Publicado en
abril 08, 2010
Traducción: J.M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez
Editado en U.S.A. por Viking Press en 1.982, bajo el título Different Seasons, con los relatos “Rita Hayworth y la redención de Shawshank”, “El cuerpo” y “El método de respiración”.
Editado en España por Grijalbo en 1.983, bajo el título Verano de Corrupción, junto con el relato “Rita Hayworth y la redención de Shawshank” (los otros dos relatos que conforman la edición original e Different Season fueron editados en España por Grijalbo en 1.983, bajo el título “El cuerpo”.
Edición digital para Biblioteca-irc en Diciembre de 2.003.
Escaneo/ocr: kamparina
Corrección: Yandros
http://biblioteca.d2g.com
Para Elaine Koster y Herbert Schnall
Parecía el perfecto chico norteamericano, pedaleando en su bicicleta Schwinn de sesenta y cinco centímetros calle residencial arriba. Y lo era: Todd Bowden, trece años, uno setenta y dos y setenta y cinco saludables kilos, cabello color maíz maduro, ojos azules, dientes blancos y parejos, piel suavemente bronceada, no hollada siquiera por la más leve sombra del primer acné adolescente.
Exhibía una sonrisa de vacaciones de verano mientras pedaleaba entre sol y sombra, no muy lejos de su propia casa. Parecía el tipo de chico que podría repartir periódicos por una ruta determinada y, en realidad, lo hacía: repartía el Clarion de Santo Donato. Parecía también el tipo de chico capaz de vender tarjetas de felicitaciones por premios, y eso también lo había hecho.
El tipo de tarjetas en el que figura tu nombre: JACK Y MARY BURKE, O DON Y SALLY, O SRES. MURCHISON. Y parecía también el tipo de muchacho capaz de silbar mientras trabajaba, y a menudo lo hacía. En realidad, silbaba muy bien. Su papá era ingeniero arquitecto y ganaba cuarenta mil dólares al año. Su madre, que se había especializado en francés en la facultad, había conocido al padre de Todd cuando éste necesitaba desesperadamente un profesor de francés. En su tiempo libre, copiaba manuscritos a máquina. Conservaba todos los boletines de notas del anterior colegio de Todd en una carpeta. Su favorito era el de las notas finales de cuarto grado, en el que la señorita Upshaw había garrapateado: «Todd es un alumno extraordinariamente aventajado». Y sin duda lo era. Todo notas de primera: A y B; ninguna C. Si superara esas calificaciones (por ejemplo, sacando A en todo), sus amigos empezarían a pensar que era sobrehumano.
Paró la bicicleta en el 963 de la calle Claremont y se apeó. El número correspondía a una casita discretamente situada al fondo del seto. Era blanca, con contraventanas verdes y chambrana verde. Bordeaba toda la fachada un seto, perfectamente podado y bien regado.
Todd se echó hacia atrás el cabello rubio para quitárselo de los ojos y arrastró caminando la bici por el camino de cemento hacia las escaleras. Aún sonreía: una sonrisa franca y expectante y bellísima. Bajó el seguro de la bici con la puntera de un zapato deportivo Nike y recogió luego el periódico doblado que estaba al pie de la escalera. No era el Clarion. Era el Times de Los Angeles. Se lo puso bajo el brazo y subió las escaleras. Al final, había una pesada puerta de madera sin ventanilla en el interior de una contrapuerta que se cerraba con pestillo. El timbre estaba a la derecha del marco de la puerta, y bajo el mismo había dos pequeños letreros, ambos limpiamente atornillados en la madera y cubiertos con plástico protector. Eficacia alemana, pensó Todd, y su sonrisa se amplió levemente. Era ésta una idea de adulto y simpre que se le ocurría una de aquellas ideas de adulto se felicitaba mentalmente.
El letrero de arriba decía: ARTHUR DENKER.
Y el de abajo:. NO SE ATIENDE A PETICIONARIOS, ENCUESTADORES NI VENDEDORES DE NINGÚN TIPO.
Aún con la sonrisa en los labios, Todd pulsó el timbre.
Apenas pudo oír su zumbido en algún alejado lugar de la casita. Soltó el timbre e irguió un poco la cabeza prestando atención a las posibles pisadas. No se oyó nada. Miró su reloj Timex (uno de los premios que había conseguido vendiendo las tarjetas): eran las diez y doce. El tipo tendría que estar ya levantado a aquella hora. El propio Todd se levantaba como muy tarde a las siete y media, incluso durante las vacaciones de verano. A quien madruga Dios le ayuda.
Esperó otros veinte segundos y como la casa seguía en silencio, volvió a pulsar el timbre mirando el segundero de su Timex mientras lo hacía. Llevaba exactamente setenta y un segundos pulsando el timbre de la puerta cuando al fin oyó arrastrar de pasos. Pantuflas, dedujo, por el suave suis suis de su sonido. Todd era muy dado a las deducciones. Quería ser detective privado de mayor.
—¡Bueno! ¡Bueno! —gritó quejumbroso el hombre que se hacía pasar por Arthur Denker—. ¡Ya voy! ¡Pare ya! ¡Ya voy!
Todd soltó el timbre.
Se oyó el ruido de la cadena y del cerrojo al correrse del otro lado de la puerta interior, que se abrió a continuación.
A través de la contrapuerta le contemplaba un anciano, encogido dentro de su bata. Entre sus dedos humeaba un cigarrillo. Todd pensó que el viejo parecía exactamente un cruce entre Albert Einstein y Boris Karloff. Tenía el cabello largo y blanco, aunque por las puntas estaba empezando a adquirir un tono amarillento bastante desagradable, más nicotínico que marfileño. Tenía la cara arrugada, abolsada y abotargada por el sueño y Todd advirtió con cierto disgusto que hacía un par de días que no se afeitaba. Al padre de Todd le gustaba decir: «Un buen afeitado ilumina la mañana». El padre de Todd se afeitaba todos los días, tanto si tenía que ir a trabajar como si no.
Los ojos que contemplaban a Todd eran atentos, pese a estar enrojecidos y bastante hundidos en las cuencas. Todd se sintió momentáneamente decepcionado. El tipo se parecía un poquito a Albert Einstein y un poquito a Boris Karloff, pero más que nada se parecía a aquellos miserables mendigos borrachos que haraganeaban por la estación abandonada del ferrocarril.
Claro que, recordó Todd, el tipo acababa de despertarse. Todd había visto a Denker muchas veces antes (aunque había procurado por todos los medios que Denker no le viera a él, de eso nada) y en tales ocasiones, en la calle, Denker tenía un aspecto muy pulcro, de perfecto oficial retirado, podría decirse, pese a que ya tenía setenta y seis años, si era correcta la fecha que figuraba como la de su nacimiento en los artículos que había leído Todd en la biblioteca. Los días que Todd le había seguido hasta el super donde Denker hacía la compra o hasta una de las tres salas de cine que quedaban en la ruta del autobús (Denker no tenía coche) siempre vestía un pulcro traje, hiciera frío o calor. Si el tiempo estaba revuelto y amenazaba lluvia, llevaba bajo el brazo un paraguas plegado a modo de bastón ligero. Y a veces llevaba un sombrero de paño. Y, desde luego, salía siempre perfectamente afeitado y llevaba el blanco bigote (que se dejaba para disimular, sin conseguirlo del todo, el labio leporino) perfectamente recortado.
—Un chico —dijo Denker. Su voz era apagada y soñolienta. Todd se fijó, de nuevo decepcionado, en su bata bastante raída y descolorida. Una de las puntas del cuello redondo se alzaba en un ángulo precario y rozaba su barbudo cuello. En la solapa izquierda tenía un gran manchón que bien podría ser de chili o de salsa de carne y olía a tabaco y a alcohol rancio.
—Un chico —repitió—. No necesito nada, muchacho. Lee el letrero. Puedes leer, ¿no? Claro que puedes leer. Todos los chicos norteamericanos pueden leer. No seas pesado, muchacho. Buenos días.
Empezó a cerrar la puerta.
Todo podría haber acabado así, pensaría Todd mucho después, una de las noches en que le costaba bastante conciliar el sueño. Su decepción al ver al hombre por primera vez de cerca, al verle sin la cara de salir a la calle (que tal vez colgara en el armario junto al sombrero y el paraguas) podría haberle impulsado a irse. Todo podría haber concluido en aquel momento, el minúsculo golpeteo sin importancia alguna del pestillo cortando todo lo que ocurriría después tan limpiamente como un par de tijeras. Pero, tal como había observado aquel individuo, Todd era un chico norteamericano y como a tal le habían enseñado que la perseverancia es una virtud.
—No olvide su periódico, señor Dussander —dijo Todd, entregándole cortésmente el Times.
La puerta se inmovilizó cuando faltaban unos centímetros para cerrarse del todo. Una expresión tensa y alerta aleteó un instante en el rostro de Kurt Dussander. Tal vez fuera miedo. Estaba bien la forma en que había conseguido borrar aquella expresión de su rostro, pero Todd se sintió decepcionado por tercera vez. Porque no esperaba que Dussander fuera bueno; esperaba que fuera grandioso
.
Chico, pensó Tood con auténtico disgusto. Ay, chico, chico.
Volvió a abrir la puerta. Luego, corrió con una mano artrítica el pestillo de la contrapuerta. Empujó con la mano la contrapuerta justo lo suficiente para serpear por el hueco como una araña y asir el borde del periódico que Todd le ofrecía. El chico advirtió con disgusto que las uñas del viejo eran largas, amarillentas y córneas. Por su aspecto, aquella mano había pasado casi todas sus horas de vigilia sujetando un cigarrillo tras otro... Todd pensó que fumar era un hábito pernicioso y asqueroso y que él jamás lo adquiriría. En realidad era un prodigio que Dussander hubiera vivido tanto tiempo.
El viejo tiró con fuerza:
—Dame el periódico.
—Claro, señor Dussander —Todd soltó el periódico. La mano-araña tiró del mismo hacia dentro. La contrapuerta se cerró.
—Me llamo Denker —dijo el viejo—. No Du-Zander o eso que dices tú. Parece que no puedes leer. Qué lástima. Buenos días.
La puerta empezó de nuevo a cerrarse. Todd habló con presteza en el hueco, menor cada vez:
—Bergen-Belsen, de enero de 1943 a junio de 1943. Auschwitz, junio de 1943 a junio de 1944, Uníerkom-mandant. Patín...
La puerta volvió a inmovilizarse. El rostro pálido y abotargado del anciano colgaba en el hueco como un globo medio deshinchado. Todd sonrió.
—Se marchó de Patín justo delante de los rusos. Se fue a Buenos Aires. Hay quien dice que allá se hizo rico, invirtiendo el oro que había sacado de Alemania, en el tráfico de drogas. Fuera como fuera, estuvo usted en Ciudad de México de 1950 a 1952. Después...
—Pero, chaval, estás completamente loco —uno de los dedos artríticos giró una y otra vez sobre una oreja deformada. Pero su boca desdentada temblaba vacilante y asustada.
—Desde 1952 hasta 1958, no sé —dijo Todd, sonriendo aún más ampliamente—. Nadie lo sabe, supongo, o si lo saben no lo dicen. Pero un agente israelí le localizó en Cuba trabajando como conserje en un gran hotel poco antes de que Castro tomara el poder. Le perdieron el rastro cuando los rebeldes llegaron a La Habana. Y, en 1965, apareció usted inesperadamente en Berlín Occidental. Casi le agarran entonces.
Al pronunciar estas últimas palabras unió sus largos dedos formando un puño grande y serpeante. Dussander bajó los ojos hacia aquellas manos norteamericanas bien formadas y bien alimentadas, manos que estaban hechas para construir coches de cajas de jabón y modelos Aurora. Ambas cosas había hecho Todd. En realidad, él y su papá habían hecho el año anterior un modelo del Titanic. Habían tardado casi cuatro meses; el padre de Todd lo tenía en su despacho.
—No sé de qué estás hablando —dijo Dussander. Sin la dentadura postiza, sus palabras tenían un sonido pastoso que a Todd le desagradaba bastante... No resultaba... auténtico. El coronel Klink de Los héroes de Hogan parecía más nazi que Dussander. Claro que en su tiempo debía haber sido un auténtico as. En un artículo sobre los campos de muerte publicado en Men's Action, le llamaban «La fiera sanguinaria» de Patin—. Vete de aquí, chico, antes de que llame a la policía.
—Vamos, supongo que será mejor que llame a la policía, señor Dussander. O Herr Dussander, si le gusta más —seguía sonriendo, exhibiendo su perfecta dentadura que había sido íluorizada desde el principio mismo de su existencia y cepillada tres veces al día con den-trífico Crest desde hacía casi el mismo tiempo—. A partir de 1965, nadie volvió a verle... hasta que le vi yo, hace dos meses, en el autobús del centro.
—Estás completamente loco.
—Así que si quiere llamar a la policía —dijo Todd, sonriendo—, hágalo ahora mismo. Esperaré en la escalera. Pero, si no quiere llamar ahora mismo, ¿por qué no me deja pasar? Podríamos charlar.
Durante un largo instante, el anciano contempló al sonriente muchacho. Los pájaros gorjeaban en los árboles. En la manzana contigua ronroneaba una segadora eléctrica y más lejos, en las calles más concurridas, las bocinas marcaban su ritmo propio de vida y comercio.
A pesar de todo, Todd sintió un chispazo de duda. ¿No estaría equivocado? ¿Habría cometido algún error? Creía que no, pero aquello no era un deber escolar. Aquello era la vida real. Así que sintió una oleada de alivio (alivio suave, se diría después) al oír a Dussander decirle:
—Puedes pasar un momento si quieres. Pero sólo porque no deseo causarte problemas, ¿está entendido?
—Claro, señor Dussander —dijo Todd. Abrió la contrapuerta y pasó al vestíbulo. Dussander cerró la puerta tras ambos, borrando la mañana.
La casa olía a rancio y a cerveza. Era el mismo olor que había en casa de Todd algunas mañanas si sus padres habían dado una fiesta la noche anterior y su madre aún no la había ventilado. Pero aquel olor era peor. Era una mezcla de licor, fritos, sudor, ropa vieja y algún hediondo aroma medicinal que podría ser de Vick's o Mentholatum. El vestíbulo estaba a oscuras y Dussander estaba demasiado cerca de él; su cabeza surgía del cuello de la bata como la cabeza de un buitre a la espera de que algún animal herido agonizara. En aquel instante, pese a la barba de tres días y a la carne fofa, Todd pudo ver al hombre que había vestido el uniforme negro de SS mejor y más claramente de lo que le había visto en la calle. Y sintió una súbita punzada de temor hundiéndosele en el vientre. Suave temor, precisaría después.
—Debo decirle que si me ocurriera algo... —empezó a decir Todd, y entonces Dussander pasó a su lado arrastrando los pies y entró en la sala haciendo resonar, suiss, suiss, sus pantuflas. Hizo un gesto despectivo con la mano y Todd sintió que la sangre se le agolpaba en la garganta y en las mejillas.
Todd le siguió; su sonrisa empezó a desvanecerse por primera vez. No lo había imaginado así. Pero todo saldría bien. Las cosas se centrarían. Claro que lo harían. Siempre lo hacían. Empezó a sonreír de nuevo mientras seguía a Dussander a la sala.
Allí le aguardaba una nueva decepción (¡y qué decepción!), aunque supuso que debería haber estado preparado para aquella decepción concreta. No había ningún retrato al óleo de Hitler con el flequillo sobre la frente y siguiéndote a todos lados con los ojos. Ni estuches con medallas ni espada ceremonial en la pared, ni una pistola Lugger ni una Walther sobre la repisa de la chimenea (en realidad, ni siquiera había repisa de chimenea). Claro que, se dijo Todd, el tipo tendría que estar loco de remate para colocar todas aquellas cosas donde la gente pudiera verlas. Pero, de todas formas, resultaba difícil olvidar lo que veías en la tele y en el cine. Aquélla parecía la sala de estar de cualquier anciano que viviera sólo de una pensión escuálida. El falso hogar estaba recubierto de falsos ladrillos. Sobre una mesita había una televisión Motorola en blanco y negro; las puntas de las orejas del conejo estaban envueltas en papel de aluminio para mejorar la recepción. El suelo estaba cubierto con una alfombra gris, que se estaba pelando. En el revistero junto al sofá había números de National Geographic, Reader's Digest y el Times de Los Angeles. En lugar de un retrato de Hitler o de una espada ceremonial, colgaba de la pared un certificado de ciudadanía enmarcado y la fotografía de una mujer con un extraño sombrero. Dussander contaría a Todd después que aquel tipo de sombrero se llamaba cloche y que había estado muy en boga en los años veinte y en los treinta.
—Mi esposa —dijo Dussander emotivamente—. Murió en 1955 de una enfermedad pulmonar. Por entonces, yo trabajaba en Essen, en la fábrica Menschler de automóviles. Quedé desconsolado.
Todd seguía sonriendo. Cruzó la estancia como para ver mejor a la mujer de la fotografía. Pero, en lugar de mirar la foto, palpó la pantalla de una lamparita de mesa.
—¡No hagas eso! —gritó Dussander con acritud. Todd se echó hacia atrás.
—Eso estuvo bien —dijo Todd con sinceridad—. Verdaderamente imperativo. Era Use Koch quien tenía pantallas hechas de piel humana, ¿verdad? Y era ella la de los tubos de ensayo.
—No sé de qué hablas —dijo Dussander. Sobre la televisión había un paquete de Kool sin filtro—. ¿Un cigarrillo? —preguntó, y sonrió. Su sonrisa era horrorosa.
—No. Los cigarrillos producen cáncer. Mi padre fumaba y lo dejó. Hizo una cura de desintoxicación.
—Claro —Dussander sacó un cerilla de madera del bolsillo de la bata y la encendió con indiferencia en la caja de plástico del aparato de televisión. Echando una bocanada de humo dijo—: ¿Puedes darme una sola razón por la cual no deba llamar a la policía y explicarles las monstruosas acusaciones que acabas de hacerme? ¿Alguna razón? Habla de prisa, chico. El teléfono está en el vestíbulo. Imagino que tu padre te daría una buena zurra. Durante una semana por lo menos tendrás que sentarte a la mesa en un cojín, ¿eh?
—Mis padres no creen en las zurras. El castigo corporal causa más problemas de los que soluciona —los ojos de Todd centellearon súbitamente—. ¿Les pegaba usted? ¿A las mujeres? ¿Les quitaba la ropa y...?
Dussander se encaminó hacia el teléfono, con una débil exclamación.
—Será mejor que no lo haga —dijo Todd con frialdad.
Dussander se volvió. En tonos mesurados, alterados únicamente por el hecho de no tener puesta la dentadura postiza, dijo:
—Te lo diré una vez más, chico, y solamente una: Me llamo Arthur Denker. Ése ha sido siempre mi nombre. Ni siquiera ha sido americanizado. Arthur es exactamente el nombre que me puso mi padre, que era un gran admirador de Arthur Conan Doy le. Nunca me he llamado Du-Zander ni Himmler ni Papá Noel. Fui teniente déla reserva durante la guerra. Nunca pertenecí al partido nazi. Luché durante tres semanas en la batalla de Berlín. Admitiré que a finales de los treinta, cuando me casé por vez primera, apoyaba a Hitler. Él acabó con la depresión y nos devolvió el orgullo que habíamos perdido en las desastrosas secuelas del lamentable e injusto Tratado de Versalles. Supongo que le apoyaba más que nada porque tenía trabajo y porque había otra vez tabaco y no tenía que buscarlo como un desesperado por los barrios bajos cuando quería fumar. A finales de los treinta, yo creía que se trataba de un gran hombre. Y, a su modo, quizá lo fuera. Pero al final estaba loco, dirigiendo ejércitos fantasmas al capricho de un astrólogo. Incluso mató a Blondi, su perro, con una cápsula de veneno. Eso es propio de un loco. Al final, todos estaban locos, cantando Horst Wessel mientras envenenaban a sus hijos. El dos de mayo de 1945, mi regimiento se rindió a los norteamericanos. Recuerdo que un soldado llamado Hackermeyer me dio una chocolatina. Me eché a llorar. No había razón para seguir luchando; la guerra había terminado, en realidad había terminado en febrero. Me internaron en Essen y me trataron muy bien. Seguimos los juicios de Nurem-berg por la radio y, cuando Goering se suicidó, cambié catorce cigarrillos norteamericanos por media botella de aguardiente y me emborraché. Cuando me liberaron, coloqué volantes en los coches de la fábrica de Essen, hasta 1963, en que me retiré. Y entonces emigré a Estados Unidos. Venir a este país era un anhelo de toda la vida. En 1967 me concedieron la nacionalidad. Ahora soy norteamericano. Voto. Nada de Buenos Aires. Nada de tráfico de drogas. Nada de Berlín. Ni de Cuba —lo pronunció Kuu-ba—. Y ahora, si no te marchas de inmediato, haré esa llamada.
Vio que Todd no se movía. Luego, siguió hacia el vestíbulo y descolgó el teléfono. Todd seguía quieto en la sala de estar, junto a la mesa sobre la que estaba la lamparita.
Dussander empezó a marcar. Todd le contemplaba; su corazón aceleró el ritmo hasta resonarle como un tambor en el pecho. Cuando marcó el cuarto número, Dussander se volvió y le miró. Inclinó los hombros. Colgó el teléfono.
—Un chico —suspiró—. Un chico.
Todd sonrió abiertamente, aunque con modestia.
—¿Cómo lo averiguaste?
—Un poquito de suerte y mucho tesón —dijo Todd—. Tengo un amigo, Harold Pegler se llama, sólo que todos le llamamos Foxy. Es el segunda base de nuestro equipo. Su padre sacó del garaje un montón de revistas. Muchísimas. Revistas de guerra. Eran antiguas. Yo busqué algunas nuevas, pero el tipo que lleva el quiosco de enfrente del colegio dice que casi todas carecían de interés. En la mayoría había fotos de soldados alemanes y japoneses torturando a aquellas mujeres y artículos sobre campos de concentración. En realidad, me apasiona todo eso de los campos de concentración.
—Te... apasiona...
Dussander le miraba fijamente, rascándose la barbilla y produciendo un levísimo sonido de lija.
—Apasiona. Ya sabe. Me fascina. Me interesa.
Recordaba aquel día en el garaje de Foxy con tanta claridad como cualquier cosa de su vida (sospechaba que con más claridad que ninguna otra cosa). Recordaba que en quinto curso, antes del Día de las Profesiones, la señorita Anderson (a la que los chicos llamaban Bugs, por sus enormes dientes delanteros) les había hablado de lo que ella llamaba encontrar TU GRAN INTERÉS.
«Llega de repente —había canturreado Bugs Anderson—. Ves algo por vez primera y sabes de inmediato que has encontrado TU GRAN INTERÉS. Es como una llave girando en una cerradura. O enamorarse por vez primera. Por eso el Día de las Profesiones es tan importante, niños... porque puede ser el día en que encontréis VUESTRO GRAN INTERÉS.» Y había seguido hablando de su propio GRAN INTERÉS que, al parecer, no era dar clase a niños de quinto curso sino coleccionar tarjetas postales del siglo diecinueve.
Todd había pensado entonces que la señorita Anderson no decía más que tonterías, pero aquel día en el garaje de Foxy recordó sus palabras y se preguntó si, después de todo, no tendría razón.
El viento había estado soplando aquel día y hacia el este había incendios de matorrales. Recordaba el olor cálido y pegajoso del incendio. Recordaba el corte de pelo a cepillo de Foxy... Lo recordaba todo.
—Sé que hay historietas en algún sitio por aquí —había dicho Foxy; su madre tenía resaca y les había echado de casa porque hacían mucho ruido—. De las limpias. Del Oeste casi todas, aunque también hay otras cosas...
—¿Y aquéllas? —preguntó Todd, señalando las abultadas cajas de cartón que había bajo las escaleras.
—Ah, ésas no merecen la pena —dijo Foxy—. Casi todas son historias verídicas de la guerra. Muy aburridas.
—¿Puedo mirar algunas? —Claro. Yo buscaré las historietas.
Pero, para cuando Foxy Pegler las encontró, a Todd ya no le interesaban. Estaba perdido. Absolutamente absorto.
Es como una llave girando en una cerradura. O como enamorarse por vez primera.
Había sido así. Él ya sabía cosas de la guerra, por supuesto (no de la estúpida guerra de ahora en la que los norteamericanos dejaban que un grupo de monos amarillos en pijama les zurraran la badana), sino la Segunda Guerra Mundial. Sabía que los americanos llevaban cascos redondos con una red sobre los mismos y que los de los alemanes eran cuadrados. Sabía que los norteamericanos habían ganado casi todas las batallas y que los alemanes habían inventado los cohetes casi al final y los habían lanzado contra Londres desde Alemania. Incluso sabía algo sobre los campos de concentración.
La diferencia entre todo aquello y lo que había descubierto en las revistas que había bajo las escaleras del garaje de Foxy era como la diferencia existente entre que te hablen de los gérmenes y verlos realmente por el microscopio vivos y coleando.
En las revistas vio a Use Koch. Y los hornos crematorios con las puertas de par en par y sus goznes cuajados de hollín. Y oficiales con uniforme de SS y prisioneros con uniformes rayados. El olor de las viejas revistas era como el olor de los incendios de matorrales que no podían controlarse al este de San Donato, y podía sentir el viejo papel desmenuzándose contra las yemas de los dedos; volvía las páginas y ya no estaba en el garaje de Foxy sino en algún lugar en el tiempo, intentando asimilar la idea de que realmente habían hecho aquellas cosas, de que realmente alguien había hecho aquellas cosas y de que alguien les había permitido hacer aquellas cosas y le empezó a doler la cabeza, con una mezcla de revulsión y emoción y sentía los ojos ardientes y fatigados, pero siguió leyendo y bajo una fotografía de una maraña de cuerpos en un lugar llamado Dachau le saltó a la vista la cifra:
6.000.000
Y pensó: Alguien metió la pata, alguien añadió uno o dos ceros; ¡eso es el doble de la población de Los Angeles! Pero luego, en otra revista (en cuya portada aparecía una mujer encadenada a un muro y un individuo con uniforme nazi acercándosele con un atizador en la mano y una sonrisa en el rostro), volvió a ver la misma cifra:
6.000.000
Su dolor de cabeza se intensificó. Tenía la boca seca. Oyó confusamente a Foxy diciéndole de lejos que tenía que irse a cenar. Le preguntó si podía quedarse en el garaje y seguir leyendo. Foxy le miró con cierta extra-ñeza, se encogió de hombros y le dijo que claro. Y Todd leyó, encorvado sobre las cajas de las viejas revistas de relatos verídicos de la guerra, hasta que su madre le llamó preguntando si pensaba volver a casa.
Como una llave girando en una cerradura.
Todo cuanto contaban aquellas revistas, lo que había ocurrido, era malo. Pero todas las historias terminaban en las últimas páginas y cuando buscabas aquellas páginas, el texto que explicaba lo malo que había sido, estaba rodeado de anuncios, y estos anuncios ofrecían cuchillos alemanes, y cinturones y cascos alemanes, junto con un restaurador capilar y bragueros mágicos. Aquellos anuncios ofrecían banderas alemanas adornadas con cruces gamadas y Lugger nazis y un juego llamado «ataque con tanques» junto con cursos por correspondencia y cómo hacerte rico vendiendo zapatos especiales para hombres bajos. Explicaban que fue horrible, pero daba la sensación de que a la mayoría de la gente no le había importado.
Como enamorarse.
Ah sí, recordaba aquel día muy bien. Recordaba absolutamente todo: un calendario amarillento de un año difunto colgado en la pared de atrás, la mancha de aceite en el suelo de cemento, el cordel naranja con que habían atado las pilas de revistas. Recordaba que su dolor de cabeza aumentaba un poco cada vez que pensaba en aquella cifra increíble:
6.000.000
Recordaba haber pensado: Quiero saber absolutamente todo lo que ocurrió en esos lugares. Todo. Y quiero saber qué es más cierto: el texto o los anuncios que colocan al lado.
Al guardar de nuevo las revistas bajo las escaleras, recordó a la profesora de quinto y pensó: Tenía razón. He encontrado mi GRAN INTERÉS.
Dussander se quedó largo rato mirando a Todd. Luego, cruzó la sala y se dejó caer pesadamente en una mecedora. Volvió a mirar a Todd, incapaz de catalogar aquella expresión levemente nostálgica y soñadora del rostro del muchacho.
—Bueno, lo que despertó mi interés fueron las revistas, aunque supuse que casi todo lo que contaban era, bueno, una exageración. Así que fui a la biblioteca. Encontré mucha más información. Parte de ella incluso más clara. Al principio, la miserable bibliotecaria no quería dejarme consultar nada sobre el tema, porque todo estaba en la sección de adultos, pero le dije que era para un trabajo del colegio. Si es para el colegio, tienen que dejarme consultar los libros que sean. De todas formas, llamó a mi padre. —Todd alzó los ojos despectivamente—. Por si le interesa, le diré que la bibliotecaria estaba en lo cierto, mi padre no tenía idea de lo que yo estaba haciendo.
—¿Se enteró?
—Claro. Mi papá piensa que los niños deben conocer la vida lo antes posible... lo malo igual que lo bueno. Así estarán preparados para ella. Dice que la vida es un tigre que has de coger por el rabo y que si ignoras la clase de animal que es, te devorará.
—Mmmmm —dijo Dussander.
—Mi mamá piensa lo mismo.
—Mmmmm —Dussander parecía aturdido, como si no supiera muy bien dónde estaba.
—De todos modos, el material de la biblioteca era realmente bueno —dijo Todd—. Deben haber unos cien libros en los que se habla de los campos de concentración nazis, aquí mismo en la biblioteca de San Donato. A muchísima gente le gusta leer ese tipo de cosas. No había tantas fotografías como en las revistas del padre de Foxy, pero todo lo demás era perfecto. Sillas con clavos saliendo de los asientos hacia arriba. Arrancar los dientes de oro con alicates. Gas venenoso en las duchas —Todd movió la cabeza—. La verdad es que se pasaron ustedes muchísimo, ¿eh? De veras que sí.
—Increíble —dijo Dussander lentamente.
—De veras hice una monografía para la escuela, y ¿sabe lo que saqué? Sobresaliente. Claro que tuve que ser cauto. Es un tema que hay que tratar de un modo concreto. Hay que tener cuidado.
—¿Ah sí? —preguntó Dussander. Cogió otro cigarro; le temblaba la mano.
—Claro que sí. Todos esos libros de la biblioteca, todos, lo plantean de un modo concreto. Como si a los tipos que los escribieron les diera náuseas el tema sobre el que estaban escribiendo —Todd estaba ceñudo, luchando con la idea, intentando exponerla. El hecho de que la palabra tono, en el sentido en que tal término se aplica a escribir, no formara aún parte de su vocabulario, lo hacía más difícil—. Todos escriben como si les preocupara muchísimo. Como indicando que hemos de ser extraordinariamente cuidadosos para que nada parecido vuelva a ocurrir. Y yo hice mi trabajo igual y supongo que saqué la máxima calificación, una A, precisamente porque leí el material en que me basé para el trabajo sin dejar de almorzar —acabó diciendo. Volvió a sonreír triunfalmente.
Dussander prolongaba tediosamente su Kool sin filtro. La punta del mismo temblaba levemente. Al echar el humo por la nariz tosió, una tos de viejo, hueca y gangosa.
—Casi no puedo creer que esta conversación sea real —dijo. Se inclinó hacia adelante y miró fijamente a Todd—. Oye, chico, ¿conoces la palabra «existencialismo»?
Todd ignoró la pregunta.
—¿Conoció usted a Use Koch?
—¿Use Koch? —preguntó a su vez Dussander, y añadió, en voz casi inaudible—: Sí. La conocí.
—¿Era hermosa? —preguntó Todd anhelante—. Quiero decir... —sus manos describieron el perfil de un reloj de arena en el aire.
—Pero, ¿no has visto la fotografía? —preguntó Dussander—. Un aficionado como tú tiene que haberla visto.
—¿Qué es un af... af...?
—Aficionado —dijo Dussander— es el que se apasiona por algo. El que... conecta con alguna cosa.
—¿De verdad? Estupendo —el rostro de Todd, que por un instante expresó duda y confusión, resplandeció triunfalmente de nuevo—. Sí, he visto su fotografía. Pero ya sabe usted cómo son esos libros —hablaba como si Dussander los tuviera todos—. Blanco y negro, simples instantáneas... borrosas. Ninguno de aquellos tipos sabía que estaban haciendo fotografías para, ya sabe, para la Historia. ¿Era realmente escultural?
—Era gorda y rechoncha y tenía un cutis horrible —dijo Dussander secamente. Apagó el cigarrillo a medio fumar en un platillo lleno de colillas...
—Oh, Dios mío —el rostro de Todd se apenó.
—Pura casualidad —dijo Dussander en tono meditativo, mirando a Todd—. Viste mi fotografía en una revista de aventuras bélicas y dio la casualidad de que te colocaste a mi lado en el autobús... —golpeó con el puño el brazo de la mecedora, no muy fuerte.
—No, señor Dussander. No fue tan simple. Ni mucho menos —dijo Todd con seriedad, inclinándose hacia delante.
—¿Ah, no? ¿De veras? —alzó las tupidas cejas, indicando un cortés escepticismo.
—Claro que no. Quiero decir... todas sus fotografías de mi álbum de recortes eran por lo menos de hace treinta años. Quiero decir... estamos en 1974.
—¿Tienes un... álbum de recortes?
—¡Oh, sí, señor! Y es un álbum excelente. Con cientos de fotos. Algún día se lo enseñaré. Le chiflará.
Dussander hizo un gesto de disgusto, pero no dijo nada.
—Las dos primeras veces que le vi, no estaba en absoluto seguro. Y luego un día que estaba lloviendo subió usted al autobús y llevaba puesto ese impermeable negro brillante...
—Eso... —Dussander suspiró.
—Claro. Yo había visto una fotografía suya con un abrigo muy parecido en una de las revistas del garaje de Foxy. Y también una fotografía con el abrigo de las
SS en uno de los libros de la biblioteca. Y nada más verle aquel día de lluvia, me dije: «No hay duda. Es Kurt Dussander». Así que me dediqué a espiarle...
—¿Te dedicaste a qué?
—A seguirle los pasos. A acecharle. Quiero llegar a ser detective privado como Sam Spade en los libros o Mannix en televisión. Claro que fui supercuidadoso. No quería que usted se diera cuenta. ¿Quiere ver unas fotos?
Sacó un sobre doblado de papel manila del bolsillo de atrás. El sudor había pegado la solapa del sobre. Lo abrió con cuidado. Sus ojos tintineaban como los de un chiquillo que piensa en su fiesta de cumpleaños, o en Navidad, o en los petardos que tirará el Cuatro de Julio.
—¿Me hiciste fotos a mí?
—Oh, claro. Tengo esta máquina pequeñita. Una Kodak. Es muy pequeña y muy plana y se adapta perfectamente a la mano. En cuanto le coges el tranquillo, puedes hacer fotos colocándotela en la mano y abriendo los dedos lo suficiente para dejar las lentes libres. Enfocas disimuladamente el sujeto, aprietas el botón con el pulgar, y ya está —Todd rió con modestia—. Yo aprendí a manejarla sin problema, claro que al principio saqué un montón de fotos de mis dedos. Ahora la manejo de maravilla. Creo que una persona puede hacer cualquier cosa, si se empeña. Parece una tontería, pero es verdad.
Encogido en su bata, Kurt Dussander había empezado a palidecer; parecía enfermo.
—¿Y mandaste las fotos a revelar a una casa de revelado, chico?
—¿Qué? —Todd parecía sorprendido y disgustado; y luego despectivo—. ¡No! ¿Qué es lo que cree que soy, idiota? Mi papá tiene un cuarto oscuro. Yo mismo revelo mis fotografías desde que tenía nueve años.
Dussander no dijo nada, pero pareció tranquilizarse un poco y recobrar un tanto el color.
Todd le pasó unas fotografías brillantes, cuyos bordes irregulares confirmaban el revelado casero. Dussander las miró una tras otra, ceñudo y en silencio. En una se le veía sentado muy erguido en un asiento de ventanilla en el autobús del centro, con un ejemplar de Centennial, de James Michener, en la mano. En otra, estaba en la parada de autobús de Devon Avenue, con el paraguas bajo el brazo y la cabeza vuelta en un ángulo que recordaba a De Gaulle en una de sus poses más altivas. Aquí aparecía haciendo cola bajo la marquesina del cine Majestic, erguido y silencioso, destacando por su altura y su porte entre adolescentes y amas de casa de rostro vacío. Y, en la última, se le veía inspeccionando su propio buzón.
—Fue difícil sacar esta sin que me viera —dijo—. Era un riesgo calculado. Estaba justo en frente. Ay, ojalá pudiera permitirme una Minolta con telémetro. Algún día... —Todd adoptó una expresión nostálgica.
—Habrías preparado una historia, por si acaso.
—Sí; le hubiera preguntado si había visto a mi perro. Bueno, y cuando revelé el carrete, las comparé con ésas.
Entregó a Dussander tres fotografías xerografiadas. Las había visto muchas veces antes. En la primera aparecía en su despacho del campo de refugiados de Patin; había sido recortada para que no se viera nada más que a él mismo y la bandera nazi que había junto a su mesa. La segunda era la fotografía que le hicieron el día que se alistó. Y en la tercera aparecía dándole la mano a Heinrich Gluecks, el segundo del propio Himmler.
—Por entonces estaba ya bastante seguro, pero no podía comprobar si tenía el labio leporino por culpa de su maldito bigote. Tenía que asegurarme, así que hice esto.
Y pasó a Dussander la última hoja del sobre. Había sido doblada muchas veces. Los pliegues se habían ensuciado. Las esquinas estaban gastadas por el roce, como los papeles que pasan mucho tiempo en los bolsillos de muchachos con muchas cosas que hacer y lugares a donde ir. Era una copia de la hoja de búsqueda israelí de Kurt Dussander. Con ella en la mano, Dussander pensó en los muertos que no descansan en paz y que se niegan a permanecer enterrados.
—Tomé sus huellas dactilares —dijo Todd, sonriendo—. Y luego las cotejé con las de esta hoja.
Dussander le contempló asombrado y luego, en un susurro, dijo «mierda» en alemán.
—¡No puede ser!
—Claro que sí. Mi mami y mi papi me regalaron un equipo para huellas dactilares las Navidades pasadas. Uno de verdad, no un simple juguete. Tenía polvos, y tres pinceles para tres superficies diferentes y papel especial para recogerlas. Mis padres saben que quiero ser detective de mayor. Claro que piensan que ya se me pasará —descartó tal idea alzando y bajando los hombros—. El libro lo explicaba todo sobre verticilos y superficies y puntos de semejanza. Lo llamaban comparaciones. Son necesarias ocho comparaciones para que un tribunal acepte una huella dactilar.
»Así que un día que usted había ido al cine me vine hasta aquí y eché polvos en su buzón y en el pomo de la puerta y recogí todas las huellas que pude. Muy listo, ¿eh?
Dussander no contestó. Agarró con fuerza los brazos de la mecedora y le temblaban los labios. A Todd no le gustaba eso. Parecía a punto de echarse a llorar. Lo cual, sin duda, era completamente absurdo. ¿La Fiera Sanguinaria de Patin llorando? Eso sería como esperar que Chevrolet quebrara o que McDonald's dejara de hacer hamburguesas y se dedicara al caviar y las trufas.
—Saqué dos tipos distintos de huellas dactilares —dijo Todd—. Unas no se parecían en nada a las de la hoja de búsqueda. Supuse que serían las del cartero. Todas las demás eran suyas. Y localicé más de ocho comparaciones. Encontré por lo menos catorce perfectas —sonrió—. Y así fue como lo logré.
—Eres un pequeño hijo de perra —dijo Dussander, y, por un instante, le brillaron los ojos peligrosamente. Todd sintió un chispazo leve de angustia, igual que poco antes en el vestíbulo. Pero Dussander se replegó en seguida.
—¿A quién se lo has contado?
—A nadie.
—¿Ni siquiera a ese amigo tuyo, a ese Cony Pegler?
—Foxy. Foxy Pegler. Qué va, Foxy es un bocazas. No se lo he dicho a nadie. No confío en nadie lo bastante como para eso.
—¿Y qué es lo que quieres, chico? ¿Dinero? Lo siento, pero creo que no hay nada. En Sudamérica sí lo había, aunque mucho me temo que no era nada tan
romántico y peligroso como el tráfico de drogas. Hay (había) una especie de «red de amigos» en Brasil, Paraguay y Santo Domingo. Fugitivos de la guerra. Yo ingresé en su círculo y me fue discretamente bien en minerales y en metales (estaño, cobre, bauxita). Luego, llegaron los cambios. Nacionalismo. Antiamericanismo. Podía haber soportado los cambios, pero los hombres de Wiesenthal me seguían la pista. La mala suerte atrae a la mala suerte, chico, y la una sigue a la otra como perros a una perra en celo. Por dos veces, casi me agarran. Una vez oí a aquellos cabrones judíos en la habitación de al lado.
«Colgaron a Eichmann —susurró. Se llevó una mano al cuello al tiempo que empezaba a girar los ojos como los del niño que escucha un pasaje pavoroso de un cuento de terror... quizá "Hansel y Gretel" o "Barba Azul"—. Era un viejo que no podía hacer daño a nadie. Y apolítico. Y, aun así; le colgaron.
Todd asintió.
—Al final, recurrí a las únicas personas que podían ayudarme. Habían ayudado a otros y yo no podía seguir huyendo.
—¿Recurrió a Odessa? —preguntó Todd anhelante.
—A los sicilianos —dijo Dussander escuetamente, y el rostro de Todd se ensombreció de nuevo—. Se arregló todo. Documentos falsos, falso pasado. ¿Te apetece beber algo, chico?
—Claro. ¿Tiene Coca?
—Nada de Coca —lo pronunció Kok.
—¿Leche?
—Leche.
Dussander cruzó la arcada y pasó a la cocina. Un fluorescente zumbó al encenderse.
—Vivo de dividendos de acciones —siguió Dussander desde la cocina—. Acciones que compré después de la guerra, aunque con otro nombre, claro. Por mediación de un banco del estado de Maine, si es que te interesa saberlo. El banquero que se ocupó de la operación fue encarcelado por asesinar a su mujer un año después... la vida es un tanto extraña, chico, hein?
La puerta del refrigerador se abrió y se cerró.
—Los chacales sicilianos ignoraban la existencia de las acciones —dijo—. Hoy los sicilianos están en todas partes, pero en aquellos días Boston era lo más al norte que llegaban. Si hubieran sabido lo de las acciones, se las hubieran quedado también. Me hubieran dejado bien limpio y me hubieran enviado a Norteamérica a vivir de la beneficencia y morirme de hambre.
Todd oyó que abría la puerta de una alacena; oyó el líquido cayendo en el vaso.
—Algunas de General Motors, algunas Telefónicas, ciento cincuenta acciones de Revlon. Todo elección del banquero aquél. Dufresne, se llamaba... lo recuerdo porque se parece a mi propio nombre. Pero no debía ser tan listo planeando asesinatos como eligiendo valores en alza. El crime passionel, chico. Lo único que demuestra es que los hombres son asnos que saben leer.
Volvió a la sala de estar, arrastrando las zapatillas. Traía dos vasos de plástico verde que parecían de los que dan a veces en las inauguraciones de las gasolineras. Cuando llenas el depósito te dan un vaso gratis. Dussander ofreció un vaso a Todd.
—Viví decentemente de la carpeta de valores que ese Dufresne me compró durante mis primeros cinco años aquí. Pero luego vendí las acciones de Diamond Match para comprarme esta casa y una pequeña cabana no lejos de Big Sur. Luego, la inflación. Recesión. Vendí la cabana de Big Sur y poco a poco fui vendiendo los valores, muchos de ellos con beneficios extraordinarios. Ojalá hubiera comprado más. Pero creía estar bien protegido en otras direcciones; los valores eran, como decís vosotros los norteamericanos, un «riesgo»... —emitió un silbido y chasqueó los dedos.
Todd se aburría. No había ido allí para escuchar a Dussander gimotear por su dinero y rezongar por sus valores. La idea de chantajearle no se le había pasado siquiera por la cabeza. ¿Dinero? ¿Para qué quería él dinero? Ya tenía su asignación. Y lo que le daban por el reparto de periódicos. Si sus necesidades monetarias superaban lo que pudiera cubrir esto durante alguna semana determinada, siempre había alguien que necesitaba que le segaran el césped.
Todd se acercó el vaso de leche a los labios y luego vaciló. Su sonrisa se desplegó de nuevo... una sonrisa admirativa. Tendió el vaso-regalo-de-gasolinera a Dussander.
—Tome usted un poco —dijo astutamente.
Dussander le miró con fiereza un instante, sin alcanzar a comprender, y luego giró los ojos inyectados en sangre.
—Grüss Gott! —asió el vaso, tomó dos sorbos y se lo devolvió al chico—. Nada de jadeos, ni de ahogos. Ni olor a almendras amargas. Es leche, chico. Leche. De las Dairylea Farms. En el envase hay una vaca sonriendo.
Todd le contempló un instante, cauteloso. Luego, probó la leche, claro que lo hizo; pero, por alguna razón, ya no tenía demasiada sed. Posó el vaso. Dussander se encogió de hombros, alzó su propio vaso y tomó un trago. Chasqueó los labios.
—¿Aguardiente? —preguntó Todd.
—Bourbon. Añejo. Muy bueno. Y barato.
Todd recorrió con los dedos las costuras de los pantalones.
—Así que si has decidido correr un «riesgo» por tu propia cuenta, será mejor que sepas que has elegido acciones sin valor.
—¿Hmmm?
—Chantaje —dijo Dussander—. ¿No es así como le llaman en Mannix y en Hawaii 5-0 y en Barnaby Jones? Extorsión. Si era eso lo que...
Pero Todd estaba riéndose... una risa alegre e infantil. Movió la cabeza, intentó hablar, no pudo conseguirlo y siguió riéndose.
—No —dijo Dussander, y su expresión se tornó de pronto más lúgubre y aterrada de lo que había sido desde que Todd empezara a hablar. Tomó otro largo sorbo de su bebida, hizo una mueca y se encogió de hombros—. Entiendo que no es eso... al menos no es la extorsión del dinero. Pero, aunque te rías, huelo extorsión en todo esto. ¿De qué se trata? ¿Por qué vienes aquí a molestar a un pobre viejo? Puede que, como dices tú, yo fuera nazi en otros tiempos. Hasta puede que incluso fuera SS. Pero ahora soy sólo viejo, y para conseguir hacer de vientre tengo que ponerme un supositorio... Así que dime lo que quieres.
Todd se había calmado. Miró fijamente a Dussander, con suplicante franqueza.
—Bueno... quiero que me cuente, que me hable de cómo fue. Eso es todo. No quiero más que eso. De veras.
—Que te cuente... —repitió Dussander. Parecía absolutamente perplejo.
Todd se inclinó hacia adelante apoyando los codos curtidos en las rodillas.
—Claro. Todo. Pelotones de fusilamiento. Cámaras de gas. Hornos crematorios. Lo de los tipos que cavaban sus propias tumbas y luego se quedaban dé pie al borde hasta caer dentro. Los... —sacó la lengua y se humedeció los labios—, los experimentos. Todo. Absolutamente todo.
Dussander le miraba con una especie de asombrada indiferencia, tal como podría observar un veterinario a la gata que da a luz una serie de gatitos de dos cabezas.
—Eres un monstruo —dijo al fin, suavemente.
Todd inspiró profundamente con la boca cerrada.
—Según todos los libros que leí para mi monografía, el monstruo es usted, señor Dussander. No yo. Usted les mandaba a los hornos, no yo. Dos mil al día en Patin antes de que llegara usted. Tres mil después. Tres mil quinientos antes de que llegaran los rusos y le obligaran a parar. Himmler le calificó de experto eficaz y le concedió una medalla. ¿Y usted me llama a mí monstruo? Por Dios...
—Todo eso no son más que inmundas mentiras norteamericanas —dijo Dussander, dolido. Posó el vaso dando un golpe, derramando el bourbon en la mano y en la mesa—. Ni el problema ni su solución dependían de lo que yo hiciera. Yo recibía órdenes e instrucciones que tenía que obedecer.
Lo sonrisa de Todd se amplió. Ahora era casi presuntuosa.
—Oh, ya sé cómo lo han distorsionado los norteamericanos —susurró Dussander—. Pero vuestros propios políticos dejan en pañales a nuestro Goebbels. Hablan de moralidad mientras ahogan en napalm ardiente a niñitos y ancianas. Llaman cobardes y pacifistas de mierda a los que se oponen al reclutamiento. Encarcelan y acosan a los que se niegan a obedecer órdenes. Aporrean en las calles a los que se manifiestan en contra de la desdichada aventura asiática de este país. Vuestros presidentes condecoran a los reclutas que matan a inocentes y se les recibe con alborozo y honores cuando vuelven de matar a niños a bayonetazos y de incendiar hospitales. Se les dan banquetes, se les entregan las llaves de la ciudad, entradas gratis para los partidos de béisbol —alzó el vaso hacia Todd—. Sólo a los que perdieron se les trata como a criminales de guerra por haber obedecido órdenes e instrucciones.
Bebió y le dio un acceso de tos que puso un tenue color en sus mejillas.
Durante toda esta parrafada, Todd se inquietó como solía hacerlo cuando sus padres discutían por algo de las noticias de la noche en la televisión. Las ideas políticas de Dussander no le interesaban mucho más que sus valores y acciones. Él pensaba que la gente recurría a la política para poder hacer otras cosas. Como cuando él quería tantear bajo el vestido de Sharon Acker-man el año anterior. Sharon dijo que estaba mal que quisiera hacer aquello, aun cuando, por el tono de su voz, él dedujo que la idea la excitaba. Así que le dijo que quería ser médico de mayor y entonces le dejó. Aquello era política. Quería que le hablara de los médicos alemanes que hicieron experimentos apareando mujeres con perros, colocando gemelos idénticos en refrigeradores para comprobar si morían al mismo tiempo o si uno de los dos duraba más, y que le hablara de la terapia con electrochoque y de las operaciones sin anestesia y de los soldados alemanes que violaban a cuantas mujeres querían. Todo lo demás eran paparruchas aburridas para ocultar lo que realmente le interesaba y no contárselo.
—Si no hubiera obedecido, me habrían matado. —Dussander respiraba con dificultad, balanceándose en la mecedora, haciéndola chirriar. Le envolvía una nube de vaho alcohólico.
«Siempre existió el frente ruso, nicht wahr? Nuestros dirigentes estaban locos, de acuerdo, pero quién va a discutir con locos, máxime cuando el más loco de todos ellos tiene la suerte de Satán. Escapó por milímetros de un brillante atentado. Los conspiradores fueron estrangulados con cuerdas de piano, estrangulados lentamente. Sus largas agonías fueron filmadas, para que sirvieran de ejemplo edificante a la élite...
—¡Vaya! ¡Fantástico! —gritó impulsivo Todd—. ¿Lo vio usted, vio la película?
—Sí. La vi. Todos vimos lo que les ocurría a los reacios, a los que no remaban a favor de la corriente y esperaban que pasara la tormenta. Lo que hicimos entonces era lo que había que hacer. Era lo que había que hacer en aquel momento y en aquel lugar. Yo volvería a hacerlo. Pero...
Bajó los ojos hacia el vaso. Estaba vacío.
—... pero no quiero hablar de ello, ni siquiera pensar en ello. Lo que hicimos estaba motivado por el instinto de supervivencia, y nada relacionado con la supervivencia es agradable... Tuve pesadillas... —cogió lentamente un cigarrillo de la caja que había sobre la televisión—. Sí. Soñé durante años. Oscuridad y sonidos en la oscuridad. Máquinas de arrastre. Excavadoras. Culatas de armas golpeando lo que podría ser tierra helada o cráneos humanos. Silbidos, sirenas, disparos, gritos. Las puertas de carros ganaderos abriéndose en heladas tardes invernales.
«Luego, en mis sueños, cesaban todos los sonidos... y los ojos se abrían en la oscuridad, brillando como los ojos de los animales de una selva tropical de lluvias perennes. Viví durante años a orillas de la selva, y supongo que por esa razón, en aquellos sueños, siempre olía y sentía la selva. Despertaba bañado en sudor, el corazón atronando en mi pecho y los puños en la boca para apagar los gritos. Y solía pensar: El sueño es la realidad. Brasil, Paraguay, Cuba... esos lugares son el sueño. En la realidad sigo en Patín. Los soviéticos están hoy más cerca que ayer. Algunos están recordando ahora que en 1943 tuvieron que comer cadáveres congelados de alemanes para seguir vivos. Ahora anhelan beber sangre alemana caliente. Se rumoreaba, chico, que fue eso precisamente lo que hicieron algunos de ellos cuando entraron en Alemania. Cortarle la garganta a algunos prisioneros y beberse su sangre. Yo solía despertarme y pensar: El trabajo ha de continuar. Sólo así no habrá pruebas de lo que hicimos aquí, o tan pocas, que el mundo, que no desea creerlo, no tenga que hacerlo. Solía pensar: Sí vamos a sobrevivir, el trabajo ha de continuar.
Todd escuchaba con gran interés y atención. Aquello era bastante bueno, pero estaba seguro de que habría mejor material en los días siguientes. Todo lo que Dussander necesitaba era un poco de estímulo. Muchísimos hombres de su edad estaban seniles.
Dussander dio un chupada larga e intensa al cigarrillo.
—Luego, cuando los sueños cesaron, llegaron los días en que creía haber visto a alguien de Patin. Nunca eran carceleros o compañeros oficiales, siempre prisioneros. Recuerdo una tarde en Alemania Occidental, hace diez años. Había habido un accidente en la autovía. El tráfico se paralizó en todos los carriles. Yo estaba sentado en mi Morris, oyendo la radio, esperando que se reanudara el tráfico. Miré a mi derecha. Había un Simca muy viejo en el carril de al lado y el hombre que iba al volante me estaba mirando. Tal vez tuviera unos cincuenta años y parecía enfermo. Tenía una cicatriz en la mejilla. El cabello era blanco, corto, un corte pésimo. Miré hacia otro lado. Los minutos pasaban y el tráfico seguía paralizado. Empecé a mirar furtivamente de vez en cuando al individuo del Simca. Siempre que le miraba, él me estaba mirando, su cara inmóvil como muerta, los ojos hundidos en las cuencas. Me convencí de que había estado en Patin. Había estado allí y me había reconocido.
Dussander se pasó una mano por los ojos. Prosiguió:
—Era invierno. El hombre llevaba chaqueta. Pero yo estaba seguro de que si me bajaba del coche y me acercaba a él, le hacía quitarse la chaqueta y subirse las mangas de la camisa, vería el número en su brazo.
»Al fin se reanudó el tráfico. Me alejé del Simca. Si el embotellamiento hubiera durado otros diez minutos, creo que me habría bajado del coche y sacado a aquel viejo del suyo. Y le habría golpeado, con o sin número. Le habría golpeado por mirar de aquel modo.
»Poco después de este incidente, me fui para siempre de Alemania.
—Suerte que lo hizo —dijo Todd.
Dussander se encogió de hombros.
—Era igual en todas partes. La Habana, Ciudad de México, Roma. Pasé tres años en Roma, sabes. Y siempre veía a un hombre mirándome por encima de su capuccino... a una mujer en el vestíbulo de un hotel que parecía interesarse más por mí que por su revista... a un camarero de un restaurante que no me quitaba ojo de encima mientras servía a quien fuera. Acababa convencido de que toda aquella gente me estaba examinando y que aquella noche el sueño volvería: los sonidos, la selva, los ojos.
«Pero cuando me vine a Estados Unidos lo borré todo de mi mente. Voy al cine. Como fuera de casa una vez por semana, siempre en uno de esos lugares de platos preparados tan limpios y tan bien iluminados con fluorescentes. Y, en casa, hago rompecabezas y leo novelas (malas casi todas) y veo la televisión. Por la noche, leo hasta que me duermo. Y no he vuelto a soñar. Cuando me fijo en alguien que me mira en el supermercado o en la biblioteca o en la tabaquería, creo que debe ser porque me parezco a su abuelo... o a un antiguo profesor o al vecino de un pueblo del que se fueron hace mucho tiempo —movió la cabeza hacia Todd—. Pasara lo que pasara en Patin, le sucedió a otro hombre. No a mí.
—¡Grandioso! —exclamó Todd—. Quiero saberlo lodo.
Dussander entornó aún más los ojos y luego los abrió lentamente.
—No entiendes nada. Yo no deseo hablar en absoluto de ello.
—Pero lo hará. Porque, si no lo hace, le diré a todo el mundo quién es usted.
Dussander le miró fijamente, sombrío.
—Lo sabía —dijo—. Sabía que tarde o temprano tropezaría con la extorsión.
—Hoy quiero que me hable de los hornos —dijo Todd—. Quiero que me explique cómo los asaban una vez muertos —brilló su sonrisa, espléndida y radiante—. Pero, antes de empezar, póngase los dientes. Está mejor con los dientes puestos.
Dussander hizo lo que le mandaban. Habló a Todd de los hornos de gas hasta la hora en que Todd tenía que irse a casa a comer. Cada vez que intentaba desviarse generalizando, Todd fruncía el ceño disgustado y le hacía preguntas concretas para obligarle a coger de nuevo el hilo. Dussander bebía muchísimo mientras hablaba. Y no sonreía. Pero Todd sí. Todd sonreía lo suficiente por los dos.
2
Agosto, 1974
Se sentaron en la galería posterior de Dussander bajo un cielo alegre y despejado. Todd llevaba vaqueros, zapatillas deportivas Keds y su camiseta de la liga infantil de béisbol. Dussander vestía una camisa gris holgada e informes pantalones caqui con tirantes. Pantalones de borracho vagabundo, pensó Todd con desdén; parecían recién sacados de una caja de la parte de atrás del almacén del Ejército de Salvación del centro de la ciudad. No iba a tener más remedio que hacer algo con la indumentaria casera de Dussander. Le fastidiaba la diversión.
Los dos estaban comiendo hamburguesas Big Macs que había traído Todd en el cesto de la bici, pedaleando de firme para que no se enfriaran. Todd bebía Coca con una pajilla de plástico. Dussander tenía un vaso de bourbon.
Su voz de viejo subía y bajaba, pastosa, vacilante, casi inaudible a veces. Sus ojos azul claro, enrojecidos como siempre, nunca estaban quietos. Cualquiera les habría tomado por abuelo y nieto, el último de los cuales quizás asistía a algún rito de iniciación, a una transmisión.
—Y eso es todo lo que recuerdo —concluyó Dussander, y dio un gran bocado a su bocadillo. La salsa especial McDonald's le chorreaba barbilla abajo.
—Puede usted hacerlo mejor —dijo Todd con suavidad.
Dussander tomó un largo sorbo de su vaso.
—Los uniformes eran de papel —dijo al fin, casi irritado—. Cuando un prisionero moría, el uniforme se recogía si aún podía servir. A veces, un uniforme de papel podía servir para cuarenta prisioneros. Recibí grandes alabanzas por mi frugalidad.
—¿De Gluecks?
—De Himmler.
—Pero en Patín había una fábrica de ropa. Me lo contó la semana pasada. ¿Por qué no les hacían allí los uniformes? Los propios prisioneros podrían haberlos hecho.
—En la fábrica de Patín se hacían uniformes para los soldados alemanes. Y en cuanto a nosotros... —por un instante, pareció quebrársele la voz; y luego se obligó a seguir—: Nosotros no nos dedicábamos a la rehabilitación —concluyó.
Todd desplegó su amplia sonrisa.
—¿Basta por hoy? Por favor, me duele la garganta.
—No debiera fumar tanto, entonces —dijo Todd, sin dejar de sonreír—. Cuénteme algo más de los uniformes.
—¿Cuáles? ¿Los de los prisioneros, o los de los soldados? —el tono de Dussander era resignado.
3
Septiembre, 1974
Todd estaba en la cocina de su casa, preparándose un bocadillo de manteca de cacahuete y jalea. Se accedía a la cocina subiendo media docena de escalones de madera de secoya hasta una zona elevada, resplandeciente de cromo y acero inoxidable. La máquina de escribir eléctrica de su madre funcionaba sin parar desde que Todd había llegado del colegio. Estaba copiando la tesina de un estudiante graduado. Dicho estudiante tenía el cabello corto, usaba gafas gruesas y, en la humilde opinión de Todd, parecía un extraterrestre. La tesis versaba sobre el efecto de las moscas de la fruta en el Valle de Salinas después de la segunda guerra mundial, o sobre cualquier estupidez por el estilo. Ahora la máquina de escribir se detuvo y ella salió de su despacho.
—Niño-Todd —le saludó su madre.
—Niña-Monica —saludó él a su vez, bastante amistosamente.
Todd pensó que su madre era una muchachita bastante agraciada para sus treinta y seis años; cabello rubio con vetas cenicientas en un par de sitios, alta,
buena figura; hoy llevaba pantalones cortos rojo oscuro y una blusa transparente color whisky (llevaba la blusa atada al desgaire bajo el pecho, dejando al descubierto el estómago, terso y liso). Llevaba en el pelo, recogido cuidadosamente hacia atrás con un prendedor turquesa, un borrador de máquina.
—¿Qué tal el colegio? —le preguntó, subiendo los peldaños hasta la cocina.
Le rozó los labios con los suyos en un gesto casual y se deslizó en uno de los bancos que había ante el mostrador del desayuno.
—El colegio, estupendo.
—¿Estarás en la lista de honor otra vez?
—Seguro —en realidad, creía que sus notas bajarían aquel primer trimestre. Había pasado muchísimo tiempo con Dussander, y cuando no estaba con el viejo, estaba pensando en lo que le había contado. Una o dos veces había soñado con las cosas que Dussander le había contado. Claro que podía arreglarlo todo.
—Alumno aventajado —dijo ella, revolviéndole el pelo despeinado—. ¿Cómo está ese bocadillo?
—Bueno.
—¿Podrías prepararme uno y llevármelo al despacho?
—No —dijo él, levantándose—. Prometí al señor Denker que iría y le leería una hora o así.
—¿Todavía seguís con Robinson Crusoe?
—Qué va —le enseñó el lomo de un libro grueso que había comprado en una librería de viejo por veinte centavos: Tom Jones.
—Niño-Todd, te llevará todo el curso acabarlo. ¿No podía buscar al menos una edición abreviada, como la de Crusoe?
—Seguramente. Pero él quiere que lea ésta. Eso dijo.
—Ah —le contempló un momento. Luego le abrazó. Era raro en ella mostrarse tan afectiva e inquietó un poco a Todd—. Eres muy bondadoso dedicando tanto tiempo libre a leer para él. A tu padre y a mí nos parece sencillamente... sencillamente excepcional.
Todd bajó los ojos humildemente.
—Y no querer que lo sepa nadie —dijo ella—. Ocultar una buena acción como ésa.
—Oh, los amigos... seguramente pensarían que soy un bicho raro —dijo Todd, sonriendo con la cabeza baja—. Empezarían a fastidiarme con toda esa mierda.
—No digas eso —le respondió ella, distraída. Y añadió—: ¿Crees que al señor Denker le gustaría venir a casa a cenar una noche?
—Quizá —dijo Todd vagamente—. Mira, si estás de acuerdo se lo insinuaré a ver qué le parece.
—Muy bien. La cena será a las seis y media. No lo olvides.
—No lo olvidaré.
—Tu padre trabajará hasta tarde, así que cenaremos tú y yo solos otra vez, ¿de acuerdo?
—Fantástico, nena.
Le contempló con tierna sonrisa, mientras se alejaba, esperando que no hubiera nada en Tom Jones que no debiera leer; sólo tenía trece años. No creía que lo hubiera. Estaba creciendo en una sociedad en la que revistas como Penthouse estaban al alcance de cualquiera que tuviera un dólar veinticinco en el bolsillo o de cualquier chico que pudiera llegar al estante de arriba y echarle una ojeada rápida antes de que el quiosquero le gritara que la dejara en su sitio y se largara. En una sociedad cuyo credo principal parecía ser jorobar al vecino, no creía que hubiera mucho en un libro de hacía doscientos años que pudiese perjudicar a Todd, y quizás el viejo pudiese disfrutar un poco con él.
Y, tal como le gustaba decir a Richard, para un niño el mundo era un gran laboratorio. Hay que dejarles investigar y curiosear. Y si el niño en cuestión lleva una vida familiar sana y tiene padres cariñosos, estará bien pertrechado para encajar los golpes y las sorpresas.
Y allá iba el niño más sano que ella conocía, pedaleando en su bicicleta calle arriba. Nos salió perfecto el chico, pensó, volviéndose para hacerse el bocadillo. Ya lo creo que lo hicimos bien.
4
Octubre, 1974
Dussander había adelgazado. Estaban sentados en la cocina, el viejo ejemplar de Tom Jones entre ambos sobre el hule de la mesa (Todd, que procuraba no dejar cabos sueltos, se había comprado un resumen del libro con parte de su asignación y se lo había leído a conciencia, por si a sus padres se les ocurría hacerle preguntas sobre la trama). Estaba comiéndose un pastelillo Ding Ring que había comprado él mismo en el mercado. Había comprado otro para Dussander, pero Dussander no lo había tocado. Se limitaba a mirarlo amorosamente de vez en cuando mientras bebía su bourbon. A Todd le disgustaba que algo tan exquisito se desperdiciara. Si no se lo comía pronto, le preguntaría si podía tomárselo él.
—¿Y cómo enviaban el material a Patín? —preguntó Todd.
—En vagones de ferrocarril —dijo Dussander—. En vagones de ferrocarril etiquetados MEDICAMENTOS. Llegaban en grandes embalajes que parecían ataúdes. Muy apropiado, supongo. Los prisioneros los descargaban y los apilaban en la enfermería. Luego nuestros hombres los colocaban en los estantes del almacén. Lo hacían durante la noche. El almacén quedaba detrás de las duchas.
—¿Y siempre era Zyklon-B?
—No, alguna que otra vez mandaban algo distinto. Gases experimentales. El Alto Mando estaba siempre interesado en perfeccionar la eficacia. Una vez nos mandaron un gas cuyo nombre clave era PEGASUS. Un gas nervioso. Gracias a Dios no volvieron a mandarlo. No... —Dussander vio que Todd se inclinaba hacia adelante, le vio aguzar los ojos y se interrumpió, haciendo un gesto de indiferencia con su vaso de plástico—. No funcionó muy bien —dijo—. Era... bastante aburrido.
Pero no engañó a Todd, no le engañó en absoluto.
—¿Cuáles eran sus efectos? ¿Qué les hacía?
—Les mataba... ¿qué querías que les hiciera? ¿Caminar sobre el agua? Les mataba, eso es todo.
—Cuéntemelo.
—No —dijo Dussander, incapaz ya de disimular el espanto que sentía. No había pensado en PEGASUS... ¿durante cuánto tiempo? ¿Diez años? ¿Veinte años?—. No te lo contaré. Me niego.
—Cuéntemelo —repitió Todd, lamiéndose eí chocolate de los dedos—. Cuéntemelo o ya verá.
Sí, pensó Dussander. Ya veo. Claro que veo, monstruo pestilente.
—Les hacía bailar —dijo, a regañadientes.
—¿Bailar?
—Como el Zyklon-B, salía por las duchas. Y ellos... ellos empezaban a saltar. Y algunos gritaban. Casi todos se reían. Empezaban a vomitar ya... a defecar, sin poder evitarlo...
—¡Guau! —dijo Todd—. Se cagaban encima, ¿eh? —señaló el pastelillo del plato de Dussander. Había terminado ya el suyo—. ¿Se lo va a comer?
Dussander no contestó. Tenía los ojos nublados por el recuerdo. Su rostro era frío y lejano, como la parte oscura de un planeta sin movimiento de rotación. En el interior de su mente sentía una extrañísima mezcla de revulsión y (¿podría ser?) nostalgia.
—Empezaban a contorsionarse y a pegar unos extraños y fuertes gritos. Mis hombres... llamaban al PEGASUS «gas tirolés» por aquellos gritos largos, prolongados y musicales. Y luego sencillamente se caían al suelo y se quedaban allí tirados sobre sus vómitos y sus excrementos, se quedaban allí, sí, sobre el cemento, gritando y canturreando, sangrando por la nariz. Pero te mentí, chico, el gas no les mataba, no sé si porque no era bastante fuerte o porque no nos permitimos esperar el tiempo suficiente. Supongo que fue eso. Hombres y mujeres como aquéllos no podían haber durado mucho. Al fin mandé a cinco hombres armados a poner fin a su agonía. Hubiera sido una mancha en mi historial si se hubiera sabido, no lo dudo, se habría considerado un derroche de munición en una época en la que el Führer había declarado que cada bala era un recurso nacional. Pero confiaba en aquellos cinco hombres. Hubo veces, chico, en que pensé que no olvidaría jamás aquel sonido. Aquellos gritos. Aquellas risas.
—Ya lo supongo —dijo Todd. Liquidó el pastelillo de Dussander de dos bocados. Si hoy derrochas, mañana te faltará, decía la madre de Todd en las raras ocasiones en que éste se quejaba por las sobras—. Fue una historia estupenda, señor Dussander. Claro que siempre lo son. En cuanto consigo que empiece.
Todd le sonrió. Y, sorprendentemente (y, desde luego, no porque deseara hacerlo), Dussander se sorprendió devolviéndole la sonrisa.
5
Noviembre, 1974
Dick Bowden, el padre de Todd, se parecía extraordinariamente a un actor de cine y televisión llamado Lloyd Bochner. Tenía (Bowden, no Bochner) treinta y ocho años. Era un hombre delgado y enjuto, al que le gustaba vestir camisas estilo universitario selecto y trajes de colores sólidos, generalmente oscuros. Si iba a las obras en construcción, llevaba caquis y un casco, recuerdo de sus días en el Cuerpo de la Paz, cuando había colaborado en el proyecto y construcción de dos presas en África. Cuando trabajaba en su estudio en casa, usaba gafas de trabajo de media lente que se le caían hasta la punta de la nariz y le daban un aire de decano de universidad. Hoy llevaba puestas las gafas, mientras golpeteaba el boletín de notas del primer trimestre de su hijo contra el resplandeciente cristal de la mesa.
—Una B. Cuatro C. Una D. Una D, ¡válgame Dios, Todd! Tu madre procurará disimularlo, pero está muy disgustada.
Todd bajó los ojos. No sonreía. La actitud de su padre no presagiaba nada bueno.
—Santo cielo, Todd, nunca habías traído unas notas como éstas. Una D en álgebra... Pero, ¿qué diablos es esto?
—No lo sé, papá —se miraba humildemente las rodillas.
—Tu madre y yo pensamos que quizás estés dedicando más tiempo de la cuenta al señor Denker. No le das bastante a los libros, Todd. Creemos que deberías dedicarle sólo los fines de semana, campeón. Al menos hasta que veamos que las notas...
Todd alzó la vista y, por un instante, Bowden creyó ver un tenue destello de furia en los ojos de su hijo. Él mismo abrió más los ojos, apretó con fuerza el boletín color crema... y al instante siguiente era de nuevo el mismo Todd de siempre quien le miraba francamente, aunque con expresión de desdicha. ¿Habría existido realmente aquella furia que había creído ver? Seguro que no. Pero aquel instante le había confundido, le impedía ver con claridad qué hacer. Todd no se había enfurecido, y Dick Bowden no quería enfurecerle. Él y su hijo eran amigos, siempre habían sido amigos, y Dick quería que las cosas siguieran igual. No tenían secretos el uno para el otro, ninguno en absoluto (aparte del hecho de que Dick Bowden era algunas veces infiel con su secretaria, pero aquello no era precisamente el tipo de cosa que le cuentas a tu hijo de trece años, ¿no?... y, además, no tenía peso en su vida familiar). Así se suponía que era, era como tenía que ser en un mundo desquiciado en el que los asesinos andaban sueltos, los adolescentes se inyectaban heroína y los más pequeños (de la edad de Todd) aparecían con enfermedades venéreas.
—No, papá, por favor. Quiero decir que no castigues al señor Denker por algo que es culpa mía. Quiero decir, él estaría perdido sin mí. Mejoraré. De veras. Es que el álgebra... es que me costó mucho al principio. Pero repasaré con Ben Tremaine y, después de estudiar juntos unos días, empezaré a entender. Es que... no sé, me atasqué al principio.
—Creo que estás perdiendo mucho tiempo con él —dijo Bowden, pero empezaba ya a perder terreno. Era difícil contrariar a Todd, resultaba difícil disgustarle, y lo que había dicho de castigar al viejo por culpa suya... maldita sea, tenía sentido. El viejo parecía esperar con gran impaciencia sus visitas.
—Ese señor Storrman, el profesor de álgebra, exige muchísimo, de veras —dijo Todd—. Muchos chicos han sacado D. Y tres o cuatro han suspendido.
Bowden asintió, pensativo.
—No volveré a ir los miércoles. No hasta que mejore las notas —había leído los ojos de su padre—. Y, en lugar de salir por cualquier cosa del colegio, me quedaré después de clase y estudiaré. Lo prometo.
—¿Tanto te agrada ese anciano?
—Es estupendo, de verdad —dijo Todd con sinceridad.
—Bueno... de acuerdo. Probaremos a hacer como dices, campeón. Pero quiero que las notas sean mucho mejores en enero, ¿me has entendido? Estoy pensando en tu futuro. Tal vez creas que a tu edad es demasiado pronto para empezar a pensar en el futuro, pero no es así. No lo es en absoluto.
Igual que a su madre le gustaba decir Si hoy derrochas, mañana te faltará, a Dick Bowden le encantaba decir En absoluto.
—Entiendo, papá —dijo Todd muy serio. De hombre a hombre.
—Pues ya puedes irte; a darle de firme a esos libros entonces —se subió las gafas sobre la nariz y palmeó a Todd en el hombro.
La luminosa y gran sonrisa de Todd le llenó el rostro.
—¡Ahora mismo, papá!
Bowden vio marcharse a Todd, con su personal sonrisa de orgullo. Era único entre un millón. Y no era furia lo que había visto en el rostro de Todd. Seguro que no. Disgusto, quizá... pero no aquella emoción de alto voltaje que creyó por un instante identificar en su expresión. Si Todd estuviera tan furioso, tendría que saberlo él; podía leer en su hijo como en un libro abierto. Siempre había sido así.
Cumplido ya el deber paterno, Dick Bowden extendió un plano y se inclinó sobre él silbando.
6
Diciembre, 1974
La cara que contestó la llamada insistente de Todd al timbre de la puerta era cetrina y macilenta. El cabello, que en julio era abundante y lozano, había empezado ahora a clarear en la huesuda frente y parecía frágil y sin brillo. El cuerpo de Dussander, delgado de por sí, parecía ahora descarnado... aunque, pensaba Todd, no era ni con mucho tan descarnado como los prisioneros que en otros tiempos tuviera a su cargo.
Mientras Dussander abría la puerta, Todd mantuvo la mano izquierda a la espalda. Ahora la sacó y ofreció un paquete a Dussander.
—¡Feliz Navidad! —gritó.
Dussander retrocedió; luego, aceptó el paquete sin expresar interés ni sorpresa. Lo manejaba con cautela, como si pudiera contener explosivos. Estaba lloviendo. Llevaba lloviendo a breves intervalos casi una semana, y Todd había llevado el paquete dentro de la chaqueta. Estaba envuelto con papel de regalo y cinta.
—¿Qué es? —preguntó Dussander sin entusiasmo, mientras iban a la cocina.
—Ábralo y lo verá.
Todd sacó una lata de Coca del bolsillo de su chaqueta y la posó sobre el hule de cuadros rojos y blancos de la mesa de la cocina.
—Será mejor que baje las persianas —dijo confidencialmente.
El recelo se pintó de inmediato en el rostro de Dussander.
—¿Eh? ¿Por qué?
—Bueno... nunca se sabe quién puede estar mirando —dijo Todd, sonriendo—. ¿No es así como se las arregló usted todos estos años? ¿Viendo a quienes podían verle antes de que ellos le vieran a usted?
Dussander bajó las persianas de la cocina. Luego, se sirvió un vaso de bourbon. Después, quitó el lazo al paquete. Todd lo había envuelto tal como suelen envolver los paquetes de los regalos de Navidad los chicos (chicos que tienen cosas más importantes en la cabeza, cosas como juegos y el programa de la tele del viernes que se ve con un amigo que se queda a dormir, ambos envueltos en una manta y apretujados en un extremo del sofá, riéndose). Las esquinas estaban rotas, los dobleces torcidos, un montón de cinta adhesiva. Indicaba impaciencia con algo tan propio de mujeres.
Pese a sí mismo, Dussander se sintió un poco conmovido Y después, cuando el terror cedió un poco, pensó: Debía haberlo supuesto.
Era un uniforme. Un uniforme de las SS. Con botas altas y todo.
Contempló aturdido desde el contenido de la caja a la tapa de cartón: CONFECCIÓN DE CALIDAD PETER — AL SERVICIO DEL PÚBLICO DESDE 1951.
—No —dijo, con calma—. No me lo pondré. Hasta aquí hemos llegado, chico. Me moriré antes que ponérmelo.
—Recuerde lo que le hicieron a Eichmann —dijo Todd con solemnidad—. Era viejo y no tenía ideas políticas. ¿No es eso lo que decía usted? Además, estuve ahorrando todo el otoño para comprarlo. Me costó más de ochenta pavos, con botas incluidas. Además, no le importó ni mucho menos ponérselo en 1944.
•—¡Asqueroso hijo de perra! —Dussander alzó un puño sobre la cabeza. Todd permaneció imperturbable, sin asustarse lo más mínimo, con los ojos brillantes.
—Bueno —dijo con suavidad—. Adelante, atrévase a tocarme. Tóqueme sólo una vez Dussander bajó la mano. Le temblaban los labios.
—Eres una criatura perversa —murmuró.
—Póngaselo —pidió Todd.
Dussander se llevó las manos al cordón de la bata y se detuvo. Sus ojos, suplicantes y mansos, buscaron los de Todd.
—Por favor —dijo—. Soy sólo un viejo. Basta ya.
Todd movió la cabeza lentamente, pero con firmeza. Aún le brillaban los ojos. Le gustaba que Dussander le suplicara. Así debían suplicarle a él en aquellos tiempos. Los prisioneros de Patin.
Dussander dejó caer la bata al suelo y se quedó sólo con las zapatillas y los calzoncillos. Tenía el pecho hundido y el vientre ligeramente abultado. Sus brazos eran brazos huesudos de viejo. El uniforme, pensó Todd. Con el uniforme sería distinto. Dussander sacó lentamente la chaqueta de la caja y empezó a ponérsela.
Diez minutos después, tenía puesto el uniforme completo de las SS. La gorra estaba levemente ladeada, los hombros hundidos, pero, de todas formas, la insignia de la calavera destacaba con claridad. Con el uniforme, Dussander poseía una oscura dignidad (al menos a ojos de Todd) que no tenía antes. Pese a sus hombros caídos, pese al ángulo torcido de sus pies, Todd se sintió complacido. Por primera vez, Dussander tenía el aspecto que Todd creía que debía tener. Más viejo, sí. Derrotado, sin duda. Pero otra vez con uniforme. NQ era ya el viejo que desperdicia sus últimos años contemplando a Lawrence Welk en un mugriento televisor en blanco y negro con papel de aluminio en la antena, sino Kurt Dussander, la Fiera Sanguinaria de Patín. En cuanto al propio Dussander, se sentía incómodo, disgustado... Y sentía al mismo tiempo una suave y solapada sensación de alivio. Despreció parcialmente esta última sensación, reconociéndola como el más auténtico indicador del dominio psicológico que el chico había llegado a ejercer sobre él. Era prisionero del chico, y cada vez que descubría que podría soportar una nueva indignidad, cada vez que volvía a sentir aquel alivio suave, el poder del chico aumentaba. De todas formas, se sentía aliviado. No era más que tela y botones y broches... y era todo falso. Una cremallera en la bragueta, en vez de botones. Los distintivos del rango tampoco eran correctos, el corte era una chapuza, las botas, de imitación de piel. Sólo era un uniforme de pacotilla, y la cosa no era para tanto, ¿verdad? No. Estaba...
—¡La gorra bien puesta! —gritó Todd. Dussander parpadeó, mirándole sorprendido. —¡La gorra bien puesta, soldado! Dussander obedeció, dándole casi inconscientemente aquella leve inclinación que había sido característica de sus Oberleutnants... y, desgraciadamente, era el uniforme de un Oberleutnant.
—¡Pies juntos!
Se puso firme, uniendo los talones con un golpe vigoroso, haciendo lo que debía prácticamente sin pensarlo, obedeciendo como si se hubiera desprendido de los años pasados al tiempo que de la bata. «Achtung!»
Replicó bruscamente y, por un momento, Todd se sintió asustado, asustado de veras. Se sintió como el aprendiz de brujo que había dado vida a las escobas pero que no poseía ingenio suficiente para detenerlas una vez en movimiento. El anciano que vivía en decorosa pobreza había desaparecido. Aquél era Dussander. Pero en seguida el temor dejó paso a una hormigueante sensación de poder.
—¡Media vuelta!
Dussander se giró ágilmente, olvidado el bourbon, el tormento de los últimos cuatro meses olvidado. Oyó el chasquido de sus talones al chocar de nuevo al situarse frente al horno salpicado de grasa. Podía ver más allá el polvoriento patio de entrenamiento de la academia militar en que había recibido su instrucción.
—¡Media vuelta!
Volvió a girarse, sin ejecutar tan a la perfección esta vez la orden, perdiendo un poco el equilibrio. En otros tiempos, aquello habría significado diez faltas y la punta de un bastón ligero en su vientre, expulsando el aliento con una bocanada angustiada y violenta. Sonrió para sí. El chico no sabía todos los trucos. Ciertamente no.
—¡Mar-chen! —gritó Todd. Sus ojos brillaban, ardientes.
La firmeza desapareció de los hombros de Dussan-der; volvió a inclinarse hacia adelante.
—No, por favor —dijo—. ¡Por favor...!
—¡Marchen! ¡Marchen! ¡Marchen! ¡Marchen, he dicho!
Con un sonido estrangulado, Dussander empezó a hacer el paso de la oca por el desvaído linóleo del suelo de su cocina. Giró a la derecha para eludir la mesa; volvió a girar a la derecha cuando se aproximaba a la pared. Tenía levemente alzada la cara, inexpresiva. Sus piernas se le adelantaban, aterrizaban luego con estrépito, haciendo resonar la vajilla barata del armario que había sobre el fregadero. Movía los brazos en arcos cortos.
La imagen de las escobas caminando volvió a Todd, y con ella el espanto. Se le ocurrió de pronto que no deseaba que Dussander disfrutara en absoluto de aquello y que quizá (sólo quizás) hubiera deseado que Dussander pareciera ridículo más que auténtico. Pero de alguna forma, a pesar de su edad y de los muebles baratos de la cocina, no resultaba en absoluto ridículo. Resultaba aterrador. Por primera vez, los cadáveres en las zanjas y los crematorios parecieron cobrar realidad para Todd. Las fotografías de la maraña de brazos y piernas y torsos macilentos, en las frías lluvias primaverales de Alemania, ya no eran algo representado como una escena de una película de horror (un montón de cuerpos de maniquíes que los tramoyistas y los encargados de accesorios se encargarían de recoger cuando la escena terminara) sino sencillamente un hecho real, asombroso, inexplicable y maligno. Creyó por un momento poder oler el suave y leve olor humoso de la putrefacción.
El terror le atenazó.
—¡Basta! —gritó.
Dussander siguió marcando el paso, los ojos perdidos en el vacío. Había erguido un poquito más la cabeza, tensando los flacos tendones de su garganta, alzada la barbilla en un ángulo arrogante. Su afilada nariz se proyectaba obscenamente.
Todd sintió el sudor en sus axilas.
—¡Alto! —gritó.
Dussander se detuvo, con el pie derecho adelantado; alzó el izquierdo y lo posó luego junto al derecho con un único golpe seco. Por un momento, la fría inexpresividad siguió en su rostro (rebotica, fatua), dando luego paso a la confusión. Y a la confusión siguió la frustración. Se desplomó.
Todd suspiró en silencio con alivio y, por un instante, se sintió furioso consigo mismo. ¿Quién es el que manda aquí, vamos a ver? Luego, recobró la confianza en sí mismo. Yo, por supuesto. Y será mejor que él no lo olvide.
Empezó a sonreír otra vez.
—Bastante bien. Con un poco de práctica creo que lo hará mucho mejor.
Dussander guardó silencio, jadeante, con la cabeza inclinada.
—Ya puede quitárselo —añadió Todd con generosidad; y no pudo evitar preguntarse si realmente quería que Dussander volviera a ponérselo. Durante unos segundos...
7
Enero, 1975
Después del último timbre, Todd salió solo del colegio, cogió la bicicleta y bajó pedaleando hasta el parque. Encontró un banco vacío, aparcó la bici y sacó el boletín de notas del bolsillo. Echó un vistazo alrededor para ver si había por la zona algún conocido, pero sólo vio a otros dos estudiantes besuqueándose junto al estanque y a un par de mugrientos vagabundos que se pasaban una bolsa de papel. Malditos vagabundos, pensó; pero no eran los vagabundos lo que le preocupaba. Abrió el boletín.
Inglés: C. Historia: C. Ciencias Naturales: D. Ciencias Sociales: B. Francés elemental: F. Principios de álgebra: F.
Se quedó mirando las notas fijamente, incrédulo. Él ya sabía que serían malas, pero la verdad es que eran desastrosas.
Tal vez sea lo mejor, le dijo súbitamente una voz interna. Hasta puede que lo hicieras a propósito porque una parte de ti desea que todo termine. Necesita que termine. Antes de que ocurra algo malo.
Rechazó este pensamiento con firmeza. No iba a suceder nada malo: Tenía a Dussander en un puño. Completamente bajo control. El viejo creía que uno de los amigos de Todd tenía una carta pero no sabía qué amigo. Si a Todd le ocurría algo... lo que fuera, aquella carta iría a la policía. Llegó a pensar que Dussander lo intentaría de todas formas. Pero estaba demasiado viejo para correr, incluso con ventaja inicial.
—Está bajo control, maldita sea —murmuró Todd, y luego tensó el muslo lo suficiente para formar un nudo muscular. No estaba bien lo de hablar solo... los locos hablaban solos. Había cogido la costumbre de hacerlo en las últimas seis semanas o así y parecía incapaz de evitarlo. Se había dado cuenta de que algunas personas le miraban de forma extraña por ello. Dos de ellas, profesores. Y el imbécil de Bernie Everson se le había plantado delante y le había preguntado si se estaba volviendo tarumba. Había estado muy, pero que muy a punto de atizarle un puñetazo en la boca al muy maricón; y ese tipo de cosas (altercados, peleas, puñetazos) tampoco benefician a nadie. Servían sólo para hacerte notorio de forma errónea. Hablar solo estaba mal, sí, de acuerdo, pero...
—Los sueños tampoco están bien —susurró. Esta vez ni siquiera se oyó.
Últimamente, sus sueños eran horribles. En los sueños, siempre llevaba uniforme, aunque variaba de tanto en tanto. A veces, era un uniforme de papel y estaba en fila con cientos de hombres macilentos; el olor a quemado impregnaba el aire y podía oír el incoherente rumor de las excavadoras. Luego aparecía Dussander e iba señalando a éste o a aquél de la fila. Los señalados se quedaban. Los otros se alejaban hacia los crematorios. Algunos pataleaban y se debatían, pero la mayoría estaban demasiado débiles y agotados. Luego Dussander estaba firme frente a él. Sus ojos se encontraban por un largo y paralizante instante y luego Dussander apuntaba con un desvaído paraguas a Todd.
—Lleven a éste a los laboratorios —decía Dussander en el sueño. Alzaba el labio superior dejando al descubierto la dentadura postiza—. Llévense a este chico americano.
En otro sueño, llevaba un uniforme de las SS. Sus botas altas limpias y pulidas como un espejo. La insignia de la calavera y los broches resplandecían. Pero estaba en el centro del Bulevar San Donato y todo el mundo le miraba. Y lo señalaban. Algunos empezaban a reírse. Otros le miraban sorprendidos, irritados o asqueados. En su sueño aparecía un viejo coche que se detenía con un chirrido ensordecedor, y desde su interior le miraba escrutador Dussander, un Dussander que parecía tener casi doscientos años y estar casi momificado, su piel pergamino amarillento.
—¡Yo te conozco! —chillaba el Dussander del sueño. Miraba a su alrededor, a los espectadores, y se volvía de nuevo a Todd—. ¡Eras el encargado de Patín! ¡Miradle todos! ¡Ésta es la Fiera Sanguinaria de Patin! ¡El Experto en Eficacia de Himmler! ¡Yo te denuncio, asesino! ¡Yo te denuncio, carnicero! ¡Yo te denuncio, asesino de niños! ¡Yo te denuncio!
Y en otro sueño vestía uniforme de rayas de convicto y dos guardianes le llevaban por un corredor de paredes de piedra; los guardianes parecían sus padres. Ambos llevaban llamativos brazaletes amarillos con la estrella de David. Tras ellos caminaba un sacerdote que leía el Deuteronomio. Todd miraba hacia atrás por encima del hombro y veía que el clérigo era Dussander y que llevaba la chaqueta negra de oficial de las SS.
Al final del corredor de piedra, unas dobles puertas se abrían a una sala octogonal con paredes de cristal en cuyo centro había un patíbulo. Tras las paredes de cristal había hileras de hombres y mujeres enflaquecidos, desnudos todos, todos con la misma expresión sombría y abatida. Todos llevaban en el brazo un número azul.
—Está bien —susurraba Todd para sí mismo—. Todo está bien realmente, todo está bajo control.
La pareja que se estaba besuqueando en el parque le lanzaba miradas. Todd se les quedó mirando furioso, retándoles a decir algo. Al final se volvieron hacia otro lado. ¿Se estaría riendo el chico?
Todd se levantó, se encasquetó el boletín de notas en el bolsillo y montó en la bici. Fue pedaleando hasta una droguería que quedaba a dos manzanas del parque. Compró allí un frasquito de borrador especial de tinta y una pluma de punta fina con tinta azul. Volvió luego al parque (la pareja de antes se había ido, pero allí seguían los vagabundos, infectando el lugar) y se puso B en inglés, A en historia, B en ciencias naturales, C en francés y B en álgebra. En el caso de las ciencias sociales simplemente borró la nota y volvió a poner la misma, para que el boletín tuviera un aspecto uniforme. Uniformes, correcto.
—Está bien —murmuró Todd para sí mismo—. Esto les contendrá. Está bien. Esto les calmará.
Una noche, a finales de mes, algo pasadas ya las dos, Kurt Dussander se despertó debatiéndose con la ropa de la cama, jadeando y gimiendo, en una oscuridad hermética y aterradora. Se sentía medio asfixiado, paralizado por el miedo. Era como si tuviera sobre el pecho una pesada piedra y se preguntó si no sería un ataque al corazón. Buscó a tientas en la oscuridad la lámpara de la mesita y casi la tiró al encenderla.
Estoy en mi propio cuarto, pensó, mi propio dormitorio, aquí, en Santo Donato, aquí, en California, aquí, en Estados Unidos. Veamos, las mismas cortinas cubriendo la misma ventana, las mismas estanterías con los mismos libros baratos de la tienda de la calle Soren, la misma alfombra gris, el mismo papel azul en la pared. Nada de ataque al corazón. Ni selva. Ni ojos.
Pero el terror seguía envolviéndole como una piel hedionda y su corazón seguía galopando alocado. El sueño había vuelto. Sí. Sabía que tarde o temprano, si el chico seguía yendo, sucedería. El maldito chico. Suponía que aquella carta de protección del chico no era más que un farol y no muy bueno; algo sacado de algún programa de detectives de televisión. ¿En qué amigo iba a confiar el chico que no abriera tan importante carta? Sencillamente en ninguno. Al menos eso era lo que creía Dussander. Si pudiera estar seguro...
Cerró las manos con un doloroso crujido artrítico; las abrió lentamente.
Cogió el paquete de cigarrillos de la mesa y encendió uno raspando la cerilla de madera en el pilar de la cama. Las manecillas del reloj marcaban las 2.41. Ya no podría dormir más aquella noche. Tragó el humo y luego lo fue expulsando, tosiendo, en una serie de espasmos agobiantes. Ya no podría dormir a menos que bajara a tomar uno o dos tragos. O tres. Y había estado bebiendo realmente demasiado durante las últimas seis semanas. Ya no era un jovencito que pudiera tomar una copa tras otra, tal como hacía cuando era un joven oficial de permiso en Berlín allá por 1939, cuando el aire estaba impregnado de victoria y en todas partes se oía la voz del Führer y se veían sus ojos deslumbrantes y autoritarios...
¡El chico... el maldito chico!
—Sé honrado —se dijo en voz alta, y el sonido de su propia voz en la estancia silenciosa le sobresaltó un poco. No tenía la costumbre de hablar solo, aunque tampoco era aquélla la primera vez que lo hacía. Recordaba haberlo hecho alguna que otra vez durante las últimas semanas en Patín, cuando todo se había hundido en torno suyo y hacia el este el sonido de la amenaza rusa se intensificaba, primero día a día y luego hora a hora. Era bastante lógico que hablara solo entonces. Estaba sometido a una gran tensión y la gente que está bajo tensión suele hacer cosas raras. Se palpan los testículos a través de los bolsillos de los pantalones, castañetean los dientes... Wolff había sido un gran rechinadientes. Se reía mientras lo hacía. Huffman había sido un gran chasqueadedos y un gran pal-meamuslos, creando ritmos rápidos y complicados, a los que parecía absolutamente ajeno. Y él, Kurt Dussander, a veces hablaba solo. Pero ahora...
—Ahora estás otra vez bajo tensión —dijo en voz alta. Se dio cuenta de que había hablado en alemán. Hacía muchos años que no hablaba alemán y el idioma le pareció ahora cálido y reconfortante. Le arrullaba, le calmaba. Era dulce y misterioso.
—Sí. Estás bajo tensión. Por culpa del chico. Pero sé sincero contigo mismo. Es demasiado pronto esta mañana para decir mentiras. No has lamentado del todo hablar. Al principio, te aterraba la posibilidad de que el chico no pudiera o no quisiera guardar el secreto. Tendría que decírselo a algún amigo, que se lo diría a su vez a otro amigo, que a su vez se lo contaría a dos. Pero, si ha mantenido el secreto hasta ahora, seguirá manteniéndolo. Si me llevaran a mí... él perdería su... su libro parlante. ¿Es eso lo que soy para él? Creo que sí lo soy...
Siguió pensando, en silencio. Había estado tan solo... nadie sabría nunca hasta qué punto había estado solo. Algunas veces, había llegado a considerar seriamente el suicidio. Él no servía para ermitaño. Las voces que oía procedían de la radio. La gente que veía estaba al otro lado de un cuadrado de cristal sucio. Era viejo y, aunque temía a la muerte, temía muchísimo más el ser un viejo que está solo.
A veces, su vejiga le engañaba. Estaba a medio camino del cuarto de baño cuando una mancha oscura se extendía por sus pantalones. En el tiempo húmedo, sus articulaciones empezaban primero a palpitar y a clamar luego y algunos días había llegado a tomarse un bote entero de calmante para la artritis entre el amanecer y el atardecer... y, aun así, la aspirina sólo calmaba el dolor. Incluso actos como sacar un libro de la estantería o cambiar de canal la televisión le resultaban una prueba dolorosa. Y no veía bien, le fallaba la vista. A veces tropezaba con las cosas, se despellejaba las espinillas, se daba golpes en la cabeza. Vivía con el constante temor de romperse un hueso y no poder llegar hasta el teléfono, y con el constante temor de que, si llegaba, algún médico descubriera luego su auténtico pasado, al sospechar del inexistente historial médico del señor Denker.
El chico había aliviado en parte todo aquello. Cuando estaba con él, podía recordar los viejos tiempos; sus recuerdos de aquella época eran perversamente claros. Soltaba un catálogo aparentemente interminable de nombres y sucesos, incluso del tiempo de tal y cual día. Recordaba al detective Henreid, que manejaba una ametralladora en la torre noreste, y el bulto que el detective Henreid tenía entre los ojos. Algunos hombres le llamaban Tres Ojos y Viejo Cíclope. Y recordaba a Kessel, que tenía una foto de su novia desnuda, echada en un sofá con las manos tras la cabeza. Kessel mandaba a los hombres que miraran la foto. Y recordaba los nombres de los médicos y sus experimentos: umbrales de dolor, ondas cerebrales de hombres y mujeres muertos, efectos de diferentes tipos de radiación, y muchos más. Cientos más.
Suponía que hablaba al chico tal como suelen hablar todos los viejos, pero imaginaba que era más afortunado que la mayoría de los viejos cuyo público mostraba impaciencia, desinterés o manifiesta descortesía. SM público se mostraba absolutamente fascinado.
¿Era un precio demasiado alto el tener unas pesadillas?
Apagó el cigarrillo aplastándolo y se quedó un momento mirando el techo; luego columpió sus pies hacia el suelo. Suponía que él y el chico eran repugnantes, alimentándose el uno del otro de aquella forma, devorándose mutuamente. Si a su propio estómago le resultaba penoso a veces digerir la siniestra aunque rica comida que compartían por la tarde en la cocina... ¿cómo la digeriría el chico? ¿Dormiría bien? Tal vez no. Ültimamente, le parecía que el chico estaba pálido y más delgado que cuando había irrumpido por vez primera en su vida.
Cruzó la habitación y abrió la puerta del armario. Tanteó las perchas a su derecha, buscando a oscuras y sacó el falso uniforme. Colgaba de su mano como una piel de buitre. Lo tocó con la otra mano... lo palpó... y luego lo acarició.
Después de largo rato, lo descolgó y se lo puso, vistiéndose lentamente, sin mirarse al espejo hasta terminar de abotonarlo y abrocharlo (el falso cierre de cremallera también).
Luego se contempló en el espejo y movió la cabeza.
Volvió a la cama, se echó y fumó otro cigarrillo. Cuando lo terminó tenía sueño. Apagó la lamparilla, sin creer que pudiera ser tan fácil. Pero a los cinco minutos estaba dormido y esta vez su sueño fue reposado y sin pesadillas.
8
Febrero, 1975
Después de la cena, Dick Bowden sacó un coñac que a Dussander le pareció realmente detestable. Aunque, por supuesto, sonrió ampliamente y lo alabó en exceso. La esposa de Bowden sirvió al chico un batido de chocolate. El chico había permanecido insólitamente callado durante toda la cena. ¿Preocupado? Sí. Por alguna razón, el chico parecía muy preocupado.
Dussander había cautivado a Dick y a Monica Bowden desde el momento en que él y el chico llegaron. El chico había explicado a sus padres que la vista del señor Dussander era bastante peor de lo que en realidad era (por lo cual el pobre señor Dussander necesitaba lazarillo, pensó Dussander fríamente) porque eso explicaba toda aquella lectura que se suponía que Todd hacía para el señor Dussander. Dussander había sido sumamente cauto al respecto y creía no haber cometido ningún error.
Se había puesto su mejor traje y, pese a que la noche era húmeda, su artritis se había portado extraordinariamente bien (nada más que una punzada ocasional). Por alguna absurda razón, el chico había querido que dejara el paraguas en casa, pero él había insistido. En conjunto, la velada había resultado agradable y bastante estimulante. Con o sin coñac detestable, hacía nueve años que no salía a cenar fuera de casa.
Durante la cena habló de Essen, de la reconstrucción de la Alemania posbélica (Bowden le había planteado varias preguntas inteligentes sobre el tema y parecía impresionado por las respuestas de Dussander) y de los escritores alemanes. Monica Bowden le había preguntado cómo es que había ido a Estados Unidos siendo ya tan mayor, y Dussander, adoptando una expresión de pesadumbre miope, le había hablado de la muerte de su imaginaria esposa. Monica Bowden era empalagosamente amable y comprensiva.
Y ahora, sobre la copa de aquel infecto coñac, Dick Bowden dijo:
—Por favor, señor Denker, no me responda si lo considera demasiado personal... pero no dejo de preguntarme qué hizo usted en la guerra.
El chico se puso rígido, aunque apenas perceptiblemente.
Dussander sonrió y buscó a tientas sus cigarrillos. Podía verlos perfectamente, pero era importante no cometer el más minimo error. Monica se los puso en la mano.
—Gracias, querida señora. La cena estuvo soberbia. Es usted una excelente cocinera. Mi propia esposa nunca lo hizo mejor.
Monica le dio las gracias y pareció turbada. Todd dirigió a su madre una mirada furiosa.
—Nada personal en absoluto —dijo Dussander, encendiendo el cigarrillo y volviéndose hacia Bowden—. Estuve en la reserva a partir de 1943, igual que todos los hombres hábiles demasiado mayores ya para estar en el servicio activo. Entonces las cosas estaban mal para el Tercer Reich y para los dementes que lo crearon. Para uno en particular, claro.
Apagó la cerilla con aire solemne,
—Fue un gran alivio cuando la opinión se volvió contra Hitler. Un gran alivio. Por supuesto —y en este punto, miró cautivadoramente a Bowden, de hombre a hombre—. Pero, claro, había que ser muy cauto y no expresar ese sentimiento... No en voz alta.
—Ya lo supongo —dijo con respeto Dick Bowden.
—No —dijo Dussander con gravedad—. No en voz alta. Recuerdo una noche en que cuatro o cinco, amigos todos, paramos en un Ratskeller, una bodega, a tomar un trago después del trabajo (por entonces no siempre había aguardiente, ni siquiera cerveza, pero precisamente aquella noche había ambas cosas). Hacía más de veinte años que nos conocíamos todos. Y uno del grupo, Hans Hassler, mencionó de pasada que tal vez el Führer no hubiera sido bien aconsejado en lo de abrir un segundo frente contra los rusos. Yo le dije: «¡Hans, por amor de Dios, ten cuidado con lo que dices!» El pobre Hans palideció y cambió de tema. Pero tres días después desapareció. No volví a verle, y, por lo que sé, ninguno de los que estábamos sentados a la misma mesa aquella noche volvió a verle.
—¡Qué horrible! —dijo Monica sin aliento—. ¿Más coñac, señor Dussander?
—No, gracias —le sonrió—. Mi esposa tenía un dicho aprendido de su madre: «Jamás te excedas en lo sublime».
El gesto hosco de Todd se agudizó levemente.
—¿Cree que le enviarían a uno de los campos? —preguntó Dick—. ¿A su amigo Hessler?
—Hassler —corrigió amablemente Dussander. Adoptó una expresión grave—. A muchos los mandaban a los campos. Los campos... serán la vergüenza del pueblo alemán durante mil años. Son el verdadero legado de Hitler.
—Bueno, yo creo que eso es demasiado duro —dijo Bowden, encendiendo la pipa y expulsando una asfixiante nube de humo—.. Según he leído, la mayor parte del pueblo alemán ignoraba por completo lo que estaba sucediendo. Por ejemplo, los que vivían en los alrededores de Auschwitz creían que era una fábrica de salchichas.
—¡Oh, qué espanto! —dijo Monica, e hizo a su marido un gesto para que dejaran el tema. Luego se volvió a Dussander y sonrió—. Me encanta el olor de la pipa, ¿y a usted, señor Denker?
—Pues realmente sí, señora —dijo Dussander. A él le producía unas ganas incontrolables de estornudar.
Súbitamente, Bowden tendió la mano por encima de la mesa y palmeó a su hijo en el hombro. Todd se sobresaltó.
—Estás muy callado esta noche, hijo. ¿Te encuentras bien?
Todd les dedicó su peculiar sonrisa que parecía dividida entre su padre y Dussander.
—Perfectamente. Pero recuerda que ya he oído muchas de esas historias antes.
—¡Todd! —dijo Monica—. ¡Eso no es...!
—El chico sólo dice la verdad —dijo Dussander—.
Un privilegio de los chicos al que los adultos a menudo han de renunciar. ¿Eh, señor Bowden?
Dick asintió y sonrió.
—Quizás pueda acompañarme Todd caminando hasta casa —dijo Dussander—. Supongo que tendrá que estudiar.
—Todd es un alumno muy aventajado —dijo Monica, aunque hablaba casi maquinalmente, mirando a Todd de forma un tanto enigmática—: Suele sacar sobresaliente en todo. El último trimestre sacó una C. Pero ha prometido sacar mejor nota en francés también en marzo, ¿verdad, cariño?
Todd dedico a su madre de nuevo su peculiar sonrisa, y asintió.
—No hace falta que camine —dijo Dick—. Con mucho gusto le llevaré en coche.
—Paseo para tomar el aire y para hacer ejercicio —dijo Dussander—. Realmente he de hacerlo, a no ser que Todd prefiera no pasear...
—Oh, no, me gusta pasear —dijo Todd, y su padre y su madre le contemplaron radiantes.
Habían llegado casi a la esquina de la casa de Dussander cuando Dussander rompió el silencio. Lloviznaba y él mantenía el paraguas sobre ambos. Y aun así, su artritis seguía tranquila, dormitando. Era asombroso.
—Eres como mi artritis —dijo.
—¿Qué? —dijo Todd, alzando la cabeza.
—Ni tú ni ella tenéis mucho que decir esta noche. ¿Qué le pasa a tu lengua, chico? ¿Ha sido el gato o el corvejón?
—Nada —dijo Todd. Doblaron hacia la calle de Dussander.
—Tal vez pueda adivinarlo —dijo Dussander, no sin un toque de malicia—. Cuando viniste a buscarme, temías que pudiera meter la pata... «dejar escapar al gato del saco», como decís vosotros. No obstante, estabas decidido a seguir adelante con la cena porque habías agotado las excusas. Y ahora te sientes desconcertado por el simple hecho de que todo haya ido bien. ¿No es cierto?
—¿Qué más da? —dijo Todd, encogiéndose de hombros, malhumorado.
—¿Por qué no iba a ir bien todo? —exigió saber Dus-sander—. Antes de que tú nacieras, yo ya sabía fingir. Tú sabes guardar un secreto bastante bien, te lo concedo. Te lo concedo encantado. ¿Pero te has fijado en mí esta noche? Sencillamente les cautivé. ¡Les cautivé!
Todd explotó:
—¡No tenía por qué hacerlo!
Dussander se paró en seco y se volvió a mirar fijamente a Todd.
—¿No tenía que hacerlo? ¿No? Creí que era precisamente lo que tú querías, chico. Ahora seguro que no se opondrán en absoluto a que sigas viniendo a «leerme».
—Se siente muy seguro y da demasiadas cosas por supuesto —dijo Todd irritado—. Tal vez haya conseguido ya todo lo que quería de usted. ¿Acaso cree que alguien me obliga a venir a su pocilga a ver cómo se atiborra de alcohol como esos viejos sacos de pulgas vagabundos que merodean por la estación vieja? ¿Acaso es eso lo que cree? —su voz había adquirido un tono agudo, vacilante, histérico—. Pues nadie me obliga a venir. Vendré si me da la gana. Y si no, no vendré.
—Baja la voz. Van a oírte.
—¿Y qué más da? —dijo Todd, pero empezó a caminar de nuevo. Deliberadamente, caminaba fuera del paraguas.
—Desde luego, nadie te obliga a venir —dijo Dussander. Y luego dejó caer, con toda intención—: En realidad, me parecería muy bien que no volvieras. Créeme, chico. No me molesta en absoluto beber solo. En absoluto.
Todd le miró despectivamente.
—¿Le encantaría, eh?
Dussander se limitó a sonreír evasivamente.
—Muy bien, pues no cuente con ello.
Habían llegado al camino de cemento que llevaba a las escaleras de la puerta de casa de Dussander. Dussander hurgó en el bolsillo buscando la llave. La artritis chispeó un instante en las articulaciones de sus dedos y se calmó enseguida, esperando. Dussander pensó que ahora sabía lo que estaba esperando su artritis: estaba esperando que volviera a estar solo. Entonces aparecería de nuevo.
—Le diré algo —dijo Todd. Parecía extrañamente sofocado—. Si mis padres supieran lo que fue usted, si alguna vez se lo dijera, le escupirían y luego le echarían a patadas.
Dussander miró fijamente a Todd en la lluviosa oscuridad. El muchacho le miraba a su vez desafiante, pero estaba pálido, estaba bastante ojeroso y todo en su rostro parecía indicar que cavilaba y pensaba muchas horas mientras los demás dormían.
—Estoy absolutamente seguro de que no les produciría más que repugnancia —dijo Dussander, aunque, para sus adentros, creía que Bowden padre contendría su repugnancia lo suficiente para hacerle algunas de las preguntas que su hijo ya le había hecho—. Sólo repugnancia. Pero, ¿qué crees tú que sentirían por ti, chico, si les contara que lo sabes todo de mí desde hace ocho meses y que no les habías dicho nada?
Todd le miró silencioso en la oscuridad.
—Ven a visitarme si te apetece —concluyó Dussan der con indiferencia—. Y quédate en casa si no te apetece venir. Buenas noches, chico.
Se encaminó hacia la puerta principal de su casa, dejando a Todd allí quieto en la lluvia y mirándole con la boca ligeramente entreabierta.
A la mañana siguiente durante el desayuno, Monica dijo:
—A tu padre le cayó muy bien el señor Denker, Todd. Dice que le recuerda a tu abuelo.
Todd murmuró algo ininteligible en torno a su tostada. Monica miró a su hijo y se preguntó si habría dormido bien. Estaba pálido. Y aquel inexplicable bajón de sus notas... Todd nunca había sacado notas tan bajas.
—¿Te encuentras bien, Todd?
Él la contempló con expresión vacía un instante; luego, aquella sonrisa radiante cubrió su cara, cautivándola, tranquilizándola... Tenía una pizca de confitura de fresa en la barbilla.
—Claro —le contestó—. Perfectamente.
—Niño-Todd —dijo ella.
—Niña-Monica —respondió él, y ambos se echaron a reír.
9
Marzo, 1975.
—Gatito-gatito —decía Dussander—. Ven aquí, minino. Miss, miss. Miss, miss.
Estaba sentado en la pequeña escalinata de la parte de atrás de la casa; junto a su pie derecho había un cuenco de plástico rosa lleno de leche. Era la una y media. El día era nublado y cálido. El fuego de arbustos que había a lo lejos, hacia el oeste, impregnaba el aire de un aroma otoñal que contradecía extrañamente el calendario. El chico, si es que llegaba, llegaría dentro de una hora. El chico ya no le visitaba todos los días. En lugar de siete días a la semana, ahora sólo iba a verle cuatro o cinco. Poco a poco había empezado a desarrollarse en su interior una sospecha: la de que el chico tenía problemas personales.
—Gatito, gatito —instaba Dussander.
El gatito estaba al fondo del patio, sentado en un montón de maleza junto al seto. Tenía el mismo aspecto harapiento que la maleza en la que se sentaba. Cada vez que Dussander hablaba, el gato atiesaba y adelantaba las orejas. No quitaba ojo al cuenco de plástico rosa lleno de leche.
Tal vez, pensaba Dussander, el chico tenga problemas con sus estudios. O pesadillas por la noche. O las dos cosas.
Lo último le hizo sonreír.
—Gatito, gatito —repitió con dulzura. El gato volvió a estirar las orejas. No se movió, todavía no; pero seguía estudiando la leche.
En realidad, Dussander había estado agobiado con sus propios problemas. Hacía dos o tres semanas que se ponía el uniforme de SS a modo de grotesco pijama para acostarse y el uniforme había contenido el insomnio y las pesadillas. Al principio, su sueño había sido tan profundo y tranquilo como el de un leñador. Luego, las pesadillas habían vuelto, no poco a poco, sino de repente y peores que nunca. Los sueños en los que corría y también los sueños de los ojos. Corría por una selva empapada y las pesadas hojas y las ramas empapadas le golpeaban la cara, dejando gotas que parecían savia o... sangre. Correr y correr... los ojos luminosos rodeándole siempre, atisbándole impasibles hasta que llegaba a un claro. En la oscuridad, más que ver sentía la pendiente elevación que empezaba al otro extremo del claro. En la cima de aquella elevación estaba Patín, sus edificios bajos de cemento y los patios rodeados de alambre de púas y alambradas electrificadas, las torre-tas de vigilancia alzándose como acorazados marcianos sacados de La guerra de los mundos. Y en el centro, gigantescos almiares lanzando humo al cielo; y bajo aquellas columnas de ladrillo estaban los hornos alimentados y listos para funcionar, brillando en la noche como los ojos de enfurecidos diablos. Habían contado a los habitantes de la zona que los prisioneros de Patin hacían ropa y velas y naturalmente los lugareños no lo habían creído más de lo que creyeran los lugareños de los alrededores de Auschwitz que el campo era una fábrica de salchichas. Poco importaba.
Mirando hacia atrás por encima del hombro en su sueño, al fin les había visto saliendo del escondite, los muertos inquietos, los luden, arrastrando los pies hacia él con números azules brillando en la piel lívida de sus brazos extendidos, sus manos como garras, sus rostros no ya inexpresivos sino animados por el odio, avivados por la venganza, encendidos por el ansia de matar. Los niñitos corrían vacilantes junto a sus madres y los abuelos se apoyaban en sus hijos de mediana edad. Y la expresión que dominaba en todos los rostros era la desesperación.
¿Desesperación? Sí. Porque, en los sueños, él sabía (y ellos lo sabían también) que si conseguía alcanzar la cima estaría a salvo. Aquí abajo, en estos llanos pantanosos y húmedos, en esta jungla en que las plantas que florecían de noche exudaban sangre en vez de savia, era un animal atrapado... una presa. Pero allá arriba era él quien mandaba. Si esto era una jungla, el campo de la cima era un zoo, todas las fieras salvajes bien seguras en sus jaulas, y él era el guardián jefe cuya tarea consistía en decidir a quién se alimentaría, cuál sería entregado a los viviseccionistas, a cuáles se permitiría vivir, cuáles serían conducidos al matadero en el furgón de carga.
Y empezaba a subir por la colina, avanzando con la lentitud del sueño. Sentía las primeras manos esqueléticas alrededor del cuello, sentía su aliento frío y pestilente, el hedor de su putrefacción, oía sus salvajes alaridos de triunfo cuando caían sobre él cuando ya la salvación estaba no sólo a la vista sino casi al alcance de la mano...
—Gatito, gatito —llamaba Dussander—. Leche, mira, leche rica.
Al fin el gato se movió. Cruzó la mitad del patio y volvió a sentarse, pero como provisionalmente, moviendo el rabo inquieto. No se fiaba de él, no. Pero Dussander sabía que olería la leche; era optimista. Antes o después, se acercaría al cuenco.
En Patín jamás había existido problema de contrabando. Algunos prisioneros ingresaban con sus objetos de valor incrustados en el culo en bolsitas de gamuza (y a menudo aquellos objetos de valor no valían absolutamente nada: fotografías, rizos, bisutería); se los introducían y a menudo los empujaban con palos para conseguir que pasaran la zona de seguridad, para meterlos tan arriba que ni siquiera los dedos largos del encargado de tal tarea al que llamaban Dedos-hediondos pudiera descubrirlos. Recordaba a una mujer que tenía un pequeño diamante, defectuoso, según se descubriría, que en realidad no valía absolutamente nada, pero que llevaba en su familia pasando de madre a hija seis generaciones (o al menos eso era lo que ella decía, aunque era judía y, claro, todos los judíos mentían). Se lo tragó antes de entrar en Patin. Cuando salía con sus excrementos, volvía a tragárselo. Y así siguió haciéndolo, pese a que el diamante empezó a producirle cortes y sangraba.
Se practicaron también otros trucos, aunque en general para ocultar artículos insignificantes como tabaco o una o dos cintas del pelo. No importaba. En la habitación que Dussander utilizaba para interrogar a los prisioneros había un hornillo y una mesa de cocina cubierta con un mantel de cuadros rojos muy parecido al que había ahora en su propia cocina. Y siempre había sobre el hornillo un estofado de cordero hirviendo suavemente. Cuando se sospechaba la posibilidad de contrabando (¿y cuándo no?) se llevaba a aquella habitación a un miembro de la camarilla de la que se sospechaba. Dussander solía colocarles junto al hornillo, donde flotaba el apetitoso aroma del estofado. Y solía preguntarles con amabilidad: Quién. ¿Quién está ocultando oro? ¿Quién está ocultando joyas? ¿Quién tiene tabaco? ¿Quién dio a la mujer Givenet la pastilla para su hijo? ¿Quién? Nunca se prometía específicamente el estofado. Pero su aroma siempre acababa soltándoles la lengua. Claro que una cachiporra habría producido los mismos resultados. O el cañón de un fusil bien hundido en su inmunda entrepierna. Pero el estofado era... era elegante. Sí.
—Gatito, gatito —gritaba Dussander. El gato adelantó los orejas. Se levantó a medias, pero luego recordó vagamente alguna lejanísima patada o tal vez una cerilla que le había chamuscado los bigotes y volvió a sentarse sobre los cuartos traseros. Pero pronto se decidiría.
Dussander había encontrado el medio de apaciguar su pesadilla. En cierta forma, consistía simplemente en ponerse el uniforme de SS... aunque adquiría una significación más poderosa. Estaba satisfecho de sí mismo, sólo lamentaba que no se le hubiera ocurrido antes. Suponía que debía agradecer al chico este nuevo método de tranquilizarse, por mostrarle que la clave de los terrores del pasado no estaba en el rechazo sino en la contemplación e incluso en algo parecido a un abrazo de amigo. Era cierto que antes de la inesperada llegada del chico el verano pasado hacía mucho tiempo que no tenía pesadillas, pero ahora creía que había llegado a un acuerdo de cobarde con su pasado. Se había obligado a renunciar a una parte de sí mismo. Ahora lo había recuperado.
—Gatito, gatito —llamaba Dussander, y una sonrisa invadió su rostro, una sonrisa agradable, una sonrisa tranquila, la sonrisa de todos los viejos que de una u otra forma han recorrido los crueles caminos de la vida y han llegado hasta un lugar seguro, relativamente ilesos y con cierta cordura al menos.
El gato alzó los cuartos traseros, dudó aún otro momento y cruzó corriendo con agilidad lo que quedaba del patio. Subió los peldaños, lanzó a Dussander una última mirada de desconfianza, echando hacia atrás las orejas mordidas y costrosas; luego empezó a beber la leche.
—Rica leche —dijo Dussander, poniéndose unos guantes de goma que llevaba todo el rato en su regazo—. Buena leche para un gatito bueno.
Había comprado los guantes en el supermercado. Los estaba mirando y una mujer mayor le observó con aprobación, e incluso especulativamente. Los anunciaban por televisión. Tenían puños. Eran tan flexibles que teniéndolos puestos podías recoger una moneda e diez centavos.
Frotó la espalda al gato con un dedo verde y le habló con dulzura. El animal empezó a arquear la espalda al ritmo de las caricias.
Justo antes de que el cuenco quedara completamente vacío, le atrapó.
El animal revivió eléctricamente en sus manos hinchadas, retorciéndose y dando tirones, arañando la goma. Su cuerpo se estiraba y encogía elásticamente y Dussander no estaba seguro de que, si sus garras o dientes le enganchaban, el animal sería el ganador. Era un viejo luchador. Se necesita uno para reconocer a otro, pensó Dussander, sonriendo.
Manteniéndolo con prudencia separado del propio cuerpo, la mueca de dolor estampada en el rostro, Dussander empujó la puerta de atrás con el pie y entró en la cocina. El gato gritaba y se retorcía y procuraba rasgar los guantes de goma. Bajó de repente la cabeza felina y mordió un dedo verde.
—Gatito malo —dijo Dussander riñéndole.
La puerta del horno permanecía abierta. Dussander echó al gato dentro. Al soltarse de los guantes se produjo un sonido de desgarro. Dussander cerró la puerta del horno con una rodilla y sintió una dolorosa punzada de la artritis. Pero aun así siguió sonriendo. Respirando con dificultad, casi jadeando, se apoyó un momento en el horno con la cabeza baja. Era un horno de gas. Prácticamente sólo lo, utilizaba para calentar alimentos preparados y para matar gatitos abandonados.
Subiendo los quemadores sólo se oían débilmente los arañazos y aullidos del gatito para que le dejaran salir.
Dussander puso el horno al máximo. Se produjo un ¡pop! audible cuando la chispa piloto del horno encendió dos hileras dobles de gas siseante. El gato dejó de aullar y empezó a gritar. Parecía... sí, parecían los gritos de un niñito. Un niñito que soportara dolores fortísimos. Esta idea hizo a Dussander sonreír aún más ampliamente. El corazón le atronaba en el pecho. El gato arañaba y se retorcía en el horno, gritando aún. Pronto empezaría a llenar la estancia un intenso olor a quemado.
A la media hora, sacó los restos del gato del horno sirviéndose de un trinchante que había comprado por dos dólares noventa centavos en el centro comercial que quedaba a menos de dos kilómetros.
Metió el cadáver achicharrado del gato en un saquito de harina vacío. Lo bajó al sótano. El sótano tenía el suelo de tierra. Poco después, Dussander volvió a la cocina. La perfumó con un pulverizador hasta que apestara a esencia artificial de pino. Abrió todas las ventanas. Lavó el trinchante y lo colgó en su sitio en el tablero de utensilios. Luego, se sentó a esperar y ver si llegaba el chico. La sonrisa no se borraba de su cara.
Todd llegó unos cinco minutos después de que Dussander hubiera renunciado a verle aquel día. Llevaba una chaqueta gruesa con los colores del colegio. Y también una gorra de béisbol de los Padres de San Diego. Y los libros bajo el brazo.
—¡Puaf! —dijo, entrando en la cocina y arrugando la nariz—. ¿A qué huele aquí? Es horrible.
—Usé el horno —dijo Dussander, encendiendo un cigarrillo—. Me temo que quemé la cena. Tuve que tirarla.
Un día, a finales de aquel mismo mes, el chico llegó más pronto de lo normal, mucho antes de la salida del colegio. Dussander estaba sentado en la cocina, bebiendo bourbon añejo de una taza desconchada y descolorida. Tenía la mecedora en la cocina ahora y estaba bebiendo y meciéndose, meciéndose y bebiendo, golpeando con las pantuflas el desvaído suelo de linóleo. Estaba agradablemente animado. Justo hasta la noche anterior no había vuelto a tener malos sueños en absoluto. Ni desde el gato con las orejas mordidas. Sin embargo, la noche anterior había tenido un sueño especialmente horrible. No podía negarlo. Le habían agarrado cuando ya llegaba a la mitad de la colina y habían empezado a hacerle cosas abominables antes de que consiguiera despertarse. Pero tras su convulsiva vuelta inicial al mundo de lo real, se había sentido seguro. Podía terminar los sueños en cuanto quisiera. Quizás un gato no bastara esta vez. Persistía siempre el ruido sordo de los perros. Sí, siempre aquel sonido.
Todd apareció súbitamente en la cocina, pálido y tenso. Había adelgazado, desde luego, pensó Dussander. Y había en sus ojos un resplandor vacuno y extraño que a Dussander no le gustaba en absoluto.
—Tendrá que ayudarme —le dijo, con urgencia y desafío.
—¿De veras? —dijo Dussander con suavidad, pero en su interior se alzó el recelo.
Procuró mostrarse imperturbable cuando Todd tiró los libros sobre la mesa con un golpe súbito y malicioso. Uno de ellos resbaló por el hule y aterrizó en forma de tienda de campaña en el suelo a los pies de Dussander.
—Sí, no tendrá más remedio —dijo Todd chillando—. ¡Puede usted creerlo! Porque esto es culpa suya. ¡Culpa suya y de nadie más! —manchitas rojas de excitación se agolparon en sus mejillas—. Pero tendrá que ayudarme a salir del atolladero, porque le tengo atrapado. ¡Le tengo justo donde quería!
—Te ayudaré como pueda —dijo Dussander con calma.
Vio que había cruzado las manos delante sin pensar siquiera en ello. Tal como solía hacer en otros tiempos. Se inclinó hacia adelante en la mecedora justo hasta que su mentón quedó sobre sus manos cruza das... tal como solía hacer en otros tiempos. Su expresión era sosegada, amistosa e inquisitiva; no manifestaba ninguno de sus crecientes temores. Así sentado, casi podía imaginar un puchero de estofado de cordero haciéndose en la cocina detrás suyo.
—Dime cuál es el problema.
—Éste es el maldito problema —dijo Todd maliciosamente, y tiró un cuadernillo a Dussander.
Saltó en su pecho, aterrizó en su regazo. Dussander se sintió momentáneamente desconcertado por el ardor de la furia que se alzó en su interior: una imperiosa necesidad de levantarse y abofetear con fuerza al chico. Pero se contuvo y siguió mostrando la misma expresión afable. Se trataba del boletín de notas del colegio, según vio, aunque el colegio parecía ridiculamente empeñado en ocultar tal hecho. En lugar de informe de notas o boletín de notas lo denominaban Informe Trimestral de Aprovechamiento. Dussander gruñó ante tal hecho y abrió el boletín.
Cayó del mismo una cuartilla mecanografiada. La dejó a un lado para análisis posterior y concentró primero su atención en las notas del chico.
—Parece que te has derrumbado, querido mío —dijo Dussander, no sin cierta satisfacción.
El chico había aprobado sólo inglés e historia. Lo demás eran suspensos.
—No es culpa mía —siseó venenosamente Todd—. Es culpa suya. Todas esas historias. Me producen pesadillas, ¿lo sabía, eh? Me siento y abro los libros y empiezo a pensar en todo lo que me haya contado ese día y no vuelvo a enterarme de nada hasta que oigo a mi madre diciéndome que es hora de acostarme. Bueno, pues eso no es culpa mía. ¡No lo es! ¡No lo es! ¿Me ha oído?
—¡Te oigo perfectamente! —dijo Dussander, y leyó la nota mecanografiada que había sido incluida en el boletín de notas.
Queridos Sres. Bowden:
Estas líneas son para sugerirles la conveniencia de reunimos para hablar de las notas del segundo y tercer trimestre de Todd. En vista de la excelente labor previa de Todd, sus notas actuales parecen indicar que algún problema concreto esté influyendo negativamente en su rendimiento escolar. A menudo un problema así puede resolverse mediante su análisis franco y sincero.
Debo señalar que, aunque Todd haya aprobado el semestre, podría suspender a fin de curso algunas asignaturas, a menos que mejore radicalmente en su último trimestre. Los suspensos podrían significar escuela de verano para evitar repetir curso y problemas aún mayores después.
He de señalar también que Todd está en la sección universitaria y que su labor este curso hasta la fecha es muy inferior a los niveles de admisión. Y también es inferior al nivel de aptitud escolar establecido en las pruebas oficiales.
Quedo a su disposición para fijar la fecha de nuestra entrevista. Recuerden, por favor, que, en casos como éste, cuanto antes mejor.
Sinceramente suyo,
EDWARD FRENCH
—¿Quién es este Edward French? —preguntó Dus-sander, volviendo a colocar la nota en el boletín (maravillado aún, en parte, por el amor de los norteamericanos por la jerigonza; ¡semejante misiva para comunicar a los padres que su hijo iba mal en los estudios!), y luego volvió a cruzar las manos. Su presentimiento de desastre inminente era más intenso que nunca, pero se negó a ceder al mismo. Un año atrás, lo habría hecho; un año atrás estaba preparado para el desastre. Ahora no lo estaba, aunque parecía que el maldito chico se lo traería de todas formas—. ¿Es el director del colegio?
—¿Ed? No, por Dios. Él es el asesor escolar.
—¿Asesor escolar? ¿Qué es eso?
—Puede deducirlo —dijo Todd. Estaba casi histérico—. Ha leído la maldita nota, ¿verdad? —paseó de prisa por la habitación, lanzando miradas ofuscadas y rápidas a Dussander—. Pero no permitiré que nada de eso suceda. No voy a ir a ninguna maldita escuela de verano. De eso, nada. Mi papi y mi mami van a ir a Hawai en el verano y yo iré con ellos —señaló el boletín que estaba en la mesa—. ¿Sabe qué hará mi padre si ve esto?
Dussander negó con la cabeza.
—Me lo sacará todo. Todo. Sabrá que es culpa suya. No podría ser ninguna otra cosa, porque es el único cambio. Insistirá e insistirá hasta que consiga sacármelo todo. Y entonces... entonces... ya puedo prepararme.
Miró a Dussander con resentimiento.
—Me vigilarán. Diablos, hasta puede que me lleven a que me vea un médico, no sé. ¿Cómo puedo saberlo? Pero de eso, nada; no pienso ir a ninguna maldita escuela de verano.
—O al reformatorio —dijo Dussander. Lo dijo con absoluta calma.
Todd dejó de dar vueltas por la habitación. Se quedó completamente quieto. Sus mejillas y su frente, pálidas ya, palidecieron aún más. Miró fijamente a Dussander y lo intentó dos veces, antes de conseguir hablar.
—¿Qué? ¿Qué es lo que acaba de decir?
—Querido chico —dijo Dussander, adoptando un aire de paciencia infinita—. Llevo los últimos cinco minutos oyéndote lloriquear y gimotear, y todos tus gimoteos y lamentaciones llevan a la conclusión de que tienes problemas. Pueden descubrirte. Puedes verte en una situación realmente difícil. —Viendo que al fin el chico estaba pendiente de sus palabras, tomó pensativamente un sorbo de bourbon—. Querido mío —prosiguió—, es muy peligroso que adoptes esa actitud. El daño potencial es mucho mayor para mí. Te preocupa tu boletín de notas. ¡Puaf! ¡Mira lo que hago con tu boletín de notas!
Lo empujó con un dedo amarillento y lo tiró de la mesa al suelo.
—Yo me preocupo por mi vida.
Todd no contestó; seguía mirando a Dussander con aquella expresión vacía, levemente enajenada.
—Los israelíes no se amilanarán por el hecho de que tengo ya setenta y seis años. Allá son aún muy partidarios de la pena de muerte, ya sabes, en especial cuando el individuo que está en el banquillo es un criminal de guerra nazi relacionado con los campos...
—Pero usted es ciudadano norteamericano —dijo Todd—. Estados Unidos no les permitiría llevárselo. He leído sobre eso. Yo...
—Tú lees mucho pero no escuchas nada. ¡No soy ciudadano norteamericano! Mis papeles me los proporcionó la Cosa Nostra. Me deportarían; y los agentes is-raelíes estarían esperándome donde desembarcara.
—Supongo que le colgarían —susurró Todd, apretando los puños y bajando la vista hacia ellos—. Fui un loco por mezclarme con usted, en primer lugar.
—Sin duda —dijo Dussander, y sonrió; una sonrisa casi imperceptible—. Pero ya lo has hecho. Tenemos que vivir en el presente, chico, no en el pasado... Tienes que entender que ahora tu destino y el mío están inextricablemente entrelazados. Si tú me echas los perros, como reza el dicho, ¿crees que yo dudaré lo más mínimo en echártelos a ti? Setecientos mil murieron en Patín. Para el mundo en general yo soy un asesino, un monstruo, incluso el carnicero en que me convertirían las publicaciones sensacionalistas. Y tú no eres más que un accesorio de todo eso, querido chico. Tu delito consiste en conocer a un extranjero en la ilegalidad y no haberle denunciado. Pero, si me atrapan, contaré a todo el mundo sobre ti. Cuando los reporteros me pongan los micrófonos delante repetiré tu nombre hasta desgañitarme. «Todd Bowden, sí... ése es su nombre. ¿Desde cuándo? Hace casi un año. Quería saberlo todo... todos los detalles sustanciosos. Ésa fue su expresión, sí: "Todos los detalles sustanciosos".»
Todd había dejado de respirar. Su piel parecía transparente. Dussander le contemplaba sonriendo. Tomó un sorbo de bourbon.
—Creo que te meterán en la cárcel. Pueden llamarle reformatorio, o correccional (suelen tener nombres extravagantes para eso, como este «Informe Trimestral de Aprovechamiento») —torció el labio—, pero, le llamen como le llamen, tendrá rejas en las ventanas.
Todd se humedeció los labios.
—Diré que miente. Les diré que acabo de enterarme. Y me creerán a mí, no a usted. Será mejor que lo recuerde.
Dussander seguía sonriendo levísimamente.
—Creía que me habías dicho que tu padre te lo sacaría absolutamente todo.
Todd habló despacio, tal como habla una persona cuando comprensión y verbalización se producen simultáneamente.
—Tal vez no. Tal vez no en este caso. No se trata ahora simplemente de haber roto un cristal de una pedrada.
Dussander se sobresaltó interiormente. Sospechaba que el razonamiento del chico era correcto... Habiendo todo lo que había en juego, podría ser capaz de convencer a su padre. Después de todo, enfrentado a una verdad tan desagradable, ¿qué padre no desearía dejarse convencer?
—Tal vez sí. Tal vez no. ¿Pero cómo les explicarías lo de todos esos libros que tenías que leerme porque el pobre señor Denker está casi ciego? Mi vista ya no es lo que era, claro, pero aún puedo leer perfectamente con gafas. Y puedo demostrarlo.
—¡Diría que me engañó!
—¿Sí? ¿Y qué razón alegarías para tal engaño?
—Pues... pues, amistad. Porque usted se encontraba muy solo.
Dussander reflexionó que esto estaba lo bastante cerca de la verdad para resultar creíble. Al principio, el chico habría podido hacerse creer; pero ahora el chico estaba destrozado, estaba realmente hecho trizas como una chaqueta que ha llegado realmente al límite de su utilidad. Si un niño disparara su pistola de juguete al otro lado de la calle, este chico daría un salto y gritaría como una muchachita.
—Tu boletín de notas respaldaría mi versión, además —dijo Dussander—, Robinson Crusoe no fue precisamente la causa de la caída en picado de tus notas, querido chico, ¿o sí?
—Cállese, ¿quiere? ¡Deje ya el tema de una vez!
—No —dijo Dussander—. No me callaré —encendió un cigarrillo raspando la cerilla de madera en la puerta del horno—. No hasta que consiga hacerte entender la simple verdad. Para bien o para mal, estamos juntos en esto. —Miraba a Todd a través del humo; ya no sonreía; su rostro viejo y arrugado parecía de reptil—. Te arrastraré conmigo, chico. Te lo prometo. Si sale algo a la luz, saldrá todo. De eso puedes estar seguro.
Todd le miró fijamente con expresión sombría y no contestó
.
—Ahora —dijo Dussander animoso, con el aire del individuo que ha tenido que zanjar un asunto desagradable— la cuestión es qué hacer al respecto. ¿Se te ha ocurrido algo?
—Esto arreglará el boletín de notas —dijo Todd y sacó un frasco nuevo de líquido para borrar tinta del bolsillo de la chaqueta—. En cuanto a esa maldita nota para mis padres, no tengo ni idea.
Dussander contempló el frasquito con aprobación. También él había falsificado algunos informes en sus tiempos. Cuando las cifras habían sobrepasado los límites de la fantasía... y muchísimo, muchísimo más. Y... más parecido al problema que afrontaban ahora había sido el asunto de aquellas listas en que se enumeraban los botines de guerra. Todas las semanas tenía que registrar las cajas de objetos de valor para enviarlas a Berlín en furgones especiales que parecían inmensas cajas de seguridad sobre ruedas. Acompañaba a cada caja un sobre de papel manila y en su interior una lista revisada del contenido de la caja. Muchos anillos, collares, colgantes, muchos gramos de oro. No obstante, Dussander tenía su propia caja de objetos valiosos, objetos valiosos no demasiado valiosos, pero tampoco despreciables. Jades. Turmalinas. Ópalos. Algunas perlas defectuosas. Diamantes industriales. Y cuando algún artículo de los registrados para enviar a Berlín llamaba su atención o le parecía una buena inversión, lo cambiaba por uno de su propia caja y utilizaba líquido para borrar tinta y cambiaba en la lista el uno por el otro. Se había convertido en un experto... falsificador, habilidad que le había resultado útil más de una vez después de la guerra.
—Bueno —le dijo a Todd—. En cuanto a este otro asunto...
Dussander empezó de nuevo a mecerse, sorbiendo bourbon. Todd acercó una silla a la mesa y empezó a trabajar en el boletín de notas que había recogido del suelo sin decir palabra. La serenidad externa de Dussander había producido su efecto en el chico; trabajaba en silencio, la cabeza inclinada sobre el boletín, concentrado en su tarea, como cualquier chico americano dispuesto a hacer su trabajo lo mejor posible, ya se trate de sembrar maíz, ganar las Series Mundiales de Juveniles de béisbol o falsificar las notas del colegio.
Dussander contempló el cogote del chico, ligeramente bronceado y al descubierto entre el cabello y el cuello de la camisa. Su vista vagó de allí al cajón del armario en que guardaba los cuchillos de cocina. Una estocada rápida (sabía exactamente dónde colocarla), y la médula espinal del chico quedaría cortada. Y sus labios quedarían sellados para siempre. Dussander sonrió con tristeza. Si el chico desaparecía, empezarían a hacer preguntas. Demasiadas preguntas. Y algunas se las harían a él. Aun en el caso de que no existiera la carta que guardaba el amigo, no podría soportar una inspección minuciosa. Demasiado desagradable.
—Ese tal French —dijo, dando golpecitos en la nota del asesor escolar—. ¿Conoce a tus padres en la vida social?
—¿Él? —preguntó Todd en un tono claramente despectivo—. Creo que a él ni siquiera le dejarían entrar en los sitios a los que van mis papas.
—¿Ha tenido que verles alguna vez por cuestiones profesionales? ¿Ha tenido que hablar personalmente con ellos anteriormente?
—No. Porque siempre he estado entre los primeros de mi curso. Hasta ahora.
—Entonces, ¿qué sabe de ellos? —dijo Dussander mirando vagamente el interior de su vaso casi vacío—. Bueno, ya sé que sabe cosas de ti. Seguro que tiene todos los informes tuyos que pueda necesitar. Hasta sobre las peleas que tuviste en la guardería. Pero, ¿qué es lo que sabe de ellos?
Todd retiró la pluma y el frasquito de borrador.
—Bueno, sabe sus nombres. Claro. Y la edad que tienen. Sabe que somos metodistas. No es obligatorio rellenar ese apartado, pero mis viejos lo hacen siempre. No vamos mucho, pero sabe que somos metodistas. Tiene que saber también cómo se gana mi padre la vida. Eso también figura en los formularios. Y toda esa mierda que tienen que cumplimentar todos los años. Y prácticamente creo que eso es todo.
—Si tus padres tuvieran problemas en casa, ¿se enteraría él?
—¿Qué diablos quiere decir?
Dussander se tomó de un trago el bourbon que quedaba en el vaso.
—Riñas. Discusiones. Tu padre durmiendo en el sofá. Tu madre bebiendo demasiado. La tramitación del divorcio —sus ojos resplandecían.
—En mi casa no pasa absolutamente nada de eso —dijo Todd indignado.
—Yo no he dicho que pase. Haz el favor de pensar, chico. Supongamos que en tu casa las cosas estuvieran «yéndose al infierno en tranvía», como suele decirse. Tod se limitaba a mirarle con el ceño fruncido. —Tú estarías preocupado —prosiguió Dussander—. Muy preocupado. Perderías el apetito. No podrías dormir bien. Y lo más lamentable de todo, tu trabajo escolar se resentiría, ¿no es cierto? Los niños lo pasan muy mal cuando las cosas no marchan en el hogar. —Todd comprendió por dónde iba Dussander. Asomó a sus ojos algo parecido a la gratitud. Dussander estaba satisfecho.
—Sí, es una desdichada situación, cuando la familia se tambalea al borde de la destrucción —dijo con solemnidad, sirviéndose más bourbon. Estaba ya bastante borracho—. Los dramas televisivos lo plantean todos los días con absoluta claridad. Hay amargura. Calumnias y mentiras. Y lo peor de todo es el dolor. Dolor, querido chico. No tienes ni la menor idea del infierno por el que están pasando tus padres. Están tan enfrascados en sus propios problemas que casi no les queda tiempo para los problemas de su propio hijo. Los problemas del chico parecen insignificantes comparados con los de ellos, hein? Algún día, cuando las heridas hayan cicatrizado, sin duda volverán a interesarse más por él. Pero, ahora, la única concesión que pueden permitirse es enviar al bondadoso abuelo del chico a hablar con el señor French.
El brillo de los ojos de Todd había ido aumentando gradualmente hasta ser un resplandor casi fervoroso. —Puede resultar —murmuraba—. Seguro, claro, puede resultar, puede... —se detuvo de repente. Su mirada se tornó sombría otra vez—. ¡No! ¡No servirá! Usted no se parece a mí lo más mínimo. ¡Ed French no se lo tragaría!
—Himmel! Gott im Himmel! —gritó Dussander; se levantó; cruzó la cocina (tambaleándose un poco), abrió la puerta del sótano y sacó otra botella de bourbon. Le quitó el tapón y se sirvió generosamente—. Para ser un chico listo, eres bastante dummkopf. ¿Cuándo has visto tú que los abuelos se parezcan a sus nietas? ¿En? Yo tengo el pelo blanco. ¿Tienes tú el pelo blanco?
Acercándose de nuevo a la mesa, estiró la mano con rapidez sorprendente, agarró un abundante puñado del cabello rubio de Todd y tiró de él con viveza.
—¡Estése quieto! —gritó irritado Todd, aunque sonreía un poco.
—Además —dijo Dussander, volviendo a sentarse en la mecedora—, tú tienes el pelo rubio y los ojos azules. Yo tengo los ojos azules, y antes de que se me pusiera blanco, mi pelo era rubio también. Puedes contarme la historia de toda tu familia. Hablarme de tus tías y de tus tíos. De la gente con la que trabaja tu padre. Las aficiones de tu madre. Lo recordaré. Estudiaré y aprenderé. A los dos días ya lo habré olvidado (estos días mi memoria parece un saquito lleno de agua), pero lo recordaré el tiempo suficiente —sonrió lúgubremente—. En mis tiempos estaba encargado de Wiesenthal y engañaba al mismísimo Himmler. Si no puedo engañar a un profesor americano de una escuela pública, me envolveré en mi sudario y me meteré en la tumba.
—Tal vez —dijo Todd despacio, y Dussander se dio cuenta de que ya lo había aceptado. El alivio iluminó sus ojos.
—Tal vez, ¡no! Seguro —gritó Dussander.
Empezó a soltar una risilla cloqueante; la mecedora chirriaba al balancearse. Todd le miró confuso y un poco asustado, pero al poco empezó a reír también. No paraban de reírse, allí en la cocina de Dussander; éste meciéndose junto a la ventana abierta por la que penetraba la cálida brisa californiana, y Todd echado hacia atrás, la silla inclinada sobre las dos patas traseras, apoyado en la puerta del horno, cuyo esmalte blanco estaba lleno de rayas y de marcas oscuras que no se debían al uso, sino a que Dussander encendía en su superficie las cerillas de madera.
Ed Chanclos French (cuyo apodo, según Todd le había explicado a Dussander, aludía a los chanclos de goma que llevaba sobre su calzado de lona cuando llovía) era un hombre delgado que se empeñaba en llevar siempre calzado deportivo al colegio. Era un toque de informalidad que él creía le congraciaría con los ciento seis niños de doce a catorce años que constituían su carga de asesoramiento. Tenía cinco pares de zapatos de este tipo de forma y colorido variables, e ignoraba por completo que se le conocía no sólo por Ed Chanclos, sino también por Pete Wamba y El Hombre Ked. En la universidad su apodo había sido Arruga y le hubiera resultado muy humillante saber que incluso tan vergonzoso hecho se había descubierto de algún modo.
Rara vez usaba corbata, prefiriendo los jerseys de cuello subido. Los utilizaba desde mediados de los sesenta, en que los popularizó David McCallum en la serie televisiva El hombre de Cipol. Se sabe que, en la universidad, sus compañeros le observaban cruzar el patio y comentaban: «Aquí viene Arruga con su suéter Cipol». Se especializó en psicología educativa, y él particularmente se consideraba el único buen asesor que había conocido. Existía una afinidad real entre él y sus chicos; él podía ponerse exactamente a su nivel; podía charlar con ellos y comprenderles en silencio si armaban jaleo y se desmandaban. Podía conectar con ellos, captar sus problemas, porque sabía lo desagradable que era tener trece años y que alguien tratara de darte lecciones todo el tiempo y tú no pudieras aclararte.
La verdad era que él lo pasaba bastante mal recordando sus trece años. Suponía que era el precio que había que pagar por hacer crecido en los años cincuenta. Eso y haberse movido en el nuevo mundo de los sesenta con el apodo de Arruga.
Así pues, cuando el abuelo de Todd Bowden entró en su despacho, cerrando con firmeza tras sí la puerta de cristal granulado, Ed se levantó respetuosamente, pero tuvo muy en cuenta que no debía rodear la mesa y acercarse a recibir al anciano. Era consciente de su calzado deportivo. Algunos ancianos no comprendían que se trataba de un instrumento psicológico con chicos que tenían dificultades con los profesores... Sabía que algunos de los viejos no respaldarían a su asesor con zapatillas Ked.
Un individuo de aspecto agradable, pensó Ed. Llevaba el pelo blanco cuidadosamente peinado hacia atrás. Vestía un impecable traje tres piezas. El nudo de la corbata gris paloma era perfecto. Llevaba en la mano izquierda un paraguas negro plegado (había estado cayendo una persistente llovizna desde el fin de semana) con un aire casi militar. Hacía años que Ed y su esposa habían cedido a una especie de fiebre de Dorothy Sayers,* leyendo todo aquello de tan apreciable dama que cayó en sus manos. Y ahora se le ocurrió que aquel individuo era una encarnación de su personaje, lord Peter Wimsey. Era Wimsey a los sesenta y cinco años, después de que Bunter y Harriet Vane hubieran pasado a mejor vida. Lo apuntó mentalmente para contárselo a Sondra cuando llegara a casa.
—Señor Bowden —dijo respetuosamente, ofreciéndole la mano.
—Encantado —dijo Bowden, y la estrechó.
Ed procuró no aplicar la misma presión firme e inflexible que solía aplicar a las manos de los padres de sus muchachos; era evidente, por la forma cautelosa con que el anciano le había ofrecido la mano, que tenía artritis.
—Encantado, señor French —repitió, y tomó asiento, subiéndose con cuidado las perneras de los pantalones.
Colocó el paraguas entre ambos pies y se apoyó en él, adoptando la pose de un viejo buitre sumamente educado que había entrado a posarse en el despacho de Ed French. Tenía un levísimo acento, pensó, aunque no era la entonación apocopada de la clase alta británica, como habría sido la de Wimsey. Era más abierto, más europeo. De cualquier forma, el parecido con Todd era impresionante. Especialmente la nariz y los ojos.
—Me complace que haya podido venir —le dijo Ed French, sentándose también—, aunque, en estos casos, normalmente es la madre o el padre del chico...
Ésta era la maniobra inicial, por supuesto. Casi diez años de experiencia profesional le habían demostrado que el que acudiera a una entrevista una tía o un tío, o un abuelo, significaba casi indefectiblemente problemas familiares: el tipo de problemas que resultaban ser, invariablemente, la raíz del problema. En el caso concreto que le ocupaba, esto tranquilizó a Ed French. Los problemas domésticos eran malos, claro, pero, para un muchacho de la inteligencia de Todd, un viaje de droga dura habría sido mucho, muchísimo peor.
* Se trata de Dorothy Sayers (1893-1957), autora inglesa que escribió una serie de novelas policíacas caracterizadas por su perfección formal y protagonizadas por el erudito detective lord Peter Wimsey. (N. de los T.)
—Sí, claro —dijo Bowden, consiguiendo mostrarse pesaroso e irritado al mismo tiempo—. Mi hijo y su esposa me pidieron que viniera y tratara este lamentable asunto con usted, señor French. Todd es un buen muchacho, créame. Este problema con sus estudios sólo es temporal, se lo aseguro.
—Bueno, eso es lo que todos esperamos, ¿no es cierto, señor Bowden? Fume si le apetece. No está permitido dentro del recinto escolar, pero da igual.
—Gracias.
El señor Bowden sacó un arrugado paquete de Camel de su bolsillo interior, se colocó uno de los retorcidos cigarrillos en la boca, sacó una cerilla y la encendió en el tacón de uno de sus zapatos negros. Tras la primera calada soltó una tos gangosa de viejo, apagó la cerilla y depositó sus restos ennegrecidos en el cenicero que Ed French había colocado en la mesa. Ed observó todo este ritual, que resultaba casi tan formal como el calzado negro del anciano, con sincera fascinación.
—¿Por dónde empezar...? —dijo Bowden, contemplando con aflicción a Ed a través de la remolineante nube de humo.
—Bueno —dijo Ed cordialmente—, precisamente el hecho de que esté usted aquí en lugar de los padres de Todd, es ya bastante significativo.
—Claro, supongo que sí. Bien... —cruzó las manos.
El Camel sobresalía entre el índice y el corazón de su mano derecha. Enderezó la espalda y alzó la barbilla. Había algo casi prusiano en su porte, pensó Ed, algo que le hizo recordar las películas de guerra que había visto de niño.
—Mi hijo y mi nuera están atravesando un mal momento —dijo Bowden, pronunciando cada una de las palabras con precisión—. Me temo que es un momento delicado en grado sumo.
Sus ojos, viejos pero sorprendentemente brillantes, observaban al asesor mientras éste abría la carpeta situada en el centro de la mesa frente a él. En su interior había algunas hojas de papel, no muchas.
—¿Y usted cree que esta situación está afectando a los estudios de Todd?
Bowden se inclinó hacia adelante, quizás unos quince centímetros, sus ojos azules clavados en los ojos pardos de Ed. Hubo una pausa muy tensa; luego, Bowden dijo:
—¿Sabe? Mi nuera bebe.
Volvió a su postura erguida y rígida.
—¡Oh! —exclamó Ed.
—Sí —replicó Bowden, asintiendo tétricamente—. El chico me contó que en dos ocasiones se la encontró dormida en la mesa de la cocina al llegar a casa. Sabe cuánto le disgusta a mi hijo este problema de la madre, así que en tales ocasiones el chico mete la cena en el horno y procura hacerle tomar café suficiente para que al menos esté despierta cuando Richard llega a casa.
—Es horrible —dijo Ed, aunque había oído historias peores: madres heroinómanas, padres a los que de repente se les había metido en la cabeza violar a sus hijas... o a sus hijos—. ¿Ha pensado la señora Bowden en ponerse en manos de un profesional para solucionar el problema?
—El chico ha intentado convencerla de que sería lo mejor. Creo que ella se siente muy avergonzada. Si se le concediera un poco de tiempo... —hizo un ademán con el cigarrillo y dejó disolviéndose en el aire un aro de humo—. ¿Comprende?
—Sí, claro. —Ed asintió, absolutamente admirado del aro de humo que el anciano había formado en el aire—. Su hijo... el padre de Todd...
—Él no está libre de culpa —dijo con severidad Bowden—. Las horas que trabaja, las veces que no va a casa a comer, las noches en las que ha de salir de improviso... Le diré, señor French: está más casado con su trabajo que con Monica. Yo crecí en la creencia de que lo primero para un hombre es su familia. ¿No le educaron a usted en la misma creencia?
—Oh, desde luego —contestó Ed French sinceramente.
Su padre había sido vigilante nocturno en unos grandes almacenes de Los Ángeles, y en realidad él sólo le veía los fines de semana y en las vacaciones.
—Ése es otro aspecto del problema —dijo Bowden.
Ed French asintió y se quedó un momento pensativo.
—¿Y qué me dice de su otro hijo, señor Bowden? Bueno... —bajó la vista hacia la carpeta abierta sobre la mesa—. Harold. El tío de Todd.
—Harry y Deborah viven ahora en Minnesota —dijo Bowden, ajustándose a la verdad—. Él tiene un puesto en la Facultad de Medicina allí. Le resultaría bastante difícil venir, y sería injusto pedírselo —adoptó un aire virtuoso—. Harry y su esposa son un matrimonio muy feliz.
—Entiendo. —Ed French volvió a mirar de nuevo la carpeta un momento y luego la cerró—. Señor Bowden, le agradezco su franqueza. Le hablaré con idéntica sinceridad.
—Gracias —dijo Bowden, muy tieso.
—No podemos hacer todo lo que quisiéramos por nuestros estudiantes en el terreno del asesoramiento. En este centro trabajamos seis asesores, y cada uno ha de ocuparse de unos cien estudiantes... Uno de mis colegas, Hepburn, que hace poco que trabaja con nosotros, tiene a su cargo a ciento quince estudiantes. A esta edad, en nuestra sociedad, todos los niños necesitan ayuda.
—Claro. —Bowden aplastó con brutalidad el cigarrillo en el cenicero y una vez más cruzó las manos.
—A veces nos encontramos con problemas gravísimos. El medio familiar y las drogas son los más corrientes. Al menos, a Todd no le ha dado por la mes-calina o las anfetaminas o algo peor.
—No lo quiera Dios.
—A veces —prosiguió Ed French—, sencillamente no podemos hacer absolutamente nada. Es deprimente, pero es así. Normalmente, los que son expulsados de la máquina que nosotros nacemos funcionar aquí son los alborotadores, los chicos huraños e insociables que se niegan incluso a participar, a colaborar. No son más que una especie de zombies que esperan que el sistema les vaya arrastrando curso tras curso, o a ser lo bastante mayores para poder dejar los estudios sin permiso de sus padres e ingresar en el Ejército o coger un trabajo como limpiacoches, o casarse con sus novias. ¿Entiende? Ésta es la cruda realidad. Nuestro sistema no es tan bueno como lo pintan.
—Agradezco su sinceridad.
—Pero duele ver que la máquina empieza a destrozar a un muchacho como Todd. En el último curso sacó un promedio de noventa y dos, lo que le sitúa en primera fila. En lengua tiene notas excelentes. Parece tener una especial disposición para la escritura, y eso es algo especialísimo en una generación que considera que la cultura empieza frente al televisor y termina en el cine del barrio. Estuve hablando con su profesora de lengua del curso pasado y me dijo que Todd había hecho el mejor trabajo que había visto en veinte años de enseñanza. Era un trabajo sobre los campos nazis de exterminio durante la segunda guerra mundial. Le puso la calificación más alta que ha puesto a un estudiante por una composición.
—Leí ese trabajo —dijo Bowden—. Es muy bueno.
—Y ha demostrado también una habilidad fuera de lo común en ciencias naturales y en ciencias sociales y, aunque seguramente no será uno de los grandes genios matemáticos del siglo, todas las notas de que dispongo indican que ha hecho en matemáticas el esfuerzo necesario... hasta este curso. Hasta este curso. Y ésa es toda la historia, en pocas palabras.
—Sí.
—No me gusta ver que Todd se echa a perder de ese modo, señor Bowden. Y la escuela de verano... bueno, le dije que sería franco. La escuela de verano suele hacer más mal que bien a un chico como Todd. Esos cursos de recuperación de segunda etapa de primaria suelen ser un zoo. Allí están todos los monos y todas las hienas, más el muestrario completo de abubillas. Mala compañía para un muchacho como Todd.
—Ciertamente.
—Así que vayamos al fondo, ¿no le parece? Yo sugeriría una serie de reuniones para el señor y la señora Bowden en el centro de asesoramiento. Todo confidencialmente, por supuesto. El asesor del centro, Harry Ackerman, es buen amigo mío. Y pienso que quizá no debiera ser Todd quien les expusiera la idea; creo que debiera hacerlo usted. —Ed esbozó una amplia sonrisa—. Tal vez consigamos que en junio todos estén de nuevo encarrilados. No es imposible.
Pero Bowden parecía claramente alarmado.
—Creo que si ahora les voy con esta papeleta, se disgustarán con el chico —dijo—. Bueno, la situación es extraordinariamente delicada, tal vez se arregle o tal vez no. El chico me ha prometido que se esforzará al máximo en los estudios. Está muy preocupado por el bajón de sus notas —sonrió levemente, una sonrisa que Ed French no pudo interpretar en absoluto—. Muchísimo más preocupado de lo que usted cree.
—Sí, pero...
—Y, además, se ofenderían conmigo —se apresuró a decir Bowden—. Bien sabe Dios que lo harían. Monica me considera ya un entrometido. Procuro no serlo, pero ya ve usted cuál es la situación. A mí me parece que lo mejor sería dejar las cosas como están... de momento.
—Yo tengo una larga experiencia en estos asuntos —dijo el asesor; cruzó las manos sobre la carpeta de Todd y miró al anciano con gran seriedad—. Creo que en este caso es absolutamente necesario el asesora-miento. Comprenderá que mi interés en los problemas conyugales de su hijo y su nuera empieza y termina en el efecto que tales problemas produzcan en Todd. Y por lo que parece le están afectando bastante.
—Permítame hacerle una contrapropuesta —dijo Bowden—. Creo que tienen ustedes un sistema para avisar a los padres cuando sus hijos van mal en los estudios, ¿no?
—¡Oh, sí! —dijo Ed French con cautela—. Tarjetas de control. Claro que los chicos las llaman tarjetas de suspenso. Se les dan cuando su nota en una asignatura concreta es inferior a setenta y ocho. En otras palabras, damos tarjetas IDA a los chicos que van a suspender una asignatura concreta.
—Muy bien —dijo Bowden—. Pues lo que yo propongo es esto: si el chico recibe una de esas tarjetas... sólo una —alzó un dedo deforme—, plantearé a mi hijo y a mi nuera su plan de asesoramiento. E iré aún más lejos: si el chico recibe una sola de esas tarjetas en| abril...
—Bueno, en realidad, las entregamos en mayo.
—¿Sí? Bueno, pues si recibe una sola de estas tarjetas en mayo, le garantizo que sus padres aceptarán la propuesta de asesoramiento. Ellos se preocupan por su hijo, señor French; pero ahora están tan ensimismados en sus propios problemas que... —se encogió de hombros.
—Entiendo.
—Así que concedámosles este plazo para ver si solucionan sus propios problemas, si consiguen salir a (lote por sus propios medios... al estilo americano, ¿qué le parece?
—Bueno, no sé —repuso Ed French, tras considerarlo un momento... y tras echar una rápida ojeada al reloj, que le indicó que tenía otra visita dentro de cinco minutos—. De acuerdo, aceptaré su propuesta.
Se levantó. También lo hizo Bowden. Volvieron a estrecharse las manos, Ed French sin olvidar la artritis del anciano.
—Pero he de advertirle, en justicia, que poquísimos estudiantes pueden recuperar en sólo cuatro semanas el trabajo de dieciocho. Significa un gran esfuerzo. Un esfuerzo grandioso. Supongo que conseguirá usted que se cumpla lo que acaba de garantizarme, señor Bowden.
Bowden volvió a esbozar aquella leve y desconcertante sonrisa suya.
—¿De veras? —fue todo lo que dijo.
Algo había inquietado a Ed French durante toda la entrevista, y cayó en la cuenta de qué era mientras almorzaba en la cafetería hora y pico después de que «lord Peter» se fuera, con el paraguas de nuevo elegantemente metido bajo el brazo.
Había hablado al menos durante unos quince minutos, probablemente durante casi veinte minutos, con el abuelo de Todd, y creía que el viejo no había aludido ni una sola vez a su nieto por su nombre.
Todd pedaleaba jadeante por el camino que conducía a casa de Dussander; puso el seguro a la bici. Hacía sólo cinco minutos que habían terminado las clases. Subió las escaleras de un salto, usó su propia llave para abrir la puerta y corrió hacia la cocina iluminada. Su rostro era un mezcla de cálida esperanza y lúgubres presagios. Se detuvo un instante en la puerta de la cocina, con un nudo en la garganta, contemplando a Dus-sander que se mecía con la copa de bourbon en el regazo. Llevaba puestas aún sus mejores galas, aunque se había aflojado la corbata y se había soltado el primer botón de la camisa. Miró impávido a Todd, con sus ojos lagartíjescos entornados.
—¿Y bien? —consiguió preguntar al fin Todd.
Dussander le dejó un poco más en suspenso, instantes que a Todd le parecieron como mínimo diez años. Luego, pausadamente, Dussander posó la copa en la mesa junto a la botella de bourbon y dijo:
—El muy imbécil se lo tragó todo.
Todd respiró al fin, una convulsa bocanada de alivio.
Y, sin darle tiempo a inspirar, Dussander prosiguió:
—Quería que tus pobres y preocupados padres asistieran a unas sesiones de asesoramiento que dirige un amigo suyo. Realmente insistió muchísimo.
—¡Jesús! ¿Y usted... qué fue lo que... cómo consiguió arreglarlo?
—Pensé de prisa... —repuso Dussander—. Improvisar es uno de mis puntos fuertes. Le prometí que tus padres irían a esas sesiones de asesoramiento si recibías una sola tarjeta de suspenso en mayo.
Todd palideció; parecía a punto de desmayarse.
—¿Que prometió qué? —dijo, casi gritando—. Ya j me han suspendido en dos evaluaciones de álgebra y en un examen de historia en lo que va de trimestre, y esas notas cuentan —entró en la cocina; la cara, palidísima, le brillaba ahora con abundante sudor—. Y esta tarde nos hicieron un control de francés y creo que también lo he suspendido... sé que me suspenderán. No podía pensar en otra cosa que no fuera ese maldito Ed, y en si se ocuparía usted o no de él... Oh, sí, se ha i ocupado usted de él; ¡lo ha hecho de maravilla! —con- íl cluyó con amargura—. ¿No recibir ni una sola tar- «j jeta de suspenso? Seguramente me darán cinco o seis.
—Era lo más que podía hacer sin despertar sospechas —dijo Dussander—. Ese. French, por muy tonto que sea, se limita a hacer su trabajo. Ahora a ti te toca hacer el tuyo.
—¿Qué quiere decir ahora? —el gesto de Todd era amenazador y terrible; su voz, agresiva.
—Que trabajarás. En las próximas cuatro semanas tendrás que trabajar más de lo que has trabajado en toda tu vida. Y, además, el lunes hablarás con todos tus profesores y les pedirás disculpas por tu pésimo rendimiento hasta el momento. Les...
—Es imposible —dijo Todd—. Usted no tiene ni idea, oiga. Fs imposible. Por lo menos Uevo cinco semanas de relraso en ciencias y en historia. Y en álgebra... en álgebra más de diez.
—Es igual —dijo Dussander. Se sirvió más bourbon.
—Se cree muy listo, ¿eh? —le gritó Todd—. Muy bien, pues escuche: a mí no me da usted órdenes. Los tiempos en los que daba usted órdenes ya pasaron, ¿se entera? —bajó bruscamente la voz—. Lo más mortífero que tiene por la casa en estos días es ese horrible ambientador para eliminar malos olores. No es más que un viejo decrépito cuyos pedos huelen a huevos podridos si come un taco. Apuesto a que hasta se mea en la cama.
—Escúchame, mocoso —dijo Dussander con calma.
Todd volvió bruscamente la cabeza ante estas palabras.
—Hasta hoy —dijo cautamente Dussander— existía la posibilidad, sólo una mínima posibilidad, de que me denunciaras y quedaras al margen de todo el embrollo. No creo que lo hubieras conseguido en tu actual estado de nervios, pero eso no tiene ya importancia. Digamos que era técnicamente posible. Pero ahora las cosas han cambiado. Hoy me he hecho pasar por tu abuelo, un tal Víctor Bowden. Y a nadie puede caberle la más mínima duda de que lo hice con... ¿cómo se dice? Con... con tu connivencia. Si se descubre ahora, chico, lo tendrás peor que nunca. No tienes salida, de eso ya me ocupé yo hoy.
—¡Ojalá...!
—¡Ojalá! ¡Ojalá! —gruñó Dussander—. Poco importa ya lo que tú quieras. Me pones enfermo con tus ojalá. Sólo son montoncitos de mierda de perro en la cuneta. Lo único que quiero saber es si comprendes cuál es nuestra situación.
—Sí, lo comprendo —murmuró Todd.
Había apretado los puños mientras Dussander le gritaba... no estaba acostumbrado a que le gritaran. Abrió las manos y observó vagamente que se había clavado las uñas en las palmas. Pensó que los cortes podrían haber sido peores si no llevara las uñas mordidas, costumbre que había adquirido en los últimos meses.
—Bien, así que quedamos en que te disculparás como un buen chico y te dedicarás a estudiar. Estudiarás en tu tiempo libre en el colegio. Y a las horas libres del mediodía, estudiarás. Y después de clase, vendrás aquí y estudiarás; y los fines de semana vendrás aquí, y estudiarás.
—Aquí no— se apresuró a decir Todd—. En casa.
—No. En casa te dedicarías a fantasear y a perder el tiempo como has hecho hasta ahora. Si vienes aquí, yo estaré encima y te vigilaré. He de proteger mis propios intereses en este asunto. Puedo hacerte preguntas. Puedes darme lecciones una vez aprendidas.
—Si no quiero venir, no podrá obligarme.
Dussander tomó un sorbo de bourbon.
—Es muy cierto —dijo—. En cuyo caso, las cosas seguirán como hasta ahora. Suspenderás. El asesor ese, French, esperará que yo cumpla mi promesa. Al ver que no es así, llamará a tus padres. Y descubrirán que el bondadoso señor Denker se hizo pasar por tu abuelo a petición tuya. Descubrirán lo de la falsificación de las notas. Descubrirán...
—Vamos, cállese ya. Vendré.
—Ya estás aquí. Empecemos con el álgebra.
—De eso nada. ¡Hoy es viernes por la tarde!
—¡A partir de este momento, estudiarás todas las tardes! —dijo Dussander con dulzura—. Empieza con el álgebra.
Cuando Todd le miró (sólo un instante antes de bajar la vista y sacar el texto de álgebra de la cartera) Dussander vio el asesinato pintado en los ojos del chico. No asesinato imaginario; asesinato literal. Hacía muchos años que no veía aquella mirada turbia y ardiente, pero era algo que no se olvida nunca. Supuso que la habría visto en sus propios ojos si hubiera habido cerca un espejo el día que miró el cuello indefenso y desnudo del chico mientras éste falsificaba las notas inclinado sobre la mesa de la cocina.
Tengo que protegerme, pensó, un tanto desconcertado. Uno subestima el propio riesgo.
Bebía su bourbon y se balanceaba en la mecedora, y miraba al chico mientras éste estudiaba.
Eran casi las cinco cuando Todd volvió en bicicleta a casa. Se sentía frustrado, vacío, le ardían los ojos; sentía un furia impotente. Cada vez que apartaba los ojos de la página impresa (del demencial, incomprensible y absolutamente estúpido mundo de conjuntos, subconjuntos, pares ordenados y coordenadas cartesianas), la voz chillona del viejo se dejaba oír. De otra forma, habría permanecido en el más absoluto silencio, aparte del desquiciante golpeteo de sus zapatillas y el chirriar de la mecedora. Se quedaba allí sentado a su lado como un buitre que espera que su presa expire. ¿Por qué se habría metido en semejante lío? ¿Cómo había llegado a semejante situación? Aquello era un embrollo, un lío terrible. Había conseguido avanzar un poco aquella tarde (parte de la teoría de conjuntos que de tal modo le había desquiciado justo antes de las vacaciones de Navidad, parecía haber cobrado sentido con un clic casi audible), pero era imposible pensar que pudiera adelantar lo necesario para sacar aunque sólo fuera un aprobadillo ramplón en el examen de álgebra de la semana siguiente.
Faltaban cuatro semanas para el fin del mundo.
En la esquina, vio en la acera una urraca que abría y cerraba lentamente el pico. Estaba intentando en vano ponerse en pie y saltar. Tenía un ala aplastada, y Todd supuso que algún coche al pasar le había dado y le había lanzado a la acera. Uno de sus diminutos ojos perlados le miraba.
Todd se quedó un buen rato mirándola, asiendo levemente el manillar de la bici. El día había sido bastante cálido, pero había refrescado y ahora el aire era casi frío. Suponía que sus amigos habrían pasado la tarde haraganeando en el campo de la calle Walnut, tal vez hubieran jugado un partido con algún suplente, aunque lo más seguro es que hubieran estado lanzando y practicando. Era la época del año en que empezaban a prepararse para el béisbol. Se hablaba de formar su propio equipo de aficionados este año, para competir en la liga de la ciudad. Había bastantes padres dispuestos a organizarlo todo. Todd, por supuesto, sería el pitcher. Hasta el curso anterior había sido estrella de la liga infantil. Habría sido el pitcher.
¿Y qué? Que, sencillamente, tendría que decirles que no. Sencillamente, tendría que decirles: Chicos, me he comprometido con este criminal de guerra. Le tenía bien agarrado por las bolas y luego (ja, ja, esto os va a encantar, chicos), luego descubrí que él me tenía agarrado por las bolas tan fuerte como yo a él. Y empecé a tener sueños extraños y escalofríos. Y mis notas cayeron en picado y para que mis viejos no lo descubrieran las falsifiqué y ahora, por primera vez en mi vida, tengo que darle realmente fuerte a los libros. Pero no me asusta que me tumben en realidad; lo que de verdad me aterra es que me manden al reformatorio. Y por eso no puedo jugar ningún partido con vosotros este año. Ya veis lo que pasa, chicos.
Una levísima sonrisa, más parecida a la de Dussan-der que a su amplia y animosa sonrisa de antes, rozó sus labios. No era una sonrisa luminosa; era una sonrisa sombría. No era una sonrisa alegre, ni confiada. Era una sonrisa que decía sencillamente: Ya veis lo que pasa, chicos.
Guió la bici hacia el pájaro y pasó por encima de él con exquisita lentitud, escuchando el frágil chasqueo de sus plumas y el crujido de sus huesecillos al quebrarse. Dio marcha atrás, volviendo a pasarle por encima. Aún se retorcía. Volvió hacia adelante, pasándole de nuevo por encima, una sola pluma sanguinolenta pegada a la rueda delantera, girando arriba y abajo, arriba y abajo. El pájaro había dejado ya de moverse para entonces, había dado ya su última bocada, había estirado la pata; el pájaro había marcado la salida, el pájaro se había ido ya al gran aviario celestial, pero Todd siguió pasando una y otra vez por encima, adelante, atrás, sobre su machacado cuerpecillo, como si nada. Lo siguió haciendo durante casi cinco minutos, y aquella levísima sonrisa no desapareció de su rostro en ningún momento. Ya veis lo que pasa, chicos.
10
Abril, 1975
El anciano estaba a medio camino de la nave del recinto y sonreía ampliamente, cuando Dave Klinger-man salió a su encuentro. Los frenéticos ladridos que llenaban el recinto no parecían molestarle en absoluto, ni el olor a pelo y orines, ni los cientos de perros vagabundos que ladraban y aullaban en sus jaulas, saltando sin parar y lanzándose contra la tela metálica. Klinger-man clasificó al anciano como amante de los perros nada más verle. Su sonrisa era dulce y agradable. Ofreció a Dave cautelosamente una mano deformada y abotargada por la artritis, y Klingerman se la estrechó con cuidado también.
—Muy buenas, caballero —dijo, hablando bastante alto—. Demasiado ruido, ¿no le parece?
—No me molesta —dijo el anciano—. En absoluto. Me llamo Arthur Denker.
—Klingerman. Dave Klingerman.
—Encantado de conocerle, caballero. Leí en el periódico... no podía creerlo... que aquí regalan perros. Tal vez no entendí bien. Bueno, creo que tiene que ser un error.
—No, no es un error; los regalamos realmente —dijo Dave—. Si no podemos regalarlos, hemos de matarlos. En sesenta días. Es todo lo que el Estado nos concede. Vergonzoso. Pasemos al despacho; por aquí. Más tranquilo. Y además huele mejor.
Ya en su despacho, Dave escuchó una historia conocida (aunque no por ello menos conmovedora): Arthur Denker tenía setenta y tantos. Se había ido a vivir a California cuando murió su esposa. No era rico, pero atendía lo que poseía con gran cuidado. Estaba solo. Su único amigo era un chico que iba a veces a su casa y le leía. En Alemania había tenido un hermoso San Bernardo. Ahora, en Santo Donato, tenía una casita con un patio trasero bastante amplio. El patio estaba cercado. Y había leído en el periódico que..., ¿sería posible que pudiera él...?
—Bueno, no tenemos ningún San Bernardo —dijo Dave—. Como son tan buenos con los niños, nos los quitan de las manos...
—Oh, entiendo; yo no quería decir...
—... pero tenemos un cachorro de pastor crecido.
¿Qué le parecería?
Los ojos del señor Denker se animaron, como si estuviera a punto de echarse a llorar. —Perfecto —dijo—. Sería perfecto. —El perro propiamente dicho es gratis, pero hay algunos cargos aparte, las vacunas contra el moquillo y la rabia. La licencia municipal. En total sube unos veinticinco dólares para la mayoría de la gente, pero el Estado paga la mitad en caso de personas de más de sesenta y cinco años... forma parte del programa Edad Dorada de California.
—Edad Dorada... ¿es ésa mi edad? —dijo el señor Denker, y se echó a reír. Sólo por un instante (qué tontería), Dave sintió como un escalofrío. —Oh, supongo que sí, señor. —Es muy razonable.
—Sin duda. Eso es lo que creemos. El mismo perro le costaría ciento veinticinco dólares en una tienda de animalitos. Pero la gente prefiere ir a esos sitios en vez de venir aquí. Pagan por una serie de credenciales, por supuesto, pero no por el perro —Dave movió la cabeza—. Si comprendieran al menos la cantidad de preciosos animales que son abandonados cada año...
—Y si no les encuentran ustedes un hogar adecuado en esos sesenta días, ¿los matan? —Los ponemos a dormir, sí. —Los ponen a... Perdone usted, mi inglés... —Es una ordenanza municipal —dijo Dave—. No podemos dejar que haya jaurías de perros corriendo por las calles.
—Les pegan un tiro.
—No, les damos gas. Es muy humano. No sienten absolutamente nada.
—Claro —dijo el señor Denker—. Estoy seguro de que no sienten nada.
En clase de álgebra, Todd se sentaba en la cuarta mesa de la segunda fila. Allí estaba, intentando adoptar una expresión de indiferencia, mientras el señor Storrman les devolvía los exámenes. Pero estaba clavándose otra vez las mordisqueadas e irregulares uñas en las palmas y todo su cuerpo parecía estar bañado de un sudor cáustico y lento.
No te permitas abrigar esperanzas. No seas imbécil. Es absolutamente imposible que hayas aprobado. «Sabes» que no has aprobado.
Pese a todo, no podía sepultar la estúpida esperanza. Había sido el primer examen de álgebra desde hacía semanas que no le había parecido griego. Estaba seguro de que en su nerviosismo (¿nerviosismo?, no, llámalo por su verdadero nombre: verdadero terror) no podía haberlo hecho bien, pero quizás... en fin, si no se tratara de Storrman, que tenía un candado por corazón...
¡BASTA YA!, se ordenó; y, por un instante, un parali-/.ante y terrible instante, creyó haber pronunciado tales pajabras en voz alta en clase. Has suspendido, de eso estás completamente seguro, y no hay nada en el mundo que pueda cambiarlo.
Storrman le entregó su examen con cara inexpresiva v siguió de largo. Todd bajó la vista hacia la mesa con sus iniciales marcadas. Pensó que ni siquiera tendría Tuerza de voluntad suficiente para dar la vuelta a la hoja. Al final, la golpeó con tan convulsiva precipitación que la rompió. Apretaba la lengua contra el paladar mientras la miraba. Por un instante, creyó que se le había parado el corazón.
Arriba de todo había escrito un 83. Al final estaba la calificación: C-más. Y debajo de la letra de la calificación había una breve nota: ¡Has mejorado mucho! Creo que siento doble alivio del que debes sentir tú. Fíjate bien en las faltas. Por lo menos tres, son errores más aritméticos que conceptuales.
Su corazón empezó de nuevo a latir, a compás ternario. Le embargó un gran alivio, pero no un alivio sereno; era ardiente, complejo y extraño. Cerró los ojos, no oía los susurros y comentarios de la clase sobre el examen ni la predecretada lucha por un punto más aquí o allá. Con los ojos cerrados, le parecía que el interior de sus párpados era rojo. Un rojo que palpitaba como sangre fluyendo al ritmo de su corazón. En aquel instante, odió a Dussander más que nunca. Apretó los puños con firmeza y lo único que deseaba, deseaba, deseaba, era que el huesudo cuello de pollo de Dussander hubiera estado entre sus manos.
Dick y Monica Bowden dormían en camas gemelas, separadas por una mesita de noche sobre la que había una bonita lámpara Tiffany de imitación. El dormitorio era de secoya auténtica y las paredes estaban acogedoramente cubiertas de libros. Frente a las camas, encajado entre dos sujetalibros de marfil (elefantes machos sobre sus patas traseras), había un televisor redondo Sony. Dick estaba viendo a Johnny Carson, con los auriculares puestos, y Monica leía el nuevo libro de Michael Crichton que había llegado aquel mismo día del club de libros.
—¿Dick? —colocó una señal en el libro (en la que decía AQUÍ ME DORMÍ) y lo cerró.
En la televisión, Buddy Hackett había acabado en aquel momento con todos. Dick sonrió.
—¿Dick? —repitió Monica, más fuerte.
Dick se quitó los auriculares.
—¿Qué?
—¿No crees que a Todd le pasa algo?
La miró un instante con el ceño fruncido y luego movió levemente la cabeza.
—Je ne comprends pas, chérie.
Su deficiente francés era siempre motivo de bromas entre ellos. Su padre le había tenido que mandar doscientos dólares extra para pagar un profesor particular cuando estaba a punto de suspender francés. Su profesora de francés había sido Monica Darrow, cuyo nombre eligió al azar de las tarjetas clavadas en el tablero de anuncios. Por las Navidades ella llevaba ya su alfiler... y él consiguió aprobado en francés.
—Es que... está adelgazando.
—Sí, desde luego, está bastante delgado —dijo Dick. | Posó los auriculares de la tele en la cama—. Yo creo que es sólo que está creciendo, Monica.
—¿Tan pronto? —preguntó ella, preocupada.
Él se echó a reír.
—Tan pronto. Yo en la adolescencia di un estirón de:I dieciocho centímetros. A los doce años era un renacuajo de uno sesenta y ocho y luego me transformé en el bello ser musculoso de uno ochenta y seis que tienes ahora delante. Mi madre decía que a los catorce años se me podía oír crecer por las noches.
—Menos mal que no todas tus partes crecieron igual.
—Todo depende de cómo lo uses.
—¿Quieres usarlo esta noche?
—La mozuela se vuelve descarada —dijo Dick, y lanzó los auriculares a la otra punta del cuarto.
Más tarde, cuando ya se estaba quedando dormido:
—Dick, además, tiene pesadillas.
—¿Pesadillas? —murmuró él.
—Sí; le he oído gemir en sueños dos o tres veces cuando bajo al cuarto de baño por la noche. No quise despertarle. Es una tontería, pero mi abuela solía decir que si despiertas a una persona cuando tiene una pesadilla, puede volverse loca.
—Tu abuela la polaca, ¿no?
—Sí, la polaca, la polaca. ¡Vaya un modo de hablar!
—Sabes perfectamente lo que quiero decirte. ¿Por qué no usas el cuarto de baño de arriba? —él mismo lo había instalado hacía dos años.
—Sabes perfectamente que el agua te despierta —contestó ella.
—Pues no la uses.
—Dick, eso no tiene gracia.
Él suspiró.
—A veces, entro en su cuarto y está bañado en sudor. Y las sábanas están empapadas.
Él rió en la oscuridad.
—Apuesto a que sí.
—¿Qué quieres decir...? ¡Oh! —le dio una suave palmada—. Eso tampoco tiene gracia. Además, sólo tiene trece años.
—Hace catorce el mes que viene. No es demasiado pequeño. Tal vez, un poco precoz, pero no demasiado pequeño.
—¿Cuántos años tenías tú?
—Catorce o quince. No recuerdo exactamente. Pero sí recuerdo que me despertaba pensando que me había muerto y estaba en el cielo.
—Pero eras mayor que Todd ahora. —Ahora todo eso pasa antes. Debe ser la leche. O el flúor. ¿Sabes que en las escuelas que construimos el año pasado en Jackson Park en todos los aseos "de las chicas había máquinas automáticas de compresas? Y date cuenta de que era una escuela elemental. La media de los alumnos de sexto curso es de once años. ¿A qué edad empezaste tú?
—No lo recuerdo —dijo ella—. Todo lo que sé es que los sueños de Todd no dan la impresión de... de que se hubiera muerto y estuviera en el cielo.
—¿Le has preguntado por los sueños?
—Una vez. Hace unas seis semanas. Tú te habías ido a jugar al golf con ese espantoso Ernie Jacobs.
—Ese espantoso Ernie Jacobs me hará su socio titular en 1977, si no acaba antes con él esa fogosa secretaria rubia que tiene. Además, siempre paga él las cuotas. ¿Qué te dijo Todd?
—Que no recordaba nada. Pero una especie de... de sombra cruzó su cara. Creo que sí lo recordaba.
—Monica, yo no recuerdo todo lo de mi querida juventud, pero lo que sí recuerdo es que mis sueños no siempre eran agradables. De hecho, podían ser sumamente desagradables.
—¿Cómo puede ser?
—Culpabilidad. Todo tipo de culpabilidad. Parte puede deberse a la infancia, en que se le dejó muy claro que mojar la cama estaba mal. Luego, está el asunto del sexo. ¿Quién sabe lo que produce un orgasmo en sueños? ¿Un roce en el autobús? ¿Las piernas de una chica que ves en la sala de estudios? No lo sé. Lo único que puedo recordar realmente era que me tiraba a la piscina de la Asociación de Jóvenes Cristianos y al tocar el agua se me caía el bañador.
—¿Te ibas así? —preguntó ella soltando una risilla.
—Sí. Así que si el chico no quiere hablarte de sus problemas nocturnos... no le obligues a hacerlo.
—Creo que hicimos muy bien educándole sin todas esas absurdas culpabilidades.
—No pueden eludirse. Las trae a casa del colegio igual que los catarros que solía pescar en primero. Las transmiten los amigos, o la forma en que los profesores tratan y eluden determinados temas. Y, en su caso concreto, seguramente también de mi padre. «No te toques de noche, Todd, o te saldrá pelo en las manos y te quedarás ciego y perderás la memoria y si insistes se te secará y se te caerá. Ten cuidado, Todd...» —¡Dick Bowden! Tu padre jamás... —¿Que no? Diablos, por supuesto que sí. Lo mismo que tu abuela polaca te dijo que si despertabas a alguien mientras tenía una pesadilla se volvería loco. Mi padre me decía también que limpiara siempre la tapa de los retretes públicos antes de sentarme para que no se me pegaran «los gérmenes de otras personas». Supongo que era su forma de referirse a la sífilis. Apuesto a que tu abuelo también te soltó esa historia.
—No, mi madre —dijo ella, abstraída—. Y también me decía que tirara siempre de la cadena. Que es por lo que voy abajo.
—Me despierto igual —masculló Dick. —¿Qué? —Nada.
Esta vez ya casi había traspasado el umbral del sueño cuando ella volvió a llamarle.
—¿Qué? —preguntó, un poco irritado. —¿No crees que...?, oh, bueno, es igual. Duérmete. —No, venga. Acaba. Me he despertado otra vez. ¿Si no creo qué?
—Ese anciano. El señor Denker. ¿No te parece que Todd le está dedicando demasiado tiempo? Tal vez él... oh, no sé... tal vez se dedique a contarle a Todd demasiadas historias.
—Los auténticos y terribles horrores —dijo Dick—. El día en que la fábrica de automóviles de Essen quebró —soltó una risilla.
—Era sólo una idea —dijo ella, un poco tensa. Se oyó un murmullo de ropa de cama cuando se dio la vuelta—. Siento haberte molestado.
Dick posó una mano en el hombro desnudo de su mujer.
—Te diré algo, cariño —dijo; hizo una breve pausa, meditando, eligiendo las palabras—. También yo he estado preocupado por Todd a veces. No por las mismas cosas que te preocupan a ti, pero de todas formas preocupado.
Monica se volvió de nuevo hacia él.
—¿Por qué?
—Bueno, yo crecí en un ambiente completamente distinto al ambiente y la forma en que él está creciendo. Mi padre tenía la tienda. Vic el Tendero, le llamaba todo el mundo. Tenía un cuaderno en el que anotaba los nombres de la gente que le debía y la cantidad que le debían. ¿Sabes cómo le llamaba?
—No.
Raras veces hablaba Dick de su infancia; ella había creído siempre que se debía a que no había sido un niño feliz. Le escuchó con atención.
—Le llamaba Cuaderno de la Mano Izquierda. Decía que la mano derecha era el negocio, pero que la mano derecha jamás debía saber lo que hacía la mano izquierda. Decía que si la mano derecha se enterara, agarraría inmediatamente una cuchilla de carne y cortaría a la izquierda.
—Nunca me habías contado eso.
—Bueno, la verdad es que no me gustaba mucho el viejo cuando nos casamos, y, la verdad, tampoco es que ahora me guste mucho. No podía entender por qué tenía que usar yo pantalones viejos mientras la señora Mazursky se llevaba fiado un jamón de la tienda con el viejo cuento de que su marido iba a empezar a trabajar a la semana siguiente. El único trabajo que el maldito borracho Bill Mazursky tuvo en toda su vida fue el de agarrar bien agarrada una botella de whisky barato y no dejarla escapar...
»Lo único que yo deseaba por entonces era marcharme de aquel barrio y alejarme de la vida del viejo. Así que procuré sacar buenas notas y practiqué deportes que en realidad no me gustaban y conseguí una beca para la universidad. Y procuré por todos los malditos medios mantenerme entre el diez por ciento a la cabeza de la clase, porque el único Cuaderno de la Mano Izquierda que llevaban las universidades por entonces era sólo para los soldados que lucharon en la guerra. Mi padre me mandaba dinero para los libros de texto; pero, aparte de eso, la única vez que conseguí que me mandara dinero fue cuando escribí a casa aterrado porque iba a suspender el ridículo francés. Y entonces te conocí. Y posteriormente supe, por el señor Halleck, un vecino de la misma manzana, que mi padre tuvo que poner el coche como garantía para conseguir reunir los doscientos dólares.
»Y ahora te tengo a ti, y ambos tenemos a Todd. Siempre he creído que es un muchacho extraordinario y siempre he intentado que tuviera todo cuanto necesitaba... todo aquello que pudiera ayudarle a convertirse en un hombre como es debido. Yo solía reírme del cuento ese del padre que quiere que su hijo sea mejor que él, pero a medida que me hago mayor me parece menos risible y más cierto. Por nada del mundo querría que Todd tuviera que llevar pantalones raídos porque la mujer de un borrachín se llevaba un jamón fiado. ¿Entiendes?
—Sí, claro —dijo ella sosegadamente.
—Luego, hace aproximadamente unos diez años, justo antes de que el viejo se cansara al fin de rechazar a los individuos de la reordenación urbana y se retirara, le dio un ataque sin importancia. Se pasó diez días en el hospital, y los negros y los alemanes, e incluso algunos de los morenos que empezaron a llegar hacia 1955 más o menos... todos ellos pagaron su factura. Hasta el último céntimo. Yo no podía creerlo. Y atendieron la tienda, también, la abrieron cada día. Piona Castellano consiguió que cuatro o cinco amigos suyos que no tenían trabajo atendieran la tienda a horas. Y, cuando mi viejo regresó, los libros casaban perfectamente.
—Caramba —dijo ella, muy despacio.
—¿Sabes lo que me dijo? ¿Mi viejo? Que siempre había tenido miedo de envejecer: de asustarse, sufrir y estar solo. De tener que ir al hospital y no ser capaz de valerse por sí mismo. De morir. Me dijo que después del ataque no había vuelto a estar asustado. Dijo que creía que podía morir bien. «¿Quieres decir morir feliz, papá?», le pregunté. «No —me dijo—, no creo que nadie muera feliz, Dickie.» Siempre me llamaba Dickie, aún me llama Dickie, y ésa es otra de las cosas que creo que nunca me gustará. Me dijo que no creía que nadie pueda morir feliz, pero que uno puede morir bien. Y eso me impresionó.
Dick, caviloso, guardó un largo silencio.
—En los últimos cinco o seis años, creo que he podido considerarle en su justa dimensión, al viejo. Tal vez porque está allá en San Remo y no me molesta en absoluto. Empecé a pensar que tal vez el Cuaderno de la Mano Izquierda no fuera tan mala idea. Eso fue cuando empecé a preocuparme por Todd. Quería decirle que quizás haya cosas más importantes en la vida que el que podamos ir a pasar un mes a Hawai o el que pueda comprarle a Todd pantalones cuando le hacen falta. No pude decidir nunca cómo decirle tales cosas. Pero creo que tal vez lo sepa. Y eso me quita un gran peso de encima.
—¿Te refieres a lo de leerle al señor Denker?
—Sí. Date cuenta de que no obtiene nada por ello. Denker no puede pagarle. Por un lado está ese pobre viejo, a miles de kilómetros de cualquier amigo o pariente que pueda aún tener vivo; un tipo que es todo aquello que mi padre temía. Y, por otro lado, Todd.
—Nunca me lo había planteado desde ese punto de vista.
—¿Te has fijado cómo se pone Todd cuando le hablas del viejo?
—Se queda calladísimo.
—Claro. Se queda mudo y turbado como si estuviera haciendo algo malo. Igual que hacía mi padre cuando alguien intentaba agradecerle que le fiara. Nosotros somos la mano derecha de Todd, eso es todo. Tú y yo y todo lo demás: la casa, los viajes a esquiar a Tahoe, el Thunderbird en el garaje, su tele en color. Todo eso es su mano derecha. Y no quiere que sepamos lo que trama su mano izquierda.
—Pero, ¿no te parece que pasa demasiado tiempo con el señor Denker?
—Cariño, ¡fíjate en sus notas! Si fueran malas, si estuviera cojeando en los estudios, yo sería el primero en decir: «Eh, ya está bien, basta, no exageremos». Sus notas son los indicadores más claros de algún posible problema. ¿Y cómo son?
—Tan buenas como siempre, después de aquel bajón.
—Entonces, ¿de qué estamos hablando? Mira, tengo una reunión a las nueve, cariño, y si no consigo dormir un poco no daré pie con bola.
—Claro. Duerme —dijo ella en tono indulgente, y le besó levemente en la espalda al volverse—. Te quiero.
—Yo también te quiero —le dijo él, sosegadamente, y cerró los ojos—. No te preocupes, Monica. Te preocupas demasiado.
—Ya lo sé, cariño. Buenas noches.
Se durmieron.
—Deja ya de mirar por la ventana —dijo Dussan-der—. Ahí fuera no hay nada que te interese.
Todd le miró sombrío. En la mesa, estaba abierto su libro de historia por una página en la que aparecía una lámina en color de Teddy Roosevelt coronando la colina de San Juan. Los desvalidos cubanos caían a los lados de los cascos del caballo de Teddy. Iluminaba el rostro de Teddy una amplia sonrisa norteamericana, la sonrisa del hombre que sabe que Dios está en su cielo y que todo es perfecto. Todd Bowden no sonreía.
—Le encanta ser un negrero, ¿eh? —preguntó.
—Me encanta ser un hombre libre —contestó Dussander—. Estudia.
—Tóqueme los huevos.
—Si yo hubiera dicho eso de muchacho, me hubiera ganado un buen fregado de boca con lejía —dijo Dussander.
—Los tiempos cambian.
—¿De veras? —Dussander tomó un sorbo de bourbon—. Estudia.
Todd le miró fijamente.
—Usted no es más que un maldito borracho. ¿Lo sabía?
—Estudia.
—¡Cállese! —Todd cerró de golpe el libro, con un chasquido que resonó en la cocina silenciosa—. No puedo aprender nada, de todos modos. No a tiempo para el examen. Me faltan aún cincuenta páginas de esta mierda para ponerme al día, para llegar hasta la primera guerra mundial. Mañana, en la hora de estudio, prepararé una chuleta.
—¡Que no se te ocurra hacer semejante cosa! —dijo Dussander muy serio.
—¿Cómo que no? ¿Quién me lo va a impedir? ¿Usted?
—Chico, me parece que aún no te has enterado bien de cuál es nuestra meta. ¿Acaso crees que disfruto obligándote a no levantar tu moqueante nariz de los libros? —alzó la voz, cortante, imperiosa, exigente—. ¿Crees acaso que disfruto escuchando tus pataletas y tus exabruptos de párvulo? «Tóqueme los huevos» —remedó Dussander cruelmente, en un tono agudo de fal-setto que hizo a Todd sonrojarse intensamente—. «Tóqueme los huevos, y eso qué, qué más da, lo haré mañana, tóqueme los huevos.»
—Bueno, pues claro que le gusta —repuso Todd gritando—. Sí, le encanta. Sólo deja de parecer un zombie cuando está encima mío. ¡Así qué déjeme respirar en paz!
—¿Qué ocurriría si te pillaran con una de esas chuletas? ¿A quién se lo comunicarían primero?
Todd se miró las uñas irregulares y mordidas y guardó silencio.
—¿A quién?
—¡Jesús! Ya lo sabe. A Ed French. Luego a mis padres, supongo.
Dussander asintió.
—Y supongo que también a mí. Estudia. Métete la chuleta en la cabeza, que es donde tiene que estar.
—Le odio —dijo Todd sombríamente—. De verdad que le odio.
Pero abrió de nuevo el libro y Teddy Roosevelt le miró sonriente, galopando hacia el siglo veinte con el sable en la mano, los cubanos cayendo de espaldas en desorden a su paso, seguramente por la fuerza de su impetuosa sonrisa norteamericana.
Dussander empezó a mecerse de nuevo. Sujetaba en las manos la taza de té llena de bourbon.
—Eso es ser un buen chico —dijo, casi con ternura.
Todd había eyaculado en sueños por primera vez la última noche de abril, y despertó con el rumor de la lluvia filtrándose secretamente entre las hojas y las ramas del árbol que había junto a su ventana.
Había soñado que estaba en uno de los laboratorios de Patin. Estaba de pie al extremo de una gran mesa baja. Una muchacha joven y sensual, de extraordinaria belleza, había sido amarrada a la mesa con abrazaderas. Dussander le estaba ayudando. Dussander llevaba por único atuendo una bata de carnicero. Cuando se volvió para conectar el monitor, Todd pudo ver sus flacas nalgas rozándose como deformes piedras blancas.
Entregó algo a Todd, algo que él reconoció de inmediato aunque era la primera vez que veía uno. Era un consolador. La punta era de metal pulimentado y centelleaba a la luz de los fluorescentes de arriba como implacable cromo. El consolador estaba hueco. Colgaba del mismo un cable negro que terminaba en un bulbo de goma rojo.
—Adelante —decía Dussander—. El Führer dice que todo va bien. Dice que es tu premio por estudiar.
Todd bajaba la vista para contemplarse y veía que estaba desnudo. Su diminuto pene estaba erecto, proyectándose hacia arriba en ángulo desde el delicado vello color melocotón de su pubis. Se colocó rápidamente el consolador. Le quedaba justo, pero había una especie de lubricante en su interior. El roce era agradable. No; era más que agradable. Era delicioso.
Bajaba luego la vista hacia la muchacha y sentía un extraño cambio en sus pensamientos... como si hubieran iniciado la situación perfecta. De pronto todo parecía perfecto. Las puertas se habían abierto. Él las traspasaría. Tomó el bulbo de goma rojo con la mano izquierda, apoyó las rodillas en la mesa y se detuvo un instante, calculando el ángulo mientras su miembro ario adoptaba su propio ángulo con relación a su airoso cuerpo de muchacho.
Podía oír confusamente, de lejos, a Dussander recitando: «Curso de la prueba ochenta y cuatro. Electricidad, estímulo sexual, metabolismo. Basada en las teorías psicológicas de refuerzo negativo de Thyssen. El sujeto es una joven judía de unos dieciséis años, sin cicatrices ni marcas de identificación, sin defectos conocidos...»
Cuando la punta del consolador la tocó, dio un grito. A Todd su grito le resultó agradable; intentaba neu tralizar los intentos de ella de liberarse o, al menos, de mantener las piernas juntas.
Esto es lo que no podían mostrar aquellas revistas sobre la guerra, pensaba Todd, pero aquí está, sin embargo.
Se echó hacia adelante de pronto, abriéndola sin contemplaciones. Ella lloraba como una sirena de bomberos.
Tras sus esfuerzos y sacudidas para conseguir que él desistiera, se quedó completamente quieta, aguantando. El interior lubricado del consolador rozaba y resbalaba sobre el miembro de Todd. Delicioso. Sublime. Los dedos de su mano izquierda jugueteaban con el bulbo de goma.
Muy a lo lejos, Dussander recitaba pulso, tensión, respiración, ondas alfa, ondas beta, cómputo de latidos. Cuando el climax empezó a surgir dentro de él, Todd se quedó completamente quieto y apretó el bulbo. Ella abrió los ojos que había tenido cerrados. Los tenía hinchados. Su lengua aleteaba en la rosada cavidad de su boca. Sus brazos y sus piernas cairelaban. Pero la auténtica acción se centraba en su torso, subiendo y bajando, todos sus músculos vibrando (oh, todos los músculos, todos los músculos se mueven, se tensan, se cierran todos) todos los músculos y la sensación en el momento del climax era (éxtasis) ' oh, lo era, lo era (fuera retumbaba atronador el fin del mundo) Le despertó aquel ruido y el sonido de la lluvia. Estaba acurrucado de lado en la oscuridad, y el corazón le latía enloquecido. Tenía el bajo vientre cubierto de un líquido cálido y pegajoso. El pánico le paralizó un instante cuando se le ocurrió que podría estar desangrándose... hasta que comprendió de qué se trataba en realidad; sintió entonces una debilitante repugnancia. Semen. Leche. Palabras desde las vallas y los vestuarios y las paredes de los servicios de la gasolinera. No había nada allí que él deseara.
Apretó los puños impotente. Volvió a él el climax del sueño, desvaído ya, absurdo, inq,uietante. Pero las terminaciones nerviosas se estremecían aún, volviendo lentamente al punto de reposo. La escena final, borrosa ahora, era desagradable, y aun así de algún modo compulsiva, como el mordisco que das a un fruto tropical y que comprendes un segundo demasiado tarde que es tan dulce porque está podrido.
Entonces se le ocurrió. Lo que debía hacer.
Sólo había una forma de volver de nuevo atrás. Tenía que matar a Dussander. Era la única forma. Había pasado el tiempo de jugar. Había pasado el tiempo de contar historias. Era cuestión de supervivencia.
«Le mataré y todo terminará», susurró en la oscuridad; la lluvia canturreaba en el árbol de su ventana y el semen se iba secando sobre su vientre. El susurro hizo que todo cobrara realidad.
Dussander guardaba siempre tres o cuatro botelli-tas de bourbon en una estantería que había a la entrada del sótano. Solía acercarse a la puerta, abrirla (normalmente ya con media cogorza a cuestas) y bajar dos peldaños. Se asomaba entonces, apoyaba una mano en el estante y con la otra mano agarraba por el cuello la botella llena. El suelo del sótano no estaba pavimentado, pero la tierra era sólida y compacta y Dussander, con una eficacia maquinal que ahora Todd consideraba más prusiana que alemana, lo limpiaba cada dos meses para evitar que salieran bichos. Hubiera o no cemento, los huesos de los viejos se rompen con facilidad, y los viejos tienen accidentes. Y el post-mortem indicaría que el «señor Denker» estaba bien cargado cuando se «cayó».
¿Qué pasó, Todd?
No contestó cuando llamé, así que utilicé la llave que me había dado. A veces, se quedaba dormido. Entré en la cocina y vi que la puerta del sótano estaba abierta. Bajé las escaleras y él... él...
Y entonces, claro, lágrimas.
Resultaría.
Todo volvería a ser como antes.
Todd permaneció despierto largo rato en la oscuridad, oyendo alejarse la tormenta hacia el Oeste, sobre el Pacífico, oyendo el secreto rumor de la lluvia. Creía que seguiría despierto toda la noche, dándole vueltas y vueltas a todo aquello. Pero se quedó dormido a los pocos minutos y durmió con un puño cerrado bajo la barbilla. El uno de mayo despertó absolutamente descansado por primera vez desde hacía meses.
11
Mayo, 1975
Para Todd, aquél sería el viernes más largo de su vida. Permanecía sentado clase tras clase, sin oír absolutamente nada, aguardando los últimos cinco minutos que los profesores dedicaban a repartir las tarjetas de suspenso. Cada vez que un profesor se acercaba a su pupitre, con las tarjetas, Todd se quedaba frío. Y cada vez que uno de los profesores pasaba a su lado sin detenerse, sentía oleadas de vértigo y confusión.
Algebra fue lo peor. Storrman se acercaba... vacilaba. .. y en el preciso momento en que Todd empezaba a convencerse de que pasaría de largo, plantó una de las tarjetas delante de Todd en la mesa. Todd la miró con indiferencia, sin sentir absolutamente nada. Ahora que al fin había ocurrido sólo sentía frialdad. Bueno, ya está, pensó. Punto final. A no ser que a Dussander se le ocurra alguna otra cosa. Y tengo mis dudas.
Volvió la tarjeta sin demasiado interés, sólo para ver por cuántos puntos había suspendido. Debía faltarle muy poco, pero el responsable, Storrman el Inflexible, no daba una oportunidad a nadie. Vio que el •espacio de las calificaciones estaba en blanco, los dos, el de la calificación numérica y el de la calificación literal. Y en la sección de OBSERVACIONES había escrito lo siguiente: ¡Me complace no haber tenido que darte una de éstas de VERDAD/ Animo. Storrman.
El vértigo volvió, más intenso, ahora, recorriendo su cabeza y haciendo que la sintiera como un globo lleno de helio. Agarró los bordes de la mesa con todas sus fuerzas, sin dejar de pensar con tensión absolutamente obsesiva: No te desmayarás, no te desmayarás, no te desmayarás. Las oleadas de vértigo fueron pasando poco a poco y tuvo entonces que dominar el urgente impulso de correr por el pasillo detrás de Storrman, hacerle volverse y sacarle los ojos con el lápiz recién afilado que tenía en la mano. Y mientras experimentaba todo esto, su rostro permanecía absolutamente inexpresivo. El único signo de que algo ocurría en su interior era un leve tic que se advertía en uno de sus párpados. Las clases semanales concluyeron quince minutos después. Todd rodeó caminando despacio el edificio hasta el aparcamiento de las bicis, con la cabeza baja, las manos en los bolsillos, los libros metidos bajo el brazo derecho, ajeno a los otros estudiantes que corrían y gritaban. Echó los libros en el cesto de la bici, soltó la cadena y se alejó pedaleando. Rumbo a la casa de Dussander.
Hoy, pensó. Hoy es tu día, viejo.
—Así que el acusado vuelve del banquillo —dijo Dussander, sirviéndose bourbon, cuando Todd entró en la cocina—. ¿Cuál fue el veredicto, prisionero?
Llevaba puesta la bata y un par de velludos calcetines de lana que le llegaban hasta media canilla. Con calcetines como ésos, pensó Todd, es facilísimo resbalar. Se fijó en la botella con que se afanaba Dussander. Quedaban sólo unos tres dedos de bourbon.
—Ninguna mala nota: ni D ni F ni tarjetas de aviso de suspensos —dijo Todd—. Aún podré cambiar algunas de las notas en junio, aunque quizá sólo los promedios. Creo que este trimestre podré sacar todo A y B si sigo trabajando igual.
—Oh, lo seguirás haciendo, por supuesto —dijo Dussander—. Nos ocuparemos de que así sea —bebió y se sirvió luego más—. Esto hay que celebrarlo —hablaba con una cierta dificultad, justo la suficiente para advertirlo, pero Todd sabía que estaba tan borracho como siempre.
Sí, hoy. Habrá que hacerlo hoy.
Pero estaba tranquilo.
—Qué celebrar ni qué mierda.
—Me temo que aún no ha llegado el chico del reparto con el esturión y las trufas —dijo Dussander, ignorándole—. No puede uno fiarse del servicio en estos días. ¿Qué te parecen unas galletitas Titz y un poquito de queso mientras esperamos?
—Muy bien —dijo Todd—. Qué más da.
Dussander se levantó y al hacerlo golpeó la mesa ron una rodilla y se sobresaltó; se dirigió al refrigerador. Sacó el queso. Sacó un cuchillo de la gaveta y una bandeja del armario y una cajita de galletas de la panera.
—Todo bien impregnado de ácido prúsico —le dijo a Todd al colocar el queso y las galletas sobre la mesa. Sonrió y Todd advirtió que había vuelto a quitarse la dentadura postiza. No obstante, le devolvió la sonrisa
—¡Así que hoy tranquilidad! —exclamó Dussan-der—. Yo suponía que entrarías dando volteretas por todo el pasillo —vació el resto de bourbon en el vaso, tomó un sorbo, chasqueó los labios.
—Supongo que estoy aturdido todavía —dijo Todd.
Mordió una galleta. Hacía mucho que había dejado de rechazar la comida de Dussander. Dussander creía que uno de los amigos de Todd guardaba una carta (que no existía, por supuesto; tenía amigos, por supuesto, pero ninguno en quien confiara hasta tal punto). Aunque suponía que Dussander había adivinado la verdad hacía mucho, sabía que no se atrevería a comprobarlo asesinándole.
—¿De qué hablaremos hoy? —inquirió Dussander, tomándose de golpe el último trago—. Hoy te daré el día libre de estudio, ¿qué tal? ¿Eh? ¿Eh?
Cuando bebía, su acento se hacía más marcado. Todd había llegado a odiar aquel acento. Pero hoy no le molestaba; la verdad es que aquel día no le molestaba nada. Se sentía absolutamente tranquilo. Se miró las manos, las manos que darían el empujón, y le parecieron exactamente iguales que siempre. No temblaban en absoluto. Estaban tranquilas.
—Me da igual —dijo Todd—. Lo que usted quiera.
—¿Quieres que te hable del jabón especial que hacíamos? ¿De nuestros experimentos de homosexualidad inducida? ¿O te gustaría tal vez que te contara cómo escapé de Berlín después de haber sido tan idiota como para regresar? Te aseguro que esa historia te gustaría —hizo como si se afeitara la mejilla y se echó a reír.
—Me da lo mismo —dijo Todd—. De veras.
Advirtió que Dussander examinaba la botella vacía y se levantaba luego con ella en la mano. Se acercó al cubo de basura y tiró la botella.
—No, creo que hoy no te contaré ninguna de esas historias —dijo Dussander—Parece que no estás de humor.
Se quedó un momento pensativo junto al cubo de basura y luego cruzó la cocina hacia el sótano. Sus Calcetines de lana susurraban sobre el irregular linóleo.
—Creo que hoy te contaré la historia de un viejo que tenía miedo.
Dussander abrió la puerta del sótano. Estaba de rspaldas a la mesa. Todd se levantó en silencio.
—Tenía miedo —prosiguió Dussander— de cierto jovencito que de una forma extraña era su amigo. Era un chico listo. Su madre le llamaba «alumno aventajado», y el viejo había descubierto que era realmente un alumno aventajado... aunque tal vez no en el sentido en que su madre creía.
Dussander manipuló torpemente el anticuado interruptor de la pared, intentando encender la luz con sus dedos deformes e hinchados. Todd caminó (se deslizó casi) sobre el linóleo, procurando no pisar en ninguno de los lugares en los que el linóleo chirriaba o crujía. Ahora conocía aquella cocina tan bien como la de su propia casa. Quizá mejor.
—Al principio, el chico no era amigo del viejo —dijo Dussander. Al fin consiguió encender la luz. Bajó el primer peldaño con cautela de borracho veterano—. Y al principio al viejo le caía muy mal el chico. Pero luego llegó... llegó a disfrutar de su compañía, aunque seguía existiendo un fuerte elemento desagradable.
Miraba ahora el estante, pero seguía agarrado a la barandilla. Todd seguía frío (no, ahora estaba congelado); avanzó hacia él y calculó las posibilidades de que un empujón fuerte obligara a Dussander a soltar la barandilla. Decidió esperar a que se inclinara hacia adelante.
—Parte del gozo del viejo procedía de la sensación de igualdad —prosiguió Dussander pensativo—. Mira, el chico y el viejo se tenían mutuamente atrapados. Cada uno de ellos sabía algo que el otro deseaba guardar en secreto. Y luego... bueno, llegó el momento en que el viejo se dio cuenta de que las cosas estaban cambiando. Sí. Estaba perdiendo su poder sobre el fhico, todo o una parte del mismo, según lo desesperado que pudiera estar el chico, o según lo hábil que fuera. Y en una larga noche insomne, al viejo se le ocurrió que no estaría de más conseguir un nuevo poder sobre el chico. Por su propia seguridad.
Dussander soltó en este punto la barandilla y se inclinó sobre las escaleras del sótano. Pero Todd no hizo el menor movimiento. Su absoluta frialdad estaba dejando paso a un ruboroso acceso de furia y confusión. Cuando el anciano asía la botella llena, Todd pensó malignamente que Dussander tenía el sótano más hediondo de la ciudad, lo limpiara o no. Olía como si hubiera algo muerto allá abajo.
—Así que el viejo se levantó inmediatamente de la cama. ¿Qué significa el sueño para un viejo? Muy poco. Y se sentó ante su mesita pensando en lo ingeniosamente que había conseguido atrapar al chico igual que el chico le había atrapado a él. Se sentó allí pensando lo mucho, lo muchísimo que había trabajado el chico para conseguir mejorar sus notas. Y también que una vez que lo hubiera conseguido, ya no necesitaría para nada al viejo vivo. Y que si el viejo muriera, el chico podría al fin ser libre.
Se giró ahora, con la botella llena en la mano.
—¿Sabes? Te oí —dijo, casi con gentileza—. Desde el mismo instante en que echaste hacia atrás la silla y te levantaste. No eres tan silencioso como te imaginas, chico. Al menos no todavía.
Todd no dijo nada.
—Y en consecuencia —dijo Dussander, volviendo a la cocina y cerrando firmemente la puerta del sótano tras de sí—, el viejo escribió todo detalladamente, nicht wahr? Lo escribió todo, de la primera a la última palabra. Y cuando al fin concluyó, amanecía casi y su artritis canturreaba en su mano (la verdammt artritis), pero él se sentía bien por primera vez desde hacía semanas. Se sentía a salvo. Volvió a la cama y durmió hasta media tarde. En realidad, si hubiera dormido más se habría perdido su serie preferida: Hospital general.
Había llegado de nuevo a su mecedora. Se sentó. Sacó una astrosa navaja de amarillento mango de marfil y empezó a cortar laboriosamente la cubierta del tapón de la botella.
—Y al día siguiente, el anciano se puso su mejor traje y se acercó al banco en el que tiene sus ahorros. Habló con uno de los empleados del banco, que respondió de forma plenamente satisfactoria todas las preguntas que el anciano le hizo. Alquiló una caja de seguridad. El empleado explicó al anciano que él mismo guardaría una llave y el banco otra. Para abrir la caja hacían falta las dos llaves. Y nadie más que el anciano podría utilizar su llave sin un poder notarial suyo firmado. Con una única excepción.
Dussander esbozó una sonrisa desdentada contemplando el rostro rígido y pálido de Todd.
—Tal excepción se daría sólo en el caso de muerte del arrendatario de la caja —dijo.
Mirando aún a Todd, aún sonriendo, volvió a guardarse la navaja en el bolsillo de la bata, desenroscó el tapón de la botella, y se sirvió un buen trago.
—-¿Y qué pasa entonces? —preguntó Todd con aspereza.
—En tal caso, se abre la caja en presencia de un empleado del banco y de un representante del Servicio de Rentas Públicas. Se hace inventario del contenido de la caja. En el caso que nos ocupa, sólo encontrarán un documento de doce páginas. Exento de impuestos, pero interesantísimo.
Todd cruzó las manos y las apretó con firmeza.
—Pero... no puede... no puede hacerlo.
—Querido chico —dijo Dussander benévolamente—. Ya lo he hecho.
—Pero... yo... usted... —alzó súbitamente la voz, hasta un grito desesperado—: ¡Es usted viejo! ¿Es que no se da cuenta de que es viejo? ¡Puede morirse! ¡Podría morirse en cualquier momento!
Dussander se levantó. Se acercó a uno de los armarios de la cocina y sacó un vaso pequeño; un vaso que había contenido en tiempos mermelada. Alrededor del borde danzaban personajes de dibujos animados. Los reconoció a todos: Pedro y Wilma Picapiedra, Pablo y Betty Mármol... Había crecido con ellos. Observó a Dussander mientras limpiaba el vaso casi ceremonialmente con un paño de cocina. Le observó ponerle el vaso delante. Y le observó mientras servía en aquel mismo vaso un dedo de bourbon.
—¿Para qué es eso? —susurró Todd—. Yo no bebo. La bebida es para borrachínes infectos como usted.
—Alza tu vaso, chico. Se trata de una ocasión especial. Hoy beberás.
Todd le contempló un largo instante. Luego, alzó el vaso.
—Haré un brindis, chico: ¡Larga vida! ¡Larga vida para los dos! Prosit!
Se bebió su bourbon de un trago y empezó a reírse. Empezó a mecerse, atrás, adelante, tocando el suelo con los pies enfundados en calcetines, riéndose, y Todd pensó que nunca se le había parecido tanto a un buitre, un buitre con bata, un apestoso animal carroñero.
—Le odio —murmuró, y entonces Dussander empezó a ahogarse con su propia risa.
Se puso rojo. Daba la impresión de que estuviera tosiendo, riéndose y asfixiándose, todo al mismo tiempo. Asustado, Todd se levantó y le dio unos golpecitos en la espalda hasta que se le calmó la tos.
—Danke schon —dijo—. Toma tu bebida. Te sentará bien.
Todd bebió. Sabía a pésimo jarabe para el catarro y le ardió en la garganta.
—No puedo creer que beba esta mierda continuamente —dijo volviendo a colocar el vaso sobre la mesa y estremeciéndose—. Tendría que dejarlo. Tendría que dejar de beber y de fumar.
—Me conmueve tu interés por mi salud —dijo Dussander. Sacó un paquete de cigarrillos del mismo bolsillo en el que había desaparecido la navaja—, Y a mí me preocupa igualmente tu salud, chico. Casi cada día leo en el periódico la noticia de algún ciclista que muere en un cruce muy concurrido. Debieras dejarlo. Debieras caminar. O tomar el autobús, como yo.
—¿Por qué no se va a la mierda de una vez? —estalló Todd.
—Querido chico —dijo Dussander, sirviéndose más bourbon y empezando otra vez a reírse—. Estamos los dos hasta el cuello de mierda, ¿o es que acaso no te das cuenta?
Un día, aproximadamente una semana después, Todd estaba sentado en la vieja plataforma correo de la vieja estación de ferrocarril. Tiraba, una a una, pie-drecitas a los herrumbrosos raíles infectados de yerbajos.
De todos modos, ¿por qué no le mataría?
Como chico lógico, la respuesta lógica fue la que primero se le ocurrió. No había ningún motivo en absoluto. Antes o después, Dussander moriría y, dados sus hábitos, lo más seguro es que fuera antes. Tanto si él asesinaba al viejo como si se moría de un ataque al corazón en la bañera, todo saldría a la luz. Claro que, si le hubiera matado, habría tenido el placer de retorcerle el cuello al viejo buitre.
Antes o después... esa frase desafiaba toda lógica.
Tal vez sea después, pensó Todd. Con o sin cigarrillos, con o sin alcohol, el muy cabrón tiene aguante. Ha durado todo este tiempo, asi que... así que tal vez sea después.
Oyó un confuso resoplido que parecía venir de debajo de donde él estaba.
Se puso en pie de un salto dejando caer el puñado de piedrecitas que tenía en la mano. Volvió a oírse aquella especie de bufido.
Casi a punto de echar a correr, se detuvo. Pero el bufido no se repitió. Una autopista de ocho carriles cruzaba el horizonte a unos novecientos metros sobre aquel callejón sin salida lleno de maleza y basura, con sus edificios abandonados, guías anticuadas y plataformas combadas y astilladas. Allá en la autopista, los coches brillaban al sol como exóticos escarabajos de sólido caparazón. Ocho carriles de tráfico allá arriba, y aquí abajo sólo Todd, algunos pájaros... y lo que hubiera bufado.
Con cautela, se inclinó hacia adelante con las manos en las rodillas y atisbo bajo la plataforma. Tumbado entre las hierbas amarillentas y latas vacías y viejas botellas polvorientas, había un borracho. Era imposible calcular su edad; Todd la situó en cualquier punto entre los treinta y los cuatrocientos años. Llevaba una camiseta de manga corta correosa, llena de vómito seco, unos pantalones verdes demasiado grandes para él y zapatos grises de piel agrietados en unos cien sitios. Las grietas se abrían como bocas angustiadas. Todd pensó que olía igual que el sótano de Dussander.
El borracho abrió lentamente los ojos enrojecidos y miró a Todd con una turbia falta de curiosidad. Todd recordó entonces el cuchillo del Ejército suizo que llevaba en el bolsillo, el modelo Pescador. Lo había comprado en una tienda de artículos de deporte de Redondo Beach hacía casi un año. Podía oír mentalmente al dependiente que le había atendido: No podrías encontrar un cuchillo mejor que éste, hijo. Un cuchillo como éste podría salvarte algún día la vida. Vendemos unos mil quinientos cuchillos suizos cada año.
Mil quinientos cada año.
Se metió la mano en el bolsillo y agarró el cuchillo. Podía ver con los ojos de la mente la navaja de Dussander actuando lentamente alrededor del cuello de la botella de bourbon, cortando el precinto. Y al instante siguiente se dio cuenta de que tenía una erección.
Un terror frío se apoderó de él.
El borracho se pasó una mano por los labios agrietados y se los lamió luego con una lengua teñida por la nicotina de un permanente amarillo desvaído.
—¿Tienes diez centavos, chaval?
Todd le miró imperturbable.
—Tengo quir a Los Angeles. Me faltan diez centavos para el tobús. Tengo quir na cita, yo. Por un trabajo. Un buen chaval como tú seguro que tien diez centavos. A lo mejor tienes un cuarto de dólar.
Sí, señor, podrías vaciar un condenado pez plateado con un cuchillo como éste... diablos, podrías vaciar un condenado merlín con él si tuvieras que hacerlo. Vendemos mil quinientos cuchillos de éstos cada año. Todas las tiendas de artículos de deporte y de excedentes del Ejército y la Armada de Estados Unidos los venden; y si decidieras utilizar concretamente éste para vaciar algún viejo vagabundo astroso, "nadie" podría averiguar que fuiste tú, absolutamente NADIE.
El borrachín bajó la voz, que se convirtió en un susurró tenebroso y confidencial:
—Por un dólar te la meneo como no te lo han hecho nunca. Te morirás de gusto, chaval, si me...
Todd sacó la mano del bolsillo. No supo a ciencia cierta qué tenía en ella hasta que la abrió. Dos monedas de veinticinco. Dos de cinco. Una de diez. Algunos centavos sueltos. Se las tiró todas al borracho y echó a correr.
12
Junió, 1975
Todd Bowden, catorce años ya, subía pedaleando por el caminito de la casa de Dussander; aparcó la bici. El Times de Los Angeles estaba al pie de las escaleras. Lo recogió. Miró el timbre, bajo el que seguían los mismos letreros claros: ARTHUR DENKER y NO SE ATIENDE A PETICIONARIOS NI ENCUESTADORES NI VENDEDORES DE NINGÚN TIPO. Ahora ya no se molestaba en tocar el timbre, claro; tenía llave.
Se oía el ruido sordo y detonante de una segadora no muy lejos. Miró el césped de Dussander y advirtió que no le sobraría un repaso; tendría que decirle al viejo que buscara a un chico que se lo segara; ahora Dussander olvida más a menudo cosas insignificantes como ésta. Tal vez fuera la senilidad; tal vez se debiera exclusivamente a la influencia corrosiva del alcohol en su cerebro. Ésa era una idea de adulto para que se le ocurriera a un chico de catorce años, aunque tales ideas ya no sorprendían a Todd por su singularidad. Ültimamente se le ocurrían muchas ideas de adulto. Y en general no eran gran cosa.
Entró en la casa.
Por un instante, sintió el helado terror habitual al entrar en la cocina y ver a Dussander caído a un lado en la mecedora, el vaso sobre la mesa, una botella de bourbon medio vacía al lado. Un cigarrillo se había consumido completamente y reposaba convertido en íiligranesca ceniza en la tapadera de un tarro de mayonesa junto a otras colillas de cigarrillos que habían sido apagados aplastándolos. Dussander tenía la boca abierta. Tenía la cara amarillenta. Sus grandes manos colgaban flaccidas sobre los brazos de la mecedora. Parecía muerto.
Sintió una oleada de alivio cuando el viejo se estremeció, parpadeó y, por último, se irguió.
—¿Eres ya tú? ¿Tan pronto?
—Nos dejan salir pronto el último día de clase —dijo Todd. Señaló los restos del cigarrillo—. Si sigue haciendo eso, algún día prenderá fuego a toda la casa.
—Puede —dijo Dussander con indiferencia.
Sacó con torpeza sus cigarrillos, tiró uno del paquete (que estuvo a punto de caer de la mesa antes de que Dussander lo atrapara) y lo tomó. Siguió un largo acceso de tos, y Todd retrocedió disgustado. Cuando el viejo empezó a toser, Todd esperó casi que empezara a escupir pedazos oscuros de tejido pulmonar sobre la mesa... y él seguramente sonreiría mientras lo hacía. Dussander se calmó al fin lo suficiente para poder decir:
—¿Qué es lo que traes ahí?
—El boletín de calificaciones.
Dussander lo tomó, lo abrió y lo mantuvo delante a la distancia de un brazo para poder leerlo.
—Inglés... A. Historia... A. Ciencias naturales... finias. Ciencias sociales... A. Francés elemental... B-menos. Principios de álgebra... B —lo posó sobre la mesa—. Muy bien. ¿Cómo es el dicho? Hemos ganado la partida, chico. ¿Tendrás que cambiar algunos de los promedios en la última columna?
—El francés y el álgebra, pero no más de ocho o nueve puntos en total. No creo que se descubra nunca nada. Y creo que se lo debo a usted. No es que me sienta orgulloso de ello, pero es la pura verdad. Así que gracias.
—Qué discurso tan conmovedor —dijo Dussander, y empezó otra vez a toser.
—Creo que no vendré mucho a verle a partir de ahora —dijo Todd, y Dussander dejó de toser bruscamente.
—¿No? —dijo, en tono bastante amable.
—No —respondió Todd—. El veinticinco de junio nos vamos a pasar un mes a Hawai. Y en septiembre iré a un instituto al otro extremo de la ciudad. Ese lío del autobús.
—Oh sí, los Schwarzen, los negros —dijo Dussander, contemplando indolente una mosca que rodaba por el hule de cuadros blancos y rojos—. Este país lleva veinte años preocupándose y lloriqueando por los Schwarzen. Pero nosotros conocemos la solución... ¿no es verdad, muchacho?
Esbozó una sonrisa desdentada mirando a Todd, y éste bajó la vista sintiendo agitarse en su estómago la vieja sensación de repugnancia. Terror, odio, y el deseo de hacer algo tan atroz que sólo en sus sueños podía ser plenamente contemplado.
—Mire, tengo el proyecto de ir a la universidad, por si no lo sabía —dijo Todd—Sé que falta aún mucho para eso, pero pienso en ello. Sé incluso en qué quiero especializarme. En historia.
—Admirable. El que no aprende del pasado es...
—Vamos, cállese —dijo Todd.
Dussander lo hizo, de bastante buen grado. Sabía que el chico no estaba acabado... no todavía. Se sentó con las manos cruzadas, mirándole.
—Podría hacer que mi amigo me devolviera la carta —dijo Todd súbitamente—Lo sabe, ¿no? Podría dejarle leerla y luego la quemaría delante de usted. Si...
—Si yo sacara determinado documento de mi caja de seguridad.
—Bueno... sí.
Dussander lanzó un largo, ampuloso y triste suspiro.
—Mi querido muchacho —dijo—. No acabas de entender la situación. Creo que nunca la has entendido. En parte porque eres sólo un chico, pero no sólo por eso... porque desde el principio eras un chico muy viejo. No, el auténtico culpable era y es esa absurda seguridad americana en ti mismo que jamás te permitió considerar las posibles consecuencias de lo que estabas haciendo... que ni siquiera te permite hacerlo ahora.
Todd iba a decir algo, pero Dussander alzó una mano inflexible, convirtiéndose súbitamente en el guardia de tráfico más viejo del mundo.
—No, no me contradigas. Es cierto. Vete si quieres. Sal de esta casa, vete y no vuelvas. ¿Acaso puedo impedírtelo? No. Claro que no. Diviértete en Hawai mientras yo me quedo aquí sentado en esta calurosa cocina con olor a grasa y espero a ver si los Schwarzen del distrito de Watts deciden empezar a matar policías e incendiar sus hediondas viviendas otra vez este año. No puedo impedirte que te vayas, como no puedo impedir el ser un poco más viejo cada día.
Miró a Todd con tanta fijeza que le hizo desviar la mirada.
—En el fondo no me agradas. Y nada en el mundo podría hacer que te tuviera simpatía. Impusiste tu presencia. Eres un invitado de piedra en mi casa. Me has hecho abrir criptas que mejor hubieran quedado cerradas porque he descubierto que algunos de los cadáveres estaban enterrados vivos, y que algunos de ellos aún respiran.
»Bien es verdad que tú mismo te has visto atrapado en la red, pero ¿acaso tengo que compadecerte por ello? No... Gott im Himmel! Tú mismo te has hecho la cama; ¿acaso he de compadecerte porque no duermas a gusto en ella? No... no te compadezco, y me desagradas, pero he llegado a sentir cierto respeto por ti. Así que no pongas mi paciencia a prueba pidiéndome que te lo explique dos veces. Podríamos recuperar nuestros documentos y destruirlos aquí mismo. Y eso no cambiaría absolutamente nada. De hecho no estaríamos en absoluto mejor de lo que estamos ahora.
—No lo entiendo.
—No, porque jamás has considerado las consecuencias de lo que pusiste en movimiento. Pero escúchame bien, chico. Si quemáramos aquí en esta misma tapadera nuestras cartas, ¿cómo podría yo saber que tú no habías sacado una copia? ¿O dos? ¿O tres? Cualquiera puede sacar una fotocopia en la biblioteca por cinco centavos. Por un dólar, podrías colocar una copia de mi sentencia de muerte en todas las esquinas de veinte manzanas. ¡Tres kilómetros de sentencias de muerte, chico! ¡Piénsalo! ¿Podrías acaso explicarme cómo voy a saber yo que no has hecho algo así?
—Yo... Bueno... Yo... Yo...
Todd comprendió que estaba perdiendo pie y se obligó a guardar silencio. Empezó a sentir demasiado calor en todo el cuerpo, y, sin razón alguna, se sorprendió recordando algo que le había ocurrido cuando tenía siete u ocho años. Él y un amigo suyo habían estado arrastrándose por una alcantarilla que pasaba por debajo de la antigua carretera de Desvío de Fletes, justo a las afueras de la ciudad. Su amigo, más flaco que él, no había tenido ningún problema, pero Todd se había quedado atascado. Y había pensado de repente en la cantidad de metros de piedra y tierra que había sobre su cabeza, todo aquel peso tenebroso, y cuando pasó un camión en dirección a Los Angeles por encima, sacudiendo la tierra y haciendo vibrar la alcantarilla con una nota sorda y un tanto siniestra, se puso a gritar y a debatirse estúpidamente, impulsándose hacia adelante, ayudándose con los pies, pidiendo auxilio a voces. Al final consiguió avanzar de nuevo, y cuando al fin consiguió salir de la alcantarilla, se desmayó.
Dussander había esbozado un mecanismo de engaño tan elemental que jamás se le había pasado por la cabeza. Podía sentir la piel cada vez más caliente. Pensó: No lloraré.
—¿Y cómo sabrías tú que yo no había sacado dos copias para mi caja de seguridad..., y que había quemado una y dejado en la caja la otra?
Atrapado. Estoy atrapado exactamente igual que en la alcantarilla aquella vez, ¿y a quién voy a pedir ayuda ahora?
El corazón le latía cada vez más de prisa. Sentía el sudor en el dorso de las manos y en la nuca. Recordaba cómo era la alcantarilla aquella, el olor del agua estancada, la sensación del metal frío y acanalado, la forma en que vibró todo cuando el camión pasó por arriba. Recordaba el ardor y la desesperación de las lágrimas.
—Aun en el caso de que hubiera una tercera parte imparcial a la que pudiéramos acudir, siempre habría dudas. El problema es insoluble, chico. Créelo.
Atrapado. Atrapado en la alcantarilla. No hay duda.
Tuvo la impresión de que el mundo se oscurecía. No gritaré. No me desmayaré. Se obligó a recobrarse.
Dussander tomó un largo sorbo de bourbon mientras observaba a Todd por encima del borde del vaso.
—Y ahora voy a decirte otras dos cosas. Primera: que si tu participación en este asunto se descubriera, el castigo sería bastante pequeño. E incluso es posible (no, más que eso, es muy probable) que ni siquiera apareciera ninguna noticia del asunto en los periódicos. Una vez te asusté con lo del reformatorio porque me aterraba la idea de que te derrumbaras y lo contaras todo. Pero ¿lo creía? No... lo utilicé tal como utiliza un padre al coco para asustar al niño y conseguir que vuelva a casa antes del oscurecer. No creo que te mandaran a un reformatorio, no en un país como éste en el que dan sentencias ridiculas a los asesinos, a los que, después de que se pasan un par de años viendo la tele en color en una penitenciaría, les mandan a las calles para que continúen matando tranquilamente.
»Pero arruinaría tu vida. Hay archivos... y la gente habla. Oh, sí, la gente siempre habla. Un escándalo tan jugoso no se dejaría marchitar; se le embotella, como el vino. Y, con los años, tu culpabilidad crecería contigo. Y tu silencio se iría haciendo cada vez más grave. Si la verdad se descubriera hoy mismo, la gente diría: "¡Pero si no es más que un niño!", sin saber, como sé yo, lo viejísimo que eres aunque seas un niño. ¿Pero qué crees que dirían, chico, si la verdad respecto a mí, junto con el hecho de que tú ya lo sabías todo sobre mí allá por 1974, pero guardaste silencio, se descubriera todo cuando ya estuvieras en la universidad... Entonces sería un desastre. Y si se descubriera cuando seas un joven que empieza a abrirse paso en el mundo de los negocios... El Armagedón. El fin. ¿Lo entiendes bien?
Todd guardaba silencio, pero Dussander parecía satisfecho. Asintió.
—Segunda: no creo que tengas ninguna carta —dijo aún asintiendo.
Todd se esforzó por permanecer inmutable, aunque temía que sus ojos desorbitados por la sorpresa le hubieran traicionado. Dussander le estudiaba con avidez, y Todd comprendió súbita y cruelmente que el viejo que tenía delante había interrogado a cientos, a miles de personas quizá. Era un experto. Todd sintió que su cerebro era de cristal transparente y que todas las cosas brillaban en su interior con grandes letras.
—Me pregunté en quién podrías confiar hasta tal punto. ¿Quiénes son sus amigos? ¿Con quién sale? ¿A quién confiará su secreto este chico, este muchachito autosuficiente y frío? La respuesta es: a nadie.
Los ojos de Dussander brillaron recelosos.
—Te he observado muchas veces y he calculado las posibilidades. Te conozco y conozco bastante bien tu carácter (no, no del todo, porque un ser humano nunca puede saber todo lo que hay en el corazón de otro ser humano), pero sé muy poco de lo que haces y a quién ves fuera de esta casa. Así que me digo: Dussander, existe una posibilidad de que estés equivocado. ¿Quieres que después de todos estos años te atrapen y te maten por no hacer caso a un chico? Tal vez cuando era más joven hubiera corrido ese riesgo... las posibilidades son bastantes y el riesgo es pequeño. Me resulta muy extraño, ¿sabes?..., cuanto más viejo se hace uno, menos tiene que perder en cuestiones de vida y muerte... y, sin embargo, uno se vuelve más moderado con la edad. —Miró con intensidad a Todd—. Y he de decirte algo más. Luego podrás irte cuando quieras. Lo que tengo que decirte es esto: aunque dudo de la existencia de tu carta, no dudo en absoluto de la existencia de la mía. El documento que te he descrito existe. Si yo muriera hoy... o mañana... todo saldría a la luz. Todo.
—Entonces, todo está en contra mía —dijo Todd. Soltó una sonrisilla aturdida—. ¿Es que no se da cuenta?
—No seas tan pesimista, muchacho. Los años pasarán. Y a medida que pasen, tu poder sobre sí será menor cada vez, porque, pese a lo importante que mi vida y mi libertad sigan siendo para mí, los norteamericanos, e incluso también los israelíes, tendrán cada vez menos interés en quitármelas.
—¿De veras? Entonces, ¿por qué no dejaron en paz a Hess?
—Si hubiera dependido exclusivamente de los norteamericanos (los norteamericanos, que ponen penas ridiculas por un asesinato), le habrían dejado tranquilo —dijo Dussander—. ¿Concederían los norteamericanos a los israelíes la extradición de un hombre de ochenta años para que le cuelguen como colgaron a Eichmann? No lo creo. No en un país en el que aparecen en primera página de los periódicos fotografías de bomberos rescatando a gatitos de los árboles.
»No, tu poder sobre mí se irá debilitando a medida que aumente el mío sobre ti. Ninguna situación es estable. Y llegará el tiempo, si es que vivo lo suficiente, en que decidiré que lo que sabes ya no importa. Entonces, destruiré el documento.
—Pero, entretanto, ¡podrían ocurrirle muchísimas cosas! Accidentes, enfermedades, dolencias...
Dussander se encogió de hombros.
—Habrá agua, si ésa es la voluntad de Dios, y la encontraremos, si ésa es la voluntad de Dios, y la beberemos, si ésa es la voluntad de Dios. No está en nuestras manos cambiar los acontecimientos.
Todd se quedó mirando al viejo largo rato. Había fallos en la argumentación de Dussander, tenía que ha berlos. Alguna salida, alguna vía de escape para ambos, o al menos sólo para Todd. Alguna forma de retirarse (un momento, chicos, me he hecho daño en el pie, tengo que dejarlo). La lúgubre idea de los años futuros temblaba en algún lugar tras sus ojos; podía sentirla esperando nacer como pensamiento consciente. Fuera donde fuera, hiciera lo que hiciera...
Pensó en un personaje de dibujos animados con un yunque suspendido sobre la cabeza. Para cuando terminara el bachillerato, Dussander tendría ochenta y un años, pero no acabaría ahí la cosa. Cuando se graduara, Dussander tendría ochenta y cinco y podría seguir creyendo que aún no era lo bastante viejo. Acabaría su tesis y su doctorado para cuando Dussander tuviera ya ochenta y siete años... y tal vez aún no se sintiera seguro.
—No —dijo Todd, con voz apagada—. Pero, ¿qué dice? No... no puedo soportarlo.
—Mi querido muchacho —dijo suavemente Dussander, y Todd oyó por primera vez con creciente horror el acento sutil que el anciano había puesto en la primera palabra—. Mi querido muchacho..., tienes que afrontarlo.
Le miró fijamente, la lengua hinchándosele y engrosándosele en la boca hasta que sintió que realmente podría asfixiarle. Se dio entonces la vuelta y se fue.
Dussander observó todo esto impasible, y cuando oyó el ruido de la puerta al cerrarse y cesaron los pasos apresurados del chico, prueba de que había montado en bicicleta, encendió un cigarrillo. Evidentemente, no existía ninguna caja de seguridad ni documento de ningún tipo. Pero el chico creía que ambas cosas existían; se lo había creído absolutamente todo. Estaba a salvo. Se acabó.
Pero no se había acabado.
Ambos soñaron aquella noche con asesinatos y ¡un bos despertaron aterrados y alborozados al mismo tiempo.
Todd despertó con la ahora familiar pegajosidad en el bajo vientre. Dussander, demasiado viejo para tales cosas, se puso el uniforme de SS y volvió a acostarse, esperando que su agitado corazón se calmara. El uniforme era de pésima confección y baja calidad y ya había empezado a deshilacharse.
En el sueño, Dussander llegaba finalmente al campo que había en la cima de la colina. La inmensa puerta se deslizaba para dejarle entrar, retumbando al cerrarse de nuevo tras él sobre su riel de acero. Tanto la puerta como la valla que rodeaba el campo estaban electrificadas. Sus decrépitos perseguidores, desnudos, se lanzaban en sucesivas oleadas sobre la valla; Dussander les miraba riéndose de ellos y se pavoneaba delante de ellos arriba y abajo, con el pecho hinchado y la gorra colocada exactamente en el ángulo correcto. El intenso y desagradable olor a carne quemada llenaba el aire oscuro y él había despertado en el sur de California pensando en fuegos fatuos y en la noche en que los vampiros buscan la llama azul.
Dos días antes del que los Bowden tenían previsto tomar el avión hacia Hawai, Todd volvió a la vieja estación; en otros tiempos, la gente había tomado allí trenes para San Francisco, Seattle y Las Vegas; y la gente aún más mayor, el tranvía para Los Angeles.
Casi había oscurecido cuando llegó. En la curva de la autopista que quedaba a unos novecientos metros, casi todos los coches llevaban encendidas las luces de situación. Aunque hacía calor, Todd llevaba puesta una chaqueta ligera. Y metido en el pantalón bajo la misma llevaba un cuchillo de cocina cuidadosamente envuelto en una toallita. Lo había comprado en unos de esos supermercados que están rodeados por grandes zonas de aparcamiento.
Miró bajo el vagón, donde había visto al borracho hacía un mes. Su mente giraba sin parar, sin centrarse en nada; en aquel momento, no había en ella más que sombras oscuras sobre un fondo negro.
Y encontró al mismo borracho, o quizás a otro; todos se parecían muchísimo.
—¡Eh! —le dijo—. ¿Quiere dinero?
El borracho se dio la vuelta, parpadeando. Vio la amplia y deslumbrante sonrisa de Todd y le sonrió a su vez. Al instante siguiente el cuchillo de cocina descendía implacable y penetraba en su mejilla derecha. Saltó la sangre. Todd podía ver la hoja en la boca abierta del borracho y, por un momento, la punta al hundírsele en la comisura izquierda de los labios, forzándole a una sonrisa torcida y demencial. Luego, era el cuchillo el que hacía la sonrisa. Estaba agujereando al borracho como si fuera una calabaza.
Le dio treinta y siete cuchilladas. Las contó. Treinta y siete contando la primera, que le atravesó la mejilla y convirtió su incipiente sonrisa en una mueca espantosa. El borracho renunció a gritar después de la cuarta cuchillada. Dejó de forcejear e intentar zafarse de Todd después de la sexta. Luego, Todd se arrastró hasta él bajo el vagón y concluyó la tarea.
En el camino de vuelta a casa, tiró el cuchillo al río. Tenía los pantalones manchados de sangre. Los metió en la lavadora y los puso a lavar en frío. Todavía se notaban algo las manchas cuando salieron, pero no importaba. Se irían con el tiempo. Al día siguiente, descubrió que casi no podía levantar la mano derecha hasta la altura del hombro. Le dijo a su padre que debía habérsela torcido, jugando con los chicos en el parque.
—Ya se te curará en Hawai —le dijo Dick Bowden, revolviéndole el cabello; y así fue; cuando regresaron a casa, estaba como nuevo.
13
Y otra vez había llegado julio.
Dussander, bien arreglado, con uno de sus tres trajes (no el mejor), estaba en la parada de autobús, esperando que llegara el último del día para volver a casa. Eran las once menos cuarto de la noche. Había ido al cine; había visto una comedia ligera y frivola que le había gustado mucho. Estaba de buen humor desde por la mañana. Había recibido una tarjeta postal del chico, una fotografía satinada en color de la playa de Waikiki, con edificios color crudo de muchas plantas, al fondo. Al dorso, había un breve mensaje:
Querido señor Denker:
Esto es fenomenal. He estado nadando todo el día. Mi padre enganchó un pez enorme y mi madre está enganchada en su lectura (broma). Mañana iremos a ver un volcán. Procuraré no caerme dentro. Espero que esté bien.
Cuídese.
TODD
Sonreía aún levemente pensando en la última palabra de la misiva, cuando le tocaron en el brazo.
—¿Señor?
—¿Sí?
Se volvió, poniéndose en guardia (ni siquiera en Santo Donato eran extraños los asaltantes), y retrocedió ante el hedor. Parecía ser una mezcla de cerveza, halitosis y sudor rancio... Era un borracho, con pantalones abolsados. Vestía el individuo (aquello) una camisa de franela y astrosísimos mocasines, sujetos aquí y allá con sucias tiras de cinta adhesiva. Y la cara que coronaba tan variopinta indumentaria parecía la muerte de Dios.
—¿No le sobrarán cinco centavos, señor? Tengo que ir a Los Angeles. Por un trabajo. Me faltan cinco centavos para el billete de autobús. No lo pediría si no fuera tan importante para mí.
Dussander había empezado a fruncir el ceño, pero lo trocó en una franca sonrisa.
—¿De verdad es un viaje en autobús lo que quiere?
El borracho sonrió lánguidamente, sin comprender.
—¿Qué le parece si se viene en autobús a mi casa conmigo? —le propuso Dussander—. Puedo ofrecerle bebida, comida, un baño y una cama. Y todo lo que pido es un poco de conversación. Soy un viejo. Vivo solo. Es agradable a veces tener compañía.
Al aclararse la situación, la sonrisa del vagabundo se hizo más firme. Se trataba de un homosexual acomodado al que le gustaban los barrios bajos.
—¡Usted solo! Terrible, ¿no?
Dussander respondió a su mueca insinuante con una sonrisa cortés.
—Sólo le pido que se siente lejos de mí en el autobús. La verdad es que el olor es bastante fuerte.
—Entonces, tal vez no quiera que apeste su casa —dijo el borracho, con súbita y vacilante dignidad.
—Vamos, el autobús llegará en seguida. Bájese una parada después que yo y retroceda caminando dos manzanas. Le esperaré en la esquina. Ya veré lo que pueda reunir por la mañana. Tal vez dos dólares.
—Tal vez hasta cinco —dijo animado el borracho.
Su dignidad, vacilante o no, había desaparecido.
—Tal vez, tal vez —dijo Dussander con impaciencia. Ya podía oír el zumbido del autobús aproximándose. Metió veinticinco centavos, el precio exacto del billete, en la mugrienta mano del borracho y dio unos pasos, alejándose de él, sin volverse a mirar.
El tipo se quedó vacilando mientras las luces delanteras del autobús remontaban la cuesta. Aún seguía quieto y mirando sorprendido el dinero cuando el viejo homosexual subió al autobús sin volverse. Empezó entonces a alejarse y luego, en el último instante, cambió de dirección y subió al autobús cuando ya las puertas empezaban a cerrarse. Introdujo la moneda en la máquina con la expresión de quien hace una apuesta arriesgada de cien dólares. Pasó junto a Dussander, dirigiéndole sólo una rápida mirada, y siguió hasta el fondo del autobús. Dormitó un poco y, cuando despertó, el viejo homosexual rico se había ido. Se bajó en la siguiente parada, sin saber si era o no en la que tenía que bajarse, y en realidad sin preocuparse mucho por ello.
Retrocedió caminando las dos manzanas y vio una forma oscura bajo la farola de la calle. Era el viejo homosexual, claro. Le contemplaba mientras se acercaba y estaba en posición de firme.
El borracho sintió, aunque sólo un instante, un helado presentimiento, el impulso de dar la vuelta y olvidar todo aquel asunto.
El viejo le tomó del brazo... le agarraba con sorprendente firmeza.
—Perfecto —dijo el viejo—. Me alegra que haya
venido. Mi casa está ahí mismo. En seguida llegamos.
—Tal vez hasta diez —dijo el borracho, dejándose guiar.
—Tal vez hasta diez —convino el viejo maricón, y se echó a reír—. ¿Quién sabe?
14
Había llegado el año del Bicentenario de los Estados Unidos.
Todd había ido a ver a Dussander media docena de veces entre su regreso de Hawai en el verano de 1975 y el viaje que él y sus padres hicieron a Roma justo cuando los tambores, el clamor y el ondear de banderas alcanzaban su punto culminante.
Estas visitas a Dussander eran tranquilas y en absoluto desagradables; ambos podían pasar el tiempo juntos bastante tranquilamente. Se decían más con los silencios que con palabras, y sus actuales conversaciones habrían resultado absolutamente soporíferas para un agente del FBI. Todd contó al viejo que salía de vez en cuando con una chica llamada Angela Farrow. No es que le entusiasmara, pero era hija de una amiga de su madre. El viejo contó a Todd, a su vez, que había empezado a anudar alfombras porque había leído que tal actividad era beneficiosa para la artritis. Le enseñó algunas muestras de su trabajo, y Todd las admiró cumplidamente.
El chico había crecido bastante, ¿no? (Bueno, unos cinco centímetros.) ¿Había dejado Dussander el tabaco? (No, pero se había visto obligado a fumar menos; últimamente le hacía toser mucho.) ¿Y qué tal sus estudios? (Bueno, el curso era difícil, pero fascinante; había sacado A y B en todo, había quedado entre los finalistas del concurso de ensayo científico con su trabajo sobre energía solar y estaba pensando en estudiar antropología en vez de historia.) ¿Quién segaba este año el césped de Dussander? (Randy Chambers, que vivía en la misma calle, un poco más abajo... Buen chico, aunque algo torpe y lento.)
En el transcurso de aquel año, Dussander había liquidado a tres borrachos en su cocina. Le habían abordado en la parada de autobús del centro de la ciudad unas veinte veces; él había hecho su oferta de bebida-comida-baño-y-cama unas siete veces. Dos veces habían rechazado su oferta, y en otras dos ocasiones, sencillamente, los mendigos se habían largado con el dinero que les había dado para el autobús. Pensando en esto último, dio con la forma de evitarlo: compró una tarjeta de pases. Costaba dos dólares cincuenta centavos, valía para quince viajes y no era negociable en las lico-rerías locales.
Dussander había advertido en los últimos días, realmente calurosos, un olor desagradable procedente del sótano. Durante estos días, mantenía puertas y ventanas bien cerradas.
Una vez, Todd Bowden había visto a un borracho durmiéndola en una alcantarilla abandonada junto a un solar vacío en Ciénaga Way (esto fue en diciembre, durante las vacaciones de Navidad). Se había quedado un buen rato, con las manos metidas en los bolsillos, mirando al borracho y temblando. Y luego había vuelto al mismo lugar unas seis veces en un período de cinco semanas, siempre con su cazadora ligera, con la cremallera subida hasta la mitad para ocultar el martillo que llevaba metido en el cinto. Y al fin había encontrado al borracho (o bien el mismo o cualquier otro, qué más daba) el primer día de marzo. Había empezado con uno de los extremos de la herramienta y luego, en determinado momento (en realidad, no podía recordar cuándo, todo flotaba en una nebliza rojiza), había cambiado al otro, destrozando por completo la cara del tipo.
Los mendigos habían sido para Kurt Dussander un sacrificio propiciatorio casi cínico a los dioses que al fin había reconocido... o vuelto a reconocer. Y además estaba bien. Le hacían sentirse vivo. Estaba empezando a creer que había vivido los años anteriores en Santo Donato (anteriores a la aparición del chico, con sus grandes ojos azules y su gran sonrisa americana) como un viejo, sin serlo. Cuando el muchacho apareció, acababa de remontar los setenta y cinco. Y ahora se sentía mucho más joven que entonces.
La idea de hacer sacrificios a los dioses habría desconcertado a Todd en principio, pero tal vez hubiera llegado a aceptarla. Después de acuchillar al borracho bajo el vagón de tren, había supuesto que sus pesadillas se intensificarían... que enloquecería incluso. Había esperado el remordimiento, que muy bien podría llevarle a la confesión impulsiva o al suicidio.
Ni lo uno ni lo otro había ocurrido; se había ido a Hawai con sus padres y había pasado las mejores vagaciones de su vida.
Y luego empezó el nuevo curso en el instituto el pasado mes de septiembre, sintiéndose extrañamente nuevo y fresco, como si una persona completamente distinta se hubiera metido en la piel de Todd Bowden. Desde su más temprana infancia, había ciertas cosas que no le impresionaban particularmente: la luz del sol después del alba, la vista del océano desde el malecón, el espectáculo de la gente apresurada en una calle céntrica justo a la hora en que empiezan a encenderse las farolas... pero todas estas cosas volvían ahora a grabarse en su mente en una serie de brillantes camafeos, en imágenes tan claras que parecían galvanizadas. Saboreaba la vida como un trago de vino tomado directamente de la botella.
Después de haber visto al vagabundo en la alcantarilla y antes de haberle matado, las pesadillas se habían reanudado.
La más frecuente era una en la que aparecía el vagabundo al que había acuchillado. Él llegaba del instituto a casa, irrumpía en la cocina con un alegre «¡Hola, Niña-Monica!» en los labios y acto seguido enmudecía al ver al borracho muerto en el ángulo saliente de la mesa del desayuno. Allí estaba, con su camisa llena de vómito y sus pantalones malolientes, derrumbado sobre la mesa. La sangre había salpicado el suelo de baldosas; se estaba secando sobre los mostradores de acero inoxidable. Había huellas ensangrentadas sobre las alacenas de pino natural.
En el tablero de notas junto a la nevera había una nota de su madre: Todd, voy a la tienda. Volveré a las tres y media. Las agujas del elegante y resplandeciente reloj que había sobre la cocina marcaban las tres y veinte, y el borracho seguía allí derrumbado sobre la mesa como una supurante y horrible reliquia del subsótano de una. chatarrería, y la sangre estaba en todas partes, y Todd empezaba a intentar limpiarla, enjugando y frotando todas las superficies sucias y sin dejar de gritarle al borracho que tenía que irse, que se fuera, que le dejara solo, y el borracho seguía colgando allí y seguía muerto, sonriendo bobaliconamente al techo, y la sangre seguía fluyendo de las heridas de cuchillo abiertas en su sucia piel. Todd sacaba entonces la fregona del armario y empezaba a pasarla febrilmente por el suelo a un lado y a otro, sabiendo que no conseguiría limpiar la sangre, que sólo conseguiría diluirla y extenderla por toda la cocina, pero incapaz de detenerse. Y en el preciso instante en que oía el coche de su madre tomando el camino de la casa, se daba cuenta de que el muerto era Dussander. Despertaba de estos sueños sudando y jadeando, apretando en ambos puños las ropas revueltas de la cama.
Pero, cuando al fin volvió a encontrar al borracho (al mismo o a cualquier otro) y utilizó con él el martillo, desaparecieron estos sueños. Suponía que tendría que volver a matar, y tal vez más de una vez. Era horrible, aunque evidentemente su tiempo de utilidad como criaturas humanas había concluido. A excepción de su utilidad para Todd, claro. Y Todd, como todas las personas que él conocía, se limitaba a conformar su estilo de vida para adaptarlo a sus propias necesidades personales cuando fuera mayor. En realidad, no era distinto a los demás. Uno tenía que abrirse paso en el mundo; y para salir adelante, para triunfar, tenías que conseguirlo por tus propios medios.
15
En el otoño de su primer curso de bachillerato superior, Todd jugó en el equipo titular de béisbol de los Pumas de Santo Donato. Y en el segundo trimestre del mismo curso, el trimestre que terminaba a finales de enero de 1977, ganó el certamen de ensayo patriótico. Podían concurrir al mismo todos los alumnos de institutos de enseñanza media que estudiaran historia de los Estados Unidos. El trabajo de Todd se titulaba «Una responsabilidad de los norteamericanos». Durante la temporada de béisbol del mismo curso fue el lanzador estrella del instituto, ganando cuatro y no perdiendo ninguno. Su media de bateo fue 361. En la junta de trofeos de junio le nombraron Atleta del Año, y el entrenador Haines (quien en cierta ocasión le había llevado aparte y le había dicho que siguiera practicando la curva «porque ninguno de esos negros podrá darle a una pelota lanzada con esa curva, Bowden, ninguno») le había entregado una placa. Monica Bowden se echó a llorar cuando Todd la llamó desde el instituto para comunicarle que le iban a dar el premio. Dick Bowden se pasó las dos semanas que siguieron a la ceremonia pavoneándose por la oficina, procurando no presumir demasiado. Aquel verano, alquilaron una casita en Big Sur y pasaron allí dos semanas, y Todd disfrutó como un loco. En el transcurso de aquel mismo año, Todd mató a cuatro mendigos. Acuchilló a dos y asesinó a golpes a otros dos. Había adoptado la costumbre de ponerse dos pares de pantalones siempre que salía a una de aquellas expediciones que ahora reconocía que eran expediciones de caza. A veces, se paseaba por la ciudad en autobús, buscando los lugares más idóneos. Los dos mejores que encontró fueron la Misión de Santo Donato, de la calle Douglas, y a la vuelta de la esquina del Ejército de Salvación, de la calle Euclid. Se dedicó a pasear por ambas zonas, esperando que alguien se le acercara a pedir limosna. Cuando al fin se le acercaba algún mendigo, le decía que quería una botella de whisky y que, si él la compraba, Todd la compartiría. Conocía un sitio, les decía, adonde podían ir. Cada vez era un sitio distinto, claro. Se resistía al intenso impulso de volver a la estación abandonada o a la alcantarilla de detrás del solar de Ciénaga Way. Volver al escenario de los crímenes anteriores no habría sido muy prudente.
Durante el mismo año, Dussander fumó muy poco, bebió bourbon Ancient Age y vio la televisión. Todd le visitaba de tarde en tarde, pero sus conversaciones eran más áridas cada vez. Se estaban distanciando. Dussander celebró su setenta y nueve aniversario aquel año, que era precisamente el año en que Todd cumplía dieciséis. Dussander comentó que esa edad representaba el
mejor año de la vida de un joven, el de los cuarenta y uno, el mejor año de la vida de un hombre maduro, y el de los setenta y nueve, el mejor de la vida de un anciano. Todd asintió cortésmente. Dussander había bebido bastante y chachareaba de una forma que inquietaba a Todd.
Durante el curso escolar 1976-1977, Dussander había despachado a dos vagabundos, el segundo de los cuales había resultado más duro de pelar de lo que había parecido a simple vista; pese a que Dussander se había asegurado bien de que se emborrachara como una cuba, había correteado tambaleante por la cocina con el puño de un cuchillo de cortar carne asomándole de la base del cuello, llenando todo el suelo de la cocina de la sangre que chorreaba de la pechera empapada de su camisa. Y, tras dos vueltas en solitario a-la cocina, había dado al fin con el pasillo y había estado a punto de escaparse.
Dussander se había quedado quieto en la cocina contemplándole incrédulo y con los ojos desorbitados, mientras el borracho gruñía y bufaba buscando la salida, rebotando de un lado a otro del pasillo y tirando al suelo las reproducciones baratas... No reaccionó hasta que el borracho empezó a buscar a tientas el pomo de la puerta de entrada. Entonces, Dussander cruzó a toda prisa la cocina, abrió de un tirón el cajón de utensilios y sacó su trinchante. Corrió hacia la puerta, trinchante en ristre y se lo hundió al mendigo en la espalda.
Se quedó luego vigilándole, jadeando, mientras su viejo corazón corría desbocado de una forma alarmante... latía como el de la víctima de un ataque cardíaco del programa de televisión del sábado que tanto le había gustado. Pero al fin se calmó, volvió a su ritmo normal y él supo que no iba a pasarle nada.
Tuvo que limpiar mucha sangre.
Hacía de aquello cuatro meses y no había vuelto a hacer su ofrecimiento a nadie en la parada de autobús del centro de la ciudad. El haber estado a punto de echarlo todo a perder la última vez le había asustado... aunque, al recordar cómo había arreglado las cosas en el último momento, se sentía orgulloso. En definitiva, el borracho no había conseguido abrir la puerta, y eso era lo importante.
16
En el otoño de 1977, durante el primer trimestre de su último curso de instituto, Todd se apuntó al Club de Tiro. Y en junio de 1978 ya se había clasificado como tirador. En fútbol americano había vuelto a participar en el torneo regional; en la temporada de béisbol ganó cinco y perdió uno (que fue resultado de dos fallos de un punto injusto), y en sus estudios obtuvo una beca con la puntuación más alta de la historia del instituto. Hizo la solicitud para la Universidad de Berkeley y la aceptaron de inmediato. En el mes de abril ya sabía que pronunciaría el discurso de despedida o la salutación la noche de la entrega de premios.
Durante la última mitad de este último curso, empezó a dominarle un impulso extraño: un impulso tan aterrador para Todd como irracional en sí mismo. Al parecer, lo controlaba plenamente, y eso al menos era consolador, pero simplemente el hecho de que tal idea se le hubiera ocurrido resultaba alarmante. Había llegado a un acuerdo con la vida. Había arreglado las cosas. Su vida se parecía muchísimo a la resplandeciente y pulcra cocina de su madre, en la que todas las superficies estaban recubiertas de cromo, fórmica y acero inoxidable... un lugar en el que todo funcionaba cuando se apretaban los botones. En aquella cocina también había oscuras y profundas alacenas, por supuesto, pero en las mismas podían colocarse muchas cosas sin que hubiera problema para cerrar las puertas.
Este nuevo impulso le recordaba el sueño en el que llegaba a casa y se encontraba al vagabundo muerto sangrando en la limpia y bien iluminada cocina de su madre. Era como si, en el pacto que él había hecho, en aquella cocina deambulara ahora un intruso, arrastrándose, sangrando, buscando un lugar para morir bien a la vista...
La autopista de ocho carriles de ancho quedaba a menos de un kilómetro de la casa de los Bowden. Bajaba hasta ella una pendiente cubierta de matas y ar- £ bustos. La pendiente estaba llena de buenos escondites. Su padre le había regalado por Navidad un 30.30 con mira telescópica. En la hora punta, cuando los ocho carriles de la autopista estaban atestados, podría elegir un lugar en aquella pendiente y... bueno..., fácilmente podría...
¿Qué?
¿Suicidarse?
¿Destruir todo aquello por lo que había trabajado durante los últimos cuatros años?
Vamos, ¿qué?
No, señor; no, señora; de eso, nada.
Digamos que era una broma.
Claro que lo era... pero el impulso persistía.
Un sábado, pocas semanas antes de que terminara su último curso en el instituto Todd metió el 30.30 en el estuche después de haber vaciado con cuidado el cargador. Colocó luego el rifle en el asiento trasero del último juguetito de su padre: un Porsche de segunda mano. Y enfiló hacia el lugar en que la herbosa loma caía en picado hacia la autopista. Sus padres pasarían el fin de semana en Los Angeles y se habían llevado el coche grande. Dick, que ya era socio de pleno derecho, tenía que tratar con los de Hyatt la construcción de un nuevo hotel.
Se abrió paso laboriosamente pendiente abajo cargado con el rifle, jadeante y con la boca llena de una saliva densa y amarga. Llegó hasta un árbol caído y se sentó tras él con las piernas cruzadas. Sacó el rifle del estuche y lo posó sobre el liso tronco del árbol muerto. Una de las ramas del árbol constituía un perfecto apoyo para el cañón. Ajustó la base del mismo en el hueco del hombro y atisbo por la mira telescópica.
¡Estúpido!, se gritó mentalmente. Chaval, esto es una estupidez. Si alguien te viera, importaría poco que el arma estuviera cargada o no. Puedes tener muchos problemas, chico. Puede que hasta acabe disparando contra ti cualquier drogadicto.
Era media mañana y el tráfico no era muy denso. Centró la mira en una mujer que iba al volante de un Toyota azul. Llevaba medio abierta la ventanilla, y el cuello redondo de su blusa sin mangas aleteaba con el viento. Todd centró el punto de mira en la sien de la mujer y disparó en seco. Hacerlo perjudicaba el percutor, pero qué diablos.
¡Pum!, susurró Todd, mientras el Toyota se perdía en el paso inferior a unos ochocientos metros. Tragó saliva y le supo a una masa compacta de monedas.
Aquí llegaba un hombre al volante de una camioneta Subaru Brat. Aquel hombre tenía una barba canosa y llevaba una gorra de béisbol de los Padres de San Diego.
—Tú eres... tú eres la sucia rata... la sucia rata que se cargó a mi hermano —murmuraba Todd soltando una risilla nerviosa, y volvió a apretar el gatillo del 30.30.
Disparó a otros cinco; el potente chasquido del gatillo estropeaba la ilusión al final de cada «asesinato». Luego volvió a meter el rifle en su estuche. Volvió a cargarlo pendiente arriba, procurando avanzar agachado para que no le vieran. Lo guardó en la parte trasera del Porsche. Le palpitaban con fuerza las sienes. Se dirigió de nuevo a casa. Subió a su dormitorio. Se masturbó.
17
Vestía el mendigo un andrajoso jersey deshilachado de reno tan sorprendente que casi resultaba irreal allí, en el sur de California. Vestía también pantalones de marinero, rotos en las rodillas, donde dejaban al descubierto su piel blanca y velluda y una serie de cicatrices. Alzó el vaso-envase de mermelada (alrededor de cuyo borde los conocidos Pedro y Wilma, Pablo y Bet-ty bailaban en lo que podría ser algún grotesco rito de la fertilidad) y se bebió de un trago el bourbon. Chasqueó los labios por última vez en este mundo.
—Señor, esto le deja a uno como nuevo. No me importa decirlo.
—Yo siempre tomo una copa por la noche —convino Dussander desde detrás del tipo, hundiéndole a continuación el cuchillo de cocina en la nuca.
Se oyó el sonido de los cartílagos que se desgarraban, muy parecido al producido al arrancar con firmeza el muslo de un pollo recién asado. El vaso se le cayó de la mano y rodó por la mesa, produciendo en su carrera la impresión de que los personajes dibujados en el mismo estaban realmente bailando.
El borracho echó la cabeza hacia atrás e intentó gritar. Pero de su garganta brotó sólo un angustioso sonido silbante. Abrió mucho los ojos, los desorbitó y al fin su cabeza cayó pesadamente con un golpe sordo sobre el hule de cuadros blancos y rojos que cubría la mesa de la cocina de Dussander. La base de los dientes postizos superiores se le deslizó de la boca a modo de sonrisa medio desmontable.
Dussander sacó el cuchillo del cuello del mendigo (para conseguirlo tuvo que usar ambas manos) y cruzó la cocina hasta el fregadero. Estaba lleno de agua caliente, jabón líquido al limón y los cacharros sucios de la cena. El cuchillo desapareció entre la espuma perfumada hundiéndose en ella como un caza que se hunde en una nube al hacer un picado.
Se acercó luego a la mesa y se detuvo junto a ésta, apoyando una mano en el hombro del cadáver mientras le abatía un ataque de tos. Sacó un pañuelo del bolsillo trasero y escupió en él una flema pardoama-rillenta. Durante los últimos días había fumado demasiado. Siempre lo hacía cuando estaba tramando uno nuevo. Pero éste había resultado muy fácil, facilísimo en realidad. Después del desbarajuste que se había organizado con el último, había temido que pudiera estar tentando demasiado a la suerte al intentarlo una vez más.
Bueno, si se daba prisa, todavía podría acabar a tiempo para ver la segunda parte de Lawrence Welk.
Cruzó a prisa la cocina, abrió la puerta del sótano y dio la luz. Se acercó de nuevo al fregadero y sac.ó el paquete de bolsas verdes de basura que había en el armarito de debajo. Sacudió una bolsa mientras se acercaba de nuevo al muerto. La sangre se había corrido por el hule en todas direcciones. Se había encharcado en el regazo del borracho y por el suelo. También la silla debía haberse manchado. Pero todo podía limpiarse.
Dussander agarró al muerto por el pelo y le alzó la cabeza. Cedió con gran facilidad y al instante siguiente el borracho estaba colgando hacia atrás, como si le fueran a lavar la cabeza antes de cortarle el pelo. Dussander colocó la bolsa de basura sobre la cabeza y se la fue bajando hasta la altura de los codos. No llegaba más abajo. Desabrochó el cinturón de su difunto invitado y lo soltó de las presillas. Rodeó con él la bolsa de basura unos seis o siete centímetros por encima de los codos y lo ató bien prieto. Crujió el plástico. Dussander empezó a jadear.
El mendigo calzaba sucios zapatos en chancleta, que formaron una uve sobre el suelo cuando Dussander agarró el cinturón y arrastró el cadáver hacia la puerta del sótano. Algo blanco cayó de la bolsa de basura y repiqueteó en el suelo. Dussander vio que era la dentadura postisa del mendigo. La tomó y la metió en uno de los bolsillos delanteros del muerto.
Dejó el cadáver a la puerta del sótano, con la cabeza colgando sobre el segundo rellano. Rodeó luego el cuerpo y le dio tres fuertes patadas. Las dos primeras apenas consiguieron moverlo, pero la tercera lo lanzó escaleras abajo. A mitad de la caída, los pies se alzaron sobre la cabeza y el cuerpo ejecutó una acrobática voltereta. Aterrizó boca abajo sobre la tierra prensada del suelo del sótano con un golpe seco. Uno de sus zapatos saltó por los aires y Dussander tomó nota mental de recogerlo luego.
Bajó las escaleras, rodeó el cadáver y se acercó a su banco de herramientas. A la izquierda del mismo, apoyadas contra la pared en una limpia hilera, había una pala, un rastrillo y una azada. Eligió la azada. Un poco de ejercicio le sentaba bien a un anciano. Un poco de ejercicio hacía que uno se sintiera joven.
Ahí abajo no olía nada bien, pero eso no le preocupaba mucho. Encalaba el sótano una vez al mes (una vez tres días después de haberse «hecho» a uno de sus borrachos) y había comprado un ventilador que colocaba arriba para evitar que el olor llenara la casa los días de calor. A Josef Kramer, recordaba Dussander, le gustaba decir que los muertos hablan, pero que les oímos con las narices.
Eligió una zona en el rincón norte y puso manos a la obra. Las dimensiones de la fosa eran de uno ochenta por setenta. Había llegado ya a una profundidad de sesenta centímetros, casi suficiente, cuando el primer dolor paralizante le golpeó el pecho como un disparo.
Se irguió, desorbitando los ojos. Luego, el dolor le recorrió el brazo... un dolor sorprendente, como si una mano invisible hubiera atenazado todos los vasos sanguíneos y estuviera tirando de ellos. Vio la pala caída de lado y sintió que se le doblaban las rodillas. Por un angustioso instante, tuvo la certeza de que se iba a caer en la fosa.
Consiguió de alguna forma retroceder tambaleante tres pasos y se dejó caer en el banco. Una expresión de estúpida sorpresa se pintaba en su cara (podía sentirla) y pensó que debía parecer uno de aquellos cómicos del cine mudo al que una puerta giratoria acaba de golpear o que acaba de pisar una bosta. Bajó la cabeza colocándola entre las rodillas y jadeó.
Los minutos se fueron arrastrando lentamente. Quince. Parecía que el dolor había empezado a ceder, pero no creía que pudiera tenerse en pie. Comprendió por vez primera todas las verdades de la vejez que le habían eludido hasta aquel momento. Estaba asustado casi hasta el punto de ponerse a gimotear. La muerte le había rozado con el borde su manto. Todavía podría volver a buscarle. Pero no estaba dispuesto a morirse allí abajo. No si podía evitarlo.
Se puso de pie, con las manos aún cruzadas sobre el pecho como para mantener unida la frágil maquinaria. Cruzó tambaleante el espacio despejado entre el banco de trabajo y las escaleras. Tropezó con una de las piernas del mendigo muerto y cayó de rodillas con un gritito. Sintió una nueva oleada de dolor en el pecho. Alzó la vista hacia las escaleras: aquellas empinadas, empinadísimas escaleras. Doce peldaños. El cuadrado de luz allá arriba resultaba burlonamente lejano.
—Eins —dijo Kurt Dussander, consiguiendo arrastrarse hasta el primer rellano—, zwei, drei, vier.
Tardó veinte minutos en alcanzar el linóleo de la cocina. Dos veces, mientras subía, había amenazado con volver el dolor, y las dos veces había esperado Dussander con los ojos cerrados para ver lo que ocurría, plenamente consciente de que, si le repetía con la misma intensidad que en el sótano, seguramente moriría. Pero las dos veces el dolor se había calmado.
Se arrastró por el suelo hasta la mesa, evitando los charquitos y manchas de sangre que se estaban coagulando. Alcanzó la botella de bourbon, tomó un trago y i erró los ojos. Algo que había permanecido atado bien Tuerte en su pecho pareció aflojarse un poco. El dolor disminuyó un poco más. Pasados otros cinco minutos, se encaminó muy lentamente hacia el teléfono, que estaba en el pasillo.
Eran las nueve y cuarto cuando sonó el teléfono en casa de los Bowden. Todd estaba sentado con las piernas cruzadas en el sofá, repasando sus apuntes para el examen final de trigonometría. Le resultaba un hueso, como las matemáticas en general, y tal vez fuera siempre igual. Su padre se sentaba al otro extremo de la habitación, repasando la matriz de un talonario con una calculadora portátil en el regazo y una mansa expresión de incredulidad en el rostro. Monica, que estaba más cerca del teléfono, veía la película de James Bond que Todd había grabado dos noches antes.
—¿Quién es? —escuchó. Frunció levemente el ceño y pasó el auricular a Todd—. Es el señor Denker. Parece nervioso. O preocupado.
A Todd le dio un vuelco el corazón, pero apenas se advirtió el más leve cambio en su expresión.
—¿Sí? —se acercó al teléfono y lo cogió—. Hola, señor Denker.
La voz de Dussander, al otro lado del hilo, era ronca y seca.
—Ven inmediatamente, chico. Me ha dado un ataque al corazón. Muy fuerte; creo que es grave.
—Vaya —dijo Todd, intentando ordenar sus dispersas ideas, controlar el miedo que sentía agigantarse en su interior—. Es interesante, de acuerdo, pero es un poco tarde y estaba estudiando...
—Entiendo que no puedas hablar —dijo Dussander, en tono áspero, cortante casi—. Pero puedes escuchar. No puedo llamar una ambulancia ni marcar el número de urgencias, chico... al menos no todavía. Hay aquí un follón... Necesito ayuda... y eso significa que tú necesitas ayuda.
—Bueno, si lo plantea así... —dijo Todd. El pulso le latía a ciento veinte por minuto, pero su expresión era tranquila, serena casi. ¿Acaso no había sabido siempre que llegaría una noche como aquélla? Por supuesto, claro que lo había sabido.
—Dile a tus padres que he recibido una carta —dijo Dussander—. Una carta importante. ¿Entiendes? —Bien, de acuerdo —dijo Todd. —Ahora veremos, chico. Veremos de qué pasta estás hecho.
—De acuerdo —dijo Todd. Advirtió de pronto que su madre había dejado de mirar la pantalla y le miraba a él y forzó una tensa sonrisa—. Hasta ahora.
Dussander decía algo más, pero Todd colgó el teléfono.
—Voy a casa del señor Denker un rato —dijo, dirigiéndose a ambos, pero mirando sólo a su madre. —Aquella leve expresión de inquietud no se había borrado de su cara—. ¿Necesitáis algo de la tienda?
—Limpiapipas para mí y un paquete pequeño de responsabilidad fiscal para tu madre —dijo Dick.
—Muy gracioso —dijo Monica—. Todd, ¿acaso el señor Denker... ?
—¿Pero qué diablos compraste en Fielding's, si puede saberse? —interrumpió Dick.
—Ese estante para los trastos. Ya te lo dije. ¿No le pasa algo al señor Denker, Todd? Parecía un poco raro.
—¿Pero existen realmente cosas como estantes para trastos? Yo creía que los habían inventado esas extravagantes mujeres británicas que escriben novelas policíacas para que hubiera siempre un sitio en el que el asesino pudiera encontrar un objeto contundente. —¿Quieres dejarme hablar, Dick? —Claro. Adelante. ¿Pero un estante para trastos? —Creo que está bien —dijo Todd. Se puso la cazadora y se subió la cremallera. Pero estaba nervioso—. Ha recibido una carta de un sobrino suyo de Hambur-go o Dusseldorf o algún sitio parecido. Hacía años que no sabía nada de su familia y ahora he recibido esta carta y, como ve tan mal, no puede leerla.
—¿No es espantoso? —dijo Dick—. Anda, Todd, vete y tranquiliza al pobre hombre.
—Creía que tenía alguien que le leyera— dijo Monica—. Otro chico.
—Lo tiene —dijo Todd, sintiendo un odio súbito por su madre, odiando aquella especie de media sospecha que veía flotando en sus ojos—. Tal vez no lo haya encontrado en casa o tal vez no pueda ir a estas horas.
—Oh, bueno... vete entonces. Ten cuidado.
—No te preocupes, lo tendré. ¿Necesitáis algo de la tienda?
—No. ¿Cómo van tus estudios para el examen final de cálculo?
—Es de trigonometría —dijo Todd—. Creo que bien. Precisamente me disponía a estudiar toda la noche —esto último era una gran mentira.
—¿Quieres llevarte el Porsche? —preguntó Dick.
—No. Iré en bicicleta —necesitaba otros cinco minutos para ordenar sus pensamientos y dominarse... al menos, para intentarlo. Y, en el estado en que se encontraba entonces, lo más seguro es que estrellara el Porsche contra un poste telefónico.
—Ponte el parche reflector en la rodilla —le dijo Monica—. Y saluda de nuestra parte al señor Denker.
—De acuerdo.
Todavía podía detectar, aunque ahora menos intensa, la preocupación en la mirada de su madre. Le lanzó un beso y se dirigió al garaje, donde estaba la bici (que ya no era la Schwinn; ahora tenía una italiana como las de carreras). Su corazón seguía desbocado y sintió un impulso rabioso de agarrar el 30.30, volver a la casa, descargarlo contra sus padres e irse luego a la loma que daba a la autopista. No tendría que volver a preocuparse de Dussander. Cesarían las pesadillas y no habría más mendigos. Dispararía una y otra y otra vez, seguiría disparando y disparando, dejando sólo una bala para el final.
Recobró la razón y enfiló hacia la casa de Dussander; el parche reflector de su rodilla subía y bajaba y su largo cabello rubio ondeaba hacia atrás, dejando su frente al descubierto.
—¡Dios santo! —exclamó Todd, casi en un grito.
Estaba en la puerta de la cocina. Dussander se apoyaba en los codos, con la taza de porcelana entre ambos. Grandes gotas de sudor le brillaban en la frente. Pero Todd no miraba a Dussander. Miraba la sangre.
Había sangre por todas partes: en la mesa, en la silla vacía de la cocina, en el suelo.
—¿Dónde tiene la herida? —gritó Todd, consiguiendo poner de nuevo en movimiento sus paralizadas piernas... Tenía la sensación de llevar allí quieto lo menos mil años. Se acabó, estaba pensando. Éste es el fin de todo, de absolutamente todo. El globo está subiendo, baby, hasta el cielo, baby, y es un adiós, adiós, adiós definitivo. Sin embargo, procuró no pisar la sangre—. ¡Creí que me había dicho que le había dado un ataque al corazón!
—¡La sangre no es mía! —susurró Dussander.
—¿Qué? —Todd se detuvo—. ¿Qué ha dicho?
—Baja al sótano. Ya verás lo que tienes que hacer.
—Pero ¿qué diablos es esto? —preguntó Todd. Imaginó de pronto algo espantoso.
—No pierdas nuestro tiempo, chico. Creo que no te sorprenderá demasiado lo que encuentres abajo. Creo que tienes experiencia en asuntos parecidos. Experiencia de primera mano.
Todd le miró incrédulo otro instante y corrió luego hacia el sótano, bajando las escaleras de dos en dos. La primera ojeada al débil resplandor amarillento de la única luz del sótano le indujo a pensar que Dussander había tirado una bolsa de basura al sótano. Se fijó luego en las piernas que sobresalían de la bolsa y en las manos sucias sujetas a ambos lados con un cinturón apretado.
—¡Dios santo! —repitió, aunque esta vez las palabras salieron de su boca, sin fuerza, en un levísimo y débil susurro.
Se apretó con el dorso de la mano derecha los labios, secos como lija. Cerró los ojos un instante... y cuando volvió a abrirlos era otra vez dueño de sí mismo.
Empezó a actuar.
Vio el mango de la pala sobresaliendo de un agujero poco profundo en el rincón del fondo y al instante comprendió lo que estaba haciendo Dussander cuando se le averió la maauinaria. Al instante siguiente, advirtió el intenso hedor, un olor a tomates podridos. Lo había olido otras veces, pero arriba no era tan fuerte y, además, en los últimos dos años no había visitado a Dussander muy a menudo. Comprendió perfectamente lo que significaba y durante un rato se debatió intentando dominar las náuseas. Le sacudió una serie de arcadas, amortiguadas por la mano con que se tapaba boca y nariz.
Poco a poco, consiguió dominarse de nuevo.
Agarró al mendigo por las piernas y le arrastró hasta el borde de la fosa. Soltó las piernas, limpiándose el sudor de la frente con la palma de la mano izquierda y, por un instante, permaneció absolutamente quieto, pensando más intensamente de lo que hubiera pensado en toda su vida.
Agarró luego la pala y empezó a hacer más hondo el agujero. Cuando tenía ya casi metro y medio de profundidad, salió y echó dentro con el pie el cadáver. Se quedó al borde de la fosa, contemplando su interior. Pantalones andrajosos. Manos asquerosas llenas de postillas. Era un vagabundo. Muy bien. Casi era cómico. Como para partirse de risa.
Subió las escaleras.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó a Dussander.
—Me pondré bien. ¿Te has ocupado de todo?
—Lo estoy haciendo.
—Date prisa. Está todo muy silencioso aquí.
—Me encantaría echarle a usted como comida a los cerdos —dijo Todd, y volvió al sótano sin dar tiempo a Dussander a replicarle.
Había cubierto casi totalmente el cadáver del borracho cuando empezó a pensar que se le olvidaba algo. Miró atentamente la fosa, sujetando la pala con una mano. Las piernas del borracho asomaban del montículo de tierra y también las puntas de los pies, un viejo zapato, probablemente un Hush Puppy, y un calcetín sucio que realmente podría haber sido blanco por la época en que Taft era presidente del país.
¿Un zapato sólo? ¿Uno?
Todd se volvió y miró por el suelo hasta el pie de las escaleras. Miró desolado alrededor. El dolor de cabeza estaba empezando otra vez a golpetearle en las sienes, débiles golpecitos intentando abrirse paso. Localizó el viejo zapato como a metro y medio, entre unos anaqueles abandonados. Lo recogió, volvió a la fosa y lo tiró dentro. Empezó a palear de nuevo. Cubrió zapato, piernas, todo.
Cuando toda la tierra estuvo de nuevo en el agujero, la aplastó bien con la pala. Agarró luego el rastrillo y lo pasó en ambas direcciones para disimular que la tierra había sido removida recientemente. Sin gran éxito; sin un buen camuflaje el lugar en el que se ha abierto y vuelto a llenar un agujero siempre parece el lugar en el que se ha hecho y vuelto a llenar un agujero. De cualquier forma, nadie tendría ocasión de bajar allí, al menos en ello tendrían que confiar desesperadamente él y Dussander.
Todd subió las escaleras corriendo. Jadeaba.
Dussander había separado más los codos y la cabeza le colgaba casi tocando la mesa. Tenía los ojos cerrados, los párpados amoratados... del color de los
ásteres.
—¡Dussander! —gritó Todd. Sentía un intenso sabor picante en la boca: sabor de adrenalina, sangre ardiente latiendo y miedo—. ¡No se atreva a morírseme ahora, cabrón de mierda!
—Baja la voz —dijo Dussander sin abrir los ojos—. Conseguirás que venga todo el vecindario a ver qué pasa aquí.
—¿Dónde hay jabón o algo para limpiar todo esto? Detergente, o algo parecido. Y bayetas. Necesito bayetas.
—Lo encontrarás todo bajo el fregadero.
En muchos sitios, la sangre estaba ya seca. Dussander alzó la cabeza y vio a Todd arrastrándose por el suelo, restregando primero el charquito del linóleo y luego las gotas que habían caído por las patas de la silla en la que había estado sentado el vagabundo. El chico se mordía compulsivamente los labios, rascándolos casi como un caballo el freno. Al fin" acabó. El olor a detergente llenaba la estancia.
—Hay una caja con trapos viejos bajo las escaleras —dijo Dussander—. Pon debajo de todo esos manchados de sangre. No te olvides de lavarte las manos.
—No necesito que me dé su consejo. Usted me metió en este lío.
—¿De veras? He de decir que te las arreglaste muy bien. —Por un momento, el viejo tono de burla asomó a la voz de Dussander. Luego, se dibujó en su rostro una mueca de amargura—. De prisa.
Todd se ocupó de los trapos. Subió luego corriendo por última vez las escaleras. Se volvió a mirar abajo un momento, luego apagó la luz y cerró la puerta. Fue al fregadero, se remangó y fregó con el agua todo lo caliente que podía aguantar. Hundió las manos en la espuma y sacó el cuchillo de cocina que había utilizado Dussander.
—Me gustaría cortarle el cuello con este cuchillo —dijo lúgubremente.
—Sí; y echarme como comida a los puercos. No lo dudo en absoluto.
Todd enjuagó el cuchillo, lo secó y lo guardó. Secó los otros cacharros de prisa, soltó el agua, enjuagó el fregadero. Mientras se secaba las manos, miró el reloj y vio que eran las diez y veinte.
Fue hasta el teléfono del pasillo, descolgó y quedó mirándolo pensativo. No dejaba de preocuparle la idea de que olvidaba algo (alguna prueba potencial como el zapato). ¿Qué? No lo sabía. Si no tuviera aquel dolor de cabeza, conseguiría precisar lo que era. Aquel dolor de cabeza maldito. A él no solían olvidársele las cosas, aquello era alarmante.
Marcó el 222, sonó una vez sólo la señal y ya contestaron.
—Aquí Centro Médico de Santo Donato. ¿Cuál es su problema?
—Me llamo Todd Bowden. Estoy en el 963 de la calle Claremont. Necesito una ambulancia.
—¿De qué se trata, hijo?
—Se trata de mi amigo el señor D... —se mordió el labio inferior tan fuerte que se hizo sangre y, por un momento, se quedó en blanco, perdido en las pulsaciones de su cabeza. Dussander. Había estado a punto de dar a aquella voz anónima del Centro Médico el verdadero nombre de Dussander.
—Tranquilízate, hijo —dijo la voz—. Tómatelo con calma y todo saldrá bien.
—Mi amigo el señor Denker —dijo Todd—. Creo que ha sufrido un ataque al corazón.
—¿Qué síntomas tiene?
Todd empezó a describirlos, pero en cuanto explicó el dolor del pecho que se extendía luego por el brazo izquierdo, la voz no quiso escuchar más. Le dijo a Todd que la ambulancia tardaría de diez a veinte minutos, según estuviera el tráfico. Todd colgó y se apretó los ojos con las palmas de las manos.
—¿Hablaste ya? —clamó Dussander débilmente desde la cocina.
—¡Sí! —chilló Todd—. ¡Sí, sí hablé ya, maldita sea\ ¡Sí, sí, sí! \Callese de una vez!
Volvió a apretarse los ojos con más fuerza, produciendo primero leves destellos de luz y luego un campo de intenso color rojo. Contrólate, Niño-Toda. Cálmate, domínate, serénate. Tranquilo.
Abrió los ojos y descolgó de nuevo el teléfono. Ahora, la parte difícil. Era el momento de llamar a casa.
—¿Sí? —la voz suave y delicada de Monica en su oído. Por un momento (un instante sólo) se imaginó embutiéndole el cañón del 30.30 en la nariz y apretando el gatillo para el primer chorro de sangre.
—Soy Todd, mami. Ponme con papá, rápido.
Ya nunca la llamaba mami. Sabía que captaría esa señal antes que ninguna otra, y así fue.
—¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo, Todd?
—¡Que se ponga papá, por favor!
—Pero, ¿qué...?
Todd oyó un matraqueo y un ruido metálico al teléfono. Oyó que su madre le decía algo a su padre. Se preparó.
—¿Todd? ¿Qué pasa?
—Es el señor Denker, papá. Él... le ha dado un ataque al corazón, creo. Bueno, estoy casi seguro.
—¡Jesús! —la voz de su padre se alejó un momento y Todd oyó que le repetía a su madre lo que acababa de decirle. Luego volvió a hablar con él—: ¿Está vivo todavía? ¿Qué te parece?
—Está vivo. Está consciente.
—Bien. Gracias a Dios. Pide una ambulancia.
—Acabo de hacerlo.
—¿A urgencias?
—Sí.
—Buen chico. ¿A ti te parece muy grave?
—No sé, papá. Los de la ambulancia dijeron que llegarían pronto, pero... bueno, estoy un poco asustado. ¿Podrías venir y esperarles conmigo?
—¡Por supuesto! Tardo cuatro minutos.
Todd oyó que su madre decía algo cuando su padre colgaba, interrumpiendo la comunicación. También él colgó.
Cuatro minutos,Cuatro minutos para hacer lo que quedara por hacer. Cuatro minutos para recordar lo que había olvidado. ¿O no había olvidado nada? Tal vez fueran sólo los nervios. Santo Dios, ojalá no hubiera tenido que llamar a su padre. Pero lo normal era hacerlo, ¿no? Claro. ¿Había alguna otra cosa normal que no había hecho? Algo...
—¡Oh, bobo de mierda! —gritó de pronto, y volvió como un tiro a la cocina. Dussander estaba con la cabeza en la mesa, los ojos entornados, indolente.
—¡Dussander! —le gritó Todd. Le sacudió con fuerza y el viejo gruñó—. ¡Despierte! ¡Despierte, viejo cabrón, asqueroso!
—¿Qué? ¿Llegó la ambulancia?
—¡La carta! Mi padre viene para acá, llegará en cualquier momento. ¿Dónde está esa carta maldita?
—¿Qué... qué carta?
—Me dijo que les dijera que había recibido una carta importante. Se lo dije —le dio un vuelco el corazón—. Una carta de ultramar... de Alemania. ¡Santo cielo! —Todd se pasó las manos por el pelo.
—Una carta. —Dussander alzó la cabeza lentamente, con dificultad. Sus arrugadas mejillas tenían un color blanco-amarillento enfermizo; tenía los labios lívidos—. De Willi, creo. De Willi Frankel. Querido... querido Willi.
Todd miró el reloj y vio que hacía dos minutos que había colgado el teléfono. Su padre no llegaría, no podría llegar a casa de Dussander en cuatro minutos, aunque podía llegar con asombrosa rapidez en el Porsche. Rapidez, ésa era la cuestión. Todo se movía demasiado aprisa. Y seguía habiendo algo que no encajaba. Y aún tenía que hacer algo; algo estaba mal; lo sentía. Pero no había tiempo para pararse y buscar la salida.
—Sí, de acuerdo; yo se la estaba leyendo y entonces se puso nervioso y le dio el ataque al corazón. Bien. ¿Dónde está?
Dussander le miraba ausente.
—¡La carta! ¿Dónde está?
—¿Qué carta? —preguntó Dussander abstraído, y Todd sintió deseos de estrangular a aquel viejo monstruo borracho.
—¡La que le estaba leyendo! ¡La de ese tal Willi lo-que-sea! ¿Dónde está?
Los dos miraron la mesa como esperando ver allí una carta.
—Arriba —dijo al fin Dussander—. En mi cómoda, en el tercer cajón. Al fondo de ese cajón hay una cajita de madera. Tendrás que romperla para abrirla. Hace mucho que perdí la llave. Hay algunas viejas cartas de un amigo mío. Todas sin firma. Y sin fecha. Todas en alemán. Una o dos hojas serán suficientes. Si te dieras prisa...
—¿Pero está usted loco? —bramó Todd—. ¡Yo no sé alemán! ¿Cómo iba a leerle una carta escrita en alemán, cretino de mierda?
—¿Y por qué iba a escribirme Willi en inglés? —le contestó-.Dussander con mucha fatiga—. Si tú me leyeras la carta en alemán, yo la entendería, aunque tú no la entendieras. Claro que tu pronunciación sería muy chapucera, pero de todos modos yo podría...
Dussander tenía razón, de nuevo tenía razón, y Todd no se quedó a oír más. Aun después de un ataque al corazón, el viejo le llevaba la delantera. Todd corrió pasillo adelante hacia las escaleras, deteniéndose junto a la puerta de entrada sólo lo suficiente para asegurarse de que no llegaba todavía el Porsche de su padre. No se veía aún el Porsche, pero su reloj le indicó el poco tiempo que tenía; ya habían pasado cinco minutos.
Subió de dos en dos las escaleras e irrumpió en el dormitorio de Dussander. No había estado nunca allí, ni siquiera había sentido curiosidad, y, por un instante, se limitó a estudiar un territorio desconocido. Descubrió la cómoda, un modelo barato de lo que su padre llamaba Mobiliario Moderno de Ocasión de los Grandes Almacenes. Se arrodilló delante de la cómoda y tiró del tercer cajón. Se abrió hasta la mitad, luego se salió de la guía y se quedó atascado.
—Maldita sea —murmuró. Estaba pálido como un muerto, salvo por las manchas de rojo intenso de las mejillas y los ojos azules, que parecían tan oscuros ahora como nubes de tormenta del Atlántico—. ¡Maldito cachivache, ábrete de una vez!
Tiró con tal fuerza que se tambaleó todo el mueble y a punto estuvo de caérsele encima. El cajón salió disparado y aterrizó en el regazo de Todd. Se desparramaron a su alrededor calcetines, ropa interior y pañuelos de Dussander. Hurgó entre el contenido restante del cajón y sacó una cajita de madera de unos treinta centímetros por diez. Intentó abrirla. Imposible. Estaba cerrada tal como había dicho Dussander. Todo era difícil aquella noche.
Volvió a meter toda la ropa en el cajón y hubo de forzarlo para volver a colocarlo en la guía. Volvió a atascarse. Intentó desbloquearlo, moviéndolo hacia atrás y hacia adelante, sudando a naves mientras lo hacía. Al fin consiguió cerrarlo. Se levantó con la cajita n la mano. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido?
La cama de Dussander era de esas que tienen pequeñas columnas a los pies y Todd golpeó con todas sus fuerzas la cerradura de la caja contra una de ellas. Hizo una mueca, el dolor del golpe vibró en sus manos y le recorrió los brazos hasta los codos. Miró la cerradura. Parecía un poco abollada, pero estaba intacta. Volvió a golpearla de nuevo contra la cama, más fuerte esta vez, ignorando el dolor. Saltó de la columna una astilla pero la cerradura de la cajita no cedió. Todd soltó una risotada y se acercó al otro lado de la cama. Esta vez alzó la cajita por encima de la cabeza y la lanzó al suelo con todas sus fuerzas. El cierre se astilló.
Cuando alzaba la tapa, los faros atravesaron la ventana de Dussander. Revolvió y escarbó nervioso el contenido de la caja. Tarjetas postales. Un medallón. Un retrato muy doblado de una mujer con unas ligas negras muy escaroladas por único atuendo. Un viejo billetero. Varias tarjetas de identidad. Una carpeta de pasaporte vacía, de piel. Y, al fondo, cartas.
Las luces se hicieron más intensas y ya podía oír el rumor peculiar del motor del Porsche. Se hizo más fuerte... y luego cesó.
Todd separó tres hojas de papel de carta tipo correo aéreo densamente escritas en alemán por ambos lados y salió a toda prisa del dormitorio. Casi había llegado ya a las escaleras cuando se dio cuenta de que había dejado la cajita forzada sobre la cama. Volvió al dormitorio corriendo, la tomó y abrió el tercer cajón de la cómoda.
Volvió a atascarse, esta vez con un ruido fuerte de madera contra madera.
Oyó el frenazo del Porsche, oyó abrirse la puerta del conductor, y cerrarse luego.
Todd podía oír también, vagamente, sus propios lamentos. Metió la caja en el cajón torcido, se irguió y le dio una patada. EÍ cajón quedó pulcramente cerrado. Se quedó parpadeando un momento y luego corrió al pasillo. Bajó corriendo las escaleras. A la mitad, oyó el rápido matraqueo de las pisadas de su padre en el camino de la casa de Dussander. Saltó la barandilla, aterrizó ágilmente y corrió a la cocina con las hojas de la carta aleteando en la mano.
Una llamada a la puerta.
—¡Todd! ¡Todd, soy yo!
Y en el mismo instante pudo oír también la sirena de la ambulancia a lo lejos. Dussander había vuelto a sumirse en una especie de semiinconsciencia.
—¡Voy, papá! —gritó Todd.
Dejó en la mesa las hojas de la carta, desplegándolas un poco, para dar la impresión de que se hubieran dejado caer precipitadamente; volvió luego al pasillo y dejó entrar a su padre.
—¿Dónde está? —preguntó Dick Bowden, empujando con el hombro a Todd al pasar.
—En la cocina.
—Lo has hecho muy bien todo, Todd —le dijo su padre, y le abrazó de un modo torpe y desconcertante.
—Espero no haberme olvidado de nada —dijo Todd modestamente, y siguió a su padre por el pasillo hacia la cocina.
Con las prisas de sacar a Dussander de la casa, se ignoró la carta casi por completo. El padre de Todd la tomó un momento y enseguida tuvo que dejarla porque llegaron los de la ambulancia con la camilla. Todd y su padre siguieron a la ambulancia, y la explicación de lo ocurrido que dio Todd fue aceptada sin cuestionar nada por el médico que atendió a Dussander. Después de todo, el «señor Denker» tenía ochenta años y sus hábitos no eran precisamente perfectos. El médico felicitó a Todd con cierta rudeza, por haber pensado y obrado con rapidez. Todd le dio a su vez las gracias lánguidamente y preguntó a su padre si podían irse a casa.
En el camino de vuelta, Dick le repitió lo orgulloso que estaba de él. Todd casi no le oía. Estaba pensando otra vez en su 30.30.
18
Aquel mismo día se fracturó la espalda Morris Heisel.
Morris no tenía la menor intención de partirse la espalda; sólo pretendía arreglar el canalón de la parte oeste de su casa. Nada más ajeno a su pensamiento que la idea de romperse la espalda, ya había sufrido bastante en la vida sin necesidad de eso. Su primera esposa había muerto a los veinticinco años y también habían muerto sus dos hijas. Y también había muerto su hermano, en 1971, en un trágico accidente de automóvil, cerca de Disneylandia. El propio Morris, que ya casi tenía sesenta años, veía agravarse su artritis por momentos. Y también tenía verrugas en las dos manos, verrugas que parecían reproducirse al mismo ritmo que el médico las iba quemando. Y también era muy propenso a las jaquecas, y en los dos últimos años su vecino Rogan había empezado a llamarle «El Gato Morris». ¿Que tal le sentaría a Rogan, le había dicho Morris a Lydia, su segunda esposa, que él empezara a llamarle «La Hemorroide Rogan»?
—¡Basta, Morris! —le decía Lydia en tales ocasiones—. No sabes aguantar una broma, eres incapaz de aceptarla. A veces me pregunto cómo pude casarme con un hombre que carece por completo de sentido del humor. Vamos a Las Vegas —había dicho Lydia, dirigiéndose a una cocina vacía como si la escuchara una horda invisible de espectadores que sólo pudiera ver ella—, vemos a Buddy Hackett y Morris no se ríe ni una sola vez.
Además de la artritis, las verrugas y las jaquecas, Morris también tenía a Lydia, que. Dios la bendiga, se había vuelto pesadísima en los últimos cinco años o así... desde que se hizo la histerectomía. Así que bastantes preocupaciones y problemas tenía sin tener que añadir la espalda rota.
—¡Morris! —gritó Lydia, saliendo por la puerta de atrás y secándose las manos con un paño de cocina—. Morris, bájate inmediatamente de esa escalera.
—¿Qué? —torció la cabeza para poder verla. Estaba en los peldaños más altos de la escalera de aluminio. En el peldaño en que estaba él, había una etiqueta amarillo chillón que decía: ¡PELIGRO! ¡PUEDE PERDERSE EL EQUILIBRIO DE PRONTO PASANDO DE ESTE PELDAÑO! Morris llevaba puesto el delantal de carpintero de los grandes bolsillos, uno lleno de clavos, y el otro, de grapas grandes. El suelo era levemente irregular bajo la escalera y ésta tembló un poco al moverse él. Le dolía un poco el cuello, preludio desagradable de una de sus jaquecas. Estaba fuera de sus casillas—. ¿Qué?
—He dicho que te bajes inmediatamente de ahí, antes de que te rompas la espalda.
—Casi he terminado ya.
—Te balanceas ahí arriba como si estuvieras en una barca, Morris. Bájate ahora mismo.
—Bajaré cuando haya acabado —dijo, irritado—. ¡Déjame en paz!
—Vas a romperte la espalda —repitió con tristeza ella, y volvió a entrar en casa.
Diez minutos después, cuando clavaba el último clavo en el canalón, inclinado hacia atrás bastante peligrosamente, oyó un bufido felino, seguido de un fiero ladrido.
—¡Válgame Dios, pero qué...!
Miró alrededor y la escalera se balanceó peligrosamente. En aquel mismo instante, su gato (que se llamaba Lover Boy, no Morris) dobló la esquina del garaje con los pelos de punta y los ojos llameantes. El cachorro de pastor escocés de Rogan lo perseguía furioso, con la lengua fuera, arrastrando la correa tras él.
Lover Boy, que al parecer no era supersticioso, pasó corriendo bajo la escalera de Morris. El pastor le siguió.
—¡Cuidado, cuidado, perro estúpido! —gritaba Morris.
La escalera se tambaleó. El cachorro le dio un golpe y la escalera cayó y Morris cayó con ella, lanzando un grito. Grapas y clavos saltaron por los aires. Aterrizó mitad en el camino pavimentado de coches y mitad fuera y sintió un dolor tortísimo en la espalda. Más que oír que se le rompía la columna, lo sintió. Luego, el mundo se sumió en la oscuridad.
Cuando volvió en sí, seguía allí tirado, mitad sobre el camino de coches, mitad fuera del mismo sobre un lecho de clavos y grapas. Lydia estaba a su lado, inclinada sobre él, llorando. Y estaba allí también Rogan, el vecino de al lado, la cara tan blanca como un sudario.
—¡Ya te lo dije! —balbucía Lydia—. ¡Te dije que te bajaras de esa escalera! Y ahora mira. ¡Mira ahora lo que te ha pasado!
Morris descubrió que no tenía ninguna gana de mirar. Tenía una franja angustiosa de dolor ceñida a la cintura como un cinturón v eso era grave; pero había algo mucho peor: por debajo de aquel cinturón de dolor no sentía nada: absolutamente nada.
—Ya te lamentarás luego —le dijo secamente—. Ahora llama al médico.
—Llamaré yo —dijo Rogan; y corrió hacia su casa.
—Lydia —dijo Morris. Se humedeció los labios.
—¿Qué? ¿Qué, Morris? —se inclinó hacia él y le cayó una lágrima en la mejilla. Sería conmovedor, supuso él, pero le había hecho encogerse, con lo que el dolor se había agudizado.
—Lydia, tengo además una de mis jaquecas.
—¡Oh, cariño! ¡Pobrecito mío, Morris! ¡Pero ya te dije yo...!
—Tengo la jaqueca porque ese perro potzer de Rogan se pasó toda la noche ladrando y no pude dormir. Y hoy ese perro se pone a perseguir a mi gato, tropieza con la escalera y ahora creo que me he fracturado la espalda.
Lydia dio un chillido que vibró estruendoso en la cabeza dolorida de Morris.
—Lydia —le dijo, y volvió a humedecerse los labios.
—¿Qué, cariño?
—Durante muchos años, he sospechado algo. Ahora ya estoy seguro.
—¡Pobrecito mío, Morris! ¿Qué?
—Dios no existe, Lydia, Dios no existe —dijo Morris, y se desmayó.
Le llevaron a Santo Donato y su médico le dijo, más o menos a la misma hora en que habría estado normalmente degustando una de las horrorosas cenas de Lydia, que no podría volver a caminar. Le habían colocado ya una especie de escayola en el cuerpo, y tomado muestras de sangre y orina. El doctor Kemmelman le había examinado los ojos y pegado en las rodillas con un martillito de goma (sin que a los golpecitos respondiera ningún movimiento reflejo). Y allí estuvo Lydia en todo momento, llorando a mares y empapando pañuelo tras pañuelo. Lydia, una mujer que habría sido esposa ideal para Job, iba a todas partes bien provista de moqueritos de encaje, por si se producía un ataque de llanto. Había llamado a su madre, que llegaría pronto («Está bien, Lydia», aunque, no había nadie en el mundo a quien Morris detestara más que a la madre de Lydia). Había llamado al rabino, también llegaría en seguida («Está bien, Lydia», aunque hacía cuatro años que él no pisaba la sinagoga y ni siquiera estaba seguro de cómo se llamaba el rabino). Había llamado al jefe de Morris, y, aunque éste no se reintegraría a su trabajo, enviaba saludos y sus más sinceras condolencias («Está bien, Lydia», aunque, si había alguien que Morris detestara tanto como a la madre de Lydia, ése era precisamente aquel putz mascapuros de Frank Haskell). Al fin le dieron un valium a Morris y sacaron a Lydia de allí. Al poco rato, Morris sencillamente despegó: ni preocupaciones, ni jaqueca, ni nada. Si seguían dándole pastillitas azules como aquélla, fue su último pensamiento, volvería a subirse a aquella escalera y a romperse otra vez la espalda.
Cuando despertó (o recuperó la conciencia, sería más exacto), apuntaba ya el alba y el hospital estaba tan silencioso como Morris suponía que debía estar siempre. Sentía una gran calma... serenidad casi. No le dolía nada. Sentía el cuerpo vendado e ingrávido. La cama estaba rodeada de una especie de cachivache parecido a una jaula de ardilla: barras de acero inoxidable, alambres y poleas. Las piernas las tenía sujetas arriba, a este artilugio con cables. Parecía que tuviera curvada la espalda por algo colocado debajo, aunque resultaba difícil determinarlo: sólo tenía su propio ángulo de visión para poder juzgar.
Los hay que están peor, pensaba. En todo el mundo hay personas que están peor aún. En Israel, los palestinos matan campesinos por cometer el crimen político de ir en autobús a ver una película. Los israelíes solucionan esta injusticia bombardeando a los palestinos y matando niños junto con los terroristas que pudiera haber. Hay quien está peor que yo... que no es decir que esto sea bueno, ni mucho menos, pero los hay que están peor.
Alzó con cierta dificultad una mano (le dolía en algún punto del cuerpo, aunque muy levemente) y cerró el débil puño delante de los ojos. Bien. Tenía las manos bien. Y tenía los brazos bien también. Pero no podía sentir absolutamente nada de la cintura para abajo. ¿Y eso qué? Había gente por todo el mundo paralizada del cuello para abajo. Había leprosos. Había personas que se morían de sífilis. Y en aquel preciso instante, en algún lugar del mundo, había personas subiendo a un avión que se iba a estrellar. Sí, aquello suyo no era bueno, pero había cosas peores en el mundo.
Y, en otros tiempos, había habido cosas mucho peores en el mundo.
Alzó el brazo izquierdo. Parecía flotar, descarnado, ante sus ojos: el biazo de un viejo huesudo de músculos decrépitos. Le habían puesto una chaqueta de hospital de manga corta y podía ver el número en el antebrazo, tatuado con una tinta azul desvaída. P499965214. Cosas peores, sí, cosas peores que caer de una escalera y romperse la espalda y que te lleven a un hospital metropolitano limpio y aséptico y te den un valium que borra todos los problemas.
Las duchas, sí, las duchas eran peores. Ruth, su primera esposa, había muerto en una de aquellas duchas malditas. Y las fosas que se convertían en tumbas. Podía cerrar los ojos y seguía viendo a los hombres alineados a lo largo de las fauces abiertas de las zanjas, podía oír aún las descargas, los recordaba aún cayendo hacia atrás como muñecos de trapo. Y los crematorios; sí. También los crematorios eran peores; los hornos crematorios, que impregnaban el aire del constante olor dulzón de los judíos ardiendo como antorchas invisibles. Los rostros sobrecogidos por el terror de viejos amigos y parientes, caras que se fundían igual que velas goteantes, rostros que parecían desaparecer delante de tus propios ojos: delgados, más delgados, delgadísimos. Y luego, un día no estaban ya, ya se habían ido. ¿Adonde? ¿Adonde se va la llama de la antorcha cuando la apaga el viento frío? ¿Al cielo? ¿Al infierno? Luces en la oscuridad. Candelas al viento. Cuando Job desfalleció al fin y cuestionó, Dios le preguntó a él: ¿Dónde estabas tú cuando hice el mundo? Si Morris Heisel hubiera sido Job, le habría respondido: ¿Dónde estabas tú cuando mi Ruth se moría, tú, potzer, tú? ¿Viendo jugar a los Yankees y a los Senators? Si no sabes atender mejor tus asuntos, quítate de mi vista.
Sí, había cosas peores que romperse la espalda, no le cabía la menor duda. ¿Pero qué clase de Dios habría permitido que se rompiera la espalda y quedara paralizado para toda la vida, después de haber visto morir a su esposa y a sus hijas y a sus amigos?
Ningún Dios, desde luego. Ninguno.
Le bajó rodando una lágrima despacio desde el ojo al oído. Fuera de la sala del hospital, sonaba suave un timbre. Pasó una enfermera con suelas de crepé. La puerta de la habitación estaba entreabierta y pudo leer en la pared del pasillo las letras DADOS INT y supuso que el letrero entero diría CUIDADOS INTENSIVOS.
Había movimiento en la habitación... crujir de ropa de cama.
Moviéndose con mucho cuidado, volvió la cabeza hacia la derecha, al otro lado de la puerta. Vio a su lado una mesita de noche con una jarrita encima. En la mesa había dos timbres para llamar. Y más allá había otra cama y, en la cama, un hombre que parecía aún más viejo y enfermo de lo que se sentía Morris. No estaba encerrado en una gran rueda de ejercicios para ratones como Morris, pero había una unidad de alimentación junto a la cama y una pantalla de control a los pies. Estaba flaco, amarillento. Las arrugas que le bordeaban la boca y los ojos eran muy profundas. El cabello lo tenía blanco-amarillento, mustio y seco. Los finos párpados indicaban agotamiento y Morris percibió en la gran nariz las venillas reventadas del bebedor consuetudinario.
Morris miró a otro lado... y volvió a mirar luego a aquel hombre. A medida que aumentaba la claridad y se despertaba el hospital, empezó a tener la extraña impresión de que conocía a su compañero de cuarto. ¿Sería posible? El hombre aparentaba de setenta y cinco a ochenta años y Morris pensó que no conocía a nadie tan viejo (a no ser la madre de Lydia, un espanto que a Morris le parecía a veces más vieja que la Esfinge, a la que, por otro lado, se parecía muchísimo).
Tal vez fuera alguien a quien había conocido en el pasado, tal vez incluso antes de que él, Morris, viniera a Norteamérica. Tal vez sí. Tal vez no. ¿Y por qué parecía de pronto que aquello pudiera tener importancia? En cuanto a eso, ¿por qué le habrían abrumado aquella noche todos los recuerdos del campo de concentración de Patín, cuando siempre procuraba (y lo conseguía casi siempre) que todo aquello permaneciera enterrado?
Sintió que se le ponía de pronto carne de gallina por todo el cuerpo, como si hubiera entrado en una casa embrujada e imaginaria en que se agitasen antiguos cadáveres y por la que se paseasen los fantasmas. ¿Podría ocurrir, incluso aquí y ahora en este pulcro hospital, treinta años después de que los tiempos sombríos hubieran terminado?
Apartó la vista del anciano de la cama de al lado y, al poco rato, volvió a dormirse.
Es una trampa de tu mente el que ese individuo te parezca conocido. Se debe sólo a tu mente, que procura distraerte lo mejor que puede, distraerte tal como solía intentarlo...
Pero no pensaría en aquello. No se permitiría pensar en aquello.
Cuando se quedaba ya dormido, recordó cómo había presumido él con Ruth (nunca con Lydia; no merecía la pena ufanarse con Lydia; no era como Ruth, que sonreía siempre con dulzura ante sus exageraciones inofensivas y sus alardes): Nunca olvido una cara. Era su oportunidad de averiguar si seguía siendo así. Si había conocido alguna vez al hombre que dormía ahora en la cama de al lado, tal vez pudiera recordar cuándo... y dónde.
Cuando estaba ya casi dormido, cruzando y descruzando el umbral del sueño, Morris pensó: Tal vez le conocí en el campo.
Sería irónico, sí... lo que llamaban una «burla de Dios».
¿De qué Dios?, volvió a preguntarse Morris Heisel, y se quedó dormido.
19
Todd no pronunció el discurso en representación de su clase el día de la entrega de diplomas, tal vez por la nota baja que sacó en el examen final para el que había estado estudiando la noche que Dussander enfermó. Esto le bajó el promedio del curso a 89, un punto por debajo del A-menos.
Una semana después de la entrega de diplomas, los Bowden fueron a visitar al señor Denker al Hospital General de Santo Donato. Todd se revolvió inquieto durante los quince minutos de comentarios y cumplidos tontos y agradeció la interrupción cuando el hombre de la otra cama le preguntó si podía acercarse un momento.
—Perdona —le dijo, como excusándose. Tenía el cuerpo escayolado y estaba atado a un sistema de cables y poleas—. Me llamo Morris Heisel. Me he roto la columna.
—Eso es bastante malo —dijo Todd con seriedad.
—¡Huy, bastante malo, dice! Este chico tiene el don de quitar importancia a las cosas.
Todd empezó a disculparse, pero Heisel alzó una mano, sonriendo levemente. Tenía la cara pálida y ajada, la cara de ctialquier viejo que afronta en el hospital una vida llena de cambios drásticos: y muy pocos seguramente para mejor. En ese sentido, pensó Todd, él y Dussander eran iguales.
—No es necesario —dijo Morris—. No hay por qué contestar un comentario descortés. No me conoces de nada. No tiene ningún sentido que te agobie con mis problemas.
—«Ningún hombre es una isla completa en sí» —empezó a decir Todd, y Morris se echó a reír.
—Vamos, me contesta con una cita. ¡Un chico listo! Ese amigo tuyo, ¿está muy grave?
—Bueno, los médicos dicen que reacciona bien, para la edad que tiene; son ochenta años.
—¿¡Tantos!? —exclamó Morris—. No me cuenta gran cosa, sabes, pero, por lo que dice, supongo que es nacionalizado. Como yo. Yo soy polaco, sabes. De origen, quiero decir. De Radom.
—¡Ah! —dijo Todd cortésmente.
—Sí. ¿Sabes cómo le llaman a la «boca» de un buzón en Radom?
—No —dijo Todd, sonriendo.
—Pues Howard Johnson, la famosa cadena de restaurantes —dijo Morris, y echó a reír. Todd también se echó a reír. Dussander se volvió hacia ellos, sorprendido por el ruido y un poco ceñudo. Luego, Monica dijo algo y se volvió de nuevo hacia ella.
—¿Tu amigo se ha nacionalizado?
—Ah, sí —dijo Todd—. Es de Alemania. De Essen. ¿Conoce usted Essen?
—No —dijo Morris—. Claro que yo sólo estuve una vez en Alemania. Me pregunto si él estuvo en la guerra.
—Pues en realidad no podría decírselo —dijo Todd, con una expresión remota.
—¿No? Bueno, no importa. Eso fue hace mucho tiempo; la guerra. Dentro de otros tres años, habrá individuos en este país constitucionalmente elegibles para la presidencia (¡presidentes!) que ni siquiera habían nacido cuando acabó la guerra. No habrá para ellos una gran diferencia entre el Milagro de Dunkerque y Aníbal cruzando los Alpes con sus elefantes.
—¿Usted estuvo en la guerra? —preguntó Todd.
—Supongo que sí estuve, en cierto modo. Eres un buen chico viniendo a visitar a un hombre tan viejo... a dos viejos, contándome a mí.
Todd sonrió con modestia.
—Ahora estoy cansado —dijo Morris—. Creo que voy a dormir un poco.
—Espero que mejore muy pronto —dijo Todd.
Morris asintió, sonrió y cerró los ojos. Todd volvió junto a la cama de Dussander; sus padres se disponían ya a marcharse: su padre miraba el reloj y decía con una cordialidad exagerada que se estaba haciendo tardísimo.
Dos días después, Todd volvió solo al hospital. En esta ocasión, Morris Heisel, aprisionado en su escayola, estaba profundamente dormido en la cama de al lado.
—Te portaste muy bien —dijo Dussander con calma—. ¿Volviste después a la casa?
—Sí. Quemé aquella carta maldita. No creo que le interesara mucho a nadie, y tenía miedo... no sé.
Se encogió de hombros; se sentía incapaz de explicarle a Dussander que le había dado un miedo casi supersticioso aquella carta... miedo a que quizás entrara en la casa alguien que pudiera leer alemán, alguien que descubriera en la carta referencias a diez, o quizá veinte años atrás...
—La próxima vez que vengas, procura traerme camuflado algo de beber —le dijo Dussander—. No echo de menos los cigarrillos, pero...
—No volveré —dijo Todd escuetamente—. No volveré nunca. Se acabó ya. Estamos a la par.
—A la par. —Dussander cruzó las manos sobre el pecho y sonrió. No era una sonrisa dulce, pero tal vez fuera a lo más que podía llegar Dussander—. Creía que eso era en las cartas. Creo que me dejarán salir de este cementerio la semana que viene... al menos es lo que me han prometido. El médico dice que aún puedo aguantar algunos años. Le pregunto cuántos, y se limita a sonreírme. Supongo que eso significa como mucho tres, o seguramente no más de dos. Pero, en fin, a lo mejor le doy una sorpresa.
Todd no dijo nada.
—Pero, entre tú y yo, chico, ya casi he renunciado a mis esperanzas de ver el cambio de siglo.
—Quería preguntarle una cosa —dijo Todd, mirando fijamente a Dussander—. Es por lo que he venido hoy. Quiero preguntarle sobre algo que dijo una vez.
Todd miró por encima del hombro hacia el hombre de la cama de al lado y acercó más la silla a la cama de Dussander. Le llegó el hedor de Dussander, tan seco como el de la sala egipcia del museo.
—Pregunta.
—Aquel borracho. Dijo usted algo de que yo tenía experiencia. Experiencia de primera mano, dijo. ¿Qué es lo que quería decir con eso?
A Dussander le creció un poco la sonrisa.
—Yo leo los periódicos, chico. Los viejos siempre leen los periódicos, aunque no los leen igual que la gente joven. Se sabe que en determinadas terminales de las pistas de aterrizaje de algunos aeropuertos de América del Sur se concentran los buitres cuando soplan ciertos vientos de costado que son muy traidores, ¿lo sabías? Así es como lee el periódico un viejo. Hace un mes, leí una historia en el dominical. No una historia de primera página... a nadie le interesan los mendigos y los alcohólicos tanto como para sacarlos en primera página, pero era la principal historia de la sección especial. ¿HAY ALGUIEN ACECHANDO A LOS DESHARRAPADOS?, ése era el título. Directo. Periodismo sensacionalista. Los norteamericanos sois famosos en eso.
Todd apretó los puños, ocultando las uñas destrozadas. Nunca leía los dominicales, tenía mejores cosas en que emplear el tiempo. Claro que había repasado los periódicos todos los días, al menos durante una semana después de cada una de sus aventurillas, y ninguno de sus mendigos había pasado de la página tres. La mera idea de que alguien hubiera estado estableciendo conexiones a sus espaldas le enfurecía.
—El artículo mencionaba varios asesinatos, asesinatos extraordinariamente brutales. Acuchillamientos, apaleamientos. «Brutalidad infrahumana», eran las palabras del articulista, aunque ya sabes cómo son los periodistas. El escritor de este artículo lamentable a que me refiero, admitía la existencia de un elevado índice de mortalidad entre esos desdichados. Y que en Santo Donato ha habido un número excesivo de indigentes a lo largo de los años. No todos los muertos de este grupo mueren de muerte natural ni a causa de sus malos hábitos. Son frecuentes los asesinatos, pero en la mayoría de los casos el asesino suele ser uno de los colegas del difunto, y el motivo una simple discusión por un juego de cartas sin importancia o por una botella de moscatel. El asesino suele confesar de buena gana. Porque el remordimiento le destroza.
»Pero esos últimos asesinatos no se han resuelto. Y lo que es aún más siniestro para esta mentalidad de periodista sensacionalista es el alto índice de desapariciones de los últimos años. Claro que, vuelve a admitir, estos hombres no son más que vagabundos modernos. Gente de paso. Vienen y van. Pero algunos de éstos no han recogido siquiera sus talones de la asistencia social... ¿Podrían, tal vez, haber sido algunos de ellos víctimas del Asesino de Borrachos? Esto se pregunta el periodista sensacionalista. ¿Víctimas que aún no han aparecido? ¡Puah!
Dussander movió la mano en el aire, como desechando una irresponsabilidad tan notoria.
—Simple aguijoneo, claro. Alarmar un poquito a la gente el domingo por la mañana. Evoca viejos fantasmas, muy trillados ya, pero todavía útiles: el Asesino del Torso de Cleveland, Zodíaco, el Misterioso Mr. X que mató a la Dalia Negra, Springheel Jack. Estupideces por el estilo. Pero me hace pensar. ¿Qué puede hacer un viejo más que pensar, cuando los viejos amigos no van ya a visitarle?
Todd se encogió de hombros.
—Pensé: Si deseara ayudar a este periodista odioso, cosa que evidentemente no deseo, le explicaría algo de los desaparecidos. Nada le diría de los cadáveres hallados acuchillados o apaleados, nada le diría de ellos, que Dios acoja sus almas embrutecidas, pero sí algo de los desaparecidos. Porque al menos algunos de esos mendigos están en mi sótano.
—¿Cuántos hay allí abajo? —preguntó Todd en voz baja.
—Seis —dijo Dussander con calma—. Seis, contando el último .del que tú me ayudaste a desembarazarme.
—Está usted loco del todo —dijo Todd. Bajó los ojos; la piel era blanca y brillante—. Creo que se ha pasado usted de rosca, sí.
—¡Pasarse de rosca! ¡Una expresión encantadora! Tal vez tengas razón. Pero entonces me dije: A este chacal periodístico le encantaría imputar los asesinatos y las desapariciones a una misma persona, a su hipotético asesino. Pero creo que es muy probable que no sea en absoluto lo que ocurrió... Y entonces me dije: «¿Conoces a alguien que pudiera ser autor de todo esto? ¿Alguien que haya estado sometido a una tensión parecida a la que he soportado yo los últimos años? ¿Alguien que también haya estado oyendo viejos fantasmas arrastrando sus cadenas?» Y la respuesta es sí. Te conozco a ti, chico.
—Yo nunca he matado a nadie.
La imagen evocada no era la de los borrachos: ellos no eran personas, no eran personas realmente; no lo eran, no. La imagen evocada era la de él mismo agazapado tras el árbol muerto, atisbando por la mira telescópica de su 30.30, centrada en la sien del hombre de barba canosa que conducía la camioneta Brat.
—Tal vez no —convino Dussander, bastante amablemente—. Pero la otra noche actuaste con absoluta serenidad y con aplomo. Creo que tu sorpresa fue más que nada de cólera por verte en situación tan peligrosa por culpa de la debilidad de un viejo. ¿Me equivoco?
—No, no se equivoca —dijo Todd—. Estaba furioso con usted. Y sigo estándolo. Lo hice todo porque tiene usted una cosa guardada que podría destrozar mi vida.
—No. No la tengo.
—¿Qué? ¿Qué está diciendo?
—Eso era un farol como el de «la carta de un amigo». Tú nunca escribiste esa carta, nunca existió el amigo. Y yo nunca he escrito una sola palabra sobre nuestra... asociación, digamos. Ahora estoy poniendo mis cartas boca arriba. Me salvaste la vida. No importa que sólo lo hicieras por protegerte tú; eso no altera la eficacia y rapidez con que actuaste. No puedo hacerte daño, chico. Lo digo francamente. He visto la muerte cara a cara y me asusta, pero no tanto como creí que me asustaría. No existe ningún documento. Como tú dijiste, estamos a la par.
Todd sonrió: un misterioso retorcer los labios hacia arriba. Bailaba y revoloteaba en sus ojos un brillo extraño y sardónico.
—Herr Dussander —dijo—, si por lo menos pudiera creerlo...
Por la noche, Todd bajó caminando hacia la loma que daba a la autopista, bajó hasta el árbol muerto y se sentó en él. Acababa de oscurecer. Era una noche cálida. Los faros de los coches cortaban el crepúsculo en largas guirnaldas de margaritas.
No hay ningún documento.
No había comprendido lo absolutamente irreparable que era toda la situación hasta la discusión que había seguido a aquellas palabras de Dussander. Éste propuso a Todd que buscara en la casa la llave de la caja de seguridad y que, como no la encontraría, eso demostraría que no existía ninguna caja de seguridad y, por tanto, ningún documento. Claro que una llave podía esconderse en cualquier sitio: podías meterla en una lata y enterrarla luego; podía meterse en un bote y ponerlo debajo de una tabla desclavada y vuelta a clavar; incluso podía haberse ido a San Diego en autobús a meterla detrás de una piedra del decorativo muro de piedra que rodeaba la zona ambiental de los osos. E incluso, prosiguió diciendo Todd, podría sencillamente haberla tirado. ¿Por qué no? Sólo la había necesitado una vez: para colocar el documento dentro de la caja. Si se moría, ya se encargaría alguien de sacarlo.
Dussander asentía de mala gana a toda esta argumentación, pero después de pensarlo un momento, hizo otra sugerencia: cuando se recuperara lo suficiente para regresar a casa, haría que el chico llamara a todos los bancos de Santo Donato. Diría en todos que llamaba por su pobre abuelo. El pobre abuelo, diría, estaba ya chocho y senil últimamente, y ahora había extraviado la llave de su caja de seguridad. Y, peor aún: ni siquiera recordaba en qué banco tenía la caja. ¿Serían tan amables en comprobar sus archivos, y ver si figuraba en ellos un tal Arthur Denker, sin inicial intermedia? Y cuando obtuviera resultados negativos en todos los bancos de la ciudad...
Todd volvía a mover la cabeza. Primero: Una historia como aquélla era casi seguro que levantaría sospechas. Demasiado evidente. Seguro que sospecharían alguna estafa y avisarían a la policía. Y, aun en el caso de que todos se tragaran la historia, no serviría de nada tampoco. Si en ninguno de los casi cien bancos de Santo Donato había una caja de seguridad a nombre de Arthur Denker, eso no demostraba ni quería decir que Dussander no hubiera alquilado una en San Diego, en Los Angeles, o en cualquier otra ciudad que quedase entre ambas.
Al fin Dussander se dio por vencido.
—Tienes respuestas para todo, chico. Para todo menos para esto: ¿Qué iba a sacar yo ahora mintiéndote? Inventé esta historia para protegerme de ti: ése es un motivo. Ahora intento desinventarla. ¿Qué posible beneficio ves en ello?
Dussander se irguió laboriosamente apoyándose en un codo.
—En cuanto a eso, ¿por qué iba a necesitar un documento a estas alturas? Podría destrozar tu vida desde esta cama de hospital, si fuera eso precisamente lo que deseara. Podría abrir la boca y contárselo todo al primer médico que pase. Todos son judíos. Todos deben saber quién soy, o al menos quién fui. ¿Pero por qué iba a hacerlo? Eres un buen estudiante. Te aguarda una gran carrera... a menos que te descuides con esos borrachos...
—Le dije ya... —respondió Todd, con una expresión gélida.
—Lo sé. Nunca tuviste relación con ellos, jamás les tocaste un pelo de sus cabezas mugrientas y miserables. Perfecto, de acuerdo, bueno. No hablemos más del asunto. Pero dime una cosa, chico: ¿por qué te iba a mentir yo ahora? Estamos a la par, tú mismo lo has dicho. Pero sólo podremos estar en paz si podemos confiar uno en otro.
Y ahora, tras el árbol caído de la colina que bajaba hacia la autopista, contemplando todos aquellos faros anónimos que desaparecían como balas trazadoras sin fin, supo claramente qué era lo que le había asustado.
La chachara de Dussander sobre la confianza. Eso le asustaba.
La idea de que Dussander pudiera estar alumbrando una llama de odio pequeña pero perfecta en lo profundo de su corazón, también aquello le asustaba.
Aversión a Todd Bowden, que era joven, bien parecido, sin defectos; Todd Bowden, que era un alumno aventajado con. toda una vida esplendorosa por delante.
Pero lo que más le asustaba de todo era la negativa de Dussander a usar su nombre.
Todd. ¿Qué tenía eso de difícil, ni siquiera para un viejo alemán con casi todos los dientes postizos? Todd. Una sola sílaba. Fácil de pronunciar. Colocas la lengua en el paladar, bajas un poquito los dientes, vuelves a colocar la lengua, y ya está. No obstante, Dussander le había llamado siempre «chico». Sólo eso. Despectivo. Anónimo. Sí, eso es lo que era: Anónimo. Tan anónimo como el número de serie de un campo de concentración.
Tal vez Dussander estuviera diciendo la verdad. No, no sólo tal vez; seguramente la decía. Pero todos aquellos temores existían... y el peor de todos ellos era la negativa de Dussander a usar su nombre.
Y en el fondo de todo estaba su propia incapacidad para tomar una última y difícil decisión. En el fondo de todo, estaba una triste verdad: después de cuatro años de visitar a Dussander, aún seguía sin saber nada de lo que el viejo pensaba. Tal vez no fuera un alumno tan aventajado, después de todo.
Coches y coches y coches. Le hormigueaban los dedos de ganas de agarrar el rifle. ¿A cuántos podría acertar? ¿Tres? ¿Seis? ¿Tal vez una docena? ¿Y cuántos kilómetros hasta el fin?
Se agitó inquieto, incómodo.
Sólo la muerte de Dussander, pensó, diría la última palabra. En cualquier momento de los próximos cinco años, tal vez antes incluso. De tres a cinco... parecía una sentencia. Todd Bowden, este tribunal le condena a una pena de tres a cinco años por asociarse con un 'famoso criminal de guerra. De tres a cinco años de pesadillas y sudores fríos.
Antes o después, Dussander tendría que morirse. Y cuando lo hiciera empezaría la espera. El nudo en la garganta cada vez que sonara el teléfono o llamaran a la puerta.
No estaba seguro de poder soportarlo.
Le hormigueaban los dedos de ganas de agarrar el rifle y los fue encogiendo hasta cerrar los puños. Los apretó y los descargó en su propia entrepierna. Recorrió su vientre un dolor intenso; se quedó un rato en el suelo hecho un ovillo, los labios abiertos y tensos en un grito silencioso.
El dolor era espantoso, pero borró al fin el incesante desfile de sus pensamientos.
Por el momento, al menos.
20
Para Morris Heisel, aquel domingo fue un día de milagros.
Su equipo de béisbol favorito, los Atlanta Braves, venció al grande y poderoso Cincinnati Reds por el resultado de 7-1 y 8-0. Lydia, que se ufanaba siempre presuntuosamente de saber cuidarse de sí misma, y cuyo dicho preferido era «Más vale prevenir que lamentar», resbaló en el suelo mojado de la cocina de su amiga Janet y se dislocó la cadera. Estaba en casa en la cama. No era nada grave, por lo que daba gracias a Dios (¿a qué Dios?), pero significaba que no podría visitarle en dos días por lo menos, o puede que en cuatro.
¡Cuatro días sin Lydia! Cuatro días en los que no tendría que oírla explicar cómo le había avisado de que la escalera se bamboleaba y que además había subido demasiado arriba. Cuatro días en los que no tendría que oírla contar que ella siempre le había dicho que aquel dichoso perro de los Rogan les traería problemas, pues andaba siempre persiguiendo como un loco a Lover Boy. Cuatro días sin que Lydia le preguntara si no estaba contento ahora de que ella hubiese insistido tanto en suscribir aquella póliza de seguro, pues de no haberlo hecho estarían ahora en la indigencia. Cuatro días sin que Lydia le dijera que son muchísimos los que viven vidas absolutamente normales (o casi) paralizados de cintura para abajo; bueno, todos los museos y galerías de la ciudad tenían rampas para las sillas de ruedas y había autobuses especiales incluso. Tras este comentario, Lydia sonreía valerosa e, inevitablemente, rompía a llorar como una Magdalena.
Morris durmió una siesta agradable.
Cuando despertó, eran las cinco y media de la tarde. Su compañero de habitación estaba dormido. Aún no había localizado a Denker, pero estaba absolutamente seguro de que había conocido a aquel hombre en algún momento de su vida. Le había hecho preguntas a Denker una o dos veces, pero en tales ocasiones había algo que le impedía seguir más allá de mantener una conversación intrascendente con aquel individuo: hablar del tiempo, del último terremoto, del próximo, y de que, según la Guía, Myron Floren volvería para aparecer como invitada especial esta semana en el programa de Welk.
Morris se decía que su actitud se debía a que así tenía algo en que entretenerse, una especie de juego mental, y cuando uno está escayolado del cuello a la cadera, los juegos mentales de este tipo pueden ser muy útiles; entre otras cosas, porque así no dedicas tanto tiempo a preguntarte cómo será lo de tener que mear con sonda el resto de tu vida.
Si se daba por vencido y le preguntaba claramente a Denker, aquel juego mental seguramente alcanzaría a una conclusión rápida e insatisfactoria. Limitaría sus pasados a una experiencia común: un viaje en tren, una travesía en barco, puede que hasta el campo de concentración. Tal vez Denker hubiera estado en Patín; había muchísimos judíos alemanes en Patín.
Por otro lado, una de las enfermeras le había dicho que el señor Denker volvería a casa al cabo de una o dos semanas. Si para entonces no había conseguido determinar dónde y cuándo se habían conocido, declararía mentalmente el juego perdido y le preguntaría sin más: Dígame, todos estos días he tenido la impresión de que le conozco de algo...
Pero había algo más en todo aquel asunto, se decía Morris. Había algo en su sensación... una especie de desagradable resaca que le llevaba a recordar la historia aquella de «La pata del mono», en que está garantizado que se cumplirán todos los deseos a causa de algún cambio funesto de fortuna. La pareja de ancianos que entraron en posesión de la pata quisieron cien dólares y los recibieron como regalo de pésame por la muerte de su único hijo en un horrible accidente laboral. La madre quiso después que su hijo volviera con ellos. Oyeron, al poco, arrastrar de pisadas; luego una llamada a la puerta. La madre, loca de alegría, bajó las escaleras corriendo a abrir la puerta a su único hijo. El padre, loco de miedo, busca la pata en la oscuridad; al fin la encuentra y desea que su hijo vuelva a morir. Un instante después la madre abre la puerta: nadie; sólo el viento de la noche.
De alguna forma, Morris creía que tal vez supiera dónde se habían conocido Denker y él y que tal conocimiento era como el hijo de la pareja del cuento: volvía de la tumba, pero no tal como la madre lo guardaba en la memoria; volvía, por el contrario, horriblemente destrozado y mutilado, tal como había quedado después de caer en aquella máquina rechinante. Creía que su conocimiento de Denker podía ser algo subconsciente, que llamaba a la puerta que había entre aquella zona de su mente y la de la comprensión y el reconocimiento racional, pidiendo que le dejaran pasar... y que otra parte de él estaba buscando frenéticamente la pata de mono o su equivalente psicológico; el talismán que haría desaparecer para siempre el deseo de saberlo.
Contempló a Denker, ceñudo.
Denker, Denker, ¿dónde te he conocido, Denker? ¿En Patín? ¿Por eso quizá no quiero saberlo? Pero dos supervivientes de un espanto común no tienen por qué tenerse miedo. A menos, claro, que...
Frunció más el ceño. Estaba muy cerca de la pista, lo percibió de pronto, pero le hormigueaban los pies, impidiéndole concentrarse, distrayéndole. Le hormigueaban precisamente como lo hace un miembro sobre el que te has dormido cuando vuelve a la circulación normal. Si se debía al maldito vendaje, se incorporaría y se frotaría los pies hasta que desapareciera el hormigueo. Podría...
Morris abrió mucho los ojos.
Estuvo un buen rato quieto del todo, Lydia olvidada, olvidado Denker, olvidado Patin, absolutamente todo olvidado menos aquella sensación hormigueante en los pies. Sí, en ambos pies, aunque era más intensa en el derecho. Cuando sientes ese hormigueo sueles decir: Se me ha dormido un pie.
Aunque, naturalmente, lo que de veras quieres decir es: Se me está despertando el pie.
Morris tanteó torpemente buscando el timbre de llamada. Lo pulsó insistente hasta que apareció la enfermera.
La enfermera intentó desechar la posibilidad; ya le había pasado antes con otros pacientes que se negaban a perder la esperanza. Su médico no estaba en el edificio y la enfermera no quería saber nada de llamarle a casa. El doctor Kemmelman era conocido por su mal genio... en especial cuando le llamaban a casa. Morris no se dejó convencer. Era un hombre apacible, pero ahora estaba dispuesto a algo más que una simple protesta; estaba dispuesto a armar un buen follón si era necesario. Los Braves habían ganado. Lydia se había dislocado la cadera; pero las cosas buenas llegaban siempre en tríos, todo el mundo sabía eso.
La enfermera volvió por fin con un interno, un médico joven llamado Timpnell, con un corte de pelo que Sarecía hecho con una segadora que tuviese las cuchi-as sin afilar. El doctor Timpnell sacó un cuchillo del Ejército suizo del bolsillo de los pantalones blancos, desplegó el destornillador Phillips y lo pasó por la planta del pie de Morris, desde la punta de los dedos al talón, del pie derecho. El pie no se curvó, pero los dedos del mismo se movieron. Era un movimiento claro, imposible de ignorar. Morris se echó a llorar.
Timpnell, que parecía bastante aturdido, se sentó en la cama junto a él y le dio una palmada en la mano.
—Estas cosas pasan de vez en cuando —dijo, algo posiblemente del caudal de su experiencia práctica, que no debía ser muy superior a los seis meses—. Ningún médico lo predice, pero ocurre. Y, al parecer, le ha ocurrido a usted.
Morris asintió entre lágrimas.
—Es evidente que no está completamente paralítico. —Timpnell seguía dándole palmaditas en la mano—. Pero no puedo saber si la recuperación será leve, parcial o total. Dudo que el doctor Kemmelman pueda saberlo. Supongo que habremos de pasar por muchas sesiones de terapia física, y que no todo va a ser agradable. Pero siempre será más agradable que... bueno, usted ya me entiende.
—Sí —dijo Morris, entre lágrimas—. ¡Lo sé, gracias a Dios! —recordó haberle dicho a Lydia que no había Dios, y sintió que la sangre se le agolpaba en la cara.
—Me ocuparé de que se informe al doctor Kemmelman —dijo Timpnell, dándole una última palmada en la mano a Morris y levantándose.
—¿Podrían avisar a mi esposa? —preguntó Morris.
Porque, gimoteos fatalistas y retorcimiento de manos aparte, sentía algo por ella. Puede que hasta fuera amor, una emoción que parecía tener poco que ver con pensar a veces que podrías retorcerle el cuello a una persona.
—Sí. Me ocuparé de que se haga. Enfermera, ¿podría usted...?
—En seguida, doctor —dijo la enfermera, y Timpnell apenas pudo reprimir una sonrisa.
—Gracias —dijo Morris, secándose los ojos con un Kleenex de la caja de la mesita—. Muchísimas gracias.
Timpnell se fue. En determinado momento de la conversación, había despertado el señor Denker. Morris pensó disculparse por todo el alboroto o quizá por las lágrimas, pero luego decidió que no era necesaria ninguna disculpa.
—Supongo que hay que felicitarle —dijo el señor Denker.
—Veremos —respondió Morris, aunque, al igual que Timpnell, apenas podía reprimir la sonrisa—. Veremos.
—Los problemas siempre tienen solución —replicó vagamente Denker, y puso a continuación la televisión con el mando de control remoto.
Eran ya las seis menos cuarto y vieron el final de una película. Seguían las noticias de la noche. El paro había aumentado. La inflación no era tan grave. Billy Cárter estaba considerando la posibilidad de entrar en el negocio de la cerveza. Una nueva encuesta Gallup demostraba que si las elecciones iban a seguir la misma tónica, habría cuatro candidatos republicanos que ganarían al demócrata Jimmy. Y había habido disturbios raciales tras el asesinato de un niño negro en Miami. «Una noche de violencia», según palabras del informador. Más cerca de allí, un individuo no identificado había aparecido en un huerto, cerca de la autopista, acuchillado y apaleado.
Lydia llamó un momento antes de las seis y media. La había llamado el doctor Kemmelman y, basándose en el informe del joven interno, se había mostrado cautamente optimista. Lydia estaba cautamente gozosa. Proclamó solemnemente su intención de ir al día siguiente aunque le costase la vida. Morris le dijo que la quería. Aquella noche amaba a todo el mundo: a Lydia, al doctor Timpnell con su corte de pelo de segadora, al señor Denker, incluso a la joven que entró en la habitación con las bandejas de la cena en el momento en que Morris colgaba el teléfono.
La cena consistía en hamburguesas, puré de patatas, una mezcla de guisantes y zanahorias, y unos platillos de helado de postre. La jovencita que servía las cenas era Felice, una rubita tímida de unos veinte años. Ella también tenía buenas noticias: su novio había conseguido trabajo como programador de una computadora IBM y le había pedido formalmente que se casara con él.
El señor Denker, que rezumaba un cierto encanto al que todas las jovencitas reaccionaban, expresó gran satisfacción por tales nuevas.
—¿De veras? ¡Es estupendo! Siéntese aquí ahora mismo y cuéntenoslo. Cuéntenoslo todo, venga. Sin omitir nada.
Felice se sonrojó y sonrió, y dijo que no podía hacerlo.
—Todavía nos falta servir el Ala B y a continuación el Ala C. Y, mire, ¡son ya las seis y media!
—Entonces mañana por la noche sin falta. Insistimos en que nos lo cuente todo... ¿verdad, señor Heisel? —Sí, claro —murmuró Morris, pero su mente estaba a miles de kilómetros de allí.
(Siéntese aquí ahora mismo y cuéntenoslo todo.) Palabras pronunciadas exactamente en aquel tono burlón. Las había oído antes; de eso estaba absolutamente seguro. ¿Pero habría sido Denker el que las había pronunciado? ¿Habría sido él? (Cuéntenoslo todo.)
La voz de un hombre educado. Un hombre culto. Pero había amenaza en la voz. Una mano de acero en un guante de terciopelo. Sí. ¿Dónde?
(Cuéntenoslo todo. Sin omitir nada.)
(¿Patín?)
Morris Heisel miraba la cena fijamente. El señor Denker ya había empezado a cenar. El encuentro con Felice le había puesto de muy buen humor: igual que después de que hubo venido a verle aquel muchacho rubio.
—Una chica agradable —dijo Denker, las palabras apagadas por el bocado de zanahorias y guisantes.
—¡Oh, sí...!
(Siéntese aquí ahora mismo...)
—Quiero decir Felice. Es...
(... y cuéntenoslo todo.)
—... muy dulce.
(Cuéntenoslo todo. Sin omitir nada.)
Miró su propia cena, recordando de pronto lo que solía pasar en el campo de concentración al cabo de un tiempo. Al principio, podías matar por un trozo de carne, sin importar lo agusanada o podrida que estuviera. Pero, después de un tiempo, el hambre feroz desaparecía y sentías el estómago como si fuese una piedrecita gris. Tenías la sensación de que jamás volverías a tener hambre.
Hasta que alguien te enseñaba comida.
(Cuéntenoslo todo, amigo mío, sin omitir nada. Siéntese aquí ahora mismo y cuéntenoslo todo, TOODOO.)
La pista principal de la bandeja de plástico de Morris del hospital fue la hamburguesa. ¿Por qué le habría recordado de pronto el cordero? No carnero ni chuletas: el carnero era a veces correoso, las chuletas a veces duras, y una persona a la que se le han podrido los dientes como tocones viejos, quizá no se sintiera muy tentada por el carnero o por las chuletas. No, en lo que ahora pensaba era en un sabroso estofado de cordero, con salsa y verduras. Verduras tiernas y sabrosas. ¿Por qué pensar en un estofado de cordero? Por qué, a menos que...
De pronto se abrió la puerta. Era Lydia, la cara ruborosa de sonrisas. Se apoyaba en una muleta de aluminio y caminaba como un personaje de la tele.
—¡Morris! —trinó.
Junto con ella, y con el mismo aspecto de trémula felicidad apareció Emma Rogan, la vecina de al lado. El señor Denker, sorprendido, tiró el tenedor. Maldijo suavemente en voz baja y lo cogió del suelo con un respingo.
—¡Es tan MARAVILLOSO! —Lydia aullaba casi de la emoción—. Llamé a Emma y le pregunté si podríamos venir esta noche en vez de esperar a mañana, ya tenía la muleta, y dije: «Emma», le dije, «si no puedo soportar esta tortura por Morris, ¿qué clase de esposa soy para él?». Ésas fueron exactamente mis palabras, ¿verdad que sí, Emma?
Emma Rogan, recordando quizá que su perrito había sido el causante de parte del problema, por lo menos, asintió afanosa.
—Así que llamé al hospital —dijo Lydia, quitándose el abrigo y colocándolo para una visita de un buen rato—, y me dijeron que ya pasaba de la hora de visita, pero que en mi caso harían una excepción, aunque no nos podríamos quedar mucho rato porque podríamos molestar al señor Denker. No le molestamos, ¿verdad que no, señor Denker?
—No, señora, no —dijo resignado el señor Danker. —Siéntate, Emma. Toma la silla del señor Denker, él no la usa. Oye, Morris, para ya con el helado, te lo estás tirando todo por encima, pareces una criatura. No hay que preocuparse, pronto estarás otra vez levantado y andando por ahí como si nada. Ven, yo te lo daré. Vamos, vamos, abre más la boca... los dientes... las encías... vamos, estómago, ¡ahí va...! No, no digas nada, mamaíta ya lo sabe. Mírale, Emma, casi no le queda ni un pelo, y no me extraña, pensando que nunca podría volver a caminar. Gracias a Dios. Ya le dije yo que la escalera se movía. Le dije: «Morris», le dije, «bájate inmediatamente de ahí antes de que...»
Le dio el helado y parloteó durante la hora siguiente, y para cuando se fue, cojeando ostensiblemente, apoyada en la muleta, mientras Emma la sujetaba por el otro brazo, aquel estofado de cordero y aquel eco de voces resonando a través de los años se habían alejado bastante de la mente de Morris. Estaba agotado. Decir que había sido un día laborioso sería decir muy poco.
Morris se quedó profundamente dormido.
Despertó entre las tres y las cuatro de la madrugada, con un grito contenido en los labios.
Ya lo sabía. Sabía dónde exactamente, y exactamente cuándo había tratado al hombre que dormía en la cama de al lado. Sólo que entonces no se llamaba Denker. Oh no, ni mucho menos.
Había despertado de la pesadilla más horrible de toda su vida. Alguien les había regalado a Lydia y a él una pata de mono y habían pedido dinero. Y luego, de pronto, estaba con ellos en la habitación un chico de la Western Union con uniforme de las Juventudes Hitlerianas. Y le entregaba un telegrama a Morris. El telegrama decía: LAMENTO INFORMARLE AMBAS HIJAS MUERTAS STOP CAMPO CONCENTRACIÓN PATÍN STOP SINCERO PÉSAME POR ESTA SOLUCIÓN FINAL STOP SIGUE CARTA COMANDANTE STOP DIRÁ USTED TODO SIN OMITIR NADA STOP POR FAVOR ACEPTE NUESTRO TALÓN CIEN MARCOS ALEMANES DEPOSITO SU BANCO MAÑANA STOP FIRMADO ADOLFO HITLER CANCILLER.
Un gran gemido de Lydia y, aunque ella nunca había visto a las hijas de Morris, alzó la pata del mono y deseó que volvieran a la vida. La habitación se quedó a oscuras. Y, de pronto, les llegó de fuera un rumor de pasos lentos y tambaleantes.
Morris estaba a cuatro patas en una oscuridad súbitamente saturada de humo, gas y muerte. Estaba buscando la pata. Le quedaba todavía un deseo. Si encontrara la pata pediría que cesara aquella espantosa pesadilla. Se ahorraría ver a sus hijas flacas como espantajos, las cuencas llagadas de los ojos, los números grabados a fuego en los brazos escuálidos.
Repiqueteo en la puerta.
En la pesadilla, su búsqueda de la pata se hacía más frenética, pero sin ningún resultado. Parecía prolongarse durante años. Y luego, a su espalda, se abría de golpe la puerta. No, pensaba. No miraré. Cerraré los ojos. Si fuera necesario arrancármelos, me los arrancaría, pero no miraré.
Pero miró. Tenía que mirar. En el sueño fue como si unas manos inmensas le hubieran atenazado la cabeza y se la hubieran hecho volver.
No eran sus hijas las que estaban en la puerta; era Denker. Un Denker mucho más joven. Un Denker con el uniforme nazi de las SS, con la insignia, con el gorro gallardamente ladeado. Los botones le brillaban despiadados, las botas habían sido cepilladas para que brillaran de manera apabullante.
Llevaba en los brazos una cazuela gigantesca, con un estofado de cordero que hervía muy lentamente.
Y el Denker del sueño dijo, con una sonrisa leve y turbia: Siéntese y cuéntenoslo todo... como un amigo a otro «hein»? Nos han dicho que han escondido el oro. Que han ocultado el tabaco. Que no era en absoluto envenenamiento por la comida lo de Schneibel, sino cristal pulverizado en la cena de anteayer. No puede burlarse de nosotros simulando que no sabe nada. Lo sabe todo, TODO. Así que cuéntenoslo-todo. Sin omitir nada.
Y en la oscuridad, oliendo el aroma enloquecedor de aquel estofado, se lo contó todo. Su estómago, que había sido una piedrecilla gris, era ahora un tigre voraz. Las palabras fluían solas de sus labios. Emanaban de él como el sermón absurdo de un lunático, verdad y falsedad, todo mezclado.
¡Brodin tiene el anillo de boda de su madre pegado debajo del escroto!
(«Siéntese.»)
¡Laslo y Hermán Dorksy han hablado de tomar la torre de guardia número tres!
(«¡Y cuéntenoslo todo!»)
¡El marido de Rachel Tannembaum tiene tabaco, le dio al guardia que viene después de Zeicker, ese que le llaman Comemocos porque anda siempre hurgándose la nariz y metiéndose luego los dedos en la boca; Tannembaum, le dio un poco a Comemocos, para que no arrebatase los pendientes de perlas de su mujer!
(¡Oh, eso no tiene ningún sentido, ningún sentido en absoluto, está mezclando dos historias distintas, creo, pero bueno, es perfecto, muy bien, preferimos que mezcle dos historias distintas que no que omita una, no tiene que omitir NADA!)
¡Hay un hombre que ha estado utilizando el nombre de su hijo muerto para conseguir raciones dobles!
(«Díganos cómo se llama.»)
No lo sé pero puedo señalarle cuando quiera usted sí claro cómo no puedo enseñárselo lo haré lo haré lo
(«Díganos todo lo que sepa.»)
Haré, lo haré, lo haré, lo haré, lo haré lo...
Hasta que saltó a la conciencia con un grito en la garganta como fuego.
Temblando sin control, miró el cuerpo dormido de la cama de al lado. Se quedó mirando en concreto aquella boca hundida y arrugada. Un viejo tigre desdentado. Un elefante viejo y malvado al que le faltaba un colmillo y el otro se le tambaleaba podrido en el alvéolo. Monstruo senil.
«¡Oh, Dios mío!», murmuraba Heisel. Su voz era débil y aguda, audible sólo para él. Le rodaban las lágrimas por las mejillas hasta las orejas. «Oh Dios querido, Dios mío, el hombre que asesinó a mi esposa y a mis hijas está durmiendo en la misma habitación que yo, Dios mío, Dios querido, está aquí mismo en esta habitación conmigo.»
Las lágrimas empezaron a fluir ahora más abundantes... lágrimas de cólera y espanto, lágrimas cálidas, abrasadoras.
Tembló y esperó que llegara la mañana; y la mañana tardó siglos en llegar.
21
A las seis en punto de la mañana del día siguiente, lunes, Todd estaba levantado y picoteando indiferente un huevo revuelto que se había preparado él mismo, cuando bajó su padre a la cocina, aún en bata y zapatillas.
—Hola —le dijo a Todd, pasando hacia la nevera a buscar zumo de naranja.
Todd gruñó algo sin levantar la vista del libro, uno de misterio de la Patrulla 87. Había tenido bastante suerte consiguiendo un trabajo de verano en una empresa de jardinería ornamental de más allá de Pasa-dena. Lo cual habría sido demasiado lejos aun en el caso de que su padre o su madre hubieran estado dispuestos a prestarle un coche para el verano (ninguno lo estaba), pero su padre trabajaba en una obra no muy lejos de allí, y podía dejar a Todd de camino en una parada de autobús y recogerle en el mismo sitio al volver para casa. A Todd no le emocionaba este arreglo, claro; no le gustaba nada volver a casa del trabajo con su padre y le enfermaba tener que ir con él por las mañanas. Por las mañanas era cuando se sentía más desvalido, cuando la barrera entre lo que era y lo que podía parecer era más endeble. Era aún peor tras una noche de pesadillas, pero, aunque no hubiera pesadillas durante la noche, era bastante horrible. Una mañana, comprobó, con un sobresalto repentino, casi con terror, que había estado considerando seriamente echarse sobre el portafolios de su padre, agarrar el volante del Porsche y lanzarse serpenteando entre los dos carriles marcando una franja de destrucción entre los viajeros de la mañana.
—¿Quieres otro huevo, Toddito?
—No, gracias, papá. —Dick Bowden los tomaba fritos.
¿Cómo podría alguien comer un huevo frito? En el grill de la cocina durante dos minutos y luego darle vuelta. Lo que acaba al fin en el plato es una especie de ojo muerto gigantesco, cubierto todo por una catarata, un ojo que suelta sangre anaranjada cuando lo pinchas con el tenedor.
Apartó el huevo revuelto. Casi no lo había tocado.
En la calle, el periódico de la mañana cayó en la escalera de la entrada.
Su padre acabó de cocinar, apagó el gas y se acercó a la mesa.
—Poco apetito hoy, ¿eh, Toddito?
Vuelve a llamarme así otra vez y te clavo el cuchillo en medio de esa maldita cara... «papito».
—No mucho, desde luego.
Dick sonrió tiernamente a su hijo; en la oreja derecha del chico aún se veía una pizca de crema de afeitar.
—Betty Trask te quita el apetito. Eso es lo que yo creo.
—Bueno, tal vez sea eso.
Dedicó a su padre una sonrisa lánguida que se le borró de la cara en cuanto su padre bajó las escaleras en busca del periódico.
¿Espabilarías de una vez si te contara lo puta que es, «papito»? ¿Qué tal si te dijera: Ah, por cierto, sabías que la hija de tu buen amigo Ray Trask es una de las zorras más grandes de Santo Donato? Sería capaz de besarse el coño ella misma si tuviera articulaciones dobles, «papito». Sencillamente es así. Una puta indecente. Dos líneas de coca y es tuya para toda la noche. Y si da la casualidad de que no tienes coca, igualmente será tuya por toda la noche. Se tiraría a un perro si no pudiera conseguirse un hombre. Creo que eso te espabilaría, ¿eh, «papito»? Te haría empezar el día con muchos bríos, ¿verdad?
Desechó con firmeza tales pensamientos, sabiendo que volverían.
Su padre regresó con el periódico. Todd vislumbró el titular: EL TREN DE LANZAMIENTO ESPACIAL NO FUNCIONARA, DICE UN EXPERTO
Dick se sentó.
—Betty es una chica muy agradable —dijo—. Me recuerda a tu madre cuando la conocí.
—¿De veras?
—Tan... joven... rozagante... —Los ojos de Dick Bowden se habían desviado en una mirada remota. Al poco, volvió a centrar su mirada en su hijo—. No es que ya no sea una mujer guapa, claro, pero a esa edad una chica tiene un cierto... no sé, un brillo especial, por decirlo de algún modo. Lo conservan un tiempo, y luego desaparece. —Se encogió de hombros y abrió el periódico—. C'est la vie, supongo.
Es una perra en celo, eso es lo que le da ese brillo.
—Supongo que te portarás bien con ella, ¿eh, Toddito? —Su padre estaba haciendo el rápido recorrido habitual del periódico hacia las páginas deportivas—. No te propasarás con ella, ¿eh?
—Claro que no, papá.
(Como no se calle inmediatamente, creo, creo que haré, haré cualquier cosa. Ponerme a dar gritos. Tirarle el café a la cara. Algo.)
—Ray te considera un buen chico —dijo Dick, distraídamente.
Al fin había llegado a las hojas de deportes. Quedó ya completamente abstraído. Reinó en la mesa del desayuno un silencio beatífico.
Betty Trask se le había echado encima desde el primer día que salieron juntos. La había llevado a la calleja adonde iban las parejas después del cine porque sabía qué era lo que se esperaba de él; podrían besuquearse una media hora o así y luego podrían contar todo lo que hubiera que contar a sus respectivos amigos al día siguiente. Ella podría poner los ojos en blanco y explicar cómo había tenido que pararle los pies continuamente: los chicos eran pesados, desde luego, y ella nunca lo hacía el primer día, no era una chica de esa clase. Sus amigas asentirían y luego se lanzarían todas en tropel a los servicios de chicas y harían lo que hacen allí: maquillarse, fumar, lo que sea.
En cuanto a un chico... bueno, digamos que tienes que quedar bien. Tenías que llegar al menos a la segunda base e intentar alcanzar la tercera. Porque, claro, había reputaciones y reputaciones. Todd no se moría por tener una gran reputación de conquistador; lo único que quería era tener una reputación de ser normal. Y, claro, si ni siquiera lo intentas, se sabe en seguida. Y la gente empezaría a preguntarse si eres como se debe ser.
Así que las solía llevar a Jane's Hill, las besaba, les palpaba las tetillas, iba un poco más lejos si se lo permitían... Y ésa era la cuestión. La chica solía pararle, él se disculpaba breve y dócilmente y la acompañaba a casa. No había que preocuparse por lo que pudiese decirse al día siguiente en los servicios de las chicas. Ni tampoco porque alguien pudiese pensar que Todd Bowden no era normal. Sólo que...
Sólo que Betty Trask era el tipo de chica que lo hacía la primera vez que salía con un chico. Siempre que salía con un chico. Y también entre salida y salida.
La primera vez había sido un mes o así antes del ataque al corazón del maldito nazi y Todd creía que lo había hecho bastante bien para ser virgen... tal vez por la misma razón que un pitcher juvenil lo hará bien si le designan para lanzar en el mayor partido de béisbol del año sin previo aviso. No había tenido tiempo de preocuparse ni de plantearse problemas al respecto.
Anteriormente, Todd había podido siempre percibir cuándo una chica resolvía que la vez siguiente que salieran se dejaría llevar hasta el final. Todd sabía perfectamente que era atractivo y que tanto su físico como sus perspectivas eran buenos. El tipo de chico al que las madres consideran «un buen partido». Y cuando percibía que estaba a punto de producirse la capitulación física, empezaba a salir con otra chica. Y ya podía esto indicar lo que fuera respecto a su personalidad, pues, consigo mismo, Todd estaba dispuesto a admitir que si empezaba a salir alguna vez con una chica que fuera frígida de verdad, seguramente se sentiría feliz saliendo con ella durante muchos años. Tal vez incluso casándose con ella.
Pero la primera vez con Betty Trask había salido todo bastante bien: Betty no era virgen, aunque lo fuese él. Ella misma había tenido que ayudarle a entrar, pero parecía hacerlo como algo muy natural. Y, cuando estaba toda la operación a medias, ella había gorjeado: «¡Me encanta, me encanta!», en el mismo tono que habría empleado cualquier otra chica para decir cuánto le gustaba el helado de fresa.
Las salidas posteriores (que habían sido cinco y media, suponía Todd, si se quería contar también la última noche), ya no habían sido tan buenas. En realidad, habían ido empeorando progresivamente..., aunque Todd no creía que Betty se hubiera dado cuenta (al menos hasta la noche anterior). En realidad, todo lo contrario. Betty parecía creer que había encontrado el ariete de sus sueños.
Todd no había sentido nada de lo que se decía que había que sentir en un momento como aquél. Besarla en los labios era como besar hígado tibio, pero crudo. Sentir la lengua de ella en su boca, le hacía pensar sólo en qué tipo de gérmenes le estaría transmitiendo, y hubo momentos en que creyó que podía oler sus empastes: un olor desagradable como a cromo. Y sus pechos eran bolsas de carne. Nada más.
Todd había vuelto a hacerlo con ella otras dos veces antes del ataque de corazón de Dussander. Cada vez le resultaba más difícil llegar a la erección. En ambas ocasiones lo había conseguido al fin mediante una fantasía. Ella estaba en cueros frente a todos sus amigos. Gritando. Y Todd la obligaba a desfilar ante ellos arriba y abajo, gritándole: ¡Enséñales las tetas! ¡Déjales que te vean bien el bocadito, putoncital ¡Ábrete bien! ¡Así, asi, agáchate y ábrete bien!
La valoración de Betty no era sorprendente en absoluto. Todd era un buen amante, no aparte de sus problemas, sino precisamente por ellos. La erección sólo era el primer paso. Una vez conseguida, tenías que llegar al orgasmo. La cuarta vez que lo habían hecho (tres días después del ataque de corazón de Dussander) le había estado dando y dando sin parar más de diez minutos. Betty Trask llegó a creerse que había muerto y estaba en el cielo; tuvo tres orgasmos, y estaba a punto de llegar al cuarto cuando Todd recordó una vieja fantasía... que era, en realidad, la Primera Fantasía: la chica desvalida atada a la mesa. El gran consolador. El bulbo de goma. Sólo que ahora, desesperado, sudoroso y casi enloquecido por el deseo de llegar y acabar de una vez con aquel horror, el rostro de la chica de la mesa se convirtió en el rostro de Betty. Lo cual produjo un lúgubre espasmo que supuso que era, técnicamente al menos, un orgasmo. Un instante después, Betty le susurraba al oído, con un aliento cálido perfumado de chicle de fruta: «Cariño, estoy a tu disposición. No tienes más que llamarme».
Todd había estado a punto de soltar un sonoro gruñido.
El dilema básico era éste: ¿sufriría su reputación si rompía con una chica que deseaba tan claramente estar con él? ¿Se empezaría a preguntar la gente por qué? Parte de él contestaba que no. Recordaba haber caminado en cierta ocasión detrás de dos chicos de último curso durante su primer año y oír que uno de ellos le decía al otro que había roto con su novia. El otro quiso saber por qué. «Lo hemos hecho ya demasiadas veces», contestó el primero, y ambos soltaron carcajadas soeces.
Si me pregunta alguien por qué la dejé, me limitaré a decir que ya estaba harto de hacerlo con ella. Pero ¿y si ella va y cuenta que sólo lo hicimos cinco veces? ¿Será eso suficiente? ¿Qué?... ¿Cuánto?... ¿Cuántas?... ¿Quién hablará?... ¿Qué dirán?...
Su mente divagaba, agotada como rata hambrienta en un laberinto sin salida. Era vagamente consciente de que estaba convirtiendo un grano de arena en una montaña, y su incapacidad para resolver la situación tenía bastante que ver con lo vacilante que se había vuelto. Pero el saberlo no le daba la fuerza necesaria para cambiar de conducta, y se hundía en una grave depresión.
La universidad. La universidad era la solución. Era la excusa para romper con Betty, una excusa que nadie discutiría. Pero septiembre parecía demasiado lejos.
La quinta vez le había llevado casi veinte minutos conseguir la erección, pero Betty proclamaría después que la experiencia bien merecía la espera. Y luego, la noche anterior, no había sido capaz de ninguna de las maneras.
—Pero, bueno, ¿qué es lo que eres tú, si puede saberse? —preguntó Betty en tono petulante. Después de veinte minutos de manipular su pene mustio, estaba desmadejada y había perdido la paciencia—. ¿No serás marica o impotente?
Estuvo a punto de estrangularla allí mismo. Y la verdad es que si hubiera tenido el 30.30...
—Vaya, ¡menuda sorpresa! ¡Felicidades, hijo!
—¿Eh? —levantó la vista, dejando sus lúgubres pensamientos.
—¡Te han nombrado estrella de béisbol! —estaba diciéndole su padre, que sonreía orgulloso y complacido.
—¿Sí? —no supo, por unos instantes, de qué hablaba su padre. Casi tuvo que adivinar el sentido de las palabras—. Bueno, sí, algo me dijo de eso el instructor Haines a fin de curso. Sí, dijo que iba a proponernos a mí y a Billy DeLyons. Pero no esperaba que resultara nada de eso.
—¡Vaya, no pareces muy emocionado!
—Estoy intentando...
(¿A quién coño le importará eso?)
—... hacerme a la idea —con un gigantesco esfuerzo, consiguió sonreír—. ¿Me dejas ver el artículo?
Su padre le pasó el periódico por encima de la mesa y se levantó.
—Voy a despertar a Monica. Quiero que lo vea antes de que nos vayamos.
Por favor, no, no les soportaré a los dos juntos a estas horas de la mañana.
—Oh, no lo hagas. Ya sabes que, si la despiertas, no puede volver a dormirse. Se lo dejaremos en la mesa para que lo vea.
—Sí, muy bien, haremos eso. Eres un chico tan considerado, Todd —le dio una palmada en la espalda y Todd apretó los ojos cerrados. Encogió al mismo tiempo los hombros en un gesto de sorpresa que hizo reír a su padre. Luego abrió otra vez los ojos y miró el periódico.
CUATRO CHICOS NOMBRADOS ESTRELLAS DE BÉISBOL, decía el titular. Debajo había fotos de los cuatro con el uniforme: el catcher y el defensa izquierdo del instituto de Fairview, el jugador zurdo de Mounford, y Todd a la derecha de todo, sonriendo abiertamente al mundo desde debajo de la visera de su gorra de béisbol. Leyó el artículo y vio que Billy DeLyons había conseguido el segundo equipo. Al menos aquello era un motivo de alegría. DeLyons podía decir que era metodista, proclamarlo a los cuatro vientos hasta quedar afónico, si eso le complacía, pero desde luego a Todd no le engañaba. Todd sabía muy bien lo que era Billy DeLyons. Tal vez no fuera mala idea presentarle a Betty Trask, ya que eran de la misma calaña. Había estado mucho tiempo preguntándoselo, y por fin la noche anterior tuvo la respuesta. Los Trask se hacían pasar por blancos. Pero bastaba echar una mirada a su nariz y a aquella tez aceitunada (la del viejo aún era peor). Debía de ser por eso por lo que no se le había levantado la noche anterior. Así de fácil: su miembro se había dado cuenta de la diferencia antes que su cerebro. ¿Ya quién cono creerían que estaban engañando con aquel apellido Trask?
—Felicidades de nuevo, hijo.
Alzó la vista. Vio primero alzarse la mano de su padre; y luego vio la cara de su padre sonriendo bobaliconamente.
¡Tu colega Trask es judío!, se oyó gritarle a su padre a la cara. ¡Por eso anoche fui impotente con ese pu-tón de hija que tiene! ¡Por eso precisamente!
Pero al instante oyó alzarse en su interior la voz fría que oía siempre en momentos como éste y que brotaba de lo más profundo de su ser, cerrando la incipiente irracionalidad tras
(CONTRÓLATE DE INMEDIATO)
puertas de acero.
Tomó la mano de su padre y la estrechó. Sonrió candidamente mientras su padre le contemplaba con orgullo y dijo:
—Sí, gracias, papá.
Dejaron aquella hoja de periódico doblada con una nota para Monica, que Dick insistió en que Todd escribiera y firmara Tu hijo Todd, estrella de béisbol.
22
Ed French, alias Pucker, alias Pete Sneaker, y el Hombre Ked, también alias Ed Chanclos, se encontraba en la pequeña y hermosa ciudad de San Remo para asistir a una convención de técnicos de asesor amiento. Era una absoluta pérdida de tiempo (todos los asesores estaban siempre de acuerdo en no estar de acuerdo en nada) y le aburrieron las disertaciones y los seminarios y debates después del primer día. A mitad del segundo descubrió que también le aburría San Remo, con los adjetivos de costera, hermosa y pequeña; el adjetivo clave era seguramente «pequeña». Secoyas y vistas hermosísimas aparte, San Remo no tenía cine ni bolera, y a Ed no le apetecía ir al único bar de la localidad (junto al que había una zona de aparcamiento llena de camionetas, con pegatinas de Reagan, casi todas en las defensas herrumbrosas y en las puertas traseras). No temía que le molestaran, pero no tenía ningunas ganas de pasarse la tarde contemplando a tipos con sombrero vaquero y escuchando a Loretta Lynch en el tocadiscos.
Así que allí estaba, al tercer día de la convención, que duraría cuatro jornadas increíbles; estaba allí, en la habitación 217 del Hotel Holiday, su esposa y su hija en casa, la televisión estropeada, un desagradable olor emanando del cuarto de baño. Había una piscina, pero tenía tan mal el eccema aquel verano que ni muerto le habrían pillado en traje de baño. De espinillas para abajo, parecía un leproso. Tenía una hora libre antes de la siguiente ponencia, cómo ayudar al niño con dificultad de dicción, en la que se diría que había que hacer algo por los chicos que tartamudeaban o tenían usuras palatinas; claro que por nada del mundo llamarían a las cosas por su nombre, santo cielo, no, alguien podría bajarnos el sueldo. Había almorzado en el único restaurante de San Remo, no le apetecía nada echarse la siesta y el único canal de televisión estaba dando una reposición de Embrujada.
Así que abrió el listín de teléfonos y empezó a hojearlo sin propósito definido, casi sin darse cuenta de lo que hacía, preguntándose vagamente si conocería a alguien lo suficientemente aficionado a lo pequeño, lo hermoso y lo costero como para vivir en San Remo. Suponía que aquello era lo que acaba haciendo siempre la gente que se aburre en todos los hoteles de la cadena Holiday de todo el mundo: buscar a algún amigo o pariente olvidado para llamarle por teléfono. Era eso, Embrujada o la Biblia. Y, si daba la casualidad de que encontrabas a alguien, ¿qué le dirías? «Frank, ¿cómo estás, hombre?» Y, de paso, ¿qué era... «pequeño, hermoso o costero»? Seguro, claro. Darle un cigarro y animarle.
No obstante, mientras seguía allí echado en la cama, recorriendo las páginas blancas sin fijarse apenas en las columnas, tuvo la sensación de que realmente conocía a alguien en San Remo. ¿A un vendedor de libros, quizás? ¿A algunos de los muchísimos sobrinos o sobrinas de Sondra? ¿A algún compañero de póquer de la facultad? ¿Al pariente de algún alumno? Eso pareció hacer sonar una campanita, pero no pudo llegar más allá.
Siguió hojeando la guía y descubrió que, en realidad, tenía sueño. Estaba ya quedándose dormido cuando lo recordó y dio un salto, despierto del todo.
¡Lord Peter!
Estaban reponiendo últimamente aquellas historias de Wimsey.* Él y Sondra estaban «enganchados». Interpretaba a Wimsey un tipo llamado lan Carmichael que a Sondra le encantaba. Tanto le gustaba, en realidad, que Ed, que creía que Carmichael no se parecía en absoluto a lord Peter, se irritó de veras.
—Sandy, la cara no corresponde en absoluto, es horrible. Y tiene dentadura postiza, ¡por amor de Dios!
—¡Bah! —replicó frivolamente Sondra desde el sofa en que estaba acurrucada—. Lo que ocurre es que estás celoso. Es guapísimo.
—Papi está celoso, papi está celoso —canturreó la pequeña Norma, correteando por la sala en pijama.
—Tú debías estar en la cama hace una hora —le dijo Ed, mirándola fijamente—. Si sigo advirtiendo que estás aquí, seguramente me daré cuenta de que no estás allí.
La niñita pareció confusa un momento. Ed volvió a dirigirse a Sondra:
—Recuerdo que hace unos tres o cuatro años... vino a hablar conmigo el abuelo de un chico que se llamaba Todd Bowden. Bueno, pues aquel tipo sí que se parecía a Wimsey. Un Wimsey viejísimo, desde luego; el perfil de la cara era exacto y...
—Wimsce, Bimsee, Dirnsee, Jimsee —canturreó la pequeña Norma—. Wimsce, Bimsee, tralara, lara, laaa...
—Silencio los dos —dijo Sondra—. ¡Me parece el hombre más guapo del mundo!
¡Qué mujer desquiciante!
¿No se había retirado el abuelo de Todd Bowden a San Remo? Claro. Figuraba en los impresos. Todd había sido uno de los alumnos más destacados de aquel curso. Y luego, de repente, había tenido un gran bajón. El viejo fue a verle, le contó una historia familiar de problemas maritales y acabó convenciendo a Ed para que dejara pasar un tiempo a ver si todo volvía a la normalidad. Ed creía que el viejo laissez faire no funcionaba: si le decías a un adolescente que se cuidara él de sí mismo o se muriera, lo normal era que se muriese. Pero el anciano había sido casi pavorosamente persuasivo (tal vez fuera el parecido con Wimsey) y Ed había aceptado conceder a Todd un plazo. Y, en fin, Todd había conseguido salir a flote. El anciano debía haberse ocupado personalmente del asunto y lo había hecho a conciencia, sí, pensaba Ed. Tal vez hubiera tenido que dar algún puntapié, pero no sólo parecía capaz de hacerlo, sino hasta de sentir con ello cierta austera satisfacción. Y luego, hacía precisamente dos días, había visto la foto de Todd en el periódico. Era una gran figura del béisbol en California del Sur. No es que fuera una proeza enorme, pues elegían todas las primaveras a unos quinientos chicos. Ed pensó que no habría conseguido dar con el nombre del abuelo sí no hubiera visto la foto de Todd.
Siguió mirando las páginas de la guía, ahora con más decisión, recorriendo con el dedo la columna... y allí estaba. BOWDEN, VÍCTOR S. 403, Ridge Lañe. Marcó el número; dio varias veces la señal. Estaba ya a punto de colgar cuando alguien, un anciano, contestó:
—¿Quién es?
—Oiga, señor Bowden, aquí Ed Frenen, del instituto de Santo Donato.
—¿Sí? —cortés, pero sólo eso. Seguramente no le reconocía. Bueno, habían pasado tres años y debían de olvidársele algunas cosas de vez en cuando.
—¿Me recuerda usted?
—¿Tendría que recordarle? —la voz de Bowden tenía un tono cauto y Ed sonrió. Era evidente que se le olvidaban las cosas, pero no quería que se diera cuenta nadie, si podía evitarlo. A su padre le había pasado lo mismo cuando empezó a fallarle el oído.
—Fui asesor de Todd en el instituto de Santo Donato y llamaba para felicitarle. Superó bien el bache de noveno, ¿verdad? Y ahora, como remate, es estrella de béisbol. ¡No está mal!
—¡Todd! —dijo el anciano, animándose en seguida—. Sí, realmente se ha portado muy bien, ¿verdad? ¡El segundo de su promoción! Y la chica que iba delante de él hizo cursos de comercio —hubo un carraspeo desdeñoso en la voz del anciano—. Mi hijo me llamó y me dijo que me llevaba si quería a la ceremonia de fin de curso de Todd, pero, sabe, estoy ya en una silla de ruedas. Me rompí la cadera en enero. No quería ir en una silla de ruedas. Pero tengo su foto recibiendo el diploma en el vestíbulo, claro. Los padres de Todd están muy orgullosos de él. Y yo también, claro.
—Sí, creo que conseguimos que superara la fase crítica —dijo Ed; sonreía al decirlo, aunque era una sonrisa un tanto perpleja; había algo en el abuelo de Todd que le parecía distinto. Claro que había pasado mucho tiempo...
—¿Fase crítica? ¿Qué fase crítica?
—La breve charla que tuvimos... cuando Todd tuvo aquellos problemas con las tareas escolares. En noveno...
—Perdone, pero no le entiendo —dijo el anciano, despacio—. Yo nunca osaría hablar por el hijo de Richard. Eso crearía problemas... jo, jo. Usted no sabe cuántos problemas crearía. Creo que se equivoca usted, joven.
—Pero...
—Sin duda hay un error. Nos confunde usted con otro estudiante y otro abuelo, me parece.
Ed estaba perplejo. Era una de las pocas veces de su vida en que no se le ocurría nada que decir. Si había algún error, no era evidentemente él quien lo cometía.
—Bueno —dijo vacilante el señor Bowden—. Muy amable por su llamada, señor...
Ed recuperó la palabra.
—Oiga, señor Bowden, mire, estoy aquí, en San Remo. En una convención. De asesores escolares. Mañana por la mañana se clausura la convención y a partir de las diez estaré libre. ¿Podría pasarme por... —consultó de nuevo el listín telefónico— ...por Ridge Lañe y verle un momento?
—¿Pero para qué?
—Simple curiosidad, supongo. Ahora todo ha vuelto a su cauce, pero, hace tres años, Todd tuvo un bajón muy serio en los estudios. De hecho, sus calificaciones bajaron tanto que enviamos a su casa una carta con el boletín de notas pidiendo una entrevista con el padre o la madre o, mejor aún, con ambos. Y, como respuesta, me visitó su abuelo, un hombre muy agradable llamado Víctor Bowden.
—Pero yo ya le he dicho que...
—Ya, ya. Pero de todas formas yo hablé con alguien que dijo ser el abuelo de Todd. Supongo que importa poco ya, pero ver es creer. Sólo le robaré unos minutos. No podré estar más porque me esperan en casa para la cena.
—Tiempo es precisamente lo que más tengo —dijo Bowden con cierta tristeza—. Estaré en casa todo el día. Le recibiré con mucho gusto.
Ed le dio las gracias, se despidió y colgó. Se sentó a los pies de la cama, contemplando pensativo el teléfono. Al poco rato, se levantó y sacó los cigarrillos de la cazadora que estaba colgada en el respaldo de la silla. Tenía que irse. Había un debate y si no aparecía le echarían de menos. Encendió el cigarrillo con una cerilla del Hotel Holiday, que apagó después y echó en un cenicero del Hotel Holiday. Se acercó luego a la ventana del Hotel Holiday y contempló abstraído el patio del Hotel Holiday.
Poco importa ya, le había dicho a Bowden, pero a él sí que le importaba. No era corriente que uno de sus muchachos le engañara y una noticia tan inesperada le disgustaba. Supuso que podría resultar todavía un simple caso de senilidad, aunque el viejo no le había dado la impresión de estar chocho. Y, maldita sea, no parecía el mismo.
¿Le habría engañado Todd Bowden?
Llegó a la conclusión de que podía ser. Al menos teóricamente. Y más siendo Todd un chico inteligente como era. Podía haber engañado a cualquiera, no sólo a Ed French. Hasta podía haber falsificado el nombre de su padre o el de su madre en las tarjetas de aviso de suspenso durante aquel mal período. Eran muchísimos los chicos que descubrían una habilidad latente increíble para falsificar cuando recibían esas tarjetas. Hasta podía haber utilizado borrador de tinta en los boletines de notas del segundo y del tercer trimestre, cambiar las calificaciones antes de presentar el boletín a sus padres y volver a cambiarlas luego antes de devolvérselo al tutor, de forma que éste no notara nada raro si miraba la tarjeta. La aplicación de borrador de tinta la advertía cualquiera que se fijara bien, pero los tutores tenían a su cargo un promedio de setenta alumnos cada uno. Tenían suerte si conseguían pasar lista antes de que sonara el primer timbre, así que no iban a ponerse a examinar las tarjetas que les devolvían en busca de posibles falsificaciones.
Y, en cuanto a las notas finales de Todd, quizás hubieran bajado tres puntos en conjunto: dos evaluaciones malas en un total de doce. Las otras notas eran lo bastante buenas para suplir la diferencia. ¿Y a qué padres se les ocurría pasar por el colegio para mirar los libros escolares de sus hijos? ¿Cuántos que tuvieran además un hijo que fuese tan buen estudiante como lo era Todd Bowden?
La frente de Ed French, lisa normalmente, se crispó y se llenó de arrugas.
Poco importa ya. Eso era verdad realmente. El trabajo de Todd en los últimos cursos de bachiller había sido excelente. Es imposible falsificar una media de sobresaliente. Según el artículo del periódico, el muchacho iría a Berkeley y Ed suponía que sus padres estarían orgullosísimos, con toda la razón del mundo. Ed estaba cada día más convencido del deterioro de la vida americana, en la que abundaban el oportunismo, los ancianos, las drogas fáciles, el sexo fácil, una moralidad más turbia cada año. Así que cuando un hijo sale como es debido y destaca, los padres tienen derecho a sentirse orgullosos de él.
Poco importa ya... Pero ¿quién diablos sería su abuelo?
No conseguía quitarse el asunto de la cabeza. ¿Quién podría ser? ¿Habría ido Todd a la delegación del gremio de actores y habría colocado una nota en el tablero de anuncios? JOVEN R.N APUROS POR PROBLEMAS DE NOTAS NECESITA ANCIANO, PREF. 70-80 AÑOS, PARA ACTUAR COMO ABUELO, ACTUACIÓN IMPLICABLE, PAGARÉ TARIFAS SINDICATO. Ohhh, ni hablar, hombre. Y, además, qué adulto habría podido prestarse a semejante conspiración? ¿Y por qué?
Ed French no tenía ni idea. Y, como daba igual, en realidad apagó el cigarrillo y se encaminó a la conferencia. Pero no podía concentrarse.
Al día siguiente, se fue hasta Ridge Lañe y tuvo una larga conversación con Víctor Bowden. Hablaron de uvas; hablaron del negocio de los comestibles, de cómo las grandes cadenas de tiendas estaban hundiendo a los pequeños comerciantes; hablaron del ambiente político que había en el sur de California. El señor Bowden le ofreció a Ed un vaso de vino. Ed lo aceptó muy complacido. Le parecía que lo necesitaba verdaderamente, aunque sólo fueran las once menos veinte de la mañana. Víctor Bowden se parecía tanto a Pcter Wim-sey como una ametralladora a una cachiporra. Víctor Bowden no tenía ni rastro del leve acento que Ed recordaba, y era bastante gordo. El individuo que le había visitado en el colegio como abuelo de Todd era delgado como un palillo.
Antes de despedirse, le dijo:
—Le agradecería que no comentara nada de todo esto a su hijo ni a su nuera. Tal vez todo tenga una explicación absolutamente lógica... y, de cualquier modo, es algo que queda en el pasado.
—A veces —dijo Bowden, alzando el vaso de vino hacia el sol y admirando su hermoso tono oscuro—, el pasado no se queda tranquilo. ¿Por qué, si no, estudia historia la gente?
Ed sonrió, inquieto, y no comentó nada.
—Pero no se preocupe. Nunca intervengo en los asuntos de Richard. Todd es un buen chico. El segundo de su promoción... tiene que ser un buen chico. ¿No le parece?
—Desde luego —dijo Ed French, sinceramente, y le pidió otro vaso de vino.
23
Dussander dormía un sueño inquieto; yacía en una fosa de pesadillas.
Caían sobre la valla. Miles, millones quizás. Salían de la selva y se arrojaban sobre el alambre de púas electrificado que estaba empezando a combarse peligrosamente. Algunos de los cables habían cedido y se enroscaban en la tierra atestada donde se amontonaban, soltando chispas azules. Y todavía no se acercaba el fin de ellos, no llegaba. El Führer estaba tan loco como había proclamado Rommel si creía ahora (si alguna vez lo había creído) que podía existir una solución definitiva para aquel problema. Eran miles de millones; llenaban el universo; y todos ellos le perseguían.
—Eh, viejo, despierte, viejo. Dussander. Despierte, viejo, despierte.
Al principio pensó que era la voz del sueño.
Le hablaba en alemán; tenía que pertenecer al sueño. Ése era el motivo de que la voz fuera tan aterradora, claro. Si se despertaba, la eludiría, así que emergió del sueño...
El hombre estaba sentado junto a la cama en una silla colocada al revés: un hombre real.
—Despierte, Dussander —decía el visitante. Era joven, no tendría más de treinta años. Ojos oscuros y atentos tras unas gafas sencillas de montura de acero. Llevaba el cabello castaño un poco largo, hasta el cuello, y, durante un confuso instante, Dussander pensó que era el chico disfrazado. Pero no era el chico, con aquel traje azul tan pasado de moda demasiado grueso para el clima de California. Y en la solapa de la chaqueta llevaba un alfiler de plata. Plata, el metal utilizado para matar vampiros y hombres-lobo. Era una estrella de David.
—¿Habla usted conmigo? —preguntó Dussander en alemán.
—¿Con quién, si no? Su compañero de habitación se ha ido.
—¿Heisel? Sí, se fue ayer a su casa.
—¿Está ya despierto?
—Claro. Pero creo que me confunde usted con otra persona. Yo me llamo Arthur Denker. Tal vez se haya equivocado de habitación.
—Me llamo Weiskopf. Y usted, Kurt Dussander.
Dussander deseaba humedecerse los labios, pero no lo hizo. Muy probablemente todo aquello formara parte del sueño... era simplemente una nueva fase del sueño. Tráigame un borracho y un cuchillo de cocina, Señor-Estrella-de-David-en-la-Solapa y le haré desaparecer como si fuera humo.
—No conozco a ningún Dussander —le dijo al joven—. ¿Debo llamar a la enfermera?
—Me entiende usted perfectamente —dijo Weiskopf. Cambió ligeramente de postura y se retiró un mechón de pelo de la frente. Lo prosaico del gesto hizo que se desvanecieran las últimas esperanzas de Dussander.
—Heisel —dijo Weiskopf, y señaló la cama vacía.
—Heisel, Dussander, Weiskopf... ninguno de esos nombres me dice nada.
—Heisel se cayó de una escalera cuando arreglaba un canalón de su casa —dijo Weiskopf—. Se rompió la columna. Puede que no vuelva a andar. Desdichado. Pero no fue ésa la única tragedia de su vida. Estuvo internado en Patín, perdió a su mujer y a sus hijas. En Patín, que usted dirigía.
—Creo que está usted loco —dijo Dussander—. Yo me llamo Arthur Denker. Vine a este país cuando murió mi esposa. Antes de eso estaba...
—Ahórreme esa historia —dijo Weiskopf, alzando una mano—. Él no olvidó su cara. Esta cara.
Weiskopf esgrimió ante la cara de Dussander una fotografía como un mago que hiciese un truco. Era una de las que el chico le había enseñado hacía años. Un Dussander joven con la gorra de SS gallardamente alzada, sentado a un escritorio.
Dussander habló despacio, en inglés ya, pronunciando con mucho cuidado.
—Durante la guerra fui mecánico en una fábrica. Mi trabajo consistía en supervisar la fabricación de transmisiones y direcciones para camiones y carros blindados. Luego trabajé en la fabricación de carros de combate Tiger. Luego, durante la batalla de Berlín, llamaron a mi unidad, que estaba en la reserva, y combatí honrosa pero brevemente. Después de la guerra, trabajé en Essen, en la fábrica de coches Menschler, has...
—... hasta que se vio obligado a escapar a Sudamé-rica. Con el oro fundido sacado de los dientes de los judíos y con la plata fundida sacada de las joyas de los judíos y con su cuenta numerada en un banco suizo. El señor Heisel se fue a su casa feliz, sabe. Bueno, pasó un mal rato cuando se despertó de noche y comprendió con quién compartía la habitación. Pero ya está mejor. Cree que Dios le ha concedido el gran privilegio de romperse la columna para poder ser un instrumento en la captura de uno de los hombres más sanguinarios de la historia.
Dussander habló lentamente, pronunciando con mucho cuidado:
—Durante la guerra, fui mecánico en una fábrica. Mi trabajo...
—Oh, vamos, ¿por qué no lo deja ya? Sus documentos no pasarían un examen detenido. Yo lo sé y usted también lo sabe. Está descubierto.
—Mi trabajo consistía en supervisar la fabricación de...
—¡De cadáveres! De cualquier modo, estará usted en Tel Aviv antes de Año Nuevo. Ahora las autoridades están colaborando con nosotros, Dussander. Los norteamericanos quieren tenernos contentos y usted es una de las cosas que nos pone contentos.
—... la fabricación de transmisiones y direcciones para camiones y carros blindados. Luego trabajé en la fabricación de carros de combate Tiger.
—¿A qué ponerse tan pesado? ¿Por qué demorarlo?
—Luego, durante la batalla de Berlín...
—De acuerdo; si así lo quiere usted. Volverá a verme. Y pronto.
Weiskopf se levantó. Salió de la habitación. Su sombra aleteó un instante en la pared y luego desapareció también. Dussander cerró los ojos. Se preguntó si Weiskopf diría la verdad en lo de la cooperación de los norteamericanos. Tres años antes, cuando escaseaba el petróleo en Estados Unidos, no le habría creído. Pero el lío del Irán podría muy bien reforzar el apoyo norteamericano a Israel. Era muy posible. ¿Qué importaba de todos modos? De un modo u otro, legal o ilegalmen-te, Weiskopf y sus compinches le atraparían. En el tema de los nazis eran intransigentes. Y en el tema de los campos de concentración eran lunáticos.
Temblaba de pies a cabeza. Pero sabía ya perfectamente lo que tenía que hacer.
24
Las actas escolares de los alumnos que habían aprobado los cursos inferiores de secundaria se guardaban en el almacén de la zona norte. No lejos de la estación de tren abandonada. Era un sitio oscuro y destartalado y olía a cera y a pulimento, y servía también como almacén de reliquias del departamento escolar.
Ed French llegó hacia las cuatro de la tarde seguido por Norma. El conserje que les dejó pasar le dijo a Ed que lo que buscaba estaba en la cuarta planta y les guió hasta un lento y ruidoso ascensor que asustó a Norma hasta el punto de sumirla en un silencio impropio de ella.
Volvió a ser la misma en la cuarta planta, correteando y saltando por los oscuros pasadizos de cajas y archivos mientras Ed buscaba los archivos con los boletines de 1975, que encontró al fin. Abrió la segunda caja y repasó la B. BORK. BOSTWICK. BOSWELL. BOWDEN, TODO. Sacó la tarjeta. Movió impaciente la cabeza y se acercó a una de las ventanas altas y polvorientas.
—No corras por ahí, cariño —le dijo a la niña, por encima del hombro.
—¿Por qué, papi?
—Porque te atraparán los duendes —dijo, alzando la tarjeta de Todd hacia la luz.
Lo vio en seguida. El boletín, que llevaba en aquellos archivos ya tres años, había sido falsificado con una habilidad casi profesional.
—¡Válgame Dios! —murmuró Ed French.
—¡Duendes, duendes, duendes! —cantaba Norma alegremente, mientras seguía bailoteando por los pasillos.
25
Dussander caminaba cauteloso por el pasillo del hospital. Se notaba algo débil aún para caminar. Llevaba puesta la bata azul sobre el pijama del hospital. Era de noche, poco más de las ocho, y las enfermeras cambiaban de turno. La media hora siguiente sería un poco confusa: había observado que en los cambios de turno siempre había descontrol. Era el momento de intercambiar notas, comentarios, de tomar café en el bar de las enfermeras, que quedaba justo al volver la esquina del surtidor.
Lo que a él le interesaba quedaba justo enfrente al surtidor.
Cruzó el amplio vestíbulo sin que nadie se fijara en él; a aquella hora, el vestíbulo le recordaba una gran estación de ferrocarril resonante minutos antes de que parta el tren de pasajeros. Los heridos paseaban por allí, en bata algunos, como él, otros sujetándose el pijama. Se oía música incoherente de media docena de transistores distintos que llegaba de media docena de habitaciones distintas. Los visitantes entraban y se iban. En una habitación reía un hombre y otro parecía estar llorando frente a él en el vestíbulo. Pasó a su lado un médico con la nariz metida en una novela, en edición de bolsillo.
Dussander se acercó al surtidor, bebió un trago, se secó la boca con la mano deforme y miró la puerta cerrada de enfrente.
Aquella puerta estaba siempre cerrada, en teoría al menos. Se había fijado que, en la práctica, a veces no la vigilaba nadie y además no estaba cerrada con llave. Esto especialmente durante la caótica media hora de cambio de turnos en que las enfermeras se reunían a la vuelta de la esquina. Había observado todo esto con el ojo cauteloso y experto del individuo que lleva mucho, muchísimo tiempo, alerta y vigilante. Preferiría haber podido vigilar aquella puerta sin letrero durante otra semana más o menos, buscando posibles momentos de peligro: ojalá hubiese podido, se decía. Pero no disponía ya de otra semana. Su condición de Hombre Lobo tal vez, no se descubriera en dos o tres días, pero igual podía saberse al día siguiente. No se arriesgaría a esperar. En cuanto se descubriera, le vigilarían constantemente.
Bebió otro trago de agua, volvió a secarse la boca y miró en ambas direcciones. Luego, con toda naturalidad, sin tener que esforzarse en disimular, cruzó el vestíbulo, giró el pomo y entró en el cuartito de medicamentos. Si estuviera por casualidad la encargada sentada ya detrás de su mesa, él sería sólo el miope señor Denker. Oh, perdone usted, señora, creí que era el excusado. Qué tonto soy, perdón.
Pero el cuartito estaba vacío.
Recorrió el estante más alto, a la izquierda. Sólo gotas para los ojos y para los oídos. Segundo estante: laxantes, supositorios. En el tercer estante había Seco-nal y Veronal. Se metió un frasco de Seconal en el bolsillo de la bata. Luego volvió a la puerta y salió sin mirar a los lados, con una sonrisa de perplejidad en la cara: Aquello no era el excusado, ¿verdad? Estaba al lado justo del surtidor, ¡qué tonto soy!
Cruzó la puerta en que decía HOMBRES, se acercó a un lavabo y se lavó las manos. Volvió luego al vestíbulo y se encaminó a su habitación semiprivada, privada totalmente ahora, después de marcharse el muy ilustre señor Heisel. En la mesita de noche de entre las camas había un vaso y una jarra de plástico llena de agua. Lástima que no hubiera bourbon; era una vergüenza realmente. Pero las pastillas le harían despegar con la misma precisión y delicadeza independientemente del acompañamiento con que las tomara.
—Morris Heisel, salud —dijo, con una débil sonrisa, y se sirvió un vaso de agua. Después de tantos años de tanto miedo a todo, de ver rostros que le resultaban familiares en los bancos de los parques y en los restaurantes y en las paradas de los autobuses, había acabado reconociéndole y delatándole un hombre al que no recordaba en absoluto. Casi era cómico. No había dedicado a Heisel ni dos miradas; Heisel y su columna vertebral rota por obra de Dios. Pensándolo bien, no era casi cómico; era terriblemente cómico.
Se metió tres pastillas en la boca, se las tragó con agua. Tomó luego otras tres, después tres más. Podía ver en la habitación de enfrente del pasillo a dos viejos inclinados sobre la mesita de noche jugando a las cartas. Uno de ellos tenía una hernia, según sabía Dussan-der. ¿Qué tenía el otro? ¿Cálculos en la vejiga? ¿Cálculos en el riñon? ¿Tumor? ¿Próstata? Los horrores de la vejez. Eran legión.
Volvió a llenar el vaso de agua, pero no tomó más pastillas de momento. Si tomaba demasiadas podía dar al traste con su objetivo. Podría devolverlas y le sacarían los residuos del estómago y le salvarían para las indignidades a las que americanos e israelíes planearan someterle. No era su intención quitarse la vida tontamente como una Hausfrau en un arrebato histérico. Cuando empezara a sentirse soñoliento, tomaría unas cuantas más. Así sería perfecto.
Le llegó la voz trémula de uno de los jugadores de cartas, débil pero triunfal:
—As, tres, sota, caballo y rey... ¿Qué, qué te parece esto?
—Calma, calma —decía ahora el de la hernia confiado—. Vamos a contar. Al freír será el reír.
Qué forma de hablar, pensó Dussander, ya soñoliento. Los americanos tenían una habilidad especial para el lenguaje: hacían juegos maravillosos con el idioma.
Creían que le tenían en sus manos, pero se esfumaría ante sus mismísimas narices.
Se dio cuenta, con cierta sorpresa, que de entre todas las cosas absurdas que podían ocurrírsele, pensaba en concreto que ojalá pudiese dejar una nota para el chico. Pensaba que ojalá pudiese decirle que tuviera cuidado. Que escuchara a un viejo que al fin se había excedido. Ojalá pudiera decirle al chico que al final él, Dussander, había llegado a respetarle, aunque no había conseguido que le cayera bien y que hablar con él había sido mejor que oír sólo el fluir de sus propios pensamientos. Pero una nota, por muy inocente que fuera, podría hacer recaer sospechas sobre el chico, y Dussander no quería eso. En fin, pasaría uno o dos meses malos, esperando que apareciera algún agente del gobierno a preguntarle por cierto documento que habían encontrado en una caja de seguridad a nombre de Kurt Dussander, alias Arlhur Denker... pero, pasado un tiempo, el chico se convencería de que le había dicho la verdad. Todo aquello no tenía que tocar para nada al chico, a no ser que él mismo perdiera la cabeza.
Dussander estiró una mano que pareció alejarse kilómetros. Cogió el vaso de agua y se tomó otras tres pastillas. Volvió a colocar el vaso en la mesita, cerró los ojos y se hundió más en aquella almohada blanda, blandísima. Nunca le había gustado demasiado dormir, y aquel sueño sería largo. Y tranquilo.
A menos que tuviera pesadillas.
La idea le sobrecogió. ¿Pesadillas? Oh, no, Dios mío, por favor. Esos sueños no, por favor. Por toda la eternidad, no. No después de que no haya ya posibilidad de despertar. No...
Súbitamente aterrado, se agitó intentando despertar. Parecía que surgieran de la cama manos y manos que intentasen asirle, manos de ávidos dedos.
(¡NO!)
Sus pensamientos se dispersaron en una espiral de oscuridad en pendiente; rodó por la espiral como si resbalara por una suave superficie, cayendo y cayendo hacia los sueños que fueran.
Se descubrió la sobredosis a la una y treinta y cinco minutos de la madrugada, y quince minutos después le declararon muerto. La enfermera de guardia era joven y le había agradado aquella cortesía un poco irónica del anciano. Se echó a llorar. Era católica y no podía entender por qué un anciano tan gentil, que estaba mejorando, pudiese querer hacer una cosa así y condenar su alma inmortal al infierno.
26
El sábado por la mañana no se levantaba nadie en casa de los Bowden hasta las nueve por lo menos. Aquella mañana eran las nueve y media, y Todd y su padre estaban sentados a la mesa leyendo, y Monica, a la que le costaba más despertarse, les estaba sirviendo huevos revueltos, zumo y café, sin hablar, como en sueños aún.
Todd estaba leyendo una novela de ciencia-ficción y Dick estaba abstraído en su Architectural Digest cuando el periódico dio contra la puerta.
—¿Quieres que lo traiga, papá?
—Ya lo hago yo.
Dick recogió el periódico y volvió a la mesa. Empezó a tomar el café y se atragantó con él en cuanto echó una ojeada a la primera página.
—¿Qué pasa, Dick? —preguntó Monica, acercándose presurosa a él.
Dick tosió y carraspeó para sacar el café que se le había ido por el otro lado y mientras Todd le miraba por encima del libro que estaba leyendo, con escaso interés, Monica empezó a darle golpecitos en la espalda. Pero al tercer golpe se taparon sus ojos con el titular del periódico y se quedó paralizada a medio camino como una estatua. Abrió tanto los ojos que parecía que iban a caérsele encima de la mesa.
—¡Santo Dios del cielo! —consiguió articular al fin Dick Bowden, con una voz ahogada.
—No puede ser... no puedo creerlo... —empezó Monica, paró. Miró a Todd—. Oh, cariño...
También su padre le estaba mirando.
Alarmado ya, Todd rodeó la mesa.
—¿Qué es lo que pasa?
—El señor Denker —dijo Dick... y fue todo lo que logró decir.
Todd leyó el titular del periódico y lo entendió todo en seguida. El titular decía, en letras oscuras: Fugitivo nazi se suicida en el Hospital de Santo Donato. Y debajo dos fotos, una junto a otra. Todd ya las había visto antes las dos. En una se veía a Arthur Denker, seis años más joven y más fuerte. Todd sabía que se la había sacado un fotógrafo hippie de la calle, y que el viejo la había comprado sólo para que no cayera en malas manos. La otra foto era de un oficial de las SS llamado Kurt Dussander tras su escritorio en Patín, con el gorro ladeado.
Si tenían aquella foto del hippie, es que habían estado en casa de Dussander.
Todd repasó el artículo con el pensamiento dando vueltas en frenéticos torbellinos. No decía nada de los vagabundos. Pero encontrarían sin duda los cadáveres y cuando lo hicieran reconstruirían toda la historia. EL COMANDANTE DE PATÍN SEGUÍA TRABAJANDO. HORROR EN UN SÓTANO NAZI. NUNCA DEJÓ DE MATAR.
Todd sintió que le fallaban las piernas.
Y de muy lejos le llegó el eco del grito agudo de su madre:
—¡Sujétale, Dick, sujétale! ¡Que se desmaya!
La palabra (desmaya) repetida una y otra vez. Notó vagamente los brazos de su padre que le agarraban y luego, durante un rato, no sintió nada ni oyó absolutamente nada.
27
Ed French estaba tomando un pastelillo de frutas cuando desplegó el periódico. Tosió, emitió un ruido extraño como de náusea y escupió migas de pastelillo por toda la mesa.
—¡Eddie! —dijo Sondra French un poco alarmada—. ¿Estás bien?
—Papi sahoga, papi sahoga —proclamó la pequeña Norma con una alegría un poco crispada, y luego colaboró, contenta, con su madre en la tarea de darle golpecitos a Ed en la espalda. Ed apenas se daba cuenta. Seguía mirando el periódico absolutamente atónito.
—¿Qué es lo que pasa, Eddie? —volvió a preguntar Sondra.
—¡Es él, es él! —gritó Ed, golpeando el periódico con tal fuerza que acabó rasgando con la uña la sección A.
—¡Aquel hombre! ¡Lord Peter!
—Ed, por amor de Dios, explícame de qué estás habí...
—¡Es el abuelo de Toda Bowden!
—¿Qué? ¿Ese criminal de guerra? ¡Eddie, eso es un disparate!
—¡Pero es él! —dijo Ed, casi gimiendo—. ¡Dios Santo Todopoderoso, es él!
Sondra French contempló la fotografía detenidamente un buen rato.
—No se parece a Peter Wimsey en nada —dijo al fin.
28
Todd, pálido como un muerto, estaba sentado en el sofá entre su padre y su madre.
Sentado enfrente estaba un cortés detective canoso de la policía llamado Richler. El padre de Todd se había ofrecido para llamar a la policía, pero lo había hecho el propio Todd; se le quebraba la voz y le fallaba como cuando tenía catorce años.
Terminó su relato, que no duró mucho. Hablaba con un tono monocorde, mecánico que angustiaba a Monica. Aunque tenía ya diecisiete años, en muchos aspectos era todavía un niño. Aquel asunto iba a marcarle para siempre.
—Le le... bueno, no sé dónde... Tom Jones, El molino, de Eh'ot, que era bastante aburrido y creo que ni siquiera llegamos a terminarlo. Algunos relatos de Haw-thorne... También empezamos Los papeles del club Pickwick, pero no le gustaba. Decía que Dickens sólo podía ser divertido cuando se ponía serio y que Pickwick era sólo un juego. Eso fue exactamente lo que dijo, sólo un juego. Lo pasamos mejor con Tom Jones. Nos gustó a los dos.
—Y eso fue hace tres años, ¿no? —preguntó Richler.
—Sí. Solía parar cuando pasaba y hacerle una visita siempre que podía. Pero luego, cuando empecé el bachillerato superior, tenía que ir en autobús al otro extremo de la ciudad... Unos cuantos chicos organizaron un equipo de béisbol... y tenía mucho más trabajo... ya sabe... cosas que surgen.
—Total, que tenías menos tiempo.
—Eso es, menos tiempo. Tenía que estudiar mucho más... para conseguir entrar en la universidad.
—Pero Todd es un magnífico estudiante —dijo Monica, casi de forma maquinal—. Sacó un promedio de sobresaliente en la enseñanza media. Nos sentimos muy orgullosos de él.
—Es lógico —dijo Richler con una cálida sonrisa—. Yo tengo dos chicos en Fairview, abajo en el Valle, y sólo parecen valor para los deportes. —Se volvió a Todd y siguió—: ¿No volviste a leerle mas libros cuando empleasle el bachillerato superior?
—No. Alguna que otra vez, le leía el periódico. Pasaba por allí y él me pedía que le leyera los titulares. Se interesaba por lo de Watergate cuando todo aquel lío. Y siempre quería saber cómo iba la Bolsa y lo que decía el periódico solía dejarle bastante jodido... perdóname, mamá.
Ella le dio una palmadita en la mano.
—No sé por qué le interesarían los valores, pero le interesaban.
—Tenía algunos valores —dijo Richler—. Con eso iba tirando. Tenía también unos cinco carnets de identidad distintos por la casa. Era un tipo astuto, desde luego.
—Supongo que tendría los valores en alguna caja de seguridad en algún sitio —comentó Todd.
—¿Cómo? —Richler enarcó las cejas.
—Sus valores —dijo Todd.
Su padre, que pareció sorprenderse también, miró luego a Richler e hizo un gesto de asentimiento.
—Sus certificados de valores, los pocos que le quedaban, estaban en un baulito debajo de la cama —dijo Richler—, junto con esa foto suya como Denker. ¿Acaso crees que tenía una caja de seguridad, hijo? ¿Te dijo alguna vez que la tenía?
Todd se quedó pensativo y movió luego la cabeza. —Yo creía que era en una caja de seguridad donde se guardaban esas cosas. No sé. Esto... todo este asunto... sabe... estoy completamente desquiciado.
Movió la cabeza en un gesto de aturdimiento que resultó perfectamente real. Estaba realmente aturdido. No obstante, sintió, poco a poco, que su instinto de conservación emergía. Sintió una creciente agudeza mental y los primeros aguijóneos de la seguridad. Si Dussander hubiera alquilado realmente una caja de seguridad para guardar su documento protector, ¿no habría metido también allí sus valores? Y aquella foto...
—Trabajamos en este caso junto con los israelíes —dijo Richler—. Extraoficialmente. Les agradecería que no lo mencionaran si deciden ver a alguien de la prensa. Son verdaderos profesionales. Hay un hombre llamado Weiskopf al que le gustaría hablar mañana contigo, Todd. Si te parece bien a ti; y a tus padres, claro está...
—Claro que sí —dijo Todd, pero sintió una punzada de miedo atávico ante la idea de que anduvieran husmeando a su alrededor los mismos sabuesos que habían acosado a Dussander a lo largo de toda la segunda mitad de su vida. Dussander había sentido hacia ellos un respeto considerable, y Todd sabía que sería mejor para él que no lo olvidara ni un momento. —¿Y ustedes, señores Bowden? ¿Tienen algún inconveniente en que Todd vea al señor Weiskopf?
—Ninguno, si no lo tiene Todd —dijo Dick Bowden—. Pero me gustaría estar presente. He leído algo sobre esa cosa israelí del Mossad...
—Weiskopf no tiene nada que ver con eso. Es lo que los israelíes llaman un agente especial. En realidad, da clases de literatura y de yiddish y de gramática inglesa. Y, además, ha escrito dos novelas. —Richler sonrió.
Dick alzó una mano, como dando por terminado el asunto.
—Bueno, sea como sea, no le permitiré que ande fastidiando a Todd. Según lo que he leído, esos individuos pueden ser, digamos, excesivamente profesionales. Tal vez sea un individuo como es debido. Pero me gustaría que usted y ese señor Weiskopf recordaran que Todd sólo intentó ayudar al viejo. No era lo que parecía, de acuerdo, pero eso no lo sabía Todd.
—Es cierto, papá —dijo Todd con una lánguida sonrisa.
—Sólo quiero que nos ayuden todo lo que puedan —dijo Richler—. Agradezco su interés, señor Bowden. Creo que usted mismo averiguará que el señor Weiskopf es una persona muy agradable y muy tranquila. Yo no tengo más preguntas que hacer, pero no estará de más que les diga qué es lo que más les interesa a los israelíes. Todd estaba con Dussander cuando le dio el ataque de corazón por el que ingresó en el hospital...
—Me pidió que fuera para leerle una carta —dijo Todd.
—Lo sabemos. —Richler se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, la corbata colgando como una cinta de plomada—. Pues a los israelíes les interesa esa caria. Dussander era un pez gordo, pero no era el último que quedaba en el lago... o, al menos, eso es lo que dice Weiskopf; y yo lo creo. Y creen que seguramente Dussander sabía de muchos de los otros peces. La mayoría de los que aún viven están seguramente en Sudamérica, pero debe haber otros repartidos en una docena de países... incluidos los Estados Unidos. ¿Sabían ustedes que capturaron a un individuo que había sido Unterkommandant en Buchenwald en el vestíbulo de un hotel de Tel Aviv?
—¡No me diga! —exclamó Monica, espantada.
—De veras —prosiguió Richler—. Fue hace dos años. El caso es que los israelíes creen que la carta que Dussander quería que Todd le leyera podría ser de uno de esos peces. Puede que estén en lo cierto y puede que no. De cualquier modo, quieren cerciorarse.
Todd, que había vuelto a casa de Dussander y quemado la carta, dijo:
—Yo le ayudaría a usted... o a ese Weiskopf, si pudiera, teniente Richler, pero la carta estaba en alemán. Me resultó realmente muy difícil leerla. Me sentía un imbécil. El señor Denker... Dussander... estaba nerviosísimo y me pedía que le deletreara las palabras que no podía entender debido a mi, bueno, a mi pronunciación. Pero creo que lo entendía todo bien. Recuerdo que en determinado momento se echó a reír y luego dijo: «Sí, sí, eso es lo que deberías hacer, ¿no?», y añadió algo en alemán. Esto sería uno o dos minutos antes de que le diera el ataque al corazón. Algo sobre dummkopf. Que creo que significa estúpido en alemán. Miraba a Richler indeciso, bastante complacido interiormente con esta mentira. Richler cabeceaba.
—Sí, tenemos entendido que la carta estaba en alemán. El médico que atendió el ingreso de Dussander en el hospital te oyó contar la historia y lo corroboró. Pero qué me dices de la carta propiamente dicha, Todd... ¿recuerdas qué fue de ella? Ya está aquí, pensó Todd. El crujido. —Creo que había una carta en la mesa, sí —dijo Dick—. Yo recogí un papel del suelo y le eché un vistazo. Papel de correo aéreo, creo, pero no me fijé si estaba escrito en alemán.
—En tal caso, debería seguir todavía allí —dijo Richler—. Con las prisas de sacarle de la casa, nadie pensó en cerrar la puerta. Ni siquiera a Dussander se le ocurrió pedir a alguien que lo hiciera, al parecer. La llave de la puerta de la calle de la casa seguía en el bolsillo de sus pantalones cuando murió. La casa permaneció abierta desde que los enfermeros del centro médico le sacaron de casa hasta que nosotros la clausuramos y sellamos a las dos y media de esta madrugada.
—Bueno, pues está claro —dijo Dick. —No —respondió Todd—. Ya entiendo lo que le intriga al teniente Richler. —Oh, sí, lo entendía perfectamente. Había que ser ciego para no verlo—. ¿Por qué iba a robar un ladrón sólo una carta? ¿Y precisamente una carta escrita en alemán? No tiene sentido. El señor Denker no tenía mucho que robar, pero alguien que allana una vivienda encontraría siempre algo mejor que eso para llevárselo.
—Lo has entendido perfectamente —dijo Richler—. No está nada mal.
—Todd quería ser detective de mayor —dijo Moni-ca, y le revolvió el pelo. Al hacerse mayor, Todd detestaba que su madre le acariciara el cabello, pero ahora parecía no importarle—. Creo que últimamente ha decidido pasarse a la historia.
—La historia es un buen campo —dijo Richler—. Puedes hacer investigación histórica. ¿Has leído a Josephine Tey?
—No, señor.
—No importa. Me gustaría que mis chicos tuvieran alguna ambición mayor que la de que ganen Los Angeles este año el campeonato.
Todd sonrió lánguidamente, y no dijo nada.
Richler volvió a ponerse serio.
—De todos modos, les explicaré la teoría en que estamos basándonos. Creemos que alguien, seguramente de aquí mismo, de Santo Donato, sabía perfectamente quién era y lo que era Dussander.
—¿De veras? —preguntó Dick.
—Desde luego. Alguien que sabía la verdad. Tal vez otro nazi fugitivo. Sé que suena a película, pero ¿quién habría dicho que aquí precisamente, en una zona residencial tranquila como ésta, había un nazi fugitivo? Y eremos que, cuando Dussander fue al hospital, nuestro Señor X registró la casa y dio con la carta acusadora. Y que a estas alturas flota hecha cenizas en el desagüe.
—De todas formas, eso no tiene mucho sentido —dijo Todd.
—¿Por qué no, Todd?
—Bueno, si el señor Denk... Dussander, tuviera un viejo camarada de los campos de concentración, o simplemente un viejo compañero nazi, ¿por qué iba a pedirme a mí que fuera a leerle aquella carta? Quiero decir, si le hubieran visto corregirme y... En fin, al menos ese viejo compañero nazi del que usted habla sabría leer perfectamente alemán.
—Buena objeción. Sólo que tal vez ese viejo compañero esté en una silla de ruedas, o ciego. Al parecer, podría tratarse del mismísimo Bormann, que ni siquiera se atrevería a salir a la calle y enseñar la cara.
—Pero los paralíticos y los ciegos no suelen ser eficaces en la tarea de registrar casas para robar cartas —dijo Todd.
Richler hizo un gesto de admiración:
—Cierto, pero un ciego podría robar una carta, aunque no pudiera leerla. O pagar para que lo hicieran.
Todd consideró esto y asintió, pero al mismo tiempo se encogió de hombros para indicar también lo traída por los pelos que la idea le parecía. Richler había ido mucho más lejos que Robert Dudlum y había entrado en el terreno de Sax Rohmer. Pero el que la idea fuera o no descabellada importaba un pimiento, ¿no? Desde luego, lo realmente importante era que Richler seguía husmeando... y que el avispado Weiskopf también andaba husmeando. La carta, ¡la maldita carta! ¡Aquella maldita y estúpida ocurrencia de Dussander! Y de repente pensó en su 30.30, guardado en la funda y descansando en su estante en el garaje frío y oscuro. Se obligó a dejar de pensar en el rifle. Sintió húmedas las palmas de las manos.
—¿Sabes si Dussander tenía algunos amigos? —le preguntaba Richler.
—¿Amigos? No. Tenía una señora que le limpiaba, pero se mudó, y él no se molestó en buscar otra. Y en el verano pagaba a un chico para que le segara el césped, pero creo que este año no le pagó a ninguno. La hierba está muy alta, ¿no?
—Sí. Hemos llamado a muchas puertas y no parece que contratara a nadie. ¿Puedes decirme si recibía llamadas telefónicas?
—Claro —dijo Todd, sin pensarlo... Se le antojó que era una posibilidad, una vía de escape relativamente segura. El teléfono de Dussander habría sonado en total unas seis veces en todo el tiempo que Todd le había tratado: vendedores, una encuesta sobre alimentos de desayuno y el resto equivocados. Sólo tenía el teléfono por si se ponía malo... como ocurrió al final, ojalá se pudriera su alma en el infierno—. Solía recibir una o dos llamadas todas las semanas.
—¿Y hablaba alemán en esas ocasiones? —se apresuró a preguntar Richler. Parecía alterado.
—No —dijo Todd, cauteloso de pronto. No le gustaba aquel súbito interés nervioso de Richler... había en él algo raro, algo peligroso. Estaba seguro de ello, y le costaba contener la angustia—. No hablaba mucho en general. Recuerdo que un par de veces dijo cosas como «Está aquí ahora ese chico que viene a leerme. Ya llamaré yo».
—¡Estoy seguro de que es lo que pensamos! —exclamó Richler, dándose palmadas en los muslos—. ¡Apostaría la paga de dos semanas a que era él!
Cerró de golpe el cuaderno de notas (en el que, que Todd hubiese visto, no había más que garabatos) y se levantó.
—Quiero darles las gracias a los tres por su tiempo. Y en especial a ti, Todd. Sé lo desagradable que es para ti todo esto, pero pronto terminará. Esta tarde pondremos la casa patas arriba... desde el sótano al ático y del ático al sótano otra vez. Utilizaremos todos los equipos especiales. Tal vez encontremos alguna pista de ese interlocutor telefónico de Dussander.
—Así lo espero —dijo Todd.
Richler les estrechó la mano a los tres y se fue. Dick le preguntó a Todd si quería jugar un poco al volante hasta la hora de comer. Dijo que no le apetecía jugar ni comer tampoco, y subió a su cuarto con la cabeza baja y los hombros hundidos. Sus padres intercambiaron miradas comprensivas y preocupadas. Todd se echó en la cama y se quedó mirando el techo; pensaba en su 30.30. Podía verlo claramente con los ojos mentales. Pensaba en la posibilidad de hundir el cañón de azulado acero justamente en el viscoso coñito judío de Betty Trask: era justo lo que necesitaba ella, un pijo bien duro que nunca se ablandara. ¿Qué tal, Betty?, se oyó preguntándole. Cuando tengas bastante me avisas, ¿de acuerdo? ¿Vale? Se imaginaba los gritos de la chica. Y al fin asomó a su rostro una sonrisa horrible y neutra. Seguro, no dejes de decírmelo, so puta... ¿de acuerdo? ¿De acuerdo?...
—Bueno, entonces, ¿qué crees? —le preguntó Weiskopf a Richler cuando éste le recogió en un restaurante que quedaba a tres manzanas de la casa de los Bowden.
—Pues yo creo que, de alguna forma, el chico estaba en el ajo —dijo Richler—. De alguna forma, de algún modo, hasta cierto punto. Pero qué tipo increíble. Es un témpano. Creo que si le echaras agua hirviendo en la boca escupiría cubitos de hielo. Metió la pata un par de veces, pero no conseguí nada que pudiera utilizarse en un juicio. Y, de cualquier modo, aunque consiguiera más, un abogado listo lograría que no le condenaran a más de uno o dos años... lo que quiero decir es que, según los tribunales, el chico es aún menor... sólo tiene diecisiete años. Creo que en algunos aspectos dejó de ser menor hacia los ocho años. La verdad es espeluznante, amigo mío.
—¿Qué errores cometió en vuestra conversación?
—Las llamadas telefónicas. Ése fue el principal. Cuando dejé caer la idea, me di cuenta de que se le encendían los ojos como una maquinita electrónica.
Richler giró a la izquierda y enfiló la indescriptible Crevy Nova hacia el carril de acceso a la autopista. A doscientos metros a la derecha quedaba la pendiente y el árbol muerto desde donde Todd había disparado en seco el rifle apuntando al tranco de la autopista una mañana de sábado no muy lejana.
—Él se decía: «Este poli anda bastante desencaminado si cree que Dussander tenía un amigo nazi aquí mismo, pero, si lo que cree es eso, yo quedo completamente al margen», así que va y me dice: «Sí, Dussander recibía una o dos llamadas todas las semanas. Muy misterioso. "No puedo hablar ahora, Z-cinco, llama más tarde"»..., esas cosas, ya sabes. Pero Dussander ha estado pagando la cuota mínima de teléfono los últimos siete años. No lo utilizaba prácticamente, y no ponía ninguna conferencia. Desde luego, no recibía una o dos llamadas todas las semanas.
—¿Y qué más?
—Bueno, sacó precipitadamente la conclusión de que la carta había desaparecido, y ya está. Sabía que era lo único que faltaba en la casa, porque había sido él quien había vuelto y la había hecho desaparecer.
Richler aplastó el cigarrillo en el cenicero.
—Nosotros creemos que la carta era un simple tapujo. Creemos que a Dussander le dio el ataque al corazón mientras intentaba enterrar aquel cadáver... el más reciente. Tenía tierra en los zapatos y en las vueltas de los pantalones, así que es una suposición bastante razonable. Lo cual significa que llamó al chico después de haber sufrido el ataque cardíaco, no antes. Se arrastra escaleras arriba y telefonea al chico. El muchacho sale disparado (tal como hace siempre, de todas formas) y amaña la historia de la carta precipitadamente. No es gran cosa, pero tampoco está mal..., teniendo en cuenta las circunstancias. Se presenta allí y U- soluciona la papeleta a Dussander, limpia y ordena ludo. Bien; pero ahora el muchacho está absolutamente .ihrumado. La ambulancia está en camino, su padre está a punto de llegar, y necesita aquella carta como tapadera. Sube corriendo las escaleras y rompe la caja l>ura abrirla...
—¿Lo has comprobado ya? —preguntó Weiskopf, encendiendo uno de sus cigarrillos, uno sin filtro, que a Richler le olía a mierda de caballo. No era raro i|ue se hundiera el Imperio británico, pensó, si se de-< Meaban a fumar aquellos cigarrillos.
—Sí, hemos comparado las huellas y no hay duda —dijo Richler—. Las huellas dactilares de la caja son las mismas que las de los boletines de notas del colegio. ¡Claro que sus huellas están prácticamente por todas partes en aquella casa maldita!
—Claro; pero, si le planteas todo eso, le espantarás —dijo Weiskopf.
—Oh, vamos, escucha, tú no sabes cómo es este muchacho. Cuando dije que era frío, quería decir eso exactamente. Él diría que Dussander le pidió una o dos veces que le bajara la caja para meter o para sacar algo en ella.
—Sus huellas dactilares están también en la pala.
—Alegaría que la utilizó para plantar un rosal en el patio de atrás. —Richler sacó los cigarrillos, pero la cajetilla estaba vacía. Weiskopf le ofreció uno de los
suyos. Richler empezó a toser a la primera calada—.
Saben igual de mal que huelen —dijo, atragantándose.
—Como aquellas hamburguesas que pedimos ayer para comer —dijo Weiskopf riéndose—. Aquellas Mac-Burgers.
—De las grandes —dijo Richler, riéndose también—. De acuerdo. Los híbridos culturales no siempre funcionan —la sonrisa desapareció—. Pero, sabes, tiene un aspecto muy sano. —Sí.
—No se trata de un típico delincuente juvenil con el pelo por el culo y cadenas en sus botas de motorista. —No. —Weiskopf miró detenidamente todo el tráfico que les rodeaba y se alegró de no ir conduciendo—.
No es más que un muchacho. Un niño blanco de buena familia. Y la verdad es que me resulta difícil creerlo...
—Yo creía que vosotros los teníais ya listos a los dieciocho para manejar rifles y granadas. En Israel.
—Sí. Pero, cuando empezó todo este asunto, él tenía catorce años. ¿Por qué se asociaría un muchacho de catorce años con un individuo como Dussander? Me he esforzado por entenderlo, y no lo consigo, no puedo.
—Yo más bien me preguntaría cómo —dijo Richler, y tiró el cigarrillo por la ventanilla. Le estaba dando dolor de cabeza.
—Tal vez, si es que ocurrió, fuera la simple casualidad, la suerte, una coincidencia. Yo creo que existe eso de la mala estrella, igual que lo de la buena estrella.
—No entiendo nada de lo que me dices —dijo Richler lúgubremente—. Yo lo único que sé es que ese muchacho resulta espeluznante.
—Pues lo que quiero decir es muy sencillo. Cualquier otro muchacho se hubiese sentido feliz contándoselo a sus padres o a la policía. Le hubiese encantado decirles: «He reconocido a un individuo al que se busca. Su dirección es ésta. Sí. Estoy seguro». Y dejar que las autoridades se encargaran del asunto. ¿O es que crees que estoy equivocado?
—No, no lo creo. El chaval sería el centro de atención unos días. La mayoría de los chicos lo habrían hecho. Su foto en el periódico, una entrevista en las noticias de la noche, seguramente un premio del comité escolar como ciudadano ejemplar. —Richler se echó a reír. Luego, alzó un poco la voz porque estaban pasándoles por ambos lados vehículos de diez ruedas. Weis-kopf miraba crispado a un lado y al otro—. No quieres entenderlo. Pero estás en lo cierto respecto a la mayoría de los chicos. Casi todos actuarían así.
—Pero no este chico en concreto —dijo Weiskopf—. Este chico, tal vez sólo por pura casualidad, descubrió a Dussander. Pero, en lugar de acudir a sus padres o a las autoridades... acudió al propio Dussander. ¿Por qué? Dices que no te importa, pero creo que sí. Creo que a ti te obsesiona tanto como a mí.
—Desde luego, no para chantajearle —dijo Richler—. Ese chico tiene todo lo que un chico podría desear. Había un Vehículo todo terreno en el garaje por no mencionar un inmenso rifle. Y, aun en el caso de que hubiera querido extorsionar a Dussander por el simple gusto de hacerlo, era prácticamente imposible que lo consiguiera. Aparte de esas pocas acciones, no tenía donde caerse muerto.
—¿Estás bien seguro de que el chico no sabe que has descubierto los cadáveres del sótano?
—Estoy seguro. A lo mejor vuelvo esta tarde y se lo suelto. Por el momento, parece nuestra mejor baza. —Richler golpeó levemente el volante—. Si todo esto se hubiera descubierto al menos un día antes, creo que habría solicitado una orden de registro.
—¿La ropa que llevaba el chico aquella noche?
—Sí. Si hubiéramos encontrado muestras de tierra en su ropa que correspondieran al suelo del sótano de Dussander, creo que habríamos conseguido que se desmoronara. Pero, a estas alturas, la ropa que llevaba puesta aquella noche seguramente ha pasado ya por seis lavados.
—¿Y qué me dices de los otros mendigos muertos? Los que vuestro departamento de policía ha encontrado en distintos puntos de la ciudad.
—Eso pertenece a Dan Bozeman. De todas formas, no creo que haya ninguna relación. Dussander no era tan fuerte como... Y, además, ya tenía un sistema. Les prometía comida y bebida y se los llevaba a casa en autobús (¡el maldito autobús del centro!) y se los cargaba en la cocina.
—No estaba pensando en Dussander —dijo Weiskopf, muy despacio.
—¿Qué quieres decir con...? —empezó a decir Richler, y se interrumpió bruscamente. Siguió un largo silencio de incredulidad, interrumpido sólo por el zumbido del tráfico que les rodeaba. Luego, Richler dijo, suavemente—: Oh, vamos, por favor. Dame un maldito...
—Como agente de mi gobierno, Bowden sólo me interesa, si es que es por algo, por lo que pueda saber de los restantes contactos de Dussander con la organización nazi. Pero, como ser humano, siento un creciente interés por el chico en sí mismo. Me gustaría saber qué es lo que le hace actuar. Quiero saber por qué. Y, cuando intento contestar esa pregunta para mi propia satis-
facción, me encuentro con que me sigo preguntando Qué más.
—Pero...
—¿Crees, me pregunto, que las mismas atrocidades en las que Dussander participó constituirían la base de algún tipo de atracción entre ambos? Ésa es una idea espantosa, me digo. Las cosas que ocurrieron en aquellos campos, conservan aún fuerza suficiente para producir náuseas. Eso es lo que yo siento, aunque el único pariente próximo que tuve en los campos era mi abuelo, y murió cuando yo tenía tres años. Pero tal vez haya algo en lo que hicieron los alemanes que ejerza en nosotros una fascinación devastadora: algo que abra las catacumbas de la imaginación. Tal parte de nuestro temor, de nuestro espanto, proceda del secreto conocimiento de que, en determinadas circunstancias favorables (o adversas), nosotros mismos estaríamos dispuestos a construir tales lugares y a poblarlos. Mala estrella. Tal vez sepamos que, en determinadas circunstancias favorables, todo lo que vive en las catacumbas saldría con gusto a la superficie. ¿Y qué aspecto crees que tendrían todos esos habitantes de las catacumbas? ¿El de Führers dementes con flequillo y bigote, saludando (Heit) a diestro y siniestro? ¿El de diablos rojos, o demonios, o el de dragón flotando con repugnantes alas de reptil?
—No lo sé —dijo Richler.
—Creo que la mayoría de ellos tendrían aspecto de contables muy normales —dijo Weiskopf—. Sesudos hombrecillos con gráficos y diagramas y calculadoras electrónicas dispuestas a conceder la máxima importancia a la proporción de la matanza, para que la próxima vez pudieran matar veinte o treinta millones en vez de sólo seis. Y algunos podrían parecerse a Todd Bowden.
—Eres casi tan espeluznante como él —dijo Richler.
—Es un asunto espeluznante. ¿No lo fue acaso el encontrar esos cadáveres de hombres y de animales en el sótano de Dussander? ¿No se te ha ocurrido que tal vez el chico haya empezado sólo con un simple interés por los campos de concentración? Un interés no muy distinto al de los chavales que coleccionan monedas o sellos o que disfrutan leyendo las historias de los malhechores del Salvaje Oeste? ¿Y que acudió a Dussander para obtener la información de primer brazo?
—De primera mano —dijo Richler—. En fin, amigo mío, en este momento podría creer ya cualquier cosa.
—Quizá —murmuró Weiskopf. Su voz quedó apagada por el ruido de otro vehículo de diez ruedas qué les pasó. A un lado llevaba impreso BUDWEISER con letras de casi dos metros. Qué asombroso país, pensó Weiskopf, y encendió otro cigarrillo. No entienden que podamos vivir rodeados de árabes medio locos; pero, si yo viviera aquí dos años, me hundiría en una crisis nerviosa—. Quizá. Y quizá sea imposible el contacto cotidiano con tantos crímenes sin que llegue a afectarte.
29
El hombrecillo entró en la comisaría dejando tras de sí una hedionda estela a plátanos podridos, mierda de cucaracha e interior de un camión de basura al final de la jornada de trabajo. Vestía unos viejísimos y astrosos pantalones de punto de espiga, una camisa gris presidio deshilachada y una cazadora de invierno azul desvaído, con la cremallera prácticamente descosida del todo colgando como una sarta de dientecitos de pigmeo. Llevaba los zapatos pegados con cola y un pestilente sombrero plantado en la cabeza.
—¡Dios santo, largo de aquí! —gritó el sargento de guardia—. ¡No estás arrestado, Hap! ¡Te lo juro por Dios! ¡Te lo juro por el nombre de mi madre! ¡Lárgate, Hap! ¡Quiero volver a respirar!
—Quiero hablar con el teniente Bozeman.
—Se ha muerto, Hap. Murió ayer precisamente. Todos estamos destrozados. Así que lárgate y déjanos llorarle en paz.
—¡Quiero hablar con el teniente Bozeman! —dijo Hap, más alto. Su aliento era una mezcla fermentada de pizza, tabletas de mentol y vino tinto dulce.
—Ha tenido que irse a Siam por un caso, Hap. Así que ¿por qué no te largas ya, eh? Vete a algún sitio y piérdete.
—¡Quiero hablar con el teniente Bozeman, y no me iré hasta que haya hablado con él!
El sargento de guardia salió de la habitación. Volvió a los pocos minutos con el teniente Bozeman, un hombre enjuto, un poco encorvado, de unos cincuenta años.
—Llévale a tu oficina, ¿no te parece. Dan? —suplicó el sargento de guardia—. ¿No será mejor?
—Vamos, Hap —dijo Bozeman, y al cabo de un minuto ambos estaban en el compartimiento que constituía la oficina de Bozeman. Éste abrió prudentemente la única ventana y puso el ventilador en marcha, antes de sentarse—. ¿Qué puedo hacer por ti, Hap?
—¿Sigue con esos asesinatos, teniente Bozeman?
—¿Lo de los mendigos? Sí, creo que eso aún me pertenece.
—Bueno, pues yo sé quién les dio el pase.
—¿De veras, Hap? —preguntó Bozeman.
Estaba ocupado encendiendo la pipa. No acostumbraba a fumar en pipa, pero ni el ventilador ni la ventana abierta bastaban para borrar el olor de Hap. Dentro de nada, pensó Bozeman, la pintura de las paredes empezaría a combarse y a desprenderse. Suspiró.
—¿Recuerda que le dije que Poley había estado hablando con un tipo justo el día antes de encontrarle todo acuchillado en aquella alcantarilla? ¿Recuerda que se lo dije, teniente Bozeman?
—Lo recuerdo.
Varios mendigos de los que pululan por el Ejército de Salvación y el comedor de beneficencia, a pocas manzanas de distancia, habían contado una historia parecida sobre dos de los mendigos asesinados, Charles Sonny Brackett y Peter Poley Smith. Habían visto husmeando por allí a un tipo joven, que estuvo hablando con Sonny y con Poley. Nadie sabía a ciencia cierta si Sonny se había ido con él, pero Hap y otros dos aseguraban haber visto a Poley Smith marcharse con el tipo. Tenían la idea de que el tipo era menor y quería que le consiguieran una botella de whisky a cambio de una parte. Algunos otros vagabundos decían haber visto a un tipo como aquél por allí. La descripción del tipo era soberbia, perfecta para exponerla ante el tribunal, y más viniendo como venía de tan intachables fuentes. Joven, rubio y blanco. ¿Qué más necesitabas para hacer un arresto?
—Verá, teniente, anoche estaba yo en el parque —dijo Hap— y tenía allí aquel montón de periódicos viejos...
—Esta ciudad tiene una ley contra la vagancia, Hap.
—Pero yo estaba recogiendo los periódicos, teniente —dijo honradamente Hap—. Es horrible ver cómo lo tira todo por ahí la gente. Era un servicio público lo que yo hacía, teniente. Un jodido servicio público. Algunos de aquellos periódicos eran de hace una semana.
—Sí, Hap —dijo Bozeman. Recordaba vagamente que tenía bastante hambre y esperaba anhelante el almuerzo. Esa hora le parecía lejanísima.
—Bueno, pues cuando desperté, uno de los periódicos se me había puesto en la cara y me encontré mirando cara a cara al tipo. Le diré que me dio un gran susto. Mire, es éste. Éste es precisamente el tipo.
Hap sacó una hoja de periódico amarillenta y arrugada y manchada de su cazadora y la extendió. Bozeman se inclinó hacia adelante, con cierto interés ahora. Hap colocó el periódico en la mesa para que pudiera leer el titular: CUATRO CHICOS NOMBRADOS ESTRELLAS DE BÉISBOL DE CALIFORNIA SUR. Bajo el titular había cuatro fotografías.
—¿Cuál de ellos, Hap?
Hap posó un dedo mugriento en la foto de la derecha.
—Él. Y aquí pone su nombre. Se llama Todd Bowden.
Bozeman miró la fotografía y luego a Hap, preguntándose cuántas células grises en buen uso le quedarían todavía a Hap después de veinte años de adobarlas en la burbujeante salsa de vino barato sazonada con gelatina de alcohol metílico de vez en cuando.
—¿Cómo puedes estar seguro, Hap? En la foto lleva gorra de jugador de béisbol. Yo no podría decir si tiene el pelo rubio o no.
—Es por la sonrisa —dijo Hap—. Por la forma de sonreír. Era exactamente esa misma sonrisa de qué-grande-es-la-vida con la que miraba a Poley cuando se fueron juntos. No confundiría esa sonrisa ni en un millón de años. Es él, ése es el tipo.
Bozeman casi no oyó las últimas palabras de Hap; estaba pensando, intentando recordar. Todd Bowden. Aquel nombre le sonaba mucho, y no sabía por qué. Había algo que le inquietaba aún más que la idea de que un héroe del equipo de béisbol del instituto de la ciudad anduviera por ahí cargándose mendigos. Tenía la sensación de que había oído aquel nombre aquella misma mañana en alguna conversación. Frunció el ceño, intentando recordar dónde.
Hap se marchó, y Dan Bozeman seguía intentando recordar cuando llegaron Richler y Weískopf... y fueron sus voces mientras tomaban café las que encendieron la luz en su memoria.
—Santo cielo —dijo el teniente Boleman, y se levantó de un salto.
30
Sus padres se habían ofrecido a cancelar sus respectivos planes de la tarde (ir al mercado, Monica, y a practicar el golf con alguien del trabajo, Dick) y quedarse en casa con él, pero Todd les había dicho que prefería estar solo. Creía que limpiaría el rifle y pensaría en todo aquel asunto. Intentaría ordenar sus ideas.
—Todd —dijo Dick, y descubrió de pronto que no tenía absolutamente nada que decir. Pensó que, si hubiera sido su propio padre, en aquella situación le habría aconsejado rezar. Pero las generaciones habían cambiado, y en estos tiempos los Bowden no eran muy rezadores—. Estas cosas pasan a veces —concluyó, no muy convincente, porque Todd seguía mirándole—. Procura no amargarte por ello.
—No te preocupes —dijo Todd.
Cuando al fin se quedó solo, sacó unos trapos y el frasco de aceite para engrasar el rifle en el banco que había junto a los rosales. Volvió luego al garaje a buscar el 30.30. Lo sacó también al banco de fuera y lo desmontó. Lo limpió a fondo; el aroma dulzón de las flores resultaba agradable. Concentrado en su tarea, tarareaba y a ratos silbaba entre dientes. Cuando terminó, volvió a montar el 30.30. Podría haberlo hecho perfectamente con los ojos cerrados. Su mente vagaba libremente. Cuando volvió a la realidad, unos cinco minutos después, advirtió que había cargado el arma. Se dijo que no sabía por qué.
—Claro que lo sabes, Niño-Todd. La hora, por asi decirlo, ha llegado.
Y entonces un radiante Saab amarillo entró en el camino de coches. El individuo que se bajó del mismo le resultaba vagamente familiar a Todd, pero, hasta que cerró de golpe la portezuela y empezó a avanzar en su dirección, Todd no se fijó en los zapatos de lona azul claro. Hablando de las maldiciones del pasado, el camino de coches de los Bowden, Ed French, el hombre de los zapatos deportivos, avanzaba hacia Todd.
—¿Qué hay, Todd? Mucho tiempo sin verte.
Todd apoyó el rifle en el respaldo del banco y dedicó a Ed su amplia y agradable sonrisa.
—¿Qué tal, señor French? ¿Qué anda usted haciendo por la parte salvaje de la ciudad?
—¿Están en casa tus padres?
—Oh, no, ¿les quería para algo?
Ed French se quedó pensándolo. Al fin dijo:
—No, no. Creo que no. Tal vez sea mejor que hablemos tú y yo. En realidad, tal vez puedas darme una explicación perfectamente razonable de todo esto. Aunque bien sabe Dios que lo dudo.
Metió la mano en el bolsillo de la cadera y sacó un recorte de periódico. Todd supo lo que era incluso antes de que Ed French se lo entregara y, por segunda vez aquel día, se encontró mirando las dos fotografías de Dussander. La del fotógrafo callejero había sido encuadrada en tinta negra. Todd comprendía perfectamente. Ed French había reconocido al «abuelo» de Todd. Y ahora quería contarle a todo el mundo su descubrimiento. Quería divulgar la buena nueva. El bueno de Ed con su jerigonza y sus malditos zapatos deportivos.
La policía mostraría gran interés, aunque, claro, ya lo mostraba. Ahora lo sabía Todd. La sensación de amilanamiento había empezado unos treinta minutos después de irse Richler. Era como si hubiera estado subiendo en un globo lleno de gas hilarante. Luego, una flecha de acero había atravesado el tejido del globo y ahora descendía y descendía y se hundía rápidamente.
Las llamadas telefónicas, eso había sido lo peor. Richler lo había dejado caer como si nada. Oh sí, había dicho él, precipitándose como un imbécil en la trampa. Recibe una o dos llamadas todas las semanas. Mandarles a recorrer todo el sur de California a la busca de ex-nazis geriátricos. Muy bien. Sólo que tal vez Mamaíta Telefónica les hubiera contado otro cuento. Todd no sabía si la Compañía Telefónica podía saber las veces que hablabas por teléfono... pero creyó advertir un brillo en los ojos de Richler...
Y estaba también lo de la carta. Sin darse cuenta, le había dicho a Richler que la casa no había sido allanada, y, sin duda alguna, Richler había salido de allí pensando que la única forma de que Todd lo supiera era porque había vuelto... tal como lo había hecho, no una sino tres veces; la primera para recoger la carta, y las otras dos para asegurarse de que no había nada que pudiera incriminarle. No lo había. Hasta el uniforme de las SS había desaparecido, seguramente el propio Dussander se habría deshecho de él en algún momento de los últimos cuatro años.
Y estaban también los cadáveres. Richler no los había mencionado.
Al principio, esto a Todd le pareció muy bien. Que prosiguieran la caza mientras él conseguía ordenar sus ideas (y su historia, claro). Nada que temer del polvo que hubiera quedado en su ropa mientras enterraba el cadáver; la había lavado aquella misma noche. Él mismo la metió en la lavadora, pues comprendía que Dussander podría morirse y descubrirse después todo. Nunca se es demasiado cuidadoso, chico, como diría el propio Dussander.
Y luego, poco a poco, había comprendido que no era buena señal. Había hecho bastante calor, y el calor hacía siempre que el sótano de Dussander oliera aún peor; la última vez que había estado en la casa, lo había advertido como una presencia constante. La policía sin duda se habría interesado por aquel olor y habría buscado su origen. Entonces, ¿por qué le había ocultado Richler la información? ¿La reservaba para después? ¿Tal vez para darle una desagradable sorpresa? Y el que Richler estuviera preparando una sorpresa desagradable, sólo podía significar una cosa: que sospechaba.
Todd alzó la vista del recorte de periódico y vio que Ed le daba casi la espalda. Estaba mirando hacia la calle, aunque en la calle no pasaba prácticamente nada. Richler podía sospechar, pero eso era todo lo que podía hacer.
A menos que existiera algún tipo de prueba concreta que relacionara a Todd con el viejo.
Exactamente el tipo de prueba que podía aportar Ed French.
Un hombre ridículo con un calzado ridículo. Hombre tan ridículo, apenas merecía vivir. Todd acarició el cañón del rifle.
Sí. Ed era el eslabón que les faltaba. Jamás podrían probar que Todd había ayudado a Dussander en uno de sus crímenes. Pero con el testimonio de Ed demostrarían la conspiración. ¿Y terminaría todo ahí? Oh, no, echarían mano de su fotografía del último curso y empezarían a enseñársela a todos los mendigos del distrito de la Misión. Una probabilidad remota, claro, pero Richler no la desdeñaría. Si no podían atribuirle uno de los montones de mendigos, tal vez pudieran cargarle con el otro montón.
¿Ya continuación qué? A continuación el juzgado.
Su padre le proporcionaría un maravilloso montón de abogados, claro. Y los abogados le sacarían libre, por supuesto. Causaría una excelente impresión al jurado. Pero, para entonces, tal como Dussander le había dicho que pasaría, su vida estaría arruinada. Habría salido todo en los periódicos, que lo habrían desenterrado y aireado como los cadáveres medio descompuestos del sótano de Dussander.
—El hombre de esa fotografía es el hombre que vino a mi despacho cuando hacías noveno —dijo Ed de pronto, volviéndose de nuevo hacia él—. Se hizo pasar por tu abuelo. Ahora resulta que era un criminal de guerra perseguido.
—Sí —dijo Todd.
Su cara era ahora absolutamente inexpresiva. Era la cara de un maniquí. Toda animación, vivacidad y vida habían desaparecido de ella. Lo que quedaba era aterrador por su vacua vaciedad.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó Ed; tal vez se propuso que su pregunta resultara una atronadora acusación, pero resultó quejumbrosa y vaga y de alguna forma engañosa—. ¿Cómo ocurrió, Todd?
—Bueno, una cosa siguió a la otra, ya sabe —dijo Todd, y agarró el 30.30—. Así es como ocurrió en realidad. Sencillamente una cosa... siguió a la otra —quitó el seguro con el pulgar y apuntó con el rifle a Ed Chanclos—. Tan estúpido como suena, eso fue justamente lo que pasó. Así de fácil.
—Todd —dijo Ed, abriendo mucho los ojos. Dio un paso hacia atrás—. Todd, no querrás... por favor, Todd. Podremos hablar de todo esto... podemos disc...
—Usted y el maldito alemán podrán discutirlo juntos en el infierno —dijo Todd, y apretó el gatillo.
El disparo resonó en la tarde cálida y quieta. Ed French cayó de espaldas contra su coche. Tanteó tras sí con una mano y arrancó un limpiaparabrisas. Se quedó mirándolo tontamente mientras la sangre le empapaba el jersey de cuello subido y luego lo tiró y miró a Todd.
—Norma —susurró.
—De acuerdo —dijo Todd—. Lo que digas, campeón.
Disparó de nuevo contra Ed, y más o menos la mitad de su cabeza desapareció brutalmente en una lluvia de sangre y hueso.
Ed se volvió tambaleante y empezó a tantear la puerta del lado del conductor, llamando a su hija una y otra vez con voz débil y estrangulada. Todd volvió a disparar, apuntando a la base de la columna vertebral, y Ed cayó al suelo. Sus pies repicaron un instante en la grava y enmudecieron luego.
Una muerte bastante dura para un asesor escolar, pensó Todd, y se le escapó una risilla. Sintió al mismo tiempo que un dolor tan agudo como un punzón de hielo recorría su cerebro; cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, se sentía perfectamente; hacía meses, años quizá, que no se había sentido tan bien. Todo era perfecto. Todo estaba en orden. La inexpresiva vacuidad se borró de su rostro, que adquirió una gran belleza.
Volvió al garaje y recogió todas las municiones que tenía, más de cuatrocientos proyectiles. Los metió en su vieja mochila y se la echó al hombro. Al salir de nuevo a la luz del día, sonreía nervioso, le brillaban los ojos. Su sonrisa era una sonrisa infantil de cumpleaños, una sonrisa de Navidad; una sonrisa que hablaba de fuegos artificiales, casitas en los árboles, señales secretas y secretos lugares de reunión, del resultado del gran partido triunfal cuando los jubilosos aficionados sacan del estadio en hombros a los jugadores. Era la sonrisa exaltada de niños rubitos que van a la guerra con cubos de carbón a modo de cascos.
—¡Soy el rey del mundo! —gritó con fuerza al cielo azul, y aízó con ambas manos el rifle por encima de la cabeza. Lo bajó en seguida, sujetándolo con la mano derecha y se encaminó a aquel lugar de la pendiente sobre la autopista, donde el árbol caído le serviría de parapeto.
Pasaron cinco horas, y ya casi era de noche cuando lograron desarmarle.
FIN