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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    UN MUNDO MEJOR (Alberto Vazquez Figueroa)

    Publicado en marzo 27, 2010
    Gaetano Derderian Guimeraes recorrió con la vista los rostros de las siete personas que se sentaban en torno a la gran mesa redonda, y que casi al unísono y en silencio le hicieron un significativo gesto para que se acomodara en el único sillón que quedaba libre.
    Conocía a tres de ellas.
    De la única mujer, Naíma Fonseca, había estado profundamente enamorado, y a pesar del tiempo transcurrido desde la última vez que la vio, no se sentía capaz de precisar cuáles continuaban siendo sus sentimientos hacia ella.
    A quien se sentaba a su izquierda, un sonriente Waffi Wad, le unía desde hacía años una sincera amistad, y aunque tan sólo una vez en su vida había hablado con Coman Tlass, le tenía por un hombre de clara inteligencia y casi brutal sinceridad.
    Los cuatro restantes le resultaban personalmente desconocidos pese a que le constaba que los rostros de dos de ellos aparecían con harta frecuencia en la mayoría de los medios de comunicación.
    Durante casi un par de minutos se observaron en silencio, como si estuvieran tratando de calibrarse mutuamente, y al fin fue el dubaití Waffi Wad el que decidió romper el hielo al inquirir:
    —¿Te sorprende que te haya citado en este lugar y con tanta urgencia?
    —¡En absoluto! –replicó el recién llegado con naturalidad–. Lo que en verdad me sorprenden son los asistentes. Nunca imaginé que pudieran tener intereses comunes.
    —Y no los tenemos –le hizo notar Naima Fonseca sonriendo de un modo tan encantador como tan sólo ella era capaz–. Al menos, no los hemos tenido hasta el presente, aunque confiamos en que a partir de hoy las cosas cambien.
    —Estaba convencido de que tu único interés era cuidar niños desamparados –replicó sin la más mínima sombra de reproche el brasileño–. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de idea?
    —El convencimiento de que resulta inútil cuidar niños desamparados si no se evita que acaben por convertirse en adultos igualmente desamparados –le hizo notar ella en idéntico tono–. Me he dado cuenta de que estoy gastando cientos de millones en proporcionar hogar y educación a unos muchachos que el día de mañana carecerán del futuro que sueño para ellos.
    —Te advertí que tantos niños son una pesada carga, y más aún lo serán si pretendes protegerles hasta que se hagan viejos.
    —Cuando se acepta una responsabilidad, se tiene que aceptar hasta sus últimas consecuencias –le hizo notar la espectacular mujer–. No únicamente hasta que nos conviene. Por eso nos encontramos aquí ahora.
    Gaetano Derderian Guimeraes recorrió de nuevo con la vista, uno por uno, los rostros de los presentes, y no pudo por menos que preguntarse qué diablos hacía el anciano sir Edmund Rosenthal, que no paraba de hurgar en las entrañas de un vetusto y manoseado audífono, sentado a la izquierda de Bill Spangler, que más parecía un nieto rebelde al que estuviera obligando a asistir a un aburrido consejo de administración, que uno de los hombres más ricos de América.
    Le molestaba sentirse estudiado y casi analizado como bicho raro por una serie de ojos inquisitivos que parecían estar preguntándose si aquel extraño espécimen humano, fruto de la unión de un profesor de matemáticas armenio y una mulata pernambucana, podía ser la persona que andaban buscando.
    En el momento en que la situación tomó visos de comenzar a volverse incómoda, Waffi Wad se decidió a tomar de nuevo la palabra para aclarar en un tono absolutamente relajado:
    —Estás aquí porque Naima, Oman y yo opinamos que eres la persona ideal para ocupar la dirección general de la empresa que estamos a punto de crear.
    —Sabes perfectamente que ya tengo mi propia empresa y que marcha muy bien –le recordó el otro.
    —Todos lo sabemos –intervino Bill Spangler, que poseía una voz rasposa y casi chirriante, pero tremendamente personal. Derderian y Asociados goza de justa fama en el terreno de la investigación, y en realidad lo que nos interesa no es únicamente contratarle a usted, sino a todo su equipo.
    —¿Para hacer qué?
    —Un mundo mejor.
    La respuesta sonó tan corta y tajante, que por unos instantes aquel a quien iba dedicada no pudo por menos que revolverse en su butaca.
    —¿Ha dicho un mundo mejor? –inquirió al fin como si temiera haber oído mal.
    —¡Exactamente!
    —¿Mejor para quién?
    —Mejor para todos.
    El brasileño se vio obligado a volverse hacia el japonés Takedo Sukuna que era quien había hecho tan rotunda afirmación.
    —¿Y quiénes son "todos"? –quiso saber.
    —Seis mil millones de seres humanos.
    Ahora sí que Gaetano Derderian no pudo por menos que evidenciar su desconcierto, se estudió con detenimiento las puntas de los dedos como si las uñas pudieran darle una respuesta convincente, y le molestó verse obligado a reconocer:
    —No entiendo a qué se refiere.
    ¿Qué han querido decir con eso de un mundo mejor para seis mil millones de seres humanos?
    —Lo que hemos dicho –se impacientó el anciano sir Edmund Rosenthal–.
    Los aquí reunidos estamos de acuerdo en que ninguno de nosotros necesita más de lo que tiene, y por lo tanto hemos decidido crear una empresa que dedique sus esfuerzos a mejorar las condiciones de vida del resto de la humanidad.
    —¿Una especie de fundación sin ánimo de lucro?
    —"Sin ánimo de lucro", sí. "Fundación" no, porque por desgracia muchas supuestas "fundaciones" no son más que una burda excusa para obtener beneficios fiscales. No pretendemos ser ni una ONG, ni una fundación, ni nada por el estilo.
    La silenciosa mirada de su interlocutor que al poco volvió a contemplarse las uñas, evidenció que aguardaba una explicación algo más convincente.
    —Lo que pretendemos hacer es constituir una empresa que podría considerarse De Soluciones –intervino con su habitual dulzura la venezolana Naima Fonseca–. Y su única función conocida será exactamente ésa: aportar soluciones encaminadas a procurar un futuro más razonable a millones de necesitados.
    —¿Qué clase de soluciones?
    —Toda clase de soluciones por muy absurdas o utópicas que en un principio puedan parecer puntualizó Oman Tlass, que en esta ocasión no vestía tan desaliñada y espantosamente como tenía por costumbre, sino que parecía haber salido directamente del taller de un sastre londinense.
    —¿Absurdas o utópicas?
    —¡Exactamente! Que luego se lleven o no a la práctica es un tema muy diferente.
    —Lo siento –se disculpó con cierta timidez el pernambucano'Pero o yo no estoy muy despierto a estas horas de la mañana, o ustedes no se explican con la suficiente claridad. Creo entender que pretenden constituir una empresa que busque soluciones que tal vez no sirvan para nada. –Su vista fue de uno a otro como si confiara en que alguno negara con la cabeza, y como no lo hicieron, insistió–: ¿Es eso lo que han querido decir o me equivoco?
    —Es eso... Más o menos.
    —¡Ya!
    —Naturalmente preferiríamos que fueran soluciones lógicas y que pudieran llevarse a cabo cuanto antes –volvió a carraspear Bill Spangler–.
    Pero en principio estamos dispuestos a escuchar cualquier propuesta por muy fantasiosa que pueda parecer.
    —Propuestas fantasiosas las suele haber en todas partes y a millones.
    —Precisamente por eso, la labor de su equipo, además de encontrarlas, será la de seleccionar aquellas que algún día puedan ser aplicadas.
    —Creo que tu amigo necesita una explicación mucho más detallada –se decidió a señalar el único de los presentes que hasta el momento no había abierto la boca, un gigante de color cuya voz parecía surgir de las entrañas mismas de la tierra al tiempo que se volvía hacia Waffi Wad.
    —Eso parece –admitió el aludido.
    —En ese caso opino que deberías exponerle los argumentos con los que has sido capaz de sacarme tantos millones, cosa nada fácil, y de la que supongo que me arrepentiré el resto de mi vida.
    —¡De acuerdo! –replicó el dubaití al tiempo que hacía girar su sillón para encararse más de frente a Gaetano Derderian–. La cuestión se centra en que los que estamos aquí reunidos hemos llegado a la conclusión de que el mundo ha cambiado mucho en los últimos tiempos.
    —¿Te refieres al famoso "Once de Septiembre y el atentado a las Torres Gemelas?
    —En parte –fue la respuesta–.
    Aunque en realidad hay que remontarse a unos tiempos en los que cada país, e incluso cada continente, marchaba por sí solo con sus propias gentes, sus propias reglas y sus propios problemas. Eso ha sido así durante miles de años, y la historia nos enseña que han avanzado, unos más y otros menos, a menudo en muy distintas direcciones.
    ¿Me sigues?
    —De momento no resulta demasiado difícil.
    —Sin embargo –continuó el otro–, en el transcurso del último medio siglo, con la aparición de la televisión y la proliferación de los modernos sistemas de comunicación, ese mundo se ha reducido al tiempo que se ha ensanchado el abismo que separa a los ricos de los pobres.
    —De eso supongo que tú sabes mucho –señaló con una leve sonrisa irónica Gaetano Derderian–. Me consta que eres inmensamente rico.
    —¡No te pases! –le reprendió el otro amistosamente–. Pero razón tienes, porque lo cierto es que dos terceras partes de la humanidad viven casi en los límites de la miseria, mientras que otros, entre los que estamos aquí, nos incluimos, nadamos en la más insultante de las riquezas.
    El tono de voz del brasileño evidenciaba de nuevo una burlona ironía al inquirir:
    —¿Y se han propuesto repartir esa riqueza?
    —No, exactamente –fue la respuesta–. Repartir nuestro dinero nada solucionaría, ya que por mucho que fuera jamás alcanzaría para todos.
    El dubaití hizo una corta pausa para añadir:
    —Pero existe un dicho popular:
    "No le des un pez al hambriento; enséñale a pescar". Inspirándonos en esa simple filosofía hemos decidido invertir una pequeña parte de nuestras fortunas en intentar delimitar las líneas maestras de lo que debería ser "la casa común" de una humanidad que hoy por hoy no tiene una clara idea de hacia dónde debe dirigir sus pasos, ni cuál es el marco en que debe desenvolverse para construir ese "mundo mejor" del que hablamos.
    —Pero se supone que son ustedes los grandes especialistas en economía, no yo.
    —Cada uno de nosotros tiene sus propias obligaciones que no puede ni debe descuidar, aunque tan sólo sea por el mero hecho de disponer del capital suficiente como para llevar adelante una empresa que no va a proporcionarnos beneficio alguno. Y no se trata tan sólo de un mero problema económico. Queremos ir mucho más lejos.
    —¿Cómo de lejos?
    —Tanto como tú, tu gente, y aquellos a los que sepas elegir, sean capaces de llegar en el campo de la economía, la política, la justicia, la sanidad, la religión, el hambre, la infancia y cualquier otra faceta de la actividad del ser humano.
    —Pero eso que me piden es...
    —Una labor de titanes y sin duda una utopía, lo sabemos –intervino Bill Spangler–. Dinero tirado a la basura quizá, pero pronto o tarde alguien tiene que plantearse un reto que ningún gobierno afrontará jamás. –Se rascó las sienes con un gesto nervioso que repetía con frecuencia al puntualizar: Si no empezamos a pensar que el barco en que todos navegamos necesita un rumbo y un timón, continuará a la deriva hasta que acabe por estrellarse contra un bajío.
    —Ese once de septiembre chocamos ya contra unas rocas –le hizo notar Oman Tlass–. Y fue una sangrienta y dolorosa advertencia de lo que puede ocurrir si permitimos que las cosas continúen como hasta ahora. Yo quiero un mundo mejor para mis hijos y mis nietos, pero tengo muy claro que nunca lo será si no lo es al mismo tiempo para los hijos y los nietos de quienes ahora nada tienen.
    Cabría asegurar que al pernambucano le costaba aceptar que lo que estaba escuchando era cierto.
    Seis hombres de excepcional poder económico y social, y una increíble mujer que había heredado de su ambicioso esposo una incalculable fortuna, unían al parecer sus fuerzas con la sana intención de hacer algo que nadie había intentado con anterioridad, asegurando –y no encontraba razones para no creerles que lo hacían de un modo absolutamente desinteresado.
    Recordó lo que le solía decir su padre:
    "No es cierto que los perros tengan pulgas que de nada les sirven más que de molestia. Son las pulgas las que tienen perros sobre los que viven y de los que se alimentan." Era como darle la vuelta a un viejo calcetín sudoroso que de pronto aparecía de un blanco inmaculado. Dos musulmanes, un judío, dos cristianos, un japonés y un africano cuyas creencias religiosas ignoraban y que probablemente tenían de igual modo muy diferentes ideologías políticas, tomaban una sabia y extraña decisión, y no podía negar que le enorgullecía que hubieran pensando en él a la hora de llevarla a la práctica.
    Intentó hacer un rápido análisis de sus opciones a la hora de abordar tan ardua tarea, se frotó una y otra vez la nariz como si alimentara la vana esperanza de que en ella estaba la respuesta a sus preguntas, recordó los rostros y las aptitudes de su amplio equipo de colaboradores, y acabó por carraspear dos o tres veces antes de decidirse a comentar:
    —Siempre he tenido por costumbre no cobrar honorarios si no obtengo los resultados apetecidos, pero debo admitir que en este caso no me encuentro en condiciones de garantizar el éxito, visto que aún no sé qué es lo que se espera de mí exactamente.
    —El éxito –puntualizó Buba Okono, que así se llamaba el gigantesco liberiano que se sentaba a la izquierda de Oman Tlass– sería cambiar el mundo, pero todos sabemos que eso está fuera de nuestro alcance y no es lo que exigimos ni de usted, ni de nadie.
    Nos bastará con su reconocida inteligencia, honradez, una sincera colaboración y el mayor entusiasmo posible a la hora de encarar la tarea.
    —Supongo que resultaría indigno por mi parte aceptar tal encargo si no me sintiera, no ya capacitado para llevarlo a cabo, que eso aún no puedo saberlo, sino sobre todo entusiasmado por el reto que a todas luces significa –sentenció el brasileño seguro de sí mismo–. Les garantizo que si acepto, cosa que necesito pensar puesto que aborrezco embarcarme en aventuras de incierto resultado, tanto mis colaboradores como yo haremos cuanto esté en nuestras manos por intentar diseñar ese "mundo mejor" con el que sueñan.
    Sir Edmund Rosenthal, que al fin parecía haber concluido la fatigosa tarea de poner a punto su maltrecho audífono alzó el dedo reclamando atención, cosa que consiguió de inmediato, pues no en vano era el de más edad y prestigio del sorprendente grupo.
    —Tenga siempre presente una cosa... –dijo–. No creo que ninguno de nosotros sueñe con un mundo mejor del que tenemos, a no ser que, en mi caso particular, me quitaran cuarenta años de encima o este maldito trasto funcionara como es debido. No piense nunca en los que estamos aquí. Piense en los que tienen derecho a una vida más digna se encuentren donde se encuentren, piensen como piensen y adoren al dios que adoren.
    —De acuerdo. ¿Con qué medios cuento?
    —Con todos.
    El pernambucano se volvió a Takedo Sukuna, que era quien había hecho tan rotunda afirmación para inquirir un tanto incrédulo:
    —¿Y eso qué quiere decir?
    —Que cuenta con un presupuesto ilimitado –puntualizó el japonés–. Si los primeros resultados son prometedores, tanto los que aquí estamos, como nuevos "socios" que reclutaremos a su debido tiempo, pondrán sobre la mesa todo el dinero que haga falta. .
    —Suena alentador.
    —De usted depende.
    Waffi Wad extendió la mano y la colocó con gesto de profundo afecto sobre el antebrazo de su amigo al tiempo que le advertía:
    —Hay algo más que debes tener muy presente –dijo–. Nadie debe saber quiénes somos.
    —¿Nadie?
    —Absolutamente nadie.
    —¿Y eso por qué?
    —Porque ésta no es una operación de imagen con la que un grupo de "excéntricos millonarios" pretenden colgarse unas medallas –fue la respuesta–. Es un modo de llevar a cabo una labor social diferente que tal vez no conduzca a ninguna parte pero que nos producirá la íntima satisfacción de haberlo intentado. –Golpeó con el índice la mesa como respaldo a sus palabras–. Y, sobre todo, de haberlo intentado de un modo anónimo, que es como las cosas tienen mérito.
    —Si eso es así, y conociéndote como te conozco no tengo razón alguna para dudarlo, tampoco veo motivo alguno para posponer una decisión que al fin y al cabo tan sólo depende de mí.
    –El brasileño hizo una corta pausa, recorrió de nuevo con la vista los rostros de los presentes y acabó por asentir con un leve ademán de cabeza al señalar–: Acepto el puesto.
    Bill Spangler se limitó a alargarle un documento que se encontraba casi en el centro de la mesa.
    —Aquí tiene un contrato en regla firmado por todos –dijo.
    —¿Tan previsible soy?
    —¿Quién sería capaz de negarse a un reto semejante? –El americano hizo un leve gesto hacia los papeles que su interlocutor tenía en la mano–. ¿La cifra le parece correcta? El otro la observó para replicar al poco:
    —Excesiva.
    —Exigimos que nos dedique el ciento por ciento de su tiempo.
    —Mi trabajo y mi tiempo se pagan de dos formas muy distintas: con dinero y con satisfacciones personales, y se trata de demasiado dinero si el trabajo me proporciona las satisfacciones que espero.
    —¿Y si le proporciona disgustos? La respuesta fue acompañada de un guiño picaresco:
    —En ese caso aumentaré mis honorarios.
    Comenzó a firmar en los lugares que Waffi Wad le marcaba con el índice, y mientras lo hacía de una forma casi mecánica, añadió:
    —Bromas a un lado, lo que en verdad necesito es tener una idea sobre qué puntos debo centrarme. Mejorar el mundo se puede conseguir de muchas formas, pero si nos desperdigamos correremos el peligro de no alcanzar ninguna meta.
    —A mi modo de ver –intervino con su cálida voz que atraía de inmediato la atención Naima Fonseca– lo primero que hay que hacer es crear grupos especializados en cada tema, pero estoy de acuerdo en que "quien mucho abarca poco aprieta". Como supongo que comprenderás, a mí lo que en verdad me preocupa es el problema de la infancia.
    —Ése es un tema que nos preocupa a todos, querida –puntualizó Buba Okono–, especialmente en África, donde los niños están siendo esclavizados en las grandes explotaciones agrícolas cuando no los reclutan para la prostitución o la guerra.
    —Agua, alimentación, salud, infancia y educación deben ser, a mi modo de ver, los pilares sobre los que intentemos levantar este edificio –puntualizó sir Edmund Rosenthal.
    —Olvidas uno –le recordó amistosamente Bill Spangler–, la droga. Todos nuestros esfuerzos acabarán estrellándose contra un muro si no se consigue poner coto a los destrozos que está causando. Una infancia protegida y educada de nada sirve, puesto que sin una juventud mentalmente sana no existe esperanza alguna de un futuro mejor para nadie.
    Ahora fue Oman Tlass el que adelantó la mano para que le permitieran hacer uso de la palabra.
    —De acuerdo –dijo–. El problema de la droga es básico, pero debemos asumir que si bien a nadie le molestará que tratemos de solucionar los problemas del agua, el hambre, la salud, la infancia o la educación, en cuanto empecemos a adelantar posibles soluciones que afecten al tráfico de armas, las drogas, o el terrorismo, nos enfrentaremos a enemigos sumamente peligrosos.
    —Nadie ha dicho que esto vaya a resultar un camino de rosas.
    —Es que una cosa es que resulte complicado, o que cueste muchísimo dinero, cosa que aceptamos desde un principio, y otra muy distinta que pueda generar violencia –insistió el saudita–. Hace tiempo que convivo con el terrorismo, puesto que raro es el año que uno de mis barcos o mis refinerías no sufra un atentado, pero no tengo la menor idea de cómo pueden reaccionar los narcotraficantes si descubren que tenemos la intención de perjudicar sus intereses.
    —De la peor manera posible, desde luego –sentenció Gaetano Derderian–.
    Hace años trabajé para el gobierno peruano haciendo una serie de auditorías referentes al dinero que habían robado Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, y les garantizo que en cuanto empecé a airear sus relaciones con el narcotráfico me sentí seriamente amenazado. Es de las pocas veces en que he temido por mi vida.
    —No creo que sea necesario que lleve esa parte del tema directamente –le hizo notar Takedo Sukuna–. Es más, opino que cometería un grave error, dado que le necesitamos, y sería una pena que unos mal nacidos abortaran algo tan grande por culpa de algo tan pequeño.
    —Cuando me implico en un proyecto, y repito que esto es un proyecto que a mi modo de ver vale la pena, no me agrada andarme por las ramas.
    Sir Edmund Rosenthal, que provenía de una vieja estirpe de banqueros judíos cuyos antepasados habían financiado las campañas de la corona británica, y cuyo abuelo había contribuido de forma muy directa a la fundación del estado de Israel, ensayó una amplia sonrisa que daba a su oronda cara el aspecto de un Buda, al tiempo que señalaba en un tono excesivamente alto, tal como correspondía a un hombre de su acusada sordera:
    —¡Escúcheme bien, hijo! Si Napoleón hubiera estado en vanguardia en sus primeras batallas, jamás hubiera llegado a ser quien es. Los buenos generales deben mantenerse en retaguardia dejando el cuerpo a cuerpo para los buenos capitanes. No voy a exponer millones de libras para contar con un héroe más, sino para conseguir un mundo mejor. Por suerte o por desgracia los héroes suelen ser más baratos que los genios, puesto que abundan más.
    —Es que yo no soy ningún genio –protestó el brasileño.
    —Por lo que tengo oído, y yo soy de los que cada vez oyen menos y por lo tanto se fijan más en lo poco que captan, usted es un genio en este tipo de trabajos, y eso es lo que importa.
    Si quisiera un genio de la música contrataría a Elton John. ¿Entiende a lo que me refiero?
    —Lo intento.
    —En ese caso no juegue a creerse James Bond y limítese a ser quien es, que con eso basta.
    El aludido paseó la vista por el resto de los presentes para acabar por inquirir:
    —¿Todos opinan así? Fue el japonés el que expresó lo que parecía ser el sentir general.
    —Yo he hecho mi fortuna con el urbanismo y la hostelería –dijo–. Pero le garantizo que desde el momento en que decido levantar una torre de ochenta pisos, pongo el proyecto en manos de los arquitectos, puesto que si me dedicara a opinar sobre su construcción lo más probable es que se viniera abajo. Lo que importa no es saber hacer las cosas, sino saber elegir a quien sabe hacerlas.
    —Tendremos que elegir a muchos.
    —Y a los mejores.
    —¿Y dónde diablos los reuniremos? Los siete hombres se volvieron al unísono hacia la única mujer que formaba parte del grupo, pero que demostraba ser la más sensata a la hora de plantear un problema de índole evidentemente "doméstico".
    —¿A qué te refieres? –inquirió el dubaití casi por decir algo, puesto que había captado de inmediato el verdadero alcance de la pregunta.
    —A un detalle elemental, querido Waffi. Pretendemos que personajes de gran relevancia se pongan a trabajar codo con codo con el fin de conseguir algo muy importante. –La venezolana asintió convencida–. ¡De acuerdo! Perfecto. Ninguna objeción. !"Chévere"!, como dirían las niñas "sifrinas" en Caracas. –Abrió las manos como si lo que iba a añadir resultara, y lo era, de una lógica aplastante–:
    ¿Pero qué ciudad, qué país o qué lugar acogerá a tantas personas de tan distintas nacionalidades, especialidades, idiomas, costumbres y religiones? –Su sonrisa iluminó la estancia como si se hubiera abierto de par en par una gran ventana–. En una palabra –concluyó–. ¿Dónde levantaremos esa fantástica Torre de Babel sin causar agravios comparativos? Sus compañeros de mesa se agitaron incómodos y más de uno lanzó una leve ojeada a su vecino torciendo el gesto como si fueran colegiales cogidos en falta.
    Por fin fue el patriarca del grupo el que se vio obligado a admitir la culpa común:
    —Ciertamente, pequeña, me temo que has puesto el dedo en la primera de las llagas. –Sir Edmund Rosenthal asintió una y otra vez con la cabeza como si estuviera meditando a fondo sus palabras, antes de decidirse a añadir–: "Agravios comparativos" has dicho, y lo cierto es que no andas desencaminada. Se puede llamar así, o envidia, recelos e incluso abiertas sospechas y rechazos frontales de determinados grupos que se mostrarán más o menos críticos dependiendo del punto del que partan las ideas o las soluciones.
    —Creo que, efectivamente, el principal peligro estriba en que se identifique a la ideología con el entorno en que se encuentre –admitió Gaetano Derderian–. Si la enclavamos en un país occidental nos acusarán de capitalistas o "globalizadores" que tan sólo buscan su provecho ocultando sus auténticos designios bajo una falsa máscara.
    —Evidentemente –admitió el por lo general inalterable Takedo Sukuna–.
    Su emplazamiento condicionará de modo indiscutible la aceptación o el rechazo que puedan llegar a tener las conclusiones a que se lleguen, visto que, lo queramos o no, una idea, por buena que parezca, no se acoge de igual modo si llega de Nueva York, que si llega de Pekín o de Tanzania.
    —¿O sea que debemos admitir que además de "el hombre y sus circunstancias", existe "la idea y sus circunstancias"?
    —Por descontado –intervino Bill Spangler con su áspera voz inconfundible–. Las buenas ideas, como las buenas semillas, siempre están en disposición de germinar y dar su fruto, pero al igual que resulta inútil lanzar semillas sobre las rocas, o la arena, resulta inútil lanzar ideas sobre los obtusos y los escépticos.
    Los obtusos son como las rocas, y los escépticos, a los que jamás se les ocurre nada, lo único que saben hacer es ser escépticos.
    —Por lo que he leído, usted tiene una larga experiencia al respecto puesto que en un principio pocos le creían.
    —Por desgracia así es. Cuando diseñé mi primer programa informático mis principales opositores no fueron aquellos a quienes haría la competencia, puesto que en su mayoría eran jóvenes de talento, siempre dispuestos a superarse a sí mismos o a crear un programa mejor que el mío. Mis principales enemigos fueron docenas de esos mezquinos que se enorgullecen al esgrimir la negación como bandera, puesto que es la única que les protege y les consuela por el hecho de ser tan amargamente mediocres.
    —Estoy de acuerdo en que ésos serán nuestros peores enemigos –sentenció el japonés con sorprendente firmeza–. El gran problema no estriba en que la humanidad se divida entre buenos y malos, pobres y ricos, o tontos y listos; el verdadero problema estriba en que básicamente se divide entre seres activos e individuos amorfos, y a estos últimos les ofende la existencia de los primeros.
    —Agradezcamos que así sea –sentenció Buba Okono–. De otro modo la mayor parte de nosotros no estaríamos ahora aquí soñando con un mundo más justo para nuestros semejantes.
    —Eso también es cierto.
    —Tal vez la solución estribe en convencer a la gente de que tan sólo es posible un mundo mejor si cada cual se esfuerza en la medida de sus fuerzas en que sea mejor... ¡Vaina! Presiento que acabo de soltar una descomunal estupidez.
    El viejo sir Edmund extendió la mano para acariciar afectuosamente la mejilla de la hermosa venezolana que era quien había dicho algo de lo que al parecer se había arrepentido en el acto.
    —¡Tranquila, pequeña! No te avergüence decir lo primero que te venga a la mente, puesto que en el tema que nos ocupa, eso es lo que vale. Estoy de acuerdo en que en determinados momentos el silencio es oro, pero no debe serlo en torno a esta mesa. Si buscamos nuevas soluciones a viejos problemas el silencio siempre será estéril, mientras que una estupidez puede acabar engendrando una idea aprovechable.
    —Es usted muy amable.
    —En este caso particular no soy amable, querida niña. Soy pragmático.
    Recuerdo que hace mucho tiempo, antes incluso de que tú nacieras, estaba empeñado en construir una gigantesca central eléctrica en Canadá, pero resultaba imposible porque el cauce del río se encontraba encajonado en una larga garganta de altísimas montañas y no había forma de levantar una presa segura, ya que el terreno era inestable. Mandé que me hicieran una gran maqueta, la estudiamos durante semanas, pero no encontramos una solución válida. Cuando al fin ordené que la destruyeran, mis hijos me la pidieron para jugar con su tren eléctrico.
    Perforaron un túnel, y al verlo caí en la cuenta de que aquélla era la fórmula: desviar el cauce a través de un túnel hasta un valle perfecto, y en la actualidad esa presa proporciona energía a millones de personas. La imaginación de unos niños pudo más que la técnica de unos ingenieros que únicamente veíamos lo que estábamos acostumbrados a ver.
    —Gracias de todos modos.
    —¡No hay de qué! Y ahora concentrémonos en lo que importa: ¿en qué país estableceremos la empresa?
    —En ninguno.
    Siete pares de ojos, dos de ellos bellísimos, se clavaron, interrogantes, en Gaetano Derderian.
    —¿En ninguno?
    —Eso he dicho.
    —Ya te hemos oído –admitió paciente Waffi Wadd–. Pero me gustaría que nos explicases cómo puede existir una empresa que no esté radicada físicamente en ningún lugar.
    —Yo no he dicho que no esté radicada en ningún lugar –aclaró el brasileño con una enigmática sonrisa puesto que resultaba evidente que lo que estaba tramando le producía una íntima satisfacción–'Sólo he dicho que no estará en ningún país.
    —¡Aclárate!
    —Lo intentaré, aunque lo primero que tenemos que definir es si lo que intentamos crear es una "empresa" propiamente dicha; es decir, una compañía que construya algo, administre algo, fabrique algo o venda algo.
    —No exactamente.
    —No construimos, fabricamos, administramos ni vendemos nada.
    —Se supone que lo único que pretendemos es buscar o proporcionar ideas.
    —¿Una especie de "foro de pensamiento"? –quiso saber el brasileño.:
    —Dicho de ese modo suena pretencioso y ridículo –puntualizó Bill Spangler–. La experiencia me ha demostrado que donde menos se investiga es en una "comisión investigadora", al igual que donde menos se piensa es en un "foro de pensamiento".
    —¿Le gusta más "foro de imaginación" o se le antoja aún más pretencioso y ridículo?
    —Ahí se andan.
    —Estoy de acuerdo.
    Oman Tlass extendió la mano como si pretendiera poner fin a una conversación que evidentemente no conducía a parte alguna.
    —Creo que todos sabemos qué es lo que queremos, por lo que de momento el nombre es lo de menos. –Observó con profunda atención a Gaetano Derderian para inquirir–: ¿Qué es lo que tiene en mente?
    —Un barco.
    —¿Un barco?
    —¡Exactamente! Se me ha ocurrido que una buena forma de actuar se basaría en alquilar uno de esos buques que se utilizan como cruceros de placer, acomodar en él a todos cuantos puedan sernos de utilidad, y viajar continuamente.
    —¿Y qué conseguiríamos con eso?
    —Que nadie podría alegar que nuestras ideas o nuestras posibles soluciones provienen de un determinado hemisferio o continente. Simbólicamente seríamos una nave que surca todos los mares, abierta a todos los países, todas las necesidades y todas las tendencias.
    Sus interlocutores guardaron silencio, se estudiaron los unos a los otros, tanto con el fin de meditar sobre lo que acababan de escuchar, como el de calibrar qué impresión había causado en sus restantes compañeros de mesa, y curiosamente fue el prudente y circunspecto Takedo Sukuna el primero en señalar:
    —Me gusta.
    —Y a mí.
    —Un barco repleto de gente entusiasta e inteligente que recorre el mundo estudiando sus problemas y tratando de encontrar la forma de paliarlos no puede ni debe ofender a nadie ni despertar recelos –sentenció Buba Okono–. Por mí de acuerdo.
    —¿Naima?
    —¡Desde luego!
    —¿Bill?
    —Por mi parte una única objeción:
    no alquile el barco. ¡Cómprelo!
    —Puede costar una fortuna.
    —De momento "fortuna" es lo único que tenemos –fue la tranquila respuesta–. Y a mi modo de ver, todo lo que es alquilado transmite una inquietante sensación de temporalidad o falta de confianza en lo que estamos haciendo.
    Si queremos que esto vaya adelante, tiene que ir adelante hasta sus últimas consecuencias. –Observó a sus compañeros de aventura–. Si alguien se opone, lo pagaré de mi bolsillo, y si las cosas no salen como esperamos el día de mañana lo revenderé.
    Sir Edmund Rosenthal, que volvía a enfrascarse en la reparación de su comatoso audífono negó convencido:
    —Si el espíritu de nuestra unión es la solidaridad, lo primero que tenemos que hacer es ser solidarios entre nosotros. Lo compraremos entre todos. Al fin y al cabo no es más que una inversión a largo plazo.
    —¿Ninguna objeción? Ante la silenciosa negativa común, Waffi Wad pareció dar por concluida la cuestión para señalar en tono firme:
    —En ese caso busca un buen barco, si es necesario cámbiale el nombre para que no se llame ‘Reina del Caribe’, ‘Sirena de los Corales’, o cualquier cursilería por el estilo, y empieza a contratar a los mejores cerebros existentes.
    —Se me ocurre –intervino con cierta timidez Naima Fonseca que si ese barco es realmente cómodo y en determinadas épocas del año sus recorridos son atractivos, podríamos invitar a auténticos especialistas de prestigio a disfrutar de unas hermosas y exóticas vacaciones al tiempo que colaboran en una labor humanitaria.
    —Eso está muy bien pensado –le animó con una sonrisa el inglés–.
    ¿Ves como en estos casos hay que decir siempre lo primero que te viene a la mente? Por lo que a mí respecta, me comprometo a conseguir medio centenar de catedráticos que se sentirán felices de recorrer la Polinesia, las islas griegas o los fiordos noruegos a cambio de unas cuantas charlas de las que tal vez obtengamos algún provecho.
    —No sé si lo que necesitamos son sesudos catedráticos o estudiantes ilusos –le hizo notar Bill Spangler–. Los catedráticos acostumbran a añorar en exceso el pasado, y creo que lo que intentamos es huir de ese pasado.
    —En el pasado abundan las cosas buenas que con demasiada frecuencia se olvidan en aras de un incierto futuro –le contradijo sin ánimo de polemizar Takedo Sukuna–. No creo que nuestra intención sea la de renegar de los logros que se han conseguido, sino más bien, por el contrario, potenciar tales logros y corregir los errores.
    —En eso estoy de acuerdo –aceptó con sorprendente humildad el americano–. Debemos reconocer que en cierto modo nuestro mundo actual es bastante bueno. –Hizo una corta pausa para añadir torciendo el gesto–: El problema estriba en que no es lo bastante bueno para todos.
    —¿Quieres decir con eso que aceptas a mis sesudos catedráticos?
    —¡Desde luego! –replicó el otro en tono condescendiente–. Aunque procuraré contrarrestar su influencia con una buena dosis de estudiantes melenudos y contestatarios.
    —Supongo que si sabemos crear el clima apropiado tal vez consigamos acercar posiciones y obtener algún fruto provechoso –sentenció Gaetano Derderian Guimeraes–. La experiencia me ha enseñado que en la mayoría de los viejos continúa anidando un joven, y en la mayoría de los jóvenes ha nacido ya el germen de un anciano.
    —Supongo que debe ser así, porque de lo contrario no me explico qué demonios estaríamos haciendo aquí, perdiendo nuestro tiempo y nuestro dinero –reconoció el saudita Oman Tlass–.
    Si hace unos años me hubieran asegurado que algún día firmaría un cheque de millones de dólares a conciencia de que no le voy a sacar ningún provecho, me hubiera echado a reír. Sin embargo, en estos momentos me siento como niño con zapatos nuevos por el simple hecho de embarcarme, y nunca mejor dicho, en una aventura de incierto futuro.: Tan incierto, que me consta que aunque tuviera éxito nunca lo verán mis ojos.
    —¡Pues anda que los míos! Más de uno no pudo evitar una corta carcajada ante la espontánea exclamación del anciano, que tras ajustarse una vez más el rebelde audífono añadió:
    —Busquemos un nombre.
    —¿Para la compañía?
    —Para el barco.
    —¿Y qué prisa tenemos?
    —Ninguna, pero me divierte la idea de bautizar un barco incluso antes de haberlo comprado. –El inglés arrugó la nariz en un cómico gesto–. Y supongo que si voy a gastarme tanto dinero tengo derecho a divertirme un poco.
    —Se llamará como usted quiera.
    —Eso no es en absoluto divertido –fue la rápida y decidida respuesta–.
    Siempre he hecho lo que he querido y me aburre. Es más divertido que cada uno de nosotros haga una propuesta, y decidamos, por consenso, cuál es la mejor. –Colocó la mano sobre la de Naima Fonseca–. Y por favor, querida, no me vengas con lo de ‘Simón Bolívar’ porque está ya muy manido y me decepcionarías.
    —No estaba pensando en él.
    —Extraño en una venezolana, pero te creo. ¿Alguna sugerencia?
    —’Galileo Galilei’.
    Tome nota Gaetano. Naima se inclina por ‘Galileo Galilei’. No es mala la idea. ¿Y usted qué dice? El brasileño utilizó el mismo bolígrafo y el reverso del documento que acababa de firmar para escribir el primer nombre, al tiempo que negaba con un gesto.
    —No es mi dinero, no es mi barco, y por lo tanto no debo ser yo quien lo bautice. Decidan entre ustedes.
    —A mí me gustaría que se llamara ‘Mundo Mejor’ –sentenció el anciano–. Es claro y conciso. –Se volvió al americano para inquirir–: ¿Bill?
    —’Solidaridad’.
    —Evidentemente pragmático, aunque suena a sindicato polaco. ¿Waffi?
    —¡Joder!
    —No parece muy apropiado.
    El dubaití no pudo evitar echarse a reír.
    —¡No es mi propuesta! –señaló–.
    Es que me parece muy difícil encontrar un nombre así, de golpe.
    —Utiliza tu imaginación. ¿Qué te sugiere, a bote pronto, lo que pretendemos conseguir?
    —El sueño de una noche de verano, y por lo tanto mi propuesta es ‘Soñador’.
    —Se me antoja un buen nombre para un toro, pero no para un barco...
    –intervino la venezolana–. Y perdona si te ha ofendido el comentario.
    —No me ofende –replicó el aludido con naturalidad–. Lo cierto es que nunca supe ponerle nombre ni siquiera a mis hijos.
    —Teniendo doce no me extraña.
    —¿Takedo?
    —Me encantaría que se llamara ‘Sol Naciente’, e incluso supongo que resultaría oportuno, pero entiendo que no sea el más conveniente dadas las circunstancias. ¿Qué tal ‘Sol Para Todos’?
    —Horrendo.
    —Estoy de acuerdo.
    —Rechazada la moción sin ni siquiera ser tenida en cuenta... ¿Buba?
    —¡Cualquiera se atreve con semejante jurado! –se lamentó el liberiano–. Me abstengo.
    —Eso no vale.
    —¡Pero es que no se me ocurre nada!
    —Di lo que sea.
    —¡De acuerdo! Allá va: ‘Torre de Babel’.
    —¿Un barco llamado ‘Torre de Babel’? –repitió un sorprendido Bill Spangler–. Parece un contrasentido puesto que no responde al espíritu de lo que pretendemos hacer, que es ponernos de acuerdo en algo.
    —¡Pues a mí me gusta! –insistió en un tono casi infantil el africano.
    —¡De acuerdo! Se acepta. ¿Oman?
    —’Arca de Noé’.
    —No está nada mal –reconoció el japonés–. Aunque tal vez ofendamos a nuestros invitados si imaginan que los estamos llamando animales.
    —Fueron esos animales los que salvaron el mundo tras el Diluvio –le hizo notar el otro–. Y no cabe duda de que nos enfrentamos a grandes catástrofes. Cuando todo se hunde, una nave surca las aguas en busca de una tierra mejor para todos.
    —A mí me parece estupendo y muy romántico –intervino la venezolana–.
    Las ideas serán como las palomas que lancemos a volar en busca de una rama de olivo que indique que en algún lugar existe una esperanza.
    —Demasiado simbólico.
    —Pero me gusta –insistió tercamente la viuda de Romain Lacroix–. Renuncio a mi propuesta de ‘Galileo Galilei’ a favor de ‘Arca de Noé’.
    —Secundo la moción –admitió Takedo Sukuna–. Le otorgo oficialmente mi voto.
    Gaetano Derderian agitó varias veces la cabeza al tiempo que marcaba con una tercera cruz el último de los nombres. ¿Waffi? La respuesta fue rápida y contundente.
    —Pensándolo mejor creo que debería llamarse ‘Argos’, en honor a los argonautas de Jasón que iban en busca del famoso Vellocino de Oro. Eso es más o menos lo que pretendemos nosotros.
    —Me apunto a esa idea –señaló Bill Spangler–. Es un nombre más rotundo y tiene unas connotaciones mitológicas de lo más interesantes.
    —¡Bien! –reconoció el brasileño–.
    Como es de suponer que sir Edmund continúa manteniendo su propuesta, la decisión depende del señor Okono.
    El mencionado descargó un sonoro puñetazo sobre la mesa.
    —¡Dios santo! –exclamó feliz como un chiquillo–. ¡Cómo ha cambiado el mundo! Seis blancos pendientes de la decisión de un negro. ¡Es fantástico!
    —¡Déjate de bobadas y suéltalo de una vez! –se impacientó Waffi Wad–.
    Decídete de una vez entre ‘Mundo Mejor’, ‘Argos’ o ‘Arca de Noé’.
    —¡Paciencia, querido mío! ¡Paciencia! Me encanta la idea de hacer que sufráis un poco. Dispongo de todo un fin de semana para emitir mi veredicto. –Mostró la magnitud de su prodigiosa dentadura de un blanco reluciente al concluir guiñando un ojo–:
    Tal vez incluso me deje sobornar.




    La fastuosa Villa Olimpo, propiedad de la rama inglesa de la familia Rosenthal desde tiempo casi inmemorial, conservaba en cierto modo el encanto de principios de siglo, pero había sido modernizada con tanto esmero, que sus huéspedes disfrutaban de las ventajas de la vida moderna en un ambiente que obligaba a evocar a todas horas unos tiempos de máximo esplendor a los que sin lugar a dudas sir Edmund parecía particularmente apegado.
    —Fui muy feliz aquí –aseguró mientras paseaban por los frondosos jardines que se alzaban casi sobre el mar que quedaba a unos veinte metros bajo sus pies–. Recuerdo que cuando era niño vivía esperando que llegara el verano para que toda la familia, incluidos mis ocho primos, se reunieran en torno a la gigantesca mesa que mi madre mandaba colocar allí, justo junto a la piscina. Cambiar el frío de Londres por el sol de la Costa Azul se me antojaba lo más maravilloso que pudiera ocurrirle a un ser humano.
    La vista sobre los acantilados de Cap Ferrat era en verdad inimitable, la temperatura ideal, y de las extensas rosaledas llegaba un aroma que se entremezclaba con la brisa marina, y que obligaba al anciano a entrecerrar los ojos de tanto en tanto al tiempo que aspiraba profundamente.
    —Mi primera esposa olía así –musitó apenas–. Murió al dar a luz cuando apenas había cumplido los veinte años.
    –Se volvió hacia Naima Fonseca para añadir con una triste sonrisa no exenta de admiración–. En ocasiones tú me la recuerdas.
    —Creo que Naima nos recuerda a todas las mujeres hermosas que hemos amado a lo largo de nuestra vida –sentenció Waffi Wad–. Y temo que todas las mujeres hermosas que conozcamos de ahora en adelante nos recordarán a Naima.
    —Se agradece el cumplido... –señaló de inmediato la venezolana–. Pero no he venido hasta aquí para escuchar piropos sino para encontrar respuestas.
    —¡Paciencia, querida! –le recriminó Oman Tlass–. La experiencia demuestra que las respuestas precipitadas suelen ser erróneas, y ten por seguro que las soluciones que la humanidad no ha sido capaz de encontrar a lo largo de miles de años, no las encontraremos nosotros en un mes ni en un año.
    —Pero es que ahora tenemos algo que la humanidad nunca tuvo: inteligencia, dinero y buena voluntad –fue la respuesta–. Aunque admito que por mi parte me limito a poner algo de dinero y mucha buena voluntad.
    —También aportas belleza, lo cual siempre es de agradecer –sentenció Buba Okono–. Uno se cansa de tantos consejos de administración dominados por gordos calvos eternamente malhumorados porque consideran que ganan menos de lo que en verdad se merecen.
    Tratar con una Miss Universo que además se muestra generosa ofreciendo lo que tiene constituye una novedad digna de ser tenida muy en cuenta.
    Sir Edmund había tomado asiento en su banco favorito, aquel que se alzaba en el mirador que avanzaba sobre el mar, y en el que más de medio siglo atrás le había pedido a una frágil y linda muchachita que fuera su esposa, por lo que el resto del grupo buscó acomodo a su alrededor, como si en lugar de tratarse de algunos de los hombres más poderosos del planeta, fueran en realidad un grupo de estudiantes que aguardaban sin prisas a que su anciano profesor recuperara el aliento antes de señalar:
    —Cuando miro hacia atrás y comprendo lo mucho que estuvo en mis manos hacer y nunca hice, daría cualquier cosa por tener vuestra edad y corregir tales errores, puesto que ahora comprendo que el hecho de haber empleado tanto tiempo en duplicar la fortuna que mi padre me dejó, tan sólo me ha producido la pequeña satisfacción que puede producir una simple multiplicación.
    —A muchos les bastaría con eso –le hizo notar Takedo Sukuna.
    —Lo sé mejor que nadie, ya que me ha bastado durante más de setenta años –admitió el anciano–. Pero llega un momento en que aceptas que por muchos ceros que inscribas sobre tu lápida su peso no disminuye, por lo que se mantendrá sobre tu pecho hasta el fin de los siglos.
    —¿Y supone que el dinero que invierta en intentar ayudar a otros aligerará ese peso?
    —Lo ignoro, pero lo que resulta evidente es que lo único que pierdo con intentarlo es dinero, y a mi edad es lo que menos necesito. –Hizo un amplio gesto hacia el paisaje que se extendía ante él al añadir–: Siempre soñé con morir sentado en este banco, contemplando el mar y aspirando el aroma de esos rosales. Si lo consigo quiero, además, sentirme orgulloso de mí mismo. –Se volvió a Buba Okono para inquirir cambiando de tono–:
    ¿Has decidido ya cómo se va a llamar nuestro barco?
    —Aún no.
    —¿Y nunca te han dicho que eres un jodido cabronazo?
    —Día sí y día también. Pero suelen llamarme "jodido negro cabronazo".
    —¡Por algo será! –El judío se despojó por enésima vez del audífono y comenzó a ajustarlo al tiempo que señalaba–: Se me ha ocurrido que si pretendemos mantener en secreto nuestras identidades deberíamos elegir unas nuevas con las que reconocernos sin que nadie más pueda saber de quién se trata.
    —Me temo que ha visto usted muchas películas de espías –comentó Bill Spangler–. ¿Acaso está insinuando que nos pongamos apodos?
    —¿Y por qué no? Ya que nos gastamos tanto dinero en intentar hacer algo importante, al menos que sea divertido.
    —Estoy de acuerdo –intervino Oman Tlass evidentemente feliz con la idea–. Me encantaría llamarme Águila Negra, Cuervo Madrugador o algo por el estilo.
    —No es serio.
    —Ya he hecho demasiadas cosas serias en esta vida.
    —Lo que pretendemos hacer es quizá lo más serio de todo.
    —Por eso mismo opino que no le vendría mal alguna que otra pincelada de humor. Estoy convencido de que si mi secretaria me comunica que me llama por teléfono Lince Silencioso, me alegraré mucho más que si me dice que me llama un tal Bill Spangler, por muy rico y famoso que sea.
    —Me niego a llamarme Lince Silencioso.
    —¿Qué tal Oso Roncador?
    —¡Pero bueno! ¿Tú eres saudita o piel roja? –El americano agitó la mano como dando por concluida la discusión–. Estoy de acuerdo –dijo–.
    Acepto que no es mala idea que cada cual tenga un sobrenombre que únicamente nosotros conozcamos, pero, ¡por favor!, que sea algo menos llamativo.
    —¿Números del uno al siete?
    —¡Tampoco es eso!
    —¿Días de la semana?
    —En ese caso a Buba le tocaría ser Viernes. No me vale.
    Waffi Wad que llevaba largo tiempo en silencio hizo un ampuloso gesto pidiendo silencio para indicar luego el enorme caserón que se alzaba sobre la colina.
    —Este lugar se llama Villa Olimpo, ¿no es cierto? –Ante el mudo gesto de asentimiento añadió–: Pues en ese caso, y sin querer considerarnos dioses, la cosa está muy clara. Sir Edmund, como dueño de la casa, debe ser Júpiter; a Naima, le corresponde naturalmente ser Venus, y a Oman, como es naviero, Neptuno. Yo me pido Saturno.
    —¡Un momento! –le interrumpió un incrédulo Gaetano Derderian Guimeraes–. ¿Realmente son ustedes algunos de los hombres más ricos y poderosos de la Tierra, o es que me ha emborrachado el vino del almuerzo? Se comportan como niños.
    Naima Fonseca extendió la mano con el fin de pellizcarle cariñosamente la mejilla.
    —¡Querido mío! –musitó–. Si se comportaran como hombres jamás invertirían su dinero en una empresa tan sin sentido como ésta. Agradece que al menos por una vez en su vida prefieran ser niños.
    —Sospecho que tienes razón.
    —¡La tengo, querido! ¡La tengo! He estado casada con dos hombres muy ricos y muy importantes, y te aseguro que únicamente me hacían feliz cuando olvidaban lo ricos e importantes que eran y se comportaban de un modo infantil. La experiencia me dice que un hombre realmente grande nunca se avergüenza de parecer pequeño. Son los pequeños los que sufren por serlo.
    —¡Pues está claro que acabas de hacerme la puñeta! –se lamentó Bill Spangler–'Ahora no me queda más remedio que aceptar convertirme en Urano o Plutón si no quiero que me consideres un tipo "pequeño".
    —También puedes ser Marte.
    —¡Ya ves! ¡Eso está mejor! Me quedo con Marte.
    Takedo Sukuna se volvió al negro al tiempo que se encogía de hombros en un cómico gesto de resignación:
    —Nos han dejado Urano y Plutón, y como tú vas a ser el que le ponga el nombre al barco, yo elijo Urano.
    —¡Con tal de que no acabéis llamándome Pluto!
    —¡Bien! –señaló Bill Spangler–.
    Me ocuparé de proporcionar a cada uno un teléfono móvil y un ordenador personal de comunicación directa, absolutamente secreta y exclusiva. Y ahora, si no les importa, deberíamos dejarnos de juegos y concentrarnos en lo que en realidad importa.
    —¿Y es?
    —Elegir las prioridades.
    —Supongo que son muchas –puntualizó Takedo Sukuna.
    —Perdone que discrepe –le contradijo el brasileño–. A mi modo de ver, si se pretende construir un mundo mejor, lo primero que hay que conseguir es la paz.
    —La paz ha sido el gran problema de la humanidad desde que los dos primeros clanes disputaron por un determinado territorio –sentenció el japonés–. No ha existido ni una sola generación que no se haya visto envuelta en alguna guerra, y dudo que ni nosotros ni nadie consiga imponer la paz a quien tan sólo parece disfrutar destruyéndose. Estoy aquí para hacerme ilusiones, pero dentro de un orden.
    —Estoy de acuerdo en eso –intervino Oman Tlass–. Conviene soñar, pero no tanto.
    —Pero es que –no me estaba refiriendo a una paz global y duradera –puntualizó el brasileño–. No soy tan iluso.
    —¿A qué se refería entonces?
    —A la paz que tanto nos está haciendo falta en estos momentos. Con todos los respetos hacia sir Edmund, estarán de acuerdo conmigo en que nunca se llegará a parte alguna hasta que se resuelva de una vez por todas el feroz enfrentamiento entre judíos y palestinos.
    —En eso siempre he estado de acuerdo –admitió el inglés que una vez más parecía haber concluido su enconada lucha con el audífono–. Como descendiente directo de uno de los artífices de la creación del estado de Israel, tengo derecho a reconocer que se han cometido, y se continúan cometiendo, graves errores y tremendas injusticias con esos pobres palestinos.
    —Me alegra oírle decir eso.
    —Es que yo puedo ser judío, pero no fanático. Y me consta que mientras no se corrijan tales injusticias, ésa será una herida infectada y supurante que afectará a cuantos esfuerzos se realicen en cualquier otro campo.
    —Luego ¿está de acuerdo conmigo en que ése es el primer problema a solucionar?
    —Naturalmente, pero por más vueltas que se le ha dado al tema, jamás se le ha ocurrido a nadie una fórmula que resulte aceptable por todos.
    —Yo hace tiempo que le doy vueltas a una idea que tal vez pudiera servir –le hizo notar Gaetano Derderian.
    El anciano le dirigió una larga mirada de incredulidad, pero acabó por encogerse de hombros al comentar:
    —Lo dudo, pero no me importaría escucharla.
    —Necesito un mapa para explicarla.
    —Le garantizo que en esta casa lo que sobran son mapas.
    Minutos más tarde se encontraban de nuevo reunidos en torno a la redonda mesa de la biblioteca sobre la que aparecía extendido un enorme mapa de Israel y los estados vecinos.
    El pernambucano permanecía en pie, con un lápiz en la mano, y tras dudar tan sólo unos instantes, inquirió sin que su pregunta pareciera ir dirigida a nadie en concreto:
    —¿Cuál es a su modo de ver el principal problema entre judíos y palestinos?
    —Supongo que el fanatismo religioso.
    —Un odio acumulado a lo largo de más de tres mil años.
    —La capitalidad de Jerusalén.
    —El ansia de venganza.
    —Todas son respuestas válidas –admitió Gaetano Derderian–. Pero existe una mucho más importante.
    —¿Y es?
    —La que ha señalado Takedo Sukuna como origen del primer enfrentamiento entre clanes, y que millones de años más tarde, y tras haber pasado del hacha de piedra a la bomba atómica, continúa constituyendo, por desgracia, la raíz de la mayor parte de las guerras: el espacio vital.
    —¿Lo cree realmente?
    —Sin lugar a dudas, puesto que los israelitas cada vez necesitan ampliar más territorios con el fin de asentar a las oleadas de inmigrantes que llegan de todos los rincones del mundo, con lo que acaban por encerrar a los palestinos en guetos en los que no tienen posibilidad alguna de sobrevivir decentemente.
    —Demasiada gente para muy poca tierra útil –reconoció Waffi Wad–.
    Así ha sido desde que se fundó Israel, pero como se suele decir, "no hay más cera que la que arde".
    —Te equivocas. Hay mucha más "cera". Lo que ocurre es que nadie se preocupa de que "arda".
    —¿A qué te refieres?
    —A un lugar en el que estuvimos juntos hace años: la península del Sinaí.
    —La península del Sinaí pertenece a Egipto –le hizo notar Oman Tlass–. Y dudo que los egipcios acepten ceder un solo metro cuadrado de su territorio a nadie.
    —¿Quién se lo ha pedido, y quién les ha ofrecido algo decente a cambio? –quiso saber el pernambucano–. Estoy de acuerdo en que nadie cede nada a cambio de nada, pero Egipto es un país en vías de desarrollo que necesita modernizarse urgentemente. Es inmenso, y dispone de esa península que es como un inútil apéndice que constituye menos del cinco por ciento de su superficie total.
    —Su importancia estratégica es primordial.
    —Continuaría siéndolo aunque cediera una franja de unos cincuenta kilómetros. –Señaló un punto en el mapa–'Justo aquí, en su frontera norte, desde el Mediterráneo al golfo de Aleaba.
    —¿Y por qué iba a hacer eso? .
    —Porque a cambio se le ofrecería transformar el resto de esa inmensa península, ahora prácticamente improductiva, en un emporio de riqueza.
    —¿Cómo?
    —Al mismo tiempo que se crearían ciudades para los palestinos, se crearían otras idénticas para los egipcios... –Se volvió a Waffi Wad para señalar–: Tú mismo me enseñaste Dubai. ¿Recuerdas lo que me contabas sobre cómo era tu país hace treinta años?
    —¡Naturalmente! De niño jugaba entre dunas de arena y chozas de barro.
    —Y, sin embargo, hoy en día su capital es una de las ciudades más modernas y prósperas del mundo.
    —Gracias al petróleo.
    —Gracias al petróleo, no. Gracias al dinero que proporciona el petróleo, puesto que el petróleo en sí mismo no sirve más que para ser quemado o para contaminar.
    —Viene a ser lo mismo.
    —Te equivocas, y perdona que te lo diga. Lo que importa es el dinero, no el petróleo. Bill es uno de los hombres más ricos del mundo y jamás ha tenido nada que ver con el petróleo.
    Con dinero, provenga de donde provenga, se puede convertir la península del Sinaí en un nuevo Dubai.
    —¿Tienes una idea de la inversión que haría falta?
    —Haría falta mucho menos de lo que se invierte en las guerras o en solucionar los mil problemas que nos proporciona, y proporcionará en el futuro, el eterno enfrentamiento entre judíos y palestinos.
    —¿Y de dónde sacaríamos el dinero?
    —Del Banco Mundial, la Comunidad Económica Europea, la Reserva Federal norteamericana e incluso de los jeques árabes. Entre todos cuentan con los medios necesarios como para transformar el desierto del Sinaí en un vergel y una región turística e industrial tan rica y próspera que nadie se tendría que pelear por un "asentamiento" en Ramala o una granja en Belén.
    —Está proponiendo una utopía.
    —Para eso se me ha contratado. ¿O no? –quiso saber–. Se han reunido aquí, dispuestos a perder su dinero en busca de utopías que algún día puedan llegar a convertirse en realidad. Ésa es una utopía que siempre me ha rondado la cabeza, y no entiendo por qué no puedo aspirar a que algún día se convierta en realidad.
    —Y a mí se me antoja factible –intervino un meditabundo Waffi Wad–. Conozco la región porque estamos construyendo muy cerca una enorme planta desaladora que transformará el desierto de Jordania en una inmensa huerta, y no veo por qué no se podría hacer lo mismo en el Sinaí. Entiendo que ésa podría convertirse en una de nuestras prioridades a la hora de intentar diseñar un mundo mejor.
    —No es mala idea –puntualizó Naima Fonseca–. El primer paso debe ser siempre la búsqueda de la paz.
    — Puede que tenga razón –admitió sir Edmund–. Ésa sería sin duda una magnífica tarjeta de visita. Sugiero que busquemos a los mejores especialistas con el fin de que diseñen una estrategia y un presupuesto lo más aproximado posible. ¿De qué extensión de terreno estamos hablando?
    —Calculo que de poco más de treinta mil kilómetros cuadrados –replicó de inmediato Gaetano Derderian–.
    Muchos países no tienen, ni remotamente, ese tamaño.
    —Pues si mi abuelo contribuyó a crear Israel partiendo de la nada y en contra de la opinión de una gran parte de la humanidad, no veo por qué motivo yo no puedo contribuir a la creación de un país que subsane los errores que entonces se cometieron.
    ¿Están de acuerdo conmigo?
    —Para eso nos hemos reunido.
    —Si un puñado de mafiosos fueron capaces de construir Las Vegas en mitad del desierto de Nevada –señaló Bill Spangler–, con mayor razón un puñado de personas decentes podemos levantar algo mucho más importante que una ciudad consagrada al vicio en el desierto del Sinaí.
    —¡Adelante entonces! –exclamó el entusiasmado anciano–. Punto primero:
    "Una patria para los palestinos".
    —¡Alto ahí! –intervino el japonés–. Admito que ése debe ser nuestro primer proyecto, pero entiendo que no se debe dar a la luz hasta que esté diseñado y estructurado. –Alzó el dedo en lo que pretendía ser una clara advertencia al insistir remarcando mucho las palabras–. Pero sobre todo, hasta que la idea parta de ese barco y nadie la mire con recelo.
    —Supongo que el barco podrá estar a punto en cuatro o cinco meses.
    Mientras tanto, podemos ir contratando a los arquitectos, urbanistas, agrónomos, ingenieros y especialistas de todo tipo que diseñen lo que habrá de ser un país perfecto.
    —!"Un país perfecto"! –no pudo por menos que exclamar Naima Fonseca–.
    ¡Suena "chévere"! Un país perfecto para un pueblo hambriento que ahora nada tiene. Nunca se habrá intentado algo semejante.
    —Existe un precedente, aunque no tan ambicioso –le hizo notar el pernambucano–. Mis compatriotas se propusieron alzar una capital ideal en el centro de la nada, pero aunque admito que se realizaron obras magníficas, creo que deberíamos huir del ejemplo de Brasilia.
    —Demasiado ostentoso –admitió Bill Spangler–. Óscar Niemeyer diseñó una ciudad del futuro en la que los automóviles se sintieran a sus anchas, pero tal vez por eso mismo la deshumanizó convirtiéndola en un gigantesco monumento en el que nadie se siente a gusto. No creo que ése deba ser el espíritu de una nueva Palestina.
    —Eso es muy cierto... –intervino Oman Tlass–. Deberíamos inclinarnos por pueblos pequeños, cómodos, de calles estrechas y arquitectura baja, que estén en consonancia con el paisaje de la costa. Luego, más al interior, se alzarían las zonas agrícolas y en tercera fila los polígonos industriales donde los coches podrían correr cuanto quisieran. Con tanto espacio debemos evitar las aglomeraciones y los edificios altos.
    Sir Edmund Rosenthal extendió las manos sobre la mesa como si ese simple gesto bastara para que todos guardaran silencio y le prestaran atención, cosa que ocurrió en el acto.
    Sonrió de oreja a oreja.
    —¡Un momento! –dijo–. ¿Se dan cuenta de que en cuestión de minutos se han disparado a lanzar ideas como si fueran cohetes? Esto parece ‘Alicia en el país de las maravillas’.
    Nadie nos garantiza que Egipto acepte ceder parte de su territorio, ni que los palestinos estén dispuestos a abandonar sus hogares.
    —En efecto, sir Edmund –admitió Buba Okono–. Nadie nos garantiza nada. Pero si quisiera garantías invertiría mi dinero en bonos del Estado y no en sueños irrealizables. Lo único que pido es que ya que voy a gastarme tanto dinero, lo gaste en algo que en verdad valga la pena. Y a mí esta locura se me antoja fascinante.
    —Eso no puedo negarlo. Pero mi pregunta se centra en si debemos ser nosotros los que establezcamos de antemano cómo debe ser ese país, o conviene dejarlo en manos de auténticos profesionales.
    Naima Fonseca tomó con gesto de profundo afecto la mano del anciano, al tiempo que comentaba:
    —No existen "auténticos profesionales" en la tarea de diseñar países, ya que nunca se ha dado el caso de que alguien lo haya intentado con anterioridad. Y dejándome a un lado, visto que mi fortuna es heredada y no soy un genio de las finanzas como usted, los aquí presentes han demostrado ser algunos de los hombres más inteligentes y preparados del planeta. Tengo plena confianza en que sabrán marcar las líneas maestras que luego los arquitectos, urbanistas e ingenieros deberán llevar a término, puesto que en torno a esta mesa hay algo que importa más que nada: hay buena voluntad, mucha fe y mucho entusiasmo.
    —Y mucho loco suelto.
    —Más vale el sueño de un loco que la realidad de un cuerdo.
    —En este caso, sin duda, querida.
    En eso estoy de acuerdo. Pero como soy el más viejo del grupo me veo en la obligación de adoptar el papel de "abogado del diablo" y calmar los ánimos.
    —¡No, por favor! –le atajó extrañamente excitado Bill Spangler–.
    Nunca adopte el papel de "abogado del diablo". Odio ese término. En el mundo proliferan como las setas tras la lluvia, y desde que tengo memoria siempre me he enfrentado a ineptos que se arrogan el derecho a negarlo todo refugiándose en un concepto tan socorrido. Estoy convencido de que si les hubiéramos hecho caso, casi ninguno de nosotros estaríamos ahora aquí.
    —Es más que probable –admitió el inglés–. Y le ruego que me perdone porque tal vez el término no ha sido el más apropiado. Si le parece lo cambiaré por el de "moderador".
    —Me gusta más.
    —En ese caso aceptarán que Júpiter se convierta en el moderador de los excesivos entusiasmos. –Movió una y otra vez la cabeza al añadir–: ¡Me gusta eso de ser Júpiter!
    —¡Pues a mí continúa sin gustarme lo de ser Plutón! –se lamentó el liberiano.
    —Aún estás a tiempo de cambiarlo.
    ¿Qué tal Mercurio?
    —Me lo pensaré.
    —¡Pues sí que estamos buenos! –protestó Waffi Wad–. Si cada vez que te tienes que pensar un nombre tardas dos días, nos haremos viejos sin haber hecho nada.
    —¡No le presiones! –rogó Oman Tlass–. Está en su derecho de meditar las cosas el tiempo que necesite.
    Ahora lo que tenemos que plantearnos es si tenemos la más mínima idea de cuánto cuesta construir un país.
    —La mitad que destruirlo –replicó de inmediato Naima Fonseca como si hubiera tenido las palabras en la punta de la lengua. ,
    —¿Cómo lo sabes?
    —Porque cuando se destruye un país se destruyen también vidas humanas, y ésas no tienen precio.
    —¡Respuesta correcta, vive Dios!
    —no pudo evitar exclamar Bill Spangler–. Y cierto es que de igual modo se destruyen las fábricas y las fuentes de riqueza, lo que a la larga constituye una pérdida difícil de cuantificar. –El americano golpeó repetidas veces la mesa con la palma de la mano muy abierta como si estuviera intentando remarcar lo que iba a decir a continuación–: Una de las primeras cosas que tendremos que hacer es contratar un equipo de relaciones públicas capaz de convencer a los empresarios que invertir en un país que está naciendo constituye un magnífico negocio.
    —Si ustedes dan el ejemplo muchos les seguirán –señaló Gaetano Derderian.
    —Conozco el dicho –masculló el banquero–. "Si ves a un judío tirarse por una ventana lánzate detrás porque seguro que abajo hay dinero."
    —No me refería concretamente a los judíos –puntualizó el pernambucano–.
    Si el archifamoso Bill Spangler montara una fábrica de ordenadores, el poderoso Takedo Sukuna una cadena de hoteles, el astuto Oman Tlass unos astilleros, y usted una sucursal de su banco, inversores de todos los rincones del mundo acudirían como las moscas a la miel.
    —Pero habíamos quedado en que no nos metíamos en esto para ganar dinero protestó el japonés.
    —En este caso no se tratará de ganar dinero, sino de hacer algo bueno de un modo indirecto. Si además produce beneficios, mejor que mejor.
    —¡Visto de ese modo!
    —Mercurio.
    Todos se volvieron hacia el africano.
    —¿Qué has dicho?
    —He dicho Mercurio. Me gusta más que Plutón.
    —Te va más Plutón –comentó Waffi Wad–. Pero sobre gustos no hay nada escrito. Por lo que a mí respecta estoy de acuerdo en que invertir en ese nuevo país, si es que conseguimos crearlo, será una buena prueba de que creemos en lo que hacemos.
    —Naturalmente que creemos.
    —En ese caso estoy dispuesto a construir una central eléctrica y una cadena de desaladoras.
    —¡Bien! –sentenció el inglés poniéndose en pie casi con brusquedad–.
    Ya que al parecer estamos de acuerdo, propongo que nos vayamos a cenar porque me muero de hambre. Pediré a mi secretario que nos agencie toda la información posible sobre esa casi desconocida península del Sinaí y mañana continuaremos con el tema. ¿Alguna objeción?
    —¡Júpiter manda! Júpiter no manda –puntualizó–. Júpiter se limita a proponer, puesto que aunque supongo que el Olimpo debía de ser una especie de dictadura, esto es una democracia en la que a las ocho en punto empiezan a rugirme las tripas y a las nueve se me cierran los ojos.
    ¡Cosas de la edad! Tras la exquisita cena totalmente impropia de un anfitrión inglés, los invitados se fueron retirando uno tras otro hasta que en la amplia terraza desde la que se dominaba la piscina y la luna que jugueteaba con un mar en calma, tan sólo quedaron Naima Fonseca, Waffi Wad y el pernambucano.
    Al cabo de un largo silencio en el que cada uno de ellos parecía haberse sumido en sus propios pensamientos, el último comentó:
    —No sé cómo agradecer que pensarais en mí para este trabajo. En verdad me entusiasma.
    —No tienes nada que agradecer –le hizo notar de inmediato el dubaití–.
    No creo que pudiera existir nadie mejor que tú para sacar adelante este empeño, y la prueba está en que ya has aportado una idea ciertamente extraordinaria. El simple hecho de intentar solucionar el problema entre judíos y palestinos justifica cualquier esfuerzo y cualquier gasto.
    —Lo que me pregunto es cómo no se le había ocurrido antes a nadie –comentó la venezolana–. ¡Parece tan simple!
    —Demasiado a menudo las soluciones más simples son las menos visibles –sentenció Waffi Wad–. Y demasiado a menudo, también, los que las ven no se atreven a exponerlas debido a su propia simpleza. Vivimos en un mundo excesivamente complejo en el que desde niños nos inculcan que lo blanco no es absolutamente blanco, ni lo negro, negro. Con frecuencia nos pasamos media vida buscando grises donde no hay grises por el simple hecho de que alguien que se cree muy listo nos ha convencido de que siempre tiene que haber grises.
    —En eso tengo una amarga experiencia –admitió Gaetano Derderian–.
    Perdí la partida más importante de mi vida, la que me hubiera dado acceso a disputar el título mundial, porque me empeñé en dar un rebuscado mate con los caballos cuando me hubiera bastado con adelantar un peón. Hasta el más lerdo lo veía. Todos, menos yo.
    —Pues agradezco a Dios que no lo vieras –sentenció convencida de lo que decía Naima Fonseca–. Si hubieras llegado a disputar ese título, ahora no estarías aquí sentado, y sinceramente creo que eres más útil dando ideas y resolviendo problemas que jugando al ajedrez.
    —Pero tal vez hubiera pasado a la historia como el primer brasileño en ostentar el cetro mundial.
    —¿Y crees que eso te hubiera hecho más feliz?
    —En aquel momento, sí.
    —Lo supongo, pero ten presente que el hecho de llegar a la cima te hubiera exigido continuar en ella con lo que habrías dedicado todo tu tiempo al ajedrez dejando a un lado una de las facetas más importantes de tu talento:
    la imaginación.
    —Puede que tengas razón, y lo que está claro es que un exceso de imaginación es el peor enemigo al que se enfrenta un jugador de alta competición. La partida que perdí es la mejor prueba.
    —¡Alegrémonos de que así sea! –sentenció la venezolana–. Y ahora aclárame algo que me preocupa profundamente: ¿No podría darse el caso de que esa península del Sinaí continúe deshabitada porque en realidad sea absolutamente inhabitable? Gaetano Derderian se tomó un tiempo para meditar la respuesta. Bebió despacio de la copa que tenía ante él, observó alternativamente a sus dos acompañantes, y al fin replicó:
    —Los esquimales habitan en el polo, a más de cuarenta grados bajo cero, y los tuareg en el corazón del Sáhara a más de cuarenta grados sobre cero. Ni en los polos ni en el Sáhara existen muchachos que se inmolan con un cinturón de bombas que destrozan a cuantos se encuentran a su alrededor, y ni en los polos ni en el Sáhara existe un Ariel Sharon capaz de ordenar que se bombardee una ciudad repleta de inocentes. Ningún lugar del mundo, ni aun la inhóspita península del Sinaí, puede provocar en un año las muertes que provocan los seres humanos en un solo día en Israel o Cisjordania, y estoy convencido de que el peor desierto se puede convertir en un hábitat aceptable a base de invertir dinero, mientras que la experiencia nos enseña que ningún dinero aplaca los odios raciales ni las rivalidades de tipo religioso.
    —Daría cualquier cosa por que tuvieras razón.
    —Creo que la tengo. –El pernambucano se volvió a Waffi Wad. ¿Recuerdas la inmensa planta desaladora que estáis construyendo en Jordania? –Ante el mudo gesto de asentimiento inquirió–: ¿Cuánto costaría hacer una igual en el Sinaí?
    —No tengo ni idea, puesto que las condiciones no son las mismas. En Jordania existe la gran depresión del mar Muerto que abarata mucho los costes de producción aunque, lógicamente, aumenta los de inversión al tener que trasladar el agua, primero la salada y luego la dulce a casi trescientos kilómetros de distancia.
    —Una de las grandes virtudes de la península del Sinaí es que está rodeada por el mar, y tan sólo su centro geográfico, por el que se extiende el auténtico desierto inhabitable, se encuentra a cien kilómetros de la costa más cercana. Olvidándonos de ese desierto, calculo que se podrían regar fácilmente una franja de unos cincuenta kilómetros en torno a cada costa.
    –Agitó la cabeza afirmativamente–. Y eso, a mi modo de ver, es mucho terreno.
    —Demasiado, en efecto –admitió el dubaití–. ¿Te has detenido a calcular cuánto costará proporcionar agua potable a semejante extensión?
    —Costará dinero. Una vez más, y por siempre, dinero. Pero ten en cuenta una cosa: al otro lado del golfo de Akaba, y a menos de veinte kilómetros de distancia se encuentra Arabia, un país musulmán, rico en gas y petróleo y para el que ese conflicto bélico constituye una grave y constante amenaza. Si convenciéramos a sus dirigentes para que tendieran por debajo de ese golfo, muy poco profundo por cierto, una tubería que proporcionase gas a las desaladoras, el precio del agua potable resultaría más bajo que en la propia Europa.
    —Advierto que lo tenías muy bien pensado.
    —Si he aceptado este trabajo es porque creo estar capacitado para ello, y fuiste tú quien me explicó cómo funciona una planta desaladora y cuáles son sus consumos. Fue por aquel tiempo cuando empecé a darle vueltas al tema, ya que mi memoria no sirve únicamente para almacenar miles de partidas de ajedrez. Cuando oigo algo, veo algo, o leo algo, lo recuerdo para siempre.
    —Pues yo no consigo acordarme ni de mi número de teléfono –se lamentó Waffi Wad–. Y como me aburre comprobar, una vez más, que eres una especie de enciclopedia con patas, me voy a la cama. ¡Anda y que te zurzan! Desapareció en el interior del caserón como si le hubieran metido una guindilla en el trasero, por lo que Naima Fonseca no pudo por menos que comentar:
    —Te quiere y te admira, pero lo cierto es que en ocasiones le sacas de quicio. –Sonrió como tan sólo ella era capaz de hacerlo–. Y te mentiría si no te dijera que a menudo me ocurre lo mismo. Eres tan listo que das asco:
    —No es mi intención pasarme de listo –se lamentó el brasileño–. Y en realidad son muchas las cosas que ignoro. Lo que ocurre es que las que sé, procuro saberlas bien.
    —Pues te juro que estoy deseando que surja un tema del que no tengas ni puñetera idea –fue la sincera respuesta–. Nunca me he considerado estúpida, pero hoy me he sentido como "la tonta Blancanieves y los siete geniecitos".
    —Tú no tienes ni un pelo de tonta.
    —Y tampoco de Blancanieves, ¡no te fastidia! Pero ¿qué crees que puede sentir alguien como yo cuando oye hablar a un tipo como Bill Spangler, que ha sido capaz de crear todos esos programas informáticos y un sinfín de cosas de las que no tengo, ni tendré jamás, la más mínima idea de cómo funcionan?
    —Supongo que a él le pasaría lo mismo si tuviera que administrar tus hogares infantiles intentando hacer felices a un montón de niños.
    —No puedes compararlo.
    —¡Sí que puedo! –insistió su interlocutor–. ¿Cuántos chicos tienes ahora?
    —Dos mil trescientos.
    —¿Y realmente cree que cualquiera de esos hombres sería capaz de hacer felices a dos mil trescientos niños?
    —Como tú sueles decir, no es más que cuestión de dinero.
    —¡Te equivocas! En este caso tan particular, el dinero no basta. Hace falta mucho amor, mucha comprensión y una infinita paciencia, cosas todas ellas de las que nosotros carecemos.
    Un hombre, por muy inteligente que sea, raramente consigue hacer bien el papel de madre, y desde luego nunca haría bien el papel de madre de dos mil trescientos muchachos.
    —Admito que en ocasiones incluso a mí me resulta tremendamente difícil.
    —Pues te garantizo que yo, al tercer día, los andaría persiguiendo a tiros por el prado.
    —Lo dudo. Cuando vas de visita te comportas de un modo encantador.
    —¡De visita, querida! De visita.
    Y supongo que en gran parte se debe a que tú estás delante. Alguien tan racional como yo jamás conseguirá entender a unas criaturas que se me antojan totalmente irracionales.
    —¿Y si se tratara de un hijo tuyo?
    —Un hijo mío tendría que ser racional o no sería hijo mío.
    —La madre podría ser irracional.
    —Nunca me casaría con una mujer irracional.
    Ahora sí que Naima Fonseca no pudo evitar que se le escapara una alegre carcajada.
    —¡Vaya por Dios! –exclamó burlona–. Eso me tranquiliza, puesto que significa que nunca correré el riesgo de que me pidas en matrimonio.
    —¿Acaso te inquietaba esa posibilidad? –quiso saber él levemente amoscado.
    Ella le miró directamente a los ojos y resultaba evidente que cuando Naima Fonseca miraba de frente nadie podía mentirle.
    —¿Acaso nunca se te pasó por la mente? –inquirió con dulzura.
    —¡Mil veces diarias! –admitió él.
    —¿Y crees que no lo sé?
    —Supongo que lo sabes.
    —¿Y te sorprende que me preocupe no estar segura de lo que tendría que responderse en caso de que algún día te decidieras? Eres mi mejor amigo, te admiro más que a nadie en este mundo y como hombre aún estas bastante "macizo" como dirían mis chicas. Te garantizo que me colocarías en un difícil compromiso puesto que, según he oído decir, los hombres que valen la pena escasean mucho últimamente.
    Gaetano Derderian se puso en pie, se aproximó a la barandilla, observó largo rato el mar y las luces que formaban un inacabable rosario a lo largo de la costa, y al fin se volvió para comentar con una cierta acritud en la voz:
    —No sé cómo diablos te las ingenias para escabullirte siempre que pretendo hablar seriamente contigo.
    Eres como una anguila que presiente el peligro y se lanza hacia delante antes de permitir que la acosen, perdiéndose de vista sin dar tiempo a reaccionar.
    —¡La experiencia, querido mío! La experiencia. Ten en cuenta que los hombres me han acosado casi desde que tengo uso de razón.
    —Pero supongo que yo no soy uno más.
    —No querido. No lo eres. Y en eso precisamente estriba el problema.





















    ‘La Dama del Adriático’ acababa de dar por concluido su viaje primer oficial alrededor del mundo, por lo que se encontraba varada en los astilleros genoveses, sometiéndose a una rigurosa revisión tras el duro esfuerzo provocado por más de seis meses de travesía en los que se había visto obligada a enfrentarse a un violento tifón en aguas filipinas.
    Se trataba, sin lugar a dudas, de una nave espléndida, de casi ochenta mil toneladas de registro bruto y doscientos noventa metros de eslora, atendida por setecientos tripulantes y capaz para un máximo de dos mil pasajeros que se acomodaban en mil cien camarotes de lujo.
    Contaba con helipuerto, dos piscinas, salas de cine, discoteca, casino, seis restaurantes de muy diferentes cocinas, infinidad de tiendas, gimnasio y todo cuanto pudieran desear cuantos aspiraran a disfrutar de varios meses de relajante navegación.
    No estaba en venta, pero sabido es que todo tiene un precio.
    —Lo que cueste el barco no cuenta, puesto que se trata de una inversión que siempre se recupera –había insistido una vez más Bill Spangler–.
    Busque el mejor.
    Y en opinión de Gaetano Derderian, ‘La Dama del Adriático’ era el mejor buque imaginable para lo que tenía en mente, aunque serían necesarios ciertos cambios si se pretendía convertir una nave de placer en una especie de inmensa y muy especial "oficina flotante" en la que hombres y mujeres de muy diferentes nacionalidades, religiones e ideologías convivieran durante meses, o tal vez años, empeñados en la búsqueda de un destino mejor para la especie humana.
    El brasileño había reunido dos semanas antes a la plana mayor de sus colaboradores en un tranquilo hotel de las afueras de Ginebra, no sólo con la intención de comunicarles la extraña naturaleza de su nuevo trabajo, sino sobre todo para determinar cuántos de ellos estaban dispuestos a abandonar por tiempo indefinido sus hogares para "embarcarse" en una aventura que nunca concluiría, ya que nadie sería capaz de decidir en qué momento se pondría punto final a la ardua tarea de diseñar un mundo mejor.
    —¿Y quién paga? –fue la primera y hasta cierto punto lógica pregunta.
    —Eso no puedo decirlo.
    —¿Ni siquiera a nosotros?
    —Ni siquiera a vosotros. Y no es que desconfíe de vuestra discreción –aclaró–. Es que constituye la primera cláusula, y la más comprometedora del contrato que he firmado.
    —En ese caso –quiso saber el galés Gerry Kelly, que como más veterano del grupo solía actuar como segundo en el mando–, ¿quién nos garantiza que en un momento determinado no dejarán de financiar el proyecto y nos quedaremos "colgados"?
    —Yo. Pase lo que pase siempre tendréis asegurado el puesto actual en Derderian y Asociados.
    —Eso no lo pongo en duda –admitió el otro–. Pero si ahora, que tenemos un bien merecido prestigio en el campo de la investigación, cambiamos bruscamente de actividad, podría darse el caso de que cuando pretendiéramos regresar hubiéramos perdido a nuestros mejores clientes.
    —Se trata de un riesgo evidente que por mi parte he decidido asumir –reconoció el pernambucano–. Ésta es, a mi modo de ver, la aventura más apasionante a la que pueda enfrentarse un ser humano, y pienso afrontar el reto con todas sus consecuencias, pero entiendo que no todos estáis en parecidas circunstancias por lo que he pensado en una opción alternativa.
    —¿Y es?
    —Que Derderian y Asociados no pierda su condición de agencia investigadora –dijo–. Yo continuaré siendo el presidente y cuando sea necesario echaré una mano en los casos más complicados, pero Indro Carnevalli se convertirá en el director general.
    ¿Alguna objeción? Una docena de cabezas negaron con gesto decidido puesto que todos sabían perfectamente que el italiano, pese a ser el más joven de entre todos ellos, era el más cualificado a la hora de suceder al que había sido hasta ese momento el privilegiado cerebro de la singular organización.
    A la vista de ello el brasileño añadió:
    —En ese caso se os presentan dos opciones: o continuar como hasta ahora, aunque con otro jefe, o continuar con el mismo jefe, pero cambiando de actividad.
    —¡Pues vaya una gracia! Ocho hombres y seis mujeres llegados de muy distintos países y continentes se miraron como si cada uno de ellos estuviera intentando averiguar que era lo que pensaba su vecino sobre la posibilidad de afrontar un cambio tan drástico en sus vidas.
    Todos ellos tenían una familia, unos amigos, una casa, un barrio, una ciudad...; es decir, unas raíces que les fijaban a un lugar determinado, y la eventualidad de tener que abandonarlo todo por un período de tiempo indefinido para pasar a vivir a bordo de un barco, por muy lujoso que éste fuera, les inquietaba de un modo harto evidente.
    No obstante, y contra lo que en buena lógica cabría esperar, fue el jovencísimo Indro Carnevalli el primero en alzar la mano para hacer uso de la palabra.
    —A mí todo esto me parece muy bien –argumentó–. Pero se me antoja injusto, ya que soy el único al que no se le ha ofrecido la posibilidad de elegir.
    —Es que tú resultas imprescindible para la dirección de la empresa.
    El otro negó convencido al tiempo que señalaba:
    —En Derderian y Asociados, el único elemento imprescindible se llama Gaetano Derderian. El resto no somos más que simples "asociados" que sin tu dirección pasamos a formar parte del montón de las empresas del sector. Admito que he aprendido mucho, pero no lo suficiente como para ocupar tu puesto. –Hizo un significativo gesto de rechazo que no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones para concluir–: Te agradezco la confianza, pero considero que ese cargo aún me queda grande.
    —Eso debe ser yo quien lo decida, ¿no crees?
    —No. Con todo el respeto que me mereces, no lo creo. Se trata de mi vida. Soy joven, soltero, nada me ata a nadie ni a ninguna parte, no tengo excesivo interés en hacerme demasiado rico demasiado pronto, y te garantizo que me apetece muchísimo más participar en el diseño de un mundo mejor o un nuevo país para los palestinos, que encerrarme en un despacho a remover entre la mierda de tanto estafador como anda suelto por ahí.
    Ahora fue el brasileño el que no pudo por menos que exclamar:
    —¡No me jodas! Si no aceptas me alteras los planes.
    —Pues lo lamento en el alma, pero así es. Aparte de que personalmente considero que Gerry está mucho más capacitado que yo para sustituirte.
    —¡A mí olvídame, pequeño! –protestó de inmediato el aludido–. Gaetano sabe desde hace años que jamás aceptaré la presidencia, y está claro que donde él vaya, voy yo. Aparte de que me divierte la idea de vivir en un barco. Mis hijos están casados y mi mujer se la pasa dándome la tabarra con el capricho de hacer un largo viaje por mar. Quería viaje, pues ¡toma viaje! Gaetano Derderian Guimeraes, al que por primera vez en mucho tiempo se le advertía sinceramente desconcertado, se frotó repetidamente la nariz, muestra inequívoca de que no sabía qué postura adoptar, y por fin inquirió casi con una cierta timidez:
    —¿Algún voluntario para ocupar mi puesto? Silencio sepulcral.
    —¡No es tan malo! Idéntica respuesta.
    —Y está bien pagado.
    —¡Escucha! –se decidió a intervenir la pragmática Madeleine Perrault–. Todos llevamos el suficiente tiempo en esto como para saber que si la empresa funciona es gracias a ti, y que bajo cualquier otra dirección iría de cabeza al abismo. Somos buenos colaboradores, probablemente los mejores, puesto que tú nos has elegido y enseñado, pero el "principio de Peter" estipula que nadie debe aspirar a un puesto que está por encima de sus aptitudes. Si Derderian y Asociados tiene que morir, más vale que la matemos aquí y ahora, a permitir que languidezca sin pena ni gloria.
    Se escuchó un sonoro murmullo de asentimiento que tuvo la virtud de dejar al pernambucano más desconcertado de lo que ya estaba.
    —Pero es que he trabajado mucho para levantar esta empresa –se lamentó–. No quiero que muera.
    —Tenías que haberlo pensado en el momento de firmar ese contrato, querido –le reconvino sin excesiva acritud la siempre provocativa y sensual Erika Freiberg–. No siempre se puede pretender estar "en misa y repicando".
    Por lo que a mí respecta me subo al barco, pero entiendo que haya otros que por motivos personales no puedan hacerlo.
    Se hizo un nuevo silencio, pero ahora se trataba de uno de aquellos largos silencios que sus colaboradores sabían que Gaetano Derderian necesitaba cuando se veía obligado a tomar una decisión.
    Y aquélla era, quizá, una de las decisiones más difíciles a que se había visto abocado a lo largo de toda su vida, visto que se trataba de la liquidación o no de una empresa cuya consolidación le había costado muchos años, muchos esfuerzos y muchos sacrificios.
    Partiendo prácticamente de la nada, había sabido crear la más moderna y efectiva agencia de investigación del planeta, y con tiempo y una infinita paciencia había conseguido ir seleccionando a los mejores corresponsales en cada país, entretejiendo una compleja red de información que funcionaba con tanta celeridad y libertad que ningún organismo burocrático oficial podía soñar siquiera con igualar.
    Contaba con laboratorios propios, gigantescos archivos y el más sofisticado y complejo instrumental que el ser humano hubiera sido capaz de inventar, pero contaba sobre todo con un personal de impagable valía, por lo que la sola idea de desmontar por propia voluntad una organización que anualmente facturaba millones y resolvía a poderosos gobiernos muy arduos problemas, le provocaba vértigo.
    Al fin, tras lanzar un sonoro resoplido con el que al parecer pretendía demostrar hasta qué punto se encontraba abatido por el peso de la responsabilidad, el brasileño se volvió una vez más a Indro Carnevalli para suplicarle:
    —¡Por favor...! El italiano se limitó a negar con firmeza:
    —¡No cuentes conmigo!
    —’Mascalzone’! ¡De acuerdo! ¡Aquí va mi última propuesta! Nueve meses en tierra y tres meses en el barco o abandonas la empresa.
    —Eso es chantaje.
    —Estoy de acuerdo, pero necesito mantener nuestra estructura en tierra como apoyo logístico al barco, y por lo tanto lo mejor que podemos hacer es conservar la actual red de oficinas y corresponsales. Si se presenta algún caso importante lo aceptamos, tú llevas el peso de la investigación y yo acudo a echarte una mano.
    —Me sigue pareciendo una cacicada.
    —De acuerdo también. Pero recuerda que soy el jefe, te contraté y te enseñé el oficio, y por lo tanto puedo despedirte en el momento en que me salga de las narices. Comprendo que te apetezca más vivir unas eternas vacaciones en un precioso barco recorriendo países exóticos y buscando la forma de arreglar el mundo que encerrarte en un despacho a estudiar aburridos informes, pero en esta vida tenemos que estar a las duras y a las maduras. ¿Lo tomas o lo dejas?
    —¿Y tú qué crees? –masculló de mala gana el italiano visiblemente compungido–. No me dejas opciones.
    —Eres muy bueno y podrías montar tu propia agencia.
    —’Ma va fan culo’! –fue la inmediata respuesta–. Asunto resuelto: me quedaré nueve meses en tierra.
    Gaetano Derderian se volvió al resto de los presentes, sonrió feliz por la victoria obtenida y señaló:
    —El resto cuenta con una semana para tomar una decisión. Las condiciones económicas continúan siendo las mismas, pero quienes se embarquen dispondrán de alojamiento, alimentación y "transporte" gratuitos.
    —¡Conmigo no cuentes! –se apresuró a señalar Madeleine Perrault–. Cada vez que piso la cubierta de un barco se me revuelven las tripas y me entran vahídos. Soy rata de asfalto.
    El brasileño se limitó a asentir con gesto de compresión al tiempo que se ponía en pie como dando por concluida la reunión.
    —Te conozco hace años y lo tenía asumido. Al resto os quiero aquí el lunes a primera hora, listos para empezar a buscar un barco en el que pueda vivir la gente que sea capaz de imaginar, diseñar y tal vez construir un mundo, mejor para seis mil millones de seres humanos.
    La mayoría aceptaron.
    Gaetano Derderian lo suponía, dado que la apuesta era lo suficientemente ambiciosa como para que nadie que tuviera el más mínimo espíritu aventurero o amor al prójimo no se sintiera atraído por la idea de participar en ella.
    Ordenó por tanto a parte de su gente que se afanara en la tarea de localizar una nave apropiada a sus necesidades, y a otra parte en la de reclutar a todas aquellas personas que pudieran aportar ideas válidas.
    La primera parte resultó, lógicamente, mucho más sencilla.
    Los barcos, grandes o pequeños, caros o baratos, lujosos o incómodos, abundaban.
    Las ideas también, pero muy pronto resultó evidente que resultaba casi imposible diferenciar las buenas de las malas.
    Todo el mundo parecía disponer de una fórmula que consideraba mágica a la hora de resolver cualquier tipo de problema, pero por desgracia la mayoría de los problemas se mostraban renuentes a dejarse resolver.
    Ello solía deberse a que cada cual afrontaba dicho problema desde su particular punto de vista, y las cuestiones primordiales a las que el hombre se había enfrentado desde el principio de los tiempos poseían por lo general tantos ángulos, en ocasiones opuestos, que nadie parecía capaz de captarlos en toda su amplitud.
    El principio básico venía a ser siempre el mismo: lo que resultaba beneficioso para unos, resultaba perjudicial para otros.
    —Ésa es la gigantesca pescadilla que se muerde eternamente la cola –sentenció el brasileño durante una de las muchas reuniones que acostumbraba a mantener con los miembros de su equipo–. ¿Qué posibilidades tenemos de hacer compatibles los intereses de seis mil millones de seres humanos que hablan lenguas distintas, creen en dioses distintos, tienen ideologías distintas y sienten de manera distinta?
    —Una entre seis mil millones.
    —Poco es.
    —Demasiado si nos atenemos a la realidad, visto que ése sería un porcentaje válido en el caso de contar con la buena voluntad de todo el mundo. Pero hay tanto hijo de puta suelto, que cualquier cálculo resultaría optimista –sentenció Erika Freiberg aun a pesar de que tenía justa fama de ver siempre el lado más optimista de las cosas–. La soberbia, el egoísmo, la ambición, la estupidez y la maldad son factores que desestabilizarán siempre el proyecto más generoso y bienintencionado que se afronte.
    —¿Quieres decir con eso que estamos condenados al fracaso?
    —¡En absoluto! –replicó de inmediato la atractiva rubia al tiempo que ensayaba un coqueto mohín–. Actualmente el mundo anda tan mal, que cualquier mejora que consigamos ya resultará un notable éxito. Lo tenemos muy fácil con tal de no hacernos demasiadas ilusiones. Un mundo mejor lo consigue cualquiera; lo verdaderamente complicado sería estropearlo más de lo que ya lo está.
    —Eso me anima.
    —Es que ésa es la realidad. Sal a la calle, dale un pedazo de pan a un hambriento o dile una palabra de consuelo a un enfermo y ya habrás conseguido un mundo mejor.
    —Aspiramos a más.
    —¡Naturalmente! Aspiramos a muchísimo más. Pero mi difunto esposo, que como sabes era catedrático, embajador y un tipo extraordinariamente inteligente, solía asegurar que el día que Dios se dio cuenta del desastre que había causado al crear a los hombres, se refugió en la más lejana de las galaxias jurándose a sí mismo no volver a intentar jamás una aventura tan arriesgada y estúpida.
    —No me gusta que seas irreverente.
    —No soy irreverente. Y no tenemos por qué echarle nada en cara. Probablemente su intención era buena, pero le salió mal, eso es todo.
    —Nunca se me hubiera pasado por la mente ver la creación del mundo desde un ángulo tan simple –intervino un confundido Indro Carnevalli–. "Salió mal, eso es todo." ¡Diablos, qué fácil!
    —Si observamos desapasionadamente a los seres humanos, nos vemos obligados a aceptar que somos tan imperfectos que ni a propósito podrían habernos "fabricado" peor –insistió la luxemburguesa–. Y como nunca he creído que el Creador fuera un malvado, me limito a aceptar que se equivocó.
    El pernambucano alargó la mano como si con ello quisiera dar por concluida tan desconcertante discusión.
    —¡Bien! –comentó–. Bromas aparte...
    —No es ninguna broma –le interrumpió Erika Freiberg–. Lo digo muy en serio.
    —¡Como quieras! –admitió el otro armándose de paciencia–. Disquisiciones filosóficas aparte, lo que importa es intentar averiguar dónde diablos vamos a encontrar a quienes sean capaces de proporcionarnos las ideas que necesitamos.
    —Donde menos lo esperemos –sentenció segura de lo que decía Madeleine Perrault–. A mi entender, las ideas no son patrimonio de nadie por muy culto y preparado que se encuentre.
    Conozco intelectuales de gran valía a los que nunca se les ocurriría nada original, y a campesinos semianalfabetos capaces de ver cosas sorprendentes allí donde los demás no vemos nada.
    Mi opinión es que abramos todas las puertas y todas las ventanas para que la luz entre a raudales.
    —Un exceso de luz puede dejarnos ciegos –sentenció el pernambucano–.
    Aunque admito que nuestra misión debe ser tamizarla, filtrarla, y permitir que únicamente brille aquella que nos indique el camino a seguir.
    —¿Y cómo lo conseguiremos? –quiso saber el siempre circunspecto Gerry Kelly–. Que yo sepa no existen precedentes que nos señalen una forma de actuar.
    —¿Y qué quieres que te diga? –le replicó con manifiesta acritud su jefe–. Por lo general nos solemos guiar por la experiencia. Avanzamos por la vida, aprendemos cosas y cuando se nos presenta un problema ya visto, actuamos en consecuencia. Pero debemos admitir que ésta es una situación nueva e insólita que tan sólo seremos capaces de resolver utilizando la intuición y sobre todo la imaginación.
    —Dime dónde se venden y correré a comprar unos cuantos kilos, pero sospecho que intuición e imaginación no son materias fáciles de adquirir en el mercado.
    —Naturalmente que no, pero ten presente que lo que en verdad buscamos es talento, y que por lo tanto debemos buscarlo donde se supone que debe estar: en las universidades, los laboratorios, las academias y los centros de investigación –replicó seguro de lo que decía Gaetano Derderian–. La primera misión de nuestros corresponsales será confeccionar una lista de todas aquellas personas de cierta relevancia que consideren más preparadas en cada país.
    —¡Pueden ser miles! –le hizo notar Erika Freiberg.
    —Lo imagino –admitió el brasileño–. Y a ellos habrá que añadir a escritores, guionistas, periodistas, creativos de publicidad e incluso dibujantes de cómics. Nuestra principal tarea, ¡ingente sin duda!, será la de examinar los expedientes que nos envíen y elegir aquéllos que a primera vista consideremos más idóneos. Más tarde los entrevistaremos, y por último nos quedaremos con los mejores.
    —¡La puta! –no pudo por menos que exclamar abriendo por primera vez la boca el siempre silencioso Noel Fox, un ex policía del que se podría decir que, como en los antiguos telegramas, le cobraban por palabras–. Nos llevará meses. ¡Tal vez años!
    —Lo sé, pero no te preocupes; tú no tendrás que hablar con nadie. Pero si de lo que se trata es de enmendarle la plana al Creador, o más bien de arreglar lo mucho que el ser humano ha estropeado a lo largo de la historia, tenemos que esforzarnos hasta encontrar quien sepa hacerlo.
    —Sigo pensando que es una locura.
    Gaetano Derderian Guimeraes pareció sufrir de pronto una súbita transformación; su rostro, por lo general amable y sonriente, pasó a convertirse en una especie de máscara, su voz enronqueció y el tono calmado y persuasivo que solía emplear dio paso a otro de sorprendente agresividad.
    Observó uno por uno a sus colaboradores, tomó asiento a horcajadas en una silla dejando el respaldo ante él, y les apuntó con el dedo en un gesto casi acusador.
    —¡No quiero volver a escuchar que esto es una locura! –masculló. Locura es permitir que cientos de niños hayan muerto de hambre o sed en el rato que llevamos aquí reunidos. Locura es que miles de personas se maten entre sí porque consideran que su dios es mejor que el del vecino, como si en lugar de seres supremos fueran simples equipos de fútbol. Locura es aceptar que poco más de tres mil multinacionales sean dueñas del setenta por ciento de los recursos del planeta, mientras en África se comercia con niños esclavos. Locura es consentir que la droga destruya lo mejor de nuestra juventud, o que se gaste en armamento cien veces más que en educación. ¡Todo eso es una auténtica locura! Lo otro; lo que nosotros vamos a intentar para ponerle remedio, no es ni será jamás una locura. Yo creo que se trata más bien de una auténtica "antilocura".
    El violento y en cierto modo intempestivo alegato del brasileño surtió efecto, puesto que a partir de aquel momento el fabuloso equipo que había sabido crear a lo largo de años de rigurosa selección dejó de plantear objeciones y se puso en marcha dando muestras de una indiscutible eficacia.
    Takedo Sukuna había enviado, a modo de préstamo por tiempo indefinido, uno de sus aviones privados, incluida tripulación, se contrató como sede provisional el pequeño hotel de las afueras de Ginebra, se abrieron cuentas en siete bancos distintos con el fin de que cada socio ingresara en cada uno de ellos sus generosas aportaciones, y se inició una casi frenética búsqueda de auténticos cerebros.
    No era fácil.
    Combinar realidad y fantasía jamás había resultado nada fácil.
    De la misma manera que los mineros en las montañas necesitan lavar toneladas de tierra, piedras y cascajo hasta conseguir localizar una minúscula pepita de oro puro, los hombres y mujeres de Gaetano Derderian se vieron obligados a rechazar a cientos de candidatos que en un principio consideraban idóneos pero que por desgracia muy pronto mostraban a la luz sus notables limitaciones.
    —¡Demasiado barco para tan escasa tripulación! –se lamentaba con frecuencia Madeleine Perrault.
    —Tiempo al tiempo –solía responderle el pernambucano–. Recuerda que Dios creó el mundo en seis días y al séptimo descansó. Pero resulta evidente que descansó para siempre, visto que lo dejó hecho un desastre. Nosotros tardaremos más en ponerlo de nuevo a punto pero no descansaremos nunca.
    Cuando al fin se cerró la compra de ‘La Dama del Adriático’, evento que constituía sin duda el primer hito importante en la vida de la recién nacida empresa, Erika Freiberg decidió celebrarlo invitando al brasileño a disfrutar de uno de sus inolvidables "fines de semana gastronómicos" en la fabulosa mansión que había compartido con su bienamado, rico, culto e inteligente pero difunto esposo, en las afueras de Lausana.
    Ambos sabían perfectamente lo que eso significaba, y tenían muy claro que la mejor gastronomía local acababa por ser el plato menos fuerte de cuantos uno y otro se llevaban a la boca en semejantes ocasiones, pero habían llegado tiempo atrás al firme convencimiento de que el hecho de ser excelentes amigos y compañeros de trabajo no constituía un impedimento de excesiva relevancia a la hora de convertirse en circunstanciales amantes.
    Solían emplear aquellas cuarenta y ocho horas en comer, hacer el amor, pasear o navegar por las tranquilas aguas del lago Leman, casi como dos hermanos un tanto incestuosos que guardaban celosamente sus respectivas independencias, pero que disfrutaban cediendo parte de ellas durante tan corto período de tiempo.
    —Pero es que en esta ocasión además te guardo una gran sorpresa –le advirtió ella.
    El brasileño no pudo por menos que observarla de medio lado al tiempo que señalaba:
    —De ti siempre cabe esperar sorpresas y no me refiero únicamente a los temas de cama...
    —Ésta es distinta. ¡Muy distinta! Y en verdad que lo fue.
    El domingo enfilaron a primera hora la carretera que conducía a Berna, y tras bordear durante un largo rato el lago Neuchatel, fueron a detenerse frente a un hermoso caserón que se alzaba sobre una verde colina.
    En el amplio salón, cuyo gigantesco ventanal se abría a un bucólico paisaje salpicado de vacas, les aguardaba una mujer de unos cuarenta años y rostro profundamente demacrado, acomodada en una sencilla silla de ruedas.
    Tiempo atrás debió de ser considerablemente atractiva, pero en aquellos momentos no era ya más que una especie de esqueleto viviente que al parecer tan sólo podía mover la cabeza y la mano derecha.
    Erika Freiberg la besó con evidente afecto, le echó hacia atrás un rebelde mechón de cabellos, e inquirió:
    —¿Cómo te encuentras? La dueña de la casa se limitó a dirigirle una inquisitiva mirada con la que parecía darle a entender que la pregunta resultaba de lo más inapropiada, por lo que quien la había hecho admitió molesta:
    —¡Está bien! –musitó–'Siempre cometo el mismo error, pero no puedo remediarlo. –Hizo un gesto indicando a su acompañante que aparecía a todas luces confuso, incómodo y en cierto modo desconcertado–. Éste es Gaetano Derderian, del que tanto te he hablado.
    —Mucho me has hablado de él, en efecto –admitió la enferma con un vozarrón impropio de un cuerpo tan frágil–. ¡Siéntese por favor! El pernambucano obedeció acomodándose en un sillón de cuero –al tiempo que quien le había llevado hasta allí añadía:
    —Y ésta es mi gran amiga Patricia Buck. Y ahora os dejaré solos porque creo que tenéis muchas cosas de las que hablar.
    Se encaminó a la puerta sonriendo ante el gesto de estupor de quien no podía explicarse de qué diablos iba todo aquello y por qué le dejaba a solas con una desconocida que no podía valerse por sí misma, pero ya en el umbral se volvió para señalar al tiempo que guiñaba un ojo:
    —¡Por cierto! La gracia de la sorpresa estriba en que tú conoces muy bien a Patricia.
    —¿Yo? –se sorprendió él–. ¿De dónde y de qué? La otra se limitó a señalarla con el dedo:
    —Ella es Petronio.
    Dicho esto desapareció cerrando a sus espaldas, y tras unos instantes de duda, y casi de incredulidad Gaetano Derderian se volvió a la mujer de la silla de ruedas cuyo rostro semejaba una máscara.
    —¿Petronio? –repitió como embobado–. ¿Es cierto eso que ha dicho? ¿De verdad es usted Petronio?
    —Eso me temo.
    Jamás hubiera imaginado que Petronio fuera una mujer.
    —¿Por qué?
    —No sabría explicárselo –fue la sincera respuesta–. Hace años que leo sus artículos, la admiro profundamente, pero ni tan siquiera una sola vez se me cruzó por la mente la idea de que no fuera un hombre.
    —¿Y se supone que tengo que sentirme halagada por ello? –El tono de voz resultaba evidentemente mordaz.
    —¡En absoluto! –se apresuró a responder su interlocutor–. No ha sido mi intención molestarla. Es que tal vez de modo inconsciente el seudónimo de Petronio se asocia, por lógica, a una personalidad evidentemente masculina.
    —Lo entiendo. Y le disculpo.
    Cuando elegí ese nombre era muy joven, me sentía insegura y supongo que debí llegar a la conclusión, tal vez con no excesivo buen criterio, de que los lectores no se tomarían demasiado en serio las opiniones de una muchachita que se atrevía a sentar cátedra sobre complejos y espinosos temas que, en buena lógica, no debían estar a su alcance.
    —Usted nunca ha tenido la intención de sentar cátedra sobre nada –le contradijo su interlocutor–. Precisamente el gran mérito de sus artículos y sus análisis de los problemas sociales, políticos y económicos se basa en el hecho de que sus exposiciones suelen ser claras, razonadas y ajustadas a la realidad, pero sin que aflore el menor atisbo de autocomplacencia ni deseos de llamar la atención sobre su persona.
    —Mi trabajo me ha costado dominar al incontrolable ego que todos llevamos dentro.
    —Pues lo ha conseguido, puesto que incluso a mí, que me tengo por un tipo muy listo y casi nunca consigo controlar mi ego, me ha tenido engañado.
    –Gaetano Derderian sonrió apenas, como si se estuviera burlando de sí mismo al añadir–: Si quiere que le diga la verdad, me había hecho a la idea de que tras Petronio se ocultaba un viejo académico que estaba ya de vuelta de todo y huía de la fama como de la peste.
    —La fama es, en efecto, como la peste, sobre todo si te paras a pensar que tienes que hacerle frente postrada en una silla de ruedas e incapaz de valerte por ti misma. –Sonrió en lo que más parecía una mueca al inquirir–: ¿Qué cree que opinarían mis lectores si me vieran tal como me está viendo usted ahora?
    —No tengo ni la menor idea.
    —Yo sí. Probablemente dirían:
    "¿Y es ese saco de piel y huesos, que ni siquiera puede salir a ver lo que ocurre a las puertas de su casa, el que intenta enseñarnos cómo debemos hacer frente a nuestros infinitos problemas"?
    —Sigo opinando que de usted se aprende sin que nunca haya intentado enseñar nada a nadie.
    —¿Y qué podría enseñar yo, clavada en esta silla, más que a mirar?
    —¿Y le parece poco? –se escandalizó su acompañante–. El gran problema de la época que nos ha tocado vivir es que todo el mundo tiene demasiada prisa y demasiadas cosas que hacer, hasta el punto de que a casi nadie le queda tiempo de detenerse a observar con verdadera atención cuanto ocurre a su alrededor. Usted posee esa maravillosa capacidad de ver lo que los demás no vemos, y extraer conclusiones que al resto de los mortales nos pasan desapercibidas.
    —¡Bien! –admitió Patricia Buck haciendo un gesto de impaciencia con su única mano útil–. No tengo el menor interés en discutir sobre mí misma, o sobre la forma de entender mi miserable existencia. Usted está aquí porque Erika considera que puedo serle de alguna utilidad en ese fabuloso proyecto en que está a punto de embarcarse, y eso es lo que en verdad importa.
    —Estoy de acuerdo con ella en que Petronio nos sería de una ayuda inestimable.
    —No comparto su opinión, pero tampoco pienso discutir sobre ello. –Hizo un significativo ademán hacia el paquete de cigarrillos que descansaba sobre una mesa vecina–. ¡Enciéndame uno, por favor! –rogó.
    El brasileño obedeció, y tras aspirar profundamente el humo, como si aquél fuera el máximo placer que podía permitirse en esta vida, y probablemente lo era, la infeliz mujer señaló:
    —Hay algo en lo que sí considero que puedo darle un consejo.
    —¿Y es?
    —No se le ocurra centrar ese primer proyecto sobre la idea de crear una nueva Palestina.
    —¿Y eso por qué?
    —Porque ya existe una "vieja Palestina". Buena o mala, grande o pequeña, real o irreal, existe un embrión de estado por el que hombres, mujeres y casi niños llevan años luchando y muriendo, sobre todo en estos últimos meses. Cometería un grave error si de pronto les dijera que la sangre derramada no ha servido de nada. Simplemente despreciarán su proyecto de un nuevo país en el Sinaí, para continuar matando y dejándose matar.
    —Entra dentro de lo posible que esté en lo cierto.
    —¡Téngalo por seguro! –fue la firme respuesta–. Jamás traicionarán de buenas a primera sus sueños y los sueños de sus padres y sus abuelos. Si un buen día cargaran con todo cuanto tienen y abandonaran sus tierras, sus hogares y sus muertos dejándolos en manos de los odiados israelitas no serían capaces de mirarse mutuamente a la cara.
    —¿Y cómo se puede poner entonces fin al problema?
    —Convenciéndoles, con un poco de astucia, de que lo que en verdad se trata es de "ampliar el Estado Palestino".
    Su oponente pareció reflexionar sobre lo que le acababan de decir, observó con renovado interés el rostro que se ocultaba ahora tras una espesa nube de humo, y acabó por inquirir sin intentar ocultar que se encontraba francamente confuso:
    —¿Qué pretende decir con eso de "ampliar el Estado Palestino"?
    —Lo que he dicho –replicó la otra con naturalidad–. Si los palestinos llegan a la conclusión que son ellos mismos, con ayuda de la comunidad internacional, los que son capaces de convencer a sus hermanos egipcios de que les cedan una parte del territorio que prácticamente linda con sus fronteras, con el único fin de disponer de más espacio vital y una mejor calidad de vida, considerarán que han hecho algo inteligente sin traicionar el espíritu de su lucha. Más tarde, y poco a poco, la mayoría de ellos se irían desplazando hacia una forma de vida más racional, pacífica y humana, sin necesidad de sentirse culpables por ello.
    —Parece razonable.
    —Lo es, siempre que se tenga en cuenta que a los pueblos, como a los hombres, se les puede arrebatar sus tierras, pero no su orgullo. Si se consigue que la actual Cisjordania continúe siendo considerada la verdadera y única patria de los palestinos, aunque a la larga en ella tan sólo permanezca un pequeño grupo meramente testimonial, se habrá llegado a una solución justa, honorable y en absoluto traumática.
    —No cabe duda de que usted es, siempre ha sido, y seguirá siendo, mi admirado Petronio.
    —Probablemente se debe a que lo único que puedo hacer desde que estoy clavada en esta silla es pensar. A veces tengo la impresión de que no soy más que una zanahoria que piensa.
    —Usted no es una zanahoria que piensa; usted es una persona increíblemente inteligente que haría un fabuloso trabajo a bordo de nuestro barco. ¿Acaso no le seduce la idea de contribuir a crear un mundo mejor?
    —¿Mejor? –repitió Patricia Buck con marcada ironía–. ¿Imagina que puede existir algo más apetecible que permanecer día y noche, año tras año aquí plantada observando cómo llega el invierno, el verano o la primavera a ese jodido valle? ¡No intente hacerme reír! Para mí nunca existirá un mundo mejor y usted lo sabe.
    Gaetano Derderian se puso en pie, se aproximó al ventanal, observó el prado que descendía hasta el lago como si estuviera tratando de hacerse una idea de cómo cambiarían los colores con la llegada de las distintas estaciones, y por último, sin volverse a mirarla, comentó:
    —He leído tanto de lo que ha escrito que creo firmemente que su difícil existencia sería mucho más soportable si abrigara el convencimiento de que está contribuyendo a proporcionar un futuro mejor a millones de infelices que no tienen la posibilidad de vivir en un lugar como éste, o incluso de comer cada día. –Ahora sí que volvió a mirarla directamente a los ojos para musitar en un tono muy distinto–.
    Admito que no estoy en capacidad de entender hasta qué punto debe sufrir en su actual situación, pero sí lo estoy para entender que son demasiados los que también sufren aunque sea de una manera diferente. ¡Ayúdelos!
    —¿Ayudarles? –se lamentó ella–.
    ¿Y quién me ayuda a mí? Llevo años rogando que me permitan abandonar este infierno, pero nadie se compadece aun a sabiendas de que prefiero estar muerta que continuar soportando tanto dolor y tanta angustia.
    Él la observó confuso.
    —¿Realmente quiere morir? –inquirió tímidamente.
    —¿Pero cómo puede hacer semejante pregunta? –replicó ella. Es lo único que en verdad le pido a esta vida:
    abandonarla. Pero ni tan siquiera estoy en capacidad de suicidarme.
    —¡Jamás lo hubiera creído de Petronio!
    —Petronio tan sólo es una pequeña parte de mí –le hizo notar Patricia Buck–. El resto no es más que miedo, soledad y padecimientos. La maldita muerte se complace en correr tras quienes la esquivan, pero huye de quienes la buscan. Los médicos aseguran que si hubiera permanecido cinco minutos más bajo aquel coche todo habría acabado, pero aunque esperé a la muerte con la espalda rota durante más de cuatro horas, se retrasó lo justo para dejarme así, sentada al borde de la tumba como un cadáver viviente al que nadie se decide a dar el empujón final.
    —Me duele que hable de ese modo.
    —No se atreva a mencionar la palabra dolor en mi presencia –fue la agria respuesta–. Se lo prohibo porque tras catorce años de ocupar este maldito trono, me considero la reina del dolor y no consiento que nadie se meta en mi terreno. Hablar de dolor sin tener conciencia de lo que yo padezco a todas horas, es como usar el nombre de Dios en vano; una blasfemia.
    —Lo lamento.
    La dueña de la casa alzó la mano todo lo que era capaz, mostrando la palma como si con ello pretendiera poner fin a la cuestión al tiempo que su voz cambiaba casi de forma radical.
    —¡No se disculpe! –rogó–. Soy yo quien a menudo se pasa de rosca y comprendo que usted no tiene la culpa de que me encuentre aquí postrada.
    —¿Y quién la tiene?
    —Únicamente yo, eso es lo peor de esta historia. A todo ser humano le alivia el hecho de poder culpar a alguien de sus desgracias, pero cuando llega al pleno convencimiento de que no existe nadie a quien acusar, tales desgracias se multiplican hasta el infinito... –Agitó varias veces el dedo índice como pidiéndole que no le respondiera ya que pareció concentrarse en una idea que le hubiera acudido de pronto a la mente. Por último inquirió con el áspero tono de un principio–: ¿De verdad cree que le resultaría útil en ese barco?
    —Estoy convencido de ello.
    —¿Cómo es?
    —Enorme. Y precioso. Una auténtica maravilla.
    —Lo supongo. ¿Viajarán por todo el mundo?
    —Donde quiera que haya un mar, allí estaremos.
    —¿Y si acepto su oferta tendría un camarote en cubierta?
    —¡Naturalmente! El más lujoso y con una amplia terraza privada desde la que podría ver todo lo que no ha visto en estos años.
    —¡Eso está bien! –Patricia Buck sonrió una vez más y en esta ocasión su sonrisa fue en verdad agradable–.
    Le voy a hacer una propuesta...
    –musitó apenas–. Yo me subo a ese barco y le ayudo en cuanto pueda, esforzándome al máximo, durante todo un año, pero al cabo de ese tiempo usted arregla las cosas para que, en el momento en que me apetezca, la noche más oscura, pueda arrojarme tranquilamente al mar sin ayuda de nadie.


    ‘La Dama del Adriático’ se encontraba lista para hacerse a la mar a principios de septiembre.
    Atracada en el puerto de Génova, lucía orgullosamente su nuevo nombre mientras aguardaba la llegada de aquellos a quienes debería transportar a lejanos puertos en los que tal vez encontrasen la inspiración necesaria para llevar a cabo una labor que nadie había sabido sacar adelante desde que el primer mono decidió descender de un árbol miles de años atrás.
    ‘Pensar únicamente en los demás’ era la divisa no escrita que hubiera podido lucir con orgullo en lo alto del palo mayor un lujoso navío del que a primera vista no cabría imaginar cuál era la verdadera misión que le había sido asignada por sus dueños.
    ‘Pensar únicamente en los demás’.
    Pero no eran muchos los que parecían encontrarse capacitados para pensar únicamente en los demás.
    Blanco, reluciente y majestuoso, el navío semejaba un gigantesco cascarón vacío, ya que tan sólo la uniformada tripulación y un pequeño ejército de secretarias, funcionarios y amables azafatas pululaban por las cubiertas, los salones y los amplios camarotes, preguntándose qué diablos hacían allí y cuál era su auténtica misión si quienes al parecer tenían la obligación de proporcionar ideas brillantes brillaban por su ausencia.
    Gaetano Derderian Guimeraes se encontraba a decir verdad algo más que decepcionado, y casi en los límites de un ataque de depresión al constatar que, o los criterios de selección habían sido en exceso rigurosos, o ciertamente escaseaban los seres humanos capacitados a la hora de aportar algo concreto al bienestar del resto de los seres humanos.
    Sentado, a oscuras y en silencio, tal como le gustaba permanecer cuando se veía obligado a tomar decisiones, se dedicó a ordenar en las casillas de aquella especie de tablero de ajedrez imaginario que siempre llevaba en la mente, las diferentes piezas de que disponía hasta esos momentos, para llegar muy pronto a la amarga conclusión de que no disponía más que de una decena de peones y un par de alfiles o caballos.
    Tal vez una torre, Patricia Buck, importante sin duda, pero ineficaz por sí sola, al igual que él mismo se consideraba ineficaz si no contaba con alguien más de auténtica valía con quien contrastar pareceres.
    Al segundo día de solitaria meditación llegó al convencimiento de que lo mejor que podía hacer, por el momento, era dedicar todos sus esfuerzos al proyecto del Sinaí, por lo que pidió a su gente que se las ingeniaran con el fin de contratar a cualquier precio a los mejores arquitectos, urbanistas, geólogos y agrónomos que se encontraran disponibles en cualquier parte del mundo.
    —Pondremos rumbo a Suez –dijo–.
    Y nos concentraremos en la tarea de realizar un detallado estudio de las posibilidades futuras de esa inmensa península que, sin saber por qué extraña razón, se ha quedado, como un solar abandonado, en el corazón del mundo. El Sinaí se encuentra a mitad de camino entre las dos grandes civilizaciones de la antigüedad, Egipto y Mesopotamia, casi equidistante de las dos ciudades santas por excelencia, Jerusalén y La Meca, y justo al borde de la vía marítima más transitada del planeta, pero, no obstante, cabría imaginar que ni siquiera existe. –Lanzó un sonoro resoplido con el que pretendía dejar evidencia de la profundidad de su desconcierto al concluir–: Cuanto más vueltas le doy, menos me lo explico.
    —No tiene agua –señaló Madeleine Perrault–. Y donde no hay agua, no hay vida.
    —Estamos en pleno siglo Xxi –le contradijo–. Y esa respuesta no me vale. Cuando una tortuga marina tan sólo bebe agua de mar pero su carne es dulce, y una palmera del Pacífico hunde sus raíces en el mar pero sus cocos producen agua dulce, esa respuesta no me vale porque los seres humanos estamos obligados a ser mucho más inteligentes que una tortuga o una palmera. Le daremos agua.
    —¿A qué precio?
    —Al precio de la paz, que es el más barato que existe.
    Se inició por tanto la contratación de los más acreditados profesionales de cada una de las especialidades señaladas, y el ‘Argos’, que tal era el nombre con el que al fin Buba Okono se había decidido rebautizar el barco, comenzó a cobrar vida a base de un sinfín de heterogéneos personajes llegados de los más recónditos lugares del planeta.
    La inmensa nave comenzaba por tanto a cobrar algo de vida cuando una mañana, y el momento en que el brasileño más atareado se encontraba, el por lo general reservado y casi huraño Noel Fox, se plantó ante su atiborrada mesa de despacho para espetarle sin más preámbulos.
    —Necesito que me acompañes a Florencia. Le observó estupefacto.
    —¿A Florencia? –repitió con un eco–. ¿Y qué demonios se me ha perdido a mí en Florencia?
    —Alguien quiere conocerte –fue la seca respuesta.
    —Pues si quiere conocerme, que venga aquí.
    —Resultaría demasiado peligroso.
    Para él y para ti.
    —¡Oh, vamos, Noel! –protestó–.
    No me vengas con historias. Me consta que fuiste un magnífico policía, pero con demasiada frecuencia te pasas con los misterios.
    —¡Escucha! –replicó el otro con una acidez superior a la habitual en él, lo cual ya era decir mucho–.
    Quien me recomendó a esta persona es un antiguo compañero de mi máxima confianza, y si me asegura que lo que nos tienen que contar es de la máxima importancia, le creo porque sé muy bien con qué clase de gentes suele tratar.
    Lo malo es que al misterioso tipo tan sólo se le puede ver en Florencia y tomando mil precauciones.
    —Por lo menos dame una pista.
    —Ni siquiera yo sé de qué va el asunto. Tan sólo sé que esa persona, quienquiera que sea, quiere hablar contigo personalmente
    —¡Vaya por Dios!
    —Si salimos ahora podemos estar de vuelta esta misma noche.
    —¿Y realmente crees que vale la pena?
    —Te garantizo que es un contacto de gran altura y que hasta ahora jamás me ha fallado.
    Gaetano Derderian observó fijamente a su amigo y colaborador, aceptó una vez más que no era de los que acostumbraban a dar pasos en falso, y concluyó por aceptar con un leve ademán de cabeza.
    —De acuerdo –dijo–. Dame cinco minutos.
    El viaje fue rápido debido a que la autopista era cómoda y el ex policía un excelente conductor del que su pasajero se podía fiar hasta el punto de aprovechar el tiempo para descabezar un corto sueño en el asiento trasero.
    Tras una corta parada y una concisa llamada telefónica, dejaron a un lado una de las ciudades más bellas del mundo para trepar por entre las montañas hasta un absurdo hotel que más que real parecía sacado de un cuento de las ‘Mil y una noches’.
    Por alguna caprichosa razón, un emigrante local que había hecho fortuna en Estambul, había decidido muchos años atrás construirse un palacio de estilo oriental en el mismísimo corazón de Italia, y a su muerte, sus herederos, incapaces al parecer de mantenerlo en condiciones, habían decidido convertirlo en el más exótico albergue imaginable.
    Apartado de todo y casi camuflado entre bosques y barrancos solía servir de exótico escondite a las parejas de florentinos que tenían algo que ocultar, y que aprovechaban la estancia entre sus muros para disfrutar de un ambiente más propio de un harén turco que de un perdido hotel italiano.
    En la mayor de las suites, repleta de cojines, circular y adornada con una auténtica fuente de alabastro que lanzaba al aire tres altos chorros de agua de color rosa, les aguardaba un hombretón cetrino y barbudo que se ocultaba tras unas gruesas gafas oscuras de las que no se desprendió más que una vez a todo lo largo de la extensa y extraña conversación.
    —¡Gracias por venir! –fue lo primero que dijo en un inglés bastante aceptable, pero que entremezclaba con palabras en italiano y español–. Les ruego que disculpen las molestias y tanta parafernalia, pero les garantizo que todas las precauciones son pocas.
    El tema que tenemos que tratar es extraordinariamente delicado.
    —Usted dirá.
    —En primer lugar les suplico que no se molesten si no les digo mi nombre. Tampoco quiero saber los suyos.
    Les garantizo que es mejor para todos.
    —Como guste.
    —Lo que sí puedo decirles es que soy colombiano.
    Los recién llegados se miraron tal vez preguntándose si semejante revelación tenía especial importancia.
    —¿Y...?
    —Para que me entiendan, les aclararé que soy ingeniero agrónomo, y tiempo atrás tuve una cátedra en la Universidad de Bogotá... –musitó en tono muy bajo el barbudo y tras una larga pausa en la que pareció estar preguntándose a sí mismo si debía continuar o no, añadió en todo monocorde–: Hace ahora unos once años, narcotraficantes del cartel de Medellín secuestraron a mi mujer y a mis hijas, y me amenazaron con matarlas si no colaboraba en la tarea de aclimatar a nuestras tierras ciertas plantas que habían traído de Birmania.
    —¿Opio?
    —Exactamente.
    —¿Y usted lo hizo?
    —¿Y qué otra cosa podía hacer? Durante todos estos años he trabajado para ellos, buscando los lugares más idóneos para plantar adormideras. Como único pago se me permitía reunirme con mi familia quince días cada tres meses.
    —¡Dios bendito!
    —Usted lo ha dicho: ¡Dios bendito! Nadie es capaz de imaginar lo que he llegado a sufrir pateando selvas y montañas, contribuyendo a algo que iba contra mis principios, y temiendo que el día menos pensado aquella pandilla de salvajes decidiera prescindir de mí y violara o asesinara a mi familia.
    Pero lo cierto es que me necesitaban y al menos las trataron bien y con respeto.
    —Continúe.
    —Continúo. Una noche, en que por suerte estábamos juntos, un grupo de paramilitares atacaron por sorpresa el campamento y se organizó una balacera de mil diablos que aprovechamos para escapar. Yo conocía bien la selva de aquella región, pues no en vano la había recorrido cientos de veces, y tras casi un mes de infinitas calamidades pudimos llegar a un lugar civilizado, aunque por desgracia, durante el viaje mi hija menor Omaira, que siempre había sido muy delicada, murió de agotamiento.
    —Lo lamento profundamente.
    —Gracias. Aparte de la pérdida de mi hija, lo bueno de aquella huida se limita a que conseguimos recuperar la libertad, pero lo malo estriba en que esos hijos de puta averiguaron muy pronto que sigo vivo.
    —¿Cree que le buscan?
    —Sé que me buscan porque continúan necesitándome, y sobre todo porque temen que pueda revelar el lugar exacto en el que se ubican sus principales plantaciones.
    —¿Es que aún no lo ha hecho? –se sorprendió el brasileño.
    —En absoluto.
    —¿Por qué?
    —Porque conozco el mundo del narcotráfico y me consta que todo en él está podrido. La mayor parte de las autoridades colombianas y los agentes de la DEA han sido sobornados, por lo que si me pusiera en contacto con cualquiera de ellos, los narcos acabarían localizándome.
    —Me consta que quien le ha relacionado con nosotros es absolutamente honrado –le hizo notar Noel Fox.
    —Es de los pocos –concedió su interlocutor–. Por eso estoy ahora aquí, y porque estoy convencido de que arrasar esos campos de opio no conduciría a nada. Al día siguiente los establecerían en otra parte. Colombia es muy grande y sus selvas y montañas realmente impenetrables.
    —En eso puede que tenga razón.
    —La tengo, y de momento lo único que me interesa es que crean que he huido muy lejos porque estoy asustado.
    —¿Y acaso no lo está?
    —Mucho.
    El pernambucano le observó con atención para inquirir con manifiesta intención:
    —Mucho, pero no lo suficiente.
    ¿Me equivoco?
    —¡No! No se equivoca –fue la decidida respuesta–. Esos canallas convirtieron mi vida y la de mi familia en un infierno, son los culpables de la muerte de Omaira, y están destruyendo a la juventud de medio mundo con toda esa maldita heroína. Estoy asustado, no se lo niego, pero quiero vengarme.
    Gaetano Derderian y Noel Fox no pudieron por menos que intercambiar una nueva y significativa mirada, puesto que volvían a preguntarse qué pintaban ellos en aquella extraña historia que nada tenía que ver con sus actividades presentes o futuras.
    Su interlocutor pareció comprenderlo, inclinó la cabeza con el fin de despojarse por unos instantes de las gafas oscuras sin que pudieran verle los ojos, se los frotó varias veces, se colocó de nuevo las lentes y alzó el rostro para observarles alternativamente al inquirir:
    —Nuestro común amigo, que es la única persona de la que me fío, asegura que ustedes buscan la forma de conseguir un mundo mejor. ¿Es cierto eso?
    —Lo es.
    —Y también asegura que son gente honrada y que disponen de grandes medios económicos.
    —Se supone que así es.
    —¿Se supone, o es cierto? No he venido hasta aquí para perder el tiempo.
    —¡Bien! Digamos que es cierto...
    ¿Qué tiene eso que ver con usted?
    —Que estarán de acuerdo conmigo en que para que exista un mundo mejor, una de las condiciones básicas estriba en que la heroína desaparezca de la faz de la Tierra.
    Ahora sí que se hizo un largo silencio. Un silencio pesado y oneroso, que casi podía cortarse, puesto que lo que acababan de escuchar había dejado a los dos recién llegados absolutamente anonadados.
    Observaron al colombiano que a través de las oscuras gafas mantuvo la mirada sin inmutarse.
    Al fin, casi temeroso, el pernambucano se atrevió a inquirir:
    —¿Pretende hacernos creer que conoce la forma de...? El otro le interrumpió al tiempo que asentía con la cabeza.
    —¿De acabar con las plantaciones de heroína? Quiero suponer que sí.
    —¡Pero eso es absurdo! –protestó Noel Fox.
    —Tal vez... –admitió el colombiano con absoluta naturalidad–. Pero tenga presente que soy un ingeniero agrónomo que lleva once años dedicado exclusivamente a estudiar esa maldita adormidera. Me he esforzado al máximo intentando conocer todos sus secretos, adaptándola a aquellas tierras y aquel clima, mejorándola, cuidándola y procurando que crezca mejor y más aprisa, hasta el punto de convertirme quizá en la persona que más sabe sobre ella en este mundo. –Alzó el dedo como si se tratara de una muda advertencia–.
    Sobre ella, y en especial, sobre sus enemigos.
    —?"Enemigos"? –repitió el brasileño cada vez más interesado.
    —Eso he dicho.
    —¿A qué clase de enemigos se refiere?
    —A varias clases de enemigos. Algunos tremendamente dañinos.
    —¿Plagas?
    —Usted lo ha dicho.
    —¿Plagas capaces de causarles un daño en verdad importante?
    —Plagas que, si se potenciaran, conseguirían erradicar su cultivo de toda la superficie del planeta en menos de diez años.
    —¡La leche! –no pudo por menos que exclamar Noel Fox–. ¿Se da cuenta de lo que eso significa?
    —¿Y por qué cree que estoy aquí? En mis esfuerzos por mantener a salvo a mi mujer y a mis hijas, dediqué cada minuto de mi vida a conocer como la palma de mi mano a cada animal, cada insecto, cada mala hierba o cada hongo que pudiera perjudicar en lo más mínimo a las amapolas, y le garantizo que cuando se dedica tanto tiempo a estudiar algo, aprendes cuáles son sus puntos débiles, pero aprendes, también, cuáles son sus puntos fuertes.
    —¿Y supone que existen los suficientes "puntos fuertes"?
    —Quiero creer que sí. Y por eso necesito ayuda.
    —¿Qué clase de ayuda?
    —Un buen laboratorio, y una región montañosa, selvática, calurosa, húmeda y sobre todo aislada, en la que transformar a esos enemigos en una auténtica legión que el día de mañana caiga como el rayo divino sobre las plantaciones de adormideras.
    Gaetano Derderian extendió la mano derecha con la palma hacia delante como si suplicara a sus acompañantes que guardaran silencio con el fin de permitirle reflexionar sobre cuanto acababa de escuchar, y que había tenido la virtud de impresionarle, dado que evidentemente aquélla era una de las situaciones más insospechadas que se le hubieran presentado a lo largo de toda una vida de enfrentarse a situaciones extrañas.
    Lo que aquel hombre decía, y parecía estar bastante seguro de lo que decía, abría las puertas a la esperanza en una guerra en la que la sociedad había perdido hasta el presente todas las batallas sin que se perfilase en el horizonte la más mínima luz de esperanza..
    Efectivamente, el tan temido "caballo" estaba destrozando a lo mejor de la juventud, y por desgracia más que un caballo era como un gigantesco pulpo que no cesaba de crecer alimentado por una inagotable avaricia.
    En cuanto se le cortaba un rejo le crecía uno nuevo, más grueso, más largo y más poderoso, y pese a los miles de millones que los gobiernos se gastaban en combatir su tráfico o sus nefastas consecuencias, todo cuanto se conseguía era como pequeños aguijonazos sobre la piel de un elefante.
    Y ahora de pronto, aquel hombretón malencarado y hosco, con el rostro surcado de arrugas y aspecto de haber sufrido todas las penalidades del infierno, aseguraba de buenas a primeras que creía estar en condiciones de atravesar con un dardo de fuego, el mismísimo corazón de la bestia.
    —¡Dios sea loado! –musitó al fin–.
    Sería el mejor regalo que pudiera hacerle nadie a las generaciones futuras.
    Cruzó las manos ante el rostro, se mordisqueó el borde del dedo índice, señal inequívoca de que se encontraba francamente nervioso, y casi con un esfuerzo, señaló:
    —En primer lugar quiero advertirle que, antes de decidir si le prestamos ayuda o no, tengo que consultarlo con quienes nos financian, que son los únicos que pueden aceptar el innegable riesgo que sin duda ello traería aparejado.
    —Lo entiendo.
    —La heroína mueve fortunas fabulosas, quienes la manejan carecen de escrúpulos, y desde luego no aceptarán que se les prive de sus portentosas fuentes de ingresos.
    —Eso puede jurarlo.
    —Sin embargo, usted parece dispuesto a correr el riesgo.
    —Con los ojos bien abiertos.
    —¿Y qué pasará con su familia?
    —Son mi mujer y mi hija las que más sufrieron, y las más decididas a seguir adelante. Viven obsesionadas con la absurda idea de que nuestra pequeña Omaira no descansará en paz hasta que lo hayamos conseguido. Somos colombianos, y los colombianos lo que mejor sabemos hacer es odiar a muerte a nuestros enemigos.
    —Ya lo veo –admitió el pernambucano–. Y si de mí dependiera en este mismo momento pondría a su disposición cuanto solicita, pero entienda que, para convencer a quienes tienen que poner el dinero, necesito que me aclare algunos puntos.
    —Usted dirá.
    —¿Cuál es ese poderoso enemigo que según usted es capaz de acabar con las plantaciones de amapolas?
    —Una variante de la ‘Benisia tabacea’, vulgarmente llamada "mosca blanca de la fruta" que tiene la propiedad de transportar en su interior el terrible "virus de la cuchara", que en menos de tres días destruye cualquier planta.
    —¿Qué clase de variante?
    —Una subespecie endémica de las laderas de la cordillera andina en su vertiente amazónica –puntualizó el colombiano–. Los primeros años no le presté atención puesto que al ser muy poco común, el daño que causaba resultaba casi inapreciable. Sin embargo, al cabo del tiempo me sorprendió descubrir su asombrosa capacidad de proliferación y su rápida adaptación a un medio que jamás había constituido su hábitat natural.
    —¿La recién importada adormidera?
    —Ésa, o cualquier tipo de planta en la que se le permita establecerse durante un cierto tiempo. Una de las características principales de la "mosca blanca" amazónica, y la que precisamente la convierte en tan sumamente dañina para los cultivos, estriba en que puede cambiar de hábitos alimenticios para pasar en poco tiempo de arrasar plataneras a esquilmar bosques de mangos. Más adelante incluso podríamos acostumbrarla a atacar plantaciones de coca.
    —Interesante... –reconoció Noel Fox que no perdía palabra de cuanto en aquella extraña habitación, más propia de un sultán que de gente normal, se decía–. ¡Muy interesante! ¿De modo que usted cree que esa tal ‘Benisia tabacea’, o como diablos quiera que se llame, podría causar un daño irreparable a la producción de heroína mundial?
    —Estoy convencido.
    —¿Y en qué estudios científicos se basa, aparte, claro está, de sus apreciaciones personales?
    —En ninguno, pero cuando al fin caí en la cuenta de cuál era su verdadero potencial, elegí una de las plantaciones afectadas y sustituí los insecticidas con lo que solíamos fumigar por un producto totalmente inocuo.
    —Se arriesgó mucho.
    —No demasiado, puesto que los trabajadores eran unos bestias que lo único que sabían era emborracharse y alborotar, por lo que no hubieran distinguido el permanganato sódico del ácido clorhídrico.
    —¿Y qué ocurrió?
    —Que a los tres meses en aquella plantación no quedaba ni una amapola aprovechable, y al poco tiempo la plaga se extendió a cuantas se encontraban a menos de cincuenta kilómetros a la redonda, por lo que me vi obligado a "aconsejar" a mis "patrones" que abandonaran definitivamente la región.
    —¿Y lo hicieron?
    —¡Naturalmente! Como ya le dije Colombia es enorme, y además esos hijos de su madre cuentan con grandes extensiones de terreno en las que establecerse en Ecuador, Perú y Bolivia. No le dieron mayor importancia al hecho de que en un punto determinado "una jodida mosca comemierda" les hubiera hecho la puñeta y estoy convencido de que por sus obtusas mentes ni tan siquiera pasa la más remota idea de que esa "jodida mosca comemierda" les pueda llevar a la ruina.
    Se hizo un nuevo silencio en el que el cerebro del brasileño parecía estar funcionando a marchas forzadas en un supremo esfuerzo por procesar, encasillar y analizar debidamente el ingente cúmulo de nueva información que estaba recibiendo. Por fin, musitó de un modo casi inaudible:
    —Los riesgos son muchos.
    —¡Cuéntemelo a mí, que no puedo salir a la calle por temor a que me cosan a balazos! –exclamó el colombiano.
    —No me refería a ese tipo de riesgos, aunque entiendo que para usted sea el más importante. Me refería al indudable riesgo que se corre de crear una plaga de grandes proporciones y de la que, llegado un determinado momento, entra dentro de lo posible que perdiéramos el control. –Observó con profunda atención a su oponente al tiempo que inquiría–: ¿Qué ocurriría si el día que esas dichosas moscas hubieran acabado con las plantaciones de adormidera, se lanzaran al asalto de las fincas de soja brasileña o de bananas ecuatorianas?
    —Que acabarían con ellas.
    —¡Pues vaya una gracia!
    —No se trata de ninguna gracia, lo admito, pero tenga en cuenta que a un agricultor se le puede compensar por sus pérdidas, mientras que a una madre no se le puede compensar por la muerte de un hijo víctima de una sobredosis.
    Ni al conjunto de la sociedad por las ingentes pérdidas de todo tipo que trae aparejada la proliferación de las drogas.
    —No cabe duda de que se trata de un punto de vista que se presta a polémica.
    —¡Desde luego! –admitió el colombiano–. Pero tal vez le tranquilice saber que, llegado el momento, y actuando con rapidez y eficacia, en campo abierto se puede combatir hasta su total destrucción una plaga de mosca blanca si se cuenta con los medios y el personal apropiado.
    —¿Está seguro de eso?
    —Lo he hecho docenas de veces.
    Donde no se puede combatir una plaga es en unos recónditos valles andinos en los que las plantaciones se encuentran ocultas aquí y allá en plena selva, donde no existen trabajadores cualificados, y donde una avioneta no es capaz de fumigar a poca altura.
    —Se nota que lleva mucho tiempo estudiando el tema.
    —Tiempo es lo que me ha sobrado.
    ¿Tiene idea de lo que es pasarse las noches en la montaña, rodeado de asesinos, sin tener la seguridad de que tu familia está siendo respetada, consciente de que en cualquier momento pueden matarte y meditando en la mejor forma de cobrarte tan increíble deuda? ¡Once años! –recalcó–. He esperado once años, pero le garantizo que estoy dispuesto a dedicar otros tantos a conseguir lo que pretendo. ¿Piensa ayudarme? Gaetano Derderian Guimeraes asintió convencido:
    —En lo que de mí depende, sí, pero como ya le he dicho ésa es una decisión que debo consensuar con quienes tendrán que financiar el proyecto. Me reuniré con ellos y confío en que en un par de semanas estaré en disposición de darle una respuesta. ¿Dónde tiene pensado establecerse si consigue el dinero?
    —La República Dominicana, Bolivia o Costa Rica ofrecen unas condiciones idóneas, aunque se encuentran demasiado cerca del mundo del narcotráfico. Tal vez lo más prudente sería buscar una remota isla del Pacífico en la que poder trabajar sin grandes presiones.
    —¿Cuánta gente necesitará?
    —Me bastará con mi familia, un par de ayudantes cualificados y un equipo de seguridad de absoluta confianza.
    —¿Tiempo?
    —Lo ignoro, aunque quiero suponer que no más de tres años. En condiciones idóneas la ‘Benisia tabacea’ se reproduce con extraordinaria rapidez y calculo que tras la décima generación habré conseguido convertirla en drogadicta.
    —¿Es eso lo que busca? ¿Convertir a una mosca en adicta a las drogas?
    —Es tan sólo una forma de expresarme, pero viene a significar que habré conseguido que sus hábitos alimenticios y reproductores hayan evolucionado de tal modo que busque siempre poner sus huevos en las amapolas. De ese modo, el virus de la cuchara destruirá los cultivos de forma casi inmediata.
    —¿Tan eficaz resulta?
    —No puede imaginarse hasta qué punto. Una planta infectada no tiene recuperación posible. Hay que arrancarla de raíz, desinfectar el terreno, esperar un par de años, sembrar otra vez y aguardar pacientemente la próxima cosecha.
    —Pero en ese momento allí estarían de nuevo sus moscas dispuestas a reanudar el trabajo... –puntualizó Noel Fox.
    —¡Exactamente! Estarían allí, una y otra vez, hasta que esa pandilla de hijos de la gran puta llegasen a la conclusión de que no les queda futuro porque un simple insecto es mucho más eficaz que todos los ejércitos, todos los aviones, todos los helicópteros, todos los tanques o todo el napalm del mundo.
    —¡Suena a utopía! –admitió el pernambucano que se había puesto en pie con el fin de aproximarse a la fuente y permitir que un minúsculo chorro de agua le mojara la palma de las manos–'Suena a utopía, pero a utopía bastante razonable. La humanidad cuenta hoy día con un poderoso enemigo, la heroína, pero esa heroína se obtiene de una planta, es decir, un vegetal, un ser vivo que cuenta a su vez con un potencial enemigo: las plagas. La política más sensata ha sido siempre la de aliarse con los enemigos de tus enemigos, reforzándolos hasta el extremo de que sean ellos los que ganen las batallas. Aquí viene a cuento el clásico proverbio chino:
    "¿Que más da gato blanco o gato negro? Lo que importa es que cace ratones".
    Una semana más tarde Gaetano Derderian Guimeraes había conseguido reunir de nuevo en la Villa Olimpo a los financieros del magno proyecto, que tras escuchar el detallado informe de cuanto se había conseguido hasta el presente, no pudieron por menos que evidenciar una profunda preocupación.
    Fue sir Edmund Rosenthal, como dueño de la casa y miembro de más edad, el encargado de expresar el sentir general.
    —Creí que habíamos convenido en que implicarnos en el mundo de la droga podía acarrearnos fatales consecuencias –dijo–. Genera portentosos beneficios, por lo que sus tentáculos se alargan hasta los más insospechados rincones.
    —Lo sé –admitió de inmediato el brasileño–. Y por ello no me he atrevido a tomar una decisión sin consultarles previamente. Si deciden que corremos un riesgo que pone en peligro el éxito de nuestra verdadera misión, jamás volveré a mantener contacto con ese hombre.
    —¿Cree que dice la verdad? –quiso saber el apodado Júpiter.
    —En lo que se refiere a su historia, sí. Mi agente en Bogotá ha investigado a fondo, y efectivamente hace once años un catedrático llamado Armando Batista, su mujer y sus dos hijas, fueron secuestrados no se sabe por quién sin que, pese a los esfuerzos de su familia, volviera a saberse nunca nada más de ellos.
    —¡Buen trabajo! –reconoció Bill Spangler–. ¿Le pareció sincero con respecto a ese tema de la plaga?
    —Por completo. Aparte de que dudo que nadie se atreviera a inventar algo semejante si no fuera cierto. Lo que cuenta tiene sentido, y lo que busca no es dinero, sino ayuda para desarrollar un proyecto que, tanto si da resultado como si no, apenas le reportará beneficios.
    —¿Y qué beneficios obtendríamos nosotros? –quiso saber Buba Okono–.
    Y no me refiero a los económicos naturalmente.
    —Tal vez un mundo sin drogas, lo que significa, sin el menor género de dudas, un mundo mejor.
    —En eso estoy de acuerdo –intervino Naima Fonseca–. Una de las mayores preocupaciones de mis educadores se centra en alejar a los muchachos de la droga porque los malditos "camellos" surgen de debajo de las piedras y tienen un puñetero poder de persuasión que nos está volviendo locos.
    —Dudo que ninguna plaga, por virulenta que fuera, sea capaz de arrasar con todos los cultivos de adormidera que existen en el planeta –sentenció Bill Spangler.
    —También yo.
    —Entonces ¿de qué diablos estamos hablando?
    —De la posibilidad de reducir su producción hasta el punto de que se encarezca fuertemente su precio en origen. El principal problema de las drogas estriba en que su margen de beneficios es enorme, lo cual permite a los traficantes dedicar una parte muy considerable de sus ganancias a "enganchar" a nuevos adictos. Sin embargo, si conseguimos que cada kilo les cueste un enorme esfuerzo y les salga a precio de oro les resultará muy difícil reclutar clientes, el margen de beneficios se estrechará, y al fin el fabuloso negocio decaerá por sí solo.
    —¡Demasiado hermoso para ser cierto!
    —De acuerdo, pero son ustedes los que han decidido invertir su dinero en hermosos sueños que probablemente jamás se conviertan en realidad: Éste es uno de ellos, pero repito que no deseo influenciarles. Soy consciente de a lo que nos exponemos.
    —¡Bien! –puntualizó sir Edmund en un intento de dar por concluida la discusión–. Tenemos todo un fin de semana para meditar sobre ello y decidir lo más conveniente. Propongo que el tema quede aparcado mientras nos concentramos en el resto de los problemas, ya que por lo que veo en este informe no estamos teniendo demasiado éxito a la hora de contratar gente realmente valiosa.
    —Así es –admitió el brasileño.
    —¿Y a qué lo atribuye?
    —A que la gente realmente valiosa no abunda. Y la que existe, que en verdad existe, parece más interesada en amasar fortunas al frente de poderosas multinacionales, que en poner su talento al servicio de algo tan poco tangible como "un mundo mejor para millones de seres humanos".
    —Si se trata de una cuestión de precio, ofrece más dinero –aventuró Waffi Wad, quien, cosa extraña en él, hasta ese instante se había limitado a escuchar en silencio–. Ya te advertimos que ése no es el problema.
    —Creo que no se trata de dinero, sino de ambición personal. A todo ser humano le mueve el ansia de destacar por sí mismo y conseguir algo que le diferencie de los demás, pero nosotros les estamos pidiendo a los mejores que se unan a un equipo cuyos triunfos y beneficios se diluirán entre millones de seres anónimos.
    —Eso significa que no sólo buscamos a los mejores –le hizo notar Naima Fonseca–, sino también a los más generosos; es decir, los mejores de entre los mejores.
    —Más o menos.
    —¿Una especie de mezcla entre ejecutivos y misioneros?
    —No. No es eso –sentenció Gaetano Derderian confiriendo a su discurso un tono que sirviera para hacer comprender a todos los presentes el alcance y la magnitud de sus preocupaciones–. No es eso en absoluto. La esencia de nuestro problema se centra, no en el hecho de querer construir un mundo lo más perfecto posible, lo cual no resultaría demasiado difícil si partiéramos de cero, sino en mejorar el que ya tenemos, lo cual, pese a lo que pudiéramos suponer en un principio, resulta infinitamente más complicado.
    —¿A qué lo atribuye?
    —A que nuestra sociedad parece haberse convertido en uno de esos edificios ruinosos en los que intentas cambiar una cañería y se te cae la pared, apuntalas la pared y se te hunde el suelo, refuerzas el suelo y destrozas tres nuevas cañerías. –Hizo un gesto de desánimo al tiempo que se encogía de hombros al insistir–: Todo se encuentra relacionado entre sí por un conjunto de intereses particulares, nacionales, económicos, políticos, racistas o religiosos, tan complejo y enmarañado, que basta con que muevas un hilo aquí, para que se desate un nudo allá. Un simple soplido se transforma en huracán y una gota de agua en maremoto porque, tal como me dijo en cierta ocasión un inventor amigo mío, "si pretendes saber qué grado de éxito tendrá lo que has inventado no te preguntes nunca a cuántos millones de personas va a beneficiar, sino a cuántas docenas va a perjudicar. Del poderío de esas docenas dependerá que tu invento prospere o no".
    —¿Crees que es nuestro caso? –quiso saber la venezolana.
    —Se puede aplicar a nuestro caso –fue la respuesta–. Cada vez que intentemos hacer algo en beneficio de alguien por necesitado que esté tendremos que plantearnos a quién vamos a perjudicar y cómo nos las arreglaremos para evitar su reacción. En Brasil existe un viejo refrán: "A mucho pan en la mesa del obrero, poco caviar en la mesa del patrón". Necesitamos gente muy lista para conseguir que aumente la ración de pan sin que disminuya la de caviar. Llevará tiempo, pero confío en encontrarla.
    Sir Edmund Rosenthal, que se había despojado de su arcaico sonotone concentrándose en la tarea de ajustar por enésima vez la pila y conectar debidamente los cables, fue a decir algo, pero se interrumpió al advertir que Bill Spangler alargaba la mano desde el otro lado de la mesa con objeto de colocar ante su vista una delicada caja de oro. Le miró de frente.
    —¿Qué es eso? –quiso saber con una cierta acritud.
    —El último grito de la tecnología digital –señaló el americano–. Mis mejores ingenieros lo han diseñado especialmente para usted y me han garantizado que con esto jamás volverá a tener problemas de audición.
    El anciano se tomó su tiempo para abrir pacientemente la caja, observó el casi invisible botón que se encontraba en su interior y sonrió de forma beatífica al tiempo que lo devolvía con exagerada amabilidad.
    —Le aconsejo que se lo regale a alguien que en verdad lo necesite –susurró en el tono más pausado que había utilizado nunca–. Se lo agradezco en el alma, pero este viejo trasto y yo llevamos casi un cuarto de siglo juntos, no sabría cómo entretenerme sin él, y es el único que me permite escuchar únicamente aquello que me interesa escuchar. –Se volvió a Gaetano Derderian para añadir–:
    Mi impresión es que necesitamos un primer éxito para animar a aquellos que sean verdaderamente útiles a que se unan a nosotros. Y estoy de acuerdo en que tal vez dicho éxito podríamos obtenerlo en la península del Sinaí.
    —La semana próxima zarpamos hacia allá, y lo que sí le garantizo es que contamos con un buen equipo de geólogos, arquitectos, agrónomos y urbanistas. Calculo que en un par de meses nos habremos hecho una idea de qué es lo que se puede conseguir exactamente.
    —No se trata de "lo que se pueda conseguir", sino de conseguirlo –intervino Takedo Sukuna al tiempo que extraía de un portafolios un grueso dossier de pastas azules–. He puesto a mi gente a hacer unos primeros cálculos, y han llegado a la conclusión de que con agua, paz, campos de golf, casinos y un parque temático tipo Disneylandia, cabría esperar más de veinte millones de turistas anuales.
    —¿No crees que exageras?
    —¡En absoluto! Hay que tener en cuenta que esos turistas se encontrarían a menos de doscientos kilómetros de El Cairo y las pirámides y otro tanto de Jerusalén, Belén, el mar Muerto o Petra. Por lo que me han contado, en los años cuarenta, un gángster llamado Ben Siegel invirtió seis millones de dólares en el hotel Flamingo, y al cabo de sesenta años los beneficios de Las Vegas se cifraron en cien mil millones de dólares, proporcionando trabajo estable a miles de personas. –Abrió el documento extendiéndolo a la vista de todos al añadir–: Ésta es mi oferta: construiré diez hoteles en la península del Sinaí, y una vez que haya recuperado la inversión aportaré todos los beneficios al proyecto de "Un Mundo Mejor".







































    Un gran número de ingleses aseguraba que la prueba más evidente de la injusticia divina se constataba al comprobar cómo a la familia Rosenthal se le había concedido todo cuanto cualquier ser humano pudiera ambicionar.
    Por su parte las malas lenguas especificaban que tanta suerte no se debía a la intervención de la gracia divina, sino más bien a un pacto que el fundador de la dinastía, Isaac Rosenthal Arama, había firmado con el demonio el mismo día en que alcanzó la mayoría de edad.
    Las dos versiones eran evidentemente falsas.
    La inmensa fortuna de la vetusta dinastía de banqueros se basaba en tres pilares esenciales: el trabajo, la astucia y un olfato muy especial a la hora de invertir, y sobre todo, a la hora de predecir que se avecinaban malos vientos y había llegado el momento de recoger velas y buscar el abrigo de un puerto seguro para un dinero al que los temporales acostumbraban a desperdigar en todas direcciones.
    La prudencia y la osadía, cogidas de la mano, podrían formar parte con todo merecimiento de un escudo familiar de rancio abolengo, aunque sir Edmund sabía muy bien que lo que en verdad debería figurar en primer término era una flor de horrendas connotaciones.
    Y es que, siendo muy niño, el viejo sordo había descubierto, hurgando en la inmensa biblioteca del castillo familiar de las afueras de Londres, que el famoso pacto que su tatarabuelo había firmado no era desde luego con el diablo, pero sí con gentes realmente diabólicas.
    Gentes que estaban absolutamente convencidas de que los buenos negocios estaban por encima de cualquier otra consideración, y que el negocio más próspero de aquellos tiempos se centraba en el hecho de conseguir que el mayor número posible de "sucias caras amarillas" consumieran la mayor cantidad posible del opio que se obtenía de las plantaciones indias.
    Era por tanto una amapola roja la flor heráldica que debía figurar en el escudo de los Rosenthal.
    Gracias al dinero del "abuelo" Isaac, pequeños huertos semiclandestinos se transformaron en gigantescas plantaciones de adormideras y ancestrales métodos de cultivo pasaron a convertirse en "modernos" sistemas de producción y máximo aprovechamiento, con lo que al cabo de pocos años, millones de miserables chinos que se morían de hambre encontraron en la más destructora de las drogas un falso y fugaz remedio a sus muchos padecimientos.
    A tales extremos de adicción se llegó que, alarmado por el hecho de que su país amenazaba con convertirse en un gigantesco fumadero de opio, el emperador se vio obligado a prohibir el consumo del "humo diabólico", pero los mercaderes ingleses no estaban dispuestos a perder el mejor negocio de todos los tiempos, por lo que se las ingeniaron para provocar la guerra más injusta de cuantas guerras injustas hayan existido a lo largo de la historia.
    Comenzó durante la primavera de 1840 y tan sólo cuatro años más tarde la poderosa flota británica obligó a China a abrir por completo sus puertos a un veneno que acabaría por conducir a millones de sus habitantes a la más espantosa y degradante de las muertes.
    Cabría asegurar, por tanto, que el hierático y circunspecto antepasado de los Rosenthal, cuyo inmenso retrato presidía el salón principal del banco, detentaba el dudoso honor de ser considerado uno de los auténticos padres de la moderna drogadicción.
    Y ése era un amargo secreto que sir Edmund guardaba en lo más profundo de su mente desde el día en que abandonó, cabizbajo y avergonzado, la amplia y oscura biblioteca de un vetusto castillo.
    Por ello ahora advertía cómo interminables hordas de amarillentos cadáveres surgían de lo más profundo de un armario que había permanecido cerrado a cal y canto durante siglo y medio, y no podía por menos que preguntarse si no habría llegado el momento de liquidar de una vez por todas una vieja deuda que nadie de su ilustre apellido había sido capaz de reconocer.
    Pasó por tanto toda una noche meditando sobre el tema, y a primera hora de la mañana ordenó a su secretario que le pidiera a Gaetano Derderian que se reuniera a solas con él en su adorado banco del mirador de la bahía.
    Cuando el pernambucano tomó asiento, le sonrió apenas, aguardó a que un atareado jardinero se alejara unos metros, y por último señaló:
    —He tomado una decisión con respecto a ese colombiano del que nos habló ayer. Estoy de acuerdo en que significaría un tremendo peligro involucrarnos en algo que podría acarrear el fracaso de todos nuestros esfuerzos, pero de igual modo estoy convencido de que se nos ofrece una remota posibilidad que no podemos permitirnos el lujo de dejar pasar. –Dudó apenas unos segundos antes de añadir–: Creo por tanto que mi deber es ayudar a ese hombre en todo lo posible, pero manteniendo al resto del grupo al margen del tema.
    —¿Pretende decir con eso que correría usted con todos los gastos?
    —Exactamente.
    —¿Por qué?
    —Preferiría no tener que dar explicaciones, y que le bastara con saber que se trata de una vieja deuda que me gustaría saldar.
    —Puede que su costo sea muy alto.
    —Dinero y años son lo único que me sobra en estos momentos, querido amigo. –El anciano extendió la mano para colocarla con afecto sobre la rodilla de su acompañante–. ¿Cree que podríamos conducir este asunto con la necesaria discreción? Como comprenderá, mi banco y los intereses de mi familia se verían fuertemente afectados si llegara a descubrirse quién financia esas investigaciones.
    —Nadie más tiene por qué saberlo –fue la tranquilizadora respuesta–.
    Cuento con los contactos necesarios como para conseguir que si alguien se dedica a seguir la pista a ese dinero, llegue a la conclusión de que proviene del mismísimo Departamento de Estado.
    El inglés le observó visiblemente confundido:
    —¿Realmente puede hacer eso?
    —¡Desde luego! –fue la sincera respuesta–. Los servicios secretos americanos son tan complejos y enmarañados, que su mano izquierda nunca sabe lo que hace la derecha, por lo que a nadie le extrañará que una de las muchas secciones prácticamente desconocidas que alguien creó en un momento dado, esté trabajando en un proyecto del que los restantes departamentos no tienen ni la más remota idea.
    —¿Acaso ha trabajado para ellos?
    —Muchas veces, aunque hace ya tiempo de eso. Eran tan rematadamente chapuceros que corría el riesgo de que contaminaran una organización que me había costado años levantar. Su sistema de trabajo se basa en el abuso de la tecnología punta y el derroche de dinero, métodos frontalmente opuestos al sentido común y la reflexión. Un ordenador, por avanzado que sea, jamás desarrollará sus propias conclusiones puesto que se alimenta de datos ajenos. Sus análisis puede que sean rigurosos, pero siempre carecerán de la variante que imprime el factor humano.
    —¿Por casualidad se está refiriendo al caso del atentado de las Torres Gemelas?
    —Entre otros, pero ése es quizá el más significativo. A los gigantescos ordenadores de la CIA o el Pentágono nadie les había introducido el dato de que existía un individuo tan astuto y vengativo como Osama Bin Laden, o unos suicidas tan locos y fanáticos como los que pilotaron aquellos aviones. Ese tipo de información, al igual que la intuición o la imaginación es lo que nos diferencia, y siempre nos diferenciará de la tan traída y llevada "inteligencia artificial".
    —La inteligencia nunca podrá ser artificial, puesto que en ese caso ya no se tratará en absoluto de inteligencia –admitió el banquero.
    —Veo que me ha entendido. La inteligencia es un don natural, tal vez de origen divino, que tan sólo se le ha concedido a la especie humana. Y por suerte o desgracia, no a toda. Y lo que tengo muy claro es que los servicios secretos americanos no tienen la menor idea de dónde puede adquirirse si es que estuviera a la venta. Le aseguro que si fuera necesario no me costaría demasiado esfuerzo convencer al mundo, incluidos ellos mismos, que son los que están financiando ese tipo de investigaciones.
    Sir Edmund Rosenthal pareció necesitar un cierto tiempo para asimilar cuanto acababan de decirle, observó largo rato el vuelo de las gaviotas que se deslizaban mansamente sobre la quieta superficie del agua de la ancha bahía, y por último extrajo del bolsillo del chaleco un papel cuidadosamente doblado que entregó al brasileño.
    —Aquí tiene el número y la clave de acceso a una cuenta secreta en un banco de las islas Caimán –dijo–.
    Siempre habrá dinero disponible; todo el que haga falta. Confío en que sepa hacer el mejor uso posible de él y no quiero que volvamos a mencionar el tema. Si algún día se obtienen los resultados apetecidos me bastará con enterarme por la prensa.
    —¿Y qué explicación le damos al resto del grupo?
    —Ninguna. Cuando se plantee de nuevo el problema, lo único que tiene que hacer es respaldar mi tesis de que involucrarnos en la lucha contra la droga constituiría un riesgo que no podemos permitirnos el lujo de correr si es que aspiramos a metas más altas.
    —De acuerdo... –admitió Gaetano Derderian–. ¿Alguna otra cosa?
    —Tan sólo una, aunque es estrictamente de orden personal, lo cual viene a decir que tal vez me estoy metiendo donde no me llaman, pero creo tener la suficiente edad como para que se me disculpen ciertas debilidades. ¿Qué siente usted por Naima Fonseca? Cogido por sorpresa, su interlocutor reaccionó como si hubiera recibido de pronto un inesperado coscorrón, por lo que tardó unos minutos en reaccionar, pese a lo cual lo único que acertó a decir fue una tontería.
    —¿A qué se refiere? –musitó apenas.
    —¡Oh, vamos, hijo! fingió escandalizarse el otro–. ¡No me venga con sandeces! Sabe muy bien a qué diantres me refiero. ¿Está enamorado de ella?
    —Lo estuve. Y hasta el tuétano.
    —¿Ya no?
    —No lo sé.
    —¿No lo sabe, o prefiere no saberlo?
    —¿Qué más da una cosa que otra?
    —A mi modo de ver la diferencia es mucha, y si le sirve de algo mi larga experiencia, le aclararé que tengo la impresión de que está usted loco por ella, pero no se decide a echarle cojones al asunto, y perdone la expresión.
    —Tal vez tenga razón.
    —La tengo –insistió convencido el anciano–. Y lo que en verdad me preocupa no es que usted sufra más o menos, que allá cada cual con sus sentimientos; lo que me preocupa es el hecho de que estamos confiando nuestro dinero a alguien que se supone que tiene que ser capaz de hacer cosas extraordinarias, pero ni tan siquiera tiene el valor suficiente como para decirle a una mujer que no puede vivir sin ella.
    —Una cosa es el valor, y otra muy distinta la timidez en cuanto se refiere a los sentimientos personales –le hizo notar el brasileño–. Me consta que tengo fama de presuntuoso, pero no lo soy tanto como para aspirar a la mano de una de las mujeres más hermosas y más ricas del mundo.
    —Ni su dinero ni su hermosura le libran de la soledad.
    —¿Soledad? –se escandalizó el otro–. Está rodeada por más de dos mil niños a los que considera como a sus hijos.
    Sir Edmund Rosenthal observó de arriba abajo a su interlocutor, agitó varias veces la cabeza como si le costara trabajo admitir que estuviera hablando con un ser tan obtuso, y acabó por señalar:
    —Dos mil hijos nunca llenarán el espacio de un hombre, al igual que dos mil hombres nunca llenarían el espacio de un hijo. Si aún no ha aprendido eso, es que no sabe nada sobre mujeres. Su concepto de la maternidad nada tiene que ver con el resto de sus sentimientos; es algo único e independiente, como un departamento estanco aislado en su mente o en su corazón.
    –Le golpeó una vez más la pierna al insistir–: ¡No sea estúpido! No deje escapar una oportunidad porque luego se arrepentirá mientras viva. Yo soy lo suficientemente viejo como para saber que, antes de un año, Naima Fonseca tendrá una pareja. Si usted no se decide será cualquier otro, y ese día más vale que se lance de cabeza por ese risco.
    Se puso en pie cansinamente, le guiñó un ojo y se alejó muy despacio hacia la casa aunque quien le observara con atención hubiera llegado a la conclusión de que se sentía feliz, puesto que al parecer se había quitado dos enormes pesos de encima.
    Por su parte, Gaetano Derderian Guimeraes permaneció muy quieto observando el mar y los veleros que lo cruzaban sin poder alejar de la mente las palabras que acababa de escuchar.
    El viejo tenía razón y lo sabía.
    Naima Fonseca era una hermosa mujer, y una hermosa mujer ardiente y apasionada.
    Con un pasado algo más que turbulento, una infancia hecha de hambre, y una juventud en la que no había podido evitar pasar de cama en cama, llevaba años, desde la trágica muerte de su esposo, sometida por propia voluntad a un severo régimen de abstinencia sexual, pero no hacía falta ser un experto en el tema para llegar a la conclusión de que pronto o tarde las fuerzas de la naturaleza harían acto de presencia y los deseos lógicos en una criatura de su edad y su temperamento acabarían por reventar.
    Todo eso estaba muy claro, pero ¿quién le ponía el cascabel al gato? Cada vez que la miraba el brasileño advertía que una mano de plomo le atenazaba el estómago, cada vez que escuchaba su voz el cerebro se le nublaba, y cada vez que intentaba confesarle lo que sentía, las palabras que al fin surgían de su boca nada tenían que ver con el tema, e incluso con cierta frecuencia carecían de sentido.
    Si cierto era que detrás de cada gran hombre suele haber una gran mujer, más cierto era aún que detrás de cada gran mujer suele haber docenas de grandes hombres que demasiado a menudo pierden toda su grandeza.
    Ningún héroe ha sentido tanto miedo ante la carga de la caballería enemiga o el asalto de una columna de tanques, como ante la mirada de una mujer a la que ama y de la que no sabe si está siendo correspondido.
    Y es que, a decir verdad, de poco valía ser heroico, o rico, o poderoso, cuando prácticamente la mitad de la vida carecía de sentido.
    Cuatro han sido siempre los "jinetes del Apocalipsis" y mucho se ha hablado y escrito sobre ellos, pero nadie parecía haber reparado en el hecho de que ante ellos cabalgaba siempre una mujer desnuda sobre un caballo blanco, puesto que los estragos y sufrimientos que causa el amor en nada tienen que envidiar a los que puedan causar el hambre, la peste, la guerra o la muerte.
    Sin ser de frío, Gaetano Derderian apenas recordaba haber temblado más que en muy contadas ocasiones.
    Una de ellas fue el día en que advirtió cómo un avión cruzaba sobre su cabeza para ir a estrellarse contra el más alto de los edificios de Nueva York, a sabiendas que lo hacía justo en los pisos que ocupaban las oficinas de uno de sus mejores amigos.
    Las restantes estaban asociadas, la mayor parte de las veces, a la perturbadora presencia de la venezolana durante los cada vez más escasos momentos en que se encontraban a solas.
    Y es que, por alguna extraña razón que jamás conseguiría explicarse, Naima Fonseca parecía sufrir una desconcertante transformación en cuanto el resto de la gente desaparecía.
    Era como si de pronto todo el universo se comprimiera para concentrarse en sus ojos, su voz, su cuerpo y aquel aroma tan especial que en nada se parecía a ningún otro.
    El pernambucano estaba convencido de que si algún día llegaba a poseerla, sería tanto como poseer cuanto de fabuloso había sido creado desde el inicio de los tiempos, puesto que a su modo de ver habían sido necesarios millones de años de evolución para llegar a conseguir un ser tan absolutamente perfecto.
    Sentado allí, en aquel viejo banco, sin más testigos que el mar y dos docenas de escandalosas gaviotas, Gaetano Derderian se vio obligado a admitir una vez más que seguía visceralmente enamorado de Naima Fonseca, pero que prefería mil veces continuar viviendo con la tibia esperanza de que algún día ella le correspondiera, que con la desesperante certeza de que no era así.
    Cerró los ojos y le vino a la mente la inolvidable tarde en que la conoció.
    Se regodeó luego en evocar cada momento que había pasado a su lado y casi cada palabra que había escuchado de sus labios, y el tiempo transcurrió tan apacible y lento como pasaban las nubes sobre su cabeza, hasta que le asaltó, como un afilado estilete, el inconfundible perfume que tanto le perturbaba.
    —Sir Edmund me ha pedido que venga a hablar contigo.
    —¿Sobre qué? La venezolana torció la cabeza para observarle entre divertida y desconcertada.
    —¡Ah vaina! –no pudo por menos que exclamar al tiempo que dejaba escapar una corta carcajada–. Creí que lo sabrías.
    —Pues no tengo ni idea.
    Su personalísimo aroma pareció adueñarse del mundo en el momento en que ocupó el lugar en que estuviera sentado el anciano.
    —¿Estás seguro? –inquirió–. Me dio la impresión de que tenía muy claro a qué se estaba refiriendo.
    —A veces chochea.
    —Pues en ocasiones tengo la impresión de que es el más sensato del grupo. Si no fuera por esa manía de "jurungar" todo tiempo ese cochambroso audífono, nadie le echaría la edad que tiene. –Le observó con inquietante fijeza para insistir–: ¿Seguro que no tienes nada que decirme?
    —Seguro.
    —¡Bien! En ese caso aprovecharé para hacerte saber que tengo constancia de que casi un millón de niños muere cada mes por causas relacionadas con el hambre, trescientos millones trabajan como esclavos, y cuarenta millones viven en las calles. ¿Qué piensas hacer al respecto?
    —¿Y qué quieres que haga? –replicó el interlocutor sorprendido por el inesperado cambio que había dado a la conversación–. Reconozco que es una auténtica barbaridad, y lo único que puedo decirte de momento es que intentaremos que tales cifras pasen pronto a la historia.
    —¿Cómo? –inquirió la venezolana en un tono de contenida agresividad–. No he visto que estemos estudiando fórmulas que atajen el problema. La idea del Sinaí me parece magnífica, e incluso estoy de acuerdo en intentar acabar con esas malditas plantaciones de adormideras, pero quiero que tengas muy presente que mi principal preocupación siguen siendo los niños.
    Jamás he tenido la más mínima duda al respecto.
    —Me alegra que así sea. No quiero que lo tomes a mal, pero debes entender que no me he metido en esto para resolverle la papeleta a los fanáticos judíos y palestinos, que ya son mayorcitos, ni a unos yonquis, que lo son porque se lo han buscado, sino a millones de indefensas criaturas que sufren las mil penalidades del infierno sin tener culpa alguna.
    —Veo que vuelves por tus fueros y has decidido una vez más no tener pelos en la lengua.
    —Hace tiempo que no se me ha presentado la oportunidad de tenerlos –replicó ella dejando escapar una provocativa carcajada aunque casi de inmediato recuperó su agrio tono para puntualizar–: Pero admito que tienes razón; desde que murió Romain había perdido agresividad, debido sin duda a que había conseguido muchos chicos y chicas de los que cuidar. –Chasqueó la lengua al tiempo que negaba con firmeza para añadir–: Pero ahora he llegado a la conclusión de que con eso no basta. Cuanto estoy haciendo no es más que enjugar una lágrima en un océano de dolor. ¿De qué sirve alimentar a dos mil niños cuando cada mes muere un millón?
    —¡Escucha, querida! –fue la pausada respuesta–. Que intentemos mejorar el mundo no significa que tengamos que cargar sobre nuestros hombros todos sus males, puesto que eso es algo que ni siquiera Jesucristo consiguió. Me estás pidiendo respuestas cuando aún estamos empezando a levar anclas. ¡Un poco de paciencia, por favor!
    —Pídele esa paciencia a quienes en estos momentos agonizan; pídele paciencia a quienes empiezan a morir antes incluso de haber empezado a vivir, y continúa pidiendo paciencia a todas esas personas que darían cualquier cosa por tener un niño a quien amar, pero que se estrellan contra leyes obsoletas y absurdas trabas burocráticas que consienten que esa criatura acabe en una tumba cuando podría estar en una cuna. ¿Tienes idea de cuánto papeleo inútil, cuántas normas sin sentido y cuántos sobornos a funcionarios desalmados son necesarios para conseguir salvarle la vida a un niño abandonado?
    —No exactamente –admitió el pernambucano–. Pero me lo imagino.
    —Lo dudo... –sentenció Naima Fonseca convencida de lo que decía–.
    Vivimos en pleno siglo xxi, existen rígidas normas internacionales que controlan la producción de petróleo, el comercio de infinidad de productos, e incluso los derechos de autor de un escritor o un cantante, pero aún no existe una normativa legal que proteja el derecho a la vida y al amor de unos padres para un niño, cualquiera que sea su raza o lugar de origen.
    —Creo que existe una "Declaración de los Derechos del Niño".
    —Tú lo has dicho: una altisonante "declaración" de buenas intenciones.
    ¡Papel mojado! Simples palabras huecas sin ninguna ley efectiva que los respalde, y en ese punto es donde creo que nuestra organización debería intervenir lo antes posible.
    —¿Cómo?
    —Convenciendo al mundo de que es necesario establecer un conjunto de leyes de adopción comunes, justas, lógicas, adecuadas y que todos los países se vean obligados a cumplir. Del mismo modo que se respetan los tratados comerciales o los derechos de patente, se deben respetar los términos por los que alguien pueda acceder a adoptar a un niño sin tener que pagar cánones a las autoridades locales o pasar por el calvario de mafias que se enriquecen traficando con seres indefensos.
    —¿Tienes alguna idea al respecto?
    —Algunas –replicó la venezolana segura de sí misma–. Llevo años dedicada a estos temas, y trato continuamente con cientos de parejas que desearían adoptar a un niño pero se enfrentan a un rosario de incomprensión o de intereses particulares. Unos los buscan en China, otros en Polonia y otros en Sudamérica o cualquier rincón de la Tierra, en ocasiones rozando la ilegalidad, como si en lugar de un acto de amor y caridad estuvieran cometiendo un delito. Muchos incluso acaban por desistir, mientras aquello que tanto anhelan llora de frío y acaba muriendo al otro lado del mundo.
    Son seres humanos que se necesitan mutuamente, pero los políticos y los burócratas han alzado entre ellos un muro infranqueable.
    —La mayoría de esas leyes tienen como objetivo proteger a los niños de pederastas y explotadores.
    —Lo sé, pero me consta que es mucho mayor el mal que causan que el peligro que evitan.
    —¿Estás segura de eso?
    —Lo veo a diario. Lo que tendría que existir es una policía internacional especializada que investigara previamente a los padres adoptivos, y que controlara luego el trato que recibe el niño. Lo lógico, si es que algún día conseguimos vivir en un planeta más lógico, sería que existiera una sede central que recibiera las peticiones de adopción de todo el mundo, las investigara a fondo y les diera curso en caso de que se ajustasen a los requisitos exigidos. Paralelamente contaría con un registro de todas las ofertas de niños en adopción llegadas de cualquier lugar, y adjudicaría cada caso con un criterio de equidad y justicia. Más tarde, esa "policía infantil" haría un seguimiento exhaustivo del trato que recibe el niño, y si no fuera el adecuado se le arrebataría a unos "padres" que quedarían fichados de tal forma que jamás pudieran volver a solicitar una nueva adopción.
    —Suena razonable... –se vio obligado a reconocer el brasileño tras meditarlo unos instantes–. Evidentemente utópico, pero bastante razonable.
    Naima Fonseca se había puesto en pie para acudir junto a la ancha barandilla que daba al acantilado, tomando asiento en ella de un salto, con lo que consiguió que el corazón de su interlocutor diera un vuelco, no sólo por la evidencia del riesgo que corría, sino por el hecho de que con la larga cabellera agitada por la brisa y el sol recortándose a su espalda aparecía más salvajemente atractiva que nunca.
    —No sé si recuerdas... –dijo desde allí–, que cuando decidimos crear esta "empresa" o como diablos queramos llamarla, establecimos que cualquier utopía que algún día pudiera llegar a convertirse en realidad formaba parte de nuestros objetivos.
    —Naturalmente que lo recuerdo.
    —En ese caso te suplico que pienses en ello y encuentres la forma de conseguir que la opinión pública mundial empiece a tomar conciencia de que el futuro de tantos desgraciados no puede seguir estando en las manos de desaprensivos que se enriquecen de la forma más abominable que nadie haya podido imaginar, o de burócratas que ocultar su ineptitud tras los impenetrables vericuetos de ordenamientos arcaicos dictados por legisladores que siempre han vivido más pendientes de perseguir al mal que de propiciar el bien.
    —Difícil me lo pones... –sentenció Gaetano Derderian consciente de la complejidad del tema–. Pero lo cierto es que para eso me habéis contratado y desde el primer momento supe que me enfrentaría a retos a los que nadie se había enfrentado anteriormente.
    —¡Pues manos a la obra! –Naima Fonseca le dirigió la más arrebatadora de sus sonrisas–. Y ten presente una cosa: si superas ese reto, tendrás una recompensa muy especial que no figura en tu contrato.





















































    Los dioses de Villa Olimpo, a los que se podría denominar de igual modo "los Caballeros de la Mesa Redonda y su hermosa dama", se reunieron a la mañana siguiente, y el primer tema de conversación, aquel que al parecer preocupaba a todos, fue, tal como era de esperar, el referente a la posibilidad de involucrarse o no en el espinoso tema de una confrontación más o menos directa con los siempre peligrosos "cárteles" de la droga.
    Las opiniones se encontraban divididas a partes casi iguales entre quienes se mostraban dispuestos a ayudar al colombiano, y quienes continuaban considerando que semejante aventura ponía en grave riesgo el buen fin de un proyecto mucho más ambicioso.
    La discusión se fue tornando cada vez más acalorada, e incluso cabría asegurar que enconada, hasta que Gaetano Derderian pareció cansarse de tanta palabrería inútil, por lo que extendió las manos solicitando que se le prestara atención.
    —Mi obligación en este caso es mostrarme neutral y por lo tanto entiendo y acepto ambos puntos de vista –dijo–. Pero como advierto que va a resultar muy difícil ponerse de acuerdo, creo que deberíamos inclinarnos por una solución salomónica.
    —¿Y es?
    —Que entregaré a cada uno de los presentes el número de una cuenta secreta en un banco de un paraíso fiscal. A los que están en contra les bastará con mantenerse al margen, pero los que así lo deseen, y a título estrictamente personal, podrán ingresar dinero en ella sin que nadie más que ellos lo sepan.
    —¿Y quién manejará ese dinero?
    —Buscaré una persona de absoluta confianza, que no tendrá nunca la más mínima idea de qué lugar o qué personas provienen los fondos, y que se ocupará de administrarlos a fin de que se lleven adelante esas investigaciones sobre la dichosa mosca blanca. De ese modo nadie podrá asociar nunca la lucha contra el narcotráfico con la operación que en verdad nos interesa.
    Cinco hombres y una mujer se consultaron con la mirada sin percatarse de que sir Edmund Rosenthal, sorprendido por la astuta artimaña del pernambucano no podía evitar sonreír entre dientes, y al fin fue Waffi Wad el que se decidió a expresar el sentir general.
    —Me parece una idea bastante prudente y aceptable.
    —¡Excelente! –se apresuró a corroborar Takedo Sukuna–. Y me alegra comprobar que cuanto me habían contado sobre usted parece ser cierto. Demuestra una increíble agilidad mental.
    —¡Gracias! El apodado Urano aventuró una leve sonrisa, cosa extraña en un hombre por lo general impasible al replicar:
    —Es de justicia. Y quiero que sepa que si algún día se cansa de lidiar con esta pandilla de locos, me sentiré muy feliz de ponerle al frente de una de mis empresas. –Golpeó levemente con los nudillos en la mesa para puntualizar–: Asunto concluido. Pasemos a otro tema. Qué avances hemos hecho con respecto al problema del hambre?
    —Ninguno de momento.
    —¿Y eso?
    —Le recuerdo que todavía ni siquiera tenemos equipo –le hizo notar el brasileño–. He enviado ofertas a tres altos funcionarios de la FAO para que se nos unan, pero aún no han respondido. Sabemos que casi la mitad de la humanidad pasa hambre, pero necesitamos información de primera mano sobre cómo se distribuye ese hambre y necesitamos, sobre todo, la experiencia de quienes llevan años buscando soluciones.
    —No creo que las hipotéticas soluciones que tales funcionarios nos puedan proporcionar sean las más apropiadas, puesto que resulta evidente que hasta el momento no han obtenido el más mínimo resultado –intervino Naima Fonseca con un tono levemente agresivo–. Tenía entendido que nuestra principal misión era la de encontrar caminos nuevos, no seguir los trillados.
    —Yo sin embargo opino que para encontrar nuevos caminos primero tenemos que conocer cuáles son los trillados –le contradijo con amabilidad pero con firmeza Buba Okono–. Como africano sé muy bien que enviar aviones repletos de alimentos a los famélicos no conduce más que a prolongar su agonía.
    Cada caso exige una solución diferente puesto que a mi modo de ver vivimos en un planeta capaz de alimentarnos a todos, pero aún no hemos aprendido a analizar sus infinitas contradicciones.
    —La esencia del problema estriba en que el mundo siempre gira en la misma dirección.
    Todos los presentes se volvieron a observar con gesto interrogante a Oman Tlass, que era quien había hecho tan absurda y curiosa observación.
    —¿Qué diablos has querido decir con eso? –inquirió visiblemente molesto Waffi Wad–. Se supone que estamos hablando en serio.
    El naviero conocido como Neptuno se limitó a encogerse de hombros al insistir:
    —Lo que he dicho. Y a mi modo de ver es muy serio. ¿O acaso no es cierto que el sol sale siempre por el este y se oculta por el oeste?
    —¿Y a qué viene semejante perogrullada?
    —A que al girar siempre en el mismo sentido los vientos dominantes en las alturas son también casi siempre los mismos, y son esos vientos los que condicionan la climatología, y por lo tanto la existencia de regiones húmedas y regiones desérticas.
    —Con todos los respetos, querido amigo –sentenció el cada vez más perplejo Waffi Wad–. Eso sigue siendo una perogrullada, puesto que no creo que se te haya pasado por la cabeza la brillante ocurrencia de que para conseguir un mundo mejor tengamos que empezar por intentar que gire en sentido contrario.
    —No soy tan estúpido –protestó el otro–. Lo que pretendo que entiendas es que la fertilidad o infertilidad de unas determinadas regiones viene dado por tales condicionantes, y que con frecuencia confundimos ciertos términos. Por ejemplo, las tierras que consideramos ricas suelen ser francamente pobres, mientras que aquellas que llamamos pobres, en realidad son muy ricas.
    Bill Spangler, que había permanecido, como todos los que componían aquella pintoresca asociación, muy pendiente de las palabras del saudita, esforzándose al máximo con la sana intención de captar el auténtico significado de lo que estaba pretendiendo decir, agitó bruscamente la cabeza como si todo aquello le sonara a chino, para rogar al fin con su extraña y personalísima voz carraspeante:
    —¿Le importaría explicarse un poco mejor? –dijo–. Le aseguro que, por más que lo intento, no consigo seguir sus razonamientos.
    El aludido le observó de hito en hito, giró luego el rostro hacia el resto de los presentes, pareció comprender que la inmensa mayoría mostraban idéntico desconcierto, y tras asentir varias veces con la cabeza y reflexionar unos instantes, inquirió dirigiéndose al americano:
    —¿Cómo consideraría usted a la vegetación de la región amazónica?
    —Como espléndida y exuberante.
    Oman Tlass se volvió en esta ocasión a Takedo Sukuna.
    —¿Y usted?
    —La selva más impenetrable y el pulmón del planeta.
    —¿Naima?
    —Un tesoro que tenemos la obligación de preservar para las generaciones futuras.
    —Estoy completamente de acuerdo –admitió el apodado Neptuno–. Pero ahora quiero que me digan qué opinan del Sáhara.
    —Que es un desierto.
    —El lugar más árido e inhóspito que existe.
    —La nada casi absoluta.
    —¡De acuerdo también! –insistió Oman Tlass–. Siguen siendo respuestas lógicas a preguntas aparentemente sencillas, pero lo curioso del caso es que tales respuestas son totalmente erróneas. –Abrió las manos con las palmas hacia arriba como si pretendiera mostrar lo que había en ellas pese a que resultaba evidente que no había nada, para concluir con una leve sonrisa irónica–: Las tierras de la región amazónica figuran entre las más pobres del planeta, mientras que las tierras del Sáhara que no se encuentran cubiertas por la arena, y que como es sabido constituyen la gran mayoría, son las más fértiles.
    —¿Cómo se explica eso?
    —De un modo muy simple: la cuenca amazónica está constituida en su mayor parte por un suelo arcilloso cubierto por una fina capa de tierra a la que milenios de lluvias torrenciales y periódicas inundaciones han ido despojando de todas sus sales minerales que con el paso del tiempo han ido a parar al mar. Sus nutrientes vienen proporcionados únicamente por la acumulación de hojas en putrefacción y debido a ello, cuando se desforesta una zona y se cultiva, la primera cosecha es buena, la segunda mala y a partir de la tercera no crece prácticamente nada.
    Paradójicamente sus indígenas son agricultores pero al propio tiempo nómadas.
    —No tenía ni la más remota idea de que eso fuera así –admitió Buba Okono.
    —Yo sí, ya que se trata de mi país –admitió Gaetano Derderian–. Aunque nunca me había planteado la razón de semejante nomadismo. Y lo cierto es que suena bastante lógico.
    —Es que es lo más lógico del mundo –insistió el saudita–. Y la mejor prueba la tenemos en que el poder de recuperación de la selva amazónica es el más lento que existe. Tienen que pasar más de cien años para que una zona talada vuelva a tener su aspecto original, mientras que en las selvas africanas se recupera en la cuarta parte de tiempo.
    —¿Y tú cómo sabes todo eso? –quiso saber un amoscado Waffi Wad–. Siempre he creído que lo único que te interesaba era el petróleo.
    —Hubo un tiempo en que invertí en explotaciones madereras y te garantizo que la aventura me costó una fortuna.
    Ahora sé que a largo plazo las maderas nobles americanas son un pésimo negocio, mientras que sería excelente si el roble, la caoba o el ébano proviniesen de la región que ocupa el Sáhara.
    —¡Pero bueno! –no pudo por menos que exclamar un desconcertado Takedo Sukuna–. ¿Cómo diablos pueden provenir esas maderas del desierto?
    —Con agua –fue la sencilla respuesta–. Si las tierras saharianas dispusieran de agua en abundancia no sólo proporcionarían las mejores maderas sino infinidad de magníficas cosechas de todo tipo, puesto que no debemos olvidar que ésas sí que son auténticas "tierras vírgenes" que conservan intactos todos sus nutrientes naturales. Cuando llueve en el Sáhara, al igual que cuando llueve en el interior de mi país, la explosión de vida no tiene parangón con ningún otro lugar.
    —¡Curioso! –sentenció sir Edmund Rosenthal–. Jamás se me hubiera ocurrido verlo de ese modo.
    —Con demasiada frecuencia nuestro principal problema estriba en que tan sólo vemos las cosas desde el punto de vista del que nos han enseñado a verlas. Siempre nos han asegurado que la selva tropical es sinónimo de explosión de vida y el desierto significa soledad y muerte, cuando lo cierto es que esa selva suele ser la antesala de la muerte y el desierto podría convertirse en el umbral de la más prodigiosa de las vidas.
    —¡Nunca te acostarás sin saber una cosa más!
    —Lo que importa no es acostarse sabiendo una cosa más, sino levantarse sabiendo una cosa más... –puntualizó con una pícara sonrisa Naima Fonseca–. Pero de todo cuanto Oman nos ha explicado quiero deducir que el quid de la cuestión se centra en el hecho de que no debemos buscar nuevas fuentes de alimentos donde se suponía que deberíamos buscarlas, sino precisamente allí donde a nadie se le ocurriría buscarlas.
    —¡Exactamente, querida! Veo que has captado la esencia del concepto.
    —Pero eso es casi lo mismo que intentar que el mundo gire en sentido contrario –sentenció Bill Spangler.
    —Más o menos.
    —¡Fácil lo tenemos, vive Dios!
    —Nunca pretendimos que ésta fuera una tarea fácil –recordó el saudita–.
    De hecho es el proyecto más ambicioso, y probablemente más idiota, que nadie haya encarado nunca, y por eso mismo me gusta tanto como para desprenderme de un dinero al que en verdad le tengo un enorme aprecio. No sé si conseguiremos resultados, pero de lo que sí estoy seguro es de que para lograrlos tendremos que poner el mundo patas arriba.
    —Pero es que de lo que se está hablando es de ir contra las leyes de la naturaleza –le hizo notar Gaetano Derderian.
    —¿Y qué otra cosa ha hecho el ser humano desde que tuvo la facultad de pensar, que ir contra las leyes de la naturaleza? –fue la pregunta–. Siempre ha intentado dominarla, y con frecuencia lo ha conseguido, aunque no en todos los casos con inteligencia y para bien. La mejor prueba de lo que digo la tenemos en Libia, donde se ha descubierto un inmenso acuífero en mitad del desierto. Lo lógico hubiera sido aprovechar esa agua allí mismo creando un gigantesco oasis capaz de producir toneladas de alimentos durante siglos. Sin embargo, unos canadienses muy astutos convencieron al coronel Gaddafi para que les encargara construir un gigantesco viaducto con el que conducir esa agua hasta la costa, a casi cuatrocientos kilómetros de distancia. El resultado es que llevan invertidos miles de millones de dólares y aún no ha llegado a Trípoli un solo litro ni se ha plantado una sola lechuga.
    —¿Y qué ha hecho Gaddafi?
    —Cualquier día mandará fusilar a unos ingenieros que para colmo no habían calculado que, con el sol cayendo a plomo en una región tan tórrida, las gigantescas tuberías de casi tres metros de diámetro, y que de momento no transportan agua, se resquebrajarían a las primeras de cambio.
    —Ésa fue una lección que aprendimos mientras se construía la gran planta desaladora de Jordania –reconoció Waffi Wad–. A medida que avanzábamos desde el mar Rojo hacia el mar Muerto nos veíamos obligados a ir llenando las tuberías de agua para que se mantuvieran siempre húmedas porque de lo contrario hubiera sido necesario fabricarlas de tal grosor que hubieran costado tres veces más.
    —Todo esto resulta muy instructivo –intervino en tono impaciente Buba Okono–. Pero me temo que nos estamos desviando del auténtico problema, que a mi modo de ver se centra en cómo diablos nos las vamos a arreglar para dar de comer a tres mil millones de hambrientos.
    —De ninguna manera, amigo mío –le replicó con desconcertante flema sir Edmud Rosenthal–. No es a eso a lo que debemos aspirar, sino a encontrar los medios de conseguir que sean ellos mismos los que se alimenten.
    —¿A qué se refiere?
    —A que a veces sueño que en algún lugar de este inmenso planeta se esconde un cereal, una hortaliza, un fruto o un tubérculo del que lo ignoramos todo, pero que está esperando a que lo descubramos porque se trata del gran regalo que el Creador nos tiene reservado desde el inicio de los tiempos.
    —¿Algo semejante al mítico maná con que sus antepasados sobrevivieron durante la travesía del desierto? –quiso saber con un tono ligeramente burlón el liberiano.
    —El maná no tiene nada de mítico, amigo mío –le atajó de inmediato Waffi Wad–. Existe y se encuentra precisamente en la península del Sinaí porque allí abundan unos pequeños árboles llamados tamariscos, sobre cuyo tronco las larvas de algunos insectos, incluida la famosa mosca blanca de la fruta, depositan la excreción mielosa que producen, y que de inmediato se cristaliza debido al calor. Cuando te lo sirven tiene el aspecto de diminutas gotas de almíbar, y te garantizo que es muy sabroso y alimenticio.
    —Pues no tenía ni la más puñetera idea –admitió con absoluta sinceridad el apodado Mercurio–. Siempre creí que se trataba de una absurda leyenda.
    —En casi todas las leyendas se oculta una pequeña parte de realidad, puesto que no debemos olvidar que nada nace de la nada. –El dubaití sonrió evidentemente divertido–. Pensándolo bien, lo que deberíamos hacer en el Sinaí no es plantar lechugas, pepinos o tomates, sino grandes bosques de esos tamariscos que apenas necesitan agua, y que nos proporcionaría ingentes cantidades del llamado "pan de los cielos con el que millones de turistas se desayunarían cada mañana a orillas del mar Rojo evocando los tiempos del éxodo de los israelitas a través del desierto.
    —No cabe duda de que como reclamo publicitario no tendría precio –se vio obligado a admitir Buba Okono–. Soñemos ahora, que ya tendremos tiempo de acostumbrarnos al fracaso.
    —El único fracaso es no dar el primer paso –sentenció Naima Fonseca–. Todo aquel que inicia un camino, aunque sea tan largo y fatigoso como el que nos espera, se está alejando del fracaso aunque al final tampoco se alcance el éxito.
    —En eso estoy completamente de acuerdo –señaló Oman Tlass–. Tan sólo me he arrepentido de aquello que nunca hice. El resto me salió bien o me salió mal, pero al menos me produjo la satisfacción de haber luchado por conseguirlo. El no dar ese "primer paso" te suele dejar un vacío en la boca del estómago que nunca consigues olvidar. –Hizo girar la mano de un lado a otro de la mesa como si señalara con el dorso a todos cuantos se sentaban en torno a ella, y casi conmovido, insistió–: Nací rico, y hace mucho tiempo descubrí que puedes hastiarte de comer, cansarte de beber, aburrirte de ganar dinero, e incluso fatigarte de hacer el amor, pero tras meterme en este lío he llegado a la conclusión de que jamás conseguiré hastiarme, cansarme, fatigarme o aburrirme de ser generoso con los necesitados porque son muchos y muy distintos los que me necesitan. Descubrir que el hecho de dar me produce tanto placer me asombra, pero al mismo tiempo me llena de una íntima e inenarrable satisfacción.
    —Supongo que a todos los que nos encontramos aquí nos ocurre algo semejante –admitió Takedo Sukuna–. Y lo que en verdad se me antoja importante es conseguir transmitir estos sentimientos a todos aquellos a los que un exceso de dinero no les produce la más mínima satisfacción.
    —Tiempo al tiempo –sentenció sir Edmund Rosenthal–. Por naturaleza el ser humano nace egoísta y tarda años en aprender a ser generoso. Lo que intentamos proponer: una "revolución de los ricos" o "rebelión de las élites" no resultará fácil de asimilar, puesto que va en contra de la propia historia, pero quizá, y tal como nuestro buen amigo Oman Tlass sugería hace un rato, tal vez haya llegado el momento de que el mundo comience a girar en sentido contrario.
    Pero para conseguir que girara en sentido contrario se hacía necesario conseguir que comenzara a frenarse, y la incuestionable realidad demostraba que cada día se aceleraba más en la dirección equivocada.
    La Comunidad Económica Europea aseguraba que cincuenta y tres mil multinacionales de primera línea, secundadas por cuatrocientas mil de menor rango que a medida que se fueran fusionando entre sí entrarían a formar parte del grupo de cabeza, controlaban los dos tercios del comercio mundial y de los recursos naturales del planeta, dando ocupación a unos doscientos millones de trabajadores.
    Tres mil millones de obreros de pequeñas empresas generaban el tercio de riquezas restante, lo cual daba una clara idea de hasta qué punto las multinacionales explotaban a su personal.
    Quien estuviera atento a la evolución de los acontecimientos llegaría pronto o tarde a la conclusión de que las estructuras básicas de la sociedad habían cambiado drásticamente.
    En un principio existieron las familias que más tarde se agruparon en tribus que acabaron por constituir naciones, algunas de las cuales se convirtieron en imperios. Todo ello dependía de unas determinadas condiciones impuestas por la situación geográfica, la raza, la religión, el idioma o la ideología política.
    Pero desde hacía poco más de un siglo, y debido a los adelantos de la ciencia y en especial a la facilidad de los nuevos sistemas de comunicación, el mundo parecía haberse vuelto mucho más pequeño, los intereses económicos habían comenzado a primar sobre cualquier otro, y con el tiempo las empresas siguieron idéntico camino, creando primero pequeñas cooperativas, luego corporaciones y con el tiempo poderosas multinacionales que pronto acabarían por transformarse en un puñado de gigantescos imperios financieros que coparían la práctica totalidad de los recursos naturales.
    La historia se repetía con la única diferencia de que la única base sobre la que se asentaba el nuevo orden era el dinero.
    Y sabido es que el dinero es como uno de esos tumores malignos que tan sólo buscan multiplicarse hasta el infinito sin detenerse a pensar en qué es lo que están devorando a la hora de conseguir sus objetivos.
    En ocasiones descubren, casi siempre demasiado tarde, que aquello de lo que con tanta ansia se han estado alimentando acaba por perecer.
    Cada día, casi dos billones de euros, es decir, la riqueza que producían algunos de los países más desarrollados en un año de esfuerzo, circulaba de una mano a otra por medio de no más de veinte grandes bancos, en un ejercicio meramente especulativo que no generaba bien material alguno, pero que proporcionaba ingentes beneficios a una minoría que apenas hacía otra cosa que hablar por teléfono.
    Gaetano Derderian, que por su trabajo conocía perfectamente los entresijos de aquel disparatado nuevo orden económico, tenía clara conciencia de que, pese a la evidente buena voluntad de quienes se sentaban en torno a la gran mesa de la Villa Olimpo, pocas esperanzas existían de que tales especuladores decidieran poner coto a su insaciable ambición, pero aun así estaba decidido a conseguir, no que el mundo girara en sentido contrario, pero sí que al menos recuperara una cierta cordura.
    Debido a ello, cuando al día siguiente regresó a Génova y trepó por la escalerilla del barco, lo hizo convencido de que nada de cuanto se intentara tenía que parecerse a nada de cuanto se había intentando con anterioridad.
    Le pidió al capitán que lo preparara todo para zarpar al amanecer, y acompañado una vez más por Noel Fox se dirigió al encuentro del colombiano Armando Batista, que continuaba oculto en su estrambótico hotel de Florencia.
    —Antes de tomar una decisión necesito conocer a su mujer y a su hija –le espetó con cierta brusquedad en cuanto se hubieron saludado–. Y quiero hablar con ellas a solas.
    El hosco hombretón dudó unos instantes, pareció a punto de responder con su acritud habitual, pero cambió de opinión para encaminarse a la puerta del fondo del salón.
    La golpeó tres veces en lo que parecía una señal convenida y la abrió haciendo un gesto a quienes se encontraban en la habitación contigua para que avanzaran hasta el centro de la amplia estancia.
    —El señor quiere hablar con vosotras –dijo en castellano–. Yo me voy a dar una vuelta por el jardín. –Se volvió a Noel Fox para inquirir en inglés–: ¿Se queda o me acompaña?
    —Le acompaño.
    Salieron juntos, y fue entonces, al quedar a solas con ellas, cuando el brasileño reparó en la sorprendente delgadez y el aire de suprema indefensión de dos criaturas que parecían casi recién salidas de un campo de exterminio.
    Aguardó a que se acomodaran en el amplio sofá y se observaron largo rato hasta que la de más edad inquirió:
    —¿Habla español? –Ante el seguro gesto de asentimiento añadió–: ¿Qué es lo que quiere de nosotras?
    —Que me respondan sinceramente a una pregunta: ¿están de acuerdo en seguir con este peligroso asunto, o preferirían retirarse a un lugar perdido en el que empezar una nueva vida y olvidar cuanto se relacione con las drogas?
    —¿Olvidar? –repitió la esquelética mujer como si le costara trabajo asimilar la pregunta–. ¿Y cómo se puede olvidar cuanto ocurrió? Más de la mitad de la vida de mi hija y casi una cuarta parte de la mía transcurrieron en aquel infierno, y aún nos resulta casi imposible dormir si no estamos abrazadas la una a la otra. ¡No! No es posible olvidar.
    —El tiempo todo lo cura.
    —Eso es una estupidez, señor, y perdone que se lo diga. El tiempo no cura, el tiempo mata. Y si yo permitiera que el tiempo me hiciera olvidar lo que sufrieron mis hijas no me consideraría digna de ser su madre.
    —¿Prefiere odiar?
    —¡Naturalmente! Si no fuera por el odio que sentíamos probablemente no hubiéramos conseguido sobrevivir tantos años. Y si no continuáramos alimentando ese odio día tras día seguir respirando carecería de sentido.
    Gaetano Derderian agitó negativamente la cabeza como si semejante respuesta le resultase inaceptable para replicar en tono pesaroso:
    —Quizá de usted lo entiendo, pero su hija es muy joven y tiene un futuro por delante.
    —¡Escuche, señor! –intervino por primera vez la muchacha cuyo tono de voz resultaba mucho más firme y resuelto aún que el de su progenitora–.
    Mi padre está convencido de que nos trataban con respeto porque nunca quisimos contarle, y le suplico que usted tampoco lo haga, que en cuanto abandonaba el campamento aquellos cerdos abusaban de nosotras. Lo hicieron desde que cumplí catorce años, y mi hermana no murió de agotamiento, sino porque la habían dejado embarazada y durante la huida abortó y se desangró.
    –Se encogió de hombros con gesto de profundo fatalismo–. Si sabiendo eso cree que existe alguna posibilidad de que nos olvidemos del asunto es que está loco.
    Pocas veces en su vida el pernambucano se había sentido tan abochornado y estúpido como en aquellos momentos, por lo que permaneció largo rato observando el chorro de agua de la fuente sin saber qué decir ni cómo reaccionar ante la brutal confesión.
    Tan sólo pareció volver a la realidad cuando la muchacha se puso en pie con el fin de dirigirse de nuevo a su habitación, ya que en el momento de perderse de vista masculló:
    —Si piensa ayudarnos, ayúdenos. Y si no piensa ayudarnos déjenos en paz que bastantes problemas tenemos ya.
    Gaetano Derderian no pudo hacer otra cosa que alzar los ojos hacia la mujer que permanecía como clavada en el sofá, para musitar quedamente:
    —¡Lo siento! No pretendía hurgar en sus heridas.
    —Y no lo ha hecho. Adoraba a su hermana, por lo que sus heridas son tan grandes que un tren podría cruzar por ellas sin rozar las paredes.
    —¿Y cree que una hipotética venganza las cicatrizará?
    —Lo que importa no es lo que yo crea, señor, sino lo que crea ella. Y mientras se esfuerce por conseguir que esas benditas moscas acaben con las plantaciones de adormideras, sus heridas comenzarán a cicatrizar por sí solas.





































    ‘La Dama del Adriático’, ahora con su nuevo nombre de ‘Argos’, zarpó del puerto de Génova con la primera claridad del alba para poner de inmediato rumbo al sur, de tal modo que cuando Gaetano Derderian despertó, apenas se distinguían las costas italianas mientras el altivo navío se deslizaba velozmente por un mar en absoluta calma.
    Acomodado en una amplia butaca de mimbre de la cubierta privada de su amplio camarote, el brasileño permaneció largo rato meditabundo, asaltado por la indescriptible sensación de que estaba asistiendo al auténtico comienzo de una extravagante y maravillosa aventura que menos posibilidades tenía de concluir con éxito que de precipitarse en un estrepitoso fracaso, pese a lo cual se sentía feliz, puesto que tal como había asegurado con toda razón Naima Fonseca, el único fracaso era siempre no haber dado el primer paso.
    Cuanto consiguieran, por pequeño que fuera, redundaría en beneficio de alguien en algún lugar del planeta, y personalmente estaba decidido a ser merecedor de la confianza que le habían demostrado, entregándose en cuerpo y alma a una tarea que por su propia naturaleza nunca tendría fin, de eso estaba seguro, pero que tal vez, con un poco de suerte iría ganando adeptos a medida que más y más gentes de buena voluntad llegaran a la conclusión de que no todo estaba perdido y aún se podía hacer algo en favor de los desheredados.
    Estudioso como había sido desde niño de la historia de los pueblos y las civilizaciones, empezaba a comprender que las dos nuevas tendencias o conceptos que parecían haberse instalado últimamente en la mente de la inmensa mayoría de los hombres, "globalización" y "antiglobalización", no constituía más que una de las tantas facetas del eterno planteamiento, "acción–reacción", que parecía regir el destino de los seres humanos, e incluso el movimiento de los astros, desde el comienzo de los tiempos.
    Una voz en su interior le susurraba que involucrarse en semejante dinámica jamás le llevaría a parte alguna.
    Como consumado ajedrecista que era, sabía muy bien que tenía obligación de conocer a la perfección las reglas del juego con el fin de conseguir anticiparse siempre al contrario en el mayor número de movimientos posibles, pero por ello mismo sabía muy bien que la mayoría acababan siendo movimientos previsibles, por lo que a la hora de enfrentarse a un auténtico campeón se hacía necesario sorprenderle con estrategias que no formaran parte de ningún manual.
    La sociedad de comienzos del nuevo siglo amenazaba con dividirse una vez más en dos grandes facciones: los partidarios de un capitalismo salvaje y sin fronteras, y quienes por el contrario consideraban que esa vía abriría un abismo aún mayor entre pobres y ricos.
    El pernambucano sospechaba que ésa sería una interminable y estéril partida de ajedrez en la que a lo que más podrían aspirar los hambrientos era a hacer tablas.
    El camino era otro.
    ¿Pero cuál? Aún era pronto para saberlo.
    Aún era pronto incluso para saber si realmente existía, pero lo que resultaba evidente era que si nadie se planteaba la posibilidad de que pudiera existir, nunca existiría.
    La Tierra "fue plana" hasta que a alguien se le ocurrió que tal vez no lo fuera tanto, y los hambrientos seguirían siéndolo hasta que a alguien se le ocurriera que tal vez no tenían por qué serlo.
    Se aseguraba que las fortunas de los mil hombres más ricos del planeta bastarían para librar de la miseria a cuatro mil millones de infelices, y si tal aseveración se aproximaba tan sólo ligeramente a la verdad, eso quería decir que los recursos existían pese a que no estuvieran disponibles.
    La solución al eterno dilema no estaba en la manida fórmula de quitárselo a los ricos para dárselo a los pobres, porque la historia demostraba hasta la saciedad que con ello lo único que se obtenía es que fueran otros los ricos y otros los pobres.
    Cuando los recursos cambiaban de mano, una de las manos continuaba estando vacía.
    La justicia exigía que las dos manos se encontraran igual de medio llenas o igual de medio vacías, pero Gaetano Derderian sostenía la curiosa teoría de que la justicia era una alocada damisela que se dedicaba a corretear de un lado a otro transportando una balanza porque la venda que le tapaba los ojos jamás le había permitido ver dónde tenía que colocarla para que ambos platillos se mantuvieran a idéntico nivel.
    Ciega, tenía que confiar sus pasos a un lazarillo, y sabido es que los lazarillos suelen ser astutos malandrines que saben muy bien cómo obtener provecho de un invidente.
    No era cuestión por tanto de confiar en que algún día y como por arte de magia ocurriese el milagro de que los seres humanos decidieran mostrarse más equitativos a la hora de repartir con sus hermanos los bienes de la tierra.
    A los ojos de Gaetano Derderian, el único milagro digno de ser tenido en cuenta era el de la multiplicación de los panes y los peces.
    Aquél sí que había sido un prodigio digno de ser repetido hasta, la saciedad, con la única condición de que esos panes y esos peces fueran lo suficientemente buenos como para saciar el hambre, pero no lo suficientemente buenos como para despertar la avaricia de los poderosos.
    El día en que alguien descubriese dónde se encuentra el punto de equilibrio entre lo que una mayoría necesita y una minoría no desea, se habrían comenzado a resolver un gran número de problemas.
    Ese problema se centraría entonces en el hecho indiscutible que en cuanto esa mayoría hubiera conseguido lo que necesitaba, exigiría mucho más.
    —¡Rayos! –exclamó para sí mismo–.
    ¡Qué complicado va a resultar todo esto!
    —¿Complicado?
    —–repitió Patricia Buck cuando poco más tarde acudió a visitarla en su gigantesco, coqueto y luminoso camarote–. ¡Oh, vamos, no sea tan optimista! Lo que se han propuesto no es que sea complicado. Es más bien imposible.
    —¿Y no le molesta poner todos sus esfuerzos y toda su inteligencia al servicio de un imposible?
    —En absoluto, puesto que lo que voy a obtener a cambio, bien lo merece. –La inválida esbozó una mueca que a su modo de ver pretendía ser un asomo de sonrisa–. Y no le niego que el simple hecho de colaborar en esta locura me produce una cierta satisfacción, del mismo modo que me la produce el hecho de escribir un buen artículo aun a sabiendas de que nunca me van a dar el premio Pulitzer. La intención es lo que cuenta.
    —¿Aunque cueste tanto dinero como va a costar esta aventura?
    —Supongo que quienes se lo proporcionan habrán descubierto que la generosidad rinde más beneficios que la avaricia, puesto que en la actualidad el dinero está a un tres por ciento de interés, mientras que la felicidad interior cada vez cotiza más cara.
    —Como frase es buena, pero como realidad endeble –admitió su interlocutor sin poder evitar una leve sonrisa–. La mayoría prefiere ir acumulando ese tres por ciento anual aunque al final no sepa muy bien qué hacer con él.
    —Conozco a mucha gente que pasa la mayor parte de su tiempo acumulando dinero con la ilusión de que algún día le ayudará a ser feliz, hasta que de pronto advierten que en su afán de enriquecerse se les ha pasado la oportunidad de serlo. –Patricia Buck hizo un leve gesto con su única mano útil señalándose a sí misma–. Pero lo cierto es que yo no soy quién para opinar al respecto ya que resulta evidente que no estoy en condiciones de hacerme rica, ni mucho menos de ser feliz. Aún tendrá que transcurrir un año antes de que me facilite la mejor forma de arrojarme al mar. –Observó a su interlocutor con extraña fijeza para inquirir–: Porque cumplirá su palabra, ¿no es cierto?
    —Naturalmente, aunque confío en que para cuando llegue ese momento haya cambiado de opinión porque considere que aún le quedan muchas por hacer en bien de los demás.
    —¿Como qué? El brasileño la observó con marcada intención al tiempo que le encendía un cigarrillo y se lo colocaba entre los dedos.
    —¡Dígamelo usted! –replicó–. Ha tenido todo este tiempo para pensar en algo, y me decepcionaría constatar que mi admirado Petronio ha perdido facultades.
    La suiza dio una profunda calada al cigarrillo, aspiró el humo con evidente delectación y tras suspirar hondamente hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.
    —Algo he pensado –admitió.
    —¿Y es?
    —Que nos dirigimos a la península del Sinaí, ¿no es cierto? –Ante el mudo gesto de asentimiento, insistió–:
    ¿Y qué es lo más importante del Sinaí? Su interlocutor dudó unos instantes y acabó por encogerse de hombros al señalar:
    —Supongo que el monte Sinaí.
    —Usted lo ha dicho; el monte en el que, según cuentan, el Señor entregó a Moisés las Tablas de la Ley, lo cual significa que allí comenzó todo, puesto que se puede considerar que de las distintas interpretaciones que se han hecho posteriormente de esas leyes nacieron tres grandes religiones: la judía, la cristiana y la musulmana.
    —Es una forma muy simplista y peculiar de verlo, creo yo.
    —Tal vez, pero admitirá que en el fondo las tres son ramas del mismo árbol, y que ese árbol asienta sus raíces en la cima de ese monte.
    —¿Adónde quiere ir a parar?
    —A que ese monte debería convertirse en una referencia hacia la que esas tres religiones, que cada día se distancian más las unas de las otras, volvieran sus ojos a la hora de buscar un mejor entendimiento.
    —¿Una especie de "punto de encuentro"? –quiso saber el pernambucano.
    —Podría llamarse así aunque el nombre es lo de menos –admitió ella–.
    Lo que importa es que se convirtiera en una especie de "templo común" en el que convivieran todos los dioses con el fin de hacerlos más tolerantes los unos con los otros.
    —Los dioses son siempre tolerantes –fue la respuesta–. Los verdaderamente intolerantes son los hombres que se arrogan el derecho de hablar en nombre de Dios.
    —No hace falta que lo diga puntualizó la infeliz mujer–. Pero tampoco hace falta que yo le diga que estoy convencida de que a ese lugar nunca acudiría ningún dios, pero es muy posible que acudiera alguno de aquellos que se arrogan al derecho de hablar en su nombre, y que tal vez aprendieran a ser más tolerantes.
    —¡Tal vez! –se vio obligado a replicar un dubitativo Gaetano Derderian–. Es posible que un mejor conocimiento ayudara a relajar las tensiones, pero estoy convencido de que el tema religioso está fuera de nuestro alcance, y el simple hecho de abordarlo, aunque tan sólo sea con esa sana intención, desvirtuaría nuestra auténtica misión y nos depararía incontables enemigos. ¿Se considera creyente, agnóstica o atea?
    —Agnóstica, aunque a veces, al verme tal como me veo, preferiría ser ferozmente atea.
    —Lo suponía. Y eso quiere decir que dos agnósticos no están en absoluto capacitados a la hora de intentar resolver el mayor de los problemas a que se ha enfrentado la humanidad desde el comienzo de los tiempos: la fe.
    —Según usted ¿ése es el mayor de los problemas?
    —Sin lugar a dudas es el que más odio, más violencia y más muertes ha provocado a lo largo de la historia, pero al igual que el sano no concibe al enfermo, ni el enfermo al sano, el creyente no concibe al agnóstico, ni el agnóstico al creyente. Son dos seres en apariencia idénticos pero que avanzan por la vida girando en órbitas que rara vez se cruzan. –El brasileño negó con la cabeza más seguro que nunca–. Nunca tocaré ese tema –masculló–. Intentaré conseguir un mundo mejor para todos, sin preguntarles si rezan, cuándo rezan o a quién rezan.
    Aquella que firmaba sus artículos con el equívoco seudónimo de Petronio permaneció unos instantes en silencio, aspiró por dos veces el humo de lo poco que quedaba de su cigarrillo y lanzó lo que parecía ser un corto resoplido de resignación al pontificar:
    —A decir verdad, nuestras posibilidades de conseguir algún resultado positivo son tan escasas, que lo mismo da que lo intentemos en nombre de algún dios que de ninguno.
    —¡Me encanta su optimismo!
    —No estoy aquí para ser optimista, sino para tirarme al mar cuando llegue el momento, pero no se preocupe; cumpliré mi promesa y le ayudaré en cuanto esté en mi única mano útil. –Hizo un leve gesto hacia la mesilla de noche–. Y ahora, por favor, coja ese cepillo y péineme un poco porque son casi las once, y si no me equivoco la orden del día especifica que para esa hora está fijada la primera gran reunión del "cónclave". ¿Tiene ya preparado su discurso?
    —Nunca me han gustado los discursos.
    —Pero algo tendrá que decirle a toda esa gente –protestó ella al tiempo que se miraba en el espejo–. ¿O no?
    —Lo que tengo que decirles es muy sencillo, aunque imagino que les sorprenderá –señaló Gaetano Derderian cuando pocos minutos más tarde se enfrentó al centenar de rostros que le observaban acomodados en el gigantesco salón principal del navío–. Todos ustedes saben por qué están aquí, y que nuestro primer destino es la península del Sinaí, ya que pretendemos que se convierta en un auténtico vergel y en la mejor prueba de que podemos aspirar a cambiar de igual modo el resto del mundo transformándolo en un lugar mucho más habitable.
    Hizo una pausa consciente de que le escuchaban y necesitaba unos instantes para cuchichear o consultarse con la mirada, pero casi de inmediato añadió subiendo ligeramente el tono de voz:
    —Pero para que dicha transformación sea completa, les ruego que desde el primer momento lleven a cabo todos sus planes y estudios sobre una base muy concreta: dispondremos de toda el agua dulce que sea necesaria.
    Ahora sí que el rumor ganó en intensidad, los cuchicheos se volvieron auténticas consultas, e incluso se apuntaban ciertos gestos de incredulidad, hasta que una voz anónima inquirió desde las últimas filas:
    —¿Realmente ha dicho que dispondremos de todo el agua que sea necesaria?
    —Eso he dicho.
    —Pero el Sinaí es uno de los desiertos más áridos del mundo. Tan sólo Moisés consiguió obtener agua y por lo visto se trató de un auténtico milagro.
    —Le recuerdo que de eso hace miles de años –replicó el pernambucano con desconcertante tranquilidad–. Y que éstos no son tiempos de milagros. Pero si no empezamos a trabajar sobre la idea de que tendremos agua en abundancia, todo lo que intentemos estará condenado al fracaso.
    —Sin embargo, dedicar tanto esfuerzo a diseñar un gigantesco edificio de cuyos cimientos aún no estamos seguros se me antoja una insensatez –objetó un hombre de la segunda fila–.
    Entiendo que estamos aquí para elaborar planes que tengan un cierto componente de utopía, pero a mi modo de ver esto va mucho más allá.
    Fueron varios los que parecieron compartir semejante punto de vista y el rumor se convirtió casi en alboroto, por lo que el brasileño se apresuró a alzar las manos pidiendo calma.
    —¡Un momento! –exclamó–. Antes de seguir adelante, quiero que escuchen al señor Martin de Cirer, que está considerado con toda justicia como una de las mayores autoridades mundiales en el campo de la desalación. –Se volvió a un hombre de unos cincuenta años que se sentaba a su lado y que hasta esos momentos había permanecido ensimismado en sus propias ideas y como ajeno a cuanto allí se estaba discutiendo.
    Se diría que bruscamente regresaba desde dondequiera que se encontrase, observó a los asistentes como si los viera por primera vez, estudió con cierta curiosidad el negro micrófono que le habían colocado frente a la nariz y tras rascarse repetidas veces la espesa barba quizá convencido de que de ese modo iba a encontrar más fácilmente las palabras, dijo:
    —Hace unos veinticinco años comencé a trabajar en este, para mí apasionante, campo de la desalación. Por aquel entonces, convertir un metro cúbico de agua de mar en agua dulce utilizando el primitivo sistema de la evaporación, exigía unos consumos de más de catorce kilovatios hora de energía, y su coste total rondaba los tres euros. Diez años más tarde, esas cifras descendieron a nueve kilovatios y dos euros... –Hizo una pausa como si comprendiera que sus oyentes necesitaban de un cierto tiempo para captar la dimensión total de lo que estaba exponiendo–. Hoy en día; y gracias a que se inventaron las "membranas de ósmosis inversa", estamos trabajando a un promedio de cinco kilovatios y un euro, y confiamos en que antes de un año se encuentren plenamente operativas las primeras "plantas de ósmosis inversa por presión hidrostática" que producirán inmensas cantidades de agua dulce con un consumo energético de dos kilovatios y un coste total de apenas treinta centavos de euro por metro cúbico. Es decir, un agua más barata que la de la mayoría de los ríos del planeta, dado que ya se encuentra depurada y lista para beber.
    —¿Está seguro de eso?
    —Es mi oficio –replicó el siempre circunspecto Martin de Cirer sin apenas inmutarse–. Demasiado a menudo, los seres humanos solemos ser lentos a la hora de emprender algo, pero por lo general, cuando iniciamos un camino y éste se muestra prometedor, sabemos llegar hasta el final. –Hizo una nueva pausa para añadir en tono de absoluto convencimiento–: Les puedo asegurar, sin miedo a equivocarme, que en el próximo decenio la revolución del agua será tan importante o más de lo que lo ha sido la revolución de las nuevas tecnologías en el decenio pasado.
    —Se me antoja una afirmación en exceso arriesgada –protestó alguien.
    —Pues no lo es, y por ello respaldo el planteamiento que acaba de hacer el señor Derderian. Deben ustedes iniciar los estudios de tan fabuloso proyecto convencidos de que cuando llegue el momento de convertirlo en realidad, dispondrán de toda el agua que puedan necesitar. Pero de igual modo debo admitir, que si no fuera así y esa agua nunca llegara, ni siquiera valdría la pena que pusieran los pies en esa dichosa península.
    Una mujerona enorme, de cabellos muy blancos y grandes gafas de concha, que no había cesado de tomar notas en un sobado cuaderno de tapas de hule, alzó la mano para inquirir en un tono levemente agresivo:
    —¿Se da cuenta, señor Martin de Cirer, que lo que acaba de afirmar tan a la ligera significaría no sólo un cambio radical en el Sinaí, sino incluso en el resto del mundo y en el concepto que se ha tenido hasta ahora de lo que es la vida y la sociedad?
    —Naturalmente que me doy cuenta –replicó el aludido sin dejar ni por un instante de rascarse la barba–.
    Soy yo quien ha asegurado que se tratará de una auténtica revolución y un cambio radical en la mentalidad de los seres humanos. Pero le advierto que no le estoy hablando de ciencia ficción; le estoy hablando de tecnologías ya existentes y que actualmente se están perfeccionando a marchas forzadas del mismo modo que cientos de ingenieros se dedican a perfeccionar unos teléfonos móviles que en un principio resultaban pesados, engorrosos y caros, pero que hoy en día abultan menos que un paquete de cigarrillos y a menudo te los regalan con tal de que te gastes el dinero en hablar con el vecino.
    —¿Cree que la comparación es acertada?
    —–Lo sea o no, lo que sí creo es que antes de quince años poderosas multinacionales construirán gigantescas plantas desaladoras mientras invitan a sus clientes a derrochar agua en jardines, piscinas, huertas o campos de golf.
    La mujerona se volvió al pernambucano para inquirir en idéntico tono:
    —¿Está usted de acuerdo con lo que dice?
    —Si la memoria no me falla, querida señora, y perdone que en estos momentos no recuerde su nombre porque me consta que resulta casi impronunciable para un latino, es usted una conocida bióloga de prestigio internacional –fue la paciente respuesta–. Y si mañana me asegurara que piensa construir una piscifactoría capaz de producir cien mil kilos de rodaballos al mes, la creería porque me han asegurado que se trata de una persona de tremenda eficacia y conducta intachable.
    —Gracias por la confianza.
    —No hay de qué. También me han asegurado que posee un carácter endemoniado, pero eso es algo que no viene al caso. Lo que en verdad importa es que hemos dedicado mucho tiempo, esfuerzo y dinero en conseguir que en este barco naveguen los mejores profesionales en cada especialidad, por lo que nuestro deber es confiar los unos en los otros, y colaborar a la hora de adecentar en la medida de lo posible un planeta que se nos cae a pedazos.
    —Con agua abundante resultará mucho más sencillo.
    —En eso estoy totalmente de acuerdo, y si fuera creyente rezaría para que nuestro buen amigo De Cirer no se equivocara. Esta misión es, ante todo, un acto de fe, y por lo tanto debemos tener fe en que el agua llegará cuando la necesitemos, no como ha ocurrido hasta ahora porque así lo ha querido la caprichosa naturaleza, sino porque como seres humanos inteligentes y capaces hemos sabido vencer a unos océanos que desde el principio de los tiempos nos han estado avasallando con la peor de sus armas: la sal.
    —No cabe duda de que le ha salido un hermoso discurso –sentenció con evidente sorna la mujerona–. Pero ironías aparte, debo admitir que si ése es el espíritu de esta cruzada me siento orgullosa de tomar parte en ella y me esforzaré por suavizar en la medida de lo posible mi "endemoniado carácter".
    —Será de agradecer puesto que vamos a pasar mucho tiempo juntos y toda convivencia resulta difícil en especial cuando se trata de gentes tan heterogéneas. –El pernambucano recorrió con la vista los rostros de los presentes para inquirir–: ¿Alguien más desea hacer alguna pregunta? El hombre de la segunda fila alzó la mano.
    —Me gustaría que el señor De Cirer me aclarara de la forma más sencilla y comprensible que le sea posible, qué diantres significa eso de "plantas desaladoras de presión hidrostática" –dijo–'Jamás había oído hablar de algo parecido.
    El aludido pareció volver una vez más de su lejana galaxia, alzó el rostro hacia Gaetano Derderian como solicitando permiso para responder, y como éste hiciera un leve ademán de asentimiento, replicó:
    —Últimamente se ha hablado bastante de ellas, pero entiendo que muchos de ustedes no tengan por qué saber cómo funcionan. Se trata de un nuevo sistema en el que la presión generada por turbinas que consumen mucha energía y se averían con frecuencia ha sido sustituida por una columna de agua de mar de setecientos metros de altitud. El "peso" de esa columna de agua obliga a las membranas de ósmosis inversa a dividir el agua en dos partes iguales: la mitad salada y la otra mitad dulce.
    —¿Pretende decir que hay que elevar el agua de mar a setecientos metros?
    —Al contrario. Hay que llenar con ella un pozo de setecientos metros de profundidad. Es en el fondo de ese pozo donde se genera esa presión osmótca.
    —¿Pero en ese caso habrá que subir de nuevo el agua?
    —Naturalmente. Pero únicamente la dulce, ya que la doblemente salada atraviesa las membranas sin apenas perder presión, y por medio de una tubería paralela y obedeciendo a la "ley de los vasos comunicantes", regresa por sí sola al mar. Con ello se consigue que siempre exista un manantial de agua dulce inagotable a unos setecientos metros de profundidad.
    —¿Un manantial de agua dulce inagotable a setecientos metros de profundidad? –repitió el otro como si le costara un gran esfuerzo aceptarlo–.
    ¿De verdad pretende que nos, creamos eso?
    —Puede creérselo porque es cierto.
    —¿En cualquier lugar del mundo?
    —Siempre que exista un mar cerca y el suelo sea lo bastante duro. Preferentemente granito, basalto o pizarra.
    El único problema de perforar un pozo a esa profundidad estriba en que el terreno resulte inestable o con filtraciones, pero por suerte, la inmensa mayoría de las costas reúnen las condiciones de solidez que se precisan.
    —¿Y quién inventó ese sistema?
    —Alguien que, curiosamente, no tenía ni la menor idea de lo que se traía entre manos.
    La sorprendente respuesta tuvo la virtud de que se hiciera un pesado silencio en el que la mayoría de los presentes intercambiaron miradas como si estuvieran preguntándose qué había querido decir exactamente.
    Fue el propio Gaetano Derderian el que acabó por expresar el sentir general al inquirir:
    —¿Le importaría aclararnos qué significa eso?
    —Que a quien se le ocurrió la idea no había visto una planta desaladora en su vida.
    —¿Y cómo se explica?
    —Porque había sido submarinista, y cuando el director de una desaladora comentó lo mucho que le costaba impulsar el agua a setenta atmósferas de presión se le ocurrió decir: "Pues sustituye esa bomba por una columna de agua de mar de setecientos metros, ya que cada diez metros de altura equivalen a una atmósfera de presión".
    —¿Así de fácil?
    —Así de fácil. Lo que sucede es que, en ocasiones, quienes no están inmersos en un problema ven soluciones que, de tan simples, un profesional nunca vería. Y si quieren que les confiese la verdad, cuando me lo contaron me indigné conmigo mismo.
    —¿Sufrió su ego?
    —Se me quedó hecho un higo. Más de veinte años teniendo la respuesta ante las narices y no fui capaz de verla. Me recordó la historia de la novia de un teniente de marina que durante la visita a un portaaviones preguntó ingenuamente por qué razón las proas no se fabricaban con la rampa hacia arriba, con lo cual se evitaría que los aviones cayeran al mar en el momento de despegar. Era una bobada, pero tan cargada de sentido común, que ahora todos los portaaviones se fabrican así y ningún avión ha vuelto a caer al mar.
    —O sea... –aventuró la mujerona con su vozarrón siempre cargado de ironía– que si en verdad conseguimos empezar a resolver los problemas de la humanidad, en buena parte se deberá a que a un ignorante se le ocurrió decir algo que en principio parecía una tontería.
    —Más o menos. Lo que ocurre es que, aunque en un principio el gobierno español se mostró reticente a la ocurrencia de uno de sus compatriotas, con el tiempo llegó al convencimiento de que en el fondo tenía razón, y en estos momentos tres de sus ministerios, los de Agricultura, Medio Ambiente y Nuevas Tecnologías, se han unido con el fin de mejorar y llevar a sus últimas consecuencias un sistema que particularmente les garantizo que funciona. Muy pronto esas primeras plantas producirán toda el agua que se necesite, y por lo que tengo entendido, los españoles se muestran decididos a que cuantos países lo deseen puedan utilizar sin ningún tipo de trabas su sistema y su patente.
    —¡No es mal principio, vive Dios!
    —Lo que importa no son los principios, sino los finales –sentenció Gaetano Derderian–. Yo perdí un campeonato mundial porque no supe mover el peón apropiado, pero gané una partida muy importante porque al sentirme acorralado y sin tiempo hice una jugada en apariencia intrascendente pero que me abrió las puertas a un mate realmente genial. O sea que más vale que nos olvidemos de quienquiera que sea que inventó el sistema o quien lo perfeccionó, y nos pongamos a trabajar convencidos de que cuando lo necesitemos podremos utilizarlo.



    La monótona travesía del canal, de más de ciento cincuenta kilómetros sin apenas accidentes, ejerció una nefasta influencia sobre cuantos desde las cubiertas, los salones o los camarotes del ahora lento navío, contemplaban los extensos campos de dunas o las interminables llanuras pedregosas.
    Ciertamente resultaba difícil aceptar que aquella desolada región calcinada por un implacable sol que obligaba a entrecerrar los ojos heridos por una luz excesivamente violenta, pudiera llegar a convertirse algún día en un lugar habitable, ya que cabría asegurar que ni el más desesperado de los lagartos aspiraría nunca a considerar un hogar aquel olvidado rincón del universo.
    Observando cómo reverberaba la llanura allá a lo lejos, o cómo el viento elevaba de pronto nubes de un espeso polvo que permanecía flotando en el aire durante horas, se conseguía entender por qué razón aquella cuña de tierra clavada entre el fértil valle del Nilo y la ansiada "Tierra Prometida" de las orillas del Jordán, no había gozado del más mínimo aprecio por parte de los seres humanos a lo largo de milenios.
    Cómo había logrado sobrevivir el pueblo judío vagando sin rumbo durante cuarenta años por semejante lugar se convertía de pronto a los ojos de los impresionados pasajeros en un insondable misterio, dado que ninguno de ellos se consideraba capaz de sobrevivir ni tan siquiera cuarenta horas en semejante infierno.
    Visto de cerca se llegaba a la dolorosa conclusión de que ni toda el agua del inmenso Amazonas bastaría para apagar la eterna sed de tan espantoso lugar, pese a lo cual aquellos que en alguna ocasión habían ascendido por el ancho cauce del cercano Nilo, se vieron obligados a admitir que el desierto que nacía a un par de kilómetros de sus verdes orillas, en nada tenía que envidiar al que tenían ante los ojos.
    El agua obraba milagros, eso era cierto.
    Y resultaba evidente que el gigantesco barco se estaba deslizando sobre agua.
    Agua salada.
    Pero agua al fin y al cabo.
    Si el barbudo Martin de Cirer sabía de lo que hablaba, y el ingenio humano se mostraba capaz de convertir la mitad del mar en agua dulce, tal vez llegara un día en el que las tierras que no se encontraran cubiertas por la arena presentasen un aspecto similar al de las márgenes del río de los faraones, aunque en aquellos momentos resultase del todo imposible imaginar que tal cosa pudiera suceder.
    Siempre se ha dicho que la fe mueve montañas, pero nunca se ha dicho que la fe lleve la vida a los desiertos.
    Inmensas dosis de fe serían necesarias para aceptar que tan fantástico sueño se hiciera realidad, pero podría creerse que en las bodegas de aquel barco se almacenaban toneladas de fe.
    En el momento de abandonar el canal y el puerto de Suez la costa continuó mostrándose igualmente hostil y despiadada, pero en cuanto hicieron su aparición espesas extensiones de manglares en cuyas ramas anidaban infinidad de aves marinas que cruzaban el cielo como flechas o se lanzaban de cabeza al mar para emerger casi siempre con una presa en el pico, los hasta ese momento deprimidos viajeros comenzaron a alimentar la leve esperanza de que tal vez la península del Sinaí fuera algo más que el jardín predilecto de "la muerte".
    El mar Rojo era como un extenso cristal que la proa iba cortando sin conseguir romperlo ni enturbiarlo, por lo que desde las cubiertas superiores se podía admirar la claridad de un agua que en ocasiones parecía querer competir en transparencia con el aire.
    A ratos era como si el buque, en lugar de navegar, volara.
    Muy pronto hicieron su aparición los grandes arrecifes de coral.
    Ningún lugar del mundo, ni tan siquiera la famosa "gran barrera" podía aspirar a competir con las interminables y multicolores formaciones coralinas del mar Rojo, que por lo general se alzaban a unos cien metros de la costa, conformando por tanto inmensas lagunas poco profundas y de blanca arena por las que pululaban millones de peces de todas las formas y tamaños.
    La vida, tan negada tierra adentro, explotaba en sus orillas.
    Los colores, tan parcos hasta ese momento, conformaban ahora la paleta de un pintor extravagante.
    Como un milagroso bálsamo a un ungüento mágico, la extraordinaria belleza del tranquilo mar comenzó a devolver la paz a unos inquietos espíritus golpeados por la aterradora aridez de las regiones circundantes.
    Desde hacía millones de años, el mar Rojo era como una lanza de vida clavada en el costado del cadavérico desierto, y debido a ello todos los ojos permanecían atentos a cada nueva ensenada, cada playa o cada islote, conscientes de que el prodigioso espectáculo ofrecía una y otra vez nuevas oportunidades para asombrarse.
    Bandadas de delfines correteaban y saltaban frente a la proa.
    Las estilizadas siluetas de grandes tiburones obligaban a contener el aliento.
    Dos gigantescas mantas diablo se alejaron muy despacio con aire de fastidio o aburrimiento.
    Una pareja de tortugas hacía el amor ajena a la presencia de los curiosos.
    De tanto en tanto una familia de peces voladores huía alocadamente a no más de un palmo de la tranquila superficie.
    Dejaron atrás un diminuto villorrio de pescadores y dos hermosos oasis salpicados de altivas palmeras, y poco después de la media tarde comenzaron a hacer su aparición en el horizonte los contrafuertes de una rojiza cadena montañosa.
    Un hombrecillo que había colocado en la más alta y solitaria de las cubiertas toda una batería de poderosos telescopios y cámaras fotográficas, rogó al capitán que aminorara un punto la marcha, y cuando Gaetano Derderian acudió a inquirir los motivos, se limitó a indicarle que observara con detenimiento los estrechos cañones y las sinuosas gargantas que se distinguían a un par de kilómetros de distancia, tierra adentro.
    —¡Fíjese en eso! –pidió–. ¿Qué ve?
    —Montañas peladas.
    —Se equivoca –replicó el hombrecillo que respondía al curioso nombre de Max Max Grass–. Lo que está viendo es una inagotable fuente de energía.
    —Pues yo continúo sin ver nada.
    —Porque se trata de una energía invisible. –Ante la mirada un tanto escéptica de su acompañante, alzó el rostro hacia la enorme bandera que flameaba en popa para aclarar–: El viento. Llega desde el mar, se encajona por entre aquellas gargantas y va cobrando velocidad hasta cruzar al otro lado y perderse para siempre en el desierto.
    —Nunca he creído demasiado en la energía eólica –le hizo notar el pernambucano–. Mucho ruido y pocas nueces.
    —En efecto –admitió sin el menor reparo el alemán–. Demasiado ruido para tan pocas nueces. Como experto me consta que se está imponiendo en ciertos países, pero que a pesar de ser limpia y ecológica, sus rendimientos no compensan sus altos costes en inversión y mantenimiento.
    —¿Entonces? ¿A qué viene todo esto?
    —A que eso puede cambiar.
    —¿Cómo?
    —Con lugares como el que estamos contemplando. Por ello quiero fotografiarlo con detalle. ¿Ve aquella meseta? ¿La de la izquierda? –Ante el mudo gesto de asentimiento inquirió–: ¿Qué altura puede tener?
    —Supongo que unos cuatrocientos metros.
    —Eso mismo calculo yo. ¿Y a qué distancia se encuentra del mar?
    —A poco más de dos kilómetros.
    —Dos kilómetros trescientos cuarenta metros, según marca aquí. ¿Sabe lo que eso significa?
    —No, pero supongo que piensa aclarármelo.
    El hombrecillo hizo un leve gesto de asentimiento y fue a tomar asiento en un banco de madera que se encontraba a sus espaldas, al tiempo que hacía un inequívoco gesto a su interlocutor con el fin de que le imitara.
    —La explicación es en sí misma bastante simple –comenzó–. La energía eólica no está rindiendo lo que se esperaba de ella por dos razones básicas. La primera, debido a que los costosos "aerogeneradores" traen incorporadas en su parte más alta las turbinas que transforman ese viento en energía eléctrica. Eso complica las cosas a la hora de las reparaciones puesto que los operarios tienen que trepar a grandes alturas para trabajar en condiciones difíciles y arriesgadas. Los "parques eólicos" se suelen colocar, por lógica, en regiones muy ventosas, por lo que los técnicos se ven obligados a esperar largos períodos de tiempo a que amanezca un día de calma porque de lo contrario se arriesgan a que ese viento los precipite al vacío.
    —Entiendo. ¿Y la segunda razón?
    —Que el viento suele ser muy caprichoso, sopla cuando le apetece, y con frecuencia cuando más sopla es de noche y al amanecer.
    —¿Y eso qué tiene que ver?
    —Que de noche y al amanecer es cuando menos falta hace la electricidad y por lo tanto esa energía acaba tirándose. ¿Entiende a lo que me refiero? Costosas máquinas se desgastan produciendo algo en unos momentos en que carece de valor.
    El brasileño hizo un leve gesto de asentimiento:
    —Me esfuerzo por entenderle, aunque aún no veo adónde quiere ir a parar.
    —Quiero ir a parar a una "central de bombeo". ¿Tiene idea de lo que es una "central de bombeo"?
    —Si no me equivoco, se trata de un gran embalse en el que se almacena agua. Las compañías eléctricas lo utilizan dejando caer esa agua con el fin de que produzca energía a las horas en que más se necesita. Luego la recogen abajo y la vuelven a subir con bombas de noche, cuando sobra electricidad.
    —¡Justo! –reconoció Max Max Grass–. ¡Exacto, palabra por palabra! La única forma de almacenar energía eléctrica en grandes cantidades se centra en ese constante trasiego de agua. De no hacerse así, acaba perdiéndose.
    Gaetano Derderian se puso en pie, observó a través del telescopio la meseta a la que su acompañante se había referido, y sin volverse comentó:
    —Empiezo a intuir a qué se está refiriendo.
    —Y a mí me alegra comprobar que es usted tan inteligente como dicen –replicó el otro seguro de sí mismo–. Mi idea es emplear esos sofisticados "aerogeneradores" de enormes aspas, pero en lugar de utilizarlos para producir electricidad, utilizarlos para elevar agua.
    —¿Y qué obtiene con eso?
    —Que sean mucho más eficaces y fáciles de reparar ya que el mecanismo de tracción para subir el agua es muy simple y se encuentra siempre en la base.
    El brasileño se volvió a mirarle de frente al tiempo que con el dedo pulgar indicaba la cadena montañosa que empezaba a quedar a sus espaldas.
    —¿Pretende llevar el agua hasta esa meseta?
    —Hasta ésa, y hasta todas las que en cualquier lugar del mundo se encuentren a una altura razonable y lo suficientemente cerca del mar. El agua irá subiendo a medida que el viento quiera, no importa que sea de día, de noche o al amanecer. Y se almacenará en un gran depósito con el fin de convertirla en energía potencial, lista para ser utilizada en el momento en que sea más necesaria.
    —¿Permitiendo luego que regrese al mar de modo que produzca electricidad cerca de la orilla?
    —Veo que lo ha entendido. Con una única turbina al alcance de la mano, se obtendrá el mismo rendimiento que con muchas pequeñas e inaccesibles, y además esos kilovatios estarán disponibles en el momento en que sean más útiles.
    —El sistema se me antoja bastante razonable, siempre que no resulte más costoso que el tradicional.
    —No lo es, puesto que me consta que la construcción de un gran depósito en cabecera, aparte de ser más barato, es más duradero y necesita mucho menos mantenimiento que los "aerogeneradores" tradicionales necesarios para producir la misma cantidad de energía.
    —¿Está seguro de eso?
    —Siempre ha sido mi trabajo.
    —¿Y se ha utilizado antes en alguna parte?
    —No industrialmente.
    —¿Por qué?
    —Porque a quienes fabrican los "aerogeneradores" lo que les interesa es vender máquinas complejas con costosos contratos de mantenimiento. Y a las empresas que explotan los llamados "parques eólicos" no les importa en qué momento del día venden sus kilovatios puesto que el verdadero negocio estriba en recibir las subvenciones que obtienen por el hecho de producir una energía considerada limpia y ecológica, independientemente del momento en que la incorporen en la red.
    —¡Absurdo!
    —Pero cierto. Por eso, cuando se me presentó la oportunidad de renunciar a la dirección de la empresa para la que siempre he trabajado, pero cuyos accionistas nunca aceptarían mis innovaciones, y pasar a formar parte de un grupo de gentes que lo que en verdad buscan es hacer bien las cosas desde un principio, no me lo pensé.
    Si me facilita los medios le prometo que le proporcionaré toda la energía que necesite para desalar toda el agua que quiera por ese sistema del que nos hablaron el otro día.
    —¿El hidrostático?
    —Ese mismo.
    Gaetano Derderian meditó unos instantes, regresó una vez más a observar por el telescopio, se restregó con fuerza la nariz y concluyó por asentir una y otra vez con la cabeza.
    —No le niego que ésta es la forma de hacer las cosas que andamos buscando –dijo–. Usar por un lado la presión del agua, y por otra, la fuerza del viento. Estoy convencido de que si actuamos con inteligencia, sin prejuicios, y sin anteponer los intereses particulares a los generales, obtendremos magníficos resultados.
    —¿Quiere decir con eso que acepta mis ideas? –inquirió casi con un deje de incredulidad el hombrecillo.
    —No es que las acepte –fue la decidida respuesta–. Es que desde este mismo momento las respaldo como si fueran mías. Póngase manos a la obra, busque el mejor lugar que exista, y construya una planta piloto que nos sirva de referencia, y que sirva de igual modo de demostración al mundo de que con inteligencia y buena voluntad se pueden resolver muchos problemas.
    —¿De qué presupuesto dispongo? Gaetano Derderian le observó de medio lado al tiempo que le dedicaba la más encantadora de sus sonrisas.
    —Querido amigo –dijo–, los grandes sueños no admiten presupuesto. Se convierten en realidad o no se convierten en realidad. Usted aporte el sueño, que yo me ocuparé de aportar el dinero.
    Cuando el diminuto Max Max Grass abandonó la cubierta cargado con todos sus bártulos, el pernambucano permaneció en el mismo lugar, observando cómo caía la tarde y miles de aves regresaban del mar en busca de sus nidos de los manglares.
    Se sentía feliz y esperanzado.
    Casi tan feliz como en los momentos en que Naima Fonseca le sonreía.
    Casi tan esperanzado como en los momentos en que se convencía a sí mismo de que algún día Naima Fonseca aceptaría casarse con él.
    Casi tanto o más, porque tenía plena conciencia de que lo que estaba en juego no era una de las incontables historias de amor entre un hombre y una mujer, sino una nueva y diferente historia de amor entre un puñado de seres humanos y el resto de los seres humanos.
    Acomodado en el banco, con los codos sobre las rodillas y la cara entre las manos, atento testigo de cómo la línea de la costa se difuminaba lentamente y llegaba la noche trepando por las laderas de la montaña en cuya cima se aseguraba que el Señor había hecho entrega a Moisés de las Tablas de la Ley, Gaetano Derderian abrigó la certeza de que aquella singular travesía habría de marcar un antes y un después en su vida, puesto que le estaba sirviendo para descubrir que la mente de algunos hombres ocultaba fabulosos tesoros que tan sólo necesitaban que alguien se propusiera contribuir a que afloraran.
    Y él era ese alguien.
    O al menos, uno de ellos.
    Tal vez el nombre del barco estuviera mal elegido y en verdad debiera llamarse ‘Libertad’, dado que había advertido que desde el momento mismo en que soltó amarras, sus pasajeros comenzaron a comportarse como seres de mentes encadenadas a los que de improviso les hubiera asaltado la maravillosa sensación de que podían dar rienda suelta a todas sus ideas y todos sus anhelos sin temor a que quienes les escucharan les tomaran por locos.
    Se hablaba y discutía, a veces en grandes asambleas y más frecuentemente en pequeños grupos en los que poco a poco se iba perdiendo ese inclasificable miedo que por lo general atenaza a la mayoría de las personas en el momento en que desean expresar algo que saben que se sale de las normas establecidas.
    Aquel curioso personaje de enormes gafas y tímido aspecto que acababa de abandonar la cubierta cargando con sus extraños aparatos, debía llevar años manoseando su audaz proyecto sin osar enfrentarse a quienes en buena lógica tenían la obligación de apoyarle, temeroso sin duda de que el solo hecho de insinuar que existían nuevos caminos nunca transitados pudiera significar el fin de su larga carrera.
    Le vino a la memoria la respuesta de un arquitecto paulista al que le preguntó por qué nunca se había decidido a confesar que creía haber encontrado la forma de abaratar de forma notable y sin detrimento de la calidad, los pisos de renta modesta que estaba construyendo su empresa.
    —En primer lugar, porque quien paga es el Estado y a mis superiores, que eran todos políticos, les hubiera ofendido y molestado que fuera un subordinado quien tuviera la idea, por lo que lo más probable es que acabaran por ponerme de patitas en la calle.
    En segundo, porque mis compañeros me despreciarían por haber intentado pasarme de listo. En tercer lugar porque a los albañiles les importaba un pimiento que las viviendas costaran más o menos y no les hubiera apetecido tener que cambiar la rutina del trabajo. Y en cuarto, pero no en último lugar, porque tengo una mujer y tres hijas que alimentar y una hipoteca que pagar.
    —Pero si todos pensaran de ese modo nuestro país nunca progresaría –protestó el pernambucano.
    —Brasil nunca progresará o dejará de progresar por culpa de lo que cueste una vivienda, sino por culpa de lo que cuesta un político, y lo que sí puedo asegurarte es que por cada vivienda social hay cien políticos –había sido la respuesta y ciertamente la razón le asistía porque si había algo que siempre había sobrado en Brasil eran políticos.
    Caía la noche, hacían su aparición miríadas de estrellas, la suave brisa olía a yodo, y de las cubiertas inferiores llegaban las repetitivas y cadenciosas notas del tema central de ‘Los cuentos de Hoffmann’, que a decir verdad podría considerarse la melodía perfecta a la hora de acompañar el casi fantasmagórico avance de un gigantesco navío profusamente iluminado que se deslizaba como un elegante patinador sobre las aguas del mar Rojo.
    —¿En qué piensas? Alzó la mirada hacia el sonriente rostro de Erika Freiberg que había hecho su aparición como salida de las tinieblas para colocarse a sus espaldas y comenzar a darle un hábil y relajante masaje en los hombros.
    —En nada.
    —¡Mientes!
    —¿Qué sacaría con mentirte?
    —¿Y yo qué sé? Pero te conozco lo suficiente como para saber que tú siempre piensas en algo. –Hizo una corta pausa para añadir con marcada intención–: O en alguien.
    —¿Tan insensible me consideras que no crees que pueda limitarme a disfrutar del lugar y el momento? –protestó el otro fingiendo ofenderse–. La noche está preciosa y sabes mejor que nadie que ‘Los cuentos de Hoffmann’ es mi melodía predilecta.
    —¡Naturalmente que lo sé! –replicó ella de inmediato–. He sido yo quien le ha pedido a la orquesta que la toque.
    —¿Y eso? La voluptuosa rubia giró hasta colocarse frente a él, se arrodilló muy despacio y comenzó a desabrocharle el cinturón.
    —Me siento romántica.
    La observó de medio lado para inquirir con intención:
    —¿Romántica?
    —Llámalo como quieras.
    Durante los minutos que siguieron Erika Freiberg no tuvo posibilidad de decir una sola palabra, pero cuando al fin pareció sentirse satisfecha de los resultados obtenidos por su obligado silencio, tomó asiento a horcajadas sobre los muslos de Gaetano Derderian para comenzar a moverse arriba y abajo muy lentamente con la cabeza alzada hacia las estrellas.
    Como amantes no tenían secretos el uno para con el otro.
    Como amigos y confidentes, tampoco.
    Permanecieron luego, por tanto, largo rato allí sentados, intercambiando impresiones sobre el cúmulo de sorprendentes acontecimientos que habían tenido la virtud de alterar sus vidas a lo largo de los últimos meses, al tiempo que recapitulaban sobre los incontables proyectos que tenían entre manos.
    —Si tan sólo una cuarta parte de ellos funcionaran me daría por satisfecho –sentenció el brasileño–. Especialmente aquellos que se refieren a la producción de alimentos. Cada día me cuesta más trabajo aceptar que millones de personas mueren de hambre mientras se derrochan fortunas en armamento. Ya hay bombas suficientes como para aniquilar por tres veces a todos los seres humanos, pero aun así se siguen fabricando otras más modernas y destructivas. ¿Para qué?
    —Para financiar partidos políticos, querido. Y para financiar campañas electorales –fue la sorprendente respuesta–. En los tiempos que corren, el fin último de las armas no es tanto matar y ganar guerras, como sobornar y ganar votos.
    Tal vez tengas razón.
    Ella se inclinó para besarle muy suavemente en la comisura de los labios al puntualizar:
    —La tengo, querido. Sé que la tengo. Mi difunto esposo, que además de un hábil diplomático y un lince para los negocios, era un tipo muy astuto que siempre estaba al corriente de cuanto se cocía entre bastidores, me aseguró en más de una ocasión que de hecho la mayoría de esas armas en las que tanto dinero suelen gastarse los gobiernos, no existen más que sobre el papel.
    —¡No jodas! Jodo siempre que puedo, sobre todo contigo. –La rubia cambió el casi soez tono que había empleado para añadir–: Créeme, el ochenta por ciento de todos esos relucientes y amenazadores misiles que tanto nos impresionan en los desfiles, no son más que tornillos, chapa y pintura que jamás se levantarían dos metros del suelo.
    —¿Estás segura? Totalmente. Es más, aunque nunca hice preguntas, estoy convencida de que el bueno de Gustav debió ganar mucho dinero con eso. Cuando un gobierno afirma que ha comprado una fragata o un avión, la fragata tiene que navegar y el avión volar. Pero cuando asegura que ha comprado un centenar de sofisticados cohetes de largo alcance, le basta con enseñarlos y alegar que no puede echarlos a volar con la lógica disculpa de que jamás regresarían.
    Y por lo visto no es cierto que nunca regresarían; lo único cierto es que nunca irían por sí solos ni de aquí a la esquina.
    —¿O sea que en realidad no estamos tan protegidos como pretenden hacernos creer?
    —Mucho más protegidos, querido mío. Mucho más. Como la mayoría de los gobiernos juegan a lo mismo, son de igual modo mayoría los misiles que no funcionan, lo cual quiere decir que no hay nada que temer a no ser que te caigan en un pie. Y ésa es siempre la mejor protección que pueda existir.
    —Pero eso constituye un fraude de proporciones monstruosas –protestó el brasileño–. Un auténtico latrocinio.
    —¡Desde luego! Pero alégrate de que así sea. Si no lo escamotearan de ahí, lo escamotearían de cualquier otra partida presupuestaria, y lo que en verdad importa es no tener demasiado cerca unos chismes tan peligrosos.
    Gracias a Dios, hoy en día, y salvo la docena de países que siempre están metidos en conflictos, el resto no necesita esos misiles más que para alguna que otra exhibición durante las maniobras militares, lo cual quiere decir que con un cinco por ciento que funcionen ya basta. El resto se almacena, y estarás de acuerdo en que más vale almacenar chatarra que explosivos.
    —No sé por qué me da la impresión de que en cierto modo estás tratando de justificar los negocios de tu adorado y difunto Gustav.
    —Es posible, pero te garantizo que jamás hubiera aceptado una comisión en cuanto se refería ayuda a los necesitados o algo así. En el fondo, creo que le divertía ganar dinero vendiendo armas inservibles.
    —¡Un tipo inteligente!
    —Lo era y mucho. –Se volvió a observarle de frente con una pícara mirada que su acompañante conocía muy bien–. ¿Sabes quién me lo recuerda? –inquirió.
    —Martin de Cirer.
    —¡Vaya! –fingió sorprenderse ella–. Veo que no se te escapa una.
    —Me he dado cuenta de que has coincidido dos veces con él en la misma mesa a la hora del almuerzo, y te conozco lo suficiente como para saber que en ti las "coincidencias casi nunca suelen deberse al azar.
    —Es un personaje de lo más interesante. Da la impresión de que vive en la Luna, pero cuando baja a la Tierra cuenta cosas apasionantes. Ayer me confesó que está trabajando sobre un nuevo digestor de metano, lo que le permitirá abaratar aún más el coste del agua.
    —¿Un qué?
    —Un "digestor de metano".
    —¿Y eso para qué coño sirve?
    —Para transformar materia orgánica en gas metano que al quemarse produce energía, y por lo visto esa energía la aplicará a las bombas que sacan el agua del fondo del pozo.
    —¿Y de dónde piensa obtener esa "materia orgánica"? O mucho me equivoco, o aquí en el Sinaí, es lo que menos abunda.
    —Del mar.
    Gaetano Derderian se apartó hasta el extremo más alejado del banco pese a que desde allí le costaba trabajo distinguir el rostro de su acompañante ya que apenas les iluminaba una luz lejana.
    —¿Del mar? –repitió en un tono de absoluta incredulidad.
    —Eso dice él –fue la tranquila respuesta—–. Por lo visto, por cada metro cúbico de agua dulce que produce, tiene que extraer dos de agua de mar. Y que debe filtrarla muy bien antes de que atraviese las membranas de ósmosis o como quiera que se llamen. Según Martin, al filtrar tanta cantidad de agua se obtiene como residuo una gran masa compacta de algas, cangrejos, peces, medusas y plancton que constituyen una masa orgánica susceptible de ser convertida en gas metano.
    —¡Caray!
    —Es un tipo muy listo.
    —Ya lo veo. Lo que me sorprende es que no me haya dicho nada.
    —No quiere hacerlo hasta haber concluido los estudios sobre la cantidad de masa orgánica que encontrará en estas aguas, aunque al parecer, a primera vista le parece más que suficiente.
    —¿Y a ti, como a toda mujer, te encanta que te haya hecho partícipe de su secreto?
    —¡Lógico!
    —¿Aunque no hayas sido capaz de guardarlo?
    —¡Lógico también!
    —¿O sea que cuando se decida a hablarme del tema me tendré que hacer el sorprendido para no delatarte?
    —¡Más lógico aún!
    —¿Piensas ligártelo?
    —¡Lógicamente! El brasileño no pudo evitar dejar escapar una divertida carcajada al tiempo que exclamaba en tono grandilocuente:
    —¡Tanta lógica me abruma, tanto más cuanto que proviene de uno de los seres con menos lógica del mundo! –Se aproximó de nuevo para tomarla de las manos y señalar–: Por un lado, me alegra la idea y te deseo suerte. Por el otro, me preocupa porque De Cirer es un tipo muy valioso al que tenemos que cuidar. Si alguien puede solucionar el problema del agua, lo cual significa solucionar el problema de los alimentos y el hambre es él, y me consta que eres una mujer tremendamente peligrosa.
    —¿Peligrosa yo? –pareció escandalizarse ella–. ¿De dónde has sacado eso?
    —¿Cómo que de dónde lo he sacado? –se asombró con absoluta sinceridad su interlocutor–. Cuando te conocí eras una viuda rica que para divertirse se dedicaba a robar cuadros famosos a gente importante. A partir de entonces hemos sido amantes a tiempo y lecho compartidos y me conozco al dedillo todas tus andanzas y artimañas.
    ¿Realmente consideras que no tengo motivos para preocuparme de lo que puede hacer una mujer como tú, con un sabio distraído como ése?
    —¡Hombre! ¡Exponiéndolo así...!
    —¿Y qué otra forma hay de exponerlo? Si no recuerdo mal, por lo que tengo entendido es viudo.
    —Su mujer murió hace tres años.
    —Pensándolo bien tal vez podría ser el marido que estás necesitando.
    —Primero tendría que comprobar cómo funciona en la cama.
    —¡Naturalmente, pequeña! ¡Naturalmente! Pero no te inquietes por eso. Te garantizo que aunque en principio no funcione demasiado bien, tú te encargarás de que funcione. ¡Si lo sabré yo!

    —Desde la noche de los tiempos, nada amenazó a la Tierra, que se fue modificando y perfeccionando hasta convertirse en un lugar en el que primero el "hombre cazador" y más tarde el "hombre agricultor" aprendieron a convivir en paz con la naturaleza. No obstante, hace menos de doscientos años, hizo su aparición el "hombre industrial", que en ese escaso uno por mil de la historia de la humanidad, arruinó toda la labor anterior hasta el punto de poner en serio peligro la supervivencia de la especie y la futura habitabilidad del planeta.
    Patricia Buck se tomó un respiro, golpeó su sempiterno cigarrillo en el borde del cenicero, caló profundo, y sin exhalar un humo que parecía desaparecer misteriosamente en las profundidades de su maltrecho cuerpo, añadió:
    —Empieza a estar claro que ese tipo de civilización superindustrializada, cuya única meta parecer ser el consumo masivo y el continuo desarrollo no tiene futuro, puesto que al ritmo exponencial que llevamos, con un aumento del gasto prácticamente indefinido y unos recursos finitos, antes de cuarenta años no existirán materias primas con que alimentar esta loca cultura del desecho. Tendremos que regresar entonces a la producción casi artesanal de productos que perduren, automóviles que no sea necesario cambiar cada cuatro años, neveras que se reparen sin problemas y vestidos que no pasen continuamente de moda, del mismo modo que tendremos que regresar al planteamiento demográfico de ciertas tribus primitivas que no permiten que su número aumente hasta el punto de poner en peligro el bienestar común. Aprendieron desde muy antiguo a subsistir en un determinado hábitat sirviéndose de él pero sin degradarlo, a sabiendas de que deberán dejárselo a las generaciones venideras en el mismo estado en que lo encontraron.
    Fumó de nuevo, paseó la vista por los rostros de cuantos componían su numeroso auditorio, pareció comprender que permanecían atentos a sus palabras, y se decidió por tanto a continuar:
    —Quienes nos consideramos a nosotros mismos seres "civilizados" hemos olvidado hace tiempo ese concepto de la supervivencia colectiva, por lo que no sólo dejamos nuestro hábitat en peores condiciones de lo que lo encontramos, sino que además se lo dejamos a un número mucho mayor de personas. Debemos tomar conciencia de que si en la actualidad somos seis mil millones de seres humanos, y veinticuatro mil mueren de hambre cada día, mientras un cuarenta por ciento se alimenta casi exclusivamente de arroz, dentro de un siglo, cuando se llegue a los veinte mil millones, prácticamente tendrán que comerse los unos a los otros, visto que las tierras cultivables nunca podrán multiplicarse en idéntica proporción, a no ser que, como en este mismo foro se ha asegurado, seamos capaces de convertir grandes masas de agua de mar en agua dulce.
    Apagó lo poco que quedaba de su cigarrillo, por lo que tuvo ahora la oportunidad de utilizar su única mano útil para abrir la carpeta que descansaba sobre el pequeño atril de su silla de ruedas y comenzar a leer:
    —Como asegura la máxima autoridad en la materia, Josué de Castro, en su famosa ‘Geografía del hambre’, "una de las consecuencias más graves del hambre aguda de las poblaciones de ciertas regiones, es su notoria apatía, su tradicional indiferencia y falta de ambición. Este estado psicológico ha sido considerado por muchos como una especie de melancolía racial, pero su principal causa es esa hambre crónica, pues la deficiencia en ciertas vitaminas comienza por embotar el apetito, y cuando el individuo no sufre ya hambre física ha perdido su más fuerte estímulo en la lucha por la vida: la necesidad de comer".
    Hizo una nueva pausa para alzar ahora una serie de hojas mecanografiadas para que todos pudieran verlas al tiempo que señalaba:
    —Éste es un informe preliminar sobre la extensión de terreno susceptible de ser puesto en regadío a lo largo de las costas de nuestro planeta el día en que nos encontremos en disposición de desalinizar el mar a un precio asequible para un amplio número de productos agrícolas –dijo–. Y lo cierto es que las cifras se me antojan impresionantes, al comprobar que únicamente la península Arábiga que alcanzamos a ver desde aquí, al ser tan plana y estar rodeada de mar por tres de sus lados, nos ofrece un potencial de más de cien millones de hectáreas de tierras vírgenes factibles de ser cultivadas, y eso significa que con una insolación garantizada de más de trescientos días al año, se conseguirían dos cosechas de frutas y hortalizas anuales con las que complementar la dieta casi exclusivamente a base de arroz que consume hoy ese cuarenta por ciento de los seres humanos. Recordemos que al carecer de vitaminas, salvo en la cáscara, los consumidores de arroz sufren con harta frecuencia de beriberi. Con frutas y hortalizas se conseguirá desarraigar tan devastadora enfermedad.
    Un leve rumor se extendió por el mayor de los salones del navío, se intercambiaron miradas e incluso sonrisas de satisfacción, por lo que Petronio se animó a continuar con su disertación.
    —Durante el último siglo hemos arrasado quinientos millones de hectáreas de superficies cultivables, y las reservas que nos quedan se estiman en menos de dos mil millones en terrenos ya muy explotados, por lo que exigen cada vez más fertilizantes químicos –dijo–. Por ello les invito a que traten de hacerse una idea de hasta qué punto aumentarán tales reservas de tierras con todo su potencial intacto, si consideramos las costas desérticas de África, Australia y Sudamérica.
    El futuro se presenta por tanto esperanzador a condición de que nosotros, aquí y ahora, seamos capaces de demostrar a los pesimistas y a los escépticos que realmente el hombre no sólo ha sabido vencer el reto de conquistar el espacio, donde por cierto no se le ha perdido nada, sino de conquistar los hostiles océanos convirtiéndolos en nuestros mejores aliados. –Hizo una corta pausa para añadir en un tono muy diferente–: Yo, condenada a pasar el resto de mi vida clavada en esta silla, sin hijos y sin familia, soy quizá la persona menos indicada para sentirme optimista, pero les garantizo que el solo hecho de repasar estas cifras y comprobar hasta qué punto podemos conseguir que ni un hombre, ni una mujer ni un niño vuelvan a pasar hambre, me hace sentir a veces como si mis piernas me obedecieran nuevamente, o como si pudiera volar. de la alegría que me invade.
    La mujerona de las grandes gafas de concha y nombre y apellidos noruegos tan difícil de pronunciar que nadie conseguía recordar nunca, alzó la mano para inquirir con una marcada intención en sus palabras:
    —¿Pretende decir con eso que si no somos capaces de desalinizar el agua del mar hasta el punto de que sea asequible para la agricultura, nuestros bisnietos estarán irremediablemente condenados a devorarse los unos a los otros?
    —Quiero suponer que no, puesto que serán lo suficientemente inteligentes como para reducir el número de nacimientos –fue la respuesta–. Lo que en realidad he tratado de hacerles comprender es que nuestro planeta está en capacidad de alimentar a esas poblaciones futuras, que como ya asegurara Robert Malthus, aumentan en proporción geométrica, a condición de que la producción de alimentos deje de crecer, como hasta ahora, en proporción aritmética. Debemos aproximar tales factores y para ello no existen más que dos fórmulas válidas: o multiplicar las fuentes de alimentación, o dividir drásticamente la tasa de natalidad.
    —Lo primero significaría un fabuloso éxito. Lo segundo, el peor de los fracasos.
    —¡Exactamente! Y los que navegamos a bordo de esta nave tenemos la obligación de demostrar que ese treinta y seis por ciento de la superficie del planeta que hasta este momento se consideraba inaprovechable para la producción de alimentos, visto que se trata de montañas, desiertos o hielos polares, quedará reducida a la mitad, regando esos desiertos.
    —Nuestra primera norma debe ser, por tanto, "dar de comer al hambriento" –inquirió una voz anónima desde la tercera fila.
    —¡No! –fue la seca respuesta–.
    Ésa debe ser la segunda. La primera es "dar de beber al sediento". Más tarde intentaremos vestir al desnudo, dar posada al peregrino, consolar a los afligidos o curar a los enfermos, pero la primera necesidad de todo ser viviente, sea hombre, animal o planta, es el agua, y a continuación vienen los alimentos. Y para entender hasta qué punto llega el problema tal vez baste con decir que el número de calorías que diariamente necesita un ser humano es de por lo menos tres mil, dependiendo de las condiciones climatológicas del lugar en que habite, pero en lugares tan fríos y duros como el altiplano boliviano sus habitantes no consumen por término medio más que la tercera parte.
    —¿Y cómo consiguen subsistir?
    —A base de mascar hojas de coca mezcladas con cal, lo que les alivia el hambre, el frío y la fatiga, pero como ahora los ejecutivos y los "intelectuales" de los países más ricos han descubierto que la cocaína es una droga placentera, incluso esa única forma de supervivencia les está siendo arrebatada...
    Las discusiones y los foros de información proliferaban mientras el ‘Argos’ se encontraba por el momento fondeado frente a Sharm alSheij, el mejor, por no decir único, asentamiento turístico de auténtica categoría que podía encontrarse en el Sinaí, excluyendo lógicamente la ciudad de Eliat que se alzaba en el fondo de saco del golfo de Akaba, justo en el punto en que podía decirse que concluía la península.
    Lugar predilecto de los submarinistas que acudían de todos los rincones del mundo atraídos por los prodigiosos arrecifes de coral y la explosión de vida submarina de sus alrededores, constituía una especie de islote de la civilización clavado en la punta más meridional de un desierto casi prehistórico, pero constituía también el mejor ejemplo de lo que podía conseguir el esfuerzo colectivo cuando los seres humanos se proponían progresar.
    Un puerto aceptable, magníficos hoteles, elegantes restaurantes, discotecas, e incluso un casino de juego, permitían que los aficionados a los fondos marinos se olvidaran de que donde iban a morir las casi inexistentes olas, nacían las tierras más desoladas y abandonadas de la mano de Dios que fuera posible imaginar.
    Casi a tiro de piedra de Arabia, y a una corta singladura de las costas africanas, sus pobladores veían cruzar a lo lejos los grandes transatlánticos o los inmensos petroleros que cubrían la ruta entre Europa y Asia, mientras que en su moderno aeropuerto aterrizaban cada semana docenas de jóvenes ansiosos de experimentar la emoción que proporcionaba el contemplar a una auténtica manta diablo mientras nadaba mansamente por el más salado y cristalino de los mares.
    Nadie en Sharm al–Sheij parecía querer recordar que en el extremo opuesto de la península judíos y palestinos se masacraban a diario.
    En Sharm al–Sheij la guerra quedaba muy lejos.
    En Sharm al–Sheij la principal preocupación se limitaba a embarcar al amanecer en busca de las barreras de coral más llamativas, disfrutar del día, almorzar a bordo, regresar agotado, cenar bien, bailar un poco, acostarse temprano, hacer el amor y volver a ponerse en marcha con la primera claridad del alba.
    Y es que para quien había pasado toda una jornada rodeado de delfines o peces de mil colores, las tribulaciones del resto de la humanidad no contaban, y lo único que le pedía a la vida era regresar al fondo del mar lo antes posible.
    Nada existe más alejado del mundanal ruido que el silencio de las profundidades, y al observar las idas y venidas de quienes pasaban con sus pequeñas embarcaciones junto al ‘Argos’ saludando alegremente con la mano, Gaetano Derderian se afianzó en la idea de que cuantos más de aquellos despreocupados muchachos existieran, menos habría empeñados en odiar a sus semejantes.
    No era tan estúpido como para no comprender que aquélla era una forma de vida a la que muy pocos podían aspirar, pero abrigaba la vaga esperanza de que algún día pudiera darse un justo equilibrio entre la indiferencia de quienes parecían disfrutar de unas eternas vacaciones y las necesidades de quienes carecían de todo.
    Desembarcó por tanto repleto de ilusiones, contrató una flotilla de vehículos todoterreno, buscó a los mejores guías de la región, y envió a un verdadero ejército de fotógrafos, geólogos, topógrafos, arquitectos y agrónomos, a explorar la inmensa península con la sana intención de averiguar hasta qué punto se podía sacar provecho de sus ocultos recursos naturales.
    —No se limiten a ver lo que vean –les dijo–. Utilicen la imaginación, porque quiero que vean aquello que podrían ver si le añadieran mucha agua y mucho dinero.
    La víspera de la partida, y mientras se encontraba disfrutando en compañía de Erika Freiberg de una cerveza helada y una espectacular puesta de sol bajo las palmeras de una de las incontables terrazas que se distribuían a lo largo de la amplia bahía, se les aproximó una pareja que debía rondar la cuarentena, y que se presentó a sí misma como Irene y Alexandros Kanakis, propietarios de uno de los centros de buceo pioneros de la región, en la que al parecer llevaban establecidos desde hacía ya doce años.
    Solicitaron respetuosamente permiso para tomar asiento, y fue la mujer, que evidentemente era la más decidida de los dos, la que señaló sin apenas preámbulos:
    —Tenemos entendido que es usted el director general de ese proyecto del que tanto se habla en estos días aquí en Sharm... ¿Es cierto?
    —Digamos más bien que soy el "administrador general" –replicó el brasileño con una leve sonrisa–. No puede existir un "director general" puesto que en realidad son muchos los proyectos que se abordan.
    —¿Todos relacionados con la posibilidad de conseguir un mundo mejor?
    —Más o menos.
    —¿Y es cierto que respaldan y apoyan económicamente a quienes tienen ideas aprovechables?
    —Eso depende.
    —¿De qué?
    —De la naturaleza de la idea y de a quién pueda beneficiar –intervino Erika Freiberg con sorprendente amabilidad–. Nuestros intereses no son nunca económicos.
    Irene y Alexandros Kanakis se consultaron con la mirada, como si estuvieran tratando de dilucidar, sin necesidad de palabras, la sinceridad de sus interlocutores, y cuando al fin ella hizo un casi imperceptible gesto de asentimiento, fue su esposo el que se decidió a hablar:
    —Tenemos dos barcos, uno de ellos de casi treinta metros de eslora, dedicados al turismo submarino, pero a diferencia del resto de las empresas de la zona, no nos limitamos a simples visitas a los arrecifes de coral más cercanos, sino que solemos trabajar para investigadores de la flora o la fauna del mar Rojo, o para laboratorios que confían en encontrar nuevos fármácos en unas aguas excepcionalmente ricas.
    —Entiendo... –replicó el pernambucano–. ¿Y...?
    —Que hace unos cuatro años decidimos tomarnos unas vacaciones, por lo que dedicamos seis meses a navegar alrededor del mundo y nuestra sorpresa fue que al regresar descubrimos que el nivel de la piscina había descendido en poco más de un metro.
    —¿Tanto? –se sorprendió Erika Freiberg.
    —Tanto.
    —Eso parece una barbaridad. ¡Un metro en seis meses!
    —Lo mismo pensamos nosotros, y tras comprobar que no existían pérdidas por filtración, sino que se debía únicamente a los efectos de la evaporación, nos dedicamos a investigar a fondo, levantando varios grandes depósitos en distintas zonas en una y otra orilla a todo lo largo de la costa, desde aquí hasta el extremo sur.
    —¿Con qué resultado?
    —Tras casi tres años de estudio llegamos a la conclusión de que, encajonado como se encuentra entre dos de los desiertos más importantes del mundo, el Sáhara y la península Arábiga, con unas temperaturas que a menudo superan los cuarenta grados, y en un lugar en el que jamás llueve y no existen ríos, si el mar Rojo no recibiera la aportación del océano índico, la evaporación le obligaría a descender de nivel dos metros anuales.
    —¡Sorprendente! ¿Lo han comprobado científicamente? –quiso saber Gaetano Derderian.
    —Hasta la saciedad –replicó segura de sí misma Irene Kanakis al tiempo que señalaba a la inmensidad de la bahía que se extendía ante ellos–. Y nuestras conclusiones coinciden con las de otros investigadores. Como este mar cuenta con una extensión de poco más de cuatrocientos cuarenta mil kilómetros cuadrados, evapora unos novecientos mil millones de metros cúbicos de agua al año.
    —Una cifra en verdad llamativa y de la que no tenía la más mínima idea –reconoció con una humildad impropia en su forma de ser el brasileño–. Pero lo que no acabo de entender es qué puede tener eso que ver con nosotros y nuestros proyectos.
    —Mucho –sentenció Alexandros Kanakis–. Si, como aseguran, lo que pretenden es conseguir un mundo mejor, tiene mucho que ver, sobre todo si se detiene a reflexionar sobre el hecho de que esa monstruosa cantidad de agua que, por así decirlo, el sol extrae del mar Rojo está siendo continuamente restituida por las aportaciones del océano índico a través del estrecho de Bab–el–Mandel que tan sólo cuenta con veintitrés kilómetros de ancho desde Yemen hasta Djibuti.
    —¿Con qué profundidad?
    —La media no supera los cincuenta metros y los cálculos indican que normalmente por ese canal pasan dos mil quinientos millones de metros cúbicos al día, es decir, poco más de cien mil millones a la hora, o lo que es lo mismo, casi un millón cada segundo.
    Ocho veces más que el caudal del Amazonas, pero encajonados por un "cauce" bastante más estrecho.
    —¿Cuánto estima que significa eso por metro cuadrado?
    —Aproximadamente un metro cúbico por segundo.
    —O yo soy muy estúpido, o su idea es...
    —...construir una gigantesca central eléctrica aprovechando el fabuloso potencial energético de ese "trasvase" de un mar a otro –corroboró el griego.
    —Empezaba a sospecharlo. ¿Cómo piensa conseguirlo?
    —Aún no estamos seguros.
    —¿Y eso?
    —Porque en el mar Rojo de abril a septiembre imperan fuertes vientos del norte que generan una corriente superficial que empuja una notable cantidad de agua hacia el índico. Sin embargo, de septiembre a abril el proceso se invierte. Necesitamos por tanto estudiar qué tipo de turbinas se deben utilizar y cómo deben estar colocadas.
    Hemos llegado hasta donde nuestras "no excesivas" disponibilidades económicas, nuestro escaso tiempo libre y nuestros limitados conocimientos técnicos nos han permitido. Ahora lo que necesitamos es la ayuda de ingenieros especializados que sepan darle forma a la idea, e incluso construir un prototipo que permita valorar el rendimiento real del proyecto.
    —Cuenten con ello.
    —¿Cómo ha dicho?
    —He dicho que cuenten con ello –repitió el pernambucano–. Les proporcionaré el personal y los medios necesarios para llevar adelante su empeño.
    —¿Así, sin más?
    —¿Por qué no? No somos ni un gobierno que tenga que soportar una lenta, ineficaz y cerril burocracia, ni una empresa que necesite calcular futuros beneficios. Todo lo que hacemos lo hacemos en favor de los más necesitados, y si lo que han contado tiene alguna base científica podríamos proporcionar energía gratuita a cuatro de los países más pobres del mundo: Somalia, Eritrea, Djibuti y Yemen.
    Con dicha energía estarían en disposición de desalinizar agua suficiente como para aplacar su milenaria sed, sembrar sus campos y matar el hambre de sus famélicos hijos.
    —¿De verdad piensan proporcionarles energía gratuitamente? –se sorprendió Irene Kanakis.
    —¿Qué otra cosa podemos hacer, si son tan pobres que no tienen con qué pagarla? –le hizo notar su interlocutor–. Pero no se preocupe: si el sistema funciona ustedes recibirán una lógica retribución por su idea y su trabajo.
    —Nunca hemos pensado en esto como en un negocio.
    –Lo supongo, ya que se trata de un proyecto excesivamente ambicioso para gente llamemos "normal". Pero lo que es justo, es justo.
    —¿Y qué es lo que a su entender se consideraría justo? –quiso saber el griego.
    —La contratación de sus barcos y sus servicios por el triple de lo que acostumbran percibir, desde ahora hasta que se termine el proyecto. Y en caso de llevarse a feliz término, un cuatro por ciento del presupuesto final de la obra.
    —¿Y eso a cuánto puede ascender? Gaetano Derderian Guimeraes optó por encogerse de hombros al admitir con absoluta sinceridad:
    —No tengo ni la más puñetera idea.
    Primero lo que hay que hacer es demostrar que el sistema funciona.






















    A la mañana siguiente, y tras haber pedido a su oficina central que contratasen y enviasen a Sharm al–Sheij a media docena de los mejores ingenieros hidráulicos que fueran capaces de encontrar, el brasileño rogó al capitán Cuomo que se adentrara en el golfo de Aleaba y buscara un lugar tranquilo en el que fondear de tal modo que aquellos que quedaban a bordo pudieran trabajar en paz, ordenando, analizando y estudiando con todo detalle los informes que muy pronto comenzarían a llegar desde cada rincón del Sinaí o desde el estrecho de Bab al–Mandel.
    Las semanas siguientes fueron, a decir verdad, inolvidables.
    Anclados en el centro de un arrecife de coral que formaba una especie de gigantesca media luna frente a una ancha playa de una arena que de tan blanca hacía daño a los ojos, resultaba difícil imaginar un lugar más apropiado para trabajar a gusto entre baño y baño, o para sentarse en cualquiera de los amplios salones con aire acondicionado a discutir sobre qué tratamiento había que dar al material que comenzaba a amontonarse sobre las mesas de los despachos.
    El brasileño se esforzaba por imbuir en sus colaboradores la forma de pensar de sir Edmud Rosenthal, de tal modo que nadie tuviera empacho a la hora de expresar lo que pensaba por muy absurdo que en un principio pudiera parecer.
    A su entender en la vida moderna existían demasiados ejecutivos de alto rango y funcionarios de medio pelo que se pasaban la vida pontificando sobre lo humano o lo divino, y demasiados economistas que hacían pronósticos basados en unos determinados modelos de comportamiento que por desgracia con excesiva frecuencia resultaban totalmente injustificados.
    Según ellos, el desplome de las bolsas por culpa del fiasco de las nuevas tecnologías, la quiebra de Enron, las mentiras de la antaño prestigiosa consultora Arthur Ardensen, o la ruina de un país con tantos recursos como Argentina, eran casos que en buena lógica jamás tendrían que haberse dado, pero resultaba más que evidente que se habían dado y que parecían constituir la punta de un iceberg de proporciones aterradoras.
    Continuar confiando en unos supuestos gurús que se empeñaban en marcar unas normas de comportamiento que no conducían más que al enriquecimiento de unos pocos y la ruina de muchos constituía por tanto un craso error que cuantos se encontraban a bordo de aquel barco tenían que esforzarse en evitar.
    Los errores que se cometieran probablemente serían muchos y aceptaba que fueran de bulto pero jamás tendrían que causar daño a inocentes.
    El simple hecho de remar a contracorriente constituía sin lugar a dudas un infantil derroche de dinero y energías, pero para el brasileño tal cosa carecía de importancia siempre que se tratara del propio dinero y las propias energías.
    Se encontraban allí para imaginar, pensar y proponer, y como quienes les financiaban lo hacían a gusto, no importaba lo que se imaginara, pensara o propusiera, siempre que ello no causara perjuicios a terceros.
    Si había que perforar un pozo, se perforaba, si había que construir un depósito en la cima de una montaña se construía, si había que diseñar un complejo "digestor de metano" se diseñaba y si había que descender una turbina a las profundidades del estrecho de Bab al–Mandel se descendía.
    Lo peor que podría ocurrir es que el pozo acabara cegándose, el depósito desmontándose, o el "digestor" sufriendo una indigestión, aunque raro sería que alguno de los tales proyectos no acabara por rendir lo que se esperaba de ellos.
    Para Gaetano Derderian el principal enemigo de la sociedad contemporánea era el extendido fenómeno de la especulación por la especulación, un peligroso monstruo sin base alguna y que se alimentaba de sí mismo hasta que acababa por estallar destrozándolo todo. Por lo tanto, el espíritu que con tanto empeño se esforzaba en inculcar a sus colaboradores era el de poner siempre los cimientos de algo, fuera lo que fuera, porque sobre esos cimientos alguien, algún día, podría acabar por levantar un sólido edificio.
    Años atrás un famoso novelista le había comentado:
    Jamás he conseguido aprender nada de las buenas novelas que he leído, puesto que ya estaban escritas y no podía plagiarlas. Pero sí he aprendido mucho de las malas novelas que he leído, puesto que me enseñaron qué es lo que no se debe hacer a la hora de escribir.
    Casi desde el momento mismo en que aceptó el curioso encargo en Villa Olimpo el pernambucano llegó a la conclusión de que estaba condenado a equivocarse a cada paso, pero a los pocos días se convenció también de que únicamente de esas nuevas equivocaciones podría surgir un mundo nuevo.
    El viejo ya contaba con sus propios fantasmas.
    Por ello, en cuanto alguien a bordo comentaba "tal vez lo que podríamos hacer", le respondía de inmediato:
    ¡hazlo!", y aunque en un principio se crearan curiosas escenas de desconcierto, la mayoría acabó por aceptar que se les estaba brindando la oportunidad de ser tan libres como supieran serlo.
    Los "exploradores" comenzaron a enviar sus primeros informes.
    El norte y el oeste de la península del Sinaí ofrecían grandes posibilidades de cultivo por invernaderos, con tierras fértiles fácilmente accesibles desde el mar, lo que significaba que el agua podría llegar por tuberías que no tenían que ascender a grandes alturas, que era la principal razón por la que se encarecería su coste.
    Descubrieron una inmensa vaguada perfecta para los cítricos y las hortalizas, con una insolación de más de trescientos cincuenta días al año y extensas hondonadas protegidas de los vientos dominantes.
    La costa del golfo de Akaba, por el contrario, parecía mucho más interesante de cara al turismo, a la producción de energía eólica en las cumbres más altas y al aprovechamiento de algunos valles para la ganadería caprina y pequeñas industrias.
    La mayor parte del terreno era de un hermoso granito rosado, veteado de negro y sin fisuras, que bien tratado alcanzaría sin duda un alto precio en los mercados internacionales con destino a suelos y cocinas.
    En las faldas de las montañas que daban al este podrían crearse, con muy poco consumo de agua, extensos bosques de acacias y en especial de la ya famosa ‘Tamarix nilotica’ capaz de generar en poco tiempo inmensas cantidades de un maná que haría las delicias de los paladares más exigentes.
    La cuenca del cauce seco de Wadi al–Bruck presentaba unas características inmejorables para establecer extensas granjas de avestruces, e incluso de canguros cuya carne empezaba a ser muy apreciada y cuyas pieles alcanzaban un alto valor en zapatería gracias a su extraordinaria flexibilidad.
    La gigantesca mujerona de nombre impronunciable encontró media docena de lugares perfectos para establecer modernas piscifactorías.
    De proa a popa el altivo navío vibraba de entusiasmo.
    De mala gana se vieron obligados a hacer un corto viaje de regreso hasta el cercano puerto de Suez con el fin de abastecerse de agua, víveres y combustible, pero casi de inmediato regresaron a un fondeadero que parecía haberse convertido en su nuevo hogar.
    Algunos de los "pasajeros" decidieron hacer venir a sus familias con el fin de que disfrutaran de aquel rincón paradisíaco.
    Como era de suponer, el indefenso Martin de Cirer no tardó en convertirse en el amante oficial de la agresiva Erika Freiberg.
    El brasileño no se molestó por ello, pero no pudo evitar inquietarse ante la eventualidad de que el barbudo bajara en su extraordinario rendimiento.
    Todo eran por tanto sonrisas, felicidad y parabienes, hasta que un día, a mediados de la cuarta semana, un helicóptero hizo su aparición en el horizonte, y de él descendió un hombre muy alto y de impecable aspecto que pidió permiso para subir a bordo y entrevistarse a solas con Gaetano Derderian.
    —Me llamo Sebastian Keitel –fue lo primero que dijo al tiempo que le hacía entrega de una tarjeta–. Y le ruego que tenga en cuenta que tan sólo soy un mensajero.
    El brasileño no pudo por menos que sorprenderse ante semejante forma de presentarse, y tras invitarle a tomar asiento al otro lado de la mesa de su despacho, inquirió un tanto confuso:
    —¿Y qué se supone que significa eso?
    —Que me limito a ser portador del mensaje que nuestro despacho de abogados, en Londres, ha recibido de otro despacho de abogados de Nueva York, que al parecer a su vez lo han recibido de un tercer despacho o tal vez de algún cliente o clientes sobre cuya filiación lo desconocemos todo.
    —Confuso, poco profesional y misterioso, ¿no le parece?
    —Totalmente de acuerdo, señor.
    Totalmente de acuerdo, y le garantizo que nuestro primer impulso fue rechazar de plano tan engorroso encargo, pero tras meditarlo a fondo, llegamos a la amarga conclusión de que era nuestro deber aceptarlo con el fin de obrar con la más absoluta ecuanimidad y discreción.
    —De sus palabras deduzco que las noticias que trae no son precisamente de las que alegran el día
    —Así, es, y en verdad que lo lamento.
    —¡Pues usted dirá! El llamado Sebastian Keitel pareció necesitar un respiro, suspiró profundo, tomó fuerzas y por último se atrevió a decir como quien se lanza de cabeza a una piscina casi vacía:
    —El mensaje es, y le repito una vez más que tan sólo soy su portador, que abandonen inmediatamente todas sus actividades en el mar Rojo, leven anclas y no regresen jamás a esta región.
    El pernambucano tardó en asimilar la magnitud de lo que acababa de escuchar, agitó bruscamente la cabeza como si temiera haber oído mal, y acabó por inquirir con manifiesta incredulidad:
    —¿Que nos larguemos?
    —En pocas palabras –reconoció el inglés–. Y que no vuelvan nunca por aquí.
    Tras un nuevo silencio, su interlocutor se inclinó hacia delante para apoyar los codos en la mesa y puntualizar:
    —Pero eso es algo que, a mi entender, tan sólo podría ordenarnos el gobierno egipcio en cuyo territorio y aguas jurisdiccionales nos encontramos, y que yo sepa hasta el presente no ha dicho ni una sola palabra al respecto.
    —Como abogado debo admitir que le asiste toda la razón.
    —¿Me está diciendo con eso que representa usted al gobierno egipcio?
    —¡En absoluto! Ya le he dicho que no tengo la menor idea de a quién represento en este caso.
    —¿Entonces....?
    —Entonces, nada, señor. Pero no le niego que me avergüenza tener que reconocer que lo que he venido a decirle no es una simple petición, ni tan siquiera una orden. Es, por desgracia, una amenaza, y a mi modo de ver una amenaza realmente criminal y terrible.
    —¡Pero bueno! –exclamó su alterado interlocutor a punto de perder la paciencia–. ¿De qué diablos me está hablando?
    —Le estoy hablando de que la segunda parte del mensaje especifica que si en el término de una semana no han abandonado todo cuanto están haciendo y han cruzado de nuevo el canal de Suez de regreso a Europa, hundirán este barco con todos cuantos se encuentren en esos momentos a bordo.
    —¡No es posible!
    —Lamentablemente lo es.
    —¡Pero sea quien sea quien le ha dado semejante mensaje, debe estar loco!
    —Me temo que no, señor –replicó casi flemáticamente Sebastian Keitel–. Me temo que se trata de canallas y desalmados, pero que no están en absoluto locos. Los locos primero actúan y luego advierten, pero puede creerme si le aseguro que jamás utilizan los servicios de varios despachos de abogados para sus fines.
    —Supongo que tiene razón, pero como comprenderá, no pienso dejarme amilanar por las insensatas amenazas de un desconocido, esté o no esté loco.
    Dudo mucho que se encuentre en condiciones de enviar un submarino o un destructor con la intención de hundirnos.
    Se diría que una vez más el inglés necesitaba armarse de valor para decir lo que tenía que decir, pero al fin lo hizo.
    —Yo también dudo que pudieran enviar un submarino o un destructor, pero al parecer no lo necesitan, puesto que la bomba que mandará el barco a pique ya se encuentra a bordo.
    Ahora sí que podría creerse que el brasileño se había hundido en su asiento hasta el punto de que tan sólo la cabeza sobresalía de la tabla de la mesa.
    —¿Cómo ha dicho? –inquirió con un hilo de voz.
    —Que por lo visto ustedes hicieron recientemente una escala en Suez, y que entre las provisiones que se cargaron en las bodegas alguien introdujo una bomba que ahora se encuentra escondida en algún lugar del barco, lista para explotar, es de suponer que por control remoto.
    —¡Pero eso es...!
    —Terrorismo puro, señor. Puro terrorismo, y le juro que jamás imaginé que pudiera verme mezclado en algo tan deleznable, aunque por mucho que me desagrade creo que en el fondo me alegra el hecho de tener la oportunidad de intentar ser útil de alguna forma.
    —¿Cómo?
    —Admito que no tengo ni la menor idea.
    —¡Pues sí que eso sirve de mucho! –se lamentó el brasileño–. ¿Tampoco tiene idea de quién puede estar detrás de todo eso?
    —Ni la más remota, aunque supongo que se trata de gente muy astuta y muy poderosa. Resulta evidente que lo que ustedes están haciendo, sea lo que sea, afecta de modo muy directo sus intereses.
    —Que yo sepa no le estamos haciendo daño a nadie. Por el contrario, lo único que intentamos es ayudar a muchos.
    —Por desgracia... –sentenció en tono convencido el inglés: con cierta frecuencia beneficiar a unos significa perjudicar a otros, y en tales casos el número de los beneficiados o los perjudicados no cuenta.
    —Eso ya lo sabía. Lo aprendí hace mucho tiempo.
    —De ser así, y visto que por lo que a mí respecta, no estoy en disposición de proporcionarle ningún tipo de pista sobre quién me envía, le aconsejo que comience a recapitular sobre quiénes pueden sentirse tan amenazados por ustedes como para decidirse a amenazar.
    —¡Difícil lo tengo!
    —Lo supongo. –Sebastian Keitel aguardó unos instantes y por último inquirió como si con ello pretendiera dar por concluido el tema–: ¿Cuál es su respuesta?
    —De momento no hay respuesta. Como comprenderá ésta no es una decisión que pueda tomar sin meditarla a fondo y, sobre todo, sin consultarla con nuestros patrocinadores. Han invertido mucho dinero en este sueño, tal vez inalcanzable, de procurar una vida más digna a millones de desgraciados, y dudo mucho que estén dispuestos a darse por vencidos por el simple hecho de que unos canallas nos amenacen.
    —Debe tener en cuenta que creo entender que la advertencia se limita a lo que están haciendo concretamente aquí. Por mi parte le prometo que haré cuanto esté en mi mano por averiguar si abrigan o no la intención de actuar contra ustedes en cuanto hayan abandonado la región.
    —No creo que ése sea el quid de la cuestión. El problema se centra en que nadie en este mundo puede arrogarse el derecho de decidir a quién o cómo debemos sacar de la miseria.
    —En eso tiene razón, pero le recuerdo que no hablamos de razón, sino de violencia, y ésos siempre han sido conceptos antagónicos.
    —Ya se sabe que la violencia constituye el único argumento que les queda a quienes carecen de argumentos, pero coincidirá conmigo en que nadie que se haya propuesto iniciar una andadura que tal vez le conduzca a procurar un destino mejor a millones de infelices, debe plantearse siquiera la alternativa de abandonarlo en cuanto hacen su aparición los primeros salteadores de caminos.
    Sebastian Keitel torció levemente el gesto, se frotó repetidamente el dorso de la mano izquierda en un ademán que mostraba a las claras su nerviosismo, y tras aclararse la voz y toser levemente, señaló:
    —Conociendo como conozco el terreno en que se mueven quienes nos han hecho este encargo, considero que tachar de simples "salteadores de caminos" a quienesquiera que puedan estar tras tan espinoso asunto, significa menospreciarlos de un modo harto peligroso. –Tosió una vez más de un modo casi compulsivo para concluir más serio que nunca–: Me consta que no soy quién para aconsejarle, pero estimo que es mi deber hacerle comprender que debería tomarse este asunto muy en serio.
    —Y yo se lo agradezco, pero le repito que no es ésta una decisión que pueda adoptar por mí mismo. ¿Ha dicho que dispongo de una semana? El otro asintió con un leve ademán de cabeza.
    —A partir de este instante –dijo–.
    Y es de suponer que los cómplices que esos malnacidos tengan a bordo ya deben saber que estoy aquí.
    —¡Bien! En ese caso no creo que tengamos mucho más que decirnos.
    El otro se puso en pie dispuesto a marcharse, dudó unos instantes y al final alargó la mano con cierta timidez.
    —Le repito que ésta es la situación más penosa y humillante a que me he enfrentado a lo largo de toda mi vida profesional, e insisto una vez más en disculparme.
    Gaetano Derderian se limitó a estrechar de mala gana la mano que le tendían para observar luego cómo abandonaba el despacho y permanecer muy quieto, con la mirada clavada en el desnudo paisaje que se distinguía al otro lado del ancho ventanal.
    Necesitaba pensar.
    Necesitaba pensar y por lo tanto necesitaba soledad y silencio.
    Ni en sus peores pesadillas se le había pasado por la mente que algo tan insospechado pudiera acontecer.
    Se estrujó el cerebro tratando de hacerse una idea sobre quién podría encontrarse detrás de tan grave amenaza, pero tal vez por primera vez en su vida se vio obligado a admitir que no se le ocurría absolutamente nada.
    Contemplaba fijamente el blanco mamparo del camarote y lo único que acertaba a ver era un blanco mamparo.
    Se volvía a mirar al mar y lo único que veía era el mar.
    Alzaba los ojos hacia el techo y no encontraba más que techo.
    Por último, convencido de que hiciera lo que hiciera le resultaba imposible aventurar una sola respuesta digna de ser tenida en cuenta, llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era convocar una urgente asamblea al más alto nivel en Villa Olimpo y volar de inmediato a Niza.
    Al fin y al cabo, habiendo llegado a tales extremos, los seis hombres y la mujer que arriesgaban su dinero eran los únicos que tenían derecho a determinar el rumbo a seguir.























    —¡Si serán hijos de la gran puta! Perdona, querida, pero no se me ocurre otra forma de decir lo que siento.
    Cabría asegurar que el sonoro exabrupto que Waffi Wad acababa de soltar al escuchar de labios de Gaetano Derderian la exposición de cuanto había acontecido últimamente, expresaba sin lugar a dudas lo que estaban pensando la mayoría de los presentes.
    —¿Una bomba? –musitó Bill Spangler–. Cuesta trabajo aceptarlo.
    —Y por lo visto ya está a bordo.
    —¿Ha ordenado desalojar el barco?
    —Tenemos aún cuatro días por delante, por lo que he intentado evitar que cunda el pánico. La inusual y sorprendente forma en que nos han avisado, me obliga a pensar que no se trata de insensatos terroristas dispuestos a matar.
    —¿De quién puede tratarse entonces?
    —De alguien que pretende que no nos metamos donde no nos llaman.
    —¿Tienes alguna idea de a quién perjudicamos hasta ese extremo? –quiso saber Naima Fonseca.
    —Admito que no –replicó de mala gana el brasileño–. Llevo dos noches sin pegar ojo pensando en ello, pero no encuentro una razón con el suficiente peso como para impulsar a alguien a comportarse de un modo tan descabellado.
    —¿Pudiera tratarse de traficantes de armas? –quiso saber Waffi Wad.
    El otro pareció sorprenderse por la desconcertante pregunta.
    —¿Traficantes de armas? –repitió–.
    Dudo que una hipotética paz en Oriente Medio contemplada a tan largo plazo preocupase a algún traficante de armas hasta el punto de correr riesgos innecesarios cuando ni siquiera nosotros mismos estamos en disposición de afirmar si se puede conseguir o no algo realmente positivo en el Sinaí.
    —¿Y personalmente confía en conseguirlo? –quiso saber Bill Spangler.
    —Con las debidas reservas, opino que sí. Necesitaremos mucho tiempo, esfuerzo y dinero, pero estoy convencido de que resulta factible convertir ese lugar en el escaparate que demuestre al mundo que existe una esperanza para las tierras olvidadas y los seres humanos abandonados.
    —¿Y quién es capaz de poner bombas a quienes no tienen otro interés que ayudar a los más necesitados?
    —Supongo que el "sistema".
    —¿Qué "sistema"?
    —¡Cualquier "sistema"! La experiencia me ha enseñado que la sociedad moderna está conformada por un conjunto de "sistemas" o "intereses" a los que lo único que preocupa es no perder sus prerrogativas. Y cuando alguno de tales "sistemas", sea el que sea y no importa qué intereses defienda, se siente amenazado, suele reaccionar contraatacando.
    —Todo eso está muy bien –reconoció sir Edmund Rosenthal, que al parecer se encontraba tan preocupado que incluso se había olvidado de juguetear con su maltrecho audífono–. Pero mientras no sepamos a qué "sistema" o parte de un "sistema" estamos perjudicando, nos encontraremos con las manos atadas.
    —En eso estamos de acuerdo –reconoció Buba Okono–. Pero de momento carecemos de pistas que nos conduzcan a ningún lado.
    —¿Podría tratarse de extremistas islámicos que no vieran con buenos ojos la posibilidad de una paz futura con Israel?
    —¿Extremistas? –repitió incrédulo aquel que a regañadientes había decidido aceptar el sobrenombre de Mercurio–. ¡Absurdo! Un terrorista que avisa con una semana de antelación no aterroriza a nadie.
    —Eso es muy cierto. Y los terroristas no tienen por costumbre acudir a bufetes de abogados de primera fila.
    —Los culpables tienen que ser gente tan sin escrúpulos como para emplear métodos violentos, pero que al propio tiempo se consideran a sí mismos tan importantes como para no rebajarse a recurrir a una simple llamada anónima, por lo que utilizan un tortuoso camino de abogados interpuestos, convencidos de que obran en la más absoluta impunidad.
    —En el mundo de las altas finanzas abunda esa clase de personajes –sentenció el anciano–. Por desgracia he tenido que verme las caras con muchos de ellos.
    —Con todo el respeto que siento por usted, sir Edmund, tal vez podría tratarse de extremistas judíos a los que no les apetezca que la mano de obra barata y abundante de que ahora disponen, pudiera emigrar a un lugar en el que estarían bien pagados y decentemente tratados.
    —También yo lo he pensado –admitió sin pestañear el apodado Júpiter–.
    Soy judío y por ello mismo sé, mejor que nadie, que entre mi gente existe mucho malnacido.
    —¿Como por ejemplo Ariel Sharon?
    —¡Como por ejemplo...! –no tuvo el menor empacho en admitir el anciano–.
    Mentiría si no reconociera que me indigna la idea de que semejante genocida, asesino de mujeres y niños, rija los destinos del país que mi abuelo ayudó a crear, manchando de sangre y deshonor la bandera de la estrella de David. Estoy seguro de que no era ése el Israel que mi abuelo soñaba y por el que tanto luchó.
    —Con demasiada frecuencia los sueños de grandes hombres acaban siendo convertidos en pesadilla por hombres miserables, y lo único que le pido a Dios es que esto que estamos intentando construir no acabe también de mala manera –intervino por primera vez Oman Tlass–. Y dado que sir Edmund se ha mostrado tan sincero, quiero serlo a mi vez.
    Todos los presentes se volvieron hacia el saudita que en esta ocasión fumaba con evidente delectación, aspirando de un enorme narguile de plata y oro que había traído consigo.
    Lanzó una densa bocanada de humo hacia el techo y señaló:
    —También podría darse el caso de que algunos de mis compatriotas que siempre se han destacado por un rabioso inmovilismo, se nieguen a aceptar que a escasos kilómetros de sus costas y tan cerca de las "ciudades santas" de Medina y La Meca, se intente establecer una nación eficaz, liberal y moderna cuando ellos, que tienen todos los medios a su alcance, lo único que saben hacer es derrochar millones en los casinos de Las Vegas o la Costa Azul.
    —Ésa es una opción razonablemente válida –señaló Waffi Wad–. Conozco a varios jeques de los que disfrutan cortándole las manos a un ladrón o lapidando hasta morir a las adúlteras, para los que nuestro ansiado "mundo mejor" constituiría poco menos que obra del diablo y una blasfemia.
    —Sin embargo a mí se me ocurre una idea bastante más realista.
    Ahora los siete pares de ojos se volvieron hacia Bill Spangler.
    —¿Y es?
    —Petróleo.
    —¿Petróleo? –repitió un desconcertado sir Edmund, que en esta ocasión sí que pareció verse obligado a echar mano a su socorrido audífono–. No hay noticias de que en el Sinaí existan yacimientos de petróleo.
    —Quizá no las hay porque a alguien le interesa que no circulen –sentenció el americano—. Es un negocio que desconozco y que jamás me ha llamado la atención, pero considero que entra dentro de una cierta lógica, que una extensa y desolada región que se encuentra, a menos de veinte kilómetros de distancia del país con mayores reservas de crudo del mundo, pueda tenerlas de igual modo.
    —¿Y por qué no se explotan?
    —¡Vaya usted a saber! Tal vez porque es territorio egipcio, o tal vez porque a quienes explotan los yacimientos del golfo Pérsico no les apetezca tener un competidor tan cercano con oleoductos que descargarían directamente en el Mediterráneo lo que abarataría su transporte al no tener que pagar los peajes por utilizar el canal de Suez.
    —También entra dentro de lo plausible que a las petroleras no les interese invertir en una región conflictiva de la que los israelitas intentarían apoderarse asegurando que velan por su "seguridad nacional", ya que resulta evidente que si ésa es una disculpa que les sirve para masacrar a inocentes, lo mismo les servirá para obtener petróleo –intervino Buba Okono.
    —Parece una teoría digna de ser tenida en cuenta.
    —Eso creo yo –insistió Marte–. Y de resultar cierta no es de extrañar que exista quien opine que un ejército de geólogos correteando de aquí para allá, y unos equipos de mineros perforando pozos con el fin de construir desaladoras de presión hidrostática acabarían por descubrir la verdad.
    —Y a las grandes compañías petroleras sí las creo muy capaces de poner bombas pero avisar con tiempo de que las han puesto –sentenció Naima Fonseca–. En Venezuela las hemos padecido durante años, y sabemos que no les importa incluso financiar golpes de Estado en los que en ocasiones mueren cientos de civiles.
    —¡Vaya! –pareció verse obligado a exclamar con una leve sonrisa el siempre circunspecto Takedo Sukuna–. Me siento como en uno de esos consultorios en los que todo el mundo parece empeñado en entonar el ‘mea culpa’.
    ¿Realmente tiene tanta importancia averiguar quién pretende jodernos, o es preferible intentar impedir que nos joda?
    —Conviene conocer al enemigo para saber cómo combatirlo.
    —¡De acuerdo! Pero tengo la impresión de que lo que estamos haciendo es hablar por hablar, y en ese contexto lo mismo podríamos aventurar que se trata del mismísimo gobierno norteamericano que no desea que demostremos que somos capaces de conseguir lo que ellos jamás conseguirían con sus infinitos medios.
    —Un poco exagerado, ¿no crees?
    —Sin duda, pero en realidad poco importa quién sea el enemigo, ni aun quién lo será en un futuro, puesto que lo que está claro es que cuantas más cosas buenas hagamos por los demás, más enemistades nos granjearemos. Esto no es una novela de crímenes, y sin pruebas concretas nunca tendremos la certeza de que "los asesinos" sean unos u otros –insistió el japonés–.
    Lo único cierto es que "alguien" amenaza con hundirnos el barco y nos conmina a que nos larguemos con la música a otra parte. ¿Estamos dispuestos a aceptarlo?
    —¡No!
    —¡Naturalmente que no!
    —¡Ni por lo más remoto!
    —En ese caso olvidémonos de qué cara tienen esos malnacidos y apliquémonos a la tarea de defendernos. Más adelante, cuando consideremos que ha llegado el momento oportuno, tal vez llegue el momento de contraatacar con toda nuestra artillería pesada, que a mi modo de ver no es en absoluto despreciable.
    —¿Qué propones?
    —En primer lugar, enviar un equipo de especialistas a buscar esa bomba e intentar neutralizarla, aunque entiendo que la tarea resultará harto complicada.
    —Ya habíamos pensado en ello –señaló Gaetano Derderian–. Pero lo hemos desechado, porque evidentemente no se trata de una de esas sofisticadas bombas que se suelen ver en las películas. Sin duda se trata de un simple paquete de explosivos fáciles de ocultar en cualquier parte, y que el cómplice que al parecer tienen a bordo hará explotar en cualquier momento, bien por medio de un reloj o de un simple teléfono móvil. Por eso no hemos querido tomar ninguna medida que ponga sobreaviso. Nadie, excepto el capitán Cuomo, tiene idea de lo que ocurre.
    —¿Y qué opina?
    —Asegura que si nos quedamos donde estamos no corremos un grave peligro.
    —¿Y eso?
    —El barco se encuentra actualmente fondeado en una ensenada que es casi como una gigantesca piscina con la quilla a unos seis metros de un fondo de arena bastante homogéneo. Según el capitán, una explosión bajo la línea de flotación abriría sin lugar a dudas una vía de agua capaz de hundirnos, pero la nave permanecería apoyada en ese fondo de arena y con la mayor parte de su superestructura al aire. El único problema estribaría en conseguir mantener el equilibrio de tal modo que nos escorásemos hasta el punto de volcar.
    —¿Y puede hacerse?
    —Él asegura que sí.
    —¿Cómo?
    —Con otra explosión.
    —¡Explícate!
    —Al parecer cada bodega del ‘Argos’ es un compartimiento estanco, al igual que lo son la sala de máquinas o las dependencias de la marinería.
    Cuomo es de la opinión de que si la bomba reventase en una bodega de babor, a proa, ésta se inundaría con rapidez, pero si de inmediato se provocase otra explosión similar en una bodega de estribor a popa, el agua que penetrase en ella actuaría de contrapeso manteniendo el barco descansado en el fondo, pero recto.
    —¡Muy astuto!
    —Conoce bien su nave y está claro que es bueno en su oficio. Está convencido de que en semejante lugar, en el que no existen mareas y el mar permanece siempre como un plato al socaire del viento, un equipo de buceadores taponarían los agujeros con relativa facilidad, y ya sólo sería cuestión de bombear el agua de las bodegas afectadas para recuperar la línea de flotación habitual.
    Se hizo un largo silencio durante el cual cada uno de los presentes pareció estar meditando sobre cuanto acababa de decirse en torno a la redonda mesa, y que evidentemente había tenido la virtud de tranquilizar en cierto modo los ánimos.
    Por fin fue Júpiter quien tomó la palabra con el fin de expresar el sentir general.
    —¡Me gusta la idea! –exclamó–.
    ¡Es más! Me gusta tanto que considero que lo mejor que podríamos hacer es permitir que esa bomba estallase con el fin de demostrarles a esos cerdos que somos más listos que ellos y no les tenemos miedo.
    —¿Y si ocurriese alguna desgracia personal?
    —Supongo que se tomarán toda clase de precauciones para que eso no suceda, aparte que barrunto que nuestros enemigos no parecen interesados en que haya víctimas. Bastará con que ese día nadie se encuentre bajo la línea de flotación.
    —¿Y si adelantan la fecha de la explosión?
    —¿Por qué habrían de hacerlo? Su ‘modus operandi’ nos hace suponer que se trata de una pandilla de canallas supuestamente "civilizados" que lo único que pretende es que nos larguemos con viento fresco.
    —Y es de esperar que ese capitán cuente con hombres de confianza capaces de preparar la explosión secundaria sin levantar sospechas –intervino Waffi Wad sonriendo de oreja a oreja–. Y hay algo que se me antoja relevante, si eso ocurre se convertirá en una noticia de gran alcance que atraerá la atención sobre nuestro proyecto y nos proporcionará unas simpatías y tal vez unas ayudas económicas que nos vendrían muy bien.
    —¡Jodido moro! –exclamó un divertido Oman Tlass–. Me recuerdas al judío que aprovechaba la esquela de la muerte de su madre para anunciar rebajas en su tienda.
    —Mi padre me enseñó que nunca tumbará un edificio sin haber negociado antes la venta de los materiales de derribo, porque en caso contrario el contratista me cobraría por llevárselos para venderlos luego –fue la tranquila respuesta.
    —Empiezo a entender cómo te las arreglaste para amasar una fortuna partiendo de la nada.
    —¡Bien! –les interrumpió el siempre ecléctico Japonés–. Creo que ha llegado el momento de dejar de felicitarnos mutuamente por lo listos que somos y concretar. Que levanten la mano los que estén de acuerdo en permitir que nos hundan el barco aunque tan sólo sea unos metros.
    Todos lo hicieron excepto Gaetano Derderian, por lo que de inmediato inquirió:
    —¿Qué tiene en contra?
    —Nada, pero sigo opinando que en casos como éste mi obligación es mantenerme al margen y dejar que sean los demás los que decidan.
    —No estoy de acuerdo –sentenció Bill Spangler–. Es quien se encuentra más cerca de los problemas, y por lo tanto quien debe darnos la pauta de cómo solucionarlos. Insisto en que vote.
    El pernambucano consultó con la mirada al resto de los presentes, pareció comprender que todos eran de la misma opinión y optó por alzar la mano.
    —¡De acuerdo! –dijo–. Dejaremos que nos mojen el culo.
    —¡Me encantará verlo! –exclamó alborozada la venezolana–. Quiero estar en primera fila.
    —¿Es que te has vuelto loca? –se escandalizó el brasileño.
    —Loca estaría si no fuera –replicó ella con absoluta normalidad–. No todos los días se puede ser testigo de cómo un gigantesco transatlántico de lujo se sumerge en el mar.
    —Pero puede ser peligroso.
    —Te prometo que me quedaré en tierra firme –replicó ella–. Será como asistir a la escena clave del rodaje del ‘Titanic’.
    —Yo también quiero estar –comentó con cierta timidez Buba Okono–.
    ¿Puedo?
    —¡Pero bueno! –se lamentó el brasileño que casi no podía dar crédito a lo que estaba oyendo–. Ahora resulta que vamos a convertir una amenaza supuestamente terrorista en un espectáculo circense. ¿Por qué no vendemos entradas?
    —Pues no sería mala idea –puntualizó Waffi Wad–. No el hecho de vender entradas, claro está, pero sí el de invitar a los medios de comunicación a ser testigos de cómo las fuerzas reaccionarias se oponen violentamente a quienes pretenden hacer algo en beneficio de los más débiles.
    —A mi modo de ver eso resultaría contraproducente –sentenció sir Edmund Rosenthal que parecía haberse olvidado por completo de un aparato auditivo que por lo visto se negaba a continuar prestando servicio–. Muchos de esos medios de comunicación están manipulados y corremos el riesgo de que nos ataquen asegurando que se trata de un montaje destinado a hacernos publicidad gratuita. Dejemos que sean ellos los que actúen en primer lugar, que tal como Takedo ha apuntado muy sensatamente, ya llegará el momento de poner nuestras cartas sobre la mesa.
    —¿Cómo?
    —¡Tiempo al tiempo! De momento contamos con una primera baza de peso:
    conozco muy, pero que muy bien, a ese tal Sebastian Keitel, y sobre todo a su jefe, el viejo zorro de Gordon Hunter. Pero ahora lo que quiero es que me cuente qué progresos hemos hecho, con el fin de saber hasta qué punto vale la pena invertir tanto dinero en este loco proyecto.
    Gaetano Derderian Guimeraes se tomó mucho tiempo para responder, como si comprendiese que cuanto tenía que decir exigía una detallada exposición vistos los variados campos por los que se había desenvuelto su gente durante las últimas semanas.
    —Recuerdo –dijo al fin– que en cierta ocasión leí un libro muy interesante sobre las infinitas calamidades por las que tuvo que pasar Cristóbal Colón hasta conseguir poner el pie en lo que más tarde sería América, y recuerdo que cuando más desesperado se encontraba, con la tripulación a punto de rebelarse exigiendo regresar, escribió en su diario: "Esa noche oímos volar los pájaros".
    Se detuvo de nuevo como para observar el efecto que habían causado sus palabras, y al poco añadió:
    —Por aquel entonces se me antojó la frase más esperanzadora que cupiera imaginar, ya que por medio de ella se podía adivinar que aunque aún no hubieran divisado tierra firme, ni tuvieran la absoluta seguridad de que lo que venían buscando se encontrara frente a su proa, aquel volar de pájaros venía a decirles que en algún sitio anidaban, y que tales nidos tenían que encontrarse tan cerca, que un ave pudiera llegar a ellos en el transcurso de una sola noche.
    Colocó ambos codos sobre la mesa, entrecruzó los dedos y apoyando la barbilla sobre los pulgares continuó en idéntico tono:
    —No sabría decirles cuánto hemos progresado realmente, pero lo que sí puedo decirles es que en estos momentos me siento como si escuchara el volar de cientos de pájaros sobre mi cabeza y comprendiera que aunque aún no consiga ver tierra alguna, ellos me indican que está frente a nosotros, y que si mantenemos el mismo rumbo llegará un día en el que la primera isla hará su aparición en el horizonte y ello significará que muy pronto habremos puesto el pie en un mundo nuevo.
    Y lo que es más importante, en un mundo mejor.





















































    El decorado era digno de una película de Fellini, con escenas que parecían extraídas de ‘Julieta de los espíritus’ o Amarcord.
    Los altos acantilados de granito rojizo servían de telón de fondo a un mar de un verde esmeralda que acudía a lamer mansamente la barrera de coral para adentrarse luego en la amplia bahía y acabar muriendo, sin un solo gesto, ni un susurro, sobre la pesada arena que refulgía como si se tratara de millones de espejos devolviendo los rayos de un sol que amenazaba con convertirse en una bola de fuego que muy pronto abrasaría a quien cometiera el desatino de ponerse a su alcance.
    Sobre el agua, la moderna silueta del altísimo trasatlántico semejaba el juguete de un niño olvidado por su dueño en la bañera.
    No se advertía ni un movimiento a bordo, ni tan siquiera el ondear de unas banderas que colgaban inertes porque podría creerse que hasta la más silenciosa brisa hubiera decidido no turbar el plácido sueño de aquella asfixiante mañana.
    En el centro mismo de la playa una inmensa sombrilla multicolor servía de precario refugio a quienes de tanto en tanto se introducían en el cercano mar en un esfuerzo por combatir un bochorno que a cada minuto que pasaba se iba haciendo más insoportable.
    Sobre frágiles trípodes, varias cámaras enfocaban el navío grabando ininterrumpidamente pese a que la escena que se les ofrecía fuera siempre la misma.
    Una bandada de gaviotas que había revoloteado, chillado y alborotado casi desde el amanecer concluyó por rendirse al sofocante calor, optando por dormitar flotando a la deriva más allá de los arrecifes.
    Salvo por el navío, y el grupo de la playa, cabría asegurar que el lugar y el paisaje habían regresado a los tiempos en que los seguidores de Moisés vagaron por aquella perdida región tantos siglos atrás.
    El cielo perdió su tonalidad azul para volverse casi blanco.
    Nadie se hubiera atrevido a asegurar cuál era el color del sol puesto que nadie hubiera sido capaz de alzar el rostro hacia él por miedo a quedarse ciego.
    El sudor manaba de cada poro de la piel en cuanto se emergía del agua como si en lugar de seres humanos los bañistas fueran esponjas a las que una mano invisible estuviera exprimiendo hasta sus últimas consecuencias.
    Cuando al fin los rayos del sol cayeron tan a plomo que incluso se mostraban muy capaces de atravesar la gruesa lona de la sombrilla, Gaetano Derderian se apoderó de un par de aletas, unas gafas y un tubo de buceo para alejarse nadando muy lentamente hacia la barra coralina que se alzaba a unos trescientos metros de distancia.
    En el momento de encontrarse frente a ella, se detuvo sorprendido una vez más por la belleza del multicolor panorama, puesto que la escena que aparecía ante sus ojos era como el juego de colores de cien pintores que se hubieran vuelto locos, y que manchando aquí y allá con rojos, ocres, verdes, azules, amarillos y violetas hubieran contribuido todos juntos a conformar un cuadro absolutamente deslumbrante.
    La pared, de casi veinte metros de altura, se encontraba atravesada por infinidad de túneles que filtraban la luz o se escondían en penumbras, y abundaban las madréporas que hacían del conjunto un gran jardín, y entre ellas sobresalían las meandrinas que semejaban el cerebro de un hombre, los alcionarios, en forma de hojas lobuladas y las inclinadas láminas amarillas de los "corales de fuego" que quemaban al más simple de los contactos.
    Se distinguían de igual modo corales en forma de estrellas apenas mayores que un botón, y otros con el curioso aspecto de setas con el sombrero del tamaño de un plato, todos ellos con un matiz muy particular o un dibujo exclusivo que los diferenciaba de cuantos le rodeaban pero que conformaba no obstante un conjunto armónico.
    Descubrió al poco esponjas de muy distintos tamaños, briozoos, mariposas de mar que se agitaban como relámpagos, peces rana, escorpenas de amenazador aspecto, erizos de mar, peces arco iris, lirios de mar verdes, azules y anaranjados, peces barbero con sus estiletes afilados como un bisturí, y docenas de algunos desconocidos para él que pululaban de aquí para allá persiguiéndose y devorándose.
    Le llamó la atención un pez aguja, que parecía un caballito de mar cubierto con una grotesca máscara y que portaba, como los canguros, una gran bolsa en el vientre en la que guardaba a sus crías.
    Se aproximó a una exuberante flor que descansaba sobre una musgosa piedra que le miró con unos enormes ojos oscuros y desistió de acariciarla consciente de que se trataba de un pez de fuego, de aguijones tan venenosos que hubieran podido causarle la muerte.
    A corta distancia un cangrejo se arriesgó a asomar la cabeza fuera de su cueva y de inmediato un abadejo se lanzó sobre él para devorarle en un santiamén, mientras que desde lo más profundo de una oscura cueva los redondos ojos de un enorme mero observaban la escena calculando si el voraz abadejo era demasiado grande o podía servirle de almuerzo.
    El brasileño advirtió que el sol le abrasaba la espalda.
    Se puso en pie sobre una roca y observó el paisaje.
    El barco continuaba flotando mansamente en mitad de la ensenada.
    Bajo la sombrilla apenas se distinguía movimiento alguno.
    El tiempo parecía haberse detenido definitivamente.
    Tan sólo bajo la quieta superficie verde esmeralda la vida parecía querer seguir su curso dentro de un agua cada vez más caliente.
    Desde su fresco camarote con aire acondicionado, Patricia Buck observaba al buceador envidiando su libertad de movimientos.
    Clavada en su silla de ruedas, hubiera dado la mitad de su vida por contemplar de cerca un espectáculo que apenas acertaba a distinguir desde donde se encontraba.
    A su lado una hoja de papel mostraba, con los garabatos en que se había convertido su letra desde el ya lejano día del trágico accidente, la amargura de sus más íntimos pensamientos:

    Estoy aquí, mirando al mar y sentada sobre lo que al parecer no es otra cosa que una bomba de relojería, aguardando entre temerosa e impaciente el momento en que estalle, sin saber muy bien si lo que busco es convertirme en fiel testigo de cuanto acontezca, o perecer en el acto, atendiendo así al deseo de acabar de una vez con todas mis desgracias.
    Difícil opción se me plantea; por un lado me agobia saberme convertida en un triste vegetal constantemente necesitado de la atención de manos ajenas, y por otro me siento incapaz de vencer la insaciable curiosidad que desde niña ha regido mis actos.
    ¿En qué acabará esta insensata aventura de pretender transformar el desquiciado planeta que nos dejaran en herencia cientos de generaciones? ¿Qué me importa a mí un mundo mejor si...?

    Le había resultado imposible encontrar las palabras; a ella, a Petronio, que siempre se había caracterizado por saber encontrar la palabra justa con la que contar algo o expresar su estado de ánimo.
    Llevaba desde el amanecer sentada allí, mirando el mar, tratando inútilmente de escribir y aguardando una violenta explosión que no acababa de llegar.
    Era el único pasajero del enorme navío que aún continuaba a bordo, porque era el único al que le habían confesado la verdad permitiéndole elegir entre bajar a tierra o permanecer en su camarote.
    El resto del pasaje, así como parte de la tripulación, se había visto obligado a emprender la tarde anterior una travesía de más de casi treinta millas en las rápidas lanchas auxiliares del buque hasta el puerto de Akaba, en cuyos modernos hoteles habían pasado la noche para continuar al día siguiente hacia las cercanas y espectaculares ruinas de la portentosa ciudad de Petra.
    La disculpa oficial, que en realidad muy pocos se creyeron, era la de que durante la última visita al puerto de Suez las ratas habían invadido las bodegas, por lo que la nave tenía que ser fumigada cuanto antes con el fin de evitar que construyeran nidos mucho más difíciles de erradicar.
    Algunos treparon a las falúas a regañadientes; otros felices por el hecho de tener la oportunidad de visitar un mítico lugar que de otro modo no hubieran podido ver más que a través de documentales, y Patricia Buck los había visto partir con una curiosa mezcla de conmiseración y envidia, dado que en esos momentos no se sentía capaz de determinar si hubiera preferido conocer los templos y tumbas de la antiquísima civilización nabatea, o asistir al hundimiento de un moderno trasatlántico de ochenta mil toneladas.
    Petra continuará en el mismo lugar otros dos mil años, se dijo al fin, mientras que este barco se irá a pique en cuestión de minutos y si tengo un poco de suerte me arrastrará al fondo.
    Pero el barco no se iba a pique.
    Pasaban las horas, el sol continuaba calcinando los rojizos acantilados y recalentando las aguas de la ensenada, pero la temida explosión que tantos esperaban no acababa de llegar.
    Observó cómo el brasileño se sumergía una vez más junto a la barrera de coral y llegó a la conclusión de que muy pronto tendría la espalda en carne viva.
    Cada vez que salía a flote la fina capa de agua que le cubría hacía las veces de lupa por lo que aquel sol, el más violento que se pudiera imaginar, le acabaría abrasando.
    —¡Márchate! –musitó como si pudiera oírle–. ¡Sal de ahí o acabarás como un cangrejo! Lógicamente Gaetano Derderian no estaba en condiciones de escuchar sus consejos, pero no tardó en advertir que los hombros y las pantorrillas le escocían, por lo que optó por regresar nadando lentamente a la playa para refugiarse bajo el parasol que daba sombra a Naima Fonseca y Buba Okono.
    —Lo que está cayendo es fuego –masculló–. Un poco más y las langostas saldrán del agua ya cocidas.
    —Esto no es nada –replicó con una leve sonrisa la venezolana. Te garantizo que en Maracaibo es peor.
    —Lo dudo.
    —No lo dudes. Mi primer marido era maracucho y cada vez que íbamos a pasar un fin de semana con su familia perdía tres kilos. Esto allí sería un mediodía casi primaveral.
    —Pues que no me esperen nunca en Maracaibo. –Se volvió al sudoroso Buba Okono para inquirir como si pretendiera que le dieran la razón–:
    ¿Tú habías pasado alguna vez tanto calor?
    —Te recuerdo que nací en Liberia, querido –fue la respuesta. Y si allí somos tan negros, no es porque nos guste el luto, sino porque ésta es la temperatura habitual, e incluso te diría que aún peor por culpa del exceso de humedad. Un día de agosto del cincuenta y cuatro, siendo yo apenas un muchacho...
    Resonó como un trueno lejano, o como si el epicentro de un terremoto hubiera sido localizado bajo el mar.
    Una columna de agua ascendió hasta la punta de la cofa, la nave se estremeció de proa a popa y una gran ola avanzó por la ensenada.
    De un lado saltó por encima de la barrera de coral para perderse formando ondas golfo adelante, y del otro ascendió violentamente por la playa obligando a echar a correr, cargados con trípodes y cámaras, a quienes se encontraban en ella.
    Cuando se sintieron a salvo, ya casi al pie de los acantilados, se volvieron para observar cómo el mar penetraba a raudales por un agujero de más de un metro de diámetro que se había abierto en el casco de la nave a unos veinte metros de la proa, por la amura de babor y justo bajo la línea de flotación.
    —¡Dios santo! Era verdad.
    —¡Hijos de la gran puta!
    —¡Menuda explosión! Cuando la ola se retiró, cruzó con rapidez la ancha bahía, fue a chocar contra el muro de coral y regresó para arrojar sobre la arena docenas de peces reventados por la onda expansiva.
    Una y otra vez la ola iba y venía perdiendo fuerza y altura a cada viaje, mientras las sirenas del Argos comenzaban a aullar furiosamente y centenares de enloquecidas gaviotas que habían huido aterrorizadas, descendían ahora en vuelo rasante para volver a elevarse con un pez muerto en el pico.
    Pasaron apenas cinco minutos; sin duda el tiempo que el capitán necesitó para conocer cuál había sido el punto exacto de la explosión y cuál la cuantía de los daños.
    Cuando ya la línea de flotación comenzaba a desaparecer bajo el agua y el casco a escorarse, llegó, más apagada, pero igualmente impactante, una segunda detonación.
    A unos veinte metros de la popa, pero en esta ocasión por estribor.
    La escena se repitió casi idéntica, las gaviotas se alejaron chillando histéricamente, y el hermoso navío se fue hundiendo con mayor rapidez, pero en esta ocasión sin inclinarse.
    Cuando volvió la calma parecía haber perdido seis metros de altura.
    Una docena de buceadores provistos de escafandra se lanzaron desde la primera cubierta para sumergirse en el acto y nadar con rapidez hacia los puntos dañados.
    El agua, poco antes verde y transparente, aparecía ahora oscura, revuelta, cubierta de grasa y peces muertos.
    Se escuchó la ronca y evidentemente alterada voz del capitán que gritaba a través de un megáfono:
    —¡Inunden la sentina de estribor! ¡Despacio! Cuando uno de los buceadores reapareció en la superficie se asomó a la cubierta superior para inquirir:
    —¿Cómo está la quilla?
    —¡Hundida en la arena, capitán! Firme y pareja. No se le advierten daños.
    —¿Cuánto se tardará en taponar las vías de agua?
    —Dos semanas.
    —¡Tiene que ser en una!
    —¡Pero capitán.....!
    —¡No hay "peros" que valgan! ¡He dicho una semana! El capitán Alfredo Cuomo, corso él, pero a pesar de ello por lo general pacífico y amable, se encontraba no obstante en esta ocasión tan furibundo, que si hubiera conseguido averiguar quién había atentado de aquel modo contra su nave lo hubiera colgado directamente, y sin juicio previo, del palo mayor, tal como hubiera hecho cualquiera de sus antepasados que ya habían mandado algunos de los barcos que se enfrentaron a la escuadra del almirante Nelson.
    Una vez hubieron pasado los momentos de apuro, y cuando al fin se cercioró de que todo se había desarrollado según lo previsto, la sangre fría que había sabido conservar durante la difícil jornada dio paso a un estallido de cólera que le obligó a recorrer la cubierta principal a grandes zancadas lanzando espumarajos por la boca.
    —¡Si los cojo, los castro! –mascullaba una y otra vez–. ¡Por Dios que les corto los cojones a esa panda de hijos de mala madre! ¡Cabrones! Transcurrieron casi tres horas antes de que consiguiera serenarse lo suficiente como para sentarse a cenar en compañía de Patricia Buck, Naima Fonseca, Buba Okono, Gaetano Derderian y el médico de a bordo, y fue sin duda la presencia de las mujeres lo que tuvo la virtud de conseguir que dejara de lanzar sonoros denuestos.
    —¡Al fin y al cabo no es para tanto! –trató de animarle la venezolana mientras le golpeaba afectuosamente el dorso de la mano–. Éste ha sido el naufragio más aparatoso, pero también más inofensivo que se haya visto nunca. Aunque hay que reconocer que como atentado se trata de una auténtica chapuza, han hecho ustedes un trabajo magnífico, visto que el barco está perfectamente nivelado y tan firme como una roca.
    —Porque ocurrió aquí, que es casi como estar fondeados en unos astilleros –fue la agria respuesta–. Si nos coge en alta mar ya estaríamos con los salvavidas puestos y el agua al cuello.
    —Le recuerdo que fue usted quien decidió quedarse, y no cabe duda de que acertó de pleno –intervino Patricia Buck–. ¡Es más! Tengo la leve sospecha de que en su fuero interno estaba casi seguro de que no corríamos el más mínimo peligro.
    —Naturalmente que lo estaba, aunque por su tono deduzco que se diría que lo lamenta –le hizo notar un tanto amoscado el corso.
    —No le niego que me alegro por usted, por su barco, y por todo lo que ello significa –replicó la minusválida con sorprendente calma–. Pero tampoco le niego que mi máxima ilusión es la de acabar cuanto antes en el fondo del mar, y éste hubiera sido un día perfecto para lograrlo.
    —Me prometió esperar un año –le recordó el brasileño–. Y quiero creer que cumplirá su promesa.
    —¿De qué diablos están hablando? –quiso saber el cada vez más desconcertado capitán.
    —Son cosas nuestras.
    —!"Cosas nuestras"! –masculló el corso malhumorado–. ¡Estén ustedes buenos! Les garantizo que como a alguien se le ocurra la peregrina idea de saltar al agua desde mi barco, más de uno va a ir detrás aunque no quiera. Una cosa es navegar hacia un mundo mejor y otra muy distinta hacerlo hacia otro mundo.
    —¿Realmente cree que este barco navega hacia un mundo mejor? –quiso saber Buba Okono, aunque tal vez lo que en verdad buscaba era cambiar el incómodo rumbo de la conversación.
    Alfredo Cuomo le observó con el ceño fruncido, se diría que estaba a punto de responder agriamente, pero de improviso mudó de actitud para señalar al tiempo que afirmaba repetidas veces con la cabeza.
    —En estos momentos este barco no navega hacia ninguna parte, pero si quiere que le sea sincero, cuando veo a toda esa gente trabajar con tanto interés y entusiasmo admito que son muy capaces de construir un futuro más lógico y más digno. Ese tipo de la barba, ¿cómo se llama... ?
    —Martin de Cirer.
    —¡Ese mismo! Cuando habla de ese nuevo sistema de desalar agua utilizando su propia presión, y al mismo tiempo explica cómo va a generar energía por medio de bacterias que transforman las algas en metano o aprovechando el viento y las diferentes alturas de las montañas, me obliga a suponer en que pronto llegará un día en el que se conseguirá que estos desiertos florezcan, existan alimentos suficientes para todos, y los millones de niños que cada año mueren de hambre se conviertan en hombres que pondrán en explotación nuevos campos con el fin de dar de comer a más niños.
    —Me alegra advertir que alguien que no está directamente implicado en el tema considera que no estamos malgastando nuestro tiempo –señaló el liberiano.
    —¡Perdone que le corrija! –fue la respuesta–. Yo ya me considero muy directa y personalmente implicado con el tema. Pero además le aclararé que, a mi modo de ver, el tiempo tan sólo se malgasta cuando no se hace nada por los demás.
    —Eso es muy cierto.
    —Por desgracia no solemos darnos cuenta de que cuando pasamos por la vida sin aportar ni tan siquiera un grano de arena en beneficio de los que vendrán más tarde, lo único que habremos hecho es pasar por la vida, porque de nosotros tan sólo quedará aquello que las generaciones futuras puedan recordar.
    —¿Acaso supone que alguien recordará algo de lo que estamos intentando hacer aquí? –quiso saber Naima Fonseca.
    —Qué importa que se recuerde o no? Lo que en verdad importa es que se intentó, y eso es...
    Le interrumpió la llegada de un respetuoso marinero que le entregó un sobre cerrado que se apresuró a abrir.
    Durante unos instantes permaneció con el documento que contenía en la mano, estudiándolo, y por último alzó el rostro sin que pudiera evitar que una leve sonrisa asomara a sus labios.
    —Es del capitán del ‘Athenea’, un crucero griego –musitó evidentemente conmovido–. Dice así: "Habiendo tenido conocimiento del cobarde atentado que ha sufrido, navego a toda máquina rumbo a Suez, donde mis pasajeros han aceptado desembarcar y finalizar su viaje regresando a Atenas en avión.
    Inmediatamente acudiré a su encuentro para poner mi nave a su disposición por todo el tiempo que pueda necesitar. Atentamente: Domenikos Papadoulos".
    —¡Un hermoso gesto! –admitió Patricia Buck–. Y dice mucho en su favor el hecho de que sus amigos acudan con tanta presteza en su ayuda. Señal de que en verdad le aprecian.
    El otro le dirigió una larga mirada de sorpresa:
    —¿Amigos? –dijo–. No le conozco de nada, y es más, ni siquiera tenía la más mínima idea de que existiera un capitán griego llamado Domenikos Papadoulos.
    —¿Cómo se explica entonces?
    —Se explica porque demuestra ser un auténtico hombre de mar y por lo tanto solidario con quien está pasando dificultades. Y lo que sí le aseguro, es que si todos los hombres fueran marinos el mundo funcionaría de otra manera y ustedes no tendrían necesidad de estar aquí.
    Alzó el rostro hacia el telegrafista que aguardaba con una libreta en la mano para ordenar:
    —Mensaje de respuesta al ‘Athenea’: "Agradeciendo profundamente su generoso ofrecimiento, me complace comunicarle que nuestros daños son escasos por lo que la reparación no ofrece problemas y no estamos en peligro. Le suplico por tanto que prosiga felizmente hacia su destino final, y lo único que en verdad deseo es que pronto podamos coincidir en algún puerto con el fin de cenar y emborracharnos juntos. Afectuosamente. Alfredo Cuomo".
    Cuando el marinero se hubo alejado, Patricia Buck inquirió a todas luces sorprendida:
    —¿Realmente considera que la reparación de esas vías de agua no ofrece problemas?
    —No es que sea tan fácil como cambiar una rueda pinchada –replicó el otro con naturalidad–. Pero en poco tiempo espero estar de nuevo a flote.
    —¿Y cómo piensa hacerlo? El corso pareció sorprenderse por la pregunta, dudó unos instantes, y al fin, tal vez únicamente por caballerosidad, replicó:
    —En estos momentos mis hombres están cortando, con ayuda de sopletes, grandes planchas de acero de los mamparos de una zona en las que no resultan, de momento, imprescindibles. Mañana o pasado, cuando el agua que inunda las bodegas se haya sedimentado facilitando la visibilidad, tres buceadores descenderán al interior y taponarán esas vías de agua, soldando las planchas al casco. Luego bombearemos el agua embarcada con lo que recuperaremos nuestra línea de flotación normal.
    —¿Y no sería más rápido colocar esas planchas de acero desde fuera, visto que allí el agua ya está limpia?
    —¡En absoluto!
    —¿Por qué? A mi entender se acabaría antes y se trabajaría mejor desde el exterior donde el agua ofrece una mayor visibilidad, que desde dentro de una oscura bodega repleta de objetos flotantes.
    El marino reflexionó con el ceño fruncido, podría creerse que le molestaba tener que dar tantas explicaciones, pero al fin optó por apoderarse del sobre que continuaba a su lado, y le indicó a Naima Fonseca, que se sentaba a su lado, que lo sujetara con fuerza.
    —¡Manténgalo tirante! –rogó para señalar a continuación–: Supongamos que esto es el casco del barco, la parte interna y la externa, y yo lo hago reventar de dentro hacia fuera...
    Con el dedo índice atravesó violentamente el sobre, rompiéndolo, para retirar de nuevo el dedo y mostrar cómo había quedado el papel.
    —Como ve, en la parte externa han quedado picos, aristas y partes dobladas y levantadas. Alisar todo ello bajo el agua a base de martillazos llevaría mucho tiempo y esfuerzo y nunca quedaría igualado. Pero como puede observar, por la cara interna la zona de alrededor es bastante pareja, por lo que es ahí donde podemos soldar las planchas sin mayores problemas.
    —¡Evidentemente lógico! –se vio obligada a reconocer la venezolana observando con detenimiento el sobre destrozado–. ¡Muy astuto! Y si el impacto hubiera llegado desde fuera colocarían las planchas por fuera.
    ¿Había tenido ya algún accidente de este tipo?
    —Afortunadamente no –replicó Alfredo Cuomo con una encantadora sonrisa–. Pero un capitán no debe saber únicamente cómo seguir un rumbo o manejar su nave, sino también, cómo repararla. –Se puso en pie saludando con un leve ademán de cabeza–. Y ahora, si lo permiten, tengo que ir a comprobar cómo marchan esas reparaciones.
    Se alejó seguido por el médico que no había dicho una sola palabra en toda la noche, y en cuanto se perdieron de vista, Buba Okono comentó:
    —¡Un gran tipo! No cabe duda de que en lo que se refiera a la navegación nos encontramos en buenas manos.
    —¡Ojalá en todo fuera así! –señaló Gaetano Derderian.
    —¡No te aflijas! –fue el humorístico comentario del liberiano–. Tú tampoco lo estás haciendo mal. Y ahora con vuestro permiso me voy a la cama porque el día ha sido francamente agotador y estoy para los leones.
    —Ya que se va aprovecharé que es un hombretón para que me empuje –señaló Patricia–. Si no me equivoco nos encontramos en la misma cubierta.
    —Para mí será un placer. –Se volvió a los que se quedaban–. ¡Buenas noches! –dijo.
    —Que descansen.
    Cuando hubieron desaparecido por el pasillo que conducía a los camarotes de primera clase, Naima Fonseca y Gaetano Derderian permanecieron un largo rato observando el gigantesco comedor que había quedado prácticamente vacío, hasta que al fin el segundo inquirió:
    —¿Qué opinas?
    —¿Sobre qué?
    —Sobre todo lo ocurrido.
    —Que me hubiera tirado de los pelos de no haber estado aquí. No sólo ha sido excitante. A mi modo de ver ha sido... –buscó con cuidado la palabra para acabar concluyendo– revelador.
    —?"Revelador"? –inquirió su compañero de mesa un tanto confuso–. ¿Qué quieres decir con eso de "revelador"?
    —¿Y qué quieres que te diga? Supongo que la misma palabra lo explica.
    Revelador quiere decir "revelador".
    Lo que hasta hoy para mí no eran más que un conjunto de ideas utópicas, y afirmaría que casi irrealizables, sobre la esperanza de abrir un horizonte más razonable a las necesidades de millones de infelices, se ha transformado de improviso en una realidad palpable sobre las que docenas de personas trabajan con auténtico entusiasmo.
    —¿Quieres decir con eso que consideras que tu dinero está bien invertido?
    —Conociéndote como te conozco, jamás lo dudé. Lo único que me preocupa es que no se invierta en lo que a mí más me interesa, que es el problema de los niños.
    —¿Te refieres al tema de las adopciones?
    —Ya te dije que ése es para mí el tema prioritario.
    Su acompañante dudó por un breve período de tiempo, la observó largamente, pareció extasiarse ante la espectacular belleza de su acompañante, y por último, sonriendo apenas, señaló:
    —Tenía intención de darte una sorpresa, pero ya que ha surgido el tema quizá sea mejor que te lo diga.
    –Asintió una y otra vez con la cabeza–. La cosa va bien.
    —¿Cómo de bien?
    —La idea de concentrar las adopciones en una sola entidad ha sido acogida con mucho interés por las autoridades suizas. Aún es pronto para echar las campanas al vuelo, pero es posible que respalden mi propuesta de establecer la sede central en Ginebra.
    —¿Estás diciéndome que contaríamos con el respaldo oficial de un país como Suiza? –inquirió la venezolana entre sorprendida y entusiasmada.
    —¡Exactamente!
    —¡Pero eso sería magnífico! Nos proporcionaría el respeto y la credibilidad que necesitamos.
    —Lo sé. Por eso elegí Suiza.
    Aún es pronto y no quiero que te hagas demasiadas ilusiones, puesto que con la ayuda de un único país, aunque sea Suiza, nada conseguiremos. Sin embargo confío en que nos den su visto bueno y dado su prestigio en todo lo que no se refiera al dinero, nos servirá a la hora de convencer a otros gobiernos.
    Naima Fonseca necesitó un largo rato para hacerse a la idea de que su amado sueño podía convertirse en realidad, recorrió con la vista el amplio comedor del que había desaparecido ya hasta el último camarero, y por último musitó muy quedamente:
    —¿Sabes una cosa? Nunca he hecho el amor sobre un barco naufragado, ni creo que jamás se me vuelva a presentar la oportunidad. –Extendió la mano y se apoderó de una de las de él al tiempo que inquiría–: ¿Qué te parece si aprovecháramos la ocasión?


































    Los días que siguieron fueron, sin lugar a dudas, los más hermosos y felices en la ya larga vida de Gaetano Derderian Guimeraes.
    La mujer que tan profundamente había amado desde el momento mismo en que la conociera tanto tiempo atrás se había convertido al fin en su amante, y sus relaciones resultaban ser tan fascinantes y perfectas como siempre había imaginado que serían.
    A veces se despertaba en mitad de la noche sintiéndose incapaz de aceptar que la vida fuera tan generosa con él, y en esos momentos experimentaba la imperiosa necesidad de extender la mano con el fin de sentir el contacto de la venezolana y convencerse de que no estaba soñando y continuaba a su lado.
    Le venían a la mente las palabras de un viejo actor francés ya retirado que en cierta ocasión le confesó:
    "Mi único drama se centró en que tuve que elegir entre una mujer maravillosa, con la que conviví más de veinte años, y otra absolutamente excepcional, con la que llevo conviviendo casi treinta. La época más feliz de mi vida fue aquella en que conseguí simultanearlas, aunque esa felicidad siempre se encontró ensombrecida por la certeza de que pronto o tarde una de ellas acabaría por abandonarme, lo cual lógicamente ocurrió." Ahora, el brasileño se sentía tal como debía sentirse el viejo actor en sus mejores días, puesto que advertía que compartía la vida con una mujer que era a la vez maravillosa y absolutamente excepcional, pero su felicidad se encontraba de igual modo ensombrecida por el temor de que en cualquier momento, no una, sino las dos al mismo tiempo, podrían abandonarle.
    Nada le quedaría entonces.
    Nada, cuando ahora, a su lado, lo tenía todo.
    Se esforzaba por no pensar en ello, concentrándose más que nunca en el trabajo.
    La totalidad del pasaje había regresado de su excursión a Petra, y tras las primeras muestras de asombro al descubrir cuánto había sucedido en su ausencia, se habían reintegrado con entusiasmo a la difícil pero esperanzadora tarea de diseñar un destino más justo para sus congéneres.
    De igual modo habían comenzado a regresar cuantos se encontraban diseminados por la desértica península del Sinaí, y la mayoría de ellos traían esperanzadoras noticias sobre cuánto se podría conseguir en un futuro si en verdad se disponía de agua en abundancia.
    La vida a bordo recuperó su ritmo habitual al tiempo que se realizaban las reparaciones del casco, hasta que al tercer día hizo su aparición en el horizonte una patrullera de bandera egipcia, que tras arbolearse al costado del barco permitió que descendieran dos docenas de militares que de inmediato tomaron ostentosamente posiciones en las diferentes cubiertas.
    Los comandaba un teniente, pero desde el primer momento resultó evidente que éste se encontraba a las órdenes de un hombre de escaso cabello pero cuidada barba entrecana que se presentó a sí mismo como Muley el Fasi, secretario personal del ministro de Asuntos Exteriores de su país.
    El pernambucano y el capitán Cuomo lo recibieron en el amplio despacho de este último, y en cuanto hubo tomado asiento y bebido con ansia un refresco helado, el recién llegado señaló:
    —Mi gobierno no está dispuesto a consentir que vuelva a ocurrir ningún incidente mientras se encuentren en nuestras aguas, por lo que las tropas que me acompañan se ocuparán, de ahora en adelante, de la protección del barco y de cuantos se encuentran a bordo.
    —¿Quiere decir con eso que respaldan lo que estamos haciendo? –quiso saber de inmediato un ilusionado Gaetano Derderian.
    —¡En absoluto! –fue la tranquila respuesta del egipcio–. Oficialmente no podemos respaldarlo, puesto que oficialmente no tenemos conocimiento sobre lo que están haciendo. De momento no son ustedes más que un grupo de turistas interesados en la flora, la fauna y la arqueología del Sinaí, y por lo tanto lo único que hacemos es cumplir con nuestro lógico deber de protegerles.
    —¿Y extraoficialmente?
    —¿Extraoficialmente? –se sorprendió el otro–. ¿Y qué puedo decirle? No estoy autorizado para hacer ningún tipo de declaración "extraoficial", pero quiero suponer que si mis superiores tienen alguna idea, por remota que sea, de lo que ustedes pretenden, pero aun así no han enviado de inmediato una orden de expulsión, será porque de momento no ven ninguna razón para oponerse.
    —Eso nos alegra –señaló sonriendo abiertamente el capitán Cuomo.
    —Personalmente a mí también –fue la respuesta acompañada de igual modo por una amplia sonrisa–. Aunque en realidad lo que yo opine poco importa.
    —¿Por casualidad tienen alguna idea sobre quién pudo ser el autor del atentado contra mi barco?
    —Desgraciadamente no. Según tengo entendido, la bomba debió ser embarcada durante su última visita a Suez, pero por desgracia ése es un puerto en el que continuamente atracan naves que llegan de todas partes del mundo, por lo que resulta imposible controlar a cuantos pululan por sus muelles.
    —Ya lo suponíamos.
    —Quienquiera que hiciera entrega de esa bomba debió abandonar de inmediato nuestro país, por lo que, a mi entender, el verdadero enemigo, es decir, el que la colocó y la hizo explotar, lo continúan teniendo ustedes a bordo.
    —Eso lo tenemos muy claro. Y hacemos todo lo posible para intentar desenmascararlo.
    —Como espero que comprendan –añadió en su exquisito inglés un tanto pomposo Muley el Fasi–, mi gobierno no está en disposición de descubrir a ese infiltrado, quienquiera que sea.
    Necesitaríamos inmovilizar la nave durante demasiado tiempo.
    —Lo entiendo –admitió en tono de absoluta sinceridad el corso. Y le agradezco que no nos causen semejante trastorno.
    —Deben ser ustedes quienes lo encuentren, y si nos lo entregan les prometo que caerá sobre él todo el peso de la justicia. El delito se ha cometido dentro de nuestras aguas y las leyes egipcias establecen que el terrorismo está castigado con la pena de muerte.
    —Un poco excesivo se me antoja, visto que no ha habido víctimas y todo se ha limitado a daños materiales.
    —¡Tal vez! Pero en los tiempos que corren no se puede tener ningún tipo de consideraciones ni con los terroristas ni con quienes los financian y respaldan por muy importantes que puedan parecer.
    —¿Alguna sugerencia al respecto?
    —Preferiría no sugerir nada, y les ruego que entiendan mi posición.
    Egipto comparte fronteras con Libia, Sudán e Israel, tres países a los que se puede considerar cuanto menos "conflictivos", y la costa que se divisa al otro lado de ese estrecho brazo de mar pertenece a Arabia Saudita, a cuyos gobernantes tampoco se les puede considerar gente de amable trato.
    —En eso le doy la razón –admitió el brasileño–. La verdad es que, en cuestión de vecinos, lo tienen ustedes bastante complicado.
    —¡Y que lo diga! Somos una nación islámica, pero en este preciso momento no me atrevería a determinar si nuestros peores enemigos son aquellos que adoran moderadamente a Cristo o Jehová, o aquellos que se exceden a la hora de adorar a Alá, cayendo en la trampa del extremismo. Uno de nuestros más amados presidentes, Anuar el Sadat, fue vilmente asesinado por integristas, y eso es algo que la mayor parte de los egipcios nunca olvidaremos.
    —De sus palabras deduzco, y le ruego que me perdone si las interpreto mal, que le inquietan más los libios, los sudaneses o los sauditas que los propios judíos –señaló el capitán Cuomo.
    —No exactamente, puesto que también entre los judíos proliferan en exceso los fanáticos y por desgracia son los que ahora detentan el poder.
    Por eso, en el momento actual nuestra situación resulta delicada tanto por el norte como por el sur, por el este o por el oeste. Lo único que nos falta es que a las pirámides se les abra un cráter y empiecen a escupir fuego, ceniza y lava, o que las aguas del Nilo bajen tintadas en sangre.
    —¿O que les caiga encima una plaga de langostas?
    —A eso ya estamos acostumbrados.
    –Muley el Fasi se puso en pie dispuesto a marcharse–. ¡Bien! –exclamó–. Creo que les he dicho lo que tenía que decirles y es hora de regresar a El Cairo. Les deseo suerte y no duden en acudir a mis hombres para todo aquello que puedan necesitar.
    Gaetano Derderian le interrumpió con un gesto con el que le invitaba a tomar asiento nuevamente.
    —¡Un momento! –suplicó–. Si no tiene mucha prisa me gustaría que se quedara al menos un día con nosotros para explicarle, siempre "extraoficialmente" desde luego, lo que intentamos hacer.
    —Nadie se lo exige.
    —Lo sé, y por eso mismo me gustaría que lo conociera con detalle. Y al propio tiempo creo que si se quedara podría ayudarnos a la hora de encontrar a ese infiltrado.
    —¿Cómo?
    —Con un poco de astucia. ¿Transportan ustedes material sofisticado a bordo? El egipcio pareció desconcertarse por la extraña pregunta, pero concluyó por inquirir a su vez:
    —¿Qué entiende usted por "material sofisticado"?
    —Cualquier cosa que pueda dar la impresión de ser muy eficaz y muy secreto; una especie de gran ordenador, un radar aparatoso, o un transmisor de radio de gran potencia que resulte "acojonante".
    Muley el Fasi optó por encogerse de hombros.
    —Supongo que algo de eso habrá, puesto que se trata de uno de nuestros barcos más modernos.
    —En ese caso le suplico que lo suban a cubierta y comiencen a tender cables hasta nuestro barco, conectándolos con los que le indiquemos. –El brasileño se volvió al capitán Cuomo–. ¿Le importa que lo haga?
    —Menos me importaría si me explicara qué diablos se propone.
    —Tender una trampa.
    —¿Qué clase de trampa?
    —Una trampa... "sofisticada".
    Aproximadamente una hora más tarde, Gaetano Derderian y el capitán Alfredo Cuomo tomaban asiento tras la mesa que presidía un salón en que aguardaban unas treinta personas, tanto hombres como mujeres, y que se agitaban en sus butacas, haciendo comentarios sobre las, al parecer, extrañas e inquietantes razones de tan urgente convocatoria.
    Tras observarlos largamente y aguardar a que cesaran los murmullos, el pernambucano comenzó en un tono que mostraba una inequívoca y profunda preocupación:
    —Lamento tener que comunicarles, que, como supongo que habrán advertido, el gobierno egipcio ha enviado una patrullera y un grupo de especialistas con la intención de capturar a quien colocó esa maldita bomba.
    —¡Ésa es una magnífica noticia! –señaló una voz anónima–. No me gusta la idea de dormir cerca de un terrorista.
    —Estoy de acuerdo –fue la respuesta–. Pero a mi modo de ver el problema estriba en que en este país el terrorismo está castigado con la horca.
    —¡La horca! Un rumor corrió de boca en boca y se intercambiaron miradas de inquietud y casi de estupefacción.
    —¡Qué barbaridad!
    —En los tiempos que corren, con la sangre que aquí han derramado los integristas islámicos, entre ellos la de su más amado presidente, Anuar el Sadat, y así como cuanto ocurrió en Nueva York con las Torres Gemelas, no debe sorprendernos.
    —Continúa pareciéndome una salvajada.
    —Luchan por su supervivencia y el único medio que encuentran es dar un severo escarmiento a los violentos, puesto que por su culpa una de sus principales fuentes de ingresos, el turismo, se encuentra en trance de desaparecer.
    —Aun así, la idea de ahorcar a alguien que no ha provocado ninguna muerte es propio de épocas medievales.
    —Estamos de acuerdo, y por ello el capitán ha llegado a un compromiso bastante razonable con sus autoridades. Si el culpable confiesa se le retendrá a bordo para ser entregado a las autoridades italianas en cuanto regresemos a Génova.
    —¿Y allí qué castigo sufriría?
    —Supongo que uno más adecuado a sus actos. Sería juzgado por sabotaje o estragos, pero teniendo en cuenta la confesión y el arrepentimiento, significa que le caerían cuatro o cinco años de cárcel, lo cual se me antoja mucho más lógico que la horca, ya que, en efecto, no ha causado víctimas más que entre los peces de la laguna.
    Nuevos rumores, nuevas consultas con la mirada y nuevas preguntas.
    —¿Y si el culpable decide no entregarse?
    —En ese caso no nos queda más remedio que permitir que nos interroguen y que monten todo su tinglado de aparatos para determinar qué llamadas o qué mensajes se enviaron por internet desde el barco.
    —¡Todo eso me parece muy bien! –comentó en un tono que casi rozaba el histerismo una azafata que aparecía lívida y casi desencajada–. Si son capaces de encontrar al que lo hizo que lo castiguen, pero lo que no entiendo es qué tenemos que ver los que nos encontramos aquí. ¿Qué pasa con el resto del pasaje y la tripulación?
    —Qué están libres de toda sospecha.
    —¿Y eso por qué? Podría creerse que Gaetano Derderian Guimeraes iba a negarse a dar una explicación, dudó, se volvió como si pidiera consejo al impertérrito capitán Cuomo quien evidentemente no tenía la más mínima idea de qué clase de consejo estaba solicitando, y al fin tras dejar escapar un resoplido con el que parecía evidenciar su profundo disgusto o incomodidad, replicó de mala gana:
    —Como supongo que la mayor parte de ustedes saben, mi verdadera profesión es la de investigador, y modestia aparte, estoy considerado como uno de los mejores del mundo. Por ello, desde el día en que tuve noticias de que íbamos a sufrir un atentado mis colaboradores comenzaron a hacer algunas averiguaciones y a eliminar sospechosos, con lo que llegamos a la conclusión de que la persona a la que buscamos está ahí sentada.
    Ahora sí que el silencio tomó un cariz casi sepulcral hasta que alguien se atrevió a inquirir:
    —¿Y se puede saber cómo ha llegado a semejante conclusión?
    —Muy sencillo: únicamente ustedes tienen acceso a las oficinas centrales.
    —¿Y eso qué significa?
    —Significa que quien recibió esa bomba no tuvo en cuenta un detalle muy importante; en éste, como en casi todos los barcos, se lleva un registro muy minucioso de las provisiones y mercancías que se embarcan. El sobrecargo sabe perfectamente cuántas cajas de cerveza se subieron a bordo, cuántas quedan y casi quién se bebió cada una de ellas. Supongo que también conoce el destino de cada bombilla o cada rollo de papel higiénico. Lo sabe todo, menos el destino final de las gomas de borrar de una misteriosa caja que al parecer contenía "material de oficina" y que alguien entregó sin que figurara en ningún pedido oficial.
    —¿Y ésa es la única pista que tiene? ¿Unas simples gomas de borrar?
    —También tenemos constancia de que un marinero entregó la caja en secretaría. Posteriormente han aparecido lápices y libretas de fabricación egipcia que no hacían la más mínima falta, pero ni una sola goma de borrar.
    Un hindú de enorme turbante blanco que se sentaba junto a un gran ventanal y que parecía más interesado en observar lo que ocurría en el mar que lo que se decía en la sala, alzó de improviso el brazo para señalar en voz alta:
    —Yo cogí una de esas gomas.
    —¿Y qué ha hecho con ella?
    —La tiré porque era la cosa más absurda que he visto en mi vida. En lugar de borrar engrasaba dejándolo todo hecho un desastre. Recuerdo que pensé que si los pobres niños egipcios tenían que usarlas sus maestros les caerían a reglazos.
    —Tuvo suerte de que no le explotara en las manos.
    —¿Cómo ha dicho?
    —Que no era goma de borrar, sino goma dos, un explosivo plástico de gran potencia, aunque lo cierto es que no explota si no se le coloca un detonador que suponemos que venía camuflado en el interior de algunos de los lápices.
    El brasileño hizo una nueva pausa, observó uno por uno los rostros de quienes le habían escuchado como hipnotizados y que parecían estar intentando recordar si por casualidad habían visto aquellas dichosas gomas de borrar y al poco masculló:
    —Me duele tener que insistir en que ustedes son los únicos que pudieron tener acceso a ese explosivo, pero así es. Por ello las autoridades egipcias quieren interrogarles y comprobar cada una de sus llamadas y el contenido de sus ordenadores. –Lanzó una especie de suspiro de resignación.
    Lamento las molestias que ello pueda causarles, pero quiero que entiendan que es preferible pasar ese mal trago a tener a bordo a un terrorista que en cualquier momento nos puede enviar al fondo del mar.
    Chasqueó los dedos con lo que un marinero que se encontraba junto a la puerta de entrada la abrió para que penetrara Muley el Fasi, que hizo su aparición con las manos a la espalda y el ceño fruncido para plantarse en el umbral, observar con gesto de reconvención a los presentes y señalar muy metido en un papel de duro policía, cosa que al parecer le encantaba.
    Tardó unos instantes en hablar, consciente de la impresión que estaba causando en los allí reunidos, y al fin, en el tono de quien está haciendo algo que va contra su voluntad, dijo:
    —Personalmente lo repruebo, pero como representante de mi gobierno me veo obligado a aceptar el acuerdo que propone el capitán Cuomo. Considero que este barco se encuentra en aguas jurisdiccionales egipcias, y por lo tanto son sus leyes las que deben prevalecer en este caso. No obstante, y con el fin de evitar un penoso conflicto internacional, estoy dispuesto a concederle un margen de veinticuatro horas con vistas a que solucione este desagradable asunto. Si no lo consigue, mañana, a partir de las cuatro en punto de la tarde, mis hombres empezarán a trabajar, y les garantizo que me producirá un inmenso placer ser testigo de la ejecución de semejante canalla.
    —¿Seguro que la pena será la horca? –quiso saber la pálida azafata que cumplía a la perfección las instrucciones que Gaetano Derderian le había dado minutos antes de que diera comienzo tan rocambolesca comedia.
    —¿Qué otra pena puede existir para quienes asesinan a nuestros líderes o condenan al hambre y a la desesperación a nuestros pueblos ahuyentando a unos turistas que tantos beneficios reportan a nuestra economía? –fue la áspera respuesta–. ¿Tiene una idea de las pérdidas que hemos sufrido en estos últimos años por culpa de las acciones violentas de esos insensatos? Egipto se está creando una injusta fama de país inseguro, y eso es algo que estamos dispuestos a erradicar a cualquier precio. De ahora en adelante tan sólo será inseguro para los violentos.
    —Pero decidir cuál de nosotros es el culpable no creo que resulte tarea sencilla –musitó la muchacha.
    –Ése es nuestro trabajo, señorita, y le aseguro que lo haremos aunque tengamos que quedarnos aquí un año.
    Por suerte, hoy en día las policías de todo el mundo colaboran eficazmente en todo cuanto se refiere al terrorismo, y ya hemos pedido información sobre todos ustedes. Sus expedientes personales no tardarán en llegar y confío en que eso nos facilite las cosas. De momento les prohibo que regresen a sus respectivos camarotes si no es en compañía de uno de mis hombres y con el fin de coger exclusivamente ropa limpia y útiles de aseo personal. A cada uno de ustedes se les designará de momento un nuevo alojamiento. ¡Buenas tardes! Salió siempre con las manos cruzadas a la espalda y el mismo paso que debió utilizar Napoleón al abandonar una sala antes de una batalla crucial, dejando a la concurrencia sumida en el más profundo desconcierto.



    Las enormes oficinas de HunterHunter & Keitel ocupaban las cinco plantas de un severo y mohoso edificio de piedra gris, y podría creerse que sus pesados muebles, sus verdes cortinajes y sus enormes cuadros cubiertos de pátina habían sido mudos testigos de las idas y venidas de diez generaciones de picapleitos que habían recorrido sus largos pasillos y ascendido por sus enceradas escaleras tan en silencio como lo hacía el circunspecto conserje de encorvada figura que precedía a Gaetano Derderian a través de un auténtico laberinto de salones en penumbras.
    Cuando al fin se detuvo, golpeó discretamente una gruesa puerta de dos metros de altura, aguardó a que le respondieran, y entreabriendo media hoja permitió que el brasileño penetrara en una sala de reuniones que apestaba a naftalina.
    Sebastian Keitel aguardaba en el umbral de la espaciosa estancia que en nada desmerecía del resto del edificio, estrechó con fingida amabilidad la mano que le tendía el recién llegado, y le indicó que se acomodara en el extremo de una ovalada mesa de caoba al tiempo que con la otra mano hacía un leve gesto hacia el caballero de leonina melena blanca que parecía ocupar la presidencia, y el amanerado joven de aspecto enfermizo que se sentaba a su izquierda:
    —¡Bienvenido!
    —dijo–. Permítame que le presente a mis socios, Gordon y Richard Hunter. No puedo negarle que nos ha sorprendido el hecho de que sir Edmund nos haya pedido que le recibamos. No suele ser nuestra costumbre. –Hizo una corta pausa para observar de medio lado al brasileño para inquirir con mal disimulada curiosidad–: ¿Conoce bien a sir Edmund Rosenthal?
    —No especialmente –mintió con absoluta naturalidad el recién llegado–.
    Sin embargo, mis "patrocinadores" tienen depositados en su banco poco más de mil millones de libras, y supongo que eso debe pesar bastante a la hora de decidirse a solicitar un favor semejante.
    —¡Mil millones de libras! –no pudo por menos que exclamar sorprendido el más joven de los Hunter–. Por lo visto tiene usted unos "patrocinadores" muy importantes.
    —Mucho, en efecto –admitió el recién llegado esbozando apenas una helada sonrisa–. Son en verdad personas poderosas e importantes, a las que no les agrada que les digan lo que pueden o no pueden hacer con su dinero. –Hizo una pequeña pausa para remarcar con intención–: Y a las que, sobre todo, no les gusta que les hundan sus barcos.
    Los tres ingleses intercambiaron una significativa mirada con la que parecían querer comunicarse, sin mediar palabras, que no les agradaba el cariz que empezaba a tomar la conversación, por lo que al fin fue el anciano de la esponjosa melena, que era sin duda el que llevaba la voz cantante, quien comentó en un tono absolutamente monocorde:
    —En verdad que ese asunto resultó bastante irritante, y lamentamos terriblemente habernos visto involucrados en él.
    —Lo imagino –fue la tranquila respuesta–. E imagino que mucho más lo van a lamentar a partir de ahora.
    —¿Qué pretende decir con eso?
    —Que hemos hecho un cálculo, siempre al alza, no tengo ningún empacho en admitirlo, de los perjuicios que tan criminal acción nos ha causado, y los hemos cifrado en treinta millones de dólares.
    De nuevo los tres hombres se miraron, de nuevo parecieron barruntar que las cosas empezaban a parecer cada vez más inquietantes, y al fin Sebastian Keitel se decidió a señalar:
    —¡Qué barbaridad! Exagerado me parece, en efecto, dicho cálculo, aunque cada cual es libre de valorar a su modo el daño que se le ha causado. Lo que no entiendo, es qué tenemos nosotros que ver con todo esto –añadió–.
    Ya le advertí, y usted pareció entenderlo, que únicamente actuábamos como simples mensajeros.
    —Lo entendí, entre otras cosas porque en aquel momento no me quedaba otro remedio que entenderlo y aceptarlo –replicó sin alterarse su oponente–. Pero ahora las cosas han cambiado, y son ustedes los que deben entender que el papel de simple mensajero bien pagado es demasiado cómodo, y no basta con darse luego golpes de pecho asegurando que no les agradan ese tipo de encargos y los cumplen a regañadientes.
    —¿Y qué es lo que piensa hacer al respecto?
    —Mi propuesta es que me abonen de inmediato esos treinta millones de dólares, con lo cual por nuestra parte todo quedará olvidado. –Sonrió como un niño travieso–. Lo que sí les garantizo es que ese dinero únicamente se empleará en obras de caridad.
    —¡Pero bueno! –no pudo por menos que exclamar visiblemente escandalizado el anciano Gordon Hunter–. ¿Es que se ha vuelto loco?
    —¡En absoluto! –replicó con total desparpajo el pernambucano–. Y si les sirve de algo mi consejo, creo que ésa es la opción que les convendría aceptar. Las otras se me antojan bastante más gravosas.
    —¡Por Dios que es lo más ofensivo y ridículo que he tenido que escuchar en mi vida! –masculló a punto de dar un puñetazo sobre la mesa el patriarca de la firma–. Le suplico, por esta vez educadamente, que lo retire y no nos haga perder el tiempo con sus insensateces.
    Su oponente se limitó a negar moviendo el dedo índice de un lado a otro de un modo que resultaba casi ofensivo.
    —¡Ni por lo más remoto! –replicó en el tono de quien piensa tomarse las cosas con infinita paciencia–. Cuando decido decir algo, lo digo, y cuando decido amenazar, amenazo.
    —¡Jamás he aceptado amenazas!
    —Imagino que será porque jamás había actuado anteriormente con tanta falta de ética profesional –fue la brutal respuesta–. Tienen ustedes dos opciones: la primera, como ya he dicho, abonarme, en este mismo instante, esa cantidad.
    —Ni siquiera la tomo en consideración. ¿Cuál es la segunda?
    —Proporcionarme el nombre de la firma de abogados de Nueva York que les hizo el encargo, y dejar que sean ellos los que se encarguen de abonarme ese dinero.
    —Le aseguro que eso tampoco lo haremos –intervino engoladamente Sebastian Keitel–. Por si no lo sabía, entre nosotros existe algo que se llama "secreto profesional" y "pacto entre caballeros".
    —A mi modo de ver, quienes mantienen cualquier tipo de tratos con locos que ponen bombas y hunden barcos no tienen nada de caballeros, y quienes consideren que ésos son simples "secretos profesionales" son tan criminales como los auténticos terroristas.
    —¡Por favor!
    —¿Van a pagar o no?
    —¡Naturalmente que no!
    —¿Entonces me van a dar ese nombre?
    —Tampoco. Y la discusión ha terminado. Le ruego una vez más, que se marche.
    Gaetano Derderian se limitó a extraer del bolsillo interior de su chaqueta dos folios cuidadosamente mecanografiados que alargó por encima de la mesa.
    —Aún no he terminado –dijo–. Y les recuerdo que la archifamosa consultora Arthur Andersen, que era sin duda una empresa un millón de veces más importante que pudiera serlo nunca Hunter–Hunter & Keitel, se acaba de hundir porque también creyó que estaba por encima de la ley saltándose las normas a la torera. No tengo ni idea de quién puede ser tan estúpido, o tan retorcido, como para actuar de forma tan contradictoria; por un lado manda colocar una bomba, y por el otro advierte a través de abogados... –El pernambucano agitó la cabeza como sacudiendo un mal pensamiento–. Se me antoja de lo más "pintoresco" que he visto, pero no estoy aquí para juzgar locuras, sino para cobrar. –Golpeó repetidas veces con el dedo índice los documentos que estaban sobre la mesa–.
    Como pueden comprobar, ésta es la lista de todos sus clientes –añadió–.
    Y advertirán que casi el noventa por ciento de ellos aparecen marcados con una cruz. Por desgracia para ustedes la mayoría de los marcados son los más importantes.
    —¿Y qué pretende decir con eso?
    —Que a partir del momento en que yo salga por esa puerta, sin mi cheque o sin ese nombre, todos esos clientes, ¡todos ellos!, les retirarán su confianza de la misma manera que se la retiraron en su día a Arthur Andersen, lo cual quiere decir que Hunter–Hunter & Keitel desaparecerá del mapa, dado que a una firma de abogados a la que el noventa por ciento de sus clientes le retiran de golpe su confianza, poco futuro le espera.
    —¡Qué insensatez! –intervino el joven Hunter–. ¡Realmente es el "farol" más idiota que he visto lanzarle a nadie! Resultaba bastante evidente que el brasileño empezaba a disfrutar con la escena puesto que se limitó a encogerse de hombros al tiempo que sonreía de oreja a oreja.
    —Es posible que se trate de un arriesgado "farol", joven... –dijo.
    ¡Es muy posible! Pero si se molesta en hacer una llamada a sus oficinas centrales le sorprenderá descubrir que hace exactamente diez minutos, tanto la Banca Rosenthal como la Corporación Sukuna les han comunicado que cambian de abogados en una decisión que consideran de todo punto irrevocable. Y les advierto que las restantes órdenes irán llegando a intervalos de poco más de una hora.
    Se hizo un silencio en el que podría creerse que el fúnebre despacho se había convertido de improviso en un mausoleo ocupado por tres cadavéricos abogados y su despreocupado enterrador.
    La crespa, esponjosa y nívea cabellera del patrón de la casa comenzó a aplastarse como el pelo de un perro apaleado, y tras lo que parecieron infinitos minutos, Sebastian Keitel alzó el teléfono que se encontraba sobre una mesa vecina, marcó un número y cuando le respondieron al otro lado, inquirió con la boca reseca:
    —¿Se ha recibido alguna notificación de la Banca Rosenthal o de la Corporación Sukuna? –Escuchó atentamente y al poco comentó–: ¡No! No es necesario, gracias.
    Colgó para volverse, más lívido aún, a quien presidía la mesa para asentir con un casi imperceptible ademán de cabeza.
    —¡No consigo entenderlo! –masculló apenas el desencajado Gordon Hunter–. Conozco a sir Edmund desde hace más de medio siglo. ¿Cómo se explica que me haga esto?
    —¿Y qué haría usted si de pronto le amenazaran con retirar mil millones de libras de su banco? –replicó con una mordaz sonrisa el pernambucano–.
    ¿Y qué cree que haría el señor Sukuna si quienes financian sus fabulosos proyectos inmobiliarios le cortaran bruscamente los créditos? Su gran problema, señores míos, es que menospreciaron al enemigo.
    —Nosotros nunca nos hemos considerado sus enemigos. Lo único que pretendíamos era contribuir a solucionar un espinoso asunto.
    —¡Cobrando una más que jugosa minuta! Pero supongo que ya han tenido oportunidad de darse cuenta de que esa minuta se convertirá en la más onerosa que ningún abogado haya cobrado nunca.
    ¡Bien! La pregunta aún está en el aire, y les recuerdo que disponen de una hora antes de que un nuevo cliente envíe un desagradable mensaje al mensajero. ¿Pagan o no pagan?
    —¿Cómo puede siquiera imaginar que estamos en disposición de reunir treinta millones de dólares en una hora? –se lamentó el anciano–. ¡Nadie dispone de semejante liquidez!
    —¡Yo sí! –puntualizó con evidente humor su interlocutor–. ¿Comprende la diferencia? Calcularon mal sus fuerzas. Pero vayamos a lo que importa; si no pueden pagar, no les quedan más que dos alternativas: o me proporcionan el nombre de su amigo americano o cierran definitivamente este viejo y maloliente quiosco.
    —¿Es que no se da cuenta de que bajo ningún concepto podemos traicionar su confianza?
    —Me doy cuenta –reconoció el brasileño–. Y espero por su bien que su fiel amigo americano calibre de igual modo la magnitud de su sacrificio, porque les garantizo que a partir de mañana ésa va a ser la única persona que continúe confiando en ustedes.
    —¡No es justo, papá! –protestó el joven Hunter–. ¡No es justo! Dale ese maldito nombre.
    —¡No puedo! –casi sollozó su atribulado progenitor–. Compréndelo, hijo, no puedo. Es una cuestión de principios. Y le conozco bien; si le traicionara las consecuencias serían terribles.
    —¿Terribles? –se sorprendió el jovenzuelo–. ¿Qué puede haber más terrible que ver cómo se derrumba todo lo que tus antepasados construyeron a lo largo de sus vidas? ¿Qué puede haber más terrible para un bufete de abogados que ha sido respetado durante más de un siglo que perder de pronto la confianza de sus clientes?
    —Te garantizo que existen cosas peores, hijo, y me consta que los clientes de quienes estamos hablando saben mucho sobre ello. Nuestro error fue no comprender que resulta imposible andar entre sartenes y cacerolas sin que el hollín acabe por ensuciarte. Admito que los negocios ya no son lo que eran, y demasiadas firmas importantes trabajan al borde mismo de la ley, pero confía en mí, alguna solución encontraré...
    Sus últimas palabras se entremezclaron con el repiquetear del teléfono que Sebastian Keitel tomó en el acto para replicar roncamente:
    —¡Había ordenado que no nos interrumpieran...! –pareció sorprenderse–.
    ¿Quién? Sí, sí, desde luego. En ese caso, sí. Un momento... –Le alargó el auricular a su "jefe" al tiempo que murmuraba–: El director general de energía de Dubai.
    El otro alargó una mano que temblaba de modo harto notable, para saludar con forzada naturalidad:
    —¡Buenos días, excelencia! ¡Qué grata sorpresa! ¿Cómo dice? –Resultó evidente que de un modo casi instintivo dirigía una mirada de mal contenida ira a quien se sentaba al otro extremo de la mesa–. ¡No, excelencia! Ningún problema de ese tipo, excelencia. Ya sabe que en ocasiones se desatan rumores que no buscan más que remover las aguas. –Palideció aún más si es que eso resultaba imaginable–. ¡Desde luego, excelencia! ¿Veinticuatro horas? ¡Pero eso es...! Sí, excelencia, entiendo perfectamente su posición...
    Permaneció muy quieto observando perplejo el aparato puesto que al parecer le habían colgado bruscamente al otro lado, y tras apartarlo como si le quemara, masculló casi mordiendo las palabras:
    —No puedo negar que tiene usted aliados en exceso poderosos, y que está claro que se ha propuesto hundirnos.
    —Sé, por amarga experiencia, que una bomba bajo la línea de flotación causa enormes daños, pero le estoy ofreciendo una oportunidad de mantenerse a flote. –Gaetano Derderian extrajo del bolsillo un pequeño papel que alargó una vez más sobre la mesa al tiempo que señalaba–: Como puede comprobar, he escrito cuatro nombres, me consta que uno de ellos es el que busco, estoy casi seguro de cuál es, pero necesito confirmarlo, porque jamás me ha gustado ser injusto, ni cometer errores. No le voy a pedir que me señale al culpable, sino que libere de toda sospecha a los inocentes.
    —Viene a ser lo mismo. ¿O no?
    —A mi modo de ver encierra ciertos matices y usted, como abogado, debería captarlos. Alguien de su posición y su prestigio no puede permitir, en conciencia, que el buen nombre de unos colegas de conducta intachable pueda ir de boca en boca y unido al de auténticos indeseables.
    —En ese caso no estaré obrando por acción, sino por omisión.
    —¡Llámelo como quiera! Se trata de su futuro, no del mío. Y el tiempo continúa corriendo.
    Mister Gordon Hunter tomó entre los dedos índice y pulgar de su mano izquierda la pequeña hoja de papel, la estudió largo rato, y por fin hizo un gesto para que le aproximaran de nuevo el teléfono.
    Consultó una diminuta libreta que guardaba en el bolsillo superior de su chaqueta, marcó un número, y cuando le respondieron al otro lado, dijo:
    —¡Hola! Soy yo, Gordon. Sí, ya sé que ahí es muy temprano y aún estás durmiendo, pero se trata de un asunto de gran importancia. Presta mucha atención. –Hizo una pausa como si considerara que su interlocutor la necesitaba para despejarse, y al fin insistió–: El problema es muy grave.
    Tengo frente a mí al señor Derderian, ya sabes, aquel a quien me encargaste transmitir un mensaje amenazador, cosa que jamás debí aceptar pese a la amistad que nos une. Está a punto de arruinarme y te garantizo que he comprobado que habla en serio...
    ¡No! ¡Escúchame tú! Sabes que no soy de los que se dejan asustar, pero me ha colocado entre la espada y la pared. O le pago en el acto treinta millones de dólares que no tengo o le doy tu nombre...
    El brasileño alzó el brazo reclamando su atención para señalar en voz lo suficientemente alta como para que quien se encontrara al otro lado de la línea pudiera oírle:
    —Si es quien imagino, dígale que Bill Spangler le envía saludos, pero que considerará una afrenta personal y le retirará su amistad si no colabora en este tema.
    —¿Bill Spangler? –se asombró en esta ocasión Sebastian Keitel–. ¿Se refiere al...?
    —¡Exactamente! El único Bill Spangler que existe. Y si tiene alguna duda que no dude en llamarle. En estos momentos se encuentra en sus oficinas de Hong Kong.
    A Gordon Hunter el teléfono estaba a punto de resbalarle de las manos.
    —¿Lo has oído? –inquirió–. Ya te he dicho que habla en serio. Sí, ya me imagino que no es cliente tuyo y que también actuabas por encargo, pero tú sabes quién te hizo ese absurdo encargo y yo no. Ésta es una cadena que se tiene que romper por algún eslabón y puedes creerme si te digo que haré todo lo humanamente posible para que no sea por el mío.
    Escuchó con atención y al poco se volvió a quien se sentaba frente a él para señalar:
    —Necesita por lo menos dos horas.
    La respuesta fue cortante:
    —Ése es su problema, no el mío.
    Cuanto más tiempo pase, más clientes perderá. Y adviértale a su amigo que además del dinero exijo garantías de que jamás volverán a atentar contra nuestros intereses, porque si lo hacen pueden tener la absoluta seguridad de que llegaré hasta el final de la cadena. El desgraciado al que sobornaron para que colocara la bomba ya se ha entregado, por lo que confiamos en que la policía italiana le haga confesar quién le contrató. Eso quiere decir que Derderian y Asociados, que como saben es la mejor agencia de investigación que existe, puede tirar por las dos puntas del hilo hasta desenredar la madeja, aunque nuestro único interés se centra en que nos permitan trabajar sin problemas. ¿Ha quedado claro?
    —Muy claro.
    —En ese caso no tengo más que decir. En cuanto desde la Banca Rosenthal me comuniquen que he recibido una transferencia por esa cantidad, cesarán los abandonos. –Se puso en pie decidido–. O sea que por la cuenta que le tiene le aconsejo que continúe presionando. No hace falta que me acompañen. Me las arreglaré para encontrar la salida.
    Dio media vuelta y abandonó la estancia cerrando tranquilamente a sus espaldas.
    Durante largo rato no se escuchó ni el volar de una mosca.





















    Eugéne Senghor era un hombre extraordinariamente culto, elegante y en cierto modo sofisticado, amante de la buena mesa, los buenos vinos, los buenos cigarros y sobre todo las hermosas mujeres, por lo que esa noche se sentía a sus anchas en compañía de su viejo y querido amigo Buba Okono, una espectacular Miss Universo, y un gran maestro del ajedrez por el que siempre había sentido una especial admiración.
    Magnífico conversador, ameno, divertido y con frecuencia ingenioso, supo mantener una intrascendente charla, sin demostrar ni el menor asomo de curiosidad por averiguar la razón por la que alguien a quien llevaba años sin ver, había insistido tanto en invitarle a cenar al costoso y exclusivo Maxim's.
    Aguardó a los postres, a los Condal y al añejo coñac Napoleón para acabar por recostarse en su asiento e inquirir con una encantadora sonrisa en la que dejaba al descubierto una perfecta dentadura que parecía aún más blanca en contraste con su oscura piel.
    —¿Y bien? –musitó–. Creo que ha llegado el momento de que me aclaren qué desean que haga por ustedes.
    —¿Qué es lo que te hace suponer que pretendemos que hagas algo por nosotros? –inquirió a su vez el liberiano.
    —El hecho de que te conozco lo suficiente como para saber que jamás das un paso si no vas en una dirección predeterminada. Pero tal vez te consuele saber que yo tampoco te habría invitado a un lugar como éste si no pensara pedirte algo. ¿Qué es?
    —Colaboración.
    —¿Respecto a qué?
    —Respecto a los niños esclavos de tu país.
    —Eso son habladurías sin fundamento.
    —¡Oh, vamos Eugéne! –protestó apenas Buba Okono–. Somos hombres de negocios, no periodistas ni miembros de una ONG. Tú sabes muy bien que en Costa de Marfil viven actualmente miles de niños que han llegado de todos los rincones del continente, unos vendidos por sus padres, y otros sencillamente raptados, y que constituyen la mano de obra gratuita que ha permitido que tu país se convierta en el primer exportador de cacao del mundo.
    —Y aunque así fuera, ¿eso qué tiene que ver conmigo?
    —Mucho, puesto que tú eres un personaje público de extraordinario ascendiente en los medios de comunicación y entre los miembros de tu gobierno, por lo que en Abiyán se te escucha con respeto y por lo general se te suele hacer caso cuando opinas sobre temas importantes.
    —¿Y qué puedo opinar sobre un tema que admito que me desagrada, pero del que siempre he preferido mantenerme al margen? –Se volvió a la venezolana como si pretendiera que respaldara su posición–. Los intereses que se mueven en torno a esa mano de obra son fabulosos, y enfrentarse a los terratenientes y a los traficantes de esclavos suele traer aparejado enormes riesgos que no puedo permitirme el lujo de correr.
    —¿Por qué no? –quiso saber Gaetano Derderian.
    —Porque no nací para héroe, misionero o cruzado. Y tenga en cuenta que si en algunos países del África la esclavitud se está convirtiendo en una nueva plaga cuando parecía a punto de desaparecer, la mayor parte de la culpa no es de los africanos, sino de esas multinacionales del chocolate que se niegan a pagarnos un precio digno por nuestras materias primas. Es a las chocolateras a quienes tienen que pedir cuentas, no a mí ni a los míos.
    —Esas chocolateras acabarían pagando el precio que ustedes impusieran porque no les quedaría otro remedio a no ser que estuvieran dispuestos a cerrar sus fábricas.
    —Buscarían otros proveedores.
    —¿Dónde? ¿En Gabón? Su producción no les basta y la calidad de su cacao es bastante inferior. Aparte de que si Costa de Marfil suprimiera ese tráfico, ellos lo suprimirían también.
    —¿Cómo puede estar tan seguro? El pernambucano se tomó un cierto tiempo para responder; bebió despacio de su copa, paladeó el excelente licor y sin mirar al otro replicó:
    —Porque en Gabón pensamos emplear el mismo método que vamos a emplear en Costa de Marfil.
    —¿Y es?
    —Invertir mucho dinero.
    El africano pareció cambiar bruscamente de actitud, su interés se avivó, e inclinándose hacia delante y bajando de un modo instintivo la voz rogó:
    —¡Explíquese!
    —Es muy sencillo. Tenemos la intención de entregar una suma muy considerable a la persona o personas que sean capaces de convencer a sus respectivos gobiernos de que la política que están siguiendo actualmente de consentir una actividad tan deleznable acabará causando mucho más daño que beneficios.
    Eugéne Senghor agitó un par de veces la cabeza, se quedó muy quieto mirando al frente, como si esperara que los espejos de la pared vecina le aclararan algo que no acababa de tener muy claro y al fin musitó:
    —O mucho me equivoco, o se está refiriendo a una especie de... –dudó antes de decidirse a emplear la palabra precisa que al parecer le quemaba en la boca "soborno".
    —"Sobornar" es ofrecerle prebendas a alguien para que haga algo a sabiendas de que es ilegal o injusto –le hizo notar Naima Fonseca–. Y en este caso lo que se intenta es que se haga algo justo, legal y sobre todo humanitario.
    —¡De ahí mi sorpresa! –reconoció el otro–. A menudo han intentado sobornarme, y mentiría si no admitiera que en ocasiones lo han conseguido, pero a fe mía que es la primera vez que me enfrento a un caso de soborno "al revés".
    —Cuando se pretende que el mundo gire en sentido contrario, las cosas tienen que hacerse al revés –sentenció Buba Okono–. Y bien mirado lo que estamos ofreciéndote no es un soborno por hacer algo malo, sino una recompensa por hacer algo bueno.
    —¡Ya! –admitió su interlocutor no demasiado convencido–. ¡Visto desde ese punto...!
    —¿Y qué otro punto de vista puede haber?
    —El de los intereses económicos de mi país. Sabes muy bien que el cacao es nuestro principal producto de exportación.
    —Lo seguiría siendo y a mejores precios.
    —Sobre eso tengo mis dudas, querido amigo; serias dudas. Las chocolateras son muy capaces de hacernos el boicot obligándonos a quemar cosechas hasta que estemos con el agua al cuello.
    —¡Escuche! –intervino de nuevo Gaetano Derderian–. Soy brasileño y por lo tanto conozco ese negocio. Por cada dólar que el cosechero gana en cada saco de cacao, el fabricante gana cuatro cuando lo convierte en polvo para disolver en la leche, y diez cuando lo transforma en bombones rellenos. Eso quiere decir que a la larga perderían mucho más que ustedes y no son tan estúpidos como para permitirse un boicot de larga duración.
    —¡Daría cualquier cosa por creerle!
    —No hace falta que dé nada. Somos nosotros los que se lo damos.
    —¿Se está refiriendo a esa llamémosle "recompensa" por haber conseguido poner fin a una injusticia?
    —A eso mismo.
    —¿Y a cuánto asciende dicha "recompensa"?
    —A seis millones de dólares.
    El largo cigarro de Eugéne Senghor resbaló de entre sus dedos y fue a caer directamente en el coñac, por lo que un atento y diligente camarero acudió presuroso con el fin de retirarlo e intentar regresar cuanto antes provisto de una nueva copa y un nuevo Condal.
    El causante del pequeño desaguisado ni siquiera pareció advertirlo puesto que se había quedado de piedra y con la boca entreabierta por el asombro.
    —¡Seis millones de dólares! –musitó al fin–. ¡No puedo creerlo!
    —¡Pues créetelo! –le recomendó Buba Okono–. Me conoces hace más de veinte años y sabes muy bien que nunca gasto bromas cuando se trata de dinero.
    —¿Y de dónde piensan sacar semejante cantidad?
    —No es más que una parte de la indemnización que nos acaban de pagar unos abogados bastante pendejos que se imaginaron que podían jodernos impunemente –señaló Naima Fonseca en un tono y un lenguaje totalmente impropios de una dama que ocupaba una mesa en Maxim's–. Como la cantidad que les arrancamos resulta en cierto modo desorbitada, nos ha parecido que sería justo y oportuno emplearla en una causa humanitaria. Aparte de pagar la cena, naturalmente.
    El africano, que sin lugar a dudas había perdido parte de su aplomo y su compostura, aguardó a que el camarero le encendiera el cigarro, bebió de la nueva copa y aprovechó para observar con especial atención a sus tres compañeros de mesa para acabar por admitir:
    —Por mi madre que son ustedes la gente más rara que he visto en mi vida.
    —¿Y eso a qué viene?
    —A que por lo visto juegan a Robin Hood, quitándole el dinero a los ricos para dárselo a los pobres.
    ¿Dónde está el truco?
    —¿Qué truco?
    —¡El truco! Cualquiera que sea.
    Ya he vivido lo suficiente como para saber que todo el mundo hace algo por algo, y me cuesta aceptar que alguien regale alegremente seis millones de dólares así porque sí.
    —¿Devolver la libertad a miles de niños que son explotados en unas condiciones de trabajo infrahumanas no le parece una buena razón?
    —¡Naturalmente que sí! Es una buena razón, pero no es costumbre.
    —Algún día las cosas tienen que empezar a cambiar.
    —¿Por qué? Aquella inocente pregunta, dicha con tan espontánea naturalidad, hubiera indignado a más de uno, dando pie a largas y acaloradas discusiones en cualquier otro lugar o circunstancia, pero al ser pronunciada en un rincón de uno de los restaurantes más lujosos del mundo por alguien que sostenía entre los dedos un gigantesco cigarro que rozaba con un grueso anillo coronado por un precioso rubí, adquiría un cariz completamente distinto.
    Si aquélla era la vida que les había tocado en suerte vivir, no parecía lógico que existieran razones para desear que las cosas cambiaran.
    No obstante, Eugéne Senghor era lo suficientemente inteligente como para entender que no era aquél el lugar ni el momento de mostrarse cínico o provocador, por lo que se limitó a guiñar un ojo –en un mudo gesto de complicidad.
    —Admito que haya gente a la que las cosas no les vayan tan bien como a nosotros –dijo para inquirir de inmediato–: ¿Qué es lo que tengo que hacer para que me "sobornen"?
    —Conseguir que tu gobierno dicte una ley por la que se prohiba trabajar en las plantaciones a los menores de dieciséis años, y una orden por la que todos los niños que han sido "importados" ilegalmente regresen de inmediato a sus lugares de origen.
    —No va a ser fácil.
    —Ganar de un solo golpe seis millones de dólares nunca ha sido fácil –le hizo notar Buba Okono–. Si lo fuera, probablemente ese camarero estaría aquí sentado y nosotros le encenderíamos los puros.
    —Eso es muy cierto. Tiene cara de listo... –El africano hizo un leve gesto como si estuviera solicitando que le permitieran reflexionar, fumó despacio, bebió más despacio aún, y por último acabó por comentar–: Admito que en mi país hay mucha gente que se declara en contra de la situación actual, alegando que el excesivo enriquecimiento de un puñado de terratenientes y traficantes sin escrúpulos nos está colocando en el punto de mira de la sociedad internacional.
    —Y tienen toda la razón.
    —Lo reconozco. Costa de Marfil ha sido, por tradición, la nación más tranquila y educada del continente, y la única que no ha tenido graves enfrentamientos de índole política, tribal o religiosa desde que accedió a la independencia, por lo que nos sentíamos muy orgullosos de nuestra bien ganada imagen de civismo.
    —Pero está claro que con todo este asunto la están perdiendo.
    —Y a marchas forzadas.
    —En efecto –fue la tranquila respuesta del africano–. La perdemos a marchas forzadas, y por ello quiero suponer que moviendo unos cuantos hilos, despertando algunas conciencias y repartiendo parte de ese dinero entre la gente apropiada, se puede hacer reaccionar a las autoridades, creando en poco tiempo el marco adecuado para exigir ese cambio que preconizan. Del resto me encargaría yo.
    —¿Cuánto tiempo necesitarías? –quiso saber Buba Okono.
    —Un par de meses, y un par de millones por adelantado para engrasar la maquinaria, aunque prefiero no tocar ese dinero, ya que no resultaría conveniente que me viera involucrado durante la primera etapa. Son ustedes los que deben conseguir, a través de los misioneros, la policía, las distintas organizaciones no gubernamentales, las asociaciones femeninas y los trabajadores adultos, que se vaya creando ese estado de opinión favorable a nuestros intereses. Una vez iniciado el proceso me comprometo a conseguir que en menos de un mes el tema esté liquidado.
    —¿De veras lo cree? Eugéne Senghor hizo un amplio gesto señalando el ambiente que les rodeaba para concluir por alzar su cigarro como si con ello pusiera fin a toda eventual discusión.
    —Por fortuna puedo permitirme el lujo de cenar cada noche en un lugar como éste, y fumarme cada día cinco puros como éste. El único vicio que por fortuna nunca he tenido es el del juego, y por lo tanto jamás apostaría, corriendo el riesgo de perder amigos y prebendas, si no fuera por que estoy seguro de ganar.
    —Me anima su confianza –se vio obligada a admitir Naima Fonseca.
    —Conozco a mi gente –fue la respuesta–. Tengo dos primos y un cuñado ministros, y yo mismo lo he sido en tres ocasiones. –Mostró de nuevo sus maravillosos dientes que obligaban a pensar en un maduro Burt Lancaster negro–. Si quieren que les confiese la verdad, ése era un tema que me venía preocupando hace tiempo, aunque siempre había procurado eludirlo diciéndome a mí mismo que al no formar parte del gobierno no era un asunto de mi incumbencia –añadió–. Pero si ahora resulta que me va a proporcionar un notable beneficio, creo que ha llegado el momento de tomar cartas en el asunto. –Se volvió a Buba Okono–. Te enviaré una lista con los nombres de quienes a mi modo de ver deberíais tantear, pero que conste que no es más que una mera indicación desinteresada.
    —Lo entiendo.
    —¿Cuándo recibiría los cuatro millones restantes?
    —A la semana justa de que se proclame esa ley, y en el banco en que usted nos indicase –replicó de inmediato el pernambucano.
    —¡Me encanta hacer negocios de este modo! –no pudo por menos que exclamar el otro evidentemente satisfecho–.
    Y ahora, si me disculpan tengo una cita ineludible. Mi prometida termina en estos momentos su trabajo. –Sonrió caballerosamente dirigiéndose a la venezolana–. Reconozco que aunque se trata de la estrella del Moulin Rouge y por lo tanto es muy bella, no puede compararse con usted, pero no se puede tener todo en esta vida. ¡Buenas noches! Se perdió de vista entre las mesas saludando a varios comensales con los andares propios del rey del mundo, y en cuanto hubo desaparecido el pernambucano comentó:
    —¡Un tipo interesante! ¿Crees que cumplirá lo que ha prometido?
    —Si no lo creyera no perdería mi tiempo por excelente que haya sido la cena y agradable la compañía. No es la primera vez que recurro a sus servicios y siempre he quedado satisfecho.
    —¡Extraño mundo este en el que incluso para llevar a cabo una buena labor es necesario recurrir al soborno! –no pudo por menos que lamentarse Naima Fonseca.
    Gaetano Derderian extendió la mano para apoderarse de una de las de ella y besársela con un gesto de infinito amor:
    —¿Y tú te sorprendes? –inquirió con intención–. ¿Qué otra cosa que sobornarme hiciste el día en que me prometiste "una recompensa que no figuraba en el contrato" si conseguía organizarte una oficina internacional de adopciones?
    —En eso puede que tengas razón –admitió la venezolana.
    —Pues resulta evidente que yo no podía resistirme a semejante soborno, al igual que nuestro buen amigo Senghor no puede resistirse a la idea de recibir cuatro millones de dólares.
    El problema se limita, como siempre, al precio.
    —En eso estoy de acuerdo –intervino el liberiano–. Recuerdo que mi abuelo, que fue el artífice de la fortuna familiar, solía decirme: "Si pretendes triunfar en los negocios, no preguntes el precio de las cosas; pregunta el precio de las personas. Pero ten muy presente que cuando compras una cosa será tuya hasta que decidas venderla, pero cuando compras a una persona será tuya hasta que decida venderse a otro".
    —Una observación muy acertada.
    —Mi abuelo era un tipo extraordinario. Negro, pobre, analfabeto y cojo a causa de la mordedura de una serpiente, a los quince años trabajaba como recolector de caucho por un salario de hambre hasta que un día se tropezó con un mono malherido. Naturalmente lo degolló y lo echó a la cazuela, por lo que al olor del guiso pronto acudieron otros recolectores que le ofrecieron un poco de su caucho a cambio de un poco de su comida. A partir de ese momento dejó de hacer su recorrido sangrando árboles para dedicarse a alimentar a los obreros. A los tres meses tenía un camión–cocina con el que recorría docenas de kilómetros, y por último llegó a la conclusión de que si los caucheros le pagaban en caucho, los buscadores de diamantes le pagarían en quilates, por lo que amplió el negocio a los yacimientos del interior de la selva, por lo que antes de cumplir treinta años se había convertido en el hombre más rico del país.
    —¡De casta le viene al galgo!
    —Por fortuna, del viejo heredé el olfato para los negocios. En cierta ocasión mandó construir en Alemania un barco con el que transportar el trigo que necesitaba directamente desde Argentina, y al comprobar el exorbitante precio que costaba matricularlo, se las ingenió de modo que se matriculara en Monrovia, con lo que inventó el fantástico negocio de las "banderas de conveniencia". A partir de ese momento cualquier barco podía matricularse a bajo costo en Liberia sin necesidad de haber pasado nunca por su puerto. Jamás hemos tenido un astillero capaz de construir ni siquiera una simple chalupa de madera, pero en la actualidad contamos con la mayor flota mercante del mundo.
    —¿Toda a tu nombre?
    —No. Pero casi toda a nombre de empresas liberianas uno de cuyos socios debe ser, por ley, natural del país.
    —Lo que viene a ser tanto como decir tú, o cualquier otro miembro de tu clan familiar... –especificó puntilloso Gaetano Derderian para inquirir a continuación–: ¿De cuántos barcos se supone que habéis sido armadores a lo largo de estos últimos años?
    —De unos cinco mil, lo cual significa que les hemos ahorrado a los auténticos armadores miles de millones en impuestos de un modo absolutamente legal, contribuyendo al propio tiempo a abaratar los fletes de toda clase de mercancías. Y a la larga ello repercute en beneficio del consumidor y en detrimento de unas haciendas públicas que tal vez hubieran empleado ese dinero en armamento.
    —¡Me encanta tu objetividad! –no pudo por menos que exclamar una divertida Naima Fonseca–. Es el modo más fascinante de justificar un negocio turbio que he oído en mi vida, pero lo doy por bueno al tener en cuenta que estás empleando parte de ese dinero en ayudar a quienes más lo necesitan.
    —¡Lógico! A mí ahora me sobra, pero tengo muy presente que los nietos de aquellos que recogían caucho con mi abuelo, continúan haciéndolo casi en las mismas condiciones. Y ya en las caucherías liberianas no queda ni un solo mono.
    —¡No me extraña! Tu abuelo los debió echar todos a la cazuela.
    —No es sólo eso; es que a causa de los últimos enfrentamientos políticos y tribales, lo poco que quedaba de la economía nacional se está viniendo abajo y la gente no tiene ni para comer. La última vez que estuve en Monrovia se me cayó el alma a los pies. –Cambió el tono de voz para sonreír al tiempo que añadía–: Por cierto que en el momento de aterrizar no pude por menos que acordarme de lo que nos explicó Oman Tlass sobre toda aquella historia de las tierras fértiles y las tierras infértiles.
    —¿Y eso?
    —Porque el aeropuerto de Monrovia no fue construido como todos por un Estado, sino por una empresa, la Firestone, justo en el centro de su gigantesca plantación de caucho, que está considerada la mayor del mundo. Al sobrevolarla durante tanto rato me vino a la mente un libro que contaba que hace poco más de un siglo los árboles del caucho tan sólo crecían en la Amazonia, pero muy desperdigados aquí y allá, por lo que la recolección de la goma resultaba muy difícil hasta el punto de que se hizo necesario importar esclavos. El kilo de caucho se pagaba casi como el kilo de oro, por lo que Manaos se convirtió en la ciudad más rica del mundo y en la que se derrochaban auténticas fortunas.
    —Lo sé muy bien –le hizo notar Gaetano Derderian–. Por si tampoco te habías dado cuenta, te recuerdo que nací en Brasil.
    —Y yo en Venezuela, donde también se recolectaba caucho en la región de la Guayana, que en cierto modo forma parte de la cuenca amazónica –recalcó Naima Fonseca.
    —Eso también lo sé yo –admitió Buba Okono–. Pero lo que no creo que sepáis es la verdadera razón por la que perdisteis el monopolio de un producto tan increíblemente valioso.
    —¡Lamento desilusionarte pero sí que lo sé! –replicó el pernambucano torciendo la cabeza con un mohín picaresco y casi infantil–. Pese a que sacar semillas de la región estaba castigado con la pena de muerte, un inglés robó unas cuantas y consiguió que germinaran en el jardín botánico de Londres.
    —Veo que, en efecto, algo sabías, pero no todo. En la cuenca amazónica los árboles del caucho crecen salvajes porque tal como asegura Oman Tlass aquella tierra es muy pobre, y todos los intentos que se hicieron por conseguir una plantación mínimamente rentable resultaron inútiles. Los árboles tardaban demasiado en alcanzar la altura necesaria como producir suficiente látex. Sin embargo, en Liberia las semillas inglesas cuajaron de tal modo, que en poco más de una década habían copado el mercado bajando los precios a menos de la mitad.
    —Y arruinando a mi país.
    —Pero consiguiendo la libertad de millones de esclavos –puntualizó el liberiano–. Por eso, al sobrevolar durante tanto rato la plantación de la Firestone estuve reflexionando sobre ese concepto de las nuevas tierras y los nuevos productos alimenticios. El caucho es una prueba de que pese a cuanto se diga, la naturaleza no siempre actúa con lógica. El hecho de que ese árbol sea endémico de Sudamérica constituye un craso error, puesto que se ha demostrado que crece mucho mejor en Asia, África e incluso Oceanía.
    —Es por eso por lo que hemos contratado a un grupo de agrónomos cuya principal ocupación es buscar plantas alimenticias o farmacéuticas a las que se les pueda sacar un mayor rendimiento en otras tierras u otros climas –puntualizó el brasileño–. Pero me temo que ésa va a ser una tarea que nos llevará demasiado tiempo.
    —No creo que debamos preocuparnos por el tiempo –intervino Naima Fonseca–. En mi opinión, cuanto consigamos, si es que conseguimos algo, no será para nuestro disfrute, sino para el disfrute de las generaciones venideras. Y ahora, si no os importa, me gustaría que nos fuéramos a dormir –rogó–. La conversación es muy instructiva, pero mañana me espera un largo viaje, aún no he hecho las maletas y tengo que comprarme un traje apropiado para la ceremonia.
    —¿Ceremonia? –se sorprendió el liberiano–. ¿Qué ceremonia? A la mañana siguiente Gaetano Derderian reunió en su salón de la suite presidencial del hotel George V a una docena de los principales colaboradores de Derderian y Asociados llegados desde los más diversos lugares del mundo, y en cuanto se hubieron acomodado les espetó sin más preámbulos:
    —Ante todo quiero comunicaros que dentro de tres horas emprendo viaje hacia Tahití donde el próximo viernes espero contraer matrimonio con la señorita Naima Fonseca. –Alargó las manos pidiendo calma–. ¡Ahorraos los comentarios! Os garantizo que en estos momentos me considero el hombre más feliz del mundo, y prometo que a mi vuelta organizaré una gran fiesta a la que estáis todos invitados. Pero ahora dispongo de muy poco tiempo y son muchos los temas que tenemos que tratar porque estaré ilocalizable durante por lo menos tres semanas.
    —¿Acaso ya no hay teléfonos en Tahití? –comentó en tono burlón Madeleine Perrault–. Si no recuerdo mal, la última vez que estuve allí los había.
    —No es la primera vez que me caso –fue la respuesta–. Pero sí es la primera vez que me tomo tres semanas de vacaciones durante las que pienso cumplir el viejo sueño de embarcarme en una auténtica nave polinesia, con tripulación polinesia y utilizando únicamente los sistemas de navegación de los antiguos polinesios. Eso significa que a bordo no existen radios, teléfonos y ni tan siquiera un reloj o una simple brújula. –Se volvió a Gerry Kelly que aparecía repantigado en el más cómodo de los butacones–.
    Tú te volverás al ‘Argos’, que por lo que me acaba de comunicar Erika, ya está casi arreglado, y ocuparás mi lugar a todos los efectos. Tienes carta blanca en cualquier decisión que necesites tomar, sea del tipo que sea.
    —Preferiría no tener que tomar ninguna –fue la respuesta–. Espero que esos hijos de mala madre no vuelvan a intentar amargarnos la vida.
    —Los mismos, no, de eso puedes estar seguro, pero siempre puede haber otros. –Hizo un brusco gesto con la mano como dando por zanjada la cuestión–. El barco y sus pasajeros quedan a tu cargo. El resto de los presentes tiene que empezar a trabajar a marchas forzadas en un nuevo proyecto que a mi modo de ver puede constituir una excelente alternativa en el caso de que en la península del Sinaí las cosas no salieran como esperamos.
    —¿También yo? –quiso saber Indro Carnevalli en tono esperanzado.
    —Sobre todo tú –fue la firme respuesta que vino acompañada de una amable sonrisa–. Como en este momento no estás trabajando en ninguna investigación que merezca la pena, quiero que pongas todo el talento que se te supone al servicio de lo que vamos a llamar "Operación Desierto".
    —¿Y eso en qué consiste?
    —En diseñar un nuevo país.
    —¡Ya empezamos!
    —¡Qué manía te ha entrado con eso de diseñar países!
    —¡Como si no hubiera bastantes!
    —Éste tiene que ser muy especial, ya que se encuentra en una de las regiones más inhóspitas y abandonadas de la mano de Dios del planeta. Podéis tener la absoluta seguridad de que si consiguiéramos que las cosas funcionaran como espero, el resto del mundo acabaría funcionando también. –Hizo un gesto hacia un hombre muy delgado y de mediana estatura que fumaba apoyado en el quicio de una puerta para indicar–: La mayoría ya conocéis a Gregorio Jiménez, nuestro corresponsal en Madrid. Él os explicará, mejor que yo, cómo están las cosas. ¡Por favor, Gregorio! El aludido, que hablaba perfectamente cinco idiomas, pero todos ellos con el marcado acento ceceante de quien había pasado casi cada día de su vida a la sombra de la Giralda, carraspeó varias veces, apagó la colilla de su cigarrillo en la maceta más cercana, y al fin comenzó:
    —En primer lugar, creo que es necesario aclarar que mi país ejerció durante muchos años una especie de "protectorado", que es la forma más hipócrita que existe de referirse al colonialismo, sobre una extensa zona del Sáhara, justo frente a las islas Canarias. –Hizo una pausa puesto que podría creerse que le fatigaba hablar por lo que se veía obligado a respirar a fondo–. A mediados de los años setenta... –continuó al poco– y aprovechando que el general Franco agonizaba, varios miembros de su gobierno incumplieron las promesas de independencia que España había hecho a los saharauis, malvendiendo el territorio al rey de Marruecos a cambio de una considerable suma de dinero. Por suerte para semejantes miserables, el dictador la palmó sin enterarse de su sucia traición, porque es más que probable que, de saberlo, los hubiera mandado fusilar ahí mismo.
    —Por lo que tengo entendido a Franco le encantaba fusilar a la gente –señaló Madeleine Perrault–. Si no recuerdo mal, mandó ejecutar a cuatro o cinco muchachos poco antes de morir.
    —Merced a esa crueldad logró mantenerse en el poder durante cuarenta años, pero eso es algo que ahora no viene al caso, como supongo que tampoco viene al caso extenderse sobre las consecuencias sociales y políticas que semejante bajeza trajo aparejadas.
    —¿Te refieres al contencioso que mantienen los saharauis del llamado Frente Polisario con Marruecos?
    —¡Exactamente! Llamémosle contencioso o "guerra de liberación", lo cierto es que desde entonces la mayor parte de los naturales de la región malviven como refugiados en Argel, y el problema se ha enquistado de tal modo, que incluso las Naciones Unidas, que han ejercido durante todo este tiempo de mediadoras en el conflicto, consideran que tal vez la única solución viable se encuentre en dividir el territorio, permitiendo que Marruecos se quede con la parte norte y aceptando el establecimiento de una nación independiente en el sur.
    —¿Y es ahí donde se supone que tendríamos que intervenir nosotros? –quiso saber en un tono levemente irónico Indro Carnevalli.
    —Tú lo has dicho –intervino Gaetano Derderian tomando de nuevo el uso de la palabra–. Si se aceptara esa "partición" nos encontraríamos con el hecho de que es necesario construir un país en un desierto de casi ochenta mil kilómetros cuadrados en los que al parecer no hay más que fosfatos, algunos minerales y tal vez, con mucha suerte, algo de petróleo.
    —Sin olvidar una extraordinaria riqueza pesquera... –puntualizó el español–. Es por culpa del prodigioso "banco canario –sahariano", y por esos hipotéticos yacimientos petrolíferos, por lo que Marruecos se resiste a ceder un territorio prácticamente deshabitado.
    —Estoy de acuerdo –admitió el brasileño–. En la zona existe una gran riqueza pesquera por la que tus compatriotas, que poseen una gran flota pesquera pero cada día menos lugares en los que echar sus redes, perderían el culo. ¿Me equivoco?
    —¡En absoluto! Siempre nos hemos enorgullecido de ser, junto a portugueses y japoneses, los mejores pescadores del mundo, pero lo cierto es que desde que los marroquíes nos han impedido pescar en sus aguas nos estamos quedando sin caladeros, por lo que en la actualidad tenemos inmovilizados a la mayor parte de nuestros barcos.
    —En ese caso no hace falta ser un lince para imaginar que a los armadores españoles les vendría de perlas que esa "partición" tuviera lugar y un nuevo país, que no tiene barcos ni dinero para construirlos, les concediera licencias de pesca –insistió su interlocutor–. ¿Qué ofrecerían a cambio?
    —Lo que se les pidiera.
    —¿Por ejemplo gigantescas plantas desaladoras con las que transformar un sediento desierto en tierras fértiles que permitieran vivir decentemente a sus habitantes?
    —¡Por ejemplo! –admitió Gregorio Jiménez.
    —Y curiosamente –insistió el pernambucano– da la casualidad de que la patente de esas llamadas "desaladoras de presión hidrostática" es española, y que tres de sus ministerios, incluido el de Agricultura y Pesca, son los que desarrollan dicha tecnología... –Se volvió al resto de los presentes que se habían limitado a escuchar en silencio para inquirir–: ¿A qué conclusión nos lleva todo ello?
    —Supongo que a la que serían sin duda los españoles los primeros interesados en influir para que dicha "partición" se llevase a cabo –aventuró Gerry Kelly.
    —De ese modo, en lugar de tener frente a las costas de las islas Canarias a un Marruecos en cierto modo hostil y con el que se ha comprobado que resulta muy difícil negociar tratados de pesca, tendrían un aliado ansioso por colaborar –señaló Madeleine Perrault.
    —¡Veo que lo habéis entendido!
    —Resulta evidente, pero lo que no se me antoja tan evidente es qué demonios tenemos que ver nosotros con todo eso.
    —Que se nos presenta una oportunidad única de poner en práctica nuestras ideas demostrando que se puede convertir un territorio conflictivo y estéril en un lugar próspero y pacífico. La región es muy plana, lo cual quiere decir que se puede llevar el agua desde la costa hasta el interior con muy poco coste energético, y si realmente existieran yacimientos de petróleo, dicho costo resultaría ridículo. Trasformar ese desierto en un vergel sería la prueba evidente de que un mundo mejor es perfectamente posible.
    —¿Y qué es lo que quieres que hagamos?
    —En primer lugar convertirnos en el vínculo de unión entre españoles y saharauis, invitándoles a enterrar viejos rencores nacidos de aquella sucia traición y obligándoles a aceptar la conveniencia de una colaboración que ponga fin al conflicto. –Se volvió a Indro Carnevalli–. De eso te ocuparás tú con la inestimable ayuda de Jiménez.
    —¿Y en segundo lugar?
    —Implicar a todos nuestros conocidos en el mundo de la comunicación con el fin de hacer comprender a la opinión pública mundial que la "partición" es la única forma que existe de resolver ese problema y poner fin a los terribles padecimientos de setenta mil hombres, mujeres y niños que llevan casi treinta años confinados, en condiciones absolutamente infrahumanas, en miserables campos de refugiados. En eso tú siempre has sido una experta, Madeleine. Consigue fotos que conmuevan, organiza viajes a Tinduf para cuantos periodistas estén dispuestos a acudir, sobornándolos si es preciso. Gasta el dinero que quieras, hazlo como mejor te parezca, pero el día de mi regreso quiero que gente que en su vida había oído hablar del problema del Sáhara occidental clame a gritos por la partición del territorio y el fin de tan larga injusticia.








































    La ceremonia tuvo lugar en una minúscula capilla de brillantes colores y arquitectura típicamente colonial en la acogedora villa de Mahina, se hicieron fotos rodeados de buganvillas al pie del blanco faro de la Punta de Venus, y dedicaron los dos días que siguieron a recorrer Tahití, comprar pareos en el famoso Mercado de las Flores de Papeete y a visitar el decepcionante museo Gauguin en el que les sorprendió descubrir que podían contemplar su estudio e incluso acariciar sus pinceles, pero no existía ni un solo cuadro original del excéntrico y temperamental artista que tanto tiempo atrás había decidido vivir y morir en la lejana Polinesia Francesa.
    Tras pasar una noche en la cercana isla de Mororea abordaron un pequeño avión de hélice con el fin de dirigirse a la mítica Bora Bora, "la Primera Isla Nacida" según la mitología de los aborígenes, y sin ningún género de dudas el lugar perfecto que, de permitírselo su economía, elegirían todas las parejas de enamorados para disfrutar de una auténtica luna de miel.
    Se hospedaron en la más amplia, alejada e íntima de las cabañas del Bora Bora Beach Club, clavada sobre las transparentes aguas de la quieta laguna, pudiendo contemplar bajo sus pies y a través de un grueso cristal, las idas y venidas de cientos de peces de todos los colores que acudían en tropel en cuanto les arrojaban unas migas de pan.
    Aquel lugar, con su suave temperatura, su brisa refrescante, sus arenas coralinas de un blanco deslumbrante y sus escarpadas cumbres cubiertas de lujuriante vegetación, constituía sin lugar a dudas lo más parecido al paraíso que ser humano alguno pudiera imaginar, y cuando en los atardeceres paseaban hasta la cercana Punta Matira a contemplar cogidos de la mano cómo el sol iniciaba su tranquilo baño diario antes de irse a dormir, tanto Naima Fonseca como Gaetano Derderian se preguntaban por qué razón no decidían quedarse definitivamente allí, olvidándose de los incontables problemas que acuciaban al resto de los mortales.
    Poco más tarde, cuando las primeras sombras se apoderaban del inimitable paisaje se encendían grandes hogueras en la playa, al pie de las palmeras, comenzaban a resonar los tambores, y esbeltos mozarrones y exóticas muchachas que se adornaban con guirnaldas y coronas de flores iniciaban una cadenciosa danza que solían concluir retozando apasionadamente entre la espesura.

    ‘Deja, ¡oh Taaroa; que la fuente se derrame...
    Deja, ¡oh Taaroa!, que el cántaro la reciba...
    No permitas que la fuente se consuma, ni que el cántaro se llene hasta los bordes.
    Que se busquen siempre los ardientes labios, que tiemblen las cinturas al amarse, que se necesiten tanto el uno al otro, que no puedan los años separarles.
    Pon blanca espuma sobre sus cabellos, quiebra sus espaldas con el soplo del viento, pero no permitas nunca, ¡oh gran Taaroa! que tan hermoso amor pueda apagarse.’

    Aquél era un pueblo y aquélla una isla creados por el más bondadoso de los dioses como ejemplo vivo y palpable de lo bien que sabía hacer las cosas cuando decidía hacerlas bien, y sentados sobre un tronco caído bebiendo el dulce jugo de un coco recién cortado, la pregunta que todos los extraños se hacían era por qué injusta y cruel razón el resto del mundo no se parecía algo más a Bora Bora.

    ‘Taaroa era su nombre, y nada había a su alrededor.
    No existía la tierra, ni el cielo del que cuelgan las estrellas.
    No había mar surcado por blancas estelas de naves, ni hombres que marcaran sus huellas en la arena.
    Le respondió su propia voz cuando gritó en las oscuras sombras y su inmensa soledad le llenó el corazón de tristeza.
    Entonces Taaroa nos dio el sol que ahuyenta las tinieblas, nos dio el mar que deja correr los delfines sobre su lomo, nos dio la tierra que alimenta las raíces del cocotero, y nos dio la vida, la música y la danza para que seamos felices hasta el día en que quiera conducirnos al paraíso de NoaNoa.’

    No era extraño que al ponerse el sol los habitantes de Bora Bora experimentasen aquella especie de imperiosa necesidad de dar gracias por tan maravillosa existencia, y Gaetano Derderian experimentaba de igual modo el irrefrenable deseo de bailar descalzo y con una roja flor de pascua tras la oreja, con el fin dar también gracias a aquel todopoderoso Taaroa por permitirle sentirse tan feliz como se sentía en aquellos momentos.
    Hicieron el amor en la playa, en la laguna, bajo los cocoteros, sobre una frágil piragua, e incluso sobre su enorme cama.
    Hicieron el amor a cualquier hora y de cualquier forma y manera imaginables.
    Estaban allí para hacer el amor.
    Y lo hicieron a fondo y a conciencia.
    —Quisiera compartirlo todo, menos a ti, con el resto de los seres humanos –le musitó ella al oído mientras contemplaban los millones de estrellas que parecían estar tan cerca que casi podían tocarse con las manos–. Quisiera que todos mis chicos y chicas, que tanto han padecido, acudieran aquí algún día para poder amar así y sentirse amados de este modo. Y quisiera poder sentar en esa playa a Ariel Sharon, porque tal vez, escuchando a esta gente, comprendiera que es preferible cantar, bailar y reír que asesinar a criaturas inocentes.
    —Ése quizá sea el único que no lo comprendería –fue la respuesta–. Acumula tanta crueldad, ambición y odio en sus cien kilos de hedionda grasa, que su piel se ha vuelto como la de los hipopótamos, insensible a cuanto ofrezca el más mínimo atisbo de belleza o compasión.
    —Si Bora Bora no puede redimirle está claro que nada le redimirá.
    —Los soberbios jamás buscan la redención porque viven convencidos de que su crueldad y sus crímenes son más valiosos que todas las virtudes. Únicamente cuando se consuma en las llamas del infierno tal vez recapacite.
    —¿Acaso crees en el infierno?
    —No, pero cuando pienso en desalmados como él, me gustaría que existiese.
    —A veces tengo la impresión de que el asunto de la bomba en el barco es obra suya.
    —¡No! No lo es. De eso estoy totalmente seguro.
    —¿Por qué?
    —Porque Sharon jamás habría avisado y hubiera intentado hacer muchísimo más daño. Pero no vale la pena ensuciarse la boca hablando de él, y menos aún en un lugar y un momento como éste. Pronto no será más que un doloroso recuerdo como han pasado a serlo Hitler o Stalin.
    —¿De veras lo crees?
    —Estoy tan seguro, como de que fue el mismo dios Taaroa que creó esta isla perfecta, el que te creó a ti.
    —Eso te ha quedado muy romántico y en cuanto descanses y te recuperes te compensaré por ello.
    Tres días más tarde, noche de luna nueva, y cuando ya las tinieblas se habían adueñado del paisaje, una silenciosa embarcación acudió al pie de la corta escalinata que descendía directamente de la cabaña al mar, y sin mediar palabra embarcaron portando únicamente una bolsa de ropa limpia cada uno.
    El remero, un fornido y silencioso nativo, bogó muy despacio, sin apenas agitar el agua ni hacer un gesto brusco que pudiera delatar su presencia, bordeando Punta Matira para concluir por arbolearse a un blanco catamarán que permanecía anclado y a oscuras en el centro de la laguna.
    Treparon a bordo, se escucharon apenas unos susurros y el rumor del ancla al ser izada, se largaron las velas y a los pocos instantes la nave comenzó a deslizarse muy despacio hacia el estrecho de Teavanui, que separaba las tranquilas aguas interiores del atolón de mar abierto.
    Cuando una hora más tarde, las luces de la isla se perdieron por completo a sus espaldas, los seis hombres de la tripulación entonaron a coro una vieja canción, suplicando al dios del mar que les protegiese en el transcurso de su larga travesía:

    ‘Si yo hago navegar mi piragua a través de las aguas traidoras, que ellas pasen por debajo, ¡oh poderoso Tané! Que mi piragua pase por encima.
    Si yo hago navegar mi piragua a través de los vientos huracanados que ellos pasen por encima, ¡oh poderoso Tané! Que mi piragua pase por debajo.
    Si yo hago navegar mi piragua a través de gigantescas olas, que ellas pasen por debajo, ¡oh poderoso Tané! Que mi piragua pase por encima.
    Y cuando regrese al hogar, mi esposa te ofrecerá un sacrificio.
    Y cuando regrese al hogar, mis hijos te ofrecerán un sacrificio.
    Un sacrificio que será digno de un dios tan protector y bondadoso.’

    Las miríadas de estrellas del hemisferio sur, infinitamente más rico en ellas que el hemisferio norte, habían acudido ya a su eterna cita, por lo que el capitán del majestuoso catamarán, Roonui Farepeti, eligió la que le marcaría el inicio de "las negras rutas del agua", el antiquísimo sistema de navegación que había hecho de los de su raza los más geniales peregrinos del mar.
    —Si pretende dirigirse, tal como ahora hacemos, a una isla que se encuentra en algún punto al oeste, debe escoger una estrella y seguirla en su viaje hacia poniente –le indicó al brasileño que desde que subió a bordo se había colado a su lado, ansioso por aprender una forma de orientarse que no se parecía a ninguna otra–. Y cuando esa estrella se oculte en el horizonte, busque a su "enamorada", puesto que cada estrella tiene una enamorada que va tras ella, como atada a su cola. Y a ésta le seguirá otra, y luego otra y así hasta el amanecer, porque Taaroa creó las estrellas con el único fin de que los polinesios lleguemos a buen puerto.
    —¡Pero es que hay millones de estrellas! –se lamentó su interlocutor.
    ¿Cómo puedo saber a cuál de ellas tengo que seguir?
    —Habiendo aprendido a distinguirlas antes que a hablar –fue la respuesta no exenta de un leve tono humorístico–. Cuando se sabe qué lugar ocupa cada constelación en la cúpula del firmamento en cada época del año, sus señales son tan claras como los letreros de las calles de Papeete.
    Quien sepa leer nunca se perderá en Papeete, y quien conozca las estrellas nunca se perderá en el mar.
    Diez estrellas marchando en su eterna e inmutable procesión una tras otra bastaban a un buen piloto para no errar el rumbo en el transcurso de una noche, y ese conjunto recibía el sagrado nombre de Avei'a o Camino de las Estrellas.
    Roonui Farepeti había decidido que el Avei'a de aquella particular singladura comenzase con la tercera estrella de la constelación de la Danza del Dios Oró, que se ocultaría por el noroeste media hora más tarde, pero sabía que en ese momento ya tendría el extremo de la Cola de la Fragata sobre la proa del balancín de estribor, mientras que a su espalda haría su aparición la punta del Anzuelo de Maui.
    Girando la cabeza sobre su hombro izquierdo distinguiría con total nitidez la Cruz del Sur, al tiempo que alzándose sobre su hombro derecho bailarían sin freno las Siete Viudas Locas.
    Cuando se encontrara en ese punto exacto del inmenso océano Pacífico en aquel mes del año, un buen navegante polinesio sabría, con total exactitud, que en esos momentos estaba cruzando entre las pequeñas islas de Maupiti y Tupai sin necesidad de distinguir las luces de sus faros.
    La más negra oscuridad, en la que destacaba con fuerza el brillo del firmamento era, desde siempre, la mejor aliada de aquel pueblo marinero, y a diferencia de cuanto les sucedía a los restantes habitantes del planeta, era en las impenetrables tinieblas donde jamás se perdían.
    —Si quiere comprender nuestra forma de orientarnos, tendrá que acostumbrarse a dormir de día y pasar la noche en vela –le hizo notar el capitán a su atento discípulo–. En alta mar, de día lo único que se ve es el mar, y en el mar los dioses nunca han marcado ningún camino aunque acostumbra dejar ciertas señales.
    Roonui Farepeti era un auténtico "navegante mayor" polinesio, de eso no cabía la más mínima duda, y se advertía no sólo por su profundo conocimiento de las estrellas, sino por el modo en que, con un leve ademán de la mano indicaba al timonel que corrigiera el rumbo, la imperativa mirada que dirigía a los gavieros para que cazasen un punto las velas, o la forma de ladear la cabeza alzando un ojo para tener siempre presente hacia dónde se inclinaban los suaves plumones que colgaban de los obenques.
    Sus manos y brazos aparecían cubiertos de pequeños tatuajes, y cuando al día siguiente Naima Fonseca le comentó que eran muy llamativos y curiosos, respondió con absoluta naturalidad:
    —Que sean bonitos o feos, llamativos o no, carece de importancia. Lo esencial es que sean útiles. Si junto las puntas de los dedos y formo un círculo con mis brazos, al mirar a través de esos dedos hacia la Cruz del Sur, mi codo izquierdo señalará justo hacia el este, el derecho hacia el oeste, y mi nuca hacia el norte.
    –Le aproximó el antebrazo para que pudiera observar mejor los tatuajes al añadir–: Cada uno de estos signos me mostrará las diferentes subdivisiones de la rosa de los vientos y me recordará cuál es la "estrella guía" con la que debo iniciar el Avei'a, dependiendo de la época del año en que nos encontremos.
    —¿Quiere decir con eso que es usted una especie de "compás viviente" o carta de navegación? –se sorprendió la venezolana.
    —"Viviente", pero también pensante –fue la divertida respuesta. Si no fuera capaz de saber por qué punto exacto saldrá o se ocultará la siguiente estrella del camino, o no supiera corregir el rumbo calculando la deriva según la fuerza del viento o las corrientes, de poco valdría el resto. Ser "una especie de compás viviente" puede servir para saber en qué lugar del océano te encuentras, pero no hacia dónde te diriges.
    —Alcanzo a entender que conociendo tan perfectamente las estrellas se pueda marcar y seguir un rumbo en plena noche –reconoció Gaetano Derderian casi a su pesar–. Pero lo que no entiendo es cómo se las arreglan para mantenerlo en pleno día bajo un manto de nubes que no permiten saber, como ahora, dónde se encuentra el sol exactamente.
    —Ésa es sin duda la labor más complicada para un piloto polinesio –replicó con un leve gesto de asentimiento Roonui Farepeti–. Al amanecer tiene la ruta marcada, pero con la nueva luz lo único que alcanzará a ver es el azul del mar y el cielo. Sin embargo, en esos momentos las olas, el viento, las nubes, las aves e incluso los peces y las tortugas le irán indicando lo que ocurre a su alrededor, y su obligación estriba en saber interpretar esas señales...
    —¿Como por ejemplo? El nativo dudó unos instantes, giró la vista a su alrededor y al fin señaló un punto en el horizonte:
    —¿Ve aquellos dos alcatraces volando en círculo allá a lo lejos? –inquirió.
    —Con mucho esfuerzo.
    —Pues ellos nos están indicando que a proa, por estribor, y a unas treinta millas de distancia se alza una isla.
    —¿Y eso por qué?
    —Porque ésa es la distancia a la que los alcatraces suelen salir a pescar cuando están criando, y ésta es época de cría. Al atardecer regresarán a sus nidos con el buche repleto de peces con que alimentar a sus polluelos. Pero si se tratara de gaviotas esa distancia se reduciría a la mitad.
    —¿Y por qué sabe que sus nidos están a proa por estribor, y no a popa o por babor?
    —Porque de donde venimos no hemos visto tierra a esa distancia, y por lo tanto tiene que estar ante nosotros.
    Y por la dirección del viento. Los alcatraces no son estúpidos, y por la mañana vuelan contra el viento, mientras que al atardecer, cuando se encuentran cansados y con el estómago repleto, prefieren planear permitiendo que el viento les devuelva a casa.
    —¿Y cómo ha aprendido todo eso?
    —A través de mil generaciones de mis antepasados que fueron capaces de recorrer un océano que abarca más de la tercera parte de la superficie del globo en embarcaciones como ésta.
    —Pero sus antepasados no conocían la escritura y por lo tanto carecían de un sistema lógico de dejar constancia de sus conocimientos.
    —No –admitió el otro–. No conocían la escritura, pero contaban con los "oripo", los "hombres memoria", cuya única misión en esta vida se centraba en aprenderlo todo para transmitir a nuevas generaciones de "oripos" cuanto necesitaban saber.
    Al atardecer del día siguiente tanto Naima Fonseca como Gaetano Derderian tuvieron una muestra más de hasta qué punto aquélla era una raza de auténticos navegantes, puesto que tras permanecer un largo rato contemplando la monotonía del mar Roonui Farepeti comentó:
    —Allí está nuestro destino.
    El brasileño aguzó la vista pero no consiguió ver nada, por lo que no le quedó más remedio que inquirir:
    —¿Cómo lo sabe?
    —Porque hay una isla y por esta región no existe más que ésa.
    —Yo no veo ninguna isla.
    —Aún no se ve, pero ahí está.
    —¿Por qué? El nativo tardó en responder, como si le molestara tener que explicar algo tan simple, pero al fin lanzó un hondo suspiro para acabar por señalar:
    —¿Qué es lo que alcanza a ver?
    —Un grupo de nubes.
    —¡Exacto! Pero si presta atención advertirá que las de la izquierda se mueven, pero las de la derecha no.
    —¿Y eso qué quiere decir? –quiso saber la desconcertada venezolana.
    —Que tropiezan contra algo. Y ese algo no puede ser más que una isla de más de ochocientos metros de altura, que es la que buscamos.
    Efectivamente, con las primeras luces del alba atravesaron la barrera de coral que protegía una amplia laguna, para fondear a pocos metros de la larga playa bordeada de altos cocoteros de lo que parecía ser un agreste y deshabitado islote perdido en mitad del Pacífico.
    Desde el catamarán se hizo sonar repetidas veces una caracola en lo que parecía una señal convenida, y casi de inmediato de entre la espesura surgieron tres hombres que agitaron los brazos alegremente.
    Uno de ellos era un casi desconocido Noel Fox que no vestía más que un rojo pareo y aparecía barbudo, melenudo y tostado por el sol, mientras los otros dos eran nativos fuertemente armados.
    Gaetano Derderian se arrojó al agua para nadar velozmente hasta poner pie en tierra y abrazar con indudable afecto a su amigo.
    —¡Qué buen aspecto tienes! –fue lo primero que le dijo–. Pareces un auténtico salvaje. ¿Cómo te encuentras?
    —Más feliz que en toda mi vida.
    ¿Y tú?
    —Quiero suponer que más aún, puesto que me he casado. –Hizo un gesto hacia quien venía nadando tras él–.
    Con Naima Fonseca.
    —¡Dios bendito! –exclamó el otro alborozado–. ¡Al fin lo conseguiste!
    —Trabajo me costó, pero valió la pena. ¿Y cómo están nuestros amigos?
    —¡Muy bien! Arriba, en la montaña. Tienen tal obsesión por el trabajo que raramente bajan a disfrutar de la playa.
    —¿Progresan?
    —Ellos te lo dirán.
    La venezolana, que había alcanzado también la playa, saludó afectuosamente a Noel Fox para volverse de inmediato a su marido e inquirir torciendo cómicamente el gesto:
    —¿De modo que ésta era la sorpresa que me tenías preparada? –Le amenazó con el dedo al añadir–: ¡Que sea la última vez que no compartes un secreto! Aguardaron a que uno de los tripulantes del catamarán llegara en el bote auxiliar trayendo su ropa y sobre todo sus zapatos, y mientras el resto se quedaba descargando provisiones, se adentraron en la espesura a través de un oculto y sinuoso sendero que trepaba por la ladera de la montaña, tan empinado, que en más de una ocasión tuvieron que detenerse para tomar aliento.
    En dos recodos estratégicos sendos hombres armados vigilaban un océano por el que no podría llegar nadie sin ser visto con mucha antelación, y al cabo de media hora, y tras bordear el cráter de un viejo volcán dormido, desembocaron en una gran explanada al fondo de la cual se abría una pequeña laguna.
    Bordeándola se internaron de nuevo entre los árboles para toparse de improviso con cuatro amplias cabañas, tan perfectamente camufladas, que un águila podría haber volado sobre ellas sin advertir su presencia.
    En el porche de la más acogedora y aislada de ellas les aguardaban Armando Batista, su mujer y su hija.
    Al igual que sucedía con Noel Fox, poco o nada parecían tener que ver con el trío de infelices y aterrorizados personajes que el brasileño conociera en un hotel de las afueras de Florencia, en especial madre e hija, que habían engordado a ojos vista y se cubrían con hermosos y coloridos pareos típicamente polinesios.
    Casi de inmediato las dos mujeres se hicieron prácticamente inseparables de la venezolana, puesto que, tal como ellas mismas reconocerían más tarde, durante los últimos doce años su contacto con miembros de su propio sexo se había limitado a las prostitutas del campamento de narcotraficantes, una azafata y dos recepcionistas de hoteles.
    Almorzaron en una amplia terraza al aire libre, casi al borde mismo de la laguna y a la sombra de dos frondosos "araguaneys", y quien hubiera contemplado la plácida escena hubiera imaginado que se trataba de un grupo de amigos disfrutando de unas bien merecidas vacaciones.
    No obstante, a la hora del café y tras una larga charla sobre los acontecimientos del mundo durante aquellos últimos meses, el colombiano señaló:
    —Por aquí las cosas van mejor de lo que esperábamos, en parte debido a que la variante de mosca blanca que hemos elegido es la ‘Bemisia tabaci’, que recibe ese nombre porque la primera vez que se detectó fue cuando arrasó las plantaciones de tabaco de Grecia, a finales del siglo Xix.
    —¿Y qué tiene de especial esa ‘Bemi’..., etc.?
    —Que sus hembras son capaces de poner hasta trescientos huevos a lo largo de su período vital, que viene a ser de unas tres semanas. En este clima caluroso, con mucho alimento y excelentes condiciones medioambientales, esperamos conseguir entre veinte y treinta generaciones al año, y estoy convencido de que no necesitaremos más de sesenta para cambiar sus hábitos de "afición" al tabaco por "afición" a la adormidera.
    —Unas moscas muy viciosas por lo que veo –no pudo por menos que comentar una divertida Naima Fonseca.
    —No se trata de vicio, sino del hábitat en el que se desarrollen –le hizo notar Armando Batista–. De la misma forma se decantarían por los tomates, las naranjas o incluso los cafetales. Es gracias a esa casi increíble capacidad de adaptación al medio, así como por la resistencia de sus huevos a los bruscos cambios de temperatura, por lo que la ‘Bemisia tabaci’ ha logrado sobrevivir a lo largo de millones de años, y la mejor prueba de ello estriba en que se han encontrado cadáveres de parientes muy cercanas en el interior de gotas de ámbar que datan de la época en que los dinosaurios dominaban la Tierra.
    —¿Y en verdad cree que será un insecto tan arcaico el que solucione un problema tan actual como el de la adicción a la heroína?
    —Quiero creerlo, y por eso estamos aquí –fue la respuesta–. Todo cuanto existe está en la naturaleza, que es la encargada de mantener el equilibrio de la vida sobre el planeta, y por lo tanto los efectos de algo que proviene de esa naturaleza tan sólo podrán contrarrestarse, como siempre ha ocurrido, con algo que de igual modo provenga de la naturaleza.
    —Como teoría es realmente hermosa.
    —Y como práctica, efectiva –intervino en apoyo de su esposo Amelia Batista–. Tenga en cuenta que ningún ser humano logrará nunca solucionar un problema de orden material si no es basándose en elementos de igual modo materiales porque todo cuanto existe tiene su principio y su razón de ser en lo que la tierra, el mar o los animales nos ofrecen.
    —Suena bastante lógico.
    —Porque lo es. Cuando hace ya más de un siglo la viruela mataba a millones de personas, un médico cayó en la cuenta de que las vacas eran inmunes a esa enfermedad, y por medio de su sangre creó la "vacuna" que erradicó la viruela definitivamente. ¿Por qué razón no pueden ser las larvas de una mosca que se ha demostrado hasta la saciedad que ataca a toda clase de cultivos, la que erradique esa otra plaga que nos está destruyendo?
    —¡Daría tanto por que así fuese!
    —¡Pues en eso estamos! ¡Vengan a verlo! Cruzaron el bosque hasta desembocar en un gigantesco galpón de techo metálico pintado de verde, y que hacía las veces de invernadero con distintas secciones separadas entre sí por finos mosquiteros.
    En el interior el calor resultaba casi asfixiante, y cada división se encontraba ocupada por plantaciones de amapolas en distintas etapas de crecimiento.
    Avanzaron en grupo por un ancho pasillo central, y el colombiano se fue deteniendo ante las distintas subdivisiones con el fin de que pudieran observarlas con detenimiento.
    —Cada grupo de esquejes, a uno y otro lado, fue plantado al mismo tiempo, pero en los del lado derecho hemos introducido moscas blancas, y en los del izquierdo, no. ¿Advierten la diferencia?
    —Es notable a simple vista –admitió el pernambucano–. Las plantas de la derecha aparecen lánguidas, descoloridas y casi diría que melancólicas.
    —Ésa es la palabra más apropiada, "melancólicas" –reconoció Armando Batista–. Pero tenga presente que nos encontramos en las primeras etapas de "infección", puesto que estas moscas pertenecen aún a la cuarta generación y todavía no hemos conseguido reforzar convenientemente el virus.
    Cuando lo logremos, la enfermedad será tan letal que ni una sola planta alcanzará la categoría de "adulta".
    —Y si ninguna llega a adulta, ninguna conseguirá reproducirse, puntualizó su hija–. Y cuando una especie no consigue reproducirse, acaba por desaparecer.
    —En cierto modo es un proceso que se asemeja mucho al que se está empleando en ciertos países africanos para acabar con la mosca que contagia la enfermedad del sueño. Se esteriliza por medio de radiaciones a millones de machos, y luego se les deja en libertad para que se apareen con hembras cuyos huevos resultan por consiguiente infecundos. De ese modo se está consiguiendo reducir de forma drástica el número de enfermos. –El colombiano mostró una planta que aparecía definitivamente muerta girando una de sus hojas para aproximar una lupa con el fin de que pudieran observarla con más detenimiento–. ¡Fíjense en estas manchas marrones que se han vuelto cada vez más oscuras! Es el efecto del virus. En Colombia me temblaban las piernas nada más verlas, pero encontrarlas aquí me llena el corazón de esperanza.
    —Me continúa preocupando lo que pueda ocurrir cuando la plaga se extienda por toda una región –comentó Gaetano Derderian–. Corremos el riesgo de causar un auténtico desastre ecológico.
    Todo logro tiene un riesgo –admitió Amelia Batista–. Pero de lo que estamos seguros es de que si necesitamos sesenta generaciones para conseguir que poco a poco una determinada clase de mosca blanca tan sólo anide en las adormideras, no cambiará sus hábitos hasta que no quede una sola planta de adormidera en cientos de kilómetros a la redonda. –Hizo una corta pausa para añadir no demasiado convencida–: Y entra dentro de lo posible que entonces, al no encontrar un lugar apropiado para desovar, concluya por extinguirse.
    —Lo dudo.
    —También yo –admitió sin el menor empacho la mujer–. Pero de lo que sí estoy segura es de que en esos momentos su capacidad de reproducirse descenderá de modo muy notable hasta que, con un poco de suerte, se convierta en una plaga de las consideradas "habituales" que los agricultores saben combatir con notable eficacia.
    —Pero usted no apostaría por ello.
    —¡Desde luego que no! Yo tan sólo apuesto por resolver un grave problema que nos afecta a todos. El siguiente problema tendrán que resolverlo otros, pero puede estar seguro que siempre será mucho menor.






















    Dedicaron los hermosos días que siguieron a mantener largas y con frecuencia instructivas charlas con los colombianos, así como a visitar la isla comprobando hasta qué punto se había acondicionado para una prolongada estancia, haciendo muy especial hincapié en la seguridad.
    Únicamente Noel Fox y Roonui Farepeti conocían su emplazamiento exacto, y el nativo ni siquiera hubiera sido capaz de marcar sus coordenadas sobre un mapa, puesto que sabía cómo llegar hasta ella guiándose por las estrellas pero como jamás permitía llevar a bordo una brújula, un sextante, o tan siquiera un cronómetro, nadie que no fuera un auténtico "navegante mayor polinesio" hubiera conseguido encontrar, sin instrumentos náuticos, tan diminuta aguja en el gigantesco pajar del Pacífico sur.
    Canalizando el agua que continuamente rebosaba de la pequeña laguna en una región en la que las lluvias solían ser en exceso generosas, y con ayuda de una pequeña turbina situada trescientos metros más abajo, obtenían electricidad suficiente como para alimentar el radar, la radio, las neveras e incluso una antena parabólica que durante el día permanecía camuflada, pero que durante las noches les permitía estar al tanto de cuanto ocurría en el resto del mundo.
    —Cuando, muy de tanto en tanto, un barco o un avión cruza por las proximidades, podemos detectarlo antes incluso de que haga su aparición en el horizonte –señaló Noel Fox–. En ese momento hacemos sonar una sirena que se escucha hasta en el último rincón de la isla, y te garantizo que a los tres minutos todo queda tan oculto, que ni con ayuda del más potente telescopio se conseguiría adivinar que aquí habitan algo más que patos, conejos y lagartos.
    —Me alegra comprobar que el dinero está bien invertido –admitió el brasileño–. Nunca lo puse en duda, pero cuanto has logrado supera todas mis expectativas.
    —Es que se trata del trabajo más agradable y satisfactorio que he tenido en mi vida, tanto por los objetivos que nos hemos propuesto, como por la forma en que lo hacemos. Este lugar es, sin ningún género de dudas, lo más parecido al Edén que nadie pueda imaginar.
    —¿Y no te aburres? –quiso saber Naima Fonseca.
    —¿Aburrirme? –se escandalizó el otro–. ¡En absoluto! El simple hecho de mantener a raya a las estrellas de mar me entretiene durante horas.
    —¿Qué quieres decir con eso de "mantener a raya a las estrellas de mar"?
    —Evitar que nos tumben la casa. O mejor dicho, la isla.
    —¿Me tomas el pelo?
    —¡Dios me libre! –fue la divertida respuesta–. Supongo que te puede sonar a broma, pero las estrellas de mar constituyen nuestro peor y casi único enemigo. Hay días que mato más de cien.
    —¿Y qué daño te hacen?
    —Se alimentan de los pólipos de los corales y cuando atacan en masa pueden destruir en pocas horas arrecifes que han tardado siglos en crecer.
    Y si se derrumbara el arrecife que conforma y protege la laguna, el mar reventaría directamente contra las playas y las rocas. Un gran número de atolones de baja altura de la Micronesia han desaparecido por esa causa durante los últimos años.
    —¿Por culpa de las estrellas de mar? –inquirió un asombrado Gaetano Derderian–. ¡No me jodas!
    —Parte de la culpa la tiene también el llamado "efecto invernadero", que con el excesivo calentamiento de la Tierra está consiguiendo que los hielos de los polos se derritan, con lo que sube el nivel de los océanos.
    –Hizo un gesto hacia la barrera de arrecifes que rodeaba casi por completo la isla para añadir–: Como pueden ver, el agua que cubre los arrecifes es muy escasa, y si su nivel aumenta aunque tan sólo sea unos centímetros los corales no reciben la insolación que necesitan al tiempo que las olas se deslizan libremente por encima para acabar sumergiendo por completo a los atolones de menor altura.
    —¿Y qué tiene eso que ver con las estrellas de mar?
    —Que atacan desde abajo. Si devoran a los pólipos la colonia deja de crecer, cuando el coral no crece muere, con lo que la pared se resquebraja y concluye por derrumbarse. Hasta hace unos cincuenta años el número de estrellas de mar era muy escaso y por lo tanto su poder destructivo resultaba prácticamente inapreciable. Sin embargo de pronto se puso de moda entre los turistas llevarse de recuerdo conchas de "tritón", de esas con las que se suelen hacer las pilas bautismales, y que pertenecen a un molusco que se alimenta de estrellas de mar.
    En poco tiempo se pescaron en el Pacífico sur más de cien mil de esos "tritones", con lo cual las estrellas de mar se encontraron sin depredadores naturales y en menos de una década se convirtieron en una auténtica plaga de efectos aniquiladores.
    —¡Sorprendente!
    —Lo peor no es eso –señaló Noel Fox–. Lo peor es que cuando los científicos descubrieron la raíz del mal enviaron a un ejército de buceadores a acabar con las estrellas. Lo hicieron cortándolas en dos con ayuda de afilados cuchillos sin caer en la cuenta de que con el tiempo ambas regeneraban las partes perdidas, con lo que en verdad lo que hicieron fue multiplicar el problema. Al final tuvieron que matarlas inyectándoles aldehído fórmico, o sacándolas por miles a que se secaran al sol.
    —Parece cosa de ciencia–ficción –señaló la venezolana.
    —Pero por desgracia es verdad.
    Por eso, entre el trabajo y la captura de estrellas de mar, no me queda tiempo de aburrirme. Además hay buena pesca, hermosas playas, algo de caza, películas en la tele o el vídeo, y me he traído todos aquellos libros que siempre quise leer y nunca pude. Lo cierto es que no suele quedarme ni un minuto libre. –Sonrió apenas al añadir–: Aparte de eso, los Batista son una familia bastante agradable excepto los días, que por suerte cada vez son menos, en que les abruman los recuerdos y los traumas.
    —¿Cómo soportan el encierro?
    —¿Encierro? –Se sorprendió el otro–. Para ellos este género de vida no constituye un encierro, sino una auténtica liberación. Sobre todo para las mujeres que, a mi modo de ver, debieron sufrir todas las penalidades del infierno en manos de aquella pandilla de salvajes.
    —¿Tienes idea de quién pudo organizar su secuestro? –quiso saber el brasileño.
    —Los hermanos Garrido, de Medellín, y si la memoria no me falla recordarás que su nombre surgió en varias ocasiones cuando estuvimos investigando las conexiones de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos con el narcotráfico colombiano.
    —Lo recuerdo –admitió Gaetano Derderian–. Casi analfabetos y medio tarados, pero resultaron ser los asesinos más astutos, sanguinarios y escurridizos que jamás he conocido...
    Guardó silencio unos instantes, su mente pareció volar muy lejos, y quienes le acompañaban, que le conocían muy bien, optaron por esperar pacientemente, puesto que sabían que en esos momentos meditaba sobre algo importante y no convenía devolverle a la realidad.
    Al fin, como si despertara de un corto sueño, inquirió:
    —¿Crees que los Batista se sentirían más tranquilos si tuvieran la certeza de que quienes ordenaron su secuestro han quedado definitivamente fuera de circulación?
    —Más tranquilos no lo sé, puesto que lo que intentan afecta no sólo a los hermanos Garrido, sino a todos los narcotraficantes del mundo –fue la sincera respuesta–. Pero lo que sí sé es que estarían mucho más contentos.
    —Tocaré algunos hilos...
    —No se me antoja buena idea involucrarnos aún más con ese tipo de individuos –intervino la venezolana sin aparente ánimo de polemizar–. Han demostrado tener mucho dinero y pocos escrúpulos, y te recuerdo que durante la última reunión que mantuvimos la mayoría decidió mantenerse al margen con el fin de evitar males mayores.
    —No te preocupes –admitió su marido–. No haré nada a no ser que encuentre la forma de acabar con ellos sin que puedan sospechar, ni remotamente, de dónde les vienen los golpes.
    Creo que conozco a la gente apropiada para el caso.
    —Me sigue pareciendo peligroso –señaló ella–. Pero eres tú quien decide.
    —Te agradezco la confianza.
    —Por algo me he casado contigo.
    *¡Mejor prueba...!
    —Ninguna, y por ello puedes estar segura que no haré nada sin consultar al "cónclave". Por mucho que me apetezca que esos hijos de puta desaparezcan del mapa, me lo pensaré muy bien antes de tomar esa clase de decisiones.
    No volvieron a mencionar el tema, ni ningún otro relacionado con la familia colombiana hasta que el último día de su estancia en la isla, y al concluir un larguísimo opíparo almuerzo de despedida puesto que como siempre la nave zarparía en cuanto hicieran su aparición las primeras estrellas en el firmamento, la más joven de los Batista, que no solía ser muy dada a intervenir en las conversaciones, sobre todo cuando había hombres delante, inquirió de improviso sin dirigirse a nadie en particular:
    —Esa tarea que se han propuesto de crear un mundo mejor, ¿se limita a los seres humanos, o comprende también a los animales? Los interrogados se observaron un tanto confundidos, y al fin Naima Fonseca, que era quien más relación había mantenido con ella, no pudo por menos que replicar:
    —¿A qué te refieres?
    —A los animales. Ya se lo he dicho.
    —¿Qué clase de animales?
    —Todos, pero especialmente los salvajes.
    Al advertir que sus interlocutores continuaban igualmente perplejos, se puso en pie para regresar a los pocos instantes con lo que en un tiempo muy lejano debió de ser un libro, pero que ahora no era más que un puñado de hojas desencuadernadas, carcomidas, arrugadas y grasientas.
    No obstante, y pese a que resultaba evidente que semejante desecho de edición barata no servía ni para envolver pescado, lo colocó sobre la mesa como si se tratara de un incunable de incalculable valor para comentar casi cómicamente seria:
    —Éste fue uno de los pocos libros que cayó en mis manos durante los años que nos mantuvieron en cautiverio, y el único que quise llevarme. En él se sostiene que sería posible aclimatar la mayor parte de las especies de animales salvajes que se encuentran en trance de desaparición en África, a ciertos lugares de Sudamérica. –Se volvió ahora a Gaetano Derderian al añadir sinceramente interesada–:
    ¿Cree que es. posible? El pernambucano miró a_ambos lados como si pidiera ayuda ante tan desconcertante pregunta, y al fin se vio obligado a reconocer:
    —No sabría qué decirte. Nunca he entendido mucho de animales.
    —¿Pero si fuera cierto y las teorías que se exponen tuvieran una cierta lógica, su "organización", que por lo visto tiene mucho dinero, estaría dispuesta a salvar a esos animales?
    —Me gustaría poder responderte que sí, pero lo cierto es que antes tendría que saber a qué clase de animales se refiere, dónde se supone que podrían establecerse, qué coste tendría el traslado y hasta qué punto redundaría en que el mundo fuera un poco mejor.
    —Aquí lo explica –replicó la muchacha a la que se advertía ciertamente excitada–. ¿Quiere que se lo lea?
    —¿A punto de marcharnos? –Se escandalizó su interlocutor–. ¡No, por Dios! Imagino que ésas son cosas que es necesario estudiar con calma.
    *¿Puedo llevármelo?
    —¡De ninguna manera! –fue la firme e inapelable respuesta, aunque suavizó el tono al añadir–: Pero puedo hacerle una fotocopia de las páginas que hablan del tema.
    —Supongo que con eso bastará –admitió el pernambucano que evidentemente se sentía un tanto desconcertado por la actitud de la joven colombiana, para inquirir casi de inmediato–:
    ¿Tanto te interesan los animales?
    —Más que las personas.
    —¿Y eso?
    —Hasta ahora no me han hecho ningún daño y a Omaira le encantaban.
    Durante nuestros primeros años en el campamento fueron casi nuestra única distracción, aunque por desgracia en aquella selva no había más que loros, monos y serpientes. Eso es lo que tanto me llamó la atención del libro:
    ¿qué razón puede existir para que originariamente Sudamérica fuera tan pobre en mamíferos, y sin embargo África tan rica?
    —Realmente es una cuestión que nunca me había planteado –intervino Noel Fox, que se volvió de inmediato al brasileño para inquirir–: ¿Tienes alguna idea de a qué puede deberse? El aludido se limitó a rascarse la incipiente barba al tiempo que se encogía de hombros admitiendo sin el menor reparo su ignorancia.
    —Siempre he sido de la opinión de que es preferible no hablar de aquello que no se sabe, y en cuanto se refiere a la vida y costumbres de los mamíferos africanos admito que no soy ni por lo más remoto un experto. Pero si nuestra buena amiga, la señorita Batista, me proporciona esas fotocopias, prometo ponerme al corriente de inmediato.
    —¿Y hará algo por ellos?
    —¡Veremos...! A la mañana siguiente, de regreso a Bora Bora y mientras el altivo catamarán navegaba plácidamente por un océano que hacía honor, más que nunca, a su justo nombre de Pacífico, Gaetano Derderian se acomodó en cubierta para comenzar a leer unas borrosas páginas fotocopiadas que a continuación iba entregando a su esposa que aparecía tumbada a su lado y que parecía disfrutar sinceramente de la placentera travesía pese a que nunca había sido demasiado aficionada al mar.

    En menos de un siglo, los animales salvajes han dejado de ocupar la mitad de sus territorios originales en el Continente Negro, mientras que en las regiones que aún subsisten su número se ha reducido a la cuarta parte.
    Primero fue en el norte, donde un pequeño y resistente elefante que el hombre conseguía domesticar a diferencia de sus congéneres del resto de África, comenzó a disminuir hasta que el último murió a finales del siglo Xix, en una aldea de Túnez.
    Más tarde, sobre 1930, moría también el último león de Berbería, dotado de una increíble arrogancia y una majestuosa melena negra que le bajaba hasta mitad del pecho convirtiéndole por ello en el más hermoso de su especie. Se diezmaron luego las gacelas egipcias, de las que apenas quedan ya un centenar, los ñus de cola blanca, conservados tan sólo en cautividad, la cebra de Burchell y el antílope azul totalmente extinguido, mientras que del antílope lira y su pariente el ‘blesbock’ tan sólo quedan ejemplares disecados pese a que hace doscientos años cubrían inmensos territorios.
    Y esas desapariciones han sido motivadas no sólo por las matanzas de los aficionados a la caza, sino por culpa de unos nativos poco respetuosos con la naturaleza, y sobre todo, por la ineludible necesidad del ser humano de ganar espacio vital empujando a las grandes manadas hacia lugares cada vez más inhóspitos.
    África se ha quedado pequeña, y cada día se volverá más y más pequeña hasta que llegue un momento en que hombres y bestias no consigan convivir, y de la misma manera que millones de bisontes dejaron de vagar libremente por las praderas norteamericanas, los elefantes, las cebras, las jirafas, los ñus y los impalas dejarán de vagar por las llanuras africanas.
    Siempre estuve convencido de que ésa era una tragedia irremediable, hasta el día en que, encontrándome en la gran sabana venezolana intenté cazar algo para comer y me encontré con la desagradable sorpresa de que podía caminar durante horas sin tropezar con un solo bicho viviente.
    Me detuve a considerar entonces en el hecho de que durante todos mis viajes por las Guayanas, la Pampa, los Llanos, los Andes o la Amazonia me había encontrado siempre con idéntica escasez de vida animal, y existían allí praderas, selvas y montañas tan desiertos como el Sáhara, pese a que en apariencia sus condiciones de habitabilidad resultaran óptimas.
    Me dediqué entonces a estudiar dicho hábitat para llegar a la conclusión de que por clima, acidez de la tierra, tipo de gramíneas, abundancia de agua, e incluso semejanza de paisajes, no existían grandes diferencias entre la gran sabana o las llanuras venezolanas y colombianas y las praderas africanas, del mismo modo que no existía entre las selvas amazónicas y las guineanas.
    El Nuevo Mundo dispone de millones de hectáreas casi deshabitadas que podrían convertirse perfectamente en el hogar de unas especies que ya no tienen cabida en un Continente Negro superpoblado.

    Gaetano Derderian Guimeraes hizo un alto en la lectura, entregó la hoja a Naima Fonseca, observó largo rato el mar que semejaba en verdad una balsa de aceite sobre cuya superficie surgía de pronto la plateada flecha de un pez volador que escapaba despavorido del ataque de sus depredadores, y cuando advirtió que ella también había concluido de leer, inquirió:
    —¿Qué opinas?
    —Aún no lo sé. Es uno de esos temas que nunca se me habían pasado por la mente.
    —Lo cierto es que hace millones de años África y América estaban unidas, y si se observa un mapamundi se advierte el corte de separación. No es extraño por tanto que el paisaje, el clima, las tierras e incluso un gran número de plantas sean muy semejantes.
    —¿Y por qué no los animales?
    —Porque curiosamente en el llamado Nuevo Mundo sobrevivieron las especies más primitivas, como caimanes, tortugas o armadillos, mientras que en la vieja África se desarrollaron posteriormente la mayor parte de los grandes mamíferos que se extendieron al resto del mundo sin conseguir atravesar por sus propios medios el océano.

    Hace más de un siglo, un ganadero trasladó a la isla de Marahó, en la desembocadura del Amazonas, dos parejas de búfalos cafres y hoy en día abundan al extremo de que su cacería constituye el principal atractivo turístico de la isla. En otra ocasión un barco cargado de cabras hispánicas naufragó en una isla del Caribe y en poco tiempo se multiplicaron de un modo increíble. La vaca, el caballo, la gallina y docenas de otros animales domésticos se han aclimatado perfectamente, y por lo tanto no existe razón alguna para que los animales salvajes no se aclimaten de igual modo.
    Me trasladé a Sudáfrica a sabiendas de que en el parque Kruger estaban sacrificando tres mil elefantes a los que no podían dar de beber ni alimentar sin poner en peligro al resto de las especies, y aunque en un principio les sorprendió mi idea, a la vista de las muestras de forrajes los responsables del parque se mostraron de acuerdo en permitir que me llevara los elefantes que tenían que matar. Estaban convencidos de que tanto ellos como sus descendientes tardarían más de un millón de años en comerse la selva amazónica, al igual que manadas de ñus, jirafas, cebras e impalas nunca conseguirían acabar con la vegetación de los llanos o las sabanas.
    Ahora mi problema se limita a una sencilla cuestión: ¿Cuánto cuesta trasladar todas esas bestias de un continente a otro con el fin de salvarlas de una más que probable extinción?

    —¡Una fortuna!
    —¿Cómo lo sabes? –inquirió Naima Fonseca ante la exclamación que su marido no había podido evitar al concluir de leer lo que alguien había escrito treinta años antes.
    —No lo sé, pero lo supongo. Si cada elefante pesa por lo menos cinco toneladas, multiplica por tres mil y te harás una ligera idea.
    —¿Y cuántas toneladas de crudo transporta uno de esos gigantescos petroleros que diariamente cruzan los mares?
    —quiso saber la venezolana.
    —¿Acaso se te ha pasado por la cabeza la idea de transformar un moderno petrolero en una especie de arca de Noé? –se asombró su marido–. Perdona, querida, sabes que te adoro, pero en ocasiones creo que estás chiflada.
    ¿No te basta con recoger niños que ahora pretendes proteger elefantes?
    —Un mundo con elefantes siempre será mucho mejor que un mundo sin ellos –replicó ella al tiempo que le dedicaba la más seductora de sus sonrisas–. ¿O no?
    —Sin duda alguna.
    —En ese caso, lo único que tenemos que hacer es pedirle a Oman Tlass que nos preste uno de sus petroleros, limpiarlo bien y meter dentro a un buen montón de todos esos animales en trance de desaparición en África con el fin de proporcionarles un futuro mejor al otro lado del océano.
    El pernambucano agitó de un lado a otro la cabeza al tiempo que la tomaba de la mano y se la acariciaba con ternura.
    —No creas que resultaría tan fácil –dijo–. Habría que convencer a mucha gente; a unos para que los cedieran y a otros para que los aceptaran.
    Ella se puso en pie para besarle dulcemente en la comisura de los labios al tiempo que susurraba:
    —Si fuiste capaz de convencerme para que me casara contigo, no cabe la menor duda de que eres la persona ideal para convencer a cualquiera de cualquier cosa.
    —¡Gracias por el cumplido!
    —¡No hay de qué! Pero puestos a soñar imagínate lo que significaría para mi país, que cuenta ya con la maravilla de la laguna de Canaíma, el salto Ángel y los prodigiosos paisajes de la Guayana, que además contara con manadas de elefantes, búfalos, jirafas y toda clase de bichos hermosos que los turistas pudieran venir a admirar y fotografiar en libertad sin tener que desplazarse hasta el corazón de África.
    —¿Te refieres a uno de esos parques o reservas tan de moda en Europa?
    —No exactamente, puesto que en esas mal llamadas "reservas" los animales se encuentran en cautividad, mientras que en Sudamérica vivirían totalmente libres. Al sur del Orinoco, más allá del Auyantepuy se extiende una inmensa región casi inexplorada. Lo sé muy bien porque a mi primer marido le encantaba sobrevolarla en su avioneta para visitar a las tribus de indios piaroas y yanoamos que habitan en la frontera con Brasil. Sin depredadores naturales, puesto que lógicamente no traeríamos leones ni leopardos, las cebras y los antlopes se multiplicarían sin problemas. –La increíble mujer agitó la cabeza permitiendo que la suave brisa jugara con su negra cabellera al tiempo que añadía–: La verdad es que, cuanto más lo pienso, más me gusta la idea.
    —–¿No te parece que tenemos ya suficientes frentes de batalla? –inquirió Gaetano Derderian sin poder evitar una leve sonrisa–. Desde luego no seré yo quien le comunique a nuestros queridos Júpiter, Marte o Saturno que pretendemos gastarnos una fortuna en algo tan absurdo.
    —Que nuestros nietos puedan ver jirafas o elefantes en libertad no se me antoja algo "absurdo, porque a mi modo de ver construir un supuesto "mundo mejor" no debe limitarse a buscar nuevos caminos, sino a procurar conservar lo que hay de bueno en él.
    —En eso puede que tengas razón.
    —¡Naturalmente que la tengo! Y una de las primeras cosas que pienso hacer es hablar con el actual ministro de Asuntos Exteriores venezolano, que por cierto bebía los vientos por mí, para que se ponga en contacto con el gobierno sudafricano y si aún continúan sin poder alimentar...
    Se interrumpió porque uno de los tripulantes se aproximó a toda velocidad y tomándola del brazo la introdujo a toda prisa en la camareta principal al tiempo que hacía imperiosos gestos al brasileño para que le imitara.
    Una vez dentro, cerró con sumo cuidado la puerta al tiempo que se llevaba el dedo a los labios en una imperiosa orden de silencio.
    —¡Teatea–Maó! –susurró quedamente como si con ello aclarara su extraño comportamiento, pero al advertir que no habían entendido nada, añadió en idéntico tono–: ¡Tiburón blanco!
    —¡Dios nos asista! Atisbaron por uno de los ojos de buey y al poco pudieron distinguir la amenazante aleta dorsal de un gigantesco escualo de más de siete metros de largo que se dirigía directamente hacia ellos, y que de un solo mordisco hubiera conseguido quebrar el casco del altivo catamarán como si se tratara de un simple mondadientes.
    Se trataba, en efecto, de un impresionante ejemplar de la fiera más agresiva y feroz del planeta, terror de los navegantes polinesios que preferían enfrentarse al más rugiente de los ciclones, que a la silenciosa bestia de los mil dientes en forma de navajas.
    Comenzó a girar muy lentamente en torno a una frágil embarcación que se sentía muy capaz de hacer zozobrar de una sola embestida, al parecer tratando de averiguar si se trataba de un simple pedazo de madera sin el menor valor nutritivo, o contenía algo que valiera la pena llevarse a la boca.
    Ni un alma se distinguía a bordo.
    Hasta el timonel se había refugiado bajo cubierta, por lo que, perdido el rumbo, la embarcación comenzó a virar a estribor siguiendo los caprichos del viento.
    Los minutos pasaban angustiosamente lentos, al tiempo que "la Muerte Blanca" estrechaba el círculo atenta a descubrir la menor señal de vida, para lanzarse definitivamente al ataque.
    Roonui Farepeti se arrastró hasta la pequeña–camareta de proa, se dejó caer en su interior y una vez allí buscó a toda prisa tres gruesas estacas afiladas por ambos extremos, y con la ayuda de un grueso cabo las unió hábilmente formando una especie de estrella de seis puntas.
    Cuando abrigó la certeza de que no se separarían, tomó un frasco de ancha boca y lo destapó para empapar cada una de esas puntas en el espeso líquido negruzco que contenía, que no era otra cosa que veneno de nou, el más mortífero de los peces del arrecife coralino.
    Por último abrió una jaula que contenía un pequeño cerdo, le rajó las tripas de arriba abajo y le introdujo las estacas en el interior clavándoselas con fuerza.
    Los chillidos del pobre animal alertaron de inmediato al tiburón que de un coletazo se aproximó hasta casi rozar la amura de estribor, pero en ese momento el nativo lanzó el cerdo por encima de la borda para que fuera a caer a unos cinco metros de distancia.
    El agua se tiñó de rojo, y unos segundos más tarde el infeliz gorrino desapareció en unas aterradoras fauces que lo engulleron como si se hubiera tratado de un simple huevo duro.
    Durante unos instantes no ocurrió nada, puesto que se diría que la bestia confiaba en que le enviaran una nueva presa, pero cuando las firmes y afiladas estacas de dura madera de ‘aito’ comenzaron a rasgarle las entrañas introduciéndole en la sangre el corrosivo veneno, lanzó un violento resoplido y de un brusco coletazo se sumergió en las azules aguas para perderse de inmediato en las tinieblas del abismo.
    Pasó un largo rato antes de que los nativos reunieran el valor suficiente como para volver a poner los pies sobre cubierta, pero aún se les advertía recelosos, como si temieran que Kauhuhu –"el Dios Tiburón", cuya más cruel representación viva era sin lugar a dudas el temido Teatea–Maópudiera volver a hacer su aparición, puesto que sabían a ciencia cierta que en su interior habitaban las almas de todos aquellos que habían sido condenados a la peor pena del infierno, que no era otra que la de vagar eternamente por los ilimitados abismos devorando cuanto encontraban en su camino.
    El capitán ordenó que se largara de inmediato todo el trapo empopando la nave al viento sin preocuparse en absoluto por un rumbo que confiaba en recuperar durante la noche, puesto que lo único que ahora importaba era alejarse lo más aprisa posible de aquella zona por si en su dolorosa agonía el monstruo emergía con ansias de venganza.
    Uno de los mayores problemas de los catamaranes se centraba en el hecho de que al disponer de dos patines estrechos y livianos resultaban siempre mucho más vulnerables al ataque de un gran tiburón blanco que las naves de un solo casco.
    Su gran ventaja se centraba, no obstante, en que con el viento totalmente a favor se deslizaban sobre la quieta superficie del océano casi a la misma velocidad que alcanzaría un aterrorizado pez volador que intentara escapar de una familia de delfines.
    Pese a ello, y pese a la gran cantidad de agua que habían conseguido poner entre su nave y el punto en que habían recibido la desagradable visita de TeateaMaó, los hombres de Roonui Farepeti no parecieron respirar tranquilos hasta que, al amanecer del día siguiente, atravesaron el canal de Teavanui para echar al fin el ancla en el centro de la laguna de Bora Bora.























    Las noticias eran malas.
    El estado de salud de sir Edmund Rosenthal había experimentado un brusco empeoramiento durante aquellos últimos días, nada extraño dada su avanzada edad y el nulo caso que solía hacer a las recomendaciones de sus médicos, por lo que había enviado un mensaje urgente al matrimonio Derderian con el fin de que acudiera a visitarle a su amada mansión de Cap Ferrat antes de que, según él, fuera ya demasiado tarde.
    Su aspecto era en verdad alarmante, no tanto por su apariencia física, que no había cambiado en exceso salvo por una ligera pérdida de peso, sino en especial por su deprimente estado anímico, ya que parecía haberse hundido en un profundo pozo de desesperanza del que su único hijo vivo, Samuel –el mayor había muerto durante la guerra de los Seis Días–, se sentía incapaz de sacarle.
    —Lo que en verdad tiene enferma es el alma desde que tuvo conocimiento de la masacre que Sharon ha llevado a cabo en el campo de refugiados de Yenín –comentó mientras les acompañaba escaleras arriba hasta las habitaciones privadas del anciano–. Mi padre siempre ha sido un hombre dotado de una increíble fuerza de voluntad, pero ante semejante salvajada podría decirse que tanto las fuerzas como la voluntad le han abandonado definitivamente.
    Les dejó a solas con el hombre del audífono que aparecía casi clavado en un gigantesco sillón de orejas junto a un luminoso ventanal desde el que se distinguía su amado mar y su aún más amado banco sobre el acantilado, y que extendió ambas manos aferrando con fuerza una de cada uno de ellos.
    —Al menos esto lo he conseguido –musitó–. Una pequeña parte de mérito de que estéis juntos me corresponde, porque si no le pincho este mentecato jamás se hubiera decidido a dar el paso.
    Naima Fonseca no quiso decepcionarle señalando que en realidad el paso lo había dado ella, por lo que se limitó a tomar asiento en una butaca sin soltarle la mano.
    —¿Qué le ocurre? –quiso saber–.
    Nos tiene muy preocupados.
    —Los años, pequeña, los años que se convierten siempre en nuestros peores enemigos. Nunca he entendido esa estúpida costumbre de celebrar los cumpleaños como si el hecho de comprobar que el terrible monstruo que acabará por devorarnos va creciendo fuera motivo de regocijo. Ese día en lugar de recibir regalos lo que deberíamos hacer es regalar algo de lo nuestro con el fin de ir tomando conciencia de que es hora de que empecemos a desprendernos de cuanto muy pronto ya no nos servirá de nada.
    —Usted aún recibirá muchos regalos.
    —¿Qué clase de regalos, querida? La paz de espíritu no se empaqueta en papel de colores, ni los sueños perdidos se adornan con un lazo. Ésos son los únicos presentes que en estos momentos me alegrarían la vida, porque lo que es del resto lo tengo todo y de nada me vale. Ni un diamante, ni un Rolls, ni un yate me llaman la atención ni me interesan.
    —¿Y un mundo mejor?
    —Eso sí... –admitió el inglés con una leve sonrisa–. Eso sí, desde luego, pero por desgracia aún debemos clasificarlo en el impalpable y onírico universo de los "sueños no natos".
    —Pero no de los "sueños muertos" –le hizo notar Gaetano Derderian–.
    Estamos luchando por conseguirlo.
    Sir Edmud Rosenthal permaneció un largo rato meditabundo, observando el mar con la mente muy lejos de allí, y al fin, sin apartar la vista del horizonte, musitó:
    —Mi abuelo luchó por ver a su pueblo regresar a la patria de sus antepasados, a la mal llamada "Tierra Santa", que a mi modo de ver se ha convertido más bien en "Tierra Demoníaca", puesto que en ningún lugar del mundo se cometen tantos crímenes y atrocidades. Ahora, medio siglo más tarde, observo el resultado de lo que parecía un hermoso proyecto, y me horroriza descubrir que tan sólo ha servido para hacer aflorar lo peor de nuestra raza, dejando lo que debería haber sido un ejemplo de amor y convivencia en manos de los más crueles representantes del odio, la xenofobia y la intransigencia. Gran parte de la fortuna de lo que la familia Rosenthal supo amasar en siglos se ha malgastado, no en demostrar, como mi abuelo deseaba, que somos un pueblo culto, inteligente y trabajador, capaz de transformar los desiertos en vergeles y hacer crecer rosas en los eriales, sino en demostrar que, cuando nos dan la oportunidad, somos tan feroces y desalmados como quienes nos hicieron víctimas de su ferocidad.
    —¿Es eso lo que le tiene tan deprimido y amargado? –quiso saber la venezolana—. ¿Comprobar cómo su dinero sirvió para todo lo contrario de aquello a lo que estaba destinado?
    —No se trata de dinero, querida, sino de desilusión. El dinero siempre lo conseguiría recuperar porque generaciones de mis antepasados me enseñaron cómo hacerlo, pero nadie me enseñó nunca a recuperar una ilusión, y me temo que ya no me queda demasiado tiempo para continuar soñando. "La Vieja Insobornable" avanza inexorable con su guadaña en ristre, y sé muy bien que cuando se lo propone no existe fuerza ni fortuna capaz de detenerla.
    —No me gusta oírle hablar en ese tono –se lamentó Naima Fonseca–. No es lo que se espera de Júpiter.
    —A este Júpiter se le acabó la cuerda –fue la mesurada respuesta carente de aspavientos–. Ha tenido una vida plena, una esposa amantísima, hermosos hijos y grandes satisfacciones, pese a que al final del camino no me aguarde el Israel que imaginaba.
    Pero hay algo de lo que puedes estar segura, pequeña; prefiero marcharme ahora, mientras aún conservo un rayo de esperanza, que aguardar a ver cómo el mundo se une para aplastar a mi pueblo, o ese cerdo inmundo de Ariel Sharon y su pequeño grupo de terroristas de Estado acaban por transformar a los judíos en una pandilla de verdugos capaces de tatuar números en los brazos de los prisioneros tal como les hicieron los nazis a sus padres.
    –Lanzó una especie de resoplido que denotaba la magnitud de su consternación al insistir–: Nunca entendí por qué razón los niños violados suelen convertirse en adultos violadores cuando lo lógico sería lo contrario, pero ahora advierto que en cierto modo es esa especie de aberración mental la que ahora afecta a muchos judíos. En lugar de ser más tolerantes, parece como si experimentaran la necesidad de infligir a inocentes el mal que a ellos les infligieron.
    —¿No cree que está siendo demasiado duro con su gente? –intervino un brasileño al que se advertía sinceramente preocupado por la actitud del anciano.
    —¿Cómo podría aspirar a ver la paja en el ojo ajeno si me negara a ver la viga en el propio?
    —quiso saber el hombre que ya no tenía ánimos ni para jugar con su adorado audífono–. No quise que siguiéramos siendo un rebaño de corderos que se dejan llevar mansamente al matadero, pero menos aún quise que nos convirtiéramos en una jauría de lobos sedientos de sangre. Las bocas de nuestros tanques escupen los mismos obuses que escupían los tanques de Hitler y al comprenderlo se me desgarra el alma. No quiero revivir aquella pesadilla, sabiendo además que fue mi familia quien puso parte de tales tanques en manos de esos criminales... Pero dejemos eso –añadió–.
    Hace tiempo descubrí que hablar del tema no soluciona nada. Lo que ahora importa es continuar trabajando en el terreno que nos preocupa. ¿Qué avances hemos hecho? Gaetano Derderian dedicó un largo rato a exponerle cómo estaba la situación en los muchos y variados frentes que se habían ido abriendo en los últimos tiempos, y al concluir su exposición el banquero no pudo por menos que expresar una idea que en el fondo estaba en la mente de todos.
    —¿No estamos intentando abarcar demasiado? –quiso saber–. Comprendo que son muchos los problemas que afectan a la humanidad, pero estimo que deberíamos ser conscientes de nuestras limitaciones concentrando los esfuerzos en aquellos temas en los que existe alguna esperanza de conseguir resultados satisfactorios.
    —Estoy de acuerdo –reconoció con innegable honradez el pernambucano–.
    Pero la raíz del problema estriba en que aún no tenemos claro cuáles son los puntos en los que estamos en disposición de obtener tales resultados y en cuáles no.
    —¿Cómo marcha el proyecto del Sinaí?
    —Es sin lugar a dudas de los más ambiciosos y complejos vista la situación de caos que vive la región, aunque por otra parte ofrece la ventaja de que como nadie parece capaz de encontrar una solución a semejante carnicería, quizá fuera bien recibido por todos aquellos que consideran que si el problema judeo–palestino continúa por el camino que va, el mundo acabará por estallar en mil pedazos.
    —¿Se refiere a una guerra total?
    —¡No! Más bien me refiero a un conflicto total" que no tiene por qué ser necesariamente un conflicto armado.
    —¿Petróleo? El otro hizo un leve gesto de asentimiento al puntualizar:
    —Petróleo y materias primas. Y depósitos bancarios. Y caídas en la bolsa que no sólo arrastrarían a gigantescas corporaciones con miles de empleados, sino incluso a países cuyo equilibrio presupuestario suele ser bastante precario. Las grandes potencias resistirían el embate, e incluso en cierto modo saldrían beneficiadas, pero me temo que el resto de las naciones recibirían un golpe del que tardarían años en recuperarse.
    El anciano meditó sobre cuanto acababa de escuchar y al poco señaló seguro de lo que decía:
    —Quizá la solución estribe en hacer comprender a esas grandes corporaciones el peligro que corren, puesto que en la actualidad son ellas las que quitan y ponen a los gobernantes. En las democracias los ciudadanos están convencidos de que eligen libremente a sus líderes sin detenerse a meditar en el hecho de que eligen entre lo poco que los poderes fácticos les dan a elegir. Si se consiguiera convencer a ciertos magnates de que están contribuyendo a cavar sus propias tumbas quizá cambiaran de actitud y se lo pensarían mejor a la hora de seleccionar a sus títeres.
    —¿Se le ocurre alguna manera de conseguir que unas mentes tan avariciosas reconozcan que ese exceso de avaricia les conducirá a la ruina? –quiso saber la venezolana.
    —No, puesto que durante toda mi vida he pertenecido al selecto grupo de las mentes avariciosas, y jamás acepté que pudiera existir algo comparable a un buen beneficio empresarial.
    "Lo que ganes hoy te ayudará a resolver los problemas del mañana", era mi norma, negándome a reconocer que en ocasiones los problemas crecen hasta el punto de que acaban por devorar todos los beneficios. –Agitó la cabeza negativamente al tiempo que insistía–:
    ¡No! Creo que no soy la persona idónea para diseñar un plan de acción que pueda conducirnos a alguna parte. –Se volvió a Gaetano Derderian para añadir–: Confío en que a usted se le ocurra algo, pero antes de seguir adelante me gustaría que me dijera, con toda sinceridad, qué es lo que opina de mi pueblo.
    —¿A qué se refiere?
    —Lo sabe muy bien. ¿Se considera prosemita o antisemita?
    —Nunca me he sentido ni una cosa ni otra –replicó su interlocutor en tono mesurado–. Pero lo cierto es que las simpatías que sentía por los judíos a causa de lo mucho que sufrieron con el famoso holocausto se han ido diluyendo, y casi transformando, a la vista de la destrucción y las masacres que ha provocado su ejército en Yenín. Sé muy bien que no se puede culpar a todos por ese nuevo holocausto que está llevando a cabo Ariel Sharon, pero creo que va siendo hora de que su propio pueblo les corte las alas y las garras a unos "halcones" que más que "halcones" demuestran ser auténticos buitres a los que únicamente satisface la carroña. Más que antisemita, me he vuelto anti–Sharon, pero no le niego que corro el peligro de que una cosa acabe por llevarme a la otra.
    —Le agradezco su sinceridad, entiendo la diferencia, y estoy de acuerdo con lo que dice. Por eso he decidido que de ahora en adelante todos los recursos de la Banca Rosenthal, así como de mi fortuna personal, se pongan a disposición de ese proyecto que hemos dado en llamar "Un Mundo Mejor", con especial incidencia en cuanto se refiere a la droga y a intentar resarcir al pueblo palestino por todo el daño que se le ha causado. Sé que no puedo resucitar a los muertos, pero si mis antepasados cometieron dos graves errores, uno propiciando "la guerra del opio" y otro propiciando "la guerra del odio", justo es que intente lavar sus culpas en la medida de lo posible.
    —¿Y qué opina de eso su hijo? –quiso saber Naima Fonseca.
    —Me respalda por completo, en parte porque comparte mi forma de pensar, y sobre todo, ¿por qué no decirlo?, gracias a que su madre le legó una fortuna lo bastante sólida como para no tener que depender de la mía. Entiende, como yo, que ha llegado el momento de que le devolvamos al mundo parte de lo que ese mundo ha tenido a bien proporcionarnos, y vivirá mucho más en paz consigo mismo sabiendo que algo que no necesita, dinero, sirve para conseguir algo que sí necesita:
    el orgullo de continuar apellidándose Rosenthal.
    —¿No resultara harto extraño que el nieto de quien más luchó por crear el Estado de Israel, se enfrente ahora a él?
    —Yo no tengo la menor intención de enfrentarme al Estado –le contradijo el anciano–. Lo que pretendo es encontrarle una salida honrosa a una situación abominable, y en todo caso si me enfrento a alguien será a esos fascistas que usurpan el poder. Tal vez, y en eso es en lo que confío, otros judíos decentes, que son muchos y poderosos, entiendan mi posición y decidan seguir mi ejemplo. Ariel Sharon es un viejo caduco y rencoroso, que ha convertido su odio personal a Yaser Arafat en la razón de su existencia, pese a que sabe que con ello está poniendo en riesgo la supervivencia de nuestro país. Presume de haber ganado todas las guerras en las que ha participado, pero quien en realidad las ganaba era Moshé Dayan mientras que él se limitaba a asesinar mujeres y niños en campos de refugiados. Haré cuanto esté en mi mano por destruirle.
    —¿Y no teme las represalias?
    —Ya soy demasiado viejo para temer más que a mi propia conciencia. A la hora de presentarte ante tu Creador puedes ir con una bala en el corazón, eso te lo perdona, e incluso en ciertas circunstancias cuenta mucho a tu favor, pero lo que no te perdona es que te presentes ante él con la conciencia sucia... –Guardó silencio mientras observaba fijamente a Naima Fonseca, entrecerró los ojos y al fin sonrió casi como un niño travieso al inquirir–: ¿Le harías un inmenso favor a este anciano comatoso?
    —Lo que usted diga.
    —Si lo que viene es niña, llámale Constanza, como mi esposa. No conseguimos tener hijas, y es un nombre que siempre me fascinó.
    Ella pareció sorprenderse, pero no tanto como Gaetano Derderian, que se la quedó mirando como si no supiera de qué diablos estaban hablando, y al fin la venezolana inquirió desconcertada:
    —¿Cómo lo ha averiguado, si ni siquiera yo estoy absolutamente segura?
    —Más sabe el diablo por viejo que por diablo, querida niña. Lo advertí en cuanto te vi entrar. –Se volvió al brasileño–. ¿No lo sabía?
    —Primera noticia.
    —Pues me alegra ser yo quien se la dé. Ahora tendrá muchos más motivos para intentar conseguir un mundo mejor para las generaciones futuras. ¿Cumplirá su promesa?
    —¡Desde luego! –sentenció la futura madre–. Y si es niño le llamaremos Edmund.
    —Eso ya sería pedir demasiado.
    —Quien mucho da, mucho debe recibir.
    —Yo no doy mucho. Me limito a devolver y escaso mérito tiene puesto que me consta que es algo que ya no voy a necesitar.
    Esa noche, mientras cenaban en la piscina del hotel Majestic, de Cannes, en el que se hospedaban, Gaetano Derderian inquirió levemente molesto:
    —¿Cuándo pensabas decirme lo del niño?
    —Cuando estuviera absolutamente segura –replicó ella al tiempo que colocaba amorosamente una mano sobre la de él–. Recuerda que tengo treinta y cuatro años y se trata de mi primer hijo. Tampoco tú eres un jovenzuelo, y por lo tanto necesito que un buen doctor me garantice que nacerá sin problemas.
    —Lo querré como quiera que nazca.
    —Estoy segura de ello, pero de lo que no estoy tan segura es de si tenemos derecho a traer al mundo a un niño sin todas las garantías de normalidad por muy de nuestra sangre que sea, cuando hay tantos niños perfectamente normales que necesitan ayuda.
    —Los dos estamos sanos. Y tú eres muy fuerte.
    —En eso confío, y por lo tanto más vale que dejes este asunto en mis manos y te concentres en encontrar esas soluciones que tanta falta hacen para que todos, incluido nuestro hijo, disfruten el día de mañana de una vida mejor.
    —Cada vez lo veo más difícil. Y hay algo en lo que el viejo tiene toda la razón; estamos tocando demasiadas teclas.
    —Lo sé. Pero también sé que cada una de esas teclas tiene importancia.
    El agua, el hambre, el Sinaí, las drogas, las adopciones incontroladas, los niños esclavos, o incluso las especies animales en trance de desaparición merecen que se les dedique un tiempo y un esfuerzo. ¿A cuál de esos problemas vamos a renunciar sin sentirnos culpables?
    —No somos dioses.
    —¡No! En efecto, no lo somos, pero cuando los dioses hacen dejadez de sus funciones, alguien tiene que ocupar su puesto, no por ansias de sentirse divino, sino por necesidad de sentirse humano.
    A la mañana siguiente Samuel Rosenthal telefoneó asegurando que su padre había empeorado por lo que reclamaba su inmediata presencia, y en cuanto se encontraron junto a él, que parecía ahora incapaz de levantarse de su enorme lecho en el que se aseguraba que había dormido María Antonieta la noche antes de que perdiera de un modo definitivo la cabeza, la primera pregunta que hizo el anciano, dirigiéndose al brasileño, tuvo la virtud de desconcertarle.
    —¿Cree en Dios?
    —No.
    —¿En ningún tipo de dios?
    —En ninguno.
    —Me alegra saberlo, puesto que he llegado a la conclusión de que únicamente quien no crea en ningún tipo de dios podrá arreglar un mundo cuyo principal problema siempre ha estribado en que demasiada gente ha creído en demasiados dioses. Serán aquellos que no tengan prejuicios y tan sólo confíen en sí mismos y en sus semejantes, los que encuentren las soluciones justas para esos semejantes sin sentirse coaccionados por la idea de que un ser supremo les observa en todo momento.
    —¿Usted no cree en Dios?
    —Por desgracia, sí –admitió el apesadumbrado banquero–. Siempre he creído en un ser superior, justo y compasivo que había puesto a prueba la fe de los israelitas, pero que ahora, satisfecho al comprobar que, pese a todo cuanto les hizo padecer le seguían siendo fieles, les había concedido al fin el premio de regresar a la tierra de sus antepasados donde fundar un hogar próspero y feliz. –Buscó aire con ansia como si le costara un gran trabajo encontrarlo y musitó–:
    Sin embargo a estas alturas me veo obligado a admitir que las cosas no han salido como esperaba, puesto que ha nacido lo que los cristianos considerarían un Anticristo, que está destruyendo todo lo conseguido.
    —¿Se refiere a Sharon?
    —¿A quién si no? Tan sólo alguien que se haya propuesto hundir para siempre a los israelitas, puede comportarse tal como él se comportó en el Líbano o en Yenín. Esta noche he llegado a la conclusión de que en realidad no es un auténtico judío, o que se trata de un renegado que en un momento dado decidió cambiar de bando para conseguir, desde dentro, lo que nadie logró conseguir desde fuera a lo largo de miles de años de persecuciones e injusticias.
    —¡Qué barbaridad! –no pudo por menos que exclamar Naima Fonseca–.
    ¿Se da cuenta de la gravedad de lo que está insinuando?
    —¡Naturalmente, querida! ¿Pero de qué sirve callar cuando sabes que muy pronto callarás para siempre? Es posible que Ariel Sharon fuera en un principio un sionista convencido, pero tal vez cuando propició las matanzas de Sabra y Chatila, las cosas cambiaron. Probablemente se había hecho la ilusión de que por aquella bárbara acción le considerarían un nuevo Moshé Dayan, al que tanto envidiaba, pero se encontró con que aquellos que suponía que le alabarían, optaban por juzgarle y condenarle, destituyéndole de su amado puesto de todopoderoso ministro del Ejército. –El anciano hizo una nueva pausa puesto que cada vez le costaba más hablar, pero se sobrepuso para añadir–: Entre los nuestros hubo quienes consideraron la posibilidad de entregarlo al Tribunal Internacional de La Haya para que fuera juzgado como criminal de guerra.
    Quiénes le salvaron de pasar el resto de su vida entre rejas aún no está claro –añadió–. Pero acostado aquí, a solas, he llegado a preguntarme si quienesquiera que fueran lo hicieron con el fin de alimentar su odio hacia Yaser Arafat y utilizarlo más tarde para que traicionara a aquellos que consideraba que le habían traicionado.
    —¡Perdone que le sea tan sincero! –le interrumpió el pernambucano–. Pero a mi modo de ver, ésa es una de las teorías más arriesgadas y casi disparatadas que he oído en mi vida.
    —¿Acaso no es más disparatado destruir en menos de un año todo lo que se había construido en cincuenta? ¿Qué otra explicación se puede dar, aparte de la locura de un viejo senil, a una forma de comportarse tan apocalíptica? Empiezo a estar convencido de que su mano está detrás del asesinato de Isaac Rabin y de todo cuanto de malo nos ha ocurrido en estos últimos años. –Hizo una corta pausa para añadir en un tono que jamás había empleado anteriormente: Por todo ello he decidido acabar con él aunque sea utilizando sus propios métodos.
    —¿A qué se refiere?
    —A que al fuego tan sólo se le combate con el fuego y a los criminales con el crimen.
    —¿Está pensando en ordenar que le asesinen? La respuesta llegó clara, concisa e inapelable:
    —Sí.
    —¿Es que se ha vuelto loco?
    —Creo que tengo derecho a unos días de locura tras ochenta y siete años de cordura –señaló seguro de lo que decía sir Edmund Rosenthal–. He hecho cuanto estaba en mi mano, incluso cediendo toda mi fortuna, para conseguir algo de una forma justa y decente, pero no quiero dejar este mundo a sabiendas de que todos mis esfuerzos resultaron estériles por culpa de un traidor a la causa más noble que ha existido en estos últimos dos mil años: la necesidad de que todo un pueblo vejado y maltratado hasta la saciedad recupere su orgullo y su paz de espíritu.
    —Delira y no pienso participar en tales delirios.
    —Lo sé, y no tengo la menor intención de hacerle participar en ellos.
    Lo único que he pretendido al decírselo es advertirle de cuáles son mis intenciones al respecto. Alguien que envía soldados a ocupar y arrasar unos territorios que no son suyos está convirtiendo a esos muchachos en un ejército de terroristas, por lo que no es tan sólo un criminal de guerra, es un auténtico genocida. Siga buscando soluciones al mundo con una certeza en el corazón: ese hombre pronto dejará de ser un obstáculo para la paz. Yo me encargo de ello.


    Sir Edmund Rosenthal murió de pena cuatro días más tarde, y Gaetano Derderian nunca tuvo oportunidad de averiguar si había cumplido o no su promesa de encargar la desaparición física del hombre al que culpaba de la mayor parte de los males que durante los últimos tiempos habían aquejado a su pueblo.
    De lo que sí tuvo casi inmediata evidencia fue de que había cumplido su otra promesa de donar cuanto tenía, incluida su adorada mansión de Cap Ferrat, a la organización encargada de buscar las fórmulas que condujeran a procurar un mundo mejor para el resto de sus congéneres, fueran judíos o no, por lo que, cuando a la mañana siguiente de su solemne funeral, el cónclave se reunió una vez más en Villa Olimpo, sus miembros no pudieron evitar echar de menos al entrañable Júpiter y su cochambroso audífono que en ocasiones tenía la virtud de crisparles los nervios.
    —Nada será lo mismo de ahora en adelante –musitó un conmovido Oman Tlass–. Era el alma del equipo.
    —Todo tiene que seguir siendo lo mismo, e incluso mejor –le contradijo Bill Spangler–. Este "equipo" tiene que continuar teniendo un alma incluso el día en que todos hayamos desaparecido, puesto que lo que importa es la labor que nos hemos propuesto, no las personas que la lleven a cabo. Desde un principio sabíamos que nos enfrentábamos a un proyecto a largo plazo; un plazo que sin duda irá mucho más allá que nuestras vidas, y lo que tenemos que conseguir es que la semilla germine y siempre exista gente dispuesta a ocupar el lugar de quienes nos hayamos ido para siempre.
    —¿Y quién podría ocupar el lugar de alguien como sir Edmund?
    —quiso saber Waffi Wad.
    —Alguien como sir Edmund –fue la convencida respuesta–. Ahí fuera existen miles de personas como él, aunque tal vez ellas mismas no sepan que lo son –sentenció el americano–.
    Conozco algunas, y estoy convencido de que vosotros también las conocéis.
    Nuestro deber es ayudarles a descubrirse a sí mismas, porque cuando se descubran formarán un ejército con el que convertiremos en realidad ese sueño de un futuro más justo y equitativo para todos.
    —Para sustituir a sir Edmund deberíamos buscar a otro judío –intervino Buba Okono–. De no ser así nos exponemos a que el grupo quede en cierto modo "descompensado" en unos momentos en los que son precisamente esos judíos los que más quebraderos de cabeza nos están causando. Estimo que sería conveniente que siguieran contando con una voz que les defendiera en torno a esta mesa.
    —En ese punto discrepo –le contradijo el japonés Takedo Sukuna en su clásico tono mesurado y pragmático–.
    El viejo y querido Júpiter fue siempre el primero en criticar las bestialidades de su gente, a la que nunca disculpó por sus crímenes, y al fin y al cabo, Ariel Sharon y sus secuaces tan sólo son "factores circunstanciales" que pasarán pronto al olvido; tal como han pasado a lo largo de la historia tantos otros tiranos. –Por primera vez se permitió un gesto impropio en él, al apuntar con el dedo a la pared, como si estuviera clavando chinchetas en un invisible tablón de anuncios al tiempo que añadía seguro de sí mismo–: Sin embargo, los grandes temas que en verdad nos preocupan: hambre, sed, miseria, droga, infancia abandonada o enfermedades contagiosas, siempre estarán ahí, y es a ellos a los que debemos dedicar nuestra atención, sin permitir que un viejo cerdo rencoroso, que se dedica a masacrar inocentes porque ésa es la única forma que tiene de escapar a su espantosa mediocridad, nos haga perder ni un solo minuto más de nuestro valioso tiempo.
    —Respaldo la moción –se apresuró a señalar Naima Fonseca–. Estoy convencida de que los abominables crímenes de esa montaña de grasa hedionda aceleraron la muerte de sir Edmund, pero no quiero volver a oír hablar de él. No merece más que silencio y desprecio.
    —También estoy de acuerdo –admitió Oman Tlass—. Y como árabe, más de acuerdo que nadie, pese a que me hierva la sangre en deseos de volar en pedazos a esa banda de fascistas. Tenemos la obligación de dejarlos a un lado, tal como se aparta la basura del camino, pero hay algo a lo que nunca podremos dejar a un lado; en la raíz de todo comportamiento humano está el sentimiento religioso, y cuantos esfuerzos hagamos sin tener en cuenta dichos sentimientos, estarán condenados al fracaso.
    —No obstante –le atajó Gaetano Derderian interviniendo por primera vez en el transcurso de la conversación–, sir Edmund dijo algo muy curioso poco antes de morir: "Únicamente aquellos que no crean en ninguno tipo de dios podrán arreglar un mundo cuyo principal problema ha estribado siempre en que demasiada gente ha creído en demasiados dioses". He meditado sobre ello, y estoy de acuerdo con la idea de que si pretendemos conseguir algo en verdad importante debemos empezar por comportarnos como si Dios no existiera, o al menos, como si ninguno de nosotros creyera en él.
    —Difícil se me antoja –musitó apenas Waffi Wad–. Si no creyera en Dios y en el paraíso que me ha prometido, ¿por qué razón tendría que emplear tanto dinero en ayudar a quienes no conozco?
    —Porque al ayudarlos te construyes tu propio paraíso en esta vida, independientemente del que te hayan prometido para la próxima. Y recuerda que no te estoy pidiendo que dejes de creer, sino que actúes como si no creyeras en algún dios "en particular".
    —¿Qué pretendes decir remarcando tanto ese "en particular" ? El pernambucano meditó durante casi un par de minutos, como si estuviera buscando una respuesta que no dejara lugar a dudas sobre la esencia de su razonamiento, y al fin, cuando ya algunos de sus acompañantes daban muestras de impaciencia, señaló:
    —Entre las tribus amazónicas del Xingú se suele decir: "Si intentas imponer a tu dios por la fuerza, ese dios es falso, puesto que el verdadero no necesita tu violencia para demostrar quién es. Si alabas en exceso a tu dios, asegurando que es el único verdadero, ese dios es falso, puesto que el verdadero está tan alto que no necesita alabanzas". "Y si utilizas las armas para defender al verdadero dios, le estás ofendiendo, porque al hacerlo consideras que no es lo suficientemente fuerte como para defenderse por sí mismo." –Agitó la cabeza de un lado a otro en un leve ademán que en realidad nada significaba al concluir–: Para los nativos de aquellas selvas el concepto de ser supremo está muy por encima del concepto religioso, ya que consideran que las religiones no son más que un sibilino invento del demonio.
    —¿Y eso cómo se explica? –quiso saber Bill Spangler al que al parecer le había desconcertado lo que acababa de escuchar.
    —De un modo muy simple según ellos; cuando el Ángel Negro se rebeló contra el Creador, llegó a la conclusión de que jamás podría vencerle puesto que sus seguidores siempre estarían en minoría, por lo que decidió que su única esperanza de éxito se basaba en la posibilidad de dividir las fuerzas de su enemigo. Por ello se dedicó a tentar a los hombres, no con el poder, la ambición o la lujuria, pecados todos personales, disculpables y pasajeros, sino con la astuta promesa de que si adoraban a un dios determinado y defendían a ultranza su fe, alcanzarían el paraíso y una supuesta vida eterna que hasta ese momento nadie les había prometido. Con su acción propició el nacimiento de las diferentes religiones, cuya razón de ser no era otra que conseguir que los seres humanos se odiasen y matasen en nombre de un determinado dios, olvidándose de que el verdadero dios no necesita nombre.
    —¿Y tú lo crees?
    —Yo no soy ni un ‘xingú’, ni un ‘xavante’ –replicó calmosamente Gaetano Derderian–. No soy más que un "civilizado" que ha visto morir a demasiada gente vociferando detrás de una cruz, una media luna o una estrella de David. Pero me precio de ser lo bastante inteligente como para aceptar que si, según esa leyenda indígena, lo que el demonio pretendía era hacer daño, lo consiguió plenamente. El infame y salvaje pecado del fanatismo religioso es el único que se transmite de generación en generación y afecta por igual a todos los pueblos y a todas las razas.
    —¿Y qué se supone que opina el verdadero Dios de todo eso? –quiso saber Naima Fonseca.
    —No lo sé –admitió su esposo encogiéndose de hombros–. Pero imagino que si realmente existe se limitará a aguardar con los brazos abiertos a aquellos que acudan a él conscientes de que siempre ha estado muy por encima de tan absurdas y sangrientas rencillas.
    —¿Pretendes decir con eso que debo renunciar a una fe que me inculcaron de niño y que siempre he aceptado a ojos cerrados? –inquirió casi con un lamento Waffi Wad.
    —Yo no soy quién para decirte nada, Waffi, entiéndelo –fue la respuesta–. Me he limitado a contarte lo que opinan unas tribus de supuestos salvajes que son capaces de matarse entre sí por culpa de un pedazo de tierra, una mujer o una vaca, pero nunca por culpa de un dios que consideran que pertenece a todos y es igual para todos. Eres tú quien tiene que sacar conclusiones porque yo ya hace mucho tiempo que las tengo muy claras; si de mí dependiera nadie sufriría ni moriría por culpa de sus creencias, sean éstas las que quiera que sean.
    Se hizo un largo paréntesis en el que la mayor parte de los presentes parecieron estar reflexionando sobre cuanto allí se acababa de decir, y al fin fue Takedo Sukuna el que aventuró a hablar en primer lugar:
    —De todo esto se deduce que lo mejor que podemos hacer es rogarle a cada uno de nuestros respectivos dioses que se mantengan en el exterior de esta sala y nos permitan intentar reparar sin su ayuda un mundo que algunos de sus "incondicionales" han acabado por dejar harto maltrecho.
    —Lo considero una idea excelente –se apresuró a aplaudir el americano–.
    La secundo con sincero entusiasmo.
    —Me adhiero a ella –señaló con su cálida voz Naima Fonseca.
    —Por lo que a mí respecta, no hay problema –comentó un sonriente Buba Okono–. Nunca he creído en nada que no pueda ver, oler, oír y tocar.
    —Para los musulmanes, tomar ese tipo de decisiones resulta mucho más complicado, puesto que la fe convive con nosotros a todas horas –comentó Oman Tlass–. Sin embargo, estoy de acuerdo en que en este caso el bien común está por encima de cualquier otro concepto y debemos esforzarnos por dejar a Alá al margen de este asunto.
    —¿Y cómo esperas que lo hagamos si como bien has dicho convive con nosotros en todo momento? –se sorprendió Waffi Wad–. Para mí siempre estará presente puesto que constituye la razón principal de mi existencia.
    —Si es el dios verdadero, entenderá nuestras razones y las disculpará –le respondió su interlocutor–. Y si no las disculpa, será porque no desea el bien para todas sus criaturas sin excepción, lo cual viene a significar que no es el dios universal en el que siempre hemos creído.
    —¡Un astuto argumento! –no pudo por menos que reconocer el dubaití–.
    No cabe duda de que te ganarías la vida como picapleitos. ¡En fin! –masculló no del todo convencido–. Acepto comportarme como si no tuviera fe más que en nosotros mismos y en lo que estamos en capacidad de hacer para paliar el terrible desastre que nos han dejado en herencia las generaciones pasadas. ¿Qué vamos a hacer ahora?
    —Seguir trabajando –replicó de inmediato Gaetano Derderian–. El ‘Argos’ está listo para iniciar una nueva singladura, contamos con científicos de extraordinaria valía, y cada día que pasa se nos unen nuevos talentos que aportan ideas aprovechables.
    Disponemos de abundantes medios económicos, y hemos conseguido organizar una infraestructura que empieza a funcionar de forma aceptable. –Abrió los brazos como si al hacerlo pretendiera abarcar cuanto le rodeaba–. Demasiadas veces aquellos en lo que la humanidad confió le decepcionaron, pero espero que nosotros nunca les decepcionaremos.
    Bill Spangler hizo un gesto hacia el amplio ventanal que se abría sobre el mar para señalar con sorprendente firmeza:
    —¡De acuerdo! Si el mundo nos necesita, olvidemos a Dios y acudamos en su ayuda.

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    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

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    Set personal 2:
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    Set personal 3:
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