Publicado en
abril 25, 2010
I
HEALTHFUL-HOUSE
La tarjeta que recibió aquel día 15 de Junio el director del establecimiento de Healthful-House, llevaba correctamente este sencillo nombre, sin escudo ni corona:
El Conde de Artigas.
Bajo este nombre, y en la esquina de la tarjeta, estaba escrita con lápiz la dirección:
«A bordo de la goleta Ebba, anclada en
New-Berne, Pamplico-Sound.»
La capital de la Carolina del Norte, uno de los cuarenta y cuatro Estados de la Unión en aquella época, es la importante ciudad de Raleigh, situada unas ciento cincuenta millas en el interior de la provincia. Merced a su posición central, esta ciudad llegó a ser el asiento de la legislatura, pues las demás la igualan o superan en valor comercial o industrial, por ejemplo, Wilmington, Charlotte, Fayetteville-Edenton, Washington, Salisbury, Tarboro, Halifax, New-Berne. Esta última se eleva en el fondo de la ensenada de Neuze-river, que se arroja en el Pamplico-Sound, especie de vasto lago marítimo, protegido por un dique natural formado de las islas o islotes del litoral caroliniano.
No hubiera podido el Director de Healthful-House adivinar la razón por la que se le enviaba aquella tarjeta, a no ir ésta acompañada de una carta, en la que el Conde de Artigas solicitaba permiso para visitar el establecimiento en cuestión. Esperaba el personaje que el Director accediese a su demanda, y contaba con presentarse por la tarde con el capitán Spada, que mandaba la goleta Ebba.
Este deseo de penetrar en el interior de aquella casa de salud, muy célebre entonces y muy solicitada por los enfermos ricos de los Estados Unidos, no podía parecer sino muy natural de parte de un extranjero. Otros la habían ya visitado sin llevar un gran nombre como el Conde de Artigas, y no habían escaseado sus enhorabuenas al Director. Apresuróse, pues, éste a conceder el permiso que se solicitaba, y respondió que para él sería gran honra abrir al noble visitante las puertas de su establecimiento.
Healthful-House, servido por un escogido personal, con el concurso de los médicos de más nombre, era de creación particular. Independiente de los hospicios y hospitales, pero sometido a la vigilancia del Estado, reunía todas las condiciones de comodidad y salubridad que exigen las casas de este género destinadas a recibir una opulenta clientela.
Difícilmente se hubiera encontrado un sitio más agradable que el de Healthful-House. Abrigado por una colina, poseía un parque de doscientos acres, plantado de esos magníficos arbustos que prodiga la América septentrional, en su parte igual en latitud a los grupos de las Canarias y de la isla Madera. En el límite inferior del parque se abría la ensenada del Neuze, incesantemente refrescada por las brisas del Pamplico-Sound y los vientos del mar.
En Healthful-House, donde los ricos enfermos estaban cuidados en excelentes condiciones higiénicas, los casos de curación eran numerosos. Pero si el establecimiento estaba en general reservado al tratamiento de las enfermedades crónicas, la Administración no rehusaba admitir a los particulares afectados de trastornos intelectuales cuando la enfermedad no presentaba un carácter incurable.
Precisamente en aquella época había una circunstancia que debía atraer la atención sobre Heal-thful-House, y que tal vez era el motivo de la visita del Conde de Artigas. Era esta circunstancia la presencia de un personaje de gran notoriedad. Encerrado en la casa desde hacía diez y ocho meses, se le tenía sometido a una observación especial.
El personaje en cuestión era un francés llamado Tomás Roch, de unos cuarenta y cinco años de edad. Ninguna duda podía existir de que estuviera bajo la influencia de una enfermedad mental; pero hasta entonces los médicos no habían notado en él una perturbación definitiva de las facultades intelectuales. Cierto que la justa noción de las cosas faltábale en los actos más sencillos de la vida; pero su razón permanecía entera, poderosa, inatacable, cuando se hacía llamamiento a su genio; y ¿quién no sabe que a veces el genio y la locura confinan? Verdad es que sus facultades afectivas o sensoriales estaban profundamente atacadas. Cuando había lugar para ejercitarlas, no se manifestaban más que por el delirio o la incoherencia. Ausencia de memoria, imposibilidad de atención; nada de conciencia, nada de genio. Entonces Tomás Roch no era más que un loco, incapaz para todo, privado de ese instinto natural que dirige la vida animal, el de la conservación, y era preciso tratarle como a un niño. No se podía perderle de vista, y en el pabellón 17, que ocupaba en el fondo del parque de Healthful-House, su guardián tenía la obligación de vigilarle noche y día.
La locura común, no siendo incurable, no puede ser curada más que por medios morales. La medicina y la terapéutica son impotentes, y su ineficacia es reconocida desde hace mucho tiempo por los alienistas.
¿Eran aplicables estos medios morales al caso de Tomás Roch? Había fundamento para dudarlo hasta en aquel ambiente tranquilo y sano de Heal-thful-
House. En efecto: la inquietud, los cambios de humor, la irritabilidad, las anomalías de carácter, la tristeza, la repugnancia a las ocupaciones serias o a los placeres, aparecían claramente. Ningún médico hubiera podido indicar un medio de curación; ningún tratamiento parecía capaz de hacerlos desaparecer, ni de atenuarlos.
Se ha dicho que la locura es un exceso de subjetividad, es decir, un estado en el que el alma se entrega demasiado a su trabajo interior y poco a las impresiones que vienen de fuera. En Tomás Roch esta indiferencia era casi absoluta. No vivía más que dentro de sí mismo, presa de una idea fija, cuya obsesión le había llevado donde estaba. Difícil, pero no imposible, era que se produjera una circunstancia, un contragolpe que le «exteriorizase», para emplear una palabra bastante exacta.
Conviene ahora relatar en qué condiciones este francés abandonó Francia; qué motivos le habían traído a los Estados Unidos; por qué el Gobierno federal había juzgado prudente y necesario encerrarle en aquella casa de salud, donde se debía anotar con minucioso cuidado todo lo que inconscientemente se le escapara en el curso de sus crisis.
Diez y ocho meses antes, Tomás Roch solicitó una audiencia del Ministro de Marina de Washington. Bastó el nombre para que el Ministro comprendiera de lo que se trataba. Aunque supiese de qué naturaleza sería la conferencia y qué pretensiones la acompañarían, no dudó, y la audiencia fue concedida inmediatamente.
En efecto, la notoriedad de Tomás Roch era tal entonces, que, cuidadoso de los intereses que se le habían encargado, el Ministro no podía dudar en recibir al solicitante y conocer las proposiciones que éste quería hacerle en persona. Tomás Roch era un inventor, un inventor de genio. Ya importantes des-cubrimientos le habían dado fama; gracias a él, algunos problemas puramente teóricos hasta entonces habían recibido una aplicación práctica. Su nombre era conocido en la ciencia y ocupaba uno de los primeros puestos en el mundo de los sabios, y se va a ver cómo, después de muchos disgustos, de grandes decepciones y hasta de ultrajes de la prensa, llegó a aquel período de locura que hizo necesario su ingreso en Healthful-House.
Su última invención respecto a los instrumentos de guerra, llevaba el nombre de Fulgurador Roch. A creerle, este aparato poseía tal superioridad sobre los otros, que el Estado que le adquiriera sería el dueño absoluto de los continentes y de los mares.
Sábese de sobra con qué deplorables dificultades chocan los inventores cuando de sus inventos se trata, y, sobre todo, cuando intentan que sean adoptados por las comisiones ministeriales. Numerosos ejemplos- y de los más famosos- acuden a nuestra memoria. Inútil es insistir sobre este punto, pues estos negocios presentan puntos obscuros difíciles de esclarecer. No obstante, en lo que a Tomás Roch se refiere, justo es confesar que, como la mayor parte de sus predecesores, tenía pretensiones tan excesivas, ponía al valor de su aparato precios tan inabordables, que resultaba casi imposible tratar con él.
Reconocía esto como causa- justo es confesarlo también- que en inventos precedentes, de aplicación fecunda en sus resultados, se había visto explotar con rara audacia. No habiendo obtenido el beneficio que equitativamente debía haber conseguido, su carácter comenzó a agriarse. Hízose desconfiado, y pretendía imponer condiciones tal vez inaceptables, ser creído bajo su palabra, y en todo caso, pedía una suma tan considerable, aun antes de toda experiencia, que tales exigencias parecían ser inadmisibles.
En primer lugar, ofreció el Fulgurador Roch a Francia. Hizo conocer a la Comisión encargada de recibir su comunicación en qué consistía el invento. Tratábase de un aparato autopropulsivo, de fabricación especial, cargado con un explosivo compuesto de sustancias nuevas, y que no producía su efecto más que bajo la acción de un deflagrador, también nuevo.
Cuando este aparato lanzase el proyectil y éste estallase, no contra el objeto a que se dirigía, sino a algunos centenares de metros, su acción sobre las capas atmosféricas era tan enorme, que toda construcción, fuerte o navío de guerra, debía hundirse en una zona de diez mil metros cuadrados. Tal es el principio del proyectil lanzado por el cañón neumático Zalinski, ya experimentado entonces, pero con resultados por lo menos centuplicados.
Si, pues, la invención de Tomás Roch poseía tal poder, significaba la superioridad ofensiva y defensiva asegurada a su país. Sin embargo, por más que hubiera hecho sus pruebas a propósito de otros aparatos semejantes de grandes resultados, ¿no exageraba el inventor? Sólo las experiencias podían demostrarlo. Y precisamente él pretendía no consentir en tales experiencias hasta que no estuvieran en su poder los millones en que estimaba su Fulgurador. Indudablemente, entonces se había producido una especie de desequilibrio en las facultades intelectuales de Tomás Roch. No poseía el juicio completo. Se le veía camino de la locura. Ningún Gobierno podía acceder a tratar con él en las condiciones que deseaba.
La Comisión francesa rompió todo trato, y los periódicos, hasta los de más radical oposición, tuvieron que reconocer que era difícil dar solución al asunto. Las proposiciones de Tomás Roch fueron, pues, rechazadas, sin que, por otra parte, se tuviera el temor de que otro Estado pudiera acogerlas.
Con el exceso de subjetividad, que aumentó incesantemente en un espíritu tan profundamente turbado como el de Tomás Roch, no asombrará que la fibra del patriotismo, aflojada poco a poco, concluyera por no vibrar.
Preciso es repetirlo en honor de la naturaleza humana: en aquel momento Tomás Roch tenía perturbada su inteligencia. No vivía más qué para lo que directamente se refería a su invento; para esto no había perdido su poder genial. Pero en lo que concernía a los más insignificantes detalles de la vida, su debilidad moral se acentuaba de día en día, y le quitaba la completa responsabilidad de sus actos.
Tomás Roch fue, pues, despedido. Tal vez entonces hubiera sido conveniente procurar impedir que llevase su invento a otra parte. No se hizo, y fue una torpeza. Llegó lo que debía llegar. Bajo el peso de una irritabilidad creciente, los sentimientos de patriotismo, que son la esencia misma de la ciudad no el que antes de pertenecerse pertenece a su país, se obscurecieron en el alma del inventor caído. Pensó en otras naciones; pasó la frontera, y olvidando el pasado, ofreció el Fulgurador Roch a Alemania. El Gobierno, después de conocer las exorbitantes pretensiones de Tomás Roch, rehusó recibir su comunicación. Además, se acababa de poner en estudio la fabricación de un nuevo aparato balístico de guerra, y se creyó poder desdeñar el del in-ventor francés.
A la cólera de éste se unió el odio; un odio instintivo contra la humanidad, sobre todo después del mal éxito de sus pretensiones en el Consejo del Almirantazgo de la Gran Bretaña. Como los ingleses son gente práctica, no rehusaron desde luego las proposiciones de Roch; le tantearon, procuraron engañarle con artificios. Tomás Roch no quiso oír nada. Su secreto valía millones, y él obtendría esos millones o guardaría su secreto. El Almirante acabó por romper sus relaciones con él.
Entonces hizo una nueva tentativa en América, diez y ocho meses antes de comenzar esta historia. Los americanos, más prácticos aún que los ingleses, no regatearon el Fulgurador Roch, al que concedían un valor excepcional dada la fama del químico francés. Con razón le consideraban como un hombre de genio, y tomaron medidas justificadas por su estado mental, dispuestos a indemnizarle más tarde en una equitativa proporción.
Como Tomás Roch daba pruebas demasiado evidentes de locura, la Administración, en interés del invento mismo, juzgó oportuno encerrarle. Se sabe que Tomás Roch no fue recluido en el fondo de una casa de locos. El establecimiento de Healthful-House ofrecía toda garantía para el trata-miento del enfermo. Pero aunque no se hubieran escaseado los más exquisitos cuidados, hasta el día no se había conseguido nada.
Insistamos una vez más en que Tomás Roch, por inconsciente que fuera, se rehacía cuando se le ponía en el terreno de sus descubrimientos. Animábase entonces, hablaba con la seguridad de un hombre dueño de sí, con una autoridad que imponía. Con gran elocuencia describía las maravillosas cualidades de su Fulgurador, los efectos verdaderamente extraordinarios que produciría. Pero sobre la naturaleza del explosivo y del deflagrador, sobre los elementos que le componían, sobre su fabricación, encerrábase en una reserva de la que nada le hacía salir. Una o dos veces, en lo más fuerte de una crisis, hubo motivo para creer que el secreto de su invención iba a escapársele, y se tomaron toda clase de precauciones. Fue en vano: aunque Tomás Roch no tuviese ni el instinto de su conservación siquiera, tenía al menos el de su secreto.
El pabellón 17 de parque de Healthful-House estaba rodeado de un jardín y largas vías, en el que el pensionista podía pasearse bajo la vigilancia de un guardián. Este ocupaba el mismo pabellón, durmiendo en el mismo cuarto, y observando al in-ventor noche y día sin abandonarle un momento. Espiaba sus menores palabras en el curso de sus alucinaciones, que se producían generalmente en el estado intermedio entre la vigilia y el sueño, y hasta en éste le escuchaba.
Llamábase este guardián Gaydón. Poco antes de la reclusión de Tomás Roch, y sabedor de que se buscaba un vigilante que hablase el francés, presentóse en Healthful-House, y había sido aceptado en calidad de guardián del nuevo pensionista. En realidad, este supuesto Gaydón era un ingeniero francés llamado Simón Hart, desde hacía varios años al servicio de una Sociedad de productos químicos establecida en New-Jersey. Tenía cuarenta años, la frente despejada y marcada por el pliegue del observador, la actitud resuelta, denotando energía y tenacidad.
Muy versado en las diversas cuestiones relacionadas con el perfeccionamiento del armamento moderno, Simón Hart conocía a fondo todo lo que se había hecho en materia de explosivos, cuyo número se elevaba a mil ciento en aquella época. No discutía a un hombre tal como Tomás Roch; creía en la potencia de su Fulgurador, y no dudaba que estuviese en posesión de un aparato capaz de cambiar las condiciones de la guerra en mar y tierra, tanto para la ofensiva como para la defensiva. Habiendo oído decir que en Roch la locura respetaba al sabio; que en el cerebro de éste, en parte desequilibrado, brillaba aún la llama del ingenio, tuvo una idea: la de que, si su secreto se escapaba durante sus crisis, aquel invento de un francés sería aprovecha-do por un país extranjero. Resolvió ofrecerse para guardián de Tomás Roch, fingiéndose un americano que hablaba correctamente la lengua francesa.. Pretextando un viaje a Europa, presentó su dimisión y cambió de nombre; ayudáronle las circunstancias, fue aceptada la proposición que hizo al Director, y he ahí cómo desde hacía quince meses desempeñaba cerca del pensionista de Healthful el oficio de guardián.
Esta resolución atestiguaba un raro sacrificio, un noble patriotismo, pues se trataba de un oficio penoso para un hombre de la clase y de la educación de Simón Hart. Pero no se olvide que el ingeniero no pretendía robar su secreto a Tomás Roch si éste le dejaba escapar, y el último tendría de él el legítimo provecho si recobraba la razón.
Así, pues, desde hacía quince meses Simón Hart, o más bien Gaydón, vivía junto a aquel demente, observándole, espiándole, hasta dirigiéndole preguntas, sin que adelantase nada. Aparte de esto, oyendo al inventor hablar de su descubrimiento, veíase que estaba más convencido que nunca de su extraordinaria importancia. El ingeniero temía también, mas que nada, que la locura parcial de Tomás Roch degenerase en locura general, o que en una crisis suprema muriese su secreto con él.
Tal era la situación de Simón Hart; tal era la misión a la que se sacrificaba en interés de su país. Sin embargo, a pesar de tantas decepciones y disgustos, la salud de Tomás Roch no estaba comprometida, gracias a su constitución vigorosa. La nerviosidad de su temperamento le había permitido resistir a tantas causas de destrucción. De regular estatura, la cabeza poderosa, ancha frente, cráneo voluminoso, los cabellos grises, la mirada fija y viva, cuando su pensamiento dominante la hacía brillar; espeso bigote bajo una nariz de ventanillas palpitantes, labios fuertemente cerrados como si no quisieran dejar escapar su secreto, rostro pensativo, actitud de hombre que ha luchado por largo tiempo y está resuelto a luchar todavía: tal era el inventor Tomás Roch, encerrado en uno de los pabellones de Healthful-House, sin conciencia de ello quizá, y confiado a la vigilancia del ingeniero Simón Hart, bajo el nombre del guardián Gaydón.
II
EL CONDE DE ARTIGAS
¿Quién era el Conde de Artigas? ¿Un español? Su nombre parecía indicarlo. Sin embargo, en la popa de su goleta se destacaba en letras de oro el nombre Ebba, de origen noruego. Y si se le hubiera preguntado cómo se llamaba el capitán de la Ebba, hubiera respondido: Spada; y el contramaestre, Effrondat, y Helim su cocinero, nombres que indicaban distintas nacionalidades.
¿Se podía deducir alguna hipótesis del tipo que presentaba el Conde de Artigas? Difícilmente. Si el color de su piel y sus negros cabellos, y la gracia de su actitud, denunciaban un origen español, el conjunto de su persona no ofrecía esos caracteres de raza que son peculiares a los oriundos de la península ibérica.
Era un hombre alto, robusto, de cuarenta y cinco años lo más. Por su continente calmoso y altivo, parecía uno de esos señores indios a los que se hubiese mezclado la sangre de los soberbios tipos de la Malasia. Si su temperamento no era frío, a lo menos procuraba fingirlo. Tenía el gesto imperioso, la palabra breve. En cuanto a la lengua de que él y su tripulación se servían, era uno de esos idiomas particulares propios de las islas del Océano Índico y de los mares que le rodean. Verdad que cuando sus excursiones marítimas le llevaban al litoral del antiguo o nuevo mundo, se expresaba con notable facilidad en inglés, no revelando más que por un ligero acento su origen extranjero.
Lo que había sido el pasado del Conde de Artigas, las diversas peripecias de una existencia misteriosa, lo que era su presente, el origen de su fortuna-evidentemente considerable, puesto que le permitía vivir con gran fausto, el sitio en que se encontraba su residencia habitual, o por lo menos el puerto de anclaje de su goleta, ni lo hubiera podido decir nadie, ni nadie se hubiera atrevido a interrogarle sobre este punto; tan poco comunicativo se mostraba. No parecía hombre que se comprometiera en una inteview, ni aun en provecho de los reporters americanos.
Lo que se sabía de él era únicamente lo que referían los periódicos cuando señalaban la presencia de la Ebba en algún puerto, y particularmente en los de la costa oriental de los Estados Unidos. Allí, en efecto, la goleta iba casi en épocas fijas a aprovisionarse de cuanto es preciso para las necesidades de una larga navegación. Y no solamente se avituallaba de provisiones de boca, harina, bizcocho, conservas, carne seca y fresca, vacas y carneros, sino también de vestidos, utensilios, objetos de lujo y de necesidad, pagado todo a altos precios, ya en dollars, ya en guineas o en otra clase de moneda de diverso origen.
Dedúcese de aquí que, si no se sabía nada de la vida privada del Conde de Artigas, era muy conocido en los diversos puertos del litoral americano, desde los de la península floridiana hasta los de Nueva Inglaterra.
No hay, pues, que extrañar que el Director de Healthful-House se considerase muy honrado por la petición del Conde de Artigas, a la que accedió al momento.
Además, aquella era la primera vez que la goleta Ebba hacía escala en el puerto de New-Berne. Y sin duda; sólo el capricho de su propietario le había llevado a la embocadura del Neuze.
¿Qué podía ir a hacer en aquel sitio el Conde de Artigas? ¿A avituallarse? No; pues no hubiera encontrado en el fondo del Pamplico-Sound los recursos que otros puertos le ofrecían, tales como Boston, New-York, Dover, Savannah, Wilmington en la Carolina del Norte, y Charleston en la Carolina del Sur. En Neuze y en el mercado poco importante de New-Berne, ¿por qué mercaderías hubiera podido cambiar sus piastras y sus billetes de Banco? La capital del Condado de Craven no posee más que unos cinco o seis mil habitantes. Su comercio está reducido a la exportación de granos, cerdos, muebles y municiones navales. Además, algunas semanas antes, durante una escala de diez días en Charleston, la goleta había tomado su cargamento completo para un destino que, como siempre, se ignoraba.
¿Había, pues, ido aquel enigmático personaje con el único objeto de visitar Healthful-House?
Esto tal vez no tenía nada de extraño, porque dicho establecimiento gozaba de una real y justa celebridad.
¿Tal vez el Conde de Artigas había tenido el deseo de conocer a Tomás Roch?
La notoriedad universal del inventor francés hubiera justificado esta curiosidad. ¡Un loco de genio, cuyos inventos prometían causar hondísima revolución en los métodos del arte militar moderno!
Como en su solicitud indicaba, por la tarde, el Conde de Artigas se presentó a la puerta de Heal-thful-House acompañado por el capitán Spada, el comandante de la Ebba. En conformidad con las órdenes dadas, ambos fueron conducidos al despacho del Director. Este acogió afablemente al Conde de Artigas y se puso a su disposición, no queriendo ceder a nadie el honor de ser su cicerone. El Conde de Artigas agradeció el favor. Empezóse por visitar las salas comunes y las habitaciones particulares. El Director hablaba mucho de los cuidados que se prodigaban a los enfermos, muy superiores, a creerle, a los que hubiesen podido recibir de sus familias; tratamiento de lujo-repetía-, cuyos resultados habían valido a Healthful-House un éxito merecidísimo.
El Conde de Artigas escuchaba sin perder su flema habitual, y parecía interesarse en la facundia del Director, quizás para disimular mejor el deseo que le había llevado a aquella casa. Sin embargo, después de una hora consagrada a aquel paseo, creyóse en el deber de decir:
-¿No tiene usted un enfermo del que se ha hablado mucho en estos últimos tiempos, y que, en cierto modo, ha contribuido a fijar la atención pública sobre Healthful-House?
-¿Se refiere el señor Conde a Tomás Roch?
-Efectivamente; hablo de ese francés, de ese inventor, cuya razón parece estar muy comprometida.
-Muy comprometida, señor Conde; y quizás es un bien. En mi opinión, la humanidad nada tiene que ganar con esos descubrimientos, la aplicación de los cuales aumentaría los medios de destrucción, ya muy numerosos.
-Eso es pensar sabiamente, señor Director, y en este asunto opino como usted. El verdadero progreso no consiste en eso, y miro como genios del mal a los que van por tal camino. Pero este inventor, ¿ha perdido por completo las facultades intelectuales?
-Completamente no, señor Conde, a no ser en lo que se refiere a las cosas ordinarias de la vida; por-que en esto no tiene la comprensión ni la responsabilidad de sus actos. Su genio de inventor es lo que ha quedado intacto y ha sobrevivido a la degeneración mental, y de haberse aceptado sus pretensiones, fuera del buen sentido, no pongo en duda que de sus manos hubiera salido un nuevo aparato de guerra... que realmente no es muy necesario.
-No lo es, no, señor Director- repitió el Conde de Artigas.
El capitán Spada pareció aprobar lo que el último decía.
-Por lo demás, señor Conde, usted podrá juzgar por sí mismo. Hemos llegado al pabellón de Tomás Roch. Si su encierro está justificado desde el punto de vista de la seguridad pública, está tratado con todos los miramientos que se le deben y con todos los cuidados que su estado reclama. Y, además, está al abrigo de indiscretos que podrían pretender...
El Director completó la frase con un movimiento de cabeza muy significativo, lo que hizo asomar una sonrisa imperceptible a los labios del extranjero.
-Pero- preguntó el Conde de Artigas- ¿es que Tomás Roch no está nunca solo?
-Nunca, señor Conde. Le vigila continuamente un guardián, del que estamos completamente seguros. En el caso de que en una u otra forma se le escapara alguna indicación relativa a su descubrimiento, esta indicación sería recogida al instante, y se vería el uso que convenía hacer de ella.
En este momento el Conde de Artigas lanzó una rápida mirada al capitán Spada, que respondió con un gesto que parecía decir: «Comprendido.»
Realmente, quien hubiera observado al dicho capitán durante aquella visita, habría notado que examinaba con particular atención los alrededores del parque que rodeaba al pabellón 17, y los sitios que daban acceso a él, probablemente por proyectar alguna cosa relacionada con este punto.
El jardín del pabellón confinaba con el muro que rodeaba a Healthful-House. Por la parte exterior, este muro cerraba la base misma de la colina, cuya parte de atrás se alargaba en suave pendiente hasta la ribera derecha del Neuze.
El pabellón no constaba más que de un piso bajo cubierto por una terraza a la italiana. El piso bajo comprendía dos habitaciones y un recibimiento, con ventanas defendidas por rejas de hierro. A los lados se levantaban hermosos árboles, entonces en todo su esplendor. Delante, frescos céspedes con flores hermosísimas. El total comprendía un medio acre, para uso exclusivo de Tomás Roch, en libertad de pasear por el jardín bajo la vigilancia de su guardián. A la puerta del pabellón estaba el último cuando el Conde de Artigas, el capitán Spada y el Director penetraron en aquel sitio.
El Conde de Artigas pareció examinarle con de-tenida atención. No era la primera vez que los extranjeros iban a visitar al huésped del pabellón 17, pues el inventor francés pasaba justamente por ser uno de los más curiosos pensionistas de Heal-thful- House. No obstante, la atención de Gaydón fue solicitada por lo original del tipo de aquellos dos personajes, cuya nacionalidad ignoraba. Aunque el nombre del Conde de Artigas no le fuera desconocido, jamás tuvo ocasión de encontrarle en sus escalas en los puertos del Este, e ignoraba que la goleta Ebba estuviese entonces anclada en la emboca-dura del Neuze, al pie de la colina de Healthful-House.
-Gaydón- preguntó el Director-, ¿dónde está Tomás Roch?
-Allí- respondió el guardián, señalando con la mano a un hombre que se paseaba meditabundo bajo los árboles, tras el pabellón.
-El señor Conde de Artigas ha sido autorizado para visitar Healthful-House, y no ha querido partir sin haber visto a ese Tomás Roch, del que tanto se ha hablado en estos últimos tiempos.
-Y del que se hablaría aún más si el Gobierno federal no hubiera tomado la precaución de encerrarle en este establecimiento- respondió el Conde de Artigas.
-Precaución necesaria, señor Conde.
-Necesaria, en efecto, señor Director, y vale más, para el reposo del mundo, que el secreto de su invención muera con él.
Gaydón, después de haber mirado al Conde de Artigas, no había pronunciado una palabra, y, precediendo a los dos extranjeros, se dirigió hacia el fondo del cercado. A los pocos pasos los visitantes se encontraron frente a Tomás Roch.
Éste no les había visto llegar, y cuando estuvieron a poca distancia de él, es presumible que no se fijó en ellos.
Entretanto, el capitán Spada examinaba la disposición del sitio, el lugar ocupado por el pabellón 17 en la parte inferior del parque de Healthful-House. Cuando subió los paseos en cuesta, distinguió con facilidad la extremidad de un mástil que sobresalía por cima del muro. Para reconocer que era de la goleta Ebba bastóle una rápida mirada, y pudo también asegurarse de que por aquel lado el muro se alargaba por la ribera derecha del Neuze.
Entretanto, inmóvil y mudo, el Conde de Artigas observaba al inventor francés.
Era este hombre vigoroso todavía, y su salud no parecía haber sufrido gran quebranto por su encierro, que duraba ya diez y ocho meses. Pero su actitud, sus ademanes incoherentes, su mirada extra-viada, su falta de atención, denotaban un completo estado de inconsciencia y una perturbación profunda de las facultades mentales.
Tomás Roch acababa de sentarse sobre un banco, y con la punta de un junquillo que tenía en la mano trazó sobre la arena un perfil de fortificación. Después, arrodillándose, hizo montoncitos de arena que evidentemente representaban baluartes. Entonces, después de arrancar algunas hojas de un árbol próximo, las plantó en las cúspides de los montoncitos, como minúsculas banderas. Todo esto con gran seriedad y sin que se preocupase nada de las personas que le miraban.
Era un juego de niños; pero un niño no hubiera demostrado aquella gravedad y aquella indiferencia características.
-¿Está completamente loco? preguntó el Conde de Artigas, que, a pesar de su impasibilidad habitual, pareció algo descorazonado.
-Ya le he prevenido a usted, señor Conde, que nada se podía obtener de él- respondió el Director.
- ¿No se podría, al menos, conseguir que nos prestara un poco de atención?
-Muy difícil será lograrlo.
Y volviéndose al guardián, añadió:
-Diríjale usted la palabra, Gaydón; tal vez le responda a usted.
-Seguramente, señor Director- respondió Gaydón.
Y tocando al pensionista en el hombro, le dijo dulcemente:
-¿Tomás Roch?
Levantó éste la cabeza, y de todas las personas allí presentes no vio sin duda más que a su guardián, aunque el Conde de Artigas y el capitán Spada, que acababa de aproximarse, y el Director, formaban un círculo en torno de él.
-Tomás Roch- dijo el guardián en inglés-, aquí hay unos señores que desean verle a usted. Se interesan por su salud... por sus trabajos.
Esta última palabra fue la única que pareció despertar la atención del inventor.
-¿Mis trabajos?- respondió en inglés, lengua que hablaba correctamente.
Tomando entonces entre el índice y el pulgar un guijarro, le arrojó contra uno de los montoncitos de arena, que se derrumbó.
Un grito de alegría se escapó de sus labios.
-¡Por tierra!... ¡Por tierra!... ¡Mi Fulgurador!... ¡Mi Fulgurador! ¡Lo he destruido todo de un solo golpe!
Tomás Roch se había levantado y el fuego del triunfo brillaba en sus ojos.
-Ya lo ve usted- dijo el Director dirigiéndose al Conde de Artigas.- La idea de su invento no le abandona jamás.
-Y morirá con él- afirmó el guardián Gaydón.
-¿No podría usted, Gaydón, hacerle hablar de su explosivo, de su deflagrador?
-Si usted me lo ordena, señor Director...
-Sí, porque creo que esto interesará al señor Conde.
-En efecto- respondió éste, sin que su frío rostro dejase traslucir los sentimientos que le agitaban.
-Se corre el riesgo de provocar una nueva crisis-, observó el guardián.
-Usted pondrá fin a la conversación cuando lo juzgue conveniente. Dígale usted a Tomás Roch que un extranjero desea tratar con él de la compra de su aparato.
-Pero ¿no teme usted que se le escape el secreto?-dijo el Conde de Artigas.
E hizo la pregunta con tal viveza, que Gaydónno pudo contener una mirada de desconfianza, que no pareció inquietar al impenetrable personaje.
-No hay temor ninguno-, respondió-, y ninguna promesa arrancará su secreto a Tomás Roch mientras no se le hayan puesto en la mano los millones que exige.
-Yo no los llevo- respondió tranquilamente el Conde de Artigas.
Volvióse Gaydón al pensionista, y tocándole en el hombro como antes, le dijo:
-Tomás Roch, estos dos extranjeros se proponen comprarle a usted el Fulgurador.
Tomás Roch se irguió.
-¡Mi Fulgurador!- exclamó.- ¡El Fulgurador Roch!
Y una animación creciente indicaba la inminencia de la crisis de que Gaydón había hablado, y que producían siempre preguntas de aquel género.
-¿En cuánto quieren ustedes comprármele? ¿En cuánto?... ¿En cuánto?... - añadió el inventor francés.
No había inconveniente en ofrecerle una suma, por enorme que fuera.
-¿En cuánto?... ¿En cuánto?...- repetía él.
-En diez millones de dollars- respondió Gaydón.
-¡Diez millones!- exclamó Tomás Roch.- ¡Diez millones por un Fulgurador cuyo poder es diez millones de veces superior a cuanto se ha hecho hasta aquí! ¡Diez millones por un motor autopropulsivo que puede, al estallar, extender su poder destructivo sobre millares de metros cuadrados! ¡Diez millones el solo deflagrador capaz de provocar su explosión! Todas las riquezas del mundo no bastarían para pagar mi invento, y antes que entregarle por ese precio, me cortaría la lengua con los dientes. ¡Diez millones, cuando vale un milliard... un milliard... un milliard!
Tomás Roch, cuando se trataba con él del asunto de su invento, mostrábase como hombre al que falta toda noción y medida de las cosas. Aunque Gaydón le hubiera ofrecido diez milliards, aquel insensato, en su locura, hubiera exigido más.
El Conde de Artigas y el capitán Spada no habían dejado de observarle desde el principio de la crisis: el Conde siempre flemático, por más que su frente se hubiera ensombrecido; el capitán, moviendo la cabeza como un hombre que pensara: «¡Decididamente, nada se puede hacer con este desdichado!»
Tomás Roch huyó de aquel sitio, y corría gritando con voz ahogada por la cólera:
-¡Milliard! ¡Milliard!
Gaydón, dirigiéndose entonces al Director, le dijo:
-Ya se lo previne a usted.
Después púsose en persecución de su pensionista, reunióse a él, le cogió por el brazo sin que el otro hiciese gran resistencia, y le condujo al pabellón, la puerta del cual cerró en seguida.
El Conde de Artigas quedó solo con el Director, mientras el capitán Spada recorría una vez más el jardín a lo largo del muro inferior.
-No había exagerado, señor Conde- declaró el Director.- Es evidente que la enfermedad de Tomás Roch hace progresos de día en día, y, en mi opinión, llegará a convertirse en incurable locura. Aun poniendo a su disposición todo el dinero que pide, no se podría obtener nada.
-Es probable- respondió el Conde de Artigas-; y, sin embargo, si sus exigencias financieras llegan al absurdo, no es menos cierto que ha inventado un aparato de un poder infinito, por decirlo así.
-Esa es la opinión de las personas competentes, señor Conde; pero el descubrimiento no tardará en desaparecer con él en una de estas crisis, que cada vez son más violentas. Bien pronto, hasta el móvil del interés, el único que parece haber sobrevivido en su espíritu, desaparecerá...
-¡Tal vez quedara el móvil del odio!- murmuró el Conde de Artigas en el momento en que el capitán Spada se unía a él ante la puerta del jardín.
III
DOBLE RAPTO
Media hora más tarde, el Conde de Artigas y el capitán Spada seguían el camino bordeado de hayas seculares que separa el establecimiento de Heal-thful- House de la ribera del Neuze. Se habían des-pedido del Director dándole las gracias por la buena acogida que les había dispensado, y mostrándose aquel muy honrado por su visita. Un centenar de dollars destinados al personal de la casa, probaban la generosidad del Conde de Artigas. Este era ¿cómo dudarlo? un distinguido extranjero, si la distinción se mide por la generosidad.
Salieron por la puerta de hierro que cerraba a Healthful-House, y rodearon el muro, cuya elevación desafiaba todo intento de escalo. El Conde permanecía pensativo, y su compañero tenía la costumbre de esperar a que le dirigiera la palabra.
No lo hizo esta vez el Conde hasta el momento en que, deteniéndose en el camino, pudo medir con la vista la altura del muro tras el que se elevaba el pabellón 17.
-¿Has tenido tiempo- dijo- de estudiar bien la disposición del sitio?
-Sí, señor Conde- respondió el capitán Spada, insistiendo en el título que daba al extranjero.
-¿No se te ha escapado ningún detalle?
-Ninguno que pueda sernos de utilidad. Por su situación tras ese muro, el pabellón es fácilmente abordable, y si persiste usted en sus proyectos...
-Persisto, Spada.
-¿A pesar del estado en que Tomás Roch, se encuentra?
-A pesar de él...; y si conseguimos un rapto...
-Eso es cosa mía; y en cuanto la noche llegue, yo me encargo de penetrar en el parque de Heal-thful- House, y en el cercado del pabellón 17, sin que nadie me vea.
-¿Por la puerta de entrada?
-No; por este lado.
-Pero por este lado está el muro, y después de haberle franqueado, ¿cómo le volverás a escalar con Tomás Roch?...Si ese loco llama, si opone alguna resistencia..., si su guardián da la voz de alarma...
-No le inquiete a usted eso. Entraremos y saldremos por aquella puerta.
Y el capitán mostraba, a algunos pasos, una estrecha puerta colocada en medio del muro, y que sin duda no servía más que a los empleados de la casa cuando su servicio les llamaba a las riberas del Neuze.
-Por ahí- continuó el capitán Spada- tendremos acceso al parque, y no será preciso ni el trabajo de emplear una escala.
-Pero esa puerta está cerrada.
-Se abrirá.
-¿No tiene cerrojos por dentro?
-Los he descorrido durante mi paseo tras los macizos en la parte baja del jardín, y sin que el Director haya advertido nada.
El Conde de Artigas se aproximó a la puerta y dijo:
-Está cerrada con llave.
-He aquí la llave- respondió el capitán Spada.
Y sacó una llave que había retirado de la cerradura después de descorrer los cerrojos.
-Muy bien, Spada- dijo el Conde-. Probablemente el rapto no presentará muchas dificultades. Vamos a la goleta. A las ocho de la noche una embarcación te dejará en tierra con cinco hombres.
-Sí...,cinco hombres. Con éstos bastará, aun en el caso en que ese guardián estuviera despierto y fuera menester desembarazarse de él.
-¿Desembarazarse de él?- dijo el Conde.- Sea, si es absolutamente preciso; pero es preferible apoderarse de ese Gaydón y conducirle a bordo de la Ebba. ¡Quién sabe si no habrá sorprendido ya parte del secreto de Tomás Roch!
-Es posible.
-Además, Tomás Roch se ha acostumbrado a él, y no quiero cambiar en nada sus costumbres.
La sonrisa con que el Conde de Artigas acompañó estas palabras era lo bastante significativa para que el capitán Spada no pudiera engañarse sobre el papel reservado al vigilante de Healthful-House.
El plan de aquel doble rapto estaba, pues, terminado y parecía que había de lograr buen éxito. A menos que durante las dos horas que faltaban para que llegase la noche se advirtiese que la llave faltaba en la puerta del parque, y que los cerrojos habían sido descorridos, el capitán Spada y sus hombres tenían la seguridad de poder penetrar en el interior del parque de Healthful-House.
Conviene además advertir que, a excepción de Tomás Roch, sometido a una vigilancia especial, los demás pensionistas del establecimiento no eran objeto de ninguna medida de este género. Ocupaban los pabellones o los cuartos de los principales edificios construidos en la parte superior del parque. Todo hacía, pues, sospechar que Tomás Roch y el guardián Gaydón, sorprendidos velando en el pabellón 17, y en la imposibilidad de oponer una resistencia formal, ni aun de pedir socorro, serían víctimas del rapto que iba a intentar el capitán Spada para provecho del Conde de Artigas.
El extranjero y su acompañante se dirigieron hacia una pequeña ensenada donde les esperaba uno de los botes de la Ebba. La goleta estaba anclada a dos encabladuras, sus velas caídas, sus vergas amar-tilladas, como se hace a bordo de los yates de recreo. No ostentaba pabellón alguno. En la punta del palo mayor flotaba únicamente una ligera bandera roja que la brisa del Este apenas desplegaba.
El Conde de Artigas y el capitán Spada se embarcaron en el bote. Cuatro remeros les condujeron en algunos instantes a la goleta, a la que subieron por la escala lateral.
El Conde de Artigas se dirigió en seguida a su camarote de popa, mientras que el capitán Spada iba a proa a fin de dar sus últimas órdenes.
Llegado junto a la banda, se inclinó y buscó con la mirada un objeto que flotaba a algunas brazas.
Era una boya que se movía a impulsos de la corriente del Neuze.
La noche llegaba. En la ribera izquierda del sinuoso río la indecisa silueta de New-Berne comenzaba a obscurecerse. Las casas se dibujaban en negro sobre un horizonte aún con coloración de fuego. En la parte opuesta, el cielo se envolvía en algunos espesos vapores. Pero no parecía que hubiera de llover, porque estos vapores se mantenían en las altas zonas del cielo.
Hacia las siete, las primeras luces de New-Berne resplandecieron en los diversos pisos de las casas, mientras que las luces de los barrios bajos se reflejaban en la ribera en extensos ziszás apenas vacilantes, pues la brisa se calmaba con la noche. Las barcas de pesca remontaban el río dulcemente regresando al puerto, las unas buscando un último soplo con sus velas extendidas, las otras movidas por sus remos, cuyo golpe seco y rítmico se propagaba a lo lejos. Dos steamers pasaron arrojando chispas por su doble chimenea coronada de negra humareda, batiendo el agua con sus poderosas hélices, mientras que el volante de la máquina subía y bajaba por cima del spardeck, relinchando como un monstruo marino. A las ocho, el Conde de Artigas apareció en el puente, acompañado de un hombre de unos cincuenta años de edad, a quien dijo:
-Ya es tiempo, Serko.
-Voy a avisar a Spada- respondió Serko.
El capitán se reunió a ellos.
-Disponte a partir- le dijo el Conde de Artigas.
-Estamos dispuestos.
-Haz de modo que nadie pueda sospechar que Tomás Roch y su guardián han sido conducidos a bordo de la Ebba.
-Donde, por otra parte, no se les encontraría aunque se viniera buscarlos- añadió Serko encogiéndose de hombros y riendo.
-De todos modos, vale más no excitar sospechas-respondió el Conde de Artigas.
La embarcación esperaba. El capitán Spada y cinco hombres entraron en ella. Cuatro de ellos cogieron los remos. El quinto, el contramaestre Effrondat, que debía guardar la canoa, se puso al timón junto al capitán Spada.
-¡Buena suerte, Spada- exclamó Serko sonriendo-; y trabaja sin ruido, como un amante que roba a su bella!
Sí..., a menos que ese Gaydón...
-Comprendido- respondió el capitán Spada.
La canoa se puso en marcha, y los marineros la siguieron con la mirada hasta el momento en que desapareció en la oscuridad.
Conviene advertir que mientras esperaba su regreso la Ebba, no hizo preparativo alguno para aparejar. Sin duda no contaba dejar el anclaje de New-Berne después del rapto. Y realmente no hubiera podido ganar la plena mar. No había ni un soplo de brisa, y la marea se dejaría sentir antes de media hora hasta varias millas del Neuze. Anclada a dos encabladuras de la cesta, la Ebba hubiera podido acercarse más y encontrar quince o veinte pies de fondo, lo que facilitaría el embarque al volver la canoa. Pero el Conde de Artigas tenía sus razones para no ordenar la ejecución de esta maniobra.
Franqueóse la distancia en algunos minutos, y la canoa pasó sin ser vista.
La ribera estaba desierta, y desierto también el camino, cubierto de grandes hayas, que, llevaba al parque de Healthful House.
El arpeo enviado a las rocas se agarró fuerte-mente. El capitán Spada y sus cuatro hombres desembarcaron, y, dejando al contramaestre, desaparecieron bajo la sombría bóveda de los árboles.
Llegados ante el muro del parque, detúvose el capitán Spada, y sus hombres se colocaron a los lados de la puerta. Después de la precaución tomada por el capitán Spada, no tenía más que introducir la llave en la cerradura y empujar la puerta, a menos que algún criado del establecimiento, notando que no estaba cerrada como de costumbre, hubiera corrido los cerrojos del interior.
En este caso el rapto hubiera sido difícil, aun admitiendo que fuera posible escalar el muro.
Antes de nada, el capitán escuchó desde fuera, ningún ruido en el parque, ningún movimiento en el cercado del pabellón 17. Ni una hoja se movía en las ramas de las hayas que abrigaban el camino. Por todas partes el silencio del campo raso en una noche sin brisa.
El capitán Spada sacó de su bolsillo la llave y la introdujo en la cerradura. Giró, y a una débil presión la puerta se abrió de fuera adentro.
Las cosas seguían, pues, en el estado en que los visitantes de Healthful-House las habían dejado. El capitán Spada, después de asegurarse de que en las cercanías del pabellón no había nadie, entró. Sus hombres le siguieron.
La puerta fue cerrada; pero sin llave, lo que permitía salir rápidamente fuera del parque.
En aquella parte, cubierta de espesísimos árboles, la oscuridad era tan profunda, que hubiera sido difícil distinguir el pabellón, si en una de sus ventanas no brillara una luz vivísima.
No había duda de que dicha ventana era la del cuarto que Tomás Roch y su guardián ocupaban, puesto que el último, ni de noche ni de día abandonaba al pensionista confiado a su vigilancia. Así es que el capitán Spada esperó que le encontraría allí.
Sus cuatro hombres y él avanzaron prudente-mente, evitando que el ruido de una piedra al recibir un choque, o el de una rama al ser aplastada, revela-se su presencia. Así se aproximaron al pabellón, de manera de llegar a la puerta lateral, junto a la cual se veía la luz al través de las cortinas de la ventana.
Pero si aquella puerta estaba cerrada, ¿cómo se penetraría en el cuarto de Tomás Roch? Esto es lo que debió de preguntarse el capitán Spada. Toda vez que no poseía una llave para abrirla, ¿no sería preciso romper uno de los vidrios de la ventana, hacer jugar la falleba, precipitarse en el cuarto, sorprender a Gaydón con una brusca agresión, e impedir que pidiera auxilio? Efectivamente, ¿cómo pro-ceder de otro modo?
No obstante, este golpe de fuerza ofrecía algunos peligros, de los que el capitán, hombre que comprendía que la astucia valía más que la violencia, se daba cuenta cabal. Pero no había dónde elegir. Lo esencial, además, era apoderarse de Tomás Roch y de Gaydón, si había medio, conforme a las intenciones del Conde de Artigas, y era preciso conseguirlo a todo precio.
Al llegar junto a la ventana, el capitán se alzó sobre la punta de sus pies, y por un intersticio de la cortina pudo abarcar el cuarto con su mirada.
Gaydón estaba allí, junto a Tomás Roch, cuya crisis no había terminado desde la partida del Conde de Artigas. Aquella crisis exigía cuidados especiales, que el guardián prodigaba al enfermo, siguiendo las indicaciones de un tercer personaje.
Era éste uno de los médicos de Healthful-House, enviado inmediatamente por el Director al pabellón 17.
Evidentemente la presencia de este médico complicaba la situación y hacía el rapto más difícil.
Tomás Roch, vestido, estaba extendido en un sofá. En aquel instante parecía tranquilo. La crisis se apaciguaba poco a poco, e iba a ser seguida de algunas horas de sopor.
En el momento en que el capitán Spada se había alzado sobre la punta de los pies para mirar por la ventana, el médico se disponía a retirarse.
Prestando oído, pudo entender que afirmaba a Gaydón que la noche pasaría sin que ocurriese no-vedad, y sin que él tuviese que intervenir por segunda vez.
Después el médico se dirigió a la puerta, que, como hemos dicho, estaba junto a la ventana ante la que esperaban el capitán Spada y sus cuatro hombres.
De no ocultarse tras los macizos vecinos del pabellón, podían ser vistos, no sólo por el doctor, sino también por el guardián, que se disponía a acompañarle.
Antes que ambos aparecieran, el capitán Spada hizo una señal, y sus compañeros se dispersaron, mientras él bajaba al pie del muro.
Por fortuna, la lámpara había quedado en la habitación, y los marineros de la Ebba no corrían el riesgo de ser descubiertos por un rayo de luz.
En el momento de despedirse de Gaydón el médico se detuvo en el primer escalón y dijo:
-Este es uno de los ataques más rudos que nuestro enfermo ha sufrido. Con dos o tres parecidos, perderá la poca razón que le queda.
-¿Por qué el Director no prohíbe a los visitantes la entrada en el pabellón 17?- dijo Gaydón.- Nuestro pensionista se encuentra en el estado en que usted le ve por culpa de un señor Conde de Artigas y por las cosas de que he hablado a Tomás Roch.
-Llamaré la atención del Director sobre este punto-respondió el médico.
Bajó la escalera, y Gaydón le acompañó hasta el paseo lateral, dejando entreabierta la puerta del pabellón.
Cuando se alejaron unos veinte pasos, el capitán Spada se levantó, y sus hombres se le reunieron.
¿No era preciso aprovechar aquella ocasión que el azar ofrecía para penetrar en el cuarto, apoderarse de Tomás Roch, sumido en un medio sueño, y llevársele antes de que Gaydón volviera?
Pero el guardián no tardaría en volver, y al notar la desaparición de Tomás Roch se pondría en su busca, llamaría, daría la señal de alerta. El médico acudiría al momento. El personal de Heal-thful- House se pondría en pie... El capitán Spada no tendría tiempo de llegar a la puerta del muro, de franquearla y cerrarla tras sí.
Además, faltóle espacio para reflexionar en esto. Un ruido de pasos sobre la arena indicaba que Gaydón volvía al pabellón. Lo mejor era abalanzarse a él, ahogar sus gritos antes que pudiera dar la señal de alarma, ponerle en la imposibilidad de defender-se. Hecho esto, el capitán Spada procedería al rapto de Tomás Roch en condiciones más favorables, puesto que el desdichado loco no comprendería nada de lo que sucedía.
Entretanto, Gaydón se dirigía hacia la escalera. Pero en el momento en que ponía el pie en el primer escalón, los cuatro marineros se arrojaron sobre él y le tendieron en tierra, sin haberle permitido lanzar un grito, le amordazaron con un pañuelo, le venda ron los ojos, y le ataron los brazos y las piernas tan
fuertemente, que ni moverse podía.
Dos de los marineros permanecieron a su lado, mientras que el capitán Spada y los otros penetraban en el cuarto.
Como pensaba el capitán, Tomás Roch se encontraba en tal estado que el ruido no le había sacado de su postración. Hallábase tendido en una silla larga, con los ojos cerrados, y a no ser por su respiración fuerte, se le hubiera creído muerto.
No se creyó preciso ni atarle ni amordazarle. Bastaba con que dos hombres le cogiesen, el uno por los pies y el otro por la cabeza, y le condujeran a la embarcación guardada por el contramaestre de la goleta.
Esto se hizo en un instante.
Después el capitán Spada abandonó el último el cuarto, no sin haber apagado la lámpara y vuelto a cerrar la puerta. De este modo era presumible que el rapto no fuera descubierto hasta el siguiente día, en las primeras horas de la mañana lo más pronto.
La misma maniobra para el transporte de Gaydón, que no ofreció ninguna dificultad. Los otros dos hombres le levantaron, y bajando por el jardín se dirigieron al muro.
En esta parte del parque, siempre desierta, la obscuridad era más profunda.
No se veía más que las luces de los barcos y de los otros pabellones de Healthful-House.
El capitán Spada llegó a la puerta y la abrió. Franqueáronla primero los dos hombres que llevaban al guardián. Tomás Roch salió en seguida en brazos de los otros. Después pasó el capitán Spada, volviendo a cerrar la puerta con la llave, que se pro-ponía arrojar al Neuze en cuanto estuvieran en la Ebba.
En el camino a nadie encontraron. En veinte pasos estuvieron cerca del contramaestre, que aguar-daba sentado contra el talud.
Tomás Roch y Gaydón fueron colocados en la proa de la canoa, en la que el capitán y su gente tomaron asiento en seguida.
-Envía el arpeo y deprisa- mandó el capitán al contramaestre.
Ejecutó éste la orden, y se embarcó a su vez. Los cuatro remos golpearon el agua, y la embarcación se dirigió hacia la goleta. El fuego del mástil de mesana indicaba el sitio donde estaba anclada. Dos minutos después, la canoa se encontraba junto a la Ebba. El Conde de Artigas estaba apoyado en el empalletado, junto a la escala.
-¿Está hecho, Spada?- preguntó.
-Está hecho.
-¿Los dos?
-Los dos. El guardián y el guardado.
-¿Nadie sospecha nada en Healthful House?
-Nadie.
No era presumible que Gaydón, que tenía las orejas y los ojos cubiertos por la venda, pudiera re-conocer la voz del Conde de Artigas y del capitán Spada.
Conviene advertir que ni Tomás Roch ni él fueron izados inmediatamente a bordo de la goleta. Pasó media hora antes que Gaydón, que había conservado toda su sangre fría, cogido de nuevo, sintiese que le levantaban y le bajaban después al fondo de la cala.
El rapto estaba hecho. Parecía que la Ebba no tenía ya que hacer más sino levar anclas y atravesar el Pamplico-Sound para ganar la alta mar. Sin embargo, no se efectuó ninguna de las maniobras propias para aparejar un barco.
¿No era, sin embargo, peligroso permanecer en aquel sitio después del doble rapto efectuado durante la noche? ¿Tenía el Conde de Artigas tan bien ocultos a sus prisioneros para que no pudieran ser descubiertos si la Ebba, cuya presencia en las cercanías de Healthful-House debía parecer sospechosa, recibía la visita de los agentes de New-Berne?
Fuera lo que fuera, una hora después del regreso de la embarcación-excepto los hombres del cuarto-, la tripulación en su puesto, el Conde de Artigas, Serko y el capitán Spada, en sus camarotes, dormían a bordo de la goleta, inmóvil en las tranquilas aguas del Neuze.
IV
LA GOLETA «EBBA»
Hasta el segundo día, y sin gran apresuramiento, no se comenzaron en la Ebba los preparativos de marcha. Desde la extremidad del muelle de New-Berne púdose ver que, después de hacer la limpieza del puente, la tripulación sacaba las velas de sus cubiertas, bajo la dirección del contramaestre Effrondat, largaba los rizos, aparejaba las drizas, izaba los botes, todo lo cual indicaba una partida inmediata.
A las ocho de la mañana, el Conde de Artigas no había aún aparecido. Su compañero, el ingeniero Serko-así se le llamaba a bordo-, no había tampoco abandonado su camarote. Respecto al capitán Spada, ocupábase en dar diversas órdenes a los marineros para la próxima partida.
La Ebba era un yate hecho indudablemente para la carrera, aunque jamás hubiera figurado en los matchs de la América del Norte, ni en los del Reino Unido. Su obra muerta elevada, su velamen, la longitud de las vergas, su cala, que le aseguraba una gran estabilidad; su forma, larga en la proa, fina en la popa; sus líneas de agua, admirablemente dibuja-das; todo denotaba un navío muy rápido, muy marino, y capaz para mantenerse en el tiempo peor. En efecto, con fuerte brisa, la goleta Ebba podía fácilmente andar doce millas por hora.
Verdad es que los barcos veleros están siempre sometidos a las variaciones atmosféricas, y en tiempo de calma tienen que someterse a la estabilidad. Así es que, por más que posean cualidades náuticas superiores a los de los steam-yates, no tienen jamás la garantía de marcha que da el vapor a estos últimos. Parece, pues, que la superioridad pertenece al navío que reúne las ventajas de la vela y de la hélice. Pero sin duda no era esta la opinión del Conde de Artigas, puesto que se contentaba con una goleta para sus excursiones marítimas, hasta cuando franqueaba los límites del Atlántico.
Aquella mañana la brisa ligera soplaba del Oeste. La Ebba sería, pues, favorecida, primero para salir del Neuze, y después para tocar, al través del Pamplico- Sound, en uno de esos golfos pequeños, especie de estrechos, que establecen la comunicación entre el lago y la alta mar.
Dos horas después la Ebba se balanceaba aún sujeta a sus anclas, cuyas cadenas comenzaron a estirarse con la marea baja. La goleta presentaba su proa a la embocadura del Neuze. La boya que la víspera flotaba a babor debía haber sido levantada durante la noche, pues no se la veía. De pronto oyóse un cañonazo a una milla de distancia. Una ligera humareda coronó las baterías de la costa. Respondieron algunas detonaciones, lanzadas por las piezas escalonadas en las islas.
En este momento el Conde de Artigas y el ingeniero Serko aparecieron sobre el puente. El capitán Spada se acercó a ellos.
-Un cañonazo- dijo.
-Le esperábamos- respondió Serko encogiéndose ligeramente de hombros.
-Esto indica que nuestra operación ha sido descubierta en Healthful-House- dijo
el capitán Spada.
-Seguramente- respondió el ingeniero Serko-, y esos cañonazos significan la orden de cerrar los pasos.
-Y ¿qué puede importarnos?- dijo tranquilamente
el Conde de Artigas.
-Nada- respondió Serko.
El capitán Spada tenía razón para decir que en aquel momento la desaparición de Tomás Roch y de su guardián era conocida por el personal de Heal-thful-House.
Efectivamente. Cuando por la mañana fue el médico al pabellón 17 para hacer su acostumbrada visita, encontró el cuarto vacío. Prevenido del doble rapto, el Director ordenó algunas pesquisas en el interior del cercado, que dieron por resultado hacer ver que la puerta del muro estaba cerrada con llave, y que ésta no estaba en la cerradura, y además que los cerrojos habían sido descorridos.
No cabía duda que el rapto se había efectuado por aquel sitio, durante la noche. ¿A quién debía atribuírsele el hecho? Imposible establecer una presunción, ni sospechar de nadie. Lo único que se sabía era que a las siete y media de la tarde uno de los médicos del establecimiento había ido a visitará Tomás Roch, víctima de una crisis violenta. Después de haberle prestado sus cuidados, y dejándole en una situación que le imposibilitaba de tener la conciencia de sus actos, el médico había abandonado el pabellón 17, siendo acompañado por el guardián Gaydón hasta el término de un paseo lateral.
¿Qué había sucedido después? Se ignoraba.
La noticia de aquel rapto fue enviada telegráficamente a New-Berne, y de aquí a Raleigh. Por des-pacho, el Gobernador de la Carolina del Norte ordenó asimismo no dejar salir ningún navío del Pamplico-Sound sin haber sido antes objeto de una visita minuciosa. Otro despacho previno al crucero de estación, el Falcón, prestarse a la ejecución de estas medidas. Al mismo tiempo dictáronse severas disposiciones para que se vigilasen las ciudades y el campo de toda la provincia.
A consecuencia de todo esto, el Conde de Artigas pudo ver, a dos millas al Este, que el Falcón hacía sus preparativos para aparejar. Durante el tiempo que le sería preciso para ponerse en presión, la goleta hubiera podido ponerse en camino, sin temor de ser perseguida, durante una hora por lo menos.
-¿Levamos anclas?- preguntó el capitán Spada.
-Sí, puesto que el viento es bueno: pero sin que se note prisa alguna-respondió el Conde de Artigas.
-Es verdad- añadió el ingeniero Serko.-Los pasos del Pamplico- Sound deben estar vigilados ahora, y ningún navío podrá ganar el mar sin recibir la visita de gentes tan curiosas como indiscretas.
-Aparejemos- ordenó el Conde de Artigas.- Cuando los oficiales del crucero o los agentes de la aduana registren la Ebba se levantará para ella la prohibición, y mucho me asombraría el que no se la concediere libre pasaje.
-¡Con mil excusas, y deseos de viaje feliz y de próximo regreso!-respondió el ingeniero Serko, que terminó su frase con una prolongada risa.
Cuando la noticia fue conocida en New-Berne, las autoridades se preguntaron primeramente si se trataba de una fuga o de un rapto de Tomás Roch y su guardián. Como la fuga no hubiere podido efectuarse sin la complicidad de Gaydón, fue desechada esta idea. En opinión del Director y de la Administración, la conducta de Gaydón no podía prestarse a sospecha alguna.
Tratábase, pues, de un rapto, y puede imaginarse el efecto que el caso produciría en la ciudad, ¿Cómo? El inventor francés, tan severamente guardado, ¿había desaparecido, y con él el secreto de aquel Fulgurador, del que nadie, hasta entonces, había podido hacerse dueño? ¿Acaso el suceso no traería gravísimas consecuencias? ¿No estaba definitivamente perdido para América el descubrimiento del nuevo aparato de guerra? Suponiendo que el golpe hubiera sido dado en provecho de otra nación, ¿no obtendría ésta de Tomás Roch lo que el Gobierno federal no había podido conseguir? Y ¿cómo suponer que los autores del rapto hubiesen procedido por cuenta de un simple particular?
En consecuencia, las medidas más rigorosas se extendieron a los diversos condados de la Carolina del Norte. Organizóse una vigilancia especial por las calles, por los rail-roads, por las casas de las ciudades y del campo. Respecto al mar, iba a ser cerrado por todo el litoral, desde Wilmington hasta Norfolk. Ningún barco sería exceptuado de la visita de los oficiales o agentes, y debía ser detenido al menor indicio de sospecha. No solamente el Falcón hacía sus preparativos para aparejar, sino que algunos steam-launches de reserva en las aguas del Pamplico- Sound disponíanse a recorrerlo en todos sentidos, para registrar, hasta el fondo de la cala, navíos de comercio, navíos de recreo, barcos de pesca, tanto los que permanecían allí como los que se disponían a marchar.
Y entretanto, la goleta Ebba preparábase a levar anclas. No parecía que el Conde de Artigas se preocupara poco ni mucho de las precauciones ordena-das por la Administración, ni de las eventualidades a que se vería expuesto si encontraban a Tomás Roch a bordo de la goleta.
Hacia las nueve terminaron los últimos preparativos. La tripulación de la goleta dio vueltas al cabestrante. Subieron las cadenas al través de los escobenes, y en el momento en que las anclas estaban a pico, las velas fueron rápidamente desplegadas.
Algunos instantes después, bajo sus dos focos, su trinquete y su mesana, su gravela y sus flechas, la Ebba puso el cabo al Este, a fin de doblar la ribera izquierda del Neuze.
A veinticinco kilómetros de New-Berne el río forma un brusco codo, y en una extensión casi igual sube al Noroeste. Después de pasar ante Croatán y Havelock, la Ebba tocó en el ángulo y siguió en dirección Norte. Eran las once cuando, favorecida por el viento y sin haber encontrado ni al crucero ni a los steam-launches, llegó a la punta de la isla Siván, más allá de la cual se desarrolla el Pamplico-Sound. Esta vasta superficie líquida mide unos cien kilómetros desde la isla Siván a la isla Roadoke. Por la parte del mar vese un montón de largas y estrechas islas, a modo de diques naturales, que corren de Sur a Norte, desde el cabo Lookout hasta el cabo Hatte-ras, y desde éste al cabo Henri, a la altura de la ciudad de Norfolk, situada en el Estado de Virginia, limítrofe de la Carolina del Norte.
El Pamplico-Sound está alumbrado por multitud de faros, dispuestos sobre las islas o islotes, de forma de hacer posible la navegación durante la noche. De aquí gran facilidad para los barcos que buscan abrigo contra las olas del Atlántico, y que tienen la seguridad de encontrar en los puntos referidos buen sitio para anclar.
Varios pasos establecen la comunicación entre el Pamplico-Sound y el Océano Atlántico. Un poco más allá de los faros de la isla Siván se abren el Ocracokeinlet, pasado el Hatterasinlet, y a más altura otros tres, que llevan los nombres de Logger-Head, New-inlet y Oregón.
De esta disposición resulta que, siendo el Ocracoke el paso que se presentaba a la goleta, ésta iría por él a fin de no cambiar sus amuras.
Cierto que el Falcón vigilaba aquella parte del Pamplico-Sound, visitando los barcos de comercio y de pesca que se disponían a salir.
Y realmente entonces, efecto de las órdenes recibidas de la Administración, cada golfo era vigilado por navíos del Estado, sin hablar de las baterías.
Llegada al través de Ocracoke-inlet, no pretendió la Ebba aproximarse ni tampoco evitar las chalupas de vapor que evolucionaban en el Pamplico-Sound..
Parecía que aquel yate de recreo no quería otra cosa sino dar un paseo matinal, continuó su marcha tranquila hacia el estrecho de Hatteras.
Por este paso, sin duda, y por razones que él conocía, el Conde de Artigas tenía la intención de salir, pues su goleta tomó dicha dirección.
Hasta este momento la Ebba no había sido abordada ni por los agentes de las aduanas, ni por los oficiales del crucero, aunque ella nada hubiera hecho para ocultarse. Por otra parte, ¿cómo llegaría a engañar su vigilancia?
¿Consentiría la autoridad, por privilegio especial, en evitarle la molestia de una visita? ¿Se estimaría al Conde de Artigas como tan elevado personaje que no se intentara detener su navegación, aunque sólo fuera por una hora? Esto hubiera sido inverosímil, puesto que, aunque se le tenía por un extranjero que llevaba la vida de los favorecidos por la fortuna, nadie sabía, en suma, ni quién era, ni de dónde venía, ni a dónde iba. La goleta continuó su camino con paso rápido y gracioso por las tranquilas aguas del Pamplico-Sound. Su pabellón- una media luna en oro, con mancha roja en un ángulo- flotaba bajo el soplo de la brisa.
El Conde de Artigas estaba sentado en la proa, en uno de esos sillones de mimbres muy usados a bordo de los barcos de recreo. El ingeniero Serko y el capitán Spada hablaban con él.
-No se apresuran a honrarnos con su saludo los señores oficiales de la marina federal- hizo observar el ingeniero Serko.
-Que vengan a bordo cuando quieran- respondió el Conde de Artigas con la más completa indiferencia.
-Sin duda aguardan a la Ebba, a la entrada del golfo de Hatteras- observó el capitán Spada.
-¡Que la esperen!- concluyó el rico yachtman.
Y cayó en la flemática despreocupación que le era habitual.
Por lo demás, podía creerse que la hipótesis del capitán Spada se realizaría, pues era visible que la Ebba se dirigía hacia el golfo indicado. Si el Falcón no se acercaba ahora a ella, lo haría, ciertamente cuando se presentara a la entrada del paso. En este sitio seríale imposible librarse de la visita prescrita si quería salir del Pamplico-Sound para ganar la alta mar.
Por lo demás, no parecía que quisiera evitarlo. ¿Estaban, pues, Tomás Roch y Gaydón tan bien ocultos que los agentes del Estado no podrían descubrirlos?.
Así debía suponerse; pero tal vez el Conde de Artigas hubiera tenido menos confianza de haber sabido que la Ebba había sido señalada de una manera especial al crucero y a las chalupas de la aduana. Nada de extraño tenía esto. La ida del extranjero a Healthful-House había llamado la atención sobre él. Realmente, el Director no podía haber tenido razón alguna para sospechar los móviles de su visita. No obstante, algunas horas después de su partida, el pensionista y su guardián habían sido objeto de un rapto, y nadie había sido recibido en el pabellón 17, ni se había puesto en relación con Tomás Roch. Despertáronse, pues, las sospechas, y la Administración se preguntó si no andaría en el negocio la mano de aquel personaje. Observado el lugar, y reconocidos los alrededores del pabellón, ¿no había podido el compañero del Conde de Artigas descorrer los cerrojos de la puerta, quitar la llave y, llegada la noche, entrar en el interior del parque y proceder al rapto en condiciones relativamente fáciles, puesto que la goleta Ebba estaba anclada, a dos o tres encabladuras de la muralla?
Estas suposiciones, que ni el Director ni el personal del establecimiento habían hecho al principio, crecieron cuando se vio que la goleta levaba anclas y maniobraba para ganar uno de los pasos del Pamplico- Sound. Las autoridades de New-Berne dieron, pues, orden al crucero Falcón y a las embarcaciones de vapor de la aduana, para que siguieran a la goleta Ebba y para detenerla antes de que franquease uno de los pagos, siendo sometida a un minucioso registro. No se la concedería la libre plática mientras no se adquiriese la seguridad de que ni Gaydón ni Tomás Roch iban a bordo de ella.
Seguramente, el Conde de Artigas no sospechaba que su yate había sido señalado especialmente a los oficiales y a los agentes. Pero aun sabiéndolo, ¿le hubiera preocupado esto a aquel hombre de tan soberbio desdén y altivez?
A las tres de la tarde, la goleta, que estaba a menos de una milla del paso te Hatteras, maniobró para conservarse en el punto medio del paso.
Después de haber visitado algunas barcas de pesca, el Falcón la esperaba en la entrada del sitio indicado. Según todas las probabilidades, la Ebba no tenía la pretensión de pasar inadvertida ni de forzar la vela para sustraerse a las formalidades que con-cernían a todos los navíos del Pamplico-Sound. Un simple velero no hubiera podido escapar a la persecución de un barco de guerra, y si la goleta no obedecía la orden de ponerse al pairo, uno o dos proyectiles hubiéranla obligado a ello.
En aquel momento, una barca que conducía dos oficiales y diez marineros se destacó del crucero y maniobró para cortar el paso a la Ebba.
El Conde de Artigas, desde el sitio que ocupaba en la popa, miró despreocupadamente aquella operación, después de haber encendido un cigarro habano.
Cuando la barca estuvo a media encabladura, uno de los hombres se levantó y agitó un pabellón.
- Señal de parada- dijo Serko.
-Efectivamente- respondió el Conde de Artigas.
-Se nos da orden de esperar.
-Esperemos...
El capitán Spada tomó en seguida sus disposiciones para ponerse al pairo. El trinquete fue atravesado, lo mismo que la cangreja y los foques, mientras que el punto de la mesana era levantado.
La goleta no tardó en quedar inmóvil, no experimentando más que la acción de la marea descendente, que derivaba hacia el paso.
Con algunos golpes de remo, la chalupa del Falcón estuvo junto a la Ebba. Un bichero la enganchó a los obenques del palo mayor. Fue echada la escala, y dos oficiales, seguidos de ocho hombres, subieron al puente. Los otros dos marineros quedaron al cuidado de la canoa.
La tripulación de la goleta se alineó en buen orden en la proa. El oficial superior en grado avanzó hacia el propietario de la Ebba, que acababa de levantarse para saludarle, y he aquí el diálogo que se cruzó entre ellos:
-Esta goleta, ¿pertenece al Conde de Artigas, ante el que tengo el honor de encontrarme?
-Sí, señor.
-¿Se llama...
-Ebba.
-¿La manda...
-El capitán Spada.
-¿Su nacionalidad?
-Indomalaya.
El oficial miró el pabellón de la goleta, mientras el Conde de Artigas añadía:
-¿Puedo saber por qué motivo tengo el placer de verle a usted a bordo de mi goleta?
-Se ha dado orden-respondió el oficial-de visitar todos los navíos que estén anclados en este momento en el Pamplico-Sound o que quieran salir de él.
No creyó que debía añadir que la goleta Ebba debía ser especialmente sometida a estas pesquisas.
-Supongo- añadió el oficial- que el señor Condeno tendrá la intención de oponerse.
-De ninguna manera- respondió el Conde de Artigas.- Desde la punta de los mástiles al fondo de la cala, mi goleta está a su disposición. Únicamente tengo curiosidad de conocer el motivo por el que todos los barcos que se encuentran hoy en el Pamplico- Sound están sujetos a estas formalidades.
-No hay razón para ocultárselo a usted, señor Conde- respondió el oficial.- El Gobernador de la Carolina acaba de tener noticia de un rapto efectuado en Healthful-House, y la Administración quiere asegurarse de que las personas que han sido objeto de él no han sido embarcadas durante la noche.
-¿Es posible?- dijo el Conde de Artigas fingiendo gran sorpresa.- Y ¿cuáles son las personas que han desaparecido de Healthful-House?
-Un inventor, un loco, que ha sido víctima de este atentado, con su guardián.
-¿Un loco? ¿Se tratará, por casualidad, del francés Tomás Roch?
-Del mismo.
-¿Ese Tomás Roch al que yo he visto ayer en mi visita al establecimiento, con el que he hablado en presencia del Director, que ha sido víctima de una violenta crisis en el momento en que le dejábamos el capitán Spada y yo?
El oficial observaba al extranjero con extrema atención, procurando sorprender algo sospechoso en su actitud o en sus palabras.
-¡Parece increíble!- añadió el Conde de Artigas, como si oyere por vez primera hablar del rapto de Healthful-House.
-Caballero-continuó-, comprendo la inquietud de la Administración dada la personalidad de Tomás Roch, y apruebo las medidas que se han tomado. Inútil es afirmarle a usted que ni el inventor ni su guardián están a bordo de la Ebba. Puede usted asegurarse de ello visitando la goleta tan minuciosa-mente como usted quiera. Capitán Spada, acompañe usted a estos señores.
Dicho esto, y después de saludar fríamente al oficial del Falcón, el Conde de Artigas volvió a sentarse en su sillón y colocó el cigarro entre sus labios.
Los dos oficiales y los ocho marineros, dirigidos por el capitán Spada, comenzaron al momento sus pesquisas.
En primer lugar bajaron al salón de popa, lujosamente amueblado y lleno de objetos de arte y telas de gran precio. Tanto este salón como los gabinetes contiguos y el camarote del Conde de Artigas, fueron registrados con la minuciosidad con que hubieran podido hacerlo los más prácticos agentes de policía. Ayudaba el capitán Spada a estas pesquisas, no queriendo que los oficiales pudieran conservar la menor duda respecto al propietario de la Ebba.
Pasóse después al comedor, ricamente adornado; registráronse los demás departamentos, incluso las cocinas, los camarotes del capitán Spada y del contramaestre, el puesto de la tripulación, sin que ni Tomás Roch ni su guardián fueran descubiertos.
Sólo restaban la cala y sus departamentos, que exigían una especial requisa. Levantadas las trampas, el capitán Spada encendió dos faroles para facilitar la visita.
La cala no contenía más que cajas de agua y provisiones de todas clases, barricas de vino, pipas de alcohol, cajas de ginebra y de whisky, toneles de cerveza, sacos de carbón, todo en abundancia, como si la goleta estuviera provista para un largo viaje. Los marineros americanos lo inspeccionaron todo cuidadosamente, sin que su trabajo diera resultado alguno.
Evidentemente era una injusticia haber sospechado del Conde de Artigas.
Dos horas duró el registro. A las cinco y media los oficiales y marineros del Falcón volvieron a subir al puente de la goleta con la absoluta certeza de que ni Tomás Roch ni su guardián estaban a bordo de la Ebba en el interior. En el exterior visitaron todo, hasta los botes. Nada hallaron.
No tenían los dos oficiales nada más que hacer sino despedirse del Conde del Artigas, y se aproximaron a éste.
-Usted nos excusará que le hayamos molestado, señor Conde- dijo el oficial primero.
-Ustedes no podían dejar de cumplimentar las órdenes que han recibido, señores.
-No se trataba más que de una simple formalidad - creyó deber añadir el oficial.
El Conde de Artigas, con un ligero movimiento de cabeza, indicó que admitía la respuesta.
-Les aseguré a ustedes, señores, que nada tenía
que ver en este suceso.
-No lo dudamos, señor Conde, y sólo nos queda volver a bordo de nuestra embarcación.
-Como ustedes gusten. ¿Tiene ahora la goleta el paso libre?
- Seguramente.
-Pues hasta la vista, señores, hasta la vista. Soy un entusiasta de este litoral, y no tardaré en volver. Espero que a mi regreso habrán ustedes descubierto al autor de ese rapto y restituido a Tomás Roch a Healthful-House. De desear es que así suceda en interés de los Estados Unidos, y añadiré, en interés de la humanidad.
Dichas estas palabras, los dos oficiales, saludaron cortésmente al Conde de Artigas, que respondió con un ligero movimiento de cabeza.
El capitán Spada los acompañó hasta la escala, y seguidos de sus marineros se embarcaron a fin de volver al crucero, que les esperaba a dos encabladuras del paso.
A una señal del Conde de Artigas el capitán Spada dio orden para establecer el velamen en la forma que estaba antes de que la goleta se pusiera al pairo.
La brisa había refrescado, y con rápida marcha la Ebba se dirigió hacia el estrecho de Hatteras.
Media hora después, franqueado el paso, la Ebba estaba en alta mar. Durante una hora mantúvose el cabo al Estenordeste. Pero como sucede siempre, la brisa que venía de tierra no se dejaba sentir más que a algunas millas del litoral. La Ebba, pues, en calma, con las velas cayendo sobre los mástiles, quedó estacionaria en la superficie de un mar que no conmovía el menor soplo.
Parecía que la goleta no podría continuar su camino en toda la noche.
El capitán Spada había quedado en observación en la proa. Desde que salieron del estrecho no cesaba de mirar, ya a babor, ya a estribor, como si pro-curase ver algún objeto flotando en aquellos parajes.
Al fin gritó con voz fuerte:
-¡A cargar todo!
En ejecución de esta orden los marineros se apresuraron a largar las drizas, y las velas caídas fueron sujetas a las vergas, sin que se tuviera el cuidado de cubrirlas.
¿Era, pues, la intención del Conde de Artigas esperar en aquel sitio al alba y la brisa de la mañana? Pero, generalmente, es raro que no se espere bajo las velas, a fin de utilizar los primeros soplos favorables.
La canoa fue echada al mar, y el capitán Spada bajó a ella acompañado de un marinero, que la dirigió hacia un objeto que sobrenadaba a algunos metros a babor.
Este objeto era una pequeña boya, parecida a la que flotaba sobre las aguas del Neuze cuando la Ebba se encontraba a algunas encabladuras de Healthful-House.
Quitada esta boya con la amarra que estaba unida a ella, la canoa la transportó a la proa de la goleta.
A la orden del contramaestre, un remolcador enviado de a bordo fue unido a la primera amarra. Después, el capitán Spada y el marinero subieron al puente de la goleta, a la que se izó la canoa.
Casi en seguida, la Ebba, sin ayuda de las velas, tomó la dirección Este con una velocidad que no sería inferior a diez millas.
La noche había cerrado, y los faros del litoral americano desaparecieron bien pronto en las brumas del horizonte.
V
¿DÓNDE ESTOY?
(Notas del ingeniero Simón Hart.)
-¿Dónde estoy? ¿Qué ha sucedido desde la agresión repentina de que he sido víctima a algunos pasos del pabellón 17?
Yo acababa de separarme del doctor; iba a subir la escalera para volver al cuarto, cerrar la puerta e ir junto a Tomás Roch, cuando varios hombres se han lanzado sobre mí y me han arrojado al suelo. ¿Quiénes son? No he podido reconocerlos porque me vendaron los ojos. No pude pedir socorro porque me amordazaron. No pude resistir porque me ataron los brazos y las piernas. Después, en este estado, he sentido que me levantaban, que se me transportaba a una distancia de cien pasos, que se me izaba, se me bajaba, se me depositaba...
¿Dónde? ¿Dónde?
Y de Tomás Roch, ¿qué ha sido? ¿Era de él de quien se deseaba apoderarse más que de mí? Hipó-tesis muy probable. Para todos, yo era sólo el guardián Gaydón, no el ingeniero Simón Hart, cuya verdadera calidad y cuya nacionalidad jamás ha sospechado nadie. ¿Para qué apoderarse de un simple vigilante del hospital?
Se ha querido, pues, efectuar el rapto del inventor francés, es indudable. ¿Se le ha arrancado de Healthful-House con la esperanza de robarle su secreto?
Pero razono dando como cierta la hipótesis de que Tomás Roch ha desaparecido conmigo. ¿Será verdad? Sí..., debe serlo...No puedo dudarlo...No estoy entre malhechores que no hayan tenido más proyecto que el de robar, pues hubieran procedido de otra suerte. Después de haberme puesto en la imposibilidad de llamar, y arrojado en un rincón del jardín, y robado a Tomás Roch, no me hubieran en-cerrado donde ahora estoy...
¿Dónde? Es la pregunta que me hago desde algunas horas y a la que no puedo contestar. Sea de ello lo que sea, heme lanzado a una aventura que terminará... ¿Cómo? Lo ignoro... No me atrevo a prever su desenlace. En todo caso, tengo la intención de fijar minuto por minuto en mi memoria todas sus circunstancias, y después, si esto es posible, consignar por escrito mis impresiones cotidianas. ¿Quién sabe lo que el porvenir me reserva, y si no acabaré, en las nuevas circunstancias en que debo estar, por descubrir el secreto del Fulgurador Roch? Si algún día estoy libre, es preciso que este secreto sea conocido y que se sepa también quién es el autor o los autores de este criminal atentado, cuyas consecuencias pueden ser de una gravedad terrible.
Vuelvo sin cesar a esta pregunta, en espera de que un incidente cualquiera me dé la respuesta: ¿Dónde estoy?
Tomemos las cosas desde el principio.
Después de haber sido transportado en brazos fuera de Healthful-House, he sentido que se me depositaba sin brusquedad en el banco de una embarcación que debía de ser de pequeñas dimensiones... Pienso que una canoa... Al primer balanceamiento ha seguido otro casi en seguida, por efecto sin duda del embarque de otra persona. ¿Puedo dudar de que se trataba de Tomás Roch? Con él no se habrá tomado la precaución de amordazarle, de vendarle los ojos ni de atarle los brazos y las piernas. Debía de encontrarse aún en un estado de postración que le impediría toda resistencia, toda conciencia del acto de que era objeto. La prueba es que he percibido el olor característico del éter, y antes de abandonar el pabellón 17, el doctor había administrado al enfermo algunas gotas de este líquido; y, lo recuerdo bien, un poco de esta sustancia, tan pronta a volatilizarse, cayó sobre su traje cuando él se debatía en el paroxismo de su crisis.
Nada de extraño hay en que este olor persistiera, y yo le he percibido. Sí...Tomás Roch estaba allí...a mi lado...Y si yo hubiera tardado algunos minutos más en volver al pabellón, no le hubiera encontrado...
Se me ocurre una idea...¿Por qué ese Conde de Artigas ha tenido el malaventurado deseo de visitar Healthful-House? Si mi pensionista no le hubiera visto, nada hubiera ocurrido. El que le haya hablado de su invento ha determinado en Tomás Roch una crisis de extraordinaria violencia. El primer reproche debe dirigírsele al Director, que no ha hecho caso de mis advertencias. Debía haberme escuchado, y no hubiera habido necesidad de avisar al médico, y la puerta del pabellón hubiera permanecido cerrada, y el golpe no se habría efectuado.
Inútil es insistir sobre que el rapto se haya efectuado en provecho de uno de los Estados del antiguo continente o en provecho de un particular. Debo tener la seguridad de que nadie podrá conseguir lo que no he conseguido yo en quince meses. En el grado de turbación intelectual a que ha llegado el inventor francés, toda tentativa para arrancarle su secreto será inútil. Realmente, su estado no puede más que empeorar, y hacerse absoluta su locura hasta en aquello en que su razón ha permanecido intacta. En fin, ahora no se trata de Tomás Roch, sino de mí, y he aquí lo que recuerdo:
Después de algunos balanceamientos bastante vivos, la canoa se ha puesto en movimiento impulsada por los remos. El trayecto ha durado muy poco. Se produjo un ligero choque. Seguramente, después de haber chocado contra un navío, se ha colocado en disposición de que la gente de ella pudiera embarcar en él. He oído ruido de órdenes dadas, de maniobras efectuadas. Al través de la venda que cubría mis oídos, he percibido confuso murmullo de voces, que ha durado cinco o seis minutos.
La única idea que ha venido a mi imaginación es la de que iba a ser transbordado de la canoa al barco, y que se me iba a encerrar en el fondo de la cala hasta el momento en que el último estuviera en alta mar. Mientras éste navegara por las aguas del Pamplico-Sound, era evidente que no se dejaría aparecer sobre el puente ni a Tomás Roch ni a su guardián.
En efecto: siempre amordazado, me han cogido por los hombros y por las piernas. Mi impresión ha sido, no de que me subían, sino al contrario. ¿Era para precipitarme en el agua con el objeto de desembarazarse de un testigo fastidioso? Al pensar esto me he estremecido de la cabeza a los pies.
Instintivamente he hecho una larga aspiración, y mi pecho se ha llenado de ese aire que tal vez no tardaría en faltarme.
¡No!... Se me ha bajado con ciertas precauciones a un piso sólido, que me ha producido la impresión de una frialdad metálica. Estaba extendido a lo largo, y con extrema sorpresa he notado que los lazos que me oprimían habían sido aflojados. El ruido de pasos no ha cesado en torno mío, y un instante después he percibido el de una puerta que se cerraba.
Heme aquí, pues... ¿Dónde? Y en primer lugar, ¿estoy solo? Arranco la mordaza de mi boca y la venda de mis ojos.
Todo está negro, profundamente negro. Ni el más débil rayo de claridad, ni aun esa vaga percepción de la luz que la pupila conserva en los cuartos herméticamente cerrados.
Llamo, llamo varias veces... No obtengo respuesta. Mi voz se ahoga como si atravesase un sitio impropio para transmitir los sonidos.
Aparte de esto, la atmósfera que respiro es cálida, pesada, y mis pulmones no van poder seguir funcionando si no se renueva el aire.
Extiendo los brazos, y he aquí lo que por el tacto puedo reconocer:
Ocupo un departamento de paredes de palastro que no mide más de unos tres o cuatro metros cúbicos. Cuando paso mi mano por dichas paredes, noto que están llenas de pernos, como los tabiques que no hacen agua de un navío.
Respecto a aberturas, me parece que sobre una de las paredes se dibuja el marco de una puerta cuyas bisagras sólo salen algunos centímetros. Esta puerta debe de abrirse de fuera adentro, y por ella, sin duda, se me ha introducido en el interior de este estrecho compartimiento.
Apoyo la oreja contra la puerta y no percibo ruido alguno. El silencio es tan absoluto como la oscuridad, silencio turbado únicamente cuando me muevo, por la sonoridad del piso metálico. Ninguno de esos rumores sordos que reinan a bordo de los navíos, ni el vago frotamiento de la corriente en el casco, ni el murmullo del mar. Nada tampoco del balanceo de un barco, que hubiera debido producirse, pues en el Neuze la marea determina siempre un movimiento ondulatorio muy sensible.
Pero, en realidad, este departamento en el que estoy aprisionado, ¿pertenece a un navío? ¿Puedo afirmar que flote en la superficie de las aguas del Neuze, aunque haya sido transportado por una embarcación cuyo trayecto no ha durado más que un momento? ¿Por qué esta canoa, en vez de reunirse a un barco que la esperase al pie de Healthful-House, no ha podido ir a otro punto cualquiera de la ribera? En este caso, ¿no sería posible que yo estuviera en tierra, encerrado en el fondo de una cueva? Esto explicaría la inmovilidad completa de este compartimiento. Verdad que hay estos tabiques metálicos, este palastro claveteado, y también este vago olor salino, sui generis, del que está impregnado general-mente el interior de los navíos, y sobre la naturaleza del cual yo no puedo engañarme...
Un espacio de tiempo que estimo en cuatro horas ha transcurrido desde mi encarcelación. Debe de ser cerca de la media noche. ¿Voy a permanecer aquí hasta la mañana? Es una fortuna que haya comido a las seis, siguiendo los reglamentos de Heal-thful-House. No siento hambre, y más bien experimento un fuerte deseo de dormir. Sin embargo, espero que tendré la energía para resistir el sueño. No me dejaré vencer por él. Es preciso que procure enterarme de algo de lo que pasa fuera... ¿De qué? Ni el sonido ni la luz penetran en esta caja de metal. ¡Esperemos! ¿Llegará a mí algún ruido, por débil que sea? En el sentido del oído se reconcentra todo mi poder vital. Y, además, espío siempre- en caso de que no esté en tierra firme- un movimiento, una oscilación que al cabo han de sentirse... Admitiendo que el barco esté aun sujeto sus anclas, no puede tardar en aparejar, o... entonces no comprenderé, por qué se nos ha raptado a Tomás Roch y a mí.
Al fin... Esto no es una ilusión. Siento un ligero balanceo que me da la certeza de que no estoy en tierra..., por más que sea poco sensible ... sin un choque... sin golpe alguno...
Reflexionemos con sangre fría. Yo estoy a bordo de uno de esos navíos anclados en la embocadura del Neuze y que espera el resultado del rapto. La canoa me ha traído a él; pero, lo repito, no he experimentado la sensación de que se me izaba. ¿He si-do introducido al través de una tronera abierta en el casco? ¡Después de todo, poco importa! Que se me haya o no bajado al fondo de la cala, estoy en un aparato flotante y moviente. Sin duda pronto se me devolverá la libertad, lo mismo que a Tomás Roch, en el supuesto de que se le haya encerrado tan cuidadosamente como a mí. Por libertad entiendo ir y venir a mis anchas por el puente de este barco. Pero esto no sucederá antes de algunas horas, para que no seamos vistos. No respiraremos, pues, el aire libre hasta que el barco esté en alta mar. Si, es un barco de vela, tendrá que esperar a que la brisa sople, esa brisa que viene de tierra, al amanecer, y favorece la navegación por el Pamplico- Sound. Verdad que si se trata de un barco de vapor...
¡No! A bordo de un steamer se propagan inevitablemente las emanaciones del aceite, de las grasas, los olores escapados de los hornos, que hubieran llegado hasta mí. Y además, habría sentido los movimientos de la hélice, las trepidaciones de las máquinas, los golpes de los pistones.
En resumen: lo mejor es armarse de paciencia. Mañana seré sacado de este agujero. Además, aunque no se me dé la libertad, se me traerá algún alimento, pues no hay razón para que se pretenda dejar que muera de hambre. Hubiera sido más sencillo enviarme al fondo del río en vez de embarcarme. Una vez en alta mar, ¿qué pueden temer de mí? Mi voz no sería oída; mis reclamaciones serían inútiles; mis recriminaciones más inútiles todavía. Además, ¿qué soy yo para los autores de este atentado? Un simple vigilante de hospital, un Gaydón sin importancia. Es a Tomás Roch a quien ellos han querido tener en su poder. Yo he sido cogido por casualidad, porque volvía al pabellón en aquel instante...
En todo caso, llegue lo que llegue, sean las que sean las gentes que han dirigido este asunto, a cualquier lugar que me lleven, yo sigo en mi resolución de continuar representando mi papel de vigilante. ¡Nadie! ¡No! ¡Nadie sospechará que bajo Gaydón se oculta el ingeniero Simón Hart!
Esto tiene dos ventajas: primera, que no se desconfiará de mí, y además, que tal vez podré penetrar los misterios de esta maquinación y aprovecharme de ellos si consigo huir.
¿Dónde me lleva el pensamiento? Antes de procurar mi huída esperemos llegar a mi destino. Entonces será tiempo de pensar en la fuga, si se presenta favorable ocasión. Lo esencial es que no se sepa quién soy, ¡y no se sabrá!
Ahora tengo la absoluta seguridad de que navegamos. Sin embargo, vuelvo a mi primera idea... ¡No! El navío que nos lleva no es un steamer, ni debe de ser tampoco un velero. Es, sin duda, arrastrado por un poderoso aparato de locomoción. ¿Cómo no oigo ese ruido especial de las máquinas de vapor cuando ponen en movimiento las hélices o las ruedas? ¿Cómo este navío no se conmueve bajo el vaivén de los pistones en los cilindros? Se trata más bien de un movimiento continuo y regular, una especie de rotación directa que se comunica al propulsor, cualquiera que éste sea. No cabe error. El barco es movido por un mecanismo partícula.¿Cuál?
¿Se tratará de una de esas turbinas de las que se habla desde hace tiempo, y que en el interior de un tubo sumergido reemplazan las hélices, utilizando mejor que éstas la resistencia del agua o imprimiendo una velocidad más considerable?
De aquí a algunas horas yo sabré a qué atenerme sobre este género de navegación, que parece efectuarse en un medio perfectamente homogéneo.
Por lo demás- efecto no menos extraordinario-, el balanceo no es sensible.
No se comprende que el Pamplico-Sound esté tan tranquilo. Sólo las corrientes de la marea que sube y baja bastan de ordinario para turbar su superficie. Verdad es que tal vez se aguanta la marea en este momento, y- me acuerdo bien- la brisa de tierra había caído ayer con la noche. ¡No importa! Esto me parece inexplicable, pues un barco movido por un propulsor, cualquiera que sea su velocidad, experimenta siempre oscilaciones, de las que no noto indicio alguno.
¡He aquí de qué obsesiones está ahora llena mi cabeza! A pesar de mi gran deseo de dormir, a pesar de la laxitud que se apodera de mí en medio de esta atmósfera sofocante, he resuelto no dejarme vencer por el sueño. Velaré hasta el día, y no será día para mí hasta el instante en que este departamento se inunde en la luz exterior. Y tal vez no bastará que la puerta se abra, será preciso que se me saque de este agujero y se me conduzca al puente...
Me echo en uno de los ángulos que forman las paredes, pues carezco de banco en que sentarme. Pero como mis párpados se cierran a pesar mío, como me siento víctima de una especie de somnolencia, me levanto. La cólera se apodera de mí...
Golpeo las paredes............. Llamo. ¡En vano! Mis manos chocan contra el palastro, y mis gritos no hacen que acuda nadie.
¡No! ¡Esto es indigno de mí!...¡He prometido contenerme, y pierdo la posesión de mí mismo y me conduzco como un niño!
Es evidente que la falta de balanceo prueba que el navío no ha llegado a alta mar. Acaso, en vez de atravesar el Pamplico-Sound, habrá remontado el curso del Neuze. No. ¿Con qué objeto iría a los territorios del condado? Si Tomás Roch ha sido robado de Healthful-House, es porque sus raptores tienen la intención de llevarle fuera de los Estados Unidos, probablemente a alguna isla lejana del Atlántico o a algún punto cualquiera del antiguo continente. Así es que nuestro barco no remonta el Neuze. Estamos en las aguas del Pamplico-Sound, que debe de estar en calma.
Pero cuando el navío llegue a alta mar no podrá escapar a las oscilaciones de las olas que, aun después de caer la brisa, se dejan sentir en los barcos de regular tonelaje. A menos de estar a bordo de un crucero o de un acorazado..., lo que no creo. En este momento... No, no me engaño... Oigo en el interior ruido de pasos por la parte de la pared en que está la puerta... Sin duda son hombres de la tripulación... ¿Se abrirá al fin esta puerta? Escucho. Oigo ruido de voces... pero no puedo comprender lo que dicen... Se sirven de una lengua que me es desconocida... Llamo... Grito... ¡No responden!
¡No hay más recurso, que esperar, esperar y esperar! Me repito esta palabra, que golpea en mi cabeza como el badajo de una campana. Procuremos calcular el tiempo que ha transcurrido. No puedo evaluarlo en menos de cuatro o cinco horas, desde que el navío se ha puesto en marcha. En mi opinión, debe de haber pasado la media noche. Desgraciadamente, en medio de esta profunda oscuridad, mi reloj no puede servirme.
Si navegamos desde hace cinco horas, el barco debe de estar actualmente fuera del Pamplico- Sound, ya haya salido por Ocracoke-inlet o por Hatteras-inlet. Pienso que estará en plena mar, por lo menos una buena milla.
Y, sin embargo, no hay el menor balanceo. Esto es lo inexplicable, lo inverosímil. ¿Me habré engañado? ¿Habré sido juguete de una ilusión? ¿No estoy encerrado en el fondo de la cala de un navío en marcha?
Ha transcurrido una hora, y de repente las trepidaciones de la máquina han cesado. Me doy perfecta cuenta de la inmovilidad del navío que me lleva. ¿He llegado a mi destino? En este caso no podría ser otro que alguno de los puertos el litoral, al Norte o al Sud de Pamplico-Sound. Pero ¿cómo es posible que Tomás Roch sea llevado a tierra firme? El rapto no podría tardar en ser conocido, y sus autores se expondrían a ser descubiertos en uno de los puertos de la Unión.
Además, si el barco está anclado, yo voy a oír el ruido de las cadenas y al venir él al ancla se producirá una sacudida. Esto no tardará más que unos minutos.
Espero... Escucho.
Nada. Un pesado o inquietante silencio reina a bordo. Es para dudar de que haya en el navío otros seres vivos, excepción mía.
Al presente me siento invadir por una laxitud extraordinaria. La atmósfera está viciada... Me falta la respiración. Mi pecho se ahoga bajo un peso del que no puedo librarme.
Quiero resistir... Es imposible. He debido extenderme en un rincón y desembarazarme en parte de mi ropa; tan elevada es la temperatura... Mis párpados se entornan, se cierran, y caigo en una postración que va a sumergirme en un pesado e irresistible sueño.
¿Cuánto tiempo he dormido? Lo ignoro. ¿Es de noche? ¿Es de día?
No lo podría decir. Pero, en primer lugar, observo que mi respiración es más fácil. Ahora mis pulmones se llenan de un aire que no está envenenado de ácido carbónico.
¿Es que se ha renovado el aire mientras yo dormía? ¿Ha sido abierto el compartimiento? ¿Ha entrado alguien?
Sí... Tengo la prueba.
Por casualidad, mi mano acaba de coger una vasija llena de un líquido.
La llevo a mis labios, que abrasan, pues la sed me ha atormentado mucho, hasta el punto que me contentaría con agua salobre.
Esto es cerveza, una cerveza de buena calidad, que me refresca y me reanima.
Pero si no se me ha condenado a morir de sed, ¿se me ha condenado a morir de hambre?
No... En uno de los rincones se ha depositado un cesto que contiene pan y carne fría.
Yo como... Como ávidamente, y poco a poco recobro las fuerzas.
Decididamente, no estoy tan abandonado como fuera de temer. Han entrado en este oscuro agujero, y por la puerta ha penetrado algo de oxígeno, sin lo que me hubiera asfixiado. Después han puesto a mi disposición con qué calmar la sed y el hambre, hasta el momento en que me vea libre.
¿Cuánto durará aún mi encarcelamiento? ¿Días?... ¿Horas?
Por lo demás, no me es posible calcular el tiempo que ha transcurrido durante mi sueño, ni saber aproximadamente la hora que es. Había tenido cuidado de dar cuerda a mi reloj, pero no es de repetición... Tal vez tactando las agujas... Sí, me parece que la pequeña está en las ocho... De la mañana, sin duda.
De lo que estoy seguro es de que el navío no está en marcha. No se experimenta bordo la más débil sacudida, lo que indica que el propulsor está en reposo.
Entretanto pasan horas interminables, y yo me pregunto si no esperarán a que llegue la noche para entrar de nuevo en mi prisión, a fin de renovar el aire, como lo han hecho durante mi sueño, y traerme más provisiones... Sí... Querrán aprovecharse de mi sueño.
Esta vez estoy resuelto... Resistiré, y hasta fingiré que duermo, y cualquiera que sea la persona que entre, yo sabré obligarla a que me responda.
VI
EN EL PUENTE
«Heme aquí al aire libre, que respiro a plenos pulmones. Al fin me han sacado de aquella caja asfixiante y me han subido al puente del navío. En primer lugar, recorriendo el horizonte con la mirada, no he visto tierra alguna. Nada más que la línea circular que limita el mar y el cielo.
¡No! No hay ni señales de continente al Oeste, por la parte en que el litoral de la América del Norte se desarrolla en una extensión de millares de millas.
En este momento el sol está en su declive, y no envía más que rayos oblicuos a la superficie del Océano. Deben de ser las seis de la tarde... Consulto mi reloj. Sí... Las seis y trece minutos.
He aquí lo que ha pasado durante la noche del 17 de Junio:
Como he dicho, yo esperaba a que se abriese la puerta del departamento, decidido a no sucumbir al sueño. No dudaba que fuese de día, y este avanzaba y nadie venía.
De mis provisiones no quedaba resto, y comenzaba a sentir el sufrimiento del hambre; sed no tenía ninguna, porque aún me restaba un poco de cerveza.
Desde que desperté, algunos estremecimientos del casco me habían hecho pensar que el barco se había vuelto a poner en marcha, después de haberse detenido desde la víspera probablemente en alguna ensenada desierta de la costa, puesto que yo no había sentido las sacudidas que acompañan a la operación de anclar.
A las seis oí ruido de pasos tras la pared metálica de mi encierro. ¿Iban a entrar? Sí... Rechinó la cerradura y abrióse la puerta. La luz de un farol disipó las tinieblas, en las que desde mi llegada a bordo estaba sumido.
Aparecieron dos hombres cuyos rostros no pude ver. Cogiéronme en sus brazos y envolvieron mi cabeza en un espeso trozo de tela, de tal suerte que érame imposible distinguir nada.
¿Qué significaba esta precaución? ¿Qué iban a hacer conmigo? Quise resistirme...
Se me sujetó fuertemente. Pregunté... No obtuve respuesta.
Estos hombres cambiaron algunas palabras en idioma para mí desconocido, y cuya proveniencia no pude reconocer.
Decididamente, se usan pocas consideraciones conmigo. Cierto que, ¿para qué molestarse con un pobre guardián de locos? Pero no estoy seguro de que el ingeniero Simón Hart hubiera sido objeto de más atenciones.
Sin embargo, esta vez no se me ha amordazado ni atado los pies y las manos; se han contentado con sujetarme vigorosamente, y no hubiera podido huir.
Un instante después he sido arrastrado fuera del compartimiento y subido al través de un estrecho medio puente. Bajo mis pies resuenan los escalones de una escalera metálica. Después un aire fresco golpea mi rostro, y al través del pedazo de tela yo le respiro ávidamente.
Se me levanta entonces, y los dos hombres me depositan sobre un suelo que ya no es de placas de palastro, y debe de ser el puente de un navío.
Al fin los brazos que me oprimían me sueltan. Tengo la libertad de mis movimientos.
Arranco la tela que cubre mi cabeza, y miro... Estoy a bordo de una goleta en plena marcha, que deja una grande estela.
Me ha sido preciso asirme a uno de los mástiles para no caer, deslumbrado por la luz del día, al salir de aquella prisión de cuarenta y ocho horas, en me-dio de la más completa oscuridad.
Por el puente van y vienen unos diez hombres de semblante rudo, tipos diferentes, de los que no sabría asegurar el origen... Por lo demás, apenas si se fijan en mí.
Respecto a la goleta, puede ser, en mi opinión, de doscientas cincuenta a trescientas toneladas.
Es bastante larga de los lados, de fuerte arbola-dura, y su velamen debe darle una rápida marcha con fuerte brisa.
En la popa, un hombre de rostro curtido, colocado junto al timón, con la mano sobre la rueda, mantiene la goleta contra declives muy violentos.
Hubiera yo querido leer el nombre de este navío, que tiene el aspecto de un yate de recreo; pero este nombre, ¿está en la proa o en la popa?
Me dirijo a uno de los marineros y le pregunto:
-¿Qué barco es éste?
No obtengo respuesta, y hay motivo para creer que el hombre no me comprende.
-¿Dónde está el capitán?- añado.
El marinero permanece en silencio.
Me dirijo a proa.
En este sitio, por cima de los montantes del cabestrante, hay suspendida una campana.
¿Estará grabado el nombre de la goleta en el bronce? No hay nombre alguno.
Vuelvo a popa, y dirigiéndome al timonel, repito mi pregunta.
Me lanza una mirada aviesa, se encoge de hombros y se apuntala sólidamente para enderezar la goleta, arrojada sobre babor por un violento empuje. Me acomete la idea de ver si Tomás Roch está allí... No le veo. ¿No está, pues, a bordo?
Esto sería inexplicable. ¿Para qué llevarse de Healthful-House al guardián Gaydón únicamente? Nadie ha podido sospechar que yo fuese el ingeniero Simón Hart, y, aun sospechándolo, ¿qué interés podía haber en apoderarse de mi persona, y qué se podría esperar de mí?
Así es que, puesto que Tomás Roch no está en el puente, pienso que estará encerrado en uno de los camarotes, y que tal vez haya sido tratado con más atención que su guardián.
Veamos, pues-¿cómo no se me ha ocurrido antes?,- en qué condiciones marcha esta goleta. Las velas están caídas; la brisa es casi nula, los soplos intermitentes que vienen del Este son contrarios, puesto que tenemos el cabo en esa dirección.
Y, sin embargo, la goleta marcha con rapidez suma, inclinada un poco sobre la proa, mientras su branque hiende las aguas, cuya espuma salta sobre su línea de flotación.
Una estela agitada queda tras ella.
Este barco ¿es, pues, un steam-yate? No. Entre el palo mayor y el de mesana no se levanta chimenea alguna. ¿Es un barco movido por la electricidad, que posee, o una batería de acumuladores, o pilas de una potencia considerable, que ponen en movimiento su hélice y la imprimen tal velocidad?
No sabría explicármelo de otro modo. En todo caso, puesto que el propulsor no puede ser más que una hélice, inclinándome por encima de la baranda veré, funcionar esta hélice, y no me quedará más que reconocer el mecanismo de que proviene su movimiento.
El timonel me deja aproximarme a la popa, no sin dirigirme una mirada irónica.
Me inclino hacia fuera... y observo.
Ni huella de esos remolinos que hubiera producido la rotación de una hélice. Sólo una estela plana se extiende a tres o cuatro encabladuras, como la que deja un barco arrastrado por un velamen poderoso. ¿Cuál es, pues, el aparato propulsivo que comunica a esta goleta tan maravillosa velocidad? Ya he dicho que el viento es más bien contrario...
Yo lo sabré; y sin que la tripulación se ocupe de mí, vuelvo a proa.
Al llegar a la chupeta me encuentro en presencia de un hombre cuyo rostro no me es desconocido. Parece esperar a que yo le dirija la palabra.
Recuerdo entonces. Es el personaje que acompañó al Conde de Artigas durante la visita de éste a Healthful-House. Sí... No hay error posible.
¿De modo que ha sido este rico extranjero el que ha raptado a Tomás Roch, y yo estoy a bordo de la Ebba, su yate, bien conocido en los parajes del Este de América? ¡Sea! El hombre que está ante mí me dirá lo que tengo el derecho de saber. Recuerdo que el Conde de Artigas y él hablan la lengua inglesa. Me comprenderá y no podrá rehusar dar respuesta a mis preguntas.
En mi opinión, este hombre debe ser el capitán de la goleta Ebba.
-Capitán- le digo-, le he visto a usted en Heal-thful- House, en el pabellón del inventor francés... ¿me reconoce usted?
El se contenta con mirarme y no se digna responderme.
-Soy el vigilante Gaydón- he añadido-, el guardián de Tomás Roch, y deseo saber por qué se me ha traído a bordo de esta goleta.
El capitán me interrumpe con un gesto que no se dirige a mí, sino a algunos marineros que están cerca. Estos se aproximan a mí, me cogen en sus brazos, y sin preocuparse del movimiento de cólera que no puedo contener, me obligan a bajar por la escala de la chupeta. Esta escala está formada de travesaños de hierro. Se abre una puerta a cada lado, que establece la comunicación entre el puente, el camarote del capitán y otros dos camarotes contiguos.
¿Van nuevamente a hundirme en el sombrío recinto que he ocupado en el fondo de la cala?
Vuelvo a la izquierda, y los hombres me introducen en un gabinete alumbrado por uno de los tragaluces del casco, abierto en este momento, y que deja paso a un aire fresco. El mueblaje se compone de un lecho, una mesa, un sillón, un tocador, un armario, todo muy limpio.
En la mesa tengo preparado mi cubierto. Me siento, y como el pinche iba a retirarse después de haber depositado diversos platos, le dirijo la palabra.
Tampoco me responde... Es un joven negro, y tal vez no entienda mi lengua.
Cerrada la puerta, yo como con apetito, dejando para más tarde mis preguntas.
Estoy preso, aunque esta vez en mejores condiciones de comodidad, y que creo no cambiarán hasta que lleguemos a nuestro destino.
Abandónome al curso de mis ideas. La primera es ésta: el que ha dirigido este negocio es el Conde de Artigas; él es el autor del rapto de Tomás Roch, e indudablemente el inventor francés habrá sido instalado en otro no menos cómodo camarote a bordo de la Ebba.
¿Quién es este personaje? ¿De dónde viene? Si se ha apoderado de Tomás Roch, es que quiero a cualquier precio apropiarse el secreto del Fulgurador. Este debe ser el motivo. Así, pues, debo cuidarme de no revelar quién soy, pues toda casualidad de huída se haría imposible si se supiera la verdad.
¡ Cuántos misterios! El origen de este Artigas, sus intenciones para el porvenir, la dirección que sigue su goleta, su puerto de atraque, y también esta navegación, sin vela y sin hélice, con una velocidad de diez millas por hora a lo menos...
Con la noche, un aire más fresco penetra por el tragaluz de mi camarote. Le cierro, y puesto que mi puerta tiene corrido el cerrojo por el exterior, lo mejor es echarme en el catre y dormirme a las dulces oscilaciones de esta singular Ebba.
Al día siguiente me levanto al alba, procedo a mi tocado, me visto y espero.
Me acomete la idea de ver si la puerta continúa cerrada.
No... Traspaso el umbral, subo por la escala de hierro y heme en el puente.
En la popa, mientras los marineros se dedican a la limpieza del barco, dos hombres hablan. El uno es el capitán, que al verme no manifiesta sorpresa 113
alguna, y con un movimiento de cabeza me designa a su compañero.
El otro, a quien jamás he visto, es un individuo de unos cuarenta años, barba y pelo negros, mezclados de algunas canas, rostro irónico y astuto. Se aproxima al tipo helénico, y no he dudado de que fuera de origen griego, al oír que el capitán le llamaba Serko, el ingeniero Serko.
El capitán se llama Spada, y parece ser de origen italiano. Un griego, un italiano, una tripulación compuesta de gentes reclutadas en todos los rincones del globo, embarcadas en una goleta de nombre noruego... Este conjunto me parece sospechoso.
Y el Conde de Artigas, con su nombre español y su tipo asiático, ¿de dónde viene?
El capitán Spada y el ingeniero Serko hablan en voz baja. El primero vigila al timonel, que no parece preocuparse de las indicaciones del compás colocado ante sus ojos. Parece más bien obedecer a los ademanes de uno de los marineros de proa, que le indica si debe ir sobre babor o sobre estribor.
Tomás Roch está allí. Mira el inmenso mar desierto, que ninguna tierra limita en el horizonte. Dos marineros le vigilan. ¿No podía temerse de este loco hasta que se arrojara al mar?
¿Me será permitido ponerme en comunicación con mi antiguo pensionista de Healthful-House?
Mientras me dirijo hacia él, el capitán Spada y el ingeniero Serko me observan y me dejan hacer.
Me aproximo a Tomás Roch, que no se fija en mí... Ya estoy a su lado. El no parece reconocerme. No hace un solo movimiento. Sus ojos, que brillan intensamente, no cesan de recorrer el espacio. Feliz de respirar aquella atmósfera vivificadora, cargada de emanaciones salinas, su pecho se hincha en largas aspiraciones. A este aire oxigenado se une la luz de un sol esplendoroso, cuyos rayos le bañan por completo. ¿Se da cuenta del cambio de su situación? ¿No se acuerda ya de Healthful-House, del pabellón 17, de su guardián Gaydón? Es muy probable. El pasado se ha desvanecido de su cerebro, y sólo para el presente, vive.
Pero, en mi opinión, sobre el puente de la Ebba, en plena mar, Tomás Roch es siempre el loco al que he cuidado durante diez y ocho meses. Su estado intelectual no ha cambiado, y su razón no le volverá mas que cuando se le hable de sus descubrimientos. El Conde de Artigas conoce esta disposición mental por haber hecho la experiencia de ella durante su visita a Healthful-House, y evidentemente piensa, merced a esta disposición, sorprender, tarde o temprano, el secreto del inventor.
-¡Tomás Roch!- le he dicho.
Mi voz le conmueve, y después de haber fijado sus ojos un instante en mí, los vuelve vivamente.
Cojo su mano, se la estrecho, pero él la retira bruscamente, y se aleja sin haberme reconocido, dirigiéndose a la popa de la goleta, donde se encuentran el ingeniero Serko y el capitán Spada.
¿Tiene el pensamiento de dirigirse a uno de estos hombres, y si ellos le hablan les responderá?
En este momento su rostro acaba de iluminarse con un rayo de inteligencia, y su atención, no es posible dudarlo, está atraída por la marcha de la goleta.
Efectivamente, sus ojos se fijan en la arboladura de la goleta, que corre rápidamente por la superficie de aquellas aguas tranquilas.
Tomás Roch retrocede. Va a babor, se detiene en el sitio en que debía haber una chimenea si la Ebba fuese un steam-yate; una chimenea de la que se escaparían masas negruzcas de humo.
Lo que me ha asombrado a mí, parece asombrar a Tomás Roch. No puede explicarse lo que para mí es inexplicable, y, como yo, va a la popa para ver cómo funciona la hélice.
Por los flancos de la Ebba saltan gran número de marsuinos. Hacen cabriolas al paso de la Ebba y se sumergen en su elemento natural con maravillosa ligereza. Tomás Roch no los ve, no los sigue con la mirada, y se inclina hacia fuera. El ingeniero Serko y el capitán Spada se aproximan a él, temiendo que caiga al mar; le sujetan con mano firme y le llevan al puente.
Observo que Tomás Roch es víctima de una gran excitación. Gesticula, pronuncia frases incoherentes que a nadie se dirigen..., se agita.
Indudablemente, una crisis está próxima; una crisis semejante a la que ha sufrido durante la última noche pasada en Healthful-House, y cuyas consecuencias han sido tan funestas. Va a ser necesario sujetarle, bajarle a su camarote, al que se me llamará para que le preste los especiales cuidados a que tan acostumbrado estoy.
Entretanto, el ingeniero Serko y el capitán Spada no le pierden de vista; pero, indudablemente, su intención es la de dejarle hacer y ver lo que hace. Después de dirigirse hacia el palo mayor, cuyo velamen han buscado en vano sus ojos, le toca, le rodea con sus brazos, le sacude vigorosamente como si quisiera echarle abajo. Viendo lo infructuoso de sus esfuerzos, va a intentar con el palo de mesana lo que intentó con el palo mayor. La nerviosidad aumenta, gritos inarticulados suceden a las vagas palabras que se le escapan.
De repente se precipita hacia los obenques de babor, agárrase a ellos, y yo me pregunto si no va a lanzarse sobre los flechastes y subir hasta las barras de la gavia.
Pero si no se le detiene, corre el riesgo de caer sobre el puente, o en un movimiento fuerte ser arrojado al mar.
Algunos marineros se aproximan a él y le cogen entre sus brazos, sin conseguir que se desprenda de los obenques, con tanto vigor los oprimen sus manos. En el curso de sus crisis yo sé bien que sus fuerzas se decuplican, y para sujetarle me ha sido preciso, frecuentemente, llamar a los guardianes en mi ayuda. Esta vez los marineros, robustos mozos, vencen a Tomás Roch. Este ha sido extendido sobre el puente, donde dos marineros le contienen, a pesar de su extraordinaria resistencia.
No queda más que bajarle a su camarote y dejarle descansar hasta que la crisis termine. Esto es lo que va a hacerse, conforme a la orden dada por un nuevo personaje, cuya voz acaba de herir mi oído.
Me vuelvo. Le reconozco.
Es el Conde de Artigas, con la fisonomía sombría y el porte altivo. Tal como le vi en Heal-thful- House.
Me dirijo a él al momento. Me hace falta una explicación, y la tendré.
-¿Con qué derecho, caballero...?- le pregunto.
-Con el derecho del más fuerte- me responde.
Y mientras los otros conducen a Tomás Roch a su camarote, el Conde se dirige hacia la popa de la Ebba.
VII
DOS DÍAS DE NAVEGACIÓN
Tal vez, si las circunstancias lo exigen, me veré en el caso de decir al Conde de Artigas que yo soy el ingeniero Simón Hart. ¡Quién sabe si de esta manera obtendré más atenciones que permaneciendo el guardián Gaydón! Pero esta determinación merece ser reflexionada, pues siempre tengo la idea de que si el propietario de la Ebba ha hecho raptar a Tomás Roch, ha sido con el objeto de apropiarse de su descubrimiento y quedar dueño absoluto del Fulgurador Roch, por el que ni el antiguo ni el nuevo continente han querido pagar el precio excesivo que su inventor pedía. Pues bien; en el caso en que Tomás Roch llegase a descubrir su secreto, ¿no será mejor que yo haya continuado a su lado, que se me haya conservado en mis funciones y que sea el encargado de prestarle los cuidados que su situación reclama? Sí. Debo reservarme esta posibilidad de verlo y oírlo todo; acaso ¡quién sabe! de comprender, al fin, lo que en Healthful-House me ha sido imposible.
Al presente, ¿dónde va la goleta Ebba? Primera pregunta.
¿Quién es el Conde de Artigas? Segunda pregunta.
La primera quedará resuelta dentro de algunos días, dada la rapidez con que camina este misterioso yate de recreo bajo la acción de un propulsor cuyo funcionamiento acabaré por descubrir.
Respecto a la segunda pregunta, es más difícil que yo pueda ponerla en claro.
En mi opinión, este enigmático personaje debe de tener un gran interés en ocultar su origen, y temo no hallar indicio por el que pueda determinar su nacionalidad. Si este Conde de Artigas habla correctamente el inglés-cosa de la que pude asegurarme en su visita al pabellón 17-, lo hace con un acento rudo y vibrante, que no se encuentra en los pueblos del Norte. El suyo no me recuerda ninguno de los que he oído en el curso de mis viajes al través de ambos mundos, sino es el de la dureza característica de los idiomas de la Malaya. Y, realmente, con su tez oscura, casi verde, tirando a cobriza; su cabellera fuerte, de un negro de ébano; su mirada, que sale de una órbita profunda, y que la inmóvil pupila arroja como un dardo; su elevada estatura; sus músculos fuertes, que demuestran un gran vigor físico, no sería imposible que el Conde de Artigas perteneciera a alguna de las razas del extremo Oriente.
Para mí, este nombre de Artigas es un nombre fingido, como también su título de Conde. Aunque su goleta lleva un nombre noruego, él seguramente no es de origen escandinavo. No tiene rasgo alguno del tipo perteneciente a la Europa septentrional: ni el rostro tranquilo, ni los cabellos rubios, ni la dulzura de la mirada que se escapa de los ojos de un azul pálido.
En fin, sea quien sea, este hombre ha hecho que se nos raptase a Tomás Roch y a mí, y claro es que no puede haber sido con buena intención. Ahora bien: ¿ha hecho lo que ha hecho en beneficio de una potencia extranjera o en provecho propio? Esta es la tercera pregunta, a la que aun no puedo responder. Con lo que vea y oiga en lo sucesivo, ¿quién sabe si no llegaré a contestarla satisfactoriamente antes de huir, en el supuesto de que esto sea posible?.
La Ebba continúa navegando en las condiciones dichas, que no alcanzo a explicarme. Tengo libertad para ir de un lado a otro del puente, pero sin poder jamás pasar al puesto de la tripulación, cuya chupeta se alza en la parte delantera del palo mesana. Una vez he querido avanzar hasta el armazón que sujeta las carlingas del bauprés, desde donde, inclinándome, hubiera podido ver la roda de la goleta hundirse en las aguas; pero, en virtud sin duda de órdenes recibidas, los marineros se han opuesto a mi paso, y uno de ellos me ha dicho bruscamente:
-¡Atrás! ¡Atrás! Impide usted la maniobra.
¿Qué maniobra, si no hay ninguna?
¿Han comprendido que mi intento era descubrir el secreto de la navegación?
Es probable; y el capitán Spada, que ha sido testigo de esta escena, ha debido averiguarlo. Aun tratándose de un guardián de hospital, nada tiene de extraño el asombro que cansa la velocidad de un barco sin velas y sin hélices.
En fin por uno u otro motivo me está prohibido llegar a proa.
A las diez, la brisa se levanta; una brisa del Noroeste, muy favorable, y el capitán Spada comunica sus órdenes al contramaestre.
En seguida éste hace izar la cangreja, la mesana y los foques, operación que se efectúa con la regularidad y la disciplina propias a bordo de un barco de guerra.
La Ebba se inclina ligeramente sobre babor, y su velocidad se acelera de un modo notable. Entre-tanto, el motor no ha cesado de funcionar, pues las velas no están tan hinchadas como debían si la goleta hubiera estado sometida a su acción sola.
El cielo es espléndido: las nubes del Oeste se disipan cuando tocan las alturas del cenit, y el mar resplandece por efecto de los rayos solares.
Siento deseos de conocer el camino que seguimos. He viajado por mar lo suficiente para calcular la velocidad de un barco, y en mi opinión, la de la Ebba debe evaluarse en unas diez u once millas por hora. La dirección es siempre la misma, lo que me es fácil hacer constar aproximándome a la bitácora, colocada ante el timonel. Si la proa de la Ebba está prohibida al guardián Gaydón, no pasa lo mismo con la popa; y he podido arrojar una mirada sobre la brújula, cuya aguja señala invariablemente el Este, o con mayor exactitud el Estesudeste.
He aquí, pues, en qué condiciones navegamos al través de esta parte del Océano Atlántico, limitado por el litoral de los Estados Unidos de América. Invoco mis recuerdos: ¿cuáles son las islas o grupos de islas que se encuentran en dicha dirección antes de las tierras del antiguo continente?
La Carolina del Norte, que la goleta ha abandonado hace cuarenta y ocho horas, es atravesada por el paralelo 35, y este paralelo, prolongado hacia Levante, debe, si no me engaño, cortar la costa africana cerca de la altura del Maroc. Sobre este paraje existe el archipiélago de las Azores, a unas tres mil millas de América. ¿Es presumible que la Ebba tenga la intención de entrar en este archipiélago, que su puerto de escala se encuentre en alguna de las islas que constituyen el dominio insular de Portugal? No... No puedo admitir esta hipótesis.
Por lo demás, antes de las Azores, en la línea del paralelo 35, y a la distancia de mil doscientas millas solamente, se encuentra el grupo de las Bermudas. Pertenecen a Inglaterra, y antójaseme menos hipotético que, en el supuesto de que el Conde de Artigas hubiese sido encargado del rapto de Tomás Roch por alguna potencia extranjera, ésta fuera el Reino Unido de la Gran Bretaña y de Irlanda. Claro es que queda el caso de que este personaje hubiera obrado por cuenta propia.
Durante el día, tres o cuatro veces, el Conde de Artigas ha ido a popa. Desde allí su mirada ha interrogado con gran atención los diversos puntos del horizonte. Cuando una vela o una chimenea aparecían a lo lejos, él las observaba cuidadosamente, con ayuda de un poderoso anteojo marino. No ha parecido fijarse poco ni mucho en mí.
De vez en cuando el capitán Spada se une a él, y ambos cambian algunas palabras en un idioma que ni comprendo ni reconozco.
Con el ingeniero Serko, el propietario del Ebba habla mucho, y con gran gusto al parecer. Este ingeniero es más expansivo, menos serio que sus compañeros de a bordo. ¿Por qué se encuentra aquí? ¿Es un amigo particular del Conde de Artigas? ¿Recorre con él los mares, participando de la envidiable vida de un rico yachtman? A decir verdad, este hombre es el único que parece demostrar por mí, si no algo de simpatía, por lo menos un poco de interés. A Tomás Roch no le he visto en toda la mañana, y debe permanecer encerrado en su camarote bajo la influencia de la crisis que sufrió ayer.
Tengo la certeza de ello cuando a eso de las tres de la tarde el Conde de Artigas, en el momento en que iba a bajar por la chupeta, me hace un signo para que me acerque.
Ignoro qué me quiere, pero sé lo que tengo que decirle.
-¿Duran largo tiempo las crisis a que Tomás Roch está sujeto?- me pregunta.
-Algunas veces cuarenta y ocho horas- le respondo.
-Y ¿qué es preciso hacer?
-Nada más que dejarle tranquilo hasta que se duerma. Después de una noche de sueño el acceso ha terminado, y Tomás Roch vuelve a su estado habitual de inconsciencia.
-Bien, guardián Gaydón. Si es necesario, usted continuará prestándole sus cuidados como en Healthful-House.
-¿Mis cuidados?
-Sí...; a bordo de la goleta, hasta tanto que lleguemos...
-¿Dónde?
-Donde...estaremos mañana por la tarde- se ha limitado a responderme el Conde de Artigas.
¿Mañana?- pensé.- ¿No se trata, pues, de tocar en la costa de África, ni en el archipiélago de las Azores? Quedaba la hipótesis de que la Ebba fuera a hacer escala en las Bermudas.
Iba el Conde de Artigas a poner el pie en el primer escalón de la chupeta, cuando yo le interrogo a mi vez:
-Caballero- digo-, quiero saber..., tengo el derecho de saber dónde voy, y....
-Aquí, guardián Gaydón, no tiene usted ningún derecho, y solamente el deber de responder cuando se le pregunte.
-Yo protesto...
-Proteste usted- me replica el altivo personaje, mirándome de un modo siniestro.
Y bajando por la chupeta, me deja en presencia del ingeniero Serko.
-En lugar de usted, yo me resignaría guardián Gaydón- me dice sonriendo.- Cuando está uno cogido...
-Supongo que se tiene el derecho de gritar.
-¿Para qué, si nadie le escuchará a usted?
-Se me escuchará más tarde, caballero...
-¡Más tarde!... ¡Eso es tan largo! En fin, grite usted lo que quiera.
Y después de este irónico consejo, Serko me deja abandonado a mis reflexiones.
A las cuatro, un gran navío es señalado a seis millas al Este. Su marcha es rápida. Grandes humaredas se escapan de sus chimeneas. Es un barco de guerra, pues una estrecha bandera se ve a la punta de su palo mayor; no lleva pabellón alguno, pero yo creo reconocer en él un crucero de la marina federal. Me pregunto si la Ebba le hará a su paso el saludo de ordenanza. No...; y en el momento dicho, la goleta muestra intenciones de alejarse. Esto no me asombra, tratándose de un yate tan sospechoso. Lo que sí me causa la mayor sorpresa es el modo de maniobrar del capitán Spada.
En efecto: cerca del cabestrante, se detiene ante un pequeño aparato para señales, parecido a los que están destinados a enviar las órdenes en las cámaras de las máquinas de un tesamer. Oprime uno de los botones del aparato, y la Ebba deja arribar un cuarto hacia el Este, al mismo tiempo que las escotas de las velas son arriadas suavemente por los hombres de la tripulación.
Evidentemente, una orden «cualquiera» es transmitida al maquinista de la máquina «cualquiera», que imprime a la goleta aquel inexplicable movimiento bajo la acción de un motor «cualquiera», cuyo mecanismo no alcanzo aun.
De la maniobra resulta que la Ebba se aleja oblicuamente del crucero, cuya dirección no ha cambiado. ¿Por qué había un barco de guerra de cambiar su ruta por un yate de recreo que no puede excitar sospecha alguna?
Otro es el comportamiento de la Ebba cuando a eso de las seis de la tarde se muestra otro barco por babor. Esta vez, en lugar de evitarle, el capitán Spada, después de haber enviado una orden por medio del aparato, toma la dirección Este, que le llevará a las aguas del mencionado barco.
Una hora más tarde no separa a los dos navíos mas que una distancia de tres o cuatro millas.
La brisa ha caído por completo. El navío, que es un correo de tres mástiles, se ocupa en recoger sus velas. Inútil es contar con el viento antes del día, y mañana, sobre este mar tan en calma, el correo estará en el mismo sitio. Respecto a la Ebba, empujada por su misterioso propulsor, continúa acercándosele.
Claro es que el capitán ha mandado recoger las velas, operación que se efectúa bajo la dirección del contramaestre Effrondat, con esa prontitud que se admira a bordo de los yates de carrera.
Cuando empieza a caer la noche, los dos barcos no están más que a milla y media de distancia.
Entonces el capitán Spada se dirige a mí, y sin miramiento de ninguna clase me obliga a descender a mi camarote.
No tengo más remedio que obedecer. Antes de abandonar el puente noto que el contramaestre no hace encender los fuegos de posición, mientras que el otro barco ha dispuesto los suyos: fuego verde a estribor y rojo a babor.
No pongo en duda que la goleta tenga la intención de pasar inadvertida por los de este navío. En cuanto a su marcha, ha sido moderada un poco, sin que su dirección se haya modificado.
Calculo que desde la víspera la Ebba ha debido ganar doscientas millas hacia el Este.
Vuelvo a mi camarote con una vaga inquietud. Mi comida está sobre la mesa; pero apenas la pruebo, y me acuesto en espera de un sueño que no quiere venir.
Este estado de malestar se prolonga durante dos horas. El silencio es únicamente turbado por los estremecimientos de la goleta, el murmullo del agua y los ligeros golpes que produce el movimiento de la Ebba en la superficie de este apacible mar.
Mi espíritu, lleno de recuerdos de cuanto en es-tos dos últimos días ha sucedido, no encuentra re-poso. Mañana por la tarde, cuando lleguemos, volveré a desempeñar mis funciones cerca de Tomás Roch, en caso de necesidad, como ha dicho el Conde Artigas.
Si la primera vez que fui encerrado en el fondo de la cala no noté que la goleta se había puesto en marcha hacia el Pamplico-Sound, en este momento, que deben de ser las diez, conozco que acaba de detenerse.
¿Por qué esta parada? Cuando el capitán Spada me ha ordenado que abandonara el puente, no teníamos tierra a la vista. En esta dirección, los mapas no indican más que el grupo de las Bermudas, y al caer la noche hubiera sido preciso hacer cincuenta o sesenta millas para que los vigías le señalasen.
Por lo demás, no solamente la marcha de la Ebba está en suspenso, sino que su inmovilidad es casi absoluta. Apenas se siente un balanceo dulce o igual. El oleaje es poco fuerte, y ningún soplo de brisa se propaga por la superficie del mar.
Mi pensamiento se dirige entonces hacia el navío de comercio que estaba a milla y media de distancia cuando, yo he vuelto a mi camarote. Si la goleta ha continuado dirigiéndose a él, se le habrá reunido, y ahora que ella está inmóvil, los dos barcos deben encontrarse a una o dos encabladuras. Este barco no ha podido moverse hacia el Oeste. Este es su sitio, y si la noche es clara, yo podré verle desde el tragaluz de mi camarote.
Me acomete el pensamiento de que tal vez se me presente una ocasión que debo aprovechar. ¿Por qué no he de intentar la huída, puesto que me falta toda esperanza de recobrar mi libertad? Verdad que yo no sé nadar; pero una vez que me arroje al mar con una de las boyas de a bordo, ¿me sería imposible llegar al otro barco si sé engañar la vigilancia de los marineros del cuarto?
Se trata, en primer lugar, de abandonar mi cama-rote, de subir la escalera de la chupeta. No oigo ruido alguno ni en el puesto de la tripulación, ni sobre el puente...
Los hombres deben dormir ahora...
Intentémoslo...
Cuando quiero abrir la puerta noto que está cerrada por fuera, lo que era de prever.
¡Debo abandonar este proyecto, que, por otra parte, tenía tantas probabilidades de resultar mal!
Lo mejor será dormir, pues estoy muy fatigado de espíritu, ya que no de cuerpo.
¡Si pudiera ahogar en el sueño estas ideas contrarias y estas obsesiones continuas!
Acabo de ser despertado por un ruido insólito, como nunca le oí a bordo de la goleta.
El día comienza a blanquear el vidrio del traga-luz, colocado al Este. Consulto mi reloj. Marca las cuatro y media.
Mi primer cuidado es preguntarme si la Ebba se ha puesto nuevamente en marcha.
No, ni con su vela ni con su motor... Se producirían ciertas sacudidas que no podrían engañarme... Además, el mar parece estar tan tranquilo al salir el sol como lo estaba al caer. Si la Ebba ha navegado durante las horas que he dormido, en este momento está inmóvil.
El ruido de que hablo proviene de rápidas idas y venidas sobre el puente. Al mismo tiempo me parece que un tumulto del mismo género llena la cala bajo el piso de mi camarote. Noto también que la goleta es rozada exteriormente a lo largo de sus flancos, en la parte emergente de su casco ¿Es que algunas embarcaciones la han acostado? La tripulación, ¿está ocupada en cargar o descargar mercancías?
Sin embargo, no es posible que hayamos llegado a nuestro destino. El Conde de Artigas ha dicho que la Ebba no llegaría antes de veinticuatro horas; pues, lo repito, ayer noche estaba a cincuenta o sesenta millas de la tierra más próxima, el grupo de las Bermudas. Es inadmisible que haya cambiado el rumbo hacia el Oeste, y se encuentre en la proximidad de la costa americana, teniendo en cuenta la distancia. Además, tengo motivos para pensar que en toda la noche la goleta no se ha movido. Antes de dormir- me pude notar que se había detenido, y en este instante no está en marcha.
Espero, pues, a que se me permita subir al puente. La puerta de mi camarote continúa cerrada por fuera, cosa de que me acabo de asegurar. No me parece probable que se me impida salir cuando adelante el día.
Transcurre una hora. La claridad matinal penetra por el tragaluz. Miro por éste. un ligero movimiento se nota en el mar, pero no tardará en desaparecer al influjo de los primeros rayos solares.
Mi mirada se extiende en una media milla. Si no distingo el barco de comercio, debe esto obedecer a que se encuentra estacionado a babor de la Ebba por la parte que yo no puedo ver.
Oigo un ruido, y la llave juega en la cerradura de mi puerta. Empujo ésta, que se abre, subo por la es-cala de hierro y pongo el pie en el puente en el momento en que los marineros cierran la escotilla de proa.
Busco al Conde de Artigas con los ojos... No está allí... Sin duda no ha abandonado su camarote.
El capitán Spada y el ingeniero Serko vigilan el arrumaje de algunos fardos que, sin duda, acaban de ser retirados de la cala y, transportados a popa.
Esta operación explica las idas y venidas que he oído al despertar. Es evidente que si la tripulación ha comenzado a subir las mercancías, nuestra llegada al fin del viaje está próxima.
No estamos, pues, lejos del puerto, y la goleta atracará en él dentro de algunas horas.
Pero ¿y el velero que estaba a babor nuestro? Debe permanecer en el mismo sitio, puesto que la brisa no se ha levantado desde la víspera. Mis mira-das
van en aquella dirección.
El barco ha desaparecido, el mar está desierto... No se ve un navío ni una vela en el horizonte, ni hacia el Norte ni hacia el Sur.
Después de reflexionar, he aquí la única explicación que puedo darme, aunque no pueda ser acepta-da sino con ciertas reservas: aunque yo no lo haya notado, la Ebba, durante mi sueño, habrá vuelto a tomar su camino, dejando al velero a popa, razón por la que no se le ve. Por lo demás, me guardo bien de preguntar nada sobre el caso, ni al capitán Spada ni al ingeniero Serko. No se dignarían responderme. En este instante el capitán se dirige al aparato y oprime uno de los botones. Casi en seguida la Ebba experimenta una sensible sacudida en la proa, y con sus velas siempre plegadas, vuelve a tomar su extraña velocidad con rumbo a Levante. Dos horas después, el Conde de Artigas aparece en la chupeta y se coloca en su sitio de costumbre en el puente. El ingeniero Serko y el capitán Spada se acercan a él, y los tres cambian algunas palabras.
Los tres dirigen sus anteojos marinos hacia el horizonte, observándole de Sudeste a Nordeste.
No asombrará que mis miradas sigan aquella dirección; pero como carezco de anteojo, no puedo distinguir nada.
Terminado el almuerzo, volvemos al puente todos, a excepción de Tomás Roch, que no ha salido de su camarote.
A la una y media, uno de los vigías, colocado en las barras del palo mesana, da la señal de tierra. Teniendo en cuenta la velocidad con que camina la Ebba, no tardaremos en ver dibujarse los primeros contornos de un litoral.
Efectivamente, dos horas después, y a distancia menor de ocho millas, una vaga silueta se percibe. A medida que la goleta se aproxima, los perfiles se dibujan con más claridad. Son los de una montaña, o, por lo menos, los de una tierra bastante elevada. De su cúspide se escapa un penacho de humo que sube hacia el cenit.
¿Un volcán en estos parajes? Entonces esto significaría que...
VIII
BACK-CUP
En mi opinión, la Ebba no ha podido encontrar en esta parte del Atlántico otro grupo que el de las Bermudas. Esto resulta a la vez de la distancia recorrida a partir de la costa americana y de la dirección seguida desde la salida del Pamplico-Sound. Esta dirección ha sido constantemente la del Sudeste, y la distancia, relacionándola con la velocidad de la marcha, debe ser evaluada aproximadamente entre novecientos y mil kilómetros.
Entretanto la goleta no ha disminuido su velocidad. El Conde de Artigas y el ingeniero Serko están junto al timonel. El capitán Spada en la proa.
¿Vamos, pues, a pasar de largo por este islote, que parece abandonado, y dejarle al Oeste?
No es probable, puesto que estamos en el día y hora indicados para la llegada de la Ebba a su puerto de escala.
En este momento todos los marineros están en el puente, dispuestos a maniobrar, y el contramaestre Effrondat toma sus medidas para un próximo anclaje.
Antes de las dos sabré a qué atenerme, con lo que contestaré a la primera de las preguntas que me he dirigido desde que la goleta ha entrado en plena mar. Y, sin embargo, es inverosímil que el puerto de escala de la Ebba esté situado precisamente en una de las Bermudas, en mitad del archipiélago inglés, a no ser que el Conde de Artigas haya efectuado el rapto de Tomás Roch en provecho de la Gran Bretaña, hipótesis casi inadmisible.
Lo que no es dudoso es que este personaje me observa en este momento con una persistencia sin-gular. Por más que no sospecha que yo sea el ingeniero Simón Hart, debe preguntarse qué es lo que lo pienso de esta aventura. Por más que el guardián Gaydón sea un pobre diablo, no se cuidará menos de lo que le aguarda que el más cumplido gentilhombre, aunque éste fuera el propietario del fantástico yate. Sin embargo, la insistencia de esta inquisitorial mirada me sorprende e inquieta.
Y si el Conde de Artigas hubiera podido adivinar la luz que acaba de iluminar mi espíritu, probable es que no dudara en hacerme arrojar al mar. La prudencia me manda, pues, ser más circunspecto que nunca.
En efecto: una punta del misterioso velo se ha levantado, y el porvenir ha aparecido más claro ante mis ojos.
Al aproximarse la Ebba, la forma de esta isla, o mejor de este islote, hacia el que se dirige, se dibuja con más claridad sobre el fondo claro del cielo. El sol, que ha pasado su punto más alto, la baña completamente. El islote está solitario, o, por lo menos, ni al Sur ni al Norte veo grupo alguno. A medida que la distancia disminuye, el ángulo bajo el que se presenta se abre más, mientras que el horizonte baja tras él.
Este islote tiene la forma de una taza al revés, del fondo de la cual se escapa un vapor fuliginoso. Su punta, el culo de la taza, debe elevarse unos cien metros sobre el nivel del mar, y sus laderas presentan taludes que parecen tan desnudos como las rocas de la base, combatidas incesantemente por la resaca.
Pero hay una particularidad que hace que el islote sea fácilmente reconocido para los navegantes que vienen del Oeste: es una roca atravesada de parte a parte, que parece formar el asa natural de dicha taza y da paso a los torbellinos de espuma de las olas y a los rayos del sol cuando su disco sobresale del horizonte Este. Visto en estas condiciones, el islote justifica el nombre de Back-Cup, que le ha sido dado. Pues bien...¡yo reconozco este islote! Está situado antes del archipiélago de las Bermudas. Es la «taza al revés» que hace algunos años visité. ¡No, no me engaño! En aquella época he puesto el pie sobre estas rocas calcáreas y rodeado su base por la parte Este. Sí... Es Back Cup...
A no dominarme, hubiera dejado escapar una exclamación de sorpresa y de satisfacción que hubiera inquietado al Conde de Artigas.
He, aquí en qué circunstancias fui a explorar el islote Back-Cup, cuando me encontraba en las Bermudas.
Este archipiélago, situado a unos mil kilómetros de la Carolina del Norte, se compone de doscientas islas o islotes. En su parte central se cruzan el meridiano 64 y el paralelo 32. Desde el naufragio del inglés Lomer, que fue arrojado allí en 1609, las Bermudas pertenecen al Reino Unido, y a consecuencia de este hecho, la población colonial se ha aumentado en diez mil habitantes. Inglaterra no quiso anexionarse, acaparar podría decirse, este grupo por sus productos de algodón, café y arrow-root, sino por haber allí una estación marítima indicadísima, en la proximidad de los Estados Unidos de América. La toma de posesión se efectuó sin que las otras potencias protestaran, y las Bermudas están actual-mente administradas por un gobernador británico, auxiliado por un Consejo y una Asamblea general.
Las principales islas de este archipiélago se llaman Saint-David, Sommerset, Hamilton y San Jorge. Esta última posee un puerto franco, y la ciudad del mismo nombre es la capital del grupo.
La mayor de estas islas no pasa de veinte kilómetros de anchura por cuatro de largo. Si se deduce la mediana, no queda más que una aglomeración de islotes, esparcidos en un área de doce leguas cuadradas.
El clima es sano; pero estas islas no son menos combatidas por las grandes tempestades invernales del Atlántico, y el paso a ellas es difícil a los navegantes.
Lo que falta en este archipiélago son ríos; pero como las lluvias son muy frecuentes, se remedia la falta de agua recogiendo la que cae del cielo, con lo que se atienden las necesidades de los habitantes y las exigencias del cultivo. Para esto se han construido grandes cisternas, que las lluvias se encargan de llenar con una generosidad grande. Estas obras me-recen justa admiración y hacen honor al genio del hombre.
Precisamente el establecimiento de estas cisternas motivó mi viaje en la época referida, y también la curiosidad de visitar tan magnífico trabajo. Obtuve de la Sociedad de que era ingeniero en New-Jersey una licencia de algunas semanas; partí y me embarqué en Nueva York para las Bermudas.
Durante mi estancia en la isla Hamilton, en el vasto puerto de Southampton se produjo un hecho muy interesante para los geólogos.
Un día vióse llegar una flotilla de pescadores, hombres, mujeres y niños, que venían en busca de refugio a Southampton-Harbour. Desde hacía cincuenta años, estas familias habitaban la parte del litoral de Back-Cup, expuesta al Levante. Habíanse construido cabañas de madera y casas de piedra, y los moradores vivían allí en condiciones muy favorables para dedicarse a la pesca, sobre todo la de los cachalotes, que abundan en los parajes de las Bermudas durante los meses de Marzo y Abril.
Nada hasta entonces había turbado ni la tranquilidad ni la industria de estos pescadores. No se quejaban de su existencia, bastante ruda, dulcificada por la facilidad de comunicaciones con Hamilton y San Jorge. Sus sólidas barcas exportaban el pescado e importaban, en cambio, los diversos artículos de consumo necesarios para la conservación de la familia.
¿Por, qué, pues, habían abandonado aquel islote con intención de no volver nunca a él, como no se tardó en saber? Por la razón de que no estaban ya tan seguros como en otra época.
Dos meses antes, los pescadores habían sido sorprendidos primero, asustados después, por sordas detonaciones que se producían en el interior de Back-Cup. Al mismo tiempo, la cúspide del islote el fondo de la taza vuelta, por así decirlo se coronaba de vapores y de llamas. Que aquel islote fuera de origen volcánico y que su cúspide formara un cráter nadie lo sospechaba, pues era tal la inclinación de sus pendientes que hubiera sido imposible subir por ellas. Pero ya no se podía dudar que Back-Cup fuese un antiguo volcán, que amenazaba al pueblo con una próxima erupción.
Durante estos dos meses percibiéronse ruidos internos, sacudidas bastante fuertes, llamas en la cima, y, por la noche sobre todo, detonaciones formidables,
síntomas todos que atestiguaban un trabajo plutónico, preludios de un movimiento eruptivo muy cercano. Las familias, expuestas a una inminente catástrofe en aquel litoral que no les ofrecía abrigo alguno contra la lava y que temían una completa destrucción de Back-Cup, no dudaron en huir. Embarcaron cuanto poseían en sus chalupas de pesca, y fueron a refugiarse a Southampton- Harbour.
La noticia de que un volcán, dormido durante siglos, acababa de despertarse en el extremo occidental del grupo, causó bastante impresión en las Bermudas. Pero al mismo tiempo que el espanto en unos, la curiosidad nació en otros. Yo fui de estos últimos. Era, además, de gran importancia estudiar el fenómeno y ver si los pescadores exageraban o no las consecuencias del mismo.
Back-Cup, que sobresale al Oeste del archipiélago, se une a él por una caprichosa cadena de islotes y de arrecifes inabordables por el Este. No se le ve ni desde San Jorge ni desde Hamilton, pues su cúspide no tiene una altura mayor de cien metros.
Una balandra que salió de Southampton- Harbour nos desembarcó a algunos exploradores y a mí en la ribera, donde se alzaban las cabañas abandonadas de los pescadores de las Bermudas.
Oíanse los ruidos interiores y el vapor se escapaba del cráter; no dudamos, pues: el antiguo volcán de Back-Cup se reanimaba bajo la acción de fuegos subterráneos. De un día a otro era de temer que se produjera una erupción con todas sus consecuencias.
En vano intentamos subir hasta el orificio del volcán. Por aquellas pendientes abruptas, lisas y resbaladizas, que no ofrecían un apoyo para el pie o la mano, y que dibujaban un ángulo de 75 u 80 grados, la ascensión era imposible. Jamás había yo visto cosa más árida que aquel caparazón rocoso, cuya única vegetación era raros montones de alfalfa salvaje en los sitios en que había algo de tierra vegetal.
Después de algunas tentativas infructuosas, se procuró dar la vuelta en torno del islote. Pero, excepto en la parte en que los pescadores habían construido sus viviendas, la base era impracticable en medio de los escombros del Norte, del Sur y del Oeste.
El reconocimiento del islote limitóse, pues, a esta exploración insuficiente. Al ver, en suma, las huma-redas mezcladas de llamas que salían del cráter, mientras que sordos ruidos, y a veces fuertes detonaciones, sonaban en el interior, no podía, menos de aprobarse que los pescadores hubieran abandonado e1 islote en previsión de su próxima destrucción.
Tales fueron las circunstancias en que visité a Back-Cup, y no es de extrañar que desde que se ofreció ante mis ojos yo lo diera este nombre.
¡No! Lo repito: no hubiera sido cosa que agradara al Conde de Artigas saber que el guardián Gaydón había reconocido este islote, admitiendo que la Ebba hiciera escala en él, lo que me parecía improbable por falta de puerto.
A medida que la goleta se aproxima, observo a Back-Cup, donde no ha querido volver ningún bermudano. Este sitio de pesca está actualmente abandonado, y no puedo explicarme que la Ebba va-ya a hacer escala allí. Después de todo, tal vez el Conde de Artigas y sus compañeros no tienen la intención de desembarcar en el litoral de Back-Cup. Aun en el caso de que la goleta encontrara algún abrigo temporal entre las rocas, en el fondo de alguna estrecha ensenada, ¿qué apariencia existe de que un rico yachtman tenga el pensamiento de establecer su residencia sobre este cono árido, expuesto a las terribles tempestades del Oeste atlántico? Vivir en este sitio es bueno para rústicos pescadores, no para el Conde de Artigas, el ingeniero Serko, el capitán Spada y su tripulación.
Back-Cup está a una media milla. No ofrece el aspecto que presentan las otras islas del archipiélago, bajo la sombría verdura de sus colinas. Apenas si entre las sinuosidades de ciertas asperezas vense algunos enebros y se dibujan las delgadas penumbras de esos cedars, que constituyen la principal riqueza de las Bermudas.
Respecto a las rocas de su base, están cubiertas de espesas capas de ova y de algas, renovadas sin cesar por la marea, y también de esos vegetales filamentosos, de innumerables sargaces, del mar de este nombre, entre Canarias y las islas del Cabo Verde, y de las que las corrientes arrojan cantidades enormes sobre los arrecifes de Back-Cup.
Respecto a la fauna de este islote abandonado, redúcese a algunos volátiles «motacyllas cyalis» de azulado plumaje. Las gaviotas atraviesan rápida-mente
los densos vapores del cráter.
A dos encabladuras la goleta aminora su marcha y se detiene a la entrada de un paso abierto en medio de un semillero de rocas a flor de agua. Me pregunto si la Ebba va a arriesgarse al través de este sinuoso paso.
No: la hipótesis, más aceptable es que después de una parada de algunas horas- y aun no adivino la razón de ella-, tomará de nuevo su camino hacia el Este.
Lo cierto es que no veo hacer ningún preparativo de anclaje. Las anclas permanecen en sus serviolas, las cadenas no son preparadas, y la tripulación no se dispone a echar los botes al mar.
En este momento el Conde de Artigas, el ingeniero Serko y el capitán Spada se colocan en la proa, y se ejecuta una maniobra que es inexplicable para mí.
Habiendo seguido el empalletado de babor hasta la altura del palo mesana, veo una pequeña boya flotante que uno de los marineros iza sobre la proa. Casi en seguida, el agua, muy clara en este sitio, se obscurece, y me parece ver subir del fondo una masa negra. ¿Es algún enorme cachalote que sube a respirar a la superficie del mar, y la Ebba está amenazada de algún rabotazo formidable?
Todo está comprendido... Ya sé ahora a qué aparato debe la goleta su extraordinaria velocidad, sin velas y sin hélice... He aquí que sube su infatigable propulsor, después de haberla arrastrado desde el litoral americano hasta el archipiélago de las Bermudas. Está aquí, flotando junto a ella. Es un barco sumergible, un remolcador submarino, un tug movido por una hélice bajo la acción de la corriente, sea por una batería de acumuladores, sea por las pode-rosas pilas de uso en esta época.
En la parte superior de este tug hay una plataforma, en el centro de la cual, una escotilla establece la comunicación con el interior. En la parte de delante de esta plataforma sobresale un look-out, especie de compartimiento cuyas paredes, llenas de tragaluces, permiten alumbrar eléctricamente las capas submarinas. Ahora ha subido a la superficie. Su escotilla superior va a abrirse, y el aire puro penetrará en él. Y ¿hasta no puede suponerse que está sumergido durante el día, y que, emergido por la noche, remolca la Ebba, quedando en la superficie del mar? Otra pregunta. Si la electricidad produce la fuerza mecánica de este tug, es indispensable que la alimente una fábrica eléctrica, cualquiera que sea su origen.
¿Dónde se encuentra esta fábrica? Supongo, que no será en el islote Back-Cup. Además, ¿por qué la goleta recurre a este remolcador que marcha bajo el agua? ¿Por qué no lleva en sí misma su fuerza locomotriz, como tantos otros yates de recreo? Pero en este momento no tengo espacio para entregarme a tales reflexiones, o más bien para buscar la explicación de tantas cosas inexplicables.
El tug está a lo largo de la Ebba. La escotilla acaba de abrirse. Varios hombres aparecen sobre la plata-forma: es la tripulación de este barco submarino, con la que el capitán Spada puede comunicar por medio de señales eléctricas dispuestas en la proa de la goleta, y que un hilo une al tug. De la Ebba, en efecto, parten las indicaciones respecto a la dirección que hay que seguir.
El ingeniero Serko se aproxima a mí y me dice esta sola palabra:
-Embarquémonos...
-¡Embarcar!-respondo.
-Sí... En el tug...¡Pronto! Como siempre, no me queda más recurso que
obedecer estas palabras imperiosas, y me monto en el empalletado.
En este momento, Tomás Roch sube al puente acompañado de un marinero. Me parece muy tranquilo o indiferente. No opone resistencia a pasar a bordo del remolcador. Cuando está a mi lado, en el orificio de la escotilla, el Conde de Artigas y el ingeniero Serko se reúnen a nosotros.
Respecto al capitán Spada y a la tripulación, quedan en la goleta, menos cuatro hombres que se embarcan en el bote que acaba de ser echado al mar.
Estos hombres llevan un largo y grueso cabo, probablemente destinado a espiar la Ebba al través de los arrecifes. ¿Existe, pues, en medio de estas rocas una ensenada donde el yate del Conde de Artigas encuentre un seguro abrigo contra las olas? ¿Está aquí el puerto de escala?
Separada la Ebba del tug, el cabo que la une a la canoa se tiende, y media entabladura más allá, los marineros van a amarrarla en argollas de hierro sujetas a las rocas. Entonces los marineros espían lentamente la goleta.
Algunos minutos después la Ebba ha desaparecido tras el amontonamiento de rocas, y lo cierto es que no se puede ver ni la extremidad de su arboladura. ¿Quién sospecharía en las Bermudas que un navío acostumbra a hacer escala en esta secreta en-senada? ¿Quién sospecharía en América que el rico yachtman tan conocido en todos los puertos del Oeste, es huésped de las soledades de Back-Cup?
Veinte minutos después, la canoa vuelve hacia el tug con los cuatro hombres. Claro es que el barco submarino les esperaba antes de partir..., para ir... ¿Dónde?
La tripulación, completa ya, pasa a la plataforma. La canoa se coloca de forma que pueda ser remolcada; la hélice se pone en acción, y el tug se dirige hacia Back-Cup rodeando los arrecifes por el Sur.
A algunas encabladuras de allí vese un segundo paso que termina en el islote, y cuyas sinuosidades sigue el tug. Cuando se encuentra a unas doce brazas de las primeras rocas de la base, se detiene.
Se da orden a dos hombres para que lleven la canoa a una estrecha playa, que no pueden tocar ni el agua ni la resaca, de donde se podrá fácilmente recoger cuando recomience la campaña de la Ebba. Hecho esto, los dos marineros suben a bordo del tug, y el ingeniero Serko me hace un signo indicándome que baje al interior.
Unos cuantos escalones de hierro dan acceso a una sala central, donde están colocados algunos fardos que sin duda no han podido ser puestos en la cala. Soy conducido a un camarote lateral, cuya puerta es cerrada, y heme de nuevo sumido en una oscuridad profunda.
Desde el momento de entrar en él he reconocido el sitio. Es el mismo en que he pasado tan largas horas después del rapto de Healthful-House. Es evidente que, como yo, en él debe estar Tomás Roch, en otro compartimiento. Oigo un ruido sonoro. Es la escotilla que se cierra de nuevo. El aparato no tardará en sumergirse. En efecto, bien pronto siento un movimiento de descenso, debido a la introducción del agua en los cajones del tug. A este movimiento sucede otro de propulsión que lleva al barco submarino al través de las capas líquidas. Tres minutos después se detiene y noto la impresión de que subimos a la superficie.
Nuevo ruido de la escotilla, que se abre. La puerta de mi camarote está franca, y en algunos pasos heme sobre la plataforma.
Miro...
El tug acaba de penetrar en el interior mismo de Back-Cup. ¡Allí está el misterioso retiro donde vive el Conde de Artigas con sus compañeros, fuera de la humanidad, por así decirlo!
IX
DENTRO
Al día siguiente, sin que nadie me impidiera ir y venir a mi antojo, he podido operar mi primer re-conocimiento en la vasta caverna de Back-Cup.
¡Qué noche he pasado bajo el imperio de extrañas visiones, y con qué impaciencia he esperado el día!
Se me había conducido al fondo de una gruta, a un centenar de pasos del ribazo junto al que se de-tuvo el tug. A esta gruta de diez pies, que alumbraba un globo incandescente, se llegaba por una puerta, que fue cerrada tras mí.
No tengo por que asombrarme de que la electricidad sea empleada como agente luminoso en el interior de esta caverna, puesto que sirve de propulsor al barco submarino. Pero ¿dónde se fabrica? ¿De dónde viene? ¿Es que en el interior de esta cripta existe una fábrica con su maquinaria, sus dínamos y sus acumuladores?
Mi celda está amueblada con una mesa, sobre la que se han colocado algunos alimentos; un lecho, un sillón de paja y un armario, que contiene ropa blanca y diversos trajes. En el cajón de la mesa hay papel, un tintero y pluma. En un rincón de la derecha un tocador con los utensilios de costumbre. Todo ello muy limpio.
Pescado fresco, carne en conserva, pan de buena calidad, cerveza y whisky: de esto se compone la primera comida. Apenas como; ¡tan preocupado estoy!
Sin embargo, es preciso que recobre fuerzas, que adquiera calma... Quiero descubrir el secreto de este puñado de hombres que se ocultan en las entrañas de este islote... y le descubriré ¿De forma que bajo el caparazón de Back-Cup es donde se oculta el Conde de Artigas? Esta cavidad, cuya existencia no sospecha nadie, le sirve de vivienda habitual cuando la Ebba no le pasea por el litoral del nuevo mundo, y tal vez por el antiguo. Aquí está el retiro desconocido que él ha descubierto, y al que se llega por una entrada submarina, esta puerta que se abre a veinte o treinta pies bajo la superficie oceánica.
¿Por qué vivir separado de los habitantes de la tierra? Qué habrá en el pasado de este personaje? Si, como imagino, el nombre y el título que lleva son falsos, ¿qué motivos tiene este hombre para ocultar su identidad? ¿Es un proscripto que prefiere este lugar a cualquiera otro?¿Será un malhechor, cuidadoso de asegurar la impunidad de sus crímenes, la imposibilidad de las pesquisas judiciales? Tengo el derecho de suponerlo todo tratándose de un personaje tan sospechoso, y lo supongo todo.
Vuelvo a hacerme esta pregunta, a la que aún no he podido responder de un modo satisfactorio: ¿Por que Tomás Roch ha sido raptado de Heal-thful- House en las condiciones que se sabe? ¿Espera el Conde de Artigas arrancarle el secreto de su Fulgurador, y utilizarle para defender a Back-Cup en el caso en que una casualidad descubriera el sitio de su retiro?
Pero si tal caso llegara, se reduciría por el hambre a Back-Cup, pues el barco submarino no bastaría para avituallarle. Por otra parte, la goleta no tendría probabilidad de franquear la línea, y sería señalada en todos los puertos. Así es que, ¿de qué podía servir el secreto de Tomás Roch en manos del Conde de Artigas? Decididamente, no lo comprendo.
A las siete salto de mi lecho. Si estoy preso en las paredes de esta caverna, por lo menos no lo estoy en el interior de mi celda. Nada me impide abandonarla,
y luego...
A treinta metros adelante se prolonga una especie de muelle que forman las rocas y que se desarrolla de derecha a izquierda. Varios marineros de la Ebba se ocupan en desembarcar los fardos, en vaiar la cala del tug. Una media luz, a la que mis ojos se habitúan gradualmente, alumbra la caverna, que está abierta en la parte central de su bóveda.
Por aquí- pienso- se escapan los vapores, o mas bien la humareda que nos ha indicado el islote a una distancia de tres o cuatro millas.
Y en el mismo instante una serie de reflexiones atraviesa mi cerebro.
Back-Cup no es, pues, un volcán, como se ha pensado, como yo mismo he creído. Los vapores, las llamas que hace años se notaron, eran artificiales. Los ruidos que espantaron a los pescadores bermudanos no tenían por causa una lucha de fuerzas subterráneas. Estos diversos fenómenos eran fingidos. Se manifestaban por la voluntad del dueño de este islote, que quería alejar a los habitantes instalados en el litoral. Y lo ha conseguido. El Conde de Artigas ha quedado como único dueño de Back-Cup. Sólo con el ruido de detonaciones, sólo dirigiendo hacia ese falso cráter el humo de los despojos traídos por la corriente, ha podido hacer creer en la existencia de un volcán que despertaba inopinadamente, en la inminencia de una erupción que jamás se ha producido!
De este modo han debido pasar las cosas; y, en efecto, desde la partida de los pescadores bermudanos, Back-Cup no ha cesado de arrojar espesas columnas de humo por su cúspide.
Entretanto, la claridad interna va en aumento; la luz penetra por el falso cráter a medida que el sol sube por el horizonte. No me será, pues, imposible calcular de una manera bastante precisa las dimensiones de esta caverna. He aquí el resultado de mis observaciones.
Exteriormente, el islote Back-Cup, de forma casi circular, mide mil doscientos metros de circunferencia, presentando una superficie interior de cincuenta mil metros, o cinco hectáreas. Sus paredes tienen en la base un espesor que varía entre treinta y cien metros.
Síguese de aquí que, excepto el espesor de las paredes, esta excavación ocupa todo el macizo de Back-Cup que se eleva sobre el mar. Respecto a la longitud del túnel submarino que pone la parte exterior en comunicación con la interior, y por el que ha penetrado el tug, estimo que debe de ser de unos cuarenta metros.
Estas cifras permiten formar idea de la extensión de la caverna; pero por vasta que sea, recordaré que el antiguo y el nuevo continente poseen algunas cuyas dimensiones son más considerables, y que han sido objeto de estudios espeleológicos muy exactos.
Efectivamente: en la Carniole, en el Northumberland, en el Derbyshire, en el Piamonte, en Morée, en las Baleares, en Hungría, en California, existen grutas de una capacidad superior a la de Back-Cup. Tales son también la de Han-sur-Lesse, en Bélgica; en los Estados Unidos, las de Mammouth y del Kentucky, que no comprenden menos de doscientas veintiséis bóvedas, siete ríos, ocho cataratas, treinta y dos pozos de una profundidad ignorada, un mar interior en una extensión de cinco a seis leguas, del que los exploradores no han podido tocar aun el extremo límite.
Yo conozco estas grutas del Kentucky por haberlas visitado, como miles de turistas han hecho. La principal me servirá de término de comparación para Back-Cup. En Mammouth, como aquí, la bóveda está soportada por pilares de forma y altura diversas, que le dan el aspecto de una catedral gótica, con sus naves, careciendo, por lo demás, de la regularidad arquitectónica de los edificios religiosos. La única diferencia es que, si el techo de las grutas del Kentucky se despliega a ciento treinta metros de altura, el de Back-Cup no pasa de unos cincuenta en la parte de la bóveda que agujerea circularmente la abertura central, por la que se escapan el humo y las llamas.
Otra particularidad de gran importancia, que conviene indicar, es que la mayor parte de las grutas cuyos nombres he citado son fácilmente accesibles, y debían, por consecuencia, ser descubiertas un día u otro.
Esto no sucede con Back-Cup. Indicado en los mapas de estos parajes como un islote del grupo de las Bermudas, ¿quién había de sospechar que en su interior se abría una enorme caverna? Para saberlo preciso era penetrar en él, y para penetrar se necesitaba disponer de un aparato submarino semejante al tug que poseía el Conde de Artigas.
Y, en mi opinión, sólo a la casualidad se debe que éste haya descubierto el túnel que le ha permitido fundar esta inquietante colonia de Back-Cup.
Entregándome ahora al examen de la porción de mar contenida entre las paredes de esta caverna, noto que sus dimensiones son bastante reducidas apenas de trescientos a trescientos cincuenta metros de circunferencia.- Realmente no es mas que un lago rodeado de rocas, pero muy suficiente para las maniobras del tug, pues su profundidad no es inferior a cuarenta metros.
Claro es que, dadas la situación y la estructura de esta cripta, pertenece a la categoría de las que son debidas a la invasión de las aguas del mar. Semejantes a ella, y de origen a la vez neptuniano y plutónico, son las grutas de Crozon y de Morgate, en la bahía de Douarnenez, en Francia; de Bonifacio, en el litoral de Córcega; la de Thorgatten, en la costa de Noruega, cuya altura se estima en unos quinientos metros; y, en fin, las de Grecia, las grutas de Gibraltar, en España, y de Tourane, en Cochinchina. La naturaleza de su caparazón indica que son el producto del doble trabajo geológico indicado.
El islote de Back-Cup está en gran parte formado por rocas calcáreas.
A partir del ribazo del lago, estas rocas suben formando taludes de suave pendiente, dejando entre ellas un tapiz arenoso de menudo grano, adornado aquí y allá por amarillentos montones duros y apretados de hinojo marino. Después, en espesas sabanas, se encuentran montones de algas, unos secos, mojados otros, exhalando aún los acres olores marinos. No es éste el único combustible que se emplea en Back-Cup, pues veo un enorme stock de aceite, que ha debido ser traído por el tug y la goleta. Pero, lo repito, la humareda que arroja el cráter es debida a la incineración de estas hierbas desecadas.
Continuando mi paseo, distingo en la parte septentrional del lago a los habitantes de esta colonia de trogloditas: - ¿no merecen este nombre?- La parte de la caverna que es llamada Bee-Hive, es decir, “la colmena”, lo justifica plenamente. Allí se han labrado por la mano del hombre varias hileras de celdillas, donde viven estas abejas humanas. En la parte Este, la disposición de la caverna es muy diferente. Por esta parte se enderezan y multiplican centenares de pilares naturales que sostienen la bóveda. Es un verdadero bosque de árboles de piedra, cuya superficie se extiende hasta los extremos límites de la caverna. Entre estos pilares se entrecruzan gran número de sinuosos senderos que permiten llegar al fondo de Back-Cup.
Por el número de colmenas de Bee-Hive, se puede calcular de ochenta a ciento el total de los compañeros del Conde de Artigas.
Precisamente ante una de estas celdas, separada de las otras, está ese personaje, con el que hace un instante se han reunido el capitán Spada y el ingeniero Serko.
Después de cambiar algunas palabras, los tres bajan hacia el ribazo, deteniéndose sobre el muellecillo, cerca del cual flota el barco submarino.
En este momento, unos doce hombres, después de haber desembarcado las mercancías, las transportan en el bote al otro lado del lago, donde extensas fortificaciones, acanaladas en el macizo lateral, forman los almacenes de Back-Cup.
El orificio del túnel bajo las aguas del lago no es visible. He observado, en efecto, que para penetrar allí el remolcador se ha hundido algunos metros bajo el agua. En la gruta de Back-Cup no pasa, pues, como en las de Skaffa o Morgate, cuya entrada está siempre libre hasta en la época de las mareas altas. ¿Existe otro paso que comunica con el litoral, un corredor natural o artificial? Yo lo buscaré, pues es cosa muy importante.
En realidad, el islote de Back-Cup merece el nombre que tiene. Es una enorme taza colocada al revés, forma que afecta no sólo al exterior, sino en la parte interior, cosa que yo ignoraba.
He dicho que Bee-Hive ocupa la parte de la caverna al Norte del lago, es decir, la izquierda penetrando por el túnel. En la parte opuesta están los almacenes de provisiones de todas clases, fardos de mercancías, pipas de vino, de aguardiente, barriles de cerveza, cajas de conservas, artículos múltiples que llevan marcas de distintas proveniencias. Diríase que los cargamentos de veinte navíos han sido desembarcados en este sitio. Algo más lejos se eleva una importante construcción, rodeada de un muro de planchas, cuyo destino es fácil conocer. De un pilar que le domina parten gruesos hilos de cobre, que alimentan con sus corrientes las poderosas lámparas eléctricas suspendidas de la bóveda. Entre los pilares hay buen número de estos aparatos, que permiten alumbrar la caverna hasta en sus mayores profundidades.
Me hago esta pregunta: ¿Se me dejará ir libremente por el interior de Back-Cup? Lo espero. ¿Por qué había de prohibírmelo el Conde de Artigas? ¿No estoy encerrado entre las paredes de esta caverna? ¿Acaso es posible salir por otro sitio que por el túnel? ¿Cómo franquear esta puerta de agua que está siempre cerrada?.
Además, y en lo que a mí se refiere, admitiendo que pudiese atravesar el túnel, ¿no sería notada en seguida mi desaparición? El tug llevaría a unos doce hombres al litoral, que sería registrado hasta en sus más escondidos rincones... Sería inevitablemente apresado de nuevo, conducido a Bee-Hive, y esta vez privado de la libertad de ir y venir...
Debo, pues, arrojar toda idea de fuga hasta que no tenga alguna probabilidad de buen éxito. Se puede tener la certeza de que, si se me presenta una circunstancia favorable, no dejaré de aprovecharla.
Circulando entre las colmenas referidas, observo a algunos de los compañeros del Conde de Artigas que han aceptado esta monótona existencia en las profundidades de Back-Cup. Repito que he calculado su número en unos ciento, a juzgar por el de
las celdas de Bee-Hive.
Cuando paso, esta gente no se fija en mí. Examinados de cerca, me parecen pertenecer a distintos países. No distingo entre ellos ninguna comunidad de origen, ni el lazo que habría si fueran americanos del Norte, europeos o asiáticos. El color de su piel varía del blanco al cobrizo y al negro, el negro de la Australasia más bien que el de África. En resumen: en su mayor parte parecen pertenecer a la raza malaya, tipo muy fácil de reconocer. Añado que el Conde de Artigas pertenece ciertamente a esa raza especial de las islas neerlandesas del Oeste Pacífico, y el ingeniero Serko es levantino, y el capitán Spada español o de la América española.
Pero si los habitantes de Back-Cup no están unidos por el lazo de la raza, lo están seguramente por el de sus instintos y apetitos. ¡Qué fisonomías más inquietantes, qué aspecto más feroz, qué tipos más salvajes! Se ve que son de naturaleza violenta, que nunca han sabido dominar sus pasiones, ni retrocedido ante exceso alguno. Pienso en que tal vez, después de una larga serie de crímenes, robos, incendios, asesinatos, atentados de toda especie ejercidos en común, han tenido el pensamiento de refugiarse en el fondo de esta caverna, donde pueden tener la seguridad de una impunidad absoluta. ¡En este caso, el Conde de Artigas sería el jefe de una banda de malhechores, con sus dos ayudantes, el capitán Spada y el ingeniero Serko, y Back-Cup un nido de piratas!
Sí... Tal es la idea que se ha incrustado en mi cerebro, y mucha sería mi sorpresa si el porvenir me demostrara que me había equivocado. Aparte esto, lo que observo en mi primera exploración hace que mi opinión se confirme y autorice las más sospechosas hipótesis.
En todo caso, sean quienes sean ellos y las circunstancias que en este lugar les han reunido, los compañeros del Conde de Artigas me parece que han aceptado sin reservas su poderosa dominación. En desquite, si una severa disciplina les mantiene bajo su mano de hierro, es probable que ciertas ventajas compensen esta especie de servidumbre en la que han consentido. ¿Cuáles?
Después de haber rodeado la parte del ribazo en que desemboca el túnel, llego a la ribera opuesta del lago. Como ya había notado, sobre esta ribera está el depósito de las mercancías traídas por la goleta Ebba en cada uno de sus viajes. Vastas excavaciones hechas en las paredes, pueden contener y contienen
gran número de fardo.
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Más allá se encuentra la fábrica de energía eléctrica. Al pasar por delante de las ventanas, distingo algunos aparatos de invención reciente, muy perfeccionados.
Nada de esas máquinas de vapor que necesitan el empleo de la hulla y exigen un mecanismo complicado. No: como lo había supuesto, son pilas de un extraordinario poder las que alimentan las lámparas de la caverna y los dínamos del tug. Sin duda, también esta corriente se aplica a diversos servicios domésticos, tanto para dar calor a Bee-Hive como para la preparación de los alimentos. En una cavidad vecina es aplicada a los alambiques que sirven para la producción del agua dulce. Los habitantes de Back-Cup no se ven en la necesidad de recoger la lluvia que cae en abundancia en el litoral del islote; a algunos pasos de la fábrica de energía eléctrica hay una gran cisterna, semejante, salvo la proporción, a las que he visto en las Bermudas. En éstas se trataba de proveer a las necesidades de una población de diez mil habitantes... Aquí de un centenar de... ¡No sé aún cómo calificarlos!
Es evidente que, tanto su jefe como ellos, han tenido serias razones para habitar en las entrañas de este islote... Pero ¿cuáles son?
Se explica que los religiosos se encierren entre los muros de su convento con la intención de separarse del resto de la humanidad. Pero ¡los súbditos del Conde de Artigas no tienen aspecto de benedictinos ni de cartujos!
Continuando mi paseo al través de este bosque de pilares, llego al límite de la caverna. Nadie me ha molestado, nadie me ha hablado, ni a nadie ha parecido inquietar mi presencia. Esta parte de Back-Cup es curiosa en extremo, comparable a las maravillas que ofrecen las grutas de Kentucky o de las Baleares.
No hay que decir que el trabajo del hombre no se muestra en ninguna parte. Sólo aparece el trabajo de la naturaleza, y no sin asombro, con miedo casi, se piensa en las fuerzas telúricas capaces de engendrar tan prodigiosas substracciones. La parte situada más allá del lago recibe oblicuamente los rayos luminosos del cráter central. Pero por la noche, iluminada por la luz eléctrica, debe tomar un aspecto fantástico. En ningún sitio, a pesar de mis pesquisas, he notado rastro de comunicación exterior.
El islote ofrece asilo a numerosas parejas de pájaros, gaviotas, golondrinas de mar, huéspedes habituales de las playas bermudanas... Aquí parece que jamás han sido cazados, que se les deja multiplicarse a su placer, y no se espantan de la vecindad del hombre.
Back-Cup posee además otros animales.
En la parte de Bee-Hive hay cercados destinados a las vacas, a los cerdos y carneros. La alimentación es, pues, segura y variada, merced a los productos de la pesca, ya en los arrecifes del exterior, ya en el lago, donde abundan peces de variadas especies.
En suma: basta mirar a los huéspedes de Back-Cup para tener la seguridad de que no les faltan recursos. Son gente vigorosa, robustos tipos de marineros, curtidos por el calor de las bajas latitudes, de sangre rica y oxigenada por las brisas del Océano. No hay ni niños ni viejos: sólo hombres cuya edad varía entre los treinta y los cincuenta años.
Pero ¿por qué se han sometido este género de vida?... Además, ¿no abandonan nunca este extraño retiro?
Tal vez no tardaré en saberlo...
X
KER KARRAJE
La celda que ocupo está situada a unos cien pasos de la habitación del Conde de Artigas, una de las últimas de Bee-Hive. Ya que no deba partirla con Tomás Roch, pienso que lo menos estaré cerca de la de éste, puesto que así es preciso si se quiere que el guardián Gaydón continúe prestando sus cuidados al pensionista de Healthful-House. Pronto lo sabré.
El capitán Spada y el ingeniero Serko viven aparte, en las proximidades del palacio de Artigas.
¿Un palacio? ¿Porqué no darle este nombre si la vivienda ha sido decorada con cierto arte? Manos hábiles han tallado la roca, de modo de figurar una fachada ornamental. Una ancha puerta de acceso al interior. La luz penetra por varias ventanas abiertas en la roca y que cierran vidrieras de colores. El interior comprende varias habitaciones: un comedor, un salón alumbrado por una gran ventana, todo dispuesto de forma que el renuevo del aire se efectúe de un modo perfecto. Los muebles son de diferente origen, de formas muy fantásticas, con las marcas de fabricación francesa, inglesa y americana. Evidentemente, su propietario gusta de la variedad de estilos. La repostería y la cocina están en celdas anejas, tras Bee-Hive.
Por la tarde, en el momento en que salía con la firme intención de obtener una audiencia del Conde de Artigas, le veo que sube de las orillas del lago. Sea que no me ha visto, o que no quiera hablarme ha apresurado el paso, y no me ha sido posible alcanzarle.
-Es preciso, sin embargo, que me reciba- me he dicho.
Acelero el paso y me detengo ante la puerta de la habitación, que acababa de cerrarse.
Una especie de diablo, de origen malayo, muy obscuro de color, aparece en seguida en el umbral, y con voz ruda me ordena que me aleje.
Resisto a la orden, o insisto repitiendo dos veces esta frase en buen inglés:
-Prevén al Conde de Artigas que deseo ser recibido por él ahora mismo.
Como si me hubiera dirigido a las rocas de Back-Cup. Este salvaje no comprende, sin duda, una palabra de inglés, y no me responde más que
con un aullido amenazador.
Me acomete la idea de forzar la puerta, de gritar de modo que el Conde me oiga. Pero, según toda probabilidad, esto no produciría más resultado que provocar la cólera del malayo, la fuerza del cual debe ser hercúlea.
Dejo, pues, para otro momento la explicación que se me debe, y que, mas tarde o más temprano, obtendré.
Yendo por la parte Este de Bee-Hive, pienso en Tomás Roch. Me causa mucha sorpresa no haberle visto aun durante este primer día.
¿Acaso será víctima de una nueva crisis? Esta hipótesis no es admisible, pues, a juzgar por lo que me ha dicho, el Conde de Artigas hubiera llamado a Gaydón.
Apenas he andado un centenar de pasos, me encuentro con el ingeniero Serko.
Siempre de buen humor este irónico personaje, se sonríe al verme y no procura evitar mi encuentro. ¿Me haría mejor acogida si supiera que soy un compañero suyo, un ingeniero? No obstante, me guardaré mucho de indicárselo. El ingeniero Serko se ha detenido. Sus ojos brillan; su boca tiene una expresión burlona, y acompaña el saludo que me dirige con un gesto gracioso.
Respóndole fríamente, lo que él no parece advertir.
-Que Jonás le proteja a usted, señor Gaydón- me dice con su voz fresca y sonora.- Espero que no se quejará usted de la feliz circunstancia que le ha permitido visitar esta caverna, maravillosa entre todas. Sí; una de las más bellas, y, sin embargo, de las me-nos conocidas de nuestro esferoide.
Confieso que me sorprende oírle pronunciar esta palabra científica en el curso de una conversación con un simple guardián. Me limito a responder:
-No tendré de que quejarme, señor Serko, con la condición de que, después de haber tenido el placer de visitar esta caverna, tenga la libertad de salir de ella.
-¡Cómo! ¿Pensará usted ya en abandonarnos, señor Gaydón; en volver al triste pabellón de Heal- thful-House? ¡Si apenas ha explorado usted nuestro magnífico dominio ni ha admirado usted las incomparables bellezas que posee, obra exclusiva de la naturaleza!
-Con lo que he visto me basta- he respondido- y suponiendo que usted me hable seriamente, en serio le responderé que no deseo ver más.
-Vamos, señor Gaydón, permítame usted que le haga observar que usted no ha podido aún apreciar las ventajas de la existencia que se pasa en este sitio sin igual. Vida dulce y tranquila, libre de todo cuidado; seguro porvenir, condiciones materiales como en ninguna otra parte se encuentran, igualdad en el clima, ningún temor de las tempestades que a suelan los parajes del Atlántico, ni de los fríos del invierno, ni del calor del verano. Apenas si los cambios de estación modifican esta atmósfera sana. Aquí no tenemos que temer la cólera de Plutón ni de Neptuno. Esta evocación de nombres mitológicos no me parece propia. Es visible que el ingeniero Serko se burla de mí. ¿Acaso el vigilante Gaydón ha oído jamás hablar de Plutón y de Neptuno?
Caballero- digo- es posible que este clima le con-venga a usted, que aprecia como se merecen las ventajas de vivir en el fondo de esta gruta de... He estado a punto de pronunciar el nombre de Back-Cup, pero me he detenido a tiempo. ¿Qué su-cedería si sospechasen que conozco el nombre del islote, y, por consecuencia, su yacimiento en la extremidad Oeste del grupo de las Bermudas?
He continuado de este modo:
-Pero si este clima no me conviene a mí, me parece que tengo el derecho de cambiarle por otro.
-El derecho, efectivamente.
-Y espero que me será permitido partir y que se me darán los medios para volver a América.
-No tengo razón alguna que oponer, señor Gaydón- responde el ingeniero Serko.-La pretensión de usted es fundadísima. Repare usted, no obstante, que aquí vivimos en una noble y soberbia independencia, que no dependemos de ninguna potencia extranjera; que escapamos a toda autoridad, que no somos súbditos de ningún Estado del antiguo ni del nuevo Mundo. Esto merece ser considerado por quien tenga una alma orgullosa. Y, además, ¡qué re-cuerdos evocan, en un espíritu cultivado, estas grutas que parecen haber sido hechas por la mano de los dioses, y en las que en otra época oían sus oráculos por boca de Trophonius!
Decididamente, al ingeniero Serko le agradan las citas de la fábula. ¡Trophonius después de Plutón y de Neptuno! ¿Cree que un guardián de hospital conoce a Trophonius? Es claro que continúa burlándose, y llamo en mi ayuda a toda mi paciencia para no responderle en el mismo tono.
-Hace un instante- digo con voz breve- he querido entrar en esa habitación, que es, si no me engaño, la del Conde de Artigas, y se me ha impedido.
-¿Por quién, señor Gaydón?
-Por un criado del Conde.
- Probablemente obedecería órdenes recibidas.
-Sin embargo, es preciso que el Conde de Artigas me escuche.
-Temo que sea difícil... y hasta imposible- responde sonriendo el ingeniero Serko.
-¿Por qué?
-Porque aquí no hay ningún Conde de Artigas.
- Se burla usted sin duda; acabo de verle.
-El que usted ha visto no es el Conde de Artigas.
-¿Quién es entonces?
-Es el pirata Ker Karraje.
El ingeniero Serko pronunció este nombre con voz dura, y se alejó sin que se me ocurriera detenerle.
¡El pirata Ker Karraje! ¡Sí! ¡Este nombre es una revelación para mí! Le conozco. Y ¡qué recuerdos más terribles evoca! ¡Él solo me explica lo que consideraba yo inexplicable! ¡Él me dice en manos de quién he caído!
He aquí lo que puedo relatar sobre el pasado y el presente de Ker Karraje, uniendo a los antecedentes que yo tenía lo que he sabido por boca del ingeniero Serko:
Hace ocho o nueve años, los mares del Oeste Pacífico fueron teatro de atentados sin nombre, de actos de piratería que se efectuaban con rara audacia. Una banda de malhechores de diverso origen, desertores de los contingentes coloniales, escapados de presidios, marineros que abandonaron sus navíos, operaba a las órdenes de un terrible jefe. El núcleo de esta banda se había formado primero de
gentes de las poblaciones europeas y americanas, a las que atrajo el descubrimiento de ricos criaderos de oro en los distritos de la Nueva Gales del Sur, en Australia. Entre estos pescadores de oro se encontraban el capitán Spada y el ingeniero Serko, dos perdidos, a los que una comunidad de ideas y de caracteres no tardó en unir muy íntimamente.
Estos hombres, instruidos, resueltos, hubieran seguramente obtenido buen éxito en todas partes y en cualquier carrera, nada más que con su inteligencia; pero, sin conciencia ni escrúpulos, determinados a enriquecerse por cualquier medio, pidiendo a la especulación y al juego lo que hubieran podido obtener por el trabajo paciente y regular, arrojáronse en las más inverosímiles aventuras, ricos un día, arruinados al siguiente, como la mayor parte de los que quieren buscar la fortuna en los yacimientos auríferos.
Había entonces en los criaderos de la Nueva Gales del Sur un hombre de una audacia incomparable, uno de esos aventureros atrevidos que no retroceden ante nada, ni ante el crimen, y cuya influencia sobre las naturalezas violentas y malvadas es irresistible.
Este hombre se llamaba Ker Karraje.
A pesar de las pesquisas que se hicieron, nunca pudo averiguarse cuáles eran el origen y la nacionalidad de este pirata, ni los antecedentes del mismo. Pero si pudo escapar a todas las informaciones, su nombre recorrió el mundo; era pronunciado con horror y espanto, como el de un personaje legendario, invisible y al que no se podía coger.
Ahora tengo motivo para creer que este Ker Karraje es de raza malaya. Poco importa, en suma. Lo cierto es que, con justicia, se le tenía por un terrible bandido y autor de los múltiples atentados cometidos en aquellos mares lejanos.
Después de haber pasado algunos años en los criaderos de oro de Australia, donde trabó relaciones con el ingeniero Serko y el capitán Spada, Ker Karraje llegó a apoderarse de un navío en el puerto de Melbourne, de la provincia Victoria. Unos treinta canallas, cuyo número se triplicó bien pronto, se hicieron sus compañeros. En aquella parte del Océano Pacífico, donde la piratería es todavía tan fácil y, digámoslo, tan fructífera, ¡cuántos barcos fueron apresados, cuántas tripulaciones asesinadas, cuántas batidas organizadas en ciertas islas del Oeste, que los colonos no tenían fuerza para defender! Por mas que el navío de Ker Karraje, mandado por el capitán Spada, hubiera sido señalado varias veces, jamás fue posible apoderarse de él. Parecía que tenía la facultad de desaparecer a su voluntad en medio de aquellos laberínticos archipiélagos, cuyos pasos y ensenadas conocía perfectamente.
El espanto reinaba, pues, en aquellos parajes. Los franceses, los ingleses, los alemanes, los americanos, enviaron inútilmente barcos en persecución de aquella especie de navío espectro, que salía no se sabía de dónde, se ocultaba de la misma manera, después de los pillajes y las matanzas que se desesperaba de poder impedir o castigar.
Un día terminaron estos actos criminales. No se oyó hablar más de Ker Karraje. ¿Había abandonado el Pacífico por otros mares? Viendo que la piratería no se recomenzaba, se pensó que, sin hablar de lo que había sido gastado en orgías y en francachelas, quedábale aún bastante del producto de los robos durante tanto tiempo efectuados, para constituir un tesoro de un valor enorme.
Y ahora, sin duda, Ker Karraje y sus compañeros gozaban de él, después de haberle puesto en seguridad en algún escondite de ellos sólo conocido.
¿Dónde se había refugiado la banda desde su desaparición? Inútiles fueron cuantas pesquisas se hicieron; y como la inquietud cesó con el peligro, comenzáronse a olvidar los atentados de que el Oeste Pacífico había sido teatro.
He aquí lo que había pasado, y he aquí ahora lo que no se sabrá nunca si yo no consigo escapar de Back-Cup.
Sí; estos malhechores poseían considerables riquezas cuando abandonaron los mares occidentales del Pacífico. Después de haber destruido su navío, dispersáronse por diversos sitios, no sin convenir antes en que se encontrarían en el continente americano.
En esta época, el ingeniero Serko, hombre de gran instrucción, habilísimo mecánico, y que había estudiado con preferencia el sistema de los barcos submarinos, propuso A Ker Karraje hacer construir uno de estos aparatos, a fin de volver a su criminal existencia en condiciones más secretas y más terribles. Comprendió Ker Karraje todo lo práctico de la idea de su cómplice, y como no escaseaba el dinero, no hubo más que ponerse a la obra.
Mientras, el dicho Conde de Artigas encargaba la goleta Ebba a los astilleros de Gotteborg, en Suecia, entregó a los astilleros Cramps, de Filadelfia, en América, los planos de un barco submarino, la construcción del cual no excitó sospecha alguna, y que además, como se va a ver, no debía tardar en desaparecer con cuerpos y bienes.
Bajo las órdenes y la vigilancia especial de Serko fue construido el aparato, utilizándose los diversos perfeccionamientos de la ciencia náutica de entonces.
Una corriente producida por pilas de nueva invención, moviendo los receptáculos colocados en el árbol de la hélice, debía dar a su motor un enorme poder propulsivo.
Claro es que nadie hubiera podido sospechar que el Conde de Artigas era el antiguo pirata del Pacífico, ni el ingeniero Serko el más atrevido de sus compañeros. No se veía en él más que un extranjero de elevada alcurnia, de gran fortuna, y que desde hacia un año frecuentaba con su goleta Ebba los puertos de los Estados Unidos, pues la goleta había sido dada al mar antes de que se terminara la construcción del tug.
No exigió este trabajo menos de diez y ocho meses. Una vez terminado el nuevo barco, excitó la admiración de cuantos se interesaban en los aparatos de navegación submarina. Por su forma exterior, su disposición interior, su sistema para el renuevo del aire, su estabilidad, su rapidez de inmersión, su facilidad para la evolución, su forma para ser dirigido, su extraordinaria velocidad, la energía de las pilas, a las que debía su fuerza mecánica, resultaba más perfecto que los sucesores de los Goubet, Gym- note y Zede, y otras muestras ya muy perfeccionadas
en aquella época.
Pronto iba a verse, pues tras algunos ensayos de gran resultado se hizo una experiencia pública en alta mar, a cuatro millas de Charleston, en presencia de numerosos navíos de guerra, de comercio y de recreo, americanos y extranjeros, convocados con este objeto.
No hay que decir que la Ebba se encontraba entre estos navíos, llevando a bordo al Conde de Artigas, al ingeniero Serko, al capitán Spada y a su tripulación, más una docena de hombres destinados a la maniobra del barco submarino, que dirigía el maquinista Gibson, un inglés muy atrevido y muy hábil. El programa de esta experiencia definitiva se componía de diversas evoluciones en la superficie del Océano; después una inmersión que debía prolongarse algunas horas, tras las cuales el aparato reaparecería cuando hubiera llegado a una boya colocada a varias millas.
Llegado el momento, y cerrada la escotilla superior, el barco maniobró primero sobre el mar, y su viveza, sus ensayos de virar, provocaron en los espectadores una justificada admiración.
Después, a una señal dada en la Ebba, el aparato submarino se hundió lentamente y desapareció ante los ojos de todos.
Algunos navíos se dirigieron hacia el punto indicado para su reaparición.
Transcurrieron tres horas... El barco no subía a la superficie del mar.
Lo que se ignoraba es que, de acuerdo con el Conde de Artigas y el ingeniero Serko, el aparato submarino, destinado al remolque secreto de la goleta, no debía reaparecer más que algunas millas más allá. Pero, a excepción de los que estaban en el secreto, nadie dudó que hubiera perecido por algún accidente en su casco o en sus máquinas. A bordo de la Ebba fingióse gran consternación, muy verdadera
a bordo de los otros barcos. Practicáronse sondajes, enviáronse buzos por la parte que se su-ponía recorrida por el barco. Todas las pesquisas resultaron inútiles, y se dio por cierto que el aparato habíase hundido en las profundidades del Atlántico.
A los dos días, el Conde de Artigas volvía a dar-se a la mar, y cuarenta y ocho horas después encontraba el barco submarino en el sitio señalado de antemano.
De este modo, Ker Karraje vino a ser propietario de un admirable aparato que fue destinado a esta doble misión: el remolque de la goleta y el ataque a los navíos. Con este terrible instrumento de destrucción, cuya existencia nadie sospechaba, el Conde de Artigas podía recomenzar su piratería en las mejores condiciones de seguridad e impunidad.
He conocido estos detalles por el ingeniero Serko, muy orgulloso de su obra, y muy seguro también de que el prisionero de Back-Cup no podía jamás descubrir el secreto. Compréndese el poder ofensivo de que disponía Ker Karraje.
Durante la noche, el tug se arrojaba sobre los barcos, que no podían desconfiar de un yate de recreo como la Ebba. Cuando les había desfondado, la goleta les abordaba, y sus hombres asesinaban la tripulación y robaban los cargamentos. Esta era la razón de que gran número de navíos no figurasen en las noticias del mar más que bajo este calificativo desesperante: desaparecidos cuerpos y bienes.
Durante el año que siguió a la odiosa comedia de la bahía de Charleston, Ker Karraje explotó los parajes del Atlántico en la parte correspondiente a los Estados Unidos. Sus riquezas crecieron en una proporción enorme. Las mercancías se vendían en mercados lejanos, y el producto se transformaba en plata y oro. Pero lo que siempre faltaba era un lugar seguro y desconocido, donde los piratas pudieran depositar estos tesoros en espera de que llegara el día del reparto.
Ayudóles la casualidad. Explorando las sabanas submarinas cerca de las Bermudas, el ingeniero Serko y el maquinista Gibson descubrieron en la base del islote el túnel que daba acceso al interior de Back-Cup. ¿Dónde había de encontrar Ker Karraje refugio mejor y más al abrigo de toda persecución? De este modo, uno de los islotes del archipiélago bermudano, nido de bandidos en otra época, lo fue de una banda mucho más terrible.
Bajo la vasta bóveda de Back-Cup organizóse la nueva vida del Conde de Artigas y de sus compañeros en la forma que yo podía observar. El ingeniero Serko instaló una fábrica de energía eléctrica sin recurrir a máquinas, la construcción de las cuales en el extranjero hubiera parecido sospechosa, y solamente con pilas de fácil montaje, que sólo exigían el empleo de placas metálicas y sustancias químicas, de las que la Ebba se proveía en los puertos de los Estados Unidos.
Fácilmente se comprenderá ahora lo que había pasado en la noche del 19 al 20. Si el barco de tres mástiles que no podía moverse por falta de viento no estaba allí al amanecer, es porque había sido abordado por el tug, atacado después por la goleta, entregado al pillaje y sumergido con su tripulación, y una parte de su cargamento se encontraba a bordo de la Ebba, cuando él había desaparecido en los abismos del Atlántico.
¡En qué manos he caído! ¿Cómo terminará esta deplorable aventura? ¿Podré escaparme de esta prisión de Back-Cup, denunciar al falso Conde de Artigas, librar los mares de los piratas de Ker Karraje?
Y por terrible que ya sea este último, ¿no lo será más aún si llega a ser el poseedor del Fulgurador Roch? ¡Sí!... ¡Cien veces más! Y si utiliza estos nuevos aparatos de destrucción, ningún barco de comercio podrá resistirle, ningún navío de guerra podrá escapar a una destrucción total.
La revelación del nombre de Ker Karraje me deja por largo tiempo obsesionado, por estas reflexiones. Todo cuanto conocía de este célebre pirata vuelve a mi memoria: su existencia cuando pirateaba en los parajes del Pacífico, las expediciones organizadas contra su navío, lo inútil de estas campañas. A él había que atribuir las inexplicables desapariciones de algunos barcos en el continente americano desde hacía algunos años. No había hecho más que cambiar el teatro de sus atentados. Continuaba sus piraterías por los tan frecuentados mares del Atlántico, con la ayuda del tug, que se creía hundido en las aguas de la bahía de Charleston.
Y ahora- pienso- ya conozco su verdadero nombre y su verdadero escondite. Ker Karraje y Back-Cup. Si el ingeniero Serko ha pronunciado este nombre delante de mí, es porque estaba autorizado para ello. ¿No es para hacerme comprender que debo renunciar a toda esperanza de recobrar mi libertad?
El ingeniero Serko había sin duda conocido el efecto que la revelación me produjo. Recuerdo que al apartarse de mí se dirigió hacia la habitación de Ker Karraje, con la idea, sin duda, de ponerle al tanto de lo que sucedía. Después de un largo paseo por la ribera del lago, disponíame a volver a mi celda cuando oí ruido de pasos tras mí.
Me vuelvo.
El Conde de Artigas, acompañado del capitán Spada, está allí: me arroja una mirada inquisitorial. No soy dueño de contener mi furia, y dejo escapar
estas palabras:
-Caballero, me retiene usted aquí contra toda ley. Si he sido sacado de Healthful-House para que cuide a Tomás Roch, rehúso hacerlo y reclamo mi libertad.
El jefe de los piratas no hace un gesto ni pronuncia una palabra.
La cólera me arrastra más de lo conveniente, y añado:
-Responda usted, Conde de Artigas, o más bien, pues sé quién es usted..., respóndame usted, Ker Karraje!
Y él responde:
-¡El Conde de Artigas es Ker Karraje, como el guardián Gaydón es el ingeniero Simón Hart, y Ker Karraje no devolverá nunca la libertad al ingeniero Simón Hart, que conoce todos sus secretos!
XI
DURANTE CINCO SEMANAS
La situación es clara. Ker Karraje sabe quién soy. Me conocía cuando ordenó el doble rapto de Tomás Roch y su guardián. ¿Cómo ha conseguido descubrir lo que he podido ocultar a todo el personal de Healthful-House? ¿Cómo ha sabido que un ingeniero francés desempeñaba las funciones de vigilante de Tomás Roch? Lo ignoro, pero es evidente. Sin duda este hombre poseía medios de información que le habrán costado muy caros, pero que aprovechó bien. Un personaje de esta condición no repara en gastos cuando se trata de llegar al fin que desea.
Ahora es Ker Karraje, o más bien su cómplice, el ingeniero Serko, quien va a reemplazarme en las funciones, que yo desempeñaba cerca del inventor Tomás Roch. ¿Resultarán sus esfuerzos mejor que los míos? ¡Dios quiera que no, y evite esa desgracia al mundo civilizado!.
Nada he respondido a la última frase de Ker Karraje. Me ha producido el efecto de un tiro a quemarropa. No me he declarado vencido, sin embargo, como acaso esperaba el supuesto Conde de Artigas.
¡No! Mi mirada se ha fijado en la suya, que no ha cedido. Como él, crucé los brazos... Y, sin embargo, era dueño de mi vida. Bastaría una señal suya para que un pistoletazo me tendiera a sus pies; luego, arrojado mi cuerpo al lago, hubiera sido arrastrado al través del túnel.
Después de la escena referida se me ha dejado en libertad, como antes. No se ha tomado contra mí medida alguna. Puedo circular hasta el límite de la caverna, que, esto es evidente, no posee más salida que el túnel.
Al llegar a mi celda, en el extremo de Bee- Hive, presa de las mil reflexiones que me sugiere la situación, me digo:
-Si, Ker Karraje sabe que soy el ingeniero Simón Hart, por lo menos que no sepa jamás que conozco exactamente el yacimiento de Back-Cup.
Respecto al proyecto de confiar a Tomás Roch a mis cuidados, pienso que jamás le ha tenido el Conde de Artigas, puesto que, conocía quién era yo. Me lamento de ello, pues es indudable que el inventor será objeto de insinuaciones fuertes; que el ingeniero Serko va a emplear toda clase de medios para obtener el secreto del explosivo y de su deflagrador, del que hará un empleo terrible en sus futuras
piraterías. ¡Sí! Era preferible que yo continuara siendo el guardián de Tomás Roch.
Durante los quince días siguientes, ni una sola vez he visto a mi antiguo pensionista. Repito que nadie me ha molestado en mis paseos cotidianos. De la parte material de mi existencia no tengo por qué preocuparme. Mis comidas llegan con una regularidad reglamentaria de la cocina del Conde de Artigas, nombre y título que alguna vez le doy aun por antigua costumbre. Verdad es que yo no soy delicado en cuestión de alimentos, pero sería injusto formular queja alguna. La alimentación no deja nada que desear merced al avituallamiento, renovado en cada viaje de la Ebba.
Es una suerte que no me haya sido prohibido escribir, con lo que puedo consignar en mi cuaderno los más insignificantes detalles acaecidos desde el rapto de Healthful-House día por día. Mientras pueda, continuaré este trabajo. Tal sirva en el por-venir para descubrir el misterio que encierra Back-Cup.
Del 5 al 25 de Julio.- Han transcurrido dos semanas, y ninguna tentativa para aproximarme a Tomás Roch ha producido resultado. Sin duda se han tomado enérgicas medidas para sustraerle a mi in-fluencia, por ineficaz que hasta ahora haya sido. Mi única esperanza es que el Conde de Artigas, el ingeniero Serko y el capitán Spada perderán su tiempo y su trabajo al pretender apropiarse los secretos del inventor.
Tres o cuatro días, que yo sepa, por lo menos, Tomás Roch y el ingeniero Serko han paseado jun-tos, dando la vuelta al lago. Por lo que he podido juzgar, el primero escuchaba con cierta atención lo que el segundo le decía. Éste le ha hecho visitar toda la caverna, le ha llevado a la fábrica de electricidad y le ha mostrado detalladamente la maquinaria del barco submarino.
El estado mental de Tomás Roch ha mejorado de un modo visible desde su partida de Heal-thful- House.
En la habitación de Ker Karraje, Tomás Roch ocupa un cuarto independiente. Supongo que diariamente será hostigado, por el ingeniero Serko sobre todo.
Al ofrecer pagarle por su aparato el precio exorbitante que él pide, ¿se da cuenta del valor del dinero? ¿Tendrá fuerza para resistir? ¡Esos miserables pueden deslumbrarle con tanto oro, procedente de las rapiñas de tantos años! Y en el estado en que se encuentra, ¿no podrá Roch llegar a comunicar el secreto de su Fulgurador? Bastará entonces traer a Back-Cup las sustancias necesarias, y Tomás Roch se entregará a sus combinaciones químicas.
Respecto a los aparatos, nada más fácil que en-cargar cierto número de ellos a una fábrica del continente, ordenando la fabricación por piezas separadas a fin de no despertar sospechas. ¡Me estremezco al pensar para lo que puede servir un agente tal de destrucción en manos de estos piratas!
Ni una hora de reposo me dejan estas intolerables preocupaciones. Con estas cosas quebrántase mi salud, y, aunque el aire puro llena la caverna, algunas veces experimento grandes ahogos y angustias. Paréceme que estas espesísimas paredes me oprimen con su peso. ¡Además, me siento separado del resto de la humanidad, como fuera de nuestro globo, no sabiendo nada de lo que en otros países sucede!... ¡Ah! ¡Si fuera posible huir por la abertura de la bóveda, llegar a la cima del islote... bajar luego a su base!...
En la mañana del 25 de Julio encuentro al fin a Tomás Roch. Está solo en la ribera opuesta, y me pregunto, puesto que desde la víspera no los he visto, si Ker Karraje, el ingeniero Serko y el capitán Spada habrán partido para alguna expedición.
Me dirijo hacia Tomás Roch, y antes que él haya podido verme le examino con atención.
Su rostro serio, pensativo, no es el de un loco. Camina lentamente, con los ojos bajos, sin mirar en torno... Lleva bajo el brazo una tabla con una hoja de papel encima, donde están dibujados algunos planos.
De repente vuelve la cabeza hacia mí, y al reconocerme avanza un paso.
-¡Ah! ¡Tú!... ¡Gaydón!- exclama.- ¡He escapado de tus garras!... ¡Soy libre!
En efecto, puede creerse más libre que en Heal-thful- House. Pero mi presencia despierta en él malos recuerdos, y tal vez va a determinar una crisis, pues me interpela con una excitación extraordinaria:
-¡Sí..., Gaydón! ¡No te acerques!... ¡No! ¿Querías volver a cogerme, llevarme contigo?... ¡Jamás! ¡Tengo aquí amigos que me defiendan! ¡Son poderosos!... ¡Son ricos!... ¡El Conde de Artigas es mi comanditario! ¡El ingeniero Serko mi socio!... Vamos a explotar mi invento! ¡Aquí fabricaremos el Fulgurador Roch! ¡Vete!... ¡Vete!
Tomás Roch es presa de un verdadero furor. Al mismo tiempo que su voz se eleva, sus brazos se agitan y saca de su bolsillo fajos de billetes de Banco. Después, monedas de oro francesas, inglesas, americanas, alemanas, se escapan de sus dedos. ¿De dónde le viene este dinero sino es de Ker Karraje, y como precio del secreto que le ha vendido?
Al ruido de la penosa escena acuden algunos hombres, que nos observaban a corta distancia. Cogen a Tomás Roch, le arrastran...
Desde que está lejos de mí no opone resistencia, y recobra la calma del cuerpo y del espíritu.
27 de Julio.- Dos días después, bajando hacia el ribazo en las primeras horas de la mañana, he avanzado hasta la extremidad del muelle de piedra. El tug no está en su sitio de costumbre, ni aparece en ningún otro punto del lago. Ker Karraje y el ingeniero Serko no han partido, como yo suponía, pues anoche los he visto. Pero hoy hay motivo para creer que se han embarcado a bordo del tug con el capitán Spada y su tripulación, y que se han unido a la goleta en la ensenada del islote, y que en este momento la Ebba está en curso de navegación.
¿Se trata de algún golpe de piratería?
Es posible, como también lo es que Ker Karraje transformado en el Conde de Artigas, a bordo de su yate de recreo haya ido a algún punto del litoral a fin de procurarse las sustancias necesarias para la preparación del Fulgurador Roch.
¡Ah! ¡Si yo hubiera tenido la posibilidad de ocultarme en el tug, arrastrarme después a la cala de la Ebba y permanecer allí escondido hasta la llegada al puerto! ¡Entonces, tal vez hubiera podido escaparme y libertar al mundo de esta banda de piratas!
Se ve cuál es mi pensamiento constante ...
¡Huir..., huir por cualquier medio de este escondrijo! Pero la fuga no es posible más que por el túnel, con el barco submarino. ¿No es una locura pensar en esto? Sí... Locura... Y, sin embargo, ¿hay otro medio para evadirse de Back-Cup?
Mientras me entrego a estas reflexiones, las aguas del lago se separan a veinte metros del muelle para dejar paso al tug. Casi en seguida ábrese la escotilla, y el maquinista Gibson y los marineros suben a la plataforma. Otros corren a las rocas para recibir un cable. Cogido y amarrado el barco, queda en su sitio de costumbre. Esta vez, pues, la goleta navega sin ayuda de su remolcador, el que no ha salido más que para conducir a Ker Karraje y a sus compañeros a bordo de la Ebba, y sacarla de los pasos del islote.
Esto me afirma en la idea de que este viaje no ha tenido otro objeto que ganar uno de los puertos americanos, en donde el Conde de Artigas podrá procurarse las materias que componen el explosivo y mandar construir los aparatos en alguna fábrica. Luego, el día fijado para su regreso, el barco submarino volverá a pasar el túnel, se reunirá a la goleta, y Ker Karraje regresará a Back-Cup.
Decididamente los propósitos de ese bandido están en vías de ejecución, y esto marcha más de prisa que lo que yo suponía.
3 de Agosto.- Hoy se ha producido en el lago un incidente curioso y que debe ser extremadamente raro.
A las tres de la tarde, un vivo estremecimiento ha conmovido las aguas durante un minuto, ha cesado durante dos o tres, y ha vuelto a empezar en la parte central.
Unos quince piratas, atraídos por este inexplicable fenómeno, han descendido al ribazo no sin dar muestras de marcado asombro, al que, según me ha parecido, se mezclaba algo de miedo.
No es el tug el que causa esta agitación de las aguas, puesto que está amarrado al muelle. Inverosímil parece también que otro aparato submarino se haya introducido por el túnel.
Casi en seguida, en la orilla opuesta se oyen grandes gritos. Otros hombres se dirigen a los primeros en un lenguaje ininteligible, y después de cambiar algunas palabras vuelven con gran apresuramiento a Bee-Hive.
¿Han visto algún monstruo marino y van en busca de armas para atacarle, y de utensilios de pesca para proceder a su captura?
Lo he adivinado, y un instante después los veo volver al ribazo armados de fusiles, de balas explosivas y de arpones.
Trátase, en efecto, de una ballena de la especie de esos cachalotes que tanto abundan en las cercanías de las Bermudas, que, después de atravesar el túnel, se agita en las profundidades del lago. Pero, toda vez que el animal se ha visto obligado a refugiarse en el interior de Back-Cup, ¿debo deducir que era perseguido y que los balleneros le daban caza?
Transcurren algunos minutos antes que el cetáceo suba a la superficie del lago. Se entrevé su masa luciente y verdusca agitarse, como si luchase contra un terrible enemigo, y cuando reaparece, lanza dos columnas líquidas por sus fauces.
Si esta ballena- pienso- se ha arrojado al través del túnel para escapar a la persecución de los balleneros, es que hay un navío en las cercanías de Back-Cup, tal vez a algunas encabladuras del litoral... Es que sus botes han seguido los pasos del Oeste hasta la base del islote... ¡Y no poder poner-me en comunicación con ellos!
Y ¿cuándo sucederá esto?
Por lo demás, no tardo en conocer la causa que ha provocado la aparición del cachalote. No se trata de pescadores encarnizados en su persecución, sino de una bandada de tiburones de los que infestan los parajes de las Bermudas. Sin gran trabajo los distingo entre las aguas. Son cinco o seis, y abren sus enormes mandíbulas rizadas de dientes. Se precipitan sobre la ballena, que no puede defenderse más que con los golpes de su cola. Ha recibido ya pro-fundas heridas, y el agua se tiñe de rojo, mientras la ballena se hunde, sube, vuelve a hundirse, sin evitar los mordiscos de sus perseguidores.
Sin embargo, no serán estos voraces animales los vencedores en la lucha. La presa se les va a escapar, pues el hombre, con sus instrumentos, es más poderoso que ellos. Hay ya sobre el ribazo algunas docenas de los compañeros de Ker Karraje que no valen menos que esos tiburones, pues piratas o tigres del mar, todo es uno. Van a procurar apoderarse del cachalote, y este animal será buena presa para las gentes de Back-Cup. En este momento la ballena se aproxima al muelle, en el que se han apostado el malayo del Conde de Artigas y otros piratas. Dicho malayo está armado de un arpón, al que se une una larga cuerda, y después de blandirle con vigoroso brazo, le lanza con tanta fuerza como destreza.
Gravemente herida en la parte izquierda, la ballena se hunde bruscamente escoltada por los tiburones. La cuerda del arpón se desarrolla en una ex-tensión de cincuenta o sesenta metros, y no hay más que tirar de ella para traer al animal, el cual va a salir a la superficie, para morir.
Esto es lo que hacen el malayo y sus camaradas, sin poner gran prisa en la tarea, de forma que no salga el arpón del costado de la ballena, la que no tarda en reaparecer cerca del muro en el que se abre el orificio del túnel.
Herido de muerte el enorme cetáceo, se agita en una agonía furiosa, lanzando columnas de aire y de agua mezcladas de sangre, y de un terrible golpe de su cola envía uno de los tiburones contra las rocas.
A consecuencia de la sacudida, el arpón ha saltado fuera y el cachalote se hunde en el agua. Cuando aparece por última vez es para golpear el agua con un coletazo tan formidable, que se produce una fuerte depresión, dejando ver en parte la entrada del túnel. Los tiburones se precipitan entonces sobre su presa, mientras una lluvia de balas hiere a los unos y pone en fuga a los otros.
La bandada de tiburones, ¿ha podido encontrar el orificio y salir de Back-Cup? Es probable. Sin embargo, la prudencia aconseja no bañarse en el lago durante algunos días. Respecto a la ballena, dos hombres se han embarcado en la canoa para ir a amarrarla. Una vez colocada sobre el muelle, es despedazada por el malayo, que no parece novicio en este género de trabajo.
Finalmente: lo que conozco con exactitud es el sitio en que desemboca el túnel. El orificio se encuentra a tres metros solamente bajo el ribazo. Pero ¿de qué puede servirme el saber esto?
7 de Agosto.- Doce días hace que el Conde de Artigas, el ingeniero Serko y el capitán Spada se han dado al mar, y nada hace presagiar que el regreso de la goleta este próximo. He notado, no obstante, que el barco submarino está dispuesto a aparejar, como lo estaría un steamer mantenido bajo la presión del vapor, y que sus pilas están siempre en tensión por el maquinista Gibson. Si la goleta Ebba no teme ganar en pleno día los puertos de los Estados Unidos, es probable que escogerá la noche a fin de seguir el canal de Back-Cup. Así, espero que Ker Karraje y sus compañeros llegarán de noche.
10 de Agosto.- Ayer a las ocho de la noche, como yo preveía, el barco submarino ha franqueado el túnel al tiempo preciso para remolcar la Ebba al través del paso, y ha traído a sus pasajeros con su tripulación.
Al salir esta mañana, veo a Tomás Roch y al ingeniero Serko que habían bajando hacia el lago. Se adivina el objeto de su conversación. Me quedo a unos veinte pasos, lo que me permite observar a mi ex pensionista.
Sus ojos brillan, su frente se ilumina, su rostro se transforma, en tanto que el ingeniero Serko responde a sus preguntas. Apenas si puede estarse quieto.
Se apresura a llegar al muelle para aproximarse al barco submarino.
El ingeniero Serko le sigue, y ambos se detienen en la ribera.
La tripulación, ocupada en sacar el cargamento, acaba de depositar en las rocas diez cajas de regulares dimensiones.
La cubierta de estas cajas lleva en letras gruesas una marca particular; unas iniciales que Tomás Roch mira con minuciosa atención.
El ingeniero Serko ordena que las diez cajas, el contenido de cada una de las cuales puede ser calculado en un hectolitro, sean transportadas a los almacenes de la ribera izquierda, lo que se hace al momento, con ayuda de la canoa, por algunos tripulantes del barco submarino.
En mi opinión, estas cajas deben encerrar las sustancias cuya combinación o mezcla produce el explosivo y el deflagrador. Respecto a los aparatos, han debido de ser encargados a alguna fábrica del continente, y terminada su fabricación, la goleta irá a recogerlos y los traerá a Back-Cup.
De modo que esta vez la Ebba no ha vuelto con mercancías robadas y no es culpable de nuevos actos de piratería. Pero ¡de qué poder más terrible va a estar armado Ker Karraje para la ofensiva y la defensiva en el mar! A creer a Tomás Roch, su Fulgurador es capaz de destruir de un solo golpe el hemisferio terrestre... Y ¿quién sabe si no lo intentará, algún día?...
XII
LOS CONSEJOS DEL INGENIERO SERKO
Tomás Roch, que se ha puesto al trabajo, permanece largas horas bajo un cobertizo de la ribera izquierda, en el que ha establecido su laboratorio. Nadie más que él entra allí. ¿Acaso quiere trabajar solo en sus preparaciones, sin indicar las fórmulas? Es muy posible. Respecto A las disposiciones que exige el empleo del Fulgurador Roch, tengo motivos para creer que son muy sencillas. Efectivamente, este género de proyectil no necesita ni cañón, ni motor, ni tubo de lanzamiento, como el Zalinski. Por ser autopropulsivo lleva en sí su poder de proyección, y todo navío que pasare en cierta zona correría el riesgo de hundirse solamente por efecto de la conmoción de las capas atmosféricas. ¿Qué se podrá contra Ker Karraje, si éste dispone de semejante aparato destructor?
Del 10 al 17 de Agosto.- Durante esta semana, el trabajo de Tomás Roch ha proseguido sin interrupción. Todas las mañanas el inventor entra en su laboratorio, y no sale hasta que llega la noche. No procuro acercarme a él ni hablarle. Por más que continúa indiferente a todo lo que no se relaciona con su obra, parece estar en completa posesión de sí mismo. Y ¿por qué no? ¿No ha llegado a la completa satisfacción de su genio? ¿No está en camino de realizar sus planes, desde largo tiempo concebidos?
Noche del 14 al 15 de Agosto.- A la una de la madrugada despertóme con gran sobresalto al oír el ruido de algunas detonaciones que vienen del exterior.
¿Es un ataque contra Back-Cup?- me pregunto.-¿ Se habrá sospechado el empleo de la goleta del Conde de Artigas, y será perseguida a la entrada de los pasos? ¿Se trata de destruir el islote a cañonazos? ¿Va al fin a hacerse justicia en todos estos
malhechores, antes que Tomás Roch haya termina- do la fabricación de su explosivo, antes que los aparatos estén en Back Cup?...
Al cabo de un rato, estas detonaciones, muy vio-lentas, estallan con intervalos casi regulares. Me acomete la idea de que si la Ebba se hunde, siendo imposible toda comunicación con el continente, el avituallamiento del islote no podrá efectuarse.
Verdad es que el tug bastará para transportar al Conde de Artigas a algún punto del litoral americano, y no le faltará dinero para hacer construir otro
yate de recreo. ¡No importa! ¡Quiera el cielo que Back-Cup sea destruido antes que Ker Karraje tenga a su disposición el Fulgurador Roch! Al día siguiente, al alba me lanzó fuera de mi celda.
Nada de nuevo en los alrededores de Bee-Hive. Los hombres se entregan a sus trabajos de costumbre. El tug permanece en su sitio. Veo a Tomás Roch que entra en su laboratorio. Ker Karraje y el ingeniero Serko pasean tranquilamente por la ribera del lago. No se ha atacado al islote durante la noche. No obstante, el ruido de próximas detonaciones es lo que me ha despertado.
En este momento, Ker Karraje se dirige a su casa, y el ingeniero Serko se acerca a mí con el aire sonriente y la burlona fisonomía de costumbre.
-Y bien, señor Hart- me dice,- ¿no le agrada nuestra tranquila existencia? ¿Aprecia usted como se merecen las ventajas de nuestra gruta encantada? ¿Ha renunciado usted a la esperanza de recobrar la libertad y de abandonar (añade recordando los versos)
« Este encantador lugar,
Que mi alma entusiasmada
Gusta, Silvia, de admirar...?»
¿Para qué encolerizarse contra este burlón? Así es que le respondo con calma:
-No, señor; no he renunciado a ella, y espero que se me devolverá la libertad.
-¡Cómo, señor Hart! ¡Separarnos de un hombre al que todos estiman tanto, y yo de un compañero que tal vez ha sorprendido, al través de las incoherencias de Tomás Roch, una parte de sus secretos! ¡Eso no es serio!
¡Ah! ¿Es por este motivo por el que quieren tener me prisionero en Back-Cup? ¿Suponen que conozco en parte el invento de Tomás Roch? ¿Esperan que me harán hablar si Tomás Roch se niega a hacerlo? ¡He aquí por qué se me ha traído con él, por qué no me han arrojado todavía al fondo del lago con una piedra al cuello! ¡Bueno es saberlo!
A las últimas palabras del ingeniero Serko respondo:
-Muy serio.
-Pues bien- replica mi interlocutor;- si yo tuviera el honor de ser el ingeniero Simón Hart, haría el siguiente razonamiento: dada, de una parte, la personalidad
de Ker Karraje; las razones que le han animado a buscar un escondite tan misterioso como esta caverna; la necesidad de que dicha caverna escape a toda tentativa de descubrimiento, no sola-mente en interés del Conde de Artigas, sino en el de sus compañeros...
-De sus cómplices, si usted quiere.
-¿De sus cómplices?... Sea. Y, por otra parte, da-do que usted conoce el verdadero nombre del Conde de Artigas y la misteriosa arca en que están ocultas
sus riquezas...
-Riquezas robadas y cubiertas de sangre, señor Serko.
-Sea también. Usted debe comprender que esta cuestión de su libertad no puede nunca ser resuelta a gusto de usted.
Inútil es discutir en estas condiciones. Así es que llevo la conversación a otro asunto.
-¿Podría, saber- le he preguntado- cómo han averiguado ustedes que el vigilante Gaydón era el ingeniero Simón Hart?
-No hay inconveniente en que usted lo sepa, mi querido colega. Algo ha contribuido la casualidad. Nosotros estábamos en relaciones con la fábrica en que usted prestaba sus servicios, y que abandonó un día de extraño modo. En una visita que yo hice a Healthful-House algunos meses antes que el Conde de Artigas, le vi a..................... usted y le reconocí.
-¿Usted?
-Yo mismo; y desde aquel momento me prometí tenerle a usted por compañero de viaje a bordo de la goleta Ebba.
No recuerdo haber visto jamás a este maldito Serko en Healthful-House, pero es probable que diga la verdad.
-Y yo espero- digo-que este capricho le costará a usted caro un día u otro.
Y añado bruscamente:- Si no me engaño, ha con-seguido usted que Tomás Roch le entregue el secreto de su Fulgurador.
-Sí, señor Hart, a cambio de algunos millones. ¡Oh!... Los millones no nos cuestan más trabajo que el de cogerlos. Así es que le hemos llenado los bolsillos de ellos.
-Y ¿de qué le servirán esos millones si no puede llevárselos fuera, si no puede huir de aquí?
-Eso no le preocupa nada, señor Hart. El porvenir no es para inquietar a ese hombre de genio. Mientras en América, se fabrican los aparatos conforme a sus planes, él se ocupa aquí en combinar las sustancias químicas, de las que tiene abundante provisión. ¡Oh!... ........................... ¡Gran cosa es ese aparato auto propulsivo, que acelera la velocidad hasta la llegada al blanco merced a la propiedad de cierta sustancia de combustión progresiva! Es un invento que transformará en absoluto el arte de la guerra...
-Defensiva, señor Serko
-Y ofensiva.
-Naturalmente.
-De modo que lo que nadie había obtenido de Tomás Roch, nosotros lo hemos obtenido sin gran dificultad.
-Pagándole...
-Un precio inverosímil..., y además, haciendo vibrar una cuerda muy sensible en ese hombre.
-¿Cuál?
-¡La de la venganza!
-¡La venganza! Y ¿contra quién?
-Contra los que se han convertido en enemigos suyos desanimándole, arrojándole lejos, obligándole a mendigar de país en país el precio de un invento de tan incontestable superioridad. ¡Ahora, toda idea de patriotismo se ha extinguido en su alma! No tiene más que un pensamiento, un deseo feroz: vengarse de los que no le han conocido, y hasta de la humanidad entera. ¡Realmente, los Gobiernos de Europa y de América han sido ingratos al no querer pagar su valor por el Fulgurador Roch!
Y el ingeniero Serko me describe con entusiasmo las diversas ventajas del nuevo explosivo, incontestablemente superior, según él, al que se saca del nitrometano, sustituyendo un átomo de sodio a uno de los tres átomos de hidrógeno, y del que se hablaba mucho en aquella época. -Y ¡qué efecto destructivo!- añade.- Es análogo al del proyectil Zalinski, pero cien veces más considerable, y no necesita aparato de lanzamiento, puesto que vuela, por así decirlo, por sus propias alas, al
través del espacio.
Escuchaba yo con la esperanza de sorprender una parte del secreto; pero el ingeniero Serko no ha dicho más de lo que quería decir.
-¿Acaso Tomás Roch -he preguntado- les ha hecho a ustedes conocer la composición de su explosivo?
-Sí, señor Hart, y bien pronto poseeremos de él cantidades considerables, que serán almacenadas en lugar seguro.
-Y ¿no hay un peligro serio y continuo en alma-cenar tales masas? Si se produce un accidente y la explosión destruye el islote de...
Otra vez he estado a punto de dejar escapar el nombre de Back-Cup. Conocer la identidad de Ker Karraje y el sitio donde se encuentra la caverna, se-ría tal vez motivo para encontrar que Simón Hart estaba más informado de lo conveniente.
-No hay que temer nada. El explosivo de Tomás Roch no puede inflamarse más que por medio de un deflagrador especial. Ni el choque ni el fuego le harían explotar.
-Y Tomás Roch, ¿les ha vendido a ustedes también el secreto de ese deflagrador?
-Sí, señor Hart- responde el ingeniero Serko, no sin que yo deje de notar alguna vacilación en su respuesta.- Pero... ¡se lo repito a usted! no hay ningún peligro, y puede usted dormir con toda tranquilidad. ¡Mil diablos! No tenemos deseos de que salten nuestra caverna y nuestros tesoros. Algunos años más de buenos negocios, y partiremos los beneficios, que serán bastante considerables para que la parte que a cada uno corresponda constituya una buena fortuna, de la que podrá gozar a su antojo... después de la liquidación de la Sociedad Ker Karraje and C.º Añado que si estamos al abrigo de una explosión, tampoco tememos una denuncia, que usted sólo podría hacer, señor Hart. Así, pues, le aconsejo a usted que tome el partido de resignarse como hombre práctico, y de esperar hasta la liquidación de la Sociedad. En ese día ya veremos lo que exige nuestra seguridad en lo que concierne a usted.
Convengamos en que estas palabras no son tranquilizadoras. Verdad es que de aquí a allá veremos lo que pasa. Lo que deduzco de la conversación anterior es que si Tomás Roch ha vendido su explosivo a la Sociedad Ker Karraje and C.º me parece que ha guardado el secreto del deflagrador, sin el que el explosivo no tiene más valor que el polvo de las carreteras. Antes de terminar esta conversación creo deber hacer al ingeniero Serko una observación, muy natural después de todo:
-Caballero- le digo-, ¿conoce usted actualmente la composición del explosivo del Fulgurador Roch? ¿Tiene realmente el poder destructivo que su in-ventor le atribuye? ¿Se ha ensayado alguna vez? ¿No habrán ustedes comprado un compuesto tan inerte como una pizca de tabaco?...
-Tal vez sabe usted de esto más de lo que parece, señor Hart, pero le agradezco a usted su interés, y esté completamente seguro. La otra noche hemos hecho una serie de experiencias decisivas, y sólo con algunos gramitos de esta sustancia, normes masas de rocas de nuestro litoral han sido reducidas a impalpable polvo.
De aquí, sin duda, las detonaciones que yo había oído.
-De modo, mi querido colega- continúa el ingeniero,- que puedo afirmarle a usted que no experimentaremos fracaso alguno. Los efectos de este explosivo van más allá de lo que se puede imaginar. Será bastante poderoso para, con una carga de algunos miles de toneladas, demoler nuestro esferoide, dispersándole en pedazos al través del espacio, como los de ese planeta que estalló entre Marte y Júpiter. Tenga usted por cierto que es capaz de hundir cualquier navío a una distancia que desafía las más largas trayectorias de los proyectiles actuales, y en una zona de una milla larga. El punto débil del invento está aún en reglamentar el tiro, el que exige un tiempo bastante largo para ser modificado.
El ingeniero Serko se detiene, como hombre que no quiere decir más, y añade:
-Así, pues, termino como he comenzado, señor Hart. Resígnese usted. Acepte esta nueva, existencia; goce usted de las tranquilas delicias de esta vida subterránea. Aquí se conserva la salud cuando es buena; se restablece cuando está comprometida. Esto es lo que ha sucedido a su compatriota; así, pues, resígnese usted. Es el mejor partido que puede usted tomar.
Y después de darme estos buenos consejos me abandona, dirigiéndome un saludo de amigo, como hombre cuyas buenas intenciones merecen ser apreciadas. Pero ¡qué ironía en sus palabras, en sus miradas, en su actitud! ¿No podré nunca, engarme de ella?
En fin: de esta conversación he deducido que el reglamentar el tiro es cosa bastante complicada. Es, pues, probable que la zona de una milla en que los efectos del Fulgurador Roch son terribles, no se modifica fácilmente, y que antes y después de esta zona un barco está al abrigo de sus efectos... ¡Si pudiera yo informar a los interesados!
20 de Agosto.- Durante dos días no ha habido incidente digno de mención. He llevado mis paseos cotidianos hasta los límites de Back-Cup. Por la noche, cuando las lámparas eléctricas iluminan la larga perspectiva de los arcos, no puedo librarme de sentir una impresión casi religiosa, contemplando las maravillas naturales de esta caverna. Por lo demás, no he perdido la esperanza de descubrir alguna salida ignorada por los piratas, y por la que me sea fácil huir... Pero, ¿y después? Una vez fuera, me sería preciso esperar, a que pasara algún barco. Mi evasión sería conocida muy pronto en Bee-Hive, y no tardaría en ser preso de nuevo..., a menos que... pienso en ello..., la canoa..., la canoa del Ebba, que está amarrada en el fondo de la ensenada... ¡Si logrará apoderarme de ella..., dirigirme hacia San Jorge o Hamilton!
Por la noche, a eso de las nueve, he ido a echarme sobre un tapiz de arena, al pie de los pilares, a unos cien metros al Este del lago. Pocos momentos después siento pasos, y enseguida ruido de voces. Escondido tras la roca, presto atención. Conozco las voces. Son la de Ker Karraje y la del ingeniero Serko. Estos dos hombres se han detenido y hablan en inglés, lengua, que generalmente se emplea en Back-Cup. Me será, pues, posible entender lo que dicen. Precisamente tratan de la cuestión de Tomás Roch, o más bien de su Fulgurador.
-Dentro de ocho días- dice Ker Karraje- espero darme al mar en la Ebba, y traeré las diversas piezas que deben estar terminadas en la fábrica de la Virginia.
-Y cuando estén en nuestro poder responde el ingeniero Serko,- yo me ocuparé en el montaje
Pero será preciso proceder a un trabajo que creo indispensable.
-¿Y que consistirá...
-En agujerear la pared de nuestro islote.
-¡Agujerearla!
-¡Oh! Solamente un estrecho pasillo que dé paso a un hombre solo, una especie de ramal fácil de obstruir y cuyo orificio exterior será disimulado entre las rocas.
-Y ¿para qué, Serko?
-He reflexionado a menudo en lo útil que sería tener comunicación con el exterior, independientemente del túnel submarino... No se sabe lo que en el porvenir puede acontecer...
-Pero esas paredes son tan espesas..., de una sustancia tan dura...-hace observar Ker Karraje.
-Con algunos gramos del explosivo Roch- responde el ingeniero Serko-, yo me encargo de reducir la roca a un polvo tan fino, que no habrá más que soplar para conseguir lo que deseamos.
Compréndese qué interesante debe ser para mí esta conversación.
Trátase de abrir una comunicación distinta de la del túnel, entre el interior y el exterior de Back-Cup. ¡Quién sabe si esto no me ayudará en mis planes! En el momento en que yo me hacía esta reflexión, Ker Karraje respondía diciendo:
-Comprendido, Serko; y si algún día es preciso defender a Back-Cup, impedir que algún navío se aproxime... Verdad es que para esto sería necesario que nuestro escondite hubiera sido descubierto, ya por efecto de un azar, ya por una denuncia. -Ni una cosa ni otra son de temer.
-Por lo que se refiere a nuestros compañeros, sin duda; pero por lo que toca a ese Simón Hart...
-¡Él!-exclama el ingeniero Serko. Esto significaría que había conseguido escaparse, y no se escapa uno tan fácilmente de Back-Cup. Por lo demás, confieso que ese hombre me interesa. Después de todo es un colega, y sospecho que sabe más de lo que dice sobre el invento de Tomás Roch. Yo haré de modo que acabemos por entendernos y hablar de física, mecánica y balística, como dos buenos amigos.
-¡No importa!- responde el generoso y sensible Conde de Artigas. Cuando estemos en posesión de todo el secreto, lo mejor será desembarazarse de...
-Tenemos tiempo, Ker Karraje.
-¡Si Dios os lo concede, miserables!- he pensado oprimiéndome el corazón, que latía con violencia.
Y, no obstante, sin una particular y próxima intervención de la Providencia, ¿qué puedo esperar?
La conversación cambia de giro, y Ker Karraje dice:
-Ahora que conocemos la composición del explosivo, es preciso que a cualquier precio obtengamos el secreto del deflagrador.
-Es indispensable- responde Serko; y trato de decidir a Tomás Roch. Por desdicha, éste rehúsa discutir en lo que a este punto se refiere. Por lo demás, ha fabricado ya algunas gotas de dicho deflagrador, que han servido para ensayar el explosivo, y nos dará lo que necesitemos de él cuando se trate de hacer el corredor.
-Pero ¿para nuestras expediciones en el mar?-pregunta Ker Karraje.
-Paciencia. Acabaremos por poseer todo el secreto.
-¿Eso es seguro, Serko?
-Seguro... Todo es cuestión de precio, Ker Karraje. Con estas palabras termina la conversación, y después los dos hombres se alejan sin haber notado mi presencia, por dicha mía. Si el ingeniero Serko ha hecho una relativa defensa de un colega, el Conde de Artigas me parece animado de peores intenciones en lo que a mi persona se refiere. A la menor sospecha se me arrojaría al lago con una piedra al cuello, y si franqueaba el túnel sería en estado de cadáver y llevado por el mar descendente.
21 de Agosto.- Al día siguiente, el ingeniero Serko ha ido a reconocer el sitio en que convendría hacer el corredor, de forma que exteriormente no se pudiera sospechar su existencia. Después de minuciosas investigaciones, se ha decidido que la obra se efectuará en la pared del Norte, a diez metros antes de las primeras celdas de Bee-Hive. Deseo que este corredor esté terminado.
¡Quién sabe si no me servirá para mi fuga! De ser nadador, tal vez hubiera ya intentado evadirme por el túnel, puesto que conozco exactamente el lugar que ocupa su orificio.
En efecto: cuando la lucha de que el lago ha sido teatro, y al desnivelarse las aguas bajo el último rabotazo de la ballena, la parte superior de dicho orificio se ha descubierto un instante... ¿Es que no se descubre en las grandes mareas? Es necesario que me asegure de ello. En las épocas de plena y de luna nueva, cuando el mar llega al máximum de depresión, es posible que...
¿Para qué podrá servirme saberlo? Lo ignoro, pero no debo descuidar nada.
29 de Agosto.- Esta mañana asisto a la partida del barco submarino. Trátase, sin duda, del viaje a uno de los puertos de América para recoger los aparatos, que deben estar fabricados.
El Conde de Artigas habla algunos instantes con el ingeniero Serko, que, al parecer, no le acompaña, y al que supongo hace ciertas recomendaciones de las que yo pudiera ser objeto. Después de haber puesto el pie en la plataforma del aparato, desciende al interior acompañado del capitán Spada y de la tripulación de la Ebba. Cerrada la escotilla, sumérgese el barco, y un ligero estremecimiento turba por un instante la superficie de las aguas. Transcurren las horas, acábase el día, y puesto que el barco submarino no vuelve, deduzco que va a remolcar a la goleta durante este viaje, y tal vez a destruir los navíos que encuentre. Es probable que la ausencia de la goleta no dure mucho, y que una semana baste para el viaje de ida y vuelta.
Además, la Ebba tiene la probabilidad de ser favorecida por el tiempo, a juzgar por la calma atmosférica que reina en el interior de la caverna.
Estamos en buena estación, dada la latitud de las Bermudas. ¡Ah! ¡Si aprovechando la partida de Ker Karraje pudiera encontrar una salida al través de las paredes de mi prisión!
XIII
¡VE CON DIOS!
Del 29 de Agosto al 10 de Septiembre.- Han transcurrido trece días y la Ebba no ha vuelto aún. ¿No ha ido, pues, directamente a la costa americana, ¿Habrá pirateado a lo largo de Back-Cup? Paréceme, sin embargo, que Ker Karraje no debía preocuparse más que de traer los aparatos. Verdad que la fábrica de la Virginia puede no haber terminado la fabricación de los mismos.
El ingeniero Serko no parece demostrar ninguna impaciencia. Me hace siempre la acogida que se sabe, con su aire bonachón, del que no me fío. Afecta informarse del estado de mi salud, me recomienda la más completa resignación, me llama Alí-Baba, me asegura que en la superficie de la tierra no existe lugar más encantador que esta caverna de las Mil y una noches, que yo como, me visto, estoy alojado y tengo fuego, sin pagar un céntimo, y que ni los habitantes de Mónaco gozan una existencia, más libre de todo cuidado.
A veces, ante su charla irónica, siento que el rubor me sube al rostro. Acométeme la tentación de arrojarme al cuello de este burlón y estrangularle... Después me matarán... Y ¿qué importa? ¿No vale más acabar así, que estar condenado a vivir años y años en este infame Back-Cup? Al cabo, la razón recobra su imperio, y acabo por encogerme de hombros. A Tomás Roch apenas si le he visto durante los primeros días que han seguido a la partida de la Ebba. Encerrado en su laboratorio, se ocupa sin cesar de sus múltiples manipulaciones.
Suponiendo que utilice todas las sustancias puestas a su disposición, habrá con qué hacer saltar a Back-Cup y a las Bermudas. No abandono la esperanza de que no consentirá nunca entregar la composición del deflagrador, y que los esfuerzos del ingeniero Serko no conseguirán arrancarle este último secreto... ¿Se desvanecerá esta esperanza?
13 de Septiembre.- Hoy, con mis propios ojos, he podido hacer constar el poder del explosivo y observar al mismo tiempo de que manera se emplea el deflagrador.
Desde la mañana los hombres han dado principio al trabajo de agujerear la pared en el sitio escogido antes para establecer la comunicación con la base exterior del islote. Dirigidos por el ingeniero, los trabajadores han comenzado por atacar el pie de la muralla calcárea, extremadamente dura, podría ser comparada con el granito. Los primeros golpes han sido dados con el pico, vigorosamente manejado. De no emplear mas que este instrumento, el trabajo hubiera sido largo y penoso, puesto que la pared mide veinte o veinticinco metros de espesor en esta parte. Pero, gracias al Fulgurador Roch, será posible acabar este trabajo en un breve plazo.
Lo que he visto es para asombrarme. El agujereamiento de la pared, que el pico no abriría sin gran gasto de fuerza, se ha efectuado con una facilidad verdaderamente extraordinaria.
¡Sí! Algunos gramos de este explosivo bastan para reducir la masa rocosa a un polvo casi impalpable, que el menor soplo dispersa como un vapor. ¡Sí! Lo repito: la explosión de cinco o seis gramos produce una excavación de un metro cúbico, con un ruido seco que se puede comparar a la detonación de una pieza de artillería, debido a la formidable conmoción de las capas de aire.
La primera vez que se ha usado el explosivo, aunque empleado en una pequeñísima dosis, varios hombres que se encontraban cerca de la pared fue-ron
arrojados al suelo. Dos se levantaron gravemente heridos, y el mismo ingeniero Serko, lanzado a algunos pasos, sufrió fuertes contusiones.
He aquí cómo se opera con esta sustancia, cuya fuerza excede de todo lo que se ha inventado hasta el día. Se hace un agujero en sentido oblicuo en la roca de nos cinco centímetros de largo, en una sección de diez milímetros. Introdúcense en él algunos gramos del explosivo, y no es necesario ni obstruir el agujero con un taco.
Entonces interviene Tomás Roch. Lleva en la mano un pequeño estuche de cristal que contiene un líquido azulado, de aspecto aceitoso, pronto a coagularse desde que sufre el contacto del aire. Vierte una gota en el orificio del agujero, y se retira sin apresurarse mucho. Es preciso, en efecto, que transcurran unos treinta y cinco segundos para que se produzca la combinación del deflagrador y del explosivo; y cuando se produce, su poder es tal, que se puede creer ilimitado, y en todo caso millares de veces superior al de los explosivos actualmente conocidos. En estas condiciones, se concibe que el agujerear esta espesa pared será cuestión de unos ocho días.
19 de Septiembre.- Desde hace tiempo he observado que el fenómeno del flujo y reflujo, que se manifiesta muy sensiblemente al través del túnel submarino produce corrientes en sentido contrario dos veces cada veinticuatro horas. No es, pues, dudoso que un objeto flotante arrojado a la superficie del lago sea arrastrado fuera si el orificio del túnel se descubre en su parte superior. Este descubrimiento, ¿no llega a su punto más bajo en las mareas del equinoccio?.
Voy a poder asegurarme de ello, puesto que precisamente estamos en esta época. Pasado mañana es el 21 de Septiembre, y hoy he visto ya que el orificio dibujaba el extremo de su curva sobre la mar baja.
Ahora bien: si yo no puedo intentar el paso por el túnel, ¿acaso una botella arrojada al lago no tendría algunas probabilidades de pasar durante los últimos momentos de la marea? Y ¿por qué un azar-azar ultraprovidencial, convengo en ello-, no ha de hacer que esta botella sea recogida por algún navío que pasara por Back-Cup? ¿Por qué las corrientes no han de arrojarla a alguna playa de las Bermudas?
Y si esta botella contuviera un papel... Tal es la idea que me invade. Después se presentan las objeciones. Entro otras, ésta: la botella corre el riesgo de romperse, ya al atravesar el túnel, ya chocando contra los arrecifes exteriores, antes de llegar a buen sitio. Sí... Pero si es reemplazada por un barril, herméticamente cerrado, un tonelillo semejante a los que sostienen las redes de pesca, no correrá el mismo riesgo que la frágil botella, y tendrá probabilidades de llegar a pleno mar...
20 de Septiembre.- Esta tarde he entrado, sin ser visto, en uno de los almacenes donde están depositados diversos objetos provenientes del pillaje de los navíos, y he podido procurarme un tonelillo, muy conveniente para mi tentativa. Después de haber ocultado el tonelillo bajo mis vestidos, retorno a Bee-Hive, y sin perder un instante me pongo a la obra.
Papel, tinta, pluma: nada me falta, puesto que durante tres meses he podido apuntar diariamente las notas que quedan consignadas. Trazo sobre una hoja de papel las siguientes líneas: «Desde el 19 de Junio, después de un doble rapto efectuado el 15 del mismo mes, Tomás Roch y su guardián Gaydón, o sea el ingeniero francés Simón Hart, que ocupaban el pabellón 17 en Healthful-House, junto a New-Berne, Carolina del Norte, Estados Unidos de América, han sido llevados a bordo de la goleta Ebba, perteneciente al Conde de Artigas.
Actualmente ambos están encerrados en el interior de una caverna, que sirve de escondite al dicho Conde de Artigas, que es Ker Karraje, el pirata que operaba en otra época en los parajes del Oeste Pacífico, y a un centenar de hombres de que se compone la banda de este terrible malhechor. Cuando esté en posesión del Fulgurador Roch, de un poder, por así decirlo, ilimitado, Ker Karraje podrá continuar sus actos de piratería en condiciones de impunidad. De forma que es urgente que los Estados que tengan interés en ello destruyan su guarida en el plazo más breve posible.
La caverna en que se refugia el pirata Ker Karraje esta construida en el interior del islote de Back-Cup, que se considera equivocadamente como un volcán en erupción. Situado en la extremidad Oeste del archipiélago de las Bermudas, defendido por arrecifes en la parte Este, es franco al Sur, al Oeste y al Norte. La comunicación entre el exterior y el interior no es posible aún mas que por un túnel que se abre algunos metros más abajo de la superficie media de las aguas, al fondo de un estrecho paso al Oeste.
De modo que para penetrar en el interior de Back-Cup es preciso poseer un aparato submarino, por lo menos hasta que esté terminado el paso que se está abriendo por la parte Noroeste. E[ pirata Ker Karraje dispone de un aparato de este género, el mismo que el Conde de Artigas hizo construir, y que se creyó había perecido en sus experiencias de la bahía de Charleston.
Este barco se emplea, no sólo para entrar y salir por el túnel, sino también para remolcar la goleta y para atacar a los navíos de comercio que frecuentan los parajes de las Bermudas.
Esta goleta, la Ebba, bien conocida en el litoral del Oeste América, tiene por único puerto de amarra una ensenada al abrigo de las rocas, invisible viniendo del mar, y situada al Oeste del islote.
Lo más conveniente antes de desembarcar en Back-Cup, siendo preferible hacerlo por la parte del Oeste, donde estaban instalados en otra época los pescadores de las Bermudas, es procurar abrir una brecha en su pared con los más poderosos proyectiles de melinita. Tal vez esta brecha permita penetrar en el interior de Back-Cup.
Es también preciso prevenir el caso en que el Fulgurador Roch esté en condiciones de funcionar. Será posible que Ker Karraje, sorprendido por un ataque, le emplee para defender a Back-Cup. No se olvide que su poder excede a cuanto se ha imaginado hasta el día, mientras no se extienda más que sobre una zona de mil setecientos a mil ochocientos metros. En cuanto a la distancia de esta peligrosa zona, es variable; pero establecida la regla para el tiro, es difícil de modificar, y un navío que hubiera pasado dicha zona podría aproximarse impunemente al islote.
Este documento está escrito hoy 20 de Septiembre, a las ocho de la noche, y firmado con mi nombre.
“INGENIERO SIMÓN HART.”
Tal es la nota que acabo de redactar. Contiene cuanto yo tenía que decir respecto al islote, cuyo yacimiento está indicado en los mapas modernos, como en lo que se refiere a la defensa de Back-Cup, que Ker Karraje intentará tal vez, y a la importancia de obrar sin retraso.
Uno a la nota un plano de la caverna, indicando su forma interna, el lugar en que
se encuentra el lago, la disposición de Bee-Hive, el de la habitación de Ker Karraje, de mi celda y del laboratorio de Tomás Roch... Pero ¿será esta nota recogida por alguien?
Después de envolver este documento en un trozo de tela alquitranada, le coloco en el tonelillo cercado de hierro, y que mide unos quince centímetros de largo por ocho de ancho. Está en disposición de resistir los choques, ya durante la travesía del túnel, ya contra las rocas del exterior.
Cierto que, en vez de llegar a manos seguras, corre el riesgo de ser lanzado por la marea sobre las rocas del islote, y de que le encuentre la tripulación de la Ebba cuando ésta vuelva al fondo de la ensenada.
Si Ker Karraje se apodera de este documento, firmado con mi nombre y que revela el suyo, no tendré que preocuparme de los medios para huir de Back-Cup.
Llega la noche. Se comprende la impaciencia con que la he esperado.
Según mis cálculos, basados en operaciones precedentes, la marea baja debe producirse a las ocho y cuarenta y cinco, momento en que la parte superior del orificio se descubrirá unos cuarenta centímetros.
La altura entre la superficie de las aguas y la bóveda del túnel será más que suficiente para dar paso al tonelillo. Cuento además con enviarle media hora antes, a fin de que la corriente, que se propagará aún de fuera adentro, pueda arrastrarle.
A las ocho, en medio de la penumbra, abandono mi celda. Nadie hay en la ribera. Diríjome hacia la pared en que se abre el túnel. A la claridad de la última lámpara eléctrica encendida en este lado veo el orificio descubrir su arco superior y la corriente que toma esta dirección.
Después de descender por las rocas hasta el nivel del lago, arrojo el tonelillo que encierra el precioso documento, y con él toda mi esperanza.
-¡Vé con Dios!- he repetido.- ¡Ve con Dios!, como dicen nuestros marinos franceses.
El barrilito, inmóvil al principio, vuelve hacia la ribera impulsado por un remolino de agua. Me es preciso rechazarle con fuerza a fin de que la marea le arrastre. Hecho esto, en menos de veinte segundos desaparece por el túnel.
-Sí... ¡Ve con Dios! ¡Que el cielo te lleve! ¡Que Él proteja a todos los amenazados por Ker Karraje, y que esta banda de piratas no logre escapar al castigo de la justicia humana!
XIV
EL «SWORD» Y «EL TUG»
Durante esta noche, sin sueño, he seguido al barril con el pensamiento. ¡Cuántas veces me ha parecido verle chocar contra las rocas, detenerse en alguna excavación! Un sudor frío me invadía de pies a cabeza... Al fin, el túnel estaba franqueado; el tonelillo pasaba; la corriente le conducía a plena mar. ¡Dios mío! ¡Si el oleaje le volvía a la entrada, y después al interior de Back-Cup...! ¡Si al llegar el día yo le vería otra vez...!
Me levanto al amanecer, y me encamino a la ribera... Observo... Ningún objeto flota en las tranquilas aguas del lago.
En los días siguientes se ha continuado el trabajo del perforamiento del corredor en las condiciones sabidas. El ingeniero Serko hace saltar la última roca a las cuatro de la tarde del 23 de Septiembre.
La comunicación está hecha; consiste en un es-trecho pasadizo, para pasar por el cual es preciso encorvarse; pero esto basta. En la parte exterior, el orificio se pierde en medio de los escombros del litoral, y será fácil obstruirle si fuera necesario hacerlo.
Claro es que desde este día el pasadizo va a ser severamente guardado. Nadie, sin estar autorizado para ello, podrá pasar por allí, ni para penetrar en la caverna ni para salir de ella... Es, pues, imposible escapar por este sitio.
25 de Septiembre.- Hoy por la mañana, el barco submarino ha subido de la profundidad del lago a la superficie. El Conde de Artigas, el capitán Spada y la tripulación de la goleta acostan en el muelle. Procédese al desembarco de las mercancías conducidas a bordo de la Ebba. Veo cierto número de sacos que contienen provisiones, cajas de conservas, toneles de vino y de aguardiente, y además varios fardos destinados a Tomás Roch.
Al mismo tiempo los hombres colocan en tierra diversas piezas de maquinaria que afectan la forma de discos.
Tomás Roch presencia el desembarco de estos objetos. Su mirada brilla con extraordinario fuego.
Después de haber cogido una de estas piezas, la examina y mueve la cabeza con señales de satisfacción. Noto que su alegría no estalla en palabras in-coherentes,
que ya no es el antiguo pensionista de Healthful-House. Me pregunto si lo que se creía locura incurable no habrá desaparecido radicalmente.
Al fin, Tomás Roch se embarca en la canoa destinada al servicio del lago, y el ingeniero Serko le acompaña a su laboratorio. En una hora todo el cargamento del barco submarino ha sido transportado a la otra orilla.
Ker Karraje no ha cambiado más que algunas palabras con el ingeniero Serko. Por la tarde se han reunido y han conversado extensamente, paseando por delante de Bee-Hive. Terminada la conferencia, se han dirigido al pasadizo y penetrado en él, seguidos por el capitán Spada. ¡Que no pueda yo entrar tras ellos! ¡Que no pueda salir a respirar, aunque sólo fuera por un instante, el aire vivificador del Atlántico, del que Back-Cup no recibe, por así decirlo, más que débiles bocanadas!
Del 26 de Septiembre al 10 de Octubre.- Han transcurrido quince días. Bajo la dirección del ingeniero Serko y de Tomás Roch se ha trabajado en el ajuste de las piezas. Después se han ocupado en el montaje de los soportes de lanzamiento. Son sencillos caballetes, provistos de canalones, cuya inclinación es variable y que será fácil instalar a bordo de la Ebba y hasta sobre la Plataforma del barco submarino cuando esté a flor de agua. ¡De forma que Ker Karraje va a ser dueño del Océano nada más que con su goleta! ¡Ningún navío de guerra podrá atravesar la zona peligrosa que dejará la Ebba! ¡Ah! ¡Si al menos mi documento hubiera sido recogido! ¡Si se conociese este escondite de Back-Cup, sería fácil, si no destruirle, evitar al menos su avituallamiento!
20 de Octubre.- Con extrema sorpresa, esta mañana no he visto al barco submarino en su sitio de costumbre. Recuerdo que el día anterior se han renovado los elementos de sus pilas, pero creí que era para tenerlas en este estado. Si ahora que el nuevo pasadizo está abierto ha partido, sin duda se trata de alguna expedición de piratería por estos parajes.
En efecto, nada falta ya en Back-Cup de las piezas y sustancias que necesita Tomás Roch. Entretanto, estamos en la estación del equinoccio. El mar de las Bermudas es turbado por frecuentes tormentas. Los huracanes se desencadenan con extraordinaria violencia, lo que se conoce en los violentos golpes de viento que bajan por el cráter de Back-Cup, y en los torbellinos de vapor, mezclados con lluvia que llenan la vasta caverna, y también en la agitación de las aguas del lago, que cubren de es-puma las rocas de las riberas.
Pero ¿es cierto que la goleta haya abandonado la ensenada de Back-Cup? ¿No es un barco muy débil-aun con la ayuda de su remolcador- para afrontar mares tan irritados?
Por otra parte, ¿cómo admitir que el barco submarino,- por mas que no debe temer el oleaje, puesto que encuentra la calma de las aguas a algunos metros más abajo de la superficie,- haya emprendido un viaje sin acompañar a la goleta? No sé a qué causa atribuir esta partida del aparato submarino; partida que va a prolongarse, pues no ha vuelto en el día.
Esta vez el ingeniero Serko ha quedado en Back-Cup. Ker Karraje, el capitán Spada y los tripulantes del barco submarino y de la Ebba han abandonado el islote.
La existencia continúa en su habitual monotonía. Yo paso horas enteras en el fondo de mi celda, meditando, esperando, desesperando, uniéndome por un lazo, que adelgaza de día en día, a aquel barrilillo abandonado al capricho de las corrientes..., y redactando estas notas, que para nada me servirán probablemente.
Tomás Roch permanece todo el día ocupado en su laboratorio; supongo que en la fabricación de su deflagrador. Sigo aferrado a la idea de que no querrá vender a ningún precio el secreto de la composición de este líquido. Pero también sé que no dudará en poner su invento al servicio de Ker Karraje.
Me encuentro frecuentemente con el ingeniero Serko cuando mis paseos me llevan por los alrededores de Bee-Hive. Este hombre se muestra siempre dispuesto a conversar conmigo... con el tono de una impertinente ligereza, es verdad.
Hablamos de varias cosas; muy rara vez de mi situación, a propósito de la cual son inútiles las re-criminaciones, pues me producirían nuevas burlas por su parte.
22 de Octubre.- Hoy he creído deber preguntar al ingeniero Serko si la goleta se había dado al mar con el barco submarino.
-Sí, señor Hart- me ha respondido-, y aunque el tiempo sea detestable, nada hay que temer por nuestra querida Ebba.
-¿Se prolongará mucho su ausencia?
-La esperamos dentro de dos días. Es el último viaje el que Conde de Artigas se ha decidido a emprender antes que las tormentas del invierno hagan estos parajes impracticables en absoluto.
-¿Viaje de placer... o de negocios?
El ingeniero Serko me responde sonriendo:
-¡Viaje de negocios, señor Hart, viaje de negocios! En el momento actual, nuestros aparatos están terminados, y en cuanto vuelva el buen tiempo no tendremos más que tomar la ofensiva...
-Contra los desdichados navíos...
-¡Tan desdichados como ricamente cargados!
-¡Actos de piratería, cuya impunidad espero que no os esté siempre asegurada!- exclamo.
-¡Cálmese usted, mi querido colega, cálmese usted!... Sabe usted que nadie descubrirá nunca el escondite de Back-Cup. ¡Nadie podrá revelar el secreto! Además, con esos aparatos de tan fácil manejo y de potencia tan terrible, nos será fácil destruir todo navío que pase en cierta extensión del islote.
-A condición de que Tomás Roch os haya vendido la composición de su deflagrador como os ha vendido la de su Fulgurador.
-Esto es positivo, señor Hart. No tenga usted inquietud por esto.
De esta categórica respuesta deduciría que la desgracia estaba consumada, si la duda que se notaba en su voz no indicara que no había que dar gran fe a la afirmación del ingeniero Serko.
25 de Octubre.- ¡Me, ha ocurrido una aventura que me ha podido costar la vida! Es milagroso que hoy pueda volver a escribir estas notas, interrumpidas durante cuarenta y ocho horas. ¡Con un poco de suerte, yo estaría libre en alguno de los puertos de las Bermudas, San Jorge o Hamilton! El misterio de Back-Cup sería conocido.
La goleta señalada a todas las naciones no podría mostrarse en ningún puerto,
y el avituallamiento de Back-Cup se haría imposible ¡Los bandidos de Ker Karraje serían condenados a morir de hambre! He aquí lo que ha sucedido: La noche del 23 de Octubre, a las ocho, había yo abandonado mi celda en un estado indefinible de agitación, como si presintiera un suceso grave y próximo.
En vano había pedido un poco de calma al sueño. Desesperado de dormir, salí... Fuera de Back-Cup debía hacer muy mal tiempo. El huracán `penetraba por el cráter y agitaba las aguas del lago. Dirigíme por el ribazo de Bee-Hive... Nadie había allí a aquella hora. La temperatura era bastante baja; la atmósfera húmeda. Todos los hombres estaban en el interior de sus celdas.
Uno solo guardaba el orificio del nuevo paso, por más que, por ex-ceso de precaución, estuviese obstruido en la parte del litoral. Desde el sitio que ocupaba no podía este hombre distinguir las riberas. Sólo brillaban dos lámparas eléctricas en las orillas derecha e izquierda del lago, de forma que la oscuridad era siempre
profunda en los pilares.
Caminaba yo entre la sombra, cuando veo que un hombre pasa junto a mí.
Reconozco a Tomás Roch. Este no se fija en mí. Caminaba lentamente, absorto
en sus reflexiones, como de costumbre, la imaginación siempre en tensión, el espíritu trabajando de continuo.
Se me ofrece una ocasión favorable para hablarle y hacerle conocer lo que seguramente ignora, pues él debe ignorar en qué manos ha caído. No puede sospechar que el Conde de Artigas es el pirata Ker Karraje. No sospecha a qué bandido ha entregado una parte de su invento. Es preciso que sepa que jamás disfrutará los millones que le han pagado... Invocaré sus sentimientos de humanidad, le hablaré de las desgracias de que será responsable si no guarda sus últimos secretos.
En estas cavilaciones estaba, cuando me siento vivamente cogido por la espalda. Dos hombres me sujetaban los brazos... Otro se puso ante mí. Quiero gritar.
-¡Ni un grito!-me dice este hombre, que se expresaba en inglés.-¿No es usted Simón Hart?
-¿Cómo sabe usted......
-Le he visto salir de su celda.
-¿Quién es usted?
-El teniente Davón, de la marina británica, oficial a bordo del Standard, en escala en las Bermudas. La emoción me ha impedido contestar.
-Venimos a arrancarle a usted de manos de Ker Karraje, y a llevar con usted al inventor francés Tomás Roch- añade el teniente Davón.
-¿Tomás Roch?- he balbuceado.
-Sí... El documento firmado por usted ha sido recogido en San Jorge.
-En un barrilillo...; un barrilillo que he lanzado a este lago.
-Y que contiene los datos por los que hemos sabido que el islote de Back-Cup servía de refugio a
Ker Karraje y a su banda... Ker Karraje, el falso Conde de Artigas, el autor del doble rapto de Heal-thful- House.
-¡Ah!...Teniente Davón... Ahora, no hay instante que perder... Es preciso aprovechar la obscuridad.
-Una sola palabra... ¿Cómo han podido ustedes penetrar en el interior de Back-Cup?
-Por medio de un barco submarino, el Sword, que desde hace seis meses estaba de experiencias en San Jorge .
-¿Un barco submarino?
-Sí..., que nos espera al pie de estas rocas.
-¡Allí!... ¡Allí!... -he repetido.
-Señor Hart, ¿dónde se encuentra el barco submarino de Ker Karraje?
-Hace tres semanas que ha partido. -¿No está Ker Karraje en Back-Cup?
-En este momento no; pero se le espera quizás dentro de algunas horas.
-¿Qué importa?- responde el teniente Davón.-No se trata de Ker Karraje, sino de Tomás Roch. Tenemos la misión de llevárnoslo con usted. El Sword no abandonará este lago sin que estén ustedes ambos a bordo. Si no vuelve a San Jorge, esto significará que ha tenido mal éxito en su empresa... y se empezará de nuevo.
-¿Dónde está el Sword?
-En este lado, entre las sombras de esas rocas, donde no se puede notar su presencia. Gracias a las indicaciones de usted, mi tripulación y yo hemos reconocido la entrada del túnel submarino. El Sword le ha franqueado con toda felicidad. Hace diez minutos que ha subido a la superficie del lago. Dos de mis hombres me han acompañado a este ribazo. Le he visto a usted salir de la celda indicada en su plano. ¿Sabe usted dónde está ahora Tomás Roch? -A algunos pasos de aquí. Acaba de pasar en dirección a su laboratorio. -Entonces, ¡bendito sea Dios, señor Hart!
-Sí, ¡bendito sea, teniente Davón! Éste, los dos hombres y yo, tomamos el sendero que rodea el lago. Apenas nos hemos alejado unos diez metros, veo a Tomás Roch.
En un instante se arrojan sobre él, le amordazan antes que pueda arrojar un grito, le atan antes que pueda hacer movimiento alguno, y se le transporta al pie de la roca donde está amarrado el Sword.
Era éste una embarcación submarina de unas doce toneladas y, por consecuencia, de dimensiones y poder muy inferiores al barco submarino de Ker Karraje. Dos dínamos movidos por acumuladores, cargados doce horas antes en el puerto de San Jorge, imprimían el movimiento a su hélice.
De todas formas, el Sword debía bastar para hacernos salir de nuestra prisión y devolvernos la libertad... ¡La libertad, que yo creía perdida para siempre! Al fin, Tomás Roch iba a ser arrancado de manos del pirata Ker Karraje y del ingeniero Serko. Estos malvados no podrán utilizar su invento.
Y nada impedirá a los navíos acercarse al islote, efectuar un desembarco, forzar la entrada del pasadizo... y apoderarse de los piratas. Mientras los dos hombres transportan a Tomás Roch al sitio en que espera el Sword, a nadie hemos encontrado. Bajamos al interior; ciérrase la escotilla...; los compartimientos están llenos... El Sword se sumerge... ¡Estamos salvados!
El Sword, dividido en tres secciones por medio de tabiques que no dejan paso al agua, está dispuesto del siguiente modo: la primera sección, que contiene los acumuladores y la maquinaria, se extiende desde el bao principal hasta la popa. La segunda, la del piloto, ocupa la parte media de la embarcación, y sobre ella hay un periscopio con cristales lenticulares, de donde parten los rayos de un globo eléctrico que permite orientarse bajo las aguas. La tercera ocupa la proa, y es en la que Tomás Roch y yo es-tamos encerrados.
Hay que advertir que mi compañero, libre de la mordaza, continúa atado, y dudo que tenga conciencia de lo que le pasa. Nos apresuramos a partir, con la esperanza de llegar a San Jorge la misma noche si no había obstáculo.
Después de traspasar la puerta, que cerré de nuevo, me reuní al teniente Davón, que estaba junto al timonel.
En el compartimiento de popa, otros tres hombres, entre ellos el maquinista, esperaban las órdenes del teniente para poner el propulsor en movimiento.
-Teniente Davón- dije yo entonces-, he pensado que no hay ningún inconveniente en dejar solo a Tomás Roch... Si puedo servirles a ustedes de algo
para llegar al orificio del túnel...
-Sí... Quédese usted aquí, señor Hart.
Eran las ocho y treinta y siete, exactamente. Los rayos eléctricos lanzados al través del periscopio alumbraban vagamente las aguas en las que se mantenía el Sword. A partir del ribazo junto al que estaba, sería preciso atravesar el lago en toda su extensión. Encontrar el orificio del túnel sería, cierta-mente, una dificultad no invencible. Era imposible que se nos descubriera. Franqueado el túnel con pequeña velocidad, evitando chocar, el Sword subiría a la superficie, tomando rumbo hacia San Jorge.
-¿A qué profundidad estamos?- pregunté al teniente.
-A cuatro metros cincuenta.
-No es preciso sumergirse más- dije.- Según lo que he observado durante la gran marea del equinoccio, debemos estar en la línea del túnel.
-¡All right!- responde Davón.
Sí: ¡All right! Me parece que la Providencia pronuncia estas palabras por boca del oficial. ¡Realmente, no ha podido escoger agente más propio para cumplir su voluntad!
Miro al teniente a la luz del globo... Es un hombre de treinta años, frío, flemático, de fisonomía enérgica. El oficial inglés con toda su impasibilidad natural. No aparece más emocionado que si estuviera a bordo del Standard operando con extraordinaria sangre fría y con la precisión de una máquina, por así decirlo. -Al atravesar el túnel- me dice-, he calculado su extensión en unos cuarenta metros.
- Sí...; de un extremo a otro..., unos cuarenta me-tros... Esta cifra debe ser exacta, puesto que el pasadizo abierto al nivel del litoral no mide más que unos treinta metros.
Se da orden al maquinista de impulsar la hélice. El Sword avanza con lentitud extraordinaria por temor a un choque contra el ribazo. A veces se aproximaba lo bastante para que una masa negruzca se dibujase al fondo de la luz proyectada
por el globo eléctrico. Un golpe de timón rectificaba entonces la dirección ¡Si el conducir un barco submarino en plena mar es operación difícil..., cuánto más lo es en las aguas de este lago!
Después de cinco minutos le marcha, el Sword no había enfocado el orificio del túnel. En este instante digo:
-Teniente Davón, tal vez lo más prudente sería volver a la superficie, a fin de reconocer mejor la pared en que se encuentra el orificio.
-Esa es mi opinión, señor Hart, si puede usted indicar exactamente el sitio.
-Sí puedo.
- Bien.
Por prudencia se corta la corriente del globo eléctrico, y el agua queda obscura. A la orden que recibe el maquinista pone en función las bombas, y el Sword, sube poco a poco a la superficie del agua.
Yo permanezco en mi sitio para indicar la posición al través de los vidrios del periscopio. Al fin el Sword detiene su movimiento ascensional y queda emergente un pie.
Por esta parte, a la luz de la lámpara del ribazo, reconozco la pared de Bee-Hive.
-¿Qué opina usted?- me pregunta Davón. -Estamos muy al Norte. El orificio se encuentra en la parte Oeste de la caverna.
-¿No hay nadie en el ribazo?
-Nadie.
-Mas vale así, Señor Hart. Vamos a permanecer a flor de agua. Cuando el Sword esté ante la pared se deslizará...
Era el mejor partido, y el piloto pone al Sword en la misma línea del túnel, después de alejarse del ribazo, al que se había aproximado mucho.
El timón fue enderezado ligeramente, y, arrastrado por su hélice, el aparato se puso en buena dirección.
Cuando no estamos más que a unos diez metros, mando parar. Interrumpida la corriente, el Sword se detiene, llena sus compartimientos de agua y se sumerge
con lentitud. Se enciende el globo eléctrico, designando en la parte sombría de la pared una especie de círculo negro que no refleja los rayos eléctricos.
- ¡Allí!... ¡Allí!... ¡El túnel! -exclamo.
No era ésta la puerta por la que iba a escapar? ¿No era la libertad lo que me esperaba al otro lado?
El Sword se dirige dulcemente hacia el orificio.
¡Ah! ¡Terrible trance! ¿Cómo he podido resistir este golpe? ¿Cómo mi corazón no se ha hecho pedazos? Una luz vaga aparecía entre las profundidades del túnel, a una distancia menor de veinte metros...
Esta luz, que avanzaba hacia nosotros, no podía ser
sino la proyectada por el barco submarino de Ker Karraje.
-¡El tug!- exclamo.- ¡El tug, que vuelve a Back-Cup!
-¡Máquina atrás!-ordenó el teniente Davón. Y el Sword retrocede en el instante en que iba a penetrar en el túnel.
Tal vez nos quedaba alguna probabilidad de escapar, pues rápidamente Davón ha extinguido la luz y es posible que ni el capitán Spada ni ninguno de sus compañeros hubiesen notado la presencia del Sword.
Tal vez apartándose dará paso al tug... Tal vez su obscura masa se confundirá con las bajas capas del lago. ¿Pasará el tug sin verle? La hélice del Sword se mueve en sentido contrario, con lo que hemos retrocedido hacia la parte Sur del ribazo. Algunos instantes más, y el Sword no tendrá más que detenerse...
¡No! El Sword había sido visto. El capitán Spada había reconocido la presencia de un barco submarino dispuesto a penetrar en el túnel. Preparábase a perseguirle en las aguas del lago...; y ¿qué podría esta débil embarcación contra el poderoso aparato de Ker Karraje?
Entonces me dice el teniente Davón:
-Vuelva usted al compartimiento donde se encuentra Tomás Roch. Cierre usted la puerta. Yo voy a cerrar la del compartimiento de popa. Gracias a sus tabiques, es posible que el Sword se sostenga entre dos aguas.
Después de estrechar la mano del teniente, que conserva toda su sangre fría ante el peligro, vuelvo a proa, donde se encuentra Tomás Roch. Cierro la puerta, y espero en una obscuridad completa. Entonces tengo el sentimiento, la impresión más bien, de las maniobras del Sword para escapar a la persecución del tug..., de sus giros, sus inmersiones... Tan pronto evolucionaba bruscamente para evitar un choque, como subía a la superficie o se sumergía hasta lo más profundo del lago. ¿Se comprende lo que sería esta lucha entre dos aparatos submarinos, evolucionando bajo estas aguas agitadas, como dos monstruos marinos de desigual poder?
Transcurrieron algunos minutos. Yo me preguntaba si no se había suspendido la persecución... Si el Sword había podido al fin lanzarse al través del túnel.
Se produjo un choque... Parecióme no haber sido muy violento... Pero no puedo hacerme ilusiones...
Era que el Sword acababa de ser abordado por estribor. Tal vez haya resistido su casco de acero... Y aun en caso contrario, tal vez el agua no haya invadido más que alguno de los compartimientos.
Casi en seguida, un segundo choque hace rebotar al Sword, con extraordinaria violencia esta vez, como si fuera levantado por el tug, contra el que se aferra, por así decirlo. Después siento que se endereza y se va a pique, bajo la sobrecarga de agua que llena su compartimiento de popa. Bruscamente, sin poder sujetarnos, Tomás Roch y yo caemos uno sobre otro... Después de un último choque que produce el ruido de la cubierta desgarrada, el Sword va a fondo y permanece inmóvil.
¿Qué ha pasado luego? Nada puedo decir de ello por haber perdido el conocimiento. Acabo de saber que han transcurrido largas horas... Todo lo que recuerdo es que mi último pensamiento ha sido éste:
“Si muero, al menos que Tomás Roch y su secreto
mueran conmigo... ¡y los piratas de Back-Cup
no escaparán al castigo de sus crímenes”
XV
EN ESPERA
Al recobrar mis sentidos noto que estoy extendido sobre el lecho de mi celda, donde parece que reposo desde hace treinta horas.
No estoy solo. El ingeniero Serko se encuentra a mi lado. Ha hecho que me prodigasen los cuidados que mi situación requería, y me ha cuidado él mismo, supongo que no como a un amigo, sino como a un hombre del que se esperan indispensables explicaciones, presto a desembarazarse de él si el interés común lo exige.
Bastante débil todavía, me sería imposible dar un paso. Poco ha faltado para que fuera víctima de la asfixia en el fondo del estrecho compartimiento del Sword, al hundirse éste. ¿Estoy en situación de responder a las preguntas que el ingeniero Serko arde en deseos de dirigirme, y que se relacionan con la pasada aventura?
Sí...; pero guardaré una reserva extrema. Ante todo, me pregunto qué habrá sido del teniente Davón y de la tripulación del Sword. ¿Habrán perecido en el choque estos valientes ingleses? ¿Estarán sanos y salvos como nosotros? Pues supongo que Tomás Roch ha sobrevivido. La primera pregunta que el ingeniero Serko me
dirige es la siguiente:
-Explíqueme usted lo que ha pasado, señor Hart.
-¿Y Tomás Roch?- he preguntado a mi vez.
-En perfecto estado de salud... ¿Qué ha pasa-do?- insiste con imperio.
-Ante todo, dígame usted qué ha sido de... los otros.
-¿Qué otros?- responde Serko, cuyos ojos me miran de mala manera.
-Los hombres que se han arrojado sobre mí y sobre Tomás Roch; los que nos han amordazado..., arrastrado..., encerrado... no sé en dónde. El mejor partido que puedo tomar es sostener que he sido víctima de una sorpresa aquella noche,
de una brusca agresión, en la que no he tenido tiempo de reconocer a los autores.
-Esos hombres...- responde el ingeniero Serko.-Ya sabrá usted cómo ha terminado el asunto para ellos... Pero antes quiero saber cómo han pasado las cosas.
En el amenazador tono de su voz al hacerme la pregunta por tercera vez, comprendo las sospechas de que soy objeto. Y no obstante, para poder acusarme de estar en relaciones con el exterior, preciso sería que el barrilillo que contiene el documento que dejo transcrito hubiera caído en manos de Ker Karraje, cosa que no es posible, puesto que ha sido recogido por las autoridades de las Bermudas. Así, pues, la acusación no tendría nada serio a mis ojos.
Limítome, pues, a contar que la víspera, a eso de las ocho de la noche, me paseaba por el ribazo, después de haber visto a Tomás Roch que se dirigía a su laboratorio, cuando tres hombres me sujetaron por la espalda. Amordazáronme, vendaron mis ojos y me sentí arrastrado, y descendido después por una especie de agujero con otra persona, en cuyos gemidos creí reconocer a mi antiguo pensionista.
Pensé que estábamos a bordo de un aparato flotante, y, naturalmente, que éste debía ser el tug, ya de vuelta. Parecióme luego que el aparato se hundía en las aguas. Un choque me arrojó al fondo del mismo... Faltóme el aire, y, finalmente, perdí el conocimiento.
Esto era cuanto sabía.
El ingeniero Serko me escucha con profunda atención, la mirada dura, el ceño adusto...
Y, sin embargo, nada le autoriza a pensar que yo no digo verdad.
-¿Pretende usted que tres hombres se han arrojado sobre ustedes?- me pregunta.
-Sí..., y he creído que eran gente de ustedes... Pero no los he visto aproximarse...
¿Quienes fueron?
-Extranjeros que usted ha debido conocer por su idioma.
-No han hablado.
-¿No sospecha usted su nacionalidad?
-No.
-¿Ignora usted cuáles eran sus intenciones al penetrar en la caverna?
-Lo ignoro.
-Y ¿cuál ha sido la idea de usted?
-¿Mi idea, señor Serko? Repito que he creído que algunos de los piratas habían recibido el encargo de arrojarnos en el lago por orden del Conde de Artigas..., y que iban a hacer otro tanto con Tomás Roch..., pues poseedores de todos sus secretos-como usted me ha dicho,-no les quedaba a ustedes más que librarse de él y de mí...
-¡Verdaderamente, señor Hart, que ha podido usted tener esa idea!-responde el ingeniero Serko sin tomar su tono burlón.
-Sí...: pero ella no ha persistido cuando, al quitarme la venda que cubría mis ojos, he visto que se me había arrojado a uno de los compartimientos del tug...
-No era el tug, sino otro barco del mismo género que se ha introducido por el túnel.
-¿Un barco submarino?- he exclamado.
-Sí...; tripulado por hombres encargados de apoderarse de usted y de Tomás Roch.
-¡Apoderarse de nosotros!- digo sin dejar de fingir asombro.
-Y- añade el ingeniero Serko- le pregunto a usted qué es lo que piensa de esto.
-¿Lo que yo pienso? No encuentro más que una explicación: de no ser conocido el secreto de este retiro- y no alcanzo cómo pudiera ser esto, ni qué imprudencia han podido ustedes cometer-, mi opinión es que- ese barco submarino, que haría experiencias en estos parajes, ha descubierto por casualidad el orificio del túnel, que ha seguido por él, subiendo después a la superficie, y que su tripulación, muy sorprendida de encontrarse en el interior de una caverna que encerraba cierto número de habitantes, se ha apoderado de los primeros que ha encontrado..., de Tomás Roch..., de mí..., tal vez de otros...; pero ignoro...
El ingeniero Serko está muy serio. ¿Sospecha que sé más y no lo quiero decir? Sea lo que sea, parece aceptar mi respuesta, y añade:
-Efectivamente, señor Hart; así han debido pasar las cosas, y cuando el barco extranjero ha querido volver a atravesar el túnel, el tug salía de éste, y se ha efectuado un choque del que el primero ha sido víctima. Pero no somos nosotros gente que dejemos perecer a nuestros semejantes... Por otra parte, la desaparición de usted y de Tomás Roch era conocida..., y preciso era salvar a cualquier precio dos vidas tan preciosas... Nos hemos puesto a la tarea... Entre nosotros hay habilísimos buzos... Han descendido al fondo del lago...Han pasado una amarra bajo el casco del Sword...
-¿Del Sword...
-Es el nombre que hemos leído en la proa del barco al ser subido a la superficie. ¡Qué satisfacción la nuestra cuando les hemos encontrado a ustedes, sin sentido, es verdad, pero respirando aún..., y cuando les hemos vuelto a la vida!... ¡Por desgracia, respecto al oficial que mandaba el Sword, y a la tripulación de éste, nuestros esfuerzos han sido inútiles! El choque había agujereado el compartimiento de popa que ellos ocupaban, y han pagado con su vida este desdichado hecho..., debido únicamente a la casualidad, como usted dice, de haber invadido nuestro misterioso escondite.
Al saber la muerte del teniente Davón y de sus compañeros, se me ha oprimido el corazón. Pero para permanecer fiel a mi papel, como si fueran gentes que yo no conocía, me ha sido preciso contenerme. Lo esencial es no dar motivo de sospechar connivencia, entre el oficial del Sword y yo.
¿Quién sabe si el ingeniero Serko atribuye el caso al azar, y si no tiene razones para admitir, provisionalmente al menos, la explicación que yo he imaginado?
En fin, esta inesperada ocasión de recobrar mi libertad se ha perdido. ¿Volverá a presentarse? Por lo menos, puesto que el documento escrito por mí está en manos de las autoridades inglesas del archipiélago, ya saben éstas a qué atenerse respecto al pirata Ker Karraje. El Sword no volverá a las Bermudas, y no hay que dudar que se intentarán nuevos esfuerzos contra Back-Cup, donde yo no estaría ya prisionero, a no ser por la mala ventura de nuestro encuentro con el tug.
He y vuelto a mi vida de costumbre, y no habiendo inspirado desconfianza zlguna, sigo siendo libre de ir y venir a mi antojo por el interior de la caverna.
Esta última aventura no ha tenido malas consecuencias para Tomás Roch. Cuidados inteligentes le han salvado, como a mí. En toda la plenitud de sus facultades intelectuales, ha vuelto a su trabajo, y pasa días enteros en su laboratorio. La Ebba ha traído en su último viaje fardos, cajones, gran cantidad de objetos, de provisiones diversas, de lo que deduzco que en el curso de esta última campaña varios barcos han sido entregados al pillaje.
En lo que concierne al establecimiento de los caballetes, el trabajo se sigue activamente. El número de las piezas se eleva a cincuenta. Si Ker Karraje y el ingeniero Serko se ven en el caso de defender a Back-Cup, tres o cuatro bastarán para garantir la seguridad del último, pues cubren una zona en la que ningún navío podrá penetrar sin ser destrozado.
Pienso que van a poner a Back-Cup en estado de defensa después de haberse hecho las siguientes re-flexiones: “Si la aparición del Sword en las aguas del lago ha sido sólo efecto del azar, en nada ha cambiado nuestra situación, y ninguna potencia, ni aun Inglaterra, tendrá el pensamiento de ir a buscar el Sword, bajo el caparazón del islote. Si al contrario, por efecto de una incomprensible revelación se sabe que Back-Cup es el refugio del pirata Ker Karraje, y la expedición del Sword ha sido una primera tentativa contra el islote, débese esperar una segunda en condiciones diferentes, ya en forma de ataque a distancia, ya en forma de desembarco.
Así, pues, antes que hayamos abandonado a Back-Cup llevándonos nuestras riquezas, es preciso emplear el Fulgurador Roch para la defensiva.”
En mi opinión, este razonamiento ha debido ser llevado muy lejos, y estos malhechores se habrán dicho:
“¿Existe alguna relación entre esta revelación, de cualquier forma que haya sido hecha, y el doble rapto de Healthful-House? ¿Se sabe que Tomás Roch y su guardián están encerrados en Back-Cup? ¿Se sabe que el rapto se ha efectuado en provecho del pirata Ker Karraje? Americanos, ingleses, franceses, rusos, alemanes, ¿temen que todo ataque dirigido contra Back-Cup sea ineficaz?”
Suponiendo que todo esto sea conocido, y por grandes que sean los peligros, Ker Karraje ha debido comprender que no se retrocederá. Un interés de primer orden, un deber público y de humanidad, exige el destrozo de su escondrijo. Después de haber infestado los mares del Oeste Pacífico, el pirata y sus cómplices infestan ahora los parajes del Oeste Atlántico... ¡A cualquier precio es preciso destruir-los!
En todo caso, y con sólo tener en cuenta la hipótesis de que Back-Cup esté señalado como un escondite, una incesante vigilancia se impone a los que le ocupan. Así es que, a partir de este día, se organiza del modo más severo. Gracias al pasadizo, y sin necesidad de franquear el túnel, los piratas pueden vigilar incesantemente el exterior. Ocultos entre las rocas bajas del litoral, observan noche y día los diversos puntos del horizonte, relevándose por la mañana y por la tarde en escuadras de doce hombres.
Todo navío que aparezca, toda embarcación que se aproxime, serán vistos en seguida. Nada de nuevo ocurre durante unos días, que se suceden con una desesperante monotonía. En realidad, se comprende que Back-Cup no goza de la seguridad de otra época. A cada momento se teme oír el grito de «¡alerta!», lanzado por los vigías del litoral. ¡La situación no es ya la misma que la de antes
de la llegada del Sword! ¡Valiente Davón, valientes tripulantes, que Inglaterra, que los Estados civiliza-dos no olviden nunca que habéis sacrificado vuestras vidas por la causa de la humanidad! Es evidente que ahora, por muy poderosos que sean sus medios de defensa, Ker Karraje, el ingeniero Serko y el capitán Spada son presa de grandes temores, que en vano tratan de ocultar.
Celebran frecuentes conciliábulos. Tal vez tratan la cuestión de abandonar a Back-Cup llevándose sus riquezas; pues si el escondite es conocido, se sabrá reducirle aunque sea por hambre.
Ignoro lo que hay de cierto en este asunto; pero lo esencial es que no se sospeche que he lanzado por el túnel el barrilillo tan providencialmente recogido en las Bermudas. El ingeniero Serko no me ha hecho alusión alguna al caso. No, no soy sospechoso. En caso contrario, conozco bastante el carácter del Conde de Artigas, para tener la seguridad de que me hubiera enviado a reunirme en el abismo con el teniente Davón y los tripulantes del Sword.
Estos parajes son visitados diariamente por las grandes tempestades del invierno. Los turbiones de aire que se propagan entre los pilares producen soberbias sonoridades, como si la caverna fuese la caja de música de un gigantesco instrumento. Estos mugidos son tales a veces, que cubrirían el ruido de la detonación de una artillería de escuadra. Gran número de pájaros marinos, huyendo de la tormenta, penetran en el interior, y durante los raros momentos de calma me aturden con sus graznidos.
Es presumible que con tan mal tiempo la goleta no podrá darse al mar, lo que, por otra parte, importa poco, pues en Back-Cup hay provisiones para toda la estación. Pienso también que el Conde de Artigas no se apresurará ahora a ir a pasear su Ebba por el litoral americano, donde correría el riesgo de ser recibido, no como un rico sino como merece el pirata Ker Karraje.
Si la aparición del Sword ha sido el principio de una campaña contra el islote, denunciado a la vindicta pública, se presenta una cuestión de extraordinaria gravedad para el porvenir de Back-Cup; y un día, con gran prudencia, a fin de no excitar sospechas, me atrevo a tantear al ingeniero Serko acerca de este punto.
Estábamos cerca del laboratorio de Tomás Roch. Después de conversar algunos instantes, el ingeniero Serko me habla de nuevo de la extraordinaria aparición de un barco submarino de nacionalidad inglesa en las aguas del lago. Esta vez me parece inclinarse a la hipótesis de que se trataba quizás de una tentativa contra la banda de Ker Karraje.
-No lo creo yo así- he respondido, a fin de llegar al punto que quería.
-Y ¿por qué?
-Porque, de ser conocido vuestro escondite, ya se hubiera intentado un nuevo esfuerzo, si no para penetrar en la caverna, por lo menos para destruirá
Back-Cup.
-¡Destruirle!- exclama el ingeniero Serko.- ¡Destruirle! Muy peligroso sería eso con los medios de defensa de que disponemos ahora.
-Eso se ignora, señor Serko.
Ni en el antiguo ni en el nuevo continente se sabe que el rapto de Healthful-House haya sido efectuado en provecho vuestro, y que hayáis obtenido el secreto del invento de Tomás Roch.
El ingeniero Serko no responde nada a esta observación,
que realmente no tiene réplica.
Yo añado:
-De forma que una escuadra enviada por las potencias marítimas interesadas en la destrucción de este islote, no vacilaría en aproximarse y lanzar sobre él sus proyectiles. Y puesto que tal cosa no ha sucedido hasta la fecha, es que no debe suceder y que nada se sabe de lo que concierne a Ker Karraje. Y... esta hipótesis es la más feliz para vosotros.
-¡Sea!- responde él.- ¡Lo que ha de ser, será! Que se sepa o no, si se acercan navíos de guerra a cuatro o cinco millas del islote, serán destrozados antes de hacer uso de las piezas.
-¡Sea!- digo yo a mi vez.- ¿Y después? -¿Después?... ¡La probabilidad de que otros no se atreverán a correr el mismo peligro!
-¡Sea también! Pero esos navíos os atacarán fuera de la zona peligrosa; y, por otra parte, la Ebba no podrá volver a los puertos que antes frecuentaba el Conde de Artigas, y ¿cómo proveeréis de víveres el islote?
El ingeniero Serko guarda silencio.
Esta pregunta, que ya ha debido preocuparle, carece de respuesta, y yo supongo que los piratas piensan en abandonar a Back-Cup. Sin embargo, no queriendo dejar sin respuesta mis observaciones, dice:
-Siempre nos quedará el tug, y lo que la Ebba no pueda hacer lo hará él.
-¡E1 tug! Si se conocen los secretos de Ker Karraje, ¿es admisible que no se conozca también la existencia del barco submarino del Conde de Artigas? El ingeniero Serko me lanza una mirada sospechosa.
-Señor Hart- dice-, me parece que lleva usted muy lejos sus deducciones.
-¿Yo, señor Serko?
-Sí..., y encuentro que habla usted de esto como hombre que sabe más de lo conveniente.
Esta observación me detiene. Es evidente que con mi argumentación arriesgo dar que pensar que he podido tomar parte en los últimos sucesos. Los ojos del ingeniero Serko se clavan implacablemente en mí..., me agujerean el cráneo, registran en mi cerebro...
Sin embargo, no pierdo nada de mi sangre fría, y con tranquilo tono respondo:
-Señor Serko, por oficio y por gusto estoy acostumbrado a razonar sobre todas las cosas. Por esto le he comunicado el resultado de mis razonamientos, que puede usted o no tener en cuenta, como le plazca.
Después de esto nos separamos. Tal vez por mi falta de reserva he inspirado sospechas que me será muy difícil disipar.
De la mencionada conversación deduzco, un precioso dato: que la zona del Fulgurador Roch, prohibida a los barcos, está establecida entre cuatro y cinco millas... Tal vez en la segunda marea del equinoccio, otro documento en otro barrilillo... Verdad que antes de que el orificio del túnel se descubra con la mar baja hay que aguardar largos meses... Y además..., la segunda tentativa, ¿resultará
como la primera?
El mal tiempo continúa. Los huracanes son más violentos que nunca, lo que es propio al período invernal de las Bermudas. ¿Es quizás el estado del mar lo que retrasa una segunda campaña contra Back-Cup? Sin embargo, el teniente Davón me había afirmado que, de no resultar su expedición, de no dar la vuelta el Sword a San Jorge, la tentativa se-ría repetida en diferentes condiciones.
Es preciso que la obra de justicia se cumpla más pronto o más tarde y ocasione la destrucción completa de Back-Cup..., ¡aunque yo no sobreviva a tal destrucción! ¡Ah!... ¡Que no pueda salir a respirar, aunque sólo fuera por un instante, el aire vivificante del ex-terior!
¡Que no me sea permitido arrojar una mirada al lejano horizonte de las Bermudas! Toda mi vida se concentra en este deseo: franquear el pasadizo, llegar al litoral, ocultarme entre las rocas... ¡Quién sabe si no sería yo el primero que advirtiera la humareda de una escuadra en dirección al islote!
Por desgracia, tal proyecto es irrealizable, puesto que los guardianes del pasadizo permanecen en su puesto, en los dos extremos de aquel, por día y noche.
Nadie puede penetrar en él sin la autorización del ingeniero Serko. De intentarlo, me vería amenazado de perder la libertad, de no andar a mi antojo por el interior de la caverna... y hasta de otra cosa peor.
Desde nuestra última conversación me parece que el ingeniero Serko ha cambiado de actitud en lo que a mí se refiere. Su mirada, hasta entonces burlona, se ha hecho desconfiada, sospechosa, inquisitorial, ¡tan dura como la de Ker Karraje!
17 de Noviembre.- Hoy por la tarde, en Bee-Hive se produce una gran agitación. La gente se lanza fuera de sus celdas... ¡Por todas partes estallan gritos! Me arrojo del lecho y salgo apresuradamente.
Los piratas corren hacia el pasadizo, a la entrada del cual se encuentran Ker Karraje, el ingeniero Serko, el capitán Spada, el contramaestre Effrondat, el maquinista Gibson y el malayo que sirve al Conde de Artigas.
No tardo en averiguar la causa del tumulto, pues los vigías acaban de entrar lanzando el grito de alarma.
Hacia el Noroeste son señalados varios navíos; barcos de guerra que marchan a todo vapor en dirección de Back-Cup.
XVI
ALGUNAS HORAS MÁS
¡Qué efecto produce en mí esta noticia, y qué in-definible emoción causa en mi alma! Conozco que el desenlace de esta situación se aproxima. ¡Tal vez es el que reclaman la civilización y la humanidad!
Hasta el presente he redactado mis notas día por día. Es preciso que las tenga al corriente hora por hora, minuto por minuto. ¿Quién sabe si el último secreto de Tomás Roch no va a serme revelado, y si no tendré tiempo de consignarle aquí? Si perezco en el ataque, ¡quiera Dios que sobre mi cadáver se encuentre la relación de los cinco meses que he pasado en la caverna de Back-Cup!
Ker Karraje, el ingeniero Serko, el capitán Spada y algunos otros de sus compañeros se han colocado en la base exterior del islote. ¡Qué no daría yo por-que me fuera posible seguirlos, agazaparme entre las rocas y observar los navíos señalados!
Una hora después todos vuelven a Bee-Hive, después de haber dejado unos veinte hombres vigilando. Como en esta época los días son ya de corta duración, nada hay que temer hasta el siguiente día. Desde el momento que no se trata de un desembarco, y en el estado de defensa en que los asaltantes deben suponer a Back-Cup, es inadmisible que puedan pensar en un ataque por la noche.
Hasta ésta se ha trabajado en disponer los caballetes sobre diversos puntos del litoral. Hay seis, que han sido transportados por el pasadizo a los lugares elegidos de antemano.
Hecho esto, el ingeniero Serko se reúne con Tomás Roch en el laboratorio. ¿Quiere, pues, ponerle al corriente de lo que pasa..., hacerle saber que una escuadra a la vista de Back-Cup, decirle que su Fulgurador va a servir para defender el islote?
Lo cierto es que unas cincuenta piezas cargadas con varios kilogramos del explosivo y de la materia que les asegura una trayectoria superior a la de todo otro proyectil, están prestos a hacer su obra de destrucción. Respecto al líquido el deflagrador, Tomás Roch ha fabricado cierto número de tubos, y demasiado sé que no rehusará su concurso a los piratas de Ker Karraje.
Durante estos preparativos llega la noche. Una semiobscuridad reina en el interior de la caverna, pues no se han encendido más lámparas que las de Bee-Hive.
Vuelvo a mi celda, pues tengo interés en mostrarme lo menos posible. ¿No revivirán las sospechas que he inspirado al ingeniero Serko con la aproximación de la escuadra a Back-Cup? Pero los navíos, ¿conservarán esta dirección? ¿No van a pasar a lo largo de las Bermudas y a desaparecer en el horizonte? Esta duda se ha presentado a mí espíritu por un momento... No...No. Según dice el capitán Spada, los barcos han quedado a la vista del islote.
¿A qué nación pertenecen? Los ingleses, deseosos de vengar la destrucción del Sword, ¿han tomado sobre sí toda la carga de la expedición? ¿Se han unido a ellos cruceros de otras naciones? Nada sé...¡Me es imposible saber nada! Pero ¿qué importa? ¡Lo principal es que este antro sea destruído, aunque yo perezca entre sus ruinas, como han perecido el heroico oficial Davón y su valiente tripulación!
Los preparativos de defensa se siguen con sangre fría y método bajo la vigilancia del ingeniero Serko. Es evidente que los piratas creen tener la seguridad de destrozar a los asaltantes en cuanto entren en la zona peligrosa. Su confianza en el Fulgurador Roch es absoluta. Con la idea feroz de que los navíos nada pueden contra ellos, no piensan ni en las dificultades ni en las amenazas para el porvenir.
Según supongo, los caballetes han debido ser colocados en la parte Noroeste del litoral, y los canalones, dispuestos para enviar los proyectiles en las direcciones Noroeste y Sur.
Ya se sabe que la parte Este del islote está protegida por los arrecifes que se prolongan por el lado de las primeras Bermudas. A las nueve me atrevo a salir de mi celda. No se fijará nadie en mí, y tal vez pasaré inadvertido en medio de la obscuridad... ¡Ah! ¡Si consiguiese introducirme por el corredor, ganar el litoral, ocultarme tras de alguna roca, estar allí al amanecer! Y ¿por qué no he de conseguirlo, ahora que Ker Karraje, el ingeniero Serko, el capitán Spada y los piratas están fuera?...
En este momento el ribazo del lago se halla desierto, pero la entrada del pasadizo está guardada por el malayo del Conde de Artigas. Salgo, y sin idea precisa me encamino al laboratorio de Tomás Roch.
Mi pensamiento está reconcentrado en mi compatriota. Reflexionando en ello, me inclino a creer que ignora la presencia de una escuadra en las aguas de Back-Cup. Hasta el último momento, sin duda, el ingeniero Serko no le pondrá frente a su venganza.
Entonces me acomete la idea de hacer conocer a Tomás Roch la responsabilidad de sus actos, de re-velarle en este momento supremo quiénes son los hombres que quieren hacerle concurrir a sus criminales proyectos. Sí... Lo intentaré. ¡Tal vez haga vibrar la cuerda del patriotismo en el fondo de este espíritu rebelado contra la injusticia humana!
Tomás Roch está encerrado en su laboratorio y debe hallarse solo, pues nunca admite a nadie mientras prepara las sustancias del deflagrador. Me dirijo hacia allá, y al pasar junto al ribazo noto que el tug está en su lugar de costumbre. Llegado a este sitio, creo prudente deslizarme entre la primera hilera de los pilares fin de ganar lateralmente el laboratorio, lo que me permitirá ver si hay alguien con Tomás Roch.
Desde que me hundo bajo los arcos sombríos aparece ante mí la vivísima luz del laboratorio, que proyecta sus rayos por una estrecha ventana. Excepto en esta parte, la ribera meridional está obscura, mientras que en la parte opuesta, Bee-Hive está en parte alumbrado hasta la pared del Norte. En la abertura superior de la bóveda, sobre el obscuro lago, brillan algunas resplandecientes estrellas.
El cielo está puro, la tempestad se ha apaciguado y el huracán no penetra ya en el interior de Back-Cup. llego junto al laboratorio, me deslizo a lo largo de la pared, y después de alzarme hasta la vidriera, veo a Tomás Roch.
Está solo. Su cabeza está vivamente iluminada, sus facciones contraídas, y el pliegue de su frente más hondo; su rostro denota una tranquilidad perfecta, una plena posesión de sí mismo. ¡No! No es ya el pensionista del pabellón 17, el loco de Heal-thful- House, y me pregunto si no está radicalmente curado, si no hay ya temor de que su razón se extinga en una última crisis.
Tomás Roch acaba de colocar sobre una mesa dos tubitos de cristal, y tiene otro en la mano. Al exponerle a la luz de la lámpara, observo la limpieza del líquido que encierra.
Por un instante me acomete la idea de precipitarme en el laboratorio, de coger estos tubos y hacerlos pedazos... Pero ¿no tendrá él tiempo de fabricar otros? Lo mejor es limitarme a mi antiguo proyecto.
Abro la puerta, entro y digo:
-¡Tomás Roch! No me ha visto ni oído.
-¡Tomás Roch!- repito. Levanta la cabeza, se vuelve, me mira.
-¡Ah! ¿Es usted, Simón Hart?- responde con tranquilo tono, casi indiferente. Conoce mi nombre. El ingeniero Serko se lo habrá dicho.
-¿Sabe usted... - digo.
-Como sé el objeto que se proponía usted al convertirse en mi guardián. Tenía usted la esperanza de sorprender un secreto por el que se ha rehusado pagar el justo precio.
Tomás Roch no ignora nada, y tal vez esto es preferible en atención a lo que quiero manifestarle.
-Y bien, Simón Hart, no ha conseguido usted lo que se proponía- añade- agitando el tubo de cristal-, en lo que se refiere a esto... Ni nadie tampoco, ni
nadie lo conseguirá.
Tomás Roch, como yo esperaba, no ha dado,
pues, a conocer la composición de su deflagrador.
Después de haberle mirado frente a frente, yo respondo:
-Sabe usted quién soy...; pero ¿sabe usted entre quién está?
-¡Estoy en mi casa!- exclama.
-¡Sí! Ker Karraje lo ha hecho creer esto. En Back-Cup, el inventor está en su casa. Las riquezas acumuladas en aquella caverna loe pertenecen. Si se ataca a Back-Cup, es para robarle lo su-yo... ¡Y él lo defenderá! ¡Tiene el derecho de defenderlo!
-Tomás Roch- digo-, escuche usted.
-¿Qué tiene usted que decirme?
-Esta caverna, a la que ambos hemos sido arrastrados, está ocupada por una banda de piratas. No me deja terminar, ni aun sé si me ha comprendido, y exclama con violencia:
-Le repito a usted que los tesoros almacenados aquí son el precio de mi invento. Me pertenecen. Se me ha dado por el Fulgurador Roch lo que yo pedía, lo que en todas partes se me ha rehusado, hasta en mi país... que es el de usted, y no dejaré que me despojen de lo mío.
¿Qué responder a estas insensatas afirmaciones? Sin embargo, continúo diciendo:
-Tomás Roch, ¿ha conservado usted el recuerdo de Healthful-House?
-¡Healthful-House..., donde se me había encerrado, después de haber dado al guardián Gaydón el encargo de espiar mis menores palabras, de robarme mi secreto!...
-No he pensado nunca en robar a usted el beneficio de ese secreto... No hubiera aceptado tal misión.
Pero usted estaba enfermo..., su razón amenazada... Era menester que tal invento no se perdiera.
Sí... ¡Si usted... le hubiera revelado en una de sus crisis, usted hubiera conservado todo el beneficio y todo el honor del mismo!
-¡Honor y beneficio!- responde con desdén.- ¡Se e dice algo tarde! Usted olvida que se me ha encerrado ajo pretexto de locura. Sí..., ¡pretexto! Pues jamás me ha abandonado la razón ni por un momento..., y bien lo ve usted por todo lo que he hecho desde que estoy libre!
-¡Libre!... ¿Se cree usted libre? ¡Entre las paredes de esta caverna está usted tan encerrado como entre los muros de Healthful-House!
-El hombre que está en su casa- replica Tomás Roch, con voz que la cólera empieza a agitar-, sale cuando quiere y como quiere. Con una palabra que diga, todas las puertas se abren ante mí. ¡Esta es mi casa! ¡El Conde de Artigas me la ha cedido con todo cuanto contiene! ¡Desgraciados los que la ataquen!
¡Tengo aquí con qué aniquilarlos, Simón Hart! Y al hablar así, el inventor agita febrilmente el tubo de cristal que tiene en la mano. Yo exclamo entonces:
-¡El Conde de Artigas le ha engañado a usted como a tantos otros! Bajo- ese nombre se oculta uno de los más terribles bandidos de cuantos han asolado los mares del Pacífico y del Atlántico. ¡Es un bandido cargado de crímenes, es el odioso Ker Karraje!
-¡Ker Karraje!- repite Tomás Roch. Me pregunto si este nombre no le produce cierta impresión, si no recuerda las hazañas del que le lleva. En todo caso, observo que la impresión se desvanece en seguida.
-No conozco a ese Ker Karraje- dice Tomás Roch extendiendo el brazo hacia la puerta, como indicándome que salga.
-No conozco más que al Conde de Artigas.
-Tomás Roch- digo haciendo un último esfuerzo-, el Conde de Artigas y Ker Karraje son la misma persona. Si le ha comprado a usted su secreto, es con el objeto de asegurar la impunidad de sus crímenes, la facilidad para cometer otros nuevos... Sí... es el jefe de estos piratas.
-Los piratas- interrumpe Tomás Roch, cuya agitación va en aumento-, los piratas son los que se atreven a amenazarme hasta en este escondite, como ha sucedido con el Sword, pues todo me lo ha contado Serko...; los que han querido robarme en mi casa lo que me pertenece..., el justo precio de mi descubrimiento.
-No, Tomás Roch, son los que le han aprisionado a usted en la caverna de Back-Cup, los que van a emplear el genio de usted en defensa propia, los que se desembarazarán de usted cuando estén en plena posesión de sus secretos.
A estas palabras, Tomás Roch me interrumpe.
No parece entender nada de lo que le digo. Sigue su propia idea, no la mía, esa obsesionante idea de venganza, hábilmente explotada por el ingeniero Serko, y en la que se concentra todo su odio.
-Los bandidos- dice- son los que me han rechazado sin querer oírme, los que me han colmado de injusticias, los que me han hundido bajo el peso de su desdén, los que me han lanzado de país en país, cuando yo les llevaba la superioridad, la invencibilidad, el poder absoluto.
Sí. La eterna historia del inventor al que no se quiere escuchar, y al que los indiferentes o los envidiosos rehúsan los medios para experimentar sus inventos, y no se los compran al precio que él estima. La conozco, y nada ignoro de las exageraciones que con este motivo se han escrito.
Realmente, no es este oportuno momento para discutir con Tomás Roch. Comprendo que mis argumentos no hacen fuerza alguna sobre aquel alma agitada, sobre aquel corazón al que las decepciones han llenado de odio, sobre aquel desdichado juguete de Ker Karraje y de los cómplices de éste. Revelándole
el verdadero nombre del Conde de Artigas, denunciándole aquella banda, y a su jefe, esperaba arrancarle a su influencia, mostrarle el objeto criminal al que se le llevaba..
¡Me he engañado! ¡Él no me cree! Y además... Artigas o Ker Karraje, ¿qué importa? ¿No es él, Tomás Roch, el dueño de Back-Cup? ¿No es el poseedor de las riquezas alma-cenadas durante veinte años de asesinatos y rapiña?
Vencido ante tal degeneración moral, y sin saber a qué sitio tocar en aquella naturaleza ulcerada, retrocedo poco a poco hacia la puerta del laboratorio.
No me queda más que retirarme. Lo que debe cumplirse se cumplirá, puesto que no está la en mi mano impedir el terrible desenlace del que sólo algunas horas nos separan.
Tomás Roch parece haber olvidado que yo me encuentro allí, como ha olvidado toda nuestra conversación.
Ha vuelto a sus manipulaciones sin cuidarse de que no estaba solo.
No hay más que un medio para evitar la inminente catástrofe: arrojarme sobre Tomás Roch, golpearle, matarle. ¡Sí, matarle! Es mi derecho. Es mi deber. No tengo armas, pero sobre la mesa veo unas herramientas: un cuchillo, un martillo.
¿Qué me impide aplastar la cabeza del inventor? Los navíos podrán aproximarse, desembarcar sus hombres en Back-Cup, demoler el islote a cañonazos. Ker Karraje y sus cómplices serán destruidos. Ante una muerte que traerá el castigo de tantos crímenes, ¿puedo yo dudar?.
Me dirijo hacia la mesa. Allí hay un cuchillo de acero. Voy a cogerle. Tomás Roch se vuelve. Es demasiado tarde. Se entablaría una lucha. La lucha significa el ruido. Se oirían los gritos. Aun hay algunos piratas por aquel lado. Oigo sus pasos. No
tengo más tiempo que el preciso para huir si no quiero ser sorprendido.
Por última vez intento despertar en el inventor el sentimiento de la patria, y le digo:
-Los navíos están a la vista. Vienen para destruir esta cueva de bandidos. Tal vez alguno de ellos trae el pabellón de Francia.
Tomás Roch me mira. No sabía que Back-Cup iba a ser atacado, y acaba de saberlo por mí. Frunce el ceño. Su mirada se ilumina.
-Tomás Roch, ¿se atreverá usted a disparar contra el pabellón de su país... el pabellón tricolor?
Tomás Roch levanta la cabeza, la sacude nerviosamente. Después hace un gesto de desdén.
-¡Qué!, ¿Su patria...
-¡Yo no tengo patria, Simón Hart! -exclama- ¡El inventor rechazado no tiene patria! ¡Allí donde encuentra asilo está su país! ¿Pretenden apoderarse de lo mío?... ¡Voy a defenderlo! Y ¡desgraciados de los que se atrevan a atacarme!
Después, precipitándose a la puerta del laboratorio, la abre con violencia y repito con voz tan poderosa, que se debe de oír en el ribazo de Bee-Hive:
-¡Salga usted! ¡Salga usted!
No tengo un minuto que perder, y huyo.
XVII
UNO CONTRA CINCO
Durante una hora he vagado bajo los obscuros arcos de Back-Cup hasta el límite de la caverna. Este es el sitio en el que tantas veces he buscado un agujero por el que deslizarme, sin ser visto, hasta el litoral del islote. Mis pesquisas han sido inútiles.
Al presente, en el estado en que me encuentro, víctima de indefinibles alucinaciones, antójaseme que estas paredes se espesan más, que los muros de mi prisión se estrechan lentamente y van a aplastarme.
¿Cuánto tiempo ha durado esta turbación de mi cerebro? No podría decirlo.
Ahora me encuentro en la parte de Bee-Hive, frente a mi celda, donde no puedo esperar ni des-canso ni sueño. ¡Dormir cuando se es víctima de esta excitación cerebral! ¡Dormir cuando toco al término de una situación que amenazaba prolongarse durante largos años! Pero ¿cuál será el desenlace en lo que a mí se refiere? ¿Qué debo esperar del ataque preparado contra Back-Cup? Los proyectiles de Tomás Roch están prestos para ser lanzados en el momento en que los barcos penetren la zona peligrosa, y sin necesidad de ser tocados se hundirán en el abismo.
Sea de esto lo que sea, estoy condenado a pasar en el fondo de mi celda las últimas horas de la noche.
Es llegado el momento de volver a ella. Cuando amanezca, yo veré lo que conviene hacer. ¿Acaso sé si esta noche el Fulgurador Roch no disparará contra
los barcos antes de que éstos puedan intentar nada contra el islote?
En este instante lanzo una última mirada a los al-rededores de Bee-Hive. En el lado opuesto brilla una luz, una sola, la del laboratorio, que se refleja en las aguas del lago. Las orillas están desiertas. En el muelle no hay nadie. Pienso que a esta hora Bee-Hive debe de estar abandonado, y que los piratas han ido a ocupar
su sitio de combate.
Entonces, arrastrado por irresistible instinto, en lugar de entrar en mi celda, me deslizo por la pared, escuchando, espiando, presto a esconderme si oigo ruido de pasos o de voces. Llego ante el orificio del túnel.
¡Dios poderoso! Nadie guarda este sitio. El paso está libre.
Sin tomarme tiempo para reflexionar, me lanzo por el obscuro agujero. Sigo por él tactando la pared. Bien pronto un aire más fresco me acaricia el rostro; el aire salino, el aire del mar, ese aire que no he respirado desde hace cinco meses, y que aspiro ahora con ansia.
El otro extremo del corredor se corta sobre un cielo estrellado. Ninguna sombra le obstruye. Tal vez voy a poder salir de Back-Cup. Después de echarme, me arrastro lentamente, sin ruido; al llegar junto al orificio, miro... ¡Nadie! ¡Nadie! Rasando la base del islote hacia el Este, por la parte que los arrecifes hacen inabordable, y que no debe de ser vigilada, llego ante una estrecha excavación, precisamente al pie del arco natural que forma el asa de la «taza al revés».
En fin: estoy fuera de la caverna, no libre, pero esto es un principio de libertad.
Desde este sitio veo al Oeste una de las cimas de Back-Cup proyectada en el mar, sobre la que se destaca la silueta de algunos veleros. El cielo está puro, y las constelaciones brillan con el resplandor intenso de las frías noches de invierno. En el horizonte, hacia el Noroeste, formando una línea luminosa, se muestran los fuegos de posición de los navíos.
En dirección de Levante, diversas manchas blanquecinas... Pienso que deben ser las cinco de la mañana.
18 de Noviembre.- Ya la claridad es suficiente, y voy a poder completar mis notas refiriendo los detalles de mi visita al laboratorio de Tomás Roch. ¡Las últimas líneas que tal vez va a trazar mi mano! Comienzo a escribir, y a medida que los incidentes se produzcan durante el ataque, los apuntaré en mi cartera.
El ligero y húmedo vapor que cubre el mar no tarda en disiparse al soplo de la brisa. Al fin distingo los navíos señalados.
Son éstos cinco, y están colocados en hilera, a distancia de cinco o seis millas, y, por consiguiente, fuera de la zona peligrosa.
Se ha disipado uno de mis temores, el de que estos barcos, después de pasar a la vista de las Bermudas, continuasen su ruta hacia los parajes de las Antillas y de Méjico. ¡No! Están allí, inmóviles, en espera del pleno día para atacar a Back-Cup.
En este instante se produce algún, movimiento en el litoral. Tres o cuatro piratas surgen de entre las últimas rocas... Toda la banda está allí. No ha buscado abrigo en el interior de la caverna, sabiendo que los barcos no pueden aproximarse lo suficiente para que los proyectiles de sus piezas toquen al islote.
En el fondo de la fragosidad en que estoy hundido hasta la cabeza, no corro el riego de ser visto, y no es de presumir que nadie venga por este lado.
Podría, no obstante, ocurrir que el ingeniero Serko, o cualquier otro, quisiera asegurarse de que yo estaba en mi celda. Pero ¿qué se puede temer de mí? A las siete y veinticinco, Ker Karraje, el ingeniero Serko y el Capitán Spada se dirigen a la extremidad de la punta, y desde ella observan el horizonte en la parte del Noroeste. Tras ellos están colocados los seis caballetes que sostienen los proyectiles auto-propulsivos. Después de ser inflamados por el deflagrador, partirán, describiendo una larga trayectoria, hasta la zona en que su explosión conmoverá la atmósfera.
A las siete y treinta y cinco vense algunas huma-redas por encima de los navíos, que se disponen a aparejar. Horribles gritos de alegría, rugidos de bestias feroces,
son lanzados por esta horda de bandidos. En este momento el ingeniero Serko se separa de Ker Karraje, que queda con el capitán Spada, y se dirige hacia la entrada del corredor, a fin de entrar en la caverna. Seguramente va en busca de Tomás Roch.
Cuando Ker Karraje le ordene disparar contra los navíos, ¿recordará Tomás Roch lo que le he dicho? ¿No le aparecerá su crimen en todo su horror? ¿Se negará a obedecer? No... ¿Por qué hacerse ilusiones? El inventor, ¿no está en su
casa? El lo ha repetido... Lo cree así... Se le va a atacar... ¡Se defiende! Entretanto, los cinco barcos marchan a pequeña velocidad en dirección del islote. Tal vez se tiene la idea de que Tomás Roch no ha entregado su último secreto a los piratas de Back-Cup, cosa que, en efecto, no había hecho el día en que yo arrojé el barril a las aguas del lago.
Y si los que mandan los barcos tienen la intención de desembarcar en el islote, si sus navíos penetran en la zona peligrosa, ¡bien pronto no quedarán más que restos informes en la superficie del mar!.....Aparece Tomás Roch acompañado del ingeniero Serko.
Al salir del corredor, ambos se dirigen hacia el caballete colocado en dirección del navío que va a la cabeza. En este sitio les esperaban Ker Karraje y el capitán Spada. Por lo que puedo juzgar, Tomás Roch está tranquilo. Saben lo que va a hacer. ¡Ninguna duda turbará el alma de este desdichado, al que perturba el odio!
Entre sus dedos brilla uno de los tubitos de cristal que contiene el líquido del deflagrador. Dirige sus miradas hacia el navío que está más próximo, y que se encuentra a distancia de unas cinco o seis millas.
Es un crucero de medianas dimensiones; dos mil quinientas toneladas a lo más.
El pabellón no esta izado; pero por su construcción me parece que el navío es de una nacionalidad no muy simpática a Francia. Los otros cuatro barcos están detrás. Esté crucero tiene la misión de comenzar el ataque contra el islote...
¡Que dispare, pues... toda vez que los piratas dejan que se aproxime, aunque el primero de sus proyectiles mate a Tomás Roch!
Mientras el ingeniero Serko mide con precisión la marcha del crucero, Tomás Roch se coloca ante el caballete: sostiene éste tres aparatos cargados con el explosivo, a los que la materia del deflagrador asegurará una larga trayectoria, sin que sea necesario imprimirles movimiento giratorio, como el inventor Turpín lo hizo para sus proyectiles giroscópicos. Además, basta que estallen a algunos centenares de metros del barco para que éste se hunda.
Llega el momento...
-¡Tomás Roch!- exclama el ingeniero Serko.
Y señala con el dedo el crucero, que se dirige lentamente hacia la punta Noroeste del islote, y se encuentra a una distancia de cuatro a cinco millas. Tomás Roch hace un signo afirmativo, e indica con un gesto que quiere estar solo ante el caballete.
Ker Karraje, el capitán Spada y los demás retroceden unos cincuenta pasos... Entonces Tomás Roch destapa el tubo que tiene en la mano y vierte sucesivamente sobre los tres proyectiles, por una abertura que éstos tienen, algunas gotas del líquido... Transcurren cuarenta y cinco segundos..., tiempo preciso para que la combinación se efectúe; cuarenta y cinco segundos, durante los cuales parece que mi corazón ha cesado de palpitar...
Un espantoso silbido desgarra el aire. Los tres proyectiles describen una ancha curva, suben a cien metros en el espacio y pasan el crucero.
¿Han fallado, pues?
¡No! Efecto prodigioso: es-tos proyectiles, a modo del proyectil discoideo de
mi compatriota el comandante de artillería Chapel, vuelven sobre ellos mismos... Casi en seguida, el espacio es sacudido con una violencia comparable a la de un polvorín de melinita o dinamita que explotase
Las bajas capas atmosféricas son empujadas hasta el islote, que tiembla sobre su base...
Yo miro...
El crucero ha desaparecido, hecho pedazos, roto por el fondo; el efecto ha sido el mismo que el que produce la bala Zalinski, pero centuplicado por el infinito poder del Fulgurador Roch.
¡Qué vociferaciones lanzan estos bandidos!
Se precipitan hacia la extremidad de la punta, mientras que Ker Karraje, el ingeniero Serko y el capitán Spada, inmóviles, apenas pueden dar crédito a lo que ven por sus propios ojos.
Tomás Roch está allí, con los brazos cruzados, la mirada viva, el rostro transfigurado por un extraño resplandor.
Si los otros navíos se aproximan, correrán la misma suerte del crucero.
Pues bien...: aunque mi última esperanza debe desaparecer con ellos, que huyan, que vuelvan a alta mar, que abandonen un ataque inútil...
Las naciones se unirán para proceder a la destrucción del islote...
Se cercará a Back-Cup, y los piratas morirán de hambre como bestias feroces en su antro.
Pero yo sé que un navío de guerra no retrocede, ni aun corriendo a una destrucción segura. Estos no dudarán en ir uno tras otro al ataque, aunque deban
ser hundidos en las profundidades del Océano. Efectivamente. Múltiples señales se cambian de bordo a bordo. Casi en seguida el horizonte se en- negrece con una humareda más espesa, impulsada por el viento del Noroeste, y los cuatro navíos se ponen en marcha.
El uno avanza ante los demás, con prisa de estar a distancia para hacer fuego.
Yo, a todo riesgo, salgo de mi escondite... Miro con ojos febriles... Espero una segunda catástrofe, que no puedo impedir.
El navío es un crucero de un tonelaje. Casi igual al que le había precedido. No ostenta ningún pabellón, y no puedo reconocer a qué nación pertenece. Es evidente que fuerza su máquina a fin de franquear la zona peligrosa antes que nuevos proyectiles sean lanzados. Pero pudiendo tomarle por la espalda, ¿cómo escapará a su poder destructivo?
El ingeniero Serko se ha aproximado a Tomás Roch, y está ante el segundo caballete en el momento en que el navío pasa por la superficie del abismo que ha devorado al primer crucero... y que va a devorarle a él.
Nada turba el profundo silencio del espacio... De repente, el tambor redobla a bordo del crucero...La música llega hasta mí... La reconozco... Es francesa. ¡Gran Dios! ¡Es un barco de mi país el que se ha adelantado a los otros! ¡Y un inventor francés va a destrozarle! ¡No! ¡No será! Voy a lanzarme sobre Tomás Roch... ¡a gritarle que es un barco francés! El no le ha reconocido... Le reconocerá... En este momento, a una señal del ingeniero Serko, Tomás Roch levanta su mano, en la que tiene el tubo de cristal.
Entonces, el repique se hace más vibrante... Es el saludo al pabellón que se despliega..., el pabellón tricolor, en el que el azul, el blanco y el rojo se des-tacan
luminosamente en el cielo.
¡Ah! ¿Qué pasa? ¡Comprendo! ¡La vista de su pabellón nacional ha fascinado a Tomás Roch! Su brazo se baja lentamente a medida que el pabellón sube... Después retrocede..., se cubre el rostro con las manos, como para no ver los pliegues de la bandera...
¡ Cielo divino! ¿No se ha extinguido, pues, en él todo sentimiento patriótico? ¡Mi emoción no es menor que la suya!... A riesgo de ser visto, y ¿qué me importa? me arrastro por entre las rocas... Quiero estar junto a Tomás Roch para sostenerle, para impedir que desfallezca... Aunque me cueste la vida, yo le hablaré por última vez de su patria... Yo le diré:
-Francés... ¡el pabellón que está enarbolado en ese navío, es el pabellón francés! ¡Es un pedazo de Francia que se acerca! Francés, ¿serás tan criminal que dispares contra él?
Pero mi intervención no será necesaria. Tomás Roch no es víctima de una de esas crisis que le hacían caer por tierra en otra época. Es dueño de sí mismo.
Al verse frente al pabellón... ha comprendido...
Retrocede...
Algunos piratas se aproximan a fin de conducirle ante el caballete... Los rechaza... Se resiste.
Acuden Ker Karraje y el ingeniero Serko... Le muestran el navío, que avanza rápidamente... Le ordenan que lance sus proyectiles... Es inútil. El capitán Spada y los otros, en el colmo del furor, le amenazan, le insultan... Pretenden arrancarle
el tubo... Tomás Roch le arroja al suelo y le rompe con el pie...
¡Qué espanto se apodera entonces de aquellos criminales! El crucero ha franqueado la zona... No podrán destruirlo ni responder a los proyectiles que empiezan a caer sobre el islote, cuya rocas vuelan...
¿Dónde está Tomás Roch?... ¿Le ha alcanzado alguna bala?... No... Le veo una última vez, en el momento en que se lanza por el pasadizo. Ker Karraje, el ingeniero Serko y los demás le siguen, con el objeto de refugiarse en Back-Cup.
Pero yo no quiero a ningún precio volver a la caverna, aunque muera en este sitio... Tomo mis últimas notas... Cuando los marinos franceses desembarquen...,
yo iré...
(Fin de las notas del ingeniero Simón Hart.)
XVIII
A BORDO DEL «TONNANT»
Después de la tentativa hecha por el teniente Davón, al que se dio el encargo de penetrar en el interior de Back-Cup con el Sword, las autoridades inglesas no pudieron poner en duda que aquellos atrevidos marinos habían perecido. Efectivamente, el Sword no regresaba a las Bermudas. ¿Había chocado contra las rocas buscando la entrada del túnel? ¿Había sido destruido por los piratas de Ker Karraje? Se ignoraba, pero hubo una explosión de cólera y dolor a la vez. El objeto de esta expedición, conforme a las indicaciones del documento del ingeniero Simón
Hart, era el de apoderarse de Tomás Roch antes de que éste hubiera terminado la fabricación de su explosivo; logrado esto sin olvidar a Simón Hart, el inventor sería entregado a las autoridades de las Bermudas; nada había ya que temer del Fulgurador Roch, y cualquier navío de guerra destruiría el islote de Back-Cup.
Transcurridos algunos días sin que el Sword apareciera, se le consideró perdido. Las autoridades decidieron entonces una nueva expedición, organizada en condiciones de ofensiva.
-Era, en efecto, preciso tener en cuenta el tiempo transcurrido- cerca de ocho semanas- desde el día en que el documento de Hart fue confiado al tonelillo.
Tal vez Ker Karraje poseía actualmente los secretos de Tomás Roch.
Las potencias marítimas pusiéronse de acuerdo, y se decidió el envío de cinco navíos de guerra a los parajes de las Bermudas. Puesto que existía una vasta caverna en el interior de Back-Cup, se intentaría derribar sus muros, como los de un baluarte, a los golpes de la poderosa artillería moderna.
La escuadra se reunió en la entrada de la Cheasa-peake, en Virginia, y se dirigió hacia el archipiélago, a la vista del cual llegó en la tarde del 17 de No-viembre.
Al día siguiente, por la mañana, se efectuó el ataque. El navío designado para acercarse el primero al islote, se puso en marcha.
Estaba aún a cuatro millas y media, cuando los tres proyectiles, después de pasarle, volvieron sobre ellos mismos, le cogieron por la popa y estallaron a cincuenta metros de distancia. En algunos segundos se hundió, arrastrando centenares de víctimas a las profundidades del Atlántico.
El efecto de la explosión, debido a una formidable conmoción de las capas atmosféricas, fue instantáneo. Los cuatro navíos que quedaron detrás sintieron el formidable contragolpe a la distancia en que se encontraban. Dos consecuencias había que deducir de aquella repentina y extraordinaria catástrofe:
Primera. El pirata Ker Karraje era actualmente poseedor del Fulgurador Roch.
Segunda. El nuevo aparato poseía el poder destructivo que le atribuía su inventor.
Después de la desaparición del crucero, los de-más barcos enviaron sus botes a fin de recoger a los que hubieran sobrevivido al desastre. ¡No había más que algunos restos!... Entonces los oficiales y la tripulación, ansiosos de venganza, cambiaron algunas señales y lanzaron sus navíos hacia el islote de Back-Cup.
El más rápido, el Tonnant, un navío de guerra francés, se adelantó a todo vapor, mientras que los demás forzaban sus máquinas para unirse a él.
El Tonnant penetró una media milla en la zona que acababa de ser conmovida por la explosión, a riesgo de ser destrozado por otros proyectiles. En el momento de evolucionar para poner en dirección sus piezas, enarboló el pabellón tricolor.
Desde lo alto del puente, los oficiales podían distinguir la banda de Ker Karraje esparcida sobre las rocas del islote. La ocasión era favorable para hacer fuego contra aquellos bandidos, y el Tonnant envió sus primeras descargas.
Los piratas huyeron al interior de Back-Cup. Algunos instantes después el espacio fue sacudido por una conmoción tal, que pareció que la bóveda del cielo iba a hundirse en el abismo.
En lugar del islote no había más que un montón de humeantes rocas, rodando las unas sobre las otras como piedras de una avalancha. En vez de la «taza al revés», la «taza rota». En vez de Back-Cup, un montón de arrecifes que el mar cubría de espuma.
¿Cuál había sido la causa de tal explosión? ¿Era provocada por los piratas, incapaces de mantenerse a la defensiva?
El Tonnant fue ligeramente tocado por los restos del islote. Su capitán hizo que los botes se echaran al mar y se dirigieran hacia lo que restaba de Back-Cup.
Después de desembarcar, la tripulación exploró los restos, que se confundían con el banco rocoso en dirección a las Bermudas. Fueron recogidos algunos cadáveres, horriblemente mutilados muchos de ellos, una boya ensangrentada... De la caverna no quedaba nada. Todo había sido sepultado bajo las ruinas.
Un solo cuerpo se encontró intacto. Aunque, apenas respiraba, se tuvo la esperanza de volverle a la vida. Tendido sobre un costado, en su crispada mano tenía un cuaderno de notas donde se leía la última línea sin terminar. Era el cuerpo del ingeniero francés Simón Hart, que fue transportado a bordo del Tonnant. Los cuidados que se le prodigaron para que recobrase el conocimiento fueron inútiles.
Por la lectura de dichas notas, redactadas hasta el momento en que se produjo la explosión de la caverna, fue posible reconstituir una parte de lo que había sucedido durante las últimas horas de Back-Cup. Además, Simón Hart sobrevivió a la catástrofe-el único de todos- Cuando se encontró en estado de responder a las preguntas que se le hicieron, he aquí lo que se podía deducir de su relato, que, en suma, era la verdad de lo sucedido:
Después de sentirse conmovido hasta el fondo del alma a la vista del pabellón tricolor, y teniendo conciencia del crimen de lesa patria que iba a cometer, Tomás Roch se había lanzado por el pasadizo. Una vez en la caverna, llegó al depósito donde estaban almacenadas cantidades considerables de su explosivo, y antes de que Ker Karraje, el ingeniero Serko y los demás pudiesen impedirlo, había provocado la explosión de Back-Cup.
Ahora ha desaparecido este islote de las Bermudas, y con él Ker Karraje, su banda de piratas y el secreto de Tomás Roch.
FIN