Publicado en
marzo 11, 2010
Cuentan una deliciosa historieta de horror sobre un labriego que se adentró en un bosque encantado; según la gente lo habitaban demonios que llevaban consigo a cualquier mortal que osara entrar en él. Pero, mientras caminaba por el mismo con paso lento, el labriego pensaba:
Soy un buen hombre que nada malo ha hecho. Si los demonios pueden hacerme algún daño es que no existe ninguna clase de justicia.
Y en este momento, se oyó una voz que decía tras él:
- No existe.
El Gran Raimondi escuchó en cierta ocasión una voz tras él. No me refiero a la voz del cañón; ésa la oía cada día e incluso por dos veces en sábados y domingos, ya que el Gran Raimondi buscaba la fama, y puede entenderse literalmente, en la boca de un cañón. El Gran Raimondi, el proyectil humano. Quizá usted lo vio en la cima de gloria, cima que, de nuevo literalmente, estaba a diez pisos por encima de la punta de la noria, por encima de la cual le disparaba el cañón cayendo luego en una red.
Se trata de un trabajo fácil, sobre todo teniendo cuenta tal como están hoy los empleos y te pagan doscientos dólares por semana. El puesto está vacante en este momento. Si le interesa, vaya a ver a Otto Weber, de las atracciones combinadas Dunn & Weber.
Llevas un traje acolchado de color blanco, guantes blancos, un casco blanco de rugby, bajo el cual los oídos quedan tan bien protegidos por algodón en rama que la explosión del cañón, mientras sales despedido del mismo, no es más fuerte que el disparo de una pistola de feria.
Describes un arco blanquecino en el espacio, por encima del extremo de la noria, de sesenta pies de altura, y caes de nuevo dentro de la red que está fijada a quince pies por encima del terreno y a la distancia precisa de la boca del cañón.
Es tan seguro como quedarse sentado en el sofá de su casa... siempre y cuando algo no funcione mal en el mecanismo del cañón. Y Weber, que lo diseñó y es su propietario, asegura que ello es imposible; se trata de un simple muelle y... el estampido así como la humareda consiguiente son meros fuegos de artificio.
Así, pues, si usted desea ser el tercer Gran Raimondi, telegrafíe a Otto Weber, Cincinnati. ¡Oh, sí! Le anunciarán bajo el nombre de «El Gran Raimondi»; el nombre va unido al trabajo. ¿Qué les sucedió a los dos primeros Gran Raimondi? Bueno, el primero de ellos (se llamaba Roberts) tropezó con el pie contra la noria hace ya dos años y en un sábado por la tarde. No alcanzó la red.
Pero no permita que esto le preocupe. Weber ajustó la tensión del muelle y es imposible que ocurra de nuevo.
¿Y el segundo Gran Raimondi? Sobre ése estoy intentando hablarle a usted precisamente, si deja de pensar en que la plaza está vacante, así como de preguntarme detalles sobre la misma. El nombre del segundo Gran Raimondi era Tony Grosz y era siciliano. Es de Tony Grosz de quien estoy tratando de hablarle. Fue Tony Grosz quien, como el labriego en el interior del bosque encantado, oyó una voz a sus espaldas. Pero no se trataba de un demonio. ¿O quizá sí?
Tony Grosz se encontraba sentado en un bar aquella tarde. Tony no era bebedor. Pero Tony tenía problemas y había quedado citado con su desgracia para ir a tomar unas cervezas.
Los problemas de Tony no eran monetarios. Fácilmente lo comprenderá usted; doscientos dólares son mucho dinero para un artista de feria. Es mucha pasta para cualquiera, incluso para un casado. Ése era precisamente el problema de Tony; estaba casado y amaba a su esposa. Su nombre era Marie y se habían casado cuatro meses antes, durante la primera semana de la temporada. Un matrimonio tal como debe ser, y no el de un artista de feria, si comprende usted a lo que me refiero.
Sí, Tony se había casado pero, a pesar de ello, su amor por Marie era incendiario, una llama devastadora.
Aquella mañana, aquella mismísima mañana, habían tenido una agria disputa.
Y entonces, reclinado sobre la barra, Tony Grosz cavilaba. No se puede decir que pensase; había pasado ya esa fase.
Recogió su vaso de cerveza para beber otro sorbo y, mientras lo hacía, pudo ver su blanca imagen reflejada en el espejo del vaso. La imagen era la de un hombre no excesivamente bien parecido, de treinta y dos años, de altura corriente y peso algo menor de lo normal, pero compacto y nervudo. Su piel rayaba hacia el tono moreno y precisamente entonces mostraba una incipiente barba de color negro azulado.
Presentaba una cicatriz de navaja en plena frente, y su nariz había sido partida en cierta ocasión, por lo que no era excesivamente recta. Los ojos semejaban pequeños carbones al rojo entre aquellos entreabiertos párpados. Desde luego, no era un rostro hermoso. Ahora bien, se convertía en una cara atractiva cuando sonreía dejando que su blanca dentadura brillase junto con sus ojos. Pero aún no había sonreído durante todo el día. Y entonces tampoco lo hacía. Frunció el ceño a su propia imagen reflejada, mientras colocaba el vaso vacío sobre el mostrador.
Era un pequeño pueblo mexicano.
Se había alejado tanto como pudo de la feria, encontrándose al fin en esta parte del pueblo. Se trataba de San Antonio, si es que ello puede tener alguna importancia.
Pidió «otra cerveza». Ése era todo el español que él sabía, pero también todo el que necesitaba y deseaba conocer. Oh, también se acordaría de otras frases si intentara recordarlas. Las había aprendido de Marie, que tenía parte de sangre mexicana y hablaba ese idioma. Ella le había tomado también por mexicano la primera vez que se encontraron. Le había sonreído repentina y calurosamente, y su sonrisa era como una caricia, diciéndole «¿Sí, señor?», a lo que él respondió «Sí, chiquita», riendo los dos a coro al acabar ella su rápido torrente de frases españolas de las que él no entendió ni una sola palabra.
El barman recogía ya su vaso.
- Si, señor - dijo.
Por unos instantes Tony creyó que se estaban burlando de él, e involuntariamente su mano hizo un ligero gesto hacia la navaja. Retiró la mano colocándola plana sobre el mostrador y dirigió a ella su mirada. Dios, cuán nervioso debía estar para reaccionar de esa forma ante algo que los mexicanos repiten cien veces al día, y todo porque él había estado pensando...
Miró hacia la ventana. Fuera oscurecía, por lo que miró el reloj de su muñeca. Aún le quedaba mucho tiempo. No deseaba llegar allí hasta la hora de cambiarse.
Miró su cerveza, y deseó no haberla pedido. Miró al barman y lo odió profundamente. Pensó en la oscuridad exterior, y la odió. Vio el reflejo que el mugriento espejo le devolvía, y lo odió.
Bebió su cerveza, despacio. Marie, pensó. ¡Marie, Marie, Marie, Marie! Lo repetía una y otra vez, pero sus labios no se movían.
Volvió a mirar el reloj. Aún faltaba mucho. Quizá no debía ir. Sólo había bebido cerveza, pero cantidades fabulosas. Lo notaba un poco. Quizás sus reflejos, el dominio de sus músculos habrían desaparecido, únicamente lo suficiente para que no acertase la red.
Bueno, eso tampoco estaría mal.
Así ella se entristecía, si es que aún le amaba. Pero ella no le quería. No podía, después de todo lo que ella le había dicho.
Naturalmente, él también había dicho muchas cosas.
No, se iría. Eso es lo que haría. Marcharse. Más allá de los terrenos de la feria estaba la jungla de raíles y trenes que salían en todas las direcciones.
Otra cerveza.
Luego salió a la calle acompañado por la luna, brillante enorme, baja en el firmamento al fondo de la calle. La penumbra, entre farolas, proyectaba su sombra alargada delante de él y Tony parecía pisarla. Luego se desvanecería y desaparecería al acercarse a una esquina, volviendo a aparecer y oscurecerse al pasar otra farola.
Sí, se iría. Esta noche no iría a la feria, ni nunca.
Frente a él estaba su sombra, creciendo y encogiéndose entre farola y farola, y entonces, de pronto, un ruido alegre, una luces y la feria. Sus pies le habían llevado hasta allí. Algo en su interior, algo desconocido para él, incluso le había señalado el tiempo; podía asegurarlo por la actitud del público. Precisamente a tiempo para vestirse.
Clavó las uñas en las palmas de las manos mientras pasaba ante la caseta de los fenómenos y la de la risa, que formaban un camino que conducía a su remolque. ¿Se encontraría ella allí?
Pero no, ella no estaba. El remolque estaba sin luz. Entró, encendió las luces y se vistió para la representación. ¿Dónde estaría ella? Aunque en realidad se alegraba de que no estuviese. No quería verla nunca más. Después de ese viaje por los aires jamás volvería a verla. Ella le había dicho que ya no le quería.
Bueno, si eso es lo que ella sentía por él, ya podía seguir su maldito camino. Podría quedarse incluso con el remolque, y con todo lo que contenía, y con el dinero que le debían de las últimas pagas también. Rápidamente se desabrochó el traje blanco para llegar a los bolsillos del pantalón. Tenía unos cuarenta dólares en la cartera. No los contó siquiera, dejándolos simplemente sobre la mesa.
Ya nunca más volvería al remolque, para no encontrarla. Al infierno con ella, pensó, pero sintiéndose aún tan enamorado que el pensamiento de abandonarla casi le cegó de ira contra ella.
Antes de volver a abrocharse, buscó también las monedas que tenía en el bolsillo, colocándolas sobre los billetes de la mesa.
Se puso las manoplas, se abrochó el casco por debajo de la barbilla e hizo el gesto de apagar la luz. Retiró la mano. Una nota. Tenía que dejar una nota. Ya nunca más volvería...
Encontró los restos de un lápiz y un pedazo de papel. «Marie - escribió -. Me voy...» ¿Qué más? Mascó el extremo del lápiz... ¿Qué podía añadir más? Te quiero; te odio. Eso sería tonto decirlo.
Nada más podía decir. «Me voy» era suficientemente expresivo. Esto y el gesto de dejarle todo el dinero que tenía.
Garabateó «Tony» bajo la nota y colocó el papel al lado del dinero, sobre la mesa.
Salió corriendo; la gente esperaba. El cañón estaba a punto.
Weber le hizo una señal. Tony trepó al cañón. Hacia la boca amenazadora. Y una vez allí, durante el minuto dramático anterior al lanzamiento, estudió su estado de ánimo. Saludó, como debieron hacerlo los gladiadores cuando se encontraban en la arena. Una vez dentro, desde luego, se sintió enfermo y miserable, pero no dejó que ello se reflejara en su rostro moreno y orgulloso. Permaneció con gesto dramático, la mirada fija en el extremo superior de la noria. Una blanca estatua de la valentía... rellena por dentro de miseria.
Se dejó caer dentro del cañón y se colocó en posición con todos los nervios en tensión. Luego el golpe del muelle soltándose, el impacto, la indescriptible sensación de caer hacia arriba. La noria bajo él y la red viéndose diminuta y a una milla de distancia, creciendo luego de tamaño a medida que se acercaba a ella, y la voltereta en el aire que le haría caer de espaldas en el centro de la red.
Ésta sería la última vez que lo hiciera. Únicamente cuando ya pendía de un extremo de la red para dejarse caer suavemente en el suelo se preguntó por qué se habla molestado en hacerlo esta noche. Pero ahora ya no importaba.
Se abrió paso entre la muchedumbre y pasó corriendo entré la tienda de los fenómenos y la de la risa, el camino de lona que llevaba a su remolque, y entonces se paró repentinamente. ¡Maldita sea! El remolque estaba iluminado. ¿Se habría dejado la luz encendida?
No, la había apagado, y... sí, podía verla en el interior a través de la ventana; ella estaba allí, como siempre cuando él actuaba. Nunca había querido verle, ni tampoco le había explicado el porqué.
Permaneció allí, con los músculos en tensión, igual que en el interior del cañón. Al dejar la nota y el dinero había olvidado que tendría que volver para quitarse el traje.
Pero, ¿por qué? ¡Al diablo con el traje! Se quitó los guantes blancos y los dejó caer junto con el casco al suelo, despojándose luego del traje blanco.
La puerta del remolque estaba abierta. La luz salía por ella.
Tenía que pasar frente a ella para llegar a los campos que separaban la feria de las líneas de ferrocarril donde podría tomar un tren de carga. Tenía que continuar por el camino, o dar un rodeo ignominioso, o mirarla cara a cara si se le cruzaba en el camino. Pero no lo deseaba. No quería verla de nuevo... porque deseaba con toda su alma volver a verla, y el orgullo siciliano es así.
Continuó andando, viéndola por el rabillo del ojo... ya que no deseaba verla otra vez. Ella estaba de pie ante la puerta, sosteniendo algo en la mano. Una figura alargada y oscura proyectada sobre la tienda de la risa, tras de la que estaba situado el remolque.
Con el rabillo del ojo, mientras caminaba con paso largo, sólo a unos pasos de distancia de ella. Sus piernas parecían de goma a causa del esfuerzo que tenía que hacer para continuar andando y sus hombros y cuello estaban rígidos al intentar no mirarla abiertamente.
Pero se sentía miserablemente contento de que las cosas hubieran ocurrido de esta forma... ya que quizá estaba equivocado. Quizás aún le amase, tal como él todavía la quería a ella.
A lo mejor le pediría que volviese. Le llamaría diciendo:
- Tony, Tony, no te vayas.
Y luego todo iría sobre ruedas; ya podría volver.
Pero descubrió que ya había pasado la puerta del remolque y ella aún no había dicho nada. Alcanzó el extremo de la sombra que proyectaba el gran entoldado, y vio aparecer ante sí su propia sombra, más larga que él mismo. Y ella sin decir nada. No le había pedido que volviese, y la amargura que sintió era más negra que su sombra. Su vida eran cenizas, y su amor era odio.
Su mano, no recordaba haberla metido allí, se introducía en un bolsillo, empuñando con fiereza su navaja. Se le había ocurrido que alguien más la conseguiría.
Ese pensamiento era una agonía. Era insoportable pensar que ella pudiera entregarse a otro hombre. Y un día u otro lo haría; era una mujer de carne y hueso, hecha para amar. Algún día, quizá no demasiado lejano ahora que ya no le amaba, se entregaría a otro.
Continuó andando pero disminuyendo el paso; y la sombra que iba frente a él, a través del camino, también disminuyó el paso. Y otra sombra, la de ella, se acercó. Se acercaba por su espalda arrastrándose silenciosamente con uno de los brazos en alto...
- ¡Sí, te vas y te mataré!
Como una centella cruzó por su mente este pensamiento. Eso era lo que ella había dicho aquella misma mañana, durante la pelea. Una de las frases más agradables, después de amenazarla él con irse. No lo había creído. Lo había olvidado. En su interior, algo se rió. Giró sobre sí y clavó la navaja hasta la empuñadura...
El cuerpo de ella yacía, cara abajo, sobre la hierba del campo. Su golpe había sido certero, al corazón, al voluble y criminal corazón de su esposa. Pero estaba contento... vaya palabra, contento... de que ella hubiera caído con el rostro hacia tierra, ya que así no podía verle la cara. Muerta.
Tenía que hacer algo. Tenía que hacer algo con sus piernas y pies; correr, correr hacia las vías donde podría alcanzar un tren de carga. Debía escapar. No comprendía el porqué, ni la razón de desearlo, ni su importancia. Pero algo en su interior le indicaba que corriese, que escapase.
Fuera lo que fuese, no era lo bastante fuerte como para hacerle ir con prisas, por lo menos en aquel momento. Se arrodilló para secar su cuchillo entre la hierba, levantándose de nuevo para guardarse la navaja en la chaqueta, volviéndose de espaldas hacia lo que acababa de hacer, colocando un pie delante de otro en dirección al ferrocarril, moviéndose despacio como un autómata, como un sonámbulo.
Algo en su interior le gritaba que corriese, que se apresurase, pero su cuerpo no le obedecía. Caminaba como quien vadea con agua hasta el pecho.
Sólo a unos pasos de distancia, se paró y se volvió. Sus ojos bebieron la última visión de ella. Su delicado cuerpo aún yacía atravesado en el camino, sus brazos entre la hierba más alta como si ella se asiera a la tierra a pesar de que su alma ya no podía hacerlo.
No pudo ver sus manos ni el estilete que debía sostener con una de ellas, la mano que, se había alzado cobardemente sobre su espalda. De no ser por la sombra que la traicionó...
Logró volver la cara, dar un paso y luego otro, y continuar hacia el ferrocarril.
¡Marie, Marie!, oía en el ritmo de sus pasos y en los latidos de su corazón y de su pulso. Está muerta, está muerta. Y un dolor profundo contrajo sus entrañas al pensar que estaba muerta... pero no por haberla apuñalado.
Él no había tenido que volver para matarla y evitar se entregase a otro hombre. No lo había decidido, por lo que no sentía remordimientos en su interior; ella había sido la que, silenciosamente y por la espalda, se le había acercado para matarlo, pero la sombra proyectada por la luna la traicionó.
Un paso y luego otro, lentos. Debía apresurarse ya que ella yacía bajo la luna no lejos de la feria. No tardarían en encontrarla. Debía apresurarse, pero caminaba despacio. Un paso y luego otro.
Y al cabo de mucho tiempo, se encontró con las vías del tren frente a él, esperando el tren que le llevarla lejos de allí y que ya se acercaba silenciosamente...
¿Silenciosamente?
No tuvo que levantar las manos para saber que aún estaban ahí, para saber que se había olvidado de quitárselos... ¡aquellos tapones de espeso algodón que le protegían los oídos de la explosión en el cañón!
Y entonces, sabiendo esto, no le costó adivinar el resto. No le costó imaginar a su mujer pidiéndole que no se fuera, corriendo incluso hacia él con un brazo suplicante extendido para volverlo a traer a su lado...
Un tren silencioso pasó frente a él, hacia el otro extremo de la estación; después hizo marcha atrás. Caminó, acercándose a la vía; volvióse de espaldas al tren mientras éste se acercaba. Y sus manos se levantaron hacia los oídos, y se quitó los tapones protectores.
Permaneció quieto allí, estático, escuchando esta vez una voz tras él.
FIN