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abril 25, 2010
Ir a la Parte 1
XII
Una vez sujeto el heno en el carro, Iván bajó de un salto y comenzó a llevar por la brida a su caballo, excelente y bien nutrido.
La mujer echó el rastrillo en el carro y, con vivo paso, moviendo los brazos al andar, se dirigió al encuentro de las otras mujeres, que estaban sentadas en círculo. Iván, al llegar al camino, se unió a la fila de los demás carros. Las mujeres, con los rastrillos al hombro, radiantes en sus vivos colores, hablaban con voz alegre y sonora mientras seguían a los carros.
Una voz áspera y ruda de mujer entonó una canción repitiendo el estribillo. Entonces, todos a coro, medio centenar de voces sanas, altas y rudas, iniciaron el mismo cantar y lo concluyeron.
Las mujeres se acercaban, cantando, hacia Levin, que sentía la impresión de que una nube cargada de truenos de alegría se aproximaba a él.
Llegó la nube, le alcanzó y el montón de heno en el que estaba tendido, y los demás montones, y los carros, y el prado y hasta los campos lejanos, todo se agitó y onduló bajo el ritmo de aquel cantar salvaje y atrevido, acompañados de gritos, silbidos y exclamaciones de entusiasmo.
Levin sintió envidia de aquella sana alegría. Le habría gustado participar de aquella expresión del júbilo de vivir.
Pero no podía hacerlo, como lo hacían ellos, y tenía que permanecer allí tendido y mirar y escuchar.
Cuando la gente desapareció de su vista y las canciones no llegaban ya a sus oídos, Levin sintió el pesado dolor de su soledad, de su ociosidad física, de los sentimientos de hostilidad que experimentaba hacia aquel mundo de campesinos.
Algunos de ellos habían discutido con él sobre el asunto del heno, le habían tratado de engañar y él les había increpado. Y, sin embargo, le saludaban, alegres, en voz baja, y se veía que no sentían ni podían sentir rencor hacia él, y que ni siquiera recordaban que habían tratado de engañarle. Todo se había hundido en el mar del alegre trabajo común. Dios ha dado el día, Dios ha dado las fuerzas; y el día y las fuerzas están consagrados al trabajo y en él se halla su propia recompensa.
El objeto que tuviera el trabajo, y cuáles pudieran ser sus frutos, constituían ya cálculos mezquinos y extraños a aquella alegría.
Levin solía admirar esta vida y, con frecuencia, solía experimentar envidia de los que la vivían. Pero especialmente hoy, bajo la impresión de lo que viera en las relaciones de Iván Parmenov con su joven esposa, Levin pensó que de él dependía cambiar su vida de holganza, tan penosa, su vida artificial, vida de trabajo pura y alegre como la de los demás.
El viejo que estaba a su lado se había marchado a casa hacía rato. Los aldeanos habían desaparecido también: los que vivían más cerca se habían ido a sus hogares; los que vivían más lejos, se habían reunido para comer y pasar la noche en el prado.
Levin, sin que le vieran los labriegos, se tendió sobre el montón de heno, mirando, oyendo, pensando.
Los que quedaron en el prado velaron durante casi toda la corta noche de verano. Primero se sentía su alegre charla y sus risas mientras cenaban. Luego siguieron canciones y otra vez risas.
El largo día de trabajo no había dejado en ellos más huellas que las de la alegría.
Poco antes de rayar el alba, todo calló. Sólo se oían los rumores nocturnos: el continuo croar de las ranas en los charcos y el resoplar de los caballos en la niebla matutina que se deslizaba sobre el prado.
Levin se recobró, se levantó de encima del heno y, mirando las estrellas, comprendió que ya había pasado la noche.
«Bueno, ¿qué haré y cómo lo haré?», se preguntó, tratando de aclarar ante sí mismo cuanto había pasado y sentido de nuevo en aquella noche.
Cuanto pensara y sintiera de nuevo se dividía en tres directrices mentales: una, la renuncia a su vida anterior, a su cultura, que no le servía para nada. Esta renuncia le agradaba y la encontraba fácil y sencilla.
Otra directriz era la de la vida que había de vivir desde ahora. La sencillez, pureza y legitimidad de esta vida las comprendía claramente, y estaba seguro de encontrar en ellas la satisfacción, la paz y la dignidad cuya falta sentía tan dolorosamente.
Pero la tercera directriz de sus pensamientos giraba en tomo a la manera cómo había de cambiar su vida de antes y emprender su nueva vida. Y aquí no imaginaba nada que fuese claro.
«Tener una mujer. Trabajar y sentir la necesidad de hacerlo... Y entonces, ¿abandonar a Pokrovskoe? ¿Comprar tierras? ¿Inscribirse en la comunidad de los campesinos? ¿Casarse con una aldeana? Pero ¿cómo hacerlo?», se preguntaba sin hallar contestación. « No he dormido en toda la noche y no puedo ver las cosas con claridad», se dijo. «Ya lo aclararé todo después. Pero estoy seguro de que esta noche ha decidido mi suerte. Todas mis ilusiones de antes sobre la vida familiar son tonterías. No es aquello lo que necesito. Todo es más sencillo y mucho mejor.»
«¡Qué hermoso es esto!, pensó mirando la especie de extraña concha de nácar formada por blancas nubecillas retorcidas que se había detenido en el cielo sobre su cabeza. ¡Qué hermoso es todo en esta noche maravillosa! ¿Cuándo ha podido formarse esa concha de nubes? Hace poco he mirado el cielo y no había nada en él, salvo dos franjas blancas. De igual modo, imperceptiblemente, ha cambiado mi concepción de la vida.»
Salió del prado y por el camino real se dirigió al pueblo. Se levantó un vientecillo y todo a su alrededor tomó un aspecto apagado y sombrío. Era el momento oscuro que precede generalmente a la salida del sol, a la victoria definitiva de la luz sobre las tinieblas.
Levin, temblando de frío, avanzaba rápidamente mirando al suelo.
«¿Quién vendrá», pensó al oír ruido de cascabeles. Y alzó la cabeza.
A unos cuarenta pasos de distancia avanzaba a su encuentro por el ancho camino cubierto de hierba que Levin seguía un coche con cuatro caballos, enganchados en doble pareja. Los caballos del exterior se apartaban de las rodadas, apretándose contra las varas, y el hábil cochero, sentado a un lado del pescante, guiaba de modo que las varas quedasen sobre el refleje, con lo que las ruedas giraban sobre el suelo liso.
Levin no reparó más que en este detalle y, sin pensar en quién pudiera ir en el coche, miró distraídamente al interior.
En un rincón del asiento dormitaba una viejecita y, junto a la ventanilla, una joven, que al parecer acababa de despertarse, se anudaba con ambas manos las cintas de su cofia blanca. Radiante y pensativa, rebosante de vida interior, elegante y complicada, muy ajena a Levin, miraba, por encima de él, la naciente aurora.
Y en el momento en que esta visión desaparecía, dos ojos límpidos y sinceros se posaron en él, ella le reconoció, y una alegría llena de sorpresa iluminó su rostro.
Levin no podía equivocarse. Aquellos ojos eran únicos en el mundo. Sólo un ser en la tierra podía concentrar para él toda la luz y todo el sentido de la vida. Era ella. Era Kitty, que, por lo que él comprendió, se dirigía a Erguchevo desde la estación del ferrocarril.
Y todo lo que había agitado a Levin en aquella noche de insomnio, cuantas decisiones tomara, todo desapareció de repente. Recordó con repugnancia sus ideas de casarse con una campesina. Sólo allí, en aquel coche que se alejaba por el otro lado del camino, estaba la posibilidad de solventar el problema de su vida, de hallar aquella solución que hacía tanto tiempo le atormentaba.
Kitty no le miró más. Ya no sonaba el ruido de los muelles del coche y apenas se sentía el rumor de los cascabeles. Por el ladrido de los perros adivinó Levin que el coche pasaba por el pueblo. Y él quedó solo consigo mismo, entre los campos desiertos, cerca del pueblo, ajeno a todo, caminando por un ancho camino abandonado.
Miró al cielo, esperando hallar aquella concha de nubes que despertara su admiración y que simbolizaba sus pensamientos y sentimientos de la pasada noche. En las alturas inaccesibles se había operado un cambio misterioso. Ya no existían ni señales de la concha, sino sólo un tapiz de vellones que cubría la mitad del cielo, vellones que se iban empequeñeciendo a cada instante. El cielo fue volviéndose más claro y más azul; y con la misma ternura, pero también con la misma inaccesibilidad, contestaba a la mirada intemogadora de Levin.
«No», se dijo Levin. «Por hermosa que sea esta vida de trabajo y sencillez, no puedo vivirla. Porque la amo a "ella"...»
XIII
Ni aun los más allegados a Alexey Alejandrovich sabían que aquel hombre de aspecto tan frío, aquel hombre tan razonable, tenía una debilidad: no podía ver llorar a un niño o a una mujer. El espectáculo de las lágrimas le hacía perder por completo el equilibrio y la facultad de razonar.
El jefe de su oficina y el secretario lo sabían y, cuando el caso se presentaba, avisaban a los visitantes que se abstuvieran en absoluto de llorar ante él si no querían echar a perder su asunto.
–Se enfadará y no querrá escucharles –decían.
Y, en efecto, en tales casos, el desequilibrio moral producido en Karenin por las lágrimas se manifestaba en una imitación que le llevaba a echar sin miramientos a sus visitantes.
–¡No puedo hacer nada! ¡Haga el favor de salir! –gritaba en tales ocasiones.
Cuando, al regreso de las carreras, Ana le confesó sus relaciones con Vronsky a inmediatamente, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar, Alexey Alejandrovich, a pesar del enojo que sentía, notó a la vez que le invadía el desequilibrio moral que siempre despertaban en él las lágrimas.
Comprendiéndolo, y comprendiendo también que la exteriorización de sus sentimientos estaría poco en consonancia con la situación que atravesaban, Alexey Alejandrovich pro-curó reprimir toda manifestación de vida, por lo cual no se movió para nada ni miró a Ana.
Y aquél era el motivo de que ofreciese aquella extraña expresión como de muerto que sorprendiera a su mujer.
Al llegar, la ayudó a apearse y, dominándose, se despidió de ella con su habitual cortesía, pronunciando algunas frases que en nada le comprometían y diciéndole que al día siguiente le comunicaría su decisión.
Las palabras de su mujer al confirmar sus sospechas dañaron profundamente el corazón de Karenin, y el extraño sentimiento de compasión física hacia ella que despertaban en él sus lágrimas aumentaba todavía su dolor.
Mas, al quedar solo en el coche, Alexey Alejandrovich, con gran sorpresa y alegría, se sintió libre en absoluto de aquella compasión y de las dudas y celos que le atormentaban últimamente.
Experimentaba la misma sensación de un hombre a quien arrancan una muela que le hubiese estado atormentando desde mucho tiempo. Tras el terrible sufrimiento y la sensación de haberle arrancado algo enorme, algo más grande que la propia cabeza, el paciente nota de pronto, y le parece increíble tal felicidad, que ya no existe lo que durante tanto tiempo le amargara la vida, lo que absorbía toda su atención, y que ahora puede vivir de nuevo, pensar a interesarse en cosas distintas a su muela.
Tal era el sentimiento de Alexey Alejandrovich. El dolor fue terrible a inmenso, pero ya había pasado, y ahora sentía que podía vivir y pensar de nuevo sin ocuparse sólo de su es-posa.
«Es una mujer sin honor, sin corazón, sin religión y sin moral. Lo he sabido y lo he visto siempre, aunque por compasión hacia ella procuraba engañarme», se dijo.
Y en efecto, le parecía haberlo visto siempre. Recordaba los detalles de su vida con ella, y éstos, aunque antes no le parecieron malos, ahora a su juicio demostraban claramente la perversidad de su esposa.
«Me equivoqué al unir su vida a la mía, pero en mi equivocación no hay nada de indigno y por tal razón no he de ser desgraciado. La culpa no es mía, sino suya», se dijo. «Ella no existe ya para mí.»
Lo que pudiera ser de Ana y de su hijo hacia el que experimentaba iguales sentimientos que hacia su mujer, dejó de interesarle. Lo único que le preocupaba era el modo mejor, más conveniente y más cómodo para él –y como tal, el más justo– de librarse del fango con que ella le contaminara en su caída, a fin de poder continuar su vida activa, honorable y útil.
«No puedo ser desgraciado por el hecho de que una mujer despreciable haya cometido un crimen. únicamente debo buscar la mejor salida de la situación en que me ha colocado. Y la encontraré», reflexionaba, arrugando el entrecejo cada vez más. «No soy el primero, ni el último...» Y aun prescindiendo de los ejemplos históricos, entre los cuales le venia primero a la memoria el de la bella Elena y Menelao, toda una larga teoría de infidelidades contemporáneas de mujeres de alta sociedad surgieron en la mente de Alexey Alejandrovich.
«Darialov, Poltavky, el príncipe Karibanob, el conde Paskudin, Dram... Sí, también Dram, un hombre tan honrado y laborioso..., Semenov, Chagin, Sigonin... –recordaba–. Cierto que el más necio ridicule cae sobre estos hombres, pero yo nunca he considerado eso más que como una desgracia y he tenido compasión de ellos», se decía Alexey Alejandrovich.
Esto no era verdad, pues nunca tuvo compasión de desgracias tales, y tanto más se había apreciado hasta entonces a sí mismo cuantas más traiciones de mujeres habían llegado a sus oídos.
«Es una desgracia que puede suceder a todos, y me ha tocado a mí. Sólo se trata de saber cómo puedo salir mejor de esta situación.»
Y comenzó a recordar cómo obraban los hombres que se hallaban en casos como el suyo de ahora.
«Darialov se batió en duelo.»
En su juventud el duelo le preocupaba mucho, precisamente porque físicamente era débil y le constaba. Alexey Alejandrovich no podía pensar sin horror en una pistola apuntada a su pecho, y nunca en su vida había usado arma alguna. Tal horror le obligó a pensar en el duelo desde muy temprano y a calcular cómo había que comportarse al ponerse en frente de un peligro mortal. Luego, al alcanzar el éxito y una posición sólida en la vida, hacía tiempo que había olvidado aquel sentimiento. Y como la costumbre de pensar así se había hecho preponderante, el miedo a su cobardía fue ahora tan fuerte que Alexey Alejandrovich, durante largo tiempo, no pensó más que en el duelo, aunque sabía muy bien que en ningún caso se batiría.
«Cierto que nuestra sociedad, bien al contrario de la inglesa, es aún tan bárbara que muchos –y en el número de estos "muchos" figuraban aquellos cuya opinión Karenin apre-ciaba más– miran el duelo con buenos ojos. Pero ¿a qué conduciría? Supongamos que le desafío», continuaba pensando. E imaginó la noche quo pasaría después de desafiarle, imaginó la pistola apuntada a su pecho, y se estremeció, y comprendió que aquello no sucedería nunca. Pero seguía reflexionando: «Supongamos que me dicen lo que tengo que hacer, que me colocan en mi puesto y aprieto el gatillo», se decía, cerrando los ojos. « Supongamos que le mato ...»
Alexey Alejandrovich sacudió la cabeza para apartar tan necios pensamientos.
«Pero ¿qué tiene que ver que mate a un hombre con lo que he de hacer con mi mujer y mi hijo? ¿No tendré también entonces que pensar lo que he de decidir referente a ella? En fin: lo más probable, lo que seguramente sucederá, es que yo resulte muerto o herido. Es decir, yo, inocente de todo, seré la víctima. Esto es más absurdo. Pero, por otro lado, provocarle a duelo no sería por mi parte un acto honrado. ¿Acaso ignoro que mis amigos no me lo permitirían, que no consentirían que la vida de un estadista, necesaria a Rusia, se pusiera en peligro? ¿Y qué pasaría entonces? Pues que parecerá que yo, sabiendo bien que el asunto nunca llegará a implicar riesgo para mí, querré darme un inmerecido lustre con este desafío. Esto no es honrado, es falso, es engañar a los otros y a mí msmo. El duelo es inadmisible y nadie espere que yo lo provoque. Mi objeto es asegurar mi reputación, que necesito para continuar mis actividades sin impedimento.»
Su trabajo político, que ya antes le parecía muy importante, ahora se le presentaba como de una importancia excepcional.
Una vez descartado el duelo, Karenin estudió la cuestión del divorcio, salida que eligieran otros maridos que él conocía.
Recordando los casos notorios de divorcios (y en la alta sociedad existían muchos que él conocía perfectamente), Alexey Alejandrovich no encontró ninguno en que el fin del divorcio fuera el mismo que él se proponía. En todos aquellos casos, el marido cedía o vendía a la mujer infiel; y la parte que, por ser culpable, no tenía derecho a casarse de nuevo, afirmaba falsas relaciones del esposo. En su propio caso, Alexey Alejandrovich veía imposible obtener el divorcio legal de modo que fuera castigada la esposa culpable. Comprendía que las delicadas condiciones de vida en que se movía no hacían posibles las demostraciones demasiado violentas que exigía la ley para probar la culpabilidad de una mujer.
Su vida, muy refinada en cierto sentido, no toleraba pruebas tan crudas, aunque existiesen, ya que el ponerlas en práctica le rebajaría más a él que a ella ante la opinión general.
El intento del divorcio no habría valido más que para provocar un proceso escandaloso que aprovecharían bien sus enemigos a fin de calumniarle y hacerle descender de su posi-ción en el gran mundo. De modo que el objeto esencial, obtener la solución del asunto con las mínimas dificultades, no lo llenaba el divorcio. Además, con el divorcio o su plantea-miento se evidenciaba que la mujer rompía sus relaciones con el marido y nada le impedía ya unirse a su amante. Y en el alma de Karenin, pese a la completa indiferencia que hacia su mujer creía experimentar ahora, restaba aún un sentimiento que se expresaba por el deseo de que ella no pudiese unirse libremente con Vronsky, con lo que su delito habría redundado en beneficio de ella.
Tal pensamiento irritaba tanto a Alexey Alejandrovich que sólo al imaginarlo se le escapó un gemido de íntimo dolor. Se irguió, cambió de sitio en el coche y durante un prolongado instante permaneció con el entrecejo fruncido mientras envolvía sus pies huesudos y friolentos en la suave manta de viaje.
En vez del divorcio legal podía, como Karibanov, Paskudin y el buen Dram, separarse de su mujer, siguió pensando Alexey Alejandrovich cuando se sintió un poco calmado. Pero este procedimiento tenía los mismos efectos deshonrosos que el divorcio, y lo peor era que, como el divorcio legal, arrojaba a su mujer en brazos de Vronsky.
« ¡No: es imposible, imposible!», dijo en alta voz, mientras comenzaba a desenrollar otra vez la manta de viaje. «Yo no he de ser desgraciado, pero no quiero que ni él ni ella sean dichosos.»
El sentimiento de celos que experimentara mientras ignoraba la verdad se disipó en cuanto las palabras de su mujer le arrancaran la muela con dolor. A aquel sentimiento lo sustituía otro: el de que su mujer no sólo no debía triunfar, sino que debía ser castigada por el delito cometido. No reconocía que experimentara tal sentimiento, pero en el fondo de su alma deseaba que ella sufriese, en castigo a haber destruido la tranquilidad y mancillado el honor de su marido. Y, estudiando de nuevo las posibilidades de duelo, divorcio y separación, y rechazándolas todas otra vez, Alexey Alejandrovich concluyó que sólo quedaba una salida: retener a Ana a su lado, ocultar lo sucedido ante la sociedad y procurar por todos los medios poner fin a aquellas relaciones, lo que era el medio más eficaz de castigarla, aunque esto no quería confesárselo.
«Debo decirle que mi decisión es, una vez examinada la posición en que ha puesto a la familia, y considerando que cualquier otra medida sería peor para ambas partes, mantener el exterior «statuto quo», con el cual estoy conforme, a condición inexcusable de que cumpla enteramente mi voluntad, es decir, suspenda toda relación con su amante.»
Y cuando hubo adoptado definitivamente esta resolución, acudió, como un refuerzo de ella, un pensamiento muy importante a la mente de Alexey Alejandrovich:
«Sólo con esta decisión obro de acuerdo con las prescripciones de la Iglesia», se dijo. «Únicamente con esta solución no arrojo de mi lado a la mujer criminal y le doy proba-bilidades de arrepentirse, a incluso, aunque esto me sea muy penoso, consagro parte de mis fuerzas a su corrección y salvación.»
Alexey Alejandrovich sabía que carecía de autoridad moral sobre su mujer y que de aquel intento de corregirla no resultaría más que una farsa, y, a pesar de que en todos aquellos tristes instantes no había pensado ni una sola vez en buscar orientaciones en la religión, ahora, cuando la resolución tomada le parecía coincidir con los mandatos de la Iglesia, esta sanción religiosa de lo que había decidido le satisfacía plenamente y, en parte, le calmaba.
Le era agradable pensar que, en una decisión tan importante para su vida, nadie podría decir que había prescindido de los mandatos de la religión, cuya bandera él había sostenido muy alta en medio de la indiferencia y frialdad generales.
Reflexionando acerca de los demás detalles, Alexey Alejandrovich no veía motivo para que sus relaciones con su mujer no pudiesen continuar como antes. Cierto que jamás po-dría volver a respetarla, pero no había ni podía haber motivo alguno para que él destrozara su vida y sufriese porque ella fuera mala a infiel.
«Sí; pasará el tiempo, que arregla todas las cosas, y nuestras relaciones volverán a ser las de antes», se dijo Alexey Alejandrovich.
Y añadió:
«Es decir, esas relaciones se reorganizarán de tal modo que no experimentaré desorden alguno en el curso de mi vida. Ella debe ser desgraciada, pero yo no soy culpable y no tengo por qué ser desgraciado a mi vez».
XIV
Al acercarse a San Petersburgo, no sólo Karenin había adoptado su decisión de una manera definitiva, sino que hasta redactó mentalmente la carta que iba a escribir a su mujer.
Entró en la portería, vio las cartas y documentos que le habían llevado del Ministerio y ordenó que los llevarán a su gabinete.
–Apaguen y no reciban a nadie –contestó a la pregunta del portero, con satisfacción que denotaba su buen humor, acentuando la frase «no reciban».
Ya en su gabinete, Karenin paseó recorriéndolo dos veces en toda su longitud y se detuvo ante su gran mesa escritorio, en la que había seis velas encendidas que había puesto allí su ayuda de cámara.
Luego hizo crujir las articulaciones de sus dedos, se sentó y comenzó a arreglar los objetos que había en el escritorio. Con los codos sobre la mesa y la cabeza inclinada de lado, reflexionó un momento y luego escribió sin detenerse ni un segundo. Escribía en francés, sin dirigirse directamente a ella, y empleando el «usted», que no posee en aquel idioma la frialdad que posee en el ruso:
En nuestra última entrevista le indiqué mi intención de comunicarle lo que he decidido respecto a lo que hablamos.
Después de reflexionar detenidamente, le escribo como le prometí. Mi decisión es ésta: sea cual sea su proceder, no me considero autorizado a romper lazos con los que nos ha unido un poder superior. La familia no puede ser deshecha por el capricho, el deseo o incluso el crimen de uno de los cónyuges. Nuestra vida, pues, debe seguir como antes. Eso es necesario para usted, para mí y para nuestro hijo. Estoy seguro de que usted se arrepiente de lo que motiva la presente carta y que me ayudará a arrancar de raíz la causa de nuestra discordia y a olvidar el pasado. En caso contrario, puede suponer lo que le espera a usted y a su hijo. De todo ello espero hablarle en nuestra próxima entrevista. Como termina la temporada veraniega, le pido que vuelva a San Petersburgo lo antes posible, el martes a más tardar. Se darán las órdenes necesarias para su regreso. Le ruego que tenga en cuenta que doy una especial importancia al cumplimiento de este deseo mío.
A. Karenin.
P. S. Acompaño el dinero que pueda necesitar para sus gastos.
Releyó la carta y se sintió contento, sobre todo por haberse acordado de enviar dinero; no había un reproche ni una palabra dura, pero tampoco ninguna condescendencia. Lo principal era que en ella había como un puente dorado para que pudiese volven
Plegó y alisó la carta con la grande y pesada plegadera de marfil, la puso en un sobre, en el que metió el dinero, y llamó con la particular satisfacción que le producía el adecuado empleo de sus bien ordenados útiles de escritorio.
–Llévala al ordenanza para que la entregue mañana a Ana Arkadievna en la casa de verano –dijo, levantándose.
–Bien. ¿Tomará vuecencia el té en el gabinete?
Alexey Alejandrovich ordenó que llevasen el té allí y, jugueteando con la plegadera, se dirigió a la butaca junto a la que había una lámpara y a su lado el libro francés que había empezado a leer, relativo a inscripciones antiguas.
Sobre la butaca, en un marco dorado, pendía el magnífico retrato de Ana hecho por un célebre pintor.
Alexey Alejandrovich lo miró. Los ojos impenetrables le miraban burlones, insolentes, como en aquella última noche en la que habían tenido la explicación.
Todo en aquel retrato le parecía impertinente y provocador: desde los encajes de la cabeza, con los cabellos negros, excelentemente pintados, hasta la hermosa mano blanca, cuyo dedo anular estaba cubierto de sortijas, todo le causaba la misma desagradable impresión. Después de mirarlo durante un instante, Karenin se estremeció de tal modo que sus labios temblaron y hasta emitieron un sonido casi imperceptible:
–¡Brrr!
Volvió la cabeza, se sentó precipitado en la butaca y abrió el libro. Trató de leer, pero en modo alguno consiguió que despertara en él su anterior interés por las inscripciones anti-guas. Mientras miraba el libro, pensaba en otra cosa. No en su mujer, sino en una complicación de su actividad gubernamental que surgiera últimamente y en la que radicaba el interés principal de su trabajo del momento.
Ahora le parecía penetrar más profundamente que nunca en aquella complicación y parecíale que en su cerebro surgía la idea capital –lo podía decir sin presunción–, el pensa-miento que debía aclarar todo el asunto, haciéndole ascender en su camera, abatiendo a sus enemigos, convirtiéndole más útil aún al Estado.
En cuanto el criado, después de llevarle el té, hubo salido del aposento, Alexey Alejandrovich se levantó y se dirigió a la mesa escritorio.
Apartó a un lado la cartera que contenía los asuntos corrientes y, con una sonrisa de satisfacción apenas perceptible, sacó el lápiz y se sumió en la lectura de los documentos relativos a aquella complicación.
El rasgo característico de Alexey Alejandrovich como alto funcionario del Estado, el que le distinguía especialmente y el que, unido a su moderación, su probidad, su confianza en sí mismo y su amor propio excesivo, había contribuido más a encumbrarle, era su absoluto desprecio del papeleo oficial, su firme voluntad de suprimir en lo posible los escritos inútiles y tratar los asuntos directamente, solucionándolos con la mayor rapidez y con la máxima economía.
Ocurrió, con esto, que en la célebre Comisión del 2 de junio se expuso el asunto de la fertilización de la provincia de Zaraisk, asunto perteneciente al Ministerio de Karenin y que constituía un claro ejemplo de los gastos estériles que se hacían y de los inconvenientes de resolver los asuntos sólo en el papel. Alexey Alejandrovich sabía que eso era justo.
El asunto de la fertilización de Zaraisk había sido iniciado por el antecesor de Karenin. Y en él se habían gastado y gastaban muchos fondos totalmente en balde, ya que estaba fuera de duda que todo ello no había de conducir a nada.
Al ocupar aquel cargo, Alexey Alejandrovich lo comprendió en seguida y pensó en ocuparse de ello. Pero hacerlo al principio, cuando se sentía aún poco seguro, no era razonable, teniendo en cuenta que con ello lastimaba muchos intereses. Luego, absorbido ya por otros asuntos, simplemente se había olvidado de aquél, que, como tantos otros, seguía su camino por fuerza de inercia. Mucha gente comía en torno a él, y en especial una familia muy honrada y distinguida por sus dotes musicales, ya que todas las hijas tocaban algún instrumento de cuerda. (Alexey Alejandrovich no sólo les conocía, sino que incluso era padrino de boda de una de las hijas mayores.)
Los enemigos del Ministerio se ocuparon del asunto y se lo reprocharon, con tanta menos justicia cuanto que en todos los Ministerios los había mucho más graves y que nadie tocaba por no faltar a los conveniencias en las relaciones interministeriales.
Pero, puesto que ahora le lanzaban aquel guante, él lo recogería gallardamente y pediría una comisión especial que estudiase el asunto de la fertilización de Zaraisk. No quería, sin embargo, que la cosa quedase en manos de aquellos señores, por lo cual exigió ante todo el nombramiento de otra comisión especial para estudiar el asunto de la organización de la población autóctona.
Aquel asunto se había planteado también ante la Comisión del 2 de junio, y Alexey Alejandrovich lo presentaba con energía como muy urgente por el deplorable estado de la citada población.
En la Comisión, el asunto motivó discusiones de varios Ministerios entre sí. El Ministerio enemigo de Karenin demostraba que el estado de los autóctonos era excelente y que los cambios propuestos podían resultar funestos para la prosperidad de aquellas poblaciones; que si algo iba mal, se debía a que el Ministerio de Alexey Alejandrovich no cumplía las disposiciones legales. Y ahora Karenin se proponía exigir: primero, que se nombrara otra comisión que estudiara sobre el terreno la situación de las poblaciones autóctonas; segundo, que si se demostraba que su situación era efectivamente la que se desprendía de los datos oficiales que poseía la Comisión, se formara un nuevo comité técnico que estudiara las causas de aquella situación desde el punto de vista político, administrativo, económico, etnográfico, material y religioso; tercero, que el Ministerio adversario presentase datos de las medidas adoptadas durante los últimos años para evitar las malas condiciones en que ahora se encontraban los autóctonos, y cuarto, que se pidiera a dicho Ministerio explicaciones sobre por qué –según informes presentados a la Comisión con los números 17017 y 18308, fechas 5 de diciembre de 1863 y 7 de junio de 1864– procedía abiertamente contra la ley orgánica, artículo 18, y observación en el 36.
Un animado color cubrió las mejillas de Alexey Alejandrovich mientras anotaba rápidamente aquellas ideas. Una vez escrita la primera hoja de papel, se levantó, llamó y mandó una nota al jefe de su despacho para que le enviasen los informes necesarios.
Y tras levantarse y pasear por la habitación, volvió a mirar el retrato, arrugó las cejas y sonrió con desprecio. Leyó de nuevo el libro sobre inscripciones antiguas y a las once se fue a dormir. Cuando, una vez en la cama, recordó lo sucedido con su mujer, ya no le pareció tan terrible.
XV
Aunque Ana contradecía a Vronsky con terca irritación cuando él le aseguraba que la situación presente era imposible de sostener, en el fondo de su alma también ella la consideraba como falsa y deshonrosa y de todo corazón deseaba modificarla.
Al volver de las carreras con su marido, en un momento de excitación se lo había dicho todo, y, pese al dolor que experimentara al hacerlo, se sintió aliviada. Cuando Karenin se hubo ido, Ana se repetía que estaba contenta; que ahora todo quedaba aclarado, y que ya no tendría necesidad de engañar y fingir. Le parecía indudable que su posición quedaría ya, a partir de ahora, definida para siempre; podría ser mala, pero era definida, y en ella no habría ya sombras ni engaños.
El daño que se había causado a sí misma y el que causara a su marido al decirle aquellas palabras sería recompensado por la mayor claridad en que habían quedado sus relaciones.
Cuando, aquella misma noche, se vio con Vronsky, no le contó lo sucedido entre ella y su marido, aunque habría debido decírselo para definir la situación.
Al despertar a la mañana siguiente, pensó antes que nada en lo que había dicho a su marido, y le parecieron de tal manera duras y terribles sus palabras que no podía comprender cómo se había decidido a pronunciarlas.
Pero ahora estaban ya dichas y era imposible adivinar lo que podría resultar de aquello, ya que Alexey Alejandrovich se había ido sin decirle nada.
«He visto a Vronsky y no le he contado lo ocurrido», reflexionaba.
«Incluso cuando se disponía a marchar estuve a punto de llamarle y decírselo todo, pero no lo hice porque pensé que encontraría extraño que no se lo hubiese explicado en el pri-mer momento. ¿Por qué no se lo dije?»
Y al tratar de contestar a tal pregunta, el rubor encendió sus mejillas. Comprendió lo que se lo impedía, comprendió que sentía vergüenza. La situación, que le había parecido aclarada la tarde anterior, se le presentaba de repente no sólo como sin aclarar, sino, además, sin salida. Quedó aterrada ante el deshonor en que se veía hundida, cosa en la cual ni siquiera había pensado. Y al detenerse a reflexionar sobre lo que haría su marido, se le ocurrían las más terribles ideas.
Imaginaba que iba a llegar ahora el administrador para echarla de casa, y que su deshonra iba a ser publicada ante todos. Se preguntaba a dónde iría cuando la echaran de allí y no encontraba contestación.
Al recordar a Vronsky, se figuraba que él no la quería, que empezaba a sentirse cansado, que ella no podía ofrecérsele, y esto le hacía experimentar animosidad contra él. Le parecía como si las palabras dichas a su marido, que continuamente acudían a su imaginación, las hubiera dicho a todos y todos las hubiesen oído.
No se atrevía a mirar a los ojos a quienes vivían con ella. No osaba llamar a la criada ni bajar a la planta baja para ver a la institutriz y a su hijo.
La muchacha, que esperaba hacía tiempo en la puerta, escuchando, decidió entrar en la alcoba.
Ana la miró interrogativamente a los ojos y, sintiéndose cohibida, se ruborizó. La criada pidió perdón, diciendo que creía que la señora la había llamado.
Traía la ropa y un billete de Betsy, quien recordaba a Ana que aquel día irían a su casa por la mañana Lisa Merkalova y la baronesa Stalz con sus admiradores: Kaluchsky y el viejo Stremov, para jugar una partida de cricket.
«Venga, aunque sea sólo para aprender algo de nuestras costumbres. La espero», concluía el billete.
Ana leyó y suspiró dolorosamente.
–No necesito nada, nada –dijo a la muchacha, que colocaba frascos y cepillos en la mesita del tocador–. Váyase. Voy a vestirme y salir. No necesito nada, nada...
Anuchka salió de la alcoba, pero Ana, sin vestirse, continuó sentada en la misma posición, con la cabeza baja y los brazos caídos, estremeciéndose de vez en cuando de pies a cabeza como si fuese a hacer o decir algo y se sintiera incapaz de ello. Repetía sin cesar, para sí: « ¡Dios mío, Dios mío! » .
Pero tales palabras nada significaban para ella. La idea de buscar consuelo en la religión le resultaba tan extraña como la de buscar consuelo en su propio marido, aunque no dudaba de la religión en que la habían educado.
Sabía bien que el consuelo de la religión sólo era posible a base de prescindir de aquello que era el único objeto de su vida. Y no sólo sentía dolor, sino que comenzaba a experi-mentar miedo ante aquel terrible estado de ánimo que nunca hasta entonces experimentara. Le parecía que todo en su alma comenzaba a desdoblarse, como a veces se desdoblan los objetos ante una vista cansada. A ratos no sabía ya lo que deseaba ni lo que temía, ni si temía o deseaba lo que era o más bien lo que había de ser después. Y no podía precisar qué era concretamente lo que deseaba.
«¿Qué hacer?», se dijo al fin, sintiendo que le dolían las sienes. Y al recobrarse se dio cuenta de que se había cogido con las dos manos sus cabellos cercanos a las sienes y tiraba de ellos.
Se levantó de un salto y empezó a pasear por la habitación.
–El café está servido y mademoiselle y Sergio esperan –dijo Anuchka, que había entrado de nuevo, hallando a Ana en la misma posición.
–¿Sergio? ¿Qué hace Sergio? –preguntó Ana, animándose de repente y recordando, por primera vez durante la mañana, la existencia de su hijo.
–Parece que ha cometido una falta –dijo Anuchka sonriendo.
–¿Qué falta?
–Pues ha cogido uno de los melocotones que había en la despensa y se lo ha comido a escondidas.
El recuerdo de su hijo hizo que Ana saliese de aquella situación desesperada en que se encontraba. Se acordó del papel, en parte sincero, aunque más bien exagerado, de madre consagrada por completo a su hijo que viviera en aquellos últimos años, y notó con alegría que en el estado en que se encontraba aún poseía una fuerza independiente de la posición en que se hallara respecto a su marido y a Vronsky, y esta fuerza era su hijo. Fuera la que fuera la situación en que hubiera de encontrarse no podría dejar a su hijo; aun cuando su marido la cubriese de oprobio, y aunque Vronsky continuara viviendo independiente de ella –y de nuevo le recordó con amargura y reproche–, Ana no podría separarse de su Sergio. Tenía un objetivo en la vida. Debía obrar, obrar para asegurar su posición con su hijo, para que no se lo quitasen. Y había de actuar inmediatamente si quería evitarlo. Debía coger a su hijo y marchar. No le cabía hacer otra cosa. Tenía que calmarse y salir de tan penosa situación. El pensamiento de que urgía hacer algo, que tenía que tomar a su hijo inmediatamente y marchar con él a cualquier sitio, le proporcionó la calma que necesitaba.
Se vistió deprisa, bajó y con paso seguro entró en el salón, donde, como de costumbre, le esperaban el café y Sergio con la institutriz.
Sergio, vestido de blanco, estaba de pie ante la consola del espejo, con la espalda y cabeza inclinadas, expresando aquella atención concentrada que ella conocía y que señalaba más su semejanza con su padre, manipulando unas flores que había llevado del jardín.
La institutriz presentaba un aspecto severo. Sergio exclamó, chillando como solía:
–¡Mamá!
Y se interrumpió, indeciso. ¿Debía saludar primero a su madre, dejando las flores, o terminar la corona antes y acercarse a su madre ya con las flores en la mano?
Después de saludar, la institutriz comenzó a relatar, lenta y detalladamente, la falta cometida por el niño. Pero Ana no la escuchaba y pensaba si convendría o no llevársela consigo.
«No, no la llevaré», decidió. «Me iré sola, con mi hijo.»
–Sí, eso está muy mal ––dijo Ana, tomando al niño por el hombro y mirándole no con severidad, sino con timidez, lo que confundió al pequeño y le llenó de alegría.
Ana le dio un beso.
–Déjele conmigo –indicó a la extrañada institutriz.
Y, sin soltar las manos de Sergio, se sentó a la mesa en que estaba servido el café.
–Yo, mamá... no, no... –murmuró el niño, pensando en lo que podría esperarle por haber cogido sin permiso el melocotón.
–Sergio –dijo Ana, cuando la institutriz hubo salido del aposento–. Eso está muy mal, pero no lo harás más, ¿verdad? ¿Me quieres?
Sentía que le acudían las lágrimas a los ojos. «¿Cómo puedo dejar de quererle?», pensó, sorprendiendo la mirada, asustada y al mismo tiempo jubilosa, de su hijo. « ¿Es posible que se una a su padre para martirizarme? ¿Es posible que no me compadezca?»
Las lágrimas corrían ya por su rostro, y para disimularías se levantó bruscamente y salió a la terraza.
Después de las lluvias y tempestades de los últimos días, el tiempo era claro y frío. Bajo el sol radiante que iluminaba las hojas húmedas de los árboles, se sentía la frescura del aire.
Al contacto con el exterior, el frío y el terror se adueñaron de ella con fuerza nueva y la hicieron estremecer.
–Ve, ve con Mariette –––dijo a Sergio, que la seguía.
Y comenzó a pasear arriba y abajo por la estera de paja que cubría el suelo de la terraza.
«¿Será posible que no me perdonen? ¿No comprenderán que esto no podía ser de otro modo?», se dijo.
Se detuvo, miró las copas de los olmos agitadas por el viento, con sus hojas frescas y brillantes bajo la fría luz del sol, y le pareció que en ningún lugar del mundo hallaría pie-dad para ella, que todo había de ser duro y sin compasión, como aquel cielo frío y aquellos árboles... Y de nuevo sintió que su alma se desdoblaba.
«No, no pensemos en ello», se dijo. «He de preparar mi viaje: tengo que irme. ¿Adónde? ¿Y cuándo? ¿Quién me acompañará? Sí; me iré a Moscú en el tren de la noche, llevándome a Anuchka y a Sergio y las cosas más necesarias. Pero antes debo escribirles a los dos.»
Entró en casa precipitadamente, pasó a su gabinete, se sentó a la mesa y escribió a su marido:
Después de lo sucedido, no puedo continuar en casa. Me marcho llevándome al niño. Ignoro las leyes y no sé si el hijo debe quedarse con el padre o con la madre. Pero le llevo conmigo porque no puedo vivir sin él. Sea generoso y déjemelo.
Hasta llegar aquí escribió rápidamente y con naturalidad, pero la apelación a una generosidad que Ana no reconocía a su marido y la necesidad de terminar la carta con algo conmovedor la interrumpieron.
No puedo hablarle de mi culpa y de mi arrepentimiento, porque...
Se detuvo otra vez, no hallando conexión en sus pensamientos.
«No», se dijo, «no es preciso escribir nada de esto».
Y rompiendo la hoja, la redactó de nuevo, excluyendo la alusión a la generosidad, y cerró la carta.
Tenía que escribir otra a Vronsky.
«He dicho a mi marido ...», empezó, y permaneció un rato sentada sin hallar fuerzas para continuar. ¡Aquello era tan indelicado, tan poco femenino ...!
«Además, ¿qué puedo escribirle?», se preguntó. Y otra vez la vergüenza cubrió de rubor sus mejillas. Recordó la tranquilidad de Vronsky y un sentimiento de irritación contra él le hizo romper en pequeños pedazos la hoja con la frase ya escrita.
«No hay necesidad de escribir nada», se dijo. Y cerrando la carpeta, subió a anunciar a la institutriz y a la servidumbre que salía aquella noche para Moscú. Y comenzó a hacer los preparativos del viaje.
XVI
En todas las habitaciones de la casa de verano se movían lacayos, jardineros y porteros, llevando cosas de un lado a otro. Armarios y cómodas estaban abiertos y dos veces hubo que ir corriendo a la tienda o comprar cordel. Por el suelo se veían pedazos de periódicos esparcidos, dos baúles, sacos y mantas de viaje plegadas habían sido bajados al recibidor. El coche propio y dos de alquiler esperaban a la puerta.
Ana, olvidando con los preparativos del viaje su inquietud interna, estaba en pie ante la mesa de su gabinete, preparando su saco de viaje, cuando Anuchka llamó su atención sobre el ruido de un coche que se acercaba.
Ana miró por la ventana y vio junto a la escalera al ordenanza de Alexey Alejandrovich, que tocaba la campanilla de la puerta.
–Ve a ver de qué se trata –ordenó Ana.
Y serenamente dispuesta a todo, se sentó en la butaca, con las manos plegadas sobre las rodillas.
El lacayo llevó un abultado sobre con la dirección escrita de mano de Karenin.
–El ordenanza espera la contestación ––dijo el lacayo.
–Bien –repuso Ana.
Y en cuanto hubo salido el criado, abrió el sobre con trémulos dedos y un paquete de billetes sin doblar, sujetos por una cinta, cayó al suelo.
Ana separó la carta y la leyó empezando por el final.
«Se darán las órdenes necesarias para su regreso. Le ruego que tenga en cuenta que doy especial importancia al cumplimiento de mi deseo ...» , leyó.
Siguió leyéndola al revés, y volvió después a empezar la lectura desde el principio. Al terminar, se sintió helada, y tuvo la impresión de que una gran desgracia mucho mayor de lo que esperaba se abatía sobre ella.
Por la mañana estaba arrepentida de lo que había confesado a su marido y deseaba no haber pronunciado aquellas palabras. Y ahora la carta daba las palabras por no dichas: le concedía lo que ella deseaba. Pero ahora esta carta le parecía a Ana lo más terrible que podía imaginar.
«¡Tiene razón, tiene razón!», pronunció para sí. «¡Siempre, siempre tiene razón! Es cristiano, es generoso... Pero, ¡cuán vil y despreciable! ¡Y nadie lo comprende, excepto yo! Jamás podrán comprenderlo, ni yo explicarlo. Para los demás es un hombre religioso, moral, honrado, inteligente... Pero no ven lo que yo he visto. No saben que durante ocho años ese hombre ha ahogado mi vida, cuanto en mí había de vivo, sin pensar jamás que soy una mujer de carne y hueso que necesita amor. No saben que me ofendía constante-mente y se sentía satisfecho de sí mismo. ¿No he procurado con todas mis fuerzas hallar la justificación de mi vida? ¿No he tratado de amarle y luego de amar a mi hijo cuando ya no podía amarle a él? Pero llegó el momento en que comprendí que no podía seguir engañándome, que vivo, que no tengo la culpa de que Dios me haya hecho así, que necesito vida y amor. Si me hubiera matado, si hubiera matado a Vronsky, yo lo habría soportado todo, le habría perdonado... Pero él no es así...
»¿Cómo no adiviné lo que iba a decidir? Hace lo que es propio de su ruin carácter. Seguirá viviendo conmigo ya caída. Él se quedará con la razón y a mí me hará sucumbir, me humillará cada vez mas... –y recordó las palabras de la carta: "puede suponer lo que la espera a usted y a su hijo"–. Esta es la amenaza por la que me va a quitar el niño, y seguramente su ley estúpida lo hace posible. ¿Acaso no sé por qué me lo dice? No cree en mi amor a mi hijo, o más bien lo desprecia. Siempre se burlaba de este amor. Sí, desprecia este sentimiento, pero sabe que no he de abandonar a mi hijo, porque sin el no me es posible vivir, ni siquiera con el hombre a quien amo; y, en todo caso, si le dejara y huyera, había de obrar como una mujer más baja y más deshonrada aún. Sí, lo sabe y le consta que no tendré fuerzas para hacerlo.
»Nuestra vida debe seguir como antes –continuó pensando, al recordar otra frase de la carta–. ¡Pero esa vida, antes, era penosa y, últimamente, horrible! ¿Cómo será, pues, de ahora en adelante? Y él no lo ignora, sabe que no puedo arrepentirme de lo que siento, de lo que he hecho por amor. Sabe que nada puede resultar de esto sino mentira y engaño, pero él necesita continuar martirizándome. Le conozco: se que goza y nada en la mentira como un pez en el agua. Pero no le proporcionaré ese placer. Romperé la red de mentiras en que quiere envolverme y será lo que Dios quiera... Todo antes que la ficción y el engaño.
»¿Pero, ¿cómo lo podré hacer? ¡Dios mío, Dios mío! ¿Habrá habido nunca en el mundo mujer tan desgraciada como yo?»
–¡Pero, basta: voy a romper con todo! –exclamó, levantándose de un salto y conteniendo las lágrimas.
Y se acercó a la mesa para escribirle otra carta. Pero presentía, en el fondo, que no tendría fuerzas ya para romper nada, que no tendría fuerzas para salir de su situación anterior por falsa y deshonrosa que fuera.
Se sentó a la mesa, mas en vez de escribir apoyó los brazos en ella, ocultó la cabeza entre las manos y lloró, con sollozos y temblores que agitaban todo su pecho, como lloran los niños. Lloraba al pensar que su ilusión de que las cosas habían quedado aclaradas estaba destruida para siempre. Sabía de antemano que todo continuaría como antes o peor. Comprendía que la posición que ocupaba en el mundo aristocrático, y que por la mañana le parecía tan despreciable, le era muy preciosa, y que no tendría fuerzas para cambiarla por la despreciable de una mujer que ha abandonado a su hijo y a su esposo para unirse a su amante. Y comprendía también que, por más que quisiera, no podría ser más fuerte de lo que era en realidad.
Jamás tendría libertad para amar y viviría eternamente como una mujer culpable, bajo la amenaza de ser descubierta a cada momento, una mujer que engaña a su marido a fin de continuar sus relaciones deshonrosas con un extraño, un hombre libre, cuya vida no podía ella compartir. Sabía que todo marcharía así, pero le parecía terrible y no imaginaba de qué modo podría terminar. Y Ana lloraba, sin contenerse, como llora un niño al que se castiga.
Oyó los pasos del lacayo y se recobró y, ocultando el rostro, fingió que escribía.
–El ordenanza pide la contestación –anunció el lacayo,
–¿La contestación? ––dijo Ana–. ¡Ah, sí! Que espere. Ya avisaré.
«¿Qué escribiré?», pensaba. «¿Qué puedo decidir por mí misma? ¿Sé yo acaso lo que quiero ni lo que deseo?»
Otra vez le pareció que su alma se desdoblaba. Asustada de aquel sentimiento, se aferró al primer pretexto de actividad que se le ofrecía para no pensar en si misma.
«Debo ver a Alexey», se dijo mentalmente, refiriéndose a Vronsky, al que siempre llamaba así», «él podrá decirme lo que conviene hacer. Iré a casa de Betsy. Quizá le vea allí».
Olvidaba en absoluto que el día antes había dicho a Vronsky que no iría a casa de la princesa Tverskaya y que él había contestado que en tal caso no iría tampoco.
Se acercó a la mesa y escribió a su marido.
«He recibido su carta–. A.»
Y llamando al lacayo, le dio la carta.
–Ya no nos vamos ––dijo a Anuchka cuando ésta entró.
–¿Definitivamente?
–No; no deshagan los paquetes hasta mañana, y que me reserven el coche ahora. Voy a casa de la Princesa.
–¿Qué vestido debo preparar?
XVII
La reunión que iba a jugar la partida de cricket a la que la princesa Tverskaya había invitado a Ana consistía en dos señoras con sus admiradores.
Aquellas dos señoras representaban un nuevo y muy selecto círculo que se autodenominaba, a imitación de no se sabía de qué, Les sept merveilles du monde. A decir verdad, tales señoras pertenecían a una capa muy elevada de la sociedad, pero muy diferente a la que frecuentaba Ana. Además, el viejo Stremov, admirador de Lisa Merkalova y uno de los hombres más influyentes de San Petersburgo, era, ministerialmente, enemigo de Karenin. Por todas esas consideraciones, Ana no deseaba ir, y a esas consideraciones aludían las indirectas de la carta de la Princesa. Pero ahora se resolvió a acudir con la esperanza de encontrar a Vronsky.
Llegó a casa de la Tverskaya antes que los otros invitados.
En el momento en que entraba lo hacía también el lacayo de Vronsky, que, con sus patillas muy bien peinadas, casi parecía un caballero.
El criado se detuvo junto a la puerta y, quitándose su gorra de visera, le cedió el paso. Ana le reconoció y sólo entonces recordó que Vronsky le había dicho que no iría. Probablemente enviaba aviso de ello.
Mientras se quitaba el abrigo en el recibidor, Ana oyó que el lacayo decía, pronunciando las en es a la manera de las personas distinguidas:
–Para la señora Princesa, de parte del señor.
Ella habría querido preguntarle dónde estaba ahora su señor; habría querido volverse y darle una carta pidiendo a Vronsky que fuese a su casa o bien ir Ana misma a casa de él. Pero nada de lo que pensaba podía hacerse, porque ya sonaba la campanilla anunciando su llegada y ya el criado de la Princesa se colocaba, de pie, junto a la puerta abierta, esperando que Ana entrase en las habitaciones interiores.
–La Princesa está en el jardín. Ahora mismo la avisan. ¿Acaso la señora desea pasar al jardín? ––dijo otro lacayo en la siguiente estancia.
Sentía la misma impresión de inseguridad y vaguedad que sintiera en su casa. Era imposible ver a Vronsky; había que continuar aquí, en esta sociedad tan ajena y distante de su estado de ánimo.
Ana llevaba el vestido que sabía que le sentaba mejor; no estaba sola; la rodeaba ese ambiente de ociosidad suntuosa que le era habitual, y en ella se sentía más a gusto que en su casa, pues aquí no tenía que discurrir sobre lo que había de hacer. Aquí todo se hacía solo.
Cuando Betsy salió a recibirla, vestida de blanco y con una elegancia que la sorprendió, Ana le sonrió como siempre. A la princesa Tverskaya la acompañaban Tuchkevich y una señorita pariente suya que, con gran satisfacción de sus provincianos padres, pasaba el verano en casa de la célebre princesa.
Ana debía de tener un aspecto especial, porque Betsy manifestó notarlo en seguida.
–He dormido mal –repuso Ana, mientras miraba al lacayo que se les acercaba y que, como ella supusiera, traía la carta de Vronsky.
–¡Cuánto me alegro de que haya venido usted! –dijo Betsy–. Me siento fatigada. Quiero tomarme una taza de té mientras llegan los demás. Usted –––dijo a Tuchkevich– podría ir con Macha a ver cómo está el campo de cricket, ahí, donde han cortado la hierba. Entre tanto, nosotras podremos hacernos confidencias durante el té. We'll have a cosy chat, ¿verdad? –sonrió a Ana, mientras le apretaba la mano con que ésta sujetaba la sombrilla.
–Pero no puedo quedarme mucho rato. Tengo que visitar a la vieja Vrede. Hace un siglo que se lo tengo prometido.
La mentira, tan ajena a su carácter, le resultaba ahora tan sencilla y natural en sociedad que hasta le daba placer. No habría podido explicarse por qué lo había dicho, ya que un segundo antes ni siquiera pensaba en ello. En realidad, sólo la movía el pensamiento de que, como Vronsky no estaba allí, debía asegurarse su libertad para poder verle. Pero decir por qué precisamente había nombrado a la vieja dama de honor, a la que no tenía más motivo de visitar que a mochas otras, era imposible para Ana. Sin embargo, resultó después que, por muchos medios que hubiese imaginado para ver a Vronsky, no habría podido dar con ninguno mejor.
–De ningún modo le dejaré marchar –repuso Betsy, escrutando el rostro de Ana–. Le aseguro que me molestaría con usted si no fuera por lo que la quiero. Parece que teme us-ted que el trato conmigo pueda comprometerla. Hagan el favor de servirnos el té en el saloncito –ordenó, entornando los ojos, como hacía siempre que hablaba a los criados.
Y tomando la carta la leyó.
–Alexey nor ha jugado una mala partida –dijo en francés–. Me escribe que no puede venir –añadió con un acento tan natural como si no pensara ni remotamente en que el cric-ket pudiera tener para Vronsky otro significado que el de ver a Ana.
Ana sabía que Betsy estaba enterada de todo, pero al oírla hablar así de Vronsky en presencia suya quiso persuadirse por un momento de que Betsy no sabía nada.
–¡Oh! –dijo Ana, con indiferencia, sonriendo y como si ello le interesara poco– ¿Cómo puede su trato comprometer a nadie?
Aquel juego de palabras, aquel ocultamiento de secretos, tenía para Ana, como para todas las mujeres, muchos atractivos. No era la necesidad de ocultar ni el fin para que se fingía, sino el proceso del fingimiento en sí lo que le agradaba.
–Yo no puedo ser más papista que el Papa –agregó–. Lisa Merkalova y Stremov son la crema de la sociedad. Además, a ellos los reciben en todas partes, y yo –y subrayó el yo– nunca he sido intolerante y severa. No me ha quedado tiempo para ello.
–¿Acaso no quiere usted encontrarse con Stremov? Déjele que rompa lanzas con su marido en la comisión. A nosotras no nos importa eso. Como hombre de mundo, es el más amable que conozco y un apasionado jugador de cricket, ya lo verá. Y a pesar de su ridícula situación de viejo galanteador de Lisa, hay que ver lo bien que afronta la situación. ¡Es un hombre simpatiquísimo! ¿No conoce usted a Safo Stolz? Es de un estilo nuevo, nuevo completamente.
Mientras Betsy hablaba así, Ana comprendía, por su mirada alegre e inteligente, que su amiga adivinaba en parte su situación y estaba tratando de inventar algo para ayudarla. Ahora se hallaban en el saloncito.
–Entre tanto escribiré a Alexey ––dijo Betsy.
Se sentó ante una mesa, escribió unas líneas en un papel y lo puso en un sobre.
–Le digo que venga a comer, si no, una de las señoras se quedará sin caballero. Espere, verá usted cómo le convenzo. Perdone que la deje sola un instante. Le suplico que me cierre la carta –dijo desde la puerta–. Yo tengo que dar algunas órdenes...
Ana, sin un instante de vacilación, se sentó a la mesa y escribió al pie de la carta de Betsy, sin leerla:
Necesito verle. Espéreme al lado del jardín de Vrede. Estaré allí a las seis.
Cerró la carta y Betsy, al volver, la entregó en presencia suya para que la llevasen.
Efectivamente, durante el té que sirvieron en una mesa bandeja en el saloncito, muy fresco entonces, entre las dos mujeres medió a cosy chat que había prometido la Tverskaya antes de que llegaran los invitados. Comenzaron a pasar revista a los que esperaban y la conversación se detuvo en Lisa Merkalova.
–Es muy agradable; siempre he simpatizado con ella –decía Ana.
–Hace usted bien en apreciarla, Lisa también la quiere mucho a usted. Ayer se me acercó después de las carreras, desesperada porque no la pudo ver. Dice que es usted una verdadera heroína de novela y que si ella fuera hombre habría cometido por usted mil locuras. Stremov le contesta siempre que ya las comete sin necesidad de serlo.
–Dígame, se lo ruego, porque no lo he comprendido nunca... –insinuó Ana, tras un corto silencio, con acento que indicaba claramente que lo que preguntaba era más importante para ella de lo que parecía–. Dígame, se lo ruego: ¿qué clase de relaciones hay entre Lisa y el príncipe Kaluchsky? Ese a quien llaman Michka... ¡Apenas les he visto nunca juntos! ¿Qué hay entre ellos?
Betsy, sonriendo con los ojos, miró atentamente a Ana.
–Es un nuevo estilo –dijo–. Todas lo han adoptado... Se han liado la manta a la cabeza. Ahora, que hay muchos modos de liársela...
–Sí, ya; pero ¿qué relaciones mantiene con el príncipe Kaluchsky`?
Betsy, súbitamente, rompió a reír con jovialidad y sin contenerse, lo que le acontecía muy contadas veces.
–Invade usted los dominios de la princesa Miágkaya. ¡Vaya una pregunta de niño travieso! –y Betsy, a pesar de sus esfuerzos, no pudo contenerse y estalló al fin en una risa contagiosa propia de la gente que ríe poco.
–¡Habría que preguntárselo a ellos! –añadió a través de las lágrimas que la risa arrancaba a sus ojos.
–Usted ríe –dijo Ana, contagiada contra su voluntad por aquella risa–––, pero yo no he podido comprenderlo nunca. No comprendo el papel del marido...
–¿El marido? El marido de Lisa Merkalova lleva a su esposa la manta de viaje y se desvive por atenderla. En cuanto a lo demás, nadie quiere darse por enterado. ¿Usted sabe? En la sociedad selecta no se habla, ni se piensa siquiera, en ciertos detalles de tocador.. En esto sucede lo mismo...
–¿Asistirá usted a la fiesta de Rolandaky? –preguntó Ana para cambiar de conversación.
–Creo que no –repuso Betsy sin mirar a su amiga.
Y comenzó a llenar de té aromático las pequeñas tazas transparentes. Luego acercó una taza a Ana, sacó un cigarrillo y, ajustándolo a una boquilla de plata, empezó a fumar.
–¿Ve usted? Yo soy feliz –dijo, sin reír ya, sosteniendo su taza en la mano–. La comprendo a usted y comprendo a Lisa. Lisa es una de esas naturalezas ingenuas que no distinguen el bien del mal. Al menos, no lo comprenden mientras son jóvenes. Además, ahora sabe que esa ignorancia le conviene y tal vez ponga en ello alguna intención... –agregó Betsy, con fina sonrisa–. Sea lo que sea, le interesa no comprenderlo. Vera usted: una misma cosa se puede mirar desde un punto de vista trágico, convirtiéndola en un tormento, como cabe mirarla con sencillez y hasta con alegría. Acaso usted se incline a considerar las cosas demasiado trágicamente...
–Quisiera conocer a los demás como a mí misma –dijo Ana, seria y reconcentrada–. ¿Seré peor o mejor que las demás? Yo creo que peor...
–¡Es usted una niña! ¡Una verdadera niña! –exclamó Betsy–. ¡Mire: ya vienen!
XVIII
Se oyeron pasos, una voz de hombre, luego otra femenina y risas, y a continuación entraron los invitados que se esperaban: Safo Stolz y un joven llamado Vaska, radiante, rebosando salud, y en quien se advertía que le aprovechaba la nutrición de carne cruda, trufas y vino de Borgoña.
Vaska saludó a las señoras y las miró, pero sólo por un momento. Entró en el salón siguiendo a Safo y ya en él la siguió constantemente, sin apartar de ella sus brillantes ojos, como si quisiera comérsela.
Safo Stolz era una rubia de ojos negros. Entró andando a pasos rápidos y menudos sobre sus pies calzados con zapatitos de altos tacones y estrechó fuertemente, como un hombre, las manos de las señoras.
Ana no había visto nunca hasta entonces a esta nueva celebridad y le sorprendían tanto su belleza como la exageración de su vestido y el atrevimiento de sus modales. Con sus cabellos propios y los postizos, de un color suavemente dorado, se había levantado un monumento tal de peinados sobre su cabeza que ésta había adquirido un volumen casi mayor que el del busto, bien modelado y firme y bastante escotado por delante. Sus movimientos, al caminar, eran tan impetuosos que a cada uno de ellos se dibujaban bajo su vestido las formas de sus rodillas y de la parte superior de sus piernas. Involuntariamente, el que la veía se preguntaba dónde, en aquella mole artificial, empezaba y terminaba su lindo cuerpo, menudo y bien formado, de movimientos vivos, tan descubierto por delante y tan disimulado y envuelto por debajo y por detrás.
Betsy se apresuró a presentarlas.
–¿No sabe? Casi hemos aplastado a dos soldados –empezó Safo a contar en seguida, haciendo guiños con los ojos, sonriendo y echando hacia atrás la cola de su vestido, que había quedado algo torcida–. He venido con Vaska... ¡Ah, sí!, es verdad que no se conocen. Se me olvidaba.
Y, después de nombrar a la familia del joven, le presentó Ruborizándose de su indiscreción al llamarle Vaska ante una señora desconocida, rió sonoramente.
Vaska saludó a Ana una vez más, pero ella, sin decirle nada, se dirigió a Safo:
–Ha perdido usted la apuesta. Hemos llegado antes. Págueme –dijo, sonriendo.
Safo rió con más júbilo aún.
–Supongo que no pretenderá que lo haga ahora –dijo.
–Es igual... Lo recibiré luego...
–Bueno, bueno... ¡Ah! –dijo Safo, dirigiéndose a Betsy–. Se me olvidaba decirle que le he traído un invitado: mírelo.
El inesperado y joven invitado al que Safo había traído y olvidara presentar, era, sin embargo, un huésped tan importante que, a pesar de su juventud, ambas señoras se levantaron para saludarle.
Era el nuevo admirador de Safo y, como Vaska, la cortejaba también.
Llegaron luego el príncipe Kaluchsky y Lisa Merkalova con Stremov. Lisa era una morena delgada, de tipo y rostro orientales, indolente, de hermosos ojos enigmáticos, según todos decían. Su oscuro vestido armonizaba con su belleza, como Ana notó con agrado en seguida. Todo lo que Safo tenía de brusca y viva, lo tenía Lisa de suave y negligente. Pero para el gusto de Ana, Lisa resultaba mucho más atractiva.
Betsy aseguraba a Ana que Lisa era como un niño ignorante, pero Ana al verla comprendió que Betsy no decía verdad. Lisa era en efecto una mujer viciosa a ignorante, pero suave y resignada. Su estilo, eso sí, era el de Safo: como a Safo, la seguían, cual cosidos a ella, dos admiradores devorándola con los ojos, uno joven y otro viejo; pero había en Lisa algo superior a lo que la rodeaba; algo que era como el resplandor brillante de aguas puras entre un montón de vidrios vulgares.
Aquel resplandor brotaba de sus hermosos ojos, verdaderamente enigmáticos. La mirada cansada y al mismo tiempo llena de pasión de aquellos ojos rodeados de un círculo oscuro sorprendía por su absoluta sinceridad. Mirando sus ojos, sentíase la impresión de conocerla toda y, una vez conocida, parecía imposible no amarla.
Al ver a Ana, su rostro se iluminó con una clara sonrisa.
–Celebro mucho conocerla –dijo, acercándose a ella–. Ayer, en las carreras, intenté acercarme hasta usted, pero ya se había ido. Tenía mucho interés en verla, y precisamente ayer. ¿Verdad que fue una cosa terrible? –dijo mirando a Ana con una expresión que parecía descubrir toda su alma.
–Sí. Nunca me imaginé que una cosa así pudiera ser tan emocionante –contestó Ana ruborizándose.
Los invitados se levantaron en aquel momento para salir al jardín.
–Yo no voy –dijo Lisa, sonriendo y sentándose al lado de Ana–. ¿Usted no va tampoco? ¡Mire que gustarles jugar al cricket!
–A mí me gusta –aseguró Ana.
–¿Cómo se arregla para no aburrirse? Sólo con mirarla a usted, ya se siente uno alegre. Usted vive y yo me aburro.
–¿Se aburre usted, que pertenece a la sociedad más animada de la capital? –preguntó Ana.
–Acaso los que no son de nuestro círculo se aburran aún más, pero nosotros, y desde luego yo, nos aburrimos... Me aburro horriblemente...
Safo encendió un cigarrillo y salió al jardín con dos de los jóvenes. Betsy y Stremov quedaron ante las tazas de té.
–Sí: ¡qué aburrido es todo! –dijo Betsy–. Pero Safo dice que ayer se divirtieron mucho en su casa.
–¡Pero si fue aburridísimo! –afirmó Lisa Merkalova–. Fuimos todos a mi casa después de las carreras. ¡Y siempre la misma gente, la misma, y siempre lo mismo!... Pasamos el tiempo tendidos en los divanes. ¿Hay alguna diversión en eso? No. ¿Qué hace usted para no aburrirse? –siguió, dirigiéndose a Ana de nuevo–. Basta mirarla para comprender que es usted una mujer que puede ser feliz o desgraciada, pero que no se aburre. Dígame, ¿cómo se arregla para ello?
–No hago nada –contestó Ana ruborizándose ante preguntas tan llenas de equívoco.
–Es el mejor modo de no aburrirse –intervino Stremov.
Stremov era un hombre de unos cincuenta años, entrecano, lozano aún, muy feo, pero de rostro inteligente y de fuerte personalidad.
Lisa Merkalova era sobrina de su mujer y él pasaba con ella todas sus horas libres.
Ahora, al hallar a Ana Karenina, la esposa de su enemigo ministerial Alexey Alejandrovich, procuró, como hombre de mundo a inteligente, mostrarse especialmente amable con la mujer de su adversario.
–No hacer nada es el mejor remedio para no aburrirse –continuó sonriendo cortésmente–. Hace tiempo que le digo –añadió dirigiéndose a Lisa Merkalova– que para no sentir el aburrimiento lo mejor es no pensar que va a aburrirse. Es como cuando uno teme sufrir de insomnio: lo mejor es no pensar en que no va a dormir. Es esto precisamente lo que ha dicho Ana Arkadievna...
–Me habría gustado decirlo, porque no sólo es muy ingenioso, sino también la pura verdad –repuso Ana, sonriendo.
–Le ruego que me diga cómo ha de hacerse para dormir cuando se tiene sueño y para no aburrirse constantemente.
–Para dormir, lo mejor es haber trabajado y para no aburrirse, también.
–¿Y para qué voy a trabajar si nadie necesita mi trabajo? Por eso finjo, a propósito, que no sé ni quiero trabajar.
–¡Es usted incorregible! –dijo Stremov, sin mirarla, volviéndose hacia Ana de nuevo.
Como veía pocas veces a Ana Karenina, no podía decirle más que vulgaridades, y ahora se las decía a propósito de su vuelta a San Petersburgo, preguntándole cuándo sería y ha-blándole del aprecio en que la tenía la condesa Lidia Ivanovna; pero se lo decía de un modo que demostraba el interés que tenía en hacérsele agradable y más aún en mostrarle su respeto.
Entró Tuchkevich anunciando que la reunión aguardaba a los jugadores para el cricket.
–¡No se vaya, por favor! –dijo Lisa, al enterarse de que Ana se iba.
Stremov unió su súplica a la de Lisa.
–Es un contraste demasiado vivo –dijo– pasar de esta reunión a casa de la vieja Vrede. Además, usted allí no será sino un motivo de murmuración, mientras que aquí inspira us-ted sentimientos mucho mejores. Es decir, completamente opuestos –concluyó Stremov.
Ana, indecisa, reflexionó un momento.
Las palabras lisonjeras de aquel hombre tan inteligente, la simpatía ingenua a infantil que le mostraba Lisa Merkalova, todo este ambiente habitual del gran mundo resultaba tan agradable en comparación con las terribles dificultades que la esperaban que por un momento vaciló. ¿No sería mejor quedarse, alejando más, así, el espinoso instante de las explicaciones?
Pero recordando lo que la aguardaba luego, a solas en su casa, si no adoptaba una decisión; recordando aquel gesto, terrible para ella, con que se había asido los cabellos con las manos, se despidió y se fue.
XIX
Vronsky, a pesar de su vida en el gran mundo, aparentemente superficial, era un hombre que odiaba el desorden. En su primera juventud, estando todavía en el Cuerpo de Pajes, experimentó la humillación de una negativa cuando, habiéndose endeudado, pidió prestado dinero. Desde entonces procuró no colocarse nunca en una situación como aquella.
Para ello, con cierta frecuencia, variable según las circunstancias, aunque generalmente unas cinco veces al año, se apartaba de la sociedad y ponía orden en todas sus cosas.
A esto lo llamaba hacer cuentas o faire la lessive.
Al día siguiente de la cita se despertó tarde. Sin afeitarse ni bañarse, se vistió la guerrera blanca del uniforme de verano, puso sobre la mesa dinero, cartas y cuentas, y comenzó a ocuparse en ello.
Petrizky, que sabía que mientras efectuaba tal operación su amigo solía estar irritado, viéndole al despertar ocupado en el escritorio se vistió sin hacer ruido y se fue para no estorbarle.
Todo hombre sabe con detalle las complicaciones que le rodean y supone, sin querer, que esas complicadas condiciones y su aclaración son una particularidad personal suya, sin sospechar que los demás viven también entre condiciones personales tan complicadas como las propias.
Así le sucedía a Vronsky. Y, no sin orgullo íntimo y tampoco sin motivo, pensaba que cualquier otro, de haberse encontrado con tantas y tan grandes dificultades, se habría visto perdido y obligado a obrar del peor modo.
Vronsky, en cambio, comprendía que precisamente ahora debía estudiar el estado de sus asuntos y su situación para no complicar las cosas. Primero, y como más fácil, estudió los asuntos de dinero.
Con su letra menuda apuntó lo que debía sobre un pliego de papel de escribir. Sumó y halló que sus deudas alcanzaban diecisiete mil rublos y algunos centenares, de los que prescindió para más claridad. Luego contó su dinero y examinó las notas del banco, y halló que sólo poseía mil ochocientos rublos y que no tendría ingreso alguno hasta año nuevo.
Volvió a leer la lista de deudas y la copió, dividiéndola en tres categorías. A la primera categoría pertenecían las que había de pagar en seguida o para las cuales, por lo menos, había de tener el dinero preparado por no permitir su pago ni un minuto de dilación.
Estas deudas ascendían a unos cuatro mil rubios. Mil quinientos por el caballo y dos mil quinientos de una fianza por su joven compañero Venevsky, que en presencia suya los ha-bía perdido jugando con un tramposo. Vronsky había querido pagar el dinero en el momento, puesto que lo llevaba encima, pero Venevsky y Jachvin insistieron en que pagarían ellos y no Vronsky, que no jugaba.
Todo ello estaba muy bien, pero Vronsky sabía que con motivo de aquel sucio negocio, y a pesar de no haber tenido en él otra participación que el responder de palabra por Ve-nevsky, tenía que tener preparados dos mil quinientos rublos para echárselos al rostro al fullero y no discutir más con él.
De modo que para esta primera y principal clase de deudas necesitaba disponer de cuatro mil rubios. Otro grupo, de ocho mil, comprendía deudas también importantes, en su mayoría relativas a su cuadra de carreras: el proveedor de heno y avena, el inglés, el guarnicionero, etc. De éstas, necesitaba pagar al menos dos mil rubios si quería quedar tranquilo. Y quedaba la última clase de débitos –tiendas, hoteles, sastre, etcétera – de las que no tenía que preocuparse.
Necesitaba, de todos modos, un mínimo de seis mil rubios para los gastos corrientes y sólo poseía mil ochocientos. Para un hombre con cien mil de renta, como todos le atribuían, parecía que no había de tener importancia. Pero en realidad no poseía los cien mil rubios. Los inmensos bienes de su padre, que representaban por sí solos doscientos mil, eran propiedad indivisa de los dos hermanos. Cuando su hermano mayor, cargado de deudas, se casó con la princesa Varia Chirkova, hija de un decembrista, sin dinero alguno, Alexey le cedió todas las rentas de la propiedad de su padre, reservándose únicamente veinticinco mil rubios al año. Vronsky dijo entonces a su hermano que le bastaría con este dinero mientras no se casara, lo que probablemente no haría nunca. Y su hermano, comandante, por aquellos días de uno de los regimientos de lanceros mas caros para un aristócrata y recién casado, no pudo rechazar aquel regalo.
Su madre, que poseía un capital propio, daba a Alexey anualmente veinte mil rubios más, que, añadidos a aquellos veinticinco mil, no bastaban aún para sus gastos. Ultima-mente, habiendo su madre discutido con él por su marcha de Moscú y sus relaciones con Ana, dejó de enviarle dinero. Como consecuencia, estando Vronsky acostumbrado a gastar cuarenta y cinco mil rubios anuales y no habiendo recibido este año más que veinticinco mil, se encontraba en una situación algo apurada. No había que pensar en recurrir a su madre. La última carta de ella, recibida el día antes, le irritó aún más, porque contenía la insinuación de que estaba dispuesta a ayudarle para que obtuviera éxitos en el mundo y en su carrera, pero no para que llevase aquella vida que escandalizaba a toda la buena sociedad.
Aquella tentativa de su madre para comprarle le ofendió hasta lo más profundo de su alma y enfrió todavía más el poco afecto que sentía por ella.
No podía, sin embargo, desdecirse de su generosidad hacia su hermano, a pesar de presentir ahora vagamente, previendo alguna posibilidad de nuevos gastos en sus relaciones con la Karenina, que aquella generosidad había sido concedida demasiado irreflexivamente; y que él, aun soltero, podía tener muy bien necesidad de los cien mil rubios de renta.
Era imposible, sin embargo, retirar la palabra dada. Le bastaba recordar a la mujer de su hermano, la dulce y simpática Varia, que le hacía presente siempre que venía al caso cuánto estimaba su generosidad y cuánto le apreciaba, para que Vronsky se sintiera en la imposibilidad de dar el menor paso en aquel sentido. Hacerlo le parecía entonces tan imposible como pegar a una mujer, robar o mentir.
Lo que sí podía y debía hacer, y así lo decidió Vronsky inmediatamente, sin ninguna vacilación, era pedir diez mil rubios a un usurero, cosa que encontraría sin dificultad, disminuir sus gastos generales y vender su cuadra de carreras. Esto resuelto, envió en seguida una carta a Rolandaky, que le había ofrecido más de una vez comprarle los caballos, mandó buscar al inglés y a un usurero a hizo cuentas sobre el dinero que tenía. Terminados todos estos asuntos escribió a su madre dándole una respuesta áspera y fría. Sacó al fin de la cartera tres notas de Ana, las quemó y quedó pensativo al recordar la conversación sostenida el día anterior con ella.
XX
La vida de Vronsky era tanto más feliz cuanto que poseía un código particular de reglas que definían lo que debía y no debía hacer.
Este código contenía las reglas en un número muy limitado, y Vronsky, dentro de ese círculo, no vacilaba un momento en hacer lo que debía.
Sus reglas definían claramente que debía pagar a los fulleros y no al sastre; que no debía mentir a los hombres, aunque sí podia mentir a las mujeres; que no era lícito engañar a na-die, mas sí a los maridos; que era imposible perdonar las ofensas y que estaba permitido ofender, etc. Tales reglas podían ser ilógicas y malas, Pero eran concretas, y Vronsky, cumpliéndolas, se sentía tranquilo y con derecho a llevar la cabeza muy alta.
Pero últimamente, a causa de sus relaciones con Ana, Vronsky empezaba a notar que el código de sus reglas de vida no preveía todas las posibilidades y que se le presentaban en el futuro complicaciones y dudas, y que para vencerlas no hallaba el halo conductor que le guiara.
Sus relaciones del momento con Ana y su marido se le aparecían sencillas y claras, y el código que le servía de norma las definía con precisición.
Ella era una mujer honrada que le había hecho presente de su amor y que, por tanto, puesto que él, además, la amaba, merecía su máximo respeto: tanto, si no más, como habría merecido su mujer legal. Antes se habría dejado cortar una mano que permitirse, ni siquiera a sí mismo, ni aun con una palabra, no sólo ofenderla, sino no guardarle todo el respeto que puede exigir una mujer.
Sus relaciones con la sociedad también eran claras. Todos podían sospechar y saberlo, pero nadie debía atreverse a decírselo. De lo contrario, estaba dispuesto a hacer callar a los que hablasen y a obligarles a respetar el inexistente honor de la mujer a quien amaba.
Sus relaciones con el marido eran más claras aún. Puesto que Ana quería a Vronsky, él consideraba su derecho a ella como indiscutible. El marido no era más que un personaje engomoso que estaba de sobra. Cierto que se hallaba en una situación lamentable, pero ¿qué podia hacerse? A lo único que el marido tenía derecho era a exigirle una satisfacción con las arenas, a lo que Vronsky se había sentido siempre dispuesto.
Últimamente habían surgido, sin embargo, entre él y Ana relaciones nuevas que le asustaban por su aspecto indefinido.
Hasta ayer, ella no le había dicho que estaba embarazada. Y Vronsky comprendió que esta noticia, y lo que Ana esperase de él, exigían algo que no estaba previsto en el código que regulaba su vida. La noticia, en efecto, le había cogido desprevenido. Al principio de anunciarle ella su estado, el corazón de Vronsky le dictó que Ana debía abandonar a su marido, y así se lo había manifestado. Pero ahora, al reflexionar, comprendió que era preferable no hacerlo sin dejar de temer obrar mal al pensarlo.
«Si le he dicho que deje a su marido, ello significa que ha de unirse a mí. ¿Y estoy en condiciones de hacerlo? ¿Cómo puedo mantenerla si no tengo dinero? Pero supongamos que arreglo esa cuestión material. ¿Cómo llevármela si tengo que ocuparme de mi carrera? Para decide eso tenía que haber estado preparado antes: es decir tener dinero y pedir el retiro.»
Quedó pensativo. La cuestión de si debía o no pedir el retiro le hizo meditar en otro interés secreto de su vida, sólo conocido para él, pero que era el principal estímulo que le guiaba: la ambición, ilusión acariciada desde su infancia y su juventud. Y su ambición, que ni a sí mismo se confesaba, era tan fuerte que aun ahora mismo luchaba con su amor. Sus primeros pasos en el mundo y en su carrera habían sido afortunados; pero dos años antes había cometido un gran error: queriendo demostrar su independencia y ascender más, renunció a un cargo que le ofrecían, esperando que la negativa le daría más valor aún.
Pero resultó que había sido demasiado audaz y le dejaron de lado; y como quiera que, a pesar suyo, se había creado con ello la posición de un hombre independiente, la soportaba lo mejor que podía, con inteligencia y sagacidad, procediendo como si no se sintiera ofendido por nadie y no deseara otra cosa que vivir tranquilo su alegre existencia.
Pero la verdad era que desde que el año pasado había vuelto de Moscú ya no se sentía alegre. Notaba que aquella posición independiente de hombre que lo ha podido tener todo y no quiere nada perdía mérito y que muchos empezaban ya a pensar que nunca habría conseguido otra cosa que ser un joven bueno y honorable.
Sus relaciones con la Karenina, que habían provocado tantos comentarios, atrajeron sobre él la atención general y le dieron un nuevo brillo, en que se calmó por algún tiempo el gusano de la ambición que le roía.
Mas, desde hacía una semana, aquel gusano despertaba con nuevo brío. Un amigo de la infancia, hombre de su misma sociedad y círculo, camarada suyo en el cuerpo de cadetes, y oficial de la misma promoción, Serpujovskoy, con el que Vronsky rivalizara en las clases, en el gimnasio, en las diabluras y en las ilusiones ambiciosas, aquel amigo había vuelto en aquellos días del Asia central, habiendo logrado allí dos ascensos seguidos, distinción pocas veces obtenida por los militares tan jóvenes.
En cuanto Serpujovskoy llegó a San Petersburgo, empezó a hablarse de él como de una estrella de primera magnitud en curso ascendente.
De la misma edad de Vronsky y perteneciente a la misma promoción, Serpujovskoy era ya general y esperaba un nombramiento que le diese autoridad en los asuntos públicos, mientras Vronsky, aunque independiente, brillante y amado por una admirable mujer, no era más que un simple capitán de caballería al que se le dejaba ser tan libre como quisiera.
«Por supuesto, no envidio ni puedo envidiar a Serpujovskoy», pensó, «pero su elevación me demuestra que hay que moverse y que entonces la carrera de un hombre como yo puede ser muy rápida. Hace años, él estaba en mi misma situación. Si pido el retiro, quemo mis naves. Quedándome en el servicio, no pierdo nada. Ana misma me ha dicho que no quiere alterar mi situación. Y yo, poseyendo su amor, no tengo nada que envidiar a Serpujovskoy».
Atusándose lentamente los bigotes, se levantó y comenzó a pasear por la habitación. Sus ojos brillaban vivamente. Se sentía en aquel estado de ánimo fuerte, tranquilo y alegre que tenía siempre después de aclarar su situación. Todo estaba tan neto y despejado como sus deudas después de haberlas revisado. Vronsky se afeitó, tomó un baño frío, se vistió y se fue.
XXI
–Vengo a buscarte. Tu aseo ha durado hoy mucho ––dijo Petrizky–. ¿Qué? ¿Has terminado?
–Sí –respondió Vronsky, sonriendo sólo con los ojos y atusándose las puntas del bigote con tanto esmero como si, después del orden en que había dejado sus asuntos, cualquier movimiento brusco pudiese destruirlo.
–Tras esa ocupación quedas siempre como después de un buen baño –siguió Petrizky–.Vengo de ver a Crisko –llamaba así al coronel del regimiento–, que lo está esperando.
Vronsky miraba a su compañero sin contestarle, pensando en otra cosa.
–¡Ah! ¿Viene de su casa esta música? –preguntó, sintiendo las notas del trombón, en valses y polkas, que llegagan a sus oídos–. ¿Dan alguna fiesta?
–Es que ha llegado Serpujovskoy.
–¡Ah, no lo sabía! –dijo Vronsky.
Una vez decidido que era feliz con su amor, sacrificando a él su ambición, Vronsky no podía sentir ni envidia de Serpujovskoy ni enojo al pensar que, al llegar al cuartel, su camarada no hubiera ido a visitarle antes que a ninguno. Serpujovskoy era un buen amigo y Vronsky se alegraba de su triunfo.
–Me satisface mucho...
Denin, el coronel del regimiento, ocupaba una gran casa perteneciente a unos propietarios rurales. Los reunidos estaban en el amplio mirador del piso bajo.
Lo primero que atrajo la atención de Vronsky al entrar en el patio fueron los cantores militares vistiendo sus uniformes blancos de verano, todos de pie junto a un pequeño barril de aguardiente, y, con ellos, la figura sana y alegre del coronel del regimiento rodeado de los oficiales. Saliendo al primer peldaño, el coronel, en voz alta que dominaba el son de la orquesta, que tocaba entonces un rigodón de Offenbach, daba órdenes y hacía señales con el brazo a unos soldados que estaban algo separados.
El grupo de soldados, un sargento de caballería y algunos oficiales, se acercaron al balcón a la vez que Vronsky. El coronel, que había vuelto a la mesa, reapareció de nuevo con una copa en la mano y pronunció un brindis:
–A la salud de nuestro ex compañero, el bravo general Serpujovskoy. ¡Hurra!
Tras el coronel, y también con la copa en la mano, salió Serpujovskoy a la escalera.
–Estás cada vez más joven, Bondarenko ––dijo, dirigiéndose al sargento de caballería que estaba ante él, hombre de buena presencia y coloradas mejillas que prestaba servicio como reenganchado.
Vronsky, que no había visto a Serpujovskoy desde hacía tres años, ahora le notaba un aspecto más varonil. Se había dejado crecer las patillas; se había hecho más hombre, pero conservaba su esbeltez de siempre a impresionaba tanto por su belleza como por la dulzura y nobleza de su rostro y aspecto. El único cambio que Vronsky observó en él fue el brillo radiante, tranquilo y persistente, aquel brillo que Vronsky conocía bien y que había observado en seguida en su amigo, que adquieren los rostros de los que triunfan y están convencidos además de que los demás no ignoran su éxito.
Serpujovskoy, al bajar la escalera, vio a Vronsky y una sonrisa alegre iluminó su rostro. Alzó la cabeza y levantó el vaso, saludándole y mostrando con este gesto que no podía dejar de acercarse primero al sargento de caballería, que ya se estiraba conmovido y plegaba los labios para besar al General.
–¡Ya está aquí! –gritó el coronel–. Jachvin me ha dicho que estás de mal humor.
Serpujovskoy besó los labios frescos y húmedos del gallardo sargento y, secándose la boca con el pañuelo, se acercó a Vronsky.
–¡Cuánto me alegro de verte! –dijo, estrechándole la mano y llevándole aparte.
–¡Ocúpese de él! –gritó el coronel a Jachvin, mostrándole a Vronsky.
Y se dirigió a los soldados.
–¿Cómo es que no se te vio ayer en las carreras? Pensaba haberte visto allí –dijo Vronsky, mirando a su amigo.
–Estuve, pero llegué tarde, perdona –añadió, volviéndose hacia el ayudante para decirle–: Haga el favor de ordenar que se distribuya esto de mi parte, a lo que toquen cada uno, entre la tropa.
Y, sonrojándose, sacó precipitadamente de su cartera tres billetes de cien rublos.
–Vronsky. ¿Quieres tomar algo? –preguntó Jachvin–. ¡Hola: traed algo de comer para el Conde! ¡Y bébete esto!
La orgía en casa del coronel continuó largo rato. Mantearon a Serpujovskoy y al coronel. Luego, ante los cantores, bailaron el coronel y Petrizky. Finalmente, aquél, algo cansado ya, se sentó en el banco del patio y empezó a demostrar a Jachvin la superioridad de Rusia sobre Prusia, sobre todo en las cargas de caballería. El bullicio se calmó por un momento. Serpujovskoy pasó un instante al tocador de la casa para lavarse las manos y halló allí a Vronsky, que, habiéndose quitado la guerrera y poniendo su cuello, sobre el que caían abundantes cabellos, bajo el grifo del lavabo, se frotaba con las manos cuello y cabeza.
Una vez que Vronsky hubo terminado de lavarse, sentóse junto a Serpujovskoy y, acomodados los dos allí mismo en un pequeño diván, empezaron una charla muy interesante para ambos.
–Estaba informado de todos tus asuntos por mi mujer –dijo Serpujovskoy–. Me alegro de que la hayas visitado a menudo.
–Es muy amiga de Varia. Son las únicas mujeres de San Petersburgo a las que me agrada tratar –contestó Vronsky, sonriendo, al prever el tema que iba a tocar la conversación y que le era en extremo agradable.
–¿Las únicas? –dijo Serpujovskoy sonriendo igualmente.
–También yo sabía de ti por tu mujer –repuso Vrosnky, con el rostro serio, cortando así la alusión–. Me alegro mucho de tus éxitos, pero no me han sorprendido. Esperaba tanto o más de ti.
Serpujovskoy sonrió de nuevo. Era evidente que le halagaba que se tuviese de él tal opinión y no creía necesario ocultarlo.
–Yo, al contrario: confieso que esperaba menos. Pero estoy muy satisfecho. Mi debilidad es ser ambicioso, lo confieso.
–Acaso no te confesaras de no haber triunfado –––dijo Vronsky.
–No lo creo –contestó Serpujovskoy sonriendo otra vez–. No diré que no valiera la pena vivir sin esto, pero sí que sería muy aburrido. Claro que, aunque puede que me equivoque, creo tener algunas facultades para el campo de actividad que he escogido y que el mando en mis manos estará sin duda mejor que en las de otros muchos que conozco ––dijo Serpujovskoy, con radiante conciencia de su éxito–. Y por ello, cuanto más me acerco a eso, más satisfecho estoy.
–Quizá te pase a ti así, pero no a todos. Antes también pensaba yo lo mismo; mas ahora encuentro que no vale la pena vivir sólo por eso ––dijo Vronsky.
–¡Claro, claro! –––exclamó Serpujovskoy, riendo–. Ya he oído hablar de tu negativa a aceptar un cargo. Te aprobé, naturalmente que sí; pero hay modos de hacer las cosas... Creo que está bien lo que hiciste, aunque no del modo que...
–Lo hecho, hecho. Ya sabes que no me arrepiento jamás. Y, por otra parte, me encuentro admirablemente bien así.
–Sí, por algún tiempo. Pero no te pasará siempre lo mismo. No hablo de lo que renunciaste en favor de tu hermano. Es un buen chico, como este «huésped nuestro». ¿Oyes? –añadió escuchando los hurras–. También él está alegre. Mas a ti esto sólo no te satisface.
–No digo que me satisfaga.
–Además, no es eso únicamente. Hombres como tú son necesarios...
–¿A quién?
–¡A quién! A la sociedad a Rusia. Rusia necesita gente, necesita un partido. Si no, todo se irá al diablo.
–¿Así que crees que es necesario un partido como el de Bertenev contra los comunistas rusos?
–No –contestó Serpujovskoy, rechazando, con una mueca, que le atribuyesen tal necedad–. Tout ça est une blague. Lo ha sido y lo será siempre. No hay tales comunistas. Pero los intrigantes necesitan inventar partidos peligrosos, dañinos. Es un truco viejo. No, no: lo necesario es un partido de la gente independiente, como tu y yo.
–¿Mas, para qué? –y Vronsky nombró a algunos que ejercían autoridad–. ¿Acaso esos no son independientes?
–No lo son porque, desde su nacimiento, no tienen ni han tenido una situación independiente. No nacieron en esa proximidad a las alturas en que hemos nacido tú y yo. A ellos se les puede comprar con dinero o con halagos. Y, para poder sostenerse, tienen que inventar la necesidad de una doctrina, desarrollar un programa o un pensamiento en el que no creen y que es pernicioso. Pero para ellos sus doctrinas son el modo de gozar de un sueldo y de una residencia oficial. Cela n'est pas plus malin que ça, cuando ves su juego. Quizá yo sea más tonto y peor que ellos, aunque no veo por qué lo voy a ser. Pero tú y yo tenemos una ventaja muy importante: que a nosotros es más difícil compramos. Y gente así es más necesaria que nunca.
Vronsky escuchaba con atención, menos atento al sentido de las palabras que al modo que tenía Serpujovskoy de exponerlas, a su pensamiento de luchar ya contra el poder y a la manifestación de sus simpatías y antipatías en este punto. Mientras el otro poseía ideas al respecto, Vronsky no ponía interés más que en los asuntos de su escuadrón.
Vronsky reconocía que Serpujovskoy podía ser fuerte por su facultad de pensar, de ver las cosas claras, Por aquella inteligencia y don de palabra tan raros en el ambiente en que vivía. Y, por vergüenza que le causara, Vronsky en este sentido envidiaba a su camarada.
–En todo caso, para ello me haría falta una cosa esencial –contestó Vronsky–: el deseo del poder. Lo he sentido antes, pero ahora se me ha disipado.
–Dispensa, pero no es verdad –dijo Serpujovskoy, sonriendo.
–Es verdad, es verdad... por ahora al menos; te lo digo con sinceridad –añadió Vronsky.
,–Ese «por ahora» ya es otra cosa. Y no durara siempre.
–Puede ser –repuso Vronsky.
–Dices «puedes ser» –continuó Serpujovskoy, como adivinando sus pensamientos– y yo te digo que es seguro. Por eso quería verte. Tú has obrado como debías. Pero no debes «perseverar». Sólo te ruego que me des carte blanche... No trato de protegerte, aunque, ¿por qué no había de hacerlo? ¿Cuántas veces no me has protegido tú? Pero nuestra amistad está sobre todo eso. Sí ––dijo con una dulzura femenina, sonriéndole–. Dame carte blanche, deja el regimiento y te situaré sin que se den cuenta...
–Pero ¡si no necesito nada! Con que las cosas sigan como hasta ahora... –dijo Vronsky.
Serpujovskoy, incorporándose, se plantó ante él.
–Dices que con que las cosas sigan como hasta ahora te basta. Te comprendo. Pero escúchame: ambos somos de la misma edad y quizá tú hayas conocido más mujeres que yo –la sonrisa y los ademanes de Serpujovskoy indicaban que Vronsky no debía temer nada, ya que él iba a tocar con suavidad y prudencia el punto neurálgico–. Pero soy casado y créeme que (como ha escrito no sé quién), conociendo sólo a una mujer a la que ames, sabes más que si hubieras conocido millares de mujeres.
–Ahora vamos –dijo Vronsky al oficial que se presentó en la habitación para decirles que el Coronel les llamaba.
Vronsky deseba ahora escuchar hasta el final lo que Serpujovskoy iba a decirle.
–Mi opinión es ésta: la mujer es la piedra de toque esencial en la actividad del hombre. Es difícil amar a una mujer y hacer a la vez algo útil. Para ello hay un remedio: desviar el amor por ellas casándose. ¿Cómo te diría ...? –agregó Serpujovskoy, al que le gustaba hacer comparaciones–. Espera, espera... Llevar un paquete en la mano y hacer algo a la vez no es posible, pero sí lo es si te lo echas a la espalda. El matrimo-nio es así. Lo he visto cuando me he casado. Me sentí de pronto con las manos libres. Pero sin estar casado, y llevando ese fardo contigo, estás con las manos tan ocupadas que no puedes hacer nada de provecho. Fíjate en Masankov y en Krupov, que han estropeado sus carreras por las mujeres...
–¡Vaya unas mujeres! –dijo Vronsky, recordando a la francesa y a la artista con las que tenían relaciones los dos mencionados.
–Tanto peor cuanto más alta es la posición de la mujer en la sociedad, porque entonces no se tratará ya de llevar el paquete, sino de quitárselo a otro.
–Tú no has amado jamás –le dijo Vronsky suavemente, mirando ante sí y pensando en Ana.
–Puede ser. Pero acuérdate de lo que te he dicho. Y, además, piensa que todas las mujeres son más materialistas que los hombres. Nosotros miramos el amor como algo inmenso y ellas lo consideran siempre terre–à–terre... ¡Ahora, ahora! –––dijo al lacayo, que se acercaba.
Pero el lacayo no iba a llamarles, como Serpujovskoy había imaginado, sino que llevaba una carta para Vronsky.
–La trajo el criado de la princesa Tverskaya.
Vronsky abrió la carta y se ruborizó.
–Me duele la cabeza; me voy a casa ––dijo a Serpujovskoy.
–Entonces, adiós. ¿Me das carte blanche?
–Ya hablaremos después. Nos veremos en San Petersburgo.
XXII
Eran más de las cinco y, para llegar a tiempo y no ir con sus caballos, conocidos por todos, Vronsky tomó el coche de alquiler que llevara a Jachvin y le ordenó ir lo más deprisa posible.
El viejo coche de alquiler, de cuatro asientos, era muy espacioso. Vronsky se sentó en un ángulo, extendió las piernas sobre el asiento delantero y quedó pensativo.
La vaga conciencia de la claridad con que había planteado sus asuntos, el confuso recuerdo de la amistad y alabanzas de Serpujovskoy, que le consideraba como un hombre necesario, y principalmente la espera de la próxima entrevista, todo se unió para infundirle una viva impresión general de la alegría de vivir.
Y aquella impresión era tan fuerte que Vronsky, sin querer, sonreía.
Bajó las piernas, pasó una sobre otra y con la mano se palpó la fuerte pantorrilla que se había lastimado el día antes al caer. Después, reclinándose en el respaldo, respiró varias veces a pleno pulmón.
« Bien, muy bien...» , se dijo.
Antes de ahora había experimentado también con frecuencia la alegre consciencia de su cuerpo, pero nunca se había querido a sí mismo, a su cuerpo, como hoy. Le era agradable sentir aquel ligero dolor en su vigorosa pierna, le era agradable la sensación del movimiento de los músculos de su pecho al respirar.
El mismo día, claro y frío, de agosto, que tanta desesperación infundía en Ana, a él le excitaba y le refrescaba el rostro y el cuello, ardiente aún por el lavado reciente.
En aquel aire fresco, el perfume del cosmético que se aplicara en el bigote resultábale particularmente agradable. Todo lo que veía por la ventanilla, en el ambiente frío y puro, a la pálida luz del ocaso, era lozano, alegre y fuerte como él mismo.
Los tejados de los edificios, brillantes a los rayos del sol poniente, las líneas destacadas de muros y esquinas las figuras de los transeúntes y los coches que encontraban de vez en cuando, el inmóvil verdor de árboles y hierbas, los campos de patatas, con sus surcos regulares, y las sombras oblicuas que árboles, arbustos y casas proyectaban sobre aquellos mismos surcos, todo era hermoso, como un lienzo de paisaje recién terminado y acabado de barnizar.
–¡Deprisa, más deprisa! –dijo al cochero, sacando la cabeza por la ventanilla y dándole un billete de tres rublos. La mano del cochero hurgó un instante en el farol asegurando el cierre, chasqueó el látigo y el coche se deslizó veloz por el liso camino empedrado.
«No necesito nada, nada, excepto esta felicidad –pensaba Vronsky, mirando el tirador de hueso de la campanilla, que pendía entre ambas portezuelas a imaginando a Ana tal como la viera por última vez–. Y cuanto más pasa el tiempo, más la amo. Aquí está el jardín de la casa veraniega oficial en que vive Vrede. ¿Dónde estará Ana? ¿Qué habrá sucedido? ¿Por qué me habrá citado aquí escribiendo en la carta de Betsy?», se dijo Vronsky al llegar. Pero ya no quedaba tiempo para pensar en ello. Mandó parar antes de llegar a la avenida que conducía a la casa, abrió la portezuela y saltó a tierra.
En la avenida no había nadie, pero al volver el rostro a la derecha la descubrió. Tenía el semblante cubierto con un velo, pero por su manera de andar, inconfundible, por la inclinación de su espalda, por el modo de levantar la cabeza, la reconoció, y le pareció en el acto que una sacudida eléctrica estremecía todo su cuerpo. Se sintió de nuevo ser él mismo con una fuerza renovada, desde los movimientos elásticos de las piernas hasta el de sus pulmones al respirar, y una sensación especial de cosquilleo en los labios. Acercóse a Ana y le estrechó fuertemente la mano.
–¿No te ha molestado que te llame? Necesitaba verte –dijo ella.
Y el modo grave y severo con que plegó los labios, y que Vronsky percibió bajo el velo, hizo cambiar en el acto su estado de ánimo.
–¿Molestarme dices? Pero ¿por qué has venido aquí?
–Eso nada importa –dijo Ana, poniendo su brazo sobre el de él–. Vamos. Necesito hablarte.
Vronsky comprendió que pasaba algo y que la entrevista no sería alegre. En presencia de ella carecía de voluntad propia; desconocía la causa de la inquietud de Ana, pero notaba ya que, a su pesar, se le comunicaba.
–¿Qué pasa, pues? –preguntaba, apretando el brazo de ella con el codo y procurando leerle en el rostro los pensamientos.
Ana dio algunos pasos en silencio, cobrando ánimo, y de pronto se detuvo.
–Ayer no te dije –empezó, respirando precipitada y dificultosamente– que, al volver a casa con mi marido, se lo conté todo. Le dije que no podía ser su mujer y que... Se lo dije todo...
Vronsky la escuchaba, inclinando el cuerpo hacia ella sin darse cuenta, como deseando así suavizarle las dificultades de su situación.
–Vale más, mil veces más –dijo–, pero comprendo lo penoso que te habrá sido.
Ana no escuchaba sus palabras; le miraba sólo al rostro, tratando de leer en él sus pensamientos. No adivinaba que lo que el rostro de Vronsky reflejaba era el primer pensamiento que se le había ocurrido: la inminencia del duelo. Ana no pensaba nunca en semejante cosa y por ello dio una explicación diferente a aquella expresión de momentánea gravedad.
Al recibir la carta de su marido comprendió en el fondo que todo iba a seguir como antes, que le faltarían fuerzas para renunciar a su posición en el gran mundo, abandonar a su hijo y unirse a su amante. La mañana pasada en casa de Betsy le afirmó más aún en esta convicción. No obstante, la entrevista con Vronsky tenía para ella una importancia excepcional, pues confiaba en que después de ella variaría su situación y ella se sentiría salvada.
Si al recibir la noticia Vronsky, sin vacilar un momento, decidido y apasionado, hubiese contestado: «déjalo todo y huyamos juntos», ella habría abandonado a su hijo y se habría ido con él.
Pero la noticia no produjo en Vronsky la impresión que esperaba Ana; él parecía sólo sentirse ofendido por algo.
–No me fue nada penoso. Todo sucedió del modo más natural –dijo Ana con irritación–. Y mira... ––dijo sacando del guante la carta de su marido.
–Comprendo, comprendo –interrumpió Vronsky, tomando la carta, pero sin leerla y esforzándose en calmar a Ana–. Yo sólo deseaba una cosa y te la he pedido: terminar con esta situación para poder consagrar mi vida a tu felicidad.
–¿Por qué me lo dices? –repuso ella–. ¿Cómo puedo dudarlo? Si lo dudara...
–¡Allí viene alguien! –exclamó Vronsky de pronto, mostrando a dos señoras que avanzaban hacia ellos–. Acaso nos conozcan.
Y precipitadamente se dirigió a un paseo lateral arrastrando a Ana.
–Me es igual –dijo ésta, y sus labios temblaban. A Vronsky le pareció que sus ojos le examinaban con extraña irritación bajo el velo–. Te digo que no se trata de eso, ni lo dudo, pero lee lo que me escribe. Léelo.
Y Ana volvió a detenerse.
De nuevo, como en el primer momento de recibir la noticia de que Ana había roto con su marido, Vronsky, leyendo la carta, se entregó involuntariamente a la impresión espon-tánea que sintiera respecto al esposo ultrajado. Ahora, mientras tenía en las manos la carta, imaginaba involuntariamente aquel desafío que irían a proponerle hoy o mañana en su casa, se figuraba el mismo duelo, en el cual, con la misma expresión fría y orgullosa que ahora mostraba su rostro, dispararía al aire, esperando la bala del ofendido. Y en seguida pasó por su cerebro el recuerdo de lo que acabara de decirle Serpujovskoy por la mañana: más valía no estar ligado. Pero sabía bien que no podía comunicar a Ana tal pensamiento.
Después de leer la carta, Vronsky alzó la vista. En sus ojos no había firmeza. Ana comprendió en seguida que Vronsky había pensado antes en aquella posibilidad. Ella sabía que, por mucho que Vronsky pudiera decirle, nunca le diría lo que pensaba. Y comprendió también que su última esperanza estaba perdida. No era esto lo que esperaba.
–¿Ya ves de qué clase de hombre se trata? ––dijo, con voz temblorosa–. Ya lo ves...
–Perdona, pero yo me alegro de ello –repuso Vronsky–. Déjame explicarme, por Dios... –añadió, rogándole con la mirada que le diese tiempo de aclarar sus palabras–. Me alegro porque las cosas en ningún modo pueden quedar como él supone.
–¿Por qué no? –dijo Ana, conteniendo las lágrimas y evidenciando que no daba ya ninguna importancia a lo que él pudiera decirle.
Adivinaba que su suerte estaba ya decidida.
Vronsky quería decir que después del duelo, inminente a su juicio, aquello no podría seguir así, pero dijo otra cosa.
–No puede seguir así. Supongo que ahora le abandonarás... –y Vronsky se sonrojó–, supongo que ahora me dejarás arreglar nuestra vida, pensar en ella... Mañana... ––dijo.
Pero Ana no le dio tiempo a terminar:
–¿Y mi hijo? –exclamó–. ¿No ves lo que me escribe? Tendría que abandonar a mi hijo, y esto no quiero ni puedo hacerlo.
–¡Por Dios! ¿Qué vale más? ¿Dejar a tu hijo o continuar esta situación humillante?
–¿Humillante para quién?
–Para todos, y en especial para ti.
–No digas que es humillante... no me lo digas. Esas palabras para mí carecen de sentido ––dijo Ana, con voz temblorosa, deseando ahora que Vronsky hablase con sinceridad, ya que sólo le quedaba su amor y deseaba seguir amándole–. Comprende que desde el día en que lo acepté todo ha cambiado para mí. Sólo tengo una cosa: tu amor. Siendo mío tu cariño, me siento tan elevada y tan firme que nada puede humillarme. Estoy orgullosa de mi situación porque... porque... orgullosa por... por... –y no supo decir por qué se sentía or-gullosa. Lágrimas de vergüenza y desesperación ahogaron su voz; se detuvo y estalló en sollozos.
Vronsky sintió también la sensación de algo que subía a su garganta, le cosquilleaba la nariz y le hacía sentirse, por primera vez en su vida, a punto de llorar. No podía decir qué era concretamente lo que le había conmovido. Sentía lástima de Ana, sabía que no podía ayudarla y a la vez reconocía que él era la causa de su desgracia y que había procedido mal.
–¿Acaso no es posible el divorcio? –preguntó con voz
Ana movió la cabeza en silencio.
–¿No es posible llevarte a tu hijo y dejar a tu marido?
–Sí, pero todo eso depende de él. Por ahora debo vivir en su casa –dijo Ana secamente.
No la habían engañado sus presentimientos. Las cosas quedaban como antes.
–El martes iré yo a San Petersburgo y se decidirá todo –indicó Vronsky.
–Sí –repuso Ana–. Pero no hablemos más de esto.
El coche de Ana, que ella había despedido con orden de ir a buscarla junto a la verja del jardin de Vrede, llegaba en aquel momento.
Ana se despidió de Vronsky y se fue a casa.
XXIII
El lunes celebraba sesión extraordinaria la Comisión del 2 de junio.
Alexey Alejandrovich entró en la sala de reunión, saludó a los miembros y al presidente, como de costumbre, y ocupo su puesto, poniendo las manos sobre los documentos que había preparados ante él.
Entre ellos estaban los informes que necesitaba, el resumen de la declaración que se proponía formular.
En realidad le sobraban los informes. Lo recordaba todo y no creía necesario repetir en su memoria lo que había de decir. Sabía que, llegado el momento y viendo ante sí el rostro del adversario, que en vano trataba de aparentar una expresión indiferente, el discurso saldría por sí solo mejor que todo lo que pudiera preparar.
Pensaba que el fondo de su discurso sería grandioso y que cada palabra tendría suma importancia. Y, sin embargo, mientras escuchaba el informe oficial, el aspecto de Karenin no podía ser más inocente y más inofensivo. Nadie pensaba, mirando sus manos blancas, de hinchadas venas, que tan suavemente acariciaban con sus largos dedos las hojas de papel blanco puestas ante él, y viendo su cabeza, inclinada de lado, con expresión de cansancio, que iban a brotar inmediatamente de su boca palabras que producirían una tempestad, obligando a gritar a los miembros, a interrumpirse unos a otros y al presidente a reclamar orden.
Cuando la declaración concluyó, Karenin anunció, con su voz suave y fina, que tenía que manifestar algo relativo al asunto de los autóctonos.
La atención se concentró en él.
Alexey Alejandrovich tosió y, sin mirar a su adversario, escogiendo, como hacía siempre al pronunciar sus discursos, la primera persona sentada ante él –un viejecito tranquilo y menudo que nunca exponía en la Comisión opiniones propias–, comenzó él a explicar con voz firme y muy clara sus ideas.
Cuando aludió a la ley básica y orgánica, su adversario se levantó de un salto y empezó a formular objeciones. Stremov, miembro también de la Comisión, herido en lo vivo, empezó igualmente a justificarse. La sesión se hizo tempestuosa. Pero Karenin triunfaba y su proposición fue aceptada; quedaron nombradas nuevas comisiones y al día siguiente, en determinados círculos de San Petersburgo, no se hablaba más que de aquella sesión. El éxito de Alexey Alejandrovich fue mayor de lo que él mismo esperaba.
A la mañana siguiente, martes, Karenin, al despertar, recordó con placer su victoria del día antes; y a pesar de querer mostrarse indiferente, no pudo menos de sonreír cuando el jefe de su despacho, queriendo halagarle, le habló de los rumores que corrían referentes a su triunfo en la Comisión.
Ocupado en su trabajo cotidiano, Karenin olvidó por completo que hoy, martes, era el día fijado por él para el regreso de Ana Arkadievna, por lo que quedó sorprendido y desagradablemente impresionado cuando un sirviente le anunció su llegada.
Ana había llegado a San Petersburgo por la mañana; al recibir su telegrama se le había mandado el coche. Alexey Alejandrovich debía pues de estar enterado de su llegada.
Sin embargo, cuando llegó él no fue a recibirla. Le dijeron que estaba ocupado con el jefe del despacho. Ana ordenó que le avisasen de su regreso, pasó a su gabinete y comenzó a arreglar sus cosas, esperando que él fuese a verla.
Transcurrió una hora sin que Karenin apareciese. Ana salió al comedor, con el pretexto de dar órdenes, y habló en voz alta con intención, esperando que su marido acudiese. Pero él no fue, a pesar de que Ana le oía acercarse a la puerta de su despacho acompañado de su jefe de oficina.
Sabía que su esposo había de salir en seguida por asuntos del servicio y quería hablarle antes de que se fuera para concretar sus relaciones.
Cruzó, pues, la sala y se dirigió con decisión a su gabinete. Cuando entró, Alexey Alejandrovich, de medio uniforme y al parecer ya pronto a salir, estaba sentado a una mesita sobre la que tenía apoyados los codos y miraba ante sí con tristeza. Ana le vio antes que él la viera y comprendió que era en ella en quien pensaba.
Al verla, él, inició un movimiento para levantarse, cambió de decisión, su rostro se sonrojó, lo que nunca viera antes Ana, y al fin, incorporándose precipitadamente, se dirigió a su encuentro, mirándola no a los ojos, sino más arriba, a la frente y al cabello.
Acercándose a su mujer, le tomó la mano y le pidió que se sentara.
–Me alegro de que haya usted llegado –dijo, y se sentó a su lado, y quiso decirle algo, pero no pudo.
Varias veces intentó de nuevo hacerlo, pero siempre se interrumpía. A pesar de esperar esta entrevista, Ana estaba preparada para despreciar a inculpar a su marido, pero ahora no sabía qué decirle y le compadecía... El silencio, pues, duró largo rato.
–¿Está bien Sergio? –preguntó él, añadiendo, sin esperar respuesta–: No como hoy en casa; tengo que salir.
–Yo quería irme a Moscú ––dijo Ana.
–No; ha hecho usted mejor viniendo aquí ––dijo él, y calló de nuevo.
Ana, en vista de que su esposo no tenía fuerzas para empezar, se decidió a hacerlo ella misma.
–Alexey Alejandrovich –dijo, mirándole y sin bajar los ojos, mientras él dirigía los suyos al cabello de su esposa–, soy una mujer culpable, una mujer mala; pero soy la misma que era, la misma que le dije, y he venido para decirle que no puedo cambiar.
–Nada le pregunto de eso –respondió él de pronto, con decisión, mirándola con odio a los ojos–. Demasiado lo suponía.
Se advertía que, bajo la influencia de su irritación, él había recobrado el dominio de sus facultades.
–Pero, como le dije ya por escrito –habló crudamente con su voz delgada–, le repito ahora. que no estoy obligado a saberlo. Lo ignoro. No todas las esposas son tan amables como para apresurarse a comunicar a sus maridos esa «agradable» noticia –y Karenin acentuó la palabra «agradable»–. Lo ignoraré mientras el mundo lo ignore, mientras mi nombre no quede deshonrado. Y por eso le advierto que nuestras relaciones deben ser las de siempre, y sólo en caso de que usted se «comprometa» tomaré medidas para salvaguardar mi honor.
–Sin embargo, nuestras relaciones no pueden ser las de siempre –dijo Ana, tímidamente, mirándole con temor.
Cuando ella vio de nuevo aquellos gestos tranquilos, aquella voz infantil, penetrante a irónica, su repugnancia hacia él hizo desaparecer su compasión. Y sólo tenía miedo, pero quería aclarar su situación costara lo que costase.
–No puedo ser su mujer, mientras yo... –empezó.
Alexey Alejandrovich rió con risa malévola y fría.
–Sin duda la clase de vida que usted ha escogido ha influido en sus concepciones. Respeto y desprecio una y otra cosa tan vivamente... respeto tanto su pasado y desprecio tanto su presente... que estaba muy lejos de indicar lo que usted ha creído interpretar en mis palabras.
Ana, suspirando, bajó la cabeza.
–En todo caso –continuó él, exaltándose–, no comprendo cómo, poseyendo la desenvoltura suficiente para declarar su infidelidad a su marido y no encontrando en ello, a lo que parece, motivo alguno de vergüenza, lo encuentra, en cambio, en el cumplimiento de sus deberes de esposa con respecto a su marido.
–Alexey Alejandrovich, ¿qué quiere usted de mí?
–Necesito que ese hombre no la visite y que usted proceda de modo que ni el mundo ni los criados puedan criticarla, quiero que deje de ver a ese hombre. Creo que no pido mucho. Y a cambio de ello, disfrutará usted de los derechos de esposa honrada sin cumplir sus deberes. Es cuanto tengo que decirle. Y ahora debo salir. No como en casa.
Y dicho esto, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Ana se levantó también. Saludándola en silencio, su marido la dejó pasar delante.
XXIV
La noche pasada por Levin sobre el montón de heno no dejó de tener consecuencias.
Los trabajos de la propiedad en que hasta entonces se ocupara le aburrían y perdieron todo interés para él. A pesar de la excelente cosecha, nunca, a su parecer, se habían producido tantos choques ni tantas disputas con los labriegos como este año, y la causa de todo ello se le ofrecía ahora con claridad. El placer que sintiera en las tareas agrícolas, la aproximación que a causa de ella se había producido entre él y los campesinos, la envidia que tenía de la vida sencilla de aquellos seres, el deseo de adoptarla, que en aquella noche pasó de deseo a intención, y sobre cuyos detalles meditara, todo ello cambió de tal modo su punto de vista respecto al modo de llevar su propiedad que ya no podía encontrar en estos trabajos el interés de antes, ni podía dejar de ver su actitud desagradable ante los trabajadores, que eran la base de todo.
Los rebaños de vacas seleccionadas, como «Pava» ; la tierra bien labrada y bien abonada; los nueve campos rastrillados y encambronados; las noventa deciatinas de tierra cubierta de estiércol bien preparado; las sembradoras mecánicas, etcétera, todo habría salido espléndido si lo hubiese hecho él mismo o con compañeros que tuvieran las mismas ideas que él.
Pero ahora veía claramente (mientras escribía su libro sobre economía rural que se basaba en que el principal elemento de ella era el trabajador, lo comprendía más) que aquel modo de llevar las cosas de la propiedad se reducía a una lucha feroz y tenaz entre él y los trabajadores, en la que había de su lado un continuo deseo de transformar las cosas de acuerdo con el sistema que él consideraba mejor, mientras que los obreros se inclinaban a mantenerlas en su estado natural.
Y Levin observaba que en esta lucha, llevada con el máximo esfuerzo por su parte y sin esfuerzo ni intención siquiera por la otra, lo único que se conseguía era que la explotación no diese resultado alguno y se echasen a perder, en cambio, de un manera totalmente inútil, unas máquinas y una tierra magníficas y unos animales excelentes.
Lo más grave era que no sólo se perdía estérilmente la energía empleada en ello, sino que él mismo no podía dejar de reconocer, ahora que el sentido de su obra aparecía claro ante sus ojos, que el fin de sus actividades no era lo suficiente digno. Porque ¿en qué consistía la lucha? Él defendía hasta la última migaja (no podía, por otra parte, dejar de hacerlo, porque por poco que aflojara no habría tenido con qué pagar a los trabajadores), mientras ellos sólo defendían la posibilidad de trabajar tranquila y agradablemente, es decir, según como estaban acostumbrados.
Convenía a su interés que cada hombre trabajara cuanto más mejor, que no se distrajera ni se precipitara, procurando no estropear las aventadoras, rastrillos, trilladoras, etcétera, y, por tanto, que pensase siempre en lo que hacía.
En cambio, el obrero quería trabajar del modo más fácil y agradable, sin preocupaciones sobre todo, sin pensar en nada, sin detenerse un momento a reflexionar. Este verano, Levin lo había visto a cada paso. Mandaba guadañar el trébol para heno, escogiendo las peores deciatinas, en que había mezcladas hierba y cizaña, y los trabajadores guadañaban a la vez las mejores deciatinas, destinadas para el grano, disculpándose con que se lo había mandado el encargado y tratando de consolarle con decirle que el heno sería magnífico. Pero él sabía que la verdad consistía en que aquellas deciatinas eran más fáciles de guadañar. Cuando enviaba una aventadora para aventar el heno, la estropeaban en seguida, porque al aldeano le parecía aburrido estar sentado en la delantera mientras las aletas se movían tras él. Y le decían: «No se apure; las mujeres lo aventarán en un momento».
Los arados quedaban inservibles, porque el labrador no acertaba a bajar la reja y al moverla cansaba los caballos y estropeaba la tierra. Y, sin embargo, aseguraban a Levin que no había por qué preocuparse. Dejaban a los caballos invadir el trigo, porque ningún trabajador quería ser guarda nocturno. Y cuando una vez, a pesar de sus órdenes en contra, los trabajadores velaron por turno, Vañka, que había trabajado todo el día, se durmió y luego pedía perdón de su falta diciendo: «Usted lo ha querido».
Llevaron las tres mejores terneras a pastar al campo de trébol guadañado, sin darles antes de beber, y los animales enfermaron. No querían creer que las terneras estuvieran hinchadas por el trébol y contaban como consuelo que el propietario vecino había perdido en tres días ciento doce cabezas de ganado.
Todo ello no era porque desearan mal a Levin o a su finca. Al contrario, él sabía que los labriegos le apreciaban y le consideraban un propietario sin orgullo, lo que es entre ellos la mejor alabanza. Todo sucedía porque deseaban trabajar alegremente, sin preocupaciones, y los intereses de Levin no sólo les resultaban ajenos a incomprensible!, sino fatalmente contrarios a los suyos, que eran los más justos.
Hacía tiempo que Levin se sentía descontento de cómo llevaba su propiedad. Veía que su barco hacía agua, pero no encontraba ni buscaba por dónde, acaso engañándose voluntariamente, ya que nada le habría quedado en la vida si dejaba de creer en su trabajo.
Pero ahora no podía seguir engañándose. Su actividad no sólo había dejado de tener interés para él, sino que le repugnaba y le resultaba imposible ocuparse de ella.
A esto se añadía la presencia, a treinta verstas de él, de Kitty Scherbazkaya, a la que quería y no podía ven
Cuando estuvo en casa de Dolly, ella le invitó a ir, sin duda para que pidiese la mano de su hermana, que ahora, según le daba a entender Daria Alejandrovna, le aceptaría. Al ver a Kitty, Levin comprendió que seguía amándola; pero no podía ir a casa de Oblonsky sabiendo que Kitty estaba allí. El hecho de que él se hubiese declarado y ella le rechazara creaba entre ambos un obstáculo insuperable.
«No puedo pedirle que sea mi esposa sólo porque no ha podido serlo de aquel a quien amaba», se decía Levin.
Y este pensamiento enfriaba sus sentimientos y experimentaba casi hostilidad hacia Kitty.
«No sabré hablar con ella sin hacerle sentir mi reproche, no podré mirarla sin aversión, y entonces ella me odiará más, como es natural. Y luego, ¿cómo puedo ir allí después de lo que me ha dicho Daria Alejandrovna? ¿Cómo fingir que ignoro lo que ella me contó? Parecerá que voy en plan de hombre magnánimo para perdonarla. ¿Y cómo puedo mostrarme ante ella en el papel de un hombre generoso que se digna ofrecerle su amor? ¿Para qué me habrá dicho eso Daria Alejandrovna? Habría podido ver a Kitty por casualidad y entonces todo habría sucedido de una manera natural. Pero ahora es imposible, imposible...»
Dolly le envió una carta pidiéndole una silla de montar de señora para su hermana. «Me han dicho que tiene usted una excelente. Espero que la traiga en persona», escribía.
Aquello le pareció insoportable. ¿Cómo era posible que una mujer inteligente y delicada pudiese rebajar a su hermana hasta aquel punto?
Escribió una decena de esquelas, las rompió todas y envió la silla sin contestación. No quería prometer que iría porque no podía ir, y escribir que no iba por algún impedimento o porque se marchaba le parecía peor.
Mandó, pues, la silla sin respuesta, convencido de que procedía mal, y al día siguiente, dejando los asuntos de la finca, que tan ingratos le eran ahora, en manos de su encargado, se fue a ver a su amigo Sviajsky, que vivía en un distrito provincial muy alejado, poseía unos espléndidos pantanos, llenos de chochas, y el cual le había escrito hacía poco pidiéndole que cumpliese su promesa de ir a visitarle.
Las chochas de los pantanos del distrito de Surovsk tentaban a Levin desde mucho atrás, pero, absorto en los asuntos de su finca, había aplazado siempre el viaje. Ahora le placía ir allí, huyendo de la vecindad de las Scherbazky y de las actividades de su hacienda, para entregarse a la caza, que en sus pesares había sido siempre el mejor consuelo.
XXV
Para ir al distrito de Surovsk no había ferrocarril ni camino de postas, así que Levin hizo el viaje en coche descubierto con sus propios caballos.
A medio camino se detuvo para darles pienso en casa de un labrador rico. Un viejo calvo y fresco, de ancha barba roja, canosa en las mejillas, le abrió los portones, apretándose contra la pared para dejar pasar la troika.
Después de haber indicado al cochero un lugar bajo el sobradillo en el amplio patio, nuevo, limpio y bien arreglado, en el cual se veían algunos arados inservibles, el viejo invitó a Levin a pasar a la casa.
Una mujer joven, muy limpia, calzando zuecos en los pies desnudos, fregaba el suelo de la entrada. Al ver entrar corriendo al perro, que seguía a Levin, se asustó y dio un grito. Pero en seguida se rió de su susto, ya que sabía que nada tenía que temer.
Y después de indicar a Levin, con su brazo con las mangas de su blusa recogidas, la puerta de la casa, ocultó de nuevo su hermoso rostro inclinándose para seguir lavando.
–¿Quiere el samovar? –preguntó el viejo.
–Sí, hágame el favor.
La habitación era espaciosa y en ella se veía una estufa holandesa enladrillada y una mampara. Bajo los iconos, en el rincón santo, había una mesa pintada con motivos rurales, una banqueta y dos sillas, y junto a la entrada se veía un pequeño armario con vajilla. Los postigos estaban cerrados, había pocas moscas y todo se hallaba tan limpio que Levin procuró que «Laska», que, mientras corría por los caminos, se bañaba en los charcos, no ensuciase el suelo y le mostró un lugar en el rincón próximo a la puerta.
Después de examinar la habitación, Levin salió al patio de detrás de la casa. La gallarda moza de los zuecos, balanceando en el aire los cubos vacíos, le adelantó corriendo para sacar agua del pozo.
–¡Hazlo en seguida! –gritó el viejo, jovialmente. Y se dirigió a Levin–: ¿Qué, señor, va a ver a Nicolás Ivanovich Sviajsky? También él viene a veces por aquí –empezó, con evidentes ganas de charlar, acodándose en la balaustrada de la escalera.
Mientras el viejo le estaba contando que conocía a Sviajsky llegaron los labriegos, con rastrillos y arados. Los caballos que tiraban de éstos eran grandes y robustos. Dos de los mozos, vestidos con camisas de indiana y gorras de visera, debían seguramente de pertenecer a la familia. Los otros dos, uno de edad y joven el otro, eran, sin duda, jornaleros y vestían camisas de tela basta.
El viejo, separándose de la escalera, se acercó a los caballos y comenzó a desenganchar.
–¿Qué, han arado? –preguntó Levin.
–Hemos arado las patatas. Tenemos también algunas tierras. Fedor, no dejes escapar al caballo grande; átale al poste. Engancharemos otro caballo.
–Padrecito, ¿han traído las rejas de arado que encargaste? –preguntó uno de los mozos, de enorme estatura, probablemente hijo del viejo.
–Están en el trineo –contestó el anciano, arrollando las riendas quitadas a los caballos y echándolas al suelo–. Arréglalas mientras éstos comen.
La moza de antes, sonriente, con las espaldas inclinadas bajo el peso de los cubos, se paró en el zaguán. De no se sabía dónde salieron más mujeres, jóvenes y hermosas, de mediana edad y viejas feas, algunas con niños.
El samovar hirvió en la chimenea. Los mozos y la gente de la casa, una vez arreglados los caballos, se fueron a comer.
Levin sacó del coche sus provisiones a invitó al viejo a tomar el té juntos.
–Ya lo hemos tomado hoy, pero por acompañarle... –dijo el viejo, con evidente satisfacción.
Mientras tomaban el té, Levin se enteró de toda la historia del viejo. Diez años atrás, éste había arrendado a la propietaria de las tierras ciento veinte deciatinas y el año anterior las había comprado, arrendando, además, trescientas deciatinás al propietario vecino. La parte más pequeña de las tierras, la peor, la subarrendaba, y él mismo con su familia y dos jornaleros, araba cuarenta deciatinas. El viejo se quejaba de que las cosas iban mal. Pero Levin adivinó que lo hacía por disimular y que en realidad su casa prosperaba. De haber ido mal las cosas, el viejo no habría comprado la tierra a ciento cinco rublos, no habría casado a sus tres hijos y a un sobrino ni habría reconstruido tres veces la casa después de haberse incendiado tres veces, y cada vez mejor.
A pesar de las quejas se veía que el labrador estaba justamente orgulloso de su bienestar, de sus hijos, de su sobrino, de sus nueras, de sus caballos, de sus vacas y, sobre todo, de la prosperidad de su casa.
Por la conversación, Levin dedujo que el anciano no era enemigo de las innovaciones. Sembraba mucha patata, que Levin, al llegar, vio que acababa ya de florecer, mientras que la suya sólo comenzaba entonces a echar flor. El viejo labraba la tierra de patata con «la arada» , según decía, que le prestaba el propietario. También sembraba trigo candeal y uno de los detalles que más impresionó a Levin en las explicaciones del viejo fue el que éste aprovechase para las caballerías el centeno recogido al escardar. Levin, viendo cómo se perdía tan magnífico forraje, había pensado muchas veces en aprovecharlo, pero nunca lo había podido conseguir. Aquel hombre, en cambio, lo hacía y no se cansaba de alabar la excelencia de aquel forraje.
–¡En algo han de ocuparse las mujeres! Sacan los montones al camino y el carro los recoge.
–A nosotros, los propietarios, todo nos va mal con los trabajadores –dijo Levin, ofreciéndole un vaso de té.
–Gracias –dijo el viejo, tomándolo, pero negándose a coger el azúcar y mostrando un terrón ya mordisqueado por él–. ¡Es imposible entenderse con los jornaleros; son la ruina! Vea, por ejemplo, al señor Sviajsky: tiene una tierra como una flor, pero nunca puede coger buena cosecha. ¡Y es que falta el ojo del amo!
–¡Pero tú también trabajas con jornaleros!
–Sí, pero nosotros somos aldeanos; y trabajamos nosotros mismos, y si el jornalero es malo, le echamos en seguida y nos arreglamos solos.
–Padrecito, Finogen necesita alquitrán –dijo, entrando, la mujer de los zuecos.
–Sí, señor, sí... –dijo el viejo disponiéndose a salir.
Se levantó, persignóse lentamente, dio las gracias a Levin y salió.
Cuando Levin entró en el cuarto de los trabajadores para llamar al cochero, vio a todos los hombres de la familia sentados a la mesa. Las mujeres, en pie, servían.
El joven y robusto hijo del viejo contaba, con la boca llena de espesa papilla, algo muy chistoso y todos reían, y en especial la mujer de los zuecos, que añadía en aquel momento sopa de coles en el tazón.
Era muy posible que el atrayente rostro de la mujer de los zuecos contribuyese mucho a aquella sensación de bienestar que produjo en Levin la casa de los labriegos; pero, en todo caso, tal impresión había sido tan fuerte que no podía olvidarla.
Durante todo el camino hacia la finca de Sviajsky fue recordando aquella casa, como si hubiese algo en la impresión sentida digno de un interés especial.
XXVI
Sviajsky era el representante de la nobleza de su distrito. Tenía muchos más años que Levin y estaba casado hacía ya tiempo. Vivía en su casa su joven cuñada, mujer muy simpática a Levin, quien no ignoraba que Sviajsky y su mujer deseaban casarle con aquella joven.
Lo sabía con certeza, como lo saben siempre los jóvenes considerados casaderos, aunque no hubiera osado decirlo a nadie, y sabía también que, aunque él deseaba casarse y creía que aquella joven habría sido una excelente esposa en todos los sentidos, tenía tantas probabilidades de casarse con ella, aun no estando enamorado de Kitty Scherbazkaya, como de subir al cielo.
Este pensamiento le amargaba un tanto la satisfacción que se había prometido de aquel viaje a las tierras de Sviajsky.
Al recibir la carta de éste invitándole a cazar, Levin pensó en ello en seguida, pero también pensó que tales miras de su amigo eran un mero deseo sin fundamento y resolvió ir. Además, en el fondo de su alma, deseaba probarse una vez más volviendo a ver de cerca a la joven cuñada de Sviajsky.
La vida de su amigo era muy grata y el propio Sviajsky, el mejor prototipo de miembro activo de zemstvo que conociera Levin, le resultaba muy interesante.
Sviajsky era uno de esos hombres, incomprensibles para Levin, cuyos pensamientos, eslabonados y nunca independientes siguen un camino fijo y cuya vida, definida y firme en su dirección, sigue un camino completamente distinto y hasta opuesto al de sus ideas.
Sviajsky era muy liberal. Despreciaba a la nobleza y consideraba que la mayoría de los nobles eran, in petto, partidarios de la servidumbre y que sólo por cobardía no lo declara-ban. Creía a Rusia un país perdido, una segunda Turquía, y al Gobierno lo tenía por tan malo que ni siquiera llegaba a criticar sus actos en serio. Esto no le impedía, por otra parte, ser un modelo de representante de la nobleza ni cubrirse, siempre en sus viajes, con la gorra de visera con escarapela y el galón rojo distintivos de la institución.
Creía que sólo era posible vivir bien en el extranjero, adonde se iba siempre que tenía ocasión y, a la vez, dirigía en Rusia una propiedad por procedimientos muy complejos y perfeccionados, siguiendo con extraordinario interés todo lo que se hacía en su país.
Opinaba que el aldeano ruso, por su desarrollo mental, pertenecía a un estadio intermedio entre el mono y el hombre y, sin embargo, en las elecciones para el zemstvo estrechaba con gusto la mano de los aldeanos y escuchaba sus opiniones. No creía en Dios ni en el diablo, pero le preocupaba mucho la cuestión de mejorar la suerte del clero. Y era partidario de la reducción de las parroquias sin dejar de procurar que su pueblo conservase su iglesia.
En el aspecto feminista, estaba al lado de los más avanzados defensores de la completa libertad de la mujer, y sobre todo de su derecho al trabajo; pero vivía con su esposa de tal modo que todos admiraban la vida familiar de aquella pareja sin hijos en la que él se había arreglado para que su mujer no hiciera ni pudiese hacer nada, fuera de la ocupación, común a ella y a su marido, de pasar el tiempo lo mejor posible.
Si Levin no hubiera tenido la facultad de querer ver a los hombres por su lado mejor, el carácter de Sviajsky no habría ofrecido para él la menor dificultad ni enigma. Habría pen-sado: «Es un miserable o un tonto», y el asunto habría quedado claro. Pero no podía decir «tonto» porque Sviajsky era, sin duda, además de inteligente, muy instruido y sabía llevar su cultura con una extraordinaria naturalidad. No había ciencia que no supiese, pero sólo mostraba sus conocimientos cuando se veía obligado.
Menos aún podía Levin calificarle de miserable, porque Sviajsky era, indudablemente, un hombre honrado, bueno o inteligente, consagrado con ánimo alegre a una labor muy es-timada por cuantos le rodeaban y que nunca, a sabiendas, había hecho ni podía hacer mal alguno.
Levin se esforzaba, pues, en comprenderle y no le comprendía, considerándole como un enigma, y su modo de vivir como no menos enigmático.
Eran amigos y, por tanto, Levin tenía ocasiones de sondar a Sviajsky, de llegar hasta la base misma de su concepto de la vida. Pero siempre sus esfuerzos resultaban vanos. Cada vez que Levin trataba de penetrar más allá de las habitaciones de recepción del cerebro de Sviajsky, notaba que éste se turbaba algo, que su mirada expresaba un recelo casi imperceptible, como si temiera que Levin le comprendiese. E iniciaba una resistencia jovial.
A raíz de su desengaño en sus actividades de propietario, Levin experimentó particular placer en visitar a su amigo. El solo hecho de ver aquella pareja de tórtolos felices y contentos de sí mismos, y de su nido confortable, satisfacía ya a Levin, el cual, ahora que se sentía tan descontento de su propia vida, trataba de descubrir el secreto de Sviajsky, que daba una claridad, una alegría y un sentido tan preciso a su vida.
Además, Levin sabía que en casa de Sviajsky vería a los propietarios vecinos, y esto le permitiría lo que tanto le interesaba: discutir, escuchar sus conversaciones sobre cosechas, contratos de jornaleros, etcétera. Aunque consideradas algo vulgares, como no ignoraba Levin, estas charlas le parecían a la sazón muy importantes.
«Acaso esto no tuviera importancia en los tiempos de la servidumbre o ahora en Inglaterra. En ambos casos, las condiciones son definidas, pero aquí, en nuestro país, cuando todo está trastornado y apenas empieza a organizarse el nuevo orden, saber en qué condiciones se hará es el único problema importante que existe en Rusia», pensaba.
La caza resultó peor de lo que él esperaba. El pantano estaba ya seco y las chochas habían huido. Tras un día entero de caza, sólo trajo tres piezas y, como siempre, un excelente apetito, muy buena disposición de ánimo y el estado mental de grata excitación que despertaba en él el ejercicio físico.
Incluso durante la caza, cuando aparentemente no había que pensar en nada, recordaba de vez en cuando al viejo y a su familia, y al evocarlos parecía despertar no sólo su aten-ción, sino una especie de decisión relacionada con ella.
Por la noche, al tomar el té, en compañía de algunos propietarios de tierras que visitaban a Sviajsky por asuntos de tutelaje, se entabló, como Levin esperaba, una interesante con-versación.
En la mesa de té Levin se sentaba junto a la dueña y hubo de hablar con ella y con la cuñada, instalada frente a él. La dueña era una mujer de rostro redondo, rubia y bajita, toda radiante de sonrisas y hoyuelos.
Levin trataba de indagar por mediación de ella la solución del problema que constituía para él su marido, pero no poseía su completa libertad de ideas; no se sentía lo suficiente desembarazado porque ante él se sentaba la cuñada. Ésta llevaba un vestido muy especial, que a Levin le pareció que se había puesto por él, y en el cual se abría un escote en forma de trapecio.
Aquel escote cuadrangular, a pesar de la blancura del pecho, y acaso por ello, privaba a Levin de la facultad de pensar. Imaginaba, errando probablemente, que aquel escote tendía a influirle, y no se consideraba con derecho a mirarlo, y procuraba no hacerlo; pero tenía la impresión de ser culpable, aunque sólo fuera por el simple hecho de que aquel escote existiese, que era preciso que explicara algo y le era imposible hacerlo, Y, a causa de esto, se sonrojaba y se sentía torpe e inquieto. Su estado de ánimo se comunicaba también a la linda cuñada. La dueña, en cambio, parecía no reparar en ello y, a propósito, le obligaba a entrar en el tema de la conversación.
–Decía usted –manifestaba continuando la charla iniciada– que a mi marido no le interesa nada ruso... ¡Al contrario! En el extranjero está alegre, pero nunca tanto como cuando vive aquí. Aquí se halla en su ambiente. ¡Como tiene tanto que hacer y se interesa por todo! ¿No ha estado usted en nuestra escuela?
–La he visto. ¿No es esa casa cubierta de hiedra?
–Sí. Es obra de Nastia–dijo, señalando a su hermana.
–¿Les enseña usted misma? –preguntó Levin, esforzándose en no mirar el escote, pero sintiendo que mirase o no hacia allí tendría que verlo igualmente.
–Sí: enseñaba y enseño, pero tenemos, además, una buena maestra. Hemos introducido también clases de gimnasia.
–Gracias, no quiero más té –dijo Levin.
Y, a pesar de reconocer que cometía una incorrección, pero sintiéndose incapaz de continuar aquella charla, se levantó sonrojándose.
–Oigo una conversación muy interesante –añadió– y...
Se acercó al otro extremo de la mesa, donde estaba sentado el dueño con dos propietarios.
Sviajsky, acomodado de lado a la mesa, sostenía la taza con la mano y apoyaba el codo sobre la madera. Con la otra mano empujaba su barba, subiéndola hasta la nariz como para olerla y dejándola luego caer. Sus brillantes ojos negros miraban a un propietario de canosos bigotes que hablaba con agitación y, a juzgar por su rostro, debía de encontrar divertido lo que decía.
El propietario se quejaba de los aldeanos. Levin veía claramente que Sviajsky podía contestar muy bien a aquellas quejas y aniquilar a su interlocutor con pocas palabras, pero su posición se lo impedía y por ello escuchaba, no sin placer, las cómicas lamentaciones del propietario.
El hombre de los bigotes canosos era un evidente partidario de la servidumbre, un hombre que no había salido de su pueblo y a quien apasionaba dirigir los trabajos de su finca. Esto se deducía por su vestido, una levita anticuada y algo raída en la que el propietario no se sentía a gusto; por sus ojos, entornados y perspicaces; por su conversación, en buen ruso; por el tono imperativo adquirido a través de una larga práctica de mando; por los ademanes seguros de sus manos, grandes y bien formadas, tostadas por el sol, con un único y antiguo anillo de boda en su dedo anular.
XXVII
–De no inspirarme pena dejar esto, tan bien arreglado y en lo que he puesto tantos afanes, lo habría abandonado todo, vendiéndolo y marchando como hizo Nicolás Ivanovich. Sí, me habría ido a oír «La bella Elena» –––dijo el propietario con una sonrisa agradable que iluminó su rostro viejo a inteligente.
–Pero cuando no lo deja ––dijo Nicolás Ivanovich Sviajsky– es señal de que le va bien.
–Me va bien porque la casa donde vivo es mía, porque no he de comparar nada ni alquilar brazos para el trabajo, porque no he perdido aún la esperanza de que el pueblo acabe teniendo sensatez. Pero ¿han visto ustedes qué manera de beber, qué libertinaje?... Todos han repartido sus bienes... Nadie posee un caballo ni una vaca. Se mueren de hambre, pero tome usted a uno como jornalero y verá cómo aprovecha la primera ocasión para estropeárselo todo y le demanda todavía ante el juez.
–Pues la solución es que también le demande usted –dijo Sviajsky.
–¿Quejarme yo? ¡Por nada del mundo! Contestan a uno de tal modo que hasta le hacen arrepentirse de haberse quejado. Y si no, un ejemplo: los obreros de la fábrica pidieron dinero adelantado y luego se fueron. ¿Y qué hizo el juez? ¡Les absolvió! Los únicos que sostienen con firmeza la autoridad son el Juzgado comarcal y el síndico mayor. Éste sí; les ajusta las cuentas como en el buen tiempo antiguo, y, si no fuera así, más valdría dejarlo todo y huir al otro extremo del mundo.
Era evidente que el propietario trataba, con sus palabras, de excitar a Sviajsky, pero éste, en vez de excitarse, se divertía.
–Pues nosotros, Levin aquí presente, el señor, yo... –dijo, señalando al otro propietario y sonriendo–, dirigimos nuestras tierras sin esos procedimientos.
–Sí, las cosas van bien en la finca de Mijail Petrovich, pero pregúntele cómo... ¿Es eso por ventura una explotación «racional»? –exclamó el viejo, al parecer envanecido por ha-ber empleado la palabra «racional».
–Mi modo de administrar la finca es muy sencillo –dijo Mijail Petrovich–, y he de dar gracias a Dios. Toda mi preocupación es preparar dinero para las contribuciones de otoño. Luego vienen los aldeanos: « Padrecito, por Dios, ayúdenos». Vienen todos, amigos míos, y me dan lástima. Yo les doy para pasar el próximo trimestre y les digo: «Muchachos, acuérdense de que les he ayudado y ayúdenme cuando les necesite para sembrar avena, arreglar el heno o segar». Y así les pongo condiciones por cada contribución que les pago. Es verdad que también hay desagradecidos entre ellos...
Levin, que conocía desde mucho atrás aquellos métodos «patriarcales», cambió una mirada con Sviajsky a interrumpió a Mijail Petrovich, dirigiéndose al de los bigotes canosos.
–¿Cómo opina usted –preguntó– que hay que dirigir las fincas?
–Como lo hace Mijail Petrovich, o dando las tierras a medias o arrendándolas a los campesinos. Todo esto es posible, pero con ello se destruye la riqueza del país. Allí donde la tierra, bien cuidada durante la servidumbre, me daba nueve, a medias me da tres. ¡La emancipación ha arruinado a Rusia!
Sviajsky miró a Levin sonriendo y hasta le hizo una leve señal irónica.
Pero Levin no hallaba en las palabras del propietario ningún motivo de risa. Le comprendía mejor que a Sviajsky. Y lo demás que agregó el propietario, demostrando por qué Rusia estaba arruinada por la emancipación, le pareció incluso muy justo, nuevo para él a indiscutible.
Se veía que aquel hombre expresaba sus propios pensamientos –cosa que sucede con poca frecuencia– y que tales ideas no nacían en un cerebro ocioso en el deseo de buscarse una ocupación, sino que tenían su origen en las condiciones de su vida y habían sido larga y profundamente meditadas en su soledad rural.
–La cosa es ésta: todo progreso se introduce desde arriba –decía el propietario, con evidente deseo de probar que no era un hombre inculto–. Fijémonos en las reformas de Pedro, Catalina y Alejandro; fijémonos en la historia europea... Cuantas más reformas se introducen desde arriba, más mejoras hay en la vida rural. La misma patata ha sido introducida en nuestro país a la fuerza. Tampoco se ha labrado siempre con el arado de madera. Probablemente éste fue intróducido a la fuerza en tiempo de los señores feudales. En nuestra época, durante la servidumbre, nosotros, los propietarios, introdujimos innovaciones: secadoras, aventadoras y otras máquinas modernas. Estas cosas las hemos implantado gracias a nuestra autoridad, y los aldeanos, que al principio se resistían, nos imitaban después. Pero, al suprimir la servidumbre nos han quitado la autoridad, y nues-tras propiedades, que estaban a un nivel muy alto, bajarán a un estado primitivo y salvaje. Ésta es mi opinión.
–Pero ¿por qué? Si la explotación es racional, puede usted recurrir a los jornaleros –dijo Sviajsky.
–¿Con qué poder, quiere usted decírmelo? ¿De quién podré servirme para ello?
« Claro: el trabajo del obrero es el primer factor de la economía rural», pensó Levin.
–De los jornaleros.
–Los jornaleros no quieren trabajar bien ni con buenas máquinas. Nuestro obrero sólo piensa en una cosa: en beber como un cerdo y, en estando borracho, estropear cuanto se le confía. A los caballos les da demasiada agua, rompe las buenas guarniciones, cambia una rueda enllantada por otra y se bebe el dinero, afloja el tomillo principal de la trilladora me-cánica para estropearla... Le repugna todo lo que no se hace según sus ideas. Y por ello ha bajado tanto el nivel de la economía rural. Las tierras se abandonan, se deja crecer el ajenjo en ellas o se regalan a los campesinos, y allí donde se producía un millón de cuarteras ahora se producen sólo unos pocos centenares de miles. La riqueza general ha disminuido. Si hubiésemos hecho lo mismo, pero con tino...
Y comenzó a explicar un plan para la manumisión de siervos con el que se habrían remediado tales males.
A Levin esto no le interesaba. Pero cuando el viejo terminó, Levin volvió a sus primeros propósitos y dijo a Sviajsky, para forzarle a dar su opinión en serio:
–Que el nivel de nuestra economía baja y que con nuestras relaciones con los campesinos es imposible dirigir las propiedades es cosa que no está fuera de duda –afirmó.
–Yo no lo veo así –repuso seriamente Sviajsky–. Sólo veo que no sabemos administrar bien nuestras fincas y que, por el contrario, el nivel de la economía durante la servidumbre no era elevado, sino muy bajo. No tenemos buenas máquinas ni buenos animales de labor, ni buena dirección, ni sabemos hacer cálculos. Pregunte a un propietario y no sabrá decirle lo que es ventajoso y lo que no.
–¡Sí: contabilidad a la italiana! –repuso el propietario irónicamente–. Pero, cuente usted como quiera, si se lo estropean todo, no sacará ningún beneîicio.
–¿Por qué van a estropeárselo? .Una porquería de trilladora, una apisonadora rusa, se la estropearán, pero no mi máquina de vapor. Un caballejo ruso... ¿cómo se llaman?, los de esa endiablada raza a los que hay que arrastrar por la cola, esos podrán estropeárselos, pero si tiene usted buenos percherones, no se los estropearán. Y todo así. Es preciso elevar el nivel de la vida rural.
–Para eso hay que tener dinero, Nicolás Ivanovich. En usted está bien, pero yo tengo un hijo, a quien debo educar en la Universidad, y otros pequeños a quienes pago el colegio. De modo que no puedo comprar percherones.
–Para eso están los bancos.
–¿Para que me vendan en pública subasta lo último que me quede? No, gracias.
–No estoy conforme con que sea posible y necesario elevar el nivel de la economía rural –dijo Levin–. Yo me ocupo de ello, tengo medios, y, sin embargo, no consigo nada. Ni sé para quién son útiles los bancos. Por mi parte, en todo lo que he gastado dinero he tenido pérdidas: en los animales, pérdidas; en las máquinas, pérdidas.
–Lo que dice usted es muy cierto –afirmó, riendo con satisfacción, el propietario de los bigotes canosos.
–Y no sólo me pasa a mí –continuó Levin–. Puedo nombrar otros propietarios que dirigen sus propiedades de una manera racional. Todos, con raras excepciones, tienen pérdidas en sus fincas. Díganos: ¿gana usted con su propiedad? –preguntó a Sviajsky. Y en seguida notó en los ojos de éste la momentánea expresión de temor que notaba siempre que trataba de penetrar más allá de las habitaciones de recibir del cerebro de Sviajsky.
Además, tal pregunta no era muy leal por parte de Levin. Durante el té, la dueña le había dicho que habían hecho venir aquel verano de Moscú a un contable alemán que por quinientos rublos hizo el balance de las cuentas de la propiedad, del que resultaba que habían tenido tres mil rublos de pérdida y algo más. Ella no lo recordaba con exactitud, pero el alemán, al parecer, había contado hasta el último cuarto de copeck.
El viejo propietario sonrió al oír hablar de las ganancias de Sviajsky. Se veía claramente que sabía muy bien las ganancias que su vecino y jefe de la nobleza podía tener.
–Quizá yo no obtenga beneficios –contestó Sviajsky–, pero ello sólo indicaría que soy un mal propietario o que invierto el capital para aumentar la renta.
–¡La rental –exclamó Levin, horrorizado–. Puede ser que exista renta en Europa, donde ha mejorado la tierra a fuerza de trabajarla, pero nuestra tierra empeora cuanto más trabajo ponemos en ella, es decir que la agotamos y en este caso ya no hay renta.
–¿Cómo que no hay renta? Pues la ley...
–Nosotros estamos fuera de la ley. La renta, para nosotros, no aclara nada; al contrario, lo confunde todo. Dígame: ¿cómo el estudio de la renta puede ...?
–¿Quieren leche cuajada? Macha, haz que nos traigan leche cuajada y frambuesas –dijo Sviajsky a su mujer–––. Este año tenemos una gran abundancia de frambuesas.
Y Sviajsky se levantó y se alejó en inmejorable disposición de espíritu, dando por terminada la conversación donde Levin la daba por empezada.
Al quedarse sin interlocutor, Levin continuó la charla con el propietario, tratando de demostrarle que la dificultad estribaba en que no se querían conocer las cualidades y costumbres del obrero.
Pero, como todos los hombres que piensan con independencia y viven aislados, el propietario era muy reacio a admitir las opiniones ajenas y se atenía en exceso a las propias. Insistía en que el aldeano ruso es un cerdo y le gustan las porquerías, y que para sacarle de ellas se necesitaba autoridad y, a falta de ésta, palo; pero que como entonces se era tan liberal, se había sustituido el palo, que durara mil años, por abogados y conclusiones con cuya ayuda se alimentaba con buena sopa a aquellos campesinos sucios a inútiles y hasta se les medían los pies cúbicos de aire que necesitaban.
–¿Cree usted –respondía Levin, tratando de volver a la cuestión– que no se puede encontrar un aprovechamiento de la energía del trabajador que haga productivo su trabajo?
–Con el pueblo ruso, no teniendo autoridad, no será posible nunca –contestó el propietario.
–¿Cómo es posible encontrar nuevas condiciones? ––dijo Sviajsky, después de tomar la leche cuajada, encendiendo un cigarrillo y acercándose a los que dialogaban–. Todos los modos de emplear la energía de los trabajadores han sido definidos y estudiados. Ese resto de barbarie, la comunidad primitiva de caución solidaria, se descompone por sí sola; la esclavitud ha sido aniquilada; el trabajo es libre; sus formas, concretas, y hay que aceptarlas así. Hay peones, jornaleros, colonos, y fuera de eso, nada.
–Pues Europa está descontenta de tales formas. Tan descontenta, que trata de hallar otras.
–Yo sólo digo esto –intervino Levin–. ¿Por qué no buscar nosotros por nuestra parte?
–Porque sería igual que si pretendiéramos volver a inventar procedimientos para la construcción de ferrocarriles. Estos procedimientos están ya inventados.
–Pero ¿si no convienen a nuestro país, si resultan perjudiciales? –insistió Levin.
Y otra vez observó la expresión de temor en los ojos de Sviajsky.
–¡En este caso celebremos nuestro triunfo y proclamemos que hemos encontrado lo que Europa buscaba! Todo eso está muy bien, pero ¿saben ustedes lo que se ha hecho en Europa referente a la organización obrera?
–Muy poco.
–La cuestión apasiona ahora a los mejores cerebros europeos. Tenemos la escuela de Schulze–Delich... Existe además una amplia literatura sobre la cuestión obrera en el sentido más liberal, debida a Lassalle. En cuanto a la organización de Mulhouse, es un hecho. Seguramente no la ignoran ustedes.
–Tengo una idea... pero muy vaga.
–Aunque diga eso, seguramente lo sabe tan bien como yo. No soy un profesor de sociología, pero eso me interesa y le aconsejo que, si le interesa también, la estudie.
–Y ¿a qué conclusiones ha llegado?
–Perdón, pero...
Los propietarios se levantaron. Sviajsky, habiendo detenido una vez más a Levin en su molesta costumbre de escrutar en las habitaciones interiores de su cerebro, saludó a los invitados que se marchaban.
XXVIII
Aquella noche Levin se aburría terriblemente en compañía de las señoras; le agitaba el pensamiento de que la insatisfacción que sentía por los asuntos de sus tierras no era exclusiva suya sino general en toda Rusia; que encontrar una organización en la que los obreros trabajasen como en la propiedad del campesino que vivía a mitad de camino de casa Sviajsky no era una ilusión, sino un problema que había que resolver, que era posible resolver y que había que intentarlo.
Después de saludar a las señoras y haber prometido quedarse todo el día siguiente, para ir juntos a caballo a ver un derrumbamiento que se había producido en un bosque del Es-tado, Levin, antes de retirarse, pasó al despacho de su amigo para coger los libros sobre cuestiones obreras que Sviajsky le había ofrecido.
El despacho era una pieza enorme, con muchas estanterías de libros y dos mesas, una grande, de escritorio, en el centro de la habitación, y otra redonda, con periódicos y revistas en todos los idiomas dispuestos en círculo en tomo a la lámpara.
Junto a la mesa escritorio se veía un archivador en cuyos cajones rótulos dorados indicaban los distintos documentos que contenían.
Sviajsky cogió unos libros y se sentó en una mecedora.
–¿Qué busca usted? –preguntó a Levin, que, parandose junto a la mesa redonda, miraba las revistas–. ¡Ah, sí! Ahí hay un artículo muy interesante –agregó, refiriéndose a la revista que Levin tenía en la mano–. Resulta –añadió con alegre animación– que el principal culpable del reparto de Polonia no fue Federico. Parece que...
Y Sviajsky, con su peculiar claridad, refirió brevemente aquellos nuevos a interesantes descubrimientos de indudable importancia.
Aunque a Levin le importaba sobre todo lo de la propiedad rural, oyendo a su huésped, se preguntaba: « ¿Cómo será el interior de este hombre? ¿En qué puede interesarle la división de Polonia?».
Y cuando terminó, Levin le preguntó, involuntariamente:
–Bueno, ¿y qué?... Pero no pudo obtener nada más.
Lo único interesante era que «resultaba»... Sviajsky no explicó, sin embargo, ni lo creyó necesario, por qué le interesaba aquello.
–Me interesó mucho ese propietario rural tan enfadado –dijo Levin suspirando–. Es muy inteligente y en muchas de sus cosas tiene razón.
–¿Qué dice usted? Es un antiguo partidario de la servidumbre, como todos ellos –repuso Sviajsky.
–Todos ellos son los que usted representa...
–Sí, soy el representante de la nobleza, pero los llevo en otra dirección diferente a la que desean –rió Sviajsky.
–El asunto me interesa mucho ––dijo Levin–. Ese hombre acierta en que el cultivo racional de fincas va mal y que las únicas que prosperan son las de usureros, como las de aquel otro, tan callado, y la pequeña propiedad. ¿Quién tiene la culpa?
–Sin duda nosotros mismos. Y, además, no es cierto que la propiedad racional no prospere. Por ejemplo, Vasilchikov...
–Prospera la fábrica, no las tierras.
–No sé por qué se extraña, Levin. El pueblo ruso está a un nivel moral y material tan bajo que es natural que se resista a aceptar lo que necesita. En Europa la propiedad racional prospera porque el pueblo está educado, lo cual significa que nosotros debemos educar al pueblo y nada más.
–¿Es posible, acaso, educar al pueblo?
–Para educar al pueblo se necesitan tres cosas: escuelas, escuelas y escuelas.
–Usted ha dicho que el pueblo tiene un nivel muy bajo de desarrollo material. ¿En qué pueden servirle para eso las escuelas?
–Me recuerda usted la anécdota de los consejos sobre la enfermedad. «Pruebe a dar al enfermo un purgante.» «Ya se lo hemos dado y se siente peor.» «Póngale sanguijuelas.» «También, y empeora.» «Recen.» «Ya hemos rezado, y empeora...» Nosotros somos así. Yo le menciono la economía política y usted dice que eso es peor. Le hablo de socialismo y me contesta que es peor. Le hablo de la educación y me dice que es peor.
–¿De qué pueden servir las escuelas?
–Las escuelas despertarán en el pueblo nuevas necesidades.
–Eso no he podido comprenderlo nunca –repuso Levin con animación–. ¿Cómo van a ayudar las escuelas al pueblo a mejorar su estado material? Dice usted que las escuelas y la educación despertarán en el pueblo otras necesidades? Pues peor que peor, porque el pueblo no podrá satisfacerlas. En qué el sumar y restar y el catecismo puedan servir para mejorar el estado material no he podido entenderlo jamás. Anteayer encontré a una aldeana con un niño de pecho en brazos y le pregunté de dónde venía. Me contestó que el niño tenía tos ferina y le había llevado a la curandera para que le curase. «¿Y qué ha hecho la mujer para curar la tos ferina a la criatura?», le pregunté. «Ha puesto el niñito sobre la pértiga del gallinero y ha murmurado no sé qué palabras.»
–¿Lo ve usted? ¡Usted mismo lo ha dicho! Para que la aldeana no lleve a curar a su niño a la pértiga de un gallinero es preciso...
–¡No! ––dijo Levin irritado–––. Esa curación del niño en la pértiga es para mí como la curación del pueblo en las escuelas. El pueblo es pobre a inculto. Eso lo vemos ambos con tanta claridad como la mujer ve la tos ferina porque el niño tose. Pero es tan incomprensible que las escuelas puedan hacer algo por la incultura y la miseria del pueblo como lo es que el niño cure de la tos ferina por ponérsele en la pértiga del gallinero. Lo que hay que aclarar es el motivo de la miseria del labriego.
–En eso, al menos, coincide usted con Spencer, que tan poco le gusta. También opina que la cultura sólo puede ser el resultado del bienestar y las comodidades de la vida y los frecuentes baños, como dice él, pero nunca del saber leer y contar.
–Celebro, o mejor dicho lamento, coincidir con Spencer. Pero sabía lo que dice hace mucho... Las escuelas no valen para nada; sólo serán útiles cuando el pueblo, siendo más rico y teniendo más tiempo libre, pueda frecuentarlas.
–Sin embargo, ahora, en toda Europa la enseñanza es obligatoria.
–¿Está usted de acuerdo en eso con Spencer o no? –repuso Levin.
Pero en los ojos de su amigo brilló otra vez la expresión de temor y dijo sonriendo:
–¡Lo que usted me ha contado de la tos ferina es maravilloso! ¿Es posible que lo haya oído usted mismo?
Levin comprendió que no podría hallar la relación entre la vida de aquel hombre y sus ideas. Se comprendía que le era indiferente la conclusión a la que le llevaran sus razonamientos; él necesitaba únicamente el proceso de pensar. Y se molestaba cuando éste le conducía a un callejón sin salida. Esto era lo único que no quería admitir y lo evitaba, cambiando la conversación con alguna sugestión graciosa y agradable.
Todas las impresiones del día, empezando por la del aldeano en cuyas tierras se había detenido y la cual le servía de base de todas sus ideas y sensaciones de hoy, agitaron profundamente a Levin. Aquel amable Sviajsky, que sostenía opiniones sólo para use general y que, evidentemente, poseía otros fundamentos de vida, ocultos para Levin, formaba parte de una innumerable legión de gente que dirigía la opinión pública mediante ideas que no sentían. Aquel enfadado propietario, acertado en sus reflexiones, deducidas a través de su experiencia de la vida, era injusto en sus apreciaciones sobre una clase entera –y la mejor– de los habitantes de Rusia. Todo ello, más el descontento de sus ocupaciones y la vaga esperanza de que se hallara a todo remedio, se fundía en Levin en un sentimiento de interior inquietud y la espera de una pronta resolución.
Al quedar solo en el cuarto que le habían destinado, sobre el colchón de muelles que le hacía saltar inesperadamente pies y brazos a cada movimiento, Levin permaneció despierto largó rato. La conversación con Sviajsky, a pesar de haber dicho cosas muy atinadas, no logró en ningún momento interesarle, pero las ideas del viejo propietario merecían que se pensase en ellas. Involuntariamente recordaba sus palabras y corregía las respuestas que él le diera.
«Sí», pensaba, «debí decirle: Usted afirma que nuestras propiedades van mal porque el aldeano odia todos los perfeccionamientos, y en eso tiene razón. Pero el asunto va bien donde el aldeano obra según sus costumbres, como en la casa del viejo que vive a la mitad del camino. Nuestro descontento de las cosas demuestra que los culpables somos nosotros y no los trabajadores. Ya hace tiempo que obramos al modo europeo sin considerar las cualidades de la mano de obra. Probemos a reconocer la fuerza obrera no como una fuerza ideal de trabajadores, sino como un conjunto de aldeanos rusos, con sus instintos propios, y organicemos la explotación de nuestras propiedades con arreglo a ello. Imagine usted –debí decirle– que usted llevara su propiedad como el viejo del camino, y que hubiera sabido interesar en el éxito de la labor a los trabajadores y que hubiese aplicado el sistema de trabajo que ellos admiten. Entonces obtendría usted, sin agotar la tierra, dos o tres veces más que ahora. Divídalo en dos, dé la mitad a los obreros y usted recibirá más y la mano de obra también. Para ello hay que disminuir el nivel de ganancias a interesar a los obreros en el éxito. El cómo es cuestión de detalles, pero indudablemente esto es posible» .
Aquellas ideas agitaban de un modo extraordinario a Levin. Pasó sin dormir la mitad de la noche, reflexionando sobre la manera de realizar su pensamiento. No pensaba volver a casa al día siguiente, pero ahora resolvió marchar de madrugada. Además, aquella cuñada del escote le despertaba un sentimiento análogo a la vergüenza y al arrepentimiento de haber hecho algo malo.
Sobre todo, tenía que volver pronto a casa para presentar a los campesinos un nuevo proyecto, antes de la sementera de otoño, a fin de poder sembrar ya en las nuevas condiciones.
Había decidido cambiar radicalmente el modo de dirigir su propiedad.
XXIX
La ejecución del plan de Levin ofrecía muchas dificultades, pero trabajó en ello activamente y aunque no llegó a lo que anhelaba, llegó a lo menos, a poder creer, sin engañarse a sí mismo, que aquel asunto merecía sus desvelos. Uno de los principales obstáculos consistía en que la explotación estaba ya en marcha y era imposible interrumpirlo todo para volver a empezar de nuevo. Había que reparar la máquina mientras trabajaba.
Cuando, la misma tarde que llegó, comunicó sus planes al encargado, éste mostró visible satisfacción en la parte del discurso de Levin en que afirmaba que todo lo que había he-cho hasta entonces era absurdo y no ofrecía ventaja alguna. El encargado afirmó que él venía diciéndolo desde tiempo atrás, aunque no se le escuchaba. Pero al manifestarle Levin sus deseos de que él tomara parte como consocio, con todos los trabajadores, en la economía de la propiedad, el hombre se sintió invadido de un gran desánimo, y no dio opinión determinada; y como en seguida se puso a hablar de que había que recoger y llevar mañana las restantes gavillas de centeno y mandar que fuesen a ordeñar las vacas, Levin comprendió que no era momento oportuno para hablarle de la nueva organización.
Al tratar del asunto con los aldeanos proponiéndoles el arriendo de la tierra en nuevas condiciones, Levin hallaba el mismo obstáculo esencial: estaban tan ocupados en las tareas que no tenían tiempo para pensar en las ventajas o desventajas de la empresa.
El ingenuo Iván, el vaquero, pareció comprender muy bien la proposición de Levin de participar él y toda su familia en las ganancias de la vaquería, y manifestó al punto su conformidad. Pero cuando Levin le explicaba las ventajas del nuevo sistema, el rostro del campesino expresaba inquietud y pesar y, para no escucharle hasta el fin, pretextaba algún trabajo inexcusable: o bien había de echar pienso a la vaca madre, o llevar agua o barrer el estiércol.
Otra dificultad consistía en la invencible desconfianza de los aldeanos, que no podían creer que el propietario persiguiese otro objeto sino sacarles lo más posible. Estaban segu-ros de que su verdadero fin lo callaba y que sólo les decía lo que mejor convenía a sus planes.
Ellos, al explicarse, hablaban siempre mucho, pero nunca decían lo que se proponían en realidad. Además –y Levin pensaba que el amargado propietario tenía razón– los aldeanos imponían siempre como condición inexcusable de cualquier trato que no se les obligaría a emplear en el trabajo nuevos métodos ni nuevas máquinas.
Estaban conformes en que el arado moderno trabajaba mejor, en que el arado mecánico era preferible, pero hallaban mil causas para justificar el no emplearlos ellos.
Levin comprendía que tendría que rebajar el nivel de la economía rural y renunciar a perfeccionamientos de una evidente ventaja. Pero pese a las dificultades, se salió con la suya y en otoño la cosa marchaba a su gusto o, cuando menos, así se lo parecía.
En principio pensó arrendar toda la propiedad, tal como estaba, a los labriegos, jornaleros y encargado, en nuevas condiciones, como consocios. Pero pronto vio que ello era imposible y decidió dividir en partes la propiedad. El corral, jardín, huertas, prados y campos fueron repartidos en parcelas que debían corresponder a diversos grupos. El ingenuo Iván, el vaquero, que, según pareciera a Levin, comprendía la cosa mejor que nadie, escogió un grupo compuesto en su mayor parte por sus familiares y se convirtió en consocio del establo.
El campo apartado, dedicado a pastos, inculto desde hacía ocho años, fue elegido por el inteligente carpintero Fedor Resunov, con seis familias de aldeanos en nuevas condiciones de cooperación. El aldeano Churaev arrendó en iguales condiciones todas las huertas. El resto seguiría como antes, pero aquellas tres partes eran el principio del nuevo orden y ocupaban completamente a Levin.
Cierto que las cosas en el establo no iban mejor que anteriormente y que Iván se oponía tenazmente a que el local de las vacas tuviera calefacción y a que se elaborara manteca de leche fresca, afirmando que las vacas con el frío comerían menos y que la mantequilla de leche agria era más cómoda de guardar. Además insistía en hablar del suelo y no le interesaba que el dinero recibido por él no fuera sueldo, sino anticipos a cuenta de futuras ganancias. Verdad es que el grupo de Fedor Resunov no trabajó la tierra con arados, como estaba convenido, disculpándose con que quedaba poco tiempo. Verdad también que, aunque los aldeanos de este grupo habían convenido llevar la tierra en nuevas condiciones, no la consideraban común, sino arrendada, y más de una vez tanto los cam-pesinos del grupo como el propio Fedor solían decir a Levin: «Tal vez fuera mejor entregarle dineros por esta tierra: sería más cómodo y nosotros tendríamos más libertad». También, con distintos pretextos, estos aldeanos aplazaban la construcción convenida de una granja y corral, y así llegó el invierno. Era verdad que Churaev, que sin duda había comprendido mal las condiciones en que recibía la tierra, quiso subarrendar los huertos, en parte, a los campesinos.
Era verdad, en fin, que, hablando a veces con los labriegos sobre las ventajas de la nueva explotación, Levin veía que ellos no hacían más que escuchar el sonido de su voz, dejando comprender que él podría decir lo que quisiera, pero que a ellos no había quien les engañase.
Lo notaba particularmente cuando hablaba con Resunov, que era el más inteligente de los campesinos, descubriendo en sus ojos un brillo especial que evidenciaba que se reía de Levin y que estaba seguro de que, si alguien iba a ser engañado, no sería ciertamente Fedor.
Pero, a pesar de todo esto, Levin creía que la empresa prosperaba y que, llevando las cuentas en regla a insistiendo en sus propósitos con miras al futuro, podría demostrarles las ventajas de aquel sistema, en cuyo caso las cosas marcharían por sí solas.
Aquellas ocupaciones, más las de la parte de su propiedad con que se quedó y la actividad literaria desplegada en su obra, le llenaron de tal modo todo el verano que apenas salió a cazar.
A finales de agosto se enteró por un criado que fue a devolverle su silla de que las Oblonsky se habían ido a Moscú. Comprendió que al cometer la grosería, de la que no podía acordarse sin enrojecer de vergüenza, de no contestar a Daria Alejandrovna, había quemado sus naves y no podría volver nunca a casa de los Oblonsky. Del mismo modo había obrado con los Sviajsky, de cuya casa se fuera sin despedirse. Pero tampoco a aquella casa contaba volver nunca.
Todo ello, ahora, le era igual. Su tarea de organizar la propiedad sobre nuevos principios le ocupaba tan completamente como nunca en la vida lo hiciera actividad alguna.
Leyó los libros que le prestara Sviajsky, tomando notas de lo que no conocía; leyó también otros libros político–económicos y sociológicos que trataban del mismo asunto; pero, como suponía, no halló nada que se refiriese a lo que le interesaba.
En los libros de economía política, por ejemplo en los de Mill, que fue el primer autor que Levin leyó con apasionamiento, esperando hallar a cada instante la solución de los problemas que le preocupaban, encontró leyes deducidas de la situación de la economía europea, pero no pudo aceptar que leyes inaplicables a Rusia habrían de ser generales.
Lo mismo vio en los libros socialistas: o eran hermosas e irrealizables fantasías, que ya le sedujeran de estudiante, o simples arreglos y reparaciones del estado de cosas que existía en Europa con el que la cuestión agraria rusa nada tenía de común.
La economía política decía que las leyes que regían y determinaban la riqueza europea eran leyes generales a indudables, mientras la escuela socialista afirmaba que el desarrollo según aquellas leyes conduce a la ruina. Y ni unos ni otros daban ni siquiera la menor indicación sobre lo que Levin y los campesinos rusos debían hacer con sus millones de brazos y de deciatinas a fin de que diesen el máximo rendimiento para el bienestar común.
Una vez que empezó, Levin leyó a conciencia cuanto se refería a su asunto y tomó la decisión de ir en otoño al extranjero para estudiar las cosas sobre el terreno y evitar que le sucediera con aquel problema lo que con tanta frecuencia le había sucedido con los otros. En efecto, cuantas veces había discutido con alguien y, empezando a comprender a su interlocutor, se disponía a exponer su punto de vista, tantas otras se le había interrumpido diciéndole: «¿No ha leído a Kauffman, Dubois y Michelet? Léalos; han resuelto ya la cuestión».
Pero Levin veía ahora claramente que aquellos autores no habían resuelto nada. Veía que Rusia tenía tierras espléndidas y espléndidos trabajadores, y que, en algunos casos, como el de aquel viejo del camino, la tierra daba mucho, pero que, en la mayoría de las ocasiones, cuando el capital se aplicaba a la tierra al modo europeo, tierra y trabajadores producían poco, lo que dependía de que los trabajadores no querían trabajar ni trabajaban más que a su manera, y que esta resistencia no era casual, sino constante y basada en el propio espíritu del pueblo. Levin creía que el pueblo ruso llamado a poblar y cultivar enormes espacios no ocupados, hasta el momento en que todos lo estuviesen, empleaba, conscientemente, procedimientos adecuados, se atenía a las costumbres necesarias para ello, y que tales procedimientos no eran, ni con mucho, tan malos como generalmente se creía. Y pretendía demostrarlo teóricamente en su libro y prácticamente en su propiedad.
XXX
A fines de septiembre llevaron madera para construir los establos en la tierra trabajada a medias, vendieron la mantequilla y se repartieron los beneficios.
En la práctica, todo iba bien en la propiedad, o así se lo parecía a Levin. Y para aclararlo teóricamente y terminar la obra que, según sus ilusiones, no sólo produciría una revolución en la economía política, sino que destruiría completamente esta ciencia y cimentaría otra nueva, basada en las relaciones del pueblo y la tierra, sólo necesitaba ir al extranjero, estudiar sobre el terreno cuanto se hubiese hecho en aquel sentido y encontrar las pruebas evidentes de que todo lo realizado en este sentido era superfluo.
Levin no esperaba más que la venta del trigo candeal para cobrar el dinero y marcharse. Pero empezaron las lluvias, que no permitieron recoger el grano ni las patatas que habían quedado en el campo, se interrumpieron todos los trabajos y hasta la venta del trigo quedó suspendida. Los caminos estaban impracticables de barro, el agua arrastró dos molinos y el tiempo era cada vez peor.
El 30 de septiembre salió el sol desde por la mañana y Levin, confiando en un cambio de tiempo, comenzó seriamente a preparar el viaje.
Ordenó vender el trigo, envió a su encargado a cobrar en casa del comprador y salió a recorrer la propiedad para dar las últimas instrucciones antes de marchar al extranjero.
Lo arregló todo y, mojado del agua que caía a chorros sobre su gabán de cuero, filtrándosele por el cuello y por las aberturas de las botas, pero en excelente estado de ánimo, regresó a casa por la tarde.
El tiempo empeoró más aún por la noche. El granizo castigaba de tal modo al caballo, ya empapado, que el animal marchaba de lado, sacudiendo la cabeza y las orejas.
Pero Levin se sentía a gusto bajo su capucha y miraba alegremente, ora los turbios arroyos que corrían por las rodadas, ora las gotas de lluvia que pendían de cada ramita seca, ora las manchas blancas del granizo no fundido sobre las tablas del puente, ora las hojas, abundantes aún, de los olmos, que rodeaban de una capa espesa los troncos desnudos.
A pesar del tono sombrío de la naturaleza que le rodeaba, Levin se sentía agradablemente excitado. Su conversación con los labriegos en el pueblo lejano le había mostrado que iban acostumbrándose al nuevo orden de cosas.
El viejo guarda en cuya casa entró Levin a secarse parecía aprobar el actual sistema y hasta se ofreció para entrar como consocio en la compra de animales de labor.
«Insistiendo con tenacidad en mi fin, lo conseguiré», pensaba Levin. «Hay que trabajar. No es un interés personal, se trata del bien común. La manera de trabajar las tierras, la si-tuación de todo el pueblo, deben cambiar. En vez de pobreza habrá riqueza y bienestar generales; en vez de enemistades, unión y comunidad de intereses. En una palabra, será una revolución incruenta, pero una gran revolución, primero en nuestro pequeño distrito provincial, luego en la provincia, más tarde en Rusia y en todo el mundo. Porque una idea justa no puede ser infructuosa. Sí, para tal fin vale la pena trabajar. Y esto lo hago yo, Kostia Levin, el mismo que fue al baile con corbata negra y a quien la princesa Scherbazky negó su mano; y el hecho de que sea un hombre tan insignificante y digno de lástima nada significa. Estoy seguro de que también Franklin se sentía pequeño y no confiaba en sí mismo al recordar lo poco que era. No: esto no significa nada. También Franklin tenía seguramente su Agafia Mijailovna a la que confiaba sus secretos.»
Absorto con estas ideas, Levin llegó a casa ya oscurecido.
El encargado había ido a ver al comprador del trigo y venía con parte del dinero. El trato con el guarda había quedado hecho y por el camino el encargado supo que en todas partes el trigo estaba aún sin recolectar, así que los ciento sesenta almiares propios que habían quedado sin recoger no eran nada comparados con lo que tenían los demás.
Levin, como siempre, después de comer se sentó en la butaca con su libro y, mientras leía, continuó pensando en el viaje que iba emprender relacionado con su obra. Hoy veía con especial claridad toda la importancia de su empresa, y la esencia de sus pensamientos se iba traduciendo en su cerebro en redondos períodos, en frases concretas.
«Tengo que apuntarlo», pensó. «Esto constituirá la breve introducción que antes he considerado innecesaria.»
Se levantó para acercarse a su mesa escritorio y «Laska», que estaba tendida a sus pies, se levantó también, estirándose, y le miró como preguntándole adónde tenía que ir.
No tuvo tiempo de apuntar nada, porque llegaron los capataces y Levin hubo de salir al recibidor para hablar con ellos.
Después de darles órdenes para el día siguiente fue a su despacho y empezó a trabajar. «Laska» se acomodó a sus pies y Agaña Mijailovna se sentó en su puesto de siempre a hacer calceta.
Después de escribir un rato, Levin recordó de pronto a Kitty con extraordinaria claridad, evocando su negativa y su último encuentro, y con este recuerdo se levantó y empezó a pasearse por la estancia.
–Está usted aburriéndose –dijo Agafia Mijailovna–. ¿Por qué se queda en casa? Habría hecho bien en irse a las aguas, puesto que tiene el viaje preparado.
–Me voy pasado mañana. Pero antes tengo que dejar arreglados mis asuntos de aquí.
–¿Qué asuntos? ¿Le parece poco lo que ha hecho por los campesinos? ¡Por algo dicen que su señor va a recibir una buena recompensa del Zar! Pero ¡qué raro es que se preocupe usted de ellos!
–No me preocupo sólo de ellos; hago también una cosa útil para mí.
Agafia Mijailovna conocía con detalle todos los planes de Levin sobre su finca. Éste explicábale a menudo minuciosamente sus pensamientos y a veces discutía con ella cuando no estaba de acuerdo con sus explicaciones. Pero ahora Agafia Mijailovna había dado a sus palabras una interpretación muy diferente al sentido con que él las dijera.
–Sabido es que de aquello que uno debe preocuparse más es de su alma –dijo suspirando–. Pero, mire, Parfen Denisich, que no sabía leer ni escribir, murió hace poco con una muerte que así nos mande Dios a todos –y añadió, refiriéndose a aquel criado fallecido recientemente–: Le confesaron y le dieron la extremaunción.
–No me refiero a eso –repuso Levin–. Digo que trabajo por mi propio provecho. Cuanto mejor trabajen los campesinos más gano yo.
–Haga usted lo que quiera: el perezoso continuará en su pereza. El que tiene conciencia trabaja bien. Si no la tiene, es inútil hacer nada.
–Pues usted misma dice que Iván cuida mejor ahora los animales.
–Una cosa le digo –respondió Agafia Mijailovna, y se notaba que no lo decía por azar, sino que era el fruto de un pensamiento muy madurado–. Necesita usted casarse. Eso es lo que tiene que hacer.
Que ella mencionase lo que él pensaba en aquel momento disgustó y enojó a Levin.
Arrugó el entrecejo y, sin contestarle, comenzó de nuevo a trabajar, repitiéndose cuanto pensaba sobre la trascendencia de aquel trabajo.
De vez en cuando escuchaba, en el silencio, el rumor de las agujas de Agafia Mijailovna que le llevaban a recordar lo que no quería. Y fruncía de nuevo las cejas.
A las nueve se oyó un ruido de campanillas y el sordo traqueteo de un carruaje avanzando por el barro.
–Vaya, ya tiene usted visitas. Así no se aburrirá tanto –––dijo Agafia Mijailovna dirigiéndose a la puerta.
Pero Levin se adelantó. Su trabajo no prosperaba de momento y se alegraba de que llegase un visitante, fuera quien fuera.
XXXI
En la mitad de las escaleras, Levin oyó en el recibidor una conocida tosecilla, aunque no muy clara, porque la apagaban sus propios pasos. Esperaba haberse equivocado; vio luego una silueta alta y huesuda que le era familiar, y parecíale que no podía engañarse, pero continuaba confiando en que sufría un error y que aquel hombre alto que se quitaba el abrigo tosiendo no era su hermano Nicolás.
Levin quería a su hermano, pero vivir con él siempre había constituido para él un tormento. Ahora, bajo el influjo del pensamiento que de pronto le acudió a la mente y en virtud de la indicación de Agafia Mijailoyna, se encontraba en un estado de ánimo muy confuso, y ver a su hermano le era particularmente penoso.
En vez de un visitante, extraño, sano y alegre, que Levin esperaba que pudiera distraerle de su preocupación, se veía obligado a tratar a su hermano, que le comprendía a fondo, y que leería en sus pensamientos más recónditos y le forzaría a hablar con toda sinceridad. Y Levin no lo deseaba.
Irritado contra sí mismo por aquel mal sentimiento, bajó al recibidor. Pero apenas vio a su hermano, aquel sentimiento de decepción personal se desvaneció en él sustituido por la compasión.
Antes, el aspecto de su hermano, con su terrible delgadez y su estado enfermizo, era aterrador; pero ahora había adelgazado todavía más y se le veía completamente agotado. Era un esqueleto cubierto sólo con la piel.
Nicolás, de pie en el recibidor, sacudía su cuello delgado, quitándose la bufanda, mientras sonreía de un modo lastimero y extraño. Viendo aquella sonrisa débil y sumisa, Levin sintió que un sollozo le oprimía la garganta.
–¡Al fin he venido a tu casa –dijo Nicolás, con voz apagada, sin apartar un segundo los ojos del rostro de su hermano–. Hace tiempo que me lo proponía, pero me hallaba muy mal. Ahora mi salud ha mejorado mucho –concluyó secándose la barba con las grandes y flacas palmas de sus manos.
–Bien, bien –contestó Levin.
Y se asustó más aún cuando, al besar a su hermano, sintió en sus labios la sequedad de su cuerpo y vio de cerca el extraño brillo de sus grandes ojos.
Algunas semanas antes, Constantino Levin había escrito a Nicolás diciéndole que había vendido la pequeña parte de tierras que quedaba sin repartir y que podía cobrar lo que le correspondía, que eran unos dos mil rublos.
Nicolás dijo que venía a cobrar aquella cantidad y, sobre todo, a pasar algún tiempo en la casa natal, tocar con su planta la tierra y, como los antiguos héroes, recibir fuerzas de ella para su futura actividad.
A pesar de su mayor encorvamiento, de su increííble delgadez, sorprendente en su estatura, sus movimientos eran, como siempre, rápidos a impulsivos.
Levin le acompañó a su despacho. Su hermano se mudó con especial cuidado –cosa que antes no hacía nunca–, peinó sus cabellos escasos y rígidos y subió, sonriendo, al piso alto.
Estaba de excelente humor, alegre y cariñoso como su hermano le recordaba en su infancia, y hasta mencionó sin rencor a Sergio Ivanovich. Al ver a Agafia Mijailovna, bromeó con ella y le preguntó por los antiguos servidores. Se impresionó al saber la muerte de Parfen Denisich y en su rostro se dibujó una expresión de temor; pero recobróse en seguida.
–Era muy viejo –observó, cambiando de conversación–. Pues sí, pasaré contigo un par de meses y luego me volveré a Moscú. Miagkov me ha prometido un empleo; trabajaré... Quiero modiîicar mi vida –continuó diciendo–. ¿Sabes que me he separado de aquella mujer?
–¿De María Nicolaevna? ¿Por qué?
–Porque era una mala mujer. Me dio muchos disgustos.
No dijo cuáles, sintiéndose incapaz de confesar que se había separado de ella por hacerle un té demasiado flojo y principalmente por cuidarle como a un enfermo.
–En una palabra, quiero cambiar de raíz mi modo de vivir. He cometido tonterías, como todos, pero no me arrepiento de ninguna. He perdido mis bienes, pero tampoco esto me interesa. La salud es lo principal y, gracias a Dios, ahora me he repuesto.
Levin le oía sin saber qué decir. Seguramente Nicolás sentía lo mismo y se puso a hacerle preguntas sobre sus asuntos. Y Levin, contento de poder hablar de sí mismo, porque de este modo ya no necesitaba fingir, le expuso sus planes futuros y el sentido de su actividad.
Su hermano le escuchaba, pero era evidente que aquello no le interesaba.
Los dos hombres se sentían tan próximos el uno al otro que el más insignificante movimiento, hasta el tono de su voz, decía más para ambos que cuanto pudieran expresar las palabras.
Ahora los dos sentían lo mismo: la inminencia de la muerte de Nicolás, que pesaba sobre todo lo demás y lo borraba. Ni uno ni otro osaban, sin embargo, hablar de ello, y por esto todo lo que hablaban eran falsedades, pues que no expresaban lo que había en sus pensamientos. Jamás Levin se alegró tanto como aquel día de que llegase la hora de irse a dormir; jamás ante ningún extraño, en ninguna visita de cumplido, estuvo tan falso y artificial.
La conciencia de su falta de naturalidad y el arrepentimiento de ella aumentaban cada vez más. Sentía ganas de llorar viendo a su hermano tan querido próximo a la muerte y, no obstante, había de escucharle contar sus planes de vida.
La casa era húmeda y sólo una pieza tenía calefacción, por lo cual Levin acomodó a su hermano en su propio dormitorio, detrás de una mampara.
Durmiera o no, su hermano se agitaba como un enfermo, tosía y, cuando la tos no le aliviaba, gemía. De vez en cuando exhalaba un suspiro y exclamaba: «¡Ay, Dios mío!». Y cuando la expectoración le ahogaba decía irritado: «¡Ah, diablo!» .
Levin, oyéndole, no pudo dormirse hasta muy tarde. Sus diversos pensamientos se resumían en uno: el de la muerte.
La muerte, como fin inmediato de todo, surgió en su cerebro por primera vez. Y la muerte estaba aquí, con aquel hermano querido que, a medio dormir, invocaba a Dios o al diablo, con indiferencia y por costumbre. La muerte, pues, no se hallaba tan lejos como creyera antes. Estaba en sí mismo. Levin la sentía. Si no hoy, mañana, y si no dentro de treinta años. Pero la muerte vendría. ¿Qué más daba cuando viniera? Y lo que fuera aquella muerte inevitable no sólo Levin no lo sabía ni lo meditaba nunca, sino que ni se atrevía a pensar en ella.
«Trabajo, trato de hacer algo y olvido que todo termina, que existe la muerte.»
Estaba sentado en la cama, en la oscuridad, encorvado, abrazando sus rodillas. Retenía la respiración para concentrar su mente y pensaba. Pero cuanto más forzaba su pensamiento, con más claridad veía que aquello era así, que había olvidado un pequeño detalle: que la muerte llegaría y que contra la muerte nada se podría hacer. Era terrible, pero era así.
«Sin embargo, todavía estoy vivo. ¿Qué debo hacer? ¿Qué haré ahora?», se decía desesperado.
Encendió la bujía, se levantó con precaución y se miró al espejo cabellos y rostro. Sí: en las sienes había canas. Abrió la boca. Las muelas posteriores empezaban a cariarse. Descu-brió sus musculosos brazos. Tenía mucha fuerza, sí, pero también Nicoleñka, que ahora respiraba a su lado con los restos de sus pulmones, había tenido un día el cuerpo vigoroso.
Recordó de repente cuando, de niños, dormían ambos en la misma habitación y sólo esperaban que Fedor Bogdanovich saliera para poder tirarse los almohadones mutuamente y reír, reír sin freno, sin que el miedo.a Fedor Bogdanovich pudiera reprimir aquella conciencia de la alegría de vivir que desbordaba de ellos y crecía como la espuma...
« Y ahora Nicoleñka tiene el pecho hundido y vacío y yo... yo no sé para qué debo vivir ni qué puedo esperar.»
–¡Ejem, ejem! ¡Ah, diablo! –exclamó su hermano–. ¿Por qué das tantas vueltas y no te duermes?
–No sé. Tengo insomnio.
–Pues yo he dormido muy bien. Ni siquiera tengo sudor. Mira, toca mi camisa. ¿Verdad que no tengo sudor?
Levin tocó la camisa, se fue detrás de la mampara y apago la luz, pero no pudo dormirse en mucho rato.
Apenas había solucionado el problema de cómo vivir, se le presentaba ya otro insoluble: la muerte.
«Mi hermano está muriéndose. Morirá quizá para la primavera. ¿Y cómo puedo ayudarle? ¿Qué puedo decirle? ¿Qué sé yo de la muerte, si hasta había olvidado que existiese? ...»
XXXII
Levin había observado que cuando los hombres extreman su condescendencia y docilidad hasta el exceso no tardan en hacerse insoportables con sus exigencias y su susceptibilidad exageradas, y tenía la sensación de que así había de suceder también con su hermano.
Y, en efecto, la docilidad de Nicolás duró poco. Desde la mañana siguiente volvió a mostrarse irritable y se aplicaba a buscar pendencias con su hermano, hiriéndole en los puntos más delicados de su sensibilidad.
Levin, sin poderlo remediar, se sentía culpable. Adivinaba que, de no haber fingido y de haberse hablado los dos, como se dice, con el corazón en la mano, esto es, expresando sinceramente lo que pensaban y sentían, se habrían mirado a los ojos el uno al otro y Constantino habría pronunciado una interminable retahíla de «Vas a morir, a morir, a morir...», mientras Nicolás le habría contestado siempre: «Lo sé y tengo miedo, tengo miedo...».
Nada más que esto podían haberse dicho de haber hablado con el corazón en la mano. Pero así habría sido imposible vivir y por ello Constantino se esforzaba en hacer lo que había intentado durante toda su existencia y lo que había observado que otros hacían tan bien, aquello sin lo cual la vida era imposible: decir lo que no pensaba. Continuamente se daba cuenta de que no conseguía su propósito, de que su hermano le adivinaba el juego, y ello le llenaba de irritación.
Al tercer día, Nicolás pidió a su hermano que le explicase su plan y, no sólo lo criticó, sino que, adrede, lo empezó a confundir con el comunismo.
–Has tomado un pensamiento ajeno, lo has estropeado y quieres aplicarlo aquí en donde es inaplicable.
–Te digo que no tiene nada que ver con el comunismo, el cual niega la propiedad, el capital y la herencia. Yo no niego ese estímulo esencial –aunque Levin odiaba estas palabras, desde que se ocupaba de aquella cuestión empleaba con más frecuencia terminología extranjera–. Yo no aspiro más que a regular el trabajo.
–Es decir, que has tomado una idea ajena, quitándole cuanto tenía de sólido, y aseguras que es algo nuevo –dijo Nicolás, arreglándose nerviosamente la corbata.
–Mi idea no tiene nada de común con...
–En aquello otro –decía Nicolás, con los ojos brillantes de irritación y sonriendo con ironía– hay por lo menos el encanto de lo geométrico, el encanto de lo claro y evidente. Quizá sea una utopía, pero imaginemos que pueda hacerse tabla rasa de todo lo pasado y no haya ya ni propiedad ni familia, y según eso se organiza el trabajo. ¡Pero tú no ofreces nada de eso!
–¿Por qué te empeñas en confundir las cosas? Jamás he sido comunista.
–Yo lo he sido y la idea me pareció prematura, pero razonable para el porvenir, como el cristianismo en los primeros tiempos.
–Pues yo no creo sino que hay que considerar la mano de obra desde el punto de vista de la Naturaleza, estudiarla, conocer sus características y...
–Es del todo inútil. Esa fuerza halla por sí sola, a medida que se desarrolla, el empleo propio de su actividad. En todas partes ha habido primero esclavos y luego trabajadores a medias. También nosotros los tenemos; existen peones, colonos... ¿Qué buscas aún?
Levin se agitó súbitamente al oírle porque en el fondo de su ser adivinaba que el reproche era cierto, que acaso trataba de situarse entre el comunismo y el sistema establecido y que probablemente ello era imposible.
–Busco medios de trabajar con provecho para mí y para el trabajador. Quiero arreglar... –empezó animadamente.
–No quieres arreglar nada. Has vivido siempre así, tratando de ser un hombre original y mostrar que si explotas a los campesinos es en nombre de una idea.
–Bien: si lo crees así, déjame en paz contestó Levin, sintiendo que el músculo de su mejilla izquierda temblaba involuntariamente.
–No has tenido ni tienes opiniones personales, y no aspiras más que a satisfacer tu amor propio.
–Bien; supongamos que así sea y déjame en paz.
–Muy bien, te dejo en paz y ya puedes irte al diablo. Lamento profundamente haber venido.
Pese a todos los esfuerzos de Levin para calmar a su hermano, Nicolás ya no quiso escuchar nada más, diciendo que valía más separarse, y Constantino comprendió que su hermano estaba ya harto de vivir allí.
Ya se hallaba Nicolás preparado para marcharse cuando Levin entró en su cuarto y le pidió, algo forzadamente, que le perdonara si le había ofendido en algo.
–¡Oh, qué alma tan magnánima! –dijo Nicolás, sonriendo–. Si quieres quedar como justo, te concedo ese placer. Tienes razón; admito tus excusas, pero, de todos modos, me marcho.
Antes de despedirse, Nicolás besó a su hermano y le dijo, mirándole con gravedad a los ojos:
–A pesar de todo, no me guardes rencor, Kostia.
Y su voz temblaba.
Fueron éstas las únicas palabras sinceras que pronunciaron.
Levin entendió que debía interpretarlas así: «Ya ves y sabes lo mal que estoy, y que acaso no volvamos a vernos». Lo comprendió y las lágrimas brotaron de sus ojos. Besó una vez más a su hermano, pero no supo ni pudo decirle nada.
A los tres días de haberse ido Nicolás, Levin marchó al extranjero.
En el tren encontró a Scherbazky, el primo hermano de Kitty, quien se extrañó del aspecto sombrío de Levin.
–¿Qué te pasa? –le preguntó.
–Nada. Pero en este mundo hay muy pocas cosas alegres. –¿Que hay pocas cosas alegres? ¿Quieres venir conmigo a París en lugar de ir a ese Mulhouse? ¡Ya verás si aquello es alegre o no!
–Para mí todo esto ha pasado y es hora ya de ir pensando en la muerte.
–¡Caramba! ¡Dices unas cosas! ¡Y yo que me dispongo a comenzar a vivir!
–También yo pensaba así hace poco. Pero ahora estoy seguro de que no tardaré en morir.
Las palabras de Levin reflejaban sinceramente su pensamiento de estos últimos tiempos. En todas partes veía sólo la muerte o su proximidad.
No obstante, la obra iniciada le preocupaba. Debía vivir de un modo a otro el resto de su vida hasta que llegara la muerte. La oscuridad le cerraba todo camino, pero precisamente, a consecuencia de aquella oscuridad, comprendía que la única luz que podía guiarle en ella era su empresa. Y Levin se aferraba a ella con todas las energías.
CUARTA PARTE
I
Los Karenin, marido y mujer, seguían viviendo en la misma casa y se veían a diario; pero eran completamente extraños entre sí. Alexey Alejandrovich se impuso la norma de ver diariamente a su esposa para evitar que los criados adivinasen lo que sucedía, aunque procuraba no comer en casa.
Vronsky no visitaba nunca a los Karenin, pero Ana le veía fuera y su esposo lo sabía.
La situación era penosa para los tres y ninguno la habría soportado un solo día de no esperar que cambiase, como si se tratara de una dificultad pasajera y amarga que había de disiparse sin tardar.
Karenin confiaba en que aquella pasión pasaría, como pasa todo, que todos habían de olvidarse de ella y que su nombre continuaría sin mancha.
Ana, de quien dependía principalmente aquella situación y a quien le resultaba más penosa que a nadie, la toleraba porque, no sólo esperaba, sino que creía firmemente que iba a tener un pronto desenlace y a quedar clara. No sabía cómo iba a producirse tal desenlace, pero estaba absolutamente convencida de que ocurriría sin tardar.
Vronsky, involuntariamente sometido a Ana, confiaba también en una intervención exterior que había de zanjar todas las dificultades.
A mediados de invierno, Vronsky pasó una semana muy aburrida. Fue destinado a acompañar a un príncipe extranjero que visitó San Petersburgo, y al que debía llevar a ver todo lo digno de ser visto en la ciudad. Este honor, merecido por su noble apostura, el gran respeto y dignidad con que sabía comportarse y su costumbre de tratar con altos personajes, le resultó bastante fastidioso. El Príncipe no quería pasarse por alto ninguna de las cosas de interés que pudiera haber en Rusia y sobre las cuales pudiera ser preguntado después en su casa. Quería, además, no perder ninguna de las diversiones de allí. Era preciso, pues, orientarle en ambos aspectos. Así, por las mañanas, salían a visitar curiosidades y por las noches participaban en las diversiones nacionales. El Príncipe gozaba de una salud excelente y hasta extraordinaria en hombres de su alta jerarquía, y, gracias a la gimnasia y a los buenos cuidados había infundido a su cuerpo un vigor tal, que, pese a los excesos con que se entregaba en los placeres, estaba tan lozano como uno de esos enormes pepinos holandeses, frescos y verdes.
Viajaba mucho y opinaba que una de las grandes ventajas de las modernas facilidades de comunicación consistía en la posibilidad de gozar sobre el terreno de las diferentes diversiones de moda en cualquier país.
En sus viajes por España había dado serenatas y había sido el amante de una española que tocaba la guitarra. En Suiza, había matado un rebeco en una cacería. En Inglaterra, vestido con una levita roja, saltó cercas a caballo, y mató, en una apuesta, doscientos faisanes. En Turquía, visitó los harenes, en la India montaba elefantes y ahora, llegado aquí, esperaba saborear todos los placeres típicos de Rusia.
A Vronsky, que era a su lado una especie de maestro de ceremonias, le costaba mucho organizar todas las diversiones rusas que diferentes personas ofrecían al Príncipe. Hubo paseos en veloces caballos, comidas de blini, cacerías de osos, troikas, gitanas y francachelas acompañadas de la costumbre rusa de romper las vajillas. El Príncipe asimiló el ambiente ruso con gran facilidad: rompía las bandejas con la vajilla que contenían, sentaba en sus rodillas a las gitanas y parecía preguntar:
«¿No hay más? ¿Sólo consiste en esto el espíritu ruso?»
A decir verdad, de todos los placeres rusos, el que más agradaba al Príncipe eran las artistas francesas, una bailarina de bailes clásicos y el champaña carta blanca. Vronsky estaba acostumbrado a tratar a los príncipes, pero, bien porque él mismo hubiera cambiado últimamente, o por tratar demasiado de cerca a aquel personaje, la semana le pareció terriblemente larga y penosa. Durante toda ella experimentaba el sentimiento de un hombre al lado de un loco peligroso, temiendo, a la vez, la agresión del loco y perder la razón por su proximidad.
Se hallaba, pues, en la continua necesidad de no aminorar ni un momento su aire de respeto protocolario y severo para no mostrarse ofendido. Con gran sorpresa suya, el Príncipe solía tratar despectivamente a las personas que se afanaban en ofrecerle diversiones típicas. Sus opiniones sobre las mujeres rusas, a las que se proponía estudiar, más de una vez encendieron de indignación las mejillas de Vronsky.
La causa principal de que el Príncipe le resultase tan insoportable era que Vronsky, sin él quererlo, se veía reflejado en el otro, y lo que veía en aquel espejo no halagaba en manera alguna su amor propio. Veía a un hombre necio muy seguro de sí mismo, rebosante de salud, y esmerado en el cuidado de su persona y nada más. Era, es verdad, un caballero, y eso Vronsky no podía negarlo. Era, como él, llano y no adulador con sus superiores, natural y sencillo con sus iguales y despectivamente bondadoso con sus inferiores.
Vronsky era también así y lo consideraba como un gran mérito; pero como, en comparación con el Príncipe, él era inferior, el trato despectivamente bondadoso que se le dispensaba le ofendía.
«¡Qué necio! ¿Es posible que también yo sea así?», se preguntaba.
Fuese como fuese, al séptimo día, en una estación intermedia, de regreso de una cacería de osos en la que durante toda la noche había el Príncipe ensalzado la bravura rusa, pudo al fin Vronsky despedirse de él, que partía para Moscú; el joven, después de haberle oído expresar su agradecimiento, se sintió feliz de que aquella situación enojosa hubiese concluido y de no tener que mirarse más en aquel espejo detestable.
II
Al volver a casa, Vronsky halló un billete de Ana, que le escribía:
Estoy enferma y soy muy desgraciada. No puedo salir, pero tampoco vivir sin verle. Venga esta noche. A las siete, Alexey Alejandrovich sale para ir a un consejo y estará fuera hasta las diez.
Vronsky reflexionó un momento. La invitación de Ana a que fuera a verle a su casa, a pesar de la prohibición de su marido, le parecía extraña, pero, no obstante, decidió ir.
Aquel invierno, Vronsky, nombrado coronel, había dejado el regimiento y vivía solo. Después de almorzar, se tendió en el diván y, a los cinco minutos, los recuerdos de las grotescas escenas que viviera en los últimos días, se mezclaron en su cerebro con imágenes de Ana y del campesino que desempeñara el papel de batidor en la caza del oso, y se durmió.
Despertó en la oscuridad, sobrecogido de terror, y encendió precipitadamente una bujía.
«¿Qué pasa? ¿Qué he soñado ahora? ¡Ah, sí! El campesino que organizaba la batida, aquel campesino sucio, de barbas desgreñadas, hacia no sé qué cosa, inclinándose, y de pronto empezó a hablar en francés... Unas palabras muy extrañas... Pero no había en ello nada terrible. ¿Por qué me lo pareció tanto?», se dijo.
Recordó vivamente al campesino y las incomprensibles palabras en francés que pronunciara, y un escalofrío de horror le hizo estremecen
«¡Qué tontería! » , pensó.
Miró el reloj. Eran los ocho y media. Llamó al criado, se vistió precipitadamente y salió, olvidando el sueño y con la sola preocupación de que acudía tarde. Cuando llegaba a casa de los Karenin, eran las nueve menos diez. Un coche estrecho y alto, con dos caballos grises, estaba parado junto a la puerta, y Vronsky reconoció el carruaje de Ana.
«Se proponía ir a mi casa», pensó. «Y hubiera sido mejor. Me es desagradable entrar aquí. Pero, es igual. No puedo esconderme.» Y con la desenvoltura, adquirida desde la infancia, del hombre que no tiene nada de qué avergonzarse, descendió del trineo y se acercó a la puerta. Ésta se abrió en aquel momento. El portero, con la manta de viaje bajo el brazo, apareció llamando el coche.
Vronsky, aunque no solía fijarse en pormenores, notó la expresión de sorpresa con que aquél le miraba. Casi en el umbral, el joven tropezó con Alexey Alejandrovich, cuyo rostro, exangüe y enflaquecido bajo el sombrero negro, y la corbata blanca que brillaba entre la piel de su abrigo de nutria, quedaron un momento iluminados por la luz del gas.
Karenin fijó por un momento sus ojos apagados a inmóviles en el rostro de Vronsky, movió los labios, como si masticase, se tocó el sombrero con la mano y paso. Vronsky vio cómo, sin volver la cabeza, subía al coche, cogía por la ventanilla la manta y los prismáticos y desaparecía.
El joven entró en el recibidor, con el entrecejo fruncido y los ojos brillantes de orgullo y de animosidad.
«¡Qué situación!», pensaba. «Si este hombre se hubiera decidido a luchar, a defender su honor, yo habría podido obrar, expresar mis sentimientos... Pero, por debilidad o bajeza, me coloca en la desairada posición de un burlador, cosa que no soy ni quiero ser.»
Desde su entrevista con Ana junto al jardín de Vrede, los sentimientos de Vronsky habían experimentado un cambio. Imitando involuntariamente la debilidad de Ana, que se había entregado toda a él y de él esperaba la decisión de su suerte, resignada a todo de antemano, hacía tiempo que había dejado de pensar que aquellas relaciones pudieran terminar, como había creído en aquel momento. Sus planes ambiciosos quedaron de nuevo relegados y, reconociendo que había salido de aquel círculo de actividad en el que todo estaba definido, se entregaba cada vez más a sus sentimientos, y sus sentimientos le ligaban más y más a Ana.
Ya desde el recibidor, Vronsky sintió los pasos de ella alejándose, y comprendió que le esperaba, que había estado escuchando y que ahora volvía al salón.
–¡No! –exclamó Ana al verle, y apenas lo hubo dicho, las lágrimas afluyeron a sus ojos–. No, si esto continúa, lo que ha de pasar pasará muchísimo antes de lo debido.
–¿A qué te refieres, querida?
–¿A qué? Llevo esperando y sufriendo una o dos horas. No, no continuaré así. Pero no quiero enfadarme contigo. Seguramente no habrás podido venir antes. Me callaré...
Le puso ambas manos en los hombros y le contempló con profunda y exaltada mirada, aunque escrutadora a la vez. Estudiaba el rostro de Vronsky buscando los cambios que pudieran haberse producido en el tiempo que hacía que no se habían visto. Porque, en todos sus encuentros con Vronsky Ana confundía la impresión imaginaria –incomparablemente superior, excesivamente buena para ser verdadera–, que él le producía, con la impresión real.
III
–¿Le has encontrado –preguntó ella, cuando se sentaron junto a la mesa, en la que ardía una lámpara–. Es el castigo por tu tardanza.
–Pero, ¿qué ha sucedido? ¿No tenía que asistir al consejo?
–Estuvo allí y volvió, y ahora otra vez se va no sé adónde. Es igual. No hablemos de eso. ¿Dónde has estado? ¿Has estado siempre con el Principe?
Ana conocía todos los detalles de su vida. Vronsky se proponía decirle que, no habiendo descansando en toda la noche, se había quedado dormido; pero, mirando aquel rostro conmovido y feliz, se sintió avergonzado y, cambiando de idea, dijo que había tenido que ir a informar de la marcha del Principe.
–¿Ha terminado todo? ¿Se ha ido?
–Sí, gracias a Dios. No sabes lo molesto que me ha sido.
–¿Por qué? Al fin y al cabo llevabais la vida habitual de todos vosotros, los jóvenes –dijo Ana, frunciendo las cejas. Y, cogiendo la labor que tenía sobre la mesa, se puso a hacer croché, sin mirarle.
–Hace tiempo que he dejado esa vida–repuso él, extrañado por el cambio de expresión del rostro de Ana y tratando de comprender su significado–. Te confieso ––continuó, son-riendo y mostrando, al hacerlo, sus dientes blancos y apretados– que durante esta semana me he mirado en el Principe como en un espejo, y he sacado una impresión desagradable.
Ana tenía la labor entre las manos, pero no hacía nada y le miraba con ojos extrañados, brillantes.
–Esta mañana ha venido Lisa, que aún no teme invitarme, a pesar de la condesa Lidia Ivanovna ––dijo Ana– y me habló de la noche de ustedes en «Atenas». ¡Qué asco!
–Quisiera decirte...
Ella le interrumpió:
–¿Estaba Teresa, esa Thérèse con la que ibas antes?
–Quisiera decirte...
–¡Cuán bajos sois todos los hombres! ¿Es posible que imaginéis que una mujer pueda olvidar eso? ––decía Ana, agitándose más cada vez y explicándole así la causa de su in-quietud–. ¡Sobre todo, una mujer como yo, que no puede saber lo pasado! ¿Qué sé yo? ¡Sólo lo que tú me has dicho! ¿Y quién me asegura que dices la verdad?
–Me ofendes, Ana. ¿Es que no me crees? ¿No te he dicho que no te oculto ningún pensamiento?
–Sí, sí –repuso ella, esforzándose visiblemente en alejar sus celos–. Pero ¡si supieras lo que siento! Te creo, te creo... Bueno, ¿qué me decías?
Pero Vronsky había olvidado lo que quería decirle. Aquellos accesos de celos que, con más frecuencia cada vez, sufría Ana, le asustaban, y, aunque se esforzaba en disimularlo, enfriaban su amor hacia ella, a pesar de saber que la causa de sus celos era la pasión que por él sentía.
Muchas y muchas veces se había repetido que la felicidad no existía para él sino en el amor de Ana, y ahora que se sentía amado apasionadamente, como puede serlo un hombre por quien lo ha sacrificado todo una mujer, ahora Vronsky se sentía más lejos de la felicidad que el día en que había salido de Moscú en pos de ella. Entonces se consideraba desgraciado, pero veía la dicha ante él.
Ahora, en cambio, sentía que la felicidad mejor había ya pasado. Ana no se parecía en nada a la Ana de los primeros tiempos. Moral y físicamente había empeorado. Estaba más gruesa y ahora mismo, mientras le estaba hablando de la artista, una expresión malévola afeaba sus facciones.
Vronsky la contemplaba como a una flor que, cortada por él mismo, se le hubiese marchitado entre las manos, y en la cual apenas se pudiese reconocer la belleza que incitara a cortarla. Y, no obstante, experimentaba la sensación de que aquel amor que antes, cuando estaba en toda su fuerza, hubiese podido arrancar de su alma, de habérselo propuesto firmemente, ahora le sería imposible arrancarlo. No; ahora no podía separarse de ella.
–Bueno, ¿y qué ibas a decirme del Príncipe? –preguntó Ana–. ¿Ves? Ya he arrojado el demonio de mí. (Así llamaban entre ellos a los celos)–. Sí, ¿qué habías empezado a decirme del Príncipe? ¿Por qué te ha sido tan desagradable?
–Era insoportable –dijo Vronsky, tratando de reanudar el hilo roto de sus pensamientos–. El Príncipe no sale ganando cuando se le conoce bien. Podría definirle como un animal bien nutrido, de esos que obtienen medallas en las exposiciones, y nada más–concluyó, con un enojo que suscitó el interés de Ana.
–¿Es posible? –contestó–. ¡Pero, si se dice que es muy culto y que ha visto mucho mundo!
–Esa cultura de... ellos, es una cultura especial. Está instruido sólo para tener derecho a despreciar la instrucción, como se desprecia todo entre ellos, excepto los placeres ani-males.
–A todos os gustan los placeres animales –dijo Ana. Y Vronsky vio de nuevo en ella aquella mirada sombría que la alejaba de él.
–¿Por qué le defiendes? –preguntó, sonriendo.
–No le defiendo. Me tiene sin cuidado. Sólo creo que si a ti mismo no te hubieran gustado esos placeres, habrías podido no tomar parte en ellos. Pero te gusta ver a Thérèse en el vestido de Eva.
–¡Otra vez el demonio! –dijo Vronsky, cogiendo y besando la mano que Ana puso sobre la mesa.
–No puedo evitarlo. No sabes cuánto he sufrido esperándote. No creo ser celosa. ¡No, no lo soy! Te creo cuando estás a mi lado. Mas cuando estás lejos de mí, entregado a esta vida tuya que yo no puedo comprender...
Se interrumpió; se soltó de Vronsky, y volvió a su labor. Bajo el dedo anular, comenzaron a moverse velozmente los hilos de lana blanca, brillante bajo la luz de la lámpara y su fina muñeca se movía también rápidamente en la manga de encajes.
Su voz sonó de pronto, como forzada:
–¿Dónde has encontrado a mi marido?
–Nos hemos cruzado en la puerta.
–¿Y lo ha saludado así?
Ana alargó el rostro y, entornando los ojos, cambió la expresión de su semblante y plegó las manos. Vronsky quedó sorprendido al ver en sus hermosas facciones el mismo aspecto que asumiera Karenin al saludarle.
Sonrió, mientras ella reía a carcajadas, con aquella dulce risa que era uno de sus mayores encantos.
–No le comprendo –dijo Vronsky–. Si después de vuestra explicación en la casa veraniega hubiese roto contigo o me hubiese mandado los padrinos, me habría parecido natural. Pero ahora no comprendo su conducta. ¿Cómo soporta esta situación? Porque se ve que sufre mucho.
–¿Él? –dijo Ana con ironía–. Al contrario: está contento.
–Al fin y al cabo no sé por qué nos atormentamos tanto, cuando podía arreglarse perfectamente y en beneficio de los tres.
–Esto no lo hará. ¡Conozco demasiado bien esa naturaleza hecha toda de mentiras! ¿Sería posible, si sintiese algo, vivir conmigo como vive? ¿Podría un hombre que tuviese algún sentimiento habitar bajo el mismo techo que su esposa culpable? ¿Podría, por ventura, hablar con ella? ¿Tratarla de tú?
E involuntariamente, Ana volvió a imitarle:
–Tú, ma chère, tú, Ana... –y siguió–: No es un ser humano; es un muñeco. Sólo yo lo sé, porque nadie como yo le conoce tan profundamente. Si yo estuviese en su lugar, a una mujer como yo, hace tiempo que la habría matado y hecho pedazos en vez de llamarla ma chére Ana. No es un hombre, es una máquina burocrática. No comprende que soy tu mujer, que él es un extraño, que está de sobra. En fin, no hablemos más de ese... no hablemos más...
–Eres injusta, amiga mía –dijo Vronsky, procurando calmarla–. Pero no importa; no hablemos de él. Dime lo que has hecho estos días. ¿Qué tienes? ¿Qué hay de tu enferme-dad? ¿Qué te ha dicho el médico?
Ana le miraba con irónica jovialidad. Se notaba que había hallado aún otros aspectos ridículos de su marido y que esperaba la ocasión de hablar de ellos.
Vronsky continuaba:
–Adivino que no se trata de enfermedad, sino de tu estado. ¿Cuándo será?
Se apagó el brillo irónico de los ojos de Ana y otra sonrisa, indicadora de que sabía algo que él ignoraba, y una suave tristeza, substituyeron a la anterior expresión de su semblante.
–Pronto, pronto... Como tú has dicho, nuestra situación es penosa y hay que aclararla. ¡Si supieras qué insoportable me resulta y cuánto daría por el derecho de amarte libre y abiertamente! Yo no me torturaría ni te torturaría con mis celos. Respecto a lo que dices, será pronto, pero no como esperamos...
Al pensar en ello, Ana se consideró tan desdichada que las lágrimas brotaron de sus ojos y no pudo continuar. Puso su mano, brillante de blancura y de sortijas bajo la lámpara, en la manga de Vronsky.
–No será como esperamos. No quería decírtelo, pero me obligas a ello. Pronto, muy pronto, llegará el desenlace y todos nos separaremos y dejaremos de sufrir.
–No comprendo –repuso Vronsky, aunque sí comprendía.
–Me has preguntado cuándo. Y yo te contesto: pronto. Y te digo además que no sobreviviré a ello. No me interrumpas –y Ana se precipitaba al hablar–. Lo sé, estoy segura... Voy a morir y me alegro de dejaros libres a los dos.
Las lágrimas brotaban sin cesar de sus ojos.
Vronsky se inclinó sobre su mano y la besó, tratando en vano de dominar su emoción, la cual –lo sentía bien– no tenía ningún fundamento.
–Vale más así –dijo Ana, apretándole enérgicamente la mano–. Es el único recurso, el único que nos queda.
Él se recobró y levantó la cabeza.
–¡Qué tontería! ¡Qué bobadas dices!
–Es la verdad.
–¿El qué es la verdad?
–Que voy a morir. Lo he soñado.
–¿Lo has soñado? –repitió Vronsky, recordando en el acto al campesino con quien había soñado él.
–Sí, lo soñé. Hace tiempo... Soñé que entraba corriendo en mi alcoba, donde tenía que coger no sé qué, o enterarme de algo... Ya sabes lo que pasa en los sueños... dijo Ana, abriendo los ojos con horror–. Al entrar en mi dormitorio, en un rincón del mismo, vi que había...
–¿Cómo puedes creer en esas necedades?
Pero lo que decía era demasiado importante para ella, y Ana no dejó que la interrumpiera.
–Y he aquí que lo que había allí se movió y vi entonces que era un campesino, pequeño y terrible, y con una barba desgreñada... Quise huir, pero él se inclinó sobre unos sacos que tenía allí y empezó a rebuscar en ellos con las manos.
Ana imitaba los movimientos del campesino rebuscando en los sacos, y el horror se pintaba en su semblante. Vronsky recordaba su sueño y sentía que también se apoderaba de su alma el mismo horror.
–El campesino agitaba las manos y hablaba en francés, muy deprisa, arrastrando las erres: Il faut le battre le fer, le broyer, le pétrir. Y era tanta mi angustia, que quise con toda mi alma despertarme y desperté, o, mejor dicho, soñé que despertaba. Aterrada, me preguntaba a mí misma: «¿Qué significa esto?». Y Korney me contestaba: «Morirá usted de parto, madrecita». Y entonces desperté de verdad.
–¡Qué tontería! –repetía Vronsky, sintiendo que su voz carecía de sinceridad.
–No hablemos más de esto. Llama y mandaré servir el té. Pero aguarda, ya no queda mucho tiempo, y yo...
De repente se detuvo, su rostro mudó de expresión y a la agitación y el espanto sucedió una atención suave y reposada, llena de beatitud. Vronsky no pudo comprender el significado de aquel cambio. Era que Ana sentía que la nueva vida que llevaba en ella se agitaba en sus entrañas.
IV
Después de su encuentro con Vronsky en la puerta de su casa, Karenin fue a la ópera italiana como se proponía. Estuvo allí durante dos actos completos y vio a quien deseaba.
De regreso a casa, miró el perchero y, al ver que no había ningún capote de militar, pasó a sus habitaciones. Contra su costumbre, no se acostó, sino que estuvo paseando por la es-tancia hasta las tres de la madrugada.
La irritación contra su mujer, que no quería guardar las apariencias y dejaba incumplida la única condición que él impusiera –recibir en casa a su amante–, le quitaba el sosiego.
Puesto que Ana no cumplía lo exigido, tenía que castigarla y poner en práctica su amenaza: pedir el divorcio y quitarle su hijo.
Alexey Alejandrovich sabía las muchas dificultades que iba a encontrar, pero se había jurado que lo haría y estaba resuelto a cumplirlo. La condesa Lidia Ivanovna había aludido con frecuencia a aquel medio como única salida de la situación en que se encontraba. Además, últimamente la práctica de los divorcios había alcanzado tal perfección que Karenin veía posible superar todas las dificultades.
Como las desgracias nunca llegan solas, el asunto de los autóctonos y de la fertilización de Taraisk le daban por entonces tales disgustos que en los últimos tiempos se sentía continuamente irritado.
No durmió en toda la noche, y su cólera, que aumentaba sin cesar, alcanzó el límite extremo por la mañana. Se vistió precipitadamente y, como si llevara una copa llena de ira y temiera derramarla y perderla, quedándose sin la energía necesaria para las explicaciones que le urgía tener con su esposa, se dirigió rápidamente a la habitación de Ana apenas supo que ésta se había levantado.
Ana creía conocer bien a su marido, pero, al verle entrar en su habitación, quedó sorprendida de su aspecto. Tenía la frente contraída, los ojos severos, evitando la mirada de ella, la boca apretada en un rictus de firmeza y desdén, y en su paso, en sus movimientos, y en el sonido de su voz había una decisión y energía tales como su mujer no viera en él jamás.
Entró en la habitación sin saludarla, se dirigió sin vacilar a su mesa escritorio y, cogiendo las llaves, abrió el cajón.
–¿Qué quiere usted? –preguntó Ana.
–Las cartas de su amante –repuso él.
–No hay ninguna carta aquí –contestó Ana cerrando el cajón. Por aquel ademán, Karenin comprendió que no se equivocaba y, rechazando bruscamente la mano de ella, cogió con rapidez la cartera en que sabía que su mujer guardaba sus papeles más importantes.
Ana trató de arrancarle la cartera, pero él la rechazó.
–Siéntese; necesito hablarle –dijo, poniéndose la cartera bajo el brazo y apretándola con tal fuerza que su hombro se levantó.
Ana le miraba en silencio, con sorpresa y timidez.
–Ya le he dicho que no permitiría que recibiera aquí a su amante.
–Necesitaba verle para...
–No necesito entrar en pormenores, ni siquiera saber para qué una mujer casada necesita ver a su amante.
–Sólo quería... –siguió Ana irritándose.
La brusquedad de su marido la excitaba y le daba valor.
.¿Le parece, por ventura, una hazaña ofenderme? –le preguntó.
–Se puede ofender a una persona honrada, o a una mujer honrada; pero decir a un ladrón que lo es significa sólo la constatation d'un fait.
–No conocía aún en usted esa nueva capacidad para atormentar.
–¿Llama usted atormentar a que el marido dé libertad a su mujer, concediéndole un nombre y un techo honrados sólo a condición de guardar las apariencias? ¿Es crueldad eso?
–Si lo quiere usted saber le diré que es peor: es una villanía–exclamó Ana, en una explosión de cólera.
E incorporándose, quiso salir.
–¡No! –gritó él, con su voz aguda, que ahora sonó más penetrante, en virtud de su excitación. Y la cogió por el brazo con sus largos dedos, con tanta fuerza que quedaron en él las señales de la pulsera, que apretaba bajo su mano, y la obligó a sentarse.
–¿Una villanía? Si quiere emplear esa palabra, le diré que la villanía es abandonar al marido y al hijo por el amante y seguir comiendo el pan del marido.
Ana bajó la cabeza. No sólo no dijo lo que había dicho a su amante, es decir, que él era su esposo, y que éste sobraba, sino que ni pensó en ello siquiera.
Abrumada por la justicia de aquellas palabras, sólo pudo contestar en voz baja:
–No puede usted describir mi situación peor de lo que yo la veo. Pero, ¿por qué dice usted todo eso?
–¿Por qué lo digo? –continuó él, cada vez más irritado–. Para que sepa que, puesto que no ha cumplido usted mi voluntad de que salvase las apariencias, tomaré mis medidas a fin de que concluya esta situación.
–Pronto, pronto concluirá –murmuró ella.
Y una vez más, al recordar su muerte próxima, que ahora deseaba, las lágrimas brotaron de sus ojos.
–Concluirá mucho antes de lo que usted y su amante pueden creer. ¡Usted busca sólo la satisfacción de su apetito carnal!
–Alexey Alejandrovich: no sólo no es generoso, es poco honrado herir al caído.
–Usted sólo piensa en sí misma. Los sufrimientos del que ha sido su esposo no le interesan. Si toda la vida de él está deshecha, eso le da igual. ¿Qué le importa lo que él haya so... so... sopor... poportado?
Hablaba tan deprisa, que se confundió, no pudo pronunciar bien la palabra y concluyó diciendo «sopoportado». Ana tuvo deseos de reír, pero en seguida se sintió avergonzada de haber hallado algo capaz de hacerla reír en aquel momento. Y por primera vez y durante un instante se puso en el lugar de su marido y sintió compasión de él.
Pero, ¿qué podía hacer o decir? Inclinó la cabeza y calló.
Él calló también por unos segundos y después habló en voz, no ya aguda, sino fría, recalcando intencionadamente algunas de las palabras que empleaba, incluso las que no tenían ninguna particular importancia.
–He venido para decirle... –empezó.
Ana le miró. «Debí de haberme engañado –pensó, recordando la expresión de su rostro de un momento antes cuando se confundió con las palabras–. ¿Es que un hombre con esos ojos turbios y esa calma presuntuosa puede, por ventura, sentir algo?»
–No puedo cambiar–murmuró ella.
–He venido para decirle que mañana marcho a Moscú y no volveré más a esta casa. Le haré comunicar mi decisión por el abogado, a quien he encargado tramitar el divorcio. Mi hijo irá a vivir con mi hermana –concluyó Alexey Alejandrovich, recordando a duras penas lo que quería decir de su hijo.
–Se lleva usted a Sergio sólo para hacerme sufrir –repuso ella, mirándole con la frente baja–. ¡Usted no le quiere! ¡Déjeme a Sergio!
–Sí: la repugnancia que siento por usted me ha hecho perder hasta el cariño que tenía a mi hijo. Pero, a pesar de todo, le llevaré conmigo. Adiós.
Quiso marchar, pero ella le retuvo.
–Alexey Alejandrovich: déjeme a Sergio –balbuceó una vez más–. Sólo esto le pido... Déjeme a Sergio hasta que yo... Pronto daré a luz... ¡Déjemelo!
Alexey Alejandrovich se puso rojo, desasió su brazo y salió del cuarto sin contestar.
V
La sala de espera del célebre abogado de San Petersburgo estaba llena cuando Karenin entró en ella.
Había tres señoras: una anciana, una joven y la esposa de un tendero; esperaban también un banquero alemán con una gruesa sortija en el dedo, un comerciante de luengas barbas y un funcionario público con levita de uniforme y una cruz al cuello.
Se veía que todos esperaban hacía rato. Dos pasantes sentados ante las mesas escribían haciendo crujir las plumas. Karenin no pudo dejar de observar que los objetos de escritorio –su máxima debilidad– eran excelentes.
Uno de los pasantes, sin mirarle, arrugó el entrecejo y preguntó con brusquedad:
–¿Qué desea?
–Consultar con el abogado.
–Está ocupado –contestó el pasante severamente mostrando con la pluma a los que aguardaban.
Y siguió escribiendo.
–¿No tendrá un momento para recibirme? –preguntó Karenin.
–Nunca tiene tiempo libre. Siempre está ocupado. Haga el favor de esperar.
–Tenga la bondad de pasarle mi tarjeta –dijo Karenin, con dignidad, disgustado ante la necesidad de descubrir su incógnito.
El pasante tomó la tarjeta, la examinó con aire de desaprobación, y se dirigió hacia el despacho.
Karenin, en principio, era partidario de la justicia pública, pero no estaba conforme con algunos detalles de su aplicación en Rusia, que conocía a través de su actuación ministe-rial y censuraba tanto como podían censurarse cosas decretadas por Su Majestad.
Como toda su vida transcurría en plena actividad administrativa, cuando no aprobaba algo suavizaba su desaprobación reconociendo las posibilidades de equivocarse y las de rectificar todo error. Respecto a las instituciones jurídicas rusas no era partidario de las condiciones en que se desenvolvían los abogados. Pero como hasta entonces nada había tenido que ver con ellos, su desaprobación era sólo teórica. Más la impresión desagradable que acababa de recibir en la sala de espera del abogado le afirmó más en sus ideas.
–Ahora sale ––dijo el empleado.
En efecto, dos minutos después la alta figura de un viejo jurista que había ido a consultar al abogado y éste aparecieron en la puerta.
El abogado era un hombre bajo, fuerte, calvo, de barba de color negro rojizo, con las cejas ralas y largas y la frente abombada.
Vestía presuntuosamente como un lechuguino, desde la corbata y la cadena del reloj hasta los zapatos de charol. Tenía un rostro inteligente con una expresión de astucia campesina, pero su indumentaria era ostentosa y de mal gusto.
–Haga el favor ––dijo, con gravedad, dirigiéndose a Karenin.
Y, haciéndole pasar, cerró la puerta de su despacho. Una vez dentro, le mostró una butaca próxima a la mesa de escritorio cubierta de documentos.
–Haga el favor –repitió. Y al mismo tiempo se sentaba él en el lugar preferente, frotándose sus manos pequeñas, de dedos cortos poblados de vello rubio, a inclinando la cabeza de lado.
Apenas se acomodó en aquella actitud, sobre la mesa voló una polilla. El ahogado, con rapidez increíble en él, alargó la mano, atrapó la polilla y quedó de nuevo en la posición primitiva.
–Antes de hablar de mi asunto ––dijo Karenin, que había seguido con sorpresa el ademán del abogado– debo advertirle que ha de quedar en secreto.
Una imperceptible sonrisa hizo temblar los bigotes rojizos del abogado.
–No sería abogado si no supiese guardar los secretos que me confían. Pero si usted necesita una confirmación...
Alexey Alejandrovich le miró a la cara y vio que sus inteligentes ojos grises reían corno queriendo significar que lo sabían todo.
–¿Conoce usted mi nombre? –preguntó Karenin.
–Conozco su nombre y su utilísima actividad –y el abogado cazó otra polilla– como la conocen todos los rusos –terminó, haciendo una reverencia.
Karenin suspiró. Le costaba un gran esfuerzo hablar, pero ya que había empezado, continuó con su aguda vocecilla, sin vacilar, sin confundirse y recalcando algunas palabras.
–Tengo la desgracia –empezó– de ser un marido engañado y deseo cortar legalmente los lazos que me unen con mi mujer, es decir, divorciarme, pero de modo que mi hijo no quede con su madre.
Los ojos grises del abogado se esforzaban en no reir, pero brillaban con una alegría incontenible, y Karenin descubrió en ella, no sólo la alegría del profesional que recibe un encargo provechoso; en aquellos ojos había también un resplandor de entusiasmo y de triunfo, algo semejante al brillo maligno que había visto en los ojos de su mujer.
–¿Desea usted, pues, mi cooperación para obtener el divorcio?
–Eso es, pero debo advertirle que, aun a riesgo de abusar de su atención, he venido para hacerle una consulta previa. Quiero divorciarme, pero para mí tienen mucha importancia las formas en que el divorcio sea posible. Es fácil que, si las formas no coinciden con mis deseos, renuncie a mi demanda legal.
–¡Oh! ––dijo el abogado, Siempre ha sido así... Usted quedará perfectamente libre.
Y bajó la mirada hasta los pies de Karenin comprendiendo que la manifestación de su incontenible alegría podría ofender a su cliente. Vio otra polilla que volaba ante su nariz y extendió el brazo, pero no la cogió en atención a la situación de su cliente.
–Aunque, en líneas generales, conozco nuestras leyes sobre el particular –siguió Karenin–, me agradaría saber las formas en que, en la práctica, se llevan a término tales asuntos.
–Usted quiere –contestó el abogado, sin levantar la vista, y adaptándose de buen grado al tono de su cliente que le indique los caminos para realizar su deseo.
Karenin hizo una señal afirmativa con la cabeza. El abogado, mirando de vez en cuando el rostro de su cliente, enrojecido por la emoción, continuó:
–Según nuestras leyes –y su voz tembló aquí con un leve matiz de desaprobación para tales leyes–, el divorcio es posible en los siguientes casos...
El pasante se asomó a la puerta y el abogado exclamó:
–¡Que esperen!
No obstante, se levantó, dijo algunas palabras al empleado y volvió a sentarse.
–... En los casos siguientes: defectos físicos de los esposos, paradero desconocido durante cinco años –y empezó a doblar uno a uno sus dedos cortos, cubiertos de vello– y adulterio –pronunció esta palabra con visible placer y continuó doblando sus dedos–. En cada caso hay divisiones: defectos físicos del marido y de la mujer, adulterio de uno o de otro...
Como ya no tenía más dedos a su disposición para continuar enumerándolos, el abogado los juntó todos y prosiguió:
–Esto en teoría. Pero creo que usted me ha hecho el honor de dirigirse a mí para conocer la aplicación práctica. Por esto, ateniéndome a los precedentes, puedo decir que los casos de divorcio se resuelven todos así... Doy por sentado que no existen defectos físicos ni ausencia desconocida –indicó.
Alexey Alejandrovich hizo una señal afirmativa con la cabeza.
–Entonces hay los casos siguientes: adulterio de uno de los esposos estando convicto el culpable; adulterio por consentimiento mutuo y, en defecto de esto, consentimiento for-zoso. Debo advertir que este último caso se da muy pocas veces en la práctica –dijo el abogado, mirando de reojo a Karenin y guardando silencio, como un vendedor de pistolas que, tras describir las ventajas de dos armas distintas, espera la decisión del comprador.
Pero como Alexey Alejandrovich nada contestaba, el abogado continuó:
–Lo más corriente, sencillo y sensato consiste en plantear el adulterio por consentimiento mutuo. No me habría permitido expresarme así de hablar con un hombre de poca cultura –dijo el abogado–, pero estoy seguro de que usted me comprende.
Alexey Alejandrovich estaba tan confundido que no pudo comprender de momento lo que pudiera tener de sensato el adulterio por consentimiento mutuo y expresó su incomprensión con la mirada. El abogado, en seguida, acudió en su ayuda:
–El hecho esencial es que marido y mujer no pueden seguir viviendo juntos. Si ambas partes están conformes en esto, los detalles y formalidades son indiferentes. Este es, por otra parte, el medio más sencillo y seguro.
Ahora Karenin comprendió bien. Pero sus sentimientos religiosos se oponían a esta medida.
–En el caso presente esto queda fuera de cuestión ––dijo–. En cambio, si con pruebas (correspondencia, por ejemplo) se puede establecer indirectamente el adulterio, estas pruebas las tengo en mi poder.
Al oír hablar de correspondencia, el abogado frunció los labios y emitió un sonido agudo, despectivo y compasible.
–Perdone usted –empezó–. Asuntos así los resuelve, como usted sabe, el clero. Pero los padres arciprestes, en cosas semejantes, son muy aficionados a examinarlo todo hasta en sus menores detalles ––dijo con una sonrisa que expresaba simpatía por los procedimientos de aquellos padres–. La correspondencia podría confirmar el adulterio parcialmente; pero las pruebas deben ser presentadas por vía directa, es decir, por medio de testigos. Si usted me honrara con su confianza, preferiría que me dejase la libertad de elegir las medidas a emplear. Si se quiere alcanzar un fin, han de aceptarse también los medios.
–Siendo así... –dijo Karenin palideciendo.
En aquel instante el abogado se levantó y se dirigió a la puerta a hablar con su pasante, que interrumpía de nuevo:
–Dígale a esta mujer que aquí no estamos en ninguna tienda de liquidaciones.
Y volvió de nuevo a su sitio, cogiendo, al instalarse en el asiento, una polilla más.
«¡Bueno quedaría mi reps en este despacho, para primavera!», pensó, arrugando el entrecejo.
–¿Me hacía usted el honor de decirme...? –preguntó.
–Le avisaré mi decisión por carta –dijo Alexey Alejandrovich, levantándose y apoyándose en la mesa.
Quedó así un instante y añadió:
–De sus palabras deduzco que la tramitación del divorcio es posible. También le agradeceré que me diga sus condiciones.
–Todo es posible si me concede plena libertad de acción –repuso el abogado sin contestar la última pregunta–. ¿Cuándo puedo contar con noticias de usted? –concluyó, acercándose a la puerta y dirigiendo la vista a sus relucientes zapatos.
–De aquí a una semana. Y espero que al contestar aceptando encargarse del asunto me manifeste sus condiciones.
–Muy bien.
El abogado saludó con respeto, abrió la puerta a su cliente y, al quedar solo, se entregó a su sentimiento de alegría.
Tan alegre estaba que, contra su costumbre, rebajó los honorarios a una señora que regateaba y dejó de coger polillas, firmemente decidido a tapizar los muebles con terciopelo al año siguiente, como su colega Sigonin.
VI
Karenin obtuvo una brillante victoria en la sesión celebrada por la Comisión el 1 de agosto, pero las consecuencias de su victoria fueron muy amargas para él.
La nueva comisión que había de estudiar en todos sus aspectos el problema de los autóctonos, fue designada y enviada al terreno con la extraordinaria rapidez y energía propuesta por él, y a los tres meses redactó el informe.
La vida de los autóctonos fue estudiada allí en todos los sentidos: político, administrativo, económico, etnográfico, material y religioso. A cada pregunta se daban bien redactadas respuestas que no dejaban lugar a duda alguna, porque no eran producto del pensamiento humano, siempre expuesto al error, sino obra del servicio oficial.
Cada respuesta dependía de datos oficiales, de informes de gobernadores, obispos, jefes provinciales y superintendentes eclesiásticos, que se basaban a su vez en los datos de los alcaldes y curas rurales, de modo que las respuestas no podían ofrecer más garantías de verdad.
Preguntas como: «¿Por qué los interesados recogen malas cosechas?». O «¿Por qué los habitantes de esas regiones conservan su religión?» , que jamás habrían podido contestarse sin las facilidades dadas por la máquina administrativa y que permanecían incontestadas siglos enteros, recibieron ahora respuesta clara y definida. Y esa respuesta coincidía con las opiniones de Alexey Alejandrovich.
Pero Stremov, que en la última sesión se había sentido muy picado, al recibir los informes de la comisión apeló a una táctica inesperada para Karenin. Se pasó al partido de éste, arrastrando consigo a varios otros, y apoyó con calor las medidas propuestas por él, sugiriendo otras, más audaces aún, en el mismo sentido.
Tales medidas, más extremas que las defendidas por Karenin, fueron aprobadas, y entonces se descubrió la táctica de Stremov. Aquellas medidas extremas resultaron tan irrealizables en la práctica, que los políticos, la opinión pública, los intelectuales y los periódicos cayeron, unánimes, sobre ellas, expresando su indignación contra las medidas en sí y contra su propugnador, Alexey Alejandrovich.
Stremov, en tanto, se apartaba, aparentando haber seguido ciegamente el proyecto de su rival y sentirse ahora sorprendido y consternado por lo que ocurría.
Esto cortó las alas a Karenin. Pero, a despecho de su vacilante salud y de sus disgustos domésticos, no se daba por vencido. En la Comisión surgieron divisiones. Varios de sus miembros, con Stremov a la cabeza, se disculpaban de su error alegando haber creído en la Comisión que, dirigida por Karenin, había presentado el informe. Y sostenían que aquel informe no tenía ningún valor, que eran sólo deseos de malgastar papel inútilmente. Alexey Alejandrovich y otros que consideraban peligroso aquel punto de vista revolucionario en la manera de considerar los documentos oficiales, continuaban sosteniendo los datos aportados por la comisión inspectora.
Así que en los altos ambientes y hasta en la sociedad se produjo una gran confusión, y, aunque todos se interesaban mucho en el problema, nadie sabía a punto fijo si los autócto-nos padecían o si vivían bien.
En consecuencia de esto y del desprecio que cayó sobre él por la infidelidad de su mujer, la posición de Alexey Alejandrovich volvió a ser muy insegura.
Entonces Karenin tuvo el valor de adoptar una resolución importantísima. Con sorpresa enorme de los comisionados declaró que iba a pedir permiso para ir personalmente a estu-diar el asunto. Y, obteniendo, en efecto, el permiso, se trasladó a aquellas provincias lejanas.
Su marcha produjo gran revuelo, tanto más cuanto que, al marchar, devolvió ofcialmente la cantidad que el Gobierno le había asignado para los gastos de viaje calculados teniendo en cuenta que habría de necesitar doce caballos.
–Eso me parece de una gran nobleza –decía Betsy, comentando el asunto con la princesa Miagkaya–. ¿Por qué han de señalarse gastos de postas cuando es sabido que ahora puede irse a todas partes en ferrocarril?
La princesa Miagkaya no estaba conforme y la opinión de la Tverskaya casi la irritó.
–Usted puede hablar así porque posee muchos millones, pero a mí me conviene que mi marido salga de inspección durante el verano. A él le es agradable y le va bien para la salud; y a mí me vale para pagar el coche y tener otro alquilado.
Karenin, de paso para las provincias lejanas, se detuvo tres días en Moscú.
Al día siguiente de su llegada, fue a visitar al general gobernador. Pasaba por la encrucijada del callejón de Gazetny, rebosante siempre de coches particulares y de alquiler, cuando oyó que le llamaban por su nombre en voz tan alta y alegre que no pudo dejar de volver la cabeza.
Al borde de la acera, con un corto abrigo de moda, con un sombrero de copa baja también de moda, sonriendo satisfecho y mostrando los dientes blancos entre los labios rojos, estaba Esteban Arkadievich, joven y radiante, gritando con insistencia para que su cuñado mandase parar el coche.
Con la mano, Oblonsky sujetaba la portezuela de un carruaje detenido en la esquina, por cuya ventanilla aparecían la cabeza de una señora con sombrero de terciopelo y las cabe-citas de dos niños. La señora sonreía bondadosamente y hacía también señas con la mano. Era Dolly con los niños.
Alexey Alejandrovich no deseaba ver a nadie en Moscú y menos que a nadie al hermano de su mujer. Levantó el sombrero y quiso continuar; pero Esteban Arkadievich mandó al cochero de Karenin que parase y corrió hacia el coche sobre la nieve.
–¿No te da vergüenza no habernos avisado de tu llegada? ¿Desde cuándo estás aquí? Ayer pasé por el hotel Dusseau y vi en el tarjetero «Karenin», pero no pensé que fueras tú –dijo Oblonsky, introduciendo la cabeza por la portezuela del coche de su cuñado–– de lo contrario, habría subido a verte. ¡Cuánto me alegro de encontrarte! –repetía, golpeando un pie contra otro, para sacudirse la nieve–. ¡Has hecho mal en no avisarnos! –insistió.
–No tuve tiempo. Estoy muy ocupado –repuso secamente Karenin.
–Vamos allá con mi mujer; tiene deseos de verte.
Karenin desplegó la manta en que se envolvía las heladas piernas, se apeó y, pisando la nieve, se acercó a Daria Alejandrovna.
–¿A qué es debido que nos eluda usted de esa manera, Alexey Alejandrovich? –preguntó Dolly sonriendo.
–Estuve muy ocupado. Celebro verla –repuso él con tono que indicaba claramente que sentía lo contrario–. ¿Cómo está usted?
–Bien. ¿Y nuestra querida Ana?
Alexey Alejandrovich murmuró unas palabras confusas excusándose y trató de alejarse. Pero Esteban Arkadievich le retuvo.
–¿Qué haremos mañana? ¡Ya! Dolly: invítale a comer. Llamaremos a Kosnichev y a Peszov y así conocerá a la intelectualidad moscovita.
–Venga, por favor –dijo Dolly–. Le esperamos a las cinco o a las seis. Cuando quiera. Pero, ¿cómo está mi querida Ana? Hace tanto tiempo que...
–Está bien –contestó Alexey Alejandrovich–. Encantado de verla...
Y se dirigió a su coche.
–¿Vendrá usted? –le gritó Dolly.
Karenin murmuró algo que ella no pudo distinguir entre el ruido de los coches.
–¡Iré a verte mañana! –gritó a su vez Esteban Arkadievich.
Alexey Alejandrovich se hundió en su coche de tal modo que no pudiese ver a nadie ni le viesen a él.
–¡Qué hombre tan raro! –dijo Oblonsky a su mujer.
Miró el reloj, hizo un movimiento con la mano ante el rostro, significando que la saludaba cariñosamente a ella y a sus hijos, y se alejó por la calle con su paso fanfarrón.
–¡Stiva, Stiva! –le llamó Dolly ruborizándose.
Su marido volvió la cabeza.
–Hay que comprar abrigos a Gricha y Tania. Dame dinero.
–Es igual. Di que ya los pagaré yo.
Y desapareció saludando alegremente con la cabeza a un conocido que pasaba en coche.
VII
Al día siguiente era domingo. Esteban Arkadievich se dirigió al Gran Teatro para asistir a la repetición de un ballet, y entregó a Macha Chibisova, una linda bailarina que había en-trado en aquel teatro por recomendación suya, un collar de corales.
Entre bastidores, en la obscuridad que reinaba allí incluso de día, pudo besar la bella carita de la joven, radiante al recibir el regalo. Además de entregarle el collar, Oblonsky tenía que convenir con ella la cita para después del baile. Le dijo que no podría estar al principio de la función, pero prometió acudir al último acto y llevarla a cenar.
Desde el teatro, Esteban Arkadievich se dirigió en coche a Ojotuj Riad, y él mismo eligió el pescado y espárragos para la comida. A las doce ya estaba en el hotel Dusseau, donde había de hacer tres visitas que, por fortuna, coincidían en el mismo hotel. Primero debía visitar a Levin, que acababa de volver del extranjero y paraba allí, y después a su nuevo jefe, el cual, nombrado recientemente para aquel alto cargo, había venido a Moscú para tomar posesión de él, y, en fin, a su cuñado Karenin para llevarle a comer a casa.
A Esteban Arkadievich le placía comer bien; pero aún le gustaba más ofrecer buenas comidas no muy abundantes, pero refinadas, tanto por la calidad de los manjares y bebidas como por la de los invitados.
La minuta de hoy le satisfacía en gran manera: peces asados vivos, espárragos y la pièce de résistance: un magnífico pero sencillo rosbif, y los correspondientes vinos.
Entre los invitados figurarían Kitty y Levin, y, para disimular la coincidencia, otra prima y el joven Scherbazky. La piéce de résistance de los invitados serían Sergio Kosnichev y Alexey Alejandrovich, el primero moscovita y filósofo, el segundo petersburgués y práctico.
Se proponía, además, invitar al conocido y original Peszov, hombre muy entusiasta, liberal, orador, músico, historiador y, al mismo tiempo, un chiquillo, a pesar de sus cincuenta años, el cual serviría como de salsa a ornamento de Kosnichev y Karenin. «Ya se encargaría él», pensaba Oblonsky, «de hacerles discutir entre sí».
El dinero pagado como segundo plazo por el comprador del bosque se había recibido ya y no se había gastado aún. Dolly se mostraba últimamente muy amable y buena, y la idea de esta comida alegraba a Esteban Arkadievich en todos los sentidos.
Se hallaba, pues, de inmejorable humor. Existían, no obstante, dos circunstancias ingratas que se disolvían en el mar de su benévola alegría. La primera era que, al hallar el día antes en la calle a su cuñado, le había visto muy seco y frío con él y, relacionando la expresión del rostro de Karenin y el hecho de no haberles avisado su llegada a Moscú con los chismes que sobre Ana y Vronsky habían llegado hasta él, adivinaba que algo había ocurrido entre marido y mujer.
Ésta era la primera circunstancia ingrata. La segunda consistía en que su nuevo jefe, como todos los nuevos jefes, tenía fama de hombre terrible. Decían que se levantaba a las seis de la mañana, que trabajaba como una caballería y que exigía lo mismo de sus subalternos. Además, se le consideraba como un oso en el trato social y se afirmaba que seguía una norma opuesta en todo a la del jefe anterior que tuviera hasta entonces Esteban Arkadievich.
El día antes, Oblonsky se había presentado a trabajar con uniforme de gala y el nuevo jefe habíase mostrado amable y le había tratado como a un amigo, por lo cual hoy Esteban Arkadievich se creía obligado a visitarle vistiendo levita. El pensamiento de que su nuevo jefe pudiera recibirle mal era también una circunstancia desagradable. Pero Esteban Arka-dievich creía instintivamente que «todo se arreglaría».
«Todos somos hombres; somos humanos y todos tenemos faltas. ¿Por qué hemos de enfadamos y disputar?», pensaba al entrar en el hotel.
–Hola, Basilio ––dijo, saludando al ordenanza, a quien conocía, y avanzando por el pasillo con el sombrero de través–. ¿Te dejas las patillas? Levin está en el siete, ¿verdad? Acompáñame, haz el favor. Además, entérate de si el conde Anichkin –era su nuevo jefe– podrá recibirme y avísame después.
–Muy bien, señor. Hace tiempo que no hemos tenido el gusto de verle por aquí – contestó Basilio sonriendo.
–Estuve ayer, pero entré por la otra puerta. ¿Es éste el siete?
Cuando Esteban Arkadievich entró, Levin estaba en medio de la habitación, con un aldeano de Tver, midiendo con el archin una piel fresca de oso.
–¿Lo has matado tú? –gritó Oblonsky–. ¡Es magnífico! ¿Es una osa? ¡Hola, Arjip!
Estrechó la mano al campesino y se sentó sin quitarse el abrigo ni el sombrero.
–Anda, siéntate y quítate esto –––dijo Levin quitándole el sombrero.
–No tengo tiempo; vengo sólo por un momento–repuso Oblonsky.
Y se desabrochó el abrigo. Pero luego se lo quitó y estuvo allí una hora entera, hablando con Levin de cacerías y de otras cosas interesantes para los dos.
–Dime: ¿qué has hecho en el extranjero? ¿Dónde has estado? –preguntó a Levin cuando salió el campesino.
–En Alemania, en Prusia, en Francia y en Inglaterra, pero no en las capitales, sino en las ciudades fabriles. Y he visto muchas cosas. Estoy muy satisfecho de este viaje.
–Ya conozco tu idea sobre la organización obrera.
–No es eso. En Rusia no puede haber cuestión obrera. La única cuestión importante para Rusia es la de la relación entre el trabajador y la tierra. También en Europa existe, pero allí se trata de arreglar lo estropeado, mientras que nosotros...
Oblonsky escuchaba con atención a su amigo.
–Sí, sí ––contestaba––. Puede que tengas razón. Me alegro de verte animado y de que caces osos, y trabajes, y tengas ilusiones. ¡Scherbazky que me dijo que te encontró muy abatido y que no hacías más que hablar de la muerte!...
–¿Qué tiene eso que ver? Tampoco ahora dejo de pensar en la muerte –repuso Levin–. Verdaderamente, ya va llegando el momento de morir; todo lo demás son tonterías. Te diré, con el corazón en la mano, que estimo mucho mi actividad y mi idea, pero que sólo pienso en esto: toda nuestra existencia es como un moho que ha crecido sobre este minúsculo planeta. ¡Y nosotros imaginamos que podemos hacer algo enorme! ¡Ideas, asuntos! Todo eso no son más que granos de arena.
–Lo que dices es viejo como el mundo.
–Es viejo, sí; pero cuando pienso en ello todo se me aparece despreciable. Cuando se comprende que hoy o mañana has de morir y que nada quedará de ti, todo se te antoja sin ningún valor. Yo considero que mi idea es muy trascendente y, al fin y al cabo, aun realizándose, es tan insignificante como, por ejemplo, matar esta osa. Así nos pasamos la vida entre el trabajo y las diversiones, sólo para no pensar en la muerte.
Esteban Arkadievich sonrió, mirando a su amigo con afecto y leve ironía.
–¿Ves cómo participas de mi opinión? ¿Recuerdas que me afeabas que buscase los placeres de la vida? Ea, moralista, no seas tan severo...
–Sin embargo, en la vida hay de bueno... lo... que... –y Levin, turbado, no pudo terminar–. En fin: no sé; sólo sé que moriremos todos muy pronto.
–¿Por qué muy pronto?
–Mira: cuando se piensa en la muerte, la vida tiene menos atractivos, pero uno se siente más tranquilo.
–Al contrario... Divertirse en las postrimerías es más atractivo aún. En fin, tengo que marcharme –dijo Esteban Arkadievich, levantándose por décima vez.
–Quédate un poco más –repuso Levin, reteniéndole–. ¿Cuándo nos veremos? Me marcho mañana.
–¡Caramba! ¿En qué pensaba yo? ¡Y venía especialmente para eso ! Ve hoy sin falta a comer a casa. Estará tu hermano. También estará mi cuñado Karenin.
–¿Está aquí? –indagó Levin. Y habría querido preguntar por Kitty. Sabía que a principios de invierno ella había estado en San Petersburgo, en casa de su otra hermana, la esposa del diplomático, y ahora ignoraba si estaba ya de vuelta.
Dudaba si preguntar o callarse. «Vaya o no, es igual», se dijo.
–¿Vendrás?
–Desde luego.
–Pues acude a las cinco, de levita.
Y Oblonsky, levantándose, se dirigió al cuarto de su nuevo jefe. El instinto no le engañaba. El nuevo y temible jefe resultó ser un hombre muy amable. Esteban Arkadievich almorzó con él y permaneció en su habitación tanto tiempo que sólo después de las tres entró en la de Alexey Alejandrovich.
VIII
Karenin, de vuelta de misa, pasó toda la mañana en su cuarto. Tenía que hacer dos cosas aquella mañana: primero, recibir y despedir la diputación de los autóctonos que se hallaba en Moscú y debía seguir hacia San Petersburgo; y segundo, escribir al abogado la carta prometida.
Aquella comisión, a pesar de haber sido creada por iniciativa de Karenin, ofrecía muchas dificultades y hasta riesgos, de modo que él se sentía satisfecho de haberla hallado en Moscú.
Los miembros que la formaban no tenían la menor idea de su misión ni de sus obligaciones. Eran tan ingenuos, que creían que su deber era explicar sus necesidades y el verdadero estado de las cosas pidiendo al Gobierno que les ayudase. No comprendían en modo alguno que ciertas declaraciones y peticiones suyas favorecían al partido enemigo, lo que podía echar a perder todo el asunto.
Alexey Alejandrovich pasó mucho tiempo con ellos, redactando un plan del que no debían apartarse; y, después de haberlos despedido, escribió cartas a San Petersburgo para que allí se orientasen los pasos de la conúsión. Su principal auxiliar en aquel asunto era la condesa Lidia Ivanovna, ya que, especializada en asuntos de delegaciones, nadie mejor que ella sabía encauzarlas como hacía falta.
Terminado esto, Alexey Alejandrovich escribió al abogado. Sin la menor vacilación le autorizaba a obrar como mejor le pareciese. Añadió a su misiva tres cartas cambiadas entre Ana y Vronsky que había hallado en la cartera de su mujer.
Desde que Karenin había salido de su casa con ánimo de no volver a ver a su familia, desde que estuviera en casa del abogado y confiara al menos a un hombre su decisión, y, sobre todo, desde que había convertido aquel asunto privado en un expediente a base de papeles, se acostumbraba más cada vez a su decisión y veía claramente la posibilidad de realizarla.
Acababa de cerrar la carta dirigida al abogado cuando oyó el sonoro timbre de la voz de su cuñado, que insistía en que el criado de Karenin le anunciara su visita.
«Es igual», pensó Alexey Alejandrovich. «Será todavía mejor. Voy a anunciarle ahora mismo mi situación con su hermana y le explicaré por qué no puedo comer en su casa.»
–¡Hazle pasar! –gritó al criado, recogiendo los papeles y colocándolos en la cartera.
–¿Ves? ¿Por qué me has mentido si tu señor está? –exclamó la voz de Esteban Arkadievich apostrofando al criado que no lo dejaba pasar. Y Oblonsky entró en la habitación–. Me alegro mucho de encontrarte. Espero que... –empezó a decir alegremente.
–No puedo ir –dijo fríamente Alexey Alejandrovich, permaneciendo en pie, sin ofrecer una silla al visitante.
Se proponía iniciar sin más las frías relaciones que debía mantener con el hermano de la mujer a quien iba a entablar demanda de divorcio.
Pero no contaba con el mar de generosidad que contenta el corazón de Esteban Arkadievich.
Éste abrió sus ojos claros y brillantes.
–¿Por qué no puedes? ¿Qué quieres decir? –preguntó con sorpresa en francés–. ¡Pero si prometiste que vendrías! Todos contamos contigo.
–Quiero decir que no puedo ir a su casa porque las relaciones de parentesco que había entre nosotros deben terminar.
–¿Cómo? ¿Por qué? No comprendo ––dijo, sonriendo, Esteban Arkadievich.
–Porque voy a iniciar demanda de divorcio contra su hermana y esposa mía. Las circunstancias...
Pero Karenin no pudo terminar su discurso, porque ya Esteban Arkadievich reaccionaba y no precisamente como esperaba su cuñado.
–¿Qué me dices, Alexey Alejandrovich? ––exclamó Oblonsky con apenada expresión.
–Así es.
–Perdona, pero no lo creo, no lo puedo creer.
Karenin se sentó, viendo que sus palabras no causaban el efecto que presumiera, comprendiendo que había de explicarse, y convencido de que, fuesen las que fuesen sus explicaciones, su relación con su cuñado iba a continuar como antes.
–Sí, me he encontrado en la terrible necesidad de pedir el divorcio –dijo.
–Sólo una cosa quiero decirte, Alexey Alejandrovich: sé que eres un hombre bueno y justo. Conozco también a Ana y no puedo modificar mi opinión sobre ella. Perdona, pero me parece una mujer excelente, perfecta. De modo que no puedo creerte... Debe de haber algún error –afirmó.
–¡Si sólo hubiera un error!
–Bien; lo comprendo –interrumpió Oblonsky–. Se comprende... Pero, mira: no hay que precipitarse. No, no hay que precipitarse.
–No me he precipitado –contestó fríamente Karenin–. Mas en asuntos así no se puede seguir el consejo de nadie. Mi decisión es irrevocable.
–¡Es terrible! –exclamó Esteban Arkadievich, suspirando tristemente–. Yo, en tu lugar, haría una cosa... ¡Te ruego que lo hagas, Alexey Alejandrovich! Por lo que he creído entender, la demanda no está entablada aún. Pues antes de entablarla, habla con mi mujer.. ¡Habla con ella! Quiere a Ana como a una hermana, te quiere a ti y es una mujer extraordinaria. ¡Háblale, por Dios! Hazlo como una prueba de amistad hacia mí; te lo ruego.
Karenin quedó pensativo. Oblonsky le miraba con compasión, respetando su silencio.
–¿Irás a verla?
–No sé. Por eso no he ido a su casa. Creo que nuestras relaciones deben cambiar.
–No veo porqué. Permíteme suponer que, aparte de nuestro trato como parientes, tienes hacia mí los sentimientos de amistad que yo siempre lo he profesado, además de mi sincero respeto –dijo Esteban Arkadievich estrechándole la mano–. Aun siendo verdad tus peores suposiciones, nunca juzgaré a ninguna de las dos partes, y no veo por qué han de cambiar nuestras relaciones. Y ahora haz eso: ve a ver a mi mujer.
–Los dos consideramos este asunto de distinto modo –repuso fríamente Karenin–. No hablemos más de ello.
–¿Y por qué no puede ir hoy a comer? Mi mujer te espera. Te ruego que vayas y, sobre todo, que le hables. Es una mujer extraordinaria. ¡Por Dios, te lo pido de rodillas, te lo ruego ...!
–Si tanto se empeña, iré –dijo, suspirando, Alexey Alejandrovich.
Y, para cambiar de conversación, le habló de asuntos que interesaban a ambos, preguntándole por su nuevo jefe, un hombre no viejo aun para el alto cargo al que había sido destinado.
Karenin, ya desde mucho antes, no había sentido nunca ningún aprecio por el conde Anichkin, y siempre había estado en pugna con sus opiniones, pero ahora no pudo contener su odio, muy comprensible en un funcionario público que ha sufrido un fracaso en su cargo, hacia otro que ha obtenido un puesto más alto que él.
–¿Qué? ¿Le has visto? –preguntó con venenosa ironía.
–Por supuesto. Ayer asistió a la sesión del juzgado. Parece muy enterado de los asuntos y es muy activo.
–Sí; pero ¿a qué encamina su actividad? –preguntó Karenin–. ¿A obrar, o a modificar lo que está establecido? La gran calamidad de nuestro país es la administración a base de papeleo, de la que ese hombre es el más digno representante.
–A decir verdad, no veo nada censurable en él. No sé en qué sentido orienta sus ideas, pero es un buen muchacho –contestó Esteban Arkadievich–. He estado ahora mismo en su habitación y te aseguro que es un buen muchacho. Hemos almorzado juntos y le he enseñado a preparar aquel brebaje, que conoces ya, compuesto de vino y naranjas, que es un refresco exquisito. Es extraño que no lo conociera ya. Le ha gustado extraordinariamente. Te aseguro que es un hombre muy simpático.
Esteban Arkadievich miró el reloj.
–¡Dios mío, más de las cuatro y aún he de visitar a Dolgovuchin! Ea, por favor, ven a comer con nosotros. No sabes cuánto nos disgustarías a mú mujer y a mí si faltaras.
Alexey Alejandrovich se despidió de su cuñado de un modo muy distinto a como le recibiera.
–Te he prometido ir a iré –repuso tristemente.
––Créeme que lo agradezco y espero que no te arrepentirás –dijo Oblonsky sonriendo.
Y, mientras se ponía el abrigo, dio un ligero golpecito en la cabeza al lacayo de su cuñado, se puso a reír y salió.
–¡A las cinco y de levita! ¿Oyes? –gritó una vez más volviéndose desde la puerta.
IX
Eran más de las cinco y ya estaban presentes algunos invitados cuando llegó el dueño de la casa. Entró con Sergio Ivanovich Kosnichev y con Peszov, que en aquel momento se habían encontrado en la puerta. Como Oblonsky decía, eran los dos principales representantes de la intelectualidad de Moscú, y ambos gozaban de mucho respeto por su carácter a inteligencia.
Se estimaban mutuamente, pero eran contrarios casi en todo. Nunca estaban de acuerdo, y no por pertenecer a distintas corrientes de ideas, sino precisamente por sustentar las mismas. Los enemigos de su partido les consideraban iguales. Pero dentro de su partido cada uno tenía su propio matiz. Y como nada hay más difícil que entenderse en cuestiones casi abstractas, jamás coincidían en sus ideas, aunque estaban acostumbrados, desde mucho tiempo atrás, a reírse mutuamente, sin enfadarse, del error en que cada uno consideraba al otro.
Entraban, hablando del tiempo, cuando Oblonsky les alcanzó. En el salón estaban ya el príncipe Alejandro Dmitrievich Scherbazky, el joven Scherbazky, Turovzin, Kitty y Ka-renin. Esteban Arkadievich observó en seguida que, sin su presencia, la conversación languidecía. Daria Alejandrovna, vestida de seda gris, estaba evidentemente preocupada por los niños, que comían solos en su cuarto; pero lo estaba sobre todo por la tardanza de su marido, ya que ella no sabía organizar bien aquellas reuniones. Todos estaban allí, según la expresión del viejo Príncipe, como muchachas en visita, sin comprender el motivo que les reunía y esforzándose en buscar palabras para no permanecer mudos.
El bondadoso Turovzin se encontraba, y ello se veía en seguida, fuera de su ambiente, y sonreía con sus labios gruesos, mirando a Oblonsky, como diciéndole:
«¡Vaya, hombre! Me has traído a una sociedad de sabios... Ya sabes que mi especialidad es ir a echar un trago o asistir al Château des Fleurs ...»
El anciano Príncipe callaba, mirando de soslayo a Karenin con sus ojos brillantes. Esteban Arkadievich adivinó que ya había inventado alguna palabra con la que pasmar a aquel personaje para ver al cual se invitaba a la gente, como si se tratara de comer esturión.
Kitty miraba hacia la puerta, preocupada por no ruborizarse cuando apareciera Levin. El joven Scherbazky, a quien no habían presentado a Karenin, procuraba demostrar que ello le era completamente indiferente.
Karenin, según la costumbre pertersburguesa en las conlldas donde figuraban señoras, llevaba frac y corbata blanca. Oblonsky comprendió por su rostro que sólo acudía por cumplir su palabra, y que concurriendo a la reunión lo hacia como quien cumple un deber penoso.
El era, pues, el causante de la impresión glacial que sintieron los invitados hasta la llegada del anfitrión.
Esteban Arkadievich al entrar en el salón, disculpó su ausencia afirmando que le había retenido cierto príncipe a quien todos conocían, que era como el testaferro de todos sus retrasos y faltas.
En seguida, en un momento, presentó a todos, procurando relacionar a Karenin con Sergio Kosnichev a iniciando una charla sobre la rusificación de Polonia en la que ambos se enzarzaron inmediatamente, así como Peszov. Dio una palmada en el hombro a Turovzin, le cuchicheó algo muy gracioso al oído y le sentó entre su mujer y el Príncipe.
Después dijo a Kitty que estaba muy bonita aquel día y presentó a Karenin y Scherbazky. Tan bien se arregló, que un momento después el salón tenía un aire agradable y las voces sonaban alegres y animadas.
Sólo faltaba Constantino Levin. Pero su falta resultó aún beneficiosa, porque, al dirigirse Esteban Arkadievich al comedor, donde le encontró, se dio cuenta al mismo tiempo de que el oporto y el jerez que habían traído eran de la casa Desprês y no de Levé, y ordenó que el cochero fuese en seguida a esta casa para que trajesen vinos.
–¿Me he retrasado? –preguntó Levin, a Oblonsky, mientras se dirigían al salón.
–¿Acaso es posible que no lo retrases alguna vez? –repuso su amigo cogiéndole del brazo.
–¿Tienes muchos invitados? ¿Quiénes son? –preguntó Levin sonrojándose a su pesar y quitándose con el guante la nieve de su gorro de piel.
–Todos son conocidos. Está Kitty también. Ven, que te presente a Karenin.
A pesar de su liberalismo, Oblonsky sabía que a todos halagaba conocer a su cuñado, y por esto se esforzaba en proporcionar a sus mejor amigos, presentándoselo, un placer que Levin no estaba en aquel momento en condiciones de apreciar plenamente.
No había visto a Kitty, fuera del momento en que la entreviera en el camino de Erguchovo, desde aquella infausta noche en que se había encontrado con Vronsky. En el fondo de su alma sabía que hoy iba a verla aquí. Pero, tratando de defender la libertad de sus pensamientos, insistía en decirse a sí mismo que no lo sabía.
Ahora, al enterarse de que en efecto estaba, sintió tal alegría y tal temor a la vez que se le cortó la respiración y no supo decir lo que quería.
«¿Cómo será ahora? ¿Estará como antes o como la vi en el coche? ¿Será verdad lo que me dijo Daria Alejandrovna?», pensaba.
–Sí; haz el favor de presentarme a Karenin –logró decir al fin. Y con paso desesperadamente decidido, penetró en el salón y la vio.
Kitty no era ya la muchacha de antes; no era la que había visto en el coche, sino completamente distinta.
Parecía avergonzada, temerosa, tímida, y por ello más bella aún. Ella divisó a Levin en el mismo momento en que entraba en el salón. Le esperaba. Se alegró y su alegría la turbó hasta tal extremo, que hubo un momento, precisamente aquel en que Levin se dirigía hacia la dueña de la casa y la volvió a mirar, que a ella misma, a él y a Dolly, que los estaba observando, les pareció que no podía contenerse y que iba a ponerse a llorar.
Se ruborizó, palideció, volvió a ruborizarse y quedó inmóvil, con un ligero temblor en los labios, mirando a Levin. El se acercó, la saludó y le dio la mano en silencio. Sin aquel temblor de los labios y aquella humedad que hacía más vivo el brillo de sus ojos, la sonrisa de Kitty habría sido casi tranquila cuando le dijo:
–Hace mucho que no nos vemos.
Y, con el atrevimiento de la desesperación, apretó con su mano fría la de Levin.
–Usted a mí, no; pero yo a usted, sí –contestó él, con una sonrisa radiante de dicha–. La vi cuando iba desde la estación a Erguchovo.
–¿Cuándo? –preguntó ella sorprendida.
–Por el camino de Erguchovo –repuso Levin, sintiendo que la felicidad que le llenaba el alma ahogaba su voz. ¿Cómo había podido asociar la idea de algo que no fuese inocente y puro a aquella encantadora criatura?
«Sí; parece cierto lo que me dijo Daria Alejandrovna», pensó.
Esteban Arkadievich, cogiéndole del brazo, le acercó a Karenin.
–Permítanme presentarles –y enunció sus nombres.
–Celebro volver a verle –dijo Alexey Alejandrovich estrechando con frialdad la mano de Levin.
–¿Se conocen ustedes? –preguntó Oblonsky sorprendido.
–Hemos pasado juntos tres horas en el tren –aclaró Levin sonriendo–, pero salimos de él intrigados como de un baile de máscaras, al menos yo.
–¡Ah! No lo sabía –dijo Oblonsky, y añadió, señalando al comedor–: Pasen, hagan el favor.
Los hombres pasaron al comedor y se acercaron a la mesa de los entremeses, preparada a un lado, y en la que había seis clases de vodka, otras tantas de queso, con palillos de plata y sin ellos, caviar, arenques, conservas de todas clases y platos con pequeñas rebanadas de pan francés.
Todos permanecieron un rato ante la mesa, bebiendo el aromático vodka. La charla sobre la rusificación de Polonia, entre Kosnichev y Karenin, se calmó en espera de la comida.
Sergio Ivanovich sabía muy bien cambiar una conversación seria y elevada vertiendo en ella inesperadamente algunas gotas de sal ática, lo que hizo en esta ocasión, modificando así el estado de ánimo de sus interlocutores.
Alexey Alejandrovich opinaba que la rusificación de Polonia sólo se podía lograr mediante principios superiores introducidos por la administración rusa. Peszov sostenía que un pueblo sólo asimila a otro cuando está más poblado. Kosnichev reconocía una cosa y otra, pero con limitaciones. Y, cuando salían del salón, dijo, con una sonrisa para cerrar la discusión:
–Para la rusificación de Polonia, sólo hay un medio: poner en el mundo el mayor número posible de niños rusos. Mi hermano y yo obramos en ese sentido peor que nadie. Pero ustedes, señores casados, y sobre todo usted, Esteban Arkadievich, se portan como perfectos patriotas. ¿Cuántos hijos tiene usted ahora? –preguntó, dirigiéndose con afable sonrisa al dueño de la casa y presentándole su copita para brindar con él.
Todos rieron, y Oblonsky más que ninguno.
–Sí; ése es el mejor medio –dijo, masticando el queso y vertiendo un vodka especial en la copa de uno de los invitados.
La discusión, en efecto, concluyó con aquella broma.
–No está mal este queso –dijo el anfitrión–. Permítanme que les ofrezca. ¿Has empezado otra vez a hacer gimnasia? ––dijo a Levin, palpándole con su mano izquierda los bíceps.
Este sonrió, contrajo el brazo y, entre los dedos de Esteban Arkadievich, se levantó un bulto, redondo como un queso, bajo el fino paño de la levita de su amigo.
–¡Menudos bíceps! ¡Eres un Sansón!
–Para cazar osos debe de necesitarse seguramente una fuerza poco común –dijo Karenin, que tenía una idea muy vaga de la caza, mientras untaba pan con queso, rompiendo, al hacerlo, la rebanada, delgada como una telaraña.
Levin sonrió.
–Ninguna. Al contrario. Hasta un niño puede matar un oso ––dijo.
Y, haciendo un leve saludo, dejó paso a las señoras, que se acercaban a la mesa para tomar bocadillos.
–Me han dicho que ha matado usted un oso –dijo Kitty, tratando en vano de pinchar con el tenedor una seta lisa y rebelde, y sacudiendo las puntillas entre las cuales brillaba su mano blanca–. ¿Hay osos en su propiedad? –añadió, volviendo a medias su hermosa cabecita y sonriendo.
Al parecer, nada había de extraordinario en lo que había dicho, pero ¡qué inexplicable significación palpitaba para él en cada sonido y cada movimiento de sus labios, de sus ojos, de su mano, al hablar! Había en ellos súplica de que la perdonara, confianza en él, caricia, una caricia suave y tímida, promesa esperanza... y amor, un amor que le anegaba en felicidad.
–No. He ido a la provincia de Tver. Al regreso encontré en el tren a su cuñado, o mejor dicho, al cuñado de su cuñado. Fue un encuentro divertido.
Y relató animadamente, divirtiéndole mucho, que, después de no haber dormido en toda la noche, se introdujo en el departamento de Karenin vistiendo su pelliza de piel de oveja.
–Al contrario del refrán, el revisor, viendo mi indumentaria, trató de impedirme el paso, pero empecé a soltar algunas expresiones algo fuertes... También usted –dijo Levin di-rigiéndose a Karenin, cuyo nombre había olvidado– quiso primero hacerme salir, juzgándome por mi pelliza de piel de cordero. Pero luego intervino en mi favor y se lo agradecí profundamente.
–En general, los derechos de los viajeros a los asientos son muy inconcretos –repuso Alexey Alejandrovich limpiándose los dedos con el pañuelo.
–Yo notaba que usted estaba indeciso con respecto a mí –dijo Levin, riendo bonachón–. Por eso me apresuré a iniciar una charla culta para tratar de borrar el aspecto de mi za-marra.
Sergio Ivanovich, que hablaba con la dueña y atendía a medias a su hermano, le miró de reojo.
«¿Qué le pasará? Tiene el aspecto de un triunfador», pensó. Ignoraba que Levin sentía como si le crecieran alas. Sabía que Kitty oía sus palabras y que el oírlas la halagaba, y esto le absorbía completamente. Le parecía que no sólo en aquella estancia sino en todo el mundo, no existían más que dos seres: él, que había alcanzado ahora ante sí mismo una enorme trascendencia, y ella. Sentíase a una altura tal que experimentaba vértigos. Y abajo, muy abajo, parecíale ver a aquellos simpáticos y bondadosos amigos: los Karenin, los Oblonsky y todos los demás...
De un modo natural, sin reparar en ello, sin mirarles, como si no hubiese otro sitio donde ponerles, Esteban Arkadievich hizo sentar a Kitty y Levin uno al lado del otro a la mesa.
–Puedes sentarte aquí –dijo a Levin.
La comida fue tan buena como la vajilla, a la que Oblonsky era muy aficionado. La sopa Marie–Louise resultó excelente, las diminutas empanadillas, que se deshacían en la boca como agua, no tenían reproche. Dos lacayos y Mateo, con corbatas blancas, servían vinos y manjares sin que se reparase en ellos apenas, hábil y silenciosamente. Si la comida resultó bien en el aspecto material, no fue peor en lo espiritual. La conversación, ya generalizada, ya parcial, no cesaba. Al final de la comida, los hombres se levantaron de la mesa sin dejar de hablar, y hasta Karenin se animó.
X
A Peszov le gustaba llevar los razonamientos hasta la última consecuencia, y no quedó contento con las palabras finales de Sergio Ivanovich, sobre todo porque comprendía la falta de solidez de su propia opinión.
–En ningún momento he querido referirme exclusivamente –dijo mientras tomaba su sopa y dirigiéndose a Karenin– a la densidad de población como medio para la asi-milación de un pueblo, sino también a la superioridad de principios.
–A mí me parece que viene a ser lo mismo –repuso, lentamente y sin interés, su interlocutor–. A mi juicio, un pueblo sólo puede influir sobre otro cuando posee un desarrollo superior, en cuyo caso...
–Pero, ¿en qué consiste ese desarrollo superior? –interrumpió Peszov, que siempre se precipitaba al hablar y ponía su alma entera en cuanto decía–––. Entre ingleses, franceses y alemanes ¿quién tiene un desarrollo superior? ¿Quién podría asimilarse a los demás? El Rin está afrancesado y los alemanes, no obstante, no son inferiores. ¡Tiene que haber otro principio! ––exclamó.
–Creo que la influencia depende siempre de la mayor cultura–respondió Karenin arqueando levemente las cejas.
–¿Y en qué se notan las señales de la cultural –preguntó Peszov.
A mi juicio son bien conocidas –repuso Alexey Alejandrovich.
–¿Cree, en efecto, que son bien conocidas? –intervino Sergio Ivanovich sonriendo con fina ironía–. Ahora se admite que la verdadera cultura ha de ser clásica; pero hay fuertes debates al respecto, y no cabe negar que el campo opuesto posee sólidos argumentos en su favor.
–Usted, Sergio Ivanovich, ¿es partidario de la cultura clásica...? Permítame que le sirva vino tinto ––dijo Esteban Arkadievich.
–No expongo mi opinión en favor de ninguna de ambas culturas –dijo Sergio Ivanovich, sonriendo condescendiente, como si hablara con un niño, y presentando su copa–. Digo sólo que ambas partes ofrecen sólidos argumentos –continuó, dirigiéndose a Karenin–. Por mi formación, soy clásico, pero en esa discusión no hallo lugar para mí. No veo razones de peso que expliquen la superioridad de los clásicos sobre los realistas.
–Las ciencias naturales ejercen también una influencia pedagógicoformativa –añadió Peszov–. Por ejemplo: la astronomía, la botánica, la zoología, con sus sistemas de leyes generales.
–No puedo estar de acuerdo –contestó Alexey Alejandrovich–. Opino que no es posible negar que el simple proceso del estudio de las manifestaciones idiomáticas influye sobre el desarrollo espiritual. Tampoco puede negarse que la influencia de los escritores clásicos es en sumo grado moral, mientras que, por desgracia, a la enseñanza de las ciencias naturales se añaden nocivas y erróneas doctrinas que constituyen la plaga de nuestra época.
Sergio Ivanovich iba a alegar algo, pero Peszov se adelantó, hablando con su profunda voz de bajo, y comenzó a demostrar lo equivocado de aquella opinión. Sergio Ivanovich esperaba pacientemente el momento de poder hablar, con evidente expresión de triunfo en su semblante.
–Pero –dijo al fin, sonriendo de nuevo con fina ironía y dirigiéndose a Karenin– nos es imposible negar que es muy difícil pesar todo lo que en pro y en contra de esas ciencias puede decirse. La cuestión de a cuál de ambas educaciones hay que dar la preferencia no habría sido resuelta tan fácil y definitivamente si del lado de la formación clásica no halláramos el argumento que acaba usted de exponer: la ventaja moral–disons le mot– de la influencia antinihilista.
–Sin duda.
–De no ofrecer esa ventaja antinihilista las ciencias clásicas, habríamos pesado y pensado más –dijo Sergio Ivanovich, siempre con su fina sonrisa– y habríamos dejado que una y otra tendencia se desarrollaran libremente. Pero ahora sabemos que las píldoras de la educación clásica contienen una fuerza curativa contra el nihilismo y por eso las recetamos con toda seguridad a nuestros pacientes. ¿Y si en realidad no tuvieran tal poder terapéutico? –concluyó, añadiendo de este modo a la charla su acostumbrada dosis de sal ática.
Cuando Kosnichev mencionó las píldoras, todos rieron y, más alto y alegremente que todos, Turovzin, que esperaba desde el principio la parte divertida de la conversación.
Esteban Arkadievich había acertado al invitar a Peszov, porque, gracias a él, la conversación sobre temas elevados no cesó un momento. Apenas Sergio Ivanovich hubo cortado con su broma la conversación, ya Peszov abordaba otro tema.
–Ni siquiera podemos estar seguros de que tales sean las opiniones del Gobierno –decía ahora–. El Gobierno probablemente se guía por la opinión general, siendo indiferente a la eficacia de las medidas que adopta. Así, por ejemplo, la cuestión de la instrucción femenina suele ser considerada como perjudicial y, sin embargo, el Gobierno abre escuelas y universidades para la mujer.
Y la conversación pasó en seguida al tema de la educación femenina.
Alexey Alejandrovich manifestó que generalmente se confundía la educación femenina con la cuestión de la libertad de la mujer, y que sólo por este sentido podía considerase perjudicial.
–Yo opino, al contrario, que ambas cuestiones van indisolublemente unidas ––dijo Peszov–. Es un círculo vicioso. La mujer no tiene derechos por la insuficiencia de su instrucción, y su insuficiencia de instrucción procede de su falta de derechos. No olvidemos que la esclavitud de la mujer es algo tan arraigado y antiguo que a menudo no queremos comprender el abismo que nos separa de ellas.
–Dice usted derechos... –repuso Sergio Ivanovich, que esperaba a que Peszov callase–. ¿Derechos a ocupar puestos de jurados, vocales, alcaldes, funcionarios y miembros del Parlamento?
–Sin duda.
–Como rara excepción, puede admitirse la posibilidad de que las mujeres ocupen tales puestos, pero creo que usted ha dado a la expresión un sentido demasiado amplio al decir «derechos». Más justo sería decir «obligaciones». Todos estarán de acuerdo conmigo en que cuando somos jurados, vocales o telegrafistas, creemos estar cumpliendo una obligación. Por eso es más justo decir que las mujeres tratan de cumplir deberes, y tienen razón. En ese sentido, hay que simpatizar con su deseo de ayudar al hombre en su trabajo.
–Me parece muy justo –confirmó Alexey Alejandrovich–. La cuestión consiste, en mi opinión, en saber si serán capaces de cumplir con esos deberes.
–Estoy seguro de que serán muy capaces de hacerlo cuando la instrucción se extienda entre ellas, como ya lo vemos –opinó Oblonsky.
–¿Y la sentencia? –medió el anciano Príncipe, que hacía tiempo escuchaba, mirando con sus ojos pequeños y brillantes, llenos de ironía, No me importa repetirla en presencia de mis hijas: «La mujer es un animal de cabellos largos y de...».
–Algo por el estilo se decía de los negros antes de emanciparlos –alegó, malhumorado, Peszov.
–Por mi parte encuentro muy extraño que las mujeres busquen nuevas obligaciones –manifestó Sergio Ivanovich–, mientras vemos que, por desgracia, los hombres huyen de ellas.
–Las obligaciones comportan derechos. Las mujeres buscan autoridad, dinero, honores –repuso Peszov.
–Es como si yo buscase un puesto de nodriza y me ofendiese de que se me negase, mientras a las mujeres las pagan por ello ––dijo el anciano Príncipe.
Turovzin rió a carcajadas y Sergio Ivanovich lamentó no haber tenido él aquella ocurrencia.
Hasta Karenin sonrió.
–Sí, pero un hombre no puede amamantar –contestó Peszov– mientras que la mujer..
–Perdón, un inglés que viajaba en un vapor llegó a amamantar él mismo a su hijo –repuso el príncipe Scherbazky, permitiéndose esta libertad a pesar de estar presentes sus hijas.
–Pues podrá haber tantas mujeres funcionarias como ingleses como ése –atajó Sergio Ivanovich.
–¿Y qué ha de hacer una joven sin familial –intervino Esteban Arkadievich, apoyando a Peszov en su defensa de la mujer, al acordarse de la Chibisova, en la que ahora pensaba constantemente.
–Si se estudiase bien la vida de esa joven, se vería que seguramente había dejado a su familia o la de sus parientes, donde tendría sin duda la posibilidad de hallar un trabajo propio para mujeres –terció inesperadamente Dolly, sin duda adivinando en qué joven pensaba su marido.
–Nosotros defendemos el principio, el ideal –alegó Peszov, con su sonora voz de bajo–. La mujer quiere tener derecho a ser independiente y culta, y se siente oprimida y aplas-tada con la idea de que ello le es imposible.
–Y yo me siento oprimido y aplastado por la idea de que no me acepten como nodriza en el orfelinato –insistió el anciano Principe, con gran alborozo de Turovzin, que, en su risa, dejó caer un grueso espárrago en la salsa.
XI
Todos participaban en la conversación general excepto Kitty y Levin.
Este, al principio, cuando se habló de la influencia de un pueblo sobre otro, pensó que podría opinar sobre el tema. Pero aquellas ideas, que antes le parecían de tanta importancia, pasaban ahora como un sueño por su cerebro sin despertar en él el menor interés. Incluso le pareció extraño que hablasen tanto de lo que a nadie le importaba.
Kitty, a su vez, encontraba interesante habitualmente la cuestión de los derechos femeninos. ¡Cuántas veces pensaba en esto, recordando a su amiga del extranjero, Vareñka, y su penosa dependencia; cuántas veces meditaba en lo que podia ser de ella de no casarse, y cuántas veces había discutido el asunto con su hermana!
Pero ahora todo ello la tenía sin cuidado. Hablaba con Levin, o mejor dicho no hablaba; sólo mantenía con él una especie de misteriosa comunicación que cada vez les acercaba más, despertando en ambos un sentimiento de gozosa incertidumbre ante el mundo desconocido en que se disponían a entrar.
Al iniciar su conversación, Levin, contestando a Kitty, le dijo que la había visto el año pasado en el coche cuando él regresaba a su casa por el camino real, de vuelta de las faenas del campo.
–Era muy temprano. Usted debía de acabar de despertarse. Su mamá dormía en el rincón del coche. La mañana era espléndida. Y yo iba por el camino pensando: «¿Quién vendrá en ese coche de cuatro caballos?». El coche pasó con un alegre sonar de cascabeles, y yo vi por un instante su rostro en la ventanilla, y su mano, que ataba las puntas del lazo de su cofia, mientras usted, sentada, parecía pensar en algo... –contaba Levin, riendo–. ¡Cuánto habría dado por saber lo que pensaba! ¿Era algo importante?
«¡A lo mejor estaba despeinada! », pensó Kitty. Pero viendo la embelesada sonrisa que aquellos recuerdos despertaban en Levin, comprendió que el efecto producido no podía haber sido malo. Se ruborizó y rió jovialmente.
–Le aseguro que no me acuerdo.
–¡Qué a gusto ríe Tuovzin! –exclamó Levin, viendo los ojos húmedos y el cuerpo tembloroso de risa del aludido.
–¿Le conoce hace mucho? –preguntó Kitty.
–¡Quién no le conoce!
–Me parece que le considera usted una mala persona.
–No, eso no; le considero sólo un miserable.
–No es cierto. ¡Le prohibo que piense eso de él! –dijo Kitty–. Yo también le consideraba antes lo mismo; pero es un hombre muy simpático y bueno. Tiene un corazón de oro.
–¿Cómo conoce usted su corazón?
–Somos muy amigos suyos. Le conozco bien. El invierno pasado, poco después de que... usted estuviera en nuestra casa –dijo Kitty con una sonrisa culpable, pero a la vez confiada– Dolly tuvo a todos los niños enfermos de escarlatina. Un día Turovzin pasó por su casa. Y sintió tanta compasión de Dolly, que se quedó allí durante tres semanas cuidando como un aya a los pequeños –refirió en voz baja.
E inclinándose hacia su hermana, añadió:
–Estoy contando a Constantino Dmitrievich lo que hizo Turovzin cuando tuviste a los niños enfermos de la escarlatina.
–Es un hombre extraordinariamente bueno –repuso Dolly mirando con dulce sonrisa a Turovzin, que comprendió que hablaban de él.
Levin le miró a su vez, sin poder explicarse cómo era posible que no hubiese reparado antes en las cualidades de aquel hombre.
–Perdóneme, perdóneme; no volveré a pensar mal de nadie –dijo, jovial y sinceramente, expresando lo que sentía realmente en aquel momento.
XII
En la conversación que se había iniciado sobre los derechos de la mujer, surgían puntos delicados, relativos a la desigualdad que existía entre los cónyuges en el matrimonio, cuestiones que era difícil tratar en presencia de las señoras. Peszov durante la comida tocó más de una vez aquellos puntos, pero Sergio Ivanovich y Esteban Arkadievich desviaron siempre con mucho tacto la conversación.
Cuando se levantaron de la mesa y las señoras salieron del comedor, Peszov no las siguió y se dirigió a Karenin exponiéndole el motivo esencial de aquella desigualdad, que consistía, según él, en que las infidelidades de marido y mujer se castigan de modo distinto por la ley y por la opinión pública.
Esteban Arkadievich se acercó precipitadamente a su cuñado ofreciéndole tabaco.
–No fumo –repuso Karenin con calma.
–Creo que las bases de esa opinión están en la esencia misma de las cosas –dijo.
E intentó pasar al salón, pero en aquel momento Turovzin le habló inesperadamente.
–¿Sabe usted lo de Prianichnikov? –preguntó, sintiéndose animado ya por el champaña a romper el silencio en que hacía rato permaneciera–. Me han contado –siguió, sonriendo bonachonamente con sus labios húmedos y rojos y dirigiéndose a Karenin, como invitado de más respeto– que Vasia Prianichnikov se ha batido en Tver con Kritsky y le ha matado.
Oblonsky observaba que, así como todos los golpes van siempre al dedo lastimado, hoy todo iba a parar al punto dolorido de Karenin. Trató de llevarle fuera, pero su cuñado pre-guntó:
–¿Por qué se ha batido Prianichnikov?
–Por culpa de su mujer. ¡Se comportó como un hombre! Desafió al otro y le mató.
–¡Ah! –murmuró Alexey Alejandrovich. Y arqueando las cejas pasó al salón.
–Me alegro de que haya venido hoy –dijo Dolly, que le encontró en la pequeña antesala contigua–. Quiero hablarle. Sentémonos aquí.
Karenin, siempre con aquella expresión indiferente que le daban sus cejas arqueadas, sonrió y se sentó junto a Daria Alejandrovna.
–Muy bien –dijo–, porque precisamente quería pedirle perdón por no haberla visitado antes y despedirme de usted. Me voy de viaje mañana.
Dolly creía en la inocencia de Ana y en su palidez se adivinaba que estaba irritada contra aquel hombre frío a indiferente que con tanta tranquilidad iba a causar la ruina de su inocente cuñada.
–Alexey Alejandrovich –dijo, con desesperada decisión mirándole a los ojos–. Le he preguntado por Ana y no me ha contestado. ¿Cómo está?
–Creo que bien, Daria Alejandrovna –contestó Karenin sin mirarla.
–Perdone, Alexey Alejandrovich. No tengo derecho a... Pero quiero y respeto a Ana como a una hermana. Le pido... le ruego que me diga lo que ha pasado entre ustedes. ¿De qué la acusa?
Karenin arrugó el entrecejo, entornó los ojos a inclinó la cabeza.
–Supongo que su marido le habrá explicado los motivos por los cuales quiero cambiar mis relaciones con Ana Arkadievna –dijo, siempre sin mirar a Dolly, y dirigiendo la vista sin querer al joven Scherbazky, que pasaba por el salón.
–No creo, no puedo creer que... –pronunció Dolly, uniendo sus manos huesudas en un ademán enérgico–. Aquí nos molestarán. Pase a este otro cuarto, haga el favor –dijo, levantándose y poniendo la mano en la manga de Karenin.
La emoción de Dolly influyó en Alexey Alejandrovich. Levantándose, la siguió sumisamente al cuarto de estudio de los niños.
Se sentaron ante la mesa cubierta de hule rasgado por todas partes por los cortaplumas.
–No lo creo, no lo creo –insistió Dolly, procurando fijar la mirada huidiza de Karenin.
–Es imposible no creer en los hechos, Daria Alejandrovna –respondió Alexey Alejandrovich, recalcando la palabra «hechos».
–¿Qué le ha hecho? ¿Qué ha hecho Ana? –preguntó Dolly.
–Olvidar sus deberes y traicionar a su marido. Eso ha hecho.
–Es imposible. ¡Ha debido usted engañarse! –dijo Dolly cerrando los ojos y llevándose las manos a las sienes.
Karenin sonrió fríamente, sólo con los labios, queriendo probar a Dolly y a sí mismo la firmeza de su convicción; pero aquella calurosa defensa de su mujer, aunque no le hacía vacilar, abría de nuevo la herida de su alma, y se puso a hablar con gran excitación.
–Es imposible equivocarse cuando la propia mujer se lo confiesa al marido, añadiendo que los ocho años de vida conyugal y el hijo que tiene han sido un error, y que desea empezar una nueva vida –concluyó enérgicamente, produciendo al hablar un sonido nasal.
–Me resulta imposible, no puedo creerlo... ¡Ana y el vicio unidos! ¡Oh!
–Daria Alejandrovna –dijo Karenin, mirando ahora de frente el rostro bondadoso y conmovido de Dolly y sintiendo que su lengua adquiría más libertad–, habría dado cualquier cosa por poder seguir dudando. Mientras dudaba sufría, pero no tanto como ahora. Cuando dudaba, tenía esperanzas. Ahora ya nada espero; y, a pesar de todo, nuevas dudas se han añadido a las que sentía y he llegado a odiar a mi hijo, a querer incluso pensar que no es mío. Soy muy desgraciado.
Sobraba decirlo. Dolly lo comprendió en cuanto Karenin la miró a la cara. Sintió lástima de él y su fe en Ana vaciló.
–¡Es horrible, horrible! ¿Y es cierto que se ha decidido usted por el divorcio?
–Estoy decidido a ese recurso extremo. No cabe hacer otra cosa.
–¡Que no cabe hacer otra cosa! ¡Que no cabe hacerla! –murmuró ella, con lágrimas en los ojos.
–Lo terrible de esta desgracia es que no se pueda, como en otros casos, incluso la muerte, soportar la cruz. Aquí hay que obrar –dijo él, adivinando el pensamiento de Dolly–. Hay que salir de la situación humillante en que le ponen a uno. Es imposible compartir con otro...
–Comprendo, comprendo bien –repuso Dolly bajando los ojos. Y calló, pensando en sí misma, en sus dolores familiares. Pero, de pronto, con ademán enérgico, alzó la cabeza y juntó las manos implorándole–: Escuche: usted es cristiano. Piense en ella. ¿Qué será de Ana si la abandona?
–Ya lo he pensado, y mucho, DariaAlejandrovna–dijo Karenin, cuyo rostro se había cubierto de manchas rojas y cuyos ojos turbios la miraban de frente. Dolly ahora le tenía compasión–. Lo hice después de que ella misma me hubo anunciado mi deshonra. Lo dejé todo como estaba, le di la posibilidad de enmendarse, de guardar las apariencias –siguió, exaltándose–. Es posible salvar al que no quiere perderse, pero si una naturaleza es tan viciosa y está tan corrompida que hasta la misma perdición le parece una salvación, ¿qué se puede hacer?
–Todo, menos divorciarse.
–¿Qué es todo?
–¡Es horrible! Ana no será la esposa de ninguno. ¡Se perderá!
–¿Y qué puedo hacer? –repuso Alexey Alejandrovich levantando las cejas y los hombros.
Y el recuerdo de la última falta de su mujer le irritó tanto que recobró su frialdad del principio de la conversación.
–Agradezco mucho su simpatía, pero tengo que irme ––dijo levantándose.
–Espere. No debe usted causar la perdición de Ana. Quiero hablarle de mí misma. Me casé y mi marido me engañaba. Enojada y celosa quise abandonarlo todo, marcharme... Pero recobré el buen sentido... ¿y sabe quién me salvó? La propia Ana. Ahora ya ve: voy viviendo, los niños crecen, mi marido vuelve al hogar, reconoce su falta, es cada vez mejor, y yo... He perdonado y usted debe perdonar también.
Karenin la escuchaba, pero aquellas palabras no despertaban en él eco alguno. En su alma se elevaba otra vez la ira del día en que resolviera divorciarse. Se recobró, Y exclamó, con voz fuerte y vibrante:
–No quiero ni puedo perdonarla; lo considero injusto. Lo he hecho todo por esa mujer y ella lo ha pisoteado todo en el barro, en ese barro que es el elemento natural de su alma. No soy malo. No he odiado a nadie jamás, pero a ella la odio con toda el alma, y el odio inmenso que le tengo por todo el mal que me ha causado me impide perdonarla –concluyó, con la voz sofocada por un sollozo de cólera.
–Amad a los que os odian –murmuró Dolly tímidamente.
Karenin sonrió con desprecio. Conocía la máxima hacía mucho, pero sabía que no convenía a su caso.
–Podemos muy bien amar a los que nos odian, pero a los que nosotros odiamos no. Perdóneme haberle causado este sufrimiento. Cada uno tiene bastante con sus propias penas.
Y, recobrando el dominio de sí mismo, Alexey Alejandrovich se despidió tranquilamente y se fue.
XIII
Al levantarse de la mesa, Levin se proponía seguir a Kitty al salón, pero temía que a ella le molestase que la cortejara tan ostensiblemente.
Se quedó, pues, con el círculo de los hombres, interviniendo en la conversación general y, sin dirigir la vista a Kitty, seguía sus movimientos, sus miradas y el lugar que ocupaba en el salón.
Ahora, sin esfuerzo alguno, cumplía la promesa que le había hecho de no pensar mal de nadie y estimar siempre a todos.
La conversación versó sobre la comunidad rusa, en la que Peszov veía un principio particular que él llamaba el principio del coro. Levin no estaba conforme con él ni con su hermano, quien, según su modo de pensar, admitía y no admitía la comunidad rusa. Mas Levin hablaba con ellos con intención de aproximarlos y de suavizar sus divergencias. No se interesaba ni lo más mínimo en lo que les decía, y menos aún en lo que decían ellos, y sólo deseaba que todos se sintieran a gusto y satisfechos.
A la sazón, únicamente una cosa le parecía importante. Y aquella cosa estaba al principio en el salón y luego empezó a acercarse y se detuvo en la puerta. Levin, de espaldas, sintió una mirada y una sonrisa dirigidas a él y no pudo dejar de volverse. Kitty estaba en el umbral, con Scherbazky, y le miraba.
–Creí que iba usted al piano –dijo Levin aproximándose–. La música es lo que más echo de menos en el pueblo.
–No. Veníamos a buscarle –respondió Kitty, dirigiéndole una sonrisa–. ¡Qué ganas de discutir! No van a convencerse nunca unos a otros...
–Es verdad –repuso Levin–. La mayoría de las veces se discute únicamente porque no se comprende lo que quiere decir el antagonista de uno.
Levin solía observar que en las discusiones entre hombres inteligentes, después de grandes esfuerzos y de enorme cantidad de sutilezas dialécticas y de palabras, los interlocutores llegaban a la conclusión de que se esforzaban en demostrarse mutuamente lo que sabían ya desde el principio. Veía también que el motivo de las discusiones era siempre que les agradaban diferentes cosas y no querían reconocerlo para no ser vencidos en el debate.
Levin, a veces, cuando discutía, si adivinaba de repente lo que agradaba a su adversario, comenzaba también él a verlo con agrado, se unía a su opinión y todas las demostraciones resultaban innecesarias. Pero en otras ocasiones sucedía lo contrario. Exponía las convicciones en cuya defensa inventaba argumentos y, si acertaba a explicarlas bien y sinceramente, el antagonista se convencía y abandonaba la discusión. Era esto lo que había querido decir a Kitty.
Ella arrugó el entrecejo tratando de comprender. Pero apenas él hubo iniciado la explicación, Kitty vio claro lo que quería decir.
–Ya. Es preciso saber lo que sostiene el contrincante, lo que le agrada, y entonces es posible...
Había adivinado y expresado el pensamiento tan mal expuesto por Levin, quien rió jovialmente al oírla. Era sorprendente aquella transición del elocuente debate entre Peszov y su hermano a esta lacónica manera de exponer, casi sin palabras, las ideas más complicadas.
Scherbazky se separó de ellos. Kitty, acercándose a la mesa de juego, que estaba desplegada, se sentó y empezó a dibujar con tiza círculos sobre el nuevo tapete verde.
Volvieron a la conversación iniciada en la comida sobre la libertad y ocupaciones de la mujer. Levin coincidía con Dolly en que una joven soltera podía encontrar trabajo femenino en la familia. Y esto se lo confirmaba el que ninguna casa puede prescindir de una ayudanta; que toda familia, pobre o rica, necesita tener niñera, ya sea a sueldo, ya alguna parienta.
–No –dijo Kitty, ruborizándose, pero mirando aún más fijamente a Levin con sus ojos sinceros–. Una joven puede hallarse en situación de no poder vivir con su familia, de ser despreciada, y entonces...
El comprendió lo que se ocultaba bajo aquellas palabras.
–Sí –dijo–, tiene usted razón, sí, sí...
Y le bastó adivinar lo que se ocultaba en sus palabras: el miedo a quedar soltera, la humillación .... para comprender en seguida la verdad que había sostenido Peszov durante la comida sobre la libertad de la mujer. Amaba a Kitty y por aquella humillación adivinó al punto lo que pasaba en su corazón, y rectificó sin vacilar sus opiniones.
Siguió un silencio. Kitty continuaba dibujando en la mesa. Sus ojos brillaban con dulzura y Levin sentía que la felicidad le inundaba más cada vez.
–¡Oh! He ensuciado toda la mesa –exclamó Kitty.
Y dejando la tiza, hizo ademán de levantarse.
«¿Será posible que me deje solo?», se preguntó Levin, atemorizado. Y, cogiendo la tiza, se sentó a la mesa y dijo:
–Espere. Hace tiempo que quería preguntarle una cosa.
La miraba a los ojos, acariciantes, aunque ligeramente asustados.
–Bien; pregunte –repuso Kitty.
–Mire –repuso él, y comenzó a escribir las letras siguientes: c, u, m, d, n, p, s, s, r, a, e, o, a, s. Estas letras significaban: «Cuando usted me dijo: no puede ser, ¿se refería a entonces o a siempre?».
Parecía imposible que ella pudiese descifrar el significado de aquellas letras; pero él la miró de un modo tal como si su vida dependiese de que Kitty las comprendiera.
La joven le contempló con gravedad, inclinó la frente, frunciéndola y examinó las letras. De vez en cuando, le miraba como preguntándole: «¿Es lo que me figuro?».
–Comprendo ––dijo, al fin, ruborizándose.
–¿Sabe qué palabra es ésta? –preguntó él, señalando la s, con la que indicara « siempre», que significaba el fin de sus esperanzas.
–Significa «siempre» –contestó Kitty–; pero no es así.
Levin limpió rápidamente lo escrito, ofreció la tiza a la joven y se levantó. Ella trazó estas letras: e, n, p, d, o, c.
Dolly se consoló totalmente del dolor que le causara la conversación con Karenin viendo las figuras de Kitty y Levin: ella con la tiza en la mano, mirándole con una sonrisa, temerosa y feliz, y Levin inclinado sobre la mesa, y mirando con encendidos ojos, ora a la mesa, ora a la muchacha.
De pronto, el rostro de Levin se iluminó: había comprendido. Las letras significaban: «entonces no podía decir otra cosa».
La miró, interrogativo y tímido.
–¿Sólo entonces? –preguntó.
–Sí ––contestó la sonrisa de Kitty.
–¿Y a... ahora?
–Lea. Le diré lo que quisiera, lo que quisiera con toda mi alma...
Y escribió: q, u, o, 1, q, p, que significaba « que usted olvidara lo que pasó».
Levin cogió la tiza con sus rígidos y temblorosos dedos, y la emoción le hizo romper la barrita de yeso. Luego escribió las iniciales de la siguiente frase: «No tengo nada que olvidar ni perdonar y no he dejado nunca de amarla».
Kitty le miró con extática sonrisa.
–He comprendido ––dijo.
Levin se sentó y escribió una larga frase en iniciales. Kitty lo comprendió todo y, sin pedirle confirmación, tomó la tiza y le contestó inmediatamente.
Durante largo rato Levin no pudo adivinar lo que ella quería decide y de vez en cuando la miraba a los ojos. La felicidad que sentía velaba su mente. Le fue imposible encontrar las palabras a que correspondían las iniciales de Kitty, pero en los hermosos y radiantes ojos de la joven leyó cuanto quería saber.
Entonces escribió sólo tres letras. Antes de que terminase de trazarlas, Kitty, cogiendo la mano de Levin, le hizo poner la respuesta: «Sí».
–¿Están ustedes juzgando al secrétaire? –preguntó el anciano príncipe Scherbazky, acercándose a ellos–. Vamos, Kitty. Si no, llegaremos tarde al teatro.
Levin se levantó y acompañó a Kitty hasta la puerta.
En su conversación había sido dicho todo: que ella le quería y que diría a sus padres que Levin iría a verles al día siguiente por la mañana.
XIV
Cuando Kitty hubo salido, Levin, solo, sintió en ausencia de la joven tal inquietud y tan vivo deseo de que llegara cuanto antes la mañana siguiente, en que volvería a verla y a unirse con ella para siempre, que las catorce horas que le separaban de aquel momento le llenaron de temor. Necesitaba estar con alguien, hablar, no sentirse solo, engañar el tiempo. El más agradable interlocutor para él habría sido Oblonsky, pero éste afirmaba tener que asistir a una reunión, aunque en realidad iba al baile. Levin tuvo tiempo, sin embargo, de decirle que era feliz, que le apreciaba mucho y que jamás olvidaría lo que había hecho por él. La mirada y la sonrisa de su amigo le demostraron que éste había comprendido perfectamente el estado de su alma.
–¿Qué? ¿Ya no está próximo el momento de morirse? –preguntó Esteban Arkadievich con amable ironía, estrechando la mano de Levin.
–¡Nooo! –repuso éste.
Al despedirse de él, también Dolly le felicitó, diciéndole:
–Estoy muy contenta de que se haya vuelto a ver con Kitty. No hay que olvidar a los antiguos amigos...
A Levin casi le molestaron las palabras de Daria Alejandrovna, la cual no podía comprender en cuán alto a inaccesible lugar colocaba él aquel acontecimiento, ya que se atrevía a mencionar en estos momentos el pasado.
Levin se despidió de ellos y, por no quedar solo, se fue con su hermano.
–¿Adónde vas?
–A una reunión.
–¿Puedo acompañarte?
–¿Por qué no? –repuso, sonriendo, Sergio Ivanovich–. Pero, ¿qué tienes hoy?
–¿Qué tengo? ¡Soy feliz! ––dijo Levin, mientras bajaba el cristal de la ventanilla del coche en que iban–. ¿No te importa que abra? Me ahogo... Soy muy feliz... ¿Por qué no te has casado tú?
Sergio Ivanovich sonrió.
–Me alegro; ella parece una muchacha muy simpática... ––empezó.
–¡Calla, calla, calla! –gritó Levin, cogiendo con ambas manos el cuello de la pelliza de su hermano y cerrándola sobre su boca.
¡Eran tan vulgares, tan ordinarias, armonizaban tan mal con sus sentimientos aquellas palabras: «Es una muchacha muy simpática»!
Sergio Ivanovich rió alegremente, lo que rara vez le sucedía.
–En todo caso, celebro mucho...
–Mañana, mañana me lo dirás. ¡Silencio ahora! –insistió Levin, cerrando otra vez la pelliza de su hermano. Y añadió–: ¡Cuánto te quiero! ¿Puedo asistir a la reunión?
–Claro que puedes.
–¿De qué ha de tratarse? –preguntó Levin, sin dejar de sonreír.
Llegaron a la reunión. Levin oyó cómo el secretario tropezaba en las palabras al leer el acta, que al parecer no entendía ni él mismo. Pero Levin creía adivinar a través del rostro del secretario que era un hombre bueno, simpático y agradable, lo que se demostraba, según él, por la manera como se azoraba y se confundía en aquella lectura.
Empezaron los discursos. Se discutía la asignación de unas sumas y la colocación de unas tuberías. Sergio Ivanovich atacó vivamente a dos miembros de la junta y habló largo rato con aire de triunfo. Uno de los miembros, que había tomado notas en un papel, quedó por un momento como asustado, pero luego contestó a Kosnichev con tanta cortesía como mala intención. Sviajsky, presente también, dijo algunas palabras nobles y elocuentes.
Levin, escuchando, comprendía claramente que allí no había nada, ni sumas asignadas, ni tuberías, pero que no se enfadaban por ello, que eran todos gente muy amable y que todo marchaba perfectamente entre ellos. No molestaban a nadie y se sentían a gusto. Lo más notable era que hoy le parecía verles a través de una bruma y que por minúsculos, casi imperceptibles detalles, creía adivinar el alma de todos y percibir que todos rebosaban bondad.
Ellos, a su vez, sin duda, sentían también hoy una gran simpatía por Levin, ya que al hablar con él, hacíanlo con exquisita amabilidad, incluso aquellos que no le conocían.
–¿Estás contento? –le preguntó su hermano.
–Mucho. No imaginaba que llevarías esto con tanto interés, con tanto...
Sviajsky se acercó a Levin y le invitó a tomar el té en su casa. Levin no veía ahora por qué estaba antes descontento con Sviajsky, ni qué era lo que se obstinaba en buscar en él. ¡Era un hombre tan inteligente y bondadoso!
–Con mucho gusto –repuso, y le preguntó por su esposa y su cuñada. Por extraña asociación de ideas, al unir en su mente el pensamiento de la cuñada de su amigo y de su matrimonio, se le figuró que a nadie podía confiar mejor su dicha que a la cuñada y la mujer de Sviajsky, por lo cual la idea de ir a verles le colmaba de satisfacción.
Sviajsky le preguntó por los asuntos de su pueblo, suponiendo, corno siempre, que no podría habérsele ocurrido nada que no existiese ya en Europa, sin que tal motivo pareciera hoy molestar a Levin. Reconocía, por el contrario, que su amigo tenía razón, que aquello era cosa de poca monta, y que eran muy de estimar el extraordinario tacto y suavidad con que Sviajsky procuraba eludir la demostración de la razón que le asistía.
Las señoras se mostraron amabilísimas. Levin experimentaba la impresión de que sabían todo lo que concernía a su dicha, que se alegraban y que no se lo decían por delicadeza.
Permaneció allí una, dos y hasta tres horas, tratando de diversos temas, pero aludiendo constantemente a lo único que inundaba su alma, sin darse cuenta de que les tenía ya a todos fatigados y de que era hora de irse a acostar.
Sviajsky le acompañó hasta el recibidor, bostezando y extrañado de la rara disposición de ánimo que su amigo manifestaba aquel día.
Era la una dada. Levin, al encontrarse en el hotel, se asustó con la idea de que había de pasar a solas diez horas aún, consumiéndose de impaciencia. El criado de turno encendió las bujías y se dispuso a salir, pero Levin le retuvo. Resultó después que aquel criado, Egor, en quien antes él no reparaba nunca, era un muchacho inteligente y simpático y, sobre todo, amabilísimo.
–Y dime, Egor: debe de ser difícil pasar la noche sin dormir, ¿no?
–¿Qué se le va a hacer? Es la obligación. Más tranquilo es trabajar en casas de señores. Pero la cuentas salen mejor trabajando aquí.
Levin supo entonces que Egor tenía familia: tres hijos y una hija, costurera, a la que pensaba casar con el dependiente de una tienda de guarnicionería.
Con este motivo, Levin participó a Egor su opinión de que lo esencial en el matrimonio es el amor, y que con amor siempre se es feliz, puesto que la felicidad está en uno mismo.
Egor escuchó con atención, pareciendo comprender muy bien la idea de Levin, y, como para confirmarlo, hizo el comentario, inesperado para éste, de que cuando él servía en casa de unos señores, que eran personas excelentes, siempre había estado satisfecho de ellos, y que ahora lo estaba también, a pesar de ser francés el dueño.
«¡Es un hombre admirable este Egor!», reflexionaba Levin.
–Cuando te casaste, ¿querías a tu mujer, Egor?
–¿Cómo no iba a quererla?
Y veía que Egor se exaltaba y se disponía a descubrirle todos sus sentimientos recónditos.
–Mi vida ha sido extraordinaria. Desde chiquillo... –empezó Egor, con los ojos brillantes, tan visiblemente contagiado por el entusiasmo de Levin como cuando uno se contagia viendo bostezar a otro.
Pero en aquel momento sonó un timbre. Egor salió y Levin quedó solo. No había comido apenas en casa de Oblonsky, no tomó té ni quiso cenar en la de Sviajsky y ahora no podía ni pensar en la cena. Tampoco había dormido la noche anterior, y tampoco podía pensar en el sueño. En la habitación hacía fresco, pero se ahogaba de calor. Abrió las dos hojas de la ventana y se sentó a la mesa ante ellas. Sobre el tejado cubierto de nieve se veía una cruz labrada con cadenas, y encima de la cruz el triángulo de la constelación del Cochero con Cabra, la brillante estrella amarilla. Levin ora contemplaba la cruz, ora aspiraba el aire helado que entraba suavemente en la habitación y, como en sueños, seguía las imágenes y los recuerdos que le iba sugeriendo su imaginación.
Hacia las cuatro oyó pasos en el corredor; miró por la puerta y descubrió a Miakin. Era éste un jugador a quien conocía que en aquel momento regresaba del Círculo. Su aspecto era taciturno y tosía.
«¡Pobre desgraciado!», pensó Levin.
Y el afecto y la compasión que sentía por aquel hombre hicieron afluir las lágrimas a sus ojos.
Se propuso hablarle y consolarle, pero, recordando que estaba en camisa, cambió de decisión y se sentó de nuevo ante la ventana para bañarse en el aire fresco, para mirar aquella cruz silenciosa, de admirable forma y llena para él de significación, para contemplar aquella brillante estrella amarilla.
A las seis, comenzó a sentirse en los pasillos el ruido de los enceradores, sonaron campanas llamando a misa, y Levin comenzó a sentir frío.
Cerró la ventana, se lavó y vistió, y salió a la calle.
XV
Las calles estaban desiertas aún. Levin se dirigió a casa de los Scherbazky. La puerta principal se hallaba cerrada y todo dormía.
Volvió al hotel, subió a su alcoba y pidió café. El camarero de día, que ya no era Egor, se lo trajo. Levin quiso iniciar una conversación con él, pero llamaron y el camarero hubo de salir.
Levin probó a beber el café y se llevó una pasta a la boca, pero sus dientes no sabían qué hacer con la pasta. La escupió, se puso el abrigo y se fue a errar por las calles. Eran algo mas de las nueve cuando se halló otra vez ante las puertas de los Scherbazky. En la casa apenas había despertado nadie aún. El cocinero salía en aquel momento a la compra. Era, pues, preciso esperar todavía más de dos horas.
Toda la noche y aquella mañana las había pasado Levin en estado de inconsciencia, sintiéndose fuera de las condiciones de la existencia material. No comió en todo el día, llevaba dos noches sin dormir, había pasado varias horas medio desnudo al aire frío, y, sin embargo, no sólo se sentía fresco y fuerte, sino completamente desligado de su cuerpo. Se movía sin esfuerzo muscular y tenía la sensación de que lo podía todo. Estaba seguro de que, de necesitarlo, habría conseguido volar o mover los muros de una casa.
Pasó el tiempo que faltaba paseando por las calles, mirando sin cesar el reloj y volviendo la cabeza a todos lados.
Entonces vio algo muy hermoso que no volvió a ver jamás: Unos niños que iban a la escuela –que fue lo que más le conmovió–, vio unas palomas de color azul oscuro que volaban desde los tejados a la acera, y unos panecillos blancos, espolvoreados con harina, expuestos por una mano invisible en una ventana.
Los panecillos, los niños, las palomas, todo cuanto veía tenía algo prodigioso. Uno de los niños corrió a la ventana y miró, sonriendo a Levin: una paloma sacudió las alas con suave rumor y se levantó brillando al sol, entre el luminoso polvo de escarcha que flotaba en el aire, y un aroma de pan recién cocido llegó desde la ventana donde estaban expuestos los panecillos.
El cuadro era tan extraordinariamente hermoso que Levin, mirándolo, sintió que le afluían a los ojos lágrimas de alegría.
Describió un gran círculo por las calles de Gazetny y Kislovka, volvió a su habitación y se sentó en espera de las doce. En el cuarto contiguo hablaban de máquinas y de engaños y tosían con una de esas frecuentes toses mañaneras. Aquella gente no comprendía que las manecillas del reloj iban acercándose a las doce.
En la calle, los cocheros de punto sabían sin duda que Levin era dichoso, porque le rodearon con rostros satisfechos, disputando entre sí y ofreciéndole sus servicios. Él, procurando no molestar a los demás, y prometiendo utilizar sus servicios en otra ocasión, eligió a uno de ellos y le ordenó que le llevase a casa de los Scherbazky. El cochero llevaba muy estirado bajo su gabán el blanco cuello postizo de su camisa que cubría su cuello rojo, fuerte a hinchado. Y el trineo era alto, ligero y tan excelente, que Levin no vio nunca más otro trineo como aquél. Hasta el caballo era bueno y se esforzaba en galopar, aunque apenas se movía del mismo sitio.
El cochero conocía la casa de los Scherbazky y mostraba un gran respeto a su cliente. Al llegar, hizo un ademán circular con los brazos y exclamando: «¡Sooo!», detuvo el caballo ante la escalera.
El portero de los Scherbazky debía de saberlo todo, según creyó Levin, a juzgar por la sonrisa de sus ojos y por el modo especial que tuvo de decir:
–Hace tiempo que no venía usted, Constantino Dmitrievich.
No sólo lo sabía todo, sino que por ello estaba radiante de alegría, aunque se esforzaba en disimularla. Mirando los ojos amables del viejo, Levin experimentó una nueva sensación de felicidad.
–¿Están levantados?
–Pase, pase, haga el favor. Y esto puede usted dejarlo aquí –le dijo, observando que se volvía para coger su gorro de piel. Levin descubrió en este detalle un motivo más de ven-tura.
–¿A quién le anuncio? –preguntó el criado.
El joven criado era uno de esos lacayos de nuevo estilo, muy fatuos, pero era asimismo un muchacho excelente y simpático y también lo comprendía todo...
–A la Princesa... al Príncipe... a la Princesa... –dijo Levin.
La primera persona a quien vio fue a la señorita Linon, que avanzaba por la sala con sus ricitos y su rostro radiante. Iba ya a dirigirle la palabra, cuando se sintió un ruido tras una puerta y la señorita Linon desapareció de su vista, y Levin se sintió invadido por el ligero sobresalto de la próxima felicidad.
Apenas la señorita Linon, dejándole, salió por la puerta opuesta, unos pasos ligerísimos sonaron en el entarimado y la felicidad de Levin, su vida, lo que era como él mismo, más que él mismo, lo esperado y anhelado tanto tiempo, se acercó deprisa, muy deprisa. No andaba: volaba a su encuentro, impulsado por una fuerza invisible.
Levin vio dos ojos claros, sinceros, llenos también de la n–isma alegría de amar, que llenaba su corazón; aquellos ojos, brillando cada vez más cerca, le cegaban con su resplandor.
Kitty se paró a su lado rozándole. Sus manos se levantaron y se posaron en los hombros de Levin. Todo esto lo hizo sin decir palabra, corriendo hacia él y ofreciéndosela toda ella, tímida y gozosa. Él la abrazó y juntó sus labios con los de ella, que esperaban su beso.
Kitty no había dormido tampoco en toda la noche. Sus padres habían dado su consentimiento y se sentían felices con su dicha.
Ella, queriendo ser la primera en anunciárselo, había estado esperándole toda la mañana. Deseaba verle a solas y esto la complacía y a la vez la avergonzaba y llenaba de timidez, porque no sabía lo que hada cuando él apareciese ante sus ojos.
Sintió los pasos de Levin, oyó su voz y esperó tras la puerta a que se fuese la señorita Linon. En cuanto ésta hubo salido, Kitty, sin pensarlo, sin vacilar, sin preguntarse lo que iba a hacer, se aproximó a él a hizo lo que había hecho.
–Vamos a ver a mamá –dijo cogiéndole de la mano.
Levin, durante mucho rato, fue incapaz de decir nada, no tanto porque temiese estropear con palabras la elevación de su sentimiento, cuanto porque cada vez que iba a decir alguna cosa, sentía que en lugar de frases le brotaban lágrimas de felicidad.
Tomó la mano de Kitty y la besó.
–¿Es posible que sea verdad? –dijo con voz profunda–. No puedo creer que tú me ames...
Al oír aquel «tú» y al ver la timidez con que Levin la miraba, Kitty sonrió.
–Sí –dijo ella en voz baja–. ¡Soy tan feliz hoy!
Y, llevándole de la mano, entró en el salón; la Princesa, al verlos, respiró apresuradamente y rompió a llorar, y en seguida después rió, y con pasos más decididos de lo que Levin esperaba, corrió hacia él y, tomándole la cabeza entre sus manos, le besó, humedeciéndole las mejillas con sus lágrimas.
–¡Por fin! Está ya todo arreglado. Me siento muy dichosa. Quiérala mucho. Soy feliz, muy feliz, Kitty.
–¡Con qué presteza lo habéis arreglado! –exclamó el Príncipe tratando de fingir indiferencia.
Pero cuando el anciano se dirigió hacia él, Levin advirtió que tenía los ojos humedecidos.
–Siempre ha sido éste mi deseo –dijo el Príncipe, tomando a su futuro yerno de la mano y atrayéndole hacia sí–. Incluso en la época en que esta locuela inventó...
–¡Papá! –exclamó Kitty tapándole la boca con las manos.
–Bien; me callo –repuso su padre–. Me siento muy dicho... so... ¡Ay, qué tonto... soy!
El anciano abrazó a Kitty, le besó la cara, luego la mano, el rostro de nuevo y, al fin, la persignó.
Y Levin, viendo como Kitty, durante largo rato y con dulzura, besaba la mano carnosa del anciano Príncipe, sintió despertar en él un vivo sentimiento de afecto hacia aquel hombre que hasta entonces había sido para él un extraño.
XVI
La Princesa, sentada en la butaca, callaba y sonreía. Kitty, en pie junto a la de su padre, mantenía la mano del anciano entre las suyas.
Todos callaban.
La Princesa fue la primera en hablar y en dirigir los pensamientos y sentimientos generales hacia los planes de la nueva vida. Y a todos, en el primer momento, les pareció aquello igualmente doloroso y extraño.
–¿Y qué, cuándo va a ser la boda? Hay que recibir la bendición, publicar las amonestaciones... ¿Qué te parece, Alejandro?
–En este asunto el personaje principal es él –repuso el Príncipe señalando a Levin.
–¿Que cuándo? –repuso éste, sonrojándose–. ¡Mañana! A mí me parece que la bendición puede ser hoy y la boda mañana.
–Basta, mon cher, déjese de tonterías.
–Entonces, dentro de una semana.
–Está loco, no hay duda...
–¿Por qué no puede ser?
–Pero, hombre, espere... –dijo la madre de Kitty, sonriendo jovialmente ante aquella precipitación–. Ha de tratarse aún del ajuar.
«¿Es posible que haya que tratarse del ajuar y de todas esas cosas?», se dijo Levin horrorizado. «¿Es posible que el ajuar, y la bendición, y todo lo demás, vaya a estropear mi felicidad? No: nada es capaz de estropearla.»
Miró a Kitty y vio que la idea del ajuar no parecía molestarla en lo más mínimo.
«Sin duda será necesario», pensó Levin.
–Yo no sé nada. Sólo digo lo que deseo –repuso, disculpándose.
–Ya hablaremos. De momento, se puede preparar la bendición y anunciar la boda, ¿no?
La Princesa se acercó a su marido, le besó y se dispuso a salir, pero él la retuvo y la abrazó y besó suavemente, sonriendo con dulzura, como un joven enamorado.
Parecía que los ancianos se hubieran confundido por un momento y no supiesen bien si los enamorados eran ellos o su hija.
Cuando los padres hubieron salido, Levin se acercó a su novia y le cogió la mano. Dueño ya de sí mismo, capaz de hablar, tenía mucho que decirle. Pero no le dijo, ni con mucho, lo que deseaba.
–¡Cómo lo sabía que esto había de terminar así! Parecía que hubiese perdido toda esperanza pero en el fondo de mi ser nunca dejé de alimentar esta seguridad –dijo–. Creo que era una especie de predestinación.
–Yo también –repuso Kitty . Hasta cuando...
Se interrumpió; luego continuó mirándole con decisión con sus ojos incapaces de mentir.
–Hasta cuando rechacé la felicidad... Nunca he amado más que a usted. Pero confieso que me sentía deslumbrada... ¿Podrá usted olvidarlo?
–Quizá haya sido mejor así. También usted debe perdonarme mucho... He de decirle...
Lo que quería decirle, lo que tenía decidido manifestarle desde los primeros días, eran dos cosas: que no era tan puro como ella y que no tenía fe en Dios.
Ambas cosas resultaban muy penosas, pero se consideraba obligado a conferírselas.
–¡Ahora no!, luego –añadió.
–Bueno, luego... Pero no deje de decírmelo. Ahora no temo nada. Quiero saberlo todo, porque todo está ya resuelto...
Levin concluyó la frase:
–... Resuelto que me tomará tal como soy, ¿verdad? ¿No me rechazará?
–No, no.
Su conversación fue interrumpida por la señorita Linon, la cual, riendo suavemente, con amable risa, entró para felicitar a su discípula predilecta. Antes de que ella saliera, entraron los criados también a felicitarles. Luego llegaron los parientes, y con ello se anunció para Levin el comienzo de aquel estado de ánimo insólito y de bienaventuranza del que no salió hasta el segundo día de su boda.
Levin se sentía continuamente turbado y confundido, pero su felicidad se hacía cada vez mayor. Tenía la impresión constante de que exigían de él muchas cosas que no sabía, pero hacía cuanto le pedían y el hacerlo le colmaba de ventura. Creía que su matrimonio no habría de parecerse en nada a los otros, que el hecho de desarrollarse en las circunstancias tradicionales en las bodas habría de estorbar a su felicidad. Pero, a pesar de haberse hecho exactamente lo que se hacía en todas las bodas, su felicidad no hizo con ello sino crecer, convirtiéndose en más especial, y, sin duda, en nada parecida a la experimentada por los otros novios.
–Ahora deberíamos comer bombones –––decía la señorita Linon.
Y Levin iba a comprar bombones.
–Sí; su boda me satisface mucho –afirmaba Sviajsky–. Le recomiendo que compre las flores en casa de Fomin.
–¿Es necesario? –preguntaba Levin.
Y las iba a comprar.
Su hermano le aconsejaba que tomase dinero prestado, porque habría muchos gastos, muchos regalos que hacer..
–¡Ah! ¿Hay que hacer regalos?
Y Levin se dirigió corriendo a la joyería de Fouldré.
En la confitería, en la joyería, en la tienda de flores, Levin notaba que le esperaban, que estaban contentos de verle y que compartían su dicha como todos los que trataba en aquellos días.
Era extraordinario que, no sólo todos le apreciaban, sino que hasta personas antes frías, antipáticas a indiferentes, estaban ahora entusiasmadas con él, le atendían en todo, trataban con suave delicadeza su sentimiento y participaban de su opinión de que era el hombre más feliz del mundo, porque su novia era un dechado de perfecciones.
Kitty se sentía igual que él. Cuando la condesa Nordston se permitió insinuar que habría deseado para ella algo mejor, la muchacha se exaltó tanto, demostró con tal calor que nada en el mundo podía ser mejor que Levin, que la Nordston se vio obligada a reconocerlo y en presencia de Kitty ya nunca acogía a Levin sin una sonrisa de admiración.
Una de las cosas más penosas de aquellos días era la explicación prometida por Levin. Consultó al Príncipe y, con autorización de éste, entregó a Kitty su Diario, en el que se contenía lo que le atormentaba. Hasta aquel Diario parecía escrito pensando en su futura novia. En él se expresaban las dos torturas de Levin: su falta de inocencia y su carencia de fe.
La confesión de su incredulidad pasó inadvertida. Kitty era religiosa, no dudaba de las verdades de la religión, pero la exterior falta de religiosidad de su novio no le afectó lo más mínimo.
Su amor le hacía comprender el alma de Levin, adivinaba lo que quería y el hecho de que a aquel estado de ánimo quisiera llamársele incredulidad en nada la conmovía.
En cambio, la otra confesión le hizo llorar lágrimas amargas.
Levin no le entregó su Diario sin una previa lucha consigo mismo. Pero sabía que entre él y ella no podía haber secretos, y este pensamiento le decidió a obrar como lo había hecho. No se dio cuenta, sin embargo, del efecto que aquella confesión había de causar en su prometida; no supo adivinar sus sentimientos.
Sólo cuando una tarde, al llegar a casa de los Scherbazky para ir al teatro, entró en el gabinete de Kitty y vio su amado rostro deshecho en lágrimas, dolorido por la pena irreparable que él le produjera, comprendió Levin el abismo que mediaba entre su deshonroso pasado y la pureza angelical de su prometida. Y se horrorizó de lo que había hecho.
–Tome, tome esos horribles cuadernos –dijo la joven, rechazando los que tenía ante sí–. ¿Para qué me los ha dado?... Pero no; vale más así –añadió, sintiendo lástima al ver la des-esperación que se retrataba en el semblante de su novio–. Pero es horrible, horrible...
Levin bajó la cabeza en silencio. ¿Qué podía hacer?
–¿No me perdona usted? –murmuró, al fin.
–Sí. Le he perdonado ya. ¡Pero es horrible!
No obstante, la felicidad de Levin era tan grande que aquella confesión, en vez de destruirla, le dio un nuevo matiz.
Kitty le perdonó; pero él desde entonces se consideraba indigno de la joven, se inclinaba más y más ante ella y apreciaba como mayor su inmerecida ventura.
XVII
Recordando sin querer la impresión de las conversaciones que sostuviera durante la comida y después de ella, Alexey Alejandrovich volvió a la solitaria habitación del hotel.
Las palabras de Dolly respecto al perdón no le produjeron sino un sentimiento de pesar.
Aplicar o no a su caso las normas cristianas era cosa ardua de la que no podía hablarse superficialmente. Y la cuestión estaba resuelta por él hacía tiempo.
De todo lo que allí se dijera, lo que más impresión le había producido fueron las palabras del ingenuo y bondadoso Turovzin: «Se portó como un hombre: le desafió y le mató».
Evidentemente, todos compartían tal opinión, aunque no la expresaban por delicadeza.
«En fin: es cosa resuelta; no hay que pensar más en ello», se dijo.
Y, meditando en su futuro viaje y en el asunto que iba a estudiar, entró en su cuarto y preguntó al conserje por su criado, que le acompañaba, El conserje contestó que el criado había salido hacía ya algún rato. Alexey Alejandrovich ordenó que le sirviesen té, se sentó a la mesa y tomó la guía de ferrocarriles para estudiar el itinerario de su viaje.
–Hay dos telegramas –dijo el criado cuando volvió y entró en la habitación–. Pido perdón a vuecencia por haberme tomado la libertad de salir un momento.
Alexey Alejandrovich cogió los despachos y los abrió.
El primero contenía la noticia de haber sido designado Stremov para un cargo ambicionado por Karenin.
Tiró el telegrama, se sonrojó e, incorporándose, comenzó a pasear por la habitación.
Quos vult perdere Jupiter dementat prius, se dijo incluyendo en el tal quos a las personas que habían favorecido el nombramiento.
No sólo le disgustaba el hecho de que le dejaran de lado, sino que le extrañaba y no comprendía que no viesen todos que cualquier otro habría servido mejor que aquel charlatán de Stremov para semejante cargo. ¿Cómo no comprendían que trabajaban para su propia ruina, que perjudicaban su propio prestigio con aquel nombramiento?
«Será algo por el estilo» , se dijo con amargura al coger el segundo telegrama.
Era de su mujer. La palabra «Ana» trazada con el lápiz azul de telégrafos fue lo primero que hirió su vista.
«Ana» , leyó. Y luego: « Me muero. Pido, suplico venga. Perdonada, moriré más tranquila» .
Karenin sonrió con desdén y tiró el telegrama. Así, al primer momento, no le cabía duda alguna de que se trataba de una argucia, de un engaño.
«No se detiene ante ningún embuste. Pero va a dar a luz. Quizá padezca una fiebre puerperal. Y, ¿qué fin persigue? Que yo reconozca al niño, que me comprometa y no plantee el divorcio» , pensaba. «Pero ahí dice: "Me muero"...»
Volvió a leer el telegrama y, de pronto, el sentido directo de lo que en él estaba escrito le sorprendió.
«¿Y si fuera cierto?» , se preguntó. «¿Y si es verdad que en un momento de dolor, ante la muerte próxima, se arrepiente sinceramente y yo, considerándolo un engaño, me niego a acudir...? No sólo sería cruel y todos me condenarían por ello, sino que resultaría necio por mi parte...»
–Pida el coche, Pedro. Me voy a San Petersburgo –dijo al criado.
Había decidido ir a San Petersburgo y ver a su esposa. Si la enfermedad era un engaño, se marcharía sin decir nada. Si estaba efectivamente enferma y quería verle antes de morir, la perdonaría, de hallarla viva; y si llegaba tarde, cumpliría los últimos deberes para con ella.
Durante el camino no pensó más en lo que debía hacer.
Al día siguiente, con un sentinúento de fatiga y de desaseo corporal, como consecuencia de la noche pasada en el vagón, Alexey Alejandrovich avanzaba en coche, entre la neblina matinal de San Petersburgo, por la Perspectiva Nevsky, desierta a aquella hora, mirando ante sí, sin pensar en lo que le esperaba.
No podía reflexionar en ello, porque, al calcular lo que podría ocurrir, no lograba alejar de sí la idea de que la muerte de Ana resolvería las dificultades de su situación.
Pasaban ante sus ojos las tiendas cerradas, los panaderos, los cocheros nocturnos, los ayudantes de los porteros que barrían las aceras. Miraba todo aquello procurando apagar en su interior el pensamiento de lo que le esperaba y de lo que no osaba desear y, a pesar de todo, deseaba.
Llegó a la puerta de su casa. Un coche de alquiler y otro particular, con el cochero dormido, estaban junto a la escalera.
Al entrar en el portal, Karenin pareció como si sacara del lugar más recóndito de su cerebro la decisión tomada, y consultó con ella. En su decisión estaba escrito que de haber engaño, marcharía conservando un sereno desdén, y, de ser verdad, guardaría las apariencias.
El portero abrió antes de que Alexey Alejandrovich llamara. El portero Petrov, a quien llamaban Kapitonich, tenía hoy un aspecto muy extraño. Vestía una levita vieja, no lle-vaba corbata a iba en pantuflas.
–¿Cómo está la señora?
–Ayer dio a luz felizmente.
Alexey Alejandrovich se detuvo y palideció. Y sólo ahora comprendió que deseaba con toda su alma que Ana muriese.
–¿Y de salud?
Korvey, con su delantal de mañana, bajaba corriendo la escalera.
–Muy mal –contestó–. Ayer hubo consulta de médicos. El doctor está ahora en casa.
–Suban el equipaje –ordenó Karenin.
Y, sintiendo cierto alivio al saber que existía aún la posibilidad de la muerte, entró en el recibidor.
En el perchero había un capote militar. Karenin, viéndolo, preguntó:
–¿Quién está en casa?
–El médico, la comadrona y el príncipe Vronsky.
Alexey Alejandrovich pasó a las habitaciones interiores.
En el salón no había nadie. Al oír el rumor de sus pasos, la comadrona, tocada con una cofia de cintas color lila, salió del cuarto de Ana. Se acercó a Karenin y con la familiaridad que da la inminencia de la muerte, le tomó por el brazo y le llevó a la alcoba.
–¡Gracias a Dios que ha llegado! No hace más que hablar de usted ––dijo la mujer.
–¡Traed hielo en seguida! –pidió desde la alcoba la voz autoritaria del médico.
Alexey Alejandrovich entró en el gabinete de Ana. Junto a la mesa, sentado de lado en una silla baja, Vronsky, con el rostro oculto entre las manos, lloraba. Al oír la voz del médico, saltó de la silla, apartó las manos de su rostro y vio a Karenin. Al verle ante sí, quedó tan confundido que se sentó otra vez, hundiendo la cabeza entre los hombros como si quisiera desaparecer.
Poco después, sobreponiéndose, se levantó y dijo:
–Se muere. Los médicos dicen que no hay salvación. Estoy a su disposición en todo, pero permítame quedarme aquí... Al fin y al cabo... es su voluntad... y yo...
Karenin, al ver las lágrimas de Vronsky, se sintió invadido por aquel desconcierto espiritual que le producía siempre el aspecto del sufrimiento. Sin terminar de escuchar las palabras de Vronsky, cruzó precipitadamente el umbral de la alcoba.
Desde el cuarto llegaba la voz de Ana, y su voz era animada, alegre, con una entonación muy definida. Alexey Alejandrovich entró y se acercó al lecho. Ana yacía en él con el rostro vuelto hacia su marido. Sus mejillas ardían, sus ojos brillaban, las pequeñas y blancas manos salían de las mangas de la camisola y jugaban con las puntas de las sábanas retorciéndolas.
No sólo parecía gozar de lozanía y buena salud, sino hallarse en excelente estado de ánimo. Hablaba deprisa, en voz alta, con inflexiones muy precisas y llenas de sentimiento.
–Alexey... Me refiero a Alexey Alejandrovich...¡Qué extraño y terrible sino que los dos se llamen Alexey!, ¿verdad? Pues Alexey no me lo rehusaría. Yo lo habría olvidado todo y él me perdonaría. ¿Por qué no viene? Es bueno, aunque él mismo no sabe que lo es. ¡Dios mío, qué pena! Denme agua ...¡Pronto! Pero esto será malo para ella, para mi niña. Bueno, entonces llévenla a la nodriza. Sí: estoy conforme, valdrá más... Cuando él llegue se disgustará viéndola. Llévensela...
–Ya ha llegado, Ana Arkadievna. Está aquí ––dijo la comadrona, tratando de llamar la atención de Ana sobre su marido.
–¡Qué tonterías! –continuaba ella, sin verle–. Denme, denme la niña. ¡No ha llegado aún! Dice usted que no me perdonará, porque no le conoce... Nadie le conocía, únicamente yo... Y me daba pena. ¡Oh, sus ojos! Sergio tiene los ojos como él; por eso no quiero mirárselos... ¿Han dado de comer a Sergio? Estoy segura de que van a olvidarle... Y él no le habría olvidado. Hay que trasladar a Sergio a la alcoba del rincón y decir a Mariette que duerma allí.
De pronto, Ana se hizo un ovillo y con temor, cual si esperase un golpe, se cubrió con las manos la cara, como para defenderse. Había visto a su marido.
–¡No, no! –exclamó–. No la temo, no temo la muerte. Acércate, Alexey. Hice que te apresuraras porque tengo poco tiempo... poco tiempo de vida... En seguida vendrá la fiebre y no comprenderé nada. Pero ahora lo entiendo todo y todo lo veo..,
En el rostro arrugado de Alexey Alejandrovich se dibujo una expresión de sufrimiento. Cogió la mano de Ana y trató de decirle algo, pero no pudo pronunciar una sola palabra. Su labio inferior temblaba. Luchaba con su emoción y sólo de vez en cuando miraba a su esposa. Y cada vez que lo hacía, veía los ojos de ella mirándole con tanta suavidad y dulzura como nunca le había mirado.
–Espera, no sabes... Espera, espera... –y Ana se interrumpió coi–no para concentrar sus ideas–. Sí, sí, sí... –empezó–, es lo que quería decirte. No te extrañe, soy la misma de siempre... Pero dentro de mí hay otra, y la temo. Es esa otra la que amó a aquel hombre y trataba de odiarte, sin poder olvidar la que antes había sido. Pero aquélla no era yo. Ahora soy la verdadera, soy yo misma... toda yo... Me muero, ya lo sé, puedes preguntarlo... Siento un peso en los brazos, las piernas, los dedos...¡Mira qué dedos tan enormes! Pero todo esto va a acabar pronto. Sólo necesito una cosa: que me perdones, que me perdones sin reservas. Soy muy mala... El aya me decía que una santa mártir... ¿cómo se llamaba? era peor aún... Quiero ir a Roma; allí hay un desierto... No quiero estorbar a nadie. Sólo llevaré conmigo a Sergio y a la niña. ¡No, no puedes perdonarme!... ¡Yo ya sé que esto no se puede perdonar! No... no vete... eres demasiado bueno...
Con una de sus ardientes manos, Ana retenía la de su marido mientras le rechazaba con la otra.
La turbación de Karenin aumentaba de instante en instante, y llegó a un grado tal que desistió de luchar. Y de pronto sintió que lo que siempre consideraba como un desconcierto espiritual, era, por el contrario, un estado de ánimo tan venturoso que le daba una nueva felicidad antes desconocida.
No pensó en que la doctrina cristiana, que él practicaba, le ordenaba perdonar y amar a sus enemigos; pero ahora el sentimiento de amarlos y perdonarlos le colmaba el alma.
Permanecía arrodillado, con la cabeza apoyada sobre la articulación de uno de los brazos de su mujer, que le quemaba como fuego a través de la camisola, y lloraba como un niño.
Ana abrazó su cabeza, que empezaba a perder el cabello, se acercó a él y con audaz orgullo levantó la mirada.
–¡Así es él!, ¿lo veis? ¡Ya lo sabía yo! Y ahora, ¡adiós todos, adiós! ¿Para qué han venido todos esos? ¡Que se marchen! Pero, ¡sacadme esas mantas!
El médico separó sus manos, la recogió cuidadosamente en las almohadas y tapó sus hombros. Ella, obediente, se inclinó y miró ante sí con los ojos radiantes.
–Recuerda una cosa... que sólo deseaba tu perdón... No pido más... ¿Por qué no viene él? –y miraba a la puerta del cuarto donde estaba Vronsky–. Acércate, acércate y dale la mano.
Vronsky se acercó a la cama, contempló a Ana y se cubrió el rostro con las manos.
–¡Descúbrete la cara y mírale: es un santo! ––dijo Ana–. ¡Descúbrete la cara! –repitió con irritación–. ¡Alexey Alejandrovich, descúbrele la cara! ¡Quiero verle!
Karenin separó las manos de Vronsky de su rostro, que resultaba terrible por la expresión de pena y vergüenza que transparentaba.
–Dale la mano. Perdónale.
Alexey Alejandrovich dio la mano a Vronsky sin reprimir ya las lágrimas que acudían a sus ojos.
–¡Gracias a Dios, gracias a Dios! Ahora todo está arreglado. Quiero estirar un poco las piernas... Así, así estoy bien... ¡Con qué mal gusto han sido pintadas esas flores! No se parecen en nada a las violetas de verdad ––dijo, señalando los papeles pintados que cubrían las paredes de la habitación–. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Cuándo terminará esto? Denme morfina. Doctor: déme morfina. ¡Ay, Dios mío, Dios mío!
Y se agitaba en el lecho.
El médico de cabecera y los otros doctores decían que aquello era una fiebre puerperal de la cual el noventa y nueve por cien de los casos terminan con la muerte. Todo el día lo había pasado Ana con fiebre, delirio y frecuentes desvanecimientos. A medianoche la enferma había perdido el conocimiento y estaba casi sin pulso.
Esperaban el fin de un momento a otro.
Vronsky se fue a su casa. Por la mañana acudió para saber cómo seguía la enferma. Karenin, hallándole en el recibidor, le dijo:
–Quédese; quizá ella pregunte por usted.
Y él mismo le acompañó al gabinete de su esposa.
Por la mañana Ana entró de nuevo en un período de exaltada animación, de conversación rápida y agitada que terminó de nuevo en un desvanecimiento.
El tercer día el hecho se repitió, y los médicos dijeron que empezaba a haber esperanzas.
Este día Karenin se dirigió al gabinete donde estaba Vronsky, cerró la puerta y se sentó frente a él.
–Alexey Alejandrovich –dijo Vronsky, comprendiendo que llegaba el momento de las explicaciones–, no puedo ni hablar. No sabría hacerme cargo de las cosas. ¡Tenga piedad de mí! Por terrible que sea para usted esta situación, créame, lo es todavía más para mí.
E hizo ademán de levantarse. Pero Karenin le sujetó por el brazo y le dijo:
–Le ruego que me escuche; es necesario. He de manifestar los sentimientos que me han guiado y me guían para que usted no se llame a engaño respecto a mí. Usted sabe que opté por el divorcio y que incluso había iniciado este asunto. No le ocultaré que antes de entablar la demanda vacilé y sufrí mucho. Confieso que me atormentaba el deseo de vengarme, de hacerles daño a usted y a ella. Cuando recibí el telegrama, llegué con iguales sentimientos. Más diré: he deseado la muerte de Ana. Pero...
Alexey Alejandrovich calló un momento, reflexionando si debía o no abrirle su corazón.
–Pero la vi y la perdoné. Y la felicidad que experimenté perdonándola me indicó mi deber. He perdonado sin reservas, sincera y plenamente. Quiero ofrecer la mejilla izquierda al que me ha abofeteado la derecha. Quiero dar la camisa al que me quita el caftán. Sólo pido a Dios que no me quiten la dicha de perdonar.
Las lágrimas llenaban sus ojos. Su mirada lúcida y serena sorprendió a Vronsky.
–Mi decisión está tomada. Puede usted pisotearme en el barro, hacerme objeto de irrisión ante el mundo; pero no abandonaré a Ana y no le dirigiré jamás a usted una palabra de reproche –continuó Alexey Alejandrovich–. Mi obligación se me aparece ahora con claridad: debo permanecer al lado de mi esposa y permaneceré. Si ella desea verle, le avisaré, pero ahora me parece mejor que usted se vaya...
Karenin se levantó, y los sollozos ahogaron sus últimas palabras.
Vronsky se levantó también, y, medio encorvado, miraba con la frente baja a Alexey Alejandrovich.
No comprendía los sentimientos de aquel hombre, pero adivinaba que eran muy elevados, incluso inaccesibles para él.
XVIII
Después de su conversación con Karenin, Vronsky salió a escalera y se detuvo, sin darse cuenta apenas de dónde estaba ni a dónde debía ir.
Se sentía avergonzado, culpable, humillado y sin posibilidades de lavar aquella humillación. Se veía lanzado fuera del camino que siguiera hasta entonces tan fácilmente y con tanto orgullo. Sus costumbres y reglas de vida, que siempre creyera tan firmes, se convertían de pronto en falsas a inaplicables.
El marido engañado, que hasta aquel momento le pareciera un ser despreciable, un estorbo incidental –y un tanto ridículo– de su dicha, era elevado de pronto por la propia Ana a una altura que inspiraba el máximo respeto, apareciendo repentinamente, no como malo, o falso, o ridículo, sino como bueno, sencillo y lleno de dignidad.
Vronsky no podía dejar de reconocerlo. Sus papeles respectivos, súbitamente, habían cambiado. Vronsky veía la elevación del otro y su propia caída; comprendía que Karenin tenía razón y él no. Tenía que admitir que el marido mostraba grandeza de alma hasta en su propio dolor y que él era bajo y mezquino en su engaño.
Pero esta conciencia de su inferioridad ante el hombre que antes despreciara injustamente constituía la parte mínima de su pena. Se sentía incomparablemente más desgraciado ahora, porque su pasión por Ana, que últimamente parecíale que empezaba a enfriarse, ahora, al saberla perdida, se hacía más fuerte que nunca.
La vio durante toda su enfermedad tal como era, leyó en su alma y le pareció que nunca hasta entonces la había amado. Y ahora, precisamente ahora, cuando la conocía bien, quedaba humillado ante ella y la perdía, dejándole de él sólo un recuerdo vergonzoso. Lo más terrible de todo fue su posición humillante y ridícula cuando Karenin separó sus manos de su rostro avergonzado.
De pie en la escalera de la casa de los Karenin, Vronsky no sabía qué hacer.
–¿Mando buscar un coche? –le preguntó el portero.
–Sí... un coche.
Una vez en casa, fatigado después de las tres noches que llevaba sin dormir, Vronsky se tendió boca abajo en el diván apoyándose sobre los brazos. Le pesaba la cabeza. Los más extraños recuerdos, pensamientos a imágenes se superponían con extraordinaria rapidez y claridad: ora la poción que daba a la enferma, y de la que llenó en exceso la cuchara; ora las manos blancas de la comadrona; ora la extraña actitud de Karenin arrodillado ante el lecho.
«Quiero dormir y olvidar», se dijo con la tranquila convicción de un hombre sano seguro de que si resuelve dormirse lo conseguirá inmediatamente.
Y, en efecto, en aquel mismo instante todo se confundió en su cerebro y comenzó a hundirse en el precipicio del olvido. Las olas del mar de la vida comenzaban en su inconsciencia a cerrarse sobre su cabeza, cuando de repente pareció como si la descarga de una fuerte corriente eléctrica atravesara su cuerpo.
Se estremeció de tal modo que hasta dio un salto sobre los muelles del diván y, al buscar un punto de apoyo, quedó de rodillas, asustado. Tenía los ojos muy abiertos y parecía que no hubiera llegado a dormirse. La pesadez de cabeza y la flojedad muscular que sintiera un momento antes desaparecieron repentinamente.
«Puede usted pisotearme en el barro ...»
Oía las palabras de Alexey Alejandrovich y le veía ante sí; veía el rostro febril y ardiente de Ana, con sus ojos brillantes, que miraban con amor y dulzura, no a él, sino a Alexey Alejandrovich; veía su propia figura, estúpida y ridícula, como sin duda había aparecido en el momento en que Karenin le apartara las manos del rostro.
Estiró las piernas de nuevo, se acomodó sobre el diván en la misma postura de antes y cerró los ojos.
«Quiero dormir, dormir...», se repitió. Pero con los ojos cerrados veía el rostro de Ana más claramente aún, tal como lo tenía en la tarde memorable para él de las carreras.
«Esos días no volverán más, nunca mis... Ella quiere borrarlos de su recuerdo. ¡Y yo no puedo vivir sin ellos! ¿Cómo reconciliarnos, cómo?», pronunció Vronsky en voz alta, y re-pitió varias veces aquellas palabras inconscientemente. Haciéndolo,impedía que se presentasen los nuevos recuerdos e imágenes que le parecía sentir acumularse en su mente. Pero la repetición de aquellas palabras sólo pudo contener por un breve instante el vuelo de su imaginación. De nuevo aparecieron en su mente, uno tras otro, con extrema rapidez, los momentos felices y junto con ellos su reciente humillación.
«Apártale las manos», decía la voz de Ana. Alexey Alejandrovich se las apartaba y sentía la expresión ridícula y humillante de su propio rostro.
Continuaba tendido en el diván, tratando de dormir, aunque estaba convencido de que no lo conseguiría, y repetía en voz baja las palabras de cualquier pensamiento casual, intentando evitar así que aparecieran nuevas imágenes. Prestaba atención y oía el murmullo extraño, enloquecedor, de las palabras que iba repitiendo:
«No supiste apreciarla, no has sabido hacerte valer, no supiste apreciarla, no has sabido hacerte valer...»
«¿Qué es esto?», se preguntó. «¿Es que me estoy volviendo loco? Puede ser... ¿Por qué enloquece la gente y por qué se suicida sino por esto?», se contestó.
Abrió los ojos, vio junto a su cabeza el almohadón bordado obra de Varia, la esposa de su hermano. Tocó el borlón de la almohada y se esforzó en recordar a Varia, queriendo precisar cuándo la había visto por última vez.
Pero cualquier esfuerzo por pensar le era doloroso. «No; debo dormirme», decidió. Acercó el almohadón de nuevo y apoyó la cabeza en él, y procuró cerrar los ojos, cosa que no podía conseguir sino con gran esfuerzo. Se levantó de un salto y se sentó.
«Eso ha terminado para mí», pensó. «Debo reflexionar en lo que me conviene hacer. ¿Qué me queda?»
Y su pensamiento imaginó rápidamente todo lo que sería su vida separado de Ana.
«¿La ambición, Serpujovskoy, el gran mundo, la Corte?»
No pudo fijar el pensamiento en nada. Todo aquello tenía importancia antes, pero ahora carecía de ella por completo.
Se levantó del diván, se quitó la levita, se aflojó el cinturón y, descubriendo su velludo pecho, para poder respirar con más facilidad, comenzó a pasear por la habitación.
«Así se vuelve loca la gente», repitió, «y así se suicidan los hombres... para no avergonzarse ...» , añadió lentamente.
Se acercó a la puerta y la cerró. Luego, con la mirada fija y los dientes apretados, se acercó a la mesa, cogió el revólver, lo examinó, volvió hacia él el cañón cargado y se sintió invadido por una profunda tristeza. Como cosa de dos minutos permaneció inmóvil y pensativo, con el revólver en la mano, la cabeza baja y en el rostro la expresión de un inmenso esfuerzo de concentración mental.
«Está claro», se dijo, como si el curso de un pensamiento lógico, nítido y prolongado le hubiese llevado a una conclusión indudable. En realidad, aquel «está claro» sólo fue para él la consecuencia de la repetición de un mismo círculo de recuerdos a imágenes que pasaran por su mente decenas de veces en aquella hora. Eran los mismos recuerdos de su felicidad, perdida para siempre, la misma idea de que todo carecía de objeto en su vida futura, la misma conciencia de su humillación. Era siempre una sucesión idéntica de las mismas imágenes y sentimientos.
«Está claro», repitió cuando su cerebro hubo recorrido por tercera vez el círculo mágico de recuerdos y pensamientos.
Y aplicando el revólver a la parte izquierda de su pecho, con un fuerte tirón de todo el brazo, apretando el puño de repente, Vronsky oprimió el gatillo.
No sintió el ruido del disparo, pero un violento golpe en el pecho le hizo tambalearse. Trató de apoyarse en el borde de la mesa, soltó el revólver, vaciló y se sentó en el suelo, mirando con sorpresa en tomo suyo. Visto todo desde abajo, las patas curvadas de la mesa, el cesto de los papeles y la piel de tigre, no reconocía su habitación.
Oyó los pasos rápidos y crujientes de su criado cruzando el salón y se recobró. Hizo un esfuerzo mental, comprendió que estaba en el suelo y, al ver la sangre en la piel de tigre y en su brazo, recordó que había disparado sobre sí mismo.
«¡Qué estupidez! No apunté bien», murmuró, buscando el arma con la mano. El revólver estaba a su lado, pero él lo buscaba más lejos. Continuando su busca, se estiró hacia el lado opuesto, no pudo guardar el equilibrio y cayó desangrándose.
El elegante criado con patillas, que más de una vez se había quejado ante sus amigos de la debilidad de sus nervios, se asustó tanto al ver a su señor tendido en el suelo que corrió a buscar ayuda, dejándole entre tanto perder más y más sangre.
Al cabo de una hora llegó Varia, la mujer del hermano de Vronsky, y con ayuda de tres médicos, a los que envió a buscar a distintos sitios y que llegaron todos a la vez, instaló al herido en el lecho y se quedó en su casa para cuidarle.
XIX
La equivocación cometida por Alexey Alejandrovich consistía en que, al prepararse a ver a su mujer, no pensó en la posibilidad de que su arrepentimiento pudiera ser sincero, de que él la perdonara y ella no muriese.
Dos meses después de su vuelta de Moscú aquel error se le presentó en toda su crudeza. La equivocación no había consistido sólo en no prever tal posibilidad, sino también en no haber conocido su propio corazón antes del día en que había visto a su mujer moribunda.
Junto al lecho de la enferma se entregó por primera vez en su vida al sentimiento de humillada compasión que despertaban siempre en él los sufrimientos ajenos y del que se avergonzaba como de una perjudicial debilidad.
La compasión por Ana, el arrepentimiento de haber deseado su muerte y sobre todo la alegría de perdonar, hicieron que repentinamente sintiera no sólo terminado su sufrimiento, sino, además, una tranquilidad de espíritu nunca experimentada antes. Notaba que, de repente, lo que había sido origen de sus dolores se convertía en origen de la alegría de su alma. Lo que le pareciera insoluble cuando condenaba, reprochaba y odiaba, le resultaba sencillo ahora que perdonaba y amaba.
Perdonaba a su mujer, compadeciéndola por sus pesares y por su arrepentimiento. Perdonaba a Vronsky y le compadecía, sobre todo después de haberse enterado de su acto de desesperación. Compadecía también a su hijo más que antes. Se reprochaba haberse ocupado muy poco de él hasta entonces; incluso hacia la niña recién nacida experimentaba un sentimiento especial, mezcla de piedad y de ternura.
Al principio atendió sólo a la recién nacida, movido por la compasión hacia aquella niña infeliz, que no era hija suya, que había sido olvidada por todos durante la enfermedad de su madre y que seguramente habría muerto si Karenin no se hubiera ocupado de ella.
Luego, poco a poco, sin darse cuenta, empezó a querer a la pequeña. Muchas veces al día entraba en el cuarto de los niños y allí permanecía sentado largo rato. De modo que la niñera y el aya, al principio cohibidas en su presencia, se acostumbraron a él insensiblemente.
En ocasiones pasaba hasta media hora mirando la carita rojiza como el azafrán, fofa y aún arrugada, de la pequeña, examinando sus manitas gordezuelas, de dedos crispados, con el dorso de los cuales se frotaba los ojos y el arranque de la nariz.
Alexey Alejandrovich se sentía más sereno que nunca en aquellos momentos; estaba en paz consigo mismo; no veía nada de extraordinario en su situación ni creía que tuviera que cambiarla para nada,
Pero, a medida que pasaba el tiempo, iba reconociendo con claridad que, por muy natural que a él pudiera parecerle tal estado de cosas, los demás no permitirían que quedasen así. Además de la bondadosa fuerza moral que guiaba su alma, había otra tan fuerte, si no más, que guiaba su vida, y esta segunda fuerza no podía darle la tranquilidad pacífica y humilde que deseaba.
Advertía que todos le miraban con interrogativa sorpresa sin comprenderle, como esperando algo de él. Y, particularmente, comprobaba la fragilidad y poca consistencia de sus relaciones con su mujer.
Al desvanecerse aquel momento de enternecimiento producido por la proximidad de la muerte, Alexey Alejandrovich comenzó a comprobar que Ana le temía, se sentía inquieta en su presencia y no osaba arrostrar su mirada. Era como si la atormentase el deseo de decirle algo y no se decidiera a decirlo, y también como si esperara alguna cosa de él, como si presintiese que aquellas relaciones no podían perdurar de aquel modo.
A finales de febrero, la recién nacida, a quien también llamaron Ana, enfermó. Karenin fue por la mañana al dormitorio, ordenó que se avisase al médico y marchó al Ministerio. Terminadas sus ocupaciones, volvió a casa hacia las cuatro. Al entrar en el salón, vio que el criado, hombre muy arrogante, vestido de librea con una esclavina de piel de oso, sos-tenía en las manos una capa blanca de cebellina.
–¿Quién ha venido? –preguntó Karenin.
–La princesa Isabel Fedorovna Tverskaya –contestó el lacayo, sonriendo, según se le figuró a Alexey Alejandrovich.
En aquella dolorosa etapa, Karenin venía observando que sus amistades del gran mundo les trataban ahora, tanto a él como a su mujer, con un interés particular. En todos aquellos amigos descubría una especie de alegría que sólo con dificultad conseguían ocultar, la misma alegría que viera en los ojos del abogado y ahora en los del sirviente. Parecía que todos se hallasen entusiasmados, como preparando la boda de alguien. Cuando encontraban a Alexey Alejandrovich le preguntaban por la salud de Ana con alegría difícilmente reprimida.
La presencia de la princesa Tverskaya, tanto por los recuerdos que evocaba como por no simpatizar con ella, era desagradable a Karenin.
En la primera de las habitaciones de los niños, Sergio, inclinado sobre la mesa, con los pies sobre una silla, dibujaba, acompañando su propio trabajo de palabras alentadoras. La inglesa que sustituyera a la francesa durante la enfermedad de Ana estaba sentada junto al niño haciendo labor. Al ver entrar a Karenin se levantó con precipitación, hizo una reverencia y dio un leve empujón a Sergio.
Alexey Alejandrovich acarició la cabeza de su hijo, contestó a las preguntas de la institutriz sobre la salud de su esposa y le preguntó lo que había dicho el médico sobre la pequeña.
–El doctor asegura que no es nada serio y ha recetado baños, señor.
–Pero la niña padece aún –repuso Karenin, oyéndola gemir en la habitación contigua.
–Creo, señor, que esa nodriza no sirve ––dijo osadamente la inglesa.
–¿Por qué lo piensa así? –preguntó él, deteniéndose.
–Lo mismo pasó en casa de la condesa Paul, señor. Se sometió a la criatura a tratamiento y resultó que el niño padecía hambre. La nodriza no tenía bastante leche, señor.
Alexey Alejandrovich quedó pensativo y, tras reflexionar unos momentos, cruzó la puerta.
La niña estaba tendida, volvía la cabecita y se revolvía inquieta entre los brazos de la nodriza, negándose a tomar el enorme pecho que se le ofrecía y a callar, a pesar del doble «¡Chist!» de la nodriza y del aya inclinadas sobre ella.
–¿No ha mejorado? –preguntó Karenin.
–Está muy inquieta –contestó el aya en voz baja.
–Miss Edward dice que acaso la nodriza no tenga leche suficiente.
–También lo creo yo, Alexey Alejandrovich.
–¿Y por qué no lo decía?
–¿A quién? Ana Arkadievna está enferma aún –dijo el aya con descontento.
El aya servía hacía muchos años en casa de los Karenin. Y hasta en aquellas sencillas palabras creyó Karenin notar una alusión al presente estado de cosas.
La niña gritaba más cada vez, se ahogaba y enronquecía. El aya, moviendo la mano con aire de disgusto, se acercó a la nodriza, cogió en brazos a la criatura y empezó a mecerla, paseando con ella.
–Hay que decir al médico que examine a la nodriza –indicó Karenin.
La nodriza, mujer de saludable aspecto y bien ataviada, sintiéndose temerosa de que la despidiesen, murmuró algo a media voz, mientras ocultaba, con desdeñosa sonrisa, su pecho opulento. Y también en aquella sonrisa vio Alexey Alejandrovich una ironía hacia su situación.
–¡Pobre niña! –dijo el aya, tratando de calmar a la pequeña y continuando su paseo con ella en brazos.
Alexey Alejandrovich se sentó en una silla y con el rostro triste, apenado, miraba al aya pasear por la habitación.
Cuando al fin se calmó la niña, y el aya, tras ponerla en la blanda camita y arreglarle la almohada bajo la cabeza, se alejó de ella, Alexey Alejandrovich, penosamente, andando sobre las puntas de los pies, se acercó a la niña. Permaneció en silencio, contemplándola con tristeza. De repente, una sonrisa asomó a su rostro, haciendo moverse sus cabellos y fruncirse la piel de su frente. Luego salió del cuarto sin hacer el menor ruido.
Una vez en el comedor, llamó y ordenó al criado que se había apresurado a acudir, que fuese en seguida a buscar de nuevo al médico.
Sentíase irritado contra su mujer, que se preocupaba tan poco de aquella hermosísima niña. No quería verla en aquel estado de irritación, ni tampoco a la princesa Betsy. Pero como Ana podía extrañarse de que no fuese a su cuarto, hizo un esfuerzo y se dirigió allí.
Al acercarse a la puerta pisando la tupida alfombra, llegaron sin querer a sus oídos las palabras de una conversación que nó habría querido escuchar.
–Si él no se marchase, yo comprendería su negativa y la de su marido. Pero Alexey Alejandrovich debe mostrarse por encima de todo esto ––decía Betsy.
–No me niego por mi marido, sino por mí misma –contestó la voz conmovida de Ana.
–No es posible que usted no desee despedirse del hombre que ha querido matarse por usted.
–Por eso mismo no quiero.
Alexey Alejandrovich se detuvo. Su rostro expresaba un temor casi culpable. Trató de alejarse sin ser visto. Pero reflexionando en que aquello sería poco noble, volvió sobre sus pasos, tosió y avanzó hacia la alcoba.
Las voces callaron; él entró. Ana estaba sentada en el sofá, envuelta en una bata gris, con los cabellos negros, recién cortados, formando una espesa maraña sobre su cabeza ovalada.
Como siempre que veía a su marido, su animación desapareció de repente. Bajó la vista y miró a Betsy con inquietud.
Ésta, vestida a la última moda, con un sombrero colocado sobre su cabeza como una pantalla sobre una lámpara, vistiendo un traje azul rojizo de amplias y llamativas líneas en diagonal trazadas de un lado sobre el corpiño y de otro sobre la falda, estaba sentada junto a Ana, manteniendo erguido el liso busto. Inclinó la cabeza y sonriendo burlonamente, saludó a Karenin.
–¡Oh! –exclamó, como sorprendida–. ¡Me alegra mucho hallarle en casa...! No se le ve nunca en ninguna parte. Yo no le he encontrado desde la enfermedad de Ana. Ya lo sé todo, sus cuidados... su... ¡Es usted un esposo admirable! –dijo con tono significativo y afectuoso, como si le condecorara con la medalla de la bondad por su conducta con su mujer.
Alexey Alejandrovich saludó fríamente y besó la mano de su esposa preguntándole cómo se encontraba.
–Parece que me encuentro mejor –contestó Ana rehuyendo su mirada.
–Pero, por el color encendido de su rostro diría que tiene usted fiebre –dijo Karenin, recalcando la palabra «fiebre».
–Hemos hablado en exceso –repuso Betsy–. Comprendo que esto es demasiado egoísmo por mi parte; me marcho ya.
Se levantó, pero Ana, ruborizándose de repente, le cogió el brazo.
–No, quédese, haga el favor... Debo decirle... Y a usted también... –añadió dirigiéndose a su marido, mientras el rubor se extendía a su frente y a su cuello–. No puedo ni quiero ocultarle nada...
Alexey Alejandrovich hizo crujir sus dedos y bajó la cabeza.
–Betsy me ha dicho que el príncipe Vronsky quería visitamos antes de marcharse a Tachkent –Ana hablaba sin mirar a su marido, y cuanto más penosos eran sus sentimientos más se apresuraba–. Le he dicho que no puedo recibirle.
–Me ha dicho usted, querida amiga, que eso dependía de su esposo –corrigió Betsy.
–Pues no, no puedo recibirle, ni sirve de...
Se interrumpió de pronto y contempló, interrogadora, a su marido, que ahora no la miraba.
–En una palabra, no quiero...
Alexey Alejandrovich, acercándose, trató de cogerle la mano.
Ana, dejándose llevar del primer impulso, retiró su mano de la de su esposo –grande, húmeda y con gruesas venas hinchadas–, que buscaba la suya. Después, haciendo un evi-dente esfuerzo sobre sí misma, la oprimió.
–Le agradezco mucho su confianza, pero... –repuso Karenin, turbado, comprendiendo con enojo que lo que podía explicar y decir a solas no era posible ante Betsy. Esta se le presentaba en aquel momento como la personificación de aquella fuerza incontrastable que había de guiar su vida a los ojos del gran mundo, estorbándole el que se entregara libremente a sus sentimientos de perdón y de amor.
Se interrumpió, pues, y quedó mirando a la princesa Tverskaya.
–Entonces, adiós, querida –––dijo Betsy levantándose.
Besó a Ana y salió. Karenin la acompañó.
–Alexey Alejandrovich: le tengo por un hombre generoso –dijo Betsy, deteniéndose en el saloncito y apretándole la mano una vez más significativamente–. Soy una extraña, pero quiero tanto a Ana y siento tanto respeto por usted, que me permito darle un consejo. Acéptelo. Alexey Vronsky es el honor en persona y ahora se va a Tachkent.
–Le agradezco, Princesa, su interés y sus consejos. Pero la cuestión de a quien reciba o no mi mujer ha de resolverla ella misma.
Habló, según acostumbraba, con dignidad, arqueando las cejas, pero pensó en seguida que, dijera lo que dijese, no podía haber dignidad en su situación.
Lo comprobó con la sonrisa contenida, irónica, malévola, con que le miró Betsy después de haber oído sus palabras.
XX
Karenin se despidió de Betsy en la sala y volvió al lado de su mujer. Ana estaba tendida en el diván, pero al sentir los pasos de su marido recobró precipitadamente su posición anterior y le miró con temor. Alexey Alejandrovich notó que ella había llorado.
–Te agradezco tu confianza en mí –dijo, repitiendo en ruso lo que dijera ante Betsy en francés.
Y se sentó a su lado.
Cuando Karenin hablaba en ruso y la trataba de tú, este «tú» producía en Ana un irresistible sentimiento de irritación.
–Agradezco mucho tu decisión. Creo también que, puesto que se marcha, no hay necesidad alguna de que el príncipe Vronsky venga aquí. De todos modos...
–Sí, ya lo he dicho yo. ¿Para qué insistir? –interrumpió de pronto Ana.
«¡No hay ninguna necesidad», pensaba, «de que venga un hombre para despedirse de la mujer a quien ama, por la que quiso matarse, por la que ha deshecho su vida! ¡La mujer que no puede vivir sin él! ¡Y dice que no hay ninguna necesidad!».
Ana apretó los labios y puso la mirada de sus ojos brillantes en las manos de Alexey Alejandrovich, con sus venas hinchadas, que en aquel momento se frotaba lentamente una contra otra.
–No hablemos más de esto –añadió, más sosegada.
–Te he dejado resolver la cuestión por ti misma y me alegro de que... ––empezó Alexey Alejandrovich.
–De que mi deseo coincida con el suyo –concluyó Ana, molesta de que su marido hablara tan despacio cuando ella sabía bien lo que iba a decirle.
–Sí –afirmó él– Y la princesa Tverskaya hace mal en intervenir en los asuntos de una familia ajena, que son siempre delicados... Sobre todo, ella...
–No creo nada de lo que murmuran de Betsy –interrumpió precipitadamente Ana–. Sólo sé que me quiere sinceramente.
Alexey Alejandrovich suspiró y calló. Ana jugueteaba, inquieta, con las borlas de su bata, mirando a su marido con el doloroso sentimiento de repulsión física que tanto se reprochaba pero que no podía dominan Ahora no deseaba más que una cosa: verse libre de su desagradable presencia.
–He enviado a buscar al médico –dijo Karenin.
–Me encuentro bien. ¿Para qué necesito al médico?
–La pequeña sigue quejándose y aseguran que la nodriza tiene poca leche.
–¿Por qué no me permitiste que la amamantase cuando te lo rogué? Pero da igual: a la niña la matarán.
Alexey Alejandrovich comprendió muy bien lo que significaba aquel «da igual».
Ana llamó y mandó que le trajesen a la niña.
–Pedí –dijo– que se me dejase amamantarla; no se me dejó hacerlo y ahora se me reprocha.
–No te lo reprocho, Ana.
–¡Sí me lo reprocha usted! ¡Dios mío! ¿Por qué no habré muerto? –sollozó Ana–. Perdóname; estoy irritada y hablo sin razón. Déjame sola ahora, haz el favor –dijo, recobrando la serenidad.
«Esto no puede continuar así» , se dijo resueltamente Alexey Alejandrovich al salir del cuarto de su mujer.
Jamás lo insostenible de su situación ante los ojos del gran mundo, jamás la aversión de su mujer hacia él, jamás todo el poder de aquella fuerza misteriosa que, contrapesando su estado de ánimo, guiaba su vida obligándole a ejecutar su voluntad y a cambiar sus relaciones con su mujer, jamás todo aquello se le presentó con tan absoluta claridad como en aquel momento.
Comprendía con toda evidencia que el mundo y su mujer exigían de él algo, aunque no pudiera decir concretamente qué. Y sentía elevarse en su alma un impulso de irritación que destruía su tranquilidad y anulaba el mérito de cuanto había hecho.
A su juicio, valía más para Ana romper sus relaciones con Vronsky; pero, si todos se empeñaban en que ello era imposible, estaba dispuesto hasta a permitirlas con tal que no se deshonrase el nombre de los niños, que no los perdiese, que no cambiase su situación. Por malo que ello fuese, peor era romper sus relaciones, poniendo a Ana en una posición sin salida, deshonrosa, y perdiendo él cuanto amaba.
Pero se sentía sin fuerzas. Sabía de antemano que todos estaban contra él y que no le permitirían hacer lo que ahora le parecía tan favorable y natural. Adivinaba que iban a forzarle a hacer lo que, siendo peor, a los demás les parecía necesario.
XXI
Antes de que Betsy saliera de casa de los Karenin, se halló con Esteban Arkadievich, que acababa de llegar de casa Eliseev, donde aquel día habían recibido ostras frescas.
–¡Qué encuentro tan agradable, Princesa! –exclamó Oblonsky–. Yo vengo aquí de visita...
–Un encuentro de un momento –dijo Betsy, sonriendo y poniéndose los guantes– porque tengo que irme en seguida.
–Espere, Princesa. Antes de ponerse los guantes déjeme besar su linda mano. Nada me agrada más en la vuelta actual a las costumbres antiguas que esta de besar la mano de las damas –y se la besá–. ¿Cuándo nos veremos?
–No se lo merece usted –contestó ella sonriendo.
–Sí me lo merezco, porque me he vuelto un hombre formal; no sólo arreglo mis asuntos personales de familia, sino los ajenos también –dijo él con intencionada expresión en su semblante.
–Me alegro mucho –repuso Betsy, comprendiendo que hablaba de Ana.
Y, volviendo a la sala, se pararon en un rincón.
–La va a matar –dijo Betsy, en un significativo cuchicheo–. Esto es imposible, imposible...
–Me complace que lo crea usted así –mañifestó Esteban Arkadievich, moviendo la cabeza con aire de dolorosa aquiescencia–. Precisamente para eso he venido a San Petersburgo.
–Toda la ciudad lo dice –añadió Betsy–. Es una situación imposible. Ella está consumiéndose. Él no comprende que Ana es una de esas mujeres que no pueden jugar con sus sentimientos. Una de dos: o se la lleva de aquí, a obra enérgicamente y se divorcia. Esta situación está acabando con ella.
–Sí, sí, claro –respondió Oblonsky, suspirando–. Ya lo he dicho; he venido por eso. Bueno, no sólo por eso, sino también porque me han nombrado chambelán y tengo que dar las gracias... Pero lo principal es que hay que arreglar este asunto.
–¡Dios le ayude! –exclamó Betsy.
Esteban Arkadievich acompañó a la Princesa hasta la marquesina, le besó de nuevo la mano más arriba del guante, donde late el pulso y, después de decirle una broma tan inde-corosa que ella no supo ya si ofenderse o reír, se dirigió a ver a su hermana, a la que encontró deshecha en llanto.
A pesar de su excelente estado de ánimo, que le hacía derramar alegría por doquiera que pasaba, Oblonsky asumió en seguida el acento de compasión poéticamente exaltado que convenía a los sentimientos de Ana. Le preguntó por su salud y cómo había pasado la mañana.
–Muy mal, muy mal... Mal la mañana y el día... y todos los días pasados y futuros –dijo ella.
–Creo que te entregas demasiado a tu melancolía. Hay que animarse; hay que mirar la vida cara a cara. Es penoso, pero...
–He oído decir que las mujeres aman a los hombres hasta por sus vicios –empezó de repente–, pero yo odio a mi marido por su bondad. ¡No puedo vivir con él! Compréndelo: ¡sólo el verle me destroza los nervios y me hace perder el dominio de mí misma! ¡No puedo vivir con él! ¿Y qué puedo hacer? He sido tan desgraciada que creía imposible serlo más. Pero nunca pude imaginar el horrible estado en que me encuentro ahora. ¿Quieres creer que, aunque es un hombre tan excelente y bueno que no merezco ni besar el suelo que pisa, le odio a pesar de todo? Le odio por su grandeza de alma. No me queda nada, excepto...
Iba a decir «excepto la muerte», pero su hermano no le permitió terminar.
–Estás enferma a irritada y exageras –dijo– Créeme que las cosas no son tan terribles como imaginas.
Y sonrió. Nadie, no siendo Esteban Arkadievich, se habría permitido sonreír ante tanta desesperación, porque la sonrisa habría parecido completamente extemporánea; pero en su modo de hacerlo había tanta benevolencia y una dulzura tal, casi femenina, que no ofendía, sino que calmaba y proporcionaba un dulce consuelo.
Sus palabras suaves y serenas, sus sonrisas, obraban tan eficazmente, que se las podía comparar con la acción del aceite de almendras sobre las heridas. Ana lo experimentó en seguida.
–No, Stiva, no ––dijo– Estoy perdida; más que perdida, pues no puedo aún decir que todo haya terminado; al contrario, siento que no ha terminado aún. Soy como una cuerda tensa que ha de acabar rompiéndose. No ha llegado al fin, ¡y el fin será terrible!
–No temas. La cuerda puede aflojarse poco a poco. No hay situación que no tenga salida.
–Lo he pensado bien y sólo hay una...
Esteban Arkadievich, comprendiendo, por la mirada de terror de Ana, que aquella salida era la muerte, no le consintió terminar la frase.
–Nada de eso –repuso–. Permíteme... Tú no puedes juzgar la situación como yo. Déjame exponerte mi opinión sincera –y repitió su sonrisa de aceite de almendras–. Empezaré por el principio. Estás casada con un hombre veinte años mayor que tú. Te casaste sin amor, sin conocer el amor. Supongamos que ésa fue tu equivocación.
–¡Y una terrible equivocación! ––dijo Ana.
–Pero eso, repito, es un hecho consumado. Luego has tenido la desgracia de no querer a tu marido. Es una desgracia, pero un hecho consumado también. Tu marido, reconocién-dolo, te ha perdonado...
Esteban Arkadievich se detenía después de cada frase, esperando la réplica, pero Ana no respondía.
–Las cosas están así –continuó su hermano–. La pregunta ahora es ésta: ¿puedes continuar viviendo con tu marido? ¿Lo deseas tú? ¿Lo desea él?
–No sé... no sé nada...
–Me has dicho que no puedes soportarle.
–No, no lo he dicho... Retiro mis palabras... No sé nada, no entiendo nada...
–Permite que...
–Tú no puedes comprender. Me parece hundirme en un precipicio del que no podré salvarme. No, no podré...
–No importa. Pondremos abajo una alfombra blanda y te recogeremos en ella. Ya comprendo que no puedes decidirte a exponer lo que deseas, lo que sientes...
–No deseo nada, nada... Sólo deseo que esto acabe lo más pronto posible.
–Pero él lo ve y lo sabe. ¿Y crees que sufre menos que tú soportándolo? Tú sufres, él sufre... ¿En qué puede terminar esto? En cambio, el divorcio lo resuelve todo –terminó, no sin un esfuerzo, Esteban Arkadievich,
Y, tras haber expuesto su principal pensamiento, la miró de un modo significativo.
Ana, sin contestar, movió negativamente su cabeza, con sus cabellos cortados. Pero él, por la expresión del rostro de su hermana, súbitamente iluminado con su belleza anterior, comprendió que si ella no hablaba de tal solución era sólo porque le parecía una dicha inaccesible.
–Os compadezco con toda mi alma. Sería muy feliz si pudiese arreglarlo todo –dijo Esteban Arkadievich sonriendo ya con más seguridad–. No, no me digas nada... ¡Si Dios me diera la facilidad de expresar a tu marido lo que siento y convencerle! ¡Voy a verle ahora mismo!
Ana le miró con sus ojos brillantes y pensativos y no contestó.
XXII
Con una ligera expresión de solemnidad en el rostro, tal como se sentaba en su puesto de presidente en las sesiones del juzgado, Oblonsky entró en el despacho de Alexey Alejandrovich.
Este, con las manos a la espalda, paseaba por la habitación pensando en lo mismo de lo que su cuñado había hablado con su mujer.
–¿No te estorbo? –preguntó Esteban Arkadievich, que al ver a Karenin experimentó un sentimiento de turbación insólito en él.
Para disimularlo, sacó la petaca de cierre especial que acababa de comprar y, tras oler la piel nueva, extrajo un cigarrillo.
–No. ¿Puedo servirte en algo? –dijo Karenin con desgana.
–Sí. Quisiera... necesito... hablarte –repuso Esteban Arkadievich, sorprendido al notar que sentía una timidez que nunca había sentido.
Aquel sentimiento era tan inesperado y extraño, que Oblonsky no pudo creer que fuera la voz de la conciencia diciéndole que iba a cometer una mala acción. Sobreponiéndose con un esfuerzo, consiguió dominarse.
–Supongo que creerás en el cariño que profeso a mi hermana y en el particular afecto y respeto que siento por ti –dijo sonrojándose.
Alexey Alejandrovich se detuvo, sin contestar, pero la expresión de víctima resignada que se dibujaba en su semblante sorprendió a Esteban Arkadievich.
–Quería... deseaba... hablarte de mi hermana y de vuestras mutuas relaciones –añadió Oblonsky, luchando aún con su confusión.
Alexey Alejandrovich sonrió con leve ironía, miró a su cuñado y, sin contestarle, se acercó a la mesa, cogió una carta empezada que había en ella y la mostró a su interlocutor.
Esteban Arkadievich la tomó, miró con asombro aquellos ojos turbios que se fijaban en él, inmóviles, y comenzó a leer.
Observo que mi presencia le es penosa. Por triste que me haya sido convencerme de ello, comprendo que es así y que no puede ser de otro modo. No la inculpo. Dios es testigo de que, viéndola enferma, resolví con toda mi alma olvidar cuanto ha pasado entre nosotros y empezar una vida nueva. No me arrepiento ni me arrepentiré nunca de lo hecho. Sólo quería una cosa: el bien de usted, la paz de su alma. Y veo que no lo he conseguido. Dígame usted misma que es lo que puede procurarle la dicha y la paz del espíritu. Me entrego a su voluntad y a sus sentimiento de justicia.
Esteban Arkadievich devolvió la carta a su cuñado y siguió contemplándole perplejo sin saber qué decirle.
Aquel silencio era tan penoso para los dos que por los labios de Oblonsky pasó un temblor dolorido. Sin apartar la mirada del rostro de Karenin, continuaba callando.
–Eso es lo único que puedo decir –habló Alexey Alejandrovich volviendo la cabeza.
–Sí, sí ––dijo Esteban Arkadievich, sin fuerzas para contestar, sintiendo que los sollozos se agolpaban a su garganta–. Sí, sí, lo comprendo... –pronunció al fin.
–Deseo saber lo que ella quiere –repuso Karenin.
–Temo que ella misma no comprenda su propia situación. Ahora no puede ser juez... Está consternada... sí, consternada por tu grandeza de alma... Si lee esta carta, no sabrá qué decir, salvo inclinar la cabeza con más humillación aún.
–Sí, mas, ¿qué puedo hacer entonces? ¿Cómo explicar...? ¿Cómo saber lo que quiere?
–Si me permites exponerte mi opinión, creo que depende de ti adoptar las medidas que encuentres necesarias para resolver esta situación.
–¿De modo que crees que hay que acabar con este estado de cosas? –interrumpió Karenin–. Pero ¿cómo? –añadió, pasándose la mano ante los Ojos, con ademán insólito en él–. No veo salida posible.
–Todas las situaciones tienen salida –afirmó Esteban Arkadievich, levantándose, animado ya–. Hubo un momento en que tú quisiste romper... Si estás convencido de que es imposible haceros mutuamente dichosos...
–La felicidad puede comprenderse de diferentes modos... Pero supongamos que estoy conforme con todo y que no quiero nada. ¿Qué salida puede tener nuestra situación?
–¿Quieres saber mi opinión? –repuso Esteban Arkadievich, con la misma sonrisa de aceite de almendras que empleara al hablar con Ana.
Y aquella sonrisa era tan persuasiva y bondadosa que, notando involuntariamente su propia debilidad, Alexey Alejandrovich, sugestionado por ella, se sintió dispuesto a creer cuanto le dijera su cuñado.
–Ana no lo dirá nunca –continuó Oblonsky–. Pero sólo hay una salida posible; sólo hay algo que ella puede desear. Y es la interrupción de vuestras relaciones y de los recuerdos unidos a ellas. Creo que en vuestra situación es preciso aclarar las ulteriores relaciones recíprocas, relaciones que sólo pueden establecerse basándose en la libertad de ambas partes.
–O sea el divorcio ––dijo, con repugnancia, Karenin.
–Sí, a mi juicio sí; el divorcio –repitió, sonrojándose, Esteban Arkadievich–. Es, en todos los sentidos, la mejor salida para un matrimonio que se halla en vuestra situación.
¿Qué puede hacerse cuando los esposos encuentran imposible vivir juntos? Es algo que puede sucederle a todo el mundo...
Alexey Alejandrovich, respirando penosamente, cerró los ojos.
–Aquí sólo puede haber una consideración: ¿desea o no uno de los cónyuges contraer nuevo matrimonio? Si no se desea, la cosa es muy sencilla ––continuó Esteban Arkadievich, sintiéndose cada vez más dueño de sí.
Alexey Alejandrovich, con el rostro contraído por la emoción, murmuró algo para sus adentros; pero no contestó.
Lo que a su cuñado le parecía tan sencillo, él lo había pensado mil veces; y no sólo no le parecía muy sencillo, sino completamente imposible. El divorcio, cuyos detalles de realiza-ción conocía ahora, parecíale a la sazón inaceptable, porque el sentimiento de su propia dignidad y la religión que profesaba le impedían tomar sobre sí la responsabilidad de un adulterio ficticio. Y menos aún podía tolerar que la mujer amada y a quien había perdonado, fuese inculpada y cubierta de oprobio. Luego, el divorcio aparecía también como iniposible por otras causas más trascendentales aún. ¿Qué sería de su hijo si se divorciaban? Dejarle con su madre era imposible. La madre divorciada tendría su propia familia ilegítima, y en ella la situación y educación del hijastro tenían que ser malas forzosamente.
¿Retener a su hijo consigo? Habría sido una venganza por su parte y no lo deseaba.
Y, además, el divorcio parecía aún más imposible a Karenin pensando que, al consentir en él, causaba con ello la perdición de Ana. Habían llegado al fondo de su alma las pala-bras que le dijera Dolly en Moscú, cuando afirmó que, al optar por el divorcio, Karenin no pensaba más que en sí mismo y causaba la ruina definitiva de su mujer. Y él, uniendo estas palabras a su perdón y a su cariño a los pequeños, las entendía ahora a su manera.
Consentir en el divorcio, dejar libre a Ana, significaba, a su juicio, prescindir de lo último que le hacía amar la vida: los niños, a los que tanto quería. Y para ella representaba quitarle el último apoyo en el camino del bien y empujarla hacia el abismo.
Si Ana se convertía en una mujer divorciada, Karenin sabía que iría a reunirse con Vronsky en unas relaciones ilícitas y antirreligiosas, porque para la mujer, según la religión, no puede haber otro esposo mientras el primero vive.
«Ana se unirá a él y, de aquí a dos o tres años, él la abandonará, o ella tendrá relaciones con otro», pensaba Alexey Alejandrovich. «Y yo, consintiendo en ese ilícito divorcio, habré sido causa de su perdición.»
Sí, lo pensaba muchas veces y se persuadía de que la cuestión del divorcio, no sólo no era muy sencilla, como decía su cuñado, sino completamente imposible.
No creía en ninguna de las palabras de Oblonsky, se le ocurrían mil objeciones a cada una y, con todo, le escuchaba, sintiendo que en ellas se expresaba aquella fuerza incontrastable y enorme que guiaba ahora su vida y a la que tenía que obedecer.
–La única cuestión es saber en qué condiciones consientes en el divorcio. Ella no desea nada, nada se atreve a pedirte y confía en tu bondad.
«¡Dios mío, Dios mío, qué terrible castigo!», pensaba Karenin recordando los detalles sobre el modo de plantear el divorcio cuando el marido se achacaba la culpa.
Y, con el mismo ademán con que Oblonsky se ocultaba el rostro, escondió él el suyo entre las manos.
–Estás conmovido; lo comprendo... Pero, si lo piensas bien...
«Al que te hiere la mejilla izquierda, preséntale la derecha; al que te quite el caftán, dale la camisa», recordó Alexey Alejandrovich.
–Bien –exclamó con voz aguda– tomaré toda la responsabilidad sobre mí... Hasta les daré mi hijo... Pero ¿no valdría más dejarlo todo como está? En fin, haz lo que quieras...
Y volviéndose de espaldas a su cuñado a fin de que éste no le pudiese ver, se sentó en una silla cerca de la ventana. Sentía una gran amargura y una profunda vergüenza, pero junto con aquella vergüenza y aquella amargura, se sentía enternecido y gozoso por su propia humildad tan elevada.
–Créeme, Alexey Alejandrovich, Ana apreciará mucho tu bondad. Pero se ve que ésta era la voluntad divina –añadió.
Y una vez que hubo dicho tales palabras, se dio cuenta de que eran una tontería, y apenas pudo contener una sonrisa pensando en su propia necedad.
Alexey Alejandrovich quiso contestar, pero las lágrimas se lo impidieron.
–Es una desgracia inevitable y hay que aceptarla. Acéptala como un hecho consumado, procurando ayudar a Ana y ayudarte a ti mismo –dijo Esteban Arkadievich.
Cuando salió de la habitación de su cuñado, estaba profundamente conmovido, pero ello no le impedía sentirse alegre por haber logrado resolver aquel asunto, pues tenía el convencimiento de que Karenin no rectificaría sus palabras.
A su satisfacción se unía el pensamiento de que, cuando el asunto quedara terminado, podría decir a su mujer y a los amigos: «¿En qué nos diferenciamos un mariscal y yo? En que el mariscal dirige la parada de la guardia, sin beneficio de nadie, y yo he conseguido un divorcio en beneficio de tres».
O bien: «¿En qué nos parecemos un mariscal y yo? En que ...».
« ¡Bah! Ya se me ocurrirá algo mejor», se dijo Oblonsky, sonriendo.
XXIII
La herida de Vronsky era peligrosa y, aunque la bala no había alcanzado el corazón, el herido estuvo varios días luchando entre la vida y la muerte.
Cuando pudo hablar por primera vez, únicamente Varia, la mujer de su hermano, estaba junto al lecho.
–Varia –dijo él, mirándola con gravedad–: el arma se me disparó por un descuido. Te ruego que no me hables nunca de esto. Y dilo a todos así. Otra cosa sería demasiado estú-pida.
Varia, sin contestarle, se inclinó hacia él y le miró a la cara con una sonrisa de contento. Los ojos de Vronsky eran ahora claros, sin fiebre, pero en ellos se dibujaba una expresión severa.
–¡Gracias a Dios! –exclamó Varia–. ¿Te duele algo?
Y Vronsky indicaba el pecho.
–Un poco aquí.
–Voy a anudarte mejor la venda.
Vronsky, en silencio, apretando con fuerza las recias mandi'bulas, la miraba mientras ella le arreglaba el vendaje. Cuando terminó, Vronsky dijo:
–Oye: no deliro. Y te ruego que procures que, cuando se hable de esto, no se diga que disparé deliberadamente.
–Nadie lo dice. Pero espero que no vuelvas a tener un descuido –repuso ella con interrogativa sonrisa.
–No lo haré, probablemente, pero más habría valido que... Y Vronsky sonrió con tristeza.
Pese a tales palabras y a la sonrisa que tanto asustara a Varia, cuando la inflamación cesó, el herido, reponiéndose, se sintió libre de una parte de sus penas.
Con lo que había hecho, parecíale haber borrado parcialmente la vergüenza y la humillación que experimentara antes. Ahora podía pensar con más serenidad en Alexey Alejandrovich, de quien reconocía toda la grandeza de alma sin sentirse, sin embargo, rebajado por ella. Podía además, mirar a la gente a la cara sin avergonzarse, reanudar su habitual género de existencia, vivir con arreglo a sus costumbres.
Lo único que no podía arrancar de su alma, a pesar de que luchaba constantemente contra este sentimiento que le sumía en la desesperación, era el haber perdido a Ana.
Ahora, expiaba su falta ante Karenin, estaba, es verdad, firmemente resuelto a no interponerse nunca entre la esposa arrepentida y su marido; pero no podía arrancar de su alma la pena de haber perdido su amor; no podía borrar de su memoria los momentos pasados con Ana, que antes apreciara en tan poco, y cuyo recuerdo le perseguía ahora incesantemente.
Serpujovskoy le había buscado un destino en Tachkent y Vronsky lo había aceptado sin la menor vacilación. Pero, a medida que se acercaba el momento de partir, tanto más pe-noso le resultaba el sacrificio que ofrecía a lo que consideraba su deber.
La herida quedó curada. Empezó a salir y a realizar sus preparativos de viaje a Tachkent.
«Quiero verla una vez y luego desaparecer, morir ...», pensaba Vronsky, mientras hacía sus visitas de despedida.
Expresó aquel pensamiento a Betsy. Ésta lo transmitió a Ana y volvió con una respuesta negativa.
«Tanto mejor», se dijo Vronsky, al saberlo. «Era una debilidad que habría consumido mis últimas fuerzas.»
Al día siguiente, por la mañana, Betsy fue a su casa y le manifestó que había recibido por Oblonsky la afirmación de que Karenin entablaba el divorcio. Y por tanto, Vronsky podía ver a Ana.
Olvidándose incluso de acompañar a Betsy hasta la puerta, olvidándose de todas sus resoluciones, sin preguntar cuándo podía visitarla ni dónde estaba el marido, Vronsky se dirigió inmediatamente a casa de los Karenin.
Subió corriendo la escalera, sin ver nada ni a nadie, y con paso rápido, conteniéndose para no seguir corriendo, pasó a la habitación de Ana.
Sin reflexionar, sin mirar si había o no alguien en la habitación, Vronsky la estrechó contra su pecho y cubrió de besos su rostro, manos y garganta.
Ana estaba preparada para recibirle y había pensado en lo que le debía hablar, pero no tuvo tiempo para decirle nada de lo que había pensado. La pasión de él la arrebató. Habría querido calmarse, pero era tarde ya. El mismo sentimiento de Vronsky se le había comunicado a ella.
Sus labios temblaban y durante largo rato no pudo hablar.
–Te has adueñado de mí... Soy tuya... –murmuró al fin, oprimiéndole el pecho con las manos.
–Tenía que ser así –respondió Vronsky–. Mientras vivamos, tiene que ser así. Ahora lo comprendo.
–Es verdad ––dijo Ana, palideciendo cada vez más y besándole la cabeza–. Pero de todos modos, esto, después de lo sucedido, es terrible.
–Todo pasará... ¡Todo pasará y seremos felices! Nuestro amor, después de todo eso, ha crecido, si cabe, por terrible que sea –afirmó Vronsky, alzando la cabeza y mostrando al sonreír, sus fuertes dientes.
Y Ana no pudo contestarle ni con palabras ni con una sonrisa, sino con la expresión amorosa de sus ojos. Luego tomó la mano de Vronsky a hizo que la acariciase sus mejillas frías y sus cabellos cortados.
–Con el cabello corto no pareces la misma... Te encuentro guapa; pareces una niña... Pero ¡qué pálida estás!
–Me siento muy débil –respondió Ana sonriendo. Y sus labios temblaron otra vez.
–Iremos a Italia y allí te repondrás –dijo él.
–¿Es posible que vivamos juntos, como esposos, formando una familia? –repuso Ana, mirándole muy de cerca a los ojos.
–Lo único que me extraña es que antes haya sido posible lo contrario ––contestó Vronsky.
–Stiva dice que «él» consiente en todo, pero no puedo aceptar su magnanimidad –indicó Ana, mirando a otro lado, melancólicamente–. No quiero el divorcio. Todo me da igual. Sólo me preocupa lo que va a decidir respecto a Sergio.
Vronsky no comprendía que, aun en aquella entrevista, Ana pensase en su hijo y en el divorcio... ¿Qué le importaba todo aquello?
–No hables de eso, ni lo pienses ––dijo atrayendo hacia sí la mano de su amada para que se ocupase sólo de él. Pero Ana no le miraba.
–¿Por qué no habré muerto? Habría sido mejor –dijo ella–. Y lágrimas silenciosas corrieron por sus mejillas. Mas se sobrepuso y procuró sonreír para no entristecerle.
Según las antiguas ideas de Vronsky, renunciar al puesto de ventaja y peligro que le ofrecían en Tachkent era vergonzoso e imposible. Pero ahora renunció a él sin un titubeo y, notando que en las altas esferas le desaprobaban, pidió el retiro.
Un mes más tarde, Ana y Vronsky marchaban al extranjero. Karenin quedó solo en su casa con su hijo. Había renunciado al divorcio para siempre.
QUINTA PARTE
La princesa Scherbazky consideraba imposible celebrar la boda antes de Cuaresma, para la que sólo faltaban cinco semanas, dado que la mitad del ajuar de la novia no podía estar preparado antes de aquel término. Mas no podía dejar de estar de acuerdo con Levin en que aplazar la boda hasta fines de Cuaresma era esperar demasiado, ya que la anciana tía del príncipe Scherbazky estaba gravemente enferma y podía fallecer de un momento a otro, en cuyo caso el luto aplazaría la boda aún más tiempo.
Por esto, después de decidir que el ajuar se dividiría en dos partes, una mayor que se prepararía con más calma y otra menor que estaría dispuesta en seguida, la Princesa accedió a celebrar las bodas antes de la Cuaresma, aunque no sin molestarse repetidas veces con Levin por no contestar nunca con seriedad a sus preguntas ni decirle si estaba de acuerdo o no con lo que se hacía.
La decisión era tanto más cómoda cuanto que, después de casados, los novios se irían a su propiedad, donde para nada necesitarían la mayoría de las cosas correspondientes a la parte mayor del ajuar.
Levin continuaba en aquel estado de trastorno en el que le parecía que él y su felicidad constituían el único y principal fin de todo lo existente y que no debía pensar ni preocuparse de nada, ya que los demás lo harían todo por él.
No tenía ni siquiera formado un plan para su vida futura, dejando la decisión a los otros, convencido de que todo marcharía a la perfección.
Su hermano Sergio Ivanovich, Esteban Arkadievich y la Princesa, le orientaban en cuanto debía hacer. Y él se limitaba a conformarse con lo que decían.
Sergio Ivanovich tomó para él dinero prestado, la Princesa le aconsejó irse de Moscú después de la boda y Esteban Arkadievich le sugirió que fuese al extranjero. Levin se mostró de acuerdo con todo.
«Ordenad lo que más os agrade», se decía. «Soy feliz y mi felicidad no puede ser mayor ni menor por lo que vosotros hagáis o dejéis de hacer.»
Y cuando comunicó a Kitty que Esteban Arkadievich les aconsejaba ir al extranjero, le pareció sorprendente que ella no estuviese de acuerdo y que tuviera para su vida futura sus propósitos determinados.
Kitty sabía que en el pueblo Levin se ocupaba en una empresa que le apasionaba. Ella no comprendía aquellas actividades de su esposo ni quería comprenderlas, pero no por esto dejaba de considerarlas importantes; y como sabía que ellas exigirían su presencia en el pueblo, el deseo de Kitty era ir, no al extranjero donde nada tenían que hacer, sino a la casa de su futura residencia.
Tal decisión, expresada muy concretamente, extrañó a Levin. Pero, como le daba igual marchar a un sitio que a otro, pidió inmediatamente a Oblonsky, cual si éste tuviera tal obligación, que fuese al pueblo y lo arreglase todo como mejor le pareciera y con aquel buen gusto que era natural en él.
–Oye –dijo Esteban Arkadievich a Levin, al volver del pueblo donde lo dejó dispuesto todo para la llegada de los recién casados–, ¿tienes el certificado de confesión y comu-nión?
–No. ¿Porqué?
–Porque sin él no puedes casarte.
–¡Caramba! –exclamó Levin–. Pues hace nueve años que no comulgo. No había pensado en eso.
–¡Bueno estás tú! –––exclamó, riendo Oblonsky–. ¡Y me acusas a mí de nihilista! Esto no puede quedar así. Tienes que confesar y comulgar.
–¡Pero si sólo quedan cuatro días!
Esteban Arkadievich le arregló esto también. Levin comenzó a asistir a los oficios de la iglesia.
Para Levin, que no tenía fe, sin dejar por ello de respetar las creencias de los otros, era muy penosa la asistencia a los actos religiosos. Pero ahora, en aquel estado de ánimo, con-descendiente y sensible a todo, en el que se encontraba, la obligación de fingir no sólo le resultaba penosa, sino completamente imposible. Parecíale que en la cúspide de su felici-dad, de su esplendor íntimo, iba a cometer un sacrilegio.
Sentíase, pues, incapaz de cumplir ninguno de aquellos deberes. Pero a todos sus ruegos de que le procurasen el certificado sin cumplir los actos, Esteban Arkadievich le contestaba que era imposible.
–Por otra parte, ¿qué te cuesta? Al fin y al cabo es cuestión de dos días. El sacerdote es un anciano muy simpático y muy inteligente. ¡Te sacará ese diente sin que te des cuenta!
Al acudir a la primera misa, Levin procuró refrescar sus recuerdos de juventud, renovar en él aquel fuerte sentimiento religioso que experimentara a los dieciséis o diecisiete años. Mas ahora comprobaba que le era imposible.
Trató de considerarlo como una simple fórmula secundaria, análoga a la de hacer visitas, pero tampoco esto pudo conseguir.
Respecto a la religión, Levin, como la mayoría de sus contemporáneos, se hallaba en una situación indefinida. No podía creer, pero a la vez no tenía la certeza de que la religión no fuese justa y necesaria.
Y por ello, incapaz de creer en la importancia de lo que hacía, ni de mirarlo con indiferencia como mera formalidad, todo el tiempo que pasaba estos días en la iglesia experimentaba cierto malestar y vergüenza. La voz de su conciencia le decía que hacer una cosa sin comprenderla era una acción deshonesta, una falsedad.
Durante los oficios religiosos, Levin, escuchaba las oraciones procurando darles un significado no distinto de sus propias ideas, o, reconociendo que no podía comprenderlas y que debía censurarlas, procuraba no oírlas, abstrayéndose en pensamientos, observaciones y recuerdos que con particular claridad pasaban por su cerebro durante aquella ociosa permanencia en la iglesia.
Asistió a misa y vísperas, y, aquella misma tarde, a la lectura de las reglas de confesión; al día siguiente, levantándose más temprano que de costumbre y sin tomar su desayuno, fue a la iglesia a las ocho, a fin de confesarse después de las oraciones matinales.
En la iglesia no había nadie, salvo un soldado, un mendigo, dos ancianas y los clérigos.
Un joven diácono, de ancha y bien formada espalda bajo la leve sotana, se acercó a Levin y, luego, acercándose a la mesita próxima a la pared, comenzó a leerle las reglas.
Oyendo la lectura y sobre todo la repetición de las mismas palabras, « Señor, ten misericordia ...» , que se unían en un monótono «Señor da... Señor da ...», Levin sentía la impresión de tener su pensamiento cerrado y sellado sin poder tocarlo ni moverlo, porque de lo contrario le parecería que habría de ser aún mayor su confusión. Y por ello, en pie tras el diácono, sin escucharle ni compenetrarse con sus palabras, continuaba entregado a sus reflexiones.
«¡Es extraordinaria la expresión que tienen sus manos! », se decía, recordando el día anterior, en que estuviera sentado con Kitty cerca de la mesa, en un rincón del salón. Como sucedía casi siempre por aquellos días, no tenían nada que decirse, y Kitty, poniendo la mano en la mesa, la cerraba y la abría, y, reparando ella misma en tal movimiento, se puso a reír.
Levin recordó que le había besado la mano, fijándose en las líneas que se unían sobre la palma, de color suavemente sonrosado.
«¡Otra vez "Señor da"!» , pensó, persignándose y mirando el movimiento de la espalda del diácono, que se inclinaba al santiguarse.
«Luego ella me cogió la mano y dijo, examinando sus líneas: "Tiene unas manos muy bellas"...»
Y Levin contempló su mano, luego la del diácono de cortos dedos.
–«Sí, ahora va a terminar», se dijo. «¡Ah, no!; empieza otra vez», rectificó, fijándose en las oraciones. «No, ya termina. Ahora marca una genuflexión y toca el suelo con la frente. Esto señala siempre el fin.»
Una vez recibido discretamente en su mano, que ostentaba puños de terciopelo, un billete de tres rubios, el diácono dijo que se encargaría de inscribirle para la confesión y se alejó hacia el altar, haciendo resonar fuertemente sus zapatos nuevos sobre el pavimento de la iglesia desierta.
Al cabo de un momento, volvió la cabeza y llamó con la mano a Levin. Los pensamientos de éste encerrados hasta aquel momento, se agitaron de nuevo en su cerebro, pero se apresuró a alejarlos de sí, y se adelantó hacia la gradería, mientras pensaba: «Ya se arreglará de un modo a otro».
Al poner los pies en las gradas, volvió la mirada hacia la derecha y vio al sacerdote, un anciano de barba entrecana, de ojos bondadosos y fatigados, que de pie ante el analoy hojeaba el misal.
Haciendo un leve saludo a Levin, el sacerdote comenzó a leer las oraciones con vez monótona.
Al terminar, hizo un saludo hasta el suelo y, volviéndose hacia él y mostrándole un crucifijo, le dijo:
–«Aquí está Cristo, en presencia invisible, para recibir su confesión. ¿Cree usted en lo que nos enseña nuestra Santa Iglesia Apostólica?» –continuó el sacerdote, apartando los ojos del rostro de Levin y cruzando las manos bajo la estola en ademán de orar.
–Dudaba y dudo de todo –contestó Levin, en voz que le sonó desagradable incluso a él.
Y calló.
El sacerdote esperó unos segundos, para ver si decía todavía algo, y, cerrando los ojos y pronunciando las oes a la manera de la provincia de Vladimir, dijo:
–La duda es propia de la debilidad humana, pero debemos orar para que Dios misericordioso nos ilumine. ¿Cuáles son sus principales pecados? –añadió el sacerdote sin hacer una sola pausa, como no queriendo perder tiempo.
–Mi pecado principal es la duda. Dudo de todo. La duda me persigue casi en todo momento.
–La duda es propia de la debilidad humana –repitió el cura con iguales palabras–. ¿De qué duda usted en especial?
–De todo. A veces dudo de la existencia de Dios –dijo Levin, sin querer.
Y se horrorizó de la inconveniencia de lo que decía. Pero tas palabras de Levin no parecieron causar al sacerdote impresión alguna.
–¿Qué duda puede caber de la existencia de Dios? –dijo el sacerdote rápidamente, casi con una imperceptible sonrisa.
Levin callaba.
–¿Qué duda puede caber sobre el Creador cuando se contemplan sus obras? –continuaba el sacerdote con su hablar rápido y monótono–. ¿Quién adornó con astros la bóveda celeste? ¿Quién revistió la tierra de sus bellezas? ¿Cómo podrían existir todas estas cosas sin un Creador?
Y miró interrogativamente a Levin.
Éste comprendía que era poco delicado entrar en discusiones filosóficas con el sacerdote y sólo contestó lo que se refería directamente a la cuestión.
–No lo sé –repuso.
–Pues si no lo sabe ¿cómo puede dudar de que Dios lo ha creado todo? –preguntó el sacerdote con alegre sorpresa.
–No comprendo nada –dijo Levin, sonrojándose al advertir la necedad de sus palabras y lo inadecuadas que eran a la situación.
–Rece a Dios e implore su misericordia... Hasta los Santos Padres tenían dudas y pedían a Dios que fortaleciese su fe. El diablo posee un inmenso poder y hemos de defendernos de caer bajo su dominio. Rece a Dios, implore su gracia... ¡Rece! –añadió el sacerdote con precipitación.
Y calló un momento pensativo.
–He oído decir que se propone usted casarse con la hija de mi feligrés a hijo espiritual, el príncipe Scherbazky –añadió sonriendo–. Es una excelente joven.
–Sí –contestó Levin.
Y pensaba, sonrojándose por el sacerdote: «¿Por qué me dice esto durante la confesión?» .
Y, como si contestase a su pensamiento, el sacerdote habló:
–Piensa usted contraer matrimonio y acaso Dios le conceda descendencia, ¿no es eso? Pues, ¿qué educación podrá dar a sus hijos si no vence la tentación del diablo que le arras-tra a la incredulidad? –dijo con dulce reproche–. Si quiere usted a sus hijos, como buen padre, deseará para ellos no sólo las riquezas, el lujo y los honores, sino también la salvación, la clarividencia espiritual en la luz de la verdad. ¿No es esto? ¿Y qué contestará a sus inocentes hijos cuando le pregunten: «Papá, ¿quién ha creado todo lo que he hallado en este mundo, la tierra, las aguas, el sol, las flores, las plantas?». ¿Por ventura les dirá usted: «No lo sé»? Usted no puede ignorar lo que el Señor, en su gran bondad, le revela. También pueden preguntarle sus hijos: «¿Qué me espera en la vida futura después de morir?». Y ¿qué contestará usted si lo ignora todo? ¿Qué les dirá? ¿Va a entregarles a la seducción del mundo y del diablo? ¡Eso sería un grave mal!
Y el sacerdote, inclinando la cabeza a un lado, calló, mirando a Levin con sus ojos dulces y bondadosos.
Levin no contestaba nada, no ya por no querer entrar en discusiones con el sacerdote, sino porque nadie le había hecho nunca preguntas así y pensaba que para cuando su hijo se las formulase, ya habría tenido él tiempo de resolver lo que debía contestar.
El sacerdote continuó:
–Entra usted en un momento de su vida en el que hay que escoger un camino y seguirlo. Rece para que Dios le ayude y le perdone en su misericordia –concluyó–. Nuestro Señor Jesucristo te perdone en su inmensa misericordia y amor a los hombres, hijo mío...
Y, terminada la oración absolutoria, el sacerdote le bendijo y le despidió.
Aquel día, al volver a casa, Levin se sintió alegre viendo que aquella situación forzada había terminado sin necesidad de mentir.
Además le quedó la vaga impresión de que lo que le dijera aquel anciano simpático y bueno no era tan necio como al principio le había parecido, y que en sus palabras había algo que necesitaba una aclaración.
«Naturalmente que ahora no», pensaba Levin, «pero después, algún día ...».
Sentía más que antes que su alma estaba turbia y no pura del todo y, con respecto a la religión, se hallaba en el mismo estado que él veía en las almas de los demás, en aquel estado que reprochaba a su amigo Sviajsky.
Pasó la velada con su novia en casa de Dolly. Levin, muy alegre, explicando a Oblonsky el estado de excitación en que se hallaba, dijo que estaba alborozado como un perro al que enseñan a saltar por el aro y el cual, al comprender lo que esperan de él, ladra, mueve la cola y salta con entusiasmo sobre las mesas y los alféizares de las ventanas.
II
El día de la boda, según costumbre (ya que la Princesa y Daria Alejandrovna insistían mucho en que todo se hiciese según la costumbre) Levin no vio a su novia y comió en su cuarto del hotel con tres amigos solteros que fueron a verle: Sergio Ivanovich, Katavasov –ex compañero de Universidad y ahora profesor de Ciencias naturales, a quien Levin halló en la calle y llevó consigo– y Chirikov, su testigo de boda, juez municipal en Moscú y compañero de Levin en la caza del oso.
La comida transcurrió muy alegre. Sergio Ivanovich estaba en excelente estado de ánimo y se divertía con las originalidades de Katavasov. Este, notando que las apreciaban y comprendían, hacía más y más alarde de ellas. Chirikov, benévolo y jovial, se ponía a tono con la conversación.
–De modo –decía Katavasov, alargando las palabras, según costumbre contraída en la cátedra– que podemos decir que nuestro amigo Constantino Dmitrievich era un muchacho muy bien dotado. Hablo de ausentes, porque él no está aquí. Al salir de la Universidad amaba la ciencia y los intereses de la Humanidad, pero ahora la mitad de sus facultades está dedicada a engañarse a sí mismo y la otra mitad a justificar ese engaño.
–No he visto enemigo más acérrimo del matrimonio que usted –repuso Sergio Ivanovich.
–No soy enemigo de él. Soy amigo de la distribución del trabajo. La gente que no puede hacer otra cosa, debe hacer hombres, y los demás contribuir a su instrucción y felicidad. Así lo creo. Hay muchos que quieren confundir esas dos actividades, pero yo no me cuento entre ellos.
–¡Cómo me alegraré cuando sepa que usted está enamorado! –––dijo Levin–. ¡No deje de invitarme a la boda!
–Ya estoy enamorado.
–Sí, de la jibia –indicó Levin a su hermano–. Miguel Semenich está escribiendo ahora una obra sobre la nutrición y...
–No confundamos las cosas. No porque se trate de mi obra, pero en realidad aprecio la jibia...
–La jibia no le impedirá amar a su mujer.
–La jibia no, pero la mujer sí.
–¿Por qué?
–Ya lo verá por sí mismo. A usted le gustan la caza, los trabajos de la finca... Ya lo verá, ya...
–Hoy ha venido Arjip, y dice que en Prudnoe hay una enormidad de alces y de osos –afirmó Chirikov.
–Pues los cazarán ustedes sin mí.
–Claro: en el futuro dará usted el adiós a la caza del oso. Su mujer no le dejará ir.
Levin sonrió. La idea de que su mujer no le dejara ir a cazar le era tan agradable que estaba dispuesto a renunciar a aquella diversión para siempre.
–De todos modos, es lástima cazar esos osos sin usted. ¿Recuerda la última vez en Yapilovo? ¡Qué caza tan espléndida hicimos! –dijo Chirikov.
Levin, no queriendo decepcionarle diciéndole que dudaba que hubiese algo bueno allí donde no estuviese Kitty, optó por callar.
–Por algo existe esta costumbre de despedirse de la vida de soltero –dijo su hermano–. Puedes ser muy feliz, pero, de todos modos, siempre es lamentable perder la libertad.
–Confiéselo: ¿no es verdad que siente el deseo del novio de la comedia de Gogol que quiere huir de la boda saltando por la ventana?
–Seguro que sí, pero no quiere confesarlo –afirmó Katavasov.
Y rió a carcajadas.
–¿Por qué no? La ventana está abierta. ¡Vámonos ahora mismo a Tver! La osa está sola y podemos buscarla en su cubil. Ea, marchémonos en el tren de las cinco y que se arreglen aquí como quieran –dijo, riendo, Chirikov.
–Les juro –aseguró Levin sonriente– que por más que hago no consigo encontrar en mi alma ese sentimiento de dolor por la pérdida de mi libertad.
–En su alma reina tal caos ahora que es imposible encontrar nada en ella –dijo Katavasov–. Aguarde un poco y cuando la tenga algo más en orden, ya me lo dirá...
–No. Bien podía, aparte de mi sentimiento –no quiso decir «de mi amor» – y de la felicidad que experimento, lamentar perder la libertad. Pero, por el contrario, me siento satisfecho de perderla.
–¡Malo! ¡Es un caso desesperado! –exclamó Katavasov–. ¡Bebamos por su curación o porque se realice, siquiera, la centésima parte de sus ilusiones! Con esto ya, tendrá tanta felicidad como es posible hallar en la tierra.
Después de comer, los amigos se marcharon para tener tiempo de vestirse antes de la boda.
Al quedar solo y recordar la conversación de aquellos solterones, Levin se preguntó una vez más si existía en su alma algún sentimiento de dolor por la libertad que perdía y del que ellos hablaban tanto, y sonrió al formularse aquella pregunta. «¡Libertad! ¿Para qué quiero la libertad? La dicha consiste en amar y desear, y pensar con los sentimientos de ella, es decir, en no tener libertad alguna. ¡Eso es la felicidad!»
«Pero, ¿acaso conoces sus pensamientos y deseos?» , murmuró una voz en su interior.
La sonrisa desapareció de su rostro y Levin quedó pensativo. De repente le invadió una extraña sensación de temor y de duda, una duda que se extendía a todas las cosas. «¿Y si ella no me quiere y se casa sólo por casarse? ¿Y si ella misma no sabe lo que se hace?» , se preguntaba. «¿Y si sólo se da cuenta después de casarse conmigo de que no me quiere ni me puede querer?»
Y los peores y más extraños pensamientos acerca de Kitty invadieron su cerebro. Sentía celos de Vronsky, como hacía un año, como si la velada en que la había visto con él hubiera sido el día antes. Sospechaba que ella no le había dicho todo lo que tenía que decirle.
Se levantó precipitadamente.
«No, es imposible quedar así», se dijo, desesperado. «Voy a verla y le preguntaré por última vez. Le diré: "Aún somos libres... ¿No valdría más suspenderlo todo? Esto sería inejor que la infelicidad eterna, la deshonra, la infidelidad"...»
Con el corazón dolorido, enojado contra todos, contra sí mismo y contra ella, salió del hotel y se dirigió a casa de su novia.
La encontró en las habitaciones posteriores, sentada sobre un baúl, dando órdenes a una muchacha y revolviendo montones de multicolores vestidos puestos sobre los respaldos de las sillas y tirados por el suelo.
–¡Oh! –exclamó Kitty, radiante de alegría al verle–. ¿Cómo? Tú... usted –hasta aquel último día le había hablado indistintamente de «usted» y de «tú» –. No te esperaba. Estoy repartiendo mis vestidos de soltera, mirando a quién puedo regalárselos...
–Muy bien –dijo él mirando súbitamente a la muchacha.
–Sal, Duniascha... Ya te llamaré cuando... –ordenó Kitty–. Pero, ¿qué te pasa? –preguntó, continuando decididamente su tuteo después de que la criada hubo salido. Ella veía la extraña expresión de su rostro, agitado y sombrío, y tuvo miedo.
–Kitty, sufro mucho y no puedo soportarlo solo... –repuso Levin, con desesperación, deteniéndose ante ella y mirándola suplicante.
Veía bien, por la mirada franca y cariñosa de su novia que no le saldría nada de lo que quería decirle, pero necesitaba que ella misma le sacase de dudas.
–He venido a decirte que todavía estamos a tiempo, que aún es posible deshacer y arreglar...
–¡No lo comprendo! ¿Qué te pasa?
–Lo que te he dicho mil veces y no puedo dejar de pensar: que no te merezco... No es posible que consientas en casarte conmigo. Piénsalo bien. Te has equivocado, no puedes amarme... Vale más que me lo digas –seguía Levin sin mirarla–. Seré desgraciado. Que diga lo que quiera la gente; todo será preferible a la infelicidad. Mejor será que lo hagamos ahora que estamos todavía a tiempo.
–No te comprendo –repuso Kitty asustada–. ¿Es posible que quieras renunciar y que no... ?
–Sí, si no me amas.
–¿Estás loco? ––exclamó ella enrojeciendo de indignación.
Pero el rostro de Levin inspiraba en aquel momento tanta compasión que Kitty, conteniendo su enojo, quitó los vestidos de la butaca y se sentó a su lado.
–¿Qué piensas? Dímelo todo.
–Pienso que no puedes amarme. ¿Por qué me habrías de amar?
–¡Dios mío! ¿Qué puedo decir? –exclamó Kitty llorando.
–¡Oh! ¿Qué he hecho? –se lamentó Levin. Y arrodillándose ante ella le besó las manos.
Cuando cinco minutos después entró la Princesa en la habitación los halló reconciliados por completo. No sólo Kitty aseguró a su novio que le quería, sino que, al preguntarle el motivo de que le quisiera, se lo explicó. Le dijo que le quería porque le comprendía plenamente, porque sabía cuáles eran sus anhelos y porque sabía también que todo lo que él anhelaba era justo.
A Levin la explicación le pareció bastante clara. Cuando la Princesa entró en la estancia, los dos estaban sentados al borde del baúl revisando los trajes y discutiendo a propósito de si la joven debía regalarle a Duniascha el vestido de color castaño que llevaba cuando Levin se le declaró, o si, como quería él, no debía regalar a nadie aquel vestido y regalar a la muchacha el azul.
–¿No comprendes que Duniascha es morena y no le sentaría bien el azul? Ya lo he pensado todo.
Al enterarse del motivo de la visita de Levin, la Princesa casi se enfadó, y riendo le envió a su casa para que se vistiera y no estorbara el peinado de Kitty, ya que estaba a punto de llegar Charles, el peluquero francés.
–Está ya bastante desmejorada de estos días que no come nada, y aún vienes a molestarla con tus tonterías –le dijo la Princesa–. ¡Vete, vete, querido!
Levin, avergonzado, pero ya tranquilo, volvió a su hotel. Su hermano, Daria Alejandrovna y Esteban Arkadievich le estaban esperando para bendecirle con el icono. No había tiempo que perder. Daria Alejandrovna tenía que ir a casa para recoger a su hijo, el cual, muy compuesto y pulido, con el pelo rizado, debía llevar la santa imagen acompañando a la novia.
Además, había que buscar un coche para enviarlo al padrino de boda y hacer volver al que se llevaría Sergio Ivanovich... Había, pues, muchas cosas importantes en que pensar. Era preciso no perder tiempo, porque eran ya las seis y media.
La ceremonia de la bendición careció de seriedad. Oblonsky se puso al lado de su mujer en una actitud solemne y cómica a la vez, levantó la imagen y, ordenando a Levin que se arrodillase, le bendijo con bondadosa a irónica sonrisa y le besó tres veces. Dolly hizo lo mismo, pero de una manera precipitada y disponiéndose a partir en seguida, preocupada con el enredado asunto de los coches.
–He aquí lo que podemos hacer –dijo dirigiéndose a su marido––: tú ve con nuestro coche a buscar al niño, y Sergio Ivanovich tendrá la amabilidad de ir allá y hacemos enviar el coche después.
–Con mucho gusto.
–Y nosotros iremos en seguida con el chiquillo... ¿Está todo preparado? –preguntó Esteban Arkadievich.
–Sí –contestó Levin.
Y ordenó a Kusmá que le ayudase a vestirse.
III
Mucha gente, mujeres sobre todo, rodeaban la iglesia, deslumbrante con todas las luces encendidas para la boda. Los que no habían podido entrar se agrupaban junto a las venta-nas, empujándose, discutiendo y mirando a través de las rejas.
Más de veinte coches se habían alineado ya a lo largo de la calle, bajo la vigilancia de los guardias. Un oficial de policía, ufano con su uniforme de gala, desafiaba el frío a la entrada del templo.
Llegaban carruajes sin cesar. Ora entraban señoras adornadas con flores, recogiéndose las colas de los vestidos, ora llegaban caballeros que se quitaban sus sombreros negros o sus gorras de uniforme al entrar en la iglesia.
En el interior habían sido ya encendidas las arañas y todos los cirios ante los ¡conos. El dorado brillo de la luz sobre el fondo rojo del iconostasio y de los soportes de los cirios, las baldosas, las alfombrillas, las banderas situadas arriba, junto a ambos coros, las graderías del analoy, los antiguos libros ennegrecidos por el tiempo, las sotanas y casullas, todo estaba inundado de luz.
A la derecha de la iglesia caldeada, entre fracs y corbatas blancas, uniformes de gala, sedas, terciopelos, satenes, cabellos,flores, hombros y brazos descubiertos y largos guantes, se elevaba un murmullo contenido y animado que resonaba extrañamente bajo la alta cúpula.
Cada vez que se sentía el chirrido de la puerta al abrirse, disminuía el murmullo y todos volvían la cabeza esperando ver aparecer a los novios.
Pero la puerta se abóió aún más de diez veces y siempre era un invitado o invitada atúasados que se sumaban al círculo de los concurrentes, a la derecha; o bien alguna señora del público que, engañando al oficial de policía o con permiso de él, se unía a los extraños, a la izquierda.
Los allegados y el público en general habían pasado por todas las fases de la espera.
Suponían al principio que los novios llegarían de un instante a otro y no daban importancia al retraso. Pero luego miraban más frecuentemente hacia las puertas preguntándose si no habría sucedido algo.
A1 fin, la tardanza comenzó a parecer ya inconveniente y parientes a invitados procuraron simular que no se preocupaban ya de los novios y que sólo les interesaban las propias conversaciones.
El arcediano tosía con impaciencia, como recordando el valor del tiempo, y su tos hacía vibrar los cristales de las ventanas. En el coro se oía ahora a los cantores que, irritados, probaban la voz o se sonaban.
El sacerdote enviaba constantemente al diácono o al sacristán para informarse de si había llegado ya el novio, y hasta él mismo, con su sotana color lila y su cinturón bordado, se acercaba a menudo hasta las puertas laterales del altar.
A1 fin una señora, mirando el reloj, dijo:
Esto es muy extraño.
Todos los invitados, inquietos, empezaron a expresar en alta voz su descontento y sorpresa. Uno de los testigos salió a enterarse de lo que pasaba.
Entre tanto, Kitty vestida con su traje blanco, su largo velo y su corona de flores de azahar, acompañada de la madrina de boda y de su hermana Lvova, estaba en la sala de casa de los Scherbazky y miraba por la ventana aguardando en vano desde hacía media hora el aviso de su testigo de boda de que el novio había llegado a la iglesia.
Por su parte, Levin, con los pantalones puestos, pero sin chaleco ni frac, paseaba de una parte a otra por su habitación del hotel asomándose sin cesar a la puerta y mirando el pasillo. Pero en el pasillo no aparecía aquel a quien esperaba, y había de volver, desesperado, a la alcoba, agitando los brazos y dirigiéndose a Esteban Arkadievich, que fumaba tranquilamente.
¿Habrá habido alguna vez hombre en tan necia situación? decía Levin.
Sí, es bastante necia convenía Oblonsky, sonriendo con suavidad . Pero cálmate; lo la traerán ahora mismo.
¡Oh! exclamaba Levin, con ira contenida . ¡Y estos absurdos chalecos, tan abiertos! ¡Es imposible! decía, mirando la pechera arrugada de su camisa . ¿Y qué hacemos si se han llevado ya los equipajes a la estación del ferrocarril? exclamaba exasperado.
Entonces te pondrás la mía.
¡Ya podíamos haberlo hecho hace tiempo!
No conviene dar motivo de burla. Cálmate, todo se arreglará.
Había sucedido que, cuando Levin llamó a Kusmá para que le ayudase a vestirse, el viejo criado le llevó el frac, chaleco y lo demás necesario excepto la camisa.
–¿Y la camisa? –preguntó Levin.
–La lleva usted puesta –contestó Kusmá con tranquila sonrisa.
Kusmá no había tenido la previsión de preparar una camisa limpia y, al recibir orden de arreglar las cosas y mandarlas a casa de los Scherbazky, de la que los recién casados saldrían aquella misma noche, lo cumplió a la letra, colocándolo todo en las maletas menos el traje de frac.
La camisa que Levin llevaba desde por la mañana estaba arrugada y era imposible emplearla en la boda, dada la moda reinante de los chalecos abiertos. Pensaba mandar a buscar una en casa de los Scherbazky, pero tuvieron que desistir de ello en vista de lo lejos que vivían.
Mandaron, pues, a comprar una camisa, pero el criado volvió al cabo de un momento diciendo que, por ser domingo, estaban cerradas todas las tiendas.
Fueron a casa de Esteban Arkadievich, pero trajeron una camisa muy ancha y corta, con lo que, al fin, no les quedó otra solución que mandar a casa de los Scherbazky a que abrieran los baúles.
Y, mientras esperaban al novio en la iglesia, él, como una fiera enjaulada, paseaba por la habitación, se asomaba al pasillo y recordaba con horror y desesperación lo que había dicho a Kitty y lo que ella podía pensar ahora.
Al fin, el culpable Kusmá entró en la habitación, casi sin aliento, trayendo la camisa.
–Por poco no la alcanzo. Estaban ya poniendo las cosas en el carro –dijo.
Tres minutos después, sin mirar el reloj para no irritar aún más la herida, Levin se halló corriendo por el pasillo.
–Con correr ya no ganas nada –decía Esteban Arkadievich, siguiéndole sin precipitarse y sonriendo–. Te aseguro que todo se arreglará, todo...
IV
–¡Ya han llegado! –¡Ya están! –¿Quién es? –¿Aquél, el más joven? –Y ella, la pobrecita está más muerta que viva... –Estas exclamaciones brotaban de la multitud, cuando Levin, uniéndose a la novia en la entrada, penetró con ella en la iglesia.
Esteban Arkadievich contó a su mujer la causa del retraso. Los invitados sonreían, haciendo comentarios a media voz. Levin no veía a nadie ni nada. Miraba a su novia sin apartar los ojos de ella.
Todos afirmaban que la joven estaba muy desmejorada desde estos últimos días, y que con la corona estaba menos bella que de costumbre, pero Levin no lo creía así.
Miraba el alto peinado de Kitty, con su largo velo blanco, con blancas flores; miraba la alta gorguera que, con singular gracia virginal, cubría los lados de la garganta, dejando al descubierto la parte delantera; miraba su cintura finísima y le parecía su novia más hermosa que nunca, no porque las flores, el velo y el vestido traído de París añadieran nada a su belleza, sino porque, pese al artificial esplendor de su atavío, la expresión de su querido rostro, de su mirada, de sus labios, era la misma ingenua sinceridad de siempre.
–Empezaba ya a creer que te habías escapado –dijo Kitty sonriéndole.
–Me ha pasado una cosa tan necia que me avergüenza referírtela –dijo él.
Y se dirigió a Sergio Ivanovich, que se le acercaba.
–¡Vaya una historia esa de la camisa! –dijo éste a su hermano, moviendo la cabeza y sonriendo.
–Sí, sí –contestó Levin sin comprender lo que le decían.
–Hay que tomar una decisión, Kostia –intervino Esteban Arkadievich, con aire de fingida preocupación– acerca de un asunto muy importante. Me preguntan si encienden cirios nuevos o ya quemados.
Y, plegando los labios en una sonrisa, añadió:
–La diferencia es de diez rublos. Yo he resuelto ya, pero temo que no estés conforme...
Levin, comprendiendo que se trataba de una broma, sonrió.
–Ea, ¿quemados o no? Es cosa muy importante.
–Sí, sí, nuevos...
–¡Oh, encantados! ¡Cosa resuelta! –dijo, sonriendo, Oblonsky–. Pero ¡cómo se atonta la gente en estos casos! –comentó, dirigiéndose a Chirikov, mientras Levin le miraba desconcertado y se volvía hacia su novia.
–Pon atención en ser la primera en pisar la alfombra, Kitty –aconsejó la condesa Nordson acercándose–. ¡Vaya unas bromas que gasta usted! –afirmó dirigiéndose a Levin.
–¿Estás muy impresionada? –preguntó María Dmitrievna, la anciana tía.
–¿Sientes frío? Estás pálida... Aguarda; inclínate un poco ––dijo Lvova, la hermana de Kitty.
Y, con un ademán circular de sus hermosos y redondos brazos, arregló las flores de la cabeza de la novia y la miró sonriendo.
Dolly, se acercó, quiso decir algo, pero no pudo pronunciar ni una palabra, y se puso a llorar, y en seguida después rió, aunque sin naturalidad.
Kitty contemplaba a todos con los mismos ojos abstraídos de Levin.
Entre tanto, los clérigos se revestían con sus hábitos sacerdotales, y el sacerdote, acompañado por el diácono, salieron al analoy, levantado en el atrio de la iglesia, mientras aquél se dirigió a Levin y le dijo algo que éste no entendió.
–Dé usted la mano a la novia y condúzcala al altar –le dijo el testigo.
Levin, durante un momento, no pudo entender lo que le indicaban que hiciera. O bien cogía a Kitty con la mano que no debía, o le tomaba la izquierda en vez de la derecha.
Sus amigos, que le corregían constantemente, viendo que sus indicaciones resultaban inútiles, estaban ya por dejar que se las compusiera como mejor supiera cuando él com-prendió finalmente que tenía que coger la de la novia sin cambiar de posición. Entonces el sacerdote dio algunos pasos ante ellos y se detuvo frente al analoy.
Los parientes y conocidos les siguieron, entre cuchicheos y rumor de roces de vestidos.
Alguien, agachándose, arregló la cola del traje de la novia. Luego se hizo en la iglesia tal silencio que se sentía hasta el caer de las gotas de cera de los cirios.
El sacerdote, un anciano, con el solideo, con los mechones de plata de sus cabellos peinados tras ambas orejas, sacando sus menudas manos arrugadas de la pesada casulla recamada de plata con una cruz dorada en la espalda, cambiaba la disposición de algunos objetos en el analoy.
Esteban Arkadievich se acercó al sacerdote, le habló en voz baja y, guiñando un ojo a Levin, retrocedió de nuevo.
El sacerdote –que era el mismo que había confesado a Levin–, encendió dos cirios ornados con flores, manteniéndolos inclinados en la mano izquierda, de modo que la cera fuese cayendo en gotas lentamente, y se volvió hacia los novios. Después de mirarles con ojos tristes y cansados, suspiró y, sacando la mano derecha de la casulla, bendijo al novio, y del mismo modo, pero con cierta blanda dulzura, puso los dedos doblados para la bendición sobre la cabeza de Kitty. En seguida les ofreció los cirios encendidos y, tomando el incensario, se alejó de ellos con pasos mesurados.
«¿Es posible que todo esto sea verdad?», se dijo Levin mirando a su novia.
La veía de perfil algo desde arriba y por el apenas perceptible movimiento de sus labios y de sus pestañas comprendió que ella sentía su mirada. Kitty no volvió la vista pero su gorguera arrugada se levantó un tanto hacia su pequeña oreja sonrosada, y Levin, en este movimiento apenas perceptible, creyó adivinar el suspiro ahogado en el pecho de Kitty, y vio temblar su manecita cubierta con el largo guante.
Su inquietud por lo sucedido con la camisa, las conversaciones con parientes y amigos, el descontento de su ridícula situación, todo desapareció en un momento, y experimentó, a la vez, temor y alegría.
El arcediano, alto y arrogante, con una dalmática de brocado de plata, bien peinados los rizos que ornaban su cabeza, se adelantó decididamente y, levantando el horario entre los dedos con un ademán familiar, se detuvo ante el sacerdote.
–¡Bendícenos, padre!
Y su voz resonó solemne, lenta, agitando las capas del aire. –Bendito sea Dios, Nuestro Señor, por los siglos de los siglos –contestó el anciano sacerdote con voz suave y melo-diosa sin dejar de arreglar los objetos en el analoy.
Y, llenando toda la iglesia desde los ventanales hasta las bóvedas, el acorde del coro invisible se elevó, armonioso y amplio, creció, se detuvo un momento y luego se apagó suavemente:
Como siempre, se oró por la paz de todos, por la salvación, por el Sínodo, por el Zar y por los siervos de Dios, Constantino y Catalina, que iban a casarse.
Parecía que la iglésia toda retumbara y lanzara hacia el cielo la voz del arcediano:
–Oremos porque Dios les conceda un amor perfecto y tranquilo y no los abandone jamás.
Levin escuchaba con sorpresa aquellas palabras.
«¿Cómo han adivinado que lo que necesito es precisamente la ayuda de Dios?», pensaba recordando sus temores y dudas recientes. «¿Qué sé ni qué puedo hacer, si me falta esa ayuda en esta terrible preocupación? Sí, la ayuda divina es lo que necesito ahora ...»
Cuando el arcediano concluyó la oración, el sacerdote se dirigió a los desposados.
«Dios eterno, que uniste a los que estaban separados», leía en su libro, con voz blanda y melodiosa, «que les diste la unión del amor indestructible, que otorgaste tu bendición a Isaac y Rebeca, como lo hemos leído en los libros santos. Bendice a tus siervos Constantino y Catalina y condúcelos por el sendero del bien, y derrama sobre ellos los beneficios de tu misericordia y tu bondad. Alabados sean el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos.»
«¡Amén!» llenaron de nuevo el aire las voces del coro.
«Unió a los que estaban separados y les dio la unión del amor indestructible... ¡Qué profunda significación tienen estas palabras y en qué armonía están con mis sentimientos de este momento» , pensaba Levin. «¿Sentirá ella lo que siento yo?»
Volviéndose, encontró la mirada de su novia, y por su expresión le pareció que sí lo sentía. Pero se engañaba. Kitty no comprendía apenas las palabras de la oración, ni casi las escuchaba. No podía escucharlas ni entenderlas por el inmenso sentimiento de alegría que llenaba su alma con creciente intensidad, alegría de ver realizarse plenamente lo que hacía mes y medio estaba consumado en su alma; lo que durante aquellas seis semanas había constituido su gozo y su tortura.
Su alma, aquel día en que con su vestido castaño, en la sala de la casa de la calle Arbat, se acercara a Levin ofreciéndosele sin decir nada; su alma, aquel día y en aquel momento, rompió con todo el pasado a inició una vida nueva, desconocida para ella, a pesar de que su vida continuaba, en apariencia, la misma de siempre.
Aquellas seis semanas fueron la época más dichosa y más atormentada de su vida. Y toda ella, sus anhelos y sus esperanzas se concentraban en aquel hombre a quien aún no comprendía, al que le unía un sentimiento menos comprensible aún que el hombre en sí, un sentimiento que ora la repelía ora la atraía y le inspiraba una completa indiferencia hacia su vida anterior: las cosas, las costumbres, las personas que antes la querían como ahora y a quienes ella quería también; indiferencia hacia su madre, entristecida por aquel sentimiento, hacia su querido padre, tan bueno, a quien antes amara más que a nada en el mundo.
Y Kitty pasaba de asustarse de tal indiferencia a alegrarse de la causa que la motivaba. No podía pensar ni desear nada fuera de su vida con aquel hombre.
Pero aquella nueva vida no había llegado aún y ni siquiera se la imaginaba con claridad. Sólo existía la espera, el temor y la alegría de algo nuevo y desconocido.
Ahora, la espera, lo desconocido y el dolor de renunciar a su vida pasada, todo iba a acabar para empezar lo nuevo. Lo nuevo no podía, sin embargo, dejar de despertar en ella un cierto temor, por lo que tenía de ignorado, pero fuese como fuese, ahora en su alma no se verificaba más que la consagración de lo que hacía ya seis semanas se había realizado en ella.
Volviéndose al analoy, el sacerdote tomó con dificultad el pequeño anillo de Kitty y, pidiendo la mano a Levin, le colocó el anillo sobre la primera falange. ,
–El siervo de Dios Constantino se une con la sierva de Dios Catalina.
Y, poniendo el anillo grande en el dedo de Kitty, un dedo pequeño y sonrosado de una increíble fragilidad, el sacerdote repitió las mismas palabras.
A pesar de sus esfuerzos los contrayentes no conseguían nunca adivinar lo que tenían que hacer. Cada vez se equivocaban y el sacerdote se veía obligado a cada momento a corregirles.
Al fin, una vez hecho lo necesario y trazadas las cruces con los anillos, el sacerdote entregó a Kitty el anillo grande y a Levin el pequeño. Ellos volvieron a confundirse y por dos veces se entregaron mutuamente los anillos, siempre al contrario de como lo debían hacer.
Dolly, Chirikov y Esteban Arkadievich se adelantaron para corregirles. Hubo un poco de confusión, la gente cuchicheaba y sonreía, pero la solemnidad y la humilde expresión de los rostros de los novios no se modificaron. Por el contrario, al equivocarse de mano, los dos miraban con mayor gravedad que antes, y la sonrisa con la que Oblonsky anunció que cada uno debía ponerse su propio anillo, expiró involuntariamente en sus labios, comprendiendo que cualquier sonrisa podía ser una ofensa para los desposados.
–¡Oh, Dios! que desde el principio creaste al hombre –leía el sacerdote después de cambiar los anillos– y le has dado a la mujer por compañera para la continuación del género humano. Tú, Dios y Señor Nuestro, que enviaste tu verdad a tus siervos, a nuestros padres, elegidos por ti de generación en generación para conservarla y obedecerte. Dígnate mirar a tus siervos Constantino y Catalina y santifica sus desposorios en una misma fe y un mismo pensamiento de concordia y de amor.
Levin tenía cada vez más clara la sensación de que todo lo que había pensado sobre el matrimonio, sus sueños sobre la manera en que organizaría su vida eran cosas pueriles, y que esta nueva situación de ahora no la había comprendido jamás, y a la sazón la comprendía menos que nunca.
Sentía en su pecho una opresión más viva por momentos, y las lágrimas afluyeron a sus ojos contra su voluntad.
V
En la iglesia estaban todos los parientes y conocidos, todo Moscú.
Durante la ceremonia, bajo la clara iluminación de la iglesia, en el grupo de señoras y señoritas elegantemente ataviadas y de hombres con corbata blanca, fraques o uniformes, no cesaba de oírse un continuo murmullo, discretamente sostenido en voz baja, iniciado en su mayor parte por los hombres, mientras las mujeres preferían observar los detalles de ese acto religioso que siempre despierta en ellas tan vivo interés.
En el grupo más próximo a la novia estaban sus dos hermanas. Dolly, la mayor, y la bella y serena Lvova llegada del extranjero.
–¿Por qué Mary va de color lila, casi de negro, en una boda? –preguntó la Korsunskaya.
–Es el único color que va bien con el de su cara –contestó la Drubeskaya–. Me extraña que celebren la boda por la noche. Es costumbre de comerciantes.
–Es más hermoso. Yo también me casé por la noche –repuso la Korsunskaya suspirando al recordar lo bella que estaba aquel día, lo ridículamente enamorado de ella que estaba entonces su marido y lo distinto que era todo ahora.
–Dicen que quien es testigo de boda más de diez veces ya no se casa. Quise serlo ahora por décima vez para asegurarme, pero ya estaba ocupado el puesto –afirmó el conde Siniavin a la linda princesa Charskaya, que alimentaba ilusiones con respecto a él.
Esta contestó sólo con una sonrisa. Miraba a Kitty pensando en el momento en que ella estuviera con el conde Siniavin como ahora Kitty y calculando de qué modo recordaría al Conde su broma.
Scherbazky decía a la Nicolaeva, la antigua dama de honor de la Emperatriz, que él estaba resuelto a colocar la corona nupcial sobre el peinado de Kitty para que fuera feliz.
–No tenía que haberse puesto postizos. No me gusta ese fasto –replicó la Nicolaeva, bien resuelta a casarse con boda sencilla si el viejo viudo a quien perseguía hacía tiempo se decidía a unirse con ella.
Sergio Ivanovich decía a Daria Dmitrievna, en broma, que la costumbre de emprender un viaje después de la boda se imponía por esa vergüenza que siempre experimentan los recién casados.
–Su hermano puede estar orgulloso. La novia es muy hermosa. ¿No le envidia usted?
–Ya he pasado por ese sentimiento, Daria Dmitrievna –repuso Sergio Ivanovich.
Y su rostro adoptó inesperadamente una expresión severa y melancólica.
Oblonsky relataba a su cuñada una anécdota sobre un divorcio.
–Tenemos que arreglar la corona de flores –repuso ella sin escucharle.
–Es lástima que Kitty haya perdido tanto –decía la condesa Nordston a Lvova–. ¿Verdad que, de todos modos, él no merece ni un dedo de tu hermana?
–A mí él me gusta mucho –contestó Lvova–. No porque sea ya mi futuro beau frére. Vea con qué naturalidad se mueve. Es muy difícil comportarse así en esta situación y no parecer ridículo. Él no parece ridículo ni afectado; se le ve sólo conmovido.
–¿Contaba usted que se casase con él?
–Casi. Siempre me ha gustado Levin.
–Ya veremos quién de los dos pisa primero el tapiz. He aconsejado a Kitty...
–Lo mismo da. En nuestra familia todas somos esposas obedientes.
–Pues yo, cuando me casé con Basilio, pisé la primera, con intención. ¿Y usted, Dolly?
Dolly estaba a su lado y las oía, pero no contestó. Sentíase profundamente conmovida, y las lágrimas llenaban sus ojos.
No podía decir nada sin llorar. Alegre por Kitty y por Levin, evocaba su boda, miraba a su marido, olvidaba lo presente y recordaba sólo su primer a inocente amor.
Recordaba no sólo su boda, sino la de cuantas mujeres conocía; las evocaba en el momento solemne y único en que, como Kitty ahora, estaban ellas bajo la corona nupcial, con el corazón henchido de amor, de temor y de esperanza, renunciando al pasado y entrando en el desconocido futuro.
Y entre todas las novias que recordaba, estaba su querida Ana, sobre los detalles de cuyo divorcio se había informado poco antes. También Ana, pura como Kitty, había estado un día con corona de flores de azahar, con velo blanco... Y ahora... «¡Es terrible!», murmuró.
No sólo las hermanas, amigos y parientes seguían con atención todos los pormenores de la ceremonia: los seguían también las mujeres del público que no conocían a Kitty y que les miraban conteniendo la respiración, temiendo perder un solo movimiento o una expresión del rostro de los novios. Llenas de enojo, dejaban sin respuesta los comentarios de los hombres, indiferentes, que bromeaban o hablaban de otra cosa.
–¿Por qué llora? ¿La casan a disgusto?
–¿Obligarla, con lo buen mozo que es? ¿Será tal vez un príncipe?
–Esa que va vestida de satén blanco, ¿es hermana suya? Escucha, escucha, cómo grita el diácono: «La esposa debe temer a su marido.»
–¿El coro es el del monasterio de Chudov?
–No; del Sínodo.
–He preguntado a un criado. Dicen que se la lleva en seguida a sus tierras. Aseguran que es muy rico. Por eso la casan...
–Pues hacen muy buena pareja.
–¿Decía usted, María Vasilievna, que los miriñaques se llevan huecos? Pues mire a aquella del traje encarnado... Dicen que es la mujer de un embajador. ¡Qué recogida lleva la falda! Mire, otra vez...
–¡Qué bonita está la novia! La han adomado como a una corderita. Digan lo que quieran, en estas ocasiones da lástima miramos a nosotras, las mujeres.
Así hablaban los espectadores de ambos sexos que habían podido introducirse en la iglesia.
VI
Concluida la ceremonia de los desposorios, el sacristán puso ante el analoy un trozo de tela rosa; el coro cantó un salmo complicado y difícil en el que el tenor y el bajo se daban la réplica, y el sacerdote, volviéndose hacia los esposos, les señaló la alfombra en el suelo.
Pese a haber oído con frecuencia que quien pisara primero el tapiz sería el que regiría la familia, ni Levin ni Kitty lo recordaron al dar aquellos pocos pasos. No oyeron tampoco los comentarios y discusiones que se suscitaron en aquel momento sobre quién había pisado el primero, o si lo habían hecho los dos a la vez, como algunos afirmaban.
Después de las preguntas de rigor respecto a si querían contraer matrimonio y no lo habían prometido a otros, y de las respuestas que tan extrañas les sonaban, empezó otra ceremonia religiosa.
Kitty se esforzaba en oír las oraciones y comprender su sentido, pero no pudo. Una impresión de solemnidad y radiante alegría inundaba su alma cada vez más, a medida que transcurría la ceremonia, privándola de poder concentrarse.
Ahora rezaban:
«Dios haga que sean puros y bondadosos los frutos de tu vientre y que os sintáis alegres mirando a vuestros hijos ...»
Las plegarias recordaban que Dios había creado a la mujer de una costilla de Adán, y que por eso « el hombre dejará padre y madre, y se unirá a la mujer, y formará con ella una misma carne y una misma sangre, lo que era un gran misterio». Luego se deseaba que Dios bendijera a los desposados y les hiciese fecundos, como a Isaac y Rebeca, Moisés y Séfora, y que vieran a los hijos de sus hijos.
«¡Cuán hermoso es todo esto!», pensaba Kitty, oyéndolo. «No, no puede ser de otro modo.»
Y su animado rostro irradiaba una sonrisa alegre que involuntariamente se transmitía a cuantos la miraban.
«¡Pongánselas del todo!», se oyó aconsejar cuando el sacerdote colocó sobre la cabeza las coronas nupciales, y Scherbazky, con mano temblorosa, sostuvo en el aire la corona so-bre la cabellera de Kitty.
–Póngamela –murmuró ella sonriendo.
Levin, mirándola, se sorprendió de la alegre irradiación del rostro de Kitty. Sin querer, aquel sentimiento se le comunicó y se notó radiante y dichoso como ella.
Escucharon con alegría la lectura de la epístola de san Pablo y el resonar de la voz del arcediano en la última estrofa, tan esperada por el público. Con alegría, también, bebieron en un cáliz redondo el vino caliente y aguado, y se sintieron más alegres aún cuando, apartando la casulla y tomándolos a los dos bajo ella, el sacerdote les hizo andar en tomo al analoy mientras el bajo cantaba:
«Alégrate, Isaías...»
Scherbazky y Chirikov, que sostenían las coronas nupciales, enredándose en la cola del vestido de la novia, sonreían también, joviales, ya atrasándose, ya tropezando en los no-vios, al pararse el sacerdote.
La chispa de alegría encendida en Kitty parecía comunicarse a todos los presentes en la iglesia, y a Levin se le figuraba que hasta el sacerdote y el diácono tenían también como él deseos de sonreír.
Una vez quitadas las coronas de las cabezas, el sacerdote leyó la última oración y felicitó a los jóvenes desposados. Levin miró a Kitty. Jamás la había visto antes tal como estaba ahora, encantadora en la luz nueva y radiante de la felicidad que animaba su rostro.
Levin quería hablarle, pero ignoraba si habían terminado ya las ceremonias. El sacerdote le sacó de dudas, sonriéndole bondadosamente y diciéndoles en voz baja:
–Bese usted a su esposa, y usted, esposa, a su marido.
Y les cogió los cirios de las manos.
Levin besó suavemente los labios sonrientes de Kitty, la ofreció el brazo y, sintiéndola extrañamente próxima a él, la sacó de la iglesia. No podía creer que todo lo sucedido fuese real, y sólo comenzó a darle fe cuando sus miradas, tímidas y asombradas, se encontraron, y sintió en aquel momento con plena verdad que los dos no formaban ya más que uno.
Después de la cena, aquella misma noche, los recién casados se fueron al campo.
VII
Hacía tres meses que Ana y Vronsky viajaban por el extranjero.
Después de visitar Venecia, Roma y Nápoles, llegaron a una pequeña ciudad italiana donde pensaban permanecer algún tiempo.
El maestresala, arrogante mozo de pelo brillante partido por una raya que comenzaba en el mismo cogote, con frac y camisa blanca de batista, colgantes sobre su vientre varias ba-ratijas, metidas las manos en los bolsillos y arrugando las cejas desdeñosamente, hablaba con altanería a un señor que estaba ante él.
Al oír los pasos que subían la escalera lejos de la entrada, y viendo que era el conde ruso que ocupaba las mejores habitaciones del hotel, sacó respetuosamente las manos del bolsillo e, inclinándose, le explicó que el enviado había vuelto y que el alquiler del palacio era cosa resuelta. El encargado estaba conforme con las condiciones.
–Lo celebro –dijo Vronsky–. ¿Está en el hotel la señora?
–Salió a paseo y ha vuelto ya –repuso el maestresala.
Vronsky se quitó el sombrero flexible de anchas alas, se enjugó con el pañuelo el sudor de la frente y de los cabellos, que se dejaba crecer hasta la mitad de la oreja, peinándolos hacia atrás para cubrirse la calva, y después de mirar al hombre que hablaba con el maestresala, que parecía muy turbado, y el cual le miraba a su vez, se dispuso a salir.
–Este caballero es ruso y desea hablarle ––dijo el mayordomo.
Con un sentimiento de enojo de no poder rehuir en ningún sitio a los conocidos, y satisfecho a la vez de encontrar algún entretenimiento en la monotonía de su vida, Vronsky miró otra vez a aquel señor que se había apartado y por un momento brillaron los ojos de los dos.
–¡Golenischev!
–¡Vronsky!
Era, en efecto, Golenischev, compañero de Vronsky en el Cuerpo de Pajes.
Durante su estancia allí, Golenischev había pertenecido al partido liberal. Del Cuerpo de Pajes había salido con un título civil, sin ninguna intención de entrar en servicio. Desde entonces se habían visto sólo una vez, y en aquella ocasión, Vronsky comprendió que su amigo, habiendo elegido una actividad liberal a intelectual, despreciaba su título y su camera militar. Por esto, al verle, le trató con aquella fría altivez que él sabía y con la cual parecía querer decir: «Puede gustarte o no mi modo de vivir; me es igual. Pero, si quieres tratarme, me has de respetar».
Golenischev se había mantenido despectivamente indiferente al tono de Vronsky. De modo que aquel encuentro les separó aún más. Y, no obstante, ahora los dos, al verse, lanzaron una exclamación de alegría. Vronsky no podía esperar que le alegrase tanto el encuentro con aquel amigo, pero se debía seguramente a que él mismo ignoraba hasta qué punto se aburría. Olvidó la ingrata impresión del último encuentro y con rostro alegre y franco tendió la mano a su ex compañero.
Igual expresión de contento substituyó a la expresión inquieta que un momento antes se dibujaba en el rostro de Golenischev
–¡Cuánto celebro verte! –dijo Vronsky, mostrando, al sonreír amistosamente, sus dientes blancos y fuertes.
–Yo supe que había aquí un Vronsky, pero ignoraba que fueras tú. Siento una alegría sincera.
–Entra, haz el favor... Y ¿qué haces aquí?
–Trabajar. Llevo aquí más de un año.
–¡Ah! ––dijo Vronsky con interés–. Pasa, pasa.
Y, siguiendo la costumbre rusa de hablar en francés cuando no se quiere ser entendido por los criados, Vronsky dijo en aquella lengua:
–¿Conoces a la Karenina? Viajamos juntos –y, al hablar, miraba intencionadamente a Golenischev–. Voy a verla ahora.
–No lo sabía –––contestó indiferente Golenischev, aunque estaba enterado––. ¿Hace mucho que estás aquí? –preguntó.
–Tres días –repuso Vronsky, mirando de nuevo con atención el rostro de su amigo.
«Es un hombre correcto y considera el asunto como debe», se dijo, comprendiendo el significado de la expresión del semblante de su amigo y su cambio de conversación. «Puedo presentárselo a Ana. Tomará las cosas en el sentido más razonable.»
En los tres meses que Ana y Vronsky llevaban juntos en el extranjero, tratando gentes nuevas, Vronsky se preguntaba siempre cómo consideraría tal o cual persona sus relaciones con Ana.
En la mayoría de los casos, encontraba en los hombres la debida «comprensión» . Pero si a ellos y a él les hubiesen preguntado en qué consistía aquella «debida comprensión», unos y otro se habrían visto en un grave aprieto.
En general, los que comprendían «debidamente», según Vronsky, no comprendían de ningún modo, y procedían como suele proceder la gente educada tratándose de las cosas difíciles a insolubles de que está llena la vida: se mantenían en una actitud correcta, evitando alusiones y preguntas desagradables. Fingían comprender el sentido de la situación, la aceptaban y hasta la aprobaban, considerando inoportuno y superfluo entrar en explicaciones.
Vronsky adivinó en seguida que Golenischev era una de estas personas, y por ello se sintió doblemente contento al hallarle. Y, en efecto, Golesnichev trató a la Karenina, cuando su amigo le pasó a las habitaciones de ella, tan correctamente como Vronsky pudiera desear, evitando sin esfuerzo toda charla que pudiese motivar la menor molestia.
No conocía de antes a Ana y le sorprendió su belleza, y sobre todo la sencillez con que aceptaba su situación.
Ana se ruborizó cuando Vronsky le presentó a su amigo, y el infantil rubor que cubrió su rostro bello y franco cautivó a Golenischev. Lo que más le impresionó, sin embargo, fue que ella, como para no dejar duda alguna en presencia de extraños, llamó en seguida «Alexey» a Vronsky y dijo que iban a vivir juntos en una casa alquilada que allí llamaban palazzo.
Tan simple y recto modo de proceder impresionó agradablemente a Golenischev, quien, reparando en los modales de Ana, resueltos, francos y alegres, y conociendo como conocía a Karenin y a Vronsky, pareció comprenderla muy bien; y hasta pareció comprender lo que ella no podía en modo alguno: el que pudiese mostrarse tan decididamente alegre y feliz a pesar de haber causado la desgracia de su esposa, abandonándole a él y a su hijo, y haber perdido su buena fama.
–Ese palacio se menciona en la guía –dijo Golenischev, refiriéndose al que alquilaba Vronsky–. Hay un excelente Tintoretto de los últimos años del pintor.
–Hoy hace muy buen día. Vayamos y veremos la casa una vez más –propuso Vronsky a Ana.
–Con mucho gusto. Voy a ponerme el sombrero. ¿Dice que hace calor? –preguntó ella, parándose en la puerta y mirando a Vronsky interrogativa.
Y el rubor cubrió otra vez sus mejillas.
Por la mirada de Ana, Vronsky comprendió que ella no sabía los términos en que él deseaba quedar con Golenischev y que temía no comportarse como él deseaba.
La contempló con mirada larga y suave.
–No, no mucho –contestó.
Ana creyó comprender que él estaba satisfecho de ella; y, dirigiéndole una sonrisa, salió con rápido paso.
Los amigos se miraron con cierta confusión en el rostro, como si Golenischev, admirando a Ana, quisiera decir algo de ella sin saber qué, y como si Vronsky lo deseara y a la vez lo temiera.
–Sí... –empezó Vronsky, para entablar conversación–. ¿Conque vives aquí? ¿Sigues trabajando en lo mismo? –continuó, recordando que Golenischev le había dicho que es-cribía.
–Sí, estoy escribiendo la segunda parte de Los dos principios –respondió Golenischev, satisfechísimo al oír la pregunta–. Para ser más exacto, no escribo aún: preparo y selec-ciono el material. Será un libro muy vasto. Tratará casi sobre todos los problemas. En Rusia no quieren comprender que somos herederos de Bizancio.
Y Golenischev inició una explicación larga y animada.
Vronsky se sintió avergonzado al principio, ignorando de qué trataba la primera parte de Los dos principios, de la que el autor le hablaba como de algo muy conocido.
Pero luego, cuando Golenischev se explicó y Vronsky pudo seguirle, aun sin conocer la obra, le escuchó con gran interés, porque su amigo se expresaba con gran claridad. Sólo le disgustaba y extrañaba la irritada emoción con que Golenischev trataba el objeto que le interesaba.
A medida que iba hablando, le brillaban más los ojos, con mayor rapidez replicaba a imaginarios contrincantes y más inquieta y ofendida expresión iluminaba su semblante.
Recordando a su amigo como un niño delgado y vivo, bondadoso y noble, siempre el primero en el Cuerpo de Pajes, Vronsky no podía comprender ni aprobar la causa de tal irritación. Le disgustaba, sobre todo, que Golenischev, hombre distinguido, se pusiese al nivel de aquellos escritores venales que le irritaban. Él creía que no valía la pena, aunque por otra parte no dejaba de comprender que su amigo era desgraciado, y le compadecía. La desgracia, casi la locura, se leía en su rostro animado, incluso hermoso, cuando, sin apenas notar que Ana había salido, seguía exponiendo sus ideas con precipitado ardor.
Al salir Ana con capa y sombrero y, con un rápido ademán de su bella mano que jugaba con el quitasol, ponerse al lado de Vronsky, éste, con un sentimiento de alivio, separo sus ojos de la doliente nada de Golenischev y los puso con renovado amor en su hermosa amiga, llena de vida y de alegría.
Golenischev, tranquilizándose a duras penas, permaneció unos momentos triste y taciturno. Pero Ana, que estaba entonces en una excelente disposición de ánimo, le distrajo en seguida con su trato sencillo y alegre.
Probando varios temas de conversación, le llevó, al fin, a la pintura, de la que Golenischev hablaba con mucho conocimiento. Ana le escuchaba con atención.
Andando, llegaron a la casa que iban a alquilar y la visitaron.
Cuando volvían, Ana dijo a Golenischev:
–Estoy contenta de una cosa... Alexey tendrá un buen atelier. No dejes de quedarte con aquella habitación –indicó a Alexey, en ruso, comprendiendo que Golenischev, en la sole-dad en que vivían, se convertía en un amigo ante quien no tenía por qué fingir.
–¿Pintas? –preguntó Golenischev dirigiéndose a Vronsky.
–Sí. Hace tiempo lo practiqué y ahora empiezo de nuevo –repuso éste sonrojándose.
–Tiene mucho talento –dijo Ana con alegre sonrisa–. Claro, que yo no soy quién para decirlo... Pero los entendidos se lo dicen también.
VIII
En este primer período de su libertad y de su rápida convalecencia, Ana se sentía indeciblemente feliz.
El recordar la desgracia de su marido no estorbaba su felicidad. De una parte, tal recuerdo era demasiado terrible para pensar en él, y de otra, aquella desventura había sido fuente de tanta dicha que no sentía remordimiento.
El recuerdo de cuanto le había sucedido tras la enfermedad, la reconciliación con su esposo, la ruptura, la noticia de la herida de Vronsky, su visita, la preparación del divorcio, la marcha de la casa conyugal, el adiós a su hijo, todo le parecía una pesadilla de la que no despertó sino al hallarse con Vronsky en el extranjero.
El recuerdo del mal causado a su marido le producía un sentimiento como de repugnancia análogo al de quien, ahogándose, lograra desprenderse de otro que se hubiera aferrado a él y viera entonces que el otro se ahogaba. Esto era un mal, pero también la única salvación, y más valía no recordar los terribles detalles.
Un pensamiento consolador acudía a su cerebro al pensar en lo que había hecho al principio de su ruptura con Karenin. Ahora, evocando el pasado, sólo se atenía a este pensamiento: «He causado la inevitable desgracia de ese hombre, pero no me aprovecho de ella, ya que también sufro y sufriré en el futuro al perder lo que más aprecio: mi nombre de mujer honrada y mi hijo. He obrado mal y por eso no quiero el divorcio ni la felicidad, y sufriré mi deshonra y la separación del ser a quien tanto quiero».
Pero, pese a su intenso deseo de sufrir, no sufría ni notaba para nada la deshonra. Con el vivo tacto que ambos poseían, eludían en el extranjero a los rusos, no se ponían nunca en falsas situaciones y siempre hallaban gente que fingía comprender su posición mutua mucho mejor que epos.
La separación de su hijo, a quien tanto quería, tampoco la atormentó demasiado al principio. La niña, hija de Vronsky, era muy graciosa y cautivó su cariño desde que quedó sola con ella, así que rara vez se acordaba de Sergio.
Su deseo de vivir, acrecido con la convalecencia, era tan fuerte y las condiciones de su vida tan nuevas y agradables, que Ana se sentía inmensamente dichosa.
Cuanto más conocía a Vronsky, más le amaba. Le amaba por sí mismo y por el amor en que él la tenía. El poseerle por completo colmaba su ventura. Su proximidad le alborozaba. Los rasgos de su carácter, que cada vez conocía mejor, se le hacían más queridos.
Su aspecto físico, muy cambiado al vestir de hombre civil, le era tan atractivo como podía serlo para una joven enamorada. En cuanto hacía, decía o pensaba Vronsky, Ana hallaba algo especial, elevado y noble.
La admiración que sentía por él llegaba a veces a asustarla. Ana trataba de hallar en su amado algo que no fuera agradable. No se atrevía a dejarle ver la conciencia que tenía de su propia insignificancia. Parecíale que, al verlo, Vronsky había de dejar de amarla más pronto, y ella nada temía tanto como perder su amor, aunque no tenía motivo alguno de temor a este respecto.
No podía dejar de estarle agradecida por su nobleza para con ella, de mostrarle cuánto la respetaba... Admirábale que, teniendo tanta vocación para las armas, en las que podía haber llegado a ocupar un elevado cargo, hubiera sacrificado su ambición por ella sin mostrar el mas pequeño arrepentimiento. Vronsky se mostraba más atento y cariñoso que nunca, y la preocupación de que ella no se diera cuenta de la irregularidad de su situación no le abandonaba jamás.
Él, tan enérgico en su trato con ella, no sólo no la contrariaba nunca, sino que parecía no tener voluntad y ocuparse únicamente de cumplir sus deseos. Y Ana, aunque la intensidad de la atención que le consagraba, la atmósfera de cuidados en que la envolvía, llegaran, a veces, a fatigarla, no podía dejar de agradecérselo.
En cuanto a Vronsky, aunque se había realizado lo que deseara por tanto tiempo, no era feliz. No tardó en advertir que la realización de sus deseos no le procuraba más que un grano de la montaña de dicha que esperó. ¡Eterna equivocación del hombre que espera la felicidad del cumplimiento de sus anhelos! Al principio de unirse Vronsky a Ana y vestir el traje civil, sintió el atractivo de una libertad general que antes no conocía, así como la libertad en el amor, y fue feliz, mas por poco tiempo.
En breve sintió nacer en su alma el deseo de los deseos: la añoranza. Involuntariamente se asía a todos los caprichos pasajeros considerándolos como deseo y fin. Tenía que ocupar en algo las dieciséis horas hábiles del día, ya que vivían en plena libertad, fuera del círculo de vida social que ocupara su tiempo en San Petersburgo.
Era imposible pensar en las distracciones de soltero que en sus anteriores viajes fuera de su patria había buscado siempre, ya que un solo ensayo produjo en Ana, al retrasarse él en la cena con los amigos, una insólita tristeza.
Resultaba imposible relacionarse con la sociedad local y rusa por la situación equivoca en que estaban. Visitar las curiosidades del país, aparte de que las habían va visto todas, no tenía para él, hombre inteligente y ruso, la inexplicable importancia que le dan los ingleses.
Así como un animal hambriento coge cualquier objeto que halla esperando encontrar alimento en él, Vronsky, sin darse cuenta, se asía, ya a la política, ya a los libros nuevos, ya a los cuadros.
Como en su juventud había mostrado alguna aptitud para la pintura y, no sabiendo en qué gastar su dinero, había empezado a coleccionar grabados, ahora se entregó a aquella afición, poniendo en ella su voluntad sin objetivo que necesitara satisfacerse.
Tenía el don de comprender el arte a imitarlo con buen gusto. Pensando poseer facultades de pintor, meditó en la clase de pintura por la cual optaría: religiosa, histórica, de costumbres o realista, y, tras corta vacilación, empezó a trabajar.
Comprendía todos los estilos y era capaz de interesarse por uno a otro, pero no le era posible comprender que era preciso ignorar las diversas clases que hay de pintura a inspirarse únicamente en lo que brota del alma, sin preocuparse del género a que perteneciera. Desconociendo esto, Vronsky, al pintar, no se inspiraba en la vida, sino en el medio de vida ya delimitado por el arte. Así se inspiraba rápidamente y con suma facilidad, y pronto y sin dificultad conseguía que lo que pintaba se pareciese al género pictórico deseado.
Le gustaba, más que ninguna, la escuela francesa, graciosa y efectista, y en tal estilo comenzó a pintar el retrato de Ana en traje italiano. El retrato pareció excelente a cuantos lo vieron y también a él.
IX
El viejo y abandonado palazzo –de altos techos, frescos en los muros y suelo de mosaico, con grandes cortinas de seda en las altas ventanas, jarrones en las consolas y chimeneas de puertas esculpidas con lóbregas y desiertas estancias llenas de cuadros–, desde que se instalaron en él, mantenía en Vronsky la agradable equivocación de que no era un propietario ruso y un coronel retirado, sino un aficionado exquisito, un mecenas, y hasta un pintor modesto que abandonaba el mundo, relaciones y ambiciones por la mujer amada.
Al trasladarse al palacio, el papel elegido por él halló su ambiente adecuado. Por medio de Golenischev conoció a varias personas interesantes, y durante los primeros tiempos se sintió a gusto.
Pintaba apuntes del natural bajo la dirección de un profesor italiano y estudiaba la vida medieval de Italia. Últimamente, aquélla le había cautivado hasta el punto de empezar a usar el sombrero al descuido y la capa sobre los hombros, como en el medievo italiano, lo que le sentaba admirablemente.
–Vivimos sin saber nada –dijo Vronsky a Golenischev una mañana en que éste fue a visitarle–. ¿Has visto el cuadro de Mijailov? –preguntó, mostrándole un periódico de Rusia recibido aquel día. En él figuraba un artículo sobre un pintor ruso que vivía en aquella misma ciudad y había terminado un cuadro del que se hablaba hacía tiempo y que se había adquirido ya por anticipado.
En el artículo se reprochaba al Gobierno y a la Academia de Bellas Artes el que un pintor tan notable careciera de estímulo y ayuda.
–Lo he leído –repuso Golenischev–. Claro que a Mijailov no le faltan aptitudes, pero su orientación es completamente equivocada: considera la figura de Cristo y la pintura religiosa según las ideas de Ivanov, Strauss y Renan.
–¿Qué representa el cuadro? –preguntó Ana.
–Cristo ante Pilatos. Cristo está presentado como un hebreo, con todo el realismo de la nueva escuela.
Llevado por aquella pregunta a uno de sus temas favoritos, Golenischev empezó a explicar:
–No comprendo tales errores. Cristo ya tiene su encarnación definida en el arte de los maestros antiguos. Si quieren presentar, en vez de a Dios, a un revolucionario o un santo, que muestren a Sócrates, a Franklin o a Carlota Corday, pero no a Cristo. Escogen para el arte a un personaje que no puede llevarse al arte, y luego...
–¿Es cierto que es tan pobre ese Mijailov? –preguntó Vronsky, pensando que él, como mecenas ruso, aparte de que el cuadro fuera malo o bueno, debía ayudar a aquel pintor.
–No lo creo. Es un retratista notable. ¿Has visto su retrato de la Vasilchikova? Pero parece que ahora no quiere pintar más retratos, con lo cual es posible que necesite dinero... Claro que...
–¿Podríamos pedirle que hiciera el retrato de Ana Arkadievna? –dijo Vronsky.
–¿Para qué? –repuso ella–. Después de pintarme tú, no quiero otros retratos. Más vale que pinte a Anny –así llamaban a la niña–. Ahí viene –añadió, mirando por la ventana a la nodriza, una belleza italiana, que había sacado a la niña en brazos aljardín.
Y luego volvió la cara para contemplar a Vronsky.
La hermosa nodriza, cuya cabeza pintaba él para su cuadro, era el único dolor oculto que había en la vida de Ana.
Vronsky, pintándola, admiraba su hermosura y su aire medieval, y Ana había de reconocer que temía tener celos de la italiana, y por ello trataba con especial afecto tanto a la nodriza como a su hijita.
Vronsky miró por la ventana, puso sus ojos en los de Ana y luego, volviéndose hacia Golenischev, le preguntó:
–¿Conoces a ese Mijailov?
–Le veo a veces. Pero es un hombre raro y sin instrucción alguna, uno de esos hombres que se encuentran ahora con frecuencia, de esos librepensadores, educados d'emblée en las concepciones de la incredulidad, la negación y el materialismo.
Y Golenischev, sin ver o no queriendo ver que también Ana y Vronsky deseaban hablar, prosiguió:
–Antes, sucedía que el hombre de ideas libres estaba educado en normas religiosas, en la ley y la moralidad, llegando a las ideas libres mediante luchas y trabajos. Pero ahora surge un tipo nuevo de gente de ideas libres que crece sin saber siquiera que existen leyes de moral y religión y que hay autoridad. Se desarrollan en la negación de todo, es decir, como salvajes. Mijailov es de ésos. Al parecer, es hijo de un mayordomo de Moscú y no recibió instrucción alguna. Al entrar en la Academia y adquirir fama, como no es tonto, se quiso cultivar. Y se dirigió a lo que le parecía la fuente de la cultura: los periódicos. En otros tiempos, un hombre, supongamos un francés, que hubiera querido–instruirse, se habría dedicado a estudiar a los clásicos: teólogos, trágicos, historiadores y filósofos, y comprendería todo el esfuerzo intelectual que habría tenido que desarrollar. Pero en Rusia, éste cayó en derechura sobre la literatura negativa, absorbió rápidamente todo el extracto de la ciencia negativa, y he aquí formado al hombre... Veinte años atrás habría encontrado en esa literatura los signos de la lucha con la autoridad, con las creencias seculares, y en esta lucha habría comprendido que antes había existido algo más. Pero ahora da con una literatura que no hace dignas de discusión tales ideas, sino que dice sencillamente: «No hay nada. Sólo existen la evolución, la selección, la lucha por la vida y nada más». Yo, en mis artículos...
–¿Saben –dijo Ana, que por las miradas que hacía rato cambiaba con Vronsky, comprendía que a éste no le interesaba la cultura del pintor, sino que no tenía más intención que ayudarle–, saben lo que debemos hacer? –sugirió, interrumpiendo decididamente a Golenischev, entusiasmado en sus explicaciones–. Vayamos a verle.
Golenischev, serenándose, consintió, gozoso, en ir. Pero como el pintor vivía en un lugar muy apartado de la ciudad, resolvieron tomar un coche.
Una hora después, Ana, al lado de Golenischev y Vronsky en el asiento delantero, se acercaban a una fea casa de moderna construcción en un barrio apartado.
Informados por la mujer del portero de que Mijailov permitía visitar su estudio, pero que ahora estaba en su casa, cercana a él, le enviaron sus tarjetas pidiéndole que les dejara examinar sus cuadros.
X
El pintor Mijailov estaba trabajando, como de costumbre, cuando le llevaron las tarjetas del conde Vronsky y de Golenischev. Por la mañana no se había movido de su estudio, trabajando en su gran lienzo. De vuelta a su casa, se enfadó con su mujer por no haber sabido ésta contestar adecuadamente a la dueña de la casa, que pedía el dinero del alquiler.
–¡Ya lo he dicho veinte veces que no tienes que darle explicación alguna! Eres una tonta rematada, pero lo eres todavía más cuando te pones a explicarte en italiano –dijo, después de una larga disputa.
–Pues no dejes pasar tanto tiempo sin pagar. Yo no tengo la culpa. Si hubiera tenido dinero...
–¡Déjame en paz, por Dios! –exclamó Mijailov con voz lastimera.
Y, tapándose los oídos con las manos, se fue a su cuarto de trabajo, tras el tabique, y cerró la puerta, diciéndose que su mujer era una necia.
Se sentó a la mesa, abrió la carpeta y empezó a dibujar con extraordinaria animación.
Nunca trabajaba con tanto ardor y acierto como cuando la suerte le era adversa y, sobre todo, como cuando discutía con su mujer.
«¡Quisiera desaparecer!», pensaba, mientras continuaba su tarea.
Estaba dibujando la figura de un hombre encolerizado. Ya había hecho el dibujo antes, pero no había quedado contento de él.
«No, el otro era mejor. ¿Dónde estará?»
Salió de su cuarto con aspecto sombrío y, sin mirar a su esposa, preguntó a la niña mayor dónde estaba el papel que les había dado.
El papel con el dibujo desdeñado apareció, pero sucio y manchado de estearina. No obstante, Mijailov tomó el dibujo, lo puso en la mesa, se apartó y lo miró entornando los ojos.
De pronto sonrió y agitó alegremente las manos.
–¡Esto es, esto! –exclamó.
Y, cogiendo el lápiz, empezó a dibujar con gran entusiasmo. La mancha de estearina daba al hombre una nueva actitud.
Mientras trazaba aquella nueva actitud, recordó de pronto el rostro enérgico, de saliente barbilla, del comerciante a quien compraba los cigarros, y Mijailov dio aquel rostro y aquella barbilla a la figura que dibujaba. Una vez hecho, rió con júbilo. De repente, la figura, antes muerta y artificial, cobraba vida y se le aparecía con carácter tan definido que no podía pedirse más.
Cabía, no obstante, corregir el dibujo según las exigencias de la figura; podíase y se debía abrir más las piernas, cambiar del todo la posición del brazo izquierdo, descubrir la frente levantando algo los cabellos. Al hacer tales correcciones, no cambiaba, sin embargo, la figura, sino que prescindía de lo que la ocultaba. Era como si le quitase los celos que la envolvían y la hacían imprecisa.
Cada nueva línea que trazaba el pintor daba más relieve a la figura, mostrándola en todo su vigor, tal como se le apareciera de pronto bajo la mancha de estearina.
Cuando, cuidadosamente, daba la última mano al dibujo, le llevaron las tarjetas.
–Voy en seguida...
Se acercó a su mujer.
–Mira, Sacha, no te enfades –dijo, sonriendo con dulce timidez–. La culpa ha sido de los dos. Ya lo arreglaré todo.
Y, después de reconciliarse con su esposa, se vistió el abrigo color de aceituna con cuello de terciopelo, se puso el sombrero y marchó al estudio.
La figura que, al fin, había conseguido fijar sobre el cartón quedaba olvidada. Ahora, la visita de aquellos rusos distinguidos, que habían llegado en coche a su estudio le tenía alegre y agitado.
De aquel cuadro suyo, colocado en un caballete en el estudio, Mijailov, en el fondo de su alma, tenía una sola opinión: que nadie había pintado nunca un cuadro semejante. No creía que valiese más que los de Rafael, pero sí que lo que él quería expresar en el lienzo nadie lo había expresado aún.
Esta convicción estaba firmemente arraigada en su ánimo desde hacía mucho tiempo, desde que lo empezara a pintar, pero, a pesar de ello, la opinión ajena, fuese la que fuese, tenía para él una enorme importancia y despertaba en su alma una emoción muy viva.
La más leve observación que le demostrara que los críticos veían una mínima parte de lo que él encontraba en su cuadro le agitaba hasta lo más profundo de su ser. En general atribuía a sus jueces más capacidad de comprensión que la que él poseía, y siempre esperaba que, en sus palabras, había de descubrir algo que él no había podido ver en su cuadro.
Se acercó con paso rápido a la puerta del estudio, y, a pesar de su emoción, la figura suavemente iluminada de Ana, que estaba a la sombra de la entrada, escuchando las animadas explicaciones de Golenischev, mientras trataba de dirigir una mirada al pintor que se aproximaba, hizo en éste una viva impresión.
Sin que ni él mismo se diera cuenta, Mijailov captó y asimiló toda la gracia de aquella figura, como cazara al vuelo la barbilla del vendedor de cigarros, guardándola en el rincón de su cerebro de donde había de extraerla cuando la necesitó.
Los visitantes, ya desilusionados por lo que Golenischev les contara del pintor, quedaron aún más decepcionados ante su aspecto.
De mediana estatura, corpulento, de andar balanceante y amanerado, Mijailov, con su sombrero castaño y su abrigo color de aceituna, con sus pantalones estrechos cuando hacía tiempo que se llevaban anchos, producía una impresión que la vulgaridad de su ancho rostro y la mezcla de timidez y pretensiones de dignidad que se pintaban en él hacían aún más desagradable.
–Hagan el favor –les dijo, tratando de adoptar un aire indiferente, mientras hacía pasar a sus visitantes y les abría la puerta del estudio.
XI
Al entrar en el estudio, el pintor Mijailov miró una vez más a los visitantes. La expresión del rostro de Vronsky, sobre todo de sus pómulos, se grabó en su imaginación.
Aunque su sensibilidad artística trabajaba sin cesar, acumulando más y más materiales, aunque sentía una emoción cada vez mayor al acercarse el momento de exponer su cuadro, Mijailov, rápida y sutilmente, se formó una idea sobre aquellas tres personas basándose en apenas perceptibles indicios.
Sabía que Golenischev era un ruso que vivía en la ciudad. No recordaba su apellido ni dónde le había visto, ni lo que había hablado con él. Sólo recordaba su rostro, como el de todas las personas que encontraba, y sabía que lo había clasificado ya en la inmensa categoría de los rostros sin expresión, a pesar de su falso aire de originalidad.
Los cabellos largos y la frente despejada daban una aparente individualidad a aquel semblante de expresión minúscula, infantil, inquieta y concentrada sobre el arranque de la nariz.
A juicio de Mijailov, Vronsky y Ana debían de ser rusos de la alta sociedad y muy ricos, artísticamente tan ignorantes corno todos aquellos rusos opulentos que fingían amar y apreciar el arte.
«Seguramente han visto todas las antigüedades; ahora están visitando los estudios de los pintores modernos –el charlatán alemán, el prerrafaelista inglés– y han venido a ver mi estudio para completar la revista», pensaba.
Conocía bien las costumbres de los dilettanti –tanto peores cuanto más informados– de visitar los estudios de los pintores modernos sólo con el fin de poder decir que el arte decae y que cuanto más conocen a los modernos más se persuaden de lo inimitables que son los maestros antiguos.
Esperaba esto, lo veía en sus rostros, en la indiferente negligencia con que hablaban entre sí, mirando los maniquíes y bustos y paseando de un lado a otro en espera de que él descubriese su cuadro.
Y, no obstante, cuando removió sus estudios, levantó las cortinas y descubrió el lienzo, Mijailov se sintió invadido por una viva emoción, tanto más cuanto que, a pesar de su juicio de que todos los nobles y ricos rusos tenían forzosamente que ser unos estúpidos, Vronsky, y sobre todo Ana, habían causado en él una excelente impresión.
–Aquí... ¿Quieren verlo? –dijo Mijailov, apartándose del cuadro con su andar balanceante–. Es Cristo ante Pilatos...
Mateo, capítulo XXVII –murmuró, sintiendo que sus labios empezaban a temblar de emoción.
Y retrocedió, colocándose detrás de ellos.
Durante los pocos segundos en que los visitantes miraron en silencio el cuadro, él lo contemplaba también con ojo indiferente a imparcial. Parecíale ahora que el juicio superior y justo sobre su pintura había de ser pronunciado por aquellos tres visitantes a quienes había despreciado un momento antes.
Olvidó cuanto había pensado de su cuadro anteriormente, en los tres o cuatro años que llevaba pintándolo; olvidó todos sus méritos, fuera de duda para él, contemplándolo con la mirada severa, crítica y desapasionada de sus visitantes y no hallaba en él nada bueno.
Veía en primer término el rostro de Pilatos, impaciente en su despecho, y el rostro sereno de Cristo; veía después las figuras de los criados de Pilatos y el semblante de Juan observando la escena.
Cada rostro lentamente surgido en su interior, en medio de búsquedas y errores, con su carácter peculiar; cada figura tantas veces cambiada de sitio, para la armonía del conjunto; los tonos, matices y colores conseguidos con tanto trabajo, todo, mirado por los ojos de sus visitantes, le parecía trivial y repetido ya mil veces.
Lo que más estimaba de él, el semblante de Cristo, centro del cuadro, que tanto le entusiasmara cuando lo descubrió, perdió todo su mérito al mirarlo con ojos ajenos.
Veía una repetición, bien pintada –y aún no muy bien, porque ahora notaba en ella muchos defectos– de los innumerables Cristos de Tiziano, Rafael, Rubens, de los mismos guerreros y del invariable Pilatos. Todo aquello era trivial, mezquino y viejo a incluso mal pintado, con excesivo color y poca energía. Los visitantes tendrían razón en proferir algu-nas frases de fingido elogio en presencia del pintor, y compadecerle y burlarse de él cuando quedaran solos.
Le pareció pesar durante largo rato aquel dilatado silencio, aunque en realidad no duró más de un minuto. Para interrumpirles y mostrar que no estaba conmovido, Mijailov, con un esfuerzo sobre sí mismo, habló a Golenischev.
–Creo que ya he tenido el gusto de conocerle ––dijo, mirando con inquietud, ora a Ana, ora a Vronsky, a fin de no perder un detalle de la expresión de sus rostros.
–Así es: nos vimos en casa de Rossi. ¿No se acuerda? En la velada en que declamó aquella señorita italiana, la nueva Raquel... ––dijo con naturalidad Golenischev, apartando sin pesar los ojos del cuadro para hablar con el pintor.
Advirtiendo, sin embargo, que Mijailov esperaba su juicio sobre el lienzo, dijo:
–Su cuadro ha mejorado mucho desde la última vez que lo vi. Y como entonces, también ahora me sorprende extraordinariamente la figura de Pilatos. ¡Es tan comprensible este hombre, bueno, simpático, pero, en el fondo de su alma, un funcionario «que no sabe lo que se hace» ! No obstante, me parece...
El movible rostro de Mijailov se iluminó de repente. Sus ojos brillaron. Fue a decir algo, pero la emoción no se lo permitió y fingió una tos.
A pesar de lo poco que apreciaba el gusto artístico de Golenischev, a pesar de la insignificancia de aquella justa observación sobre la expresión del rostro de Pilatos como funcionario, a pesar de lo humillante que pudiese parecer un comentario tan minúsculo silenciando lo principal, Mijailov se sintió entusiasmado de aquella observación.
Él opinaba sobre la figura de Pilatos lo mismo que Golenischev le había dicho. Que aquel comentario fuese uno de los millones de comentarios justos que pudieran hacerse sobre su pintura no disminuía a sus ojos la importancia de la observación de Golenischev. Sentía que sus palabras despertaban su simpatía hacia el otro y le hacían pasar del estado de abatimiento en que se encontraba a un estado de alegre entusiasmo.
El cuadro, en el acto, se animaba a sus ojos con inexplicable complejidad en cuanto tenía de vivo.
Trató de decir que él entendía también así a Pilatos, pero le temblaron los labios y fue incapaz de pronunciar una palabra.
Vronsky y Ana hablaban en voz baja, como suele hacerse en las exposiciones, en parte por respeto al pintor y en parte por no decir en voz alta alguna tontería, tan fácil de decir en cuestiones de arte.
Mijailov, pareciéndole que el lienzo les había impresionado también, se les acercó.
–¡Qué extraordinaria expresión la de Cristo! ––dijo Ana.
De cuanto veía, era aquello lo que más le gustaba. Le parecía, además, que, tratándose de la figura principal del cuadro, el elogio había de placer al pintor.
–Se le nota que siente compasión de Pilatos –añadió.
Tal observación pertenecía también a los millones de ellas que podían hacerse sobre un cuadro y sobre la figura de Cristo. Había dicho que sentía compasión de Pilatos, y era ló-gico que se viera en él la expresión de amor, de serenidad ultraterrena, de sentimiento de la proximidad de la muerte y de conciencia de la inutilidad de las palabras.
Estaba claro que Pilatos debía tener una expresión de funcionario y Cristo había de tenerla de compasión, ya que uno encamaba la vida mortal y otro la vida espiritual. Todo esto y mucho más pasó por la mente de Mijailov, y, no obstante, su rostro volvió a iluminarse de entusiasmo.
–Sí. Está muy bien pintada esa figura. ¡Y cuánta atmósfera en tomo de ella! Parece que habría de ser posible darle la vuelta –dijo Golenischev, seguramente queriendo signifcar que no estaba conforme con el significado a idea de la figura.
–Es de una maestría excepcional –afirmó Vronsky–. ¡Cómo se destacan estas figuras del segundo término! ¡Esto tiene una técnica perfecta! –agregó, dirigiéndose a Golenischev, como dándole a entender, siguiendo su charla de antes, que él desesperaba de adquirir aquella habilidad.
–Sí, es excepcional –confirmaron Golenischev y Ana.
Pese al estado de exaltación en que se hallaba, la referencia a la técnica hirió dolorosamente a Mijailov.
Mirando con enojo a Vronsky, se puso serio de repente. Oía con frecuencia la expresión «técnica» a ignoraba por completo lo que la gente entendía por ella. Sabía que indicaban así la facultad mecánica de pintar y dibujar completamente fuera de la idea del cuadro. Observaba a menudo, como en la presente alabanza, que contraponían la técnica al verdadero mérito, como si fuera posible pintar con arte una mala composición. Sabía que hay que tener mucha atención y esmero para, al quitar todas aquellas pinceladas que no expresaban nada interno, no estropear la obra de arte, pero en ello aquí no había ni arte pictórico ni técnica alguna.
Si a un niño o a una cocinera se les hubiera revelado lo que veía él, también ellos habrían podido expresar lo que veían. Y el más hábil y diestro pintor técnico no habría podido pintar nada sólo con su facultad mecánica de no haber descubierto antes los límites del argumento y el contenido.
Además, sabía que, hablando de técnica, era imposible elogiarle por ella. En cuanto había pintado y pintaba, reconocía defectos que saltaban a la vista, hijos de la escasa atención con que corregía sus cuadros de detalles materiales y que ya no podía corregir sin estropear la obra. Y en casi todas las figuras y rostros veía aún restos de defectos no bien corregidos que afeaban el cuadro.
–Sólo objetaría una cosa, si me lo permitiera –notó Golenischev.
–Lo celebro y se lo ruego –dijo Mijailov esforzándose en sonreír.
–Que, en su cuadro, Cristo es un hombre–Dios y no un Dioshombre. Aunque ya sé que era eso lo que usted se proponía.
–No puedo pintar un Cristo que no llevo en mi alma –repuso Mijailov, huraño.
–Sí; pero entonces permítame expresar mi idea. Su cuadro es tan bueno, que mi observación no puede perjudicarle, y, además, es sólo mi opinión personal. En usted, el motivo mismo es diferente. Tomemos por ejemplo a Ivanov. Yo considero que si se reduce a Jesús al papel de figura histórica, habría sido preferible que Ivanov hubiese elegido otro tema histórico, más fresco, no tocado todavía por nadie.
–¡Pero si es el tema más grande que se presenta al arte!
–Sabiéndolos buscar se encuentran también otros. Sucede, no obstante, que el arte no admite discusión ni razones. Y ante el lienzo de Ivanov, tanto para el creyente como para el que no lo es, se presenta la misma duda: «¿Es Dios o no es Dios?». Y eso destruye el conjunto de la impresión.
–¿Por qué? A mí me parece –dijo Mijailov– que para las personas cultas no puede ya haber discusión.
Golenischev se mostró disconforme con esta opinión y, aferrándose a su primera idea sobre la unidad de impresión necesaria en el arte, venció a Mijailov, que, excitado, no supo decir nada en favor de su tesis.
XII
Hacía tiempo que Ana y Vronsky cambiaban miradas, cansados de la erudita charla de su amigo.
Al fin, Vronsky se acercó a un pequeño cuadro sin esperar a que el pintor le invitara.
–¡Oh, qué hermoso, qué hermoso! ¡Qué encanto! ¡Qué maravilla! –exclamaron al unísono él y Ana.
«¿Qué les habrá gustado tanto?», se preguntó Mijailov, que no se acordaba ya de aquel cuadro, pintado por él tres años antes. Los sufrimientos que le había costado y los entusiasmos que despertara en él en aquellos meses que le tuvo absorbido noche y día, estaban olvidados, como los olvidaba siempre apenas terminaba su obra. En cuanto a aquélla, incluso le desagradaba verla y la había expuesto únicamente porque esperaba la visita de un inglés que quería comprarlo.
–Es un estudio de hace tiempo –dijo.
–Es admirable –afirmó Golenischev, notándose que sentía con sinceridad la fascinación de aquel lienzo.
Dos niños, al pie de un alto arbusto, pescaban con caña. El mayor acababa de tender la suya y en aquel instante, colocado detrás de un arbusto, iba sacando el hilo con atención concentrada a fin de no perder el corcho de vista.
El otro, menor, tendido en la hierba y acodado en ella, con su cabecita de cabellos rubios y enmarañados apoyada en sus manos, miraba el agua con pensativos ojos azules. ¿En qué pensaba?
El entusiasmo ante aquel cuadro despertó en Mijailov la emoción de antes, pero no le placía aquel inútil sentimiento referente a algo ya pasado y así, aunque le halagaban los elogios, trató de desviar la atención de aquel cuadro y concentrarla en un tercero.
Pero Vronsky le preguntó si quería venderlo. A Mijailov, emocionado con la visita, le resultaba desagradable hablar ahora de dinero.
–Está expuesto para la venta, claro... –repuso con gravedad frunciendo el entrecejo.
Cuando todos los visitantes se hubieron ido, Mijailov se sentó frente al cuadro de «Cristo ante Pilatos» y mentalmente se repitió lo que le dijeran y lo que podía sobreentender en las palabras de los visitantes.
Y, cosa extraña, lo que tanto valor tenía para él cuando estaban presentes, perdía de pronto toda importancia ahora que mentalmente se ponía fuera del punto de vista de ellos.
Ahora, mirando el cuadro con ojo de artista, adquiría la certeza absoluta de su perfección y la seguridad de su transcendencia, sentimiento que necesitaba para alcanzar aquella tensión que excluía todo otro interés y sin la cual no le era posible trabajar.
No obstante, el pie de Cristo le parecía ahora algo desproporcionado. Cogió la paleta y empezó a trabajar. Mientras corregía el pie, miraba sin cesar la figura de Juan, en segundo término, y en el que no se fijaron los visitantes, pero que él sabía que era un modelo de perfección.
Concluido el pie, pensó en trabajar en aquella figura, pero se sentía demasiado conmovido para poder hacerlo. No podía trabajar ni en frío ni cuando se sentía emocionado y lo veía todo exageradamente. De la frialdad a la inspiración había sólo un peldaño, y era entonces cuando le resultaba posible pintar. Hoy tuvo, pues, que abandonar el trabajo.
Fue a tapar el cuadro, pero se detuvo con el paño en la mano mirando embelesado la figura de Juan.
Al fin, apartó la mirada con pena, dejó caer el paño, y cansado, pero feliz, volvió a su casa.
Vronsky, Ana y Golenischev, de regreso, iban animados y alegres.
Hablaban de Mijailov y de sus cuadros. La palabra «talento», que ellos definían como una facultad natural, casi física, independiente del alma y el corazón, y con la que nom-braban cuanto produjera el pintor, surgía en su charla con frecuencia, ya que necesitaban nombrar algo que no comprendían, pero de lo que deseaban hablar.
Afirmaban que no se podía negar talento a Mijailov, pero que tal talento no había podido desarrollarse por falta de cultura, desgracia común a los pintores rusos. Mas el cuadro de los niños quedó grabado en su memoria, y de vez en cuando lo mencionaban de nuevo.
–¡Qué maravilla! ¡Qué bien logrado y qué sencillo es! Él mismo no comprende el mérito que tiene. No hay que perder la ocasión. Debemos comprarlo ––dijo Vronsky.
XIII
Mijailov vendió el cuadro a Vronsky y aceptó hacer el retrato de Ana.
El día fijado acudió y empezó a trabajar.
Desde la quinta sesión, el retrato sorprendió a todos, y más que a nadie a Vronsky, no sólo por el parecido con el original sino en especial por su belleza.
Asombraba el acierto con que Mijailov había sabido reproducir la peculiar belleza de Ana.
«Parecía necesario conocerla y amarla como yo para encontrar lo más querido a íntimo de su expresión espiritual», pensaba Vronsky, aunque en realidad sólo a través de aquel retrato había conocido lo querido a ínfimo de tal expresión. Pero era tan exacta que a él y a otros les parecía conocerla desde mucho antes.
–¡Tanto tiempo luchando para no hacer nada! –decía Vronsky, refiriéndose al retrato de Ana que pintaba él–. Y este hombre la ha captado apenas la ha visto. ¡He aquí lo que significa la técnica!
–Eso se adquiere –le consolaba Golenischev, a juicio del cual Vronsky tenía talento y, sobre todo, la cultura que da un concepto elevado del arte.
La convicción de que Vronsky tenía talento se afirmaba tanto más en Golenischev cuanto que él mismo necesitaba elogios y apoyo moral de parte de su amigo para obtener elogios de sus ideas en artículos de prensa. Y Golenischev opinaba que los elogios y ayuda debían ser recíprocos.
Mijailov, en casa ajena, y sobre todo en el palazzo de Vronsky, resultaba un hombre diferente por completo a como era en su estudio. Se mostraba desagradablemente respetuoso, cual si temiera mantener amistad con gente a quien no respetaba.
Trataba de excelencia a Vronsky y jamás, pese a las repetidas invitaciones de él y de Ana, se quedaba a comer cuando iba a las sesiones.
Ella mostraba a Mijailov, a causa de su retrato, una profunda gratitud y le trataba más amablemente que a los otros.
Vronsky iba más allá de la amabilidad y era evidente que le interesaba conocer la opinión que el pintor tenía sobre su cuadro. Golenischev no perdía ocasión de imbuir a Mijailov las verdaderas ideas sobre el arte.
Pero Mijailov era igualmente frío con todos. Ana notaba por su mirada que le agradaba contemplarla; pero él rehuía el conversar con ella. Y cuando Vronsky le hablaba de pintura, Mijailov callaba, tozudo, como igualmente calló ante el cuadro de Vronsky y ante las conversaciones de Golenischev, que, por lo que se comprendía, no le interesaban en absoluto.
En general, al conocer más a Mijailov le perdieron completamente la simpatía, por su carácter reservado y desagradable, casi hostil; y se sintieron todos satisfechos cuando, concluidas las sesiones, dejó de acudir al palacio, dejando un espléndido retrato en su poder.
Golenischev fue el primero en anunciar el pensamiento general de que Mijailov tenía celos y envidia de Vronsky.
–Si no envidia, ya que es hombre de talento, le irrita que un cortesano, un hombre rico, un conde (pues todos ésos odian estas cosas) haga sin esfuerzo especial lo mismo, si no mejor que él, a lo que ha consagrado toda su vida. Lo esencial es la cultura que él no posee.
Vronsky defendía a Mijailov, pero en el fondo de su alma creía lo mismo, ya que, según sus ideas, un hombre de más baja extracción que él debía necesariamente envidiarle.
El retrato de Ana, una figura pintada por ambos, debía mostrar sus respectivas diferencias, pero Vronsky no las veía. Mas, después de concluir Mijailov el retrato, dejó él de pintar el suyo, considerándolo superfluo.
Continuaba trabajando en su lienzo de tema medieval. Él, Golenischev y, sobre todo Ana, encontraban que el cuadro era excelente, porque se parecía mucho más a los cuadros célebres que el de Mijailov.
Mijailov, por su parte, a pesar de que el retrato de Ana le había proporcionado momentos deliciosos, estaba más satisfecho que ninguno de que hubieran concluido las sesiones y de no estar obligado a oír las disgresiones de Golenischev sobre arte, así como de poder olvidar la pintura de Vronsky.
Sabía que no era posible prohibir a Vronsky que jugase con la pintura, comprendía que éste y todos los aficionados tenían derecho a pintar cuanto quisieran, pero ello le molestaba. Es imposible impedir a un hombre que haga una gran muñeca de cera y la bese. Pero si este hombre llega con su muñeca, se sienta ante dos enamorados y acaricia la figura como el enamorado a su amante, el enamorado se sentirá profundamente molesto. Este mismo sentimiento experimentaba Mijailov al ver la pintura de Vronsky, que encontraba ridícula; le producía enojo y piedad y le hacía sentirse ofendido.
La pasión de Vronsky por la pintura y la Edad Media duró poco. Tenía el suficiente buen gusto en cuestión de pintura para advertir que era mejor no continuar. Presentía vagamente que los defectos del lienzo, no muy visibles al principio, serían horribles si llegaba al final.
Le pasó lo mismo que a Golenischev, quien comprendía en el fondo que no tenía nada que decir y que se engañaba con la idea de que su pensamiento no estaba maduro y que debía desarrollarlo y elegir materiales.
Pero ello irritaba y fatigaba a Golenischev, mientras que Vronsky no se engañaba ni atormentaba, y, sobre todo, no se irritaba contra sí mismo. Con su decisión característica, dejó de pintar sin explicarlo ni tratar de justificarse.
Pero, sin tal ocupación, su vida y la de Ana, que estaba extrañada del desengaño de Vronsky, le pareció tan monótona en la ciudad italiana que encontró de pronto el palacio tan viejo y sucio, tan desagradables las manchas de las cortinas, las grietas del suelo y el yeso desconchado de las comisas; y le resultó tan ingrato tratar siempre, a Golenischev, al mismo profesor italiano y al mismo viajero alemán, que experimentaron una imperiosa necesidad de cambiar de existencia y decidieron regresar a Rusia.
Vronsky quería dividir las propiedades con su hermano y Ana deseaba ver a su hijo. Se proponían pasar el verano en la gran propiedad de la familia Vronsky.
XIV
Levin llevaba casado más de dos meses. Era feliz, pero no tan completamente como había esperado. A cada momento le salía al paso una decepción de sus antiguas ilusiones, o bien encontraba en otro un encanto inesperado.
Aunque dichoso, veía, al hacer vida familiar, que ésta era muy diferente de lo que él había creído. Experimentaba lo que un hombre que, admirando primero los suaves movimientos de una barca en un lago, entrara luego él mismo en la embarcación.
Veía que había poco tiempo para estar inmóvil sobre las aguas, que había que pensar, sin olvidarlo ni un momento, en el rumbo, que no podía tampoco echar en olvido que debajo había agua, que era preciso remar y que las manos, no acostumbradas, sentían dolor, y, en fin, que lo que es muy fácil de ver, resulta difícil de hacer aunque sea agradable.
De soltero, ante la vida conyugal de los otros, con sus pequeñas miserias, sus disputas y celos, Levin se limitaba a sonreír con ironía desde el fondo de su alma. Pensaba que en su futura vida de casado no sólo no podría haber nada parecido, sino que incluso creía que sus formas exteriores habían de ser en todo distintas a las de los demás.
Y de pronto, en vez de esto, resultaba que su vida de casado no sólo no se organizaba de un modo peculiar, sino que se componía precisamente de aquellas mismas pequeñeces que tanto despreciara antes, y que ahora, contra su deseo adquirían una importancia extraordinaria. Ahora veía que su solución no era empresa tan fácil como antes le había parecido. Aunque pensaba conocer muy bien la vida familiar, él, como todos los hombres, no la imaginaba sino como un goce del amor no obstaculizado por nada y del que debían apartarse todas las pequeñas preocupaciones.
Según él, una vez hecho su trabajo, debía descansar en la dicha del amor. Kitty debía ser amada y nada más. Pero Levin olvidaba, como todos los hombres, que ella también tenía que trabajar. Y le sorprendía que aquella gentil y poética Kitty pudiera, no ya en las primeras semanas, sino en los primeros días de su vida conyugal, pensar, acordarse y preocuparse de manteles, muebles, colchones para los huéspedes, bandejas, comidas, etc.
Ya de novios le había impresionado la firmeza con que Kitty se había negado a hacer el viaje al extranjero, prefiriendo ir al campo, como si pensara ya en algo que era preciso hacer, y pudiese, aparte del amor, pensar en otras cosas.
Esto le ofendió entonces y ahora le ofendía: su preocupación por detalles materiales a los que él no daba ninguna importancia. Y Levin, que la amaba, aunque burlándose de su esposa por todo ello, no podía dejar de admirarla.
Sonreía al verla colocar muebles llevados de Moscú, arreglar de un modo personal y nuevo su habitación común, colgar las cortinas, ordenar las habitaciones destinadas en el futuro a los invitados y a Dolly, aderezar el cuarto de su nueva doncella, encargar la comida al viejo cocinero, discutir con Agafia Mijailovna retirándole la custodia de las provisiones.
Observaba cómo el viejo cocinero sonreía admirado, cómo Agafia Mijailovna movía la cabeza, cariñosa y pensativa ante las nuevas disposiciones de la joven señora referentes a la despensa, y encontraba gentilísima a Kitty cuando, entre risas y lágrimas, decía que la doncella Macha, acostumbrada a considerarla corno una señorita, no la obedecía.
Levin sonreía entre divertido y extrañado, pero, a pesar de todo, le parecía que habría sido mejor que su joven esposa no se ocupara de aquellas cosas.
No comprendía Levin lo que representaba para ella, el cambio que se había producido en su vida, el hecho de que antes, cuando estaba en su casa, si quería col con Kwass o bien bombones no podía conseguir a veces ni una cosa ni otra; y que ahora le fuese posible encargar todo lo que quería, comprar montañas de bombones, gastar cuanto se le antojaba, comer coles con Kwass o bombones a su gusto y hacer traer los dulces que le gustasen.
Ahora Kitty pensaba con alegría en la llegada de Dolly con los niños; sobre todo porque encargaría para éstos sus golosinas preferidas, mientras Dolly podría apreciar el nuevo orden que reinaba allí.
Sin saber porqué, los quehaceres de la casa le interesaban en extremo. Sintiendo por instinto la proximidad de la primavera y sabiendo que aún habría días de mal tiempo, arreglaba su nidito lo mejor que podía, apresurándose a construir y a aprender cómo había que construir.
La preocupación de Kitty por las cosas pequeñas del hogar, tan distinta al elevado ideal de felicidad que Levin se había formado al principio de su matrimonio, era uno de sus desengaños. Pero la gentileza con que ella se entregaba a tales ocupaciones –sin que Levin comprendiera porqué, aunque le encantaba– constituía a la vez uno de los atractivos de su nueva vida.
Otra decepción mezclada de encanto eran las discusiones.
Levin no había imaginado nunca que entre su mujer y él pudiera haber otras relaciones que las dulces y amorosas, y de pronto, desde los primeros días de su casamiento, desde que ella le dijo que él no la quería, que sólo se quería a sí mismo, lo que afirmaba llorando, y agitando las manos con desesperación,empezaron entre ellos las disputas. La primera se produjo un día en que Levin había ido a la granja nueva: queriendo volver por el atajo se extravió y estuvo ausente media hora más de lo esperado.
Volvía a casa pensando en ella, en su amor, en su dicha, y, cuanto más se acercaba, más ternura sentía hacia Kitty. Al entrar corriendo en la habitación, henchido de tales sentimientos, más vivos aún que el día en que se dirigiera a casa de los Scherbazky a pedir su mano, la halló inesperadamente seria, como no la viera nunca.
Intentó besarla y ella le rechazó.
–¿Qué te pasa?
–Traes muchas ganas de fiesta –repuso ella queriendo aparecer tranquila y mordaz.
Pero, apenas abrió la boca, las reconvenciones dictadas por unos celos absurdos, todo lo que la había atormentado durante aquella media hora que había pasado sentada a la ventana, brotó como un torrente en sus palabras.
Sólo entonces comprendió Levin lo que no comprendiera antes, cuando la sacó de la iglesia después de la boda: es decir, que no sólo Kitty era algo muy suyo, sino que él mismo no sabía dónde terminaba ella y empezaba él. Lo comprendió por el doloroso sentimiento de escisión que experimentó en aquel instante. Primero se ofendió, pero en seguida después se dijo que no podía ofenderle que Kitty fuera una parte de sí mismo.
Experimentó al principio lo que un hombre que, sintiendo un violento golpe por detrás y volviéndose enojado y anheloso de venganza en busca del agresor, halla que él mismo se ha lastimado por descuido; no tiene contra quien volverse, y le es preciso calmarse y soportar el dolor.
Nunca en los días que siguieron había de experimentarlo tan vivamente, pero entonces tardó mucho en recobrar su tranquilidad. Ahora debía justificarse y mostrar a Kitty su error, pero hacerlo significaba enfadarla más aún, aumentando la separación que motivaba su pena.
Su natural impulso le aconsejaba disculparse; pero algo más fuerte le pedía que nó agravase la separación entre los dos. Quedar bajo una inculpación injusta era doloroso, pero herirla con el pretexto de justificarse lo era todavía más.
Como un hombre medio dormido que sufre un dolor, quería arrancar de sí lo que le dolía y, al despertar, notaba que lo que le dolía era su propio cuerpo. Debía, pues, procurar ayudar al punto dolorido a sufrir el dolor, y eso fue lo que Levin procuró.
Hicieron las paces. Ella, reconociendo su culpa, sin decirlo, se mostró más cariñosa aún y ambos experimentaron en su amor una felicidad redoblada.
Mas ello no impidió que tales disputas se repitiesen por los motivos más fútiles a inesperados. Sucedían a menudo, porque aún ignoraban los dos lo que era importante para ambos y porque al principio estaban frecuentemente en mala disposición de ánimo. Si uno estaba de buen humor y otro de malo, la paz no se alteraba, pero si ambos coincidían en su mal humor, surgían disputas por motivos inconcebiblemente baladíes, hasta el punto de que luego, a veces, no podían recordar por qué habían discutido.
Cierto que cuando los dos estaban de buen humor, sentían redoblada la alegría de vivir; pero, con todo, aquel primer tiempo fue penoso para los dos, y durante él sintieron más fuertemente la opresión de la cadena que los ligaba.
En conjunto, la luna de miel, esto es, el mes siguiente a la boda, del que Levin esperaba tanto, no sólo no fue de miel, sino que quedó en el recuerdo de ambos como la época más penosa y humillante de toda su vida.
Los dos procuraron tachar, en su existencia futura, todas las líneas grotescas y vergonzosas de aquellos primeros tiempos, en que ambos, pocas veces en un estado de espíritu tranquilo, no se mostraban casi nunca tal como eran.
Sólo al tercer mes de matrimonio, después de un viaje a Moscú, donde pasaron un mes, su vida entró en un terreno de mayor comprensión.
XV
Habían vuelto hacía poco de Moscú y estaban satisfechos de su soledad. El, sentado ante el escritorio de su gabinete, escribía. Ella, con el vestido color lila que llevaba en los primeros días de su matrimonio, el vestido que Levin recordaba y quería especialmente, se hallaba sentada bordando en el divan de cuero que había estado siempre en el despacho del padre y el abuelo de Levin, y trabajaba en una labor de broderie anglaise.
Levin pensaba y escribía, sin dejar de sentir la presencia de su mujer. Los trabajos de su hacienda y la obra en que debía exponer su nuevo modo de dirigir las fincas, no habían quedado olvidados. Pero así como antes tales ideas y ocupaciones le parecían insignificantes en comparación a la oscuridad que rodeaba la vida, ahora le parecían secundarias y mínimas en comparación a la vida que le esperaba inundada de radiante luz.
Continuando sus trabajos, notaba que el centro de gravedad de su atención había pasado a otro objeto, y en consecuencia de ello veía las cosas con más claridad.
Antes, su trabajo era para él la justificación de la vida, pareciéndole que, sin él, la existencia era demasiado sombría. Y ahora necesitaba el trabajo para que su existencia no fuese demasiado monótona por exceso de luz.
Trabajando otra vez y releyendo lo escrito, halló con satisfacción que era un asunto del que valía la pena ocuparse. Muchos de sus pensamientos de antes le parecían superfluos y exagerados, pero muchos puntos dudosos le resultaban evidentes ahora que en su memoria repasaba nuevamente todo lo hecho en aquellos días.
Escribía a la sazón un nuevo capítulo sobre las causas de la mala situación del cultivo agrícola en Rusia. Demostraba que la pobreza rusa no procedía sólo del mal reparto de tierras y de la orientación equivocada, sino que contribuía a ella la civilización extranjera, adoptada de una manera anómala en los últimos tiempos en el país, sobre todo en los medios de comunicación, en los ferrocarriles, que implicaron la centralización en las ciudades, en el desarrollo del lujo y, por consiguiente en la creación, en detrimento de la agricultura, de nuevas industrias; en la explotación exagerada del crédito y su acompa-ñante el juego de bolsa.
A su juicio, en un desarrollo normal de la riqueza de un estado, aquellos elementos debían surgir sólo cuando estuviera bien desarrollado el cultivo agrícola y elevado a condiciones normales o al menos defnidas, entendiendo que la riqueza de un país debe crecer progresivamente y procurando que otras fuentes de riqueza no adelanten al cultivo agrario. En fin, creía que los medios de comunicación debían corresponder a un determinado estado de la agricultura, y que, dado el mal sistema ruso de explotar el campo, los ferrocarriles, resultado de una necesidad política y no económica, llegaron antes de tiempo, y, en lugar de ayudar al cultivo agrícola, como se e'speraba, y provocar el desarrollo de las industrias y el crédito, lo habían paralizado.
Sostenía que así como el desarrollo parcial y prematuro de una parte del organismo animal estorbaría el normal crecimiento, así en Rusia al desarrollo de la riqueza general lo habían perjudicado el crédito, los transportes, el aumento industrial, sin duda necesarios en Europa, pero inoportunos en Rusia donde no habían causado más que perjuicios, elimi-nando lo esencial y corriente, que era la organización de la agricultura.
Mientras Levin escribía, Kitty pensaba en la poca espontánea amabilidad con que su marido había tratado al joven príncipe Charsky, que en Moscú se había permitido cortejarla con tan escaso tacto, el día antes de marchar.
«Tiene celos», pensaba. «¡Dios mío qué tonto es y qué encantador! ¡Celos! Si supiera que todos son para mí tan indiferentes como Pedro, el cocinero» , se decía, mientras miraba la nuca y el cuello rojo de Levin. «Siento mucho interrumpir su trabajo, pero ya tendrá tiempo de volver a él. Quiero verle la cara. ¿Se molestará si le miro? Quiero que se vuelva. ¡Vuélvete, vuélvete, lo quiero!»
Y Kitty abrió más los ojos, para aumentar el efecto de su mirada.
«Sí: todo eso se lleva el jugo y produce una falsa apariencia de prosperidad», murmuró Levin, dejando de escribir. Y notando que Kitty le miraba, sonrió.
–¿Qué? –preguntó levantándose.
«Se ha vuelto», pensó ella.
–Nada, quería que volvieras la cabeza –dijo en voz alta, y mirándole y tratando de averiguar si estaba descontento de que le hubiera interrumpido el trabajo.
–¡Qué bien estamos aquí los dos solos! ¡Quién me lo hubiera dicho! –repuso él, acercándose a su esposa con sonrisa radiante de felicidad.
–Yo también me siento muy a gusto –repuso ella–. No quiero ir a ningún sitio, y menos a Moscú.
–¿Qué pensabas? –preguntó Levin.
–Pensaba... Pero no; anda, trabaja, no te distraigas –respondió Kitty, frunciendo los labios–. Además, yo también tengo que cortar unas piezas.
Y comenzó a hacerlo con las tijeras.
–Dime lo que pensabas –insistió él, sentándose a su lado y mirando el movimiento de las tijeritas.
–¿En qué? En Moscú, en tu nuca...
–¿En pago de qué poseo esta felicidad? Es demasiado hermoso para ser natural –dijo Levin besándole la mano.
–Creo lo contrario: lo natural es siempre lo mejor.
–Te sale un rizo por aquí –dijo Levin, volviendo suavemente la cabeza de Kitty–. ¿Ves? Pero no, no, estamos trabajando y...
Mas ya no hicieron nada, y, cuando Kusmá entró anunciando que el té estaba servido, se separaron bruscamente como dos culpables.
–¿Han venido los criados de la ciudad? –le preguntó Levin a Kusmá.
–Ahora mismo. Están arreglando las cosas.
–Vuelve pronto ––dijo Kitty–. Si no, leeré sola el correo. Luego podemos tocar el piano a cuatro manos...
Una vez solo, guardando sus papeles en una cartera nueva, comprada por Kitty, fue a lavarse las manos en un nuevo lavabo, y con nuevos efectos de tocador que también con ella habían aparecido.
Levin sonreía a sus pensamientos y a la vez movía la cabeza con reproche. Le atormentaba una sensación parecida al remordimiento.
En su vida, ahora, había algo vergonzoso, afeminado...
«No está bien vivir así» , pensaba. «En casi tres meses no he hecho nada. Hoy me puse por primera vez a trabajar y apenas empezado lo dejé... Hasta descuido mis ocupaciones diarias. Nunca visito la finca a pie ni a caballo. Unas veces por mí, otras por ella, jamás dejo sola a Kitty, creyendo que va a aburrirse. ¡Y cuando pienso que antes suponía que la vida de soltero no valía nada y que la verdadera empezaba con el matrimonio! Pero en tres meses transcurridos jamás he vivido de manera tan ociosa a inútil. Esto es imposible. Hay que empezar a trabajar. Claro que ella no es culpable; no puedo reprochárselo. Yo debía ser más firme, defender mi libertad masculina. Si no, me acostumbraré a esto. Pero ella no tiene la culpa», se repetía.
Mas a un hombre descontento le es difícil no culpar de algo a los demás y, sobre todo, al más próximo, el motivo de su descontento.
Y Levin se decía que Kitty no era la culpable («es imposible que ella sea culpable de nada»), sino su educación superficial y libre. («¡Aquel tonto de Charsky! Ya sé que ella quería atajarle, pero no pudo.») Y concluía: «Sí, fuera del interés de la casa (y éste es innegable que lo tiene), aparte de sus vestidos y su broderie anglaise, Kitty no se interesa seriamente ni por los asuntos propios, ni por la economía doméstica, ni por los campesinos, ni por la música, a pesar de que es entendida en ella, ni por la lectura. No hace nada y está completamente satisfecha» .
Y Levin la censuraba en el fondo de su alma sin comprender aún que Kitty se preparaba a aquel período de actividad en que sería a la vez esposa y dueña de casa y habría de cuidar, nutrir y educar a sus hijos. No comprendía que ella sentía esto por instinto y que, al prepararse para aquel tremendo trabajo, no reconvenía los felices momentos de despreocupación y de dicha de amar que gozaba ahora, mientras construía alegremente su futuro nido.
XVI
Cuando Levin subió, su mujer estaba ante un nuevo samovar de plata y un servicio de tazas también nuevo. Había hecho sentar a Agafia Mijailova ante la mesita de té, y leía una carta de Dolly, con la que cruzaba continua y frecuente correspondencia.
–¿Ve? Su señora me ha hecho sentarme con ella –dijo Agafia Mijailovna, sonriendo amistosamente a Kitty. Y en las palabras de la anciana, Levin leyó el final del drama desarrollado últimamente entre ambas mujeres. Veía que, a pesar del dolor ocasionado por Kitty al aya al quitarle las riendas del gobierno doméstico, ella había vencido al fin, consiguiendo hacerse querer.
–Toma, aquí hay una carta para ti –dijo Kitty tendiéndole una llena de faltas ortográficas–. Es de una mujer... al parecer aquella de tu hermano. No la he leído. Y ésta es de mi familia. Dolly ha llevado al baile infantil de casa de Sarmatsky a Gricha y a Tania. Tania vestía de marquesa...
Levin no la escuchaba. Sonrojándose, tomó la carta de María Nicolaevna, la ex amante de su hermano Nicolás.
En su primera carta, ella le dijo que Nicolás la había echado a la calle sin culpa, añadiendo con flema ingenuidad que, aunque vivía en la miseria, no pedía ni deseaba nada, atormentándola sólo el pensamiento de que Nicolás, a causa de su decaída salud, iría cada día peor, y pedía a Levin que se preocupase por él.
Ahora decía otra cosa. Había encontrado a su hermano en Moscú, se habían unido de nuevo y habían marchado a una capital de provincia en donde Nicolás había hallado un empleo. últimamente, había, sin embargo, discutido con el jefe y había tomado la decisión de trasladarse de nuevo a Moscú, pero había enfermado en el camino y era muy poco probable que pudiera reaccionar. «Siempre se acuerda de usted y además no tenemos ya dinero.»
–Mira lo que Dolly dice de ti... –empezó Kitty, sonriente.
Pero de pronto se detuvo, observando el cambio en la expresión del rostro de su esposo.
–¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?
–Mi hermano Nicolás se está muriendo. Tengo que irme.
–¿Cuándo?
–Mañana.
–¿Puedo ir contigo?
–¿Para qué, Kitty? –dijo Levin con reproche.
–¿Para qué? –repuso ella ofendida por la desgana con que Levin acogía su ofrecimiento–––. ¿Acaso no puedo ir? ¿Es que voy a estorbarte?
–Yo me voy porque mi hermano se muere. Pero tú...
–¡Lo mismo que tú!
« En un momento tan grave para mí, ella no piensa más que en que se aburrirá sola», se dijo Levin. Y este pensamiento le llenó de aflicción.
–Es imposible ––dijo severamente.
Agafia Mijailovna previendo una disputa conyugal, dejó la taza y salió.
Kitty no la vio siquiera. El tono de las últimas palabras de su esposo la ofendía, en especial porque era evidente que él no daba ninguna importancia a lo que ella decía.
–Pues yo te digo que si te vas, me voy contigo por encima de todo –insistió con irritada precipitación–. ¿Por qué dices que es imposible? ¿Por qué lo es?
–Porque tengo que ir Dios sabe a dónde, por Dios sabe qué caminos, pernoctando en las posadas... Me estorbarás –dijo Levin procurando conservar su sangre fría.
–No estorbaré. No necesito nada especial. Donde tú estés, puedo estar yo.
–Además, está allí esa mujer con la que no puedes intimar...
–No sé nada y no quiero saber nada de nadie. Sólo sé que mi cuñado se muere, que mi marido se va y que yo voy con él para...
–Kitty, no te enfades. Pero este asunto es grave y me enoja que confundas un sentimiento de simpatía con el afán de no quedar sola. Si temes aburrirte sola aquí, vete a Moscú.
–¿Lo ves? Siempre me atribuyes pensamientos viles y bajos –repuso Kitty, irritada, llorosa y ofendida–. No he pensado en nada de eso. Sólo sé que mi deber es acompañar a mi marido en sus penas. Pero tú quieres ofenderme adrede, adrede no quieres entenderme...
–¡Es horrible! ¡Soy un esclavo! ––exclamó Levin, levantándose, sin poder reprimir su enfado. Pero inmediatamente comprendió que se hacía daño a si mismo.
–Entonces, ¿por qué te has casado? Para arrepentirte, bien podías haber seguido libre –repuso ella. Y levantándose de un salto, corrió al salón.
Cuando él la siguió, Kitty lloraba. Él trató de calmarla, buscando palabras que, si no lograran convencerla, la tranquilizaran al menos. Pero ella no le escuchaba ni aceptaba ninguno de sus argumentos.
Levin se inclinó, cogió su mano, que se le resistía, y la besó, besó sus cabellos, la mano otra vez... Ella continuaba callando.
Pero cuando él le cogió la cabeza con ambas manos y dijo: «¡Kitty!», ella, repentinamente, se serenó, lloró un poco y ambos hicieron las paces.
Resolvieron ir juntos al día siguiente. Levin aseguró a su mujer que creía que ella sólo deseaba ir para ser útil y admitió que la presencia de María Nicolaevna junto a su hermano no representaba ninguna inconveniencia.
Pero, en el fondo, Levin estaba descontento de Kitty y de sí mismo. De ella, porque no había sabido aceptar el dejarle marchar solo cuando así le convenía. (¡Y qué extraño le era pensar que él, que hacía tan poco tiempo no osaba aún creer en la felicidad de que ella pudiera amarle, ahora se sentía desgraciado porque le amaba en exceso!) Y descontento de sí mismo, porque no había sabido mostrar firmeza de carácten
Además, en el fondo de su ser, no podía aceptar que Kitty tuviese que ver algo con la mujer que vivía con su hermano; y pensaba con horror en las complicaciones que podían producirse.
El solo hecho de que su esposa hubiese de estar en una misma habitación con aquella mujer le hacía estremecerse de repugnancia y horror.
XVII
La fonda de la capital de provincia en que estaba Nicolás Levin era una de esas fondas provincianas que se construyen según adelantos modernos, con las mejores intenciones de limpieza, confort y hasta elegancia, pero, que, debido al público que las frecuenta, se convierten en sucias tabernas con pretensiones de modernidad, resultando por ello aún peores que las antiguas fondas en las que nada se hacía para disimular el desaseo.
Ésta había llegado ya a aquel estado. En la entrada, fumando un cigarrillo, estaba un soldado de sucio uniforme que debía de ser el portero; se veía después una escalera de hierro colado, sombría y desagradable, un camarero de expresión desvergonzada, vistiendo un raído frac, una sala con un ramo de flores de cera cubiertas de polvo sobre la vieja mesa. La suciedad, el descuido y el polvo que reinaban por todas partes con, al lado de ello, cierta presunción de modernidad que olía a estación de ferrocarril, produjeron en Levin, por contraste con su vida de recién casado, una penosa impresión, en especial porque la impresión de falsedad que causaba la fonda no estaba en relación con lo que les esperaba.
Resultó como siempre que, después de haberles preguntado de qué precio querían la habitación, no había ninguna buena: una de éstas la ocupaba un revisor del ferrocarril, otra un abogado de Moscú y la tercera la princesa Astafieva, que se había detenido allí de regreso de sus propiedades.
Sólo había disponible una sucia alcoba a cuyo lado les prometieron otra libre para la noche.
Enojado contra su mujer al ver que sucedía lo que había temido, es decir, que en el momento de su llegada, cuando más preocupado estaba por la situación de su hermano, había de ocuparse de ella en vez de precipitarse hacia Nicolás, Levin la acompañó a la habitación que les destinaban.
–Ve, ve –dijo Kitty, en voz baja y tímida, mirándole como si comprendiera su culpa.
Levin salió en silencio y halló en el pasillo a María Nicolaevna, que, informada de que habían llegado, acudía, sin osar entrar. Seguía igual que cuando la vio en Moscú: el mismo vestido de lana, los brazos y la garganta descubiertos, y el mismo rostro bondadoso, con pecas, algo más lleno que antes.
–¿Cómo está? ¿Cómo se siente?
–Muy mal; ya no se levanta. Todo el tiempo le ha estado esperando. Pero usted... su señora...
Como Levin al principio no entendió lo que la inquietaba, ella se explicó:
–Me iré a la cocina –murmuró–. Su señor hermano estará muy contento. Ha oído hablar de la señorita y la conoce de cuando estábamos en el extranjero.
Levin, comprendiendo que le hablaba de su mujer, no supo qué contestar.
–Vamos, vamos –dijo.
Pero apenas dieron un paso, se abrió la puerta de la habitación y apareció Kitty.
Levin se sonrojó de vergüenza a ira contra su mujer, que se ponía y le ponía en situación tan embarazosa. Maria Nicolaevna se ruborizó más aún. Sofocada, encarnada hasta saltár-sele las lágrimas, cogió con ambas manos las puntas de su pañuelo y empezó a arrollarlas con sus dedos rojos sin saber qué hacer ni qué decir.
Primero, Levin sólo vio la mirada de ávido interés con que Kitty escudriñaba a aquella mujer, a aquella terrible mujer incomprensible para ella.
Pero eso sólo duró un momento.
–¿Qué, cómo está? –dijo Kitty, dirigiéndose primero a su marido y luego a la mujer.
–El pasillo no es un lugar a propósito para hablar –dijo Levin, mirando con irritación a un hombre que pasaba, muy estirado y al parecer absorto en sus preocupaciones.
–Entonces, pasen –indicó Kitty a Maria Nicolaevna, ya serena. Pero viendo el rostro espantado de su esposo, añadió–: Y si no, es mejor que vayan ustedes y envíen luego pormí.
Volvió a su habitación y Levin fue a la de su hermano.
Lo que vio allí y lo que experimentó fue muy distinto de lo que esperaba. Creía que encontraría a Nicolás en el mismo estado de confianza, propio de los tuberculosos, y que tanto le había sorprendido durante la estancia de su hermano en el campo, en otoño.
Esperaba hallar los síntomas físicos de la muerte próxima aumentados: más debilidad y enflaquecimiento, pero, en fin, la misma apariencia aproximada. Y suponía que había de experimentar ante su hermano el mismo sentimiento de perderlo, el mismo horror ante la muerte que antes notara, aunque en mayor grado.
En la habitación, pequeña y sucia, cubiertas de salivazos sus paredes pintadas, se oía hablar tras el delgado tabique. En la atmósfera impregnada de olor a suciedad, sobre la cama, separada de la pared, había un cuerpo cubierto con una manta. Una de las manos de este cuerpo, y unida de un modo incomprensible al antebrazo igualmente delgado en toda su longitud, estaba sobre la manta. La cabeza descansaba de lado en la almohada.
Levin veía los cabellos, ralos y cubiertos de sudor, sobre las sienes y la frente, lisa, que parecía transparente.
«Es imposible que ese terrible cuerpo sea mi hermano Nicolás», pensó. Pero, acercándose más, le vio el rostro y se disiparon sus dudas. A pesar del horrible cambio del semblante, le bastó a Levin contemplar los vivos ojos, que Nicolás alzó para mirar al que entraba, le bastó observar un leve movimiento bajo los bigotes, para comprender la terrible verdad: que aquel cuerpo muerto era su hermano vivo.
Los brillantes ojos se posaron con seriedad y reproche en el hermano, que acababa de entrar. Y al punto se estableció entre ambos una interna comunicación. Levin, en aquella mirada, percibió un reproche y le remordió su propia felicidad.
Cuando Constantino le cogió la mano, Nicolás sonrió. Era una sonrisa débil, apenas perceptible y, no obstante la sonrisa, la severa expresión de sus ojos no cambió.
–No esperarías encontrarme así... ––dijo con dificultad.
–Sí... no... –respondió Levin, sin hallar palabras–. ¿Por qué no me avisaste antes? Quiero decir, en mi boda. Pregunté por ti en todas partes...
Hablaba por no callar, pero no sabía qué decin Su hermano no le respondía nada, mirándole con fijeza y esforzándose evidentemente en penetrar en el sentido de cada palabra.
Levin dijo a su hermano que su mujer había llegado con él. Nicolás manifestó su alegría, pero arguyó que temía hacerla pasar dado el estado en que se encontraba.
Hubo un silencio. De pronto, Nicolás se movió y empezó a decir algo. Por la expresión de su rostro, Levin creyó que iba a oír algo significativo a importante, pero su hermano sólo habló de su salud. Culpaba al médico y lamentaba que no estuviese allí cierto célebre doctor moscovita, y Levin comprendió, por aquellas palabras, que Nicolás albergaba esperanzas aún.
Aprovechando el primer silencio, Levin se levantó para librarse por un instante de aquel sentimiento penoso y dijo que iba a llamar a su mujer.
–Bueno; diré que hagan un poco de limpieza. Aquí todo está sucio y lleno de mal olor. Macha, arregla esto ––dijo el enfermo con dificultad–. Y cuando lo hayas arreglado, vete –añadió, mirando interrogativamente a su hermano.
Levin no contestó. Se paró en el pasillo. Había dicho a Nicolás que iba a traer a Kitty, pero, ahora, comprendiendo lo que sentía, decidió, al contrario, tratar de persuadirla de que no entrara en el cuarto del enfermo.
«¿Para qué ha de atormentarse como yo?», se dijo.
–¿Cómo está? –preguntó Kitty con aterrorizado semblante.
–¡Es terrible! ¿Por qué has venido? –dijo Levin.
Ella calló unos momentos, mirándole con timidez y compasión. Luego, acercándose a él, le cogió por el codo con ambas manos.
–Acompáñame allí, Kostia. Los dos soportaremos mejor el dolor. Sólo te pido que me lleves y te vayas. Comprende que verte a ti sin verle es doblemente doloroso. Allí, quizá podré seros útil a ti y a él. Te suplico que me lo permitas –rogó a su marido como si la dicha de su vida dependiera de aquello.
Levin hubo de consentir, y, repuesto y olvidando por completo a María Nicolaevna, se dirigió con Kitty al cuarto de su hermano.
Andando con paso ligero, sin cesar de mirar a su marido y mostrándole su rostro animoso y lleno de piedad, Kitty entró en la alcoba del enfermo y, volviéndose suavemente, cerró la puerta sin ruido. Siempre silenciosa, se aproximó al lecho donde aquél yacía y se puso de modo que él no necesitase volverse para verla. Tomó con su mano joven y fresca la enorme manaza de él, se la apretó con aquel calor con que saben hacerlo las mujeres, calor que expresa compasión sin ofender, y empezó a hablar al doliente.
–Nos vimos en Soden, pero no fuimos presentados –dijo–. No pensaría usted entonces que iba a ser hermana suya...
–Y usted, ¿me habría reconocido? –preguntó él, iluminado su rostro por una sonrisa.
–¡En el acto! Ha hecho muy bien en avisamos. No pasaba día sin que Kostia me hablase de usted y se preocupase por su estado...
La animación del enfermo duró poco. Apenas ella concluyó de hablar, el rostro de Nicolás recobró su expresión severa y de reproche, la expresión de la envidia del moribundo a los que quedan vivos.
Temo que no esté usted bien aquí –dijo Kitty, volviéndose y exaniinando la habitación con rápida mirada–. Hay que pedir otro cuarto al dueño de la fonda. Debemos estar más cerca ––dijo a su marido.
XVIII
Levin no podía mirar con calma a su hermano ni permanecer tranquilo en su presencia. Al entrar en la alcoba del paciente, sus ojos y su atención se nublaban y no lograba ver ni comprender los detalles del estado de Nicolás.
Notaba el terrible olor, veía la suciedad y el desorden, su actitud, sus geniidos, pero tenía la sensación de que no podía hacer nada.
No se le ocurría, para ayudarle, la idea de estudiar cuidadosamente el estado de su hermano, de observar cómo se hallaba bajo la manta el cuerpo del enfermo, cómo tenía dobladas sus enfaquecidas piernas y espaldas, a fin de hacerle adoptar una posición que le aliviara en algo los sufrimientos.
Cuando pensaba en estos detalles, un escalofrío le recorría hasta la medula. Estaba persuadido de que era imposible hacer nada, ni para prolongar la vida de Nicolás, ni para atenuar sus sufrimientos.
El enfermo adivinaba el sentimiento de su hermano, su conciencia respecto a la inutilidad de toda ayuda, y se irritaba, cosa que apenaba doblemente a Levin. Estar en el cuarto del enfermo le atormentaba, y no estar en él le parecía peor aún. No hacía, pues, más que entrar y salir bajo diferentes pretextos, sintiéndose incapaz de quedarse solo.
Kitty sentía, pensaba y obraba muy diversamente. El enfermo había despertado en ella compasión, y la compasión produjo en su alma de mujer un sentimiento que nada tenía que ver con el de repugnancia y horror que había despertado en su marido, y que se expresaba en la necesidad de obrar, enterarse con todo detalle del estado del paciente y hacer lo posible para ayudarle.
No dudando de que debía hacerlo, no dudaba tampoco de la posibilidad de realizarlo, y, en seguida, puso manos a la obra.
Los detalles cuyo pensamiento aterraban a su marido, ocuparon desde el primer momento la atención de Kitty. Envió a uno a buscar el médico, envió a otro a la farmacia, mandó a la criada que venía con ella y a María Nicolaevna barrer el suelo, limpiar el polvo y fregar. Por su parte, no se quedaba tampoco atrás: limpiaba un objeto, ponía en orden otro, arreglaba las ropas bajo la manta... Por orden suya se sacaban cosas de la habitación del enfermo y se llevaban otras de más utilidad.
Entraba ella misma en la habitación sin preocuparse de hallar clientes en el pasillo, traía a la alcoba del enfermo sábanas, toallas, almohadas, camisas, y otras veces, ya usadas, las sacaba de ella.
El criado que servía la comida a los ingenieros en la sala común, acudía a veces a la llamada de Kitty con irritado semblante, pero no podía desatender las órdenes que ella le daba, porque lo hacía con tan suave insistencia que no se la podía desobedecer.
Levin no la aprobaba, ni creía que lo que hacía fuera útil para el paciente. Sobre todo, temía que su hermano pudiera enojarse. Pero Nicolás permanecía sosegado, si bien algo confuso, y seguía con interés las ¡das y venidas de su cuñada.
Al volver de casa del médico, adonde le enviara Kitty, Levin halló que estaban, por orden de la joven, mudando de ropa al enfermo. Su tronco largo y blanco, con salientes omoplatos y prominentes costillas, estaba al descubierto, y María Nicolaevna y el criado luchaban inútilmente por colocar las mangas de la camisa en el flaco brazo, caído contra la voluntad del enfermo.
Kitty, al entrar Levin, cerró con precipitación la puerta. No miraba al enfermo, pero cuando éste volvió a gemir se acercó a él.
–¡Vamos! –dijo.
–No se acerque... Yo mismo... –repuso él irritado.
Kitty comprendió que Nicolás se avergonzaba de aparecer desnudo en su presencia.
–No le miro, no... –repuso ella arreglándole la manga–. María Nicolaevna: pase allí y póngale ese lado –añadió.
–Ve, por favor, a mi cuarto y, trae un frasco que hay en el saquito, en el bolsillo del lado –dijo a su marido–. Entre tanto, terminarán de limpiar aquí.
Al volver con el frasco, Levin halló al enfermo ya en la cama. Todo a su alrededor tenía otro aspecto. El olor desagradable había sido sustituido por el de una mezcla de perfume y vinagre que Kitty, sacando los labios a hinchando sus encarnadas mejillas, esparcía a través de un tubito por la habitación.
En ningún sitio había ya polvo; al pie del lecho se veía una alfombra. En la mesa estaban ordenados los frascos, la botella y la ropa necesaria, bien plegada, así como la broderie an-glaise en que trabajaba Kitty.
En otra mesa había agua, medicamentos y una bujía. Lavado y peinado, entre las sábanas blancas y los almohadones mullidos, vistiendo la camisa limpia con cuello blanco del que salía su garganta delgadísima, el enfermo descansaba mirando a Kitty fijamente, con una expresión llena de renovada esperanza.
El médico, a quien Levin halló en el casino, no era el que hasta entonces atendiera a Nicolás y del que éste se sentía descontento.
El nuevo médico aplicó el fonendoscopio, escuchó la respiración del enfermo, meneó la cabeza, prescribió una medicina insistiendo con especial meticulosidad en el modo de administrarla y después ordenó el régimen a observar. Aconsejó huevos crudos o apenas pasados por agua y agua de Seltz con leche recién ordeñada, a una determinada tempera-tura.
Cuando el médico se fue, Nicolás dijo a su hermano algo de lo que éste sólo percibió las últimas palabras: «Tu Katia...» .
Pero en la mirada de Nicolás, Levin comprendió que el enfermo la estaba alabando. En seguida Nicolás hizo venir a su lado a Katia, como él la llamaba.
–Katia –dijo–, me siento mucho mejor. Con usted me habría curado hace tiempo. Estoy muy bien...
Le tomó la mano y fue a llevarla a sus labios, pero, temiendo que ello la desagradase, desistió de su propósito y soltándole la mano se limitó a acariciarla. Kitty, con ambas ma-nos, estrechó la del enfermo.
–Ahora, póngame del lado izquierdo y váyanse a dormir –dijo Nicolás.
Nadie le entendió, excepto Kitty. Y lo comprendió porque estaba en todo momento con la atención puesta en las necesidades del enfermo.
–Ponle del otro lado –dijo a su marido–. Siempre duerme de ese... Ayúdale. Llamar a los criados es desagradable y yo no puedo... ¿Usted no puede hacerlo? –preguntó a María Nicolaevna.
–Le tengo miedo –repuso la mujer.
Pese al horror que inspiraba a Levin enlazar aquel cuerpo terrible y asir bajo la manta aquellos miembros cuya delgadez le asustaba, animado por el ejemplo de su mujer y con una decisión en el rostro que ella no le conocía, introdujo las manos entre las ropas y cogió a su hermano.
A despecho de su fuerza extraordinaria, le asombró el peso de aquellos miembros sin vida. Mientras le volvía al otro lado, sintiendo en tomo a su cuello aquel brazo delgado y enorme, Kitty, rápidamente, sin que lo notasen, volvió la almohada, la sacudió y arregló la cabeza y cabellos del enfermo, que otra vez se le pegaban a las sienes.
Nicolás retuvo en su mano la de Levin y éste notó que su hermano quería hacer algo con ella, llevándola no sabía a dónde.
Le dejó hacer, con el corazón estremecido...
Nicolás llevó la mano de su hermano a la boca y la besó. Agitado por los sollozos y sin fuerzas para hablar, Levin salió de la habitación.
XIX
«Ha descubierto a los niños y a los pobres de espíritu, lo que ha ocultado a los sabios», pensaba Levin de su mujer, mientras hablaba con ella aquella noche.
Evocaba las palabras del Evangelio no porque se considerase sabio, sino porque no podía ignorar que era más inteligente que su mujer y que Agafia Mijailovna, ni podía desconocer tampoco que, cuando pensaba en la muerte, lo hacía con todas las fuerzas de su alma. Constábale también que muchos cerebros de hombres habían filosofado sobre la muerte y no sabían sobre ella ni la centésima parte que su mujer y Agafia Mijailovna.
Por diferentes que fueran Agafia Mijailovna y Kafa, como la llamaba su hermano y como ahora le gustaba también llamarla a Levin, en aquel asunto eran completamente iguales. Ambas sabían, sin duda, lo que era la vida y la muerte, y aunque no pudiesen contestar ni comprender las preguntas que Levin pudiera formularse a aquel respecto, ninguna de las dos dudaba de la trascendencia de tal fenómeno, y no sólo se lo explicaban de una manera completamente igual sino que compartían esta opinión con millares de personas.
Y la prueba de que ambas sabían muy bien lo que era la muerte era que las dos conocían cómo se tenía que obrar con los moribundos sin asustarse de ellos. En cambio, Levin y otros que hablaban a menudo de la muerte era indudable que la ignoraban, puesto que la temían y no sabían cómo obrar en su presencia. De haber estado Levin a solas con su hermano, nada habría hecho sino mirarle con horror y esperar con horror mayor aún, incapaz de hacer otra cosa.
Ni aun sabía qué decir, cómo mirar, cómo andar. Hablar de cosas secundarias le parecía ofensivo para el enfermo, y hablar de la muerte, de cosas sombrías, le resultaba imposible también.
«Si le miro, pensará que le estudio; si no le miro, que pienso en otra cosa. Si ando de puntillas se molestará, y andar con naturalidad sería vergonzoso.»
Kitty, al contrario, no tenía tiempo de pensar en ello; ocupada sólo de su enfermo, parecía tener clara conciencia de la conducta que había de seguir con él y lograba salir airosa en todo lo que intentaba.
Hablaba al enfermo de sí misma, de su boda; sonreía compasiva, le acariciaba y refería casos de curación, y lo decía de una manera tan adecuada que también en ello demostraba que conocía la muerte.
La prueba de que la actividad de Kitty y de Agafia Mijailovna no era maquinal, consistía en que no se reducía a cuidados físicos, al deseo de aliviar los sufrimientos del enfermo, sino que, además de esto, ambas querían para el paciente algo más, más importante y sin relación alguna con tales cuidados materiales.
Agafia Mijailovna, hablando del anciano criado fallecido, decía:
«Gracias a Dios, comulgó y recibió la extremaunción... Dios nos dé a todos una muerte semejante.»
Además de cuidarse de la ropa, las medicinas y la bebida, Kitty, ya el primer día, supo persuadir al enfermo de la necesidad de comulgar y recibir la extremaunción.
Al dejar a su hermano por la noche, Levin pasó a sus habitaciones y se sentó, con la cabeza baja, sin saber qué hacen No pensaba en que no había cenado, en que no estaba arreglado para dormir, y no osaba ni hablar a su esposa, ante la cual se sentía como avergonzado.
Kitty, al contrario, estaba más activa a incluso más animada que nunca. Ordenó que les sirviesen la cena, arregló las cosas y ayudó a preparar las camas sin olvidarse de poner en ellas polvos insecticidas.
Estaba llena de esa animación y agilidad mental que se despierta en los hombres la víspera de un combate, de una lucha, de un momento peligroso y decisivo de su vida, una de esas ocasiones en que los hombres prueban su valor para siempre y que acreditan que todo su pasado no ha transcurrido en balde, sino que sirvió de preparación para tal mo-mento.
Trabajaba bien y con rapidez, y antes de media noche todos los objetos estaban limpios y ordenados de tal modo que la habitación de la fonda parecía su propia casa: las camas hechas, los cepillos, peines y espejitos sacados del baúl y las toallas en sus sitios. La mesa estaba preparada.
Levin sentía que todo, comer, hablar, dormir, era imperdonable, y parecíale que cada uno de sus movimientos resultaba inadecuado a la situación. Pero cuando Kitty ordenaba los cepillos, por ejemplo, lo hacía con tanta naturalidad que no se descubría en ello nada de irreverente.
Sin embargo, no probaron bocado y, aunque tardaron mucho en acostarse, en largo rato les fue imposible dormir.
–Estoy muy contenta de haberle convencido de que reciba la extremaunción –decía Kitty, sentada, con su ropa de noche, ante un espejo plegable, peinando con un peine apretado sus cabellos perfumados y suaves–. Yo no he asistido nunca a esa ceremonia, pero mamá dice que rezan por la curación...
–¿Crees que má hermano se puede curar? –preguntó Levin, mirando la fina raya de los cabellos de su mujer, que desaparecía a medida que ella pasaba el peine más abajo por su cabeza.
–He preguntado al médico y dice que no vivirá más de tres días. Pero, ¿qué saben ellos? No obstante, me alegro de haberle convencido ––dijo Kitty, mirando a su marido bajo sus cabellos–. Todo es posible –añadió, con la expresión astuta que podría decirse que había en su rostro siempre que hablaba de religión.
Después de la conversación que sobre temas religiosos habían sostenido siendo novios, no habían vuelto a tocarlos jamás, pero Kitty continuaba asistiendo a la iglesia y rezando sus oraciones, siempre con el tranquilo convencimiento de que cumplía con un deber.
A pesar de las seguridades en contra dadas por Levin, Kitty estaba segura de que él era tan buen cristiano como ella, si no mejor, y que cuanto le decía al respecto era una de esas tontas bromas masculinas, como las que decía sobre la broderie anglaise: que las gentes razonables cosen los agujeros y ella los hacía a propósito, y otras cosas por el estilo.
–Esa mujer –dijo Levin, aludiendo a María Nicolaevna–, no supo arreglar nada. Confieso que estoy muy contento de que hayas venido. Eres tan pura que...
Tomó su mano y no la besó, porque, hacerlo hallándose la muerte tan próxima, le parecía una especie de profanación, y se limitó a estrechársela y a contemplar con mirada llena de arrepentimiento los ojos de Kitty, que se aclararon al notario.
–Encontrándote solo aquí, habrías sufrido más ––dijo ella, alzando sus manos para ocultar el alegre rubor que cubrió sus mejillas.
Anudó los cabellos en su nuca y los sujetó con horquillas.
–Antes ––continuó –no sabía nada de esto. Pero aprendí mucho en Soden.
–¿Es posible que hubiera allí enfermos como él?
–Los había peores.
–Me resulta terrible no poder verle como de joven. ¡No sabes lo buen muchacho que era! Yo entonces no le comprendía.
–Lo creo... Me parece que habríamos sido muy amigos.
Y miró a su marido, asustada de lo que había dicho. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
–Lo « habríais sido ...» –repuso él, tristemente–. Era de esos hombres de los que se dice que no están hechos para este mundo.
–Tenemos muchos días de fatigas por delante. Vamos a dormir –repuso Kitty, consultando su minúsculo reloj.
XX
Al día siguiente, el enfermo comulgó y recibió la extremaunción. Durante la ceremonia, Nicolás oró con fervor. En sus grandes ojos, fijos en el icono puesto sobre la mesa, ple-gada y cubierta con un paño de color, había tanta imploración vehemente, tanta esperanza, que Levin le miraba aterrado, porque sabía que aquella imploración y aquella esperanza harían más dolorosa la separación de la vida que su hermano amaba tanto.
Levin conocía a Nicolás y su modo de pensar, le constaba que su falta de fe no procedía de que le fuera más cómodo vivir sin ella, sino de que, poco a poco, las explicaciones científicas de los fenómenos universales la habían borrado de su alma.
El retorno, pues, de su hermano a la fe no era sincero, hijo de la reflexión, sino momentáneo, egoísta, nacido de una vana esperanza de curarse.
Levin sabía que Kitty había avivado aquella esperanza relatándole casos extraordinarios de curaciones oídas por ella, y esto hacia aun mas penosa para él la mirada llena de ruego y esperanza de su hermano, y la vista de aquella mano que se levantaba con dificultad para trazar la señal de la cruz sobre aquella frente de piel tirante y ante aquellos hombros salientes y aquel pecho hueco y ronco que ya no podía abrigar en sí la vida por la que oraba el enfermo.
Durante la ceremonia, Levin hizo lo que, a pesar de su incredulidad, había hecho en tantas ocasiones: dirigirse a Dios y suplicarle:
«Si existes, haz que cure este hombre, y así nos salvarás a él y a mí.»
A raíz de la extremaunción, el paciente experimentó una repentina mejoría. En una hora no tosió ni una vez, sonreía, besaba la mano de Kitty, le daba las gracias con lágrimas en los ojos, decía que se sentía bien y fuerte, que no le dolía nada y tenía apetito.
Incluso se incorporó él mismo en la cama cuando le llevaron la sopa y pidió una croqueta de carne más.
A pesar de su estado desesperado, y de lo evidente que parecía, con sólo mirarle, que no podía curar, Kitty y Levin le hallaron, durante una hora, en un estado indescriptible, de feliz y temerosa emoción.
–Está mejor.
–Sí, mucho mejor.
–Es extraordinario.
–No hay nada de extraordinario. Sea como sea, está mejor.
Así se decían el uno al otro en voz baja.
El engaño duró poco. El enfermo durmió tranquilamente media hora y luego despertó la tos. De repente en él y en todos los que le rodeaban desaparecieron todas las esperanzas. La realidad del sufrimiento las había destruido por completo, y ni en Levin, ni en Kitty, ni en el moribundo quedó rastro alguno de lo que sintieran en aquel momento.
Sin ni siquiera aludir a lo que creía media hora antes, hasta como si se avergonzase de recordarlo, Nicolás pidió que le dieran a respirar el frasco de yodo cubierto de un papel agujereado.
Levin se lo dio y la misma mirada de emocionada esperanza con que el enfermo recibió la extremaunción, se pinto en su rostro al insistir sobre las palabras del médico de que el aspirar yodo produce nlllagros.
–¿No está Katia aquí? –preguntó Nicolás, mirando la habitación cuando su hermano repitió de mal grado las palabras del médico–––. Si no está, te diré que he hecho todo esto por ella. ¡Es tan buena! Pero ni tú ni yo podemos engañamos. En esto sí que creo...
Y oprimiendo el frasco con su mano huesuda comenzó a aspirar el yodo.
A las ocho de la noche, mientras Levin y su mujer tomaban el té en su habitación, María Nicolaevna llegó corriendo sofocada.
–Ha perdido el color y le tiemblan los labios –dijo–. Está muriéndose. Temo que muera en seguida.
Los tres se apresuraron, Nicolás estaba incorporado en la cama, apoyado en el brazo, con la larga espalda inclinada y la cabeza muy baja.
–¿Qué sientes? –preguntó Levin después de un silencio.
–Siento... que me voy –repuso el enfermo con dificultad, pero con gran precisión, pronunciando lentamente las palabras, sin alzar la cabeza y no dirigiendo más que los ojos hacia arriba, sin llegar al nivel del rostro de su hermano–. Katia, váyase –añadió luego.
Levin se levantó de un salto y en voz baja, pero decidida, suplicó a su mujer que saliera.
–Me voy –dijo de nuevo Nicolás.
–¿Por qué te lo figuras? –respondió Levin, por decir algo.
–Porque... me voy –insistió Nicolás, como si hubiese tomado apego a la palabra–––. Esto es el fin.
María Nicolaevna se acercó a él.
–Harías mejor en tenderte en la cama. Te encontrarías más cómodo ––dijo.
–Pronto estaré tendido –repuso Nicolás en voz baja– y muerto... –agregó con amarga ironía–. Bueno: tendedme si queréis.
Levin colocó a su hermano de espaldas, se sentó a su lado y, conteniendo la respiración, le miró a la cara. El moribundo yacía con los ojos cerrados y de vez en cuando los músculos de su frente se movían, como en el hombre que piensa en algo con insistencia y profundidad.
Involuntariamente, Levin, junto a su hermano, pensaba en lo que en el espíritu de éste se cumplía en aquel momento, pero, pese a todos sus esfuerzos mentales, por la expresión de aquel rostro tranquilo y sereno, por el movimiento de los músculos de su frente, comprendía que para el moribundo se aclaraba, se aclaraba lo que para Levin permanecía oscuro.
–Sí, sí... eso es –pronunció lentamente el agonizante–. Esperad –y calló de nuevo–. ¡Eso es! –volvió a decir, tranquilizado, como si todo se hubiese ya hecho claro para él–. ¡Oh, Dios mío! –exclamó con un hondo suspiro.
María Nicolaevna le tocó los pies.
–Se le están poniendo fríos –dijo.
Durante un rato muy largo, según le pareció a Levin, el enfermo permaneció inmóvil. Pero aún vivía y de vez en cuando suspiraba. Levin se sentía cansado de su tension mental. Pero, a pesar de ello, no podía comprender lo que su hermano definía con aquel «eso es», y veía que el moribundo le había dejado atrás hacía rato.
Ya no pensaba en la muerte en sí, sino en lo que debía hacer ahora: cerrarle los ojos, vestirle, tapar el ataúd...
Y, lo que era más extraño, se sentía indiferente del todo; no experimentaba ni pena ni dolor por la muerte de su hermano, y menos aún piedad por él. Más bien experimentaba un sentimiento de envidia por lo que sabía ahora el agonizante y él ignoraba.
Mucho tiempo permaneció junto al lecho, esperando el fin. Pero el fin no llegaba.
La puerta se abrió y Kitty apareció en el umbral. Levin se levantó para detenerla, mas, al disponerse a hacerlo, sintió un movimiento del moribundo.
–No te vayas –dijo Nicolás adelantando la mano.
Levin se la cogió y con la otra hizo a su mujer una enojada señal para que saliera.
Media hora, una hora, permaneció con la mano del agonizante en la suya. Ya no pensaba en la muerte. Pensaba en lo que estaría haciendo Kitty, que se encontraba en la habitación de al lado; en si el médico tendría casa propia. Y sentía deseos de comer y dormir.
Soltó suavemente la mano de Nicolás y tocó sus pies. Estaban fríos, pero el enfermo respiraba aún.
Otra vez Levin se dispuso a irse hacia la puerta, y otra vez su hermano se movió y dijo:
–No te vayas...
Amaneció. El enfermo seguía lo mismo.
Levin, con cuidado, soltó su mano, se fue a su cuarto, sin mirar al moribundo, y se durmió.
Al despertar, en vez del anuncio de la muerte de Nicolás, como esperaba, supo que seguía igual.
Había vuelto a sentarse en la cama, tosía, comía, hablaba, no mencionaba la muerte a insistía en sus esperanzas de curarse. Estaba más huraño a irritable que anteriormente. Nadie, ni aun su hermano ni Kitty, podían calmarle. Se enfadaba contra todos, decía a todos cosas desagradables, les reprochaba sus sufrimientos a insistía en que llamaran a un médico de Moscú.
A todas las preguntas, contestaba con la misma rencorosa expresión de reproche:
–Sufro horriblemente, de un modo insoportable...
Sufría cada vez más, en efecto, sobre todo de desolladuras que ya no era posible curar, y sentía una irritación creciente contra los que le rodeaban, a quienes culpaba de todo y en especial de que no hicieran venir el médico de Moscú.
Kitty procuraba ayudarle con todas sus fuerzas, pero era en vano, y Levin veía que, aunque no quisiese reconocerlo, ella misma se atormentaba física y moralmente.
El sentimiento de que aquel hombre había de morir, experimentado por todos la noche en que se había despedido de la vida, cuando llamó a su hermano, había casi desaparecido.
Todos sabían que el fin era inevitable y que no podía tardar. El único deseo de todos era que muriese cuanto antes; pero lo ocultaban y le daban medicinas, buscaban médicos y drogas; y le engañaban y se engañaban a sí mismos.
Todo era una mentira vil; ultrajante, sacrílega. Y la mentira causaba tanto mayor dolor a Levin cuanto que era entre todos quien más amor sentía por el enfermo.
Preocupado desde tiempo atrás por la idea de reconciliar a sus dos hermanos, antes de que muriese Nicolás, había escrito a Sergio Ivanovich, y al recibir respuesta de éste, la leyó al enfermo.
Sergio Ivanovich decía que le era imposible ir, pero pedía perdón a su hermano con las expresiones más conmovedoras.
El enfermo no dijo nada.
–¿Qué contesto? –preguntó Levin–. Supongo que ya no estarás enfadado contra él.
–Ni lo más mínimo –repuso Nicolás, con irritación, al oír la pregunta de Levin–. Escríbele que me envíe el médico.
Pasaron otros tres terribles días. El enfermo seguía igual. Cuantos le veían experimentaban ahora el deseo de que muriese pronto: el dueño y el criado de la fonda, todos los huéspedes, el médico, María Nicolaevna, Levin y Kitty. El único que no lo expresaba era él, que continuaba, por el contrario, indignándose de que no hiciesen venir el médico de Moscú, seguía tomando medicinas y hablaba continuamente de vivir.
Sólo en algunas ocasiones, cuando el opio le proporcionaba el olvido de sus sufrimientos, decía, medio dormido, lo que los demás pensaban en su interior: «¡Ojalá venga el final cuanto antes!». O bien: « ¿Cuándo terminará todo esto?».
Los sufrimientos, aumentando gradualmente, le preparaban para la muerte.
Cualquier posición que adoptase le hacía sufrir, no perdía en ningún momento la conciencia de su estado, y no había un lugar ni un músculo de su cuerpo que no padeciera y le atormentara. Hasta el recuerdo, la impresión, la idea de aquel cuerpo despertaban en él tanta repugnancia como el cuerpo mismo. La presencia de los demás, sus conversacio-nes, los propios recuerdos, todo eran para él motivo de martirio.
Cuantos le rodeaban lo sentían y, en su presencia, se constreñían inconscientemente en sus ademanes y conversaciones y en la expresión de sus deseos. La vida del enfermo les unía en un mismo sentimiento de que sufrían y en el deseo de librarse de aquel sufrimiento.
En él se cumplía evidentemente esa transformación que lleva a mirar la muerte como la satisfacción de los deseos, como una felicidad.
Antes, cualquier deseo producido por un dolor o una necesidad: hambre, sed, fatiga, se satisfacía por función de su cuerpo produciéndole un placer, pero ahora sus privaciones y sufrimientos no obtenían satisfacción, y el intento de satisfacerlos no hacía sino producir nuevas torturas. Y por esto, todos sus deseos se juntaban ahora en un único deseo: librarse de todos sus sufrimientos librándose de su cuerpo, que era el origen de ellos.
Mas, como no encontraba palabras para expresar aquel deseo, continuaba, por costumbre, reclamando la satisfacción de aquellos deseos que no podían ya satisfacerse.
–Volvedme del otro lado –decía. Y a continuación pedía que le pusiesen de nuevo del lado de antes–. Traedme caldo. Llevaos ese caldo. Contadme algo; ¿por qué calláis? –yen cuanto empezaban a hablar cerraba los ojos y expresaba cansancio, indiferencia y repugnancia.
El décimo día de llegar a la ciudad, Kitty enfermó. Tenía dolor de cabeza y mareo y en toda la mañana no pudo levantarse. El médico afirmó que la enfermedad provenía de fatiga y emociones y le recomendó tranquilidad espiritual.
Pero después de comer, Kitty se levantó y fue como siempre; con su labor, a la habitación del enfermo.
El la miró seriamente al verla entrar y sonrió con desagrado cuando Kitty le dijo que se sentía mal.
Todo aquel día el enfermo estuvo sonándose sin cesar y gimiendo. De repente, su rostro se aclaró por un momento y bajo el bigote se dibujó una sonrisa. Las mujeres allí presentes comenzaron a arreglarlo.
–¿Cómo se encuentra? –le preguntó Kitty.
–Me duele –repuso él con dificultad.
–¿Dónde?
–En todas partes.
–Ya verán como hoy se muere –dijo María Nicolaevna en voz baja. Pero el enfermo, muy sensible, pudo oírlo, como observó Levin.
Nicolás lo oyó, en efecto, mas tales palabras no le produjeron impresión. Su mirada seguía teniendo la misma expresión concentrada y de reproche.
–¿Por qué piensa usted eso? –le preguntó Levin cuando salió con ella al pasillo.
–Porque ha estado cogiéndose –respondió María Nicolaevna.
–¿Qué quiere decir «cogiéndose»?
–Esto –dijo María Nicolaevna, tirando de los pliegues de su vestido.
Levin notó que, en efecto, Nicolás se pasaba el día cogiéndose las ropas y tirando de ellas como para arrancárselas.
La predicción de la mujer fue exacta.
Al anochecer, el enfermo ya no tenía fuerzas para alzar las manos y no hacía más que mirar ante sí con reconcentrada expresión en su mirada.
Incluso cuando Kitty y su hermano se inclinaban sobre él de modo que pudiera verles, seguía mirando de la misma manera. Kitty llamó al sacerdote para rezar la oración de los agonizantes.
Mientras el sacerdote recitó la oración, el enfermo no dio señal alguna de vida, pero hacia el final se estiró, suspiró y abrió los ojos. Levin, Katia y María Nicolaevna estaban junto a su lecho.
Concluida la oración, el sacerdote tocó la fría frente con el crucifijo, luego la envolvió lentamente en la estola y tras un silencio de un par de minutos tocó la manaza fría y exangue.
–Ha muerto –dijo el sacerdote.
Y se dispuso a alejarse. Pero entonces los labios de Nicolás se movieron y, claros en el silencio, brotando de las profundidades del pecho, se oyeron unos sonidos decisivos y penetrantes:
–Todavía no... Pronto...
Su rostro se aclaró por un momento y, bajo su bigote, se dibujó una sonrisa. Las mujeres allí presentes comenzaron a arreglarlo.
El aspecto de su hermano y la proximidad de la muerte renovaron en Levin el sentimiento de horror que le invadiera aquella noche de otoño en que Nicolás había llegado a la finca, en el pueblo, ante lo que había de enigmático, de próximo a inevitable en la muerte.
Ahora este sentimiento era más vivo que antes. Se sentía menos capaz aún de penetrar en su misterio y veía su inminencia más terrible aún.
Pero ahora sentía que la proximidad de su mujer le salvaba de la desesperación. A despecho de la muerte, experimentaba la necesidad de vivir y de amar. Sentía que el amor le salvaba y que, bajo aquella amenaza, el amor renacía siempre más fuerte y más puro.
Apenas se produjo ante sus ojos el inescrutable misterio de la muerte, sobrevino otro igualmente insondable: el del amor y la vida.
El médico, confirmando lo que había ya supuesto antes, les comunicó que Kitty estaba encinta.
XXI
Desde que Alexey Alejandrovich comprendió por las palabras de Betsy y Oblonsky que lo que se exigía de él era que dejase tranquila a su mujer y no la importunara con su presencia, cosa que también ella deseaba, se sintió tan anonadado que nada pudo decir por sí mismo.
Él mismo no sabía lo que quería y, entregándose en manos de los que tanto placer hallaban en organizar sus asuntos, aceptaba cuanto le proponían.
Únicamente cuando Ana se fue de casa y la inglesa envió a preguntarle si ella debía comer con él o sola, comprendió su situación por primera vez y se horrorizó.
Lo que era peor en su situación es que en modo alguno podía unir y relacionar lo pasado con lo que ahora sucedía. No le atormentaba el recuerdo de aquellos días en que viviera feliz con su mujer, pues el tránsito de aquel pasado, el estado presente de cosas, al saber la infidelidad de ella, lo había sobrepasado con sus sufrimientos, y si bien aquella situación se había hecho penosa para él, también por otra parte, se le había hecho comprensible.
Si en aquel momento, al anunciarle su infidelidad, su mujer le hubiera abandonado, se habría sentido desgraciado y triste pero no en la situación sin salida, inexplicable para él mismo, en que se hallaba al presente.
Le era imposible de todo punto, ahora, relacionar su reciente perdón, su ternura, su amor a la esposa enferma y a la niña de otro, con lo que al presente sucedía, en que, como recompensa a todo ello, se veía solo, cubierto de oprobio, deshonrado, inútil para todo y objeto del desprecio general.
Los dos primeros días siguientes a la marcha de su mujer, Karenin recibió visitas, vio al encargado del despacho, asistió a la comisión y fue al comedor, como de costumbre.
Sin darse cuenta de por qué lo hacía, concentraba todas las fuerzas de su alma en simular aspecto tranquilo y hasta indiferente.
Contestando a las preguntas del servicio sobre el destino que debía darse a los efectos y habitaciones de Ana, Alexey Alejandrovich se esforzaba en afectar la actitud de un hombre para quien lo sucedido no tenía nada de imprevisto ni salía en nada de la órbita de los sucesos corrientes. Y preciso es confesar que lo lograba: nadie pudo descubrir en él el menor síntoma de desesperación.
Al día siguiente de la marcha de Ana, cuando Korney le presentó la cuenta de un almacén de modas que ella olvidara pagar, anunciándole que estaba allí el encargado, Alexey Alejandrovich dio orden de hacerle pasar.
–Perdone, Excelencia, que me permita molestarle. Pero si debo dirigirme a su señora esposa, le ruego que me dé su dirección.
Karenin quedó pensativo, así le pareció al menos al encargado y, de pronto, volviéndose, se sentó a la mesa; permaneció un rato en la misma actitud, con la cabeza entre las manos, probó a hablar repetidas veces, pero no lo consiguió.
Comprendiendo los sentimientos de su señor, Korney rogó al encargado que volviera otro día.
Una vez solo, Karenin se dio cuenta de que le faltaban las fuerzas para seguir mostrándose firme y tranquilo como se había propuesto.
Dio orden de desenganchar el coche, que le esperaba, dijo que no recibiría a nadie y no salió a comer.
Reconocía que era imposible soportar la presión del desprecio general, la animosidad que leía en el rostro del encargado de la tienda, de Korney, y de todos, sin excepción, de cuantos encontraba desde hacía dos días.
Comprendía que no podría hacer frente al odio de la gente concitado contra él, porque tal odio procedía, no de que él hubiera sido malo (en cuyo caso podía procurar ser mejor), sino de que era vergonzosa y despreciablemente desgraciado. Sabía que por lo mismo que su corazón estaba destrozado, la gente no tendría compasión de él. Tenía la impresión de que sus semejantes le aniquilarían como los perros ahogan al animal herido que aúlla de dolor.
Le constaba que su única salvación respecto a la gente consistía en ocultarles sus heridas. Y eso había intentado durante dos días, pero ahora le faltaban las fuerzas para proseguir lucha tan desigual.
Su desesperación aumentaba con la conciencia que tenía de encontrarse completamente solo con su dolor. Ni en San Petersburgo ni fuera de allí tenía persona alguna a quien pudiera hacer participe de sus sentimientos, alguien que pudiese comprenderle, no como a un alto funcionario y miembro del gran mundo, sino simplemente como a un hombre afligido.
Alexey Alejandrovich había crecido huérfano. Eran dos hermanos. No recordaba a su padre, y su madre había muerto cuando él no contaba diez años aún. No eran ricos. El tío Karenin, alto funcionario y favorito del Zar en otros tiempos, había cuidado de su educación.
Terminados los cursos en el instituto y la universidad, con diplomas, Alexey Alejandrovich, ayudado por el tío, emprendió una brillante carrera, y a partir de entonces se consagro por entero a la ambición del cargo oficial.
Ni en el instituto, ni en la universidad, ni en el trabajo entabló Karenin amistad con nadie. Su hermano, el más cercano a él en espíritu, empleado en el ministerio de Asuntos Exteriores, que había vivido casi siempre en el extranjero, murió a poco del casamiento de Alexey Alejandrovich.
Siendo Karenin gobernador, la tía de Ana, señora rica de su provincia, se ingenió para poner en relación con su sobrina a aquel hombre que, aunque ya no joven, lo era todavía para gobernador, y le puso en situación que no le quedó otra alternativa que declararse o dejar la ciudad.
Alexey Alejandrovich dudó mucho. Midió todos los aspectos en pro y en contra y observó que no había motivo alguno que le obligase a prescindir de su regla general: la de abstenerse en la duda.
Pero la tía de Ana le hizo saber, mediante un conocido, que había comprometido ya la reputación de la joven y que su deber de caballero le obligaba a pedir su mano. Alexey Alejandrovich lo hizo así, pidió la mano de Ana y le consagró, de novia y de esposa, todo el afecto de que era capaz.
Aquel sentimiento de cariño hacia Ana excluyó de su corazón sus últimas necesidades de mantener relaciones cordiales con los hombres. Y ahora no tenía íntimo alguno entre sus conocidos. Contaba con muchas de las llamadas relaciones, pero no con amistades. Había numerosas personas a las que podía invitar a comer, a participar en algo que le interesase, recomendar a algún protegido suyo, criticar con ellas en confianza a otras personas y a los miembros más destacados del Gobierno, pero las relaciones con esas personas estaban limitadas por un círculo muy definido por las costumbres y las conveniencias y del que era imposible salir.
Tenía, es verdad, un íntimo amigo de la universidad con el que conservó amistad a través del tiempo y con el que habría podido hablar de sus amarguras personales, pero ese amigo era inspector de Enseñanza de un distrito universitario lejano de la capital. De modo que las personas más allegadas y con quienes parecía más posible desahogar su tristeza eran su médico y el jefe de su departamento.
Mijail Vasilievich Sliudin, el jefe de su departamento, era un hombre sencillo, inteligente, bueno y honrado por el que Alexey sentía simpatía y afecto, pero un trabajo continuado en común durante cinco años había levantado entre ellos una barrera que impedía las explicaciones cordiales.
Karenin, al terminar de firmar los documentos, guardó silencio largo rato, mirando a Mijail Vasilievich, a punto de desahogarse con él, pero no se supo decidir. Ya había preparado la frase: «¿Ha oído hablar de lo que me pasa?», pero terminó diciéndole, como siempre:
–Bien; prepáremelo todo para mañana.
Y con esto le despidió.
La otra persona bien dispuesta hacia él, el médico, había acordado un pacto tácito con Karenin: que los dos tenían mucho que hacer y no podían perder tiempo en bagatelas.
En sus amigas, empezando por la condesa Lidia Ivanovna, Karenin no pensó siquiera. Las mujeres, por el hecho de serlo, no despertaban en él sino sentimientos de repulsión.
XXII
Karenin olvidaba a la condesa Lidia Ivanovna, pero ella no se olvidaba de él, y en aquel momento de terrible desesperación y soledad, acudió a casa de Alexey Alejandrovich y entró en su despacho sin hacerse anunciar.
Le encontró sentado, con la cabeza entre las manos.
–J'ai forcé la consigne –dijo ella, entrando con pasos rápidos y respirando con dificultad por la emoción y por la rapidez de su marcha.
–Lo sé todo, Alexey Alejandrovich, amigo mío –continuó, apretando con fuerza la mano de él y poniendo en los de Karenin sus ojos hermosos y pensativos.
Alexey Alejandrovich, con el entrecejo arrugado, se levantó, soltó su mano y le ofreció una silla.
–Haga el favor de sentarse, Condesa. No recibo porque me encuentro mal...
Y sus labios temblaron.
–¡Amigo mío! –repitió la Condesa sin apartar su mirada de él.
De pronto sus cejas se levantaron por su extremo interior formando un triángulo sobre su frente; su rostro amarillo y feo se afeó todavía más, pero Alexey Alejandrovich comprendió que ella le compadecía y que estaba a punto de llorar.
Se sintió conmovido; cogió la mano regordeta de la Condesa y se la besó.
–Amigo mío –siguió ella, con voz entrecortada por la emoción –no se entregue al dolor. Su pena es muy grande, pero debe consolarse.
–Estoy deshecho, muerto, ya no soy un hombre –respondió Karenin, soltando la mano de la Condesa, sin dejar de mirar sus ojos llenos de lágrimas–. Mi situación es terrible, porque no encuentro en ninguna parte, ni aun en mí mismo, un punto de apoyo.
–Ya lo encontrará... No lo busque en mí, aunque le pido que crea en mi sincera amistad –dijo ella con un suspiro–: Nuestro apoyo es el amor divino, el amor que El nos legó... ¡Su carga es fácil!... –agregó con la mirada entusiasta que tan bien conocía Karenin–. El le ayudará y le socorrerá.
Aunque en tales palabras había aquella exagerada humildad ante los propios sentimientos y aquel estado de espíritu místico, nuevo, exaltado, introducido desde hacía poco en San Petersburgo, y que a Karenin le parecía superfluo, el oír en labios de la Condesa, y en aquel momento, le conmovió.
–Me siento débil, aniquilado. No pude prever nada, y tampoco ahora comprendo nada.
–¡Amigo mío! –repetía Lidia Ivanovna.
–No me apena lo que he perdido, no... No lo siento. pero no puedo dejar de avergonzarme ante la gente de la situación en que me hallo. Es lamentable, pero no puedo, no puedo...
–No fue usted quien realizó aquel acto sublime. ¡Fue El quien lo dictó a su corazón! ¡Aquel acto de perdón que ha despertado la admiración de todos! –––exclamó la condesa Lidia Ivanovna, alzando la vista, exultante–. ¡Por esto no puede usted avergonzarse de su acto!
Alexey Alejandrovich frunció el entrecejo y juntando los dedos comenzó a hacer crujir las articulaciones.
–Es preciso conocer todos los pormenores –dijo con su voz delgada–––. Las fuerzas de un hombre tienen su límite, Condesa, y yo he llegado al de las mías. Todo el día de hoy he tenido que dar órdenes en casa, derivadas –recalcó la palabra «derivadas» –de mi nuevo estado de hombre solo. Los criados, la institutriz, las cuentas... Este fuego minúsculo me ha abrasado y no puedo más. Ayer mismo, durante la comida... casi abandoné la mesa. No podía sostener la mirada de mi hijo. No me preguntaba qué era lo que había pasado, pero quería preguntármelo y no me atrevía a mirarle... y aun esto no es todo...
Karenin iba a hablar de la cuenta que le habían llevado, pero su voz tembló y se interrumpió. El recordar aquella cuenta en papel azul, por un sombrero y unas cintas, le fue tan penoso que sintió lástima de sí mismo.
–Comprendo, amigo mío –dijo la condesa Lidia Ivanovna–. Lo comprendo. Espero que usted reconozca la sinceridad de mis sentimientos hacia usted. En todo caso, sólo he venido para ofrecerle mi ayuda, si en algo le puedo ayudar. ¡Si pudiera librarle de esas pequeñas y humillantes preocupaciones!... Lo que hace falta aquí es una mujer, una mano femenina. ¿Permite que me encargue de ello?
Karenin, en silencio, le apretó la mano con gratitud.
–Ocupémonos de Sergio. Yo no estoy fuerte en asuntos prácticos, pero lo haré. Seré su ama de llaves. No me lo agradezca. No soy yo quien lo hago.
–No puedo dejar de agradecerle...
–Y ahora, amigo mío, no se entregue al sentimiento de que me ha hablado, no se avergüence de lo que representa el más alto grado de la perfección cristiana. «Los que se humillan, serán ensalzados.» Y no me agradezca nada. Hay que agradecérselo todo a Él y pedir su ayuda. Sólo en Él encontraremos calma, consuelo, salvación y amor ––dijo ella, alzando los ojos al cielo. Y Karenin, de su silencio, dedujo que rezaba. Alexey Alejandrovich la había escuchado atentamente, y las mismas expresiones que antes, si no desagradables, le parecían superfluas, ahora le resultaban naturales y consoladoras. Cierto que no le placía la exageración puesta de moda en aquellos días. Era un creyente que se interesaba por la religión ante todo en el sentido político, y la nueva doctrina, que permitía ciertas interpretaciones nuevas abriendo la puerta a discusiones y análisis, le era desagradable por principio.
Antes le habló de ella con frialdad y hasta con aversión, nunca discutía con la Condesa, una de las más fervientes adeptas, y contestaba siempre con un silencio obstinado a todas sus insinuaciones.
Pero hoy escuchaba todas sus palabras con placer, sin que se levantara en su alma la menor objeción.
–Le estoy infinitamente agradecido, tanto por lo que hace como por sus palabras ––dijo ella cuando acabó de rezar.
La condesa Lidia Ivanovna estrechó una vez más las dos manos de su amigo.
–Ahora empezaremos a obrar –dijo, tras un silencio, secándose los restos de sus lágrimas.
Y prosiguió:
–Voy a ver a Sergio. Sólo en caso de extrema necesidad apelaré a usted.
Y dicho esto, se levantó y salió.
Subió al cuarto de Sergio y, cubriendo de lágrimas las mejillas del asustado niño, le dijo que su padre era un santo y que su madre había muerto.
La Condesa cumplió lo prometido, tomando sobre sí todas las preocupaciones relacionadas con la casa.
Mas no había exagerado al decir que no estaba fuerte en asuntos prácticos. Cuantas órdenes daba tenía que rectificarlas después por imposibles de cumplir. Korney, el criado de Karenin, sin que nadie lo observase, era el que ahora llevaba en realidad la dirección de la casa de su amo, y era también él quien anulaba las órdenes de la Condesa.
Pero, con todo, la ayuda de Lidia Ivanovna era efectiva: dio un apoyo moral a Alexey Alejandrovich en la conciencia del cariño y el respecto que sentía por él, y, sobre todo, en el hecho de que ella le hubiese convertido, de creyente frío a indiferente, en un adepto de la nueva doctrina cristiana tan en boga últimamente en San Petersburgo, lo que le proporcionaba un gran consuelo. La conversión no fue nada difícil, ya que él, como Lidia Ivanovna y otros que compartían tales ideas, carecían por completo de profundidad de imaginación, facultad en virtud de la cual las mismas representaciones de la imaginación exigen, para hacerse aceptar, una cierta verosimilitud.
No le parecía imposible y absurdo que la muerte eterna, existente para los incrédulos, no existiera para él, y que, una vez poseedor de la fe completa, de la que él mismo era juez, su alma se hallase libre de pecado, y tuviese, aun en vida, la certeza de la salvación.
Cierto que Alexey Alejandrovich sentía vagamente la ligereza y error de tal doctrina. Sabía que cuando perdonó a su mujer, sin pensar que lo hacía obedeciendo a una fuerza superior, se entregó a tal sentimiento por completo y experimentó más felicidad que ahora que pensaba a cada momento que Cristo estaba en su alma y que él cumplía su voluntad incluso cuando firmaba documentos. Pero ahora le era necesario pensar así, sentir en su humillación aquella elevación imaginaria desde la que, despreciado por los demás, podía despreciarlos a su vez, aferrándose a su quimérica salvación, como si fuese verdadera.
XXIII
A la condesa Lidia Ivanovna la habían casado con un hombre rico, noble, más bueno que noble y más libertino que bueno. Ella era entonces una muchacha muy joven aún y de naturaleza exaltada. Al segundo mes, su marido la dejó, respondiendo a sus efusiones de ternura con la burla y hasta muchas veces con una hostilidad que los que conocían el buen corazón del Conde y no veían defecto alguno en el carácter entusiasta de Lidia, no podían comprenden Desde entonces, aunque no divorciados, vivían aparte, y cuando el marido hallaba a su mujer la trataba con una emponzoñada ironía cuya causa era difícil comprender.
Hacía tiempo que la Condesa había dejado de amar a su marido, pero desde entonces siempre había estado enamorada de alguien. Con frecuencia estaba enamorada de varias personas a la vez, tanto de hombres como de mujeres, generalmente de los que destacaban por una determinada actividad. Se enamoraba de cuantos nuevos príncipes y princesas emparentaban con la familia imperial. Ahora estaba enamorada de un arzobispo, de un vicario, de un cura, de un periodista, de un eslavófilo, de Komisarov, de un ministro, de un médico, de un misionero inglés y de Karenin.
Todos esto amores, con sus alternativas de entusiasmo o enfriamiento, no le impedían sostener las más complicadas relaciones con la Corte y el mundo distinguido. Pero desde que, a raíz de la desgracia de Karenin, comenzó a ocuparse del bienestar de éste, Lidia Ivanovna comprendió que ninguno de aquellos amores era verdadero y que sólo de Alexey Alejandrovich estaba en realidad enamorada.
El sentimiento que experimentaba por él le parecía más fuerte que todos los precedentes. Analizándolo y comparándolo con aquéllos, veía claramente que no se habría enamorado de Komisarov si éste no hubiese salvado la vida del Zar, ni de Ristich Kudjizky de no existir la cuestión eslava, mientras que amaba a Karenin por sí mismo, por su alma elevada e incomprendida, por el querido sonido de su fina voz, de prolongadas entonaciones, por su mirada cansada, por su carácter, por sus manos blancas de hinchadas venas.
No sólo se alegraba al verle, sino que buscaba en el rostro de él las muestras de la impresión que ella suponía que debía producirle. Quería agradarle no sólo por su conversación, sino también por su persona.
En obsequio a Karenin, cuidaba más su apariencia y se complacía en forjarse ilusiones sobre lo que habría podido pasar de no estar ella casada y de ser él libre.
Cuando él entraba en la estancia, se ruborizaba de emoción, y no podía reprimir una sonrisa de gozo cuando le decía algo agradable.
Estos últimos días se había enterado de que Ana y Vronsky estaban en San Petersburgo, y la Condesa vivía sus días de más intensa emoción. Tenía que salvar a Karenin impidién-dole ver a Ana; incluso debía evitarle la penosa noticia de que aquella terrible mujer se hallaba en la misma ciudad que él y donde en cada momento podía encontrarla.
Lidia Ivanovna, mediante sus conocidos, se informaba de lo que pensaba hacer aquella «gente asquerosa», como llamaba a Ana y Vronsky, y procuró durante aquellos días orien-tar todos los movimientos de su amigo de modo que no les encontrara.
Un joven ayudante de regimiento que facilitaba a Lidia Ivanovna las noticias de cuanto Vronsky hacía, a cambio de una recomendación que esperaba de ella, le dijo que Ana y Vronsky, arreglados sus asuntos, se disponían a partir al día siguiente.
Lidia Ivanovna empezaba, pues, a tranquilizarse, cuando al día siguiente recibió una carta cuya letra reconoció en seguida: era de Ana.
El sobre era grueso como un libro, y la carta, escrita en papel oblongo y amarillo, estaba muy perfumada.
–¿Quién la ha traído? –preguntó la Condesa.
–El criado de un hotel.
Lidia Ivanovna no pudo sentarse durante un rato para leer la carta. La emoción le produjo hasta un ataque del asma que padecía.
Una vez calmada, leyó la siguiente misiva en francés:
Madame la Comtesse:
Los sentimientos cristianos de su corazón me animan al imperdonable impulso de escribirle. La separación de mi hijo me hace muy desgraciada. Le ruego que me permita verle por una vez antes de marchar. Perdóneme que le recuerde mi existencia. Me dirijo a usted y no a Alexey Alejandrovich, porque no quiero hacer sufrir a ese hombre generoso con un recuerdo mío. Conozco su amistad hacia Alexey Alejandrovich y sé que usted me comprenderá. ¿Me enviará usted a Sergio?, ¿voy yo a verle a la hora que usted me fije, o bien preferiría indicarme usted cuándo y dónde puedo verle fuera de casa?
Conociendo la grandeza de alma de aquel de quien depende la decisión de este asunto, estoy segura de que no se me negará. No puede usted imaginar el deseo que tengo de ver a mi hijo. Y por eso no puede usted figurarse la gratitud que despertará en mí su ayuda.
Ana.
Todo en aquella carta irritabá a Lidia Ivanovna: el contenido, la alusión a la grandeza de alma de Karenin y el tono desenvuelto con que le parecía estar escrita.
–Diga que no hay contestación –ordenó la Condesa.
Y en seguida se fue al escritorio y redactó un billete para Karenin diciéndole que esperaba hallarle a la una en la recepción de Palacio.
«Necesito hablarle de un asunto grave y doloroso. Allí nos pondremos de acuerdo sobre dónde podemos vernos. Más vale que sea en mi casa donde haga preparar "su té". Es necesario. El nos da la cruz y las fuerzas para soportarla», añadió, a fin de prepararle poco a poco.
Generalmente, la Condesa enviaba dos o tres billetes al día a Karenin. Le agradaba este procedimiento por estar para ella rodeado de cierta distinción y misterio de que carecían las comunicaciones personales.
XXIV
La recepción de Palacio había terminado.
Al marchar, todos comentaban las últimas noticias, los honores otorgados y los cambios de destino de varios altos funcionarios.
–¿Qué diría usted si a la condesa María Borisvna le hubieran dado el ministerio de la Guerra y nombrado jefe de Estado Mayor a la princesa Vatkovskaya? ––decía un anciano de uniforme bordado en oro a una dama de honor, alta y bella, que le preguntaba por los nuevos nombramientos.
–Que en este caso me habrían debido de nombrar a mí ayudanta de regimiento –repuso, sonriendo, la dama de honor.
–Para usted hay otro destino: el ministerio de Cultos, con Karenin como ayudante.
Y el anciano saludó a un hombre que se acercaba:
–Buenos días, Príncipe.
–¿Qué decían de Karenin? –preguntó el Príncipe.
–Que él y Putiakov han recibido la condecoración de Alejandro Nevsky.
–¿No la tenía ya?
–No. Mírenle –dijo el anciano.
Y mostró con su sombrero bordado a Karenin, en uniforme de corte, con una nueva banda cruzada al hombro, que se había parado en una de las puertas de la sala con un alto miembro del Consejo Imperial.
–Se siente feliz y satisfecho como una moneda nueva –añadió el anciano apretando la mano de un arrogante chambelán que llegaba.
–Ha envejecido mucho –repuso el chambelán.
–Las preocupaciones... Siempre está redactando proyectos... Ahora, al desgraciado que atrapa no le suelta hasta habérselo explicado todo, punto por punto.
–¿Dice que ha envejecido? Claro. Il fait des passions. Creo que la condesa Lidia Ivanovna tiene ahora celos de su mujer.
–Vamos, no hable mal de Lidia Ivanovna...
–¿Es un mal que esté enamorada de Karenin?
–¿Es cierto que está aquí la Karenina?
–Aquí, en Palacio, no, pero sí en San Petersburgo. La encontré con Vronsky en la calle Morskaya, bras dessus, bras dessous...
–C'est un homme qui n'a pas... ––comenzó el chambelán.
Pero se detuvo para dejar paso y saludar a un personaje de la familia imperial.
Mientras así hablaban de Karenin, criticándole y burlándose de él, éste, cerrando el paso al miembro del Consejo Imperial de quien se había apoderado, no interrumpía ni por un momento la explicación de su proyecto financiero a fin de que no pudiese marcharse.
Casi por los mismos días en que su mujer le dejó, a Karenin le sucedió lo peor que puede ocurrirle a un funcionario: el dejar de ascender en la escala de su Ministerio.
Era un hecho real, y todos, menos él, veían claramente que su carrera había terminado.
Fuera por su lucha con Stremov, por la desgracia sufrida con su mujer, o simplemente porque hubiese llegado al límite que había de alcanzar, aquel año era evidente para todos que no alcanzaría ya ningún ascenso en el servicio.
Cierto que aún ocupaba un cargo elevado y que era miembro de muchos consejos y comisiones, pero se le consideraba un hombre acabado del que nadie esperaba nada ya.
Escuchaban cuanto hablaba y proponía como si fuera cosa conocida hacía mucho tiempo a innecesaria. Mas él no lo notaba y, por el contrario, viéndose alejado de la actividad di-recta de la máquina gubernamental, apreciaba más claramente los defectos y errores en la actividad ajena, y consideraba un deber mostrar los medios de corregirlos.
A poco de separarse de su mujer, escribió una memoria sobre los nuevos tribunales, la primera de toda una larga serie, que nadie le había pedido, sobre los diversos aspectos de la administración.
Alexey Alejandrovich no sólo no se daba cuenta de su situación en el mundo burocrático, lo que pudiera haberle afligido, sino que estaba más satisfecho que nunca de sus actividades.
«El casado se preocupa de las cosas mundanas y de cómo hacerse más agradable a su mujer, pero el no casado se preocupa de las cosas de Dios y de cómo servirle mejor» , dice el apóstol San Pablo. Alexey Alejandrovich, que ahora se guiaba en todo por la Santa Escritura, recordaba a menudo aquel texto. Parecíale que, desde que le abandonara su esposa, servía mejor que antes al Señor en todos sus proyectos.
La evidente impaciencia que mostraba el miembro del Consejo no molestaba a Karenin. Y no interrumpió sus explicaciones hasta que aquél, aprovechando que pasaba un miem-bro de la familia imperial, se le escapó.
Una vez solo, Karenin bajó la cabeza, se absorbió en sus pensamientos y miró distraídamente a su alrededor. Luego se dirigió hacia donde esperaba hallar a Lidia Ivanovna.
«¡Qué sanos están y qué fuertes están físicamente!», pensó Karenin mirando al chambelán de buen porte y bien peinadas patillas y al príncipe de rojo cuello oprimido en el uniforme, junto a los que debía pasar.
«Con razón se dice que todo va mal en el mundo», se dijo, mirando otra vez de reojo las piernas del chambelán.
Y moviendo los pies lentamente, con su habitual aspecto de fatiga y dignidad, Alexey Alejandrovich saludó a aquellos dos hombres que hablaban de él y buscó con los ojos, en la puerta, a la condesa Lidia Ivanovna.
–Alexey Alejandrovich –le dijo el anciano, con un brillo maligno en los ojos, cuando Karenin pasó ante él, saludándole con una fría inclinación de cabeza–, todavía no le he fe-licitado.
Y señaló la condecoración.
–Gracias –contestó Karenin–. Hoy hace un día muy hermoso –añadió, subrayando, como acostumbraba, la expresión «hermoso».
Sabía que se burlaban de él, pero como no esperaba de ellos otra cosa, se mostraba perfectamente indiferente.
Al ver los amarillentos hombros de Lidia Ivanovna emergiendo del corsé –la Condesa llegaba en aquel instante a la puerta–, al ver sus hermosos ojos pensativos que le llamaban, Karenin sonrió mostrando sus dientes blancos y fuertes y se acercó a ella.
Lidia Ivanovna ––como siempre le sucedía últimamentehabía tardado mucho en vestirse. El fin que perseguía haciéndolo con tanto esmero era ahora distinto del de treinta años atrás. Entonces lo que quería era embellecerse con lo que fuera y cuanto más mejor. Ahora, por el contrario, había de adornarse forzosamente de modo que no correspondía a sus años y aspecto, y debía, por tanto, preocuparse de que el contraste de su atavío con su apariencia no fuera demasiado ostensible. Por lo que toca a Karenin lo había conseguido; él, no sólo no lo notaba, sino que la encontraba incluso atractiva.
Para Alexey Alejandrovich la Condesa era, en el mar de enemistad y burla que le rodeaba, la única isla de buena disposición y hasta de amor hacia él.
A lo largo de toda una hilera de miradas irónicas, los ojos de Alexey Alejandrovich se dirigían a la enamorada mirada de ella con tanta naturalidad como una planta hacia la luz.
–Le felicito –dijo ella indicándole la banda.
Karenin, conteniendo una sonrisa de placer, se encogió de hombros y cerró los ojos, como dando a entender que tal cosa no le importaba. Sin embargo, la Condesa sabía que él, aunque no lo confesara, hallaba en ello sus principales alegrías.
–¿Cómo está nuestro ángel? –preguntó Lidia Ivanovna, aludiendo a Sergio.
–No puedo decir que esté muy contento de él –repuso Karenin, arqueando las cejas y abriendo los ojos–. Tampoco Sitnikov lo está.
Sitnikov era el profesor a quien estaba confiada la educación de Sergio.
–Como ya le he dicho, en Sergio hay cierta indiferencia hacia las cuestiones fundamentales que deben interesar el espíritu de todos los hombres y de todos los niños –siguió Alexey Alejandrovich, tratando de lo único que le interesaba después del servicio: la educación de su hijo.
Cuando Karenin, ayudado por la Condesa, volvió a la vida activa, lo primero en que hubo de pensar fue en la educación de aquel hijo que había quedado a su cuidado.
No habiéndose ocupado nunca antes de problemas de educación, Alexey Alejandrovich consagró algún tiempo al estudio teórico del asunto. Después de leer varios libros an-tropológicos, pedagógicos y didácticos, elaboró un plan de educación y, buscando al mejor profesor de San Petersburgo para instruir al niño, comenzó la obra, que le preocupaba constantemente.
–Pero, ¿y su corazón? Yo encuentro en el niño el corazón de su padre, y con un corazón así no puede ser malo –dijo la Condesa afectuosamente.
–Tal vez tenga razón... En cuanto a mí, cumplo mi deber. No puedo hacer otra cosa.
–Venga a mi casa –dijo Lidia Ivanovna tras un largo silencio–. Tenemos que hablar de algo muy penoso para usted. Yo lo habría dado todo por librarle de ciertos recuerdos, pero otros no opinan así. He recibido una carta de ella. Está aquí, en San Petersburgo.
Karenin se estremeció al oír aludir a su mujer, pero en seguida se dibujó en su rostro la impasibilidad que expresaba su completa impotencia en aquel asunto.
–Lo esperaba –dijo.
La condesa Lidia Ivanovna le miró extasiado. Lágrimas de admiración ante la grandeza de alma de aquel hombre asomaron a sus ojos.
XXV
Cuando Karenin entró en el pequeño y acogedor gabinete de la Condesa, lleno de porcelanas antiguas y con las paredes cubiertas de retratos, la dueña no se hallaba aún allí. Estaba cambiándose de traje. Sobre la mesa redonda había un mantel, un servicio de china y una tetera de plata que funcionaba con alcohol.
Karenin miró, distraído, los innumerables y bien conocidos retratos que ornaban el gabinete y, sentándose a la mesa, abrió el Evangelio que había en ella.
El roce del vestido de seda de la Condesa le distrajo de su ocupación.
–Ahora sentémonos tranquilamente –dijo ella, sonriendo, al pasar con prisas entre la mesa y el diván–. Y hablaremos durante el té.
Tras una palabras preparatorias, respirando con dificultad y ruborizándose, Lidia Ivanovna entregó a su amigo la carta que recibiera.
Él la leyó y luego guardó un prolongado silencio.
–Creo que no tengo derecho a negarle esto –dijo con timidez, alzando la vista.
–Usted no ve mal en nada, amigo mío.
–Por el contrario, todo me parece mal. Pero, ¿es justo esto?
Su rostro expresaba indecisión, súplica de consejo, ayuda y orientación en aquel asunto que no sabía resolves
–¡No! –interrumpió la Condesa–. Todo tiene sus limites. Comprendo la inmoralidad –no era sincera del todo, ya que nunca había comprendido lo que lleva a las mujeres a la inmoralidad–, pero la crueldad, no. ¿Y con quién? ¿Con usted...? ¿Es posible que ose habitar en la misma ciudad que usted? Nunca se es demasiado viejo para aprenden Ahora empiezo a comprender su superioridad y la bajeza de ella.
–¿Quién puede tirar la primera piedra? –repuso Karenin, visiblemente satisfecho de su papel–. La he perdonado todo y no puedo privarla de una exigencia de su amor... su amor hacia su hijo.
–¿Amor realmente, amigo mío? ¿Es sincero eso? Supongamos que usted la ha perdonado y la perdona. Pero, ¿tenemos derecho a influir en el alma de ese ángel? Él imagina que su madre está muerta, reza por ella y pide a Dios que le perdone sus pecados. Y más vale que sea así... ¿Qué va a pensar el niño ahora?
–No sé –contestó Karenin visiblemente conturbado.
La Condesa se cubrió el rostro con las manos y calló. Rezaba.
–Si quiere usted oír mi consejo –dijo después de haber rezado, descubriéndose el rostro– le diré que no le recomiendo que haga tal cosa. ¿Acaso no veo cómo sufre usted, cómo sangran de nuevo sus heridas? Admitamos que prescinda usted de sí mismo, pero esto, ¿a qué le conduciría? A nuevos sufrimientos para usted y torturas para el niño. Si quedase en ella algo humano, ella misma lo debería desear. Así se lo aconsejo sin vacilaciones. Si me lo permite, le escribiré.
Karenin consintió y Lidia Ivanovna escribió, en francés, la siguiente carta:
Señora:
El hacer que su hijo la recuerde puede provocar en él preguntas imposibles de contestar sin despertar en el alma del niño sentimientos reprobatorios de lo que debe ser sagrado para él. Le ruego por eso que considere la negativa de su marido en un sentido de amor cristiano.
Ruego a Dios Omnipotente que sea misericordioso con usted.
La Condesa Lidia.
La carta obtuvo el secreto fin que la Condesa se ocultaba incluso a sí misma: ofender a Ana en lo más profundo de su alma.
En cuanto a Karenin, al volver de casa de la Condesa, no pudo aquel día entregarse a sus ocupaciones habituales con la tranquilidad de ánimo propia de un creyente salvado, tal como antes se sentía.
El recuerdo de su mujer, tan culpable ante él, y ante la que se había conducido como un santo, como con razón decía Lidia Ivanovna, no habría debido turbarle, pero, a pesar de todo, no se sentía tranquilo, no comprendía el libro que estaba leyendo, no podia alejar de sí la evocación torturadora de sus relaciones con ella, de las faltas que con respecto a Ana le parecía haber cometido.
El recuerdo de cómo recibiera, volviendo de las cameras, la confesión de su infidelidad le atormentaba como un remordimiento, en especial al acordarse de que él únicamente le había pedido que guardase las apariencias y al pensar en que no había desafiado a Vronsky.
También le torturaba el recuerdo de la carta que le escribiera entonces, sobre todo, el perdón que le había concedido, perdón completamente estéril, y el recuerdo de la piña del otro, que hacía arder su corazón de vergüenza y arrepentimiento.
El mismo sentimiento de vergüenza y arrepentimiento experimentaba ahora al evocar su pasado con ella y las torpes palabras con que, tras larga indecisión, había pedido su mano.
«¿Qué culpa tengo yo?», se preguntaba.
Tal pregunta motivaba siempre otra: ¿cómo sienten, aman y se casan hombres como Vronsky, Oblonsky o aquel chambetán de gruesas piernas?
Y recordaba toda una procesión de hombres de aquellos, fuertes, pictóricos, seguros de sí mismos, que siempre despertaban en todas partes su curiosa atención.
Apartaba de sí tales pensamientos, tratando de convencerse de que no vivía para la existencia terrestre, pasajera, sino para la eterna, y que en su alma reinaban la paz y el amor.
Mas el hecho de que en tal vida, pasajera a insignificante según le parecía, hubiera cometido algunos errores le atormentaba tanto como si no existiese la salvación eterna en que creía. La tentación duró, no obstante, porn, y de nuevo se restableció en el alma de Karenin la tranquilidad y elevación gracias a las cuales podia olvidar lo que no deseaba recordar para nada.
XXVI
–Kapitonich –dijo Sergio, colorado y alegre, al volver de pasear la víspera del día de su cumpleaños, entregando su poddievska al viejo portero, que le sonreía desde lo alto de su estatura–––. ¿Ha venido hoy aquel empleado de la mejilla vendada? ¿Le ha recibido papá?
–Le recibió, señorito. En cuanto salió el secretario, le anuncié –dijo el portero, guiñando jovialmente el ojo–. Déjeme que le ayude a quitarse...
–Sergio –dijo el preceptor eslavo, parándose en la puerta que dabs a las habitaciones interiores–. Quítese usted mismo los chanclos.
Aunque Sergio oyó la voz débil del preceptor, no le hizo caso. De pie, agarrándose al cinturón del portero agachado, le miraba el rostro.
–¿Y le concedió papá lo que necesitaba?
Kapitonich hizo con la cabeza una señal afirmativa.
Tanto Sergio como el portero se interesaban por aquel empleado, que había ido allí ya siete veces a pedir no se sabía qué a Alexey Alejandrovich. El niño le había encontrado en el vestíbulo y oyó cómo suplicaba con voz lastimera al portero que le anunciase, diciendo que a él y a sus hijos no les quedaba otro recurso que dejarse morir.
Sergio encontró al funcionario otra vez y, a partir de entonces, se interesó por él.
–¿Y estaba muy alegre? –preguntó.
–Figúrese. Salía casi saltando...
–¿Han traído algo? –preguntó Sergio, después de una pausa.
–Una cosa de la Condesa, señorito –dijo el portero en voz baja.
Sergio comprendió en seguida que aquello de que hablaba el portero era el regalo que Lidia Ivanovna le hacía por su cumpleaños.
–¿Dónde está?
–Korney se lo llevó a papá. Debe de ser una cosa muy buena.
–¿Cómo es de grande? ¿Así?
–Algo menos, pero muy buena...
–¿Un libro?
–No, otra cosa... Ande, ande; le está llamando Basilio Lukich ––dijo el portero, oyendo los pasos del preceptor, que se acercaba, y librándose suavemente de la manita calzada a medias con un guante azul, que se asía a su cinturón, y señalando con la cabeza a Lukich.
–Voy en seguida, Basilio Lukich –dijo Sergio con la sonrisa alegre y afectuosa que desarmaba siempre al severo preceptor.
Sergio estaba demasiado alegre; se sentía demasiado feliz para no compartir con el portero la satisfacción familiar de que le había informado en el jardín de Verano la sobrina de la condesa Lidia Ivanovna.
Tal alegría le parecía particularmente importante, sobre todo por coincidir con la del humilde funcionario y la que le proporcionaba la idea de los juguetes que le habían traído. A Sergio le parecía que en este día todos habían de estar alegres y satisfechos.
–¿Sabes que papá ha recibido la condecoración de Alejandro Nevsky?
–Sí. Ya han venido a felicitarle.
–¿Y está contento?
–¡Cómo no va a estar contento recibiendo esa condecoración del Zar? Eso significa que lo merece –repuso el portero, severo y grave.
Sergio quedó pensativo y escudriñó el conocido rostro del portero hasta en sus menores detalles, en especial su barbita entre las dos patillas, en la que nadie reparaba excepto Sergio, que la miraba siempre desde abajo.
–¿Hace mucho que no te visita tu hija?
La hija del portero era bailarina en el Teatro Imperial.
–Entre semana no puede venir. También ellas estudian. Y usted tiene que estudiar igualmente. Váyase, señorito.
Entrando en la habitación, Sergio, en vez de sentarse a estudiar, expresó al maestro su suposición de que lo que le habían regalado debía de ser una máquina.
–¿Qué piensa usted? –le preguntó.
Basilio Lukich sólo pensaba que tenía que estudiar la lección de gramática, porque el profesor llegaba a las dos.
–Dígame, Basilio Lukich –suplicó el niño, ya sentado a la mesa de estudio, con el libro en la mano–: ¿qué condecoración hay más importante que la de Alejandro Nevsky? ¿Sabe usted que se la han otorgado a papá?
Basilio Lukich contestó que la condecoración superior era la de Vladimiro.
–¿Y más que ésa?
–La de Andrés Pervosvanny es superior a todas.
–¿Y no hay otra más alta?
–No lo sé.
–¿Cómo? ¿Tampoco usted lo sabe?
Sergio, apoyando los codos en la mesa, quedó pensativo.
Sus pensamientos eran complejos y varios. Imaginaba que su padre iba a recibir de repente las condecoraciones de Andrés y Vladimiro y que, en consecuencia, se mostraría mucho más indulgente para la lección de hoy; pensaba que cuando fuera mayor, recibiría él también todas aquellas condecoraciones y asimismo las que se crearan superiores a la de Andrés. Apenas las crearan, Sergio las merecería. Y si las creaban más altas aún, también él había de obtenerlas al punto.
Pensando así pasó el tiempo y, cuando llegó el profesor, la lección de tiempo, lugar y modo no estaba estudiada, y el profesor quedó, no sólo descontento, sino hasta triste, ya que hizo afligirse al niño.
No se creía culpable de no haber estudiado la lección, ya que, a pesar de todo su deseo, no había podido hacerlo.
Mientras su maestro había estado con él, parecíale comprender; pero en cuanto quedó solo no pudo recordar ni entender más que una frase tan breve y obvia como que «de re-pente» era un modo adverbial; pero comprendió, en todo caso, que había disgustado al maestro.
Escogió un momento en que el profesor miraba, en silencio, el libro.
–Mijail Ivanovich, ¿cuándo es su santo? –le preguntó bruscamente.
–Mejor sería que atendiese usted a sus lecciones. El día del santo de uno no tiene importancia para una persona inteligente. Es un día como otro cualquiera en el que hay que trabajar como siempre.
Sergio miró atentamente al profesor, examinó su barba rala, sus lentes que descendían más abajo de la señal que le hacían sobre la nariz, y quedó tan hundido en sus reflexiones que no entendió ya nada de lo que le explicaba.
Se hacía cargo de que el profesor no pensaba lo que decía, y lo adivinaba por el tono en que habían sido pronunciadas aquellas palabras.
«¿Por qué se habrán puesto todos de acuerdo en hablar de un modo aburrido a inútil? ¿Por qué me rechaza? ¿Por qué no me quiere?»
Así se preguntaba con tristeza sin hallar contestación.
XXVII
A esta lección seguía la de su padre. Mientras él venía, Sergio se sentó a la mesa, jugueteando con el cortaplumas y pensando.
En el número de las ocupaciones predilectas de Sergio figuraba la de buscar a su madre en el paseo. No creía en la muerte en general, ni en particular en la de su madre, aunque Lidia Ivanovna se lo dijera y papá se lo hubiera confirmado. Por eso, aun después de decirle que había muerto, cuantas veces salía a pasear continuaba buscándola.
Toda mujer llena, graciosa, de cabellos oscuros, le parecía su madre. En cuanto veía una mujer así, se elevaba en él un sentimiento tan dulce que se ahogaba, y las lágrimas le acu-dían a los ojos. Esperaba que ella, en aquel momento, se acercase a él y se levantase el velo. Vería todo su rostro sonreírle, la abrazaría, percibiría su perfume y la suavidad de su mano y lloraría de dicha, como una noche en que se tendió a sus pies y ella le hacía cosquillas y él reía mordiéndole su blanca mano llena de sortijas.
Cuando supo casualmente por el aya que su madre no había muerto y que su padre y Lidia Ivanovna se lo habían dicho así porque ella era mala (en lo cual él, como la quería tanto, no creyó en modo alguno), siguió esperándola y buscándola todavía con más ahínco.
Hoy, en el Jardín de Verano, había visto una señora alta, con velo lila, a la que había seguido con la mirada, sintiendo el corazón estremecido, pensando que era ella, mientras la estuvo viendo avanzar a su encuentro por el caminito.
Pero la señora no llegó a su lado; desapareció no se sabía por dónde. Y hoy Sergio sentía más cariño que nunca hacia su madre y, mientras esperaba a su padre, sin darse cuenta, rayó con el cortaplumas todo el borde de la mesa, mirando ante sí con ojos brillantes y pensando en ella.
–Ya viene papá –interrumpió Basilio Lukich.
Sergio se levantó de un salto, corrió hacia su padre y, después de besarle la mano, le miró atentamente, esperando descubrir en su rostro señales de alegría relativas a la condecoración de Alejandro Nevsky.
–¿Te has divertido en el paseo? –preguntó Karenin, sentándose en su butaca, acercando la Biblia y abriéndola.
Aunque Alexey Alejandrovich decía a menudo a Sergio que todo cristiano debe conocer bien la Historia Sagrada, él mismo solía consultar la Biblia a menudo, y su hijo no dejaba de observarlo.
–Sí, me divertí mucho, papá –repuso el niño, sentándose de lado en la silla y balanceándola, lo cual le estaba prohibido–. He visto a Nadeñka –se refería a una sobrina de Lidia Ivanovna que vivía en casa de ésta– y me ha dicho que le han dado a usted una nueva condecoración. ¿Está usted satisfecho, papá?
–Ante todo, no te balancees así –repuso su padre–. Y luego, lo que debe agradar es el trabajo y no su recompensa. Desearía que te fijaras mucho en esto. Si trabajas y estudias tus lecciones sólo por el premio, el trabajo te parecerá muy pesado. Pero cuando trabajes por amor al trabajo, hallarás en él la mejor recompensa.
Alexey Alejandrovich hablaba así recordando cómo se había sostenido a sí mismo con la idea del deber durante el aburrido trabajo de aquella mañana, consistente en firmar ciento dieciocho documentos.
El dulce y alegre brillo de los ojos de Sergio se apagó, y bajó la vista al encontrar la de su padre. Aquel tono, bien conocido, era el que empleaba siempre con él, y Sergio sabía cómo debía acogerlo. Su padre le hablaba como dirigiéndose a un niño imaginario –o así le parecía a Sergio–, a un niño como los que se hallan en los libros y a los que Sergio no se parecía en nada.
Pero el niño procuraba entonces fingir que era uno de aquellos niños de los libros.
–Espero que lo comprendas –concluyó su padre.
–Sí, papá –respondió Sergio, fingiendo ser aquel niño imaginario.
La lección consistía en escribir de memoria algunos versículos del Evangelio y en dar un repaso al Antiguo Testamento.
Sergio conocía bastante bien los versículos del Evangelio, pero ahora, mientras los recitaba, se fijó en el hueso de la frente de su padre, y al observar el ángulo que formaba con la sien, el chiquillo se confundió en los versículos y el final de uno lo colocó en el principio de otro que empezaba con la misma palabra.
Karenin notó que el niño no comprendía lo que estaba diciendo y se irritó.
Arrugó el entrecejo y empezó a decir lo que Sergio oyera ya cien veces y no podía recordar por comprenderlo demasiado bien, al estilo de la frase «de repente», que era un modo adverbial.
Miraba, pues, a su padre con asustados ojos pensando sólo en una cosa: en sí le obligaría a repetir lo que decía ahora, como sucedía a veces.
Pero su padre no le hizo repetir nada y pasó a la lección del Antiguo Testamento, Sergio recitó bien los hechos, pero cuando pasó a explicar la significación profética que tenían algunos, manifestó una total ignorancia, a pesar de que ya había sido otra vez castigado por no saber la misma lección.
Y cuando no pudo ya contestar absolutamente nada y quedó parado, rayando la mesa con el cortaplumas, fue al tratar de los patriarcas antediluvianos. No recordaba a ninguno de ellos, excepto a Enoch, arrebatado vivo a los cielos. Antes recordaba los nombres, pero ahora los había olvidado completamente, sobre todo porque de todas las figuras del Antiguo Testamento la que prefería era la de Enoch, y porque junto a la idea del rapto del profeta se mezclaba en su cerebro una larga cadena de pensamientos a los que se entre-gaba también ahora, mientras miraba con ojos extáticos la cadena del reloj y un botón a medio abrochar del chaleco de su padre.
Sergio se negaba en redondo a creer en la muerte, de la que le hablaban tan a menudo. No creía que pudieran morir las personas a quienes quería, y, sobre todo, él mismo. Le parecía imposible a incomprensible.
Pero como le decían que todos terminaban muriendo, lo preguntó a personas en quienes confiaba y todos se lo confirmaron. El aya decía también que sí, aunque de mal grado. Pero Enoch no había muerto, lo que probaba que no todos mueren.
«¿Por qué no puede todo el mundo hacerse agradable a Dios para ser llevado vivo a los cielos?», pensaba Sergio. Los malos, es decir, los que Sergio no quería, sí podían morir, pero los buenos debían ser todos como Enoch.
–A ver: ¿cuáles fueron los patriarcas?
–Enoch, Enoch...
–Ya lo has dicho. Mal, muy mal, Sergio... Si no tratas de saber lo que más importancia tiene para un cristiano, ¿cómo puede interesarte lo demás? –dijo el padre, levantándose–. Estoy descontento de ti y también lo está Pedro Ignatievich –se refería al sabio pedagogo–. Tendré que castigarte.
Padre y profesor estaban, en efecto, descontentos de Sergio. Y, a decir verdad, el niño era bastante desaplicado. Pero no podía decirse que fuera un niño de pocas aptitudes. Al contrario: era más despejado que otros a los que el profesor le ponía como ejemplo. A juicio de su padre, Sergio no quería estudiar lo que le mandaban. Pero en realidad no podía estudiar porque en su alma había exigencias más apremiantes que las que le imponían su padre y su profesor. Y como aquellas dos clases de exigencias estaban en oposición, Sergio luchaba contra sus educadores abiertamente.
Tenía nueve años, era un niño, pero conocía su alma, la quería y la cuidaba como el párpado cuida del ojo y, sin la llave del afecto, no permitía a nadie penetrar en ella. Sus educadores se quejaban, pero él no quería estudiar y, sin embargo, su alma rebosaba de ansia de saber. Y aprendía de Kapitorich, del aya, de Nadeñka, de Basilio Lukich, mas no de sus maestros. El agua con que el padre y el pedagogo trataban de mover las ruedas de su molino, ya goteaba y trabajaba por otro lado.
El padre castigó a Sergio prohibiéndole ir a casa de la sobrina de Lidia Ivanovna, pero el castigo más que entristecerle le alegró. Basilio Lukich estaba de buen humor y le enseñó a hacer molinos de viento.
Pasó, pues, toda la tarde trabajando y meditando en cómo podría hacer un molino en el cual uno pudiese girar asiéndose a las aspas o atándose a ellas.
No pensó en su madre en toda la tarde, pero una vez acostado la recordó de pronto y rogó a Dios, a su manera, para que dejara de ocultarse y le visitara al día siguiente, que era el de su cumpleaños.
–Basilio Lukich, ¿sabe por lo que he rezado, además de lo de todos los días?
–Por estudiar mejor.
–No.
–Por recibir juguetes.
–No. No lo adivinará. Es una cosa magnífica... pero es un secreto. Cuando llegue, se lo diré... ¿No lo adivina?
–No, no, no lo adivino. Dígamelo... –repuso Basilio Lukich, sonriendo, lo cual ocurría pocas veces–. En fin, duérmase, más valdrá... Voy a apagar la vela.
–Sin la vela veo mejor lo que quiero ver y por lo que he rezado. ¡Por poco le descubro mi secreto! –exclamó Sergio, riendo alegremente.
Cuando se llevaron la vela, Sergio vio y sintió a su madre. Estaba de pie ante él y le acariciaba con su mirada amorosa. Luego había molinos, cortaplumas... En la mente de Sergio todo se fue confundiendo hasta que se durmió.
XXVIII
Vronsky y Ana, al llegar a San Petersburgo, se hospedaron en uno de los mejores hoteles. Vronsky se instaló en el piso bajo, y Ana, con la niña, la nodriza y la doncella, en un departamento de cuatro habitaciones.
El mismo día de su llegada, Vronsky visitó a su hermano, y encontró allí a su madre, venida de Moscú para sus asuntos.
Su madre y su cuñada le recibieron como siempre, le preguntaron por su viaje al extranjero, hablaron de sus conocidos y no dijeron ni una palabra de sus relaciones con Ana.
Pero cuando su hermano le visitó al siguiente día, le preguntó por ella. Alexey Vronsky le declaró francamente que consideraba sus relaciones con Ana como un matrimonio legal y que esperaba arreglar el divorcio y casarse entonces, pero que para él Ana era ya su mujer como cualquier otra, y le rogaba que lo dijese así a su madre y a su cuñada.
–Si la buena sociedad no lo aprueba, me da igual –añadió Vronsky–. Pero si mi familia quiere conservar conmigo relaciones de parentesco, debe hacerlas extensivas a mi mujer.
Su hermano mayor, que respetaba siempre las ideas del otro, no sabía qué decir, hasta que el mundo sancionara o no esta decisión. Pero, como él personalmente no tenía nada que oponer, entró con Alexey a ver a Ana.
En presencia de su hermano, como ante los demás. Vronsky la trató de usted, como a una amiga íntima. Pero quedaba sobreentendido que el hermano conocía aquellas relaciones y se habló de que Ana fuera a la finca de los Vronsky.
Pese a su tacto mundano, Vronsky, en virtud de la falsa posición en que se encontraba, incurría en un extraño error. Debía haber comprendido que el mundo estaba cerrado para él y para Ana. Pero actualmente nacía en su cerebro la vaga idea de que, si eso era así antiguamente, ahora, dado el rápido progreso humano (a la sazón era muy partidario de todos los progresos), el punto de vista de la sociedad había cambiado y por tanto la cuestión de si ellos serían recibidos en sociedad o no, no estaba aún decidida.
«Claro que los círculos de la Corte no la recibirán», se decía, «pero los allegados deben y pueden comprendernos».
Se puede muy bien estar sentado con las piernas encogidas y sin cambiar de posición durante varias horas sabiendo que nada impedirá cambiar de postura. Pero si se sabe que obligatoriamente se ha de permanecer sentado con las piernas encogidas, se sufren calambres y los pies tiemblan y necesitan estirarse.
Lo mismo sentía Vronsky respecto al gran mundo. Aunque en el fondo de su alma sabía que estaba cerrado para ellos, quería probar a ver si, con el cambio de las costumbres, los aceptaba.
No tardó en darse cuenta de que el mundo seguía abierto para él personalmente, pero no para Ana. Como en el juego del gato y el ratón, los brazos que se alzaban para darle paso se bajaban al ir a pasar ella.
Una de las primeras mujeres distinguidas a quienes Vronsky vio, fue a su prima Betsy.
–¡Al fin! –exclamó alegremente Betsy–. ¿Y Ana? ¡Cuánto me alegro de verle! ¿Dónde han estado? Deben de encontrar muy feo San Petersburgo después de su espléndido viaje. ¡Ya me imagino su luna de miel en Roma! ¿Y el divorcio? ¿Lo han obtenido?
Vronsky notó que el entusiasmo de Betsy decaía algo cuando le contestó que aún no habían conseguido el divorcio.
–Van a lapidarme –dijo Betsy–, pero, no obstante, visitaré a Ana. Sí, iré de todos modos. ¿Permanecerán aquí por mucho tiempo?
El mismo día, en efecto, visitó a Ana. Pero su tono era totalmente distinto del de antes. Se la notaba orgullosa de su atrevimiento y quería que Ana apreciase la fidelidad de sus sentimientos amistosos.
Sólo estuvo unos diez minutos. Habló de las novedades del mundo y al marcharse dijo:
–No me han dicho cuándo obtendrán el divorcio. Aunque yo me he liado la manta a la cabeza habrá algunas orgullosas que la recibirán fríamente mientras no estén casados. Y con lo sencillo que es eso ahora... Ça se fait... ¿Así que se van el viernes? Siento que no nos podamos ver más por ahora...
Por el acento de Betsy, Vronsky podía comprender lo que debía esperar del gran mundo, pero aun hizo una prueba más con la familia.
No ponía mucha esperanza en su madre. Sabía que ésta, tan entusiasmada con Ana cuando la conoció, era ahora inflexible con ella pensando que había arruinado la carrera de su hijo. Pero Vronsky confiaba mucho en su cuñada Varia. Parecíale que ella, incapaz de tirar la primera piedra, resolvería con toda naturalidad ver a Ana y recibirla en su casa.
Al día siguiente de llegar, fue, pues, a visitarla y, hallándola sola, le expuso francamente su deseo.
Varia, después de oírle, le contestó:
–Ya sabes, Alexey, que te aprecio y estoy dispuesta a hacer por ti todo lo que sea. Pero he callado porque en nada puedo seros útil a Ana Arkadievna y a ti –pronunció «Ar-kadievna» con una entonación particular–. No pienses, te lo ruego –prosiguió– que la censuro. Eso nunca. Quizá yo en su lugar habría hecho lo mismo. No puedo entrar en detalles –continuó con timidez mirando el rostro grave de Vronsky–; pero las cosas hay que llamarlas por su nombre. Tú quieres que yo vaya a su casa, que lá reciba y que con eso la rehabilite ante el mundo. Pero, compréndelo, esto «no puedo hacerlo». Tengo hijos, debo vivir en sociedad por mi marido. Si visito a Ana Arkadievna ella comprenderá que no puedo invitarla a casa o que debo hacerlo de manera que no se encuentre aquí con nadie, y eso la ofenderá también No puedo levantarla de...
–No creo que Ana haya caído más bajo que cientos de mujeres que vosotros recibís –interrumpió Vronsky con mayor gravedad.
Y se levantó, adivinando que la decisión de su cuñada era irrevocable.
–Te ruego, Alexey, que no te enfades conmigo. Comprende que no tengo la culpa...
Y Varia le miraba con tímida sonrisa.
–No me enfado contigo –repuso él, siempre serio–, pero esto en ti me es doblemente penoso y lo siento porque rompe nuestra amistad. Ya comprenderás que para mí no puede ser de otro modo.
Y con esto, Vronsky la dejó.
Reconoció, pues, que sus esfuerzos eran vanos y que debía pasar aquellos días en San Petersburgo como en una ciudad desconocida, evitando su relación con el mundo de antes, para no sufrir escenas desagradables y no soportar dolorosas ofensas.
Una de las cosas principalmente ingratas en su situación era que su nombre y el de Karenin se oían en todas partes. Imposible hablar de nada sin que el nombre de Alexey Alejandrovich surgiera en la conversación, imposible ir a parte alguna sin riesgo de encontrarle.
Así, al menos, le parecía a Vronsky, de la misma manera que a un enfermo a quien le duele el dedo se le antoja que todos los golpes van a parar a él.
A Vronsky la existencia en San Petersburgo le fue todavía más penosa, porque durante todo aquel tiempo advirtió en Ana una actitud incomprensible para él.
Algo la atormentaba, sin duda, y algo le ocultaba. No mostraba reparar en las afrentas que emponzoñaban la vida de él y que, dada su aguda sensibilidad, debían forzosamente de haberle sido también a ella muy dolorosas.
XXIX
Uno de los fines principales del viaje a Rusia, era, para Ana, ver a su hijo.
Desde que salió de Italia, la idea de verle no dejó un momento de conmoverla, y, cuanto más se acercaba a San Petersburgo, mayor le parecía el encanto y la transcendencia de aquel encuentro con el niño.
Figurábasele sencillo y natural ver a su hijo hallándose en la misma ciudad que él; pero, una vez en San Petersburgo, se hizo evidente su situación ante la sociedad y comprendió que no sería nada fácil arreglar aquella entrevista.
Llevaba ya dos días en la ciudad, y aunque la idea de verle no la dejaba un momento, no había adelantado ni un solo paso en aquel camino.
Ana reconocía que no tenía derecho a ir abiertamente a casa de Karenin, a riesgo de encontrarle, y que podía muy bien suceder que le prohibieran la entrada, cosa que la habría llenado de vergüenza.
Sólo el pensar en escribir a su marido y cruzar cartas con él, le suponía ya un tormento. únicamente cuando no se acordaba de su marido podía estar tranquila. Ver a su hijo en el paseo, enterándose de a dónde y cuándo salía el niño, no le bastaba. ¡Se preparaba tanto para esa entrevista, tenía tantas cosas que decirle, deseaba tan ardientemente besarle y po-derle estrechar entre sus brazos!
La vieja aya de Sergio podía orientarla y aconsejarla en ello. Pero el aya no estaba en casa de Karenin. Estas dudas y en la búsqueda del aya, pasaron dos días.
Al informarse de las relaciones que unían ahora a Karenin y a Lidia Ivanovna, Ana decidió al tercer día escribir a la Condesa.
Aquella carta, que le costó tanto trabajo, y en la que mencionaba intencionadamente la grandeza de alma de su marido, estaba escrita con la esperanza de que la viese él y, continuando en su papel magnánimo, le concediera lo que pedía.
El enviado que llevara la carta trajo una respuesta cruel e inesperada: que no había contestación.
Jamás se sintió tan humillada como en aquel momento en que, llamando al enviado, le oyó detallar cómo le habían hecho esperar y cómo luego le dijeron que no había respuesta.
Ana se sintió humillada y ofendida, pero reconocía que, desde su punto de vista, la condesa Lidia Ivanovna tenía razón.
Su dolor era tanto más hondo, cuanto que había de soportarlo ella sola. No podía ni quería compartirlo con Vronsky. Sabía que, aunque era él la causa principal de su desventura, la entrevista con su hijo había de parecerle una cosa sin importancia. A su juicio, Vronsky no podría comprender nunca toda la intensidad de su sufrimiento, y temía, como nunca había temido, experimentar hacia él un sentimiento hostil al notar el tono frío en que habría, sin duda, de hablarle de aquello.
Ana pasó en casa todo el día, meditando medios para conseguir su propósito, hasta que, al fin, decidió escribir una carta a su marido. Ya la tenía redactada cuando le llevaron la de Lidia Ivanovna.
El silencio de la Condesa la había hecho conformarse, pero su carta y lo que pudo leer en ella entre líneas la irritaron tanto, le pareció tan excesiva aquella maldad ante su natural cariño a su hijo, que se indignó contra los demás y dejó de inculparse a sí misma.
«¡Qué frialdad! ¡Qué fingimiento!», se decía. «Quieren ofenderme y hacer sufrir al niño. ¿Y he de obedecerles? ¡Jamás! Ella es peor que yo, que, al menos, no miento.»
Y decidió en seguida que al día siguiente, cumpleaños de Sergio, iría a casa de su marido, sobornaría a los criados, los engañaría; pero vería a su hijo, costara lo que costara, y destruiría el terrible engaño de que rodeaban a la desgraciada criatura.
Fue a un almacén de juguetes, compró un sinfín de cosas y estudió un plan.
Temprano, a cosa de las ocho de la mañana, antes de que Alexey Alejandrovich se hubiera levantado, acudiría a la casa. Llevaría en la mano dinero para el portero y el lacayo, a fin de que ellos la dejasen entrar y, sin levantarse el velo, les diría que iba de parte del padrino de Sergio para felicitarle y que le habían encargado que pusiera los juguetes por sí misma junto a la cama del niño.
Lo único que no preparó fue las palabras que diría a su hijo, pues por más que lo había meditado no se le ocurrió lo que le había de decir.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Ana, apeándose de un coche de alquiler, llamó a la puerta principal de la casa que un día fuera suya.
–Vaya a ver quién es. Parece una señora –dijo Kapitonich aún a medio vestir, con abrigo y chanclos, mirando por la ventana a la mujer que había junto a la puerta.
El ayudante del portero era un hombre desconocido para Ana. Apenas abrió la puerta, ella entró, sacó rápidamente del manguito un billete de tres rublos y se lo deslizó en la mano.
–Sergio, Sergio Alejandrovich –dijo Ana.
Y continuó rápida su camino.
El criado, una vez examinado el dinero, la detuvo en la puerta siguiente.
–¿A quién desea ver? ––dijo.
Notando la turbación de la desconocida, salió Kapitonich en persona al encuentro de la desconocida, la hizo pasar y le preguntó qué quería.
–Vengo de parte del príncipe Skeradumov a ver a Sergio Alejandrovich.
–El señorito no está levantado aún –repuso el portero mirándola con atención.
Ana no esperaba que el aspecto invariable de la casa donde había vivido nueve años pudiera causarle tan vivo efecto. Recuerdos alegres y penosos se elevaron uno tras otro en su alma, haciéndole olvidar por un momento el objeto de su visita.
–¿Desea esperar? –preguntó Kapitonich, ayudándole a quitarse el abrigo de pieles.
Al hacerlo, la miró al rostro, la reconoció y, sin decirle nada, la saludó con respeto.
–Haga el favor de entrar, Excelencia –dijo después.
Ana quiso hablarle, pero la voz se le ahogó en la garganta. Y, mirando al viejo con aire culpable, subió la escalera con pasos leves y rápidos.
Kapitonich, inclinándose hacia delante y tropezando con los chanclos en los escalones, la seguía corriendo, tratando de alcanzarla.
–Está allí el preceptor. Quizá no se haya vestido. Iré a anunciarla.
Ana seguía subiendo la escalera tan conocida sin entender lo que le decía el anciano.
–Aquí, a la izquierda, haga el favor. Perdone que no esté limpio aún... El señorito duerme ahora en el cuarto del diván –murmuró el portero, esforzándose en recobrar la respiración–. Perdone, Excelencia, pero conviene esperar un poco. Iré a mirar..
Y, adelantándose a Ana, abrió a medias una alta puerta y desapareció tras ella.
Ana esperó.
El portero salió de nuevo.
–El señorito acaba de despertar ––dijo.
En el mismo momento en que el anciano portero pronunciaba estas palabras, Ana oyó un bostezo infantil. En aquel sonido reconoció a su hijo y le pareció ya verle ante ella.
–¡Déjeme! ¡Déjeme, y váyase! –pronunció Ana, cruzando la alta puerta.
A la derecha de la entrada había una cama y en ella estaba sentado el niño que, vestido sólo con una camisita, terminaba de desperezarse, inclinando el cuerpo.
En el momento en que sus labios se juntaron de nuevo, se dibujó en ellos una sonrisa feliz, y con aquella sonrisa el niño se dejó caer otra vez en el lecho, vencido por un suave sueño.
–¡Sergio! –llamó Ana, acercándose con paso cauteloso.
Durante su separación, y más aún en aquellos días en que la inundaba tan viva ternura por su hijo, Ana le imaginaba como un niño de cuatro años, ya que fue a aquella edad cuando más le había querido. Pero ahora no, estaba tal como le dejó.
Su aspecto difería mucho del de un niño de cuatro años; había crecido y adelgazado. ¡Oh, qué delgado tenía el rostro, qué cortos los cabellos y qué largos los brazos! ¡Cuán diferente era de cuando ella le había dejado!
Pero era él, con su misma forma de cabeza, con sus labios, con su suave cuello y sus anchos hombros.
–¡Sergio! –repitió al oído mismo del niño.
Sergio se incorporó sobre un codo, movió la cabeza a ambos lados como buscando algo y abrió los ojos.
Por algunos segundos miró silencioso a interrogativo a su madre, inmóvil ante él.
De pronto, rió lleno de dicha y, cerrando de nuevo sus ojos cargados de sueño, se dejó caer otra vez, pero no hacia atrás, sino en los brazos de su madre.
–¡Sergio, querido niño mío! –exclamó Ana, sofocada, abrazando el amado cuerpecito.
–¡Mamá! –contestó el niño, moviéndose en todas direcciones para que su cuerpo rozara por todas partes los brazos de su madre.
Sonriendo medio dormido, siempre con los ojos cerrados, y apoyándose con sus manos gordezuelas en la cabecera de la cama, se asió a los hombros de su madre y se dejó caer sobre su regazo, exhalando ese agradable olor que sólo tienen los niños en el lecho. En seguida empezó a frotarse el rostro contra el cuello y los hombros de su madre.
–Ya sabía ––dijo, abriendo los ojos–, que habías de venir. Hoy es el día de mi cumpleaños... Me he despertado ahora mismo y voy a levantarme...
Y, mientras hablaba, se quedó de nuevo dormido.
Ana le miraba con afán, viendo cuánto había crecido y cambiado en su ausencia. Reconocía y desconocía a la vez sus piernas desnudas, ahora tan largas, sus mejillas enflaquecidas, los cortos rizos de su nuca, que tantas veces había besado.
Estrechaba todo aquello contra su corazón y no podía hablar, ahogada por las lágrimas.
–¿Por qué lloras, mamá? –preguntó el niño, despertando por completo, ¿Por qué lloras, mamá? –gritó con voz quejumbrosa.
–No lloraré más. Lloro de alegría. ¡Hace tanto que no te he visto! No, no lloraré más, no lloraré... –dijo, devorando sus lágrimas y volviendo la cabeza–. Ea, ya es hora de vestirte –añadió, recobrando algo de su serenidad, después de un silencio.
Y, sin soltar sus manos, se sentó al lado de la cama en una silla, sobre la que estaba la ropa del pequeño.
–¿Cómo te vistes sin mí? ¿Cómo ...? –dijo, tratando de expresarse con voz natural y alegre.
Pero no pudo terminar y volvió una vez más la cara.
–No me lavo ya con agua fría; papá no me deja. ¿Has visto a Basilio Lukich? Vendrá ahora... ¡Ah, te has sentado sobre mi vestido!
Sergio rió a carcajadas. Ana le miró, sonriendo.
–¡Mamá, querida mamá! –gritó el chiquillo, lanzándose de nuevo a ella y abrazándola.
Parecía que sólo ahora, al ver su sonrisa, comprendió lo que pasaba.
–Esto no te hace falta –siguió el niño quitándole el sombrero.
Y cuando Ana estuvo sin él, Sergio como si en aquel momento la viese por primera vez, se precipitó a ella para besarla.
–¿Qué pensabas de mí? ¿Creías que había muerto?
–No lo creí nunca.
–¿No lo creíste, hijito mío?
–¡Sabía que no, sabía que no! –respondió el niño empleando su frase predilecta.
Y cogiendo la mano de su madre, que acariciaba sus cabellos, la oprimió contra sus labios y la besó.
XXX
Entre tanto, Basilio Lukich que, al principio no había comprendido quién era aquella señora, suponiendo por la conversación que aquella era la esposa que había abandonado a su marido, y a la que no conocía, por no estar ya en la casa cuando él llegara allí, dudaba si debía entrar o no y si procedía avisar a Karenin.
Pensando, al fin, que su deber era despertar diariamente a Sergio a una hora fija y que para hacerlo no debía preocuparse de quien estuviese allí, fuera su madre o cualquier otra persona, ya que a él sólo le incumbía cumplir su obligación, Basilio Lukich vistióse, se acercó a la puerta y la abrió.
Pero las caricias de madre a hijo, el tono de su voz y lo que se decían, le forzó a cambiar de decisión. Movió la cabeza y cerró la puerta, con un suspiro.
«Esperaré diez minutos más», se dijo, tosiendo y secándose las lágrimas.
Entre los criados, mientras tanto, reinaba gran agitación Todos sabían que había llegado la señora, que Kapitonich la había dejado entrar, que ahora estaba en el cuarto del niño, y que el señor entraba a verle todos los días a cosa de las nueve...
Todos comprendían que el encuentro de los esposos era una cosa imposible, y que debían hacer cuanto estuviese en sus manos para impedirlo.
Korney, el ayuda de cámara, bajó a la portería para saber quién había dejado pasar a Ana, y al saber que era Kapitonich dirigió al viejo una severa represión.
El portero callaba obstinadamente, pero cuando Korney dijo que merecía que le despidiesen, Kapitonich se acercó al criado y, agitando las manos ante su rostro, le dijo:
–¿Acaso tú no la habrías dejado entrar? He servido diez años aquí y sólo he visto en ella bondad. ¡Me habría gustado verte a ti decirle que hiciera el favor de marcharse! ¡Claro, que tú sabes nadar en todas las aguas! Más valdría que pensaras en lo que robas al señor y en los abrigos de castor que le quitas...
–¡Soldado! ––exclamó Korney con desprecio, y se volvió hacia el aya, que entraba en aquel instante.
–¿Sabe María Efinovna que la ha dejado entrar sin decir nada a nadie? Y Alexey Alejandrovich va a salir ahora mismo e irá al cuarto del chico...
–¡Qué cosas, qué cosas! –exclamaba el aya–. Podía usted entretener un rato al señor, Korney Vasilievich, mientras yo subo corriendo para hacerla salir.. ¡Qué cosas, Dios mío, qué cosas!
Cuando el aya penetró en el cuarto de Sergio, éste contaba a su madre que él y Nadeñka se habían caído en la montaña rusa y dieron tres volteretas.
Ana escuchaba el sonido de su voz, veía su rostro y el juego de su expresión, sentía su mano, pero no entendía lo que le hablaba.
Tenía que marchar y dejarle. No pensaba ni comprendía otra cosa. Oía los pasos de Basilio Lukich, que se acercaba a la puerta tosiendo, oía los del aya, que llegaba ya, pero continuaba sentada, como convertida en piedra, sin fuerzas para hablar ni para levantarse.
–¡Oh, mi señora! –––dijo el aya, acercándose, y besando sus manos y hombros–. ¡Qué alegría ha dado Dios a nuestro niño el día de su cumpleaños! No ha cambiado usted nada, nada...
–No sabía que usted vivía ahora en casa, aya querida ––dijo Ana, serenándose por un momento.
–No vivo aquí, vivo con mi hija. He venido para felicitar a Sergio, mi querida señora Ana Arkadievna.
De pronto, rompió a llorar y volvió a besar las manos de Ana.
Sergio, con ojos y sonrisa radiantes, asiéndose con una mano a su madre y con la otra al aya, pisoteaba el tapiz con sus piernas llenas y descalzas. El efecto conmovedor con que su querida aya trataba a su madre, le colmaba de júbilo.
–Mamá: el aya viene mucho a verme y cuando viene... ––empezó a contar el niño. Pero se detuvo al observar que el aya hablaba en voz baja a Ana, en cuyo rostro se dibujó el te-rror y algo parecido a la vergüenza, lo cual le sentaba muy mal.
Se inclinó hacia su hijo.
–Queridito mío... –murmuro.
No dijo «adiós», pero el niño lo leyó en la expresión de su rostro,
–¡Oh querido, queridísimo Kutik! ––continuó Ana, dando al niño el nombre con que le llamaba de pequeño–. ¿No me olvidarás? Tú...
No pudo hablar más.
¡Cuántas palabras pensó después que podía haberle dicho en este momento! Pero ahora no sabía ni podía decirle nada.
Y, sin embargo, Sergio comprendió cuanto ella hubiera querido decirle. Comprendió que era desgraciada y que le quería, y hasta comprendió que el aya decía en voz baja a su madre:
–Siempre viene hacia las nueve...
Y adivinó que hablaban de su padre y que ella y él no debían verse.
Todo esto lo comprendía, mas no comprendía el motivo, ni por qué se dibujaba el terror en el semblante de su madre. Sin duds ella no era culpable de nada, pero temía a su marido y se avergonzaba de algo.
Habría deseado hacer una pregunta que le aclarase aquellas dudas, pero no se atrevía a hacerla porque veía que su madre sufría, y sentía piedad de ella. Apretándose contra su cuerpo, murmuró en voz baja.
–No te vayas todavía. El tardará algo en venir..
La madre le apartó un poco para ver si el niño se daba cuenta de lo que decía, y en su rostro asustado leyó que el niño no sólo hablaba de su padre, sino que hasta parecía pre-guntar qué debía pensar de él.
–Sergio, querido hijito, ama mucho a tu padre. Es mejor y más bueno que yo. Yo me he portado mal con él. Cuando seas mayor lo comprenderás.
–¡No hay nadie más bueno que tú! –gritó el niño con desesperación a través de sus lágrimas.
Y cogiéndola por los hombros, la apretó con toda su fuerza con sus brazos temblorosos y tensos.
–¡Mi pequeño, n–ú querido Sergio! –dijo Ana.
Y se puso a llorar débilmente, como un niño, como lloraba él.
En aquel instante se abrió la puerta y apareció Basilio Lukich.
Próximos a otra puerta sonaron pasos. El aya dijo en voz baja:
–Ya viene.
Y entregó el sombrero a Ana.
Sergio se deslizó en la cama y rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos.
Ana separó aquellas manos, besó una vez más el rostro húmedo de lágrimas y con rápido paso salió de la alcoba.
Alexey Alejandrovich avanzaba en dirección opuesta. Al verla, se detuvo a inclinó la cabeza.
Aunque sólo un momento antes Ana afirmaba que él era mejor y más bueno que ella, en la mirada rápida que le dirigió, al distinguir su figura en todos sus detalles, la invadieron los habituales sentimientos de aversión, de odio y de envidia de que le hubiera quitado a su hijo.
Con rápido ademán se bajó el velo y salió de allí casi a la carrera.
No había tenido tiempo de desenvolver los paquetes que con tanta ternura y tristeza comprara el día anterior en la tienda para su hijo y se los llevó consigo en el mismo estado.
XXXI
A pesar de su inmenso deseo de ver a su hijo, a pesar del mucho tiempo que hacía que meditaba y preparaba la entrevista, Ana no esperaba que hubiese de impresionarla tan pro-fundamente.
De vuelta a su solitario cuarto del hotel, no pudo comprender durante largo rato por qué estaba allí.
«Todo aquello ha terminado y vuelvo a estar sola», se dijo al fin.
Y, sin quitarse el sombrero, se dejó caer en una butaca próxima a la chimenea.
Fijó la mirada en el reloj de bronce próximo a la ventana y comenzó a reflexionar. La doncella francesa que trajera del extranjero entró para saber si debía vestirla.
Ana la miró sorprendida y dijo:
–Luego.
El criado llevó el café.
–Luego –volvió a decir.
La nodriza italiana, que acababa de vestir a la niña, entró y se la presentó a Ana.
La pequeña, llenita y bien nutrida, al ver a su madre tendió como siempre sus bracitos hacia ella, con las palmas de las manos vueltas hacia abajo y, sonriendo con su boca sin dientes, comenzó a mover las manitas como un pez las aletas, produciendo un ruido seco con los pliegues almidonados de su faldón.
Era imposible no sonreír, no besar a la niña; imposible no dejarle coger el dedo, al que ella se asió chillando y saltando con todo su cuerpo, imposible también no ofrecerle los labios que ella, persiguiendo un beso, tomó con su boquita.
Ana la cogió en brazos, la hizo saltar en ellos, besó su fresca mejilla... Pero, al ver a la pequeña, comprendió con claridad que lo que sentía por ella no era ni siquiera afecto comparado con lo que experimentaba por Sergio.
Todo en aquella niña era gracioso, pero, sin saber por qué, no llenaba su corazón. En el primer hijo, aunque fuera de un hombre a quien no amaba, había concentrado todas sus insatisfechas ansias de cariño. La niña había nacido en circunstancias más penosas y no se había puesto en ella ni la milésima parte de los cuidados que se dedicaran al primero.
Además, la niña no era aún más que una esperanza, mientras que Sergio era ya casi un hombre, un hombre querido, en el cual se agitaban ya pensamientos y sentimientos. Sergio la comprendía, la amaba, la estudiaba, pensaba Ana, recordando las palabras y las miradas de su hijo.
¡Y estaba separada de él para siempre!, no sólo materialmente, sino también en lo moral, y esta situación no tenía remedio.
Ana entregó la niña a la nodriza, dejó marchar a ésta y abrió el medallón que contenía el retrato de Sergio casi con la misma edad que ahora tenía la niña.
Luego se levantó y, quitándose el sombrero, tomó de una mesita el álbum en que había fotografías de él a diferentes edades, y, para compararlas, las sacó todas.
Quedaba una, la última y la mejor. Sergio, vestido con camisa blanca, sentado a horcajadas sobre la silla entornaba los ojos y sonreía. Era su expresión más característica y aquella en la que había salido con más naturalidad.
Ana trató de sacar aquella fotografía con sus pequeñas manos blancas, con sus dedos largos y delgados, tirando de las puntas de la cartulina. Pero la fotografía se resistió y no pudo sacarla. Como no tenía plegadera a mano, sacó la fotografía inmediata, que era un retrato de Vronsky 'con sombrero redondo y cabellos largos, hecho en Roma, para empujar con ella el de Sergio.
«¡Ah, es él!», se dijo al ver la fotografía.
Y de pronto recordó quién era la causa de su actual dolor. En toda la mañana no le había recordado una sola vez.
Pero ahora, viendo aquel rostro noble y varonil, tan conocido y querido, Ana sintió de pronto que la inundaba una ola de ternura hacia Vronsky.
«¿Dónde estará? ¿Por qué me deja sola con mis penas?», pensó de pronto, con un sentimiento de reproche, olvidando que ella misma ocultaba a Vronsky todo lo referente a su hijo.
Envió a buscarle, rogándole que subiera en seguida, y le esperó imaginando, con el corazón palpitante, las palabras con que iba a contárselo todo, y las expresiones de amor con que él la consolaría.
El criado subió diciendo que el señor tenía una visita, pero que iría en seguida, y que deseaba saber si ella podía recibirle en compañía del príncipe Jachvin, que había llegado a San Petersburgo.
«No vendrá solo... ¡Y no me ha visto desde ayer a la hora de comer! » , pensó. «No podré explicárselo todo... Vendrá con Jachvin...»
De pronto le acudió a la mente un terrible pensamiento. ¿Habría dejado Vronsky de amarla?
Recordando los hechos de los últimos días, parecíale ver en cada uno de ellos la confirmación de sus sospechas.
El día antes Vronsky no había almorzado en casa; además insistió en que en San Petersburgo se instalaran separadamente; y ahora no venía solo, para evitar verla cara a cara.
« Debería decírmelo, debo saberlo... Si lo supiera, ya acertaría yo lo que me convendría hacer», se decía Ana, sintiéndose sin fuerzas para imaginar la situación en que quedaría cuando se cerciorase de la indiferencia de Vronsky.
Pensando que él había dejado de amarla, sentíase en un extraño estado de excitación, casi desesperada.
Llamó a la doncella y se fue al tocador. Al vestirse, se ocupó de su atavío más que todos aquellos días, como si Vronsky, en caso de que la hubiera dejado de amar, pudiese enamorarse de nuevo viéndola mejor vestida y peinada.
El timbre sonó antes de que hubiera terminado.
Cuando salió al salón, no fue la mirada de Vronsky, sino la de Jachvin, la primera que halló.
Vronsky contemplaba las fotografías de su hijo que ella había dejado sobre la mesa y no se apresuró a mirarla.
–Ya nos conocemos ––dijo Ana, poniendo su manecita en la manaza de Jachvin, que la saludaba confuso, ya que, en contraste con su enorme estatura, era un hombre de una gran timidez.
–Nos conocimos en las carreras, el año pasado. ¡Démelas! ––dijo Ana, dirigiéndose ahora a Vronsky y asiendo con un rápido ademán los retratos que él examinaba, y mirándole significativamente con sus ojos brillantes.
–¿Qué tal este año las carreras? –preguntó luego a Jachvin–. Yo he asistido a las del Corso, en Roma. Ya sé que a usted no le gusta la vida extranjera –agregó, sonriendo dul-cemente–. Le conozco bien y sé todas sus preferencias a pesar de las pocas veces que nos hemos visto.
–Lo siento, porque todas mis preferencias son, en general, de muy mal gusto –dijo Jachvin, mordiéndose la guía izquierda del bigote.
Después de charlar un rato, y viendo que Vronsky consultaba el reloj, Jaclivin preguntó a Ana si estaría mucho tiempo en San Petersburgo e, irguiendo su imponente figura, cogió su gorra de uniforme.
–Creo que no mucho –repuso Ana mirando a Vronsky con inquietud.
–¿De modo que ya no nos veremos? –preguntó a su amigo levantándose–. ¿Dónde comes hoy?
–Vengan a comer los dos conmigo ––dijo Ana, enfadándose consigo misma al notar que se ruborizaba como siempre que mostraba su situación ante una persona más–. La comida aquí no es gran cosa, pero así se verán ustedes... Alexey, de sus compañeros de regimiento, es a usted a quien aprecia más.
–Muchas gracias –contestó Jaclivin con una sonrisa en la que Vronsky leyó que Ana le había agradado.
Jachvin saludó y salió. Vronsky quedó un poco atrás.
–¿Te vas también? –preguntó Ana.
–Se me hace tarde ––contestó él.
Y gritó a Jachvin:
–¡Ahora te alcanzo!
Ana cogió la mano de Vronsky y, sin apartar la mirada de él, buscando en su mente lo que pudiera decir para retenerle, dijo:
–Espera, quiero decirte una cosa.
Le cogió la mano y la apretó contra su rostro.
– ¿Te disgusta que le haya invitado a comer? –añadió.
–Has hecho muy bien –repuso Vronsky, con tranquila sonrisa, descubriendo las apretadas hileras de sus dientes y besándole la mano.
–Alexey, ¿sigues siendo el mismo para mí? –preguntó Ana, apretando la mano de él entre las suyas–. Sufro mucho aquí, Alexey. ¿Cuándo nos vamos?
–Pronto, pronto... No sabes lo penosa que me resulta también a mí la vida aquí–dijo él retirando su mano.
–Ve, ve –repuso Ana ofendida.
La dejó y salió de la habitación rápidamente.
XXXII
Cuando Vronsky volvió, Ana no estaba aún en casa.
A poco de irse él, según le dijeron, había llegado una señora y ambas se habían marchado juntas.
Que ella saliera sin decirle a dónde iba, lo que no había sucedido hasta ahora, y que por la mañana hubiese hecho lo mismo, todo ello unido a la extraña expresión del rostro de Ana y al tono hostil con que por la mañana, en presencia de Jachvin, le había arrebatado las fotografías de su hijo, obligó a Vronsky a reflexionar.
Se dijo que debía hablar con ella y la esperó en el salón.
Pero Ana no volvió sola, sino con su tía, la vieja solterona princesa Oblonskaya, que era la señora que había ido allí por la mañana y con la que Ana había salido de compras.
Al parecer, ella no veía la expresión, interrogativa y preocupada, del rostro de Vronsky, mientras le contaba alegremente lo que había comprado por la mañana. Él notó que le pasaba algo extraño. En sus ojos brillantes, cuando por un momento se detuvieron en Vronsky, había una atención forzada, y hablaba y se movía con aquella rapidez nerviosa que en los primeros tiempos de sus relaciones con ella le seducía y que ahora le inquietaba y llenaba de disgusto.
La mesa estaba servida para cuatro. Todos se preparaban a pasar al comedorcito, cuando llegó Tuschkevich con un recado de la princesa Betsy para Ana.
Betsy le pedía perdón por no poder ir a saludarla antes de que marchase, ya que estaba indispuesta, y rogaba a su amiga que fuese a visitarla de seis y media a nueve.
Vronsky la miró al advertir que la hora que se le señalaba indicaba que se tomaban medidas para impedir que Ana coincidiese con nadie, pero ella pareció no advertirlo.
–Siento que no me sea posible ir precisamente a esa hora –dijo Ana con sonrisa imperceptible.
–La Princesa lo sentirá mucho.
–También yo.
–¿Irá usted a oír a la Patti? –preguntó Tuschkevich.
–¿La Patti? Me da usted una idea. Iría con gusto si fuese posible encontrar un palco.
–Yo lo puedo buscar –ofreció Tuschkevich.
–Se lo agradecería mucho. ¿Quiere comer con nosotros?
Vronsky se encogió levemente de hombros.
Decididamente, no comprendía la actitud de Ana. ¿Por qué había hecho venir a la vieja Princesa, por qué invitaba a comer a Tuschkevich y –lo que era más sorprendente–, por qué le pedía el palco?
¿Cómo era posible, en su situación, ir a oír a la Patti en un espectáculo de abono al que asistiría todo el gran mundo conocido? La miró con gravedad, y ella le correspondió con una mirada atrevida cuya significación Vronsky no pudo comprender y no supo si era alegre o desesperada.
Durante la comida, Ana estuvo agresivamente alegre, y hasta pareció coquetear con Tuschkevich y con Jachvin.
Cuando se levantaron de la mesa, mientras Tuschkevich iba a buscar el palco, y Jachvin salió para fumar, Vronsky bajó con él a sus habitaciones.
Permaneció allí unos minutos y volvió rápidamente arriba.
Ana estaba ya vestida con un traje de terciopelo claro que se había hecho en París y que dejaba ver parte de su busto. En la cabeza llevaba una rica mantilla blanca que realzaba su rostro y conjuntaba muy bien con su belleza resplandeciente.
–¿Es que está usted realmente decidida a ir al teatro? –preguntó Vronsky, procurando eludir su mirada.
–¿Por qué me lo pregunta con ese temor? –repuso ella, ofendida de nuevo al notar que él no la miraba ¿Es que me está prohibido ir?
Al parecer, ella no comprendía el significado de sus palabras.
–Claro que nada lo prohibe –contestó Vronsky frunciendo el entrecejo.
–Lo mismo digo yo –repuso Ana, con intención, sin comprender la ironía de su tono y desplegando calmosamente su guante largo y perfumado.
–¡Por Dios, Ana! ¿Qué le pasa? –exclamó Vronsky, como si tratase de despertarla a la realidad en el mismo tono que lo hacía su marido en otros tiempos.
–No comprendo lo que me pregunta.
–Bien sabe que no es posible ir.
–¿Por qué? No voy sola. La princesa Bárbara ha ido a vestirse y me acompañará.
Vronsky se encogió de hombros, perplejo y desesperado.
–¿No sabe ...? ––empezó.
–Ni lo quiero saber –contestó Ana, casi a gritos–. No quiero... ¿Acaso me arrepiento de lo hecho? ¡No, no y no! Y si hubiera empezado así desde el principio, habría sido mejor. Para usted y para mí lo único importante es una cosa: si nos amamos o no. ¡Y nada más! ¿Por qué vivimos aquí separados, sin apenas vemos? ¿Por qué no he de ir al teatro? Te quiero y todo lo demás me da igual –añadió en ruso, mirándole con un brillo en los ojos incomprensible para Vronsky–con tal que tú no hayas cambiado. ¿Por qué me miras así?
Él la miraba, en efecto, examinando la belleza de su rostro y su vestido, que le sentaba admirablemente. Pero ahora su belleza y su elegancia eran, precisamente, lo que despertaba su irritación.
–Usted sabe que mis sentimientos no pueden cambiar pero le pido, le ruego, que no vaya –––dijo otra vez en francés con una suave súplica en su voz, pero con fría mirada.
Ana no oía sus palabras; sólo veía el frío de su mirada, y contestó con enfado:
–Le ruego que me diga por qué no puedo ir.
–Porque esto puede motivar.. algún... algo...
Vronsky titubeó.
–No le entiendo. Jachvin n'est pas compromettant y la princesa Bárbara no vale menos que otras. ¡Ah, aquí viene!
XXXIII
Vronsky experimentó por primera vez un sentimiento de enojo contra Ana por su voluntaria incomprensión de la situación presente, sentimiento que se hacía más vivo por la imposibilidad de explicarle la causa de su disgusto.
De decir francamente lo que pensaba, habría debido decirle:
«Presentarse con ese vestido en unión de la Princesa, tan conocida por todos, significa, no sólo reconocer su papel de mujer perdida, sino, además, desafiar a toda la alta sociedad, es decir, renunciar a ella para siempre.»
Y eso no se lo podía decir.
«Pero, ¿cómo es posible que ella no lo comprenda? ¿Qué le sucede?», se preguntaba Vronsky, sintiendo a la vez que su respeto hacia Ana disminuía tanto como aumentaba su admiración por su belleza.
Con el entrecejo arrugado volvió a su habitación y, sentándose junto a Jachvin –quien, con los pies estirados sobre una silla, bebía coñac con agua de Seltz–, ordenó que le llevaran la misma bebida.
–Volviendo a lo de «Moguchy», el caballo de Lankovsky –dijo Jachvin–, es un buen animal y te aconsejo que lo compres.
Y prosiguió, mirando el rostro grave de su amigo:
–Es un poco caído de grupa, pero de cabeza y de patas no deja nada que desear.
–Creo que lo compraré –repuso Vronsky.
Se interesó en la charla sobre caballos, pero continuamente pensaba en Ana, escuchando sin querer los pasos que sonaban en el corredor y mirando el reloj de la chimenea.
–Ana Arkadievna ha ordenado que les diga que sale para el teatro –dijo el criado, entrando.
Jachvin vertió una copa más de coñac en el agua de Seltz, bebió y se levantó, abrochándose el uniforme.
–¿Vamos? –dijo, sonriendo levemente bajo el bigote y mostrando con su sonrisa que comprendía el descontento de Vronsky, aunque no le daba importancia.
–Yo no voy –repuso Vronsky, serio.
–Yo no puedo dejar de ir. Lo he prometido. Hasta luego, pues. Y, si no, ¿por qué no vas a butacas? Quédate con la de Krasinsky –dijo Jachvin, saliendo.
–Tengo que hacer.
«La mujer propia da muchas preocupaciones y la que no lo es, más aún», pensó Jachvin, al salir del hotel.
Vronsky, una vez solo, se levantó de la silla y se puso a pasear por la habitación.
«Hoy es la cuarta de abono. Eso significa que asistirá todo San Petersburgo. Seguramente estarán allí mi madre y Egor con su mujer.. Ahora Ana entra, se quita el abrigo, aparece en plena luz... Y con ella Tuschkevich, Jachvin, la princesa Bárbara ...» , pensaba Vronsky, imaginando la entrada de Ana en el teatro.
«¿Y yo? O dirán que tengo miedo, o que me he librado en Tuschkevich de la obligación de protegerla. Por donde quiera que se mire, es absurdo. ¡Absurdo, absurdo! ¿Por qué se empeñará en ponerme en esta situación?», se preguntó, agitando violentamente las manos.
Este ademán le hizo tropezar con la mesita en la que estaba la botella de coñac y el agua de Seltz, y faltó poco para que la derribase.
Al tratar de sostenerla, la hizo caer y, enojado, dio un puntapié a la mesa y llamó al ayuda de cámara.
–Si quieres estar a mi servicio, acuérdate de lo que debes hacer. ¡Que no vuelva a pasar esto! ¡Llévatelo! –dijo al criado que entraba.
El sirviente, sabiendo que la culpa no era suya, trató de justificarse; pero, al mirar a su señor, comprendió por su rostro que valía más callan Así, pues, inclinándose sobre la alfombra, balbuceó unas excusas y comenzó a separar las botellas y copas rotas de las que habían quedado intactas.
–Eso no es cosa tuya. Manda al lacayo que lo recoja y prepárame el frac.
Vronsky entró en el teatro a las ocho y media.
La función estaba en su apogeo. El anciano acomodador, al quitar a Vronsky el abrigo de piel, le reconoció, le llamó «Vuecencia» y le dijo que no era necesario que recogiese el número del abrigo, sino que bastaba con que al salir llamase a Fedor.
En el pasillo, bien iluminado, no había nadie, fuera del acomodador y de dos lacayos que, con sendas pellizas al brazo, escuchaban junto a la puerta.
Tras la puerta entomada oíanse los acordes de un staccato de la orquesta y una voz femenina que cantaba una frase musical.
La puerta se abrió dando paso al acomodador y la frase, que concluía, hirió el oído de Vronsky. Pero la puerta se cerró en seguida y Vronsky no oyó el final de la frase ni la cadencia, y sólo por la explosión de aplausos que retumbó comprendió que la romanza estaba terminando.
Al entrar en la sala, iluminada por arañas y lámparas de gas, continuaban aún los aplausos. En el escenario, la cantante, espléndida con sus hombros escotados y sus brillantes, se inclinaba y sonreía. El tenor, que la tenía de la mano, la ayudaba a coger los ramos de flores que volaban sobre la orquesta. Luego ella se acercó a un señor de cabellos peinados a raya y lustrosos de cosmético, que extendía sus largos brazos por encima del borde del escenario brindándole un objeto.
El público de palcos y butacas se agitaba, se echaba hacia delante, gritaba, aplaudía.
El director de orquesta, desde su altura, ayudaba a transmitir los objetos y se arreglaba cada vez la blanca corbata.
Vronsky pasó al centro de la platea, se detuvo y miró en derredor. Se fijo con menos interés que de costumbre en el ambiente, tan conocido y habitual, en el escenario, en el bullicio, en el poco atrayente rebaño de los espectadores del teatro, que estaba lleno a rebosar.
Como siempre, se veían las mismas señoras en los mismos palcos, y como siempre, tras ellas se veían oficiales; en butacas, las mismas mujeres multicolores, uniformes, levitas; la misma sucia gentuza en el paraíso; y entre toda aquella gente, en las primeras filas y los palcos, unas cuarenta personas, unos cuarenta hombres y mujeres «de verdad». Fue en este oasis donde Vronsky detuvo al punto su atención, dirigiéndose allí al momento.
El acto terminaba cuando entró, por lo que, sin pasar al palco de su hermano, cruzó ante él y se colocó próximo a la rampa, al lado de Serpujovskoy, quien, doblando la rodilla y golpeando con el tacón en la rampa, le llamó sonriendo al verle de lejos.
Vronsky no había visto a Ana todavía, y, a propósito, no miraba hacia ella, pero por la dirección de las miradas sabía dónde se encontraba.
Discretamente empezó a observar, esperando lo peor: buscaba a Alexey Alejandrovich. Afortunadamente, éste no estaba hoy en el teatro.
–¡Qué poco te ha quedado de militar! Pareces un artista, un diplomático o algo por el estilo –le dijo Serpujovskoy.
–En cuanto he vuelto a Rusia, he adoptado el frac –contestó Vronsky, sonriendo y sacando lentamente los gemelos.
–Confieso que en eso te envidio. Yo, cuando vuelvo del extranjero, me pongo esto ––dijo Serpujovskoy, tocándose las charreteras– y siento en seguida que no soy libre.
Hacía tiempo que Serpujovskoy había desesperado de que su amigo hiciese carrera, pero le quería como siempre y ahora se mostraba particularmente amable con él.
Vronsky, escuchándole a medias, pasaba los gemelos de los palcos de platea a los del primer piso.
Junto a una señora con turbante y un anciano calvo, que pestañeaba, malhumorado ante el binóculo de Vronsky, en continua busca, vio de pronto a Ana, orgullosa, bellísima y sonriente, entre sedas y encajes.
Estaba en el quinto palco de platea, a unos veinte pasos de él, y sentada en la delantera del palco, ligeramente inclinada, hablaba en aquel momento con Jachvin.
La postura de su cabeza sobre sus amplios y hermosos hombros y la radiación contenidamente emocionada de sus ojos y todo su rostro, le recordaban a Vronsky tal como era cuando la vio por primera vez en el bade en Moscú.
Pero a la sazón consideraba su belleza de otro modo, con un sentimiento privado de todo misterio, y, por ello, su belleza, si bien le atraía más que antes, le disgustaba a la vez.
No miraba hacia él, pero Vronsky sabía que ya le había visto.
Cuando dirigió de nuevo los gemelos hacia allí, vio que la princesa Bárbara, muy encarnada, reía forzadamente, mirando sin cesar al palco próximo. Pero Ana, plegando el abanico y dando golpecitos con él en el terciopelo encamado de la barandilla del palco, no veía ni quería ver lo que pasaba en aquel palco.
El rostro de Jachvin presentaba igual expresión que cuando perdía en el juego. Frunciendo las cejas y mordiendo cada vez más la guía izquierda de su bigote, miraba también de reojo al palco inmediato.
En éste, el de la izquierda, estaban los Kartasov. Vronsky los conocía y sabía que Ana los conocía también. La Kartasova, una mujer pequeña y delgada, estaba de pie en el palco, de espaldas a Ana, poniéndose la capa que le sostenía su marido. Mostraba un rostro pálido y enojado y hablaba con agitación.
Kartasov, un hombre grueso y calvo, trataba de calmar a su mujer, mirando sin cesar hacia Ana.
Cuando su esposa salió, Kartasov tardó mucho en seguirla, buscando la mirada de Ana, con evidente deseo de saludarla. Pero, probablemente a propósito, Ana, volviéndose sin mirarle, hablaba a Jachvin, que le escuchaba inclinando la cabeza hacia ella.
Kartasov salió sin saludar y el palco quedó vacío.
Vronsky no podía saber lo que había sucedido entre Ana y ellos, pero sí que era algo terriblemente ofensivo para su amada. No sólo lo adivinó por lo que había visto, sino principalmente por el rostro de Ana, que sin duda había reunido todas sus fuerzas para mantenerse en el papel que se había impuesto: mostrar una completa calma exterior.
Y en ello había triunfado plenamente. Quien no la conociera, quienes no conocieran su mundo, quienes nada supieran de las exclamaciones de indignación y sorpresa de las mu-jeres que comentaban que osara presentarse en su mundo, tan llamativa con su mantilla de encajes, en toda su belleza –esos habrían admirado la impasibilidad y hermosura de Ana, sin sospechar que se sentía como una persona expuesta a la vergüenza pública.
Vronsky, comprendiendo que había sucedido algo a ignorando a punto fijo lo que fuera, experimentaba una torturadora inquietud, y en la esperanza de saberlo decidió ir al palco de su hermano.
Eligiendo la salida de la platea más alejada del palco de Ana, Vronsky tropezó al pasar con el coronel del regimiento en que servía antes, que estaba hablando con dos conocidos suyos.
Oyó mencionar el nombre de los Karenin y notó que el coronel se apresuraba a pronunciar el suyo propio, mirando intencionadamente a los que hablaban.
–¡Hola Vronsky! ¿Cuándo se va a pasar por el regimiento? No podemos despedirnos de usted sin celebrarlo... Usted es uno de los nuestros –dijo el coronel.
–No tengo tiempo. Lo siento mucho... Hablaremos otra vez –repuso Vronsky.
Y subió corriendo la escalera para dirigirse al palco de su hermano. La anciana condesa, madre de Vronsky, siempre peinando sus ricitos de color de acero, estaba también en aquel palco. En el pasillo del primer piso, Vronsky encontró a Varia con la princesa Sorokina.
Apenas divisó a su cuñado, Varia condujo a su acompañante al lado de su madre y, dando la mano a Vronsky, mostrando una emoción que pocas veces había visto en ella, empezó a hablarle de lo que tanto le interesaba.
–Eso ha sido bajo y vil. Madame Kartasova no tenía derecho a... Porque madame Karenin... ––empezó Varia.
–¿Qué ha pasado? No sé nada.
–Pero, ¿no te lo han dicho?
–Comprende que debo ser lógicamente el último en enterarme.
–¿Habrá alguien más malvado que esa Kartasova?
–¿Qué ha hecho?
–Me lo contó mi marido. Ha injuriado a la Karenina. Su esposo empezó a hablar con ésta desde su palco y la Kartasova le armó un escándalo. Cuentan que dijo en voz alta palabras ofensivas para la Karenina y salió.
–Le llama su mamá, Conde –anunció la princesa Sorokina apareciendo en la puerta del palco.
–Te esperaba –dijo su madre sonriendo con ironía–. No se te ve en ningún sitio...
Su hijo notaba que la anciana no podía reprimir una sonrisa alegre.
–Buenas noches, mamá. Venía a saludarla –dijo él, fríamente.
–¿Por qué no vas à faire la cour à madame Karenina –añadió su madre cuando la princesa Sorokina se hubo alejado–. Elle fait sensation. On oublie la Patti pour elle.
–Ya le he rogado, mamá, que no me hable de eso –respondió Vronsky arrugando el entrecejo.
–Digo lo que dicen todos.
Vronsky, sin responder, tras cambiar unas palabras con la princesa Sorokina, se alejó. En la puerta encontró a su hermano.
–¡Oh, Alexey! –––exclamó éste. Esa mujer es una idiota y nada más. ¡Qué asco! Precisamente ahora iba a ver a Ana. Vayamos juntos.
Vronsky no le escuchaba. Bajó rápidamente la escalera, comprendiendo que debía hacer algo, aunque no sabía qué.
Estaba irritado contra Ana, que se había puesto y le había puesto en aquella falsa situación, y a la vez la compadecía.
Bajó a la platea y se acercó al palco de Ana. Stremov, en pie ante el palco, hablaba con ella.
–Ya no hay tenores. Le moule en est brisé.
Vronsky saludó a Ana y a Stremov.
–Me parece que ha llegado usted tarde y se ha perdido la mejor aria –dijo ella, mirándole con ironía, según él pensó.
–Soy poco entendido ––contestó Vronsky, mirándola con gravedad.
–Como el príncipe Jachvin, que opina que la Patti canta demasiado alto –repuso Ana, sonriendo–. Gracias –añadió, tomando con su pequeña mano cubierta por el largo guante el programa que él había cogido del suelo.
Pero, de pronto, su hermoso rostro se estremeció; se levantó y se retiró al fondo del palco.
Viendo que en el acto siguiente el palco quedaba vacío, Vronsky, seguido por los «¡chist!» del público que escuchaba en silencio los suaves sones de la cavatina, dejó la platea y se fue a casa.
Ana había llegado ya.
Cuando Vronsky entró en sus habitaciones, ella vestía aún el mismo traje que en el teatro, Sentada en la butaca más cercana a la puerta, junto a la pared, miraba ante sí. Le vio, y al punto adoptó la postura de antes.
–¡Ana! –exclamó Vronsky.
–¡Tú tienes la culpa de todo! –gritó ella, entre lágrimas de ira y desesperación, levantándose.
–Te pedí, te rogué, que no fueras al teatro. Sabía que surgirían disgustos.
–¡Disgustos! –exclamó Ana–. Fue algo terrible. No lo olvidaré ni en la hora de mi muerte. Dijo que era deshonroso sentarse a mi lado.
–Palabras de una estúpida –contestó Vronsky–. Pero tú no debiste arriesgarte a provocar..
–Detesto tu calma. No debías haberme conducido a esto. Si me amases...
–¿A qué viene ahora hablar de amor, Ana?
–Si me amases como te amo, si sufrieras como yo sufro... –siguió ella, mirándole con expresión de temor.
Vronsky sentía piedad y despecho a la vez.
Le aseguró que la amaba, comprendiendo que era lo único que la podía tranquilizar por el momento, y, aunque la reprochaba en el fondo, no le dijo nada que pudiera disgustarla.
Y aquellas seguridades de amor, que, de puro triviales, le avergonzaban, Ana las oía con emoción y se calmaba poco a poco escuchándolas.
Al día siguiente, ya completamente reconciliados, se fueron al campo, a la hacienda de los Vronsky.
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