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abril 02, 2010
Un día cualquiera, después del colegio, Carlos se tumbó (o mejor, se desplomó) sobre su mullida cama, dejando a un lado su gastada mochila.
La habitación del muchacho, no demasiado grande, se situaba en la parte más soleada de toda la casa. Enfrente a la cama donde reposaba había una larga mesa, y sobre ella, numerosos estantes donde se agolpaban los juguetes y aparecía algún que otro libro, polvoriento y olvidado por su dueño. Junto a la mesa, en el ángulo de la pared contigua, se encontraba un armario, grande y de tonos claros. El resto del mobiliario y la decoración, normales para un chaval de su edad, sugerían unos padres capaces y resueltos a satisfacer sus caprichos.
Mas Carlos no era, ni mucho menos, un niño feliz. Sus padres (que trabajaban ambos) puede que no repararan gastos con él, pero le dejaban mucho tiempo solo. Demasiado. El propio carácter de Carlos parecía predisponerle a la soledad, o por lo menos hacerle más fácil el acostumbrarse a ella. En clase procuraba siempre no llamar la atención. No era mal estudiante (ni bueno tampoco) y ningún profesor se quejaba nunca de su actitud. Le describían como a un niño serio, callado y obediente. Sus compañeros se burlaban a menudo de él, principalmente por su baja y gruesa figura, aunque Carlos había aprendido a soportar sus escarnios con una paciencia digna de elogio. Al final acababan por cansarse y dejarle tranquilo.
Las burlas, sin embargo, aumentaban considerablemente durante las horas de gimnasia. Carlos las odiaba con toda su alma. Torpe y desmañado, atraía ineludiblemente la atención de todos sus compañeros, y de forma continua era objeto de sus risas. Además, cuando le tocaba realizar un ejercicio delante de la clase (lo cual, para su desgracia, sucedía con una frecuencia sospechosa) a su poca habilidad añadíanse los nervios. Tensa como la cuerda de un arco, como un cazador acechante de la presa, la clase aguardaba expectante a que fallara de algún modo (cayéndose, resbalando, tropezando...) a que hiciera, en fin, el más espantoso ridículo.
Y pocas veces les defraudaba. Esa misma mañana había sido una de las peores ocasiones que recordaba (y recordaba muchas). En una de aquellas malditas pruebas, acabó dándose un fuerte batacazo contra la lona y torciéndose el tobillo. Las risas le amenizaron el dolor, que mordía rabioso la parte final de su pierna.
El profesor corrió a auxiliarle, y esta vez, Carlos no fue tan sumiso. De forma brusca, rehusó su intento de examinarle el tobillo. Al final, lo hizo igualmente, y le reprendió con dureza, asegurándole que su tutora sabría del incidente. El resto de las clases se eternizaron para el alicaído Carlos, aislado del resto de la realidad.
Renqueante, regresó a casa. Su madre no estaba: había dejado una nota en el frigorífico y el almuerzo, listo para ser recalentado. Durante el almuerzo, al menos, estaba acompañado de su madre. Era cariñosa y le quería mucho, aunque no tuviera tiempo para estar con él.
Arrancando la nota con claro gesto de disgusto, sin leerla apenas, almorzó poco y con desagrado: odiaba comer comida recalentada. Atravesó poco después el salón, notando cierta mejoría en el tobillo, que al final únicamente estaba algo magullado, y entró en su cuarto, donde le dejáramos antes. Carlos emitió un largo suspiro. En sus mejillas, prueba vergonzosa e inequívoca de la humillación sufrida, sentía el húmedo deslizar de las lágrimas. Cuando éstas se secaron, sintiéndose incómodo con la ropa de calle, decidió cambiarse. Estaría mucho más cómodo en pijama, y total, no pensaba salir el resto del día...
Abriendo el armario, colgó su ropa de la percha y comenzó a enfundarse en el pijama. Mientras se ponía la parte superior del mismo, reparó en la luna del espejo colocada en la cara interna de una de las hojas del armario. El reflejo de su cuerpo, vestido con los pantalones amplios de tela y la camiseta interior, se le antojo odioso. No era feo, desde luego, ni estaba realmente tan gordo, mas Carlos no soportaba la visión de su figura inmadura y carente de firmeza.
No le gustaba gran cosa mirarse en los espejos, y hasta podría decirse que sentía auténtica aversión a hacerlo. Especialmente en esos malditos grandes almacenes, llenos de espejos por todos lados, donde su madre le llevaba casi a rastras para comprarle ropa.
Infantilmente, alzó la mano derecha. Su reflejo hizo otro tanto, por supuesto. Cerrando con fuerza el puño, Carlos contuvo las ganas de hacer añicos el espejo, de descargar en el golpe toda su ira contenida, alimentada por incontables vejaciones.
“Te odio” dijo furioso, dibujándose al decirlo las venas de su cuello. “Estoy harto de ti” volvió a decir. El espejo, mudo testigo de su estúpida actitud, parecía burlarse. Apoyándose en él con las palmas de las manos, agachó la cabeza y, de nuevo, sucumbió al llanto.
Mas lo interrumpió muy pronto... un ligero, indefinible y estremecedor cosquilleó jugueteó con las terminaciones nerviosas de sus dedos, extendidos sobre la lisa superficie del espejo.
Carlos levantó su llorosa mirada, retrocediendo unos pasos. La impronta blanquecina de sus palmas permaneció en el cristal un instante más, para luego desaparecer. Enervado, Carlos observó el espejo. ¿Qué habría sido eso? Nervioso, sus sentidos advirtieron algo verdaderamente inquietante... algo diferente en la imagen que ofrecí ahora el espejo. El parcial reflejo de su habitación, incluso el suyo propio, participaban de un aterrador y singular matiz, el cual no se atrevía a definir. Reuniendo todo el valor del que fue capaz, se acercó lentamente al espejo. Frente a él, Carlos realizó ademanes suaves y pausados; el reflejo los imitaba... aunque con una casi imperceptible descoordinación. O realizaba el movimiento unas décimas de segundo antes, o después. ¿Cómo era posible? ¿Estaría volviéndose loco? Una gota de sudor resbaló por su cara, enrojecida todavía por la humedad de las lágrimas. Tembloroso, prácticamente paralizado por una mezcla incrédula de espanto y asombro, reaccionó de súbito, agitando vehementemente los brazos. Y ocurrió justo lo que más temía: cansado de seguir sus absurdos manoteos, su reflejo quedó quieto. Además, el inexplicable matiz que estremecía a Carlos acabó por definirse: las trazas del reflejo, empero a conservar idéntica forma, disponían de una mirada más resuelta y penetrante, cierta pose de arrogancia y, en suma, un talante más seguro de sí mismo.
La magnética y acerada fuerza de las pupilas de la imagen eran irresistible imán a las de Carlos. Era su gemelo oscuro... se preguntaba si no sería su torpe él su torpe y desmañado reflejo, y no al contrario. Y su reflejo, de improviso, le habló, con un rictus pretencioso en sus labios.
“Hola, Carlos. ¿Sorprendente, verdad? Puedo hablar”
Carlos callaba... no podía afirmar si realmente había oído esas palabras o si habían surgido de un remoto rincón de su mente. Pálido, miró muy asustado hacia el espejo, evitando mirar directamente a aquellos ojos. “Me llamo Solrac”. Nunca has sospechado mi existencia, aunque no por ello he dejado de existir. Sabes... no tienes porqué odiarme. Al fin y al cabo, tú eres la razón por la que soy” Reaccionando al fin, Carlos contestó con voz entrecortada:
“No puede ser... tú... eres producto de mi imaginación”
“No, Carlos. Existo al otro lado del espejo; bueno, existimos, en una realidad simétrica a la vuestra. Hemos de imitaros, porque esa es la ley... que no puede ser desafiada, salvo en contadas y excepcionales ocasiones. Y ésta... es una de ellas. Cada espejo es una puerta a nuestra realidad, de imposible apertura salvo bajo una rara combinación de momento y lugar” Estupefacto, Carlos trataba de asimilar lo que Solrac decía. ¿Estaría soñando, en medio de una extraña pesadilla? Interrumpiendo sus reflexiones, Solrac habló de nuevo.
“Escucha, Carlos. ¿No estás harto de que se rían de ti? Admítelo” “Yo... sí, un poco” balbució Carlos.
“¿Un poco? ¿Esta mañana, también sólo un poco?” le espetó Solrac. Apretando los dientes, mirándole con furia, Carlos levantó la voz. “¡No! ¡Estoy harto! No quiero que se rían de mí... nunca, ¡Nunca más!” “Bien, así me gusta” siseó Solrac, complacido. “Escucha: dame un día de tu existencia, tan sólo eso, y te prometo que nadie jamás volverá a importunarme.
Deja que te ayude”
Sumido en la duda, Carlos titubeaba. Solrac aguardó, hasta que convino en dar punto final a su bien trazada estrategia.
“Un día, únicamente te pido eso. Además, en mi realidad, el tiempo transcurre con mayor rapidez que en la tuya. Mientras tanto podrás hacer lo que te plazca. Nadie notará el cambio, excepto aquellos que se burlan de ti, claro” Carlos recordaba en esos momentos cada risa, insulto y burla, y la sensación (esa maldita sensación) tan angustiosa que le embargaba cuando se reían de él. “De acuerdo. Dimo qué debo hacer” dijo airado.
“Simplemente, y por una vez, imítame, como yo he hecho siempre” Carlos esperó a que Solrac se moviera. Éste alzó las manos y las dispuso sobre su cara del espejo. Con un indeciso gesto al principio, imitó su postura y colocó a su vez las manos sobre las de Solrac, palma contra palma. La sensación del indescriptible tacto se extendió por todo su cuerpo; la vítrea consistencia del espejo pareció evaporarse, y, poco después, sucedió. Así de simple. En un principio, Carlos no observó cambio alguno. Luego pudo comprobar cuan equivocado estaba. De momento le desorientaba la posición de su cuarto, idéntico en todo lo restante. Pero había otra cosa; no sabía decir que... quizás la luz, más tenue, como grisácea, o puede que las sombras de los objetos. ¿Qué hora era? Se había quitado el reloj al tumbarse en la cama, aunque claro, lo encontró donde lo dejara en su mesilla (bueno, en su otra mesilla). A primera vista, no veía que el tiempo fluyera más deprisa. ¿Cómo sería el exterior? Yendo al armario, buscó su ropa, reparando en que donde antes estuviera la luna del espejo, ahora únicamente había una opaca superficie. Un presentimiento nació en su estómago, aunque lo desterró de su pensamiento enseguida. “Es sólo un día. Tranquilo” pensó. Terminó de vestirse y salió fuera. Las calles, iguales a las que recordaba, estaban manchadas de ese desagradable y marchito tono grisáceo, como la luz del día. Un frío impropio, casi innatural, flotaba en el ambiente. Unas pocas personas pasaron a su lado. Algunas creían serle conocidas, pero le ignoraron: parecían versiones distorsionadas de la identidad que provenía, y a la cual debían imitar. Creyó reconocer a su madre y quiso correr hasta ella, mas no lo hizo: en la cara de su madre, en vez del habitual gesto amable, como mucho cansado, había uno de áspero descontento. Sin atreverse a molestarla, dejó que se marchara.
Después del encuentro con el reflejo de su madre, el presentimiento que asesinó nada más llegar al otro lado renació, helando su sangre. Con las piernas temblorosas, miró el reloj. El corazón le dio un vuelco en medio del pecho; habían pasado cuatro horas... no podía creerlo. Raudo, regresó a su casa. Horrorizado, comprobó que en el viaje había invertido una media hora. La habitación permanecía tal cual la dejara. Abrió el armario. Nada. El espejo estaba mate, aparte de siniestramente oscuro. Sin ocurrírsele nada mejor, hizo guardia frente a él.
El tiempo transcurría de forma insólita: cuando se abstraía en sus inquietos pensamientos, pasaba velozmente; y, sin embargo, al observar el avance de las manecillas por la esfera del reloj, éstas lo hacían con extraordinaria lentitud. Enojado, lanzó el reloj contra la pared, donde rebotó con un chasquido. No tuvo que esperar mucho. La opaca superficie del espejo se tornó diáfana. Vio su cuarto, el verdadero, y comenzó a añorarlo intensamente, al igual que a su madre. Hasta puede que echara en falta a sus compañeros de clase. Solrac se plantó delante de él, risueñó.
“¿Impaciente? No ha pasado un día... apenas seis horas”
“¡Me has mentido! Quiero volver a mi realidad. Esto es una absurda imitación” “Exacto. Como el reflejo que ahora eres. Ya no te quejarás más... he cumplido mi promesa: nunca más se reirán de ti” “¡No! ¡Devuélveme mi vida”. Carlos gritó, exigió, golpeando frenéticamente su lado del espejo.
“Adios, Carlos. No, espera... adios, Solrac”
Con una sola nota, aguda y estridente, el espejo vibró, muriendo toda su luz. Carlos (ahora Solrac) se derrumbó, llorando otra vez en ese día. Ahora tenía un buen motivo. Uno muy bueno.
La madre de Carlos llegó tarde aquel día. Después de las horas de trabajo extra estaba rendida. Un sonido en el cuarto del chico le alarmó. Sonaba a cristales rotos.
“¡Carlos! ¿Qué sucede ahí?” dijo a la vez que corría rápidamente a la habitación. Su hijo estaba de pie, cerca de la puerta abierta. Le miró, y con tono dulce trató de disculparse.
“Lo siento, mamá. He roto el espejo”
FIN[JMBL1]-
[JMBL1] Si el relato continuara, podría hacerlo así:
“Solrac (el que fuera Carlos) se levantó tras mucho llorar y...”. Si fuera el caso de Carlos:
“Carlos (el que fuera Solrac) notó ceñudo algo bastante esencial: no se reflejaba en los espejos” Debe contar el viaje de Solrac por el Otro lado en busca de un camino hacia nuestra realidad. En el otro lado nada es lo que parece. Las personas aparecen ahí como son en realidad: nuestras pesadillas cobran vida allí, nuestros sueños, debilidades, odios, inquinas y pecados son reales y peligrosas. Es un mundo gris, tétrico, muerto y lúgubre, de fríos edificios de piedra y acero, envuelto en una sucia y húmeda neblina bajo una luz tenue que no ofrece calor ni consuelo. Debe llegar al corazón de esa realidad. En el camino se hará más fuerte. Las personalidades de Solrac y Carlos se solaparán en parte. Se debe alternar con los episodios relativos a la vida normal de Carlos: éste tratará de frustrar su intento de volver. Cada hecho que se realiza en uno u otro lado afecta al otro, y viceversa.
© José María Bravo Lineros