de forma inenarrable cuando descubrieron en las colosales facciones un extraordinario parecido con los rasgos del malvado enano que había presidido las oscuras actividades malditas de Ylourgne; y la risa del coloso, mientras descendía valle abajo, era como un eco traído por la tormenta de las infames risotadas que les habían perseguido durante su ignominiosa fuga de la fortaleza maldita. A Bernard y Stéphane, sin embargo, les pareció que el enano, quien era en realidad un demonio, había elegido manifestarse con su verdadera forma.
Parándose en el fondo del valle, el gigante miró al monasterio con sus ojos ardientes a la altura de la ventana desde la cual Stéphane y Bernard espiaban. Se rió de nuevo una risa terrible como un terremoto subterráneo e inclinándose, tomó un montón de pedrejones como si fuesen guijarros, y procedió a apedrear el monasterio. Los pedruscos chocaron contra los muros, como si hubiesen sido arrojados por una poderosa catapulta, pero el sólido edificio aguantó aunque fuese terriblemente agitado.
Entonces, con las dos manos, el coloso arrancó una inmensa roca que estaba profundamente hundida en el suelo de la colina, y, levantándola, la arrojó contra los inquebrantables muros. La tremenda masa rompió una pared entera de la capilla, y aquellos que se habían agrupado ahí fueron encontrados más tarde machacados en una pulpa sanguinolenta, entre las astillas de su Cristo tallado.
Después de eso, como desdeñando divertirse más con una presa tan insignificante, el coloso dio la espalda al pequeño monasterio y, como un Goliat engendrado por demonios, fue rugiendo valle abajo adentrándose en Averoigne.
Mientras se marchaba, Bernard y Stéphane, que aún vigilaban desde su ventana, vieron algo en lo que no habían reparado antes: una enorme cesta, hecha de tablazón, que colgaba, suspendida con sogas, entre los hombros del gigante. En la cesta, diez hombres los pupilos y ayudantes de Nathaire estaban siendo transportados como si fuesen muñecos o marionetas a la espalda de un buhonero.
En torno a los vagabundeos subsiguientes y a las depredaciones del coloso, se contaron cien leyendas durante mucho tiempo a lo largo de Averoigne. Cuentos de un horror que no tiene igual, unos caprichos diabólicos sin paralelo en toda la historia de aquella tierra infestada de demonios.
Los cabreros de las colinas debajo de Ylourgne le vieron acercarse, y escaparon junto con sus ágiles rebaños a los riscos más altos. A ésos les dedicó poca atención, limitándose a pisotearles como escarabajos cuando no conseguían apartarse de su camino. Siguiendo el arroyo de montaña que era la fuente del gran río Isoile, llegó al borde del gran bosque, y allí arrancó un pino recio y antiguo con sus propias manos, y, dándole forma de porra, lo llevó a partir de entonces.
Con esta cachiporra, más pesada que un ariete, machacó, hasta convertirla en ruinas amorfas, una ermita que estaba junto al camino en el bosque. Un villorrio se cruzó en su camino. y pasó a través de el, hundiendo sus techos, derribando las paredes y aplastando a los habitantes bajo sus pies.
De acá para allá, en un loco paroxismo de destrucción, como un cíclope borracho de muerte, vagabundeó durante todo el día. Hasta las bestias salvajes del bosque escapaban de él presas del miedo. Los lobos, en mitad de su cacería, abandonaban la presa y se escondían, aullando lastimeramente a causa del terror, en sus rocosos cubiles. Los salvajes perros negros de caza del bosque no estaban dispuestos a hacerle frente, y se escondían gimoteando en las perreras.
Los hombres escucharon su poderosa carcajada, sus gritos como de tormenta; le vieron acercarse a una distancia de muchas leguas, y escaparon o se escondieron tan bien como fueron capaces. Los señores de los castillos con foso llamaron a sus soldados, levantaron sus puentes levadizos y se prepararon como para el asedio de un ejército. Los campesinos se escondieron en las cavernas, en las bodegas, en pozos viejos, incluso debajo de montones de paja, con la esperanza de que pasara de largo sin fijarse. Las iglesias estaban repletas de refugiados que buscaban la protección de la cruz, considerando que Satanás en persona, o alguno de sus lugartenientes más destacados, se había alzado para asolar la región y convertirla en un desierto.
Con una voz como un trueno de verano, locas maldiciones, obscenidades y blasfemias impensables eran pronunciadas sin cesar por el gigante mientras se dirigía de un lado para otro. La gente le escuchó dirigirse a la camada de figuras vestidas de negro que portaba en sus espaldas en tonos de reproche o explicación como los de un maestro que se dirige a sus alumnos. Quienes habían conocido a Nathaire reconocieron el increíble parecido de las facciones hinchadas con las suyas. Un rumor corrió de que el brujo enano, gracias a su despreciable lazo con el Adversario, había conseguido transmitir su alma odiosa a esa forma titánica; y, llevando a sus discípulos con él, había regresado para desencadenar una ira insaciable, un rencor sin fondo contra el mundo que se había burlado de él por su pequeño tamaño y le había despreciado por su brujería. También se rumoreaba la génesis en el osario del monstruoso avatar; y lo cierto es que se decía que el coloso había proclamado abiertamente su identidad.
Resultaría aburrido hacer mención explícita de todas las barbaridades, de todas las atrocidades que fueron atribuidas al gigante merodeador. Hubo personas se dice que principalmente mujeres y sacerdotes a quienes atrapó mientras escapaban, y descuartizó miembro a miembro como un niño haría con un insecto... Y hubo cosas peores que no serán mencionadas en esta crónica.
Muchos testigos oculares vieron cómo dio caza a Pierre, el señor de La Frênaie, quien había salido con sus hombres y su jauría para dar caza a un noble ciervo en un bosque cercano. Alcanzando a caballo y jinete, los levantó con una sola mano y, llevándolos por alto mientras andaba por encima de la copa de los árboles, los arrojó contra las murallas del castillo de La Frênaie mientras pasaba. Entonces, alcanzando al ciervo rojo que Pierre había cazado, lo arrojó detrás de ellos, y las enormes manchas de sangre producidas por el impacto de los cuerpos permanecieron largo tiempo sobre las piedras del castillo, y nunca fueron lavadas del todo por las lluvias del otoño y las nieves del invierno.
Se contaron también historias innumerables de actos de sacrilegio y profanación cometidos por el coloso: la virgen de madera que arrojó al Isoile, cerca de Ximes, atada con las entrañas humanas al cuerpo en descomposición, y vestido con cota de malla, de un famoso forajido; los cadáveres llenos de gusanos que sacó con las manos de tumbas sin consagrar y arrojó al patio de la abadía benedictina de Périgon; enterró la iglesia de Santa Zenobia, junto con sus sacerdotes y congregación, bajo una montaña de abono conseguida con todos los estercoleros de las granjas vecinas.
VIII
EL DERRIBO DEL COLOSO
Adelante y atrás, siguiendo un curso irregular de borracho, en zigzag, el gigante anduvo sin pausa de un confín a otro del reino asolado, como un energúmeno poseído por un demonio implacable de maldad y muerte, dejando detrás de él, como un segador con su guadaña una extensión de eterna ruina, rapiña y carnicería. Y cuando el sol, ennegrecido por el humo de las aldeas en llamas, se hubo puesto rojizo más allá del bosque, los hombres todavía le veían moviéndose en el crepúsculo, y escuchaban el temblor portentoso de su risa loca y tormentosa.
Aproximándose a las puertas de Vyones al ponerse el sol, Gaspard du Nord vio detrás de él, a través de claros en el antiguo bosque, los lejanos hombros y cabeza del temible coloso, quien se movía a lo largo del río Isoile, deteniéndose a ratos entretenido en algún acto horrible.
Aunque insensible a causa de la debilidad y el cansancio, Gaspard aumentó el paso. No creía, sin embargo, que el monstruo intentara invadir Vyones, el objetivo principal del odio y la malicia de Nathaire, antes del día siguiente. El alma malvada del hechicero enano, exultante en su total capacidad para el daño y la destrucción, retrasaría el acto que coronaría su venganza, y continuaría aterrorizando durante la noche las aldeas vecinas y los distritos rurales.
A pesar de sus harapos y de su suciedad, que le volvían prácticamente irreconocible y le daban un aspecto sospechoso, Gaspard fue admitido sin preguntas por los guardias en la puerta de la ciudad. Vyones ya estaba abarrotada con gente que había escapado al santuario de sus sólidas murallas desde el campo adyacente, y a nadie, ni siquiera a los personajes de peor catadura, se le denegaba la entrada. Sobre las murallas había filas de arqueros y alabarderos agrupados y listos para impedir la entrada al gigante. Había hombres armados con ballestas situados sobre las puertas, y catapultas colocadas a cortos intervalos a lo largo de todo el circuito de las murallas. La ciudad bullía y zumbaba como una colmena agitada.
La histeria y el pandemónium prevalecían en las calles. Caras pálidas y presas del pánico remolineaban por todas partes en una corriente sin destino. Antorchas que corrían llameaban dolorosamente en un crepúsculo que se volvía más profundo como alas de sombras inminentes surgidas del averno. En la oscuridad se coagulaba un miedo intangible, con redes de una opresión asfixiante. En medio de todo este revuelo de desorden salvaje y de locura, Gaspard, como un nadador agotado pero que se niega a rendirse braceando sobre una ola de eterna pesadilla visceral, se abrió camino lentamente hasta sus alojamientos del ático.
Después, apenas podía recordar haber comido y bebido. Agotado más allá de los límites del aguante físico y espiritual, se arrojó sobre su lecho sin quitarse sus vestiduras rígidas de barro, y durmió empapado hasta una hora a medio camino entre la medianoche y el amanecer.
Se despertó cuando los rayos de la gibosa luna, pálidos como la muerte, brillaron sobre él desde su ventana, y, levantándose, empleó el resto de la noche en ciertos preparativos ocultos que, según él, ofrecían la única posibilidad de hacer frente al monstruo demoniaco que había sido creado y animado por Nathaire.
Trabajando febrilmente a la luz de la luna del oeste y una única débil vela, Gaspard reunió varios ingredientes de uso alquímico común que él poseía, e hizo de éstos un compuesto, a través de un proceso largo y cabalístico, un polvo gris oscuro que había visto emplear a Nathaire en numerosas ocasiones. Él había razonado que el coloso, habiendo sido formado con la carne y la sangre de hombres muertos indebidamente levantados de sus tumbas, y dotado de energía solamente por el alma del hechicero muerto, estaría sujeto a la influencia de este polvo, que Nathaire había utilizado para hacer caer a los muertos resucitados. El polvo, si era arrojado en las fosas nasales de semejantes cadáveres, les hacía volver pacíficamente a sus tumbas y tumbarse de nuevo en el renovado reposo de la muerte.
Gaspard hizo una cantidad considerable de esta mezcla, porque un simple pellizco no sería suficiente para dormir a la gigantesca monstruosidad del cementerio. Su vela, que goteaba cera, fue apagada por la blanca alba cuando el terminaba la fórmula latina de temibles invocaciones de la cual extraería mucha de su eficacia. Él utilizó el hechizo con desgana, porque pedía la colaboración de Alastor y otros espíritus malignos. Pero sabía que no existía otra alternativa: la brujería había que afrontarla con brujería.
La mañana llegó con nuevos terrores a Vyones. Gaspard sintió, por medio de una especie de intuición, que el coloso vengativo, que se decía había vagabundeado con un vigor inhumano y una diabólica energía durante toda la noche a través de Averoigne, se acercaría a la odiada ciudad temprano en ese día. Su pensamiento resultó confirmado; porque apenas había terminado sus labores ocultas cuando escuchó un griterío creciente en las calles y, sobre el triste y agudo clamor de las voces asustadas, el lejano rugido del gigante.
Gaspard supo que no tema tiempo que perder, si iba a apostarse en un sitio desde donde arrojar con ventaja su polvo a las fosas nasales del gigante de cien pies. Ni los muros de la ciudad ni la mayoría de los campanarios de las iglesias eran lo suficientemente elevados para su propósito; y una breve reflexión le indicó que la gran catedral, levantándose en el corazón de Vyones, era el único lugar desde cuyo techo podía hacer frente al invasor con éxito. Estaba seguro de que los soldados en las murallas poco podrían hacer para impedir al monstruo la entrada y el ejercicio de su malévola voluntad. Ningún arma terrenal podría dañar a un ser de ese volumen y naturaleza; porque incluso un cadáver de tamaño normal, levantado de esta manera, podía ser cosido a flechazos o atravesado por media docena de picas sin frenar su progreso.
Apresuradamente, llenó un enorme saco de cuero con el polvo y, llevándolo a la cintura, se unió al agitado revoltijo de gente en la calle. Muchos estaban escapando a la catedral, buscando el refugio en su augusta santidad., y sólo tuvo que dejarse llevar por aquella corriente empujada por el miedo.
La catedral estaba repleta de fieles, y misas solemnes estaban siendo dichas por sacerdotes cuyas voces temblaban a veces por pánico interior. Sin que le prestase atención la multitud, lívida y desesperada, Gaspard encontró un tramo de escaleras que conducían, tortuosamente, al techo de la alta torre vigilada por las gárgolas.
Aquí se apostó, agazapado detrás de la figura de piedra de un hipogrifo con cabeza de gato. Desde su posición ventajosa podía ver más allá de los campanarios y techos atestados, al gigante que se aproximaba, cuya cabeza y torso se levantaban sobre las murallas de la ciudad. Una nube de flechas, visible hasta a esa distancia, se levantó para recibir al monstruo, quien aparentemente ni siquiera se paró para arrancárselas del costado.
Grandes peñascos, arrojados por catapultas, eran como una llovizna de arenisca, y los pesados dardos de las ballestas, hundidos en su carne, no eran más que simples astillas.
Nada podía frenar su avance. Las diminutas figuras de una compañía de alabarderos, que le hacían frente sacando sus armas, fueron barridas de la puerta del este con un solo movimiento lateral del pino de setenta pies que usaba como bastón. Entonces, habiendo vaciado la muralla, el coloso trepó sobre ella entrando en Vyones.
Rugiendo, carcajeándose y riendo como un cíclope maníaco, recorrió calles estrechas entre casas que sólo alcanzaban su cintura, pisoteando sin misericordia a quienes no podían escapar a tiempo, y hundiendo los techos con terribles golpes de su bastón. Con un golpe de su mano izquierda, rompió los tejados que sobresalían y volcó los campanarios de las iglesias con sus campanas repicando en dolorosa alarma mientras caían. Un chillido lleno de pena y las lamentaciones de voces llenas de histeria acompañaban su paso.
Fue directo hacia la catedral, tal y como Gaspard había calculado, sintiendo que el elevado edificio sería el objetivo especial de su maldad.
Las calles estaban ahora vacías de gente, pero, como para cazarlos y aplastarlos en sus escondites, el gigante metió su bastón como un ariete a través de techos y ventanas al pasar. La ruina y el caos que dejaba eran indescriptibles.
Pronto, se irguió frente a la torre de la catedral en la cual Gaspard esperaba agazapado detrás de la gárgola. Su cabeza estaba a la misma altura que la torre, y sus ojos ardían como pozos de azufre ardiente mientras se acercaba. Sus labios estaban separados sobre dientes como estalactitas en un gruñido odioso, y gritó con una voz que era como el retumbar de un trueno articulado en palabras:
¡Eh! ¡Sacerdotes lloricas y devotos de un Dios impotente! ¡Adelantaos y haced reverencias ante Nathaire el maestro, antes de que él os barra al limbo!
Fue entonces cuando Gaspard, con un valor sin comparación, se levantó de su escondite y se plantó a la vista del colérico gigante.
Acercaos, Nathaire, si sois vos en verdad, vil ladrón de tumbas y de osarios se burló . Acercaos, pues con vos querría platicar.
Un gesto de monstruosa sorpresa apagó la cólera diabólica de las facciones colosales. Mirando fijamente a Gaspard, como presa de la duda o de la incredulidad, el gigante bajó su bastón levantado y se acercó a la torre, hasta que su rostro estuvo sólo a unos pies del intrépido estudiante. Entonces, cuando aparentemente se había convencido de la identidad de Gaspard, la expresión de cólera maníaca volvió, inundando sus ojos con un fuego tartáreo y retorciendo sus facciones en una máscara de malignidad Su brazo izquierdo se levantó en un arco prodigioso, con dedos que se retorcían colocados horriblemente por encima de la cabeza del joven, proyectando una sombra negra como un buitre contra el sol del mediodía. Gaspard vio las caras blancas, sorprendidas, mirando por encima de su hombro desde la cesta de madera.
¿Eres tú, Gaspard, mi discípulo rebelde? rugió el coloso tormentosamente . Pensé que estabas pudriéndote en el calabozo debajo de Ylourgne... ¡Y ahora te encuentro colgado en la cima de esta maldita catedral que estoy a punto de demoler!... Hubieras sido más sabio quedándote donde yo te dejé, mi buen Gaspard.
Mientras hablaba, su aliento era como un vendaval que se cernía sobre el estudiante. Sus vastos dedos, con uñas negras como palas, revoloteaban sobre él con una amenaza de ogro. Gaspard había aflojado furtivamente la bolsa de cuero que llevaba a la cintura, y había abierto su cuello. Ahora, mientras los dedos que se retorcían descendían hacia él, vació el contenido de la bolsa en el rostro del gigante, y el fino polvo, formando una nube gris, oscureció de su vista los labios burlones y las narices palpitantes.
Ansioso, vigiló el efecto, temiendo que el polvo fuese inútil, después de todo, contra las artes superiores y los recursos satánicos de Nathaire. Pero, milagrosamente, el brillo maligno murió en los ojos profundos como el abismo, mientras el monstruo inhaló la nube flotante. Su mano levantada, no acertando en su movimiento al joven agazapado, cayó sin vida en su costado. La cólera fue borrada de la poderosa máscara retorcida. como del rostro de un hombre muerto; el gran bastón cayó sobre la calle vacía con un crujido, y entonces, con pasos desiguales y adormilados, y con los brazos colgando descuidados, el gigante dio la espalda a la catedral y volvió sobre sus pasos a través de la ciudad devastada.
Hablaba solo, con un tono somnoliento, mientras andaba, y la gente que le escuchó juraba que el tono ya no era la voz terrible de Nathaire, inflada por el trueno, sino los tonos y acentos de una multitud de hombres, entre los cuales las voces de algunos de los muertos violados eran reconocibles.
Y la voz de Nathaire en persona, sin más volumen del que tuvo en vida, era a intervalos escuchada, a través de los múltiples murmullos, como protestando rabiosa.
Trepando sobre las murallas del este, como había entrado, el coloso fue de acá para allá durante muchas horas, no para dar salida a una cólera y un rencor infernales, sino buscando, como la gente pensó, las distintas tumbas para los centenares de personas que lo componían y que habían sido tan asquerosamente arrancadas de ellas. De osario en osario, de cementerio en cementerio, recorrió toda la región, pero no había tumba en lugar alguno en que el coloso pudiese descansar.
Entonces, hacia el atardecer, los hombres le vieron en la distancia recortándose contra el borde rojizo del cielo, cavando con sus manos en las blandas tierras arcillosas junto al río Isoile. Allí, en una tumba monstruosa que él mismo se fabricó, el coloso se tumbó y no volvió a levantarse. Los diez discípulos de Nathaire, se pensó, al no ser capaces de descender de su cesta, fueron aplastados bajo el enorme cuerpo, porque ninguno de ellos volvió a ser visto después.
Durante muchos días, nadie se atrevió a aproximarse al lugar donde el cadáver descansaba en la tumba sin cubrir que él mismo se había cavado. Y así, el monstruo se pudrió de una manera prodigiosa bajo el sol del verano, produciendo un fuerte hedor que trajo la peste a una parte de Averoigne. Y quienes se atrevieron a acercarse, el siguiente otoño, cuando el hedor hubo desaparecido, juraron que la voz de Nathaire, todavía protestando colérica, fue escuchada por ellos saliendo de la enorme masa infestada de cornejas.
De Gaspard du Nord, quien había sido el salvador de la provincia, fue contado que vivió con muchos honores hasta una edad madura, siendo el único hechicero de la región que nunca incurrió en la desaprobación de la Iglesia.
Título original: The Colossus Of Ylourgne, IV/V 1932
(Weird Tales, VI 34. Genius Loci And Other Tales, X 48)
Trad. Arturo Villarubia, EDAF 1991
La Madre de los sapos (Versión Completa)
Clark Ashton Smith
"¿POR QUé SIEMPRE te apresuras tanto en irte, pequeño mío?
La voz de Mere Antoinette, la bruja, era un amoroso graznido. Miró con avidez a Pierre, el joven aprendiz de boticario, con sus ojos de redondas órbitas y sin pestañas como los de un sapo. Los pliegues bajo su barbilla se hinchaban, como la garganta de algún gran batracio. Su enorme pecho, pálido como la panza de una rana, se bamboleaba en su harapienta toga mientras se acercaba a él.
Él no respondió; y ella se acercó más, hasta que vió en el canal de aquellos senos, una humedad resplandeciente como el rocío de las marismas... como la baba de algún anfibio... una humedad que parecía perdurar siempre allí.
La voz de ella, melosa y engatusadora, insistió. "Quédate aquí esta noche, mi precioso huerfano. Nadie te echará de menos en la aldea. Y tu amo no se preocupará." Se apretó contra él con estremecidos pliegues e grasa. Con sus dedos cortos y planos, que casi daban la impresión de estar enrredados, agarró su mano y la condujo a su pecho.
Pierre apartó aquella mano y se retiró discretamente. Repelido más que avergonzado, apartó su mirada. La bruja tenía más del doble de su edad, y sus encantos eran demasiado toscos e insulsos como para tentarle ni aún por un instante. Además, su reputación era tal que habría anulado los atractivos de una hechicera más joven y hermosa. Su brujería la había hecho ser temida entre los campesinos de aquella remota provincia, donde la creencia en hechizos y filtros era todavía común. La gente de Averoigne la llamaba La Mere des Crapauds, Madre de Sapos, un nombre otorgado por más de una razón. Los sapos moraban, innumerables, en las cercanías de su cabaña; se decía que eran sus demonios familiares, y se contaban oscuras historias concernientes a sus relacciones con la hechicera, y las tareas que desempeñaban a su servicio. Tales relatos eran los más facilmente creídos, debido a que siempre se había observado en su aspecto, rasgos de batracio.
Al joven le desagradaba, e incluso le desagradaban los viscosos, anormalmente grandes sapos que a menudo había aplastado al atardecer, sobre el sendero entre la cabaña de ella y la aldea de Les Hiboux. Podía escuchar a algunas de esas criaturas croando ahora; y le pareció, extrañamente, que pronunciaban un medio articulado eco de las palabras de la bruja.
Pronto anochecería, reflexionó él. El sendero que recorría las Marcas no era agradable de noche, y se sintió doblemente ansioso por partir. Sin responder aún a la invitación de Mere Antionette, alcanzó el negro frasquito triangular que había dejado ante él sobre la grasienta mesa. El frasco contenía un filtro de curiosa potencia que su maestro, Alain le Dindon, le había enviado a procurarse. Le Dindon, el boticario de la aldea, no tenía problemar en comerciar subrepticiamente con ciertos dudosos medicamentos suministrados por la bruja; y Pierre, a menudo, acudía a tales menesteres a su cabaña escondida.
El viejo boticario, cuyo humor era rudo y obsceno, había advertido en ocasiones a Pierre con respecto a la preferencia de Mere Antoinette hacia él. "Alguna noche, muchacho, te quedarás con ella," había dicho. "Ten cuidado, o el gran sapo te aplastará." Recordando esta burla, el muchacho se ruborizó enfadado, mientras se giraba para irse.
"Quédate," insistió Mere Antoinette. "La niebla es fría en las Marcas; y espesa a ojos vista. Supe que venías, y he dispuesto para tí una buena mezcla del vino rojo de Ximes."
Quitó la tapa de un cántaro de barro y escanció su humeante contenido en una gran copa. El vino, rojo púrpura fluía deliciosamente, y un aroma de cálidas, exquisitas especias impregnó la cabaña, imponiéndose a los menos agradables hedores del borboteante caldero, las medio secas nueces, víboras, alas de murciélago y malignas, nauseabundas hierbas que colgaban de los muros, y a la peste de los negros candiles de alquitrán y sebo de cadáver que siempre ardían, tarde y noche, en aquel lóbrego interior.
"Lo beberé," dijo Pierre, un poco de mala gana. "Esto es, si no contiene ninguna de tus propios brebajes."
"No es más que vino generoso, de hace cuatro estaciones, con especias de Arabia," croó la hechicera conciliadoramente. "Calentará tu estómago... y..." Añadió algo inaudible mientras Pierre aceptaba la copa.
Antes de beber, inhaló los efluvios de la bebida con algo de prevención, pero quedó conforme con su agradable aroma. Seguramente estaba exento de toda droga o filtro preparados por la bruja: pues, por lo que él sabía, sus preparaciones olían todas fatal.
Aún así, como avisado por alguna premonición, dudó. Entonces recordó que el aire del crepúsculo era, de hecho, frío; y esas brumas que se habían cernido furtivamente sobre él mientras llegaba a la morada de Mere Antoinette. El vino le daría fuerzas para el desfallecedor paseo de vuelta a Les Hiboux. Lo bebió con rapidez y apartó la copa. "En verdad, es un buen vino," declaró. "Pero ahora debo partir."
Mientras hablaba, sentía en su estómago y en sus venas la expansiva calidez del alcohol, de las especias... y de algo más ardiente que eso. Le pareció que su propia voz era irreal y extraña, como si hablara desde un lugar muy elevado. El calor creció, envolviéndolo como una llama dorada alimentada por aceites mágicos. Su sangre, un torrente furibundo, corría más y más tumultuosamente por sus miembros.
A sus oídos llegaba un suave pero profundo estruendo y la mirada se le sumió en un plácido desconcierto. De algún modo, la cabaña pareció expandirse, cambiar su luminosidad a su alrededor. Difícilmente reconocía sus escuálidos muebles, la acumulación de siniestros desperdicios iluminados por el exultante esplendor de velas negras cuyas llamas despedían un fuego vibrante que se elevaba e hinchaba en la suave oscuridad hasta cobrar dimensiones colosales. Su sangre ardía como la oscilante llama de los candiles.
Se dio cuenta, por un instante, de que todo ello era producto de un encantamiento, un conjuro seductor en el vino de la bruja. El miedo le embargó y deseó huir. Entonces, cercana a él, vió a Mere Antoinette.
Grande fue su maravilla ante el cambio que había sufrido. Entonces, el miedo y el asombro fueron olvidados, junto con su antigua repulsión. Comprendió por qué aquel ardor mágico iba in crescendo en su interior, por qué la carne le palpitaba como las llamas de las velas.
La raída falda que ella vestía, yacía ahora a sus pies, y se alzaba desnuda como Lilith, la primera bruja. Sus deformados miembros y cuerpo se habían tornado voluptuosos; los carnosos labios eran la promesa de besos cuya pasión jamás conseguirían emular otros labios. Los huecos de sus cortos y gruesos brazos, la concavidad de sus voluminosos y caídos senos, las marcadas arrugas del rostro, los deformes bultos sebosos de caderas y piernas, eran un borroso recuerdo sustituido por unas formas rebosantes de lujuriosa seducción.
"¿Te gusto ahora, mi pequeño?" preguntó.
Cuando ella lo atrajo hacia su pecho para estrecharlo fuertemente no se apartó, sino que fue a su encuentro con las manos ardientes de pasión. Los miembros de la mujer estaban fríos y húmedos; sus pechos cedieron como los hierbajos sobre el lecho de una ciénaga. Su cuerpo era pálido y carecía de vello; sin embargo, en algunas zonas destacaba una peculiar irregularidad... como la piel de un sapo... cosa que, en lugar de extinguirle el deseo, se lo exacerbó aún más.
Era una mujer tan voluminosa que apenas conseguía tocarse los dedos al rodearla con los brazos. Sus dos manos juntas apenas si abarcaban un solo seno. Pero el vino había trastornado su sangre con emponzoñado ardor.
Lo condujo a un lecho que había junto al hogar, en el que un enorme caldero bullía enigmáticamente emanando vapores en extrañas y retorcidas espirales de humo que sugerían figuras tan ambiguas como obscenas. El lecho estaba raído y medio destartalado, pero la carne de la hechicera era como una montaña de grandes y mullidos cojines...
PIERRE SE DESPERTó al amanecer, cuando las grandes y negras velas se habían consumido del todo. Enfermo y confundido, intentó recordar en vano, dónde estaba o qué había hecho. Entonces, girándose un poco, vió ante sí, en el lecho, un cosa que era como un monstruo imposible de sueños enfermizos; una forma de sapo, tan grande como una mujer gorda. Sus miembros eran algo parecido los brazos y piernas de una mujer. Su pálido, verrugoso cuerpo se apretó contra él, y sintió la redonda suavidad de algo que semejaba un pecho.
La nausea le invadió mientras regresaban sus recuerdos de la delirante noche; de la manera más estúpida había sido engañado por la bruja, y había sucumbido a sus malvados encantamientos.
Parecía que un íncubo lo sujetar, oprimiendo su cuerpo y sus miembros. Cerró los ojos, para dejar de contemplar la cosa abominable que era Mere Antoinette en su verdadera semnblanza. Lentamente, con un esfuerzo prodigioso, se apartó de aquella aplastante forma de pesadilla. No se agitó ni pareció despertarse; y él se deslizó rápidamente del lecho.
De nuevo, impelido por una insana fascinación, miró a la cosa sobre el lecho... y sólo vio la gruesa forma de Mere Antoinette. Quizás su impresión de un gran sapo delante suyo no había sido sino una ilusión, un delirio sufrido entre vigilias y sueños, pesadilla y realidad. Había algo de aquel horror que se le escapaba en el lodazal del olvido; sin embargo, en su interior persistía una sensación de repulsiva repugnancia que le recordaba las obscenidades a las que había sucumbido.
Temiendo que la bruja pudiera despertarse en cualquier momento e intentara detenerle, abandonó silenciosamente la cabaña. Era pleno día, pero una fría, espesa niebla se extendía por todas partes, amotajando las enrredadas ciénagas, y colgando como una fantasmal cortina sobre el sendero que debía seguir hasta Les Hiboux. Como si se moviera con rapidez y furia, la bruma parecía perseguirlo por detrás para atraparlo con garras etéreas, mientras se encaminaba a su casa. Pierre se estremeció al notar su contacto. Inclinó la cabeza y se arrebujó en la capa
Pero la niebla se iba espesando más y más, para formar una inabarcable tela de araña que se apoderaba de todo el aire hasta hacerlo prácticamente irrespirable. El muchacho sólo discernía unos pasos más allá las sinuosas curvas del sendero. Apenas si reconocía los lugares por los que tantas veces había pasado, las mimbreras y los sauces que súbitamente se interponían en su camino como grises espectros y se desvanecían en la vacuidad cuando llegaba a su altura. Nunca había visto una niebla semejante: era como si un millar de marmitas de hechiceros hirvieran al unísono.
Aunque no estaba del todo seguro de su posición, Pierre pensaba que había cubierto la mitad de la distancia a la aldea. Entonces, de súbito, comenzó a ver a los sapos. Habían estado ocultos por la bruma hasta que se acercó a ellos. Deformes, inusualmente grandes e hinchados, en cuclillas en medio del camino o saltando despreocupadamente delante de él en las frondosas tinieblas o en ambas lindes del sendero.
Varios de ellos se golpearon contra sus pies. Sin pretenderlo, pisoteó uno y resbaló a causa de la pulpa informe en que había devenido; estuvo a punto de caer junto a uno de los bordes del pantano. Presintió que las aguas tenebrosas lo esperaban anhelantes, pero finalmente recuperó el equilibrio y las pudo evitar.
Girándose para reanudar su camino, redujo a algunos sapos más a una aborrecible pulpa bajo su pie. El suelo del pantano estaba completamente tapizado de sapos. Aquellos pegajosos cuerpos saltaban hacia él emergiendo de la niebla; le golpeaban las piernas, el torso, incluso el rostro. Lo atacaban por escuadrones, como una demoniaca legión de perversos engendros. Parecía que hubiera un maligno, un malvado propósito en sus movimientos, en el golpear de sus violentos impactos. Le impedían avanzar. Fue dando bandazos a diestro y siniestro, resbalando continuamente, mientras se protegía la cara con las manos. Sentía una consternación espantosa, un horror asfixiante. Era como si la pesadilla de su despertar en la cabaña de la bruja hubiera, de alguna manera, vuelto a él.
Los sapos llegaban siempre desde la direción de Les Hiboux, como empujándole de nuevo hacia la morada de Mere Antoinette. Se lanzaban contra él como un inhumano granizo, como proyectiles lanzados por demonios invisibles. El suelo estaba cubierto de ellos, el aire se llenaba con sus palpitantes cuerpos. Una vez, casi consiguió pasar a través de ellos.
Su número pareció incrementarse, se precipitaban sobre él como una tormenta nociva. Pierre perdió el control, con su valor hecho trizas, y comenzó a correr aleatoriamente, sin conocer que había abandonado la senda segura. Perdiendo todo sentido de la dirección, en su frenético deseo de escapar de aquella miríada imposible, se internó en los juncos y las juncias, pisando aquel terreno que se estremecía con la enorme masa gelatinosa que lo cubría. Siempre a su espalda escuchaba el suave y pesado avance de los sapos; y en ocasiones se alzaban como un súbito muro para detener su camino y hacerle girar a un lado. Más de una vez lo salvaron de caer en arenas movedizas ocultas entre la espesa vegetación. Era como si le estuvieran conduciendo deliberada y concertadamente a una meta señalada.
Ahora, como al descorrer una densa cortina, la niebla se esfumó, y Pierre vió ante sí en un dorado destello de sol matutino, las verdes y altas mimbreras que rodeaban la cabaña de Mere Antoinette. Todos los sapos habían desaparecido, aunque podría haber jurado que centenares de ellos estaban alcanzándole en el instante previo. Con un sentimiento de indefenso terror y pánico, supo que estaba de nuevo en las garras de la bruja; que los sapos era, de hecho, sus familiares, como tanta gente pensaba que eran. Habían evitado su fuga, y le habían llevado de vuelta a la foul criatura... ya fuera mujer, batracio, o ambas cosas... que era conocida como la Madre de los Sapos.
En sus pensamientos, Pierre tuvo la impresión de sumirse en la asfixiante negrura de insondables arenas movedizas. Vió a la bruja salir de la cabaña y venir hacia él. Sus gruesos dedos, unidos por pálidos pliegues de piel como las membranas de una telaraña, se estiraban y aplanaban en torno a la humeante taza que llevaba. Una repentina ráfaga de viento surgida de la nada levantó las escasas faldas de Mere Antoinettea la altura de sus gruesos muslos y llevó hasta las fosas nasales del muchacho el intenso aroma de las cálidas, familiares especias del vino drogado.
"¿Por qué me has dejado tan rápido, mi pequeño?" Había un amoroso ronroneo en el tono de la pregunta de la bruja. "No podría dejarte marchar sin otra copa del buen vino tinto, tratado y especiado para la calidez de tu estómago... Mira, lo he preparado para ti... sabiendo que regresarías."
Se acercó mucho a él mientras hablaba, con furtivos movimientos, y acercó la copa a sus labios. Pierre comenzó a marearse con los extraños efluvios y volvió la cabeza a otro lado. Parecía como si un hechizo de parálisis hubiera dominado sus músculos, pues aquel simple movimiento requirió un esfuerzo inmenso.
Su mente, aún así, todavía estaba clara, y la enferma revulsión de aquel atardecer de pesadilla regresó a él. Vió de nuevo al gran sapo que yacía a su lado cuando se despertó.
"No beberé tu vino," dijo con firmeza. "Eres una Bruja desalmada, y te aborrezco. Déjame ir."
"¿Por qué me aborreces?" croó Mere Antoinette. "Anoche me amaste. Puedo darte todo lo que dan otras mujeres... y más."
"Tú no eres una mujer," dijo Pierre. "Tú eres un gran sapo. Te ví en tu verdadera forma esta mañana. Antes preferiría hundirme en las aguas de los pantanos que dormir contigo de nuevo."
Un cambio indescifrable se obró en la hechicera antes de que Pierre terminara de hablar. La lujuria desapareció de sus hinchados y pálidos rasgos, dejándolos brutalmente inhumanos por un instante. Entonces sus ojos se hicharon y desorbitaron horriblemente, y todo su cuerpo pareció deformarse, como hichado por el veneno.
"¡Ve, entonces!" espetó ella con gutural virulencia. "Pero pronto desearás haberte quedado..."
Se desvaneció la inexplicable parálisis que inmovilizaba los músculos del mozalbete. ¿Había sido la colérica decisión de la bruja la que había anulado el encantamiento? Fuera lo que fuese, sin titubear ni abrir la boca, Pierre se dio la vuelta y, con pasos precipitados, a punto de echar a correr, se marchó por el sendero de Les Hiboux.
Apenas dados un centenar de pasos, volvió a aflorar la niebla. Retorciéndose como una enorme bandera gris, brotó masivamente de la orilla de los pantanos, surgió del suelo hasta envolverle completamente los pies. Casi al mismo tiempo, el sol se tornó un débil disco de luz que terminó desapareciendo. El cielo azul se extinguió, engullido por una pálida y furibunda vacuidad. El camino que se abría delante de Pierre estaba oculto de tal modo que le parecía caminar sobre el mismísimo borde de un abismo blanco que se mostraba al ritmo de sus pasos.
Como los ineludibles brazos de un espectro con dedos mortíferamente fríos, las extrañas nieblas se cernieron más y más sobre él. La notó espesarse en nariz y garganta, gotearle por las prendas cual pesado rocío. Percibió la pestilencia de aguas estancadas y lodo putrefacto... y un hedor de cuerpos licuados que emergía a la superficie en un lugar indeterminado del pantano.
Repentinamente, de la vacua blancura de la niebla, una sólida ola de sapos que le sobrepasaba en altura lo atacó y lo tumbó fuera del sendero. Cayó forcejando en las aguas pudibundas, que ahora bullían a causa de la riada de batracios. Con el rostro lleno de barro, intentó levantarse. Ahora bien, allí el agua en realidad sólo le llegaba a las rodillas. Y cuando consiguió levantarse, el fondo, resbaladizo por el cieno, lo sostuvo perfectamente.
Pese a la niebla, pudo ver el margen del sendero. Obstaculizado por la muchedumbre de batracios, intentó volver a él. Paso a paso, movimiento a movimiento, a medida que se aproximaba al camino un creciente terror atenazó sus pensamientos. Los sapos saltaban y daban volteretas en el aire de tal suerte que lo mareaban. Alrededor de pies y tobillos formaron un viscoso remolino y horrendas oleadas de ataque contra sus castigadas rodillas.
Y no obstante, a base de muy lentos y denodados pasos, casi logró alcanzar el mismo borde del camino. Pero entonces, una segunda tromba de sapos arremetió contra él y, sin poderlo evitar, cayó de nuevo en el agua.
Aplastado por el número y el ímpetu de los enemigos, asfixiado por las náuseas del barro que se estaba tragando, sólo pudo presentar una débil e infructuosa resistencia.
Por un momento, antes de que todo deviniera un completo olvido, sus dedos palparon los contornos de una forma monstruosa que en cierto modo remitía a un sapo... pero grande y pesado como una mujer gruesa. En el postrer instante, le dio la sensación de que dos colosales pechos le aplastaban el rostro.
Título original: Mother of Toads.
Versión Censurada publicada en Weird Tales, Julio 1938
Versión Completa: Mother of Toads, Necronomicon Press 1987
La hechicera de Sylaire (The Enchantress of Sylaire)
Clark Ashton Smith
ÓYEME BIEN, MENTECATO: NUNCA me casaré contigo afirmó Dorothée, unigénita del señor des Flèches. Sus labios como dos bayas maduras dedicaron un puchero de disgusto a Anselme. Su voz era puro néctar... repleta de aguijones . No te falta hermosura y tus maneras son correctas, pero ojalá tuviese un espejo para vieras cómo eres en realidad.
¿Por qué dices eso? preguntó Anselme, desconcertado y ofendido.
Porque sólo eres un maldito soñador, todo el día devorando libros como un monje. Lo único que te importan son las leyendas antiguas y las novelas. La gente afirma que incluso escribes versos. Suerte tienes de ser el segundo hijo del conde du Framboisier... y es que nunca serás otra cosa que un segundón.
Pero si ayer dijiste que me amabas un poco objetó Anselme con cierta amargura. Cuando una mujer deja de amar a un hombre, en él sólo encuentra defectos.
¡Majadero, pedazo de asno! exclamó Dorothée, agitando los dorados bucles de su cabello con malhumorada arrogancia . Si no fueras como te he dicho, nunca habrías mencionado lo que afirmé ayer. Lárgate, imbécil. Y no vuelvas más.
Anselme, el ermitaño, había dormido poco, no había hecho más que dar vueltas y vueltas en su incómodo y estrecho jergón. Parecía que su sangre hubiese bullido con el bochorno de la noche estival. Por supuesto, el ardor inherente a la juventud había contribuido al insomnio. No quería pensar en mujeres, y más concretamente en una. Sin embargo, trece meses de soledad en lo más profundo de los bosques de Averoigne no le habían ayudado en su propósito. Más cruel que sus sarcasmos era la inolvidable belleza de Dorothée des Flèches: la boca de mullidos labios, los brazos suavemente redondeados, la esbelta cintura, unos pechos y caderas que aún no habían adquirido su máximo esplendor... En los escasos momentos en que concilió el sueño lo visitaron imágenes sugerentes pero nimias comparadas con la persona que regía sus desvelos.
Se levantó al amanecer, cansado y lleno de inquietud. Quizá se calmaría tomando un baño, como hacía a menudo, en un estanque cuyas aguas provenían del río Isoile, ocultas por frondosos alisos y sauces. El agua, deliciosamente fresca a esa hora, aliviaría su estado febril. Se le iluminaron los ojos, la mirada se le desperezó bajo la luz matinal al salir de su cabaña, hecha con troncos y ramas de sauce y mimbrera. Sus pensamientos, todavía bajo el influjo de la noche pasada, continuaban dispersos y sin objetivos concretos. ¿Había hecho bien en renunciar al mundo, a parientes y allegados, para recluirse en un lugar recóndito por culpa del desdén femenino? Decirse a sí mismo que se había convertido en ermitaño para alcanzar la santidad, como afirmaban los antiguos anacoretas, era engañarse absurdamente. Al vivir solo, ¿no estaría agravando la enfermedad de la que buscaba curarse? Un poco más tarde se le ocurrió pensar que quizá con aquel modus vivendi ratificaba las acusaciones de estúpido soñador que le había dedicado Dorothée. Dejarse vencer por las contrariedades era síntoma de debilidad.
Caminando con la cabeza gacha, ni siquiera reparó en los matorrales que rodeaban el estanque. Apartó los sauces jóvenes sin levantar los ojos. Cuando estaba a punto de desnudarse, un chapoteo en el agua lo abstrajo de sus cavilaciones. Preocupado, vio que en el estanque ya había alguien. Y su preocupación aumentó al percatarse de que se trataba de una mujer. Casi en el mismo centro, donde las aguas eran más profundas, la mujer removía las aguas con sus manos y las atraía hacia la base de los pechos. Su rosácea piel, húmeda, resplandecía como pétalos de rosa impregnados de rocío.
La preocupación de Anselme se tornó curiosidad y, después, irreprimible gozo. Se dijo a sí mismo que debía marcharse, pero temía alertar a la bañista con algún movimiento brusco. Curvado su nítido perfil y el hombro izquierdo hacia él, no había notado su presencia. Una mujer joven y hermosa: precisamente lo que quería evitar a toda costa. Y no obstante, sus ojos se negaban a mirar hacia otra parte. No la conocía de nada, ni siquiera la podía relacionar con alguna de las muchachas del pueblo o de la comarca. Era bella como cualquiera de las damas que habitan en los grandes castillos de Averoigne. Y, seguramente, ninguna dama o doncella tomaría un baño en un apartado estanque, en medio de la floresta. Los gruesos y castaños rizos de la cabellera, sujetos por un delgado hilo de plata, se ondulaban y rebasaban en cascada los hombros, ardían como oro bruñido en las zonas por las que la luz del sol atravesaba la espesura. Colgada del cuello, una fina cadena de oro semejaba reflejar los destellos del pelo, bailando entre los pechos al compás de sus juegos con las ondas del estanque.
El eremita se quedó contemplándola como atrapado en las hebras de un inesperado sortilegio. La imagen de su hermosura provocó el afloramiento de toda la juventud que intentaba acallar con su vida retirada. Como saciada del juego, ella le dio la espalda y comenzó a moverse en dirección a la orilla opuesta; Anselme se apercibió de que allí, sobre la hierba, yacían esparcidos ropajes femeninos. La ondina silvestre salió del agua muy despacio, exhibiendo afrodisiacas caderas y piernas.
Entonces, más allá de ella, un enorme lobo surgió cual sombra furtiva entre la espesura. Se detuvo junto al montículo de ropa. Jamás había visto un ejemplar de semejante tamaño. Pensó en las historias de hombres lobo que, se decía, moraban en aquel bosque tan antiguo; sólo de pensar en eso le invadió el miedo que suele infundir una reflexión de aquella naturaleza. El pelaje de la bestia, de un gris azulado brillante, resultaba muy peculiar, mucho más largo que el de los lobos grises comunes del bosque. Agazapado enigmáticamente, semioculto entre las juncias, daba la sensación de aguardar a que la mujer saliera del agua. "Un poco más", pensó Anselme, "y se dará cuenta del peligro que corre, gritará y se girará presa del terror". Sin embargo, no fue así; siguió en el lugar y dobló la cabeza hacia delante, como si meditara tranquilamente.
¡Tened cuidado, os acecha un lobo! avisó con voz extrañamente aguda y como rompiendo una mágica tranquilidad.
Nada más pronunciar las palabras, la bestia se dio la vuelta y desapareció en la frondosidad de viejos robles y hayas. La mujer le sonrió por encima del hombro, mostrando un pequeño rostro ovalado de ojos oblicuos y labios carmesíes como granadas. No parecía avergonzarse por su desnudez ante un hombre ni asustarse por la presencia del predador.
Nada hay que temer replicó con una voz que sonaba como miel derretida . Es poco probable que uno o dos lobos me ataquen.
Pero acaso haya más rondando cerca insistió Anselme .Y mayores son los peligros que acechan a quienes yerran solos y sin protección por el bosque de Averoigne. Cuando os hayáis vestido, con vuestra licencia os acompañaré a vuestra morada, esté a la distancia que esté.
Mi casa está a la vez muy cerca y muy lejos, por así decir contestó la mujer enigmáticamente . Pero podéis venir conmigo, si ese es vuestro deseo.
Se volvió hacia la ropa, mientras Anselme se apartó unos pasos entre los alisos, para dedicarse a cortar un sólido garrote con el que defenderse de alimañas o de cualquier otro antagonista. Una deliciosa exaltación se apoderó de él, lo cual hizo que varias veces estuviera a punto de mutilarse los dedos con el cuchillo. Comenzó a considerar que la misoginia que le había impelido a llevar su vida de ermitaño era fruto de la inmadura juventud. Había permitido que un profundo y prolongado resentimiento hacia una injusta criatura hubiera gobernado su vida y actos. Cuando terminó de cortar el garrote, la dama ya se había ataviado y acicalado. Se acercó a él balanceándose como una lamia. Un corpiño de terciopelo verde primavera mostraba la parte superior de los senos, firmemente sujetos como el abrazo de un amante. Una larga toga de terciopelo púrpura, floreada de azul pálido y carmesí, ceñía armónicamente los sinuosos contornos de caderas y piernas. Se calzó unas sandalias de fino cuero, con puntas descaradamente encrespadas hacia arriba. El corte y la antigüedad de las prendas corroboraron las sospechas de Anselme de que se hallaba frente a un ser fuera de lo común. Más que ocultar, aquellas prendas realzaban sus atributos femeninos. Sus ademanes eran a la vez recatados y provocativos.
Anselme le dedicó una cortés reverencia que se contradecía totalmente con su atuendo basto y desaliñado.
¡Vaya!, observo que habéis sido algo más que un ermitaño comentó la mujer con fina ironía
Así pues, me conocéis replicó Anselme.
Muchas cosas son las que conozco. Soy Sephora, la hechicera. Seguramente jamás habéis oído hablar de mí, pues vivo apartada en un sitio que nadie puede encontrar a menos que sea mi deseo.
Apenas sé nada de brujería reconoció Anselme , pero sin duda sois una hechicera.
Durante algunos minutos habían seguido un sendero que serpenteaba por el antiguo bosque. Pese a los numerosos paseos que daba por la floresta, era la primera vez que el ermitaño lo recorría. Lo flanqueaban estrechamente esbeltos pimpollos y ramas bajas de enormes hayas. Apartándolos del camino para facilitar el paso a su acompañante, Anselme le rozaba el hombro y el brazo con frecuencia. En varias ocasiones, ella se inclinaba hacia él, como si le costase mantener el equilibrio sobre el rugoso suelo. Su peso constituía una deliciosa carga que, por desgracia, soportaba con excesiva brevedad. El pulso se le aceleró desaforadamente sin que diera muestras de tranquilizarse. Los principios eremitas de Anselme se habían ido prácticamente al garete. La excitación de su sangre y su curiosidad desconocían el límite. Dedicó varias frases corteses a su acompañante, a las cuales Sephora replicó provocativamente. Ahora bien, respondió con imprecisiones a las preguntas de Anselme, que nada podía saber de ella, ni siquiera formarse una mínima opinión. Incluso le desconcertaba el no poder precisar su edad: por un instante creía que se trataba de una chiquilla y, al siguiente, que escoltaba a una mujer madura.
A medida que avanzaban, en varias ocasiones percibió el brillo de un pelaje oscuro agazapado en la espesura baja. Estaba seguro de que el extraño lobo negro del estanque los seguía furtivamente. Sin embargo, el encantamiento del que era presa había desvanecido por completo la sensación de alarma que lo dominó la primera vez. El sendero se empinó para remontar una colina densamente arbolada. Los árboles comenzaron a volverse pinos raquíticos y retorcidos; rodeaban un páramo abierto en la selva como la tonsura de un monje, tachonado con monolitos druídicos de tiempos anteriores a la dominación romana de Averoigne. Prácticamente en el centro se alzaba un enorme crómlech, formado por dos placas verticales que soportaban una tercera a modo de dintel. El sendero conducía directamente hacia la formación megalítica.
He ahí el portal de mis dominios anunció Sephora cuando ya se acercaban . Cada vez me siento más cansada. Llévame en brazos y traspasemos la antigua puerta.
Anselme obedeció de muy buena gana. Cuando la tomó en brazos, notó que las mejillas de la mujer palidecían, los párpados se le movían con rapidez y que se desplomaba. Por un instante creyó que se había desmayado, pero sintió que sus cálidos brazos se le enroscaban y sujetaban en el cuello. Alelado por la situación, traspasó con ella el umbral del crómlech. En aquellos instantes, sus labios repasaron ardorosamente los femeninos párpados, para seguidamente recorrer la dulce llama carmesí de los labios y el exangüe rosa del cuello. Nuevamente pareció como si Sephora se fuera a desmayar ante aquel acceso de ardor. Los miembros de Anselme se doblaron y una furiosa negrura le pobló la mirada. Semejaba como si la tierra debajo de ellos fuera un camastro elástico en el que ambos se estuvieran sumergiendo.
Alzando la cabeza, un súbito y creciente desconcierto se apoderó de él. Apenas se había adentrado unos pasos con Sephora en brazos y, sin embargo, ya no caminaba sobre pastos yermos y secos, sino sobre un frondoso y brillante tapiz de hierba moteado de infinitas flores primaverales. Donde en principio estaba el claro del páramo se elevaban los robles y hayas más grandes que jamás hubiera visto, atiborrados de brotes y hojas nuevas. Al mirar atrás, reparó en que el crómlech era el único vestigio del paisaje anterior, porque el resto ya no se parecía en nada, incluso había cambiado la posición del sol: antes estaba a su izquierda, bastante bajo al este; sin embargo, ahora brillaba con luz ambarina entre las hendiduras silvestres, rozando el horizonte a su derecha. Recordó que Sephora se había denominado a sí misma hechicera. Sin duda alguna, aquello era una manifestación de hechicería. Se puso a mirarla, asaltado por la curiosidad y los recelos.
No temas dijo Sephora con una dulce sonrisa plena de serenidad . Te dije que el crómlech era el portal que conducía a mis dominios. En este lugar, el tiempo y el espacio son conceptos distintos de los que conoces en tu mundo. Incluso cambian las estaciones. Sin embargo, aquí no hay brujería, salvo la de los grandes y antiguos druidas, que poseían el secreto de este reino escondido y usaban estos poderosos bloques de piedra como portal entre los mundos. Si en algún momento te cansas de mí, cuando lo desees puedes volver atrás pasando por la puerta... aunque espero que eso tarde en suceder.
La explicación tranquilizó a Anselme, todavía desorientado. Demostró sobradamente que las esperanzas de Sephora no eran infundadas. A decir verdad, lo hizo con tanta minuciosidad y dedicación, que antes de que la mujer tomase una gran bocanada de aire y pudiera hablar de nuevo, el sol se había ocultado tras el horizonte.
Está refrescando comentó mientras se aplastaba contra su pecho y se estremecía ligeramente , pero ya falta muy poco para llegar a casa.
Arrivaron a la hora del crepúsculo; era una torre redonda y alta que se destacaba entre los árboles y unos montículos poblados de hierba.
Varios siglos atrás comenzó a explicar Sephora , en este lugar se había erigido un gran castillo. De él ya sólo queda la torre y yo soy su dueña, la última de mi linaje. La torre y las tierras circundantes se llaman Sylaire.
En el interior ardían esbeltas velas que iluminaban bellos tapices con figuras y motivos extraños, pintados con cierta imprecisión. Una servidumbre de facciones pálidas ataviada con ropajes antiguos, con ademanes más propios de furtivos espectros, corría a proveer de viandas y vinos la mesa que la anfitriona y el joven ocuparon en una estancia espaciosa. Los vinos tenían un sabor peculiar y eran manifiestamente añejos, y los alimentos estaban extrañamente condimentados. Anselme comió y bebió a placer. Se encontraba como en un fantástico sueño en el que aceptaba aquel entorno como lo hace el soñador, sin preocuparse por ninguno de los sucesos extraordinarios que le acaecían. Los caldos eran realmente fuertes, de modo que aletargaron cálidamente sus sentidos. Pero la proximidad de Sephora era aún más embriagadora. Ahora bien, se sorprendió un poco de ver que el enorme lobo negro que había visto en el estanque por la mañana entró en la sala para tumbarse a los pies de su anfitriona y bostezar despreocupadamente como un perro.
Ya ves que es bastante manso comentó, arrojándole pedazos de carne de su plato. Suelo dejarle entrar y salir de la torre, y él me acompaña cuando salgo de Sylaire.
Tiene un aspecto feroz indicó Anselme con visible intranquilidad.
Como si el lobo hubiera comprendido sus palabras, le mostró las fauces al tiempo que emitía un gruñido increíblemente profundo y áspero. Su sombría mirada se pobló de rúbeas manchas como ascuas sacadas de los pozos infernales.
Vete, Malachie ordenó la hechicera con firmeza. El lobo la obedeció; antes de salir de la sala, dirigió a Anselme una mirada maligna.
No le gustas dijo Sephora . Pero eso no es nada sorprendente.
Aturdido por el vino y el amor, Anselme se olvidó de preguntarle qué quería decir.
La mañana apareció demasiado temprano; el sol hendía las copas de los árboles que rodeaban la torre.
Déjame tranquila durante un rato le pidió Sephora después del desayuno , últimamente he descuidado mis prácticas y hay ciertos asuntos de los que debo ocuparme.
Inclinándose graciosamente, besó las manos de Anselme. Luego, con miradas y sonrisas, se retiró a una estancia en lo alto de la torre, detrás del dormitorio. Había explicado al antiguo ermitaño que allí guardaba recetas, pociones e instrumentos de magia. Anselme decidió salir y explorar los alrededores. Atento a la presencia del lobo negro, de cuya mansedumbre desconfiaba pese a las palabras de su amada, se llevó el garrote que había fabricado el día anterior en el bosquecillo próximo al Isoile. El paraje estaba surcado por senderos repletos de fresca belleza. Sin duda, Sylaire era una región encantada. Bañado en la dorada luz del sol, acariciado por la brisa perfumada con la fragancia de las flores primaverales, deambuló de claro en claro.
Descubrió un claro de verde hierba en el que un pequeño manantial burbujeaba entre suaves guijarros rebozados en musgo. Se sentó sobre uno de ellos y se puso a recapacitar sobre la extraña e imprevista felicidad en la que se hallaba. Era como en una novela antigua, o las leyendas de amor y fantasía que tanto le gustaba leer. Sonriendo, se acordó de las pullas que le clavó Dorothée des Flèches al expresarle su desaprobación por aficionarse a leer aquellas obras. Se preguntó qué pensaría ahora Dorothée... seguramente, no se le daría un ápice...
Se interrumpieron sus cavilaciones. Un rumor de hojas preludió la aparición del lobo negro, que emergió de la espesura para plantarse delante de él, lloriqueando como si pretendiera atraer su atención. Ya no parecía tan fiero ni amenazador.
Mordido por la curiosidad, y un poco alarmado, para su sorpresa la bestia comenzó a arrancar, con las zarpas, unas plantas parecidas al ajo y las devoró con avidez. Lo que sucedió a continuación dejó a Anselme sin habla. Delante de él ya no estaba la figura del lobo, sino el poderoso talle de un hombre enjuto, vigoroso, de cabellera y barba negras y mirada flameante. El cabello le nacía casi a la altura de las cejas y la barba, bajo las pestañas inferiores. El vello le cubría los hombros, el pecho y las extremidades superiores e inferiores.
No tengáis ningún temor, no os haré daño dijo el hombre . Soy Malachie du Marais, un brujo, y en otros tiempos amante de Sephora. Cuando se cansó de mí, y temiendo mis poderes, me convirtió en un lobo al darme a beber de las aguas de un estanque que hay en lo más profundo de este reino encantado. Desde edades muy antiguas, sobre ese estanque pesa la maldición de la licantropía, y a sus efectos Sephora agregó sus propios hechizos. Cuando hay luna nueva, puedo zafarme brevemente del hechizo. En otras ocasiones, recobro mi forma humana sólo por unos minutos si ingiero las raíces que me visteis desenterrar y devorar; pero se trata de unas raíces que escasean.
Anselme juzgó que los sortilegios de Sylaire eran más sutiles y complejos de lo que había pensado. A pesar de su desconcierto, era incapaz de confiar en el extraño ser que se hallaba delante de él. Había oído numerosas historias sobre licántropos, muy corrientes en la Francia medieval. La gente decía que su fuerza, más que bestial, era demoniaca.
Permitidme que os advierta del serio peligro en el que os encontráis prosiguió Malachie du Marais . Habéis cometido una locura dejándoos seducir por Sephora. Si sois juicioso, abandonad inmediatamente las marcas del reino de Sylaire. La maldad y la brujería son consustanciales a estas tierras, hace tanto tiempo que habitan en ella que acaso surgieron a la par. Los sirvientes de Sephora, que os esperaban ayer al anochecer, no son sino vampiros que duermen de día en las criptas de la torre y salen con las tinieblas. Atraviesan el portal de los druidas para cazar a las gentes de Averoigne. Detuvo la explicación, como pretendiendo hacer hincapié en las palabras que iba a pronunciar. Los ojos le brillaron aún más intensamente y la voz se le mudó en inquietante susurro. La misma Sephora no es sino una lamia muy antigua, casi inmortal, que se nutre del vigor de hombres jóvenes. A través de las eras, innumerables han sido sus amantes y, me resulta ingrato decirlo, ignoro a ciencia cierta cuál fue su auténtico final. Su belleza y juventud son mera ilusión. Si pudieseis contemplar su verdadero aspecto, moriríais de repugnancia y dejaríais de amarla al instante.
Lo que contáis es absurdo. Me resulta imposible creeros afirmó Anselme.
Malachie encogió sus peludos hombros.
Por lo menos lo he intentado. Pronto me convertiré de nuevo en lobo y debo irme. Si lo deseáis, venid a verme más tarde a mi madriguera, a una milla al oeste de la torre, quizá os pueda convencer de que os digo la verdad. Mientras, tratad de recordar si en la habitación de Sephora visteis algún espejo como los que suelen tener las jóvenes hermosas. Los espejos aterran a las lamias y los vampiros... por una buena razón.
Anselme regresó preocupado a la torre. Le costaba creer lo que había oído. Y sin embargo, estaba el asunto de la servidumbre de la torre. Aquella mañana apenas había reparado en su ausencia (no los había visto desde la noche anterior), ni tampoco recordaba que entre las pertenencias de Sephora hubiera espejos.
La hechicera ya lo estaba esperando en el vestíbulo inferior. Una breve mirada a la impresionante dulzura de su femineidad bastó para avergonzarse de las dudas que Malachie había sembrado en su corazón. Los ojos de Sephora, penetrantes y tiernos como los de las diosas paganas del amor, le preguntaron qué había hecho. El muchacho le refirió con todo lujo de detalles su encuentro con el licántropo.
Ah, hice bien en fiarme de mis presentimientos dijo . La noche pasada, cuando el lobo gruñó y te echó su última mirada, me dio la sensación de que quizá se estaba volviendo más peligroso de lo que creía. Esta mañana, en la cámara de magia, mis poderes clarividentes me revelaron muchas cosas. Realmente he bajado mucho la guardia. Malachie ha devenido una amenaza para mi seguridad. Además, te odia y hará lo que sea para destruir nuestra felicidad.
Entonces, ¿es verdad que fue tu amante y que lo transformaste en un hombre lobo?
Fue mi amante hace mucho, mucho tiempo. Pero devenir hombre lobo fue decisión suya, consecuencia de haber bebido las aguas del estanque que te mencionó. Nunca ha dejado de lamentarlo. Aunque siendo lobo posea ciertos poderes, en realidad eso limita sus acciones y facultades hechiceras. Quiere volver a ser sólo un hombre. Si lo consigue, será doblemente peligroso para los dos. Debería haberlo vigilado mejor, pues me he dado cuenta de que me ha robado la receta del antídoto para las aguas de la licantropía. Mi clarividencia me avisa de que ya ha preparado la pócima durante los breves intervalos en que, al mascar ciertas raíces, ha sido hombre. Cuando la beba, será humano permanentemente. Sólo espera a que haya luna nueva, porque el hechizo del hombre lobo más débil en ese periodo.
Pero, ¿por qué me odia Malachie? inquirió Anselme ¿Y cómo te puedo ayudar a combatirle?
La primera es una pregunta bastante estúpida. Obviamente, está celoso de ti. En cuanto al asunto de ayudarme... se me ha ocurrido una buena estratagema contra él.
De los pliegues del corpiño sacó un pequeño frasquito púrpura con forma triangular.
Este frasco explicó contiene agua del estanque de los licántropos. Gracias a mi visión clarividente, sé que Malachie guarda su antídoto definitivo en un frasco de tamaño, forma y color parecidos. Si pudieras entrar en su madriguera y cambiarlo por este, creo que los resultados serían bastante peculiares.
Por supuesto que iré decidió Anselme.
Ahora mismo puede ser buen momento indicó Sephora . Falta una hora para mediodía, cuando suele salir a cazar. Si lo encuentras en la madriguera o estás en ella a su regreso, siempre le puedes decir que aceptaste su invitación.
Dio a Anselme instrucciones detalladas para encontrar enseguida la madriguera. Asimismo, le proveyó de una espada, afirmando que la hoja estaba templada con los cánticos de hechizos que lo protegerían de seres como Malachie.
El lobo se ha vuelto impredecible afirmó la hechicera . Si te ataca, tu garrote te servirá de bien poco.
Localizó la madriguera enseguida, caminos bien marcados conducían hacia ella sin desviaciones. Consistía en los restos de una torre, deshecha en fragmentos cubiertos de hierba y musgo. Lo que en su momento había sido una alta entrada ahora era un mero agujero por el que un animal de grandes proporciones podía entrar y salir sin problemas. Cuando se halló delante del orificio, las dudas lo asaltaron.
¿Estáis ahí, Malachie du Marais? la pregunta no obtuvo respuesta ni en el interior se percibían movimientos. Volvió a gritar. Al final, agachado y moviéndose a gatas, penetró en la madriguera.
La luz natural entraba merced a varias aberturas, enrejadas por caprichosas raíces de árbol. Se trataba más de una caverna que de una habitación. Hedía a causa de restos de carroña sobre los que Anselme prefirió no pensar. El suelo estaba cubierto de huesos, tallos rotos, hojas de plantas y recipientes de alquimia hechos añicos. Un caldero devorado por el orín pendía de un trípode sobre cenizas y restos de leña carbonizada. Cachivaches ensuciados por las goteras yacían por doquier luciendo costras de óxido. Una mutilada mesa de tres patas se apoyaba contra el muro. Tenía un montón de objetos extraños entre los cuales discernió uno de color púrpura, similar al que le había dado Sephora. En una de las esquinas había un manojo de hierba arrancada y en descomposición. Percibió un hedor rancio y agresivo de bestia mezclado con despojos. Anselme vigiló atentamente, intentando percibir ruidos de lobo o cualquier otra criatura. Después, ya sin demora, depositó el frasco de Sephora sobre la mesa y guardó el otro en su jubón.
Se oyó ruido de pasos en la entrada. Se giró para encontrarse cara a cara con el lobo negro. La alimaña se le acercó, tensa como a punto de abalanzarse sobre él, con la mirada ardiendo como brasas infernales. Los dedos de Anselme se deslizaron hacia la empuñadura de la espada encantada con que le había provisto Sephora. Los ojos del lobo siguieron aquel gesto. Pareció reconocer la hoja. Dio la espalda a Anselme y empezó a comer algunas raíces de aquella planta semejante al ajo, sin duda recolectada para poder llevar a cabo acciones imposibles de realizar con la figura de un lobo. Ahora bien, en esta ocasión la metamorfosis quedó incompleta. La cabeza y el tronco de Malachie se irguieron como los de un hombre, pero las piernas siguieron siendo las de un espantoso licántropo, como si se tratara de un híbrido propio de las leyendas paganas.
Me siento muy honrado por vuestra visita dijo medio gruñendo, la mirada y la voz recelosas . Muy pocos han osado entrar en mi humilde morada, por eso os lo agradezco doblemente. Como recompensa, os haré un regalo.
Con los ágiles movimientos de un lobo, se fue a la mesa y revolvió entre los peculiares objetos que la poblaban. Se quedó con un espejo rectangular de plata bruñida, cuyo mango tenía joyas engastadas. Lo ofreció a Anselme.
Este es el espejo de la Realidad explicó . En él se refleja la auténtica naturaleza de las cosas. Ni siquiera lo pueden engañar las artes de la hechicería. No me creisteis cuando os advertí de lo que Sephora es en realidad. Pero si sostenéis el espejo delante de su rostro y miráis su reflejo, os daréis cuenta de que su belleza, como todo lo que perteneciente a Sylaire, es una vacua mentira, la máscara de un horror y una corrupción sumamente antiguos. Si no me creéis, colocad el espejo frente a mi cara: también yo pertenezco a la inmemorial perversidad de este reino.
Anselme asió el espejo y procedió como le había dicho Malachie. Un momento después, casi se le cayó. Había contemplado una faz que debería yacer bajo tierra muchos siglos atrás. Tanto lo había afectado aquel horror, que después olvidó el episodio de su salida de la madriguera. Se había llevado el obsequio del licántropo, si bien algo lo empujó, en varias ocasiones, a desprenderse de él. Procuró convencerse a sí mismo de que sólo había experimentado el resultado de algún burdo truco. Se negaba a aceptar que ningún espejo revelase que Sephora fuera otra cosa distinta de la dulce belleza de cuyos besos sus labios aún conservaban el calor.
Pero tales especulaciones desaparecieron cuando volvió a entrar en la torre. En el vestíbulo aguardaban tres visitantes. Estaban delante de Sephora, la cual, con serena sonrisa, parecía explicarles algo. Muy conturbado, Anselme reconoció a los tres recién llegados. Uno de ellos era Dorothée des Flèches, ataviada con prendas de viaje. Los otros dos eran vasallos de su padre, armados con armas, aljabas con flechas, espadas de doble filo y dagas. Pese a toda aquella panoplia, se mostraban incómodos y recelosos. En cambio, Dorothée semejaba conservar su innato aplomo.
Pero, ¿qué haces en este lugar tan extraño, Anselme? le espetó ¿Y quién es esta mujer, la señora de Sylaire, como se apela a sí misma?
Anselme comprendió que cualquier respuesta rebasaría la capacidad de entendimiento de la muchacha. Miró a Sephora y después de nuevo a Dorothée. Sephora era la esencia de toda la belleza y el encanto por los que siempre había suspirado. ¿Cómo podía haberse creído enamorado de Dorothée? ¿Cómo había decidido convertirse en eremita a causa de su frialdad y ligereza de pensamiento? Tenía una hermosura portentosa, con las cualidades inherentes a la juventud. Pero era necia, exenta de imaginación, prosaica como una mujer casada y con varios hijos. No le extrañaba que jamás lo hubiese entendido.
¿Qué haces aquí? inquirió Pensaba que nunca más nos volveríamos a ver.
Te echaba de menos, Anselme contestó la muchacha con un suspiro . La gente decía que habías renunciado al mundo a causa de tu amor por mí y que te habías entregado a la vida ascética. Al final decidí ir en tu búsqueda, pero desapareciste. Algunos cazadores te vieron pasar ayer con una mujer extraña a través del páramo de las piedras druídicas. Afirmaron que ambos os desvanecisteis más allá del crómlech. Hoy he seguido tus pasos con estos hombres de mi padre. Hemos entrado en estas marcas extrañas de las que nadie tenía noticia. Y ahora, esta mujer...
Un aullido enloquecido interrumpió sus palabras. Con fauces babeantes, llenas de espuma, el lobo irrumpió en el vestíbulo. Dorothée des Fleches comenzó a gritar cuando el animal se dirigió hacia ella, como si la hubiese elegido primera víctima de su incontrolada furia. Sin lugar a dudas, algo lo había enloquecido. Acaso el agua del estanque de los licántropos, cambiada por el antídoto, había redoblado los efectos de la antigua maldición de los hombres lobo.
Los dos guerreros, preparando sus armas, aguardaron inmóviles. Anselme desenvainó la espada de la hechicera y se interpuso entre Dorothée y el lobo. Alzó la hoja, de doble filo, presto a asestar un mandoble. El lobo saltó como impulsado por una catapulta; una certera estocada abrió su garganta en canal y saltó la sangre. La mano de Anselme recibió una fuerte sacudida, y el impacto de su propio mandoble lo rechazó hacia atrás. El lobo cayó a los pies de Anselme, agonizante. Sus fauces habían mordido la hoja. La punta le sobresalía por detrás del cuello. Anselme intentó desclavarla, pero fue en vano. A continuación, cesó la agonía del licántropo y la espada salió sin dificultad. La había sacado de la hendida boca del viejo hechicero, Malachie du Marais, ahora inerme sobre las losas de piedra. Aquel era el rostro que Anselme había contemplado en el espejo.
¡Me has salvado! ¡Eres maravilloso! gritó Dorothée.
Se abalanzó sobre Anselme con los brazos abiertos. Un momento más y la situación hubiera devenido incómoda. Pensó en el espejo que llevaba en su jubón, junto con el frasco de Malachie du Marais. Se preguntó cuál sería la auténtica imagen de Dorothée reflejada en la bruñida profundidad del espejo. Lo alzó súbitamente y lo interpuso a la altura de su cara cuando ella estaba a punto de ponerse a su lado. Nunca supo lo que contemplaron sus ojos, mas ejerció unos efectos sorprendentes. Dorothée dio un respingo, el miedo dilató desaforadamente sus ojos. Después, cubriéndoselos con las manos para apartar de ellos alguna infame visión, corrió por el vestíbulo y salió gritando. Los guerreros la siguieron. La rapidez con que lo hicieron denotó que no sentían el menor escrúpulo en abandonar aquel sitio azotado por brujos y sortilegios.
Sephora comenzó a reír suavemente, secundada por Anselme. Por unos momentos, se entregaron a francas carcajadas. Luego recobraron la calma.
Sé por qué Malachie te entregó el espejo observó . ¿No deseas ver cuál es mi reflejo?
Anselme se dio cuenta de que aún lo sostenía. Sin contestarle, fue hacia a la ventana más próxima, que daba a un profundo pozo resguardado entre arbustos y que había formado parte de un foso. Arrojó el espejo.
Me basta con lo que ven mis ojos. No necesito espejos dijo . Y ahora, retomemos ciertos asuntos que se interrumpieron hace demasiado rato.
De nuevo gozaba con la deliciosa proximidad de Sephora, apresada por sus brazos, sus labios con sabor a miel encadenados a los suyos.
Quedaron unidos en el áureo círculo del más fuerte de los hechizos.
[1941]
Título original: The Enchantress of Sylaire
Traducido por: Enric Navarro
La Bestia de Averoigne (The Beast of Averoigne)
Clark Ashton Smith
CUAL POLILLA que roe los tapices, la vejez pronto deshará mis recuerdos, como hace con los de todos los hombres. Por eso yo, Luc el Calderero, otrora brujo y astrólogo, pongo por escrito el verdadero origen y el violento final de la Bestia de Averoigne. Y cuando haya concluido, sellaré los documentos en una caja que esconderé en una cámara secreta de mi casa en Ximes, a fin de que nadie profane su contenido hasta que hayan transcurrido muchas décadas. Porque no sería bueno que ciertos prodigios se divulgasen cuando ciertas almas todavía pululan por los dominios terrenales del Purgatorio. La verdad sólo la conocemos los pocos que, un día, juramos mantenerla en secreto.
Como saben todos los hombres, el advenimiento de la Bestia aconteció a la par que la del cometa rojo que surgió detrás de la constelación del Dragón a comienzos del verano de 1369. Cabellera rutilante de Satán, cabalgando sobre el viento de Gehenna hacia nuestro mundo, el cometa cruzó el firmamento sobre Averoigne con una estela de horror y pestilencia. Y entre la gente se expandió velozmente el rumor de un ser extraño y malvado, una bestia sin sentido sobre la que no circulaba ninguna leyenda.
Antes que ningún otro, el hermano Gerome, de la abadía benedictina de Perigon, fue el primero en contemplar aquel horror. La oscuridad lo sorprendió muy tarde, de regreso al monasterio tras cumplir un encargo en santa Zenobia. La luna no se había dignado brillar para alumbrarle el itinerario; sin embargo, entre los nudosos arbustos y los antiquísimos robles, contempló el resplandor ígneo y vindicador del cometa, que parecía perseguirlo a medida que avanzaba por el camino. Aguijado por un siniestro terror producido por las envolventes sombras, Gerome se apresuró para llegar cuanto antes a la poterna de la abadía. Entre los espesos árboles que se alzaban en el camino hacia Perigon creyó divisar luz en las ventanas, hecho que le levantó el ánimo y le tranquilizó. Pero al proseguir descubrió que en realidad la luz brillaba casi delante de él, debajo de un arbusto. Revoloteaba como una llama baja; cambiaba de color constantemente, de pálida como la tez de un santo a carmesí como sangre recién vertida, o a verde como la ponzoñosa destilación que circunda la luna.
Y entonces, con inefable terror, Gerome contempló el ser rodeado por la luz infernal, siguiendo sus movimientos e insinuando la oscura abominación de una cabeza y unas extremidades que no podían ser obra del Sumo Hacedor. El engendro mantenía una postura erecta, más alto que un hombre de elevada estatura; se balanceaba como una enorme serpiente y sus miembros se ondulaban y curvaban como cera caliente. La gran cabeza plana se aposentaba sobre un cuello de ofidio. Los ojos, pequeños y sin párpados, relumbraban como las ascuas en el brasero de un brujo, lejos de la parte superior y muy juntos, encima de una ristra de enormes dientes, afilados como los de un poderoso murciélago, sin nada que vagamente recordase a una nariz. Poco más pudo ver Gerome, antes de que el ser pasara delante de él, rodeado por su nimbo que cambiaba de verde ponzoñoso a intenso carmesí. No se pudo hacer una idea de cuáles eran sus auténticas dimensiones, cuántas extremidades tenía realmente. Con movimientos rápidos y deslizantes, desapareció entre los cansados y antiguos robles. Eso fue todo.
Casi muerto de miedo, Gerome llegó por fin a la poterna de la abadía y pidió entrar. El portero, tras escuchar el relato del espeluznante episodio, se abstuvo de amonestarlo por haberse demorado.
Antes de nones, de madrugada, en el bosque que se alzaba detrás de Perigon descubrieron un venado muerto. No había sido víctima de lobos ni cazadores furtivos pues el animal apareció exánime de un modo inexplicable. Sólo presentaba un profundo corte por la columna, desde el cuello hasta la cola. La espina dorsal estaba destrozada y el tuétano succionado. El resto del cuerpo permanecía intacto. Nadie se pudo explicar quién habría procedido de aquella manera. Ahora bien, los hermanos, teniendo muy presente la historia de Gerome, creyeron que por Averoigne pululaba alguna criatura infernal. Y Gerome elevó una plegaria a la Gracia Divina por haberle preservado del destino del venado.
Noche tras noche crecía el tamaño del cometa, que ardía cual calígine de sangre y fuego, a la par que había hecho retroceder a los astros circundantes. No pasaba jornada en que a la abadía no llegasen noticias de misteriosas y repugnantes depredaciones: lobos muertos con la columna abierta y el tuétano sorbido, caballos y bueyes... Era como si aumentase la osadía del engendro, como si poco le importaran las indefensas criaturas silvestres y de las granjas. Al principio no molestó a las personas vivas, sino que se limitó a darse festines a base de cadáveres cual degenerada carroñera. Sorbió el tuétano a dos cadáveres recientemente enterrados en el cementerio de santa Zenobia, tras haberlos extraído de sus respectivas sepulturas. En ambos casos apenas había probado la médula; sin embargo, como si algo lo hubiese enfurecido o decepcionado, destrozó los cuerpos hasta conseguir que sus restos en descomposición no se pudieran discernir de las mortajas. Se pensó que sólo le complacían las columnas vertebrales de seres acabados de asesinar.
A partir de aquel episodio no volvió a perturbar la perpetua paz de los muertos, pero a la noche siguiente a la profanación de las tumbas, hallaron muertos en su cabaña a dos quemadores de carbón vegetal que efectuaban sus labores en el bosque, no muy lejos de Perigon. Otros quemadores que residían cerca oyeron sus horrísonos gritos y percibieron con temor el pesado silencio que se hizo a continuación. Mirando por los resquicios de las puertas atrancadas de sus cabañas, al poco contemplaron, a la luz de las estrellas, una forma que relumbraba obscenamente y que salía de la cabaña para remontarse a las alturas celestes. No fue hasta el amanecer que osaron acercarse a la cabaña para comprobar el destino fatal de sus compañeros, idéntico al de los animales masacrados.
Theophile, abad de Perigon, había consagrado todos sus esfuerzos a combatir a este demonio que había decidido manifestarse en la zona y cuyas abominaciones había cometido a pocas horas de la mismísima abadía. Pálido a causa de las privaciones y el poco dormir, convocó en asamblea a los monjes. A medida que hablaba, en sus cansados ojos resplandeció el ardor propio de quienes combaten a los secuaces de Asmodai:
En verdad os digo que nos hallamos frente a un difícil adversario. Ha venido con un cometa surgido de Malebolge. Nosotros, los hermanos de Perigon, con cruces y agua bendita, debemos ir a buscarlo si es preciso hasta su oculta madriguera, que acaso se encuentre debajo de estos mismos cimientos.
Así, aquella misma mañana, Theophile, Gerome y seis hermanos más elegidos por su valentía salieron a dar una batida por el bosque. Penetraron en cuevas provistos de antorchas, las cruces bien enhiestas, mas sólo hallaron algún que otro lobo y tejones asustados. Rastrearon también las destrozadas cámaras del ruinoso castillo de Faussesflammes, el cual se decía que lo habitaban los vampiros. Sin embargo, ni se toparon con el monstruo ni descubrieron indicios de su presencia.
Transcurrió la mitad del verano bajo la nocturna explosión del cometa. Más de cuarenta hombres, mujeres y niños cayeron víctimas de la Bestia que, si bien parecía mostrar predilección por la proximidad de la abadía, sus incursiones llegaban aun a las orillas del Isoile y a las puertas de La Frenâie y Ximes. Muchos la habían visto de noche, envuelto en aquella maligna luminosidad, pero nunca en pleno día. Además, siempre se desplazaba en silencio, reptando como una colosal serpiente.
Una vez lo divisaron a la luz de la luna en el huerto de la abadía, mientras se deslizaba en dirección al bosque entre las hileras de guisantes y nabos. Y al amparo de las tinieblas, penetró en los muros. Sin despertar a los demás, sobre los que debió de lanzar el hechizo del Leteo, eligió al hermano Gerome, que dormía en su camastro al final de la fila de lechos. El cadáver se descubrió a la mañana siguiente, cuando el monje que dormía justo a su lado se despertó y lo vio inerme boca abajo, empapado en sangre, con toda la parte posterior del hábito destrozada y la carne al descubierto.
La Bestia retornó una semana después. La nueva víctima fue el hermano Augustin. Pese a los exorcismos y las aspersiones de agua bendita en todos los umbrales, puertas y ventanas, se deslizó por las estancias del monasterio dejando tras de sí un rastro rebosante de blasfemia. Muchos creyeron que el abad corría peligro. Constantin, el hermano cillerero, cuando regresaba de una visita a Vyones, lo descubrió a la luz de las estrellas trepando por el muro exterior hacia la ventana que daba a la celda de Theophile, orientada justo hacia el gran bosque. Al reparar en Constantin, la grotesca criatura se dejó caer al suelo como un enorme simio y se esfumó entre los árboles.
Aquel suceso armó un gran revuelo y sembró una profunda consternación en la comunidad monacal. Se dijo que, lamentablemente, el enemigo acechaba al abad, el cual pasaba día y noche en su celda en constante plegaria, pálido y demacrado como un santo moribundo, mortificando la carne hasta desfallecer de pura debilidad. Una fiebre interior lo devoraba ostensiblemente. Y cada vez más, aparte de campar a sus anchas por la abadía, el monstruo amplió su radio de acción hasta penetrar en los muros de las ciudades. A mediados de agosto, cuando el cometa había iniciado un tímido declive, aconteció la lamentable muerte de la hermana Therese, la joven y amada sobrina de Theophile, que apareció muerta en su celda del convento benedictino de Ximes. En aquella ocasión, los últimos transeúntes de la jornada vieron a la Bestia en la calle y otros, remontar las murallas, ascendiendo cual ingente escarabajo o araña sobre la piedra desnuda, para finalmente salir de Ximes y desvanecerse en su secreto escondrijo. Se dijo que las inertes manos de la devota Therese asían firmemente una carta de Theophile en la que le comentaba algunos de los sucesos padecidos en su monasterio; asimismo, le confesaba sentirse cautivo del pesar y la impotencia al no saber cómo contrarrestar las abominables acciones de semejante criatura.
De todos estos hechos me enteré aquel verano en mi casa de Ximes, aunque desde el principio tuve conocimiento de ellos debido a mis tratos con las ciencias ocultas y las fuerzas de la oscuridad: aquella bestia ignota era un asunto que me concernía de veras. Una criatura de aquella naturaleza era, de entrada, algo inconcebible. Tampoco llegué a ninguna conclusión tras analizar su origen y su abyecto comportamiento. En vano consulté a las estrellas, la geomancia y la nigromancia fueron inútiles. Cuantas personas interrogué se confesaron ignorantes, pero afirmaban que la Bestia procedía de otros mundos, que estaba más allá de la comprensión de los espíritus sublunares.
Sin saber por qué, un día recordé un extraño anillo oracular que había heredado de mis padres, también hechiceros. Forjado en la antigua Hiperbórea, durante un tiempo propiedad del brujo Eibon, estaba hecho a base de un oro más rojo que el producido por la Tierra en las últimas edades. Llevaba engarzada una gran gema púrpura oscura y palpitante de las que ya no se encuentran. En la gema vivía cautivo un viejo demonio, un espíritu de los mundos prehumanos que contestaba a las preguntas de magos y hechiceros.
Extraje el anillo, depositado en un ataúd abierto y llevé a cabo los preparativos pertinentes para formular las preguntas. Cuando invertí la piedra púrpura sobre un pequeño brasero que ardía con ámbar, el genio me respondió con una voz que salía del mismo aliento de las llamas. Me dijo que el origen de la Bestia, que había surgido del cometa rojo, se remontaba al de una raza de demonios estelares que no visitaban la Tierra desde la fundación de Atlantis. Me refirió los atributos de la Bestia: en su estado natural era invisible e intangible para los mortales, sólo tomaba forma del más abominable de los modos. Asimismo, me reveló el único modo en que la Bestia devenía vulnerable. Tales revelaciones constituyeron un crisol de horror y sorpresa aun para alguien como yo, habituado a tratar tal clase de menesteres. El exorcismo que me reveló el genio consistía en una de las prácticas más peligrosas y atroces que se pudiera imaginar. Sin embargo, el genio del anillo insistió en que ese era el único modo de vencerla. Mientras aguardaba el momento propicio, según la conjunción astral, para actuar, me refugié en mis libros y alambiques para distraer la inquietud.
Poco después del horrible final de la hermana Therese, me visitaron el mariscal de Ximes y el abad Theophile, en cuyas facciones y ademanes advertí los estragos del sufrimiento, el horror y la humillación. Ambos, procurando vencer sus naturales escrúpulos respecto a tratar con una persona que ejercía las artes ocultas, me solicitaron consejo y ayuda para acabar con la Bestia.
Gozáis de excelente reputación de sabio en conocimientos arcanos y en las artes de la brujería observó el mariscal , así como en los hechizos que convocan y expulsan a los demonios. Por eso quizá vos triunféis donde otros han fracasado. Hemos acudido a vuestra casa con reticencias, ya que no está bien visto que la Iglesia y la ley se alíen con la brujería; sin embargo, la situación es desesperada y debemos evitar que el engendro se cobre nuevas víctimas. En recompensa a vuestros servicios os prometemos una sustanciosa recompensa en oro, así como inmunidad perpetua frente a la Inquisición. El obispo de Ximes y el arzobispo de Vyones están al corriente de esta oferta, que se debe mantener en el más estricto secreto.
No deseo ninguna recompensa repliqué , aunque esté en mi mano librar a Averoigne de la presencia de este monstruo. Se trata de una misión extremadamente difícil, erizada de peligros y de final incierto.
Se os concederá cuanto necesitéis agregó el mariscal ; contad si es preciso con el apoyo de gente de armas.
Theophile, con voz trémula y quebradiza, me aseguró que todas las puertas, incluso las de la abadía de Perigon, quedaban abiertas a mis peticiones, y que pondría todos los medios a su alcance para que pudiese terminar con la amenaza.
Reflexioné durante unos instantes y contesté:
Marchaos, pero una hora antes del crepúsculo enviadme a dos soldados a caballo con una tercera montura vacía. Y que estos hombres se distingan por su valor y discreción: esta misma noche haré una visita a Perigon, donde parece que el horror se ceba.
Recordando los consejos del genio cautivo en la gema, el único preparativo que hice para el viaje fue colocarme en el índice el anillo de Eibon y proveerme de una pesada maza, que me ceñí al cinto en lugar de una espada. A continuación, me dispuse a esperar la hora del ocaso, cuando los soldados llegaron puntualmente con los caballos. Se trataba de guerreros fuertes, de reputada fama, ataviados con cotas de malla y armados con espadas y alabardas. Monté sobre la tercera cabalgadura, una yegua negra y vigorosa, y nos encaminamos de Ximes a Perigon por un sendero muy poco transitado que atravesaba la floresta encantada por los hombres lobo. Tenía por compañeros a gente taciturna, sólo abrían la boca para responder lacónicamente a preguntas puntuales, lo cual fue de mi agrado: eso significaba que nunca revelarían lo que pudiesen presenciar antes del amanecer.
Nos desplazamos con rapidez, mientras el Sol bañado en sangre se ponía a lo lejos, detrás de la masa arbolada, hasta que las tinieblas se fueron señoreando del mundo como un inexorable manto de maldad. Incluso yo, maestro en hechicerías, me estremecí al pensar en lo que podría haber más allá, en lo profundo de la oscuridad. No obstante, llegamos a la abadía sin ser importunados cuando la luna estaba en lo alto; todos los monjes, excepto el anciano portero, ya se habían retirado. A su regreso de Ximes, el abad había avisado al portero de nuestra llegada y no habría abierto de haber sido esa mi intención, pues tenía otros planes. Le comenté al portero que, en mi opinión, la Bestia volvería a entrar en la abadía aquella misma noche, y le referí mi intención de impedírselo desde fuera de los muros. Le pedí que nos acompañase a dar una vuelta por los alrededores de la construcción, para que desde allí nos mostrase las distintas zonas y salas. Así lo hizo y, mientras nos guiaba, señaló una de las ventanas del segundo piso diciendo que se trataba de la celda de Theophile. Estando orientada al bosque, comenté la temeridad que significaba dejarla abierta. El portero aseveró que tal era la costumbre del abad, a pesar de las constantes invasiones demoniacas que sufría el monasterio. Tras la ventana se intuía el resplandor de una vela, como si el abad estuviese inmerso en sus nocturnas y desgastadoras plegarias.
Concluida la ronda, dejamos las monturas al cuidado del buen portero. Regresamos al lugar desde el que se divisaba la ventana de Theophile, y así comenzó nuestra larga vigilancia. Pálida y huera como la expresión de un cadáver, la luna se elevó más sobre el firmamento y proyectó un espectral manto de plata sobre los sombríos robles y los sólidos muros de la abadía. En occidente, el cometa ardía entre los astros inermes ocultando el enhiesto aguijón de Escorpio.
Hora tras hora aguardamos bajo la menguante sombra de un alto roble; desde allí nadie nos podía ver desde las ventanas. Y cuando la luna inició su descenso hacia poniente, la sombra comenzó a alargarse hacia el muro. Imperaba la más mortal de las calmas, la luz y la sombra eran los únicos movimientos del mundo. La vela del abad se apagó en la equidistancia entre la media noche y el amanecer, como si se hubiera consumido totalmente, y la estancia quedó en tinieblas.
En absoluto silencio, las armas prestas, mis compañeros de vigilancia no movieron un solo músculo ni profirieron la más leve queja. Conscientes del horror demoniaco que debíamos combatir, sus ademanes permanecían inalterables. Entonces me saqué el anillo de Eibon del índice y procedí tal como me había instruido el genio.
Siguiendo mis estrictas órdenes, los hombres se habían quedado más cerca del bosque que yo, siempre en constante alerta. Sin embargo, las tinieblas permanecieron inalterables durante toda la noche y en el cielo se esbozaron los primeros atisbos de claridad. Una hora antes del amanecer, cuando la sombra del gran roble ya tocaba el muro y trepaba hacia la ventana de Theophile, surgió lo que había predicho. Apareció de un modo muy repentino: sin que nada lo hubiera anunciado, se materializó una llama de un rojo infernal, veloz como una centella, que emergió de la floresta y que saltó por donde estábamos, cansados y ojerizos tras toda la noche en vela.
Uno de los soldados había caído al suelo; por encima de él se cernía la masa sanguinolenta y fantasmagórica, en forma de serpiente, de la Bestia. Una cabeza enorme, absurda, sin orejas ni nariz, le destrozaba con sus dientes largos y afilados. Podíamos oír el desagradable chirrío del acero rasgado y hendido. Sin perder un instante, dejé el anillo de Eibon sobre una piedra que había preparado con antelación y machaqué la oscura gema con el martillo que había traído.
El genio de la piedra surgió de los fragmentos, envuelto en una nube vaporosa y grisácea, al principio diminuto como la llama de una vela, después aumentando de tamaño como la leña que se apila para formar una pira. Con voz sibilante, con el acento del fuego y de las llamas, y emitiendo unos poderosísimos destellos dorados, el genio se abalanzó sobre la Bestia para contender contra ella, tal como me había prometido a cambio de liberarle de eones de confinamiento.
Alto y poderoso como las llamas de un auto de fe, atacó fieramente a la Bestia, que entonces se desentendió del guerrero y se contorsionó como una serpiente chamuscada. Su cuerpo y sus extremidades se convulsionaron violentamente, parecieron fundirse como la cera, tenue y horriblemente bajo las llamas, para mostrar una increíble metamorfosis. A cada instante que se sucedía, como un hombre lobo que retorna de su estado salvaje, fue cobrando la figura de un ser humano. La imprecisa negrura de su cuerpo se fue transformando para tomar paulatinamente la forma de las tramas de un tejido y, a su vez, las tramas fueron cambiando hasta adquirir la forma de un hábito oscuro y una capucha como los que llevan los monjes benedictinos. Y en la capucha comenzó a aparecer un rostro que, pese a la deformidad de sus facciones, era el del abad Theophile.
Mis acompañantes y yo contemplamos aquellos prodigios sólo por un instante: el genio ígneo siguió agrediendo a lo que un momento antes había sido la temible Bestia. Su rostro volvió a fundirse en una tonalidad oscura como de cera quemada y se elevó una gran columna de humo, acompañada del hedor propio de carne quemada y putrefacta. Y entre la gran columna de humo, por encima de la sibilante voz del genio, percibimos el único grito que emitió Theophile. Enseguida el humo aumentó su espesor y ocultó tanto al atacante como a su víctima; las llamas de un fuego reavivado fueron el único sonido que se percibió a continuación.
Finalmente, el oscuro humo empezó a ascender y a mezclarse con la espesura. Y la luz llameante del genio, transformado en la figura de una quimera, siguiendo unos movimientos rítmicos, se elevó sobre los tenebrosos árboles en dirección a las estrellas. Entonces supe que el genio del anillo había cumplido su promesa y que, por lo tanto, había retornado a la remota y ultramundana profundidad de Hiperbórea a la que lo había arrastrado el brujo de Eibon para aprisionarlo en la gema púrpura.
El aire se limpió del hedor a quemado y a corrupción. De la Bestia no quedaba vestigio alguno. Por eso supe que el feroz demonio de la gema se había llevado al horror nacido del cometa rojo. El soldado que había sido atacado se alzó del suelo prácticamente indemne, aunque con la cota de malla destrozada. Tanto él como el otro guerrero se pusieron a mi lado. Durante largo rato ni se movieron ni dijeron nada. Consciente de que ellos también habían presenciado la inesperada metamorfosis de la Bestia y que la verdad había aparecido ante sus ojos, bajo la luna gris, a punto de amanecer, les hice jurar que guardarían aquel episodio en secreto y que corroborarían la historia que me encargaría de contar a los monjes de Perigon.
Después de tomar todas aquellas precauciones para salvaguardar el buen nombre del abad Theophile, despertamos al portero. Le explicamos que la Bestia nos había pillado desprevenidos; que antes de poderlo evitar, alcanzó la celda del abad y, al poco, salió de ella con Theophile preso en sus extremidades de reptil, como si tuviese la intención de llevárselo al cometa. Lancé un exorcismo al inicuo demonio, que se desvaneció en una nube de fuego y vapor azufrado. Desgraciadamente, el abad se consumió entre las llamas. Su muerte, añadí, fue un caso de auténtico martirio que no había sido en vano: la Bestia no volvería a molestar ni Perigon ni al resto de la comarca, puesto que había usado un exorcismo infalible.
Con grave pesar y aflicción por la pérdida de Theophile, ninguno de los hermanos dudó de la veracidad y coherencia de este relato. En cierto modo la historia no era falsa del todo, ya que Theophile era inocente, nunca había sido consciente de la metamorfosis que tenía lugar en él cada noche, en su celda, ni de las abominaciones que la Bestia había cometido por medio de su cuerpo. Cada noche el ser abandonaba el cometa para saciar su hambre infernal. Sin el cuerpo del abad carecía de forma y de poder para materializar su obscena figura, procedente de mundos allende las estrellas. La noche que vigilábamos detrás de la abadía había logrado matar a una pobre chica en santa Zenobia. Pero después de aquel suceso, nunca más se vio a la Bestia en Averoigne, ni se repitieron aquellos inefables crímenes. El cometa se dirigió a otros cielos y el horror que arrastraba consigo tomó cuerpo en leyendas que varían según el lugar, incluso con otros nombres. Se canonizó a Theophile por haber sufrido aquel extraño martirio.
Quienes en el futuro lean esta historia no la creerán, pues afirmarán que no hay monstruo ni engendro demoniaco capaz de prevalecer sobre la auténtica santidad. En realidad, lo mejor sería que nadie creyese en la veracidad de estas palabras: débil es el muro que media entre el hombre y el ateísmo. Los cielos están poblados de seres cuyo conocimiento comporta la locura; entre la Tierra y la Luna, y aun por las galaxias más alejadas, transitan extrañas abominaciones. Nos han visitado seres innombrables y, no os quepa duda, volverán a visitarnos. Y el mal de las estrellas no es como el mal que gobierna la Tierra.
[1933]
Título original: The Beast of Averoigne
Trad. Fermín Moreno
Las mandrágoras (The Mandrakes)
Clark Ashton Smith
GILLES GRENIER EL HECHICERO y Sabine, su esposa, procedentes del Bajo Averoigne, de lugares desconocidos o que incluso no constan en ningún mapa, habían elegido con sumo cuidado el emplazamiento de su cabaña, cerca de las marismas cuyas aguas estancadas el río Isoile, una vez superado el gran bosque, estría en canales de aguas inmutables, infestadas de juncos, estanques abotagados de juncias, cubiertos de espuma como los potingues de las brujas. La casa se alzaba entre mimbreras y alisos sobre un pequeño montículo. Y enfrente, orientado a las marismas, había un pequeño prado hundido en tierra rojiza donde crecían los cortos y gruesos tallos con pobladas hojas de mandrágoras cuyo tamaño y abundancia superaban el de cualquier otra marca de la provincia donde latiese la brujería.
Gilles y Sabine empleaban las raíces carnosas y bifurcadas de aquella planta, que en opinión de muchos eran semejantes a las extremidades del cuerpo humano, para confeccionar filtros amorosos. Sus pociones, preparadas con muchísimo esmero y astucia, enseguida adquirieron reputada fama entre la gente común de las villas; incluso recibían pedidos de las clases más elevadas, que acudían de incógnito a la cabaña. Se afirmaba que las pociones producían sorprendentes efectos aun en los corazones más fríos y distantes, que hendían las corazas de las almas más virtuosas y castas.
Así pues, la demanda aquellas pócimas magistrales devino enorme. Además, la pareja de hechiceros elaboraba preparados más sencillos para pequeños hechizos y diversas artes adivinatorias. Y según la creencia popular, Gilles leía perfectamente los dictados de las estrellas. Teniendo en cuenta la mentalidad del siglo XV, cuando ciencia y brujería aún iban indiscerniblemente unidas, no es de extrañar que tanto él como su mujer gozasen de excelente reputación. Nadie los acusaba de echar maleficios. Y como los bebedizos habían promovido la celebración de un buen número de matrimonios, la Iglesia local estaba contenta porque se arreglaban bien los asuntos ilícitos surgidos a partir de tales prácticas.
Aun así, al principio hubo quien desconfió de Gilles; con cierto temor murmuraban que lo habían expulsado de Blois, pues en aquella zona había la creencia popular de que todos los llamados Grenier eran hombres lobo. Pusieron de relieve su abundante cabellera, el espeso vello negro de las manos y una barba que prácticamente le nacía a la altura de los ojos. Pero en líneas generales, se juzgó que aquellas aseveraciones carecían de fundamento, y que en Gilles no se apreciaban signos ni actitudes propios de la licantropía. Y al poco, a causa de los motivos expuestos antes, los escasos detractores se vieron completamente superados por la tácita aceptación popular que consiguieron sus prácticas.
En realidad apenas nada se sabía de ellos, ni siquiera los visitantes asiduos. Mantenían la discreción propia de los que se mueven entre misterios y hechizos. Sabine, atractiva mujer con ojos grisazulados y cabello color del trigo, aspecto del todo opuesto al de una bruja tradicional, era ostensiblemente más joven que Gilles, con el pelo y la barba ya maculados por la edad. Algunos clientes rumoreaban que, a menudo, se los oía enzarzados en violentas discusiones. Por supuesto, la gente enseguida se burló, diciendo que la causa de tales disputas domésticas era la confección de los filtros. Pero aparte de estas trivialidades, de poco más se podía hablar. Las contrariedades conyugales de Gilles y Sabine, graves o insustanciales, para nada interferían en los magníficos resultados de sus bebedizos.
Tan poco se notaba la presencia de Sabine que incluso cinco años después de instalarse en Averoigne, los clientes y los vecinos tardaron mucho en percatarse de que Gilles estaba solo. El hechicero respondió que su esposa había emprendido un largo viaje para visitar a los parientes de una lejana provincia. Nadie puso en duda aquellas explicaciones ni se cayó en la cuenta de que nadie la había visto marcharse.
A mediados de otoño, de un modo impreciso y parco Gilles dijo a los que le preguntaron que al menos no regresaría hasta poco antes de la primavera. Aquel año el invierno no solo llegó antes de lo previsto, sino también se demoró más de lo normal: fuertes nevadas y ventiscas azotaron el bosque y las tierras altas, y sojuzgaron las ciénagas con una espesa capa de hielo. Fue una estación dura, dominada por las privaciones. Cuando advino la ansiada primavera, las flores cubrieron los prados y brotaron las hojas en los alisos, muy pocos pensaban en la ausencia de Sabine. Y más adelante, cuando las manzanas sucedieron a las campanillas púrpura de las mandrágoras, su prolongada ausencia dejó de alimentar los temas de conversación.
También parecía que la ausencia no incumbiese para nada a Gilles, plácidamente dedicado a sus libros y marmitas, a la recolección de hierbas y raíces para las fórmulas mágicas. Obraba como si supiera a ciencia cierta que su esposa ya no regresaría jamás. Y es que en realidad la había matado un atardecer de otoño, en el curso de una ácida disputa. En defensa propia, le había arrebatado el cuchillo con el que lo amenazaba y le había abierto el pálido y delicado cuello. Acto seguido, la enterró a la luz de los últimos rayos de la luna, en el prado de las mandrágoras, procurando tapar bien la tierra removida como si, en realidad, hubiese estado plantando nuevas raíces.
Cuando el deshielo también llegó al prado, ya no estaba seguro del lugar exacto en el que había sepultado el cadáver. Ahora bien, a medida que avanzaba la primavera, se apercibió de que en una de las zonas las mandrágoras crecían con mayor profusión que en el resto. Fue allí donde llegó a pensar que yacía el cuerpo de Sabine. Lo visitaba con frecuencia, y no podía evitar sonreírse con complacida y clandestina ironía, en vez de preocuparse porque gracias a aquel osario las mandrágoras brotasen y crecían como en ninguna otra parte. A decir verdad, también era paradójico que el destino lo hubiese llevado a hacer del prado un cementerio familiar.
El asesinato de su esposa no le suscitaba ningún sentimiento de culpabilidad. Desde el principio habían vivido como el perro y el gato. Sabine tenía un carácter endiabladamente fuerte y ladino. Nunca había amado a aquella taimada bruja; cuando lo dejaba solo se sentía infinitamente mejor, sin soportar sus continuos sarcasmos, su mirada ceñuda, sin temer que sus largos dedos y afiladas uñas le desenredasen la barba.
Como había previsto, con la primavera la demanda de sus filtros amorosos subió como la espuma. Los hombres y mujeres de la vecindad acudían constantemente, tanto los galanes que pretendían asaltar los muros de la virtud como las esposas que ansiaban recobrar la ilusión de sus primeros días de matrimonio, o las mujeres crepusculares que deseaban rejuvenecer con el ardor de hombres jóvenes. Por eso, de nuevo tuvo que dedicarse a abastecer bien sus existencias en pócimas amorosas. Para tal efecto, se dirigió al prado de noche, bajo la luna llena de mayo, en busca de raíces recién salidas con que elaborar sus bebedizos.
Con una sonrisa algo perversa, comenzó a seleccionar las plantas, bañadas por la luz argéntea de la luna, que crecían justo donde estaba enterrada Sabine. Con una peculiar paleta hecha a partir del fémur de una bruja, comenzó a desenterrar con mucho cuidado las raíces en forma de hombres diminutos. Aunque completamente familiarizado con las formas extrañas y en cierto manera humanas de la mandrágora, el aspecto de la primera raíz que extrajo lo sorprendió. Inusualmente grande y pálida, cuando se la acercó a los ojos para examinarla mejor vio que sus formas y extremidades ¡eran las propias de una mujer, proporcionada por el justo medio y con los diez dedos de los pies claramente distinguibles! Carecía de brazos y, sin embargo, el pecho estaba formado por una gran mata de hojas ovales.
Gilles se sorprendió sobre todo por el modo en que la raíz semejó girarse y contorsionarse de dolor cuando la arrancó de la tierra. La dejó caer súbitamente y el minúsculo ser se quedó temblando sobre la hierba. Tras reflexionar un poco, juzgó que aquel prodigio era de naturaleza demoniaca y siguió escarbando. Para su sorpresa, la siguiente raíz se parecía extraordinariamente a la anterior. Y la media docena más que extrajo eran la exacta y burda reproducción en miniatura de una mujer de la cabeza a los pies. Y sumido en el desconcierto más absoluto, se dio cuenta del singular parecido que guardaban con la difunta Sabine.
Este hallazgo perturbó profundamente al hechicero, pues superaba aun su enorme capacidad para comprender lo inexplicable. Aquel milagro, divino o diabólico, empezó a cobrar un cariz siniestro e inquietante. Era como si la esposa asesinada hubiera regresado, o que las mandrágoras hubiesen forjado una impía imitación de ella. Le temblaba el pulso cuando se dispuso a desenterrar otra raíz; por eso trabajó con un cuidado menor del acostumbrado y, sin querer, con la paleta de hueso la partió torpemente.
Reparó en que había hendido uno de los minúsculos tobillos. Al mismo tiempo, un grito agudo y lleno de reprobación, parecido al de la voz de Sabine mezclado con furia y dolor, semejó perforarle los oídos pese a percibirlo de forma muy atenuada, como si lo hubiese emitido desde muy lejos. El grito cesó y no lo volvió a oír. Hórridamente aterrorizado, Gilles se dio cuenta de que se había quedado contemplando fijamente la paleta: en ella brillaba una mancha oscura del color de la sangre. Temblando de pies a cabeza, tiró de la raíz mutilada para descubrir que de ella emanaba un líquido parecido a la sangre. Al principio, desarmado por el miedo y algunos escrúpulos, tuvo la intención de enterrar los despojos mutilados y cuyo obsceno parecido con Sabine lo atormentaba. Los escondería en lo más recóndito, fuera de su vista y la de otros; de no ser así, acaso alguien llegaría a sospechar de él o incluso lo acusaría de asesinato.
Sin embargo, comenzó a calmarse. Se le ocurrió pensar que, aunque las viesen otros, aquellas raíces se podrían contemplar como un mero capricho natural, no tenían por qué revelar su delito, puesto que muy pocos identificarían un auténtico parecido con Sabine. Asimismo, pensó que aquellas raíces quizá manifestarían propiedades extraordinarias con las que fabricar pociones de efectos increíbles en cuanto a poder y eficacia. Venciendo por completo sus temores iniciales y la repulsa que le inspiraba la situación, llenó un cesto de mimbre con las figurillas temblorosas y de cabeza vegetal. Retornó a la cabaña, sopesando las posibilidades que le podría reportar semejante fenómeno, menoscabando los normales prejuicios que cualquier otro sentiría en idéntica situación.
Gracias a su manifiesta audacia, cuando se dispuso a aderezarlas para el caldero no le perturbó en absoluto el hecho de descubrir que las mandrágoras estaban bañadas en una sustancia sanguinolenta. Consideró que los borboteos frenéticos del caldo, hirviente y espumoso como la saliva de un demonio, se debían a las excepcionales propiedades de tamaños ingredientes. Incluso osó elegir la raíz con las formas más parecidas a una mujer para colgarla en medio de la cabaña, junto a otras hierbas y componentes, con la intención de consultarla cual oráculo del futuro, como se usaba entre hechiceros.
Los nuevos filtros fueron adquiridos por ávidos clientes. Gilles se arriesgó a recomendarlos para vencer las más arduas virtudes, ya que según él sus propiedades inundaban de pasión los pechos más inasequibles y marmóreos; incluso eran capaces de inflamar la pasión de un muerto.
Ahora, al recordar esta antigua leyenda de Averoigne, creo que se dijo que el impío brujo, sin temer a Dios ni al diablo, osó cavar nuevamente en la zona donde yacía Sabine para extraer muchos más ejemplares de raíces blancuzcas y con formas femeninas, las cuales gritaban desesperadas bajo la luz de la luna o movían sus miembros compulsivamente. Y todos los ejemplares que sacó se parecían sobremanera a la difunta Sabine en miniatura, de la cabeza a los pies. Y a partir de ella compuso nuevos filtros para venderlos cuando se presentase la ocasión.
Sin embargo, nunca llegó a vender estas últimas creaciones, y de las primeras sólo vendió unas pocas debido a las tremendas y calamitosas consecuencias que conllevaron su prescripción. Quienes las tomaron, hombres o mujeres, no se sintieron invadidos por la más inflamada de las pasiones, como era deseable, sino que les atacó una oscura ira, una locura satánica que les impelía de modo irresistible a agredir y aun matar a quienes mediante el bebedizo habían buscado prender en ellas la llama de amor. Así, los maridos se volvieron contra las mujeres, las muchachas contras quienes las cortejaban, con palabras insufladas de odio y acciones deplorables. Un joven galán que había acudido a la cita prometida fue acometido por una mujer vengativa que le clavó en el rostro sus afiladas uñas y le abrió sangrantes canales. Una dama que había creído salir vencedora del torneo amoroso fue maltratada hasta morir por su caballero, hasta entonces dechado de cortesía y respeto.
Tal revuelo armaron aquellos sucesos que se pensó que había una invasión de demonios. Al principio se creyó que todos aquellos hombres y mujeres enajenados estaban poseídos por el diablo. Pero cuando salió a colación el uso de las pociones y se vio claramente de quién procedían, la carga de toda la culpa recayó sobre los hombros de Gilles Grenier, que fue acusado de brujería tanto por las leyes eclesiásticas como las civiles.
Los oficiales encargados de arrestar a Gilles lo encontraron al atardecer en su cabaña, inclinado y murmurando sobre un caldero lleno de espuma y que borboteaba con un fluido que hervía cual detritus del Flegeto. Penetraron y lo prendieron por sorpresa. No ofreció resistencia, pero sí mostró una gran sorpresa cuando le explicaron los devastadores efectos que habían causado sus filtros. No alegó nada en favor ni en contra de las acusaciones de brujería.
A punto de llevárselo prisionero, los oficiales percibieron una voz muy débil y trémula que salía de las sombras de la cabaña, donde colgaban manojos de hierbas y plantas, así como aperos propios de la brujería. Lo parecía emitir una extraña raíz, dividida justo por el lugar que podría equivaler a la cintura de una mujer y ennegrecida por el fuego del caldero. Uno de los oficiales creyó reconocer en ella la voz de Sabine, la esposa del brujo. Todos juraron que la habían oído perfectamente pronunciar estas palabras: "En lo más profundo del prado, donde más crecen las mandrágoras".
Petrificados de espanto por las misteriosas palabras y por la repulsiva apariencia humana de la planta, aquel fenómeno lo atribuyeron al influjo de Satanás. Asimismo, no sabían qué pensar de aquellas palabras. Preguntaron a Gilles con mucha insistencia, pero el brujo se negó a cooperar. Fue su nerviosismo ante tales cuestiones lo que finalmente les decidió ir a examinar el sitio señalado por la voz.
Comenzaron a cavar alumbrados por linternas. Hallaron gran cantidad de raíces y, por debajo, apareció el cadáver de una mujer en el que aún se distinguían los rasgos de Sabine. A consecuencia del descubrimiento, Gilles Grenier fue acusado de brujería y de uxoricidio. Lo declararon culpable de ambos delitos, aunque él negó firmemente cualquier imputación de intencionalidad en los efectos de los filtros. En cuanto al asesinato, alegó que la había matado en defensa propia. Lo colgaron en la horca, junto a otros asesinos, y su cadáver fue quemado en la hoguera.
[1933]
Título original: The Mandrakes
Traducido por: Enric Navarro
La exhumación de Venus (The Disinterment of Venus)
Clark Ashton Smith
ANTES DE QUE EN EL AÑO 1550 ACONTECIERAN ciertos hechos tan réprobos como infames, el huerto de Perigon se emplazaba en el ala suroriental de la abadía. Después de todo aquello, lo trasladaron al ala nororiental y desde entonces ese ha sido su emplazamiento definitivo. Por lo que respecta al primitivo terreno, lo pasaron a ocupar hierbajos y brezos a los que, por estricto designio de los sucesivos abades, nadie osó prestar la más mínima atención. Los hechos que ocasionaron aquel traslado pronto pasaron a formar parte del repertorio popular de leyendas de Averoigne. El grado de veracidad de esta leyenda es complejo de discernir.
Una mañana de abril, tres monjes, Paul, Pierre y Hughes, cavaban con entusiasmo en el huerto. El primero era un hombre maduro pero sano y fuerte como un roble; el segundo estaba en plena juventud; el tercero apenas había salido de la niñez y hacía muy poco que había tomado los votos definitivos. Impelidos por un ardor singular, del cual la inherente impaciencia del joven Hughes acaso tuviese cierta culpa, cavaron el suelo arcilloso con más diligencia que otros hermanos. Gracias al minucioso y paciente esfuerzo de generaciones y generaciones de monjes, apenas si quedaban terrones en el suelo. Pero debido a su imparable arrojo, la pala de Hughes topó con algo sólido y muy enterrado cuyo tamaño no se podía precisar.
Hughes juzgó que aquella obstrucción, con toda probabilidad un pedrusco, había que extirparla en honor del monasterio y a la mayor gloria de Dios. Incansablemente, fue quitando la capa húmeda y ennegrecida de arcilla. Le costaba más de lo que en un principio había calculado. A medida que lo iba desenterrando, el presunto pedrusco comenzó a revelar unas dimensiones sorprendentes y una forma bastante rara. Pierre y Paul se desentendieron de su trabajo para ayudarle. Así, gracias al ferviente entusiasmo de los tres, la naturaleza del objeto pronto quedó al descubierto.
En la gran hoya que habían cavado, los tres monjes contemplaron el rostro y el torso mugrientos de lo que sin duda era la estatua de mármol de una mujer o una diosa de los tiempos paganos. Las palas habían producido algunos rasguños en hombros y brazos, pálidos con un ligero matiz rosáceo; sin embargo, el rostro y el pecho seguían cubiertos por una espesa capa de arcilla. La figura estaba erecta, como colocada sobre un invisible pedestal. Uno de los brazos, alzado, acariciaba delicadamente el opulento contorno del hombro y el pecho. El otro, todavía enterrado, le colgaba ocioso. Los monjes cavaron más profundamente hasta descubrir por completo las caderas y las sensuales piernas. Bajando por turnos a la hoya que iban abriendo, ahora más honda que el más alto de los tres, por fin descubrieron el pedestal, enclavado sobre un empedrado de granito.
Una profunda y desaforada emoción se apoderó de los monjes durante sus trabajos. Sin que consiguieran explicárselo, les pareció ser asaltados por una perversa intoxicación cuando fueron descubriendo los brazos y el pecho de la efigie. Aquella mezcla de horror pío que les insuflaba una imagen pagana y desnuda también les procuraba un placer extraño que, de haberlo identificado, muertos de vergüenza y arrepentimiento, los tres habrían rechazado de plano. Para no mellar ni rayar el mármol, manejaron los aperos con todas las precauciones del mundo. Cuando terminaron y sobre el pedestal quedaron a la vista los delicados pies, Paul, el más viejo, colocado detrás de la estatua, con un manojo de hierbajos comenzó a quitar los restos de arcilla que todavía maculaban la perturbadora imagen. Lo hizo con la mayor de las diligencias; terminó expulsando los últimos restos con el dobladillo de su hábito negro. Los tres, versados en la edad clásica, reconocieron que delante de ellos se alzaba una reproducción de Venus, sin duda de la época de la ocupación romana, cuando los invasores habían erigido en Averoigne varios templos y altares consagrados a aquella deidad.
El mármol apenas si acusaba las vicisitudes de tiempos semilegendarios y largos años de sepultura. La ligera mutilación del lóbulo de una de las orejas, medio escondida entre los abundantes rizos, y la fractura parcial de un dedo del pie sólo acentuaron, si tal cosa era posible, la seducción que ejercían sus lánguidos encantos. Exquisita como diabólicos sueños de juventud, su perfección guardaba un punto de inefable maldad. Los maduros contornos exudaban una lujuria enloquecedora; los carnosos labios de Circe, medio coléricos medio sonrientes, ejercían una malsana y ambigua atracción. Era la obra maestra de un artista anónimo y decadente; el resultado nada tenía que ver con la Venus protectora de los tiempos heroicos, sino con la voluptuosidad desaforada y cruel de las orgías citéreas, presta a encadenar a las víctimas a los más depravados rincones de la perdición. La piedra rosácea desprendía un hechizo prohibido. Una sacrílega servidumbre semejó posarse como un incorpóreo velo sobre los corazones de los tres hermanos.
Los monjes sintieron un repentino arrebato de vergüenza que les hizo recordar todos sus votos. Comenzaron a debatir sobre aquella Venus que, en el huerto de un monasterio, más bien se hallaba fuera de lugar. Tras un breve intercambio de impresiones, Hughes se fue a comunicar el hallazgo al abad y a oír su previsible decisión de desprenderse de ella. En el ínterin, Paul y Pierre reanudaron sus tareas en el huerto, acaso dirigiendo miradas furtivas a la divinidad pagana.
Augustin, abad de Perigon, no tardó en presentarse secundado por todos los monjes que, en aquella hora, se hallaban exentos de obligaciones concretas. Con semblante grave, sin proferir palabra, examinó detenidamente la escultura; mientras, el resto de los presentes guardaba un silencio reverencial que no se osaría romper hasta que el abad se hubiera pronunciado.
Incluso el piadoso Augustin, pese a su edad provecta y a la rectitud de su carácter, experimentó el peculiar hechizo que parecía emanar del mármol. Ahora bien, no reveló nada de ello, incluso se acentuó la calma y austeridad que solía guardar su semblante. Inmediatamente, dispuso que trajesen cuerdas y dirigió los trabajos de sacar a la Venus de su arcillosa sepultura para dejarla justo al lado de la hoya cavada en medio del huerto. De todo ello se encargaron Paul, Pierre y Hughes, ayudados por dos hermanos más. Muchos de los monjes se arracimaron delante de la efigie para examinarla de cerca. En varias ocasiones solicitaron permiso para tocarla, cosa que el abad denegó rotundamente.
Algunos de los benedictinos más ancianos y austeros de la comunidad exigieron su inmediata destrucción; argüían que semejante presencia en el huerto era una sacrilegio, un ultraje pagano. Otros, más pragmáticos, adujeron que cualquier depravado amante del arte antiguo pagaría lo que fuese por aquella manifestación escultórica tan notable de los tiempos romanos. Por su parte, Augustin, alineado con los partidarios de destruir aquel ídolo, sentía que algo muy peculiar y extraño refrenaba su intención de ordenar la pertinente demolición. Era como si la sutil y pecaminosa belleza del mármol le implorase clemencia como un ser vivo, con voz semihumana y semidivina.
Apartando la mirada de los níveos pechos, se dirigió a los monjes con aspereza y los exhortó a que volvieran a sus obligaciones y rezos; asimismo, dijo que la estatua permanecería en el huerto hasta que se ultimaran las disposiciones relativas a su eliminación. Mientras tal cosa llegaba, determinó que con una arpillera se cubriese la obnubiladora desnudez.
El hallazgo de la imagen pagana devino la comidilla de la abadía. Al poco, sembró cierta perturbación y discordia entre la pacífica comunidad monacal de Perigon. Para refrenar la curiosidad de muchos monjes, el abad determinó que nadie se aproximara a la estatua salvo aquellos cuyas tareas les obligasen a pasar o estar cerca de ella. Algunos de los más veteranos lo criticaron por no haber ordenado la inmediata destrucción. Durante los escasos años de vida que le quedaron, Augustin lamentó amargamente aquel síntoma de debilidad. Ahora bien, nadie fue capaz de imaginarse los problemas que iban a aflorar bien pronto. Al día siguiente del descubrimiento, se hizo patente que acechaba alguna influencia maligna y perniciosa.
Hasta aquel momento, las faltas de disciplina habían sido muy raras, y las faltas graves eran casi excepcionales. Sin embargo, pareció como si algún espíritu de rebeldía, irreverencia, ordinariez e inmoralidad hubiese invadido Perigon. Paul, Pierre y Hughes fueron sus primeras víctimas. Uno de los deanes, estupefacto, los sorprendió porfiando con impune frivolidad sobre asuntos más propios de cortejadores que de monjes. Por medio de excusas, los tres alegaron que, desde la exhumación de la estatua, los acosaban pensamientos e imágenes carnales. Culpaban de ello a la escultura, afirmando que un hechizo pagano, procedente del mármol casi humano de la Venus antigua, había caído sobre ellos.
Aquel mismo día, otros monjes fueron descubiertos en situaciones similares; algunos incluso confesaron sufrir deseos lúbricos, visiones como las que habían atormentado a san Antonio durante su vigilia en el desierto. La estatua fue el centro de todas sus acusaciones. Así, antes de vísperas se tuvo noticia de innúmeras infracciones de la regla monástica, varias de ellas de tal naturaleza que precisaron de la reprobación más firme y la más dura de las penitencias. Hermanos de comportamiento intachable fueron hallados culpables de transgresiones cuyo origen sólo se podría atribuir al influjo directo de Satán o alguno de sus más directos oficiales.
Pero lo peor vino aquella noche: se descubrió que Hughes y Paul se ausentaron de sus lechos sin que nadie se pudiera explicar dónde estaban. Tampoco volvieron a la mañana siguiente. El abad ordenó que se indagara sobre su paradero. Buscaron en la vecina población de Sainte Zenobie. Allí se enteraron de que Paul y Hughes habían pasado la noche en una taberna de la peor reputación, bebiendo desaforadamente y en compañía de malas mujeres. Muy de mañana, poco antes del amanecer, habían tomado el camino hacia Vyones, capital de la provincia. Tiempo después fueron encontrados y llevados de regreso al monasterio. Ambos monjes alegaron que su comportamiento se había debido a algún maléfico hechizo que les aquejaba desde que habían tocado la estatua.
Todas aquellas insólitas manifestaciones de lasitud moral se atribuyeron a la indudable impronta del Demonio. El origen del hechizo estaba fuera de duda. Para empeorar las cosas, los monjes que trabajaban junto a la estatua o que pasaban cerca de ella comenzaron a comentar extraños sucesos. Juraron que la Venus ya no era un ídolo tallado, sino una mujer de carne y hueso o un demonio encubierto que no paraba de moverse y arreglar los pliegues de la arpillera de tal modo que dejaba al descubierto uno de los hombros y parte del pecho. Otros aseguraron que por las noches bajaba del pedestal y deambulaba por el huerto; y algunos aun afirmaron que había penetrado en las estancias para aparecérseles en forma de demonio.
Estas habladurías sembraron el miedo y el horror; nadie se atrevió a aproximarse a la imagen. Si bien el problema era manifiesto, el abad siguió posponiendo la demolición, temiendo que cualquier monje que la hubiese tocado, aun con la más devota de las intenciones, deseara dejarse imbuir por la maléfica brujería que había ocasionado la perdición en Hughes y Paul, y que a otros había inducido a pecar de palabra o de obra.
Se sugirió requerir los servicios de seglares para que destrozasen la estatua, se llevaran sus restos y los enterraran bien lejos. Y así se hubiera hecho de no haber sido por el irreflexivo y fanático entusiasmo del hermano Louis, un joven de buena familia famoso entre los benedictinos por su atractivo rostro y su austera piedad. Hermoso como un Adonis, vivía entregado por entero a las oraciones y a profundas demostraciones religiosas; en este sentido, incluso aventajaba al abad y los deanes. Cuando tuvo lugar la exhumación de la estatua estaba copiando un testamento en latín. Ni entonces ni posteriormente se había molestado en inspeccionar un descubrimiento que consideraba más que dudoso. Mostró abiertamente su desaprobación al oír los comentarios que sus hermanos hicieron sobre el hallazgo. Sintiendo que la presencia de aquella imagen ofendía al huerto, evitó asomarse a cualquiera de las ventanas desde la que se pudiera contemplar la estatua. Cuando entre los hermanos se hizo bien patente el pernicioso influjo del mal y la corrupción, manifestó un gran enojo: afirmó que era incalificable que alguna clase de hechizo pagano estuviese arrastrando a la perdición a unos monjes virtuosos y temerosos de Dios. Criticó abiertamente la renuencia del abad Augustin, su renuencia a ordenar la demolición del ídolo; aseveró que, cuanto más tiempo permaneciera allí, peor irían las cosas.
Al cuarto día del descubrimiento, la desaparición de Louis conmocionó profundamente a la abadía. La noche anterior no había ocupado su lecho y, sin embargo, parecía imposible que se hubiera marchado, preso de las mismas tentaciones e impulsos que habían seducido a Paul y Hughes. El abad interrogó severamente a los monjes. De este modo se supo que Louis fue visto por última vez holgazaneando por el taller, hecho que se tuvo por muy peculiar, ya que nunca le habían interesado las herramientas y los trabajos manuales. Inmediatamente fueron a investigar. El hermano encargado de la fragua enseguida notó que faltaba uno de los martillos más pesados.
La conclusión resultó evidente: impelido por su innato ardor religioso, durante la noche había destrozado la estatua. Augustin y los monjes que lo secundaban se encaminaron rápidamente al jardín. Por el camino se toparon con dos jardineros que, al darse cuenta de que la imagen no estaba en su lugar, iban a dar cuenta de ello al abad. No habían osado investigar la naturaleza de la desaparición, plenamente convencidos de que la estatua había cobrado vida y que deambulaba por alguna zona del huerto.
Envalentonados por su número y encabezados por el abad, los monjes se aproximaron al agujero. Desde el borde vieron el desaparecido martillo sobre la arcilla, como si Louis lo hubiese arrojado a un lado. Cerca yacía la arpillera con la que se había cubierto la imagen, pero ni rastro de fragmentos de mármol roto, que era lo que todo el mundo esperaba ver. Las huellas de Louis se distinguían claramente en el borde de la fosa, así como muy cerca de la marca dejada por el pedestal.
Todo aquello era de lo más insólito; empezaron a pensar que el misterio había cobrado un cariz más que siniestro. Entonces, fijándose bien en el pozo, descubrieron un hecho que sólo lo podía haber provocado una maquinación de Satán o alguno de sus demonios mujer más perniciosos y seductores: de algún modo, la Venus había sido derribada y había caído al fondo de la hoya. El cuerpo del hermano Louis, con el cráneo partido y los labios reventados hasta formar una pulpa informe y sanguinolenta, yacía aplastado debajo de los pechos de mármol. Con sus brazos había rodeado desesperadamente al ídolo en un arrebato amoroso al cual la muerte había contribuido con su propia rigidez. Pero todavía más espantoso e inexplicable fue el hecho de que los pétreos brazos de la diosa habían modificado su postura y rodeasen el cuerpo del monje, como si ambos cuerpos hubieran sido esculpidos de aquella forma.
El horror entre los benedictinos fue inenarrable. Si el abad no hubiese impuesto su aplomo con su severo semblante, imbuido por la ira religiosa de quien contempla la obra del Enemigo, casi todos habrían salido corriendo tras presenciar tan abominable prodigio. Ordenó que se trajese una cruz, un hisopo, agua bendita y una escalera para descender al fondo de la excavación, alegando que había que redimir del pecado al hermano Louis. El martillo de hierro era la prueba irrefutable de sus primigenias intenciones, pero era evidente que había sucumbido a los demoniacos encantos de la estatua. Sin embargo, la Santa Madre Iglesia no podía dejar a su pobre siervo en las manos del mal. Nada más colocar la escalera, Augustin emprendió el descenso, seguido por tres de los hermanos más fuertes y valientes, prestos a arriesgar su integridad espiritual para salvar el alma de Louis.
La leyenda presenta varias versiones respecto a lo que sucedió después. Algunos dicen que las aspersiones de agua bendita sobre la estatua no surtieron efecto alguno; otros, que cuando las gotas rebotaron sobre el mármol, devinieron vapor infernal y que la carne de Louis ennegreció como la de un cadáver que llevase muerto un mes, prueba evidente de su perdición. Ahora bien, lo único en que coinciden las variantes es que la fuerza de los tres robustos hermanos, trabajando al unísono bajo la dirección del abad, no pudieron zafar el cuerpo de Louis del abrazo de la diosa.
Por eso, por orden de Augustin, la hoya fue llenada con tierra hasta el mismísimo borde con tierra y piedras. Y aquel lugar, sin ninguna señal que recordara el suceso, pronto fue cubierto por la maleza y los brezos que imperaban en el resto del abandonado huerto.
[1934]
Título original: The Disinterment of Venus
Traducido por: Enric Navarro
Una Cita En Averoigne
Clark Ashton Smith
GÉRARD de l'Automne meditaba pensando las rimas de una nueva balada en honor de Fleurette, mientras seguía el sendero, tapizado de hojas, que desde Vyones atravesaba los bosques de Averoigne. Teniendo en cuenta que estaba de camino para encontrarse con Fleurette, quien había prometido reunirse con él entre los robles y las hayas como cualquier chica campesina, Gérard avanzaba más deprisa que su balada. Su amor había llegado a ese estado en que, incluso para un trovador profesional, era más causa de distracción que de inspiración, y se encontraba de una manera recurrente en la meditación sobre felicidades que no eran las del verbo.
La hierba y los árboles habían adquirido el fresco barniz de un mes de mayo medieval; el suelo estaba decorado con pequeñas flores azules, blancas y amarillas, como un repujado tapiz, y había un arroyo lleno de guijarros que murmuraba junto al camino, y parecía como si las voces de las ondinas estuviesen hablando de una manera deliciosa bajo sus aguas. El aire, acunado por el sol, estaba cargado con una corriente de juventud y de aventura, y el anhelo que se desbordaba desde el corazón de Gérard parecía mezclarse místicamente con los bálsamos del bosque.
Gérard era un trovador cuyos escasos años y muchos vagabundeos le habían traído un cierto renombre. De acuerdo con la costumbre, había andado de corte en corte, de château en château. y él era ahora el invitado del conde de La Frênaie, cuyo elevado castillo dominaba la mitad del bosque circundante. Visitando un día la ciudad catedralicia de Vyones, de exquisito arcaísmo, que queda tan cerca del antiguo bosque de Averoigne, Gérard había visto a Fleurette, la hija de un próspero comerciante llamado Guillermo Cochin, y había quedado más sinceramente prendado de su rubia picardía de lo que podía esperarse de alguien que se había mostrado impresionable con tanta frecuencia. Había conseguido hacer que ella conociese sus sentimientos, y, tras un mes de notas amorosas, serenatas y entrevistas a escondidas concertadas con la ayuda de una dueña complaciente, ella había concertado esta cita de enamorados en medio de los bosques durante una ausencia de su padre de Vyones. Acompañada por una doncella y un sirviente, ella partiría de la ciudad al caer la tarde para reunirse con Gérard bajo cierta haya de tamaño y antigüedad enormes. Entonces los sirvientes se retirarían discretamente, y los amantes, para todos los efectos e intenciones, estarían solos. No era probable que fuesen vistos o interrumpidos; porque el retorcido bosque, de antigüedad inmemorial, tenía mala reputación entre los campesinos.
En algún lugar de estas forestas estaba el château maldito y funesto de Faussesflammes; y además había una tumba doble, dentro de la cual el Sieur Hugh de Malinbois y su castellana, quienes habían sido famosos por brujería en sus tiempos, habían yacido sin consagrar durante más de doscientos años. Sobre éstos y sobre sus fantasmas, se contaban historias horribles, y había relatos de loup garous y duendes, sobre las hadas y los demonios y los vampiros que infestaban Averoigne.
Pero Gérard había prestado escasa atención a estos cuentos, considerando improbable que criaturas semejantes se moviesen por el exterior bajo la plena luz del día. La alocada Fleurette había declarado ser igualmente intrépida, pero fue necesario prometer a los lacayos una sustanciosa pourboire, dado que compartían completamente las supersticiones del lugar.
Gérard se había olvidado por completo de las leyendas de Averoigne, mientras se apresuraba por el sendero salpicado de sol. Se estaba acercando al haya acordada, que un recodo en el camino debería dejar al descubierto enseguida, y su pulso se aceleró y se volvió tembloroso, al preguntarse si Fleurette ya habría llegado al lugar de la cita. Él abandonó todos sus esfuerzos para continuar con su balada, que, en los cuatro kilómetros y medio que había andado desde que salió de La Frênaie, no había progresado más allá de la mitad de una primera estrofa de ensayo.
Sus pensamientos eran los que correspondían a un amante ardiente e impaciente. De pronto, fueron interrumpidos por un agudo grito que se elevaba a un tono insoportable de horror y miedo, surgiendo de la verde tranquilidad de los pinos a la vera del camino. Sorprendido, miró a través del denso ramaje y, mientras el grito se desvanecía hasta el silencio, escuchó el sonido de pisadas apagadas corriendo, y la refriega como de varios cuerpos. De nuevo, el grito se levantó. Era claramente la voz de una mujer en algún grave peligro. Aflojando su daga de su funda y agarrando con más firmeza el largo bastón de carpe que había traído consigo como protección ante las víboras que se decía que habitaban en Averoigne, se arrojó, sin planearlo ni dudarlo, a través de los ramajes bajos desde los cuales la voz había parecido surgir.
En un pequeño claro más allá de los árboles, vio a una mujer que estaba forcejeando contra tres rufianes de aspecto excepcionalmente malvado y brutal. Incluso en medio de la prisa y vehemencia del momento, Gérard se dio cuenta de que nunca había visto hombres o mujer semejantes. La mujer llevaba un vestido de color verde esmeralda que hacía juego con sus ojos; su rostro tenía la palidez de las cosas muertas junto a una belleza propia de un hada, y sus labios tenían el color escarlata de la sangre que comenzaba a manar. Los hombres eran morenos como moros, y sus ojos eran rojas ranuras de llamas bajo cejas oblicuas con pelo como de animal. Había algo muy raro en la forma de sus pies, pero Gérard no se dio cuenta de la naturaleza exacta de su rareza hasta mucho más tarde. Entonces recordó que todos ellos parecían ser cojos, aunque eran capaces de moverse con una agilidad sorprendente. De alguna manera, después nunca fue capaz de recordar cuál era la ropa que tenían puesta.
La mujer le dirigió a Gérard una mirada suplicante cuando él saltó de entre el ramaje. Los hombres, sin embargo, no parecieron notar su llegada, aunque uno de ellos sujetó en un abrazo peludo las manos que la mujer pretendía extender a su salvador.
Levantando el bastón, Gérard se arrojó contra los rufianes. Propinó un golpe tremendo a la cabeza del más próximo..., un golpe que debería haberle arrojado por los suelos al individuo. Pero el bastón descendió sobre aire que no ofrecía resistencia, y Gérard se tambaleó y casi cayó de bruces intentando recuperar el equilibrio. Atontado y sin comprender, notó que el grupo de figuras enfrentadas se había desvanecido por completo. Al menos, los tres hombres se habían desvanecido, porque, desde las ramas intermedias de un alto pino, más allá del claro, las facciones, blancas como la muerte, de la mujer le sonrieron durante un momento con una astucia tenue, inescrutable, mientras se derretían entre las agujas.
Gérard comprendió entonces y tuvo un escalofrío mientras se persignaba. Había sido engañado por fantasmas o demonios, sin duda para ningún propósito bueno, siendo el objeto de un hechizo sospechoso. Claramente, había algo detrás de las leyendas que había escuchado después de todo, en el mal nombre del bosque de Averoigne.
Retrocedió sobre sus pasos hasta el sendero que había estado siguiendo. Pero, cuando pensó que alcanzaría de nuevo el punto desde el cual había escuchado ese agudo grito ultraterrenal, noto que ya no existía un sendero, ni tampoco, en verdad, rasgo alguno del bosque que pudiese reconocer o recordar. El follaje alrededor suyo ya no mostraba un brillante verdor: era triste y funerario, y los propios árboles parecían cipreses afectados por el otoño y la enfermedad. En lugar del arroyo cantarín, había frente a él un lago pequeño con aguas tan apagadas y oscuras como sangre que se coagula, y que no ofrecían reflejo alguno del ramaje marrón otoñal que colgaba sobre éste como el pelo de los suicidas, o a modo de esqueletos en descomposición que se retorcían allí arriba.
Entonces, más allá de toda duda, Gérard supo que era la víctima de un embrujo malvado. Al contestar la engañosa llamada de socorro, él se había expuesto a sí mismo a ese hechizo, y había sido atraído dentro de su círculo de poder. No podía suponer qué fuerzas, mágicas o demoniacas, habían deseado atraerle de esta manera, pero sabía que su situación estaba cargada de amenazas sobrenaturales. Sujetó más firmemente entre sus manos el bastón de carpe, y rezó a todos los santos que pudo recordar, mientras escudriñaba a su alrededor en busca de una presencia tangible del peligro.
El paisaje era completamente desolado y sin vida, como un lugar donde los cadáveres podrían tener una cita amorosa con demonios. Nada se movía, ni siquiera una hoja seca, y no sonaba un susurro sobre las secas hojas, ni el follaje, ni el canto de los pájaros ni el zumbido de las abejas, ni el suspiro ni la risa de las aguas.
Los cielos sobre él, grises como un cadáver, parecía que nunca hubiesen contenido un sol, y la fría e inmutable luz no tenía ni fuente ni destino, ni rayos ni sombras.
Gérard examinó su entorno con ojo cauteloso y, cuanto más lo miraba, menos le gustaba, porque un nuevo detalle desagradable se hacía evidente cada vez que miraba. Había luces moviéndose en el bosque que se desvanecían si las miraba fijamente; rostros de ahogados en el lago que subían y bajaban como burbujas antes de que pudiese distinguir sus facciones. Y, mirando a través del lago, se preguntó por qué no se había fijado en el castillo de piedra tosca, con muchas torres, cuyas murallas más próximas se asentaban en las aguas muertas. Era tan vasto, gris y tranquilo, que parecía haberse levantado durante lustros entre el lago estancado y los cielos igualmente estancados. Era más antiguo que el mundo, más viejo que la luz; era coetáneo del miedo y la oscuridad, y en él habitaba un horror que se arrastraba, invisible pero palpable, a lo largo de sus bastiones.
No había señal de vida en el castillo, y no ondeaban banderas sobre sus torreones o sobre su alcázar principal. Pero Gérard, con tanta seguridad como si una voz hubiese hablado en voz alta para advertirle, supo que ahí estaba la fuente de la hechicería por medio de la cual había sido engañado. Un pánico creciente susurraba en su cerebro. le parecía escuchar el roce de plumas malignas, el susurro de amenazas y conspiraciones demoniacas. Se dio la vuelta y escapó entre los fúnebres árboles.
Entre su desesperación y su pasmo, incluso mientras huía, pensó en Fleurette y se preguntó si le estaría esperando en el lugar de la cita, o si ella y sus acompañantes habían sido atraídos y descarriados hasta este lugar de ilusiones malditas. Renovó sus oraciones, e imploró a los santos por su seguridad, además de por la propia.
EI bosque a través del que corría era un laberinto de confusión y extrañeza. No había mojones, no había señales de animales o de hombres, y los apretados cipreses y los tristes árboles otoñales se volvieron más densos. como si, obedeciendo a una voluntad malvada, se estuviesen juntando para frenar su avance. Las ramas eran como brazos implacables que pretendían frenarle; podría haber jurado que notaba cómo se retorcían en torno a él con la fuerza y la flexibilidad de seres vivientes. Luchó contra ellas, locamente, desesperadamente, y le pareció escuchar el crujido de una risa infernal entre las ramas mientras luchaba. Por fin, con un suspiro de alivio, se abrió paso hasta una especie de sendero. A lo largo de este sendero, con la esperanza loca de una eventual fuga, corrió como alguien a quien persigue el diablo; y, después de un breve intervalo, llegó de nuevo a las orillas del pequeño lago, cuyas aguas inmóviles eran todavía dominadas por los altos y toscos torreones del castillo olvidado por el tiempo. De nuevo, dio la vuelta y escapó, y, tras similares vagabundeos y esfuerzos, volvió al inevitable lago.
Con el corazón pesadamente abatido, como en un definitivo pantano de desesperación y terror, se resignó y no hizo nuevos intentos de escapar. Su misma voluntad estaba atontada, aplastada como por la intervención de otra superior que no estaba dispuesta a seguir tolerando su patética obstinación. Fue incapaz de resistir cuando una compulsión, fuerte y odiosa, condujo sus pasos a lo largo de los márgenes del lago en dirección al descollante castillo. Cuando se acercó más, vio que el edificio estaba rodeado por un foso cuyas aguas estaban tan estancadas como las del lago, y cubiertas con la porquería iridiscente de la corrupción. El puente levadizo estaba bajado y las puertas abiertas, como para recibir a un invitado inesperado. Pero todavía no había signos de ocupación humana, y los muros del gran edificio gris estaban tan silenciosos como los de un sepulcro. Y el cuadrado y elevado calabozo tenía todavía más aspecto de tumba que el resto.
Impulsado por el mismo poder que le había conducido a través de los márgenes del lago, Gérard atravesó el puente y cruzó bajo la ceñuda barbacana hasta el vacío patio. Ventanas cerradas miraban abajo sin adornos, y, en el extremo opuesto del patio, una puerta estaba misteriosamente abierta, mostrando un oscuro salón. Mientras se acercaba al umbral, vio que un hombre estaba de pie en la entrada, aunque un momento antes habría jurado que no estaba ocupado por forma visible alguna.
Gérard había conservado su bastón de carpe, y, aunque su razón le indicaba que un arma semejante era inútil ante un enemigo sobrenatural, algún oscuro instinto le instaba a sujetarlo con valentía mientras se acercaba a la figura que le aguardaba en el umbral de la puerta.
El hombre era desusadamente alto y de aspecto cadavérico, y estaba vestido con prendas negras de una moda anticuada. Entre su barba azulada y la palidez mortuoria de su rostro, sus labios eran extrañamente rojos, semejantes a los de la mujer que, junto a sus asaltantes, había desaparecido de una manera tan sospechosa cuando Gérard se había aproximado a ellos. Sus ojos eran pálidos y luminosos como luces de pantano, y Gérard tembló ante su mirada y la fría e irónica sonrisa escarlata, que parecía esconder un mundo de secretos, todos demasiado horribles y asquerosos como para ser revelados.
Soy el Sieur du Malinbois anunció el hombre. Sus tonos eran, a un tiempo, zalameros y huecos, y sirvieron para aumentar la repugnancia que sentía el joven trovador. Y, cuando sus labios se abrieron, Gérard tuvo un vislumbre de dientes que eran antinaturales por lo pequeños y afilados, como los de alguna fiera salvaje.
La fortuna ha deseado que fueses mi huésped continuó el hombre . La hospitalidad que puedo ofreceros es tosca e inadecuada, y puede ser que encontréis mi morada un tanto triste. Pero, al menos, puedo aseguraros que os ofrezco una bienvenida que no es menos dispuesta que sincera.
Os agradezco vuestra amable oferta dijo Gérard . Pero tengo una cita con una amiga, y parece que, de una manera inexplicable, he perdido mi camino. Os quedaría profundamente agradecido si pudieseis orientarme hacia Vyones. Debería haber un sendero no lejos de aquí, y he sido tan estúpido apartándome de él.
Las palabras sonaron huecas y sin esperanza en sus propios oídos mientras las pronunciaba, y el nombre que su extraño anfitrión había dado el Sieur du Malinbois estaba resonando en su cabeza como los sonidos funerales de un toque de difuntos, aunque no conseguía recordar en este momento cuáles eran las ideas macabras y espectrales que ese nombre tendía a evocar.
Desgraciadamente, no existen caminos desde mi château a Vyones replicó el desconocido . Y, respecto a su cita, se cumplirá de otra manera, en otro lugar no pactado. Debo, por tanto, insistir en que acepte mi hospitalidad. Entre, se lo ruego, pero deje su bastón de carpe en la entrada. Ya no lo necesitará más.
Gérard pensó que hacía un mohín de disgusto y asco con sus labios excesivamente rojos mientras pronunciaba las últimas frases, y que sus ojos se demoraban en el bastón de carpe con un oscuro miedo. Y el extraño énfasis de sus palabras y su conducta sirvió para despertar en la mente de Gérard pensamientos macabros y fantasmales, aunque no pudo formularlos por completo hasta más tarde. Y, de alguna manera, se sintió impulsado a conservar su arma, sin importarle lo inútil que fuese frente a un enemigo de naturaleza demoniaca o espectral. Así que dijo:
Debo rogar vuestra indulgencia si conservo el bastón. He hecho una promesa de llevarlo conmigo, en mi mano derecha o nunca más allá del alcance de mi mano hasta que haya dado muerte a dos víboras.
Es una extraña promesa replicó su anfitrión . Sin embargo, tenedlo con vos si os place. No es asunto mío si elegís embarazaros con un palo de madera.
Se dio la vuelta abruptamente, indicando a Gérard que le siguiese. A desgana, el trovador le obedeció, con un vistazo a los cielos desiertos y el patio vacío a sus espaldas. Vio, sin gran sorpresa, que una repentina y furtiva oscuridad había caído sobre el château, sin luna ni estrellas, como si tan sólo hubiese estado esperando para descender a que él entrase. Era tan densa como los pliegues de un sudario. Era tan falta de ventilación y asfixiante como la oscuridad de una tumba que hubiese estado cerrada durante siglos, y Gérard fue consciente de una verdadera opresión, una dificultad corporal y mental para respirar, mientras cruzaba el umbral.
Vio ahora que las antorchas estaban ardiendo en el oscuro salón al que su anfitrión le había conducido, aunque no había notado ni el momento ni el agente de su encendido. La iluminación que proporcionaban era singularmente vaga e indistinta, y las sombras que se amontonaban en el salón eran inexplicablemente numerosas, y se movían con misteriosa intranquilidad, aunque las propias llamas estaban tan inmóviles como los cirios que arden para los muertos en una cripta sin viento.
Al final del pasaje, el Sieur du Malinbois abrió de golpe una pesada puerta de madera oscura y sombría. Más allá, se encontraba claramente el comedor del château, en el cual había varias personas sentadas junto a una larga mesa a la luz de unas antorchas no menos tristes y siniestras que las de la entrada.
Bajo el extraño, incierto brillo, sus rostros parecían señalados por una oscura sospecha, por una vívida distorsión; y le pareció a Gérard que sombras que apenas se podían distinguir de las figuras estaban agrupadas en torno a la mesa. Pero, sin embargo, reconoció a la mujer vestida de verde esmeralda que había desaparecido de manera sospechosa entre los pinos cuando Gérard había respondido a su llamada de socorro. A un lado, con un aspecto muy pálido, desdichado y asustado, estaba Fleurette Cochin. En la parte inferior, reservada para los sirvientes y criados, estaban la doncella y el lacayo que habían acompañado a Fleurette a su cita con Gérard.
El Sieur du Malinbois se volvió hacía Gérard con una sonrisa que expresaba sardónica diversión.
Creo que has sido ya presentado a todos los que se sientan a esta mesa observó . Pero no has sido formalmente presentado a mi esposa, Agathe, quien la preside. Agathe, te traigo a Gérard de l'Automne, un joven trovador de mucha fama y mérito.
La mujer inclinó la cabeza ligeramente, sin hablar, y señaló una silla enfrente de Fleurette. Gérard se sentó, y el Sieur du Malinbois tomó, de acuerdo con la costumbre feudal, asiento en la cabecera de la mesa al lado de su esposa. Por primera vez, había sirvientes que entraban y salían del cuarto, colocando sobre la mesa distintos vinos y viandas. Los servidores eran sobrenaturalmente veloces e insonoros, y de alguna manera resultaba difícil darse cuenta de cuáles eran sus rasgos concretos o sus ropas. Parecían andar en una sombra de un siniestro e indisoluble crepúsculo. Pero el trovador se sentía molesto por la idea de que se parecían a los rufianes peludos que habían desaparecido junto a la mujer de verde al acercarse a ellos.
La cena que siguió fue algo extraño y fúnebre. Una sensación de insuperable sofoco, horror asfixiante y temible opresión, recaía sobre Gérard, y, aunque deseaba hacer a Fleurette cien preguntas, y además exigir una explicación sobre varios puntos a su anfitrión y anfitriona, fue totalmente incapaz de encontrar las palabras o de pronunciarlas. Tan sólo podía mirar a Fleurette, y leer en sus ojos un reflejo de su propio asombro impotente y una mansedumbre de pesadilla. Nada dijeron el Sieur du Malinbois y su dama, quienes intercambiaron miradas de una siniestra y secreta complicidad durante la cena, y la sirvienta y el lacayo de Fleurette estaban evidentemente paralizados por el terror, como pájaros bajo la mirada hipnótica de dos mortíferas serpientes.
Los platos eran ricos y de extraño sabor; y los vinos, de una fabulosa antigüedad, parecían retener, en sus profundidades de topacio o violeta, un fuego de siglos que no se había apagado. Pero Gérard y Fleurette apenas podían probarlos; y vieron cómo el Sieur du Malinbois y su dama no comían ni bebían en absoluto. La oscuridad del cuarto se hizo más profunda; los servidores se convirtieron en más furtivos y espectrales en sus movimientos; el aire asfixiante estaba cargado con una amenaza informulable, constreñido por el embrujo de una negra y letal nigromancia. Sobre los aromas de las raras comidas, los bouquets de los antiguos vinos,
se arrastraba la mohosidad sofocante de ocultas criptas y la corrupción embalsamada de siglos, junto con la fantasmal especia de un extraño perfume que parecía emanar de la persona de la chatelaine. Gérard recordaba muchas de las historias de entre las leyendas de Averoigne, que había escuchado y de las que había hecho caso omiso; estaba recordando la leyenda del Sieur du Malinbois y su dama, el último de su apellido y el más malvado, quien había sido enterrado en algún lugar del bosque hacía cientos de años y cuya tumba era evitada por los campesinos, ya que se decía que continuaba con sus brujerías incluso después de la muerte. Se preguntó qué influencia había atontado su memoria, para que no las hubiese recordado por completo cuando escuchó el nombre por primera vez. Y estaba recordando otras cosas y otras historias, todas las cuales confirmaban su creencia instintiva respecto a la naturaleza de la gente en cuyas manos había caído. Además, recordó una superstición del folklore respecto a uno de los usos que cabía dar a una estaca de madera; y se dio cuenta de por qué el Sieur du Malinbois había mostrado un interés peculiar por el bastón de madera de carpe. Gérard lo había colocado junto a su silla cuando se sentó, y se quedó aliviado al comprobar que no había desaparecido. Muy discretamente y con tranquilidad, colocó un pie sobre él.
La sorprendente cena llegó a su fin, y su anfitrión y la chatelaine se levantaron.
Les conduciré ahora a sus cuartos dijo el Sieur du Malinbois, incluyendo a todos sus invitados bajo una oscura, inescrutable, mirada.
Cada uno de ustedes puede disfrutar de una habitación separada, si así lo desea, o Fleurette Cochin y su doncella Angélique pueden permanecer juntas, y el lacayo Raoul puede dormir en el mismo cuarto con Messire Gérard.
Una preferencia por el último arreglo fue expresada por Fleurette y el trovador. La idea de una soledad sin compañía en ese castillo de innombrable misterio y medianoche intemporal era repugnante en un grado insoportable.
Los cuatro fueron conducidos entonces a sus respectivas habitaciones, en los lados opuestos de un salón cuya longitud era mostrada sólo indeterminadamente por las débiles luces. Fleurette y Gérard se dieron el uno al otro unas tristes y desganadas buenas noches, bajo la mirada de su anfitrión, que les coartaba. Su cita era difícilmente aquella que habían deseado tener, y los dos estaban impresionados por la situación sobrenatural, con cuyos sospechosos horrores e inevitables brujerías se habían visto envueltos de alguna manera. Y, tan pronto como Gérard se hubo apartado de Fleurette, comenzó a maldecirse a sí mismo como un pusilánime por no haberse negado a separarse de ella, y se asombró ante el hechizo de involuntariedad, semejante a una droga, que parecía haber adormecido todas sus facultades. Parecía que su mente no le perteneciese, sino que había sido empujada y aplastada por un poder extraño.
El cuarto asignado a Gérard y a Raoul estaba amueblado con una cama de cortinas anticuadas en su moda y en su tejido, e iluminado con velas que sugerían un funeral por su forma, y que ardían apagadamente en un aire que estaba estancado con la mohosidad de años muertos.
Ojalá durmáis profundamente dijo el Sieur du Malinbois. La sonrisa que acompañó y siguió a estas palabras fue no menos desagradable que el tono, aceitoso y sepulcral, en que fueron pronunciadas. El trovador y el sirviente fueron conscientes de un profundo desahogo cuando se marchó, cerrando la puerta con un sonido metálico de plomo. Y su alivio apenas se vio disminuido cuando escucharon el chasquido de una llave en la cerradura.
Entonces, Gérard inspeccionó el cuarto, y se dirigió a una de las ventanas, a través de cuyos pequeños y pro fundos paneles sólo podía ver la oscuridad apremiante de la noche, que era verdaderamente sólida, como si todo el lugar estuviese enterrado y rodeado por la tierra que se pegaba. Entonces, en un ataque de cólera incontrolable ante su separación de Fleurette, corrió a la puerta y se arrojó contra ella, la golpeó con sus puños cerrados, pero en vano. Dándose cuenta de su tontería, y desistiendo al fin, se volvió a Raoul.
Bien, Raoul le dijo . ¿Qué piensas de todo esto?
Raoul se santiguó antes de contestar, y su rostro tenía una expresión de miedo mortal.
Creo, Messire replicó por fin , que todos hemos sido apartados de nuestro camino por hechicería maléfica, y que usted, yo mismo, la Demoiselle Fleurette y la doncella Angélique, todos estamos en un peligro mortal de cuerpo y alma.
Ésa es también mi opinión dijo Gérard . Y creo que estaría bien que tú y yo durmiésemos sólo por turnos, y que quien mantenga la vigilia sujete entre sus manos mi bastón de carpe, cuyo extremo afilaré ahora con mi daga. Estoy seguro de que conoces la manera en que debe emplearse si hubiese intrusos, porque, si alguno llegase, no habría duda sobre su naturaleza e intenciones. Estamos en un castillo que no tiene existencia legítima, como invitados de personas que llevan muertas, o supuestamente muertas, más de doscientos años. Y personas semejantes, cuando salen al exterior, son pro pensas a costumbres que no necesito especificar.
Sí, Messire Raoul tembló, pero miró el afilamiento del bastón con considerable interés. Gérard talló la dura madera en una punta como de lanza, y ocultó con cuidado las virutas. Incluso labró la silueta de una pequeña cruz cerca de la mitad del bastón, pensando que esto podría aumentar su eficacia o protegerlo de daño.
Entonces, con el bastón en sus manos, se sentó sobre la cama, desde donde podía vigilar el pequeño cuarto a través de las cortinas.
Puedes dormir primero, Raoul dijo, indicando la cama que estaba cerca de la puerta.
Los dos conversaron inciertos durante unos minutos. Después de escuchar la historia de Raoul sobre cómo Fleurette, Angélique y él mismo habían sido desviados de su camino por los lloros de una mujer entre los pinos y después habían sido incapaces de volver sobre sus pasos, cambió de tema. Y a partir de entonces habló plácidamente sobre asuntos que eran remotos de sus verdaderas preocupaciones, para luchar con su preocupación por la seguridad de Fleurette, que le torturaba. De repente, se dio cuenta de que Raoul había dejado de contestarle, y vio que el lacayo se había quedado dormido sobre el sofá. En el mismo momento, una irresistible somnolencia cayó sobre el propio Gérard, a pesar de toda su voluntad, a pesar de los terrores sobrenaturales y los presentimientos que todavía murmuraban en su cerebro. Escuchó, a través de su creciente sopor, el susurro de sombrías alas en los salones del castillo, captó el silbido de voces ominosas, como las de demonios familiares que respondiesen a la invocación de brujos, y le parecía escuchar, hasta en las criptas, las torres y las cámaras remotas, la pisada de pies que se estaban apresurando para cumplir secretos y malignos recados. Pero el olvido le rodeaba como las mallas de una red de arena, y se cerró sin tregua sobre su mente inquieta, y ahogó las preocupaciones de sus agitados sentidos.
Cuando Gérard se despertó al fin, las velas habían ardido hasta sus bases, y una luz del día triste y sin sol se estaba filtrando a través de la ventana. El bastón estaba todavía en su mano, y, aunque sus sentidos estaban aún torpes a causa del extraño sopor que los había drogado, sintió que no había sufrido daño. Pero, mirando por las cortinas, vio que Raoul estaba tumbado sobre el sofá mortalmente pálido y sin vida, con el aire y la expresión de un moribundo exhausto.
Atravesó el cuarto y se inclinó sobre el lacayo. Había una pequeña herida roja en el cuello de Raoul; su pulso era lento y débil, como los de alguien que hubiese perdido una gran cantidad de sangre. Su mismo aspecto era marchito y se le marcaban las venas. Y una especia fantasmal surgía del sofá..., un resto del perfume que llevaba la chatelaine Agathe.
Gérard consiguió por fin levantar al hombre, pero Raoul estaba muy débil y somnoliento. No podía recordar nada de lo que había sucedido durante la noche.
Y su horror fue patético de contemplar cuando se dio cuenta de la verdad.
Usted será el próximo, Messire lloró . Estos vampiros tienen la intención de retenernos entre sus brujerías malditas hasta que nos hayan exprimido la última gota de sangre. Sus hechizos son como la mandrágora o como los dulces del sueño de Cathay; y ningún hombre puede permanecer despierto contra su voluntad.
Gérard estaba tanteando la puerta y, para su sorpresa, la encontró sin cerrar. El vampiro, al marcharse, había sido descuidado a causa del letargo de su saciedad.
El castillo estaba muy tranquilo; le pareció a Gérard que el espíritu del mal que lo animaba estaba ahora tranquilo; que las alas sombrías de horror y malignidad, los pies que corrían en siniestros encargos, los brujos invocantes, los demonios familiares que contestaban, todos se habían adormecido en un temporal reposo.
Abrió la puerta, anduvo de puntillas a lo largo del salón desierto, y golpeó la puerta de la cámara asignada a Fleurette y a su doncella. Fleurette, completamente vestida, contestó a sus golpes inmediatamente, y la tomó entre sus brazos sin mediar palabra, escudriñando su pálida cara con tierna ansiedad. Por encima del hombro, podía ver a Angélique, la doncella, que estaba sentada rígida sobre la cama con una marca sobre su pálido cuello parecida a la herida que había sido infligida a Raoul.
Supo, incluso antes de que Fleurette comenzase a hablar, que la experiencia nocturna de la demoiselle y de su doncella había sido idéntica a la suya y del lacayo.
Mientras intentaba calmar a Fleurette y darle ánimos, sus pensamientos estaban ocupados con un problema bastante curioso. Nadie estaba fuera en el castillo, y era más que probable que el Sieur du Malinbois y su dama estuviesen ambos dormidos después del festín nocturno del que sin duda habían disfrutado.
Gérard se imaginó el lugar y la manera de su reposo, y se volvió incluso más reflexivo cuando se le ocurrieron ciertas posibilidades.
Ten ánimo, corazón mío le dijo a Fleurette . Se me ocurre que pronto escaparemos de esta abominable red de hechizos. Pero debo dejarte un rato y hablar con Raoul, cuya ayuda necesitaré para cierto asunto.
Volvió a su propio cuarto. El sirviente estaba sentado en la cama, haciendo la señal de la cruz débilmente y murmurando plegarias con una voz débil y hueca.
Raoul dijo el trovador con un poco de firmeza , tenéis que reunir todas vuestras fuerzas y acompañarme. Entre los tristes muros que nos rodean, los sombríos salones, las altas torres y las pesadas murallas, sólo hay una cosa que tenga una existencia verdadera, y todo el resto no es sino un tejido de ilusión. Debemos encontrar esta realidad a la que me refiero,. y tratar con ella como verdaderos y valientes cristianos. Venid, ahora registraremos el castillo antes de que el señor y la chatelaine despierten de su letargo de vampiros.
Se abrió camino a través de retorcidos corredores con una velocidad que indicaba muchos planes anteriores. Él había reconstruido en su mente la tosca pila de bastiones y torretas tal y como las había visto el día anterior, y pensaba que el gran calabozo, siendo el centro y punto fuerte del edificio, podría ser el lugar que buscaba. Con el bastón afilado en sus manos, y Raoul arrastrándose, desangrado, a sus talones, atravesó las puertas de muchos cuartos secretos, la multitud de ventanas que daban al patio desierto, y llegó por fin al piso inferior del calabozo fortaleza.
Era un cuarto grande, sin mobiliario, construido por entero con piedra, e iluminado tan sólo por delgadas hendiduras que estaban altas en la pared, diseñadas para ser utilizadas por arqueros. El lugar se hallaba muy oscuro, pero Gérard podía ver los contornos fosforescentes de un objeto que, de ordinario, no buscaría en una situación semejante, levantado en mitad del suelo. Era una tumba de mármol, y, acercándose más, vio que estaba extrañamente desgastada por las inclemencias del tiempo y manchada con líquenes grises y amarillos, como solamente florecen donde da el sol. La losa que la cubría era de tamaño y anchura dobles, y haría falta la fuerza completa de los dos hombres para levantarla.
Raoul se había quedado mirando estúpidamente la tumba.
¿Ahora qué, Messire? preguntó.
Tú y yo, Raoul, vamos a introducirnos en el dormitorio de nuestros anfitriones.
Siguiendo su orden, Raoul tomó uno de los extremos de la losa, y él mismo tomó el otro. Con un gran esfuerzo que dejó sus huesos y músculos a punto de romperse, intentaron moverla, pero la losa apenas se arrastraba. Por fin, sujetando la misma esquina al unísono, fueron capaces de inclinar la losa, y ésta se deslizó al suelo y cayó con un sonoro estrépito como de trueno. Dentro había dos ataúdes abiertos, uno de los cuales contenía al Sieur Hugh du Malinbois, y el otro, a su dama Agathe. Ambos parecían estar durmiendo pacíficamente igual que bebés; una mirada de maldad tranquila, de malignidad pacificada, estaba marcada sobre sus facciones; y sus labios estaban teñidos todavía más rojos que antes.
Sin vacilación o retraso, Gérard hundió el extremo de su bastón, parecido a una lanza, en el seno del Sieur du Malinbois. El cuerpo se deshizo como si estuviese hecho de cenizas amasadas y pintadas para darles una semblanza de humanidad, y un leve olor, como de una corrupción antigua, se elevó hasta las fosas nasales de Gérard. Entonces, el trovador atravesó de igual manera el seno de la chatelaine. Y, simultáneamente con su disolución, las murallas y las paredes del calabozo parecieron disolverse en un adusto vapor, y se apartaron a cada lado con un choque como de un trueno no escuchado. Con una sensación de extraño vértigo y confusión, Gérard y Raoul vieron que el château entero se había desvanecido como las torres y las murallas de una tormenta que ha pasado, y el lago muerto y sus orillas en putrefacción no ofrecían ya su maléfica ilusión a la vista Estaban de pie en un claro del bosque, a la plena luz sin sombras del sol del mediodía, y todo lo que quedaba del lúgubre castillo era la tumba abierta, forrada de líquenes, que se encontraba junto a ellos. Fleurette y su doncella estaban a una corta distancia, y Gérard corrió hacia la hija del mercader y la tomó entre sus brazos. Ella estaba atontada por el asombro, como alguien que emerge del laberinto que ha durado la noche de un mal sueño, y descubre que todo esta bien.
Creo, corazón mío dijo Gérard , que nuestra próxima cita no se verá interrumpida por el Sieur du Malinbois y su chatelaine.
Pero Fleurette estaba todavía confundida con el prodigio, y sólo pudo contestar a sus palabras con un beso.
Título original: A Rendezvous In Averoigne, IX 1930
(Weird Tales, V 31. Out Of Space And Time, VIII 42)
Trad. Arturo Villarubia, EDAF 1991
El sátiro (The Satyr)
Clark Ashton Smith
RAOUL, CONDE DE LA FRENAIE, era por naturaleza el más confiado de los maridos. Aquella ausencia de suspicacia se debía en parte a la falta de imaginación. Y por lo que respecta a sus demás cualidades, sin duda las embotaban los fuertes vinos de Averoigne. Sea como fuere, de no haber sido por la más imprevista pero fatal de las circunstancias, jamás habría sospechado nada de la amistad de Adele, su esposa, con Olivier du Montoir, joven poeta que, si no hubiera sufrido aquel imprevisto y nefasto percance, en su momento podría haber rivalizado con Ronsard como una de las estrellas más rutilantes de la poesía.
De hecho, al señor conde le enorgullecía que aquel joven y atractivo rapsoda, que se había bañado en las fuentes del Helicón y cuyos sonetos y baladas ya gozaban de cierto renombre allende los límites de Averoigne, mostrase predilección por su esposa. Tampoco le molestaba que los evidentes encantos de Adele inspirasen explícitamente muchas de sus creaciones, que en ellas ensalzara sin ambages su cabellera de ébano, su áurea mirada y demás atributos no menos atractivos y consustanciales a la perfección femenina.
El señor conde no tenía la menor intención de entender la poesía: como muchos otros, la consideraba materia apartada de las cosas mundanas y del sentido común. La métrica y la rima le aturdían las facultades mentales. Mientras tanto, el atrevimiento de las baladas y de su autor fueron aumentando paulatinamente.
Una semana de maravilloso calor bastó para fundir las nieves de aquel invierno tan severo. La primavera pobló los campos con sus flores más tempranas. Olivier había incrementado la frecuencia de sus visitas al castillo de la Frenaie. Él y Adele pasaban mucho rato a solas, ya que casi todos los temas de que trataban trascendían los intereses y la comprensión del señor conde. Y ahora, en primavera, salían a pasear por los bosques circundantes, vergel de verdor que prácticamente se extendía hasta los grises muros y la barbacana de la fortaleza. El aire se embriagaba con las intensas y frescas fragancias de las primeras flores silvestres. Si aquellos paseos fueron el blanco de chismorreos, se produjeron con tal discreción que jamás llegaron a los oídos de Raoul, o incluso de los dos afectados.
Tal como se desarrollaban los acontecimientos, resulta difícil comprender por qué de pronto el señor conde se preocupó por la integridad de su honor conyugal. Quizá entre alguno de sus episodios de caza y bebida en que distribuía su tiempo se percató de que su mujer estaba más joven y hermosa que nunca, que florecía del modo en que las mujeres florecen bajo los mágicos rayos del amor. Acaso había descubierto alguna mirada de ardiente pasión entre Adele y Olivier. O a lo mejor aquella prematura primavera le había atravesado el etílico lodazal de su cerebro con un batallón de sensaciones y pensamientos largo tiempo olvidados, y por fin se hizo la luz en él.
Fuera lo que fuese, ya llevaba días preocupado. Y una tarde de principios de abril, a su retorno de Vyones, adonde había ido para atender unos asuntos, la servidumbre le informó que la señora condesa y Olivier du Montoir habían salido a dar un paseo por el bosque. Su abúlica expresión no reveló cuáles eran sus auténticos pensamientos. Pareció reflexionar durante unos instantes.
-¿Adónde se dirigieron? Es preciso que hable enseguida con la señora condesa.
Los sirvientes le indicaron la dirección. Salió en su busca, siguiendo lentamente el sendero que habían tomado, hasta que el castillo desapareció de su vista. A partir de entonces, aceleró la marcha y, al internarse en la espesura, comenzó a acariciar la empuñadura de su espada.
-Tengo un poco de miedo, Olivier. ¿Vamos a alejarnos mucho más?
Adele y Olivier se habían apartado un poco de los límites que solían abarcar sus paseos. Se hallaban en una zona del bosque de Averoigne donde los árboles son más viejos y altos. Se decía que algunos de los enormes robles ya eran viejos y altos en tiempos del paganismo. Muy poca gente frecuentaba aquellas lindes. Y entre los habitantes de la región, a lo largo de generaciones se habían transmitido extrañas leyendas y creencias. En aquellos andurriales habían acontecido hechos que suponían una afrenta a la ciencia y una blasfemia. Se decía que quien osara penetrar en los confines inmemoriales de aquellos claros bañados por las sombras silvestres sería presa de malignos influjos. Varias eran las creencias y las leyendas, sólo vagas especulaciones. Sin embargo, todas coincidían en que el bosque estaba poseído por alguna entidad enemiga de los hombres, algún espíritu primordial más antiguo que Jesucristo o Satanás. Quienquiera que hollase los dominios de aquel ser terminaba siendo pasto del horror, la locura, la posesión infernal o de pasiones irracionales y torvas que conducían a la condenación del alma. También había personas que, entre susurros, explicaban quién era aquel espíritu, describían su aspecto y contaban historias asombrosas. Sin embargo, tales asuntos eran desoídos por los cristianos devotos.
-Sólo un poco más -insistió Olivier-. Mirad a vuestro alrededor, dueña mía, fijaos cómo estos viejos árboles se han engalanado con la radiante frescura de abril, cómo se regocijan ante el retorno del calor y los rayos del sol.
-Pero la gente explica historias horribles, Olivier.
-Cuentos para asustar a los niños. Sigamos un poco más. Nada nos hará daño; sólo nos aguarda una inmensa y cautivadora belleza.
Efectivamente, las nuevas hojas hacían que los grandes robles y hayas pareciesen imbuidos de juventud. El bosque semejaba rebosar despreocupación y júbilo divinal. Costaba creer en fábulas y supersticiones. Era uno de esos días en que el corazón siente la imperiosa necesidad de amor perpetuo, de errar por siempre jamás. Así pues, tras superar ciertos reparos femeninos y con muchas promesas, Olivier convenció a Adele y prosiguieron.
En el sendero aparecían huellas de animales u hombres que les permitieron seguir el camino con mayor facilidad. Las ramas que pendían en ambos márgenes los envolvían en un suave manto de verdor y daban la impresión de engullirlos. Algunos rayos dorados de sol traspasaban las altas copas para crear aureolas en torno a las bellas y escondidas lilas que florecían entre los contorsionados amasijos de enormes raíces. Los troncos estaban retorcidos, llenos de señales centenarias, contrahechos y deformados por el peso de incontables años, pero con un hálito de antigua sabiduría, de serena armonía. Adele prorrumpió en exclamaciones de gozo y alegría. Ni ella ni Olivier veían nada siniestro o inquietante en la exquisita belleza y desbordante pintoresquismo que les ofrecía la vieja floresta.
-¿Me creéis ahora? -preguntó Olivier- ¿Tenéis algo que temer de unas flores y unos árboles inofensivos?
Adele se limitó a sonreír. En medio de aquel círculo dorado de rayos de sol, ella y Olivier se contemplaron con intensa intimidad. En el inmóvil aire flotaba un extraño perfume que llegaba en lentas oleadas, procedente de un origen indeterminado; una fragancia que semejaba hablar maliciosamente de amor, permisividad, languidez, complacencia. Ninguno sabía de qué flor emanaba, ya que desconocían casi todos los ejemplares que se hallaban en los contornos, algunos con forma de pesadas campanas blancas o rosas, otros con pétalos rizados y gemelos, o con corolas como heridas sonrosadas. Al mirarse de aquel modo, se notaron ensartados por un fogonazo de pasión. Se les aceleró el pulso como si hubieran ingerido un eficaz filtro. Los ojos de Olivier, brillando con manifiesta pasión, y el moderado rubor en las mejillas de la señora condesa eran el síntoma de que compartían el mismo deseo. El amor incontenible, mutuamente ocultado hasta aquel momento, se abría paso por las venas de ambos.
Siguieron caminando en silencio, con la incómoda sensación de un descubrimiento que procuraban reprimir a toda costa. No osaban pronunciar palabra; tampoco repararon en el aspecto de la zona en que se adentraban. Y ninguno de los dos prestó atención a la repugnante deformidad de los troncos, los obscenos y monstruosos hongos cuya palidez mancillaba las sombras silvestres, las flores carmesíes que se exhibían provocativamente al sol. El hechizo de su lujuria se cernía sobre los amantes, ebrios por la mandrágora de la pasión. Todo lo que estaba más allá de sus cuerpos, de sus corazones, del latido de su ardiente sangre, era más difuso que los sueños.
La floresta se volvió más espesa, las ramas arqueadas semejaban urdimbres de tinieblas. Los ojos de criaturas feroces los contemplaron desde sus ocultas madrigueras, con destellos de malicioso carmesí o frío e intenso berilo. Y un pestilente hedor de aguas estancadas, asfixiadas por las hojas del último otoño, se alzó para dar la bienvenida a los amantes y para atenuar un poco el peligroso encantamiento que los atenazaba.
Se detuvieron junto a un estanque circundado por rocas; los alisos multiplicaban sus deterioradas copas como deseando perpetuar para siempre los agónicos resabios de un caduco frenesí. Y allí, entre las ramas bajas de los alisos, entre un brote de hojas nuevas, descubrieron un rostro que les lanzó una mirada lasciva. Era una visión increíble. Durante unos instantes no pudieron creer lo que veían. Sobre la cara semihumana se alzaban dos cuernos entre una mata de grueso vello, ojos rasgados, boca animal, barba con cerdas de jabalí. La cara era vieja, inimaginablemente vieja, surcada por arrugas y líneas fruto de inequívocos eones de lujuria. La mirada era un crisol incontrolable de malicia y corrupción atesoradas desde los tiempos del paganismo. El rostro de Pan, desde su secreto escondrijo, contemplaba con odio a los intrusos.
Un terror de pesadilla se apoderó de Adele y Olivier: enseguida les vinieron a la memoria todas las leyendas. Se había roto el hechizo de su pasión, los efectos de la droga del deseo habían remitido por completo. Como si hubieran despertado de un profundo sueño, vieron aquella faz y percibieron, más allá del salvaje palpitar de su sangre, el eterno conflicto entre el bien y el mal, las carcajadas del terror, cuando la visión desapareció entre el ramaje. Estremecida, Adele se echó por primera vez en brazos de su amante.
-¿Habéis visto eso? -susurró.
Olivier la atrajo hacia sí. Ante aquella deliciosa proximidad, la repugnante criatura que habían visto se le hizo improbable e irreal. Sin duda alguna clase de contrahechizo había conjurado aquel horror hasta hacerlo desaparecer. Sin embargo, ignoraba si habían sido víctimas de una alucinación pasajera, una fantasía causada por las hojas de los alisos o por el demonio que decían que moraba en Averoigne. La estupefacción que había causado todo aquello carecía de fundamento lógico o racional. Fuera lo que fuese, se sentía muy feliz: gracias a eso, Adele se había refugiado en sus brazos. Sólo podía pensar en la proximidad, la calidez de los labios que durante tanto tiempo había ansiado besar. Comenzó a tranquilizarla, a disipar sus temores, a hacerle ver que todo podría haber sido fruto de la imaginación. Mezcló los esfuerzos por calmarla con ardientes declaraciones de amor. La besó... se olvidaron del sátiro...
Raoul los encontró juntos, tendidos sobre una alfombra de musgo dorado por los rayos del sol, que pasaban por el único resquicio que encontraron entre el elevado follaje. Ni lo vieron llegar ni lo oyeron cuando se detuvo, con el acero desenvainado ante aquella imagen de ilegítima felicidad.
A punto estaba de ensartarlos de una sola estocada cuando sucedió algo tan inesperado como inconcebible. Con celeridad sobrenatural, una criatura de pelo castaño, un ser que no era ni hombre ni bestia, sino más bien infernal mezcla, surgió de las ramas de los alisos y arrebató a Adele de los brazos de Olivier.
Raoul sólo pudo presenciar la acción fugazmente; después fue incapaz de describir cómo sucedió. Era el rostro que había contemplado con lujuria a los amantes desde la espesura. Sus extremidades y cuerpo pertenecían a los de criaturas propias de las leyendas antiguas. Desapareció tan inefablemente como había aparecido, llevándose consigo a la mujer entre sus brazos. Sus gritos de terror fueron anulados por los enloquecidos y diabólicos estertores de sus carcajadas.
La distancia fue apagando los gritos y carcajadas, entre la impenetrable espesura, hasta desaparecer por completo; luego se hizo un imperturbable silencio. Lo único que pudieron hacer Raoul y Olivier fue mirarse mutuamente con la más absoluta estupefacción.
[1931]
El otro final de "El sátiro" (Variant Conclusion to "The Satyr")
[Clark Ashton Smith finalizó "El sátiro", su segunda historia enmarcada en el entorno de Averoigne, a comienzos de la primavera de 1930. Los manuscritos de la colección de documentos de Smith de la Brown University atestiguan que había escrito una primera versión del final de esta historia distinta de la que definitivamente se publicó. A continuación se reproduce esta primera variante; corresponde a los tres últimos párrafos de la historia publicada (Genius Loci).
Se ignora si Smith reescribió la primera conclusión desde una perspectiva comercial, teniendo en cuenta la naturaleza sexual de la última escena. - Steve Behrends] En: The Dark Eidolon 3, 1993, Necronomicon Press.
YACÍAN ABRAZADOS en un lecho de musgo dorado sobre el que incidían los rayos del sol, filtrados a través de un resquicio de la enramada, cuando Raoul los encontró.
Ni lo vieron ni oyeron venir; y la primera intuición de su llegada, y también la última, fue el acero que traspasó el cuerpo de Olivier hasta hendir el pecho de Adele, que gimió y retorció el cuerpo de su amado con sus propias convulsiones. Raoul retiró el estoque y, esta vez, ensartó directamente a su esposa. Así, con la vaga impresión de haberse vengado de la afrenta, con la amarga y confusa sensación, la aturdida y triste pregunta de qué había sucedido, se quedó mirando a sus víctimas. Yacían completamente inmóviles, cual pareja asesinada por ser sorprendida en flagrante adulterio. No se oía el menor murmullo, el menor movimiento, en el solitario bosque donde ni siquiera los más osados se adentraban. Por eso, el señor conde se sorprendió más allá de lo concebible cuando percibió las carcajadas inhumanas, malignas, diabólicas, que emergieron entre las ramas de los alisos.
Empuñó su ensangrentado estoque en lo alto y miró hacia la espesura, pero no consiguió ver nada. Cesaron las carcajadas y cayó un pesado silencio. Se persignó y retrocedió todo lo deprisa que pudo el sendero por el que había penetrado en el bosque.
El Final De La Historia
Clark Ashton Smith
LA SIGUIENTE narración fue encontrada entre los papeles de Cristóbal Morand, un joven estudiante de derecho de Tours, después de su inexplicable desaparición durante una visita a la casa de su padre cerca de Moulins, en noviembre de 1789:
Un siniestro crepúsculo otoñal marrón purpúreo, prematuro por la inminencia de una tormenta eléctrica, había llenado el bosque de Averoigne. Los árboles a los lados de mi carretera ya se habían desdibujado en masas de color ébano, y el propio camino, pálido y espectral por la oscuridad cada vez más densa, parecía temblar y oscilar ligeramente, como con el temblor de un misterioso terremoto. Espoleé mi caballo, que estaba terriblemente agotado por el viaje que había comenzado con el alba, y había caído horas antes en un trote disconforme y renuente, y galopamos a lo largo de la carretera que se oscurecía, entre enormes robles que parecían inclinarse hacia nosotros, con ramas como dedos que tratasen de agarrarnos mientras pasábamos.
Con temible rapidez, la noche se nos echó encima, y la negrura se convirtió en un velo tangible que se nos pegaba; una desesperación y una confusión de pesadilla me impulsaron a espolear de nuevo mi montura con un rigor más cruel, y, mientras marchábamos, los rumores de la tormenta se mezclaron con el resonar de las herraduras de mi caballo, y los brillos de los relámpagos iluminaron nuestro camino, que, para mi sorpresa (me había creído sobre la carretera principal que atraviesa Averoigne), se había encogido inexplicablemente en un sendero frecuentemente transitado. Estaba seguro de que me había perdido, pero no estaba dispuesto a volver sobre mis pasos hacia la boca de la oscuridad y las elevadas nubes de tormenta; me apresure con la esperanza, que parecía razonable, de que un sendero que estaba tan claramente gastado conduciría seguramente a alguna casa o posada donde podría encontrar refugio para la noche. Mi deseo estaba justificado, porque a los pocos minutos divisé un brillo entre las ramas del bosque, y llegué repentinamente a un prado abierto, donde, sobre una suave elevación, se levantaba un gran edificio, con varias ventanas iluminadas en el piso inferior, y una planta superior que resultaba prácticamente imposible de distinguir entre la masa de nubes empujadas por el viento.
Sin duda se trata de un monasterio”, pensé mientras sujetaba las riendas y descendía de mi exhausta montura. Levanté la pesada aldaba de bronce con forma de cabeza de perro y la dejé caer contra la puerta de roble. El sonido fue intenso y retumbante, con un eco casi sepulcral, y temblé involuntariamente, con un sentimiento de sorpresa y de tristeza no deseada. Éste se disipó un momento más tarde, cuando la puerta se abrió del todo y un monje alto y de facciones rubicundas se plantó ante mí bajo el brillo alegre de los faroles que iluminaban el amplio zaguán.
Os doy la bienvenida a la abadía de Périgon dijo él, en un murmullo suave, y, mientras hablaba, otra figura con túnica y capucha apareció y se hizo cargo de mi caballo. Al tiempo que murmuraba dando las gracias, la tormenta estalló y tremendas ráfagas de lluvia, acompañadas del estrépito cada vez más próximo de los truenos, se estrellaban con furia demoniaca contra la puerta que se había cerrado detrás de mí.
Resulta afortunado que nos encontrase cuando lo hizo comentó mi anfitrión . Mala cosa sería, para hombre o para bestia, andar a la intemperie en semejante temporal del demonio.
Adivinando, sin mediar pregunta, que me encontraba hambriento además de agotado, me condujo al refectorio, donde puso ante mí una generosa cena de carne de cordero, pan negro, lentejas y un fuerte vino tinto de la mejor calidad.
Se sentó ante mí en la mesa del refectorio mientras comía, y, con mi hambre un tanto saciada, tuve ocasión de examinarle con más detalle. Era alto y de recia constitución a un tiempo, y sus rasgos, donde las cejas no eran menos anchas que la poderosa mandíbula, denotaban una inteligencia afilada no menor que un amor por la buena vida. Una cierta delicadeza y refinamiento, un aspecto de erudición, buen gusto y buena educación emanaban de él. Y pensé para mis adentros: Este fraile es probablemente tan buen conocedor de los libros como de los vinos”. Sin duda, mi expresión delató el aumento de mi curiosidad, porque dijo como contestando:
Soy Hilarión, el abad de Périgon. Pertenecemos a la orden benedictina, vivimos en amistad con Dios y con todos los hombres, y no mantenemos que el espíritu se enriquezca con las mortificaciones y la miseria de la carne. Tenemos en nuestras despensas sanas provisiones en abundancia, en nuestras bodegas los mejores y más añejos cavas del distrito de Averoigne. Y, si estas cosas os interesan, y puede que lo hagan, una biblioteca que ésta aprovisionada con tomos raros, con preciosos manuscritos, con las mejores obras de paganos y cristianos, e incluso con ciertos escritos únicos que sobrevivieron al holocausto de Alejandría.
Agradezco vuestra hospitalidad dije haciendo una reverencia . Soy Cristóbal Morand, estudiante de derecho, de camino desde Tours hacia la finca de mi padre cercana a Moulins. También yo soy un bibliófilo, y nada me agradaría más que inspeccionar una biblioteca tan rica y curiosa como ésta de la que habláis.
En adelante, mientras yo terminaba de cenar, nos dedicamos a discutir sobre los clásicos, y a intercambiar citas y pasajes de autores latinos, griegos y cristianos.
Mi anfitrión, como enseguida descubrí, era un estudioso de méritos poco comunes, con una erudición, una soltura con la literatura tanto antigua como moderna, que hacía parecer la mía la del más sencillo principiante por comparación. Él, por su parte, fue tan amable como para alabar mi latín, que distaba bastante de ser perfecto, y, para cuando hube terminado mi botella de vino tinto, estábamos charlando como viejos amigos. Todo mi cansancio se había evaporado para ser sustituido por una rara sensación de bienestar y regalo físico, combinado con una sensación de alerta y agudeza mentales. Así que, cuando el abad sugirió que hiciésemos una visita a la biblioteca, asentí con entusiasmo.
Me condujo a través de un largo pasillo, a cuyos lados había celdas que pertenecían a los hermanos de la orden, y abrió, con una gran llave de bronce colgada de su cintura, la puerta de un amplio cuarto con elevado techo y varias profundas ventanas. En verdad, no había exagerado los recursos de la biblioteca, porque los estantes estaban sobrecargados de libros, y muchos volúmenes se hallaban apilados sobre las mesas o almacenados en una esquina. Había rollos de papiro, vitela y pergamino; extrañas biblias bizantinas o coptas; viejos manuscritos árabes o persas con portadas decoradas con flores o joyas; montones de incunables procedentes de las primeras imprentas; innumerables copias de autores antiguos realizadas por monjes, encuadernadas en madera o marfil, con ricas ilustraciones y caligrafía que era a menudo una obra de arte por si misma.
Con un cuidado que resultaba, a un tiempo, cariñoso y escrupuloso, el abad Hilarión colocó ante mí volumen tras volumen para que los inspeccionase. Muchos de ellos no los había visto nunca antes. y algunos me resultaban desconocidos hasta de oídas. Mi excitado interés y mi genuino entusiasmo le agradaban sin duda, pues al final oprimió un resorte oculto en una de las mesas de la biblioteca y extrajo un largo cajón, en el cual, me dijo, estaban guardados ciertos tesoros que él prefería no sacar a la luz para la educación o el recreo de muchos, y cuya propia existencia no era ni siquiera imaginada por los frailes.
Aquí continuó verás tres odas de Cátulo que no encontrarás en ninguna edición de sus obras. Además, hay una copia de un manuscrito original de Safo..., una versión completa de un poema que, de otra forma, es conocido sólo en breves fragmentos; aquí hay dos de las historias perdidas de Mileto, una carta de Pericles
a Aspasia, un diálogo desconocido de Platón, una vieja obra árabe de astronomía, de autor desconocido, que se anticipa a las teorías de Copérnico. Y, por último, la Histoire d’Amour, por Bernard de Vaillantcoeur, que tiene un poco de mala fama; fue destruida inmediatamente después de publicada y sólo se conoce que exista otra copia.
Mientras contemplaba, con una mezcla de temor y curiosidad, los inauditos y únicos tesoros que me mostraba, vi, en una esquina del cajón, lo que parecía ser un delgado volumen con una encuadernación sin adornos ni título en cuero oscuro. Me atreví a cogerlo y vi que contenía unas pocas hojas manuscritas, de caligrafía apretada, en francés antiguo.
¿Y esto? pregunté volviéndome para mirar a Hilarión, cuyo rostro, para mi asombro, había adquirido repentinamente una expresión melancólica y preocupada.
Es mejor no preguntarlo, hijo mío se persignó mientras hablaba, y su voz no era ya jovial, sino dura, agitada y llena de una triste inquietud . Hay una maldición sobre esas páginas que sostienes entre tus manos: un embrujo maligno, un poder del mal está unido a ellas, y aquel que se aventura a leerlas está en adelante en grave peligro tanto de cuerpo como de alma me quitó el pequeño volumen mientras hablábamos, y lo devolvió al cajón, persignándose de nuevo cuidadosamente mientras lo hacía.
Pero, padre me atreví a decir , ¿cómo pueden ser tales cosas posibles? ¿Cómo puede existir un peligro en unas pocas hojas de pergamino?
Cristóbal, existen cosas que quedan más allá de tu capacidad de comprender, cosas que no es bueno para ti que sepas. La fuerza de Satanás se manifiesta de diversos modos, de maneras engañosas; existen otras tentaciones además de las del mundo y la carne, hay maldades que no son menos sutiles que irresistibles, y herejías y nigromancias que no son las practicadas por los brujos.
¿De que tratan entonces estas páginas, qué tal peligro oculto, qué semejante poder maldito se esconde en ellas?
Te prohibo preguntar su tono era muy riguroso y expresaba una determinación que me disuadió de realizar nuevas preguntas.
Para ti, hijo mío continuó diciendo , el peligro será doblemente grande, porque eres joven, ardiente, lleno de deseos y curiosidades. Créeme, es mejor que te olvides hasta de que has visto este manuscrito cerró el cajón oculto, y, mientras lo hacía, el aspecto de melancólica preocupación fue sustituido por el anterior de bondad . Ahora dijo mientras se volvía a una de las estanterías , te mostrare la copia de Ovidio que fue propiedad del poeta Petrarca era de nuevo el erudito maduro, el anfitrión amable y jovial, y resultaba evidente que no se debía mencionar de nuevo el manuscrito prohibido. Pero su extraña inquietud, las oscuras y temibles pistas que había dejado caer, los vagamente terroríficos términos de su prohibición, todo ello había servido para despertar mi curiosidad más exacerbada, y, aunque consciente de que la obsesión era irracional, fui incapaz de pensar en ningún otro tema durante el resto de la noche.
Todo tipo de especulaciones fantásticas, absurdas, escandalosas, ridículas y terribles desfilaron por mi cerebro mientras admiraba debidamente los incunables que Hilarión tomaba de los estantes, con tanta delicadeza, para mi entretenimiento.
Por último, hacia la medianoche, me condujo a mi cuarto, un lugar especialmente reservado para los visitantes, con mayores comodidades y verdadero lujo en sus cortinas, alfombras y cama mullidamente acolchada, de lo que resultaría admisible en las celdas de los frailes o del propio abad. Incluso cuando Hilarión se hubo retirado, y había comprobado a mi satisfacción lo mullido del lecho que me había sido asignado, las preguntas relativas al manuscrito prohibido todavía hacían que me diese vueltas la cabeza. Aunque la tormenta ahora había cesado, tardé bastante en conciliar el sueño, pero el reposo, cuando finalmente llegó, fue profundo y sin sueños.
Cuando me desperté, un río de rayos de sol, claros como el oro derretido, se vertían a través de la ventana. La tormenta había desaparecido del todo, y ni el menor atisbo de nubes resultaba visible en ninguna parte del cielo de octubre azul cerúleo. Corrí a la ventana y contemplé un mundo que era todo bosques otoñales y campos que brillaban con los diamantes de la lluvia. Era hermoso, resultaba idílico hasta un extremo que sólo podía ser apreciado por alguien que, como yo, hubiese vivido durante mucho tiempo dentro de las murallas de una ciudad, con edificios como torres en vez de árboles y pavimento empedrado donde debería haber habido hierba.
Pero, siendo como era encantador, la escena retuvo mi atención tan sólo unos momentos, porque, más allá de la cima de los árboles, divisé una colina, que no estaría a más de un kilómetro y medio de distancia, sobre cuya cumbre se alzaban las ruinas de un viejo castillo, resultando claramente visible que sus murallas estaban rotas y derrumbándose. Atraía mi mirada de una manera irresistible, con una sensación subyugante de fascinación romántica que, de alguna manera, me parecía tan natural, tan inevitable, que no me paré a pensar en analizarla o en sorprenderme, y, habiéndolo visto, no podía apartar la mirada, sino que permanecí ante la ventana durante no sé cuánto tiempo, sometiendo a un escrutinio tan minucioso como fui capaz, los detalles de cada torre agitada por el tiempo y cada bastión. Alguna fascinación indefinible era inherente a la forma, a la extensión, a la manera en que el gran edificio estaba dispuesto..., alguna fascinación que no era diferente de la ejercida por un compás de música, por una mágica combinación de palabras y acordes, por las facciones de un rostro amado. Mirando, me perdí en ensueños que no fui capaz de recordar después, pero que dejaron detrás de ellos la misma tentadora sensación de delicias innombrables que los sueños olvidados de la noche a veces dejan.
Fui llamado a las realidades de la vida por un amable golpe en mi puerta, y me di cuenta de que se me había olvidado vestirme. Era el abad, quien venía a preguntar qué tal había pasado la noche, y para decirme que el desayuno estaría listo cuando me apeteciese levantarme.
Por alguna razón, me sentí algo molesto, y hasta avergonzado, por haber sido sorprendido soñando despierto, y, aunque esto resultaba sin duda superfluo, me disculpé por mi tardanza. Hilarión, creí, me lanzó una mirada afilada e inquisitiva que fue rápidamente ocultada cuando, con la delicada cortesía de un buen anfitrión, me aseguró que no había nada de lo que tuviese que disculparme en absoluto.
Cuando hube desayunado, dije a Hilarión, con muchas muestras de gratitud por su hospitalidad, que había llegado el momento en que debía reanudar mi viaje.
Pero su tristeza ante el anuncio de mi partida era tan genuina, su invitación a quedarme por lo menos otra noche era tan de corazón, que acepté quedarme. En verdad, no fueron necesarios muchos ruegos, porque, además de la auténtica estimación que sentía hacia Hilarión, el misterio del manuscrito prohibido había esclavizado por completo mi imaginación, y era reacio a partir sin haber descubierto nada más concerniente a éste. Por otra parte, para un joven con inclinaciones eruditas, la facilidad con la que se me ofrecía la biblioteca del abad era un raro privilegio, una oportunidad preciosa que no debía pasarse por alto.
Me gustaría le dije realizar ciertos estudios mientras me encuentre aquí, con la ayuda de vuestra incomparable biblioteca.
Hijo mío, eres más que bienvenido a quedarte durante cualquier período de tiempo, y puedes tener acceso a mis libros cuando convenga a tus necesidades o a tus inclinaciones diciendo esto, Hílarión se quitó la llave de la biblioteca de su cinturón y me la entregó . Existen deberes continuó que me tienen apartado del monasterio durante unas pocas horas al día, y, sin duda, tú desearás estudiar durante mi ausencia.
Un poco más tarde, se excusó y se marchó. Felicitándome para mis adentros de que la oportunidad deseada hubiese caído tan fácilmente en mis manos, me apresuré en dirección a la biblioteca, sin ningún otro pensamiento que mirar el manuscrito prohibido. Sin echar apenas un vistazo a las estanterías repletas de libros, busqué la mesa con el cajón secreto, y tanteé buscando el resorte. Tras un rato de retraso angustioso, pulse el punto adecuado y saqué el cajón en un impulso que se había convertido en una auténtica obsesión, una fiebre de curiosidad que bordeaba en auténtica locura, y, si la seguridad de mi alma hubiese en verdad dependido de ello, no podría haberme negado a satisfacer el deseo que me obligaba a tomar del compartimento el delgado volumen con encuadernación lisa y sin título.
Sentándome en una silla próxima a una de las ventanas, comencé a leer sus paginas, que eran solo seis. La caligrafía era peculiar, con unos caracteres cuya forma era de una fantasía que nunca antes había encontrado, y el idioma francés era no sólo antiguo, sino prácticamente barbárico a causa de su excéntrica singularidad.
A pesar de la dificultad con que las descifré, una excitación loca, inexplicable, corrió por mi ser con las primeras palabras, y continué leyendo sintiéndome como un hombre que ha sido hechizado o ha bebido un filtro de potencia sorprendente.
No había título, no había fecha, y el escrito era una narración que comenzaba casi tan abruptamente como terminaba. Trataba de un tal Gerardo, conde de Venteillon, quien, en la víspera de su boda con la bella y renombrada demoiselle Eleanor des Lys, se había encontrado en el bosque, cerca de su castillo, una extraña criatura medio humana, con pezuñas y cuernos. Ahora bien, como la narración explicaba, Gerardo era un joven caballero de valor probado, al mismo tiempo que un buen cristiano; así que, en el nombre de nuestro Salvador, Jesucristo, ordenó a la criatura que se detuviese y explicase lo que era.
Riéndose estruendosamente en el crepúsculo, el extraño ser hizo cabriolas frente a él y gritó:
Un sátiro soy, y tu Cristo es menos para mí que las malas hierbas que en el patio de tu cocina crecen.
Asqueado ante semejante blasfemia, Gerardo habría desenvainado su espada y dado muerte a la criatura, pero ésta gritó de nuevo diciendo:
Conténte, Gerardo de Venteillon, y un secreto te contaré que, conociéndolo, olvidarás la adoración de Cristo y a tu hermosa novia de mañana, y al mundo la espalda darás y al propio sol sin dudas ni arrepentimientos.
Ahora, aunque fuese a medias contra su voluntad, Gerardo prestó oído al sátiro, y éste se acercó y le habló en susurros. Y lo que le susurró no se sabe, pero, antes de desaparecer de nuevo entre las sombras del bosque que se oscurecían, habló de nuevo en voz alta y dijo:
El poder de Cristo ha prevalecido como una negra escarcha sobre todos los bosques, los campos, los ríos y las montañas donde habitaron en su felicidad las alegres diosas inmortales y las ninfas del ayer. Pero aún, en las cavernas de la tierra semejantes a criptas, en parajes lejanos de las profundidades, semejantes a ese infierno de las fábulas de tus sacerdotes, allí habita la hermosura pagana, allí gritan los paganos éxtasis y, con estas últimas palabras, la criatura se carcajeó de nuevo con su risa salvaje e inhumana, y desapareció entre el ramaje cada vez más oscuro del bosque.
A partir de ese momento, a Gerardo de Venteillon le sobrevino un cambio.
Volvió a su castillo con el rostro triste, sin decirles a sus lacayos palabras alegres y amables, como era su costumbre, sino que se quedaba sentado o daba paseos en silencio, sin hacer caso de las viandas que colocaban ante él. Tampoco fue a visitar a su novia al caer la tarde, como había prometido, sino que, alrededor de la medianoche, cuando una luna menguante se había puesto roja como levantándose de un baño de sangre, salió clandestinamente por la puerta trasera del castillo, y, siguiendo un sendero viejo, medio borrado, a través de los bosques, se abrió camino hasta las ruinas del Château des Faussesflammes, que se levanta en la colina frente a la abadía benedictina de Périgon.
Ahora bien, estas ruinas, como decía el manuscrito, son asaz antiguas y han sido evitadas por las gentes del distrito, porque leyendas sobre un mal inmemorial están asociadas con ellas, y se dice que son la morada de espíritus impuros, el lugar de reunión de brujos y súcubos.
Pero Gerardo, como si ignorase su mala fama o no la temiese, avanzó como alguien conducido por los demonios adentrándose en las sombras de los muros ruinosos, y se dirigió, con los cuidadosos tanteos de alguien que sigue las instrucciones que ha recibido, al extremo norte del patio. Allí, directamente entre las dos ventanas centrales y debajo de ellas, desde las cuales debieron mirar olvidadas dueñas del castillo, apretó con su pie derecho en una piedra del patio, que se distinguía de las otras por ser de forma triangular. Y la piedra se movió y giró bajo sus pies, revelando un tramo de escaleras de granito que descendían en la tierra. Entonces, prendiendo una antorcha que había traído consigo, Gerardo bajó por las escaleras, y la losa triangular se colocó en su sitio detrás de él.
Por la mañana, su prometida, Eleanor des Lys, junto a todo su cortejo nupcial, esperó en vano por él en la catedral de Vyones, la principal ciudad de Averoigne, donde la boda debería haberse celebrado. Y, desde ese día, su rostro no volvió a ser visto por hombre alguno, y ni el más vago rumor de Gerardo de Venteillon o del destino que le aconteció ha circulado entre los vivientes...
Tal era lo esencial del manuscrito prohibido, y así terminaba. Como he dicho antes, no tenía fecha; tampoco había nada que indicase por quién había sido escrito ni cómo el conocimiento de los sucesos que relataba había llegado a manos del autor. Sin embargo, lo más extraño es que no se me ocurrió dudar ni un momento de su veracidad, y la curiosidad que había sentido por el contenido del manuscrito fue ahora reemplazada por un ardiente deseo, mil veces más poderoso, más obsesivo, de conocer cuál fue el final de la historia, y descubrir qué era lo que Gerardo de Venteillon había encontrado cuando descendió por las escaleras ocultas.
Al leer la historia se me había ocurrido que las ruinas del Château des Faussesflammes descritas en ella eran las mismas que había visto esa mañana por la ventana de mi cuarto, y, sopesando esto, una fiebre loca me consumió cada vez más, una inquietud insensata y blasfema. Devolviendo el manuscrito al cajón oculto, abandoné la biblioteca y vagabundeé durante un rato, sin rumbo fijo, por los pasillos del monasterio. Al encontrarme por casualidad al mismo monje que, la noche anterior, se había ocupado de mi caballo, me aventuré a interrogarle, tan discretamente y de la manera más casual que pude, en relación a las ruinas que eran visibles desde las ventanas de la abadía.
Hizo la señal de la cruz, y una expresión asustada apareció en su ancho y plácido rostro ante mi pregunta.
Las ruinas son las del Château des Faussesflammes replicó . Durante años sin cuento, según dicen los hombres, ha sido la morada de espíritus impuros, brujas y demonios, y ceremoniales que no deben ser descritos, y ni siquiera mencionados, se han celebrado dentro de estos muros. Ningún arma conocida por el hombre, ningún exorcismo ni agua bendita han conseguido nunca prevalecer sobre estos demonios; muchos valientes caballeros y monjes han desaparecido entre las sombras de Faussesflammes para nunca volver, y una vez, se cuenta, un abad de Périgon marchó allí para hacer la guerra contra las fuerzas del mal, pero lo que le sucedió a manos de los súcubos ni se sabe ni se conjetura siquiera. Algunos dicen que los demonios son brujas asquerosas cuyos cuerpos terminan en anillos de serpiente; otros, que son mujeres de una belleza superior a la de las mortales, cuyos besos son una diabólica delicia que consume la carne de los hombres con la fiereza de un fuego del infierno... En lo que a mí respecta, yo no sé si estas historias son ciertas, pero no me atrevería a adentrarme en Faussesflammes.
Antes de que hubiese terminado de hablar, una decisión se había formado por completo en mi interior: debería dirigirme al Château des Faussesflammes, y descubrir por mí mismo, sí era posible, todo lo que pudiese ser encontrado. El impulso era inmediato, subyugante, inexcusable, e, incluso si lo hubiese deseado, tan incapaz era de enfrentarme a él como si hubiese sido víctima del hechizo de algún brujo. La prohibición del abad Hilarión, la extraña historia sin terminar en el viejo manuscrito, las leyendas del mal sobre las que el monje había dado pistas..., todo esto debería haber servido para asustarme y frenarme de semejante empeño, pero, por el contrario, debido a una extraña inversión del pensamiento, parecían ocultar algún delicioso misterio, indicar un mundo oculto de cosas inefables, y vagos placeres no soñados que hacían arder mi cerebro y palpitar con delirio mi pulso. No sabía, no era capaz de concebir, en qué consistían estos placeres, pero, de una manera mística, estaba tan seguro de su realidad concreta como el abad Hilarión estaba seguro del Paraíso.
Decidí ir esa misma tarde, durante la ausencia de Hilarión, quien, sentí instintivamente, recelaría ante semejante decisión y se mostraría poco amigo de su cumplimiento.
Mis preparativos fueron sencillos: guardé en el bolsillo una pequeña vela de mi cuarto y parte de una hogaza de pan del refectorio, y, asegurándome de que una pequeña daga que siempre llevaba conmigo estaba en su funda, partí del monasterio inmediatamente. Encontrándome con dos de los hermanos en el patio, les dije que iba a dar un breve paseo por los bosques vecinos. Me dieron un jovial pax vobiscum” y siguieron su camino según el espíritu de esas palabras.
Dirigiéndome tan directamente como me fue posible hacia Faussesflammes, cuyos torreones a menudo se perdían de vista tras las altas ramas entrelazadas, entré en el bosque. No había senderos, y a menudo me vi obligado a dar breves rodeos y vagabundear por lo denso del bosque. En mi prisa febril por alcanzar las ruinas, me pareció que pasaban horas antes de que llegase al promontorio que coronaba Faussesflammes, pero probablemente tardé poco más de treinta minutos.
Trepando el último declive de la cuesta llena de peñascos, llegué repentinamente a la vista del château. Estaba muy próximo, en el Centro de la meseta que formaba la cima. Los árboles habían echado raíces en sus rotos muros, y el ruinoso portal que conducía al patio estaba medio bloqueado por los arbustos, zarzas y cardos.
Abriéndome paso, no sin dificultad, y vistiendo ropajes que habían sufrido a manos de las espinas de las zarzas, me dirigí, como Gerardo de Venteillon en el viejo manuscrito, al extremo norte del patio. Malas hierbas enormes y de aspecto siniestro habían echado raíces entre las losas, levantando sus hojas densas y carnosas, que se habían vuelto de un tenebroso marrón y púrpura con la llegada del otoño. Pero pronto encontré la losa triangular mencionada en el cuento, y, sin la menor duda o retraso, presioné sobre ella con mi pie derecho.
Un loco temblor, un estremecimiento de triunfo aventurero que estaba mezclado con algo de azoramiento, paso a través mío cuando la gran losa giró fácilmente bajo mis pies, descubriendo, como en la historia, oscuros escalones de granito.
En ese momento, los horrores de las leyendas clericales, vagamente aludidos, se convirtieron en inminentemente reales en mi imaginación, y me paré ante la negra apertura que estaba a punto de tragarme, preguntándome si algún satánico hechizo no me había conducido allí a peligros de una gravedad desconocida e inconcebible.
Sin embargo, tan sólo vacilé durante unos breves instantes. Entonces, la sensación de peligro se desvaneció, los horrores monjiles se convirtieron en un sueno fantástico, y el encanto de las cosas que no podían formularse, más próximas y fáciles de alcanzar, se apretó en torno mío como un abrazo amoroso. Encendí mi vela, descendí por las escaleras y, al igual que cuando bajó Gerardo de Venteillon, el bloque triangular de piedra volvió a ocupar su lugar silenciosamente en el patio detrás de mí. Sin duda, resultaba impulsado por algún mecanismo operado por el peso de un hombre sobre uno de los escalones; pero no me paré para analizar su modus operandi, o para preguntarme si existiría alguna manera para hacerlo funcionar desde abajo para permitir mi retorno.
Había quizá una docena de escalones, terminando en una estrecha y triste cueva de techo bajo. ocupada tan sólo por antiguas telarañas llenas de polvo. Al final, una estrecha puerta me condujo a una segunda cueva que sólo se diferenciaba de la primera en ser más grande y en estar aún más llena de suciedad. Atravesé varias cuevas semejantes, y entonces me encontré en un largo pasadizo o túnel, medio bloqueado en algunos lugares por las piedras y los montones de escombros que se habían desprendido de los lados que se derrumbaban. Era muy húmedo, lleno del apestoso olor de las aguas estancadas y del moho subterráneo. Mis pies chapotearon en más de una ocasión sobre pequeños charcos, y sentía gotas por encima de mí, fétidas y sucias. como si se filtrasen desde un cementerio. Más allá del círculo tembloroso de luz que mantenía mi vela, me parecía que los anillos de oscuras y fantasmales serpientes se retorcían a mi paso; pero no podía estar seguro de si en realidad se trataba de ofidios o sólo de las preocupantes sombras que se desvanecían, vistas por unos ojos que aún no se habían acostumbrado a la oscuridad de las criptas.
Dando la vuelta en un repentino recodo del pasaje, vi la última cosa que hubiera soñado ver: el brillo de la luz solar, que se encontraba, aparentemente, al final del túnel. Apenas sabía qué era lo que esperaba hallar, pero semejante suceso era totalmente imprevisto.
Me apresuré, algo confuso, y atravesé a tropezones la apertura para encontrarme parpadeando bajo los rayos del sol de mediodía.
Incluso antes de que hubiese recuperado mi entendimiento y mi vista lo suficiente como para examinar el paisaje frente a mí, me sorprendió una extraña circunstancia: mi entrada en las cuevas había tenido lugar temprano por la tarde, y aunque mi paso a través de ellas no podía haber sido cuestión de más de unos pocos minutos, el sol se estaba acercando ahora al horizonte. Había también una diferencia en la luz, que era, a un tiempo, más brillante y más cálida que el sol que yo había visto sobre Averoigne, y el mismo cielo era intensamente azul sin atisbo alguno de palidez otoñal.
Entonces, con estupefacción creciente, mire a mi alrededor y no fui capaz de descubrir nada que me resultase familiar, o siquiera digno de crédito, en la escena en medio de la que había emergido. En contra de todas las expectativas razonables, no había ningún parecido con la colina sobre la que se alzaba Faussesflammes, o con la región vecina, sino que en torno mío había una tierra plácida de prados ondulados, a través de la cual fluía un río de brillo dorado en dirección a un mar del mas profundo azul que era visible por encima de la copa de los árboles de laurel... Pero dichos arboles no crecen en Averoigne, y el mar está a cientos de kilómetros de distancia; juzgad. pues, mi completa confusión y aturdimiento.
Era una escena de una belleza como nunca antes había contemplado. La hierba de los prados bajo mis pies era más suave y más lustrosa que el terciopelo esmeralda, y estaba repleta de asfódelos de muchos olores y de violetas. El oscuro verde de los acebos se reflejaba en el dorado río, y, lejos en la distancia, vi el pálido brillo de una acrópolis de mármol, colocada sobre una suave elevación en la colina. Todo tenía el aspecto de una suave y clemente primavera que se aproximaba a un verano opulento. Me sentí como si hubiese entrado en el país del mito clásico y la leyenda griega, y, por momentos, toda la sorpresa y todo el deseo de saber cómo había llegado allí fueron ahogados en una sensación de éxtasis que no dejaba de crecer ante la absoluta e inefable belleza del paisaje.
Cerca, en un paseo de laureles, un techo blanco brillaba con los tardíos rayos del sol. Fui atraído hacia él con el mismo aliciente, sólo que más poderoso y apremiante, que había sentido al ver las ruinas de Faussesflammes y el manuscrito prohibido. Aquí, supe con esotérica seguridad, se encontraba la culminación de mi búsqueda, el premio de toda mi loca, y quizá impía, curiosidad. Mientras entraba al jardín, escuché risas entre los árboles, mezclándose armoniosamente con el suave murmullo de las hojas bajo el suave viento cálido.
Pensé ver formas difusas que se desvanecerían entre los troncos de los árboles al aproximarme; y, en cierta ocasión, una criatura peluda, parecida a una cabra pero con cabeza y cuerpo humanos, se cruzó en mi camino al perseguir a una ninfa fugitiva.
En el corazón del jardín, descubrí un palacio de mármol con un pórtico de columnas dóricas. Al aproximarme, fui saludado por dos mujeres que llevaban el ropaje de los antiguos esclavos, y, aunque mi griego es de lo más pobre, no encontré dificultad en comprender su lenguaje, que era de una pureza ática.
Nuestra señora, Nycea, te espera me dijeron. Yo ya no era capaz de asombrarme ante nada, sino que acepté mi situación sin preguntar ni hacer conjeturas, como alguien que se resigna al despliegue de un sueño delicioso. Probablemente, pensé, se trataba de un sueño, y me encontraba todavía tumbado en mi cama del monasterio, pero nunca antes había sido favorecido por visiones nocturnas de una belleza y claridad tan sobresalientes.
El interior del palacio estaba lleno de un lujo que rondaba lo barbárico, y que evidentemente pertenecía a la época de la decadencia griega, con sus influencias orientales mezcladas. Fui conducido a lo largo de un pasillo que brillaba por el ónix y el pórfido pulido, hasta un dormitorio opulentamente decorado donde, sobre una cama de preciosos tejidos, estaba reclinada una mujer de belleza semejante a la de una diosa.
Al verla, temblé de pies a cabeza con la violencia de una emoción desconocida. Había oído hablar de repentinos amores locos por los cuales los hombres son atrapados al contemplar por primera vez un cierto rostro o una forma, pero nunca antes había experimentado una pasión de semejante intensidad, un ardor que me consumiese por completo como el que había concebido inmediatamente por esta mujer En verdad, me parecía como sí la hubiese amado durante largo tiempo, sin saber que era a ella a quien amaba, y sin ser capaz de distinguir la naturaleza de mi emoción o de orientar el sentimiento de ninguna manera.
Ella no era alta, pero estaba formada con una pureza de líneas y contornos que resultaba exquisitamente voluptuosa. Sus ojos eran de un oscuro azul zafiro, con profundidades derretidas en las cuales el alma tenía inclinación a sumergirse como en los suaves abismos de un mar veraniego. La curva de sus labios resultaba enigmática, un poco triste, y tan seriamente tiernos como los labios de una antigua Venus. Su pelo, castaño más que rubio, caía sobre su nuca, su frente y sus orejas en deliciosos rizos sujetos con una sencilla diadema de plata. En su expresión, se observaba una mezcla de orgullo y sensualidad, de autoridad imperial y sumisión femenina. Sus movimientos eran realizados con tan poco esfuerzo y tanta gracia como los de una serpiente.
Sabía que vendrías murmuró en el mismo griego de suaves vocales que había escuchado en los labios de sus sirvientas ; te he esperado durante mucho tiempo, pero, cuando buscaste refugio de la tormenta en la abadía de Périgon y viste el manuscrito en el cajón secreto, supe que tu llegada estaba próxima. ¡Ah! No te imaginabas que el hechizo que tan irresistiblemente te atraía, con una potencia tan inexplicable, era el hechizo de mi belleza, ¡la mágica atracción de mi amor!
¿Quién eres? pregunté. Hablaba con fluidez el griego, lo que me habría sorprendido grandemente una hora antes. Pero ahora estaba preparado para aceptar cualquier cosa, sin importar lo fantástica o increíble que fuese, como parte de la increíble aventura que me había sucedido.
Soy Nycea replicó ella, contestando a mi pregunta . Te amo. Y la hospitalidad de mi palacio y de mis brazos se encuentra a tu disposición. ¿Necesitas saber algo más?
Los esclavos habían desaparecido. Me arroje sobre la cama y besé la mano que ella me ofreció, con un torrente de disculpas sin duda incoherentes, pero llenas de un ardor que la hizo sonreír tiernamente.
Su mano resultaba fría a mis labios, pero su contacto disparó mi pasión. Me aventuré a sentarme junto a ella en la cama, y no se opuso a esta confianza. Mientras que un suave crepúsculo púrpura comenzaba a llenar las esquinas del cuarto, conversamos felices, recitando una y otra vez las mismas dulces letanías, y todas las felices fruslerías que acuden por instinto a los labios de los enamorados. Ella era increíblemente suave entre mis brazos, y parecía casi que lo completo de su entrega no estuviese frenado por la presencia de un esqueleto en el interior de su hermoso cuerpo.
Los sirvientes entraron sin ruido, encendiendo ricas lamparas de oro intrincadamente labrado, y colocando ante nosotros una cena de carnes con especias, frutas desconocidas de gran sabor y fuertes vinos. Pero poco podía comer yo, y, mientras bebía, sentía sed del vino más dulce, que era la boca de Nycea. Ignoro cuándo nos rendimos al sueño, pero la noche se había fugado como un momento encantado. Cargado de felicidad, me dejé llevar por una sedosa ola de somnolencia. Y las lámparas doradas y el rostro de Nycea se desvanecieron en una niebla gozosa y no volvieron a ser vistos.
Repentinamente, desde las profundidades de un reposo más allá de todo sueño, me encontré conducido a la fuerza a la más completa vigilia. Durante un instante, ni siquiera me di cuenta de dónde estaba y, todavía menos, de lo que me había despertado. Entonces. escuché una pisada en la puerta abierta del cuarto y, mirando más allá de la cabeza dormida de Nycea, vi la lampara del abad Hilarión, quien se había detenido en el umbral. Una expresión del más completo horror se había adueñado de su cara y, al verme, comenzó a farfullar en latín, en cuyo tono se mezclaba el miedo, el odio y la repugnancia fanática. Vi que llevaba entre sus manos una gran botella y un hisopo. Estaba convencido de que la botella contenía agua bendita, y, por supuesto, adiviné el uso al que estaba destinada.
Mirando a Nycea, vi que ella también estaba despierta, y supe que era consciente de la presencia del abad. Me ofreció una extraña sonrisa, en la que leí una pena cariñosa mezclada con la confianza que una mujer ofrece a un niño asustado.
No temas por mí susurró ella.
¡Asquerosa vampira! ¡Lamia maldita! ¡Serpiente del infierno! tronó el abad repentinamente mientras atravesaba el umbral del cuarto, levantando el hisopo.
En el mismo momento, Nycea se deslizó de la cama con una increíble velocidad de movimientos, y desapareció por una puerta trasera que daba al jardín de laureles.
Su voz resonó en mis oídos, pareciendo llegar de una distancia inmensa.
Hasta luego, Cristóbal. Pero no temas, me encontrarás de nuevo si eres valiente y tienes paciencia.
Al terminar estas palabras, el agua bendita del hisopo cayó sobre el suelo de la cámara y la cama donde Nycea había yacido junto a mí. Hubo un crujido como el de muchos truenos y las lámparas doradas se apagaron en una oscuridad que parecía estar llena del polvo de una lluvia de fragmentos que caía. Perdí el conocimiento y, cuando lo recobré, me encontré tumbado sobre un montón de escombros en una de las cuevas que había atravesado antes ese día. Con una vela en la mano y una expresión de infinita pena y gran solicitud sobre su rostro, Hilarión estaba inclinado sobre mí. Junto a él descansaban la botella y el goteante hisopo.
Doy gracias a Dios, hijo mío, de haberte encontrado tan a tiempo dijo él . Cuando regresé a la abadía esta tarde y supe que te habías marchado, supuse todo lo que había sucedido. Vi que habías leído el manuscrito maldito durante mi ausencia y habías caído bajo su maléfico hechizo, como tanto otros, incluso cierto reverendo abad, uno de mis predecesores. Todos ellos, ¡ay!, comenzando por Gerardo de Venteillon, han caído víctimas de la lamia que mora en estas criptas.
¿La lamia? le pregunté, sin apenas comprender sus palabras.
Sí, hijo mío, la hermosa Nycea que ha pasado la noche entre tus brazos es una lamia, una antigua vampira que mantiene en estas apestosas criptas un palacio de ilusiones beatíficas. El modo en que ella llegó a tomar Faussesflammes como morada no lo sé, porque su llegada precede a la memoria de los hombres. Es tan vieja como el paganismo; fue exorcizada por Apolonio de Tyana, y, si pudieses contemplarla como realmente es, verías, en lugar de su voluptuoso cuerpo, los anillos de una inmunda y monstruosa serpiente. Todos aquellos a quienes ama y admite a su hospitalidad, termina al final por devorarlos, después de haberles robado la vida y la fuerza con la diabólica delicia de sus besos. La llanura con el bosque de laurel que viste, el río bordeado de acebos, el palacio de mármol y todos los lujos que contenía, no eran más que ilusiones satánicas, una hermosa burbuja que se levantaba del polvo y la corrupción de una muerte inmemorial y una corrupción antigua. Se hicieron polvo ante el beso del agua bendita que traje conmigo cuando te seguí. Pero Nycea, ¡ay!, ha escapado, y me temo que aún sobrevivirá, para construir de nuevo su palacio de encantamientos demoniacos, para cometer de nuevo la abominación indecible de sus pecados.
Todavía bajo una especie de estupor ante la ruina de mi recién encontrada felicidad, ante las singulares revelaciones efectuadas por el abad, le seguí obediente mientras me conducía a través de las cuevas de Faussesflammes. Subió por las escaleras a través de las cuales yo había descendido, y, cuando se acercaba a la superficie y se vio obligado a inclinarse un poco, la gran losa se levantó hacia arriba, dejando pasar un torrente de gélida luz de luna. Emergimos y le permití que me condujese de regreso al monasterio. Mientras mi mente comenzaba a aclararse, y la confusión a la que había sido arrojado se resolvía, una sensación de resentimiento comenzó a crecer..., una fuerte cólera ante la intromisión de Hilarión. Sin hacer caso de si me había rescatado o no de graves peligros físicos o espirituales, eché en falta el hermoso sueño de que se me había privado. Los besos de Nycea ardían suavemente en mi recuerdo, y supe que, sin importar lo que quiera que fuese, mujer o demonio o serpiente, no había nadie en el mundo que pudiese despertar en mi el mismo amor y el mismo placer. Tuve cuidado, sin embargo, de ocultarle mis sentimientos a Hilarión, dándome cuenta de que traicionar semejantes emociones simplemente haría que me considerase como un alma que estaba perdida más allá de la redención.
A la mañana, alegando la urgencia de mi regreso al hogar, me marché de Périgon. Ahora, en la biblioteca de la casa de mi padre, cerca de Moulins, escribo este relato de mis aventuras. El recuerdo de Nycea es mágicamente claro, inefablemente querido, como si ella todavía estuviese a mi lado, y aún puedo ver los ricos tapices de una habitación iluminada a medianoche por lámparas de oro curiosamente labrado, y oír las palabras de su despedida:
No temas. Volverás a encontrarme si eres valiente y tienes paciencia.”
Pronto volveré a visitar de nuevo las ruinas del Château des Faussesflammes, y volveré a descender a las criptas debajo de la losa triangular. Pero, a pesar de lo cercano de Périgon a Faussesflammes, a pesar de mi estima por el abad, mi gratitud por su hospitalidad, mi admiración por su incomparable biblioteca, no creo que me apetezca volver a ver a mi amigo Hilarión.
FIN